Sin Miedo a Educar Betsy Hart

December 27, 2017 | Author: dhinej0 | Category: Adults, Truth, Depression (Mood), Youth, Self Esteem
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Betsy Hart

SIN MIEDO A EDUCAR Prólogo de Javier Urrà Madrid, 2009 Vara Peter, Victoria, Madeleine y Olivia porque son la luz de mi vida y porque siempre cargarán con el peso de haber tenido una madre que escribió un libro sobre la educación de los hijos.

Índice

Prólogo. Educar, no complacer

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Agradecimientos

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Introducción

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Capítulo 1. Niños salvajes 33 Cada vez más jóvenes 34 La nueva norma 38 ¿Y qué pasa con el corazón? 40 Más niños sobornados... ¿más depresiones? 41 Misión de rescate 45 ¿Qué está pasando? 47 Hacen falta unos padres (y todo un pueblo) para educar a un hijo Examen para padres 50 Capítulo 2. La constancia: misión imposible La personalidad no conforma el carácter

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Los padres son importantes ¿Naturaleza frente a educación? ¡Esa no es la cuestión! 56 Cómo ser unos padres constantes Día de entrenamiento ¿Importa la constancia? Examen para padres

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Capítulo 3. Estoy de tu parte (¿para qué sirven los padres si no?) 69 Yo también soy una obra en construcción 71 ¿De parte de quién estamos? 74 ¿Unos padres infalibles? ¡Imposible! 76 El precio de estar de parte de nuestros hijos 78 Examen para padres 79 Capítulo 4. ¡No soy lo más importante! Uno para todos... ¿Bailar al son que ellos toquen? ¡Tres hurras por el equipo local! Hasta los planes mejor hechos... «No eres el centro del universo» Examen para padres

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Capítulo 5. Nuestros hijos, nuestros ídolos 97 Si quieres compasión, búscala en el diccionario 98 Una herida en la rodilla es una bendición 104 Prestarles demasiada atención a nuestros hijos es posible 107 Amor irracional: mayor necesidad de padres racionales 109 Examen para padres 112 Capítulo 6. El autoengaño de la autoestima Me gustó mucho Amamos amarnos a nosotros mismos Cómo demostrar a nuestros hijos que los amamos El quid de la cuestión Estimar y apreciar la excelencia de los demás Examen para padres

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Capítulo 7. El mal comportamiento y otros asuntos del corazón 131 Civilizar a los niños 132 «Criticar el comportamiento, no al niño» 134 Interpretando los asuntos del corazón 136 Un «trastorno» para explicar un corazón trastornado 139 La confianza para luchar por la salud emocional de nuestros hijos 142 Examen para padres 145 Capítulo 8. ¿Cuándo se convirtió «no» en una palabra tabú?

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¿Por disfrutar de la experiencia? ¿Una educación positiva? La adversidad también está mal vista Testarudo, irritable, contestón... Decir «no» a nuestros hijos está mal visto Examen para padres

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Capítulo 9. ¿Quién decidió que los niños decidieran? 163 ¡Decisiones, decisiones...! 164 La consecuencia de usar las consecuencias para enseñar a decidir 166 Lo moral y lo práctico (y por qué la diferencia importa) 168 Los niños aprenden a tomar buenas decisiones cuando los demás las toman por ellos 170 Explicar frente a justificar Porque soy la madre Examen para padres Capítulo 10. Los sentimientos y el corazón Los sentimientos nacen del corazón Algunas veces la rabia no está bien La tendencia del corazón Veneno No me importa si no te apetece comer pescado El corazón y el cerebro Reflexión ¿Qué sé que es verdad? ¿Qué tiene que ver eso con el amor? El arte del alma Examen para padres

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Capítulo 11. Led Zeppelin: la cultura puede ser guay La guerra de la ropa 204 Los niños, el sexo y el sexo opuesto 205 ¿Tienen los niños derecho a la privacidad? 208 Los colegios y las guerras ideológicas 211 La nueva familia 214 Odia el pecado pero... 216 La cultura y el corazón 219 Examen para padres 221

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Capítulo 12. Dar un azote o no darlo (y por qué ésa no es la cuestión) ¿Por qué se quejan? 223 ¿Dónde está el problema? 225 El poder del contacto 226 Hábitos de corazón saludables 227 ¿Son igualmente buenas las alternativas? 229 Ven, pensemos juntos 233

223

Estudios descabellados sobre los azotes Azotes: caso abierto ¿Cuál era la pregunta? Examen para padres

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Conclusión. Desafía a los expertos por el bien de tu hijo 243

Prólogo. Educar, no complacer La educación empieza aún antes de que el niño nazca y desde el primer día se han de establear límites. Esta es una verdad que tiene la rotundidad de una piedra. Como lo es que educar no es entretener y distraer, muy al contrario, educar es un trabajo bello pero duro. Betsy Hart escribe con toque socarrón y lo hace con el desparpajo de su saber profesional y la cotidianeidad de una madre que educa sola a cuatro hijos. Desde esa épica discreta, nos cuenta con ausencia radical de retórica su vida, sus experiencias compuestas de momentos, sus reflexiones. Indaga en la realidad desde el sentido común, con las características propias del norteamericano y de quien posee una gran fe en Dios. Me han solicitado estas letras tras haber publicado El pequeño dictador. Cuando los padres son las víctimas1, libro que haya tenido una muy buena acogida por parte del público. Pues bien, coincido en todo con Betsy Hart salvo en dos aspectos. El primero se refiere a los azotes, sinceramente creo que no se precisan, pero sí la sanción coherente, inmediata, proporcional (del tipo sentarse a reflexionar en un rincón, o restringir o posponer algo que agrada al niño). El segundo punto de discrepancia se ciñe a la generalización en contra de los expertos, pero sí denuncio a quienes nos han precedido desde el estúpido «dejar hacer» y la cómoda permisividad. Betsy y yo postulamos que hay que tener como objetivo el futuro adulto para que sea un digno y solidario ciudadano, y que para ello hemos de utilizar las herramientas que les permitan ajustar principios éticos y morales. Nos une el saber que para educar se precisa tiempo, normas, límites y afecto. Que dar cariño no significa malcriar. Para Betsy lo que verdaderamente importa es llegar al corazón de nuestros hijos. Se pregunta: ¿Nos atrevemos a ser padres? Gusta de citar estudios, de dar datos, pero siempre breves, concisos, periodísticos, esclarecedores. Para concluir «¡¡Houston, tenemos un problema!!». En el diálogo entre la escritura, la conversación y el silencio, nos aproxima que hay demasiados niños malhumorados, hoscos, distantes e incluso desagradables. Los niños —como los sueños—, pueden convertirse en pesadillas. Y es que hay padres y asesores que piensan que es una buena idea sobornar a un preescolar para que no le dé un ataque. Enhebra sonoridades: «Hacen falta unos padres (y todo un pueblo) para educar a un hijo». Desde la definida por Hegel «Astucia de la razón», expone: «Estoy de tu parte (¿para qué sirven los padres si no?)». Y también «he hecho saber a mis hijos que también soy una obra en construcción». Ciertamente, los niños no se pueden educar solos. Y la autora nos recuerda que a algunas personas les molesta pensar que los padres tienen, por el mero hecho de serlo, autoridad sobre sus hijos. Me gusta su claridad, sencillez, sinceridad, tenemos pálpitos de existencia similares. «He descubierto que incluso cuando mis hijos creen que no estoy de su parte en un momento dado, saben que yo sí lo creo. Eso se nota (para mejor) en nuestra relación». Tenemos —creamos— niños que piensan «soy lo más importante» y padres que razonan ¿razonan? «Si le dices no, se pasa todo el día enfadado». Creo —obviamente— que hay que enseñarles que el mundo no se inclina ante sus deseos.

1Publicado por La Esfera de los Libros, Madrid, 2006.

Si no se establecen normas, las tienen que imponer los propios niños y no están capacitados para ello. Veamos diferencias del ayer y el hoy. Antes primaba la disciplina sobre las emociones, ahora vemos lo opuesto. Betsy se pregunta si una de las razones del aumento de los súper padres es el descenso del número de familias numerosas. Confirma que «no hay duda de que la influencia religiosa se ha debilitado y muchos padres-están intentando llenar un vacío en su vida espiritual poniendo todas sus aspiraciones en lo único que los sobrevivirá, sus hijos». Me encanta la magia de las palabras. Como cuando afirma «los narcisistas dan miedo». O «puede que sea más fácil elogiar a un niño que enseñarle matemáticas». Precisamos valorar y reconocer el esfuerzo por mejorar de los niños, en lugar de elogiarlos por ser maravillosos per_ se Tenemos la misión de civilizar a nuestros niños, de crearles una estricta conciencia. Hay fallas estructurales. Yo señalaría que hay muchas familias que lo primero que deben establecer son horarios. Betsy indica que «la epidemia de niños obesos tiene que ver con los padres que no dicen "no"». Concluyo, para que puedan continuar leyendo a Betsy Hart y ratifiquen que «hemos de enseñar a nuestros hijos a encontrar el valor que tienen las cosas de este mundo maravilloso y a distinguir entre lo bueno y lo malo». El poder de los padres radica en su amor incondicional, esta incalculable fuerza debe conducirse desde la constancia y el buen criterio educativo. Este libro ligero y serio contribuye a tan tierna y ardua misión. Sin olvidar que cada ser humano es único, más si está en evolución. Un proverbio chino expone: «El barro se endurece al fuego, el oro se ablanda». JAVIER URRA

Agradecimientos

Me siento un poco rara escribiendo un capítulo de agradecimientos para este libro, no porque no haya gente maravillosa que se lo merezca, sino porque me parece un poco autocomplaciente. Pues ¿qué ocurriría si, a pesar de la ayuda que he recibido de estas personas, no hubiera escrito un libro que alguien más, aparte de mis familiares inmediatos, quiera leer? De todas formas, he decidido que me voy a arriesgar y voy a ir a por los «agradecimientos». Porque con este libro se me ha concedido el privilegio de tratar un asunto que me apasiona. Aunque se diera el caso de que ni los miembros de mi familia comprasen cada uno un ejemplar (más les vale que no sea así) siempre consideraré una suerte el haberlo escrito. Y en este contexto quiero dar las gracias a las muchas personas que me han proporcionado el momento más emocionante de mi vida. La primera de la lista es mi agente, Teresa Harnett, que me convenció de que otras personas, aparte de mis familiares, comprarían Sin miedo a educar, y sin cuyo apoyo, entusiasmo e increíble contribución, el libro simplemente no existiría. Estoy también muy agradecida a mi editora de Putnam, Sheila Curry Oakes, que creyó en el proyecto y me convirtió oficialmente en autora; a su sucesora, Marian Lizzi, y al editor jefe John Duff, que tanto me animó durante el proceso. También estaré eternamente en deuda con mis editores del Servicio de Noticias Scripps Howard (Washington D. C): el director Peter

Copeland, Jay Ambrose y Walter Veazey. Y con los muchos amigos que contribuyeron valiosamente al libro, que encontraron siempre la manera de decir con increíble aplomo «en fin, ejem, ejem... tienes que corregir esto» o que, simplemente, me alentaron; gente como Jeanne Alien, Steve Humley y Melinda Sidak, a quienes estoy profundamente agradecida. Y en este punto debo dar las gracias también a mi amiga María McCarthy, que me dio un tirón de orejas cuando la llamé para decirle que estaba escribiendo un libro: « ¡Bueno, espero que por lo menos sea sobre cómo educar a los hijos!», me dijo. Por supuesto, hay muchos amigos estupendos y padres de quienes aprendí mucho y que deberían haber escrito este libro en mi lugar pero, por alguna razón, Dios me dio el privilegio de poner con las mías, más torpes, sus demostradamente sabias palabras: personas como Dave y Jennie Coffin, Paul y Brenda McNulty, Wes y Martha Wilson, March y Mariam Bell y tantos otros que me enseñaron y me animaron. Gracias desde el fondo de mi corazón. Cualquier lector (me temo) se dará cuenta muy pronto de que escribí la mayor parte del libro durante el período más negro y difícil de mi vida. Cada uno de los amigos mencionados arriba me prestó una ayuda leal e insustituible en esa época. El matrimonio Coffin destaca porque su atención y conocimientos fueron especialmente lúcidos, incluso a la una de la mañana. Pero ha habido también otras muchas personas cuyo amor, afecto y apoyo me ha permitido completar el libro y me ha ayudado a sentir verdadera alegría y satisfacción de hacerlo. Estoy agradecida a todos ellos. Algunos son: Helene Brenner, Lynne Carlson y Marjo-rie Dannenfelser, que siempre tenían razón; Trish Ryan, una canguro que mis hijos adoraban, y en la que confiaban, y una amiga para mí; y Steve y Adrianne Schneider (y sus maravillosos hijos) que fueron los mejores vecinos de al lado que nadie haya podido tener. Y como padres ( y sus hijos como hermanos) para nuestros hijos. Y, sobre todo, me siento profundamente agradecida por la maravillosa familia que tengo: mi padre, que a los ochenta años, cuando la mayoría de las personas están confinadas en residencias, hace cosas como dar clases de descenso en esquí y obligarme a mirar las muestras de tela que está eligiendo para los muebles de su nuevo piso; mi increíble madre y amiga, que murió, en cierto modo, demasiado joven, en 1995, y cuyo espíritu luchador y positivo siempre me ha acompañado y dado fuerzas ( ¡ y a mis hijos!); y mi hermana, Beverly Hayes, y hermanos: Dwight, David y Dennis Banfield ( y sus familias) cuyo enorme amor, apoyo, cuidado y preocupación por el bienestar de mis hijos y el mío durante aquel momento difícil de nuestras vidas me ha demostrado que, bueno... que es cierto que puedes volver a casa. Por último, quiero dar las gracias a las personas más valiosas de mi vida: Peter, Victoria, Madeleine y Olivia: porque me han dado el valor y la esperanza para seguir adelante, porque han aguantado muchas cosas y porque me conocen mejor que nadie y, a pesar de eso, me aman.

Introducción En un anuncio de detergente, una madre soltera de dos adolescentes se está preparando para una cita. Cuando ya está arreglada, se mancha de ketchup mientras da a sus hijos de cenar... No pasa nada: cuenta con el magnífico detergente que se anuncia. Varias horas después, mientras se despide de su amigo en la puerta, piensa: « ¿Estará bien besar en la primera cita? Creo que se lo preguntaré a mi hija». ¿Por qué? ¿Acaso la hija sabe más que la madre? Una conocida página web para padres (partnership/orchildren.com) aconseja a los progenitores que no acusen a su hijo de mentir, aunque estén completamente seguros de que les está mintiendo. Deben hablar con él sobre lo «especial»

que es la verdad. Deben decirle cuan orgullosos se sienten de él cuando la dice. Y después deben dejar que su pequeña conciencia se ponga a trabajar. Pero, ¿qué pasa si todo lo que la pequeña conciencia dice es « ¡Estupendo: Me he librado!» El psicólogo de familia Ed Wimberley quiere que nos preguntemos si estamos dando a nuestros hijos todas las opciones vitales posibles. La respuesta, se supone que está claro, debe ser: «¡Por supuesto!». También nos explica en su libro Guía para padres: cómo educar a niños estupendos que «nuestros hijos merecen sentirse bien con ellos mismos, simplemente porque son, porque existen». Ése es también el mensaje de kidshealth.org en su apartado para niños, en el que les dice: «Lo más importante que tienes... ¡es la autoestima!». Y mientras, enparentcenter.babycenter.com se instruye a los padres para que siempre acepten las emociones y sentimientos de sus hijos «sin juzgarlos». Y, por supuesto, hoy en día cuando un niño se porta mal, ¿qué explicación ofrece la mayoría de las veces el avergonzado progenitor?: «Está muy cansado». ¡Bienvenido a lo que yo he llamado la «ciencia de criar hijos!». Una cultura en la que los padres son básicamente alentados a idolatrar a sus hijos, a maravillarse ante su inherente sabiduría y bondad... Y esto es sólo el principio. Sé todo lo que hay que saber sobre estas teorías porque soy madre de cuatro hijos. En el momento de escribir este libro Peter tiene diez años, Victoria ocho, Madeleine cinco y Olivia, tres. Y sé que, debido a esta cultura, muchos padres y madres creen que deben encargarse de que sus hijos se sientan siempre verdaderamente especiales y verdaderamente bien con ellos mismos (incluso cuando se están portando verdaderamente mal). Aunque, ¡por supuesto!, los niños hoy en día no se portan mal, en realidad están agotados. Los papas y mamas de hoy temen descuidar una «necesidad» o herir una delicada sensibilidad. Y ¡que Dios nos coja confesados si alguna vez nuestros hijos sufren una decepción, un enfado o una frustración! Damos a nuestros hijos la posibilidad de elegir siempre que podemos y, ¡Dios lo sabe!, buscamos cualquier alternativa al «no». No queremos que esos oiditos escuchen de nuestros labios: «¡La respuesta es no porque lo digo yo!». La autoestima ha reemplazado al autocontrol o a cualquier idea de estima hacia los demás en el gran panteón de las virtudes infantiles. El desvivirse con cada uno de los súper importantes sentimientos de los niños ha sustituido al conocido: «¡No me molestes a menos que te estés muriendo!», que muchos oímos de pequeños. De hecho, comentarios como «no me interrumpas, cariño, estoy ocupada», o «id a jugar niños, los mayores estamos hablando», o «no puedo prestarte atención ahora, cariño, estoy hablando por teléfono, espera a que acabe» faltan en demasiados hogares porque, básicamente, la vida de los padres hoy en día gira en torno a sus hijo y están dispuestos a dejar cualquier cosa que tengan entre manos para atenderlos. ¿Y los azotes? Esta palabra raramente se menciona entre la gente bien educada. Muchos de nuestros padres habrían considerado absurdas estas ideas. No eran perfectos, desde luego, y también tuvieron que hacer frente a las modas educativas de su tiempo. Pero conozco a poca gente que pueda defender que los niños de hoy día han salido mejor parados que los de otras generaciones, a pesar de la elaborada pedagogía que los expertos nos dictan. Tampoco creo que los padres seamos mucho más felices, a pesar de todos sus consejos. Desde luego, no vivimos más tranquilos. ¿Cómo podríamos? La mayoría estamos demasiado ocupados obsesionándonos con cualquier cosa que tenga que ver con nuestros pequeñines. Naturalmente, esta forma de relacionarnos con nuestros hijos es muy seductora. Yo misma he caído en muchas de sus trampas. Pero siempre me da pena cuando veo a padres que siguen tan estrictamente sus dictados y que están estresados por sus propios hijos (aunque sólo tengan uno o dos y estén completamente sanos); que lo que debería de ser motivo de alegría se convierte en: «¡Por favor, que pasen pronto estos años!». (Con razón a menudo tampoco los niños parecen felices).

Por desgracia, los padres seguirán diciendo lo mismo cuando lleguen a la adolescencia. Quieren a sus hijos con locura, como todos, pero la idea que tienen de cómo ha de ser su vida con ellos les lleva a preguntarse continuamente: «¿Nos lo estamos pasando bien?». Hace cien años Ellen Key, defensora de la infancia, denominó el siglo XX «el siglo del niño». Ese fue el título de su libro2, escrito en 1900. Pero los últimos cien años deberían llamarse en realidad «El siglo del especialista infantil». Es precisamente a esa especialización en la educación de los niños, al conjunto de dogmas que descienden de «las alturas» sobre cómo educar a nuestros hijos, a lo que yo llamo «la ciencia de criar hijos». Examinaré dicha cultura a lo largo de este libro. Por supuesto, no es monolítica, pero demostraré que sus diferentes tendencias parecen seguir, en general, las mismas directrices. Pero ¿van en la dirección adecuada? En el siglo XX, la educación de los hijos fue elevada a la categoría de ciencia. Pero los científicos tenían ideas descabelladamente contradictorias, y a menudo se contradecían también entre sí. Por lo que no nos debe sorprender que hoy día poca gente defienda que esta «ciencia» de la educación nos ha llevado muy lejos. No animo a los padres a despreciar los consejos de los especialistas a tontas y a locas. Estoy de acuerdo en que en ellos hay sabiduría y conocimiento. Pero sí les doy ánimos para que reconozcan que ellos son los padres y saben qué es lo mejor para sus hijos. Si pueden usar los consejos de los expertos para alcanzar sus metas como padres, perfecto. Pero si se sienten intimidados, o delegan sus responsabilidades en otros, se están haciendo un flaco favor, a ellos y a sus hijos. Hace diez años, poco después del nacimiento de mi primer hijo, empecé a escribir una columna para el Scripp Howard News Service. Al principio, me centraba en asuntos de política y de información nacional, pero con el tiempo, a medida que mis otros hijos fueron llegando al mundo, empecé a concentrarme más en la cultura, los niños y su educación. La reacción fue asombrosa. Si escribía una columna sobre la campaña presidencial recibía varias docenas de e-mails. Pero si escribía una columna que dijese «¿Por qué tenemos que dar tantas opciones a nuestros niños?», recibía más de cien respuestas. Parece que la educación de nuestros hijos (que incluye la cultura del hogar) es lo que más nos importa. En mi caso fue así, como pudo verse cada vez más reflejado en lo que escribía. Yo no soy una experta en educación infantil. Sólo soy una madre de cuatro chavales pequeños, pero no puedo evadirme del mundo que me rodea. Televisión, libros, revistas, emisoras de radio... a veces pienso que los consejos que dan sobre educación no tienen ningún sentido. ¿No dar nunca un cachete? ¿Reforzar siempre la autoestima? ¿Distinguir entre el niño y sus actos? ¿Todos los sentimientos son buenos? Muchas de estas cosas no me cuadraban. Afortunadamente, he contado con el asesoramiento de muchos padres experimentados, gente que está criando a sus hijos con seguridad en sí mismos, o que ya lo ha hecho. Me han dado valiosos consejos que eran, a menudo, muy diferentes de los que ofrecen los expertos profesionales. Y la gente con la que me encuentro me dice que mis hijos parecen estar educados de una manera diferente: que no me interrumpen tanto, que no cogen una rabieta cada vez que se les dice que no r y que no parecen ser el centro del universo familiar. Cuando la gente viene a casa a cenar, sí que puedo decir a mis hijos que vayan a jugar lejos de la «zona de los mayores» mientras éstos hablan. Y mis hijos parecen estar sobreviviendo a todo esto bastante bien. Desde luego, a veces pienso: ¡ojalá pudiera ver lo que ocurre cuando yo no estoy! Mis niños son niños: riñen, se pelean, se quejan y les encanta fastidiarse. Tienen su propia personalidad y cada 2

Ellen Key, The Century of the Child, Putnam Sons, Nueva York, 1909.

uno te desafía a su manera. Uno llegó al mundo sin querer ser una molestia para nadie; otro, estoy convencida de que es pariente lejano de los Soprano. Más de una vez he dicho a mis hijos con voz resignada (mientras se peleaban con uñas y dientes por algo tan importante como coger las primeras cucharadas del tarro de mermelada): «Ya es demasiado tarde para mí; sólo espero que mi libro sirva de ayuda a otros». (Mis hijos me han contestado que por favor deje de decir eso). Sin embargo, confieso que todavía me siento satisfecha de la educación de mis niños. No porque yo tenga la solución a todos los problemas —de ninguna manera—, sino porque sé una cosa: yo soy la madre; sé más que mis hijos y los quiero más que a nada en el mundo y sé que ellos se benefician inmensamente de esta confianza que tengo en mí misma como madre. Como un buen amigo nos dijo a mi marido Ben y a mí: «Decidid pronto quién va a mandar en casa porque si no lo hacéis vosotros lo harán vuestros hijos». Pero la educación de los hijos consiste en mucho más que en estar al mando. Durante estos años, algunos expertos padres me han ayudado a comprender que educar a los hijos no consiste sólo en conseguir que su conducta sea la apropiada en un momento dado. Ni en poner fin a una rabieta o a las malas contestaciones, promoviendo las buenas formas y las relaciones fraternales. Lo que verdaderamente importa es llegar al corazón de nuestros hijos. Como padre o madre debo ser capaz de entender que sus corazones corren peligro, no por vivir en este mundo, sino por su propia naturaleza. No se necesita ser una persona religiosa para estar de acuerdo en que «la necedad está ligada al corazón del muchacho» (Proverbios, 22:15). El corazón de un niño es a menudo confiado y cariñoso, pero también es egocéntrico e insensato y, como tal, un peligro para sí mismo. Y cuando digo «corazón» me refiero a algo más que al carácter. Es de suponer que un niño que tenga buen carácter no mentirá porque sabe que eso está mal. Perfecto. Tenemos que educar a nuestros hijos en el valor de la verdad. Pues un niño que tenga el corazón bien orientado desarrollará un genuino desprecio hacia la mentira y el gusto por la verdad. Una niña con buen carácter puede ser amable con los demás porque sabe que la buena educación es necesaria. Eso es fantástico. Pero una niña con el corazón bien orientado desarrollará un verdadero aprecio, interés y respeto hacia los demás y querrá que los demás lo sientan. No podemos cambiar nuestros corazones, y mucho menos los de nuestros hijos. Pero es nuestro deber como padres inclinarlos al bien. Con este libro intento aclarar lo que muchos padres admiten instintivamente, pero temen poner en práctica: que, en última instancia, los expertos pedagogos y orientadores no saben más de nuestros hijos que nosotros mismos. Espero contribuir con este libro a dar a los padres confianza para educar a sus hijos como creen; para que sepan tomar lo que es útil de las teorías de los expertos y dejar atrás, sin sentimientos de culpa, lo que no lo es y, sobre todo, distinguir entre ambas cosas. En este libro he elegido las ideas de las que difiero. Critico desde el no dar cachetes hasta el aumento de la autoestima infantil, pasando por el dejar a los niños tomar decisiones. Sin embargo, la pregunta más importante es «¿qué piensan ustedes, como padres, de lo que la nueva ciencia de criar hijos perfectos enseña a los padres actuales?» Curiosamente, algunos de sus faros-guía usan siempre la retórica adecuada. Por ejemplo, pueden animar a los padres a poner límites. De hecho, la noción de que los padres deberían ser «autoritarios» está en boga en ciertos círculos. Por desgracia, estas ideas no parecen significar mucho para esas personas. Porque lo que los especialistas dicen y la manera en que nos aconsejan que eduquemos a nuestros hijos son, por desgracia, a menudo dos cosas muy diferentes. Por eso es tan importante llegar al quid de lo que los expertos nos enseñan sobre la educación de los niños.

Como me dijo una amiga después de leer el primer borrador del libro «esto es en realidad una guía sobre qué pensar de lo que los expertos piensan sobre la educación infantil», o, quizás, «cómo y por qué no dejarse intimidar por los expertos». Al menos ésta era mi meta cuando empecé a escribir Sin miedo a educar. Ahora ha adquirido mayor importancia. Cuando empecé con el proyecto yo estaba, o eso creía, felizmente casada, y no tenía motivos para pensar que esta situación cambiaría. Pero me equivoqué. Para mi total asombro, y para el asombro de todos los que conocían y amaban a mi marido, éste dejó a su familia. Por mi propia integridad me vi obligada a disolver la unión de casi diecisiete años a la que mi marido había puesto fin de manera tan absoluta. Estos hechos supusieron una tragedia para mis hijos, para mí y para mi marido. El libro ( y mi vida) quedaron postergados mientras mis hijos y yo sufríamos. Nadie es más contraria que yo al divorcio, como he escrito a menudo, y mi propia experiencia no invalida la verdad de su impacto devastador, especialmente en los niños. Sólo convierte lo que yo ya sabía sobre el divorcio en algo más real, más tangible, más personal. A lo mejor por eso, cuando ya tenía claro que me enfrentaría a la vida como «madre soltera» (tengo la guardia y custodia total de nuestros hijos), volví a este manuscrito con otros ojos, lo escribí en nombre de mis hijos. Leí lo que había redactado y lo vi desde una nueva óptica. Los principios que me habían importado durante años adquirieron una nueva vigencia. Comprendí mejor que nunca que cómo educamos a nuestros hijos y cómo percibimos nuestro papel en sus vidas es realmente importante. Los padres pueden discrepar de muchas de las cosas que digo, pero ojalá puedan extraer de ellas la confianza para tomar las decisiones que creen que son adecuadas para sus hijos porque, al fin y al cabo, es tarea suya y sólo suya el tomarlas. Si perciben el papel de padres como un continuo intento de llegar al corazón de sus hijos, les habrán hecho un regalo maravilloso. Nos toca a nosotros, los padres, decidir. ¿Asumiremos nuestra tarea? ¿Nos atreveremos a ser padres? Este no es un libro de «cómo...», excepto quizás en el sentido de cómo pensar sobre los consejos de los especialistas que se refieren a la educación de los niños. Es un libro de «¿cuál es la actitud correcta?». En cierta medida, es más sobre los padres que sobre los hijos. Casi todo lo que aquí se dice concierne a los más pequeños, lo cual tiene una explicación simple: es en la primera infancia cuando es más fácil e importante establecer los hábitos del corazón. Pero el hábito de perseverar en la vida de nuestros hijos hemos de seguirlo incluso más allá de su juventud. Nunca es demasiado tarde, ni demasiado pronto, para aplicar los principios de este libro (si creen que tienen sentido). No escribo sólo para matrimonios o para familias tradicionales; es para cualquiera que tenga la responsabilidad de educar a un hijo. Ponerla en práctica puede ser más difícil, mucho más difícil dependiendo de las circunstancias, pero los principios no cambian, ya estemos solteros o casados, seamos más jóvenes o más viejos, padres adoptivos o biológicos, padres de uno o de varios hijos... Cualesquiera que sean las circunstancias en su vida, cualquiera que sea el modo en que dirige su hogar, no importa cuán diferente parezca del mío, usted es el padre o la madre. Se le ha encomendado una misión valiosa e importante, la misión de educar el corazón de sus hijos, de atreverse a ser padre o madre, aunque la sociedad le diga que no lo sea.

Capítulo 1. Niños salvajes El autor de un artículo aparecido en la revista Time en el año 2003 se preguntaba: «¿Necesitan policías nuestras guarderías?». Por lo visto, la respuesta es sí. Time contaba que en Fort Worth, Texas, a una

alumna de primero de primaria se le pidió que guardara un juguete. En lugar de hacerlo, la niña empezó a gritar. «Cuando se le rogó que se tranquilizara, volcó su pupitre y se escondió bajo la mesa de la profesora. Luego, gritando, salió de su escondite y comenzó a arrojar libros a sus aterrorizados compañeros de clase, que tuvieron que ser desalojados de la habitación por seguridad». «¿Es sólo un mal día en el colegio?», preguntaba, retóricamente, la revista. Más bien un mal año. No fue un incidente aislado. Se produjeron docenas de actos vergonzosos en todos los colegios del distrito; la mayoría, obra de los alumnos más pequeños. Un niño que gritó «¡Cállate puta!» a una profesora, otro que mordió a un profesor en una guardería (tan fuerte que le dejó marcas) y otro de seis años que, completamente histérico, se quitó la ropa y se la arrojó al psicólogo del colegio están entre los casos a destacar. Éstos no son chavales traumatizados procedentes de hogares desestructurados. Son chavales normales y sanos, muchos de familias tradicionales de clase media, y sin ningún trastorno emocional aparente. Michael Parker es el director del programa de atención psicológica del Distrito Escolar Independiente de Fort Worth, que atiende a ochenta mil estudiantes. El doctor Parker aseguró a Time que estaba notando un claro aumento de la conducta agresiva en los niños más pequeños. «Hablamos de malas contestaciones, de falta de respeto, de llegar a morder, a dar patadas e incluso golpear a los adultos; y eso lo estamos viendo hasta en niños de cinco años». Houston, tenemos un problema. La palabra «Columbine» todavía produce un escalofrío colectivo. Así se llamaba el instituto de Littleton, Colorado, donde dos chicos de clase media-alta dispararon a todo el que se les puso por delante causando trece víctimas mortales y luego se suicidaron. ¿Qué les pasó a aquellos chavales? Todos sabemos que algo tuvo que torcerse mucho para que actuaran de esa manera. En 2004, la Partnership for Children, una asociación de defensa de la infancia de Fort Worth, hizo públicos los resultados de una encuesta hecha a treinta y cinco colegios de primaria y guarderías locales. La mayoría de los entrevistados dijeron que los niños de primaria tenían en aquel momento más problemas emocionales y de conducta que cinco años antes. Más de la mitad de las guarderías aseguraron que los incidentes producidos por enfados y enojos habían aumentado respecto a los tres años anteriores.

Cada vez más jóvenes El doctor Ronald Stephens es director del National School Safety Center con sede en Westlake, California. Y, aunque no existe un método para medir los actos violentos cometidos por alumnos muy jóvenes, el doctor me comentó que estos actos aislados están aumentando y que los problemas de conducta se están incrementando a una velocidad alarmante. Stephens señala también el aumento de las escuelas especiales dedicadas a los estudiantes problemáticos de primaria en los últimos diez años. Hace una década, afirma, este tipo de escuelas eran prácticamente desconocidas. Hoy en día, al menos mil de los quince mil distritos educativos de Estados Unidos las tienen. Son ya «normales y cada vez hay más», me dijo. La organización de Stephens dirige seminarios y forma a profesores a lo largo de todo el país y en sus talleres se conocen muchos casos de niños que han perdido el control. Una profesora de primaria fue atacada con tanta violencia por un enorme alumno de seis años y medio que tuvo que dejar su trabajo durante seis meses. Otra mujer, que había sido profesora de primaria durante veinticinco años, informó de que literalmente no podía controlar a los niños que estaban a su cargo.

En junio de 2000 la revista Pediatrics publicó un estudio de veintiún mil pacientes de diversos pediatras. La agencia de noticias Associated Press lo resumía de la siguiente manera: «El número de jóvenes estadounidenses con problemas emocionales y de conducta ha aumentado en las dos últimas décadas». Este incremento «no puede ser desestimado y atribuido exclusivamente a la nueva formación y diagnosis médica», afirmó la doctora Kelly Kelleher de la Universidad de Pittsburg, directora del Hospital Infantil y autora principal del estudio. De hecho, según el informe de la AP (Associated Press) el mayor número de casos había sido diagnosticado por médicos que habían terminado sus carreras hacía treinta años. Kelleher manifestó que los resultados sugieren que el cambio más importante se había producido en «la gravedad de los problemas y el tipo de pacientes que se estaba tratando». El síndrome de déficit de atención, o desorden hiperactivo, había aumentado del 1,4 por ciento al 9,2 por ciento y problemas emocionales como la ansiedad y la depresión habían subido de una cifra despreciable al 3,6 por ciento. Sólo en el año 2003 se recetaron más de dos millones de antidepresivos para niños, según el Washington Post. Por supuesto, la «vieja generación» lleva quejándose de los «niños salvajes» desde el principio de los tiempos. Desde Sócrates hasta nuestros días, pasando por mis propios padres, que se opusieron a mi devoción infantil por el cantante Rod Stewart, siempre hemos oído quejas de cómo la descontrolada nueva generación es, al parecer, cada vez peor. Pero estas quejas tradicionalmente se referían a una generación a punto de entrar en la edad adulta (adolescentes y adultos jóvenes) y no a niños de cinco y seis años. ¿Y qué decir de los niños mayores y de los adolescentes? Por desgracia, en Estados Unidos ya no nos espanta oír cosas como que un niño de ocho años ha apuntado con una pistola a su compañero de clase porque se había reído de sus orejas. Niños de doce años de un acomodado barrio residencial participaban con regularidad en fiestas de sexo en las que el sexo oral era de rigor, según el Washington Post. Pero esto, ¿realmente pilló a alguien por sorpresa? El suicidio se encuentra ahora entre las tres causas más importantes de mortalidad en los jóvenes de dieciocho a veinticuatro años y es la quinta causa en los niños de diez a catorce, según la Fundación Americana para la Prevención del Suicidio. Desde 1950 se ha triplicado en la población masculina comprendida entre los dieciocho y los veinticuatro años y se ha doblado en la población femenina. Ciertas informaciones apuntan a un descenso de la violencia juvenil. Pero, según un informe de 2001 de la Dirección General de Salud Pública de Estados Unidos, estas informaciones sin confirmar no son exactas. En el informe se declara que «no sólo se han estudiado los antecedentes penales y las detenciones, sino que se han analizado varias investigaciones a nivel nacional en las que los jóvenes confesaban sus actos violentos. Estas confesiones revelan que la propensión e implicación real de los jóvenes en actos de violencia no han disminuido, como indican las detenciones. Más bien, han aumentado 1993». El informe señala que el número de arrestos de jóvenes que cometen actos violentos también está aumentando. Desde luego, la mayor parte de lo que estoy describiendo son los casos extremos. Después de todo, gracias a Dios, la mayoría de los niños de seis años no pegan a sus profesores. Así que estos estudios y casos describen un aumento de los problemas en un extremo de la escala. Pero antes de que colectivamente demos un suspiro de alivio tenemos que admitir la parte que da miedo: la escala se ha desplazado en su totalidad en la dirección equivocada. Este comentario me llegó de una abuela de Florida en respuesta a una columna que yo había escrito sobre niños problemáticos: En la actualidad me dedico a cuidar a los niños de la guardería de la iglesia y hay una niña de tres años que grita y coge pataletas si no se la atiende constantemente. Los padres de esta niña satisfacen todos sus caprichos y quieren que todo el mundo haga lo mismo. La niña de tres años está, claramente, al mando.

Este tipo de conducta es tan normal que se ha convertido en «la nueva norma». Todos podemos contar una historia como la de esta abuela. Hace poco llevé a una de mis hijas a su clase de gimnasia. Mientras esperábamos a que empezara, varios niños corrían persiguiéndose los unos a los otros alrededor de una verja, y estaba claro que alguno se iba a hacer daño. Una de las madres le dijo a su hijo de tres años, Eric, que no corriera. Eric continuó corriendo. Su madre le dijo al menos cinco veces que parara. Al final, Eric se chocó con mi hija Madeleine (que, la verdad, sólo se portaba mejor porque estaba cansada). Su madre le dijo: «¡Ya está bien, Eric!, ¡siéntate ahora mismo!». Eric la miró a los ojos, se levantó y empezó a correr otra vez. ¿Y la reacción de la madre? Ella y otra madre se miraron, se encogieron de hombros y soltaron unas risitas. Cualesquiera que fueran las circunstancias atenuantes (su madre no quería una escena o Eric estaba alterado) una cosa está clara: Eric estaba acostumbrado a desobedecer a su madre impunemente; y ella estaba acostumbrada a que la desobedeciera.

La nueva norma En el año 2004, en un artículo en la página web WebMD.com la periodista de temas de salud Dulce Zamora escribía: «Cuando un hijo y su madre entran en la sala de espera de un médico, hay dos sillas libres: una silla grande para los adultos y un taburete para los niños. El niño se sienta en la silla de los adultos y coge una rabieta cuando su madre le dice que se levante. La madre se sienta encogida, con resignación, en el asiento pequeño». El problema no es quién se sienta dónde. El problema es cuánto poder ejerce el niño sobre sus padres. Este tipo de escenas se está convirtiendo en una epidemia. Si estuviéramos haciendo un reality show lo podríamos llamar Niños salvajes. Lo más asombroso no es que los niños intenten hacerse con el poder. Por supuesto que lo intentan. Está en la naturaleza humana el desear el poder, y la naturaleza con la que nacen los corazones de los niños no ha cambiado desde Adán y Eva. Sí ha cambiado, sin embargo, la manera en que los educamos. Los padres temen muy a menudo enfrentarse a la conducta y, aún más, a los corazones de sus hijos. Por eso este libro trata más de los padres que de los hijos. Podríamos decir: «Sí, los niños de hoy día se comportan peor, son más maleducados y más contestones, ¿y qué? Nos las arreglaremos, lo ignoraremos y superaremos esta fase. Al fin y al cabo, estos niños no van a ser unos adultos aberrantes que cargarán con pistolas contra los institutos. Vivir con ellos puede ser desagradable o, a lo peor, deprimente (no importa cuánto los queramos), pero la mayoría se convertirán un día en adultos más o menos responsables». Puede ser. Pero, de todas maneras, el problema no es en última instancia la conducta. Ésta sólo refleja lo que está ocurriendo en el corazón del niño. Y es a éste al que debemos llegar. Y rescatar. La periodista Bárbara Cartón hablaba de la necesidad de utilizar los servicios de un asesor en un artículo aparecido en el Wall Street Journal: Cuando Ellen, la hija de Amy Griswold, cumplió tres años, empezó a coger pataletas y a responder a su madre con frases sabihondas como: «¡No me hables de ese modo!». ¿Qué otra cosa podía hacer esta madre? Llamar a un asesor, por supuesto. La periodista Bárbara Cartón continuaba explicando: Después de meses de trabajo con un asesor, en persona, por teléfono y on-line, la señora Griswold es una cliente satisfecha. Para doblegar las frecuentes rabietas de Ellen cada vez que salía de casa, el asesor sugirió ofrecerle prendas de vestir, como una tiara, que la preescolar se pondría cuando saliera

de casa sin enfadarse. «Acabó con todas las llantinas», aseguró la señora Griswold, que se había gastado 150 dólares en el asesor. «Fue un dinero bien empleado»3. Estos consejos cuestan aproximadamente 100 dólares la hora. Piensen en qué es lo que ha aprendido esta niña: que si toma por costumbre el ser lo suficientemente desagradable, será premiada si no se fastidia a sí ni a los demás. Y lo que ha aprendido su madre: a pagar a su hija y a comprar la tranquilidad. Pero ¿qué ocurrirá cuando la niña pida un coche a cambio de no coger una rabieta?, ¿qué ocurrirá cuando algún día se encuentre con alguien que no la quiera comprar? Los asesores de padres son un negocio en auge. Según el artículo del Wall Street Journal el Instituto de Asesores de Padres de Belle-vue en Washington, por ejemplo, abrió sus puertas en el año 2000, y en el verano de 2003 ya había licenciado a seis asesores y estaba formando a veinticuatro.

¿Y qué pasa con el corazón? Sin duda, estos chavales pueden convertirse en buenas personas, en adultos responsables. Pero ¿cómo serán sus corazones y sus personalidades? La niña de Dallas puede que llegue a ser una adulta normal, con un trabajo estable, casada y con hijos. Pero ¿qué está pasando en ese corazón que dice «soy lo más importante»? Si sus padres continúan comprándola para que esté contenta, si cree que todos sus caprichos serán casi siempre satisfechos: ¿qué pasará cuando sea una adulta «responsable»? (si es que llega a serlo). ¿Qué tipo de matrimonio tendrá? ¿Qué valores transmitirá a sus hijos? ¿Será capaz de dar o sólo de recibir? Me pregunto si será feliz. Estas preguntas no surgen sólo porque a la niña se le da una diadema por no coger una rabieta. Todos los padres metemos la pata alguna vez (o en mi caso, un montón de veces). Pero a Ellen se la está educando para que piense que el mundo gira en torno a ella. Las tiaras sólo son el síntoma de un problema más grave con consecuencias devastadoras. El doctor Robert Shaw es psiquiatra infantil en ejercicio en Berkeley, California. En un atrevido libro que escribió en el año 2003, dice: Hoy en día hay demasiados niños malhumorados, hoscos, distantes, preocupados e incluso desagradables. Gimotean, fastidian, cogen rabietas y exigen una atención constante de sus padres... Muchos de estos niños, incluso algunos muy pequeños, tratan a sus padres con desprecio, los miran con condescendencia y les hablan groseramente... Esa conducta es tan normal hoy día que mucha gente ya no la considera rara. La racionalizamos, la normalizamos y cuando ocurre la llamamos una «fase» o una «etapa»4 Niños infelices. La nueva norma. Algo va mal en esta historia.

Más niños sobornados... ¿más depresiones? En su libro La paradoja del progreso, el escritor Gregg Easterbrook analiza el hecho de que en Occidente, y en particular en Estados Unidos, tenemos una vida cómoda, salud, tiempo de ocio, libertad política y alcanzamos edades inimaginables para generaciones anteriores. Y, sin embargo, no es que los índices que miden la felicidad no hayan aumentado en los últimos cincuenta años, sino que, además, la tasa de depresiones está por las nubes y ha subido desde 1950. Seguramente se deba en parte a una mayor información y al menor estigma que acarrea en la actualidad esta enfermedad. Pero, como la mayoría de 3

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Barbara Carton, «Need Help with a Cranky Kid? Frazzled Parents Call a Coach», The Wallstreet journal, 22 de mayo de 2003.

Robert Shaw, The Epidemic: The Rot of American Culture, Absentee and Per-misive Parenting, and the Resultant Plague of Joyless, Selfish Children, Regan Books, Nueva York, 2003.

los especialistas, Easterbrook piensa que los casos de depresión han aumentado significativamente en los últimos cincuenta años.5 La gente que sufre depresión necesita ayuda, no censura. Pero, ¿es el aumento de la enfermedad un síntoma de otros problemas más importantes que aquejan a nuestra cultura? Sí, dice el doctor Martin Seligman, psicólogo de la Universidad de Pennsylvania y antiguo presidente de la Asociación Americana de Psicólogos. Seligman, pionero en los estudios académicos sobre la felicidad, afirma que hay cuatro razones principales que explican el aumento de los índices de depresión. La primera es el «individualismo, que nos hace pensar que nuestros reveses son de una gran importancia y, por lo tanto, un motivo para deprimirnos». Seligman culpa también a la moda de la autoestima. La importancia que se le da ha hecho que millones de personas crean que algo va mal si no se sienten bien consigo mismas en un momento dado. La alternativa sería adoptar un enfoque más racional y equilibrado y decir: «Ahora no estoy bien conmigo mismo, pero lo estaré después», y Las otras dos causas de depresión según Seligman son «la educación en el victimismo y la impotencia» y el consumismo de escape.

Aviso para padres: ¡Espabilen! Mientras, quizás, y sólo quizás, algunos especialistas infantiles pueden estar empezando a pensar que tenemos un problema. Kellye Cárter Crocker6 informaba de un estudio realizado por la revista Parents en el que la mayoría de las madres expresaba «una profunda preocupación por los métodos disciplinarios de hoy». El 80 por ciento afirmaba que los padres «dejan que los niños se salgan con la suya demasiadas veces». Aunque sólo un 40 por ciento consideraba que el problema se podía aplicar a sus hijos. Las cifras no cuadran, pero el hecho en sí es importante. Los estudios de las revistas pueden ser notoriamente inexactos, pero éste deja ver un cierto nivel de angustia sobre la manera en que están siendo educados los niños. Como escribe Crocker, los padres pueden estar «notando lo que los estudios están empezando a revelar: que algunas de las estrategias disciplinarias que han estado en boga en los últimos años no funcionan. Que estos elaborados métodos que dan a los niños múltiples oportunidades, con prolongadas disquisiciones sobre los "sentimientos" que hay detrás de la mala conducta, con negociaciones sobre sus consecuencias, etcétera, son a menudo ineficaces». Por eso este libro trata más de los padres que de los hijos. Los niños descontrolados vienen a menudo de padres que no ejercen control. Estos padres suelen ser personas generosas, dedicadas por completo a sus hijos. Pero muchos de ellos son como la madre y el asesor: piensan que es una buena idea sobornar a un preescolar para que no le dé un ataque. Lo que sigue a continuación es una lista reciente de consejos de Parents.com, la página web de la revista Parents. Olvídense de las respuestas: son las preguntas de estos padres cariñosos, educados y de clase media, las que dicen cómo están siendo criados sus hijos. • Cuando le digo a mi niño de cuatro años y medio que ponga la mesa o que recoja sus juguetes siempre me contesta que está ocupado o simplemente dice «¡no!». ¿Qué debo hacer? • A nuestra hija de tres años le encanta mandarnos. Si le digo: «Voy a ponerte unos calcetines blancos» ella dice: «¡Azules!». O si digo: «¡A lavarse los dientes!», ella contesta: «¡No! ¡Antes el pijama!». Queremos que sienta que la tenemos en cuenta ¡ pero esto se está convirtiendo en algo ridículo! La hora de acostarse se ha convertido en una dura prueba: Mi hijo siempre necesita algo más: otro cuento, un vaso de agua, otra manta... ¿Cómo puedo conseguir que se quede en la cama? ¡Nunca puedo tener una conversación telefónica sin interrupciones! Cada vez que suena el teléfono mi hija monta una escena o se pega a mí como una lapa. 5 6

Gregg Easterbrook, The Progress Paradox, Random House, Nueva York, 2003. «Are You a Parent or a Pushover?», Parents, enero de 2004.

• Mi hija de tres años llora cada vez que no puede salirse con la suya, ¿debería simplemente ignorarla? Éste es el panorama, y no es muy alentador. Éstos son padres que se preocupan de sus hijos, pero no son la viva imagen de la autoridad paterna o materna, que es, exactamente, lo que sus hijos necesitan si van a formar a sus corazones para siempre. Como dice la perfectamente malcriada Veruca, de Charly y la fábrica de chocolate (que he visto con mis hijos al menos ochenta y siete veces, así que me sé los diálogos de memoria): «¡Pero lo quiero ahora, papü». Y el papá siempre cumple las «queridas órdenes» de su hijita porque no quiere que sufra. Éste es un padre que está envenenando el corazón de su hija. Y el «corazón» es fundamental para comprender lo que trato de decir en este libro. En cierta ocasión asistí a una conferencia sobre disciplina eficaz. La charla contenía buenas ideas y la conferenciante presumía de que sus hijos estaban tan bien educados que hacían las delicias de la guardería de la iglesia. Sus hijos, su conducta y los apropiados métodos de disciplina de la madre eran su fuente de orgullo. Pero no recuerdo que hablara sobre sus corazones. ¿Cuál era la meta al dirigir su conducta? ¿Cuál era el propósito de esa disciplina eficaz? Sin duda alguna, desear que nuestros hijos se porten bien es algo bueno y necesario a la hora de educarlos. Pero si nos centramos en manipular su conducta eficazmente, es posible que sólo consigamos que aprendan que portarse de determinada manera es la moneda para lo que sea que quieran conseguir en un primer momento, incluso si se trata nada más que del consentimiento de papá y mamá. Si simplemente acabamos enseñándoles a manipular a los demás para conseguir sus propios objetivos egoístas (en lugar de formar sus corazones para que la bondad los complazca, porque es una fuente de placer) es posible que hayamos deformado esos corazones. Tedd Tripp expone ampliamente esta idea en Guiando el corazón de un niño. Habla de los padres que ansiosamente prueban cada método disciplinario que emerge de la mina de la doctrina de los expertos. Plantea que, aunque temporalmente estos métodos pueden lograr una conducta externa adecuada, no cambian las tendencias egoístas del corazón del niño.7 Por ejemplo, uno de los métodos que usan consiste en poner un trozo de papel dentro de un bote cada vez que una niña hace lo que se le pide y sacar otro cada vez que desobedece. Después de un período fijado, si el tarro contiene un cierto número de papeles la niña consigue un premio. Así, ella aprende a vigilar la balanza de la buena y la mala conducta y se asegura de que siempre se inclina un poco a su favor: sólo ha aprendido a manipular su mundo. Si es medianamente inteligente, pronto calculará que si consigue acumular los suficientes trocitos «buenos», podrá portarse mal de vez en cuando y todavía salir «bien parada». No ha aprendido a desdeñar la mala conducta, sólo ha aprendido de qué va el juego. No se ha dado cuenta de que obedecer a sus padres es una alegría para ella y para ellos; no ha aprendido a desear ser una alegría. En otro ejemplo del libro de Tripp, dos hermanos se pelean por un juguete que uno le ha quitado al otro. Sí, se plantea un problema de justicia que es necesario resolver, pero el niño perjudicado está poniendo su «derecho» al juguete por encima de la relación con su hermano. ¿Qué aprenderán estos niños si los padres tratan sólo el comportamiento y no el problema del corazón que hay tras él? A lo largo de este libro expondré maneras que, creo, son eficaces para llegar al corazón de los más pequeños. En el capítulo 12 «Dar un azote o no darlo» analizaré los métodos de disciplina y cómo unos pueden ser más efectivos que otros para llegarles al corazón. Pero antes, necesitaré convencerles de que debemos emprender una misión para rescatar el corazón de nuestros hijos.

