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Viaje por la espiritualidad ignaciana
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Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionada puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (art. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.
Título original: Landmarks. An Ignatian Journey. Traducción del inglés: Antonio Falces Remírez. Portada y diseño: Alvaro Sánchez
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Margaret SiIf (texto) Roy Lovatt (dibujos) Darton, Longman and Todd, Londres. 2004 Ediciones Mensajero, S.A.U.; Sancho de Azpeitia 2, Bajo; 48014 Bilbao. E-mail:
[email protected] Web: http://www.mensajero.com ISBN: 84-271-2643-3 Depósito Legal: BI-2335-04 impreso en Cestingraf, S.A.L. Printed in Spain
SUMARIO
Prólogo (Gerard W. Hughes)
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Introducción: La fuente de ensalada
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Antes de comenzar
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Os presento al guía
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1.
¿Dónde estoy? ¿Cómo estoy? ¿Quién soy?
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2.
Once yuntas de bueyes
49
3.
¿Qué es lo que falla?
65
4.
El giro copernicano
81
5.
Ortigas y rosas
6.
La brújula interior
113
7.
El deseo más profundo
127
8.
¿Por qué no contestas a mis oraciones?
143
9.
Adicciones y apegos
161
10.
No te apegues a mí
175
11.
Conocer al enemigo, confiar en el amigo
191
12.
¿Qué es la libertad? ¿Qué es la verdad?
207
13.
Verte más claramente
227
14.
Seguirte más de cerca
245
15.
Amarte más ardientemente
263
16.
Benedictus
285
93
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PRÓLOGO
No conozco ninguna editorial que haya hecho la oferta de devolver su dinero a quien no quedara satisfecho después de haber leído uno de sus libros. Creo que Mensajero podría hacer la primera oferta de esa índole con Viaje por la espiritualidad ignaciana. Si se preguntase a la gente «¿cuál es el tema que más le interesa a usted y en qué tema se considera usted más ignorante?», la respuesta adecuada debería ser «yo». Si a algún lector no le convence esta contestación, pregúntese a sí mismo: «¿aguzo mis oídos si, al pasar junto a un grupo de personas, se menciona mi nombre?» «¿He sentido ansiedad mientras esperaba el resultado de algún examen, académico, médico o para conseguir empleo?» «Cuando veo fotografías, en alguna de las cuales aparezco yo, ¿presto igual atención a todas?» «¿Dedico tanto tiempo a mirar a otras personas como a contemplarme a mí mismo en el espejo?» «¿Por qué ese interés desproporcionado en mí mismo si realmente me conozco bien?» Viaje por la espiritualidad ignaciana responde a las preguntas más fundamentales que atañen y preocupan a todo ser humano, de cualquier raza, cultura, religión o estado de vida. «¿Dónde estás?» «¿Cómo estás y por qué?» «¿Quién eres?» San Ignacio de Loyola, un vasco del siglo XVI, se adentró en estas cuestiones fundamentales en su libro Ejercicios Espirituales, que ofrece métodos para que cada uno descubra por sí mismo la respuesta a esas preguntas básicas. Un amigo de Ignacio, Jerónimo Nadal, al serle pre-
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guntado para quién serían apropiados los Ejercicios Espirituales, respondió: «Para los católicos, los protestantes y los paganos». La misma respuesta serviría para Claves, es igualmente apropiado para todos. Conozco bien y estoy muy habituado a los Ejercicios Espirituales. Suelen decir que la cercanía y familiaridad acaba produciendo menosprecio. No me ha ocurrido eso a mí, pero sí que hay no pocos libros sobre espiritualidad ignaciana bastante tediosos. Sin embargo, nunca me aburrí al leer Viaje por la espiritualidad ignaciana, sino que fue un placer el seguir el camino de exploración de Margaret Silf, usando las claves que Ignacio ofreció hace más de cuatrocientos años. Son hitos, jalones, indicadores que animan a continuar, no pilares que sostienen un techo estable en el que puedan encontrar refugio los lectores. El libro invita a seguir explorando y proporciona, al final de cada capítulo, una gran variedad de ejercicios para que los lectores puedan ir descubriendo más por sí mismos. Viaje por la espiritualidad ignaciana está escrito con lucidez y sencillez, libre de jerga especializada, transmite esperanza y ánimo, e incluye ilustraciones llenas de imaginación, que ayudan en gran manera. Ignacio escribió sus Ejercicios para ayudarnos a encontrar la voluntad de Dios, algo que nos puede parecer a veces, en palabras de la autora, «lanzar dardos a una diana invisible». Este libro nos enseña a descubrir -mirando a nuestro interior- lo que Dios quiere de nosotros, que siempre se orienta no sólo a nuestro beneficio particular, sino también al bien de todos, incluyendo la creación. GERARD W. HUGHES
INTRODUCCIÓN La fuente de ensalada
No hace mucho que fui invitada a la toma de posesión de un nuevo párroco. Después de la celebración, nos encontramos ante unas mesas llenas de toda clase de aperitivos y dulces, preparados por los feligreses. El salón rebosaba de vida y retumbaba con el ruido de conversaciones y, como suele ocurrir en estas ocasiones, las mesas tan repletas hacía sólo diez minutos estaban ya casi vacías... ...casi, porque, en medio de la gran mesa, desierta ahora, había una gran fuente de ensalada de arroz, que nadie había tocado. Me dio un vuelco el corazón pensando en la persona que, probablemente, se había pasado horas preparando la ensalada y la había traído como un gesto de cariño y amor. Imaginé lo herida y triste que estaría. Mi segundo pensamiento fue preguntarme por qué no había comido nadie de aquella ensalada. ¡Parecía tan apetitosa y tentadora! Enseguida caí en la cuenta de cuál había sido la razón por la que la ensalada había quedado intacta. No había cubiertos para servirse. Aquella noche este sencillo detalle me golpeó como un martillazo. Comprendí que aquella fuente de ensalada me estaba diciendo algo sobre lo que pasa muchas veces en la Iglesia. También la Iglesia, como aquella fuente de ensalada, ofrece aquello que todos ansian recibir, aquello de lo que todos están realmente hambrientos. Pero ¿dónde están los cubiertos para servirse? ¿De-
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berá permanecer ese tesoro en una exposición, la pieza central de una mesa vacía, inaccesible e inalcanzable? ¿Puede servirse el pueblo de Dios el alimento preparado para él, o se guarda envuelto en el papel de aluminio de la doctrina y se almacena en el estante más alto de la teología? ¿Y somos tan «bien educados» que no mencionamos el problema? Nadie puede conocer la mente de Dios. Pero seguro que él, como nosotros, se siente herido y triste cuando sus hijos hambrientos se quedan de pie, ante la mesa, porque «la Iglesia» no ha puesto cubiertos para servirse la ensalada. No nos quejemos... más bien, recordemos que nosotros somos la Iglesia, y que depende de nosotros, su pueblo, el hacer que su banquete sea asequible a todos. Yo no puedo añadir nada a la ensalada. Me atrevo a ofrecer solamente una pequeña cuchara, y si puedo hacerlo es porque, antes, otros han sido «cucharas» para mi hambre del pan de vida. Han hecho posible que yo participe en el banquete. Quisiera agradecerles desde aquí ese servicio, ese ministerio sencillo y silencioso, que quizás ellos mismos no se daban cuenta de que estaban ejerciendo. Doy las gracias a mi primo, Ralph Wells, que, con su fe firme e inflexible, tanto me influyó en mi niñez, mucho más de lo que él o yo nos dimos cuenta. Doy las gracias a Michael Patón, que acompañó mi despertar adolescente e hizo más profunda mi fe, al prepararme para la Confirmación; y a Madeleine, mi amiga, que murió por entonces, a los quince años, y que era una candela encendida para Dios que el tiempo no ha logrado apagar en mi corazón. Mi gratitud también para mis padres, Irene y Bernard Ashton, que me dieron el regalo de crecer en una casa donde había amor. Gracias a Brian McCIorry, que me devolvió a casa cuando me había extraviado de mi propia verdad, y que ha sido siempre un compañero paciente, delicado y, a la vez, provocador durante los años que llevan de la verdad a la libertad. Mi agradecimiento también a Gerry Hughes por caminar conmigo a lo largo del camino de los Ejercicios y, más aún, por la sabiduría de sus palabras y su comunión en el silencio... y por el mero regalo de su presencia. Agradezco a Brian y Gerry la ayuda y ánimo que me prestaron durante la evolución de este libro, su tremendo apoyo y el facilitarme
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el ministerio de acompañamiento espiritual seglar, por el que tanto han hecho personalmente. Mi reconocimiento así mismo para mi marido, Klaus, por su apoyo y ánimo como compañero de camino, por su energía incansable en posibilitarme los días tranquilos en los que escribí este libro, y por su inapreciable experiencia técnica cuando se trata de ordenadores y otras maquinarias misteriosas para mí. Y para mi hija, Kirstin, por guardar mi corazón en el cielo y mis pies firmes en la tierra. Gracias, Terry Biddington, por arrastrarme, contra mi prevención y resistencia, al primer grupo de estudio ignaciano en Staffordshire, y por guiarme en los caminos de la oración de imaginación. Mi gratitud a Roy Lovatt por trasladar mis ideas a medio formular a las ilustraciones tan hermosas que acompañan al texto, y a cuantos han trabajado y hecho posible la edición de esta obra. Ha habido muchísima gente que ha compartido conmigo su tesoro interior y, con ello, me han enriquecido más de lo que ellos mismos pueden imaginar. Muy especialmente, quisiera dar las gracias a los «patchworkers» de Stroke-on-Trent y al grupo «Landmarks» de la capellanía de la Universidad de Keele y sus alrededores, y a Mervin Smith y Paul Davies por el apoyo a los «patchworkers» de sus parroquias. Casi todos los ejemplos reseñados en el libro son de mi propia oración personal. Sin embargo, quisiera reconocer mi deuda de gratitud especialmente con Elizabeth McNulty, que nos abrió a mí y a tantos otros a la comprensión de la naturaleza del tiempo, de sabbath que aparece en el capítulo 1.°, y a Gerald O'Mahony, que nos demostró tan gráficamente los efectos de «volverse hacia el sol» del capítulo 4.° Finalmente mi agradecimiento para todos los que han caminado conmigo en Ejercicios y retiros y otros momentos significativos de mi vida y han abierto mis ojos a la posibilidad de «vivir los Ejercicios», especialmente Helen Bamber, Renate Dülmann, Teresa Foster, los ya difuntos Arnold Freeman, Paul Glendinnning, Donald Nicholl, como también para Damián Jackson, John Marbaix, Tom McGuinness, Tom Shufflebottom y, sobre todo, para Brian y Gerry. Os doy las gracias de todo corazón.
