Silvina Iman Cohen - Infancia Maltratada en La Posmodernidad
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Capitulo 2: Sobre la infancia y la niñez En los últimos 40 años, los historiadores europeos han estudiado el lugar de la infancia de acuerdo a los hallazgos del análisis de la vida cotidiana. Han permitido la construcción de la niñez como un sujeto histórico que, en la actualidad, ha adquirido una notoria y creciente visibilidad. Concepto de infancia La infancia es definida por el diccionario de la lengua española como “la edad del niño desde su nacimiento hasta la pubertad” y como “primer estado de una cosa”. Esta segunda acepción supone que la infancia es el comienzo de un ciclo, el inicio de algo que sugiere apertura y continuidad de un proceso. La palabra “niñez”, fue transmitida de generación en generación y se fusionó en el imaginario social de los últimos siglos a la idea de pureza, ingenuidad e inocencia. Estos valores fueron tiñendo el sentimiento de los adultos y cristalizaron la niñez en esa imagen. Por su parte, esta naturalización e idealización permitió ocultar o silenciar los delitos, los desbordes y las injusticias que sufrieron y, aún sufren, muchos niños. Haber inventado la niñez como concepto derivó en la dificultad para tomar contacto directo con algunos de sus protagonistas: niñas prostituidas, niños y niñas discriminados debido a su color de piel, víctima de toda clase de abusos, etc. Por eso, es importante, a la hora de estudiar cuestiones ligadas a los niños, redefinir el concepto de niñez para evitar los riesgos que entraña naturalizar y esencializar su conceptualización. Surgimiento del “sentimiento de la infancia” La época en la que surgió la noción de niño como construcción u objeto social, coinciden en situarla en Europa occidental entre 1220 y 1250. Da cuenta de esto el hecho de que la palabra infancia apareció recién en el siglo XIII Es el historiador francés Philippe Ariés quien aporta uno de los estudios más importantes sobre el tema y quien sostiene que, la infancia tal como se la concibe en la actualidad es algo inventado en los últimos trescientos años. El “sentimiento de la infancia”, que comienza a aparecer en el siglo XVIII y sigue vigente en la actualidad, es el resultado de una profunda transformación en las creencias y las estructuras mentales, es decir, una particular concepción del mundo, del tiempo y de las cuestiones cotidianas que se liga a la aparición de la familia nuclear moderna, esto es, la limitada a padres e hijos, que surgió progresivamente en las ciudades del siglo XV. Según Ariés, la sociedad medieval no percibía la diferencia entre el mundo de los niños y el de los adultos; por ende, los niños eran considerados adultos pequeños y, en consecuencia, las prácticas sociales que los involucraban respondían a esa concepción de la infancia.
Según Ariés (1969 y 1987), el surgimiento de la infancia coincide con las prácticas sociales capitalistas y los modelos hegemónicos de la burguesía. La infancia en la Edad Media Para Ariés y Duby (1992), a lo largo de la Edad Media en la Europa occidental predominó una conciencia naturalista de la vida y del paso del tiempo. Cada uno de los miembros del grupo familiar dependía de los demás, y cumplir con la función de procrear era una responsabilidad ineludible, en tanto constituía el vínculo entre el pasado y el futuro. En consecuencia, el lugar de la mujer era esencial, en ella se depositaba esa continuidad de la familia y de la especie. El individuo disponía de su cuerpo sólo en la medida en que no contrariase los intereses de la familia, dado que lo prioritario era el destino colectivo del linaje. El niño era concebido como un vástago del tronco comunitario y, en tanto tal, pertenecía a sus padres tanto como al linaje. Era “un niño público” para quien, desde su nacimiento, los ámbitos público y privado se hallaban entrelazados con fuerza: el niño era dado a luz en un lugar privado (la habitación de sus padres) pero con la ayuda de parientes y vecinas que convertían su nacimiento en un acto público. Sus primeros pasos y el rito del bautismo eran también momentos fundantes de la socialización del niño. La primera infancia era la época del aprendizaje: aprendizaje de la casa, del pueblo, del terruño, del juego, de las relaciones con los otros niños; y también de las reglas de pertenencia a una comunidad y de las cosas de la vida cotidiana. Tanto el padre como la madre ocupaban un lugar central en esta etapa de la educación de los hijos. Ya a los siete u ocho años los varones acompañaban a su padre al trabajo en el campo, y las niñas se quedaban con su madre y otros personajes femeninos, aprendiendo las tareas correspondientes al rol de la mujer. En la sociedad medieval, niños y adultos vestían con las mismas ropas, compartían en el trabajo, las horas de descanso y hasta los juegos. Tampoco la edad cronológica era un elemento diferenciador, ya que muchos adultos no sabían si quiera la fecha de su propio nacimiento ni la madre de sus hijos. La infancia en la modernidad A raíz de los profundos cambios sociales y económicos que se produjeron hacia fines del siglo XVI aparecieron indicios de una nueva concepción de la infancia. Surgió como valor la voluntad de preservar la vida del niño, voluntad que fue creciendo durante el siglo XVII: “librar a un niño de la enfermedad y de la muerte prematura, repeler la desgracia intentando curarlo: esta es en adelante la meta de los padres angustiados” Jhon Locke postulaba la importancia de los cuidados de los padres para conservar y aumentar la salud de sus hijos, o “cuando menos, para hacer que tengan una constitución que no sea propensa a enfermedades”.