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Ted Tripp, Sheperding a Child's Heart, Sheperd Press, Pennsylvania, 1995.

Misión de rescate Nuestros hijos nacen en un mundo que está decidido a apropiarse de sus mentes y de sus corazones y, ciertamente, no por su bien. Sí, creo que el mundo está lleno de cosas buenas, y no creo que nuestro deber sea tanto cerrar las puertas a esta cultura como ayudar a nuestros hijos a juzgarla adecuadamente. Pero no hay duda alguna de que el mundo intenta atraerlos a su manera de pensar y de conducirse: y el mundo no ama a nuestros hijos. Nosotros sí. Y lo que es más importante, debemos ser capaces de ver que los niños necesitan ser rescatados de sí mismos. El director de un colegio religioso de una acomodada barriada en las afueras de Chicago me escribió para contarme lo que veía a diario, y no eran precisamente padres intentando salvar el corazón de sus hijos. • Cuando los niños son castigados por llegar tarde, los padres a menudo se ofrecen a cumplir el castigo por ellos, aunque el retraso haya sido a causa de la lentitud del niño. • A un niño de cuatro años se le permitió elegir la escuela a la que asistiría. • Otro niño de cuatro años robó un pendiente de unos grandes almacenes. La madre y su hijo devolvieron el pendiente, y después la madre se llevó al niño a una tienda de juguetes para comprarle un premio por haber hecho lo correcto al devolverlo. He aquí de nuevo el motivo de por qué este libro trata más de los padres que de los hijos. La verdad al desnudo: mientras escribo, pienso que yo también soy uno de esos padres que tienen que rendir cuentas de su misión de rescate. Cuando vivía en Virginia, me visitaron mi sobrina de diez años y su padre, mi hermano. Después mi sobrina le dijo a su padre que se había quedado asombrada de ver a su tía Betsy rendirse ante la pequeña Madeleine, dándole lo que pedía, sólo para que dejara de lloriquear. Por lo que se ve, este incidente destruyó la imagen de sargento que mi sobrina tenía de mí. Y esto ha podido ocurrir más de una vez, porque yo no recuerdo aquel incidente en particular. No estoy preocupada porque Madeleine vaya a ser una delincuente juvenil porque yo cediera en aquella ocasión (y al parecer en alguna más). Pero no es menos cierto, para todos nosotros, que el primer paso para ayudar a nuestros hijos es ser más conscientes de cómo nos relacionamos con ellos y aclararles —a ellos y a nosotros— cuál es la regla y cuál la excepción en nuestro hogar. No creo que todos los problemas de conducta sean el resultado de padres que no dominan la situación o que son ineficientes. Algunas veces hay problemas médicos o emocionales subyacentes, que examinaré más adelante. En la actualidad muchos de estos problemas se están haciendo más comunes y otros se identifican mejor. Un pequeño porcentaje de niños, aunque esté sano, posee una voluntad tan fuerte que, a pesar de todos los esfuerzos de sus padres, persevera en el enfado y en el desafío. Los padres de estos niños llega un momento en que sólo quieren rendirse. Espero que este libro les anime a no hacerlo. No estoy sugiriendo que los defensores de la cultura de la permisividad consideren buenas las conductas que he descrito en este capítulo. Con certeza, muchas de sus más brillantes mentes se lamentarían de las mismas actitudes que yo he narrado. Podrían incluso mencionar la necesidad de la intervención paterna y/o materna. Pero lo que dicen por un lado y la manera en la que nos anima a que eduquemos a nuestros hijos, por el otro, son, por desgracia, a menudo dos cosas diferentes.

¿Qué está pasando? ¿Acaso estamos más estresados que en otras épocas? Puede ser. Pero creo que habría sido más estresante vivir durante la gran depresión o la Segunda Guerra Mundial que en los «apresurados» 2000. En estos períodos de la historia mucha gente experimentó una gran pobreza e incertidumbre, pero no hay signos de que los problemas conductuales infantiles estuvieran tan extendidos como hoy. También es verdad que la sociedad se ha embrutecido mucho, y soy la primera en lamentarlo. Para los escolares de secundaria y los de bachillerato la cultura popular no puede ser peor, con escenas sexuales y violentas donde quiera que se mire. Incluso los dibujos animados y los programas infantiles de televisión están llenos de chavales que se desprecian los unos a los otros y que desprecian a sus padres. Encontrar una película clasificada como apta para todos los públicos, sin insinuaciones sexuales o cinismo, se está convirtiendo en algo extremadamente difícil. En las de mayores de siete años es imposible. Pero, como padres, nuestro trabajo es controlar lo que nuestros hijos ven, no culpar a lo que ven por nuestra falta de atención y cuidado. Cuando nuestros hijos se hacen mayores y, por elección o necesidad, ya no controlamos lo que oyen y ven, nuestra tarea es ayudarles a pensar en la dirección adecuada. Los autores del estudio publicado en la revista Pediatrics, del que he hablado más arriba, culpaban parcialmente de los problemas de conducta al aumento de los divorcios, a los hogares mono-parentales y a la dependencia de la ayuda del Estado. Pero incluso estos problemas señalan a los padres. También está claro, por cierto, que hay muchos y maravillosos padres (solteros y algunas veces casados) que hacen todo lo que pueden para suplir la negligencia de su pareja. Eso también marcará al niño para bien.

Hacen falta unos padres (y todo un pueblo) para educar a un hijo. En cierto sentido, creo que hace falta un pueblo entero para educar a un hijo. Por ejemplo, mi divorcio no es sólo asunto mío. Afecta a otras personas de la comunidad, influye en la visión que los niños de mi calle tienen de lo permanente o efímero que pueda ser el matrimonio. Cuando los padres de la casa de al lado trabajan tantas horas que su infeliz hijo va al hogar de otro matrimonio buscando compañía, sus problemas se convierten también en los problemas de esa otra familia. No somos islas, y la manera en que nosotros, los adultos, conducimos nuestras vidas afecta a todos los niños que nos rodean. Tenemos la responsabilidad de hacer lo correcto, con todos los niños que hay en nuestras vidas, y no sólo con los de nuestra familia. Por eso no existe en realidad la llamada «privacidad». Me encantaría poder hacer magia y arreglar todos los aspectos negativos de nuestra cultura, pero no puedo. Me encantaría erradicar la pornografía de la Red, librarme de la violencia gratuita de los medios de comunicación y de la música pop y restablecer la imagen de la virtud y la unidad familiar en el cine y la televisión. Pero yo no puedo hacer todas esas cosas. No puedo cambiar mi vecindario, ni la cultura popular; al menos, no puedo cambiarlo a mi gusto. Ni siquiera puedo sacar una varita mágica para mantener a mi familia unida; y me hubiera encantado. Lo único que puedo hacer como madre es tratar de pensar y actuar correctamente en lo que se refiere a la educación de mis hijos, ser constante en mi deber y confiar en que dará resultado. Por eso mi libro trata más de los padres que de los hijos. También hay buenas noticias. A menudo recibo, ya sea por e-mail o por correo, cartas de chavales estupendos, adolescentes sobre todo, que me recuerdan que algunos de ellos están tan horrorizados por la conducta de sus compañeros como yo. No estoy diciendo que exista el «adolescente perfecto» y, además, ¿cómo sería exactamente? Estoy hablando de jóvenes que aman y respetan a sus padres, que incluso

piensan que sus padres son «chachis». Chavales que se esfuerzan en hacer lo correcto y no ceden ante la cultura que los rodea. Que se dan a los demás, que marcan la diferencia y que son un ejemplo para sus amigos. Estoy orgullosa de decir que conozco a muchos jóvenes así. Estos jóvenes tienen algo en común: unos padres (o, a veces, otro adulto que los quiere) que están desafiando a nuestra cultura al criar a sus hijos. Padres que están haciendo una tarea asombrosa. Estos y otros adultos que crían a los niños no salen en los medios interpretando el papel de padres preocupados, pero son nobles. Sus historias, tanto si las conozco personalmente como si me las han contado los lectores de mi columna, son un acicate para mí y deberían ser un estímulo para todos. Están cambiando la vida de sus hijos y la de la comunidad. Espero que este libro también los anime. Estos padres están siendo constantes, y de eso trata el siguiente capítulo: de la constancia para llegar a formar y rescatar el corazón de nuestros hijos. Nuestro deber es ser constantes como padres, no importa cuántas historias desalentadoras oigamos, no importa lo que pase a nuestro alrededor, ser constantes con la esperanza de que «si se instruye al niño en su carrera, cuando fuere viejo no se apartará de ella» (Proverbios, 22: 6).

Examen para padres Probablemente han suspirado aliviados: su hijo nunca le daría una patada a un profesor. Pero ¿qué me dice del niño de la clase de gimnasia que ignoró las instrucciones de su madre? ¿Se ha visto reflejado usted en esa madre? ¿Y en las preguntas que los padres escribieron a la revista Parents? ¿Son ésas también sus preguntas? Estos episodios ocurren en todas las casas, en la mía también. La cuestión es: ¿Somos conscientes de las luchas por el poder que establecen nuestros hijos y reaccionamos ante ellas cómo debemos? ¿O es su lucha, y nuestras capitulaciones ante ella, tan normal que se ha convertido en «la nueva norma»? ¿Y qué hay del corazón? ¿Es ésta la primera vez que usted se ha planteado que, aunque su hijo se porte bien, puede que usted no esté formando adecuadamente su corazón?

Capítulo 2 La constancia: misión imposible

El Diccionario define la constancia como la «firmeza y perseverancia del ánimo en las resoluciones y en los propósitos». Si en tu hogar hay constancia, sea del tipo que sea, hay una buena educación de los hijos. Judith Rich Harris no cree que la constancia de los padres tenga sentido. No cree que los padres dejen huella en sus hijos a largo plazo. En 1998 escribió un libro controvertido y provocador. Afirma: «Este libro tiene dos propósitos: el primero acabar con la idea de que la personalidad del niño, lo que se solía llamar su carácter, es modelada o modificada por sus padres; y el segundo, proporcionar una visión diferente de cómo se forma esta personalidad»1. Judith Rich argumenta que sólo los amigos, y no los padres, forman al niño. Lo más interesante del libro de Harris es que causó un enorme impacto, probablemente porque sacó del atolladero a muchos padres que se sentían impotentes y querían racionalizar su inactividad. Esta visión de la paternidad se podría llamar «impaternidad». Desde luego, la mayoría de los padres no pueden convertir a un niño estudioso en un entusiasta del deporte, o a un tímido en un extrovertido, o a un artista en ciernes en un mecánico. ¿Quién querría? A medida que sabemos más de la genética, más seguros estamos de que los genes influyen en que un niño sea atrevido o abiertamente cauto o incluso en que esté predispuesto a la felicidad o al enfado. Cualquiera que haya tenido varios hijos ve las diferencias entre sus personalidades desde el principio. De hecho, muchas de nosotras podíamos sentir estas diferencias ya en el útero. Ni siquiera Harris ofrece respuestas claras al debate entre naturaleza y educación. Mantiene que, mientras que las personas educadas y capaces, por ejemplo, es más probable que tengan hijos educados y capaces, esto podría deberse a la transmisión genética, y no a las habilidades sociales de dichas personas. Pero añade que es imposible dilucidar la cuestión con la información con la que contamos en la actualidad. En definitiva, nos deja un «¿quién sabe?» por respuesta. Una consecuencia interesante de la teoría de Harris, de que los niños son moldeados primordialmente por la presión de sus compañeros, es que todos aquellos adultos que culpan a sus padres de sus defectos

de carácter en el diván del psicoanalista pueden ahora quejarse, en su lugar, del «grupo de amigos dominante». Sin embargo, el libro de Harris fue, en cierto modo, un grato alivio a la presión impuesta por las personas que aterrorizan a los padres con la idea de que si no crean un lazo con su hijo en las primeras horas de la vida de éste, lo llevan en una mochila, le ponen a Beethoven y le proporcionan otra serie de estímulos extraordinarios durante sus tres primeros años de vida, todo con el objeto de aumentar su supe importante autoestima, el niño (y por extensión los padres) será un fracasado. Harris afirma que los padres influyen en sus hijos pequeños en el hogar, en los años preescolares, pero se centra en el desarrollo del niño a largo plazo. El problema es que ahí, dice, los padres son impotentes. Otra vez la tenemos aquí: la «impaternidad». El libro de Harris fue alabado y denostado por los expertos, pero contiene un grave error. El autor equipara personalidad y carácter cuando, de hecho, son dos cosas muy diferentes.

La personalidad no conforma el carácter El concepto de que la personalidad no es lo mismo que el carácter parece ajeno a la cultura de hoy en día. Sin embargo, mientras que cada uno de nosotros nace con diferentes rasgos, deseos, maneras de expresarse, patrones de conducta o maneras de pensar, esto no hace la suma de todo lo que somos. Nuestros impulsos naturales o las inclinaciones de nuestras necesidades no dictan nuestra conducta como si fuéramos animales. De hecho, lo que nos hace humanos, y diferentes de cualquier otro animal, es precisamente la habilidad para controlar o, al menos, intentar controlar genuinamente, cuándo y en qué medida expresamos los rasgos con los que nacemos. Y, cuando fracasamos, tenemos la capacidad para poder intentar hacerlo mejor la vez siguiente. En 1988, la revista Time publicó un artículo muy acertado 8 sobre el biólogo Dean Hamer, un importante investigador de genética conductista y autor, junto con su colega Peter Copeland, del libro Viviendo con nuestros genes. Como estos científicos explican, cuando se trata de los genes que dan al tomate su sabor, por ejemplo, incluso un rasgo simple como la acidez no es controlado por un solo gen, sino por docenas de genes que trabajan juntos y que se influyen los unos a los otros en el proceso. Del mismo modo, hay muchos genes implicados en establecer un solo rasgo del temperamento. Y «al final, es el medio el que determinará cómo van a expresarse estos genes... lo que la gente posee al nacer —dice Hamer— son rasgos temperamentales. Lo que pueden adquirir a través de la experiencia es la habilidad para controlar estos rasgos, ejercitando esa parte intangible de la personalidad que llamamos carácter»3. Así que el carácter, algo muy diferente de la personalidad, importa, después de todo.

Los padres son importantes Y parece que los padres, les guste o no, pueden tener mucho que ver en la formación del carácter. Un estudio de la Universidad Estatal de Ohio, publicado en el número de agosto de 1999 de la revista Criminology, concluyó que los padres continúan influyendo durante la adolescencia en gran medida en la conducta delictiva de sus hijos. Para llevar a cabo el estudio fueron examinados mil setecientos 8

Madeleine Nash, «The Personality Genes», Time, 27 de abril, 1998, págs. 60-61.

estudiantes durante cinco años y se encontró que, mientras que la influencia del colegio y de los compañeros sufre altibajos, con una mayor importancia de la presión del grupo a los trece años, la influencia de los padres permanece constante. El doctor Sun Joon Jang, autor principal del estudio, dijo: «La gente tiende a percibir a los padres como a probables perdedores enfrentados con los amigos de sus hijos a la hora de influir en su conducta. Pero este estudio demuestra que los padres influyen todavía en los adolescentes y en su implicación en conductas delictivas»4. Child Trends (Tendencias Infantiles), un centro de investigación independiente y apolítico de Washington D. C, averiguó que cuando los padres participaban con regularidad en actividades religiosas sus adolescentes tenían mayor responsabilidad social y menor tendencia a presentar problemas conductuales. Un estudio aparecido en el número de abril-junio de 2000 de la revista Journal of Applied Developmental Psychology concluyó que un niño tiene mayores posibilidades de aceptar las creencias religiosas de sus padres cuando su relación con sus parientes es cálida y cuando cree que el compromiso religioso es muy importante para ellos. Incluso Judith Harris admite que la religión es un ámbito en el que los padres pueden influir en sus hijos. ¡Qué me van a contar de la formación del carácter! De acuerdo, los padres influyen en sus hijos cuando se trata de la delincuencia y de la religión. ¿Y cuándo se trata de sexo? Ahí también importan papá y mamá. Especialmente mamá, y más aún si se trata de las chicas. En septiembre de 2002 el Journal ofAdoles-cent Health publicó un estudio hecho a tres mil parejas de madre-adolescente. El estudio reveló que las adolescentes que tienen una relación más estrecha con sus madres esperan más para tener su primera relación sexual. Las chicas también eran menos propensas a tener relaciones sexuales si sus madres las desaprobaban, según la investigadora de la Universidad de Minessota Clea McNeely, que dirigió el estudio, y sus colegas.5 (En esta encuesta las madres parecían no influir en la vida sexual de sus hijos varones, y los padres no se incluían). Finalmente, el último Estudio Nacional Sobre la Salud y el Abuso de Drogas del gobierno federal informó que, cuando se trataba de drogas, su abuso era infinitamente menor en los chicos que creían que sus padres lo desaprobarían con rotundidad. Así que los padres influyen, a menudo de manera importante, incluso en los adolescentes, cuando se trata de sexo, conducta delictiva y actitudes religiosas. ¿Es tan difícil imaginar, pues, que los padres puedan influir mucho en que su hijo de cuatro años tenga por costumbre hacer volar los macarrones con queso por encima de las mesas de los restaurantes? Por supuesto que no. Incluso Harris está de acuerdo con esto. Así que nos quedamos con esto: nosotros, los padres, podemos tener una influencia tremenda en la formación de nuestros hijos. Pero al final, no podemos determinar totalmente qué tipo de personas serán o qué corazón tendrán. Pueden existir circunstancias agravantes o atenuantes en la manera en que fueron educados, pero algún día tendrán que asumir la responsabilidad moral de ser quienes son. Por eso la pregunta «¿naturaleza o educación?» no es la acertada. Cuando se trata de nuestros hijos, nadie puede prometernos un producto con un «acabado perfecto».

¿Naturaleza frente a educación? ¡Ésa no es la cuestión! Si veo a un niño pequeño montando una pataleta en una tienda de juguetes porque no le dan el juguete que quiere y los padres están allí parados, impotentes e indefensos, miro a los padres y no al niño para explicarme qué está ocurriendo. Por supuesto, es posible que el niño tenga un problema psicológico o emocional pero, en general, me inclinaría a pensar que papá y mamá han fracasado en su trabajo. Pero la culpabilidad no se queda en los padres. A medida que el niño crezca, asumirá más y más la responsabilidad de sus actos y elecciones morales. Aunque haya recibido una mala, o en algunos casos,

nula formación (una situación lamentable, sin duda) todavía será responsable del adulto en que se convierta. Y hay muchas historias de gente maravillosa que lo es pese a haber tenido una mala educación. Por otro lado, ni siquiera los padres fantásticos que lo hacen todo bien (incluyendo el no dejar que sus hijos adquieran la costumbre de enrabietarse en las tiendas o de hacer volar los macarrones con queso por encima de la mesa de los restaurantes) tienen garantizados unos niños estupendos. Sus hijos pueden haber tenido la enorme ventaja de una buena educación, pero si fracasan como adultos el hecho de que hayan tenido una buena formación sólo aumentará sus sentimientos de culpabilidad.

Cómo ser unos padres constantes Los padres no podemos determinar que nuestros hijos vayan a ser el día de mañana unas excelentes personas. Lo que sí podemos determinar es si perseveraremos tanto como podamos en educarlos y guiarlos hacia el fin adecuado. En realidad, lo único de lo que podemos estar seguros es de que nuestra constancia es la mayor esperanza que tenemos de verlos alcanzar una madurez sana. En muchos sentidos, esta verdad puede ser alentadora. Todos fallamos a veces como padres. Estamos cansados, así que no imponemos nuestra disciplina cuando debemos. Gritamos cuando no deberíamos hacerlo. Somos impacientes o nos sentimos frustrados o perdemos los nervios. No estoy eludiendo responsabilidades, sino señalando lo obvio: tenemos muchos errores a lo largo del camino, pero no tienen por qué ser fatales. De hecho, si entendemos que nuestra misión es ser constantes en la vida de nuestros hijos, estos errores pueden estimularnos a redoblar nuestros esfuerzos para alcanzar esta meta, más importante. Cuando mi Olivia tenía dos años (que fue, por cierto, el año en que yo estaba escribiendo este libro), se lo pasaba bomba con su pequeña Biblia escolar. En junio, el último día de clase, cada padre recibió una nota del profesor sobre su hijo o hija. Esto es lo que la profesora escribió de Olivia: «Le encanta cantar y bailar en la clase de canciones. Es de gran ayuda cuando llega la hora de recoger. No le gusta, sin embargo, que le digan que no puede hacer o tener algo que ella desee. Hay que "trabajar con ella en este sentido" antes de septiembre». ¿Qué iba a contestar? «... Uhm, mire, tan pronto como acabe de escribir mi libro sobre la educación de los hijos, trabajaré con mi hija en sus habilidades sociales». No. Simplemente escurrí el bulto, murmurando algo de cuánto apreciaba todo lo que la profesora había hecho por Olivia. ¡ Eso era una llamada de atención para que fuera constante con mi hija! Por otro lado, hay veces en que son nuestros hijos los que fracasan. Nosotros creemos firmemente que vamos por el buen camino y ellos nos decepcionan. Aceptamos nuestra posición de autoridad en sus vidas, y la usamos para hablar con ellos para inculcarles disciplina, para razonar, para apelar a sus corazones (todo en el mejor de los sentidos)... y nuestro esfuerzo no da resultados. En ese caso, cuando no vemos en nuestros hijos lo que nos gustaría ver, debemos concentrarnos en la constancia; recordar que hay que ser constante y seguir intentándolo. Sin miedo a educar es diferente a la mayoría de los libros de educación de los hijos porque no promete unos niños mejores. En nuestra sociedad orientada sólo a los resultados, queremos promesas. Queremos creer que si acumulamos suficientes vales para educar bien a nuestros hijos, los podemos cambiar por niños felices, realizados y emocionalmente estables. Si fuera tan fácil... A principios del siglo XX, cuando la «ciencia» de criar a los hijos estaba siendo descubierta, se creía que podíamos remodelar a los niños de acuerdo con la imagen que creábamos para ellos. Cien años, y montones de consejos descabellados y contradictorios de los expertos después, todavía estamos buscando ese ideal. Acérquense al escaparate de cualquier librería y podrán ver un montón de títulos que nos prometen que criaremos unos hijos estupendos. Está muy bien, y seguro que muchos de los consejos con acertados. Pero, ¿estamos seguros de que son adecuados para nosotros?

Queremos garantías. Pero lo único que sabemos con seguridad es que tenemos el deber, como padres, de ser constantes. Y esa constancia es la mejor esperanza para nuestros hijos. Comparo nuestra actitud con la de un equipo militar de rescate de élite. Cada miembro del equipo debe concentrarse en su tarea. No puede pensar: «Oye, esto parece que va a ir chungo, así que no lo haré lo mejor que pueda, quiero decir, esto es mucho trabajo y yo ya estoy harto; de todas maneras no parece que esté saliendo bien». Tampoco le dice al oficial al mando: «Lo haré lo mejor que pueda si me promete que al final nuestra misión tendrá éxito». En lugar de eso, el deber de cada miembro de la compañía es ser constante, incluso arriesgando su vida. Cada miembro sabe que ser constante le da más posibilidades de éxito y que no serlo le conducirá, casi con seguridad, al fracaso. Más aún, sabe que cumplir con su deber, y hacerlo con todas sus ganas, es lo único de lo que se puede responsabilizar totalmente. De eso trata este libro: de ser constantes, de hacer lo correcto para nuestros hijos. Aquí no encontrará promesas como: «Diez recetas rápidas contra las rabietas» o «Cómo acabar con una rabieta en sesenta segundos» o «Tres sencillas reglas para la armonía fraterna», todos ellos títulos de artículos recientes de revistas para padres. Después de leer artículos así, ¿cómo se siente usted si la rabieta no se acaba en sesenta segundos? Entonces es cuando los padres se desaniman. En lugar de esto deberían confiar en ellos mismos a la hora de decidir cuál es la manera de llegar a sus hijos y perseverar en ella, aunque el problema no se solucione en sesenta segundos. Desde luego, nosotros los padres tenemos que modelar adecuadamente las pasiones de nuestros hijos. Pero, y esto es más importante, tenemos que intentar llegar a sus corazones y formar su carácter de por vida.

Día de entrenamiento Cada día es día de entrenamiento. Un jugador de tenis, por ejemplo, está entrenado para reaccionar de una manera determinada. Su entrenamiento es tan regular, tan sistemático, que llega a ser parte de él. Así que cuando está en el campo de tenis para jugar un partido sin importancia no tiene que pensar: «Correré a la derecha y lanzaré un swing, y después iré a la izquierda», etcétera. Reacciona sin pensar. A los atletas de élite de deportes de velocidad, como por ejemplo el esquí de descenso a contrarreloj, les ocurre una cosa muy curiosa. Captan la información mucho más rápido que las personas normales. Por ejemplo, un esquiador que está descendiendo una montaña a cien kilómetros por hora le dirá que, aunque su velocidad es asombrosa, ve las puertas y calcula los giros a cámara lenta. Gracias a su entrenamiento se hace con el control. También podríamos hablar, por ejemplo, de una pianista excelente que domina una obra por haberla practicado cientos de veces, y que la ha aprendido tan a fondo que sus dedos van solos. Aunque no esté totalmente concentrada en la pieza, sus manos la tocarán con virtuosismo. El entrenamiento también ayuda a mantener el control cuando se trata del corazón. Bruce Ismay, presidente de la White Star Line, la compañía dueña del Titanio, se encontraba en el malogrado trasatlántico cuando se hundió en 1912. Aunque se había dado la orden de «las mujeres y los niños primero», Ismay tomó un asiento vacío en un bote de salvamento. Las historias sobre su comportamiento son contradictorias, pero lo evidente es que no le quitó el asiento a una mujer o a un niño. Sí sabemos que se aprovechó de su posición en perjuicio de otros pasajeros masculinos. En cualquier caso, al tomar el sitio para salvarse a sí mismo se arriesgaba a causar un daño más grave (que incluía un posible motín entre las filas de los que aún quedaban por embarcar, el caos y, consecuentemente, la inundación de los botes). Esta actuación podría haber costado más vidas. Puede que su carácter nunca hubiera sido puesto a prueba hasta ese momento, pero cuando más importaba demostró cómo una vida de entrenamiento en el egoísmo había moldeado su corazón. Bruce Ismey llegó vivo a Nueva York pero, por diversos motivos relacionados con el hundimiento del Titanic, vivió en la deshonra el resto de su vida.

Demos un salto adelante en el tiempo: 11 de septiembre del año 2001. Todd Beamer también realizaba un desventurado viaje, en este caso en un avión, en el vuelo 93 de la United Airlines. El y otros pasajeros hicieron gala de un increíble valor al irrumpir en la cabina de mando con la esperanza de poder hacer aterrizar el avión de algún modo, sabiendo que probablemente se dirigían al desastre. Quisieron salvar a todo el que pudieran. Es posible que gracias a su valor, el avión no chocara contra el Capitolio o la Casa Blanca. Los corazones de Todd Beamer y de los otros pasajeros que actuaron con él también habían sido entrenados a lo largo de sus vidas. Quizás tampoco habían sido puestos a prueba nunca, pero cuando llegó el momento sus caracteres se hicieron con el control, caracteres que habían sido moldeados (entrenados) para el bien. ¿Qué ocurrirá cuando los caracteres de nuestros hijos sean puestos a prueba? ¿Cuándo se haga visible el corazón que hay detrás de la conducta del momento? Puede que no queramos pensar que cada día es un día de entrenamiento, pero lo es. Cada día los corazones de nuestros hijos son entrenados a favor o en contra del bien. No es fácil pensar en esto cuando tenemos gestiones que hacer, cuentas que pagar, trabajo y niños que llevar al entrenamiento de fútbol. Tampoco debemos reprocharnos el no ser constantes un día. Avance informativo: ningún padre que yo conozca, especialmente yo, ha sido perfectamente perseverante un día entero. Estoy hablando de una labor a largo plazo. No es siempre divertido pensar en cosas tan importantes como éstas. Seamos sinceros, queremos disfrutar de nuestros hijos. Son un fastidio muchas veces, y una bendición siempre. Es más fácil y más agradable divertirse con ellos, y deberíamos hacerlo. Pocas cosas me hacen tan feliz como remolonear con mis hijos. Ya sea ir al cine un domingo por la tarde, comer helados en la piscina o que me cuenten las «noticias» de su colegio. Mis hijos son un placer para mi corazón. Sí, también hay veces en que pueden ser realmente pesados pero estoy trazando una imagen a grandes rasgos. A pesar de todo, en medio de esta maraña, no podemos perder de vista sus corazones. Obviamente, esto no es una tarea sino un placer. Saber que cada día es día de entrenamiento puede hacer incluso que el minigolf, la película o el remolonear sean más divertidos y tengan más sentido. Estos momentos pueden adquirir una maravillosa trascendencia. La idea del «día de entrenamiento» puede incluso dar sentido a los momentos realmente molestos. A menudo oigo decir: «Me gustaría saber tocar el piano; de pequeño di clases, pero mis padres nunca me obligaron a practicar». Pueden existir montones de razones por las que un padre o una madre harían a su hijo dar clases de piano para después decidir que no merecía la pena seguir. Y algunos chavales tienen un horario tan sobrecargado que lo último que necesitan es otra actividad. Aun así, un adulto que dice: «Mis padres no me obligaron a practicar» es un ejemplo pequeño y, supongo, que sin grandes consecuencias, de padres que no fueron constantes. (Quiero decir que si su hija va a dar clases de piano debe practicar). Pero no ser constantes tiene otras consecuencias que son mucho más graves. Lamentablemente, a veces veo padres que han tirado la toalla con sus hijos. Los aman, quieren lo mejor para ellos y tienen la esperanza de que, al final, todo acabe saliendo bien. Pero en pequeña y en gran medida han dejado de ser constantes. A lo mejor han dejado de intentar que su pequeño o pequeña limite sus rabietas, con la esperanza de que sea una fase. O bien creen que no hay manera de evitar que su pequeño de ocho años les hable mal, así que no lo intentan. O quizás saben que su hija de catorce años les miente cuando les dice dónde va pero han dejado de enfrentarse a ella porque se monta tal escena... Esos padres han dejado de ser constantes cuando las cosas se han puesto difíciles, lo que significa que han renunciado al deber que tenían para con sus hijos. Me he pillado a mí misma no siendo constante en las cosas del día a día millones de veces. A lo mejor había planeado que mis hijos memorizasen la Biblia, adquiriesen el hábito de ordenar lo que desordenaban o fuesen al museo de arte una vez cada seis semanas. Me comprometí a enseñar a leer a mi hijo mayor a la edad de cuatro años. Otras veces me he prometido a mí misma que mis hijos no verían la televisión durante un mes y que, en su lugar, irían a clase de manualidades. He tenido ideas mucho más tontas, pero todos hemos hecho en alguna ocasión una lista de propósitos...

Y luego, muchas veces, he tenido que decir: «Esto no sirve en este momento de nuestras vidas» (la idea del museo de arte). Otras, he tenido que empezar algo por enésima vez (memorizar los versículos de la Biblia). Otras, sigo dándoles la lata (en el asunto de recoger lo que desordenan). Y otras muchas veces he tenido que admitir que la idea es ridícula (las manualidades en lugar de la televisión o enseñar a mi hijo de cuatro años a leer). Y, desde luego, también he de admitir que he fracasado en cosas mucho más importantes que llevar a mis hijos al museo cada seis semanas. Una tarde de fin de semana salí una hora o dos a investigar para mi libro mientras mi marido, Ben, se quedaba en casa con los niños. Cuando llegué a nuestra calle, vi a una extraña en la acera con mi hija Olivia (que tenía entonces dos años y medio) en brazos. Resultó que estaba esperando a que llegase la policía. ¿Por qué había llamado a la policía? La más pequeña de mis hijas había estado sola en frente de casa varios minutos. Era un callejón tranquilo con sólo cuatro viviendas, pero daba a una calle más transitada. Una señora, muy amable, había visto a Olivia y se había parado a ayudarla. Momentos después, cuando ya me había asegurado de que mi hija se encontraba bien, llegó la policía. Me di cuenta de lo absurdo de la situación: «Agente, aunque esto tenga mala pinta, todo va perfectamente bien, porque yo sólo he salido a investigar para mi libro que es sobre la educación de los hijos». ¡Fantástico! Además no todo iba bien. Yo estaba enfadada con Ben. Cuando empecé a contarle al agente que acababa de llegar a mi calle y que mi marido estaba en casa cuidando a los niños el agente respondió: «¿Le gustaría que le prestara mi porra para usarla con él?». Le contesté que no, que gracias, pero me pregunté a mí misma en silencio si llevaría revólver. Sin embargo, me tranquilicé pronto porque, en realidad, el tema no era Ben. Lo mismo podría haber ocurrido si yo hubiera estado en casa, vigilando a los niños, y me hubiera distraído unos minutos. Ese incidente nos hizo reflexionar a Ben y a mí, y nos enseñó a ser mucho más cuidadosos con nuestra pequeña. Habíamos sido descuidados al asumir que estaba segura porque no podía abrir las puertas que daban a la calle. Bueno, no estaba segura, como supimos cuando nos enteramos de que había salido siguiendo al hijo de un vecino por la puerta delantera. Entonces, el problema era si podía abrir puertas por sí sola o si entendía la norma de que no debía salir. Pero con el tiempo los problemas irían haciéndose cada vez más serios (como el conducir, las drogas y el sexo) y podrían dar lugar a situaciones mucho más graves. Debíamos tomarnos ese incidente como un aviso para que fuéramos constantes. Algunas cosas del día a día son más importantes a largo plazo que otras. Elijo las que creo más importantes y, ocurra lo que ocurra, sigo adelante a pesar de los fracasos grandes y pequeños. Esto no quiere decir que no podamos reconsiderar la manera de llegar al corazón de nuestros hijos, hacer cambios o aplicar estrategias diferentes en momentos diferentes. Por ejemplo, yo he sido constante en enseñarles cómo dirigirse a los adultos desde que han podido hablar. Les digo que deben llamar a las personas por sus nombres y mirarlas a los ojos. Les digo que eso nos ayuda a los adultos a entender que nos importan y que los respetamos. Estoy educando a mis hijos para que sean capaces de entablar una conversación respetuosa con atención. He usado muchas estrategias. Algunas veces uso el teatro improvisado: «Haz como si yo fuera la señora Schneider y tú acabaras de entrar en mi casa: ¿qué dirías?». Otras veces uso el humor: «¡Bien, chicos, hagáis lo que hagáis, cuando vayamos a casa de los Bell no les habléis. Miradles a las rodillas y aseguraos de que los ignoráis!» (Esto siempre hace que suelten una carcajada). A menudo uso los recordatorios (esperando que me ganen por la mano para evitar sentirse avergonzados): «No te olvides de dar las gracias a la señora Fairbanks por la clase, cariño!». Sin embargo, cuando pregunto: «¿dijiste adiós y gracias y llamaste a la señora Carlson por su nombre?», a menudo oigo «uhm, no, mamá, se me olvidó». Suspiro. Pero estoy siendo constante en mi propósito. Aunque esté usando estrategias diferentes en momentos diferentes y con niños diferentes, mi meta es una: llegar a sus corazones y ayudar a modelarlos de forma que tengan en cuenta, aprecien y respeten a los demás. Saber que sólo cuento con esa constancia y no con la respuesta de mis hijos me estimula a mantenerla.

Hay maneras más directas y menos directas de llegar al corazón, y cambian con cada niño, pero llegar es la misión. Tenemos que preguntarnos: ¿Es nuestra meta llegar al corazón de nuestros hijos?

¿Importa la constancia? He aquí una carta que recibí de la orientadora de un instituto en respuesta a una columna que escribí sobre la tendencia creciente de los adultos jóvenes a volver a casa de papá y mamá. He sido orientadora de secundaria durante veintiséis años. Los cambios que he observado en la relación entre padres y adolescentes han sido asombrosos. La situación es tal y como la describo. A pesar de que he intentado convencer a los padres de que ellos tienen que ser los que estén al mando y que tienen que dar continuidad a las normas y expectativas, debo admitir que he tenido poco éxito, especialmente en los últimos diez años. Los padres han abdicado de sus responsabilidades como tales y se han convertido en los amigos de sus hijos y en su respaldo económico. Es muy raro encontrar un padre con grandes expectativas, con un conjunto de reglas estructuradas y con unos fuertes cimientos morales para guiar a su hijo. Mis observaciones me dicen que esta nueva generación es la más mal criada y la menos agradecida, de las que ha habido hasta ahora. Espera que todo el mundo le dé todo. Estamos destruyendo nuestras generaciones futuras quitándoles la virtud de tener, que ganar lo que valoran. Esta orientadora está describiendo a padres que no fueron constantes. Padres que amaban a sus hijos, que se dedicaron de lleno a ellos, pero que no pensaron que se encontraban en una misión para rescatar sus corazones. Padres que no entendieron que estaban llamados a perseverar en esa misión incluso cuando (y especialmente cuando) no tenían garantizado el éxito; no lo entendieron ni siquiera cuando (y especialmente cuando) se desanimaron. Estos padres no supieron, o no les importó lo suficiente, o no creyeron que ser constantes en esa misión era la mayor esperanza que tenían de salvar a ese niño. Y lo que es peor, estos padres formaron a sus hijos en el error. Si educamos regularmente a nuestros hijos para que sus pasiones los dominen (ya sea en algo tan terrible como es atacar a un profesor o en algo tan normal como tirar los macarrones por encima de la mesa o poner los ojos en blanco a papá y a mamá) podemos estar seguros de que en los momentos cruciales no serán precisamente la viva imagen del valor. También me pregunto: ¿podrán dar y ser felices o serán simplemente receptores? Si preparamos a nuestros hijos para que hagan lo correcto, si los preparamos para que quieran y disfruten de las cosas adecuadas, será más probable que en un momento de crisis sus corazones (entrenados para lo que haya de venir) respondan como podríamos esperar. Y el que practiquemos lo suficiente con nuestros hijos depende en gran medida de que seamos constantes como padres en nuestro deber para con ellos. Examen para padres

Tendemos a medir nuestro éxito como padres por el comportamiento de nuestros hijos, no por nuestra propia constancia. ¿Es consciente de que ese detalle puede desanimarnos mucho e inútilmente a nosotros y a nuestros hijos? ¿Qué piensa de la idea de que cada día, en cierto modo, ya sea para bien o para mal, entrenemos a nuestros hijos? ¿Existe algún área de la conducta de su hijo, o del carácter de éste, en la que usted se haya rendido porque no ha observado los resultados que quería? ¿Cómo puede usted redirigir su pensamiento para volver a implicar a su hijo en mejorar esta área?

Capítulo 3. Estoy de tu parte (¿para qué sirven los padres si no?)

Estoy de tu parte». Imaginen cuánto más fácil sería nuestro trabajo como padres si nuestros hijos creyeran realmente que estamos de su lado, que los defendemos, que los respaldamos. La mayoría de los padres entiende que es estupendo estar del lado de sus hijos, pero, por desgracia, han llegado a esa conclusión batiéndose en retirada. En nuestra sociedad, «Estoy de tu parte» ha llegado a significar: «Te daré, o haré por ti, o cederé en lo que quieras. Tú sólo acéptame. Por favor, no me ignores. Por favor, aprecíame. Por favor, sé agradable conmigo. Por favor, permíteme estar de tu parte». Cuando digo «Estoy de tu parte» hablo exactamente de lo contrario. Hablo de un padre que desea pelear con su hijo por el corazón de éste como si la vida misma o el corazón del niño estuvieran en juego. Porque lo están. Un día una de mis hijas estaba haciéndomelo pasar mal. Tenía un asomo de malicia, un toque de irritabilidad y un poco de «sé más que tú» contenidos que se expresaban en «mamá, nada de lo que haces está lo bastante bien». Me volví hacia ella, le levanté la barbilla y la miré directamente a los ojos. Con voz firme le dije: «Bajo ninguna circunstancia te portes así conmigo. Otras familias quizás dejen que sus hijas se comporten maleducadamente o les hablen con voz maliciosa, pero nosotros no. Te quiero demasiado para dejar que te acostumbres a estar de mal humor. Y eso es lo que es una costumbre. ¿Está claro?». Estuviera o no claro, era una respuesta que me había oído antes y no le gustó. Afirmó con la cabeza mientras se le agolpaban las lágrimas en los ojos y anunció que se iba a la cama. Un minuto después, fui tras ella. Me senté en la cama y abracé su cuerpo rígido. No dejé que se apartara. Le dije: «Cariño, daría mi vida por ti. Ni siquiera tendría que pensarlo. Así que si tengo que pelearme contigo de cuando en cuando para evitar que tu corazón adquiera costumbres que son destructivas para ti, lo haré. No es un problema, porque te quiero demasiado para hacer otra cosa. Estoy de tu parte». Su cuerpo se relajó ligeramente. Y unos pocos minutos después estábamos de nuevo abajo, tumbadas en el sofá, abrazadas y consolándonos mutuamente, mientras veíamos a los Chicago Cubs perder un partido importante. Rara vez entro en estas explicaciones cuando pasa algo similar. Y lo que no hice fue preguntarle por qué se estaba portando de esa manera. Los niños casi nunca saben por qué hacen las cosas que nos molestan. Aceptémoslo, eso también les ocurre a la mayoría de los adultos. A menudo depende de nosotros, los padres, el ayudar a nuestros hijos a interpretar lo que está pasando en sus corazones. Ese episodio no puso fin a tales hosquedades, por supuesto. Pero escenas como ésta han perdido su fuerza y frecuencia en la actitud de mi hija. Esto es lo que significa para mí estar de parte de mi hija. De lo que estoy hablando es de un entrenador que hace que sus jugadores entrenen muy duro para aprender las jugadas porque desea fervientemente que ganen. Estoy hablando de un profesor que se sienta con su alumno y trabaja con él hasta que aprende de verdad, porque al niño no le servirá de nada aprender mal la asignatura. Estoy hablando del sargento que manda y demanda respeto de sus tropas porque sabe que su adiestramiento significará la diferencia entre la vida y la muerte en el fragor de la batalla.

Yo también soy una obra en construcción

Un día de otoño metí la pata, realmente la metí hasta el fondo. Estaba con mis cuatro hijos en un recinto de calabazas.9 Había pagado el precio de la entrada pero luego me sentí engañada respecto a lo que se me daba por lo que había pagado. Cuando, después de reclamar, comprendí que la encargada no me devolvería el dinero, me enfadé. Enseguida perdí los nervios y empezamos a gritarnos la una a la otra. Imagínense a una madre iracunda en un recinto de calabazas. No es una imagen muy agradable. Mis hijos estaban avergonzados (mortificados, a decir verdad). Otros visitantes también se sentían avergonzados. Mis emociones controlaban totalmente mis reacciones. Estaba furiosa, sabía que tenía razón y tenía que salirme con la mía. La encargada me devolvió finalmente el dinero, haciéndome saber que no le parecía nada mal que nos fuésemos. Seamos claros, no estoy hablando de una vez «que se me fue la olla» en el sótano de la United Airlines por la pérdida del equipaje. No estoy hablando de que «se me fue la olla» en un concesionario de automóviles porque me tuvieran dos horas esperando para darme la respuesta a una oferta de compra. No estoy hablando de una «ida de olla» con la compañía de teléfonos por tenerme en casa todo el día esperando y luego no aparecer. Estos decorados tampoco hubiesen sido apropiados, pero «se me fue la olla» en un recinto de calabazas y rodeada de niños. ¡Ay! Si hubiese enfocado el asunto con calma desde el primer momento, ¡qué diferente hubiese sido todo! Si hubiese expuesto mi problema con total naturalidad, puede que la encargada hubiera reaccionado de otra manera. O puede que no. Quizás yo tenía razón. O quizás no. Pero por sólo unos dólares, porque yo tenía que tener la última palabra, porque tenía que llevar la razón, me metí en una discusión personal y disgusté y avergoncé a otros, especialmente a mis hijos. En pocos minutos, lo único que sentía era remordimiento. Les dije a mis hijos, que estaban ya buscando calabazas en otra parcela (y éstas eran mucho más pequeñas, como me hicieron saber) cuánto sentía haber montado una escena. No importaba que yo tuviera razón o no. Había dejado que mis pasiones me gobernaran. Había hecho daño a mis hijos y les había dado un muy mal ejemplo. Más tarde, dejé a los niños en casa y fui a hacerme las uñas y a tranquilizarme (nunca subestime los efectos terapéuticos de una manicura). Después volví a la parcela y me disculpé con la encargada. Finalmente tuve otra conversación con mis hijos. Aunque éste fue probablemente el peor encontronazo que me habían visto tener en público, lamento decir que no ha sido el único. He dado rienda suelta a mí... (ejem...) irritación cuando no debería. Les dije que me había disgustado a mí y a otras personas, especialmente a ellos. A los cuarenta años había actuado como una niña malcriada. Les pedí perdón. Después les hablé de la disciplina. Les expliqué que cuando les decía que no se podían comportar de una cierta manera porque tenían que pensar primero en otras personas, me estaba refiriendo a este tipo de cosas. Que cuando les decía que no podían dar rienda suelta a sus sentimientos, que no eran el centro de todo, me refería a eso. Que cuando me peleaba con ellos, los corregía y los alentaba (ahora que eran pequeños) a comportarse responsablemente y a preocuparse por los demás lo hacía por una razón: porque esperaba que todo ese entrenamiento ayudaría a sus corazones a desarrollar los hábitos adecuados. El problema no es sólo que no quiero que mis hijos le chillen un día a una encargada en una parcela de calabazas, aunque supongo que eso es ya un comienzo. Quiero que sus corazones desarrollen hábitos que los salven de conductas mucho más destructivas. Eso es lo que significa estar de parte de tus hijos. Les prometí que me esforzaría en mejorar y, desde entonces, lo he hecho, creo, lo cual es también un estímulo para ellos. Pero el incidente de la parcela perdurará por siempre en la historia de nuestra familia. El recinto de calabazas es una parcela en la que en Halloween se escogen las calabazas; el precio de la entrada puede incluir otras actividades pensadas para la familia: enseñar a vaciar y tallar una calabaza, proporcionar recetas para cocinarla, y actividades lúdicas relacionadas con la vida de la granja. (N. de la T.) 9

«¡Huy, mamá!, ¡estamos pasando por esa parcela! ¡Todo el mundo cuerpo a tierra!». Cuando uno de ellos parece estar tomando el camino equivocado le puedo decir: «No tengamos un incidente a lo calabazas». Sabe exactamente a lo que me refiero, y a menudo esto convierte sus lágrimas en risas. Volvamos a mi hija con su mala costumbre de estar siempre enfadada. ¿Es posible que haya oído un matiz inapropiado en mi voz que le haya influido, incluso cuando estoy muy lejos del nivel rojo calabaza? Pueden apostar a que sí. No creo que nosotros los padres tengamos que auto flagelarnos, pero tenemos que ser sinceros con nosotros mismos. No es divertido ver a los hijos devolvernos el reflejo de nuestros defectos, pero cuando lo hacen tenemos que enfrentarnos a ello a cara descubierta. Tenemos que ser constantes. Les he dicho a mis hijos que siento verlos imitando mis malas costumbres o las partes débiles de mi carácter. Les digo además que, aunque nunca seré perfecta, yo también estoy esforzándome por mejorar. He hecho saber a mis hijos que también soy una obra en construcción. Siempre estoy intentando hacer mejor las cosas, y quiero que ellos también sean obras en marcha. Quiero que crean que tanto si se trata de su destreza al piano, como de su carácter, y tanto si tienen uno como ciento un años, siempre pueden mejorar. Nunca deberían pararse donde están. Ninguno de nosotros debería. O sea, que aunque mi hija copiara el hábito de estar enfadada de mí, o de las niñas de su colegio o de las propias tendencias naturales de su corazón, ella (y nosotros) siempre podemos luchar por mejorar. La otra cara de la moneda es el estímulo. Como conozco a mi hija sé dónde necesita más ánimo. Cuando Victoria ha tenido una actitud muy buena, Peter ha cumplido con una tarea difícil en el colegio sin frustrarse, Madeleine ha sido particularmente generosa con su hermana pequeña y Olivia ha obedecido sistemáticamente, les hago saber que pienso que están haciéndolo muy bien y que lo aprecio. Eso también forma parte de estar de su lado.

¿De parte de quién estamos? El libro Educación proactiva: guiando a tu hijo desde los dos a los seis años, escrito por los miembros del Departamento de Desarrollo Infantil Eliot-Pearson de la Universidad de Tufts, es como la Biblia de la nueva ciencia de cómo educar a los hijos. La cubierta propone que «tanto los hijos como los padres (énfasis del original) aprenden a medida que crecen juntos». Lo que es más, los autores mantienen que el tema de su libro es «los padres como directores de una orquesta familiar»10. La analogía funcionaría, supongo, si los niños llegasen al mundo sabiendo tocar sus instrumentos perfectamente; si pudiesen leer y seguir las partituras; si entendieran, o pudieran imaginarse dónde y cómo mejorar como músicos; si pudieran interpretar adecuadamente sus fracasos y aprender de ellos; y si tuvieran la tendencia y la disciplina natural de obedecer las órdenes del director sin cuestionarlas, incluso cuando no estuvieran de acuerdo. Pero, ¿cuánto éxito tendría un director si le ofrecieran unos músicos que jamás han tocado un instrumento? A algunas personas les molesta pensar que los padres tienen, por el mero hecho de serlo, autoridad sobre sus hijos. Quizás estas personas equiparen erróneamente «una posición de autoridad» a «una posición de autoridad absoluta». En cualquier caso, a nuestra sociedad no le agrada la idea de la autoridad. Quizás nos preocupe el hecho de que admitir que los padres tienen autoridad sobre los hijos implique admitir que también debería respetarse la autoridad en otro tipo de relaciones. Parece que esto nos supone un problema. 10

Faculty of Tufts University's Eliot-Pearson Department of Child Development, Proactive Parenting: Guiding Your Child from Two to Six, Berkley Books, Nueva York, 2003.