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Antes de comenzar
Este libro es un compañero para tu viaje y peregrinación interior. Tómalo con paz y disfruta del paisaje mientras caminas. No te precipites por él como un corredor alocado, resuelto a batir el récord de velocidad. Cuanto más saborees el viaje, tanto más te beneficiarás de él. Algunas personas prefieren pasearse solas. Si estás haciendo tu viaje a solas con este libro, no tengas prisas en el camino, párate siempre que sientas el deseo de hacerlo: toca y palpa la corteza de los árboles, mete el dedo en el riachuelo, quédate mirando el atardecer hasta que te sientas satisfecho. Probablemente no resulta conveniente leer más de un capítulo cada vez, e incluso va mejor, a veces, tomar simplemente una sección pequeña. Elige entre los ejercicios que sugiero al final de cada capítulo; quédate con los que te gusten y deja los demás. Puedes fiarte de la resonancia interna que te producen. Ese eco te indica lo que te va y lo que no. Es probable que descubras que el material de este libro puede ofrecerte compañía espiritual a través de un largo itinerario de oración en casa, dentro del contexto de tu vida diaria, o en un retiro. Sin embargo, un viaje en solitario puede degenerar en una soledad no siempre agradable, en desánimo y hasta desorientación. Podría ayudar el encontrar un compañero con quien compartir tus experiencias de cuando en cuando - u n amigo en el que confíes,
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que esté en tu misma «longitud de onda» o también alguien a quien no conoces todavía personalmente, pero que está dispuesto a caminar a tu lado para buscar juntos dónde os espera Dios a cada uno en vuestra peregrinación interior. Encontrar un amigo semejante puede parecer una tarea complicada. Mi consejo es que husmees en tu círculo de amigos o entre los creyentes de tu entorno y te fijes en quienes parecen dados a la oración (generalmente se nota, si te pones a observar, y a veces es la gente que menos te esperas). Acércate a esas personas y explícales con sencillez lo que estás buscando. Casi seguro que estarán encantadas de poder hacer el camino contigo o te recomendarán a otra persona que pueda ser el compañero idóneo para ti. Otros prefieren caminar en grupo. Si usáis el libro como la base para compartir la fe en grupos, cada capítulo puede daros el material necesario para un día entero de reflexión, con tiempo para seguir alguno de los ejercicios propuestos en una atmósfera de oración y, opcionalmente, compartir vuestras reacciones y respuestas con otros miembros del grupo. El compartir de esa manera -entre amigos de confianza- es quizás el ejercicio más valioso. El moderador ha de asegurar que cada miembro del grupo tenga la oportunidad de participar y compartir en la medida que lo desee, pero sin ninguna coacción. Y no hace falta decir que es imprescindible que haya una confidencialidad absoluta: desde el principio ha de quedar claro este requisito esencial. Cuando se comparten experiencias espirituales de esta manera, se ha de permitir que todos y cada uno aporten la suya, guardando unos momentos de respetuoso silencio después de cada intervención. No ha de haber interrupciones ni discusiones, ni tampoco intentos de «corregir» las ideas de nadie o de dar consejos (ya que se trata de experiencias afectivas, no de un debate intelectual). Hay que dar por sentado -para que este compartir en la fe sea posible- que la experiencia espiritual de cada persona es completamente válida y no debe cuestionarse. Es un regalo que nos hace de su intimidad y confianza. El objetivo debería ser que todos salgamos del encuentro confirmados en la propia experiencia y con un sentido más hondo de su propio valor ante Dios y sus camaradas. Hay que recordar que,
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cuando se abre el corazón a otras personas en un clima de total confianza, estamos entrando en terreno sagrado, donde no hay lugar a comentarios, críticas o correcciones, sino solamente a una respuesta de aceptación cordial. En ese terreno sagrado el Dios-enti escucha al Dios-en-el-otro. Los capítulos están divididos en secciones pequeñas, cada una con su encabezamiento, para que puedan servir de guía. Si se va a utilizar el material para reuniones cortas de compartir en fe, sería más conveniente hacer uso de solamente una o dos secciones cada vez. Ayudaría que cada participante tuviera la oportunidad de leer de antemano el material, e incluso usarlo como oración personal primero. Antes de comenzar el programa, el monitor del grupo debería familiarizarse con todo el libro y hacerse la idea de su estructura y propósito, y así podría evaluar con anterioridad los ejercicios sugeridos para poder recomendar al grupo uno u otro según las necesidades de los miembros. Una forma de proceder consiste en que el moderador presente con brevedad en cada reunión el material que se va a utilizar en la siguiente, sección por sección y capítulo por capítulo, y entonces los participantes lo emplean para su reflexión personal durante la semana y lo comparten al comienzo de la siguiente reunión del grupo. Es importante que el material sea usado en el orden dado, ya que sigue la dinámica de los Ejercicios Espirituales y cada capítulo edifica sobre el conocimiento y familiaridad del lector con lo que ha precedido. Sin embargo no es un comentario de los Ejercicios Espirituales, y mucho menos hacer los Ejercicios. Aunque es un hecho que un gran número de participantes en los dos programas piloto han acabado haciendo enteros los Ejercicios en la vida ordinaria, con dirección personal, y han comprobado que Viaje por la espiritualidad ignaciana había sido una preparación valiosa. Existe una red nacional e internacional de grupos ignacianos y Comunidades de Vida Cristiana que pueden ayudar a los que quieren hacer este recorrido de un modo más profundo. Una música apropiada podría ayudar a esas reuniones de oración compartida. Naturalmente, vosotros mismos podéis usar lo que os guste. También hay otros libros que pueden ayudar.
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Si es posible, animad al grupo a que sea ecuménico. Si no lo habéis descubierto ya, veréis que cuando se comienza a compartir juntos el alcance más hondo del corazón, las divisiones confesionales caen por sí mismas, sin que ello suponga menoscabo o compromiso de la riqueza y variedad genuina de las diferentes tradiciones. La verdad une, y éste es un viaje hacia la verdad. Descubriréis esto más plenamente si vuestro grupo no es confesional y está abierto a gente que no pertenece a ninguna iglesia o tradición establecida.
Los dos grupos piloto originales (ecuménicos) siguen todavía reuniéndose con regularidad en Staffordshire para compartir su camino y también para ayudar a otros. Los patchworkcrs de Stroke-on-Tent y el grupo de Landmarks en Keele se unen a mis oraciones pidiendo toda clase de bendiciones para vuestro trayecto espiritual.
¿Cuántos miembros constituyen un grupo? Bueno, donde dos o tres están reunidos hay un grupo, y Dios está en medio de ellos. Por otra parte, si encontráis que el número pasa de veinte, sería prudente dividirlo en dos o más grupos pequeños. Como el compartir algo tan íntimo como la fe es central en estas reuniones, un máximo de unos seis miembros parece lo más apropiado. ¿Dónde reunirse? Procurad encontrar un lugar apropiado y agradable. A menudo, cuando el número lo permita, es bueno juntarse en las casas de los diferentes miembros del grupo. Los salones parroquiales y aulas de colegios no suelen resultar adecuados y tienden a estar cargados de vestigios confesionales o traen malos recuerdos. En Stroke-on-Trent hemos tenido la suerte de gozar de la hospitalidad de la comunidad de franciscanos para uno de los grupos. El otro grupo se reunía en casas de sus miembros. Casi seguro que si existe una comunidad religiosa local os recibirá con gusto. Finalmente, en el lado práctico, tratad de que los costes sean mínimos. Este compartir en fe y caminar en el espíritu es precisamente para hacer asequible la experiencia a todos aquéllos que no pueden permitirse el tiempo, o el dinero, o la libertad de circunstancias para hacer unos Ejercicios formales. Se os ha ciado de balde, dad tan gratis como sea posible. Días tranquilos de silencio, o simplemente horas, pueden tenerse en las casas sin más gastos que un café o una taza de té. Animadles a que traigan su aportación a una comida o cena en común, y os sorprenderá comprobar qué menú tan rico resulta: ¡mucho mejor que si cada uno trae sus propios bocadillos! Si usáis de locales ajenos o invitáis a algún experto, pedid sencillamente una pequeña contribución para tener un gesto con los dueños del sitio o para pagar los gastos de viaje del invitado.
