Silvia Moreno-Garcia - Gods of Jade and Shadow

February 2, 2024 | Author: Anonymous | Category: N/A
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Esta traducción fue realizada sin fines de lucro por lo cual no tiene costo alguno. Es una traducción hecha por fans y para fans. Si el libro logra llegar a tu país, te animamos a adquirirlo. No olvides que también puedes apoyar a la autora siguiéndola en sus redes sociales, recomendándola a tus amigos, promocionando a sus libros e incluso haciendo una reseña en tu blog o foro.

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ÍNDICE Sinopsis

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Capítulo 20

131

6

Capítulo 21

136

Capítulo 2

12

Capítulo 22

141

Capítulo 3

21

Capítulo 23

151

Capítulo 4

24

Capítulo 24

156

Capítulo 5

34

Capítulo 25

161

Capítulo 6

40

Capítulo 26

166

Capítulo 7

46

Capítulo 27

172

Capítulo 8

50

Capítulo 28

178

Capítulo 9

56

Capítulo 29

183

Capítulo 10

64

Capítulo 30

188

Capítulo 11

70

Capítulo 31

194

Capítulo 12

75

Capítulo 32

200

Capítulo 13

85

Capítulo 33

207

Capítulo 14

90

Capítulo 34

215

Capítulo 15

96

Capítulo 35

220

Capítulo 16

107

Glosario

226

Capítulo 17

111

Sobre la autora

230

Capítulo 18

116

Créditos

231

Capítulo 19

124

Capítulo 1



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Sinopsis El dios maya de la muerte envía a una joven mujer a un viaje desgarrador que cambia la vida en este cuento de hadas único en su tipo inspirado en el folclore mexicano. La Era del Jazz está en pleno apogeo, pero Casiopea Tun está demasiado ocupada limpiando los pisos de la casa de su rico abuelo para escuchar cualquier canción rápida. Sin embargo, sueña con una vida lejos de su pequeña ciudad polvorienta en el sur de México. Una vida que ella pueda llamar suya. Sin embargo, esta nueva vida parece tan distante como las estrellas, hasta el día en que encuentra una curiosa caja de madera en la habitación de su abuelo. Ella la abre… y accidentalmente libera el espíritu del dios maya de la muerte, quien le pide ayuda para recuperar su trono de su traicionero hermano. El fracaso significará la desaparición de Casiopea, pero el éxito podría hacer sus sueños realidad. En compañía del dios extrañamente seductor y armada con su ingenio, Casiopea comienza una aventura que la llevará en una odisea a campo traviesa desde las selvas de Yucatán hasta las brillantes luces de la Ciudad de México… y profundamente en la oscuridad del inframundo maya.

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Pero lo que querían los señores era que no descubrieran su nombres. —Popol Vuh, traducido al inglés por Delia Goetz y Sylvanus Griswold Morley de la obra de Adrian Recino

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A

lgunas personas nacen bajo una estrella de la suerte, mientras otras tienen su desgracia reflejada en la posición de los planetas. Casiopea Tun, nombrada en honor a una constelación, nació bajo la estrella más podrida que se pueda imaginar en el firmamento. Tenía dieciocho años, no tenía dinero, y había crecido en Uukumil, una ciudad monótona donde los vagones tirados por mulas paraban dos veces por semana y el sol quemaba los sueños. Era razonable reconocer que muchas otras jóvenes vivían en pueblos igualmente monótonos y pequeños. Sin embargo, dudaba de que muchas otras jóvenes tuvieran que soportar el infierno que era su vida diaria en la casa del abuelo Cirilo Leyva. Cirilo era un hombre amargado, con más veneno en su cuerpo arrugado que en el aguijón de un escorpión blanco. Casiopea lo cuidaba. Le servía la comida, planchaba su ropa y le peinaba su escaso cabello. Si el viejo bruto, que aún tenía fuerzas para golpearla en la cabeza con su bastón cuando le daba la gana, no gritaba para que su nieta le trajera un vaso de agua o sus sandalias, sus tías y primos le decían a Casiopea que lavara la ropa, fregara los pisos y limpiara el polvo de la sala. —Haz lo que te pidan; no queremos que digan que somos unos parásitos —le dijo la madre a Casiopea. Se tragó su respuesta enojada porque no tenía sentido discutir su maltrato con madre, cuya solución a cada problema era rezar a Dios. Casiopea, que a los diez años había rezado para que su primo Martín se fuera a vivir a otro pueblo, lejos de ella, ya entendía que a Dios, si existía, le importaba un bledo. ¿Qué había hecho Dios por ella, aparte de quitarle a su padre? Ese oficinista tranquilo y paciente, amante de la poesía, fascinado por la mitología maya y griega, hábil en los cuentos para dormir. Un hombre cuyo corazón se rindió una mañana, como un reloj de mala muerte. Su muerte envió a Casiopea y a su madre de vuelta a la casa del abuelo. La familia de la madre había sido caritativa, si la definición de caridad es que fueron puestos a trabajar inmediatamente mientras sus parientes ociosos hacían girar sus pulgares. Si Casiopea hubiera tenido las tendencias románticas de su padre, quizás se hubiera visto como una Cenicienta. Pero aunque atesoraba sus libros antiguos, los restos óseos de su colección, especialmente los sonetos de Quevedo, pozos de sentimiento para un corazón joven, había decidido que sería una tontería sentirse como una heroína trágica. En cambio, optó por centrarse en cuestiones más pragmáticas, principalmente que su horrible abuelo, a pesar de sus constantes gritos, había prometido que a su paso Casiopea sería la beneficiaria de una modesta suma de dinero, suficiente para permitirle mudarse a Mérida. El atlas le mostraba la distancia entre la ciudad y el pueblo. La midió con la punta de los dedos. Un día. Mientras tanto, Casiopea vivía en la casa de Cirilo. Se levantaba temprano y se dedicaba a sus tareas, con los labios apretados, como un soldado en campaña. Esa tarde se le había confiado la limpieza del suelo del pasillo. No le importaba, ya que le permitía estar al tanto de la condición de su abuelo. Cirilo estaba mal; no pensaban

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que sobreviviría hasta el otoño. El médico había venido a visitarlo y hablaba con sus tías. Sus voces llegaron a la sala desde el salón cercano, el tintineo de las delicadas tazas de porcelana puntuando una palabra aquí y otra allá. Casiopea movió su cepillo contra las baldosas rojas, intentando seguir la conversación, esperar ser informada de cualquier otra cosa que ocurriera en la casa era ridículo; nunca se molestaron en hablar con ella excepto para ladrar órdenes, hasta que dos brillantes botas se detuvieron frente a su cubo. No tenía que mirar hacia arriba para saber que era Martín. Reconoció sus zapatos. Martín era una copia juvenil de su abuelo. Era de hombros cuadrados, robusto, con manos gruesas y fuertes que daban un gran golpe. Le encantaba pensar que cuando envejeciera, también se convertiría en un feo desgraciado con manchas en el hígado y sin dientes, como Cirilo. —Ahí estás. Mi madre se está volviendo loca buscándote —dijo. Miró hacia otro lado cuando habló. —¿Qué pasa? —preguntó, apoyando las manos contra su falda. —Dice que debes ir al carnicero. El viejo tonto exige un buen trozo de carne para la cena. Mientras estás fuera, tráeme mis cigarrillos. Casiopea se puso de pie. —Iré a cambiarme. Casiopea no llevaba ni zapatos ni medias y una falda marrón deshilachada. Su madre enfatizaba la pulcritud personal y en el vestir, pero Casiopea no creía que tuviera sentido preocuparse por el dobladillo de su ropa cuando estaba encerando suelos o limpiando habitaciones. Aun así, debía ponerse una falda limpia si iba a salir. —¿Cambiarte? ¿Por qué? Será una pérdida de tiempo. Vete ahora mismo. —Martín, no puedo salir… —Ves tal como estás, te dije —le ordenó. Casiopea miró a Martín y consideró desafiarlo, pero fue realista. Si insistía en cambiarse, Martín le daría una buena bofetada y no conseguiría nada más que perder el tiempo. A veces se podía razonar con Martín, o al menos engañarlo para que cambiara de opinión, pero se daba cuenta por su expresión colérica de que había tenido una pelea con alguien y se estaba desquitando con ella. —Bien —respondió Casiopea. Parecía decepcionado. Quería una pelea. Ella sonrió cuando le dio el dinero necesario para hacer los recados. Parecía tan desanimado por esa sonrisa, que pensó por un momento que la iba a abofetear sin motivo. Casiopea salió de la casa con su sucia falda, sin siquiera molestarse en envolver un chal en su cabeza. En 1922 el Gobernador Felipe Carrillo Puerto dijo que las mujeres ya podían votar, pero para 1924 se había enfrentado a un pelotón de fusilamiento, que es exactamente lo que se espera que ocurra con los gobernadores que van por ahí dando discursos en maya y luego no se alinean con las personas correctas en el poder, y habían revocado ese privilegio. No es que esto haya importado nunca en Uukumil. Era 1927, pero bien podría haber sido 1807. La revolución pasó a través de ella, pero siguió siendo lo que había sido. Un pueblo sin nada de importancia, excepto una modesta cantera de sascab, el polvo

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blanco que se sacaba se usaba para los caminos de tierra. Había existido una plantación de henequén en las cercanías, pero sabía poco sobre ella; su abuelo no era un hacendado. Su dinero, hasta donde Casiopea sabía, provenía de los edificios que poseía en Mérida. También murmuraba sobre oro, aunque probablemente eso era lo que más se hablaba. Así que, mientras las mujeres de otras partes del mundo se cortaban el cabello atrevidamente y bailaban el Charleston, Uukumil era el tipo de lugar donde Casiopea podía ser regañada si caminaba por la ciudad sin su manto envolviendo su cabeza. Se suponía que el país era laicista después de la revolución, algo que sonaba bien cuando se imprimía como decreto, pero era más difícil de hacer cumplir una vez aprobado. Rebeliones cristeras surgieron en el centro de México cuando el gobierno intentó restringir la actividad religiosa. En febrero, en Jalisco y Guanjuato, todos los sacerdotes fueron detenidos por incitar a la gente a levantarse en contra de las medidas anticatólicas promovidas por el presidente. Sin embargo, Yucatán era tolerante con los Cristeros, y no había ardido como otros estados. Yucatán siempre había sido un mundo aparte, una isla, incluso si el atlas le aseguraba a Casiopea que vivía en una península verde. No es de extrañar que en el perezoso Uukumil todos se aferraran a las viejas costumbres. Tampoco es de extrañar que su sacerdote se volviera más entusiasta, intentando preservar la moralidad y la fe católica. Miraba a todas las mujeres del pueblo con sospecha. Cada diminuta infracción a la decencia y la virtud era catalogada. Las mujeres debían soportar el peso de las investigaciones porque descendían de Eva, que había sido débil y había pecado al comer de la jugosa manzana prohibida. Si el sacerdote viera a Casiopea, la arrastraría hasta su casa, pero si lo hacía ¿qué pasaba? No era como si el cura la golpearía más fuerte que Martín, y su estúpido primo no le había dado ninguna oportunidad de arreglarse. Casiopea caminó lentamente hacia la plaza del pueblo, que estaba dominada por la iglesia. Debía seguir las órdenes de Martín, pero se tomaría su tiempo para hacerlo. Echó un vistazo a los negocios agrupados bajo las altas arcadas de la plaza. Tenían un farmacéutico, un merendero, un médico. Se dio cuenta que era más de lo que otros pueblos podían reclamar, y aun así no pudo evitar sentirse insatisfecha. Su padre era de Mérida y había llevado a su madre a la ciudad, donde nació Casiopea. Ella pensaba que pertenecía allí. O a cualquier otro lugar, para el caso. Sus manos estaban duras y feas por golpear la ropa contra el lavadero de piedra, pero su mente tenía lo peor. Anhelaba una pizca de libertad. En algún lugar, lejos del molesto abuelo y de la impertinente comitiva de parientes, habría automóviles elegantes (ella deseaba conducir uno), atrevidos vestidos bonitos (que había visto en los periódicos), bailes (cuanto más rápido, mejor), y una vista del mar Pacífico por la noche (lo sabía por cortesía de una postal robada). Había recortado fotos de todos estos artículos y las colocó bajo su almohada, y cuando soñaba, soñaba con la natación nocturna, con vestidos de lentejuelas y con un cielo claro y estrellado. A veces se imaginaba a un hombre guapo como compañero de esos bailes, una creación amorfa pegada por su subconsciente con las fotos de estrellas de cine que aparecían entre los anuncios impresos de jabón y horquillas, y que también había conservado, a salvo en el fondo de la lata de galletas que contenía todos los objetos preciosos que poseía. A pesar de esto, no se dedicó a los alegres susurros y risas de sus primas, que hablaban de sus sueños. Mantenía la boca bien cerrada; las fotos estaban en la lata.

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Casiopea compró los artículos que necesitaba y comenzó a regresar a casa, con los pasos de plomo. Miró fijamente la casa del abuelo, la mejor casa de la ciudad, pintada de amarillo, con elaboradas rejas de hierro forjado en las ventanas. La casa del abuelo era tan bonita como El Principio, según él. Esa había sido la famosa hacienda cercana, un enorme edificio donde docenas y docenas de pobres trabajadores habían trabajado en la miseria durante décadas antes de que la revolución los liberara y los antiguos propietarios huyeran al extranjero, aunque no mejoró las condiciones de los trabajadores. Una gran casa, tan lujosa como se puede conseguir, llena de los mismos objetos de valor que un hacendado podría tener, esta era la casa de Cirilo Leyva. Con su dinero el viejo podría haber mantenido a su familia en Mérida, pero Casiopea sospechaba que deseaba volver a Uukumil para poder exhibir su riqueza ante la gente con la que había crecido. Era el viaje opuesto al que deseaba hacer Casiopea. ¡Qué hermosa es esta casa amarilla! Cuánto la odiaba. Casiopea se limpió las gotas de sudor de su labio superior. Hacía tanto calor que sentía como si su cráneo se estuviese horneado. Debió haber tomado el manto para protegerse. Sin embargo, a pesar del calor, se divirtió fuera de la casa, sentada bajo un naranjo de Sevilla. Si Casiopea cerraba los ojos, podría oler el aroma de la sal. La península de Yucatán, Uukumil, estaba lejos, aislada de todo, y sin embargo el olor a sal siempre estaba cerca. Esto le encantaba, y podría extrañarlo en una ciudad distante y sin salida al mar, aunque estaba dispuesta a hacer el intercambio. Finalmente, sabiendo que no podía esperar más, entró en la casa, cruzó el patio interior y entregó las provisiones. Vio a su madre en la cocina, con su cabello en un moño ordenado, cortando ajo y hablando con los sirvientes. Su madre también trabajaba en la casa, como cocinera. El abuelo apreciaba sus habilidades culinarias, aunque ella lo había decepcionado en otros aspectos, principalmente su matrimonio con un moreno de origen indígena. Su matrimonio produjo una hija igualmente morena, lo que se consideró aún más lamentable. La cocina, aunque ocupada, era un mejor lugar para pasar el día. Casiopea había ayudado allí, pero cuando cumplió trece años golpeó a Martín con un palo después de que insultara a su padre. Desde entonces, la pusieron a realizar tareas más mezquinas, para enseñarle humildad. Casiopea se quedó en un rincón y comió un bollito sencillo; el pan crujiente era una delicia cuando se mojaba en el café. Una vez que la comida del abuelo estuvo lista, la llevó a su habitación. El abuelo Cirilo tenía la habitación más grande de la casa. Repleta de pesados muebles de caoba, el suelo decorado con azulejos importados, las paredes decoradas a mano con diseños de viñas y frutas. Su abuelo pasaba la mayor parte del día en una monstruosa cama de hierro fundido, con almohadas en lo alto detrás de él. A los pies de la cama había un hermoso baúl negro, que nunca abría. Tenía una sola decoración, una imagen de un hombre decapitado al estilo tradicional maya, sus manos sosteniendo una serpiente de doble cabeza que señalaba realeza. Un motivo bastante común, k’up kaal, corte de la garganta. En las paredes de los viejos templos, la sangre de los decapitados se mostraba a veces brotando en forma de serpientes. La imagen grabada en la tapa, pintada en rojo, no representaba la sangre, solo la columna vertebral curvada y la cabeza desprendida cayendo.

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Cuando era más joven, Casiopea le preguntó al abuelo sobre esa singular figura. Le pareció extraño, ya que a él no le interesaba el arte maya. Pero le dijo que se ocupara de sus propios asuntos. No tuvo oportunidad de preguntar o aprender más sobre el artefacto. El abuelo guardaba la llave del baúl en una cadena de oro alrededor de su cuello. Se la quitaba para bañarse e ir a la iglesia, ya que el sacerdote era estricto en prohibir cualquier adorno durante sus servicios. Casiopea puso la cena de su abuelo junto a la ventana y, gruñendo, se levantó para sentarse a la mesa donde comía todos los días. Se quejó por lo salado de la comida, pero no gritó. Por las noches, cuando sus dolores le dolían especialmente, podía gritar durante diez minutos enteros. —¿Tienes el periódico? —le preguntó, como todos los viernes. Los dos días en que el ferrocarril pasaba por el pueblo, traían el diario matutino de Mérida. —Sí —dijo Casiopea. —Empieza a leer. Ella leyó. A ciertos intervalos su abuelo le haría señal con la mano; era la señal de que debía dejar de leer esa historia y pasar a otra. Casiopea dudaba de que a su abuelo le importara lo que le leía, pensaba que simplemente disfrutaba de la compañía, aunque no lo decía. Cuando se hartó de su lectura, el abuelo la despidió. —He oído que hoy has sido grosera con Martín —le dijo su madre más tarde, mientras se preparaban para ir a la cama. Compartían una habitación, una maceta, un colgador de macramé para dicha planta y un cuadro agrietado de la Virgen de Guadalupe. Su madre, que había sido la hija más querida del abuelo cuando era niña. —¿Quién lo dijo? —Tu tía Lucinda. —Ella no estaba allí. Fue grosero conmigo primero —protestó Casiopea. Madre suspiró. —Casiopea, ya sabes cómo es. Madre le cepilló el cabello. Era grueso, negro, liso como una flecha y le llegaba hasta la cintura. Durante el día lo llevaba en una trenza para mantenerlo alejado de su cara y lo alisaba con vaselina. Pero por la noche lo dejaba suelto, y eso la cubría, ocultando su expresión. Detrás de su cortina de cabello, frunció el ceño. —Sé que es un cerdo, y el abuelo no hace nada para frenarlo. El abuelo es aún peor que Martín, un viejo verde. —No debes hablar así. Una joven bien educada cuida sus palabras —le advirtió su madre. Bien educada. Sus tías y sus primos eran damas y caballeros. Su madre había sido una mujer bien educada. Casiopea era solo la pariente pobre. —Quiero arrancarme el cabello algunos días, por la forma en que me hablan — confesó Casiopea. —Pero es un cabello tan bonito —contestó su madre, bajando suavemente el

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cepillo—. Además, la amargura solo te envenenará a ti, no a ellos. Casiopea se mordió el labio inferior. Se preguntaba cómo había reunido su madre el valor para casarse con su padre, a pesar de las protestas de su familia. Aunque, si el desagradable rumor que Martín le había susurrado al oído era cierto, el matrimonio se había realizado porque su madre estaba embarazada. Eso, declaró Martín, la convertía casi en una bastarda, hija de un inútil Príncipe Pobre. Y por eso le había pegado con un palo, dejándole una cicatriz en la frente. Esta humillación nunca se la perdonaría. Ese triunfo ella nunca lo olvidaría. —¿Revisaste la lectura que te marqué? —Oh, madre ¿qué importa si puedo leer o escribir o hacer sumas? —preguntó irritada. —Importa. —No voy a ir a ningún sitio donde pueda importar. —No lo sabes. Tu abuelo ha dicho que nos dará mil pesos a cada una a su muerte —le recordó su madre. En la ciudad de México, un trabajador de una tienda de renombre podía conseguir cinco pesos por un día de salario, pero en el campo la mitad de eso, y menos, era lo más real. Con mil pesos Casiopea podía vivir en Mérida durante todo un año sin trabajar. —Ya sé —dijo Casiopea con un suspiro. —Aunque no nos dé todo eso, tengo mis ahorros. Un peso aquí y un peso allá, tal vez podamos encontrar algo para ti. Una vez que seas un poco mayor, un año o dos más, tal vez podamos pensar en Mérida. Una eternidad, pensó Casiopea. Tal vez nunca. —Dios ve tu corazón, Casiopea —dijo su madre, sonriéndole—. Es un buen corazón. Casiopea bajó la mirada y esperó que no fuera así, porque su corazón burbujeaba como un volcán y había un nudo de resentimiento en su estómago. —Ven, dame un abrazo —dijo su madre. Casiopea obedeció, abrazando a su madre como lo había hecho cuando era niña, pero el consuelo que obtuvo del acto en su juventud no pudo ser reproducido. Estaba disgustada, una tormenta perfecta dentro de su cuerpo. —Nada cambia nunca —le dijo Casiopea a su madre. —¿Qué te gustaría ver que cambie? Todo, pensó Casiopea. En cambio, se encogió de hombros. Era tarde, y no tenía sentido volver a repetirlo todo. Mañana vendría la misma letanía de tareas, la voz de su abuelo ordenándole que leyera, las burlas de su primo. El mundo era todo gris, ni una pizca de color.

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E

l suelo de Yucatán es negro y rojo, y se asienta sobre un lecho de piedra caliza. Ningún río corta la superficie en el norte de la península. Las cuevas y los sumideros surcan el suelo, y el agua de lluvia forma cenotes y se acumula en las paradas. Los ríos que hay corren bajo tierra, tienen un curso secreto. Los pantanos van y vienen a su antojo durante la estación seca. Las aguas negras son comunes, dando un hábitat a peces curiosos y ciegos en las profundidades de los sistemas de cuevas, y donde la piedra caliza se encuentra con el océano, la orilla se vuelve irregular. Algunos cenotes son famosos y fueron una vez lugares sagrados de culto donde los sacerdotes arrojaban joyas y víctimas al agua. Se dice que uno cerca de Mayapán estaba custodiado por una serpiente emplumada que devoraba niños. Otros se suponía que se conectaban con el Inframundo, Xibalbá, y finalmente estaban los que eran suhuy ha, el lugar donde el agua virgen podría ser recogida. Había varios cenotes cerca del pueblo de Casiopea, pero uno más lejano, a una hora de viaje en una carreta tirada por mulas, se consideraba que tenía propiedades curativas especiales. Una vez al mes, el abuelo les hacía hacer el viaje hasta allí para poder empaparse de sus aguas, con la esperanza de prolongar su vida. Un colchón era arrastrado hasta la carreta para asegurar que el abuelo estuviera cómodo, y la comida era empacada para comer en el cenote después del remojo del abuelo. El abuelo tomaba su siesta del mediodía, y regresaban cuando el sol se había puesto un poco y el aire era más fresco. El viaje mensual era una de las pocas ocasiones en que Casiopea tenía la oportunidad de disfrutar de la compañía de los miembros de su familia y un merecido descanso de sus tareas. Un día de alegría. Lo esperaba como un niño anticipa la Epifanía. El abuelo pasaba la mayor parte de sus días en la cama en camisón, pero con ocasión del viaje al cenote, como en cualquier visita a la iglesia, escogía un traje y un sombrero para ponerse. Casiopea se encargaba de la ropa del abuelo, de lavarla y rociarla, de almidonar sus camisas y de plancharlas. Como salían de casa temprano, esto significaba que era necesario un día o dos de preparativos para el viaje al cenote. El día antes que partieran, Casiopea casi había terminado con su lista de tareas. Estaba sentada en medio del patio interior de la casa, un alegre parche de verdor con sus plantas en macetas y su fuente. Escuchó el canto de los canarios en sus jaulas y los aleatorios y fuertes chillidos del loro. Era un animal cruel, este loro. De pequeña, Casiopea había intentado alimentarlo con un cacahuete, y le había mordido el dedo. Hablaba palabras traviesas, aprendidas de los sirvientes y de su primo, pero por ahora estaba callado, acicalándose. Casiopea tarareaba mientras lustraba las botas del abuelo. Era la última tarea que tenía que cumplir. Todos los demás estaban durmiendo, escapando del calor del mediodía, pero ella quería hacerlo para poder leer el resto del día. Su abuelo no tenía interés en los libros y prefería el periódico, pero por las apariencias había comprado varias estanterías y

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las llenó con gruesos tomos de cuero. Casiopea le había convencido para comprar algunos más, sobre todo libros de astronomía, pero también había colado algunos volúmenes de poesía. Ni siquiera miró los lomos, de todos modos. En los días buenos, como éste, podía sentarse durante varias horas en su habitación y, perezosamente, pasar las páginas y sus manos por los ríos del viejo atlas. El loro gritó, sorprendiéndola. Levantó la vista. Martín cruzaba el patio en su dirección y Casiopea se irritó inmediatamente, se inmiscuyó en su silencio, aunque intentó no mostrarlo, retorciendo los dedos en el trapo que usaba para aplicar el pulimento. Debería haber estado durmiendo, como todos los demás. —Iba a ir a tu habitación a despertarte, pero me has ahorrado el viaje —dijo. —¿Qué necesitabas? —le preguntó ella, con la voz entrecortada a pesar de su intento de mantener un tono neutral. —El viejo quiere que le recuerdes al barbero que tiene que venir a cortarle el cabello esta noche. —Ya se lo recordé esta mañana. Su primo estaba fumando, y se detuvo para sonreírle y dejar salir el humo de su boca en una bocanada. Su piel estaba pálida, mostrando algo de la herencia europea que la familia valoraba tanto, y su cabello un poco rizado, el tono marrón-rojizo que le debía a su madre. Decían que era guapo, pero Casiopea no encontraba ninguna belleza en su agrio rostro. —Vaya ¿no estás siendo muy trabajadora hoy? Di ¿por qué no me limpias también las botas, ya que tienes tiempo? Tráelas de mi habitación. Casiopea limpiaba los pisos cuando era necesario, pero la mayor parte de sus obligaciones eran con su abuelo. No era la criada de Martín. Empleaban criadas y un recadero que podía lustrar sus zapatos, si el zoquete no sabía cómo hacerlo él mismo. Sabía que se lo pedía para invadir su tiempo personal e irritarla. No debería morder el anzuelo, pero no podía evitar su furia, que se extendía desde la boca del estómago hasta la garganta. Él había estado encima de ella durante varios días, desde el momento en que tuvo la audacia de decirle que quería cambiarse de ropa para hacer los recados. Era una táctica suya, para desgastarla y meterla en problemas. —Me ocuparé de ello más tarde —respondió, escupiendo las palabras—. Ahora déjame en paz. Debería haber dicho simplemente “sí”, y mantener la voz baja, pero en vez de eso dio la respuesta con todo el aplomo de una emperatriz. Martín, tonto pero no del todo estúpido, se dio cuenta de esto, asimiló el modo en que ella mantenía la cabeza en alto, e inmediatamente olió sangre. Martín se agachó, extendió una mano. Le agarró la barbilla, sosteniéndola firmemente. —Me hablas con demasiada descaro ¿eh? Prima orgullosa.

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La soltó y se puso de pie, se limpió las manos, como si se estuviera limpiando de ella, como si ese breve contacto fuera suficiente para ensuciarlo. Y estaba sucia, con lustre en las manos, podría haberse puesto en la cara, quién sabe, pero estaba consciente de que no se trataba de la suciedad bajo los dedos o las rayas negras de grasa. —Como si tuvieras algo de lo que estar orgullosa —continuó su primo—. Tu madre era la favorita del viejo, pero luego tuvo que huir con tu padre y arruinar su vida. Sin embargo, caminas por la casa como si fueras una princesa. ¿Por qué? ¿Porque te contó una historia sobre cómo eres secretamente de la realeza maya, descendiente de reyes? ¿Porque te puso el nombre de una estúpida estrella? —Una constelación —dijo. No añadió “tonto”, pero podría haberlo hecho. Su tono era desafiante. Debería haberlo dejado así. La cara de Martín ya se estaba poniendo colorada por la ira. Odiaba que le interrumpieran. Pero ella no podía parar. Era como un niño tirando de la coleta de una niña y debió ignorarlo, pero una broma no es menos irritante porque es infantil. —Mi padre puede haber contado cuentos, y tal vez no tenía mucho dinero, pero era un hombre digno de respeto. Y cuando me vaya de este lugar seré alguien digna de respeto, como él. Y tú nunca lo serás, Martín, por muchas capas de laca que te pongas. Martín la puso de pie de un tirón, y en vez de intentar evitar el golpe que seguramente le daría, se quedó mirándolo sin pestañear. Había aprendido que el encogimiento no servía para nada. No le pegó y esto la asustó. Su rabia, cuando era física, podía ser soportada. —Crees que vas a ir a cualquier parte ¿eh? ¿Qué, a la capital, tal vez? ¿Con qué dinero? ¿O tal vez piensas que el viejo te dejará los mil pesos que tanto le gusta mencionar? He visto el testamento, y no hay nada allí para ti. —Mientes —respondió. —No tengo que mentir. Pregúntale. Ya lo verás. —Casiopea sabía que era verdad, lo tenía escrito en la cara. Además, no tenía la imaginación para mentir sobre tal cosa. El conocimiento la golpeó más fuerte que nada. Retrocedió. Se agarró a su lata de pulimiento como un talismán. Su garganta se sentía seca. No creía en los cuentos de hadas, pero se había convencido de que tendría un final feliz. Había puesto esas fotos bajo su almohada, un anuncio que mostraba un automóvil y otro con bonitos vestidos, una vista de una playa, fotos de una estrella de cine, en un esfuerzo infantil y mudo de magia simpática. Sonrió y habló de nuevo. —Cuando el viejo fallezca, estarás bajo mi cuidado. No me lustres los zapatos hoy, tendrás muchas oportunidades de lustrarlos todos los días, por el resto de tu vida. Se fue y Casiopea se sentó de nuevo, frotando entumecida el paño contra los zapatos, sus dedos se mancharon de negro. En el suelo, junto a ella, estaba su cigarrillo, que se apagaba lentamente. Las consecuencias se sintieron rápidamente. Madre le informó del castigo mientras se preparaban para ir a la cama. Casiopea deslizó sus manos en el lavabo de la cómoda.

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—Tu abuelo ha pedido que te quedes mañana —dijo su madre—. Tienes que arreglar un par de sus camisas mientras no estamos. —Es por Martín ¿no? Me está castigando por su culpa. —Sí. Casiopea levantó las manos, rociando agua en el suelo. —¡Ojalá me defendieras! ¡A veces siento que no tienes orgullo, por la forma en que dejas que nos pisoteen! Su madre sostenía el cepillo, lista para cepillarle el cabello como todas las noches, pero se congeló en su lugar. Casiopea vio el rostro de su madre reflejado en el espejo del lavabo, las líneas duras en su boca, las líneas en su frente. No era vieja, en realidad no, pero en ese mismo instante pareció agotada. —Quizás algún día aprenderás lo que es hacer sacrificios —dijo su madre. Casiopea recordó los meses posteriores a la muerte de su padre. Su madre intentó ganarse la vida con su macramé, pero era necesario más dinero. Primero vendió los pocos objetos de valor que tenían, pero cuando llegó el verano, la mayoría de sus muebles y ropas habían desaparecido. Incluso su anillo de bodas fue empeñado. Casiopea se sintió avergonzada de sí misma, al darse cuenta de lo difícil que debió ser para ella volver a Uukumil, con su duro padre. —Madre —dijo Casiopea—. Lo siento. —Casiopea, también es una situación difícil para mí. —Sé que es difícil para ti. ¡Pero Martín es tan malo! A veces me gustaría que se cayera a un pozo y se rompiera la espalda —respondió Casiopea. —¿Te haría la vida más feliz si lo hiciera? ¿Haría tus tareas más cortas y ligeras? Casiopea sacudió la cabeza y se sentó en la silla donde se sentaba todas las noches. Su madre le separó el cabello, cepillándolo suavemente. —Es injusto. Martín lo tiene todo y nosotras no tenemos nada —dijo Casiopea. —¿Qué tiene él? —le preguntó su madre. —Bueno… dinero, y buena ropa… y puede hacer lo que quiera. —No debes hacer todo lo que quieras solo porque puedes —dijo su madre—. Precisamente por eso Martín es un hombre tan terrible. —Si hubiera crecido con su dinero, te prometo que no sería terrible. —Pero serías una persona completamente diferente. Casiopea no discutió. Estaba cansada y madre le servía constantemente una comida de tópicos en lugar de respuestas o acciones significativas. Pero no había nada más que hacer que aceptarlo, aceptar el castigo y continuar día tras día. Casiopea se fue a dormir con la cabeza llena de resentimiento, como siempre. Cuando su familia se fue a la mañana siguiente, Casiopea fue a la habitación de su abuelo y se sentó al borde de la cama. Él dejó todas sus camisas apiladas en una silla.

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Casiopea había traído su kit de costura pero al ver las estúpidas camisas lo tiró contra el espejo encima del tocador. Normalmente no se habría permitido una demostración tan visible de su ira, pero esta vez era demasiado abrumadora y pensó que se incendiaría. Necesitaba calmarse. Después, podría respirar profundamente y empujar el hilo a través del ojo de la aguja, cosiendo nuevos botones en su lugar. Algo metálico traqueteó y se deslizó del tocador. Con un suspiro se levantó y lo recogió. Era la llave del abuelo, que normalmente llevaba alrededor del cuello. Ya que iba al pozo de agua, la había dejado. Casiopea miró fijamente la llave que estaba en la palma de su mano y luego el baúl. Nunca lo había abierto, nunca se había atrevido a intentar tal cosa. Lo que sea que haya ahí, ya sea oro o dinero, debe ser valioso. Y recordó que el anciano no le iba a dejar nada. Ella no había robado al abuelo; habría sido una idiotez ya que él se daría cuenta. Pero el baúl… si eran monedas de oro ¿en serio notaría la ausencia de un par de ellas? O mejor aún, si se las llevara todas, ¿podría impedir que se escapara con su tesoro? Casiopea aguantó, pacientemente, como su madre le pidió, pero la chica no era ninguna santa, y cada comentario mezquino que se tragaba se había acumulado como un tumor hinchado. Si el día no hubiera sido tan caluroso, con un calor que revuelve los sentidos, el tipo de calor que hace que un perro manso muerda la pierna de su dueño en un acto de repentina traición, ella podría haber eludido la tentación. Pero estaba febril con su ira silenciosa. Cortó el ciclo de su lamentable existencia y decidió que miraría dentro del baúl, y si había oro dentro, maldita sea, se iría y dejaría este lugar podrido. Si no había nada, y lo más probable es que no hubiera nada, esto no sería más que un tranquilo acto de rebelión, que, como el lanzamiento del kit de costura, serviría como un bálsamo tibio para sus heridas, entonces al menos satisfaría su curiosidad. Casiopea se arrodilló delante del baúl. Era muy simple, con asas en cada extremo. Sin adornos, excepto la única imagen pintada en rojo, el hombre decapitado. Cuando pasó su mano por su superficie, descubrió formas que habían sido talladas y pintadas. No podía decir qué eran, pero podía sentirlas. Le dio un empujón al baúl. Era pesado. Se apoyó con ambas manos en el baúl y por un momento pensó en retirarse. Pero estaba enfadada y, más que eso, curiosa. ¿Y si de hecho había dinero encerrado ahí dentro? El viejo le debía algo por su sufrimiento. Todo el mundo le debía. Casiopea introdujo la llave, giró la cerradura y abrió la tapa. Se sentó allí, confundida al ver lo que había dentro del baúl. No era oro, sino huesos. Huesos muy blancos. ¿Podría ser una artimaña? ¿Podría esconderse el premio debajo? Casiopea puso una mano en el interior, empujando los huesos mientras intentaba descubrir un panel oculto. Nada. No sintió nada más que la fría suavidad de los huesos. Esta era su suerte, por supuesto. Negro. Con un suspiro decidió que ya era suficiente.

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El dolor le atravesó el brazo izquierdo. Sacó su mano del baúl y se miró el pulgar viendo que un fragmento blanco, un pequeño hueso, se había incrustado en su piel. Intentó sacarlo pero se hundió más profundamente. Unas pocas gotas de sangre brotaron del lugar donde el hueso la había astillado. —Oh, qué tontería —susurró, poniéndose de pie. Su suerte era más negra que el negro. Los guardianes se habrían reído prediciendo su vida, pero al levantarse, el baúl… gimió, un sonido bajo y poderoso. Pero seguramente no. Seguramente el ruido había venido de fuera. Casiopea giró la cabeza, lista para mirar por la ventana. Con un furioso chasquido, los huesos saltaron en el aire y comenzaron a ensamblarse en un esqueleto humano. Casiopea no se movió. El dolor en su mano y la ola de miedo que la golpeó la mantuvieron en su sitio. En un abrir y cerrar de ojos, todos los huesos encajaron en su lugar, como piezas de un rompecabezas. En otro instante los huesos se convirtieron en músculo, crecieron tendones. En un tercer parpadeo, se cubrieron de piel lisa. Más rápido de lo que Casiopea podía tomar un respiro o un paso atrás, había un hombre alto y desnudo delante de ella. Su cabello era de un color negro azulado de un elegante pájaro, alcanzando sus hombros, su piel bronceada, la nariz prominente, la cara orgullosa. Parecía un rey guerrero, el tipo de hombre que solo podía existir en mitos. El extraño era antinaturalmente bello, una belleza dibujada en el humo y los sueños, traducida en carne falible, pero su mirada oscura estaba hecha de pedernal. La rebanó hasta la médula, con tal fuerza que presionó una mano contra su pecho, temiendo que le cortara el hueso y la médula, hasta el centro mismo de su corazón. Había una canción que las chicas de su pueblo cantaban a veces; decía: “Ahora, madre, he encontrado un hombre, ahora, madre, bailaré en el camino con él, ahora allí le besaré los labios”. Casiopea no la cantaba porque, a diferencia de las chicas que sonreían a sabiendas, que sonreían pensando en un joven concreto al que les gustaría besar o al que ya habían besado, Casiopea conocía pocos nombres de chicos. Ella pensó en esa canción entonces, como una persona piadosa podría haber pensado en una oración cuando se encuentra en un momento de confusión. Casiopea miró fijamente al hombre. —Estás ante el Señor Supremo de Xibalbá —dijo el desconocido. Su voz tenía el frío de la noche—. Hace mucho tiempo que estoy prisionero, y tú eres responsable de mi libertad. Casiopea no pudo reunir las palabras. Había dicho que era un Señor de Xibalbá. Un dios de la muerte en la habitación. Imposible y sin embargo, innegablemente, cierto. No se detuvo a cuestionar su cordura, a pensar que podría estar alucinando. Lo aceptó como real y sólido. Podía verlo, y sabía que no estaba loca ni era propensa a las fantasías, así que confió en sus ojos. Su preocupación era, entonces, muy simple. No tenía ni idea de cómo dirigirse a una criatura divina e inclinó la cabeza torpemente. ¿Debería decir un saludo? ¿Pero cómo hacer que su lengua produjera los sonidos correctos, cómo tomar una bocanada de aire? —Fue mi traicionero hermano, Vucub-Kamé, quien me engañó y encarceló — dijo, y ella estaba agradecida por su voz, ya que había perdido la suya—. Me quitó el ojo,

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la oreja y el índice izquierdo, así como mi collar de jade. —Mientras hablaba y levantaba la mano, ella se dio cuenta de que le faltaban las partes del cuerpo que había mencionado. Su apariencia era tan sorprendente que uno no podía notar la ausencia al principio. Solo al ser mencionado se hacía evidente. —El dueño de esta morada asistió a mi hermano, haciendo posible su plan —dijo. —¿Mi abuelo? Dudo que… La miró fijamente. Casiopea no pronunció otra palabra. Parecía que estaba destinada a escuchar. Tanto como para pensar en un saludo apropiado o sentirse mal por su torpe silencio. Sus dientes se juntaron cuando cerró la boca. —Entonces, me parece apropiado que hayas abierto el baúl. Un círculo apropiado. Tráeme ropa; viajaremos a la Ciudad Blanca —dijo. Era el tono al que estaba acostumbrada, el tono de un hombre dirigiendo a su sirviente. La familiaridad de tal comando logró despertarla de su confusión, y esta vez pronunció una frase entera, aunque fuera forzada. —¿Mérida? Nosotros, es decir, nosotros dos… quieres que los dos vayamos a Mérida. —No me gusta repetirme. —Perdóneme, no veo por qué yo debería ir —dijo. La respuesta no fue solicitada. Así fue como se metió en problemas con Martín o su abuelo. Un ceño fruncido por aquí, un gesto de ira por allá. Podía controlarse la mayor parte del tiempo, pero después de cierto período la insatisfacción hervía en su vientre y escapaba, como el vapor de una tetera. Nunca fallaba. Sin embargo, no había respondido a un dios. Se preguntaba si podría ser alcanzada por un rayo, devorada por los gusanos, convertida en polvo. El dios se acercó a ella y le agarró la muñeca, levantándola y haciéndola sostener la palma hacia arriba, extendida. —Te explicaré algo —le dijo mientras le tocaba el pulgar. Hizo un gesto de dolor cuando él lo hizo, un nervio latiendo—. Aquí se aloja un fragmento de hueso, una pequeña parte de mí. Tu sangre me despertó y me reconstituyó. Incluso ahora me proporciona alimento. Cada momento que pasa, ese alimento, esa vida, fluye de ti y dentro de mí. Te drenará por completo, te matará, a menos que yo saque el hueso. —Entonces deberías sacarlo —dijo, alarmada inmediatamente, y olvidó añadir un por favor apropiado a la frase. Probablemente esto era lo mínimo que se esperaba de un mortal. El dios sacudió su cabeza majestuosamente. Hubiera pensado que estaba cubierto de malaquita y oro, no desnudo en el medio de la habitación. —No puedo, porque no estoy entero. Mi ojo, oreja e índice izquierdo, y el collar de jade. Estos los debo tener para volver a ser yo mismo. Hasta entonces, este fragmento permanece en ti, y debes permanecer a mi lado, o perecerás. Él soltó su mano. Casiopea miró la mano, frotando el pulgar, y luego volvió a mirarlo. —Tráeme la ropa —dijo—. Date prisa.

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Podría haberse quejado, lamentado, resistido, pero esto no habría sido más que una pérdida de tiempo. Además, tenía el fragmento de hueso en la mano, y quién sabe si su miedo a la muerte por gusanos podría tener algo de verdad. Debía ayudarle. Casiopea apretó su mandíbula. Abrió las puertas del armario de su abuelo y sacó pantalones, una chaqueta, una camisa a rayas. No era la última moda, aunque la camisa de cuello blanco desmontable era nueva. La muerte, delgada y flaca, decía el refrán, y el dios era en efecto delgado y alto, lo que significaba que la ropa no le quedaba bien, pero no era como si pudiera pedirle a un sastre que pasara por la casa. Trajo un sombrero, zapatos, ropa interior y un pañuelo para completar el conjunto. Ya había realizado estas tareas antes, y la familiaridad de repartir la ropa venció cualquier recelo. El dios sabía cómo vestirse, por suerte. No tenía ni idea de si él tenía alguna experiencia con tales prendas. Habría sido aún más mortificante tener que abrochar la camisa de un dios de lo que ya era verle vestirse. Había visto hombres desnudos en libros de mitología, pero incluso los héroes griegos tenían la sensatez de llevar un trozo de tela en sus partes privadas. Ahora iré al infierno, pensó, porque eso sucedía cuando mirabas a un hombre desnudo que no era tu marido y éste era guapo. Probablemente ardería por toda la eternidad. Sin embargo, modificó su pensamiento cuando recordó que estaba en presencia de un dios que había hablado de otro dios, lo que implicaría que el sacerdote se había equivocado sobre el Todopoderoso en el cielo. No había un solo dios en el cielo, con barba y observándola, sino varios. Esto podría significar que el infierno no existía en absoluto. Una noción sacrílega, que sin duda exploraría más adelante. —Indícame el camino más rápido para llegar a la ciudad —le dijo el dios mientras se ajustaba la corbata. —El tranvía. Son casi las once —dijo Casiopea, mirando el reloj junto a la cama y sosteniendo la chaqueta del traje para poder ponérsela—. Se detiene en la ciudad dos veces por semana a las once. Tenemos que tomarlo. Estuvo de acuerdo con ella, y se precipitaron por el patio de la casa y salieron a la calle. Para llegar a la estación de tranvía tuvieron que atravesar el centro de la ciudad, lo que significaba desfilar delante de todos. Casiopea sabía exactamente lo mal que se veía marchar al lado de un extraño, pero aunque el hijo del farmacéutico giró la cabeza en su dirección y varios niños que perseguían a un perro callejero se detuvieron para reírse de ellos, ella no disminuyó la velocidad. Cuando llegaron a la lamentable estación de ferrocarril, había un solo banco donde la gente podía sentarse y esperar bajo el implacable sol su transporte, recordó un punto importante. —No tengo dinero para el pasaje —dijo. Tal vez no habría viaje. Eso podría ser un alivio, ya que ella no entendía lo que se suponía que debían hacer en la ciudad, y oh cielos, no estaba preparada para nada de esto. El dios, ahora vestido con las buenas ropas de su abuelo y con un aspecto muy parecido al de un caballero, no dijo nada. Se arrodilló y agarró un par de piedras. Bajo su toque estas se convirtieron en monedas. Justo a tiempo, mientras la mula venía tropezando por el estrecho camino, tirando del viejo vagón.

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Pagaron el pasaje y se sentaron en un banco. El vagón tenía un techo, algo lujoso, ya que los vehículos que hacían las rondas en las zonas rurales podían ser muy básicos. Había otros tres viajando con ellos ese día, y no estaban interesados en Casiopea y su compañero. Esto era algo bueno, ya que ella no habría sido capaz de entablar una conversación. Una vez que el vagón salió de la estación, se dio cuenta de que la gente del pueblo diría que se había escapado con un hombre, como hizo su madre, y hablarían mal de ella. No es que a un dios que salió de un baúl le preocupara su reputación. —Me darás tu nombre —dijo mientras la estación y el pueblo y todo lo que había conocido se hacía cada vez más pequeño. Se ajustó el manto. —Casiopea Tun. —Soy Hun-Kamé, Señor de las Sombras y legítimo gobernante de Xibalbá —le dijo—. Te agradezco que me hayas liberado y que me hayas dado tu sangre. Sírveme bien, doncella, y veré la forma de recompensarte. Por un momento pensó que podría escapar, que era posible saltar del vagón y volver a la ciudad. Tal vez la convertiría en polvo, pero eso sería mejor que el horrible destino que le esperaba. Un horrible destino la esperaba ¿no es así? ¿No se habían deleitado los Señores de Xibalbá en engañar y deshacerse de los mortales? Pero estaba la cuestión del fragmento de hueso y la voz persistente en la parte de atrás de su cabeza que susurraba aventura. Porque seguramente no tendría otra oportunidad de dejar este pueblo, y las vistas que le mostraría deben ser extrañas y deslumbrantes. La atracción de lo familiar era fuerte, pero más fuerte era la curiosidad y el ciego optimismo de la juventud que exigía ir ahora, ir rápido. Todo niño sueña con huir de su casa en algún momento, y ahora tenía esta oportunidad imposible. Con avidez se aferró a ella. —Muy bien —dijo, y con esas dos palabras aceptó su destino, por horrible o maravilloso que fuera. No dijo nada más durante su viaje a Mérida, y aunque estaba confundida y asustada, también se alegró de ver la ciudad retrocediendo en la distancia. Casiopea Tun se fue al mundo, no de la manera que había imaginado, pero sí de todas formas.

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artín Leyva. Veinte años y apuesto, de manera contundente, con ojos miel y una lengua afilada. El único hijo del único hijo de Cirilo Leyva, aunque el viejo tenía muchas hijas, era, debido a este accidente de nacimiento, heredero de la fortuna de Leyva, su sexo le permitía brincar por el pueblo como un gallo. Con sus finas botas y hebillas de cinturón de plata y su pitillera con monograma, daba tal imagen que nadie dudaba de su posición en la sociedad o de su magnificencia. Nadie, es decir, excepto su prima Casiopea. Su mirada escéptica era como una salpicadura de ácido en la cara del joven. —¿Por qué no pudiste ser un muchacho? —El abuelo se lo dijo a Casiopea una vez, y Martín nunca pudo olvidar ese momento, la duda cosida en su alma. Martín Leyva, el magnífico y despreciativo Martín Leyva, entró en el salón como un niño, y como un niño se enfurruñó, sentándose en una de las sillas llenas. Su madre, sus tías y dos de sus hermanas estaban allí ese día, ocupadas con sus bordados. —Madre ¿te quedan cigarrillos? —preguntó con un suspiro irritado. Aunque en los periódicos había anuncios que aconsejaban a las mujeres sustituir los cigarrillos por dulces, la madre de Martín, Lucinda, los repartía con precaución, en parte porque era anticuada y en parte porque era avara. —Fumas demasiado, es malo para el aliento. ¿Y qué pasó con tus cigarrillos? — preguntó—. ¿Ya te terminaste una cajetilla? —Hace días que no fumo nada, y no preguntaría si Casiopea hiciera los recados como se supone que debe hacer —respondió, enfadado porque estaba siendo interrogado. —¿Ha vuelto a escatimar en sus tareas? —Está tardando una eternidad en ir a la tienda, y es simplemente grosera —dijo. Si su madre pudiera encontrar defectos en Casiopea, no los encontraría en él, y su excesivo consumo de tabaco sería ignorado. —Ya veo. Lucinda tenía el cabello de un tinte rojizo y un cuello tan divino que un poeta había compuesto un soneto en su honor. Se había casado con el único hijo de Cirilo Leyva, un joven sumiso y tranquilo que no le gustaba mucho, porque los poetas rara vez pueden pagar el alquiler. Disfrutaba de los lujos de la casa de Uukumil, el estatus que el ser Leyva le confería por estos lares, y sobre todo disfrutaba adulando a su único hijo. Después de que Casiopea le golpeara con un palo, había mirado a la chica con los ojos entrecerrados, convencida de que la niña era asquerosa. Lucinda tomó el bolso de terciopelo que llevaba consigo en todo momento y sacó un cigarrillo, entregándoselo a su hijo.

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—Tendré que mencionarle esto a tu abuelo —dijo Lucinda. —Si lo deseas —dijo Martín. No quería meter a Casiopea en problemas, pero si este iba a ser el resultado final, no le importaba. Razonó que si ella se hubiera apresurado a volver a casa no se habría visto obligado a suplicarle a su madre por el cigarrillo; por lo tanto, la chica había sido la equivocada. Usaba ese razonamiento a menudo. Rara vez era él la causa de su propia desgracia. Fue a fumar al patio interior, observando al loro en su jaula mientras comía, y luego, aburrido, se escabulló de nuevo a su habitación para dormir una siesta. Se dedicaba a una existencia indolente salpicada de los más caros dulces y bebidas que podía encontrar en la ciudad. Cuando Martín se despertó, buscó con las manos en la cama su paquete de cigarrillos y recordó que Casiopea debía devolverlos. Maldijo en voz baja, porque ella aún no se había molestado en entregárselos. La esperó frente a la habitación del abuelo hasta que salió, con el periódico bajo el brazo. Ella lo vio tan pronto como entró en el pasillo y lo miró con ojos muy oscuros y despectivos. —¿Dónde has estado? Te dije que me trajeras cigarrillos y no volviste. —Estaba haciendo mis tareas, Martín. Llevando la carne al cocinero. —¿Y qué hay de mí? —preguntó. —Pensé que lo más importante era conseguir la carne para la cena del abuelo. —Ah ¿y qué, yo no soy importante? —Martín —dijo y metió la mano en el bolsillo de su falda y le ofreció los cigarrillos—. Toma. Esto, como muchos de sus gestos, era desdeñoso. No es que haya dicho algo particularmente malo. Era su tono de voz, el movimiento de su cabeza, incluso la forma en que respiraba. Silenciosa y desafiante al mismo tiempo, lo que le causaba irritación. Pensó que ella conspiraba contra él, o lo haría si pudiera. Martín le arrebató el paquete de cigarrillos. La chica se alejó, y una vez que estuvo fuera de la vista, olvidó que estaba enfadado con ella, aunque rápidamente se puso de nuevo de su lado malo con su impertinencia sobre las botas. ¿Tan difícil era hacer lo que pedía sin quejarse ni mirar bruscamente? Por supuesto que la delató, le dijo al abuelo que Casiopea estaba siendo irrespetuosa otra vez, y después de eso se fue en busca de entretenimiento, como para recompensarse. Había una sola y deslucida cantina en la ciudad. No la frecuentaba porque era indecoroso que el nieto del hombre más importante de Uukumil mostrara la cara allí. En cambio, socializaba con lo que pasaba como la crema de la cosecha de su pueblo. El farmacéutico y el notario, que también hacía de mercería, organizaban partidas de dominó en sus casas ciertas noches de la semana, pero Martín se aburría a menudo cuando asistía a estas reuniones. Casiopea podía jugar tanto al ajedrez como a las damas, pero era mejor que él en estas actividades, y como no le gustaba ser superado por nadie, especialmente por una chica, no se dignaba a jugar con ella. Se decidió y caminó hasta la casa del farmacéutico. Con rigidez mecánica se sentó alrededor de la mesa con los otros hombres, viendo como uno de ellos vaciaba la caja con las piezas del juego.

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En lugar de estar molesto por la monotonía del juego, se tranquilizó por las caras familiares y los rituales. A diferencia de Casiopea, que se había desencantado con el pueblo, con la misma expresión, se sentía reconfortado por su familiaridad. Cuando Martín regresó a casa y vio a Casiopea caminar por el patio interior, dirigiéndose a la cama, sin duda, estaba en un estado de ánimo nebuloso y agradable, y siendo el tipo de borracho que naturalmente se dedica a pedir múltiples disculpas cuando la embriaguez erosiona sus defensas, le habló. —Casiopea —dijo. Ella levantó la cabeza. No le miró con una pregunta en los ojos, como podrían hacer otros, sino que le miró fijamente. Cuando era niño, Martín temía al monstruo que habitaba bajo su cama, subiéndose las mantas hasta la barbilla para estar a salvo. Martín tenía la persistente sospecha de que de niña su prima no le había temido a nada, y que ahora no le temía a nada. Pensaba que esto era antinatural, especialmente para una niña. —Casiopea, sé que el viejo te está castigando, y tengo que decir que es un trato injusto. ¿Quieres que le pida que te deje venir con nosotros mañana? —preguntó. —No quiero nada de ti —escupió. Martín se enfureció. A Casiopea le encantaba presionarlo, desobedecerle, hablar en ese tono insolente que ella tenía. ¿Cómo podía ser amable cuando era tan obstinada? Había sido un error considerar siquiera extenderle esta cortesía. —Muy bien —le dijo—. Espero que disfrute de tus tareas. La dejó con eso. No consideró que su intento de disculparse fuera insuficiente, ni que Casiopea tuviera motivos para ser brusca con él. Simplemente catalogó esta conversación como otra marca contra el carácter de su prima y se fue a la cama sin arrepentimientos. Si ella quería martirizarse mientras el resto de la casa disfrutaba de un día de alegría, que así fuera.

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ue T”hó antes de que los españoles tropezaran con la ciudad (una vez gloriosa, luego arruinada, ya que todas las cosas terrenales deben estar arruinadas) y la llamaron Mérida. Las vastas plantaciones de sisal enriquecieron a los hacendados, y las grandes casas se levantaron para marcar el tamaño de la fortuna de sus propietarios, reemplazando las calles salpicadas de barro por asfalto y alumbrado público. Los ciudadanos de clase alta de Mérida afirmaban que la ciudad era tan hermosa como París y modelaron el Paseo Montejo a semejanza de los Campos Elíseos. Dado que Europa era considerada la cuna de la sofisticación, las mejores tiendas de ropa de Mérida vendían moda francesa y botas británicas, y las damas decían palabras como charmant para demostrar la calidad de sus tutores importados. Se contrataron arquitectos italianos para construir las moradas de los ricos. Sombrereros y modistas parisinos recorrían la ciudad una vez al año para promocionar los últimos estilos. A pesar de la revolución, la “casta divina” perduró. Quizás no más yaquis fueran deportados de Sonora, obligados a trabajar en los campos de sisal; tal vez no más trabajadores coreanos fueran atraídos con promesas de ganancias rápidas y terminaran como sirvientes contratados; tal vez el precio del henequén hubiera bajado, y tal vez la maquinaria se había quedado en silencio en muchas plantaciones, pero el dinero nunca se escapaba fácilmente del poder de los ricos. Las fortunas cambiaron y varias de las familias Porfirianas prominentes se habían casado en dinastías prometedoras; otros tuvieron que conformarse con un poco menos. Mérida estaba cambiando, pero Mérida seguía siendo una ciudad donde los ciudadanos adinerados, pálidos y de clase alta cenaban manjares y los pobres pasaban hambre. Al mismo tiempo, un país en cambio es un país repleto de oportunidades. Casiopea intentó recordarse esto, que aquí estaba su oportunidad de ver la ciudad de Mérida. No en las circunstancias que había imaginado, pero sí una oportunidad. Mérida estaba ajetreada, sus calles llenas de gente. Todos caminaban rápidamente. Tuvo poco tiempo para contemplar los majestuosos edificios. Todo era un borrón de color y ruido, y a veces estilos contrapuestos, que daban testimonio de los gustos de los nouveau riche que habían construido la ciudad: morisco, español, casi-rococó. Quiso agarrar la mano del dios y pedirle que se detuviera para mirar los automóviles negros estacionados en una ordenada fila, pero no se atrevió. Pasaron el ayuntamiento, con su torre del reloj. Cruzaron la plaza de la ciudad que servía como corazón palpitante de Mérida. Dieron la vuelta a la catedral, que había sido construida con piedras de los templos mayas. Se preguntó si a Hun-Kamé le disgustaría la vista del edificio, pero él ni siquiera lo miró, y pronto empezaron a caminar por calles laterales, más lejos de las multitudes y el ruido, dejando atrás el centro. Hun-Kamé se detuvo ante un edificio de dos pisos, pintado de verde, sobrio y apropiado en su apariencia. Por encima de su pesada puerta de madera había una talla de piedra, un cazador con un arco apuntando al cielo.

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—¿Dónde estamos? —preguntó, sintiéndose sin aliento. Le dolían los pies y tenía la frente empapada de sudor. No habían comido ni intercambiado palabras durante el viaje. Estaba más exhausta que alarmada en este punto. útil.

—La casa de Loray. Es un extranjero, un demonio y, por lo tanto, puede resultar

—¿Un demonio? —dijo, ajustándose el chal. Estaba sucio por el polvo de la carretera—. ¿Es seguro verlo? —Como dije, es un extranjero y por eso actúa como parte neutral. No le tendrá ninguna lealtad a mi hermano —respondió. —¿Estás seguro de que está en casa? Quizás deberíamos regresar más tarde. Hun-Kamé apoyó una mano contra la puerta y se abrió. —Entramos ahora. Casiopea no se movió. Él avanzó unos pasos y, al darse cuenta de que no lo seguía, volvió la cabeza. —No le vendas tu alma y estarás bien —dijo lacónicamente. —Eso suena simple —respondió, mordiendo un poco sus palabras. —Lo es —dijo, ya fuera sin registrar el sarcasmo en su voz o sin importarle. Casiopea respiró hondo y entró. Bajaron por un amplio pasillo, el suelo decorado con piedra Ticul naranja, las paredes pintadas de amarillo. Conducía a un patio, un árbol enredado con una vid en un rincón y una fuente gorgoteando a su lado. Entraron en una amplia sala de estar. Sofás blancos, muebles lacados en negro. Dos espejos de piso a techo con marcos de ébano. Flores blancas sobre una mesa baja. La única palabra para describir la habitación era opulenta, aunque no era como la casa de su abuelo. A ella le pareció más atrevida, minimalista. Un hombre estaba sentado en uno de los sofás. Vestía traje y corbata grises, con un broche de jade en la solapa para darle una nota de color. Su rostro estaba finamente cincelado y tenía una apariencia joven y galante (no se le podía adivinar que tuviera más de treinta y dos, treinta y tres), aunque los ojos disipaban esa impresión. Sus ojos eran mucho más viejos, de un tono verde imposible. En su hombro derecho estaba sentado un cuervo, acicalándose. Sabía que el pájaro y el hombre eran sobrenaturales, similares al dios con el que viajaba y, sin embargo, de una época diferente. El hombre de ojos verdes sonrió y echó la cabeza hacia atrás, mirando al techo. —¿Cómo es que estás aquí? Hay barreras en las puertas y ventanas —dijo el hombre. —Ni las cerraduras ni las barreras pueden impedir la entrada de un Señor de Xibalbá. La muerte entra en todas las viviendas. —La muerte no tiene modales. Pensé que tu hermano te había desterrado. —Me encarceló —dijo Hun-Kamé en un tono monótono—. Fue desagradable.

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—Oh, bueno, ahora eres libre. Y arrastrando un paquete sucio, ya veo. Esa chica es más polvo y mugre que chica. El hombre de ojos verdes la miró, con el brazo sobre el respaldo del sofá. Casiopea sintió que se le encendía la cara de mortificación, pero no respondió. Había escuchado peores insultos. —Loray, Marqués de las Flechas, te presento a Lady Tun —dijo Hun-Kamé con un movimiento de la mano. El uso de la palabra “lady” la sorprendió. Casiopea miró fijamente a Hun-Kamé, sin saber por qué la había llamado así. Por un momento sintió ganas de plegarse contra sí, como un abanico. El demonio sonrió ante esto, y luego Casiopea se enderezó y lo miró a la cara. Martín le había dicho que era altiva. No vio ninguna razón para intentar la modestia en este momento. Sintió que habría sido una mala elección con Loray. —Es un placer conocerlo —dijo, tendiéndole la mano. Loray se puso de pie y la sacudió, a pesar de sus palmas sucias y sudorosas. —Estoy encantado de conocer a la dama. También encantado de verte de nuevo, Hun-Kamé. Siéntense, por favor, tanto tú como tu acompañante. Lo hicieron. Casiopea agradeció el respiro. Quería quitarse los huaraches y frotarse los pies: tenía una ampolla en el dedo. Su cabello, debajo del chal, estaba desordenado. —Supongo que no estás aquí por vino y una tabla de quesos, aunque, si te apetece, siempre hay bebidas en esta casa. ¿Qué necesitas de mí? —preguntó el demonio, sentándose y estirando las piernas. —Me faltan ciertos elementos de mí mismo y debo recuperarlos. Conoces a mi hermano y has negociado con él. Quizás en sus tratos haya revelado uno o dos secretos. O de lo contrario, tú has desenterrado esos secretos de otras partes, como sueles hacer. —Querido Hun-Kamé, es posible que hayas olvidado este detalle, estando ausente tanto tiempo como lo has estado: no soy más que un demonio y no comercio con tu hermano —dijo Loray, presionando una mano contra su corazón teatralmente. —Comercias con todos. —Todos —repitió el cuervo, saltando para descansar al lado de Loray. El demonio ladeó la cabeza y miró al pájaro. —Hablo con todos. No es lo mismo en absoluto. —Ahórrate las definiciones intrincadas que se aplican a ti —dijo Hun-Kamé—. Sobrevives vendiendo secretos. Véndeme uno. ¿O me decepcionarás y me dirás que has perdido tu toque? —Perdido tu toque —asintió el cuervo y voló hacia el otro extremo de la habitación, sentándose encima de un elegante gabinete blanco de licor. Loray arqueó una ceja ante eso y se rio entre dientes, haciendo una pausa para darle al pájaro una mirada irritada. —Bien. Puede que te decepcione saber que sé dónde se encuentra solo una de las

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partes de tu cuerpo que faltan, Hun-Kamé. Loray se levantó y se sirvió un vaso de licor oscuro que sacó del armario blanco. Técnicamente, Yucatán era uno de los pocos estados “secos” del país, pero la aplicación de la ley era fortuita, y no fue una sorpresa que una casa elegante como la de Loray estuviera equipada con mucho alcohol. —¿Tienes sed? —preguntó. Ella negó con la cabeza. Hun-Kamé también rechazó la bebida. El demonio se encogió de hombros y volvió a sentarse, con el vaso en la mano izquierda. —Sé dónde puedes encontrar tu oreja perdida, pero eso es todo. La cuestión, sin embargo, es el precio de mi ayuda y el asunto de la ira de tu hermano si se entera de que te he ayudado. —Como si temieras a los dioses o a la noche, arquero —respondió Hun-Kamé—. Pero nombra tu precio. —Arquero. Cuán formales nos hemos vuelto. Bueno, como saben, estoy restringido en mis movimientos, anclado a esta ciudad. Un hechizo ridículo que alguien me lanzó — dijo Loray. —Por tu propia obra. Si no querías estar aquí, no deberías haber seguido a esos franceses en su mezquina guerra de conquista. —¡Los errores de mi juventud! Se necesitan uno o dos siglos para aprender mejor. Dame permiso para viajar por esta tierra. Abre el Camino Negro de Xibalbá para que yo pueda recorrerlo. —Abre —repitió el cuervo, imitando a su amo. Hun-Kamé miró al demonio. Su rostro anguloso tenía una firmeza que era desagradable, pero luego inclinó la cabeza, asintiendo levemente. —Cuando recupere mi trono, puedes caminar por los caminos de Xibalbá, bajo la tierra, pero el Mundo Medio no es mi dominio —le recordó el dios. —Eso será suficiente, ya que desde Xibalbá puedo encontrar mi camino de regreso al Mundo Medio con bastante facilidad —respondió el demonio—. Te diré quién tiene tu oreja, pero es posible que no te guste la respuesta. Está con el Mamlab, lamentablemente, y ya sabes lo que eso conlleva, lluvia suave o trueno fuerte, quién puede decir. Desprecio a los dioses del tiempo. Son demasiado temperamentales. Loray apuró su bebida y sus ojos se posaron en Hun-Kamé. Si esperaba que HunKamé se sintiera decepcionado o complacido con la respuesta, ella no lo sabía, pero notó que la expresión del dios era gris. No reveló nada. —¿Sabes dónde está ahora? —¿Cuál? —El más joven, porque no podría ser otro que él. Habla entonces. ¿Dónde? —Tienes razón, es el más joven. ¡Y pensé que tu hermano era el adivino! —Marqués, haz desaparecer tu alegría —dijo Hun-Kamé, con la voz entrecortada.

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Loray suspiró. —¿Precisamente? Es difícil de decir. Una vez más, ese es el problema con los dioses del tiempo. Pero es casi la hora del Carnaval y apuesto a que estará en Veracruz. Tendrás que tomar un barco desde Progreso para llegar, pero en estos días hay muchas embarcaciones entrando y saliendo de ese puerto, por lo que no debería ser un problema. Puedo arreglar tu pasaje si lo deseas —dijo el demonio, tan educado como podía ser—. Puede que incluso puedas irte mañana. Te dará la oportunidad de descansar. Sí, descansar. Ya fuera el viaje, el impacto de caminar junto a un dios o el fragmento de hueso en su mano, Casiopea sentía la desesperada necesidad de acurrucarse en la cama y dormir. casa.

—Ven. Te gustarán las habitaciones de invitados —dijo Loray, guiándolos por su

Loray tenía razón. Su habitación era grande y aireada, con mucha luz filtrándose. Pero no se detuvo a mirar mucho a su alrededor, sino que se dejó caer sobre la cama y se durmió tan pronto como su cabeza tocó la almohada. Cuando Casiopea despertó fue por el olor a café. Tentativamente abrió los ojos y miró fijamente el fino y alto techo, luego se incorporó apoyándose en los codos. —Buenos días, señorita —dijo una criada. —Buenos días —repitió Casiopea. La criada le entregó una bandeja y cubiertos. Casiopea, que hasta ese momento estaba acostumbrada a servir a los demás, miró el desayuno con recelo. —El señor Loray les ha pedido a varios empleados del Parisian que pasen esta mañana. —¿Qué es eso? —preguntó. La criada frunció el ceño. —Es una tienda. Van a traerle vestidos. Tendrá que darse un baño. Casiopea desayunó, apenas masticando. La criada la apresuró, diciendo que las modistas llegarían en cualquier momento. Básicamente fue empujada al baño. Fue muy diferente a la simple ducha a la que estaba acostumbrada. Tenía una gran bañera con patas con garras de hierro y en los estantes había docenas de botellas con aceites y perfumes caros. Llenó la bañera hasta el borde y procedió a verter algunas de las botellas de aceite. Rosas y lilas y otras cosas perfumadas. En casa, se limpiaba el cuello y la cara en la palangana de agua cada mañana y se le permitía ducharse los domingos, antes de la iglesia. El abuelo decía que no debían usar el agua caliente, que una buena ducha fría era lo que los jóvenes necesitaban para mantener la cabeza libre de ideas nocivas. Casiopea se aseguró de dejar abierto el grifo de agua caliente hasta que el baño se empañara de vapor. Luego se deslizó en la bañera para que el agua le llegara a la barbilla. Tenía un don para la insurrección silenciosa. Una vez que terminó de lavar la suciedad de la carretera, el agua de la bañera se volvió turbia, salpicó y se envolvió en una toalla enorme. Escurrió y peinó su cabello.

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Cuando salió del baño, encontró una gran cantidad de cajas esparcidas por su habitación, de las cuales tres mujeres sacaban vestidos, faldas y ropa interior. Las mujeres hablaban de Casiopea de manera directa y poco halagadora. La conocieron, de un vistazo, una chica de campo y la juzgaron por ello. —Uno pensaría que nunca se ha puesto un corsé —dijo una mujer. —O ligas —respondió otra. —O incluso medias. Tiene las piernas de una campesina, bastante desnudas, pero al menos eso significa que hay poco que afeitar —concluyó una tercera. —¿Qué hay que afeitar? —preguntó Casiopea, pero su pregunta no fue respondida, y en cambio las mujeres demostraron el uso adecuado de las medias y siguieron hablando como si no estuviera, o peor aún, como si fuera una muñeca que estaban vistiendo. Las mujeres le entregaron artículo tras artículo y le preguntaron qué pensaba. A Casiopea, que poseía un vestido bueno para la iglesia, le costó mucho hacer una evaluación, y varias veces las mujeres se rieron entre dientes ante sus respuestas tartamudeadas. Terminó usando un vestido color marfil con una faja verde brillante en contraste, tan ligera que la asustó, el dobladillo más corto que cualquier otra cosa que hubiera usado. Le llegaba a la mitad de la pantorrilla. El abuelo pensaba que el tobillo era el largo adecuado para una falda, pero estas mujeres insistieron en que esta era la moda. Se parecía a las cosas que usaban las chicas en las revistas. Imprudente, como era todo este viaje. Charmeuse, voile y guingán de colores llamativos se amontonaban sobre la cama mientras la criada comenzaba a doblar los artículos que Casiopea había elegido, o al menos aceptado, colocándolos en una maleta. Otra criada entró y dijo que Loray quería hablar con ella. Casiopea volvió a la sala de estar, contenta de no tener que mirar más los sujetadores de seda con cordones laterales. El demonio sonrió tan pronto como la vio y, caminando hacia ella, levantó su mano. Su cuervo no estaba en su hombro esta vez; descansaba en el respaldo de una silla, inclinando la cabeza hacia ellos. —Ahí estás y te ves bien. Asintió, insegura de su intención. Él tomó su mano y la besó, como solían hacer los caballeros en los viejos tiempos. Él sostuvo su mano entre las suyas. —Debes perdonarme por lo que dije antes. Fui grosero contigo. Es una falta mía, puedo ser grosero. —Está bien. Aunque me pregunto por qué se ha molestado en darme ropa bonita —respondió, alejándose de su agarre y tirando ligeramente de la faja que adornaba sus caderas. Se sentía tan extraño vestirse así, y se preguntó cuánto habría gastado en ella. —Pensé que te vendría bien un cambio de ropa, y estaba en lo cierto —dijo Loray, evaluando a la chica con una sonrisa—. Además, podría ayudarnos a convertirnos en amigos mejores. Intentaba cautivarla, pero Casiopea no estaba acostumbrada a que la adularan. Los muchachos del pueblo apenas le prestaban atención. Si hubiera sido una sirvienta común, podrían haberla cortejado y haberle robado besos, pero como era miembro de la familia

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Leyva, aunque nominalmente, no se atrevían. Tenía poca práctica en este campo. Por eso, en lugar de sonrojarse o bajar las pestañas, respondió con gran vehemencia. —dijo.

