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August 15, 2017 | Author: dklopez79 | Category: Psychoanalysis, Science, Common Sense, Truth, Theory
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Descripción: De Roger Silverstone en esta biblioteca Televisión y vida cotidiana ¿Por qué estudiar los medios? Roger Si...

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De Roger Silverstone en esta biblioteca Televisión y vida cotidiana

¿Por qué estudiar los medios? Roger Silverstone Amorrortu editores Buenos Aires - Madrid

Biblioteca de comunicación, cultura y medios Director: Aníbal Ford Why Study the Media?, Roger Silverstone (1) Roger Silverstone, 1999 (edición en idioma inglés publicada por Sage Publications de Londres, Thousand Oaks y Nueva Delhi) Traducción, Horacio Pons La reproducción total o parcial de este libro en forma idéntica o modificada por cualquier medio mecánico, electrónico o informático, incluyendo fotocopia, grabación, digitalización o cualquier sistema de almacenamiento y recuperación de información, no autorizada por los editores, viola derechos reservados. Todos los derechos de la edición en castellano reservados por Amorrortu editores S. A., Paraguay 1225, 7° piso (1057) Buenos Aires www.amorrortueditores.com Amorrortu editores España SL C/Velázquez, 117 - izqda. - 28006 Madrid Queda hecho el depósito que previene la ley n° 11.723 Industria argentina. Made in Argentina ISBN 950-518-655-X ISBN 0-7619-6454-1, Londres, edición original

Silverstone, Roger ¿Por qué estudiar los medios? - 1° ed.- Buenos Aires : Amorrortu, 2004. 256 p. ; 24x14 cm. - (Biblioteca de comunicación, cultura y medios) Traducción de: Horacio Pons ISBN 950-518-655-X I. Medios de Comunicación I. Título CDD 302.23

Impreso en los Talleres Gráficos Color Efe, Paso 192, Avellaneda, provincia de Buenos Aires, en enero de 2004. Tirada de esta edición: 2.000 ejemplares.

Para Jennifer, Daniel, Elizabeth y William.

Indice general

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Prefacio y agradecimientos

13 1. La textura de la experiencia 32 2. Mediatización 41 3. Tecnología 55

Demandas textuales y estrategias analíticas

57 4. Retórica 70 5. Poética 83 6. Erótica 97

Dimensiones de la experiencia

99 7. Juego 112 8. Actuación 127 9. Consumo 139

Ambitos de la acción y de la experiencia

143 10. La casa y el hogar 156 11. La comunidad 170 12. El planeta 185

Comprender 9

187 13. La confianza 201 14. La memoria 214 15. El otro 227 16. Hacia una (nueva) política de los (nuevos) medios

Prefacio y agradecimientos

245 Referencias bibliográficas Simplemente, cómo empezar, ahora que ya lo terminé. Tal vez releyendo mi propuesta inicial. Para recordar qué me proponía hacer. Y no hacer. Este iba a ser un libro sobre los medios, pero no sobre los estudios mediáticos, o por lo menos no sobre los estudios mediáticos tal como se los considera a menudo. Iba a ser un libro que sostuviera la importancia central ITOITnedios en la cultura y la sociedad en nuestra entrada al nuevo milenio. Iba a ser un libro que planteara cuestiones arduas y tratara de definir diferentes agendas para quienes nos interesamos en los medios, pero no buscaría demasiadas respuestas. La meta era abrir, no cerrar cuestiones. No podemos escapar a los medios. Intervienen en todos los aspectos de nuestra vida cotidiana. En su conjunto, el proyecto reservaba .ulug.arcentral al deseo de situarlos en el núcleo de la experiencia, en el cor'azón de nuestra capacidad o incapacidad de comprender el mundo donde vivimos. No menos central era el deseo de reclamar para el estudio de los medios una agenda intelectual aceptable en un mundo que desestima con demasiada ligereza la seriedad y pertinencia de nuestras preocupaciones. Quería que el estudio de los medios surgiera de estas páginas como una empresa tan humanística como humana. Iba a ser humanística en su interés por el individuo y el grupo. Iba a ser humana en cuanto a establecer una lógica distintiva, sensible a lo histórica y sociológicamente específico y enemiga de las tiranías del determinismo tecnológico y social. Intentaría navegar en el límite entre las ciencias sociales y las humanidades.

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Quizá, por sobre todas las cosas, el libro fue concebido como un manifiesto. Yo buscaba definir un espacio. Comprometerme con quienes están fuera de mi discurso, tanto en los otros ámbitos académicos como en el mundo que está más allá de ellos. Era hora, creía, de tomar en serio los medios. El estudio de los medios debe ser crítico. Debe ser relevante. Debe establecer y mantener cierta distancia con respecto a su objeto. Debe ser un pensamiento en acción. Espero que lo que sigue cumpla, por lo menos en alguna medida, con estos exigentes requisitos. Sin embargo, si logra alcanzar, aunque sea en parte, sus objetivos, será gracias a que tantas personas, colegas como estudiantes, contribuyeron directa e indirectamente a ello. Permítanme citarlos con gratitud y en orden alfabético: Caroline Bassett, Alan Cawson, Stan Cohen, Andy Darley, Daniel Dayan, Simon Frith, Anthony Giddens, Leslie Haddon, Julia Hall, Matthew Hills, Kate Lacey, Sonia Livingstone, Robin Mansell, Andy Medhurst, Mandy Merck, Harvey Molotch, Maggie Scammell, Ingrid Schenk, Ellen Seiter, Richard Sennett, Bruce Williams, Janice Winship y Nancy Wood. Ninguno de ellos, por supuesto, tiene responsabilidad alguna por los errores y desaciertos que aún persistan.

1. La textura de la experiencia

El talk show diurno de Jerry Springer, 22 de diciembre de 1998. Repetido por enésima vez en el canal satelital UK Living. Springer habla con hombres que trabajan de mujeres. Dos filas de travestidos y transexuales discuten su vida, sus relaciones y su trabajo. La audiencia televisiva los azuza. Les hacen preguntas sobre tener hijos. Una pareja intercambia anillos: «Después de todo, no lo hicimos antes y estamos en la televisión nacional» Jerry cierra con una homilía acerca de la normalidad y la falta de seriedad de ese comportamiento y recuerda ante su público a Milton Berle y Some Like it Hot [Una Eva y dos Adanes]:* la actuación en una época más inocente cuando el travestismo no se veía como una especie de perversión. Un momento de la televisión. Explotador pero también explotable. Un momento olvidado con facilidad, una partícula subatómica, un pinchazo en el espacio mediático, pero hoy, aunque más no sea en esta página, evocado, señalado, sentido, fijado. Un momento de la televisión que era local (todos los personajes trabajaban en un restaurante temático de Los Angeles), nacional (se transmitía originariamente en Estados Unidos) y global (lo vimos aquí). Un momento de la televisión que araña la superficie de -la sensibilidad suburbana, toca os márgenes, llega ala base. Un momento de la televisión que, sin embargo, servirá perfectamente su propósito. Representa lo corriénte y lo continuo. En su singularidad, resulta * Entre corchetes y en bastardillas, los títulos de filmes según se conocieron en la Argentina. (N. del T)

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completamente típico. Un elemento en la constante masticación mediática de la cultura cotidiana, cuyos significados dependen de si verdaderamente lo advertimos, si nos afecta, nos escandaliza, nos repele o nos compromete, a medida que entramos, salimos y atravesamos con rapidez nuestro ambiente mediático cada vez más insistente e intenso. Un elemento que se ofrece al espectador fugaz y a los anunciantes que reclaman su atención, acaso con desesperación creciente. Y que se me ofrece como punto de partida en un intento por responder a la pregunta: ¿por qué estudiar los medios? Lo hace contradictoriamente, desde luego, pero también con toda naturalidad, porque plantea muchas cuestiones, cuestiones que no pueden ignorarse, cuestiones que surgen del mero reconocimiento de que nuestros frie- dios son ubicuos, cotidianos, constituyen una dimen' Sión esencial de la experiencia contemporánea. No po, -demos evadirnos de la presencia de los medios, ni de lifsrepresentaciones. Hemos terminado por depender de los medios impresos y electrónicos para nuestros placeres e información, confort y seguridad, para tener cierta percepción de las continuidades de la experiencia y, de vez en cuando, también de sus intensidades. El funeral de Diana, princesa de Gales, fue un caso significativo. Puedo consignar las horas que el ciudadano global pasa ante el televisor, junto a la radio, hojeando los diarios y, cada vez más, navegando por Internet. Puedo señalar, también, que estas cifras varían globalmente de norte a sur y dentro de cada país, de acuerdo con los recursos materiales y simbólicos. Puedo anotar cantidades: las ventas globales de software, las variaciones en la concurrencia a los cines y el alquiler de videos, la propiedad personal de computadoras de escritorio. Puedo reflexionar sobre los patrones de cambio y, si soy lo bastante temerario, sobre las proyecciones aleatorias de las futuras tendencias del consumo. Pero al hacer todas esas cosas, o cualquiera de ellas, me quedo patinando sobre la superficie de la cultura mediática. Una su14

perficie que con frecuencia resulta suficiente para quienes están interesados en vender, pero que es claramente insuficiente si nos interesa qué hacen los medios y qué hacemos nosotros can ellos. Y es insuficiente si queremos captar la intensidad e insistencia de nuestra vida con nuestros medios. Por eso tenemos que convertir la cantidad en calidad. Mi idea es que debemos estudiar los medios porque son centrales en nuestra vida cotidiana. Estudiarlos como dimensiones sociales y culturales, y como dimensiohes políticas y económicas slelinundo moderno. Estudiarlos en su ubicuidad y complejidad. Estudiarlos en parte a nuestra capacidad variable de comprender SU-a— el mundo, elaborar y compartir sus significados. Sosngo que debemos estudiar los medios, según expresa Isaiah Berlin, como parte de la «textura general de la ,, experiencia», una expresión que alude a la naturaleza _ fundada-de la vida en el mundo, a los aspectos de la experiencia que damos por sentado y que deben sobrevikvir si pretendemos vivir juntos y comunicarnos unos con otros. Désde hace mucho, los sociólogos se preocu\ pan por la naturaleza y calidad de esa dimensión de la vida social, en su posibilidad y continuidad. Tampoco los historiadores, al menos según Berlin, pueden evitar depender de ella, porque su trabajo, el de todos los integrantes de las ciencias humanas, depende a su turno de la capacidad de reflexionar sobre el otro y entenderlo. Hoy, los medios son parte de la textura general de la experiencia. Si incluyéramos el lenguaje como un medio, seguiría siendo así, y tal vez querríamos entonces considerar las continuidades del habla, la escritura y la representación impresa y audiovisual como indicativas del tipo de respuestas que busco para mi pregunta; que si no prestamos atención a las formas y contenidos y a las posibilidades de la comunicación, tanto dentro de lo que damos por sentado en nuestra vida como contra ello, nunca lograremos entender esa vida. Punto. La caracterización de Berlin es, desde luego, sobre todo metodológica. El porqué implica necesariamente

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el cómo. La historia debe ser una empresa humanística, no científica en su búsqueda de leyes, generalizaciones o conclusiones éticas, sino una actividad fundada en el reconocimiento de la diferencia y la especificidad y la conciencia de que los asuntos de los hombres (¡cuán trágica es la inflexión de género en la imaginación liberal!) exigen una clase de comprensión y explicación un tanto alejadas de las exhortaciones kantiana y cartesiana en pro de la racionalidad y la razón puras. Esa será mi reivindicación del estudio de los medios, y también volveré de vez en cuando a sus métodos. Berlin señala también que el tipo apropiado de explicación está relacionado con el análisis moral y estético: «en la medida en que presupone concebir a los seres humanos no meramente como organismos en el espacio, cuyas regularidades de conducta pueden describirse y encerrarse en fórmulas que ahorran esfuerzos, sino como seres activos, que persiguen fines, modelan su vida y la de otros, sienten, reflexionan, imaginan, crean, en constante interacción e intercomunicación con otros seres humanos; en síntesis, que están embarcados en todas las formas de experiencia que entendemos porque las compartimos, y que no vemos como simples observadores externos» (Berlin, 1997, pág. 48). Su confianza en un sentimiento de humanidad compartida es conmovedora y discrepa, quizá, con el saber transmitido contemporáneo, pero sin ella estamos perdidos y el estudio de los medios se convierte en una imposibilidad. También esto dará forma a mi análisis, y volveré sobre ello. En los intentos por captar el papel de los medios en la cultura contemporánea hay otras metáforas. Hemos pensado en ellos como conductos que proponenruia más o inenosdesPejádas desde el mensaje hastála mente; podemos considerarlos como_lenguajes, que proporcionan textos y representaciones para su interpretación; o abordarlos como un marco que nos envuelve en 16

la intensidad de una cultura Mediáticarluaalternatiiza— mente sacia, contiene y desafía. Marshall McLuhan ve los medios como extensiones del hombre, como prótesis que realzan a la vez el poder y el alcance pero que acaso —y es posible que él lo haya advertido— nos incapacitan y capacitan al mismo tiempo, en la medida en que, tanto sujetos como objetos de los medios, nos entrelazamos de manera gradual en lo profilácticamente social. Podríamos pensar en los medios como profiláctican mente sociales, por cuanto se han convertido en susti.1--- tutos de las incertidumbres habituales en la interac(,\ \ ción cotidiana, al generar incesante e insidiosamente los como si de la vida diaria y crear cada vez más defenláscontralas intrusiones de lo inaceptable° lo. inmanejable. Qran parte de nuestra inquietud pública por los efectos de los medios se concentra en un aspecto de lo que vemos especialmente en los nuevos medios: que lleguen a desplazar la sociabilidad corriente y que estemos creando, sobre todo por conducto de nuestros hijos varones y muy en particular de nuestros hijos varones negros o de clase obrera (todavía el centro de nuestro pánico moral), una raza de adictos a la pantalla. Marshall McLuhan (1964) no va tan lejos a pesar de su ambivalencia. Al contrario. Pero su visión de la cultura cyborg se adelanta unos veinte años a la de Donna Haraway (1985). Estas metáforas son útiles. En rigor, sin ellas estaríamos condenados a observar nuestros medios como si fuera a través de un vidrio oscuro. Pero como todas las metáforas, la luz que arrojan es parcial y efímera, y es preciso que las trascendamos. Mi objetivo es justamente ese. La respuesta a mi pregunta implicará rastrear los mecillál¿ comunicación a través del modo como -___ participan en la vida social y culturaLcontemporánea. Srs:ilir _nplicará examinarlasanedias reino un proceso, como actúa y sobre lo que se actúa en todos los niveles allí donde los seres humanos se congreguen, tanto en_el espacio real como el virtual, donde se comuniquen, donde procuren convencer, informar, entre_ 17

tener, educar, donde busquen de muchas maneras y con diversos grados de éxito conectarse unos con otros. Entender los medios como proceso xyeconocer que estfundamlyretsociagnf insistir en su carácter históricamente específico. Los medios están cambiando y-Iaireañíbiado 'de' manera radical. El siglo XX vio convertirse el teléfono, el cine, la radio y la televisión tanto en objetosde consumo masivo como en herramientas esenciales para la vida cotidiana. Hoy nos enfrentamos con el fantasma de una mayo intensificación de la cultura mediática, a través del crecimiento global de Internet y la promesa (algunos dirían la amenaza) de un mundo interactivo en el que nada ni nadie podrá escapar a un acceso instantáneo. Entender los medios como proceso también implica reconocer que el proceso es, en lo fundamental, político o, quizá, con mayor rigor, políticamente económico. Los significados que se proponen y elaboran por medio de las distintas comunicaciones que inundan nuestra vida diaria surgieron de instituciones progresivamente más globales en su alcance y en sus sensibilidades e insensibilidades. Apenas oprimidas por el peso histórico de dos siglos de avance capitalista y cada vez más desdeñosas del poder tradicional de los estados naciones, han establecido una plataforma para —hay que aceptarlo— la comunicación masiva. A pesar de su diversidad y flexibilidad crecientes, esta es aún su forma dominante, que restringe e invade las culturas locales, aunque no las subyuga. Los movimientos entre las instituciones dominantes de los medios globales tienen una escala tectónica: una erosión cultural progresiva y luego súbitos cambios sísmicos cuando algunas multinacionales surgen del mar como cordilleras, mientras otras se hunden y, como la Atlántida, sólo se recuerdan en los mitos como si alguna vez hubieran sido, quizá, pasable y relativamente benévolas. El poder de estas instituciones, la capacidad de controlar las dimensiones productivas y distributivas de los medios contemporáneos, y el debilitamiento 18

correlativo y gradual de los gobiernos nacionales que les impide controlar el flujo de palabras, imágenes y datos dentro de sus fronteras nacionales, son profundamente significativos e indiscutibles. Se trata de un rasgo central de la cultura mediática contemporánea. Gran parte del debate contemporáneo se alimenta de la percepción de la velocidad de estos distintos camlia y transformaciones, pero confunde la velocidad_del cambio tecnológico, e incluso del cambio en las mercancías, con la del cambio_ social y cultural. Hay una tensión constante entre lo tecnológico, lo industrial y lo social, una tensión que es preciso afrontar si queremos reconocer a los medios, efectivamente, como un proceso rde mediatización. Puesto que hay pocas líneas directas de causa y efecto en el estudio de losioedios. Las instituciones no eiáhoranáignificados. Los proponen. Las tituciones no cambian de manera pareja. Tienen diferentes ciclos de vida y diferentes historias. Pero entonces nos enfrentamos a otra cuestión, y luego a otra y a otra. ¿Quién mediatiza los medios? ¿Y cómo? ¿Y con qué consecuencias? ¿Cómo podríamos entender los medios a la vez como contenido y forma, visiblemente calidoscópicos, invisiblemente ideológicos? iiinoeVálüáiñOs el modo como se producen las luchas en torno y dentro de los medios: luchas por la propiedad y el control de instituciones y significados; luchas por el acceso y la participación; luchas por la representación; luchas que informan y afectan la percepción de los otros y la de nosotros mismos? Estudiamos los medios porque queremos respuestas a estas preguntas, respuestas que, sabemos, no pueden ser concluyentes y, en rigor, no deben serlo. Por más atractivo o superficialmente convincente que pueda parecernos, no es posible establecer una teoría única de los medios. A decir verdad, sería un terrible error tratar de encontrar una. Un error político, un error intelectual, un error moral. No obstante, nuestra preocupación con los medios es siempre, y al mismo tiempo, una preocupación por los medios. Queremos aplicar lo que ,

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hemos llegado a entender, comprometer a quienes pueden estar en condiciones de responder, alentar la reflexividad y la responsabilidad. El estudio de los medios debe ser una ciencia tan relevante como humanística. Las respuestas a mis propias preguntas, por lo tanto, se basarán en una percepción de estas complejidades, que son a la vez sustantivas, metodológicas y, en el sentido más amplio, morales. Después de todo, tengo que vérmelas con seres humanos y sus comunicaciones, con la lengua y el habla, con el decir y lo dicho, con el reconocimiento y el no-reconocimiento, y con los medios como intervenciones técnicas y políticas en el proceso de asignar un sentido a las cosas. De allí el punto de partida. La experiencia. La mía y la de ustedes. Y su habitualidad. Con frecuencia, la investigación sobre los medios prefirió lo significativo, el acontecimiento, la crisis, como base de su indagación. Hemos contemplado perturbadoras imágenes de violencia o explotación sexual y tratado de apreciar sus efectos. Nos hemos concentrado en acontecimientos mediáticos clave, como la Guerra del Golfo o los desastres, tanto naturales como obra del hombre, para explicar el papel de los medios en el manejo de la realidad o el ejercicio del poder. También nos concentramos en los grandes ceremoniales públicos de nuestra época para explorar su papel en la creación de la comunidad nacional. Todo esto tiene un sentido, puesto que clesdellrend 8211(2,1110S cuánto revela_sobre lo normal la investigación de lópatológico, e incluso de lo , exagerado. No obstante, la atencion constante hacia lo excepcional provoca inevitables lecturas erróneas. Puesto que los medios son, si no otra cosa, diarios. Tienen una presencia constante en nuestra vida cotidiana, dado que entramos y salimos, nos conectamos y desconectamos de un espacio mediático, una conexión mediática, a otros. De la radio a los diarios, de los diarios al teléfono. De la televisión al equipo de alta fidelidad, de este a Internet. En público y en privado, solos y con otros. 20



Los medios actúan de manera más significativa en el ámbito mundano. Filtran y modelan las realidades o cotidianas a través de sus representaciones singulares y múltiples, y proporcionan mojones, referencias, para la conducción de la vida diaria y la producción y el mantenimiento del sentido común. Y es aquí, en lo que pasapor sentido común, donde debemos fundar el estudio - id-á-Medios. Ser capaces de pensar que la vida que lleva-ffius-es una realización constante que requiere nuestra participación, si bien con mucha frecuencia en circunstancias sobre las cuales tenemos poco o ningún poder de decisión y en las que lo mejor que podemos hacer es simplemente arreglárnoslas. Los medios nos dieron las palabras para hablar e ideas para expresar, no como una fuerza desencarnada que actúa contra nosotros mientras nos ocupamos de nuestros asuntos cotidianos, sino como parte de una realidad en la cual participamos y compartimos y que sostenemos -diariamente por intermedio de nuestras conversaciones e ih eracciones habituales. ) Debemos comenzar en el sentido común, por supuesto ni singular ni indiscutido. El sentido común, tanto la expresión como la precondición de la experiencia. El sentido común, compartido o al menos compartible, y medida a menudo invisible de la mayoría de las cosas. Los medios dependen de él. Lo reproducen, apelan a él pero también lo explotan y lo representan erróneamente. Y, a decir verdad, su falta de singularidad da pábulo a las-di-á:putas y consternaciones cotidianas cuando nos vemos obligados, tanto a través de los medios como de cu —arquier otra cosa, y quizá cada vez más sólo a través de ellos, a ver y enfrentar los sentidos y culturas comunes de los otros El miedo a la diferencia. El horror de la te las páginas de la prensa amarilla o los ciase media ante tabloides. La precipitada y posiblemente filistea desestimación de lo estético o lo intelectual. Los prejuicios contra naciones o géneros. Los valores, actitudes, gustos, culturas de clase, etnicidades y demás, que son reflejos y constituciones de la experiencia y, como tales,

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ámbitos clave para la definición de identidades, para .11uestra capacidad de situarnos en el mundo moderno. Y gracias al sentido común estamos en condiciones, si realmente lo estamos, de compartir nuestra vida con los otros y distinguirla de ellos. Esta capacidad para la reflexión —en rigor, su carácter central— ha sido señalada con bastante frecuencia por quienes buscan definir las características determinantes de la modernidad y la posmodernidad, no obstante lo cual sus reflexiones tienden a ver el giro reflexivo más o menos exclusivamente en los textos especializados de filosofía o ciencias sociales. pormipárte, quiero reclamarla también kara el sentido común,_ para `I6 cotidianoy, en verdad, de vez en cuando, incluso, o acaso especialmente, para los medios. Los medios son centrales para este próvecto reflexivo no sólo enlas yl.a./--rraciórieá-----S-ócIalmente conscientes de las telenovelas, ' 'los programas diurnos de conversaciones o los progra' mas de radio con participación telefónica del público, sino también en las noticias y los asuntos del momento y en la publicidad, cuando, a través de las múltiples lentes de los textos escritos, auditivos o audiovisuales, el mundo que nos rodea se despliega y representa: reiterada e interminablemente. ¿Qué otras cualidades podríamos adjudicar a la experiencia en el mundo contemporáneo y en el papel que los medios juegan dentro de él? Perdónenme si me embarco en metáforas espaciales para intentar esbozar una respuesta, porque me parece que el espacio proporciona efectivamente el marco más satisfactorio para abordar la cuestión. También el tiempo, desde luego, pero el tiempo —y esto es hoy un lugar común de la teoría posmoderna— ya no es lo que era. Ya no una serie de puntos, ya no claramente delimitado por distinciones de pasado, presente y futuro, ya no singular, ya no compartido, ya no resistente. Podemos decir todo esto a sabiendas, sin embargo, de que esa desestimación no está del todo bien o, por lo menos, que es =,, prematura; a sabiendas de que la vida transcurre en el 22

tiempo y que es finita; a sabiendas, también, de que la secuencia es todavía central, que el tiempo no es reversible (excepto, por supuesto, en la pantalla) y que todavía pueden contarse historias. Sabemos que vivimos nuestra vida a través de los días, las semanas y los años; una vida marcada por las reiteraciones de trabajo y juego, las repeticiones del calendario y las longues durées de una historia apenas advertida y quizá cada vez más olvidable. Los medios son en buena medida responsables de esta situación, en especial los computarizados de última generación, porque la radioteledifusión siempre se basó en el tiempo, aunque no sucediera lo mismo con el contenido del programa, los juegos en la computadora son infinitos e Internet es inmediata. ¿Puede el tiempo sobrevivir, como antaño habría preguntado Lewis Carroll, a tamaña paliza? Así, pues, debe ser el espacio, al menos por un tiempo. Y el espacio en múltiples dimensiones, si aceptamos que el espacio mismo, como sugiere Manuel Castells (1996), no es más que tiempo simultáneo. Déjenme proponer —y no es una idea original— que pensemos en nosotros mismos a lo largo de nuestra vida cotidiana, y en nuestra vida con los medios, como nómadas, vagabundos que se desplazan de un lugar a otro, de un medio a otro, y que en ocasiones pueden estar en más de un sitio a la vez, como podríamos creer que nos ocurre cuando, por ejemplo, miramos televisión o navegamos por la World Wide Web. ¿Qué tipos de distinciones pueden trazarse aquí? ¿Qué clases de movimientos resultan posibles? Nos movemos entre espacios privados y públicos. Entre espacios locales y globales. Pasamos de espacios sagrados a espacios seculares y de espacios reales a espacios ficcionales y virtuales, ida y vuelta. Nos movemos entre lo familiar y lo extraño. De lo seguro a lo amenazante y de lo compartido a lo solitario. Estamos en casa o fuera de ella. Cruzamos umbrales y vislumbramos horizontes. Hacemos todas estas cosas sin cesar y en ninguna de ellas, en absolutamente ninguna, esta23

mos nunca sin nuestros medios, como objetos materia----les o simbólicos, como guías o huellas , tomó experiencias o andes me-motres. Encen-a-er el televisor o abrir un diario en la privacidad de nuestra sala es embarcarse en un acto de trascendencia espacial: una ubicación física identificable —el hogar— confronta y abarca al planeta. Pero esa acción, leer o ver, tiene otros referentes espaciales. Nos vincula con otros, nuestros vecinos conocidos y desconocidos, que a su vez están haciendo lo mismo. La pantalla parpadeante, el revuelo de la página, nos unen por un momento —pero de manera muy significativa, al menos durante el siglo XX— en una comunidad nacional. Sin embargo, compartir un espacio no es necesariamente poseerlo; ocuparlo no nos da obligatoriamente derechos. Nuestras experiencias de los espacios mediáticos son particulares y a menudo fugaces. Rara vez dejamos una huella, apenas una sombra, cuando nos relacionamos con aquellos, los otros, a quienes vemos o escuchamos o sobre los cuales leemos. Nuestro tránsito diario implica movimientos a través de diferentes espacios mediáticos y dentro y fuera de ellos. Los medios de comunicación nos ofrecen estructuras cotidianas, puntos de referencia, puntos de detención, puntos para el vistazo y la mirada atenta, puntos para unirnos y oportunidades de desunirnos. Los flujos incesantes de la representación mediática son interrumpidos por nuestra participación en ellos. Fragmentados por la atención y la desatención. Nuestro ingreso en el espacio mediático es tanto una transición de lo cotidiano a lo liminar como una apropiación de lo liminar por lo cotidiano. Los medios pertenecen al ámbito de todos los días y, a la vez, son una alternativa a él. Lo que digo es un tanto diferente de lo que Manuel Castells (1996, pág. 376 y sigs.) identifica como «espacio de flujos». Para Castells, el espacio de flujos señala las redes electrónicas pero también materiales que proporcionan el reticulado dinámico de la comunicación a lo -

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largo del cual se mueven sin cesar la información, los bienes y las personas en nuestra era informacional emergente. La nueva sociedad se construye en su movimiento, su eterno fluir. El espacio se vuelve lábil, se disloca de la vida que se vive en los lugares reales, aunque en cierto sentido sigue dependiendo de ella. mol, reconocer esta abstracción„ mi punto de • anida • refierélijar el flujo de lo que Castellarama « cional» a los cambios dentro y a través de la experien cia, dado que se producen en ella: en cuanto se siente se conocen y a veces se temen. También nos movemo en espacios mediáticos, ya sea en la realidad ya sea e la imagin e-á16n, tanto material como simbólicament Estudiár los medios es estudiar estos movimientos sIViiiférrelaciones en el espacio y el tiempo y quizá como consecuencia, descubrirse no tan con`vencido por los profetas de una nueva era, así como por 5-iiniformidad y los beneficios de esta. De modo que, si estudiar los medios es estudiarlos en su contri • ución a la textura genera • e a expenenTiff;Sédédüteridé -élló álgu — nárclias. La primera es la necesidad de reconocer la realidad expe»ncia: las expenéncias son reáles, aun las mediáticas. En cierto rriodo, esto nos opone a gran parte del pensamiento posmoderno que sostiene que el mundo que habitamos está seductora y exclusivamente compuesto de imágenes y simulacros. Según este punto de vista, el mundo es un ámbito donde las realidades empíricas son negadas progresivamente, tanto para nosotros como por nosotros, en el sentido común y la teoría. Esta concepción nos hace vivir la vida en espacios simbólicos y eternamente autorreferenciales que no ofrecen más que las generalidades del ersatz y lo hiperreal, sólo nos brindan la reproducción y nunca el original y, de ese modo, nos niegan nuestra propia subjetividad y, en rigor, nuestra capacidad de actuar de manera significativa. Desde esta perspectiva, debemos aceptar el desafio que significa nuestro fracaso colectivo en distinguir la realidad de la fantasía y el empobrecimiento, si bien impuesto, s

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e de nuestras capacidades imaginativas. Para este punto de vista, los medios se convierten en la medida de todas las cosas. Pero sabemos que no lo son. Sabemos, aunque sólo sea de nosotros mismos, que podemos distinguir y distinguimos entre fantasía y realidad, que podemos mantener y mantenemos una distancia crítica entre liosotros y nuestros medios, que nuestras vulnerabiliades a la influencia o la persuasión mediáticas son esparejas e impredecibles, que hay diferencias entre irar, entender, aceptar, creer, influir o representar, que nos cercioramos de lo que vemos y oímos en comparación con lo que sabemos o creemos, que de todos modos ignoramos u olvidamos gran parte de ello y que nuestras respuestas a los medios, tanto en particular como en general, varían según los individuos y a través de los grupos sociales, de acuerdo con el género, la edad, la clase, la etnia y la nacionalidad, y también a lo largo del tiempo. Sabemos todo eso. Es sentido común. Y si quienes estudiamos los medios decidiéramos, no obs1 tante, cuestionar ese sentido común —cosa que hacemos, conveniente y continuamente—, no podríamos hacerlo sin caer en la misma trampa en la que vimos caer a otros: no lograr tomar en serio la experiencia y utilizarla para someter a prueba nuestras teorías, es decir, someterlas a pruebas empíricas. Tampoco nuestras teorías escaparán nunca a lo autorreferencial. También ellas se convertirán, sin fin, en reflexivamente irreflexivas. Abordar la experiencia de los medios, así como su aporte a la experiencia, e insistir en que se trata de una empresa a la vez empírica y teórica, es más fácil de decir que de hacer. Esto se debe, en primer lugar, a que nuestra pregunta nos exige investigar el papel de los - dios en el modelado de la experiencia y, a la inversa, él papel de la experiencia en el modelado de los medios. Y, en segundo lugar, a que nos obliga a indagar más profundamente en lo que constituye la experiencia y su modelado. 26



Concedamos, entonces, que la experiencia es, en efecto, modelada. Los actos y los acontecimientos, las palabras y las imágenes, las impresiones, las alegrías y las aflicciones, e incluso las confusiones, resultan significativos en la medida en que pueden relacionarse entre sí dentro de algún marco a la vez individual y social: un marco que, aunque tautológicamente, les da significado. La experiencia es una cuestión de identidad y diferencia. Es al mismo tiempo única y compartible. Es fisica y psicológica. Hasta aquí, todo resulta claro y, en rigor, trivial y obvio. Pero, ¿cómo se modela la experiencia, y cómo cumplen los medios un papel en su modelado? a experiencia\ se moldea, ordena e interrumpe. Es 221eaapor agendas anteriores , y experiencias previas-SeJardena de acuerdo con normas y clasificaciones _ que pasaron la prueba del tiempo y de lo social. Es interrumpida por lo inesperado,lane-preparadarla confin gencia, la catástrofe, su propia vulnerabilidad, su inevitable y trágica falta de coherencia. La experiencia es objeto de actuación e influencia. En este aspecto es física, y se basa en el cuerpo y sus sentidos. A decir verdad, el carácter común de la experiencia corporal a través de las culturas es lo que los antropólogos, en particular, adujeron como precondición para nuestra aptitud de entendernos recíprocamente. «La imaginación surge del cuerpo tanto como de la mente», sugiere Kirsten Hastrup (1995, pág. 83), pese al hecho de que esto se advierte en escasas oportunidades. El cuerpo en la vida, su encarnación, es la base materiaLde_l experienci Nos da una ubicación. Es el lugar no cartesiano de II' acción y el lugar, también, de las aptitudes y competencias sin las cuales quedamos inhabilitados. Estotiene implicaciones importantes en cuanto ab :n0d° de -ábórdarTo-s medios y la intrusión de o&e xi corporal, puesto que se entrometen,coptinuly tecnológicamente. El concepto de techne de Martin Hei-degger aprehende el sentido de la tecnología como habilidad. Nuestra capacidad de relacionarnos con los me27

dios tiene como precondición la capacidad de manejar la máquina. Empero, como ya lo he señalado, podemos pensar en los medios como extensiones corporales, prótesis, y entonces no significa dar un gran paso comenzar a perder de vista los límites entre lo humano y lo técnico, el cuerpo y la máquina. Piense digital. Habrá más que decir sobre los medios y los cuerpos. Y en los cuerpos hay algo más que fisico. La experiencia no se agota ni en el sentido común ni en el desempeño corporal. Tampoco está contenida en la mera reflexión sobre su capacidad de ordenar y ser ordenada. Puesto que, burbujeante debajo de la superficie de la experiencia, está el inconsciente, que perturba la tranquilidad y fractura la subjetividad. Ningún análisis de los medios puede ignorarlo, ni las teorías que lo abordan. Y así llegamos al psicoanálisis. Sí, pero el psicoanálisis es un gran problema. Lo es en varios aspectos. Propone, y tal vez lo haga con el mayor vigor, una manera de abordar lo perturbador y lo no racional. Nos obliga a confrontar con la fantasía, lo ominoso, el deseo, la perversión, la obsesión: los llamados trastornos de lo cotidiano que se representan y se reprimen —las dos cosas— en los textos mediáticos de uno u otro tipo, y que perturban el delgado tejido de lo que suele pasar por racional y normal en la sociedad moderna. El psicoanálisis es como un lenguaje. Es como el cine. Y viceversa. El paso de la teoría y la práctica clínicas a la crítica cultural está sembrado de ofuscación y, a menudo, la elisión demasiado ligera de lo particular y lo general, así como la arbitrariedad (enmascarada como teoría) de la interpretación y el análisis. No obstante, como el propio inconsciente, el psicoanálisis no se marchará. Nos ofrece una manera de pensar los sentimientos: los miedos y las desesperaciones, alegrías y confusiones que arañan y hieren lo cotidiano. El psicoanálisis también es un gran problema en la medida en que perturba la confortable racionalidad de gran parte de la teoría de los medios, cognitiva en su 28

orientación y conductista en su intención. Pone en tela de juicio el reduccionismo sociológico, aunque en su mayor parte omite reconocer lo social. Es, o sin duda debería ser, un enfoque para fortalecer la percepción de las complejidades de los medios y la cultura sin clausurarlas. Si queremos estudiar los medios, es preciso que enfrentemos el papel del inconsciente tanto en la cons,L, titucion como en la impugnación de la experiencia y, asimismo si queremos responder la pregunta, ¿por qué . t estudiar los medios?, parte de nuestra respuesta deberá ser: porque propone un camino, si no una vía regia, liala Tos territorios ocultos de la mente y el significado. La experiencia, mediatizada y mediática, surge en la interfaz del cuerpo y la psique. Se expresa, desde luego, en lo social y en los discursos, la conversación y las historias de la vida cotidiana, donde lo social se reproduce constantemente. Citemos una vez más a Hastrup: «La experiencia no sólo está siempre anclada en una colectividad, la verdadera agencia humana también es inconcebible al margen de la conversación continua de una comunidad, de la que surgen las distinciones y evaluaciones previas necesarias para tomar decisiones sobre los actos» (Hastrup, 1995, pág. 84). Nuestras historias, nuestras conversaciones, están presentes en las narraciones formales de los medios, en los programas periodísticos y en los de ficción, como en nuestros relatos cotidianos: chismes, rumores e interacciones casuales en los que encontramos los recursos para fijarnos en el tiempo y el espacio. Sobre todo, de fijarnos en nuestras relaciones mutuas, conectar y separar, compartir y rechazar, individual y colectivamente, en la amistad y la enemistad, la paz y la guerra. Se ha sugerido (Silverstone, 1981) que tanto la estructura como el contenido de las narraciones mediáticas y rdénuesiros -distürsos de tódo-sloS díaS stítiltiterdéPendientes, y que juritanrós-permiten expresar y medir la experiencia. Lo público y lo privado se entrelazan harrativamente. Así tiene que ser. En las telenovelas y los talk shows, los significados privados se ventilan ,

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públicamente y los significados públicos se ofrecen al consumo privado. La vida privada de las figuras públicas se convierte en la materia de la telenovela diaria; los actores de telenovela se convierten en figuras públicas a quienes se exige que construyan una vida privada para consumo público. ¡Hola!* Hello! ¿Qué pasa aquí? En el núcleo de los discursos sociales que se arraigan en torno de la experiencia y la encarnan, y para los cuales nuestros medios se han vuelto indispensables, hay un proceso y una práctica de clasificación: el establecimiento de distinciones y juicios. La clasificación, entonces, no es sólo un asunto intelectual y ni siquiera práctico, sino, en términos de Berlin, estético y ético. Podemos manejar nuestra vida en la medida en que existe una pizca de orden, _suficiente para brindar las seguridades que nos permiten llegar al -.—al-del dia.-Sin-embargo, ese orden, tal como somos capaces de alcanzarlo, no es neutral ni en sus condiciones ni en sus consecuencias, en el sentido de que choca con el orden de otros, y en el sentido de que dependerá del orden, e incluso del desorden, de los otros. También aquí enfrentamos una estética y una ética —una política, en esencia— de la vida cotidiana, para las cuales los medios nos proveen, en un grado importante, tanto de herramientas como de problemas: los conceptos, categorías y tecnologías para construir y defender distancias; los conceptos, categorías y tecnologías-para construir y sostener conexiones.,stas ta vez sean mas eviderites que illunca, y por lo tanto más contenciosas, cuando una nación está o se siente en guerra. No permitamos, empero, que esta visibilidad momentánea nos ciegue al trabajo diario en el cual nosotros —de nuevo, tanto individual como colectivamente— y nuestros medios estamos constante e intensamente comprometidos, minuto a minuto, hora a hora.