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Os presento al guía
Cuando escribía este libro, trabajaba profesionalmente en programas informáticos. ¿Cómo casa eso con las intuiciones de un hombre que nació hace 500 años en un valle vasco, escondido en el norte de España? ¿Pueden serme útiles para relacionarme con Dios hoy, en el siglo veintiuno? A veces me imagino los sobresaltos de mi PC, su choque cultural al querer procesar y compaginar mis pensamientos sobre los problemas del tercer milenio y la búsqueda de mis deseos más profundos y espirituales. Este encuentro de dos mundos, aparentemente tan alejados y dispares, es, en sí mismo, una indicación de algunos de los tesoros que poseemos hoy día gracias al legado de Ignacio de Loyola y la Compañía de jesús, que él fundó. Si podemos imaginárnoslo hojeando este libro o sentado con nosotros mientras exploramos juntos estas cuestiones, casi seguro que se nos presentaría sonriendo y musitando algo sobre «encontrar a Dios en tocias las cosas». Vería normal, y saludable, el que tratemos de ahondar en nuestra relación con Dios en medio de la vida que estamos viviendo -metidos hasta las cejas en el trabajo... o en la falta de trabajo, en hipotecas, hijos, desorden y prisas. Le encantaría constatar que casi todos somos laicos, como lo era él mismo cuando realizó este viaje. Estaría de acuerdo con que nos juntemos gente perteneciente a diferentes tradiciones eclesiales o a ninguna. Y sería más que tolerante con nuestro variopinto pasado, recordando los excesos de su disipada juventud. Y, sobre todo, reconocería el amor de Dios que arde dentro de cada uno de nosotros y que, como un faro, nos guía
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siempre adelante para profundizar nuestra relación con Él, porque es reflejo de la experiencia de su propio corazón y de la fuente de su energía prodigiosa. ¿Quién es, pues, ese hombre cuya vida y descubrimientos siguen influyendo todavía hoy, con tanto fruto, en nuestro recorrido? Antes de que comencemos la caminata, vamos a permitirnos una escapada en el tiempo y el espacio que nos lleve a aquella época en que Europa vivía un revuelo de profundos cambios culturales, muy semejante al que vivimos hoy. Una edad nueva que no sólo va a seguir revolucionando los ordenadores, sino que parece estar anunciando la aurora de una conciencia renovada en la gente (se llamen a sí mismos «creyentes» o no) de que necesitamos algo más que un buen salario para conseguir un cierto grado de confort y seguridad en las arenas movedizas de nuestra vida. íñigo López de Loyola, como se llamó en los primeros años de su vida, dio sus primeros pasos en este mundo cuando Occidente estaba saliendo, dolorosa y violentamente, de la Edad Media. Los hechos escuetos de su existencia pueden resumirse en unas pocas frases; pero su contenido iba a ser infinitamente más trascendental y de mucho más alcance. El más pequeño de una familia de trece hijos, nació en 1491, en Loyola, en el corazón del País Vasco. Cuando cumplió los catorce años fue enviado a educarse como cortesano del rey de España y se imbuyó de los ideales caballerescos y la fidelidad a su soberano. A medida que crecía, crecía también su interés por las mujeres, soñaba en su imaginación con damas inalcanzables y se dejaba seducir por las más cercanas de carne y hueso. Lo último que se le pasaba por la cabeza en aquellos años era convertirse en un «hombre de Dios» o prestar atención a los movimientos internos y las inspiraciones divinas. La historia de su vida dio un giro cuando lenía veintiséis años. El favor que su mecenas, don Juan Velázquez, había gozado en la corte real acabó súbitamente con la muerle del rey. Iñigo quedó sin valedor y tuvo que aprender por experiencia propia qué fácilmente y con qué rapidez se desvanece el poder de las riquezas y las influencias. Con quinientos escudos y dos caballos, regalo de
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la viuda de don Juan, Iñigo tiene que comenzar una nueva etapa en su vida. Lo hará como «gentilhombre» en la casa del duque de Nájera. Se adiestra en el ejercicio de las armas y aprende a sofocar rebeliones. Cuatro años más tarde, cuando ya ha cumplido los treinta, debe acudir a Pamplona con el duque, que es virrey de Navarra, a defender la ciudadela contra una invasión francesa. Toda defensa sería en vano, pues la derrota era segura, pero Iñigo era obstinado y rehusó terminantemente rendirse. El precio de su terquedad fue una bala de cañón que destrozó su pierna y rompió su rodilla derecha. Sus contados días como soldado acabaron en una camilla, en la que lo trasladaban a través de montañas a su casa familiar de Loyola, muy enfermo y humillado. Parecía el final del camino. Y, probablemente, la mayoría de nosotros podría identificarse con aquel sentimiento de vacío, de futilidad de nuestros sueños e ilusiones, desvalidos ante el dolor e inmovilidad, en el cuerpo o en la mente. Podemos, sin duda, imaginar lo que sentiría ese hombre todavía joven, en lo mejor de su vida, yaciendo como un inválido impotente, torturado por el dolor, sin más compañía que sus frustrados sueños. Y eso fue todo lo que pudo hacer: dar rienda suelta a su imaginación y a sus sueños. Había pedido algo de leer para pasar el rato, alguna de aquellas novelas de caballería tan románticas, pero todo lo que se encontró en la casa-torre natal fueron dos únicos libros: Vida de Cristo y Vidas de los Santos. Quizás podemos identificarnos con este enfermo hundido y triste, en el tiempo de su larga convalecencia, repartido entre la lectura y el soñar despierto: lamentando que su herida le hubiera robado de golpe su futuro como soldado y su atractivo para con las mujeres. ¡Soñaba despierto! Parece irónico que este hombre con unas dotes militares y un potencial de mando tan notables haya llegado hasta nosotros como un soñador. Pero sus ensueños guardaban un poderoso secreto. Le iban a permitir conocer el don del discernimiento. ¿Y cómo llegó Iñigo a descubrir por sí solo esa llave que había de abrir una mina de oro en su espiritualidad? Bueno, a medida que pasaban los días, amarrado a la inmovilidad, se dio a dos clases de sueños. Continuaban las antiguas fantasías de las batallas que él capitanearía, las glorias militares que conseguiría, las nobles damas que galantearía y conquistaría. Pero eran sueños de lo
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que podría haber sido y, aunque le levantaban el espíritu por un momento mientras gozaba con estos espejismos, a la larga lo dejaban vacío y entristecido. Por otra parte, estimulado por los dos libros que le había dado su cuñada, comenzó a soñar en el Rey cuyo servicio era más deseable y glorioso que el del rey de España, a preguntarse cómo podría alistarse en el ejército de este Cristo Rey, a proponerse llegar a ser más santo que los mismos santos... Todo un nuevo mundo que descubrir y por el que quizá merecería la pena gastar la vida entera. Eran también sueños, pero él comenzó a notar una diferencia importante en sus secuelas. Éstos lo vigorizaban y le dejaban entusiasmado y enardecido. Y no se trataba de lo que podría haber sido, sino de algo que yacía oculto en las profundidades de su propio corazón, como una semilla que había germinado misteriosamente y que pujaba por romper la superficie de su vida, por brotar a través de la tierra y el estiércol del dolor y el desengaño. Eran sueños que no se esfumaban. El don del discernimiento le llegó a Iñigo al percatarse de la diferencia entre ensueños mundanos y sueños divinos (por llamarlos de algún modo). Así es como descubrió lo que podríamos llamar la «brújula interior», capaz de revelarle qué desarrollos, qué evoluciones y movimientos en su corazón lo conducían hacia el norte vital de plenitud, y cuáles lo Nevaban a satisfacciones pasajeras y efímeras que lo dejaban vacío. Tendido en aquel lecho de inmovilidad forzada y de soledad, aprendió cómo sopesar sus estados de ánimo, sus sentimientos y reacciones, y cotejarlos y orientarlos con esa brújula invisible pero infalible. En el silencio interior, pudo escuchar con claridad nueva una invitación, que venía de dentro de él mismo, a alistarse en el servicio de Dios, su nueva aventura.
