Sinay, Sergio - Conectados al vacío [pdf]

March 19, 2017 | Author: Mario Cesar Lamique | Category: N/A
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CONECTADOS AL VACÍO La soledad colectiva en la sociedad virtual

SERGIO SINAY

Barcelona-Bogotá-Buenos Aires-Caracas-Madrid-México D.F.-Montevideo-Quito-Santiago de Chile

Diseño de portada e interior: DONAGH | MATULICH

Conectados al vacío Sergio Sinay 1ª edición © Sergio Sinay, 2008 © Ediciones B Argentina S.A., 2008 Av. Paseo Colón 221, piso 6 - Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina www.edicionesb.com.ar ISBN: 978-987-627-083-0 Impreso por Printing Books, Mario Bravo 835, Avellaneda, en el mes de octubre de 2008. 5.700 ejemplares. Queda hecho el depósito que establece la Ley 11.723. Libro de edición argentina.

A Marilén, con el amor de siempre, con más amor que nunca. A Iván, por tu amor, y por tu coraje. A Carolina Di Bella, editora sensible y lúcida, creativa y responsable, por su respeto y su comunicación.

Introducción Cumplir un destino, descubrir un sentido Ha transcurrido más de medio siglo desde que, en 1955, el gran escritor belga Georges Simenon (creador del entrañable Comisario Maigret y autor de decenas de novelas siempre apasionantes, entre ellas El tren, La habitación azul y Noviembre) dijera: «El hecho de que seamos no sé cuántos millones de personas, pero que la comunicación, la comunicación completa, sea absolutamente imposible entre dos de esas personas, resulta uno de los temas trágicos más importantes del mundo» 1. Quizá Simenon exageraba en un punto. La comunicación entre dos personas no es, en mi opinión, absolutamente imposible. Si lo fuera, ya hubiéramos perecido como especie. Pero es verdad que, cuando esa comunicación no se produce, estamos ante una catástrofe vincular y, cuando la imposibilidad se multiplica por millones de individuos, desembocamos en un tema trágico que afecta al mundo. Hoy coqueteamos de un modo inquietante e irresponsable con esa tragedia. Más de seis mil millones de personas comparten un período de la historia humana signado por el más fabuloso desarrollo de múltiples tecnologías, entre las cuales se destaca la que está abocada a la conexión (telefonía, informática, televisión, radio y toda la aparatología que la hace posible y alcanza expresiones de compleja sofisticación). El planeta nunca ha estado tan conectado. Al mismo tiempo, los seres humanos acaso nunca hemos estado tan incomunicados. ¿Qué es comunicarse? Defino comunicación como el fenómeno por el cual 1

Entrevista con Carvel Collins, incluida en The Paris Revieu, entrevistas, compilación de Ignacio Echevarría, El Aleph Editores, Barcelona 2007.

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cada persona, al crear su subjetividad y tomar conciencia de su singularidad, se da cuenta de que la palabra Yo, su concepto y su noción, son imposibles, incomprensibles e indefinibles si se carece de la palabra Tú, de su concepto y su noción. Si para que exista Yo, tiene que haber un Tú, la sola existencia de éste me convierte a mí en el Tú del otro. Juntos, configuramos un fenómeno extraordinario: nos damos mutua existencia. Juntos, además, con otros tantos yoes y tus, es decir, con millones de individuos, conformamos una totalidad que nos contiene, que nos integra, que nos permite trascender (ir más allá del propio yo), que nos da sentido y que, en definitiva, es más que la suma de sus partes. La comunicación, así comprendida, consagra nuestra conciencia de ser partes de una totalidad y no un fragmento aislado y sin sentido. Somos seres destinados al vínculo, porque vinculándonos construimos identidades, desarrollamos habilidades existenciales, damos sentido al mundo en el que vivimos y lo comprendemos. Por esto sostengo, a diferencia de Simenon, que la comunicación es posible. Y que, además, es necesaria, es condición sine qua non de la existencia de la especie y de la configuración de los individuos. Se podría decir, desde esta perspectiva, que para los humanos la comunicación es destino.

TAN CONECTADOS, TAN INCOMUNICADOS Pero la comunicación no nos es dada: debemos construirla. Y, a la luz de lo que sostengo hasta aquí, esa construcción es, para mí, un deber moral. El deber de reconocer al otro, de respetarlo como alguien diferente, el deber de mirarlo (no sólo de verlo), de escucharlo (no sólo de oírlo), de hablarle (no sólo de dirigirle palabras), de registrar su presencia y de estar presente ante él y, en fin, el deber de establecer, más allá de lo formal, un puente emocional de persona a persona. Lo que digo, en síntesis, es que la comunicación se construye, no es un plato que se consigue precocinado. No venimos a la vida comunicados, venimos a comunicarnos. No venimos con la comunicación instalada, pero venimos con todos los recursos, las habilidades y las condiciones para construirla. Cuando lo hacemos, cuando la fundamos y nos comunicamos de Yo a Tú, de un ser real, singular y único a otro ser real, singular y único, es cuando podemos empezar a experimentar el amor, la empatía, la comprensión, la piedad, la compasión, la cooperación. Podemos empezar a experimentar lo más bello, sagrado y misterioso de la condición humana. No hay valores, no hay ética, no hay afectos, no hay expresión emocional, si no hay otro. Las nuevas tecnologías (especialmente las llamadas «de comunicación e 6

información») nos conectan, pero no nos comunican. Puedo tener decenas de teléfonos celulares, de iPhones e iPods, puedo morir abrazado a la pantalla de mi computadora, puedo ahogarme navegando en Internet, puedo figurar en miles de listas de contactos de chateadores compulsivos, puedo ser la persona más popular en los sitios «sociales» de la Red, puedo participar de cien videoconferencias diarias, mi casilla de mensajes electrónicos puede desbordar y yo puedo carecer de tiempo material para responderlos, y aún así puedo no estar comunicado con nadie. De hecho cuanto más me conecte es probable que menos me comunique, pues la comunicación real con una persona real requiere tiempo, presencia, escucha, mirada, reclama palabras cargadas de sentido (no patéticas abreviaturas que trozan y destrozan el idioma hasta quitarle entidad y contenido). La comunicación humana es un proceso artesanal, delicado, complejo, que requiere, insisto, tiempo, atención, dedicación y cuidado. Cuanto menos comunicados estemos, más insatisfechos nos sentiremos. No importa la frecuencia con que cambiemos de auto o de vivienda, no importa lo mucho que viajemos, no importa las adicciones que desarrollemos (a la velocidad, al sexo express, a los deportes extremos, a consumir lo que sea, al tabaco, al alcohol, al trabajo, a las drogas sociales o prohibidas, a las personas, a la comida, al juego, al riesgo, a la comida chatarra, a la comida sana, a la pornografía, a lo que sea), estamos incomunicados, desterrados del horizonte real de un otro real, y habiendo desterrado al otro real de nuestra propia mirada, tan ocupada en la observación del propio ombligo, estaremos cada vez más llenos de vacío. De vacío existencial, del vacío que ahonda una vida sin sentido.

COMUNIDAD Y COMUNICACIÓN El sentido de cada vida es único, está dado y es necesario descubrirlo, dejar que se manifieste, encontrarlo en cada situación de la propia existencia. No hay dos vidas iguales, no hay sentidos intercambiables. El sentido particular de cada vida única tiene algo en común con el de otras vidas: en ambos, de algún modo, está presente el otro. Necesitamos desarrollarnos y constituirnos como el individuo único que cada uno es y luego, en la comunidad del encuentro, trascender, darnos sentido. Cuando personas individuadas se encuentran crean un espacio que llamamos comunidad. Comunidad significa común unidad, complementación de lo diverso, sinergia, integración. Eso es comunicación. 7

Cuando no encontramos el sentido, cuando nos gana el vacío y su angustia, solemos huir de ellos a través de la masificación. Comunidad y masa no son lo mismo. En la comunidad florece el individuo y da de sí lo mejor. En la masa se disuelve, se entrega a la guía de otros, pide que piensen por él, que le anestesien el dolor de no saber para qué vive. Las nuevas tecnologías están anestesiando ese dolor. Están prometiendo el exilio dorado en un mundo virtual, están conectando masivamente e incomunicando existencialmente. Esas tecnologías no son los nuevos demonios del sufrimiento humano, no producen sus efectos porque sean nocivas en sí. No son el «eje del mal», como podría definirlas una mente fanática, elemental y peligrosa (ya sabemos el daño que hacen esas mentes, sobre todo cuando están en el cuerpo de alguien con poder). Lo que es dañino es el uso intencionadamente perverso que se está haciendo de las nuevas tecnologías. Están puestas al servicio de intereses económicos inmorales, inescrupulosos y criminales, que cuentan con usinas de investigación, diseño, elaboración, marketing, publicidad y venta, integradas por gente que sabe lo que está haciendo y por ilusos manipulados que se creen parte de una «vanguardia» que está creando el «mundo del futuro», un mundo a prueba de incertidumbres, un mundo controlable, anticipable y feliz, un mundo en el que todo será posible usando dos dedos. Todo, incluso la inmortalidad. Como decía Albert Einstein, «el problema no está en la tecnología, sino en el corazón del ser humano». La tecnología nació, en la historia, como una expresión humanística: tenía al ser humano como fin. Progresar en esa dirección era deseable, era moral. En la primera década del siglo veintiuno, cada día más, el ser humano es objeto de la tecnología y de sus manipuladores. Él ya no es un fin sino un medio. El progreso, cada día más, se convierte en un fin en sí mismo. Amo la etimología de las palabras, acceder a su sentido. Progreso proviene del latín progressus. Significa marchar hacia delante. ¿Marchar hacia delante es siempre un valor? ¿Aun si adelante me espera un león con las fauces abiertas? ¿Aun si adelante hay un abismo? La palabra progreso, bastardeada maliciosamente, se ha convertido en el bisturí con el que se nos practica una lobotomía que elimina de nuestros cerebros la noción de sentido, de valor, de ética, de comunicación. Progreso tecnológico no significa progreso moral. Progresar no es vivir mejor, no es darle un sentido a la existencia. Progresar es, en principio, nada más que ir hacia adelante. Cebados, cegados, angustiados por la sensación de vacío existencial, estamos corriendo hacia los cantos de sirena del «progresismo» tecnológico que nos convierte en objetos. La compañía Dell, corporación multinacional, es una de las empresas líderes en el mundo de las nuevas tecnologías. Dedica sólo el 1% de sus 8

ingresos a la investigación y obtiene márgenes de 18%2. Como ocurre con tantos líderes y creadores de hábitos de consumo en el campo de las nuevas tecnologías, el acento de Dell está puesto en la rentabilidad, no en el mejoramiento de la vida (este argumento será apenas un vacío argumento de marketing). Google, otro icono del mundo virtual que se vanagloria de desarrollar nuevas tecnologías en Internet, no lo hace con el ojo puesto en las personas como fin sino como medio (Google, hay que recordarlo, no vaciló en convertirse en cómplice del gobierno chino a la hora de censurar y espiar a los usuarios). Invierte el 12% de sus ingresos en investigación y desarrollo (es un poco más generosa, aparentemente, que Dell u otras grandes), pero el 99% de sus ventas corresponde a anuncios publicitarios 3. ¿Cuál es el propósito de Google, entonces, el desarrollo tecnológico, la información, o la venta pura y dura? ¿Quién sirve a quién? ¿Google a sus usuarios o éstos a Google? La pregunta es extensible a todas las corporaciones tecnológicas. Las nuevas tecnologías no están gestionadas por humanistas, por personas que hacen lo suyo en términos de comunidad, por una avanzada de comunicadores que promueven eso, la comunicación humana. Las nuevas tecnologías emanan y son mayoritariamente manipuladas por los mercaderes del siglo veintiuno, mercaderes peligrosos, inescrupulosos, alejados de toda noción de alteridad, de solidaridad humana. Son seductores, no tienen ética (aunque la invoquen en sus anuncios o en sus declaraciones de visión y misión), cuentan como cortesanos y divulgadores con intelectuales que se han dejado abducir blandamente y, por fin, necesitan consumo masivo a cualquier costo, aunque el costo sea la calidad de la vida espiritual, emocional y afectiva de la sociedad. Necesitan que las personas estén solas e incomunicadas, angustiadas e infelices. Las necesitan así para prometerles el falso maná de la «comunicación». No hay tal maná: hay, por ahora, sólo conexión, juguetes tecnológicos, aparatología, falsas ilusiones de «pertenecer» a comunidades virtuales. Conexión virtual, incomunicación real.

CONECTADOS AL VACÍO He procurado que el título de este libro defina con la mayor claridad 2

Dato citado por Gabriel Foglia, decano de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Palermo, Buenos Aires, en su columna «Google, ¿empresa de tecnología o agencia de publicidad?» del diario La Gaceta del Cielo, Buenos Aires, 7 de agosto de 2008. 3 Ibídem. 9

posible el escenario que observo, hoy y aquí, en las relaciones interpersonales, en los vínculos humanos. Veo legiones de personas tristes, insatisfechas, angustiadas, veo un creciente malestar espiritual que corre parejo con un consumismo progresivo e ilimitado. Veo personas que se alejan de otras personas y se sumergen en fantasías virtuales en las que creen estar comunicados, creen estar llenos de amigos (amigos de los que no conocen nada más que el nickname, el password, la dirección de correo electrónico y lo que el otro les miente a cambio de mantener esa relación fantasmagórica). Veo personas que van perdiendo las habilidades para comunicarse con el semejante, el prójimo (recordemos que prójimo significa, sencillamente, próximo) y las pierden a tal punto que el otro acaba por generarles miedo, por ser sospechoso, por convertirse en obstáculo. Veo cómo nos convertimos en una sociedad (no una comunidad) de siluetas en sombras, apenas alumbradas por la luz de una pantalla (la pantalla de un celular, de una computadora, de un video juego, de un artefacto cualquiera). Son las siluetas de millones de seres conectados al vacío. Esa conexión no es gratuita. No lo es aunque nos ofrezcan navegación libre, 200 mensajes gratis, minutos sin límite, conexiones instantáneas y 3, 4 o 20 megas por un irrisorio precio-anzuelo. Tiene costos altos y reales, no virtuales. Se paga con la destrucción de la trama de vínculos humanos, se paga con ausentismo del mundo real, se paga con la propagación epidémica del egoísmo, con la pérdida de la empatía, se paga con enfermedades psíquicas y síndromes psicológicos, se paga con la ausencia de experiencias verdaderas en la vida verdadera, se paga con la pérdida de destrezas naturales en el ser humano para conectarse con el entorno y con el mundo, se paga con una vida plana, insípida, insignificante que apenas supera los niveles vegetativos, se paga con una profunda y devastadora soledad, con una angustia a veces insostenible y siempre inconsolable. A lo largo del libro me detendré en la exploración de cada uno de estos paisajes que observo. Exploraré las consecuencias que la conexión al vacío produce en la salud física y mental, en la trama de nuestros vínculos, en la anulación de proyectos existenciales, en la erosión de lo ético y de lo moral. Cada capítulo ha sido escrito a un alto costo emocional. Vivo en el mundo que describo, soy parte de él. Como habitante de mi tiempo, lo que me es contemporáneo me afecta y me compromete. Me duele. Me desalienta. ¿Qué es necesario para despertar? ¿A qué grado de adormecimiento existencial se puede llegar? ¿Qué hace que personas que parecen cultas, instruidas, razonables se entreguen con semejante docilidad a una condición de zombis y, a menudo, entreguen mansamente a sus propios hijos a esos hábiles secuestradores? ¿Qué monto de soledad individual y colectiva, de incomunicación íntima y social es 10

necesario para que se geste una masa crítica impulsora de una reacción? No tengo la respuesta, pero me he propuesto, a través de mis herramientas (la escritura, la investigación, el trabajo en el campo de los vínculos humanos), insistir una y otra vez, de cuanto modo sea posible, con las preguntas. No tengo las respuestas totales sobre el origen. No sé, lo confieso, responder plenamente a la pregunta ¿por qué ocurre esto? Pero creo que ocurre para que, al contactar finalmente con el vacío más profundo, nuestra conciencia despierte y empecemos a avanzar en la dirección de una vida que merezca llamarse así. Y, desde esa perspectiva, propongo aquí algunas repuestas a la pregunta ¿cómo se sale de aquí, cómo podemos comunicarnos? Y esas propuestas están también en el libro. ¿Queremos vivir conectados al vacío? ¿Para eso se vive? Éstas son preguntas que nos formula la propia vida. ¿Qué vamos a responderle? ¿Cómo vamos a hacerlo, si las respuestas a las preguntas de la vida no pueden ser discursos sino actitudes? Nadie puede responder por cada uno de nosotros. Como decía con su profunda sabiduría Víctor Frankl, la responsabilidad nunca es colectiva, es siempre individual. Cada uno debe hacerse cargo de responderle a la vida por su propia vida. Las preguntas están planteadas y pueden ocultarse, pero no borrarse. Nos acompañarán hasta recibir una respuesta. Este libro completa una serie de interrogantes existenciales que se me presentan desde hace mucho, pero que adquirieron prioridad y mayor contundencia a partir de Elogio de la responsabilidad 4, y continuaron y se profundizaron en La masculinidad tóxica 5 y La sociedad de hijos huérfanos 6. Como rayos de una rueda, siento que cada uno de esos libros convergió en un mismo centro. Un centro conformado por estas cuestiones. ¿Qué vida queremos vivir? ¿Qué sentido vamos a darle? ¿Cómo vamos a responder en la búsqueda de ese sentido? Conectados al vacío es el nuevo rayo de esa rueda. Gracias por cada lectura, gracias por cada respuesta.

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Sergio Sinay, Elogio de la responsabilidad, Editorial del Nuevo Extremo, Buenos Aires, 2005. Sergio Sinay, La masculinidad tóxica, Ediciones B, Buenos Aires, 2006. Sergio Sinay, La sociedad de los hijos huérfanos, Ediciones B, Buenos Aires, 2007. 11

1 Vidas de seis palabras Una frase clásica de John Lennon dice: La vida es eso que pasa mientras estás distraído con otras cosas». ¿Qué tiene que ver eso con uno de los sitios de Internet más exitosos de los últimos tiempos, la revista electrónica Smith 1, cuyo lema reza: ¿Todos tienen una historia? Ya veremos. La revista, dirigida por Larry Smith, propone a sus lectores y visitantes contar su vida en seis palabras. Una mini-biografía. Otra opción que les sugiere es la de narrar algo importante en cien palabras. Un parágrafo como el que va desde el comienzo de este párrafo hasta aquí, letras más, letras menos. Le llueven a Smith las memorias súper breves. Tanto que, en 2007, el editor decidió recogerlas en un libro (esta vez de papel y tinta) y ese tomo, titulado Six-words Memory Book, encabezó durante meses la lista de los más vendidos de The New York Times. Es un fenómeno típico de estos tiempos en los que, valga la redundancia, parece no haber tiempo. No lo hay para leer, ni para escribir. Quizá, tampoco para vivir. Asombra cómo miles y miles de personas pueden reducir su vida a seis palabras. Nada menos que una vida, este misterioso fenómeno que nos es dado a cada uno por única vez para que exploremos su misterio, su sentido, y para que, como seres singulares, irremplazables e inéditos, le demos a esa vida un propósito. Todo eso en seis palabras. ¿Cómo se puede? Quizás la respuesta dependa menos del talento literario o de la capacidad de síntesis que de la vida vivida. En todo caso, lo notable es la aceptación masiva de la propuesta y su éxito explosivo. Como si miles y miles de personas hubiesen estado esperando la oportunidad de confesar de un modo breve y veloz la vacuidad de su existencia. «Reparo retretes, me pagan una

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www.smithmag.net 12

mierda», reza una de las autobiografías publicadas. «Nacimiento, infancia, adolescencia, adolescencia, adolescencia, adolescencia», es otra confesión. Una tercera dice: «Despertarme, levantarme, volver a acostarme, dormir». Así, hay decenas de centenares. Pero acaso ninguna sea tan paradigmática como ésta: «Nacido en California. Después, nada pasó». Una contundente definición del vacío existencial. Posiblemente, la síntesis más acabada de dicho vacío no esté en ninguna de las historias, sino en el hecho de que ellas se exhiban en Internet. Están en esa combinación de lo más asombroso de la tecnología de la comunicación con el más pobre contenido existencial. Así una herramienta informativa y comunicativa que se ha desarrollado hasta gobernar la vida de las personas se convierte en el escenario en el que se cuenta la pobreza promedio de esas existencias. La Humanidad nunca ha estado tan (de)pendiente de la tecnología de conexión, información y (supuesta) comunicación como lo está hoy, y podría ser que, paradójicamente, jamás como en este tiempo las relaciones entre las personas, los propósitos trascendentes, las experiencias existenciales significativas se hayan mostrado tan pobres. En ningún momento precedente, la esperanza de vida en términos cronológicos había sido tan alta. Y pocas veces, en materia de proyección espiritual y de construcción de sentido, el vacío había alcanzado dimensiones tan abismales.

NO ES LO QUE VIVES, ES LO QUE TIENES La Humanidad ha transitado antes otras Edades Oscuras (para decirlo con reminiscencias del Tolkien de El señor de los anillos), algunas muy sombrías, como el tiempo en que se conjugaron nazismo, fascismo y stalinismo, por ejemplo, pero no se había vivido bajo la promesa de la inmortalidad, del progreso sin fin, de la felicidad a la carta, del fin de la incertidumbre, de la posibilidad de derrotar los límites, de someter a la Naturaleza, de pulverizar los misterios existenciales. Y son estas falsas promesas, estas verdaderas estafas efectuadas fuera de regímenes totalitarios, las que hacen más notorio el contraste y más angustiosa la sensación de sinsentido. No es lo mismo sufrir por la soledad y la incomunicación cuando no existen medios físicos y tecnológicos para contactarse con otros, que padecer por aquello en un mundo en el que la tecnología nos proporciona conexión instantánea, masiva e ilimitada, pero es incapaz de comunicarnos en el sentido más trascendente de la palabra. La mayoría de los memoristas de la revista Smith pertenecen a generaciones recientes, nacidas sobre todo en el último 13

cuarto del siglo veinte. Son generaciones que se burlan de sus antecesoras porque éstas vivían sin teléfonos celulares, sin computadoras, sin iPods y MP3 o MP4, sin Bluetooth, sin Internet. No conciben cómo, hace apenas algo más de una década, se podía estar en la vida sin messenger y no imaginan qué se puede hacer con los pulgares cuando estos no están transmitiendo un mensaje de texto. Creen que, salvo en la Edad de Piedra, las operaciones matemáticas se hicieron siempre con calculadoras y que son éstas, y no la mente, las que tienen el secreto de cuánto es dos más dos. Esas generaciones acuden al escenario estelar de las conexiones y allí cuentan su verdad: «Nacido en California (o en Buenos Aires, o en Barcelona, o en Berlín, o en México, o en Sydney o en algún lugar de este pequeño mundo). Después no pasó nada». Es cierto que el desarrollo de las herramientas de conexión abolió la intimidad y cercó a la privacidad (eso será tema de un capítulo posterior de este libro). Pero, en este caso, debe reconocérseles que, debido a eso, el tipo de vida que se vive en esta sociedad no es un secreto. Es una confesión multiplicada y universal, basta un clic del mouse para acceder a ella: No pasa nada. En un mundo lleno de conexiones, la vida está vacía. Ahora la clásica frase Lennon cobra una nueva luz y puede formularse así: «La vida es eso de lo que te ausentas mientras estás conectado». Mientras, tus ojos se desgastan la mayor parte del tiempo anclados a una pantalla y a las instrucciones que ésta emite («haga clic», «¿de veras quiere borrarlo?», «para conectarse, oprima...», «¿quiere incorporar un nuevo contacto?», etc.). Mientras, tus ojos dejan de ver el horizonte real que te rodea, los espacios, los colores, los rostros, los cuerpos, las formas, los volúmenes. Mientras, tus oídos se cierran ante los sonidos de la vida (voces, cantos, arrullos, corrientes, viento, lluvia, músicas lejanas) y van perdiendo capacidad carcomidos por los decibeles de los auriculares a los que cada vez debes subirle más el volumen porque tus tímpanos están destruidos. Mientras, se te hace extraña la textura o la temperatura de otra piel, mientras temes a la persona de carne y hueso que se te acerca, mientras polarizas los vidrios de tu auto y te encierras en barrios privados y edificios inteligentes para no ser visto y para no ver. Cuando, a partir del siglo XVI, la tecnología y la ciencia tal como las conocemos iniciaron su historia, con el racionalismo, el iluminismo y el positivismo como cimientos de la modernidad y con nombres como los de Descartes, Newton, Locke, Bacon y tantos más, había una atmósfera de optimismo: la Naturaleza sería domada y replicada, no habría límites para el desarrollo, todo sería explicable, desaparecerían los misterios de nuestras vidas y la razón nos convertiría en dioses del universo. La ciencia y la técnica estarían al servicio de vidas más largas, mejores, felices. Vidas ricas, seguramente, que 14

nadie podría contar en seis palabras. Había, pues, un propósito en el desarrollo, había un motivo para festejar el advenimiento de esa era. Hace cinco siglos que viajamos en el tren del progreso ininterrumpido. ¿Cómo va nuestra marcha? El filósofo francés Luc Ferry (que fuera Ministro de Educación en el gobierno de Jacques Chirac) lo describe así: «Cada año, cada mes, prácticamente cada día cambian nuestros celulares, nuestras computadoras y nuestros coches. Evolucionan. Sus funciones se multiplican, las pantallas se agrandan y se llenan de color, las conexiones a Internet son mejores y más rápidas, los dispositivos de seguridad se vuelven más avanzados. Esta evolución proviene directamente de la lógica de la competencia y se ha vuelto tan inevitable que no seguirla constituiría un suicidio para cualquier marca. Adaptarse es un imperativo que ninguna de ellas puede ignorar, le guste o no. No se trata de una cuestión de gusto, algo que se pueda elegir, sino de un imperativo absoluto, una necesidad indiscutible si lo que se pretende es simplemente sobrevivir» 2. La locomotora del tren en el que viajamos, ese tren llamado progreso y evolución ilimitados, parece haberse disparado, ya no viaja hacia un destino y, si en un principio lo tenía, eso no es ahora lo importante. Ahora el objetivo es no detenerse. «Ese progreso, mecánicamente inducido en aras de la lucha por la supervivencia, no tiene ya necesidad de estar encuadrado en el seno de un proyecto más amplio, integrado en un plan general», advierte Ferry. Y aunque en estos párrafos específicos él habla de los productores de tecnología, sus palabras valen para los consumidores. También para ellos estar al día con la aparatología de conexión (y con toda lo restante) es requisito ineludible para sobrevivir, para pertenecer (no importa a qué ni con quiénes). Luis Enrique Alonso, catedrático de Sociología en la Universidad Autónoma de Madrid, lo explica con claridad: «Siempre tienes que estar al día. Si no, es muy posible que la gente te deje de lado, te deje afuera de sus conversaciones» 3. Ya las personas no valen por sí mismas, por lo que son, sino por lo que tienen, por su «actualización tecnológica».

EL PRECIO MÁS ALTO Esto tiene un costo, además del económico que lleva a mantener las 2 3

Luc Ferry, Familia y amor, Taurus, Buenos Aires, 2008. En El País, Madrid, 24 de marzo de 2008. 15

tarjetas de crédito al límite y a los bancos y cadenas de negocios de electrodomésticos felices por el lucro obsceno de las financiaciones. El costo más grave es en salud, física y mental. La tecnoadicción ya empieza a ser un vocablo de uso común en el ámbito de las patologías psíquicas y sociales. Los adictos a las Tecnologías de la Información y la Comunicación (TIC), que personalmente prefiero llamar Tecnologías de la Información y la Conexión, presentan los mismos síntomas y características que otros adictos (a drogas, alcohol, trabajo, sexo, comida, juego y demás). Parten de un vacío interior, se ilusionan con la idea de que ese vacío puede ser llenado desde afuera por algo o alguien (objetos, sustancias, personas, actividades) que contienen aquello que a ellos les falta. Como esto no es así, la calma que produce el consumo resulta siempre provisoria y cada vez más fugaz, lo cual lleva a aumentar las dosis en procura del mismo efecto, pero la porción crece, la satisfacción decrece y el vacío se hace más hondo. Como con cualquier otra adicción, también aquí el adicto va alterando sus conductas. Dedica cada vez más tiempo al objeto de su apego (más tiempo en Internet, más tiempo con sus nuevos artefactos, más tiempo buscando dónde y cómo adquirirlos, más tiempo dedicado a perfeccionarse en su uso) y se empieza a aislar de sus vínculos reales. Pueden iniciarse las perturbaciones económicas, por ejemplo, endeudarse para acceder a los nuevos juguetes tecnológicos, que se vuelven obsoletos cada vez en menor tiempo y que, cuando son presentados en sociedad, tienen precios exorbitantes. Se alteran sus ciclos de sueño y descanso, también los de recreación y alimentación, aparecen problemas de salud y de conducta, se multiplica, por ejemplo, el número de padres que no tienen tiempo para compartir con sus hijos porque están en el chat, en el correo electrónico, en la instalación o desinstalación de un nuevo artefacto, o adheridos tiempo completo al celular. Esto se acompasa con los hijos que se aíslan de padres y hermanos (aunque estén todos bajo el mismo techo) por iguales motivos. Las personas dejan de tener tiempo para sus amigos y, por lo tanto, dejan de tener amigos. Buscar pareja («legal» o extramatrimonial) en el chat para relaciones que difícilmente trascienden lo virtual es una actividad que remplaza al encuentro con un otro u otra reales. La soledad, en el planeta de las conexiones masivas e instantáneas, se extiende como una mancha oscura y pegajosa. Una soledad larvada, emboscada en el disfraz de la «comunicación», una soledad que no osa decir su nombre. Este panorama es delicioso para quienes producen y venden Tecnología de Información y Conexión. Este paisaje humano de vínculos devastados, de angustia existencial y de soledad endémica es un bocado especial para ellos y para sus publicistas inescrupulosos y sus mercadotecnócratas (vulgarmente 16

«especialistas en marketing») carentes de ética. A mayor soledad, a mayor incomunicación real, mayor mercado, mayores ganancias. Simple y letal. El español José Luis Melero, alto ejecutivo de la investigadora de mercado Research Internacional (una corporación global), señala cuál es el consejo que esa empresa da a las compañías que atiende: «Hagan la vida más fácil a la gente» 4. Esto significa crear aparatos de manejo cada vez más sencillo, que cualquiera pueda entender y operar para que el consumo se facilite. Eso que los mercadócratas llaman tecnología «amigable». El consejo apunta a «facilitar» la vida, no a enriquecerla, no a darle contenido y volumen. Cuando estos individuos hablan, la palabra «facilidad» evoca términos como superficialidad, intrascendencia, vaciedad. «Háganle la vida más fácil a la gente para que no pierda tiempo y pueda seguir consumiendo sin pausas ni distracciones», sería la frase completa. Las vidas mejoran cuando las personas se comunican, cuando se preñan de propósitos, cuando trascienden más allá de sí mismas, cuando hay encuentros, cuando los seres humanos hacen cosas, por pequeñas que sean, que les permiten dejar al mundo un poco mejor de cómo lo encontraron (tal como proponía el político y filósofo estadounidense Thomas Jefferson). Nada de eso es atractivo para los desenfrenados conductores del tren del progreso tecnológico, para los alentadores del consumo por el consumo. Ellos necesitan mercados y los mercados que necesitan se nutren, por sobre todas las cosas, de la soledad global. Necesitan que, prisioneros de esa soledad, desesperemos por huir de ella y que lo hagamos a través de las conexiones que nos ofrecen. Conexiones ilusorias, apenas formales que, en definitiva, nos dejan conectados al vacío.

LAS CARAS DE LA SOLEDAD A propósito de la soledad, conviene recordar que este concepto tiene variadas y ricas acepciones, de las que me ocupé en otro libro mío 5. Hay una soledad rechazada, que es aquella que nos deja de frente ante las propias voces interiores que no queremos oír, como las de la culpa, la exigencia, el auto desprecio. Es la soledad en la cual quedamos ante nuestros aspectos impugnados. Hay una soledad inevitable, como la que sobreviene a algunas 4

En El País, Madrid, 24 de abril de 2008. Sergio Sinay, Vivir de a dos, Del Nuevo Extremo, Buenos Aires, 2003. Publicado también en España con el título de El arte de vivir en pareja, RBA, Barcelona, 2005.

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pérdidas afectivas o a crisis existenciales que modifican sustancialmente la vida que llevábamos. Hay, también, una soledad elegida y fértil, en la cual atravesamos procesos de integración y armonización de sentimientos, pensamientos y sensaciones. Es un estado en el cual se registran intuiciones y percepciones que nos permiten elegir rumbos y proyectos. Se trata de una soledad que, periódicamente, es necesaria para repasar nuestra hoja de ruta en la vida, para actualizar la concordancia entre la brújula y la dirección de nuestra marcha, para percibir a qué distancia estamos de nuestro ser auténtico, nuestro Sí Mismo, como lo llamaba Carl Jung, el hombre que ligó la psicología con los sueños, los símbolos y los mitos, y el que comprendió como nadie la riqueza del inconsciente. La soledad global nada tiene que ver con esta última mirada. Por el contrario, la Tecnología de Información y Conexión nos aleja de la posibilidad de encontrarnos con nosotros mismos en un ámbito de intimidad fértil. Nos aturde con ruidos e imágenes, nos condena a la ansiedad mientras corremos detrás del último juguete tecnológico, ese que se convertirá penosamente en penúltimo apenas logremos poseerlo. Y nos incita a reanudar la carrera para no quedar afuera (aunque no sepamos de qué), con la amenaza de que quedar afuera significa el aislamiento, la inexistencia. La paradoja es cruel. Lo que de verdad nos deja solos es esta carrera desesperada por pertenecer, esta búsqueda patológica de lo novedoso, este endiosamiento de una parafernalia tecnológica que no tiene propósito más allá de su propia reproducción y que carece de sentido más allá del lucro. Los objetos tecnológicos, que deberían ser herramientas al servicio de enriquecer (no «facilitar», sino enriquecer) la vida de los sujetos, los manipulan, los inmovilizan en lo emocional, intelectual y espiritual hasta reducirlos a la pasividad. Ya no somos sujetos en nuestra relación con la tecnología. Los productores y vendedores de tecnología han logrado convertirnos en objetos. Somos sus medios. Hipnotizados por la ilusión de conexiones inmediatas y múltiples, crédulos y convencidos de que estamos «comunicados» todo el tiempo («comunicados» con pantallas, en lugar de con personas, con semejantes), somos confinados a la peor de las soledades: la soledad colectiva. Nos convertimos en parte esencial de aquello que el sociólogo estadounidense Wright Mills llamó hacia fines de los años cuarenta, de una vez y para siempre, la muchedumbre solitaria. Una muchedumbre que puede contar su vida en seis palabras. Y desaparecer sin haber dejado huella. Erich Fromm, uno de los grandes humanistas del siglo veinte, describe así al hombre contemporáneo, elemento base de la soledad global: «Es pasivo durante la mayor parte de su tiempo. Es el eterno consumidor (...), todo lo 18

consume, todo lo traga. El mundo es para él un enorme objeto para satisfacer sus apetitos. Una botella grande, una manzana grande, una teta grande... El hombre ha llegado a ser el gran lactante, siempre a la espera de algo y siempre decepcionado» 6. El teólogo y filósofo alemán Rainer Funk, que fuera asistente de Fromm, sostiene en esa misma dirección: «En la Posmodernidad, la percepción de la realidad es sustituida por otra que la entiende como realidad fabricada, creada, producida. Paralelamente, la pretensión de medir esta realidad producida con la realidad dada se descuida cada vez más, o incluso se elude o ignora a propósito». Es más vendedora la realidad virtual (representada en consolas, paneles y pantallas) que la realidad real. Requiere menos esfuerzo, menos desarrollo de capacidades, menos búsqueda. Ofrece menos riesgo, promete que no existirá la desilusión, que no mediará tiempo ni distancia entre el deseo y su realización. Niega la frustración. Nos da certezas (no sufrirás, no envejecerás, vibrarás, sentirás, gozarás, no morirás) que no pueden ser sostenidas, pero que son rápidamente remplazadas por nuevas versiones de sí mismas en las que, nuevamente, volvemos a creer. Nos distrae de la vida mientras la vida pasa.