Por consiguiente, en la medida en que los medios ocupan, como lo he sostenido, un lugar central en el proceso de establecimiento de distinciones y juicios, y en la medida en que, precisamente, mediatizan la dialéctica entre la clasificación que modela la experiencia y la experiencia que colorea la clasificación, debemos indagar en las consecuencias de esa mediatización. Debemos estudiar los medios.

* En castellano en el original. (N. del T.)

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2. Mediatización

Comencé por sugerir que deberíamos pensar los medios como un proceso: un proceso de mediatización. Hacerlo nos exige considerar que la mediatización se extiende más allá del punto de contacto entre los textos mediáticos y sus lectores o espectadores. Nos exige suponer que envuelve a productores y consumidores de medios en una actividad más o menos continua de unión y desunión con significados que tienen su fuente o su foco en esos textos mediatizados, pero que se extienden a través de la experiencia y se evalúan con referencia a ella en una multitud de maneras diferentes. La mediati zación el movimientodel si gnificado _de un texto a otro, de un discurso a otro, de un acontecimiento a otro. Implica la transforración_constante de los significados, tanto en gran escala como en pequeña significativa e insignificante, a medida que los textos mediáticos ylos textos sobre los medios circulan por escrito, en el habla y en formas audiovisuales. , y nosotros, individual y colectivamente, directa e indirectamente, contribuimos a su producción. La circulación del significado, que es mediatización, constituye más que un flujo de dos pasos desde el programa transmitido por conducto de los líderes de opinión hasta las personas de la calle, como sostuvieron Katz y Lazarsfeld (1955) en su estudio seminal, aunque efectivamente tiene pasos y efectivamente fluye. Los significados mediatizados circulan en textos primarios y secundarios, a través de intertextualidades sin fin, en la parodia y el pastiche, la repetición constante y los discursos interminables, tanto en la pantalla como fuera de ella; en ellos actuamos e interactuamos como 32

productores y consumidores, con la intención urgente de comprender el mundo, el mundo mediático, el mundo mediatizado, el mundo de la mediatización. Pero también, y al mismo tre-mpo, utilizamos los significados mediáticos para evitar el mundo, distanciarnos de él y, tal vez, de los desafíos de la responsabilidad o el cuidado„el reconocimiento de la diferencia. Esta inclusión dentro de los medios, nuestra participación impuesta en ellos, es doblemente problemática. Es difícil de desentrañar, difícil encontrar un origen, dificil construir una explicación singular de, por ejemplo, el poder de los medios. Y es difícil probable .ente imposible— que nosotros:como analistas, nos aparteca mos de la cultura Médiática, nuestra cultura mediática. 'Claro está, nuestros propios textos, como analistas, son parte del proceso de mediatización. En este aspecto, somos como lingüistas que trataran de analizar su propia lengua. Desde adentro, pero también desde afuera. «Un lingüista no se aparta del tejido móvil de la lengua real —su propia lengua, las lenguas mismas que conoce— más de lo que un hombre se pone fuera del alcance de su sombra» (Steiner, 1975, pág. 111). E igual sucede, a mi juicio, en el caso de los medios. De allí la dificultad: una dificultad epistemológica, concer rieiite7 ITriado-Confoáferhamos nuestra compren sj (In ..cle la TriediatizáCión. Y ética, en la medida en que nos exige emitir juicios sobre el ejercicio del poder en el proceso de mediatización. Estudiar los medios es un riesgo, en ambos aspectos. Implica, inevitable y necesariamente: ún proceso de desránnhárización. Desafiar lo que se da por senEáló7E5-1cp orar debajo de la superficie del significado. Rechazar lo obvio, lo literal, Jp singular. En nuesIr° trabajo, ..a menudo y apropiadamente, lo simple se vuelve complejo, y lo obvio, opaco. Iluminar las sombras las hace desaparecer. Todo es cuestión de perspectiva. La mediatización es comóTa traducción, según concibeSrteiriéra esta: nunca completa, siempre transformadora y jamás, tal vez, enteramente satis -faCtória. Siempre discutida, también. Un acto de amor. Steiner la des-

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cribe en términos de movimiento hermenéutico, un proceso cuádruple que • • anza, agresión, apropiación y restitució . Confianza porque al iniciar el pro,— . ceso de la traducción s valor al texto que aboraamos; un valor que queremos entende recuperar i y c—oniimicar a otros y a nosotros mismoS. En este acto de confianza declaramos nuestra creencia en que hay un significado por aprehender en el texto al que nos acercamos, y que ese significado sobrevivirá a nuestra tras 'n. Podemos, desde luego, estar equivocados. orque todos los actos de comprensión son ntemente apropiadores y, por lo tanto, violentos» (Steiner, 1975, pág. 297). En la traducción, penetramos en un texto y reclamamos la propiedad de su significado (Stein exista impenitente en sus metáforas), pero ue ejercemos dire los significados de otros, os intentos más moderados de entender, es bastante conocida: nuestros propios discursos están salpicados de afirmaciones de que la representación mediática es ten. - • cio eológica y a menudo simplemente falsa. a apropiación cer comprensibles los significa•o incompraciín,e1 consumo, la domesticación (los términos son de Steiner) más o menos exitosos, más o menos completos del significado. No obstante, se trata de un proceso incompleto in sfactorio sin el cuarto y último movimiento a restitución. a restitución señala la reevaluación: la re-Clii-Orciela • entro de la cual el traductor restablece el significado y, en el proceso, tal vez lo acentúa. El original puede haber desaparecido en su prístina gloria, pero lo que surge en su lugar es, por cierto, algo nuevo; a veces mejor, posiblemente; algo diferente, sin duda. Como sostiene Jorge Luis Borges en «Pierre Menard», ninguna traducción puede ser perfecta, ni siquiera en su perfección. Ninguna traducción. Y ninguna mediatización. La referencia de Steiner, no obstante su sensibilidad y la de la traducción, es a esta como un proceso diádico, un movimiento de un texto a otro, y para Steiner, prin34

cipalmente un movimiento a lo largo del tiempo, que implica la transición entre textos pasados y presentes. Un movimiento que envuelve significado y valor. La traducción es una actividad estética y ética a la vez. La mediatización parece ser al mismo tiempo más y menos que la traducción, tal como la interpreta Steiner. Más, porque se abre paso a través de los límites de lo textual y propone versiones tanto de la realidad como de la textualidad. Es a la vez vertical y horizontal, dependiente de los cambios constantes de los significados a través del espacio tridimensional, e incluso del tetradimensional. Los significados mediatizados se mueven entre los textos, sin duda, y a lo largo del tiempo. Pero también a través del espacio y los espacios. Se mueven de lo público a lo privado, de lo institucional a lo individual, de lo globalizador a lo local y personal, ida y vuelta. Están fijos, por decirlo así, en los textos, y fluyen en las conversaciones. Son visibles en las carteleras y los sitios de la web, y están enterrados en la mente y los recuerdos. Pero la mediatización es menos que la traducción, quizá, porque a veces es algo menos que amorosa. El mediatizador no está necesariamente atado a su texto ni a su objeto por amor, aunque en casos individuales podría estarlo. La fidelidad a la imagen o el acontecimiento no es ni por asomo tan fuerte como lo es, o lo fue en otros tiempos, la fidelidad a la palabra. Una traducción es reconocida y honrada como una obra de autor. La mediatización implica el trabajo de instituciones, grupos y téc-nologías. Nocon-lie-alni . termina con un féxto singular. Sus pretensiones` " de ' -cUirstira;Trodircto de las ideologías y narrativas de los programas noticio-á-Os-7154Si' ejemplo, se ven comprometi-das en el punto de transmisión por el conocimiento certero de que la siguiente comunicación, el siguiente boletín, el siguiente reportaje, comentario o cuestionario, seguirán moviendo las cosas y las llevarán a otra parte. La concepción de Steiner de la traducción no se prolonla -Más allá del texto, pese al reconocimiento de su propió lifgar en- el lenguaje-. -Por otro lado, la mediatización 35

no tiene fin y es el producto del desciframiento textual, tanto en las palabras, hechos y experiencias de la vida cotidiana, como por las continuidades de la transmisión general [broadcasting] y la transmisión segmentada [narrowcasting]. De modo que la mediatización es menos que la traducción justamente en la medida en que se trata del producto de un trabajo institucional y técnico con palabras e imágenes y, también, del producto de un compromiso con los significados informes de sucesos o fantasías. Los significados que en efecto surgen o que se alegan, tanto provisoria como definitivamente (una y otra cosa a la vez, desde luego, en casi todos los actos de comunicación), aparecen sin la intensidad de una atención específica y precisa al lenguaje o sin la ne e recrear, hasta cierto punto, un texto origin En este sentido, la mediatización es menos determinada, más abierta, más singular, más compartida, más vulnerable, quizás, a los abusos. No obstante, la discusión sigue siendo pertinente, y en especial si tenemos en cuenta que lo implicado no es la distinción entre diferentes tipos de traducción: literalidad, paráfrasis e imitación libre, que el propio Steiner considera estéril y arbitraria. Es pertinente porque se trata del reconocimiento de que la significación de la traducción reside en la inversión, tanto ética como estética, que se hace en ella y en las demandas que se plantean a su favor y por su intermedio. La traducción es un proceso en el cual se producen significados que cruzan fronteras, a la vez espaciales y temporales. Indagar en ese proceso es indagar en las inestabilidades y flujos de los significados y en sus transformaciones, pero también en la política que los inmoviliza. Esa indagación proporciona el modelo para las pocas cosas que quiero decir ahora sobre la mediatización. Consideremos el ejemplo de un joven investigador televisivo que trabaja en una serie documental sobre la vida en instituciones integrales: una serie que examinará de qué manera dichas instituciones, en este caso

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un monasterio, socializan a sus miembros en un nuevo modo de vida, una nueva regla, un nuevo orden. Una idea inicial y el hecho de haber logrado convencer de su viabilidad al productor ejecutivo resultaron en un almuerzo con el abad en un restaurante del Soho. ¿Podría el abad permitir al equipo de producción ingresar al monasterio para seguir a un grupo de novicios mientras se preparan para ser miembros de la comunidad? ¿Concedería a la televisión los derechos de representación? El abad consideraría la posibilidad. Un programa anterior en otro punto de la red había sido evaluado como bastante menos que exitoso, pero esta era una idea interesante y parecía haber entre los dos hombres cierta afinidad, suficiente para sugerir que el investigador visitara el monasterio con el objeto de seguir discutiendo. Algunas semanas después, el investigador se encuentra en una sala con toda la comunidad monacal. Presenta la idea del programa y se ve sometido a un interrogatorio. Tal vez con inocencia, pero más probablemente con orgullo profesional, destaca lo que espera lograr en el programa y afirma que este retratará con fidelidad el modo de vida de los monjes, sin distorsiones ni sensacionalismo. El investigador vivirá durante un tiempo en la comunidad. El filme será objeto de una cuidadosa y rigurosa investigación. Se dará cabida a las propias voces de los monjes. Estos pueden confiar en que el investigador transmitirá la verdad (sí, dijo eso). Es convincente. Se llega a un acuerdo. El investigador pasa dos semanas con los monjes y sigue su rutina. Habla y come con ellos y asiste a sus servicios. Termina por respetarlos enormemente, pero no entiende su fe. Elige a dos novicios y analiza con ellos cómo se desenvolverán las cosas. El plan es que la película abarque un período de un año, a fin de seguir el progreso del noviciado. El investigador vuelve a Londres e informa al director y el productor. Comienza el rodaje, que termina a su debido tiempo. Kilómetros y kilómetros de imágenes,

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palabras y sonidos que es preciso armar en un texto coherente. El investigador, pese a haber realizado muchas de las entrevistas ante las cámaras, ya no interviene demasiado en el proceso de producción y aguarda mientras el mundo que él ha observado y el mundo que, aunque imperfecta e incompletamente, ha llegado a entender, se reconstruye cuadro por cuadro. Con creciente impotencia, contempla la producción institucional de sentido: la construcción de una narración; la creación de un texto que concuerde con las expectativas del programa, un texto que encaje en el casillero correspondiente del plan y demande una audiencia y un significado. Ve emerger una nueva realidad montada sobre la antigua, apenas reconocible, al menos para e , pero cah vez más alejada de lo que el investigador creé -qüélospropios monjes conocerían y entenderían. Esta es una traducción encarada con buena fe. Sin embargo, cuando los significados emergentes cruzan el umbral entre los mundos de las vidas mediatizadas y los medios vivientes y a medida que cambian los planes, cuando la televisión, en este caso, impone, inocente pero inevitablemente, sus propias formas de expresión y trabajo, sale de las profundidades una nueva realidad mediatizada, que rompe la superficie de un grupo de experiencias y ofrece, demanda otras. El programa se transmite e incluso se repite. Algún tiempo después, el investigador encuentra en una ocasión social a uno de los miembros de la comunidad. ¿Qué piensa este, qué piensan ellos? Tímida y un tanto afligida, la respuesta es suficientemente clara. Decepión. Pesar. Otro fracaso. Una oportunidad perdida. Tal vez haya sido un documental, pero no documentó, no re, flejó ni representó con precisión sus vidas o su institu---,?' ción. El investigador no está del todo sorprendido ni pasmado. Pero se siente deshecho por la admisión del fracaso. ¿Es su fracaso? ¿Era inevitable? ¿Podría haber habido otro resultado? Entretanto, millones de personas habrán visto el programa; muchos lo habrán hecho con placer, y otros 38

muchos habrán incorporado parte de su significado a su propia comprensión del mundo. La descripción que da Steiner de la traducción no incluye al lector o la lectura. Mi descripción de la mediatización debe hacerlo, porqué si no privilegiamos a aquellos —todos no$0.— 1-r-o-S----4iresefriVolucran constante e infinitamente con Vs significados mediáticos, y no nos preocupamos pon ra-efectiYidad de "-éia injerencia, corremos el riesgo de un a lectura erreifieá. Todos participamos en el proceso de medratrzacrorr. O no, según sea el caso. La historia de este contacto de un documental televisivo con un mundo privado quizá sea bastante familiar, y cada vez la entienden más tanto los convocados a participar con carácter de sujetos en la mediatización como los espectadores y lectores que han llegado a comprender algunos de los límites de la pretensión de autenticidad de los medios. Sin embargo, como lo reconoce Steiner, en su núcleo está la cuestión de ma confianza' . Y la confianza en muchos momentos diferentes e proceso. Los sujetos del filme deben confiar en quienes se presentan como mediatizadores. Los espectadores deb-jrc-Onfiar en los mediatiza-dores prbreálóiiállá. `rnediatizadores profesionales deben confiar en sus pro ; píastiudeyc _parocinutexto honesto. Y -aun-que se nos pudiera excusar por ver esa confianza traicionada con tanta facilidad, cínicamente o no, se trata de una precondición de la mediatización, una precondición necesaria en todos los intentos de representación de los medios, y en especial la representación fáctica. Es evidente que esta cuestión de la confianza no estructura todas las formas de mediatización, pese a lo cual sigue siendo, como lo sostuvo Jürgen Habermas (1970), una precondición de cualquier comunicación eficaz. Un interrogante que aparecerá una y otra vez en este libro es qué pasa con la confianza en el corazón del proceso de mediatización, y la comprensión de la verdadera importancia de hallar maneras de preservarla o protegerla.

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Todos somos mediatizadores, yJos significados mismos que creamos son nómadas También son poderoáóáirás fronteras sé cruzan y, una vez transmitidos los programas, construidos los sitios web o enviados los correos electrónicos, seguirán cruzándose hasta que las palabras e imágenes que han sido generadas o simuladas desaparezcan de la vista o la memoria. Todo cruce es también una transformación. Y toda transformación es, en sí misma, una demanda de significado, por su pertinencia y su valor. En consecuencia, nuestro interés en la mediatización como proceso ocupa un lugar central en la cuestión de por qué debemos estudiar los medios: la necesidad de prestar atención al movimiento de los significados a través de los umbrales de la representación y la expepencia,_Establecer los lugareá_y-, lasfuente_p_ s erturbación. Entender la rel_a nj eos ----ivá-diil,-"y-e— n tié textos y tecnologías. E identificar los r puntos e-tensión. Es necesario, además, que no sólo nos consagremos al informe de los hechos, los medios como fuentes de información. Los medios entretienen. Y también en este aspecto se elaboran y transforman significados: esfuerzos para atraer la atención, para la satisfacción y la frustración del deseo; placeres ofrecidos o negados. Pero siempre recursos para la conversación, el reconocimiento, la identificación y la incorporación, cuando comparamos, o no comparamos, nuestras imágenes y nuestra vida con las que vemos en la pantalla. Es preciso que entendamos este proceso de mediatización, que entendamos cómo surgen los significados, dónde y con qué consecuencias. Es preciso que seamos capaces de identificar los momentos en que el proceso parece derrumbarse. Cuando lo distorsionan la tecnología o la intención. Es preciso que entendamos su política: su vulnerabilidad al ejercicio del poder; su dependencia del trabajo de instituciones, así como de duos, y su propio poder de persuasión y su capacidad para reclamar atención y respuesta.

3. 'Ibenología

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No podemos avanzar mucho con nuestro interés por los medios sin indagar en la tecnología. Nuestra iiiíj: taz con el muridd:Yuéstfá manera de enclyar la realiilad.-Laá tecnologías mediáticas, porque son tecnologías, tanto el hardware como el software, vienen en diferentes formas y tamaños, formas y tamaños que hoy cambian rápidamente y de una manera desconcertante, e impulsan a muchos de nosotros al nirvana de la llamada «era de la información», mientras dejan a otros jadeantes y sin aliento como ebrios en la acera, arrastrándose en medio de la basura de un software ya obsoleto y sistemas operativos descartados o, a lo sumo, arreglándoselas simplemente, con la vieja y sencilla telefonía y las transmisiones terrestres analógicas. Pensar en la tecnología, cuestionarla en el contexto de un interés en los medios, no es cosa sencilla. Y no sólo por la velocidad del cambio, en sí misma ni predecible ni carente de contradicciones en sus implicaciones. Mucho se ha escrito acerca de la capacidad de la tecnología mei:llauca para determinar laTrianera como nos -oCiipanió-s dé nuestros asuntos cotidianos, y las facilidades y restricciones que implica para nuestra facultad de actuar en el mundo. Se nos dice —y también es cierto, al menos para una pequeña proporción de la población mundial— que estamos en medio de una revolución tecnológica con consecuencias de gran alcance, una revolución en la generación y difusión de la información. Nuevas tecnologías y nuevos medios, cada vez más convergentes gracias al mecanismo de la digitalización, transforman el tiempo y el espacio sociales y culturales. Este nuevo mundo nunca duerme: difusión de noticias 41

y servicios financieros las veinticuatro horas del día. Acceso instantáneo y global a la World Wide Web. Comercio interactivo y sociabilidad interactiva en economías y comunidades virtuales. Una vida para vivir en línea. Canal tras canal. Decisión tras decisión. Televisión de caramelo masticable. Escuchemos las voces de Silicon Valley o el Media Lab. Escuchemos, por ejemplo, a Nicholas Negroponte (1995, pág. 6): «A principios del próximo milenio, sus gemelos o pendientes derecho e izquierdo tal vez se comuniquen entre sí mediante satélites de órbita baja y tengan más capacidad computacional que su PC actual. Su teléfono no sonará de manera indiscriminada; recibirá, seleccionará y quizá responderá las llamadas entrantes como un mayordomo inglés bien entrenado. Los medios masivos de comunicación se redefinirán debido a la presencia de sistemas para transmitir y recibir información y entretenimiento personalizados. Las escuelas cambiarán hasta convertirse en algo más parecido a museos y patios de juego, en los que los niños aunarán ideas y socializarán con otros niños de todo el mundo. El planeta digital será como la cabeza de un alfiler». ¿Qué se dirán mis gemelos el uno al otro? ¿Qué haré con toda esa capacidad computacional? Si toda mi información está personalizada, ¿cómo voy a aprender algo nuevo? ¿Quién solventará el nuevo tipo de escuelas y se encargará de dar nueva capacitación a los docentes (o les conseguirá otros empleos cuando se hayan ido)? ¿Cómo me las arreglaré con los punzantes alfilerazos de la proximidad global? El problema es cómo pensar esto exhaustivamente, es decir, una vez que admitimos que la tecnología no cae sobre nosotros sin intervención humana. Una vez que reconocemos que surge de complejos procesos de diseño y desarrollo que están, en sí mismos, inmersos en las actividades de instituciones e individuos limitados y 42

promovidos por la sociedad y la historia. Nuevos medios se construyen sobre los cimientos de los viejas. No surgen plenamente desarrollados o perfectamente formados. Nunca resulta claro, tampoco, cómo se institucionalizarán y utilizarán y, menos aún, qué consecuencias tendrán para la vida social, económica o política. Las certidumbres de , una tecno-l ógi ca, las certidumbi.éáWündesarrollo acumulativo en materia, por ejemplo, de velocidad o miniaturización, no producen su equivalente en los reinos de la experiencia. No obstante, el cambio tecnológico genera en efecto consecuencuu_Y estas pueden ser, y sin duda han sido, profundas: cambian, tanto visible como invisiblemente, `el mundo en que vivimos. La escritura y la imprenta, la telegrafía, la=radio, la telefonía y la televisión, Internet: énda una de ellas propuso nuevas maneras de manejar la información y nuevas maneras de comunicarla; nuevos modos de articular el deseo y nuevos modos de influir y agradar. Nuevos modos, en verdad, de elaborar, transmitir y fijar el significado. La tecnología, entonces, no es singular. Pero, ¿en qué sentidos es plural? Marshall McLuhan querría que viéramos la tecnología como física, como extensiones de nuestra capacidad humana de actuar material y psicológicamente en el mundo. Nuestros medios, en especial, extendieron su campo y su alcance, otorgándonos un poder infinito pero también modificando el medio ambiente en que se ejerce ese poder. Las tecnologías, prótesis para la mente y el cuerpo, totales en su impacto, nunca sutiles ni capaces de discriminar sus efectos, hacen esto por sí mismas La atracción que despertaba McLuhan en la década de 1960 se basaba en la novedad y generalidad de su enfoque. Un profeta de su tiempo y en su propia tierra. Y aún lo es. Su mensaje sobre la simplicidad del desplazamiento del mensaje por los medios como ámbito de influencia está en armonía con la idea de quienes ven en la generación actual de tecnologías interactivas y de redes la plena realización del mundo como me-

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dio. PaLátla gente, Antenlet esun inod.eksle lo que son2nylDorgs. Cibernautas. Dejemos correr las fantasías. Y las fantasías, o por lo menos algunas de ellas,se realizan. Almacena miento infinito. Accesibilidad infiniTá. Tarjetas inteligentes e implantes retinales. Los usuatos.son_traxisformad os por su uso y> rnin aresulta- . do, se transforma con la misma certeza lo que significa ser humano Clic. Lo que es teóricamente poco sutil tiene su valor. Concentra la mente en la dinámica del cambio estructural. Nos hace cuestionar. Pero omite los matices de la agencia y el significado, d¿rejercicio humano del pbr"ye nuestra resistencia. • mité, tanabién7ntras -ftreiités-de cam io!Táéoi re7que afectan la creacrlii dé las tevirriogías mismas factores • ue mediatizan nuestras resstas a ellas. Sociedad, economía, política, cultura. Las tecnologia, hay que decirlo, son habilitantes (e inhabilitantes) más que determinantes. Aparecen, existen y desaparecen en un mundo que no es del todo obra suya. No obstante, la atracción es comprensible. Y lo que McLuhan articula y a la vez refuerza de manera irreflexiva es en gran medida un universal de la cultura, según el cual la tecnología puede verse como encantamiento. La expresión es casi la de Alfred Gell, quien la usa para describir las tecnologías —las tecnologías del encantamiento— que los seres humanos idearon para «ejercer control sobre los pensamientos y acciones de otros seres humanos» (Gell, 1988, pág. 7), mediante lo cual alude al arte, la música, la danza, la retórica, los dones y todos los artefactos intelectuales y prácticos surgidos para permitirnos expresar la gama completa de las pasiones humanas; vale decir, los medios. Pero la tecnología como encantamiento tiene una referencia más vasta, porque describe el modo como todas las sociedades, incIüida ra nuestra, encuentran en ella una fuente y un ámbito de magia y misterio. Gell también plantea este aspecto. Para él, la tecnología y la magia están inextricablemente ligadas. El hechizo se pro-

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duce cuando se plantan las semillas Con ello se explica y se reivindica a la vez el éxito futuro. A decir verdad, por definición. Puesto que la tecnología no debe entenderse meramente como máquina. Incluye las aptitudes 3-r-am---Petencias, el conocimiento y el deseo sin los cuales no puede funcionar. Y «la magia consiste en un "comentario" simbólico sobre las estrategias técnicas» (Gell, 1988, pág. 8). Las culturas que hemos creado alrededor de nuestras rñáqumas y nueOs medios son precisaiñente eso. En el sentido común y los discursos cotidianos, e incluso— en los escritos académicos, las tecnologías aparecen mágicamente, son magia y tienen consecuencias mágicas, tanto blancas como negras. Son el centro aéfantasías utópicas y distópicas que, tan pronto como se pronuncia el conjuro, adoptan una forma física, material (aquí es oportuno mencionar el caso de Wired, el órgano periodístico del Silicon Valley). Las operaciones de la máquina son misteriosas y, como resultado, confundimos su origen y su significado. El uso que les damos está cargado de folclore, el saber compartido de grupos y sociedades que desean controlar las cosas que no entienden. Así pues, la tecnología es mágica y las tecnologías médiáticas son en efecto tecnologías del encantamiento. Esta sobredeterminación da a las tecnologías mediáticas un poder considerable, por no decir pavoroso, en nuestra imaginación. Nuestra participación en ellas está impregnada por lo sagrado, mediatizada por la ansiedad, abrumada, de vez en cuando, por la alegría. Dependemos de ellas de manera sustancial. Nos sentimos completamente desesperados cuando se nos priva del acceso a ellas: el teléfono como «línea de vida», la televisión como esencial «ventana al mundo». Y en ocasiones, cuando nos enfrentamos con lo nuevo, nuestra emoción no conoce límites: «¿Cuatro billones de megabytes? ¡No!». En este contexto, lo mismo que en otros, podernos empezar a vei:Tatecnología como cultura: ver que las tecnologías, en el sentido que comprende no sólo el- qué



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(-sino también el cómo y el porqué de la máquina y sus usos, son tanto simbólicas como materiales, estéticas al igual que funcionales, objetos y prácticas. Y también en este contexto podemos comenzar a investigar los espacios culturales más amplios en los que operan las tecnologías, y que les otorgan a la vez su significado y su poder. Walter Benjamin reconocía en la invención de la fotografia y el cine momentos decisivos en la historia de la cultura occidental, momentos que, aun en el contexto de su propia ambivalencia, nunca malinterpretó, sin embargo, como desencantamiento. La reproducción mecánica (vigente por primera vez, desde luego, en la imprenta) es el rasgo definitorio de la tecnología mediática, que fractura la sacralidad cerrada e íntima, inabordable y distante de la obra de arte y la reemplaza por las imágenes y sonidos de la cultura de masas. Para Benjamin, eso implicaba la posibilidad de una nueva ,política, dado que los nuevos espectadores masivos de 'las imágenes cinemáticas se enfrentaban a representar ciones de la realidad que estaban verdaderamente en Ii l _ltanía-son-Bla-experienelt.-Alr respecto, escribía lo si] guiente: I «El cine es la forma artística que está en armonía con la amenaza creciente a su vida que debe afrontar el hombre moderno. La necesidad del hombre de exponerse a efectos de choque es su ajuste a los peligros que lo amenazan. El cine corresponde a cambios profundos del aparato perceptivo: cambios experimentados en una escala individual por el hombre de la calle en el tránsito por las grandes ciudades, y en una escala histórica por cualquier ciudadano de nuestros días» (Benjamin, 1970, pág. 252, n. 19). En este caso, y en otros, se considera que las tecnologías mediáticas surgen como puntos de necesidad generalizada, más social que individual. Raymond Williams (1974) plantea un argumento similar con referencia a 46

la radio. Y, por otro lado, es posible reconocer en la - de esas tecnologías los aspectos en que exnTáturac- ión presan y refractan una buena parte de la dinámica de la cultura más vasta. Max Weber podría haber calificado esta situación de afinidad electiva, pero esta vez entre cambio tecnológico y cambio social y no entre proteso. AdemáI;-áifii5 nos preocuparan tantisino y ca¡Wfá«Wm— en exceso las líneas discretas de causación, podríamos seguirlo. En efecto, es posible ver en el carácter granular recíproco de las culturas, etnicidades, grupos de interés, gustos y estilos contemporáneos y en el de la economía emergente de la difusión segmentada otra expresión más de la misma interdependencia sociotécnica. Las tecnol2gías mediáticas pueden considerarse como cultura en otro sentido conexo, aunque_ contrastauna industria culturál y el objéó "aT--C« omo el prducto-de to de la cultura más o menos motivada y más o menos determinante inscripta por la inserción de las tecnologías en las estructuras del capitalismo tardío. Esta es la bien conocida posición de los antiguos colegas de Benjamin, Theodor Adorno y Max Horkheimer (1972). Y pese a la intransigente estridencia de sus argumentos, lo que estos dicen debe reconocerse, tal cual parece ser una vez más, como una crítica extremadamente vigorosa de la capacidad y el poder del capital de traicionar la cultura mientras afirma defenderla, y un análisis sostenido de las fuerzas culturales desatadas por las tecnologías mediáticas (y eso que apenas si veían televisión) en la creación y el mantenimiento de las masas como una mercancía enteramente vulnerable a las lisonjas de una industria totalizadora que no deja nada, ni siquiera el bucle de la estrella en cierne, fuera de su alcance. Lo sabemos, aunque lleguemos a valorarlo de diferente manera. Aquí no hay escape. Siempre gana la tecnología, que envenena la originalidad y el valor para reemplazarlos por la banalidad y la monotonía. La crítica recae sobre el cine y no sobre películas específicas; sobre la música 47

grabada, en particular el jazz, y no sobre canciones en particular. Todos representan la industrialización de la cultura: el ersatz, lo uniforme y lo inauténtico. y se_ trata, en lo fundamental, de una crítica de la tecnología yde la tecnología como cultura en cuanto es impensable al margen de las estructuras poritiagY étonómicas, en especial estas últimas, estructuras que la contienen y en cuyo yunque se forja su producción diaria. No obstante, podemos pensar de otra manera en la tecnología como economía política. Y no sólo como una economía política de la tecnología mediática, una economía política que, a su turno, depende de un interés en los mercados y su libertad, en la competencia, en la inversión y en los costos de producción y distribución, investigación y desarrollo. Esa economía política entraña la aplicación de una teoría y una práctica económicas más amplias al campo específico de los medios y la tecnología, aun cuando en este caso, desde el comienzo mismo, los cambios tecnológicos obligaron a los economistas a replantear principios y categorías, principalmente como resultado de la producción del mercado mundial y la globalización de la información, sin la cual ese mercado no podría sostenerse. El mercado de la información es muy diferente del mercado de bienes tangibles. No hay costos de reproducción y los costos de distribución son cada vez más bajos. La economía política de la radioteledifusión pública, del acceso universal, de la escasez del espectro y luego, en la era posdigital, de su abundancia, surgió cuando lo hicieron las propias tecnologías mediáticas e informacionales y mientras estas, a su vez, siguen recusando y transformando el saber económico recibido. En ningún lugar es esto más cierto que en la esfera de la economía política de Internet, en la cual la información es, posiblemente, tanto la mercancía como el principio de su administración. La nueva economía política tiene que vérselas con cuestiones como la seguridad, la protección de datos, las normas y el cumpli48

miento de los derechos de propiedad intelectual. Debe concordar con un espacio económico que se define por un marco informacional en rápida expansión y aún relativamente abierto en el cual tiene lugar el comercio (el comercio electrónico); un marco del cual ella depende. Como lo señala Robin Mansell (1996, pág. 117): «Las empresas tienden cada vez más a establecer servicios comerciales en Internet, y muchos de ellos son el soporte de los elementos informacionales del comercio electrónico». El rizo. Información para la información. Dileró. Pero, ¿como córiléguir 1»,:ce, nero paraérdri En un-fállgr reálizado en la Universidad de California, académicos europeos se reúnen con representantes de Silicon Valley: el empresario, el abogado, el economista, el analista financiero, el periodista y el cronista. Hay tanto defensores como críticos, pero los participantes están unidos por su condición de miembros del sistema y, para el mundo, hablan en lenguas. No obstante, lo que surge de esos dos días y medio de conversaciones es la visión de una nueva economía, que no carece de relaciones con la antigua, por supuesto, pero motorizada hoy por los nuevos principios y prácticas, unos y otras resultantes de los ensayos y errores de la ganancia de dinero en Internet. En este mundo el futuro es desconocido y el pasado apenas se recuerda, pero de todos modos es bastante irrelevante. La única preocupación es el presente. Impregnadas por las ideologías evolutivas de la cultura norteamericana, en la cual Darwin reina tanto en el espacio económico y social como en los dominios de la biología, y donde los actores individuales luchan por la supervivencia económica en un juego cuyas reglas sólo surgen como un resultado de sus acciones y no como una precondición de estas —otra nueva frontera—, las discusiones giran en torno de la transformación de la misma Internet en un producto de consumo. La esfinge consumista. Fortalecidas por una economía supuestamente libre de fricciones en la cual las elecciones entre productos son infinitas, la información sobre ellos es accesible y clara, y nuestra capacidad de 49

elegir unos y no otros es (por fin) racional, se considera que nuestras decisiones de compra, como individuos y como instituciones, no tienen otra restricción que nuestra capacidad de pago. No obstante, este fortalecimiento queda comprometido, en ese mismo instante, por las diversas estrategias que las empresas, tanto las globales como las locales, desarrollan para conquistar y restringir nuestras elecciones. Se registran nuestras decisiones de compra, se verifican nuestras preferencias, se definen nuestros gustos, se reclaman nuestras lealtades. Se habla de compaks (servicio, recompra y acuerdos de actualización que nos mantienen enganchados a un producto determinado), clics (haces de compulsas informacionales acerca de nuestras decisiones de compra en línea, que comparan el comportamiento económico con los patrones de acceso a los sitios, lo cual permite una comercialización sumamente personalizada) y zags («Código postal, edad y género y listo, ya lo [o la] consiguió»).* También se habla de las «secuelas de lo gratuito»: entregar sin cargo el software inicial y ganar dinero con las actualizaciones, información más sofisticada o productos secundarios. Afeitadoras y hojas de afeitar. Netscape, Bloomberg, Microsoft. Y se alude a los desafíos del recalentamiento de un espacio tecnológico donde los ciclos de los productos se miden en meses y no en años, y al riesgo de que los consumidores empiecen a advertir (tal vez ya lo han advertido) que la última actualización va a ser, en efecto, la última. Que la fanfarria de la mayor capacidad y la velocidad creciente empiece a bajar de tono y que los consumidores comiencen a cansarse. Aunque esto seguro que no. Y se habla, también, del Volkscomputer, la solución minimalista a los problemas de la tecnología compleja. ¿Quién será el siguiente gran maestro o maestra de la industria del hardware, su Henry o Henrietta Ford? * Zag es sigla de «zip, age and gender», código postal, edad y género. (N. del T.)