Sueños vanos Sueños divinos
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Iba implicándose más y más en las historias que inspiraban este nuevo modo de soñar despierto y que le proporcionaban una inédita manera de ejercitar su fantasía. Comenzó a involucrarse en la trama, imaginándose presente en las escenas y tomando parte en los sucesos, acciones y conversaciones de las historias evangélicas. Era para él el comienzo de una aventura en la oración imaginativa, que llegaría a ser un poderoso catalizador para el crecimiento de su relación personal con Dios, un método de oración lan válido hoy para nosotros como lo fue para él. En su lecho de enfermo, Iñigo experimentó, pues, un profundo cambio. Gradualmente, con recaídas, volvió a la vida normal aunque cojeando. Pero no a aquella vida que hasta entonces había llevado y que la bala de cañón había roto en pedazos. Ahora era un peregrino de Dios y estaba dispuesto a ofrecerle todos sus propósitos de comportamiento caballeresco, valentía y tenacidad. El próximo paso era decírselo a su familia... y, como para tantos otros que han recorrido ese camino (incluyendo, sin duda, a muchos de los que están leyendo este libro), eso no fue nada fácil. Su hermano le presionaba para que pusiera sus cualidades y talentos al servicio del honor de los Loyola y contribuir a mantener y acrecentar el patrimonio familiar. Iñigo tuvo que rechazarlo con diplomacia. Y partió... sin que ni él mismo ni sus familiares supieran bien adonde se encaminaba ni adonde iría a parar. Iñigo, el aristócrata noble, el cortesano, el soldado, el intrépido defensor de Pamplona, se ha convertido en un simple peregrino. La primera gran etapa de su peregrinar-en busca de aquel «no sé qué» que le apremiaba a seguir hacia delante- lo llevó hasta la abadía de Montserrat, colgada y resguardada entre peñas cortadas a sierra, desde donde se divisa la llanura de Manresa. Allí quiso hacer una confesión general de los pecados de toda su vida pasada para comenzar de nuevo. El prepararla le llevó tres días, al cabo de los cuales recibió la absolución de uno de los monjes. Cambió sus ropas de noble por el simple sayal de un pobre peregrino, y pasó toda la noche en vigilia y oración. Donó sus ropajes a un mendigo y su muía al convento, y dejó su espada como exvoto y ofrenda ante el altar, signo y señal de que dejaba atrás su vida de servidumbre a los valores del mundo para entregarse al servicio de Dios. A medida que bajaba de la montaña de Montserrat hacia la planicie, la mente del nuevo peregrino iría, sin duda, rememorando
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los recuerdos de su conversión, la confesión, la vigilia y los consejos que los monjes le habían dado sobre la vida de oración. Aplicaría a todas estas nuevas experiencias los modos de discernimiento que había descubierto en Loyola. Necesitaba tiempo y paz para digerir y asimilar cuanto había hecho... y todo lo que Dios le iba enseñando a cada nuevo paso, y tomar tal vez algunos apuntes y notas con sus reflexiones. Y así, en lugar de dirigirse directamente a Barcelona, como había planeado, se quedó en Manresa «donde determinaba estar algunos días»1, que se extendieron hasta once meses. En Manresa se fue fraguando la siguiente etapa de su vida. Resuelto a ser fiel a todo lo que había prometido a Dios en Montserrat, el orgulloso y voluntarioso íñigo se puso a mendigar para obtener su sustento diario. Hubo de aguantar las burlas de los rapazuelos callejeros que, probablemente, iban mejor vestidos y atendidos que él. Viviendo allí abajo en la llanura, los altos sueños de las montañas tuvieron que contrastarse con el calor y polvo de la realidad cotidiana. Se trataba a sí mismo con dureza y austeridad pero, no olvidando la agonía de su larga enfermedad en Loyola, se dedicó a servir y ayudar a los enfermos de los hospitales de Manresa. Se entregó a la plegaria, hasta que la oración se convirtió en parte de cada momento del día. Encontró una cueva cerca del río Cardoner, que fue su «casa en el desierto». Esa gruta iba a ser el lugar donde su amor y conocimiento de Dios llegarían a profundidades que ni él mismo hubiera nunca imaginado, donde tuvo inspiraciones que conservan hoy todo su frescor y validez, y donde -algo muy importante para nosotros- plasmó por escrito el desarrollo de su conversión, oración y reflexiones.
rasgado de vez en cuando por resplandores de inspiración divina y entrega apasionada a Dios, pero también una época de gran crecimiento y maduración espirituales, rasgada por lóbregos rayos de duda y desconfianza. Cualquiera de las dos formas de expresarlo se corresponde sin duda con momentos semejantes en nuestra propia experiencia: instantes cargados de conflictividad y lucha, pero también iluminados y radiantes gracias al calor de nuestros deseos, reflejo de llama que arde en nuestro corazón. El resultado de Manresa fue un hombre que libremente se había ligado al servicio alegre de un rey llamado Cristo, y que se había abierto de tal manera al Espíritu Santo que recibió el don de interpretar su propia experiencia personal de un modo con valor y significado universal. Esa experiencia y la sabiduría que produjo quedaron reflejadas y recopiladas en un pequeño libro sin pretensiones llamado los Ejercicios Espirituales. El cuadernillo de Iñigo, lleno sólo con sus propias experiencias, llegaría a ser una guía universal. Guía para llegar a hacerse cada vez más sensibles a la acción de Dios en nuestra vida, para descubrir y ser fieles a los deseos más profundos que habitan dentro de nosotros, para tomar decisiones que sean fruto a la vez de la presencia de Dios en la vida y de la libertad más interior de la persona, para comprometernos del todo con Jesús, el Dios-hecho-hombre, y vivir con El el espíritu de los evangelios.
Quizás era inevitable que, dado lo que se estaba gestando en su corazón, íñigo fuera víctima de conmociones negativas, o de «falsos espíritus» como él los llamaría más tarde. Padeció durante una larga temporada de continuos escrúpulos y sentimientos de culpabilidad, y se recriminaba sus pecados pasados, reales o imaginarios. Experimentó las más negras profundidades de la desesperación y llegó a casi quitarse la vida. Fue un período de tinieblas, 1
El relato del peregrino. Autobiografía de Ignacio de loyola. Mensajero, Bilbao, n. 1 8, p. 23.
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Sería bonito decir que Iñigo avanzó a pasos agigantados en la vida espiritual... pero, naturalmente, no fue así. Todos sabemos muy bien que las cosas en la vida no son tan fáciles. Su gran sueño de servir a Dios en Tierra Santa se rompió en añicos por la prohibición de las autoridades religiosas. Sus viajes estuvieron entorpecidos por la mala salud y los naufragios. Sus intentos de ayudar a otros compartiendo sus Ejercicios en «conversaciones espirituales» chocaron con la oposición de la Iglesia (que lo puso en manos de la Inquisición) y de las autoridades públicas, que, entre otras cosas, le amenazaron con azotes. Injusticias, humillaciones y traiciones se asociaron a él como compañeros de camino, pero traían oculto un regalo: a través de ellas Iñigo sintió con claridad y fuerza que su deseo de vivir con Cristo era más fuerte que sus ganas de eludir las indignidades y deshonras que el mundo y la Iglesia le prodigaban. Mezclada con todo esto, aparece una palabra que sería clave en la vida y espiritualidad de Iñigo: «compañero». Ya en Manresa, Iñigo había comenzado a compartir su experiencia con algunas personas cercanas que mostraban interés por sus Ejercicios. Sus apuntes le servían de guía para ayudarles. Y así sigue ocurriendo hoy: los Ejercicios sirven de guía al director, o instructor, o acompañante espiritual, en su labor de ayudar a otra persona a descubrir, en la oración y la reflexión, el paso de Dios por su vida. Son un instrumento que ayuda a otros a «descubrir por sí mismos» cómo Dios se dirige a ellos, les llama, y a qué se sienten llamados por Él. Cuando íñigo residió en París como estudiante, tratando de conseguir, a edad ya tardía, los requisilos que acabarían con las objeciones de la Iglesia contra su costumbre de conversar con la gente de temas espirituales, desarrolló y perfeccionó el ministerio de acompañar a quienes estaban deseosos de estrechar su relación con Dios. Se ordenó sacerdote en 1536, cuando ya tenía cuarenta y cinco años, y adoptó el nombre de Ignacio. Pero para 1534, todavía en París, ya había reunido un grupo de siete seguidores (entre ellos Francisco Javier y Pedro Fabro), cuya amistad iría forjando la futura Compañía de Jesús. El 15 de agosto de aquel año compartieron la Eucaristía, hicieron votos en los que se comprometían a algo que podría vaticinarse como una futura orden religiosa, y lo celebraron... ¡con una merienda en el campo!