En la ciudad renacentista se pierde esa íntima relación con la “madre tierra” y, por tanto, se debilita el vínculo con los antepasados que, hasta ese momento, se consideraba esencial. La aparición de la familia nuclear implica entonces modificaciones en el espacio doméstico más íntimo, que repercuten en el sentimiento de la infancia. Estos cambios no se dan en forma lineal ni en todas las comunidades de una misma manera. A partir de estas distintas cosmovisiones, comienzan a surgir contradicciones entre la necesidad de perpetuar el linaje y el deseo creciente del individuo de vivir su vida en forma plena. En este marco, el hijo pequeño es atendido, cuidado y mimado en tanto ocupa un lugar diferente en la sociedad: un niño al que se quiere por sí mismo, y no solo por ser sólo un eslabón más en la cadena de la descendencia. Rosseau congela las nuevas ideas e imprime un auténtico impulso a la llamada familia moderna. Estas nuevas prácticas sociales, según Ariés, se articularon con el lugar que fue adquiriendo la educación en esos tiempos: era necesario preparar al niño para el mundo adulto por medio de la institución escolar, por lo que la escuela supuso un importante elemento de separación entre el adulto y el niño. Asimismo, esta nueva concepción de la infancia estuvo acompañada por métodos de crianza y educación muy severos: les hicieron conocer la vara de castigo y las celdas carcelarias, en una palabra, los castigos reservados generalmente para los convictos provenientes de los más bajos estratos de la sociedad. En estos tiempos se observan dos tendencias: por un lado, algunos padres demasiado apasionados por sus hijos, que se deslumbran con este “nuevo niño”, a quien consideran más despierto y más maduro. Y, por el otro, los moralistas, que denuncian la complacencia con la que los padres y madres educan a sus hijos. El “mimo”, por tanto, sería causa de demasiadas debilidades. Es posible detectar tres cambios fundamentales que, a partir del siglo XV, contribuyeron al surgimiento del sentimiento de la infancia característico de las ciudades de Europa Occidental: 1) Aumenta la preocupación por los aspectos médicos que atañen al niño: una práctica comienza a circular en esa época es el fajamiento del niño. Mientras que para algunos denota un signo de cuidado y atención, para otros, en cambio, es el símbolo de las múltiples imposiciones que padece el niño desde que llega al mundo, puesto que se lo priva de toda libertad corporal. 2) Las madres entregan a sus hijos a un ama de cría que no pertenece a la familia: este hecho supone que la mujer comience a elegir qué hacer con su tiempo y a sentir placer en otros espacios. Esta práctica es criticada por los médicos y letrados moralistas que consideran que aleja a la
mujer de la función productora, en tanto, educadora, y la reduce al simple papel de reproductora. 3) Aparecen nuevas estructuras educativas: estas instituciones, en especial los colegios, son rápidamente aceptados por los padres, pues suponen que la educación de los niños podría “someter los instintos primarios al gobierno de la razón”
Este modelo de infancia estuvo acompañado por una serie de disposiciones jurídicas que respondían a preocupaciones públicas. Ha constituido la base de la actual política de protección a la infancia y supone la intervención del Estado en cuestiones sociales y demográficas. La niñez en la Argentina Giberti rastrea el concepto de infancia en la Argentina, señala que “pensar en la niñez desde la perspectiva de un continente con matrices culturales andinas, precolombinas y coloniales, sugiere buscar una lógica inclusiva que haga lugar a las diferencias entre diversos continentes. Carli (1992, 1994, 2006), quien estudia la infancia en distintos momentos históricos, describe cómo la etapa fundacional de la educación nacional fundada por Domingo Faustino Sarmiento, estuvo acompañada por una concepción moderna de la infancia, esto es, un niño subordinado a sus padres y a los docentes, y en general, sin derechos propios; pero también, había otros niños que quedaban fuera de la retórica sarmientina, que solo se hicieron visibles a partir de esporádicas acciones de algunas mujeres de inspiración socialista. Ciafardo (1992) plantea que entre los años 1890 y 1910 los niños de Buenos Aires comienzan a diferenciarse de los adultos, y