LA INGENUIDAD DE LOS DINOSAURIOS No ignoro que quien despliega esta mirada sobre el mundo contemporáneo corre el riesgo de ser encasillado en más de una categoría. Obsoleto. Anacrónico. Reaccionario. Antiguo. Incluso alguien puede incluirlo en la secta de los Amish, aquella que se niega al uso de la electricidad, los combustibles, los medios de comunicación y los adelantos médicos. Quien plantea estas cuestiones puede ser llamado, sencillamente, dinosaurio. Inútil explicar a los fundamentalistas del progreso por el progreso que todo avance humano merece ser celebrado e incorporado a nuestras vidas y a nuestros vínculos no porque sea avance, sino porque es humano. Es decir, porque nos ayuda en la construcción de una vida con sentido, porque les da contenido y profundidad a nuestros vínculos, porque estimula nuestra empatía y la solidaridad, porque nos pone en comunicación real como seres diversos que se aceptan e integran en su diversidad, porque ayuda a que nos conozcamos realmente (no ideal ni virtualmente), porque hace más auténticas nuestras vidas y nuestro contacto con el mundo real en el que vivimos, porque enriquece 6

Erich Fromm, El humanismo como utopía real, Paidós, Barcelona, 2006. 19

nuestras experiencias de vida y porque está al servicio de todo eso en lugar de ponernos a nosotros al servicio del progreso. Un martillo es una herramienta. Cuando con él construyo una mesa, es útil, está a mi servicio. Cuando con él rompo tu mesa, es dañino, me aleja, te aleja. Y aun en su utilidad, no se me ocurriría coleccionar martillos porque sí o cambiar el que tengo sólo porque acaban de ofrecerme uno de mango de caucho ergonométrico. Ni dejaría de ver a mis seres queridos, de leer mis libros favoritos, de mirar el atardecer, de nutrirme con una charla pausada, de caminar por los escenarios cercanos, de interesarme por mis semejantes (esos seres tan interesantes, valga la redundancia), sólo para dedicar mi tiempo a comprar nuevos martillos y a golpear con ellos lo que sea, resulte necesario o no. En todo este párrafo, la palabra «martillo» puede ser remplazada por cualquier emergente de la Tecnología de Información y Conexión. Y si aún entonces persisten los calificativos de obsoleto, arcaico, anacrónico, dinosaurio y demás, cabe recordar una frase de Charles Bukowski, un narrador y poeta que no tenía como propósito decirle a la gente lo que ésta quería oír. En sus memorias, publicadas poco después de su muerte, escribía Bukowski: «¿Quién inventó las escaleras mecánicas? Escalones que se mueven. La gente sube y baja por escaleras mecánicas o en ascensores, conduce coches, tiene garajes con puertas que se abren tocando un botón. Luego van al gimnasio a quitarse la grasa. Dentro de cuatro mil años no tendremos piernas, nos menearemos hacia adelante o quizás simplemente rodemos como rastrojos que lleva el viento. Cada especie se destruye a sí misma» 7. Con lo cual descubrimos quiénes son de verdad los dinosaurios. Estos animales devoraban la vegetación, además de hacerlo con otras especies. Es decir, acabaron por ser disfuncionales para la supervivencia y la armonía del planeta. Más allá de las teorías acerca del meteorito que los exterminó, se puede decir que, a su manera, se suicidaron. No deberíamos confundir dinosaurio con antiguo, sino con no sustentable. Una vida sin sentido, sin propósitos trascendentes, sin empatía, sin alteridad, una vida dedicada a satisfacer sólo las necesidades vegetativas y a hacerlo de una manera voraz y depredadora, una vida aislada del propio medio, una vida fogoneada con deseos artificiales que se satisfacen a altísimos costos materiales y espirituales, acaba por ser no sustentable. Esta es la paradoja cruel de la tecnología que, invocando el mejoramiento de la vida, acaba facilitando las posibilidades de aislamiento, de intrascendencia, de superficialidad y de destrucción del entorno. Esa tecnología no se creó a sí misma y, aunque parezca que los sujetos son manejados por el 7

Charles Bukowski, El capitán salió a almorzar y los marineros tomaron el barco, Anagrama, Barcelona, 1998. 20

objeto, siguen siendo los sujetos (las personas) quienes eligen tener esa relación con los objetos (la tecnología). Son, somos, responsables. Desconectados de todo sentido existencial, quedamos conectados al vacío. De esa desconexión trágica se nutre, cada día, la industria de la Tecnología de Información y Conexión. En este contexto se comprende que una vida se pueda contar en seis palabras. No hay sustancia para más. El presente modelo social y cultural propone vivir vidas de seis palabras, de consumo rápido y fácil, vidas sin experiencias ni esfuerzos, sin propósito ni sentido, sin sufrimiento ni pasión. Vidas express. Vidas por delivery. Vidas que lleguen hechas, en las que no haya que correr el riesgo de construir, de existir. Sostenía Jung que el encuentro con el Sí Mismo significa el encuentro con lo que ya somos, con lo que es nuestra esencia, con aquello que nos constituye. Eso significa el registro de todos nuestros aspectos, los que nos resultan aceptables y los que no. Y significa, también, la integración de esos aspectos hasta construir (o reconstruir) la totalidad que cada uno de nosotros es. Totalidad, que a su vez es apenas parte de un todo mayor que nos contiene. Ese proceso de búsqueda del Sí Mismo, esa tarea de ser finalmente aquello que somos (en la semilla está el árbol se suele decir), es, para Jung, lo que le da sentido a la vida, lo que permite llegar a un punto de trascendencia en el cual comprendemos que la vida forma parte de un misterio que, seguramente, nunca se revelará. Sin embargo, no es en la revelación en donde radica la cuestión, sino en el proceso, en la búsqueda. Finalmente, siempre quedará la sensación profunda de que ese proceso es parte de algo cuyo nombre o cuya forma nunca conoceremos. Pero al vivir de un modo conciente tal experiencia, y al responsabilizarnos de explorarla, nuestra vida abarca mucho más que seis palabras. En realidad, no alcanzan las palabras para narrarla, vamos más allá de ellas. Mientras nos quedamos con las seis palabras, somos egos, no más que eso. El ego es la identidad que nos construimos para ser aceptados, para ser mirados. Es lo que creemos que somos y lo que deseamos que crean que somos. Una personalidad unidimensional, sin matices, ni volúmenes, sin pliegues ni misterios. El ego es aquello que me permite describirme ante los demás con pocas palabras, es la promesa hacia los otros de que seré como ellos esperan a cambio de que me miren y me acepten. Quizás no les guste, pero es lo único que tengo, es lo único que sé (que quiero saber) de mí, de manera que me afirmaré en ello como sea. Si no soy mi ego, no soy nada. Más allá de las seis palabras empieza el Sí Mismo, mi ser esencial, el que contiene mis atributos luminosos y también mis miserias, mis bajezas, mis debilidades, mis imposibilidades, mis miedos, mi egoísmo. No hay ser humano 21

sin estos aspectos. Reconocerlos no significa eliminarlos, sino sabernos, comprendernos y admitirnos humanos, conocer con qué vamos a vivir nuestras vidas. Sólo conociendo mi sombra puedo echar luz sobre ella. Negarla es oscurecer mi ser hasta perder contacto con él. No hay luz sin sombra. La sombra, lo saben los artistas plásticos, da relieve y profundidad, da volumen. Pero entrar en nuestra propia sombra para conocernos íntegros conlleva riesgos, dolor, incertidumbre, esfuerzo. Es así como se crece. Es así como vivimos vidas conscientes. La Tecnología de Información y Conexión, como tantas otras que inundan nuestra vida cotidiana, le hablan a nuestro ego, lo necesitan en primer plano, se nutren de él como un vampiro lo hace de la sangre de su víctima. Nos necesitan insatisfechos para prometernos la satisfacción (que será cara y durará unos segundos, para dar lugar a la nueva insatisfacción). Nos necesitan angustiados para prometernos la anestesia de un placebo, que tanto puede ser un fármaco, como una actividad, un aparato electrónico o cibernético, un bien material o cualquier otra ilusión. Nos necesitan desvinculados, para rellenar con algún efecto el vacío de nuestros corazones. Nos necesitan desnutridos de espiritualidad, para que no haya resistencia ante la manipulación de la materialidad. Necesitan nuestro silencio sumiso. ¿Y qué silencio es mayor y más rotundo que aquel que sigue a las pobres seis palabras con que se cuenta una vida no vivida? Transcurrir las horas y los días fuera de las experiencias reales, conectados a pantallas (de televisión, de computadoras, de reproductores portátiles de discos de video, de celulares, de iPhones, etc.), «anestesia la sensibilidad, hace lerda la mente, perjudica el alma», como advierte Ernesto Sabato en su poderoso alegato La Resistencia 8. Desconectarnos del vacío para comunicarnos con nuestras necesidades profundas, con nuestras preguntas orientadoras y, desde allí, con el otro, con el prójimo, con el diferente y complementario, para construir y alimentar la rica trama de lo humano y reconocer su sentido es una alternativa impostergable. Se necesita para esto un coraje olvidado, el espiritual. Todos tienen una vida, es el eslogan de la revista Smith. Es verdad. Aunque como subraya el psicoterapeuta, filósofo y explorador espiritual Sheldon Kopp «para vivir tu propia vida tienes que crear tu propia historia» 9. Y nadie puede crearla encerrado en la cápsula de aislamiento existencial y vincular que propone la Tecnología de Información y Comunicación tal como es usada hoy aquí. Para crear la propia historia se necesitan más que seis palabras, se necesitan acciones, encuentros, elecciones, decisiones, riesgo, incertidumbre. 8 9

Ernesto Sabato, La resistencia, Seix Barral, Buenos Aires, 2001. Sheldon Kopp, Al encuentro de una vida propia, Urano, Barcelona, 1992. 22

Hay quienes tienen vidas propias y hay quienes vegetan, embalsamados, en las que les venden. Y todos somos responsables de lo que vivimos y de lo que no. De si elegimos conectarnos o comunicarnos.

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2 Solos en un mundo desencantado Quizá uno de los efectos más nocivos y peligrosos de la exposición desmedida a la acción de la Tecnología de Información y Conexión pasa inadvertido y hasta puede ser confundido con algo que mucha gente llama «inteligencia». Ese efecto es la distorsión del razonamiento y resulta especialmente grave cuando opera sobre algunos estudiosos y especialistas de los fenómenos sociales y comunicativos. Para que se entienda a qué me refiero, citaré algunas declaraciones y reflexiones que he ido recogiendo de diferentes medios de información. El británico Roy Ascott, presidente del Planetary Collegium, moderno enclave de investigación en temas de arte, cibernética y tecnología con sede en la Universidad de Plymouth y filiales en Zurich, Beijing, Milán y San Pablo, es uno de los más reconocidos teóricos en cibernética y telemática (término que él acuñó). Opina, muy suelto de cuerpo, que «la verdadera revolución de la era digital es el poder que nos da liberarnos del ser, de esa temida idea de un ser unificado con el que Freud y su banda se hicieron ricos» 1. No queda allí. Al confundir el ser, el Sí Mismo, con los aspectos que lo integran, Ascott, aparente amante de la simplificación como corresponde a un gurú de la Nueva Era Digital, propone que «en vez de ir a lo profundo de nuestro ser, debemos salir a explorar los distintos seres que nuestra creatividad innata fabrica. Y aquí es donde viene la verdadera revolución que permite la era digital: con la capacidad telemática de estar en varios lugares al mismo tiempo podemos ir desarrollando las distintas personas que somos. Esta es la atracción de Second Life y de todos los programas que sirven para crear distintas identidades».

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En La Nación, Buenos Aires, 22 de agosto de 2007, entrevista de Juana Libedinsky. 24

Más allá de los disensos que se puedan tener con Freud (y a esta altura del desarrollo de las psicoterapias, abundan y con buenos fundamentos), la liviandad y el dogmatismo con que Ascott da cuenta de él, son comunes en los fundamentalistas del cybermundo, mundo en el que se valora el reduccionismo, el pensamiento superficial, el optimismo voluntarista acerca de las virtudes de la Tecnología de Información y Conexión, mundo unidimensional en el que se borran de un plumazo las nociones de subconsciente, alma, espíritu o cualquier idea no mensurable en megabytes y no reproducible en píxeles. Lo que Ascott y la ideología que él representa proponen es la eliminación lisa y llana de la identidad, cuya construcción suele constituir el argumento esencial en la vida de las personas. En esta misma línea, el estadounidense Ray Kurzwell, egresado del Instituto Tecnológico de Massachussets (MIT), estrella de la tecnología digital, ídolo de Bill Gates, miembro del Hall de la Fama de los Inventores y conocido por sus colegas como Cibernostradamus, no le va en zaga: «En el próximo cuarto de siglo la inteligencia de origen no biológico va a estar a la par, en capacidad y sutileza, de la inteligencia de origen biológico y, luego, la va a superar ampliamente» 2. En su libro de 1999 La era de las máquinas espirituales, Kurzwell vaticina que, hacia 2029, será imposible distinguir entre la inteligencia humana y la artificial. Es notable cómo el nuevo positivismo (digital) repite los mecanismos de su antecesor de los siglos XVI y XVII, aunque arriba a conclusiones diferentes. Si para aquél el hombre llegaría a dominar por completo a la Naturaleza, se liberaría de ella y la pondría a su servicio tras haberle extraído («aunque haya que torturarla», como proponía Francis Bacon) todas sur fórmulas, leyes y secretos, para el positivismo actual será la máquina la que se liberará del ser humano tras haber nacido de él y haberle extraído el secreto de la creatividad, que pondrá a su servicio. Si este futuro puede parecer sombrío ante los ojos, oídos y pensamiento de las mentes humanistas que aún sobreviven, no lo es para los sacerdotes, ministros y celebrantes de la Tecnología de Información y Conexión. Tal vez se les haya escapado un detalle. La inteligencia artificial, como su nombre lo indica, no es biológica ni natural, ha sido creada. Fue producida por la mente humana; por lo tanto, quizá su límite es el límite de la mente humana y sólo puede avanzar si ésta avanza. La idea de dar nacimiento a una criatura perfecta que se haga autónoma de su creador, ya había sido explorada con genialidad por Mary W. Shelley en 1818, en su novela Frankenstein. Convertida en mito de la cultura occidental (más aún a partir de la 2

En La Nación, Buenos Aires, 31 de diciembre de 2006, entrevista de Juana Libedinsky. 25

extraordinaria película de 1931, dirigida por James Whale y protagonizada por Boris Karloff), Frankenstein proponía, además de otros temas profundos y filosóficos, una meditación sobre las consecuencias de la pretensión humana de asumir el papel de Dios. Pero como ocurre con otros dictadores o autoritarios fantasiosos, también los científicos y tecnócratas fundamentalistas suelen olvidar todo registro anterior y sueñan con que son ellos quienes fundan la historia. La experiencia de la especie no suele ser la de ellos. Y así les va.

LA CULTURA EN UN DEDO En la línea de la celebración fetichista del mundo digital, es curioso lo que escribe Imma Tubella, rectora de la Universidad Abierta de Cataluña. En un artículo dedicado a adorar con entusiasmo a la que llama la «generación digital», Tubella desenfunda estadísticas a diestra y siniestra (herramienta favorita del neopositivismo) para afirmar que «los estudios sobre gestión de tiempo que hemos hecho reflejan que lo que ha dejado de hacer la gente para navegar (en Internet) es dormir y no hacer nada (...) y, lo más interesante, consume muchos medios al mismo tiempo. El multitasking o la multitarea se resume en estar atento a cinco pantallas a la vez» 3. Rendida a estas y otras maravillas de la Era Digital, Tubella, que se confiesa integrante de una generación ya perimida (la que creció con la televisión solamente) propone dejarle paso a estos cambios y al uso que las nuevas generaciones (especialmente la de 20 a 28 años, dice) hacen de ellos. «Tal vez el mundo iría de otra manera», concluye. Absorbida por la euforia digitalista, acaso a Tubella se le escapa el hecho de que el mundo ya va de otra manera. Y no de la mejor. El Síndrome de Deficiencia de Atención es un discutido síntoma infantil que los laboratorios farmacéuticos encontraron para vender la droga ritalina (y otras) por toneladas (aún a costa de riesgos cardíacos, como advirtió la Asociación Cardiológica Americana en abril de 2008). Muchos profesionales esgrimen el síndrome para domar a chicos que piden a los gritos atención afectiva y emocional a sus padres, que, distraídos por las tentaciones del consumo, optan por doparlos bajo consejo médico. El Síndrome es ya también una realidad de la sintomatología adulta y afecta con mayor énfasis precisamente los miembros de esa generación de avant garde que celebra Tubella. Y en este caso, sí, la batería de 3

«Bajo el asfalto estaba la red» en El País, Madrid, 14 de marzo de 2008. 26

síntomas es real y se da en adultos que, a fuerza de vivir adosados a cinco o más pantallas a la vez, ya no pueden concentrarse por más de un nanosegundo en algo (una conversación, una lectura, una reflexión, un acto amoroso). Son personas que, además, pierden la capacidad de atender a narraciones de cierta duración y complejidad, no pueden seguir una frase que excede pocas palabras y contenidos elementales. Y perdieron la capacidad de narrarse a sí mismos, a sus sentimientos y pensamientos en una conversación o en un texto que respete la sintaxis del idioma. Son seres mentalmente fragmentados, ligados a lo instantáneo, presos de lo efímero. Siempre en la línea del triunfalismo tecnologicista, el sociólogo Luis Quevedo, director del Proyecto Comunicación y del posgrado Gestión y Política en Cultura y Comunicación de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso), celebra que gracias a la televisión el televidente «construye lazos con las demás personas» 4. Quevedo, que asesoró a los productores del programa Gran Hermano, paradigma de la promiscuidad televisiva, confía en el venturoso futuro de la televisión y pronostica que ésta «va a seguir siendo esa práctica hogareña, colectiva y discursiva que me permite llegar al día siguiente a mi trabajo y decirle a mi compañero, ¿viste ayer Bailando por un sueño, viste el último capítulo de Lost?». Esos son los «lazos con los demás» a que alude. La interacción humana reducida al mínimo compromiso personal. Un mundo en el que quien no aparece en las pantallas del televisor no existe (a eso hemos llegado ya, no hay que esperarlo) y tampoco existe quien no mira televisión, porque pierde su «lazo» con el semejante y no hay de qué hablar.

FINAL DE TRUMAN SHOW A esta bucólica reedición de un nuevo «Mundo Feliz» que hace Quevedo en el que, arrobadas ante los televisores, las personas se comunican, profundizan sus vínculos y enriquecen sus conversaciones (referidas siempre a la fantasmagoría de la pantalla), se le podrían oponer algunas escenas de la vida real. De este lado de las pantallas, en el mundo tangible, cada vez más familias cenan mudas e incomunicadas ante el televisor, nadie puede hablar porque interrumpe al invitado catódico o plasmático, nadie quita la vista de la pantalla; por lo tanto, ignora lo que come. Tras el último bocado, cada uno se levanta y arrastra los pies hasta la sala, en donde seguirá esta rutina, o van los chicos a 4

En La Nación, Buenos Aires, 24 de febrero de 2007, entrevista de Adriana Schetini. 27

sus cuartos y los adultos al propio, habitaciones en donde los esperan otras pantallas y en donde continuarán hipnotizados por las imágenes hasta caer en un sueño sin sueños (quizás después de tomar el último rivotril del día). Nadie se habrá enterado de cómo fue la jornada de los demás, nada habrán contado de sus penas, esperanzas, miedos y alegrías, dirán que se sienten cansados, que no están para escuchar problemas y que «tienen derecho a ver un poco de tele». Y, eso sí, contarán al otro día con un motivo de conversación para hablar con sus compañeros de trabajo. No serán rechazados, estarán integrados, como diría Umberto Eco, a sus grupos, a su sociedad, a su cultura. Estarán a salvo de la soledad espiritual y emocionalmente solos como hongos. En el «Mundo Feliz» quevediano las personas dicen cotidianamente frases como estas: «Yo no me duermo si no miro la tele». Y en ese universo (en el que estamos sumergidos), las cenas tienen invitados impresentables, inescrupulosos, patéticos (los de la pantalla) a los que esos televidentes acaso no invitarían en persona. Comensales que, además, son groseros y autoritarios, no dejan hablar a nadie, degradan el lenguaje y muestran un registro emocional precario o nulo. En este universo real vivía Joyce Vincent, y en él murió durante algún día ignoto del año 2004. Joyce, londinense, dejó de pagar el alquiler de la casa en que vivía y pasaron muchos meses antes de que el propietario se decidiera a tomar contacto con ella por el tema. Muchos meses, quiere decir algo más de dos años. En la segunda semana de abril de 2006, Michael Dibbs, el administrador de la cooperadora de viviendas Metropolitan Housing Trust decidió presentarse en la casa del barrio de Hornsey para poner fin a la inexplicable mora, según contó al diario The Guardian. Como nadie le abría la puerta, entró con su llave. Y encontró el cadáver de Joyce en el suelo, con la ropa puesta y la calefacción y el televisor encendidos. Había, a su lado, unas bolsas de compra de un supermercado que había cerrado sus puertas hacía más de dos años. El patólogo forense que estudió lo que quedaba de Joyce no supo determinar la fecha ni la causa exacta de la muerte, pero aseguró que se debió a razones naturales y que había ocurrido más de dos años antes del hallazgo del cadáver. Joyce Vincent y su familia tenían poco contacto, de manera que ni su madre ni sus hermanas se preocuparon cuando ella no llamaba por teléfono. Tampoco ellas la llamaban. A los vecinos no les preocupó el no verla e, interrogados, señalaron que, como se escuchaba el sonido del televisor, dieron por sentado que todo estaba en orden y que Joyce se hallaba bien. Así es el «Mundo Feliz», si hay un televisor encendido, hay vida. El sonido de televisor es la señal de vida que hemos aprendido a dar por buena. La televisión crea lazos, une a la gente, dicen algunos comunicólogos abducidos por la Tecnología 28

de Conexión. Pero en el mundo en el que supuestamente la televisión tiene esas virtudes, en el planeta en el que «si no estás en la tele no existís» y en donde las personas son capaces de cualquier indignidad, como rebajar al subsuelo su condición humana por aparecer cinco segundos en las pantallas (veamos los realities de diferente signo con sus conductores freaks, veamos los noticieros que desinforman a partir de temas siempre bizarros con declarantes patéticos), en ese mundo, en fin, Joyce Vincent fue apenas una de las tantas personas que mueren solas, sin existir para alguien, apenas acompañadas del sonido de un televisor encendido para nadie durante más de dos años. En ese «Mundo feliz», son también miles, millones, los que viven solos y, gracias a la Tecnología de Información y Conexión impuesta de una manera disfuncional, padecen la peor de las soledades, la de estar conectados al vacío. Lynne Featherstone, diputada del distrito en el que vivía Joyce reflexionó: «Hoy en día esto no debería suceder. Nos recuerda a todos que deberíamos prestar más atención a nuestros vecinos». Donde dice vecinos bien cabe la palabra prójimo (que deriva de próximo) o semejante. Deberíamos sacar los ojos de las cinco o más pantallas en que nos tiene capturados el multitasking que festeja Tubella para poder mirar a ese ser cercano (que a menudo es nuestra pareja, nuestro hijo, nuestro padre o madre, nuestro amigo, nuestro colega, nuestro compañero o compañera de tareas, nuestro quiosquero o frutero, etc.) y establecer con él un contacto no virtual sino real. Esto requiere voluntad, actitud y conciencia. Y esa actitud va a encontrar fuerte resistencia en los productores y vendedores de Tecnología Espiritualmente Tóxica. Habrá mucho marketing en contra y habrá complicidades desde el campo de la «intelligentzia» (opinólogos, comunicadores, científicos y tecnólogos). Ellos tienen demasiado rédito económico, social e intelectual para defender. Necesitan que se mantenga la bulimia que lleva a consumir sin medida, disfuncional y patológicamente, una parafernalia de aparatos que prometen comunicación y generan soledad.

LOS ZOMBIS EXISTEN Así como Joyce Vincent no existía para los demás, la adicción masiva y desesperada a la Tecnología de Conexión tiene otra manifestación igualmente complementaria, la de aquellos para quienes es el mundo el que no existe. Hay una historia que la ilustra con dramática claridad. Es la de Sean Weber. En el atardecer del 11 de enero de 2007 Weber, de 23 años, caminaba por la Avenida de los Veteranos, en Brooklyn, Nueva York, y al llegar a la calle 71 se dispuso a 29

cruzar. A pocos metros de allí, Michael Dulgonos, de 34 años, salía de su garaje y vio una escena que lo aterró. Weber llevaba sus oídos tapados con los audífonos de un MP3 e iba absorto en la música que escuchaba mientras consultaba la pantalla de su teléfono celular. A pocos metros un auto avanzaba directamente hacia él tocándole bocina y haciéndole señas con las luces. Weber no oyó ni vio nada. Dulgonos presenció cómo el coche, en medio de chirridos de frenos, impactaba en Weber y lo arrastraba varios metros. Corrió hacia allí. «Cuando llegué lo vi inconsciente y ensangrentado», contó. Sean Weber murió poco después en el Hospital Beth Israel, de Brooklyn. Dirigía un programa en la radio del Colegio Brooklyn’s Keensborough Community, esa noche iba hacia la radio y aspiraba a trascender a través de la música y los medios. Pero, contra lo esperado, se hizo famoso como ejemplo de los riesgos de una tecnología que, teóricamente dedicada a la comunicación, termina por aislar herméticamente a las personas, a disociarlas de los demás y del mundo circundante. El conductor del auto que mató a Weber no recibió condena, pues se consideró que la víctima había cruzado de manera imprudente y no había atendido a las señales ni del semáforo ni del auto. Actualmente se usa el nombre de Weber cuando se quiere ejemplificar al peatón tecnológico, una especie que se reproduce con notable velocidad en las ciudades. Se trata de personas conectadas a sus iPods, iPhones, Mp3, teléfonos celulares, teléfonos «manos libres» y demás artefactos. Estos peatones son peligrosos para sí mismos y para los demás, caminan como zombis o como sonámbulos en burbujas aislantes. Y comparten (es un decir) los espacios públicos y comunes con automovilistas y ciclistas igualmente aislados en su propia atmósfera tecnológica (los reproductores de DVD en los autos son el último grito de esta peligrosa tendencia, que se suma a la ya impuesta modalidad de los vidrios polarizados que impiden que el conductor sea visto mientras, por ejemplo, infringe inescrupulosamente la prohibición de usar su teléfono celular cuando conduce, y que, al mismo tiempo, le dificulta a él la visión de la calle y del tránsito). Tanta conexión tiene altos costos en materia de incomunicación, de vacío existencial, de pérdida de memoria individual y colectiva, de ruina en los vínculos, de raquitismo en el lenguaje. Para los sofistas del mundo tecnológicamente feliz (tan funcionales a intereses tóxicos para la ecología emocional y la ambiental), hay evidencias que pasan inadvertidas. El 17 de febrero de 2008, por ejemplo, Graciela Iglesias, la corresponsal en Gran Bretaña del diario La Nación de Buenos Aires, daba cuenta de un fenómeno macabro que alteraba a Gales. En el último año se habían pactado trece suicidios de adolescentes a través de sitios de Internet como Bebo, Facebook y Myspace, 30

espacios que los jóvenes usan para «colgar» sus fotos y sus balbuceos mentales, y hacerse populares. El juez Philip Walters, que investigaba el tema, se declaró «desesperadamente preocupado» por la cuestión y anunciaba su intención «de explorar yo mismo estos sitios para entender qué pasa». Si lo hizo, acaso haya entendido, al ver tantas presentaciones patéticas, la magnitud del vacío existencial que los mismos reflejan, la apabullante universalidad con que se viven vidas sin propósito, sin referencias éticas, sin horizontes, sin verdadero contacto. En Bridgend, Gales, Aaron, un chico de 17 años, fue taxativo ante la corresponsal: «Aquí no hay mucho que hacer (...) la única opción que nos queda es trabajar durante el día y pasarnos horas detrás de una computadora, tomando drogas y cerveza. Entre mis amigos hay quienes creen que quitarse la vida puede ser divertido». Pasa en esa pequeña e ignota población, ocurre en las grandes ciudades del mundo. Una vida conectada al vacío puede estarlo en cualquier lugar.

EL MUNDO DESENCANTADO No soy ingenuo como para sostener que es la Tecnología de Información y Conexión la causa de este fenómeno. En todo caso esta Tecnología, el uso que se hace de ella, la función que llega a ocupar en las existencias vacías de miles de millones de personas, es la manifestación más desarrollada de un estado del alma en la sociedad contemporánea. Satanizar la tecnología equivale a caer en un reduccionismo que nada explica, que nada transforma y que, en suma, contribuye a empeorar la confusión. Los intereses económicos y políticos que lucran de una manera obscena e inmoral con esta tecnología trabajan para acentuar y sostener las condiciones que facilitan el uso disfuncional de la misma. La Tecnología de Información y Conexión no es la causante del vacío existencial que tiñe a la época, pero está manipulada para mantenerlo y profundizarlo. ¿Qué causa, entonces, el vacío y sus consecuentes angustia, ansiedad, pánico e insatisfacción? No es un suceso, sino un proceso. No se trata de un cataclismo que ocurrió en un mal día, sino de un fenómeno gestado en el tiempo. El matemático y doctor en filosofía Morris Berman, uno de los grandes y lúcidos estudiosos de las transformaciones y dinámicas sociales, es autor de El reencantamiento del mundo 5, un libro que, publicado en 1981, mantiene un 5

Morris Berman, El reencantamiento del mundo, Editorial Cuatro Vientos, Santiago de Chile, 31

poderoso efecto iluminador sobre el pensamiento. Allí dice: «La visión del mundo que prevaleció en Occidente hasta la Revolución Científica fue la de un mundo encantado. Las rocas, los árboles, los ríos y las nubes eran contemplados como algo maravilloso y con vida, y los seres humanos se sentían a sus anchas en este ambiente. El cosmos era un lugar de pertenencia, de correspondencia. Un miembro de este cosmos no era un espectador alienado. Su destino personal estaba ligado al del cosmos y esta relación le daba significado a su vida. Este tipo de conciencia —a la que llamaremos participativa— involucra coalición e identificación con el ambiente, habla de una totalidad psíquica que hace mucho ha desaparecido de la escena (...) La historia de la época moderna, al menos al nivel de la mente, es la historia de un desencantamiento continuo (...) Yo no soy mis experiencias y, por lo tanto, no soy realmente parte del mundo que me rodea (...) Todo es un objeto ajeno, distinto y aparte de mí. Finalmente, yo también soy un objeto, también soy una cosa alienada en un mundo de cosas igualmente insignificantes y carentes de sentido. Este mundo no lo hago yo: al cosmos no le importo nada y no me siento perteneciente a él. De hecho, lo que siento es un profundo malestar en el alma». Acaso seamos contemporáneos del momento más oscuro de ese proceso, un tramo en el que la alienación, la sensación de fatuidad, la impresión de no ser parte de ninguna totalidad trascendente, el efecto de percibirse como un fragmento aislado en una vastedad incomprensible, se hacen más profundos porque corren parejos con una explosión tecnológica que, como una metástasis, crece de manera devoradora, sin un sentido claro, justificándose, de un modo tautológico, nada más que en el propio crecimiento. Se progresa para progresar. Un viaje sin sentido. Una carrera apremiante que no tiene meta. En la Argentina se producen anualmente más de 100 mil toneladas de chatarra electrónica. Computadoras, celulares, televisores, reproductores de discos de video, MP3, etc., etc., que son descartados no porque hayan dejado de funcionar sino porque la presión mercadocrática, la publicidad, la voracidad de ganancias de los fabricantes, los prejuicios sociales, los dictados de la moda, la necesidad absurda de no ser excluido exige que se los cambie para estar a tono, para «pertenecer». Esos aparatos, que van a contaminar el medio ambiente y, muchas veces, a endeudar a sus propietarios (obligados a trabajar como bueyes para pagar los financiamientos), en su gran mayoría fueron descartados sin que los usuarios siquiera hayan accedido al uso (o a la comprensión) de todas sus funciones. ¿Qué vida puede conectarse a una totalidad trascendente en esas condiciones? ¿Qué posibilidad hay de pertenecer armoniosamente al lugar de 1987.

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origen, el cosmos, cuando se ha alcanzado semejante grado de alienación? ¿Y en qué se traduce esa alienación? En primer lugar en el deterioro de las relaciones humanas. Para estar al día con los anzuelos con los que los mercadócratas tecnológicos nos tientan de un modo incesante, es necesario invertir mucho dinero. Aunque las tarjetas de crédito crean la ilusión de que no son necesarios los billetes y generan la creencia de que todo es posible con sólo firmar un talón, lo cierto es que luego hay que correr a cumplir con esa financiación. Esto, a su vez, obliga a trabajar más tiempo. ¿Trabajar para qué? Para pagar una cantidad de consumos innecesarios, superfluos, inducidos por la publicidad y la mercadotecnia. ¿Con qué consecuencias? Menos tiempo para profundizar en las relaciones afectivas, familiares, sociales, menos tiempo para la introspección, para la reflexión, para la exploración del mundo interior. El periodista Esteban Hernández firma en el diario La Vanguardia de Barcelona una investigación en la que se sostiene: «Según un estudio de la Universidad de Siena, dirigido por el profesor de economía política Stefano Bartolini, los estadounidenses han vivido un apreciable descenso en su calidad de vida, afectada sobre todo por el deterioro de las relaciones sociales y por el aumento de horas de trabajo, y son ahora mucho menos felices que 30 años atrás» 6. La misma investigación advierte que un fenómeno similar se verifica en todas las sociedades industriales desarrolladas (con la excepción de Dinamarca, Suiza, Austria, Islandia, las Bahamas, Finlandia y Suecia, que encabezan el ranking en el Mapamundi de la Felicidad elaborado por la universidad inglesa de Leicester), y amenaza con propagarse a los países en vías de desarrollo, en los cuales tampoco la mejoría económica viene acompañada de una mayor paz y armonía emocional y espiritual. Josep Maria Blanch, catedrático de psicología social de la Universidad Autónoma de Barcelona lo explica: «Una vez que los problemas de subsistencia no son ya los que más preocupan en un país, suelen tomar su lugar los relacionados con la calidad de las relaciones humanas. Y quienes ahora disponen de mayor estatus económico son también los más pobres en tiempo. Así, carecemos de energía disponible para las relaciones familiares, para tratar con los hijos y para la vida social, lo que hace que nuestra calidad de vida decaiga».