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Nos separan más de 450 años de aquel suceso que pasó inadvertido en las afueras de París. Entre las muchas riquezas que nos ha legado aquel pequeño grupo, podríamos fijarnos, sobre todo, en aquel «considerarse amigos». Para ellos no había diferencia entre la seriedad de su compromiso con Dios y la sencilla pero rebosante alegría de un día en el campo almorzando juntos. Todo ello les hacía más humanos: la búsqueda y la ilusión, los fallos y caídas, el descanso y la diversión, el fracaso... y hasta una comida campestre. Del mismo modo que mi ordenador acepta alegremente todo lo que le llega, añejas espiritualidades o problemas de notación binaria, nuestro trayecto interior incorpora todo lo nuestro, todo lo que somos y tal como somos, sin separaciones arbitrarias entre «trabajo» y «oración», entre «secular» y «espiritual», entre Dios y «la vida real». La espiritualidad ignaciana trata, sobre todo, de encontrar a Dios en nuestra experiencia de cada día y de dejar que Él la transforme por medio de su Espíritu. Esa novedad será una bendición para nosotros y para toda la familia humana. Los descubrimientos de este libro, como los del mismo Ignacio, fueron inicialmente una respuesta a grupos de amigos que querían reunirse a compartir su búsqueda de Dios. Y como los suyos, son fruto de experiencias personales, algunas felices, otras dolorosas, pero todas ¡vividas! Las ofrezco aquí, como lo hizo el propio Ignacio, con la esperanza de que sirvan de jalones e indicadores de dirección en el terreno misterioso y, a veces, arriesgado de nuestro corazón durante ese viaje interior hacia la perla de gran valor que se esconde a la vez en el centro más profundo de nuestro ser, mucho más allá de ¡o que se figura nuestra imaginación más delirante. Los hitos, mojones y señales nos ayudan a no perder el camino, pues nos muestran un punto que reconocemos. Al descubrir un accidente de un terreno que conocemos -algo distintivo- queda localizada nuestra posición: «Ya sé dónde estoy, reconozco esa marca; o sea que debo ir para allá». Nos dan la tranquilidad de saber que no nos hemos perdido. Nos ayudan a orientarnos y tomar la dirección correcta para la próxima etapa del camino. Cuando estamos en terreno desconocido (y la vida, para todos nosotros, es
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terreno desconocido), hitos, señales y pistas nos ayudan a situarnos y nos animan a seguir adelante. Algo que está fuera de nosotros -algo que todos pueden ver y reconocer (aunque lo vean desde diferente perspectiva y le den distinto nombre)- nos dice exactamente dónde nos hallamos. Nos sitúa, como individuos aislados, dentro del amplio panorama. Los mapas o guías de turismo también podrían sernos de utilidad, podría sugerir alguno. Cuando tratamos de nuestro viaje espiritual, no faltan mapas y manuales, desde los de tipo credo o catecismo que advierten «¡sigue este camino, de lo contrario..!», a los que prometen «cincuenta maneras de ascender por la escalera de la perfección». Todos tienen en común que pueden ser leídos sentados en una poltrona, todos enseñan a nadar sin que te mojes. Las señales en el camino no son eso. No sirven de nada hasta que no te pones en marcha. Son efectivas solamente para enlazar el lugar donde te hallas con un punto de referencia y orientación.
hacia el tesoro fabuloso que se esconde tras las pistas y señales. No las encontraréis hasta que os pongáis en marcha aun a riesgo de perderos. Seguid andando pase lo que pase y pese a quien pese con toda la urgencia sin prisa del momento... Estas pistas y claves de las que hablamos no son los «pilares de la Iglesia», pero le son muy necesarias a la gente del Pueblo de Dios que camina y quiere seguir andando.
Recuerdo cómo me reí una vez con la pintoresca descripción que hace de un paseo el ya fallecido A. Wainwright en una de sus guías para recorridos por la montaña: «Toma la senda de la izquierda cuando llegues al tercer espino blanco», era una de sus fantásticas orientaciones. Este inverosímil destello de sabiduría práctica ridiculizaba los mapas tan intrincados que ¡lustraban el libro. Había que andar hasta descubrir aquel tercer espino blanco. Era como una pista en la búsqueda del tesoro, y exigía no sólo encaminarse hasta allí, sino hacerlo pronto, ahora mismo, antes de que la situación de los espinos cambiara y no pudiera ser reconocida. Era una información extraída de sus caminatas por aquel camino y que, gustosa y jocosamente, quería compartir con sus lectores y camaradas andariegos. El entusiasmo de su descubrimiento resultaba contagioso e invitaba a hacer otro tanto. Sonaba a la vez a consejo personal y universal, a paradoja: una observación en un instante determinado que se pretendía válida para siempre. Las marcas del camino presentadas en este libro me gustaría que fueran del estilo del tercer espino de Wainwright. Sin duda, ya las conocéis aunque no les dais el nombre con que yo las identificaré. Espero que os ayuden a hallar el camino, el vuestro propio,
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1 ¿Dónde estoy? ¿Cómo estoy? ¿Quién soy?
Antes de que comencemos a explorar de qué modo puede ayudarnos la espiritualidad ignaciana en nuestro viaje, debemos echar una mirada a nuestro «paisaje» interior, para determinar nuestras coordenadas y ver dónde nos encontramos en la actualidad. Esa es la finalidad de este primer capítulo, y para ayudar en ese ejercicio de ubicación he usado el dibujo de los tres círculos concéntricos:
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Comenzaremos nuestro viaje por el perímetro exterior. Es lo que he llamado el círculo del dónde. Representa todas esas cosas que no puedo cambiar en mi vida: mi familia, mi constitución genética, el lugar y cultura en que nací, mi educación y formación, todos los sucesos que componen mi historia, mis cualidades naturales y mis deficiencias congénitas, mi salud y mis discapacidades. Todas esas cosas forman lo que me ha sido dado en la vida. Son los hechos de mi existencia. Es, simplemente, donde me encuentro. No sólo no puedo hacer nada por cambiarlo, sino que es casi lo único de lo que soy consciente, lo que acapara casi todas mis energías. Me guste o no, la mayor parte de mi tiempo consciente lo vivo ahí, en el borde exterior de mí mismo. Nos introducimos ahora en el segundo círculo. Lo llamo el cómo, porque es el área de mi vida sobre la que puedo ejercer cierto control y decisión. En esta área también me ocurren cosas, pero puedo elegir cómo responder a ellas. Puedo aceptar o rechazar, darme por vencido o pelear, dejarme llevar por la corriente o resistirme a ella. Puedo establecer relaciones humanas y tomar iniciativas personales. Cada minuto que vivo cambia el calidoscopio de sucesos que me bombardean y cada decisión que tomo me conduce, sutil pero inexorablemente, a ser como soy. Las opciones asumidas crean hábitos y los hábitos, un determinado talante. Y este proceso va más allá de mis propios límites: mis elecciones, mis hábitos, mi talante van cambiando, sutil pero inexorablemente, el cómo de todo ser humano. Cuando elijo la verdad, el mundo se hace más verdadero. Cuando traiciono mi propia integridad, queda socavada la integridad de todos. Para mucha gente el viaje acaba aquí. Viven en un mundo donde les suceden cosas y reaccionan ante lo que les sucede. Pocos se arriesgan a adentrarse, conscientemente, en el tercer círculo, el círculo del quién. Cuando entro en mi corazón, en el centro de mi ser, me acerco mucho a la persona que realmente soy ante Dios. Es terreno peligroso. A medida que voy vislumbrando quién soy -en toda su • verdad y sin máscaras protectoras-, me percato de las discrepancias entre la persona que vive en el dónde y la que habita en el quién, la persona que Dios creó para ser yo. Me topo con la ver-
güenza, pero también con la gloria. Me voy acercando al Dios que mora en mi corazón y ese encuentro me plantea cuestiones que no puedo prever. Ese es el poder de la oración. Ese, el riesgo de un viaje interior.
Germina la semilla de Dios Os habréis dado cuenta de que, en el grabado anterior, había hojas y flores que brotan y emergen de los círculos. No las he añadido por motivos decorativos. Mi experiencia me dice que cuando hago ese viaje hacia dentro, o mejor dicho, cuando permito a Dios que entre en mi centro - l o que comúnmente llamamos el «corazón»- algo muy vital y creativo ocurre: germina la semilla de Dios, si se me permite usar esta expresión.
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Dios, señor de la creación, trascendente, sin límites, más allá délo imaginable ' /
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¿Qué es la «semilla de Dios» y qué hace que germine? La ilustración que sigue puede ayudar a explicar lo que quiero decir. En lenguaje cristiano, decimos que Dios es, a la vez, inmanente (presente en nosotros, en nuestros corazones y en nuestra experiencia humana, individual y colectiva) y trascendente (más allá de nuestra experiencia o imaginación, el totalmente «otro», diferente, sin límites y sin comparación posible con nosotros). La semilla ele Dioses nada menos que el Dios inmanente, encerrado en mi corazón, que espera... a germinar, a un acto de resurrección. ¿Cómo germina? Hay mil maneras y nunca podemos saber cómo va a actuar Dios. Es posible hacerse una idea recordando momentos en los que parece que estamos en contacto con algo, mejor, con alguien, fuera de nosotros, algo así como una tangente que toca el círculo exterior de nuestra vida. En esos instantes, percibimos que está ocurriendo algo diferente al curso normal de nuestra vida ordinaria, aunque no separado de él. Nos sentimos «tocados por Dios». Puede suceder de mil maneras: en un momento de comunión intensa con la naturaleza, en medio de una relación personal, al experimentar una inteligencia de nuestra situación vital por encima de nuestras posibilidades, o quizás una clarividencia repentina que nos muestra el camino a seguir en una situación particular. Cuando esto sucede, podemos decir que Dios no sólo nos ha tocado o rozado sino que, de algún modo, «echa raíces» en nuestra vida y en nuestra experiencia. Aquel «contacto» de Vida, si se lo permitimos, penetra más y más profundamente en nuestro interior hasta su centro. Allí el Dios trascendente que nos «tocó» se une con el Dios inmanente encerrado, como una semilla, en nuestros corazones, y algo nuevo germina de esa unión. La ilustración de la página 36 muestra los resultados. Esa flor (planta, arbusto, árbol) es la manifestación (o encarnación) única y personal de Dios que nosotros, y sólo nosotros, hemos de alumbrar. Si no la dejamos nacer, no surgirá. Pero si la hacemos nacer, será la realización completa de la unión de nuestro «gen» con Dios. Es lo que Dios sueña para nosotros. Es lo que Dios conoce desde siempre y desea para nosotros, pues está ansiando llevarlo a su realización y compleción.