No estoy hablando de pedir una pizza o de escoger una película o incluso de decidir dónde ir de vacaciones (se pueden buscar compromisos y llegar a ellos en estos casos). Estoy hablando del propósito moral y dirección básicos de una familia y de un niño. Para esto los niños deben de ser guiados por sus padres. Si los padres no tenernos autoridad (a pesar de nuestros fallos y carencias), entonces, ¿qué sentido leñemos? ¿Por qué ser o tener padres si un amigo mayor o una animadora podrían hacer el trabajo igual de bien? En su excelente libro Preparado o no11 la socióloga Kay Hymowitz explora a fondo el extraño fenómeno (y los terribles efectos) de una sociedad que ya no acepta la premisa de que los padres tienen autoridad por el simple hecho de serlo y que tampoco cree ya que la generación de adultos ha acumulado una sabiduría de la que los jóvenes se deberían beneficiar, si van a jugar un día un papel positivo en la sociedad. Hymowitz ve peligrosa esta tendencia, y la llama «anti-culturalismo». Yo la llamo sinsentido. Nos sometemos de buen grado a las órdenes anónimas de los supermercados que dicen «caja rápida: máximo diez artículos», pero no nos gusta que el jefe nos diga que tenemos que rehacer nuestro proyecto para el lunes. Mientras más cercana sea la relación, más nos molesta la autoridad. A algunas personas la idea de una estructura de autoridad familiar les produce temor. Y los padres que piensan así, nunca pueden estar verdaderamente de parte de sus hijos. Imaginen a un árbitro de béisbol cuya función es decidir las jugadas de la primera base. Algunas veces se equivoca. El entrenador de un equipo puede agitar el puño y quejarse vociferando, pero el béisbol no admite réplicas. Ambos equipos tienen que aceptar las decisiones del árbitro, no importa cuán injustas las consideren. La integridad misma del juego, su esencia, depende de que se respeten las decisiones del árbitro. Imaginen a los Yankees de Nueva York diciendo: «No nos gusta esta decisión, así que vamos a coger nuestros bates y nuestras pelotas y nos volvemos a casa». Eso significaría el fin del béisbol. Mi analogía no es perfecta. Un árbitro es un profesional hábil que debe probar que está cualificado, mientras que cualquiera que pueda adoptar o acoger a un bebé, puede ser padre o madre. Por otro lado, es muy improbable que el árbitro ame tanto a los jugadores como para dar su vida por ellos. Aun así, la analogía es útil. Si el árbitro toma continuamente decisiones atroces, se encontrará muy pronto con que lo despiden. Pero esto no es probable porque, como mínimo, ama el juego en sí mismo, lo conoce perfectamente y entiende cuál es su responsabilidad. No es infalible, pero es esencial para el juego. Sus decisiones deben ser respetadas, incluso si comete errores, si es que el juego y los jugadores han de existir y mucho más si han de prosperar.

¿Unos padres infalibles? ¡Imposible! Así somos los padres. Y probablemente nadie sepa mejor que nosotros cuan imperfectos somos. (Y cuando los padres han sido abusivos o descuidados, y la situación no se puede corregir, se les puede obligar a abandonar este puesto con todo el derecho del mundo). Aun así, ánimo a los padres a que acepten conscientemente lo que muchos de nosotros percibimos de manera natural, aunque no estemos seguros de que es socialmente aceptable: que tienen autoridad por el simple hecho de serlo. El doctor William Sears, el rey de esta nueva ciencia, es autor de muchos libros y artículos. Creo que tiene cosas buenas pero pienso que se equivoca cuando arguye en El niño con éxito que los padres tienen que «ganarse» la autoridad. Escribe: «Puede que le sorprenda descubrir que la autoridad no se adquiere automáticamente por el hecho de ser padres. La autoridad hay que ganársela, incluso cuando uno es completamente adulto y el niño es un recién nacido de cuatro kilos»12. 11

Kay hymowitz, Ready or Not Why Trating children as small Adults Endangers their Future –and Ours. The Free Press NY 1999

12William Sears, The Successful Child: What Parents Can Do to Help Kids Turn Out Well, Little Brown, Boston, 2003.

Tiene razón en el sentido de que no podemos obligar a nuestros hijos a que nos respeten. Pero yo argüiría que una de las maneras de ganarnos su respeto es imponiendo, adecuadamente y con amor, la autoridad que va implícita en nuestra posición de padres. Si no, los padres podrían encontrarse paralizados preguntándose a sí mismos si han hecho lo correcto para ganarse la autoridad sobre sus hijos. Ésa es una buena forma de perder el respeto de un niño. De todas formas, imagínense que les para una agente de tráfico mientras van a toda velocidad por la calle. ¿Le preguntarían si se ha ganado la autoridad ese día para pararles? No les recomiendo en absoluto que lo intenten. Independientemente de cuáles sean los rasgos personales del carácter de esa agente, pensemos lo que pensemos de ella, tiene derecho a poner una multa. No tendríamos unas calles muy seguras si dependiera de cada uno de nosotros el decidir los agentes de policía que tienen autoridad y los que no. Unos padres que entienden que tienen autoridad por ser los padres tienen la confianza para usarla por el bien de sus hijos y para hacerles ver que la usan para eso. Cuando creemos que se nos ha otorgado un regalo precioso y valioso, nuestros hijos, cuando amamos el regalo y entendemos la responsabilidad que conlleva, es mucho más probable que hagamos un uso cuidadoso de esta responsabilidad. Incluso prescindiendo de nuestra autoridad moral, no debemos subestimar el hecho de que, simplemente, sabemos más que nuestros hijos. Nosotros tenemos experiencia, ellos no. Somos más sabios, y bueno..., más civilizados. ¡Ellos necesitan desesperadamente nuestra orientación! Dársela es una manera de convencerlos de que estamos de su parte. Piense en su relación con su jefe. Si cree que va a por usted, le molestará cada una de sus instrucciones. Pero si cree que su objetivo es estimularla para que consiga un ascenso en seis meses, puede que reciba bien esas instrucciones, porque sabe que su jefe está de su parte. ¡Cómo cambian las cosas según la perspectiva! Si podemos ayudar a nuestros hijos a ver que estamos de su parte, nuestros esfuerzos para formar y estimular su carácter tendrán más éxito a largo plazo, porque no sólo habremos llegado a su conducta, sino a sus corazones. Esto se cumplirá aunque ellos no entiendan que nuestras acciones son en su propio interés, aunque se resistan a corto plazo. Mirémoslo de esta forma: si pudiésemos ser unos padres perfectos (sea lo que sea lo que esto signifique), ¡aun así no tendríamos garantizados unos hijos perfectos! Todo lo que podemos hacer es intentar llegar a sus corazones y formarlos para el bien. ¿Asumiremos nuestra tarea? Tenemos que creer que en lugar de estar de viaje juntos, enseñándonos y ayudándonos mutuamente como los expertos nos quieren hacer creer, estamos en una misión para rescatar a nuestros hijos. Debemos pensar que, en lugar de manipular su conducta, necesitamos llegar y formar sus mismísimos corazones. Ayudarles a disfrutar del bien. Debemos ser conscientes de que nuestros hijos necesitan que entendamos cuál es nuestra misión en sus vidas. Eso es lo que quiere decir estar de parte de nuestros hijos.

El precio de estar de parte de nuestros hijos Para terminar, tenemos que entender cuál es el precio que debemos pagar para criar a nuestros hijos. No me refiero al precio en dinero, o incluso en tiempo. Me refiero al precio personal de invertir en sus vidas. El precio de llegar a conocerlos íntimamente, de entender sus virtudes y defectos. Reconocer y perseverar en nuestra misión de rescate, incluso cuando los expertos de la «ciencia de criar hijos» nos dicen que retrocedamos, tiene un precio. Luchar con nuestros hijos, incluso cuando se nos dice que no nos impliquemos, tiene un precio. Perseverar en lo que creemos que es bueno para ellos, incluso cuando, y especialmente cuando, nuestro esfuerzo no está dando ningún fruto y puede no darlo en mucho tiempo, tiene un precio. Me estoy refiriendo al precio de ser constantes.

Si confiamos en nosotros mismos, nos será más fácil convencer a nuestros hijos de que estamos de su parte. He descubierto que incluso cuando mis hijos creen que no estoy de su parte en un momento dado, saben que yo « l o creo. Eso se nota (para mejor) en nuestra relación. No sé exactamente cómo será estar de parte de su hijo en su hogar. Pero sé que es crucial para el éxito de todos nuestros hogares.

Examen para padres Cuando tengo algún problema con mis hijos, algunas veces me veo yendo hacia su terreno, en lugar de hacer el esfuerzo de llevármelos al mío, porque es la manera más fácil de evitar un conflicto en el momento. Tranquilos, esto pasa, y todos lo superamos. Creo que los padres tenemos que preguntarnos: ¿es evitar los conflictos con nuestros hijos la norma en nuestra casa? Y si lo es, ¿cómo puede eso socavar nuestra misión de rescate de sus corazones?

Capítulo 4 ¡No soy lo más importante!

Cuando mi hijo Peter estaba en tercero SÍ él y a sus compañeros de clase les mandaron un trabajo: hacer un póster de «todo sobre mí». Las instrucciones eran cubrir el póster con fotos de sí mismos realizando sus actividades favoritas. Luego, tenían que encontrar fotos en los periódicos y en las revistas que describieran sus intereses, recortarlas y pegarlas. Lo siguiente que tenían que hacer era escribir en letras mayúsculas palabras positivas sobre ellos mismos. Finalmente, tenían que decorar el póster de un modo que llamase la atención. Las luces de neón podrían haber sido apropiadas, porque el producto final tenía que ser un gran anuncio del alumno, y sólo del alumno, para mostrar a los demás por qué él o ella eran tan estupendos. Tal y como se lo cuento. Aunque Peter podía incluir una foto de sus hermanas, no se le pedía que resaltara a nadie más que a sí mismo; ni a sus amigos, ni a su familia, ni sus responsabilidades para con el mundo, ni cómo podía ayudar a los demás, ni lo que quería aprender de sus profesores, ni las habilidades o aspectos de su carácter que quería mejorar, ni la meta a la que quería llegar. Nada. El tema del póster de Pete era: «Yo soy Peter Hart, y yo solo me basto para ser importante». Lo que me daba miedo del trabajo de Peter era que reflejaba por completo nuestra sociedad. Una sociedad que enseña incluso a los más pequeños a vivir cada día con una actitud de «yo soy lo más importante». No existe un contexto que incluya la unión entre el niño y el mundo y sus responsabilidades para con él. El mensaje principal es: «Eres grande, hagas lo que hagas, o lo que no hagas». Y eso asusta. No me malinterpreten. Mis hijos reciben amor y cuidados in-condicionalmente, no porque sean buenos o sólo cuando son buenos, sino simplemente porque son mis hijos. Sin embargo, cuando lo echan todo a perder, se lo hago saber, les ayudo a hacerlo mejor, y los convenzo de que a pesar de eso los quiero. Por el contrario, cuando los niños del vecino meten la pata, los mando a su casa. Para que conste, quiero a los niños de los vecinos, y me siento bastante responsable de ellos. Me gusta invitarlos y ser amable con ellos y espero que mis vecinos hagan lo mismo cuando mis hijos están en sus casas. Una vez, cuando Peter tenía cuatro años, estaba jugando en casa con un vecinito de su edad; el niño

me ignoraba repetidamente cuando le hablaba, y mi hijo se dirigió a él con tono severo y le advirtió: «¡Creo que deberías escuchar a mi madre y hacer lo que te dice!». En cualquier caso, los egos pequeños absorben este mensaje de «yo soy lo más importante» de una manera instintiva. Lejos de ser las frágiles flores de invernadero que algunos expertos nos querrían hacer creer que son, estos egos florecen de forma natural. Especialmente cuando nuestra sociedad exalta y nutre la autoestima de un niño hasta excluir todo lo demás. No es de extrañar que haya tantos niños desgraciados (que después serán adultos) que piensen que el universo gira en torno a ellos. Cuando tenía tres años, dormía la siesta todas las tardes. Era la más pequeña de cinco hermanos y desde luego mi madre me acostaba a dormir la siesta diariamente, lo necesitase o no. Cada tarde, cuando me despertaba, me daba cuenta de que ocurría lo mismo: el sol caía y llegaba la noche. Algunos días esto ocurría muy poco después de despertarme; otros días más tarde, pero asombrosamente ocurría día tras día sin fallar. Llegué a la conclusión obvia de que yo era la causante de que el sol se pusiera (sí, lo digo en serio). Al causar la puesta del sol (pensaba yo) ponía fin a mi hora de juego y... ¿Quién querría eso? Recuerdo vívidamente haber ideado un plan brillante: haría todo lo posible por mantenerme despierta en la siesta y evitar la llegada de la noche. ¡ Voilá! ¡Sorpresa! Me quedé despierta y aun así anocheció. Era una niña que pensaba que de verdad era el centro del universo. Literal o figuradamente, la mayoría de los niños muy pequeños atraviesan esta fase: es normal. Lo que no es normal, sin embargo, es animar al niño a que permanezca en esa fantasía a lo largo de su desarrollo. Al final me di cuenta de que no era yo la responsable de la salida y la puesta del sol, y no recuerdo haber sentido una ansiedad personal desproporcionada al hacer este descubrimiento. Pero, ¿qué hubiera pasado si lo hubiera descubierto a los treinta años? Podría haber afectado gravemente a mi personalidad...

Uno para todos... Incluso una actividad aparentemente inocua puede potenciar la cultura del «soy lo más importante». Llevo al día un álbum de recortes de mi familia y de sus actividades. Creative Memories13 es probablemente el más conocido de los programas dedicados a los álbumes de recortes, con sus coloridos recortables, pegatinas e ideas para decorar las páginas. Mis álbumes cuentan la historia de mi vida familiar. Me encanta hacerlos. La mayor parte del año la mesa del salón está sembrada de materiales, fotos, papeles y barritas de pegamento para mis «libros de fotografías» como dicen mis hijas. El programa Creative Memories anima a las madres (puesto que ellas son normalmente las que hacen los álbumes) a crear un libro de familia y un libro aparte para cada hijo, que se centra en la vida de ese pequeño, sus actividades y sus logros. El propósito de esto no es sólo que los de Creative Memories vendan más, sino también que cada niño pueda tener su propio álbum. Cuando mi orientadora de Creative Memories, que es estupenda por cierto, me animó a empezar libros individuales para cada uno de mis hijos, mi respuesta fue «¡Ni loca!». Con cuatro hijos tengo tanto tiempo de llevar álbumes individuales como de entrar en el programa astronáutico de la NASA. Pero además tenía otro motivo, no quería sacar la infancia de mis hijos del contexto de la vida familiar. Tengo fotos individuales de mis niños por toda la casa, además de las fotos de grupo. Cada uno de mis hijos es único, y no creo que hacer un álbum para un niño le vaya a causar un daño irreparable a su pequeña psique. Yo conservo uno de cuando era pequeña. Es básicamente un montaje de poses para la Creative Memories (Recuerdos Creativos) es una empresa a través de cuya página web se pueden comprar los artículos que menciona la autora y que dispone de orientadores que aconsejan a los clientes en la confección de estos álbumes. (N. de la T.) 13

foto anual pero, teniendo en cuenta que yo era la más joven de cinco hermanos, dice mucho de mi madre y de lo que hizo por mí. Y, sí, es bastante bonito. Así que si alguien está leyendo esto y quiere hacer álbumes individuales para sus hijos, adelante. Todo lo que digo es que para mi familia, que ya está llena de niños convencidos de que el mundo gira o debería girar en torno a ellos, decidí que sería mejor llevar sólo un álbum familiar para reforzar la vida en familia. Lo que quiero decir con esto es que todo lo que mis hijos logren, aprendan y celebren durante estos años en que están creciendo es fantástico y forma parte de nuestra vida en común. Nace del arraigo en la familia y de su estímulo. Temía que a mis hijos un libro sobre «la historia de tu vida», que se centrase en el individuo y en el que el resto de la familia fuese esencialmente un ruido de fondo, les pondría demasiado fácil el ignorar el contexto familiar fundamental de sus vidas. Nuestra identidad viene de la historia de quiénes somos, y ésta es la idea que quiero reforzar. Aunque mis hijos a veces piensen lo contrario, en mi familia mis niños no están solos (afortunadamente). Por supuesto, a medida que creo mis libros de recortes me puedo ir centrando en sus actividades individuales. Una página puede tratar del grupo de Scouts Lobatos14 de mi hijo saludando al presidente Bush, y otra puede destacar el musical del colegio de mi hija. Lo más normal, de todos modos, es una página con todos nosotros en las vacaciones de verano. La idea es que incluso los triunfos individuales, que reconozco y celebro con alegría, se enmarquen en el contexto más amplio de nuestra familia, su crecimiento, su conexión y su historia. En lugar de tener su propio álbum de recortes, cada niño tendrá una copia del álbum familiar. Pero desde luego, no estamos hablando de álbumes individuales, sino de crear un ambiente que sirva de contrapeso al «soy lo más importante».

¿Bailar al son que ellos toquen? Y estos niños del «soy lo más importante» están por todas partes. Veo normalmente a niños (sí, a menudo los míos) que interrumpen a sus padres o que esperan que éstos dejen todo lo que están haciendo cuando gritan: «¡Mírame, mamá!». Esto no es sorprendente. Lo que es desesperante es que son demasiados los padres que parecen responder «¿cuánto?», cuando los hijos dicen «¡salta!». Por otro lado, a menudo veo quinceañeros hoscos, enfadados y aislados que miran despectivamente a sus aterrorizados progenitores, con los que aparecer no quieren tener nada que ver. Los padres de hoy en día suelen acceder a lo que sus hijos demandan (interrumpir, ser¡ el centro de atención, o estar completamente solos) cada vez y cuando sus hijos así lo estipulan. Intimidados por sus hijos, estos padres no ven la conexión entre el alimentar la actitud del «soy lo más importante» y la desesperación por la que atraviesan. En el mejor de los casos, he oído a demasiados decir «¡no podemos tener una conversación con nuestros amigos cuando nuestros hijos están alrededor!» o «tengo que sacarle las palabras con sacacorchos a mi hijo». Todos hemos estado en una reunión de adultos en la que algún niño entra corriendo y se espera de los adultos, a menudo no sólo de sus padres, que dejen todo para centrar su atención en el pequeño. Lo más normal es que mamá y papá sean apartados del grupo por el niño para que vayan y miren lo que sea que éste quiera. Ahí es donde yo pongo los ojos en blanco. (No estoy diciendo que mis hijos no intenten mangonearme, ni siquiera que yo nunca ceda). De hecho ha ocurrido lo bastante como para que yo les haya dicho en un momento dado. «Lo siento, cariño, ¿no he preguntado "cuánto" lo suficientemente rápido cuando me has ordenado saltar?». Los Scouts se dividen tradicionalmente en grupos, según sus edades y su veteranía. El grupo de Scouts más jóvenes son los Castores, a continuación se encuentran los Lobatos, de edades comprendidas entre los ocho y los once años. (N. de la T.) 14

Por el contrario, ¿con qué frecuencia oye usted a un adulto decirle a un niño?: «No, cariño, no puedes interrumpirnos. Ahora estoy charlando con los mayores; cuando acabe iré y veré lo que estás haciendo. Vete a jugar». Muy pocas veces. ¿Qué ocurre cuando estos niños crecen? Un lector de una de mis columnas, que conoce esa actitud de primera mano, me escribió: En mi negocio contratamos a muchos jóvenes... quinceañeros y adultos. Constantemente me asombra la actitud totalmente egocéntrica, ególatra y de auto importancia de casi todas estas personas. El joven trabajador, inteligente y responsable es tan escaso como una piedra preciosa. Esto incluye a muchos que están ya muy avanzados los treinta. Y siempre están aburridos y descontentos.

¡Tres hurras por el equipo local! Así que, ¿cuál es el antídoto contra estos niños del «soy lo más importante?». Empieza por encontrar modos mayores y menores de enseñarles que no lo son. Conozco una familia que tiene una «copa familiar». Todo empezó cuando sus hijos eran jóvenes y continúa ahora que ya son adultos. Cada vez que hay un motivo de alegría en la familia: un nuevo hijo, un ascenso en el trabajo, una casa nueva, un cumpleaños significativo..., el miembro de la familia en cuestión recibe la copa (un trofeo barato comprado hace décadas). Para quien la tenga en su posesión es un recordatorio de que su alegría o su logro no sólo trata de ellos, sino que es compartido y celebrado por su extensa familia. Cuando la copa pasa al siguiente que tiene algo que celebrar, se comparte la nueva fuente de alegría. ¡Qué estupenda costumbre para el corazón y qué estupendo aprender a tener tantos motivos de alegría y tantas cosas que celebrar! Una amiga mía, madre de una adolescente, tiene la costumbre de dibujar en el aire con el dedo cuando su hija se queja demasiado sobre algo que va mal en su encantadora y placentera vida. No sé cómo madre e hija han llegado a un entendimiento sobre el símbolo, pero significa «cariño, no eres lo más importante». Sé de varias familias que trabajan juntos como voluntarios en su comunidad, y de padres que envían a sus hijos adolescentes a misiones, a otros países, en los meses de verano. Ésta es una manera estupenda de abrirles los ojos a nuestros hijos al mundo del «otro». Mi familia intenta combatir la cultura del «soy lo más importante» poniendo énfasis en el «Equipo Hart». De ese modo mis hijos se ven a sí mismos arraigados y responsables ante algo mayor que ellos mismos: su familia. En nuestra casa se propaga a los cuatro vientos la importancia de la familia. Pero, demasiado a menudo, la familia no es más que un grupo de individuos autónomos que sólo comparten una dirección. Cuando acentúo la importancia del Equipo Hart, enfatizo la importancia de trabajar juntos para llegar a una meta, haciendo que sea una prioridad el que cuidemos a los demás miembros del equipo, en particular a los más pequeños o a los que más lo necesiten en un momento dado. No estamos compitiendo con otros «equipos», simplemente intentamos ser el mejor «equipo» que podamos ser. Nos alegramos cuando le ocurre algo bueno a uno de nosotros y compartimos la carga cuando otro está teniendo un mal día o, al menos, lo intentamos. Hablamos de que el Equipo Hart es para toda la vida. Esto es más difícil ahora que el Equipo Hart es diferente, sin duda; pero el principio sigue siendo el mismo: quiero que mi familia tire junta del carro. Si mis hijos se están gritando los unos a los otros, torturándose o insistiendo en que la vida no es justa porque no les han dado la misma cantidad de lo que sea que a su hermano o hermana (o sea, se están portando como todos los días) sé que tengo que ser más

constante en mi promoción del Equipo. De repente me encuentro a mí misma diciendo cosas como «¡venga chicos! ¡El Equipo Hart nunca se rinde!», o «¡el Equipo Hart no habla mal de sus miembros!», o «el Equipo Hart no excluye a un miembro del juego». Sí, es cursi. Pero no subestimen lo cursi: les puede hacer sentir estupendamente. Me doy cuenta de que los chicos se identifican de verdad con el concepto de equipo, de que algunas veces éste capta su atención cuando otras cosas no lo hacen. Estoy convencida de que, muy en el fondo, a pesar de la sociedad en la que vivimos, a todos nos gusta sentir que formamos parte de algo más grande que nosotros mismos. El concepto de equipo delimita el concepto de familia y a los niños les encanta, la mayoría de las veces. Bueno, muchas veces. Cierto año, en una feria, Ben y yo nos apuntamos a jugar al laberinto de maíz. Cuatro niños, con carrito y todo. ¡Sería tan divertido! El sol empezaba a ponerse cuando caímos en la cuenta de que era muy difícil salir de allí. Estuvimos hora y media dando vueltas entre esas paredes de dos metros. Al final conseguimos salir apartando las plantas y atravesando una de las paredes a la ansiada libertad. Peter estaba horrorizado. «Papá y mamá», se quejaba, «¡dijisteis que el Equipo Hart nunca se rinde!». Casi al unísono Ben y yo respondimos: «¡Pete, no nos hemos rendido, hemos perdido!». El equipo no tiene por qué ser perfecto.

Hasta los planes mejor hechos... Hay montones de maneras geniales de reforzar la familia. Casi cualquier cosa que hagan juntos sirve. Conozco a algunas familias que practican taekwondo. Otras familias se reservan los viernes, o un viernes de cada dos, para practicar alguna actividad familiar divertida. Una semana van al cine, otra juegan en una sala de recreativos con láser... En cualquier caso, se trata de una familia haciendo algo en común. Esto puede volverse más complicado a medida que los niños crecen: los trabajos, las actividades escolares y los amigos son escollos que deben salvarse. Incluso ahora, es fácil que otras responsabilidades invadan mi vida familiar. Tengo que mantenerme constantemente en guardia para que las actividades externas no interfieran en ella y al mismo tiempo ser consciente de que la armonía familiar no va a desaparecer porque no pueda salir con mis hijos un fin de semana. A pesar de todo, es una costumbre, una actitud mental, que las familias bien avenidas mantienen mientras los hijos siguen en casa. Los viajes familiares son una manera de escapar juntos, pero me he dado cuenta de que a algunos padres les ponen muy nerviosos. ¿Qué pasa si después de toda esa planificación y esos gastos el viaje no está a la altura de las expectativas? Bueno, ¿y qué? En el año 2001, incluso antes de los terribles ataques terroristas del 11-S, Ben y yo estuvimos pensando en ir en coche con nuestra familia de la Costa Este a la zona de Chicago por el día de Acción de Gracias. Después de los ataques, desde luego, no me iba a subir a un avión y tampoco lo iban a hacer mis hijos: tocaba viajar en coche. Lo teníamos todo planeado. Nuestro propósito era salir a las cinco de la mañana del martes de antes de Acción de Gracias. Colocaríamos nuestros cuatro pequeños hatillos durmientes en el coche, consiguiendo así tres horas de paz y tranquilidad. Ya nos imaginábamos a los niños durmiendo plácidamente mientras nosotros bebíamos un aromático y cremoso café recién hecho en nuestros sofisticados termos. Veríamos el amanecer y tendríamos conversaciones profundas sobre nuestra vida familiar. Bueno, finalmente salimos a las siete y media de la mañana bajo un chaparrón. Los niños estaban totalmente despiertos y saltando desde las cinco y media. Con las prisas nos olvidamos el café y nuestras conversaciones íntimas versaron sobre quién tenía la culpa de haber salido tan tarde y de meternos en la carretera en plena hora punta de tráfico. Y eso fue lo mejor de nuestro viaje.

Sólo quince minutos después de salir, justo después de entrar en la autopista, oímos unos golpetazos sobre nuestras cabezas. Ben y yo estuvimos de acuerdo en que era mejor comprobar el estado de la baca en la primera salida. No fue necesario, segundos más tarde la maleta de vinilo blando con la ropa de nuestros hijos se soltó de sus ataduras convirtiéndose en un proyectil lanzado por la autopista (gracias a Dios nadie resultó herido). Nos invadió el estupor. Ben paró en el arcén y dio marcha atrás en el carril de emergencia. En esa maleta iba demasiado tiempo y dinero como para dejarla en la carretera. Para nuestra desesperación pronto descubrimos que se había abierto esparciendo ropa infantil por los tres carriles de la autopista. No me lo estoy inventando: bajo la lluvia, en hora punta, Ben paró a los coches, que ya habían reducido la velocidad. Con una mano los detenía, y con la otra cogía cuidadosamente unos calzoncillos por aquí, unos bermudas por allá..., me aseguré de que mis niños tenían bien abrochados los cinturones y me uní a él. Incluso en aquel momento me preguntaba por qué no nos pitaban sin piedad. Pronto fue obvio, los conductores que estaban observando la escena estaban tan muertos de risa que no tenían fuerzas para maldecirnos. Mi objetivo eran los zapatos. No me iba a ir sin encontrar los mocasines nuevos de mi hijo o la pareja de esa mercedita de piel. El jersey que más me gustaba de mi hija estaba tres carriles más allá. Me hice con él. (Olivia se lo pone todavía). Finalmente, acudió en nuestra ayuda un empleado de seguridad de la autopista. Amontonamos la ropa mojada encima de los niños, que lloraban, para salir de escena sin morir de la vergüenza. Siempre me he preguntado si hablaron de nosotros en las noticias esa mañana. El viaje en coche no empeoró después, pero tampoco mejoró. Habíamos pedido prestada una televisión y vídeo para el viaje, pero no fue la panacea que nos imaginamos. El conductor y el copiloto no pueden ver la película pero, sin auriculares, tampoco pueden escapar a ella. Oímos la canción «Oompa Loompa» de Charly y la fábrica de chocolate al menos cincuenta veces. Empecé a fijarme en los aviones que nos sobrevolaban y a pensar cuan afortunados eran sus pasajeros. Ese viaje no estuvo a la altura de las expectativas iniciales, pero al final las excedió salvajemente. Fue una de las experiencias más horribles y más maravillosas que recuerdo. Nunca volveré a preocuparme de que algo falle en nuestros viajes familiares. Esta aventura sigue siendo de la que más hablamos. Estuvo lejos de ser perfecta, pero nos enfrentamos juntos a la adversidad. He oído a muchas familias contar que sus mejores viajes fueron el de la cabaña con el techo con goteras, el del coche sin aire acondicionado y el del cambio de planes por el huracán. No se preocupen. Simplemente disfrútenlo juntos. Y acuérdense de reírse. Otra actividad que lleva a cabo nuestra familia es el «juego del agradecimiento». Nos sentamos en círculo, normalmente antes de acostarnos, y decimos por turnos lo que agradecemos a alguien de la familia. A veces no marcha exactamente como yo había planeado. Un niño le puede decir a otro: «Le agradezco a Peter que sólo me moleste casi todo el día y no todo el día». Pero normalmente los niños se toman el juego bastante en serio. Puedo incluso oír que un niño agradece a otro cosas que no hubiera imaginado, por ejemplo: «Agradezco que Madeleine me hiciera reír hoy cuando estaba triste». Esta es otra manera de ayudar a nuestros hijos a concentrarse en apreciar y celebrar los aciertos de los demás, a los demás, y combatir la cultura del «soy lo más importante».

«No eres el centro del universo» Oigan, dejémoslo claro. Muchas veces mis hijos piensan que si no son el centro del universo deberían serlo. Yo misma necesito esforzarme cada día para superar en mi propia vida esta tendencia natural del corazón humano.

Me reconforta saber que al menos sé cuál es mi objetivo. Sé lo que está en juego. Estoy, después de todo, en una misión de rescate del corazón de mis hijos. Muchas veces he recordado que estoy en esta misión al decirle a mis hijos: «No eres lo más importante, cariño». Aunque la élite de la nueva ciencia educativa puede asustarse al oír esto, les he dicho a todos mis hijos alguna vez: «No puedes (o no debes) hacer esto, tener esto, o actuar de esta manera porque esta familia no gira en torno a ti. Hay en ella otras personas que debes tener en cuenta. Y tienes una responsabilidad para con ellas». O, quizás, después de que el niño se haya lamentado por alguna desilusión más tiempo de la cuenta, incluso cuando la queja era legítima: «No tienes derecho a hacer sentirse a los demás desgraciados porque tú estés triste, cariño». Otras veces, le digo a uno de los niños: «No puedo prestarte atención ahora mismo, cariño. Estoy atendiendo las necesidades de tu hermana». No me da miedo decirles a mis hijos que no pueden interrumpir a los adultos. Como por ejemplo: «No, cariño, no puedes entrar sin llamar y contarnos (en tiempo real) la película que acabas de ver. Estamos hablando con papá ahora y debes de sentarte quietecito y escucharle». O incluso: «Los adultos estamos hablando cariño. Vete a jugar fuera. Esta es la zona de los mayores». Cuando mi hija se quejó de que no iba a poder asistir a un cumpleaños porque íbamos a estar fuera de la ciudad, por ejemplo, no me sumé a su fiesta de autocompasión. Por este motivo: los más pequeños, en estos días, tienen como 15.876 fiestas de cumpleaños en su infancia. Y por este otro: le dije que la mejor decisión para la familia era hacer el viaje que habíamos planeado. Le dije que sentía que se perdiera la fiesta (y realmente lo sentía) y que sólo pudiera ir a las otras 15.875 fiestas de su niñez pero, después de un breve tiempo de lamentaciones, tuvo que dejar de quejarse. Le recordé que su responsabilidad era tener espíritu deportivo, dar ejemplo, especialmente a sus hermanos pequeños, incluso si no lo sentía así en ese momento. Esta llamada al deber triunfó sobre su sentimiento de autocompasión. Sobrevivió al hecho de haberse perdido la fiesta y logró no hacer a los demás desgraciados por ello. Antes de que los gurús de la permisividad sufran contorsiones y escalofríos de dolor, espero que se hagan esta pregunta: ¿Qué niño estará mejor? ¿El que se le permite recrearse en su indignación y pena por haberse perdido una fiesta, atormentándose a sí y a los demás?, ¿o el niño al que se le dice que debe moverse hacia delante, avanzar, y lo hace? Esto no significa que no haya veces en las que las necesidades reales del niño, en contraste con las que él siente como necesidades, requieran que los demás se adapten. La necesidad que tiene un niño de echarse una siesta o de participar en un acontecimiento deportivo importante pueden dictar los planes de una familia en un momento dado. Mamá y papá vienen muy bien para ayudar a distinguir al niño entre las necesidades que él percibe como tales (que no siempre serán satisfechas) y sus necesidades reales. Tener una familia en la que los unos se acomodan a los otros es una manera de evitar que el pequeño sienta «soy lo más importante». La mayoría de los niños, creo, siente un alivio increíble al darse cuenta de que no son el centro del universo, o de su universo. Aquellos que cuando son adultos todavía creen que son «lo más importante» se encaminan al desastre. Pediría a los padres que están convencidos de que es correcto permitir que los niños se sientan el centro del universo familiar, que reciban atención cada vez que la piden y que realmente crean que «son lo más importante», que piensen lo siguiente: en algún lugar del mundo otros padres están educando al esposo o esposa de su hijo o hija. ¿Es ésta la manera en que ustedes esperan que lo hagan? Por supuesto, nuestros hijos son individuos con dones, personalidades y retos únicos, y necesitan cada uno tipos de cuidado y reconocimiento diferentes. Una de las mejores maneras de nutrir apropiadamente a estos pequeños individuos puede ser enseñándoles que no son lo más importante (afianzando en ellos la tan esencial noción del «otro»).

Examen para padres Es muy fácil que los padres nos dejemos llevar por nuestros hijos y les permitamos convertirse en el centro del universo familiar. No hay nada malo en responder: « ¡es estupendo!», cuando un niño dice: « ¡mírame, mamá!»; forma parte de la diversión de ser padres. La pregunta es, ¿son los niños y las necesidades que ellos perciben como tales, incluyendo las necesidades momentáneas, las que rigen el hogar? ¿Cómo se sentiría si dijese a sus hijos: «Te quiero, pero ni el mundo ni esta familia giran alrededor de lo que tú crees que son tus necesidades ahora»? También pienso que el concepto del equipo familiar es importante, sea del tipo que sea, en los diferentes hogares. Merece la pena pensar en cómo podemos promover este concepto en nuestras casas. ¿La copa familiar? ¿El juego del agradecimiento? ¿Qué puede funcionarle (o no funcionarle) a usted?

Capítulo 5 Nuestros hijos, nuestros ídolos La cosa empeora. Estos niños del «soy lo más importante» son casi siempre niños idolatrados. Cuando estaba embarazada de mi segundo hijo, participé en un programa de televisión con una defensora del menor, o algo así. En un intermedio se interesó por el inminente nacimiento. Yo tenía mis sospechas respecto a los defensores infantiles, así que decidí ser malvada: le dije que era mi segundo hijo y que mi marido y yo teníamos mucha ilusión porque estábamos a dos tercios de nuestro objetivo, que era tener seis. Expresó abiertamente su espanto ante la respuesta. « ¡Seis!», casi gruñó. « ¿Cómo podréis proporcionarles una atención individualizada?». Su desagrado se palpaba en el aire. «No lo sé», respondí, «supongo que se atenderán los unos a los otros». La defensora infantil no aprobó esta respuesta. Sospecho que era menos una defensora de la infancia que una defensora de niños idolatrados. La doctora Patricia Dalton es psicóloga clínica y madre de tres hijos ya crecidos. En una columna del Washington Post del año 2002 describía el fenómeno de lo que llamaba über-parents (superpadres): Decoran las habitaciones de sus hijos con colores estimulantes, les compran juguetes educativos y dan masajes a sus bebés. Espacian el nacimiento de sus hijos siguiendo los mejores consejos de los expertos en desarrollo infantil. Apuntan a sus hijos a... clases de gimnasia, solicitan plaza en las guarderías más progresistas y los inscriben a un equipo de fútbol con cuatro años. Sacrifican su propio tiempo, sus amistades y sus intereses, algunas veces incluso su vida sexual. Permiten que sus hijos los interrumpan y dejan todo lo que están haciendo para aprovechar cualquier momento para enseñarles. Y lo que es quizás más importante, aprovechan cualquier oportunidad para aumentar la autoestima de sus hijos.15 Dalton asegura que los hijos de los supergaches acaban en su consulta porque, cuando son adultos, no quieren abandonar el nido familiar. ¿Por qué deberían querer irse? Sus padres ciertamente no los obligan y se está la mar de bien en él. Dalton afirma que está observando un mayor número de relaciones entre padres e hijos adultos, conflictivas, difíciles y complicadas. Sugiere que las familias que no estaban tan enfocadas hacia los hijos eran probablemente más felices. Desde luego, tenían niños más generosos. Por el contrario, los niños de hoy, hijos de padres excesivamente indulgentes, son personas «que reciben, que no hacen o dan». Es difícil imaginar que estos niños vayan a experimentar la alegría de vivir.

Patricia Dalton, «Let Go, Already. If It's All About the Children, the Chil¬dren Will Never Leave», The Washington Post, 29 de diciembre, 2002. 15

Si quieres compasión, búscala en el diccionario Es exactamente tal y como Dalton lo describe; los padres como los míos solían decir cosas como «no me molestes a menos que te estés muriendo» y «si quieres compasión, búscala en el diccionario». Mis propios padres nos llevaban a las casas de sus amigos, a fiestas y a reuniones y ni se les pasaba por la cabeza mezclarnos con los adultos. Nosotros íbamos con los niños y los adultos iban con los adultos, y todo el mundo contento. Tampoco recuerdo haber compartido con mi madre la angustia que me ocasionó el que mi fantasía de la puesta de sol se deshiciese completamente. Lo que destaca en mis recuerdos de mi vida familiar es esto: mi madre nos amaba a mí y a mis hermanos con locura. Ella y yo estuvimos muy unidas hasta su muerte en 1995. Fue realmente mi mejor amiga. Incluso cuando yo era adolescente pensaba que era bastante admirable y nos llevábamos bien. Pero tampoco recuerdo que me llevara al parque, aunque creo que jugó una vez conmigo al escondite. Y creo que ni si quiera se me hubiera ocurrido pedirle que hiciera este tipo de cosas. Para eso estaban mis hermanos, mi hermana y mis amigas. (Recuerdo haber oído a mis hermanos preguntando: «Mamá: ¿Tenemos que llevarnos a Betsy?», y la respuesta que llegaba de Dios sabe qué parte de la casa era: «¡Síiiii!»). Mis amigos y yo jugábamos durante horas y no intentábamos que nuestros padres participaran en nuestros juegos. Nos hubiera parecido una tontería el incluirlos. Sí, ya lo sé. En ciertos aspectos las cosas son más difíciles hoy día. Sentimos que nuestros hijos no pueden ir al parque solos como lo hacíamos nosotros. Pero algunos de estos miedos pueden disiparse casi totalmente. (Si preguntaran a una persona cualquiera en la calle cuántos niños son raptados por extraños en Estados Unidos cada año probablemente le diría que miles. La verdadera respuesta, según el Ministerio de Justicia, es que en 2002, el año más próximo del que se disponen datos, fueron 115 los niños secuestrados por extraños. A la mayoría de los niños que desaparecen se los llevan miembros de su propia familia. Como todos los padres de hoy en día, estamos bastante atemorizados, incluso cuando el riesgo que existe es pequeño). No estoy diciendo en absoluto que haya que poner a los niños a jugar solos donde se les pueda hacer daño. Es verdad que cuando yo era pequeña mi madre nos decía literalmente que fuéramos a jugar a la calle. Había una calle bastante tranquila delante de nuestra casa en la que jugábamos al tejo y a las cuatro esquinas y a todo lo habido y por haber. Cuando venía un coche, simplemente nos hacíamos a un lado hasta que pasaba y después volvíamos a lo nuestro. Nunca permitiría a mis hijos jugar así hoy día. Pero sí que los mando a un bajo, o a un patio lateral o incluso al parque que hay calle arriba a que jueguen solos. ¿Y mi padre? Para empezar no recuerdo que viniera a ninguna de mis fiestas de cumpleaños cuando yo era niña. No estoy siquiera segura de que se enterase de ellas. Me habría desmayado de asombro si hubiera aparecido. Pero ¿y qué? Estaba loco por nosotros y lo sabíamos. Tenía cinco niños a los que sustentar con las comisiones de las ventas que consiguiera, así que ¿cómo diablos podía ser además el anfitrión de nuestras fiestas de cumpleaños? Lo recuerdo, sin embargo, acoplando el tobogán al coche en las noches nevadas de invierno y amontonándonos a nosotros, y a los hijos de los vecinos, en él. Conducía después a una buena velocidad (especialmente en las curvas), por las calles de las afueras de Chicago, hasta que nos caíamos riéndonos y gritando tan fuerte que casi no podíamos respirar. Después corríamos detrás del coche e intentábamos saltar sobre el tobogán en marcha. Hoy en día a mi padre lo meterían en la cárcel por conducción y comportamiento temerario, pero ése era el tipo de cosas que los padres de antes hacían y ¡vaya si era divertido! En la actualidad mi padre tiene ochenta años y estamos más unidos que nunca. Quizás los paseos en tobogán expliquen, en parte, el porqué.

Pero me estoy apartando del tema. La cuestión es que cuando_ papá no aparecía en las fiestas de cumpleaños nos aguantábamos. A los niños de hoy día desde luego no se les pide que aguanten nada. Viví en casa de mis padres tras graduarme en la universidad: nueve días. Me fui para trabajar en mi primer empleo en Washington D. C. una semana después de terminar el último año en la facultad. Papá y mamá habían hecho todo tipo de llamadas para que yo empezase a trabajar en cualquier parte. Dios sabe que yo no estaba muy predispuesta a hacer esfuerzos en esa dirección... Estaba, bueno..., bastante desmotivada. Me gustaba pensar que yo era del tipo de persona que es lista y con la que uno se lo pasaba muy bien, pero que eso era todo lo que tenía que ofrecer al mundo. Peor, pensaba que eso era más que suficiente que ofrecer al mundo. Afortunadamente yo tenía unos padres que no me permitieron permanecer en ese error mucho tiempo. Para hacerme empezar a caminar por el camino hacia la vida mi padre me avaló un préstamo, que yo tenía la responsabilidad total de devolver. Eso fue todo: «Nos vemos, cariño». Un día yo llevaba mallas, trataba de ganarme a los empollones de la facultad para los exámenes finales y disfrutaba de la vida en la Universidad de Illinois. ¡Qué crisálida tan protegida! ¡Era estupendo! Nueve días después, estaba a mil kilómetros, sentada detrás de una mesa, contestando el teléfono, levantándome más temprano de lo que lo había hecho en los últimos cuatro años y preocupándome del pago del alquiler. Eso apestaba. ¿Cómo había ocurrido?, me preguntaba. ¿No se suponía que tenía que tener unas vacaciones de verano para mirarme el ombligo? ¿No me debían mis padres un viaje a Europa? Quiero decir, ¿no era yo el centro del universo? Rápidamente llegué a la conclusión de que nadie me debía nada. Finalmente me había dado cuenta: el mundo, al fin y al cabo, en realidad no giraba en torno a mí. Y esta percepción llegó tarde, a pesar de todas las cosas «apropiadas» que mis padres habían hecho. Imaginen si hubieran sido como muchos de esos padres de hoy en día y hubieran alentado mi idea de que «era el centro del universo. (Mis cuatro hermanos mayores quizás arguyan que mis padres me prestaban demasiada atención. No estoy segura de quién tiene una memoria más exacta, la verdad probablemente esté a medio camino entre las dos partes). De todas formas, recuerdo un viernes, uno de esos primeros días de trabajo, en el que tenía cuatro dólares en mi haber. Esa cantidad debía durarme hasta que llegase la nómina del lunes. Calculé cuidadosamente cuánto necesitaba para ir a casa en transporte público ese viernes y cuánto para volver el lunes al trabajo. Me salió aproximadamente cuatro dólares. Para comprar leche y cereales para el fin de semana vendí todos mis sellos de correos a mis compañeros de la oficina. Ni se me ocurrió pedirles a mi padre y a mi madre que arrimaran el hombro: ahora me mantenía con mi trabajo. Llegué el lunes al trabajo con tres centavos en el bolsillo, pero lo conseguí. Había aprendido a arreglármelas. En un episodio de la genial teleserie Seinfeld (sí, creo que algo puede ser cínico y desternillante, y al mismo tiempo ofrecer visiones valiosas de la realidad) el cómico Jerry Seinfeld está haciendo un monólogo. Dice lo siguiente: «¿Habéis oído alguna vez a un tipo decir: "¡Chico las cosas me van estupendamente. Me han ascendido en el trabajo, cada vez anoto más en la bolera y, si el mes que viene las cosas continúan yéndome así de bien, me voy a mudar a casa de mis padres!"». El público de la serie estalla en carcajadas porque en 1990, cuando la serie se emitía, el que un adulto volviera a su casa se identificaba, estuviese mal o bien, bueno..., con el término «fracaso». Comparen esto con una historia de la portada del Time de enero - de 2005: «Se empeñan en no crecer»16. Time nos cuenta que los jóvenes de entre veintidós y veintiséis años aproximadamente, gente que antes se consideraba adulta, se llaman ahora los twixters17. Un número asombrosamente alto de ellos vive con sus padres. Hoy en día un total del 20 por ciento de todos los estadounidenses con veintiséis

Lev Grossman, «They Just Won't Grow Up», Time, 24 de enero, 2005, págs. 42-54. Twixt es una forma poética abreviada de between («entre»). Probablemente el término haga referencia a la situación y comportamiento de estos jóvenes que están a caballo entre la madurez y la juventud. (N. de la T.) 16 17

años vive con papá y mamá (el doble que en 1970). Van de «trabajo en trabajo y de pareja en pareja». Lo más común es que no paguen alquiler o que sus padres les costeen la mayor parte de los gastos. Un perspicaz twixter declaró a Time: «No quiero ser padre. Quiero decir, diablos, ¿por qué querría serlo?». Por supuesto: ¿por qué deberían querer serlo? Este sujeto y sus amigos se lo están pasando estupendamente siendo niños. Y sus padres los están ayudando a prolongar esta adolescencia. Según Time, los twixters gastan grandes sumas, desde en televisiones de pantalla plana hasta en coches nuevos. Tienen dinero, lo que ocurre es que sólo quieren gastarlo en cosas «divertidas». Olvídense de trabajar duro, y de ahorrar, y de sacrificarse. Para estos jóvenes adultos el tema es el «yo» y el «ahora». Una y otra vez los twixters declararon a Time que no querían responsabilidades en la vida. Están demasiado ocupados pasándoselo bien. Pero ahí es dónde está el problema: si nosotros como sociedad no animamos a los adultos jóvenes a crecer y a abrazar las responsabilidades reales, tanto las suyas como las de los demás, les quitamos la oportunidad de comprometerse con la sociedad, de pasar a formar parte de algo más grande que ellos mismos en un momento crucial de sus vidas. El mundo del «soy lo más importante» al final puede resultar bastante solitario. Venga..., es maravilloso pasárselo bien. Pero existe una diferencia entre un adulto pasándoselo bien como adulto, experimentando alegría y tristeza y viviendo todo lo que conlleva el crecer, y un adulto que se lo pasa bien pretendiendo ser un niño. No es bueno vivir así si queremos vivir plenamente. Pero, por desgracia, ésta es la consecuencia de ser un niño idolatrado. Lo que sigue es lo que otro lector, un profesor de instituto, me escribió sobre los niños idolatrados del «soy lo más importante»: Todos los días veo a jóvenes que no tienen ni idea de las actitudes y habilidades que van a necesitar a medida que progresen en el «mundo real». Muchos alumnos creen que mis aprobados deberían basarse meramente en el hecho de que respiran suficiente aire en mi clase durante una cantidad determinada de tiempo... hemos hinchado a nuestros jóvenes de auto importancia con la esperanza de que eso se reflejaría en su aceptación de la importancia de los demás; sin embargo no hemos creado sino una generación de gente egoísta y maleducada que realmente cree que son el sol alrededor del cual gira todo lo demás. Esto es lo que ocurre cuando los niños no caen pronto en la cuenta de que no son los responsables de que anochezca.

Una herida en la rodilla es una bendición La psicóloga infantil de California Wendy Mogel relata esta experiencia típica cada vez que aconseja a los padres de los niños en su maravilloso libro Una herida en la rodilla es una bendición: Después de realizar test y de decirle a los padres que su hijo se encuentra «dentro de los límites normales», éstos se muestran frecuentemente decepcionados. En su opinión, un problema diagnosticable es mejor que una limitación natural. Un problema puede ser solucionado, pero una verdadera limitación requiere el ajuste de las expectativas y la aceptación del hijo o hija imperfecto.18 Wendy Mogel cuenta que una directora de colegio le comentó:

18

Wendy Mogel, The Blessing of a Skinned Knee, Penguin, Nueva York, 2002.

Son demasiados los padres que quieren que todo esté definido cuando los hijos tienen ocho años. Los niños se desarrollan a trancas y barrancas, pero ahora nadie tiene tiempo para eso. ¡No se aceptan florecimientos tardíos!, ¡ni comienzos lentos!; ¡no se acepta nada fuera de lo normal! No todos los niños tienen un potencial ilimitado en todos los campos. Los padres sólo tienen que relajarse un poco y armarse de paciencia.5 Pero cuesta mucho trabajo mantener a un niño idolatrado en su pedestal así que, desde luego, los padres no consiguen relajarse. No hay nada de malo en los colores estimulantes, ni en los juguetes educativos, tampoco en querer buenos colegios para nuestros hijos, ni en querer que lo hagan todo lo mejor posible. Pero cuando nos obsesionamos con este tipo de cosas, cuando pensamos que por no poner cierta música en la cuna de nuestro hijo, éste no va a ir a Harvard y verá arruinadas sus posibilidades de llevar una vida feliz, deberíamos empezar a ver luces rojas y a oír señales de alarma. El psicólogo infantil Robert Coles, ganador del premio Pulitzer, identificó esta tendencia hace décadas, cuando escribió en 1975 en la revista Time: Más que en ningún otro país del mundo [...] los americanos hablan y se preocupan de sus hijos en público. Tenemos la mayor cantidad de psicólogos y psiquiatras infantiles del mundo. Nuestras universidades y, cada vez más, nuestros institutos se consagran a una abundancia de cursos sobre el desarrollo infantil [...] La preocupación que predomina en los padres no es en qué debería creer el niño y a la altura de qué debería estar (respecto a estándares, creencias fundamentales, fe religiosa...), sino qué es lo «mejor» para el niño... A través de él, o de ella, uno puede hacerse con el futuro, asegurárselo, poseerlo, moldearlo. Con el declive de la religión y el aumento del bienestar, la felicidad, la seguridad y el bienestar de los niños se ha convertido para muchos en una obsesión de primera categoría; lo que, a su vez, tiene un gran impacto en la apariencia de los niños, en cómo juegan, cómo son educados y cómo son tratados en casa. De hecho, para muchos padres existe una irónica dualidad en su vida familiar: por un lado, quieren que sus hijos tengan lo «mejor». Por otro, desean recurrir a los demás para asegurarse este objetivo. Esos demás son los médicos, profesores, orientadores y «especialistas» de varios tipos: son los hombres y mujeres que, se espera, trabajarán año tras año por un niño; haciéndolo más fuerte, más sano, ambicioso, eficaz y competente (más capaz de salir adelante, en resumidas cuentas).19 Creo que Coles estaba describiendo la punta del iceberg. Cuando se trata de nuestros hijos a los padres de hoy día nos aterra hacer cualquier cosa que sea remotamente inferior a lo perfectamente perfecto. Esto no sólo es una carga terrible para los padres, también es una carga aplastante para los hijos. Mogel me dijo que pensaba que las palabras «especiales» y «niños» se relacionaban con demasiada frecuencia en nuestra sociedad. Como analiza en su libro, los padres y los niños serían mucho más felices si papá y mamá aceptasen el hecho de que la mayoría de nuestros hijos son maravillosamente normales. Personalmente, me pregunto si una de las razones del aumento de los súper padres es el descenso del número de familias numerosas. Menos niños significa que podemos hacer más por cada uno de ellos. Y mientras menos niños haya, a más tocará cada uno. Los niños tienen que tener éxito y nosotros tenemos que asegurarnos de que lo tengan. Sí, ya sé que existen muchas personas malcriadas y egoístas en las familias numerosas. También conozco a gente considerada y maravillosa que son hijos únicos. Pero según mi experiencia, la gente que procede de familias numerosas suele ser la más feliz, más tranquila y menos obsesionada consiga misma. Mis observaciones personales pueden no tener mucho valor, pero tiene sentido que sea así. 19

Robert Coles, «Growing Up in America, Then and Now», lime, 29 de diciembre, 1975, págs. 27-29.