—De alguna manera no creo que los demonios y los dioses tengan muchos amigos

—Estás en lo correcto. Pero estoy dispuesto a hacer una excepción por ti, ya que tengo una debilidad por la creación de mitos. ¿Entiendes el viaje que estás a punto de emprender? —Sé que tengo que ayudar a Hun-Kamé si quiero ayudarme a mí misma. —Por supuesto, pero ¿entiendes lo que está en juego? —preguntó. No tenía ni idea. Como una sonámbula, estaba colocando un pie delante del otro y siguiendo el camino que había trazado Hun-Kamé. No era una falta de iniciativa por su parte: estaba completamente confundida, insegura de que algo de lo que estaba sucediendo fuera de verdad real y reaccionaba basándose en el instinto. Sin embargo, tenía curiosidad. —Cuénteme —dijo, sabiendo que le esperaba una historia, tan magnífica como cualquiera de las leyendas y cuentos que su padre le había contado. —Hace miles y miles de años, una piedra cayó sobre la tierra. Rompió el suelo, dejó una cicatriz. Y cuando ocurre un evento de tal intensidad, algo permanece —le dijo Loray, y pareció complacido con la narración—. Poder, incrustado en la península, irradiando de ella. Hay mucha magia aquí. En otras partes del mundo, los dioses antiguos se han dormido, porque, aunque los dioses no mueren, deben dormir cuando sus devotos cesan en sus oraciones y ofrendas. Pero aquí los dioses todavía caminan en Yucatán. Pueden adentrarse en las junglas, en el istmo, o pueden vagar más al norte, donde las serpientes de cascabel se enroscan en el desierto, aunque cuanto más se alejan del lugar de su nacimiento, más débiles se vuelven. Yucatán es un pozo de poder y el Señor Supremo de Xibalbá puede aprovechar ese poder. —Poder —dijo el cuervo. Loray levantó la mano. El cuervo voló por la habitación para descansar sobre su muñeca y el demonio le acarició las plumas. —A través de una serie de eventos desafortunados, me encontré encadenado a esta ciudad y deseo escapar de ella. Si puedo descender a Xibalbá, podría trascender los lazos que me retienen aquí… hacer un túnel para salir, por así decirlo. Pero no puedo caminar por Xibalbá sin permiso. —Lo que Hun-Kamé le concederá —dijo. —Es una apuesta, por supuesto. Hun-Kamé puede fallar, y si lo hace, me meteré en problemas. Su hermano es duro. Una vez más, aquí había un detalle que Casiopea no había considerado, lo que podría significar desafiar a un dios. Había seguido a Hun-Kamé porque lo creía necesario, pero el deseo de libertad (incluso una “campesina” que nunca ha tenido un par de ligas puede sentir la llamada a la aventura) también la había empujado hacia adelante,

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haciéndola ignorar los peligros que podría enfrentar. Ahora que Loray habló, era obvio que había mucho de qué preocuparse. No fueron solo las palabras que dijo el demonio, sino la forma en que las dijo, en voz baja, y ella se dio cuenta de que en ningún momento había pronunciado el nombre del rival de Hun-Kamé. Vucub-Kamé, pensó, y sostuvo el nombre en su boca. —Quiero un seguro. Ese mismo seguro te resultaría beneficioso —dijo Loray. —No entiendo —respondió. —Dentro de ti hay algo extraño ¿no? Un pedazo de él, el sello del inframundo sobre ti. —Un fragmento de hueso. Abrió la mano y se miró los dedos. O Hun-Kamé le había ofrecido voluntariamente esta información o Loray lo había averiguado por otros medios que ella no podía saber. —Los Señores del Inframundo no pueden caminar libremente por el Mundo Medio. Deben usar mensajeros para hablar con los mortales o manifestarse durante las noches, y solo por períodos breves. Una sola hora. —Pero viajamos durante el día. —Porque Hun-Kamé no es del todo un dios. Porque tú sangre humana se mezcla con su esencia inmortal, ocultándolo del sol. También lo nutre. Sin eso él estaría perdido, debilitado como está. Cerró la mano en un puño y sintió el fragmento allí. Era como un ser vivo, escondido bajo el murmullo de su sangre. —Dijo que me mataría, el fragmento de hueso. —Lo hará. Si no se remueve. Pero, por supuesto, él no puede eliminarlo, ni desearía hacerlo en su estado. Y, sin embargo, debe hacerlo. Cuanta más vida absorba de ti, más humano debe volverse. Es un mal trato para los dos, pero no hay otra manera — dijo Loray con expresión seria. El cuervo asintió, como enfatizando este punto. —Sin embargo, este trato también puede ser nuestra salvación, si la marea cambia y Hun-Kamé fracasa en su búsqueda. —Una sonrisa se formó en sus labios. —¿Qué quiere decir? —preguntó. —Si él no puede recuperar los elementos que le faltan, si su hermano te alcanza y la situación es terrible, córtate la mano —dijo Loray simplemente. —¿Qué? Hizo un movimiento, como si estuviera sosteniendo un machete y cortando su propio brazo. —Córtala. Eso romperá el vínculo con Hun-Kamé. —¿Cómo eso resolverá algo? —Nos ayudará. Se debilitará por completo.

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Con qué facilidad dijo “nos”, como si fueran viejos conocidos. Cualquier mortal se habría quedado deslumbrado por la voz del demonio, la sonrisa, su mirada. Casiopea tenía suficiente sentido común para ser cautelosa. La vida le había enseñado a desconfiar. A los soñadores y románticos como su padre no les iba bien, y aunque ella había soñado en Uukumil, lo había hecho en silencio, en secreto. Si alguien pasaba, cerraba el libro que estaba mirando. Escondía deseos dentro de una vieja lata. Nunca le dijo a nadie lo que esperaba. —El reinante Señor de Xibalbá mirará con bondad a la mujer que ayudó a derrotar a su hermano —dijo Loray. —Y estaré sin una mano —respondió. cosa.

—A veces hay que hacer sacrificios. Si se trata de eso, córtate la mano, no es gran —Y herirlo. —Ese es el punto. —¿Por qué no está intentando cortarme la mano? —preguntó. Audaz, la pregunta. Se volvió descarada y rápidamente.

—Querida niña, si presiono una hoja contra tu piel, no lograría nada. Estarías completamente bien en un santiamén —dijo, pasando junto a ella, rozando su brazo por un segundo, como para enfatizar su punto—. Ningún enemigo puede herirte, ni obligarte a herirte a ti misma, no cuando un Señor de Xibalbá camina a tu lado. Ni siquiera uno que haya perdido su trono. Debe ser por tu mano y solo por tu mano. Libre albedrío. —Nada de esto tiene sentido. —Solo debes saber que esta última opción está disponible para ti. Podría salvarnos a ti y a mí —dijo. Había diversión en el rostro del demonio, como si disfrutara diciendo estas palabras. Bajo su cortesía, ella detectó una silenciosa malicia. —¿Vucub-Kamé lo perdonaría si le dijera que me aconsejó que hiciera esto? Dijo el nombre para poner a prueba sus límites, ya que Loray tenía miedo de pronunciarlo. Y cuando lo dijo, el demonio no pareció divertido. —Quizás —murmuró. —¿Qué pasa si me corto la mano en este mismo instante? —Demasiado pronto. Hun-Kamé podría recuperar su trono. —Se paró ante el armario blanco de licores, lo abrió y la miró por encima del hombro—. Además, tienes un corazón lamentablemente valiente y bondadoso. —¿Cómo sabe qué corazón tengo? —Serías una pobre jugadora de cartas, querida. No puedes esconderte. No entendió lo que quería decir; era su primo el que jugaba juegos de azar, no ella, aunque ahora se había metido en un juego bastante complicado.

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Loray se sirvió una copa y, mientras se la llevaba a los labios, Hun-Kamé entró en la sala de estar con un traje de lino blanco, un elegante sombrero de paja en las manos y un pañuelo negro anudado al cuello. Nuevamente fue difícil percibir la falta de un ojo, la oreja. Sin embargo, no era como si se ocultara. Era demasiado llamativo. Belleza sobrenatural; hizo que Casiopea inclinara la cabeza y mirara hacia abajo por un momento. —Buenos días —dijo Loray, su voz alegre. Su cuervo había migrado de nuevo a su hombro. —Buenos días —dijo el cuervo, haciéndose eco del saludo. —Confío en que hayas obtenido un pasaje para nosotros, Marqués —dijo HunKamé—. No quiero retrasarme. Profesional y al grano, pero educado. El abuelo gritaba y golpeaba el suelo con su bastón para hacerse oír. Martín la amenazaba para que obedeciera. Este tipo de autoridad era ajena a Casiopea. —¿Te fallaría en este asunto? —dijo Loray, sonando un poco molesto—. Hay una embarcación que sale de Progreso esta noche. Es rápida. Llegarás a Veracruz en un par de días. —Mis huellas deben permanecer ocultas. —Haré lo que pueda, pero tu hermano tiene sus métodos. Puede que ya te esté buscando —le advirtió Loray. —Tejí una ilusión. Ocultará mi escape, por un tiempo. Había gravedad en su intercambio, pero el demonio la perforó levantando su vaso. —¡Bien! Bebe conmigo. No quiero que digas que no soy hospitalario. Debemos brindar. Nuestra suerte cambiará pronto, y esperemos que sea para mejor. —Beberé contigo una vez que haya recuperado mi trono. La respuesta no fue la que esperaba el demonio, pero el dios la suavizó un poco. —La ropa que nos has proporcionado es un detalle muy atento —añadió HunKamé. Una forma indirecta de dar las gracias. —Pensé que podría gustarte. Modas nuevas. El sombrero de copa se ha ido y no demasiado pronto. Puede que encuentres divertida la música. Los bailes son más animados. El siglo anterior fue demasiado remilgado. —¿Qué me importa qué bailes tienen los mortales? —dijo Hun-Kamé. —No seas aburrido. Espantarás a la dama —le dijo Loray. De nuevo hubo un ligero destello de malicia en el rostro del demonio. Llenó un segundo vaso y se lo entregó a ella, inclinándose y susurrando tan suavemente que ella podría haber imaginado su voz en su oído. —Recuerda lo que te dije —dijo—. Si estás del lado perdedor, puede haber una oportunidad de ponerte del lado del vencedor. Quienquiera que sea. Luego chocó su copa contra la de ella, con una sonrisa en el rostro. Casiopea tomó un sorbo.

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N

ueve niveles separan Xibalbá del Mundo Medio. Aunque las raíces del Árbol del Mundo se extienden desde las profundidades del Inframundo hasta los cielos, conectando todos los planos de la existencia, la ubicación de Xibalbá significa que las noticias no viajan rápido en este reino. Por tanto, no es de extrañar que Vucub-Kamé, sentado en su temible trono de obsidiana, colocado sobre una alfombra de huesos, no se diera cuenta de inmediato de la fuga de su hermano de su prisión. Y, sin embargo, incluso a esa distancia, una advertencia resonó en la cámara de Vucub-Kamé. Creyó oír una nota, ahogada, como el sonido de una flauta; sonó una vez y la descartó, pero la segunda vez no pudo. —¿Quién dice mi nombre? —dijo él. Lo sintió, como una voluta de humo rozando su oreja, una flor blanca en la oscuridad. El dios levantó la cabeza. Su corte estaba como siempre, ocupada y ruidosa. Sus hermanos (eran diez, cinco pares de gemelos) se reclinaban sobre cojines y pieles de ocelote. No estaban solos. A los muertos nobles que iban a sus tumbas con tesoros y ofrendas adecuadas, que eran enterrados con sus mejores galas y joyas, se les permitía un paso seguro por el Camino Negro y un lugar en la Ciudad Negra de Xibalbá (a veces, para su diversión, los Señores de Xibalbá habían dado la espalda o engañado a estos nobles, eligiendo en su lugar a un campesino común para que se uniera a ellos, pero no a menudo). Así, los cortesanos se arremolinaban, sus cuerpos pintados con patrones negros, azules o rojos. Las mujeres que llevaban vestidos con tantas incrustaciones de jade que les resultaba difícil caminar se susurraban unas a otras mientras sus sirvientes las abanicaban. Sacerdotisas y sacerdotes con sus largas túnicas hablaban con los eruditos, mientras los guerreros observaban a los bufones retozar. Xibalbá puede ser un lugar espantoso, con su Casa de los Cuchillos y la Casa de los Murciélagos y muchas vistas extrañas, pero la corte de los Señores de la Muerte también poseía el encanto de las sombras y el brillo de la obsidiana, porque hay tanta belleza allí como terror en la noche. Los mortales siempre han tenido miedo del abrazo de terciopelo de la noche y de las criaturas que caminan en ella, y, sin embargo, se sienten hipnotizados por ella. Dado que todos los dioses nacen del núcleo de los corazones mortales, no es de extrañar que Xibalbá reflejara esta dualidad. Por supuesto, la dualidad era la marca registrada del reino. Los hermanos de Vucub-Kamé eran gemelos: se complementaban. Xiquiripat y Cuchumaquic hacían que los hombres derramaran su sangre y vestían de carmesí, Chamiabac y Chamiaholom llevaban bastones de hueso que obligaban a la gente a consumirse. Y así sucesivamente y etcétera. Vucub-Kamé y Hun-Kamé habían caminado uno al lado del otro, como lo hacían

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los otros dioses, ambos gobernando juntos, incluso, injustamente, Hun-Kamé era el más antiguo de todos los Señores de Xibalbá y finalmente Vucub-Kamé hizo su voluntad. Eran iguales y, sin embargo, no lo eran, y esto es lo que había llevado a VucubKamé a la amargura y la lucha. Espiritualmente, era una criatura egoísta, propensa a alimentar agravios. Físicamente, era alto y delgado, y su piel era de un tono marrón oscuro. Tenía los párpados pesados ​​y la nariz en forma de gancho. Era hermoso, al igual que su hermano gemelo. Pero mientras que el cabello de Hun-Kamé era negro como la tinta, el cabello de Vucub-Kamé era del color de la seda de maíz, tan pálido que era casi blanco. Él llevaba tocados hechos con las plumas verdes del quetzal y lujosos mantos hechos con pieles de jaguares u otros animales más fabulosos. Su túnica era blanca, una faja roja decorada con conchas blancas alrededor de su cintura. En su pecho y muñecas colgaban muchas piezas de jade, y en sus pies había sandalias suaves. En ocasiones usaba una máscara de jade, pero ahora su rostro estaba desnudo. Cuando se levantó de su trono, como lo hizo ese día, y levantó la mano, los brazaletes de su muñeca tintinearon haciendo un sonido agudo. Sus hermanos volvieron la cabeza hacia él, al igual que sus otros cortesanos. El Señor Supremo de Xibalbá se sintió repentinamente disgustado. —Todos ustedes, callen —dijo él, y los cortesanos guardaron silencio obedientemente. Vucub-Kamé convocó a uno de sus cuatro búhos. Era una gran cosa alada, hecha de humo y sombras, y aterrizó junto al trono de Vucub-Kamé, donde el señor le susurró una palabra. Luego voló y, batiendo sus feroces alas, se elevó a través de las muchas capas del inframundo hasta llegar a la casa de Cirilo Leyva. Voló a la habitación de Cirilo y miró fijamente el arcón negro colocado en su habitación. El búho podía ver a través de la piedra y la madera. Cuando ladeó la cabeza, confirmó que los huesos de Hun-Kamé descansaban dentro del cofre; luego voló de regreso al lado de su amo para informarle de esto. Por tanto, Vucub-Kamé se tranquilizó. Sin embargo, su tranquilidad no duró. Jugó el juego del bul, con sus dados pintados de negro por un lado y amarillo por el otro, pero este deporte no le trajo alegría. Bebió de una taza enjoyada, pero el balché tenía un sabor amargo. Escuchó a sus cortesanos mientras tocaban los cascabeles y los tambores, pero el ritmo no estaba bien. Vucub-Kamé decidió que él mismo debía mirar el cofre. Era de noche en la tierra de los mortales y pudo ascender a la casa de Cirilo Leyva. Cirilo, que ya estaba en la cama, dormido, se despertó, el frío del dios de la muerte lo hizo abrir los ojos de golpe. —Señor —dijo el anciano. —Me darás la bienvenida como es debido, espero —dijo Vucub-Kamé. —Sí, sí. Misericordioso Señor, me siento honrado por esta visita —dijo el hombre con la garganta seca. Le quemaré una vela… no, dos. Lo haré. El anciano, diligente, encendió una cerilla para asegurarse de que dos velas ardieran junto a su cama. El dios podía ver en la oscuridad, podía distinguir cada arruga que destrozaba el rostro de Cirilo; las velas eran una formalidad, un símbolo. Además, Vucub-Kamé, como sus hermanos, disfrutaba de los halagos de los mortales, de su absoluta penitencia.

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—Si hubiera sabido que venía el Gran Señor, me habría preparado para recibirlo mejor, aunque mi hospitalidad nunca podría ser suficiente para satisfacer los gustos de un huésped tan exaltado —dijo Cirilo—. ¿Debería perforar mi lengua y sacar sangre de ella para demostrar mi devoción? —Tu sangre es enfermiza y fina —dijo Vucub-Kamé, dirigiendo a Cirilo una mirada desdeñosa. Este hombre había sido tan fuerte como un buey antes de transformarse en esta bolsa de huesos dilatada. —Por supuesto. Pero puedo hacer que maten un gallo, un caballo. Mi nieto tiene un buen semental… —Cállate. Olvidé lo aburrido que eres —dijo Vucub-Kamé. Levantó su altiva mano, aquietando al hombre, sus ojos en el cofre negro. No parecía haber cambiado, tal como lo había dejado el dios. No pudo detectar ninguna perturbación. —No es una visita trivial la que realizo. He venido a contemplar los huesos de mi hermano —dijo el dios—. Abre el cofre. —Pero Señor, me dijo que el cofre no debe abrirse. Esta simple oración, que en realidad no insinuaba desafío, fue suficiente para hacer que el rostro serio del señor de la muerte se indignara. El mortal notó el cambio, y aunque Cirilo estaba viejo y dolido por su edad, logró girar la llave del cofre y abrirlo con una presteza asombrosa. El cofre estaba vacío, no quedaba ni un solo hueso. Vucub-Kamé se dio cuenta de que su hermano hechicero había creado una ilusión para que pareciera que estaba contenido dentro de su prisión. También se dio cuenta de que el presagio se había cumplido. Vucub-Kamé, que tenía el poder de ver el futuro, había vislumbrado este evento, la desaparición predeterminada de su hermano. Estaba predeterminada porque el destino le había puesto su sello, asegurando de una forma u otra que Hun-Kamé sería liberado. El destino es una fuerza más poderosa que los dioses, un hecho que los molesta, ya que a los mortales a menudo se les da más libertad de acción y pueden navegar por su corriente. Por lo tanto, el destino había decretado que Hun-Kamé sería puesto en libertad algún día, aunque no había marcado el día. Vucub-Kamé se había preparado para esto. Eso no significa que no hubiera deseado más tiempo para enfrentar a su problemático hermano. Tampoco significa que no estuviera molesto. —Oh, Señor, no entiendo —empezó Cirilo, queriendo adoptar la pose del suplicante. No estaba orgulloso cuando se trataba de mantener sus extremidades adheridas a su cuerpo. —Silencio —dijo Vucub-Kamé, y el anciano cerró la boca y se quedó quieto. Vucub-Kamé se paró frente al cofre y lo miró fijamente. Estaba hecho de hierro y madera; los xibalbanos no tienen amor por el hierro. Al igual que el hacha que le había cortado la cabeza a Hun-Kamé, este objeto había sido elaborado por manos mortales, que no tendrían problemas para agarrar el metal. —Dime, ¿qué pasó aquí? —dijo Vucub-Kamé, ordenándole al cofre.

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El cofre gimió, la madera se estiró y retumbó. Vibraba como la piel de un tambor tenso y tenía voz. —Señor, una mujer, abrió el cofre y puso su mano sobre los huesos. Un fragmento de hueso entró en su pulgar, reviviendo a Hun-Kamé, y juntos han escapado —dijo con voz profunda. —¿A dónde? —T”hó, a la Ciudad Blanca. —¿Y quién era esta mujer? —Casiopea Tun, nieta de tu sirviente. Vucub-Kamé volvió los ojos hacia Cirilo, que había empezado a temblar. —Tu nieta —dijo Vucub-Kamé. —No sabía. Lo juro, oh, Señor. Esa niña tonta, pensamos que se había escapado con un tonto inútil, como hizo su madre. Buen viaje, pensamos, la estúpida y… Vucub-Kamé miró sus manos, sus palmas, que estaban oscuras, ennegrecidas por marcas de quemaduras. Había sufrido y trabajado por este trono. Su hermano no podía tenerlo. —Quiero que la encuentren. Tráiganmela —ordenó. —Señor, lo haría, pero no sé cómo. Estoy débil. He envejecido —dijo Cirilo, agarrando el colchón y tratando de levantarse, haciendo más alarde de su fragilidad de lo que debía, porque no tenía intención de salir de su casa para buscar a nadie. El señor de la muerte contempló al hombre arrugado con desdén. ¡Qué breve era la vida de los mortales! Por supuesto, el anciano no podía perseguir a la niña. —Déjeme pensar, déjeme pensar. Sí… tengo un nieto, señor. Es joven y fuerte y, además, conoce bien a Casiopea. Él puede reconocerla y puede traerla —sugirió Cirilo después de que logró levantarse y encontrar su bastón, fingiendo que ese no había sido su primer pensamiento. —Quiero hablar con él. —Iré a buscarlo de inmediato. Cirilo fue en busca de su nieto, dejando que el dios contemplara la habitación. Vucub-Kamé pasó una mano por la tapa del cofre, sintiendo la ausencia de su hermano como algo palpable. La niña no había dejado huella, no podía imaginársela, pero podía imaginar a Hun-Kamé reconstituido, con un traje oscuro, de los que usan los mortales, atravesando el país. El anciano entró como un pato. Llevaba consigo a un joven que se parecía a Cirilo, de rostro vigoroso. —Este es mi nieto, mi señor. Este es Martín —dijo Cirilo—. He intentado explicarle quién es usted y qué necesita de él. El dios se volvió hacia el joven. Los ojos de Vucub-Kamé eran tan pálidos como su cabello, más pálidos, del color del incienso mientras se eleva por el aire. Ojos imposibles

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que hicieron que el joven se detuviera, obligándolo a mirar hacia el suelo. —Mi hermano y tu prima buscan hacerme mal. Encontrarás a la niña y los detendremos —dijo el dios—. Sé hacia dónde se dirigirán, ya que sin duda intentarán recuperar ciertos artículos que dejé en custodia. —Quiero ayudar, pero su hermano… señor, él es un dios… y yo soy un hombre —dijo Martín—. ¿Cómo podría lograr tal cosa? Se dio cuenta de que el chico no tenía educación en magia, no tenía educación en nada. Bruto como una piedra preciosa sin pulir. Esto podría haber sido una fuente de irritación, pero Cirilo había sido más o menos igual y había desempeñado su papel. Además, podía saborear la risa mordaz del destino en este asunto. Que debía ser la nieta de Cirilo quien ayudaría a su hermano y, a su vez, debía ser el nieto quien ayudaría a Vucub-Kamé. Los cuentos populares están llenos de tales coincidencias que nunca son coincidencias en absoluto, sino los frágiles juegos de fuerzas poderosas. Vucub-Kamé le estrechó la mano con desdén. —Serás mi enviado y me esforzaré por ayudarte en tu viaje. No necesitas hacer nada demasiado oneroso, simplemente convencerla de que se reúna conmigo. —¿Eso es todo? —preguntó Martín. —Toma esto. Vucub-Kamé deslizó un pesado anillo de jade de su dedo medio y lo levantó, ofreciéndolo al hombre mortal. Martín vaciló, pero tomó el anillo y lo hizo girar entre los dedos. Las calaveras estaban grabadas alrededor de su circunferencia. —Usa esto en todo momento, y cuando desees convocarme, di mi nombre. Pero vendré a ti solo después de que se haya puesto el sol, y no debes llamarme para asuntos tontos. Encontrarás a la chica y la convencerás de que se reúna conmigo. Cuida que mi hermano no descubra que estás cerca. —¿Tu hermano no sospechará que lo sigo? —Esperemos que no. Haré los arreglos para el transporte para ti; espera mi aviso. Cirilo había comenzado a hablar, pero Vucub-Kamé lo hizo callar. Se paró directamente frente al joven y leyó en sus ojos miedo y orgullo, y muchas emociones humanas desperdiciadas, pero se centró en su hambre, que era considerable. —Elevé a tu familia a la riqueza después de que tu abuelo me ayudara. Haz esto correctamente y no solo continuarás disfrutando de una posición privilegiada, sino que te elevaré muy alto, más alto incluso de lo que nunca fue criado tu abuelo —dijo. El joven tuvo el buen sentido de asentir, pero no habló. —Falla y te haré añicos como cerámica contra el pavimento —concluyó el dios. Una vez más, el joven asintió. Vucub-Kamé luego descendió de regreso a su reino rápido como el viento, habiendo dicho todas las palabras que deseaba decir. El Mundo Medio había irritado a Vucub-Kamé esa noche, la burla del cofre vacío, los huesos faltantes, poniendo al dios en carne viva.

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Solo, en sus habitaciones, el dios dibujó un símbolo mágico en una pared y la pared se abrió, permitiéndole entrar en una habitación secreta. La habitación estaba oscura como boca de lobo, pero Vucub-Kamé dijo una palabra y las antorchas de las paredes cobraron vida. Sobre una losa había un manojo de tela negra con flecos, de patrones geométricos amarillos. Vucub-Kamé extendió lentamente una mano y retiró la tela para revelar el hacha de hierro que había blandido años antes, cortando la cabeza de su hermano. Símbolos de poder adornaban la hoja y el mango. Había confiado a un hechicero mortal, Aníbal Zavala, para que la forjara, porque ningún artesano de Xibalbá podía producir tal cosa. Sus armas eran de obsidiana y jadeíta. El hierro venía de lejos: era el metal de los extranjeros. Y podía perforar el cuerpo de un dios como no podía hacerlo la fuerte hoja de jadeíta. Empuñar un arma así, hecha de hierro nocivo y tatuada con magia poderosa, había quemado las palmas de Vucub-Kamé, lo había dejado con cicatrices, pero era un pequeño precio a pagar por un reino. Ahora contempló el arma, que no había visto en muchos años, y se inclinó, pasando la mano por encima sin tocarla. Sintió los hilos de poder incrustados en ella, como electricidad estática, y retiró los dedos. Sí, su magia y su hoja eran afiladas. Le permitiría tener éxito por segunda vez. Vucub-Kamé había sido inteligente, había esparcido los órganos de su hermano por todo el país. También había construido algo. Lejos en el norte, en Baja California, aguardaba una tumba digna de un dios. Puede que no se mate a los dioses, pero Vucub-Kamé había encontrado una manera, al igual que había encontrado una manera de encarcelar a su hermano en primer lugar, una hazaña que pocos se habrían atrevido a contemplar.

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E

l gran nombre de Progreso no encajaba exactamente con la ciudad portuaria al norte de Mérida. Había comenzado como un pueblo tranquilo, con casas hechas de barro y piedra, y techos de hoja de palmera. Pero, entonces, el gobierno planeó una línea de tren entre Mérida y Progreso, instaló una línea de telégrafo, y construyó un nuevo muelle. Se convirtió en el punto principal por el cual el henequén salía de la península. El nuevo Progreso tenía un edificio municipal con escaleras de mármol, y todo tipo de barcos entraban y salían del puerto, con las bodegas llenas. Eso significaba que había muchos barcos dispuestos a llevar dos pasajeros en necesidad de transporte, y muchos capitanes que no preguntaban por qué necesitaban el transporte de forma tan urgente. Loray había obtenido para ellos pases en un buque rápido y confiable que se dirigía a Veracruz y que, en su mayoría, llevaba fardos de henequén. Casiopea y Hun-Kamé debían compartir un camarote de dos literas. Las camas tenían sábanas limpias, pero aparte de un lavabo, una silla y un espejo, no había nada más en el camarote. El barco no tenía sala para fumadores, ni salón. Era un barco solo con lo imprescindible. —Vamos a estar un poco apretados aquí —reflexionó ella. —Buscaremos un alojamiento apropiado en Veracruz —respondió él, deslizando su maleta debajo una de las camas, atándola en su lugar. —Pero, tú y yo… un hombre y una mujer —dijo ella, un reflejo. Las enseñanzas del sacerdote, de su madre, su abuelo, repitiéndose sin pensarlas. Malo, malo, malo. Inmoral, en realidad, estar a solas con él con la puerta cerrada. —No soy un hombre —dijo él, y se sentó en la única silla. Tenía un respaldo de mimbre y parecía bastante cómoda. Puso sus manos en los apoyabrazos, en un gesto monárquico que fue tan automático como el suyo. Estaba acostumbrado a sentarse en un trono. Ella lo miró, y pensó que era lo bastante fácil decir las palabras, pero parecía un hombre. Y si alguien preguntaba, ¿qué debería decir? No, verás, es un dios. No hay pecado allí, a pesar de lo hermoso que él puede ser. Aunque, si los pecados estuvieran a punto de contarse, Casiopea se dio cuenta de que podría estar en problemas. En este punto, probablemente tendría que rezar unos quinientos rosarios. Huir de casa, hablar con un demonio, ver a un hombre desnudo… era mejor no pensarlo. Casiopea dejó su maleta y la colocó junto a la de él. Para evitar recordar la cara enfadada del sacerdote de su ciudad, se sentó en la cama y comenzó a pelar una naranja. Había comprado una bolsa cuando caminaban por el puerto como precaución. No sabía qué tipo de comida se serviría, o a qué hora del día. —¿Quieres una? —preguntó a Hun-Kamé—. ¿O no comes?

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—No necesito comer este tipo de comida en Xibalbá, pero no soy mi viejo yo en este momento —respondió. —Bueno, puedes probar una. Ella sostuvo la naranja hacia él. Él extendió una mano lentamente y agarró la fruta. Al principio simplemente la sostuvo y no intentó pelarla, pero luego, mirando sus dedos sobre la naranja, comenzó a quitar la cáscara. —¿Cómo terminaste así, de todos modos? —preguntó ella, mientras el jugo de naranja goteaba por su barbilla. Se lo limpió, con la parte posterior de la mano. —Traición. —¿De qué tipo? ¿Y cómo estuvo involucrado mi abuelo? —Los mortales nos adoraban y nos hacían sacrificios, nos componían himnos y quemaban incienso. Ya no lo hacen. Cuando tu abuelo se abrió la piel y sangró, y me rogó que lo visitara, recitando las palabras apropiadas, tuve curiosidad. Fui. Los mayores sacrificios son siempre con sangre y por voluntad propia de un mortal. Desafortunadamente, era una trampa. Estaba trabajando para mi hermano. Afuera de su habitación, el aire se llenó con los gritos del capitán, ordenando a los hombres que terminaran de subir la carga para que pudieran zarpar. Los marineros fueron de un lado a otro. Zarparían en cualquier momento. Los viajes por agua no alarmaban a Casiopea; de hecho, le calmaban los nervios. Ella podía entender el agua. Se había metido en los cenotes desde que era una niña pequeña. Si hubiera sido necesario viajar en tren, podría haberse mostrado más reacia o excitada. —¿Cuánto tiempo pasaste atrapado? —preguntó. —Cincuenta años. Tu abuelo era un hombre joven entonces. —¿Estabas al tanto de lo que pasaba a tu alrededor? —Dormí, pero no el sueño de los mortales. Recordó lo que Loray le había dicho, cómo los dioses no podían morir. En vez de eso, dormían. Casiopea frunció el ceño. —¿Cuántos dioses hay? —Tengo once hermanos. —¿Y más allá de eso? Voy a la iglesia todas las semanas, y bueno… el sacerdote dice que si eres bueno vas directo al Cielo, pero ¿es el Cielo real? ¿Hay un Dios allá arriba o muchos? Preguntar eso era otro pecado. Cuatro, cinco, ¿cuántos llevaba? Oh, ¿importaba? Ella quería saber. Aunque él había pelado cuidadosamente su naranja, Hun-Kamé no se la estaba comiendo. La sostuvo en la palma de su mano. —Chu’lel —dijo—. Es la fuerza sagrada de la vida, y reside a tu alrededor. En los arroyos, en las resinas de los árboles, en las piedras. Crea a los dioses y estos son moldeados por los pensamientos de los hombres. Los dioses pertenecen al lugar donde el chu’lel emanó y los creaó; no pueden viajar demasiado lejos. El dios de tu iglesia, si está

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despierto, no vive en estas tierras. Escupió las semillas de su naranja, acunándolas en su mano. Había un bote de basura junto al lavabo. Las arrojó allí. —¿Por qué no iba a estar despierto? —preguntó, frunciendo el ceño. —Las oraciones y ofrendas de los mortales alimentan a los dioses, les dan poder, al igual que les dan forma. Pero, cuando las oraciones cesan, el chu’lel que surgió a la superficie puede hundirse de nuevo en la tierra, y los dioses deben dormir. Pero no desaparecen, y pueden florecer de nuevo. Finalmente, Hun-Kamé tomó una sección de la fruta y la colocó en su boca. Si le gustaba el sabor, su cara no lo mostró. Cualesquiera que fueran los alimentos que los dioses comían en su morada debían ser mucho más tentadores que una naranja. Pensó en la historia de los Héroes Gemelos, cuando derrotan a los Señores de Xibalbá y decretan que nunca más se les ofrecerá sangre como sacrificio, y se preguntó si ese fue el momento en que los dioses habían perdido a sus adoradores, o si sucedió más tarde. Tal vez ella podría preguntarle en algún momento, pero ahora había una pregunta más urgente. —¿Cómo puedes estar aquí, entonces, si los mortales ya no te adoran? —Hay pozos de poder, lugares secretos donde la tierra es fértil y fuerte, y los dioses pueden permanecer. Mi dominio es más grande que el de los demás, por una piedra que cruzó los cielos, y atravesó los océanos, clavándose en la tierra misma. Kak noh ek. Un beso hirviendo a este mundo. —Hablas de un asteroide —dijo, entendiéndolo—. Naciste de un asteroide. ¡Qué tonta por no haber entendido antes a Loray! Sí, un asteroide. Ella no les había prestado demasiada atención cuando examinaba libros de astronomía, estando más interesada en las estrellas. —Pero, entonces, la luna estaría llena de dioses, ¿no? —preguntó. —¿No has oído una palabra de lo que he dicho? Los mortales nos dieron forma —le dijo. ¿Como en un horno?, se preguntó. ¿Los mortales esculpieron las formas de los dioses? Y si era así, ¿cambiaban esas formas? ¿O los dioses eran inviolables, su apariencia, una vez imaginada, permaneciendo para siempre en su forma original? Entonces, su mente volvió hacia el pedazo de roca que había traído a los dioses a su continente. ¿Cómo podía ser eso la materia prima de la que había surgido el dios de pelo oscuro? —¿Es por eso que mis antepasados construyeron observatorios, y miraban el cielo nocturno? ¿Querías que miraran el lugar del que venías? —Tienes ideas graciosas —dijo—. ¿Por qué me importarían los cielos, cuando resido en el Inframundo? —A mí me importaría. Todo lo que podía hacer a veces era mirar al cielo — admitió.

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—¿Por qué? —Porque me hacía pensar que un día sería libre —le dijo. Ella había mirado al cielo nocturno con demasiada frecuencia, intentando adivinar su futuro en la cara a la luna llena de agujeros. Casiopea era realista, pero su juventud también hacía imposible permanecer enraizada en la tierra cada segundo del día. De vez en cuando introducía una línea de poesía en su corazón o memorizaba el nombre de una estrella. —¿Libre de qué? —Mi abuelo era horrible. No lo extraño, ni a él ni a su casa —admitió. Tampoco extrañaba a su madre, aún. Sabía que lo acabaría haciendo. Pero, ahora, la emoción y la novedad tapaban esos sentimientos, aunque se dio cuenta de que debía escribir una carta a su madre. Al menos una postal. Enviaría una desde Veracruz. —Entonces es bueno que te rescatara —dijo Hun-Kamé. —No me rescataste —respondió Casiopea—. Yo abrí ese cofre. Además, no era una princesa en una torre. Sabía que escaparía de una forma u otra, y no estaba esperando a que un dios me liberara. Eso habría sido a la vez tonto e improbable. —Pareces muy segura de ti para ser una chica sin un centavo en el mundo que ni siquiera había visto lo que había a un kilómetro de su casa hasta hace un par de días. —Bueno, y ahora tengo un dios a mi lado. —Cuida cómo me hablas, doncella de piedra —dijo, señalándola. No sonaba enfadado, pero, de todos modos, no le gustaron sus palabras. Después de que su familia le hubiera ordenado siempre que cuidara su lengua y sus modales, odiaba permitir que un hombre controlara como tenía que hablar. —Mi abuelo y mi primo me abofeteaban cuando era impertinente. ¿También harás eso? —preguntó, y no pudo evitar el desafío en su voz. Él le dio una mirada extraña, que no era del todo desaprobación. Y no sonrió del todo, aunque sus labios se curvaron, enseñando los dientes. —No. No lo haría. Tampoco sé qué bien puede hacer, ya que sus golpes no frenaron tu espíritu. Respeto eso. Mi hermano no me rompió, tampoco. Se regañó, por olvidar el cruel encarcelamiento que él había sufrido. Él estaba en un momento tranquilo y al otro un poco enfadado, pero no había hablado con nadie en años, encerrado en la oscuridad, y solo. A pesar del dolor que había sufrido Casiopea, también había conocido la bondad. suave.

—Lo siento por eso. Lo que mi abuelo y tu hermano te hicieron —dijo con voz —¿Por qué lo lamentas? —preguntó, sorprendido—. No tuviste nada que ver. —Sí, pero de haberlo sabido, te habría dejado salir hace mucho tiempo.

La miró fijamente. A ella le pareció que él no la había mirado todavía, y solo en ese instante ella se materializó frente a él. Fue una sensación incómoda, porque su mirada

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era fría, y sin embargo quemaba, la hizo mirar hacia los pliegues de su falda y haciéndola sentir como si debiera sonrojarse, algo muy poco común. —Eres amable, doncella de piedra —dijo. —¿Por qué me llamas así? —preguntó. Estaba perplejo. —¿Ese no es tu nombre? Casiopea Tun. —Oh, mi apellido —dijo. Por supuesto, significaba piedra. —¿Y no eres una doncella? —preguntó. Esta vez sí se sonrojó, sus mejillas poniéndose muy calientes, y si hubiera podido, se habría arrastrado bajo de la cama y quedado allí durante una hora, completamente mortificada. —Casiopea… es mejor si me llamas Casiopea —dijo. —Lady Casiopea —respondió. —No lady. Dijiste eso en casa de Loray. Dijiste “lady” como si… yo friego ollas los sábados, y almidono la ropa de mi abuelo. No soy una dama —dijo, frotándose las manos. —Loray no distinguiría una dama de un caracol. Tenía que corregirlo. —Pero… —El valor es la mayor de las virtudes —le dijo él, levantando la mano y extendiendo su dedo índice—. Has sido valiente. Pensé que un mortal, frente a mi abrupta apariencia y búsqueda igualmente abrupta, habría irrumpido en sollozos y miedo. Tú no lo has hecho. Hay mérito en esto, ya que habría sido muy molesto arrastrarte en tal estado. Fue un cumplido extraño, así que solo asintió. —Te llamaré Casiopea si lo deseas. —Eso estaría bien —dijo. Con el asunto resuelto, se inclinó hacia atrás en su silla y terminó de comer su naranja, sus movimientos precisos mientras tiraba la cáscara. Ella lo miró con interés. ¿Exactamente qué mente humana lo había conjurado? ¿Un mortal había vuelto la cabeza hacia los cielos y pensado “pelo tan negro como una noche sin luna” y lo creó? ¿Y esa persona le había dado su nombre? —Hun-Kamé —dijo, probando su nombre. Él levantó una ceja, altanería en el gesto. —Señor de Xibalbá —la corrigió. —No puedo ir por ahí llamándote así. ¿Crees que puedo gritar “oh, Señor de Xibalbá, ¿podrías venir aquí?” si estamos en la calle? —No soy un perro para que me llames —respondió, distante.

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Casiopea hizo un ruido burlón; se alojó en la parte posterior de su garganta. Ella arañó una de las naranjas con un dedo. Se quedó callado, y ella imaginó que pasarían el resto del viaje en silencio, tal como habían viajado en silencio a Mérida y luego a Progreso. Él se guardaba sus palabras, como si fueran piedras preciosas, probablemente pensando que ella era indigna de ellas. Ella también había medido sus palabras, teniendo que ocultar sus pensamientos en presencia de los miembros de su familia; pero esto no era algo natural para ella, sino un acto nacido de la necesidad. —Supongo que tienes razón —dijo, sorprendiéndola. Casiopea levantó la cabeza, pensando que había oído mal. —Puedes llamarme Hun-Kamé, mientras estamos en el Mundo Medio. —Eso es muy generoso de tu parte —dijo sarcásticamente. —Me doy cuenta de eso —respondió en serio. No pudo reprimir la risa. —No tienes sentido del humor, ¿verdad? —¿De qué me serviría eso? Su voz era plana y ella sonrió, sintiendo que el resto del viaje podría no ser tan silencioso, después de todo. Era su primer viaje en barco, su primer viaje en cualquier transporte, en realidad, y ella no disfrutaba particularmente de la idea de pasarlo fingiendo que era una monja que había hecho un voto de silencio. —¿Tienes más fruta? —preguntó él. Casiopea agarró otra naranja y se la lanzó. Él la atrapó con la mano izquierda. La tripulación había terminado de asegurar todos los fardos, y el barco salió de Progreso, camino a Veracruz. Ella ni siquiera se dio cuenta de cuando pasó, ya que estaba demasiado absorta en su conversación, y había olvidado que se suponía que se sentía nerviosa por estar a solas con él.

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—A

hí, en el armario. Tráeme un brandy —ordenó Cirilo.

Martín obedeció, abriendo el gabinete que contenía algunas de las chucherías favoritas de su abuelo. También albergaba un juego de vasos maravillosamente caro con un decantador a juego, decorado con una fila de hexágonos y helechos estilizados. El abuelo había dicho que Martín podría tenerlo como regalo el día de su boda. Le sirvió una copa al anciano y se la entregó. Su abuelo se había vuelto a meter en la cama, había subido las mantas y se bebía el brandy lentamente. Martín no solía ser invitado a compartir una copa con el anciano, pero estaba nervioso y no se molestó en pedirle permiso, sirviéndose también una copa. Cuando terminó, se sentó en una silla al lado de la cama y se rio entre dientes. —Cristo —dijo Martín—. Maldito Cristo. —Cuidado con tu boca blasfema —dijo el abuelo. —Lo siento, pero recientemente conocí a un dios —espetó Martín en respuesta. A pesar de su tono impertinente, Martín se quedó mirando al suelo, incapaz de mirar al anciano. Él, como todos los demás en la casa, consideraba a Cirilo como un ídolo de piedra intransigente al que había que obedecer meticulosamente, para no provocar su ira. —¿Por qué nunca me hablaste de esto? Un Señor del Inframundo, un cofre lleno de huesos. Nada —murmuró Martín, sintiéndose estafado. —No pensé que estuvieras listo. Y creí que tenía más tiempo. A pesar de todos sus dolores, molestias y quejas, a pesar de apoyarse más fuertemente en su bastón estos días, el anciano era indestructible. Sus ojos brillaban bastante y alerta en su rostro curtido y sus dientes, amarillos con el tiempo, permanecieron afilados. —Bueno… ¿ahora me lo dirás? —¿Qué quieres, Martín? ¿Un cuento antes de dormir? —Una explicación. —¿Qué hay que explicar? Cirilo se entretuvo con una almohada, intentando ponerse más cómodo, y luego decidió que no podía, o no lo haría, le hizo un gesto a su nieto para que terminara la tarea. Era el tipo de solicitud que Casiopea habría cumplido, pero se había ido. Martín colocó otra almohada detrás de la espalda del hombre, frunciendo el ceño. —Abuelo —dijo Martín cuando terminó, esperando que el hombre se dignara a responder a su pregunta. Cirilo parecía irritado, pero habló de todos modos.

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—Era un don nadie, sin perspectivas, ocupándome de mis propios asuntos y haciendo lo mejor que podía, cuando un día esta mujer vino a verme. Era muy hermosa, inhumanamente hermosa, y me dijo que había nacido en el día apropiado, del mes apropiado. —¿Apropiado para qué? —Brujería. Un hechizo para atrapar a un dios. —¿Y estuviste de acuerdo? —No inmediatamente. Pensé que estaba loca. Luego conocí a sus socios y resultó que todos eran legítimos. Un par de hechiceros, los hermanos Zavala. Y Vucub-Kamé, por supuesto. Todos conspirando contra el Señor de Xibalbá. —¿Qué pasó? —presionó. —¿Qué piensas? Jugué mi parte. Fue sencillo. Se suponía que yo solo debía servir de cebo, ellos estaban ocupados con el resto. Y lo lograron, le cortaron la cabeza, metieron su cuerpo en un cofre. —El anciano chasqueó los dedos dos veces—. Sírveme otro trago. Martín obedeció, agarró con cuidado el decantador y llenó el vaso de su abuelo. —¿Por qué te dejarían el cofre? ¿Aquí? ¿En Uukumil? —Vucub-Kamé no podía llevárselo. El cofre necesitaba permanecer por encima del suelo. Hun-Kamé era un señor de Xibalbá, y la tierra era su madre, por lo que enterrarlo era imposible. Pero el Mundo Medio no es la tierra de los xibalbanos. El Mundo Medio no les debe favores ni bendiciones. Cirilo se humedeció los labios con el brandy antes de continuar. —Podría habérselo dado a uno de sus asociados, pero no lo hizo. De todos modos, necesitaba quedarse aquí, en Yucatán, y me lo confió. No es como si hubiera bandidos en Uukumil. Pensé que sería lo suficientemente seguro. Hasta que lo abrió tu prima. —Podrías haber tomado mejores precauciones —respondió Martín. Por un momento Martín pensó que su abuelo se levantaría de la cama y lo golpearía con su bastón, como lo había hecho cuando era pequeño. No lo dejaría pasar. Pero, en cambio, el hombre lo miró. —Tomé las malditas precauciones —farfulló—. Los primeros dos años dormí con una escopeta junto a la cama, en caso de que vinieran intrusos por la noche. Casi no hice nada excepto mirar la maldita cosa. Pero luego pasaron más años y se hizo evidente que era un esfuerzo en vano. Nadie lo estaba buscando. El abuelo se había inclinado hacia adelante mientras hablaba, agarrando el vaso con fuerza. Aflojó su agarre y arrojó el vaso sobre su mesita auxiliar como si fuera una jarra barata hecha de arcilla tosca. —Vucub-Kamé vino en esos primeros años. No sé si a regodearse o por qué. Pero luego dejó de visitar, y después de un tiempo… bueno, después de una década, comencé a pensar que lo había soñado. —Pensaste que lo habías soñado —repitió Martín. —Eso es lo que dije. No abrí el maldito cofre, así que no es como si pudiera

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refrescar mi memoria sobre lo que había dentro. —Si pensabas que lo habías soñado, ¿por qué no lo abriste? —Es mejor no saber ciertas cosas, y además, ya no importaba. Real. Falso. La vida era lo que era. Martín, que tenía una imaginación bastante atrofiada, incapaz de considerar durante largos períodos de tiempo cualquier cosa que no estuviera directamente frente a él como digno de interés, podía comprender esta reacción. —¿Qué obtuviste a cambio de tu ayuda? —¿Qué piensas? —respondió Cirilo, extendiendo los brazos y señalando el armario, las cortinas—. Todo esto. Me pagó. No era nadie y luego era alguien. —Podrías haberme dicho. —¿Decirte qué? ¿Que tuve un sueño extraño? ¿Que creía en la brujería? Los conozco a todos ustedes, víboras, me habrían internado. Martín pensó en sus tías y en su padre. No se opondría a ninguno de ellos por arrastrar a Cirilo al manicomio si les diera la oportunidad. Su padre era manso y suave, pero nunca se había llevado bien con el anciano. En cuanto a las hermanas de Martín, sus maridos y su variedad de primos, todos competían por el poder, arañándose entre sí. —Bueno —dijo—. No te sirvió de nada quedarte callado al respecto. No con esa traidora corriendo por ahí. Le diste acceso a esta habitación, a tus cosas, y ni siquiera es una Leyva de verdad. —Es precisamente por eso que tuvo acceso a mi habitación y mis cosas. ¿Crees que pude haber confiado en ti para que me cuidaras, Martín? —dijo el anciano con una risita—. Eres descuidado y vago, pero debes ponerte en forma ahora. La familia te necesita. —Haré lo que debo e iré a donde debo —respondió Martín. —No lo estropees, como sueles hacer. No le gustó la mirada que le lanzó su abuelo. Al anciano no le agradaba mucho Martín, aunque esto no era de extrañar, ya que no parecía gustarle nadie. Pero nunca había sido más consciente del disgusto de Cirilo. Nada de esto era culpa suya, entonces, ¿por qué estaba siendo juzgado tan duramente? —¿Cuándo lo he estropeado? Solo he hecho lo que me has dicho —protestó. —Escucha, muchacho —dijo Cirilo, cogiendo su bastón, que estaba junto a la cama, y golpeándolo con fuerza contra el suelo, haciendo que Martín se estremeciera—. Puedes pensar que soy poco amable y cruel contigo, pero no lo conoces a él. El joven recordó a Vucub-Kamé. Cuando su abuelo lo despertó y le ordenó bruscamente que se vistiera, explicando vacilante que tenían un invitado divino, simplemente pensó que estaba loco (Cirilo tenía razón, tales revelaciones llevarían a un hombre al manicomio), pero una mirada rápida a Vucub-Kamé y el pobre Martín tuvo que admitirse a sí mismo que ningún hombre podía tener ojos como los del extraño, ni cabello a juego. Y también había habido una brillante sensación de poder, crepitando a su alrededor, que hizo que Martín se avergonzara a pesar de su enorme orgullo.

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—Tus estupideces no servirán de nada con él. Debes servirle y servirle bien. Haz una reverencia, dirígete a él correctamente, adúlalo y, sobre todo, haz lo que él dice para que no seamos maldecidos. —Maldecidos. —Sí. ¿Qué, crees que nos quedaremos con todo esto si Vucub-Kamé falla y su hermano recupera su trono? ¿Te gustaría ser un pobre, pidiendo monedas en una esquina? Peor aún, ¿servir a Casiopea? Imagínate si Hun-Kamé debería recompensarla y castigarnos. Martín entró en pánico al pensar que su prima terminaría con la casa en Uukumil, todas sus botas caras y sus elegantes hebillas de cinturón y la pitillera plateada arrebatada de sus manos. —Bien, bien —dijo Martín, pasándose una mano por el cabello—. Entonces dime cómo debo dirigirme a él y cualquier otro dato que puedas saber. Cristo, puede que los necesite. Cirilo agarró su bastón con una mano, pero lo dejó reposar contra la pared y comenzó a hablar.

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ada estado, y a veces cada ciudad, se gana una reputación. La gente de la Ciudad de México es altiva y grosera. Los jaliscienses son valientes, a veces hasta la temeridad. Pero la gente de Veracruz, son pura risa y alegría. La realidad y los rumores no siempre coinciden, pero Veracruz, últimamente, ha estado intentando construir su fachada feliz. En 1925, dos años antes, las autoridades locales habían instituido un carnaval. Oh, ya había habido un carnaval antes, a pesar de los murmullos de la Iglesia. Pero había sido un asunto esporádico y tumultuoso, que surgió y se enfrió. Su propósito y sus organizadores habían sido diferentes. Ahora el carnaval se modernizó, moldeado por líderes cívicos que vieron en ello una oportunidad para insertar tranquilamente valores postrevolucionarios útiles en la comunidad, en medio de todo el brillo y los bailes. Los periódicos decían que era una fiesta para todas las clases sociales, exaltando la belleza de las mujeres en exhibición, modelos de la feminidad mexicana, llenas de suavidad y gracia silenciosa. Unos años antes, las prostitutas se habían dedicado a la desobediencia civil, protestando por los precios de los alquileres. Los sindicatos habían estado ocupados agitando a los trabajadores, zumbando sobre los cerdos de la burguesía. Pero el carnaval suavizaba las diferencias, reunía a la gente, complacía a los organizadores. También estaba, lo más importante, el dinero que se podía hacer. Casiopea y Hun-Kamé llegaron a Veracruz un día antes del Carnaval. Esto significaba que los hoteles estaban a rebosar y había pocas posibilidades de un alojamiento adecuado. Después de unas cuantas averiguaciones se las arreglaron para encontrar alojamiento en una casa de huéspedes en mal estado. —Tengo dos habitaciones. No veo anillos de boda en sus dedos, así que imagino que es lo que necesitan —dijo la dueña de la casa de huéspedes con el ceño fruncido—. Si no es así, váyanse. Esta es una casa honesta. —Eso estará bien. Este es mi hermano —dijo Casiopea—. Venimos de Mérida para ver el desfile y hacer algunas compras. Bajo la sombra de su sombrero y con el sol brillando tan ferozmente a su alrededor, era difícil discernir los rasgos de Hun-Kamé. Esto, junto con la facilidad de la lengua mentirosa de Casiopea, suavizó las preocupaciones de la anciana. —La puerta de mi casa se cierra a las once. No me importa si hay festejos afuera, si vienen más tarde, tendrán que dormir en la calle —les dijo la mujer, y la siguieron a sus habitaciones. Las habitaciones eran más que modestas, y la mujer cobraba en exceso, pero Casiopea sabía que no tenía sentido quejarse. Colocó su maleta junto a la cama y se detuvo ante un cuadro de la Virgen, el cual servía de decoración en las paredes estériles. Normalmente se habría hecho la señal de la cruz al entrar en contacto con tal imagen, pero ahora consideraba inútil hacer genuflexiones delante de una deidad, que, muy

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probablemente, no se encontraba en su entorno. También hizo mucho más fácil volar por el pasillo y llamar a la puerta de HunKamé, invitándolo a salir con ella. Había una ciudad que ver, la Villa Rica de la Vera Cruz, el puerto más importante del país. Siempre asediada, la pobre Veracruz; cuando Sir Francis Drake no la había asaltado, los franceses la saquearon, y luego los americanos la tomaron. Era tenaz, hay que decir eso de Veracruz: resistió a los conquistadores españoles, a los bucaneros británicos, a los soldados franceses y a los marines americanos. Tal vez por eso se decía que sus habitantes eran tan fríos y recogidos, vestidos con sus guayaberas y riendo toda la noche al son de la música del arpa y el requinto. Cuando la guerra ha llamado a la puerta de casa tantas veces, ¿por qué deberían importar los minúsculos males diarios? Fueron a cenar. Había muchos lugares que ofrecían elaborados platos de mariscos cerca de los arcos de la plaza del centro, pero Hun-Kamé evitaba los restaurantes más grandes. Demasiado ruido allí, demasiada gente, y no había mesas de sobra. El aire olía a sal y si se caminaba por el malecón se podía vislumbrar el mar, pero no era el Océano Pacífico de la postal que ella anhelaba mirar. Sin embargo, este puerto parecía divertido. Decían que se parecía a La Habana, y había frecuentes bailes del conjunto más joven de la Lonja Mercantil. O bien, los novios de las familias de clase media caminaban por la plaza principal bajo la mirada de sus parientes mayores: el cortejo aún seguía las reglas más estrictas. Como no estaban cortejando y no tenían parientes entrometidos que los siguieran, Casiopea y Hun-Kamé anduvieron sin rumbo, yendo a donde les daba la gana. Tomaron una calle lateral y terminaron sentados en un café, todo encalado por fuera, como la mayoría de los edificios de la ciudad, donde los clientes fumaban cigarrillos fuertes y bebían café negro, a salvo del bochornoso calor que asaltaba el puerto. El café ofrecía un menú mínimo. No era el tipo de lugar donde uno tenía una comida decente; en su lugar vendía café con leche, servido de una tetera, y panes dulces. Para llamar a la camarera, se golpeaba una cuchara contra la pared del vaso y éste se rellenaba con café y leche humeante. Los clientes también podían disponer de café de olla, endulzado con piloncillo. Casiopea, imitando a los demás clientes, hizo sonar su taza y convocó a un camarero de esta manera, pidiendo pan y café para ambos, aunque, como de costumbre, su compañero no estaba interesado en su comida. Hun-Kamé se quitó el sombrero y por primera vez notó que había adquirido una mancha negra en el ojo que contrastaba con la blancura de su ropa. Aunque el blanco no era su color, sospechaba que había elegido mezclarse con los otros hombres del pueblo que se vestían de esta manera, se veía bastante bien. Siempre lo hacía y sin embargo su novedad nunca cesaba. Casiopea removió su café mientras pasaba un dedo por el borde de su taza. La mesa que compartían era tan pequeña que si ella se movía un poco hacia delante podía darse un codazo con el suyo o tirar su taza al suelo. Otros habían venido antes y asegurado mesas más grandes, y ahora estaban jugando al dominó. —¿Cómo encontraremos al Mamlab? ¿Dónde está? —le preguntó ella. —El pueblo Huasteco es primo de los Mayas, y sus dioses son primos míos. El Mamlab no es un dios, sino varios.

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—Loray habló como si se refiriera a uno. —Oh, se refiere a uno. Los Mamlab viven en las montañas, donde tocan música, beben y hacen el amor con sus esposas ranas. Pero algunos se aventuran a ir a la ciudad para participar en las fiestas y seducir a las mujeres. Y el más joven, es más insolente que los demás, y ese primo mío tiene mi oreja. Ella conocía a Chaac, que llevaba su hacha de piedra y golpeaba las nubes para liberar la lluvia. Y estaba el Tláloc azteca, con su tocado de plumas de garza, pero al Mamlab no lo recordaba. —Y él, este dios, ¿tiene un nombre? café.

—El Mam se llama Juan —respondió Hun-Kamé lacónicamente, sorbiendo su

—¿Juan? ¿Qué clase de nombre es ese para un dios? —preguntó, consternada al descubrir que las deidades tenían nombres sacados del Santoral. Apenas parecía creativo, o apropiado. —A veces es Juan, a veces es el Señor Trueno, a veces no. ¿No eres tú Casiopea, Lady Tun, una Doncella de Piedra, y otras permutaciones? Y más allá de esto, ¿no hay algún nombre secreto en tu corazón que guardas bajo llave? El padre de Casiopea la llamaba kuhkay, luciérnaga, porque los bichitos llevaban luces de las estrellas, y ella era su pequeña estrella. Ella se preguntaba si él se refería a esto, si este podría ser su nombre perdido hace mucho tiempo. —Tal vez —concedió. —Por supuesto. Todo el mundo lo hace. —¿Tienes un nombre secreto? —preguntó. Su brazo se detuvo, la taza se congeló en el aire. La bajó con cuidado a la mesa. —No hagas preguntas tontas —le dijo, con la lengua dura como un látigo. —Entonces haré una pregunta inteligente —dijo, irritada por su tono hirviente, más caliente que el café que estaban bebiendo—. ¿Cómo encontraremos a tu primo? La ciudad es grande. —Dejaremos que nos encuentre. Como ya he explicado, le gustan las jóvenes bonitas que puede seducir. Tú harás de cebo. La miró con una certeza que no aceptaba excusas, la certeza de un dios ante un mortal, pero ella se sintió obligada a protestar. Casiopea tenía un hueco entre sus dos dientes frontales y ojos de párpados pesados; ninguno de los dos rasgos había sido declarado atractivo. Los periódicos estaban llenos de anuncios de cremas blanqueadoras que darían un rostro “irresistible”. Ella era morena y no hacía ningún esfuerzo por frotarse limones en la piel para adquirir lo que la gente decía que era un tono más favorecedor. —Debes estar bromeando —le dijo. —No. —Tú dices que le gustan las mujeres jóvenes y bonitas, y yo no soy una mujer joven y bonita.

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—Supongo que nunca has mirado tu reflejo —respondió él sin rodeos—. El más negro de los cabellos y ojos, negro como el x’kau, e igual de ruidosa. Ella pudo ver que él no intentaba adularla; hizo comentarios sobre su aspecto como si se tratara sobre la apariencia de una flor. Además, la había insultado en el mismo momento. No lo dijo como un cumplido. No podía haberlo querido decir así, pensó ella. —Aunque me mirara… Hun-Kamé apoyó una mano sobre la superficie de madera de la mesa. —Algo de mi esencia se desliza en tu cuerpo. Esto significa que parte de mi magia descansa sobre tu piel, como un perfume. Produce una nota extraña, que seguramente lo atraerá. La promesa de algo poderoso y misterioso no puede ser ignorada —comentó. Le desconcertaba imaginar la muerte como un perfume que se aferraba a ella y que, en lugar de dar la amarga nota de la decadencia, podía ser tan agradable como el aroma de una rosa. Pero no lo pensó mucho porque estaba más ocupada invocando su indignación. —No quiero ser seducida por tu primo —respondió—. ¿Por quién me tomas, por una mujer de mala reputación? Kamé.

—No te pasará nada. Tú lo atraerás, lo atarás y yo me encargaré de él —dijo Hun—¿Atarlo? Estás loco. ¿Cómo? ¿No sabrá él…?

—Distráelo con un beso, si es necesario —dijo, sonando impaciente. Claramente habían estado discutiendo el punto demasiado tiempo. —Como si yo fuera a ir por ahí besando a los hombres en un abrir y cerrar de ojos. Bésalo tú. Se puso de pie y en el proceso casi derribó la mesa. Hun-Kamé la sostuvo y le agarró el brazo a la velocidad del rayo. Se puso de pie. —Soy el Señor Supremo de Xibalbá, un tejedor de sombras. ¿Qué harás? ¿Alejarte de mí? ¿No has considerado mi magia? Sería una tontería. Aunque lo lograras, el fragmento de hueso te matará si no lo quito —susurró. —Tal vez debería cortarme la mano —le susurró. Casiopea se dio cuenta de que no debería haber dicho esto, alertándolo del conocimiento de esta cláusula de salida, pero ella había hablado sin pensar, pinchada por su altivez. Quería bajarle los humos, y aunque es imposible humillar a un dios, su juventud le permitía pensar ingenuamente que se podía hacer. —Tal vez. Pero eso sería cruel —respondió él. Su mirada era dura como el pedernal, lista para encender una chispa. A pesar de su arrebato de audacia, Casiopea se vio obligada a bajar los ojos. —También sería cobarde, considerando que me diste tu palabra y me prometiste tu servicio. Aunque solo reflejará tu herencia: tu abuelo fue un traidor y un hombre deshonroso. Él no conocía la carga del patan, ni su virtud.

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Ella apretó sus manos en puños. No tenía nada en común con su abuelo: fue Martín quien heredó todas sus virtudes y sus vicios. A Casiopea le gustaba creerse una copia de su padre o más cercana a su madre, aunque no se sentía poseedora de la bondad de la mujer. Como muchos jóvenes, finalmente se vio a sí misma como una criatura completamente nueva, una creación que no había surgido de ningún suelo antiguo. —No soy cobarde —protestó—. ¿Y cuándo te he prometido algo? —Cuando dejamos tu pueblo. “Muy bien”, dijiste, y me aceptaste. ¿No es eso una promesa? —Bueno, sí… pero me refería a… —¿Cortarte la mano a la primera oportunidad? —preguntó, dando un paso adelante, acercándose más. Lo imitó, también dando un paso. —¡No! Pero tampoco soy tonta para… para cumplir ciegamente tus órdenes. —No te considero una tonta, aunque levantas la voz más fuerte que un guacamayo enojado —dijo Hun-Kamé, señalando hacia su mesa y sus dos sillas. Sus movimientos eran los de un director de orquesta, elegante y preciso—. Puede ser que, en mi prisa, haya sido grosero —dijo—. No quiero dar una mala impresión. Al mismo tiempo, debo subrayar que ambos estamos unidos por circunstancias lamentables y debemos proceder a un ritmo rápido. Si me hubieran dado a elegir, no te habría molestado como lo he hecho. Sin embargo, tu ayuda es muy necesaria, Casiopea Tun. En una mesa cercana, los viejos barajaban sus fichas de dominó con sus manos secas, y luego dejaban las piezas de marfil y hueso. Ella echó un vistazo a las piezas del juego, perdida por un momento en los colores contrastantes, y luego lo miró de nuevo. —Te ayudaré —dijo—. Pero lo hago porque siento lástima por ti, y no… no porque seas el “señor supremo” de nada. —¿Cómo sentirías lástima por mí? —preguntó Hun-Kamé, incrédulo. —Porque estás solo en el mundo. Esta vez su cara no era de pedernal, sino de basalto, fría y desprovista de cualquier amenaza o emoción, aunque era difícil señalar emociones con él. Como los ríos de Yucatán, existían ocultos, bajo la superficie. Ahora era como si alguien hubiera arrastrado una piedra sobre un pozo, bloqueando la vista. Basalto, implacable y oscuro, eso era lo que el dios le concedió. —Estamos solos en el mundo —dijo, y sus palabras fueron las nubes cuando amortiguan la luna en la noche, se asemejaban a la tierra que se ha vuelto amarga, ahogando el brote en su cuna. Pero ella era demasiado joven para creer en sus palabras y se encogió de hombros, sentándose de nuevo, habiendo aceptado su invitación. Él también se sentó. Terminó su café. Los sonidos de dominó contra la madera y el tintineo de las cucharas de metal contra el vidrio alrededor de ellos era música, poseyendo su propio ritmo. —Dijiste que lo atarías. ¿Cómo? —preguntó Casiopea. —Con un trozo de cuerda corriente.

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—Un trozo de cuerda corriente —repitió—. ¿Funcionará eso con un dios? —Es el simbolismo lo que importa en la mayoría de los tratos. Diré una palabra de poder a la cuerda, y será tan fuerte como un diamante. Lo sostendrá, y yo haré el resto. No tengas miedo —concluyó. —Es fácil para ti decirlo. Apuesto a que los dioses no necesitan temer muchas cosas mientras la gente normal tiene un surtido de miedos para elegir —respondió. —No eres una persona normal, no ahora. Por cuánto tiempo, se preguntó. Y tuvo que admitir para sí misma que parte de lo que la mantenía a su lado no era solo la promesa de liberarse de la astilla de hueso o un sentido de obligación, sino el atractivo del cambio, de convertirse en otra persona, alguien que no fuera una chica que almidonaba camisas, lustraba zapatos y tenía que conformarse con un rápido vistazo a las estrellas por la noche. —Te digo que no te asustes —le dijo y tomó su mano izquierda con la suya. No era un gesto destinado a proporcionar comodidad, al menos no la que puede derivarse del toque de otra persona. Esto habría requerido un rastro de empatía y afecto humano. Era una demostración, como la que un científico podría realizar. Y aun así su pulso se aceleró, ya que es difícil ser sabio y joven. —Siente aquí, ¿sí? Mi propia magia descansa en tus venas —dijo, como si buscara su pulso. Él tenía razón. Era como el tirón de una cuerda en un telar, delicado, pero corría por ella, y cuando la tocó dio una nota cristalina. Sobre esa nota, otra, esta mucho más mundana, el efecto de un hombre guapo agarrando la mano de una chica. Liberó su mano y frunció el ceño. No era tan imprudente. —Si tu primo me asusta, saldré corriendo, no me importa —juró—. Los guacamayos enojados muerden, ¿sabes? —Tendré que arriesgarme. Golpeó su cuchara contra su taza, llamando al camarero, que les sirvió más café y leche. —¿Te gusta? ¿Esta bebida? —le preguntó después de rellenar, frunciendo el ceño. —Sí. ¿No te gusta? —Es demasiado espeso y terriblemente dulce. La leche interrumpe la amargura del café. —No debemos alterar la pureza del grano de café —dijo ella burlonamente. —Precisamente. Ella se rio de eso, y él, por supuesto, no lo encontró divertido. No es que fuera probable que un dios de la muerte fuera muy feliz, ni siquiera en Veracruz, donde nadie debe fruncir el ceño, y ni siquiera durante el Carnaval, cuando todos los problemas deben ser lanzados al aire, dejados a merced de los vientos. Así se sentaron juntos en el café, el oscuro y serio dios y la chica, mientras caía la noche y se encendían las luces en las calles.

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ué corto era su pelo! Casiopea observó a todas las jóvenes a la moda con el pelo como las flappers1 americanas, sirviendo como “damas en espera” de la reina del Carnaval. En el pueblo de Casiopea nadie se atrevía a lucir un look tan decadente. Incluso el polvo facial podría ser motivo de chismes allí. En Veracruz, durante el Carnaval, había muchos rostros pintados, mejillas coloreadas y miradas desvergonzadas para todos. Si su madre hubiera estado allí, le habría dicho a Casiopea que tal desvergüenza debería ser recibida con desprecio, pero al ver a las chicas reír, Casiopea se preguntó si su madre estaba equivocada. La reina, después de ser coronada, saludó a la multitud, y así comenzaron los bailes de máscaras formales en el Casino Veracruzano y otros lugares selectos. Pero los juerguistas no se limitaban al interior de los edificios, y los que no podían pagar las entradas para el baile de máscaras se divertían en las calles y parques, bebiendo, bailando y a veces haciendo travesuras. La Cuaresma llegaría pronto, el momento de decir adiós a la carne. Así que ahora era el momento de lanzar la precaución al viento y divertirse. Nadie dormía la primera noche de Carnaval, y a veces no dormían durante días, demasiado preocupados por las carrozas, los desfiles y la música como para molestarse en ir a la cama. Mil remedios estarían disponibles la mañana siguiente para arreglar la resaca que sufrían muchos lugareños. Una solución local era el consumo de mariscos para el desayuno, aunque otros se contentaban con aspirinas. Los edificios de la calle Cinco de Mayo estaban decorados con serpentinas y banderas, y los autos que se aventuraban por las calles lucían flores y coloridas pancartas. Los juerguistas encendían petardos y compartían botellas de alcohol. Dentro de los restaurantes y hoteles, las bailarinas folclóricas daban vueltas en sus faldas y los músicos tocaban el danzón, una importación cubana que era salvajemente sensual pero también salvajemente popular. Veracruz tenía un legado africano. En este puerto, los esclavos habían sido sacados de los barcos europeos y obligados a trabajar en las plantaciones de azúcar. Los descendientes de estos esclavos se agruparon en Yanga y Mandinga, pero habían influido en toda la región, dejando una marca en su música y su cocina, y, al igual que todos los demás, asistían al Carnaval, inundando las calles. Había hombres de piel negra vestidos como esqueletos, mujeres indígenas con blusas bordadas, morenas de piel clara haciendo el papel de sirenas, hombres pálidos con vestimenta romana. Una vez terminado el Carnaval, los habitantes de piel más clara y ricos de la ciudad podían mirar con desdén a los “indios” y a los “negros”, pero por esa noche había una cortés tregua en el elaborado 1 Flappers: Anglicismo que se utilizaba en los años veinte para referirse a un nuevo estilo de vida de mujeres jóvenes que usaban faldas cortas, no llevaban corsé, lucían un corte de cabello especial (denominado corte bob) y escuchaban música no convencional para esa época, la cual también bailaban. Usaban mucho maquillaje, bebían licores fuertes, fumaban, conducían frecuentemente a altas velocidades y tenían conductas similares a las de un hombre.

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juego de la división de clases. Casiopea observó todo esto con asombro y trepidación mientras se unían a las multitudes de juerguistas enmascarados y disfrazados. Hun-Kamé había alquilado dos trajes por un precio exorbitante esa mañana. Estaba vestido sobriamente con un traje negro de charro, con una chaqueta corta bordada en plata, pantalones ajustados decorados con una larga línea de botones a los lados, y un amplio sombrero en la cabeza. Tenía una figura dramática y atractiva, y parecía como si estuviera listo para saltar sobre un semental y realizar los típicos trucos de estos jinetes, especialmente aptos dado que llevaba una cuerda en su brazo derecho. Ella lo igualaba, vestida como una charra, con una chaqueta y una falda y una gran cantidad de bordados de plata, excepto que su ropa era blanca. A diferencia de él, ella carecía de un sombrero. Ese mismo día, en la casa de huéspedes, se había puesto la chaqueta bordada contra su pecho y curiosamente se paró frente a un espejo. «¿Nunca has visto tu reflejo?» Le había preguntado él. Así que, se miró. No la mirada rápida y aguda que Casiopea tenía permitida por las mañanas, sino una larga mirada. La vanidad, el sacerdote de Uukumil le había advertido, era un pecado. Pero Casiopea vio sus ojos negros y su boca llena, y pensó que HunKamé podría tener razón, que era bonita, y que el sacerdote estaba demasiado lejos para regañarla por este hecho. Entonces tomó un cepillo y se acomodó el pelo en su lugar. Casiopea y Hun-Kamé caminaron juntos por las calles más transitadas, el sonido de la marimba saliendo de un edificio cercano, la incitaba a bailar. —¿A dónde vamos? —preguntó. —A la parte más concurrida y llena de la ciudad —respondió él. Un mar de juerguistas los saludó, más grueso que la multitud que habían pasado. Era un caos de cuernos y tambores, gente vestida como demonios y ángeles, los olores del tequila y el perfume se mezclaban. Por encima de ellos, la gente en los balcones arrojaba confeti y los niños tiraban cáscaras de huevo llenas de purpurina, mientras que unos pocos hombres, borrachos o llenos de rencor, vaciaban una botella de ron a los peatones. Allí, en medio de este lío de plumas, lentejuelas y máscaras, Hun-Kamé se detuvo. —Caminemos por aquí —le dijo, entregándole la soga—, y recuerda atarle las manos cuando tengas la oportunidad. Cuando el padre de Casiopea murió, su madre intentó ganarse la vida para ellas haciendo trabajos esporádicos. Durante un tiempo intentó hacer macramé y enseñó a su hija el oficio. Casiopea podía hacer varios nudos, pero no sabía si serían aptos para seres sobrenaturales, aunque Hun-Kamé le había asegurado que cualquier nudo sencillo serviría. —¿A dónde vas? —preguntó ella, porque él se estaba alejando de ella. —Él no debería verme contigo. —Pero… —Estaré vigilando y te seguiré. Diga lo que diga, no lo sueltes y tampoco te apartes de su lado.