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Es una maravillosa e increíble vocación a la que está llamado todo creyente. Podríamos aquí recordar la respuesta de María en la Anunciación, y apropiarnos aquel momento en que Dios pregunta: «¿Quieres darme a luz en tu propia vida?». Y nuestra respuesta: «Hágase en mí según tu voluntad».
La oración como «sábado» Supongamos que aquella semilla ha germinado. ¿Cómo podemos convertir el sueño de Dios en realidad? Consciente y deliberadamente, por medio de la oración, que nos lleva al centro del quién. En la oración dejamos que Él nutra nuestra «semilla de Dios» y, al mismo tiempo, también quedamos nutridos y alimentados. La palabra sabbath (sábado) tenía un significado muy profundo para los judíos. Para ellos, no era una pausa para relajarse y descansar, y así poder volver al trabajo duro de los días laborales de la semana. El sabbath no estaba en función de los restantes días de la semana. Al contrario, éstos estaban en función de aquél. El sabbath no era una ruptura con la trama y la pauta normales de la vida diaria, sino su sentido total. De la misma manera, la oración no es sólo un medio o instrumento para sostenernos en nuestro itinerario espiritual (que también) sino que es su realidad más auténtica. No es un entreacto tranquilo y pacífico en nuestro atareado día, sino la esencia verdadera de nuestro ser. Cuando oramos, somos más realmente que nunca quienes somos y, por eso, podemos decir que oramos siempre que vivimos la verdad que somos. En otros capítulos trataremos de cómo reconocer e intensificar ese «vivir la verdad que somos». La ilustración de la página 38 equipara la oración al sábado. En un cierto sentido, podría decirse que la oración es tiempo robado al transcurso lineal de la vida. Pero en otro, es nuestra más profunda realidad. Cuando oramos, nos movemos hacia dentro, hacia nuestro centro, hacia Dios. Luego volvemos de nuevo hacia fuera, otra vez a través de las capas de nuestro cómo, hasta nuestro dónde. Más abajo explicaremos este movimiento hacia el centro y de vuelta afuera otra vez.
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Lo que ocurre en nuestro centro es un acto de transformación. No quiere esto decir que salimos de la oración transfigurados, como Jesús en el monte. ¡No es tan espectacular! No hay ninguna explosión de radiación luminosa (que nos mataría), sino un cambio sutil, suave, casi imperceptible, en nuestro modo de ser, que lleva consigo el poder de curar y de cambiar que atraviesa las capas de nuestra experiencia y de nuestra vida, y puede empapar nuestro dónde, nuestro entorno, con los valores del Reino. Y esto ocurre cada vez que oramos, lo notemos o no.
las relaciones personales, hasta ser capaces de la intimidad y confianza de un amor no posesivo. En cada uno de esos contextos (y podéis pensar en otros), habréis notado una capa exterior que puede ser comparada con la experiencia del dónde, una capa más profunda que corresponde a la respuesta del cómo, y un centro íntimo que es asequible solamente a nuestra realidad del quién.
Cuando nos abrimos a Dios en oración, le invitamos a entrar en nuestro corazón. Trae consigo los dones del Espíritu que alivian y sanan nuestros problemas, dolores, pecados. Cuando ha concluido su trabajo transformador en nosotros, el Espíritu lleva a Dios nuestras necesidades y deseos, y los deseos de todos aquéllos por los que rezamos. No son fantasías ni presunciones. Es la promesa que Dios nos hizo por medio de su Hijo, y nuestra experiencia y vivencias testifican su verdad y validez.
Ese ir ahondando, desde el dónde, a través del cómo, hasta el quién, es el distintivo y enseña de toda oración personal y, quizás todavía más, en la tradición ignaciana, que anima a comenzar por encontrar a Dios en las cosas ordinarias y «externas» de nuestra experiencia para ir introduciéndonos en el sentido más hondo de nuestra vida y crecimiento en El.
Antes de dejar los círculos (y recordemos que son solamente imágenes útiles para lograr captar un poco lo que significa ser una persona creyente), podría ser provechoso mirar todo esto desde otros ángulos, variaciones en el modo de entender lo que puede significar el «ahondar» nuestra percepción de las cosas transitando desde el nivel exterior y superficial hasta el centro más profundo de nosotros mismos.
Las «semanas» del corazón
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Ahondar, por ejemplo, en el significado del «placer» y, «dolor», pasando por la «felicidad» y la «desdicha», hasta alcanzar la «alegría» y la «pena». Ahondar en el modo de orar, desde la oración vocal o litúrgica, pasando por la meditación personal, hasta la unión contemplativa con Dios. Trascender los meros sentimientos pasajeros, y mediante la fidelidad de la fe aceptar el hecho del amor de Dios que nunca cambia. Pasar de ser alguien a quien le ocurren las cosas a otro que toma en sus manos la propia vida y liega, incluso, a comprometerse con la suerte de los demás. Dejar a un lado la obsesión por nuestros deseos y temores inmediatos, aceptar responsabilidades en sociedad y en
En los Ejercicios, Ignacio invita al viajero a seguir un itinerario de oración que divide en cuatro «semanas». No se ajustan a nuestro calendario de semanas de siete días. Son fases, etapas, por los que pasa el orante durante su recorrido, y, al acabar esos tramos de los Ejercicios, uno cae en la cuenta de que está de nuevo al principio, que el final es el punto de arranque: al terminar la «cuarta semana», puede tenerse la sensación de que se quiere volver a conectar con la oración de la «primera semana». Ésta es quizás una de las gracias ocultas en los Ejercicios, el descubrir la interdependencia y vinculación total de esas «semanas» entre sí y que, por tanto, sintonizamos con ellas mediante los movimientos y sentimientos internos de nuestro corazón. En nuestra relación con Dios no se progresa siguiendo un orden preciso, como quien sube escalones sucesivos y bien diferenciados desde el estado de pecador caído hasta la cumbre de la resurrección. La trama de la redención no está compuesta de líneas rectas, ni tan siquiera onduladas. Tampoco es un círculo, porque cada vez que volvemos a los «comienzos», la conexión es diferente, y el círculo tiene un diseño nuevo y distinto.
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Esa trama, que resulta tan misteriosa cuando tratamos de explicarla con palabras, es en realidad tan sencilla y tan hermosa como la tierra misma. En la superficie y por encima de ella, está la atmósfera con el aire, el viento, las lluvias... Cambia constantemente. Cada clima tiene sus aspectos buenos y otros no tanto. A veces es extremoso y anárquico, otras veces es suave, moderado y ordenado. Tan incierto e informal como nuestros estados de ánimo y nuestros sentimientos.
Esas cuatro capas, la atmósfera, el suelo, la roca y el fuego, pueden ser también imágenes de las cuatro «semanas» de los Ejercicios:
Luego está la capa del suelo, debajo de la atmósfera y muy influido por ella, pero más estable, que acoge en sí las semillas para su germinación y crecimiento. Es nuestro corazón, donde Dios hace crecer su Reino. Debajo del suelo, el lecho de roca. Cuando vamos ahondando en la oración y en nuestra relación con Dios y los demás, o en el misterio y significado de las cosas, nos encontramos por fin con esa roca firme. Puede parecer la puerta blindada de una cámara cerrada: sin salida, sin entrada. Está tan oscuro que no sabemos con seguridad si estamos entrando (en la sala de un tesoro escondido) o saliendo (de una cárcel). Tal vez ambas cosas. Dios es el lecho de roca, pero también está presente en la atmósfera y el suelo. La roca es el firme soporte con que nos sostiene, el sólido cimiento sin el cual nos hundiríamos en arenas movedizas. Pero es también la piedra que, cuando caemos sobre ella, nos rompe y nos abre, como rompió y abrió a Dios mismo en la cruz. Pero sabemos que debajo de la capa de roca hay un fuego que está siempre ardiendo porque, de vez en cuando, se abre a nuestra visión interior de modo aterrador -como cuando Jesús gritó: «Todo se ha cumplido»-, o a modo de horrible terremoto interno, o en silenciosos y secretos dardos ardientes de luz que, en ocasiones, fulguran en nuestra oración o nuestros sueños. Es como si fuera la fuente de nuestra pasión y energía. Lo mismo que el clima de la superficie, que también puede ser terrible y caótico, o creador y dador de vida. Unas veces lo tememos, porque se parece a las llamas infernales; otras, lo anhelamos, porque parece irradiar la presencia eterna de Dios y la luminosidad del cielo. Ese fuego llamea y lame nuestro corazón, y o bien reprocha y consume, o bien nos transfigura y cambia nuestra visión del mundo.