Sospecho que la culpa juega un papel importante a la hora de idolatrar a los niños. Los padres que pasan más tiempo alejados de sus hijos (persiguiendo El Dorado de tener «más cosas»), tienen menos probabilidades de decir: «Vete fuera a jugar y no vuelvas hasta que no te llame» (una de mis frases favoritas). No hay duda de que la influencia religiosa se ha debilitado y muchos padres están intentando llenar un vacío en su vida espiritual poniendo todas sus aspiraciones en lo único que los sobrevivirá, sus hijos. O quizás nosotros, como cultura, hemos llegado a considerar nuestro placer, nuestra satisfacción, nuestra felicidad y nuestra tranquilidad como los bienes más importantes. Y si son buenos para nosotros, también lo son para nuestros hijos; aunque no sean buenos para ninguno de los dos. Así que cada niño es alimentado, protegido y agasajado como una flor de invernadero, cuando en realidad es un pequeño y resistente geranio que necesita estar al aire libre, empapándose del sol. Incluso cuando dejarlo al sol significa que le va a llover un montón. Después de todo, el geranio necesita también la lluvia para crecer.

Prestarles demasiada atención a nuestros hijos es posible Creo que es posible prestarles demasiada atención a nuestros hijos. A continuación recojo lo que una súper mamá escribió en Internet sobre su pequeña. Esta madre pertenece a la tendencia creciente de los Padres del Apego (PA). Los PA recomiendan que los bebés se lleven colgados de un pañuelo casi siempre y que vayan donde vayan papá y mamá. Se los tiene que coger en brazos cada vez que quieran. Debe existir una cama familiar para ellos y se les debería dar el pecho hasta más allá del primer año, incluso hasta el segundo o tercero. Sus llantos, incluso cuando son ya niños (cuando tienen lo que llamamos rabietas) deben ser atendidos inmediatamente o, preferiblemente, deben de ser anticipados y evitados. Esta madre escribe: Soy una madre que no trabaja y Demmi pasa todo el tiempo conmigo. Rara vez me alejo de ella... ¡Y no quiero hacerlo! En su primer año y medio (de vida) sólo me he apartado de ella un total de veintiséis horas. Solamente no he estado con ella cuando no tenía más remedio, y esas veces se ha quedado con sus abuelos, que la adoran. Nuestra unión es fuerte, como la Naturaleza dispuso. Así ha sido la maternidad desde el principio de los tiempos. (En realidad, en Occidente, las cosas han sido así sólo cuando circunstancias como la pobreza obligaban a que lo fueran). Esta madre cree que es literalmente una crueldad que un niño duerma solo. Habla de los pequeños que duermen en sus cunas o camas diciendo que están «torturados por el aislamiento» y que se duermen con los «corazones rotos». Su discurso puede ser un poco extremo, pero sus ideas están en la línea de la filosofía de los PA. ¿Esta madre pasa todo su tiempo con su hija? ¿Es eso satisfacer las necesidades de la niña o las de la madre? No estoy especulando, pero creo que a papá le gustaría que mamá estuviera apartada de la niña más de veintiséis horas en un año y medio. Ésta es una niña idolatrada. Creo que si mamá quiere llevar a cuestas a su niña a todas partes, dormir con ella, pasar todo el tiempo con ella y darle el pecho exhaustivamente, es asunto suyo. Si eso es lo que papá y ella sienten que es su obligación, deben hacerlo gustosamente. Incluso puedo admitir que esta bebé sea encantadora (aunque dudo que eso tenga algo que ver con la maternidad del apego). El problema es que los defensores de la educación del apego atribuyen grandes virtudes a su filosofía y creen que todos los padres deberíamos practicarla. Pero su defensa no se sostiene. Arguyen que a los niños que están más «unidos» a sus padres o más «conectados» les va mejor en la vida. Eso es verdad, pero

no hay pruebas de que la educación del apego produzca niños más unidos a sus padres. Si fuera así, tendríamos que concluir que las anteriores generaciones de americanos, para los que el PA eran un concepto desconocido, atravesó la vida con un terrible desapego: esos millones de gente aparentemente satisfecha, que hizo contribuciones a sus comunidades, que participó en guerras, que permaneció casada, amó a sus familias y trabajó por un cambio social justo. No tiene sentido. Pero la educación del apego (incluyendo uno de sus principios fundamentales, el de que no se debería permitir que los niños experimentasen la frustración) es cada vez más frecuente. Cualesquiera que sean sus méritos, parece que el aumento de su popularidad está relacionado con que un mayor número de padres pone a sus hijos en un pedestal. La idea de responder a las necesidades de sus hijos en cada momento se ajusta al propósito de muchos de estos padres y madres. Ser un ídolo puede parecer divertido, pero tiene que ser una carga muy pesada. Como pregunté en el capítulo anterior ¿es así como espera que el futuro cónyuge de sus hijos sea educado? No me malinterpreten ni un segundo. Podemos «mimar» a nuestros hijos. Y, por supuesto, debemos disfrutar de ellos y creer que sin ellos nuestra vida tendría menos sentido, y sería menos caótica, con menos sufrimiento y también menos interesante y menos maravillosa. Hay veces en las que tenemos que sacrificarnos por ellos. Eso es obvio. ¿Qué padres no darían la vida por sus hijos? Pero existe una diferencia entre esto e idolatrarlos. Esto sería, aplicando a nuestros hijos la definición que el diccionario proporciona de esa palabra, crearnos una imagen falsa y elevada de su carácter para luego admirarla exageradamente.

Amor irracional: mayor necesidad de padres racionales Estoy de acuerdo con Urie Bronfenbrenner, profesor emérito de desarrollo humano de la Universidad de Cornell cuando dice que «todos los niños necesitan a alguien que se comprometa con ellos de manera irracional». ¡Qué gran verdad! Como padres, nuestro amor por nuestros hijos es irracional. Esto se evidencia en el hecho de que los queremos más de lo que ellos nos querrán nunca, y sabemos que esto es así. Los amamos con una plenitud y abandono que no podrán entender hasta que ellos mismos sean padres. Lo que es más sorprendente, no solamente no nos molestan las diferencias entre nuestro «nivel» y el suyo, sino que además asumimos que así es como debe ser. ¿En qué otro tipo de amor diríamos «amo más de lo que soy amado y es estupendo»? Pero aunque el amor por nuestros niños sea irracional tenemos que esforzarnos en pensar a derechas. Tenemos que darnos cuenta de que en nuestra sociedad a menudo los idealizamos e idolatramos. Me temo que no serían muchas las madres que en la actualidad les dirían a sus hijos «no, ahora no, cariño, mamá está ocupada», sin ' sentirse culpables. Esto es un problema. Se me ocurre que a muchos niños les beneficiaría bastante que se lo dijeran de cuando en cuando; o quizás «vete fuera y no vuelvas en una hora», o «no me interrumpas» o «si te acercas un paso más a la puerta del cuarto de baño puedes tener un serio problema». En lugar de decir estas frases nos hemos convertido en superpadres que compran vídeos sobre cómo criar a los hijos antes de concebir a su bebé. Cuando éste llega le hacemos saber que «él es lo más importante». En mayo del 2001 Lisa Jennings, de la agencia de noticias Scripps Howard News Service escribió sobre la llegada del segundo (y a menudo el último) hijo a una familia.20 Examinó el trabajo de la antropóloga Rebecca Upton, que ha estudiado el efecto de este segundo hijo en la familia de clase media típica (en la que a menudo papá y mamá trabajan). Según estas personas, el segundo hijo no es pan comido. Una

20

Lisa Jennings, «Second Child Changes a Woman's Life», Scripps Howard

madre lo describía como algo abrumador. Otra, con dos niñas, una de cinco y otra de tres, afirmaba que «simplemente ya no vuelves a tener tiempo libre». Mi pregunta es: «¿por qué no?». Pero lo más revelador es lo que esta madre le dijo a Jennings: uno de los aspectos más difíciles de la llegada del segundo hijo, se quejaba, era la falta de tiempo para el primero. Ella se quedaba en casa durante el día mientras su marido trabajaba, pero «en lugar de uno para uno era uno para dos», decía. «Te preocupa qué estará sintiendo el primero»21. Bueno, fuera lo que fuera lo que sentía, probablemente estaba un poquito más cerca de bajar del pedestal y, al menos a veces, eso es bueno. Créanme, entiendo que trajinar todo el día con dos niños sanos pueda resultar agotador. Pero «¿abrumador?». A un niño al que se le enseña pronto a ocuparse, entretenerse y tranquilizarse a sí mismo se le hace un gran regalo. Si no se le hace ese regalo, podría plantearse un problema más grave: un niño idolatrado que está aprendiendo que «él es lo más importante». Y ésa es una manera bastante buena de atrofiar su alma. Una amiga mía describió una escena que presenció cuando estaba esperando a su familia en la oficina de correos: una niña de tres años salió con sus padres y abuelos. Tenía un patito de juguete de los que andan con un palo. Los adultos engatusaban a la niña para que entrara en el coche. «Cariño, ¿por qué no llevas al patito al coche?». Nada. «Venga, cariño, vente por aquí. ¡Al patito le encantaría subirse al coche y darse un paseo!». Y, cada vez, la niña respondía con un no rotundo. La niña no lloraba, ni gritaba, ni tenía una rabieta. Pero, definitivamente, era la que dirigía el cotarro. ¿No se les ocurrió a los adultos coger a la niña en brazos, sentarla en el asiento de atrás, ponerle el cinturón y arrancar e irse? Parece ser que no. Mi amiga contempló la escena durante veinte minutos antes de marcharse. ¡Quién sabe cómo consiguieron esos padres persuadir a su hija de que entrara en el coche! Todo lo que sabemos es que el panorama que se le presenta a los padres y a la niña no es muy halagüeño. Ésta es una niña idolatrada. Wendy Mogel destila la antigua sabiduría judía en estos principios que, creo, pueden servir de antídoto contra el niño idolatrado. Anima a los padres a: Aceptar que sus hijos son a la vez únicos y normales. Enseñarles a respetar a sus padres y a los demás: la familia, los amigos, la comunidad... Enseñarlos a ser fuertes, independientes y valientes. Enseñarlos a ser agradecidos por los dones que reciben. Enseñarles el valor del trabajo. Enseñarles a hacer de su mesa un altar: tener hacia la comida una actitud de moderación, celebración y santificación. Enseñarles a aceptar las reglas y ejercitar el autocontrol. Enseñarles a apreciar el valor del momento presente Enseñarles que Dios existe.22 Buena cosa.

Examen para padres Si ustedes fueran los padres de esa niña que se negaba a entrar en el coche, ¿qué habrían hecho? ¿Le habrían prometido una cosita si accedía a subir? ¿La habrían amenazado con privarle de algo especial si no lo hacía? ¿Pueden visualizarse a ustedes mismos cogiéndola, a pesar de sus protestas (si fuese necesario), poniéndole el cinturón y marchándose, sin sentirse culpables por ello? News Service, 7 de mayo, 2001. 22

Wendy Mogel, op. cit.

Todos vemos probablemente un poquito de esa niña idolatrada en nuestros hijos. Queremos complacerlos y hacerles la vida agradable. Aceptémoslo. Estamos bastante locos por ellos. Y eso es estupendo. Pero debemos darnos cuenta de que podemos estar irracionalmente locos por nuestros hijos y al mismo tiempo continuar racionalmente con nuestra misión de rescate de sus corazones. Y eso significa bajarlos del pedestal.

Capítulo 6. El autoengaño de la autoestima Hace poco estaba sentada en la sala de espera^ de un médico con una madre joven y su hijo, que tenía más o menos dos años. Este chavalillo no se podía mover literalmente sin que su madre lo pusiera por las nubes. Si abría un libro, era tan maravilloso...; si cerraba el libro... era tan listo... Si se sentaba quieto dos segundos... era un muchachito tan lindo por realizar una tarea tan difícil... Si se movía... era tan bonito que se hubiera movido de esa manera... Mamá siempre entendía qué difícil era todo para él y cómo él estaba siendo increíble y maravillosamente bueno con mamá. ¿Qué dirá su madre cuando su muchachito haga algo que realmente requiera sus elogios? Y a la inversa, ¿qué ocurrirá cuando ese niño se encuentre entre otros niños, o adultos, que no comparen cada uno de sus pasos con el paseo de Neil Armstrong por la luna? Ese muchacho puede pasarlo mal. Ya hemos analizado el mundo de los niños «soy lo más importante» y de los niños idolatrados. Ambos forman parte de un problema más amplio al que se enfrenta nuestra sociedad: el «culto a la autoestima».

Me gusto mucho. He aquí lo que las nuevas teorías educativas dicen sobre la autoestima: «Ayudar al niño a crecer con una autoestima fuerte es la tarea más importante de los padres» (De la popular página para padres positively-mad.co.uk). «Nada es tan importante como la autoestima para el bienestar y el éxito de un niño [...] todos los niños tienen derecho a sentirse bien consigo mismos siendo exactamente como son»23. «La actitud [de su hijo] hacia sí mismo tiene una relación directa con cómo vive todas los aspectos de su vida. De hecho, la autoestima es la fuente del futuro éxito o fracaso como ser humano de todos los niños»24 (la cursiva es del original). «Ayudar a nuestros hijos a crecer con una autoestima fuerte es nuestra tarea más importante como padres»25. «Una autoestima alta es el ingrediente más importante y esencial para el éxito de una vida». (De los educadores online del Journal of Extensión.) Lauren Payne, Just Because I Am: A Child's Book of ffirmation, Free Spirit Publishers, Minneapolis, MN, 1994. Dorothy Briggs, Your Child's Self-Esteem, Main Street Books, Pella, 1975. (Ed. española: El niño feliz, Gedisa, Barcelona, 1986). 23

24 25

Matthew McKay y Patrick Fanning, Self-Esteem, St. Martin Press, Nueva York, 1978. (Ed. española: Cree en ti, desepierta tu autoestima, Ediciones Robin-book, Barcelona, 2000).

Y aquí van algunos consejos de Hoy soy adorable: 365 actividades positivas para niños, de Diane Loomans.26 Para el 4 de enero el pensamiento del día es: «Hoy percibiré todo lo que es único en mí». Para el 10 de enero: «Hoy pediré un detalle tierno y amable». Parece que eso no basta, porque el mensaje del día siguiente es «hoy haré saber a alguien una de mis necesidades o deseos». Es verdad que este libro recuerda a los niños cosas valiosas como, por ejemplo: «Los amigos son tesoros». Pero en su mayor parte se centra en propósitos como el del 31 de agosto: «Hoy voy a pedir lo que quiero». A pesar de todo, es un mundo de «soy lo más importante». ¿Reforzar la autoestima de nuestros hijos es la tarea más importante de los padres? ¿No hay nada más importante? ¿Qué hay de educar a niños que sean compasivos y que aprecien a los demás? La «otroestima» parece que no tiene muchos adeptos ni entre los expertos ni en la sociedad en general. No existe ningún libro sobre ella, o al menos del que me pueda acordar ahora. Supongo que es porque amamos amarnos a nosotros mismos. Y atención, papas y mamas, descuidar el refuerzo de la autoestima puede que no lleve a su hijo a convertirse en un asesino del hacha, pero a los expertos no les gustaría que ustedes corrieran ningún riesgo. Éste es el mantra de esta nueva ciencia de cómo criar a los hijos. Se manifiesta de innumerables maneras, especialmente en los colegios, que suelen tener programas, asambleas y currículos de autoestima. Los defensores de la autoestima pueden tener diferente tono o intensidad en su defensa, pero su mensaje no cambia: los niños, hagan lo que hagan, deberían sentirse siempre estupendamente con ellos mismos tal y como son. (Esto lleva a uno de los dictados de la educación en la permisividad: «critique el comportamiento del niño, nunca al niño», que trataremos en el capítulo siguiente). Hay que reconocer que algunos de estos expertos defienden de boquilla el no elogiar demasiado a los niños. Y que, en ciertos sectores, esta corriente «pro-autoestima» es muy criticada. Pero este movimiento se mantiene arraigado en la opinión de muchos expertos, a pesar de que no está demostrado que sea la cura de todos los males que proclama. Por otro lado, nadie quiere ir por ahí con alguien que se crea estupendo tal y como es. Así que, ¿por qué estamos educando a nuestros hijos de esa manera? A continuación recojo lo que me contó un profesor sobre lo que ve todos los días: los resultados del movimiento de la autoestima. El denominador común son niños que se aburren con facilidad, egocéntricos hasta un extremo que da miedo, y que apenas respetan la excelencia o el esfuerzo que se requiere para alcanzarla... Esperan que se los distraiga siempre y que el mínimo esfuerzo que hagan sea reconocido inmediatamente. Reaccionan ante los malos resultados con rabia o indiferencia y casi nunca dicen nada que indique que creen que esforzarse más o más tiempo sea la solución al problema.

Amamos amarnos a nosotros mismos La preocupación de este profesor por los amargos frutos del movimiento de la autoestima parece llena de sentido común. No debería sorprendernos que este sentido común esté siendo respaldado por los investigadores. De hecho, cada vez está más claro que un exceso de autoestima puede dar lugar a personas narcisistas, arrogantes e incluso peligrosas. 26

Diane Loomans, Today l A m Lovable-365 Positive Activities for Kids, Starseed Press, Tiburón, 1996.

En el año 2002 el New York Times informó de que los psicólogos habían averiguado que muchos estudiantes con notas mediocres tenían un concepto bastante elevado de sí mismos. Y, ¿a que no lo adivinan? Los violadores en serie tienen normalmente una autoestima tan elevada como los directores de banco. Los investigadores que se citan en ese artículo, el doctor Roy Baumeister, de la Case Western Reserve University, y el doctor Brad Bushman, de la Iowa State University, llevaban años realizando estudios sobre autoestima. En 1998, escribieron en el Journal of Personality and Social Psy-chology que la conducta violenta, lejos de disminuir cuando la autoestima es alta, puede aumentar. Averiguaron que las personas que tienen un concepto más elevado de sí mismas pueden ser, en realidad, las más peligrosas. En un estudio que realizaron a más de quinientos estudiantes de instituto, Baumeister y Bushman se centraron en los alumnos narcisistas, aquellos que se aman a sí mismos con un amor más allá de la autoestima.27 Curiosamente, estos autores argumentan que es posible que el énfasis que se hace continuamente en ésta, especialmente en los colegios, dé lugar a un excesivo amor propio o, lo que es igual, al narcisismo. El doctor Bushman afirma: «Si los niños empiezan a desarrollar opiniones positivas sin base real sobre ellos mismos, y estas creencias son continuamente rechazadas por los demás, su amor propio podría hacerlos peligrosos para aquellos que los rodean». Los narcisistas dan miedo. Baumeister y Bushman señalan que, las personas a las que les preocupa que los demás confirmen la imagen excesivamente positiva de ellos que tienen, al parecer, se disgustan ante las críticas y arremeten contra su origen. Sin embargo los expertos todavía mantienen que la baja autoestima es la causante de la violencia, especialmente de la juvenil. Así que, por ejemplo, tras la matanza del Instituto Columbine, los especialistas nos ofrecieron todo tipo de especulaciones que afirmaban que los adolescentes asesinos habían quitado la vida a tantas personas, incluyéndose a ellos, porque tenían baja autoestima. Pero parece ser que la verdad era justamente lo contrario. Estos jóvenes asesinos tenían delirios de grandeza según los cuales tenían derecho a matar a los demás. El doctor Nicholas Emler de la London School of Economics, un experto de renombre en esta materia, no cree que la autoestima tenga que llegar al narcisismo para convertirse en un problema. En un estudio realizado en el año 2001, el doctor escribió que, de hecho, una baja autoestima no es factor de riesgo en problemas como la delincuencia, la violencia (incluyendo el abuso infantil y de pareja), las drogodependencias, el alcoholismo y otras patologías. Mientras que sí constituye un factor de riesgo en el suicidio y la depresión. Elmer concluyó que era sólo uno de entre varios factores interrelacionados. Averiguó que los jóvenes con alta autoestima eran más propensos a rechazar los estímulos positivos de sus compañeros, a tener posturas sociales negativas (como el racismo), y a participar en conductas arriesgadas como la conducción temeraria. Elmer escribe: «nuestro idioma contiene muchas palabras despectivas para las personas con un alto concepto de sí mismas, como "fanfarrón", "arrogante", "petulante", "autocomplaciente" y "engreído"; todos ellos son términos que recogen la sabiduría popular»28. ¿Quieren saber un problema serio? Las personas con autoestima alta tienden a culpar a los demás de sus errores. Claro, si ellas son fantásticas no pueden tener la culpa de sus fracasos. En respuesta a una columna que redacté sobre la autoestima, un joven lector me escribió lo siguiente: «Tengo trece años, y "autoestima" es casi exclusivamente la única palabra que oigo a los profesores de mi colegio». Otro lector me comentó que, como orientador escolar, debe librar diariamente una batalla contra los dictados de este mantra de las nuevas teorías educativas: «Intentar decirles a los profesores algo similar a que los alumnos deben de asumir sus responsabilidades y ganarse el respeto es imposible. Creen 27

Roy Baumeister y Brad Bushman, «Threatened Egotism, Narcisism, Self-Esteem y Direct and Displaced Aggression: Does Self-Love or Self-Hate Lead to Violence?», Journal ofPersonality and Social Psychology; n.° 57,1998, pägs. 219-229. s Carol Dweck, Self-Theories: Their Role in Motivation, Personality and 'Development, Psychology Press, Nueva York, 1999.

que los sentimientos son más importantes que el esfuerzo y se preguntan por qué los alumnos no hacen nada por aprobar las matemáticas, a pesar de que sus sentimientos hacia ellas están por las nubes. Estas anécdotas no son científicas, pero cuando se acumulan, uno no puede evitar pensar que algo está fatal. Así que, ¿por qué sigue existiendo tanta fidelidad a los llamados beneficios de esta panacea, cuando ningún estudio los prueba y sí se prueban sus inconvenientes? Tal y como se dice en un artículo del New York Times: «La acumulación de pruebas [contra el movimiento de la autoestima] no ha servido para disminuir el entusiasmo de terapeutas, de expertos en educación infantil y autoridades»7. Como ya dije, todo podría resumirse en el hecho de que amamos amarnos a nosotros mismos. Y además, puede que sea más fácil elogiar a un niño que enseñarle matemáticas. Hay algo más. La doctora Jennifer Crocker de la Universidad de Michigan ha estudiado a fondo la materia. Según me explicó, tiene una ventaja: la gente con alta autoestima tiende a ser más feliz. Dicho claramente, cuando piensas que eres una persona maravillosa tal y como eres, probablemente estarás más satisfecho con tu vida. Y puede que en nuestra sociedad, hoy en día, la felicidad personal se considere un bien tan importante, que haremos lo que sea, incluso a los demás, para alcanzarla. ¿Es esa la felicidad que queremos para nuestros hijos? Inténtelo de nuevo: ¿es «soy feliz porque soy maravilloso tal y como soy» el tipo de felicidad que queremos que tenga la futura pareja de nuestro hijos? Alentar a los niños a que se sientan bien consigo mismos tal como son puede tener consecuencias desagradables. Muchos padres se dan cuenta de eso. La pregunta es: y ahora, ¿qué?

Cómo demostrar a nuestros hijos que los amamos Para empezar, tenemos que comunicar a nuestros hijos que los amamos incondicionalmente. Amarlos no es lo mismo que pensar que son siempre maravillosos. El amor es acción, y estar entregados a ellos, y a hacer las cosas bien por ellos, ocurra lo que ocurra. Si creen que nuestro amor depende de que sean «amables» o «adorables», pueden sentirse muy nerviosos. Saben que hay días en los que no lo son. Tienen que saber que, incluso cuando fracasan, cuando meten la pata, los queremos. (Y esta reacción difiere mucho de la del resto del mundo). Nuestro amor por nuestros hijos depende de nuestra posición de padres, no de su valía, lo que significa que los amamos incluso cuando no son maravillosos. En mi casa, cuando pregunto a mis hijos: «¿Por qué os quiero?», responden: «Porque Dios nos entregó a ti». Muy bien. Y lo que es más importante, podemos enseñar a nuestros hijos que tienen dignidad y valía porque son seres humanos que pueden y deben tomar decisiones de carácter moral, No son valiosos porque sean «estupendos hagan lo que hagan», son valiosos precisamente porque pueden elegir hacer las cosas mejor el día de mañana.

El quid de la cuestión Cuando mi hija Victoria todavía no iba al colegio, era, aparentemente, una artista. Tenía una destreza manual y un ojo para los colores más desarrollados de lo que era normal para su edad. Yo le decía continuamente (para reforzar su seguridad en sí misma, pensaba yo): «¡Cariño, eres tan buena artista!». Cuando empezó su primer curso, ambas, creo, estábamos preparadas para que la profesora de arte le dijera que era fantástica. En lugar de ello, sólo obtuvo una nota ligeramente superior a la media. Quedó desolada. ¿Qué había ocurrido? Ahora me parece entenderlo.

Carol Dweck, profesora de psicología de la Universidad de Columbia y autora de un importante libro sobre psicología infantil, ha demostrado, tras décadas de investigación, que encomiar y valorar el esfuerzo por mejorar de los niños, en lugar de elogiarlos por ser maravillosos tal como son, es la clave para que les vaya bien en el colegio y, por extensión, en la vida. A continuación incluyo un extracto de una entrevista que concedió por Internet a Education World (EW) el año 2000 que es, a mi parecer, digna de ser citada extensamente. Consideren su visión de las cosas a la luz de la cultura de la permisividad, que constantemente dice a los niños: «¡eres tan listo!», o «¡tan buen gimnasta!» o «¡eres una persona fantástica». EW: ¿Por qué muchos de los estudiantes que aprueban en la escuela primaria parecen venirse abajo cuando llegan a secundaria? Dweck: Muchos alumnos parecen ir bien cuando las cosas son fáciles y todo marcha bien. Pero luego, incluso los brillantes, no están preparados para hacer frente a los retos. Cuando llegan a materias más difíciles, como ocurre a menudo en secundaria, empiezan a dudar de su inteligencia, a replegar sus esfuerzos, y se nota en su rendimiento... Tienen miedo de que la dificultad que experimentan signifique que son tontos. Lo que es más, temen que si se esfuerzan y a pesar de ello obtienen malos resultados, estarán probando que son tontos. Los estudiantes que florecen en esta etapa son aquellos que creen que las habilidades intelectuales pueden desarrollarse. Ven en las tareas escolares difíciles un reto que tienen que dominar con su esfuerzo, y están decididos a hacer lo que haga falta para enfrentarse a ellas. ¿Se acuerdan de la afirmación de que era la autoestima la que determinaba el éxito o fracaso de un niño? ¿Qué contesta Dweck a esto? Dweck: Eso es realmente fascinante. Podríamos pensar que los estudiantes con un buen expediente serían a los que más les gustarían los retos y los que tendrían la capacidad para enfrentarse a ellos constructivamente. Pero, de hecho, no existe ninguna relación entre un buen expediente y la capacidad para buscar retos o sobrellevarlos. Esa es una de las grandes sorpresas de mi investigación, que prueba que la habilidad para enfrentarse a los retos no depende de los conocimientos del niño. Depende de la actitud mental que éste tenga hacia ellos. Los padres tenemos que preguntarnos: ¿Educamos a los hijos para que vean los retos como una oportunidad, o para que los vean como algo que se ha de evitar por miedo al fracaso y a perder la etiqueta de «listos» o «fantásticos»? ¿Qué dicen los estudios de Dweck del «¡Huy, qué listo eres!»? Alumnos de los últimos cursos de primaria realizaron una tarea, superaron bien el primer grupo de problemas, y fueron elogiados por ello. Unos fueron elogiados por su inteligencia, y otros por su esfuerzo... Pero cuando los alumnos eran elogiados por su inteligencia, se preocupaban tanto de parecer listos que tenían miedo a los retos. La mayoría prefería hacer un blanco seguro a elegir una estimulante oportunidad de aprender algo nuevo. De los elogiados por su esfuerzo, el 90 por ciento elegía el reto de aprender. Cuando los estudiantes fueron sometidos a un segundo y difícil grupo de problemas, aquellos que habían sido alabados por su inteligencia nos dijeron que se sentían tontos. En otras palabras, si el éxito en las pruebas significaba que eran listos, su fracaso en ellas significaba que no lo eran. Si la autoestima es así de frágil, ¿quién la necesita?

Por el contrario, los alumnos encomiados por su esfuerzo no consideraron este revés como una condena a su intelecto, sino simplemente como una señal de que tenían que esforzarse más. Se dieron cuenta de que una tarea más difícil requería mayor esfuerzo. Dweck dio a los estudiantes un tercer grupo de problemas, y los resultados fueron especialmente drásticos: aquellos que habían recibido alabanzas por su inteligencia al principio obtuvieron peores resultados, pero aquellos elogiados por su esfuerzo realizaron mejor las tareas. Los dos grupos, que en un principio habían obtenido el mismo rendimiento, se encontraban ahora en posiciones totalmente diferentes. Carol Dweck está totalmente a favor de elogiar a los niños. Lo que sí afirma es que deberíamos tener cuidado en hacerlo por los motivos adecuados. Y lo que es más, y me interesa más como madre de tres niñas, señala que todo esto puede tener algo que ver con que las niñas obtengan mejores resultados que los niños en primaria, y con que estos resultados empeoren al comenzar la educación secundaria. En la universidad, a los hombres les suele ir mejor, a menudo significativamente, que a las mujeres. Dweck afirma que durante los primeros y más fáciles años de primaria, los niños, que son por lo general más inquietos, reciben mensajes que después les servirán de ayuda: «¡siéntate y no te muevas!», «¡presta atención!», «¡concéntrate!» y «¡esfuérzate más!». Al mismo tiempo, las chicas, como son más maduras y tienen mayores deseos de agradar, reciben mensajes que no las ayudarán a hacer frente a un reto: «lo has hecho muy bien», «¡eres tan lista!» O, en un intento de reforzar la destreza en las matemáticas y en las ciencias, en las que las niñas flaquean después: «¡se te dan tan bien las matemáticas!» o, «¡se te dan tan bien las ciencias!». Parece que esto no es tan buena idea. Volvamos a Victoria y al arte. Presumiblemente tenía miedo de no impresionar a su profesora de arte como a mí. Y es posible que yo sobrevalorara su habilidad. En cualquier caso, retrasó su creatividad porque temía cometer errores y que le quitasen la etiqueta de «talentosa». De manera similar, en sus años preescolares, Peter era una esponja para los conocimientos. Con tres años era un experto en el Titanio y en otros desventurados trasatlánticos. Con cuatro, averiguaba todo lo que podía sobre los rascacielos, y con cinco le tocó al espacio. Así que cuando tenía seis años, lo pusimos en un colegio para niños «superdotados» y odió cada minuto que pasó en él. Era consciente de su etiqueta, desde luego. Creímos que su problema era que pensaba que no era listo. El problema era en realidad que, sin pretenderlo, le habíamos enseñado que valorábamos mucho ser «listo». Tenía miedo de perder esa etiqueta y nuestra consiguiente aprobación. (También temía dar clases de álgebra en primaria, ¿y quién no?). No dudo que los colegios para niños superdotados tengan su sitio en la sociedad. Pero ese sitio no era el nuestro. A mitad del segundo año, ya había salido de allí y había mejorado mucho, especialmente después de que yo aprendiera a alentarlo a sentirse estimulado, y no derrotado, por sus aciertos y por sus fracasos. Sin embargo, lamento el episodio, porque hizo más difícil reconstruir su temprano amor por el conocimiento. Y creo que tengo que decir que cometí un error, y he aprendido, y no me siento derrotada, con esta experiencia. No sé si la profesora de instituto que me envió esta nota estaba familiarizada con las investigaciones de Carol Dweck, pero ciertamente se hace eco de sus conclusiones: Les digo a menudo a mis alumnos que todos fracasamos varias veces a lo largo de nuestra vida. Una persona con verdadero éxito, ya tenga una autoestima alta o baja, es aquella que ha aprendido a tomarse la derrota o el fracaso como una experiencia de la que se puede aprender. Esta persona construye con la crítica o con la corrección. Odiaría saber que mi médico me está ocultando información sobre mi mala salud por miedo a hacerme sentir mal. Es verdad que en el mundo adulto los resultados cuentan más que el esfuerzo. Ningún jefe te dice: «¡Guau, realmente has hecho un buen intento con este informe anual!». Pero la capacidad de enfrentarnos

a los retos, de considerarnos capaces de mejorar, es lo que a menudo nos lleva a obtener mejores resultados, a la vez que nos hace estar más satisfechos de ellos. El trabajo de la doctora Dweck se centra en la educación. Pero, seguramente, podemos extrapolar sus conclusiones y sugerir que si transmitimos a nuestros hijos que todo lo que hacen es fantástico podríamos estar contribuyendo a crearles una autoestima frágil. Podríamos desproveerles del deseo de mejorar y de la capacidad para hacer frente a los retos, incluyendo el reto de convertirse en un ser humano mejor, más compasivo y, lo que es más importante, en una persona que estima a las otras.

Estimar y apreciar la excelencia de los demás Creo que una manera de ayudar a nuestros hijos a convertirse en este tipo de personas, de llevar a cabo nuestra misión de rescatar sus corazones, es ayudarles a apreciar la excelencia del carácter o de las habilidades de los demás. Esto puede mantenerlos en la lucha por ser mejores, pero también les enseñará a valorar lo que es objetiva y verdaderamente bueno. Se ennoblecerán contemplando la bondad y su capacidad para la alegría aumentará, porque serán capaces de encontrarla en infinitud de cosas. Y, yendo más lejos, aprender a apreciar la excelencia de los otros puede proporcionarles, además, alguna protección contra dos de los enemigos más peligrosos del alma: la envidia y los celos. Recuerdo haber pasado tiempo con Victoria, mirando los trabajos artísticos de los alumnos que habían competido en un concurso de todo el colegio para que sus dibujos fueran incluidos en el directorio escolar. (Victoria no había participado en la competición, a pesar de mis súplicas). Analizamos y admiramos los dibujos durante largo rato, muchos de ellos eran bastante buenos. Victoria parecía apreciar realmente la sensibilidad artística y la habilidad de alguno de ellos. Aunque hay veces que mis hijos pueden ser pequeños monstruos verdes, ésta no era una de esas veces. Mi hija admiraba los trabajos y a los estudiantes que los habían realizado y la estimuló pensar que podía superarlos. Estaba decidida a esforzarse por mejorar y estar preparada para el concurso del año siguiente. Hay montones de maneras positivas de las que podemos ayudar a nuestros hijos, sin criticarlos, a apreciar el mérito de los demás. Al ayudar a nuestros hijos a apreciar las cosas buenas, que están bien y que son sanas y estimulantes, les hacemos un regalo. Llevamos a cabo nuestra misión de rescate de sus corazones. Por el contrario, si les ayudamos a estimarse «tal como son» les desproveemos de parte de su desarrollo como seres humanos y les impedimos ser mejores personas el día de mañana. Hace siglos, Benjamín Franklin estableció lo que él llamó «las trece virtudes». (El hecho de que él careciera de ellas no las hace menos válidas). Creo, de hecho, que son más valiosas que cualquier énfasis que hagamos en la autoestima: Son: Templanza: No comas hasta el hartazgo; no bebas hasta la ebriedad. Silencio: No digas sino lo que puede beneficiarte a ti o a otros; evita la conversación trivial. Orden: Que todas tus cosas tengan su sitio; que cada uno de tus asuntos tenga su tiempo. Determinación: Decide hacer lo que debes; haz sin falta lo que decidas. Frugalidad: No gastes si no es para tu bien o para el de los demás. Por ejemplo: no desperdicies nada. Diligencia: No pierdas tiempo, ocúpate siempre en algo útil; elimina todos los actos innecesarios. Sinceridad: No mientas causando dolor; piensa con justicia y con inocencia, y, si hablas, habla en consecuencia. Justicia: No hagas daño a nadie, hiriéndolo o privándole de los beneficios que es tú deber darle. Moderación: Evita los extremos; olvida el resentimiento de las injurias que te han infligido inmerecidamente.

Limpieza: No toleres la suciedad en el cuerpo, la ropa, o la vivienda. Tranquilidad: Que no te alteren las menudencias o los accidentes comunes e inevitables. Castidad: Haz raramente uso del placer [relaciones sexuales] excepto por motivo de salud o de descendencia, nunca hasta el hartazgo, la debilidad o para alterar tu paz o reputación o la de otro. • Humildad: Imita a Jesús y a Sócrates. Personalmente no estoy de acuerdo con la cláusula de «haz raramente uso del placer» para aquellos que están casados, pero, para todo lo demás, esto es una buena lista de rasgos que ha de tener la «otroestima». ¡Qué diferencia! Y, ¡cuánto mejor es que el culto de hoy a la autoestima! Para aquellos que desean su felicidad y placer por encima de todo, y que quieren educar a niños que sientan esto, el movimiento de la autoestima es una panacea. Para los que quieren que sus hijos estimen a los otros y sean responsables con ellos, que experimenten la verdadera alegría de la vida, que eviten las prácticas de la egolatría que atrofian el alma, ha llegado la hora de romper con la devoción hacia la autoestima.

Examen para padres Debemos pensar en cómo elogiamos a nuestros hijos. ¿Qué lenguaje usamos? ¿Les ayudarán nuestros elogios a enfrentarse a los retos, o los harán más susceptibles a los baches de la vida? Podemos preguntarnos, o podemos incluso preguntarles a nuestros hijos, por qué son valiosos. La respuesta que nos den quizás no sea muy elaborada, pero al menos nos haremos una idea de si piensan que importan porque hacen las cosas bien, o de si al menos, tienen un atisbo de su valor intrínseco como seres humanos. Quizás nunca hayan pensado en ello, pero es una buena pregunta que hacerse. Después puede considerar el preguntarles por qué piensan que usted los quiere. ¿Creen que su amor por ellos depende de lo que hagan o logren o simplemente de su inmanente condición de padres?

Capítulo 7 El mal comportamiento y otros asuntos del corazón

Saben por qué los niños se portan mal? El personal del Aware Parenting Institute (Instituto de la Parentalidad Consciente) (awareparenting.com), una página web de asesoramiento para la educación hijo centrista, sí lo sabe: «La conducta inaceptable en los niños se puede explicar casi siempre por uno de estos tres factores: están intentando satisfacer una necesidad legítima, carecen de información o sufren de estrés o de traumas no superados». Para que no les ganen por la mano, los expertos de la Kansas State University han encontrado el doble de razones. En su página web Wonder Wise Parent (los padres fantásticamente sabios)(ksu.edu/'ww-parent/wondhome.htm) dice que los niños se portan mal porque: «han sido recompensados por su mala conducta, han copiado lo que hacen sus padres, están poniendo a prueba si éstos impondrán las leyes o no, se están autoafirmando y afirmando su independencia, se están protegiendo..., o se sienten mal consigo mismos». ¡Huy!, ¡esperen! Los expertos de la University of Minessota han encontrado siete razones para el mal comportamiento {extensión. umn.edu): aprenden observando a los demás, están creciendo, se sienten amenazados, se sienten mal consigo mismos, están cansados, o hambrientos, o enfermos. Ahora pasemos al adulto. Está usted en el trabajo y su jefe le está gritando, pidiéndole cosas absurdas y haciéndole la vida imposible de todas las maneras que existen. ¿Irá a casa y le dirá a su pareja?: « ¡Guau, realmente me da pena mi jefe, debe estar intentando suplir una carencia legítima!», « ¡Dios, se debe de estar sintiendo muy mal consigo mismo!». No, lo que le dirá es: « ¡El jefe es un estúpido egoísta! Lamento que esté disgustado, pero aun así no tiene derecho a actuar de esa forma». Y tendría razón. Como es natural, no tratamos a nuestros hijos como a nuestros jefes. (O, al menos, eso deberíamos hacer, aunque muchos padres parecen olvidar que sus hijos no son sus jefes). Por un motivo: los amamos. Y por otro: es nuestro trabajo educar a nuestros hijos para que no sean ellos los que se conviertan en personas que aterroricen a los demás.

Civilizar a los niños En otras palabras, nuestra tarea como padres es civilizar a nuestros hijos. Y, ¿cómo lo hacemos? Para empezar, no buscándoles continuamente excusas o excusándonos con ellos por su mala conducta. Sí, a veces se portan mal porque están cansados. Otras, su conducta puede deberse a su inmadurez (en cuyo caso, no debería llamársele mala conducta). Pero muchas veces los niños se portan mal por las mismas razones que los adultos: porque pueden llegar a ser egoístas, egocéntricos y porque quieren que las cosas se hagan a su manera y en ese momento. De nuevo estoy pensando en Veruca de Charly y la fábrica de chocolate, que dice: « ¡Pero lo quiero ahora, papá!». Y el aterrorizado padre siempre accede. La cultura de la permisividad parece reacia a reconocer que la condición humana es egoísta; es así desde el principio de los tiempos y se aplica también a nuestros hijos. Se le solía llamar «pecado original». Y sabemos que es real porque nadie a quien yo conozca ha oído decir de otro: «Tío, tiene un mal día, todo le ha ido mal. Debe ser por eso por lo que está siendo tan generoso y amable». O: «Mi hija debe de estar exhausta, no me extraña que se esté comportando como un angelito». Es ridículo, precisamente porque es nuestro yo real el que sale a la superficie cuando no hay inhibiciones que lo retengan. Y a menudo no es muy bonito. ¿Todavía no está convencido? ¿Ha oído alguna vez a un niño argumentar « ¡no es justo!» porque esté interesado en asuntos relacionados con la justicia? El motivo por el que un niño de dos años que

da patadas en el suelo y dice que se debe de hacer lo que él diga puede resultar gracioso es porque sólo mide un metro y pesa 12 kilos. Traslade eso a metro ochenta y cien kilos y tiene usted un problema. Desde luego a los niños les falta sabiduría y son inmaduros. Si los adultos nos damos un golpetazo en la rodilla con una mesa, cojeamos durante un minuto y decimos «no es nada, no es nada»; en cambio, un niño puede chillar como si lo estuvieran matando. Eso no es mala conducta, es inmadurez. Y, sí, algunas veces están agotados. Tengo una hija que llega «al límite» cuando está excesivamente cansada. Se deshace en lágrimas y lo único que puedo hacer es llevarla a la cama y recordarme a mí misma por enésima vez que necesita descansar más que los otros. Algunas veces simplemente les divierte llevar las cosas al límite. Un día, cuando Victoria tenía tres años, estábamos ordenando los armarios. Le di unas prendas y le dije que las guardara en su habitación. Se fue obedientemente con la ropa y volvió minutos después con un aspecto solemne. « ¿Guardaste tu ropa, cariño?», le pregunté. «No, mamá», respondió, «Dios me dijo que no tenía que hacerlo». Eso sí que era una manera llamativa de escaquearse de un trabajo. Pensaba que había lanzado la bomba atómica de las excusas. Muy mal. Y otras veces toman como ejemplo lo que ven. Un día entré en mi despacho, donde mis hijos también tienen un ordenador, y me encontré a Olivia, que entonces tenía dos años, ante la pantalla. Obviamente frustrada, porque todavía no se podía imaginar cómo hacer funcionar aquella cosa, estaba golpeando el teclado y diciendo: « ¡Estúpido, estúpido, estúpido!». Eso no es mala conducta. Significa que mamá tiene que tener un poco más cuidado con su reacción ante los «eventos informáticos»; sobre todo, en presencia de su hija. Así que, sí, hay un montón de motivos por los que los niños se portan mal. Pero, además, tenemos que reconocer que a veces nuestros hijos se portan mal porque sus caracteres tienen defectos, al igual que los nuestros. Y es nuestro trabajo, como padres, ayudarles a reconocerlos y a protegerse de ellos.

«Criticar el comportamiento, no al niño» Esto nos lleva a una de las máximas más establecidas y más firmemente defendidas: critiquen el comportamiento, no al niño. La página web justforkidsonly.com29 les dice a los padres: «No critique a su hijo. En todo caso, critique su conducta». El psicólogo David Goodman, de Oak Park, Illinois, se hace eco de la postura cuando afirma: «No critique a su hijo..., sólo su conducta es mala» (familyshrink.com)? En la página web positiveparenting.com se predica el mismo mensaje: «Distinga al niño de su conducta», y: «No lo culpe o acuse». Odio criticar, pero esta gente dice cosas que no tienen sentido. La pediatra Donna D Alessandra aconseja a los padres a través de la página Virtual Hospital (vh.org), que no critiquen a sus hijos porque «la crítica hace que se sientan mal». Bueno, por supuesto. A esto se le solía llamar crear una conciencia. Pero los padres modernos estamos tan desesperados porque nuestros hijos se sientan bien siempre, a pesar de lo que hagan, o lo que no hagan, que somos remisos a que se sientan mal incluso cuando deberían. ¡Qué flaco favor les hacemos! Crear una conciencia puede ser doloroso. Pero ayudar a nuestros hijos a construirla es un imperativo

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2 La traducción de esta página sería «sólo familiar» para niños con nadala más» haciendo hincapié en el «sólo». (N. de El nombredeldenombre esta página sería «loquero la T.) acepción vulgar del término psiquiatra en inglés. (N. de la T.)

en nuestra misión de rescate. Después de todo, es esa mala sensación, o conciencia, la que con el tiempo ayuda al niño a abandonar la conducta. No sólo el posible dolor del castigo, sino el dolor que siente su corazón, lo que hace que abandone el comportamiento. Sí, el proceso puede ser doloroso, pero conforma su corazón y lo vuelve más humano. Seguro que existen circunstancias atenuantes pero, podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que la conducta de un niño sano y normal proviene del corazón. ¿En qué otro lugar se podría originar? Si vemos a un niño de ocho años plantarse ante unos abusones que se están burlando de su amigo lo consideramos, correctamente, algo virtuoso, una señal de bondad de su corazón. (De hecho, lo que resalta la virtud es el saber que ese comportamiento era más difícil para él que huir). Esta conducta no la separamos del niño. De la misma manera, si un chaval de siete años está siendo desagradable a propósito con su hermana, ¿no procede también del corazón esta conducta? Es verdad, un niño puede haber visto ejemplos de mal comportamiento en muchas partes: en la televisión, en los compañeros..., incluso en los padres. Pero la razón por la que el niño lo copia y no copia la conducta virtuosa y cariñosa con la misma facilidad es porque la conducta desagradable nos viene sin ningún esfuerzo, como una segunda naturaleza, o a lo mejor, una primera. Pretender lo contrario o suavizarlo y llamarlo de otra forma que no sea mala conducta no le ayuda en nada. Un niño puede aprender a decir «no me debería sentir mal conmigo mismo», incluso cuando ha sido malo. Puede encontrarse con que sistemáticamente a su mala conducta se le pone otro nombre. O una niña puede llegar a creer que ella y su conducta son dos cosas diferentes, así que no es responsable de ella. Será una niña a la que, con el tiempo, se le ensordecerá la conciencia. Y una conciencia sorda es veneno para el corazón. Con razón cada vez hay más evidencia de que los niños que han sido educados en el mundo de la autoestima del «me siento bien conmigo mismo» tienen más posibilidades de convertirse en adultos narcisistas y arrogantes. ¿Desea que su hijo se case con alguien que cree que su conducta procede de su corazón o con alguien que cree que su conducta y él o ella son cosas diferentes?

Interpretando los asuntos del corazón Si vamos a ser perseverantes en la misión de rescate del corazón de nuestros hijos tenemos que asegurarnos de que son conscientes, o al menos están atentos, a los puntos flacos de su corazón. La otra cara de la moneda es, desde luego, alentar las cosas buenas que vemos en ellos. Sobre todo, sabiendo que no salen tan espontáneamente: «Estás siendo muy generoso con tu hermana. ¡Eso es estupendo!»; «Estás teniendo mucha paciencia al hacer todos esos encargos tan largos: te lo agradezco»; «Sé que te costó trabajo ser amable con ese compañero de clase cuando él no lo estaba siendo contigo pero..., ¿no te sientes mejor así que siendo desagradable?». Podemos ayudarlos, por ejemplo, a darse cuenta de que son especialmente sensibles e indicarles que, aunque esto puede ser una bendición para ellos, también les puede llevar a pensar que les están criticando cuando, en realidad, no es así. O podemos hacerles entender que tienen el don de la compasión y enseñarles a expresarlo y desarrollarlo. En otras ocasiones, les indico a mis hijos que tienen algo en su corazón que no es digno de admiración. A uno le digo: «Cariño, estás siendo realmente desagradable con tu hermano». O a otro: «Ahora estás siendo malo. Por favor, piensa en qué está pasando en tu corazón». Pero... ¿cómo vamos a hacer cualquiera de estas cosas si separamos al niño de su conducta? A veces (que todo el mundo se haga a un lado, por favor), sí que hago saber a mis hijos que deberían sentirse avergonzados. En otras palabras (lo siento doctora D'Alessan-dra), hay veces que quiero que se sientan mal consigo mismos.