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—¿Cómo sabré cómo es él? —Lo sabrás. —¡Espera! —dijo mientras él se alejaba. Él se detuvo, su mano fría rozando la de ella, y su agarre en la cuerda se aflojó. —Estaré detrás de ti —dijo. No era un intento de tranquilizar, era un hecho. Con eso, se había ido. Ella estaba asustada, abandonada entre todos estos extraños. En Uukumil, el mayor evento del año era la peregrinación del santo local, que era sacado de la iglesia y llevado por todo el pueblo. ¡Esto, esto era mucho más grande! Había mujeres con máscaras aterradoras y un niño que no paraba de tocar el tambor, y Casiopea pensó en simplemente salir corriendo. Apretó el agarre alrededor de la cuerda y se mordió el labio inferior. Dijo que haría esto y lo haría. Empezó a caminar, empujando en su camino a los bailarines que estaban emparejados y arrastrando los pies justo en medio de la calle. Pasó junto a dos arlequines que le arrojaron confeti y evadió a tres hombres ruidosos que se topaban con la gente y gritaban obscenidades. —No tendrás por casualidad cerillas, ¿verdad? —le preguntó un hombre con una voz melodiosa. Era un tipo oscuro, de hombros anchos, guapo y fuerte. Estaba vestido como un pirata, con un abrigo azul, una faja en la cintura y botas altas. La forma en que brillaban sus dientes y la forma en que se paraba atrajo a Casiopea. Este es él, el Mam, pensó. Es probable que habiendo conocido ya a un dios, fuera capaz de identificar rápidamente a otro. O bien era la esencia de Hun-Kamé, atrapada bajo su piel, lo que le permitió ver que había un elemento extraordinario en este extraño. —No —dijo, mirando a sus zapatos, no con modestia, sino porque no quería que él leyera el reconocimiento en sus ojos. —Una lástima. ¿Qué haces sola en una noche como ésta? —Vine con mis amigos, pero parece que los he extraviado —dijo, mintiendo de nuevo con garbo. Parecía que tenía talento para ello. —Eso es terrible. ¿Quizás podría ayudarte a encontrarlos? —Tal vez —aceptó. Sacó un cigarrillo y un encendedor y puso un brazo alrededor de su cintura, guiándola por la calle. —Pensé que necesitabas cerillas —dijo. —Necesitaba una excusa para hablar contigo. Mira, dulzura, qué bien te ruborizas —dijo él, con voz melosa. Le dijo varias cosas en ese tono empalagoso suyo, cosas de poca importancia, porque un minuto o dos después no podía recordarlas. Cumplidos, seducciones. Sus palabras eran eléctricas, cargadas como una nube preñada de lluvia. Ella lo siguió lejos

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de los juerguistas, por un callejón vacío. Allí la presionó contra la pared y le pasó una mano a lo largo del pecho, sonriendo, el tacto la hizo temblar. ¿Era esto lo que las mujeres y los hombres hacían en la oscuridad? ¿Las indecencias que el sacerdote murmuraba? Los libros eran tímidos en cuanto a los detalles de la seducción. —¿Qué dirías, hmm, sobre darme un beso o dos? —preguntó, tirando su cigarrillo. —¿Ahora? —Sí —le dijo. Casiopea asintió. El hombre se inclinó para besarla. Ella nunca había sido besada antes y no sabía particularmente si quería empezar con él. Ella giró la cabeza. fuerza.

Sus dedos sobre la cuerda se relajaron por un momento, y luego la agarró con

Antes estaba nerviosa, pero ahora se quedó quieta y tranquila. Lo apartó, suavemente, con timidez, para que sonriera. Sus manos cayeron sobre su cintura. Y ella le dio otro suave empujón; levantó la cuerda e intentó atarle las manos, pero le resultó difícil porque una de esas manos estaba ahora bajando por su estómago, pellizcando los botones de su traje. Casiopea dejó escapar un suspiro irritado y mantuvo sus muñecas juntas. —¿Qué estás haciendo? —preguntó. de eso.

—Si quieres ese beso, me dejarás hacerlo —dijo ella, aunque no pretendía nada —¡Qué perversa eres! ¿A qué juego estamos jugando? —Ya verás —dijo ella—. Ahora, si quieres. Estate quieto.

Se rio mientras ella hacía un nudo fuerte. Cuando terminó, él intentó besarla en los labios, y ella giró la cabeza y lo abofeteó con fuerza. Incluso entonces pensó que estaba jugando, pero cuando intentó liberar una mano, no pudo. Su cara cambió: se volvió tormentosa. Casiopea se deslizó lejos de él. Sus ojos eran brillantes como un relámpago, y cuando habló fue un silbido, como el viento entre los árboles. —¿Quién eres? —preguntó—. ¿Cómo has hecho esto? Te daré una paliza, chica. —No lo harás —le respondió ella, alejándose de él mientras él se tambaleaba e intentaba deshacer el nudo, llegando incluso a metérselo en la boca y roerlo, lo que no consiguió nada. Frustrado, escupió en el suelo y comenzó a rodearla. —¡Ven aquí y deshaz esto ahora, chica! Hazlo rápido y no te ahogaré en el río y tocaré música en tu cadáver hinchado. Corrió hacia ella, intentando sujetarla contra la pared, y Casiopea se hizo a un lado, el dios chocando con esta, aflojando algunos ladrillos en el proceso. Él se dio la vuelta y abrió la boca como para soltar un grito, pero en su lugar salió una cálida ráfaga de viento, que la empujó dos o tres pasos hacia atrás y se metió debajo de sus ropas. Se sintió como si alguien hubiera frotado una piedra caliente contra su piel. Parpadeó y consideró lo ridículo que era estar en un callejón vacío con un dios enojado cuando debería haber corrido en la otra dirección, muy lejos, de vuelta a la casa

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de huéspedes, y tal vez todo el camino de vuelta a su casa. Pero Hun-Kamé había dicho que no soltara al hombre ni se apartara de su lado, así que se quitó el pelo de la cara y cruzó los brazos. —Bueno, ¿debo aplastarte todos los huesos, idiota? —preguntó él, que parecía dispuesto a atacarla como un toro furioso. —Qué irrespetuoso eres —dijo Hun-Kamé. Estaba allí de repente, justo a su lado, como un caído trozo de cielo aterciopelado, como una planta nocturna que se desplegaba y la saludaba, su mano tocando su hombro, protegiéndola de cualquier amenaza con ese rápido gesto. Juan, el Mam, sonrió, su atención saltó de ella a él. Se rio, alborotado, sonando como un hombre borracho. —Hun-Kamé, mi primo. Así que eres tú quien me ha tendido una trampa tan suave. Qué sorpresa —dijo, con su sonrisa de dientes brillantes. —No es una gran sorpresa, creo. ¿No ha enviado mi hermano a sus búhos para informarte de mi fuga y advertirte que vendría a buscar mi propiedad? —respondió HunKamé, sin sonreír. —Tal vez lo haya hecho. No lo sabría. Me muevo entre las colinas y los arroyos. Soy difícil de encontrar. —No muy difícil, primo traicionero —dijo Hun-Kamé. —¿Traicionero? ¿Yo? ¿Por proteger la propiedad del señor Vucub-Kamé? —Por quedarte mi oreja, perro. Como si no supieras a quién pertenecía. El rostro de Hun-Kamé era frío, pero una brizna de ira coloreó sus palabras, al rojo vivo, como las brasas de un cigarrillo. —Sabía que era tuya. Pero también sé que el Señor Supremo de Xibalbá es ahora Vucub-Kamé. ¿Puedo ser regañado por hacer la voluntad del gobernante de las nueve regiones de sombra? Juan hizo un gesto de burla, inclinándose ante Hun-Kamé y saltando a sus pies. —Se te puede regañar por cambiar de lealtad en un abrir y cerrar de ojos —dijo Hun-Kamé. Juan sacudió la cabeza. —Sigo la dirección del viento, y no se me puede culpar si un nuevo viento comienza a soplar. Vucub-Kamé me dio tu oreja, sí, y yo doblé mi rodilla, no porque tenga amor por tu hermano, sino porque uno debe seguir el orden de las cosas. El orden y el reinado ahora pertenecen a Vucub-Kamé. Mientras hablaba, Juan rodeó a Hun-Kamé y a Casiopea, lentamente, una sonrisa adornando sus labios. La sonrisa se amplió. —Estos lazos no me retendrán mucho más tiempo —dijo, frotando sus manos, probando la cuerda—. ¿Qué piensas hacer entonces? —Como si los lazos importaran. Lo que quería era tu atención —respondió Hun-

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Kamé. —La tienes. —Devuélveme el objeto que Vucub-Kamé te confió. —¿Y desobedecer las órdenes del Señor Supremo de Xibalbá? No te lo devolveré —dijo Juan, sacudiendo la cabeza. —Desobedece las órdenes del falso Señor Supremo y complace al verdadero. El Mam se encogió de hombros. —Esos son términos muy confusos. ¿Falso? ¿Verdadero? No soy un hombre de apuestas, primo. Hoy Vucub-Kamé tiene el trono. Mañana tú puedes tenerlo, tal vez no. No me gustaría enfrentarme a tu hermano cuando está enfadado. El conflicto entre nosotros es fastidioso e innecesario. A pesar de sus palabras, el dios abrió la boca de par en par, con la comisura de los labios abierta. Desató otra ráfaga de viento, más fuerte que antes, que podría haber roto los huesos de Casiopea como había prometido antes, excepto que en un abrir y cerrar de ojos Hun-Kamé había levantado una mano y las sombras en el suelo se elevaron como una ola, un capullo, contra el que el viento se estrelló y se rompió. El Mam tosió y abrió la boca de nuevo, pero Hun-Kamé habló. —No intentes eso conmigo o pensaré que eres un incivilizado —dijo. El dios sonrió y sacudió la cabeza, con la voz ronca. —¡Pensé que estábamos jugando! Tenemos una cuerda que saltar, y tu amiga puede ser Doña Blanca y bailaremos alrededor de ella. Yo no lo haría en serio… —Cállate. La cara de Hun-Kamé tenía el aspecto lúgubre de la tumba. Limó un poco la insolencia a la sonrisa del otro dios, haciéndolo sentir un poco más sobrio. —Si no devuelves lo que me pertenece, te encontrarás en una situación muy desagradable. Las ataduras, como dices, pueden no durar mucho, pero durarán lo suficiente para que yo arruine tu feliz semana de fiesta. Y cuando me siente en mi trono, me aseguraré de agriar tus noches. Nada de tambores en el río, nada de beber de los espíritus, nada de risas para ti y tus hermanos. —¿Y qué pasa si no recuperas tu trono? —preguntó Juan, con fingida inocencia. —¿Quieres arriesgarte, primo? Recuerda quién soy, recuerda mi magia y mi poder. Recuerda también que mi hermano siempre ha sido el más débil —dijo Hun-Kamé, hablando en voz baja. La sonrisa de Juan se eclipsó por completo. Aunque la noche había sido cálida, Casiopea sintió que un escalofrío bajaba por su columna y le frotaba los brazos. El frío se filtró desde la tierra, como si el suelo se hubiera congelado bajo sus pies. En Xibalbá se decía que había una Casa del Frío donde granizaba, y el granizo cortaba las manos tan bruscamente como una cuchilla, y ella pensó que quizás era el frío que sentían. Cualquiera que fuera su fuente, era antinatural y tuvo un efecto inmediato en el dios. —Este… este frío. Me gustan las noches cálidas, primo —dijo Juan, y sus dientes

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castañetearon, un penacho de humo saliendo de sus labios. —¿Oh? No siento nada. Casiopea, ¿sientes algo? —preguntó Hun-Kamé suavemente. Ella sacudió la cabeza y el Mam se rio, pero las puntas de sus dedos se volvían blancas, una delicada escarcha extendiéndose sobre ellos. —Te respeto, Hun-Kamé. Tú lo sabes —dijo Juan. —¿De verdad? Empezaba a dudarlo. —No te desearía como mi enemigo. —Jura que me devolverás mi propiedad y te consideraré inocente. Aunque Casiopea se había quedado asombrada por Hun-Kamé cuando apareció ante ella, y aunque también se había asustado, no había entendido todo el alcance de él. Solo viendo hablar a los dioses se dio cuenta de que el dios del tiempo estaba intimidado, y empezó a preguntarse sobre la naturaleza de Hun-Kamé y su poderío. Muerte, ella caminó junto a la Muerte, y la Muerte llevaba la cara de un hombre. Así que le habló a la Muerte como a un hombre, le levantó la voz, incluso podría haberlo desafiado, pero por supuesto no era un hombre. Había visto dibujos de la Muerte en libros polvorientos. Estaba representada como un esqueleto, su vértebra expuesta, manchas negras en su cuerpo que simbolizaban la corrupción. Esa Muerte y Hun-Kamé parecían completamente diferentes el uno del otro, pero ahora se dio cuenta de que podían ser lo mismo. Ella vio, por primera vez, el cráneo desnudo debajo de la carne. Y si un dios temía a la Muerte, ¿no debería también temerle, en lugar de compartir naranjas y conversar con él? —Juro por el aire y el agua, y también por la tierra y el fuego, si es necesario. Déjame ir y lo entregaré —dijo Juan. La escarcha le cubría ahora todo el pecho y se le había subido al cuello, convirtiendo su voz en un susurro, pero Hun-Kamé pronunció una palabra y los cristales de hielo se derritieron, aunque un escalofrío infectó el aire. Aflojó la cuerda alrededor de las manos del Mam y el dios, a su vez, metió la mano en su bolsillo y sacó una caja de madera con incrustaciones de nácar iridiscente. HunKamé la abrió. En ella había una oreja humana, perfectamente conservada. Hun-Kamé la presionó contra su cabeza, ahuecándola en su lugar, y cuando retiró su mano la oreja que faltaba estaba pegada a su carne, como si no hubiera sido cortada. Hun-Kamé inclinó su cabeza hacia el otro dios, misericordioso. —Asumiré que sigues siendo mi querido primo, entonces —dijo Juan, frotándose las manos—, y que se me permita marcharme ahora. —Vete. Disfruta de la noche. El Mam asintió, pero ahora que la escarcha se había derretido, levantó una ceja maliciosa hacia ellos. —Podría disfrutar mejor la noche si hubiera tenido la oportunidad de probar la

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dulzura de tu linda chica. ¿No la dejarías bailar conmigo? —preguntó el dios, volviendo sus astutos ojos hacia Casiopea—. Cómo amo a las mujeres mortales, lo sabes, y ya que somos amigos de nuevo, sería un bonito gesto concederme esta para calentarme. Creo que ambos estamos de acuerdo en que me vendría bien un poco de calentamiento después… —Oh, te daré dos bofetadas si lo piensas —declaró ella. —Me gusta una buena bofetada de vez en cuando. Ven aquí —dijo él, con la palma de la mano hacia arriba y torciendo el dedo hacia ella. El dios de la muerte se puso tieso como una lanza, y su mano cayó sobre el hombro de Casiopea. —Busca en otra parte las distracciones —dijo Hun-Kamé con sequedad—. Y discúlpate con la dama por haber sido grosero esta noche. —¡Qué quisquilloso eres! Estaba intentando ser amistoso, pero en vez de eso me iré, entonces. No tiene sentido seguir ofendiendo a la Muerte y a su doncella. Mis disculpas, señorita. Que estés bien, primo. El dios del tiempo sacó un cigarrillo y lo encendió, riéndose mientras caminaba por el callejón y desapareció de la vista, volviendo a la música y a las multitudes ruidosas. La noche se calentó, otra vez la ordinaria noche tropical del puerto, y Hun-Kamé levantó su mano de su hombro. —Gracias —le dijo ella. —No deberías agradecerme por cosas tan pequeñas —respondió él. Casiopea supuso que tenía razón, ya que él la necesitó y si la había defendido, era porque ella era valiosa para él. Sin embargo, ella lo consideró un bonito gesto. Nadie la había defendido nunca cuando Martín la molestaba, y no pudo evitar sentirse agradecida y mirarlo con bondad. Así, minutos después de que ella pensara que podría querer temerle, desconfiar de él, estaba de nuevo olvidando su verdadera naturaleza y viendo a un hombre. —Lady Tun, si me acompañas, tenemos trabajo que hacer —dijo Hun-Kamé, en dirección contraria a la que había tomado el Mam. —¿Qué clase de trabajo? —Ahora que he recuperado mi oído puedo escuchar las voces de los psicopompos y de los muertos. Encontremos un camino adecuado. —No sé a qué te refieres. —Ya lo verás —dijo.

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e alejaron del centro de la ciudad, la multitud disminuyó hasta que solo quedaron unas pocas personas a su alrededor, luego ninguna. Caminaron durante mucho tiempo. Las blancas casas a los costados de la calle estaban silenciosas como tumbas. Lo plateado de sus trajes captaba un rayo de luz aquí y allá, como una chispa perdida. Llegaron a un cruce. No había más casas, ni una sola choza solitaria sobre la carretera, únicamente el camino estrecho que seguían. Casiopea miró hacia las estrellas en busca de Xaman Ek, a la que los europeos llamaban Polaris. Esta estrella era el símbolo del dios con cabeza de mono, al que se ofrece la resina del árbol de copal a la orilla del camino. Ella se preguntó si era tan real como Hun-Kamé y si de verdad tenía la cabeza de un animal. Una polilla pasó volando y Hun-Kamé extendió la mano, como si la llamara. La polilla le obedeció, posándose suavemente sobre su palma, y ​​él cerró los dedos, aplastándola. Si Hun-Kamé hubiera sido mortal, habría necesitado un sacrificio más sustancial —un perro habría sido adecuado— para participar en esta hechicería de la noche. Pero como era un dios, y un que recuperó su oído perdido y con ello una pizca de su magia, la polilla fue suficiente. Abrió la mano y esparció polvo gris y negro sobre el suelo. Dijo varias palabras que Casiopea no pudo entender. Era una lengua extraña, muy antigua. Donde había caído el polvo, comenzó a subir humo, como si se hubiera encendido un brasero de carbón. El humo tenía forma, la de un perro, pero luego cambió y fue un hombre, y después un pájaro, hasta que no se pudo definir con precisión la naturaleza de la aparición. Cuanto más trataba ella de precisarlo, más confuso se volvía, amenazando con provocarle dolor de cabeza. —Te saludo y te agradezco por obedecer mi llamado —dijo Hun-Kamé—. ¿Me conoces? —Príncipe de la Noche sin Estrellas, Primogénito de Xibalbá. Eres un dios sin trono. Te conozco —dijo el humo. Su voz era baja; parecía un fuego ardiente. —Entonces te das cuenta de que debes obedecer mi orden —dijo Hun-Kamé con la altivez de un rey, una mano presionada contra su pecho—. Deseo saber dónde se esconde mi esencia. —A ti te debo tres respuestas, y tres te daré. El humo se elevó, el perro, el pájaro, la forma, elevándose sobre ellos. Tenía dos ojos obscuros, dos puntitos negros, que brillaban a pesar de su negrura. Casiopea, de pie junto a Hun-Kamé, lo sintió mirándola. Era algo fabuloso, esta criatura, que traía consigo el olor a incienso y flores muertas. La hizo preguntarse qué otras bestias imposibles comandaban los Señores de Xibalbá.

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El humo abrió sus fauces y habló. —La ciudad del lago, la ciudad imposible, Tenochtitlán. En lo profundo de las áridas tierras baldías, El Paso —dijo. Entonces la aparición negó con la cabeza y miró al suelo, evasiva. Estaba claro que no quería decir nada más. —¿Dónde más? —preguntó Hun-Kamé. El espectro curvó su lengua. —En Baja California, junto al mar, encuentra Tierra Blanca. Alcanza tu destino, Señor de Xibalbá, pero descubre tu perdición, porque tu hermano es más astuto y poderoso de lo que jamás imaginaste —dijo la criatura, y su voz ahora era el crepitar de madera ardiendo. —No me sermonees, mensajero —respondió el dios. —Digo la verdad. —¿Quién tiene lo que me pertenece? ¿Dónde residen? —Debes preguntarles a los fantasmas, o hechiceros, o algún otro que pueda ayudarte, oh Señor, porque te he dado tres respuestas y una advertencia, que es lo más parecido a lo que un dios como tú me puede ordenar. —Entonces te despediré y me llevaré tus respuestas. La figura se hizo más grande, luego se inclinó, su cuerpo doblándose sobre sí mismo, su frente tocando el suelo. Se filtró en la tierra, como la lluvia se hunde en el suelo, y desapareció. A su alrededor la noche tembló, despidiéndose de la aparición. —Has oído a dónde viajaremos —le dijo Hun-Kamé—. Mañana partimos hacia Ciudad de México. Pudo haber dicho que partirían hacia la Antártida y no importaría mucho; no pudo reunir la energía para una respuesta y le dolía la frente. Volvieron a la casa de huéspedes. Era muy tarde y la puerta principal estaba cerrada, pero Hun-Kamé la abrió con facilidad. Fueron a sus habitaciones y Casiopea, agotada por la excursión, se echó sobre la cama sin molestarse en cambiarse de ropa, vestida de blanco y plata. Las maravillas de la noche no la mantuvieron despierta y durmió profundamente.

Al día siguiente, tomaron el tren nocturno a Ciudad de México. Si hubieran tomado el anterior, Casiopea habría podido mirar por la ventana y observar el paisaje, las marismas, la maleza y las hileras de palmeras. Chozas con paredes de bambú, ancianos sentados en sillas gastadas, niños persiguiendo perros callejeros. Pudo haber visto el tren subir desde las colinas bajas de Veracruz y acercarse a las montañas, sus cimas cubiertas de nieve. Pero la noche fue como tinta derramada sobre la página, borrando toda la vegetación y los rasgos naturales.

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Sin embargo, Casiopea sintió el tren. Avanzaba pesadamente, lejos del calor húmedo de la costa. Ella nunca estuvo en un artilugio así. Se sentía como si descansara en el vientre de una bestia de metal, como Jonás que fue tragado por la ballena. Esta imagen en la Biblia de su familia la desconcertaba a menudo, el hombre sentado dentro de un pez, su rostro sorprendido. Ahora ella simpatizaba con él. No podía ver hacia dónde se dirigían, ni el lugar de donde venían, y por lo tanto sentía como si el tiempo y el mundo que la rodeaba se transformara, volviéndose en algo desconocido; era como si viajara en un sueño. Escuchó el chasquido metálico de las ruedas a lo largo de los rieles de acero mientras Hun-Kamé se recostaba en su asiento. Compartían un camarote y era pequeño, así que cuando él se sentaba así, con las piernas estiradas, parecía ocupar todo el espacio. Sin embargo, no le importaba, acurrucada contra la ventana, las estrellas y el cielo absorbiendo sus pensamientos. Asociaba a su padre con el olor de los libros mohosos o la tinta, el susurro del papel; él fue un oficinista, esas habían sido las herramientas de su oficio. Pero, sobre todo, lo asociaba con las estrellas, las cuales amaba. —¿Puedes hablar con fantasmas? —preguntó ella, rompiendo el silencio en su compartimiento. —Y otras cosas que deambulan por la noche, como habrás notado —respondió Hun-Kamé. —¿Podrías hablar con mi padre? Falleció cuando yo era pequeña. Él giró la cabeza y la miró con desinterés. —Los fantasmas generalmente se adhieren a las piedras, a un único lugar; rara vez pueden estar encadenados a una sola persona. No puedo, desde aquí, convocar a tu padre. Además, puede que no sea un fantasma. No todo el que muere se ata a la tierra. Si tu padre murió silenciosamente, entonces en silencio habrá abandonado este reino mortal. —¿Estaría en Xibalbá? —preguntó ella. —La mayoría de los mortales dejaron de adorar a los dioses de Xibalbá hace mucho tiempo, y como su creencia se calcificó, ya no se aventuran por nuestros caminos. Tu padre no es mi súbdito. Por un momento pensó que podría ver el rostro de su querido padre, escuchar su voz. Decepcionada, se volvió hacia la ventana. —Supongo que es lo mejor —dijo con un suspiro. —¿Qué quieres decir? —Xibalbá es un lugar terrible. Hay un río de sangre, la Casa de los Murciélagos y la Casa de la Penumbra. No quisiera que él estuviera en una tierra tan espantosa. —En ese instante hizo una pausa y golpeó el cristal con un dedo, frunciendo el ceño—. Pero entonces, los Héroes Gemelos te mataron en la historia que escuché, sin embargo, aquí estás. Me pregunto si todo eso es cierto. Quizás no sea tan malo. —A los mortales les gusta contar sus historias y no siempre cuentan la verdadera —dijo Hun-Kamé con desdén. Se había quitado el sombrero de paja y lo inspeccionaba, tocando cuidadosamente las fibras. —¿Cómo es Xibalbá? ¿Cuál es la verdadera historia?

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El sombrero de paja le interesaba más que su pregunta, y como no siempre daba una respuesta, ella casi renuncia a una explicación cuando él habló con esa voz fría y serena, que estaba desprovista de emoción. —El Camino Negro conduce a Xibalbá, y en su corazón se encuentra mi palacio, como una joya sobre la corona de tus reyes. Es muy grande y está decorado con murales coloridos. Tiene casi tantas habitaciones como días tiene el año. Está rodeado por otros edificios hermosos, tan elegantes que ninguna construcción humana puede aproximarse a ellos. Imagínate una joya, sí, pero una sin ninguna imperfección, balanceada sobre tu palma. Él se inclinó hacia delante, el sombrero colgando de los dedos. Su rostro se volvió más animado. —Mi palacio se encuentra junto a una serie de estanques de aguas azul verdosas, y en ellos nadan los peces más extraños y curiosos de las profundidades más frías, ciegos, pero hermosos. Todos brillan con una luz interior, como la luciérnaga. Hay árboles alrededor de estos estanques. Árboles como la ceiba, pero su corteza es plateada y sus frutos también lo son, y brillan en la oscuridad. —¿Lo echas de menos? —preguntó, porque existía anhelo en sus palabras, y su reino sonaba bastante asombroso, no como el lugar sombrío de dolor del que le hablaron. —Pertenezco allí —dijo. Pensó que sería bueno poseer tal certeza. Nunca supo con exactitud a dónde pertenecía, una Leyva, pero en realidad sin ser un miembro de la familia. Y Uukumil fue asfixiante. Le preocupaba; él sabía exactamente a dónde se dirigía y ella se dio cuenta de que no podía regresar a su ciudad natal. ¿Qué haría ella cuando Hun-Kamé recuperara los órganos que le faltaban? Esta línea de pensamiento, a su vez, la hizo considerar su salud. —¿Cómo se siente? —preguntó—. La oreja. Casiopea se tocó la oreja mientras hablaba. El proceso de reintegración parecía sencillo, pero podría no ser así en realidad. —¿Qué? —preguntó. —¿Te duele? —dijo. —No. —A veces me duele la mano —admitió ella. —Déjame ver. —No duele ahora —aclaró—. Pero ayer lo hizo. Como arena en tu ojo, ¿sabes? Pero no en mis ojos, por supuesto. Hun-Kamé se puso de pie y fue a su lado, levantando su mano y sosteniéndola, como si quisiera verla mejor, aunque no había nada que mirar. Tal vez pudiera observar el fragmento de hueso, escondido dentro de su piel. —Si vuelve a dolerte, avíseme —le dijo. Levantó la cabeza y lo miró fijamente. Todavía llevaba el parche negro en el ojo.

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—¿Es cierto lo contrario? ¿Te duele donde falta tu ojo? —La ausencia me molesta —dijo, y las palabras fueron pesadas, piedras hundiéndose en un río. —Lo siento —dijo. Como todavía sostenía su mano, ella le dio un ligero apretón. No esperaba que le agradeciera, ya que esas trivialidades no eran muy de dioses, pero no creyó que él frunciera el ceño como lo hizo, mirándole los dedos. —¿Por qué me tocas? —preguntó. —Oh. Bueno… fuiste tú quien me tocó —dijo. —No. Justo ahora. —Lo siento. Él puso su mano sobre su hombro antes. No parecía un problema. No consideró que alcanzarlo pudiera ser ofensivo, un mortal entrando en contacto con lo divino en lugar de lo divino entrando en contacto con el mortal. Intentó retirar la mano, pero él no la soltó y Casiopea se preguntó si jugarían al tira y afloja. —Puedes soltarla —dijo ella—. No me di cuenta… —Qué insolencia. —Sigue apretando mi mano y quejándote al mismo tiempo, y verás una verdadera insolencia —farfulló. No parecía justo que él comenzara a actuar como si ella lo hubiera insultado cuando todo lo que intentaba era ser amable. Hun-Kamé se rio y soltó su agarre. Fue una carcajada: rebotó alrededor del compartimiento como un pájaro asustado. Ella sonrió, respondiendo a la demostración de alegría. —¿Por qué te ríes? —preguntó. No había hecho esto antes. —Eres una cosa divertida —le dijo—. Es como tener un mono juguetón. No fue del todo un insulto. Sonó como una expresión de cariño, pero frunció el ceño de todos modos. Su enfado, sin embargo, no duró. Podía perdonar rápidamente cuando le convenía. Además, había vuelto a su asiento y descansaba de nuevo allí tranquilamente, por lo que realmente no había mucho de qué estar enojada. Casi olvidó que él se encontraba a su lado cuando finalmente habló. —¿Qué sigues mirando? —preguntó. —Las estrellas —respondió ella—. Hay miles esta noche. —Hay miles cada noche. —Tal vez —susurró, apoyando la cabeza contra su brazo y nombrándolas mentalmente, como lo hacía desde que era niña, uno de los juegos que jugaba antes de acostarse.

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Finalmente, Casiopea se estiró en la litera superior y cerró los ojos, cayendo en un sueño profundo. El tren siguió avanzando lentamente, sus ruedas traqueteando. En la litera inferior, un señor de Xibalbá no durmió, sino que escuchó el ritmo del tren. La risa que se había escapado de sus labios era inusual, y se permitió considerar lo que significaba durante un par de minutos. Como era un dios orgulloso, este asunto no ocupó más que esos dos minutos, y luego lo descartó. Pero resta asegurar que en el reino subterráneo de Xibalbá, otro señor había escuchado la risa de Hun-Kamé y podía discernir su significado.

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a imaginación de los mortales moldeó a los dioses, esculpiendo sus rostros y sus innumerables formas, tal como el agua moldea las piedras a su paso y las desgasta a través de los siglos. La imaginación también había modelado las moradas de los dioses. Xibalbá, espléndida y espantosa, era una tierra de tristeza sofocante, iluminada por un sol nocturno triste y sin luna. La hora del crepúsculo no cesó aquí. En los ríos acechaban caimanes de jade, peces de alabastro nadaban en estanques de color negro como la tinta y los insectos de cristal zumbaban creando una peculiar melodía con el tintineo de sus alas transparentes. Había plantas extrañas y árboles frondosos, aunque no crecían flores en los suelos del inframundo; quizá algunas lo hicieron, en algún momento, pero hacía mucho que se habían secado. Todos estos eran fragmentos de sueños que tomaron forma física, pero las pesadillas de los mortales también abundaban en el fabuloso paisaje de Xibalbá. Había vastas extensiones de tierra donde el terreno era árido y gris, y los hombres caminaban por este desierto desesperados, clamando misericordia. También existían pantanos donde una fina niebla se aferraba al suelo, vapores nocivos surgiendo de las aguas, esqueletos de pájaros descansando sobre árboles muertos que chillaban con fuerza. Había un afloramiento de piedra caliza, con muchas cuevas, como un panal de miel, y aquí vivían las almas de los confusos mortales, que levantaban las manos en el aire y se arrancaban los cabellos del cráneo, porque perdieron la memoria de sí mismos y no recordaban el propósito de su viaje. Bestias y criaturas fabulosas nacidas de delirios vagaban por las selvas, asustando a los tontos que se aventuraban allí. Lo más seguro era permanecer cerca del Camino Negro de Xibalbá, esa larga cinta que atravesaba la ciudad donde residían los dioses. Si se apartaba del camino, era fácil descender al caos y al terror. En un principio solo existía la ciudad, pero a su alrededor surgieron los pantanos, las selvas, las cuevas y el resto de la curiosa topografía del Inframundo, de modo que ahora las fronteras eran mucho más vastas que en el tiempo de su origen. La gente llamaba a todo esto Xibalbá, en lugar de referirse únicamente a la ciudad con ese nombre. La ciudad propiamente dicha se convirtió en la Ciudad Negra y el palacio del señor a su vez se llamó Palacio de Jade. Hun-Kamé gobernó sobre este reino y pasó muchos momentos en los jardines de su palacio, pero Vucub-Kamé prefería vivir en sus vastas habitaciones sin ventanas, las paredes pintadas de amarillo y rojo, cojines multicolores esparcidos por el suelo. Descansaba sobre estos cojines cuando uno de los cuatro búhos del inframundo se abalanzó sobre su habitación. Lo envió al mundo para espiar las carreteras y espiar a su hermano. El búho lo encontró. El vínculo de parentesco, que hace que la sangre de un hombre mortal sea similar a la de otro miembro de su familia, se mantuvo entre los grandes señores de Xibalbá. Fue más preciso para Hun-Kamé y Vucub-Kamé. Eran gemelos, muy parecidos.

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Igual de altura y complexión, diferenciada por el color de su cabello y ojos. HunKamé vino al mundo primero, sus ojos negros como las profundidades del pozo de agua. Siete latidos después, Vucub-Kamé había abierto sus ojos pálidos, del color de la ceniza, aunque a veces se volvían plateados cuando pensaba profundamente, y otras veces se volvían casi traslúcidos, como el sastún, la piedra divina. La lechuza, muy familiarizada con la esencia psíquica de Vucub-Kamé, voló por el Mundo Medio en busca de una esencia similar. Era inevitable que encontrara a HunKamé. Cuando el animal regresó a Xibalbá, llevaba un regalo en el pico. El obsequio fue la risa de Hun-Kamé, que la lechuza escuchó y capturó en una concha blanca que ahora dejaba caer sobre la palma abierta de su señor. Vucub-Kamé apretó la concha contra su oreja y escuchó la risa. Fue desagradable ser consciente de la voz de su hermano después de una ausencia tan larga, y aplastó el caparazón entre sus dedos tan pronto como el eco de la risa se apagó. Luego se levantó de los cojines, sacó un cuchillo ceremonial de obsidiana y se aventuró a salir del palacio. Por lo general, cuando abandonaba su palacio, lo llevaban en una litera dorada, izada sobre los hombros de sus cortesanos más exquisitos. Los cantantes caminaban delante de él, proclamando la belleza y sabiduría de su señor, mientras detrás seguían a sus hermanos y al resto de su séquito, quemando incienso o sosteniendo copas llenas de zaca. Era vanidoso, Vucub-Kamé, como siempre lo son los dioses, y amaba ser exaltado. Sin embargo, ese día salió del palacio en silencio, sin alertar a ninguno de sus sirvientes. No usaba tocado ni ropa fina, sino que vestía una sencilla capa blanca. Caminó solo por las calles de su ciudad hasta que sus edificios quedaron detrás, hasta que la cinta negra del camino no estuvo a la vista, y llegó a un pantano. Los caimanes, como los que se encuentran en abundancia en los pantanos de Yucatán, nadaban allí, chasqueando las mandíbulas en el aire. Pero estos caimanes eran como fantasmas: sus escamas eran de alabastro y oro. Llamó a uno de estos, que era más grande en tamaño que todos los caimanes que flotan en el Mundo Medio, como un hombre podría llamar a su perro, y se sentó en el lomo de la criatura. Cabalgó de esta manera a través del pantano. Los manglares tejieron sus raíces con fuerza debajo del agua, brillando inquietantemente. Pájaros esqueléticos posados en ​​ escasas ramas y miraron al señor de la muerte con las cuencas de los ojos vacías, mientras él llegaba al borde del pantano y subía los escalones de la Casa de los Jaguares. A veces, enviaba hombres a la casa para ser despedazados por los feroces animales, un castigo y una diversión, ya que, estando muertos, no podían morir de verdad y serían reconstituidos a tiempo. Los jaguares estaban lejos de ser dóciles. Pero cuando entró, las crueles bestias inclinaron la cabeza y le lamieron las manos con tanta ternura como gatitos. Acarició a uno de los felinos, sus dedos recorrieron su pelaje. Admiró sus ojos amarillos. Luego, habiendo hecho su elección, le cortó la cabeza al gran gato. Abrió su pecho y tomó su corazón. Cayó al suelo, el corazón, y la sangre del jaguar trazaron un patrón extraño, que el dios leyó, como los hombres pueden leer letras en un papel. Este fue el don de Vucub-Kamé: la profecía. Con las semillas de color rojo brillante del árbol de coral, podía realizar un seguimiento de los días y adivinar lo que podría ser,

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o buscar respuestas en un espejo de obsidiana. Con semejante hechicería, previó la fuga de su hermano de prisión, aunque desconocía cuándo ni quién lo salvaría. También sabía que cuando escapara, Hun-Kamé necesitaría la ayuda de un mortal. Como un parásito, se alimentaría de la vida de los mortales hasta que pudiera recuperar su esencia absoluta y, dado que estaría atado a los mortales, podría caminar por el Mundo Medio con la libertad que los Señores de la Muerte normalmente no tenían. Sin embargo, se debe pagar un peaje. La vitalidad mortal que le daba fuerza, que le permitía vagar por las tierras de los hombres, lo contaminaba poco a poco. Hun-Kamé cada día se volvería más mortal, hasta que, si no podía restaurar sus poderes, arrebataría el último latido del corazón humano y, con él, toda su esencia. Y se convertiría casi por completo en un hombre, ya no más en un dios. Vucub-Kamé contó con que este proceso se lleve a cabo. Había construido el hotel en Tierra Blanca sabiendo que sucedería, asegurándose la victoria. La risa de Hun-Kamé demostró que de hecho se estaba volviendo humano. No es como si los dioses no expresaran ira, envidia y deseo. Pero estos son como compartimentos que pueden abrirse y cerrarse con llaves de hierro, y a menudo los dioses existen en un estado de plácida indiferencia. Su risa, cuando aflora, no nace en el corazón, sino en la cabeza. La risa de Hun-Kamé, sin embargo, se cocinó en el horno de su corazón. Fue brillante y vigoroso. Esto desconcertó a Vucub-Kamé. No esperaba que su hermano se volviera humano tan rápido. De hecho, todavía no estaba preparado para que esto sucediera. Hun-Kamé necesitaba llegar a Tierra Blanca cuando estuviera cerca de su descenso final a la mortalidad, momento en el que estaría débil, un caparazón de su antiguo yo. Sin embargo, esta risa no insinuaba debilidad, su alegría indicaba una fuerza desconocida. ¿Qué sucedía? ¿Qué había cambiado? Vucub-Kamé, preocupado, decidió entonces que necesitaba leer la sangre del jaguar, porque todas las verdades sagradas se traducían en sangre, para discernir el futuro, para asegurarse de que su plan fuera seguro. Pero lo que leyó no lo tranquilizó. Le hizo fruncir el ceño. Los jaguares, sintiendo su irritación, movieron la cola. Apretó la uña contra el líquido y dibujó un símbolo allí, luego otro. Tres veces su uña arañó la sangre hasta que se enderezó. Sus ojos grises captaron un destello de luz en la cámara de los jaguares y, por un momento, se iluminaron. Salió de la Casa de los Jaguares, bajó sus blancos escalones y, al llegar al caimán que lo llevó allí, le cortó la cabeza con su malvado cuchillo. Se coloreó el agua y VucubKamé leyó los signos carmesí. De nuevo se sintió decepcionado. Finalmente, el dios tomó el arma y se cortó la palma con gélida determinación, dejando que su sangre se esparciera. Estaba negra como la tinta, y cuando cayó, hizo que el agua burbujeara y se arremolinara durante unos segundos. Vucub-Kamé miró hacia abajo a su superficie. —¿Qué es este engaño? —susurró, su voz en un siseo. No pudo leer las señales correctamente. Antes, había previsto la fuga de Hun-

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Kamé y se preparó para encontrarse con él en Tierra Blanca. Ahora podía ver este futuro, pero otros caminos se bifurcaban y estaban ocultos para él. Cuando intentó mirar dentro de estos riachuelos, se encontró con el rostro de una mujer que nunca había conocido, pero que supuso era Casiopea Tun. Su esencia humana contaminaba la propia sustancia inmortal de Hun-Kamé, lo que dificultaba diferenciar el futuro, sacarla de él. Era como si Vucub-Kamé quedara ciego. Ya no pudo observar su momento de triunfo. Esto le preocupó porque, si la fuga de Hun-Kamé fue ordenada por el destino, el dominio de Vucub-Kamé sobre Xibalbá nunca se selló de esa manera. El dios de la muerte estaba junto a la orilla del pantano, su mente enconada con los pensamientos más oscuros, y en los árboles, los pájaros esqueléticos, sintiendo su ira, escondieron la cabeza bajo sus alas. Cerró su palma en un puño, y cuando la abrió su mano estaba sana, como si ningún cuchillo la hubiera cortado. No podría sufrir daños de esta manera. Las marcas de quemaduras que llevaba eran inusuales, así como la decapitación de su hermano fue una anomalía escandalosa nacida del hierro y la magia rencorosa. Vucub-Kamé llamó a dos de sus búhos mensajeros. Tenía cuatro y todos eran criaturas aterradoras, que se deleitaban con los sueños turbulentos de los hombres cuando eran libres de vagar por el Mundo Medio. Chabi-Tucur era el más rápido y pequeño de los cuatro, y el que siguió el rastro de Hun-Kamé. Huracán-Tucur era el más grande, tan enorme que un hombre podía montar sobre su espalda, pero demasiado grande para ocultar su magia a su gemelo. Aunque a su hermano le faltaba un ojo y no podía ver a las criaturas aladas, podría sentir el batir de sus alas. No podía arriesgarse a esto. Por lo tanto, le dio instrucciones al pequeño búho de que debería regresar y espiar a Hun-Kamé. Enseguida habló con el más grande. Le ordenó que volara al Mundo Medio y encontrara al hombre mortal, Martín. La lechuza transportaría al hombre a la Ciudad de México, donde podría esperar la llegada de su prima. No había duda de que esta era la trayectoria que seguía Hun-Kamé, intentando reconstruirse lo más rápido posible. Si Martín lograba interceptar a Casiopea, Vucub-Kamé podría gozar de una victoria innegable. ¿Debería evadirlo o, peor aún, negarse a reunirse con él… bueno, el dios de la muerte dejó poco al azar. Incluso si el azar se hubiera infiltrado de alguna manera en sus planes, incluso si el futuro se ocultaba a la mirada del dios, lograría su objetivo. Siete latidos habían separado a los hermanos. Hun-Kamé, el primogénito, reclamó la corona, el trono, el reino de Xibalbá, debido a la duración de esos latidos. Luego apareció Vucub-Kamé, siguiendo a sus hermanos, sosteniendo la larga capa negra que cubría los hombros de Hun-Kamé. Durante un tiempo, su reino se expandió, creciendo en belleza y poder, sus otros hermanos parecían completar su corte, nacidos de huesos carbonizados y pesadillas. Posteriormente llegaron los edificios fantasmagóricos de la Ciudad Negra, los monstruos de las llanuras hechas de cenizas, los suspiros, oraciones y pensamientos cada vez mayores de los mortales que dan a su mundo sus colores. Y luego, silencio, decadencia. Las oraciones disminuyeron. Hun-Kamé, como para igualar los tiempos indiferentes del Mundo Medio, se convirtió en un maestro indiferente, egoísta y mimado. Vucub-Kamé había instado a su hermano a viajar con él al Mundo Medio, no porque apreciara a los mortales y sus ciudades, sino porque le preocupaban los cambios que ocurrían en la península. Le mortificaba Xibalbá. Hun-

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Kamé se aventuró a través de los siglos, pero incluso cuando los hechiceros del otro lado del mar desembarcaban cerca de T”hó, trayendo consigo demonios y libros de hechizos e incluso uno o dos fantasmas apretados contra sus espaldas, el Señor de Xibalbá se encogió de hombros. Vucub-Kamé tomó el reino porque debía hacerlo. Él, como hermano superior, fue constantemente considerado como inferior y, sin embargo, sería el salvador. Era el hijo que Xibalbá necesitaba, su futuro y su única oportunidad. A Hun-Kamé se le otorgó el dominio de las ilusiones, pero ¿no era Vucub-Kamé un gran hechicero por derecho propio? ¿No era más astuto que su hermano? ¿No era más digno del trono negro? Sí, se aseguró el dios. Todo esto era cierto. Todo esto se sabía. Un día, los mortales harán canciones sobre su victoria, narrando cómo la muerte mató a la muerte y labró él mismo un magnífico reino nuevo. Una tarea imposible. Mil años cantarían y mil más. Vucub-Kamé dejó que una sonrisa rozara sus labios. Era una sonrisa terrible y sus dientes demasiado blancos amenazaban con convertir los huesos en polvo. Pero entonces, no se debe esperar la ternura de la muerte. El dios convocó a otro caimán y lo montó de regreso a su palacio, mientras el cuerpo de la criatura que había decapitado se hundía lentamente en el lodo. Mucho después de que el dios abandonara el pantano, los pájaros de los árboles se atrevieron a levantar la cabeza y emitieron gritos agudos, pero vacilantes, temiendo la ira de su señor.

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L

a Ciudad de México nunca ha inspirado mucho amor. “¡Al menos no es la Ciudad de México!”, se derrama de los labios de todo aquel que reside fuera de la capital, un movimiento de cabeza acompañando la frase. Todos concuerdan en que es un vil pozo negro, lleno de viviendas, criminales y el entretenimiento vulgar más indecente que existe. Paradójicamente, todos también están de acuerdo en que emana un encanto peculiar, debido a sus anchas avenidas y autos brillantes, sus grandes almacenes llenos hasta el tope de artículos finos, sus cines mostrando las últimas películas sonoras. El cielo y el infierno se manifiestan, coexistiendo uno al lado del otro. Hasta 1925, la Ciudad de México estuvo relativamente libre de la influencia extranjera del flapper. Entonces, de repente, las calles se inundaron de imágenes de bataclanes, cortesía de un grupo de bailarinas que habían venido a actuar en los clubes más caros de la ciudad. La mujer esbelta, lánguida y andrógina dominaba las vallas publicitarias de la capital. Aunque algunos capitalinos, apegados a su delicada moral, negaban con la cabeza ante estas “mujeres pintadas”, muchos abrazaron el nuevo ideal con entusiasmo, mirando con desconfianza a los humildes “indios” que venían de otras partes del país y no hacían ningún esfuerzo para esconder sus pieles bronceadas bajo polvos faciales, ni ponerse los elegantes vestidos de la Era del Jazz. Si el Porfiriato intentaba imitar las costumbres francesas, la Ciudad de México en la década de 1920 se trataba de Estados Unidos, reproduciendo sus mujeres, sus bailes, su ritmo rápido. ¡Charlestón! ¡El corte bob! ¡Autos Ford! El inglés se esparció en los carteles, en los anuncios, se deslizaba por los labios de los jóvenes al igual que las frases francesas una vez mal repetidas por la gente de la ciudad. Una mala imitación de Rudolph Valentino, con el cabello peinado hacia atrás, se mantuvo en boga, y las mujeres intentaban emular a esa salvaje mexicana, Lupe Vélez, que protagonizaba películas de Hollywood. Cuando Casiopea y Hun-Kamé salieron de la estación de tren, tomaron un taxi y se dirigieron al centro, ella observó esta ciudad prismática y contrastante. Si pensó que en Mérida la gente se movía rápido, el ritmo era absolutamente demente en la Ciudad de México. Todos corrían de un lado a otro, los automovilistas salvajes golpeaban la bocina en busca de pelea, los tranvías se desplazaban por las avenidas llenas de viajeros sudorosos, los vendedores de periódicos gritaban los titulares del día en las esquinas y las vallas publicitarias decían que se debía fumar los cigarrillos El Buen Tono. El rollo Kodak y la pasta de dientes estaban disponibles para la venta en las tiendas y, cerca de una intersección, una mujer pobre con un bebé rogaba por monedas, sin ser tocada por el reinado del progreso y la modernidad. Había muchos lugares donde alguien con dinero podía quedarse. Hun-Kamé se decidió por el Hotel Mancera, con habitaciones a partir de cinco pesos la noche, un precio que Casiopea encontró terriblemente alto. Había sido el hogar barroco de aristócratas antes de que fuera remodelado y convertido en un lugar que ahora se jactaba de sus camas con somieres y muebles de acero Simmons. Techos altos, candelabros, paneles de madera y una hermosa barra completaban el conjunto. En una palabra, era lujoso y lo compró el

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líder de un sindicato, la Confederación Regional Obrera Mexicana. Dijeron que lo había pagado en oro, que organizó numerosas orgías y que se gastó un millón de pesos para socorro. Probablemente todo esto era cierto. Hasta ahora, su viaje había sido escaso en grandes alojamientos, y Casiopea se sintió intimidada cuando entraron al vestíbulo, sin tener idea de cómo se suponía que debía saludar a la persona detrás de la recepción. Hun-Kamé, sin embargo, sabía lo que hacía, o, al menos, no tenía problemas para llamar la atención. Les consiguió dos habitaciones, aunque no tuvieron la oportunidad de deshacer las maletas, porque Hun-Kamé se dispuso inmediatamente a hacer recados con ella. O eso le dijo al personal del hotel cuando les indicó que llevaran sus maletas a las habitaciones sin ellos. Efectivamente salieron y no fue difícil encontrar las cosas que Hun-Kamé quería: fósforos y tijeras. Curioso, Casiopea preguntó sobre esta compra y él dijo que se lo explicaría en el hotel. Como tenía hambre y quería comer algo, lo dejó pasar. —Debo convocar a un fantasma —le dijo cuando regresaron a su habitación, mientras cerraba las pesadas cortinas. —¿Necesitas tijeras para eso? —preguntó ella. —Sí. Para cortar tu cabello. Una buena parte tendrá que irse —dijo y le tocó el pelo, indicando cuánto de su larga melena necesitaba: tenía la intención de dejarlo por debajo de la barbilla. Ella pensó que no lo había escuchado bien. —Mi cabello —dijo con cuidado. —Sí. No supo qué decirle. Todo lo que quería hacer era negarse fuerte y enfáticamente y, sin embargo, ni siquiera podía abrir la boca, estaba demasiado disgustada para expresar sus objeciones. —Déjame explicarte —ofreció, su voz muy tranquila—. Necesito información sobre el paradero de mis elementos perdidos y emplearé fantasmas para este propósito. La invocación de fantasmas se puede realizar utilizando cabello, huesos o dientes humanos. —Pero… pero llamaste a esa otra cosa en Veracruz y no necesitaste mi cabello —protestó. —Eso fue un psicopompo, una criatura de Xibalbá sobre la que tengo algún poder, por virtud de mi nacimiento. Si estuviéramos en mi reino, de hecho, podría convocar a los muertos sin ofrendas. Pero, como estoy en tu mundo y no soy… yo mismo en este momento, debo encontrar otra solución. Estaba hablando en serio. Ella esperaba que se tratara de una broma, incluso si no creía que fuera capaz de bromear. —No puedes usarme como… como… una estúpida títere —dijo—. No puedes tomar lo que quieras y… —Si te calmas, te darás cuenta de que esta es la forma más racional de proceder.

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—¿No podemos… y si le pagamos a un peluquero por algo de cabello? De todos modos, lo tiran a la basura —insistió. —El simbolismo es importante. Debería ofrecerse de buena gana —dijo, hablando en voz baja. Ella no había sido de hacer rabietas en su niñez, pero cuando sí se cabreaba, era un espectáculo para la vista, y en ese momento sintió que si no se sentaba, se calmaba y cerraba los ojos, golpearía al dios de los muertos en la cara. Le pegó a Martín una vez cuando había estado así. “El diablo se metió en ella” dijo su madre cuando su temperamento estalló. —¡Tú y tu simbolismo! ¡No sé por qué vine contigo a esta ciudad! —gritó, porque él estaba siendo tan calmado y mesurado, y su voz era solo un susurro. Había una mesa junto a una ventana y encima un cenicero de cristal, bastante pesado. Ella lo apretó entre sus manos y quiso bombardearlo con él, pero luego, pensándolo mejor, se sentó en el suelo y lo tiró a un lado. —Viniste conmigo porque estamos unidos, desafortunadamente, y necesitas que me quite los grilletes que nos atan —dijo—. Y tal vez porque, toda esta historia, es más grande que tú o yo. Casiopea miró tercamente sus zapatos. —No me importa —dijo en voz baja. Él se inclinó, como para verla mejor. —Podríamos intentar hacer esto de otra manera, lo que implicaría tener que conseguir una pala y ver si podemos encontrar un cadáver adecuado en el cementerio, pero cuando se trata de nigromancia, supongo que prefieres mantenerlo simple, especialmente porque el tiempo se acaba. Habló tan serenamente, tan agradable. La hizo sentir petulante y tonta, y le dio ganas de llorar. Así que se mordió el labio con fuerza, porque si no lo hacía, en realidad, de verdad, lo golpearía en la cara. —¿Por qué no tú? ¿Por qué siempre soy yo la que tiene que hacer una ofrenda? —cuestionó. —Porque, querida, eres mortal y yo soy un dios. Los dioses no hacen ofrendas de este tipo —dijo con un tono que no era condescendiente pero tenía una delicada monotonía. Se enfadó más, ya no exactamente con él, sino con todo el universo, que, como de costumbre, exigía que ella fuera el peldaño más bajo de la escalera. Pensó que su posición había cambiado cuando dejó Uukumil, pero no fue así. Era Casiopea Tun, las estrellas se alineaban contra ella. —Dame las tijeras —dijo, la fría furia de este pensamiento le otorgó la fuerza para seguir adelante con la tarea. Se plantó en el baño, mirando al espejo y a él, ya que se encontraba detrás. Hizo un trabajo rápido. Aunque intentó mantener una mano firme, se hizo un desastre en el cabello. Las hebras oscuras cayeron al suelo, su larga melena fue salvajemente atacada

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por su propia mano. Por un momento estuvo bien. Otro instante y había arrojado las tijeras y lloraba, sentada en el borde de la bañera. No pudo evitarlo. Las lágrimas rodaban por sus mejillas incluso mientras trataba de secarlas. —Era la única cosa… lo único que alguien me dijo fue “tienes un cabello bonito” —susurró. Él la miró con fría indiferencia y se sintió avergonzada, sentada allí con los ojos rojos, sollozando. Aprendió a mantener a raya las lágrimas; Martín se burlaba tanto de ella que tuvo que hacerlo. Era incómodo comportarse como una niña cuando se enorgullecía de su temple y sentido común. Hun-Kamé metió la mano en el bolsillo, sacó un pañuelo y se lo entregó a la chica. Se secó los ojos con brusquedad. —Deberías empezar a convocar —dijo, devolviéndole el pañuelo. No tenía sentido lamentar su melena perdida. Él recogió el cabello y regresaron al dormitorio. Hun-Kamé recuperó una papelera de metal que estaba junto al escritorio, depositó el pelo en ella y luego la colocó en el medio del dormitorio. Encendió un fósforo, prendiendo fuego al cabello, el fuerte olor hizo que sus ojos se humedecieran de nuevo. Todo esto ocurrió en perfecto silencio. —Toma mi mano —le dijo—. No la sueltes, incluso si estás asustada. Y no los mires a los ojos, ¿entiendes? —¿Por qué? —Los fantasmas tienen hambre —dijo simplemente—. Repite conmigo: me aferraré a tu mano y no los miraré a los ojos. Casiopea pensó que no era quién para sostener la mano de ningún hombre durante un período prolongado de tiempo, por otra parte, no le gustaba la palabra “hambre” combinada con “fantasmas”. —Me aferraré a tu mano y no los miraré a los ojos —murmuró, y entrelazó sus dedos con los de él, sintiéndose un poco atrevida, pero él no se quejó. Hun-Kamé pronunció algunas palabras. Era el mismo idioma desconocido que había hablado en la intersección, solo que ahora ni siquiera estaba segura de que fuera un idioma. Solo un sonido, un zumbido. La temperatura se desplomó y sintió la piel de gallina en sus brazos. No era el mismo frío que experimentó en Veracruz. Eso fue como tocar granizo, mientras que este era el frío de las cosas que están muertas y se pudren en la tierra agria. Al principio, no pasó nada más. Luego se dio cuenta de que las sombras de la habitación se habían vuelto algo… más oscuras. La luz entraba a raudales desde el exterior, por debajo de las cortinas, y sin embargo, todo estaba más gris, las sombras como charcos de tinta. Se estremecieron, las sombras, se estiraron por el suelo, haciéndose más grandes, cambiando de forma. Y se levantaron. Se volvieron sólidas. No obstante, no eran sólidas: era como si alguien hiciera agujeros en la habitación y donde debería haber algo existía oscuridad. Las sombras parecían personas. Tenían brazos, torso, cabeza. Se movieron, corriendo a través de la habitación, revolviendo las cortinas, susurrando entre ellos.

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En el centro de la habitación, el cabello ardía muy brillante, demasiado brillante, su resplandor era la fuente restante de iluminación ahora porque las sombras dominaban todo, ni un solo rayo de luz perdida se arrastraba desde el exterior. Una oscuridad interminable y la gente de sombras parada frente a ellos, muy cerca, el fuego tenue revelando que no tenían rasgos, sus caras eran lisas como guijarros. Hun-Kamé le dijo que tomara su mano, pero en cambio ella la apretó con fuerza. Los costosos muebles, la enorme cama, los óleos de las paredes, todo se desvaneció. Lo que quedó fue simplemente oscuridad. Ni siquiera estaba segura si había un suelo bajo sus pies. Solo Hun-Kamé la ancló en su lugar. —Nos llamaste —dijo una de las personas de sombra, aunque ninguna de ellas tenía boca. —Les agradezco por atenderme. Soy Hun-Kamé, señor de Xibalbá, que busca su esencia robada. En algún lugar de esta ciudad se ha escondido una parte de mí. ¿Saben dónde podría estar? —Las respuestas tienen un precio. —Tengan la seguridad que se pagará —dijo y arrojó mechones del largo cabello, que sostenía en su mano libre, hacia ellos. Las sombras gorjeaban y escarbaban, agarrando las hebras para comerlas. Después de todo, tenían bocas y lenguas largas y grises, que rodaban por el suelo, y tenían ojos que brillaban de color azul verdoso, ranuras de color flotando en la oscuridad. Casiopea sintió que su cuerpo se convertía en hierro, y ahora no solo sostenía la mano del dios de la muerte, se movía muy cerca de él. —Esto no es nada, son sobras —dijo una de las sombras. —Cuidado —dijo Hun-Kamé—, cuida tus palabras. Ahora soy amable, pero podría ser más severo y exprimirte la verdad. —Basura y suciedad, pedazos y nada entero —dijo la figura—. Danos carne fresca y huesos en su lugar. Danos a ella. Todos los ojos al unísono se volvieron hacia Casiopea, y eran temibles, y uno de ellos sostuvo su mirada. Si pudiera distinguir sus rostros, incluso si parecían cadáveres podridos, podría no haber estado tan asustada. Pero en la oscuridad, las sombras tenían los contornos de monstruos de la infancia y la tenían esclavizada, su brillo azul verdoso la hacía pensar en sueños malvados. También olían mal, empalagosos; el aroma de las flores marchitas. Levantó las manos para cubrirse la boca, temiendo gritar, y cuando sus dedos tocaron sus labios se dio cuenta de que soltó a Hun-Kamé. Ella miró a su alrededor, intentando aferrarse a él, pero había desaparecido. La habitación había desaparecido. El fuego se estaba apagando. Solo estaban los pilares oscuros que se acercaban cada vez más a ella, sus ojos brillantes se volvían más vívidos, sus lenguas rozando el suelo. —Oh, su corazón, lo masticaremos dos veces y luego lo escupiremos y lo masticaremos de nuevo —dijo una de las sombras. —Y la médula, también la médula. Beberemos de sus venas —respondió otro.

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Una lengua serpenteó en dirección a Casiopea, rozando su pie, ella jadeó y se apartó, pero el círculo se hizo más estrecho, se cerraron a su alrededor como una soga. Norte y sur, este y oeste. Estaban por todas partes. Presionó sus manos contra su boca de nuevo, presa del pánico, y por un momento sospechó que el dios tuvo la intención de dejarla con estas cosas todo el tiempo. Que fue una artimaña y que ella sería su comida. Pero estaba el fragmento de hueso en su dedo. Él no lo haría. Las sombras estaban muy cerca y su putrefacción le dio ganas de vomitar. Abrieron la boca y su aliento salió en un bucle, frío, húmedo y azul verdoso, haciéndola estremecerse. ¡Si tan solo se hubiera aferrado a su mano! —Y… y no hubiera mirado a sus ojos —susurró. ¡Pero ella estaba mirando! Entonces se dio cuenta de que no dejó de observar esa sombra que atrapó su mirada. Respiró hondo y cerró los ojos, percibió que su cuerpo se balanceaba y sintió el agarre de manos sobre sus hombros. —Casiopea, mírame —dijo una voz. —No —respondió, con los ojos cerrados fuertemente. oído.

Sintió el cálido aliento de labios humanos cuando él se inclinó para hablarle al —Soy yo, Hun-Kamé —dijo.

Abrió los ojos de golpe y lo miró, y él la miró, tomando lentamente su mano izquierda entre las suyas. Las sombras refunfuñaron y suspiraron a su alrededor; un par de ellos escupieron en el suelo. Pudo volver a ver los contornos de la habitación y la papelera con el pelo ardiendo. —¡Estamos hambrientos! —dijeron—. ¡Tenemos hambre! —Oh, casi se olvidó de sí misma —se lamentó otro. —Silencio, demonios degenerados y acompáñenme —dijo Hun-Kamé, su voz cortando los murmullos como una espada—. Tus ojos, en el suelo, no te atrevas a levantarlos de nuevo. Las sombras sisearon y su resplandor se hizo más estrecho hasta que no tuvieron ojos. Ciegos se pararon frente a ambos. —Ahora, díganme lo que necesito saber. Las sombras se hablaron entre sí en susurros animados, inclinando sus cabezas, como si estuvieran conversando entre ellos. Sus lenguas colgaban fuera y dentro de sus bocas. Decidido el asunto, volvieron a hablar. —Dirígete a la morada de Xtabay —dijo uno. Quizás el mismo que había atrapado su mirada antes, quizás otro. Casiopea no pudo distinguirlos. —¿Dónde reside? —Cerca, mira aquí —dijo la sombra y una chispa de fuego, del cabello ardiente,

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se elevó en el aire y trazó una línea, una forma. —Gracias —dijo Hun-Kamé y les arrojó los últimos mechones de cabello, los espectros cayeron unos sobre otros para devorarlos. Y mientras caían, mezclándose, convirtiéndose en uno, el frío disminuyó, la oscuridad cambió, y estaban parados en medio de una habitación normal, un zarcillo de humo saliendo de la papelera, la bulliciosa ciudad nuevamente fuera de su ventana. —Te dije que no los miraras —mencionó Hun-Kamé, soltando su mano. Sonaba sombrío y ella se sintió tonta durante todo el episodio. Primero lloró, luego perdió su asidero. Y estuvo tan asustada, como una niña. —Lo sé —murmuró. El cabello que había tirado al suelo y el quemado desaparecieron, pero un hedor sulfúrico persistía en el lugar. Él abrió las ventanas para dejar entrar la luz y el aire, y Casiopea agradeció este gesto porque el aire del interior estaba cargado y viciado. Respiró lentamente. Se sentía sumamente cansada, sus piernas amenazaban con doblarse debajo de ella. Su mano palpitaba y se la frotó, inclinándose al mismo tiempo, como si una pesada piedra hubiera sido depositada sobre sus hombros. Se enderezó lo suficientemente rápido, pero él se dio cuenta. —Me disculpo. Esto fue agotador para ti —dijo y ahora no parecía sombrío, solo sobrio y mesurado. —Yo… ni siquiera estoy segura… ¿qué eran esas cosas? —preguntó. —Fantasmas. —No creía que los fantasmas fueran así. No es que imaginara a los fantasmas como personas vestidas con sábanas, con dos agujeros para sus ojos, o como apariciones tenues y flotantes. No pensaba que serían tan aterradores como lo fueron. Ni que intentaran comérsela. —Ciertos fantasmas. Hay otros, como los que rondan las carreteras y devoran a los niños, por ejemplo —dijo Hun-Kamé encogiéndose de hombros—. Deberías descansar. —No estoy segura de querer dormir una siesta —dijo, repentinamente asustada de todas las criaturas que acechan en la oscuridad y las sombras que podrían invadir la habitación si corriera las cortinas. fuerza.

—Te lo aseguro, deberías. No digo esto en vano. Cuando lanzo magia, saco tu Ella lo miró fijamente. —Como… —Me alimento de ti. Sabes esto. —No así, no…

—Cada minuto de cada hora, y cuando uso mi magia, aún más. Ven, acuéstate —le dijo, tomado su mano y arrastrándola hacia la cama, luego le hizo un gesto para que se sentara.

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Casiopea se sentó contra la cabecera, agarrando una almohada decorativa entre sus manos. Deseaba ver la Ciudad de México, y cuando lo hizo, no esperó que los fantasmas la asustaran. Tampoco pensó que pasaría su primera noche allí durmiendo porque un dios usó su cabello y su energía para conjurar dichos seres. Se imaginó una especie de diversión nebulosa. Pero había poca diversión; ni siquiera disfrutó el Carnaval, simplemente lo observó desde lejos. —No está bien —pronunció, frunciendo el ceño y jugando con las borlas de la almohada—. No es justo. Soy comida para ellos o… o para ti. —¿Y quién te dijo que la vida era justa? —Quizás pensé que sería más justa con un dios a mi lado. esto?

—Eso es bastante ingenuo —dijo—. Tendré que disuadirte de esto. ¿Quién te dijo

Parecía tan absolutamente serio —no cruel, solo serio y preocupado, como si acabara de descubrir que ella no sabía cómo contar hasta diez—, sobre este asunto que la hizo reír. —¿Qué te divierte? —Nada. Supongo que podría dormir un poco —dijo, en lugar de explicarse. No pensó que él lo entendería—. Supongo que tú también querrás dormir. —No duermo. Compartieron sus habitaciones en el barco y en el tren, pero no había comprobado si él dormía. Ciertamente yacía en su litera. Asumió que también debía descansar. —Pero dijiste que dormías en el cofre, y Loray, me dijo que algunos dioses duermen —dijo, recordando ese detalle. —También mencioné que no era como tu sueño y, como puedes imaginar, fue en circunstancias extraordinarias que me dediqué a esta actividad. Lo consideró, asintiendo y colocando la almohada en la cama, detrás de ella. —Eso significa que no sueñas —dijo. —Los sueños son para los mortales. —¿Por qué? —Porque deben morir. De alguna manera, esto tenía un sentido perfecto. El volumen de poesía azteca que había leído estaba lleno de líneas sobre sueños y flores, la futilidad de la existencia. —Eso es triste —dijo finalmente. —¿La muerte? Es inevitable, no triste. —No, no la muerte —dijo ella, negando con la cabeza—. Que no sueñes. —¿Por qué tendría que soñar? No significa nada. Esos no son más que los tapices de los mortales, tejidos y deshechos cada noche en un telar desvencijado.

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—Pueden ser hermosos. —Como si no existiera otra belleza que tener —dijo con desdén. —Hay poco de eso, para algunos —respondió. Pensó en la monotonía diaria de Uukumil. Levantarse, llevar el desayuno del abuelo a su habitación, llevar los platos a la cocina, barrer un piso o frotarlo. Cada noche una comida con su madre, una oración a su ángel de la guarda. Los domingos en la iglesia, la ropa pegada a su piel, el día demasiado caluroso. El momento secreto para leer detenidamente las páginas del libro de su padre. Su madre, cepillándose el cabello y suavizando sus preocupaciones. Y nuevamente, este ciclo. —¿Es por eso que miras las estrellas? —preguntó él—. ¿Buscas la belleza o sueñas con los ojos bien abiertos? —Mi padre era un entusiasta de la astronomía. Sabía los nombres de las estrellas y las señalaría. Intento no olvidarlas. También intentaba retener el sonido de su voz cuando le contaba leyendas antes de acostarse, pero la verdad es que lo había olvidado. Esto la entristeció, pero intentó retener aún más los otros restos de su memoria, sosteniendo con especial reverencia un libro de poemas de Francisco de Quevedo cuyas páginas se caían, como una margarita marchita, que había estado apoyada junto al lecho de su padre cuando falleció. —Mi abuelo se enfadó mucho cuando escuchó que me llamaron Casiopea. Quería un buen nombre cristiano, no una tontería maya y amenazó con cortar el contacto con mi madre si optaban por eso. Entonces, me nombraron Casiopea. “Es una tontería griega, ahora”, dijo mi padre. Recordó el rostro del sacerdote cuando escuchó que no tenía un nombre cristiano adecuado. Insistió en llamarla María, y cuando eso no funcionó, “la chica Leyva”, eliminando a Tun. Ahora que lo pensaba, así la llamaba la mayoría de la gente, a pesar de que tenía primas, y cualquiera de ellas podría ser “la niña Leyva”. Se habló de que algunos de esos primas deberían ir a un internado, pero el abuelo era anticuado y creía que el lugar de una mujer era el hogar, donde podía concentrarse en aprender a ser una esposa adecuada. Martín asistió a una escuela cuando era más joven, pero harto de las reglas y lecciones allí, lo expulsaron. El abuelo no se molestó en enviarlo de regreso. —Mi abuelo no apreció el ingenio de la declaración. Cortó contacto con ella de todos modos. Luego mi padre murió y tuvimos que irnos a vivir a Uukumil —dijo—. Si hubiera sabido que estabas atrapado en ese cofre, te habría liberado hace años, para fastidiarlo. —Te estaría muy agradecido —respondió—. En cuanto a esas estrellas tuyas y sueños, supongo que te hicieron compañía y no hay ninguna locura en ellas. Presionó una mejilla contra la cabecera acolchada de la cama y lo miró. Sus párpados se sentían pesados ​​pero no quería que se fuera todavía, deseaba que se quedara junto a la cama, mirándola, con las manos en los bolsillos y una ceja arqueada. —Es extraño imaginar a las estrellas haciendo compañía a alguien, como si fueran damas de compañía —dijo, incapaz de reprimir un bostezo a pesar de su mejor esfuerzo. mortal.

—Ciertamente no elegiría estrellas como mis asistentes, por otra parte, no soy

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—¿Qué asistentes tienes? —preguntó. —¿Qué tipo de asistentes te imaginas? Casiopea imaginó esqueletos, murciélagos y búhos, todo tipo de criaturas que rondan la noche, ya que esos eran los elementos que bordaban los cuentos del reino de Xibalbá. —Espantosos —dijo tentativamente—. ¿Me equivoco? —Damas, nobles y sacerdotes muertos que compraron un pasaje a mi reino hace siglos, ataviados con sus mejores galas. Él sonrió, como recordando su salón del trono y sus cortesanos, y aunque ella de hecho no deseaba contemplar este mundo suyo, también sonrió, porque el recuerdo de Xibalbá le traía alegría. Él la miró, entonces, y notando su cansancio —u otro detalle que le hizo detenerse—, puso una mano contra su pecho e inclinó la cabeza cortésmente. —Te dejaré dormir —dijo. Ella asintió, apoyó la cabeza en las muy blancas almohadas, sin siquiera molestarse en meterse debajo de las sábanas. Escuchó sus pasos mientras se alejaba y luego se detuvieron. —Ten por seguro que tu vanidad puede permanecer a salvo —le dijo. Casiopea levantó la cabeza y frunció el ceño. Se encontraba junto a la puerta, mirando al suelo, como si estuviera pensando profundamente. No estaba segura de no haber imaginado las palabras, ya que él no la miraba. —¿Disculpa? —Estabas preocupada por tu cabello. Dijiste que era el único rasgo favorecedor que posees —dijo Hun-Kamé. —No importa. Un sombrero… —No es el único —dijo él. Fue una simple declaración, que podría haber aceptado con gracia si su mirada no hubiera estado fija en ella con una sinceridad austera que la hizo entrar en pánico y mirarlo como una tonta. —¿Gracias? —murmuró al fin. Él cerró la puerta contigua y Casiopea se quedó observándola un buen rato, el sueño que la estuvo cortejando se desvaneció. Se preguntó cuáles serían esos rasgos favorecedores. Él había dicho una vez antes que ella era bonita, pero no le creyó del todo. Simplemente estaba siendo amable, se dijo. Pero incluso si lo fuera, era agradable y extraño experimentar tanta caballerosidad.

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idieron servicio a la habitación, algo que Casiopea nunca hizo antes, pero la recepcionista del hotel lo mencionó cuando se registraron, por lo que bajó a preguntar cómo se podía obtener este servicio. Probablemente pensaban que ella era una campesina al preguntar tal cosa, pero nunca se había mostrado reacia a aprender. Existía un sinfín de opciones de comida, pero ella optó por panecillos y mermelada, sabiendo poco de lo que se suponía que uno debía comprar en un lugar así, además de café caliente. Poco después, una empleada del hotel llamó a su puerta, metió un carrito y depositó dos platos en la mesa. Hun-Kamé y Casiopea discutieron su horario del día, comiendo junto a la ventana abierta. Él quería ir a una joyería, lo que a Casiopea le pareció extraño. —¿Qué necesitarías de allí? —preguntó, mojando el pan en su café. —Un collar, muy probablemente. Si vamos a ver Xtabay esta noche, no podemos ir allí con las manos vacías. —Pensé que los dioses no hacían ninguna ofrenda. —No es una ofrenda, es un gesto de buena voluntad. Además, no lo llevaré, tú lo harás —dijo alegremente. Casiopea lo señaló con el cuchillo de mantequilla. —Me consideras tu sirvienta. —Mi aliada, querida señora —respondió, sorbiendo su café lentamente, como si aún se resistiera a probar platos terrenales. Frunció el ceño, picó el centro del bolillo y extrajo el pan blando de la cáscara más dura. No podía darse el lujo de comerse la parte blanda en casa, teniendo que masticar lo que estuviera disponible bajo la atenta mirada de su madre. Ahora podía hacer lo que quisiera, y enrolló trozos de pan blando y se los metió en la boca. —Podrías sacar algunas joyas de las rocas —dijo ella. —No puedo hacer eso. —Te he visto convertir piedras en monedas —le recordó. —No puedo alterar la naturaleza de un objeto. Es simplemente un juego de luces y sombras, una ilusión. —¿Desaparecerá la ilusión? —Las ilusiones siempre se desvanecen.