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Nos informamos sobre los mercados: que el negocio de los videojuegos es hoy más grande que Hollywood; que el mercado del karaoke en línea vale en Japón dos mil millones de dólares. Nos enteramos del surgimiento de mercados concentrados para la compra de ancho de banda en las líneas ADSL. Discutimos las leyes antimonopolios, el copyright y la propiedad intelectual. ¿Qué es exactamente una copia en el ciberespacio? Y discutimos la marca, siempre la marca. El poder del nombre, el significante de un producto global, el ámbito de la nueva aura. El dios, la marca. La marca, el dios. Nike, el espíritu de la victoria. La deidad en quien confiamos. La fuente de la comunidad y la salud y la potencia y el éxito, que sólo existe, contra Benjamin, en su reproducción masiva e insaciable. De la cantidad a la calidad. Intel inside (e Intel está efectivamente adentro, precargado en mi diccionario. Viejo y querido Microsoft). Síganme. Síganme. Cómprenme. Y no sólo las multinacionales pueden intervenir en este juego. La gente del común también puede tener marcas. «Yo soy una marca», dice un colaborador. «Mi libro sobre Silicon Valley vendió setecientos mil ejemplares en todo el mundo. Tengo una columna habitual en el sitio web de PBS. Vendo mis servicios como consultor. Tengo una serie de televisión y estoy desarrollando una empresa de software para la puesta en marcha de negocios». Su tarjeta comercial reza «escritor, presentador, perito en computadoras» y muestra una computadora de costado con una lengua móvil que sale de la pantalla y brazos que se agitan alocadamente a ambos lados del monitor. Las metáforas se acumulan con rapidez y en grandes cantidades a medida que la discusión rastrea las continuidades y discontinuidades entre el presente y lo poco que se sabe o se recuerda del pasado. Proctor and Gamble todavía está ahí, pero esta vez en sitios web y no en telenovelas. Y lo mismo ocurre con Microsoft, el eje alrededor del cual empieza a girar Internet y el proveedor de una infraestructura de software global sobre 51

cuyas plataformas productores más pequeños de software desarrollan sus propios productos patentados. Es como si comenzara a surgir un monopolio natural y, por razones de fuerza mayor, una compañía global construyera todos los caminos por los cuales debe viajar el resto. O tal vez no. El futuro, al menos aquí, tendrá que cuidar de sí mismo; al igual que el mercado. Puesto que en California —al menos así parece— el precio del fracaso es pequeño, las posibilidades de volver a empezar son reales y los premios al éxito están más allá de toda medida. Esto vale tanto para las grandes firmas como para las pequeñas: para quienes tienen fuerza y para quienes tienen maña; para quienes pueden comprar ideas y para quienes realmente las tienen. El camino será dificil para quienes están en el medio. Si esto es cierto, podemos ver que lo mismo pasa en otros lugares, tanto en el espacio político como en el esacio económico. Los nuevos medios tienden perceptiblemente a crear una sociedad con un sector medio excluido, en la cual, tanto en lo que se refiere al mundo de las organizaciones políticas como al de las organizaciones económicas, el centro mediador, la mediana emprea y, a decir verdad, el estado nación, son desplazados de la contienda por las fuerzas de lo grande y lo pequeño, lo global y lo local En rigor, en el mundo de Intern et así co o en el es, pacio mediático eral, la ,tecnologí también puede verse como • oUtic, Y esto eit mensiones. La política que surg- . . . r la que puede abogarse en torno de los medios es una política de acceso y regulación, y la política que puede o no ser posible dentro de los medios es una política de participación y representación, en ambos sentidos de la palabra, en la cual podrían \ aparecer nuevas formas de democracia; o, a decir verdad, nuevas formas de tiranía. A lo largo de los años, mucho se habló de los efectos de la televisión, en especial, sobre el sistema político; mucho, también, de los efectos combinados de los medios, la mercantilización y el naciente estado burgués ,

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sobre la posibilidad de un discurso democrático genuino. En ambos casos, las tecnologías son condiciones necesarias pero no necesariamente suficientes para el cambio. Sólo actúan en contexto. Sin embargo, en nuestro nuevo ambiente mediático existe la esperanza de que, a partir de los improbables comienzos de la anarquía interactiva que es Internet en su situación aún relativamente libre, surjan nuevas formas de política receptiva y participativa que sean pertinentes tanto para la comunidad global como para la local. La democracia en línea y los concejos municipales y referendos electrónicos son la materia de la nueva retórica política que efectivamente ve la tecnología como política. En sí misma, esa esperanza depende, empero, de una política más convencional que producirá, o no, políticas para el acceso, que definan y garanticen alguna forma de servicio universal, protejan la privacidad y la libertad de palabra, administren la concentración de la propiedad y, en general, destinen los frutos del espacio electrónico al bien social general. Las tecnologías mediáticas e informacionales son ubicuas e invisibles. En efecto, son cada vez más ambas cosas, a medida que los microprocesadores desaparecen dentro de una máquina tras otra y ellas supervisan, regulan, controlan su funcionamiento y lo que harán por nosotros, y generan y mantienen sus conexiones con otras máquinas igualmente invisibles. Como tales, la computadora e incluso la televisión pueden convertirse con rapidez en cosa del pasado. La tecnología como in formación. Atrapados en la red. En nuestra dependencia de la tecnología y el deseo que nos despierta, nosotros, los usuarios y consumidores, nos confabulamos con esta situación. La enten>1 demos. Tal vez incluso la necesitamos. No es necesario que veamos la máquina o comprendamos su funcionamiento. Dejemos simplemente que funcione. Dejemos que trabaje para nosotros. En una proporción significativa, la cultura tiene que ver con la domesticación de-lo TaTvaje. Lo Eacemos con nuestras máquinas, nuestra

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) información, así como lo hicimos en el pasado con nuestros animales y nuestras cosechas. En esta actividad I hay lógica y magia. Seguridad e inseguridad. Confiani za y miedo.

Demandas textuales y estrategias analíticas

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Es preciso que entendamos la tecnología, en especial nuestras tecnologías mediáticas e informacionales, justamente en ese contexto, si pretendemos captar las sutilezas, el poder las consecuencias del cambio tecno, las tecnologías son cosas sociales, impregnadas de lo simbólico y vulnerables a las eternas paradojas y contradicciones de la vida social, tanto en su creación como en,su_uso, \E1 estudio de los medios, Lserstengo, -férlüle-re a su vez un cuestionamiento semete de la tecnología.

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En esta sección me concentro en la manera como los medios nos reclaman. Desde luego, en su núcleo está la inquietud por el poder de los medios, tanto en su eficacia como en sus efectos. Las demandas son demandas de atención, pero también de respuesta. Nuestro mundo mediatizado se está inundando rápidamente de mensajes y llamados que hay que oír; un empalago de información, un empalago de placeres, un empalago de persuasiones, para comprar, votar, escuchar. Las carteleras, la radio, la televisión, las revistas y la prensa, la World Wide Web, todas forcejean en busca de espacio, tiempo y visibilidad: atrapar un momento, tocar una sensibilidad, lanzar un pensamiento, un juicio, una sonrisa, un dólar. El foco está en la mecánica de la mediatización; las técnicas, si no las tecnologías que empujan los medios a nuestra vida. ¿Cómo cautivar la mirada? ¿Embargar el intelecto? ¿Seducir el espíritu? Los textos de los medios son textos como cualesquiera otros. Los instrumentos para analizarlos y las cuestiones que planteamos sobre ellos no difieren en esencia de las cuestiones que se formularon sobre otros textos en otros tiempos. El hecho de que en cierto sentido sean populares, de que en cierto sentido sean ubicuos o efímeros, no descalifica este tipo de indagación. Al contrario, podemos utilizar las herramientas analíticas que nos fueron útiles en otros lugares. Es preciso saber cómo funcionan los medios: qué nos ofrecen y cómo. Y el punto de partida para esa indagación se encuentra en los textos mismos y sus demandas. Esta investigación puede encararse de muchas maneras, a través del detalle, hora tras hora y día tras 55

día, de los cambios de carácter y contenido, o a través de las consistencias e insistencias de estructura y forma. Me interesan estas últimas. En el análisis de los medios el diablo no está en el detalle. Las telenovelas y los noticiosos van y vienen, y por encantados que estemos con las minucias de personajes o situaciones, lo que se debe explicar es la producción de ese encantamiento. Aun lo excepcional, el acontecimiento o la catástrofe, los momentos únicos y trascendentes de la cultura contemporánea, se moldean y exhiben por medio de formas conocidas, que posiblemente contienen la perturbación que pueden causar, y que los domestican al mismo tiempo que los explotan o les dan un tratamiento sensacionalista. En esta sección me concentro, entonces, en los tres principales mecanismos del compromiso textual: la retórica, la poética y la erótica. Cada una de ellas, a su turno, permite prestar atención a una cualidad particular de los medios en cuanto procuran persuadirnos, complacernos y seducirnos. La retórica, la poética y la erótica son estrategias a la vez textuales y analíticas. Todos los textos las emplean de una manera u otra y en grados diferentes. Sin embargo, si queremos comprender las complejidades de la atracción textual y el poder de los medios, tenemos que pensar analíticamente, porque los textos nos involucran de diferentes maneras y con diferentes interpelaciones a nuestras sensibilidades. Las emociones son tan importantes como el intelecto. Lo superficial, tanto como lo profundo. Y hay distintas clases de participación. Consumimos nuestros medios de diferentes maneras, a menudo sin reflexionar: estupefactos o alertas; activos, con frecuencia, sólo en términos de nuestro deseo y nuestra capacidad de navegar a través de los espacios mediáticos, con un toque del control remoto o del mouse. ¿Qué espacios nos ofrecen nuestros medios y qué hacemos dentro de ellos? ¿Cómo funcionan y qué trabajo hacemos nosotros como respuesta?

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4. Retórica

La retórica es a la vez práctica y crítica. Hablar bien y con alguna finalidad y entender y enseñar cómo hacerlo de la mejor manera posible. Retórica, memoria e invención. Inextricablemente entrelazadas, constituyeron antaño la base de una cultura oral pública y hacían posible la expresión, realzaban la creatividad y ennoblecían el pensamiento: instruir, conmover, agradar. La retórica pareció morir con la Ilustración; se convirtió en ornamento. Hoy hablamos de mera retórica, recelosos del artificio de la frase pulida o la metáfora sorprendente. Pero también deploramos su pérdida en los discursos de los políticos y otras figuras públicas, prisioneros, como parecen estarlo cada vez más, del bocadillo televisivo o radial y la elocuencia obstruccionista. La retórica es, sobre todo, persuasión. Es lenguaje orientado hacia la acción, hacia el cambio de su dirección y su influencia También es lenguaje orientado hacia el cambio de actitudes y valores. Conmover pero también encauzar: «La retórica está arraigada en la función esencial del lenguaje mismo, una función que es completamente realista y renace sin cesar, el uso del lenguaje como un medio simbólico de inducir la cooperación en seres que, por naturaleza, responden a los símbolos» (Burke, 1955, pág. 43). En este capítulo quiero explorar la retórica como una dimensión de los medios, cosa que de manera notoria es, y como un instrumento para su análisis, cosa en que, posiblemente, debe convertirse. Mi intención es señalar que los espacios que los medios construyen en público y en privado para nosotros, en nuestros oídos, nuestros ojos y nuestra imaginación, se construyen re57

tóricamente, y que si pretendemos comprender cómo esos medios nos plantean sus demandas, lo sensato es al menos volvernos, aunque no servilmente, a los principios que apuntalaron tanto la realización como el análisis de las primeras expresiones de la cultura oral pública. Sugiero que el lenguaje de los medios es lenguaje retórico, y que la presunción del deseo de influir, así como la aceptación de una jerarquía en la estructura de la comunicación mediática, es más adecuada que, por ejemplo, la que apuntala la concepción de Jürgen Habermas (1970) cuando sostiene que el lenguaje es o debería ser exclusivamente un lenguaje de igualdad y reciprocidad. En rigor, como lo admiten muchos autores, persuasión implica libertad. No tiene sentido tratar de persuadir a alguien de que no puede elegir, de que no puede ejercer por lo menos en parte su libre albedrío. La persuasión también implica diferencia, dado que, del mismo modo, es inútil tratar de influir en alguien que ya piensa como uno, excepto tal vez como una especie de reafirmación ideológica. La retórica se basa en una jerarquía, el reconocimiento de esa diferencia. Implica clasificar y argumentar, y no sólo persuadir. Es habla, pero también escritura. Fue crucial, alguna vez, en la composición de «cartas y petitorios, sermones y plegarias, documentos y alegatos jurídicos, poesía y prosa, pero [también] para los cánones de la interpretación de leyes y textos religiosos y para los dispositivos dialécticos del descubrimiento y la prueba» (McKeon, 1987, pág. 166). Y aún lo es, podríamos agregar. No hay contradicción, por lo tanto, entre retórica y democracia o entre retórica y conocimiento. Al contrario, la retórica supone la democracia y a la vez la exige; y en la medida en que es práctica y crítica, también la sostiene. La retórica es fundamental tanto para el ejercicio del poder como para la oposición a él. Del mismo modo, en cuanto está en el centro de la clasificación y la comunicación, y se define y realiza a través de sus cinco ramas —invención, ordenamiento, expresión, memoria

y emisión—, supone igualmente que, cualquiera sea la apariencia contemporánea, hay algo que debe comunicarse. Lo que analizaré, en consecuencia, no será mera retórica. Al distinguirla de la lógica, Zenón de Citio describe la retórica como un puño abierto, muy diferente del puño cerrado de la lógica. «La elocuencia», dice, según la transcripción que Cicerón hace de sus palabras, «era como la palma abierta». Michael Billig (1987, pág. 95), quien cita esta frase, encuentra en la metáfora una importante verdad metodológica: que el argumento puede ser otra cosa que el puño apretado de la lógica, que la retórica señala un espacio de disputa y debate, una forma de argumentación que no padece la clausura a veces arbitraria de una lógica rigurosa. El puño abierto marca el reconocimiento de que en el mundo de los seres humanos, cuando se trata, por ejemplo, de derecho, política o ética, siempre habrá diferencias de opinión, sin que su resolución esté garantizada. Hay, sin embargo, otro modo de explorar la metáfora de Zenón, que tiene pertinencia directa tanto para los medios como para mi argumento. Consiste en ver en el puño abierto una demanda, un pedido, un llamado de atención. En reconocer que la retórica no garantiza el éxito, que el orador puede suponer una audiencia pero no insistir en ella, que el argumento o la apelación pueden ser ignorados. El puño abierto no determina. Invita. La retórica requiere una audiencia pero no puede inventarla. La oración, el texto, al menos, no sólo deben ser oídos sino también escuchados. Vivimos en una cultura pública en la cual las audiencias son muy solicitadas, la atención es muy solicitada y nuestros medios ofrecen, incesante e insistentemente, un puño abierto: que compromete, reclama, implora la atención, comercial, política y estéticamente. Nuestro examen debe concentrarse en los mecanismos mediante los cuales se produce esta situación: los modos como los publicistas se dedican a sus negocios, al

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igual que la manera como se conduce la política partidista; pero también cómo afirman los canales de noticias [factual media] sus verdades y realidades. Debemos preocuparnos por la relación entre las estrategias textuales y las respuestas de la audiencia, por la retorización de la cultura pública, y es preciso que estemos en condiciones de hacerlo tanto analítica como críticamente. Cuando Habermas (1989) lamentaba la refeudalización de la esfera pública, la destrucción del espacio frágil y efímero (y posiblemente imaginario) que los miembros varones de la burguesía británica de fines del siglo XVIII crearon en la prensa y en los cafés para la discusión y el debate —una destrucción resultante de las fuerzas combinadas de los medios, la mercantilización y la intrusión del estado—, reconocía y malinterpretaba a la vez el resurgimiento de la retórica mediática como una fuerza dominante en la vida pública. Acaso John Reith comprendió mejor las cosas cuando expresó que la misión de la BBC era informar, educar y entretener. También lo hizo Guy Debord (1977) cuando denostó la sociedad del espectáculo. Considérese, sin embargo, el que quizá sea el logro retórico más fundamental de nuestros medios contemporáneos —en rigor, de todos los medios— y en especial de los medios que transmiten noticias: su capacidad de convencernos de que lo que representan sucedió efectivamente. Tanto los noticiosos como los documentales tienen pretensiones equivalentes de verdad. Estas pueden expresarse, según lo indica Michael Renov (1993, pág. 30), como «créanme, yo soy el mundo». El papel del documental consiste en su aptitud de movilizar pruebas éticas, emocionales y demostrativas: el valor de un argumento, el debatirse de las cuerdas del sentimiento, la coherencia de los gráficos de barras. ¿En qué sentido, como se pregunta Jean Baudrillard (1995), la Guerra del Golfo no tuvo lugar? Y no sólo la Guerra del Golfo. Podemos reflexionar sobre la fatídica noche de 1969 en que Neil Armstrong y 60

Buzz Aldrin pisaron la Luna. En un estudio de Wembley, al norte de Londres, un grupo de jóvenes investigadores y productores, que habían estado atareados durante varios días, daban los últimos toques a un programa en vivo que mostraría las primeras imágenes del alunizaje, también en vivo, a los espectadores de la nación. El programa anterior a las esperadas imágenes incluía una discusión en el estudio con expertos invitados, desde luego, y lo que era probablemente la primera participación telefónica del público en la televisión británica: un proceso, podría sugerirse, en que se reivindicaba y domesticaba, para consumo interno, lo desconocido salvaje. Horas de espera y discusión y una interminable ansiedad entre bambalinas precedieron la transmisión final, en vivo y por satélite, de las imágenes; imágenes que eran completamente extrañas pero también extrañamente familiares. Imágenes, aunque también palabras: confusas pero legibles y audibles; marionetas de sombras y voces quebradizas pero ominosas. Las demandas de la historia. Sus vistas y sus sonidos Las voces en off que nos contaban lo que sucedía; que insistían en su significación, interpretaban las imágenes turbias y, de cuando en cuando, nos devolvían al control de la misión. El equipo de producción, una vez liberado de los afanes del manejo del personal y la inundación de llamadas telefónicas, se reunió en un estudio lateral para mirar. Contaban con el beneficio de una enorme pantalla Eidofor que aumentaba los granos de la imagen pero al mismo tiempo envolvía el espacio del estudio. En cierto sentido, participaban realmente y, de algún modo misterioso, habían contribuido al acontecimiento: ellos depositaban a los hombres en la Luna. Esa misma noche, más tarde, cuando otros los relevaron en su tarea informativa, los investigadores se marcharon. Mientras caminaba hacia su casa, uno de ellos pudo ver las parpadeantes luces azules de los televisores en las salas de departamentos y casas a lo largo de la calle. Reflexionó entonces, como lo hace hoy, sobre 61

la naturaleza de esa experiencia mediatizada y sobre la capacidad de la televisión, pero también de la radio, en ese momento y antes, de reivindicar su realidad y adjudicarle significación. ¿Cómo sabía que lo que veíamos estaba sucediendo realmente y no se representaba en algún terreno baldío de Hollywood o Florida? ¿Cómo juzgábamos su importancia? La respuesta, por supuesto, reside en parte en nuestra confianza en las instituciones responsables de traernos la historia, la confianza en sistemas abstractos y técnicos que es un componente decisivo de la modernidad. Pero en parte, también, reside en las convenciones de la representación, en las formas de expresión, en el frágil pero eficaz equilibrio entre lo conocido y lo nuevo, lo esperado y lo inesperado, la certeza y el reaseguro de la narración y la voz; reside en el lenguaje, en la retórica del texto emergente y en cómo se apoya en otros textos anteriores y posteriores, aquellos que vuelven a subrayar y afirmar la realidad alegada. En este caso, la retórica ocupaba el espacio y proponía un enlace entre acontecimiento y experiencia, como siempre intentaría hacerlo. Nos veíamos en la necesidad de creer en algo de lo cual no teníamos pruebas independientes. Entonces y ahora, y para siempre, es el texto el que nos llama y nos reclama. «Créanme Yo soy el mundo». Y la imagen indigna de confianza es silenciada por la retórica incorporada de una voz insistente. Pero resultaba notorio que esto no sólo tenía que ver con algo que ocurría fuera de nuestro alcance, sino también con el convencimiento sobre su significación y su significado. El alunizaje era el alba de una nueva era; el triunfo, mientras la Guerra Fría aún seguía su curso, del bien sobre el mal y de la superioridad de las tecnologías y la valentía humana de Occidente sobre las del Este. También en esto se nos pedía que creyéramos. Y durante un momento, tal vez, la mayoría lo creyó. Los retóricos, tanto los antiguos como los nuevos, señalaron que, si pretende ser eficaz, la retórica debe basarse en cierto grado de identificación entre el orador 62

y la audiencia. Persuadimos a alguien sólo en la medida en que hablamos su lenguaje. Para modificar una opinión es preciso hacer concesiones. En el núcleo de la persuasión y la raíz de la retórica están los tópicos, los topoi, sin los cuales no puede haber conexión ni creación: ni memoria ni invención. Los tópicos son las ideas y valores, marcos de sentido, compartidos y compartibles por hablantes y oyentes. Son lo conocido en lo cual se basa lo novedoso, lo obvio y lo descontado con los cuales se construyen las sorpresas y se reclama la atención. Abrevan en los conceptos y recuerdos compartidos de los participantes, pero autorizan el cuestionamiento y la revisión de esos recuerdos. Los tópicos aparecen cuando la retórica encuentra y explota el sentido común, a veces a través del clisé, a menudo a través del estereotipo, convocando un marco de cognición y reconocimiento sin el cual los intentos persuasivos resultan infructuosos. ¿De dónde provienen los tópicos? Esto dice Richard McKeon (1987, pág. 34): «Mientras que la retórica de los romanos tomaba sus tópicos de las artes prácticas y la jurisprudencia y la retórica de las humanidades los extraía de las bellas artes y la literatura, la nuestra los encuentra en la tecnología de la publicidad comercial y las máquinas de calcular» Los tópicos son los símbolos compartidos de una comunidad. Compartidos, aunque no necesariamente indiscutidos. Discutidos, por lo tanto, pero reconocibles. Cada sociedad tendrá sus tópicos, su realidad manifestada en las frases e imágenes de la vida cotidiana, fijada en las carteleras, parpadeante en las pantallas, y juntos proporcionarán marcos para la comprensión y el prejuicio, piedras de toque para la experiencia y sitios para la retórica mediática de fines del siglo )0(. Los tópicos enuncian lo que podría pasar por opinión pública. También dependen de ella. La retórica es técnica. Podríamos decir que es una tecnología. Citando la Etica a Nicómaco de Aristóteles, Richard McKeon la califica de «arquitectónica»: «un arte arquitectónica es un arte de hacer. Las artes arqui63

tectónicas se ocupan de los fines que ordenan los fines de las artes subordinadas» (1987, pág. 3). Sus mecanismos son los tropos, así como las figuras: entre aquellos, principalmente los de la metáfora, la metonimia, la sinécdoque y la ironía; las figuras, separadas del tropo por una divisoria inequívoca, que los retóricos clásicos enumeraban y clasificaban de diferentes maneras: «Las figuras del discurso son los rasgos, las formas o los giros de la frase que son más o menos notables y más o menos privilegiados en su efecto, y por medio de los cuales, en la expresión de ideas, pensamientos y sentimientos, el discurso se desvía en mayor o menor medida de lo que habría sido la expresión simple y común» (Todorov, 1977, pág. 99). Cuando la retórica declinó, el centro de la preocupación pasó a ser su dimensión figurativa y no su dimensión persuasiva. Como lo indica Tzvetan Todorov, la retórica se convirtió imperceptiblemente en estética: el estilo se volvió ornamento; y la retórica, mera retórica. No obstante, las figuras, «las luces del pensamiento y el lenguaje», siguen siendo la materia de la elocuencia y la argumentación. Cicerón enumera algunas, y tal vez sería apropiado demorarse unos momentos en su lista, aunque sólo sea para incitar a reflexionar sobre las continuidades de la expresión y las coincidencias de la mediatización que ella sugiere. El interés, desde luego, no está en insistir en que esa clasificación y ese análisis son suficientes para comprender cómo funcionan nuestros medios, sino en indicar que cualesquiera sean los conocimientos que lleguemos a definir como adecuados para nuestra cultura oral electrónica y secundaria, esa parte de esta deberá algo a las formas clásicas de expresión, formas que integran el texto pero también lo exceden. De modo que cuando Stuart Hall y sus colaboradores (1978) describen de qué manera los actos individuales de violencia personal se convierten en «asaltos» y, como tales, en una cuestión de sig64

nificación nacional, o cuando Stanley Cohen (1972) se refiere al pánico moral provocado por los choques intermitentes entre mods y rockers en las ciudades de la costa, se embarcan, entre otras cosas, en un análisis retórico. Podemos ver la retórica en acción tanto dentro de los medios como a través de ellos; sobre todo, en ese aspecto de lo retórico que conocemos como amplificación. Y podemos empezar a reconocer su significación política. Pero vayamos a Cicerón. En el libro III del De Oratore discute sobre el estilo, la metáfora, la sintaxis, el ritmo, el efecto subconsciente del estilo sobre la audiencia (y sus caídas) y las líneas de argumentación: «Puesto que suscitamos una gran impresión si nos extendemos en un único punto y también si explicamos con claridad y damos una presentación casi visual de los acontecimientos como si estuvieran sucediendo prácticamente, cosas que son muy eficaces para plantear un argumento y explicar y ampliar su formulación, con el objeto de lograr que el hecho que amplificamos ante la audiencia aparezca tan importante como es capaz de mostrarlo la elocuencia; y la explicación es a menudo contrarrestada por una rápida revisión, una sugerencia que hace que se entienda más de lo que en realidad decimos y la concisión alcanzada sin menoscabo de la claridad, y por la desestimación, y junto con ella la burla» (Cicerón, 1942, págs. 161-3). Cicerón habla de digresión, repetición, reducción, exageración, contención, ironía, pregunta retórica, vacilación, distinción, corrección, preparación de la audiencia para lo que vamos a hacer, asociación de la audiencia a nuestro objetivo, personificación, etc. Enumera las figuras del discurso (repetitio, adiunctio, progressio, revocatio, gradatio, conversio, contrarium, dissolutum, declinatio, reprehensio, exclamatio, immutatio, imago): todas ellas ejemplos de «dicción real (. . .) que es como un arma tomada para utilizarla, con el 65

objeto de amenazar o atacar, o simplemente blandida como alarde» (Cicerón, 1942, págs. 165-7). Aquí podemos advertir lo fácil que resulta para el orador —y Todorov señala al propio Cicerón como el punto de inflexión— convertirse en retórico, y para este, en el clasificador obsesivo de los giros y matices de la expresión, el coleccionista de estilos y caprichos verbales. No ha de sorprender que retórica llegara a ser una mala palabra. Se convirtió en una mala palabra, aunque disfrazada, después de su breve renacimiento en el estudio de los medios en la década de 1970. Era la época en que estructuralistas y semióticos excavaban profundamente en los lenguajes de los medios, en principio en la cinematografía y luego en la televisión, explorando estructuras y formas, y examinando las condiciones de posibilidad del significado (estructuralismo) y su determinación (semiótica). Había virtud en esta empresa, el primer intento sostenido de investigar el poder de los medios de una manera que no dependiese del análisis de los efectos, pero fue un ruidoso fracaso precisamente en su presunción de ese poder. Proponía un análisis del significado en un punto del proceso, pero no indagaba en sus consecuencias ni en los significados que resultaban posibles en cuanto plurales, diversos, inestables y discutidos. No se sentía obligada a investigar lo social o lo humano e indagar en las indeterminaciones presentes en el corazón de la comunicación. Al contrario, era un tiempo, y siguió y sigue siéndolo, en que el sujeto humano, antaño considerado la fuente de la invención y el ámbito apropiado de una exploración de la relación entre medios y experiencia, desaparecía en las estructuras, tanto literarias como institucionales, dentro de las cuales se veía el ejercicio de ese poder. El análisis clásico de Roland Barthes sobre la publicidad de Panzani en su artículo «La retórica de la imagen», uno de los primeros análisis sostenidos de la retórica de la cultura de consumo (sin embargo, McLuhan, el archirretórico, se adelantó a este intento unos 66

diez años, en su libro The Mechanical Bridge), propone una descripción de las imágenes como ideología y de las maneras sutiles, y no tan sutiles, como puede transmitirse el significado. La retórica, en efecto, aparece «como el aspecto significante de la ideología» (Barthes, 1977, pág. 49). Siempre se consideró que las imágenes eran indignas de confianza. La seguridad estaba en las palabras. Pero en el mundo del consumo masivo, unas y otras se veían como poco más que disfraces: trampas para incautos, lugares para encerrar al consumidor hechizado en textos y ciclos de productos, así como en lo políticamente incorrecto. Mi argumento, que se convertirá en algo parecido a una cantinela, es que esa atención a los textos mediáticos, a su mecánica y, en este momento, a su retórica, es un enfoque necesario pero insuficiente para comprender la mediatización en la cultura y la sociedad contemporáneas. El conocimiento mediático (y tendré más cosas que decir sobre este tema en el próximo capítulo) no requiere ni más ni menos que otras formas de conocimiento: la capacidad de descifrar, apreciar, criticar y componer. También exige, al menos según yo lo percibo, comprender cuál es el sitio apropiado de la demanda textual, desde los puntos de vista histórico, sociológico y antropológico. Exige apreciar tanto el misterio como la mistificación. «En el misterio puede haber extrañamiento; pero lo extraño también debe pensarse como capaz, en cierto modo, de comunicación» (Burke, 1955, pág. 115). Nuestros elocuentes medios. Lo que une a Kenneth Burke y Roland Barthes en su análisis de la retórica es el carácter central de la clase; la comunicación a través de la clase, a través de la división material, crea el espacio para la retórica: una forma de discurso, a juicio de Burke, en la cual se enmascara pero también se legitima la inevitabilidad de la jerarquía. La retórica genera misterio. El capital lo explota. La persuasión es cortejo. La adulación de la clase y la diferencia sexual. Aquí se trata de la retórica como un producto social, que requiere 67

un análisis social y textual. Aquí, también, hay una pista para la retórica de la cultura popular, la adulación perfecta. Las raíces de la retórica radican en estas diferencias fundamentales de tipo, por un lado, y en el deseo de comunicarse a través de ellas, por el otro. Llegar a una audiencia, pero también identificarse con ella. Movilizar los tópicos compartidos de la cultura del momento, pero ir más allá de ellos, creativamente: puesto que los tópicos son los lugares de la invención y la innovación, así como de la memoria y la conmemoración. Examinar retóricamente los textos de los medios es examinar cómo se elaboran y disponen los significados, de manera plausible, agradable y persuasiva. Es explorar la relación entre lo conocido y lo nuevo; descifrar la estrategia textual. Pero también es investigar la audiencia; descubrir dónde y cómo está situada en el texto; entender cómo se relacionan los tópicos con el sentido común; cómo se construye la novedad sobre bases conocidas, y cómo se invierten las artimañas y se movilizan los clisés en las modificaciones del gusto y el estilo. La publicidad es central (y, en efecto, una reciente exposición de arte en carteles, realizada en el Victoria and Albert Museum de Londres, utilizó la imagen del puño abierto en sus propios anuncios). Pero también lo son, como lo he señalado, los noticiosos y los documentales. La retórica pública en palabras e imágenes, estructurada gracias a la perspectiva de la cámara y el tono de la voz y las formas familiares de la representación y reflexividad; los giros del argumento, el debate, la apelación; la articulación de una cultura pública, nunca inocente, aduladora hasta el extremo del engaño; misteriosa, mistificadora; que propone, reivindica, cuestiona una realidad. Mi argumento es que el lugar de la retórica ha cambiado. Ha pasado de la especificidad del texto a las generalidades de la cultura, ubicua e insistentemente visibles, ubicua e insistentemente audibles. Desde un punto de vista retórico, las campañas políticas se ganan 68

y se pierden a medida que se construyen y manejan las imágenes y los argumentos en una campaña mediática tras otra. La metáfora militar ciceroniana sobreviviente es reveladora. La publicidad es la industrialización de la retórica; las marcas son su mercantilización. Los noticiosos y documentales nos proporcionan la materia del mundo real dentro de formas, estructuras y tonos de voz que nos persuaden de su veracidad y honestidad. Mayoritariamente, no tenemos inconvenientes en aceptar lo que se dice; en aceptar, por lo menos, su agenda. Estas retóricas públicas, estratégicas en su ocupación de los ámbitos dominantes del capitalismo tardío y global, deben conectarse con lo cotidiano; la metáfora pública, con lo privado. Sin audiencia, no hay conexión. Sin tópico, no hay comunidad. Pero aun entonces no hay garantías.