• Puedo ayudarles a ver que están usando los celos o la crueldad para pelear con sus hermanos diciéndoles: «Cariño, la próxima vez que veas que estás enfadada con tu hermana, piensa en lo que hay en tu corazón. Si pudieras mirarte dentro en ese momento, ¿verías algo bello?, ¿o verías algo que no es nada bonito?». A veces los ayudo a darse cuenta de que el problema se puede transformar en algo positivo. La tozudez puede convertirse en voluntad o determinación, por ejemplo, o la impaciencia en un sano estímulo para la excelencia. Pero no podremos hacer esto si separamos al niño de su conducta. Creo que alguno de los dictados del «critique la conducta, no al niño» procede del miedo a definirlo por su conducta. Es una preocupación legítima. Yo no les diría a mis hijos, por ejemplo, que son mezquinos o egoístas. Siempre pueden mejorar y se lo hago saber, y los animo a ello. Simplemente intento que entiendan cuál es la tendencia de sus corazones cuando se presenta una oportunidad. Eso no significa que esté a cada momento analizando lo que pasa en ellos. Me llevaría todo el día. A veces sólo tengo que decirles: «¡Hazlo ahora mismo!». Aun así, elijo algunos momentos para hablarles de sus corazones, y durante esos momentos, me aseguro de que reciban un amor incondicional, no porque sean buenos o si son buenos, sino porque son mis hijos. Toda la verdad (de nuevo): hace sólo unos meses una de mis hijas estaba dando pruebas de una terrible actitud. Le dije: «Cariño, ¿qué está pasando en tu corazón?». ¿La respuesta?: «Odio todo ese rollo del corazón, mamá, todos lo odiamos. De todas formas, ¿a quién le importa lo que pase en ese estúpido corazón?». Bueno, a mí me importa. ¡ Y que sea molesto no quiere decir que no sea eficaz! De hecho, el que sea molesto puede ser una señal de su eficacia. ¡Qué importante es el tema del corazón si hemos de tener éxito en nuestra misión de rescate! La teoría políticamente correcta dice que las cosas han de ser de otra manera. Los autores del libro Qué se puede esperar cuando se está esperando30 dicen, con razón, que los niños «necesitan saber que el amor de los padres no disminuirá ni se les retirará si se portan mal», que es el motivo por el que arguyen que se debería criticar la conducta, y no el niño. Sin embargo me parece que esto puede llevar a que el niño se sienta aceptado solamente por su buena conducta. Un niño puede muy bien tener la sensación de que está siendo mezquino o egoísta o celoso en un momento dado. Así que, ¿qué pasa si papá y mamá (que le dicen que es siempre una buena persona en el fondo, sea cuál sea su conducta) averiguan que no es, a pesar de todo, siempre, tan bueno? Esta idea puede asustar mucho al niño. Quizás sea mejor hacer saber a nuestros hijos que su conducta viene del corazón, y que, cuando no están siendo buenas personas en absoluto, los queremos de todas formas. ¡Qué regalo es ayudar a nuestros hijos a ver las virtudes y defectos de sus corazones y a saber que los queremos tanto! Si creen que su conducta está separada de sus corazones, no les podremos hacer ese regalo. Y, por tanto, limitamos nuestra capacidad para llevar a cabo nuestra misión en sus vidas. A los hijos también les ayuda saber que nosotros continuamos con este autoexamen en nuestra vida. Por un motivo: queremos ser un modelo de buena conducta. Y cuando metemos la pata (incluso si la cosa no se pone tan fea como en mi rabieta de la parcela de calabazas), debemos de ser capaces de disculparnos ante ellos y de hacerles saber que también somos obras en construcción. Y también debemos hacerles saber que nuestros fracasos no les dan derecho a dejar de esforzarse en hacer mejor las cosas. Así que, a veces, por la noche, cuando rezamos juntos, le pido a Dios que dé a mis hijos paciencia conmigo, para que puedan entender que soy una pecadora, como ellos, que necesita un salvador. Rezo para que mi pecado no sea una piedra en su camino. Ahora bien, no rezo esto todas las noches (no quiero que mis hijos piensen que soy tonta del bote). Pero quiero que sepan que yo también lucho con las flaquezas de mi corazón.

30

Arlene Eisenberg, Heidi Murkoff y Sandee Hathaway, "What to Expect: The Toddler Years, Workman Publishing, Nueva York, 1994. (Ed. española: Qué se puedt esperar cuando se está esperando, Ediciones Medici, Barcelona, 2003).

Un «trastorno» para explicar un corazón trastornado A su extraña manera, la cultura imperante ha intentado llenar un evidente vacío que existe en los problemas de conducta. Puesto que los expertos se niegan a atribuir la mala conducta al corazón del niño, y en su lugar parecen creer que éste tiene la capacidad de ser un amorcito perfecto sólo con ser expuesto a las «técnicas» adecuadas, esto les lleva a una contradicción: tienen que encontrar una explicación a los problemas de comportamiento. Lo que quiero decir es que, si estos problemas no provienen de un corazón enfermo (los niños no tienen corazones enfermos) y si se han usado todas las técnicas posibles, ¿qué está pasando? ¿Qué ocurre si, después de razonar con ellos, reforzarles la autoestima, darles a elegir, concederles tiempo, etcétera, siguen gritando, negándose a compartir sus juguetes y desobedeciendo a sus padres o algo peor? La única posibilidad que queda es... ¡un trastorno! Así llegamos al trastorno psiquiátrico más común hoy día en los niños, según la página web del psiquiatra infantil doctor James Chandler del Royal College of Physicians and Surgeons of Canadá31 (klts.com/chandler). «Trastorno de oposición desafiante» (TOD) es la etiqueta que se le pone a un 5 por ciento de los niños americanos, y este número está aumentando rápidamente. Marianne es un caso tipo: Marianne tiene ahora cuatro años... Empieza el día levantándose temprano y haciendo ruido. Su padre ha mencionado por desgracia cuánto le molesta. Así que la nena enciende la televisión o, si ésta ha sido misteriosamente desconectada, golpea las cosas hasta que sus padres salen de la habitación. En el desayuno, a Marianne no le gusta lo que hay una vez que se lo ponen delante. Cuando sus padres tienen mucha prisa, es más testaruda y puede rechazarlo totalmente. Podríamos apostar sin miedo a equivocarnos que Marianne le dirá a su madre que la tostada sabe a caca. Eso le hace ganar el primer tiempo muerto del día. Por las mañanas va a educación preescolar, o se va con su abuela, o a casa de su tía. Si no, la madre de Marianne no podría hacer nada. Marianne se lleva bien con otros niños siempre que sea ella la que mande. La mayor parte de la tarde la pasan persiguiendo a Marianne, tratando así de cansarla. No parece que funcione, pero merece la pena intentarlo... A ella le encanta la pelea que hay para ir a acostarse. También le encanta ir al centro comercial. Pero nunca consigue ir allí o a ninguna otra parte porque se porta tan mal que su familia se avergüenza... ¡Es difícil saber quién está más ilusionada con que Marianne vaya al colegio el año que viene, su madre o ella! No soy psicóloga, pero pienso que podríamos apostar con seguridad a que esta niña no tiene en absoluto un trastorno. O, mejor, tiene un trastorno, pero del corazón, y sus padres no la están ayudando en ese aprieto. Lo que queda claro de la exhaustiva descripción de Marianne es que sus padres no intentan ejercer de ningún modo su autoridad en la vida de esta niña. Su madre puede pedir un tiempo fuera32, lo que parece no molestar a su hija en absoluto, pero al final siempre cede ante ella. Parece que la pequeña Marianne es una niña muy testaruda, incluso difícil, que ha aprendido a manejar a los que la rodean y que exhibe la tendencia absolutamente humana de disfrutar de cada mi-

31

Real Colegio de Médicos y Cirujanos de Canadá En psicología y en pedagogía se llama así a un método de disciplina que consiste en que el niño debe dejar de hacer lo que estaba haciendo y meditar sobre su comportamiento. Para ello se le coloca fuera de la situación de conflicto, normalmente llevándolo a otra habitación o eligiendo un espacio donde debe permanecer mientras dura el tiempo fuera. 32

nuto que pasa haciéndolo (lo más seguro es que sea muy desgraciada). Sí sabemos que sus padres lo son (imaginen lo que es vivir con una tirana así). No entiendo por qué los padres de esta niña sienten pánico al enfrentarse a ella. ¿Por qué no intentan ejercer su responsabilidad y salvarla de ella misma antes de pasarla a un diagnóstico de TOD? Quizás porque han apostado por el paradigma de la cultura de la permisividad y están haciendo una distinción entre la conducta y la niña. < A continuación recojo una descripción clínica de un niño con TOD: Una pauta de conducta negativa, hostil y desafiante, que se prolonga al menos seis meses, durante los cuales cuatro o más de los siguientes síntomas están presentes: 1. A menudo pierde el control. 2. A menudo discute con los adultos. 3. A menudo desafía activamente o se niega a cumplir las peticiones de los adultos o las reglas de éstos. 4. A menudo molesta a los demás deliberadamente. 5. A menudo culpa a otros de sus errores o de su mala conducta. 6. Es a menudo susceptible y fácil de irritar. 7. Siente a menudo enfado y resentimiento. 8. A menudo es rencoroso y vengativo. Bueno, yo argüiría, como lo hice en el capítulo 1, que el paradigma infantil de conducta está desplazándose en su totalidad. Lo que antes se consideraba inaceptable es aceptable ahora, y lo que se consideraba verdaderamente inaceptable es un trastorno. No se olviden de que, aunque hay más criterios para el diagnóstico que los que hemos mencionado, sólo cuatro son necesarios para que un niño comience su andadura por el TOD. El TOD podría describir a muchos niños. Cuando escribí una columna sobre este tema, una madre me escribió contándome la historia de quien una vez fuera su pequeña torturadora. Esta niña: Tuve que llevarla a un psiquiatra infantil cuando sólo tenía dos años y medio. Hoy me siento agradecida al médico que vio en ella a una niña normal, sana, testaruda y tozuda. Era yo quien necesitaba lecciones sobre cómo educar a una niña de esas características, lecciones que todavía me son útiles. Y hoy la niña es una belleza con diecinueve años, con muy buenos modales (y con más seguridad en sí misma, creo yo, de lo que sería sano), que ha vuelto esta primavera de trabajar en África Occidental en la tripulación de un barco de ayuda médica humanitaria y que dentro de treinta días se irá para empezar su primer año en la facultad. Hoy en día a esta niña se le podría haber diagnosticado perfectamente un TOD.

La confianza para luchar por la salud emocional de nuestros hijos Sí que creo que los niños pueden presentar patologías reales que interfieran, algunas veces drásticamente, en su conducta. Estoy incluso convencida de que hay niños con trastornos psicológicos no diagnosticados. También creo que, en ciertos casos, la medicación u otro tipo de terapia pueden ser apropiados y que pueden salvar la vida del niño (aunque pienso que debería tenerse un cuidado extremo en estos casos porque sabemos mucho menos de cómo los psicotrópicos afectan a los niños que a los adultos). Pero me preocupa, como Jeffrey Kluger escribiera en la revista Time:

Hace tan sólo unos años los psicólogos no podían afirmar con seguridad que los niños fueran capaces de sufrir una depresión similar a la de los adultos. Ahora, según PhMA, una firma farmacéutica, hasta un 10 por ciento de los niños americanos sufre alguna enfermedad mental... Hay niños que están siendo diagnosticados y medicados por trastornos obsesivo compulsivos, trastornos de ansiedad social, de estrés postraumático, impulsividad patológica, insomnio, fobia... y muchos más.33 ¿Cómo resolvemos este problema? Edward T. Welch ha escrito uno de los mejores libros que he leído sobre este tema34. El principal argumento de este libro es que algunos trastornos, como el de atención deficitaria, pueden ser reales. Después de agotar las demás posibilidades (incluyendo los problemas de conducta, los morales y los espirituales), la situación en cuestión puede atribuirse a un trastorno del cerebro que algunas veces (y sólo algunas veces) puede mejorar con medicación u otro tratamiento. Pero Welch nos alerta contra los padres que buscan un tratamiento para no tener que resolver los problemas de su hijo, en lugar de (como debería de ser) considerar el tratamiento como una manera de llevarle a un punto en el que la intervención de los padres sea efectiva. Los padres no tienen que ser rehenes de las diferentes posturas de una cultura que declara: «se les debe medicar» o «no se les debe medicar». Tienen que aceptar la responsabilidad informarse y tomar la decisión que les parezca más adecuada. Y si al final deciden que su hijo tiene un problema médico que requiere tratamiento, su meta debe ser siempre llevar al niño hasta un punto en el que puedan llegar a su corazón, y no a un punto en el que la medicación haga el trabajo por ellos. Porque no puede hacerlo. En cualquier caso, el hecho de que algunos niños tengan problemas orgánicos reales, que evitan que funcionen con normalidad, no justifica que hoy los problemas de conducta y escolares sean considerados, muy a menudo, trastornos físicos del cuerpo o del cerebro y, casi nunca, trastornos del corazón humano. Esta visión de las cosas ha acarreado una inevitable consecuencia: los padres que no pueden aceptar que su hijo (aunque no tenga problemas de comportamiento) es un poquito diferente. Desde el momento en el que el profesor dice «¡huy! Parece que no participa con facilidad en los juegos de los demás niños», papá y mamá, aterrorizados, corren al psicoterapeuta. Parece que a cualquier niño que se desvíe lo más mínimo de la norma se le pone una etiqueta y se redoblan los esfuerzos para hacerlo «mejor, más rápido y más fuerte». Pero algunas veces los niños simplemente necesitan ayuda para florecer a su manera. Wendy Mogel escribe: Los padres se sienten esperanzados si su inquieto niño es, en realidad, hiperactivo, o su niño soñador tiene trastorno de déficit de atención, o el mal estudiante de matemáticas tiene un trastorno del aprendizaje, o el tímido tiene una fobia social, o su hijo, que es malo, tiene «trastorno de estallidos intermitentes». Si existe un diagnóstico, se puede pagar a especialistas y a asesores, se puede medicar a los niños, hacer planes para su tratamiento, y los padres pueden mantener la ilusión de que la imperfección puede ser superada. La confianza en el potencial ilimitado del hijo se ve restaurada.8 Y esto, pienso yo, es lo trágico: los problemas conductuales menores se atribuyen al cansancio, al hambre o a la frustración, pero no al corazón. Los problemas conductuales de mayor importancia se atribuyen a un mal funcionamiento del cerebro, pero no al corazón. Los expertos se agarran con tenacidad a la idea de que las técnicas correctas o la medicación adecuada, o las excusas adecuadas, Jeffrey Kluger, «Medicating Young Minds», Time, 3 de noviembre, 2003, págs. 48-58. Edward T. Welch, Blame It on the Brain: Distinguishing Chemical Imbalances, Brain Disorders and Disobedience, P & R Publishing, Phillipsburg, 1998. 33 34

pueden crear un niño mejor. Precisamente por esta razón necesitamos que los expertos nos digan cuáles son esas técnicas adecuadas, ¿no? La nueva ciencia educativa se resiste a entender que muchos de los problemas de conducta vienen del corazón. Y eso es una tragedia porque evita que muchos padres lleguen al corazón de sus hijos.

Examen para padres Como todos los padres, me veo a menudo apreciando la virtud en mis hijos cuando actúan bien y saliendo al paso con excusas cuando actúan mal, incluso cuando no hay excusa. Todos lo hacemos. Amamos a nuestros hijos y, aunque no queremos que el amor sea ciego, probablemente no sea mala idea que sea un poquito corto de vista de vez en cuando. La pregunta es: ¿Estamos siempre buscando excusas para la conducta de nuestros hijos? ¿Nos asusta pensar que existe alguna razón para una «mala conducta» que no podamos «arreglar» fácilmente? ¿Nos molesta pensar que la conducta puede venir del corazón defectuoso, o, por el contrario, el entenderlo nos estimula al rescate de ese corazón?

Capítulo 8 ¿Cuándo se convirtió «no» en una palabra tabú?

Una mañana, cuando Olivia tenía más o menos dos años, yo estaba sentada trabajando en mi libro y me pidió un trozo de queso. Le dije que no. No le ofrecí otro aperitivo. No le di alternativas. No intenté distraerla para no tener que decirle que no. Tampoco justifiqué mi acción con una explicación —que no podría entender de ninguna manera— sobre que faltaba muy poco para el almuerzo. Quiero decir que, aunque sí hubiese entendido que estábamos a punto de almorzar, no me hubiera respondido: «¡Oh! Ahora te entiendo mamá, y estoy de acuerdo contigo. ¡Gracias por aclarármelo!». Simplemente dije: «No, cariño, nada de queso». Eso fue todo. Lo aceptó y, sorprendentemente, pareció sobrevivir al incidente con la psique intacta. Digo «sorprendentemente» porque, según la teoría, lo hice todo al revés. Sólo con decir «no» cometí un grave pecado. Si aceptamos que estamos en una misión de rescate de nuestros hijos tenemos que cambiar de manera de pensar. A continuación incluyo lo que la teoría «científica» nos dice sobre «no»: «Limite las situaciones del "no" que amenazan el bienestar de su bebé, o de otra persona, o de su hogar, con cada "no" ofrezca siempre un "sí" alternativo»35. Betsy, de South Orange, Nueva Jersey, fue felicitada por la revista Parenting porque «podía poner fin a casi cualquier mala conducta, mostrándole [a su bebé]... cualquier objeto emocionadamente», en lugar de decir que no a su bebé. (Extraído de la página parentig.com). En su artículo titulado «Siete maneras de evitar decir "no" a sus hijos», el autor y educador James Sutton nos dice que les «demos el poder de elegir, redirijamos sus objetivos, algunas veces les dejemos hacer planes para toda la familia, por ejemplo, para un viaje de fin de semana, y les hagamos saber que los padres no somos perfectos». Como si los niños necesitasen que les recordasen el último punto... Los padres deben encontrar: «alternativas positivas y creativas al "no" cuando estén estableciendo unos límites». Usar «la mirada» o la voz de «voy en serio...», en lugar de decir «no». Aunque tampoco hay que usar esas tácticas muy a menudo porque se puede dañar la autoestima del niño. Recuerde «mientras menos noes diga, mejor le irá el día» (del gurú de la educación, el doctor William Sears, en una conferencia en Chicago). El doctor William Sears se refiere a «no» como la «palabra «n-»36. Entonces, ¿se ha convertido «no» en una palabra tabú entre la gente refinada? Algunos de estos expertos dicen incluso que los niños necesitan unos cuantos noes. Pero en esos raros casos, añaden, es mejor disfrazarlos cuando sea posible. Sí, según los expertos, el «no» está feo. En absoluto estoy diciendo que «no» sea una panacea o una palabra mágica. Ningún padre que estuviera en su sano juicio confiaría en que esta palabra protegiera a su hijo de una botella de lejía. Yo, por lo pronto, tengo varias cerraduras en los cajones y guardo los productos de limpieza en los estantes superiores. Tampoco estoy sugiriendo que digamos no por gusto. Esto no es una ciencia exacta... 35

Arlene Eisenberg, Heidi Murkoff y Sandee Hathaway, What to Expect: The Toddler Years, Workman Publishin, Nueva York, 1994. (Ed. española: Qué se puede esperar cuando se está esperando, Ediciones Medici, Barcelona, 2003). 36 William Sears, The Discipline Book: How to Have a Better Behaved Child from liirth to Age Ten, Little Brown, Boston, 1995.

Pero tampoco es raro que a un bebé se le diga que no sólo cuando el bienestar o la propiedad de los demás están en juego. Para empezar, hay muchas veces en las que a un niño se le debe decir que no simplemente porque la necesidad de otra persona se antepone acertadamente a la suya; o sus necesidades, que él no entiende, se han de satisfacer, aunque no así sus deseos. Pregunta: ¿Ha llegado nuestra sociedad a rechazar esta idea para niños y adultos? Respuesta: En nuestra sociedad queremos complacernos y, por lo tanto, parece que haremos lo que sea para complacer a nuestros hijos también.

¿Por disfrutar de la experiencia? Yo he caído en esa trampa. Unas navidades, hace poco, les dije a Victoria y a Madeleine que me acompañaran a escoger adornos de Navidad como regalo de boda de una pareja joven. Como era un regalo de boda especial, nos fuimos a una tienda especial: Neiman Marcus. Elegí pronto los adornos, pero mis niñas dijeron: «Mamá, ¿podemos escoger uno cada una?». Y esto es lo que se me pasó por la cabeza: «Es Navidad, ¿no sería bonito que eligieran uno, siempre que no sea muy caro?». «Vale, niñas», dije. Se fueron trotando, queriendo comprar todos los adornos que veían. No tenían ni idea de lo que buscaban. Al menos se decidieron por aquellos que no se podían romper, lo cual fue un pequeño triunfo. Aun así, acabaron comprando unos no muy bonitos que no creo que quisieran en realidad. Eso me llevó a tener que pagar treinta dólares por un par de objetos que no necesitábamos y que no me gustaban. ¿Por qué?: porque no quise decirles «no» a mis hijas. No era un problema material. Siempre digo que no a las cosas materiales con pocos remilgos. En este caso se trataba de la experiencia. Me importan mucho las vivencias y quiero que mis hijos tengan todo tipo de experiencias vitales valiosas y significativas, especialmente de la Navidad. A eso era a lo que estaba diciendo sí: a la experiencia de escoger un adorno que no queríamos y que costaba más de lo que valía, en una tienda de decoración, por el único motivo de que estábamos allí. Si yo no les hubiera ofrecido acompañarme, ni se les habría ocurrido. ¿Llevaban semanas soñando con escoger un adorno? No. Simplemente, estaban allí, vieron cosas bonitas y brillantes y pidieron una (¿por qué no?), y yo dije sí: gol. Realmente había metido la pata. Me planteé devolver los adornos y hacerlos yo, pero mis habilidades manuales son limitadas. Además, yo tenía la culpa de lo que había pasado, no las niñas. Les había dicho que podían escoger uno y tenía que cumplir mi palabra. De camino a casa me di cuenta de que me había gastado treinta dólares de más y que tenía unos adornos que nunca hubiera escogido y de los cuales mis hijas podrían haber prescindido sin esfuerzo. También me di cuenta de que estaba muy enfadada conmigo misma porque no había querido decir «no» a «un momento precioso» que a ellas ni siquiera les importaba. Y ellas habían aprendido: «¡Oye, estamos en una tienda cara!: ¡compremos!». Fue una lección cara. O quizás barata. Así que no es que yo tenga una gran seguridad en mí misma para decir que no (o que sea especialmente dura). Simplemente, estoy aprendiendo, espero, a sentirme más cómoda al decirlo cuando es necesario. Tengo que recordarme a mí misma continuamente la diferencia entre lo que las modernas teorías dicen que debería hacer y lo que yo sé en el fondo de mi corazón que está bien. A menudo, pensando, me adelanto, literalmente, a las diferentes consecuencias futuras de ambas posturas. Me pregunto: «¿Qué camino me va a hacer avanzar en la misión de rescate del corazón de mi hijo?». Eso me ayuda mucho, tanto como recordar la factura de Marcus Neiman. Volvamos a la niña de dos años que quería queso. Una noche de invierno, Olivia quería ponerse sus pijamas y me trajo un par de ellos, que eran de verano, con los que se iba a congelar. Saqué el pijama apropiado y, por encima de sus aullidos de protesta, se lo puse. (Por desgracia para ella, no me preocupaba tener un momento precioso en aquel instante). La vestí, ignorando sus gritos, y la puse en

su cuna. Diecisiete segundos después, cuando empecé a leerles a ella y a su hermana de cuatro años, se había olvidado de todo. Y unos pocos minutos más tarde, dormía plácida y confortablemente.

¿Una educación positiva? ¿Es así como se hubieran comportado la mayoría de los padres? No estoy segura, pero sí sé qué enseña la «nueva ciencia de educar a los hijos». A continuación recojo lo que Karen Sims tenía que decir ante una situación similar, que iba acompañada de la advertencia de dar siempre el «poder» al niño: Dé opciones, no órdenes. Un padre que intentaba cambiarle el pañal a su hijo de dieciocho meses contra los deseos de éste le ofreció elegir la habitación en la que quería que le cambiasen. El niño eligió una habitación pero, una vez allí, se mostró de nuevo reacio al cambio. El padre continuó con su plan de dar poder al niño y le preguntó: «¿En qué cama?». El niño señaló una, el pañal se cambió y la lucha de poder que estaba teniendo lugar terminó allí.37 La lucha por el poder se acabó, de acuerdo: y el bebé de dieciocho meses ganó. Por lo pronto, esto tiene que darle bastante miedo a un bebé. Además, lo que podría haber sido, y debería de haber sido, un rápido y simple cambio de pañal, se convirtió en un tour por toda la casa. El incidente parece leve pero, ¿va a tener el padre que recorrerse la casa cada vez que el niño necesite un pañal limpio? Una vez queel niño caiga en la cuenta de que controla a papá, esos paseos se harán más largos. Tanto el padre como el niño aprendieron algo en ese intercambio: que el padre no podía hacer algo tan simple como cambiar al niño sin su aprobación. No entiendo por qué. He oído decir a algunos padres que sólo quieren estar en paz con sus bebés o niños preescolares. Que empezarán a hacer cumplir las normas, dicen, «cuando el niño sea un poquito mayor». La transición, si es que es posible en un futuro, será agotadora, tanto para los padres como para los hijos. Mientras tanto, adivino que será bastante difícil estar en paz con un niño ante el que estás continuamente cediendo. Algo muy importante, y de lo que estos padres no se dan cuenta, es que al no hacer nada están, en realidad, haciendo mucho. Están enseñando a su hijo, y a ellos mismos, que el niño consigue lo que quiere para comprar su tranquilidad. Esas enseñanzas crearán hábitos destructivos e imposibles de abandonar. Ésta no es manera de dirigir una misión de rescate. Existen, en mi opinión, varias razones por la que esta manera de pensar está tan extendida. La primera es que, como padres, somos completa, y peligrosamente, escépticos ante la idea de que sabemos realmente más que nuestros hijos y que tenemos autoridad en sus vidas. Ya analizamos esta verdad en el capítulo 3 («Estoy de tu parte»). El segundo motivo es que nos hemos consagrado al culto del niño satisfecho. Como escribe el doctor Shaw en La epidemia, simplemente nos aterroriza que nuestros hijos puedan experimentar la irritación, la frustración, la rabia, la decepción, la tristeza o cualquier otra emoción negativa. Aunque sabemos que el experimentarlas y aprender a controlarlas es parte del camino que hemos de recorrer como seres humanos. Creemos con firmeza que lo más importante de nuestra vida es procurarnos placer. ¿No debería cumplirse esto también para nuestros hijos? Tanto si se trata de las apetencias físicas (como el sexo y 37

Karen Sims, «Dealing with Power Struggles», Positive Parenting, enero, 1996.

la comida), como de deseos materiales, de expresar nuestras emociones sin cortapisas y actuar según ellas, o demandar que se cumpla nuestra voluntad; en todos estos casos, pensamos que el «no» no es natural. En lugar de ver el «no» como una palabra que protege el cuerpo y el alma, lo vemos como algo que la asfixia. Por decirlo de otra forma, la idea de que los noes deben ir siempre envueltos en papel de regalo, además de ser una proposición agotadora, viene de la desafortunada creencia de que decir no a nuestros hijos es intrínsecamente malo. Hemos llegado a creer que el «no» es un mal necesario, pero que ha de evitarse siempre que sea posible.

La adversidad también está mal vista Los galardonados autores Timothy Stuart y Cheryl Bostrom estudiaron cuidadosamente a adultos que sí habían prosperado y a los que definían como personas que habían contribuido positivamente al tejido social o moral. 38 Analizaron sus antecedentes: averiguaron que la adversidad, de modo constante, formaba parte de su «historia de éxito». Una y otra vez, se encontraron con que la adversidad había enriquecido sus caracteres, siempre que hubieran tenido relaciones afectuosas adultas que les ayudasen a interpretarla. Los padres de hoy día son especialmente buenos en lo que respecta a las «relaciones afectuosas adultas» de la ecuación. Pero hacemos cualquier cosa para proteger a nuestros hijos de la menor decepción, no digamos ya de la verdadera adversidad. En este proceso, al parecer, estamos atrofiando su humanidad. Nadie va por ahí buscando la adversidad para sus hijos. Pero lo que estos autores dicen es que, cuando inevitablemente llega, nuestra tarea no es aterrorizarnos, sino enseñarles a pensar adecuadamente sobre ella. Parece que no es ésta la opinión de los trece miembros de la Universidad de Tufts que escribieron Padres proactivos39. No pude encontrar en ninguna parte de ese libro algo sobre decir «no». En lugar de ello, los autores dicen que para «asegurarse de que los niños las cumplan, las "directrices" deben usarse con moderación. Sugerimos que los padres las reformulen y pongan énfasis más en la necesidad que en la obligatoriedad. Con la frase " ¡necesito que te sientes ahora!" uno puede ganarse la cooperación del niño, mientras que si dice "¡siéntate!" le incita a oponerse». ¿Sí? ¿E incitar a un niño a que se oponga ha de ser evitado siempre? Creo que, según estas personas, sí. A continuación recojo cómo sugieren que se debe de manejar la situación de un niño ante un charco. Recuerden que, según estas teorías, un papá o una mamá no pueden decirle que no al niño y correr el riesgo de oponerse o desafiar sus deseos. En lugar de ello, éste debe de estar siempre satisfecho, por lo que no deben permitir que la adversidad o la decepción entren en su vida, incluso cuando se trata de algo tan sencillo como un charco. Consideren de nuevo el ejemplo de dar un paseo con su hijo y encontrarse un charco. ¿Qué ocurre si el niño lleva puestos unos zapatos buenos y se prepara a enfrentarse a usted cuando le dice que no puede saltar en él? ¿Qué va a hacer? ¿Amenazarle? ¿Agarrarle? ¿Llevárselo a rastras? Los intentos por controlar a un niño sobreexcitado pueden convertirse en un enfrentamiento de voluntades. Esta puede ser una ocasión perfecta para redirigir su atención: «¿Qué podrías hacer 38

Timothy Stuart y Cheryl Bostrom, Children at Promise: 9 Principles to Help Kids Thrive in an At-Risk World, Jossey-Bass, San Francisco, 2003. 39

' Faculty of Tufts University's Eliot-Pearson Department of Child Develo-pment, Proactive Parenting: Guiding Your Child from Two to Six, Berkley Books, N IK - VII York, 2003.

con el charco además de saltar en él?». «Aquí hay una piedra: ¿qué puedes hacer con ella?, ¿y con un palo?». ¿Quiénes son estos padres cuyas únicas opciones son amenazar, agarrar y arrastrar?: son los padres de los niños que nunca han oído la palabra «no» sin que estuviera disfrazada hasta llegar a ser irreconocible y que no han aprendido a respetar la directiva clara y firme de sus padres. Niños que son muy conscientes de que sus padres no quieren contravenir su voluntad. Me alegro de poder decir que conozco a papas y a mamas que simplemente dirían: «No, cariño, no se mete uno en un charco», y cuyos hijos (¡asombro!) ni se meterían en él, ni cogerían una rabieta. Me preocupa que los padres que escribieron Padres proactivos no se hayan encontrado, al parecer, con este tipo de padres e hijos. ¿Qué ocurre si el charco está en el centro de un aparcamiento, rodeado de coches que pasan como bólidos? Para empezar, no tendría ni el tiempo ni la energía ilimitada que hacen falta para pararse ante cada uno de los charcos y realizar todo el ejercicio con un niño de tres años. La conclusión es que los miembros de la Universidad de Tufts que colaboraron en el libro están sugiriendo que los padres lleguen hasta los extremos de lo que yo llamo el «ejercicio del charco» con un niño de tres años a fin de evitar, a cualquier precio, el decirle: «No, simplemente, no puedes». Houston, tenemos un problema. Otra vez. Después de todo, estamos hablando de un niño y un charco. ¿Qué ocurrirá cuando hablemos de un adolescente y un coche? Tengo una amiga que me contó que su marido no ponía al bebé de dieciocho meses en el carrito cuando éste no quería, porque si no el niño se enfadaba. Lo hace mamá, el niño se enfada, y la familia sobrevive. Esto puede ser el síntoma de un problema más grave: padres que han perdido la noción de que decir que no justificadamente es una parte beneficiosa de la educación de sus hijos, no sólo un mal necesario. Los padres a menudo compartimentamos las cosas. Hay cosas que nos encanta hacer con nuestros hijos: tener conversaciones tranquilas en mitad de la noche cuando tienen problemas para dormir, llevarlos al circo, hacer galletas, ir de vacaciones o ver películas en casa los viernes por la noche. Son para nosotros la recompensa a ser padres, la guinda del pastel. Hay cosas que toleramos: actividades que no nos satisfacen tanto pero que son necesarias para la buena marcha del negocio. Son las obligaciones, como conseguir que se levanten y cojan el autobús escolar a tiempo, ayudarlos con los deberes de matemáticas o llevarlos a las actividades extraescolares. Finalmente, hay cosas que odiamos hacer; pero las odiamos porque tenemos que hacerlas. Es el lado oscuro de ser padres, los trapos sucios que sólo sacamos cuando no tenemos más remedio y que volvemos a guardar tan pronto como podemos. Es decir que no: «no te lo puedes quedar, no lo puedes hacer, no vas a ir, no puedes comportarte así, no puedes jugar antes de estudiar piano o de hacer los deberes». Simplemente, no. Nos dan escalofríos. Pero esto no debería de ser así. Finalmente nos estamos dando cuenta (o estamos recordando), que un excesivo materialismo es nefasto para nuestros hijos. No estamos hablando sólo del adolescente que recibe un BMW cuando cumple los dieciocho años, o de la niña que lleva a sus amigas a comprar como locas para celebrar que cumple trece años. Los padres de estos chicos están más allá de lo tolerable. Nos estamos dando cuenta de que, incluso los jóvenes de clase media, reciben demasiadas cosas. Juguetes, aparatos electrónicos, teléfonos móviles..., es excesivo. Muchos que no pueden permitirse darles a sus hijos todo eso, al parecer, están empezando a ver que la generosidad genera egoísmo, la sensación de que se está sirviendo la vida en bandeja de plata al niño y la presunción de que todo le es debido. Últimamente, los libros y revistas de educación vienen llenos de advertencias para que no demos a los niños de cualquier edad demasiadas cosas materiales. Se empieza a oír, incluso desde la

cultura de la permisividad, que negarle a un niño un bien material que no necesita puede ser beneficioso y terapéuticamente positivo. Esto es estupendo. Pero no llega lo suficientemente lejos. Decirle a un niño justificadamente: «no, no te toca a ti»; «no, no puedes quedarte diez minutos más»; «no, no puedes comportarte así»... puede ser beneficioso también. Le enseña autodisciplina, a posponer la gratificación y a que hay momentos en que las necesidades y derechos de los demás se anteponen legítimamente a sus deseos. Esto no significa que no podamos advertir a nuestros hijos y decirles que les quedan diez minutos. No tenemos que lanzar los noes como si fueran bombas atómicas. El objetivo no es hacer daño. El objetivo es no tener miedo a decir «no». Por supuesto, a los padres nos encanta dar cosas buenas a nuestros hijos. Es divertido ver cómo se les iluminan las caras mientras engullen un helado, se montan en la montaña rusa o se quedan despiertos una hora más para ver su película favorita. Simplemente estoy defendiendo que los padres sensatos ven los noes razonables como algo bueno. Permitir a los niños, incluso a los más pequeños, experimentar la adversidad o el descontento, o contravenir sus deseos, no sólo proporciona más tranquilidad y cansa menos, sino que además les hace desarrollar la riqueza que conlleva ser humano, y les prepara un poquito para lo que les espera. Negarse a que un niño se salga con la suya en todo, incluso en cosas tan insignificantes como renunciar a un charco, que le cambien un pañal o lo pongan en un carrito, no sólo hace que la familia marche mejor, sino que además enseña al hijo y a los padres a reaccionar adecuadamente los unos con los otros, y adiestra al niño a vivir en un mundo de reglas (la mayoría de las cuales han sido creadas por alguien que no es él). Y muchas de ellas se resumen en: no. Piensen en dos niños: uno aprende pronto a respetar el «no» porque ve que sus padres lo valoran y con el tiempo él también lo hace. Cree que es algo bueno, que protege cuerpo y alma, aunque no es siempre agradable. El otro niño rara vez ha oído el «no», y cuando lo ha hecho, estaba tan disfrazado que era prácticamente irreconocible. Este niño puede llegar a creer cuando sea mayor que el «no» es injusto, una violación de sus derechos. ¿Qué niño sentirá más alegría de vivir? ¿Con cuál quiere que se case su hijo? ¿Y su hija?

Testarudo, irritable, contestón... En el año 2000, Chris Knoester, por entonces estudiante de doctorado de la Universidad de Pensilvania, analizó, en un estudio sobre los matrimonios, los problemas de comportamiento de los niños40. Knoester averiguó que los niños que tenían mayor tendencia a las rabietas temperamentales o eran testarudos, irritables, contestones y destructivos tenían más posibilidades de padecer problemas emocionales al crecer. En un comunicado de prensa de la Universidad de Pensilvania, que recogía su análisis, se afirmaba: «Comparados con otros compañeros mejor adaptados, estos niños con historial de trastornos conductuales tienen, en general, niveles más bajos de satisfacción vital, felicidad y autoestima al llegar a la edad adulta. También informaban de que tenían menos comunicación con sus familiares, relaciones más pobres con sus padres y, en general, mayor dificultad para establecer intimidad con otras personas». ¡Ay! Muchos dirán que, para empezar, estos niños tienen trastornos afectivos que se prolongarán a lo largo de toda su vida. Seguro que es cierto en algunos casos. También es muy probable que estos niños que Knoester describe (los que vemos gritando, discutiendo o desobedeciendo a sus padres en los supermercados, los restaurantes y los centros comerciales) son aquellos cuyos padres han hecho todo lo posible para evitar decirles «no». Al 40

Chris Knoester, «Do Childhood Behavior Problems Predict Outcomes in

parecer, permitir que esta conducta se convierta en costumbre está tan arraigado en los padres que no se dan cuenta de que hay un problema hasta que es demasiado tarde. En un libro publicado en 2003 Robert Shaw recoge un estudio de los investigadores del Hospital de Rhode Island sobre los niños con trastornos del sueño.41 Los investigadores preguntaron a los padres si sus hijos tenían problemas temperamentales o de comportamiento. Averiguaron que el tener «padres permisivos y poco estrictos estaba fuertemente asociado a los trastornos». Los investigadores definieron como «padres poco estrictos» a los que permitían que las reglas no se cumplieran, que la mala conducta tuviera consecuencias positivas o que cedían ante sus hijos cuando cogían una rabieta. Esta descripción encaja con muchos padres. Con respecto a los niños, Shaw dice, con razón: «Estamos privándolos de algo cuando no decimos "no", no cuando lo decimos».

Decir «no» a nuestros hijos está mal visto Uno de cada cinco niños estadounidenses es clínicamente obeso y el número aumenta rápidamente. Hace sólo dos décadas esta estadística tan asombrosa hubiera sido inimaginable. Estos niños corren el riesgo de padecer problemas físicos toda su vida o de sufrir una muerte temprana. Seguramente esto está relacionado con el hecho de que la población adulta también está engordando más rápido de lo que lo había hecho antes. Sospecho desde hace tiempo, además, que la epidemia de niños obesos tiene que ver con los padres que no dicen «no». Quiero decir que están creando niños que no pueden ni imaginar el no satisfacer su apetito de comida, o de cualquier cosa. Eso es seguro. En un interesante estudio dirigido por la pediatra Julie Lumeng, de la Universidad de Michigan, y por sus colegas de la Universidad de Boston (en el que se controlaban todas las variables posibles, desde el umbral de pobreza hasta la obesidad materna)42, los investigadores, según el comunicado de prensa de la universidad, «encontraron una relación clara entre los problemas conductuales y la obesidad... Los niños con problemas conductuales significativos (según sus padres) tienen tres veces más posibilidades de padecer sobrepeso. Además, los niños con peso normal que tienen problemas de conducta son cinco veces más propensos a padecer sobrepeso en el futuro». Cuando se trata de la obesidad y de los problemas de conducta, no podemos decir cuál de ellos es causa del otro. Pero sí podemos afirmar que acostumbrar a nuestros hijos a oír «no» con normalidad es probablemente sano, y no sólo para el carácter. Yo misma he caído en esa trampa. Me cuesta mucho negarles a mis hijos los pequeños caprichos. No sólo los adornos de Navidad (que, para empezar, no querían), sino cosas como no dejar que Peter se vaya con sus amigos a jugar a la calle, porque tiene que estudiar piano y a sus amigos los puede ver en otro momento. O decirle a mi hija que no puede apuntarse a gimnasia porque tiene más actividades y llevarla a las clases haría que el horario de la familia se desbordara completamente. O informar a mi hija preescolar de que no puede venir conmigo a los recados, que le encanta, porque tengo un tiempo limitado y muchos sitios donde ir.

41

Robert Shaw, The Epidemic: The Rot of American Culture, Absentee and Per-misive Parenting, and the Resultant Plague of Joyless, Selfish Children, Regan Books, Nueva York, 2003.

Julie Lumeng, «Association Between Clinically Meaningful Behavior Pro¬blems and Overweight in Children*, Pediatric, vol. 112, 2003, pâgs. 1138-1145. 42

Continuamente me recuerdo a mí misma, cuando tienen lugar este tipo de situaciones, que mis hijos lo superarán. ¿Y saben una cosa? Lo hacen, y yo también. Aprender a reaccionar bien ante estos trocitos de adversidad van sumando momentos de práctica que formarán, espero, un carácter y un corazón mejores. Son práctica para la vida. La mayoría queremos que nuestros hijos sean capaces de decir no a muchas cosas: a las drogas, al alcohol, al sexo, a las malas compañías, a las tentaciones que pueden apartarlos de conseguir metas y sueños que merecen la pena, a las parejas equivocadas, incluso a la pereza y la codicia. Pero si tratamos el «no» como algo sin valor, ¿cómo aprenderán a respetarlo? ¿Cómo podrán llegar alguna vez a verlo como algo que puede ser bueno y protegerlos, y no como algo feo y desagradable? Es cierto que hay veces en las que es útil distraer a un niño después de decirle «no». Es bueno que aprendamos a no rumiar nuestras desilusiones. Y otras veces una explicación apropiada sirve para un niño que es lo suficientemente mayor como para entenderla. No para justificar el no, o para que piense como usted en ese momento, sino para que aprenda al ver que usted eligió lo correcto por su bien. Y lo que es más importante, no estoy diciendo que un niño no pueda cuestionar un no. De hecho, enseñarles a hacerlo adecuadamente les hace ver claro que entendemos que son seres humanos dignos, con toda clase de sentimientos y pensamientos, y que no somos perfectos (o inflexibles). Una vez que nuestros hijos hayan aprendido a respetar el no, pueden aprender cómo abordarnos con respeto para dar su opinión. Quizás hayamos dicho a nuestro hijo que practique piano, por ejemplo, y nos responde: «Sí, mamá», y, mientras va hacia el piano, añade «pero, ¿sabes mamá?, me quedan dos páginas para acabar el capítulo del libro que estoy leyendo. ¿Puedo terminármelo?». Quizás le digamos a nuestro hijo que no puede quedarse a dormir en casa de un amigo. Entonces puede que él exponga con respeto los motivos por los que va a dormir esa noche, en serio, y no va a estar agotado al día siguiente. Así que, a lo mejor, él no se convierte en un sí. Implicarnos en los asuntos de nuestros hijos, escuchar realmente lo que tienen que decirnos y ser capaces de replantearnos los noes cuando es apropiado son las ventajas que disfrutan unos padres con seguridad en sí mismos. En el capítulo 12 hablaré de la disciplina y de cómo imponerla.

Examen para padres Algunas veces me encuentro con que estoy queriendo explicar a alguno de mis hijos una negativa, no porque yo quiera que mi hijo entienda las razones por las que he tomado esa decisión, sino porque deseo desesperadamente justificarlo. Tengo que recordarme a mí misma que su respuesta no va a ser: «Tienes razón, mamá, no lo había pensado de esa manera». Puede incluso que las palabras que use en los dos casos, al justificar o al explicar, sean parecidas. Es la seguridad en mí misma la que cambia; y mi hijo sabe si hablo con seguridad o no. Cuanta más confianza en mí misma demuestre, en mejor posición estaré para llegar a su corazón. Como padres, creo que debemos preguntarnos: ¿Creemos que el «no» es algo bueno y protector? ¿Cómo llevamos lo de decir «no»? ¿Cómo nos ven nuestros hijos cuando lo hacemos?

Capítulo 9 ¿Quién decidió que los niños decidieran?

En una escena del principio de la deliciosa versión de 2003 de la película de Disney Ponte en mi lugar, Jaime Lee Curtís está dejando a su malhumorada hija de quince años en el colegio: «Adiós, cariño», le grita. «¡Toma buenas decisiones!». El público, entre el que yo me encontraba, rió a carcajadas. ¿Y por qué no? Aunque la cultura de la permisividad actúa como si el dar a nuestros hijos el poder de decidir fuera la joya de la corona de su educación, en el fondo nos preocupa que esto no sea tan buena idea. Con razón. He aquí lo que estas teorías dicen sobre los niños y las decisiones: «Darle [a su bebé] la oportunidad de tomar decisiones le proporcionará una sensación de control que le pondrá en el buen camino para ser una persona que elige con sensatez aunque, como es de esperar, al principio estas decisiones estarán muy lejos de ser sabias»43. Los expertos del Public Broadcasting System44 afirman, bajo el epígrafe «The Whole Child» [El niño al completo] en su página web {pbs.org): «El instinto de independencia y autoafirmación del bebé es un estado importante de su desarrollo emocional [...] dé a sus hijos tantas posibilidades de elegir como pueda [...] cuando se espera que los niños decidan por sí mismos lo que quieren hacer, tienen un sinfín de posibilidades». Finalmente dicen: «cuando no tienen la posibilidad de decidir, el resultado es el enfrentamiento constante (en un niño con personalidad) o la pérdida de confianza en sí mismo (en otro con menos personalidad)». He aquí lo que el doctor Sears dice sobre las decisiones y los niños en edad escolar: Para ayudar a nuestros hijos a que tomen decisiones acertadas en sus vidas siempre les hemos dado libertad de elección. Toman sus propias decisiones respecto a determinadas cuestiones: quiénes son sus amigos, qué actividades realizan cuando no están en casa y cómo abordarán un trabajo difícil del colegio. Siempre hablamos con ellos de las posibles consecuencias de sus acciones y les hacemos saber lo que opinamos de su elección. Pero al final son ellos los que tienen que tomar la decisión. Las consecuencias, de las que aprenderán, también recaen sobre ellos.3 Parenting.com (la página web de la revista Parenting) es la que mejor resume las opiniones al uso sobre este asunto. Los expertos de la revista dicen que cuando el niño alcanza los tres o cuatro años «sobre todo, está preparado para tomar decisiones». ¿Lo está?

Arlene Eisenberg, Heidi Murkoff y Sandee Hathaway, What to Expect: The Toddler Years, Workman Publishing, Nueva York, 1994. (Ed. española: Qué se puede esperar cuando se está esperando, Ediciones Medici, Barcelona, 2003). 43

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La PBS es una cadena de televisión pública, sin ánimo de lucro, pero no financiada por el Estado, sino por cientos de cadenas televisivas, y se emite en todos los estados de los Estados Unidos. (N. de la T.)

¡Decisiones, decisiones...! Un día de otoño fui ayudante en la máquina de helados de la fiesta del colegio de primaria. El problema era que sólo era la ayudante. Yo ponía las virutas y otra madre, la jefa, ponía el sirope de colores. Parece simple, ¿verdad? ¡Ah!, pero esta amante madre era un producto de las nuevas teorías educativas. Mientras que la cola serpenteaba a lo largo del gimnasio (primero había cinco niños, luego diez, veinte y al final treinta), ella insistía en que cada niño obtuviera los siropes que prefiriese de entre los cinco que teníamos. ¿Verde, rojo, naranja, amarillo y azul? «¡Por supuesto!». ¿Verde, rojo y azul en rayas diagonales? «¡Desde luego, cariño!». «Verde, rojo, azul..., no..., uhmmm..., espera..., naranja, sí, no estoy seguro...». Y todo así. Mientras tanto, los niños guardaban cola durante más de veinte minutos para conseguir un helado hecho según sus exactas instrucciones. ¿Y para qué? Para que los niños pudieran mezclar los colores por gusto, no porque tuvieran en realidad ninguna preferencia. Colorear los helados a cambio de sonrisas podría no haber sido un problema, pero sí lo era si al hacerlo docenas de niños tenían que esperar innecesariamente, mientras se perdían la fiesta, y no sé cuántos niños más se quedaban sin él, al abandonar cansados la larga cola. ¿Que cuál era mi idea? Permitir elegir sólo un color hasta que la cola disminuyera o, mejor, hacer un montón de helados con sirope de uva y decir: «Ahora mismo estamos sirviendo uva. Ven dentro de diez minutos y habrá lima». Aceptémoslo. Si no hubiéramos dado nada más que helados con cereza, a los niños les hubiera encantado y se hubieran quedado totalmente satisfechos. Pero esta madre no quería ni pensarlo. Era inflexible respecto a satisfacer el deseo de todos los pequeños, respecto a permitirles hacer su elección, sin importarle cuánto entorpeciera esto a los demás. ¡El año que viene seré yo la jefa de la máquina de helados! Incluso la cultura de la permisividad dice que a los niños no se les debería permitir decidir en todo. Para ilustrar esta afirmación, sigamos con las citas: el personal de la PBS (Public Broadcasting System) añadía: «no todo se puede elegir, y algunas veces la respuesta es "no". Hay muchas elecciones que usted puede ofrecer. Además, existen también las elecciones limitadas. No decir: "¿quieres ponerte una sudadera?", sino: "¿qué sudadera?". No decir: "¿quieres que te ponga verdura?", sino: "¿quieres zanahorias o judías?"». Arlene Eisenberg añade: «Cuando un niño haga una elección menos acertada, evite el "te lo dije" y deje que éste hable por sí solo... Por ejemplo, si insiste en ponerse un vestido para ir a jugar al parque y después se cae y se araña la rodilla, en lugar de decirle "te dije que te pusieras pantalones...," pruebe con: "siento que te hayas arañado la rodilla, ¿qué podrías hacer la próxima vez que vengamos al parque para evitar hacerte daño?"»45. Éste parece ser el paradigma de la cultura de la permisividad: a los niños se les debería dar el mayor número de posibilidades de decidir porque así se refuerzan su autonomía y su supe importante autoestima. Tomar decisiones los capacita, y así es como aprenden a decidir. Y las consecuencias, incluso las negativas (siempre que no sean peligrosas) son una buena herramienta para el aprendizaje. Pero no se les debería permitir decidir sobre cosas peligrosas o totalmente inapropiadas, por supuesto. El problema no es que no se den consejos sensatos; el problema es que éstos no siguen ninguna norma. Así que al final nos encontramos con ideas contradictorias sobre este tema, algunas de las cuales están bien, pero que no persiguen ningún objetivo común que les dé coherencia.

45

Arlene Eisenberg, Heidi Murkoff y Sandee Hathaway, What to Expect: The Toddler Years, op. cit.