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Le preguntaron al conserje sobre las joyerías. Había tiendas adecuadas en todo Madero, los capitalinos obstinados todavía se referían como Plateros, reacios a aceptar el cambio de nombre que honraba a un presidente asesinado, pero él enfatizó La Esmeralda, que había sido la favorita de la aristocracia porfiriana. Fue saqueada en 1914 por las tropas de Carranza, pero eso parecía haber pasado toda una vida. Se renovó siete años antes, se volvió más esplendorosa y se promocionó como un lugar para “objetos de arte y relojes”, vendiendo todo tipo de adornos tremendamente caros. La tienda era grandiosa, pero como muchos edificios nuevos en México, también era una amalgama de estilos, el rococó francés se mezclaba con el neoclásico, un poco vulgar si se miraba de cerca. La mayoría de los capitalinos no se dieron cuenta de que las pretensiones arquitectónicas del edificio eran más nouveau riche que Art Nouveau y, si se les hubiera explicado esto, negarían que el edificio tuviera alguna deficiencia. El nombre de la tienda estaba estampado audazmente en la fachada, un reloj marcando la hora encima. Antes de que se erigiera su esqueleto de hierro, ahí había un edificio más modesto de tres pisos, hecho de tezontle rojo, más adecuado para el blando suelo de la Ciudad de México que, después de todo, fue una ciudad de canales antes de que los españoles llenaran sus vías fluviales. Pero luego Hauser y Zivy hicieron destrozar esa vieja casa y establecieron la Esmeralda en su lugar, una tienda en la que el distinguido consumidor podía pedir cristal de Baccarat y elaboradas cajas de música. En el interior, era todo mármol, vidrio y madera oscura, cristal reluciente y profusa decoración. Hun-Kamé sabía lo que quería, centrándose en collares de oro. Casiopea, por su parte, miró un pesado brazalete de plata con triángulos de esmalte negro, de estilo “azteca”, que estaba muy de moda y que pretendía atraer la atención de los turistas con sus falsos motivos prehispánicos. Era un brebaje nuevo, del tipo que abunda en un México feliz de inventar tradiciones para el consumo masivo, ansioso por forjar una identidad después de los fuegos de la revolución, pero era bonito. —Debería probárselo —dijo la vendedora, oliendo una comisión. —No pudo —dijo Casiopea. —Estoy segura de que a su marido le parecerá bonito. —Él no es mi esposo —respondió. La vendedora la miró con extrañeza y Casiopea se dio cuenta de que debía pensar que era la amante de Hun-Kamé. ¡Que embarazoso! Tiró de su cabello, cohibida. Informó a Hun-Kamé que tendría que ir a una peluquería ese mismo día, ya que su trabajo con las tijeras fue deficiente. Ahora se vería como una flapper y la catalogarían como una chica fácil. La vendedora probablemente ya la juzgó como una puta. Era muy importante no ser una fulana. Pero ya portaba faldas que dejaban al descubierto sus piernas. ¿Cuáles eran los otros requisitos para tal designación? ¿Importaba si no era una, sino que simplemente se veía como tal? lado.

—Si te gusta, deberías mirarlo más de cerca —dijo Hun-Kamé, rondando a su —Es caro. —Ya compré un collar caro, una pulsera no es una preocupación. —Ella se lo

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probó y luego él preguntó—. ¿Te gustaría? —¿De verdad? —respondió. —Si lo desea —dijo él, señalando a la vendedora, quien tomó el brazalete y comenzó a colocar papel de seda en una caja. —Si lo usara en Uukumil, dirían que es llamativo y el sacerdote me regañaría. —No estás ahí. Casiopea le sonrió. La vendedora colocó la tapa en la caja y la miró con curiosidad. Probablemente estaba confundida, intentando determinar si ya era una amante o una futura amante, destinada a ser seducida con joyas bonitas. —Gracias —dijo Casiopea cuando salieron de la tienda—. Nunca he tenido nada de valor ni tan bonito. En medio de la calle un policía dirigía el tránsito con aire aburrido, mientras ella miraba nerviosamente el semáforo y las multitudes a su alrededor, intentando determinar en qué punto era seguro cruzar. Miró los tranvías con miedo y los automóviles con asombro, y alguien detrás la empujó a un lado, ansioso por llegar al otro lado. Estaba confundida por la ciudad y su incesante actividad, pero también feliz y agradecida por la compañía de Hun-Kamé. Lo consideraba su amigo. No era el regalo lo que había provocado esto, sino sus interacciones diarias, su cortesía, lo que rápidamente hizo que le agradara. Esto no fue sorprendente teniendo en cuenta los pocos amigos que tenía. Estaba su madre, que con su optimismo interminable ayudaba a la joven a afrontar cada día. Sus primas tendían a ignorarla. Cuando era más joven pudo jugar con los hijos de las sirvientas y los otros niños del pueblo, pero a medida que maduraba, todos se distanciaban. Su abuelo fue el causante, ya que no quería que ningún nieto suyo, por muy insignificante que fuera, estuviera en compañía de la “chusma”. Casiopea, atrapada en este estado intermedio, se centró en sus quehaceres en lugar de socializar. En su tiempo libre, buscaba compañía en los libros o las estrellas. Tener a alguien a su lado era extraño y, sin embargo, un placer. Había alegría en la búsqueda, ahora, la alegría de su naciente libertad y su compañía. —No tiene ninguna importancia —él respondió. —Lo es para mí —dijo ella—. Y quiero decir… por supuesto que quiero dar las gracias, incluso si no tengo idea de por qué te molestaste con eso. Ella sonrió. A cambio, él le dedicó una pequeña sonrisa, tan pequeña que sintió que podría tener que ahuecarla en sus manos para mantenerla a salvo, o el viento se la llevaría. El Señor de Xibalbá no sonreía a menudo y no se reía. Esto no significa que no se divirtiera con ciertas cosas. Era una especie de diversión seca, que no estaba contaminada por la alegría. Lo que lo hiso sonreír ahora fue porque se encontraba trastornado, alterado y cambiado, debido a la mortalidad que se arrastraba por sus venas. Pero también se debía a que, como Casiopea, estuvo solo durante mucho tiempo y encontraba cierto consuelo en compañía de otro ser.

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Él se acercó más, la sonrisa crecía, volviéndose descuidada. De repente fue consciente. La sonrisa se desvaneció. Ella no se dio cuenta, estaba demasiado ocupada girando la cabeza, mirando hacia la avenida. —Debería buscar una peluquera —le dijo Casiopea mientras cruzaban otra calle. —¿Quieres que te acompañe? — preguntó él. —Puedo arreglármelas —respondió, sin querer parecer un niño que debe ser guiado en todo momento. —Entonces te veré de regreso en el hotel —le comunicó, entregándole varios billetes. Ella miró el dinero. —¿No se convertirá en una bocanada de humo cuando te vayas? —No te preocupes. Loray me dio dinero de verdad. No me he hecho ilusiones de obtener suficiente dinero real. Aunque él tendrá que enviar más transferencias si queremos pagar a la gente con estas deliciosas facturas en lugar de palos y piedras. Una molestia. Si estuviera en Xibalbá, simplemente ordenaría a mis sirvientes que me trajeran las joyas y los tesoros de la tierra. Si estuviéramos allí, te mostraría joyas realmente finas para usar, collares de polillas plateadas y las perlas más negras que jamás hayan visto, tan oscuras que la tinta más oscura. —Este brazalete es más que fino —ella dijo simplemente, pasando sus dedos por su superficie, porque no quería comenzar a desear imposibilidades y grandes tesoros. Entonces se puso en marcha, primero para buscar una oficina de correos. Casiopea había pensado en escribirle a su madre una carta explicándose, pero lo consideró mejor. Decidió que una carta sería demasiado problemática. No sabría por dónde empezar o terminar su narración. En cambio, optó por una bonita postal. Mantuvo sus palabras breves, diciendo que estaba en la Ciudad de México y que se encontraba bien, que escribiría más tarde y enviaría su dirección. Supuso que a estas alturas todos en la ciudad pensaban que se había escapado con un amante, y no se molestó en mencionar la presencia de su compañero. Además, apenas podía decir “y estoy con un dios en este momento”. Después de la oficina de correos, encontró una peluquera que la miró con curiosidad, preguntándose si habría intentado cortar su cabello ella misma. Casiopea mintió y dijo que así fue. —Sí, el cabello corto está de moda —le dijo—. A mi esposo no le gusta mucho, pero es un buen negocio. No eres de aquí, ¿verdad? Tu acento… Y así sucesivamente, siguió adelante, charlando. Le informó a Casiopea que el mejor lugar para ir a bailar, si buscaba tanta diversión, era el Salón México, aunque era importante que pagara la sección de primera. —Quieres estar en la “mantequilla”, no en la “manteca de cerdo” o el “sebo” —explicó, porque así es como apodaron las secciones—. La mantequilla es donde los hombres decentes con traje y corbata van a bailar. La peluquera le dijo que la manteca de cerdo era el lugar donde se reunían los empleados de poca monta, las sirvientas de casas lujosas y las secretarias. El sebo era el más bajo de los bajos, y ninguna dama decente debería ir allí. Estaba lleno de putas, le

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advirtieron. Pero cuando Casiopea se miró en el espejo y vio su flequillo y su pelo corto rozando su mejilla, pensó que se parecía a las putas de las que le habían advertido. Y sin embargo, su cabello parecía bastante bonito. Esto podría significar que las putas no eran tan malas como habían dicho. O tal vez significaba algo completamente diferente. Como la mayoría de las preguntas que la asaltaron durante su viaje, tenía una capacidad impresionante para marcarlas como temas que debería procesar más tarde, pero que no podía molestarse en considerar en ese momento. Salió de la peluquería y durante una cuadra o dos, caminó muy lentamente, temerosa de que la gente la señalara, incluso ridiculizara su nuevo peinado. Pero los peatones siguieron adelante, los policías dirigieron el tránsito, los automovilistas golpearon la bocina con la palma de la mano. La Ciudad de México estaba demasiado ocupada para notar a una joven provinciana con el pelo negro corto. Ella le dio una sonrisa a un mendigo y le preguntó a una mujer por direcciones, y ninguna de las personas pareció sorprendida por su apariencia. Dejó escapar un suspiro de alivio, al darse cuenta de que nadie la detendría porque se veía diferente. Sin embargo, justo cuando sonreía, una mano pesada cayó sobre su hombro. —Casiopea, tenemos que hablar —dijo una voz. Ella conocía bien esa voz. Era su primo Martín.

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adre Nuestro, que estás en el cielo, se dijo, repitiendo la oración en su cabeza. Pero luego, pasó de la oración a las maldiciones, y enseguida empezó de nuevo. Todas las maldiciones estaban destinadas a Casiopea.

Mantuvo los ojos cerrados, temiendo que pudiera caerse y estrellarse contra el suelo, y el búho agitó sus alas más rápido. Era una criatura gigantesca, sus garras lo suficientemente grandes como para levantar a un hombre en el aire, y Martín seguía pensando que lo tiraría de su espalda o lo desgarraría con su pico y lo devoraría. El viento de la noche jugó con el pelo del joven, y apretó los ojos con más fuerza, aferrándose a las plumas y la carne de esta criatura sobrenatural. Cuando aterrizó en el techo de un edificio, Martín apenas podía contener su alegría. Casi se echa a llorar. —Tu prima estará en el Hotel Mancera —le dijo el búho. O al menos pensó que era el búho quién habló, aunque podría haber sido VucubKamé haciéndose oír a través del animal, ya que la voz del pájaro tenía un tono duro que hizo que Martín inclinara la cabeza, mostrando respeto de forma instintiva en presencia de lo sobrenatural. —Le dirás a la niña que el Señor de Xibalbá desea hablarle —dijo el animal—. Pero no la asustes. Es mejor ser aliados que enemigos. —Por supuesto —dijo Martín, aunque pensó que lo mejor sería hacer que su prima volviese a sus sentidos—. ¿Y si se niega? —Entonces pensaremos en otro plan. No hagas nada más sin el consentimiento del Señor Supremo —dijo, antes de batir sus alas y volar hacia la noche. Martín se quedó solo, en el techo de un edificio que no conocía, en una ciudad que nunca visitó antes. Era medianoche, y tenía miedo de ser atracado. También hacia muchísimo frío; el viaje en la espalda del búho lo dejó congelado y cansado. Martín se registró en un hotel cerca del alojamiento de Casiopea y se fue a dormir, porque había poco que podía hacer antes del amanecer, y necesitaba una almohada y un baño caliente. Esperaba tener buenos sueños. En cambio, soñó con Uukumil, su infancia y su odiosa prima.

En sueños, ella lo golpeó con el palo y el abuelo se rio. Martín Leyva era indolente, orgulloso y cruel. Sus defectos no eran solo resultado

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de su naturaleza. Fueron moldeados por su familia, a través de acciones y palabras. Como hombre, ya se veía a sí mismo digno de alabanza. Como Leyva, hijo de la familia más rica de la ciudad, su ego era enorme. Existía poco que no podía hacer, desde golpear a los siervos a dominar a sus primas y sus hermanas como si fuera el gobernante de un principado. Su abuelo era un tirano, y Martín copió sus manierismos, sintiéndose decepcionado con su padre, que era un tipo mucho más tranquilo, manso, suave, y apagado que el patriarca. En lugar de imitar a su padre, entonces, imitó a su abuelo. Se consideraba a sí mismo el futuro Hombre de la casa, el macho indiscutible del clan Leyva. Sin embargo, a veces las grietas se mostraban en su fachada narcisista. Fue enviado a una buena escuela, pero lo expulsaron. Le costó encajar en la institución. No solo las demandas intelectuales eran demasiado para su limitado intelecto, sino que podía ver el desprecio en el resto de los alumnos. Los Leyva eran reyes en Uukumil, pero no en Mérida. Se sentía diminuto, como un extraño. Incapaz de ser el centro de atención, logró que lo enviasen de vuelta a su ciudad natal y se negó a regresar a la escuela. Pero su hogar no ofrecía el respiro que esperaba, principalmente porque Casiopea vivía con la familia. Al principio, no sabía cómo reaccionar ante la chica, que era dos años menor que él. Era distante, pero su fría indiferencia se convirtió en ira cuanto más la observaba. En primer lugar, estaba su personalidad de, que lo irritaba. El día que regresó de la escuela, con la carta que narraba su expulsión en sus manos, ella había estado con el abuelo para observar su humillación… Sus hermanas y sus otras primas eran criaturas suaves y silenciosas, que sabían que era mejor no desafiarlo. Sin embargo Casiopea era más dura. Hacía lo que le decían, pero a veces protestaba. Se rebelaba. Y aunque ella no dijera nada, leía la rebelión en sus ojos. Luego, estaba el asunto de su inteligencia. Martín pensaba que los libros eran para tontos. Si un hombre podía hacer una larga división y leer los titulares de los periódicos, eso era todo lo que necesitaba. Durante un tiempo, leyó el periódico para su abuelo, tropezando con las palabras grandes, hasta que el hombre, exasperado, asignó la tarea a la niña. Ella podía leer bien, podía escribir limpiamente, e hizo sus sumas con sorprendente rapidez. Su madre le había enseñado, y luego ella continuó aprendiendo por sí misma. Martín creía que esto era sospechoso, poco femenino. —¿Por qué no fuiste un chico? —dijo el abuelo, mirándola, y Martín casi rompió a llorar… Hostil, acosó a la chica, emitiendo órdenes, intentando dominarla, encontrando placer en el poder. Sin embargo, se contuvo en cierta forma. Había una delgada capa de civismo en sus acciones. La insultaba, pero como lo haría un caballero. Esto cambió cuando lo golpeó. Estuvo provocándola un tiempo, y no pensaba ya que pudiese romperla. Pero, entonces, le dijo que era prácticamente una bastarda: su madre había estado embarazada cuando se casó. Casiopea agarró un palo, y golpeó la cabeza del chico. Casi le saca el ojo. Con dolor, gritando, pensando que había sido dramáticamente herido, lloró hasta que su madre y los otros miembros de la familia salieron corriendo a ver qué estaba mal.

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Casiopea fingió no escuchar las palabras, agachando la cabeza, pero lo había oído y él también… ¿Por qué no fuiste un chico? La paliza que Casiopea recibió del abuelo no satisfizo a Martín. Nada podría. Se estremeció en su cama mientras el médico lo examinaba, y frotaba una pomada en su cara. Un hombre, vencido por una chica. Porque, a los quince años, ya se consideraba un hombre, y de repente fue reducido de nuevo a un niño. Vio el disgusto en el rostro de su abuelo, las sonrisas veladas de los siervos, el desprecio, escondido pero real, y sintió vergüenza. La odiaba desde entonces. No eran cosas de niños; no podía soportarla. Aunque, si era sincero consigo mismo, el problema comenzó antes, el día que regresó de la escuela. Pero no le gustaba pensar en ello. De alguna manera, la paliza física era un mejor comienzo para la animosidad. Lo reivindicaba. Ella lo había empezado. En sueños, lo golpeaba con el palo y el abuelo se reía. Martín se giró, y se retorció, murmurando en la cama, su nombre en sus labios.

A Martín no le gustaba la ciudad, y su impresión no mejoró una vez que el sol salió. Pensó que era demasiado grande e indiferente hacia él, que aquí no era nadie, mientras que en Uukumil era el Joven Señor Leyva, con la gente quitándose el sombrero a su paso. Su cerebro era bastante sombrío en su capacidad para imaginar algo que no era sólido y palpable, pero sí fantaseaba con el éxito. Eran sueños repletos de dinero, poder y respeto indiscutible. En la Ciudad de México, Martín sintió que la metrópolis lo empequeñecía, a él y a sus deseos. No lo disfrutó. Se levantó temprano y fue a la estación fuera del Hotel Mancera, pensando que podría esperar a ver si Casiopea salía. Lo hizo, y en compañía de un hombre con una chaqueta de la marina, de pelo oscuro. Hun-Kamé, sin duda. Entraron en una tienda y luego se separaron, lo que se adaptaba perfectamente a sus planes, mientras la seguía a la peluquería. La atrapó cuando salió, con el pelo escandalosamente corto. No le gustaba, y menos aún la forma en que lo miró, preocupada pero no tan asustada como debería haber estado. —¿Qué haces aquí? —preguntó ella. —Podría preguntarte lo mismo —le dijo—. Tu madre ha estado preocupada, ni siquiera dejaste una nota, y el abuelo no deja de hablar de ti. Esto era cierto, pero lo dijo con el fin de molestarla y hacerla sentir culpable, no porque le importara informarle sobre el estado de las cosas en Uukumil. Pensó que si la hacía sentir culpable, podría conseguir que aceptara la reunión. —Lo siento si molesté a alguien —dijo, y se veía honestamente dolida, pero luego frunció el ceño—. ¿Cómo supiste que estaba aquí? No se lo dije a nadie.

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—¿No creías que podrías robar… —¿Robar? Yo no he robado nada —respondió, interrumpiéndolo. —Lo hiciste, robaste unos huesos que estaban encerrados en una caja vieja, y ahora tenemos que pagar por ello. Estaban parados en medio de la calle. Martin empujó a su prima a un lado, hasta que se refugiaron bajo el toldo de una tienda, donde tenían más privacidad. —¿Qué quieres decir? —cuestionó Casiopea. —El Señor de Xibalbá, Vucub-Kamé, está molesto. Enfadado con el abuelo, con tu madre, conmigo, con todos los Leyva. —Tú no tienes nada que ver con él. —Intenta decírselo a un dios. Sus palabras estaban teniendo el efecto deseado. Casiopea bajó la mirada, apretando los labios. —Lo siento, pero no entiendo que haces aquí —murmuro. —Él me ha enviado. —¿Vucub-Kamé? —Sí, por supuesto. ¿No te preguntaste qué nos pasaría cuando se enterase de lo que hiciste? —No… no tenía elección —protestó—. Pero si tienes que culpar a alguien, puedes culparme a mí. —¿De qué serviría eso? Está molesto. —Pero… —Sin embargo, dijo que estaría dispuesto a escuchar tu versión de la historia. Alguien salió de la tienda y chocó con Martín. Frunció el ceño, y le habría ladrado una o dos palabras desagradables al tonto que se atrevió a empujarlo así, pero no podía hacerlo. Estúpida ciudad con sus ciudadanos maleducados; Martín juraría que no podrían reconocerlo como un hombre de buena cría en esta ciudad, no en este maloliente agujero de gente inadecuada. —¿Mi lado de la historia? —repitió ella. —Sí. Quiere hablar contigo. Casiopea, y tienes que aceptar. Si te niegas, quién sabe qué futuro nos espera. El abuelo sirvió a Vucub-Kamé, y así es como llegamos a estar tan bien posicionados en Uukumil. Es nuestro protector. —Desde luego, nunca se ha portado como mi protector —respondió. —Prima, me doy cuenta de que no hemos tenido la mejor relación. Pero, te prometo que si hablas con él, todo eso quedará en el pasado; y, cuando volvamos a casa, tendrás el lugar que te corresponde, como debería haber sido desde el principio. Aunque no era terriblemente imaginativo, Martín tenía un talento natural

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para presionar los botones de las personas, y entender sus estados de ánimo. Era un manipulador, y a pesar de que le costaba establecer una verdadera intimidad con los demás, podía fingirlo. Por eso, consideró cuál podría ser la mejor manera de hablar con su prima, y decidió que debía ser firme, pero también prometer una recompensa que podría suavizarla. El señuelo de una posición social, un lugar en la familia, esos eran para él los atractivos más naturales. Después de todo, era muy consciente del estatus social e imaginó que otros también lo eran. —Estoy seguro de que Vucub-Kamé entenderá que somos inocentes, que no traicionamos voluntariamente su confianza. El abuelo estará muy agradecido si haces que el Señor de Xibalbá vea esto. —Hun-Kamé es el Señor de Xibalbá —dijo. —Lo era. Ya no. Casiopea, no le debes nada, pero le debes a la familia tu lealtad. Eres una Leyva —concluyó. La chica quedó atónita con el discurso. Vio cómo se encogió, sus hombros caían, y toda ella se hizo más pequeña. Martín podía saborear el éxito. Años de intimidación a Casiopea dieron sus frutos, enseñándole como empujarla. Pero, entonces, levantó la cabeza con los ojos más brillantes de lo que debían estar. No recordaba, no había querido recordar, la racha rebelde que caracterizaba a su prima, cómo cuando le respondía o murmuraba en voz baja. Esa rebelión estaba en pleno apogeo justo ahora, cuando se enderezó, y le lanzó una mirada fría y decidida. —Hun-Kamé necesita mi ayuda —dijo. —¿Y nosotros no? ¿Vas a tratarnos como si fuésemos basura? —Tú eres el que me ha tratado como basura; y, ahora que me necesitas, estás dispuesto a ofrecerme las cosas que siempre quise. Deseaba tanto ser aceptada por ti y por la familia, hacer que el abuelo se sintiera orgulloso, pero nada de lo que he hecho fue lo suficientemente bueno. ¡La mocosa! Hablándole con un tono descarado, como ninguna mujer debe hablar con un hombre. Era arrogante, como si fuese superior a él, cuando debió caer de rodillas y suplicar perdón. Debió acceder sin dudar. Estaba tan sorprendido que ni siquiera sabía que decir. —¿Lo elegirías antes que a nosotros? —preguntó Martin, indignado, cuando logró recuperarse. —Me ha mostrado más respeto y bondad en unos días, de lo que tú me has mostrado en toda mi vida —dijo Casiopea, lentamente—. No quiero tus migajas. ¡Migajas! Que cosa tan ridícula para decir, cuando le ofreció el mayor honor. Sucia mocosa. Bastarda desagradecida. Quería insultarla, pero ella ya se alejaba, habiendo terminado. Eso fue aún peor que sus palabras. Siempre la despreció, decidiendo cuando terminaba la conversación. Se suponía que debería hacer lo que él dijera, cuando lo ordenara. —¿Adónde crees que vas? —Martín exigió, agarrando su brazo. Ella se congeló, con los labios abiertos, y pareciendo tan pequeña que casi sintió pena. Casi.

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De repente, cerró la boca, levantó la barbilla, y lo empujó. Perdió el equilibrio, y se echó a correr, como una liebre. Intentó seguirla, empujando a la gente, pero era rápida y pequeña, y esquivaba peatones con mucha más facilidad que él. —¡Detente! —exigió, persiguiéndola—. ¡Para! Ella miró por encima de su hombro, pero no desaceleró. Un chico en una bicicleta, con una cesta con pan equilibrado en la cabeza, estaba bloqueando el camino y pensó: Ajá, ¡te tengo! Martín corrió hacia adelante, con los dedos agarrando su manga, pero lo esquivó, y empujó al niño en la bicicleta, enviando panes dulces por todas partes. El niño gimió, bajando de la bicicleta para recoger el pan que cayó al suelo, y Martín casi choca con él. Había un cruce más adelante, y el semáforo estaba a punto de cambiar. Pensó que no se arriesgaría. Ella se lanzó al otro lado de la calle. ¡Maldita sea! Se preparó para ir en su búsqueda, pero la luz se puso verde y los coches empezaron a pasar a toda velocidad, el tránsito separándolos, como un río. De todos modos, ella había dado la vuelta a la esquina y ya no podía verla, perdida en la multitud. Se quitó el sombrero, estrujándolo, frustrado. Un mendigo estaba en la esquina, con una taza de hojalata en su regazo, y un letrero de cartón a sus pies que decía “LIMOSNA”. Era un anciano, los pliegues de su cara estaban manchados de suciedad, su pelo blanco grasiento. Cuando abrió la boca, vio que no tenía dientes. Donde hubo un brazo izquierdo, ahora colgada una manga vacía. El mendigo levantó su copa y la sacudió, intentando atraer la atención de Martín. El joven miró al pobre desgraciado y, en lugar de ofrecerle al hombre unas monedas, pateó su cartel de cartón. —¡Hijo de puta! —gritó el vagabundo. Martín no respondió. Pisoteó todo el camino hasta el otro lado de la calle. El hombre se puso de pie y siguió gritando—: ¡Hijo de puta! —Cuando Martín desapareció, el mendigo agarró su cartel y la puso de nuevo en su lugar, antes de volver a sentarse con un gruñido. Los peatones, al ver tales espectáculos antes, regresaron a su rutina: cabeza baja, y ojos en los periódicos, en los relojes y las vallas publicitarias de jabones o cremas faciales.

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—¿Y

qué le dijiste? —¿Qué crees que le dije? Le dije que hiciera una caminata —dijo Casiopea.

Siguió caminando en círculos, enferma de preocupación. Hun-Kamé, por otro lado, estaba reclinado en una silla de felpa. Buen traje, cabello negro peinado hacia atrás, parecía más aburrido que cualquier otra cosa. —¿No te molesta? Tu hermano nos ha localizado —dijo. —Me imaginé que nos rastrearía, tarde o temprano. Sin embargo, me alegro de que no hayas aceptado hablar con él —respondió—. Nada bueno saldría de eso. —Intentó explicarme que sería bienvenida en casa. Como si eso pudiera suceder alguna vez. Oh, ¿por qué te ves tan tranquilo? Porque parecía demasiado tranquilo. Tallado en piedra. Aparentemente, no deseaba participar en su agitación, lo que la inquietaba aún más. Era como si un espejo se negara a devolverle su reflejo. —¿Te gustaría que yo corriera como un pollo sin cabeza, como tú? —preguntó. Parecía que le gustaba compararla con los animales. Se preguntó qué se le ocurriría a continuación. ¿Una tortuga? ¿Un gato? Ella podría ser todo un zoológico para él, tanto un mono gracioso como un pájaro bonito. —¿Tienes miedo de qué, precisamente? —preguntó antes de que pudiera enfurecerse adecuadamente por el comentario. —Bueno, tengo…tengo miedo de tu hermano, por supuesto. Nos ha encontrado. —No creo que sea eso lo que te asusta. ¿Es tu primo el que te tiene en ese estado? Casiopea dejó de moverse por un segundo, con las manos entrelazadas bajo su pecho. Aunque quiso decirle que no, Martín no tenía nada que ver con eso, la verdad era que él tenía todo que ver con su actual agitación. Pero no era él. Cuando buscó profundamente en sí misma, encontró una respuesta ligeramente diferente. —No quiero volver a Uukumil —susurró. Echaba de menos a su madre, se sentía insegura de sí misma fuera de la seguridad de su ciudad, y no tenía idea de adónde los conduciría su aventura, pero no deseaba volver atrás, por alejarse de una búsqueda que ella sentía semejante al sacrilegio. —Cuando lo vi… por un momento, pensé que me haría regresar. Siempre se sale con la suya y yo tengo que hacer lo que él dice. Y sigo pensando… —Se calló. No se entendía a sí misma.

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—¿Y si estás atada al perdedor en este concurso? —dijo Hun-Kamé, su voz seca—. ¿Y si tu primo es el más inteligente, sentado en el rincón del vencedor? —¿Y si solo estoy libre por unos días? —respondió ella, la inquietud de una mariposa temiendo ser pisoteada. Hun-Kamé había estado mirando alrededor de la habitación, distraído. Ahora la miraba fijamente. La edad del dios era indescifrable; eludía una categoría en específico. No era anciano, pero no parecía joven. Uno podía contar los anillos de los árboles para saber el momento de su nacimiento, pero no había líneas en su rostro que ofrecieran tales pistas. Había en él una sensación de permanencia que anulaba esas preguntas. Sin embargo, cuando la miró, Casiopea notó que era un niño, algo de lo que nunca se había dado cuenta antes. Por supuesto, esto se debía a que nunca había sido joven. Pero en ese momento lo reflejaba, la simpatía y la misma aprensión lo enmascaraban. De alguna manera, esta capacidad de comprenderla también provocó el extraño cambio en su semblante. Ya no eterno, era un hombre joven. Veintiuno, veinte, habría adivinado un transeúnte. —Me hago la misma pregunta —dijo, y su voz era igualmente joven, verde jade, el color de la ceiba antes de que alcanzara la madurez. Tan pronto como habló, la juventud se disipó, como si hubiera recordado toda su naturaleza y la extensión de sus raíces. El rostro de Hun-Kamé se quedó inmóvil, cualquier ondulación que lo hubiera agitado se desvaneció. De nuevo era sin edad, pulido como un espejo oscuro. El cambio fue tan sorprendente y rápido que Casiopea no estaba segura de que hubiera tenido lugar. Hun-Kamé volvió a girar la cabeza, mirando en dirección a la ventana. El viento agitaba las cortinas. —Necesitamos hablar con Xtabay —dijo, alisándose el cabello y levantándose. Tomó la caja con el collar, que había dejado encima de una mesa de café. —Escuché que es una diablesa —dijo Casiopea, feliz de cambiar de tema. Los fantasmas que devoran a la gente y los monstruos de humo eran mucho más fáciles de considerar para ella que su familia y los miedos anudados bajo su piel. —No una diablesa. ¿Quién te dijo eso? ¿El cura de tu pueblo? —preguntó. Las historias no procedían del cura, sino de los chismes de los sirvientes. El sacerdote no habría soportado tal charla, quejándose como lo hacía de la propensión yucateca a la superstición, la magia y las leyendas, los campesinos murmurando sobre el aluxo’ob mientras aprendían su catecismo. Xtabay era una figura que había descubierto con la ayuda de cocineros y fregadoras de ollas, escuchando atentamente sus historias. Como todas las leyendas, las historias se contradecían y era difícil saber quién estaba equivocado y quién tenía razón. Algunos decían que Xtabay era una mujer mortal que, debido a su crueldad e indiferencia, regresó a la tierra de los vivos para robar las almas de los hombres. Otros afirmaban que era una diablesa. Vivía cerca de la ceiba, no, en los cenotes. Aparecía en medio de la jungla y huía cuando un hombre se le acercaba, atrayéndolo hasta perderlo para siempre. Pero otras historias decían que los arrojaba a cenotes, donde se ahogaban. Y otros insistían en que estrangulaba a los hombres o se comía sus corazones. Decían que usaba su hermosa voz cantante para atraparlos, mientras que la cocinera le había dicho a Casiopea que era

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su pura belleza la que servía de señuelo, y había quienes decían que era su cabello, que peinaba con un peine mágico, lo que atraía sus víctimas. La Xtabay seducía, mentía, tentaba, asomándose entre las hojas de los árboles y sonriendo con su sonrisa roja. Como no era un hombre y, por tanto, inmune a su hechizo, Casiopea no temía los cuentos. —No lo recuerdo —dijo Casiopea, encogiéndose de hombros. —Es un espíritu. Ya conociste a un demonio. No son los mismos. —¿Cuál es la diferencia? —Era humana y estaba alterada. Un fantasma hambriento que se hizo más poderoso y se convirtió en algo nuevo. Los espíritus, a diferencia de los fantasmas, pueden viajar por los caminos en lugar de estar clavados en un solo lugar. —Entonces es una especie de fantasma. Pero pensé que los hombres podían acostarse con ella, ¿cómo…? —soltó Casiopea y se sintió instantáneamente mortificada por su franco comentario. Estaba mal, completamente mal, discutir lo que sucedía entre hombres y mujeres en la cama. El sacerdote había inculcado a las jóvenes de Uukumil la importancia de la castidad. A pesar de esto, Casiopea había sido testigo de besos secretos entre los sirvientes. En una ocasión, una compañía ambulante había llegado a la ciudad con un proyector de películas. Contra una sábana blanca, Casiopea había tenido la oportunidad de contemplar a Ramón Novarro, el “Latin lover” que había emocionado a Hollywood, y lo vio abrazar a una hermosa mujer, prometiéndole su eterno afecto. Y también había libros que a su abuelo nunca le importó mucho leer, pero que ella había leído. Poesía hablando de amor y deseo fugaz. Este conocimiento estaba prohibido y nunca se hablaría de él. —Como dije, es otra cosa, viva y no, una criatura de carne que también puede estar sin carne —respondió—. Una seductora que consume hombres. Por supuesto, una vez que dijo “carne” y “seductora”, su mente, en lugar de derivar hacia asuntos menos profanos, se centró inmediatamente en las búsquedas amorosas de seres sobrenaturales. Si los espíritus podían mentir con los hombres, se preguntó qué significaba eso cuando se trataba de demonios. O…dioses, ya que los Mamlab claramente no tenían problemas para perseguir mujeres. Las leyendas no eran de ninguna ayuda en este asunto (los Héroes Gemelos eran producto de un nacimiento virginal y no habitantes de las sombras), pero Casiopea había leído suficiente mitología romana y griega para recordar que Hades se había entregado a estas búsquedas, arrebatando a Perséfone y seduciéndola con granos de granada. Zeus disfrutaba de la compañía de ninfas y diosas por igual. Y luego estaban todas esas mujeres mortales, no diosas. Leda, en decúbito supino, con el cisne contra el pecho, una ilustración que le había parecido bastante absorbente. Consideraba esto de una manera abstracta. Dioses y diosas. Dioses y mortales. Sin embargo, con un dios parado frente a Casiopea era imposible que su mente no diera otro salto y conectara a Hun-Kamé con el asunto de estos emparejamientos. Era inmoral siquiera pensarlo, mirarlo y preguntarse…bueno. ¿Alguna vez sedujo a una mujer, tentándola con semillas de granada? ¡Ridícula pregunta! Como si hubiera granadas cerca. Aunque ese no era el punto, el punto era…

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El caso era que le ardían las mejillas, y Casiopea tuvo el buen sentido de morderse la lengua y no expresar una línea de pensamiento tan descarada. —Pareces molesta —dijo. Casiopea negó con la cabeza, evasivamente, reacia a comprometerse con las palabras. Esto tuvo el efecto inesperado de hacer que se acercara a ella, como para verla mejor, como un médico que debe examinar a la paciente. Casiopea no quería más que encogerse contra el papel pintado y desaparecer. No podía mirarlo a los ojos por temor a que él adivinara lo que se había estado preguntando. ¿Y qué diría ella si lo adivinara? Perdóname, pero eres guapo, y si eres guapo, entonces supongo que debes haber perseguido a tus propios espíritus cerca de pozos de agua. No quería saber la respuesta, no quería saber nada en este momento, y esa era precisamente la razón por la cual el sacerdote les advertía que mantuvieran sus pensamientos en las obras de Cristo y los santos que juzgan a todos desde los cielos. Si hubiera hecho eso, no se moriría de mortificación, pero sabía más nombres de estrellas que nombres de santos. —¿Qué es lo que te pasa? —preguntó, frunciendo el ceño. Las palabras fueron inexpertas una vez más. Fue joven durante un momento. Afortunadamente, esto profundizó su confusión, lo convirtió en un tipo diferente de perplejidad, y lo desconcertó. Casiopea recuperó la compostura. Decidió que estaba siendo ridícula. Ya era suficiente. —No debemos perder el tiempo —dijo—. Vamos a conocer a Xtabay. Asintió, de nuevo, y Casiopea no tenía idea de hacia dónde se dirigían, pero ella les abrió el camino para salir de la habitación y salir del hotel porque se había vuelto demasiado sofocante allí. El aire sucio de la ciudad nunca se sintió tan refrescante. Prácticamente corrió por la calle. Cuando llegaron a la esquina, Hun-Kamé le puso una mano en el brazo y la condujo en la dirección correcta, que resultó ser hacia un taxi. Se dirigieron a la Condesa. —Tendrás que hacernos entrar para verla —dijo Hun-Kamé mientras el taxi rodaba por la calle. —¿Yo? —La doncella da las presentaciones y entrega los regalos. —¿Qué tipo de presentaciones? —No importa mientras se nos permita entrar —dijo. asintió.

En su regazo, Casiopea llevaba la caja con el collar. Apoyó los dedos en la tapa y

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La Condesa estaba en movimiento, era moderna, se llenaba de edificios Art Decó. El barrio había sido parte de una vasta hacienda que había pertenecido a la condesa de Miravalle. Allí, la élite porfiriana realizaba carreras de caballos en un vasto circuito. Ahora, un parque deliciosamente moderno se levantaba en su corazón. En esta colonia no había callejones y viviendas al azar, sino una colección perfectamente orquestada de bulevares y árboles. Las casas y edificios de departamentos de la Condesa eran de hormigón macizo, con patrones geométricos nítidos decorando sus fachadas, homenaje al “primitivismo” que estaba en boga. Los zigzags evocaban nociones de África, mientras que ciertos azulejos de colores intentaban pintar una imagen de fantasía de mosaicos de Oriente Medio. Era moderno, la Condesa, el lugar ideal para los jóvenes y las estrellas en ascenso. Un triunfo urbano, se decían los arquitectos, aunque la colonia no estuviera terminada, las estructuras a medio terminar, los lotes vacíos. Era como ver capullos que aún no hubieran revelado mariposas. Hun-Kamé y Casiopea se dirigieron hacia una de estas estructuras más nuevas, un edificio de cuatro pisos con puertas de doble vidrio teñidas que representan girasoles. HunKamé abrió la puerta y atravesaron un vestíbulo lleno de plantas en macetas. Subieron a un ascensor de jaula, muy grandioso, todo de cobre reluciente, con motivos geométricos y flores corriendo por los lados. Hun-Kamé apretó el botón del piso superior y subieron. Hun-Kamé deslizó la puerta para abrirla con un traqueteo de metal y salieron. El ascensor se abría a un pasillo bien iluminado. Un solo golpe en una puerta robusta, y un hombre severo los saludó de inmediato. —Traemos un regalo para la dueña de la casa y esperamos una audiencia —dijo Casiopea. Había tenido tiempo de preparar un discurso mientras viajaba en el taxi. —¿La señora ha dicho que podrían visitarla hoy? —preguntó el hombre, arqueando una ceja. —No, pero estará encantada de ver a mi señor. —Está ocupada —dijo el hombre y les habría cerrado la puerta en la cara, pero Casiopea no lo permitió; empujó la puerta para abrirla, haciendo que las cejas del hombre se elevaran aún más. No lo había ensayado, pero improvisó. —Si no me obedecen o nos hacen esperar, lo lamentarán mucho. Mi señor es un gran señor y muy amable, pero créeme, no querrás amargarle el día —dijo—. Ahora, intentemos esto de nuevo. Traemos un regalo; llévaselo. Casiopea hizo una reverencia y extendió la caja con el collar hacia el hombre, quien se lo arrebató de las manos y se alejó sin decir palabra, dejándolos esperar en el umbral. Kamé.

—Supongo que es una forma de llamar la atención de alguien —reflexionó Hun—Es el tipo de cosas que tú dirías —respondió Casiopea. —De hecho lo es —respondió, sonando complacido.

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El hombre regresó, guiándolos a una habitación que podría haber sido la más adecuada para una fantasía de Hollywood. El suelo era cuadriculado, blanco y negro, como un tablero de ajedrez; Las cortinas de gasa burdeos se agitaban levemente, provocadas por una suave brisa, revelando cristales de colores. Plantas en macetas y jarrones con flores se colocaban profusamente sobre cualquier superficie disponible: múltiples mesas de café, mesitas auxiliares, gabinetes, todos hechos de baquelita de moda. Había palmeras enanas colocadas contra una pared, enormes macetas negras con plantas exuberantes y cestas con helechos colgando del techo, como si el dueño de este apartamento quisiera arrebatar un trozo de selva y arrojarlo entre cuatro paredes. En una esquina, un loro descansaba dentro de una jaula circular de cromo, que colgaba de un delgado soporte de metal. Los miró mientras entraban. El loro de Uukumil era malo, y Casiopea consideraba a este pájaro como un mal presagio. En el centro de la habitación había un sofá color burdeos que hacía juego con las cortinas. Sobre ella yacía una mujer con un elegante vestido de satén blanco, tan fino y delicado que cada curva de su cuerpo era visible bajo la tela. Su cuello estaba adornado con una larga hebra de perlas, que se hundía entre sus pechos. Tenía las uñas rojas, al igual que los labios, y el pelo oscuro recogido hacia atrás con una diadema bordada en plata y rubí. Parecía una estrella de cine en lugar de un espíritu peligroso. —Déjame hablar —le dijo Hun-Kamé a Casiopea—. Ahí, quédate ahí. Hun-Kamé le indicó a Casiopea que se parara cerca de la entrada, junto a una hilera de plantas en macetas, mientras se acercaba a la mujer. Xtabay sostuvo en su mano derecha el collar que le habían traído, ociosamente, sus ojos se posaron en Casiopea por un segundo y se fijaron en el dios. —Saludos, Lady Xtabay —dijo. —Vaya, pero ¿podría ser el señor Hun-Kamé? ¿Sin un séquito adecuado y solo una doncella a tu lado? —dijo la mujer, haciendo que Casiopea se preguntara si en Xibalbá lo seguían una docena de guardias reales y sirvientes con sombrillas. Y ella pensó, sí, ese debe ser el caso. —Y, sin embargo, encontré un regalo adecuado. —Gracias por la bonita baratija, pero podría haber sido incluso mejor si me hubieras dicho que vendrías. Las visitas no anunciadas pueden ser una molestia. Su voz era muy hermosa, al igual que su rostro. No era la belleza humana, todos los ángulos, todos los rasgos, demasiado impecables, demasiado pulidos. La habitación tenía una cualidad artificial y ella también. Tenía el encanto de la serpiente, del jaguar, y también era cada fantasía perdida que los hombres jamás hayan soñado. Prismática, ella cambiaba. Desde un ángulo, sus labios eran carnosos y su rostro redondeado, pero desde otro, ese rostro se volvía delgado, los pómulos afilados, como si buscara complacer a todos y cada uno de los espectadores. Era fácil imaginar cuántos hombres habían sido atraídos por ella a la jungla, esforzándose por agarrar un mechón de su cabello entre sus manos, solo para ahogarse en un pozo de agua. Casiopea tocó las hojas de una gran planta en maceta. Estaba nerviosa. Si le hubiera asignado un papel adecuado, como vigilar la puerta, por ejemplo, se habría sentido mejor, pero simplemente quedarse allí parecía una tontería. Sin embargo, en su palacio, podría tener una multitud de personas para hacer precisamente eso: doncellas

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detrás de él, sirvientes alineándose frente a él sin una buena razón, como artículos decorativos. Y mujeres tan atractivas como esta para hablar. Era solo porque había sido abatido que ahora viajaba en compañía de una sola y torpe chica mortal. Casiopea soltó la hoja y frunció el ceño. —Estoy seguro de que era esperado —respondió Hun-Kamé. La mujer sonrió, colocando el collar de oro que había estado sosteniendo en el sofá. Se sentó, apoyando una mano contra el hueco de su garganta. Sus movimientos y voz eran practicados, lo que reforzó la idea de que se trataba de una actriz a menudo en una presentación. —Tu hermano podría haber insinuado que estarías aquí —admitió. —Sabes por qué he venido. —Por supuesto. Para intimidarme. Para obligarme a entregar esa preciosa pieza de tu esencia que debes recuperar. Pero, querido Hun-Kamé, todos sabemos una cosa: no eres tú mismo en este momento. No estoy asustada. La mujer le sonrió. Sus dientes eran perfectos, la sonrisa más encantadora. Pero también aguda, la sonrisa de un depredador, el encanto de la flor carnívora. Junto al sofá había una piel de cebra que hacía las veces de alfombra, y la mujer pasó descalza por las rayas blancas y negras. Movió el pie de un lado a otro, con los ojos puestos en el dios. —Pensé que serías prudente —respondió. —Lo soy. Y sería imprudente rendirse a ti. —Mi hermano debe haberte hecho una oferta. —Lo que no puedes igualar —dijo Xtabay. —¿Cuál es la oferta? Xtabay se puso de pie y se encogió de hombros. Rodeó a Hun-Kamé, pasando una mano por su espalda mientras lo hacía, la otra mano ocupada tocando su collar de perlas, como si quisiera contarlas. Suspiró. —Un lugar al lado de su trono. Voy a ser su consorte. —Él no puede elevarte a la divinidad. —Estás muy mal informado y desactualizado. El mundo está cambiando. poder?

—¿Te has enamorado del sueño de Vucub-Kamé? ¿Sus ridículas nociones de

Xtabay se rio. Su bonita voz tenía una cualidad musical, pero la risa no era agradable. Hueca. Tan pulida como el resto de ella, tan brillante como los muebles de metal y baquelita que adornaban la habitación. Juntó las manos. Llevaba anillos en muchos dedos; sus pulseras tintinearon. Y cuando negó con la cabeza, vio un destello de costosos aretes. Debe ser agradable, pensó Casiopea, lucir semejantes galas todos los días y tener el constante favor de los dioses. —Tú también has sido bastante ridículo, Hun-Kamé. Existiendo tan silenciosamente en tu reino de sombras, feliz de pensar en glorias pasadas. Eres como un perro ansioso por

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comer sobras —dijo lánguidamente, logrando que el insulto pareciera impersonal. —Todo tiene su tiempo. Los dioses no caminan por la tierra por una razón —dijo con voz apagada. El insulto no lo había molestado. —Los chu’lel se pueden aprovechar. El vestido se agitó cuando Xtabay pasó frente a él. El satén blanco ondeó y Xtabay extendió una mano, rozando el rostro de Hun-Kamé mientras su vestido rozaba el frío suelo a cuadros. Nudos de poder, invisibles, se ataron alrededor del dios. Casiopea no podía verlos, pero un escalofrío recorrió su espina dorsal y las plantas a su alrededor también se estremecieron, haciendo un sonido bajo, bajo. —Ah, Hun-Kamé, no te enfades conmigo, no podría soportarlo. Sabes que siempre te he querido. Eres mucho más inteligente que tu hermano, mucho más fuerte y guapo —declaró la mujer. —Dices eso solo porque soy yo de pie frente a ti, y no él, en este mismo instante —dijo, pero su voz era extraña, arrastraba las palabras. Casiopea notó que Hun-Kamé había cerrado el ojo y sus hombros estaban caídos. Conocía las leyendas de Xtabay pero no había pensado que pudiera afectarlo. Normalmente, Casiopea habría tenido razón en su valoración: Xtabay no podía tener poder sobre un dios. Por otra parte, Hun-Kamé no era exactamente un dios en este momento, su esencia inmortal se mezclaba con el ser humano de Casiopea. Estaba vulnerable. Casiopea lo miró con atención. No sabía de magia, pero sí de malos presagios, y ahora estaba segura de que el loro había sido un presagio terrible. —¿Qué estás haciendo?— susurró, y se preguntó si debería acercarse a ellos. La última vez que no había seguido sus instrucciones, un fantasma casi le había mordido los huesos. ¿Los interrumpía? ¿Eso empeoraría las cosas? Detrás de ella hubo un suave susurro, pero estaba demasiado preocupada intentando escuchar la conversación como para prestarle atención. —Preferiría sentarme a tu lado que al de él. ¿No te agradaría eso? No sería demasiado difícil de arreglar —dijo Xtabay. —Yo… puedo ver tu punto. Cada palabra que pronunciaba la mujer hacía que Hun-Kamé se sintiera más somnoliento. Xtabay se acercó a él y le puso las manos en el pecho. El susurro continuó. Casiopea miró hacia atrás, molesta. Una de las plantas en macetas tenía largos zarcillos extendidos hacia ella. Antes de que Casiopea pudiera retroceder, se envolvió alrededor de sus piernas. Otro zarcillo la azotó en el rostro con tal ferocidad que se tambaleó hacia atrás. Un tirón rápido y se cayó. Hun-Kamé no se había dado cuenta de nada. Seguía hablando con Xtabay mientras Casiopea intentaba arrancarse los zarcillos. Eran tan resistentes como cuerdas y más resbaladizas. —Tengo el objeto precioso que buscas. El dedo índice de tu mano izquierda. Déjame devolvértelo, y esa parte de tu poder, pero asegúrate de que me coronarás como tu propia reina. Asegúramelo con un beso —decía Xtabay a Hun-Kamé. A un par de pasos de Casiopea había una mesa auxiliar con jarrones de cristal

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llenos de flores. Se levantó y alcanzó uno de los jarrones mientras un tercer zarcillo se envolvía alrededor de su abdomen, apretándola con fuerza y enterrándose en su carne. Casiopea rompió el jarrón contra el suelo y los fragmentos rebotaron a su alrededor. Tomó un trozo de vidrio afilado y cortó el zarcillo que le rodeaba la boca. La planta soltó un siseo desagradable, desenroscándose de ella. Xtabay, a su vez, dejó escapar un grito ahogado y se tocó el brazo, donde de repente se había materializado un rasguño. Miró a la chica. —Ten cuidado… Las palabras de Casiopea fueron amortiguadas por otro zarcillo, que la golpeó y comenzó a anudarse alrededor de su cabeza. Xtabay claramente no deseaba que hablara, o tal vez solo quería asfixiar a Casiopea. De cualquier manera, esto no era bueno, y tiró del zarcillo, tiró con todas sus fuerzas. Mientras tanto, Xtabay siguió hablando con el dios. Levantó una mano, como para tocar el rostro de Hun-Kamé, y Casiopea se dio cuenta de que había espinas feroces recorriendo el brazo de la mujer. Tenía la intención de besar y al mismo tiempo arañar a Hun-Kamé con las espinas. Casiopea tiró del zarcillo alrededor de su cabeza y la planta se estremeció, pero no cedió. De hecho, Casiopea sintió que se reía tranquilamente. La puso furiosa. Lo mordió tan fuerte como pudo. La planta siseó de nuevo con rabia, y Xtabay siseó con igual rabia, agarrando su mano, las marcas de los dientes se mostraban en su piel inmaculada. Casiopea logró quitarse el zarcillo del rostro. —¡Hun-Kamé! —gritó—. ¡No la escuches! Cuando el nombre escapó de los labios de Casiopea, Hun-Kamé volvió la cabeza para mirarla. No había oído nada de la conmoción que estaba ocurriendo en un rincón de la habitación, pero la voz de Casiopea cortó la magia que Xtabay había estado tejiendo, como si una mano hubiera empujado una telaraña. Los nudos de poder, que habían permanecido invisibles, brillaron de color azul por un segundo antes de extinguirse. Este pequeño acto de destrucción también tuvo el efecto de derribar a Xtabay. Se puso de rodillas sobre la alfombra de cebra, aturdida. Hun-Kamé se enderezó y se acercó a Casiopea. La planta había aflojado su agarre sobre ella, pero cuando el dios se acercó, se ennegreció y retrocedió por completo, como si no pudiera resistir la ira del Señor de la Muerte. Y miró enojado, con los ojos tan oscuros como el carbón, cepillando una hoja suelta que se había enredado en el cabello de Casiopea. Le ofreció su mano izquierda para que ella pudiera apoyarse en él y levantarse. —¿Estás herido? —preguntó—. ¿Necesitas que te ayude? —Perfectamente bien —dijo—. Aunque estaba a punto de hacer esa pregunta. —Oh. Nada está roto —le aseguró. —Ya veo. Solo un rasguño aquí —dijo, tocando su frente por un segundo, limpiando la marca como si hubiera limpiado la hoja perdida—, y se fue de nuevo. Junto al sofá, Xtabay, con la cabeza gacha, pronunció palabras de poder, pero se apagaron, un fuego sin yesca, imposible de encender.

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—Tu engaño no funcionará conmigo —dijo Hun-Kamé, pero ni siquiera se molestó en mirar a la mujer. —Casi lo hizo —dijo Xtabay, su voz ahora era un siseo venenoso, sin dulzura. Se sostenía la mano herida, con la marca roja y enojada de los dientes de Casiopea marcada en ella. —Devuélveme mi propiedad —respondió fríamente Hun-Kamé. —No cambiará nada —dijo Xtabay. Sin embargo, obedeció, caminando hacia una estantería donde guardaba una caja negra con dos líneas de jade verde a los lados. Xtabay abrió la caja y se la ofreció a HunKamé, arrodillándose ante él, en lo que Casiopea pensó que era una clara muestra de burla. —Por el señor Hun-Kamé —dijo Xtabay, mientras abría la tapa de la caja—. De su humilde sirviente. Acolchado en terciopelo negro descansaba el dedo. Al igual que la oreja, estaba bien conservada, como si la hubieran cortado hace unos minutos. Hun-Kamé presionó el dedo contra su mano y se fusionó con su carne. Luego le indicó a Xtabay que se pusiera de pie. Lo hizo. —¿Quién tiene la siguiente pieza de este rompecabezas? —preguntó. —¿Crees que lo sé? —Mi hermano desea coronarte, Xtabay. Creo que te lo hubiera dicho. —No puedes hacerme decir la respuesta. —He deshecho tu hechizo —dijo Hun-Kamé. —No, tú no, señor vanidoso e ingenuo, la chica. ¿Perdiste un ojo o te quedaste completamente ciego? —dijo Xtabay, burlándose de él—. Tú no hiciste nada. Es cierto, no lo había hecho. Había sido la voz de Casiopea la que apagó el hechizo, un acto de voluntad, aunque su esencia estaba mezclada con la de un dios, y por lo tanto, fue en parte su magia la que le dio la capacidad de realizar la tarea. En parte, pero no del todo. —Entonces dame la respuesta —dijo Casiopea, sintiéndose cansada, el comienzo de un dolor de cabeza tamborileando dentro de su cráneo. Quería que este asunto terminara. Se presionó hacia adelante para pararse a centímetros de la mujer. —¿Deshaces un hechizo y crees que puedes mandarme? —dijo la mujer, burlándose. —Sospecho que así es como funciona. Y si no es así, empezaré a hacer pedazos todas tus plantas y flores hasta que seas más amable conmigo. Creo que no te gustaría eso —dijo Casiopea. —No te atreverías. —Me atrevería mucho —dijo Casiopea. —Es una salvaje —le dijo la mujer a Hun-Kamé.

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—Lady Tun tiene una personalidad muy distintiva, pero yo no iría tan lejos —dijo Hun-Kamé—. Y tiene un buen punto: ¿quieres que destrocemos algunas cosas en tu casa? ¿Quemar estas flores y plantas? —Por supuesto que no, mi señor —dijo Xtabay, agachando la cabeza y agarrando su mano herida—. Hay un uay en El Paso, el Uay Chivo. Sirve a Vucub-Kamé. Hun-Kamé se volvió como para irse, haciendo un gesto a Casiopea para que caminara con él, pero Xtabay habló de nuevo, sus ojos duros mirándolos intensamente. Se veía tan hermosa como cuando entraron en la habitación y, sin embargo, también estaba disminuida. —Deberías dejarlo ser, Hun-Kamé —dijo la mujer, y ahora sonaba vacía—. Olvídate del trono y desaparece. Vucub-Kamé te matará. —Los dioses no pueden morir. espejo.

—Sí —dijo Xtabay asintiendo—. Los dioses no pueden. Mira tu reflejo en un

Hun-Kamé agarró la mano de Casiopea y la sacó de la habitación. Cuando llegaron al ascensor, arrastró la puerta de metal para cerrarla con un fuerte ruido metálico. Abajo, cuando abrió una de las puertas dobles de vidrio, Hun-Kamé miró su reflejo. No vio nada en el tenue contorno de su rostro que causara alarma. Si hubiera estado sosteniendo un espejo de mano, podría haber visto el detalle revelador que Xtabay había notado. Su ojo, tan oscuro que parecía pedernal, no reflejaba nada, ya que no era humano. Pero el ojo ahora había cambiado. La pupila, como un espejo negro, captaba reflejos. La calle, los coches recorriendo los bulevares y su joven compañera. Estaba representada en los colores más vivos. Sí, la desintegración del hechizo había sido causada en parte por la esencia inmortal del dios que yacía dentro de Casiopea, dándole la habilidad de arruinar la magia de Xtabay con el poder del Inframundo. Pero la otra parte, la otra razón por la que el hechizo de Xtabay había fallado, y que Casiopea y Hun-Kamé no comprendieron, era una verdad más simple: su visión ya estaba demasiado nublada por Casiopea. Cuando ella había hablado y él había vuelto la cabeza, su pupila la reflejó y desapareció el resto de la habitación. Tales incidentes no son infrecuentes entre los jóvenes mortales que creen que existen en una isla desierta donde nadie más puede poner un pie. ¿Hun-Kamé? No era joven, había nacido siglos y siglos antes. Y sin embargo, al salir de ese edificio en la Condesa, era un hombre de la edad de Casiopea, su sabiduría desapareciendo de su piel. Por supuesto, Casiopea no se daba cuenta de esto, ya que no se había dado cuenta de que él no tenía edad cuando se conocieron. Se hacía joven y eso era todo, como si alguien hubiera arrancado la corteza oscura y áspera de un árbol, mostrando su pálido núcleo.

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uego de su desastroso encuentro con su prima, Martín corrió de inmediato al Hotel Mancera con la esperanza de reencontrarse con ella. Intentó averiguar la ubicación de su habitación del recepcionista, pero el recepcionista no cedió, incapaz de siquiera confirmar que una mujer que coincidía con la descripción de Casiopea se alojaba allí. Martín amenazó, luego intentó sobornar al empleado, pero el dependiente lo miró con la indiferencia absoluta de un capitalino que lo ha visto todo, y mucho peor. Irritado, Martín se plantó en el vestíbulo con la esperanza de interceptar a Casiopea. Su prima nunca bajó o ella ya había salido del edificio. Una vez que Martín se dio cuenta de que era inútil mantener la guardia, comprendiendo la estupidez del esfuerzo, se apresuró a salir y caminó por el centro hasta que encontró un vendedor que llevaba cigarrillos. Casiopea había comprado sus cigarrillos y, mientras tomaba el mechero, se acordó de este detalle, que disminuyó cualquier placer que de otro modo hubiera sentido en el cigarrillo. Martín fue en busca de un establecimiento que sirviera alcohol y no encontró falta de ellos en el centro, eligiendo una pulquería barata con un mural de los volcanes gemelos de la Ciudad de México pintado en una pared. Había establecimientos más dignos, entre ellos La Ópera, donde supuestamente el revolucionario Pancho Villa disparó balazos al techo una noche, pero a Martín no le importaba un comino la calidad de las bebidas que tomaba. Cada vaso de pulque sabía más amargo que el anterior, mientras tamborileaba con los dedos contra la mesa. Se acercaron mujeres con demasiado colorete en las mejillas, con la esperanza de ganar unos pesos con el hombre hosco de buena ropa, pero él las despidió, quejándose de las faltas del sexo femenino. Todo comenzaba con Eva y terminaba con Casiopea, según él. Serpiente, maldita víbora, eso es lo que era. Finalmente, cuando cayó la noche, Martín regresó a su hotel maldiciendo a Casiopea en voz baja. —Veinte veces una puta y cincuenta veces una perra —dijo. Estaba en su sangre, por supuesto, Jezabel. No solo su género, sino la sangre indígena de su padre la comprometía con este estado; Martín nunca habría concebido ninguna enfermedad genética en el lado de la familia Leyva; tenía que haber sido la parte de ella que era Tun la que provocaba un comportamiento tan imprudente. —Le diré a su madre y le diré al abuelo, y le diré a todos —prometió. Todo su pueblo sabría que Casiopea ahora paseaba por la Ciudad de México, desvergonzada, casi calva, desobedeciendo las instrucciones de la familia. Desobedeciéndolo a él. Ante esto, hizo una pausa. No, no, no, no mencionaría que ella lo había desobedecido. Fumó un cigarrillo y rodeó el hotel, necesitando espacio, necesitando tiempo,

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pasándose una mano por el pelo. En su habitación, Martín se echó agua en el rostro y admitió que ya no podía perder el tiempo; el dios estaría esperando noticias. Agarró el anillo de jade que VucubKamé le había dado y, parado en medio de su habitación, pronunció el nombre del dios. Las luces se atenuaron cuando la oscuridad de la habitación se reunió en un rincón, y de esta oscuridad salió Vucub-Kamé. Iba vestido de blanco, una capa hecha de conchas marinas pálidas caía por su espalda y su cabello era muy claro, pero evocaba una oscuridad completamente negra. Los ojos de Vucub-Kamé no se posaron en Martín; parecía como si estuviera más preocupado por otros asuntos. Cuando Martín conoció a Vucub-Kamé, había tenido poco conocimiento del dios. Luego, Cirilo corrigió su falta de instrucción, murmurando su historia a su nieto. Cirilo también había explicado el carácter de los Señores de Xibalbá y cómo debían ser tratados, incluida su predisposición a los halagos. Entonces, cuando Vucub-Kamé entró en la habitación, Martín cayó de rodillas con la cabeza gacha, aunque su altivez natural lo hizo estremecerse ante tal exhibición. —Señor Supremo del Inframundo —dijo Martín—. Gracias por venir. No soy digno de tu visita. —No debes serlo ya que te tiembla la lengua. ¿Me has fallado? —preguntó el dios, pero no se dignó mirar al hombre mortal. —Mi prima, no quiso hablar contigo —admitió Martín, apretando sus manos entre sí—. Es una niña terca e ingrata. Pero si mi señor lo desea, la encontraré y la agarraré, arrastrándola por el pelo… —Vaya desperdicio de violencia. ¿Y qué debería lograr eso? Martín parpadeó. —Haría lo que quisieras, lo que sea que quisieras. —No puedes forzar su mano —dijo Vucub-Kamé. —Yo no… —Martín Leyva… Martín. Cuando juegas al ajedrez, ¿mueves tus peones como si fueran caballos? Cuando tiras los dados, ¿finges que anotaste cuatro puntos en lugar de dos? ¿Lo entiendes? Martín dijo que sí con la cabeza, sin poder comprender a lo que se refería el dios, pero sabiendo a estas alturas que simplemente debería estar de acuerdo. Vucub-Kamé abrió una bolsa que tenía en la cintura y levantó cuatro dados pintados de negro y amarillo a cada lado, del tipo que se usa para jugar al bul. Martín no había jugado el juego (era el tipo de cosas originarias de los indios), pero entendía que el objetivo era “capturar” y “matar” las piezas del oponente. —Si pensara que la fuerza bruta podría concederme lo que deseo, ya habría sacado a tu prima del Mundo Medio. Pero como ella es una jugadora en este juego, debo respetar su papel. Y al ser algo que no es del todo humano ni del todo divino, la niña no puede ser arrastrada por su cabello para que yazca a mis pies.

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—Yo… no, por supuesto que no. —Tampoco puedo dirigirme directamente a ella en este punto, por eso debo usar un intermediario, y estoy atrapado contigo —concluyó el dios. Vucub-Kamé le indicó que se pusiera de pie, y Martín lo hizo. —Te daré una tarea nueva, para la que podrías estar mejor preparado, ya que tu prima es una criatura terca. —Sí, mi señor —susurró. El Señor de Xibalbá tiró los dados al suelo. Giraron en espiral y cayeron, todos sobre su lado amarillo. A su alrededor se elevaron líneas como hollín, tenues. Tan tenues como el hilo plateado en una telaraña, desde un ángulo captando la luz y visibles, desde el otro invisibles. Martín entrecerró los ojos, intentando encontrarles una forma adecuada a las líneas. ¿Era un bul? —Te haré ir a Baja California, a Tierra Blanca, en las alas de mi búho esta noche. Mi hermano y tu prima llegarán allí, eventualmente, pero tú llegarás primero. —¿Qué haré en Tierra Blanca? —preguntó Martín. —Aprenderás. —Ah… ¿y qué voy a aprender? —A caminar por los caminos sombríos de mi reino. Aníbal Zavala debería poder instruirte. Martín no estaba seguro de lo que significaba caminar por los caminos de sombra, pero sabía que no quería estar cerca de Xibalbá. Era llamado el Lugar del Miedo por una razón. Se aclaró la garganta. —Haré lo que me digas, pero ¿por qué querría… aprender esa lección? ¿Y quién sería Aníbal Zavala? —Mi discípulo. En cuanto a la razón de esa lección, porque la simetría en todo es muy agradable, y como parece que Casiopea está preparada para ser la campeona de Hun-Kamé, tú serás el mío. Prima contra primo, hermano contra hermano. Espero que puedas apreciar el simbolismo. —¿Quieres enfrentarme a ella de alguna manera? —preguntó Martín. —Puede que aún tenga la oportunidad de mostrarme la deferencia adecuada. Sin embargo, si no me obedece, estaré preparado —declaró Vucub-Kamé. —Y debo saber cómo caminar por los caminos de la sombra, si ella no cambia de opinión acerca de ti. —Debes tener una ventaja. Ella no sabrá cómo navegar por los caminos. Al mirar las líneas de araña en el piso, Martín se dio cuenta de que no era un tablero sino un círculo, y dentro de este círculo un intrincado laberinto se bifurcaba en muchas direcciones, caminos que conducían a callejones sin salida multiplicándose. Pensó que podía distinguir las formas de pirámides, estatuas de gran tamaño, calzadas y columnas

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altas. Una gota negra, como tinta, cayó sobre el laberinto y siguió uno de los caminos, el correcto que conducía al centro. Fue como espiar la solución a un acertijo en la parte posterior de un periódico. Pero si era trampa, Martín no se iba a quejar. Nunca se había sentido mal por tener una ventaja sobre nadie. —Creo que lo entiendo —dijo Martín. El Señor de Xibalbá no lo había mirado en todo este tiempo, sus ojos gris pálido estaban fijos en otro punto de la habitación. Cuando Martín habló, el dios volvió los ojos hacia él. —Espero que lo hagas. Es infinitamente importante que salgas victorioso contra tu prima en la próxima lucha. Si me fallas, haré polvo tus huesos —dijo Vucub-Kamé con voz impasible. La amenaza estaba en sus ojos, mercurio mientras los fijaba en Martín. Martín sintió como si una mano invisible le agarrara la garganta y la apretara, uñas afiladas clavándose en su piel. No podía respirar, no podía moverse, ni siquiera podía parpadear, solo estaba la mano opresiva envuelta alrededor de su cuello. Era el mismo sentimiento que las personas a veces tienen cuando duermen, como si una fuerza invisible los presionara. La bruja nocturna, el muerto arrastrándose. La pesadilla que cabalga sobre los mortales. Excepto que estaba completamente despierto. Esta sensación duró apenas un minuto, pero el pavor del toque hizo que el corazón de Martín palpitara de terror, y cuando cedió cayó de rodillas. Vucub-Kamé le sonrió a Martín y le habló dulcemente, como le susurra el gusano a un hombre en su ataúd. —Martín, no te enfades demasiado. Te favorezco, incluso si apestas a pulque barato y descontento. Después de todo, tenemos mucho en común, ambos tenemos que tratar con los parientes más desagradables posibles. Cuando esto termine, creo que seremos buenos amigos, como tu abuelo y yo fuimos amigos. El destino nos ha unido. Dale las gracias por esta delicadeza. —Sí, mi señor —dijo Martín con voz áspera, frotándose la garganta e inclinando la cabeza. El dios extendió su mano y los dados volvieron a saltar a su palma. El mapa se disipó, elevándose como el humo de una vela apagada. Entonces el dios retrocedió hacia las sombras de las que había emergido, mezclándose con ellas, su capa blanca, su ropa y su cabello pálido se hundieron en la oscuridad. Martín siguió frotándose el cuello y echó la cabeza hacia atrás, riendo, porque ya podía oír el batir de alas anunciando la llegada del búho gigantesco de Vucub-Kamé. El dios no perdía el tiempo. Qué demonios. Martín no tenía nada importante que hacer. Podía dormir de su borrachera en Baja California tan eficientemente como en la Ciudad de México. Aunque en este punto se había recuperado considerablemente. —Casiopea, si te vuelvo a ver… oh, Dios mío, será mejor que no te vuelva a ver —murmuró. Todo esto había comenzado por ella. Había abierto la estúpida caja, había hecho salir a un dios de su prisión, y ahora era su obstinada negativa la que condenaba a Martín a hundirse en los caminos de Xibalbá. No cincuenta veces una perra, cien.