entre sí, conformando tres grupos de niños bien diferenciados: los pobres, los niños de sectores medios y lo de la elite. Estos grupos, corresponden a las particularidades y las políticas aplicadas para con cada uno de ellos: la persecución, la detención y la internación, cuando se trataba de niños vagabundos, transgresores o de niñas que ejercían la prostitución, mientras que, en los otros dos casos, la política en general estaba orientada a la enseñanza escolar y la normativización moral dentro de las escuelas. Entre 1919 y 1930, los cambios en el Estado se reflejan también en las prácticas hacia la infancia a partir de la modernización pedagógica, el surgimiento del discurso de la minoridad y la institucionalización del menor no escolarizado. Posteriormente, el peronismo resignificó la infancia como objetivo de Estado y el lema “los niños son los privilegiados” reflejó una política hegemónica en esos años: todos los niños, sin distinciones, son privilegiados. Una característica común a todas las conceptualizaciones de la niñez es su condición de sujetos pasivos en la historia social. Su participación activa en la
sociedad civil en tanto sujetos de derecho cuya palabra debe ser escuchada y respetada surge recién a partir de la sanción de la Convención de los Derechos del Niño en 1990. Nuevas identidades infantiles Los paradigmas que definían la niñez vuelven a transformarse, modificando las representaciones sociales vinculadas a la obediencia de los más pequeños y a la práctica de la autoridad por parte de los mayores. La lógica formal y los ideales del imperativo categórico de Kant propios de la modernidad aparecen hoy fuertemente cuestionados por nuestros pequeños: en la subjetividad repercute mucho más el deber-tener que el kantiano deberser. El mundo de estos niños está impregnado por una incesante y seductora estimulación visual y auditiva que dificulta las construcciones simbólicas, a partir de la invasión de la tecnología. Sin embargo, es el otro adulto que abandona al niño al exceso de la pantalla quien reproduce la lógica del mercado ofreciendo al niño el goce autoerótico del cual el adulto tampoco puede escapar. La intrusión de la violencia y el erotismo desde la imagen virtual, que convierte a los niños en consumidores, constituye un fenómeno nuevo en nuestra cultura, del mismo modo que las respuestas que los chicos desarrollan frente a estos estímulos, y a veces, llegan a ser incluso patológicas. En lugar de depender de las pautas que antaño impartían las instituciones de referencia de los más pequeños (escuela, iglesia, club), ahora se someten a las indicaciones emitidas por la televisión o por internet: son órdenes que desautorizan el universo simbólico y que evidencian una clara preponderancia del mundo de la imagen. Por un lado la globalización genera signos de uniformización de la cultura infantil, mientras que la creciente desigualdad social genera una mayor distancia entre las distintas formas de vida de niños. Basta comparar la vida de los niños que viven en barrios privados con la de los chicos de la calle. Narodowski (1999) plantea que las nuevas estructuras posmodernas provocan la “fuga” de la infancia y generan nuevas identidades infantiles, todavía no del todo precisadas. Fuga para este autor, que tiende hacia dos polos: la infancia hiperrealizada y la infancia desrealizada. El primer tipo corresponde a la infancia procesada al ritmo vertiginoso de la cultura de las nuevas tecnologías y los nuevos medios masivos de comunicación, esto es, niños que no comprenden y manejan esas tecnologías y no requieren de adultos para acceder a la información, dado que crecieron con ellas, y por tanto, se realizan. En el otro polo se encuentra la infancia desrealizada, que construye sus propios códigos alrededor del “aquí” y del ahora “ahora”, alrededor de las calles que los albergan y de los “trabajos” que los mantienen vivos. No despiertan en los mayores un sentimiento de ternura y cuidado. Es una infancia desgajada de
la escuela y de la familia, que no logran retenerlos y, cuando lo hacen, no saben muy bien qué hacer con ellos. Aun cuando el sentimiento de la infancia que hoy conocemos sea producto de la modernidad, la actualidad ha ido delineado nuevos estilos de ser niño, nuevos espacios de socialización y nuevos modos de vincularse con el otro.