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Historias. Podemos contárnoslas unos a otros. Siempre nos las hemos contado unos a otros. Historias para consolar, sorprender, entretener. Y siempre hubo narradores, sentados junto al fuego, que viajaban de pueblo en pueblo, hablaban, escribían, actuaban. Nuestras historias, mitos y cuentos populares definieron, preservaron y renovaron las culturas. Narraciones de pérdida y redención, heroísmo y fracaso. Historias que tanto manifiesta como secretamente ofrecen modelos y moralejas, rutas hacia el pasado y el futuro, guías para perplejos. Historias que desafían, importunan y socavan. Historias con principios, medios y fines: estructuras familiares, temas reconocibles, agradables en su variación; una canción bien cantada, un cuento bien contado, un suspenso bien logrado. Nuestras historias son a la vez públicas y privadas. Aparecen en lo sagrado y lo profano, reclaman realidad, juegan con la fantasía, apelan a la imaginación. Las historias necesitan audiencias. Necesitan ser escuchadas y leídas, así como habladas y escritas. En el contar también hay una demanda de comunidad, un deseo de participación, un cooperar, una suspensión de la incredulidad, una invitación a entrar en otro mundo y compartirlo, aunque sea brevemente. Y las historias viven más allá de su relato, en los sueños y las conversaciones, murmuradas, recontadas, una y otra vez. Son una parte esencial de la realidad social, una clave de nuestra humanidad, una expresión de la experiencia y un vínculo con ella. No podemos entender otra cultura si no entendemos sus historias. No podemos entender nuestra propia cultura si no sabemos cómo, 70

por qué y a quiénes contaron nuestros narradores sus historias. No obstante, Benjamin, al considerar el relato en la modernidad, lamenta su declinación y encuentra el origen de esta en el exceso de información con que los medios, en su caso sobre todo la prensa, efectivamente nos agobian, aislándonos de la experiencia en vez de conectarnos con ella: «El reemplazo de la antigua narración por la información, y de la información por la sensación, refleja la atrofia creciente de la experiencia. A su turno, hay un contraste entre todas estas formas y el relato, que es una de las formas más antiguas de comunicación. El objeto del relato no es comunicar un suceso per se, lo cual es el propósito de la información; antes bien, lo inserta en la vida del narrador a fin de transmitirlo como experiencia a quienes escuchan. Lleva de tal modo las marcas del narrador, así como la vasija de barro lleva las marcas de la mano del alfarero» (Benjamin, 1970, pág. 161). Creo que Benjamin se equivoca. En la cultura mediática contemporánea no nos enfrentamos con la ausencia de historias sino con su proliferación, tanto en los textos de los medios como en el ambiente que los rodea También nos enfrentamos cada vez más con el desdibujamiento de los límites entre la información y el entretenimiento, los hechos y las historias, un desdibujamiento que algunos consideran perturbador pero que nadie puede ignorar. Aún tenemos la facultad de relacionar los productos de los medios con la experiencia, no obstante su capacidad de alienación. Aún preservamos en nuestra cultura un profundo sentido del encantamiento. Los medios encantan. En una medida significativa, estamos encantados. En el western y la telenovela; en los informes de los grandes acontecimientos mediáticos de la hora y el relato de las historias de las comedias de situaciones para adolescentes; en nuestro inte71

rés en las estrellas y la fascinación por nuestros orígenes y futuros, la historia sobrevive. A decir verdad, prospera y apela, como puede hacerlo hoy en nuestra era electrónica, a fuentes tanto orales como impresas; extrae sus recursos, y lo hace cada vez más, de las culturas globales; ora plantea serias demandas de tiempo y atención, ora representa la espuma de la cultura popular: atrae, compromete, empalaga, consume; una mercancía en un mundo comercial. Las historias proponen placer y orden. Para escucharlas con placer o consternación es preciso tener ciertos conocimientos; y ciertos conocimientos, también, se requieren para criticarlas y entender cómo funcionan. Aquí abogo por este último tipo de conocimiento, basado en la necesidad de entender justamente esa conexión entre intención y apelación, interés y respuesta, texto y acción, y de comprender los mecanismos de intervención de los medios en nuestra vida cotidiana. Nuestras historias son textos sociales: borradores, bocetos, fragmentos, marcos; pruebas visibles y audibles de nuestra cultura esencialmente reflexiva, que convierte los acontecimientos e ideas de la experiencia y la imaginación en relatos cotidianos, tanto en la pantalla grande como en la pantalla chica. Y de este modo son, nos guste o no, nuestra cultura, que expresa las consistencias y contradicciones de la fantasía y la clasificación, y nos ofrece textos a nosotros, sus audiencias, para que nos posicionemos, nos identifiquemos con personajes y tonos, sigamos la trama y saquemos (o no) algo de la capacidad imitativa de la narración. El relato de historias está permanentemente en subjuntivo. Crea y ocupa el territorio de los «como si»: incita afanes, posibilidades, deseos; hace preguntas, busca respuestas. Victor Turner (1969) lo ve como una función del ritual, las actividades que ocupan un espacio liminal, más o menos claramente marcado por un umbral que lo separa de lo cotidiano. El ritual es a la vez parte de la vida cotidiana y distinto de ella. Da cabida al juego. Las historias ocupan un espacio cultural similar. 72

De manera que cuando indagamos, como estudiosos de los medios, en los placeres narrativos brindados por una telenovela o una comedia de situaciones, indagamos en su capacidad de articular algo de nuestra cultura común. Procuramos entender los ritmos de su narrativa, su caracterización, sus modos de representar un mundo reconocible; de proponer personajes —la mujer fuerte, el adolescente herido de amor, el enfermo de sida, el niño golpeado— y situaciones —divorcios, conflictos de dinero, muerte— con los cuales las audiencias pueden relacionarse y, efectivamente, se relacionan. Y esa representación y esa relación no siempre son fáciles de entender, y sin duda no lo son para aquellos que consideran que el objeto generador de la conexión es reprensible o carece de calidad. No obstante, debemos intentarlo. Pero, ¿cómo? Las modas cambian; en la investigación académica no menos que en otros ámbitos. Y en los últimos veinte años las modas en el estudio de las narrativas mediáticas cambiaron de manera muy significativa, a medida que las diversas formas de deconstrucción literaria erosionaban su presunta autoridad. Estas formas resultaron en versiones del mundo —una estética, en rigor— que consideran que los significados se dispersaron, en la misma medida que las culturas e identidades de quienes los hacen, sobre todo en su recepción: como lectores, espectadores, consumidores. Tenemos que reconocer, desde luego, que los discursos del mundo, tanto el popular como el elitista, son múltiples. Se superponen. Convergen y divergen. Son inestables. Hablamos de rastros de significados, los hilos de plata que los caracoles dejan en las paredes del jardín. Comprobamos que los significados se hacen dialógicamente, en la interfaz entre texto y lector, o conversacionalmente, en la interactividad de la charla por Internet. Hablamos de la fractura de las identidades en una era posmoderna, las indeterminaciones de etnicidades, clases, géneros y sexualidades en torno de las cuales se forman las culturas, ofreciéndonos una cosa 73

hoy y otra mañana; aquí, allá, por todas partes, a medida que vagabundeamos a través del tiempo y el espacio, como nómadas. Se nos ve como bailarines de un carnaval sin fin; máscaras en y entre lo hiperreal. No puedo negar todo esto, pero sí sugerir que en gran parte es una fantasía: una proyección irónica e irreflexiva que ignora, en especial, la materialidad tanto del símbolo como de la sociedad, y que lee erróneamente la capacidad de los textos de convencer, dar forma al significado, brindar placeres, crear comunidades; lee erróneamente, además, las realidades de la elaboración de significados y los placeres reivindicados y alimentados, de diferentes maneras, por supuesto, según las clases, las edades, los géneros y las etnicidades, pero, con todo, reales. De modo que mi parecer es que los textos importan, las historias viven y los medios exigen su propia poética: «En contraste con la interpretación de obras específicas, [la poética] no procura designar el significado, sino que apunta a un conocimiento de las leyes generales que presiden el nacimiento de cada obra» (Todorov, 1981, pág. 6). Una poética mediática indagaría en las estructuras del discurso de los medios, los principios de su organización y los procesos de su surgimiento. Pero también en el modo como esos discursos se enfrentan con lectores y audiencias, la manera como crean los significados, los placeres y las estructuras de sentimiento que surgen en la mente consciente e inconsciente de quienes se permiten aunque sea una pizca de encantamiento, junto a la radio, en el teclado, frente a la pantalla. Podríamos hacer algo peor que empezar con Aristóteles. Su investigación apunta a los principios que subyacen en la poesía y la hacen posible: lo trágico, lo cómico y lo épico; y principalmente al primero de ellos, la tragedia. Su punto de partida es la imitación: mímesis. La imitación es, sugiere Aristóteles, natural en la humanidad. Es lo que nos distingue de las bestias brutas, y es 74

natural que todos los seres humanos se deleiten con las obras imitativas. La tragedia, que implica la imitación de objetos serios en un tipo excelso de verso, a la vez que muestra a los hombres como mejores de lo que lo son en el presente (la comedia los representa peores), es la forma más elevada de imitación, y contiene seis partes: espectáculo, melodía, dicción, carácter, pensamiento y trama, de las cuales esta última es la más importante: «La tragedia no es una imitación de personas sino de la acción y la vida, la felicidad y la desdicha. Ahora bien, la felicidad y la desdicha adoptan la forma de la acción; el fin hacia el que apunta el dramaturgo es cierto tipo de actividad, no una cualidad. Tenemos ciertas cualidades de conformidad con el carácter, pero somos felices, o lo contrario, en nuestras acciones. Los actores, en consecuencia, no actúan con miras a retratar un carácter; no, incluyen el carácter en beneficio de la acción» (Aristóteles, 1963, pág. 13). Las tramas son el alma misma de la tragedia. Tienen una unidad, un principio, un medio y un fin, necesariamente interrelacionados. El poeta no describe lo que ha sucedido sino lo que podría suceder, yen este aspecto difiere de un historiador. Y como consecuencia, cree Aristóteles, la poesía es de mayor significación que la historia. La tragedia imita no sólo acciones completas sino también incidentes que despiertan compasión y temor. Alcanza su mayor impacto en la presentación de lo inesperado y lo maravilloso. La complejidad lo es todo: la peripecia y el descubrimiento, sus elementos. Su meta es lo que podríamos llamar la suspensión de la incredulidad: «La trama (. . .) debe construirse de manera tal que, aun sin ver las cosas que ocurren, aquel que simplemente escucha su descripción se llene de horror y conmiseración ante los incidentes» (Aristóteles, 1963, pág. 23). El mundo, por supuesto, ha cambiado desde Aristóteles, pero no del todo. La mímesis, el realismo y la ve75

rosimilitud se hallan también en el corazón de nuestra poesía, aun cuando esta se presente bajo la forma de la comedia de situaciones y el largometraje, aun cuando nuestras tragedias y comedias se extiendan a lo largo del horario nocturno y los canales, aun cuando sólo aparezcan en publicaciones por entregas, literatura barata o videos alquilados. Todos ellos, con grados variables de éxito y sometidos, sin duda, a diferencias de valor, requieren un análisis. Debemos saber cómo funcionan. Y debemos hacerlo sin caer en la trampa de los formalismos que definieron la poética como si fuera una cuestión de teoría literaria. Si bien es absolutamente aceptable ver en las narrativas contemporáneas un eco de formas anteriores, los mitos y cuentos populares de culturas preletradas, si bien es imposible ignorar las consistencias de la narración de historias a través del tiempo y las culturas, y si bien podemos argumentar que ese tipo de historias cumplen funciones similares a las de una cultura oral y reflejan, refractan y resuelven (o al menos parecen resolver) los grandes y pequeños dilemas de la vida y la creencia en sus culturas anfitrionas, sería un error insistir en que esas perspectivas agotan las complejidades de nuestra propia cultura mediática. Puesto que nuestras historias forman parte de una cultura refractaria más amplia, y sus pasajes a través de las culturas, desde Hollywood hasta Teherán, así como desde Broadcasting House hasta Birkenhead, distan de ser neutrales en sus consecuencias o para sus significados. La poética de los medios debe extenderse más allá del texto y examinar los discursos que los textos mismos pueden estimular pero no determinar. Debe elegirse un camino entre la mano pesada del determinismo textual y las afirmaciones igualmente improbables sobre la capacidad de los lectores de dar sólo su propia interpretación. Es preciso que esa poética indague en la relación entre las historias contadas y su reiteración, sus amplificaciones y distorsiones, en los cuentos que nos contamos unos a otros en nuestra vida cotidiana. 76

Debe indagar en las historias secundarias, terciarias y cuaternarias que son algo así como percebes en torno de los cascos hundidos de telenovelas o largometrajes muy promocionados: las historias que los tabloides nos cuentan sobre sus personajes y los actores que los interpretan; o la apropiación de esas historias, tanto por los medios como en nuestras conversaciones, para llevarlas a otros mundos: los de la política, el deporte y la familia de al lado. A su turno, esa apropiación depende de la accesibilidad de los textos apropiados, de su transparencia, de su naturalidad. Jonathan Culler (1975) distingue cinco maneras de producir esa vraisemblance en un texto, una historia o un poema; cinco maneras de considerar que reclaman cierto tipo de familiaridad, al ajustarse a las expectativas de los lectores y ofrecer un mundo, una cultura compartidos. La primera es la afirmación de que representa el mundo real, la actitud natural. Se basa en la expectativa de que lo que se representa es simple, coherente y verdadero. La segunda se basa en la representación y la dependencia de un conocimiento cultural compartido, un conocimiento que puede ser específico de una sociedad y no de otra y estar sujeto a cambios, pero que, no obstante, es considerado por sus miembros como natural de una manera obvia y evidente por sí misma. Esas apelaciones textuales son culturalmente específicas y dependen, por ejemplo, de la presencia de estereotipos culturales. Podríamos considerar como ideológico este aspecto de la vraisemblance. La tercera manera depende del género o las convenciones textuales que indican que una narrativa u otra es de un tipo particular y, como tal, reconocible por los lectores y las audiencias como, digamos, un western, un filme negro, un relato policial o una comedia de situaciones. «En esencia, la función de las convenciones de género consiste en establecer un contrato entre el escritor y el lector, a fin de hacer eficaces ciertas expectativas pertinentes y, así, permitir a la vez ser fiel a los mo77

dos aceptados de inteligibilidad y apartarse de ellos» (Culler, 1975, pág. 147). La forma más sencilla de expresar la cuarta es señalar que se trata de un tipo de naturalización o reflexividad de segundo orden en la cual los textos se califican a sí mismos de artificiales pero, como resultado, reivindican su autenticidad en ese autoconocimiento. El narrador audible y consciente de sí es una expresión de esta versión de la vraisemblance: el ámbito de las noticias televisivas en una sala de redacción en funcionamiento podría ser otra. La dimensión final es la intertextualidad; a través de la parodia, la ironía, el pastiche y simplemente por medio de la referencia a otro contenido o forma, los textos se refieren unos a otros y, al hacerlo, reclaman cierto tipo de naturalidad, una familiaridad sobre la cual puedan basar su diferencia y su sorpresa. Todas estas son estrategias textuales pero, como la retórica, son demandas y no compromisos. Podemos resistir incluso las lisonjas de una trama bien armada. Podemos hacer nuestro su mensaje. Y, desde luego, lo hacemos. Todo el tiempo. En el marco del estudio de los medios, se realizaron en años recientes muchas investigaciones que insisten en la capacidad de lectores y audiencias para elaborar sus propios significados cuando se enfrentan con el texto singular. Dallas fue un foco de interés significativo, y justificablemente, no sólo por sus enormes audiencias estadounidenses, sino por su atracción global, con la excepción, hay que decirlo, de Japón. En este caso, los estudios resaltaban las características particulares de la relación de las audiencias con la serie como una historia, vista como un foco de apego sentimental en el cual los espectadores se involucraban e identificaban más con situaciones que con el realismo de la trama no realista (Ang, 1986), o señalaban la capacidad de audiencias étnicamente diferentes de relacionar su propia vida con la narración gracias a la identificación con dilemas morales, políticos y económicos (Liebes y Katz, 1990). Cada uno de estos estudios —y hay muchos otros— enlaza la representación textual 78

con la experiencia o, al menos, con algún aspecto de la experiencia, aunque tal vez sin abordar a esta como tal. La confianza es aquí una mercancía negociable, como en cualquier otro punto del proceso de mediatización. ¿Y la experiencia? No la reifiquemos. Aún es preciso que entendamos cómo entran los medios en los muna cómo nos llega y nos afecta su pdoosesdíea lay vi cotidiana, nodsa permite comprender, arreglárnoslas y avanzar. Una poética de los medios debe interpretar en este sentido el requerimiento de identificar «las leyes generales que presiden el nacimiento de cada obra», e elaboración a boracóri de el incluir ment o la i dedsignificados más allá del mopublicación de la obra, porque estos, en su atenuación, al estar sujetos a los patrones estructurados de la vida social, también están gobernados por reglas (si no son similares a leyes). En rigor, la Poética de Aristóteles no habla de estructura sino de estructuración y, como ya lo he señalado, esta (o la mediatización, en mi terminología) sólo se completa en la mente o la vida del lector o el espectador. Deben establecerse vínculos entre la comprensión báec tai cqau. narrativa hecho, si la acción puede que ya está está siempre articulada por seydP iv adebe narrarse, signos, reglas y normas. Ya está siempre simbólicamente mediada (. . .) las formas simbólicas son procesos culturales que articulan la experiencia». Así, al discutir la relación entre tiempo y narrativa, Paul Ricceur (1984, pág. 57), fundándose en Agustín y Aristóteles (y en esta cita, también en Ernst Cassirer), sitúa la mímesis, tal cual yo ya empecé a hacerlo, como el enlace clave entre narrativa y experiencia. Y para Ricceur el tiempo pertenece a la esencia. El ordenamiento temporal de la experiencia nos permite seguir el ordenamiento temporal de una narración, y este, a su vez, nos permite comprender la experiencia; «el tiempo se vuelve humano en la medida en que se articula por medio de un modo narrativo, y la narración alcanza su pleno significado cuando se convierte en una condición de la existencia temporal» (Ricceur, 1984, pág. 52).

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Puedo seguir una historia porque vivo en el tiempo. Tengo mi comienzo y mi final, una vez y definitivamente, pero también me multiplico en las horas, días y años de mi vida compartida con otros. Esa vida está imbuida de narraciones, tanto públicas como privadas, narraciones que me permiten comprender, al menos comprender de algún modo, quién y qué soy y dónde estoy. Las historias que escucho, las que repito o imagino, se basan en mis experiencias del tiempo, y estas mismas experiencias dependen del conocimiento de esas historias. Nuestros medios existen en el tiempo: el tiempo del calendario anual de grandes acontecimientos, narrados por su parte en el tiempo; el tiempo del horario semanal y diario, modelado según la temporalidad de la semana laboral a la vez que la refuerza; el tiempo de las narraciones interrumpidas de las noticias y las telenovelas; el tiempo de las confesiones incesantemente reiteradas de los talk shows diurnos, narración tras narración, principios y medios y fines, historias para repetir, recordar, rechazar y resistir. Esas narraciones explican. Nos dicen cómo es la cosa; y la cosa es tal como nos la cuentan, no sólo en las fantasías subjuntivas del «como si», sino gracias a nuestra capacidad de reconocernos, en algún lugar, en algún momento, dentro de ellas. Seguir una trama implica participar en diferentes cualidades del tiempo; en su configuración, su totalidad, en la percepción de su final, en el reconocimiento de lo familiar y, en la repetición, una expresión de lo no lineal, lo no progresivo. Tiempo hacia adelante y tiempo hacia atrás. Tiempo repetido. Tiempo interrumpido. Rápido. Lento. Líneas y círculos. El moldear y lo moldeado. El tiempo biológico y social informa nuestra capacidad de leer y escuchar, y ese mismo tiempo subyace, posiblemente, en la capacidad de los relatos mediáticos —algunos de ellos— de ignorar la especificidad de las culturas. Así como en mi consideración de la retórica tuve que distinguir entre el misterio y la mistificación y demandar que una retórica mediática indagara en ambos, en

su interrelación y en la implicación de sus contradicciones, corresponde ahora hacer otro tanto. Como nos lo recuerda Elin Diamond, es preciso diferenciar entre mímesis y mímica y recordar, como ella lo hace, qué intensamente recelosa era la caracterización que Platón hacía de la imagen. El espejo miente. Pero lo peor es que seduce a su poseedor y lo induce a creer que el poder de lo real está capturado en su imagen. Para Diamond, el espejo es una herramienta facilitadora y, en ese aspecto, una herramienta de género; no para la fidelidad sino para la diferencia, no para el reflejo sino para la refracción, y la mimesis no es cosa de imitación sino de representación. La mímesis es actuación. La mímesis, como la actuación, «es un hacer y una cosa hecha». Y así es. La mímesis es facilitadora. No es necesariamente verdadera. «Por un lado, habla a nuestro deseo de universalidad, coherencia, unidad, tradición; por el otro, descifra esa unidad por medio de la improvisación, el ritmo encarnado, las poderosas objetivaciones de la subjetividad, y lo que Platón más temía (. . .) el remedo» (Diamond, 1997, pág. y). En consecuencia, nuestra poética mediática tiene que ir más allá de lo descriptivo. No puede tomar el valor nominal a valor nominal. Sin embargo, debe entender que la crítica depende de una comprensión de los procesos en acción. El deleite que nos producen las historias, nuestra capacidad de relajarnos con ellas, de abandonar algunas de las tensiones de la vida cotidiana junto al amplificador o frente a la pantalla, son parte de lo que nos posibilita seguir siendo humanos. Esto no es mero sentimiento. Esa capacidad, esa aptitud de suspender la incredulidad, de entrar en el territorio apenas limitado del «como si» en busca de los placeres de la cognición y el reconocimiento, hoy es probablemente tan importante como siempre, si no más importante que nunca. No obstante, las consecuencias de esa entrega para la identidad y la cultura, y para nuestra capacidad de seguir actuando en el mundo, distan aún de haberse entendido.

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A su turno, este argumento tiene sus propias consecuencias. Es preciso recordarlo antes de lanzarse medrosamente a depositar los desastres de la inmoralidad o la criminalidad contemporáneas a las puertas de los medios, como si la coincidencia fuera causación, como si la yuxtaposición fuera explicación, como si las historias de la influencia no mediatizada fueran espejos, como si nuestras acciones no fueran en sí mismas influencias y marcos para la comprensión, como si el narrador estuviera en cierto modo alejado de la sociedad en la que cuenta sus historias. Como si.

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6. Erótica

El placer es un problema, desde luego. Tal vez no para nosotros como individuos. Sabemos lo que nos gusta, lo que nos excita. Nuestros gustos son bastante claros. A nuestra modesta manera, buscamos la sensación. Placeres compartidos o placeres culpables. Elegimos los programas o los sitios web que, a nuestro juicio, nos complacerán, en procura de recuperar la emoción de ayer, la diversión de ayer. Placer en el juego, la broma, la situación, la fantasía. Nada malo hay en ello. Inocencia. Entretenimiento. Nadie sale lastimado. Las industrias mediáticas están preparadas para producir placer, fácil y eterno. Naturalmente. Nuestros Xanadús privados. La elevada pila de discos compactos en un rincón del cuarto, los videos en el aparador, los sitios favoritos a apenas un clic de distancia; y placeres accesibles sobre la marcha; dentro de casa y fuera de ella, televisivamente, cinemáticamente, enchufados a los walkmen y los aparatos de alta fidelidad. En este capítulo quiero analizar lo erótico, no tanto como un producto del texto sino de la relación entre espectadores, lectores y audiencias y los textos y acontecimientos mediáticos que brindan placer. El placer exige participación. El equilibrio de poder se inclina hacia el consumidor. Placeres del cuerpo y placeres de la mente; lo físico y lo cerebral entrelazados. Placer, excitación, sensación se ofrecen constantemente, pero en realidad no se entregan a menudo; la no consumación es la norma. Sí, el placer es un problema en diversos aspectos. Sabemos lo que nos gusta pero nos resulta difícil explicar por qué nos gusta. Pasamos mucho tiempo frente al te83

cidentes. Los nouveaux riches tenían dinero pero no clase. El artista o el académico tenían clase (por lo menos en Francia), pero no dinero. Sin embargo, ¿cuánto tiempo tenían, y cómo usaban el tiempo que tenían, para hacer qué? 7 ) A fines del siglo XX, el consumo no contractual ni libre. Hay que asignarle tiempo, y no todos tenemos el suficiente ni lo manejamos muy bien. En consecuencia, es posible distinguirnos, y de manera significativa, no sólo de acuerdo con la suma de capital económico o cultural que podemos poner en juego, sino también con respecto al monto de capital temporal. El capital temporal tiene un género. Las mujeres de clase media insaladas en su casa y que crían hijos tienen muy poco. Sus esposos, bastante más. Los desocupados rebosan de él. Sin embargo, el capital temporal no es sólo una cuestión de cantidad, sino además de calidad. Y nuestra capacidad de usar el que tenemos, y de usarlo bien, depende desde luego de nuestro control de los recursos materiales y simbólicos. El tiempo es precioso y escaso para muchos. Vacío e inútil para muchos más Esa diferenciación hace que no tengan sentido los argumentos que lo muestran uniforme También hace que el tiempo sea mucho más interesante, y más complejo el papel de los medios en su definición, asignación y consumo. Puesto que en el consumo consumimos tiempo. Y en el tiempo consumimos y somos consumidos. Los medios median entre el tiempo y el consumo. Proporcionan marcos y exhortaciones. Ellos mismos son consumidos en el tiempo. Las modas se crean y anulan. La novedad se proclama y se niega. Las compras se hacen y se dejan de lado. Los avisos se miran y se ignoran. Los ritmos se sostienen y se rechazan. Consumo. Conveniencia. Derroche. Frugalidad. Identidad. Ostentación. Fantasía. Anhelo. Deseo. Todo, reflejado y refractado en las pantallas, las páginas y los sonidos de nuestros medios. La cultura de nuestro tiempo.

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Ámbitos de la acción y de la experiencia

En esta sección, el punto de mira cambia. Se traslada a la geografía de los medios y a cuestiones que, una vez más, los abordan como mediatizadores. El interés se sitúa en el contexto y la consecuencia. Nos involucramos con los medios como seres sociales de diferentes maneras y desde diferentes lugares. Los marcos desde los cuales miramos y escuchamos, meditamos y recordamos, se definen en parte según dónde estamos en el mundo y dónde creemos estar, y a veces también, por supuesto, según dónde nos gustaría estar. Los espacios del compromiso mediático, los espacios de la experiencia mediática, son a la vez reales y simbólicos. Dependen de la ubicación y las rutinas que definen nuestra posición en el tiempo y el espacio. Las rutinas que marcan las realidades del movimiento y la estasis en nuestra vida cotidiana. Las rutinas que definen los sitios de y para consumo mediático. Sentados delante de la pantalla o frente al teclado. En un espacio personal, privado, pero también, como lo hemos visto, en un espacio público. No sólo las películas se hacen en exteriores. ¿Cómo afectan estas coordenadas espaciales la experiencia mediática? ¿Cómo afecta la experiencia mediática nuestras autopercepciones en el mundo? ¿Cómo podemos empezar a entender el espacio y el ámbito a la vez como objetivos: una sala de estar, un domicilio, temporario, permanente, y subjetivos: un producto de lo anhelado o soñado? ¿Y cómo se involucran los medios con nosotros en esas dos dimensiones? ¿Pueden fijarnos en un espacio social y físico? ¿Importa dónde miramos y 139

escuchamos? ¿Qué clase de espacio o espacios nos ofrecen o niegan los medios? Estas preguntas son importantes justamente porque el espacio se ha convertido en una entidad mucho más compleja, quizá, de lo que imaginábamos antes. La modernidad trajo aparejada la movilidad geográfica y social, un desarraigo que sucesivos estímulos industriales y políticos fortalecieron, de una manera tanto constructiva como destructiva. Somos muchos, cada vez más, los que no podemos depender ya de las seguridades y estabilidades del lugar. ¿Pueden los medios compensar esa pérdida? ¿La refuerzan? Saber dónde estamos es tan importante como saber quiénes somos, y desde luego ambas cosas están íntimamente conectadas; pero el dónde y el quién se complican no sólo a causa de las circunstancias objetivas del ámbito y los límites que imponen a nuestra aptitud para actuar en y sobre el mundo, sino debido a la capacidad de los medios de extender alcance y campo de acción: ofrecer una ventana al mundo que, cada vez más, no es sólo una ventana sino una invitación a ampliar nuestra capacidad de actuar más allá de las restricciones de lo inmediato y lo físico. A decir verdad, en el espacio virtual. En lo que sigue quiero, entonces, explorar estas cuestiones concentrándome en tres dimensiones —y hasta niveles— entrelazadas de acción y mediatización: el hogar, la comunidad, el planeta. Cada una de ellas brinda la oportunidad no sólo de considerar las características objetivas de la vida y la comunicación en el espacio social y mediático: indagar en la política y la cultura del hogar, el barrio o el sistema global, sino también de explorarlas como un imaginario: un sitio cuyo significado y significacii5n se construyen como parte de la cultura en los sueños y narraciones de los medios y la vida cotidiana. En este punto, o al menos así me parece, debemos investigar el papel de los medios, que definen y articulan el espacio y el lugar, nos resguardan y nos perturban, sostienen y rehúsan la identi140

dad, nos ponen en el centro o los márgenes y nos ofrecen recursos para trascender los límites de nuestro espacio social inmediato. El hogar, la comunidad y el planeta, en su interrelación inconsútil y contradictoria, me permitirán, también, indagar en el papel de los medios en la facilitación u obstaculización de un sentido de pertenencia.

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10. La casa y el hogar

Una niña de no más de cinco o seis años vuelve a casa desde la escuela una tarde de verano. Entra a la carrera en la sala de estar de su casa suburbana, arroja la caja de vianda vacía sobre el sofá y enciende el televisor. Se deja caer frente a él, de rodillas sobre la alfombra. Unos minutos después, el jardín la tienta y allí va. Hasta el fondo y el columpio. El televisor sigue encendido y la madre, desde su visión panóptica en la cocina, al advertir que su hija ya no mira, entra y lo apaga. La niña reacciona de inmediato y, tan pronto como su madre deja la sala, vuelve corriendo, lo enciende y regresa al columpio, donde apenas le llegan los sonidos. ¿Qué se puede hacer con este fragmento de vida cotidiana? ¿Qué podría contarnos sobre el papel de los medios? ¿Qué cuestiones sugiere? Este es el mundo infantil de la casa y el hogar. Un jardín. Una cocina. Una madre. Protegido. Seguro. Y dentro de él, ahora, los medios. El televisor. Encendido o apagado. Encendido y apagado. Siempre disponible. Siempre a mano. Inmerso en la cultura de la familia. Una fuente de discordia pero también de dependencia. Su familiaridad, su continuidad, su eternidad. Hay mucho que decir sobre la casa y el hogar y sobre el papel de nuestros medios en su definición y facilitación, así como en su debilitamiento. Y lo que quiero considerar ahora son estas dimensiones opuestas y contradictorias de la experiencia y su ámbito, su fundamentación en el espacio físico y psíquico de nuestra domesticidad. Porque ya no podemos pensar en la casa, así como ya no podemos vivir en casa, sin nuestros medios. 143

El hogar es un concepto intensamente evocador, en especial, tal vez, en el siglo XX, un siglo en el cual podría estimarse que llegó a ser muy vulnerable. En rigor, este tipo de conceptos, dominados por la nostalgia, surgen con mayor insistencia en momentos en que se reconoce que acaso ya no sean seguros en el mundo real. El mismo destino ha caído sobre la familia, la comunidad y hasta la sociedad. Se los recupera súbitamente en los discursos, tanto académicos como de la vida cotidiana, cuando están a punto de desaparecer como estructuras o instituciones sociales concretas. A decir verdad, toda una serie de disciplinas, muy en particular la de la sociología, surgieron como un fénix de las cenizas de este mundo supuestamente agonizante En épocas más recientes, ideologías políticas enteras tienen un origen similar. La lengua inglesa está impregnada de expresiones sobre la casa que evocan y dependen de emociones intensas: sentirse en casa [to feel at home], regreso al hogar [homecoming], sin techo [homelessness]. Hogar, dulce hogar. El hogar, en el romance y el deseo, como un lugar para todo, donde todo está en su lugar. Y también los medios, en sus telenovelas y comedias de situaciones, proporcionan, tanto de manera directa como indirecta, representaciones igualmente eficaces e insistentes de lo que es estar en casa, al mismo tiempo que suponen, por lo menos durante la era de la radioteledifusión, que tienen un papel en el sostenimiento de la casa y el hogar. De modo que una discusión semejante debe ir al corazón de las cosas: en rigor, al hogar de las cosas.* Por lo tanto, hablar de la casa y el hogar es a la vez hablar no sólo de un único espacio físico. Es hablar de un espacio que tiene una profunda carga psíquica. Una carga en la cual la memoria se confabula con el deseo y a menudo lo contradice. Un lugar más que un espacio. * Juego de palabras entre heart, corazón, y hearth, hogar, fogón y también, figuradamente, casa. (N. del T)

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Un lugar de refugio. Un lugar tan facilitador como opresivo. Un lugar con límites que hay que definir y defender. Un lugar de regreso. Un lugar desde el cual contemplar el mundo. Privado. Personal. Interior. Conocido. Mío. Todos estos términos tienen su opuesto. Y el hogar es el producto de su diferenciación. Siempre es relativo. Siempre contrapuesto a lo público, lo impersonal, lo exterior, lo desconocido, lo tuyo. El hogar, en oposición a la casa [household] y la familia —cada uno de estos términos describe diferentes tipos de domesticidad—, parece haber tenido una vida inequívoca; ni siquiera una vez dejó de brindar por lo menos una esperanza, una pizca de anhelo. En su notable libro sobre la poética del espacio, el filósofo francés Gaston Bachelard se refiere al hogar como el ámbito del ir y venir, del afuera y el adentro. Podríamos considerarlo como una dialéctica de lo público y lo privado, pero también de lo consciente y lo inconsciente. En este sentido, el hogar es para Bachelard un producto de esa dialéctica, así como, en el contexto de la vida cotidiana, su precondición. Mi intención es sugerir que los medios están centralmente involucrados en esta dialéctica del adentro y el afuera. Permítanme seguir durante un momento a Bachelard en sus meditaciones críticas: «Hay que decir, pues, cómo habitamos nuestro espacio vital, de conformidad con toda la dialéctica de la vida, cómo echamos raíces, día tras día, en un "rincón del mundo". »Porque nuestra casa es nuestro rincón del mundo. Como se dijo a menudo, es nuestro primer universo, un verdadero cosmos en toda la acepción de la palabra. Si la observamos íntimamente, la morada más humilde tiene belleza (. . .) todo espacio realmente habitado lleva la esencia de la noción de hogar (. . .) Una casa constituye un cuerpo de imágenes que dan a la humanidad pruebas o ilusiones de estabilidad. Reimaginamos constantemente su realidad: distinguir todas estas 145

imágenes sería describir el alma de la casa; significaría desarrollar una verdadera psicología de la casa» (Bachelard, 1964, págs. 4, 17). La preocupación de Bachelard, una preocupación fenomenológica, tiene que ver con el status de la casa como hogar. Una casa que, como él dice, proporciona tanto las realidades como las metáforas de nuestra seguridad en un mundo incesantemente agitado. Nunca dejamos nuestra primera casa. La casa desde cuyo interior construimos nuestro universo, nuestro espacio cósmico. Pero la casa también propone espejos y modelos de la mente. El sótano es lo inconsciente, oscuro y húmedo en sus fuerzas subterráneas: primitivo y viscoso. El desván es la fuente de los temores cerebrales, más fáciles de racionalizar pero, pese a todo, monstruosos. Como lo sugiere Bachelard: «una casa que ha sido experimentada no es una caja inerte. El espacio habitado trasciende el espacio geométrico» (Bachelard, 1964, pág. 47). Y el espacio habitado tiene puertas y umbrales: «¡Qué concreto se vuelve todo en el mundo del espíritu cuando un objeto, una simple puerta, puede transmitirnos imágenes de vacilación, tentación, deseo, seguridad, bienvenida y respeto! Si tuviéramos que hacer un recuento de todas las puertas que hemos abierto y cerrado, de todas las puertas que nos gustaría volver a abrir, deberíamos contar la historia de nuestra vida entera» (Bachelard, 1964, pág. 224). Los hogares y las casas implican entradas y salidas, movimientos desde adentro hacia afuera, y a la inversa. Umbrales a cruzar. Puertas a abrir. Paredes a defender. Los límites entre diferentes tipos de espacios, y los valores acordados a cada uno de ellos, varían de cultura a cultura y de tiempo en tiempo. La ciudad percibe sus puertas de manera diferente del suburbio. El italiano, del inglés. La clase media, de la clase obrera. Los escalones lustrados, las cortinas de encaje, las verandas y 146

las ventanas panorámicas señalan y significan una versión diferente de la barrera entre adentro y afuera: ver y no ser visto, ser visto y no ver. Acoger u ocultar. Moverse libremente o sentirse restringido. Escenarios y bastidores. Solitario y compartido. Aperturas y cierres. «Pero, ¿es el mismo ser quien abre la puerta y quien la cierra?» (Bachelard, 1964, pág. 224). La puerta y su dintel marcan el umbral. Este, a su turno, se halla marcado como sagrado. Tradicionalmente, las familias judías ponen un cofrecillo, mezzuzah, en la jamba derecha de la puerta. Al cruzarla, lo tocan y dicen una plegaria: «quiera Dios dejarme entrar y salir desde ahora y para siempre». El antropólogo Arnold van Gennep sugiere que este cruce y los diferentes tipos de espacios que se definen como consecuencia de él, son un modelo para todos los rituales y los modos como las sociedades sintieron la necesidad de distinguir entre lo sagrado y lo secular, lo habitual y lo marcadamente excepcional; y de ver y expresar espacialmente esas diferencias. La puerta tiene, entonces, una significación a la vez literal y espiritual. Soñamos con puertas. Nuestras fantasías compartidas y compartibles se expresan como pasajes a través de puertas: las puertas de la percepción, puertas del otro lado de las cuales descubriremos misterios, placeres y terribles pesadillas. Alicia a través del espejo. Van Gennep (1960, págs. 12, 20) es muy claro: «La sacralidad es un atributo y no un absoluto; lo pone en juego la naturaleza de situaciones específicas (. . .) la puerta es un límite entre los mundos ajeno y doméstico en el caso de una vivienda corriente, y entre los mundos profano y sagrado en el caso de un templo. Por lo tanto, cruzar el umbral es unirse a un nuevo mundo». Y quien controle las entradas y salidas controla gran parte de lo que es importante para los medios y la vida cotidiana. 147