NO, ESTÚPIDO, NO ES LA ECONOMÍA

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«Más ricos y menos felices» en La Vanguardia, 12 de agosto de 2007. 33

Curiosa paradoja. Mientras el caballito de batalla bajo el cual se impone la dictadura de las nuevas tecnologías es la promesa de mejorar la calidad de vida de las personas, el verdadero resultado es su empeoramiento. James Carville, asesor del presidente Bill Clinton, saltó al cuello de George Bush padre durante la campaña presidencial de 1992 al grito de «¡Es la economía, estúpido!», para significar que esta actividad decidía los destinos de la sociedad. Quizá es tiempo de pedir prestada esa frase para transformarla y endilgarles a los gurúes de las tecnologías posmodernas un sonoro «No son los aparatos, ni el software, ni los juguetes electrónicos, estúpidos, es el alma humana, son los vínculos entre las personas». Para ir de aquellas sociedades, mencionadas por Berman, en las que el ser humano se sentía parte de un todo y no un todo desgajado de toda raíz trascendente, a ésta en la cual el uso perverso y desquiciado de la tecnología termina por instalar la creencia de que los humanos pueden remplazar a Dios o a cualquier motor de arranque y causa inicial de la vida para convertirse ellos mismos en dioses, ha sido necesario recorrer el camino del desencanto. Ir de un mundo encantado a un mundo nihilista. Nihilismo, conviene recordarlo, deviene del latín nihil, que significa nada. Los nihilistas fueron un grupo anarquista ruso del siglo XIX. En filosofía, la palabra sostiene una corriente que niega cualquier creencia. Nihil, nada, vacío. La sociedad de los conectados al vacío es la sociedad en la que, desvastados los vínculos humanos (por falta de tiempo, trabajo, dedicación y cultivo) y desenmascarada la inconsistencia del progreso tecnológico sin más finalidad que la económica, sólo queda, entre pantallas y teclados, la soledad del alma. No es simple convivir con ella. Entonces brotan los placebos y los anestésicos. Entre los primeros, el chateo, la adicción televisiva y otras formas de reemplazar la vida real por otra virtual, menos comprometida, menos esforzada, en apariencia menos riesgosa, aunque, sin dudas, emocionalmente desnutrida. «Hoy los chicos tienen en sus cuartos universos tecnológicos. El 40% de los adolescentes argentinos tiene televisión en su cuarto. Eso no es bueno. Según nuestra investigación, ese factor hace que vean más horas de tevé, que lo hagan en soledad y que pasen más tiempo encerrados en su pieza. Lo mismo se aplica a la computadora. Hay un gran desconocimiento de los padres acerca de lo que sus hijos ven en televisión y de los sitios a los que se conectan en Internet. Los mismos padres que les ponen televisor en su cuarto son los que se quejan del mucho tiempo que pasan sus hijos ante la televisión», señala la Doctora en Comunicación Roxana Morduchowicz, directora del Programa de Escuela y Medios de Comunicación del Ministerio de Educación de la Nación

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en Argentina 7. De esta manera, el comportamiento de los conectados al vacío, su futura desnutrición emocional y vincular y su inhabilidad o desinterés para la construcción de propósitos existenciales empiezan a conformarse cada vez a edades más tempranas. Muchos de estos aprendices de marginales sociales, se sumarán, cuando crezcan, a la masiva legión de consumidores de psicofármacos en los que procurarán encontrar un sostén para no caer en el vacío al que se conectan. Según una investigación de la revista Noticias de Buenos Aires firmada por Alejandra Dahia y Matías Loewy (el 1º de septiembre de 2007), «cada argentino mayor de 15 años se mete en la boca cerca de cuarenta pastillas por año entre ansiolíticos, antidepresivos y estimulantes». Esto es un 44% más que en el año anterior. El 15,5% de los habitantes de Buenos Aires mayores de 16 años es consumidor habitual de psicofármacos, según una pesquisa de la Universidad de Palermo. «En la clase media y media alta argentina las pastillas corren como el agua», enfatiza Noticias. El consumo de Tecnología de Información y Conexión, también. Y acaso el paralelismo no sea casual.

EL VACÍO IMPOSIBLE DE LLENAR ¿Es válido ligar ambos consumos? En mi opinión lo es. La verdadera dolencia que se encuentra tras el consumo de psicofármacos (sedantes, tranquilizantes, inductores de sueño, antidepresivos y demás) es la angustia existencial. Esta deviene de la percepción de la vida como algo sin sentido. Los días pasan, el trabajo y los recorridos cotidianos se repiten, se instala la sensación de que hay un cierto absurdo en esta repetición que se extiende al mero hecho de existir. Vista así la vida no es más que una interrupción entre una nada y otra nada, como lo planteaba Albert Camus, uno de los pilares del existencialismo, en El mito de Sísifo 8. Pero, decía Camus, aun si fuera un absurdo, y precisamente por eso, se impone encontrarle un sentido. Víktor Frankl, existencialista también y fundador, a partir de la logoterapia, de la tercera fuerza en psicología, corriente humanista que contribuyó a cambiar (junto a la gestalt, la terapia sistémica, el análisis jungiano y otros) el paradigma psicoterapéutico, sostenía que ese sentido no viene a nosotros, no nos es dado. Frankl señalaba que la vida «no es un manuscrito que debemos descifrar, sino 7

En el suplemento Enfoques de La Nación, Buenos Aires, 6 de abril de 2008, entrevista de María Cecilia Tosi. 8 Albert Camus, El mito de Sísifo, Editorial Losada, Buenos Aires, 1999. 35

un texto que debemos escribir» 9. Estamos, decía, ante un constante interrogatorio que la vida nos hace (a través de situaciones) y en nuestras respuestas (que son acciones) se perfila, o no, el sentido de la propia vida. ¿Cómo estamos respondiendo, entonces? Si fugamos de la pregunta, fugamos del sentido, si nos negamos a ver, escuchar y sentir las preguntas de la vida, anulamos nuestra conciencia respecto de cómo y para qué vivir. Y la conciencia, según la definió Frankl con inspiración, es el órgano de sentido. Cuando ésta se anula, el sentido desaparece y la angustia se instala. Aparecen entonces los calmantes. Si la vida es un absurdo, ¿no merezco al menos el placer? Si es corta y sin sentido, ¿no puede al menos ser gozosa? ¿Para qué asumir responsabilidades, si la vida es corta y sin sentido? Si puedo, me compro todo. Y sigo comprando. Me conecto a las promesas de seguridad, de acompañamiento, huyo de la posibilidad de quedar a solas con las preguntas. Y si no me calman los aparatos, las conexiones fantásticas que la Tecnología de Información y Conexión me ofrece, buscaré sustancias o correré a buscar la pócima mágica que otra industria (la farmacéutica), dispuesta a lucrar sin escrúpulos con el vacío existencial, me ofrece a través de sus agentes, los numerosos profesionales dispuestos a calmarme a pastillazos. Para un adicto, siempre hay un proveedor. En Estados Unidos, donde según Christopher Lane, profesor de la Universidad Northwestern, el 25% de la población toma antidepresivos (esto es 67,4 millones de personas), se hicieron estudios que indican que el 40% de todos los pacientes no padecen las enfermedades que médicos y psiquiatras les diagnostican y, sin embargo, hay 200 millones de prescripciones anuales para tratar la depresión y la ansiedad 10. Donde dice Estados Unidos, se puede leer, sin temor a equivocarse, el nombre de cualquier país del mundo Occidental, desarrollado o en vías de hacerlo. Argentina responde al modelo, como se ve en las cifras que cité anteriormente en este capítulo. Las adicciones no crecen en tierra firme ni en vidas en las cuales está presente y activa la voluntad de sentido, sino en aquellas en donde el vacío es la figura predominante. Y es un vacío imposible de llenar con objetos, con bienes materiales y con conexiones tecnológicas. Todas estas cosas no conducen al sentido, sino, en palabras de Frankl, apenas a una sensación de sentido, un como si (como si estuviera comunicado, como si estuviera informado, como si formara parte de una comunidad, como si tuviera muchos amigos, como si mi vida estuviera llena de vínculos, como si fuera una persona exitosa, como si tuviera un lugar de pertenencia, como si mi tiempo estuviera dedicado a cosas importantes, 9

Víktor Frankl, La voluntad de sentido, Herder, Barcelona, 1994. Diario Clarín, Buenos Aires, 5 de abril de 2008.

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como si mi vida tuviera un propósito, un significado y una orientación). El propio Christopher Lane escribe: «Si pudiéramos frenar semejantes ejemplos claros de diagnóstico exagerado, la medicación excesiva afectaría a menos personas. Tendríamos que elevar mucho más los umbrales para los diagnósticos psiquiátricos y resucitar la distinción entre enfermedad crónica y padecimiento leve, pero existe una feroz resistencia a hacerlo por parte de quienes dicen que están luchando contra trastornos mentales graves, para los cuales la medicación es el único tratamiento viable. Si no se reforma la psiquiatría, habrá un desastre en salud pública». Pero la psiquiatría no diagnostica angustia existencial ni ausencia de sentido de vida (y la industria farmacéutica invertirá lo necesario para evitar que eso ocurra). De manera que lo que se ve es cómo millones de personas conectadas al vacío gracias a la Tecnología de Información y Conexión se intoxican con psicofármacos mientras procuran tapiar sus oídos ante las preguntas que la vida, paciente y eterna, nunca dejará de hacerles. La respuesta a esas preguntas no se leerá jamás en una pantalla o en un panel y no se escribirá con teclados alámbricos, inalámbricos o de voz. Para responderlas hay que empezar por instalarse en el mundo, conectarse con la propia conciencia y con los semejantes. Toda una aventura en un mundo de falsas certezas.

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3 Apogeo de la virtualidad, agonía del individuo Hay palabras, en apariencia inofensivas y hasta convocadoras, que enunciamos mucho y sobre las que reflexionamos poco. Voy a enumerar una serie de ellas que me parecen especialmente peligrosas: público, gente, pueblo, masa, audiencia, televidentes, oyentes, mercado, internautas, afición, hinchada, fanáticos, electorado, opinión pública. Estas palabras han cobrado fuerza de argumento en la sociedad contemporánea y, a menudo, se invocan como una suerte de mandato divino. La «voluntad del pueblo», la «exigencia del mercado», el «gusto de la audiencia», el «favor de los televidentes», el «clamor de la afición», la «voluntad del electorado», la «lealtad de los fanáticos», la «inclinación de la opinión pública», la «elección de los internautas» bastan para justificar conductas aberrantes, traiciones, perversiones, faltas de respeto, ignorancia de la empatía, violación de normas y derechos. A cualquier político corrupto y obsesionado con el poder (casi todos), a un hombre de negocios sin escrúpulos (para muchos, negocios e inescrupulosidad se han ido convirtiendo en sinónimos), a un científico delirante (convencido de que es un reemplazante de Dios), a un tecnólogo obsesivo (desentendido del uso perverso que se pueda dar a sus inventos), a un ídolo mediático desquiciado (de los que abundan), a un publicitario o a un mercadócrata sin ética (personajes sumamente exitosos en esta sociedad), a un encuestador que manipula preguntas y respuestas y fabrica estadísticas a gusto del que las paga, a todos ellos las palabras que mencioné, y algunas otras del mismo tenor, les dan vía libre, los habilitan a hacer uso y abuso de mentes, personas, voluntades, cuerpos y almas. Escudados en esas palabras, hacen de las suyas. Por supuesto, para que así ocurra, esos cuerpos y esas almas tienen que 38

elegir ser usados y manipulados. Y quienes usan a otros bajo un paraguas (el de la política, el de los negocios, el del espectáculo, el de la ciencia, por ejemplo) con frecuencia suelen ser usados por otros bajo el paraguas de al lado. ¿Cómo se elige ser usado y manipulado? De una manera sencilla: resignando la responsabilidad sobre la propia vida, renunciando a vivirla de una manera significativa, dimitiendo de la tarea de mejorar, a través de acciones concretas y continuas, el mundo en el que vivimos, desertando de todo compromiso con el semejante y desligándonos de los efectos de nuestras acciones. Retirándonos de la exploración del propio ser, resistiéndonos a expandir nuestra conciencia y crecer, escapándonos de las preguntas que la vida nos plantea. ¿Por qué habría que responderlas? Acaso porque «una vida humana feliz no se encuentra en el horizonte de la libre satisfacción de los instintos ni en el logro de situaciones sociales de poder», acaso porque una vida realizada se plasma en la concreción de «tareas llenas de sentido a las que se dice que sí desde nuestro fuero interno» 1. La pregunta esencial de la vida, la pregunta que se reitera bajo diferentes formulaciones, es: ¿Qué hay más allá de mí mismo, cuál es la razón de mi existencia, y cómo se integra ésta a la totalidad de lo existente? A cada individuo este interrogante esencial se le presenta de un modo distinto, único, intransferible. Y, por lo tanto, él o ella darán una respuesta distinta, única e intransferible. La búsqueda de la respuesta puede motorizar y orientar la propia existencia, darle una razón de ser. Es posible que no alcance el tramo biológico de una vida para encontrarla, pero en la misma averiguación habrá empezado a despuntar el sentido. Es posible morir en paz sin la respuesta final, pero la vida se vacía de significado cuando se huye de la pregunta, cuando se pretende ignorarla. Huir de la pregunta existencial es, en cierto modo, huir del propio Yo, de la identidad. Y en esa fuga aparecen refugios tentadores, que se multiplican y desde donde se promete que, una vez parapetado allí, el individuo no correrá riesgos, no sufrirá dolor, no deberá elegir ni hacerse responsable de las consecuencias de sus actos. Esos refugios toman nombres como los que listé en el párrafo inicial de este capítulo: público, gente, pueblo, masa, audiencia, televidentes, oyentes, mercado, internautas, afición, hinchada, fanáticos, electorado, opinión pública.

LA ALQUIMIA NECESARIA

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Elisabeth Lukas, El sentido del momento, Paidós, Barcelona, 2007. 39

Oculto en las sombras de esos rótulos se disuelve el individuo, se diluye la conciencia, se borra la identidad. Carl Jung alertaba ya en los años cuarenta del siglo XX acerca de las ideas de masa, pueblo, gente y demás. Veía allí las amenazas más oscuras para el desarrollo de la conciencia humana. Encontraba que en esos pantanos se ahogaba toda posibilidad de individuación. La individuación es aquel proceso por el cual, mediante un trabajo alquímico interior, disolviendo creencias y mitos, pasamos de nuestro Ego (lo que creemos ser, lo que creemos que creen que somos) a nuestro Yo profundo y esencial. La pregunta que guía este proceso es ¿Quién soy? El Ego propone respuestas falsas o confusas, que se trascienden muchas veces con dolor. La respuesta está constantemente en construcción. «La individuación es la manifestación en vida de nuestras potencialidades innatas, congénitas», explica el analista jungiano James A. Hall 2. «No todas las posibilidades pueden realizarse, por lo tanto la individuación jamás se completa. Es más una búsqueda que una meta, es más un movimiento en una determinada dirección que un lugar de descanso». Asumir la individuación es asumir la responsabilidad sobre la propia vida. Esa responsabilidad se pierde en la masa, en el mercado, en el gentío, en la audiencia. Y con ello se pierde, también, la libertad. Puesto que cuando abandonamos nuestra responsabilidad existencial, cuando hacemos lo que todos hacen (y movemos la cola contentos con el hueso que nos arrojan a cambio), cuando entregamos nuestro libre albedrío para que lo administre y gestione el albedrío de otro, cuando nos limitamos a «pertenecer», abdicamos de nuestra capacidad de elegir y de responder por la elección, atiborrados de bienes, artefactos, premios, posesiones y placeres efímeros, dejamos de ser libres. Ponemos en marcha lo que, en su clásico y tan actual El miedo a la libertad, Erich Fromm describía como «un mecanismo de evasión de la libertad que consiste en abandonar la independencia del yo individual propio para fundirse con algo, o alguien, exterior a uno mismo, a fin de adquirir la fuerza de la que el yo individual carece» 3. Así nacen las dictaduras. El dictado de la moda, el de las tendencias, el de las mayorías (donde nadie se hace cargo), el de los caudillos populistas, el de los ídolos musicales, mediáticos o deportivos metidos a referentes de vida, la dictadura de los gerentes artísticos de los canales de televisión (que excretan su basura amparados en que eso es «lo que la gente quiere»), la dictadura de los blogs, de los sitios, de los My Space, de los Facebook y demás (fabulosos negocios cocinados al calor de la «democracia» y la «libertad» de la Web, donde los internautas son corderos llevados como rebaño hacia donde el pastor se lo 2 3

James A. Hall, La experiencia jungiana, Cuatro Vientos, Santiago de Chile, 1995. Erich Fromm, El miedo a la libertad, Paidós, Buenos Aires, 2006. 40

proponga). Así nacieron dictaduras peores, sombrías y trágicas para la Humanidad (y, como es obvio, también para nuestro país, tan poco proclive al ejercicio de la responsabilidad individual y social, y tan generoso con mesiánicos y populistas). Conviene recordar una y otra vez que la Tecnología de Información y Conexión no es una tecnología satánica. Por el contrario, gracias a ella la democracia española pudo reaccionar cuando, tras el atentado terrorista del 11 de marzo de 2004 contra el ferrocarril suburbano, el gobierno de José María Aznar (uno de los secuaces del genocida George Bush, junto con el fascista Silvio Berlusconi y con Tony Blair) intentó manipular obscenamente a la opinión pública con fines electoralistas. Gracias a esta tecnología, se puede reunir comida y hacerla llegar a sitios remotos y necesitados de Afganistán sin que sea interceptada por los ejércitos de asesinos mercenarios al mando de los Señores de la Guerra. Gracias a ella, se han promovido con velocidad efectivos movimientos de protesta, entre ellos algunos a favor de Tibet contra el gobierno autoritario neocapitalista de China, o a favor de los monjes budistas de Myanmar. Gracias a ella, en la Argentina se convocó en una tarde a expresarse masiva y exitosamente a una ciudadanía harta de la manipulación del poder a cargo de un matrimonio con sueños de absolutismo e ignorancia de los mecanismos republicanos. Gracias a ella, se motorizan masivos movimientos solidarios en casos de catástrofes naturales o promovidas por la intervención humana. El blog MobileActive.org integrado por miles de voluntarios en todo el mundo, interesados en promover el uso del teléfono celular con fines sociales (blog que debe henchir de placer el corazón y los bolsillos de los fabricantes de celulares) da innumerables muestras de usos creativos y útiles de esa tecnología. Pero, dentro de los paradigmas que rigen a una sociedad en donde la rentabilidad y el tener aparecen como valores supremos, aquellos usos de la tecnología no son lo que primero se promueve o valora, sino que terminan convertidos en beneficios secundarios.

ANEMIA MENTAL, PEREZA DIGITAL Ningún aviso de Nokia, Motorola, Sony Ericsson, Hewlett Packard, Microsoft, Toshiba, IBM o demás vende sus productos a partir de su utilidad social, no es para eso que estas corporaciones los han creado. Ningún aviso de las empresas telefónicas apunta en esa dirección. Suelen poner el acento sobre el consumo por el consumo (con sus consecuencias ecológica y emocionalmente 41

devastadoras) o en usos depredadores de esos artefactos. Por ejemplo, para estimular el envío de mensajes de texto a través de teléfonos celulares la empresa Personal, de Argentina, publicó y distribuyó un manual con 200 abreviaturas para que los usuarios pudieran seguir destruyendo el lenguaje, pudieran seguir empobreciendo su ortografía y pudieran seguir echando al traste su vocabulario y el idioma castellano en general. Personal se llama a sí misma empresa de comunicación, pero el efecto de estas acciones deplorables (creación de algún mercadotecnia irresponsable o algún publicitario alucinado) es ahondar la incomunicación mediante la destrucción de su herramientas esencial, el lenguaje. Ya se sabe cómo son las abreviaturas de los mensajes de texto. Te quiero se escribe tkr, Mañana es mñn, nacieron es nacrn, Gracias es grcs y así. La anemia mental se va convirtiendo en pereza digital. En una entrevista concedida a la revista de la Asociación de Entidades Periodísticas Argentinas (ADEPA) y realizada por Carlos Vernazza, el presidente de Academia Nacional de Letras, el lingüista Pedro Luis Barcia, advierte que los jóvenes están hablando hoy con un promedio de 250 palabras, contra las 800 que usaban diez años atrás, hacia fines del siglo veinte. Esto en un idioma rico, bello y fecundo que, como el castellano, cuenta con 85 mil vocablos. La escritura tiene una historia de cinco mil años que comenzó con los sumerios. Empezó en grafismos elementales, pasó por sucesivas etapas hasta alcanzar su madurez y complejidad contemporáneas. ¿Habrá empezado el proceso involutivo de ese maravilloso proceso, gracias al uso con fines monetarios que se promueve de las Tecnologías de Información y Conexión? ¿Cuánto tiempo llevará volver a las señales de humo con iniciativas como las de Personal y tantas otras? La piedra fundamental de la comunicación es devastada cada día un poco más, y con diferentes recursos, por quienes usurpan el concepto. Empobrecer el lenguaje, así sea en nombre del «progreso», es empobrecer el pensamiento. No digo algo nuevo al recordar que el lenguaje manifiesta al pensamiento, que cuanto más rico y más articulado sea, más rico y articulado es, a su vez, el vocabulario (oral o escrito) que lo expresa. A la inversa, desorden y pobreza en el lenguaje provienen del desorden y la pobreza en el pensamiento. La facilidad que ofrece, como valor supremo, la Tecnología de Información y Conexión va en dirección contraria a la proactividad, a la iniciativa, a la voluntad de búsqueda, a la convivencia con preguntas e incertidumbres que suponen el desarrollo, a la fecundación y el enriquecimiento del pensamiento. La aventura del pensamiento es artesanal, requiere presencia y actitud. Los usos promovidos por la Tecnología de Información y Conexión estimulan la pereza del intelecto, fomentan la ignorancia disfrazándola de pericia digital. 42

Cuando el lenguaje se empobrece, cuando sus campos de uso y experimentación se reducen, cuando la incapacidad de usarlo con propiedad y de explorarlo se imponen, se derrumba el puente primordial que nos lleva hacia el otro y que le permite a él venir hacia nosotros. Cuando se reduce nuestro pensamiento (aunque se amplíe nuestro parque de teléfonos celulares, computadoras, iPods, iPhones, MP3, reproductores de video discos y demás), se reduce nuestra capacidad de aprehender y comprender el mundo que habitamos, se pierde la empatía. El empobrecimiento de la capacidad de comunicación (recordemos, conexión no es comunicación) no sólo me aísla del otro que está afuera de mí, sino que bloquea mis potencialidades de incursionar en mí mismo, en el corazón de mi ser. La angustiante soledad real que el mundo virtual procura disimular se sostiene sobre ese doble aislamiento: incomunicación con el otro, incomunicación conmigo mismo. Ambas son complementarias e inseparables. «La gente piensa que el mundo está sólo ahí fuera y no conoce su mundo interior, no crea su mundo interior; la tele y la publicidad, los otros, lo crean para ella», sostiene Mike George, escocés, orador, escritor y formador de directivos, que suele viajar por el mundo dando conferencias auspiciadas por la organización Brama Kumaris. «Si utilizo el mundo para estimularme, me hago dependiente de él. Ahora todos dependen de que se les estimule para no sentirse vacíos. Hay que acceder a los recursos internos.» 4 Hemos vuelto, entonces, a encontrarnos con Fromm, con Jung, con Frankl.

LA DEMOCRACIA EN PELIGRO Pero acceder a los recursos internos, lo que equivale a acceder al sí mismo, requiere espacio y tiempo para la reflexión, para explorar preguntas, pide apagar el bullicio y el aturdimiento del permanente bombardeo de sensaciones que proponen la Tecnología de Conexión y su marketing. En la venta (o imposición) de esta tecnología es clave la incitación a sentir, vibrar, experimentar y, sobre todo, a hacerlo ya, sin espera, sin reflexión, inmediatamente, so pena de quedar al margen, desactualizado, excluido. Todd Gitlin, matemático, poeta, investigador de temas sociales, indica en su libro Enfermos de información 5 los riesgos que conlleva vivir centrados sólo en las sensaciones y en la inmediatez 4 5

En L a V angu a rdi a, Barcelona, 13 de febrero de 2007, entrevistado por Ima Sanchís. Todd Gitlin, Enfermos de información, Paidós, Barcelona, 2005.

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de las experiencias audiovisuales. Gitlin recuerda que la educación de excelencia y la democracia, pilares básicos de una cultura que se proponga trascender, necesitan compromiso y una visión de largo plazo. El tiempo, los procesos, son esenciales en ambos casos. La Tecnología de Información y Conexión, tal como se usa y se vende hoy y aquí, va en contra de esto. Se valora por la intensidad, la velocidad y la cantidad de los estímulos. Se glorifica lo nuevo, lo último, por sobre lo importante, lo esencial. Y cuando los valores de esta Tecnología se imponen en la sociedad, cuando son los valores de mercado los que dan (supuesta) identidad, se anula la capacidad de elección, nos arrasa la «Tendencia», la dictadura de las modas tecnológicas. Donde hay dictadura no hay democracia, es obvio decirlo, pero no está demás recordarlo en un país proclive a los autoritarismos. En el imperio de las sensaciones, coincido con Gitlin, peligra la educación entendida como desarrollo de recursos para la construcción de vidas con sentido, y peligra la democracia. ¿Peligra la democracia? ¿No es ésta una idea alarmista, catastrofista? Retomo aquí la opinión de Pedro Barcia: «Cuando en una sociedad democrática al hombre se le reduce el vocabulario, se lo estrecha mentalmente, se lo somete intelectualmente y pierde la posibilidad de matices de pensamiento crítico». Barcia recuerda la neolingua, esa jerga estrecha y rígida que se imponía en la sociedad de 1984, la impresionante y genial novela de George Orwell: «En el apéndice de la neolingua dice que el sistema va reduciendo cada vez más las palabras para que el hombre sea cautivo y no tenga libertad de pensamiento. Un régimen totalitario termina por dominar al hombre a través de la escasez del lenguaje». Cuando se reduce el pensamiento y se comprime el lenguaje (y ambas cosas van juntas), la libertad de expresión es más un enunciado que una realidad. ¿Cómo expresarse con una herramienta rudimentaria, empobrecida, reducida al mínimo? El uso de la Tecnología de Información y Conexión como relleno para el vacío existencial, el vínculo adictivo con ella, su mutación de medio en fin, desconecta a la persona usuaria de toda introspección, la aísla de la reflexión trascendente, la aparta de preguntas basales para la construcción de una vida con sentido y contenido, elimina la posibilidad de elaboración de un pensamiento crítico, reduce sus potencialidades intelectuales y, con todo esto, comprime sus lenguajes propios y su pensamiento hasta la anemia. Si la democracia se alimenta de vínculos humanos reales, del enriquecimiento de las herramientas de comunicación y del empleo consciente e intensivo de las mismas, si se asienta en la diversidad, en la ruptura del pensamiento único, en la liberación de mandatos y tendencias excluyentes, a mi entender es obvio que el uso indiscriminado y desvirtuado de la Tecnología de Conexión atenta contra 44

el espíritu de la democracia y, como consecuencia, la amenaza. Seguramente, una conclusión de este tipo no será compartida por quienes danzan hipnotizados celebrando la buenaventura tecnológica. Seguramente, redoblarán sus argumentos condescendientes en favor de ella. Persistirán en ser funcionales a los que impulsan el uso perverso de la herramienta conectiva. En otra época y en otras circunstancias, se solía decir que quienes actuaban así eran «idiotas útiles». Útiles son, sobre eso me caben pocas dudas. El 1º de julio de 2007, uno de estos apologistas se entusiasmaba del siguiente modo en un artículo publicado en el diario barcelonés La Vanguardia: «Los usuarios más activos y frecuentes de Internet, cuando se comparan con los no usuarios, son personas más sociables, tienen más amigos, más intensidad de relaciones familiares, más iniciativa profesional, menos tendencia a la depresión y al aislamiento, más autonomía personal, más riqueza comunicativa y más participación ciudadana y sociopolítica» 6. Esta declaración recuerda al aviso con el que se anunció por primera vez en el mundo Coca-Cola, uno de los más legendarios placebos de la historia moderna. Aquel aviso, publicado en el Atlanta Journal, de Atlanta, Georgia, el 27 de mayo de 1886, hablaba de un jarabe creado por un boticario de nombre John S. Pemberton con base en hojas de coca y nuez, que prometía aliviar los males estomacales, tonificar el cerebro y los nervios, refrescar y vigorizar a quien lo ingiriera. En 1901 para otro periódico, el Atlanta Constitution, Coca-Cola era un ejemplo del «intento de envasar el placer». Hoy Internet y las diferentes variantes de la Tecnología de la Información y la Conexión parecen proponerse como la promesa de envasar la comunicación, radiar la soledad, garantizar la pertenencia, erradicar la angustia. En un caso y en el otro, se pide a cambio un consumo masivo, fiel, sin cuestionamiento, sin indagar (la fórmula de Coca-Cola sigue siendo inviolable, a cambio del placer y la felicidad prometidas al consumidor se le pide que trague sin preguntar, aunque no sepa qué es lo que ingiere). Así como se minimizan las consecuencias patológicas del uso abusivo y no crítico de la Tecnología de Conexión, de las cuales me ocuparé en un próximo capítulo de este libro, así como se exige (subliminal y explícitamente) que se tome a sus continentes y a sus contenidos como la verdad pura, como la realidad incuestionable, también se redoblan esfuerzos e inversiones para que no se vean las consecuencias infelices de Coca-Cola. Gustavo Castro Soto del Centro de Investigaciones Económicas y Políticas de Acción Comunitaria (CIEPAC) de San Cristóbal Las Casas, Estado de Chiapas, México, las recuerda así: «La Coca-Cola también ha incidido en la vida de los productores de coca; es 6

Manuel Castells, «Los mitos de Internet» en La Vangu a rdia, Barcelona, 1º de julio de 2007. 45

responsable también de la falta de agua en algunos lugares o de los cambios en las políticas públicas para privatizar el vital líquido o de quedarse con los mantos freáticos. Incide en la economía de muchos países; en la industria del vidrio y del plástico y en otros componentes de su fórmula. Además de la economía y la política, ha incidido directamente en trastocar las culturas, desde Chamula en Chiapas hasta Japón o China, pasando por Rusia. La Coca-Cola es la bebida más conocida del mundo, el producto más ampliamente distribuido en el planeta y adquirible hoy en día en 232 países, muchos más que las naciones que forman la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Sus ganancias pueden rebasar el presupuesto de varios países pobres. La empresa presiona, extorsiona y chantajea a los pequeños comerciantes con contratos de exclusividad. Amenaza a la señora de la tiendita de la esquina si ésta quiere vender otro refresco más de Cola. Chupa grandes cantidades de agua de manantiales y se enriquece a costa de las tierras ejidales, comunales, municipales, federales y de campesinos e indígenas. En Chiapas persigue los mantos de agua del estado y anda regalando escuelas y pintando canchas de basquetbol para quedar bien con sus pobladores. Sin embargo, beben tanta Coca-Cola desde los indígenas y zapatistas hasta el más izquierdoso del mundo, mientras que otros sectores de la población mundial, miles y miles, mantienen una resistencia y campañas de boicots contra los productos Coca-Cola. En algunas comunidades indígenas de Chiapas, algunas de ellas también zapatistas, han declarado la zona libre de Coca-Cola o decretado no consumir sus productos» 7. El CIEPAC, es bueno informarlo, se define como una institución civil sin fines de lucro ni adscripciones políticas o religiosas, «que acompaña a los procesos sociales de México, Chiapas y Mesoamérica y a las luchas globales que buscan la construcción de un mundo más democrático, con justicia y dignidad para todos los pueblos». No se puede afirmar que quienes lucran con las Tecnologías de Conexión e Información transiten la misma huella. No, al menos, a la luz de sus acciones. Y, en fin, las similitudes entre las promesas y el consumo de Coca-Cola y el de la Tecnología de Conexión es tan notable a poco que se las explore, definen de tal manera una cultura, una posición ante el cuidado del planeta, una concepción de los vínculos humanos y una visión de la vida, que me resulta inevitable subrayarlas.

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Se puede leer el texto completo en http://www.arlac.be/Coca%20Cola%20ALCA/cocacola01.htm 46

MÁS CABALLOS DE TROYA Pero el marketing es un hueso duro de roer, sobre todo aplicado a anestesiar la búsqueda autónoma de una vida trascendente, es decir, una vida que escape de los anzuelos del mercado y se asiente en otras bases. Sospecho que la primera gran operación de marketing de la historia fue la construcción del Caballo de Troya, aquel regalo que, por iniciativa de Odiseo, los espartanos ofrecieron como ofrenda de paz a los troyanos (raptores de Helena a través de Paris) luego de un largo e infructuoso sitio a la ciudad. Adentro del monumental caballo de madera, construido por el inspirado carpintero Epeo, irían los mejores guerreros espartanos para tomar por asalto la ciudadela invicta. En un artículo de opinión, Guillermo Oliveto, presidente de la Asociación Argentina de Marketing, comienza reflexionando sobre la necesidad de vivir con los demás, de nutrirnos de esa diversidad, y sobre la angustia y las heridas que provocan la ruptura de esas tramas 8. El texto apela a citas de la psicoanalista Silvia Bleichmar, del filósofo André Comte Sponville, de Emanuel Kant y del humorista Tute, y su enfoque aparenta ser sensible y oportuno, sobre todo en una sociedad que se vincula desde la desconfianza y el egoísmo como pilares. Hasta que sobreviene el golpe de marketing. Entonces Oliveto dice que hay un nuevo «anhelo de sentido, de vínculo, de más vida real y no sólo virtual, de menos miedo, de menos angustia», aspiración con la cual es difícil no coincidir. Sólo que, según el autor, a la vanguardia de ese anhelo está la publicidad y, como ejemplo, ofrece un par de avisos de Coca-Cola en los que, antes que incitarnos a ser uno más de los consumidores del producto y aportar a esas ganancias fabulosas cuyo monto supera el presupuesto de muchas naciones del mundo, se nos estaría proponiendo «un antídoto ante tanta sobredosis de angustia». El antídoto mágico es, continúa el artículo de Oliveto, «inyectar más vida a la vida (téngase en cuenta la palabra inyectar, tan ligada a adicción, en esta frase), abrazar, en fin, «el lado Coca-Cola de la vida». Los caballos de Troya ya no se hacen de madera, está claro. Pero siguen existiendo. El lado Coca-Cola de la vida evoca al lado Internet de la vida. Ricardo Baerza, director del laboratorio de investigación que la corporación Yahoo tiene en Barcelona, describe que en un futuro próximo bastará pedirle algo con la voz a los buscadores de Internet y éstos nos lo proporcionarán. «Internet estará en todas partes, podremos interactuar con nuestra información digital desde cualquier lugar y sin usar ningún dispositivo", augura 9. Y remata, ya radiante: 8 9

Guillermo Oliveto, «El costo emocional» en La N ac ión, Buenos Aires, 7 de mayo de 2008. L a V angu ar d i a, Barcelona, 23 de febrero de 2007. 47

«Eso va a ser el futuro, vamos a tener nuestro ángel de la guarda digital». Acaso los aprendices de brujos pronto nos prometan también parejas digitales, hijos digitales, amigos digitales, emociones digitales, quizás una espiritualidad digital. Podremos digitalizar la vida y nos ahorraremos el trabajo, el riesgo, la experiencia de vivirla. El ya citado Castells, autor de La galaxia Internet, es casi magnánimo con quienes advierten la superficialidad, el vacío de propósito de una vida que tiene a la virtualidad como valor de referencia: «Internet es un espacio de relación social y comunicación directamente vinculado a lo que hacemos en nuestra vida. Es, de forma creciente, un medio fundamental de nuestra vida social, de nuestro trabajo, de nuestras empresas, de nuestro sistema educativo, de nuestras instituciones, exceptuando los grupos de edad más avanzada a los que hay que dejar tranquilos si no quieren alterar sus hábitos de vida para adaptarse a un mundo que fundamentalmente no es el suyo (otra cosa es que tengan el derecho y la oportunidad de digitalizarse si así lo quieren)» 10. Percibo el desprecio que traslucen estas palabras hacia quienes se niegan a que sus vidas sean monitoreadas desde ese ciberespacio en el cual, al decir de Zygmunt Bauman, lúcido e implacable observador de la sociedad contemporánea, no hay presencias físicas, no hay constancias geográficas, no hay identidad y, por lo tanto, no hay responsabilidad. Castells representa a quienes propugnan que la búsqueda de la individuación quede sepultada bajo aquellos conceptos que enumeré en el comienzo de este capítulo: público, gente, pueblo, masa, audiencia, televidentes, oyentes, mercado, internautas, afición, hinchada, fanáticos, electorado, opinión pública. A todas estas categorías, Castells (y con él otros gurús de la Tecnología de Información y Conexión, como los que cité en el capítulo anterior) agrega una de última generación: jóvenes. Parece ser una palabra mágica, un concepto incuestionable. La habilidad (que no es sinónimo de inteligencia, ni de profundidad, ni de sabiduría, ni de visión) de las nuevas generaciones en el uso de aquella tecnología se esgrime como coartada, por parte de demasiados adultos, para desentenderse de la función referente que les compete, para desertar de su papel en la transmisión de valores, en la construcción de modelos de vida que operen como eslabones de sentido entre las generaciones. La actitud es demagógica, diluye responsabilidades. El viejo recurso de escudarse detrás de los jóvenes, de seducirlos sugiriéndoles que son portadores de un poder superior, de alinearlos como mercado, como público, es una deplorable y subrepticia manera de abandonarlos. Y seguirlos ciegamente es, a 10

Ibídem. 48

su vez, un modo de fugar de la propia adultez y de la propia madurez. Sobre esto me he extendido en otro de mis libros 11. Castells lo escribe así: «Hay un sesgo de los medios hacia la publicación de informaciones alarmantes por aquello de que sólo es noticia lo que son malas noticias; por ejemplo, que nuestro equilibrio mental y el de nuestros hijos están gravemente amenazados por las tecnologías. Pero no hay que echar la culpa a los periodistas que simplemente reflejan el sentimiento de la sociedad y también las rotundas afirmaciones de una serie de pseudoexpertos desconocedores del nuevo entorno y que lo denuncian sin datos rigurosos aprovechando un contexto en el que las tertulias sientan cátedra en mucha mayor medida que la academia. En realidad, estamos ante algo más profundo: el rechazo de las personas mayores, por parte de las elites de poder y de las instituciones y organizaciones de la vieja sociedad a las tecnologías, culturas y modos de relación de la sociedad que nace y que ya vive plenamente en los jóvenes». Ya exaltado con este elixir de la juventud, Castells denuncia el «miedo a lo desconocido sustentado en los intereses comerciales y políticos que Internet pone en cuestión con su dinámica de autonomía y libertad, factor que alimenta el temor a la virtualización de nuestras vidas». Su voz representa la de miles (¿millones?) de creyentes en la divinidad del ciberespacio y las tecnologías concurrentes al mismo. Como todos los dogmatismos, también éste ciega, también éste genera sus fundamentalistas, también éste amenaza con el ostracismo, o cosas peores, a quienes osan decir que el rey está desnudo. Y no deja ver que la virtualización de nuestras vidas es también su vaciamiento, su condena a la soledad emocional, su orfandad de sentido. Virtual se escribe a menudo con V de vacío. Vidas virtuales, vidas vacías.