Capítulo 5: efectos del maltrato en la subjetividad El maltrato produce en el sujeto que lo padece serias consecuencias, entendidas como el conjunto de alteraciones en el funcionamiento individual, familiar y social. Las más comunes son la transmisión intergeneracional de la violencia y las alteraciones en el rendimiento académico, en el ajuste psíquico individual y en el tipo de relaciones en las que el sujeto participa. Sin embargo, resulta difícil encontrar un listado de síntomas ligados puntual y exclusivamente al maltrato infantil, ya que los efectos de violencia dependerán de una serie de factores que se articulan en forma cambiante en cada caso, tales como la edad del niño al momento en que revela el abuso, el tipo de agresión sufrida (abuso físico, psicológico, sexual o negligencia), el grado de cronicidad del maltrato y las redes de apoyo familiar y social con las que cuenta el niño. El maltrato y sus consecuencias en el funcionamiento intelectual Ya en la década del sesenta, algunas investigaciones indicaban que los niños maltratos presentan retratos en su desarrollo intelectual. Pino, Herruzo y Moya (2000) señalan que los niños maltratados tienen un menor desarrollo cognitivo, son menos creativos, más distraídos, presentan una menor persistencia en las tareas de aprendizaje, son menos habilidosos resolviendo problemas y durante la edad escolar obtienen peores resultados en las pruebas de CI y en el rendimiento escolar que los niños no maltratados, es decir, tienen un funcionamiento cognitivo inferior al correspondiente a su edad. Aun cuando estos sugieran que los niños maltratados corren serios riesgos de padecer deficiencias intelectuales y cognitivas, estos estudios no indican si el maltrato es la causa de la deficiencia, o si los niños maltratos evidenciaban estos retrasos antes de la violencia, y por tanto, estos retrasos constituyen uno de los factores que determinan la agresión. Si se considera que el maltrato origina la deficiencia, esto podría deberse a las lesiones en el sistema nervioso central durante el abuso (golpes, mala nutrición, empobrecimiento ambiental, falta de estimulación cognitiva, o que al momento de ser examinados, estos niños se encontraran sin los recursos yoicos para enfrentar la situación de prueba. Se suma a esto, además, que los niños que han sido maltratados muchas veces se posicionan en el lugar de “no saber” y manifiestan un sentimiento de incapacidad, actitud que, aunque no sea estrictamente del orden de lo intelectivo, influye en su desarrollo cognitivo. Afectividad y maltrato Tanto la práctica clínica como diversas investigaciones señalan que los niños que sufren o sufrieron maltrato presentan una amplia gama de dificultades emocionales, tanto en lo que se refiere a su comportamiento como a rasgos de
personalidad. Los signos más sobresalientes, al margen del tipo de maltrato sufrido, son:
Agresividad: estos niños suelen ser más agresivos que sus compañeros de clases. Su agresividad es más fácil de provocar, más intensa y más difícil de controlar. Autoagresividad: en muchos casos las víctimas del maltrato infantil incorporan una modalidad autoagresiva para resolver los conflictos, representada mediante intentos de suicidio. Diversas investigaciones muestran que los niños maltratados con depresión infantil tienden a atribuir los sucesos positivos a elementos externos, mientras que se adjudican los negativos a sí mismos. Baja autoestima: una de las principales características de estos niños. Casi siempre va unida a sentimientos de desesperanza, de tristeza y de depresión, dado que han sido objeto (principalmente en abuso sexual) de un abuso de confianza, de inseguridad y falta de confianza tanto en sí mismos como en los otros. Estigmatización: los niños agredidos sexualmente presentan, lo que se denomina “estigmatización”, es decir, que sienten en forma constante vergüenza y culpa. En casos extremos, estos sentimientos los llevan a tener conductas autodestructivas, como el abuso del alcohol o drogas, prostitución e incluso, el suicidio.