Ahora tenemos nuevas puertas, marcadas por el umbrárae- la pantallAclel televisor o la computadora. -13We'rfas ST 'ventanas cLuenpa_permiten ver e ir más allá de los límitesielesació físico de la casa y más allá, incluso,déra imaginación. Encender, conectarse, es desde luego trascender el espacio físico. Pero, aun en un mundo de impresos, es, como siempre ha sido, entrar en un territorio marcado que ofrece la vislumbre de algo sagrado; corriente pero ultramundano; poderoso en su capacidad de darnos la ilusión, y a veces la realidad, de un control conquistado y ejercido; poderoso, también, en lo que a menudo se le cree capaz de hacernos. En verdad, ¿dónde diablos tiene el poder personal otra cosa que un doble filo? Alcanzar también es ser alcanzado. Nuestras luchas por los medios, tanto las privadas como las públicas, son luchas por este umbral. En el Reino Unido, los radioteledifusores aceptan las restricciones de lo que se conoce, perceptivamente, como el umbral, la hora hechizada, las nueve de la noche, cuando se supone que los niños ya no ven televisión y los emisores quedan liberados de algunas de las li itaciones en materia de decoro. ambién el tiempo ene sus pue-tra-s-. as angustias que alimentaron y fianciaron las investigaciones mediáticas desde su coienzo mismo, a partir quizá de los estudios del Payne und sobre el cine en la década de 1930, pero muy innsificadas en la era de la televisión, se basan en este temor de que cosas inaceptables atraviesen un umbral. (Y más recientemente, con las líneas telefónicas de chat, las carteleras electrónicas y las redes globales pornográficas o políticamente inadmisibles, esas angustias se han vuelto aun más visibles. Hoy tememos ser ya incapaces de controlar umbral alguno: ni el de la nación ni el de la casa. El temor a la penetración y la contaminación es intenso. Los ritos y derechos de paso. Volveré a este tema. Nuestra preocupación por la seguridad y el hogar está inevitablemente acompañada de las inquietudes por protegerlo. En mi ejemplo del comienzo de este ca-

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pítulo, la madre tal vez haya estado más interesada en apagar el televisor para ahorrar electricidad que para evitar un mal necesario en otras circunstancias. Pero para la hija el aparato formaba parte de la casa. Su familiaridad, y acaso hasta los sonidos distantes de las cortinas musicales de los programas favoritos, eran suficientes para brindarle confort, electrónicamente difundido pero, no obstante, real, aunque sólo fuera para ella. Como lo indica Agnes Heller (1984, pág. 239), el hogar es la base de nuestras acciones y percepciones, cualquiera sea el lugar en que nos encontremos: «Esencial para la vida cotidiana promedio es la conciencia de un punto fijo en el espacio, una posición firme desde la que "procedemos" (. . .) y a la cual regresamos a su debido momento. Esta posición firme es lo que llamamos "hogar" (. . .) "Volver a casa" debería significar: regresar a esa posición firme que conocemos, a la que estamos acostumbrados, en la cual nos sentimos a salvo y donde más intensas son nuestras relaciones emocionales». ¿Y cuando no podemos volver a casa? ¿Y cuando estamos en movimiento, desplazados por las guerras, la política o el deseo de una vida mejor? Con nuestros medios, podemos llevar con nosotros algo del hogar: el periódico, el video, la antena satelital, Internet. En este sentido —y se ha convertido en un tropo familiar de gran parte de las teorizaciones recientes sobre la nueva era de la información—, la casa se ha transformado en algo virtual, sin ubicación, y puede mantenerse con esas características. Un lugar sin espacio, como compensación, tal vez, de los momentos en que vivimos en espacios que no son lugares. Cuando no podemos ir a casa. ¿Qué se preserva y protege en estos espacios intensos y vulnerables, conectados [on-line] y desconectados [off-line], reales y virtuales e imaginados, que llamamos hogar? 149

La memoria y el hogar se hallan decisivamente interrelacionados. Gaston Bachelard (1964, págs. 6, 15) escribe: «Los recuerdos del mundo externo tendrán la misma tonalidad que los del hogar. Y al evocar estos, aumentamos nuestra provisión de sueños; nunca somos verdaderos historiadores y siempre un poco poetas, y la emoción quizá no sea otra cosa que la expresión de una poesía perdida. »Así, al abordar la casa con la preocupación de no romper la solidaridad de la memoria y la imaginación, podemos tener la esperanza de hacer que otros sientan toda la elasticidad psicológica de una imagen que nos lleva a una inimaginable profundidad (. . .) la casa es un refugio para las ensoñaciones, la casa protege al soñador, la casa nos permite soñar en paz (. . .) La casa donde nacimos es más que una encarnación del hogar, también es una encarnación de los sueños». Hogar. El receptáculo de la memoria y la cognición. Las vidas que se vivieron en él, compartidas por las familias, tanto nucleares como extensas, y la familiaridad de habitaciones y tecnologías, representan en conjunto un maletín para lo cotidiano, sus historias y sus recuerdos: sobre todo, tal vez, los de la infancia. Nuestras experiencias del hogar están determinadas por las circunstancias materiales de nuestra vida cotidiana y el modo como se recuerdan y evocan. Las historias del hogar corren como venas a lo largo del cuerpo social. Y e›Sas his as y---g§tjúoqd m ¡os. Piensen en su propia infancia y adolescencia, y cuán a menudo un fragmento musical, un personaje de una telenovela e incluso el relato de un gran acontecimiento noticioso convoca, como un perfume, un mundo. Pienso en las mías. La pantalla de un televisor blanco y negro en la sala. La coronación de Isabel II. La radio de transistores debajo de la almohada. Los programas de la infancia: Journey into Space, Two-way Family Favou-

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rites, Cisco Kid, Quatermass and the Pit, In Town Tonight, The Six Five Special, Potter's Wheel, Radio Luxembourg. Compartir ese mundo con nuestros coetáneos, reflexionar sobre el pasado que evoca, es conectarse con el otro, domesticar un pasado que puede ser compartido. Pero también es incorporar los recuerdos de los medios a nuestra propia biografía, a los recuerdos del hogar, buenos, malos e indiferentes. Estas son las experiencias formativas: el hogar como ~ro iie-diáriSdo y los medios como un espacio domesticado. legüros en ellos, podemos soñar. Sin ellos estamos desnudos. Dentro de ellos son posibles ciertos tipos de nociones: las cosas de nuestra vida cotidiana que damos por descontadas. A través de ellos surgen lenguajes privados y morales personales; las historias e identidades compartidas de quienes reivindican un sueño singular de la casa. O lo desean. O proyectan en la fantasía y la apetencia esos sueños de mundos que se han perdido. También aquí son centrales los medios. Puesto que con la modernidad llegó la dislocación, y como si se tratara de compensar esa desarticulación material, el movimiento de poblaciones, la desintegración de las familias, llegaron los medios. Del púlpito al periódico, del carnaval al cine, del vodevil a la radioteledifusión: los medios masivos. Compensaciones por la pérdida del hogar, que trasladan las imágenes y reivindicaciones de este al espacio público y las proyectan continuamente para el barrio y la nación. La versión que presenta Walter Benjamin de este movimiento es la privatización del interior burgués decimonónico. Esos espacios domésticos inmaculados e inmaculadamente controlados en los cuales se construía y proclamaba el mundo. «El salón era el palco en un teatro mundial» (Benjamin, 1976, pág. 176), un espacio desde el cual podían reclamarse las imágenes y la información de un espacio público, y al mismo tiempo se era capaz de decidir qué excluir. Para Raymond Williams (1974), los medios respondieron a una segunda

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ola de confianza burguesa, cuando las familias se mudaron de la ciudad a los suburbios. El tema volvía a ser la privatización, dado que el sistema de radioteledifusión apareció para facilitar la dispersión de las poblaciones: unir el hogar privado a uno público; a decir verdad, redefinirlo como un espacio en el que la radioteledifusión era esencial, y definir una versión específica del hogar como apropiado para el manejo de la vida cotidiana. En primer lugar la radio, luego la televisión: «La radiodifusión significa el redescubrimiento del hogar. En estos días en que la casa y el hogar han sido en gran medida abandonados a favor de una multitud de otros intereses y actividades externos, con la consiguiente desintegración de los lazos y afectos familiares, parece que esta nueva convicción puede hasta cierto punto volver a poner el techo parental en su antiguo lugar habitual, porque todos admitirán que este es, o debería ser, una de las mayores y mejores influencias sobre la vida» (C. A. Lewis, 1942, citado en Frith, 1983, pág. 110). ¿Y ahora? Los hogares son vulnerables a la historia. Esto no forma parte de la ecuación de Bachelard, pero difícilmente podamos ignorarlo. Y las puertas, como he señalado, pueden tanto abrirse como cerrarse. Hoy, los hogares son políticos. Es preciso reinventarlos continuamente. Y los medios se movilizan, como ocurre con muchas tecnologías, para ir al rescate de una institución que, según se estima, ellos mismos están socavando. Qué paradoja escarmentadora. No obstante, es posible sugerir que casi todos nuestros impulsos regulatorios, los que se enfrentan con la propiedad de las industrias mediáticas por un lado y los que conciernen al bienestar de la familia por el otro, están preocupados por la protección del hogar. Lo que los vincula es, desde luego, el contenido: las imágenes, sonidos y significados que se transmiten y comunican diariamente, y sobre los cuales los gobiernos creen tener 152

cada vez menos control. El contenido es importante porque se presume significativo. Por banal que parezca, se considera que los melli2s2plaulrtantes debido al nte ejercen sobre nosotros, en casa ueden tanto quebrantar como resguardar el santuario. Esa es la lucha. Esa es, también, la líichá por la familia; una lucha para protegerla en su inocencia y su centralidad como una institución en la que presuntamente coinciden las morales públicas y privadas. Una lucha por el control, una lucha que propagandistas y publicistas entendieron y aún entienden. Y una lucha que también entienden los padres, cuando discuten con sus hijos los hábitos de espectadores de estos o el tiempo que pasan conectados en línea, y que define en parte, según las diferencias de edad y de género, la política particular de las familias. Las investigaciones realizadas bajo la dirección de George Gerbner (1986) en la Universidad de Pennsylvania a lo largo de varios años sugieren que quienes miran televisión con mayor intensidad, una actividad que definen como «predominante», comienzan a articular una visión de su mundo que es singularmente la de la propia televisión, ya que representa el mundo, en efecto, en términos que están un tanto alejados de las realidades de su vida cotidiana. El mundo es visto a través de la lente de la televisión, por así decirlo, y como consecuencia, sostienen los investigadores, esos espectadores convencionales son más ansiosos, más temerosos y más conservadores. Estos descubrimientos quizá no sean sorprendentes una vez que admitimos que cualquier medio dominante, con mensajes más o menos consistentes —esto es, ideológicos—, tiene probablemente algún efecto sobre quienes lo consumen. Y la televisión se ve aquí como una amenaza para la casa y el hogar, al menos en su forma actual. Estos hallazgos llevan agua al molino de los reformadores morales y mediáticos, para quienes los medios son la fuente de gran parte de los males, si no de todos ellos. Sin embargo, semejante ingenuidad moral y metodoló153

gica es insostenible, en especial hoy, cuando nuestros medios se extienden más allá del poder de control de los difusores, y más allá de la capacidad de la televisión de definir sus términos, tanto comerciales como de referencia. Regular los contenidos empieza a parecer un imposible. Y así prosigue la política de los medios, aun cuando las premisas en las que se basa sean inadecuadas y contradictorias. Esa política se preocupa sobre todo por el poder de abrir y cerrar puertas, y controlar los derechos de paso. Se preocupa por el control de las rutas y medios de acceso comerciales, y por las tecnologías y la codificación de los conversores digitales.* Se preocupa por la propiedad de los multimedios y el poder del capitalismo global de dominar las nuevas frecuencias digitales. Se preocupa por la capacidad de los medios de promover o romper la vida en la casa, preservar las culturas nacionales y domésticas, y posibilitar el cultivo de esa idea de lugar sin la cual nuestra humanidad es vulnerable, una idea de la ubicación independiente del sitio en que podamos realmente estar. Y estudiamos los medios en su domesticidad debido a nuestra preocupación general por los límites que rodean esa domesticidad, y las amenazas específicas que nos plantean la pantalla y el umbral electrónico. Desde luego, se considera que la nueva ideología de la interactividad, que subraya nuestra capacidad de extender el alcance y el campo de acción y controlar, por medio de nuestras propias decisiones, qué consumir, cuándo y cómo, promete revertirlas. Se saluda en ella la posibilidad de deshacer un siglo de difusión de uno hacia muchos y la progresiva infantilización de una audiencia cada vez más pasiva. Es la expresión de un nuevo milenarismo. Se trata de las ideas utópicas de la nueva

era en la cual se cree que el poder, al fin, ha pasado a manos de la gente: de la gente, vale decir, de quienes tienen acceso al mouse y el teclado, y pueden controlarlos. Hay en este campo cuestiones más amplias, por supuesto, que seguiré abordando, tanto en esta sección como en el resto del libro. Y al hacerlo intentaré mantener dentro de mi propio marco las paradojas del poder mediático y la capacidad, igualmente paradójica, que tienen los individuos de utilizar los medios en su vida diaria para comprender esa vida e informar y articular la experiencia. Comenzamos en la casa y en ella terminamos, en el deseo o la realidad. Los medios comprometen y modelan nuestro sentido doméstico y nos permiten señalar los pasajes hacia atrás y hacia adelante, en el tiempo y el espacio. Y posiblemente aún sea así, incluso en las sociedades y los momentos de la historia en que el hogar parece una causa perdida: cuando las poblaciones se ven obligadas a huir; cuando culturas enteras parecen estar al borde del abismo. Todavía necesitamos_las_mi: tos del eterno retorno; y los medios son una de sus fuentes decisivas.

* En el original, set-top decoder, también llamado «caja negra». Se trata de un dispositivo que permite que un televisor analógico normal reciba y decodifique señales digitales. La denominación set-top se debe a que por lo común se ponen encima del televisor. (N. del T)

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11. La comunidad

Vivimos en medio de otros. En eso radica nuestra humanidad. En eso radica, también, nuestra capacidad para la inhumanidad. Vivimos en barrios y en grupos de amistad y parentesco. Vivimos como integrantes de mayorías y minorías étnicas, como miembros de regiones y naciones. Compartimos valores, ideas, intereses y creencias y nos identificamos con aquellos cuyos valores, intereses y creencias son como los nuestros. Compartimos pasados, así como el presente inmediato: nuestras biografias entrelazadas con historias y fundidas por la memoria. Encontramos nuestras identidades en las relaciones sociales que se nos imponen y en las que buscamos. Las exteriorizamos diariamente. Sentimos la necesidad de pertenecer. Y necesitamos la confirmación de que en efecto pertenecemos. ,Construimos 1 eas o re a que cosa pertenecemos, y la definimos y comprendemos en las imagenes aue tenemos de ella o en las qué se nos ofrecen. Necesitamos que se nos recuerde y confirme constantemente que nuestro Sel -i-tido i de pert-e-henciasrinestr Imliosos. Tré modo que participamos en actividades que nos reúnen, actividades que pueden tener muy pocos objetivos al margen de reunirnos. Aveces, ese sentido de pertenencia es opresivo. Los límites y las barreras que nos resguardan también nos restringen. No obstante, detestamos que nos excluyan. Podríamos abandonar un grupo un día sólo para incorporarnos a otro al día siguiente. Nos distinguimos de quienes son diferentes de nosotros y creamos o encontramos los símbolos, desde banderas hasta equipos de fútbol, para expresar esas diferencias. En rigor, esa diferenciación es esencial si —

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pretendemos reconocer y definir nuestros rasgos distintivos. De vez en cuando, lo hacemos de una manera muy agresiva: la necesidad de distinguirse de otros se convierte en el deseo de suprimirlos. Es demasiado arduo tolerar las diferencias. Llamamos «comunidad» a estas experiencias contradicor -t—iiádjfa vida social. Se trata de un término desciírifiVó-y-v-álorativo. En un momento, una observacion benévola y neutral sobre la vida aldeana. Un instante después, un llamado a las armas. En un momento, un marco para el análisis de las continuidades y cambios de la vida social. Un instante después, el núcleo de un lamento por la pérdida de todo lo que se percibe como bueno y verdadero. Soñamos con la comunidad. Con los elementos comunes y las realidades compartidas que la apuntalan. Soñamos con una vida con otros; la seguridad del lugar, la familiaridad y la protección. A decir verdad, es dificil pensar en la comunidad sin un ámbito; sin una percepción de las continuidades de la vida social que se fundan, literalmente, en el lugar. La comunidad, entonces, es una versión del hogar. Pero es pública y no privada. Debe buscarse y a veces ericontrarSeénJI espacio entre la casa y la familia, y la sociedad en general. La comunidad siempre implica una demanda. No es sólo una cuestión de estructura: de las instituciones que permiten la participación y la organización de la pertenencia. También es una cuestión de creencia, un conjunto de demandas de ser parte dé algo: una serie de demandas cuya eficacia se concreta, preci~mente, en el hecho de que las aceptamos. Las eólnüriidádes se viven. Pero también se imaginan. Y, como ro Señaló célebremente el sociólogo norteamericano W. I. Thomas, si la gente cree que algo es real, ese algo lo es en sus consecuencias. Las ideas de comunidad rondan entre la experiencia y el deseo. Como lo indicó Kobena Mercer (1996, pág. 12), cuando se trata de comunidad «a todo el mundo le gustaría pertenecer a una, pero nadie está del todo seguro de qué -

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es». Esta incertidumbre es el producto de una sensación de pérdida, pero también de desasosiego: que el mundo en que hoy vivimos, un mundo de experiencia fracturada, cultura fragmentadora y movilidad social y geográfica, ha socavado y seguirá socavando nuestra capacidad de sostener la vida social de una manera significativa, segura y, acaso sobre todo, moral; en otras palabras, en algo que queremos llamar comunidad. ¿Dónde se encuentra esta comunidad? ¿Dónde hay que buscarla hoy? ¿De qué depende: de qué tipos de actividades y compromisos personales y sociales? ¿Cómo debe crearse y defenderse? ¿Aún la queremos? ¿Y hasta qué punto un sentido de comunidad y, en rigor, la realidad de la comunidad, dependen de nuestros medios, como agentes de significado, comunicación, participación, movilización? Estas son las cuestiones que quiero abordar en este capítulo. Comunidad se ha convertido en una palabra pegadiza. Incorporada a la retórica de los nuevos movimientos políticos, conservadores en su mayoría, y a la de los planificadores de políticas públicas en los niveles nacionales y regionales, llegó a ser con frecuencia una excusa para la ausencia de pensamiento social. «Cuidado en la comunidad» es una contradicción donde no hay comunidades que cuidar. La Comunidad Europea es aún una fantasía política. El comunitarismo se ha convertido en un credo fundado en el supuesto de que no xiste ningún conflicto irresoluble cuando se trata de una cuestión moral o política. Y también nos enfrentamos —y esto es aquí un problema central— a la retórica de la era de la información, en la cual se afirma que la comunidad, y con ella cierto sentido de la identidad y la autenticidad, puede encontrarse no en el mundo de las relaciones cara a cara (que se estima destruido desde hace mucho por la marcha implacable de la modernidad), sino en los desplazamientos de lo real por lo electrónico y lo virtual: pasar de estar desconectado [offline] a estar conectado [on-line] y algo más. Nuevas formas de relación social, nuevas formas de participación, 158

nuevas formas de ciudadanía: todo parece posible en el espacio electrónico. Es necesario explorar estas pretensiones y también examinar de qué manera los medios y la comunidad han llegado a estar tan intensa y seductoramente entrelazados. La relación entre la comunidad y los medios es fundamental, en verdad, y tal vez desde el comienzo mismo, con la aparición de una prensa nacional, el equilibrio entre las comunidades construidas a través de la experiencia del contacto cara a cara, las continuidades de una sociedad inmóvil y la coparticipación en el espacio físico y la cultura material, y las construidas mediante lo que podríamos llamar imaginario, ha estado sometida a un proceso de cambio El descubrimiento de la comunidad imaginada por parte de Benedict Anderson, generada por el ascenso de la prensa y aun construida de nuevo cada día con la llegada y la lectura del diario matutino, describe la emergencia de un espacio simbólico compartido, el resultado de la actividad simultánea de los millones de individuos que, en estos actos de consumo literario, se alinean con una cultura nacional y participan en ella. Las mismas noticias leídas cada día y luego olvidadas: un ritual de masas celebrado en «el cubil del cráneo» (Anderson, 1983, pág. 39, que cita a Hegel); la creación de un público invisible; el surgimiento deijás-c7m-unidad abstracta y abstraída. mas impresiones masivas en lengua vernácula posibilitaron la formación de los estados naciones, creados en torno de un idioma compartido y una cultura cada vez más compartible. El periódico intensificó el proceso, producto, en gran parte, de las demandas de una nueva era imperial e industrial, una era en la cual las poblaciones en movimiento necesitan una nueva base para la comunicación y la cultura, una nueva base para la pertenencia. De modo que a medida Que los límites físicos se hacían más porosos y las restricciones institucionales más laxas, los lazos vinculantes hubieron de buscarse cada—vez más en el reino de lo simbólico, donde en rigor terminaron por encontrarse. 159

Desde luego, la composición de las comunidades siempre fue tanto simbólica como material. Se las define por las minucias de la interacción cotidiana, así como por la efervescencia de la acción colectiva. Se actúa sobre ellas y se las actúa. No obstante, sin su dimensión simbólica no son nada. Sin sus significados, sin creencias, sin identidad e identificación, no hay nada: nada a lo cual pertenecer, en lo cual participar; nada que compartir, nada que promover y nada que defender. Como sostiene Anthony Cohen (1985, pág. 16): «El referente esencial de la comunidad es que sus miembros dan o creen dar un sentido similar a las cosas, ya sea en general o con respecto a intereses específicos y significativos, y que, además, suponen que ese sentido puede diferir del atribuido en otros lugares. Así, la realidad de la comunidad en la experiencia de la gente es inherente a su adhesión o compromiso con un cuerpo común de símbolos». (

Las comunidades, por lo tanto, se definen no sólo por lo que se comparte sino por lo que se distingue. Y en su comprensión ocupan un lugar central la existencia, la naturaleza y el poder de los límites trazados para distinguir una comunidad de otra. Carácter común y diferencia. Pero no necesariamente uniformidad. Y ningún absoluto:

«El triunfo de la comunidad consiste en contener esta variedad [de conductas e ideas] de tal modo que su discordancia inherente no subvierta la coherencia aparente que expresan sus límites. (. . .) El punto más importante de este argumento es que esa relativa similitud o diferencia no es una cuestión de evaluación "objetiva": es una cuestión de sentimiento, una cuestión que está en la mente misma de los miembros» (Cohen, 1985, pág. 20). Cohen plantea esta idea como un argumento general pertinente para la comunidad, no sólo para comunida160

des históricamente específicas, no obstante lo cual es difícil no creer que la capacidad misma de plantearlo, así como su creciente pertinencia, son el producto de una era moderna en la cual la colunidad,precisa v emp íricamente, llegó a construirse.en.los textos y símbolos de la vida cotidiana: en los significados media_ ,públicos tizados de la cultura Jectrónica. Permítanme profundizar en el argumento de Cohen, porque hacerlo nos llevará al corazón de las cuestiones que es preciso plantear acerca de los medios. Entre ellas es fundamental la del límite Y también la participación en el ritual. Los límites definen, contienen y distinguen. Dentro de ellos, los individuos encuentran significados compartibles y los símbolos que llegan a representar la comunidad tienen igualmente un vigoroso papel en su definición. Los rituales implican un comportamiento simbólico. Participamos en actividades que están preñadas de significado. Los rituales nos reúnen, en nuestras diferencias, bajo el paraguas de un conjunto común pero poderoso de imágenes e ideas que son los mecanismos para afirmar y fortalecer nuestra singularidad, y que nos permiten distinguimos de aquellos, nuestros vecinos, de cuyo modo de vida deseamos tomar distancia y excluirlo. Los rituales son esenciales para la comunidad que, al expresarse y reflejarse en ellos, es esencialmente una reivindicación de la diferencia. La conciencia de los límites simbólicos de nuestra cultura y su dramatización cuando se los representa son una precondición de la creación y sostenimiento de la comunidad. Nuestros límites nos definen. Estudiamos los medios porque suponen un recurso constante para la comunidad, aunque, como lo señalaré, lo hacen a veces de una manera inesperada y contradictoria. En rigor, los medios hacen la comunidad de tres maneras: expresion„ refracción y critica, Tal vez fuera posible incluso sugerir que estas tres dimensiones de los medios y la comunidad son tanto histórica como tecnológicamente específicos. Volveré a este aspecto.

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La percepción de Benedict Anderson del papel de la prensa en la creación de una comunidad imaginada en una escala nacional es un ejemplo de cómo puede considerarse que los medios expresan la comunidad. Pero en la era de la radio y la televisión, esta capacidad y las afirmaciones favorables a ella se extienden más allá del campo de acción y el alcance de la palabra impresa. La radio, esto es, la radiodifusión pública, fue el medio por excelencia de edificación de la comunidad nacional. El Tratado de Versalles señaló una divisoria de aguas en el status de la nación en Europa, y el período de posguerra contempló el surgimiento, para bien y para mal, de ideologías e instituciones dedicadas a la construcción de comunidades nacionales fuertes y singulares. La radio se convirtió en una parte crucial de este proceso, y lo hizo de una manera consciente. La BBC, bajo la dirección de John Reith, promovió esta concepción quizá de la forma más benigna. El uso que hizo Hitler de la radio fue, desde luego, otra historia. No obstante, ambos veían en ella la capacidad de proveer una materia prima simbólica con la cual una nación pudiera construir una identidad compartible. Y la radio lo hizo no sólo a través de la convocatoria a audiencias dispersas y anónimas, sino al transmitirles una gama de programas, narraciones y acontecimientos altamente investidos que en conjunto proporcionaban, a quienes estaban dispuestos a escuchar, el marco simbólico para la participación en la comunidad. Creer en ello y actuar en su nombre. La programación de la BBC suministraba la estructura, en el ciclo de los horarios diarios y semanales y la difusión en vivo de grandes rituales nacionales, tanto sagrados como seculares; y suministraba el contenido en los programas que contaban los relatos de la nación, reformaban sus mitos e historias, transmitían sus sonidos y sus voces. Coronaciones, finales de copa, conversaciones; música y charla; el noticioso nocturno; lo pomposo, lo trivial y lo trascendente; algo para todo el mundo. 162

La singularidad y consistencia de los destinatarios de la radio, aun en su variación, eran una expresión precisa y una reivindicación de la comunidad. En tiempos de guerra —cuando los puños desnudos se aprestaban, y aún se aprestan, a la lucha—, es transparente. La ideología es reemplazada por la propaganda. La comunidad debe ser movilizada. Pero en los primeros años, y hoy, los medios de radiodifusión fueron capaces de proporcionar, en su mayor parte de manera discreta, aunque no necesariamente siempre con completo éxito, el cemento social que es la comunidad. Esta fue y es la nación que se expresa, se crea y se sostiene, se define en su singularidad y su diferencia. El límite es a la vez lingüístico y técnico: el inglés la lengua, el Reino Unido el territorio y la frontera de la transmisión. Pero el límite también se define y se defiende, desde luego, en la creación de una realidad simbólica, en la suposición de su pertinencia y en la búsqueda de su poder. Los límites de la comunidad también pueden definirse de otros modos, en los cuales los medios son igualmente fundamentales. Mientras que en la expresión mediática de la comunidad podemos detectar una agenda singular, tanto política como social, y ver, en esas reivindicaciones comunitarias, un franco llamado a la identificación y la participación, la experiencia de la comunidad es menos directa, y esta se refracta de un modo que con frecuencia dista de ser obvio. Anthony Cohen destaca el fenómeno de la inversión simbólica, la manera como «la gente no sólo marca un límite entre su comunidad y otras, sino que también revierte o invierte las normas de conducta y los valores que "normalmente" marcan sus propios límites. En estos rituales de inversión, la gente se comporta de manera muy diferente y colectivamente lo hace de modos que se supone aborrece o que suelen estar proscriptos» (Cohen, 1985, pág. 58). Hay aquí una enorme agenda. La mejor manera de ocuparse de ella tal vez sea volver a Jerry Springer. El 163

hombre y su programa son vilipendiados. No obstante, tienen una vasta audiencia. Y han producido gran cantidad de imitadores. La televisión diurna norteamericana es confesional de cabo a rabo y el virus se difunde. Como expresión particular de las profundidades a las que descenderá la cultura popular tiene pocos parangones, no obstante lo cual la cuestión es precisamente ese descenso. La cultura popular siempre tuvo capacidad para la inversión. El carnaval era simplemente su expresión más visible. Las sociedades encontraban contención, y las comunidades, persistencia, gracias a rituales a menudo claramente limitados en los cuales era posible representar y proclamar todo cuanto era antagónico a lo dominante o cuanto se presumía como tal en la cultura de la época. La transgresión y la trascendencia implicaban el descenso y la inversión y, mientras no se escaparan de las manos, eran toleradas, e incluso alentadas. Para un antropólogo, esos momentos y acontecimientos son profundamente funcionales. Los Señores del Desgobierno gobernaban y en sus proclamaciones fortalecían perversamente el poder de lo simbólico y de la autoridad que la comunidad tenía sobre sus miembros; y el poder del ritual permitía a estos identificarse en el espejo, al percatarse de lo que los hacía diferentes y especiales. Una experiencia a compartir y dramatizar. Significados a sostener. Un sentido de pertenencia. En nuestros tiempos de medios masivos lo popular aún está en acción, y esa función ritual, en la cual los valores e ideas de una comunidad se reflejan invertidos, todavía se sostiene. Hagamos a un lado, por el momento, la crítica que ve esta situación como la estrategia deliberada de un capitalismo dominante y una sociedad totalitaria, y consideremos qué podría estar pasando y cuál es su pertinencia para una comprensión de la comunidad. Hay continuidades históricas y culturales entre la prensa popular y las manifestaciones más recientes de la televisión popular. Los tabloides y la prensa amarilla 164

no fueron siquiera sus iniciadores. La imprenta dio pábulo a una procaz y sediciosa literatura en lengua vernácula, así como produjo la literatura religiosa e intelectual. Y estas diversas manifestaciones de lo popular proporcionaron un ámbito para la definición de límites en el que los valores dominantes se transgredían y subvertían constantemente pero, en ese mismo proceso, eran en su mayor parte afirmados. Las clases y las culturas encontraban sus rasgos distintivos en esos textos y manifestaciones simbólicas de la comunidad. En esos lugares y tiempos resultaba posible decir y hacer cosas que en otras circunstancias habrían sido inaceptables, pero que tenían una relación estructural con lo que se reconocía como específicamente normal. En tales lugares y tales tiempos era posible jugar y actuar a contrapelo, y en el hecho de compartir ese juego y en esas actuaciones se afirmaba y reivindicaba la solidaridad, tanto dentro del grupo actuante como en la comunidad en su conjunto. Aunque lo popular, desde luego, no era sólo un ámbito de contención sino un estímulo para el cambio social y cultural. ¿Qué sucede en los programas de Springer, si no la proclamación ritual de lo no dicho y lo indecible en la vida social, a través del testimonio personal y el conflicto interpersonal dramático? En Springer se despliegan el incesto y la infidelidad, la transexualidad y las transgresiones de todas clases, que se representan por medio de conflictos extremadamente ritualizados delante de un invitado y la audiencia participante; los actores pertenecen, en su mayor parte, a la infraclase [underdass] de la sociedad moderna: negros urbanos, blancos pobres del sur, hispanos de segunda generación, cuyas culturas son negadas y reprimidas y a quienes se ha ofrecido y otorgado este espacio para que den su propia versión del desgobierno. En este caso, los límites se transgreden y, al mismo tiempo, se afirman en la transgresión. El espacio para Ta inversión se definec"aidamente, no sólo mediante el tiempo disponible para cada programa, sino a través de .