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Sergio Sinay, La sociedad de los hijos huérfanos, Ediciones B, Buenos Aires, 2007.

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4 Sonríe, te están vigilando Calculan los especialistas en el tema que entre un 50% y un 60% de la Humanidad (esto es, más de 3 mil millones de personas) tiene hoy acceso a algún tipo de comunicación móvil, específicamente teléfonos celulares e Internet. Esto significa que más de la mitad de los seres humanos están conectados a algo o a alguien. ¿Simboliza también que se comunican mejor, que exploran mejor sus diferencias para hacer de ellas un potencial de complementación y crecimiento, que amplían gracias a este despliegue tecnológico sus horizontes espirituales, que aprenden a respetar la diversidad y aceptar al otro, que han mejorado su relación con el entorno ecológico, que están mejor integrados en una comunidad global en la cual la condición de parte es respetada y honrada? ¿Más de 3 mil millones de personas conectadas son personas que tejen una red de confianza recíproca, son una legión de individuos para los cuales la otra persona es un universo a conocer, un fin en sí mismo, sin ningún objetivo utilitario por detrás? Acaso muchos, con un grado de conciencia más abierto, hagan de la conexión una herramienta afín a todos aquellos propósitos. Incluso para organismos de derechos humanos, para la búsqueda de personas perdidas, para la denuncia de graves fraudes electorales o para la convocatoria de revueltas democráticas entre otros fenómenos, esta conexión masiva es un soporte poderoso y esencial. Todo esto, sin duda, debe ser celebrado, pasa al haber de la Tecnología de Conexión e Información, engrosa el listado de razones por las cuales una herramienta no debe ser cuestionada en sí (salvo que se trate de armas o de cualquier otro instrumento diseñado para matar; en este caso, cualquier justificación que se elabore no deja de ser hipócrita y perversa). Es el uso y los efectos de las herramientas lo que hay que observar, sobre todo

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cuando, fogoneadas por la voracidad económica de sectores corporativos de variado pelaje, llegan a mercados tan vastos como indiscriminados. En sociedades en las que el individualismo egoísta es religión, en las cuales hay desprecio militante y activo por la alteridad, en donde está ausente la responsabilidad sobre la propia vida, sobre la vida colectiva y sobre la vida del planeta y sus especies, en sociedades y culturas en las que las personas usan a las personas, en sociedades de valores débiles, hábiles o ausentes, de ética anémica o agonizante, en sociedades, en fin, como las que predominan hoy en el globo terráqueo, las herramientas de la Tecnología de Conexión e Información se convierten con pasmosa facilidad en una peligrosa arma que socava y destruye los vínculos y la dignidad humana. Cuando se habla de esto vuelve a la mente 1984, la estremecedora y sombría novela que el británico George Orwell publicó (curioso juego de números) en 1948. Apenas derrotado el nazismo y en pleno auge del estalinismo, dos formas de totalitarismo genocida con más parecidos que diferencias, Orwell imaginaba (después se vería que sólo describía con anticipación) una sociedad manejada, desde cumbres inaccesibles y sin ubicación cierta, por un poder omnímodo, cruel e inmoral. En ese contexto, el individuo, su dignidad, sus derechos eran reducidos a polvo, no alcanzaban siquiera a ser imaginados y el control mediático de cada vida era absoluto (a través de cámaras ocultas aún en los domicilios particulares, bombardeo continuo de información falsa producida en usinas del Estado y emitida mediante cine, radio, algo parecido a la televisión y otros artilugios por el estilo). Quien vigilaba que todo esto se cumpliera al pie de la letra so pena de muerte y quien regía las normas según las cuales se debía vivir, era alguien llamado Gran Hermano. Millones de telespectadores que en todo el mundo se estupidizan (o quizás ya lo están antes, imposible saberlo) a través del programa que un cerebro siniestro denominó de la misma manera, no tienen la menor idea de a qué alude el título. Tampoco saben hasta qué punto son manipulados del mismo modo que los habitantes de la sociedad imaginada por Orwell. Hay que conceder, dentro de todo, que el engendro televisivo Gran Hermano no miente: su propuesta es que millones de seres que viven vidas vacías, carentes de sentido y trascendencia, huérfanas de experiencias propias, espíen cada noche desde sus casas, y a través de los televisores, las existencias cautivas, anodinas y patéticas de un grupo de pobres bocetos humanos (bocetos de carne y hueso, eso sí) que se prestan a esa violación seducidos por la posibilidad de perder el oscuro anonimato de sus vidas estériles. Mientras tanto los gerentes de las cadenas televisivas y los responsables (?) de la productora Endemol (imputable del programa) se frotan las manos: los números de la 51

audiencia son altos y los anunciantes (muchos de ellos proclamarán luego su «responsabilidad social») pagan fabulosas tarifas para instalarse en el horario del promiscuo espectáculo.

EL GRAN OJO El modelo del Gran Hermano se extiende más allá de las pantallas. A mediados del siglo XX se empezaron a desarrollar los que hoy se conocen como sistemas de videovigilancia o CCTV (siglas del inglés Closed Circuit TV). Tenían como objetivo la vigilancia de los bancos. El sistema alcanzó tal desarrollo que hoy se usa con fines domésticos, con él se vigilan calles, centros comerciales, hogares, escuelas, aeropuertos, estadios, salas de espectáculos, autopistas, estacionamientos, barrios cerrados. Se calcula (lo hace la organización de defensa de derechos civiles Liberty) que sólo en Gran Bretaña hay instaladas cuatro millones de estas cámaras, una cada quince habitantes, y que un habitante de Londres es observado (lo sepa o no) al menos 300 veces por día. La paranoia desatada en Estados Unidos y contagiada al mundo a partir del 11 de septiembre de 2001 dio el espaldarazo definitivo y legalidad a un sistema que lleva al punto de la asfixia el control sobre el ciudadano y su privacidad, que hace de las personas verdaderos cobayos en una jaula y que permitió al Ministerio del Interior británico publicar, ya en 1994, un informe que, sin miramientos, tituló Looking out for you (Vigilando para usted o Espiando para usted). El título es engañoso. En verdad debió llamarse Vigilándolo o Espiándolo a usted. Estos sistemas de control se incluyen también dentro de las Tecnologías de Conexión. Y han ganado en complejidad, variedad y sofisticación hasta el punto en que hoy parecen irrefutables las premisas que sostenía en 1975 el filósofo francés Michel Foucault cuando, en Vigilar y Castigar: nacimiento de la prisión, sostenía que en la sociedad contemporánea existe una complicidad entre todas las instituciones (empresa, fábrica, cuartel, hospital, prisión, manicomio) que desarrollan en conjunto una «tecnología disciplinaria» destinada a la vigilancia de sus integrantes. Todo esto no es caprichoso, sirve a un poder. Todos los poderes son funcionales al poder último: el económico. Ya que el tiempo de vida de las personas es limitado, decía Foucault, resulta necesario segmentarlo y controlarlo de manera que sirva a aquel poder. Así, hay un tiempo de trabajar, un tiempo de consumir, un tiempo de instrucción y, cuando alguien se sale de los carriles, un tiempo de encierro (en cárceles, hospitales o manicomios). La 52

sociedad entera se convierte en un panóptico, ese edificio construido de tal manera que todos sus planos y espacios son visibles y controlables desde un único punto.

MANO LLENA, CEREBRO VACÍO Seducidas por las sirenas del consumo, absolutamente desprovistas de pensamiento crítico, de autonomía existencial, arrasadas por la pandemia de pereza mental que produce resistencia a pensar, cada vez más personas se convierten en instrumentos andantes de la sociedad de control, mientras creen ser cada vez más «libres» y se deslumbran con los «juguetes» que la Tecnología de Conexión e Información pone en sus manos mientras vacía sus cerebros (cuando no bolsillos). Otro filósofo francés Giles Deleuze, retomó el pensamiento de Foucault en donde éste lo dejó al morir, en 1984. «Foucault —dice— fue uno de los primeros en detectar que estamos saliendo de las sociedades disciplinarias, que ya estamos más allá de ellas. Estamos entrando en las sociedades de control, que ya no funcionan mediante el encierro, sino a través de un control continuo y una comunicación inmediata. Se está instalando un nuevo tipo de sanción, de educación, de vigilancia.» Quien primero habló de sociedades de control, según lo recuerda el profesor de filosofía de la Universidad de Barcelona Miguel Morey, fue el poeta estadounidense William Burroughs (autor de El almuerzo desnudo). «La mirada moral de Burroughs es la de un adicto lúcido. Y lo que ve a su alrededor es una sociedad de adultos adictos al consumo, socializados tan sólo por el mercado y cuya energía explosiva necesita ser controlada con artefactos técnicos y estrategias político-mediáticas cada vez más sofisticados. Cuando esta enajenación alcanza a la infancia, cuando los niños son socializados antes como consumidores que familiar o escolarmente, esta socialización produce un resto que sólo la cárcel o la muerte prematura pueden enjugar.» 1 Ni Morey ni Bourroughs, afortunadamente, se andan con remilgos. Es que a la hora de llamar la atención sobre el tipo de sociedad que entroniza y facilita la Tecnología de Conexión e Información usada sin responsabilidad o al servicio de fines inmorales, no caben los remilgos. Se estima que el 60% de los teléfonos celulares que se venden hoy tienen incorporada una cámara fotográfica. Muchos de esos aparatos permiten, 1

«Sociedades de control» en La Vanguardia, Barcelona, 30 de noviembre de 2005. 53

además, subir inmediatamente la fotografía tomada a la red. En estas condiciones, ¿quién sabe cuándo está siendo filmado o fotografiado? Artemio Baigorri, sociólogo especializado en nuevas tecnologías, lo dice con toda claridad: «Cualquiera puede sacar fotos o videos mientras aparenta estar enviando un mensaje de texto o consultando algo. Hace unos meses un vigilante en un centro comercial descubrió a un cliente sacando fotografías con su teléfono por debajo de las faldas a varias mujeres. La Red está plagada de imágenes de este tipo» 2. Una sencilla y aterradora muestra de lo que está ocurriendo con la intimidad en la sociedad de las conexiones. Mientras más gente está esencialmente sola de toda soledad (soledad emocional, afectiva, soledad del alma, fobias varias al contacto humano), cada vez hay menos respeto por la privacidad. Telemarketers, vomitadores de mensajes electrónicos basura (vulgarmente spam), hackers, ladrones de imágenes y acosadores como los que describe Baigorri son apenas algunas de las plagas y bacterias esparcidas por una tecnología lanzada al mercado sin escrúpulos, sin ética y con el único fin de generar rentabilidad y de seguir vaciando de sentido y de valores a los vínculos humanos (objetivos necesariamente conectados). La discusión de una pareja, un gesto amoroso, un paseo por un lugar reservado, un exabrupto lanzado en un contexto específico y tantas otras sencillas acciones humanas ya no son actos privativos de las personas. Estamos rodeados de mirones adictos y obsesivos, de personas sin nada que hacer con sus vidas que invaden las existencias ajenas como vulgares ladrones o violadores. Ellos son un mercado cautivo, jugoso, fácilmente manipulable y creciente para los productores de Tecnología de Conexión e Información que, en sus anuncios, fomentan e incitan, de manera a veces velada y a veces explícita, los usos abusivos de los artefactos. Como señala la autora del artículo antes citado, «el problema para el afectado muchas veces no son las fotos en sí sino su distribución masiva. Hoy Internet y las redes sociales permiten compartir fotografías y videos con millones de internautas».

COMO SI EXISTIERAN Hay quienes consiguen sentirse efímeramente vivos gracias a esa distribución masiva de fotos y datos. Son los usuarios de las «redes sociales» como Facebook, My Space, Small World, Club Penguin u otros. Se trata de sitios 2

El País, Madrid, 27 de enero de 2008, investigación de María R. Sahuquillo. 54

en donde, como apunta con certeza el periodista Franco Varise, «millones de personas que tal vez ni siquiera saludan a sus vecinos compiten todos los días para ver quién tiene más amigos en Internet. Se juegan la autoestima y su prestigio por ser aceptados por otros internautas y buscan datos sobre la vida de otros» 3. Sin pudor (el pudor suele desaparecer del todo cuando ya no cumple la función de preservar el espacio psíquico y emocional íntimo, pues éste se ha reducido a su mínima expresión), estos millones de socializadores compulsivos exhiben en las redes sus romances, sus fiestas (que se supone son siempre «divertidísimas»), sus vacaciones (inevitablemente «geniales»), sus hábitos domésticos, sus gustos musicales, sus aforismos (que raramente superan la extrema superficialidad de lo que dicen las monótonas voces en off de las series de televisión más ramplonas) y otras intrascendencias. Allí se los verá siempre contentos, siempre «simpáticos», siempre «con pilas», «para arriba», ajenos a cualquiera de las emociones profundas (entre ellas el miedo, la tristeza, la duda) que la vida convoca cuando se la vive en estado de conciencia. Si alguno de esos estados del espíritu los roza, eso no debe notarse en la «red social» porque ésta es, sencillamente, un espacio de marketing personal, una vidriera en la cual venderse a cambio de un voto de popularidad que simule dar esa existencia de la cual los «enredados» acaso dudan carecer en el mundo de carne y hueso. Las «redes sociales» son, por supuesto, grandes negocios. De esto pueden dar cuenta Mark Zuckerberg, creador en 2004 de Facebook (hoy con unos 70 millones de usuarios en el mundo) y Tomas Anderson, que ideó My Space en 2003 y la encuentra hoy con más de 100 millones de consumidores. Quizá estas cifras sean, aun en su colosal dimensión, un pálido reflejo de la extensión que alcanzan en la sociedad contemporánea la angustia existencial, el vacío de sentido, la pobreza en la trama de vínculos humanos reales y profundos. Como el adicto que se precipita a la profundidad más oscura de su adicción en la creencia de que en lo que consume se encuentra lo que llenará un vacío que es interior y que, por lo tanto, no se puede completar desde afuera, los «socializadores» buscan desesperadamente que la aceptación de otro (un otro virtual, desconocido, acaso inexistente) les dé entidad, razón de ser. Y mientras este patético proceso se extiende, crecen también las bases de datos (eso son, antes que nada, las «redes sociales», fabulosos bancos de datos para cazadores de consumidores) que serán revendidas y redistribuidas para ser usadas luego con fines comerciales. De manera que, cuantos más «socializadores» haya, más se frotarán las manos los mercadócratas. Y cuanto más detallados sean los 3

Franco Varise , «Cuando ser o no ser se define en Internet», La Nación, Buenos Aires, 17 de febrero de 2008. 55

perfiles que los buscadores de identidad desplieguen en las «redes sociales», más facilitada estará la tarea de quienes luego saltarán sobre la yugular de esos incautos para venderles todo lo que primero les harán desear convenientemente. Mientras los «socializadores» seguirán conectados al vacío, los mercadócratas tendrán otra razón para adorar a la Tecnología de Conexión.

NO ESTÁS SOLO En tanto las personas se dejan hipnotizar (por propia decisión y bajo su responsabilidad) por las promesas de «pertenecer» y de «ser», otros se valen de esa misma ingenuidad y de ese mismo desinterés por la propia vida para seguir tejiendo tramas deplorables. El informe 2007 de la organización británica Privacy International señala que «la tendencia de los gobiernos a acumular y archivar cada vez más información sobre sus ciudadanos y residentes se afianza en todo el mundo». El FBI, policía federal de los Estados Unidos, anunció en febrero de 2008 la creación de la mayor base de datos que jamás haya existido sobre ciudadanos propios y extraños, la que incluirá información biométrica, color de ojos, forma de caminar, peso y medidas, huellas digitales y de la palma de la mano. La KGB soviética, la Gestapo nazi, la Stasi de la Alemania Oriental estalinista, tenebrosos recuerdos en la memoria humana, van quedando así reducidas a precarios intentos de algo que hoy cuaja como sueño cumplido: controlar, de diversas maneras, a todas las personas todo el tiempo. Incluso en Argentina se denunció la existencia de una red de espionaje que violaba correos electrónicos y teléfonos de periodistas, intelectuales, jueces, políticos y funcionarios 4. Al momento de publicar ese informe no estaba claro si ese acto delictivo contaba con la anuencia del gobierno que, entre bambalinas, seguía ejerciendo el supuesto ex presidente Néstor Kirchner, un personaje de inocultables actitudes paranoicas. No hubo mayor reacción pública ante semejante delito, como si fuese natural vivir en una trama de espionaje cotidiano y extendido. Lo cierto es que existe una abrumadora tendencia mundial a que los gobiernos sean apenas uno de los muchos nidos de espías desde donde, gracias a la Tecnología de Conexión e Información, se reduce a polvo el derecho de las personas a la intimidad y la privacidad. Otras cuevas de este tipo de vampirismo oculto tienen tintes comerciales. Las bases de datos gestadas en la Red se roban, se venden, se alimentan 4

La Nación, Buenos Aires, 9 de junio de 2008, nota de Carlos Pagni. 56

constantemente a través de métodos espurios. Los bancos, las tarjetas de crédito, las empresas de servicios, empresas de todo tipo, agencias de publicidad y de marketing se valen de ellas para agredir y manipular a los consumidores (que, para entonces, ya pierden su condición de personas) y generar ventas, rentabilidad, negocios. «Todos los ciudadanos, independientemente de su situación legal, están bajo sospecha», dice el informe de Privacy International. Bajo sospecha, bajo vigilancia, bajo intimidación, bajo manipulación. El «Mundo Feliz» de la Tecnología de Conexión e Información es un mundo de personas espiritual, emocional y afectivamente carenciadas y solitarias, quienes creen pertenecer a una gran comunidad que existe sólo en sus mentes abducidas y que está compuesta por presencias fantasmagóricas que desfilan por sus pantallas. Es un mundo vigilado, en el que abundan los indicios de que los terroristas a los que se usa como excusa para controlar intimidades y privacidades, son socios de los controladores en pingües negocios que incluyen desde el petróleo hasta el tráfico de armas y de drogas. Todo esto es posible gracias al aislamiento de los individuos, a su reducción a entidades vegetativas, que se produce cuando se logra que consuman sin sentido crítico, de manera adictiva y obsesiva, los gadgets que la Tecnología de Conexión e Información les ofrece.

SIN PUENTES Rotos los puentes de comunicación personal, presencial, sensorial, emocional, espiritual, afectiva entre las personas, éstas quedan reducidas a simples medios para un fin. La comunicación efectiva es siempre artesanal, necesita de la mirada, de la escucha, de la palabra, del sistema emocional, de la piel, del cuerpo, de la textura, de la temperatura, de la coloratura afectiva, de la captación de las mutuas singularidades, de los vaivenes y ajustes emotivos que se dan cuando las personas transitan puentes reales (no virtuales) entre sí. Así ha sido desde que existen dos seres humanos juntos en la Tierra y así será mientras haya voluntad de comunicación y búsqueda de sentido a través de la misma. Cuando la comunicación real agoniza, sólo queda la conexión. Y el control, la manipulación, la violación, la depredación inmoral del paisaje humano. «La información privada en formato digital circula, se comparte y se vende: así como existe un enorme mercado negro de bases de datos se da, por ejemplo, el caso tan ridículo como preocupante de que exista un sitio web que 57

recopila los desnudos captados por las fotografías digitales satelitales que reproduce Google Earth», advierte Francisco Seminario en un informe sobre el tema publicado en el suplemento Enfoques del diario La Nación de Buenos Aires 5. Seminario enumera algunas de las situaciones en las que, cotidianamente, podemos ser (o somos) espiados. El teléfono celular, aún apagado, revela en dónde estamos, con quién hablamos, a quién enviamos mensajes de texto. Nuestras computadoras están infectadas (lo sepamos o no, lo queramos o no) de cookies que revelan a ignotos piratas y espías qué sitios visitamos, durante cuánto tiempo, qué compramos, sobre qué indagamos en los buscadores, de qué chat participamos. Ni hablar, como ya quedó dicho, de los jugosos datos que entregan (se entregan a sí mismos para ser vigilados y usados) los incontinentes miembros de las «redes sociales». Nuestros movimientos se registran cuando retiramos dinero de un cajero automático, al pasar por un peaje o si conducimos un auto que tiene sistema de rastreo satelital. «Estamos rodeados de una tecnología en permanente evolución — reflexiona el autor— que tanto puede facilitar la vida cotidiana como servir a los fines oficiales de prevenir delitos o, si cae en manos indebidas, prestarse a flagrantes violaciones de nuestra intimidad.» La mayor parte de las veces esa información que nos incumbe está en «manos indebidas». Sabemos las pocas oportunidades en que acordamos con los datos que se nos toman o en que por iniciativa propia nos ponemos bajo auscultación de datos. Pero ignoramos todas las otras, a lo largo del día, en que se nos está desollando, clasificando, manipulando, envasando o exprimiendo con absoluta impunidad. Opentopia.com es un sitio de Internet que resume de manera terminante cómo hemos llegado ya a la sociedad que previó Orwell. Cuelga webcams enviadas por personas de todo el mundo. Son decenas de miles. Aparecen personas paseando, comiendo, leyendo una revista, besándose, hurgándose la nariz en el trabajo, examinando ropa en el probador de una tienda, bañándose en una piscina o en su casa, jugando a la quiniela y prácticamente en cuanta situación se pueda imaginar. La mayoría de las veces esas personas ignoran que están siendo observadas por millones de voyeurs que, en todo el mundo, satisfacen así una perversión nacida al calor del vacío existencial. Opentopia es la realización del Gran Hermano orwelliano. En una investigación publicada en El País de Madrid, la periodista Mónica Belaza recuerda que «la circulación de todas estas imágenes es ilegal porque la imagen es un dato de carácter personal que no se puede ceder a un tercero sin consentimiento. La sanción puede ser de

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Francisco Seminario, «Sociedades vigiladas, ¿el precio de la seguridad?», en La Nación, Buenos Aires, 2 de marzo de 2008. 58

600 mil euros» 6. Puede ser, pero no se tienen noticias frecuentes de que, efectivamente, lo sea. El delito, de manera serial, se repite a diario y no tiene fronteras, abarca a ciudadanos de todo el planeta, es cometido por sujetos y organizaciones de todo el orbe y hasta es probable que muchas agencias gubernamentales estén delinquiendo. «El ojo que todo lo ve no está sólo promovido por los poderes públicos», escribe Belaza. «Colegios e institutos, taxis, urbanizaciones, hoteles, piscinas, estacionamientos, garajes privados, supermercados, bancos, el metro, el tren, el autobús, la empresa en la que usted trabaja... cada vez son más los lugares en los que su imagen queda grabada (...), los motivos para vigilar son inagotables (...). Y con Internet todo puede acabar en cualquier computadora. Lo que fue grabado con fines de seguridad sirve finalmente para satisfacer la curiosidad y el gusto por ver lo que hace el vecino a través del ojo de la cerradura». Todos vigilan a todos, el que se solaza espiando al semejante no puede asegurar que él mismo no esté siendo eviscerado por una cámara, un teléfono, una computadora, y que sus restos no hayan sido arrojados ya a las fauces de otras aves carroñeras como él.

HIRVIENDO LA RANA El modo de hervir a una rana, dice un viejo consejo, consiste en sumergirla en una olla de agua fría, en la cual el animal se queda plácidamente. Se enciende luego el fuego y el agua se va calentando paulatinamente. Como el cambio de temperatura es gradual, la rana permanece allí, la transformación le resulta imperceptible. Cuando el agua ya está en ebullición es tarde para huir, la rana se está convirtiendo en parte de una sopa y ya no tiene salvación. Millones de ranas humanas, sumergidas en las frías y placenteras aguas de la Tecnología de Conexión, son objeto de manipulación y control, son inducidos a espiar mientras son espiados, a transcurrir vidas pobres y penosas atados a los espejos de colores de aquella tecnología. Acostumbrados paulatinamente a que espiar y ser espiado es parte de la naturaleza de la convivencia humana. Cuando es tarde no están hervidos, pero carecen ya de privacidad, de intimidad (derechos elementales), han sido vampirizados, han perdido la dignidad. Es difícil, como en el caso del huevo y la gallina, afirmar si esta condición 6

Mónica Belaza, «Ciudadanos espiados por los ojos de las cerraduras», en El País, Madrid, 9 de diciembre de 2007. 59

de vaciamiento existencial es el resultado de un proceso de sometimiento al uso disfuncional de la Tecnología de Conexión e Información, o si es una condición necesaria para ese uso. Cabe preguntarse si el vaciamiento es posible y puede ser estimulado del modo obsceno en que lo es porque millones de personas transcurren vidas vegetativas (respiran, beben, comen, excretan, consumen, mueren) sin asomarse ni lejanamente a la pregunta por el sentido de la existencia o por la posibilidad de conectarla a un propósito trascendente. Intuyo que la respuesta está en la segunda opción. Si alguien se lastima un dedo con un martillo o, con la misma herramienta, le rompe la cabeza a otra persona, la culpa no es, por cierto, del martillo. Con ese mismo instrumento se pueden construir muchas cosas útiles. No es el martillo, es lo que haces con él. No se trata, entonces, de la tecnología. Se trata de las personas, de lo que hacemos con nuestras vidas, con nuestros vínculos, con nuestro tiempo, del tipo de huellas que dejamos en la arena de la existencia. Se trata de ejercer la responsabilidad (capacidad de respuesta sobre los efectos de nuestras acciones en los otros y en el mundo) en la construcción de una vida propia y única. Mientras cada quien se hace las preguntas, aunque el calendario marque otra fecha, lo cierto es que vivimos en 1984. Allí está detenido el tiempo de las vidas virtuales conectadas al vacío.

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5 Vivir mejor en un mundo peor: una falacia tecnológica Seis de cada diez personas, aunque no todas ellas se consideren parte de la «vanguardia tecnológica», creen que la Tecnología de Conexión impacta positivamente en la sociedad y que mejora la calidad de vida de la gente. Esa es la conclusión de un estudio que la consultora TNS Gallup efectuó en la Argentina de mayo a agosto de 2007 entre tres mil hombres y mujeres mayores de 18 años. Semejante noticia seguramente habrá plantado una sonrisa de satisfacción en el rostro de Axel Meyer, director mundial de Estrategia de Diseño y Conceptos de Avanzada de Nokia, la gigante productora de teléfonos móviles con sede en Helsinki, Finlandia. «Queremos que (los nuevos equipos) les resuelvan más problemas a los usuarios y le hagan más sencilla la vida a la gente», afirma 1. Éste es el argumento central con el que se incita al consumo y al uso indiscriminado de la Tecnología de Conexión (y también al de otras tecnologías). Mejorar la calidad de vida de la gente. ¿Qué es mejorar la calidad de vida? Hacia 1943 el psicólogo humanista Abraham Maslow, autor entre otras obras de la célebre El hombre autorrealizado, desarrolló su conocida Pirámide de las necesidades humanas básicas, aquellas que, una vez atendidas, permiten al individuo desarrollar sus potencialidades y alcanzar sus propósitos más elevados. Maslow establecía cinco niveles de necesidades: en la base de la pirámide aparecían las fisiológicas (alimento, agua, aire, abrigo, techo) y en la punta las necesidades del ser (encuentro del sentido de la vida, autorrealización). Los niveles intermedios, contando desde la base incluyen las 1

En La Nación, Buenos Aires, 6 de noviembre de 2005, nota de Evangelina Himitian. 61

necesidades de seguridad y protección, las de aceptación (afecto, amor, pertenencia, amistad) y las de autovaloración (autoestima, respeto, reconocimiento). Abraham Maslow no inventó estas necesidades: las registró, las evaluó, las describió. Ellas están presentes en el ser humano desde su incorporación a la vida del planeta. Si bien la Pirámide ha sido objetada por algunos adeptos al determinismo psicologista, considerada obsoleta por los eternos profetas de la «novedad por la novedad» y manipulada por teóricos y prácticos de la mercadotecnia y la publicidad para justificar, valiéndose de ella, maniobras, conductas y campañas desprovistas de ética, lo cierto es que cualquier individuo que la repase concientemente encontrará que ella le evoca algo conocido, algo percibido en carne propia.

DESEAR NO ES NECESITAR Maslow habla de necesidades, no de deseos, y es importante establecer la diferencia entre ambas instancias. En su tercera acepción, el Diccionario de la Real Academia describe a la necesidad como «carencia de cosas que son menester para la conservación de la vida». Y María Moliner en su Diccionario del Uso del Español (extraordinaria herramienta acerca del idioma vivo) la nombra como «situación de quien no tiene lo necesario para vivir». El deseo, en cambio, es descrito como «movimiento enérgico de la voluntad hacia el conocimiento, posesión o disfrute de una cosa» (Real Academia) o vinculado con ansiedad, con acción de saciar, con anhelo (Moliner). Queda claro, en principio, que la necesidad se vincula con la supervivencia mientras que el deseo es una elaboración mental que puede, o no, estar vinculada con la supervivencia pero que, definitivamente, no es su sinónimo. Para sobrevivir necesito agua, ésa es mi necesidad; pero, si me empeño en que sólo determinada marca de champagne o de gaseosa pueden saciar mi sed, me impulsa un deseo. Mi hambre clama por alimento, mi deseo exige caviar del Mar Negro. Refinadas estrategias mercadotécnicas y publicitarias desarrolladas sin pausa y con escrúpulos morales decrecientes tienen como objetivo crear constantemente nuevos deseos que los consumidores deben sentir como necesidades impostergables. «Trabajamos con sociólogos, psicólogos y antropólogos», se ufana Meyer en la entrevista citada. Lo que se necesita de un teléfono es que sirva para hablar y escuchar, de una computadora que elabore, transmita y conserve información, de un televisor que reproduzca imágenes, de un auto que 62

nos transporte con seguridad y economía. Que satisfagan necesidades de comunicación, de transporte, de información. Cuando aparecen psicólogos, sociólogos y antropólogos complicados en la tarea, hay derecho a sospechar que se están poniendo conocimientos sobre el comportamiento humano al servicio de su manipulación con fines que no son los de mejorar la vida de las personas sino las cuentas de las corporaciones. La vida de las personas mejora simplemente (como diría Maslow) con la atención digna de sus necesidades. En un primer momento y nivel, la Tecnología de Conexión atiende necesidades, sin duda. Pero una vez cubierto ese circuito, se desboca la voracidad mercantilista. El usuario se convierte en bocado, se trata de condimentarlo y deglutirlo, crearle «nuevas necesidades», convencerlo de que, si su teléfono celular no toma fotografías, él está out, no «pertenece» (¿a qué?), mucho menos si no escucha música hasta aislarse y ensordecerse; lo mismo ocurrirá si cada uno de los aparatos que se le incita a comprar, a cambiar, a desechar, a remplazar no lo seduce con absurdas «prestaciones» tan inútiles como artificiales. Para usarlas necesita dedicar cada vez más tiempo al uso de tales artefactos, se irá aislando de sencillos actos cotidianos de comunicación real con personas reales, entrará en circuitos de dependencia y ya no podrá escapar de ellos porque lo acechará el síndrome de abstinencia. Ya no es usuario, ahora es usado. Para pasar de una a otra categoría basta con tener una vida que se ha quedado estacionada en la primera o segunda escala de la Pirámide de Maslow. Basta con que, una vez satisfechas las necesidades fisiológicas y de seguridad, se ceda ante la pereza mental, la falta de coraje espiritual, la pobreza emocional, y no quede entonces otra alimentación que no sea la material, y no haya voluntad de sentido (como la nombra Víktor Frankl) ni de autorrealización (en términos de Maslow). Cuando hace esto, el usuario usado está preparado para ser servido en la mesa de la tecnología que lo conectará al vacío.