La consecuencia de usar las consecuencias para enseñar a decidir Enseñar a los niños a elegir bien no es tarea de los padres, sino de las consecuencias lógicas y naturales. Éstas parecen ser la panacea de los expertos. Normalmente, las consecuencias naturales permiten al niño aprender sobre el orden natural del mundo. Si se queda levantado hasta muy tarde, estará cansado al día siguiente. Si no pone su ropa en el cesto de la ropa sucia, no tendrá ropa limpia que ponerse. Las lógicas son aquellas que fijan por lo general los padres: «Si no juegas sin ensuciarte, nos vamos a casa». Es común que cuando los expertos hablen de consecuencias y de decisiones, se estén refiriendo a las naturales, mientras que las lógicas se usan para la disciplina. (Me extenderé sobre esto más adelante). En cualquier caso, es en ese punto donde la cultura de la permisividad puede estar siendo especialmente ingenua. Algunos expertos parecen ver en las consecuencias la clave de la educación del bebé. El doctor William Sears afirma: «Experimentar las consecuencias de sus decisiones es una de las mejores formas de aprender autodisciplina»46. ¿De verdad? Pensémoslo. Demasiado a menudo las malas decisiones no traen consecuencias naturales indeseables. Otras veces éstas llegan después; y otras, simplemente, son abrumadoras. E incluso si las consecuencias son algo de lo que un niño puede aprender, a menudo no le es posible porque carece de la madurez necesaria para interpretarlas correctamente. Por ejemplo, el padre de un adolescente puede indicarle: «Si no quieres limpiar tu habitación es asunto tuyo. Pero luego sufrirás las consecuencias de vivir en un espacio caótico y desordenado». ¿Qué pasa si el adolescente dice: «¡vale!»? El adolescente puede percibir esto como una decisión que no tendrá consecuencias indeseables y, de hecho, éstas pueden posponerse durante décadas antes de que sus hábitos descuidados, que se contagiarán a otras áreas de su vida, le causen problemas. Una niña puede aprender que si «elige» no jugar con su hermano pequeño, éste dejará de intentar que lo incluya en sus juegos en un momento dado. ¡Aja! Consecuencia natural de sus actos, pero no indeseable en ese instante desde su punto de vista y, por lo tanto, no ha hecho una mala elección. Pero la consecuencia posterior, que ella no es capaz de captar ahora, es cómo van a afectar sus actos a largo plazo a la amistad con el hermano. Y lo que es más importante, esta niña se ha perdido la importante lección moral de que debe ser amable con los demás. Yo no dejaría que mi hija se pusiera un vestido para ir al parque y que aprendiera una lección. Eso es ridículo. ¿Puede una niña de tres años comprender que su decisión causó la herida de su rodilla? Imaginen a un niño con la madurez para relacionar el efecto no deseado con la decisión que tomó. Supongan que pueda aceptar con ecuanimidad que ésta causó el problema y que puede decir: «Mamá, tenías razón. Me debería haber puesto los pantalones. Lo recordaré la próxima vez». ¿No es una niña que hubiera aceptado las sugerencias de sus padres antes de ponerse el vestido? Y, ¿han conocido alguna vez a una niña de tres años que sea así? O piensen, por ejemplo, en el niño que ayuda a un amigo al que están maltratando otros niños y es herido durante esta acción. Según las reglas de las consecuencias naturales, el niño no debería haber ayudado a su amigo. ¿Es eso lo que queremos que aprenda? ¿Y qué hay del que copia en un examen y no lo pillan? ¿Qué aprende cuando no hay consecuencias naturales? Y si confiesa para aliviar su sentimiento de culpa, probablemente sufrirá unas pocas consecuencias naturales por haber hecho esa elección moral. Pero, al contrario de lo que dicen las leyes de las consecuencias, seguiría habiendo hecho lo correcto.

46

William Sears, The Discipline Book: How to Have a better Behaved Child from Birth to Age Ten, Little Brown, Boston, 1995.

Lo moral y lo práctico (y por qué la diferencia importa) Sí, creo que hay ocasiones en que los padres deberían permitir que sus hijos sufrieran las consecuencias naturales de una mala elección. Es una lección importante sobre cómo funciona el mundo y una parte necesaria del crecimiento. He aquí cómo distingo yo cuándo debo dejarles elegir: ¿es la decisión sobre un asunto ético o práctico? No voy a permitirles la posibilidad de decidir en un asunto claramente moral: mentir, hacer daño deliberadamente a otros, faltarme al respeto, ignorar voluntariamente una tarea escolar, eludir una responsabilidad... También creo que hay muchos temas en los que las opiniones de padres e hijos pueden diferir, la ropa y la música son un ejemplo, pero, en estos casos, está en juego un asunto claramente moral. (Me extenderé sobre este tema en el capítulo 11: «Led Zeppelin: la cultura puede ser guay»). Por ejemplo, yo no aprobaría que mi hijo entregase un trabajo mal hecho a sabiendas, porque el no hacerlo lo mejor posible no es una buena elección moral, incluso aunque esto vaya a tener consecuencias en el colegio. (Es muy probable que le haga repetir el trabajo). Pero si el mismo niño olvidara que tenía que hacer el trabajo, a no ser que fuera a propósito, no sería una elección moral. Quizás no se lo llevase corriendo al colegio para enseñarle cómo funciona el mundo y que debe ser más responsable. (Toda la verdad —de nuevo—: más de una vez he llevado al colegio trabajos, almuerzos y chaquetas, impresos, dinero y no sé qué más. Peor: hace poco hice que me enviaran en vacaciones por correo exprés una tarea escolar olvidada, para que pudiera ser finalizada a tiempo. Suspiro). Puede que deje a Victoria, que quiere pasarse la tarde jugando y hacer sus deberes de piano y del colegio después, sufrir las consecuencias de esa elección. Hacer los deberes y estudiar piano después de la cena no es inherentemente inmoral. Y el que experimente unas pocas noches en que se le junte todo, si yo creyese que ella puede salir de la experiencia con las ideas claras, podría enseñarle una lección práctica sobre dejar que el trabajo se acumule para intentar hacerlo de golpe. También tendría que estar tan segura como fuera posible (y para esto no hay garantías), de que la niña sería lo suficientemente madura como para captar las consecuencias de haber tomado una mala decisión y no haber tomado la correcta. O al menos, tendría que estar segura de que el fracaso la haría madurar de algún modo. Y lo que es más importante, me preguntaría continuamente: ¿Estoy contribuyendo a que sea humilde para que pueda aprender de sus errores? No me voy plantear hasta el infinito cada decisión, o cada elección. Mi familia se paralizaría si lo hiciera. Así que a todos mis hijos les he dicho alguna vez, por ejemplo: «¡No me importa si no puedes encontrar unos zapatos que tengan pareja, simplemente elige dos cosas para ponerte en los pies que sean más o menos parecidas ahora y súbete al coche, tenemos que irnos!». (Esto, por supuesto, nos enseña una lección sobre las consecuencias de no poner siempre las cosas en su sitio, uno de mis defectos personales más marcados). Pero, por lo común, intento distinguir: ¿es el asunto en cuestión un asunto práctico, en el que las consecuencias naturales pueden enseñarle a mi hijo algo sobre cómo funciona el mundo? ¿O es un asunto moral en el que las consecuencias naturales no van a llegar a su corazón?

Los niños aprenden a tomar buenas decisiones cuando los demás las toman por ellos Una madre muy sensata me expuso una vez las cosas de la siguiente manera: «Los niños no aprenden a tomar buenas decisiones tomándolas. Los niños aprenden cuando los demás las toman por ellos».

Para celebrar el cuarto cumpleaños de Victoria, tuve la genial idea de llevarme a cinco niños a un concurrido restaurante temático. Ya saben, uno de esos sitios con decorados imitando a una selva que les encantan y una comida horrible que a los mayores nos parece intragable. Antes de que llegara el camarero les había dicho: «Voy a pedir por vosotros, para hacerlo rápido y no entretener al camarero, que está muy ocupado». Cuando llegó a la mesa, bastante nervioso, a mi parecer, pedí un sandwich de queso al horno y un Sprite para cada niño (nota para la policía alimenticia: mis hijos rara vez toman refrescos en vez de leche). El camarero se quedó sin palabras y profundamente agradecido. Se esperaba: «Quiero el sandwich de queso..., no, quiero un perrito caliente como el de Mary. No, quiero un Sprite, he cambiado de opinión. ¡Y una Coca-Cola!». Ahora bien, un niño de cuatro años puede elegir entre un sandwich de queso y un perrito caliente. Pero, que lo hicieran cinco, hubiera retrasado inevitablemente al camarero y a los demás clientes. Aunque esto fuera en muchos aspectos un asunto práctico, tenía implicaciones morales, como todas las decisiones que parecen simples; en este caso se trataba de la consideración hacia los demás. Los niños eran demasiado jóvenes para entenderlo por sí solos y para actuar en consecuencia. Pero, viendo el panorama, pude intervenir, tomar la decisión acertada en su lugar (de acuerdo, lo del Sprite no es de sobresaliente, pero era una fiesta de cumpleaños), y darles un buen ejemplo. Estaban muy contentos y ninguno cuestionó el hecho de que hubiera pedido por ellos. A menudo parece que cuando los niños saben cuál es el programa, se sienten aliviados de seguirlo. Las generaciones anteriores entendieron lo que sigue siendo una verdad obvia, si queremos verlo: los niños no nacen sabiendo. La sabiduría se adquiere sólo con la experiencia, o con la experiencia de ver o aprender de los demás y de ser capaces de aplicarnos lo visto y aprendido. Esto requiere madurez, unos padres y otros adultos. Un amigo mío es un experto raftet47. Cierto verano, se hallaba de viaje con otros rafters de toda la vida y con una guía experimentada. No habían descendido nunca por aquel río en concreto pero, por supuesto, la guía sí, y muchas veces. Antes de comenzar les dijo: «Debéis confiar en mis instrucciones. Cuando empiecen las aguas revueltas, haced lo que os diga y todo irá bien». Cuando llegaron a una parte especialmente turbulenta, la guía dijo que fueran a la izquierda. Parecía como si en lugar de eso tuvieran que ir a la derecha, pero siguieron sus instrucciones porque era la guía, y su trabajo era llevarlos al final del río sanos y salvos. Al volver la curva, vieron con claridad que remar hacia la derecha los hubiera llevado directamente a estrellarse con unas rocas enormes. Habían comprendido que la guía era la experta y seguido sus instrucciones, incluso cuando el instinto les decía lo contrario; a pesar de que, si hubieran tenido que elegir por sí mismos, lo hubieran hecho de manera diferente. En otra situación, la guía podría haber dicho: «Aquí podéis remar a la derecha, si queréis ver el paisaje, o a la izquierda, si queréis pasar unos rápidos». Ellos hubieran entendido que les estaba dando a elegir dentro de lo que consideraba sensato y de lo que era seguro. Solíamos pensar en los padres como en esa guía. Ahora, al parecer, nuestra sociedad ha cambiado de actitud. Hoy día consideramos las decisiones como un derecho innato e inherente a los niños, y darles poder es parte de su herencia natural. El resultado es que, para papá y mamá, contravenir esa creencia y hacer elecciones por ellos es una tarea desagradable que sólo se realiza cuando es imprescindible para preservar la vida y la integridad física. (Esta idea es similar a la de que «no» es desagradable que analizamos en el capítulo 8). Así que la cultura de la permisividad dice que se deje elegir al niño cuanto sea posible pero no sobre cosas importantes que le pueden hacer daño. El problema, por supuesto, es que cuando el niño esté acostumbrado a decidir lo verá como una prerrogativa y se opondrá si no se le deja tomar una decisión importante. Desde su perspectiva, ¿por qué no puede decidir si tomarse la medicina? ¿Por 47

El rafting es el descenso en lancha neumática de ríos rápidos; está muy en boga en la actualidad y se considera un deporte de riesgo. (N. de la T.)

qué no puede decidir que páginas web visitar solo? ¿Por qué no puede decidir si obedecer a papá y mamá? En su inexperta mente, no importa lo inteligente que sea, no existe un contexto en el que pueda entender que es apropiado decidir unas cosas y otras no. La única forma en que un niño puede entender esta contradictoria noción es captando el principio que hay tras ella: que sus elecciones y decisiones, en lugar de ser un derecho innato, dependen del amable criterio de sus padres. Por supuesto, ¿por qué diablos deberían entender esto los niños si hay muchos adultos que no lo entienden? A mi familia le encanta esquiar. Todos mis hijos aprendieron cuando eran muy pequeños, y les vuelve locos. Un año fuimos a pasar una semana a una estación en California. Antes de empezar el viaje llamé para reservar plazas para la escuela de esquí. Mis dos hijos mayores se pudieron apuntar fácilmente pero Madeleine, a la que le faltaban sólo unas semanas para su cuarto cumpleaños, fue un problema. «Si tienen menos de cuatro años tienen que elegir si quieren esquiar», me dijo el representante de la escuela. «¿Eh?», pregunté: «¿Qué quiere decir?». «Bueno, no salimos con ellos a no ser que quieran ir. Es su elección». Yo pensé para mí: si Maddie quiere pagar la factura depende de ella. Entretanto, es de mí de quien depende. Pero la escuela de esquí era inflexible: tenía que decidirlo Maddie. Ben me preguntó: «¿Tiene que ser Maddie la que tome la iniciativa?». No creí que esa gente fuera en serio. Pero sí que iban. Ben y yo la dejamos allí, y cuando volvimos a recogerla nos la encontramos viendo vídeos y comiendo galletas. Preguntamos si había salido. «Bueno», nos dijo el instructor, «no; ha preferido quedarse». Desde el punto de vista de la pequeña, era una decisión totalmente lógica, obvia y con consecuencias claras. Podía quedarse calentita, comiendo galletas y viendo vídeos, o salir a la fría colina, con unas tablas en los pies, arriesgándose a caerse. Dado lo que sabía su cerebro de cuatro años, estaba haciendo una elección de campeonato. ¿Podía ser consciente de que se estaba perdiendo algo muy divertido y la oportunidad de aprender una destreza que reforzaría su seguridad en sí misma y le haría tener algo en común con nosotros? No. Ahora bien, si hubiera salido a esquiar y hubiera probado con el único resultado de deshacerse en lágrimas de frustración, yo habría dicho: «Llevad a la pobre niña adentro». No estaba buscando una escuela nazi. Sólo quería que la niña saliera a la colina, que se acostumbrara a lo más básico del deporte y después disfrutara tomándose un chocolate caliente. ¡Pero la escuela ni siquiera hizo que lo intentara! Tampoco le preocupaba al personal que mamá y papá lo desearan. El profesor parecía asombrado de que pensáramos que nuestra decisión contaba más que la de nuestra hija. Me pareció especialmente desconcertante que los niños de siete años no pudieran elegir si querían esquiar (si estaban en una escuela de esquí eso era lo que debían hacer). Así que a un niño de casi cuatro años se le daba la posibilidad de decidir, pero a otro mayor, que presumiblemente podía ser más consciente de la situación, no. Me pregunto: ¿Hasta qué punto es confusa toda esta teoría de «los niños y las decisiones»? Sacamos a Maddie de esa escuela y la metimos en otra que estaba en una montaña cercana. Dio clases con un monitor argentino que, al parecer, no había oído hablar de estas modernas teorías. Sin darle elección, la llevó a una colina para enseñarle, ¡y le encantó! Al final del viaje esquiaba con toda la familia por senderos fáciles y no podía haber estado más contenta y orgullosa de sí misma. Era imposible que nuestra hija tomase una decisión responsable respecto a este deporte, así que no se lo permitimos. La primera escuela parecía creer que dejar que decidiera era tan importante que nadie podía intervenir, excepto quizás bajo circunstancias extraordinarias. Una desgracia para el resto de los pequeños potenciales esquiadores cuyos papas y mamas les dejan decidir no hacerlo.

Explicar frente a justificar Una vez que los niños entiendan el principio de que las decisiones son un privilegio, y no un derecho, y una vez que los padres se crean de verdad que los niños aprenden más cuando se toman decisiones acertadas por ellos (y piensen qué decisiones deberían tomar o no tomar los niños), los padres pueden empezar a transferirles algunas elecciones que sean apropiadas. El primer gran paso en este proceso es explicar nuestras decisiones, cuando nos parezca conveniente, pero no justificarlas. Una madre que explica a su hijo de tres años que las rayas no pegan con los cuadros escoceses, por lo que el niño no puede ponerse ese conjunto, tiene más posibilidades de que éste acepte la ropa que ella le dará cuando tenga seis años. Si un padre le dice a un niño de seis años: «Pasaremos el día con la abuela. No se encuentra bien, y el que vayamos allí, en vez de ir otra vez a casa de tu primo Bobby, la alegrará», es más probable que, cuando el niño tenga diez años, tome decisiones acertadas al enfrentarse a situaciones que requieran su empatía. Explicar no es sólo compartir información. Debería trasmitir el mensaje de: «Te quiero, sé más que tú y tengo autoridad sobre tu vida». Y, dentro de esos parámetros, se incluiría el motivo por el que se tomó la decisión. Cuando su hijo vea decidir bien por él a alguien que conoce y en quien confía, empezará a interiorizar esa «brújula del carácter» y a aprender a decidir mejor por sí mismo. Desde luego, la corriente de la permisividad es absolutamente descabellada cuando se trata de niños y explicaciones. Pongamos como ejemplo los pañales. Yo, normalmente, los compraba desechables y con dibujitos de animales. Cuando Olivia tenía dos años, empezó a preferir los paquetes con el dibujito de un caballo. (Sí, ya sé que empezar a elegir los pañales es una señal de que está preparada para dejarlos, pero eso es otro tema). Bueno, ese maldito caballo sólo aparecía en uno de cada diez pañales. Pero conozco a padres que revolverían el paquete para encontrarlo cada vez que tuvieran que cambiar a su hijo. O le explicarían largo y tendido por qué no podía ponérselo en esa ocasión. ¿Por qué?: porque sienten que se deben justificar ante un niño de dos años. Le dije a mi hija: «Esta vez no hay pañal del caballito». Pero al menos ella estaba expresando un deseo legítimo, no como las decisiones gratuitas que muchos padres obligan a sus hijos a tomar. Un niño puede no tener en absoluto preferencia por una determinada marca de cereales, pero papá y mamá le piden que elija porque es una buena idea que lo haga. Todo lo que este niño está aprendiendo es que está dirigiendo el cotarro sin otro motivo que sus padres quieren que lo haga. Aprende que controla su mundo incluso cuando no tiene ni idea de lo que está haciendo. Se le está obligando a actuar sin conocimiento de causa. Todos los días vemos el resultado de esta actitud en el mundo adulto. En las encuestas, por ejemplo, cada vez hay menos gente que admite sin problemas: «no sé». Desde la política exterior hasta la de la presidencia, puede que no tengan ni idea de qué están hablando, pero están seguros de que tienen derecho a dar su opinión. Me pregunto si a muchas de estas personas les dijeron cuando tenían un año que eligieran su marca de cereales, a pesar de que no les podía importar menos qué cereal iba a ir parar a su plato. Así que, primero, me hago la siguiente pregunta: «¿tiene mi hija la experiencia suficiente con las dos cosas que va a elegir para preferir una en concreto?». A menudo la respuesta es sí. Por ejemplo: a Olivia le encanta ponerse vestidos. Al parecer los encuentra más cómodos y se mueve con ellos con más facilidad que si se pone pantalones o chándales. Siempre me pide que le

ponga uno y, cuando es apropiado, la dejo que lo lleve. Cuando mis otras hijas tenían su edad, les daba igual ponerse pantalones o vestidos, así que no les daba a elegir; simplemente las vestía y fin de la historia. Victoria, por su parte, prefiere las trenzas a las coletas. Yo prefiero estas últimas, pero a ella le gusta el aspecto que tiene con las trenzas. Si tengo tiempo, no me importa hacérselas. Por otro lado Peter prefiere jugar al golf a tocar el piano..., pero debe hacer ambas cosas. Éstas son las preferencias razonables que mis hijos tienen. Cuando son prácticas, no me importa satisfacerlas. Por otro lado he caído en el error de darles a elegir entre tonterías innumerables veces. A veces es lo que parece más fácil. De hecho, en ocasiones, lo es. Supongo que a mis hijos no les causará un daño irreparable el que yo diga: «De acuerdo, hoy todo el mundo se hace el desayuno; estoy desbordada», o que ceda ante Pete cuando quiere ir a casa de un amigo, aunque preferiría que viniera a la piscina con los demás, por ejemplo. Y sí, he estado frente a un televisor un sábado por la mañana cambiando de canal interminablemente para un niño de tres años hasta encontrar algo que le apetecía ver en ese momento... Todos hemos hecho esto. También he hecho la mayor de las estupideces, y más de una vez: les he propuesto a mis cuatro hijos un sábado por la tarde: «¡Vamos al cine! ¿Qué película queréis ver?». O: «Vamos a comer fuera esta noche: ¿dónde os gustaría ir?». Desde luego obtenía cuatro respuestas más el plus de una pelea. Es sobre todo en esas ocasiones cuando me recuerdo a mí misma, de nuevo, que mis niños sobrevivirán aunque no les dé a elegir en todas las oportunidades posibles. Al menos, yo me planteo seriamente lo que hago cuando les dejo elegir. A medida que las decisiones se complican, ya no es suficiente con que el niño tenga una preferencia que sea razonable. Debe haber adquirido un conocimiento lo suficientemente extenso como para poder tomar con inteligencia cualquier decisión que se le presente, para verla en un contexto más amplio. Se puede preferir el chocolate a las zanahorias y, en cierto modo, esto tiene sentido. Pero antes de que se les permita elegir, los niños tienen que ser capaces de entender las consecuencias de su elección. Comer mucho tiempo chocolate en vez de zanahorias puede ser bastante nefasto para la salud. Estoy segura de que Peter no hubiera elegido las clases de piano. Desde luego no hubiera elegido practicar piano cinco o seis días a la semana. Seguro que habría preferido jugar a los videojuegos. Pero no tiene esa opción porque, como ya le he explicado, le estoy haciendo el regalo de la música. Será una fuente de alegría para él durante toda su vida, le digo, pero todavía no puede entenderlo. Sin embargo, en estos años de estudio ha progresado hasta poder tocar algunas obras difíciles que, incluso ahora, le producen satisfacción. Está empezando, sólo empezando, a ver qué buena opción es aprender piano, aunque él nunca lo hubiera elegido por sí mismo. ¡Qué lección está aprendiendo sobre las elecciones! Y lo que es más importante, creo que nuestra meta debería ser que nuestros hijos llegaran a un punto en el que pudieran entender el efecto de sus decisiones sobre los demás. Cuando el niño pueda ver y valorar las consecuencias que tiene su elección para los otros, y no sólo para él, se encontrará en la mejor posición para elegir bien. Para los niños es verdaderamente difícil incluso entender que elegir una cosa significa descartar otra. Según la teoría del desarrollo, es difícil que capten que decir sí a un helado implica que la tarta de chocolate queda descartada. De hecho, como explicó Neil Swi-dey del Boston Globe48, estudios de resonancia magnética han demostrado que los adolescentes (y por lo tanto podemos dar por sentado que también los niños) usan partes diferentes del cerebro de las de los adultos para tomar decisiones. Sus decisiones están regidas por las zonas emocionales del cerebro, mientras que los adultos tendemos a usar áreas relacionadas con la planificación y con la razón. En otras palabras, los padres 48

Steve Farkas, Jean Johnson y Ann Duffett, «A lot Easier Said Than Done», Public Agenda Online, 2002.

7 Neil Swidey, «All Talked Out», The Boston Globe Magazine,

1 de noviembre, 2004, págs. 22-24.

estamos más preparados para esta tarea. Lo que es verdaderamente triste es que tengamos que justificar una verdad tan obvia. Bueno, no olvidemos que la responsabilidad que va implícita en tantas decisiones puede ejercer demasiada presión en un niño pequeño: «¿Quieres ir a ver a la abuela hoy o prefieres pasar el día con tu primo Bobby?» es más de lo que un niño de cuatro años debería sobrellevar. Simplemente no pueden asimilar esa pregunta o verla en un contexto más amplio. Así que, ¿para qué hacérsela? Sobre todo, como antes apunté, los niños no entienden sus necesidades morales lo suficiente como para tomar decisiones en ese terreno. A menudo veo que se les permite hacerlo: «No puedo hacer que mi hijo, en edad escolar, vaya a la iglesia. Simplemente no quiere». «No puedo ni decirle que no lo quiero ver por el barrio con ese alborotador de Jimmy. Le ha dado por él». «No puedo conseguir que sea amable con su abuela. Le gusta ser maleducado a veces». Éstas son elecciones que un niño no debería hacer. Pero si ve el elegir como un derecho, en vez de como un privilegio que depende del criterio amoroso de sus padres, probablemente tomará cada vez más decisiones erróneas. Incluyendo la de si obedecer y respetar a sus padres. Y eso es peligroso.

Porque soy la madre A veces les digo, especialmente a mis dos hijos pequeños: «Porque soy la madre y porque lo digo yo», que es lo que la guía del río dijo, básicamente. «Porque soy la guía y porque lo digo yo». Muchas veces no hay una explicación, o no hay una apropiada para ellos, que puedan entender y les vaya a beneficiar. Pero han llegado a comprender que, al ser sus padres, no sólo tenemos autoridad sino que somos dignos de confianza. «Soy la madre y lo digo yo» tendrá el peso moral que debe tener. Y les protegerá. A mis niños les encanta cuando me «convencen» de algo; por ejemplo: comprar chucherías en el cine. Yo digo: «¡Vamos..., no quiero comprar chucherías hoy!». Ellos contestan: «Mamá..., pero no comemos chuches desde hace mucho» (que quiere decir normalmente tres días) y, «¡y..., es tan guay! ¡por favor mamá!». Así que puede que diga, de nuevo: «Bueno..., vale». A menudo añado: «¡Me tenéis harta niños! ¡No puedo soportarlo más! ¡Me rindo!». Y se ríen como locos. ¿Por qué? Porque en cierto modo saben que cuando cedo en algo depende de mi voluntad. Saben que les estoy concediendo un privilegio, que no están ejerciendo un derecho. Y esto marca una gran diferencia en sus vidas y en nuestra relación. Muchos padres le dan la vuelta a este enfoque. Piensen en una pirámide invertida, ancha por arriba y estrecha por abajo. Es un símbolo de cómo se educa a los niños hoy. Los padres quieren educarlos «bien», así que escuchan todos los consejos de especialistas que dicen que no les prohíban casi nada. Y sus hijos empiezan la vida en el extremo ancho de la pirámide. Los expertos han alentado a los padres a dar a sus pequeños la libertad y el poder de decidir en cada oportunidad que se pueda concebir, o a hacerles creer que se las están dando cuando no es así. Pero, desde luego, los niños no aprenden a manejar la libertad, aprenden sólo que están al mando. Adelantémonos diez años, cuando los padres se dan cuenta no sólo de que el mundo es peligroso, sino de que sus hijos pueden ser un peligro para sí mismos. A menudo se mueren de miedo y quieren empezar a poner límites a los adolescentes. Desde la ropa, hasta los amigos, los horarios de llegar a casa y las actividades que realizan: pueden intentar estrechar la pirámide pero el niño ya se ha acostumbrado a mandar y a tomar decisiones (lo contempla como un «derecho»), y las restricciones son, a menudo, una batalla perdida. Los padres quizás reconocemos, en cierta medida, que esto es así. En el año 2002 más del 80 por ciento, según una encuesta de Public Agenda8, una consultora de Nueva York, opinaba que los padres

de adolescentes debían, quisieran o no, darles más libertad. Pero, ¿qué los ha preparado para esa libertad? Ahora imaginen una pirámide de verdad en la que, por supuesto, la parte superior es estrecha. Las posibilidades de elegir y la autonomía del niño están limitadas. Ha nacido con la libertad de ser niño, porque sus padres entienden que no tiene ni capacidad, ni experiencia vital, ni madurez para decidir por sí mismo la mayor parte de las veces. Éste es su trabajo como padres. El niño aprenderá cuando se tomen las decisiones acertadas por él y se le expliquen (no justifiquen) si es conveniente. Cuando se le permita elegir lo considerará un privilegio, y no un derecho. A medida que pase el tiempo, sus padres agrandarán la «pirámide de libertad» y disminuirá el número de decisiones que toman en su lugar. Bajo su supervisión, le permitirán decidir por sí mismo a medida que ven que hace buen uso de ese privilegio. En lugar de ser esclavo de sus pasiones y ser alentado a actuar sin conocimiento porque se le educa para ser un «tomador de decisiones» (aunque se trate de cosas sobre las que no sabe o no le importan) actuará cada vez con más sensatez y reflexión. Esta supervisión puede abonar el terreno para mantener el contacto con el niño cuando llegue a la adolescencia, una etapa en la que, si no hay de base una costumbre de disciplina, es ya demasiado tarde para empezar a imponerla. El primer terreno en el que los padres decían estar fracasando, según la encuesta de la consultora Public Agenda, era en enseñar a los niños a tener «autocontrol» y «autodisciplina», a pesar de que afirmaban que estos rasgos de carácter eran cruciales. Quizás, en cierta medida, los padres sienten que al dejar a sus hijos tomar tantas decisiones que en modo alguno pueden estar preparados para tomar, están fallándoles en la misión del rescate de su corazón. Creo que es esta ironía la que hace que el público estalle en carcajadas cuando oye a la bienintencionada madre de Ponte en mi lugar decirle a su hija: «Adiós, cariño. ¡Toma buenas decisiones!».

Examen para padres Sugiero que observe a su familia durante unos días controlando qué tipo de elecciones deja a sus hijos y cuáles le piden ellos. En general, ¿cree usted que los niños aprenden más tomando decisiones o cuando se toman en su lugar? ¿Diría usted que, por regla general, sus hijos contemplan elegir como un privilegio o como un derecho? ¿Qué actitud preferiría usted para realizar mejor la misión del rescate de sus corazones?

Capítulo 10. Los sentimientos y el corazón Hoy en día hablar de los sentimientos resulta cursi, pero los sentimientos están vivitos y coleando en nuestra sociedad. De hecho son los que la gobiernan. Creemos que no es bueno controlar las emociones. Tenemos miedo de reprimirnos si intentamos hacerlo. Y, sobre todo, no nos atrevemos a juzgarlas, ni tampoco a los sentimientos. Esto se cumple en la educación de los hijos y en todo lo demás. He aquí algunas exquisiteces que provienen de los expertos:

«Apruebe los sentimientos de su hijo..., aunque incluyan emociones tan negativas y difíciles de controlar como los celos y la rabia»49. «Los niños necesitan que los demás aprueben sus sentimientos y los respeten» y «se puede aceptar cualquier sentimiento, aunque algunos actos deben ser restringidos»50. «Respecto a las emociones negativas, los padres necesitarán hacer uso de la estrategia de "separar al actor de la acción", lo que les permitirá demostrar su aceptación de todas las emociones y poner límites al mismo tiempo a una conducta que no sea apropiada», de la página web del orientador familiar y educador de padres Ron Huxley {cpirc.org). «Es importante ayudar a los niños a controlar sus sentimientos... Los padres pueden ayudarles a expresarlos de manera que no se hagan daño a sí mismos ni a los demás. Los niños y los adultos necesitan saber que los sentimientos son diferentes a las acciones. Siempre están bien, nunca son correctos o incorrectos. Por otro lado, lo que hacemos sí que puede ser adecuado o inadecuado»51. ¿Que los sentimientos nunca son correctos o incorrectos? Voy a aventurar algo respecto a esto. Creo que el odio que Hitler sentía hacia los judíos era incorrecto. Y lo que es más, fue el que provocó las atrocidades nazis. Es ingenuo o totalmente insensato pensar que unos sentimientos y conducta totalmente diferentes puedan coexistir mucho tiempo. Por supuesto, hay situaciones en que es así, por ejemplo, cuando le das dos besos a un jefe que odias para conservar tu trabajo. Aunque sepas que en el momento en el que tengas la menor oportunidad de tener un empleo mejor o diferente, te irás. Los seres humanos no están hechos para mantener a largo plazo una diferencia drástica entre emociones y conducta. Sin embargo, las modernas teorías educativas se centran exclusivamente en la adecuada expresión de los sentimientos. El centro de atención no son nunca éstos en sí mismos, ni la idea de que algunos no están bien y otros puede que tengan que ser reconsiderados porque son una señal de que nuestro corazón no marcha bien, aunque no lleven a conductas malsanas, peligrosas o perniciosas.

Los sentimientos nacen del corazón Pongamos los pies en el suelo: los sentimientos y las emociones nacen del corazón. Algunas veces son una sencilla expresión de nuestra humanidad: una reacción inevitable y natural. Oímos un ruido en mitad de la noche y nos incorporamos aterrorizados (por lo menos a mí me pasa). O un conductor pasa como un bólido por la calle donde nuestros hijos juegan, y experimentamos a un tiempo furia hacia el conductor y protección hacia nuestros hijos. Pero otras, son un reflejo de lo que está sucediendo en nuestro corazón. Y si estamos realizando una misión de rescate de los corazones de nuestros hijos, es allí donde debemos buscar cuando se trata de los sentimientos. En la Biblia, el rey David era alguien de profundas e incluso atormentadas emociones. No era un sujeto que creyese en las formas. Sabía que los sentimientos eran importantes y, en los salmos, los manifiesta ante Dios. Pero David exploró sus sentimientos en parte para probar la salud de su corazón y para confrontarlos con la verdad, en la que hallaba consuelo. Piensen en el Salmo de David (25: 16-21), en el que el rey le pide a Dios: Arlene Eisenberg, Heidi Murkoff y Sandee Hathaway, What to Expect: The Toddler Years, Workman Publishing, Nueva York, 1994. (Ed. española: Qué se puede esperar cuando se está esperando, Ediciones Medici, Barcelona, 2003). 49

50

Adele Faber y Elaine Mazlish, How to Talk So Kids Will Listen and Listen So Kids Will Talk, HarperCollins, Nueva York, 1999. (Ed. española: Cómo hablar para que sus hijos le escuchen y cómo escuchar para que sus hijos le hablen, Ediciones Medici, Barcelona, 1997).

51

Jane Nelsen, Cheril Erwil y Carol Delzer, Positive Discipline for Single Patents: Nurturing, Cooperation, Respect and Joy in Your Single-Parent, Prima Publishing, California, 1999. (Ed. española: Disciplina positiva: consejos que invitan a la cooperación entre padres e hijos basados en la dignidad y el respeto, Ediciones Oniro, Barcelona, 2002).

Mírame, y ten misericordia de mí, porque estoy solo y afligido. Las angustias de mi corazón se han aumentado; sácame de mi congoja. Mira mi aflicción y mi trabajo, y perdona todos mis pecados. Mira mis enemigos, cómo se han multiplicado, y con odio violento me aborrecen. Guarda mi alma, y líbrame; no sea yo avergonzado, porque en ti confié. Integridad y rectitud me guarden, porque en ti he esperado. En algunas ocasiones David era un hombre profundamente atormentado, pero reconocía sabiamente que sus problemas se debían en parte a sus pecados, no sólo a sus enemigos. Quería medir sus poderosas emociones por la verdad de la integridad y de la rectitud. Sabía que hacer una valoración objetiva de ambas lo salvaría, y no la intensidad de las emociones o su capacidad para «expresarlas adecuadamente». No era un hombre que las reprimiera. Por otro lado, tampoco pensaba: «Todo lo que siento es adecuado, porque yo soy yo; lo único que necesito es sentirme bien cuando lo comparto». Da la impresión de que, en la educación de los hijos, hoy en día se manejan estos extremos opuestos, aunque la balanza se ha inclinado definitivamente hacia el último. Hay padres que sistemáticamente dicen, o al menos piensan: «No me importa lo que sientas. Es tu problema». Pero, por lo común, los padres de hoy día quieren entender, profundizar y, por supuesto, considerar justificados y correctos todos los sentimientos de sus hijos, siempre que los compartan de una manera constructiva. De la misma manera que David reconoció que un corazón atormentado podía provenir del pecado, debemos ayudar a nuestros hijos a aprender que algunos de sus sentimientos pueden provenir de alguna mala inclinación. Así que, y en esto estoy de acuerdo con la mayoría de los «expertos», estoy totalmente a favor de ayudar a los niños a controlar y comunicar mejor su frustración, confusión, excitación o decepción; en resumen, sus sentimientos. Pero no para que se puedan quitar un peso de encima y sentirse mejor. Eso puede estar bien, pero yo considero que entender el porqué de sus sentimientos es una manera de saber si están sanos. Y una manera de guiarlos hacia el bien.

Algunas veces la rabia no está bien Por desgracia, no es raro oír a los expertos decirnos que ignoremos, que intentemos entender o incluso que aceptemos los malos sentimientos de los niños. Así que, por ejemplo, si un niño te dice que te odia o te pone mala cara, bueno..., es normal oír decir simplemente que resuelva estos sentimientos solo. Pero si un niño mira con odio a sus padres, esto probablemente venga de un corazón atribulado. Así que hay veces que les he dicho a mis hijos mayores: «No está bien que estés enfadado conmigo, cariño. Estoy contigo en esto. Me alegraré de poder ayudarte a entenderlo, pero tienes que dejar tu rabia a un lado». Una vez, cuando Madeleine tenía dos años, intenté apaciguar su rabia hacia mí (no recuerdo por qué estaba enfadada) dándole un trozo de chocolate, que le encanta. Sí, que figure en mi expediente que he tratado de calmar la ira totalmente injustificada de una niña de dos años con dulces. ¡A mí me van a hablar de momentos de debilidad! Bueno, aceptó el chocolate. Pero, todavía furiosa conmigo, mirándome desafiante y asegurándose de que la estaba viendo, se dirigió con paso firme al cubo de la basura y arrojó el chocolate allí con todas sus fuerzas. Aunque ya tenía una gran habilidad verbal no pronunció una palabra. No lo necesitaba. «¡Ja!», era lo que me estaba haciendo saber, «¡eso es lo que puedes hacer con tu chocolate!». Y eso fue lo que le ocurrió a mi ofrenda para aplacarla (y que sirva de lección). Estaba tan atónita de que se desprendiera del chocolate que no reaccioné. (Vale, otro momento de debilidad: tuve un mal día). Pocos minutos más tarde, cuando ella pensaba que estaba de espaldas, la vi por el rabillo del ojo revolviendo con furia en la basura, sus brazos regordetes rebuscando como locos en

el cubo en un esfuerzo desesperado por recuperar el chocolate. En ese momento tuve un ataque de risa y, aunque me esforcé, no pude hacer nada por disimularlo. Pero piensen en lo que estaba pasando en su corazón. Estaba tan furiosa y tan deseosa de dejarme clara su rabia que no le importaba deshacerse de lo que deseaba con locura (un trozo de chocolate), sólo para fastidiarme. Tenía dos años, no diez, por eso la escena, en cierto sentido, es graciosa. Pero, en otro sentido, me enseñó de lo que mi hija era capaz, incluso a tan tierna edad. En primer lugar, yo jamás debería haber intentado apaciguar su ira con comida (¡puaf!). Debería haberme agachado, haberle cogido suavemente los brazos y haberle dicho, mirándola a los ojos: «Cariño, no está bien que te enfades con mamá». Estas lecciones deben ser simples y empezar pronto.

La tendencia del corazón. Piensen en la misma situación pero con dos corazones de tendencias diferentes. Si mi hijo dice: «Mamá, estoy disgustado porque no me dejaste jugar a los videojuegos cuando Phülip estaba aquí. ¿Por qué lo hiciste?», o: «Mamá, me avergonzaste un poco en casa de Melanie, ¿podrías por favor no volver a hablarle a nadie nunca jamás de cuando yo... [rellenen el espacio en blanco]?». Que me aborden respetuosamente para resolver un asunto o me hagan saber que les gustaría que me comportara de manera diferente en otra ocasión está bien. No existe maldad o mala intención en sus corazones. Pero si me abordan sobre lo mismo con ira, quizás furiosos porque yo he sido «injusta» con ellos, tendría que decirles: «Lo siento cariño, lo que está pasando en tu corazón no está bien. Cuando puedas pensar correctamente sobre cómo dirigirte a mí, hablaremos del tema». Ocurre muy a menudo que el tema en cuestión no es el sentimiento (de frustración, irritación o incluso de rabia). No tenemos que blanquear nuestros sentimientos. En ocasiones son bastante apropiados. El tema es la actitud del corazón del niño al dirigirlos. Cuando empecé este libro, escribí con gran alivio que nunca había oído a uno de mis hijos expresar «odio» hacia un hermano o hermana (o hacia mí). Desde entonces me he visto superada por los acontecimientos. He hecho saber a los niños implicados que ese sentimiento era totalmente inaceptable porque, aunque sólo durara un momento, significaba que la maldad y la mala intención estaban en sus corazones. Por otro lado, si uno de mis hijos dice: «Mamá, estoy muy enfadado con Olivia... Por favor, ¿puedes decirle que deje mis cuadernos escolares?»... No hay maldad en esto. Y puedo hacer desaparecer la frustración apartando a Olivia del trabajo escolar de mi hijo. Al final todo se resume en el corazón del niño, en lo que ocurre en él y en cómo resuelve sus sentimientos. Por la misma regla, si Peter viera que una de sus hermanas pequeñas está siendo maltratada por un niño mayor yo esperaría que sintiera rabia en el corazón, no maldad, sino ira justificada hacia el abusón, y que diera los pasos necesarios para ayudarla. En este caso esta rabia sería sana y nacería del amor por su hermana. Ayudar a los niños a pensar lo que está pasando en sus corazones, a medida que experimentan varias emociones, y a cotejarlo con la integridad y la bondad es parte de nuestra misión. Cuando no lo hacemos, les robamos parte de su belleza como seres humanos.

Veneno Y así, contrariamente a lo que enseña la cultura educativa dominante, hay ocasiones en que es necesario experimentar sentimientos de aversión natural. La mayoría de los padres les dicen a sus hijos que se aparten de los clavos oxidados y de los extraños, entre otras cosas. Ellos quizás no lo harían

espontáneamente si no los ayudásemos a desarrollar un rechazo protector. De la misma manera, les he dicho a mis hijos también que sentimientos como el odio, el resentimiento, la amargura y los celos son veneno para el corazón. Cuando Madeleine, con cuatro años, entendió lo que quería decir la palabra «veneno» y comprendió que yo consideraba algunos sentimientos «venenosos», se puso pálida. «¿De verdad, mamá? ¿Lo son?». «Bueno, no», le dije, «no en el mismo sentido en el que te harían sentirte enferma físicamente, aunque supongo que podrían, sino en el sentido de que te enfermarían el alma, ¡y eso es peor!». En su libro La paradoja del progreso, el sociólogo Greg Easter-brook analiza una nueva área de estudio, la «investigación del perdón», e informa de que «la gente que no perdona el mal que se le causa tiende a tener indicadores más bajos de bienestar, más trastornos relacionados con el estrés, peor funcionamiento del sistema inmunológico y más altos niveles de enfermedad cardiovascular que el resto de la población en general. Veneno, sí. Esto no quiere decir que perdonemos en el sentido de «bueno, no te preocupes, no pasa nada porque me hayas hecho sufrir tanto», o que no busquemos remedios legales cuando sea conveniente, o que no consideremos este daño un pecado. Significa que no nos quedemos estancados en el rencor o busquemos revancha. Cuando podamos decidir que estos sentimientos se vayan y seguir nuestro camino, nos habremos librado de un verdadero veneno. La ironía es que la postura de que «todos los sentimientos están bien» que ha adoptado nuestra terapéutica nación disminuye la riqueza y complejidad de las emociones. Entender nuestros sentimientos nos puede hacer llegar a comprender nuestro carácter emocional, la esencia de lo que nos hace maravillosamente humanos y únicos. Pero hoy en día ya no aprendemos a pensar (sí, pensar) adecuadamente sobre ellos. Somos, con seguridad, reacios a hacer (¡horror!) juicios de valor. Lo único a lo que nuestra sociedad le pone mala cara es a no compartirlos lo suficiente con el mundo. Al parecer somos esclavos de nuestras pasiones. Limitar nuestra capacidad de actuar como seres humanos reduce nuestra humanidad.

No me importa si no te apetece comer pescado En absoluto pongo los sentimientos de mis hijos bajo el microscopio a cada momento. De hecho, hay veces que les he dicho que no importaban. Porque el mundo (gracias a Dios) no gira en torno a ellos en todo momento. Si dicen: «No tengo ganas de comer pescado para la cena». Es probable que yo diga: «No me importa, te lo vas a comer». O si dicen que no se sienten con ganas de tocar el piano, puede que mi contestación sea: «No importa. Tienes que hacerlo». Habrá otras ocasiones para hablarles de que les elijo comidas sanas o de que la música llevará alegría a sus almas con el tiempo. Pero algunas veces sencillamente tienen que cumplir con su deber y deben tener una buena actitud hacia él, aunque no les apetezca. Simplemente porque, como decimos en casa: «la actitud lo es todo». En ocasiones, cuando el problema a solucionar sea algo como la tristeza, puede que lo único que tengamos que decir sea: «Siento que los niños del vecino volcaran tu casa de muñecas, cariño. Ven, déjame que te ayude a arreglarla». En otras palabras, admitir el sentimiento, no recrearse en él, y hacer que los pensamientos del niño se dirijan a otros más felices. Si mi hijo está amargado porque su hermana ha estado jugando con otra persona todo el día, o desilusionado porque no lo han elegido para hacer la obra de teatro del colegio, es apropiado dejarle expresar estos sentimientos y simpatizar con él. Luego, en algún momento (normalmente lo antes posible), le suelo decir: «Cariño, olvídate ya de eso». A menudo, los padres pueden reorientar voluntariamente la atención de sus hijos y enseñarles que hay veces en que deben decidir deliberadamente concentrarse en algo más positivo. Todos sabemos lo atractivos que pueden resultar los sentimientos negativos. Tenemos que enseñar a nuestros hijos a no dejarse seducir por ellos.

El corazón y el cerebro Aprender cuándo y cómo pensar en nuestros sentimientos y a hacerlo de la manera apropiada es un regalo increíble que podemos dar a los hijos. Es sabiduría milenaria. El apóstol Pablo escribió: «En fin, mis hermanos, todo lo que es verdadero y noble, todo lo que es justo y puro, todo lo que es amable y digno de honra, todo lo que haya de virtuoso y merecedor de alabanza, debe ser el objeto de sus pensamientos » (Filipenses, 4: 8). Dos mil años después, no nos debería sorprender que la ciencia también lo recomiende.

El doctor Jeffrey Schwartz es un neurólogo de gran prestigio y profesor de Psiquiatría en la Universidad de California en Los Ángeles. En 1977 saltó a la fama con un libro4 en el que describía un método revolucionario para tratar el trastorno obsesivo-compulsivo (TOC). Averiguó que entrenando a sus pacientes para que apartaran voluntariamente sus pensamientos de las necesidades compulsivas podía enseñarles a negarse a «dar su consentimiento» al hábito de comprobar veinte veces si habían apagado la plancha, por ejemplo. En lugar de esto aprendían a «darlo» a una conducta sana, como la jardinería. Sorprendentemente, el cambio de conducta modificó las conexiones neuronales de los cerebros de los pacientes. En el año 2002, Schwartz publicó otro libro extraordinario5 en el que iba un paso más allá y demostraba que no sólo cambiar de conducta, sino de manera de pensar, modificaba las conexiones neuronales. ¿Se acuerdan del musical clásico Vivir de ilusión} El profesor Harold Hill engatusa a una pequeña ciudad para que compre todo tipo de instrumentos musicales para sus hijos. Pero Hill no sabe leer ni una sola nota, así que les dice a los niños que «piensen» una obra musical, lo llama su sistema patentado de «pensar». Ridículo, ¿verdad? Pues no. Lo que Schwartz averiguó era que las personas que pensaban mucho en una obra para piano experimentaban, con el tiempo, los mismos cambios físicos en su cerebro (según las imágenes del TAC) que la gente que tocaba esa obra. Schwartz obtuvo estos resultados en muchos y variados experimentos, hasta que llegó a la conclusión de que no es el «triunfo de la mente sobre la materia», sino «que la mente cambia la materia», o que variar deliberadamente la manera en la que pensamos las cosas puede modificar nuestras conexiones neuronales. Y estas conexiones, a su vez, influyen mucho en cómo actuamos, sentimos o incluso pensamos. Y así se crea una espiral positiva ascendente. Schwartz llama a esta reorientación deliberada de nuestros pensamientos «concienciación plena». Sus conclusiones tienen consecuencias para el tratamiento del TOC (trastorno obsesivo compulsivo) y de la depresión, como podríamos sospechar, pero también para trastornos como el síndrome de Tourette6 e incluso el infarto. Y pueden alentarnos a ayudar a nuestros hijos a pensar bien en sus sentimientos. No deshumanizan o minimizan la importancia de las emociones. Exactamente lo contrario: implican que podemos reafirmar nuestra humanidad resistiendo la tendencia a ser sus esclavos. Al final resulta que no somos animales. ¿Cuánto nos libera esto? Como padres vemos a nuestros hijos dejarse llevar por la corriente de las emociones. No tenemos que tratarlos como si fueran pacientes con TOC, pero podemos ayudarlos a entender que no son la suma de sus sentimientos. Podemos enseñarles que tienen cierta capacidad para controlar sus sentimientos, no sólo su conducta. Y como hacer lo primero conduce a lo segundo, enseñarles esto es ciertamente un regalo. No tenemos una fórmula mágica que nos permita siempre controlar nuestras emociones. Controlar los sentimientos, aunque es posible y deseable, no es el fin que perseguimos.

Reflexión Ayudar a nuestros hijos a reflexionar apropiadamente sobre sus sentimientos es nuestro objetivo. Si decimos que todos los sentimientos

están bien perdemos una oportunidad para llegar a su corazón y ayudarles a entenderse mejor. Por ejemplo, tomemos el asunto de la justicia. ¿Ha pedido alguna vez un niño que algo sea justo porque le preocupara la justicia? Uhmm, no. Digamos que un niño está invitado a una fiesta de cumpleaños y otro no. La reacción de un padre puede ser compartir la tristeza y la sensación de que no ha sido tratado bien con el que no ha sido invitado, recordándole al mismo tiempo que seguramente en el futuro irá a muchas fiestas. Creo que debemos ayudar a nuestros hijos a pensar de otro modo. En lugar de asumir que la buena suerte de uno de ellos significa que al otro se le «debe» algo, ¿qué tal si alentamos al niño que no fue invitado a alegrarse por el que lo fue? Ésa es una manera totalmente nueva y mejor de abordar sus sentimientos. Pero no tendremos la libertad de intentar conducirlo hasta ese punto si siempre aceptamos lo que siente tal cual. Hace poco me enfrenté a una situación de ese tipo. Una de mis hijas estaba cada vez más ilusionada con su próximo cumpleaños, mientras que su hermana empeoraba a ojos vistas. Llegué a la conclusión de que el problema era la atención que estaba recibiendo la niña del cumpleaños. Cuando le planteé la situación, se derrumbó y lloró en mis brazos, admitiendo lo mal que llevaba que toda la atención se centrara en su hermana. No le dije que sus sentimientos no tenían importancia, pero tampoco reforcé lo que era un cierto egoísmo, aunque no maldad, infantil. Tampoco hice hincapié en lo obvio: que ella también celebraba su cumpleaños una vez al año. En ese momento sólo quería convencerla de que todos la queríamos y de que sería mucho más feliz si podía intentar, sólo intentar, compartir en cierta medida la alegría de su hermana. ¿Pueden imaginarse cuánto mejor estaríamos todos si aprendiésemos pronto esa lección? Le dije cuánto me alegraba de que me hubiera dicho lo que sentía. Esa noche sólo llegamos hasta: «Sé que lo que siento no está bien, mamá, pero me cuesta alegrarme de que sea su cumpleaños». Fue un buen comienzo. Estaba empezando a aprender que me tomaba sus sentimientos en serio y que ella tenía la responsabilidad de medir estos sentimientos por lo que estaba bien. La invité a que viniera conmigo y me ayudara a elegir los regalos adecuados para que compartiera, de alguna manera, la alegría de su hermana. En los días que siguieron las cosas fueron infinitamente mejor. Entender los sentimientos de mi hija me abrió una puerta de entrada a su alma, pero ésta sólo podía servirme de ayuda si la usaba para entrar en su corazón en misión de rescate.