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la homilía de conclusión del propio Springer, en la cual se reintegra lo anormal a las formas dominantes de realidad o se lo justifica contra ellas: los valores y creencias que el conductor espera que su audiencia entienda y comparta. A decir verdad, es poco lo que queda librado al azar. Y en la expectativa de que la audiencia entienda la relación entre lo que ve y lo que sabe se reivindica cierto sentido de la comunidad. Aquí, esta se refleja a través de la lente de los medios. Aquí, sugiero, se definen y refuerzan los límites en torno de nuestra cultura y aquí, también, de un modo que tal vez nos parezca dificil aceptar, los medios ofrecen igualmente la vislumbre e-zeresna . b5ante. a tercera manera e «hacer» la comunidad por parte de los medios, que quiero considerar brevemente, concierne al papel de estos como críticos. Una vez más, no hay nada nuevo en el modo como los medios pudieron involucrarse críticamente en los marcos políticos o éticos que sostienen las comunidades dentro de las cuales aparecen. Ningún límite es sacrosanto. No obstante, gracias a la rápida expansión de las radios comunitarias y el crecimiento de Internet, es posible ver, irónicamente tanto en los medios masivos más antiguos como en los más recientes, una libertad para llevar adelante una agenda crítica o alternativa, desde los márgenes, por decirlo así, o desde las capas inferiores de la vida social. En este aspecto, las radios comunitarias tienen un importante papel en el mundo en desarrollo, mientras que en las sociedades industriales avanzadas la liberación del espectro y la digitalización de la comunicación crearon nuevos espacios para voces alternativas que dan cabida tanto a intereses comunitarios específicos como a lo discrepante y lo subversivo. Como resultado de estas transformaciones, lo minoritario y lo local, lo crítico y lo global, es posible sugerir que la primera y más significativa víctima será la comunidad nacional. Consideremos por un instante el caso de la televisión de las minorías étnicas en la próxima era de la transmi166

sión digital satelital y por cable, una era en la cual, al menos en principio, habrá menos limitaciones al acceso a los canales de difusión y el precio de ingreso también será relativamente bajo. Un informe publicado en 1998 (Silverstone, 1998) abogaba por la creación de un canal judío satelital o de cable en el Reino Unido. El argumento se basaba en las características particulares y la percepción de las necesidades de la comunidad judía en ese país, una comunidad con una historia de participación asimiladora en la cultura de la sociedad anfitriona, pero hoy desgarrada por la discordia y la declinación demográfica. El informe sugería que podría reanimar a la comunidad judía y revigorizar su cultura secular mediante, justamente, la creación de ese canal. En él se escucharían voces judías y se discutirían valores e ideas judías. La propuesta se consideraba como una oportunidad para la expresión y la reflexión. Pero era una oportunidad reclamada por una minoría. Otras minorías étnicas ya habían hecho o pronto harían lo mismo. Estas demandas de comunidad a través de los medios son críticas, pero en dos sentidos. Proponen una visión alternativa del papel de la radioteledifusión en la comunidad y una visión alternativa de esta última. Las nuevas demandas apuntan a la participación y la construcción de lazos más estrechos entre los elementos en línea y fuera de línea del espacio de la difusión. Pero también a las comunidades en plural: discretas, posiblemente introspectivas y con la probabilidad de generar vigorosas repercusiones sobre la calidad y el carácter de la vida pública en el próximo siglo. Es evidente que aquí hay tensiones sin resolver, que implican versiones contradictorias de la comunidad tanto en la estructura como en el contenido de los medios, y el carácter y la consecuencia del papel de estos en la textura general de la experiencia. Aquí tenemos sin duda una agenda para aquellos de nosotros que quieran estudiar los medios. «Comunidad» bien puede ser un término utilizado en exceso y mal, pero aborda algunas de las cuestiones centrales en 167

torno de lo que hace posible y aceptable la vida cotidiana. Los fundamentos conocidos para la creación y el mantenimiento de la comunidad a través de la modernidad empiezan a sufrir los efectos de la erosión. En este aspecto, los rnedios_pcupan un lugar fundamental, porque pr—o-veen los recursos smiboliEosfáritólán:el cambio como para la resistencia al cambio. Sin embargo, la agenda no se agota en el interés por la radioteledifusión de las minorías o las radios comunitarias. También hay una agenda global para la comunidad, y un nuevo medio para crearla y sostenerla. Entremos en la comunidad virtual y la vida social en Internet. Un subproducto de mi argumentación en este capítulo es el reconocimiento de que todas las comunidades son comunidades virtuales. La expresión y definición simbólicas de la comunidad, tanto con los medios electrónicos como sin ellos, se establecieron como un sine qua non de nuestra sociabilidad. Las comunidades son imaginadas y participamos en ellas con la relación cara a cara y sin ella, con contacto y sin él. Quienes proclaman que Internet hace posible una nueva era de la comunidad sostienen que esta es posible sin cercanía, y que gracias a las comunicaciones persistentes múltiples (a veces, como en la descripción que Howard Rheingold hace en 1994 de WELL,* apoyadas por ulteriores interacciones cara a cara, posiblemente cada vez más menguadas) entre un grupo autoseleccionado de entusiastas (que escriben en inglés), se crea una realidad social compartida, en la cual los individuos reciben apoyo y pueden encontrar un significado y expresar y sostener una identidad personal. No es mi intención, y me parecería bastante inútil, tratar la cuestión de si estos nuevos foros mediatizados son «verdaderas» comunidades o no. Tampoco lo es exa-

minar, elemento por elemento, cómo resultan posibles la interacción social sustentable y la fantasía colectiva en los grupos MUD y Usenet que dominan la comunicación mediatizada por las computadoras. En el último caso, es bastante evidente que, aun considerando que los participantes estaban deprimidos (Kraut, 1998), hay muchas razones para creer posible algo parecido a una sociabilidad sustentable. En realidad, estas son cuestiones para un estudio ulterior. No obstante, está claro que aún resta resolver grandes problemas, principalmente en la interfaz entre las «comunidades» 'conectadas [on-line] I desconectadas d1-a--Wries— p. , y en la capacidad de nuevas expr sociabldetróncompsalfruP ád-v-éitidios de la sociabilidad tradicionalmente mediatizadá. Como ya señalé, esto es particularmente lo que sucede en relación con el papel de los nuevos medios en la vida pública, y con su capacidad de facilitar una participación significativa en el sistema político. Volveré a estas cuestiones en el último capítulo.

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* Nombre de una comunidad virtual de hogares electrónicamente conectados, creada por ese autor. (N. del T)

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12. El planeta

La magistral novela de Thomas Wolfe, Del tiempo y el río, está dominada por la imagen y la metáfora del tren. Este, símbolo de la modernidad y de la inquietud de la juventud, empuja la narración siempre hacia adelante, hacia nuevas tierras, nuevos tiempos, hacia Norteamérica y el siglo de Norteamérica. El relato comienza con un viaje en tren, de sur a norte. Más adelante hay otro. Pero esta vez se trata de una carrera entre trenes de compañías rivales. Corren cabeza a cabeza por vías paralelas; por momentos se adelanta ligeramente uno de ellos, luego el otro. Eugene Gant observa desde el cálido y seguro interior de su vagón Pullman y ve a los pasajeros del otro tren, como estos lo ven a él: «Y se miraron unos a otros durante un momento, pasaron y se desvanecieron y desaparecieron para siempre; sin embargo, le parecía que había conocido a esas personas, que las conocía mejor que a los pasajeros de su propio tren y que, tras haberlas visto durante un instante bajo cielos inmensos e intemporales, mientras se precipitaban a través del continente hacia mil destinos distintos, se habían rozado, pasado, desvanecido, pero recordarían esto para siempre. Y pensó que la gente de los dos trenes también sentía esto: se adelantaban lentamente unos a otros y sus bocas sonreían y sus miradas se mostraban amistosas, pero le parecía que había cierta pena y aflicción en lo que sentían. Puesto que, tras haber vivido juntos como extraños en la inmensa y hormigueante ciudad, ahora se habían encontrado sobre la tierra eterna, se habían abalanzado para pasarse mutuamente durante un momento entre dos puntos del 170

tiempo sobre los brillantes rieles, y nunca más volver a encontrarse, hablarse, conocerse, y la brevedad de sus días, el destino del hombre, fue en ese instante saludo y despedida» (Wolfe, 1971, pág. 473). Wolfe publicó esta novela en 1935. Estaba ambientada en la década de 1920. Posiblemente la inició el ferrocarril: una nueva tecnología de comunicación que abría continentes a la gente común y definía el carácter particular de nuestra modernidad, ese peculiar y paradójico desequilibrio de movimiento y estasis, de reconocimiento y alienación, de lugar y falta de lugar, de tiempo e intemporalidad, de conexión y desconexión, de lo frágil y lo efimero, de ganancia y pérdida. Transporte y comunicación. Viaje, comercio e imperio. Ferrocarril, telégrafo, teléfono, radio, cine, televisión, Internet, unión de la modernidad y la globalización: desde el vapor hasta las válvulas, los transistores y los chips. Un proceso continuo de dominación, extensión y abstracción, mientras la tecnología achica progresivamente el planeta. Lo que hoy definimos como globalización y pregonamos como un gallardo mundo nuevo liberado por las maravillas de lo electrónico y lo digital tiene una historia. Una historia de la máquina, una historia de las instituciones e industrias que se desarrollaron en torno de la máquina y una historia de las cosas, la gente, las noticias, las imágenes, las ideas, los valores que fueron transmitidos por la máquina. Y puesto que la globalización tiene una historia, debemos tener la cautela de no atribuirla exclusivamente a la condición posmoderna. Hasta cierto punto, la globalización es un estado mental; se extiende tanto como la imaginación. Los mapas del mundo, en sus distintas proyecciones, siempre propusieron representaciones de lo que se sabe, se cree y se pretende a nuestro alcance. Todos tenemos nuestros propios mapas del mundo y de nuestro lugar dentro de él. 171

Pero la globalización también es una realidad material. La industria, las finanzas, la economía, la organización política, la cultura, actúan juntas y separadas sobre el espacio global y el tiempo global y son construidas por ellos: transgrediendo límites, trascendiendo identidades, fracturando comunidades, universalizando imágenes. Y los medios permiten y simultáneamente representan este proceso. Hasta tal punto que cada vez lo damos más por sentado. Damos por sentado que nuestras llamadas telefónicas y correos electrónicos llegan al otro lado del mundo en segundos, que las imágenes en vivo de catástrofes y partidos de fútbol y las telenovelas de las horas muertas del día pueden verse en las pantallas de todas las ciudades del globo. Y damos por sentado que, como lo señaló alguna vez Joshua Meyrowitz, «la televisión acompaña hoy a los niños a través del planeta aun antes de que tengan permiso para cruzar la calle» (Meyrowitz, 1985, pág. 238). Sin duda, vivimos en una era global. El mundo es literalmente nuestra ostra. Es una era en que las relaciones temporoespaciales van a ser reemplazadas por las relaciones espaciotemporales, la historia se retira frente a la geografía y esta ya no necesita el espacio material para justificar su existencia. Harold Innes, mentor de Marshall McLuhan, veía estos cambios como un resultado directo de cambios en la naturaleza de la comunicación. Otro tanto hacía McLuhan, quien acuñó, con presciencia pero inexactamente, la expresión «aldea global» para describir lo que creía ver. Y tras él, James Carey y Walter Ong proporcionaron juntos un marco dentro del estudio de los medios, que situaba el cambio tecnológico en el centro del asunto. Nuestra capacidad de conectar, comunicar, informar y entretener instantánea, insistente e intensamente dondequiera y en todas partes, tiene profundas consecuencias para nuestro lugar en el mundo y nuestra capacidad de entenderlo. Aquí y ahora hay una razón, si ya no teníamos una, para estudiar los medios, por su papel en todo esto, en la facilitación y transformación de las relaciones 172

sociales y culturales en la escena mundial y la significación que poseen para nosotros mientras nos ocupamos de nuestros asuntos cotidianos en ese mundo. La globalización es el producto de un orden económico y político cambiante, en el cual la tecnología y el capital se han combinado en un nuevo imperialismo multifacético. Habría que tener la precaución de no insistir demasiado en la capacidad de expansión infinita del capitalismo, y reconocer sin duda su fuerza destructiva cuando se trata de la comunidad. Pese al visible desmenuzamiento en los bordes, en Malasia, Rusia y América del Sur a medida que se acerca el milenio, su historia de posguerra constituye la historia de un extraordinario éxito. Es imposible ignorar los desequilibrios e inequidades que marcan la economía global, pero es igualmente imposible ignorar su capacidad de reproducción y expansión continua. Los últimos cincuenta años fueron testigos de la transformación de la capacidad productiva del capitalismo global. El paso de una economía nacional fordista a una economía internacional posfordista puso el proceso de fabricación y distribución más cerca del consumidor: más receptivo, cada vez más motorizado por la demanda, con actitudes diferentes para con los trabajadores y grandes consecuencias para la industrialización del mundo. Hay quienes describen el cambio como el paso del capitalismo organizado al capitalismo desorganizado. El capital, sin embargo, opera hoy en un escenario mundial de un modo que era imposible imaginar hace apenas algunos años: desplazamiento de las mercancías, desplazamiento de la mano de obra, desplazamiento de las plantas de una región a otra con escasa consideración de las necesidades de las economías locales o los deseos de los gobiernos nacionales. Siempre justo a tiempo. Hay una conmovedora creencia en la racionalidad de todo esto, pese a lo cual sus consecuencias más obvias —la incapacidad de las naciones para entender sus economías, por no hablar de controlarlas; los costos sociales que genera la inseguridad del empleo, y 173

la vulnerabilidad creciente de las interdependencias financieras y económicas globales— han producido un mundo cada vez más alterado. Quienes abogan por el libre comercio, tanto en materia de tuercas y tornillos como de música y películas, tienden a dominar ese comercio, y en el mundo de la posguerra el capitalismo y la globalización han ido de la mano; se necesitan mutuamente. El flujo libre e instantáneo de información los facilita, desde luego; un flujo que exige una nueva economía política para su comprensión y control, un flujo que tuvo profundas consecuencias sobre el modo de funcionamiento de las organizaciones en el tiempo y el espacio, un flujo que, según muchos creen, tendrá a su vez profundas consecuencias sobre la identidad de las culturas y las sociedades y su capacidad de sobrevivir. Las industrias culturales fueron algunas de las primeras en globalizarse: causa y consecuencia del encogimiento del planeta. Hollywood aún es el paradigma. De modo que cuando hablamos, como lo hago y seguiré haciéndolo aquí, de los tipos de libertades que las culturas minoritarias y los intereses locales todavía tienen que conquistar para contribuir a la cultura global o apropiarse de ella, es preciso que recordemos —en el caso de que no lo hagamos— los términos según los cuales se maneja el comercio. Aún es preciso que señalemos la escala y el alcance del control ejercido dentro de las industrias culturales por las multinacionales, aunque sus sedes estén en Berlín, Tokio o Londres y no en Atlanta o Seattle. Y aunque señalemos —como, una vez más, debemos hacerlo— la falta de coincidencia exacta entre la propiedad y el contenido, la ecuación no siempre resulta favorable a la diversidad y la apertura. En términos generales, Sony no produce cultura japonesa para el planeta. Produce la cultura de Hollywood y lo que alguna vez se llamó tin-pan alley.* Queda muy * Nombre de un lugar de Manhattan donde entre fines del siglo XIX y principios del siglo XX se concentraron los editores de

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poco de los terrenos comunes globales. Casi todos fueron cercados. Lo que me interesa aquí es la globalización como una fuerza cultural mediatizada y su relación con la experiencia. La percepción que tenemos de nuestro lugar en el mundo depende, por supuesto, del modo como vivimos en él y de cómo lo vemos. En este aspecto, me aventuro a sugerir que entramos y salimos constantemente de nuestra cultura global. Pasamos de los marcos locales de referencia, la habitualidad de lo cotidiano, el barrio, la localidad, a tiempos y espacios que tienen una referencia y una definición más extensas. Lo hacemos tanto en nuestro trabajo como en el tiempo libre. Lo hacemos en el espacio fisico y en el espacio simbólico. Lo hacemos voluntariamente y bajo amenaza. Y en esos movimientos, los movimientos de individuos y grupos, reclamamos constantemente el derecho a ser nosotros mismos, reclamamos identidad, reclamamos una porción de lo poco que, en efecto, queda de los terrenos comunes globales. Intrusos, cazadores furtivos, terroristas, todos. Y a veces exitosos. Los autores identificaron esta situación como un proceso de flujo invertido: de lo local e individual a lo global y colectivo, y no al revés. Señalan la capacidad de las culturas locales —las más de las veces y muy en especial las culturas musicales— de extenderse al espacio global y modificarlo. Señalan el poder simbólico ejercido por la industria fílmica de Bombay o las telenovelas brasileñas. Sin embargo, es probable que «flujo» sea una denominación equivocada. «Goteo» sería quizá más acertado, y aun así no sin lucha, no sin un constante cambio de significado. La música de Soweto según se expresa en el mbube de Ladysmith Black Mambazo ingresó en el espacio global con la hoy clásica apropiación que Paul Simon hizo de ella en su álbum Graceland. Todas las ambigüedades y contradicciones música popular. Por extensión, el tipo de música allí producida.

(N. del T)

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de un movimiento semejante son visibles en este caso: una carga permanente sobre la cultura musical popular global, y un cambio dentro de ella; la visibilidad de las voces y armonías de las minorías en la misma cultura, y no obstante una transformación del sentido y la significación una vez que esas voces abandonan el municipio. Y también podemos preguntarnos qué efectos tiene esa visibilidad global sobre la música local y su capacidad de mantener lo que podríamos llamar, si fuéramos suficientemente ingenuos, su autenticidad. En lo que Arjun Appadurai (1996) llama paisaje mediático [mediascape], la globalización es un proceso de traducción. Creemos que la información financiera trasmitida al instante entre Londres y Hong Kong o Singapur es la misma cuando llega y cuando sale. Creemos que Hollywood o Disney son iguales en París o Penang que en Poughkeepsie. Creemos que las noticias del mundo son las mismas en cualquier lugar en que se reciban. Pero sabemos que no lo son. Sabemos que los significados viajan rápido y lejos, pero no viajan ni inocente ni invulnerablemente. Sabemos que las imágenes satelitales transmitidas en vivo desde el Golfo durante la guerra cuentan una historia aquí y otra muy distinta allá, y que con el tiempo la historia cambiará en ambos lugares. Y como lo he indicado, sabemos que las culturas, las culturas locales, las culturas minoritarias, culturas agresivas cada vez más defensivas, tienen aún la capacidad de trabajar con los significados que llegan de otros lugares, y también de contribuir a ellos. ¿Qué significa lo global para los diferentes grupos y culturas existentes en su interior? Hay aquí una tensión: entre las fuerzas de la homogeneización y la fragmentación; entre la blanda aceptación y la resistencia; entre el consumo y la expresión; entre el temor y el favor. Las culturas híbridas que se constituyen tanto en el centro como en la periferia del sistema mundial, culturas aún significativamente modeladas por las políticas culturales nacionales, surgen en todos los niveles. Y nosotros, porque estas son nuestras culturas, nos ve176

mos enfrentados a una interacción constante de la identidad y la diferencia. En un momento Coca Diet, y un minuto después hígado en trozos. La generalización resulta imposible o, si no imposible, no excesivamente interesante. La frágil unidad del orden económico mundial no se expresa de manera automática ni en un orden político ni en un orden cultural uniformes. Quienes hablan del distanciamiento espaciotemporal o la comprensión espaciotemporal como denominador común de lo global, y encuentran en uno u otro o en ambos un apuntalamiento, así como un debilitamiento ontológicos de nuestra capacidad de vivir en el mundo, proponen una abstracción demasiado grande. La desinserción, «el "levantamiento" de las relaciones sociales de los contextos locales de interacción a través de trayectos indefinidos de espacio-tiempo» (Giddens, 1990, pág. 27), tiene una larga historia en la modernidad, por un lado (como lo ilustra el fragmento de Thomas Wolfe), pero ni siquiera hoy es de ninguna manera una experiencia global uniforme. Considérese la cantidad de teléfonos, televisores y computadoras per capita en Soweto, e incluso la capacidad del hombre y la mujer comunes de ese lugar para participar de manera significativa en la economía global, y reflexiónese sobre lo que podría significar lo global, en sus variaciones y su diferencia. No. Estudiamos los medios porque necesitamos reconocer las ambigüedades y contradicciones de la cultura global y las culturas globales. Y también los estudiamos porque necesitamos saber cómo funcionan realmente las culturas globales. Necesitamos saber, asimismo, qué se debe hacer para preservar y fortalecer los intereses de las minorías. ¿En qué sentido vivimos realmente en una cultura global, y de qué manera los medios nos facilitan o nos dificultan hacerlo? Quiero ocuparme de esta cuestión con referencia al papel de los medios en los grupos desaventajados o marginados por la cultura dominante, minorías cuyo 177

lugar en la cultura y la sociedad globales se define, tanto positiva como negativamente, por su dislocación y su participación en lo que se ha reconocido como una de las dimensiones decisivas de la vida social a fines del siglo XX: la diáspora. Antaño, la diáspora era singular. Describía la dispersión de los judíos después de la caída del segundo templo de Jerusalén, una dispersión que los llevó a los rincones remotos de lo que era por entonces el planeta: el norte de Africa, Iberia, la India y Europa, tanto oriental como occidental. Hoy, la diáspora es plural. Describe los numerosos movimientos de poblaciones globales a lo largo y a lo ancho del globo. El final de la Segunda Guerra Mundial encontró a millones de personas desplazadas a través de toda Europa. Desde entonces, ese movimiento se convirtió en continental, dado que las poblaciones y las culturas se han trasladado de un lugar a otro, atraídas por las oportunidades laborales u otras ventajas, empujadas por la pobreza, el hambre o la agitación política. Afirmar que estas poblaciones, en cierto modo, fueron absorbidas, asimiladas por sus anfitriones e incluso por una cultura global uniforme sería, en su mayor parte, cometer un notorio error. A decir verdad, la política global contemporánea es en grado significativo una política en la cual las minorías, desplazadas hace poco o no tan poco, buscan, y buscan defender, no sólo el derecho de existir materialmente, sino de mantener su propia cultura, su propia identidad. Reiteremos que esto puede tener y ha tenido consecuencias tanto malas como buenas. Pero lo que une estas distintas actividades es la idea de que las poblaciones involucradas son al mismo tiempo locales y globales: locales en cuanto se trata de culturas minoritarias que viven en determinados lugares, pero globales en su alcance y esfera de acción. No tanto comunidades como redes: redes que enlazan a los miembros en diferentes espacios, diferentes ciudades, redes que enlazan a los dispersos con quienes, en algún sentido del término, se quedaron en casa. 178

Redes que, en rigor, actúan cada vez más a través de los medios. Las poblaciones desplazadas, punjabíes en Southall, judíos marroquíes en Burdeos, turcos en Berlín, albaneses en Milán, mexicanos en Sacramento, chinos en Toronto, griegos en Melbourne, irlandeses en Boston, cubanos en Miami, pueden mantener lazos con otros grupos similarmente desplazados alrededor del mundo y también con sus países de origen. En un breve pero sugerente artículo, que explora la mecánica y las implicaciones de este proceso y lo que el autor llama «medios interdiaspóricos», Daniel Dayan (1998) enumera los diversos modos tradicionales y «neotradicionales», según los califica, gracias a los cuales los grupos dispersos pueden mantener y efectivamente mantienen su propia versión de la cultura global. Esos modos se extienden desde la producción y circulación de boletines, casetes de audio y de video (producidos tanto comercial como domésticamente), iconos sagrados y otros pequeños medios, hasta el intercambio de cartas, llamadas telefónicas, fotografias y viajeros, y la constitución de redes interdiaspóricas por parte de organizaciones religiosas o políticas con programas específicos. Y esto sin mencionar su participación en los grandes medios masivos de comunicación que facilitan cada vez más, gracias al cable y el satélite, el acceso global a la programación local en televisión y radio y, por supuesto, en Internet. Cada uno de estos aspectos es la manifestación de un medio específico que permite la formación de redes globales. ¿El resultado? Cierto grado de conexión. La imposibilidad del exilio. La capacidad de las minorías, por doquier, de ser minorías en todas partes. La capacidad de las culturas de sobrevivir, tal vez, cuando en otras circunstancias no podrían hacerlo, aunque en el proceso se transformen inevitablemente. Hay aquí cuestiones relacionadas, desde luego, con el paso del tiempo y con las diferentes experiencias de la primera, la segunda y ulteriores generaciones de migrantes; con el uso de distintos medios y su papel en la formación y 179

re-formación de culturas minoritarias en los espacios adversos de las sociedades anfitrionas y los marcos globales. Desde este punto de vista, la globalización es un proceso multifacético y, sobre todo, cuestionado. No se trata del coto exclusivo de las elites ni de los medios globales, sino de un ir y venir de identidades e intereses, movilizados y articulados a través de un espacio cada vez más electrónico pero aún dependiente de los movimientos reales de distintas poblaciones a lo largo del espacio y el tiempo, y vulnerable a ellos. Las minorías tienen que negociar su diferencia tanto en los contextos locales como en los globales. Los medios proporcionan recursos para ello: tanto los medios que ellas generan como los que reciben; los medios de su propia cultura y los de la cultura anfitriona. Lo que surge es, claro está, algo nuevo: un cosmopolitismo menor, una nueva hibridez cambiante, reflejada y expresada en los medios, viejos y nuevos. Esto es lo que dice Marie Gillespie al concluir su estudio de los medios y la identidad en la diáspora sudasiática en el oeste de Londres: «a medida que articula nuevos tipos de relaciones temporales y espaciales, la globalización de las comunicaciones y las culturas transforma los modos de identificación disponibles en las sociedades. Consumidores productivos utilizan los medios para mantener y reforzar los límites, pero también para crear nuevos espacios compartidos en los cuales puedan surgir formas culturales sincréticas, por ejemplo "nuevas etnicidades". Estos procesos son desparejos y sus consecuencias, imprevisibles, pero probablemente de peso. No es posible, empero, examinarlos en abstracto o a la distancia» (Gillespie, 1995, págs. 208-9). En todos estos sentidos, la globalización es un proceso dinámico Las conexiones están allí; sólo falta establecerlas. Las culturas se forman y re-forman en torno de los estímulos posibilitados por las comunicaciones globales. El estudio de Gillespie pone de relieve el papel 180

de la televisión y particularmente del video cuando permiten a los inmigrantes parentales de primera generación mantener lazos con sus países y culturas de origen y conservar así cierto contacto, aunque a mucha distancia, con la tradición; mientras que los mismos medios permiten a sus hijos resituar, redefinir un espacio cultural en el que coinciden los Mahabharata,EastEnders y MTV. Desde luego, la globalización es contradictoria tanto en sus efectos como en sus significados. Cuando Kenneth Starr puso en Internet su informe al Congreso estadounidense para que el mundo lo viera y fuera luego reproducido en las primeras planas y las pantallas de televisión de los medios mundiales, fue instantáneamente global, como si en cierto modo hubiera un jurado global al cual apelar. Los taxistas de todas las ciudades del mundo preguntarían a sus pasajeros qué opinaban. La situación se convertiría en un chisme global. Si esto es lo que McLuhan quería decir al hablar de aldea global, es posible entonces que tuviera algo de razón. Un acontecimiento compartido. No obstante, al descender a las entrañas de las culturas nacionales, locales, regionales, étnicas, religiosas y privadas, sus significados y su significación se fragmentan. Desde el Talibán hasta Trinidad, no puede presumirse una coherencia de interpretación. Tampoco puede suponerse que la singularidad del acontecimiento, su presencia global, genere en cierto modo una respuesta uniforme. El tópico tal vez sea global, pero se convierte en un recurso para la expresión de intereses e identidades locales y particulares. De modo que podríamos preguntarnos qué pasa con este sentido de lo global cuando se enfrenta a nuestra experiencia cotidiana. ¿Cómo puedo entender, cómo entiendo mi lugar en este mundo global? ¿Cuánto puedo tolerarlo? ¿Cuánta responsabilidad puedo asumir? O, más precisamente, ¿cuánta se me pide que asuma? ¿Cuán profunda es esta globalización? ¿Es en sí 181

misma un «como si» de la representación mediática? ¿Depende de la separación crucial e inoportuna de la cultura y la sociedad? Hacer estas preguntas es, por supuesto, plantear un conjunto de cuestiones morales y políticas que no pueden responderse simplemente, aunque volveré a discutirlas en la última sección de este libro. Pero es plantear la cuestión de la globalización a la inversa de su formulación habitual. Puesto que muchos consideran que la globalización motorizada por los medios es el fundamento de una política global, de una ciudadanía global y, en rigor, de una sociedad global. La televisión y, sobre todo, Internet, proporcionan el espacio global para el tráfico global de imágenes, ideas y creencias que, manifiestamente, pueden compartirse. Como si ver y oír fuera entender. Como si la información fuera conocimiento. Como si el acceso fuera participación. Como si la participación fuera eficacia. Como si las comunidades de interés pudieran reemplazar a las comunidades interesantes. Como si la charla global, tanto la sincrónica como la asincrónica, fuera comunicación. Viajamos, como los pasajeros de Wolfe, en una infraestructura global, y nos pasamos unos a otros como ladrones en la noche. Momentos de reconocimiento, momentos de identificación. Conexiones efímeras con acontecimientos y vidas distantes. Algunos los reclamamos. Algunos los movilizamos Algunos los mantenemos a prudente distancia. Acontecimientos que ocurren en todo el planeta se ven y se discuten en nuestras pantallas. De vez en cuando nos afectan profundamente. Quizás estimemos que exigen una respuesta: un regalo, una donación a la beneficencia, la compra de otro diario. Y allí hay cosas que tenemos que aprender, que tenemos que llevarnos a casa. Sitios de Internet, páginas de inicio, para el fatigado ciberviajero. Hay votos que tenemos que emitir y opiniones que tenemos que expresar, y un poder que aún debe ejercerse. Lo global es frágil. La economía global está atada con alambres. La organización política global aún está 182

por nacer. La cultura global se ve pero no suele escucharse. Los estados sobreviven. El regionalismo avanza. Los conflictos sociales son endémicos. Pero —siempre hay un pero— nuestra imaginación abarca el planeta de modos novedosos y tangibles. Los medios lo permiten, porque proveen la materia prima de ese trabajo imaginativo. Lo que sigue en discusión es cómo puede fijarse lo imaginario en los cañamazos de la vida cotidiana y, una vez más, qué papel podrían tener los medios en la empresa. Ese es el tema de la próxima sección.

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Comprender

Esta sección se refiere a la comprensión [making sensel y la fijación de significados. En ella me ocupo del lugar central de los medios en lo que respecta a nuestra capacidad de crear y sostener un orden en la vida cotidiana y la de encontrarnos y posicionarnos dentro de él. Los medios se han convertido en indispensables para esa empresa. Nuestros conocimientos mediáticos crean un contexto en el cual la referencia y la reflexión, las reiteraciones constantes del sentido común y las características definitorias de la modernidad, deben ser aludidas en la presencia y representación ubicuas de los medios. Una vez que sabemos leer, ¿cómo podemos ignorar el libro? El orden y el desorden son temporales, espaciales y sociales. La clasificación implica medir la diferencia y la similitud, en el tiempo y el espacio, y gradualmente. Tanto las culturas como los individuos están involucrados. Nuestro sentido común y nuestros tópicos son nuestras piedras de toque de la realidad: donde hay que encontrar y justificar nuestro orden. Los medios son, en una medida significativa, la materia prima, las herramientas, pero también el producto de nuestro trabajo con ellas: en conjunto, la arena, la pala, el castillo y la bandera de la vida cotidiana. En ese sentido los medios son esencialmente reflexivos. __ _ Y en ese sentido, targbién, estaríamos perdidos sin ellos ! Pero el proyecto de los medios no carece de ironías y contradicciones. Profundamente arraigado en el tejido del orden social, tal como lo está, proporciona a la vez un camino hacia la realidad y una barrera contra ella. Nuestra vida en el mundo subjuntivo de los medios ma,

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sivos exige un reaseguro constante. La textura de la experiencia, la que informa y respalda nuestras acciones, necesita una atención continua. La verdad y validez de lo que vemos y oímos, y lo que sentimos, debe someterse a prueba, constantemente. Siempre hay distorsiones y conflictos irresolubles. Hay cosas que no vemos con claridad y cosas que confunden. Es preciso que lo entendamos, que entendamos cómo contribuyen los medios a nuestras certidumbres e incertidumbres habitadas, como individuos y como miembros del mundo social. Las dimensiones clave del proceso social, las que nos sitúan en el espacio, el tiempo y la identidad, las que nos permiten manejar el riesgo, la historia y la presencia de los otros, ya no están, si alguna vez lo estuvieron, libres de mediatización. Nuestro alcance conceptual e imaginativo es ilimitado y esto se percibe, desde luego, como una liberación y una restricción. Como lo sugerí en más de una oportunidad, la expansión hacia la historia, la expansión a través de los continentes, es una expansión que transforma a medida que captura. La tradición entra en conflicto con la traducción. La identidad, con la comunidad. El sentido, con la sensi• idad. Lo que sigue es una exploración de tres dimensiones de la capacidad de los medios de suministrar un marco para el manejo de la vida social y la búsqueda de seguridad e identidad en lo cotidiano. Confianza, „llenania, otredad: todas son fundamentalee z s para espróyecto social básico, y todas se definen y modifiaii-d-ec- isivamente en nuestras relaciones con Ios medios, en todos sus aspectos. Todas implican la creación y el mantenimiento de valores, y lo que planteo es, implícitamente, la cuestión del valor. Voy, por lo tanto, tras algo quizá muy intangible pero que, a su manera, es lo más fundamental. Una percepción de los medios como una de las formaciones raigales de la sociedad moderna, sumergida en las profundidades de nuestra humanidad para afectarla intensamente.