LOS CIBERADICTOS Esta conexión, sin embargo, no es gratuita. Ya en 1996 la doctora Kimberley Young de la Asociación Psiquiátrica Americana definió lo que hoy se conoce como adicción a Internet y la describió como «un trastorno en el control de los impulsos que no se debe a una sustancia química». Las fases de esa dependencia son, según Young, las siguientes: fase de tolerancia, en la que se da un aumento insatisfactorio de la dosis; fase de abstinencia, en la que el paciente 63

sufre de irritación y ansiedad ante los intentos de interrupción del satisfactor (la conexión). Acceso por períodos cada vez más prolongados. Esfuerzos infructuosos de limitar el uso. Inversión de mucho tiempo en actividades relacionadas con el uso de Internet. Abandono o reducción de actividades profesionales, lúdicas o sociales. Persistencia en el uso a pesar de los problemas físicos, sociales, profesionales o psicológicos causados por el uso. El mexicano Cibel H. Hileno, psicólogo especialista en la temática, describe, a su vez, tres grandes áreas de síntomas: Síntomas psicológicos: • Un sentido de euforia o sobresatisfacción al estar conectado al Internet. • Aumento en la necesidad de estar conectado a la computadora. • Sentimiento de vacío, depresión e irritación al no estar conectado. • Inquietud o irritabilidad ante el intento de reducir o finalizar el uso de internet. Síntomas Físicos: • Síndrome del Túnel de Carpio o Carpa tunnel syndrom. • Ojos resecos. • Migrañas (dolores de cabeza). • Dolores de espalda. • Hábitos alimenticios irregulares (saltan comidas). • Perturbación del patrón de sueño. Síntomas sociales • Rechaza el contacto con familia y amigos. • Mienten a sus familiares, amigos y compañeros de trabajo sobre el tiempo que dedica a navegar. El estadounidense David Greenfield, doctor en Psicología que también se ha dedicado al estudio de esta nueva patología, estima que un 8% de los usuarios de Internet padece de alguno o varios de estos síntomas. Unos cien millones de personas en el mundo serían ya adictos. Y la cifra tiende a crecer en la medida en que lo hacen el número de usuarios y la incitación al consumo de Internet y sus herramientas y soportes de acceso. Según Greenfield, las principales razones que conducen a la adicción incluyen las sensaciones de 64

intimidad y de falta de inhibición que se consiguen a través del anonimato que permite el ciberespacio. Es un territorio en el que se llega a creer que nadie nos ve (aunque, como señalé en el capítulo anterior, estamos sometidos a vigilancia y control permanente). Las conclusiones que Greenfield presentó durante la Reunión Anual de la Asociación Americana de Psiquiatría en 1999, tras haber estudiado para entonces más de dos mil casos, sostienen que, una vez adheridas a la navegación de manera adictiva, las personas empiezan a verse afectadas por numerosos aspectos negativos del fenómeno, entre ellos, las separaciones matrimoniales, el gasto excesivo y la realización de actos ilícitos. La psicóloga mexicana Tania Estrada Palma establece, por su parte, cuatro áreas de adicciones cibernéticas, a las que describe así: 2 1. Adicciones a relaciones cibernéticas, como amistades hechas en línea o chatmanía. 2. Compulsiones en la Red, que pueden manifestarse como compras compulsivas en subastas on-line, apuestas en la Red, tipo on-line gambling, juegos de azar de bolsa o trading on-line. 3. Adicción cibersexual, que presenta una gran cantidad de variantes, como el cibersexo, la pornografía, los chat rooms, entre otros. 4. Adicción a la sobreinformación, que se caracteriza por una búsqueda exagerada de información (bases de datos o programas), e instruirse todo el día bajando música, conocimientos, entretenimiento, deportes o noticias relativas a artistas. Estrada Palma se pregunta si es ésta una nueva patología o se trata de las mismas patologías desarrolladas en un nuevo medio, como el ciberespacio. Acaso no haya contradicción entre los términos del interrogante. Si la adicción, en todos los casos, viene a actuar como una suerte de prótesis (material o psicológica, ya se trate de adicción a una sustancia o a una actividad) con la que el adicto siente que suple una carencia propia (llámese resistencia física, capacidad de atención, recursos para generar motivos de goce legítimos, autoestima, diversión, capacidad de atención, atractivo físico o intelectual, seguridad, afecto, etc.), el ciberespacio ofrece una nueva opción a las tantas otras que existen o que son permanentemente creadas y estimuladas por diferentes oportunistas o manipuladores que especulan con las necesidades de otros. La patología sería la misma, sólo que ahora ha encontrado un nuevo vehículo de incentivación. La propia especialista apunta en esta dirección 2

Tomado del sitio de la Sociedad Psicoanalítica de México: www.spm.org.mx 65

cuando señala: «Las adicciones van cambiando con el tiempo. En el siglo XXI, se han desarrollado principalmente dentro de las llamadas adicciones cibernéticas y son: compras, apuestas, juego de azar y juego en la Bolsa, que se pueden considerar dentro de un mismo grupo; búsqueda de información excesiva; chat y relaciones sociales; cibersexo». Otro especialista, el español Nacho Madrid López se pregunta a qué es adicto el adicto a Internet, al medio o al mensaje. Y responde: «Respecto a esto Pratarelli y colaboradores (1999), utilizan el término de adicción al ordenador/Internet y lo definen como un fenómeno o desorden putativo que depende tanto del medio como del mensaje, sin inclinarse a favor de ninguno» 3. ¿Qué factores permiten detectar la presencia de la adicción? Madrid López identifica los siguientes: total de horas que una persona pasa conectada; otras personas cercanas piensan que tiene un problema con Internet; experimenta serias consecuencias relacionadas con el uso de la Red; registra una intensa intimidad en la red; mantiene como un secreto la cantidad de tiempo que se pasa conectada; no puede esperar para llegar a la computadora y conectarse.

CUANDO HAY UN SUJETO El individuo que mantiene con Internet una relación de sujeto-objeto, es decir un vínculo en el cual no ha perdido su autonomía como persona ni sus rumbos y propósitos de vida, usa el medio para cultivar sus relaciones preexistentes, es decir, aquellas que no ha forjado a través de la Red sino en la experiencia persona a persona o, como me gusta decir, en el artesanado vincular. La usa, también, para recolectar información específica y puntual que luego aplicará a su actividad en curso. Navega con una orientación y un objetivo preciso. No se trata de «estar» en la Red e inventarse excusas de navegación para permanecer, sino de valerse de ella manteniendo la autonomía como individuo. A diferencia de él, el adicto usa Internet para hacer relaciones, para ocupar su tiempo vacío (o para vaciar su tiempo de contenidos funcionales), para «socializarse» (cosa que no hace, o hace cada vez menos con personas de carne y hueso en situaciones y espacios concretos y tangibles). El anonimato, la velocidad con la que se crean grupos virtuales que generan la ilusión de «pertenencia», la posibilidad de crearse una identidad ficticia parecida a la que 3

Tomado del sitio www.psicologia-online.com 66

quisiera tener y no tiene (la persona de 120 kilos de peso reconvierte en una sílfide, el calvo de baja estatura se dice alto y rubio, el tímido se cree audaz, el fracasado profesional deviene millonario, la ama de casa sin horizontes se cuenta como una independiente Mata Hari), el acceso a un «sexo seguro» (sin contacto real, sin interacción emocional, sin tener que exponerse, intercambiar ni atravesar pruebas de «rendimiento» o aceptación), la puesta en evidencia de aspectos de la propia personalidad que permanecían ocultos o reprimidos, la búsqueda de poder y reconocimiento a través de páginas «sociales», la manipulación de otros a través del vínculo virtual, son algunas de las tentaciones que se convierten en salvoconductos para la adicción. Sin embargo, no cualquiera es proclive a morder esos anzuelos. Madrid López describe del siguiente modo la población de riesgo: «Una persona que no esté satisfecha con algún área de su vida puede usar Internet como medio para evitar los problemas u olvidar el dolor, pero cuando se encuentre fuera de la Red se dará cuenta de que nada ha cambiado. Es necesario evaluar si el adicto está usando Internet como medio para evitar una situación infeliz como una enfermedad, insatisfacción marital o laboral, desempleo, etc.» Una y otra vez volvemos al punto central. El vacío existencial y los modelos sociales y culturales que vacían a la vida humana de sentido, propósito y trascendencia preparan y fomentan las condiciones en las que una tecnología, bienvenida y auspiciosa como tal, ocupa el centro del escenario. Desde allí arrebata a las personas su posibilidad de individuación y de contacto con la riqueza esencial e intransferible de sí mismas y, por fin, las convierte en carne de cañón de operaciones comerciales, en combustible para el enriquecimiento de corporaciones sin rostro, sin cuerpo, sin responsabilidad, sin ética, sin resabio de valores humanos. Por lo demás, como suele ocurrir con todas las adicciones detrás de las cuales se mueven intereses e industrias poderosas (como el alcohol, el tabaco, la velocidad, las armas, la comida y bebida chatarra), también el apego patológico a Internet es socialmente aceptable, cuando no estimulado y hasta premiado. No es la única adicción tecnológica con la que ocurre esto. Una investigación de los psicólogos norteamericanos Larry Rosen y Michelle Weil, autores, en 1997 de Technostress, concluye que aproximadamente un 10% de los usuarios de la Tecnología de Conexión e Información acaban haciéndose adictos a ésta. En ese fenómeno, Rosen y Weil no incluyen solamente a quienes quedan adheridos a sus computadoras o a todo tipo de consolas y de pantallas. La obsesión por adquirir de inmediato cuanto nuevo juguete sea eyectado desde los hornos productores de tecnología es considerada ya una adicción. Ahí está, fresco aún, el deprimente espectáculo de la legión de zombies que, en el centro 67

de Nueva York, hizo largas filas durante días y dejó de comer y de dormir para adquirir a primera hora de su lanzamiento el nuevo iPhone que, supuestamente, iba a darles la felicidad absoluta que no les proveen otras áreas de sus pobres vidas. Hacia mediados de 2008, en Argentina ya había unos 20 mil incontinentes anotados para ser los primeros cobayos en acceder a la posesión de ese mismo aparatejo, que no tenía aún fecha de lanzamiento en esta tierra subdesarrollada. La mayor felicidad, sin duda, fue para el fabricante de los aparatos que no tardarán en convertirse en chatarra electrónica después de haber demostrado una serie de fallas que no se mencionaban en sus anuncios (pero que ya estaban presupuestadas por los ingenieros y diseñadores a fin de dar lugar a la próxima maravilla de última generación).

A LA VANGUARDIA DE LA NADA Jaume Almenara, psicólogo social y catedrático de la Universitat de Barcelona, se refiere de este modo a la obsesión por el shopping tecnológico: «El de las nuevas tecnologías es un terreno prácticamente infinito y el adicto siente que con ellas se consiguen logros de manera más efectiva. Para algunas personas poseer esta tecnología es como estar a la vanguardia de todo. Los continuos cambios en nuestra sociedad y la abundancia de información crean inseguridades. En cambio, cuando lo dominamos todo, la tecnología por ejemplo, tenemos sentimiento de omnipotencia, aunque en realidad se trate de un poder ficticio» 4. Para los especialistas, los tecnoadictos acaban por recalar en alguno de estos cuatro grandes grupos: el esnob, que delante de los demás aparenta que lo controla todo y presume de sus últimas adquisiciones tecnológicas (abunda más entre adultos); el inseguro, que compensa sus inseguridades con la posesión de la última tecnología, confiando en que eso le permite dominar el mundo; el de baja autoestima, que se siente mejor consigo mismo en la medida en que muestra su valía a través de lo que ha comprado; el obsesivo, que es una persona que necesita dominarlo todo y está en cada detalle de lo último que sale al mercado. A la adicción a la compra tecnológica hay que agregarle la adicción al uso de los artefactos y sus consecuencias. El Departamento de Ciencia Computacional de la Universidad de Glasgow, Escocia, dirigido por la doctora Karen Renaud, efectuó en 2007 una investigación acerca de los efectos del 4

En La Vanguardia, Barcelona, 15 de enero de 2007, nota de Maite Gutiérrez. 68

correo electrónico en las personas. «El e-mail es una herramienta maravillosa que se nos ha ido de las manos», declaró Renaud al presentar las conclusiones del estudio. En diferentes áreas laborales y profesionales, los investigadores hallaron que el 34% de las personas se siente estresado por el abrumador número de mensajes que recibe diariamente, mientras un 28% admite soportar apenas la presión a que lo somete esa misma avalancha. Aunque el correo basura crece a razón de un 9% anual, los usuarios no se pueden desembarazar de él porque siempre les queda la duda de que «quizá era algo importante y debería haberlo abierto». El prisionero del correo electrónico puede llegar a revisarlo, aun sin darse cuenta, entre 30 y 40 veces por hora, según el estudio. «El cerebro se cansa de interrumpir cada cinco minutos aquello en lo que estaba enfocado. Se pierde así la cadena del pensamiento y éste termina siendo menos efectivo», apunta la doctora Renaud. Mientras la Tecnología de Conexión deja un tendal de víctimas de distinto tipo, presas del uso adictivo al que son tentados mediante permanentes artilugios de marketing («Conectate las 24 horas a máxima velocidad», «Hablá todo lo que quieras y pagá sólo el primer minuto», «Bajate ya toda la música y viví con ella», «Mandá mensajes sin límite», etc.), sus responsables sacan cuentas. En 2007, por ejemplo, Apple vendió 100 millones de iPods en todo el mundo. Estos aparatos, los MP3, los MP4 y similares, además de proporcionarles generosas ganancias a las diferentes corporaciones que los producen, han dado lugar ya a lo que se conoce como la iGeneration (Generación i) o Me Generation (Generación Yo). Así definidas por Jean Twenge, psicóloga de la Universidad de San Diego, Estados Unidos, que muestra las conclusiones de sus estudios en un libro que lleva ese título, tal generación comprende la franja que va de los 18 a los 36 años. «Esa generación ha sido profundamente influida por nuevas tecnologías, incluyendo Internet y, por supuesto, los iPod», dice, y la describe como una generación de narcisistas e individualistas. Son aquellos que, masivamente, se aíslan del mundo a través de sus pantallas o sus audífonos. Javier Abril, especialista de la Universidad San Vicente Mártir, de Valencia, España, ha incursionado en el mismo terreno que Twenge y, al frente de un equipo de investigadores, comprobó la existencia de una peligrosa adicción que puede considerarse como tal a partir del uso diario de esos aparatos durante más de dos horas. Aislamiento, sedentarismo físico, incomunicación creciente, lesiones y pérdidas auditivas, accidentes viales por distracción, conductas autistas, son algunas de las formas en las cuales estas adicciones «mejoran la vida» (como rezan los gurúes de las nuevas tecnologías) de sus víctimas. Dispuestos a no acometer ninguna tarea de concienciación ni a nadar contra la corriente, hay comunicólogos e incluso pedagogos que celebran 69

las posibilidades educativas de estas tecnologías como si tales posibilidades (que son reales) pudieran activarse por sí mismas, de un modo mágico y voluntarista. «El simple acto de escuchar música no supone necesariamente saber valorarla o aprender algo de ella», opone Abril ante quienes sostienen que un aula en que los alumnos, como autistas, están conectados a sus iPods es un espacio en el que los chicos están aprendiendo de una manera diferente 5. «Los padres tienen que aprender a decir que no y, si no pueden hacerlo, pedir ayuda a profesionales», advierte Abril.

LOS PRESENTES AUSENTES Un problema mayor sobreviene cuando los propios padres, absortos en sus propios celulares, iPhones, iPods, consolas y computadoras están abducidos y desertan de sus funciones y responsabilidades delegándolas, entre otros, en las nuevas tecnologías 6. Menos contemplativo, el senador demócrata por Nueva York, Carl Kruger propuso que, por razones de seguridad, se multe con 100 dólares a quien cruce la calle hablando por su teléfono celular, escuchando su reproductor musical o embebido en su consola de videojuegos. Por supuesto, la iniciativa no prosperó. La industria es demasiado poderosa, los negocios harto suculentos y cuidar saludes y vidas no está en la mira de las corporaciones, aún de las que, con perversa hipocresía, se declaran «socialmente responsables» (un nuevo artilugio de marketing que, en la práctica, casi nada significa). Un lobby oportuno y económicamente bien provisto frenó la idea, como frenó otras similares en todo el mundo. Aún así, los efectos del uso nocivo de las nuevas tecnologías se pueden ocultar con un lobby oportuno, pero no se pueden detener: siguen produciéndose. Y se verifican aun en los lugares menos pensados, por ejemplo, en Silicon Valley, en las afueras de San Francisco, paraíso original y capital mundial de esas tecnologías. Allí empezó, junto con el año 2008, una guerra literal contra determinadas utilizaciones de las computadoras laptop y notebook, de los BlackBerry, de los iPhone, de las Palms, de los Sidekick y de toda la parafernalia de esa familia. Cada vez más empresas los prohíben en las reuniones de trabajo y en el desarrollo de ciertas actividades en las que se requiere presencia, concentración, dedicación, ilación de ideas, capacidad de 5 6

En El País, Madrid, 31 de diciembre de 2007, nota de Francesco Manetto. Este tema ya lo desarrollé en profundidad en La sociedad de los hijos huérfanos. 70

narrar procesos, continuidad y sintaxis, elementos todos que suelen ser devastados por el uso de los juguetes neotecnológicos. «En la era de Internet sin cable y de servicios de e-mail portátiles, tener una reunión o una sesión de trabajo productiva se está poniendo más y más difícil», le explicó a Los Angeles Times Todd Wilkens, de la firma de diseño Adaptative Path, uno de los líderes de la iniciativa. «Las nuevas tecnologías impiden que la gente esté realmente presente en las reuniones, lo cual, además de resultar de mala educación, generalmente lleva a que la atención parcial desemboque en resultados parciales». Si así ocurre en los negocios, no es menos grave lo que se advierte en las escuelas y universidades, donde los aparatos de conexión tecnológica terminan por ser grandes saboteadores del aprendizaje, potencian la incapacidad de comprender procesos o de seguir secuencias, incentivan la creación de subgrupos que se desgranan del colectivo y se enfrentan entre sí a través, por ejemplo, del envío de mensajes amenazantes o insultantes. Esta es una realidad con la que hoy la enseñanza y sus responsables se encuentran. Es preocupante que muchos de esos responsables, algunos con funciones directivas, adhieran con prontitud al viejo lema según el cual «si no puedes vencer a tu enemigo, alíate a él». Así, aparecen forzadas y abundosas argumentaciones a favor de la creación de un contexto educativo con soporte tecnológico. Transcribo a propósito un párrafo de un mensaje que me fue enviado por una docente a raíz de mi crítica al uso real de las Tecnologías de Conexión efectuada en una columna en la que abogué por la defensa de la palabra: «Se está creando un mundo educativo virtual, dice mi corresponsal, con dinámica propia y regido por su propia lógica, un mundo que es necesario explorar y organizar, que estimula la creatividad tanto de alumnos como de docentes y que propicia la búsqueda constante de estrategias de enseñanza-aprendizaje que sean realmente renovadoras». Ideas similares pueden leerse incluso en documentos oficiales emanados de oficinas educativas gubernamentales y también en libros de gurús de la Tecnología de Conexión. Frases llenas de buenas y loables intenciones, propuestas que emanan deseos legítimos, diseños de un mundo feliz pero lamentablemente irreal. Es difícil encontrar acciones concretas en las que se perciba a estas propuestas convertidas en acto. En la práctica, en la realidad (no en la virtualidad) de los hechos, esta educación ideal en la que educadores y educandos comparten las maravillas de la tecnología, las ponen al servicio del aprendizaje y del desarrollo de nuevas capacidades es apenas una declaración a veces inocente y a veces no tanto. Lo peor es verlas descritas en documentos oficiales o en propuestas educativas de lenguaje faragoso y vacío, destinado a hacer balances de gestión (que no se gestiona). El investigador 71

argentino Aníbal Ford explica: «Las nuevas tecnologías están pasando del uso en un sector restringido, pero con amplio eco en lo social, a proyectos más ambiciosos, como lo es la implantación de computadoras y de Internet en los colegios. Pero lo cierto es que se está haciendo con poca conciencia de los cambios culturales que esto produce» 7. Lo que las aulas (públicas y privadas) muestran es el descontrol provocado por el uso disfuncional de las nuevas tecnologías, la manifestación, a través de éstas, de nuevas formas de descontrol, de nuevas trasgresiones, de nuevos campos en los que están ausentes los límites que los adultos temen administrar. Y lo que se ve en la realidad es cómo ese uso disfuncional agrava las dificultades de concentración, comprensión, seguimiento y construcción de procesos que ya es suficientemente dramática en una sociedad donde los chicos crecen huérfanos de orientación, referencias, límites orientadores, valores existenciales y propuestas de sentido, y quedan convertidos en carne de diferentes mercados. Son muy bellas las descripciones acerca de lo que en materia de enseñanza proponen (pero no realizan hasta hoy) las nuevas tecnologías. Pero acaso se saltean un paso esencial, algo que Picasso decía con enorme sabiduría y experiencia. Según el genio catalán, un artista debe aprender primero a dibujar una silla tal cual como ésta se ve, de un modo más que realista, naturalista, casi fotográfico. Una vez que sepa esto, puede hacer lo que quiera: trazar dos líneas y titularlo «silla», dibujar una silla cubista, reducirla a una simple mancha. Y lo hará con más arte cuanto mejor haya aprendido a dibujar simplemente una silla tal como ésta es. Sin saber pensar, sin poder narrar la realidad o narrarse a uno mismo con una sintaxis lógica, sin conocer la ortografía y el significado de las palabras, sin entender que todo lo que percibimos (personas, cosas, fenómenos sensibles y abstractos) es parte de un todo que mayor que la suma de las partes, las nuevas tecnologías sólo profundizan el vacío de comprensión, de conocimiento y de conciencia. No es dolorosa la verdad, lo que no tiene es remedio. Y un placebo no es un remedio por mucho que se lo recubra de edulcorantes teorías pedagógicas. Por supuesto, los fanáticos de la Tecnología de Conexión emasculados de sentido y conciencia crítica superan en número y en influencia a quienes advierten sobre los riesgos y los lados oscuros del uso indiscriminado de la misma. Mientras Air France se convertía, sin tapujos, en la primera línea aérea en anunciar el permiso para usar teléfonos celulares en pleno vuelo y daba a los adictos incontinentes y desconsiderados permiso, además de impunidad, para violar la intimidad, el descanso y la tranquilidad de la decreciente porción de 7

Suplemento Las/12 de Página/12, Buenos Aires, 3 de octubre de 1999, nota de Soledad Vallejos.

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humanos que aún creen en el respeto hacia el otro, el periódico parisino Le Journal du Dimanche publicaba, el 15 de junio de 2008, un llamamiento firmado por una veintena de científicos y cancerólogos que pedían un uso prudente de estos artefactos, no sólo por cuestiones de urbanidad, sino de salud. No se conocen aun los efectos de las radiaciones que emiten los celulares sobre el cerebro y otras partes del organismo humano. «Incluso sin pruebas definitivas, hay que explicar a la gente que el uso de los teléfonos portátiles no es anodino y que hay formas de protegerse», sostuvo el psiquiatra David Servan-Schreiber, uno de los promotores del llamamiento. Lo que sí se sabe es que 250 mil menores de 17 años tienen, sólo en Madrid, teléfonos celulares y que el 38% de ellos sufren síntomas de ansiedad y síndrome de abstinencia cuando no pueden usarlos o cuando se los quitan. Ambos datos corresponden a una investigación realizada en 2006 por la asociación Protégeles, en colaboración con la institución Defensor del Menor de Madrid. «Al igual que sucede con otras herramientas como Internet, algunos menores pueden desarrollar trastornos de adicción hacia algunas de estas nuevas tecnologías», advierten los responsables del estudio. «Ya se han producido casos que han requerido una atención profesionalizada y especializada. El teléfono móvil ha superado con creces la funcionalidad básica con la que fue concebido y se ha convertido, especialmente para los jóvenes, en un instrumento de ocio.» Hasta tal punto, en efecto, los celulares han desvirtuado su uso inicial, que uno de sus últimos «servicios», la localización y seguimiento de personas a través del artefacto (una herramienta legal de burdo espionaje, que las compañías telefónicas venden como recursos de «protección» a los niños, entre otras argucias) ya sirvió para facilitar al menos un crimen. El de la soviética Svetlana Orlova, que fue seguida durante días por su ex pareja, el despechado Ricard Navarro (gracias al servicio Localízame, de Movistar) antes de ser localizada y asesinada por este machista psicópata. Este sonado crimen ocurrió en España en noviembre de 2007 y del seguimiento da cuenta El País 8. Enrique García Huete, director de Quality Psicólogos, señala en la misma investigación: «En manos de una persona con una patología previa —desconfianza, paranoia, celos obsesivos— (los celulares) son un elemento más de control. A largo plazo los localizadores pueden derivar en una adicción compulsiva». Una adicción más, en la larga lista que la Tecnología de Conexión facilita no por su propia naturaleza sino por el modo en el que ha sido incluida y en la que es inducida en la cultura contemporánea. La cultura de la soledad global, de la paranoia 8

M. Antonia Sánchez-Vallejo, «Cuidado, tu móvil te vigila» en El País, Madrid, 11 de diciembre

de 2007. 73

global, de la ansiedad global, del vacío existencial global. «A todos nos preocupan los riesgos del uso inapropiado de la tecnología, pero luego vemos que los fabricantes no comparten esa preocupación», señala con lacerante claridad Marta Pons, de Imaginarium, una consultora especializada en generar formas de uso funcional de la Tecnología de Conexión 9. Tras repasar cifras que indican que tres de cada cuatro chicos europeos tienen teléfono celular desde los nueve años y de describir la indolencia, la anemia de responsabilidad (¿acaso habría que decir también la cobardía?) con que los padres se niegan a poner límites a ese uso indiscriminado e innecesario (generador de adicciones, lesiones auditivas, fenómenos de ansiedad y demás), en ese mismo artículo Susana Cruz, responsable de la Federación Madrileña de la Asociación de Madres y Padres de España, sentencia: «Se crea una necesidad donde no la había, se mete a los niños desde pequeños en una espiral de consumo, contagiándoles el deseo de tener productos superfluos». ¿Quién crea esta necesidad? Los fabricantes y sus cómplices mercadotécnicos. Ellos, en su gran mayoría, ven mercados, no ven personas; por lo tanto, no se sienten moral ni éticamente responsables de lo que a esas personas puede ocurrirles con lo que ellos les incitan a consumir. La moral, la ética, la responsabilidad no son sus fuertes. A lo sumo dirán, con estudiada hipocresía, «yo no los obligo, nadie los obliga», como dicen los fabricantes de autos que desarrollan velocidades de 300 kilómetros por hora (velocidad que es un fuerte argumento de venta para incitar a que los impotentes se sientan «poderosos») cuando la máxima que la ley permite es de 130 kilómetros horarios. «Yo no los incito a que se maten y maten a otros en las rutas, sólo les doy la herramienta para que lo hagan, yo no los aliento a que se incomuniquen, se hagan adictos y se enfermen, sólo les proporciono las herramientas y los estimulo a usarlas con ese fin». Estas serían las frases reales, sin su velo de hipocresía. Nadie obliga al uso disfuncional, destructor de vínculos, generador de adicciones y perversiones que se hace, masivamente, de la Tecnología de Conexión. Nadie obliga, eso es cierto. Si el fenómeno alcanza la dimensión y la entidad que tiene se debe a una combinación de irresponsabilidades. Ya mencioné la de fabricantes, vendedores, publicitarios y mercadotécnicos (pocos anuncios ridiculizan, desvalorizan y desprecian tanto la condición y los vínculos humanos como los que vienen disparando, a través de su frenética competencia por el mercado, las compañías de telefonía móvil). La otra es la de los usuarios, cuando desligados de la búsqueda de un sentido para la propia 9

En La Vanguardia, Barcelona, 12 de marzo de 2008, informe de Norberto Gallego y Beatriz Gallardo. 74

vida que la convierta a su vez en parte esencial y nutricia de la vida compartida con el otro, cuando atravesados por la angustia existencial, procuran ocultarla, ignorarla o anestesiarla aturdiéndose con la borrachera tecnológica sin medida, sin propósito y a cualquier costo. En la Argentina, solamente, cada habitante evacúa anualmente, como se señala en otro capítulo de este libro, 100 mil toneladas de chatarra electrónica de las cuales sólo 6 mil llegan a las plantas de reciclado autorizadas. El resto se acumula en casas o galpones o se arroja a la basura aun cuando se trata de un material con un altísimo poder de contaminación. «Nadie, en su sano juicio, guardaría en su oficina o en su casa sustancias tan peligrosas para la salud y el ambiente como el mercurio, plomo, bromo, selenio o cadmio», advierte Gustavo Protomastro, director de EcoGestionar, una consultora que asesora sobre cómo disponer los residuos electrónicos, y de Escrap, una empresa argentina que recoge y recicla este tipo de desechos 10. «Todos estos metales pesados, con características tóxicas, mutagénicas y cancerígenas, están presentes en los aparatos electrónicos, puros o en aleaciones complejas. Mientras estén contenidos dentro de los monitores, computadoras, televisores o demás electrodomésticos, no hay riesgo para la salud. Pero cuando se rompen o deterioran, apilados en depósitos o garajes, y reaccionan con el agua o la atmósfera todo cambia. Eso mismo se da en gran escala, cuando decenas de miles de equipos son enterrados y compactados en basurales o rellenos sanitarios, liberando tóxicos que contaminan todo a su paso». Mientras se glorifica a la Tecnología de Conexión ocultando sus aspectos de riesgo, el crecimiento exponencial de su uso parece a veces paralelo al aumento de la irresponsabilidad, la falta de discernimiento y las distintas voracidades de los unos y los otros. Si «mejorar la vida» es precipitar adicciones, empobrecer vínculos, conspirar contra la posibilidad de una más rica comprensión del mundo en que se vive, postergar procesos de aprendizaje real, adormecer la conciencia y con ello la capacidad de encontrar un sentido en nuestras percepciones del universo, los apóstoles de la Tecnología de Conexión lo están haciendo muy bien. Están recreando el Mundo Feliz de la novela de Aldous Huxley, ese mundo en el que la vida se remplazaba por una imitación (imitación de sensaciones, de sentimientos, de experiencias). No es al crear la tecnología cuando construye ese mundo ilusorio y nocivo, sino al proponer un uso del cual millones de usuarios se hacen cómplices y víctimas al mismo tiempo. Ni los que fabrican y venden, ni los que propagan argumentos ideológicos ni los que consumen depredando 10

En el blog Plaza Pública: http://weblogs.clarin.com/plaza-publica/archives/2007/04 75

el ambiente y usan vaciando y desvirtuando los vínculos humanos, están libres de responsabilidad. Son todos imputables de empeorar el mundo y empeorar la vida.

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6 Banda ancha, vida angosta Después de diez años de ausencia, durante los cuales se había recluido a casi 200 kilómetros de Nueva York para dedicarse pura y exclusivamente a escribir, a explorar sus pensamientos y sentimientos, a sanar o ahondar heridas, según cómo se viera, Nathan Zuckerman regresó a la ciudad, caminó por las viejas, queridas y recuperadas calles, pero algo había cambiado. No encontraba personas que anduvieran sin un teléfono celular adosado a la oreja, hablando solas, gesticulando, gritando, implorando, maldiciendo, acaso riendo. «¿Qué había sucedido en aquellos diez años para que, de repente, hubiera tanto que decir, hubiera tanto apremiante que no pudiera esperar a ser dicho?», se preguntó. «Por donde quiera que anduviese, alguien se me acercaba hablando por teléfono y alguien hablaba detrás de mí por teléfono. Dentro de los coches, los conductores hablaban por teléfono. Cuando tomaba un taxi el chofer hablaba por teléfono. Un hombre como yo, que con frecuencia se pasaba días sin hablar con nadie, tenía que preguntarse qué era lo que antes había retenido a la gente y que ya no existía, haciendo que la conversación incesante por teléfono fuese preferible a pasear sin ser controlado por nadie, momentáneamente solitario, asimilando a la calle a través de tus sentidos animales y abandonándote a la miríada de pensamientos que inspiran las actividades de una ciudad.» Con la perspectiva que da el distanciamiento, como un testigo que aún no ha perdido la capacidad de asombrarse, Zuckerman siguió observando y reflexionando: «Manhattan se ha convertido en una siniestra colectividad en la que todos espían a todos, se dijo, cada uno es perseguido y controlado por la persona que está al otro extremo de la línea telefónica, a pesar de que, llamándose sin cesar unos a otros desde donde quieren en el gran exterior,

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creen estar experimentando la máxima libertad». Zuckerman no era tonto: «Sabía que el sólo hecho de concebir semejante panorama me incluía en el grupo de chiflados que, al comienzo de la civilización, imaginaban que la máquina era enemiga de la vida. Sin embargo no podía evitarlo: no comprendía cómo nadie podía creer que seguía viviendo una existencia humana mientras iba por ahí hablando por teléfono durante la mitad de su vida consciente». Nathan Zuckerman es un personaje emblemático del novelista estadounidense Philip Roth, uno de los más lúcidos, sensibles y estilísticamente poderosos escritores contemporáneos. Una suerte de alter ego del autor, Zuckerman expresa esta visión de la cotidianeidad actual en una conmovedora novela que es, también, el canto del cisne del entrañable personaje 1. Estos párrafos retratan con arte y perspicacia el apogeo de lo que, en 1950, en los albores de la sociedad de consumo desenfrenado, el destacado sociólogo estadounidense David Riesman (uno de los primeros en trasladar la sociología del laboratorio a la vida real) denominó «la muchedumbre solitaria» 2, título de su obra clásica. Para Riesman, el desarrollo de las sociedades contemporáneas dejaba ver la presencia de tres tipos de integrantes: los «dirigidos por su interior (o autodirigidos)», los «dirigidos por los demás» (es decir, por caudillos, gurús, ídolos, dictadores, impulsores de tendencias, etc.) y los «dirigidos por la tradición» (mandatos sociales, familiares y demás). El sociólogo sostenía que en las eras poco dinámicas (Riesman creía que aquella en que publicó el libro resultaba una de ellas) se reforzaban los mecanismos psicológicos de la conformidad y el anhelo de aceptación que marcan a la personalidad «dirigida por los demás». Si juzgáramos por el proceso de las nuevas tecnologías, especialmente las de Conexión e Información, podríamos concluir apresuradamente que la actual es una época dinámica, de transformaciones profundas, de inquietudes orientadoras, de cuestionamientos que conducen a nuevos y estimulantes paradigmas. Si observáramos con más dedicación y espíritu crítico, acaso comencemos a registrar que a ese movimiento externo, superficial, aparatoso y tan cacareado por sus oficiantes lo acompaña una agónica quietud interior, un adormecimiento casi total de las preguntas por las cuestiones trascendentes de la vida, un conformismo resignado ante lo que los manipuladores inmorales de las tecnologías dicen que «debe» usarse y acerca de cómo y para qué «debe» 1

Philip Roth, Sale el espectro, Mondadori, Buenos Aires 2008. Zuckerman es protagonista también de Contravida, La visita al maestro, La lección de anatomía y La orgía de Praga, otras obras maestras de Roth. 2 David Riesman, La muchedumbre solitaria, Paidós, Buenos Aires, 1984. 78

usarse. Se da de esta manera una paradoja tan interesante como trágica: en la era de mayor avance tecnológico de la historia humana reina la personalidad «dirigida por los demás», el individuo sin inspiración propia, desprovisto de atributos y motivaciones espirituales, de impulsos generados en el sí mismo como para orientarse a la construcción de una vida propia, responsable, con sentido y trascendencia. Aquellas personas que veía Zuckerman con sus ojos súbitamente ingenuos y desprejuiciados no hablaban (no hablan) porque tuvieran algo que decir, que comunicar, sino porque poseían (tienen) un teléfono celular en sus manos. Debían (deben) utilizarlo para justificar la tenencia, tenencia que, por otra parte, les ha sido impuesta, desde las usinas mercadotécnicas, como una «primera necesidad» (la segunda es cambiar permanentemente el aparato por uno más moderno, de última generación, con más «prestaciones», por supuesto innecesarias).