¿Qué sé que es verdad? Mis hijos pequeños a menudo me preguntan qué pienso sobre algunas cosas. A veces sus preguntas se refieren a qué deberían ponerse para una fiesta o qué está más rico, el helado de chocolate o el de menta y chocolate. Pero otras, van en la línea de: «¿Dónde piensas que va ese hombre con el coche, mamá?». O: «¿Crees que la nueva película de Harry Potter será mejor que la primera?». Una y otra vez les explico que para opinar sobre algo se requiere información y conocimiento sobre ello. Que no puedo imaginarme dónde va ese individuo, ni sé cómo calificaré una película que no he visto, o de la que no he oído críticas, porque no tengo información sobre estas cosas. La idea de que opinar de algo requiere tener un cierto nivel de conocimiento sobre esa materia no está muy extendida en nuestra cultura. Nos es muy difícil aceptar que a veces deberíamos decir: «No tengo la suficiente información para dar una opinión justificada». Mis hijos están aprendiendo que no pueden simplemente pensar lo que quieran sobre algo. Pensar sobre algo requiere comprenderlo. Estar dispuesto a enfrentarse a los hechos, incluso cuando desearíamos que fueran distintos. En otras palabras: no podemos pensar lo que nos «apetece».

Por ejemplo: imaginemos que un niño acude a nosotros terriblemente ofendido porque el vecino de al lado no quiere jugar con él. Se siente herido. Si escarbamos un poquito, descubrimos que el vecino no podía jugar porque tenía que hacer los deberes. Lo que importa es que no tenía la intención de ofender a nuestro hijo. Así que no podemos permitirle que se regodee en sentimientos de rechazo que no debería sentir. Considerar los hechos objetivamente es tan importante como su percepción de lo ocurrido. Si el otro verdaderamente no quería hacerle daño, no es bueno que él se sienta ofendido, y hay que animarle para que no sea así. Desgraciadamente, en nuestra sociedad lo único que importa es cómo nos sentimos ante una situación determinada. Si sentimos que somos víctimas o que nos han ofendido o que nuestro jefe es injusto con nosotros... ¿Qué más necesitamos? El arte de preguntarse: «¿Pero, me han tratado mal de verdad?», se ha perdido. No es de extrañar que los índices de depresión estén por las nubes. Ser una víctima es, bueno..., deprimente. Todos conocemos a gente que se aferra al veneno del resentimiento o de la amargura y continúa considerándose, sin razón, víctima, o que ve ofensas donde no las hay. Hoy tenemos una cultura que está gobernada por los sentimientos. «Pensar sobre los sentimientos» se oye sólo con el significado de: «pensaré lo que me parezca de ellos», queriendo decir: «dejaré que me dominen». He llegado a la conclusión de que los sentimientos de estas personas fueron totalmente ignorados o aceptados en su infancia. Una cosa es segura: nadie les ayudó a pensar adecuadamente sobre ellos o les hizo saber que podían. En los Salmos, el rey David abre su corazón: «Ciertamente mi corazón se amargó, y me sentí humillado. Mas yo era ignorante, y no entendía; era una bestia ante ti». (Salmo 73: 21-22). En otras palabras, cuando no pensaba con claridad en sus sentimientos era tan tonto como un animal. Es fácil sentir algo ante una determinada situación. Es difícil pensar en ella y entenderla.

¿Qué tiene que ver eso con el amor? Estoy convencida de que uno de los sentimientos sobre los que no pensamos adecuadamente en nuestra cultura es el amor... y ¡qué gran pérdida para nuestros hijos! Cuando pensamos en él, pensamos casi exclusivamente en sentimientos cálidos, tiernos y románticos. Y, éstos, sin duda alguna, son maravillosos. Pero seamos realistas. Algunas veces la gente (nuestra pareja, nuestros hijos y nosotros) no es «amable» en esos términos. Desgraciadamente, estamos tan aferrados a esta estrecha definición que puede que decidamos que no estamos amando si no nos sentimos así. Innumerables matrimonios se han roto porque uno o los dos miembros de la pareja había «perdido el sentimiento amoroso». La antigua concepción del amor, tal como se la describe en la Biblia, es mucho más rica. Hemos oído muchas veces las palabras de la primera epístola de Pablo a los corintios, sobre todo en las bodas: «El amor es sufrido, es benigno; el amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece; no hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor; no se goza de la injusticia, más se goza de la verdad. Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor nunca deja de ser; pero las profecías se acabarán, y cesarán las lenguas, y la ciencia acabará» (1.a Corintos, 13: 4-8). Pero..., ¿pensamos alguna vez de verdad en lo que significan? Significan que el verdadero amor está en los actos. «Amar» no debería significar únicamente sentir, sino actuar, hacer el bien a alguien, ayudarle, comprometerse con el objeto de nuestro amor, independientemente de cómo nos sintamos en un momento dado. Les he hablado de esto a mis hijos muchas veces: amar es comprometerse a hacer el bien al otro. Por otro lado, si le decimos que le amamos pero descuidamos nuestra responsabilidad hacia él, este amor es

una mentira. No les pido a mis hijos que conjuren todos los sentimientos amorosos cuando el hermano les ha roto su juguete favorito. Los aliento a que se porten bien con él a pesar del destrozo. Los sentimientos pueden ser como el humo, vienen y van con el viento. Pero el amor en acción es tangible, con más significado y sentido para el amante y el amado. Porque se convierte en una elección. Implica a la voluntad y al corazón. Es la expresión más plena de nuestra condición humana. En otras palabras, para que el amor tenga significado tiene que elegir. (Y, muy a menudo, la elección de amar provoca los sentimientos de calidez). Cuando veo que se está cociendo algo entre mis hijos, le pregunto a veces a uno: «¿Le vas a demostrar tu amor a tu hermana portándote bien con ella?». No es raro que la respuesta que oiga (de unos dientes apretados y muy disgustados) sea: «Lo estoy intentando mamá». Es un comienzo. Somos conscientes de que a veces no somos dignos de ser amados. Nuestros hijos también lo son. Así que, ¿no es estupendo saber que alguien se compromete a hacernos el bien y nos quiere de verdad, por decisión propia y con sus actos (no sólo con humo y palabras) incluso cuando no lo merecemos? Éste no es el concepto que tiene la sociedad del amor. Hacemos a nuestros hijos un regalo cuando lo convertimos en su concepto.

El arte del alma ¿Han estado alguna vez en una galería de arte donde supiesen muy poco de los artistas del período expuesto? Contemplan complejas pinturas que no les dicen nada y no tienen manera de juzgarlas. Quizá digan: «Me parece que me gusta ésa..., creo». Pero si se ponen los auriculares y escuchan al guía del museo, de repente, la cosa cambia. Entienden mejor la dificultad que encierran los cuadros, lo que los artistas intentaban comunicar y los diferentes medios y métodos que usaron. Entonces entienden y juzgan mejor la riqueza de lo que ven. Esto es porque pueden pensar las impresiones que les producen las obras. Alguna gente afirma: «No existe arte bueno o malo. Sólo existe el arte». Creer eso nos impedirá apreciarlo. El disfrute del arte (o de casi todo) aumenta en proporción directa a nuestra comprensión y nuestra capacidad de juzgarlo. En la medida en que dejemos que nos conmueva y que nos sintamos implicados en él y pensemos en él, podremos disfrutar de su riqueza. Del mismo modo, entender nuestros sentimientos y emociones, y pensar adecuadamente sobre ellos, puede conducir nuestros corazones hacia el bien. Amplifica nuestra humanidad. ¡Qué regalo podemos hacerles a nuestros hijos si les ayudamos a reflexionar sobre sus corazones (hablaré de ello en el capítulo siguiente) y los alentamos a pensar adecuadamente sobre su mundo!

Examen para padres Creo que muchos padres se encuentran con que son «corroborado-res de sentimientos» o «ignoradores de sentimientos». Resulta de ayuda saber que existe otro camino, el ser nosotros mismos «pensadores de sentimientos» y colaborar con nuestros hijos a que lo sean también.

Capítulo 11 Led Zeppelin: la cultura puede ser guay Creo que el grupo de rock Led Zeppelin es fantástico. Y quiero que mis hijos piensen lo mismo. Ayudar a nuestros hijos a pensar sobre su mundo, sobre la cultura que los rodea, debería de ser una pieza central en la misión de rescate de sus corazones. Así que escucho con regularidad música de los sesenta, los setenta y los ochenta con mis niños. Nos lo pasamos muy bien canturreando juntos, y mientras lo hacemos les hablo de la poderosa, ronca y romántica voz de Rod Stewart (después de tantos años, todavía estoy loca por Rod Stewart) o de lo divertidos que son los Beach Boys, o de cómo la música de Simón y Garfunkel me ha conmovido siempre. Saben que el disco More Than a Feeling de Boston fue uno de los mejores álbumes de todos los tiempos y que Through the Out Door de Led Zeppelin estuvo muy cerca de serlo. Espero que a mis hijos les guste la música de mi generación tanto o más que Cristina Aguilera, Ashlee Simpson y otros cantantes actuales (algunos de los cuales, confieso que también me gustan). Sería estupendo compartir gustos musicales. Pero probablemente esto no ocurra, y no importa. Quiero que tengan al menos un cierto criterio sobre la música. Que se pregunten, cualquiera que sea la que estén disfrutando: «¿Por qué me gusta? ¿Me conmueve o es simplemente divertida?». Ya sea profunda o pura energía, ¿dice algo la letra? (Para que conste, mis hijos también escuchan y estudian música clásica, así que nadie tiene que llevarse las manos a la cabeza). No estoy diciendo que quiero que mis hijos vivan de acuerdo a todas y cada una de las letras de estas canciones. Tampoco me acuerdo ahora de ninguna estrella del rock, actual o pasada, cuyas vidas privadas quiero que mis hijos emulen. Ni por un momento. Ni siquiera estoy sugiriendo que todo el mundo debería tener el mismo criterio que yo para valorar la música rock. Lo que estoy diciendo es que si pensamos con claridad y no nos dejamos invadir por el miedo al mundo, podemos encontrar perlas de gran valor en infinidad de cosas «de este mundo». En la Biblia se nos dice: «Porque todo lo que Dios ha creado es bueno, y no hay que rechazar un alimento que se toma dando gracias a Dios» (1.a Timoteo, 4: 4). Hemos de enseñar a nuestros hijos a encontrar el valor que tienen las cosas de este mundo maravilloso y a distinguir entre lo bueno y lo malo. Y lo que es más importante, si podemos enseñarles a entender que necesitan implicarse más cuando se trata del campo de batalla de su corazón, incluso más que en el campo de batalla de la cultura, bueno..., entonces no tendremos por qué temer tanto por ellos. Creo que muchos padres están más asustados de la cultura popular, y del mundo por extensión, de lo que deberían estarlo. Lo diré de otra manera: es verdad que el mundo es, en general, un lugar peligroso cuyo objetivo es captar los corazones de nuestros hijos, como dije en la introducción. Pero también creo que el mejor modo de proteger a nuestros hijos del mundo no es dejarlo siempre a un lado, sino ayudarles a pensar correctamente sobre él. De hecho, si intentamos impedir que el mundo entre en nuestra vida, nos podemos perder un montón de cosas buenas que están en él. Algunos padres quieren proteger tanto a sus hijos de esta sociedad que intentan impedir la entrada del mundo en sus vidas. Pero pienso que esta postura es, como mínimo, ingenua. Y no sólo porque el mundo encontrará siempre una manera de entrar. Lo que importa es que, aunque consiguiésemos prohibirle el acceso, el pecado entraría en sus corazones de todos modos. Por ejemplo, he oído decir a muchos padres que ponen el «listón» alto, para que cuando los niños se «rebelen» no sobrepasen demasiado los límites. En otras palabras, si les decimos que sólo pueden ver películas recomendadas para todos los públicos, su rebeldía consistirá en ver películas para mayores. Y si la susodicha rebeldía consiste en esto en vez de en consumir drogas, nos hemos adelantado a la jugada como padres, ¿no? Desde luego, prefiero que mi hijo vea una película que le he prohibido a que tome

drogas. Pero cuando se trata del corazón no hay mucha diferencia. Si nuestro hijo disfruta rebelándose contra la autoridad legítima, su corazón está en peligro. Hay ocasiones y lugares para cerrarle la puerta al mundo o para enseñar a nuestros hijos que hacemos las cosas de manera diferente. Aun así, el problema no es el mundo. Es nuestro corazón y su potencial para tomar el mal camino. Desde luego hay multitud de cosas (desde la música, hasta las películas o la ropa) en las que nuestro gusto, incluso nuestro sistema de valores, puede ser distinto al de nuestros hijos. Papá puede ser un constructor, mientras que su hijo puede ser un activista ecologista. Pero si los hemos ayudado a pensar bien en las diferentes áreas de sus vidas, a ser reflexivos y tener criterio sobre el mundo que los rodea, las diferencias no nos asustarán mucho. No quiero que mis hijos piensen como yo. (Bueno, en cierto modo sí, pero entiendo perfectamente que no lo harán). Lo que realmente quiero para ellos es que piensen, que reflexionen sobre su mundo, su conducta y sus relaciones. Cuando elijan a los amigos, por ejemplo, quiero que piensen no sólo lo que sienten por la persona en cuestión, sino también lo que opinan de esa persona y de la amistad. ¿Tiene las cualidades que la convierten en una buena amiga o amigo? ¿Cómo puede mi hijo devolverle esa amistad? ¿A qué adultos admiran nuestros hijos, aparte de a papá y mamá, y por qué? ¿Son las cualidades que admiran verdaderamente dignas de admiración? Éstas son preguntas que querríamos que consideraran cuidadosamente. Si admiran a Britney Spears porque enseña un montón el ombligo, deberíamos de ayudar a redirigir esos pensamientos. Cuando hayamos hecho nuestro trabajo y les hayamos enseñado a pensar cuidadosamente en los valores que adoptan no tendremos que tener miedo de que éstos no sean los nuestros.

La guerra de la ropa Piensen en la manera en que se visten nuestros hijos. A muchos de nosotros, especialmente a los que tenemos hijas, nos horrorizan las prendas que hacen pasar por «ropa» en los grandes almacenes. Las camisetas que enseñan el ombligo y los pantalones que se ciñen a las caderas para niñas de siete años reflejan una cultura que sexualiza incluso a los más pequeños. A pesar de todo, no estoy segura de que las peleas por el «sí o no» de la ropa sean el centro del problema. En lugar de discutir sobre lo que pueden o no ponerse, es más importante enseñar a los niños que la ropa trasmite sus valores y cómo se valoran a sí mismos. Cuando mi hijo Peter estaba en segundo curso tenía un compañero cuya madre obviamente pensaba que era importante cómo se vistiera su hijo. Cada día el niño llevaba pantalones de vestir, camisa y pajarita y, a menudo, una chaqueta. Por desgracia (y no hace falta decir que era inevitable), este niño fue excluido por todos los demás niños de la clase. ¿Por qué diablos le hizo la madre eso a su hijo? Cuando me invitan a una fiesta, lo primero que hago es preguntar a mis amigos qué van a ponerse para la ocasión. Es decir, no quiero llegar y parecer una idiota. Así que, ¿por qué no deberían nuestros hijos hacer lo mismo? Mis hijas y yo tendremos gustos diferentes para la ropa, y cada niña tendrá gustos diferentes a los de sus hermanas. Y así es como debe ser: el estilo personal es una forma de expresión. En lugar de intentar conformar el estilo de mis hijos a mi gusto, me esfuerzo en enseñarles a pensar cómo la ropa refleja sus valores. Si estamos invitados a cenar a casa de la tía Bev, le explico a Peter que no puede aparecer con unos vaqueros arrugados, porque le estaría mandando el mensaje (a través de su ropa) de que no le importa cuánto se haya esforzado. Puede que yo establezca los parámetros (camisa de cuello duro y nada de vaqueros, por ejemplo) y, partiendo de ellos, él es libre de elegir. Y tengo parámetros. Nada de pantalones caídos y anchos para Pete. Nada de tops tipo Britney Spears para mis hijas. Les estoy enseñando a cuestionarse sus propias elecciones: «Con esta ropa, ¿estoy

trasmitiendo respeto hacia mí misma, hacia mi cuerpo y hacia los demás?». Puede que tengamos gustos diferentes, pero si logro que sean conscientes de lo que representa llevar esa ropa, me darán la razón. Ahora a Victoria le gusta el look infantil, y se viste de forma más conservadora que yo. Maddie odia los vestidos: piensa que es muy difícil jugar con ellos. Olivia no quiere ponerse otra cosa que no sean vestidos. A Peter le gustan los shorts largos y los pantalones caqui con muchos bolsillos, que no es que me vuelvan loca, pero que tolero siempre que vayan abrochados con cinturón y tengan una apariencia pulcra. Pero en el fondo lo que quiero es que ellos piensen en cómo se visten. Deberían, y lo harán, desarrollar su propio estilo, es un reflejo de su individualidad. Les he ayudado a pensar en los valores que trasmiten, no debo tener miedo de sus gustos personales.

Los niños, el sexo y el sexo opuesto Hace años, una amiga muy querida se casó. Después de la recepción, la madre del novio me dijo cuan emocionada estaba de que la novia de su hijo, mi amiga, fuera virgen. Para que conste, creo firmemente que el sexo debería reservarse para el matrimonio, pero espero que si llego a tener esta información de las futuras parejas de mis hijos, tendré el sentido común suficiente como para no compartirla. En cualquier caso, tuve la clara impresión de que la madre valoraba la virginidad por encima de todo lo demás. Pero, ¿qué ocurriría si la novia hubiera sido mala persona o deshonesta? ¿El que fuera virgen compensaría esos defectos? Considero importante reservar el sexo para el matrimonio; no obstante, pienso que si consiguiésemos salvaguardar la virginidad de nuestros hijos pero sus corazones estuvieran corrompidos, les habríamos fallado. Las normas sobre la conducta sexual tienen, por su puesto, un lugar en nuestra sociedad. Y hay muchas organizaciones que son fantásticas a la hora de proporcionar a los jóvenes el ánimo y las armas que necesitan para decir que no al sexo premarital. Pero (y sé que parezco un disco rayado, hoy día un CD rayado) a medida que nuestros hijos se hagan mayores estas reglas tienen que basarse más en enseñarles a pensar correctamente sobre el mundo. Por lo que se refiere a las citas, los padres parecen estar divididos en dos bandos: por un lado, están aquellos que permiten que sus hijos tengan relaciones y citas a solas y cruzan los dedos para que éstas no sean sexuales; y por otro, los que están tan aterrorizados de que sus hijos mantengan relaciones sexuales que les prohíben todo contacto con el otro sexo. Y, por supuesto, hay padres cuya postura está entre ambos bandos. No les hace gracia la idea de las citas a solas, pero piensan que deben permitirlas, que no tienen elección. Así que establecen una edad arbitraria a partir de la cual sus hijos pueden tenerlas, por ejemplo, los dieciséis. Pero esto no nos proporciona ningún marco sensato de conducta. ¿Por qué los dieciséis son mágicos? Mis hijos no son todavía adolescentes. Pero tampoco estoy dando palos de ciego en este tema. Tengo muchos y muy sensatos amigos que han criado con éxito a adolescentes que se convirtieron en espléndidos adultos. Así que sé que las lecciones que les enseñemos cuando son pequeños serán a menudo las que los guíen, con éxito o sin él, en estos años. Por eso incluso ahora hablo con mis hijos de que tener citas no tiene sentido cuando una persona es joven aunque sea pensando en el matrimonio. Porque los sentimientos y los lazos afectivos son tan intensos y la frustración tan grande, que citarse probablemente los haga más infelices que felices. Les digo que las relaciones románticas son fantásticas cuando están preparados para lo «auténtico»: el matrimonio. También les digo que, incluso en el matrimonio, lo mejor de una relación es la amistad profunda y duradera. Ese es uno de los motivos por los que les animo a que tengan amigos del sexo opuesto. Cuando vivíamos en Virginia, los mejores amigos de mis hijas eran los niños del vecindario. Sin duda eso hubiera

cambiado con el tiempo, incluso si nos hubiésemos quedado allí, pero creo que la situación que se daba era sana. Mientras que muchas de sus amigas no querían venir al barrio cuando había niños por allí (eran ruidosos, perseguían, corrían, podían ser brutos, en el mejor sentido de la palabra), mis hijas aprendieron a arreglárselas bastante bien con ellos. Creo que eso es fantástico. Pero..., ¿relaciones románticas en la adolescencia? No, gracias. No me importaría que mis hijas acudieran acompañadas a los bailes del colegio, o que mi hijo llevase a una chica a un evento similar, pero siempre me opondré a las parejas exclusivas durante los años de instituto. Sin embargo, esto no es un mandato que dictaré a mis hijos cuando «llegue el momento apropiado» (eso sólo provoca la reacción de «la fruta prohibida»). Estoy empezando a hablarles de esto ahora, a un nivel apropiado para ellos, esperando que tengan un punto de vista sano sobre estas cosas incluso en esta edad tan temprana. Esto no garantiza que harán lo correcto cuando llegue el momento. Pero no he conocido a ningunos padres que quisieran que su hijo o hija adolescente tuviera una relación romántica intensa en el instituto. Es como si reconociéramos instintivamente que nada bueno puede salir de ahí. He oído decir a personas muy sensatas que estas relaciones son una práctica para el divorcio, no para el matrimonio. Así que mantenerme al margen en esto (porque piense que no puedo influir) me parece una locura. Unos amigos, que tenían cuatro hijos, supieron manejar los años adolescentes de la primera hija admirablemente. No crearon un régimen artificial de «no saldrás con ningún chico» o reglas sobre las salidas con éstos cuando llegó a una cierta edad. Desde su infancia hablaron con ella, como hicieron después con sus hermanos, sobre cuál era el objetivo y el ideal del matrimonio, y le dieron ejemplo con sus propias vidas. La alentaron a tener amistades masculinas, a buscar el mérito académico y a practicar deportes y otras actividades. La ayudaron a considerar la pareja romántica como algo reservado para el matrimonio. Y lo que es más importante, le enseñaron que todo lo que fuera inferior a «lo auténtico» era un arreglo artificial no lo bastante bueno para ella. Había veces, en esos años de instituto, en que se dirigía a su padre y le decía: «Papá, ¿puedes explicarme otra vez por qué no estoy saliendo con ningún chico?»; incluso escenificaban que alguien le pedía una cita y ella contestaba que no. (Sí estaban permitidas las reuniones de grupo y las citas que tenían un destino concreto, por ejemplo, la fiesta de antiguos alumnos del instituto). Una educación así no mantendrá a todos los niños alejados de una relación romántica intensa. Pero el objetivo no es encontrar una fórmula mágica que evite que tengan citas, sino ser constantes y hacer lo que podamos para llegar a sus corazones y ayudarles a apreciar el gran regalo que supone una buena relación y los privilegios que se derivan de ella. Cualquier cosa que sea menos que eso es abandonarlos.

¿Tienen los niños derecho a la privacidad? El derecho de un niño a la privacidad ha sido promovido, en diferentes grados, por las nuevas teorías educativas. O al menos fue así hasta lo de Columbine. Ahora tenemos que admitir que la vida privada de los niños puede ser a veces un espacio difícil y atormentado. En 1998 Patricia Hersch escribió Una tribu aparte: un viaje al corazón de los adolescentes americanos. Hersch convivió con un grupo de jóvenes en un barrio que estaba justo al lado del mío. Los siguió en su vida diaria, consiguiendo acercarse a ellos y ser admitida en sus vidas de una manera que asombra al lector. La vida que describe es de una peligrosa privacidad. No me refiero sólo a los adolescentes con teléfonos, ordenadores y televisiones en su habitación (recordatorio para mis hijos: esto no ocurrirá, jamás). Ni tampoco a los chicos (cuyos padres están convencidos de que «mis hijos nunca harían eso») que toman drogas. Me estoy refiriendo a los que se retiran a un mundo particular, que a menudo está

desconectado de los adultos responsables y juiciosos de sus vidas. El libro de Hersch es una lectura obligatoria para cualquier padre.52 Su visión de los chavales con los que se relacionó es de un optimismo cauto. Pero a los adolescentes sobre los que escribe (y por lo que parece, a chicos más jóvenes) se les permitió retirarse a su propio mundo, desconectarse de sus padres. Esta privacidad no suele acabar en una orgía de disparos del tipo de Columbine, aunque claramente los chicos implicados en ese horror habían tenido más vida privada de la conveniente. Pero sí que puede dar lugar a un insano distanciamiento, aunque sólo sea temporal, de nuestros hijos. Aprendí esta lección por experiencia propia (que, para mí, dice mucho de la insensatez de la juventud y de las relaciones sentimentales serias). A la pronta edad de los catorce años experimenté por primera vez el verdadero amor. La relación fue increíblemente intensa, y duró años. En ese momento la fuerza de mi amor era incontenible, y temible. La relación, con su pasión, sus celos y su intensidad, era verdaderamente peligrosa. No hubiera podido sobrevivir al mundo real, y no debería de haberlo hecho en mi mundo adolescente. Pero yo vivía en un mundo privado, y aunque mis padres, que eran maravillosos, sabían que estábamos saliendo, no tenían ni idea de cuan intensa era nuestra relación porque me esforcé mucho en ocultárselo. Escondí mis pensamientos, sentimientos, dolor, heridas y profundas emociones, incluso la felicidad, a mis padres cuando, ahora me doy cuenta, me podían haber ayudado a superar esas cosas mejor de lo que lo hice sola. El exceso de privacidad también se refleja en el reportaje del Washington Post que mencioné en el capítulo 1, que trata de unos estudiantes de secundaria de un barrio acomodado de Virginia que participaban con regularidad en fiestas sexuales donde el sexo oral era la actividad principal. ¡Hola, papá y mamá: llamando a Tierra! ¿Dónde estaban sus padres? Probablemente intentando darles a sus hijos un poco de espacio, un poco de privacidad. Hoy tenemos la extraña creencia de que padres e hijos, especialmente los adolescentes, son enemigos por naturaleza. No creo que tenga que ser de esta manera. Los niños necesitan afirmar su personalidad. Los padres, en mi opinión, deben relajarse en las áreas en las que sus hijos están intentando establecer su identidad y darles espacio para que lo hagan, siempre que no estén poniendo sus corazones en peligro. Creo que los padres deben mantenerse unidos a sus hijos (y enseñarles que tienen la responsabilidad de seguir unidos a ellos). Me refiero a lo siguiente: tengo una amiga que no permitía que sus hijos cerrasen las puertas de sus habitaciones a no ser que se estuvieran cambiando. Cuando venían amigos del colegio, podían entrar en las habitaciones, pero las puertas permanecían abiertas. Mi amiga no tomó por costumbre el escuchar fuera de la habitación, pero los niños sabían que sus vidas estaban abiertas a sus padres. Del mismo modo, mi amiga les permitía tener contraseñas para los ordenadores, pero siempre tenía acceso a éstos, lo cual no implica que estuviese constantemente examinándolos, sólo quiere decir que ellos entendían que su madre y su padre tenían el derecho (y algunas veces la responsabilidad) de tener ese acceso. Estas reglas hicieron que en la familia hubiera más, y no menos, transparencia. Ahora que los niños han crecido, es justo decir que les vino muy bien. Muchos padres cuya educación ha tenido éxito se esforzaron por establecer unas pautas de comunicación temprana y franca que se convirtió en costumbre en la familia. Por ejemplo, durante los años de primaria y secundaria podemos preguntar a nuestros hijos: « ¿al lado de quién te sentaste para comer?», « ¿de qué hablasteis?», « ¿con quién has jugado hoy en el recreo?». Los niños se acostumbrarán a responder, y sus vidas serán un libro abierto. ¿Se prolongará esto hasta los tumultuosos años de la adolescencia? No del todo. Pero los padres que establecen estas pautas tienen más fácil llegar al corazón de sus hijos.

52

Patricia Hersch, A Tribe Apart: A Journey into the Heart of American Adolescence, Ballantine Books, Nueva York, 1998.

Aunque la cultura imperante concede gran valor al derecho de los niños a la privacidad me parece que sería sensato, como padres, sustituir esto al menos por la presunción de una mayor transparencia.

Los colegios y las guerras ideológicas A muchos padres les aterrorizan los colegios públicos, en cuya educación perciben una especie de ataque a los valores culturales más tradicionales. Creen que los padres que envían a sus hijos a un colegio del barrio, en vez de enviarlos a uno privado o religioso o educarlos en casa53, cometen un grave error. Entiendo su preocupación, pero no estoy segura de que tengan razón. Repito, estimo que es fundamental crear un compromiso con nuestros hijos y ayudarles a pensar seriamente sobre la sociedad. Algunos colegios públicos pueden presentar tantas dificultades que sería sensato elegir otra alternativa. Hay padres que quieren educar a sus hijos en un colegio religioso o en casa por una multiplicidad de razones personales, familiares o espirituales. Y es una decisión que deberían tener derecho a tomar. Al mismo tiempo, aun a riesgo de hablar como uno de esos padres que dicen que sus hijos van a la única escuela pública buena de Estados Unidos, la nuestra, en Virginia, era, creo, asombrosa. El programa de Historia de cuarto era excelente. Mi hijo aprendió mucho sobre la Declaración de Independencia y la Constitución, y sobre quién escribió qué y por qué. (Quizás esto no parezca gran cosa pero, ¿cuántos americanos de cuarto año lo saben?). Les hablaron de las batallas más importantes de la revolución y de la guerra de secesión; y personajes como George Washington y Thomas Jefferson les fueron presentados como héroes, no como personas llenas de defectos y corruptas. Por otro lado, el programa de medioambiente de segundo año era poco más que propaganda. Y el de Educación Familiar (educación sexual) era demasiado explícito (esto si damos por válido que este tipo de cosas se deberían enseñar en los colegios). Así que opté por la historia, ayudé a mis hijos a entender en qué partes la asignatura de medioambiente era demasiado radical y los borré del programa de educación familiar. Pero lo hice, espero, con una actitud respetuosa hacia los profesores y el colegio. En el proceso, mis hijos aprendieron algo sobre pensar por sí mismos, o al menos pensar con criterio en vez de creer todo lo que les decían. (Cuando me mudé a las afueras de Chicago me di cuenta de que era increíblemente afortunada. ¿Cuántos padres tienen tanta suerte como para que sus hijos vayan a las dos únicas escuelas públicas buenas del país?). Muchos padres desean, desesperada y comprensiblemente, tener tanto control sobre el medio escolar como sea posible. Quieren que todas sus actividades satisfagan a sus hijos, y lo entiendo. Pero creo que es bueno para ellos, dentro de ciertos límites, aprender a sobrellevar clases, profesores, alumnos, deberes, proyectos, material escolar o la falta de él... que no les gustan. Recuerden: el mundo no gira, afortunada o desafortunadamente, alrededor de nosotros o de ellos. Ambos podríamos hacer las cosas de manera diferente si estuvieran a nuestro cargo, pero no lo están, y así es exactamente el mundo real. Dar a nuestros hijos una muestra de él y ayudarles a relacionarse positivamente con esta realidad puede ser un gran regalo. Creo que la cuestión más importante de un colegio no es tanto qué es lo que enseña o lo que no como quiénes son los compañeros de nuestros hijos, y esto cobra más importancia a medida que crecen. ¿Queremos que se vayan con esos niños? ¿Qué influencia tienen sobre los nuestros? ¿Qué valores compartimos con sus padres? He oído hablar de varios colegios cristianos demasiado progres y de colegios públicos bastante formales. 53

La enseñanza en casa o home schooling es una tendencia que está cobrando fuerza en Estados Unidos. En algunos casos está tutelada o supervisada por colegios privados.

Mis hijos han sido enseñados en casa, han ido a un colegio privado y ahora están en uno público. Puedo o no reconsiderar estas opciones de nuevo... llevo años planteándome este tema. Para decidir acerca de la escolarización de sus hijos, creo que los padres deben preguntarse si se sienten intimidados por el colegio o si se oponen a sus criterios cómoda y respetuosamente cuando es apropiado, incluso si el colegio no es de su entera satisfacción. ¿Podría un niño progresar allí en cosas que necesita en particular? ¿O existe alguna razón por la que esto no puede ocurrir? Y, sobre todo, ¿se sienten cómodos los padres permitiendo que sus hijos estén en un medio que no siempre comparte sus valores, con la intención de ayudarlos a reflexionar sobre éstos y de que traten con el mundo real que no siempre está en sincronía con ellos? Sea cual sea la elección, han de hacerla los padres. No pueden dejarse intimidar, ya sea para llevar a sus hijos a un colegio privado o para que los eduquen en casa. (Conozco a gente que está horrorizada de que mis hijos vayan a colegios públicos). El tema es: ¿Qué es lo mejor para su hijo? ¿Tiene la confianza para perseverar por él, y contra la sociedad si es necesario, cualquiera que sea su decisión?

La nueva familia El tema me toca de cerca (y en las guerras ideológicas es de gran importancia). Mi propia experiencia no cambia lo que creo que es verdad; de hecho, sólo la refuerza. El divorcio es terrible, perjudica a los niños. Y en cada divorcio uno o ambos padres rompen una promesa. Hay millones de familias divorciadas y millones de niños que viven en ellas. Pero no tenemos por qué enseñar a nuestros hijos que el divorcio está bien porque nos hayamos convertido en «una sociedad del divorcio». Podemos elevarnos por encima de la sociedad, y enseñarles que el divorcio es feo. Las víctimas inocentes del divorcio, particularmente los niños, necesitan un cuidado y atención especial. En la Biblia, Dios dice que le importan especialmente las viudas y los huérfanos. Creo que cuando un cónyuge ha abandonado un matrimonio, el cónyuge que queda atrás se convierte en una especie de viudo (o viuda) y los niños en huérfanos que merecen el cuidado especial de Dios y de la comunidad. Aunque pueda parecer una simpleza, el motivo por el que el divorcio es tan común es porque mucha gente no respeta el compromiso del matrimonio. Ya no hay un estigma social para aquellos que rompen sus promesas. Pero, ¿qué sentido tiene hacer esos votos si puedes dejarlos atrás sin más cuando no son fáciles de mantener? Seamos realistas, hay veces en nuestras vidas en las que no somos exactamente «queribles». Si conservar a nuestro cónyuge depende de que nos quiera siempre, eso asusta. Ser libres para ser nosotros mismos, y para fracasar y saber que nuestro él o ella se comprometen con nosotros de todas formas, es lo mejor de un matrimonio leal. Cuando la fidelidad se pierde, el matrimonio se tambalea. Y entonces todo y cualquier cosa se convierte en una excusa para abandonar. No creo que tengamos que enseñar a nuestros hijos que las familias son «de todas las formas y tamaños», y que cualquier forma o tamaño es tan buena como otra. Puede darse el caso de que algunas familias monoparentales sean más sanas y más felices que otras con ambos progenitores. Pero no hay duda de que, por norma general, el mejor sitio para que crezcan los niños es un hogar con padres (ya sea biológicos o adoptivos) casados. Podemos darle la vuelta a las cosas tanto como queramos para racionalizar nuestros propios objetivos, pero esto es una gran verdad. Como madre de familia mono-parental, tengo tantas ganas de desmarcarme de ella racionalizándola como cualquiera. Pero no puedo. Porque si lo hiciera, les haría un flaco favor a mis hijos.

Judith Wallerstein, Julia Lewis y Sandra Blakeslee son las autoras del un magnífico libro sobre el divorcio, en el que se relatan las dificultades con las que se enfrentan los hijos, incluso ya bien avanzada la madurez.54 Nadie, ni siquiera los padres de familias monoparentales, diría nunca «espero que mi hija llegue a ser una madre soltera algún día» o «espero que mi hijo llegue a conocer a una chica estupenda y a divorciarse de ella». Por supuesto que no; queremos lo mejor para nuestros hijos y para nuestros nietos: matrimonios estables y felices que duren toda una vida. Pero algunas veces, contrariamente a lo que deseamos, esto simplemente no ocurre. Los hijos de las parejas divorciadas tienen un mayor riesgo de sufrir problemas emocionales y sociales que sus compañeros que viven con ambos padres. Pero eso no significa que estos obstáculos no puedan ser superados. De hecho, enfrentarse directamente a estos riesgos, en lugar de minimizarlos, es una de las mejores maneras de ayudar a nuestros hijos a superarlos. En cualquier caso, los padres de familias monoparentales no debemos rendirnos porque nuestra tarea sea más difícil o porque pueda parecer diferente a la de otros padres de familias casadas. Cada hogar es, en este sentido, único. Por otra parte, todos los niños, incluso aquellos cuyos padres no están divorciados, corren el riesgo de devaluar el matrimonio a causa de la cultura del divorcio. Como dije en la introducción, mi divorcio no sólo afecta a mis hijos, sino, por ejemplo, a los niños de mi calle, porque ven una familia más en la que la cabeza de familia es una madre soltera. Mientras más vean esto, más normal les parecerá. Esto es una tragedia, así que también me siento una carga para ellos. Quiero ayudar también a los niños de mi calle, no sólo a mis hijos, a pensar correctamente sobre el divorcio. Y así, creo que aquellos de nosotros que nos comprometemos con la santidad del matrimonio, estemos o no casados, debemos enseñar a todos los niños que podamos que las personas que forman un matrimonio están llamados a un compromiso y a hacer honor a sus promesas, para lo bueno y para lo malo, en la riqueza y en la pobreza. Y sin embargo, también tenemos que ser compasivos y enseñar a tener compasión por aquellos casos en los que esto no ha ocurrido así. Aquellos de nosotros que somos cabezas de familias monoparentales, víctimas del divorcio, podemos aprender a hablar con respeto de nuestro anterior cónyuge, y con un interés genuino por el camino que eligió. Sin embargo, no deberíamos tener miedo a decir, incluso a nuestros hijos que, por desgracia, el cónyuge infractor rompió una promesa y se equivocó al hacerlo. De hecho, si no les comunicamos esta verdad, aunque sea de una manera suave, les negamos unos cimientos firmes, un contexto sólido, para que puedan explicarse lo ocurrido en su mundo. Y no sólo estamos defendiendo nuestro matrimonio, estamos defendiendo todos los matrimonios. Desgraciadamente, esta postura no está de moda.

Odia el pecado pero... A mucha gente le cuesta trabajo entender esta idea, precisamente porque nuestra cultura no ha captado la idea de odiar el pecado pero tener piedad del pecador. Sin embargo, tratándose de las guerras ideológicas, ésta puede ser una de las mejores cosas que podemos enseñar a nuestros hijos. Parece que hoy en día la mayor parte de las conductas egoístas, autodestructivas o egocéntricas son etiquetadas como un trastorno de personalidad, una adicción o una enfermedad. No estoy diciendo que éstas no existan, pero parece como si en la sociedad moderna hubiera una explicación médica para todo,

54

Judith Wallerstein, Julia Lewis y Sandra Blakeslee, The Unexpected Legacy of Divorce: The 25 Year Landmark Study, Hyperion, Nueva York, 2000. (Ed. española: Y los niños ¿qué?: cómo guiar a los hijos antes, durante y después del divorcio, Ediciones Granica, Barcelona, 2006).

desde el adulterio en serie hasta la mentira patológica. Al parecer también preferimos «separar la acción del actor» cuando se trata de los adultos. Esto puede ser porque ya no queremos hablar de la palabra que empieza con «p» (pecado). Hemos perdido la habilidad de sentir verdadera piedad, verdadera tristeza, por aquellos atrapados por él, sin justificar por ello lo que hacen. Quizás porque esta compasión sólo puede venir de entender su poder, especialmente en nuestras vidas. Comprenderlo puede tener una gran importancia para nuestros hijos y para el éxito de la constancia en la misión de rescate de sus corazones. Al hablar de compasión por aquellos prisioneros de un pecado grave, no quiero decir perdón barato que, además, la persona no busca. No me estoy refiriendo a llamar al pecado de otra forma. Me refiero a verlo tal y como es, y a sentir tristeza por la destrucción que la persona se ocasiona a sí misma, y deseos de ayudarla si estamos en posición de hacerlo. Creo que esto es diferente a «odia el pecado pero ama al pecador». Demasiadas veces, cuando oímos hoy día esta expresión, produce la sensación de que se separa al pecado del que lo comete. Pero el pecado es la expresión del corazón y del alma de éste. Separar ambos no es sólo imposible, nos desproveería totalmente de nuestra humanidad. Esta postura limita nuestra capacidad de actuar como agentes humanos. Cuando oímos que alguien se comporta de un modo en el que daña verdaderamente su vida o la de otros, tenemos una serie de reacciones típicas: «no pudo evitarlo», «no lo pensó bien», o «no tenemos derecho a juzgar» son algunas de las más comunes. Por otro lado, cuando la conducta nos afecta personalmente, puede que dejemos salir toda nuestra rabia o que sintamos incluso satisfacción ante el fracaso del que ha caído. Ya se trate de un personaje de importancia nacional que ha traicionado la confianza de un amigo o una entidad financiera, o de un amiga que haya dejado a su familia, creo que, a menudo, lo que falta es la capacidad para sentir una verdadera tristeza por la persona que ha permitido quizás que el pecado se convierta en algo que lo consuma o que lo ciegue, y la capacidad de ver a un mismo tiempo el pecado como lo que es (y lo que es quizás más importante, aceptar que proviene directamente del corazón del pecador). De hecho, puede que sea cierto que tengamos que hacer un juicio de valor sobre el pecado, algo a lo que nuestra sociedad se muestra reacia. (¡A menos, desde luego, que se trate del tabaco!). Puede ser perfectamente apropiado experimentar un sentimiento de rabia o estar indignado o dolido cuando alguien nos ha perjudicado. Y sin embargo..., ¡cuánto mejor sentir verdadera pena por quien está atrapado por el pecado y el genuino deseo de hacerle el bien si podemos! Esa es, de hecho, la manera adecuada de amar al pecador y la manera en que todos queremos ser amados cuando pecamos: con la verdad y con la acción. Entender estos principios puede, para empezar, protegernos del terrible pecado del orgullo. El pecado vive en cada uno de nuestros corazones, y sólo por la Gracia de Dios unos no estamos tan hundidos en él como otros. Quizá pensemos que sentir una rabia justificada es una vuelta atrás a un pasado enjuiciador y que negarnos a emitir juicios de valor puede ser una «señal de inteligencia». Pero esta postura simplemente ciega nuestras almas al poder del pecado y evita que hagamos extensiva la verdadera compasión a la gente que más lo necesita de la manera que más los puede ayudar: entendiendo que su lucha no es con una patología, sino con el pecado. Cambiar su nombre por «trastorno de la personalidad» o «enfermedad» o «adicción» no le resta poder. Aunque estoy de acuerdo con que estos factores entran a veces en juego, creo que despreciar el pecado por costumbre, considerándolo menos importante de lo que es, sólo nos hace menos capaces de enfrentarnos a él en nuestras vidas y de ayudar a la gente. Ayudar a los niños a ver esta verdad es, desde luego, un regalo.

La cultura y el corazón No podemos mantener el mundo apartado de nuestros hogares, aunque apaguemos la televisión, no veamos películas, hagamos que nuestras hijas se pongan falda larga y eduquemos a los hijos en casa. Todo esto puede ser bueno, pero no alejará al pecado de sus corazones. Y si nos conduce a una falsa autocomplacencia o, peor, a estar siempre en posesión de la verdad, ejercerá una influencia destructiva sobre los niños. El mayor reto para nuestros hijos no es el mundo o la sociedad en sí misma, son sus corazones. Si podemos enseñarles a hacer juicios de valor responsables sobre el mundo en el que viven, a tener compasión, cuando sea apropiado, por los que están atrapados por el pecado y, sobre todo, por los que luchan contra las inclinaciones caprichosas de sus corazones, habremos dado un gran paso en la misión de rescate de sus vidas. Algunas veces, avanzar en esa misión, enseñándoles a comprometerse (o no comprometerse) con nuestra cultura, nos sitúa justo en el centro de las guerras ideológicas. Tengo una amiga cuya hija era apenas una adolescente cuando fue invitada a una fiesta de fin de año en casa de una compañera del colegio. Todo parecía normal, hasta que mi amiga llamó a la madre de la anfitriona. Quería saber si podía colaborar con comida o con refrescos. A medida que iba indagando para averiguar los detalles de la fiesta, se enteró de que no habría una pandilla de niños, sino que sólo habría diez: cinco chicos y cinco chicas. Uhmmm. Y, ¿donde estaría la madre de la anfitriona durante la soirée? Bien, no en la fiesta. Pero no había que preocuparse, su hijo de quince años cuidaría de los jóvenes. Mi amiga, pienso que acertadamente, dijo: «De ningún modo». Una situación así podía ejercer mucha presión en una joven. (Sí, hay veces en las que es mejor evitar al mundo, en lugar de comprometerse con él. Saber distinguir esto es una de nuestras tareas como padres). Hizo saber cortésmente a la madre de la anfitriona que su hija no podría asistir a la fiesta. ¿Y cuál fue la reacción de la hija al cambio de planes? Sentirse totalmente aliviada. Tenía la sensación de que la situación se le escapaba de las manos, y estaba feliz de tener la excusa de que su madre no la dejaba asistir a la fiesta. Algunas veces olvidamos que podemos proteger a nuestros hijos dejando que nos usen como protección. Otras veces se enfadan cuando nosotros decimos que no y otros padres dicen sí. En ocasiones, admitámoslo, no queremos que los demás padres piensen que somos un poco raros por no seguir al rebaño: los padres también sufrimos la presión de nuestros iguales. (Así que imaginen qué poder ejerce ésta en nuestros hijos). Pero todo esto forma parte de cómo nos relacionemos con la sociedad. De todas maneras, todos sobrevivimos cuando éramos niños y tuvimos que escuchar: «Bueno, yo no soy la madre de Sheila, soy la tuya, y la respuesta sigue siendo no». De hecho, he sido muchas veces la madre a quien las otras madres tienen que decirle que no, y lo respeto. Por ejemplo, mis hijos pueden ver ciertas películas clasificadas para mayores conmigo, si creo que merecen la pena y si el contenido sexual no es un problema. La trilogía Matrix es un buen ejemplo. Fueron películas estupendamente hechas y llenas de sensatez, incluso aunque contuvieran escenas violentas. (Sin embargo le tuvimos que dar al fast forwarden una escena sexual de la segunda película). Peter, en particular, disfrutó profundizando en las películas y comentándolas con otras personas que las apreciaban. Sin embargo, odié la primera parte de Shrek. Aunque estaba clasificada como «tolerada», pensé que era cínica y llena de alusiones sexuales gratuitas. En resumidas cuentas, si voy a llevar a otros niños al cine o a ponerles una película en casa lo consulto con sus madres. Si dicen «sólo las toleradas» lo respeto. De igual modo, una madre me dijo que no quería que su hijo jugase con pistolas de pistones en mi casa, aunque no le importaba que jugase con pistolas que no hiciesen un ruido real. Lo he pillado. Por otra parte, cuando una pareja del vecindario se estaba divorciando (mucho antes de que yo lo hiciera) la madre, que me cae muy bien, me pidió que les dijera a mis hijos que «todo estaba bien» y que era «lo apropiado» y que «todo el mundo estaba satisfecho». Bueno, no lo hice. Les dije que nos importaba esa

familia y que teníamos que tener un cuidado extra con sus niños, pero, aunque no conocíamos los detalles, sí sabíamos que uno o ambos miembros de la pareja habían roto una promesa, y eso no estaba «bien». Como padres, debemos ayudar a nuestros hijos a relacionarse de manera adecuada con la sociedad, y hacerlo nosotros también, o enfrentarnos e ella.

Examen para padres ¡Es tan fácil pensar que el pecado está ahí fuera, en el mundo, y no en el corazón de nuestros hijos! Cuesta menos trabajo exigirle algo al primero que a los segundos. ¡Nos sentimos tan seguros! Porque si mantenemos al mundo alejado, todo irá bien. ¿Son conscientes de lo lejos que estamos dispuestos a llegar para apartar el mundo de las vidas de nuestros hijos? Resulta más fácil procurar que se avengan a nuestra manera de pensar que enseñarles a sacar sus propias conclusiones y hacer juicios de valor. Porque, después de todo, eso significa que en un momento dado pueden llegar a tener una visión del mundo diferente a la nuestra. Y eso asusta un poco. Pero la maravillosa verdad es que ayudar a nuestros hijos a reflexionar correctamente sobre sus sentimientos, relaciones y deseos es una de las mejores maneras de protegerlos contra el mundo. Y una de las mejores armas con las que contamos para no tener miedo cuando no adoptan nuestro punto de vista.

Capítulo 12 Dar un azote o no darlo (y por qué ésa no es la cuestión)

El 94 por ciento de los americanos de tres y cuatro años recibió algún azote en 2004, según un estudio realizado por el respetado defensor del movimiento «antiazote» Murray A. Strauss en 1999. El 65 por ciento de los estadounidenses aprueba que los padres den un azote a sus hijos, un porcentaje no muy inferior al de 1946, del 74 por ciento, según el U. S. News & World Re-port. Sin embargo, el azote sigue siendo uno de los temas que más provoca a la nueva ciencia educativa, aunque en realidad se debate poco en esos círculos. Eso se debe a que los expertos han decidido que cualquier azote dado por los padres a sus hijos (no importa cuán controlado, limitado, o escaso sea, o cuál sea su causa) es inaceptable.

¿Por qué se quejan? Según el doctor Irwin Hyman cualquier azote es, por definición, maltrato infantil. Irwin defiende que la ley debería prohibir a los padres dar un azotazo a sus hijos. Para ello nos cuenta que Adolf Hitler fue educado por un padre dictatorial: «Cuando Hitler estaba creciendo aprendió de su familia a ser un dictador. Desgraciadamente, infligió al mundo su crueldad»55. (Apuesto a que el general Eisenhower también recibió algún que otro azote cuando era pequeño). En un congreso sobre los azotes del Colegio de Pediatras en 1996 en Elk Grove Village, Hyman afirmó que cincuenta años de investigación habían demostrado sistemáticamente que cualquier castigo es perjudicial para los niños. No fue capaz de probar esta afirmación. Y sin embargo es uno de los defensores más importantes del movimiento contra el castigo corporal de Estados Unidos. Y hay más: «La sociedad en general, y no sólo los niños, podría beneficiarse del fin del sistema de educación violenta, que pasa por el eufemismo de "dar un azote"», cita el New York Times al doctor Strauss. «Los padres se justifican: "no pegamos a nuestros hijos, les damos un azote". ¿Cuál es la diferencia?»56, pregunta el doctor William Sears. Bueno, para empezar, yo argüiría que si dar un azote es pegar, entonces los tiempos-fuera son encarcelamientos y retirarle a un niño ciertos privilegios es robar. Marguerite Kelly, una abuela entrañable, teme que un azote puede llevar al niño a aprender «el camino mágico de salida de la travesura» o a «sentirse absuelto de su diablura y preparado para portarse mal de nuevo»57. Eso es una acusación bastante seria basada en... ¿qué? No nos lo dice. Y, de todos modos, lo mismo podría ser verdad para cualquier medida disciplinaria, si se hace mal uso de ella.