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os mortales creen que los dioses son omnipotentes y omnipresentes. La verdad es más resbaladiza; sus limitaciones son múltiples, caleidoscópicas e intrínsecas. Los dioses no pueden mover bruscamente a los mortales como se mueve una pieza en un tablero de juego. Para obtener lo que desean, los dioses pueden utilizar mensajeros, pueden amenazar, adular y recompensar. Un dios puede hacer que las tormentas destrocen la costa y los mortales, a cambio, pueden levantar la mano y colocar ofrendas en el templo del dios en un esfuerzo por detener el huracán que azota la tierra. Pueden rezar y golpearse hasta sangrar con espinas de maguey. Sin embargo, también podrían sentirse libres de ignorar la magia del clima del dios, podrían culpar a la lluvia o la falta de ella al azar o la mala suerte, sin forjar la conexión entre la deidad y el evento. Un dios puede hacer hervir los volcanes y cocinar vivos a los aldeanos que han hecho sus moradas cerca de su cono, pero ¿de qué sirve eso? Si los dioses destruyeran a todos los humanos, no habría adoración ni sacrificio, que es la madera fresca que reaviva el fuego. Vucub-Kamé tenía limitaciones y tenía formas de contrarrestarlas. No podía visitar el reino de los mortales durante el día y solo podía vagar por él durante un tiempo limitado durante la noche. Pero tenía sus búhos, su capacidad de predecir y sus alianzas. Aunque podía ser rechazado, rara vez lo era. La negativa de Casiopea, entonces, le pareció algo novedosa, incluso divertida. Mientras entraba en la habitación de Xtabay, pasando las cortinas onduladas, en realidad se encontraba en un estado mental agradable. Habría otra oportunidad de dirigirse a la chica. Dos e incluso tres veces podría darle la espalda, porque tres es el número que marca el hetzmek femenino. No estaba enfadado como Martín. Sabía que tenía el control de la historia. —Me honras con tu presencia —dijo Xtabay, inclinando la cabeza y arrodillándose ante él, enjoyada como siempre. Qué criatura tan encantadora y rencorosa era ella, olvidados sus comienzos mortales, la huella de una concha en la arena borrada hace mucho tiempo. Vucub-Kamé le tendió la mano, indicando que podía levantarse, y Xtabay lo hizo, con una ingeniosa sonrisa en el rostro. —Supongo que mi hermano te ha visitado —dijo, incapaz de sentir la esencia dormida de Hun-Kamé, que hasta ahora Xtabay había guardado en una caja. En su rincón, el loro verde de Xtabay se sentó en su jaula y escondió su cabeza bajo su ala, como si se protegiera del dios. —Me visitó no hace mucho —respondió Xtabay con el ceño fruncido—. Junto con su horrible doncella. Vucub-Kamé caminó alrededor de la cámara. No quedaba rastro de su hermano, sin embargo, había estado aquí, y esto le hizo dejar caer sus pasos en el lugar donde

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habían caído los pasos de Hun-Kamé. No se habían visto en décadas, y ahora estaban a pocos días de volver a encontrarse. Se permitió imaginarse a Hun-Kamé como había estado, hace mucho tiempo, caminando por la jungla con una serpiente envuelta alrededor de su cuello, mientras Vucub-Kamé lo seguía, con una lechuza en su hombro. Por un momento, el recuerdo fue dulce. ¡Cómo habían disfrutado de sus excursiones al Mundo Medio! Hasta que los mortales dejaron de adorar a los dioses y Hun-Kamé, a su vez, dejó de preocuparse por el mundo de los hombres. Sin embargo, Vucub-Kamé no perdió el gusto por ello y, con el tiempo, dominó sus pensamientos. Anhelaba la adoración de los sacerdotes y suplicantes, y cuando se lo contó a su hermano, Hun-Kamé lo reprendió por no comprender la naturaleza efímera de todas las cosas. Las reprimendas se convirtieron en peleas, y Vucub-Kamé se retiró hacia adentro, el gusano de la ira le roía el corazón. Se apartó del recuerdo y se centró en el ahora. —No se quedó mucho tiempo. —No. —Entonces tus encantos resultaron inútiles, no importa cuánto puedas jactarte de tu magia —concluyó Vucub-Kamé. Existía la posibilidad de que su hermano se detuviera o resultara herido antes de llegar a Tierra Blanca, lo que facilitaría el triunfo de Vucub-Kamé. Por otra parte, estaba el deseo en guerra de que Hun-Kamé llegara a Baja California en un estado robusto, oídos, dedos y gargantilla en su poder, haciendo su caída final más divertida. —Él es el Señor de Xibalbá —dijo ella, su voz aguda en los bordes, el énfasis en “él”, recordándole a Vucub-Kamé quién era el primogénito y quién era el pretendiente, el traidor. —Cuida tu bonita lengua —respondió Vucub-Kamé, todo en él afilado, no solo su voz—. No querrías perderla. —Señor, te sirvo con cada aliento mío, no me mires con ira. No fue más que un desliz —dijo Xtabay—. Una lengua que deseo conservar. —Un desliz. ¿O prefieres servir a mi hermano? Xtabay volvió la cabeza para mirarlo. —He hecho lo que dijiste. Dejé atrás la jungla para vivir en esta ciudad distante donde mi poder menguó… —No ha disminuido desde que estabas en posesión del dedo de Hun-Kamé. No descartes el poder de su esencia, ni las chucherías y diversiones que te he proporcionado —dijo Vucub-Kamé. Disfrutaba cuando se reconocía su generosidad y se erizaba cuando no era apreciada. Había mantenido a Xtabay en esplendor, asegurándose de que su mirada fuera más que soportable. —No —admitió Xtabay—. No lo haré. Pero sabes bien que no pertenezco aquí, y ha sido una tarea desagradable para mí quedarme, y sin embargo lo he hecho desde que dijiste que él vendría un día a buscarme y querías que siguiera tu ruta. —Debe hacerlo. Y sabiendo esto, creo que podrías haber pensado en ganarse de

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nuevo el favor del Señor —dijo con acritud. Había sido una estimada cortesana en el Palacio de Jade, a menudo asistiendo a Hun-Kamé. Podía inventar una buena historia, y sus payasadas maliciosas en el Mundo Medio divirtieron a los Señores de Xibalbá. A veces arrastraba a un hombre pobre e indefenso por el Camino Negro, hasta la ciudad. Tales mortales no podían permanecer mucho tiempo en Xibalbá, pero los señores se rieron cuando el hombre fue sometido a terribles visiones o festejó como un príncipe antes de que la comida se convirtiera en cenizas en su boca. Vucub-Kamé, por supuesto, sospechaba de traición a Xtabay, incluso si tal traición era poco probable. —Estoy herida por sus acusaciones —dijo ella. Xtabay presionó la punta de sus dedos contra la boca del dios, luego pasó una mano por su frente, como si buscara suavizar las arrugas allí, intentando borrar su ceño fruncido. Él no le permitió tanta intimidad y se alejó, rodeándola. —¿Cómo escapó de ti? —preguntó él. —Como señaló, mi magia no fue suficiente —respondió Xtabay. —Sin embargo, me dijiste que lo sería. Por eso te elegí para esta tarea. —Te dije que podría frenarlo, que podría distraerlo por un tiempo. Pero parece bastante distraído por la chica que arrastra con él. Xtabay parecía disgustado, pero no falso. Ella lo miró por encima del hombro. —Hago tu voluntad, Vucub-Kamé. Cuando tramaste tu plan, ¿no te ayudé? Podría haberle pedido el favor a Hun-Kamé en ese entonces y revelar toda su sórdida trampa. En lugar de eso, oculté tus planes y encontré al hombre mortal que necesitabas. —Lo hiciste —concedió Vucub-Kamé. Vucub-Kamé se paró detrás de Xtabay, dejando que una mano le recorriera el pelo, el gesto desinteresado de un amo con una mascota molesta en lugar de un amante, aunque en un momento habían sido amantes y él le había ofrecido su divinidad, un asiento a su lado. , con el fin de influenciarla y asegurar su ayuda. Los dioses tienen apetitos, más voraces que los de los hombres, y qué rápido pasan de una persecución a otra, como descorchar un vino, tomar un sorbo y tirar el resto por el desagüe. No había medida de afecto entre Vucub-Kamé y Xtabay en este momento. Cuando habían planeado juntos, él había disfrutado del complot, pero ahora que todo estaba hecho y arreglado, se había desencantado con ella y ella con él. —¿Dijo algo interesante? —preguntó Vucub-Kamé, cesando en su caricia a medias. Ya estaba aburrido y ansiaba volver a casa. Xibalbá lo llamó; estaba atado al reino de las sombras. Xtabay no estaba ligada a Xibalbá, ya que ella no había nacido allí, y no sentía esa misma cadena invisible alrededor de su cintura. El Mundo Medio le interesaba, sí, pero solo porque albergaba dentro de sus fronteras a los mortales que podrían adorarlo. Era a Xibalbá a quien amaba, a Xibalbá, a él mismo y a nadie más. —Apenas hablamos. Mi magia no sirvió de nada, no pudo retenerlo, y le di la caja. Me preguntó quién sostenía la siguiente pieza de él y le dije que era el Uay Chivo.

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—¿Y no preguntó más? —¿Sobre qué preguntaría? —preguntó Xtabay, sentándose en su sofá, sus brazaletes tintinearon mientras presionaba una mano contra su frente—. Tenía bastante prisa. Me di cuenta de que se está volviendo más débil, más humano. —Pensé que mi hermano tendría más resistencia —dijo Vucub-Kamé. Quizás después de todo Hun-Kamé no llegaría a Baja California. Quién sabe. Si en serio estaba disminuyendo, consumido como una vela que se quema rápidamente, su encuentro con el Uay Chivo podría resultar difícil. El uay fue mucho más… poderoso que los otros aliados de Vucub-Kamé. —Aparentemente no. Si lo hubieras visto cuando se fue, no lo habrías creído, se movía como quien nunca ha caminado por el Camino Negro. Esa chica se reflejó en sus ojos. Vucub-Kamé había estado sereno, pero cuando Xtabay dijo esas sencillas palabras, un escalofrío recorrió su espalda. Tenía talento para la adivinación. Leía fortunas en la sangre de innumerables criaturas, pero a veces se presentaba un augurio sin que se lo pidiera. Las palabras estaban desagradablemente cercanas a un presagio. Le hicieron detenerse y mirar a Xtabay. —¿Qué es? —Silencio —ordenó Vucub-Kamé, presa de una loca necesidad. Se movió hacia el loro. El pájaro se estremeció. Vucub-Kamé extendió una mano, abrió su jaula y agarró al pájaro, partiéndole el cuello. —Ahora, ¿por qué tenías que…? —comenzó Xtabay. —Dije silencio —respondió Vucub-Kamé. Su voz era más peligrosa que el cuchillo que se materializó en su mano y Xtabay, que se había levantado de su sofá ante la indignidad de que su mascota fuera tratada de esa manera, volvió a sentarse, cruzando las manos. Vucub-Kamé partió el loro en dos y dejó caer el cuerpo, las plumas y la sangre se esparcieron por el suelo salvajemente. Antes no había podido presenciar su triunfo, aunque pudo ver la llegada de HunKamé a Tierra Blanca. Pero ahora incluso esta llegada faltaba. Un centenar de futuros ramificados se tejían ante él, y cuanto más empujaba y trataba de ver a través del caos, más se enredaban, se anudaban, se desvanecía ante sus ojos. Cuando vislumbró algo, fue el rostro de la joven que había visto antes y luego, por un segundo, su hermano en el trono negro. Hun-Kamé, coronado de nuevo. Esta imagen, por breve que fue, conmocionó tanto a Vucub-Kamé que hizo vibrar de dolor las cicatrices de las palmas de las manos, como si las quemaran por segunda vez. El cuchillo se le escapó de la mano y se convirtió en humo cuando tocó el suelo. No era posible. ¡Ahora era el gobernante de Xibalbá! Nada podría cambiar esto, nada podría arruinar sus planes. Y los senderos que se bifurcan, como para calmar al guardián del día, le ofrecieron otro breve vistazo, esta vez de Vucub-Kamé en el trono de obsidiana. Pero el bálsamo no era dulce. Estaba inquieto.

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Vucub-Kamé derribó la jaula del loro y se volvió hacia Xtabay. —Como un hombre —dijo Vucub-Kamé—. Caminaba como un hombre y ella en su mirada. Espero que disfrute de este estado humano, ya que nunca volverá a ser un dios. —Vucub-Kamé —comenzó Xtabay, quizás deseando preguntar sobre su estado de ánimo. Pero ya estaba harto de del Mundo Medio y se hundió en un charco de sombras, descendiendo los nueve niveles hasta su reino sin decir una palabra más. Caminó hasta su salón del trono y se sentó en su enorme trono de obsidiana. Vucub-Kamé apretó los dedos contra la fría roca. Sus manos estaban calientes, las cicatrices calientes con el recuerdo de su traición. Necesitaba sentir la roca cristalina bajo sus dedos, como para asegurarse de que estaba allí, seguía siendo suyo, no desaparecería. Ah, no hay nadie más temeroso de los ladrones que el que ha robado algo, y un reino no es algo pequeño.

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u ruta atraviesa muchos estados, el tren se tambalea por montañas y barrancos, serpenteando alrededor de centros mineros coloniales y bosques de pinos, antes de llegar finalmente al desierto. Durante un tiempo había presionado sus manos contra el cristal, intentando documentar las vistas y de memorizar los tipos de árboles, los colores de las casas y las formas de las nubes, pero al final fue demasiado. Los pasajeros eran tan variados como el paisaje. Un hombre con pollos en una jaula, un grupo de colegialas con vestidos idénticos, tres jóvenes de aspecto desenfadado en estado de embriaguez, todos se dirigían a diferentes secciones del tren. En cada parada los vendedores pasaban por las ventanas, pregonando sus mercancías, a pesar de que habían tomado el tren de la tarde y Casiopea no esperaba tanta actividad. Al menos sería un viaje cómodo. Los anuncios de la compañía de trenes prometían el mejor alojamiento posible, y Casiopea se dio cuenta de que no bromeaban. Su compartimento era uno de los más grandes, con espacio suficiente para una cama, no literas, una auténtica cama doble y dos lujosos sillones, un lavabo plegable, una mesita de noche, una cómoda con un espejo ovalado y una ventana con cortinas de color naranja oscuro a juego con las sábanas de la cama. Había mucho que admirar en el compartimento, desde los paneles de madera barnizados hasta la alfombra marrón y beige finamente tejida, pero Casiopea decidió que su objetivo sería la cama. Estaba cansada y se quitó los zapatos, cayendo sobre las sábanas, sin molestarse en cambiarse. Hun-Kamé también se quitó los zapatos y se acostó a su lado. Normalmente esto debería haber alarmado su modestia porque, bueno, era una cama. Una cosa era compartir un compartimento, como habían hecho, y otra era dormir literalmente al lado de un hombre, sin división entre ellos. —Hay un poco de demonio en cada hombre, incluso si puede actuar como un santo —le había advertido su madre. Y por supuesto, la continuación: no le des a un hombre ninguna idea. Recordando las amonestaciones de su madre, Casiopea pensó en construir una frontera entre sus cuerpos, una pared de sábanas y almohadas para delimitar el territorio. Pero él no era su compañero, y ella estaba demasiado agotada por su encuentro con Xtabay para preocuparse de las ideas que estuvieran rondando su cabeza. En lugar de construir una pared, presionó su cabeza contra la almohada y se durmió rápidamente. Cuando Casiopea se despertó, una ligera lluvia salpicaba las ventanas del coche. Estaba oscuro afuera. Se sentó y miró a Hun-Kamé, que estaba dormido, su cuerpo girado en su dirección. No estaba simplemente tirado ahí. Estaba durmiendo, su pecho subía y bajaba con calma. Después de haber dicho que no dormía.

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Alarmada, Casiopea le tocó el hombro, y él gimió y se movió y abrió el ojo, su rostro enredado con sueños. Pero solo por unos segundos, porque se sentó rápidamente, frunciendo el ceño, alerta. —Lo siento —dijo Casiopea—. Estabas… pensé que no dormías. —No lo hago —respondió Hun-Kamé con voz entrecortada. Frunció aún más el ceño y parecía tan alterado que Casiopea deseó no haber mencionado nada, no haberlo despertado. Había una cierta oscuridad sobre Hun-Kamé en todo momento y no era la negrura de su pelo, los ojos con aspecto de cuervo, será todo sobre él, como si además de estar vestido de traje y corbata también estuviera vestido de sombras. Ahora la oscuridad se intensificaba, la noche sin estrellas asentándose en las cubiertas, en el espacio entre ellas, aunque las luminarias brillaban tan intensamente como cuando entraban en el compartimento. —Es el elemento mortal que me proporcionas. Me ha ido convirtiendo cada vez más en un ser humano. Y entonces la distancia entre nosotros y Yucatán no ayuda; me debilito con cada kilómetro. Mi hermano lo sabe, sin duda esperar tal cambio ayudará a que sus planes se lleven a cabo. No sé cuánto tiempo nos queda —dijo. El tiempo. Sí. Recordó el fragmento de hueso. Extendió los dedos y levantó las palmas de las manos, mirándolas. Había olvidado que se estaba muriendo, que él era una enfermedad, un parásito. ¡Qué fácil era olvidar! La hizo olvidar no a través de una brujería arcana, sino con su mera presencia. —Te está haciendo humano y me está matando —dijo. —Sí, pero no había sido así antes. Está empeorando. —Oh —susurró Casiopea, poniendo las manos sobre su regazo. Oh, porque no se le ocurría nada mejor que decir. Ni siquiera estaba asustada, estaba más… consternada. No parecía justo. No, no era justo en absoluto. Había visto el mundo exterior sin posibilidad de probarlo. Bueno, aún no moriré, se prometióa. Tengo muchas cosas que hacer. Nadar en el mar, bailar en un club nocturno, conducir un automóvil, por nombrar algunas cosas. Casiopea era pragmática, sí, pero ahora que estas cosas eran posibles, aunque no probables, no iba a descartarlas y fingir que no las quería. Junto sus manos y, mientras el tren trastabillaba, disminuyendo la velocidad, levantó la cabeza, mirándolo a él, el que podría condenarla a una muerte prematura. —¿Por qué tu hermano te hizo esto? —preguntó. De alguna manera, no lo habían discutido. Hun-Kamé no aventuraba sus pensamientos a menudo a menos que ella se lo pidiera, y no había pensado en ir por este doloroso camino, pero en este momento creía que tenía derecho a preguntar. —¿Nunca has oído hablar de las peleas familiares? No te llevas bien con tu primo Martín. Si tuvieras la oportunidad, ¿no te librarías de él? —preguntó Hun-Kamé con un encogimiento de hombros. —Si te refieres a si le haría mucho daño… no lo sé. Nunca he querido deshacerme de Martín… deseaba estar lejos de él; eso es diferente.

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—Vamos, muchacha, si pudieras vengarte de él, lo harías —insistió—. Le pegarías y lo cortarías con espinas. —No soy una niña —respondió, ofendida—. Y no. No lo haría… no necesito causar dolor a Martín para ser feliz. Casiopea consideraba a su primo. Las crueldades que le había infligido, los castigos que había soportado por su culpa. Si las cosas cambiaran, ¿no aprovecharía ella la oportunidad para atormentarlo? ¿No hubiera deseado que él se cayera a un pozo? Pero esas habían sido las ideas a medias de un niño. Su madre tenía razón: no era como si la desgracia de su primo pudiera traerle alegría. —No sirvió de nada la vez que le hice daño —dijo, sacudiendo la cabeza—. No le pegaré ni lo cortaré, ni nada de eso. Sería como él si sacara alegría de la miseria de los demás. No soy como Martín. Hun-Kamé estaba francamente confundido por sus palabras, como si nunca se le hubiera ocurrido que uno pudiera ser tan magnánimo. No es que no hubiera discutido con Martín, no es que no le hubiera pegado fuerte esa vez, pero nada de esto le había gustado nunca. Ella quería que Martín la dejara en paz. —Mi hermano obtiene placer de la miseria de los demás, todos lo hacemos. Somos Señores de Xibalbá, la bondad no está en nuestra naturaleza. Pero claro, eso no fue lo único que le llevó a cortarme la cabeza y arrojarme en ese cofre. Mi hermano quiere un nuevo imperio. —¿Qué quieres decir? —preguntó. Hun-Kamé apoyó su espalda contra la cabecera y extendió sus manos, el gesto expansivo. —Los chu’lel dan a luz a los dioses, pero las oraciones de los hombres son como un abanico que hace que las llamas se eleven más alto. Aumenta nuestro poder. Imagínatelo, si quieres, como un festín. Sin las oraciones y las creencias de los hombres, la comida es insípida y nada apetecible, pero añade una pizca y es como las especias que dan sabor a una comida deliciosa. »Los hombres dejaron de adorar a Xibalbá hace mucho tiempo, pero Xibalbá permanece porque el pozo de poder del que nacimos es profundo. Creo que los océanos podrían lamer la tierra y devorarla, y el Camino Negro de Xibalbá existiría. Sin embargo, nuestro robusto reino de sombras no era suficiente para mi hermano. —¿Qué más podría querer? —Quería volver a las viejas costumbres. Que las oraciones de los hombres fluyeran de nuevo. Sal en nuestros platos. No se contentaba con las antiguas glorias. Me mantuve alejado del Mundo Medio. No es nuestro reino, y aunque estaba al tanto de algunos cambios en nuestra península, no me interesaba ver qué nuevos palacios y baratijas hacían los mortales. El dios no se había sorprendido por ninguna de las cosas que habían presenciado en la ciudad. Ni los tranvías, ni los automóviles, ni los vestidos que llevaban las mujeres, ni los sombreros que llevaban los hombres, le llamaron la atención. Había asumido que él había experimentado esto antes. No los automóviles, pero sí los trenes, y los edificios y algunos de los gustos de la gente. Pero tal vez no lo había hecho; podría haber sido en su

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mayoría conocimiento indirecto. —Pero Vucub-Kamé, se fascinó con el mundo de los hombres y se interesó por un lugar en Baja California, un lugar donde también convergieron los chu’lel. Esta convergencia no era tan poderosa como en Yucatán, pero sin embargo era interesante. Había estado hablando con un hombre mortal, Aníbal Zavala, y Zavala tenía la teoría de que ambos puntos podían ser cosidos juntos. —¿Cosidos? —Conectados de alguna manera. Xibalbá podía recurrir al poder en Baja California. Esa era la idea general. Pero me negué a escuchar —dijo Hun-Kamé, sacudiendo la cabeza. —¿Por qué? —La idea de Vucub-Kamé violaba el orden natural de las cosas. Estaba alimentada por la codicia y el miedo. —¿Qué temería un dios? —A la irrelevancia. Eventualmente, el sueño eterno que nuestra divinidad nos otorga —dijo Hun-Kamé—. Como no quería participar en su loca acción, Vucub-Kamé decidió deshacerse de mí, y lo logró, por un tiempo. Pero cuando recupere mi trono, pagará caro esta afrenta. Pasé algunas décadas en esa caja. Él pasará siglos, no, milenios en la prisión que le modelaré después de que le corte la cabeza y los miembros. La oscuridad que llevaba Hun-Kamé creció en intensidad y trajo consigo un escalofrío, como tocar el hielo. Hizo que Casiopea sintiera como si estuviera saboreando la escarcha, y de sus labios entreabiertos escapó un suave soplo de su aliento, que se disolvió casi instantáneamente. Cerró la boca, frunció el ceño y cruzó los brazos. —No harías tal cosa, no de verdad, ¿cierto? —preguntó Casiopea. —¿Crees que soy amable? —respondió Hun-Kamé—. Él me arrojó a un tormento insoportable. Deseaba llorar en la oscuridad, pero no tenía voz. Deseaba moverme, pero era un montón de huesos gastados por el tiempo. Era y no era, como un insecto que se estrella contra una cúpula de cristal. Él conocerá la misma miseria. —Si sabes que tal cosa es insoportable, entonces ¿por qué someterías a alguien a ella? Incluso a él. Hun-Kamé la miró de forma divertida. —Niña virtuosa que no ha conocido la verdadera medida de la infelicidad, ¿cómo puedes imaginar la amplitud de mi enemistad? ¿Qué juegos crees que juegan los dioses? Casiopea pensó que Hun-Kamé se burlaba de ella y, sin embargo, cuando lo miró detenidamente, se dio cuenta de que había una gran seriedad en él. —Entonces, ¿tu hermano obtuvo todo lo que quería? —preguntó—. ¿La conexión con la que soñaba? —Si lo hubiera hecho, lo sabría y tú también lo sabrías. El mundo no sería el mismo en absoluto —dijo Hun-Kamé—. Pero sospecho que nos espera un engaño en Baja California. No soy estúpido. Ha sembrado el camino y quiere que lo encontremos, por lo que sospecho que su sueño no será olvidado.

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—¿Cómo sería diferente el mundo? —Correría con la sangre de los sacrificios y la adulación de los mortales. Los cenotes estarían llenos de oro y cadáveres. Los hombres serían pintados de azul y sus cuerpos acribillados con flechas, aunque, ciertamente, la ofrenda suprema es el corte de la cabeza. Había visto estas imágenes en libros, había leído sobre las varas de madera que mostraban cientos de cráneos humanos a la entrada de los templos, los rituales de derramamiento de sangre que implicaban conchas y hojas de obsidiana, pero estas eran prácticas olvidadas hace mucho tiempo. —Seguramente eso no sucedería ahora —dijo—. ¿No tendrías un… un hombre acribillado a flechas en medio de Mérida? —Eso es precisamente lo que mi hermano tendría, y no simplemente Mérida. Él engulliría muchas ciudades al norte y al sur de nuestra península. Desea poder, más poder del que ha probado, más del que se supone que debemos tener. El incienso no es suficiente para él. Quemará la tierra, los bosques, tragará el humo que se levante de ella. En ese momento, Hun-Kamé volvió a ser frío, ilimitado. Y, por supuesto, oscuro. El frío de Hun-Kamé era el frío de la tumba. Su tumba, tal vez. ¿Por qué preocuparse por los sacrificios de los demás cuando estaba programada para su propia muerte? Y, aun así, ella se preocupó, porque el cuadro que él pintó en su mente era vívido y por un momento incluso más real que su compartimento. Era carmesí y negro, y un trono de obsidiana sobre un montón de huesos, y el hedor de la carne podrida en su nariz. Sentía como si se royera las uñas o se cubriera los ojos, como una niña. Sacudió la cabeza. —Deberías haber dicho todo esto antes. —Supuse que te habías dado cuenta de que esto era más grande que tú y yo. —Mentiroso —murmuró. Se enfureció por eso, y ella adivinó que le daría un gran discurso sobre cómo esto es lo que hacen los dioses, mantienen la boca cerrada y no van a derramar todos sus secretos a los humildes mortales. —Pensé que tendrías miedo —dijo en su lugar, después de un minuto. —¡Tengo miedo! —Por eso no lo dije. Si fueras un héroe sabrías que así son las cosas. Es patan. Cuando Hunahpu y Xbalanque bajaron a Xibalbá se dieron cuenta… —También había dos héroes gemelos y eran divinos —dijo ella, interrumpiéndolo—. Así que, tal vez eso les ayudó a conocer las reglas y… y a matar monstruos. ¿Creíste que me escaparía si me lo decías? ¿Es eso? No lo haría. —Sé que no te escaparás, pero no quería agobiarte con todo esto. Para amargar tus días más de lo que ya lo he hecho —dijo muy educadamente. Sintió que esta cortesía enmascaraba sus verdaderos sentimientos. Que él la veía como una cobarde, como indigna. Ella sabía lo de patan. No solo el tributo, sino el deber y, más allá del deber, la obligación que te marca tu lugar en el mundo, y ella no iba a

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desatenderlo. Pero sus manos estaban temblando. Tal vez era una cobarde. Cuch chimal, arrastrando su escudo a la espalda y retirándose de la batalla. Se mordió el labio. —No soy inútil —se aseguró más a sí que a él—. Puedo ser valiente. —No estoy insinuando que no seas valiente —dijo. Había algo pesado y oscuro en su mirada mientras la miraba, algo también tranquilo, que apagaba su voz. Se movió hacia delante, inclinando la cabeza. No parecía un señor poderoso entonces, y ella no podía explicar el cambio, solo que, en los últimos minutos, mientras hablaban, se había vuelto más tangible. Era muy guapo, con esa maravillosa voz suya. Pero estaba distante, como la cara de un viejo cuadro que la miraba fijamente a través de los años. Era una belleza que no se podía mantener. Entonces la miró, por un momento, como un hombre, lo que la asustó. Se echó hacia atrás, se inclinó hacia atrás y se alejó de ella, las cejas se arrugaron. —No necesitas considerar a mi hermano y sus planes. Yo prevaleceré y serás recompensada por tu ayuda como se prometió —dijo con desdén. Ahora no la estaba mirando y era un gran señor. Cambiaba. Siempre estaba cambiando, miles de pequeñas ondas, pequeños mosaicos y reflejos oscuros. La desequilibraba y su aliento ardía en su boca. —Con las más finas joyas y tesoros de la tierra, que tus sirvientes irán a buscar a tus órdenes —dijo, sin querer sonar amargada; solo recordó lo que él le había dicho cuando le dio el brazalete de plata. Se miró la muñeca y pasó la mano por la joya. —Con el mayor deseo de tu corazón —dijo simplemente. Ah, el océano iluminado por la luna, la noche nadando en sus profundidades; el automóvil que deseaba conducir, curiosa por esa bestia de metal que rugía en los caminos; el bonito vestido que le llegaba a los muslos, hecho para bailar en los clubes donde tocaban toda la música que mencionaban en los periódicos, y que ella nunca había oído. Pero cuando ella lo miró para decir ¿puedo tener todo eso? la alegría que sintió, como un niño que abre sus regalos de Epifanía, se dispersó. No fue nada que él hiciera o dijera, ya que estaba haciendo y diciendo nada, solo sentado a su lado. Había silencio, un silencio que se extendía para siempre y no duraba más que unos minutos. Un vacío que hizo que Casiopea se frotara los brazos, lo que llenó el corazón del que había hablado. Esperó a que hablara porque no tenía palabras y no quería encontrarlas ahora para no decir algo equivocado, pero él era propenso a los silencios. Se dio cuenta de que él no sentiría la necesidad de hablar. Así que, sí, tal vez estaba amargada, y bajo su fanfarronería estaba asustada, y a su vez tal vez él guardaba secretos, lo que solo empeoraba las cosas. Suspiró, levantó la cabeza, admiró su perfil por un segundo. Habló, su voz tan ligera como pudo hacerlo. —¿Crees que ya habrán abierto el vagón restaurante? —preguntó.

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—Podemos averiguarlo —respondió y se levantaron. brazo.

Se alisó unas cuantas arrugas de su traje, y ella se arregló el pelo. Él le ofreció su

El vagón comedor estaba vacío, pero las mesas estaban listas, con tela blanca impecable y vasos brillantes. Casiopea apoyó su barbilla contra su mano y miró por la ventana, a las estrellas, que se estaban apagando. Anhelaba. No por una cosa en concreto, sino por todo; había anhelado durante mucho tiempo. Había empeorado este anhelo: la seguía tranquilamente, esta sensación incómoda bajo su piel. —¿Con qué sueñas? —preguntó. —¿Perdón? —respondió ella, apartando la cabeza de la ventana. —Cuando duermes, ¿con qué sueñas? —Oh. No lo sé. Supongo que, muchas cosas diferentes —dijo Casiopea encogiéndose de hombros, trazando el borde de un vaso con una mano. —¿Sueñas con las cosas que ves en las calles durante el día y con la gente que conoces? —A veces. Se preguntó de qué estaba hablando. Parecía bastante serio, y se frotó la barbilla. Ella notó el rastro de barba incipiente en sus mejillas. ¿Había necesitado afeitarse antes? Le pareció muy prístino, una estatua en su perfección. —Creo que esta noche soñé. Es difícil para mí entenderlo ya que no estoy acostumbrado a la actividad. —Mi padre tenía un libro y decía que los sueños pueden tener mensajes secretos. Si sueñas que estás volando significa una cosa y si sueñas que se te caen los dientes significa otra. Odio cuando se me caen los dientes en los sueños —dijo. —Soñé contigo —dijo, la voz deliberada, tranquila. Casiopea tosió tan fuerte que pensó que todo el tren la había escuchado, cada persona en cada litera y el revisor para arrancar. Y luego se sonrojó tan brillantemente que pensó seriamente en deslizarse bajo la mesa. Agarró su servilleta, la tiró en su regazo, y en su lugar se puso nerviosa, sin querer mirarlo. —¿Qué sucede? —dijo Hun-Kamé—. A veces eres muy extraña. —No me pasa nada. Sueñas conmigo y no te pasa nada —dijo, levantando la cabeza y casi gritándole. ¿No pudo ver lo mortificada que estaba? Ahora parecía irritado, como si ella hubiera sido mala con él. Pero ella no estaba intentando ser mala; no era el tipo de cosas que esperaba oír. —No debí haber soñado, no sobre ti o los dientes o lo que sea que los hombres sueñen. Siento que estoy parado en arenas movedizas y me estoy hundiendo rápidamente. Me estoy olvidando de quién soy —admitió. Parecía completamente perdido. Ella le dio una palmada en la mano, que estaba apoyaba en la mesa de caoba, en señal de simpatía, sin saber qué más hacer.

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—Pronto volverás a ser tú mismo —prometió. Él miró hacia sus dedos descansando sobre los suyos. Parecía sorprendido, y ella se sintió desconcertada, pensando que había hecho algo malo. Pero cuando ella intentó apartar su mano, él la apretó y asintió —Soñé que caminabas por el Camino Negro de Xibalbá —dijo—. No me gustó esto. Es un camino peligroso. Y me alegré cuando me despertaste. No es que piense que eres una cobarde, Lady Tun, es que no te deseo ningún mal. Él apartó la mano y ella miró fijamente el plato vacío que tenía delante. —Supongo que no hay nada que hacer excepto esperar lo mejor. —Sí, supongo —dijo Hun-Kamé pensativo, agarrando su servilleta y desplegándola. Un camarero había pasado y les había llenado los vasos de agua. Casiopea supuso que pronto comenzarían a servir el desayuno. —¿Te he dicho —dijo de repente—, lo hermosas que son las montañas al este de mi reino? Están hechas de diferentes capas, primero una capa de robusta jadeíta, luego una capa de vibrante malaquita, y finalmente una capa de coral rosa pálido. Incluso tus estrellas envidiarían su belleza. Fue un comentario extraño. ¿Intentaba distraerla? Una luz bailaba en su ojo morado. Estaba apagada. La luz de una media luna en lugar del sol, pero la hizo inclinarse hacia adelante, rápida y ansiosa. —Dices eso porque no los has visto correr por el cielo —respondió ella. —¿Están hechos de malaquita y coral? —Bueno, no. —Entonces no se comparan. Sonrió a Hun-Kamé. También le sonrió a ella. ¿Qué fue eso? ¿Un simple acto de mímica? No. La sonrisa, como su risa, como el sueño errante, salían de su corazón. ¿Él se dio cuenta? No. ¿Todos los que han sido jóvenes y tontos se dan cuenta de la extensión y profundidad de sus emociones? Por supuesto que no. ¿Y qué hay de Casiopea? Seguramente los sonetos, los giros de las frases en los poemas, la habían educado un poco. Pero entonces, como él, ella había vivido indirectamente, había visto el mundo desde la distancia. El anhelo dentro de ella era imposible, como cuando de niña deseaba arrancar una estrella fugaz del cielo; era salvajemente familiar y nuevo al mismo tiempo. Y ella no lo quería; podía reconocer el encargo de un tonto, aunque no pudiera nombrarlo. El tren se adelantó y los vasos tintinearon y él la miró como si no la hubiera visto antes. Y tal vez, no lo había hecho.

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E

l calor en El Paso era diferente al calor en Yucatán. Era un calor seco y crepitante que se deslizaba por debajo del cuello del vestido de Casiopea y amenazaba con hornearla como una barra de pan. Hombres y mujeres se abanicaban con sus sombreros, con periódicos, mientras pasaban por la aduana. Era una espera larga. La prohibición había convertido a muchos ciudadanos respetuosos de la ley en contrabandistas de bebidas alcohólicas. Una caja de whisky comprada por treinta y seis dólares en Piedras Negras u otra ciudad del norte podría alcanzar el triple de ese precio en San Antonio. Y siempre había un compañero dispuesto a intentar introducir muchos artefactos extraños en los Estados Unidos, especialmente mascotas exóticas: un hombre fue sorprendido intentando llevar un chihuahua en su equipaje, mientras que otro drogó a seis loros para mantenerlos callados durante la travesía. Más de una docena de trenes de pasajeros paraban diariamente en El Paso, y eso significaba agentes aduanales. Casiopea miró a la gente que tenía delante, de puntillas, intentando medir la longitud de la línea. Estaba nerviosa. Detestaba la perspectiva de que le hicieran preguntas en un idioma que no entendía, aunque, imaginaba, no sería demasiado difícil encontrar a alguien que supiera español, si surgiera la necesidad. Mucha de la gente de la ciudad era de México. Algunos habían venido porque habían sido empujados por la revolución, otros habían estado allí desde la época en que el territorio todavía era parte de España, y otros eran adiciones recientes: sacerdotes y monjas que escapaban de la persecución del gobierno, así como la intención de los cristeros de convertirse en mártires algún día. La fila avanzó y fue su turno. Cuando el agente habló, descubrió que sabía lo que estaba diciendo; más que eso, podía responderle. Las palabras le vinieron tan fácilmente como si hubiera estado hablando en inglés durante años. El agente les hizo un gesto con la cabeza y les dejó pasar. Afuera, con el sol a todo volumen, Casiopea parpadeó y se volvió hacia Hun-Kamé. —Entendí lo que dijo —le dijo a Hun-Kamé—. ¿Cómo es posible? —La muerte habla todos los idiomas —respondió. —Pero yo no soy la muerte. —Casiopea, me llevas como una joya en tu dedo —dijo y le ofreció su brazo con una distancia practicada. Ella lo tomó, su mano cuidadosa mientras tocaba su manga. Se dirigieron a la Plaza San Jacinto. Los lugareños la llamaban Plaza Cocodrilo por las criaturas que nadaban en un estanque cercado allí. Todas las líneas de tranvías bajaban por esta plaza; servía como el corazón palpitante de la ciudad y los hoteles se agrupaban a su alrededor. Había varios lugares donde un visitante podía alojarse cómodamente en estos días. El Paso se había disparado en la última década, transformándose de una colección rudimentaria de negocios y hogares dispersos a una ciudad en toda regla. El Sheldon, un

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edificio de ladrillo rojo de cuatro pisos que daba a la plaza, era uno de los hoteles más conocidos del suroeste de Estados Unidos. Durante la Revolución Mexicana, tanto los periodistas que cubrían los hechos como los revolucionarios involucrados en la refriega se alojaron allí. Y el año anterior, el Hotel Orndorff, también ubicado junto a la plaza, había abierto sus puertas, asombrando a todos con su extravagante precio. Este fue el lugar elegido por Hun-Kamé durante su estancia. Reservaron habitaciones adyacentes, aunque no interconectadas, como había sido el caso en la Ciudad de México, y el empleado de recepción les entregó las llaves. Tan pronto como Casiopea llegó a su habitación, procedió a darse una ducha. Este era su equipamiento favorito en los hoteles: los bonitos baños y la ducha caliente. Se puso un vestido limpio y se dio cuenta de que debía enviar el resto de la ropa a lavar. Luego llamó a la puerta de Hun-Kamé. Unos días antes, no se habría atrevido a tal cosa, pero ahora simplemente entró y se sentó al borde de su cama, cómoda en su familiaridad. —¿Ahora qué? —preguntó—. ¿Salimos? —Sí. Primero necesito llamar a Loray —respondió. —¿Es por el telegrama que necesita enviarte? —Y más. Hun-Kamé levantó el pesado auricular del teléfono y preguntó por el operador. También se había cambiado, cambiando el traje de viaje gris por una chaqueta y pantalones azul marino. Se veía apuesto. Lo miró mientras estaba junto a la ventana y sonrió. Pero la sonrisa se deslizó de su rostro mientras se preguntaba si debería estar tan familiarizada con él. Estaba dividida entre deseos contradictorios, nociones que ni siquiera podía articular. Hun-Kamé dejó el auricular y se volvió hacia ella, metiendo las manos en los bolsillos. —Me enviará dinero; debería llegar por la mañana —dijo. —No pareces muy complacido —respondió. —Esperaba que supiera dónde puedo encontrar el Uay Chivo. —Y no lo sabe. —No, pero tenía una sugerencia. Recordó la sugerencia de Loray de que se cortara la mano. De alguna manera, no pensaba que lo que le había dicho a Hun-Kamé fuera muy agradable. Lo más probable era que también la involucrara. —No tengo más cabello que puedas cortar, si quieres usar eso para trazar tu camino —respondió Casiopea, tocando el corto flequillo en su frente. Cuando se miró en el espejo no se reconoció del todo, el cabello golpeando sus pómulos. —No podría convocar fantasmas en este instante, incluso si lo intentara — respondió. —Pero las ilusiones, tú las haces. Y el truco con los idiomas —protestó. —Te lo dije. Estoy lejos de casa y no me hago más fuerte. Un poco más e incluso

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ese poder puede estar más allá de mí, quién sabe. Decía esto, pero para ella no se veía diferente al día anterior. Se mantenía erguido y fuerte, sin debilidad en su forma. Ella, por otro lado, podía sentir que se acercaba un dolor de cabeza. Casiopea se pasó una mano por la frente. Había dormido en el tren y todavía se sentía cansada. Era una chica enérgica, acostumbrada a levantarse con el alba y trabajar duro, y sin embargo ese día estaba tan frágil como una dama que nunca había movido un dedo en su vida. —¿Tienes alguna idea? ¿Sabes siquiera cómo es el Uay Chivo? —Como un hechicero, como una cabra —respondió con seriedad. Casiopea no creía que hubiera alguien mitad hombre, mitad cabra con ojos ardientes caminando despreocupadamente por las calles de El Paso; la criatura legendaria de las selvas del sur de la península esperando para tomar un tranvía. —¿Qué no estás diciendo? —preguntó, mirando cuidadosamente a Hun-Kamé; entre sus suaves y concisas palabras había una espina. —Hay una bruja —dijo—. Ella sabrá sobre el Uay Chivo. —¿Cuál es la trampa? Ya había aprendido que había una y no tenía sentido andar con rodeos, fingiendo que no lo esperaba. Lo mejor es sacar la verdad. —Querrá que le paguen. Y no aceptará una moneda —dijo. Casiopea apretó los labios y miró al suelo. —Es sangre —dijo. —Por supuesto que lo es —dijo, sus manos agarrando las mantas—. Me imagino que no es tu sangre. —No. —Entonces no hay elección, ¿verdad? Tengo que hacerlo, como siempre. No haces nada. Bueno, está bien, aquí tienes la sangre —dijo, levantándose y ofreciéndole las muñecas—. Tómala —continuó, levantando las muñecas—. ¿Qué? Siento que debería dormir durante tres días seguidos, pero no importa. ¿Qué es un poco de sangre en este momento? No dijo nada y ella le dio una palmada en el pecho, furiosa por su expresión severa. A esto reaccionó, agarrándola por las muñecas, aunque no parecía molesto. Él tomó sus manos. —Sé que pido muchas cosas de… —¡Pides todo! —Se te pagará —dijo, tocando el brazalete de plata, como si le recordara su generosidad, las posibles vías de riqueza que se le ofrecían. Casiopea puso los ojos en blanco —El deseo de mi corazón. ¿Y si no puedo…?

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Cerró la boca con fuerza. ¿Y si no pudiera tener lo que quería? Ni siquiera estaba segura de qué le pediría si pudiera. De todos modos, necesitaba que le quitara el estúpido fragmento de hueso. ¿Y cuándo hubo un dios que no fuera exigente? Era de esperarse un tributo, y no quería que él dijera que había sido una cobarde. Casiopea apartó las manos. —Entonces, deberíamos encontrar a la bruja —dijo. —Si quieres, puedes descansar —ofreció con gracia. —No. Bien podríamos ponernos en marcha —dijo, deseando terminar con todo. Hun-Kamé se encogió de hombros, lo que le saló las heridas. A pesar de lo enojada que estaba, no se dio cuenta de que él no la había reprendido por su enfado, que no había pensado en recordarle su rango e importancia y su relativa insignificancia como seguramente lo habría hecho unos días antes. La burbuja fría y protectora del hotel se rompió tan pronto como salieron del edificio. Tomaron un tranvía y bajaron después de algunas paradas, llegando a una florería con el nombre “Candida” escrito en su entrada en letras cursivas. Cuando entraron una campana de plata tintineó, anunciando su llegada. Era un pequeño negocio estrecho y oscuro perfumado con una mezcla salvaje de aromas: lirios, peonías y jazmín fresco húmedo. Una mujer se sentaba detrás de un mostrador, su cabello gris recogido en un moño. Era una señora pequeña y arrugada, que vestía un delantal rosa con su nombre, Candida Cordero, en la misma letra que el frente de la tienda. Sus gafas eran gruesas. Estaba trabajando en un bordado. Los libros de cuentos de hadas de la infancia de Casiopea, repletos de fantasías europeas, contenían ancianas con poderes mágicos, pero en esos libros estaban encorvadas y vestían capas. Los cuentos populares de su ciudad, por otro lado, proporcionaban una imagen diferente de brujos. Había un pueblo al norte de Yucatán donde decían que todos los habitantes eran brujas, criaturas que mudaban de piel para convertirse en animales, dando cabriolas por el cementerio o los caminos de noche. Estas personas eran jóvenes y ancianos, hombres y mujeres. Huay Pek, el perro brujo, Huay Mis, el gato brujo. Pero ninguna versión de la bruja se parecía a la mujer que tenía delante. Era demasiado mundana, demasiado dulce con su delantal rosa, cosiendo flores. —¿Buscando rosas para tu amada? —preguntó la mujer sin mirarlos—. Rojas para la pasión y amarillas para la amistad, pero la lavanda es amor a primera vista. El tono que elijas marca la diferencia. —No necesitamos flores —dijo Hun-Kamé. —Tonterías. Todos pueden usar el encanto de una flor. Además, ¿por qué más estarías aquí? Es una floristería. —Un amigo recomendó su tienda. —¿Pero es un buen amigo? —Fue el Marqués de Arrows. La mujer asintió, tomó las tijeras y cortó un hilo. Se detuvo a admirar su obra por

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un momento, luego giró el bastidor de bordado en su dirección para que pudieran ver las rosas en las que había estado trabajando. —Bien. Ese es un nombre que no se escucha muy a menudo en estos lugares —dijo la mujer, dejando su bordado—. ¿Qué está haciendo ese francés loco estos días, hmm? —Envía sus saludos, desde el sur. —Cubierta de verde, con una baraja de cartas cerca. —Probablemente. —Ja. No creerías los problemas en los que se puede meter cuando tiene la oportunidad. Marqués. Demonio. Candida se ajustó las gafas, empujándolas hacia atrás por la esquina del marco y los miró por un buen, largo minuto. —No puedo distinguir tu tono, joven. Pero… no tan joven, ¿verdad? Tú, querido muchacho, estás vestido de negro. Chico y no chico. ¿Qué extraña oscuridad llevas? —Una pizca de tumba, de Xibalbá. —Ah, flores de simpatía —dijo la mujer, sonriendo con una sonrisa desdentada y juntando las manos—. Pero entonces mi tienda es demasiado modesta para acomodarte, porque creo que eres un gran señor. Por lo general, Hun-Kamé parecía un hombre muy refinado, pero cuando dijo “señor”, él se puso aún más erguido, más rígido, y Casiopea no solo podía imaginarse su diadema real, ónix y jade, sin duda, pensó que podría tocar eso. Se preguntó si alguna vez lo vería en su sala del trono, si estaría allí de la forma en que lo imaginaba, si su imagen se reflejaría en las paredes de la cámara, que también serían de ónix. Por supuesto que no podría, no lo haría; Xibalbá era su reino, y tan pronto como regresara a él, nunca volvería a saber de él. ¿Y qué haría? Dejada en una ciudad fronteriza como esta, mirando al cielo. —Soy Hun-Kamé —dijo el dios. —¿Y qué querría el señor de mí? —preguntó Candida. —Conocerías a los otros brujos cercanos. —Sí, pero ¿cuál buscas? —El Uay Chivo. La anciana hizo una mueca y chasqueó los labios, como si hubiera probado un plato desagradable. —Él. En su lugar, deberías comprar un ramo. Mucho más bonita que esa vieja cabra y también huele mejor. —Debo insistir. Me temo que no necesito flores. —¿No le agradan a tu amiga? Chica, ¿eres alérgica a ellas? Di que no es así. Casiopea negó con la cabeza. Hun-Kamé no se molestó en hablar. Al darse cuenta de que sus bromas no les divertían, la mujer soltó un bufido fuerte.

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—Bueno, entonces, si ese es tu deseo… el precio son siete gotas de sangre. ¿Pagarás? —Lo… lo haré —dijo Casiopea. Casiopea estaba detrás de Hun-Kamé, su segunda sombra. Ahora Candida llamó a Casiopea para que se acercara. Vaciló, dio unos pasos y pasó junto a jarrones llenos de flores. —Déjame ver. Una margarita al costado de la carretera. Más cerca, más cerca. ¿Y quién eres tú? —Poco importa quién soy —respondió Casiopea, irritada por el tono de abuela de la mujer. Además, era cierto. Era la moneda que solía pagar por su pasaje. —También modesta. Siéntate, siéntate a mi lado. La mujer dio unas palmaditas en una silla detrás del mostrador. Casiopea no se sentó allí, sino que se apoyó contra el mostrador, levantando la cabeza, un pequeño acto de desafío. —Estás demasiado delgada, niña. Eres casi toda huesos —dijo Candida—. Oh, mira esos círculos oscuros debajo de tus ojos. ¿No estás durmiendo bien? —No juegues conmigo. Toma tu sangre —respondió Casiopea, extendiendo la mano con la muñeca hacia arriba, como había hecho con Hun-Kamé. —Perderás tu dulzura si sigues así —dijo la mujer, chasqueando la lengua con desaprobación—. Ven aquí, cordero. Al darse cuenta de que no tenía sentido negarse, Casiopea fue detrás del mostrador y se sentó con cuidado en la silla vacía. La anciana agarró su barbilla con una mano y la apretó un poco, como se imaginaba que haría una tía inquieta, aunque Casiopea no lo sabría, sus tías le habían prestado poca atención. La anciana la soltó y se echó hacia atrás. —Siete gotas no es poca cosa. Siete horas y los sueños que sueñan los jóvenes, entonces. Puedo decir que hay muchos sueños en esa cabeza tuya. ¿Me darás las siete gotas? —Yo… supongo. seria.

—Debes estar segura. No podemos tener medios aquí —dijo la bruja, sonando —Estoy segura —dijo Casiopea.

La mujer sonrió. Agarró su alfiletero y sacó un plato de porcelana blanca de algún lugar debajo del mostrador, colocándolos uno al lado del otro. Hizo un gesto a Casiopea. —¿Quieres que me pinche con eso? —Bueno, cariño, algunas personas prefieren las espinas y se pueden arreglar, pero ¿no es mucho más eficiente? ¿Mmm? Casiopea frunció el ceño, pero agarró el alfiletero y sacó un alfiler largo de plata. Lo sostuvo con cuidado y lo presionó contra su dedo meñique. La sangre brotó. Dejó caer

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una gota sobre el plato. Otra cayó. El resto lo tuvo que apretar. Cuando terminó, le entregó a la bruja el plato con la sangre. —Aquí —dijo Casiopea—. Es tuya. —Gracias, querida —dijo la bruja, dejando el plato a un lado—. Eres una cosa diminuta y linda. Ven, también te daré algo, por tus problemas. ¿Qué tal una rosa lavanda? La mujer extendió la mano hacia un estante donde se guardaban ramos de flores, tomó una sola rosa y se la entregó a Casiopea. —Para tu amor, ¿eh? —dijo Candida, sonriendo—. Y ahora, descansa, y espero que esos sueños también sean dulces. —No sé a qué te refieres —dijo Casiopea, agarrando la rosa. No tenía novio y no necesitaba flores. La anciana seguía sonriéndole. Casiopea se sintió exhausta. Se sentó y, mientras lo hacía, cerró los ojos y se durmió.

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l camino a Xibalbá era una cinta de tinta negra que manchaba la tierra. La tierra en sí era un desierto gris, y cuando Casiopea volvió la cabeza para mirar al cielo, se dio cuenta de que no había estrellas ni luna. Sin embargo, la tierra estaba bañada por una luz tenue y brumosa, y aquí y allá, junto a la carretera, vio plantas que parecían más anémonas brillantes que cualquier vegetación ordinaria, brillando y moviéndose a medida que pasaba junto a ellas. Por encima de ella, algo enorme voló, batiendo sus alas y moviendo una brisa maligna. Cuando Casiopea se dio cuenta de esto, se asustó y se apresuró a bajar por el camino. Había pilares de piedra a ciertos intervalos, y ella se agachó junto a uno de ellos, escudriñando el cielo. Pero la criatura voladora había desaparecido. Casiopea, al darse cuenta de que estaba sola, volvió a caminar por la carretera una vez más. No tenía fin. Por fin llegó a un lago que brillaba con un azul inquietante, como si todas las estrellas hubieran caído al agua y se hubieran anidado en su fondo. Extendió una mano y tocó la superficie del lago, su luminiscencia elevándose, como para encontrarse con su mano. Se miró los dedos, se bañó en el resplandor azul y sonrió. Fue entonces cuando notó una gota de sangre que caía en el charco de agua azul, creando ondas en su superficie. Casiopea levantó las muñecas, dándose cuenta de que la sangre emanaba de allí, dos cortes como brazaletes decorando sus brazos. La sangre brotó más espesa, más rápido y, al caer, el lago se puso rojo. Se apartó del charco de agua y se apresuró a regresar al camino negro, pero el camino negro había desaparecido. En cambio, un camino del carmesí más profundo marcaba la tierra, como un hierro candente. Cuando lo pisó, empezó a hundirse, como si estuviera andando por arenas movedizas. Cayó hacia abajo, y aunque intentó salir gateando, no pudo encontrar ningún punto de apoyo, y cuando el camino se cerró sobre su cabeza, sintió el sabor cobrizo de la sangre en su boca. No había nada más que el latido de su corazón, el miedo arañando, en las profundidades de Xibalbá. Y en lo alto de la tierra de los hombres, un rey estaba sentado en un trono de obsidiana sobre un montón de huesos tan alto como una montaña, y sus ojos eran grises como el humo y ella lo conocía como Vucub-Kamé. Casiopea jadeó, mirando al techo. La habitación estaba a oscuras y apenas podía ver nada. Luego vino el clic de una luz. Volvió la cabeza y vio a Hun-Kamé sentado junto a su cama en una silla. Casiopea se incorporó sobre los codos. Tenía la garganta reseca y luchó por encontrar la lengua. —¿Qué pasó? —preguntó. —Te quedaste dormida —respondió simplemente. —¿En la tienda? —Por supuesto.

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—¿Cuánto tiempo dormí? —Siete horas, como prometí. Ha caído la noche. La había arropado debajo de las mantas y Casiopea intentó apartarlas para que pudiera levantarse y mirar por la ventana, como para confirmar este hecho, pero tan pronto como se quitó las mantas y se dispuso a moverse, un escalofrío recorrió su cuerpo. —Espera —dijo él, deteniéndola, con la mano en su hombro—. ¿Necesitas algo? —Agua —graznó. Regresó con un vaso y se lo puso en las manos mientras se sentaba en la cama. Casiopea se lo bebió. Le dolía bajar por la garganta, pero tenía mucha sed. Le devolvió el vaso y él lo dejó a un lado sobre la mesa de noche. Casiopea se frotó las muñecas, casi esperando encontrar cortes a lo largo de ellas, pero lo único que las adornaba era su brazalete de plata. —¿Tu sueño fue desagradable? —preguntó. —Yo… yo soñé con Xibalbá —dijo. No habló de la sangre, ni del camino que se enrojecía, el miedo supersticioso mordiéndole la lengua, como si al describir este incidente pudiera traer la desgracia a sí misma, ¡y su suerte, era negra! De alguna manera, identificó el sueño como un presagio, y su corazón sabía que no debía tentar al destino solidificándolo con palabras. Él también debe haber sentido esto; el instinto le hizo fruncir el ceño, un silencio incómodo se extendió entre ellos —¿Obtuviste lo que necesitabas de la bruja? —preguntó, deseando disipar el miedo que se aferraba a su cuerpo. —En efecto. Tengo la dirección del Uay Chivo y la garantía de que guarda lo que busco en su estudio, detrás de una caja fuerte con tres cerraduras —Pero puedes abrir las cerraduras —Si. —Entonces, ¿nos vamos ahora? —preguntó, ya cuadrando los hombros. —¿Por qué no descansas? —respondió. —Dormí durante horas —protestó. —Pero no descansaste. —Digo que nos vayamos ahora. Hizo un movimiento como para levantarse, pero él negó con la cabeza y le ordenó que detuviera sus esfuerzos. —Estará allí mañana, no hay necesidad de ir esta noche —le dijo. —Mañana podría estar muerta —respondió, incapaz de ocultar el borde del pánico en el que saltaba. El sueño había traído consigo el olor a tumba, el innegable recordatorio de que se estaban agotando las arenas de su vida, que necesitaba desalojar el fragmento de hueso. —Mañana no —le aseguró.

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—¿Me lo dirías si fuera mañana? —preguntó—. ¿O te quedarías callado? —No te he mentido. ¿Por qué debería engañarte ahora? —No me lo dijiste todo. No dijiste que tu hermano quiere gobernar y que le lleven ofrendas y… y todo eso. —Podría haberlo dicho antes, pero lo he dicho ahora. Puedes confiar en mí. Casiopea intentó agarrar el vaso otra vez, en un intento torpe, y en su lugar lo levantó y lo apretó contra sus manos. No quedaba mucha agua, así que cuando tomó un par de sorbos, él obedientemente lo llenó de nuevo, asegurándose de que su sed fuera saciada. Dejó el vaso en la mesa de noche. —El Uay Chivo es un hombre, no un dios, pero domina la magia. Espero traición de él y debemos estar alertas; no podremos permitirnos ningunas distracciones. Nos aventuraremos mañana por la noche. Ahora, abstente de esforzarte demasiado. Descansa. No tengas miedo, el miedo te cegará. —Es fácil no tener miedo si eres inmortal —dijo—. No si eres humano —El miedo es generoso y no se aloja exclusivamente en el corazón de los mortales —¿Y a qué temen los dioses? —preguntó. Había hecho la pregunta incorrecta. Hun-Kamé tenía una rigurosa precisión sobre él en todo momento; en ese instante pareció convertirse en una estatua de madera, incluso el ojo oscuro se endureció. Se dio cuenta de que él no respondería, como tampoco le había hablado del camino de Xibalbá ni de la sangre. Algunas cosas simplemente no se dicen. —Ahora estoy mejor —dijo, eligiendo un comentario inocuo para distraerlos a ambos—. Podríamos ir a buscar la cena. —Puedo pedirles que nos traigan comida. ¿Qué te apetece? —No lo sé. Deberíamos llamar a la recepción. Casiopea volvió la cabeza; Al darse cuenta de la rosa lavanda junto al teléfono, sus dedos alcanzaron el tallo largo, los delicados pétalos. —Mi rosa. —La bruja te la dio, así que pensé en traerla con nosotros —dijo—. Después de todo, pagaste por ello. —Pero no la pusiste en agua. Está empezando a marchitarse —respondió. Y de nuevo, se dio cuenta de lo que no debía decir, el recordatorio de la muerte, la putrefacción, los delgados límites de la existencia, como un manto sobre los hombros. Se dejó caer contra las almohadas, arrojó la rosa a la mesa lateral donde la había encontrado y se llevó las manos a las sienes, invadida por un repentino estallido de dolor. —¿Casiopea? —Me duele la cabeza. Mi madre solía decirme: “Todo se verá mejor por la mañana” —dijo—. Solo que no se vio mejor, y me temo que no se verá mejor mañana. Es mucho peor… el dolor. El dolor en mi mano y ahora en mi cabeza.

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—Por eso dije que descansaras —le dijo. —dijo.

—Descansar, descansar… es tan molesto. Te ves… te ves bastante bien. Increíble

Eso era cierto. Parecía bastante elegante y con estilo. Recordó haber leído un anuncio que decía que la mayoría de los hombres lucen bien con una chaqueta azul marino cruzada. Por supuesto que era magnífico; las solapas anchas y la cintura ligeramente ajustada solo servían para enfatizar sus fuertes hombros y le otorgaban una cómoda arrogancia. Sin duda parecía medio muerta, lo que era muy probable, y tonta y asustada, incapaz de calmar la ansiedad en la boca del estómago. Sueño estúpido, estúpido. Y ella también era estúpida por hacer tanto alboroto. Se mordió el labio. —No deberías verte tan bien —murmuró acusadora. —Tampoco me siento del todo bien, si debes saberlo. —¿Por qué? ¿Qué está mal? —preguntó. Se encogió de hombros. Ella sintió ganas de pellizcarle el brazo. No podía sentarse allí, pensativo, sin decir nada. Su cabeza iba a estallar si lo hacía. —Tienes que decírmelo —dijo. Tenía la espalda tensa, el ceño fruncido y cuando habló sonó como si el acabara de despertar de un extraño sueño. Las palabras eran forzadas, lo que no era propio de él. Cuando hablaba, lo hacía bien. Esculpió cada frase con graciosa seguridad. Cada palabra era una joya. —Es difícil de decir. A veces… cuando hablamos, es como si… me olvidara — murmuró. —¿Qué olvidas? Tan silencioso. El silencio entre las estrellas. Creyó que casi podía oír su sangre moviéndose por sus venas y su corazón era fuerte como un tambor, y cuando tocó las mantas, el crujido fue como arrastrar un mueble por el suelo. —¿Quieres decir algo? —preguntó de nuevo—. Me estás poniendo nerviosa. Como si ya no estuviera nerviosa. Todo.

—Me olvido de todo. Mi hermano, mi palacio, mi nombre —se apresuró a decir—.

No era exactamente la respuesta que esperaba, y el peso era tremendo, esta sola palabra, como una piedra. —Eso suena horrible —respondió. —No es horrible. Ese es el problema. Hay un segundo en el que creo que estaría bien olvidarme, sería la cosa más fácil del mundo. Pero si te olvidas de ti mismo una vez, lo harás dos y tres y pronto… Dejó de hablar. Su rostro estaba quebradizo. Había llegado a asociarlo con una dureza firme, la fuerza de la obsidiana. —¿Y si mi nombre no fuera mío? —preguntó—. ¿Y si mi nombre fuera completamente diferente?

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Vagamente recordó que él había mencionado un nombre secreto cuando estaban en Veracruz, pero no le gustó cuando lo dijo. —No entiendo —respondió y le habría pedido más detalles, pero él la miró como un hombre que está aprendiendo un nuevo idioma y no puede encontrar la palabra correcta en el diccionario. Y con eso se calló. Levantó la mano, dos dedos en el aire, tocó su frente y luego pasó los dedos por la línea del cabello. Casiopea estaba acostumbrada a pasar tiempo con Hun-Kamé en espacios reducidos, y él le estrechó la mano durante el viaje en tren, pero pensó que nunca se habían sentado tan cerca. Y el toque en su frente, no fue más personal que el breve toque de sus dedos sobre los de ella. Sin embargo, fue diferente. Pensó que él le había tomado la mano por simpatía, y ahora… —Me gustaría contar estrellas contigo. No sé de dónde saqué esta idea, pero está ahí —dijo. El polvo habla más fuerte cuando el viento lo agita, pero ella lo escuchó de todos modos y no sabía qué decir, y todo lo que había dicho hasta ahora había sido estúpido, así que ¿por qué ayudarían unas pocas palabras en este punto? Lo miró, desconcertada, incapaz de pronunciar una frase coherente. Extendió una mano, como para tocarlo como él la había tocado, una mano en su frente. De repente, Hun-Kamé se puso de pie, le tomó la mano izquierda y le besó los nudillos, como había pensado que harían los caballeros, el tipo de gesto adecuado para películas o poemas. —Te dejaré estar, Casiopea Tun —dijo. Ella asintió. Se fue a su propia habitación. Casiopea se quitó las sábanas y miró fijamente la mano que había besado. Pensó en cien cosas que podría haberle respondido, pero por supuesto que él la había dejado hace mucho.

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artín odiaba sentirse fuera de lugar. Esa era la única razón por la que se había embarcado de regreso a Uukumil en lugar de seguir adelante con su costosa educación. En Baja California estuvo inmediatamente fuera de lugar y lo sabía. Resultó que Tierra Blanca era un vasto complejo, un hotel y casino junto al mar construido en un estilo peculiar, recordando los elementos mayas de la tierra natal de Martín, pero también el movimiento Art Deco. Se sintió confundido e intimidado mientras caminaba por los pasillos de este edificio, la escala del proyecto hacía de su hogar en Yucatán, que había considerado muy elegante, insulso en comparación. Además, estaba el shock básico de descubrir que estaba en un hotel. Apenas había creído lo que veían sus ojos cuando la lechuza lo dejó en su perímetro, la noche ominosa y marcada por el zumbido de los insectos. Cuando entró y preguntó por Aníbal Zavala, le dijeron que él lo esperaba. Afortunadamente, los empleados del hotel le permitieron a Martín registrarse en una habitación, peinarse y desempolvarse la chaqueta, lo que tendría que satisfacer su vanidad por ahora. Martín se esmeró mucho en parecer un caballero, aunque carecía de gentileza. Después, un empleado vino a buscarlo diciendo que Zavala quería hablar con él. La oficina a la que fue escoltado tenía techos muy altos tallados con máscaras gigantes, de más de un metro ochenta de altura. Las cortinas estaban bordadas con patrones geométricos, y el escritorio junto a la ventana parecía ser un grueso tronco de árbol que no se había convertido correctamente en un escritorio: se veían demasiados de sus nudos, raíces y su calidad orgánica original. Detrás del escritorio estaba sentado un anciano, con el cabello gris, vestido con un traje color mostaza con una pajarita marrón oscuro. Tenía un bigote prolijo, y a su alrededor había un aire de orden y modales suaves que ocultaban algo más. —Bienvenido a Tierra Blanca. Soy Aníbal Zavala —dijo el hombre, levantándose de detrás de su escritorio y acercándose a Martín, que intentaba asimilar todo el viaje, el edificio, la habitación. —Soy Martín Leyva —murmuró estrechando la mano del hombre. —Supongo que, ¿has tenido la oportunidad de limpiarte un poco? —Sí. Tengo una habitación. —Bien. Aníbal extendió la mano hacia una caja de madera en su escritorio y sacó un grueso puro, cortándolo con cuidado y encendiéndolo con una amplia y cálida sonrisa. No le ofreció un cigarrillo a Martín que se metió las manos en los bolsillos sintiéndose

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ofendido e incapaz de quejarse. —¿Sabes por qué estás aquí? —preguntó Aníbal. —Vucub-Kamé dijo que debería reunirme contigo. —¿Y más que eso? —Dijo que necesito aprender los caminos de la sombra. —¿Entiendes lo que eso significa? Martín negó con la cabeza a la vez que el cigarro de Aníbal comenzó a brillar con un naranja apagado y dio una calada. —¿Entiendes la mecánica del reino de Xibalbá? —preguntó Aníbal. Martín se acordó del director de su escuela, a quien había odiado por sus restricciones, y esta vez no se molestó en negar con la cabeza, se limitó a mirar al hombre, ya odiando la conversación, como lo hacía cuando cualquier situación lo incomodaba. Normalmente, su táctica habría sido devolver el golpe, pero se obligó a morderse la lengua. —Ya veo —dijo Aníbal—. Bueno, supongo que deberíamos repasar lo básico. El anciano pasó una mano contra una estantería, sacó un libro y lo colocó sobre su escritorio. Martín miró el tomo, que era bastante grande y antiguo. En la página había varios círculos concéntricos. —Xibalbá se compone de nueve niveles. Por estos niveles desciende el Camino Negro, que llega a un muro hecho con las espinas de la ceiba. Más allá de este muro comienza una calzada que conduce a las puertas de la Ciudad Negra y permite el acceso al Palacio de Jade. Junto al palacio hay un lago donde el Árbol del Mundo apaga algo de su sed, y en el fondo del lago habita el Primer Caimán, que nadó en los mares primordiales y cuya cabeza fue cortada cuando el mundo nació. Aníbal pasó una página, tocando con el dedo una ilustración de dos páginas que representaba un lago con un árbol y, debajo del árbol, un caimán. La perspectiva estaba fuera de lugar, no era tridimensional, carecía de profundidad y Martín tenía problemas para entenderla. —Pocos mortales vivos han hecho el viaje por el Camino Negro. Es un camino largo y peligroso. Puede llevar años llegar a las puertas de la Ciudad Negra. Por supuesto, el Señor Supremo no espera que recorras el camino durante años. Debemos acelerar tu camino. —¿Cómo harías eso? —preguntó Martín. Aníbal pasó otra página y apareció un dibujo que se parecía al laberinto que le había mostrado Vucub-Kamé, una disposición de líneas negras que se ramificaban salvajemente, girando hacia adelante y hacia atrás. —Ciertos hechiceros y sacerdotes, y algunas veces ciertos mortales ordinarios, aunque estos solo en sus sueños, han encontrado su camino hacia la Ciudad Negra con más prisa. Lo han hecho deslizándose a través de las sombras. —¿Qué?

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—Si miras el camino con atención, hay puntos donde puedes sentir huecos. Puedes saltar de un hueco a otro, caminando por el camino con más facilidad. Pero debes tener cuidado. El Camino Negro es traicionero. Está cambiando, reorganizándose. No se queda quieto. Tiene hambre. —¿De qué? —Destrucción, dolor. Mantén tus pensamientos y tus pies en el camino, no te extravíes. La Tierra de los Muertos es enorme. Es fácil perderse. Martín miró la página, pero al hacerlo, se apoderó de él una sensación curiosa, como si las líneas que observaba no fueran realmente fijas. La tinta corría por la página. Un camino que podría haber jurado serpenteaba hacia la izquierda en realidad se doblaba hacia la derecha. —Qué locura —susurró. —Si miras con atención, Martín, y si concentras tu voluntad en ello, el camino te llevará al corazón de Xibalbá, al palacio. —Es más fácil decirlo que hacerlo, apuesto. —Apostarías correctamente. Te ayudaré a familiarizarte con él. Martín no era valiente. Su reticencia hizo efecto y levantó ambas manos, pidiendo a Aníbal que se detuviera. Un gesto inútil, pero nacido del instinto. —Espera. Ni siquiera estoy seguro de por qué estoy aquí. Vucub-Kamé habló de una contienda y Casiopea… —Una carrera. Si se trata de eso —respondió Aníbal. Las palabras de Martín lo desalentaron. —Sí, pero ¿por qué una carrera ridícula? Yo no… —Los juegos de los dioses, por supuesto. ¿De verdad crees que Vucub-Kamé y su hermano se enfrentarían con escudo y maza? —No veo por qué no. Todo suena estúpido. Los libros de mitología de Casiopea mostraban ilustraciones de hombres con lanzas, tridentes u otra arma. No había prestado atención a estos tomos, pero sin embargo vislumbró sus dibujos. Y también estaban los fragmentos de leyendas mayas que había escuchado. Una vez más, no les había prestado mucha atención, pero pensaba que los dioses peleaban a veces. En cualquier caso, tenía la impresión de una tremenda violencia. —Supongo que tu abuelo no te enseñó nada. Por supuesto que no. Maldita vieja momia de hombre que babeaba en su habitación con sus dolores y quejas. No lo dijo, pero al abuelo le gustaba más Casiopea, lo que era una bofetada. Ahora sentía que estaba siendo abofeteado de nuevo por otro anciano. —Mi abuelo es cauteloso —respondió Martín—. ¿Es mi culpa? Explicó cómo ayudó a Vucub-Kamé, que creo que es suficiente. —Hum. Pero no por qué. Aníbal apoyó la espalda contra el escritorio, sosteniendo con cuidado el puro entre

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sus dedos, como si examinara el envoltorio. —Los dioses mueven piezas a través de los tableros, joven. Eso es lo que eres ahora. Tu abuelo era una pieza, un movimiento, en una serie de movimientos. Ahora es tu turno y es un honor. —A mí me suena a tonterías —dijo Martín con acritud, frotándose la mano contra la nuca. Ya había tenido suficiente por una sola noche. Su viejo instinto de intimidar a alguien a quien percibía más frágil que él, porque Aníbal al menos parecía más frágil, un anciano, una figura de autoridad desagradable, estaba aumentando. —Ese lenguaje. Además, ni siquiera has preguntado por qué estás jugando. —¿Qué? —preguntó Martín. Martín notó que al puro le había salido una ceniza en la punta y necesitaba ser sacudido contra un cenicero, pero Aníbal no parecía tener prisa. —Para el mundo exterior, simplemente construí y soy dueño de este hotel. ¿Crees que soy un hombre de negocios corriente? —Supongo que no. —¿En qué soy diferente? —¿Cómo se supone que voy a saber? —respondió Martín. Aníbal abrió la boca y expulsó en espiral el humo del puro, elevándose hasta el techo, retorciéndose y expandiéndose, adquiriendo forma. Bailó sobre la cabeza de Aníbal, vivo, vital, con la forma de un animal de cuatro patas. —Soy un hechicero, pero más que eso, un sacerdote. Un siervo cordial del Señor de Xibalbá. Aníbal movió su dedo contra el cigarro y la ceniza acumulada se elevó, combinándose con el humo, para definir aún más al animal sobre él. Era un perro, y cuando Aníbal volvió a mover el dedo, el humo y la ceniza llovieron sobre el anciano, posándose como un manto sobre sus hombros. Entonces Aníbal abrió la mano izquierda y cayó ceniza al suelo, el laberinto que había estado contenido en la página ahora se reproducía allí, sus líneas extendiéndose y bailando alrededor de los pies de Martín. Dio dos pasos hacia atrás, pero la ceniza se elevó hasta las rodillas y se dio cuenta de que no podía moverse hacia atrás o hacia adelante. —Xibalbá, está aquí y está allá, el Camino Negro se extiende por todas partes. Los mortales se paran, respiran, caminan sobre Xibalbá y ni siquiera lo saben, habiendo olvidado su lealtad al Lugar del Miedo. Pero cambiaremos eso. Sabrán el nombre de su Señor Supremo. —Está bien, entiendo el punto —respondió Martín. Ahora su tono se suavizó cuando se dio cuenta de que el anciano era más peligroso de lo que había pensado. —¿Lo entiendes? Debajo de su rostro afable, Aníbal escondía un interior desolador, y sus ojos eran dos puntos de un rojo brillante, como si alguien los hubiera encendido con una cerilla. —Martín, estás jugando el único juego que importa. Es el juego de la creación

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—dijo Aníbal—. Se levantarán templos para Vucub-Kamé y habrá regocijo y habrá sacrificio. La ceniza y el humo se juntaron, formando un templo oscuro, y luego otro, hasta que decenas de ellos rodearon a Martín. Incluso alguien tan obtuso como él podría entender el significado de tal aparición. Inclinó la cabeza, asustado, pero también consciente de que no había forma de escapar de este destino, que seguiría el camino y de alguna manera aseguraría la victoria de Vucub-Kamé y con ella el mundo cambiaría. El anciano dejó caer descuidadamente su puro en un cenicero plateado y bostezó. —Bueno, deberíamos empezar ahora. ¿No te parece? Después de todo, tu prima estará aquí pronto —dijo Aníbal. Martín se estremeció. Cualquier hombre vivo que se enfrentará a la Tierra de los Muertos temblaría, pero también asintió. Aníbal cerró el puño y la ceniza y el humo formaron un amplio círculo, sobre el que dio un paso y le indicó a Martín que se uniera a él. Martín obedeció, mirando cómo la ceniza gris se volvía negra. Debajo de ellos el piso se derritió, como si fuera de alquitrán y Martín cerró los ojos. Tenía miedo, como cuando era un niño pequeño y pensaba que los monstruos acechaban debajo de su cama; solo que ahora lo hacían y él los ayudaba.

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l exterior de la casa de Uay Chivo era modesto; su pintura azul pálido se había pelado y las plantas en macetas de las ventanas estaban marchitas. El interior era una historia diferente. En primer lugar, Casiopea estaba segura de que el interior era demasiado espacioso, como si pudieran existir habitaciones adicionales dentro de los límites de esta casa, rompiendo todas las leyes de la física. En segundo lugar, estaba lleno de elementos peculiares e inquietantes. El estudio al que entraron tenía dos grandes estatuas de piedra de cabras, que encajaban, teniendo en cuenta el nombre del hechicero dueño del lugar, y espeluznantes ya que las cabras estaban talladas en un estilo muy realista, sus enormes ojos ciegos haciendo con que Casiopea frunciera el ceño. En los estantes había multitud de frascos llenos de hierbas y plantas secas, otros llenos de trozos de estrellas de mar y corales. Algunos contenían especímenes completos: peces, serpientes, lagartos, escorpiones, cuidadosamente conservados. Las botellas brillaban con sus líquidos y polvos multicolores, aquí un verde, allá un rojo vivo. Había una caja fuerte de metal, que Hun-Kamé manipulaba, revelando un pequeño cofre, y dentro de este cofre una caja aún más pequeña. La casa estaba a oscuras, no había nadie en casa, pero los ojos de las cabras de piedra no le permitían relajarse. Habían engañado a un dios y se habían invitado a sí mismos a la morada de un espíritu, pero aún no le habían robado a nadie. Este acto audaz le pareció a Casiopea más peligroso que sus encuentros anteriores, incluso si la casa estaba silenciosa y vacía. magia.