fbil

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13. La confianza

Hago clic en Amazon.com , la librería de Internet. «¡Garantizamos la seguridad y facilidad de sus pedidos!». Una página tranquilizadora. Nunca tendré que preocuparme por la seguridad de mi tarjeta de crédito, dado que todas las transacciones están protegidas en un cien por cien. Estoy a resguardo de cualquier gasto no autorizado. La combinación de la garantía de Amazon y la ley de facturación justa de créditos de Estados Unidos limita mi obligación a cincuenta dólares y la librería me cubrirá por cualquier suma que los exceda, «si el uso no autorizado de (mi) tarjeta de crédito no se debiera a (mi) responsabilidad» (aunque al parecer sólo si la transacción se realiza en Estados Unidos). Me aseguran que los números no mienten• más de tres millones de clientes compraron con tranquilidad en Amazon sin que hubiera fraudes con las tarjetas de crédito. Y que la tecnología es segura. El Secure Server Software (SSL), la norma de la industria, codifica toda mi información personal, a fin de que no pueda leerse «mientras viaja por Internet». Si aún estoy preocupado, todo lo que tengo que hacer es ingresar los cinco últimos números de mi tarjeta de crédito y me darán instrucciones para hacer el pedido por teléfono. ¿Estoy tranquilo? ¿Qué pasa aquí? Me piden que confíe en un sistema abstracto. Me dicen que mi dinero estará a salvo, y mi identidad, protegida. Nadie sabrá qué pido. Ni uno de mis dólares irá a parar a las manos equivocadas. Me piden que tenga fe en la tecnología. Me dicen que el gobierno federal me protegerá de lo peor. Y me proponen una metáfora tranquilizadora del proceso: que la información que he pro187

porcionado está realmente viajando con seguridad a través de una red. Puedo, porque tengo la edad suficiente, imaginarme una versión electrónica de aquellos recipientes que se desplazaban por los tubos de vacío de las grandes tiendas en lo que hoy parece otra era: dinero doblado que volaba hacia su destino, la contaduría en el sexto piso y luego el vuelto con un recibo manuscrito. ¡Zuuum! Nada demasiado problemático en todo esto. Ni entonces ni ahora. Y aun si hay algún problema, aun si en cierto modo la ausencia de una persona o una voz en la transacción electrónica, la falta de reconocimiento de mi humanidad e identidad, el hecho de no admitir que yo sea tal vez algo más que una mera abstracción, aun si todo esto sigue siendo perturbador, entonces puedo telefonear. Puedo volver a una infraestructura tecnológica con estoy familiarizado (aunqUe.alguna_vez tarn ti -ei- desconfiado de ella). Puedo transmi- btérpidál tir mi voz a una grabadora y, de cierto modo, sacarme el aguijón de la sospecha. Pero, ¿si todavía desconfío? Si de alguna manera mi percepción de todo el proceso aún está condicionada, no por metáforas de seguridad sino de caos, por visiones de líneas que se cruzan y de paquetes que desaparecen en el éter, como mi asistente de Microsoft Office '97 cuando decido desactivarlo con un clic. Si no percibo un destino, o un norte y un sur. Si no creo en absoluto en la solidez y seguridad del mundo electrónico. O si imagino, al contrario, que hay un poderoso sistema informático que entrecruza los datos de todas las transacciones electrónicas que hice en mi vida, con el resultado de que empezaré a recibir correos__de propaganda que procuran hacerme comprar más cosas. Si imagino que me reconstruyen como unaTe—s-pecie de versión cibernética de mí mismo: un consumidor digital, compuesto en su totalidad de bits y bytes y pruebas incriminantes, para ser vendido al próximo proveedor de información comercial o política. Si en el pasado tuve que luchar denodadamente con facturas telefónicas que siempre parecían duplicar 188

lo que yo creía tener que pagar. Si no logré efectuar la transición de una tecnología a otra. Si lo nuevo es desconocido y amenazante. Si aún deseo aferrarme a las seguridades del contacto cara a cara y al polvo de mi librería local. Si todavía necesito tocar para negociar. ¿Qué pasa, entonces? No puedo obligarme a confiar. La confianza no es un acto de la voluntad. Al contrario. Es a la vez una precondición y una consecuencia de una transacción como la que podría hacer con Amazon.com o cualquier otra transacción continua y habitual con un banco, un supermercado o un agente de viajes. O, en rigor, con cualquier otro actor de mi espacio social. Y la confianza, en este mundo intensamente mediatizado, es a la vez socavada y restablecida por los propios medios. Aquí, como en otras partes, los medios son centrales; no sólo en su capacidad de representar la confiabilidad de acciones e interacciones y plantear un reaseguro con esas representaciones, sino en su íntima participación en la comunicación, en la interfaz en la que se posibilita, o no, la confianza. Esta, como lo señala Partha Dasgupta (1988, pág. 50), es una mercancía frágil. Sin confianza no podemos sobrevivir. Como seres sociales, económicos o políticos. La confianza es esencial para el manejo de la vida cotidiana; para nuestra percepción de la seguridad personal en un mundo complejo; para nuestra capacidad de actuar, llevarnos bien con nuestros semejantes, compartir, cooperar, pertenecer. ¿Cómo la manejamos? ¿Qué papel juegan los medios en ese manejo? ¿Qué puede decirnos el estudio de los medios sobre la creación y sostenimiento de la confianza en nuestro mundo global? ¿Y qué es la confianza? «confiar en una persona significa creer que, cuando tenga la oportunidad, probablemente no se comportará de una manera perjudicial para nosotros, y la confianza será típicamente pertinente cuando al menos una parte tenga la libertad de decepcionar a la otra, suficiente189

mente libre para evitar una relación riesgosa y suficientemente obligada a considerar la relación como una opción atractiva. En síntesis, la confianza interviene en la mayoría de las experiencias humanas, aunque, desde luego, en proporciones muy variadas» (Gambetta, 1988, pág. 219). Así dice el economista Diego Gambetta. La confianza resulta significativa cuando tengo que emitir un juicio acerca del comportamiento de otra persona para conmigo en condiciones en las que no puedo verificar qué ha hecho esta antes. Para que la confianza sea pertinente, los otros deben tener una posibilidad de traicionarnos. La confianza es un recurso para hacer frente a la libertad de los otros. La confianza básica tiene su origen en la experiencia de la infancia; en rigor, en las primeras experiencias de la infancia. El psicoanalista británico D. W. Winnicott desarrolló una teoría del individuo que pone en su centro una explicación de la capacidad de sentir y estar seguro en el mundo. La «seguridad ontológica», una vez más la precondición y la consecuencia de nuestra aptitud para la confianza, surge como resultado de las consistencias del cuidado que un padre brinda a un hijo en los primeros meses de vida, y el desarrollo correspondiente del tipo de confianza en uno mismo, así como en otros, que se desprende de ese cuidado. La seguridad ontológica es una condición fundada en nuestro ser en el mundo, y a la vez lo posibilita. Aprendemos, inconscientemente y si tenemos la suerte suficiente, a confiar en nuestros primeros entornos y, en especial, en quienes los pueblan. Aprendemos a distinguirnos de los otros, a poner a prueba el límite entre realidad y fantasía, a iniciar el largo proceso que nos permitirá hacer un aporte a la sociedad en que vivimos, gracias a las consistencias del cuidado y la atención que recibimos. Esa confianza mantiene a raya la angustia. Nos permite manejar lo que de lo contrario sería un mundo complejo eternamente amenazante, en el cual 190

tendríamos que hacer frente a todas las interacciones como si fueran la primera, donde la experiencia no contaría en absoluto y no seríamos capaces de distinguir la realidad, la honestidad y las buenas intenciones de sus opuestos. En la mayoría de nosotros, la mayor parte del tiempo, la actitud natural en el mundo que damos por sentado es la que nos permite mantener el juicio mientras transcurren la vida y los afanes diarios. Las rutinas, los hábitos, los refuerzos cognitivos y emocionales —constantemente reafirmados—, las seguridades a menudo sumamente ritualizadas de nuestro paso a través del tiempo y el espacio, y las consistencias con las cuales nuestras interacciones recíprocas se adecuan a las expectativas, representan en conjunto la infraestructura de un universo moral en el que nosotros, sus ciudadanos, podemos ocuparnos de nuestros asuntos cotidianos. Gracias a que aprendemos a confiar en los otros aprendemos, de una u otra manera, a confiar en las cosas. Y, del mismo modo, gracias a que aprendemos a confiar en las cosas materiales, aprendemos a confiar en las cosas abstractas. La confianza, por lo tanto, se alcanza y sostiene a través de la habitualidad de la vida cotidiana y las consistencias del lenguaje y la experiencia. Pero hay que trabajar constantemente por esa confianza, así como nuestra participación en la vida cotidiana exige un compromiso permanente. Tenemos que hacer ambas cosas: «lo que se aprende en la constitución de la confianza básica no es sólo la correlación de rutina, integridad y recompensa. También se domina una metodología extremadamente sofisticada de conciencia práctica, que es un recurso protector continuo (aunque cargado de posibilidades de fractura y separación) contra las angustias que aun el encuentro más casual con otros está en condiciones potenciales de provocar» (Giddens, 1990, pág. 99). 191

Aquí, la contradicción entre la actividad exigida de nosotros como participantes de la sociedad para enfrentar sin cesar los desafíos que plantea la vida, y la aceptación pasiva de las estructuras del mundo autoevidente que, justo porque las consideramos por completo obvias, sugerirían que no es necesario enfrentarse conscientemente con ellos, es más aparente que real. Se requieren ambas cosas. Juntas, ambas son la precondición de la eficacia y la cordura, de la seguridad y la confianza. En un estudio anterior (Silverstone, 1994) analicé el papel de los medios en este proyecto de construcción y sostén de la confianza. Ahí señalaba el importante papel que tuvo la televisión, y la radio antes que ella, en el fortalecimiento de nuestra seguridad ontológica y de la confianza en nuestras instituciones y en las continuidades de nuestra vida cotidiana. Los medios de difusión surgieron con las grandes expansiones de los suburbios en el período de entreguerras. Su papel se intensificó durante la Segunda Guerra Mundial y, en una especie de repetición, las décadas de 1940 y 1950 contemplaron cómo la televisión, el medio suburbano por excelencia, en particular en las sociedades angloparlantes, se arraigaba profundamente en lo que todos damos por sentado como un componente esencial de la realidad experimentada. En lo que se refiere a esa seguridad, hemos llegado a depender de los medios. Confiamos en que estarán siempre y entramos en pánico cuando fallan. Dependemos de ellos para obtener información sobre un mundo al cual no tendríamos acceso si nos faltaran, y nos tranquilizan las familiaridades reiterativas de noticiosos y telenovelas: personajes que conocemos, locutores cuyas voces y caras reconocemos, estructuras de programación que entendemos, podemos predecir y, en esencia, tomamos como un hecho cierto. La televisión siempre está encendida. Los medios siempre están con nosotros. Como primer y como segundo plano. Las continuidades, el runrún del canal musical por un lado; el manejo 192

de la crisis por el otro. Pese al creciente cinismo de poblaciones demasiado sofisticadas para aceptar todo lo que leen y escuchan como un evangelio, en tiempos de dificultades, dificultades nacionales, dificultades globales, dificultades en la casa del vecino, ponemos la radio, compramos más diarios, miramos más noticiosos televisivos. Las noticias durante todo el día, aun en el mundo fragmentador del cable y el satélite, pueden verse como un intento de preservar este papel: televisión eterna, nunca fuera de alcance, siempre presente. Las noticias durante las veinticuatro horas nos vacunan contra el espanto y las entorpecedoras angustias de un mundo de alto riesgo. Desde luego, la capacidad de los medios de generar confianza es, como tantas otras cosas, de doble filo. Incitan al rechazo en la misma medida en que alientan la participación. Podemos confiar en la distancia que proponen entre nosotros y los riesgos y desafíos del mundo, así como en su estímulo a la participación. Los medios ocupan el espacio antaño habitado por la superstición y la religión, y nos permiten modelar reflexivamente nuestra autopercepción, en un cotejo con lo que vemos y escuchamos con referencia al mundo que existe en alguna parte del otro lado de la pantalla o el altoparlante, en algún punto del ciberespacio: paraíso o infierno. Los medios son sistemas abstractos en los cuales confiamos, que refuerzan nuestra disposición a confiar en otros sistemas abstractos y nos proporcionan una estructura para que confiemos unos en otros. Es discutible que esta confianza sea psicológicamente insatisfactoria, como sostiene Anthony Giddens (1990, pág. 13). Depende de lo que se compare con ella y de qué otras fuentes de confianza, incluida la personal, puedan estar o haber estado antaño a nuestro alcance. Por otra parte, es preciso decir que esa abstracción no es uniforme ni consistente. Vivimos en un raunda,en_el que las experiencias mediatizadas y no mediatizadas se entrelazan. En loá «cómo si» de nuestras relaciones con las figuras públicas en sus representaciones mediáti193

cas, en nuestras capacidades de ocupar los espacios públicos sucedáneos que de vez en cuando nos ofrecen los medios, y en lo que tomamos de las enunciaciones públicas de la moralidad y el mito para llevarlo a nuestra vida privada, los medios no son pura o exclusivamente abstractos. Tampoco funcionan sin nuestra participación activa. Más problemático es el nivel de abstracción del que depende este argumento. Puesto que en el mundo en que vivimos muchos de nosotros, esa confianza no siempre es fácil de obtener, y la confianza misma depende siempre de las vicisitudes de la historia y las circunstancias. Puede ser perturbada y socavada, así como sostenida. Por lo demás, en su creación y su ausencia, la confianza nunca es inocente. No puede ser prescripta pero sí creada, o por lo menos pueden generarse las condiciones para su creación. Yen tales actividades, en las cuales intervienen de manera decisiva tanto las organizaciones como los individuos, la confianza ha llegado a ser fundamental para el funcionamiento de las sociedades complejas, la búsqueda de la cultura, el ejercicio del poder y la creación del mercado. En las sociedades modernas y posmodernas o tardo modernas, la confianza se ha convertido en una mercancía. En un fascinante estudio, Lynne Zucker examinó su producción en el contexto del surgimiento de un nuevo orden económico e industrial en Estados Unidos en los ochenta años transcurridos entre 1840 y 1920. En argumentos que hacen eco a los de E. R Thompson (1971), y en los que discute el derrumbe de la economía moral del mundo preindustrial por obra de las fuerzas del mercado capitalista, Zucker rastrea los factores que minaron la certidumbre y la confianza en los comienzos del mercado estadounidense y en las relaciones entre los empleadores y sus empleados. La autora define_ la confianza como un conjunto de expe artir-dasporquientc rambio.Esex: pectativas, sostiene, se fundan en el hecho de compartir normas básicas de comportamiento y usanzas sociales. 194

Y como tales sufren una quiebra cuando las normas sociales se debilitan o son imposibles de sostener. A medida que las sociedades en general se complejizan y las formas tradicionales de producción de confianza —tales como los procedimientos convenidos de intercambio en las sociedades tradicionales o las definiciones locales o regionales sobre lo que debe considerarse como un mercado social en las sociedades preindustriales— son objeto de presiones, aumenta la importancia de la producción institucionalizada de confianza: «Si los mecanismos de producción de confianza se institucionalizan y, con ello, resultan más formales, la confianza se convierte en un producto vendible y las dimensiones del mercado que la comercializa determinan los montos de su producción» (Zucker, 1986, pág. 54). A raíz, justamente, de la quiebra aludida, la capacidad de reanimamiento del mercado norteamericano e incluso su mera capacidad de funcionar dependieron de su aptitud para producir confianza. Zucker describe tanto la lógica como los procesos institucionales que consolidaron el mercado para el capital. En lo que sigue me gustaría reproducir brevemente su argumento, y lo haré por una serie de razones. La primera consiste en echar luz sobre las respuestas institucionales a la crisis decimonónica de la confianza en las condiciones básicas que apuntalaban un mercado eficaz, condiciones cuya reaparición, aunque quizá no con tanto dramatismo, puede constatarse en el nuevo mercado global y electrónico del siglo XXI. La segunda consiste en desarrollar el contexto para una discusión sobre el papel de los medios en ese proceso, teniendo en cuenta que estos intervienen en dos aspectos: como instituciones que transmiten confianza a las sociedades en que son recibidas y, al mismo tiempo, como procesos en los cuales es preciso confiar. Y la tercera razón, por consiguiente, consiste en sugerir que la producción de confianza, en todos sus aspectos, no puede divorciarse de los medios y, a la inversa, que cualquier es195

tudio de estos debe, en uno u otro momento, abordar su papel en la creación de esa confianza. Zucker distingue entre las expectativas contextuales de confianza, que ya analicé en el marco de la seguridad ontológica, y que exigen un universo común que se dé por sentado y la reciprocidad de perspectivas, y las expectativas constitutivas de confianza, las reglas que definen una situación específica en la cual la acción legítima se define con mayor o menor precisión, pero de conformidad con conjuntos convenidos de expectativas a veces muy formalizadas que todos los participantes supuestamente conocen y entienden. La autora analiza luego tres modos de producción de confianza: la confianza basada en los procesos, que depende de las continuidades de la cultura y el entendimiento, como la reputación o el intercambio de regalos; la confianza basada en las características, que está atada al carácter y la identidad particular de las personas, como la familia o la etnicidad, y la confianza institucionalmente fundada que, como lo sugiere la expresión, implica instituciones, profesiones o intermediarios generadores de las condiciones para su producción y garantización. Mientras que los dos primeros modos de producción, los basados en los procesos y las características, no generan un mercado de la confianza, el tercero sí lo hace. Las instituciones que surgieron dentro del capitalismo con el objeto de crear y proteger el mercado y establecer las condiciones para su funcionamiento eficaz, también generaron un mercado de la confianza: esta se convirtió entonces en una mercancía, y sigue siéndolo. Los profundos cambios sociales que acompañaron la industrialización de la sociedad estadounidense en el siglo XIX, y especialmente la escala de la inmigración y la migración interna, engendraron un conjunto de condiciones dentro de las cuales se desintegraron las formas tradicionales de confianza, tanto las basadas en la cultura y la memoria compartidas como las fundadas en la autoridad de la persona o el grupo primario; como 196

consecuencia de ello, la economía vaciló. La fuerza laboral era heterogénea, y como resultado se debilitó la confianza entre trabajadores y empleadores. La confianza basada en los procesos y las características se limitó exclusivamente a los grupos homogéneos, entre minorías étnicas o con una base territorial. Esos dos tipos de confianza no desaparecieron y sus bases, por supuesto, sobrevivieron tanto en los contextos económicos como, sin duda, en los sociales. Pero fueron incapaces de sostener una economía cada vez más compleja y diversificada. Esta no podía sobrevivir sin fuentes alternativas de confianza. El argumento de Zucker es que la confianza sólo podía ser obra de una serie de nuevas instituciones cuya tarea era crear las condiciones para la realización de transacciones eficaces a través de los límites grupales y la distancia geográfica, y facilitar la concreción exitosa de una cantidad creciente de transacciones interrelacionadas y no susceptibles de separarse. Las instituciones que surgieron, la difusión de las organizaciones burocráticas racionales, el otorgamiento de credenciales profesionales, la economía de servicios —incluidos los intermediarios financieros y el gobierno— y la regulación y legislación y sobre todo, tal vez, la expansión de los seguros, apuntalaron en conjunto el mercado, al generar la confianza que permitía la realización segura y confiable de las transacciones. La confianza es como la información. No se agota con el uso; cuanto más hay, probablemente más haya. En rigor de verdad, se reduce con el desuso (Gambetta, 1988, pág. 234). En el mundo moderno, los medios transmiten ambas. Pero en tiempos de cambio, su capacidad de hacerlo eficazmente se debilita. Cuando los medios cambian, las certezas familiares de nuestra relación con ellos ya no pueden sostenerse. Y cuando los medios cambian y reivindican nuevos tipos de interacción y nuevos tipos de sociabilidad, las formas conocidas de nuestras relaciones mutuas, y también con otras instituciones, ya no pueden garantizarse.

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Los nuevos medios nos invitan a confiar en ellos. Nos invitan a creer en la autenticidad y autoridad de la imagen electrónica y el texto electrónico. Nos invitan a creer en su veracidad, honestidad y seguridad. Nos invitan a confiar en ellos con nuestro dinero y nuestras identidades. Nos invitan a creer en lo que vemos y escuchamos y a aceptar lo que nos dicen, como receptores más o menos pasivos de su comunicación o como usuarios activos que procuran concretar sus planes. La expectativa de participar en el comercio electrónico en Internet exige que nos apartemos doblemente: del contacto cara a cara por un lado, y de las formas conocidas y autoevidentes de mediatización por el otro. ¿Cómo puedo confiar en el otro a través de estas perturbaciones y desplazamientos? ¿Cómo puede sostenerse mi participación continua y voluntaria en los complejos asuntos de la sociedad, especialmente en su vida económica y política? Frente a esta incertidumbre, ¿cómo puedo refrenar mi deseo instintivo de retirarme, privatizar mi conducta, regresar al grupo primario, poner mi dinero debajo del colchón, mi seguridad en manos de un vigilador y mi ciudadanía en la alacena? La mercantilización de la confianza. La constatamos todo el tiempo. La vemos en el envoltorio con que nos presentan presidentes y primeros ministros y en el entrelazamiento de redes políticas. Si no confías en el mensajero y el sistema de entregas, confía al menos en el símbolo. El clásico estudio de Joe McGinnis sobre la campaña presidencial de Nixon se tituló The Selling of a President [La venta de un presidente] (1970), un reconocimiento del necesario y paciente trabajo de construirlo como una figura confiable, pese a la sombra de barba a las cinco de la tarde. Las apelaciones políticas dependen hoy de la pretendida confiabilidad de los principales participantes, una pretensión que desplaza la confianza institucional en beneficio de la confianza basada en las características. Lo llamamos «presidencialismo» y a menudo se culpa por ello a los medios y su doble papel de seductores del sistema político y seduci198

dos dentro de este. Señala, irónicamente, el verdadero fracaso de la confianza en el sistema político abstracto. Tal vez señale, por otro lado, una necesidad constante y persistente de confiar en la persona. Es sorprendente, sin embargo, que aún parezca funcionar. En el mercado, la misma señal de regresión podría parecer una indicación de desastre. No obstante, también esto está sucediendo También aquí la confianza de fundamentos institucionales es desplazada por la basada en las características, como si viviéramos realmente en una aldea global, un mercado global. Los elementos básicos de la confianza en el comercio, si recordamos que el término «comercio» puede usarse para describir la interacción tanto social como económica —reciprocidad y consistencia—, se presentan con un nuevo envoltorio. Siga la marca. La confianza se indica y proclama en el logo y la marca comercial. Eso es lo que se comercializa. Lo hemos servido bien, así que confíe en nosotros, aun en los nuevos marcos transaccionales. En el paso del comercio tradicional [off-line] al comercio en línea [on-line], la marca es el objeto transicional. El centro de una abundante actividad emocional y cognitiva. Nos brinda seguridad en un mundo confuso. Nos permite consumir. Me gustaría terminar este análisis con una serie de preguntas. Ninguna de ellas es de fácil respuesta, pero todas son fundamentales para la comprensión de los medios en la sociedad contemporánea y, en particular, de su papel cuando se trata de apuntalar e informar la experiencia, y permitirnos dar sentido y manejar el mundo que hoy nos confronta. Son preguntas que nos exigen estudiar los medios. Es más fácil desconfiar que confiar. Así como nunca es dificil encontrar pruebas de la falta de confiabilidad, es virtualmente imposible probar su imagen positiva en el espejo (Luhmann, 1979, citado en Gambetta, 1988, pág. 233). En esas condiciones, entonces, ¿cómo confiamos en que los medios, tanto los viejos como los nuevos, sean veraces, honestos, seguros? ¿Cómo sa199

bemos que ellos confían en nosotros? ¿Hasta qué punto los necesitamos como una precondición de nuestra capacidad de confianza mutua? ¿Qué nos pasa y qué pasa con nuestra sociedad cuando se comprueba la quiebra de estas relaciones de confianza? ¿Podemos confiar, como parecemos hacerlo cada vez más, en que los medios compensen la pérdida de confianza institucional generada por y a través de ellos? ¿Qué instituciones se necesitan hoy para asegurarnos que en nuestro nuevo ambiente electrónico se generen y protejan relaciones sociales, políticas y económicas confiables? Volveré a estas preguntas en el último capítulo de la obra.

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14. La memoria

Al parecer, vivimos cada vez más sin historia. El pasado, como el presente, está fracturado por la división y la indiferencia. El mundo tardo moderno se reinventa noche a noche a través del drama histórico y la memoria falsa. Las tradiciones llegan tardía y lánguidamente. La reminiscencia es un callejón sin salida. Hemos perdido el arte de la memoria. No obstante, somos lo que recordamos, como naciones y como individuos; y la memoria es hoy el ámbito de luchas por la identidad y la posesión de un pasado. Luchas enconadas que se centran en memoriales, monumentos y museos. Luchas enconadas para que el pasado no se olvide; para que el presente lo reivindique, y para que el futuro reivindique el presente. Pero, ¿qué pasado, y de quién? Con la decadencia de la cultura oral, nosotros mismos ya no necesitamos recordar colectivamente. Tenemos para ello registros y textos —aides-mémoire, médias de mémoire— que apartan la memoria de los funcionamientos internos de la mente. La memoria oral era tanto una técnica como un recurso. Una la fijaba para la persuasión y el control; el otro le permitía crecer a través de las generaciones, sostenida por rituales públicos y relatos privados. Historias, no fragmentos. Creencias, no fantasías. Referencias, no representaciones. Con el ascenso de la escritura y la ciencia, la memoria colectiva y personal se convirtió en un objeto: un objeto que había que fijar e investigar, cuestionar y analizar. Tanto la historia como el psicoanálisis son ciencias del pasado, aunque a menudo en discrepancia. En ambos, la memoria se convierte en algo así como un jugue201

te. Plástico y arcilla. En rigor, se supone que la historia borra la memoria, la hace superflua gracias a las certezas de las narraciones establecidas, las fuentes documentales y la tiranía de los hechos. Abstracción más que recuerdo. Y se supone que el psicoanálisis investiga la memoria, indaga en su poder y su alteración. La memoria es energía, tanto creativa como destructiva de la individualidad, del yo. En consecuencia, para la historia y el psicoanálisis la memoria es, a lo sumo, un recurso; y ni la historia ni el psicoanálisis ofrecen certezas. Su autoridad está sujeta a cuestionamientos. En rigor, la autoridad de cada uno de ellos es cuestionada por la autoridad del otro. La historia cuestiona al psicoanálisis en el tema del síndrome de la memoria falsa, y el psicoanálisis cuestiona a la historia como un relato singular y literal. La memoria, por consiguiente, recupera su significación, y su relación con la historia, al igual que, en verdad, su relación con la mente, es inestable y cambiante. Como sostiene Raphael Samuel, la memoria, «lejos de ser meramente un receptáculo pasivo o un sistema de almacenamiento, un banco de imágenes del pasado, es antes bien una fuerza modeladora activa; que es dinámica —lo que procura olvidar sintomáticamente es tan importante como lo que recuerda— y que está dialécticamente relacionada con el pensamiento histórico, en vez de ser una especie de otro negativo con respecto a él. Lo que Aristóteles llamaba anamnesis, el acto consciente de evocación, era una labor intelectual muy semejante a la del historiador: una cuestión de cita, imitación, préstamo y asimilación. A su propia manera, era un modo de construir conocimiento» (Samuel, 1994, pág. x). Para Samuel, la memoria es lo que se hace en la rememoración, con tranquilidad o sin ella, a través del testimonio oral y el discurso compartible. En ella, los hilos privados del pasado se tejen para formar una tela 202

pública, que propone una visión alternativa, una realidad alternativa a las versiones oficiales de la academia y el archivo. Estos recuerdos inauguran otros textos, no menos históricos que los primeros pero, no obstante, otros, que surgen de lo popular y lo personal y son el producto de sus propios días. En la fluidez de esos recuerdos el pasado emerge como una realidad más compleja que singular y, como otros lo señalaron, la pluralidad misma de la memoria es la prueba de la pluralidad de la realidad y no necesariamente, en cierto sentido, un error. Los recuerdos cambian en la evocación y el relato. Son discutidos y rebatidos, aunque en algún lugar siempre se afirma que al margen de la memoria hay una realidad que actúa como juez y jurado. Pero sabemos —¿acaso no sabemos?— que los hechos históricos sólo tienen significación en cuanto son de significación, y que esta es una cuestión de valor, no de verdad (aunque la verdad, claro, es un valor). No podemos ignorar la memoria, aun cuando no sepamos ya del todo qué hacer con ella. Como muchas cosas, la memoria es hoy un problema y no una solución. Y en la conjunción de lo privado y lo público, no es sólo personal. En rigor, es, y sin limitación, política. Ese es el tema del que me ocupo en este capítulo. Mi intención aquí es señalar el carácter central de la memoria para la experiencia, tanto del individuo como de las culturas. Quiero sugerir que la memoria es aquello con que contamos, en privado y en público, para fijarnos en el espacio y, especialmente, en el tiempo. Y sugerir, también, que nuestros medios, tanto por intención como por defecto, son instrumentos para su articulación. Una memoria que es pública, popular, persuasiva, plausible y, por ende, tanto apremiante como, de vez en cuando, también compulsiva. ¿Cuáles son las implicaciones del juego con el pasado de los medios contemporáneos? ¿Como narradores, como archivos, como proveedores del recuerdo? ¿Y cómo debemos entender su poder de definir los términos y el contenido de esa memoria y esos recuerdos? 203

Mi propio pasado, no menos que el de la nación, está ligado a las imágenes y los sonidos de un pasado mediatizado. Mi nostalgia por otra época, mi propia época, se construye mediante los recuerdos de programas y anuncios vistos u oídos en la infancia. Estos son, en parte, la materia prima para compartir ese pasado con otros. Una reivindicación mutua de identidades de clase y cultura. Y puedo recordar imágenes mediáticas de grandes acontecimientos, asesinatos, coronaciones, millas corridas en cuatro minutos, así como los mismos medios tienen hoy un pasado para recordar. Pero sobre todo, a falta de otras fuentes, los medios tienen el poder de definir el pasado: presentarlo y representarlo. Pretenden una autoridad histórica en el drama y el documental: versiones del realismo cuyo único referente se encuentra en otros relatos y otras imágenes. La movilización de los testigos; la reconstrucción de situaciones y encuentros; la revelación de pruebas: la retórica de la verdad. Aquí, como en otros lugares, esa es la pretensión. Recordar. Definir el pasado. Así fue. Imagínenlo. La memoria clásica, renacentista y romántica dependía de imágenes. Imágenes para representar su estructura e imágenes para representar su contenido. Los primeros retóricos y magos erigieron modelos mentales de la arquitectura de los espacios públicos, los teatros y los paraísos como estructuras dentro de las cuales se construía la memoria y, con ello, se facilitaba la existencia de rasgos prodigiosos de memoria aplicada. Simónides, Tomás de Aquino y Giordano Bruno construyeron las elaboradas mnemónicas («mnemotécnicas», según las describe Frances Yates, 1964, 1966) para fijar el pasado y elementos mentales que, de lo contrario, eran irrecuperables. En efecto, y como lo documenta con tanta brillantez Frances Yates, el arte de la memoria se convirtió en un arte de la magia en manos de los maestros ocultos del Renacimiento; un primer ejemplo, acaso, de la poderosa combinación de la imagen, la tecnología, la metáfora y la creencia que 204

ahora, como entonces, apuntala la capacidad de construir una memoria pública y representarla. Tal era su poder para imponer la atención; tal era su poder para definir el pasado y a través del pasado, por lo tanto, reclamar el futuro. Pero a lo largo del mundo medieval las imágenes del pasado estaban en todas partes. El mundo debía leerse en su visibilidad. Los significados inscriptos en los vitrales y en las geografías sagradas de los santuarios se ofrecían a quien los quisiera. La retórica de esas imágenes evocaba simbolismos conocidos de la cultura y la creencia y al mismo tiempo estaba suficientemente expuesta para inducir los pensamientos privados del creyente e incitar, quizás, una intersección de los recuerdos públicos y privados. Y así sigue siendo. La memoria es eficaz. Los textos que nos la afirman en el espacio público, trátese de imágenes, películas o memoriales únicos, son significativos porque a través de ellos se construye una realidad que de lo contrario sería inaccesible. Y esa realidad es la que impone la atención, reclama la creencia y pone en marcha la acción. En este sentido, la «vida» y la «vida en la escritura», según las expresiones de James E. Young, están necesaria y fundamentalmente interrelacionadas. Cuando escribe sobre el Holocausto, Young rechaza la separación de historia y narración, así como la inocencia del acontecimiento no mediatizado. «La literatura recuerda la destrucción pasada al mismo tiempo que modela nuestras respuestas prácticas a la crisis actual» (Young, 1990, pág. 4). Y no sólo la literatura, y no sólo los productos culturales de la elite, por supuesto. Mis afirmaciones sobre el lugar central de los medios como piedras angulares para la construcción de la memoria contemporánea surgen de estos debates. No hay una divisoria inequívoca entre la representación histórica y la representación popular del pasado. Ambas se fusionan, a la vez que compiten, en el espacio público. Y juntas nos definen textos y contextos: para la identidad, para la comunidad y, en el aspecto quizá más 205

significativo y subyacente a ambas, para la creencia y la acción. Estudiar la relación de los medios con la memoria no es negar la autoridad del acontecimiento que es el foco de la evocación, sino insistir en la capacidad de aquellos de construir un pasado público, así como un pasado para el público. La textura de la memoria se entrelaza con la textura de la experiencia. La memoria es trabajo: nunca se modela en un vacío y sus motivos no siempre son puros (Young, 1993, pág. 2). La memoria es lucha. Y, por lo tanto, es prudente luchar por la memoria. Considérese el Holocausto. Pero, ¿cómo empezar? Tal vez, con un reconocimiento de que en este momento, este momento de la escritura, el momento en que quienes sobrevivieron ya no sobreviven, en el cual la posibilidad del testimonio se disipa en las arenas del tiempo, esta tragedia humana debe, por fin, fijarse en el tiempo. Que este es el momento en que resulta posible que una nueva generación, los hijos y las hijas, reclamen la propiedad de lo que hoy sólo puede ser el dolor aludido de la historia; un momento en que el mundo occidental está obsesionado con lo que ya no puede conocer pero, en cierto modo, y justificadamente, no desea olvidar; un momento para el memorial y el monumento; un momento en que parece haber llegado la hora de moldear los sonidos y las piedras de la memoria, de fijar el pasado, fijarlo para que todos lo vean, fijarlo para todos los tiempos. Pero ¿cómo recordamos esas terribles heridas? Durante años hubo silencio. Todo lo dicho. Bien y propiamente empapeladas las grietas de la historia. No obstante, hoy nos descubrimos recordando: forzando la memoria de los testigos y los documentos. Tanto los historiadores como los medios. Escribiendo, reescribiendo y volviendo a escribir. Los sobrevivientes y sus hijos, porque sólo los sobrevivientes pueden ver. Recordar, registrar y tratar de entender. Parece que algo nos impulsa hoy a llenar el vacío reciente con vistas y sitios, sonidos, palabras e imágenes. 206

A ignorar la proscripción de Adorno contra la poesía. A ignorar el mandamiento que prohíbe la imagen esculpida. A transformar lo negativo en positivo. A creer que el tiempo no puede erosionar el significado de la memoria. Los medios, desde luego, no pueden ser silenciosos. Y nosotros no podemos permitirnos olvidar. Pero, ¿qué debemos recordar, y quién tiene los derechos de la narración y la inscripción? En la ciudad de Kassel hay un monumento al Holocausto que ya no puede verse. Está hundido bajo tierra. Concebido por Horst Hoheisel, se erigió para reemplazar una fuente financiada por un empresario judío y construida en la ciudad en 1908. Como se trataba de una «fuente judía», los nazis la destruyeron en 1939, dos años antes de que el primer transporte de judíos de la ciudad partiera de la estación de trenes hacia Riga y luego más allá. Hoheisel diseñó un monumento negativo. Así como antes había una fuente, ahora hay un pozo; y lo que antes era una pirámide que se elevaba doce metros sobre la superficie, está hoy enterrado bajo la plaza. «La fuente hundida no es en absoluto el monumento conmemorativo (. . .) Sólo es la historia convertida en un pedestal, una invitación a los transeúntes que se paran frente a él, a fin de que busquen la conmemoración en su propia mente. Porque lo único que hay que encontrar es la conmemoración» (Hoheisel, citado en Young, 1993, pág. 46). Aquellos que visitan el espacio vacío y se detienen frente a él se convierten, por defecto e intención, en el monumento y la conmemoración. James E. Young, con quien estoy en deuda por esta descripción, sintetiza lo que ve como la significación de lo siguiente: «El contramonumento (. . .) obliga a la conmemoración a dispersar —no concentrar— la memoria, a la vez que concentra en un solo lugar los efectos literales del tiempo. Al disiparse en el tiempo, el contramonumento remedaría la dispersión misma de este, se convertiría más en tiempo que en memoria. Nos recordaría que la 207

noción misma de tiempo lineal supone el recuerdo de un momento pasado: el tiempo como la distancia perpetuamente medida entre este momento y el próximo, entre este instante y un pasado recordado. En este sentido, el contramonumento nos pide que reconozcamos que el tiempo y la memoria son interdependientes, están en un flujo dialéctico» (Young, 1993, págs. 46-7). En su mayoría, nuestros medios rechazan esta opción, esta posibilidad, esta reticencia. Y al hacerlo, al margen de cualquier otra cosa que hagan, funden la memoria con un tiempo específico. Se dice que, una vez monumentalmente consagrada en memoriales o museos, la vida de la memoria desaparece; que los monumentos, en la forma que fuere, pueden verse como sustitutos de la memoria, desplazamientos o negaciones. Y esto también debe ser válido para las representaciones del pasado planteadas por nuestros medios. O, al menos, es necesario que lo tengamos presente. Así, cuando indagamos en lo que hoy se produce como un llamado al pasado, a la memoria, y en particular a la recordación del Holocausto en la cultura popular y los medios contemporáneos, no deberíamos olvidar que lo que ahora creamos como memoria también está histórica y socialmente situado. Nuestras descripciones surgen de nuestras inquietudes, las preocupaciones del aquí y el ahora. No pueden divorciarse de las condiciones de su producción: como momentos de mediatización en los complejos y mercantilizados espacios de la cultura popular y la vida cotidiana. En consecuencia, el filme de Steven Spielberg, Schindler's List [La lista de Schindler] (1993), debe verse a través de la serie de velos que lo separan de su objeto. El tiempo, antes que nada. Pero luego, también una narración primaria en el libro de Thomas Kinneally, un libro que inicia ya la destilación de un horror inimaginable y en gran escala en la vida de un solo hombre y unos mil sobrevivientes. El Holocausto implicaba la destrucción masiva, y no sólo de los judíos. Tanto Kin-

neally como Spielberg relatan una supervivencia particular. Y desde luego a través de lo particular pero, como ahora es una película, también de lo general. La secuencia final del filme, en la cual los sobrevivientes del acontecimiento, así como los actores que los representaron, surgen de una loma cubierta de hierba como si para todo el mundo fueran extras de The Sound of Music [La novicia rebelde], arrastra al espectador hacia una narración de esperanza, sentimiento e inmortalidad. Aparta este relato de los horrores de sus imágenes de lo desconocido y, en rigor, lo incognoscible, para llevarlo a la comodidad de lo familiar. Esto es Hollywood en acción. Hollywood que «presta testimonio». Spielberg que «cuenta la verdad» (ambas citas en David Ansen, «Spielberg's obsession», Newsweek, 20 de diciembre de 1993, págs. 114, 112, citado en Zelizer, 1997). Y lo que Hollywood hace con la memoria es contenerla. Le extrae su aguijón. Mucho se ha dicho, en relación con esta película y la posterior de Spielberg, Saving Private Ryan [Rescatando al soldado Ryan] (1998), sobre la honestidad y veracidad de las imágenes. La destrucción del gueto de Cracovia, la secuencia en las cámaras de gas, los desembarcos en la costa de Normandía, reivindican una veracidad que golpea. Esto es lo más cercano, lo más real que se puede lograr. Los sobrevivientes lo atestiguaron. Y tienen, desde luego, sus propios recuerdos. Lo que recuerda el resto, hipnotizado por las escenas de horror, es la película. Nos han ofrecido, y bien podemos aceptar, recuerdos de la pantalla, recuerdos seleccionados:* lo subjuntivo, pero también lo definitivo. No tenemos otro lugar adonde ir en el tiempo. El Holocausto se convierte en la película. La película se convierte en el Holocausto. Hay aquí muchas cuestiones, claro está. Demasiadas para estas páginas. La estrategia representacional * En el original, «screen memories, screened memories». En esta segunda utilización, screen remite a una pluralidad de sentidos: seleccionar, proyectar, tamizar, proteger. Pero también: screen memory, freudianamente: recuerdo encubridor. (N. del T)