55

Irwin Hyman, The Case Against Spanking, Jossey-Bass, San Francisco, 1994. William Sears, The Discipline Book: How to Have a Better Behaved Child from Birth to Age Ten, Little Brown, Boston, 1995. 57 Marguerite Kelly, Marguerite Kelly's Family Almanac, Fireside, Nueva York, 1994. 56

¿Dónde está el problema? El problema no es en absoluto dar un azote. Es el contexto en el que éste o cualquier medida disciplinaria se ejercita. (Porque ese contexto importa tanto, me opongo a los azotes excepto cuando son los padres quienes los dan). Creo que la pasión que despierta este tema dice mucho sobre la cultura de la permisividad y plantea una interesante cuestión: ¿a quiénes ha servido más, a los padres o a los hijos? El principal argumento contra el cachete es: «Si yo tengo derecho a pegar a mi hijo, eso le enseña que él tiene derecho a pegar a otros». Pero con esa lógica, dejar al niño en el banquillo durante un partido le enseña que tiene el derecho a confinar a los demás, y retirarle un capricho le enseña que tiene derecho a robar a los demás... Una variación de este argumento es: «No pegamos a otros adultos así que, ¿cómo vamos a permitir que se pegue a un niño?». Pero este razonamiento se viene abajo también. Si hago que mis hijos se bañen, que hagan sus problemas de matemáticas o que practiquen al piano, soy una buena madre. Si hago que mi cartero se bañe, haga los problemas de matemáticas o practique piano, sería muy raro, e ilegal. Cuestionar nuestra autoridad en la vida de nuestros hijos señalando la falta de ella en la vida de otras personas es no entender nada. Otro argumento contra este castigo es que siempre está mal infligir un daño físico a un niño. Sin embargo, no dudamos en hacerlo en otras ocasiones, cuando es por su bien. Piensen cuántas veces hemos sostenido a nuestros hijos en la consulta de un médico mientras éste les clavaba una aguja. ¡Eso le hace daño a la madre y al hijo! Sin embargo les ponemos alrededor de veinte (dolorosas) vacunas en los primeros años de vida. Y nadie sugiere que esto condena al pequeño a una vida de violencia. No creo que mucha gente pueda decir que los niños de hoy día sean más felices, menos violentos, estén menos deprimidos y se porten mejor que los de las generaciones anteriores, a los que se les daban habitualmente cachetes. Pero ésa es la promesa implícita en los defensores del movimiento antiazote. Estoy segura de que ellos argumentarían que el número de padres que lo practican no ha disminuido lo suficiente todavía como para producir ese resultado. Por otro lado, tampoco estoy sugiriendo que la falta de azotes sea la razón por la que estamos siendo testigos de todo tipo de patologías insanas en los pequeños. Eso es porque el azotar no es la cuestión. El contexto familiar sí lo es. Estoy ciertamente de acuerdo con que los padres que objetan moralmente a pegar a sus hijos no deberían hacerlo. Y puedo entender a los que dicen: «Nosotros no pegamos, pero respetamos la elección de los padres que lo hacen». Pero los defensores antiazote no parecen tener esta tolerancia. ¿Podría ser que muchos de ellos no confiaran en que los padres hagan lo que es mejor para sus hijos? Eso duele. Yo me aseguro de que mis hijos entienden que no doy un azote porque esté furiosa o por gusto, sino como parte de mi deber hacia ellos. Si no pueden ver esto, el resentimiento que se puede acumular en sus corazones es comprensible. Pero cualquier disciplina puede producir resentimiento y rabia en un pequeño sí parece que se ejerce arbitrariamente, y no por su bien. Y así, cuando doy un azote a mis niños (lo hago siempre en el trasero y les digo «un azote» o «dos azotes» antes para trasmitirles que no estoy fuera de mí), me aseguro siempre de que saben por qué lo hago, les digo cuánto los quiero y cuando todo acaba me aseguro de que está completamente olvidado y perdonado. Es el contexto lo que cuenta.

El poder del contacto Abrazamos y besamos a nuestros pequeños; los cogemos en brazos, les hacemos mimitos y les decimos cuánto los queremos. Esas ocasiones maravillosas son pequeños pedazos de cielo en la tierra. ¿Podrían decir «te quiero con todo mi corazón» sin abrazar o besar a sus hijos? ¿Les creerían éstos? No lo creo. Así que el contacto puede ser extremadamente importante cuando se trata de la disciplina. Entender «no», y lo que está bien, y lo que está mal, y «no debes», y «debes» es crucial para el bienestar de nuestros hijos. Algunas veces clarificar esas lecciones con el contacto físico les da un contenido real y una sensación de urgencia tan importantes como el contacto del amor. Puede ser parte de nuestra misión de rescate, pero es nuestro trabajo como padres hacer amorosamente que nuestros hijos relacionen el azote con la lección que tienen que aprender.

Hábitos de corazón saludables Quizás sea difícil para los defensores del movimiento antiazote ver que la obediencia es un hábito crucial para el corazón, porque este hábito lo prepara para muchas cosas buenas e importantes. Si se adquiere pronto, los métodos que se necesitan para reforzarlo desaparecen, del mismo modo que retiramos la caña que sujeta un árbol cuando es lo suficientemente fuerte como para crecer sólo. Solía llevar a Peter y a Victoria, que entonces tenían cuatro y dos años respectivamente, a la peluquería conmigo. (Estamos hablando de corte, teñido y mechas, no de algo corto). Me llevaba lápices y libros de colorear y les decía que se quedasen sentados dibujando y charlando tranquilamente. Y lo hacían. Esto siempre dejaba con la boca abierta a la peluquera y a los otros clientes. Por mi parte, yo estaba asombrada: podía ordenar a mis hijos que se sentasen y coloreasen, y lo hacían. ¡Pues vaya! ¿Eso era sorprendente? Mis hijos no son totalmente perfectos, esto es algo que, si ha leído hasta aquí, ya sabe. Son obras en construcción. Pero entienden que se espera que me obedezcan, me respeten y respondan adecuadamente ante mí. Este tipo de cosas son parte de los principios generales que operan en casa. Hay muchos padres que parecen no esperar que sus hijos les obedezcan, o simplemente que los respeten. Lo que suelen decir suena como si esta consideración fuera totalmente imposible. Estoy hablando de padres amorosos y concienzudos, que no pueden ni tener la presunción de que sus hijos los vayan a tratar con respeto y honor. ¿Qué está haciéndole esto al corazón del niño? ¿Cómo puede un corazón tan mal orientado estar preparado para producir cosas buenas? Cuando mis hijos se portan bien, no digo que es mérito de los azotes. Mientras que los defensores antiazote los ven como un horror total, yo no los veo como totalmente nada. Es una más de las herramientas de mi caja de herramientas de madre, que si se usa, debe ser adecuadamente. Incluso cuando son controlados y razonables son sólo buenos (o malos) dependiendo del contexto familiar y de los otros esfuerzos que se estén haciendo para llegar al corazón del niño. En cualquier caso, no tengo que estar todo el día dando, o amenazando con dar, un azote, precisamente porque aunque deben usarse poco, y deberían usarse menos a medida que el niño crece, son todavía poderosos recordatorios de lo que espero de mis hijos. Quizás por eso no puedo acordarme de cuándo fue la última vez que di un azote a Peter, porque fue hace años; y a penas me acuerdo de cuándo di un cachete a Victoria. Todos superan esa etapa. Recuerdo cuando Olivia estaba en los primeros estadios de esa evolución. Entonces tenía dieciocho meses y estaba conmigo mientras yo observaba a Madeleine en su clase de gimnasia. Había otro niño pequeño, de dos años más o menos, atrapado en un corralito portátil y parecía muy desgraciado. Por lo que se ve, no obedecía a su madre y no se quedaba en la zona segura de «observación». Mientras tanto,

Olivia andaba felizmente de acá para allá. De cuando en cuando, se acercaba a la zona de gimnasia y yo le gritaba: «No, Olivia». Y se volvía rápidamente. Había empezado a experimentar el no físico en el dorso de la mano en casa, así que la palabra «no» significaba algo para ella. En este caso no estaba desobedeciendo, estaba siendo protegida. La cultura de la permisividad puede estar horrorizada de mis actos, pero ¿quién tenía más libertad esa mañana en particular, mi hija que había experimentado el contacto físico del no, o ese triste niño del corralito que probablemente no lo había hecho? En los niños muy pequeños, un azote o un manotazo en la mano a menudo no es un castigo, es educar, aprender, comunicar, y realmente prepara el camino para una educación, aprendizaje y comunicación más fáciles y positivos en los años posteriores. A medida que crecen, el hábito de reaccionar de manera respetuosa y positiva debería arraigar, con suerte, en el corazón mismo, y de esta manera se abandonaría la «estructura sostén» del azote.

¿Son igualmente buenas las alternativas? Respeto a los padres que son considerados y a las decisiones que toman respecto a la disciplina de sus hijos. Hoy existen varias técnicas, a parte del azote, en uso, y merecen ser consideradas. Usemos la que usemos, tenemos que preguntarnos: ¿llega al corazón de nuestros hijos o sólo manipula su conducta? Para empezar, a menudo oímos hablar de «retirar los privilegios». Desgraciadamente, he visto a algunos padres quitar privilegios de manera que, en mi opinión, malinterpreta por completo lo que la disciplina debería ser. Para algunos niños, portarse mal cuando un amigo suyo está en casa implica que el amigo no podrá venir la semana siguiente. Pero, ¿cómo va a relacionar el pequeño ambas cosas de una manera positiva? Lo que es más: tener un amigo en casa es algo bueno y sano. La mejor manera de enseñar a nuestros hijos a jugar bien con otros niños es invitarlos a casa. «Si no llegas a cenar a tiempo, no podrás comer hasta mañana por la mañana», sugería un boletín informativo para padres como medida disciplinaria contra los retrasos. Pero nuestros hijos necesitan comer. Además, ¿qué ocurrirá si el niño piensa: «¡Estupendo! ¡Esta noche hay pescado, y yo lo odio!» Y lo que es más importante: ¿qué le enseña esta técnica disciplinaria sobre el respeto a la familia, la obediencia a sus padres y llegar a tiempo para cenar? Nada. Estas prácticas tienen poca lógica. Si los padres castigan a los niños retirándoles una cosa que es buena y que no guarda relación alguna con la infracción, el niño puede aprender a manipular el sistema para evitarlo. Si por el contrario los padres disciplinan a sus hijos imponiendo un «no» con contenido real y con un dolor breve físico cuando sea necesario, el niño tiene la oportunidad de aprender que la desobediencia es dolorosa. Si se lo explican adecuadamente, aprenderá que es dolorosa sobre todo para su corazón. Tengo un amigo muy querido que, de niño, tomó prestadas las herramientas de su padre, pero luego se distrajo (cuando sabía de sobra lo que iba a pasar) y las dejó fuera, bajo la lluvia. Se oxidaron. Un padre de hoy se las hubiera retirado a su hijo durante una temporada. Pero entonces, ¿cómo podía el niño aprender a usarlas y a respetarlas? Este padre dio a su hijo unos azotes y se las devolvió. Todo olvidado. Se depositó de nuevo la confianza en el niño para que las usase y las cuidase, apropiadamente, lo que hizo desde entonces. ¡Qué lección aprendió! Y esa punzada de dolor puede haberle salvado de un dolor mucho más grande cuando lo que estuviera en peligro por un descuido fuese algo más importante que un juego de herramientas. ¿Y qué me dicen del llamado «tiempo fuera»? Nadie ha respondido nunca bien a la pregunta de: «¿Qué hago cuando mi hijo no quiere permanecer en el tiempo fuera?». Hace poco, la página web theparentcenter.com publicó una larga columna sobre el tema. La respuesta era que los padres deberían

volver a llevar una y otra vez a su hijo al espacio del tiempo fuera manteniendo la calma. ¡Adivinen quién va a ganar en ese juego! ¿Puede ser que un azote valga por mil tiempos fuera? (De hecho, los azotes o la amenaza de ellos han demostrado ser muy efectivos a la hora de imponer medidas disciplinarias más suaves, como analizaré más adelante en este mismo capítulo). Cuando pienso en poner a uno de mis hijos de dos o tres años en un tiempo fuera me parece, bueno..., una tontería. ¿Qué se supone exactamente que aprenden los niños? Digamos que mi hija coge una rabieta cuando la meto en el coche, así que la pongo en un tiempo fuera. Entonces, por coger una pataleta cuando la meto en el coche su castigo es... ¿sacarla? No parece tener sentido. (Para que conste, sí creo que apartar a un niño de una situación en la que está demasiado implicado o que es demasiado intensa emocionalmente puede ser beneficioso, pero eso no es disciplina). La doctora Perri Klass, pediatra, escribió una columna muy divertida para la revista Parenting, en la que admitía que, aunque aconsejaba normalmente a los padres primerizos, ella en su vida diaria gritaba un montón a sus hijos.58 Pensé que esto era bastante candido. Para que conste, se me da bien el «¡para ya!» dicho en voz alta, y a la vez que lo digo puedo dar un golpe en una mesa. La doctora Klass admite que nunca ha logrado con éxito poner a uno de sus hijos en un tiempo fuera. Luego está la popularmente aconsejada práctica de ignorar la mala conducta. Es verdad que hay veces en las que tiene sentido ignorar las costumbres molestas de los niños e incluso seleccionar las batallas de conducta que queremos Übrar. Pero si ignoramos sistemáticamente lo que sabemos de sobra que es mala conducta, hasta cierto punto, la estamos aprobando y, de todas maneras, no llegamos al corazón del niño. Creo que sea cuál sea la disciplina que los padres usen, deberían preguntarse honestamente a sí mismos si con ella llegan al corazón de sus hijos o simplemente les están enseñando a manipular el sistema. Si los padres pueden afirmar con honestidad que les llega al corazón, entonces, esta técnica es un éxito. Creo que es más fácil más alcanzar el éxito y que la disciplina se usa con menos frecuencia cuando los azotes razonables son al menos una de las herramientas de la caja de uno de los padres. Sin embargo, algunas de las ideas de los defensores del movimiento antiazote son bastante extravagantes. Irvin Hyman, por ejemplo, afirma que es preocupante que los padres usen la fuerza física. Pero admite sin problemas que cuando los niños están totalmente fuera de control, o están atacando físicamente a alguien, los padres «tienen el derecho y la responsabilidad de imponerse en dichas situaciones, y de usar la fuerza cuando sea necesario para protegerse o proteger a otros o a un bien o evitar que los niños se auto-lesionen». De acuerdo. (Al parecer algunos padres a veces tienen la responsabilidad de usar su superioridad física, a pesar de todo). Hyman aconseja las medidas de control físico como posible opción para evitar la escalada en un incidente. La «llave» requiere agarrar al niño «desde atrás por las muñecas, antebrazos o brazos, de modo que éstos estén cruzados e inmovilizados» escribe. «Esta técnica le permite a usted, asumiendo que tenga la fuerza para realizarla, dominar físicamente y controlar al niño, y evita que se haga daño a sí mismo o a usted. Existen también métodos para tumbarlo y liberarse que puede usar cuando el niño le agarre». Hyman quizás arguya que este es un último recurso. Sin embargo, si seguimos el razonamiento general de los defensores antiazote contra el castigo físico, ¿no le enseña este método al niño que tiene derecho a tumbar y a zafarse de otros? Hyman asegura que, tras unos meses, estas prácticas dan resultado. ¿Unos meses? ¿Por quéhacer que el niño y los padres pasen por todo esto? Todo suena un poco a lucha libre profesional. -' Éste es el mismo hombre que aboga por una ley estatal contra los azotes porque dice que son «abusivos». ".

Ven, pensemos juntos 58

Perri Klass, «No More Yelling: The New Golden Rules of Discipline, from a Pediatrician Mom Who's Found Better Ways to Get Her Kids to Behave», Parenting, abril, 2004, pags. 130-134.

¿Y qué pasa con el razonamiento? Bueno, de eso se trata. Razonar con nuestros hijos es lo que esperamos conseguir con una disciplina efectiva. Significa analizar la mala conducta para descubrir por qué es grave y cómo ha afectado a los demás, y para ayudar a nuestros hijos a entender cómo ha afectado también a sus corazones. Razonar es crucial para llegar a sus corazones. Según dice la Biblia: «Venid luego, dice Jehová, y estemos a cuenta: si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; si fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana» (Isaías, 1: 18). El objetivo de todas nuestras acciones es ayudar a modelar el corazón del niño de forma que acepte la sensatez y rechace la insensatez, de manera que se habitúe a la obediencia y que honre a papá y a mamá. El refuerzo de la disciplina física, que puede ser necesario en un comienzo para apoyar y fortalecer su crecimiento, al final desaparece, y lo que queda es un corazón, esperamos, deseoso, o incluso ansioso de razonar. ¿Qué dicen las investigaciones de todo esto? Quizás no digan lo que usted desea oír. Una cosa está clara: el azote no es la cuestión, la educación de los hijos sí lo es.

Estudios descabellados sobre los azotes El libro de 1994 de Murray A. Strauss Beating the Devil Out of Them analiza, desde el punto de vista de la cultura de la permisividad, la conclusión de que dar azotes a los niños «ocasiona muchos problemas sociales y psicológicos. Estos problemas van desde los ataques a los hermanos, la delincuencia juvenil, violencia de género, depresión, trastornos de conducta sexual y paro e ingresos bajos»5. (No puedo evitar el

preguntarme cómo hemos logrado sobrevivir hasta ahora). En 1997 Strauss publicó los resultados de otro estudio.6 La American Medical Association, que edita la revista en que se publicó, informó de los resultados en un comunicado de prensa: «Los azotes vuelven al niño violento y antisocial». Los mismos resultados fueron divulgados por decenas de medios informativos. Pero, refiriéndose a los estudios, el U. S. News &World Report afirmó en un exhaustivo artículo sobre el tema que «el problema de las afirmaciones de Strauss y Hyman era que estaban basados en un corpus que era, en el mejor de los casos, no determinante, y en el peor totalmente erróneo»7. U. S. News llamaba la atención sobre el hecho de que los resultados de 1997 fueron hechos públicos por las tres mayores compañías audiovisuales y por más de cien periódicos y revistas, pero «ni el comunicado de prensa ni los numerosos reportajes que aparecieron mencionaban las lagunas del estudio», que incluían que Strauss había estudiado sólo a los niños de entre seis y nueve años que eran azotados varias veces a la semana, lo que posiblemente represente a la familia media, y puede indicar además un ambiente educativo pobre. Como señalaba el U. S. News: «Estos niños pueden tener serios problemas conductuales, a parte de recibir azotes». Además, «las 807 madres del estudio tenían sólo entre 14 y 24 años en aquella época [la época del nacimiento de sus hijos], lo que las convertiría en una muestra escasamente representativa». Pero el estudio sobre los azotes que ha atraído una mayor atención con diferencia en los últimos años lo publicó en 2002 Elizabeth Gershoff, una psicóloga e investigadora del Centro Nacional de la Universidad de Columbia para Niños de Extracción Pobre de Nueva York.8 El estudio de Gershoff no era nuevo, sino un repaso a seis décadas de investigación sobre el castigo corporal. Averiguaba que, según la agencia Associated Press, los «padres que azotan a sus hijos corren el riesgo de dañarlos a largo plazo y esto es algo que pesa más que el beneficio a corto plazo de la obediencia inmediata». Gershoff concluyó que el azote sólo era útil para producir «la docilidad inmediata».

Good Morning America9 tituló

su emisión del estudio de la siguiente manera: «sesenta años de investigación demuestran que azotar a los niños puede causar más problemas de los que soluciona». Esto iba en la misma línea de casi todas las demás informaciones de la prensa sobre el estudio. Pero en él, Gershoff no había defendido que fueran los azotes los que causasen los efectos negativos. También señala el hecho de que no encontró una relación causal entre los azotes y los resultados negativos que midió, que sólo encontró correlaciones. Para ilustrar la diferencia: hay una enorme correlación entre la gente que está en el hospital y la gente que está enferma. Pero, ¿quiere decir esto que los hospitales causan la enfermedad de las personas? Pero Gershoff no admite el punto flaco más importante de su metaanálisis: un número muy importante de los estudios que ella revisó contenían, en cierta medida, definiciones de azote que la mayoría de la gente consideraría excesivamente severas, si no maltrato. Los doctores señalaron esto en una contestación al estudio de Gershoff, publicada también en el Psychologtcal Bulletin de 2002.10

Apuntaron que, aunque su análisis excluía estudios sobre castigo físico que causarían heridas serias «a sabiendas» a un niño, hay muchas formas de castigo que pueden no causarle voluntariamente «daños severos», pero que son igualmente duras o abusivas. A continuación incluyo lo que las dos terceras partes de los estudios que Gershoff examinó para sus conclusiones sobre los azotes y la agresividad/conducta antisocial incluían como descripciones de castigo corporal: «abofetear en la cara, cabeza y orejas», «zarandear», «tirarle algo al niño» y «azotar con un cinturón, o palo». Ese es un buen modo de obtener resultados sesgados en «el estudio más completo hecho jamás sobre los azotes». Del mismo modo que un medicamento en la dosis adecuada puede salvar a un paciente y una dosis equivocada de la medicina puede ser fatal, igual que necesitamos la comida para vivir pero demasiada puede ponernos enfermos o incluso matarnos; así, es extremadamente importante separar los azotes razonables no sólo del maltrato, sino del uso claramente grave e incluso abusivo de éstos. Además, muchos de los estudios que Gershoff revisó se centraban en los azotes a niños mayores, incluso adolescentes, más que en los de niños pequeños, que son los más comunes. También, respecto a la agresividad y los niños que habían sido azotados, Gershoff no pudo responder a la madre de todas las preguntas: ¿Se les azotaba más porque eran más agresivos? Finalmente, Gershoff se basó en estudios realizados desde los recuerdos de los efectos del castigo corporal en la agresividad adulta, la delincuencia, la salud mental y el maltrato físico. Incluso ella admite que a la gente le es fácil culpar de la depresión que padecen o de otros problemas al castigo corporal infligido décadas atrás por papá y mamá. La misma Gershoff dice en su estudio: Miren, el 90 por ciento de los adultos recibieron azotes cuando niños, pero la mayoría no se ha convertido en delincuentes violentos lo que «contradice la afirmación de que el castigo corporal ha de tener necesariamente efectos negativos en los niños». Pero lo que es quizás aún más fascinante, Gershoff admite que cuando el castigo corporal ha sido planeado, controlado, y tiene como objetivo el bien del niño, y no va acompañado de una gran intensidad emocional en el padre o la madre (exactamente como debería ser, digo), se le considera «instrumental». Añade: «Los niños que creen que sus padres están actuando con sus mejores intenciones, que la medida disciplinaria es apropiada para la travesura o que consideran legítimo el uso de la fuerza por parte de sus padres, se mostrarán inclinados a aceptar el mensaje de éstos». Eso tampoco llegó a los reportajes de los medios sobre el estudio. ¿Es posible, pues, que los intentos de los defensores del movimiento antiazote para socavar la legitimidad de esta medida estén haciendo que los padres se sientan más culpables, con menos confianza y más cautelosos a la hora de declarar que la practican? ¿Puede esto querer decir que hay más niños que están siendo azotados impulsivamente y en un momento de rabia, de una manera que es más perjudicial para ellos? Esa es la pregunta que me gustaría que me respondiesen. Cuando hablé con Gershoff fue muy clara respecto a las limitaciones de su estudio y admitió que la prensa no recogió alguno de los peros que ella señalaba. Sin embargo, usó el impresionante lenguaje de la defensa cuando señaló: «[...] tenemos que reconsiderar por qué creemos que es razonable golpear a niños pequeños y vulnerables, cuando va contra la ley hacerlo con otros adultos, prisioneros o incluso animales». No ha de sorprendernos que muchas de las personas que escribieron los reportajes audiovisuales y de prensa señalaran que el estudio había cerrado definitivamente el caso de los azotes. Querían titulares grandes y se tragaron lo que lo políticamente correcto decía. Y no leyeron el estudio.

Azotes: caso abierto Parece que «caso abierto» es más apropiado. ¿Cómo sería la teoría si pudiésemos tener más claro que existía una relación causal entre los azotes y los efectos positivos o negativos en los niños? El doctor

Robert Larzelere intentó dar respuesta a esta pregunta en un estudio que fue recogido por sus colegas y que se publicó en el año 2000.59 El doctor Larzelere, profesor del Nebraska Medical Center, lleva más de veinte años estudiando la disciplina. (Presentó una recopilación de los estudios sobre los azotes en la conferencia de la American Academy of Pediatrics de 1996 donde Strauss y Hyman habían hecho sus disertaciones, y he aquí lo que ocurrió: los dos organizadores de la conferencia, dos pediatras que en un comienzo estaban en contra de esta disciplina, escribieron después en la revista Pediatrics, según, el U. S. News & World Report, que habían cambiado de opinión; y habían llegado a la conclusión de que quizás, si provenía de unos padres que lo hacían con amor, podía estar bien). Larzelere no insta a los padres a que peguen a sus hijos. Sin embargo, afirma que las pruebas demuestran que los cachetes pueden ser efectivos cuando los padres los usan apropiadamente, sobre todo cuando se usan para reforzar métodos disciplinarios más suaves, como los tiempos fuera. De nuevo, el tema es cómo educamos a nuestros hijos, no si les damos un azote o no. He aquí cómo Larzelere extrajo las conclusiones de su estudio: investigó todos los estudios disponibles sobre el tema realizados entre 1979 y 2000, además de seleccionar algunos entre los realizados desde 1938. Para poder ser incluidos, tenían que haber sido publicados en revistas profesionales en inglés y debían incluir datos originales. El estudio no podía estar dominado por la severidad o el maltrato; la edad media del niño al que se azotaba tenía que ser inferior a trece años; y los azotes tenían que ser claramente anteriores a las consecuencias que se medían. Estos criterios produjeron la enorme suma de treinta y ocho estudios (dieciséis de los cuales fueron incluidos en la investigación de Gershoff). De esos treinta y ocho, diecisiete tenían en cuenta el grado inicial de mala conducta, algo imprescindible a la hora de decidir si se pegaba al niño porque se comportaba mal o viceversa, una pregunta que domina todos los estudios sobre el tema. (No es de extrañar que Larzelere diga que hace falta un poco más de rigor en esta cuestión). Lo que Larzelere averiguó es que las consecuencias de los azotes cambiaban dramáticamente dependiendo del diseño de la investigación. Los cuatro estudios más rigurosos, los que usaban básicamente los mismos criterios que la FDA (la Agencia Estatal de Alimentación y Medicamentos) exige para la aprobación de los medicamentos, concluían que los azotes eran eficaces a la hora de hacer que los niños de entre dos y seis años que eran persistentemente rebeldes cooperasen en los tiempos fuera, de forma que los padres pudiesen volver a tener control sobre su conducta. Y lo que quizás era más importante, estudios similares demostraban que reducir la rebeldía a los niveles normales en esta edad era, a su vez, esencial para disminuir los enfrentamientos y para que los padres volvieran a sentir afecto hacia estos niños más difíciles. (¡Así que, quizás, un azote puede ayudar al corazón de los padres también!). Asimismo, se deducía de estos estudios que la amenaza implícita de un azote, o el azote mismo, hacían que otras medidas que los padres quizás preferían fueran, por lo general, más eficaces. A lo largo de su estudio, Larzelere descubrió que las investigaciones que daban mejores resultados eran las que más tenían en cuenta la conducta inicial del niño, y que las que descartaban el castigo corporal severo eran, precisamente, las que concluían señalando los efectos beneficiosos del cachete. Larzelere también señala esta pequeña joya ocultaen el estudio de 1998 de Strauss60, en el que el autor concluía que los métodos disciplinarios alternativos (como los razonamientos y los tiempos fuera) dan más problemas de antisociabilidad y de agresividad en los niños que el castigo corporal no impulsivo. A pesar de ello, Strauss no quiere erradicar estas técnicas alternativas, pero sí los azotes, que tienen una correlación más débil con los efectos negativos en la educación de los niños. 59

Robert Larzelere, «Child Outcomes of Nonabusive and Customary Physical Punishment by Parents: An Updated Literature review», Clinical Child and Family Psychology Review, vol. 3, n. 4, 2000, pags. 199-221.

60

Murray Straus, y V. E. Mouradian, «by Mothers and Antisocial Behavior and Impulsiveness of Children, Behavioral Sciences and the Law, vol. 16, n. 3, 1998, págs. 353-374.

Esta postura nos dice más sobre la cultura de la permisividad que sobre las consecuencias de dar un azote a nuestros hijos

¿Cuál era la pregunta? Hay un motivo por el que le he empujado (si ha conseguido llegar hasta aquí) a leer sobre estos diferentes estudios. No sólo lo he hecho para poner al descubierto la ferviente naturaleza del prejuicio antiazote que hay tras ellos, y tras las informaciones que se dan de ellos. Y no lo he hecho sólo para demostrar que los defensores del movimiento antiazote pueden haber hecho un flaco favor a los niños al disuadir a sus padres del uso de una medida disciplinaria eficaz. Es para volver a la verdadera cuestión, para demostrar que el problema no es si azotar o no; el problema es el contexto general de la educación de los hijos. Los defensores de este movimiento nos quieren hacer creer que el azote es la causa primordial de todos los males. Strauss, por ejemplo, piensa que un descenso en el número de familias que dan azotes a sus hijos conduciría a un descenso en la delincuencia y en los costes de los tratamientos de salud mental. ¡Si fuera tan fácil...! Ayuda comprobar que los estudios que demuestran las consecuencias negativas de dar azotes no son lo que parecen y que otras formas de disciplina también pueden tener unos efectos perjudiciales y que, hasta los mejores estudios (aunque son escasos) muestran que estas medidas tienen generalmente resultados positivos. Aun así, es lógico que existan diferencias entre los distintos estudios. Esto se debe a que la decisión sobre si dar o no azotes a un niño no es una pócima mágica para el éxito de su educación. Ya he hablado de por qué y cómo un azote dado con amor y sensatez puede ser parte de una misión eficaz de rescate de nuestros hijos. Pero debemos hacerlo de manera que todos, nosotros y ellos, entendamos que es por su bien, y no por nuestra propia satisfacción. ¿Y no se cumple eso también en la educación de los hijos? La pregunta no es: «¿azotes sí, azotes no?», la pregunta es: «¿cuál es el contexto de la educación que le doy a mis hijos en general?». El fanatismo de los defensores del movimiento antiazote puede ser una metáfora de la parte de las las teorías educativas contra las que luchamos los padres: a los especialistas les preocupa que los padres sepamos más sobre nuestros hijos pero, al parecer, están a menudo convencidos de que ellos saben más sobre nuestros hijos que nosotros. Los estudios sobre este tema han llegado a extremos que rozan el desvarío. Otra razón para afirmarnos en nuestra postura: los padres tenemos que ser atrevidos y confiar en nosotros mismos a la hora de desempeñar nuestro papel de padres. Tenemos que enfrentarnos a los expertos por el bien de nuestros hijos.

Examen para padres Nadie debería decirle si ha de dar o no un cachete a su hijo. Usted es el padre y tiene que decidir qué es lo mejor para sus pequeños cuando se trata de la disciplina. ¿Cómo define usted una disciplina eficaz? ¿Es la que consigue una conducta adecuada en un momento dado o la que llega al corazón de su hijo? Puede ayudarle considerar los distintos métodos disciplinarios, cómo se usan en su casa y qué es lo que su hijo aprende de ellos. Cuando sus hijos tengan cuarenta años, ¿qué dirán sobre los métodos disciplinarios que utilizó usted? ¿Dirán que fue efectiva su disciplina y trasmitía amor? ¿Que era para su bien o para el de ellos? ¿Dirán que tuvo un efecto positivo en sus almas?

Conclusión Desafía a los expertos por el bien de tu hijo Un siglo después de «el siglo del niño» ha resultado que los expertos no han conseguido recrear a los niños a semejanza de su nueva y mejor imagen, a pesar de todo. A comienzos del siglo XX había una sensación de que en realidad podíamos «rehacer» a los niños. Dadas las nuevas perspectivas que parecieron abrirse en el conocimiento científico, estas lumbreras pensaron, hace más de cien años, que podíamos hacer a nuestros hijos mejores, si no perfectos, o bueno... muy cerca de serlo. Entre ellos se encontraba L. Emmet Holt, que garantizaba que sus métodos de cuidado infantil harían que tanto las madres como los hijos estuvieran más sanos y tranquilos. Y G. Stanley Hall, que defendía haber inventado la adolescencia. John Watson, que les dijo a las madres que no debían abrazar y besar a sus hijos por la mañana, sino darles un apretón de manos. El famoso doctor Benjamín Spock, Bruno Bet-telheim, Arnold Gesell y Penelope Leach. A menudo estos expertos se contradecían no sólo unos a otros, sino a sí mismos. Los padres oían hablar del amor severo y del amor dulce, de la educación centrada en los padres y de la centrada en los hijos... y cada experto prometía mejores bebés, más listos, más apegados, más responsables o más cariñosos, dependiendo de lo que estuviera de moda en ese momento.61 Pero cien años después todavía estamos enfrentándonos a problemas que estos tempranos y optimistas expertos infantiles no hubieran considerado posibles. No pudieron predecir los problemas de conducta, el aumento de la frecuencia de la conducta extrema, la depresión, las adicciones, la promiscuidad sexual, los «trastornos» infantiles... ¿Podría haberlo hecho alguien? A pesar de ello, muchos de esos especialistas del «siglo del niño» nos proporcionaron gran información sobre el funcionamiento físico y emocional de los niños (aunque otros proporcionaron una información que ha sido parcial o totalmente desmentida). Ni mucho menos estoy culpando a los expertos en educación de estas patologías. Sólo estoy apuntando lo obvio: cien años de consejos especializados sobre cómo educar a nuestros hijos no los han cambiado para mejor. El auge del experto infantil ha tenido al menos un efecto demostrable: ha hecho que muchos padres tengan miedo de confiar en sí mismos cuando se trata de la educación de sus hijos. Así que, con, en el mejor de los casos, un historial cuestionable de la historia de los gurús de la paternidad, ¿por qué muchos padres continúan guiándose religiosamente por las enseñanzas de los expertos? ¿Por qué tiene tanto poder aún esta nueva «ciencia de criar a los hijos» en la sociedad? ¿Por qué, si hiciesen a la mayoría de los padres unas cuantas preguntas responderían sin pensárselo: «dé siempre opciones a sus hijos», «nunca dé un azote», «refuerce la autoestima», «encuentre alternativas al no». Y, ¡por Dios santo!: «critique la conducta, no al niño». Creo que todavía seguimos empeñados en conseguir que los niños sean perfectos. Si los «educamos con apego» o los escuchamos con más atención y encontramos maneras creativas de disfrazar el «no», si reforzamos su autoestima adecuadamente... bueno, entones... el cielo será el límite. Demasiadas veces no nos vemos en una misión de rescate; nos vemos en una misión de «perfeccionamiento». Quizás en una misión para ser los padres perfectos. Y de esta manera hemos llegado a idealizar, a idolatrar a nuestros hijos. Nos hemos tragado la ridicula idea de que las madres desde el principio de los tiempos han estado practicando tres horas diarias de juego

61

Para saber más de esta historia, véase el excelente libro de la sociologa Ann Hulbert Raising America: Experts, Parents, anda Century of Advice About Children, Alfred A. Knopf, Nueva York, 2003.

circular62 con sus pequeñines, y si no lo han hecho, bueno... entonces no eran buenas madres. Hemos aceptado que nunca podemos decir: «Estoy ocupada cariño, vete a jugar con tus amigos» por lo que esto puede hacerle a la tierna psique del niño. Por el contrario, si dejáramos de perseguir la perfección en nuestros hijos y en nosotros mismos nos desprenderíamos de un montón de miedos y disfrutaríamos educándolos. Como dije en la introducción, creo que los expertos teóricos y, por extensión, muchos padres, simplemente tienen que relajarse. No estoy sugiriendo que todos los padres le vuelvan la cara colectivamente a las teorías educativas. En este libro he citado a expertos que creo que tienen cosas importantes que decir. También he dedicado muchos capítulos a enfrentarme a estos expertos y a sus consejos (en realidad a sus dictados). Lo que importa verdaderamente es: ¿qué piensan ustedes como padres de lo que los expertos dicen? ¿Tiene sentido para ustedes? Son ustedes, y sólo ustedes, los que tienen que decidir. Al fin y al cabo lo que estoy haciendo es alentarles a que tengan confianza como padres. Lo que creo es que los padres no debemos dejarnos tiranizar por los expertos. Y el primer paso para conseguirlo es entender que los niños no son las frágiles flores de invernadero que nos han hecho creer. Puede beneficiarlos mucho el aprender que no son el centro del universo, y a nosotros nos puede venir muy bien el darnos cuenta de que no tienen por qué serlo. Quizás el segundo paso sea darnos cuenta de que la mayoría de nosotros tenemos niños normales. Por regla general, no estamos educando a la segunda Madre Teresa, ni al segundo Mozart o Albert Einstein. ¡Y eso no es ningún problema! Hay muchos padres dominados por la falsa creencia de que están criando a niños que están muy por encima de la media; sería divertido si no fuera una tontería. Desde luego, queremos que nuestros hijos tengan éxito en la vida, que sean buenas personas, y queremos alentarnos a que lo consigan. Pero, muy en el fondo, en realidad, ¿esto nos basta? Hace poco, en el colegio de mi hija Victoria les hicieron unos test para identificar a los niños «superdotados». (Esto era un procedimiento estándar en nuestro anterior colegio público). Cuando llegaron los resultados sólo les eché una breve ojeada antes de rellenarlos. Así que tuve que reírme cuando un e-mail de la profesora a todos los padres de la clase explicaba que se sentía abrumada por el número de padres que se había puesto en contacto con ella para saber si los resultados de sus hijos los cualificaban para ser admitidos en el programa de niños superdotados. Iban a tener que esperar hasta septiembre para recibir más información de a qué altura estaría el «listón para los superdotados». Los padres tenemos que acostumbrarnos a sentirnos cómodos con el hecho de que la mayoría de nuestros hijos son encantadores, maravillosos y mágicamente normales y únicos. Cada uno de ellos tiene sus puntos fuertes, y algunas veces son extraordinarios; y cada uno tiene sus puntos flacos, y éstos también pueden ser bastante extraordinarios. Aun así nada los coloca en el centro del universo. Quizás una de las cosas que nos lleva a dejarnos tiranizar por los expertos es la reluctancia a admitir que no pasa nada porque nuestros hijos sean normales. Si mi hijo es algo menos que perfecto, bueno, ¡por Dios! ¡Maldita sea!, ¡debe haber un experto que lo pueda hacer mejor! Si tan sólo pudiéramos encontrar la fórmula mágica para controlar sus rabietas, hacerlo más sociable, ayudarle a ser encantador, más listo, bueno... entonces... pondríamos el mundo en sus manos. No debe extrañarnos que tantos libros y artículos sobre la educación de los hijos hagan promesas de todo tipo. Simplemente siga los consejos de este experto y ¡voilá! La alternativa es: no siga sus consejos y entonces su hijo estará condenado al fracaso. A comienzos del siglo XX, a pesar de que hasta entonces habíamos estado educando a nuestros hijos con un cierto grado de éxito, se nos dijo que lo que los niños realmente necesitaban era el cuidado y las instrucciones de los expertos. Eso les concedió un nuevo estatus. En lugar de ser considerados seres 62

El juego circular o floortime es una técnica diseñada concretamente por el doctor Stanley Greenspan para el tratamiento de niños autistas. Consiste en pasar un mínimo de 20-30 minutos en el suelo interactuando y jugando con el niño, siguiendo sus intereses y motivaciones y capitalizando sus emociones. (N. de la T.)

humanos pasaron a ser angelicales experimentos científicos que podían salir horriblemente mal si no se trataban perfectamente. Pero, ¿cómo se hacía eso? Alguien, ahí fuera, conocía la solución, y sólo teníamos que encontrar al experto o científico adecuado. Una vez convencidos de que podemos crear niños perfectos, si nuestro hijo no da el nivel, algo debe ir muy mal. Como tengo cuatro niños pequeños, estoy acostumbrada a que los expertos me bombardeen con consejos sobre cómo debería educarlos. Pero desde el primer día, me asombraba el poco sentido que tenían todos estos consejos. Fui afortunada de estar rodeada de una comunidad de padres sensatos, experimentados, que no estaban permanentemente en guerra con los expertos, pero que se reían y decían cosas como: «eres tú la que tienes que mandar sobre tus hijos», « ¿criticar a la conducta y no al niño?, ¿en qué beneficia eso al niño?». A menudo, simplemente me dieron la seguridad en mí misma para confiar en mis instintos. Estos sensatos padres también me ayudaron a ver que sólo los padres con confianza en sí mismos podían beneficiarse de los consejos de los expertos que fueran sensatos. En lugar de rechazarlo todo, hay que escoger lo que es inteligente, encogerse de hombros ante lo que no tiene sentido y olvidarse de lo demás. O, al menos, admitir que no sirve de ayuda. Podemos hacer esto sin sentirnos culpables por ello. Los padres que no confían en sus propios instintos son los que van allá donde los llevan los últimos consejos de los expertos y sienten un temor permanente de estar haciéndolo mal o de no estar haciendo lo suficiente por sus pequeños. Mis amigos me ayudaron a entender que mi misión no podía limitarse a poner fin a las malas contestaciones, a las rabietas, o a conseguir que mis hijos dejaran de pelearse. Era ir mucho más lejos. Tenía que entender que sus corazones estaban en peligro, que este peligro provenía más de ellos mismos que del mundo y que yo tenía que rescatarlos. Al entender esto, estoy en una posición mejor para hacer uso de los consejos de estos expertos cuando son útiles. Me gusta decir que el objetivo que quiero para mis hijos es el Cielo, y no Harvard. Si pasan por Harvard camino del cielo, supongo que eso es estupendo. Pero si me concentro tanto en que vayan allí que no pienso en la todavía más importante meta de ayudar a preparar sus corazones para el cielo, entonces les habré fallado. ¡Qué tragedia sería! Para los científicos educativos el objetivo de mis hijos no es el Cielo. Los padres tenemos que entender que los expertos no conocen ni aman a nuestros hijos como nosotros. No tienen la responsabilidad y la autoridad en su vida que nosotros tenemos. Como podemos ver por un siglo de consejos totalmente contradictorios, a menudo absurdos y algunas veces incluso risibles, los expertos no saben más que nosotros sobre nuestros hijos. Pensemos, por ejemplo, en los colegios. Oigo hablar con mucha frecuencia de los niños que son un poquito diferentes: prefiere jugar solo en el recreo, llora con facilidad, fantasea demasiado. Cualquiera que sea el problema, el orientador a menudo entra en escena, los padres reciben una llamada de atención y se establece un protocolo con varias terapias para tratar «el problema», que puede no ser un problema, para empezar. Pero los padres no tienen que sentirse intimidados por los expertos ni tienen que tener miedo si se niegan a considerar la conducta como un problema. Algunas veces alguien sensato de fuera de la familia puede localizar un problema que un padre no puede ver, pero depende del padre el hacer buen uso o no de esa información. Un año, una de las profesoras de mis hijos más pequeños creaba más problemas de los que resolvía. No creía que mi hijo estuviera siendo lo suficientemente sociable, y el niño de vez en cuando se deshacía en lágrimas. La profesora me pidió que tuviera un encuentro con ella para desarrollar un protocolo para el niño. Así que me encontré con ella y oí lo que tenía que decir. Estaba preocupada porque había tenido un problema parecido en casa y se había solucionado pronto. Por otro lado, tampoco ignoré lo que me dijo. Consulté con los otros profesores para saber qué habían observado en Peter. No me dejé intimidar por la profesora o por su legítimo interés por mi hijo. No me planté y le dije que no sabía de lo que hablaba. Acepté la información que se me daba, la consideré, la investigué y después seguí el camino que

creía que era mejor para el niño. No siempre tengo que tener razón, pero siempre seré su madre y la que más dedicada está en el mundo a su bien. Le expliqué a la profesora que este pequeño no estaba interesado en ser una abeja sociable, y que se sentía feliz con un par de buenos amigos. Sugerí que se relajara un poco y no llamara la atención sobre mi hijo cada vez que pensara que se sentía un poco frustrado. Le pedí que intentara dejarle solucionar el problema sin interferir. Que me mantuviera al corriente de lo que ocurriera y que esperásemos un poco a ver cómo iban las cosas. Desde el momento en que la profesora se echó atrás las cosas empezaron a irle mejor al niño. Otro año, en primero de primaria, una orientadora escolar visitó la clase de otro de mis hijos. Les explicó a los niños que podían ir a verla si tenían un problema. Todo lo que tenían que hacer era rellenar un impreso que se enviaría a su oficina. El impreso tenía dibujos de amigos, familias y niños haciendo deberes, entre otros, y se les dijo a los pequeños que tenían que rodear uno de los dibujos para describir su problema. Sabía, por supuesto, que el colegio tenía orientadores. Lo que no sabía era que éstos iban a animar a los niños a compartir sus problemas con ellos en una relación individual; problemas que a lo mejor ni siquiera los niños sabían que tenían. No me parece mal que los padres busquen ayuda psicológica para sus hijos en determinados momentos, pero creo que los niños deberían hablar primero con sus padres. Y, desde luego, pienso que hay que pedir permiso a los padres si un orientador va a hablar con su hijo. También creo que lo que se dice en estos encuentros entre niño y orientador debería ser compartido con los padres. Estas pautas refuerzan la idea de que padres e hijos están en el mismo equipo, que papá y mamá tienen los mismos intereses que su pequeño. (En nuestro colegio los padres teníamos que borrar expresamente a los niños de la orientación individual, lo cual hice). Creo que muchos orientadores son estupendos, especialmente cuando se reúnen con la clase para hablar de temas como las estrategias para el estudio y cómo tratar a los abusones. Y puede que las conversaciones privadas con ellos sean positivas, siempre que mamá y papá participen en ellas. (Los casos en los que se sospecha de maltrato por parte de los padres son, obviamente, diferentes). Este incidente del que mi hijo fue parte me empujó a escribir una columna en la que contaba cómo les decía a mis hijos: «Si un adulto te dice alguna vez: "no les digas esto a tus padres" o "no les cuentes este secreto a tus padres" esa persona es un problema». Muchos orientadores no dicen este tipo de cosas, por cierto. Lo que quiero decir va más allá. En circunstancias normales, cualquier persona que se interponga entre un hijo y sus padres, las personas que más quieren al niño en el mundo, no trae más que problemas. No importa que sea un médico, un profesor o el vecino de al lado; si un adulto intenta borrar a papá y mamá de la foto con los niños, eso debería indicarles que esa persona es un problema y deben contarnos lo que pasa inmediatamente. (Este recelo puede proteger a un niño de cosas mucho peores que un adulto demasiado entrometido. Por un motivo, no creo que haya habido ningún abusador infantil en toda la historia que no le haya dicho al niño: «No le contemos este secreto a papá y mamá») Bueno, recibí un aluvión de respuestas de consejeros escolares. He aquí lo que una me escribió: Me siento muy ofendida por el desinformado mensaje que ha elegido enviar a muchos miembros de la comunidad. Además, encuentro muy desafortunado que le haya negado a su hija los servicios y apoyo de profesionales especializados que le permitan desarrollar todo su potencial y convertirse en un miembro de la sociedad que aporte algo a ella... Los padres y los hijos están tan unidos en la familia que los padres se resisten a reconocer que existen unos conocimientos fuera del ambiente familiar que son necesarios. Mediante el desarrollo de técnicas de equipo entre los padres y los orientadores (entre otros) que han sido específicamente formados para tratar estos problemas en un contexto social, su hija podría entrar en contacto con valiosas lecciones vitales. Esta persona es alguien que cree realmente que «hace falta un especialista para educar a un hijo». ¿Cómo han podido los niños crecer normalmente antes del advenimiento de los especialistas?

Son los padres con confianza en sí mismos los que más se pueden beneficiar de escuchar lo que otras personas presentes en la vida de sus hijos tienen que decir. Esto se debe a que estos padres son los que están mejor preparados para usar esa información por el bien de sus hijos. Así que animo a todos los padres a reconocer lo que es obvio: los expertos no lo saben todo. No hemos de tenerles miedo, no hemos de sentirnos intimidados por ellos; tampoco tenemos que rechazar totalmente sus consejos. Sólo tenemos que reivindicar nuestra autoridad en la vida de nuestros hijos y pensar con sensatez en lo que dicen sobre su educación. Yo no quería convertirme en una madre divorciada, pero en el proceso, de alguna manera recibí el regalo de tener que revisar mi vida, mis objetivos y las prioridades que tenía para mis hijos. Demasiado a menudo nos encerramos en pautas de conducta y de pensamiento y nos acostumbramos a ellas. Algunas veces es necesario que nos sacuda una desgracia y nos ayude a pensar en lo que realmente importa. Tras mi terrible experiencia, llegué a ver más claramente que nunca que la forma de educar a nuestros hijos y el ser constantes en esta educación influye en la clase de persona en que se van a convertir. Y así llegué a estar más resuelta que nunca a alcanzar el corazón de mis hijos. Aunque esta misión ahora me parece diferente y es más complicada, y aunque no voy a intentar llegar a un objetivo inalcanzable, estoy más decidida que nunca a continuarla. Así que espero que lo que he dicho en este libro les sirva de ayuda y les haya convencido de que ustedes son los padres y que eso realmente significa algo. Confío en que este libro les haya hecho pensar y preguntarse: « ¿Tiene sentido?». «¿Veo que necesito ser constante en la misión de rescate del corazón de mis hijos?». Ustedes son los padres, ustedes tienen una autoridad exclusiva en la vida de sus hijos y saben más que ellos. Por este motivo tienen la autoridad y el deber de perseverar en la misión de rescate de su corazón. Si cuando terminen de leer este libro están más convencidos que nunca de estas verdades, entonces habré conseguido el propósito que tenía al escribirlo. Y si los padres empezamos a creer que nuestros hijos por norma general no requieren el tratamiento de los expertos, que son personitas maravillosamente normales y queridas que requieren nuestro tratamiento, quizás esto nos ayude a nosotros también a bajarlos de ese peligroso pedestal. Creo que los padres podemos estar a la altura de esta profesión. Después de todo, queremos a nuestros hijos como nadie. Pasamos por tantas cosas por ellos. Sacrificamos tantas cosas por ellos. Pensamos tanto en ellos. Queremos hacer lo correcto. El amor incondicional que unos padres tienen por sus hijos es muy poderoso. Si tan sólo pusiéramos la mitad de la energía que ponemos en pensar « ¿qué dicen los expertos?», en pensar « ¿tiene esto sentido?», estoy convencida de que lograríamos cuestionar esta cultura que nos invade. Y esto sería bueno. No porque la ciencia educativa no tenga buenas ideas, sino porque los padres volverían a estar sentados en el asiento del conductor a la hora de decidir cuáles de sus ideas son buenas para su familia y cuáles no. Esto significaría que los padres ya no estarían tiranizados por los expertos. Y beneficiaría enormemente a nuestros hijos. Si están ustedes en desacuerdo conmigo en la mayoría de estos temas, ya se trate de los azotes o de la necesidad de reforzar la autoestima, pero acaban el libro más convencidos de los principios básicos de la educación con confianza en uno mismo que he esbozado, se han enfrentado a los expertos. Se han atrevido a ser padres. Y les han hecho a sus hijos un regalo increíble.

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