VIDAS ROBADAS Un promedio diario de tres horas por usuario es el consumo que detectan, en el tema de la telefonía celular, las consultoras dedicadas a la cuestión. Esto da alrededor de mil horas anuales por individuo. Es decir, poco más de cuarenta y un días de cada año, más del diez por ciento del año, destinados a este menester. Cuarenta y un días de tiempo no disponible para estar con seres queridos, para la reflexión, para la lectura, para la contemplación del mundo y de la naturaleza circundantes, entre tantas otras posibilidades. Cuarenta y un días que darán lugar a lamentos según los cuales «no hay tiempo para nada» o a vacuas e inconsistentes declaraciones de intención acerca de «lo que haría si tuviera tiempo para...». Lo cierto es que el tiempo está y la intención queda incumplida. Cuarenta y un días por año. En paralelo, los períodos de vacaciones se acortan. Y si se sumara el tiempo de comunicación real (afectiva, emocional) que muchos padres pasan con sus hijos o que comparten incontables parejas, el resultado sería muchísimo menos de cuarenta y un días por año. Se dirá, sin duda, que buena parte de ese tiempo capturado por el celular está empleado en la resolución de cuestiones importantes, y es verdad. Pero no son esas cuestiones las que producen el vaciamiento existencial, sino otras. ¿Qué cuestión tan trascendente ocupa a los padres que, en compañía de sus hijos, «compartiendo» una comida en un restaurante, dan prioridad a la conversación telefónica incesante antes que a una charla con los chicos? ¿Puede ser que la atención, el intercambio, la conversación, el interés hacia un ser 79

querido (pareja, amigo, familiar, etc.) que está presente en ese mismo café o restaurante, o en cualquier otro sitio de encuentro, sea postergable mientras resulta impostergable la conexión telefónica que, en definitiva, ocupa la mayor parte del tiempo destinado a convivir y compartir, mientras el acompañante permanece allí, como un objeto? ¿Esa molesta, estridente e irrespetuosa cháchara vía celular que irrumpe en una sala de cine, en una conferencia, en un ámbito de estudio, en una sala de espera, en un ómnibus de larga distancia, en un colectivo o en tantos lugares de uso común y público es más importante que el espacio auditivo del otro y el respeto a ese espacio depredado sin piedad? Si escuchamos esas conversaciones, cosa que es fácil porque habitualmente lejos de mantener la discreción sus ejercitantes se preocupan de gritar a voz en cuello, demostrará la pasmosa vacuidad de las mismas, la patética intrascendencia de ese desesperado intento por «mantenerse conectado» mientras se está fatalmente incomunicado. Estas conclusiones son apenas las que pueden derivar del simple dato del tiempo y modo de uso de la telefonía móvil. Es sólo un botón de muestra al que se le pueden adosar otros. Entre ellos, el tiempo dedicado a chatear con personajes ilusorios confundidos con seres reales. Si el vacío rellena las conversaciones telefónicas móviles, ¿con qué sustantivo describir el contenido promedio de lo que se «oye» en esas «salas de conversación» virtual o en la nada infinita de las redes «sociales»? Entre los 90 mil vocablos del castellano no aparece la palabra justa para definir tanta insipidez, tanta nadería. Acaso esa palabra nazca, en un tiempo, gracias a las «nuevas tecnologías». ¿Será, quizás, tecnovacío? Y quedan aún otros ladrones tecnológicos de tiempo de vida, otras pantallas, otros teclados, otras consolas. Cuando se suman todas las fugas de tiempo que la Tecnología de Conexión propone y con las que sus manipuladores e ideólogos tientan, los cuarenta y un días anuales son apenas una porción de una torta que, en términos existenciales, acarrea un alto potencial de indigestión. Si, en un súbito ataque de conciencia, algún abducido por esta trama compacta intentara recuperar su tiempo, su vida, su facultad de autodirigirse, no le resultará tan fácil. Las puertas de la prisión están bien custodiadas y sus cancerberos amenazan con consecuencias terribles. Cisco Systems es una corporación multinacional que, con base en California, se dedica a la fabricación, venta, consultoría y mantenimiento de equipos de telecomunicación. Es una de las auspiciantes, además, del World Economic Forum, un evento anual que se realiza en Davos, Suiza, y en el cual economistas y gobernantes de todo el mundo demuestran su insensibilidad hacia los verdaderos problemas de los habitantes del planeta, mientras hacen gala de una 80

notable incapacidad en sus vaticinios, de un irritante cinismo en sus declaraciones y de una incansable capacidad de repetir mil veces y vaciar para siempre de significado a ciertos conceptos como «responsabilidad social empresaria» (?). El Director de Estrategias para Mercados Emergentes de Cisco (léase el Encargado de Planear cómo sacar más Rentabilidad con menos Riesgos en los Países Pobres), Enrique Rueda-Sabater, explicó cómo son las cosas a la periodista Josefina Giglio, del diario La Nación de Buenos Aires. «El no tener banda ancha dentro de poco va a ser un factor de exclusión social» 3, se despachó. Sin anestesia y sin eufemismos. No será la falta de agua y alimentos, no serán la carencia de techo y de trabajo, ni las enfermedades, ni el desarrollo pavoroso del Sida, ni el regreso de la tuberculosis, ni la imposibilidad de acceder a medicamentos que la industria farmacéutica jamás hará llegar a quienes no son un mercado prometedor y acaudalado, ni el analfabetismo, ni la persistencia de culturas capaces de convertir a la mujer en poco menos que una vagina para satisfacción sexual de los machos o un vientre para la parición de mano obra barata, ni la dramática extensión del trabajo infantil, ni la eternización de dictaduras políticas o religiosas, ni la conversión de grandes masas de refugiados en contingentes apátridas, ni las avasallantes consecuencias de la corrupción económica y política (van juntas y no pueden separarse), las causantes de la exclusión. De ninguna manera. Todo eso no será un obstáculo para estar «incluido» (¿en qué, para qué?) siempre y cuando se posea banda ancha. Esto es todo lo que hay que tener: banda ancha. Sin que se le mueva un pelo, en la misma entrevista, y ante una pregunta sagaz de la reportera, el guardián del campo de concentración tecnológica reconoce (riendo, según apunta Giglio) que el principal uso actual de Internet consiste en bajar música, pornografía y películas. «Sí, es cierto, esos contenidos ocupan la mayor parte de la banda ancha», son sus propias palabras. Y agrega: «La diferencia de estar vinculado pasivamente a Internet con un acceso de doble vía es fundamental. Y es muy difícil hacerlo sin banda ancha». De paso, por si algún tecnoadicto aún se creyera el gran protagonista de la «revolución tecnológica», Rueda-Sabater acaba con esa inocencia: la vinculación con Internet es pasiva. No harás, aunque creas que haces, te harán. No usarás, aunque creas que usas, te usarán.

LOS SONIDOS DEL SILENCIO

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Suplemento de Economía del diario La Nación, 12 de mayo de 2008, nota de Josefina Giglio. 81

Mientras eso ocurre, mientras el tiempo de nuestra vida es robado, ese mismo tiempo empieza a escasear en áreas esenciales de nuestra existencia. No está a nuestra disposición. Un lugar cardinal de esa anemia se verifica en los vínculos. Otro es el de las experiencias vivenciales. Por una parte, no queda tiempo disponible para el encuentro real con seres reales, encarnados. Este encuentro se va a haciendo esporádico y no sólo afecta al área de la amistad. También a la familia y a todo tipo de relaciones afectivas. Los encuentros y actividades reales, grupales, se remplazan por los virtuales, con la ilusión de que unos y otros son lo mismo. No lo son. El 70% de la comunicación humana no es verbal, no transita por la palabra, oral o escrita. Forma parte de lo que se conoce como silent communication (comunicación silenciosa). Elisabeth Lukas, médica, logo-terapeuta y heredera intelectual de Víktor Frankl, dice que es el medio por el cual se da la irradiación de persona a persona. Aunque las compañías de «comunicación» y ciertos gurús del managment se han apoderado de este concepto para alterar su significado y ponerlo al servicio de sus objetivos de mercado, la comunicación silenciosa no alude a posturas corporales, gestos faciales (hay más de 20 mil diferentes), a mímica y movimientos, como tampoco a nuevos artefactos o nuevas funciones de artefactos ya existentes, funciones destinadas a responder o enviar mensajes sin interrumpir reuniones o conferencias (aunque sin prestarles atención, que es lo importante). Lukas señala que la comunicación silenciosa se centra en la transmisión efectiva y espiritual, «en lo obrado existencialmente por una persona, que se irradia a su medio» 4. Esta comunicación es más profunda en la medida en que es más presente, cuando no está mediatizada, cuando quienes se comunican no se escudan detrás de nicknames, de protocolos informáticos, de ingenierías de conexión generadoras de incomunicación. «Hay personas que esparcen armonía alrededor de ellas», apunta Lukas. «Es agradable estar con ellas, no es necesario hacer algo especial con ellas, reflexionar o discutir acerca de algún tema, lo importante es el ambiente que crean. Un ambiente en el que todos pueden respirar libremente y ser ellos mismos.» Este párrafo describe muy bien lo esencial de la comunicación humana: ante todo presencia y, sumado a eso, experiencia de vida que se transmite en actitudes. Si se lee con atención, se verá que la comunicación genuina no tiene fines, no es utilitaria, es un valor en sí misma. Y permite que, sin juicios ni prejuicios, aflore lo más fidedigno de cada ser. Si nos sumergimos en los contenidos que circulan a través de la Tecnología de Conexión, veremos que, en un alto porcentaje, se trata de mensajes interesados. Los objetivos van desde 4

Elisabeth Lukas, Psicoterapia en dignidad, Editorial San Pablo, Buenos Aires, 2004. 82

conseguir pareja rápidamente, obtener sexo, comprar, vender, cerrar negocios, transferir dinero, acciones u otras herramientas económicas, transmitir diferentes tipos de documentos, traspasar, volcar u obtener información, engrosar bases de datos, robar bases de datos, saquear información privada. Nada de esto tiene que ver con la comunicación entendida como proceso de construcción, alimentación, profundización y enriquecimiento de los vínculos humanos. Sería necio negar que las nuevas tecnologías permiten mantener fresco y actualizado el contacto con seres queridos que están en puntos lejanos y que, desde ese punto de vista, contribuyen a conservar y enaltecer la energía afectiva de dichos vínculos. Cuánto mejor es intercambiar cotidianos mensajes de correo electrónico con el hijo que estudia a 10 mil kilómetros de distancia, con los nietos que viven en otro continente, con la pareja que por algún motivo se encuentra en otro punto del planeta, cuánto mejor es, incluso, verlos y dejarse ver a través de la webcam, que esperar con angustia, y a menudo sin resultado, la llegada de una carta o una frustrada conexión telefónica que naufraga apenas se inicia. Sin duda que es mejor. Aunque es también verdad que la tecnología no crea esos vínculos, sino el sostén esencial y fundacional de los mismos que ha sido construido en la presencia, en el cara a cara, en el cuerpo a cuerpo, en el voz a voz. Ninguno de esos vínculos depende de la tecnología para existir ni para sobrevivir. Su existencia, su vida están selladas y garantizadas por todo lo que ha sido construido hasta allí a través de la presencia y de la «irradiación» que menciona Lukas. Como debe ser, la tecnología queda ubicada en estos casos en la categoría de medio, de herramienta, cumple una función asistencial. Sería, si se diera el caso forzoso, algo de lo que se puede prescindir sin que por ello muera el vínculo en sus contenidos trascendentes. Puesta al servicio del vínculo, como en estos casos, conservada en un lugar de corista y no de solista, siendo un objeto al servicio del sujeto, no crea adicciones ni vaciamientos. No disimula ni fomenta soledades estériles, no actúa como analgésico sobre el dolor del vacío existencial. Nada es así cuando el uso de la Tecnología de Conexión se sostiene en los usos que mencioné dos parágrafos atrás, cuando no existe el otro y la pantalla, el teclado, el audífono o el micrófono no son medios. Son fines. Poco importa quién está del otro lado de ellos porque, en definitiva, también él, o ella, es un medio. Constituyen la muchedumbre solitaria, los desvinculados, los incomunicados cuya existencia es celebrada, alentada y reproducida por los grandes beneficiarios del festín tecnológico.

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EL VACÍO COLECTIVO En las muchedumbres desaparece el individuo singular, precioso y esencial. Se pierden, con él, la responsabilidad y la verdadera libertad. Las muchedumbres ocultan, depredan, desvirtúan, vacían, justifican, extraen lo más oscuro de la sombra colectiva, linchan, avasallan invocando el número. En las muchedumbres no hay responsabilidad, porque, como sostenía fervorosamente Frankl, la responsabilidad es individual. En la oscuridad de la muchedumbre se puede manipular, violar, robar, mentir y en el corazón de la muchedumbre yace la más honda y descarnada soledad. En la muchedumbre solitaria prohijada por la Tecnología de Conexión, los bajos son altos, los morenos son rubios, los cobardes son valientes, los gay son heterosexuales o son mujeres, las mujeres son hombres, los pobres son ricos, los estúpidos copian frases inteligentes y las presentan como propias, los obesos son delgados, los impotentes son atletas sexuales, los fascistas más cobardes se escudan en el anonimato para vomitar su odio, los pedófilos incentivan su perversión y la multiplican, los ladrones se llaman genios informáticos, los acosadores del marketing se desbocan sin ley y sin respeto, los sueños autoritarios de gobernantes y funcionarios se hacen realidad a través del espionaje a los ciudadanos, los cobardes insultan sin darse a conocer, los machistas acosan, los xenófobos evacúan su pestilente oscuridad. Toda esa maraña de falsedades, manipulaciones e impunidades está motorizada por lo que Aníbal Ford describe como «el destape de las subjetividades reprimidas» 5. Aunque abundan quienes sostienen que han encontrado a sus «mejores amigos» gracias al chat o que han conocido «el amor de mi vida» en el espacio intangible de la Red, cabe preguntarse por el espíritu, la raíz y la proyección posible de vínculos que mayoritariamente se inician en el ocultamiento, la distorsión, la simulación, la presentación de una identidad que, en lugar de manifestarlo, procuran ocultar al verdadero ser que cada quien es. O acaso finalmente lo que hace es mostrarlo por vía indirecta. En la Red millones de personas acaban por ser alguien que no se atreve a decir y mostrar quién es. Los funcionales a la cultura del ocultamiento, de la fragmentación y de la soledad correrán a decir que, gracias a las máscaras usadas en la Red, «los tímidos pueden vincularse» o que seres que jamás se hubieran conocido inician vínculos maravillosos. ¿Es así? ¿No será que los tímidos son objeto, gracias a estas estratagemas, de la falacia de que se puede vivir sin un otro real o sólo con la sombra de un otro virtual? ¿No los hará esto aún más fóbicos al encuentro 5

Aníbal Ford, La marca de la bestia, Editorial Norma, Buenos Aires, 1999. 84

con el semejante de carne y hueso? ¿No los estimula a convertirse en seres que observan la vida desde la seguridad de la sombra, creídos de que participan del desfile? En cuanto a los encuentros maravillosos, ¿cuántos contactos o vínculos, esta vez con personas cercanas, con presencias ciertas e imperfectas pero tangibles, con forma, volumen, textura y temperatura emocional, no quedarán, mientras tanto, abortados porque los destinados al vínculo estaban ausentes, «chupados» en una «red social», en un chateo fantasmagórico, en un grupo cibernético, en un intercambio de falsas identidades? Los argumentos a favor de los vínculos virtuales se desarrollan con una sofisticación creciente. Sin embargo, en mi opinión, chocan contra un límite imposible de rebasar: la presencia humana es insustituible. Personas muy conectadas, muy «vinculadas» cibernéticamente, muy «contactadas» en la Red, ignoran el nombre o el rostro de su vecino, saludan con una mueca hosca a sus semejantes más próximos, se desentienden del acontecer, la alegría, el dolor, la necesidad de sus conocidos, de familiares mediatos, de compañeros de trabajo. Ignoran el drama de la mujer golpeada en el departamento de al lado, se alejan del llanto de su vecino de asiento en el colectivo, no devuelven las llamadas telefónicas de quien necesita o les propone verlos en carne y hueso. No meterse, ser indiferente ante el prójimo, no es, claro, un invento de la Red y de la Tecnología de Conexión en sus diversas formas, tamaños, manifestaciones y envases. Pero cuando tal potencialidad está en una persona o en grupo humano, las aplicaciones más divulgadas y estimuladas de esa Tecnología le dan una oportunidad de manifestarse con una dimensión desconocida hasta ahora y ya endémica. John Suler, catedrático de psicología en la Universidad de Rider, Estados Unidos, que se ha dedicado a estudiar los fenómenos de conducta humana conexos a las nuevas tecnologías, creó al respecto la categoría psicología del ciberespacio. Luego de miles de horas de inmersión en los foros, chats y sitios más concurridos de la Red, Suler concluyó que el anonimato es el valor más preciado en estas salas virtuales. Esto alienta, observó, una suerte de esquizofrenia según la cual las personas disocian su personalidad y desvinculan su comportamiento en el espacio virtual de su identidad en el mundo real. Doble personalidad, doble conducta, dobles mensajes, doble moral. Algo muy congruente con la sociedad contemporánea y sus paradigmas. Protegidas por el anonimato, explica Suler, las personas se sienten más inclinadas a transgredir, mentir, simular, lo cual las hace sentir más libres. También esta concepción de la libertad es acorde a tiempos en los que cunde la anemia de responsabilidad. La libertad que definieron los filósofos existencialistas y que requiere ingredientes éticos y morales reconoce los límites, las finitudes, las imposibilidades y, 85

confrontada con ellas, consiste en tomar decisiones, hacer elecciones, mantener conductas cuando no se puede todo. Y básicamente, la libertad real consiste en responder por aquello que se decide, se elige o se actúa. Responder cuerpo a cuerpo, con la propia identidad al desnudo, ejerciendo lo que Suler llama «el duro arte de dar la cara». Los seres virtuales digan lo que dijeren, hagan lo que hicieren, apunta Suler, no tendrán que hacerse responsables de ello ni sus nombres serán asociados a esas conductas.

VIDA DE SEGUNDA Una de las más perturbadas (además de celebradas y publicitadas) manifestaciones de este fenómeno se llama Second Life (segunda vida). Se trata de un planeta virtual en el cual, quienes ingresan, crean un alter ego. Le dan el sexo, la identidad, la profesión, el hábitat, las posesiones y las relaciones que deseen, no hay limitaciones en este aspecto. Y luego lo echan a andar, a vincularse, a hacer negocios, a tener romances, relaciones sexuales, conversaciones, cumplir con actividades, es decir, vivir una vida completa. En Second Life se hacen negocios, y se gana o pierde dinero, se editan libros, se usan autos, se viaja. Se «vive» una vida virtual. El 2 de agosto de 2007, la edición argentina de la revista Newsweek (en una investigación de Jessica Bennett y Malcolm Beith) informaba que alrededor de 45 grandes empresas de todo el mundo (entre ellas IBM y General Motors) ya incursionaban en Second Life para desarrollar también allí operaciones de marketing. Esto se explica cuando se sabe que los dólares ficticios que circulan entre los habitantes virtuales del lugar pueden convertirse en dinero real si quienes se esconden detrás de la «segunda vida» dan la cara y se ponen en contacto real. Este «planeta» fue creado en 1998 por Philip Rosedale, un desarrollador de software de San Francisco, California, que se inspiró en ideas tomadas de la novela de ciencia ficción Snow Crash, de Neal Stephenson. No lo dio a conocer hasta 2001. Hacia 2006 había alcanzado a un millón y medio de usuarios y en ese año, explosivamente, sumó ocho millones más. La consultora Gartner Research estima que, en 2011, cuatro de cada cinco usuarios de Internet tendrán una segunda vida, que se desarrollará en un espacio de 26.300 hectáreas virtuales. Para «pertenecer» hay que pagar 9,95 dólares más un impuesto acorde al tamaño del «terreno» ocupado. Por supuesto en esta sociedad capitalista virtual se pueden comprar y vender terrenos y propiedades. Y 86

meterse de lleno a vivir en Second Life, lleva tiempo. Aunque comience como un juego, en la medida en que las personas se instalan allí va dejando de serlo. Newsweek cita un estudio holandés de acuerdo con el cual un 57% de los usuarios de Second Life pasan más de 18 horas semanales allí y un 33% excede las 30 horas por semana. Y esa vida virtual alcanza tales similitudes con la real que también en Second Life han aparecido ya pedófilos. Avatares (así se llaman los otro yo) adultos tienen relaciones sexuales con avatares menores de edad. Esto fue descubierto, en primer lugar, por el canal ARD de la televisión alemana que, en mayo de 2007 se introdujo en el planeta virtual y comprobó cómo allí existen también la delincuencia, las perversiones, las transgresiones. Peter Vogt, fiscal alemán del Departamento de Prevención de Pornografía Infantil, tomó la información de ARD para iniciar una investigación. Por otro lado, el propio FBI analiza los movimientos económicos del mundo virtual y su relación con los del real. Además de instituciones vinculadas a la ley del mundo real, hay una suerte de normativa en Second Life que es monitoreada por la empresa Linden Lab, propiedad de Rosedale. Pero no hay grandes prohibiciones ni límites, dado que si las hubiera se perderían las ventajas de lo ilusorio. Como ocurre con tantos productos de la Tecnología de Conexión, también Second Life tiene sus auspiciantes ideológicos, los voceros encargados de propagar sus bondades y beneficios. Sus argumentaciones son las previsibles: que es un espacio en el que las personas manifiestan su creatividad, que fomenta la vinculación, que es una expresión de libertad y democracia, que es una posibilidad de desarrollar los atributos que la «realidad» reprime y otras que van en esta línea. Mientras se desarrollan estos argumentos de venta, cada vez más tiempo (recordemos cuántos individuos se sumergen treinta horas semanales, es decir más de un día completo, en esta práctica) es sustraído a la vivencia de una vida real. Es un tiempo que no se dedica a vínculos reales, a conversaciones verdaderas con seres cercanos y queridos, un tiempo que no está disponible para la construcción de nuevos vínculos, un tiempo en el cual las experiencias verdaderas (de amor, de riesgo, de búsqueda, de dolor, de aprendizaje) son remplazadas por simulacros. En definitiva, se trata de un tiempo en el que, en lugar de sentir, se hace como si se sintiera a través de un avatar. Second Life es una perfecta síntesis (pero no la única, ya que hay réplicas, como Hobbo Hotel con 97 millones de usuarios en 2008) de las secuelas más peligrosas que el uso indiscriminado y acrítico de la red, un uso por lo demás mayoritario, conlleva. Esa práctica promete una vida sin riesgos, con emociones controladas y prediseñadas, con control absoluto sobre los imponderables. Una vida contra natura, puesto que lo imprevisto, el riesgo, el imponderable, la 87

dinámica espontánea del mundo emocional, el misterio que encierra cada encuentro con cada ser, los límites, la frustración, el dolor son componentes esenciales de la vida real, la que de veras vivimos, y son requisitos ineludibles para el desarrollo de las propias potencialidades, para la adquisición y expansión de la conciencia. Experiencias como la de Second Life, los juegos de video y computación, o ciertos foros, toman tiempo y energía de la vida real, a costa de otros espacios vitales. Empobrecen las vidas reales de sus participantes y, cruel paradoja, terminan por lograr que quienes entran en Second Life terminen por vivir, en el mundo real, una vida de segunda. Esas personas prefieren vincular a sus avatares, antes que relacionarse ellas mismas, con el riesgo y la esperanza que una relación verdadera significa. Esos avatares son diseños y no seres reales (hay que recordarlo, ya que sus «propietarios» lo olvidan). En los mundos virtuales los individuos optan por escudarse detrás de esas criaturas tridimensionales de movimientos y gestos duros, mecánicos, inhumanos. En esa actitud conviven, finalmente, dos de las características que más se expanden hoy en las relaciones interpersonales en nuestra sociedad: el miedo al otro (que suele adquirir propiedades de fobia) o la manipulación del mismo. Tanto en el miedo como en la manipulación, instalados con fuerza como estilo en los vínculos humanos contemporáneos, es necesario que el otro desaparezca como sujeto para sobrevivir como objeto. Allí perece el ideal kantiano según el cual cada persona debe ser para la otra un fin en sí mismo. La propuesta de los gurús de las nuevas tecnologías y las consignas con que se nos estimula a su consumo pisotean aquella propuesta henchida de humanismo, la envilecen, la bastardean, ponen al individuo de rodillas ante ídolos tan seductores como perversos. Ídolos tecnológicos que, en nombre de un mejoramiento de la calidad de vida, siembran desencuentro, soledad, vacío existencial en ese ser al que cotidiana y masivamente convierten en esclavo.

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7 Conexión, depresión y moral La Humanidad ha sobrevivido a plagas devastadoras y acaso le queden otras por delante pese al optimismo cientificista que busca, y promete, la salud sin mácula y, por qué no, la vida eterna. Entre aquellos estragos se cuentan los que causaron en su momento la «peste negra», la sífilis, la lepra o la tuberculosis. Textos bíblicos mencionan a las siete plagas de Egipto. E investigaciones de la Organización Mundial de la Salud (OMS) dan cuenta de que la depresión, que en 1999 ocupaba el cuarto puesto entre los principales trastornos físicos y psíquicos que aquejan a los seres humanos, estará hacia 2020 en el segundo lugar entre los causantes de incapacidad, y sólo será superada por las cardiopatías. En línea con estas evidencias, Luis Rojas Marcos, respetado psiquiatra español que dirigió el sistema psiquiátrico público de la ciudad de Nueva York y es miembro de la Asociación Americana de Salud Pública, sentencia: «La tristeza en los países ricos tiende a convertirse en una cuestión patológica» 1. Gracias a los avances de la ciencia y de la técnica ya no nos diezma la peste negra. Ahora la toxina del botulismo, antes que matar personas por docenas, es inyectada para inflar labios y mejillas que pretenden negarse al tiempo. La tuberculosis y la viruela no matan con sólo nombrarlas (aunque amagan retornar del brazo de la pobreza). La dramática existencia de las grandes plagas del presente (el Sida y la depresión) aunque puedan encararse desde el punto de vista médico, jamás se entenderán si no se las conecta también con un modo de vivir, con los efectos de la angustia existencial, con las dimensiones de metástasis que alcanzan en el presente el vacío de sentido, la anemia espiritual y la agonía de la trascendencia en el vivir.

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En El País, Madrid, 23 de abril de 2008, nota de Ana Pantaleoni. 89

Aunque los incondicionales de la Tecnología de Conexión vaticinen que la carencia de banda ancha será motivo de exclusión, ésa será una exclusión apenas formal, sin importancia. «Yo no sería socio de un club capaz de admitirme a mí como miembro», decía con su ironía profunda e incomparable Groucho Marx y acaso esa sería, si se la pidieran, su respuesta a estos profetas de la vacuidad. La verdadera exclusión es otra y consiste en quedar marginado de una existencia significativa. Consiste en haber vivido la vida conectado a redes, aparatos y presencias fantasmagóricas para comprender, tarde tal vez, que del otro lado no había nadie, que se estuvo siempre solo, que la vida otorgada ya se consumió y que no ha dejado más huella que algún nickname en un chat, varios passwords en otros tantos sitios, un blog lleno de ruido, sin nueces, y una enorme, irremediable ausencia en la piel del otro, en la construcción de vínculos y afectos ciertos, tangibles, sostenidos con acciones. La verdadera exclusión es vivir ausente del escenario de los vínculos y la comunicación humanos.

AYATOLAS DEL PODER VERDADERO «El poder le tiene miedo a Internet», proclama el sociólogo catalán Manuel Castells, considerado uno de los gurús de la Red, autor de la trilogía La era de la información: economía, sociedad y cultura, una suerte de Biblia de los internautas creyentes, traducida a 23 idiomas. Castells, que sintetiza y representa el pensamiento de los fanáticos de la Tecnología de Conexión, cree que Internet es una «extensión de la vida», pero que «es más interesante creer que está llena de terroristas y de pornografía» 2. Dice que Internet es un instrumento de «libertad y de autonomía» y que temerle es propio de quienes están anclados a un pensamiento viejo y se resisten a perder el poder que éste les confiere. «Pero eso se acabó porque Internet no se puede controlar», dice. Si fuera así, el objeto se ha convertido en sujeto. Si no se puede controlar, ha cobrado vida propia, el individuo está a su merced. ¿No será viejo el pensamiento de Castells y, además de viejo, simplista? ¿No es viejo y simplista confundir los envases con los contenidos, los medios con los fines? ¿No es simplista, y hasta adolescente, creer que al «poder» se lo subvierte desde las formas? ¿No se creyó alguna vez que vivir en pareja sin casarse, llevar el pelo largo, fumarse un porro en una 2

Suplemento Domingo del diario El País, Madrid, 6 de enero de 2008, entrevista de Milagros Pérez Oliva. 90

fiesta, ir a un casamiento sin corbata, calzarse pantalones de cuero y botas con tachas, comprarse una moto en lugar de un auto y tantas otras formalidades subvertían al «poder»? El «poder» (el real, el manipulador, el inmoral) sobrevivió, y sobrevive, saludablemente a todo eso. Y hasta se ha enriquecido gracias a muchas de tales prácticas. En realidad, el poder celebra a Internet. El poder es, hoy, ante todo económico (desde allí, incluso, maneja a la política). E Internet le permite el anonimato y la impunidad. ¿Dónde están los capitales? En algún lugar de la Red. ¿Dónde está nuestro dinero, el que pagamos a empresas y gobiernos? En algún lugar de la Red, nunca bajo nuestra mirada ni en devoluciones tangibles. El capital que antes demostraba su poderío a través de sus faraónicos edificios y sus sólidos cuarteles centrales (que le gustaba exhibir), el capital que mostraba el semblante orgulloso de sus popes, hoy no tiene sede (es, muchas veces, nada más que un teclado y una pantalla), ni direcciones, ni rostros. El poder, hoy, se llama, por ejemplo, «fondos buitres», que llegan depredan y vuelan. Se llama «inversores», sin nombre ni documentos. Se llama «fideicomisos», que nadie sabe quién integra pero tienen una dirección punto com. No hay dónde reclamarles nada, no se sabe quiénes son, dónde están. Podríamos llamarlos, también, «fondos vampiros». Una vez extraída toda la sangre de sus víctimas (nosotros, representados por nuestros gobiernos, bancos «confiables», fondos fiduciarios, etc.), se pierden otra vez en las tinieblas insondables desde donde llegan. Ese poder, el real, el que traslada su botín en segundos desde Nueva York a Tokio, a Aruba, a Kuwait, a Panamá o al ciberespacio, no está en ningún lado tangible, no responde (no hay responsabilidades), es devastador e inasible. Es ciberespacial y carroñero. Compra, vende, transfiere, arruina o hace desaparecer, todo en segundos, gracias a Internet. El poder real no teme a Internet, la celebra. Y celebra que haya voces útiles como las de Castells. Celebra este tipo de ayatolas de la informática. El sociólogo informa que hizo 15 mil entrevistas personales y 40 mil a través de la Red para concluir que las personas que más chatean son las más sociables. Y agrega que al menos otros 15 estudios demuestran lo mismo. Otra vez la confusión, esta vez entre conexión y sociabilidad. ¿Cómo se concilia la permanencia de largas horas en el chateo con la sociabilidad, a menos que se excluya del concepto sociabilidad al contacto real con personas reales, a la vivencia de interacciones, conflictos, emociones, encuentros, desencuentros, discusiones y acuerdos reales con personas reales? O los chateadores seriales han desarrollado la notable capacidad de estar en dos lugares al mismo tiempo (¿un milagro de las nuevas tecnologías?) o Castells llama sociabilidad a la deserción del mundo y de los vínculos reales. Por último, una vez más aparece aquí la 91

idea de que cantidad es igual a verdad. De que la palabra de las mayorías, de los amontonados, es la verdad sagrada. De que las estadísticas son la verdad posmoderna. Sin embargo (los políticos y los mercadócratas pueden dar lecciones sobre esto), una estadística puede decir siempre lo que quien la realiza quiera hacerle decir. Si veinte ravioles desaparecen de la fuente en una mesa donde hay dos comensales, ¿significa esto que han comido diez ravioles cada uno? Así será, en caso de que fuera eso lo que el estadígrafo quiera demostrar, aunque la verdad sólo la saben los comensales. Y aparece, finalmente, una paradoja: ¿cómo explicar que crezca la «sociabilidad» internáutica y, al mismo tiempo, se extiendan la soledad y la depresión? Quizá haya que empezar por advertir que tristeza e insatisfacción no son sinónimos de depresión. Se puede estar triste por una pérdida o insatisfecho por la frustración de una expectativa y eso no es patológico, de lo contrario acabaríamos por patologizar la vida. Esto no sería un mal proyecto (todo lo contrario) para la industria farmacéutica ni para sus operadores, entre quienes abundan los médicos prestos a recibir su recompensa (a menudo generosa) por medicalizar la vida. Los agentes de salud se convierten así en agentes de (falsa) enfermedad. Cuando la tristeza no encuentra cauce, cuando esa energía no fluye hacia la transformación del estado inicial, o cuando la insatisfacción se repite una y otra vez hasta instalarse como hábito, es posible que derive inexorablemente hacia la depresión. Esto es, hacia el cese del deseo (porque desear se hace doloroso) y hacia la planificación y realización de acciones que procuren una forma disfuncional de atender a ese deseo. Esto perturba la posibilidad de preguntarse a uno mismo ¿qué necesito? Y genera la parálisis, la inmovilidad, la creencia de que nada es modificable. Manfred Linz, investigador del Instituto Wuppertal, de Renania, Alemania, una institución creada en 1941 y dedicada a estudios sobre el Clima, el Medio Ambiente y la Energía, describe una riqueza y un bienestar que no pasan por los parámetros oficialmente aceptados y desesperadamente buscados, «la riqueza o bienestar relacional, que se orienta hacia el espacio social en donde me muevo, e intenta lograr situaciones en las cuales me sienta acogido, recogido; situaciones en las cuales las relaciones sociales sean satisfactorias y tenga para esas relaciones atención y tiempo suficientes (N. del A: las bastardillas me pertenecen)» 3. El malestar relacional, es producto de la 3

Expuesto en su ponencia, presentada el 27 de octubre de 2006, en Barcelona, en el seminario Ciencia y Tecnología para una Sociedad Sostenible, que organizaron el Instituto Social de Trabajo Ciencia y Salud (ISTAS) y el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). Recogida en el libro Vivir (bien) con menos. Icaria, Barcelona, 2007. 92

desvinculación generada por la falta de un tiempo y una atención que están dedicados, en cambio, al consumo de bienes («A lograr mayor cantidad de todo lo que se pueda», dice Minz) y a la traslación del mundo real al espacio virtual. Cuando esto último se vuelve prioritario, «menoscaba la posibilidad de disponer de mi propio tiempo y relacionarme con otras personas». Las relaciones de las que habla Minz no son, claro está, aquellas que celebra Castells. Se trata de lo que Martín Buber, el gran filósofo humanista israelí, llamaba diálogo, esa relación en la cual una persona se encuentra con otra y, mutuamente, se dan entidad, identidad y espacio. El diálogo, así entendido, requiere tiempo, presencia, acciones, actitudes, no se tramita sumariamente con un teclado, con una pantalla, con un iPhone de última generación, con un MP3 encastrado en la oreja o con un mensaje de texto devastador de la sintaxis y la ortografía. Cuando estas herramientas remplazan a las personas, el bienestar relacional (una necesidad humana) empieza a ser suplantado por un vacío vincular que, por repetición y permanencia, puede acabar en depresión. Esa profunda insatisfacción por el empobrecimiento de la comunicación humana en una sociedad conectada hasta la saturación, es, quizás, lo que va dando forma, día a día, a la más extendida peste del siglo XXI.