...la atmósfera, el suelo, la roca y el fuego, imágenes de las cuatro «semanas» de los Ejercicios.
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Nuestra «atmósfera», nuestros estados de ánimo y nuestros sentimientos, nuestra dependencia de Dios, nuestra transitoriedad, nuestra inestabilidad, nuestra naturaleza fragmentada, tan pronto lluvia como sol, tormenta o gloria. Insustancial en sí misma, pero afectada por los movimientos de nuestro corazón, y afectando a cualquier otra criatura sobre la tierra: la ruptura, el abismo del pecado cubierto de lado a lado por el arco iris de un amor incondicional... Es la Primera Semana.
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Viene luego el suelo del crecimiento, del aprender, de la escucha... sentados a los pies del Señor, bebiendo de su bondad, compartiendo su ministerio temporal sobre la tierra, echando raíces, esforzándonos por brotar y salir a la
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luz (conforme a nuestros deseos más hondos), podados y nutridos... hasta llegar, en él, a convertirnos en lo que somos en verdad... Es la Segunda Semana. Luego, la roca, la piedra que nos hace añicos y nos astilla, que nos rompe y abre del todo en el trayecto al Calvario, con el Señor... Es la Tercera Semana. Y por fin, el terremoto del «¡todo está cumplido!». La tierra se rasga y su corazón de fuego salta libre para consumir y destruir o para reavivar y llenar de energía. Destruye todo lo que no es Verdad, y hace pasar de la verdad a la Vida. El fuego del Espíritu que abre el recinto sellado de la tumba... Es la Cuarta Semana.
Una segunda posibilidad es moverse no lateralmente, sino hacia dentro, hasta el círculo del quién, llevando con nosotros todo el dolor de nuestra falta de libertad, «sumergiéndonos y dejándonos empapar en Dios» (como D.H. Lawrence lo describe). Entonces podemos volver al mismo lugar de nuestro dónde, pero transformados (aunque sólo sea ligeramente). El resultado es que esa parte de nuestro dónde se ha vuelto un poco más libre. La libertad se consigue... ...no mudándose de un sitio a otro en el círculo del dónde...
Y por último, otra vez el comienzo. Esa explosión de energía y resurrección en el corazón de las cosas cambia la atmósfera exterior para siempre, y el nuevo clima afecta al suelo, y las raíces de nuestra semilla divina llegan a la roca del amor de Dios, y el ciclo continúa, pero de diferente manera, siempre de manera única. Y cuando todos los ciclos se cumplen, el Reino ha llegado a su plenitud en nosotros: eso es el Reino.
La búsqueda de la libertad Antes de terminar, una palabra sobre la libertad. En un capítulo posterior examinaremos con más profundidad qué significa la expresión «libertad interior». Pero, antes de dejar el esquema de los círculos, merece la pena caer en la cuenta de lo que expresa la palabra «libertad» en lo que atañe a nuestro viaje al centro del quién. La tentación está en creer que la «libertad» se alcanza cambiando de sitio dentro del círculo del dónde, como muestra la ilustración. Hay personas que creen que serían libres (y, en consecuencia, felices y contentas del todo) si no estuvieran en este lugar (en esta situación, en esta relación, en este empleo...) y que, por tanto, conseguirían su libertad con sólo cambiar de sitio. Lo que ocurre, en tal caso, es que se trueca una falta de libertad por otra. Trasladamos nuestra «planta de Dios» a otro lugar esperando que florezca mejor allí.
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...sino adentrándose en el centro del quién, en la presencia de Dios, sumergiéndonos en El, para volver, transformados, a nuestro dónde y hacerlo un poco más libre.
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Esto no excluye que un c a m b i o de circunstancias pueda ser necesario y b e n e f i c i o s o . Lo q u e q u i e r e d e c i r es q u e el c a m b i o real y la transformación permanente ocurren en el quién y no en el dónde. Cambiar de lugar o situación puede liberarnos efe algo que e n c o n t r a m o s opresivo o destructivo, y a veces eso es una etapa necesaria en nuestro c a m i n o . Pero el o b j e t i v o más p r o f u n do de nuestra trasformación es liberarnos para algo, y ese «algo» es la venida del Reino, nuestra resurrección personal y la de toda la f a m i l i a h u m a n a .
Sugerencias para la oración y reflexión El sexto mes envió Dios al ángel Gabriel a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María. Entró y le dijo: —¡Alégrate, favorecida de Dios! El Señor está contigo. Ella se turbó al oír estas palabras y se preguntaba qué podría significar tal saludo, pero el ángel le dijo: —María, no temas; tienes el favor de Dios. Escucha. Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande y será llamado Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de su antepasado David, y reinará sobre la Casa de Jacob por siempre y su reino no tendrá fin. María dijo al ángel: —¿Cómo sucederá todo eso, si todavía soy virgen? —El Espíritu Santo vendrá sobre ti —respondió el ángel— y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el niño será santo y será llamado Hijo de Dios. Y sábete también que tu pariente Isabel, a pesar de su edad tan avanzada, ha concebido también un hijo, y está de seis meses la que era considerada estéril, porque no hay nada imposible para Dios. —Soy la esclava del Señor —dijo María—, que se cumpla en mí lo que has dicho. Y el ángel la dejó (Lucas 1, 26-38). Trata de representarte a ti m i s m o c o m o parte de esta escena. Imagina en tu mente el entorno, las casas, los campos, el p u e b l o , el c l i m a , las vistas y los sonidos y los olores del sitio. Imagina la llegada del ángel. O y e sus palabras. Considera c ó m o reaccionas a
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t o d o . Pide a Dios que abra tu corazón para que puedas oír y e n tender lo que Dios quiere revelarte a ti, personalmente, en esta escena. Sosegada y reposadamente deja que lo que te dice llegue sin obstáculos a tu c o n c i e n c i a y responde de la manera que te parezca más apropiada.
H a c i e n d o uso de un papel y un lápiz, dibuja los círculos c o n céntricos y llénalos escribiendo lo que te parece que son tus circunstancias personales en el círculo del dónde, anota las cosas que no puedes cambiar y aclara lo que sientes sobre ellas. Luego, de qué manera se va f o r m a n d o tu círculo del cómo a consecuencia de las decisiones que has ido t o m a n d o en la vida, recorre el día, o quizás la semana, y recuerda los m o m e n t o s en que tuviste que decidir algo. ¿Cómo reaccionaste? ¿Has t o m a d o decisiones o elegiste pensando sólo en ti o mirando a Dios? ¿Cómo te sientes ahora al recordarlas? Sin duda, querrás decirle a Dios lo que sientes ahora y lo que te gustaría cambiar.
Trata de recordar cualquier suceso o relación personal en que procuraste o quisiste conseguir «libertad» c a m b i á n d o t e a otro l u gar del círculo del dónde. ¿Encontraste la libertad que buscabas? ¿Te has encontrado recientemente en situaciones difíciles o te has sentido c o m o atrapado en ellas? ¿Cómo respondiste entonces? ¿Reaccionarías ahora del mismo modo? Presenta a Dios tus recuerdos, también tus remordimientos y resquemores, y descúbrele sin miedos c ó m o te sientes. Pídele con toda confianza que te sane y te conceda la libertad que estás buscando.
Con la ayuda del primer grabado de este capítulo, reflexiona sobre c ó m o te sueña Dios. Considera c ó m o la «semilla de Dios»,
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sembrada en ti, arraiga en el centro del quién, aunque florece y da fruto en el dónele de tu vida. En tu imaginación, siéntete la flor, la planta o el árbol que va creciendo. Llégate hasta las raíces y siente cómo pujan por penetrar más y más adentro, hacia el agua del fondo y hacia Dios. Siente la savia que sube por tu cuerpo, que empuja para que te realices en plenitud.
¿Puedes recordar algunos momentos en los que te has sentido «tocado por Dios» de manera que has notado cómo nacía o crecía en ti la «semilla de Dios»? Trae esos recuerdos a tu oración y da gracias a Dios por ellos.