—¿Por qué tardas tanto? —preguntó, mirando a Hun-Kamé mientras trabajaba su

—Las tres cajas están hechas de hierro, lo que me molesta y, por lo tanto, avanzo más lento de lo que me gustaría —respondió. —Por favor, apúrate. Creo que escuché algo. —Estoy haciendo lo que puedo. No es solo el metal. Lanzó hechizos protectores. Hay cerraduras sobre cerraduras. Con un clic, Hun-Kamé finalmente abrió la tercera caja para revelar… nada. Se oyó una risa débil y maliciosa, y Casiopea se dio la vuelta para encontrar a dos hombres jóvenes, con el cabello peinado hacia atrás con demasiada pomada, y un caballero mayor parado en la puerta, mirándolos. Era el hombre mayor quién se había reído, un tipo canoso con un largo abrigo gris que se apoyaba en un bastón decorado con la cabeza plateada de una cabra, un cigarrillo colgando de sus labios. —Bienvenidos a mi casa. Supongo que las adecuadas presentaciones no son necesarias —dijo el hombre. Kamé.

—Sin embargo, las presentaciones son siempre adecuadas — respondió HunLos pasos del anciano proclamaron su identidad con tanta fuerza como si lo

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hubiera gritado a la puerta. Porque no se podía negar que este era el Uay Chivo. Su andar era extraño, y también estaban los ojos, con una extraña chispa en ellos, la inclinación de la cabeza, y todo a su alrededor ese… hedor: tabaco y cenizas, cubierto con una colonia empalagosa. —Te comportas de manera inapropiada, desordenando mis cosas. Dudo que hayas encontrado algo que valga la pena. silla.

Uno de los hombres ayudó al Uay Chivo a quitarse el abrigo y lo colocó en una —¿Quizás estabas buscando esto? —preguntó.

El anciano señaló el collar que llevaba, ahora revelado después de quitarse el abrigo. Parecía pesado y estaba hecho de cuentas de jade y una concha de ostra espinosa. —Las cajas eran para espectáculo. Lo llevo alrededor de mi cuello. Hun-Kamé no pareció perturbado por esta revelación. —De hecho, estamos buscando mi propiedad —respondió el dios simplemente. —¿Y pensaste que sería tan fácil poner tus garras en él? —Esperaba que no fuera demasiado complicado. El hechicero les sonrió, señalando con la punta de su bastón a Hun-Kamé, agitándolo mientras caminaba lentamente hacia ellos. —Entonces estarás muy decepcionado —dijo el Uay Chivo—. Te estaba esperando. Solo un tonto no habría adivinado este hecho. —Un hombre sabio elegiría las palabras que usa conmigo. —¡Sabiduría! Y sin embargo, querido señor, has sido muy imprudente, o no estaría usando el collar de un Señor de la Muerte. Me temo que no me inclinaré ante gente como tú. —No, inclinas la cabeza ante mi hermano —respondió Hun-Kamé—. Besas el polvo que pisa, sospecho. —Hago la voluntad del Señor Supremo de Xibalbá —dijo el Uay Chivo, y tan seguro debió haber estado en el apoyo de Vucub-Kamé que dio un paso adelante y presionó la punta del bastón contra el pecho del dios, una amenaza. y el sello de su autoridad. A Casiopea le recordaba a su abuelo. —Mi hermano menor es un usurpador que ha ganado su trono con engaño. Haces la voluntad de un mentiroso —dijo Hun-Kamé. —¿Importa? El poder es poder. Hun-Kamé apartó el bastón con una mano, un movimiento suave, como si estuviera quitando un trozo de pelusa de su traje bien hecho. —Te conozco, Uay Chivo. Eres uno de los Zavalas. Magos de carnaval con delirios de grandeza —dijo Hun-Kamé casualmente. El dios era todo desprecio silencioso y elegante, sus palabras no representaban

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ninguna amenaza. Era como si las amenazas estuvieran por debajo de él en ese momento, como si no desperdiciara el aliento en una criatura tan baja como el hechicero. El Uay Chivo tenía que agitar su bastón y gruñir, pero Hun-Kamé no lo haría. Fue una doble humillación, en palabras y gestos, la marca del más profundo desprecio. Y el anciano lo sabía. Dio un paso atrás, agarrando su bastón con fuerza con una mano, su cara roja. Le entregó su bastón a uno de los jóvenes que estaba junto a él y dio una calada profunda a su cigarrillo. —Magos de carnaval, ¿eh? —repitió el Uay Chivo. El hechicero examinó su cigarrillo con mucho cuidado. Las llamas salieron de su boca, descansando allí, calientes contra sus labios, antes de escupirlas y apartarlas con una mano arrugada, lanzando una bola de fuego contra Hun-Kamé. El impacto envió al dios a estrellarse contra el suelo, derribando una mesa auxiliar y un jarrón en el proceso. Casiopea se inclinó sobre él. —¿Eso parece el trabajo de un mago de carnaval? —dijo el hechicero triunfalmente. —Hun-Kamé —susurró Casiopea con urgencia, tocando su cuello, su pecho, su frente. La bola de fuego no había incendiado su ropa, pero su piel se sentía febril al tocarla. Tenía los ojos cerrados. Lo sacudió un poco. Los asistentes del hechicero sostenían cuchillos en sus manos, cortándose las palmas, y el Uay Chivo había comenzado a hablar, tejer palabras y un hechizo juntos. Casiopea, sin saber qué hacer, sostuvo a Hun-Kamé en sus brazos y observó cómo los hombres apretaban sus manos ensangrentadas contra el suelo, trazando un círculo a su alrededor, la sangre burbujeando y chisporroteando, como si el agua hubiera golpeado una cacerola caliente. A pesar de su miedo, que era real y vivo, lo suficientemente agudo como para hacer que le hormiguearan los dedos, Casiopea ahuyentó el pánico. No serviría de nada llorar o gritar. Ella no conocía la magia, se dio cuenta de que no podía deshacer este hechizo; por lo tanto, simplemente atrajo a Hun-Kamé más cerca de ella, como si pudiera protegerlo con su toque. Lo abrazó y miró fijamente a los hombres que los rodeaban, no con el rostro deformado por el terror sino con una mirada más distante. Un muro de fuego se elevó desde el lugar donde había caído la sangre. Era un fuego nacido de una llama extraña, azul en su base. Un momento era sólido, al siguiente tan endeble como una telaraña, pero temblaba como lo haría una llama. El hechicero le arrojó un puñado de ceniza y el fuego adquirió un tono casi violeta. El anciano y los jóvenes estaban contentos de sí mismos; se rieron y gritaron algunas obscenidades en su triunfo. Casiopea, sin saber nada, incapaz de comprender la naturaleza del hechizo, extendió un brazo con la intención de tocar la pared de fuego. —No —dijo Hun-Kamé, tomándola del brazo. Finalmente había abierto sus ojos oscuros y la miraba fijamente. Casiopea sintió una alegría tan estúpida, al darse cuenta de que él no estaba gravemente herido, aunque no podría haber muerto de tal lesión, inmortal como era, que ella casi pronunció un término tonto de cariño antes de que la cortara la risa del hechicero.

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—No podrás salir, pero te dolerá como el diablo si lo intentas —le susurró HunKamé al oído—. Más caliente que las brasas. Casiopea echó el brazo hacia atrás y asintió. —¿Qué fue eso? —preguntó el Uay Chivo—. Habla alto. ¿O mi magia te ha dejado sin palabras? Hun-Kamé no pareció ultrajado. Su ojo estaba frío, aunque se hallara un tanto oscuro, demasiado plano, un charco de tinta dirigido al hechicero de cabello plateado. —Tu magia es tenue, como pulque aguado, sin efecto. ¿Crees que tu hechizo aguantará? Ya puedo ver la tensión que te causa —dijo Hun-Kamé, y su voz tenía la misma llanura del ojo. —¿Tensión? No con este hermoso collar en mi posesión —dijo el Uay Chivo, tocando las cuentas de jade, las puntas afiladas de la concha de ostra. —Tu cara cuenta una historia diferente, enrojecida como la de un tonto. En efecto el rostro de Uay Chivo estaba enrojecido, gotas de sudor en la frente, corrían ahora por su rostro estrecho y enojado, como si hubiera estado corriendo por un tiempo. Incluso su voz sonaba sin aliento. La acusación empeoró las cosas, el rostro se puso más rojo. El hechicero mordió su cigarrillo con tanta fuerza que Casiopea pensó que lo rompería en dos. —No tengo que aprisionarte para siempre, Hun-Kamé. Solo tengo que frenarte. Para cuando llegues a Baja California, si alguna vez lo alcanzas, estarás débil como un gatito —dijo el Uay Chivo. —No cuentes con eso —dijo Hun-Kamé, y su voz era como la oscuridad de la noche, completamente quieta, lo nubló todo, atenuó las luces por un momento. Incluso las llamas que se elevaban a su alrededor se volvieron más suaves antes de saltar y brillar de un rojo violeta brillante cuando el hechicero arrojó otro puñado de ceniza a la barrera. —Disfruta tu tiempo en mi casa —respondió el Uay Chivo. Pero cuando salió de la habitación, se inclinó sobre su bastón con mucho esfuerzo, y uno de sus asistentes caminó a su lado, hablándole al oído. El otro asistente se quedó, obviamente destinado a vigilarlos. Casiopea y Hun-Kamé se sentaron uno al lado del otro en silencio. El guardia se envolvió la mano en un pañuelo y se cruzó de brazos, sentándose en una silla y mirándolos con atención. Al final se aburrió o se cansó y cerró los ojos. —¿Cómo saldremos de esto? —preguntó Casiopea en un susurro. —Me imagino que con un poco de esfuerzo —respondió Hun-Kamé lacónicamente. Casiopea enarcó una ceja ante sus palabras. —¿Fue una broma? —Supongo que sí. —No fue muy buena. —No tengo mucha práctica con ellas.

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Le sonrió y él le devolvió la sonrisa. Pasaron unos minutos antes de que se apartara a medias de Casiopea, contemplando el muro de llamas. —El hechizo es lo suficientemente sólido, pero hay una solución para cada acertijo —dijo Hun-Kamé—. Si me empujo contra las llamas, simplemente me quemaría el cuerpo y me retorcería de dolor. Pero no haré eso, no exactamente. Lo que necesitamos es que ese guardia venga aquí, justo al lado de la barrera. —¿Qué propones? —¿Tienes alguna práctica en jugar a la damisela en apuros? —Podría arreglármelas. —Bueno. El hombre está cansado; también lo está el Uay Chivo. La magia pasa factura. El agotamiento puede engendrar errores. Lanzaré una ilusión, me haré desaparecer. Debes armar un alboroto. Di que me escapé y lo acercas lo más que puedas. —¿Eso es todo? —Yo me encargaré del resto. Casiopea asintió. Hun-Kamé se puso de pie y lentamente levantó las manos. Él estaba allí, pero luego una oscuridad como la tinta se levantó del suelo, lo envolvió en un abrir y cerrar de ojos, y desapareció. El guardia que se suponía que debía vigilarlos tenía los ojos cerrados; no había presenciado nada. Casiopea esperó lo mejor, respiró hondo y gritó. —¡Él se fue! ¡Me dejó, se fue! El guardia se despertó sobresaltado y se puso de pie, su mano fue inmediatamente a la empuñadura de su cuchillo. —¡Ha escapado! —gritó Casiopea. Los ojos del hombre se agrandaron. Abrió la boca, pero no parecía capaz de creer lo que veía, la chica sola en el círculo de fuego, las manos lastimosamente presionadas contra su rostro. —Se fue, como una bocanada de humo, me dejó aquí. Por favor, ven, mira — balbuceó. El hombre parecía estar a punto de salir disparado de la habitación. Casiopea señaló el suelo. —¡Mira! Todo lo que le queda es una joya, un diamante diminuto, como la moneda que le arrojas a un mendigo. Creativa, su lengua, educada por libros y poemas. Las palabras, junto con su expresión angustiada, debieron haber funcionado. El guardia corrió hacia adelante, se paró junto al borde del fuego y se inclinó para mirar el diamante inexistente al que apuntaba Casiopea. De repente, el guardia fue arrastrado hacia adelante, Hun-Kamé volvió a ser visible cuando el hombre fue arrojado violentamente contra el suelo, la parte superior de su cabeza cayó dentro del círculo de fuego. La sangre brotó de la sien del hombre y Hun-Kamé lo arrastró, siguiendo el contorno del círculo, susurrando varias palabras. Era

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como si estuviera limpiando la tiza de una pizarra, la pared debilitándose, disolviéndose con cada palabra y cada gota de sangre del hombre. Cada eslabón de un hechizo es de gran valor. Derriba uno, los demás caerán, y esto es exactamente lo que hizo Hun-Kamé. Escribió, tachó, eliminó un solo enlace y el fuego violeta dejó de arder. Una vez que la barrera desapareció, Casiopea se inclinó, presionando una mano contra el cuello del hombre, aliviada al sentir un pulso bajo sus dedos. —Gracias a Dios, no está muerto —dijo ella. —¿Y si lo estuviera? —respondió Hun-Kamé encogiéndose de hombros, alisando las solapas de su traje—. Solo es un hombre. —Solo soy una mujer. No significa que puedas cortarme como una mala hierba, sin ningún cuidado o pensamiento; tampoco puedes cortarlo. —Olvidas, tal vez, quién soy. —Creo que eres noble, y matar a un hombre que no necesita ser asesinado sería innoble. ¿Estoy equivocada? —respondió. Detrás de su hermosa y pulida quietud, había un núcleo duro y feo. Su ingenuidad le permitió vislumbrarlo, pero no podía temerlo. Él había sido amable con ella y, por lo tanto, esperaba que su amabilidad se extendiera al mundo entero. Él debió haberse dado cuenta de esto y en lugar de responder con una palabra dura, levantó una palma cortésmente. —Eres amable. Seré amable, por tu bien —le dijo. En ese momento, se dio cuenta de que la mano de Hun-Kamé, que había utilizado para agarrar al guardia y empujar brevemente contra la barrera, estaba ennegrecida, como si se hubiera quemado. Esto la distrajo del significado de sus palabras, que, si hubiera analizado, le habría resultado bastante impactante, ya que él había dicho que tenía la intención de complacerla. Hizo esto por ella. —¿Estás herido? —preguntó. —No es una sensación agradable, pero pronto se remedia —respondió y sacudió su mano, los pedazos de piel ennegrecida se desprendieron, revelando una mano entera y perfecta nuevamente, que luego alcanzó el cuchillo que el guardia había dejado caer—. Pero sospecho que habrá más fuego y dolor. Ven, tenemos que encontrar el Uay Chivo. No puedo irme sin ese collar. Subieron las escaleras en silencio. La casa había sido una tumba cuando entraron en ella, y había vuelto a su quietud, sus pasos casi silenciosos. Al final de un pasillo, vieron a un hombre parado frente a una puerta y se retiraron. Era el otro guardia. —¿Ahora qué? —susurró. —Igual que antes, me haré difícil detectar. Mientras decía esto, la oscuridad como la tinta lo envolvió y desapareció, pero cuando miró detenidamente hacia las sombras, notó que eran más oscuras de lo que deberían haber sido, una cosa de terciopelo. Este trozo de terciopelo de oscuridad dio la vuelta a la esquina y se alejó. Casiopea apretó los labios y esperó. Hun-Kamé regresó un par de minutos después y la guio hasta la puerta que el

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centinela había estado vigilando, solo que el hombre ahora estaba tendido ante ella. —Vivo —señaló Hun-Kamé, medio en broma—. Nunca digas que no fui generoso contigo. —Si alguien pregunta, diré que eres el más generoso de todos los dioses que he conocido. —Tus bromas tampoco son buenas —respondió. Pero estaba sonriendo de nuevo; la práctica lo hacía más fácil. Se dio la vuelta y jugueteó con la puerta, abriéndola como había hecho con las cajas. La habitación del Uay Chivo estaba abarrotada con muchas botellas, frascos y objetos diversos, al igual que su estudio había estado lleno de extraños especímenes. En la habitación había dos esculturas de cabras que coincidían con las de la planta baja, pero las esculturas de esta habitación estaban hechas de una madera oscura y rica. También había una cama con dosel, pesada y ornamentada. Sobre ella dormía el anciano, con las manos contra el pecho, cubriendo el collar. Se movieron en silencio, pero apenas dieron tres pasos, las cabras de madera volvieron la cabeza en su dirección, mirándolos. La habitación se volvió más cálida. —Qué par de tontos descarados son —dijo el Uay Chivo, levantándose de la cama—. Entrando en mi santuario interior como quien entra en las fauces de una bestia. —Reconsidera lo que sea que estés planeando —dijo Hun-Kamé. La advertencia no tuvo efecto. El hechicero levantó las manos. Las cabras cargaron contra ellos. Casiopea pudo moverse hacia la derecha y saltar detrás de una mesa, poniéndola entre ella y una de las bestias mágicas. Esto ralentizó pero no disuadió a la cabra. La miró con sus ojos ciegos, bajó la cabeza y luego se precipitó hacia adelante, empujando la mesa con una fuerza brutal. Casiopea fue empujada hacia atrás, la cabra sujetó la mesa y a ella contra la pared. Podía hacer poco excepto mirar al animal mientras la miraba y trataba de empujar la mesa más fuerte, presionándola como a un insecto, enviando astillas que saltaban por el aire mientras perforaba la madera, contra la pared detrás de ella, y apretaba a la chica. Casiopea pensó que iba a morir, le estallarían los pulmones, porque seguramente nadie podría resistir a esto y sobrevivir. La cabra, frustrada por el lento progreso de tal esfuerzo, ahora intentaba morder cualquier parte del cuerpo de Casiopea que estuviera visible y disponible. Resultó ser la cara, y si no mordió media mejilla fue porque logró agacharse unos centímetros, evadiendo sus fauces, aunque esto enfureció a la cabra, que pateó los muebles y la apretó con más fuerza contra la pared. No pudo gritar. Su respiración parecía haber escapado de su cuerpo; flotaba en un espacio vacío y ninguna petición de ayuda surgió de sus labios. Hun-Kamé se lanzó hacia adelante, hundió su cuchillo en la cabeza de la criatura y gritó una palabra. Una onda, un crujido, recorrió la cabeza de la cabra y se partió en dos pedazos, y esos pedazos saltaron en el aire, el cuchillo saltó con ellos y la madera se partió en más pedazos. Se estrelló contra las paredes, se estrelló contra el suelo, temblando, retorciéndose y quedando inmóvil.

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Hun-Kamé apartó la mesa y atrajo a Casiopea hacia él. Se sentía deshuesada, una flor con el tallo roto, y si él no la hubiera abrazado, se habría arrodillado. En el lado opuesto de la habitación vio los restos de la otra cabra de madera. Respiró hondo y se llevó una mano a la garganta. —Aquel cuchillo, ¿dónde se ha ido? —dijo Hun-Kamé. Antes de que pudiera agregar algo más, la estaba apartando. Casiopea cayó de rodillas y vio cómo una larga cuerda de fuego lo azotaba y se enredaba alrededor de sus miembros. Hun-Kamé lo arrancó, pero incluso mientras lo hacía, el hechicero corría hacia él. Era un hombre, viejo, con el pelo gris salvaje, y luego, en un instante, no lo era. Había cambiado a la forma de una cabra monstruosa, tan grande como un caballo, con los cuernos negros afilados, los cascos pesados ​​y brillantes como el acero, los ojos rojos. La cabra resopló, abrió la boca y asomó la lengua de fuego, azotando a Hun-Kamé y arrojándolo contra uno de los postes de la cama, partiendo el poste en dos en el proceso. El dolor se disparó a través de su brazo y curvó los dedos en un puño, incapaz de ponerse de pie. El dolor la desgarró, hizo con que se le humedecieran los ojos y vio cómo la cabra se encabritaba y aplastaba a Hun-Kamé como una muñeca de trapo. Pero él había dicho un cuchillo. Había dicho un cuchillo y ella obligó a los dedos a desenrollarse. —Un cuchillo —susurró y una vez que lo dijo, se convirtió en lo único que podía importar, y el dolor en su brazo disminuyó. Corrió por la habitación, tirando pedazos de muebles incluso mientras luchaba por recuperar el aliento. Por fin lo vio en un rincón, medio oculto por una cortina, pero cuando estiró una mano para recuperarlo, la boca rota de la estatua de madera de la cabra, que yacía cerca, intentó morderle los dedos. Casiopea dejó escapar un fuerte grito y usó la pata de una silla para aplastar el trozo de madera, aplastar y aplastar hasta que no se movió. Lo pateó a un lado. Su mano se enroscó alrededor del mango del cuchillo. Otros trozos de madera comenzaron a temblar y se arrojaron contra su cuerpo, intentando arañarla y dañarla. Casiopea apuñaló ciegamente los restos de madera de la cabra, los pateó y logró trepar a un escritorio, escudarse del ataque. En este punto, la habitación estaba más que hecha un desastre, los muebles se volcaron y se hicieron jirones, las plumas de los cojines se extendieron sobre las alfombras. El Uay Chivo estaba pisando fuerte con furia, exhalando fuego que quemaba el cuerpo del dios y, aunque lo tocaba y no dejaba una marca permanente, Hun-Kamé parecía que estaba sin aliento. La cabra avanzó y le dio a Hun-Kamé un monstruoso empujón. El dios perdió el equilibrio y cayó de espaldas. Fue entonces cuando la vio e hizo un movimiento de agarre. El cuchillo. Lo arrojó en su dirección y él lo tomó con la mano izquierda. La cabra estaba saltando hacia adelante de nuevo, pero Hun-Kamé se puso en pie de un salto y cuando el animal echó la cabeza hacia atrás, aullando, Hun-Kamé rebanó un rápido arco en el aire, cortando casi completamente el cuello del animal. Era una hazaña de fuerza imposible para un hombre, y era aún más imposible que mientras la cabra yacía temblando en el suelo, la sangre filtrándose a través del enorme corte en su cuello, intentara ponerse de pie y lograra arrodillarse. Un hombre, arrodillado ahora, no una cabra, pero Hun-Kamé golpeó por segunda vez, y la cabeza se desprendió del cuerpo.

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Casiopea volvió la cara, el sabor a bilis y sangre en su boca. Cuando volvió a mirar, Hun-Kamé había arrebatado el collar de jade del cuello del muerto, sujetándolo con una mano. Un humo blanco y fétido se elevó del cadáver. Casiopea tosió y se le humedecieron los ojos. El humo no tenía rostro, pero tenía boca, y la boca decía palabras abrasadoras. —Xibalbano, ¿crees que me has derrotado? Mi señor levantará mis huesos antes de que pasen dos noches. —Y para entonces ya nos habremos ido, respondió Hun-Kamé. —Ah, sí, corre. Corre para encontrar tu destino. Pero puede que te encuentres superado en Tierra Blanca y yo seré vengado, de una forma u otra. Vucub-Kamé trae consigo una nueva era; eres la escoria del demonio. —Y tú, mientras tanto, estás muerto. La boca del Uay Chivo gruñó, pero no pudo morder, ya no podía hacer daño, y mientras la sangre del hechicero se enfriaba, como brasas menguantes, el humo se disipó. Ella saltó del escritorio. Hun-Kamé colocó el collar alrededor de su cuello y se volvió hacia ella. En sus mejillas, frente y en sus manos estaban las marcas de quemaduras negras dejadas por la cabra, pero se derrumbaron en el latido de un corazón, la piel nuevamente impecable. Sin embargo, la alcanzó y se apoyó contra ella, como un hombre que ha resultado herido en una desagradable pelea, como si ella se hubiera apoyado en él antes. —¿Estás bien? —preguntó. —Tan bien como puedo estar bajo las circunstancias —dijo, aunque sonaba sin aliento. Casiopea asintió y se secó la boca con el dorso de la mano. —Te cortaste el labio —dijo él. —Eso explica el sabor —murmuró. No tenía idea de en qué momento había sucedido—. Todo irá bien con los otros moretones. —¿Qué moretones? —contestó. Sus dedos rozaron sus labios, el toque más ligero, allí y luego se fue. Se dio cuenta de que él simplemente estaba lanzando su magia, curando cualquier corte y abrasión que tuviera, sin ninguna intención aparte de eso, pero su corazón dio un brinco. —Ya. Un truco útil, ¿no te parece? —dijo él. —Sí, pero ayudaría si también pudiera remendar ropa —respondió. Se veía un completo desastre, lo más alejado de un dios que uno pudiera imaginar, sus manos sucias de hollín y su cabello revuelto. Lo cual no importaba un poco, porque su corazón estaba bailando, y sonrió. —Dejemos esta ciudad —dijo él, sacudiendo la cabeza—. Y durmamos. —No podría estar más de acuerdo —respondió—. Y tal vez… tal vez, podríamos

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comprar una aspirina antes de eso. Sus labios se curvaron, sus ojos se aclararon. Le devolvió la sonrisa. Él no le había sonreído antes, o si lo había hecho no había sido así, su rostro torpe y sin adornos. La forma ingenua de la sonrisa la hizo quererlo. Se rio entre dientes a pesar de todos los dolores en su cuerpo, que no se desvanecieron tan rápido como la forma de los moretones.

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urmieron casi un día entero mientras el tren aceleraba hacia el oeste, la ruta más directa a Baja California en realidad los llevaba a través de Estados Unidos en lugar de México, siguiendo la frontera. Su descanso fue sin sueños y Casiopea estaba agradecida. No deseaba que la obsesionara la imagen del hechicero muerto, ni deseaba imaginar el Camino Negro y los suelos grises de Xibalbá. Un sueño profundo en su litera gemela fue una bendición. Cuando despertaron, se sentaron junto a la ventana. La tierra, el cielo y los cactus eran brillantes rayas de color. Una vista árida, tan diferente de las exuberantes selvas del sur, los charcos de agua azul donde se había refrescado. Baja California estaba más cerca ahora y con ella la sensación de que pasaría algo importante. Presagios en el aire, en las nubes, si hubiera sabido leer las señales. Hun-Kamé estaba callado y mantenía la distancia a pesar de sus estrechos espacios. Tenía una mirada amarga y se sentó muy firmemente en el sillón que daba a sus literas. La ponía nerviosa, esta estasis, incluso si conocía sus silencios. Eso irritó a Casiopea, haciéndola querer saltar y dar vueltas en contrapunto. Algo andaba mal. Su triunfo contra el hechicero debería haberles traído alegría. En cambio, se derribó. El sol quemó las ventanas; el calor era un calor blanco, como una sábana. De regreso a Mérida podría esconderse en el fresco patio de la casa, pero no había escondite en este tren, y a pesar de todas las sutilezas que contenía, hacía calor como una plancha allí. Abrió un poco la ventana (la suciedad y las cenizas entrarían, pero necesitaba refrescarse) y miró a Hun-Kamé por encima del hombro. El tren dejó escapar un largo silbido. Su mirada estaba en un punto lejano que ella no podía alcanzar. —¿Qué es? —preguntó, incapaz de soportarlo más. —Él sembró el camino para nosotros, pero ahora me pregunto qué florecerá — dijo Hun-Kamé. Al menos había hablado, rompiendo el silencio. —No entiendo. —Mi hermano me dejó todas estas piezas para que las recuperara, llevándome más lejos del corazón de mi imperio, de Yucatán. Un juego calculado, que no me ha molestado hasta este punto, pero ahora me pregunto… si primero hubiera encontrado el ojo en lugar del collar, podría haber sido mejor. Esto, alrededor de mi cuello. Pensé que sería suficiente, quería que fuera suficiente, pero no es suficiente… Mi fuerza disminuye. Apretó una mano contra su garganta. Había lanzado una ilusión y el collar de jade ahora parecía una corbata normal, pero estaba ahí. Ella lo percibió sin verlo.

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—Y tú también te ves más débil, más frágil —murmuró. No había mirado por la ventana, el paisaje no le preocupaba, pero ahora volvió la mirada hacia allí, ignorándola. Hablaba como si le hablara al desierto, la arena y el cielo, no a ella. —Debo regresar a casa. Cada segundo de distancia es insoportable. Xibalbá me necesita y yo lo necesito. A veces pienso que si paso mucho más tiempo en esta tierra no podré volver a donde estaba… a quien era —Negó con la cabeza—. No lo entenderías. —Entiendo. —Por favor —dijo con desdén. Su equilibrada indiferencia la ofendió. Estaba siendo grosero, cruel y, en lugar de aceptar esto como el capricho de un dios, ella habló con dureza y voz. —No te das cuenta, ¿verdad? —preguntó—. No ves la forma en que estás poniendo mi mundo patas arriba. Yo era alguien en Uukumil, alguien que tal vez nunca vuelva a ser. —Quitaré el fragmento de hueso tan pronto como recupere mi trono, no perderé ni un segundo —dijo, y las palabras fueron como un golpe. Ella levantó la cabeza en alto. Casiopea se paró justo enfrente de él, para que no pudiera mirar por la ventana e ignorarla. Casi sintió ganas de agarrarlo por las solapas de su chaqueta para enfatizar su punto. —No es el fragmento de hueso —dijo—. Es todo. No tengo idea de adónde iré después de esto, qué haré. ¿Alguna vez te preguntaste sobre eso? Volverás a casa, pero yo he abandonado la mía. Mi familia no me aceptará. —No es lo mismo. Se levantó. El calor del desierto redujo los límites de su compartimento, acercándolo más a ella. Pensó en una historia que mamá le había contado una vez cuando era mala, sobre chicas malvadas convirtiéndose en bolas de fuego. Podría jurar que estaba a punto de quemarse, pero lo miró fijamente. —Puedo sentir la mancha de tu mortalidad en mí, y debo limpiarla pronto — continuó. —Hablas como si fuera venenosa —protestó Casiopea. —Lo eres —dijo, descuidado y frío—. Y soy venenoso para ti, matándote con cada respiración que tomas. Si tuvieras un poco de sentido común, entenderías por qué me canso. Si tuviera mi ojo de vuelta, podría ser más fuerte, si estuviera en Mérida… pero estoy aquí, incompleto. No eres tonta, debes tener alguna idea… Mientras hablaba, las palabras se hicieron más agudas y ella se dio cuenta de algo, al oírlo hablar, algo que debería haber sido obvio desde el momento en que se despertaron y él se sentó, malhumorado, en su rincón del compartimiento. —Tienes miedo —dijo Casiopea maravillada. Miedo a la muerte. ¿De la vida? Cómo definirlo. Estaba claro entonces, el nerviosismo, la forma en que estaba parado, el timbre de su voz. ¿Y por qué no lo estaría? Inmortal, repentinamente enfrentado a la posibilidad de la mortalidad, de todos sus planes

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fracasados. Casiopea no era capaz de despertar mucho miedo por sí misma, aunque era consciente de que se estaba muriendo, que él le estaba quitando su esencia, y cuando estuviera lleno ella se arrugaría, una flor marchita. Por el momento, estaba más interesada en su reacción. Movió la cabeza hacia arriba, molesto, y no respondió. —Debiste decírmelo. Pensé que no temías nada —dijo, presionando. —Silencio ahora —dijo en voz baja—. Las cosas que nombras crecen en poder. Cerró la boca y lo miró fijamente, preguntándose qué mala suerte estaba invitando por hablar como lo había hecho. Había magia para tener en cuenta y las reglas de los dioses que ella no comprendía. Lo había hecho hablar, y tal vez debería haberlo dejado tranquilo, como él quería. —Lo siento —dijo Casiopea en un susurro. —No importa —respondió él, casualmente, y ella se dio cuenta de que había pretensión en su voz; estaba nervioso, pero no lo demostró abiertamente. Casiopea asintió, pero su angustia era palpable, una criatura asustada que rodeaba la habitación. —Veamos qué sirven en el vagón comedor. Probablemente sea algo repugnante, como rosbif —dijo, porque había tenido la oportunidad de mirar el menú y todos los platos norteamericanos la habían consternado. Lo tomó de la mano y antes de que pudiera objetar, lo arrastró fuera de su compartimiento. Pero en lugar de detenerse en el ornamentado vagón comedor, con su plata, cristal y porcelana, siguió su camino hasta que llegaron al vagón mirador. Había mesas, arregladas con material de oficina para que la gente pudiera escribir cartas a sus familias, sillas lujosas y ventanas panorámicas que ofrecían una excelente vista de las vías que se alejaban. El vagón mirador servía bebidas y comida ligera, funcionando como un salón, pero en ese momento no había servicio y apenas había otras personas allí. Todos debían estar cenando como es debido en el vagón restaurante o de lo contrario se habían acostado para dormir una siesta. Tenía mucho sentido dormir toda la noche. Casiopea se sentó y Hun-Kamé se sentó a su lado. Por el momento se olvidó de la idea de la comida y apoyó la cabeza en el cristal. —Bueno, si nos vamos a sentar aquí sin hacer nada, podríamos habernos quedado en el compartimiento —dijo después de un rato—. ¿Cuál es el motivo de esta excursión? —No todo necesita una razón adecuada. Quería salir de allí —dijo—. ¿Quieres volver? —Supongo que no. Un compartimento es tan bueno como otro. El traqueteo de los ejes era muy alto. Traca, traca, traca. Casiopea sonrió. —Me gusta el tren, pero creo que me enamoraré del automóvil —dijo, dando golpecitos con el pie a este ritmo. —¿Por qué? —Esto se dirige en una dirección, adelante y atrás en una línea. ¿Pero puedes

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imaginar un automóvil? Cortando en la dirección que quieras, sinuoso por las carreteras. ¿Los viste en la ciudad? Podrías hacer lo que quisieras en uno de esos —dijo, pensando en los vehículos que habían rodado ante sus ojos, creando un caos emocionante en las calles del centro de la Ciudad de México. Junto con la natación nocturna y el baile, este era uno de sus deseos más secretos y profundos. —Tú quieres volver a casa —dijo—. No quiero volver. No durante mil años, y sin embargo… no sé qué haré si no cuido del abuelo y voy a buscar los comestibles. Nunca lo había pensado seriamente, y ahora parece que debería hacerlo. O quizás no, quizás sea demasiado pronto. Tal vez no tenga sentido hablar de automóviles cuando no sé si viviré hasta los diecinueve. Pero sería divertido, ¿no? Viajar en uno. Tal vez viajar contigo. Él le lanzó una mirada extraña que ella nunca había visto antes. Catalogó todas sus miradas y pensó que ya las conocía. Esta mirada no reconoció. Le recordó el movimiento de una cerilla cuando golpea la caja. —¿Conmigo? Se sintió avergonzada, intentó encogerse de hombros. —Solo son sueños. —Casiopea —dijo. Su voz tenía un rumor profundo y agradable. Dejó que su mano cayera sobre la de ella. Nuevamente tuvo la sensación de estar en el vientre de una ballena, balanceándose suavemente, como lo había hecho durante el viaje desde la Ciudad de México a El Paso. Recordó que Jonás fue arrojado al mar para apaciguar a Dios, y yació acurrucado dentro de la criatura, pero no podía recordar, por su vida, lo que le había sucedido. Le acarició los nudillos con el pulgar y Hun-Kamé se inclinó en lo que ella interpretó como un movimiento para besarla. Había estado asustado e inseguro, y ahora estaba sereno, y fue ella quien sintió un escalofrío recorrer su espalda. Recordó una historia que había leído o escuchado, no recordaba mucho dónde, sobre hombres que se aprovechaban de las mujeres en los trenes, utilizando la privacidad del compartimiento como medio para hacer travesuras. Podría haber sido el sacerdote quien emitió la advertencia durante un sermón, era el tipo de cosas sobre las que podría sermonearlos. Viajar en tren y encontrarse con un hombre extraño y atrevido. Besa a un hombre y pronto se tomará libertades contigo. Espera un poco y estarás embarazada de un bebé bastardo para ser bautizado en la iglesia, con un solo apellido a su nombre. Sí, los hombres podrían ser descarados en un tren. Y también las mujeres, reflexionó. Después de todo, ella estaba aquí, con él. Persiguiendo aventuras, una fantasía. Persiguiendo algo. Tenía opresión en la garganta, y el sol brillaba con dureza a través de la ventana, oscureciendo aún más su ojo oscuro, como si objetara su luz y evocara más sombras. Como ya había desechado siete capas de decencia, decidió que una más no importaría, y que si intentaba un beso lo permitiría. —Me gustan tus sueños, querida niña —dijo en voz baja. —Nunca los había dicho en voz alta —le dijo.

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Eso era cierto. Había plasmado todas sus fantasías como flores secas en libros, cuidadosamente escondidas donde ni Martín ni Cirilo las vieran. Rara vez, a altas horas de la noche, se había permitido contemplarlas. Si las hubiera declarado en voz alta, Casiopea las habría dejado arraigar en su interior, y no podía permitirlo. En cambio, las pulió en secreto, los pedazos preciosos que eran, pero pedazos y no totalidades. Ahora comprendía su escasez de palabras. No la besó. Se quedó junto a ella, presionando su frente contra la de ella en su lugar, lo que era peor que cualquier libertad que pudiera haberse tomado, más pura. —Las palabras son semillas, Casiopea. Con palabras bordas narrativas, y las narrativas engendran mitos, y hay poder en el mito. Sí, las cosas que nombras tienen poder —dijo. Casiopea apretó las manos y su corazón también se apretó, y asintió solemnemente, aunque también suspiró cuando él se apartó de ella. Ambos estaban callados y eran tontos, los dos, pensando que estaban caminando alguna con delicadeza, y que, si de alguna manera moderaban sus voces, detendrían la marea de la emoción. Las cosas que nombras crecen en poder, pero otras que nunca se susurran se aferran al corazón de uno de todos modos, lo rompen en pedazos incluso si una sílaba no escapa de los labios. En cualquier caso, el silencio era inútil, ya que algo se le escapaba al dios, de todos modos: un suspiro a la altura del de la chica.

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V

ucub-Kamé caminó por los jardines de su palacio, pasando por estanques llenos de minúsculos peces brillantes, hasta que llegó a un lago de considerable tamaño. Puso una mano sobre una de las ceibas que crecían junto al lago, más grande que cualquiera de los otros árboles, sus enormes raíces hundiéndose en el agua. Las ceibas de Xibalbá tenían un tono plateado, pero esta en particular era más brillante que el resto, sus hojas más luminosas, casi iridiscentes. El lago también era especial, sus aguas nunca reflejaban nada. Ni una hoja ni una rama, ni la figura del Señor de la Muerte rodeándola. Aunque curiosamente claras, las aguas parecían sin fondo y ningún pez nadaba allí: solo el Gran Caimán, en sus profundidades, que había recorrido los mares cuando el mundo era joven y bullía con la furia del caos. Fragmentos de caos permanecían en el agua, razón por la cual rechazaba los reflejos y por qué Vucub-Kamé no podía leer portentos en sus profundidades. Curiosamente, los augurios funcionan siguiendo los principios del orden. O no tan curiosamente. Después de todo, la profecía traza caminos limpios. La habilidad de Vucub-Kamé radicaba en presenciar la flecha de lo que podría ser, en seguir el hilo del orden entre lo que otros pensaban que era simple casualidad. Los hombres también tenían este don, pero al ser un dios, su poder no tenía paralelo. Sin embargo, cuanto más tiempo pasaba, más desorganizadas se volvían sus visiones de su propio futuro. Vucub-Kamé no había intentado adivinar el futuro desde que dejó la casa de Xtabay, pero había estado considerando los hechos tal como los conocía, considerándolos con mucho cuidado. Y recorrer, paseando junto al lago y preguntándose sobre la fuerza del caos en sus planes finamente trazados. Vucub-Kamé estaba solo, los asistentes del dios habían sido despedidos por el momento. Sin embargo, ahora dos hombres se acercaron al Señor de la Muerte, inclinándose cuando lo alcanzaron. Aníbal y Martín. Había enviado a por ellos. Después de haberse humillado lo suficiente, Vucub-Kamé les pidió que se levantaran. —¿Qué te parece mi reino? —le preguntó Vucub-Kamé a Martín. El pesado collar de obsidiana alrededor de su cuello acentuaba la dureza de su rostro, dando a sus palabras un peso adicional. —Es interesante —murmuró Martín. Fue prosaico y, sin ningún deseo por lo fantástico, hubiera preferido mantener los ojos cerrados durante todo el viaje. Mejor preguntarle a una babosa qué piensa de la arquitectura de una ciudad. —¿Crees que puedes recorrer su camino solo? —preguntó el dios, consciente ahora de que no había necesidad de formalidades y preguntas amables con el chico Leyva, y algo irritado por esto ya que la vanidad de los dioses se extiende a sus construcciones y seguramente deseaba escuchar una larga exultación por la belleza de la Ciudad Negra. —Martín progresa —dijo Aníbal.

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—Rápido, espero. Aníbal inclinó la cabeza, un gesto deferente. Vucub-Kamé comenzó a caminar de nuevo y los hombres lo siguieron, perros esperando las sobras de su amo. En los árboles, los pájaros negros miraban al trío pero no cantaban. El dios había estado irritable últimamente, por lo que sabiamente se guardaban sus melodías tristes para sí mismos. —Tu hermano está muerto, Aníbal —dijo Vucub-Kamé casualmente—. El problema con el chivo viejo es que siempre está subestimando las dificultades de ciertas tareas. Vucub-Kamé se dio la vuelta para mirar al hombre Zalazar directamente a la cara. El dios no parecía disgustado, pero el viento que había estado tirando de su cabello pálido cesó, volviéndose tímido. —Escucha con atención. Hun-Kamé y la niña llegarán pronto a Tijuana. Tú, Leyva, los encontrarás allí. —¿Yo? —preguntó Martín—. ¿Por qué? —Porque establecí las pautas desde el primer paso y porque quiero ofrecer ciertos términos a tu prima. —¿Qué términos? —Los detalles no te conciernen. Los encontrarás y amablemente los acompañarás a Tierra Blanca. Y tú, Aníbal, también serás amable. Sin rechinar de dientes ni tontas venganzas. —Mataron a mi hermano —dijo Aníbal. —Como si eso fuera solo una condición temporal. —Es el principio, mi señor, y usted sabe exactamente cómo… —Sé exactamente lo idiota que puedes ser a veces —respondió Vucub-Kamé con voz dura—. Pero no me interesan las estúpidas demostraciones de pirotecnia y cualquier magia bruta que tengas. Hun-Kamé y la chica serán recibidos como invitados de honor. Especialmente la chica. Aníbal Zavala había ayudado a Vucub-Kamé a supervisar la construcción de la estructura en Tierra Blanca, así como en la fabricación del hacha que le había robado la cabeza a Hun-Kamé. Sin embargo, eso no significaba que el dios lo trataría con amabilidad si desobedecía. —¿Casiopea? —se burló Martín. —Ata esa lengua tuya. Puedes hablar cuando te haga una pregunta. Los ojos de Vucub-Kamé eran del color de las cenizas que han permanecido en la chimenea durante mucho tiempo, todo el calor se filtró de ellos. Si Martín hubiera prestado más atención podría haberlo notado antes de hablar, pero no era un hombre de sutilezas. Ahora los ojos se habían enfriado y Martín cerró la boca de golpe. —Tu prima será como nuestra amiga más querida; se le ofrecerán manjares y regalos. Le hablarás amablemente e intentarás hacerle ver, una vez más, lo mucho más fácil que sería ponerse de mi lado. ¿Entiendes ahora, chico?

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—Sí —dijo Martín. —Asegúrate de que el progreso del que hablaste se convierta en certeza —dijo Vucub-Kamé, volviendo la mirada hacia Aníbal. Ni siquiera se molestó en ordenar que se fueran. Los hombres se inclinaron y se fueron por su propia voluntad, la impaciencia del señor los animó a huir como buitres asustados. Vucub-Kamé estaba junto al lago, ahora solo, para sopesar sus preocupaciones. Se le había ocurrido que había encontrado el problema en sus planes: Casiopea Tun. Ella era la semilla de todo este problema, habiendo abierto el cofre en primer lugar. A pesar de esto, Vucub-Kamé la había considerado como una pieza menor en el juego: alguien tenía que abrir el cofre, no le importaba quién lo hiciera ni cuándo. Pero Vucub-Kamé había comenzado a preocuparse por el valor exacto de la mortal. Los símbolos son importantes tanto para los hechiceros como para los dioses, y Vucub-Kamé debería haber identificado este símbolo en particular antes. Casiopea, como ciertas ranas diminutas y coloridas en la jungla, era más peligrosa de lo que uno podía imaginar a primera vista. Ella era, después de todo, la doncella, y hay poder en este símbolo. Una vez, los Señores de Xibalbá habían ejecutado a dos hombres mortales cuando los hombres los desafiaron a un juego de pelota. Los cuerpos de los mortales fueron enterrados bajo el juego de pelota en Xibalbá, pero la cabeza de uno de ellos fue colocada en un árbol. Una doncella se acercó al árbol, y cuando se acercó a él, la cabeza del muerto le escupió en la mano. Embarazada de esta manera mágica, dio a luz a los Héroes Gemelos que regresaron para vengar a su padre muerto y, finalmente, lograron devolverle la vida. Aunque los mortales destrozaron la historia al narrarla, porque la historia concluyó con la derrota de los Señores de Xibalbá y los dioses persistieron, había una pizca de verdad en el mito. Pero lo que importaba no era la veracidad de la historia, sino su poder. El símbolo. El significado oculto. Una mujer, un renacimiento y la restauración de algo perdido. Un recipiente, un conducto por el que todo se renueva. Allí estaba ella, la chica, acompañando a Hun-Kamé, y eso podría significar que no era nada, estrictamente una chica común con pensamientos ordinarios y la carne débil de todas las cosas que morirán. O podría ser otra cosa. Cómo saberlo, no tenía ni idea. Había magia en el aire, el baile del caos y el destino, y Vucub-Kamé se puso más gris en su descontento, preguntándose cómo sacar ese poco de arena que se había hundido en sus ojos y lo irritaba mucho. La chica. Si Vucub-Kamé hubiera podido matar a Casiopea, sin duda lo habría hecho. Pero era imposible, con su cuerpo humano protegido por la fuerza de un dios. Había pensado en sobornar a la chica. Por eso había enviado a Martín a buscarla a la Ciudad de México, con la esperanza de convencerla de que se pusiera de su lado. Podía ofrecerle la recompensa de los mares, cadenas de perlas y joyas de la tierra, el tipo de promesas que vuelven tontos a los hombres. O bien, una forma de magia, la capacidad de tejer hechizos nigrománticos y hacer que los muertos hablen. También el poder, sobre toda una ciudad, toda una extensión de costa; incluso podría cumplir su parte del trato.

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Vucub-Kamé podría intentar convencerla de esta manera, pero sospechaba que ella lo rechazaría. Entonces, qué hacer. La lechuza de Vucub-Kamé le había traído un dato interesante ese día. Antes, la lechuza había capturado toda la risa de Hun-Kamé en una concha blanca. Esta vez trajo dos conchas. Escondido cuidadosamente dentro de una concha de caracol negro, estaba el suspiro de Casiopea. Era algo delicado, como una mariposa nocturna. También bonita. Con trazos de carmesí y azul, pintaba un cuadro de la más exquisita angustia. Vucub-Kamé fue capaz de recrear un poco la mente de la mujer que había exhalado este suspiro. No podía saberlo todo, pero sacó conclusiones, que fueron claras y precisas, ya que, después de todo, era un guardián del día, acostumbrado a provocar historias con la hoja más pequeña y el guijarro que había en el camino. Por lo tanto, supuso que Casiopea Tun, en lugar de ser atraída por cofres de tesoro y concursos de poder, estaba enamorada de su hermano. Hun-Kamé era el premio que deseaba. Vucub-Kamé sabía que debía jugar con este punto débil, pero no había determinado cómo podría lograrlo. Ahora, sin embargo, mientras reflexionaba sobre las aguas del lago, sus pensamientos se solidificaron. Si ella quería a Hun-Kamé, de alguna manera podría concederle Hun-Kamé. En verdad, no había otra forma de que pudieran esperar estar juntos, porque de lo contrario tal ejercicio estaría inmediatamente condenado al fracaso. ¿Y Hun-Kamé? ¿No se opondría a semejante plan si se enterara de ello? Pero, ah, estaba el asunto de la segunda concha. Esta fue amarilla. Oculta en ella había otro suspiro. La mente de quien había emitido este suspiro, Vucub-Kamé no pudo recrear tan completamente como en el caso de Casiopea: era el suspiro de Hun-Kamé, su esencia inmortal de xibalbano protegiendo los pensamientos y deseos desnudos. Sin embargo, Vucub-Kamé pudo escuchar lo suficiente del elemento mortal que, aunque de manera vacilante, pintaba una imagen diferente. No exquisita en su construcción, ni ligera como la de Casiopea, pero tosca como una talla inacabada. El dibujo de un hombre en ese suspiro. Aquí estaba la mortalidad que afligía a Hun-Kamé, y que Vucub-Kamé había pensado que conduciría a una contienda y una decapitación. Ahora vislumbraba otro camino, más tenue pero menos oneroso. A la izquierda o a la derecha el camino se bifurca, ¿qué importaba la dirección que tomara si Vucub-Kamé obtenía su corona? Porque el suspiro de Hun-Kamé dejaba en claro un asunto. Que, increíblemente, la inmortalidad le pesaba, le irritaba, luchaba contra ella. ¿Alguna vez un dios ha abdicado de su eternidad por una mujer? No. No se pueden esperar tales idioteces de nada inmortal. Pero los mortales descienden a paroxismos con bastante frecuencia. ¿Y qué era Hun-Kamé ahora sino medio tonto, su voz joven, su ojo casi desprovisto de sombras? Suspiraba y anhelaba, y en ese anhelo había una debilidad que explotar. Ambos estúpidos títeres de carne inofensiva. Vucub-Kamé arrojó las conchas al agua. Causaron ondas, pero en esas aguas no

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podía ver ningún futuro, ni tenía la intención de hacerlo. El gesto fue uno de desafío contra el caos que conspiraba contra él. —Es mi reino, para mí solamente y para que yo lo conserve —le dijo al agua. Con ojos plateados y una sonrisa como el borde del mar voraz, Vucub-Kamé se dio la vuelta y regresó a su palacio.

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L

as pistas cambiaron en Mexicali. El riel se convirtió en una vía estrecha, y este tren más pequeño al que habían cambiado traqueteó dolorosamente, llegando finalmente a Tijuana. Hacía mucho calor: llamaron a la carretera al sur de Tijuana “la carretera al infierno” por una razón. Incluso la sombra del cobertizo encalado que servía como la “estación” del tren, con algunos bancos y poco más para lucirse, no ofrecía consuelo. Hun-Kamé y Casiopea se abanicaron con sus sombreros y contemplaron la ciudad fronteriza. La prohibición había sido buena para Tijuana. La Avenida Revolución, la arteria de la ciudad, estaba repleta de hoteles y establecimientos que vendían curiosidades a los turistas. Había hileras de restaurantes, muchos de los cuales se anunciaban en inglés. Los vendedores ambulantes caminaban por las calles intentando atraer a los recién llegados con sus mercancías. En una esquina, un hombre estaba parado con un burro pintado como una cebra, ofreciéndose a tomar fotografías de niños montados en su lomo por una tarifa baja. El número de salones se había duplicado en el lapso de unos pocos años. Los clubes de juego se multiplicaron: Montecarlo, el Tivoli Bar, el Foreign Club. Establecimientos obscenos mezclados con otros que prometían vislumbrar el “viejo México”, una falsa creación más romántica que cualquier película de Hollywood. Pero ¿qué sabían los turistas? Los estadounidenses entraban en tropel a México, listos para construir un nuevo patio de recreo para ellos, para beber la bebida que estaba prohibida en Los Ángeles, San Diego y San Francisco, pero fluía abundantemente a través de la frontera. La Señora de la Moderación no tenía morada aquí. El bar más grande del mundo estaba en Tijuana y cobraba quince centavos por una cerveza. Incluso en lugares tan lejanos como Nueva York, la gente hablaba de casinos como el Sunset Inn, donde se podía ganar o perder una fortuna jugando al faro y al monte. También había música. Bailarines, incluso magos sacando conejos de sombreros. Todos visitaban Tijuana, bloqueando los cruces de Calexico y San Ysidro. Gloria Swanson, Buster Keaton, Charlie Chaplin, todos se aventuraron allí. Hombres ricos con trajes de tweed del este, muy formales, se soltaban en la pista de baile. Tipos salvajes amantes del jazz se abrieron paso por la ciudad. Criminales, prostitutas, traficantes de licores y la flor y la crema de la sociedad, apiñados, fumando cigarrillos, rechazando el tequila, golpeando los billetes de un dólar. Casiopea y Hun-Kamé se abrieron camino a través de este refugio de hedonismo y entraron en uno de sus hoteles, donde hablaron con un empleado que les dijo que tenían que alquilar un automóvil para llegar a Tierra Blanca. —Es el maldito mejor hotel y casino de este estado. Vayan por la costa, pasando Rosarito —les dijo el empleado—. Hay vehículos dispuestos a llevarlos por la mañana, pero escasean por la noche. Como ya era de noche, y como ambos estaban cansados ​​de su aventura en El Paso

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(aunque a estas alturas Casiopea siempre estaba cansada, no por alguna razón), HunKamé reservó dos habitaciones. El empleado les aseguró que les buscaría un automóvil por la mañana. Casiopea no perdió tiempo en ponerse el camisón y caer sobre la cama. La habitación estaba abarrotada y mal ventilada. También había demasiadas almohadas y las tiró al suelo. Había eludido Xibalbá las noches anteriores, pero ahora regresaba la pesadilla. Vio el Camino Negro, el paisaje gris con sus extrañas plantas. Casiopea tuvo la sensación de que no estaba sola, el susurro de alas la alertó de algo extraño en el aire. Nuevamente llegó a un lago de azul puro, brillando suavemente, y luego estaba la sangre brotando de sus muñecas. La sangre corría por su cuerpo, la piel se desprendía de sus huesos, dejando la carne palpitante, y pájaros con picos poderosos la picoteaban, desgarrando trozos de carne. Le picotearon los huesos para limpiarlos y luego esos huesos fueron colocados debajo del trono de obsidiana, y Vucub-Kamé se sentó en este trono con un collar hecho de cráneos humanos alrededor de su cuello. Se despertó gritando. Las habitaciones estaban conectadas, y Hun-Kamé debió haberla escuchado porque entró corriendo, luciendo sorprendido. Al principio Casiopea no dijo nada. Estaba terriblemente avergonzada. Ella lo había despertado y él parecía completamente inseguro de si debía hablar o salir corriendo. —¿Qué es? —Morí —le dijo, con la boca temblorosa, aunque había querido decir “Tuve un sueño, me volveré a dormir”, incluso si el sueño la había seguido, la habitación inquietantemente silenciosa, las sombras demasiado oscuras. En el suelo, una almohada podría haber sido una criatura salvaje lista para atacar, y el papel pintado, era el follaje de una jungla lejana. —Estuve en Xibalbá. El nombre, tan suave, como el ala de un insecto, y su rostro, al oírlo, tenso, inseguro. Apartó las mantas de una patada y se puso de pie, con la voz ronca. —¿Qué pasó allí? Ella sacudió su cabeza. —Había sangre, mi sangre. El camino se volvió carmesí con ella. No quiero decir más; me dijiste que no deberíamos hablar de ciertas cosas. Se frotó la mano izquierda, que le dolía, y miró al suelo, con cuidado de evitar las sombras demasiado oscuras en las esquinas, que parecían espectros negros. Sabía que, si las miraba, podrían cambiar y sonreírle. Estaba el recuerdo de la muerte en la oscuridad, la muerte del sueño, pero no más falso por su naturaleza onírica. —¿Duele de nuevo? —preguntó él. —Sí —dijo. No solo la mano. La cabeza, su cuerpo, dolor como una corriente que la atravesaba. Agujas y alfileres en brazos y piernas, un sabor amargo en la boca. El dolor venía y se iba, pero no terminaba. Él se acercó y tomó su mano. El dolor disminuyó y la soltó. Ella lo miró.

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—Pido disculpas por la incomodidad, tanto el dolor físico como el dolor que puede causarte mirar Xibalbá —dijo él—. Sé que contemplar mi reino de polvo y humo no es algo sencillo para un mortal. —Ayer fue sueño; mañana será tierra. Poco antes, nada; y poco después, humo —respondió ella. Fue un reflejo automático. En su deseo de calmarse, estiró su mente, buscando algo familiar, y terminó encontrando el viejo tomo con los sonetos de Quevedo. Una mala elección, pero apresurada. —Palabras bonitas —dijo él—. ¿Qué quieren decir? —Es un poema, de uno de los libros de mi padre. Se titulaba “Significase la propia brevedad de la vida, sin pensar, y con padecer salteada de la muerte”. No creo que me importaría si la vida fuera breve, si solo… —¿Si solo qué? —la presionó, cuando ella no habló. —Te reirías. —No me rio mucho de ti. Por lo general, ella no le habría dicho una palabra a él, a nadie, pero su miedo se aferró a ella como una telaraña, y en su intento de sacudirse, olvidó que debería haber estado mortificada por hablar tan claramente. De hecho, balbuceando. Al final, ¿qué le importaba a ella? ¿Y no le había contado ya tantas cosas? —Me gustaría bailar. Los bailes que no podíamos bailar en Uukumil. Mi madre, dijo que un vals había estado bien en su día, pero ahora ha escuchado que la gente baila demasiado rápido. Pero me gustaría bailar rápido. No sabría por dónde empezar, no se imaginaba cómo era el Charleston, pero se susurraban palabras, incluso en pueblos como Uukumil, sobre los bailes, los zapatos y los vestidos que llevaban las chicas. Suficiente para sembrar la idea en su mente, dejar que echara raíces. —¿Y qué más? —Nadar de noche, en el Pacífico. Para probar el agua, probar la sal. Para ver si tiene un sabor diferente al agua de Yucatán. Se rio entre dientes ante esto. —¡Dijiste que no te reirías! —lo reprendió ella. Mientras hablaba, los sonidos de la ciudad regresaron. La nota distante y estridente de una trompeta sonó en la noche, las risas de los peatones se derramaron contra su ventana y la habitación se volvió ordinaria: la cabecera, lisa y lacada, las almohadas en el suelo un pálido trozo de algodón, el papel pintado un dibujo de romboides. Casiopea y Hun-Kamé también eran normales, sentados en la penumbra de cualquier noche de primavera. Habían ahuyentado a las extrañas sombras que se habían deslizado a su lado. —No me rio por malicia. Como he dicho, me gustan tus sueños despiertos. Te diré qué, cuando esto termine, te daré muchos regalos para que vayas a bailar y nadar como quieras —declaró e hizo un gesto con la mano, arrojando al suelo decenas de perlas negras, que rodaron debajo de la cama, de la silla.

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Ella tomó una, y se disolvió en la nada entre sus dedos, una ilusión, como otras que usaba. Ahora era el turno de Casiopea de reír. —No son reales. Me estás dando perlas falsas. Es como darme un trozo de pastel y llevártelo. —Es simplemente una diversión, por el momento. Pero te lo devolveré cuando todo haya terminado. —Cuando se termine —repitió, y no pudo evitar la incertidumbre en su voz. El Camino Negro, la sangre de sus manos se habían ido, pero no olvidados. La mano dolía, con su fragmento de hueso que era la muerte, y se supo minúscula y mortal. —No te mentiré —dijo él—. No sé qué nos espera en Tierra Blanca. Mi hermano es un mentiroso y un traidor, y si me cortó la cabeza una vez, sin duda intentará hacerlo de nuevo. Has sido valiente y es posible que tengas que ser más valiente. —No me detendré ahora, no cuando estamos casi allí —respondió ella, sin querer que él asumiera que sus preocupaciones significaban que ella fallaría en este punto—. Y luego, cuando seas un dios, nos reiremos de todas las pruebas que pasamos. Tal vez incluso cuenten historias sobre nosotros, como con los Héroes Gemelos. Sonrió. Casiopea pensó que esto lo tranquilizaría, pero en cambio estaba nervioso; desvió la mirada. Había estado asustada y ahora era su turno de lucir ansioso. Sintió su pavor, como si estuviera raspando contra su piel, pero era un tipo diferente de pavor. Ella temía la muerte, Xibalbá, el fragmento de hueso en la mano. Él temía algo más. —Escúchame, no quedan muchas horas en la noche. Todo cambiará pronto —dijo él apresuradamente, como si alguien lo estuviera persiguiendo. Como para enfatizar esto, comenzó a caminar de un lado a otro—. Mañana puedo ser otra persona. Recuperaré mi trono, cambiaré. Seis horas, dieciséis, tal vez mañana no, tal vez sesenta horas, pero no importa, pronto. Te miraré con otros ojos. Debes confiar en mí, ahora, cuando te hablo, ¿lo harás? Siguió hablando, no estando dispuesto a darle un espacio para alzar la voz, sus palabras aparentemente eran de la mayor urgencia. —Me ocupo de las ilusiones. Es mi regalo. Pero esto no es una ilusión. Quién soy en este segundo contigo. ¿Lo entiendes? No puedo decirlo mejor. Recuérdame así, si eliges recordarme en absoluto. —Me olvidarás —dijo ella. Fue obvio en ese instante a qué estaba intentando llegar, la falibilidad de la memoria de un dios, y por fin se quedó quieto. —No, no olvidar… pero no seré yo recordando y no… hay un corazón aquí, dentro de este cuerpo —dijo, presionando una mano contra su pecho—. Pero este no es mi cuerpo, Casiopea. Es este traje que uso, por un momento, y el momento cesará. Y cuando eso suceda… —Serás como un extraño para mí —concluyó, y su corazón, cosa problemática que era, vaciló. —Sí. —No hay “después” —susurró.

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No era justo. Pero no había un “después” en las historias, ¿verdad? El telón simplemente caía. En cualquier caso, no estaba en un cuento de hadas. ¿Qué “después” podría haber? ¿Él, enviándole una postal desde la Tierra de los Muertos? ¿Se convertirían en amigos por correspondencia? Quizás al final lo que sucedería sería que ella hiciera autostop de regreso a su ciudad y se pasara los días barriendo los pisos de la casa de su abuelo, nada que mostrar a pesar de todos sus esfuerzos. Volver al primer cuadrado del tablero. Si no terminaba desplomándose en las próximas horas, si los buitres no le desgarraban la carne. —Tendrás tus perlas negras. El deseo de tu corazón —dijo. Sonaba caritativo y, por una vez, ella despreció su cortesía. Mejor que no le hubiera ofrecido nada. Se rio de sus palabras. Ella nunca había deseado perlas. Él no la conocía, pensó. No la conocía ni un poco.

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e despertó con un dolor tan profundo en sus huesos y una pena tan copiosa que pensó que no sería capaz de levantarse de la cama. El mundo exterior parecía apagado y gris, lo que le pareció apropiado. ¿No había sido gris para ella desde su nacimiento? El estallido de colores que había experimentado durante los últimos días era la anomalía. El espejo reveló el rostro de una niña enfermiza, con los ojos pesados. Una moribunda, pensó Casiopea. Inspeccionó su mano izquierda, intentando encontrar el punto donde se alojó la astilla. Llamaron a la puerta del baño. Hun-Kamé dijo algo sobre irse pronto. Casiopea levantó la barbilla y se puso un vestido amarillo de manga corta con un pequeño ramillete de flores en la cintura. Cuando salieron del hotel, Martín los estaba esperando. Casiopea estaba tan sorprendida que casi se le cae la maleta. A Hun-Kamé no pareció importarle la inesperada aparición de su primo, que estaba apoyado contra un elegante auto negro. Al lado de Martín había un chófer con un impecable uniforme blanco. —Buenos días. Nos han enviado a recogerlos. Lord Vucub-Kamé quiere hablar contigo —dijo Martín, doblando el periódico que había estado leyendo. —Qué amable de su parte —respondió Hun-Kamé—. Podríamos haber ido por nuestra cuenta. —No es necesario. Por favor, suban. El chofer les abrió la puerta. —¿Deberíamos? —preguntó Casiopea, agarrando el brazo de Hun-Kamé. —No habrá ninguna diferencia —respondió. Se sentaron en la parte trasera, Martín en la parte delantera. No hablaron. El primo de Casiopea se abanicó con el periódico mientras el auto salía de la ciudad y continuaba hacia el sur. Incluso a esa hora del día ya hacía calor. El sol blanqueaba la tierra a su alrededor y le quitaba la vida a Casiopea, que yacía apática en la parte trasera del auto, de vez en cuando pasándose las manos por el cabello. Estaba tan cansada ahora, y no quería pensar en lo que esto significaba. Intentó no prestar atención a su mano palpitante, que presionó contra la ventana. Apareció un edificio blanco rodeado de un verde exuberante que desafiaba el calor del desierto, filas gemelas de palmeras que llevaban hacia los escalones delanteros. Un oasis, si es que alguna vez había visto uno. Casiopea parpadeó, cegada por la blancura del edificio.

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Era una estructura precisa y poderosa. Habían estado en hoteles bonitos y lujosos, pero esto estaba más allá de lo lujoso. Parecía… parecía casi un templo, un palacio como los antiguos de Yucatán, aunque no había nada en él que imitara completamente los edificios mayas con los que estaba familiarizada. No del todo. El parecido estaba en la audacia del edificio de tres pisos o en la blancura de los muros, que le hacía pensar en la piedra caliza, en la sal. Cuando el auto se detuvo ante la entrada principal, pudo ver las figuras que decoraban el exterior. Peces, estrellas de mar, tortugas marinas y plantas acuáticas. La puerta doble, que un portero mantenía abierta para ellos, estaba hecha de metal, con una celosía de nenúfares. El vestíbulo tenía un tema marino similar. Los techos eran extremadamente altos, como si fueran los gigantes, en lugar de los hombres, los que caminaran por los pasillos. El suelo era de baldosas azules y blancas, con poderosos detalles Art Deco aquí y allá: en los candelabros, las líneas de los muebles, la pintura detrás del mostrador. Los ascensores, notó, estaban flanqueados por estilizados caimanes de piedra. Había espejos hasta el piso a lo largo del vestíbulo, duplicando la entrada, ampliándola, y ventanas de color azul lechoso que cambiaban la luz que se filtraba, como si miraran desde el fondo de un pozo hasta los cielos. Había murales, las paredes pintadas en el brillante tono de azul que llamaban azul maya, el azul más verdadero que había visto alguna vez. Océanos llenos de criaturas marinas aparecían en esas paredes, la flora y la fauna pintadas en ricos rojos y amarillos intensos, bordeadas con formas geométricas. Sobre ellos, el techo era plateado y dorado, con los glifos de la tierra y el agua repetidos una y otra vez. Era como caer en otro mundo, las texturas de la exposición, piedra, vidrio, madera, juntándose en una mezcla tan embriagadora que era imposible no detenerse y mirar boquiabierto. —Vengan —dijo Martín—. No hace falta que se registren, ya ha sido todo arreglado. —¿Qué es lo que ha sido arreglado? —preguntó Casiopea, recuperando la capacidad de hablar. —Su estancia. Entraron en el ascensor, todo de metal brillante, los glifos allí nuevamente, y salieron en el tercer piso. El portero se había unido a ellos y llevaba sus maletas. Cuando llegaron al final del pasillo, Martín abrió las puertas y les hizo señas para que entraran. Llegaron a un vestíbulo, con sofás amarillos y paredes azules. Una mesa en el centro con lirios. A cada lado una puerta. Martín abrió una y luego la otra. —Sus habitaciones —dijo. Casiopea dio un paso tentativo hacia uno de los dormitorios. El tema amarillo y azul también reinaba aquí. Las ventanas eran enormes y conducían a un balcón. Si se asomada podía oler el océano, su sal. ¡Habían llegado tan lejos! Ni siquiera se había dado cuenta de la magnitud del viaje hasta ahora, todos los estados que habían cruzado, las ciudades que habían pasado por su ventana, para llegar a este punto al borde del mar. Sintió tal alegría entonces. Esta era una de las cosas con las que había soñado. Un océano ofreciéndose a ella. Era la tarjeta postal en la vieja lata de galletas, era esa sensación de falta de aliento que llevaba escondida en su corazón. Salió al balcón y se

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aferró a la barandilla con ambas manos. Podía oírlos hablar desde donde estaba. —Cenarán con Zavala esta noche a las ocho —dijo Martín—. Ha pedido que utilicen las tiendas de abajo para vestirse. Zavala cena en el salón principal. Los trajes de viaje y los vestidos corrientes no servirán. —Muy bien. Y mi hermano, ¿me honrará con su presencia esta noche durante la cena? —preguntó Hun-Kamé. —No lo sé. Te veré a las ocho. Si necesitas algo, llámame —dijo Martín, haciendo su salida. Casiopea se dio la vuelta y volvió a la habitación, apoyándose en la puerta del balcón, miró a Hun-Kamé. Él caminaba alrededor, mirando al techo, inspeccionando las ventanas, toda la elegancia, sus manos a la espalda. Estaba sonriendo. —Vucub-Kamé está con sus ingeniosos juegos. Muy, muy listo, mi hermano. —No entiendo. Hun-Kamé continuó su inspección, ahora pasando sus manos a lo largo de una pared, rascando con una uña su pintura azul. Casiopea vio la costosa habitación y la elaborada decoración, pero claramente él encontraba algo inusual en el montaje. —Te hablé de los chu’lel, ¿recuerdas? Vucub-Kamé quería conectar dos puntos de energía. Mira este lugar. Mira los glifos, su forma, cada pared, cada ángulo, canta con magia. No es un hotel ordinario. Casiopea ladeó la cabeza, mirando los diseños del techo y las paredes. Le recordaba las imágenes de los libros de historia, los dibujos de los templos en medio de la selva o las ruinas salpicando la península donde creció. —Es una pirámide sin ser una pirámide —se aventuró. —Precisamente —dijo Hun-Kamé, que parecía muy contento, aunque no estaba segura de por qué estaría tan contento. —Dijiste que no había conectado los dos puntos de poder. —No, no lo ha hecho. Este lugar está lleno de potencial, es una bestia dormida, uno de sus motores antes de que se ponga en marcha. En su sueño había habido un trono de obsidiana, el Señor de Xibalbá en él. Ahora recordaba otros detalles: montones de huesos tan altos como casas, ensuciando la tierra, calaveras que formaban paredes y manchas de sangre en la tierra. Sí, había vislumbrado algo que no era, pero que bien podría ser. —¿Por qué no se ha puesto en marcha? —preguntó. —¿No es obvio? —respondió Hun-Kamé—. Debe haber una cámara mortuoria en alguna parte. Tiene la intención de matarme y gobernar en toda esta vasta extensión de tierra; mi sangre será la última piedra. Oh, puedo sentirlo. —Entonces, ¿por qué no tienes miedo? Sonrió aún más, como si hubiera hecho una broma particularmente inteligente. —Porque, Casiopea Tun, aun no me ha matado, ¿verdad?

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—Podría derribar esa puerta, dispuesto a luchar contigo —dijo ella, señalando en esa dirección. Era poco probable, pero tampoco tenía sentido descartar la posibilidad. —Los dioses no luchan entre sí con escudos y espadas. Eso sería impropio. —Te cortó la cabeza. —Soy consciente de ello. Cuando termine con él, haré que este lugar sea arrastrado, poco a poco, al mar, sin dejar ni una pizca de su trabajo. Qué glorioso será eso. La miseria de sus gritos cuando llegue a disfrutar de unos pocos siglos en una caja tallada, y la miseria añadida de ver su creación desmoronarse en la nada. —Entonces, ese es tu plan. Vas a hacerle exactamente lo mismo que él te hizo — dijo, sorprendida por la dureza de sus palabras—. Difícilmente parece correcto. —Siempre ha sido el plan. Casiopea se alejó de Hun-Kamé, frotándose el brazo izquierdo. El dolor se extendía más allá de la muñeca, un dolor constante, aunque sordo, pero peor cuando se trataba de su mano. —Entonces los dioses no luchan con espadas, pero pueden ser tan mezquinos como los hombres —reflexionó. —No me regañes. He esperado demasiado tiempo para esta venganza, y tengo la intención de disfrutarla. —Es innecesariamente cruel. —Entonces tal vez debería golpear sus dedos con una regla en su lugar, ¿qué dices? —le preguntó—. ¿Qué quieres que haga, mmm? —No lo sé —admitió. No podía ni siquiera imaginar cómo se desarrollaban los conflictos entre divinidades, pero no le había gustado ver la decapitación de Uay Chivo, aunque después se levantara en una extraña nube de humo que les hablaba. Tampoco le apetecía observar la decapitación del hermano de Hun-Kamé. Hun-Kamé se sentó en una silla, que estaba tapizada en un vibrante tono amarillo, cruzando los brazos. Era un chico tímido y enfadado de veinte años, nada más. Casiopea sacudió la cabeza y se sentó frente a él. —Nunca me has dicho cómo era él, antes de su pelea —dijo. No había preguntado. Probablemente quería imaginarse a Hun-Kamé como una criatura única, ninguna como él, aunque fuera ilógico, ya que la existencia de su hermano demostraba que era una idea falsa. —¿Qué? —respondió Hun-Kamé. —Tu hermano y tú no deben haberse odiado siempre. Frunció el ceño. —Ambos somos diferentes principios de la misma cosa. Era imposible que existiéramos en un odio constante, como la luna no puede despreciar las estrellas. Miró a Hun-Kamé y se encontró pensando en su propia familia, en Martín. ¿Martin siempre la había odiado? ¿Lo odiaba de verdad? La rabia que había sentido en Yucatán se había enfriado durante su viaje.