Los efectos del maltrato en las habilidades sociales Además de los problemas cognitivos, emocionales y de conducta, también se han examinado los efectos del maltrato físico sobre la adaptación social de los niños y la serie de problemas interpersonales que conlleva. Los niños maltratados demuestran poca competencia social, puesto que establecen relaciones interpersonales agresivas o presentan aislamiento social. Dos grandes cuestiones que caracterizan las relaciones de los maltratados con sus iguales. En primer lugar, los niños maltratados físicamente tienden a mostrar altos niveles de agresión física y verbal en sus interacciones e incluso, a responder con ira y en forma agresiva a los compañeros que se les acercan en forma amigable. En segundo término, presentan un grado mayor de retraimiento y evitación de las relaciones interpersonales que los no maltratados y poseen escasas soluciones alternativas a problemas interpersonales, a diferencia de los no maltratados. Los estilos de apego se desarrollan tempranamente, permitiendo la formación de un modelo interno que integra por un lado creencias acerca de si mismo y de los demás, y por el otro una serie de juicios que influyen en la formación y el mantenimiento de las dinámicas relacionadas con durante toda la vida del individuo. Por esto resulta importante la figura del primer cuidador, generalmente la madre, ya que el tipo de relación que se establezca entre esta y el niño será determinante en el estilo de apego que se desarrollará. No
obstante, otras figuras significativas como el padre y los hermanos pasan a ocupar un lugar complementario, lo que permite establecer una jerarquía en las figuras de apego. Ainsworth (1980) señala que, como consecuencia del maltrato, se producen graves alteraciones en el desarrollo del apego en el niño, que podrían explicar las dificultades socio-emocionales que el maltrato imprime tanto a corto como a largo plazo, incluyendo entre ellas su transmisión intergeneracional. Los maltratados no logran comprender correctamente las pautas sociales relevantes, interpretan hostilmente la conducta de los otros y muestran una falta de competencia a la hora de poner en juego estrategias comportamentales para resolver problemas interpersonales. Sin embargo, no todas las investigaciones coinciden en estos resultados. Autores como Walker y Downey (1990) plantean que el maltrato está asociado con altos niveles de agresión y con el rechazo hacia los pares, pero no con habilidades sociales y cognitivas más pobres. También los niños que han sido testigos de violencia en su hogar presentan un patrón de conducta que, en ocasiones, es muy similar al patrón descrito para los maltratados. En general, muchos de los pequeños que fueron testigos de violencia en sus hogares suelen presentar ataques de ira, incapacidad para concentrarse y agresividad; algunos fluctúan entre una pasividad extrema y explosiones repentinas de furia; otros expresan sentimientos profundos de ansiedad, impotencia y su incapacidad para evitar las agresiones en la familia y, finalmente, otros están ya agotados. Los maltratados son descriptos por su grupo de compañeros como perturbadores, peleadores, poco cooperativos e indican que es poco probable que sean líderes del grupo, Los niños que han sufrido abuso sexual suelen presentar una sexualidad traumática en su adultez, y desarrollar sentimientos y actitudes sexuales disfuncionales (por ejemplo promiscuidad, prostitución o imposibilidad de tener una relación sexual). Consecuencias del maltrato infantil a lo largo del ciclo vital Autores como Aber, Allen, Carlson y Cicchetii (1989) y Fernández (2002) analizan las consecuencias que el maltrato deja en la persona que lo sufre de acuerdo a los diferentes momentos del ciclo de vital que atraviesa, describiendo el impacto de la violencia en cuatro etapas: -
Primera infancia: cuando los niños son muy pequeños no pueden verbalizar el trato negligente o punitivo y son sus lesiones recientes o cicatrizadas las encargadas de delatar las actitudes coercitivas. En algunos casos, las consecuencias físicas pueden ser determinantes, e incluso fatales, para la vida del niño, y en otros originan deficiencias
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psicomotoras, problemas neurológicos y deterioro neuropsicológico que se acarrean a lo largo de toda la vida. Un bebe maltratado puede tener dificultades en su desarrollo afectivo o un apego del adulto inseguro que le impedirá tener vínculos eficaces con el medio más próximo. Este apego potencia, además, conductas de evitación cuando un adulto desconocido intenta acercase al niño. Es posible que el niño no logre individualizarse y no adquiera autonomía, ni pueda controlar sus propias emociones. Esos niños son llores, muy inquietos, demandantes y molestos. Tampoco consiguen desarrollar una comunicación prelingüística junto con las combinaciones de palabras, no potencian su autoconfianza, su iniciativa, su integración ni su