LA ENTREPIERNA EN LA RED La progresiva desaparición del otro, el empobrecimiento y ruptura de la trama de los vínculos que nos enriquecen como humanos y sostienen nuestra condición, tiene repercusiones dramáticas en el terreno de la sexualidad. Millones de minutos mensuales (lo que significa millones de pesos embolsados por las compañías de telefonía celular) se gastan irremediablemente en llamadas a números en los que el anzuelo es la promesa de encontrar «al amor de tu vida», de «hacer amigos», de tener conversaciones «calientes», de recibir (una por día) diferentes posiciones para ejercitar en el acto sexual, de bajar fotos de «la diosa de la semana», «frases para seducir» y otras propuestas tan estúpidamente elementales, y tan increíbles pero ciertas. Estas ofertas se elevan a la quinta potencia en Internet, en donde habitualmente aparecen sin metáfora: los creadores de estos negocios (que sirven, además, para hacerse de direcciones que serán inundadas de spam, espiadas o hackeadas conveniente y sucesivamente) saltan directamente a la desguarnecida yugular de la legión de insatisfechos sexuales o afectivos que, como sedientos en el desierto, ya no diferencian entre el espejismo y la realidad, entre el sexo cuerpo o el vínculo 93

persona a persona y la mera virtualidad. La cantidad de «usuarios» de esas propuestas (muchos de ellas personas de aspectos, profesiones y nivel social y económico destacables) parece darle la razón a la famosa reflexión de Albert Einstein: «Sólo hay dos cosas infinitas: el Universo y la estupidez humana; y tengo mis dudas sobre la primera». «La tecnología es nuestra aliada», confiesa Daniel Santamaría, responsable de contenidos para adultos de Movilisto, una de las empresas españolas líderes en la provisión de placebos sexuales a través del celular 4. «Cuando han empezado a ser frecuentes en el mercado los equipos de alta calidad, se ha producido una explosión del negocio, los videos eróticos desplazan a las fotos, a los fondos de pantalla y a las animaciones, que eran lo que más se descargaba hasta hace poco», cuenta Santamaría. Harvey Kaplan, presidente de Xobile, empresa estadounidense pionera en el negocio, lo reafirmó ante el The New York Times: «Nadie se va a comprar un celular capaz de bajar videos para ver un dibujo de Walt Disney. Se lo compra si quiere ver un video porno tranquilamente». Private, una de las mayores productoras mundiales de cine porno, inauguró en marzo de 2006 un portal de Internet del que se pueden bajar (previo pago) films de ese género al celular. Tiene contratos con 60 operadoras de telefonía celular en treinta países y sus servicios «benefician» a unos 700 millones de usuarios. Acaso ninguna descripción de este fenómeno sea más terminante que la de Conrad Son, catalán, director estrella de cine porno, que se ha especializado en videos para ser bajados en teléfonos celulares. «Es un producto dirigido a gente de cierto nivel económico, porque deben tener un buen equipo», explica 5. «Por ejemplo, un ejecutivo que descarga un video mientras espera su vuelo. No tiene tiempo que perder, así que tienes que ponerlo caliente en 40 segundos. Por eso generalmente rodamos planos de un tirón», cuenta. Las empresas de cualquier tipo, se sabe, tienen un fin último: ganar dinero, crecer continuamente y embolsar más dinero. Es su naturaleza y, en principio, nada hay contra ella. Como en el viejo y ejemplar relato, no se le puede reprochar al escorpión que actúe como un escorpión y que pique como un escorpión, si no es un gorrión. Pero el escorpión no hace declaraciones de principios según las cuales cuando inocula su veneno y mata lo hace pensando en los otros, conducido por fines trascendentes y superiores. Las empresas de «comunicación» transmiten, en cambio, «visiones» según las cuales todo su desarrollo tecnológico y su agresivo e infatigable despliegue de artillería publicitaria y mercadotécnica tienen como propósito «acercar» a las personas, «comunicarlas», «mejorarles» la vida. 4 5

En El País Semanal, Madrid, 8 de julio de 2007, nota de Ramón Muñoz. Ibídem. 94

Quizás, si tuviéramos acceso a sus contabilidades reales (ni las virtuales ni las «dibujadas») veríamos que la porción más generosa de sus ingresos no proviene de esos loables propósitos, sino de aquellos otros «servicios» que promueven, para los que se asocian con terceros y en los cuales invierten sus mejores esfuerzos para fagocitar consumidores. Los voceros de esas empresas podrán decir (y lo dicen) que nadie está obligado a consumir lo que le ofrecen ni lo que no necesita. Y aunque se les puede oponer que tampoco ellas están obligadas a contaminar no sólo física sino ética y emocionalmente el planeta en el que vivimos, lo cierto es que en ese punto tendrán razón. A nuestras vidas y a nuestros vínculos les damos sentido, contenido y trascendencia o los vaciamos y desvirtuamos bajo nuestra propia responsabilidad. Conciencia y libre albedrío son atributos exclusivamente humanos. Son preciosas herramientas que nos han sido dadas para responder a las preguntas que, puntualmente, nos plantea la vida cada día, cada minuto, cada segundo. Conviene recordar una vez más a Víktor Frankl y su premisa: ser humano es ser interpelado (por la vida), y vivir es responder. La respuesta a esas preguntas de la vida es nuestra respuesta al mundo y la ilación de esas respuestas dirá, finalmente, de qué modo elegimos estar en el mundo, de qué y cómo nos hemos hecho responsables. Sin el otro, el otro real y presente, el sexo es una mímica triste, solitaria y vacía. Sin el otro, el otro real y presente, la «conexión» es un solitario cable tendido entre dos sombras, entre dos espacios de nada. Sin el otro, aunque nos rodeemos de la más avanzada tecnología de conexión; la comunicación es una caricatura de sí misma. Sin el otro, quedamos solos, apenas conectados al vacío.

MÁS CONEXIÓN, MÁS ANTIDEPRESIVOS Conectados al vacío nos acechan el dolor psíquico, la depresión noógena, la angustia existencial. Además de aparatos, podemos llenarnos de pastillas. No importa el nombre de la droga ni la promesa de los hechiceros farmacológicos, se tratará siempre de placebos, porque no resuelven la causa, apenas intentan suavizar el síntoma. Consumida habitualmente por más de 40 millones de personas en el mundo, la fluoxetina (principio activo del Prozac, la píldora de la «felicidad»), resultó ser ni más ni menos que eso, un placebo, de acuerdo con un metanálisis conducido por el doctor Irving Kirsch, de la Universidad británica de Hull y efectuado sobre ensayos clínicos registrados por la legendaria Food and Drug Administration (FDA), oficina estatal estadounidense. El doctor 95

Kirsch presentó sus conclusiones en la revista científica PLoS Medicine en febrero de 2008. También las drogas de los antidepresivos más vendidos en el mundo, como la venlafaxina y paroxetina, mostraron, de acuerdo con el investigador, la misma condición. En las depresiones leves y moderadas (las que son productos de las cosas de la vida y no de patologías mayores o congénitas) tienen el mismo efecto que un terrón de azúcar. Como era previsible, la industria farmacéutica, implacable y poderosa, puso toda su potencia económica y mediática (una de las especialidades de esta industria es manipular medios) para desvirtuar el trabajo de Kirsch y, también, para desacreditar a su persona. Pero los resultados están ahí. Y, también, miles de médicos siguen recetando el placebo y millones de personas siguen consumiéndolo (y convidándoselo unos a otros) como si se tratara de golosinas. «Si en la consulta al paciente le dedicas tiempo, le explicas qué ocurre, lo escuchas y le das una cápsula vacía, también obtendrás efectos terapéuticos», propone con valerosa sinceridad Javier Meana, director del Banco de Cerebros de Euskadi, perteneciente a la Universidad del País Vasco (UPV) 6. «No hay tanta gente con depresión clínica, pero los médicos están prescribiendo estos medicamentos ante las cosas adversas de la vida.» Mientras más personas deserten de la responsabilidad de trabajar artesanalmente en sus vínculos, de construirlos con presencia y con actos, de afrontar la incertidumbre de la experiencia humana real, más industrias encontrarán una veta lucrativa: la del vacío existencial. Así se pergeña una fórmula sencilla: más uso disfuncional de la tecnología de conexión, por un lado, y más antidepresivos, por el otro. Una perfecta tenaza. Sin embargo, es necesario evitar una vez más la tentación de adjudicar a las nuevas tecnologías el epidémico vacío de sentido, la omnipresente angustia existencial y la profunda soledad que se registra en la sociedad contemporánea y que se manifiesta en la superficialidad, la precariedad, la fugacidad y el utilitarismo de los vínculos humanos. Las nuevas tecnologías, por su propia índole y características, permiten, a través de un uso disfuncional, que el panorama descrito eche raíces más profundas, que se extienda con más velocidad y, sobre todo, tienen un efecto hipnótico que provoca la ilusión de comunicación y encuentro en donde priman incomunicación y desencuentro. Pero no son las creadoras del fenómeno, sino un vehículo de su manifestación. A esto no se llegó como producto de las nuevas tecnologías, sino debido a la progresiva resolución de las necesidades humanas básicas mediante un modelo que, lejos de hacer de esa resolución un medio para la búsqueda de la 6

En El País, Madrid, 27 de febrero de 2008, nota de Mónica L. Ferrado. 96

trascendencia existencial, lo convirtió en un fin en sí. Cuando se descubrió que la respuesta a esas necesidades de supervivencia podía generar jugosas ganancias, sin correr el riesgo de exploraciones espirituales, sin tener que abocarse a responder a las preguntas que la vida no deja de hacernos, la tecnología (nacida, con la ciencia moderna, hacia el siglo diecisiete), que inicialmente se propuso hacer mejor, más digna y más estable la vida de las personas, comenzó a ser desviada de aquel propósito inicial que la convertía en herramienta al servicio de las inquietudes y las búsquedas humanas. De manera gradual dejó de estar al servicio de la especie; se apropiaron de ella quienes, desde los negocios o desde la política, advirtieron que la atención de las necesidades podía ser un camino hacia la riqueza y hacia el poder. La tecnología fue perdiendo el propósito humanístico de su nacimiento para convertir al ser humano en su objeto, en su medio, en un simple instrumento de otros humanos.

CUESTIONES MORALES Si la especie sobrevivió a sus difíciles comienzos fue gracias a que prevaleció en ella la conciencia de parte. Es decir, la noción de que nadie es, en sí mismo, una totalidad autosuficiente, sino la parte de un todo que lo contiene y lo trasciende. Existía en cada ser, en el inconsciente común, la siguiente percepción: mi vida es la vida de la especie, la muerte de mi especie es mi muerte, y la especie somos todos. Esta noción prevaleció mientras la supervivencia colectiva no estuvo asegurada. Una vez que esto ocurrió, junto con el desarrollo de las herramientas tecnológicas se produjo un estancamiento en la expansión de la conciencia. Con esto comenzaron a registrarse también ciertas perversiones de la moral. Si lo que nos proponemos es vivir, debemos aprender qué es bueno y qué es malo para la vida. En principio, es sencillo. Una vez que continuamos vivos nuestra noción de bueno y malo se hará más compleja. A veces lo malo (matar para defender mi vida o la de mi hija que está a punto de ser violada por alguien que tiene, además, un arma) ya no es malo en sí, es algo esencialmente malo que, en esa situación, deviene bueno. Estudiar medicina es hacerse de un instrumento para salvar vidas, es bueno; falsear protocolos de investigación (cosa que suele causar muertes de bebés, por ejemplo) para obtener recompensas de laboratorios farmacéuticos es malo, es inmoral. Hay fines que degradan los medios. La construcción de un sistema de valores, su sostenimiento, la edificación de una vida coherente con él y la 97

convivencia con los otros de una manera que respete a éstos y a aquel sistema ético es algo que requiere atención y conciencia constantes, compromiso, responsabilidad. Las preguntas de la vida que nos ponen frente a decisiones morales, no cesan. Cuando hay una promesa de facilidad, cuando predomina la atención a los sentidos, que siempre es más inmediata, más epidérmica e instantánea, existe el riesgo cierto de una desatención a la cuestión principal y esencial, la cuestión espiritual. Si además hay quienes hacen de esa promesa de atención a lo inmediato un jugoso negocio y ponen al servicio del mismo capital, inteligencia y tiempo, no es difícil pronosticar que el canto de las sirenas hará que legiones de marineros se pierdan en el viaje. Una vida moral, que tenga sentido, que no pase por la superficie del mundo sino que deje una huella o una semilla en él, que lo mejore y que, al hacerlo, se signifique a sí misma, requiere actitud, voluntad y trabajo. No tiene por qué ser una vida incómoda, al contrario, se vive en el mundo, no a un costado de él, se vive con los otros, se vive en la vigilia y no en el sueño de la conciencia narcotizada. Y hay mucho empeño puesto en que no nos aboquemos a esa vida, a que vayamos al camino fácil, al de la satisfacción inmediata, al del esfuerzo mínimo o nulo. Mucho empeño y muchos intereses. La seducción se hace por vías ideológicas, emocionales o por vía económica. Se ofrecen recompensas, aunque no siempre se cobren. Muchos intelectuales, políticos y científicos se suman al empeño, aceptan el guiño. Algunos porque así se sienten más cerca de algún poder, otros porque no quieren vivir en los márgenes del establishment cultural, económico, científico. Y otros, en fin, como señaló alguna vez el filósofo español José Ortega y Gasset, porque «la estupidez es vitalicia y sin poros». Sobre la estupidez escribió Robert Musil 7: «Si la estupidez no tuviera algún parecido que le permitiera pasar por talento, progreso, esperanza o perfeccionamiento, nadie querría ser tonto». El problema cuando la tontería es puesta al servicio de lo que parece un empeño importante ya no daña sólo al tonto (como cuando el desarrollo tecnológico carece de propósitos humanísticos, cuando se glorifica la generación de rentabilidades suculentas que supuestamente generan bienestar económico «para todos» aunque provoquen deterioro ecológico, cuando se fomenta la ilusoria creencia de que la acumulación incontinente de «conocimiento» e información es condición necesaria para una vida feliz, etc.). Entonces se vislumbra lo que el economista e historiador italiano Carlo Cipolla (fallecido en 2000) describía de este modo en su ya legendaria obra Teoría de la Estupidez: «Una persona es estúpida si causa daño a otras personas o grupo de 7

Robert Musil, El hombre sin atributos, Seix Barral, Barcelona. Musil es un autor austríaco cuya obra está considerada una de las cumbres literarias del siglo XX. 98

personas sin obtener ella ganancia personal alguna, o, incluso peor, provocándose daño a sí misma en el proceso» 8. ¿A quiénes contribuyen a dañar los estúpidos? Si seguimos con el agudo análisis de Cipolla, podríamos decir que a los incautos, a quienes el autor define como personas que benefician a otros y se perjudican a sí mismas. Al mercado de los incautos lo alimentan cada día millones de solitarios, teñidos por la angustia existencial, aferrados a sus teclados, consolas, pantallas, miles de desesperados que corren a las puertas de Apple para ser los primeros en comprar (comprar, comprar, siempre comprar) y tener (tener, tener, siempre tener) su iPhone, que luego funcionará mal, pleno de fallas, miles de chateadores seriales perdidos en el ciberespacio mientras el mundo sigue andando sin ellos, o miles y miles de solitarios tecnológicos que van perdiendo sus últimas capacidades de relacionarse con sus semejantes. Es un mercado del que lucrarán, económica y moralmente, los seres de otra de las categorías de Cipolla: los malvados, es decir, los que perjudican a los demás para beneficiarse a sí mismos. En la sociedad de las conexiones tecnológicas y la incomunicación humana, de las multitudes virtuales y las soledades reales, lo que se da, en definitiva, es lo que el agudo sociólogo polaco Zygmunt Bauman define como «el encuentro entre extraños», al que, comparado con el encuentro entre amigos, conocidos, familiares y otros seres tangibles en relaciones tangibles, Bauman considera, antes que encuentros, desencuentros. «En el encuentro entre extraños no se retoma el punto en el que quedó el último encuentro —escribe Bauman— ni se reencuentran las pruebas y tribulaciones o alegrías del ínterin, ni hay recuerdos comunes: no hay nada en qué basarse ni qué seguir en el curso del encuentro presente. El encuentro entre extraños es un acontecimiento sin pasado. Con frecuencia es, también, un acontecimiento sin futuro (se supone y se espera que esté libre de un futuro), es una historia que, sin duda, no continuará, una oportunidad única que debe ser consumada plenamente, mientras dura y en el acto, sin demora y sin postergaciones para otra ocasión.» 9 Cuando el encuentro es efímero, epidérmico e intrascendente, deja de haber otro con entidad e identidad. Hay figuras, nicknames, passwords, números telefónicos, casillas de correo electrónico prestas a ser violadas masivamente por piratas informáticos y acosadores publicitarios. No hay personas, las personas ya no son un fin a alcanzar, alguien a quien conocer en todas su dimensiones. Desaparecido el otro, transformado en un elemento escenográfico, 8

Carlo Cipolla, Allegro ma non troppo: Las leyes fundamentales de la estupidez humana, Editorial Crítica, Barcelona, 2007. 9 Zygmunt Bauman, Modernidad líquida, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2006. 99

de utilería, va no hay vínculo al cual honrar ni preservar, ni en el cual trabajar para, en esa relación, reconocernos y valorarnos como humanos. Aparecen preguntas como éstas, brutales, cínicas, ciertas que, a menudo, se formulan sin metáforas: «¿Por qué me debe interesar un destino que no es el mío? ¿Por qué debe producir en mí una reacción (ese destino)? ¿Por qué debo atenerme a una máxima que quisiera erigir como destino universal?». Así las enumera el pensador italiano Francesco Alberoni 10 y de inmediato contrapone a esas posturas la del filósofo francés Henri Bergson, quien hablaba, en la primera mitad del siglo XX, de dos morales. Una cerrada, que está perfectamente representada en esas preguntas. En la moral cerrada sólo vale lo que me beneficia en primer lugar a mí y luego a los míos, nada más. Es la moral de la incomunicación, del desencuentro, del egoísmo colectivo, la moral predominante en la sociedad conectada al vacío. La otra moral, la abierta, es la que abraza todo lo circundante, la que parte de la comprensión de que vivimos en una totalidad interrelacionada, en la que nada es fragmento, todo es parte. El fragmento se desprende; se aísla de aquello a lo que pertenece; al desconocerlo se desconoce; desconectada la trascendencia, se evapora toda noción de sentido. La parte, en cambio, se sabe pieza necesaria de algo a lo que da y de lo que toma sentido. Ser consecuente con una moralidad abierta (abierta al mundo y al semejante, una moral incluyente) requiere presencia, tiempo y responsabilidad. Es la moral con el otro, no con una silueta en una pantalla. No es la moral de los fantasmas, sino la de las presencias. Esa moral alienta la comunicación. La moral cerrada se agota en la conexión. La moral cerrada deprime y la depresión es la gran plaga del siglo XXI. La moral abierta, en cambio, es esperanza. Ser consecuente con los valores de una o de la otra es una cuestión de responsabilidad, de elección y de construcción de un proyecto de vida.

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Francesco Alberoni, Valores, Gedisa, Barcelona, 1994. 100

8 La pregunta que nadie escucha David Wheldom es, cuando escribo estas líneas, director de marketing de Vodafone, una de las principales operadoras mundiales de telefonía celular, con sede en Berkshire, Inglaterra. Y fue antes director mundial de publicidad de Coca-Cola. Desde aquella función proclamó, hacia finales de la década anterior, este vaticinio: «Con la ayuda de una buena estrategia, de buenas ideas y de buena publicidad, el consumidor del 2000 va a estar donde queramos que esté» 1. A confesión de partes relevo de pruebas, afirma un viejo refrán. Esto y no otra cosa (más allá de ciertos mantras sobre «responsabilidad», «fines sociales», «objetivos ecológicos», etc.) es el propósito de las herramientas de mercadotecnia y manipulación de percepciones e ideas que aplican los estimuladores de consumo. De hecho, para ellos más que para nadie, ha desaparecido la idea de persona y se ha impuesto, Wheldom es claro, la de consumidor. Las nuevas tecnologías se dirigen, desde el punto de vista de sus productores, vendedores y fomentadores intelectuales o publicitarios, a usuarios y consumidores. ¿En qué tipo de persona, de ser humano, derivará ese consumidor y usuario? ¿Dónde quieren que esté, para decirlo con palabras del especialista Wheldom? ¿Será, acaso, una persona centrada en su ego, es decir en una personalidad hecha con recortes y rezagos de su totalidad como ser humano, construida para un funcionamiento social básico, para ser aceptado y para poder circular por el mundo entre otros individuos-fachada como él? ¿Será alguien que fortalezca aún más esa estrecha lonja de todo su ser y desconozca la variada gama de aspectos que componen a un ser humano? ¿Será alguien 1

Citado por José Antonio Ramos Ramos en la nota «¿Conduces o te conducen?», en el sitio alternativo www.rebelion.org, 19 de junio de 2002. 101

centrado en esa versión limitada de sí mismo, erigida a partir de estímulos externos? ¿Será, en fin, un ser básicamente egoísta? Estudioso de estos temas y uno de los precursores del movimiento ecologista en España, el sociólogo Artemio Baigorri responde: «La función del consumo no es satisfacer las necesidades, sino el ego de cada uno. Es evidente que la tecnología promueve la integración, aun cuando un usuario medio no llegue a sacar ni el 20% del rendimiento de sus aparatos». De todas maneras, está dicho, a una masa crítica de quienes producen y venden las nuevas tecnologías no les importa el uso integral e intensivo de las mismas, sino sencillamente su compra y su pronto descarte para dar paso inmediato a una nueva insatisfacción y a una nueva compra. Puestos a reclutar consumidores, a convertir personas en meros compradores, los Wheldom del mundo no descansan. Como un producto cualquiera, los consumidores son, simplemente, envasados. El vicepresidente de Marketing, Medios Digitales y Servicios Creativos de la corporación Cartoon Networks para Argentina, Felipe de Stefani, cuenta que los niños (apetecible carne de cañón) son bautizados ya como la Generación M. «Ha habido un cambio radical en el hábito de consumo infantil», se regocija. «Hoy es factible que los niños que acceden a la TV por cable además jueguen en Internet, se comuniquen con el Messenger, bajen música y hablen por teléfono al mismo tiempo. El consumo se volvió más interactivo. Por eso estamos haciendo los lanzamientos sinérgicamente en varios medios para aumentar la posibilidad de establecer puntos de contacto con ese usuario y refinamos la comunicación para lograr un impacto certero», agrega 2. A los consumidores del futuro se los modela desde hoy, sus cerebritos tienen que ser vaciados, lavados y acondicionados cuanto antes (antes de que aprendan a discriminar por sí mismos, antes de que se conviertan en personas autónomas, antes de que se desarrollen como seres humanos con capacidades de elección y de autoapoyo). En esto no se puede ser tibio (cualquier marketinero lo sabe), no se puede ser ético, no valen las disyuntivas morales. Un niño, no es un ser, para esta gente, no es un humano en formación, no es alguien que debe ser tratado con respeto y con cuidado especial. Es un consumidor. Y quienes los tienen como blanco específico hacen bien su faena. Investigaciones de mercado que cita Lorena Oliva en una nota del diario La Nación de Buenos Aires, indican que en el lapso de tres años (2004-2007) el uso de teléfonos celulares en chicos de 6 a 11 años creció ocho veces 3. Ocho veces, no existe error. Se informa allí del lanzamiento 2 3

Revista Noticias, Buenos Aires, 12 de abril de 2008, nota de Cecilia Boufflet. Suplemento Enfoques del diario La Nación, Buenos Aires, 25 de noviembre de 2007.

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del celular Barbie para nenas muy pequeñas y el celular de cuatro teclas, creación de Telefónica de España, para los chicos (casi bebes aún) que todavía no saben leer.

LOS COMUNISTAS YA NO SE COMEN A LOS CHICOS Hubo una época, durante la Guerra Fría de los años cincuenta en el siglo XX, en que muchas personas llegaron a creer (aunque parecía broma) que los comunistas (o «rusos» como se simplificaba entonces) se comían a los niños. O que, en el mejor de los casos, los requisaban de manos de sus padres para criarlos desde el Estado, haciéndolos a imagen y semejanza de las necesidades del oprobioso «Sistema». Aquel comunismo es ya pasado (nostalgia para algunos que lo apoyaban, vetusta obsesión para muchos que lo combatieron con empeño digno de mejores causas). Hoy, de una manera más glamorosa, más sutil, más sibilina, los chicos siguen siendo secuestrados, ya no desde el Estado sovietizante, sino desde las centrales de marketing al servicio de los grandes intereses económicos encarnados en corporaciones. Hace tiempo que la política ha sido desplazada por la economía en los centros de poder. La diferencia es que, frente a la amenaza «roja», los padres temblaban de angustia y horror, se preguntaban qué iría a ser de sus pobres angelitos si, finalmente, caían en las garras del oso comunistoide totalitario. Hoy, en cambio, entregan a sus querubines con total confianza, subyugados por el canto de las sirenas publicitarias que prometen una vida de placeres, un desarrollo temprano de la inteligencia, una existencia en la que los niñitos sólo conocerán el disfrute y jamás la imposibilidad, la frustración, el límite. Una vida en la cual ser padre o madre no requerirá trabajo, ni responsabilidad, ni tiempo, ni compromiso, sólo proveerá satisfacción y gozo a cambio de nada, de pagar un buen colegio, de comprar un celular, una computadora, un Mp3 o 4 o 5, un iPod, un DVD, un plasma para el cuarto infantil, etc. Todo lo que hay que hacer es dejar a los niños en manos de los «expertos». Lo que los brutos funcionarios soviéticos nunca lograron en su torpeza, los actuales encantadores de serpientes lo consiguen con la dulce anestesia del consumo. El marketing ya tiene un lugar claramente asignado a los padres en ese encuadre. Alan Durning, investigador del World Watch Institute, de Washington y, a su vez, fundador del Bightline Institute, lo dice así 4: «De hecho, cada vez más, los padres tienden a ser 4

Alan Durning, ¿Cuánto es bastante?: La sociedad de consumo y el futuro de la Tierra, 103

reducidos a su función básica: intermediarios entre el mercado y sus hijos». El mercado del que habla Durning es hoy, de un modo creciente, el de las nuevas tecnologías. Allí se moldean las actitudes, las aspiraciones, los valores, los modelos vinculares que hegemonizarán las relaciones humanas en el futuro inmediato, con raíces ya tangibles en el presente. Las nuevas tecnologías prometen eliminar el tiempo y los procesos, prometen la inmediatez, la novedad constante, alientan a no envejecer, a consumir pronto, antes de que empiece el deterioro, y a ir de inmediato por lo próximo, antes de que la insatisfacción se haga insoportable. Nos dicen que no hay límites en el tiempo ni en el espacio que lo que deseamos (el verbo es desear, no necesitar) podemos tenerlo ya, sin que haya que esperar ni trasladarse. No hay transcurso, todo es inmediato. No hay comarca física, todo es global. Nada es tangible, no hay sólidos, no hay certezas, no hay corporalidad, como repite Bauman, estamos en el imperio de la liquidez. Sin costas a la vista, sin orillas a las cuales llegar para echar raíces, en esa licuefacción, sólo podemos aspirar, tarde o temprano, a ahogarnos. Pero no importa. La periodista Laura Di Marco es autora de un trabajo, uno de cuyos párrafos describe esto con notable poder de conmoción: «El consumo de hoy (el gadget de mañana ya envejeció; el celular y la tecnología wireless consolidan la desterritorialización) es un reflejo de la sociedad en que vivimos (¿o es al revés?). Lo que prima es el descarte —inclusive de personas— porque la necesidad nunca se satisface. El placer también dura poco, porque no hay deseo que tolere su concreción en una vida que valora la inmediatez, lo descartable, lo virtual, lo fugaz» 5. En ese mismo trabajo la socióloga Ana Wortman, titular de la cátedra Sociedad de Consumo en la Universidad de Buenos Aires, hace una síntesis incuestionable: «El valor supremo de nuestra época es poder comprar». Ya ni siquiera se trata de tener (porque la fugacidad se opone a ello, tener supone conservar, al menos durante un tiempo). Comprar. Allí se agota el circuito. Y allí se reinicia. Me compro el nuevo celular. Una vez hecho esto me compro el siguiente y así hasta el infinito, porque nunca dejarán de proveerme el próximo, el «nuevo» y estarán día y noche recordándome que es hora del cambio. Lo mismo ocurrirá con la notebook, con el plasma, con el iPod, con el iPhone, con el auto y, pronto, también con las personas. Mi pareja ya envejeció, ya fue, necesito renovar mi relación (renovar no es trabajar en ella, sino buscar una nueva persona-objeto). Necesito nuevos amigos, con los que tengo me aburro (el chat o las redes sociales me los proveerán y pronto los cambiaré también). Apóstrofe Divulgación, Barcelona, 1994. 5 Suplemento Enfoques del diario La Nación, Buenos Aires, 25 de noviembre de 2007. 104

Mi hijo me tiene harto, sólo me trae problemas, si no puedo cambiarlo, al menos lo dejaré en manos del colegio (para eso pago), de Internet, del programador de televisión, de mac hamburguesa y su pelotero mágico, de la niñera, del terapeuta, del celular, de la play station o del entretenedor de turno. Ya lo tuve, ya le dediqué cinco minutos de mi tiempo, mi tarea de padre ya fue.

EL FIN DE CUALQUIER ÉPICA En las personas-objeto está el techo, cada vez más bajo y ancho, de la renovación posible. «La gente sabe que es casi imposible comprarse una casa ahorrando, entonces se endeuda para cambiar el televisor, la computadora, la heladera o el celular; todas cosas que no necesita y que tarda 12 o 18 meses en cancelar», adviene la economista Victoria Giarrizo en el artículo citado. La traducción sería: si no puedo cambiar de vida, si no me atrevo a la experiencia de construir una existencia con sentido, transcurriré mi tiempo en la Tierra cambiando de objetos y personas todas las veces que pueda. Los gurús y prebendarios de las nuevas tecnologías leen o escuchan esto y sonríen satisfechos. Todo está en orden. El Mundo Feliz de Huxley (aunque literariamente la novela haya envejecido) está vigente, vivimos en él. Aunque esos gurús, los convencidos y los alquilados, propaguen las bondades «democráticas» y las virtudes «socializantes» del universo neotecnológico, quienes se atreven a un pensamiento de riesgo, a ideas de mayor espesor y menor pereza intelectual, como el alemán Ulrich Beck, uno de los más comprometidos estudiosos de los efectos de la globalización, y el estadounidense Richard Sennett, profesor de la London School of Economics y autor, entre otros textos sólidos, de La corrosión del carácter y El respeto, advierten con preocupación acerca de la ruptura de los vínculos humanos nucleares, ven el auge de la individualización aislante, observan la inestabilidad de las uniones sentimentales, la precariedad del trabajo y de las vocaciones, el escepticismo como cosmovisión, el desarraigo como credo. Ven en la sociedad neotecnológica, al decir de Sennett, «una base de nihilismo e indiferencia reñida con cualquier épica». Ya no se admiten los riesgos, las exploraciones ni las incertidumbres que conlleva la construcción de una vida con sentido. El psicoanalista catalán Francesc Vilá señala que «en la sociedad posmoderna, el orden natural según el cual nacemos, crecemos, nos reproducimos y morimos, ha sido remplazado por un orden científico y tecnológico. El ciclo de la vida ya no se basa en la 105

reproducción sino en la invención. Y no nos protege Dios, o el padre, sino la ciencia y la técnica, que se espera que funcionen como un condón que nos preserve de todos los males» 6. Adentro del condón neotecnológico nos aprestamos a morir asfixiados, pero seguros. Y además de seguros, solitarios. Gustavo Piera, catalán, presidente de CMR, consultora especializada en recursos humanos y centro en el que se imparten a empresarios clases de Netiquet (protocolo para el uso social de las nuevas tecnologías de conexión), es sincero al respecto: «Estamos creando seres completamente solitarios, introvertidos, asociales, independientes, que sólo saben manejarse con aquello que no tiene ojos, manos ni oídos». Esos seres, en la realidad de los vínculos humanos, conforman patéticos panoramas. Un estudio efectuado por la consultora BBDO Europe indicaba, hacia 2005, que aproximadamente el 50% de los usuarios de teléfonos celulares los tienen conectados entre 20 y 24 horas por día, y que un 22% de ellos, por propia confesión, sería capaz de interrumpir una relación sexual para atender una llamada. Christine Hannis, vocero de la consultora, es lapidaria: «La gente no soporta perder una llamada». Está claro, se puede perder un vínculo real, se puede desbaratar la intimidad, pero jamás perder una llamada en el celular. Durante décadas se construyeron amores, se hicieron negocios, se cerraron acuerdos políticos, se conservaron y fortalecieron amistades aún cuando un teléfono (fijo) sonara sin que nadie lo atendiera, aunque diera tono de ocupado y también aunque no fuera atendido porque quizás, en ese momento, el destinatario de la llamada le daba prioridad a un encuentro sexual cuerpo a cuerpo (real, no virtual). Durante décadas las personas tuvieron derecho a no estar, a no atender, a hallarse ocupadas, a estar absortas en algo que consideraban prioritario. Y el mundo siguió andando y así llegó hasta hoy. Las generaciones nacidas y/o formadas en la era de la Tecnología de Conexión tienden a creer que la historia se inició con ellas y que con ellas terminará. Miran con curiosidad y hasta con sorna a las personas que atravesaron la era previrtual, no entienden cómo se podía vivir en aquellas condiciones, sin pantallas LCD, con teléfonos alámbricos, enviando cartas y telegramas. Hipnotizados por la inmediatez y la fugacidad han perdido toda capacidad de entender las nociones de proceso, de tránsito, de transformación, de elaboración, de espera, de paciencia, de observación. Les cuesta comprender qué significa historia, en qué consiste narrar y narrarse. Ordenar en el tiempo, posponer, priorizar, discriminar entre urgencia e importancia son habilidades trágicamente pérdidas mientras se «ganaban» destrezas informáticas. En el 6

En «La ilusión de una vida programada», La Vanguardia, Barcelona, 20 de febrero de 2005. 106

apogeo de las nuevas tecnologías, ni las cosas ni los vínculos se hacen, se construyen. Se espera que nos los entreguen hechos. Y si no están hechos en el momento en que se chasquean los dedos, en el momento en el que el deseo y la ansiedad (detritus del deseo inmaduro) lo piden, se va en busca de lo próximo, no hay espacio para aguardar, se huye en pánico de la frustración. La generación neotecnológica es la generación de los egos inmaduros, construidos sobre el monotema de la satisfacción inmediata, egos preparados para el consumo pero no para la subsistencia, saturados de información, discapacitados para comprender la complejidad de la existencia. Egos que, en cuanto son desconectados, colapsan.