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—Mi hermano quería más —dijo Hun-Kamé—. Hay un estancamiento en la eternidad, pero él no… soy el mayor de los dos, el gobernante de la noche. Me cuestionó, habló cuando no debía, no mostró la deferencia apropiada. Estaba allí, el resentimiento. Eso no es lo mismo que el odio. —¿No hablaste de ello? Hun-Kamé se burló, y ella volvió a pensar en Martín. ¿No era eso lo que Martín quería? ¿Qué Casiopea mostrara la deferencia apropiada, que se callara? En Yucatán, ¿no se había anudado y crecido su resentimiento, envenenando sus entrañas? Se dio cuenta, conmocionada, de que podría tener más en común con Vucub-Kamé que con su hermano. —¿Qué? —preguntó Hun-Kamé, frunciendo el ceño. Ella levantó la cabeza, lo miró y pensó que él la había apartado de todo eso. Sin querer, sí, pero le había concedido la distancia que necesitaba de Uukumil, de Martín y de todo el mundo. Pero Vucub-Kamé estaba destinado a residir eternamente en Xibalbá, al lado de su hermano, envuelto en su rabia tranquila. —Tal vez lo lastimaba, por él —dijo Casiopea—. Ver que tenías la última palabra, tener que seguir cada una de tus órdenes. —¿Estás diciendo que fue correcto que me hiciera esto? —dijo Hun-Kamé, levantándose de la silla y señalando su cara, el parche que escondía la cuenca del ojo vacía. Se levantó, imitándolo. —Estuvo mal. Pero tengo la sensación de que fuiste cruel. Que lo que eres ahora no es un reflejo de lo que eras antes. —Cualquiera que espere dulzura de la tumba es un tonto —declaró. —No dulzura. Pero… no sé, bondad. Es extraño, quizás es porque también me estoy muriendo que no quiero que otros mueran. Quiero que todo viva. Esto era cierto. Podía oír las gaviotas afuera, las olas chocando con las rocas, y el sol filtrándose por las ventanas brillaba más que nunca. Era el recuerdo de esa vieja postal, esa alegría infantil, lo que la hacía feliz; la revivía, y su rostro no estaba ni apagado ni gris. La miró con un rostro frío como el hielo. No le permitió nada, y sin embargo su expresión se suavizó, su oportunidad de hacerse eco de ella. —Te he dicho que las palabras que dices tienen poder, y sin embargo no pareces comprenderme, ¿verdad? Casiopea sacudió su cabeza lentamente. Allí estaba, tan cerca que podía presionar la punta de los dedos contra su pecho. ¿Se había acercado él a ella o ella había roto el espacio entre ellos? —Soy otra persona cuando estamos juntos. Soy más amable… quiero ser más amable —dijo Hun-Kamé. Sonaba avergonzado cuando hablaba, transformado en alguien casi inocente—. ¿Fui cruel? Era un dios; también podrías preguntarle al río si es amable en su paso, o al granizo si le hace daño a la tierra cuando la golpea. A veces, apenas puedo recordarlo.

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No estaba mintiendo. Mirando su cara nadie podría haber dicho que era la cara de un ser que ha existido bajo la tierra durante siglos y siglos. Mirando su cara cualquiera habría pensado, ¿quién es este tonto confundido? Y seguiría caminando. Incluso su belleza estaba ahora templada, no la belleza que la había cortado tan dolorosamente cuando lo había mirado por primera vez, sino la buena apariencia de un joven que uno puede encontrar en muchas ciudades, en muchas calles. —Esa es la magia que haces, ¿ves? —le dijo a ella, con la voz baja. Hun-Kamé no la miró cuando habló. Podía decir por su expresión que estaba mirando a Xibalbá. El recuerdo de Xibalbá, un reino de sombras que brillaba en su mente y que no podía ser negado. Lo atraía. Era él. No tenía sentido presionar su mano contra su pecho. —Mi hermano, intentará engañarnos —dijo Hun-Kamé, cambiando su tono—. Jugará con nuestras debilidades. No debemos dejarle ganar. No creas nada de lo que promete, es un ladrón, un tramposo y un mentiroso. Permanece a mi lado, no importa si amenaza o adula. Sintió la astilla en su mano izquierda y se apartó de él, asintiendo.

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ierra Blanca tenía todas las comodidades que uno podría desear. Una barbería, un spa, una piscina y una multitud de tiendas que ofrecían abrigos de piel, perfumes y colonias, pipas, cristalería, ropa y revistas para el disfrute de los ricos y sus allegados. Podías gastar increíbles cantidades de dinero en auténticos kimonos japoneses, sedas francesas, chaquetas de tweed y blusas bordadas. La idea era que al huésped no le faltara nada, que no tuviera que dejar las instalaciones, era el exterior el que venía a Tierra Blanca. Martín nunca había estado expuesto a este lujoso nivel palaciego, y se sintió muy incómodo mientras esperaba a que Casiopea saliera de la tienda de ropa en la que había entrado. Se sintió aliviado cuando salió, llevando un par de bolsas. —Déjame ayudarte —dijo, extendiendo una mano. Casiopea, en cambio, se congeló y lo miró con cautela. —¿Qué estás haciendo? —¿Te diriges de vuelta a tu habitación? —Voy a la peluquería —dijo—. ¿Por qué te importa? —Quiero hablar contigo. Por favor. No parecía muy contenta con la idea, pero asintió, y se apartaron de la puerta principal. —¿Ahora qué pasa? —preguntó. —Tengo un telegrama para ti, ¿de acuerdo? Léelo —dijo, sosteniéndolo. Casiopea tomó el pedazo de papel y lo desplegó. Era de su madre. Casiopea frunció el ceño. —¿Esto es cosa tuya? —preguntó, cuando terminó de leer. —No, le envié un telegrama al abuelo para que supiera cómo estoy, y ella decidió enviar un mensaje. Está preocupada por ti. Por lo que sabe, te escapaste con un hombre y el abuelo me envió a buscarte. —¿Se supone que eso me haga sentir culpable? El telegrama había sido espontáneo, como le había dicho a Casiopea, pero Martín había pensado que podría beneficiarlo. Se encogió de hombros, pero sabía que había tenido el éxito. Casiopea parecía nerviosa. —Si te sintieras culpable, me habrías escuchado en Ciudad de México. —De acuerdo. Lo siento, pero no quiero seguir hablando contigo.

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—Relájate. Acabo de darte un telegrama. ¿Preferirías que lo tirara? —preguntó. Casiopea retorció las asas de las bolsas que llevaba. Estaba en silencio. —Sí, Vucub-Kamé quería hablar contigo en Ciudad de México, y podrías haberme ahorrado un viaje si hubieras hablado con él entonces. Pero ahora tienes otra oportunidad —dijo Martín y levantó una mano—. Espera, antes de que digas que no quieres oír nada más, que sepas que te estoy diciendo esto por el bien de los dos, ¿de acuerdo? —Como si hiciese salgo por mi bien —respondió ella. —Dije los dos —aclaré—. Si no quieres creer en mi buena voluntad, cree en mi egoísmo. Mira, a estos dioses no les importamos. Estoy intentando mantener mi cabeza en su lugar. ¿Quieres escuchar lo que tengo que decir? Casiopea vaciló, asintiendo con incertidumbre. Martín agarró el brazo de su prima, y la arrastró. No quería seguir junto a las tiendas, hablando bajo los maniquíes. El casino tenía pistas de tenis, hermosos jardines, y si caminabas hasta la playa, una increíble vista del océano. Martín la llevó a los jardines, siguiendo una hilera de palmeras. No había cactus, sino una profusión de flores y vegetación verde; estaba destinado a hacer que los clientes se olvidaran del desierto que esperaba no mucho más allá de las filas de cuidados árboles. —Zavala va a proponer un concurso esta noche. Vucub-Kamé querrá reunirse contigo después, y te hará una oferta —dijo. Se había preguntado cómo hablar con ella esta segunda vez y decidió ser directo, sin medias verdades ni trucos. O lo mínimo para lograr su propósito. —¿Qué oferta? —preguntó Casiopea. —No sé los términos, pero Vucub-Kamé será generoso contigo. Él… sería mejor que aceptes la oferta, porque la otra opción… no es buena. —¿Por qué no? —Hay un camino, ¿de acuerdo? El Camino Negro, pasa por Xibalbá. Nos harán caminarlo. —¿A ti y a mí? —Sí. Un concurso. Estaban junto a una fuente de piedra, el agua se derramaba desde la boca de una rana de piedra que descansaba en la parte superior. Le hizo pensar en casa, en el patio, en el loro y su jaula. Todo lo que quería era ir a Uukumil. Nunca había deseado el mundo; era Casiopea quien había querido eso. —Mira, Casiopea, no… cualquier competencia de mierda que hayan planeado, me asusta. Así que, si por una vez en tu vida hicieras lo que te dicen y… quiero decir, ese imbécil con el que estás saliendo, no es… —¿De qué estás hablando? Siempre hago lo que me dicen —lo interrumpió. —No, no lo haces. No sin pelear —dijo. Era verdad. Era obstinada, escondía dagas tras sus murmullos, sus ojos fijos en él. Como ahora, la forma en la que curvaba la boca, un desafío sin decir una palabra.

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—¿Es por eso que me odias? —preguntó. —¿Por qué importa? —respondió. Pensó en la niña que había llegado a Uukumil una tarde, bajando del tren con el pelo en una coleta y su bonita madre a su lado. Había sido curioso, entonces, en lugar de hostil. Era una pariente pobre, y por lo tanto Martín no sabía cómo hablar con ella, o si era apropiado jugar juntos, por lo que mantuvo una distancia prudencial. Esa leve cortesía se convirtió en hielo una primavera. —¿Recuerdas el día que regresé de la escuela, cuando me expulsaron? —le dijo, el recuerdo aflojando su lengua—. Fui a hablar con el abuelo, estaba en su habitación, por supuesto, y tú estabas allí, leyendo el periódico para él. Sentada con su sencillo vestido azul marino y una coleta hasta la cintura. Martín se había sentido miserable al entrar a la habitación y darse cuenta de que tendría que explicarse delante de ella, lo que aumentaba la humillación; pero su abuelo le había ordenado que hablara, sin molestarse en despedir a la niña. —Tenía miedo, pero tenía que contarle lo que había pasado. Pensé que me pegaría con el bastón, pero se volvió hacia ti y dijo: “¿Por qué no pudiste ser un niño?” Y, entonces, supe lo que pensaba de mí. —No fue mi culpa —dijo Casiopea. —Lo fue. No importa si era, o no, tu intención, estábamos destinados a ser enemigos desde entonces. Casiopea, ahora con el pelo muy corto y un vestido amarillo, parecía muy lejos de la chica de ojos grandes sentada junto a su abuelo, pero algo de esa niña seguía allí, afectada por sus palabras. —Quería que fueras mi amigo —admitió. —Lo siento por eso —contestó, y fue lo más honesto que le había dicho, y probablemente lo más amable. Aunque… retrocediendo un poco, había habido una tarde, poco después de su llegada a Uukumil, cuando habían ido a buscar insectos detrás de la casa. Cuando habían cavado con palos, y se habían ensuciado las uñas. Hasta que su madre salió y llevó adentro, regañándolo. Parientes pobres. No tenía sentido mezclarse con ellos, especialmente cuando esa pariente tenía un parecido con las criadas. Mírala, dijo su madre, si no lo supieses, pensarías que es una chica india. Vergonzoso. Martín solo asintió a las palabras de su madre. —Así que… ¿qué se supone que debo hacer ahora? ¿Inclinarme ante Vucub-Kamé porque lo sientes? —preguntó Casiopea con voz aguda, lo que lo hizo levantar la cabeza. —Porque es lo más inteligente, ¿de acuerdo? —le ordenó. —Ni siquiera me has dicho que ha planeado Vucub-Kamé. —No me lo han dicho. Son evasivos. No es sorprendente. El abuelo no me dijo nada mientras crecía, ni una sola palabra sobre Xibalbá o el Camino Negro. —Pero sabes que habrá un concurso.

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—Algo así. Casiopea, ninguno de los dos debería estar en la Tierra de los Muertos. Acepta lo que te ofrezca, ¿de acuerdo? ¿Qué pasa, no quieres ir a casa? Piensa en tu madre, si es lo que necesitas. Martín se dio unas palmaditas en la chaqueta y encendió un cigarrillo. Gestos como este le ayudaban a sentirse más seguro; le recordaban que estaba vivo, algo que le preocupaba desde que había visto Xibalbá. Nadie puede ser el mismo tras ver el Lugar del Miedo. —Quiero salir de aquí sin más problemas —le dijo—. Quiero irme a casa. Fue él quien retrocedió esta vez, convirtiéndose en el niño en la habitación de su abuelo, lloriqueando y temiendo la ira de sus mayores, retorciendo los puños de su camisa. Al girar los brazaletes, sus dedos se deslizaron sobre el anillo del Señor de la Muerte y un cambio vino sobre él. Se le cayó el cigarrillo. Sintió una voz atravesando su cuerpo sin previo aviso. No lo escuchó, simplemente estaba allí, dentro de él, como si fuera un instrumento y alguien más lo estuviera tocando. El hielo corrió por sus venas, e hizo que sus ojos brillaran tanto como dos piedras pulidas. —Cuando ya no te necesite, Hun-Kamé te abandonará —dijo Martín, con una voz que no era suya. Era demasiado intensa, demasiado amarga. No era Martín en absoluto, incluso si sonaba como él. Era Vucub-Kamé—. Te dará cenizas y vinagre, porque no es generoso. Te habrás enfrentado a enemigos y pruebas, y te quedarás sin nada. —No lo estoy ayudando para obtener una recompensa —respondió ella. —Pero no es justo, ¿verdad? Tu familia perderá todo lo que tiene, y regresarás a casa con las manos vacías. Si puedes encontrar el camino de regreso. Si aún vives. Todo lo que hace es tomar. Tomar, y tomar un poco más, ¿no? Levantó un dedo, lo apretó contra sus labios, y sonrió. —No lo niegues. Te quita la vida, tu sangre. ¿Por qué no puedes tomar algo? Ella debió haber notado el cambio en él, el destello en sus ojos. —Vucub-Kamé… está aquí, ¿no? —susurró. —Sí, está aquí —murmuró Martín. Casiopea miró a su alrededor, como si tratara de encontrar al Señor de la Muerte, pero por supuesto Vucub-Kamé no estaba allí, a la vista. Martín inclinó la cabeza y puso sus manos sobre los hombros de Casiopea. Una niebla lo envolvió. Le quitó la visión, y le nubló la mente. Estaba allí y no lo estaba. Cuando tocó a Casiopea la niebla se levantó por un instante, y mil colores bailaron en sus ojos. Azul, rojo, amarillo y blanco. En ese momento, en ese remolino de colores, la vio muerta junto a un lago. Luego una imagen diferente, pero no menos espantosa: un monstruo con alas de murciélago arrancando su cabeza. Lo siguieron otras muertes espeluznantes. La última era de Martín clavándole un cuchillo en el pecho. En estas visiones, Vucub-Kamé estaba sentado en su trono de obsidiana, como una sombra al borde de su visión. Triunfante. Siempre. Jadeó. Sabía que ella también lo había visto. Y sabía que se les estaban mostrando cosas que podrían ser.

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—Nombra tu precio, y se concederá. Si quieres gloria u oro, el Señor de Xibalbá puede dártelo. Pero no consideres solo tus posibles beneficios, sino también, los peligros de desafiarme. Liberó a Casiopea y ella tropezó. Sus ojos estaban llorosos y oscuros. —Besa el anillo del Señor y serás su cortesana favorita —dijo Martín, con esa voz que no era suya. Levantó la mano, ofreciendo el anillo, para que lo viera. Casiopea lo miró con miedo, como cuando habían sido pequeños y él era cruel, y Martín no sabía por qué se sentía avergonzado entonces. De quién había sido, quién era. Pero no había tiempo para pensar en eso, porque ella estaba moviendo la cabeza. —No —dijo, con terquedad infantil. Un terrible dolor se apoderó de él; desde la parte inferior de su columna vertebral a su cráneo; y gruñó, rechinando los dientes. Vucub-Kamé no podía hablar más de unas pocas palabras a través de un intermediario, y el pobre Martín se estremeció mientras la abrumadora presencia que lo había invadido se marchaba. —¿Martín? —preguntó. —Se ha ido —murmuró. —¿Quieres sentarte? Había un banco de piedra cerca. Intentó llevarlo, pero no pudo. Sus piernas se sentían débiles, y un sollozo le cerraba la garganta. —No, no… Casiopea, ¿podemos simplemente salir de aquí? ¿Podemos simplemente irnos? —le rogó—. ¿Puedes llevarme a casa? Eso es lo que deseaba más que nada. Ir a casa, sin monstruos, dioses ni viajes. —Oh, Martín —se lamentó ella. Casiopea puso una mano en su hombro. Por un instante, pensó que aceptaría que él tenía razón, que tomaría la oferta de Vucub-Kamé; pero luego se dio cuenta de que su simpatía no era un signo de debilidad. —No —repitió, esta vez con amabilidad. —Dios. ¡Deja de ser tan cabezota! —gritó, empujando su brazo, más furioso por la amabilidad que por la negativa—. Es exactamente como dije, ¡siempre haces estupideces! ¡Nunca haces lo que te digo! Casiopea se alejó de él, pero no parecía demasiado preocupada por su furia. —Soy un hombre —dijo, golpeando un pulgar contra su pecho—. Soy mayor que tú. Voy a ser el líder de la familia. ¿Tú qué eres? ¿Quién te crees que eres? —Nunca he sido nadie —respondió ella. —¡Te matará! —gritó—. ¡Tal vez nos matará a los dos! ¿Es eso lo que quieres? Ella no le respondió. La vio correr de vuelta dentro del edificio, y no la siguió. Martín se sentó junto a la fuente, escuchando el gorgoteo desde la rana de piedra. Intentó convencerse de que Casiopea era una estúpida, que si competían perdería. Que él tenía

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ventaja, después de haber visto y recorrido Xibalbá. Que Vucub-Kamé necesariamente ganaría este concurso, y luego Martín sería devuelto a casa, recompensado como un príncipe. Intentó contar las gemas y el oro que obtendría. Lo intentó, e hizo un buen trabajo, incluso si le temblaban las manos.

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o se podía, les habían dicho, entrar en el salón de baile principal sin esmoquin y vestido de noche. Había un estricto código de vestimenta. Y así, Casiopea y Hun-Kamé se pusieron presentables, cortesía del dueño de Tierra Blanca, que había ordenado que los trataran con sumo cuidado. Se decidió por un vestido color crema pálido de gasa transparente y un diseño floral, pedrería y cuentas plateadas extendidas por la parte delantera del corpiño. La parte de atrás del vestido era escandalosamente escotada, el tipo de vestido que usaban las damas de sociedad y las estrellas de cine cuando eran fotografiadas para los periódicos. No es que alguna vez hubiera pensado que querrían tomarle una foto y ponerle un titular. ¡Pero ahora! Ahora se daba la vuelta frente a un espejo y observaba cómo los abalorios de su atuendo brillaban como pequeñas estrellas titilantes. Lavaron y peinaron sus cortos mechones y le pintaron las mejillas. Cuando encontró a Hun-Kamé, con el pelo peinado con laca y los ojos delineados con kohl, se veía tan elegante como cualquiera de las celebridades que llenaban el casino. Él también se veía muy bien, el esmoquin y la pajarita le daban un aire severo, pero atractivo, y ella imaginó que él era un poco así cuando se sentaba en su salón del trono. Una joya, cortada y pulida a la perfección. Él asintió, aparentemente complacido, y le dio su brazo. Entraron en el salón de baile y algunas cabezas se volvieron hacia ellos, curiosos, preguntándose quiénes eran. Gente de cine, ¿venían de la Ciudad de México? Los cazafortunas tomaron nota de ellos mientras los guiaban hacia Zavala a través del vasto comedor, que parecía más grande gracias a la profusión de espejos dorados del piso al techo, cada uno separando las altas ventanas que se abrían a uno de los Jardines. Grandes candelabros iluminaban a los clientes, lucían orgánicos, recordando las ramas de los árboles. El piso era de roble, perfecto para bailar, y las paredes estaban pintadas de un azul intenso que Casiopea asociaba con Yucatán, pero los pilares tallados con figuras de inspiración prehispánica que parecían sostener la sala eran todos blancos. Era verdaderamente un palacio, y se sentía como una dama que se presentaba en la corte por primera vez. Sobre una plataforma elevada, con forma de concha, tocaba una banda, los miembros vestidos con trajes blancos idénticos. Allí, no lejos de la banda, estaba la mesa donde Martín y un hombre mayor se sentaban. El hombre fumaba un puro, luciendo aburrido y decadente, ajeno a la música y a la gente que los rodeaba, pero al verlos se puso de pie a modo de saludo. Martín hizo lo mismo. Este solo podía ser Zavala. El parecido con el Uay Chivo era bastante claro y le hizo sentir incómoda al recordar la muerte del hombre. Casiopea se sentó. Un camarero se acercó a ellos y sirvió champán en copas de tallo largo.

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—Hun-Kamé y Casiopea Tun. Gracias, muchas gracias por reunirse conmigo. ¿Encontró sus habitaciones adecuadas? —preguntó Zavala—. Espero que te lo estén pasando bien. Ese vestido se ve precioso, querida. Zavala hablaba con la amabilidad de un abuelo cariñoso, su voz suave, pero después de haber pasado su infancia al lado de un hombre tiránico, Casiopea podía detectar lo desagradable en el brujo, como el humo de un cigarro adherido a una chaqueta. —Gracias —dijo. —Las cosas bonitas le quedan bien, ¿cierto, Martín? —preguntó Zavala, aunque no se volvió hacia su primo, que no se había dignado pronunciar una palabra de saludo—. ¿Y a ti? ¿Qué te parece el lugar, Hun-Kamé? —Es exagerado —respondió Hun-Kamé. —Bueno, no podríamos tener exactamente una pirámide, ¿verdad? Esta es una adaptación moderna. —¿Así es cómo lo llamas? —El poder fluye a través de este edificio y aún más poder fluirá a través de cada teja y cada pared, extendiéndose por la tierra, recuperando el poder de Xibalbá. El nombre del Señor Supremo estará en los labios de todos los hombres y ellos lanzarán sus lenguas y ofrecerán su sangre a Vucub-Kamé —dijo, la máscara del amable patriarca arrancada, el mago, el sacerdote, descubierto. —No mientras esté aquí —dijo Hun-Kamé. —Ya veremos. Hun-Kamé tomó una de las copas y tomó un sorbo. Ella siguió su ejemplo, bebiendo demasiado rápido, la dulzura del champán ajena a ella. Martín la miró fijamente y casi se disculpa, la vieja costumbre, antes de recordar que su desaprobación no importaba. —Bueno, ¿vinimos a oírte decir las mismas palabras estúpidas que has dicho durante décadas? —preguntó Hun-Kamé, dejando su copa en la mesa. —Si fueras más sabio, te habría dejado asistirme y supervisar el diseño de este fabuloso palacio. Pero eres terco —dijo Zavala, hablando de nuevo como lo haría un padre bondadoso, reprendiendo a un hijo rebelde. No tuvo ningún efecto en Hun-Kamé, cuyo rostro estaba duro. —Y tú no eres más que un brujo advenedizo casi tan engañado como mi hermano. Dime por qué estamos aquí. Zavala sostuvo su cigarro entre el pulgar y el índice y los miró, sonriendo, mostrando una hilera de dientes amarillentos. Su rostro, si lo mirabas con atención, estaba un poco ictérico. Dijeron que cuando Montejo intentó conquistar Yucatán había capturado indios y los había arrojado a su jauría para ser devorados. Eso es lo que le recordaba Zavala. Devoraba a la gente. —Estamos aquí para discutir los términos —dijo Zavala. —¿Ah, sí? —No esperas que tu hermano se acerque y lo ensartes con una espada, ¿verdad?

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Los conflictos de dioses no suelen desarrollarse de esa manera. Al menos, no en estos días, y no contigo en este estado. Te ves… disminuido. Hun-Kamé se sentó orgulloso y digno. No protestó por las palabras de Zavala, tal vez porque eran ciertas, o más probablemente porque pensaba que era inferior a él responder a tal acusación. —El Señor Supremo propone un concurso, la chica actúa como tu representante y este joven aquí representa a Vucub-Kamé —dijo Zavala, dándole una palmada en el hombro a Martín. Su primo no estaba contento con el contacto físico, haciendo una mueca. —¿Qué tipo de concurso? —preguntó. —En la antigüedad, podríamos haber enfrentado a mortales con escudo y armas blancas. O tal vez jugar al juego de la pelota y sacrificar al perdedor en la cancha sagrada. Por desgracia, no creo que sea del todo justo, ya que ninguno es jugador de pelota, ni guerreros. Casiopea casi se rio entre dientes. Martín sabía montar a caballo, pero poco más que eso. No tenía ningún interés en los deportes y, aunque los otros chicos de su ciudad podían perseguir ansiosos una pelota al otro lado de la calle, él no hacía nada por el estilo. Al menos Casiopea había desarrollado fuerza por el ir y venir por la casa; el constante fregado de pisos y el transporte de cajas llenas de frutas y verduras a la cocina habían desarrollado sus músculos, aunque en estos días se sentía cansada y agotada. —El Señor Supremo sugiere un juego más apropiado. Quien recorra el Camino Negro y llegue al Árbol del Mundo en el corazón de Xibalbá gana primero. Es elegantemente simple. Parecía simple, y si no hubiera visto el Camino Negro mientras dormía, podría haber estado de acuerdo fácilmente, pero el sueño de sangre y muerte la hizo doblar las manos en su regazo, agarrando un poco de la tela de su vestido entre sus dedos. Recordó su encuentro con su primo, las visiones que había tenido en el jardín. No podía fingir que eran meros sueños. Había sentido el toque de la magia; había visto presagios. Vucub-Kamé le estaba advirtiendo. O amenazándola. Y aunque intentó descartarlo todo como trucos, como intentos ridículos de intimidarla, Casiopea sabía que había algo de verdad en las palabras que había dicho y las cosas que les había mostrado. —Ahora, hay reglas —dijo Zavala—. En primer lugar, es posible que la magia de Hun-Kamé no te proteja en Xibalbá. Serás vulnerable a los elementos y al penetrante beso de la espada. Lo mismo ocurrirá con Martín. No se puede proporcionar asistencia; caminarás por el camino solo con un cuchillo de obsidiana para hacerte compañía. Somos justos, después de todo. —¿Qué pasa si llego primero? —preguntó Casiopea. —El Señor Vucub-Kamé se arrodillará ante Hun-Kamé y dejará que le corte la cabeza por su intransigencia. Pero si pierdes, querida niña, entonces es la cabeza de Hun-Kamé la que rodará, y enfrentarás una vida desagradable y un más allá aún más desagradable, encadenada dentro de la Casa Navaja. Recordó la historia de los Héroes Gemelos y su viaje por las casas de Xibalbá. La Casa Navaja estaba llena de cuchillos, que volaban por el aire y cortaban la piel, pero los gemelos habían ofrecido a los cuchillos cuerpos de animales. Como resultado, los

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cuchillos no cortaron sus pieles. Pero esa era una historia, probablemente contada para consolar a los mortales, y Casiopea no pensaba que se le otorgarían tal respiro. —Te ves molesta, cariño —dijo Zavala, su voz llena de fingida bondad—. ¿Quieres más champán? —Estoy bien. Zavala ignoró sus palabras y volvió a llenar su copa hasta el borde. Ella no la tocó, y vio cómo su primo terminaba su bebida y jugueteaba con una servilleta. —Bueno, siempre hay que apostar para ganar el juego, y este es un juego importante, Casiopea. Ser el campeón de un dios no es tarea fácil. Ahora, ustedes no necesitan aceptar la propuesta en este mismo instante. Vucub-Kamé desea hablar contigo. Tiene una idea más magnánima. suyo.

—Tiene una trampa que desea tendernos —respondió Hun-Kamé—. Un truco

—Trucos, trucos, qué cosa tan desagradable para decir. Puede que quiera hacer las paces, ¿hmmm? —dijo Zavala—. Lo que sea que quiera, no puede dirigirse a ti directamente a menos que lo permitas, Hun-Kamé. Por tanto, ¿hablarás con él? Te visitará, si estás de acuerdo. —Como si tuviéramos una opción —Tienes una opción. Ese es el punto —dijo Zavala. —Si digo que no, ¿qué hará? ¿Colocar notas debajo de mi puerta? —preguntó Hun-Kamé—. Estamos al final de este viaje, después de todo, y debemos saludarnos por fin. Puede mostrar su rostro, si lo desea. —Entonces se acepta y se arregla. Vuelvan a sus habitaciones. Estará ahí. Aunque las palabras eran sencillas y mundanas, Casiopea sabía a estas alturas que cada frase pronunciada podría tener significados mágicos ocultos, y así fue en este caso. Zavala alzó una copa, como brindando por ellos, y le sonrió. —Debes saber, querida niña, que Vucub-Kamé puede ser amable. Hasta cierto punto. Pero si lo fuerzan… entonces es el Camino Negro. Dime, honestamente, ¿le temes a la muerte? Sus ojos se desviaron y tomó la mano de Hun-Kamé con un movimiento fluido, poniéndose de pie con la rapidez de una flecha. —Creo que deberíamos bailar —dijo. Fue lo primero que se le ocurrió, la excusa para no tener que responder la pregunta. Casiopea lo guio hacia la gente que bailaba sin prestar atención a Zavala. Sintió que su convicción flaqueaba cuando él le puso una mano en la cintura. No conocía los pasos de la canción, que era lenta y dulce, como el almíbar. Quería mirar sus pies, para asegurarse de que se movieran de forma coordinada, pero sabía que eso parecería torpe. No es que la estuviera mirando: tenía la cabeza levantada, como si mirara por encima de su hombro. —Tu hermano me hizo hoy una oferta —dijo, encontrando un ritmo—. Habló, de

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alguna manera, a través de mi primo, y prometió gloria y oro. Y también me mostró lo que podría pasarme. Me mostró la muerte y Xibalbá. —Tiene el poder de la profecía, pero no todas sus visiones se cumplen —dijo Hun-Kamé. —Pero ya lo había soñado, antes, durante el viaje. No había estado preocupado antes, pero ahora frunció el ceño. Su boca se tensó. —Tengo miedo —dijo—. Tenías razón, si fuera una heroína sabría que así es como son las cosas. No dudaría en arriesgar mi vida para salvar la tierra, para salvarte a ti. Avanzaría. Pero tengo miedo, y si subimos esas escaleras… quizás no lo rechace por tercera vez. Y… y entonces desearía que pudiéramos seguir bailando. Hun-Kamé no respondió, hundiéndose en uno de sus duros silencios. Podría haber estado preocupada si la música no hubiera sido tan divina, el vaivén de la canción tan lánguido. ¿No había querido bailar? No precisamente esa canción, no en este salón de baile con mujeres vestidas en sedas y diamantes en el pelo y hombres con pajaritas y chaquetas impecables; estos eran elementos inesperados de su fantasía. Y, por supuesto, nunca se había imaginado a su pareja de baile cuando por casualidad pensaba en los bailes. Había rechazado la idea demasiado rápido y su pareja seguía siendo una figura amorfa. Incluso si hubiera podido imaginarse a un chico, nunca se habría acercado al hombre que la guiaba en el baile. Por eso bailó, porque había deseado el baile y porque si hacía una pausa para descansar podría empezar a cuestionarse. ¿Temes a la muerte? Sí, lo hacía. Hun-Kamé bailó, pensaba, para distraerla. O bien, para mostrarles a todos; VucubKamé, Zavala, Martín, su desdén, su distanciamiento. Pero cuando tuvo la casualidad de mirar a un lado y vislumbrar su reflejo a través de un espejo, no observó ningún desdén ni indiferencia. En Uukumil, cuando había ido a buscar algunos artículos a la tienda general, en una ocasión en que se olvidó de llevar su chal y de ocultar su cabello con él, llamó la atención de uno de los chicos que trabajaba allí. Era el ayudante del tendero y ese día de verano llevaba un pesado saco de harina en los brazos. Cuando entró y comenzó a leer la lista de suministros, él perdió el control del saco, lo dejó caer y la harina se derramó por el suelo. Casiopea recordaba a tres niños, que también estaban en la tienda, riéndose del percance, y se sonrojó porque el chico la había mirado. No una mirada normal, si es que existía tal cosa, sino una asombrosa mirada de impaciencia. Casiopea reconoció la expresión del rostro de Hun-Kamé: era la misma expresión, más absorta si acaso, más pesada que el breve destello de una mirada que captó en Uukumil antes de murmurar una disculpa y salir de la tienda. Esta mirada se le subió a la cabeza. Era más fuerte que el champán, le apretó la mano con fuerza y se habría tropezado si él no la hubiera abrazado. —Yo también quisiera que pudiéramos seguir bailando —dijo.

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ubieron las escaleras del hotel, evitando a un grupo de clientes borrachos que, entre risitas y empujones, bajaban la amplia escalera. Fue una marcha sombría para Casiopea y Hun-Kamé, casi fúnebre. Cuando Hun-Kamé colocó la llave en la cerradura de la puerta, pensó en darse la vuelta. Pero habían bailado, ahora estaban aquí, y tenían que seguir adelante. Giró la llave. Las sombras habían invadido el vestíbulo. Hun-Kamé y Casiopea entraron en uno de los dormitorios, y había charcos de oscuridad tan vívidos que parecían líquidos, como si alguien hubiera dejado una ventana abierta y la noche hubiera goteado sobre el papel tapiz y los elegantes muebles, haciendo las bombillas de las lámparas oscuras. Una perezosa nube de oscuridad se elevó en medio de la habitación y un hombre salió de ella, vestido con una capa blanca. Se parecía a Hun-Kamé, su piel oscura y el rostro orgulloso. Tenía el cabello muy pálido, del color de la frágil costra de sal que se formaba sobre el agua del mar cuando se evaporaba. Los ojos carecían de color, no oscuros como los de Hun-Kamé, sino de un gris sedoso. Por lo tanto, los hermanos se reflejaban y no se reflejaban. —Cuánto tiempo desde nuestra despedida —dijo Vucub-Kamé, su voz también era sedosa, la curva de sus labios no formaba una sonrisa. Hun-Kamé no dijo nada, pero Casiopea sintió su ira como un carbón ardiendo. Si alargaba la mano y tocaba la suya, temía que la quemara. —El tiempo suficiente para que construyeras esta monstruosidad —respondió finalmente Hun-Kamé. —¿Monstruosidad? Hun-Kamé, estás atrapado en el pasado. —Vucub-Kamé sonrió plenamente. Pero la sonrisa no llegó a sus ojos—. ¿Crees que podría construir un templo en medio de Baja California? Han prohibido las iglesias cristianas, no es que me importe, y ahora rezan a ídolos de aluminio y baquelita. Necesitamos nuevos adornos, nuevos acólitos. Y sangre, por supuesto. —Entonces, no todo es nuevo. —La sangre es la moneda más antigua. La sangre permanece. Hun-Kamé dio varios pasos hasta que estuvo frente a su hermano. Eran de la misma altura y se miraron fijamente a los ojos. —Te dije que no desafiaras la sabiduría de la eternidad. Tu plan es innoble. Si alguna vez Xibalbá se levanta de nuevo, lo hará por la voluntad del destino y no por brujería barata —dijo Hun-Kamé—. Pagarás por tu traición. —Pagué hace mucho tiempo, tragándome cada una de tus ofensas.

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—Todos desempeñamos nuestro papel —dijo Hun-Kamé—. Mi papel era gobernar sobre Xibalbá. —Sobre Xibalbá, no sobre mí. No nací para ser tu esclavo. —Basta de tonterías. —Esperabas que comiera las sobras, que bebiera vino estropeado. Una vez fuimos dioses, no sombras. Hasta que ellos, los gemelos… —Los Héroes Gemelos nos derrotaron y humillaron, como tenía que ser porque nuestro orgullo era grande —declaró Hun-Kamé. —¡Entonces construiré templos enormes y los pintaré con sangre hasta que desaparezca nuestra derrota! ¡Hasta que ya no seamos humillados! —Dije, suficiente. La voz de Hun-Kamé era imperiosa y bien ensayada. Imaginó que habían tenido conversaciones similares antes. Imaginó, por el tono que Hun-Kamé empleaba, que las conversaciones terminaban con el silencio ácido de Vucub-Kamé. No en esta ocasión. —¿Te ha dicho cómo era? —preguntó Vucub-Kamé, volviéndose hacia Casiopea y moviéndose en su dirección. Vio a Hun-Kamé moverse incómodo, pero Vucub-Kamé bloqueó su línea de visión con su cuerpo. —La quema del incienso más preciado, la dulce sangre de los sacerdotes, los sacrificios en los cenotes llenos de joyas, el juego de pelota concluyendo en una gloriosa decapitación —dijo. Casiopea casi pensó que podía verlo, saborearlo. Los cielos nocturnos como tinieblas aterciopeladas, atravesados por las estrellas, los murales de los palacios, los pozos tan azules que pensarías que estaban entintados con las hojas de añil y la devoción de los hombres, como una ola, un sonido, esa fuerza que hacía temblar la tierra. La adoración de los mortales llenando los pulmones. Luego, esa misma adoración se desvanecía, el vacío que dejaba, la forma en que el azul permanecía en las paredes de los templos, resistiendo el asalto del tiempo, pero todo lo demás se desvanecía hasta que se sentía como si uno también se desvaneciera. —El mundo era joven entonces, olía a cobre y océano —le dijo Vucub-Kamé, casi con nostalgia, y pensó que, aunque estaba frente a ella, no estaba allí, con la mirada lejana, mirando hacia la tierra de sus recuerdos. Lentamente, la miró, levantando la cabeza como para examinar mejor los productos en el mercado, y le recordó, por extraño que pareciera, al carnicero del pueblo, con los ojos fijos en ella mientras intentaba inclinar la balanza. Ahora, este dios pesaba su carne en una balanza de otro tipo. —Joven, tan joven como tú. Mírate, como el amanecer —dijo—. No puedes entender, por supuesto, pero algún día lo harás —continuó—. Desearás volver a este momento de perfección en el que eras la encarnación de todas las promesas. Vucub-Kamé tomó un mechón de su cabello entre sus dedos. Estaba tan cerca que pensó que sus ojos no eran grises, sino más claros, el tono de los huesos que han sido picoteados por animales salvajes.

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—Me has rechazado dos veces. ¿Me pregunto si lo harás por tercera vez y te arriesgaras a mi ira? Tres es un número especial, porque es el número que representa a las mujeres y me pregunto qué representarás. ¿Serás quizás la fruta, arrancada demasiado pronto y dejada para que se pudra en el suelo? Eres, como he dicho, tan joven. Xibalbá estaba en su mirada, y la promesa de su muerte. Y aún más profundamente vio los huesos de los hombres que ensuciarían el Mundo Medio si sus planes se cumplían; vio salpicaduras de sangre en las piedras; sintió el miedo y el dolor de los seres mortales. Ella apartó la mirada. —Déjate de tonterías —dijo Hun-Kamé, moviéndose para pararse al lado de Casiopea, su brazo rozando el de ella, sus dedos presionando contra sus nudillos. —¿Tonterías? Hermano, la enfrentarás al Camino Negro —dijo Vucub-Kamé. tenso.

—No acordé el desafío —respondió Hun-Kamé, su voz desagradable, su cuerpo

—No importa. De una forma u otra, la estás matando antes de tiempo. Qué crueldad. Vucub-Kamé habló con la más deliciosa burla, Hun-Kamé respondió con un altivo silencio. —No tiene que ser así. La mayoría de nosotros podríamos ser amigos —dijo Vucub-Kamé, mirándola de nuevo con el mismo cuidado que le había brindado durante todo el encuentro. Sintió que la pesaban de nuevo. —¿Qué quieres decir? —preguntó con cautela. —Me gustaría ofrecerte la vida en lugar de la muerte —dijo Vucub-Kamé, pasando junto a ellos y tomando una manzana del cuenco de frutas que había junto a la ventana—. Es un truco simple. Te cortas la mano izquierda. —Sé cómo va eso —dijo Casiopea—. La corto y corto el vínculo entre Hun-Kamé y yo, y entonces estará tan débil que no podrá pelear contigo, y tú ganas. —Debo admitir que se me pasó por la cabeza. Estoy pensando en algo más complicado, pero beneficioso para todas las partes. No te limitas a cortar la mano. Te suicidas. Hizo una pausa, como para permitirle entender perfectamente el significado de sus palabras. Ella se burló. ¿Se imaginaba que estaba loca? ¿O tan exhausta que simplemente admitiría la derrota? Estaba cansada, le dolía el cuerpo, le dolía la mano y había un cansancio en su espíritu, como si lo estuvieran aplastando poco a poco, y sin embargo no estaba tan cansada como para detenerse en este punto. —Suicídate, y mientras mueres te me ofreces como sacrificio —continuó, lanzando la manzana al aire y atrapándola—. Aquellos que se comprometen con el Señor de Xibalbá están invitados a vivir a la sombra del Árbol del Mundo. —No veo cómo eso es mejor para mí —dijo Casiopea—. Estaría muerta, y entonces podrías dañar a Hun-Kamé. —Oh, Hun-Kamé se ofrece después; promete su lealtad. Se arrodilla y le corto la cabeza con mi hacha. Entonces su sangre se derrama por el suelo y la recojo, utilizándola

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como mortero para completar mis hechizos. Pero tan debilitado como estará después de tu muerte, y tan cambiado como está mi hermano, el Hun-Kamé que entrará en Xibalbá será un hombre muy mortal. Vucub-Kamé exprimió la fruta y esta se encogió, ennegreciéndose y pudriéndose en un abrir y cerrar de ojos, hasta que no tuvo más que cenizas, que mostró en su palma para que ella las viera. —Tengo el poder de restaurar a los mortales que me adoran —dijo Vucub-Kamé. Mientras hablaba, las cenizas en su mano volvieron a formar una manzana, tan crujiente y roja como segundos antes. Ni un rasguño. —Los dioses no… no se vuelven mortales —dijo Casiopea—. No mueren. —Hay dos esencias en guerra en el cuerpo de mi hermano en este instante. Separa su elixir inmortal de la sustancia mortal que fluye de su cuerpo, ¿y por qué no? Le corto la cabeza y resucita. Abriría los ojos y sería un hombre —dijo Vucub-Kamé—. Libre para caminar en el Mundo Medio, para soñar los sueños que los hombres sueñan. Y tú también, Casiopea, viva de nuevo. Te estoy ofreciendo lo que nadie más puede ofrecerte. Renuncia a tu búsqueda. Y tú, hermano mío, renuncia a tu derecho. Entrégate a mí, y al dar, concédeme todo lo que eres. Vucub-Kamé dio media docena de pasos y colocó con cuidado la manzana en el cuenco. —Te estoy ofreciendo tu deseo secreto —dijo simplemente Vucub-Kamé. Casiopea sintió como si se hubiera tragado un pez de colores entero y nadara en la boca de su estómago. Presionó una mano contra su cuerpo, pensando que esto podría calmarla, pero no sirvió de nada, porque abrió la boca y farfulló palabras tontas, de todos modos, incapaz de controlar su voz temblorosa. —¿Qué quieres decir? —preguntó. —Él sabe a qué me refiero —dijo Vucub-Kamé con la misma sonrisa con la que había sonreído antes, rodeándolos—. Sabes a qué me refiero, Casiopea. Me refiero a la oportunidad de vivir una vida en el Mundo Medio, una vida completa, larga y feliz, incluso amar. ¿No estás cansada de tus negaciones? Vucub-Kamé permaneció inmóvil, mirándolos con sus ojos extraños e inhumanos, tan firmes como un acantilado contra la espuma del océano, tan frío que se estremeció. Junto a ella, Hun-Kamé le pasó un brazo por los hombros, como para mantenerla caliente, para evitar que temblara. —No tienes la capacidad para lograr tal cosa —declaró Hun-Kamé. —Si toda tu sangre se derrama sobre este lugar, si se realiza este último sacrificio, cada piedra y cada trozo de metal de este edificio vibrará con el poder de Xibalbá. Inclínate ante mí, hermano. Dame tu sangre y olvida. Si lo deseas, sucederá. Convicción, símbolos. Casiopea pensó que el dios de ojos pálidos decía la verdad; que esto podría suceder, esto la asustaba más que cualquier enemigo que hubieran conocido durante su viaje. —Debo volver a preguntarle si quieres recorrer el Camino Negro. O tal vez

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prefieras mi alternativa más generosa —dijo Vucub-Kamé con voz ligera y astuta. No, pensó ella. No estaba del todo segura de por qué Vucub-Kamé estaba ofreciendo esto y qué estaba sucediendo, pero diría que no. Había visto huesos, cenizas y muerte. Tenía miedo, deseaba vivir y, sin embargo, no era tonta. No podía estar de acuerdo con esto. Abrió la boca, luchando por poner esto en palabras. —Necesitamos tiempo para considerarlo —respondió Hun-Kamé. Casiopea estaba tan sorprendida que lo tomó del brazo y lo miró. Pero Hun-Kamé estaba ocupado mirando a su hermano, y Vucub-Kamé le devolvió la mirada. —El tiempo es oro. ¿Cuánto tiempo crees que le queda a esta querida niña? ¿Cuánto envenena la muerte sus venas? Respóndeme ahora. —Dame una hora —dijo. Vio un destello en los ojos de Vucub-Kamé, un intenso y frío destello, como el filo de una espada, dirigido hacia ella. —Una sola hora —insistió—. Seguramente un gran señor puede conceder una hora. —Si las palabras tenían poder, entonces las peticiones también debían tener poder, supuso y acertó. Vucub-Kamé asintió de mala gana. —Entonces, una hora —le concedió—. Piensa en ello con cuidado. Recházame y te enfrentarás al Camino Negro. Dudo que desees eso. Vucub-Kamé convocó sombras, y las sombras lo envolvieron tan cálidamente como la capa que llevaba, luego se derramó en el suelo, el dios desapareció y la oscuridad que había infectado la habitación desapareció. Las luces eran brillantes, la habitación ordinaria. —Vamos, tenemos que bajar al mar —dijo Hun-Kamé, agarrando su mano. —¿Por qué? —preguntó ella. —Porque mi hermano seguramente nos espiaría aquí, pero no tiene dominio sobre el mar. Eso pertenece a otros. Vamos —la instó.

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oca gente visitaba la playa, a pesar de los anchos escalones de piedra que conducían a ella. La mayoría de los huéspedes preferían la comodidad de la piscina, la sombra de sus sombrillas y los camareros pasando con bebidas en una bandeja. Por la noche, la playa estaba absolutamente desierta. La luna llena acechaba en un rincón del cielo, guiando su camino, pero una nube flotaba sobre su superficie, amortiguando su luz. Curiosamente, esta iluminación se parecía al sol nocturno del Inframundo, dejando todas las cosas medio ocultas, como para ayudar a mantener su secreto. A pesar de la falta de luz adecuada, Casiopea pudo ver claramente el rostro de Hun-Kamé. Era posible que su visión se agudizara desde que compartió algo de la esencia del dios, revelando secretos escondidos en la oscuridad, o se había acostumbrado tanto a Hun-Kamé que podía conjurar sus rasgos con facilidad. —Entra en el agua —dijo. —Nuestra ropa se arruinará —le dijo, con los zapatos en sus manos. —Es necesario —dijo y caminó hacia las olas, hasta los tobillos—. Podemos vagar por los cenotes, pero el océano con sus corrientes y sus mareas, nunca fue nuestro. La sal guardará nuestros secretos. Mi hermano no puede oírnos aquí. Ella dejó los zapatos sobre una roca y se metió en el agua. Hacía frío; las olas golpeaban la tierra con una absoluta precisión, casi violenta. El agua, durante el día, era de un precioso azul verdoso, pero ahora se había vuelto gris y ella se sumergió en ese gris. —Tienes un plan, ¿no? —le dijo—. ¿Alguna forma de derrotarlo? —No tengo nada más que las dos opciones que nos ha ofrecido —dijo, sonando solemne. —Pero entonces… Había asumido que él revelaría algún tipo de complot, un truco que podrían emplear, como los Héroes Gemelos, que quemaron las plumas de un guacamayo para evitar el peligro de la Casa de las Tinieblas y alimentaron a los jaguares con huesos viejos para no ser devorados. Así eran las historias. —¿Cómo crees que me llamo? —preguntó Hun-Kamé abruptamente. El viento se estaba haciendo más fuerte y azotaba su costoso vestido, el mar era ruidoso y las luces del casino estaban lejanas. Casiopea negó con la cabeza. —Sé tu nombre —dijo. —No. No el nombre que te dije. Si me hubieras visto en la calle, si me hubieras conocido mientras caminabas por la ciudad y me hubieras mirado por encima de tu hombro, ¿qué nombre me habrías puesto?

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—¿Estamos jugando un juego? —preguntó, exasperada. —Te dije que todos tenemos nombres diferentes. Eres Lady Tun, eres Casiopea, eres la Doncella de Piedra y en el fondo de tu corazón tienes un nombre secreto. Concédeme un nombre y será tuyo y solo mío. —Yo no… Él estaba cerca de ella, pero se acercó más y ella lo miró fijamente. —Podría ser una persona diferente. Si me dieras un nombre, ¿quién va a decir que no es mío? Si tuviera un nombre común, podría tener una historia común —dijo—. Podría jurar que te vi por primera vez en Mérida, parada en medio de la calle. Hacía demasiado frío allí, y sin una chaqueta, las puntas de sus dedos hormigueaban. Casiopea quiso frotarse los brazos con las manos, pero no se movió. —Son todos los símbolos, las historias que contamos; si me das un nombre con el que podría morir, podría abrir los ojos de nuevo y recordaría ese nombre. Estaba decidido y sombrío, y algo completamente diferente, que no reconoció, y luego su rostro se suavizó. —No sería un dios. Ya… ya te lo dije, a veces apenas me recuerdo a mí mismo. Podría olvidarlo todo. Pero hemos llegado tan lejos, protestó su mente. Su lengua, sin embargo, no estaba dispuesta a expresar el pensamiento. Su boca enjauló las palabras. —Los dioses no mueren y, sin embargo, a veces, cuando me sentaba a tu lado pensaba que moriría, este dolor en mi pecho que apenas puedo entender, excepto que eres tú, atrapada ahí —le dijo, más que un poco desconcertado, en voz muy baja, las olas casi ahogando su voz—. ¿Alguna vez has sentido algo así? El aliento de Casiopea era un carbón ardiendo. No respondió, levantando tentativamente la mano izquierda, donde estaba la astilla, donde él la había marcado, apartando un mechón de cabello de la frente de él. —Sí —dijo finalmente. Él se inclinó, presionando sus labios contra su cuello, antes de agarrar su rostro y besarla en la boca. Fue experimental, crudo, peor que Casiopea. Al menos ella había encontrado besos en la página impresas. Pero fue agradable, el beso, y él era el hombre más guapo que había visto en su vida. La deseaba. Ella no había pensado… no se había permitido pensar que podría ser deseada así. ¡Pero este plan! ¡Convertirse en mortal! Locura. Se había vuelto loco. Pero, ¿quién iba a decir que no lo había conocido en Mérida? ¿Que la historia que Martín le había contado a su familia no era la verdad? ¿Quién miraría a Hun-Kamé, desprovisto de su brillo sobrenatural, y pensaría ahí va un hombre que fue un dios? Simplemente dirían, “Mira ahora, mira a esta linda pareja, mira cómo él toma su mano y ella lo besa. Como si fueran el aire que respira el otro”.

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Su boca contra la de ella, la huella de su sonrisa en su mejilla, y supo que no quería nada más que este hombre. No al dios, sino al hombre, con las cejas oscuras, la nariz larga, las manos delgadas que se apoyaban contra su espalda. Ya le había elegido un nombre: Francisco, como ese poeta que escribía sobre la vida, la muerte y el amor, y podría haberlo dicho, sellado el trato de esta manera, pero un detalle fastidioso tiraba de ella, la hizo abrir los ojos y mirarlo. El parche en el ojo, el ojo perdido, la parte de él que no estaba allí golpeándola como las olas golpean la orilla. Casiopea comprendió la fuerza de la narrativa y las estrictas reglas que rigen un soneto. El esquema de la rima es constante, como la marea. Hay una forma de hacer las cosas. Y, hace mucho tiempo, hace tanto tiempo, recordó una palabra: patan. Fue esto lo que la detuvo. —Me dijiste que no debíamos dejarlo ganar —le recordó—. ¿Qué pasará en Mundo Medio, con tu hermano ahora todopoderoso? —preguntó—. Sangre, sacrificio y… Él negó con la cabeza. y yo.

—La gloria que desea. El resto, ¿importa? —le dijo—. No importa si estamos tú

Deseó poder repetir sus palabras, como el loro en su jaula en Uukumil. Pero recordó lo que le había dicho: los cenotes estarían apilados con cadáveres, hombres acribillados con flechas. Lo había visto, no fue una ilusión, y no podía tomar una decisión, no podía ser negligente, incluso si su determinación se estaba derrumbando. —Vucub-Kamé haría maldades en la tierra y podría haber dolor, pero estaríamos juntos y nos iríamos muy lejos. El mundo es amplio. ¿Qué importa lo que le pase a una fracción? —Pero… —Mi hermano puede tener los pasillos de Xibalbá y el trono negro —dijo—. Podemos tenernos el uno al otro. La besó de nuevo y duró una eternidad. Casiopea pensó que no quedaría nada de ella cuando él se apartara, no sería él quien fuera borrado y otorgado una nueva identidad. Y cuando presionó una mano en su cabello, estaba segura de que nada más que el amor importaba, solo estaban ellos dos en este lugar junto al mar. —Me perderás de lo contrario —dijo él en un susurro. —Quiero que te quedes conmigo. —Entonces haz que me quede. Estaba aturdida y sin aliento, inclinada hacia adelante con el toque de sus dedos y sería lo más fácil del mundo simplemente susurrarle un nuevo nombre. Permaneció pesado en su lengua, el nombre. Francisco. Estaba ahí; corría a través de su torrente sanguíneo y ella no vio forma de negárselo. —Quiero bailar contigo, con la música más rápida posible. Quiero aprender los nombres de las estrellas. Quiero nadar en el océano por la noche. Quiero montar a tu lado

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en uno de esos autos y ver adónde van las carreteras —dijo riendo, mientras le sostenía la cara entre sus manos. Se aferró a él, sintió su corazón martilleando bajo su palma. Era real, él era real, esto era real y el resto solo eran… historias. Historias de niños. No había magia, ni dioses, ni misiones. Podía convencerse a sí misma de que lo había imaginado todo y luego sería así. Una brizna de pesadilla y la realidad de ellos. Pero… historias. Conocía poemas y conocía historias y reconocer formas en las estrellas cuando los hombres instruidos no podían distinguir constelaciones. Conocía esta historia y debía tener un final diferente. Creación de mitos. Fue el peso traicionero de la creación de mitos, de patan, lo que la levantó, la hizo retirarse. —No sería justo —dijo, y las palabras fueron como un cuchillo: parecieron herirlo. Él levantó las manos, contemplándola. —¿Justo? Nada es justo en el universo. —Pero quiero que sea justo. No quiero que triunfen los malvados, ni que tu hermano mate a inocentes. No quiero dar marcha atrás. —No seas tonta. No se puede tener un final feliz y perfecto —dijo con cautela. —Pero, Xibalbá… —No me importa. Casiopea lo miró. Su mirada era la mirada de un joven ingenuo, pero detrás de ella captó la parpadeante oscuridad de Xibalbá incluso mientras intentaba negarse a sí mismo y besarla por tercera vez. Ella giró la cabeza. —Eres el Señor Hun-Kamé y te preocupas por Xibalbá. Y la vida puede que no sea justa, pero yo debo serlo. No puedo dar marcha atrás —dijo. Las palabras lo hirieron. Una luz se atenuó en él, y su rostro joven e ingenuo ya no era tan ingenuo. El Señor de Xibalbá de nuevo, antiguo como las piedras de los templos en lo profundo de la jungla. —Ojalá fueras una cobarde en lugar de una heroína —dijo él, hablando con amargura, como madera vieja partiéndose en dos, haciéndola doler. —No creo que sea una heroína. —Y, sin embargo, lo eres —dijo, su mirada se profundizó, volviéndose de un negro aterciopelado mientras inclinaba su rostro hacia arriba. Pensó que la besaría. No lo hizo. Pasó junto a ella, más adentro del agua. Les llegó a las rodillas y ella lo siguió, preguntándose qué estaba haciendo, hacia dónde se dirigía. Se volvió abruptamente y se dio cuenta de que no sabía a dónde se dirigía, simplemente se movía con el mar, turbado y a la deriva. —No puedo protegerte en Xibalbá —dijo con voz angustiada—. ¿Cómo puedo dejarte ir allí? —¿Tendría una oportunidad? —preguntó—. ¿Una oportunidad real? —No puedo asegurar la victoria. El Camino Negro es peligroso. Estarás sola,

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puede que te sientas perdida, pero el camino sigue las órdenes de la persona que lo recorre y te escuchará ya que también eres parte de mí. —¿Cómo puedo hablar con él? —Ordénale como lo harías con un perro y mira con atención. El camino puede parecer una sola línea sólida, pero hay sombras donde se vuelve más tenue y puedes saltar a través de las sombras. No le temas. El miedo lo hará más difícil. Y nunca te salgas del camino. Asintió, respirando con rapidez. —No lo haré —prometió. —El mayor peligro está dentro de tu corazón. Si te concentras, si estás firme, encontrarás el camino a la ciudad. Imagina mi palacio y llegarás a sus puertas. —Nunca he visto tu palacio. —Lo has hecho, debes haberlo vislumbrado en mi mirada. Recordó las veces que habían hablado de Xibalbá. Él había dicho que su palacio era como una joya y había mencionado los estanques que lo rodeaban. —Hay árboles plateados cerca —dijo tentativamente—. Y peces extraños nadan en los estanques. —Brillan como luciérnagas —dijo. —Tu palacio tiene muchas habitaciones. —Tantas habitaciones como días tiene el año. —Pintado de amarillo y azul —continuó ella. —Y allí está mi salón del trono y mi trono, de la obsidiana más negra. —Te sientas en el trono, una diadema de ónix y jade sobre tu cabeza. La imagen fantasma que construyeron del palacio no era más que eso, una frágil creación de la imaginación y, sin embargo, era firme. Casiopea vio el palacio y supo que se imaginaba su verdadera semejanza a pesar de que nunca había caminado por sus pasillos. Ella tomó una respiración larga y profunda. —Puedo hacerlo —dijo. —Entonces no hay más —concluyó. Su voz había recuperado su habitual frialdad—. Has hecho tu elección. —No, no hay más. Él asintió y se movió hacia la arena, los pantalones empapados. Los labios de Casiopea sabían a sal; su garganta estaba seca. Ella habló antes de que él pusiera un pie en tierra firme. —Espera unos minutos —dijo—. No nos echarán de menos por unos minutos y esta es la última vez que te veré, ¿no? De cualquier manera.

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—Sí —dijo—. Volveré a ser un dios o estaré muerto. —Entonces, espera unos minutos —dijo. Era una estupidez intentar extender el tiempo, no les servía de nada. Además, lo había rechazado. Y, aun así. Casiopea miró hacia el cielo con su multitud de estrellas. Luego lo miró, parado de perfil. Sintiendo su mirada sobre él, se volvió hacia ella y le dedicó una sonrisa torcida. La atrajo hacia él y luego levantó la cabeza para mirar las estrellas que nunca se había molestado en examinar.

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P

asaron el rato paseando junto al mar, con las olas salpicándolos, intentando estirar los minutos. Un empleado del hotel los recibió en las escaleras que conducían al hotel. Les informó que Zavala deseaba hablar con ellos.

Casiopea y Hun-Kamé fueron llevados a una habitación sin ventanas, decoradas con intrincadas tallas. Las paredes eran color blanco hueso, y los suelos negros y tan pulidos que reflejaban las columnas, las moldura y las paredes, como si uno caminara sobre un océano de tinta. Aunque podía ser utilizado como casino, o para otras funciones, como un baile, o una gran fiesta, el lugar tenía el aire tranquilo de un templo. Como para reforzar esa impresión, en el centro de la sala había dos pesadas sillas de madera con respaldos altos, aptas para sacerdotes o reyes, o ambos. Entre ellos se había colocado un pedestal de piedra áspera, y sobre él descansaba un hacha enorme. Vucub-Kamé estaba sentado en la silla de la derecha, pero cuando entraron, se levantó y caminó en su dirección, con su capa ondeando tras él. La capa era una creación curiosa, hecha de huesos, plumas de búho, y seda de polillas, rígida y fuerte a pesar de sus delicados componentes. Cuando se movió, los huesos tintinearon. Detrás de Vucub-Kamé estaba Zavala, con un aspecto más amarillento que antes, su ropa blanca contrastando con su piel ictérica y con Martín, que también vestía de blanco. —Se te acaba el tiempo —dijo Vucub-Kamé—. ¿Serás inteligente y aceptarás mi oferta, o estúpida, y la rechazarás? —Voy a recorrer el Camino Negro —dijo Casiopea. Vucub-Kamé no parecía sorprendido ni molesto por su respuesta. La miró con sus ojos pálidos, impasible. —Me rechazas a cada paso —dijo—. Muy bien. Te enseñaré humildad. Ella no dijo nada, optando por mirarlo, en lugar de mostrar miedo. —Puede que tengas una navaja y una calabaza llena de agua para tu viaje, pero nada más —declaró Vucub-Kamé. Vio entonces que había dos mesas con estos objetos, el cuchillo de obsidiana y la calabaza. Llevaba un vestido de noche que no era apto para viajar, pero cuando levantó el cuchillo su ropa cambió: la gasa de color crema se convirtió en algodón negro, el vestido reformándose en una blusa, una falda larga, y un chal, como los que podría haber usado en casa. En su cintura había un cinturón, con una funda para el cuchillo. La calabaza tenía una cuerda, que podía colocar alrededor de su cuello o atar al cinturón; pero mientras la sostenía, sus dedos temblaron, y la invadió un dolor que nacía desde el fragmento de hueso, como si estuviese hundiéndose en su carne.

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—Permíteme ayudarte —dijo Hun-Kamé, ajustándole el cinturón. Cuando terminó, le tomó la mano entre las suyas—. Podríamos… Sentía que podría desmayarse, pero negó con firmeza. —Pasará, siempre lo hace —dijo, y trató de interpretar el papel de la intrépida heroína, incluso si no se sentía así. Su actuación debe haber sido aceptable, porque asintió. —No perdamos más tiempo —dijo Vucub-Kamé, aunque sonaba más aburrido que ansioso por comenzar el juego—. Tu campeón parece listo. —Un minuto —respondió Hun-Kamé. Agarró su mano con más fuerza, y pensó que podría despedirse de ella besándola una última vez. Él se inclinó. —Xibalbá intentará confundirte —dijo Hun-Kamé en voz baja—. Pero no debes dejar que lo consiga. El camino debe escucharte a ti, no al contrario. La dejó ir. Esta era su despedida. No pudo evitar la decepción, incluso si ya se habían separado, a todos los efectos, junto al océano. Hun-Kamé se sentó en la silla de la izquierda. Vucub-Kamé se sentó en la otra, con la capa de hueso traqueteando, luciendo indolente. Se imaginó que los hermanos habían estado así en Xibalbá, uno al lado del otro, en una fabulosa y subterránea sala del trono. vacíos.

—¿Empezamos? —preguntó Vucub-Kamé, mirando hacia adelante, con los ojos

—Sí —respondió Hun-Kamé, y también miró hacia adelante, pero su mirada estaba fija en ella. calada.

Zavala encendió un cigarro y se puso delante de los dioses gemelos, tomando una

Casiopea miró a su primo, con una mirada cautelosa, pero no se intercambiaron palabras. ¿Qué se podía decir? Zavala abrió la boca y escupió una violenta nube de humo y ceniza, que envolvió a Casiopea y Martín. El humo era espeso, y la habitación se oscureció, pero no hizo que le picara la garganta, ni le hizo toser. A medida que el humo se expandía, se desvanecían los bordes de la habitación, los contornos de los rostros de los hermanos, la silueta de Martín, las tallas en las paredes. Incluso el suelo. Casiopea estaba sobre una superficie, y, sin embargo, sentía que flotaba. Poco a poco, el mundo recuperó sus contornos y se encontró en un camino solitario. Por encima de su cabeza había un cielo extraño, sin estrellas, y a su alrededor se extendía un gris desolador. Ella había descendido a Xibalbá. Casiopea respiró hondo y comenzó su viaje. Caminó durante mucho tiempo, pero cuando miró hacia adelante la tierra era exactamente la misma, y tras ella, solo había un camino de un gris desolador. Hun-Kamé le había dicho que no era posible determinar cuánto tiempo le tomaría llegar a la ciudad. El tiempo y las distancias no eran los mismos

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que en el Mundo Medio. Ahora, entendía lo que quería decir, porque había progresado poco; era como si hubiera caminado tres pasos en una hora. Aún peor, no veía las lagunas que Hun-Kamé había mencionado. Casiopea subió la calabaza hasta sus labios, y tomó un sorbo. Caminó lentamente, mirando el camino, intentando ver si había lugares donde era diferente, pero todo era oscuro, como la obsidiana. Mientras caminaba, se dio cuenta de que esta tierra era muy tranquila. Sin viento, sin el crujido de la arena gris de las carreteras. Había tanto silencio que empezó a escuchar el latido de su propio corazón, y el movimiento de la sangre recorriendo sus venas; cada paso sonaba como una pisada de elefante. Pero ese era el único sonido: todo venía de su interior, y era desorientador. Un par de veces, hizo una pausa para beber de la calabaza, y el sonido del agua era tan fuerte como el de unos rápidos en este desierto de silencio. Podía oír sus pulmones, y el paso del aire; comenzó a caminar más rápido, con la esperanza de encontrar una fuente de ruido, algo que pusiera fin al silencio. Pero cuando echó a andar, el camino era el mismo; no cambió, y tampoco la quietud absoluta del paisaje. Era como estar atrapada en ámbar. Casiopea aceleró su paso, y luego echó a correr. Su corazón empezó a tronar dentro de su pecho, y tuvo que parar, sin aliento. El sonido de sus jadeos sonaba tan fuerte como un huracán. Una vez recuperada, el silencio volvió a caer a su alrededor, y descubrió que estaba de pie en un cruce. Casiopea giró sobre sí misma, intentando determinar en qué dirección debía ir, pero allá donde mirase, el desierto gris era el mismo y el camino no tenía fin. No giraban, eran solo cuatro líneas rectas. Hun-Kamé no había dicho nada sobre eso. En las historias de los Héroes Gemelos también había cuatro caminos, pero tenían diferentes colores (verde, rojo, blanco y negro), uno para cada esquina de la tierra. Este no era el caso, y cada camino podría conducir a la perdición o a su objetivo. —El Este guarda la respuesta —dijo uno de los caminos. —El Oeste es la ciudad —respondió otro. —Al Norte debes ir —exclamó el tercero. —Retrocede, vas en la dirección opuesta —concluyó el cuarto. Casiopea no sabía cómo hablaban los caminos, pero lo hacían, susurrando, como un zumbido molesto, de una forma que la hizo hacer una mueca. Sus voces venían de dentro de su cabeza, como todos los demás sonidos. Entrecerró los ojos, intentando discernir qué camino era el correcto. Los caminos continuaron hablando. —Escucho su corazón latiendo asustado —dijo un camino. —Escucho la sangre en sus venas, congelada de miedo. —Escucho su aliento atrapando en su garganta. Las voces eran como un goteo constante sobre su frente, una forma lenta de tortura. Uno no podía concentrarse cuando hablaban, pero era aún peor cuando estaban en silencio. —Hay monstruos en esta tierra.

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—Lugares hechos con las penas de los hombres. —Trampas hechas de sangre y hueso. Se tapó los oídos con las manos, pero las voces estaban dentro de ella y se rieron de Casiopea, burlándose, diciéndole que siguiese a cada uno de ellos. Giró en un círculo y se arrodilló, cansada y abrumada, con los dedos doliéndole de nuevo. Casiopea agarró su mano izquierda, donde estaban el fragmento de hueso y el brazalete de plata que Hun-Kamé le había regalado, que hacía un suave tintineo al chocar con su muñeca; en aquella tierra, era como el chocar de dos platillos. Entonces, recordó sus palabras: el camino te escucha. Lentamente, se puso de pie, y se sacudió la ropa (el ruido de la tela sonando como un cuchillo rascando el suelo), y los caminos se rieron con más fuerza, haciendo eco en su cabeza. Casiopea apretó los dientes y abrió la boca. —Me dirijo al Palacio de Jade —dijo a los caminos—. Me mostrarán el camino. Los caminos no querían obedecer, y la maldijeron, prometiendo comerse sus huesos y escupirlos, pero apretó su mano izquierda, y recordó la forma en la que hablaba Hun-Kamé, seguro de sí mismo, y su boca copió su tono. —Muéstrenme el camino —exigió. Los caminos vacilaron, sacudiéndose, casi haciéndole perder el equilibrio. Como lenguas, se agitaron y se quedaron quietos al mismo tiempo. Entonces, se dio cuenta de que el camino a su derecha tenía una franja de un color ligeramente diferente, no tan negro como la obsidiana. Era negro como el hueso quemado, más terciopelo que seda. Se paró en ese tramo de camino y, sin saber qué decir, simplemente repitió su destino. —Palacio de Jade —dijo y dio un paso adelante. Un segundo, estaba en un parche de sombra; y, al siguiente, estaba rodeada de pasto. Había más en la distancia. La tierra había cambiado: ya no era una planicie gris. El silencio también se había roto. Había hierbas junto a la carretera, y animales en las colinas (grillos y caracoles) que hacían que las plantas se oxidaran. Encontró otro parche de sombra, y luego otro, y pasó a través de ellos; con cada salto, la tierra cambiaba, y pronto estaba moviéndose entre pilares de piedra: algunos altos y orgullosos, mientras que otros habían caído, rotos en dos o tres pedazos. A algunos le faltaban grandes pedazos, mientras que otros estaban casi intactos. Los pilares tenían bustos, y se detuvo a mirarlos, pensando que representaban a los guerreros. Pero era una suposición. Podía haber cientos o miles de pilares rodeando la carretera. Durante un instante, se sentó junto a ellos, bebiendo de la calabaza y masajeándose los pies. Después, el camino se cortaba. En medio de él, se elevaba un pilar, hecho de piedra oscura; cuando lo miró más de cerca, se dio cuenta de que… respiraba. Estaba vivo. No era un pilar.

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Martín, debido a su experiencia previa en el Inframundo, fue capaz de vagar por el Camino Negro con más facilidad que su prima. Sin embargo, en sus viajes anteriores había estado acompañado de Zavala. Solo, encontró el viaje más difícil. Había empezado caminando a una velocidad rápida, pero se cansó y desaceleró. El camino se sentía sofocante y pegajoso. Estaba sudando, y maldijo. La visión de sus alrededores lo desanimaron. El camino atravesaba un pedazo de selva, donde las hojas de los árboles eran de un verde jade. Pero los pájaros eran criaturas sin piel, sin ojos. Otros animales se escondían en el follaje, y cuanto más caminaba Martín a través de la selva, peor se sentía, preocupado de que un jaguar dejase la oscuridad y se lo comiera. El camino era como alquitrán en sus zapatos, tirando de él, hasta que apenas podía dar tres pasos sin cansarse. rápido.

—Llévame al Palacio de Jade —dijo al camino—. Llévame al Palacio de Jade,

Pero el camino, malintencionado, lo ignoró, y el sudor comenzó a gotear por el cuello de Martín. Se esforzó por seguir adelante, pero todavía era demasiado lento. Un fuerte susurro entre los árboles le sorprendió, y Martín agarró su cuchillo. Levantó la vista y vio un mono, mirándolo fijamente. —Idiota —susurró, devolviendo el cuchillo a su funda—. ¡Vete! Un segundo mono lo miró, y luego un tercero. Dos docenas de ojos brillantes y amarillos miraban a Martín. Empezó a alejarse, lentamente, ya que el camino se sentía como alquitrán. Y, entonces, un mono le tiró una piedra. Y otra. Martín chilló; levantó los brazos y gritó mientras las piedras llovían sobre él. Una le cortó la mejilla, y otra lo golpeó entre los omóplatos. Los monos gritaban, alegres. —¡Me dirijo al Palacio de Jade! —gritó Martín—. ¡Me dirijo allí por la voluntad de Vucub-Kamé! Los monos continuaron lanzando piedras, pero el camino liberó su control sobre él, y Martín fue capaz de huir de las criaturas chillonas.

En el Mundo Medio, Vucub-Kamé descansó la barbilla en su mano, y observó las cenizas cambiantes en el suelo, que se elevaban y trazaban los contornos del Camino Negro, permitiéndoles ver el progreso de ambos campeones. Casiopea había empezado detrás de su primo, pero ahora se movía a una velocidad aceptable. Sin embargo, había

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encontrado un obstáculo significativo. Hun-Kamé se movió en su asiento, inclinándose hacia adelante, como para ver mejor. Parecía preocupado. Como debería. En un golpe de buena suerte, Casiopea había encontrado uno de los secretos del Camino Negro, y había aprendido a usarlo, pero su suerte había acabado. Xibalbá contenía muchas criaturas espantosas, obstáculos y trampas. Casiopea había encontrado uno de los más imponentes, y se estremeció. —Debiste haber aceptado mi oferta —le dijo Vucub-Kamé a su hermano—. No es una campeona, solo una chica asustada. Los ojos de Vucub-Kamé se habían vuelto translúcidos, como un sastún, porque en las cenizas veía su futuro y su triunfo.