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de Spielberg reside en el drama, la narrativa y el poder de la imagen reconstruida. No es para él la polvareda del testimonio, del testigo que lucha con su propio relato. Hay fuerza en ambas cosas, desde luego. Mientras que la primera deja poco librado a la imaginación, la segunda exige prestar atención a la palabra. Y la palabra brinda, no fuerza una imagen. El documental de nueve horas de Claude Lanzmann, Shoah [Shoah] (1985), es bien conocido por tomar el segundo camino Para él, la representación directa es un anatema. El Holocausto «es sobre todo único en el sentido de que levanta un anillo de fuego a su alrededor (. . .) La ficción es una transgresión. Creo profundamente que hay algunas cosas que no pueden ni deben representarse» (Lanzmann, 1994, citado en Hartmann, 1997, pág. 63). Al no representar otra cosa que los recuerdos de la violencia, Shoah evita los posibles peligros de los efectos desensibilizadores de las imágenes directas de esta. Lanzmann se internó en el camino sugerido por la escultura de Hoheisel y su documental; del mismo modo, es un contramonumento al Holocausto. A decir verdad, también Spielberg puso en marcha un gran proyecto de videograbaciones de testimonios privados. ¿Hay más fuerza, más honestidad en el relato del testigo o en el del narrador? ¿En los hechos o en la ficción? Demasiadas son las paradojas que hay que desentrañar aquí. Sea como fuere, lo que tenemos que enfrentar es la mediatización de la memoria: fragmentos del pasado traducidos a través del tiempo y proyectados, como si fuera en la pantalla cinematográfica, en el futuro. Los recuerdos mediáticos son recuerdos mediatizados. La tecnología ha conectado y terciado. Nos han ofrecido suplementos de la experiencia: vitaminas de tiempo. En un brillante análisis de algunos de estos temas, específicamente con referencia a la representación fílmica del Holocausto, Geoffrey Hartmann plantea un argumento más amplio, que permitirá que yo también pase de lo específico a lo general y de la textura de la 210

memoria a la textura de la experiencia. Hartmann se ocupa de la doble vida de la imagen mimética, su comodidad pero también su alteración: «En una sociedad del espectáculo, las imágenes fuertes son lo que suele decirse de la propiedad del suelo: una necesidad del alma. Si la incidencia de la memoria recuperada parece haber aumentado dramáticamente en años recientes, puede ser que las imágenes de violencia transmitidas hora tras hora por los medios, así como la difundida publicidad del Holocausto que lleva a apropiaciones metafóricas (Sylvia Plath es un caso famoso), hayan popularizado la idea de un trauma determinante. Es comprensible que muchos sientan la presión de encontrar dentro de sí mismos, y para mostrarla en público, una experiencia igualmente decisiva y vinculante, una señal de identidad sublime o terrible» (Hartmann, 1997, págs. 72-3). Volvemos a la conjunción de la historia y el psicoanálisis, lo político y lo personal, y el juego de la mediatización. Volvemos, también, al reino de la actuación. Hartmann sugiere que la preocupación de nuestros medios por el pasado, y por el pasado como trauma, está madura para la cosecha. Las imágenes antaño enterradas y hoy dramáticamente exhibidas son parte del uso general de la vida cotidiana. Todos hemos necesitado o parecemos necesitar nuestro holocausto privado para reivindicar o justificar el dolor presente. En rigor, estas imágenes y el proceso de su construcción, en el testimonio, están ahí para que las usemos como modelos y metáforas. Para hacerlas nuestras. Esto es muy inesperado. No obstante, es comprensible. Puesto que el despliegue de la memoria es también una invitación: a comparar, adoptar, apropiarse. Las experiencias de los otros armonizan recíprocamente y con las nuestras en las continuidades de su mediatización y reproducción, y como resultado, las líneas entre lo público y lo privado, el 211

yo y el otro, el presente y el pasado, la verdad y la falsedad, no son ni singulares ni claras. Estos recuerdos mediáticos están ahí para tomarlos y luchar por ellos. Toda memoria es parcial. Y lo que se ofrece en la retórica de los medios es una visión particular de un pasado que incluye en la misma medida que excluye. Por eso las batallas por la memoria se libran con tanta vehemencia; por eso otros reivindican pasados diferentes y rechazan los límites de una única interpretación de los sucesos. La historia es el yunque en el cual se forjan las identidades; la memoria es el ámbito de tantas demandas y contrademandas: a favor de la nacionalidad, a favor de la persona. Y lo que está cada vez más en juego es la historia popular, la memoria popular: el conocimiento extraoficial del cual los medios son amos y señores. Los medios nos proponen sus versiones del pasado que son, desde luego, versiones de nuestros pasados puestos a la luz. No todas estas imágenes tienen la fuerza, la resonancia o, incluso, la incomodidad del Holocausto. Al contrario. Las adaptaciones televisivas de las novelas de Jane Austen o las representaciones dramáticas de la vida en las habitaciones de la servidumbre, así como las presentaciones documentales de la vida secreta de figuras famosas, ofrecen una dieta continua de los tiempos pasados como pasatiempos. Facilitan y a la vez estorban la imaginación. Dan dignidad y la quitan. Como sostiene Raphael Samuel (1994, pág. 235), en una elocuente defensa de la industria de la herencia, la BBC tuvo que cumplir un papel crucial en la sensibilización de una nación hacia su pasado, y en particular al pasado popular, el pasado del pueblo. Comencé este capítulo refiriéndome a la percepción común de nuestra era posmoderna: que carece de historia. Tal vez esto no sea del todo acertado. Podría sugerirse que, más que una ausencia de historia, hoy la hay en exceso. Las grandes narraciones no desaparecieron; simplemente, se reconstruyeron. Se reconstruyen a diario en las pantallas de nuestros medios. Todas nues212

tras narraciones son grandes. Todas reclaman atención. Todas están sometidas a un interrogatorio y un análisis constantes. Una vez, citando a Leo Lowenthal, Theodor Adorno (1954) describió la televisión como un psicoanálisis al revés, con lo que sugería, o al menos así me parece, la capacidad de los medios de construir más que de deconstruir los estratos del inconsciente, y de reproducir seductoramente en sus programas el enmascaramiento y el reflejo de la mente. Mi argumento sugiere que los medios —sobre todo el cine, la televisión y la radio— podrían describirse igualmente bien (o mal) como historia al revés. Esos medios producen textos para la imaginación popular, igualmente estratificados e igualmente sugerentes. La memoria es la que une ambas cosas. La memoria como producto de los medios, y no sólo su precondición. La memoria como una exigencia de que nos identifiquemos con un pasado común a la vez que singular. Lo que yo afirmo es, desde luego, que no hay separación posible entre memoria mediatizada y memoria no mediatizada. Y, por consiguiente, si queremos tratar de entender cómo se entrelazan biografla e historia, tenemos que tomar en cuenta esta interpenetración. Necesariamente, tenemos que estudiar la retórica pública de la memoria de los medios.

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15. El otro

7-1 «El Otro no es en modo alguno otro yo mismo, que participe conmigo en una existencia común. La relación con el Otro no es una relación idílica y armoniosa de comunión o una simpatía gracias a la cual nos ponemos en su lugar; reconocemos al Otro como semejante pero exterior a nosotros; la relación con el Otro es una relación con un Misterio».

Emmanuel Levinas, El tiempo y el otro

Este capítulo se ocupa de los otros, la otredad, el Otro. Con O mayúscula. La O significa. Se refiere al reconocimiento de que allí afuera hay algo que no soy yo, que no es de mi hechura ni está bajo mi control; distinto, diferente, fuera de alcance, pero que ocupa el mismo espacio, el mismo paisaje social. El Otro incluye a los otros: personas que conozco o de cuya existencia jamás me enteré; mis amigos al igual que mis enemigos. Incluye a mis vecinos, así como a aquellos a quienes sólo vi en fotografías y pantallas. Incluye tanto a quienes están en el pasado como a quienes están en el futuro. En mi sociedad y en la tuya. Pero como el Otro y yo compartimos un mundo, como yo seré tu Otro en la misma medida en que tú eres el mío, aun cuando no te conozca, tengo una relación contigo. Esa relación es un desafio. Por ella, estoy obligado a reconocer que no estoy solo y que, de una u otra manera, tengo que tomar en cuenta al Otro. 214

Al hacerlo, ¿qué soy y qué hago? Una respuesta concisa consiste en decir que me convierto en un ser moral y que, al menos en principio, actúo o puedo actuar éticamente. Al tener que tomar en cuenta al Otro, me enfrento, como sugiere Colin Davis, «con verdaderas alternativas entre la responsabilidad y la obligación hacia el Otro, o el odio y el repudio violento. El Otro me inviste con una libertad genuina y será el beneficiario o la víctima del modo como yo decida ejercerla» (Davis, 1996, págs. 48-9). Sin el Otro, estoy perdido. La experiencia, por lo tanto, incluye a otras personas en ella. Y la vida entre ellas es, por definición, una vida moral, aun en su inmoralidad crónica u ocasional. En este capítulo quiero considerar esta dimensión fundamental de la experiencia, el fundamento de la vida social, e indagar en la relación de los medios con ella. Esa indagación no será particularmente fácil, sobre todo por la incomodidad que se siente en nuestros días al intentar un discurso moral. En estos tiempos relativistas, la moral misma se percibe como otro, reprensible y peligroso. Los sociólogos, como lo sostuvo Zygmunt Bauman (1989), han huido temerosos de tales debates; encuentran en lo social los orígenes de la moralidad pero no se precipitan a emitir un juicio, y ni siquiera se pronuncian. Si las sociedades son la fuente de la vida moral, cada una de ellas tendrá su propia moralidad; ¿quiénes somos nosotros para juzgar los códigos éticos de nuestros vecinos? Ese relativismo, aunque lo creamos ineludible, aunque aboguemos por su necesidad (ya que sabemos que en asuntos morales el absolutismo conducirá a la tiranía), es perturbador. Hay en la historia y en el presente bastantes momentos en que tanto los individuos como las sociedades se ven obligados a enfrentar lo que se juzga como la inmoralidad de los otros, así como la nuestra: pero ¿cómo hacer esos juicios, y cómo hacerlos coherentemente? Todo lo que hacemos, todo lo que somos, como sujetos y actores en el mundo social, depende de nuestras relaciones con otros: cómo los vemos, los conocemos, nos re215

lacionamos con ellos, nos preocupamos por ellos o los ignoramos. Verlos es crucial. Los antropólogos señalan desde hace mucho que el estudio de otras sociedades y culturas echa luz sobre las nuestras, y lidiaron asimismo con los problemas de representar al Otro en textos y relatos que en cierto modo deben pasar la prueba de la traducción de una cultura a otra. Por un lado, ¿cómo represento al Otro en lo que escribo o filmo sin exotizarlo? Por el otro, ¿cómo lo represento en lo que escribo o filmo sin absorberlo en la percepción que tengo de mí mismo? El Otro, sin embargo, puede actuar como un espejo, y en el reconocimiento de la diferencia construimos nuestra identidad, nuestra autopercepción en el mundo. Si entendemos estas diferencias, e incluso si sólo las advertimos, tenemos que tomar en cuenta al Otro. No podemos suponer que el mundo es sencillamente como lo conocemos, una simple proyección de nuestra experiencia, ni podemos borrarlo, fingir que no existe. Tenemos que admitir, en efecto, que hay cosas que no entendemos ni podemos entender plenamente. Que el mundo es misterioso, enigmático. Emmanuel Levinas, uno de los filósofos más dificiles del siglo XX, a quien ya cité al comienzo de este capítulo, construye un argumento y una visión del mundo con la moral en su centro. Pero al hacerlo no propone una versión específica de la vida moral; no propone un código, un código ético. Su filosofía se extiende en la moralidad, lo ético, como precondición de la vida social, y no como su consecuencia. El insiste en que el hecho existencial fundamental es mi ser con otros. Y áráéi- con otros tengo qué responsabilaarme por érls. Debo asumir esa responsabilidad sin ninguna expectativa de que los otros hagan otro tanto conmigo. Responsabilidad sin reciprocidad. Es un pensamiento pasmoso. Pero Levinas lo propone como la estructura primaria de la subjetividad. La moralidad es asimétrica. En este aspecto, Levinas concuerda con Dostoievski, quien en Los hermanos Karamazov escribe lo siguiente: «Todos somos responsables por todo y por todos los hom216

bres antes que nada, y yo más que todos los otros», y con el Deuteronomio (24: 17-22), en su insistencia en el cuidado del extraño, el huérfano y la viuda. A su turno, la responsabilidad exige un deber de cuidado, y sólo puedo cuidar a quienes están cerca de mí. La responsabilidad requiere proximidad, aunque no necesariamente proximidad física. De manera correlativa, la distancia significa peligro. Y la moralidad ya no se ve como la garantía necesaria del orden moral, sino como un recurso del que la sociedad dispone para explotarlo o expulsarlo. En palabras de Bauman: «La moralidad no es un producto de la sociedad. La moralidad es algo que la sociedad manipula: explota, reorienta, interfiere. A la inversa, el comportamiento inmoral, una conducta que abandona o abdica de la responsabilidad por el otro, no es un efecto del mal funcionamiento social. En consecuencia, lo que exige la investigación de la administración social de la subjetividad es la incidencia del comportamiento inmoral, y no del comportamiento moral» (Bauman, 1989, pág. 183). Decidí iniciar mi análisis de la otredad con Levinas y con sus intérpretes Colin Davis y Zygmunt Bauman, porque creo que representa un enfoque elegante, y convincente en la mayoría de sus elementos, de la moralidad, efectivamente fundado en una indagación en el status del Otro. En este aspecto, es provocativo. En este aspecto es, en sí mismo, moral. Pero la obra de Levinas es pertinente por otra razón, que Anthony Giddens (1991) da a entender en su consideración de la distintividad de lo que llama modernidad tardía, en comparación con lo premoderno y lo moderno. «Globalmente considerados», escribe (Giddens, 1991, pág. 27), «los muchos y diversos modos de cultura y conciencia característicos de los "sistemas mundiales" premodernos constituían un conjunto auténticamente fragmentado de comunidades sociales humanas. En contraste, la modernidad tardía genera una situación 217

en la cual la humanidad se convierte en algunos aspectos en un "nosotros", y enfrenta problemas y oportunidades en los que no hay "otros"». La globalización crea un mundo único; la unificación va de la mano con la fragmentación. Pero, ¿qué nos pasa cuando «no hay "otros"»? ¿Qué nos pasa cuando no vemos al otro, ya sea porque parece asemejársenos ya sea por estar tan alejado que no tiene status ni significado para nosotros? Aquí hay dos problemas. Ambos involucran, como demostraré, a los medios Ambos requieren, y desde luego este es mi argumento, que tomemos en cuenta a los medios al confrontarlos. El primero tiene que ver con la distancia. El segundo, con la subjetividad. Permítanme empezar con la distancia. Bauman es1 inequívoco. Su análisis del Holocausto y la explicación que da sobre su posibilidad se fundan en su comprensión de la capacidad de la sociedad alemana de expull sar a lóáliidí.os de suThiagiriaCión antes de expulsarlos dé la vida :Eh este proyecto tenía un lugar central la ' cireación de procesos institucionales y tecnológicos, el producto de la mente racional y eficiente, que abordaran a los judíos como un problema, cuya solución era el exterminio La sociedad reprimía la moralidad mediante la creación de una distancia. Los judíos ya no eran humanos Eran otro, no el Otro en el sentido de Levinas, sino el otro que está más allá de la preocupación y la responsabilidad. Había que empujarlos más lta de la otredad. Así trabajaban la distancia y el distanciamiento. Se nos alienta a creer que los nuevos medios cambiarán todo esto. Un libro sobre la nueva revolución de las comunicaciones se llama The Death of Distante [La muerte de la distancia] (Cairncross, 1997), y ensalza los beneficios de la nueva escala de la vida humana posibilitada por la digitalización y las redes electrónicas. La obra enumera treinta ítems que transformarán nuestra vida, sobre todo en los aspectos económicos —con menos certeza en los políticos—, pero también desde el punto de vista social. Ve en la creciente intensidad de la -

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comunicación global una mayor comprensión y una mayor tolerancia hacia los seres humanos de otros lugares del planeta. Pero la tecnológía no puede_borrár la distancia. Una llamada telefónica mantendrá separada a la gente aunque la conecte. El problema no es la conexión. Esta no garantiza la proximidad. Aún seguimos enfrentados al problema de la distancia. Las nuevas tecnologías mediáticas no detienen la guerra o el genocidio. Los pueden hacer más eficientes (la información al servicio de la destrucción), así como invisibles (la información al servicio del encubrimiento). Nos pueden mantener apartados al suministrarnos imágenes que invalidan el cuidado y la responsabilidad: imágenes de conflictos sin derramamientos de sangre, bombardeos sin daños, batallas sin ejércitos, guerras sin víctimas. Actos sin consecuencias. En este sentido, Jean Baudrillard acertaba al decir que la Guerra del Golfo no había tenido lugar. La televisión se interpuso. No conectó. La tecnología puede aislar y aniquilar al Otro. Y sin el Otro estamos perdidos. La tecnología puede aniquilar la distancia del modo — contrario. Puede acercar demasiado al Otro, al-al -Punto que nos impida reconocerla—diferencia y la distintividad Las políticas exteriores se implementan sobre la base de que el mundo es simplemente una proyección de nosotros mismos. El entrelazamiento de imágenes ros globales; la apropiación de las cultura-St rilIPTos "Unes (¿con cuánta frecuencia es hoy lo «primitivo» un rasgo de la publicidad global, en la forma de africanos danzantes o el habitante de los bajos fondos empobrecidos?); la ex ectativa de ue mete • • 7. • mínima oportunidad • sótrus. os rusos entienden la democracia, no' igual a-— desde luego. Y aunlas imágenes documentales de otros mundos tienen que ajustarse a nuestros preconceptos. Los pobres deben parecer pobres; los hambrientos deben tener el vientre hinchado y moscas sobre los ojos. La familiaridad tecnológicamente inducida tal vez no 219

alimente el desprecio, pero es posible que nutra la indiferencia. Si las cosas están demasiado cerca, no las vemos. En este aspecto, la tecnología también puede aislar y aniquilar al Otro. Y sin el Otro estamos perdidos. Las representaciones mediáticas, las comunicaciones que emprendemos y que trascienden los límites del contacto cara a cara, las que rompen la proximidad, tienen consecuencias sobre nuestra manera de ver y vivir en el mundo. Modelan y a la vez informan la experiencia. Exigen una respuesta ética pero, a primera vista, no nos dan mucho en materia de recursos para formularla. Las tecnologías que posibilitan y sostienen las sociedades tardo mode-mas en toda 1u coinpléjidad, y ñtre ellas preponderantemente nuestras` tecnologías mediáticas, parecen haber cambiado el universo ético, que tradicionalmente, por lo menos, estaba contenido en el tiempo y el espacio y, al menos tradicionalmente, nos permitía seguir de manera exhaustiva las consecuencias de las acciones; confrontar el mundo tal como este nos confronta. Aunque dificil de articular y admitir, está presente aquí la idea de que, contrariamente a lo que suele sostenerse —que en el alcance global de los medios modernos enfrentamos el mundo en su Otredad como nunca antes, y que en esa confrontación podemos mostrar y demostrar que nos preocupamos (viene al caso mencionar el ascenso del movimiento ambientalista)—, los medios son amorales en un sentido estructural. Amorales, no inmorales. La distancia que generan y enmasca"rairc-dino cercanía, las conexiones que establecen a la vez que nos mantienen apartados, su vulnerabilidad a la desemejanza (desde la falsificación de imágenes documentales hasta el disfraz de la identidad en las comunicaciones por Internet), reducen la visibilidad, la vivacidad del Otro. De ello se deduce que también el carácter «como si» de nuestros medios es, en muchos aspectos, amoral. Y ello no obstante los muchos y vigorosos programas, sucesos mediáticos e informes noticiosos que atraviesan 220

las sensibilidades protegidas de la vida cotidiana. Esta es una terrible conclusión, tanto más cuanto que, como lo sostuve a lo largo de todo este libro, los medios tienen un papel muy central en la experiencia. Y esta amoralidad se expresa y hasta se refuerza, tal vez, en el carácter esencialmente efímero y sustituible de los medios y las representaciones mediáticas. Si no nos gusta una cosa, podemos dedicarnos a otra. Si no nos gusta una cosa, esta, de todas maneras, pronto desaparecerá. Saldrá de las pantallas y se deslizará por encima del borde del mundo, como una tortilla fuera de la sartén. Como resultado, este deslizamiento también es manifiesto en la devaluación y desintegración del yo moral. Como lo señala Zygmunt Bauman: «El yo moral es la más notoria y prominente entre las víctimas de la tecnología. El yo moral no puede sobrevivir ni sobrevive a la fragmentación. En el mundo cartografiado por las necesidades y salpicado de obstáculos a su rápida gratificación, queda mucho espacio para el horno ludens, el horno oeconomicus y el horno sentimentalis; para el apostador, el empresario o el hedonista, pero ninguno para el sujeto moral. En el universo de la tecnología, el yo moral con su despreocupación por el cálculo racional, su desdén por los usos prácticos y su indiferencia a los placeres, parece y es un extranjero inoportuno» (1993, pág. 198). Esta visión del mundo coincide con muchos análisis de la condición de la alta modernidad o la posmodernidad, sobre todo en su insistencia en la fragmentación. Bauman habla de la fragmentación del sujeto. Anthony Giddens, en su sugerente análisis de lo que llama el «secuestro de la experiencia», también aborda esta percepción y señala que sectores del mundo con los que alguna vez nos enfrentamos, como dilemas u horrores, pero de todos modos en cuanto partes integradas de la vida por vivir, fueron colocados, en una medida significativa, al margen de la experiencia directa por instituciones 221

concebidas para reducir los desafíos de y a lo cotidiano. Las instituciones creadas para reducir la incertidumbre y la angustia pusieron fuera de la vista y el contacto la locura, la criminalidad, la enfermedad y la muerte, la sexualidad y la naturaleza (Giddens, 1991, págs. 14480). En el argumento de Giddens, la sociedad nos separó de la vida, y una de las consecuencias imprevistas de esa transformación fue la represión de «un haz de componentes morales y existenciales básicos de la vida humana que, por decirlo así, son comprimidos para empujarlos hacia los márgenes» (1991, pág. 167). Giddens señala la significación de los medios en este proceso, sin desarrollar el argumento ni identificar la centralidad de aquellos tanto para el proceso como para su legitimación. Puede estimarse, entonces, que la fragmentación afecta a instituciones e individuos. El sujeto moral ya no existe. Bueno, tal vez. La crítica fundamental que hace Levinas a la filosofia occidental, y en particular a su desarrollo en la fenomenología de Husserl y Heidegger, sobre la cual se basó su propia obra, es que ignoró de manera decisiva al Otro. Lo que surgió, a su juicio, fue una filosofia que construyó al sujeto como una mónada, histórica y sociológicamente desconectada y perceptivamente omnipotente en la búsqueda de una comprensión del mundo sólo basada en la capacidad del individuo de aprehenderlo o construirlo. Otros plantearon la misma observación desde el punto de vista sociológico, aludiendo al cariz narcisista que la cultura occidental, al menos, adoptó desde la Ilustración. Según parece, la elisión cartesiana del cogito y el ego fue fatal. Los sujetos dejaron de tener conexión entre sí. Se fragmentaron tanto el espacio filosófico como el social y nos convertimos en islas. No obstante, hay otra versión de esta fragmentación en los análisis del sujeto de la alta modernidad. No la mónada, sino el nómada. Bauman sugiere otro tanto, pero otros abordaron el tema con más fiereza. Lejos de ser singulares, la subjetividad y la identidad se conci222

ben hoy como plurales: objetos de una actuación y un juego, auténticas, quizá, sólo en su inautenticidad; estructuradas en su falta de estructura; consistentes en su inconsistencia. El sujeto diferenciado se rqueve_a_ través del mundo, á la manera de un camaleón, con lisá---s-37 manchas siempre cambiantes. Y este movimiento eáriibién está mediatizado, reflejado y refractado en los 'tedios, facilitado por estos y definido por nuestra raa:Cióri con ellos en sus diversas manifestaciones. El sueño de Marx de que en la nueva era podría «cazar a la mañana, pescar a la tarde, criar ganado al anochecer, criticar después de la cena, así como tengo una mente, sin convertirme nunca en cazador, pescador, pastor o crítico» (Marx y Engels, 1970, pág. 53) ha sido rápidamente alcanzado por el llamado progreso de la modernidad, en el que puedo ser hombre a la mañana, mujer a la tarde y tal vez algo por completo distinto después de cenar, y donde mis gustos y estilos y mi persona pueden cambiar con cada momento de consumo. Si la moralidad radica en la relación entre el yo y el Otro, se requiere cierto grado de integridad en ambos Y esa integridad, a su turno, debe buscarse, si no encontrarse, en las consistencias de la experiencia y en lo que yo llamaría, sin intenciones de ser ominoso, la lucha por la vida moral. Quiero situar esta lucha, y el papel central que en ella tienen los medios, en dos lugares. En privado y en público. En privado, dentro de las casas del mundo, las comunicaciones y los valores públicos, sin duda mediatizados por pantallas y altoparlantes, se someten a lo que en otro contexto llamé la «economía moral» de la casa (Silverstone, 1994). Confieso que en anteriores discusiones de la economía moral, me incomodaba la noción de lo moral. Analizaba la moralidad con una m muy pequeña y nada crítica. Aquí quiero sugerir algo más fuerte, pero por cierto más polémico: que el domes, -tico es un lugar significativo donde se sitúa la lucha por la vida moral en nuestra sociedad, una lucha que implica el deseo y la capacidad de posicionarnos como seres 223

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sensibles y solícitos en relación con el Otro. Es una lucha porque no siempre tiene éxito, y cuando lo tiene, este nunca es completo. Sin embargo, sucede que, una vez que las ideas, las im-Wgéries, los valores yja—s llam=adas verdadiaáriel- umbral entre las vidas y los espacios públicos y privados, sus significados quedan sujetos a revisión, rechazo, trascendencia, de acuerdo con un conjunto de valores que sostienen, singularmente, el grupo social, la familia u otros que ocupan éseespacio privado. En rigor, tenemos que posicionarnos cada vez más como sujetos morales con referencia a los medios, con la comunicación y la representación mediatizadas, porque el Otro no suele aparecérsenos con otra apariencia y, cuando es posible, esas representaciones se cotejan con las experiencias vividas de la vida cotidiana. De este Mildo, la amoralidad esencial_ de lo.s medios todavía- se J enfrenta con los sitios de resistencia de las culturas, en sustancia tanto públicos como privados, que pueden pe1 dir cuentas a esos medios. Así, las penetrantes genera' lizaciones de la teoría de la alta modernidad responden a su propio desafio: los modos de la vida cotidiana de quienes están en el mundo. La segunda dimensión de la lucha por la vida moral concierne a la apariencia pública de la verdad. La verdad es, en los medios, como la comunidad en la sociedad: sólo se descubre que es de valor y se convierte en el centro de la preocupación pública cuando está a punto de desaparecer. En el momento de escribir estas líneas, dos casos preocupan a los medios británicos. El primero tiene que ver con una película documental, The Connection, filmada en el Reino Unido por una de las principales emisoras públicas, globalmente transmitida y ganadora de muchos premios, que, según reveló un diario, falsificó elementos sustanciales en su pretensión de representar la realidad del contrabando de drogas desde Colombia hacia Gran Bretaña. El segundo, informado en el mismo diario, se refiere a las aparentes falsedades en la autobiografía de Rigoberta Menchú, premio Nobel

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de la Paz. En ambos casos, la acusación es que hay una realidad en comparación con la cual podemos cerciorarnos de la exactitud y veracidad de los hechos narrados. Parece haber habido una escasa defensa pública del documentalista, quien podría haber aducido que la película representaba lo que él sabía verdadero pero que en cierta medida había tenido que crear, y que en beneficio de la tensión narrativa en una época hambrienta de «realidad no mediatizada» afirmaba (falsamente) como sucedido en tiempo real. En el segundo caso se propuso una defensa, que apelaba al derecho de un autor (por razones políticas o de otro orden) a utilizar la metáfora y la retórica para dramatizar una historia no del todo cierta, en busca de efecto e impacto. En ambos casos puede considerarse que se reivindicó una verdad general por debajo de una falsedad literal. Como hemos visto, es lo que suele ser la memoria, ni más ni menos. Es justo que nos preocupemos, pero con frecuencia nuestro enfoque parece ingenuo. Es preciso que entendamos mejor las implicaciones de lo que hoy sucede con la verdad, como consecuencia, en especial y cada vez más, de la capacidad de la tecnología de distanciarnos de ella; sin el menor tapujo, por así decirlo. Hoy, los muertos (aunque los muertos, una vez filmados, nunca mueren verdaderamente) aparecen en nuevas secuencias en nuestras pantallas, digitalmente remasterizados a partir de las imágenes existentes y formateados para constituir esas secuencias: en cuerpo y alma; en sonido e imagen, que nos venden perfumes, refrescos y automóviles. El mundo digital está condenado a mentir. Lleva a nuevas alturas la amoralidad de los medios. ¿Qué debemos hacer? Aventuraré algunas sugerencias en el último capítulo. Por el momento, quiero volver al lugar donde empecé. Al fundamento de la ética en el reconocimiento del Otro. Según mi parecer, el estudio de los medios debe ser ético en este sentido. A decir verdad, no puede sino serlo, porque al examinar las raíces de la representación y el acceso que los medios brindan al Otro material 225

y simbólico; al examinar cómo deben manejarse y juzgarse las relaciones entre nosotros y ellos y entre sí; y al entender estas relaciones como la fuente de la lucha por una vida moral, nuestros estudios de los medios apuntan al corazón de lo que hoy tenemos que considerar la condición humana. Es apropiado terminar este capítulo con una cita del filósofo cuya obra inició el primero, Isaiah Berlin. En la introducción a su ensayo sobre la búsqueda del ideal, en un libro gráficamente titulado The Crooked Timber of Humanity [El fuste torcido de la humanidad], esta es su opinión sobre el tema de la ética: «El pensamiento ético consiste en el examen sistemático de las relaciones de los seres humanos entre sí, las concepciones, los intereses y los ideales de los cuales surgen los modos humanos de tratarse unos a otros, y los sistemas de valores sobre los que se basan esos fines de vida. Estas creencias sobre cómo debería vivirse la vida y qué deberían ser y hacer hombres y mujeres, son objetos de indagación moral; y cuando se aplican a grupos y naciones y, en rigor, a la humanidad en su conjunto, se denominan filosofia política, que no es sino la ética aplicada a la sociedad» (Berlin, 1990, págs. 1-2). En cuanto las relaciones entre seres humanos dependen hoy de su mediatización electrónica, y nuestro tratamiento recíproco y el que damos a las concepciones, intereses e ideales mutuos dependen de su comunicación a través de los mismos medios, y visto que se reconoce que estos modificaron tanto la escala como el alcance de tales relaciones, tenemos que aceptar el desafio. Si pretendemos entender, y vuelvo a citar las palabras de Berlin, el «mundo a menudo violento en que vivimos», y el papel de nuestros medios en él, estamos embarcados de facto en una indagación ética.

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16. Hacia una (nueva) política de los (nuevos) medios

ibdo es cuestión de poder, desde luego. En definitiva, el poder que tienen los medios para fijar una agenda. Su poder para destruirla. Su poder para influir en el sistema político y cambiarlo. El poder de facilitar, de informar. El poder de engañar. El poder de modificar el equilibrio de poder: entre el estado y el ciudadano; entre país y país; entre productor y consumidor. Y el poder que les es negado: por el estado, por el mercado, por la audiencia, el ciudadano, el consumidor resistentes u opuestos. Todo es cuestión de propiedad y control: el quién, el qué y el cómo de ello. Y cuestión del goteo constante de la ideología, así como del acontecimiento luminoso. Se trata del poder de los medios para crear y sostener significados; persuadir, adherir y reforzar. El poder de socavar y tranquilizar. Es asunto de alcance. Y es asunto de representación: la aptitud de presentar, revelar, explicar; y también la de dar acceso y participación. Es cuestión del poder de escuchar y el poder de hablar y ser escuchado. El poder de incitar y guiar la reflexión y la reflexividad. El poder de contar cuentos y articular recuerdos. Estudiamos los medios porque nos preocupa su poder: lo tememos, lo desaprobamos, lo adoramos. El poder de definición, de estímulo, de ilustración, de seducción, de juicio. Estudiamos los medios porque necesitamos entender cuán poderosos son en nuestra vida cotidiana; en la estructuración de la experiencia; en la superficie y en las profundidades. Y queremos aprovechar ese poder para bien y no para mal. El título de este capítulo es deliberadamente ambiguo. Puede leerse de dos maneras. ¿Está en discusión 227

un nuevo tipo de política para los medios o una política para el mundo de los nuevos medios?* La respuesta, desde luego, es: ambas. Las cosas cambian, y los cambiantes medios son a la vez causa y consecuencia de esos cambios. Mientras antaño podíamos considerar que su papel político estaba más o menos exclusivamente dominado por los ideales de una prensa libre y una radioteledifusión pública, hoy ya no podemos afirmar lo mismo. La fragmentación y fractura del espacio mediático y la liberalización de los mercados mediáticos, así como la destrucción digital de la política de escasez del espectro; las oportunidades brindadas por la caída del costo de ingreso a los medios, por un lado, y las restricciones impuestas por los costos en alza del éxito en una cultura mediática global, por el otro, son indicaciones de un nuevo tipo de espacio mediático que tendrá profundas implicaciones para el ejercicio del poder, así como para las oportunidades de participación pública en la vida política. Cuando los emisores se convierten en editores; cuando los mercados de bienes se convierten en mercados de imágenes; cuando el centro político de gravedad sigue trasladándose del palco ministerial al televisor en el rincón;** y cuando Larry Flint, supremo pornógrafo, amenaza iniciar la disección de la vida privada de senadores y representantes en las páginas de The Hustler, como pequeño aporte a la política y la vida pública de Estados Unidos, estamos obligados a reconocer que surgen nuevas realidades políticas con las cuales el sistema y las instituciones políticas existentes se verán en la dura tarea de lidiar. * En el original el título es «Towards a new media politics», que permite, efectivamente, ambas lecturas. Para mantener en la medida de lo posible la ambigüedad a la que se refiere el autor, optamos por asignar el adjetivo a ambos sustantivos; los paréntesis que lo encierran señalarían entonces que esa atribución es fluctuante. (N. del T.) ** En el original: «from the dispatch box to the box in the corner». El
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