compresión de las redes sociales. En los niños en edad preescolar se detectan dificultades en la resolución de problemas y en la relación con sus pares. Segunda infancia: los niños maltratados presentan mayores deficiencias en las habilidades lingüísticas y menor rendimiento escolar que sus pares no maltratados. Sin embargo, es posible que estas deficiencias obedezcan no tanto al maltrato en sí, sino al medioambiente familiar deficitario, en el que la estimulación, la comunicación y la dinámica familiar están gravemente deterioradas. Por otro lado, es muy probale que todo el potencial cognitivo del niño esté encaminado a evita el maltrato en vez de orientarse a sus habilidades exploratorias o manipulativas. Respecto de los problemas afectivos y conductuales, estos niños suelen manifestar una autoestima baja y altos niveles de conductas internalizantes (ansiedad, depresión, miedo) y conductas autodestructivas y externalizantes, como la hiperactividad, agresividad con adultos y pares, los problemas de conducta y las conductas antisociales como el robo y la fuga del hogar o de instituciones donde se hallan internados. Asimismo, muestran problemas en el desarrollo social, se atribuyen la culpa de los hechos punitivos y consideran que sus padres son buenas personas. También poseen escasa habilidad para discriminar las emociones observadas en otras personas (empatía). Los niños maltratados tienen un bajo rendimiento intelectual y su comportamiento es disruptivo; se enfrentan no solo con sus iguales, sino también con el propio maestro, lo cual contribuye al fracaso escolar. Además, son poco receptivos a cualquier estimulación, a las actividades en clase y a las actividades lúdicas durante el recreo. Adolescencia: la conducta antisocial, las fugas del hogar o de las instituciones en las que se encuentran internados, el robo, el contacto con drogas, entre otras conductas, son muy frecuentes, entre los adolescentes maltratados. En menor escala suelen presentar cierta tendencia al delito, y en estos casos, existe una relación entre el grado de maltrato sufrido y el tipo de delito que se comete.
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Otras veces, como ya dijimos, utilizan una modalidad auto agresiva para resolver sus conflictos, qué puedes llevar a intentos de suicidio suicidios concretados En cuanto al abuso sexual, como se observa que los efectos que produce en esta etapa son, a corto plazo, problemas del sueño, sentimientos de culpabilidad, manifestaciones, psicosomáticas, ansiedad agresividad, hiperactividad, conductas autodestructivas, masturbación compulsiva, fugas del hogar, fracaso escolar y sensación de impotencia frente al agresor Adultez: uno de los problemas más importantes que el maltrato produce en la adultez es la transmisión intergeneracional del maltrato físico, qué implica que los niños maltratados, cuando se convierten en padres, maltraten a sus hijos de la misma manera que sus padres hicieron con ellos y, por tanto, transmiten el maltrato de generación en generación. Ciertos autores como Widom (1989) indican que la mayoría de los padres que maltratan no fueron Víctimas de violencia en su infancia. Es decir, la transmisión intergeneracional del maltrato no es una consecuencia Inevitable de haberlo padecido y, cuando surge, podría deberse más a la confluencia de otros factores (problemas familiares alcoholismo drogadicción) que al maltrato sufrido en la infancia. Belsky (1993) plantea una serie de procesos mediadores a los que atribuye su aparición: la teoría del aprendizaje social y la teoría del apego. La primera postula que el niño aprende por modelado, es decir siguiendo un modelo, que el maltrato físico es una técnica apropiada para corregir conductas indeseables en la infancia. Este aprendizaje hace que sea más probable que, en la adultez, lo aplique con sus propios hijos. La teoría del apego, por su parte, plantea que la relación afectiva que se establece en la infancia con los cuidadores proporciona el prototipo de las relaciones afectivas en etapas posteriores a través de las representaciones mentales que los niños van formando. Una historia infantil caracterizada por el rechazo, por la falta de atención y por la ausencia de apoyo afectivo puede generar la trasmisión del maltrato infantil a la siguiente generación, a través de la influencia que ejercen los modelos internos de apego, cuando estos sujetos se enfrentan como padres con sus propios hijos. Por último en los casos de abuso sexual, estas situaciones tienen consecuencias a largo plazo que interrumpen el normal desarrollo integral de la persona, tales como problemas en el ajuste sexual (frigidez, promiscuidad, aversión hacia la actividad sexual, insatisfacción en las relaciones sexuales), y síntomas psicológicos, por ejemplo, ataques de ansiedad, trastorno del sueño, depresión, conductas suicidas, síntomas somáticos, obesidad y tendencias masoquistas.
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