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N

o era un pilar de piedra. Era un murciélago. Dos veces más alto que Casiopea, sus alas estaban dobladas contra su cuerpo huesudo. Su piel era muy oscura; brillaba, como si hubiera sido tallada en una sola piedra. El rostro del murciélago era burdo, hecho de miedos primordiales a medio formar, y sus ojos estaban cerrados. No soñaba, ya que ninguna entidad de Xibalbá soñaba, pero permaneció en un trance similar al sueño, esperando a los peregrinos cautelosos. En estos días no había muchos, el camino se había vuelto polvoriento por el desuso, pero en siglos pasados se había glorificado en perseguir hombres por las tierras oscuras, y en ocasiones, había volado al Mundo Medio, para beber de las axilas y el pecho de los mortales. Así vagaba por Xibalbá y esperaba, Kamazotz, quien es el murciélago mortal que marchita las cosechas. No había forma de evitar a la criatura. Bloqueaba el camino angosto en el que estaba Casiopea. Si seguía el camino, se encontraría justo al lado, y Casiopea no pensó que fuera una buena idea acercarse al monstruoso murciélago. En la historia de los Héroes Gemelos, un dios-murciélago le había arrancado la cabeza a uno de ellos. No estaba interesada en saber si a él le gustaba hacer esto. Casiopea miró al murciélago mientras dormía, su cuerpo ondulando con su respiración. Dio un paso adelante. —Te oirá si te acercas y atacas —dijo una voz baja—. Es ciego, pero tus movimientos lo alertarán de tu presencia. Casiopea miró hacia abajo con sorpresa y vio una serpiente verde brillante junto a la carretera. Tenía dos cabezas y cuatro ojos, que se fijaban en ella. No la consideró venenosa, había visto algunas como esta en casa, aunque obviamente les faltaba la segunda cabeza. Se arrodilló junto a ella y frunció el ceño. —¿Qué eres? —preguntó en un susurro. —Solo una serpiente —dijo una cabeza. —Oh —dijo Casiopea—. ¿Cómo es que te ves… diferente de las serpientes que conozco, y hablas? —Hablo porque estamos en Xibalbá y porque no eres una mujer corriente. Te reconozco. Llevas el sello de Hun-Kamé en tus ojos —respondió la otra cabeza de serpiente. —¿Lo conoces? La serpiente se sintió ofendida por la pregunta y levantó con orgullo sus dos cabezas planas. —Él era nuestro Señor, y luego fue traicionado. Vucub-Kamé ha provocado un

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desequilibrio en Xibalbá, y solo el regreso de Hun-Kamé puede restaurar las escalas de la dualidad. Si estás aquí, portando su estandarte invisible, entonces el señor debe estar cerca. —Estoy en una misión. —Como debe ser —dijo la serpiente, luciendo remilgada. Las serpientes, después de todo, tienen un gran sentido del decoro y el orden. Casiopea volvió a mirar al murciélago que le bloqueaba el paso. Hun-Kamé le había dicho que se quedara en la carretera, por lo que no se atrevía a abandonar el camino. Además, incluso si intentaba poner cierta distancia entre ella y la carretera, el murciélago podría oírla. —No tendrías ninguna idea sobre cómo superarlo, ¿verdad? —preguntó a la serpiente—. Necesito llegar al Árbol del Mundo. La serpiente pensó por un minuto. —Mis hermanas y yo podríamos distraerlo. Pero tendrías que ser rápida. —¿Me ayudarías? —dijo Casiopea—. Eso es muy generoso de tu parte. —Sí, porque ambas somos hijas de la tierra —dijo la serpiente con altivez—. Además, me gusta el brazalete de plata que llevas en el brazo. Podrías dárnoslo para sellar el trato. Después de todo, hay que dar algo en misiones como esta. Casiopea se tocó la muñeca, mirando el círculo plateado que llevaba. El regalo de Hun-Kamé, la única joya que había tenido y el único artículo que esperaba conservar, un recordatorio de su viaje. Y de él. Se mordió el labio. —Entonces, toma —dijo Casiopea, sacudiendo la cabeza y colocando el brazalete en el suelo junto a la serpiente. La serpiente pareció feliz. Parpadeó, frotando ambas cabezas contra la mano de Casiopea, como un gato. Entonces llamó a sus hermanas. Eran tres, verde jade, que también poseían dos cabezas cada una, y cuando vieron el brazalete de plata se alegraron, ya que todas las serpientes aprecian las joyas, los metales preciosos y los espejos. Su vanidad hace que pasen muchos minutos persiguiendo su reflejo en sus superficies, pero no hay que pensar mal de las serpientes por eso, ya que son criaturas amables y reflexivas. Una vez que miraron el brazalete, las serpientes volvieron su atención a Casiopea, susurrando entre ellas. —Nos dispersaremos en diferentes direcciones —le dijo la serpiente—. Y cuando el camino esté despejado, huye. Pero sé rápida. —No tengo ningún deseo de quedarme aquí —dijo Casiopea—. Gracias. Se puso de pie y se preparó. Las serpientes se alejaron deslizándose siguiendo el camino. Al principio, el murciélago no les prestó atención. Seguía durmiendo, con los brazos cruzados sobre el pecho y los ojos cerrados. Pero cuando las serpientes removieron arena y tierra, haciendo temblar las matas de hierba que bordeaban la carretera, el murciélago se movió. Levantó la cabeza y extendió las alas con un movimiento atronador que se asemejó al sonido de un látigo, y se impulsó en el aire, batiendo sus alas e intentando encontrar la fuente del ruido.

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Parecía ser aún más grande en vuelo, y durante unos segundos, Casiopea no se movió. Luego, recuperando su juicio, se lanzó hacia adelante. Corrió, intentando encontrar los huecos de sombras en el camino, pero no había ninguno. El Camino Negro no cesaba, por mucho que mirara. El murciélago, que perseguía a una serpiente, giró su enorme cabeza y cambió de opinión, decidiendo seguir este nuevo sonido. Agitó sus alas, ganando velocidad, y Casiopea intentó correr más rápido. Había tenido muchas oportunidades de bajar y subir escaleras, correr de un lado a otro alrededor de su casa, y era una chica ágil, pero el murciélago se le acercó rápidamente. Casiopea comenzó a correr en zigzag, con la esperanza de que esto pudiera despistar a la criatura. Había visto a las polillas hacer esto en las últimas horas del día, para engañar a los murciélagos y evitar convertirse en su cena, pero aunque le dio unos momentos, Kamazotz se acercó más. Vio dos columnas que se habían derrumbado en ángulo, enredadas, dejando un espacio debajo de ellas. Casiopea se tiró al suelo y rodó bajo las columnas. El murciélago se lanzó hacia abajo, intentando arrebatarle la cabeza como había arrebatado las cabezas de los héroes en épocas pasadas, y en cambio golpeó una columna. Las garras golpearon la columna con tanta fuerza que dejaron surcos en la roca. El murciélago voló arriba y abajo, golpeando la columna una y otra vez. En su escondite, Casiopea sintió que la piedra temblaba al ser golpeada sin cesar. Desató el cordón de la jícara y esperó hasta que el murciélago se levantó, listo para caer en picado contra la columna, luego arrojó la jícara con todas sus fuerzas. La jícara rodó por el camino, el agua en su interior chapoteó. El murciélago, atraído por el ruido, se movió en su dirección. Casiopea se puso de pie y echó a correr. Una vez más, el sonido de sus zapatos golpeando la carretera hizo que el murciélago se volviera y la buscara. En poco tiempo la había encontrado. El Camino Negro se extendía sólido y firme ante Casiopea, sin grietas en él, y detrás de ella, por encima de ella, el murciélago batía sus alas, preparándose para arrancarle la cabeza con sus afiladas garras. Moriré, pensó. Horriblemente, moriré. Pero negó con la cabeza y apartó el pensamiento. Entonces vio, vacilante, la sombra que indicaba un hueco, y saltó hacia adelante. No nombró su destino, no había tiempo para que un sonido saliera de su garganta, y cayó en una oscuridad perfecta y salió de nuevo al Camino Negro. Levantó la cabeza, pero por encima de ella no había nada excepto el extraño no cielo del Inframundo. Detrás de ella, el camino estaba en silencio. Ninguna columna, rota o intacta, bordeaba el camino. Había dejado el murciélago atrás. Casiopea yació en el suelo hasta que su corazón recuperó su ritmo regular. Luego se puso de pie y comenzó a caminar de nuevo.

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Martín llegó a un río lleno de sangre. La vista era repugnante, y se vio obligado a dar media vuelta, encontrar otro hueco en el camino y volver a saltar hacia adelante, porque el truco en Xibalbá era que aunque el camino pareciera una línea recta, se bifurcaba y se movía. Cambiaba constantemente. Sin embargo, una vez que Martín saltó hacia adelante nuevamente, se encontró junto a un río de pus, intransitable. —¡Maldito seas! —gritó. Se volvió hacia atrás por tercera vez y finalmente pudo seguir avanzando. En este punto el camino ya no estaba pegajoso, por lo que se movía con más facilidad, pero tenía moretones en los brazos por los monos, y aunque su mejilla había dejado de sangrar, le dolía mucho. Más que eso, su orgullo había sido herido y estaba desaliñado, un malhechor asustado tropezando por el Camino Negro.

Los huesos sobresalían de la tierra, como dientes rotos. Algunos eran blancos, algunos eran amarillos y otros eran de un negro podrido, con carne rosa pálido o bermellón adherida en hilos. Variaban en tamaño, tan pequeños como un grupo de margaritas y otros tan altos como una persona. Y llevaban un hedor nauseabundo que hizo que Casiopea se apretara la cara con el chal. El hedor atraía a los buitres negros, que se posaban sobre los huesos. Sus cabezas oscuras, arrugadas y sin plumas se volvieron en dirección a Casiopea, y sus ojos, hechos de ópalos, reflejaron a la joven, pero la dejaron sola y no intentaron obstaculizar su camino. Más desagradables eran las moscas, que pululaban alrededor de los huesos. Estas venían en verdes de diferentes tonos, el verde delicado de botellas y vasos, y el verde lechoso del jade, y finalmente el verde oscuro de la jungla. Nubes y nubes de moscas volaban en el aire cuando ella pasaba, zumbando nocivamente. Se apretó el chal contra la cara y contuvo el aliento, el perfume de la carroña hacía que se le humedecieran los ojos, hasta que las moscas se espesaron contra los huesos, como una nube. Pero luego, lentamente, las moscas y el hedor se desvanecieron. Los huesos que saludaban a Casiopea estaban ahora picoteados, pálidos, desnudos, elevándose muy alto. Ya no se agrupaban como pequeñas margaritas, los huesos más pequeños le llegaban al hombro; se extendían tan altos como árboles, y donde antes habían bordeado el camino, ahora los huesos estallaban en medio del camino negro que seguía. Primero fue un hueso o dos, hasta que pasó por cuatro huesos grandes, luego cinco, todos en fila. Casiopea se quitó el chal de la cara y miró hacia adelante. Un muro de huesos la recibió. Brillaba bajo el cielo sin sol de Xibalbá. Aunque alto, el muro no era infranqueable. Había espacios entre los huesos, lo suficientemente grandes como para que alguien pudiera meterse entre ellos. Encaramados por encima de los huesos, algunos buitres negros miraban a la mujer. —Muy bien —dijo Casiopea, un suspiro puntuó las palabras. Caminó a través de los huecos. A veces tenía que agachar la cabeza y su progreso era lento. Pero por lo demás todo estaba bien. Hasta que los buitres gritaron de repente y

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se fueron volando. Casiopea levantó la cabeza. No podía ver nada desde donde estaba, los huesos tan gruesos como el dosel de la jungla. Ella siguió adelante. Pero entonces lo escuchó: un fuerte chirrido y un estruendo que casi la hizo perder el equilibrio. Los huesos se movían. Los espacios entre ellos estaban desapareciendo. Casiopea corrió hacia adelante, apresurándose para escapar de esta trampa. Los huesos chocaron entre sí, y ella empujó una protuberancia, que se parecía a una costilla gigantesca, logrando que se balanceara un poco hacia la izquierda, lo que le permitió pasar. Los huesos crujieron más fuerte, cerrándose como una boca. Había una brecha, lo suficientemente pequeña como para que pudiera escabullirse si se arrodillaba, y así lo hizo. El suelo estaba áspero contra sus rodillas, arañándolas, pero Casiopea se apresuró. Los huesos descendieron, listos para aplastarla entera, y salió rodando de las fauces. Su chal se enredó con los huesos, pero se lo arrancó de los hombros y lo dejó atrás, aterrizando sobre su espalda y mirando hacia el cielo. La pared de huesos ya no mostraba huecos. Permaneció blanca y silenciosa, el chasquido había cesado. Su chal, atrapado entre dos huesos, se movía con el viento, como una bandera, antes de que los huesos parecieran tirar de él, tragándose la tela entera. Mejor eso que yo, pensó. Casiopea se puso de pie, frotándose la falda con las palmas de las manos y se alejó del muro de huesos. Había perdido su brazalete, su jícara y su chal, conservando solo su cuchillo. Pensó que esto no presagiaba nada bueno, pero no era una adivina, y no tenía una piedra adivina ni dieciocho granos de maíz para mirar hacia el futuro. Un buitre negro voló hacia abajo para aterrizar en la carretera junto a ella y miró a Casiopea con curiosidad. —Me dirijo al Palacio de Jade —le dijo al pájaro y supo que debía seguir adelante. No había nada más que hacer. Un pie antes que otro, y el Camino Negro como alquitrán fresco.

Los dioses se sentaban cada uno en su silla. En el suelo, las cenizas seguían cambiando y remodelando la escena que observaban los gemelos, mostrando a ambos viajeros. Martín, ayudado por sus experiencias previas en el Camino Negro, se movía de manera eficiente a través de las sombras, aumentando su velocidad. Las cenizas del suelo se levantaron y trazaron la imagen de Casiopea. Le había costado más hacerlo, pero había evadido al monstruoso Kamazotz y las fauces de huesos. Si Vucub-Kamé hubiera sido un hombre de apuestas, habría apostado en contra de este resultado. Vucub-Kamé hundió las uñas en la madera de su silla, haciéndola gemir. Rápidamente volvió la cabeza y miró fijamente a su hermano de cabello oscuro, quien a su vez estaba profundamente preocupado por el movimiento de la chica ceniza a través de la tierra.

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—¿Quién es ella? —demandó Vucub-Kamé, poniéndose de pie, furioso, pero con la fría furia de un Señor de la Muerte, las palabras hielo. —¿Qué quieres decir? —¿Cómo lo está haciendo? —No hay truco, si eso es lo que estás insinuando. No he hecho trampa —dijo Hun-Kamé. Por supuesto que no. No podría haberlo hecho. La niña se había movido lenta, torpemente, al principio, pero ahora había ganado velocidad y pronto podría adelantar a Martín. Era obra suya, la firmeza de su resolución, y Vucub-Kamé volvió a pensar en el significado de los símbolos. La doncella, una promesa entre paréntesis. —Debes estar haciendo trampa de alguna manera —dijo Vucub-Kamé, ofendido—. Ella es algo débil para manejarlo por su cuenta. —Eres un pobre juez de los demás —respondió Hun-Kamé y miró a su hermano, con un ojo negro como la tinta. ¡Bah! Y, sin embargo, ¿no le habían fallado todos a Vucub-Kamé? El viejo Cirilo, la astuta Xtabay, los gemelos Zavala con sus hechizos de medianoche. Ahora le tocaba a Martín. El joven no era la fina hoja que un dios hubiera querido blandir, sino un arma más tosca, una pesada maza. A quien le importaba —La veré muerta —le dijo Vucub-Kamé a la ceniza, y su ira fría se congeló en una flecha invisible de hielo, y cuando exhaló, la flecha se deslizó de sus labios a la mente de Martín, quien se sentaba en el tocón de un árbol, que había caído junto al camino. El hombre se secaba la frente con un pañuelo, agotado por el viaje, más bien deprimido por el paisaje de Xibalbá. Mojó el trozo de tela y se secó la mejilla con él, sintiendo el escozor de un moretón. A su alrededor había árboles negros sin hojas, con las ramas desnudas que se extendían hasta el cielo, y troncos podridos, como el que le servía de asiento. Martín se apretó la cabeza con la mano y el anillo que llevaba le escoció y le mordió la carne. El pensamiento de Vucub-Kamé le llegó como si fuera suyo. Resonó en su cráneo. Mátala, dijo Vucub-Kamé. —Mátala —repitió Martín. Su voz no tenía color; era sombría, enérgica y antigua. El eco se apagó y Martín retorció el pañuelo entre las manos. —Señor, por favor —dijo, pero la presencia lo había abandonado. Se sentó solo, con los árboles muertos como su única compañía. Las instrucciones habían sido claras. Ya podía sentir a su prima acercándose, incluso si no entendía cómo podía sentirla. De alguna manera, Vucub-Kamé debió haber planeado su llegada, haberla desviado de su curso. O podría no haber sido el Señor de Xibalbá; el Camino Negro tenía mente propia. No importaba. La sintió. Era como si fuera un insecto, haciendo vibrar la seda de una telaraña.

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Esto, a su vez, lo convirtió en la araña. Martín agarró el pañuelo.

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33 gris.

Á

rboles, tan juntos a veces que formaban una celosía, bordeaban el camino de Casiopea. Sin embargo, los árboles estaban eternamente encogidos, muertos, y sus ramas se alzaban en un blanco fantasmal contra el cielo

El camino era empinado; conducía a una colina y tuvo problemas para manejarlo. Por fin llegó a un claro. Había un grupo de árboles a su derecha, pero podía ver más abajo, a lo lejos, la Ciudad Negra. Una calzada monumental atravesaba un anillo de espinas que se elevaba alrededor de la ciudad, como si un muro de piedra defensivo hubiera protegido ciudades mortales, aunque esta metrópoli no necesitaba protegerse de ningún enemigo. Todos los edificios estaban hechos de piedra negra, en honor al nombre de la ciudad, pero de un negro brillante que cambiaba y relucía. En las plazas se elevaban pilares y estelas, largas escaleras decoradas con pálidos glifos que conducían a múltiples plataformas. Serena, sobria, monocromática, esa era la ciudad. Excepto por el Palacio de Jade en su centro, en llamas de color y diferente a cualquiera de las estructuras que Casiopea conocía en casa. El palacio tenía cuatro niveles, cada nivel se alejaba ligeramente del anterior, sus fachadas decoradas con elaborados patrones geométricos que creaban un ritmo palpable, como el golpe de un tambor. Estas terrazas estaban conectadas por una imponente escalera central. Increíblemente, toda la estructura estaba hecha de un jade verde pálido, como una joya gigante, como había dicho Hun-Kamé. Se parecía al palacio que había imaginado cuando estaban junto al mar. Miró esta ciudad extraña, esculpida a partir de los sueños perdidos de mortales inquietos, y respiró hondo. Un susurro provino del grupo de árboles muertos, y Casiopea volvió la cabeza, esperando encontrar una serpiente u otro animal, y en su lugar miró a su primo. Martín estaba sombrío y cansado cuando se detuvo y también miró en dirección a la ciudad. Tomó un sorbo de la calabaza que colgaba de su cuello y se secó la boca con el dorso de la mano. Le ofreció un sorbo. Ella lo tomó con cautela. —Dios. Siento que he estado caminando desde siempre —dijo—. ¿Sientes lo mismo? —Un poco —respondió ella, devolviéndole la calabaza. Martín bebió más, pero ya no había más. Irritado, se quitó la calabaza de alrededor del cuello y la tiró. Rodó por la ladera de la colina. —Casiopea, no deberías ir más lejos —le dijo. —Es una competencia. Competimos para ver quién llega primero. No puedo quedarme aquí —respondió ella, adivinando que quería llenarla de dudas.

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—Sí, puedes, si sabes lo que es bueno para ti. Vucub-Kamé no quiere que te acerques más a la ciudad. —No me importa lo que quiera. Tenemos un trato y no me voy a rendir ahora. Martín no la había mirado en todo este tiempo. Ahora volvió los ojos hacia ella. Su rostro estaba reseco, no una sed física sino espiritual. Parecía angustiado. —Casiopea, no puedo dejarte continuar. Así que… siéntate aquí y espera —dijo, pasando una mano por su cabello. Estaba resbaladizo por el sudor. Tenía un rasguño en la mejilla, estaba sucio y su cabello estaba hecho un desastre, como si hubiera estado caminando durante días y días. El viaje debió haberlo agotado. Ella también estaba cansada y le hubiera encantado sentarse y descansar. —¿Y qué? ¿Dejarte ganar? —preguntó ella. —Vucub-Kamé necesita retener el trono, toda la familia depende… Dios, ellos dependen de eso. Tu pérdida… sería lo mejor para todos. —Para ti y para él, tal vez. —Créeme. No quieres esto. Y hablaré con Vucub-Kamé —prometió—. Él no te va a matar; eres un Leyva, después de todo. eso.

—No vuelvas a intentarlo. Nunca he sido Leyva. Te aseguraste de que yo supiera

—¡Lo siento! ¿De acuerdo? ¡Lo siento! Pero por el amor de Dios, no te desquites conmigo, con nosotros, ahora. Casiopea, dime que no seguirás. Pensó que él mantendría su palabra, que haría lo que le había prometido cuando hablaron en la Ciudad de México: llamarla “prima”, dejarla caminar a su lado. Incluso comprarle vestidos y baratijas, llevarla a bailes en Mérida como hacía en alguna ocasión con sus hermanas. Después de todo, estaba desesperado. Aunque a ella le hubiera gustado esto, alguna vez, no cedería. —Me dirijo al palacio —dijo, tanto a él como a sí misma. —Dios. Nunca te rindes, ¿verdad? —gritó, y había una peligrosa ira en él. Casiopea intentó correr, pero él fue muy rápido y se abalanzó sobre ella. No sabía cómo luchar y apenas podía jadear cuando él la golpeó contra el suelo. Levantó los brazos, intentando empujarlo hacia atrás, y sus miembros se agitaron mientras luchaban. Quería golpearla, pensó. Enseñarle una lección, como su abuelo con el bastón; como lo había hecho el propio Martín antes. Una bofetada o dos. Pero luego levantó su cuchillo y ella levantó las manos, intentando protegerse el rostro; mantuvo el cuchillo a raya, atrapando sus muñecas con los dedos y manteniéndolo en su lugar. Y ella ni siquiera podía gritarle: pesaba mucho, la aplastaba. Era como si se hubiera olvidado de respirar. Pensó que iba a morir en este extraño lugar, junto a los árboles encogidos, sus ramas blancas susurrando al viento. Con el cabello en los ojos y con su furia, su primo estaba irreconocible. Era un monstruo del mito, más aterrador que Kamazotz porque había temido a Martín durante mucho tiempo, porque había soñado que podría terminar así de alguna manera, que él se comprometería con la violencia, mucho antes de que ella iniciara esta búsqueda.

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—Martín, por favor —logró gruñir, y pensó que él nunca se movería. Pero luego se puso de pie y se alejó de ella, temblando, como si hubiera sido él quien hubiera sido inmovilizado contra la tierra, con un cuchillo frente a sus ojos. Casiopea parpadeó y se incorporó. —No puedo —dijo Martín—. ¡Estúpida, estúpida muchacha, no puedo! Estaba llorando. Lo había visto llorar cuando eran más jóvenes, cuando ella lo golpeó en la cabeza. La sangre había brotado, tanta sangre, y había llorado. Ahora lloró de nuevo, a pesar de que él había estado intentando lastimarla. Al notar su mirada sobre él, se volvió bruscamente hacia Casiopea, y Casiopea levantó los brazos. Ella pensó que podría intentar terminar lo que había comenzado. En lugar del mordisco del cuchillo, sintió sus manos sobre ella. La empujó con tanta fuerza que ella rodó colina abajo. Aterrizó sobre un grupo de malas hierbas, sin daños. El suelo era de arcilla blanda y la colina pequeña. Un hilo de un arroyo corría cerca. —¡Quédate ahí! —Le advirtió, y luego desapareció de la vista. Casiopea se puso de pie y esperó unos minutos antes de volver a subir, pero cuando llegó a la cima de la colina se encontró con que la carretera se había desvanecido y estaba parada sobre una llanura larga y embarrada. Se dio la vuelta, intentando divisar el camino. No se veía por ninguna parte. Otro arroyo fluía cerca de ella. O tal vez era el mismo que había visto antes, aunque eso hubiera sido imposible. Pero Xibalbá no respetaba la topografía del Mundo Medio; las distancias aquí se ampliaban y comprimían. Los árboles, amarillos y podridos por la edad, asomaban del barro. Los conos de barro servían de nidos para extrañas aves que parecían flamencos pero que no tenían sus colores. Eran grises. No el gris de los flamencos cuando son jóvenes, antes de haber comido suficientes camarones que les dan su vívido tono rosado. Una especie de gris más oscuro, como el hollín. Sin saber qué más hacer, Casiopea comenzó a caminar. Cuando pasaba, los pájaros, levantaban la cabeza y la miraban fijamente y batían sus alas, emitiendo sonidos que parecían un silbido, pero no intentaron acercarse. Mantuvo una mano en su cuchillo. Decidió seguir la corriente, incluso si cualquier dirección hubiera sido la misma ahora que había perdido el camino. Cuando tuvo sed, se arrodilló y bebió. Las almas de los muertos, cuando se dirigían a Xibalbá, se olvidaban de sí mismas y se perdían si viajaban más allá del Camino Negro, y ella también comenzó a perderse. Creía que llevaba semanas caminando, con ampollas en los pies, los zapatos llenos de barro, la ropa y el pelo revueltos. Cuando miró por encima del hombro, de vuelta al lugar de donde había venido, no vio nada más que los conos de barro y el hilo de agua rodando por la tierra. Parpadeó, dándose cuenta de la rareza del agua corriendo al aire libre: nunca había caminado junto a un río, todos estaban bajo tierra, en el norte de Yucatán. Le costaba recordar Yucatán, aunque había pasado toda su vida allí. Era igualmente difícil recordar su dormitorio, los libros que solía leer, la poesía

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que había aprendido, los nombres de las estrellas, el rostro de su madre, las historias de su padre. ¿Habían pasado horas en Xibalbá? ¿Podrían haber sido años? Se miró las manos y eran las de una mujer joven, pero cuanto más las miraba, más viejas se volvían. Aparecieron manchas marrones en la parte posterior de ellos, y se movió lentamente, su columna vertebral abrumada por la edad. ¿Había sido joven? Érase una vez. Las historias comenzaban así, pero nunca había tenido la oportunidad de imaginar cuentos de hadas, ocupada de rodillas fregando el suelo. ¿Era así como había vivido? Todos los días, limpiando la casa, ayudando a llevar frutas y verduras a la cocina, lustrando los zapatos de su abuelo. Había sido así. Había crecido, se había convertido en una mujer. Todavía la misma rutina. Aun en Uukumil. Trae esto, trae aquello. El cepillo y el jabón y sus manos agrietadas por todas las tareas domésticas. Su madre había muerto y ella se había quedado en Uukumil. Martín se casó, tuvo hijos. Pero Casiopea no lo hizo, por ser pariente pobre, allí por caridad. Su cabello tenía toques plateados, luego se volvió todo blanco. Había muerto anciana, con el aliento agrio y los ojos nublados por las cataratas. Nunca puso un pie fuera de la ciudad. En su juventud había soñado con bailes rápidos, el atractivo del automóvil. Pero nunca ahorró suficiente dinero, nunca tuvo el valor de mudarse a Mérida. Se había vuelto resentida, luego amargada, hasta que no supo nada más que el sabor del despecho. Había muerto y de alguna manera había terminado aquí. En este lugar donde pájaros que carecían de carne y plumas seguían su viaje con las cuencas de los ojos vacías y ella se hundía en el barro, con la falda costrada por la tierra húmeda. Pero entonces, hubo… ¿No hubo algo más? El recuerdo raspó su cráneo, obstinado. Casiopea se rascó la cabeza a su vez, sintió mechones de cabello suelto contra sus dedos, la sequedad del cuero cabelludo. Entrecerró los ojos y no pudo enfocar bien sus ojos. Después de todo, era una anciana. Y había habido… Había habido un poema que describía exactamente lo que estaba sintiendo. Este poema, leído hace mucho tiempo, en un libro mohoso, faltando páginas. Y había dicho… —Indica la brevedad esencial de la vida, inesperada y con sufrimiento, asaltada por la muerte —susurró Casiopea. Ella recordó. Le había contado a Hun-Kamé sobre este poema cuando estaban en Tijuana. Pero eso no había sido hace años, había sido hace unos días. Ella no era vieja. Era una mujer joven, y cuando levantó la mano y la miró vio la piel que conocía, inmaculada por el paso del tiempo. También recordó su búsqueda. Se dirigía al palacio para encontrar el Árbol del Mundo. Casiopea parpadeó. Todo a su alrededor, la tierra era de un blanco cegador, lo que la hizo protegerse los ojos por un momento. La llanura de barro y los pájaros se habían ido. En cambio, se paró sobre un salar, salpicado de plantas fosforescentes que se

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balanceaban suavemente con una suave brisa. Xibalbá había vuelto a intentar sus trucos. El río había desaparecido y Casiopea empezó a seguir las extrañas plantas fosforescentes. Se colocaban en una fila, cada una encadenada a la siguiente. También había anémonas y plantas que parecían extrañas orquídeas, pero estaban hechas de travertino. A lo lejos divisó montañas de corales. Miró hacia arriba y un banco de peces ciegos voló sobre su cabeza, como si fueran pájaros, como si se hubieran olvidado de que se suponía que habitaban en lo más profundo de los pozos de agua, bajo el suelo calcáreo. Le dolía el cuerpo, pero la mano le dolía más y la apretó contra el pecho. Casi podía sentir que el tiempo se acababa, como un corazón gigantesco que palpitaba silenciosamente por la tierra. La sal era fresca y tentadora. Siguió adelante, y cuando sus zapatos se llenaron de sal, se los quitó y siguió descalza. No se dirigía a ninguna parte, y a ninguna parte iba, con la esperanza de encontrar el Camino Negro, incluso si sabía que, en su interior, no podía. Pasó junto a imponentes columnas de conchas marinas, presionadas como ladrillos y llegó a un lago. Brillaba con un azul suave, como en sus sueños.

El viento había secado las lágrimas de Martín, que le dolían más que las magulladuras del cuerpo, más que la garganta reseca. Corrió por la calzada que conducía a la Ciudad Negra, pasó junto a elegantes edificios tallados en ónix. En las ventanas de algunas de esas casas había personas con máscaras blancas que lo miraban con curiosidad, y se encontró e ignoró a soldados, sacerdotes y plebeyos quienes también caminaban por la misma senda, que volvían la cabeza para mirar con desprecio a un hombre mortal que se atrevía a recorrer su ciudad anudada.

Casiopea estaba junto al lago mientras el viento tiraba de su cabello. Adelante, más allá del agua solo había sal, y dar la vuelta podría llevar mucho tiempo. Se vio obligada a sentarse junto al lago y recuperar el aliento. Su cuerpo ya no le dolía, pero sabía que esto era una señal de que se acercaba el final. No habría más tiempo. Sintió que la fuerza la abandonaba y, a su alrededor, como una vibración, también podía sentir los pasos de Martín sobre el Camino Negro mientras entraba a la ciudad, pasaba por las casas y los monumentos negros y se acercaba al Palacio de Jade. Ella estaba muriendo. El espejismo de su vejez había sido una ilusión, pero esto era real, esta muerte mordisqueando sus dedos. Estaba demasiado lejos del Camino Negro para llegar al Árbol del Mundo a tiempo.

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Casiopea tomó el cuchillo y suspiró, girándolo entre sus manos. Recordó el consejo de Loray. Cortar la mano, servir a Vucub-Kamé. Y la oferta de Vucub-Kamé. Morir y ofrecerse a él. La invitarían a vivir a la sombra del Árbol del Mundo. Hun-Kamé perecería. Pero moriría de todos modos, y si ella realizaba este gesto, Vucub-Kamé la miraría con amabilidad. Podría ser misericordioso. La traición estaba en su naturaleza, después de todo. Su abuelo había sido desleal. Había soñado este momento, el corte de muñecas. Era la flecha del destino. Había sido una tonta al pensar que podía ganar este desafío. La desafortunada Casiopea, nacida bajo una mala estrella, no pudo imponerse. Casiopea apretó el cuchillo con fuerza. Desesperada, asustada, deseando llorar su pena, se metió en el lago hasta que el agua les llegó a los muslos. El cuchillo estaba en su mano. La hoja de obsidiana era afilada, anormalmente perfecta, era como un espejo negro. Captó su reflejo en él.

El Camino Negro se volvió más complicado cuanto más caminaba Martín por la ciudad. Lo condujo por callejones sin salida, lo arrastró junto a magníficos templos y por un mercado donde los hombres vendían pieles de jaguar y pájaros sin plumas, con los huesos entintados con decenas de colores. Los jugadores se sentaban en esteras tejidas y lanzaban dados, moviendo guijarros rojos y azules por el tablero. Se rieron, mostrando a Martín sus dientes puntiagudos. —Maldita sea —maldijo. Pero captó un destello verde en su ojo derecho y, volviéndose, contempló, no tan distante, la inconfundible silueta del Palacio de Jade. Martín sonrió.

Oía los pasos de Martín sobre las piedras de la Ciudad Negra. Podía oír su respiración y podía sentir dentro de ella los últimos atisbos de tiempo marchitándose. Casiopea estaba asustada. El miedo era como una capa forrada de plomo, que mantenía rígidos sus brazos. No la dejaba moverse. Estaba atada en sus espirales. Vivir, vivir, quería vivir. Quería una salida. Era como le había dicho Hun-Kamé: la vida no era justa. ¿Por qué debería ser justa? ¿Por qué debería sufrir? Esta ni siquiera era su historia. Este tipo de relato, esta dudosa creación de mitos, era para héroes con escudos y armaduras, para gemelos de nacimiento divino, para los ungidos por estrellas de la suerte.

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Ella no era más que una chica de la nada. Deja que los héroes salven el mundo, salven a los reyes que deben recuperar sus coronas. Vivir, vivir, ella quería vivir, y había una manera. ¿Quién iba a decir que no podía servir a un señor de la muerte, como había hecho su abuelo? Vucub-Kamé había prometido a Casiopea que sería su cortesana favorita. Incluso podría llegar a ser como Xtabay, con joyas en los dedos y las orejas, muy admirada y respetada. ¿Por qué no? —Prometo lealtad al Señor Supremo de Xibalbá —le dijo a la espada, con voz temblorosa. Levantó su brazo. Y pudo ver a Hun-Kamé muerto, la cabeza separada del cuerpo, el cuerpo cayendo. Y pudo ver el futuro que Vucub-Kamé imaginó: su reino expandido, el mundo con sabor a humo y sangre, y la oscuridad manchando la tierra. Luego recordó el largo camino que había recorrido, los obstáculos que había superado y lo que Hun-Kamé le había dicho cuando estaban junto al mar. Sonó en sus oídos tan claramente: Y sin embargo eres. También recordó la forma en que sus ojos se habían profundizado, la negrura aterciopelada, ese tercer beso que no compartió. No fue necesario. La amaba, ella lo sabía. Ella también lo amaba. No podía traicionarlo. No podía traicionarse a sí misma. No podía traicionar la historia. La creación de un mito. Este relato es más grande que tú o yo. Quizás ella no era un héroe con un escudo y una procedencia divina, pero es el simbolismo lo que importa. Tomó el cuchillo con fuerza. —Prometo lealtad al Señor Supremo de Xibalbá, el Señor Hun-Kamé —dijo, esta vez con aplomo. Casiopea deslizó el cuchillo contra su garganta. K’up kaal. El corte de garganta. La forma correcta de morir. La sugerencia de Vucub-Kamé de cortar las muñecas habría sido inadecuada. Adecuado o no, el dolor era crudo; rugió a través de su cuerpo y abrió mucho los ojos. La sangre brotó. Le empapó la camisa y tembló. Soltó el cuchillo, no intentó presionar sus manos contra su garganta, no intentó detener el flujo de sangre. En cambio, recordó lo que le había dicho a Hun-Kamé en el hotel: que quería que todo viviera. Y sus labios, repitieron este pedido, no la vida para ella sino para todos los demás. Casiopea cayó de rodillas, se deslizó en el agua y el lago se la tragó entera. El lago estaba perfectamente quieto. Puede que nunca hubiera estado allí. K’up kaal.

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En los desiertos de Xibalbá los hombres caminaban y pedían clemencia. En los pantanos, los pájaros esqueléticos chillaban. En cuevas como panales de miel, los mortales se arrancaban el cabello, habiendo olvidado quiénes eran. En la Ciudad Negra, los nobles muertos que habían hecho los preparativos necesarios para el Inframundo, vistiéndose de serpentina y jade y colocando las ofrendas correctas, se sentaron en sus sofás y bebieron un licor negro. Xibalbá estaba como siempre. Entonces las serpientes y el jaguar y los murciélagos volvieron la cabeza, porque la tierra contuvo el aliento. Los hombres en los desiertos hicieron una pausa en sus gritos, los esqueletos de los pájaros dejaron de chillar, y los mortales perdidos dejaron de rechinar y desgarrar, los nobles muertos se aferraron con fuerza a sus copas. Martín, acercándose a la entrada principal del Palacio de Jade, tropezó y se quedó inmóvil. No entendía por qué, solo que debía hacer una pausa, que una fuerza mayor que él le exigía estar anclado y ni siquiera se atrevía a girar la cabeza. En Mundo Medio, en el casino junto al mar, el suelo tembló. Los candelabros tintinearon. Grandes grietas se extendieron por muchos espejos y ventanas del hotel. Los invitados que estaban viendo el lanzamiento de los dados y los empleados que trabajaban en sus turnos dejaron escapar un grito ahogado, pensando que un terremoto estaba asaltando la península. Los dos Señores de la Muerte, que habían estado sentados en sus sillas de madera, se pusieron de pie y contuvieron la respiración, como hacía la tierra. Aníbal Zavala observó cómo el mapa de ceniza que mostraba la Tierra de los Muertos temblaba como una hoja, y aunque normalmente la habría persuadido para que recuperara su forma con su hechicería, no pudo. Vucub-Kamé tropezó, como si se hiciera eco del tropiezo de Martín, y Hun-Kamé se apretó la garganta con la mano. En su pedestal, el hacha de hierro que le había cortado la cabeza a Hun-Kamé y que ansiaba volver a cortarla, también tembló. Se retorció, como si estuviera hecho de papel, y se hizo pedazos, minúsculos trozos de hierro chocaron con las paredes de la cámara. Al mismo tiempo, el mapa de cenizas se derrumbó en el suelo. Fue como si la tierra abriera los labios y volviera a respirar, y se hiciera de nuevo.

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E

junto al lago.

mergieron bajo la sombra del Árbol del Mundo. Vucub-Kamé y HunKamé, Zavala y Martín. Incluso si hubieran querido mantenerse alejados, no podrían haber quedado atrás. Xibalbá los atrajo y exigió su presencia

Al principio, no había nada que ver; era como entrar en una habitación austera y silenciosa. El Árbol del Mundo se elevaba, majestuoso, increíblemente alto, como ningún árbol natural podría alzarse. Sin previo aviso, una onda cortó el agua y del lago emergió un ser monstruoso. Era muy viejo, su cuerpo brillaba resbaladizo, como la noche estrellada, un remolino de galaxias y el polvo de soles muertos cubrían sus escamas. Era el Gran Caimán, criatura ciega de las profundidades. Hacía mucho tiempo que el caimán había sido desmembrado, sacrificado. Pero había vuelto a elevarse. La destrucción trae renovación. Casiopea se había arrojado al agua y se había tomado nota del sacrificio, haciendo eco en Xibalbá. Había despertado al caimán, que rara vez se movía de su oscura morada, macizo, toscamente tallado y tan impresionante que al ver a la criatura, Zavala cayó de rodillas. Martín hizo lo mismo. Vucub-Kamé no se movió ni un centímetro. —No puede ser —susurró el dios. Vucub-Kamé había previsto muchos futuros, pero nunca podría haber previsto esto. Se sabía ya derrotado, pero el alcance de la derrota ardía como la furia del látigo. Era como si el universo decidiera humillarlo al conjurar esta visión, este ser. Vucub-Kamé miró las palmas de sus manos, quemadas por el hacha que había empuñado. Quemado sin motivo. ¡Qué broma! No había logrado nada. Lentamente, el caimán llegó a la orilla del lago. Cada uno de sus poderosos pasos hacía temblar el suelo. Abrió la mandíbula y en la boca llevaba un bulto de tela. El caimán depositó el bulto en el suelo y luego regresó pesadamente al agua. En el silencio de su partida permanecieron los dioses y los mortales, inmóviles, hasta que Hun-Kamé dio un paso al frente. El bulto de tela era carmesí, el tipo de manto que podría usarse para envolver un cadáver. Hun-Kamé se arrodilló junto al bulto y tiró de una de las esquinas. Ahí, como una flor rota, yacía Casiopea. Su garganta tenía el corte del cuchillo, su ropa estaba manchada de sangre, sus ojos estaban cerrados. Su cabello negro estaba pegado a su cráneo. —Es un engaño —susurró Vucub-Kamé, y le picaban las palmas como si las hubiera vuelto a lacerar—. Has hecho trampa. —Es su victoria —respondió Hun-Kamé, con tanta rabia que Vucub-Kamé bajó su orgullosa cabeza.

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Hun-Kamé volvió a mirar a la muchacha. Gentilmente la observó y aún más gentilmente la tocó, un dedo sobre sus cejas, deslizándose por su mejilla, tocando sus labios, hasta que presionó una mano contra su cuello. El corte en su garganta se convirtió en una línea de cinabrio rojo, luego él quitó esa línea de polvo rojo y la piel se curó. Casiopea abrió lentamente los ojos, como si despertara de un sueño largo y profundo. Él se puso de pie y la ayudó a ponerse de pie, y cuando se levantó, su ropa sucia fue reemplazada por un vestido carmesí brillante con flecos negros que les llegaban a los tobillos, una faja negra alrededor de su cintura. A su vez, la ropa de él cambió, la chaqueta y los pantalones que había usado en Mundo Medio se disolvieron. Un taparrabos negro reemplazó su viejo atuendo, una capa hecha con alas de polillas negras cayó sobre sus hombros, y en su pecho descansaba su collar verde jade. Casiopea parpadeó, balanceándose por un instante, y miró a Hun-Kamé ataviado con su magnificencia. Cuando habló, su voz era baja. —¿Qué pasó? —preguntó ella. —Ganaste la carrera —le dijo—. Me salvaste. —Morí —susurró, con la mano extendida contra su garganta. Miró al suelo y luego volvió su vista a él—. ¿Llegué aquí primero? —No se puede negar —dijo Hun-Kamé, y se volvió hacia su hermano. Vucub-Kamé se paró con la cabeza gacha, pero ahora extendió una mano hacia adelante, y en la palma de esta mano materializó una caja negra, decorada con calaveras. Le ofreció esta caja a Hun-Kamé. No lo hizo con alegría, pero incluso un dios está sujeto a reglas, y Vucub-Kamé ya no podía ocupar el trono. —No, no se puede negar. Ella llegó primero al Árbol del Mundo, el Gran Caimán sirvió de testigo. Tu reinado está a salvo. Te ofrezco lo que tomé —dijo. Hun-Kamé tomó la caja y la abrió. En él estaba su ojo perdido, como una joya contra el terciopelo. Debe reintegrarlo a su cuerpo, completar el proceso que había comenzado en Yucatán. Antes de esto, sin embargo, habló con Casiopea. —Te debo mi reino y mi gratitud —le dijo—. Te prometí el deseo de tu corazón, y puedes tener cualquier cosa que desees. Si pides las joyas de la tierra, te las concederé. Si deseas vengarte de tu traicionero primo, su sangre se derramará. Miró a Martín, que estaba de rodillas, con la frente pegada al suelo. Igual que Zavala. Ella sacudió su cabeza. —Nunca quise joyas —dijo—. Y me gustaría que a Martín se le permitiera regresar a casa. —Muy bien —dijo Hun-Kamé—. En cuanto a ti, mi hermano… —Me someto a ti —respondió Vucub-Kamé, con las palmas llenas de cicatrices hacia arriba, hacia el cielo—. Toma tu venganza. Te lo has ganado. Vucub-Kamé cayó de rodillas, con la cabeza gacha, como un cautivo de guerra, bajo la sombra del Árbol del Mundo. No ofreció resistencia, el desafío lo había drenado y el color se había desvanecido de sus ojos. Estaban tan pálidos como perlas, y su ropa, imitando su estado degradado, se marchitó, convirtiéndose en jirones apolillados dignos

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de un mendigo. Hun-Kamé miró a Vucub-Kamé con rostro duro, la cara de la hoja contra la yugular, pero cuando se inclinó fue para aferrar el hombro de su hermano. —No he deseado nada excepto tu muerte —dijo—, y sin embargo ahora no encuentro la necesidad de hacerlo. Fui cruel contigo y me devolviste la crueldad, pero no puedo perpetuar un ciclo de tristezas. Ante esto, Vucub-Kamé levantó la cabeza. Intentó leer el engaño en la voz de su hermano, pero no pudo encontrarlo. —Es la mortalidad restante en tus venas lo que te hace así —dijo con cautela. —Quizás. O la sabiduría para entender que el orden de la dualidad no debe ser desafiada —dijo Hun-Kamé, y luego, en voz baja—. O el hecho de que a pesar de mi amargura, eres mi hermano. Hun-Kamé miró las manos llenas de cicatrices de su hermano, y Vucub-Kamé contempló el rostro de Hun-Kamé, la cuenca del ojo vacía. La naturaleza del odio es misteriosa. Puede roer el corazón durante un eón y luego partir cuando se esperaba que permaneciera tan inmóvil como una montaña. Pero incluso las montañas se erosionan. El odio de Hun-Kamé había sido tan alto como diez montañas y el rencor de Vucub-Kamé tan profundo como diez océanos. Enfrentados entre sí, en este momento final en el que Hun-Kamé debería haber dejado que el odio se lo tragara, había decidido apartarlo, y Vucub-Kamé se quitó el manto de despecho en respuesta. Después de todo, Casiopea se había ofrecido a sí misma, y Hun-Kamé también debería hacerlo. Hun-Kamé le devolvió la caja a Vucub-Kamé, y Vucub-Kamé vaciló un momento antes de tomar con cuidado el ojo faltante y colocarlo en la cuenca del ojo de su hermano. Entonces Vucub-Kamé levantó las manos y entre sus manos se tejió una corona, la diadema real de ónix y jade, que colocó sobre la cabeza de Hun-Kamé. Alrededor de la cintura de Hun-Kamé había ahora un cinturón de cuero decorado con grandes incrustaciones de ónix y jade a juego. Los dos hermanos tenían exactamente la misma altura, y cuando se miraron, sus ojos estaban al mismo nivel, oscuros y claros. Eran eternos, nunca cambiaban y, sin embargo, habían cambiado. —Bienvenido a tu morada, Señor Supremo de Xibalbá —dijo Vucub-Kamé. El viento, susurrando en las ramas del Árbol del Mundo, repitió estas palabras. Coronado de nuevo, cabía esperar que Hun-Kamé hiciera su entrada triunfal en el palacio, para volver a disfrutar de la gloria de su reinado. Los cortesanos llenaron copas rebosantes de licor, los quemadores de incienso perfumaron el aire del salón del trono. Un centenar de exaltaciones esperaban ser pronunciadas. Deben aguardar un poco más. Regresó con la muchacha. —Ven —le dijo a Casiopea y la tomó de la mano. Su poder se restauró, no necesitaba el Camino Negro para caminar entre las sombras, como lo había hecho ella,

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y simplemente se deslizó en ese espacio entre espacios y salió a un rincón distante de su reino. Este era el desierto de gris. Aquí no crecía nada. Era el borde exterior de Xibalbá, donde comienza el Camino Negro, incluso si los límites de Xibalbá cambian constantemente y ningún cartógrafo podría dibujar una imagen precisa de él. Sin embargo, era la frontera de su reino. —Pronto debes regresar al Mundo Medio —le dijo Hun-Kamé—. Y debo convertirme en un dios. —¿Aún no eres un dios? —preguntó ella. Sacudió la cabeza. —Queda una última cosa —dijo, tomando su mano entre las suyas, y ella supo que se refería al hilo conector del fragmento de hueso, uniendo la muerte a la vida. Estaba allí. —Después de esto… ¿no hay forma de que me quede? —preguntó. —Vives —le dijo con seriedad. —Morí, hace unos momentos —respondió. —Sí, y te he devuelto a tu vida. Nada vivo puede permanecer mucho tiempo en la Tierra de los Muertos. Invariablemente se marchitará. —Y no puedes existir en la tierra de los vivos. —No. Olvidas, además, que mi mortalidad llega a su fin. Con él, mi corazón. Casiopea asintió. Ella entendió, y si las lágrimas picaban en sus ojos, rápidamente se las secó. Hun-Kamé, probablemente deseando calmarla, habló. —No has pedido nada, pero deseo presentarte estos regalos. Permíteme otorgarte el poder de hablar todas las lenguas de la tierra, ya que la muerte conoce todos los idiomas —dijo—. Y déjame darte también el regalo de conversar con los fantasmas que deambulan por el Mundo Medio. Tal nigromancia puede ser valiosa. Ninguna demostración de poder acompañó sus palabras, y cuando estas se dijeron, no quedó nada más que despedirse. La atravesó con la mirada, pero su rostro se volvió más suave al mirarla, como un hombre que todavía está soñando. Él sonrió. Tomó su rostro entre sus manos y luego la acercó mucho a él. Ella deslizó una mano sobre su pecho, sintió allí el corazón del que él había hablado. Se puso de puntillas y lo besó, deseando que la recordara. Era imposible, como pedirle al océano que se quedara en la palma de la mano, pero era algo mortal. Él era, a pesar de sus ropas relucientes y la restitución de su poder, más mortal de lo que nunca había sido, y le devolvió el beso con la absoluta fe en el amor que solo los jóvenes pueden tener. La besó en los nudillos y cerró los ojos por un momento. Su mano cayó sobre su garganta. No quedaba ni rastro de la herida que ella se había infligido, pero, sin embargo, trazó la línea invisible antes de abrir los ojos y mirar a Casiopea.

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Luego sacó el fragmento de hueso que yacía profundamente dentro de su carne, la última pieza en el rompecabezas de su inmortalidad. El hilo oscuro que los unía se partió. Lo miró fijamente mientras él colocaba una mano en su pecho y jadeaba. Su corazón se convertía en polvo bajo la palma de su mano, y le dolía ver esto, pero ella no apartó la mirada. Cuando no quedaba más que una mancha gris en su corazón, se inclinó y la besó de nuevo, brevemente, un roce de labios. Un grano de polvo puede contener un universo en su interior, y para él era lo mismo. Dentro de esa mota gris vivía su amor y se lo dio a Casiopea para que ella lo viera. Se había enamorado lenta y silenciosamente, y era una especie de amor tranquilo, lleno de frases que no se decían, mezclado con sueños. Se había imaginado a sí mismo como un hombre para ella, y le permitió ver el alcance de este hombre, y le dio esta partícula de corazón, que era un hombre, para que la sostuviera por un momento antes de retirarla un segundo antes de que se desvaneciera. Mientras se enderezaba, con los ojos completamente oscuros, sucedió algo curioso. La mota no se desvaneció, sino que se volvió bermellón y se alojó detrás de esos ojos oscuros, invisible. Pero Xibalbá, tan íntimamente conectado con su señor, debió haberlo visto, debió haberlo sabido. Xibalbá sintió el eco de este adiós silencioso. Los habitantes de este reino, que se habían sorprendido cuando la tierra contuvo la respiración, ahora tenían una segunda oportunidad de sorprenderse. Un lugar tan oscuro, Xibalbá, construido de amargas pesadillas y sueños febriles, con las piedras del dolor; una tierra donde las almas perdidas nunca podrían encontrar el camino correcto. Pero el señor Hun-Kamé había soñado un sueño diferente, y este sueño que ahora no era más que una mota transformó sutilmente la tierra. No había flores en Xibalbá. Los árboles y las malas hierbas y las extrañas orquídeas que no eran orquídeas salpicaban el inframundo, las anémonas salvajes del desierto crecían en sus llanuras blancas, pero no había flores en sus selvas, sus pantanos ni sus montañas. Sin embargo, ahora las flores florecían en los lugares más asombrosos, a través del desierto gris. Diminutas flores rojas, como si demostraran por Hun-Kamé lo que él ya no podía demostrar, de modo que Casiopea, en lugar de observar el frío rostro de un desconocido como le había advertido, contempló en cambio la aparición de las flores rojas, como la tinta de una carta de amor. Las estrellas, cuando las trazaba el ojo humano, formaban constelaciones, y las flores, unidas entre sí, le hablaban. Dijeron: —Mi amor. Hun-Kamé inclinó la cabeza hacia ella, como un plebeyo en lugar de un señor. Luego volvió a tomar la mano de Casiopea y la envolvió en su capa durante un segundo. Fue como deslizarse en una oscuridad absoluta, la oscuridad de la prenda borrando a Xibalbá, y en un segundo más ella se había deslizado a su habitación de hotel. Sola.

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L

a pena llegó, deseosa de hacerle compañía, y ella apretó las manos y se las llevó a los labios, con la cabeza inclinada. Sin embargo, mientras Casiopea estaba en medio de la habitación, no consideró su angustia por mucho tiempo, porque el sonido del llanto llegó a sus oídos y la sorprendió. Era como si alguien más expresara su infelicidad. Con cautela, se acercó a la puerta de la habitación que había ocupado Hun-Kamé y encontró a Martín sentado en el suelo. Su primo lloraba. Casiopea se inclinó a su lado, lentamente, como se hace cuando se trata de un niño asustado. —¿Qué pasa?—preguntó ella. —El abuelo va a matarme cuando vuelva a Uukumil —dijo, sollozando—. Era lo mismo que pedirle a Hun-Kamé que me cortara la cabeza. —El abuelo no te matará —dijo con un suspiro. —¿Por qué no le pediste que me asesinara? —Tú tampoco me mataste —respondió ella. El encorvó los hombros. Su ropa estaba sucia, su cabello hecho un desastre. Recordó lo mucho que se enorgullecía de su bonita ropa, de sus botas recién lustradas. Ella había lustrado esas mismas botas, tragándose las lágrimas cuando él decía cosas crueles. Era su turno de sentirse miserable. Sin embargo, a pesar de que se había imaginado una escena como esta cuando él se portaba mal con ella, no le agradaba presenciarlo. —Sí…bueno…no soy un asesino —murmuró. —Yo tampoco. Casiopea fue al baño y tomó una toalla. Se la entregó a Martín y se sentó frente a él. Dudó, pero tomó la toalla y se limpió el rostro. —Soy horrible contigo —dijo cuando terminó—. Soy una persona terrible. —Entonces, tal vez puedas dejar de ser tan horrible. Martín arrugó la toalla y la agarró con fuerza, parpadeando para contener las lágrimas. —Estoy… estoy agradecido, ya sabes. Por pedirle que me envíe de regreso aquí. Y lo siento. Sobre todo. ¿Aceptarás mi disculpa? Parecía destrozado, su voz llena de vergüenza. Casiopea pensó que lo decía en serio. Pero no era tan simple. Había dejado cicatrices. Ella no confiaba en él. Tampoco quería odiarlo. Ahora era inútil. —No puedo perdonarte en un instante —dijo.

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—Bueno… tal vez algún día, tal vez después de un tiempo. Después que volvamos a Uukumil. Aunque no quiero volver a Uukumil, debo hacerlo. Oh, el anciano va a estar tan enojado con nosotros —murmuró. —Si no quieres volver, ¿quizás no deberías? —¿A dónde iría? —preguntó Martín, luciendo bastante sorprendido. Casiopea se encogió de hombros. —No lo sé. Tal vez puedas encontrar tu perdón en el camino. Martín estaba callado. Se puso de pie y él se apartó el cabello del rostro con los ojos enrojecidos. —No vas a regresar, ¿verdad? —le preguntó. —Aún no. —Entonces supongo que esto es un adiós. —Sí. Hasta luego, Martín —dijo. Al final “hasta luego, Martín” es lo que había anhelado decir todo el tiempo, y había más satisfacción en ello que cualquier fantasía elaborada de venganza que pudiera haber conjurado. Se dirigían en diferentes direcciones y esto era suficiente. Casiopea volvió a su habitación y se acurrucó encima de las mantas. Estaba cansada, no solo de la fatiga del camino, sino con un dolor espiritual. Cuando despertó era de mañana y Martín se había marchado. Le había escrito una nota en la que le decía que probablemente viajaría a Guadalajara. Había dinero con la nota, su disculpa final. Metió los billetes en su maleta y empacó su ropa. Mientras arreglaba sus cosas, se dio cuenta de que todavía tenía su viejo chal, el que había usado en su pueblo. Una tela barata y endeble que había visto mejores días, pero se la puso sobre los hombros. Había viajado con ella, resistiendo distancias y enemigos. Pensó que podría traerle suerte. Cuando terminó de empacar, fue a la habitación de Hun-Kamé y se quedó allí, sintiendo su vacío. En la mesita de noche yacía el sombrero que había usado; en el armario, sus trajes. Pasó las manos por la ropa, pero no quedaba nada de él, ni un mechón de cabello. Ella podría haberlo imaginado, soñado. Sabía que no había sido un sueño. Casiopea registró su salida y notó que el vestíbulo se veía diferente. El brillo se había ido. Era una sensación, como si estuviera parada en un caparazón vacío. Pidió un automóvil que la llevara a Tijuana. El empleado se disculpó y dijo que podría llevar unos minutos. Se había producido un pequeño terremoto y problemas con el agua. Varios invitados se habían ido. Casiopea salió a esperar junto a la puerta principal del hotel. Miró al cielo. Luego vino un automóvil y tomó su maleta. Lo reconoció como el vehículo que la había llevado al hotel. Pero el chófer era diferente. Llevaba una chaqueta verde y una gorra plana a juego. Era el hombre que había conocido en Mérida, Loray. —Buenos días —dijo mientras detenía el automóvil. En la solapa de su chaqueta llevaba un alfiler de plata en forma de flecha y sus ojos eran verde bosque, el color de la caza. Su cuervo estaba posado sobre su hombro.

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—Buenos días —repitió el pájaro. Casiopea se acercó al automóvil con el ceño fruncido. —¿Qué estás haciendo aquí? —Hun-Kamé mantuvo su trato y me permitió recorrer el Camino Negro. Por fin he podido dejar Mérida atrás. Se asomó por la ventana para darle una sonrisa amistosa, que ella no respondió. —Eso no explica por qué estás aquí. —Oh, bueno. Pensó que podrías necesitar que te llevaran, y muy amablemente me ofrecí a ocuparme de eso. Súbete. Casiopea aferró el asa de su maleta con ambas manos y la sostuvo frente a ella, pero no se movió. El hombre suspiró teatralmente. —Mira, a pesar de lo que hayas oído sobre los demonios, no somos tan terribles. Además, no me interesa tu alma. A menos que estés vendiendo —dijo, y salió del automóvil, abrió el maletero y le indicó que arrojara la maleta—. Eso fue una broma. —No eres gracioso. Le puso los ojos en blanco. —Soy muy gracioso. Vamos. No puedes quedarte aquí. Zavala se ha escapado con el rabo entre las piernas y este lugar se va a marchitar muy pronto. No queda magia en él. Las baldosas se van a romper, los cristales de las ventanas se caerán y habrá un millón de cucarachas. No pongas los cimientos con magia. Es demasiado difícil mantenerla. »Ahora, este es el automóvil de Zavala y técnicamente no se supone que yo lo conduzca. Entonces, ¿te gustaría viajar en un vehículo robado o vamos a perder un poco más de tiempo? —concluyó. Casiopea arrastró los pies, pero se movió hacia la parte trasera del automóvil. Él intentó ponerle el equipaje en el vehículo, pero ella no lo quiso y lo colocó sin su ayuda. Él cerró el baúl del automóvil y se dirigió al lado del pasajero, manteniendo la puerta abierta para ella. Casiopea se sentó. Condujeron en silencio y Casiopea contempló los pliegues de su falda. —Por cierto, Hun-Kamé envía un regalo —dijo Loray y metió la mano en el bolsillo de la chaqueta. Sacó una pequeña bolsa negra y se la entregó. Casiopea lo abrió y descubrió que estaba lleno de perlas negras. Sonrió. Hun-Kamé había cumplido su promesa. Su sonrisa se volvió amarga y se estremeció, las perlas repiqueteaban unas contra otras. Loray la miró por el rabillo del ojo. —Creí que estarías más feliz —dijo—. Eso debe valer mucho. Me pregunto cuanto darían por las perlas negras estos días. Podríamos averiguarlo en Tijuana . —¿Qué? ¿Debería empeñarlos para satisfacer tu curiosidad? —No dije eso —respondió a la ligera.

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Tenía la sensación de que se lo tomaba todo a la ligera. El cuervo en su hombro se volvió para mirarla y asintió, como si estuviera de acuerdo con su evaluación. Se preguntó qué le habría dicho Hun-Kamé a Loray sobre ella, o si las perlas le habían sido entregadas en un severo silencio. Si eran simplemente el resultado de que el dios ajustaba su cuenta con mucha precisión, o si esta última medida de atención por Casiopea poseía algo de calidez. Eligió no insistir en esto. No era el tipo de cosas que quisiera discutir con un extraño. Quizás, una noche, les preguntaría a las estrellas, le preguntaría a la oscuridad, y la oscuridad podría susurrar una respuesta. —¿A dónde vamos? —dijo ella. —Puedo dejarte donde quieras. Pero yo, me voy a algún lugar donde hablen francés. Es un idioma magnífico y no lo he escuchado mucho en algunas décadas. Estoy intentando averiguar si Nueva Orleans o Quebec son más apetecibles. ¿Qué piensas? —le preguntó. —Tampoco sé nada. —¿Te gusta el gumbo? Esa es la cuestión. —No sé qué es eso. —¿Quieres probarlo? —Probarlo —dijo el cuervo. Saltó del hombro de Loray y se colocó en el asiento trasero del automóvil. —¿Me estás pidiendo que te acompañe? —le dijo ella. —Bueno, estás en mi automóvil. —¿Es tu automóvil si lo robaste? —Derecho de posesión, nena —dijo alegremente. Casiopea pasó una mano por el tablero, considerando la situación. Necesitaba que la llevaran y no estaba muy dispuesta a quedarse en Tijuana, aunque no había planeado su próxima parada. Ir a casa estaba fuera de discusión. Quería mantenerse en movimiento. —¿Por qué me llevarías contigo? —preguntó. —Para divertirnos. Además, no puedo leer un mapa para salvar mi vida. ¿Puedes leer mapas? —Por supuesto —dijo. Había pasado suficiente tiempo contemplando el atlas del abuelo y trazando rutas con la punta de los dedos. —Bueno. No tengo sentido de la orientación. —Me llamaste un paquete de desechos —le recordó. —Lady Tun, intenté compensar comprándote vestidos bonitos. Por cierto, la falda es muy atractiva. Aprecio a alguien con sentido del color. Casiopea no estaba dispuesta a ceder. Dejó escapar un bah y puso las manos en su regazo con cautela.

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—Entonces… ¿quieres ir a Nueva Orleans o Quebec? —No sé si quiero tomar una decisión ahora —dijo Casiopea. —Hazme caso. Ahora es siempre la respuesta. Además, ¿tienes algo mejor que hacer? ¿Estar deprimida durante una década o dos? Casiopea tamborileó con los dedos contra su falda y se mordió el labio. La poesía dramática que había leído habría exigido esto y más. Había tristeza en ella, por supuesto, pero tampoco deseaba romperse como porcelana fina. No podía marchitarse. En el mundo de los vivos, hay que vivir. ¿Y no había sido éste su deseo? Vivir. Vivir de verdad. Loray sacó un frasco plateado de su chaqueta y lo presionó contra sus labios. Le ofreció un trago y ella lo rechazó. —¿Deberías hacer eso? ¿Conducir con una mano? —preguntó ella, alarmada. —Soy un demonio, ¿recuerdas? No te preocupes —respondió, echando la cabeza hacia atrás. —Sé que eres un demonio. Por eso estoy preocupada. —Oh, poca cosa. No te robaré el alma, lo prometo. Casiopea se dejó caer contra el asiento del automóvil, mirando sus manos en el volante, los pies en los pedales. Quería conducir un automóvil; le había confesado esta verdad a Hun-Kamé. Aquí había un automóvil, por fin. —¿Me enseñarías? —preguntó. —¿Qué? ¿Robar almas? —dijo, arqueando una ceja. —¡Conducir! —¿Qué pasa si chocas el automóvil? —Parece una línea recta —dijo, burlándose y señalando el camino polvoriento por el que viajaban. No parecía haber ningún arte en mover el vehículo por la carretera. Ciertamente lo manejaba de una manera casual. —Lo mismo pasa con la vida, y luego se bifurca. —Quiero conducir. —¿Pero ahora? —preguntó, luciendo dudoso. —Ahora es siempre la respuesta. Loray tenía una mirada constante de picardía en él, y su respuesta hizo que él le diera una sonrisa aún más traviesa. —Me has pillado allí —admitió—. Pero si conduces, ¿quién se ocupará de los mapas? —Muéstrame cómo conducir un poco y te mostraré cómo leer un mapa correctamente. Se quitó la gorra y sonrió.

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—Después de esto debes llamarme tu amigo, ¿sabes? —Ya veremos. Detuvo el automóvil, se paró en medio de la carretera y se bajó. Abrió la puerta y cambiaron de lugar. Casiopea se sentó muy derecha, contemplando la rueda. El sol había alcanzado el punto más alto del cielo y no había ni una sola sombra a la vista, el desierto ardía brillante, el cielo era un dosel azul. No había otros vehículos en la carretera. Se sintió valiente. —¿Qué hago primero? —preguntó. —Primero —dijo el cuervo. Loray tomó un sorbo de su petaca e imitó el giro de las llaves del automóvil, luego explicó cómo funcionaba el vehículo. Casiopea se rio entre dientes cuando el automóvil comenzó a moverse. Era un camino largo y temía que el automóvil se le escapara y no supiera cómo detenerse, pero sonrió.

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Glosario No hay tal cosa como una lengua maya homogénea. Hay veintinueve lenguas mayas habladas que son reconocidas a lo largo de México y Centroamérica. La forma en que estas lenguas se representan en la escritura latina ha cambiado con el tiempo, por lo tanto, si abres un diccionario maya del siglo XIX es posible que la ortografía de una palabra sea diferente a la de un diccionario contemporáneo. En esta novela, he usado una ortografía modernizada de la mayoría de las palabras. Como ejemplo, el nombres de los Señores de Xibalbá, que son comúnmente escritos como Hun-Camé y Vucub-Camé en los textos antiguos, los cuales he traducido como HunKamé y Vucub-Kamé (también pudiendo ser Jun-Kamé y Wukub-Kamé, aunque este uso es raro). Los nombres se traducen, en todo caso, como Una Muerte y Siete Muertes. Gods of Jade and Shadow está inspirado por el Popol Vuh. Muchos elementos de la mitología maya están entretejidos a lo largo de esta novela, algunos más explícitos que otros. Sin embargo, esta es una obra de fantasía y no debe ser considerada un texto antropológico. Aun así, proporciono un glosario simple a continuación, que puede ser de interés para los lectores. Aluxo’ob: Espíritu tramposo que puede causar travesuras, pero con ciertas ofrendas puede ser apaciguado y proteger los cultivos. Balché: Bebida fermentada hecha de las corteza de un árbol, que es empapada en miel y agua. Los lacandones la utilizaban en ceremonias, donde la intoxicación ritual era practicada. Bul: Juego de mesa, jugado con granos de maíz. Bul también se puede utilizar para referirse a cualquier juego de azar, como los dados. Caimán: Reptil, miembro de la familia de los cocodrilos, encontrado en ciénagas y pantanos. Ceiba: Árbol tropical. Cuándo joven, el tronco de la ceiba es verde jade profundo y cuando envejece la coloración cambia a un tono más grisáceo. En la mitología maya, la ceiba es un árbol del mundo que conecta los planos de la existencia. Cenote: Abrevadero. Como cuevas, ciertos cenotes eran considerado entradas a l Inframundo y eran de importancia ritual. Charro/a: Jinete tradicional del centro de México, reconocible fácilmente por sus trajes elaborados. Chu’lel: Energía vital. Todos los animales y objetos inanimados la poseen. Cuch chimal: Ser derrotado, llevar el escudo en la espalda en retirada. Un préstamo lingüístico náhuatl. Guardián del día: Adivino que interpreta el ciclo del calendario.

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Casta divina: Familias de clase alta de ascendencia europea que dominaron la política y la economía de Yucatán. Diadema real: Los reyes mayas llevaban una diadema blanca con una talla de jade en el centro llamada sak hu’unal como señal de su señorío. Al ascender al trono, un rey también habría sido presentado con un cetro (k’am k’awiil). Haltun: Grietas en el suelo rocoso calcáreo donde se acumula el agua de lluvia. Canales de piedra. Henequén: Planta de fibra tejida desde tiempos precolombinos. Fue la base de la economía de Yucatán. Héroes Gemelos: Dos hermanos que viajan a Xibalbá y, entre otras cosas, vengan la muerte de su padre y tío ante las manos de los dioses del Inframundo al superarlos en varias competiciones. Están vinculados a la idea de los ciclos, de nacimiento y renacimiento. Hetzmek: Ceremonia que marca la primera vez que el bebé es cargado en la cadera. Para las mujeres, tiene lugar en el tercer mes de su nacimiento. Se asocia el tercer mes con las mujeres porque tres piedras sostienen el comal que las mujeres usan para hacer comida. Jade: El jade estaba asociado con el maíz, por lo tanto con la vida. Se colocaba una cuenta de jade en la boca de los cadáveres como parte de los ritos funerarios. También se asociaba con la realeza. Kak noh ek: Estrella de cola de fuego. Un gran cometa o asteroide. Los mayas precoloniales no necesariamente distinguen entre cometas, asteroides y meteoros como nosotros. Por ejemplo, los cometas se definen por su tamaño con “kak noh ek” que significa una gran estrella ardiente. Los más pequeños se llaman chamal dzutan, que significa literalmente cigarro de brujo. Pero cuando este cigarro se descarta puede convertirse en un meteoro, y hay una cosa como halal ek (una estrella de movimiento rápido). También se emplearon otros términos. En la novela, utilizo “kak noh ek” porque en mi narrativa era un “gran” cuerpo celestial que dio a luz a los dioses de los mayas, pero uno podría argumentar que halal ek/u halal ek dzutam u otro término también podría ser apropiado. Kamazotz: El Murciélago de la Muerte. Criatura que reside en Xibalbá. Kuhkay: Luciérnaga. Asociado con estrellas y cigarros, debido a su punta ardiente. K’up kaal: Decapitación o degollamiento. El ritual de decapitación está presente en muchos monumentos y relatos mayas. Los jugadores del juego de pelota ritual fueron decapitados, una ofrenda que se hace eco de los acontecimientos en el Popol Vuh. El sacrificio, en todas las maneras y formas, es parte del universo Maya. Mamlab (plural; singular Mam): Deidades huastecas asociadas con lluvia y truenos. Cuando los ríos se desbordan de lluvia, utilizan las barrigas de animales hinchados que se han ahogado en las corrientes para tocar los tambores. Mundo Medio: En la cosmología maya antigua, la Tierra es la tierra donde residen los humanos. Patan: Tributo, deber. Pero también una virtud. Incluso los reyes rinden tributo a los dioses.

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Popol Vuh: Narración de los mitos de la creación de la gente K’iche’ originalmente transmitida a través de la tradición oral. Pulque: Bebida alcohólica. Sacrificio: Las espinas de raya y otros instrumentos fueron utilizados por los nobles mayas con el fin de extraer sangre que nutriría a los dioses. Cuando los Héroes Gemelos derrotaron a los Señores de Xibalbá, ordenaron que los humanos ya no les dieran sacrificios apropiados, solo savia de Croton y “sangre sucia”. El sacrificio por los humanos es el motor que impulsa el universo, y siempre se deben hacer los sacrificios adecuados. De hecho, la razón por la que los humanos fueron elegidos para habitar la tierra es para que pudieran proporcionar tales sacrificios. Sascab: Piedra caliza blanca, blanda, no consolidada. Ampliamente utilizada para la construcción por los mayas. Sastún: Espejo de piedra. Piedra utilizada para la adivinación. Suhuy ha: Lugar de agua virgen o pura; agua destinada a ser utilizada en rituales. Tun: Piedra. También, año. Las piedras se asocian con el tiempo o los ciclos, ya que se utilizan para conmemorar eventos. Uay Chivo: Literalmente “cabra fantasma”. Un brujo malvado que puede tomar la forma de una cabra. En los cuentos mayas, los brujos pueden tomar múltiples formas, incluyendo gatos o perros. Xaman Ek: Dios de la Estrella Polar, quien guiaba a los comerciantes. Xibalbá: Inframundo Maya, lleno de vistas aterradoras, como un río de sangre y un río de pus. Los mayas yucatecos se referían al Inframundo como Mitnal. Los búhos o los perros están asociados con la muerte, por lo que los mensajeros de Xibalbá son cuatro temibles búhos (Chabi-Tucur y Huracán-Tucur son mencionados en esta novela). X’kau: Pájaro negro común, similar a una urraca. Quiscalus mexicanus, en español zanate. Xtabay: Criatura mitológica que tiene la apariencia de una mujer hermosa que seduce a los hombres y los conduce a su muerte. Zaca: Bebida mezclada con maíz molido, utilizado en ofrendas religiosas.

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Para mis abuelas, Goyita y Rosa. Otros mundos, otros sueños.

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Sobre la autora

Silvia Moreno-Garcia es la autora de las aclamadas novelas de ficción especulativa Gods of Jade and Shadow, Signal to Noise, Certain Dark Things y The Beautiful Ones, y del thriller Untamed Shore. Ha sido editora de varias antologías, entre ellas, She Walks in Shadows (también conocida como Cthulhu”s Daughters), ganadora del premio World Fantasy. Mexicana de nacimiento vive actualmente en Vancouver, Columbia Británica.

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Créditos Moderación Amatista21 y Tessa_skady

Traducción Anabel-vp Bella” Blonchick Brendy Eris Carib Flochi Mari NC Naomi Mora Ximena Vergara

Corrección Carib Dai” Imma Marques Luna PR Mari NC Vickyra

Recopilación y revisión final LizC

Diseño Nessielle

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