UN VIRUS LETAL Francisco González, presidente en España del poderoso BBVA (Banco de Bilbao y Vizcaya, en Argentina Banco Francés) celebra el advenimiento de esa «generación de nativos de la red, que se está incorporando a la vida económica y profesional». Ya las grandes corporaciones financieras, industriales y tecnológicos van por ellos. Los tiburones detectan los cardúmenes de pequeños peces. González adelanta el plan: «El gran reto al que tenemos que responder hoy todas las empresas es cómo desarrollar una estrategia, un modelo de negocio y una oferta de productos que integre de la manera más apropiada los dos espacios, físico y virtual. Y la manera más apropiada es la que más satisfaga a cada cliente, es decir, la personalización» 7. Traduzcamos. En el dialecto de los negocios personalizar quiere decir exactamente lo contrario. Olvidar que allí hay una persona, verlo sólo como un cliente, un consumidor, hacerle creer que él es único, que «trabajamos para usted» y, mientras tanto, normatizarlo. Es decir, cortarlo a imagen y semejanza de nuestras conveniencias, hacerlo exactamente igual a todos nuestros clientes, cuanto menos individualización real, más bajos son los costos operativos. El «gran desafío» que menciona González es el de hacer creer a estos «nativos» que ellos son los reyes de la Red, que la dominan, y no que han nacido abducidos. Más adelante González se fascina con el marketing virtual, «que consiste en provocar que se hable de un producto en distintas comunidades, foros, chats, etc.. El tradicional boca a boca pero elevado a la 7

«Internet, un espacio...para las personas», en el suplemento Negocios, El País, Madrid, 3 de febrero de 2008. 107

potencia de Internet.» Esta generación de nativos ya tiene, desde su alumbramiento, una utilidad, un destino, será medio para un fin. Mientras se creen libres, como les susurran al oído con impostadas voces de sirenas, los gurús e intelectuales que están en relación de dependencia con los intereses económicos de las nuevas tecnologías, son verdaderos prisioneros del mercado virtual. El banquero González tiene un sueño (él es sólo un vocero, huelga decirlo) y lo proclama. En la Red «el gran reto para los bancos es convertirse en un Aleph que ponga al alcance de sus clientes, en un único punto, todas sus aspiraciones». Aterra pensar cómo será el mundo en el que «todas las aspiraciones» de una persona puedan ser satisfechas por un Banco en un «único punto» de la Red. De paso, ha sido mancillada la memoria de Borges. Esas personas, esos nativos que ignoran los entresijos de la vida real (con una ignorancia aberrante, estimulada y mantenida desde las usinas de la producción neotecnológica), acaban por transitar existencias poco más que vegetativas. Al no reconocerse como eslabones de una historia, al sentirse hijos de la inmediatez, al desconocerse como partes de una totalidad que va más allá de ellos, de sus pequeños ombligos, tampoco sienten apego por sus semejantes. Desaparece la noción de prójimo, palabra «obsoleta», que proviene de «próximo» y que define a aquel con quien me siento unido por lazos de solidaridad humana. El mundo es un escenario destinado a la satisfacción inmediata de sus deseos y, desaparecidos éstos, ¿para qué preocuparse de él? Todo será inmediato, instantáneo y fugaz. Tanto el placer y la satisfacción como la vida. Sin historia, sin prójimo, sin trascendencia, nada hay que cuidar, ni preservar. ¿Para qué? ¿Para quién? Estas dos preguntas no pueden abordarse si se excluye la noción de amor. No hay amor donde no hay otro. No hay amor donde no se concibe la responsabilidad por un espacio que es común a todos (todos significa, sencillamente, «muchos otros»). Francesc Vilá nota esto y dice que, en la lógica científica y tecnológica, «ya no se trata de amor sino de eficacia». Inmediatez, agrego por mi parte, equivale a eficacia. Hoy, si hay recompensa, ya no se trata de amor, como en la lógica previrtual, sino, a lo sumo, de dinero, dice Vilá. Y vuelve a su metáfora predilecta: «La gente ya no cree en las leyes humanas. Con esas leyes, el amor no fallaba. Ahora, si falla el condón de la técnica, uno se va al carajo». Pero el condón de la tecnología no preserva al planeta de la compulsión depredatoria de sus voraces hijos. Hacia el 10 de octubre de 2006, los 6 mil 600 millones de habitantes de la Tierra ya habían agotado el capital ecológico que les correspondía para ese año, de acuerdo con un dramático informe de la New Economics Foundation (NEF), de Londres. Junto con la Global Footprint 108

Network, de Nueva York, la NEF creó en 1987 el concepto de deuda ecológica para cuantificar el daño que le hacen al planeta las formas de producción y de consumo vigentes. La idea es saber de qué capital disponemos para existir en el planeta. Si el capital ecológico fuese distribuido en asignaciones anuales, hasta 1986 estábamos al día y, desde entonces, vamos en un progresivo default. Desde 1995 no hay más fondos: se talan más árboles y se consumieron más alimentos y materias primas de lo que señala el «presupuesto» anual. Hoy la Tierra necesita quince meses para regenerar lo que se consume en doce. Mientras los gobiernos especuladores y cobardes (llámense G-8, G-7, G-5, Naciones Unidas o como se llamen) no se atreven a avanzar en medidas radicales (un voto siempre vale más que una vida, ya se sabe) y los sectores industriales contaminantes (que son los más poderosos del planeta) se blindan con su voracidad, se niegan a tomar decisiones necesarias, hacen lobbys, corrompen y siguen adelante, las generaciones neotecnológicas continúan evacuando chatarra por millones de toneladas anuales, como ya fue descrito en un capítulo anterior de este libro. Encerrados en sí mismos, recluidos en la práctica solitaria y egoísta (que creen colectiva, democrática y «global»), no entienden, simplemente no entienden qué significan estas dos sencillas preguntas: ¿para qué?, ¿para quién? En su libro, Joan Torres i Prat (creador del Centro de Información e Investigación en Consumo de Barcelona e introductor de la categoría consumo responsable) alude a este fenómeno: «Nuestra dimisión ética en el plano ecológico significa también que, como elementales mamíferos, nos desvinculamos y despreocupamos de nuestros hijos. Si esto ya es así, ¿cómo no desvincularnos y despreocuparnos de nuestro prójimo? (...) Si por activa o por pasiva no queremos o no podemos ver los efectos reales inducidos por las redes de empresas concretas que nos ofrecen las mercancías concretas que podemos o no desear, si no queremos o no podemos ver todo esto, no hay ética social posible» 8. Tanto Wheldom como los gurús del marketing neotecnológico pueden estar felices (como si no tuvieran hijos a quienes legarán una Humanidad y un planeta devastados). El consumidor del 2000, ha sido llevado exactamente a donde ellos querían, al vaciamiento espiritual, a la soledad existencial, al servilismo ideológico. Los hijos de la neotecnología no son sujetos, son usuarios, son consumidores, son «miembros». No tienen nombres, tienen nicknames, tienen passwords. A partir de esos códigos se «encuentran» (?) en el chat, en la «red social». No tienen que honrar un nombre (que a menudo inventan) porque, a su vez, ese nombre significa «nadie», y como no tienen que honrar 8

Joan Torres i Prat, Consumo, luego existo, Icaria, Barcelona, 2006. 109

una identidad real, no necesitan una ética. El «consumidor del 2000» (eso que antes se consideraba un individuo, un ser humano, y que hoy es nada más que una terminal), el conectado al vacío, esa figura siempre anudada a una notebook, adherida a un teléfono celular, enchufada a un MP3, ciega a su entorno (mirémosla en los aeropuertos, en los restaurantes, en las salas de espera, en los aviones, en todos los medios de transporte, en la playa, en el deambular sonámbulo por las calles), ajena a quienes la rodean, así sean seres supuestamente queridos (volvamos a mirarla en aquellos mismos lugares cuando está con su pareja, con sus hijos, con sus amigos), ese consumidor soñado por Wheldom y sus contratantes, ya no es un sujeto, ha perdido la calidad esencial con la cual nació, aquella que lo hacía único. En el mundo donde va a vivir, el mundo en el que es manipulado y dirigido, no necesita ética y no tiene capacidad de respuesta para la pregunta más importante con la cual un humano puede tener la ventura de encontrarse: ¿para qué vivir?, ¿qué sentido tiene mi vida y cómo me haré responsable de asumir ese sentido de manera activa? No tiene respuesta porque ha perdido la capacidad de entender la pregunta.

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9 La hora de responder El comienzo del siglo XXI encontró al escritor y periodista alemán Michael Korth en el peor momento de su vida. Sin inspiración, sin trabajo fijo, cubierto de deudas amontonadas como consecuencia de su afán consumista, con proyectos que no se concretaban y socios que desertaban. En una tarde lluviosa de febrero de ese año, recuerda, pensó seriamente en pegarse un tiro y acabar con todo. En eso estaba cuando se topó con una novela de Tom Wolfe, Todo un hombre, y en ella se encontró con las ideas de Epicteto y la filosofía de los estoicos. La novela de Wolfe 1 es atrayente, pasional y desmesurada, aunque está lejos de ser una obra maestra de la literatura. Sin embargo, la experiencia de Korth viene a demostrar que todo libro, independientemente del género, puede ser, según el momento y el modo en que se lo lea, una fuente de ayuda y orientación vital. Muchos libros salvan vidas y no conozco alguno que haya destruido una existencia. Aunque esto pueda parecer una digresión, considero que la reflexión es pertinente en una obra dedicada a explorar las consecuencias de las nuevas tecnologías de conexión, tecnologías en cuyo nombre, y con cuya complicidad y estímulo, tantas personas han abandonado para siempre el arte de leer. Epicteto nació esclavo en el año 56 antes de Cristo en Hierápolis, occidente del Imperio Romano. A los 39 años recibió su manumisión (liberación) y creó en Nicópolis su propia escuela, en la que tomó como base la filosofía de los estoicos. Éstos se proponían alcanzar la eudaimonia (felicidad), a la que consideraban una consecuencia de la vida virtuosa, orientada por la razón y la moral. El conocimiento de la propia naturaleza, la comprensión de lo que el 1

Tom Wolfe es uno de los padres del nuevo periodismo y autor, también, de la notable La hoguera de las vanidades. 111

cuerpo nos pide y de lo que la vida nos reclama estaba en la base de la propuesta de Epicteto. Él insistía en la necesidad del progreso moral y consideraba que una vida valiosa se asienta en dominar el deseo, cumplir el deber y ampliar y profundizar la conciencia sobre uno mismo y sobre la responsabilidad personal en el contexto colectivo. El encuentro con las ideas estoicas llevó a Korth a darse cuenta de que la desgracia que atravesaba había sido forjada por sus propias actitudes y elecciones. Así como había construido una vida sin sentido, tenía la posibilidad de darle a su existencia un propósito y un significado. Korth adoptó la filosofía de la austeridad. Es oportuno aclarar que austeridad no significa pobreza, y menos en este contexto. Nuestro hombre advirtió cuánto dinero dilapidaba en consumir cosas que no necesitaba y cuánto tiempo se le escurría en actividades intrascendentes, a las que se entregaba empujado por la persistente incitación al uso de juguetes tecnológicos entre otras cosas. Korth rescató, recuerda, una antigua consigna de su madre: «Lo que no tenemos no lo necesitamos». Y convirtió esto en una filosofía de vida basada en tener sólo lo que necesitaba y en necesitar lo que tenía. Una filosofía que, sin duda, va en contra de aquella que genera, sólo en la Argentina, más de 100 millones anuales de toneladas de chatarra electrónica. Una de las consecuencias inmediatas del cambio de paradigma existencial es lo que Korth describe así: «Empecé a tener mucho más tiempo que antes, un tiempo que pasaba con mis amigos. Cantábamos, cocinábamos, filosofábamos. Cuanto menos dinero gastaba más rica era mi vida». Michael Korth describe el viaje que lo llevó desde la angustia hacia la armonía y la plenitud vital en un libro pequeño, sencillo y poderoso: Descubre cómo ser feliz con menos 2. Es la historia de un hombre que se rescató a sí mismo de las cadenas invisibles y poderosas con que nos sujeta un modelo de vida consumista, construido sobre el cadáver de las relaciones humanas reales, un modelo de pleitesía ciega al desarrollo tecnológico sin preguntas ni reflexiones acerca de los propósitos del mismo ni del papel que le cabe a la persona en el «mundo feliz» de los gadgets. La historia de Korth es, en fin, la de una posibilidad. Se nos amenaza con que cuestionar el imperativo neotecnológico equivale a desaparecer, con que no estar hiperconectado es lo mismo que no existir, con que quedarse afuera de la globalidad tecnológica es sinónimo de no haber vivido. Por una parte, estamos subyugados por el poder hipnótico de las nuevas tecnologías y, por otro lado, estamos extorsionados, chantajeados por quienes (como productores, divulgadores, manipuladores, vendedores) acaban por proponer una forma de 2

Michael Korth, Descubre cómo ser feliz con menos, Urano, Barcelona, 2007. 112

vida pobre, vaciada de sentido y anémica de vínculos y presencias reales, carnales.

ENTRE LA BANALIDAD Y EL MISTERIO Cuesta creer que, finalmente, la finalidad de la vida sea alcanzar la globalidad, instalarse a salvo de riesgos y preguntas, de búsquedas y exploraciones, de experiencias y vivencias, en el pasteurizado reino de la virtualidad global (o la globalidad virtual). Si el misterio de la existencia consistía, en fin, en llegar al seguro refugio de las pantallas, los teclados, las consolas y los «equipos», si ése es el nirvana, si así lo aceptamos, deberemos admitir también que, lejos de constituir un misterio cumbre, la vida es una broma absurda y ni siquiera demasiado ingeniosa. No se trataría del absurdo mencionado por Camus y los existencialistas, sino de uno mucho más banal, adaptado a una mentalidad más superficial, simple, negada funcionalmente a la captación de cuestiones filosóficas complejas, como es la mentalidad promedio que necesita, y de la que se vale, el mundo neotecnológico para ser rentable en términos económicos e ideológicos. Cuesta creerlo, y alienta a la incredulidad, el palpable y endémico nivel de insatisfacción, de desencanto vital, de angustia existencial (representado en adicciones, patologías, homicidios, suicidios, guerras, desencuentro afectivo, violencia, accidentes, soledad) que son el escenario sobre el cual transcurre la vida contemporánea. El mundo más conectado es, al fin, el menos comunicado. El mayor grado de desarrollo tecnológico, va apareado con la inquietante inmadurez de la conciencia. Tras el apogeo del ego se vislumbra la pobreza de la individuación. La glorificación de tener oculta la agonía del ser. Todas las páginas anteriores de este libro procuran ser un llamado de atención sobre la vida que se nos propone en nombre de las nuevas tecnologías, intenta provocar un grito de rebeldía ante las consecuencias de esa vida, ante el modo en el que ya nos hemos instalado en ella. No es una proclama contra la tecnología. La tecnología (desde que el filósofo francés Augusto Comte, padre del positivismo, publicara en el siglo diecinueve los seis tomos de su Curso de filosofía positiva), nació para ordenar el mundo y dar respuesta a problemas sociales y construir un sistema de «orden y progreso». Desde entonces muchas creaciones científicas y tecnológicas han permitido comprender el funcionamiento de las cosas, desentrañar sus leyes, facilitar el transporte y la conexión entre países y continentes, acelerar la transmisión de información, 113

mejorar condiciones sanitarias y, a medida que esto ocurría, también estimularon la creencia de que la Naturaleza es dominable y, con palabras del pensamiento débil posmoderno, deconstruible. Y que, en consecuencia, la vida se puede programar y manejar a imagen y semejanza del deseo humano. Si todo se puede, si no quedan interrogantes, si desaparece el misterio, no hay razones para preguntarse por el sentido de la vida. El sentido de la vida es progresar, nos responden los aprendices de dioses, es tener mucho, es ganar mucho, es gozar mucho. Y todo eso nos lo prometen lo ilusionistas tecnológicos. Eliminada la pregunta por el sentido, tampoco ha lugar para la preocupación por los valores, nadie necesita una ética, quedan marginadas las cuestiones morales. A lo largo de los capítulos anteriores, se ha podido comprobar hasta qué punto todos estos temas están ausentes en las disquisiciones de los gurús neotecnológicos. Además de débil y manipulador el pensamiento de éstos es pavorosamente superficial y primario. Lo cual lo hace aún más peligroso, porque resulta así absolutamente funcional a la pereza intelectual y espiritual que es signo de los tiempos que corren. El gran filósofo humanista italiano Norberto Bobbio, una de las mentes más lúcidas y profundas del siglo XX (murió en 2004, a los 95 años), advirtió hacia 1997 que la creencia según la cual el progreso científico y el progreso moral irían siempre de la mano, que su vinculación sería inevitable, es ya un dogma absolutamente desmentido por los hechos. Al contrario de lo que se esperaba y prometía, señaló Bobbio, a mayor progreso científico y tecnológico parece corresponder un mayor retroceso moral. Doloroso, pero cierto. Si no comenzamos por aceptar eso, será muy difícil regresar a la moral. Y regresar a la moral es regresar al otro. Actúa moralmente quien hace lo que debe. Sin embargo lo que se debe, ¿es siempre moral? ¿Cómo saberlo? La respuesta no está en ningún buscador de Internet, ni en Wikipedia. Requiere búsqueda, compromiso, experimentación y riesgo. Acaso ayude, en la construcción de la respuesta, una reflexión de la española Adela Cortina, catedrática de Ética y primera mujer en integrar la Academia de Ciencias Morales y Políticas de su país: «Yo creo que el mandamiento ético más importante es el de no dañar y sí empujar a la gente para que lleve adelante sus planes de una vida con sentido» 3. Como en el caso de Cortina, toda vez que se habla de ética y de moral aparece el otro y aparece, como lo proponía Kant, como un fin en sí mismo, jamás como un medio. El desarrollo tecnológico, y su culminación con las nuevas tecnologías aplicadas a la conexión, han hecho del otro, del individuo, 3

En El País Semanal, Madrid, 20 de abril de 2008, entrevistada por Daniel Sánchez Alonso. 114

de la persona, un simple objeto, una herramienta, un instrumento. Un medio y no un fin. Deshumanizadas, las personas aplican esas tecnologías a fines alejados de lo humanístico (es humanística toda cosmovisión que pone al hombre, a su dignidad y a su trascendencia en el centro del escenario y de las preocupaciones). Ya no hacen lo que se debe sino lo que conviene, lo que proporciona mayor placer en menos tiempo, lo que alimenta la ilusoria creencia de que se puede crecer y aprender sin esfuerzo, sin espera, sin limitaciones, sin sufrimiento. Lo que se debe lo es siempre en relación con el otro, con el mundo, entendiendo por mundo, además del entorno físico y geográfico, a todas las criaturas vivientes, con epicentro en el semejante. Y para hacer lo que se debe, es necesario ver al otro, registrarlo, darle entidad, interesarse por él, preguntarse quién es, qué lo hace diferente de mí (maravillosa paradoja). Los principios y deberes morales están, de estarlo, en las antípodas de la atención de esas legiones de consumidores, de cibernautas, de adictos a la telefonía celular, de obsesivos de las pantallas y consolas, que se retiran (es mejor decir que desertan) del mundo real y de los vínculos reales para refugiar su egolatría y su inmadurez crónica allí donde los aguarda la soledad del mundo virtual.

UNA UTOPÍA (FELIZMENTE) IMPOSIBLE A pesar de esto, la utopía global no parece posible. El antropólogo argentino Néstor García Canclini, especializado en fenómenos culturales, advierte que «ciertas promesas que venían con la globalización, como la interdependencia de todos con todos, no se han cumplido ni parece que vayan a ocurrir. Ha caído la utopía de que la globalización venía a reemplazar a la modernidad, que iba a acabar con las diferencias y desigualdades entre las naciones y los grupos sociales. Al contrario, a veces los procesos de globalización contienen nuevas formas de segregación y de desigualdad entre quienes poseen y quienes no poseen, quienes acceden y quienes no» 4. Y quienes acceden, aunque lo hagan en nombre de una supuesta integración y vinculación (llamarle «sociales» a esas redes en las que se acumulan egos desesperados por existir a cualquier costo es una broma siniestra) acaban por protagonizar, la mayoría de las veces, la ruptura de las tramas vinculares, la fuga del encuentro con el otro. 4

Suplemento cultural ADN, La Nación, Buenos Aires, 19 de julio de 2008, entrevistado por Raquel San Martín. 115

En 1968 Zbigniew Brzezinski, un intelectual agudo, sólido, y de un pragmatismo muchas veces polémico y discutible, aún no ocupaba el cargo de asesor de seguridad nacional, como lo haría en el gobierno de Jimmy Carter, de 1977 a 1981. Era ya un prestigioso analista de temas sociales y políticos y, como tal, escribió estas palabras que, cuarenta años más tarde, conservan una inquietante actualidad: «En la sociedad tecnotrónica, el rumbo al parecer lo marcará la suma del apoyo individual de millones de ciudadanos incordinados que caerán fácilmente dentro del radio de acción de personalidades magnéticas y atractivas, quienes explotarán de modo efectivo las técnicas más recientes de comunicación para manipular las emociones y controlar la razón» 5. Se veía venir y está ocurriendo. Ya no es un vaticinio ni un prejuicio, sino la realidad en la que vivimos. Brzezinski no es vidente, como no lo eran Fromm, ni Herbert Marcuse ni los pensadores, observadores y críticos culturales que detectaron, mientras se consumaba, la disociación entre el progreso tecnológico y el progreso moral, entre la afirmación del humanismo y el énfasis del utilitarismo en las relaciones humanas. Sabemos dónde estamos. Uso el plural sólo como fórmula literaria. En verdad creo que la mayoría de los cooptados por el canto de las sirenas neotecnológicas ignoran en qué se han convertido y de qué modo sus vidas se vacían. Y la mayoría de los cooptados son una masa que influye en y determina los hábitos, usos, costumbres, modelos vinculares, patrones éticos y cosmovisión en nuestra sociedad, aquí y ahora. He descrito reiteradamente a lo largo de este libro el lugar en donde estamos. ¿Queremos estar ahí? ¿Hay otro lugar hacia dónde ir? ¿Es posible? Tomaré como punto de partida para elaborar una respuesta un párrafo del ya nombrado Norberto Bobbio. Pertenece a De senectute (1996), uno de sus libros finales, una reflexión serena, profunda, hermosa y sabia sobre su propia vida y sobre la existencia, sobre el tiempo, sobre la responsabilidad y la vejez: «[hay que tener en cuenta] la rapidez del progreso técnico, en especial en la producción de instrumentos que multiplican el poder del hombre sobre la Naturaleza y sobre los otros hombres, y lo multiplican con tanta rapidez que dejan rezagado a quien se para en el camino, o porque ya no puede más o porque prefiere detenerse para reflexionar sobre sí mismo, para volver a sí mismo, donde, como decía San Agustín, habita la verdad». Quien no se detiene para encontrarse a sí mismo, para explorar su ser esencial y verdadero (con sus luces y sus sombras), para individuarse e, individuado, encontrarse de verdad con el otro, quien no lo hace acaba, en fin, por contar su vida en sólo seis 5

En Encounter, vol. XXX, número 1 (enero de 1968), citado por Erich Fromm en La revolución de la esperanza, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 1987. 116

palabras. No tiene más palabras (el universo virtual ha emasculado su vocabulario) y no tiene más vida que ésa para contar. Es difícil responder a las demandas tentadoras de la virtualidad. Ésta promete un pensamiento fácil y superficial, promete suprimir interrogantes existenciales, eliminar planteos morales, erradicar responsabilidades respecto del mundo y de los otros, obtener placer inmediato y fugaz, celeridad en la atención de los deseos, aplacamiento de las necesidades hasta hacerlas irreconocibles. Y ofrece el acceso a ese falso paraíso mediante el simple ejercicio digital. Para resistirse a semejante fascinación se requiere una enorme dosis de coraje espiritual, un profundo compromiso con uno mismo y con el otro, una voluntad de sentido (como la llamaba Frankl) y de trascendencia (entendida, repito, como el propósito de ir más allá de uno mismo) y una convicción y compromiso que son ajenos a esta época de pensamiento débil.

SANAR LA VIDA ¿Es posible resistir? Tengo la poderosa certeza, sostenida en la vivencia propia y en los caminos compartidos, de que lo es. Pero ni las respuestas, ni los caminos, ni los instrumentos están en la Red, ni se los alcanza marcando un asterisco y cuatro números en el teléfono celular, ni vendrá del fantasma con el que chateamos ni, mucho menos, será provisto por algún conductor televisivo cuyo paupérrimo razonamiento tiene el grosor del caño por el cual deslizan sus nalgas algunas mujeres de plástico. Como ya preveía Erich Fromm, humanizar la sociedad tecnológica, sacar a las personas del pozo de la soledad y la vacuidad hacia el que se deslizan abrazadas a sus juguetes de conexión, exige cambios revolucionarios. En el centro de esos cambios aparece el objetivo de devolver al ser humano un rol activo en la construcción de su propia vida, de que desarrolle un pensamiento crítico y de que tenga una actitud responsable ante sus congéneres. Se trata de una revolución cultural «que transforme el espíritu de enajenación y pasividad característico de la sociedad tecnológica y que tenga como finalidad la creación de un nuevo hombre, cuya meta en la vida sea ser y no tener y usar. Este hombre aspirará al pleno despliegue de sus poderes de amar y de razonar y logrará una nueva unidad de pensamiento y afecto en vez de la presente escisión entre ambos, cuya consecuencia es las psicosis masiva

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crónica» 6. Ya Carl Jung había advertido acerca de esa patología colectiva. Señalaba en El hombre moderno en busca de su alma: «Alrededor de un tercio de mis pacientes no padece una neurosis definible en términos clínicos sino más bien sufre por la insensatez y futilidad de su vida. Esto puede denominarse la neurosis general de nuestros tiempos». La vida se hace fútil, vana, vacía y absurda en la medida en que no sabemos para qué la vivimos. No importa cuánto lleguemos a tener, lo mucho que acumulemos, no importa que no se nos escape ninguna novedad tecnológica, que participemos de todas, no importa la «popularidad» que alcancemos en las redes «sociales». Una vez que hemos sobrepasado el nivel de la supervivencia no alcanza con que nos quedemos estancados en una vida vegetativa: comer, beber, tener un techo (si es posible cada vez más caro, aunque otros carezcan de él), trasladarnos (en autos lujosos y carísimos, para que otros nos envidien), conectarnos (con celulares y computadoras tan costosos como recargados de funciones innecesarias), acumular objetos, dinero, sensaciones fugaces, placeres de corto alcance. Seguirá siendo una vida vegetativa, y aún no sabremos para qué sobrevivimos. A partir de una idea de Frankl podemos decir que cuando el instinto (ya adormecido por una sobredosis de tecnología) no nos dice qué hacer y la tradición y la ética no nos guían en lo que debemos hacer (la tradición porque creemos que nada existió antes de nosotros y la ética porque las preguntas morales desaparecen cuando eliminamos al otro de nuestro horizonte), terminamos por no saber qué queremos para nuestra vida. Entonces hacemos lo que todos hacen (seguimos las tendencias, modas, usos y costumbres colectivas, las «ondas») o hacemos lo que otros quieren de nosotros (somos presas fáciles de los totalitarismos, los gurús mediáticos y tecnológicos, los caudillos populistas, los «hombres fuertes» de la política o de las armas, los Mesías oportunistas del psicologismo y la falsa espiritualidad). Ahí estamos, esa es la neurosis de nuestro tiempo de la que hablaban Jung y Fromm. Ese es el sufrimiento del alma del individuo contemporáneo. La búsqueda del sentido nos lleva al encuentro del otro, nos une en el camino. La ausencia de sentido nos hunde en la más pavorosa soledad, aunque esa soledad sea bulliciosa y esté saturada de ringtones, de pantallas, de teclados, aunque nuestra casilla de correo electrónico esté colmada, aunque nuestros contactos en el chat sean multitudinarios, aunque consigamos nuestros cinco segundos de «fama» y «existencia» en alguna pantalla televisiva y aunque seamos los más populares en las redes «sociales». En esa situación de vacío sobreviene la 6

La revolución de la esperanza. 118

angustia existencial. Ésta no constituye, por sí misma, una enfermedad, es un estado del alma, un síntoma. Y puede ser, también, el disparador, el motor de una búsqueda, de una transformación, de una exploración en pos del sentido y la trascendencia. Cuando la angustia se estaciona, cuando se prolonga sin impulsarnos en ninguna dirección, cuando seguimos, pasivamente, en el mismo lugar vegetativo de siempre, ella empieza a originar enfermedades, patologías orgánicas o emocionales. La trampa neotecnológica es colectiva, no atrapa sólo a algunos, más bien son algunos los que, por ahora, escapan a ella, la advierten y advierten a otros. Esa trampa se monta en el vasto espacio del vacío existencial que aqueja a esta sociedad y a esta cultura, en la extendida falta de respuesta a la pregunta sobre el para qué de la vida. La trampa funciona si la trama vincular se rompe, si la soledad se extiende como una mancha viscosa de la que intentamos huir por cualquier puerta, inclusive por las falsas. Entre el consumismo neotecnológico, la insatisfacción y la angustia existencial hay una relación directa. A más de las últimas dos, habrá siempre más del primero. El camino para salir de esta trampa pasa por el reencuentro con el otro, por la pérdida del miedo y la extrañeza frente al prójimo, por la reconstrucción de la trama vincular humana hasta restaurar la conciencia de parte que nos instale como integrantes de una totalidad incluyente y trascendente. Insisto una vez más: trascender es ir más allá de uno mismo. Todo lo contrario de los postulados de uso de las neotecnologías.

UNA SAGRADA ARTESANÍA ¿Cómo rehacer la trama que, al repararse, nos acerca al encuentro del sentido? De una sola manera. Los vínculos humanos no se dan hechos, se construyen. Y se construyen siempre de manera artesanal. No hay producción en serie, no hay recetas, no hay tecnología «mágica» que nos los entregue hechos, sin participación, sin esfuerzo, sin riesgo y sin compromiso. El primer requisito de los vínculos humanos es la presencia y luego la mirada, la escucha, la palabra y el corazón. La presencia, porque el otro (y nosotros para él o ella) no puede ser creado a imagen y semejanza de nuestros deseos, es alguien diferente, con entidad propia, una entidad que sólo podremos captar cuando encarna ante nosotros. Entonces podremos registrar las similitudes que compartimos así como el amplio y rico campo de nuestras diferencias. La razón de ser de los vínculos es 119

la de construir puentes en la diversidad, pasaderos que conduzcan al encuentro de dos singularidades inéditas e irremplazables. Cuando está presente de verdad el otro, u otra, no es quien queremos que sea, sino quien es. Y nosotros somos eso mismo ante él o ella. Tomándonos así, reales (ni imaginarios, ni deseados, ni virtuales) tenemos ante nosotros la posibilidad, la oportunidad y la responsabilidad de construir una relación y de revelarnos en ella. La mirada, porque un vínculo sólo es posible si vemos y somos vistos, no sólo en el sentido fisiológico del término, sino en su total y vasta comprensión. No se trata de ver una pantalla, o un fantasma en una pantalla o una imagen en un celular. Tampoco basta con ver una vez al semejante para dar por hecho el vínculo. Los seres vivos estamos en transformación constante (es una condición inherente a la vida), de modo que jamás podemos darnos por vistos, no podemos guiarnos por una antigua imagen, que será antigua aunque fuera de ayer. Una mirada atenta, una mirada única hacia alguien único, una mirada que respete y explore esa singularidad es base ineludible de un vínculo real. Dar por visto a alguien o sólo imaginarlo, es un pasaporte seguro al extravío del vínculo real, a la decepción (que llegará cuando lo veamos de veras), a la construcción de una virtualidad estéril. La escucha, porque los seres humanos somos los únicos que nos comunicamos mediante la palabra. Hacemos de ella un vehículo de información y de emoción. Hemos creado la palabra para tendernos hacia el otro y para recibirlo. La palabra es memoria, es historia, nombra y describe el mundo, cuanto más rica, cuanto mejor tratada, más poderosa es. Y la única manera de que la palabra alcance ese poder es cuando se abre la escucha. En la voz que la emite hay texturas, inflexiones, melodías, intensidades, intenciones. Nunca podemos dar al otro por escuchado, porque aunque diga lo que ya ha dicho mil veces, cada vez es única e irrepetible. Entrenar la escucha es abrir la comprensión. Y, sobre todo, la escucha receptiva, la que se abre ante el otro para acogerlo en su singularidad. La escucha es parte esencial del diálogo y el diálogo (como enseñaba el gran filósofo israelí Martín Buber y como ya se ha dicho aquí) es un encuentro humano basado en la aceptación y el reconocimiento del otro. No hay, huelga decirlo, escucha virtual, porque en la virtualidad no hay otro a quien escuchar. La palabra, porque, además, de lo dicho en el párrafo anterior, ella es un instrumento irremplazable en la construcción de nuestros vínculos. Un vínculo se hace, entre sus ingredientes esenciales, con lo que se da y con lo que se pide. Se da a alguien concreto, real, no virtual. Y se le pide a alguien concreto, real, no virtual. Para pedir, debo saber qué necesito, y cómo lo necesito. Esto lleva a una mirada interior, a un diálogo claro, de palabras claras, con mi aspecto 120

necesitado. Sólo si sé decirme qué necesito, si sé ponerle a esa necesidad la palabra justa, podré pedirlo con la palabra que lo exprese claramente. También necesito de la palabra para preguntar por la necesidad del otro, para saber qué ofrecer, para no dar de un modo mudo, sin escucha previa. La palabra nombra emociones y las nombra con énfasis y modulaciones siempre distintos y siempre especiales. Sin la palabra real, emitida ante un otro real, nombrando emociones reales (no emoticones, esas patéticas caritas amarillas de dibujo infantil con las que se pretende poner sentimientos en una pantalla inerme), somos analfabetos emocionales. Hemos creado la palabra hace cinco mil años, la hemos pulido, la hemos conservado, la hemos honrado. Aunque no tenga corporalidad, la palabra jamás fue virtual y, maravillosa paradoja, se plasma en el cuerpo a cuerpo. El corazón, porque un vínculo real significa sentimientos, emociones, afectos, sensaciones reales ante alguien que está ante mí, alguien a quien veo, escucho, alguien a quien hablo. Alguien que me ve, que me escucha, que me habla. Todo eso se recoge en el centro de nuestras emociones. Ningún vínculo se construye imaginando lo que sentimos o deseando sentir algo hacia alguien. Un vínculo se basa en lo que realmente sentimos por el otro o la otra, y en tanto estamos vivos y en transformación constante es necesario mantener el corazón atento y la percepción actualizada de los sentimientos. El corazón nos permite recordar permanentemente al otro, recordarlo en presencia, puesto que recordar proviene del latín re-cordere, que significa volver a pasar por el corazón. Por nuestro corazón, no por el de la pantalla que está a nuestros ojos. Detrás de una pantalla hay chips, pero no corazones. Y significa, también, pasar por el corazón del otro o de la otra. Significa pasar al otro real, no a su mensaje de texto, no a su password, a su nickname, ni al falso Yo que me envía desde su existencia virtual, ni al falso Yo con el que le respondo para captarlo y para hacerme la ilusión de que no estoy realmente solo. Tan solo como él o ella, ese otro virtual de mi vínculo irreal. Como se advierte, el artesanado vincular está al alcance de todos, no requiere de tecnología, se ejerce con herramientas de las que se nos ha dotado al nacer y que sólo debemos usar. Son herramientas tan viejas como la especie y tan nuevas como cada ser que se incorpora a la vida. No se venden en ningún lugar, no hay marketing que las imponga. Su utilización requiere voluntad de sentido, compromiso y coraje espiritual. No hay garantías, el otro, el otro real, es alguien con existencia propia, construir un vínculo con él o con ella es, como el mismo hecho de vivir, una operación de riesgo, una aventura extraordinaria que alcanza su máxima significación en el sólo hecho de ser afrontada. Ir hacia el semejante real es ir hacia el misterio de lo humano y abrirnos ante él o ella en 121

un vínculo real, es franquearle la puerta de nuestro propio misterio. Siempre quedará algo inalcanzable del otro y siempre habrá algo de nosotros que él o ella no alcanzará. Ese misterio nada tiene que ver con el secreto o el ocultamiento. Es propio de lo humano. La construcción artesanal de un vínculo real con un otro real nos saca de la indolencia emocional, nos desafía espiritualmente, estimula nuestra afectividad, nos devuelve al mundo del que las neotecnologías nos aíslan impiadosa, impune y, a menudo, inescrupulosamente. Por supuesto, no estamos obligados a salir del caparazón neotecnológico y participar de la vida. Si fuera un imperativo lo sería desde el punto de vista moral. No hay sanción para quien no lo afronte, a menos que el vacío de la propia vida, la angustia existencial y la profunda soledad rodeada de consolas, pantallas, teclados y presencias fantasmales sean vividos como un castigo. Sin embargo, no sería un castigo impuesto por alguien. Apenas las consecuencias de una elección. La elección de una vida virtual. Una vida que, al final, puede contarse en seis palabras. De las cuales, con seguridad, sobran varias. Una vida real o una vida virtual. Una vida elegida o una ilusoria. Una vida de cuerpo presente o vivir oculto detrás de la escenografía neotecnológica. Vivir o vegetar. Que la muerte nos encuentre abiertos a la búsqueda del sentido, comprometidos en tal búsqueda, comunicados con el otro. O que nos encuentre vacíos y mustios, en un simulacro de vida. Que nos encuentre protagonizando una existencia real o ahogados en el plasma de una pantalla en la que no hay nadie. La vida nos hace estas preguntas, nos pone, lo sepamos o no, lo queramos o no, lo aceptemos o no ante estas opciones. Aunque nos escondamos en mundos virtuales, aunque la neotecnología nos prometa refugios seguros, la vida nos sigue y nos seguirá a donde estemos y nos reiterará una y mil veces sus interrogantes. Nos cuestiona, nos interpela. Nadie puede contestar por nosotros. La respuesta es de cada quien. No hay dos seres iguales. No existen dos respuestas iguales. Lo que nos equipara y asemeja es la obligación de responder. Vivir es responder.

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Índice Introducción. Cumplir un destino, descubrir un sentido........................................ 5 1. Vidas de seis palabras ............................................................................................. 12 2. Solos en un mundo desencantado......................................................................... 24 3. Apogeo de la virtualidad, agonía del individuo................................................. 38 4. Sonríe, te están vigilando ....................................................................................... 50 5. Vivir mejor en un mundo peor: una falacia tecnológica.................................... 61 6. Banda ancha, vida angosta ..................................................................................... 77 7. Conexión, depresión y moral................................................................................. 89 8. La pregunta que nadie escucha ........................................................................... 101 9. La hora de responder ............................................................................................ 111

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