2 Once yuntas de bueyes
Pídele que te muestre cómo, de verdad, se han realizado y se están realizando sus sueños sobre ti. En el Antiguo Testamento se narra cómo el profeta Elias llamó a Eliseo a ser su sucesor (1 Reyes 19). La respuesta de éste parece ambigua: quiere seguir a Elias, pero también despedirse de su familia. Finalmente, a pesar de su indecisión inicial, Eliseo da el paso y acepta el manto de Elias -su invitación a ser profeta- y lo sigue. Un compañero de mi itinerario en la fe me sugirió ese pasaje como foco espiritual para mi oración durante un retiro. Mirando hacia atrás, no me cabe duda de que él esperaba que el Señor iba a tocar mi corazón por medio de este pasaje, que me iba a invitar a un seguimiento menos ambiguo de mi parte. En realidad, el pasaje me afectó, pero de un modo muy diferente, algo que nos sorprendió a los dos. Mi atención se fijó en las once yuntas de bueyes que iban labrando el campo por delante de Eliseo, que araba con la duodécima, la última en la línea. Intuí que esa imagen había tocado algo profundo en mí, más allá de todo pensamiento consciente, así que decidí quedarme en eso y dejar que fuese mi oración aquel día. Noté que me llenaba de una sensación de paz honda, como si hubiese topado allí con algo importante. Parecía hablarme de una «llamada», y no solamente sobre mi propia respuesta a Dios, sino sobre lo perenne de la respuesta humana a lo divino. Y más en concreto, parecía ser una llamada a reconocer aquellas «yuntas de
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bueyes» que me proporcionaban orientación y fuerza para tirar del arado en el surco de mi vida: esos hombres y mujeres que eran para mí faros en mi c a m i n o de fe. Quizás os guste uniros a mí, de manera retrospectiva, en mi oración... C o m e n z a d imaginándoos a vosotros mismos de pie, delante de vuestra casa, bajo un cielo estrellado. Empapaos en la grandeza y magnificencia del espacio inmenso que se despliega por encima de vosotros. Más allá de nuestro alcance. Fuera de toda medida. Imagen de lo infinito. Absolutamente trascendente, más allá de t o d o . Y, sin embargo, v i n c u l a d o a nosotros de la misma manera que estamos vinculados a cualquier otra cosa creada. Ahora fijaos en las constelaciones. En m e d i o de esa casi infin i t u d , de ese universo inabarcable, hay alguien que puede reconocerte, que te ubica puntualmente en el lugar y m o m e n t o exactos. Siente la e m o c i ó n de ser localizado en tu lugar único y preciso en m e d i o de esa i n m e n s i d a d . Siente la embriaguez de tener un hueco en el ¡limitado corazón de Dios.
zas estén paseando contigo hoy m i s m o . Son personas que han c o n t r i b u i d o a que tu surco sea hoy el que es; han c o l a b o r a d o en destripar los terrones o en darte la fuerza para tirar del arado. Te han ayudado a guiar tu progreso. Y no sólo gente, sino t a m b i é n momentos importantes, sucesos, decisiones, experiencias que han ido delineando tu surco. Trata de recordarlos. Piensa de qué manera te e m p u j a r o n hacia delante, o quizás corrigieran tu d i r e c c i ó n . Presta también atención al entorno, el paisaje que rodea tu c a m p o , los lugares que han tenido importancia en tu vida. Si preguntas a un labrador c ó m o sabe que está arando en línea recta, te dará este consejo: N o mires al surco, fija tus ojos delante, en algún punto del horizonte - u n árbol, q u i z á - y no dejes de encaminarte hacia él. Manten tus manos en el arado y tus ojos en aquel punto fijo.
Ahora escucha la palabra de la Escritura. Elias está llamando a Elíseo a seguir una vida de profeta del Señor... Fue Elias y encontró a Elíseo arando con una yunta de bueyes. Había once yuntas por delante de él, y él labraba con la última. Elias se quitó el manto y lo puso sobre Elíseo (1 Reyes 19, 19) Imagínate en un c a m p o . Estás labrándolo y tienes un surco por delante de t i . Estás trazando el surco de tu vida en el c a m p o del m u n d o . Tienes las manos sobre el arado y los píes, llenos de tierra, torpes. Q u i z á te sientes solo ante esa tarea gigantesca. Pero mira hacía delante. ¿No ves los once tiros de bueyes que Elíseo tenía delante de sí? N o estás solo. Eres parte de una larga línea de v i da y de sentido. Pero no es una vulgar fila compuesta por bueyes de tiro. Es tu trazo personal, labras tu surco.
Las manos en el arado...
...los ojos en la meta
¿Quiénes o qué cosas o sucesos o circunstancias están en tu e q u i p o de arrastre;1 Piensa en la gente que ha significado m u c h o para ti, que ha supuesto un antes y un después en tu vida. Algunos pueden ser hasta los primeros discípulos ele Jesús o ciertos santos que te han inspirado. Algunos pertenecerán a tu pasado. Otros q u i -
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Jesús es el punto fijo al que debemos mirar. Él está a la cabeza de cada una de las yuntas que mueven nuestra existencia. Le seguimos a él. Su vida y su energía de resucitado son las que nos dan la fuerza. Pero hay toda una constelación de gente (pasada y presente) que él nos ha procurado como compañeros, y hay también hitos y jalones y señales en el camino, en nuestro camino único y personal. Y ahora vuelve a mirar al cielo estrellado desde tu lugar en el campo y mira también a las yuntas de bueyes. Puedes ver en ellas un reflejo de Dios que abre y dibuja personalmente el surco de tu vida, proyectado y perfilado desde la infinidad de su amor. Como las estrellas, todas esas personas te han situado en el suelo firme de tu propia vida y te han revelado muchas cosas sobre tu trayecto. Pueden ayudarte a encontrar la ruta más directa. Son canales de aquella energía impulsora de Cristo resucitado, que es siempre la fuerza que te mueve y el destino que te llama. Cuando miras hacia atrás o hacia adelante por encima de esos rostros de la línea de gente y de los sucesos que han labrado y configurado tu vida, estás mirando también a tu origen y a tu meta, porque Cristo es verdaderamente el principio y el fin, el alfa y la omega de tu ser. Puedes ahora volver, poco a poco, a donde estás ahora, pero con la certeza firme de que no estás arando solo, y de que la historia de tu vida, con sus jalones y señales de tráfico, te lleva de vuelta al Señor, al amo de tu cosecha.
El río que soy yo Si no te atrae la ¡dea de labrar en los campos, puedes encontrar una imagen más apacible. Puedes reflexionar sobre tu vida comparándola con el caudal de un río, desde sus orígenes en una fuente escondida y secreta, hasta su desembocadura en el océano de tu destino. Recuerdo todavía un fin de semana maravilloso que pasé con mis parientes escoceses. Habían cambiado de casa y el sábado nos llevaron a enseñarnos su nueva vecindad. Llegamos a un letrero que señalaba el nacimiento de un río, ese punto esquivo y huidizo, indeterminado e indefinible donde las aguas se van reuniendo y al-
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go nuevo comienza. «Aquí nace el río Tweed», rezaba el rótulo. Nunca había visto yo un anuncio semejante, probablemente porque es extraordinariamente difícil localizar el lugar exacto donde un río tiene su origen, tan complicado como definir exactamente el momento en que comienza una nueva vida humana. En el caso de un río, como en el de un embrión, existe ese tiempo vago e impreciso, invisible, de «no realizado completamente todavía» cuando las aguas van reuniéndose, las células van multiplicándose y algo, alguien, se insinúa, algo nuevo que llegará o no llegará a su composición y cumplimiento. Sea lo que fuere, nuestro viaje de aquel día quedó marcado por el encuentro fortuito de la señal indicadora del nacimiento del río. Con la velocidad y comodidad del coche recorrimos en unos minutos un trayecto eterno: desde la fuente que mana sin cesar (pero sin que se pueda discernir ni descifrar el cómo ni el cuándo), hasta el río que va haciéndose grande pasando por un arroyuelo casi insignificante. En unos minutos, la casi-nada de una fuente era un río donde unos pacientes pescadores trataban de engañar a las truchas, los árboles brotaban y echaban raíces en sus riberas, para luego llenarse de hojas umbrosas y dar frutos a su tiempo. En unos minutos, la fuentecilla escondida se había convertido en un señor río que atravesaba la ciudad del valle bajo un puente ancho y orgulloso. Por sus orillas, llenas de sonido festivo, la gente paseaba y las gaitas escocesas, quejumbrosas, tapaban el ruido del agua. En unos minutos, habíamos pasado de lo recóndito y salvaje de una fuente secreta a algo que tenía ya un nombre, algo que se había llenado y amansado, algo que mucha gente contemplaba y elogiaba, a cuya vera vivían seres humanos, pescaban, lo admiraban, paseaban por su puente o se sentaban a la sombra de sus árboles... mientras él seguía su curso hacia el océano (de nuevo algo sin límites, sin nombre ni definición posible). La aventura de un viaje por etapas sucesivas, sin solución de continuidad, un viaje que no acaba y siempre discurre. En vez del río Tweed puedes ahora imaginar ese río que eres tú y, con la ayuda de la ilustración, reflexionar sobre el recorrido y los
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El río influye en el entorno por el que pasa. Sea la superficie dura como roca o suave como arena, el río la corta y labra su curso por en medio. Supera obstáculos o da rodeos, desaparece bajo tierra, abre cuevas, se divide en brazos, empapa y riega la tierra a su alrededor, o se desborda y la inunda... Y la relación es mutua, porque también el entorno influye en el curso del río y en su destino final. El paisaje le ofrece espacio para que el río discurra o resistencia para cambiar su rumbo. Coopera con la fuerza del agua, o se opone y lucha contra ella. Es una metáfora, pero descubrirás que un poco de reflexión sobre la relación del río de tu vida con el entorno por el que ha pasado o ha de pasar te revela muchas cosas sobre quién eres realmente, qué influencias te están formando y configurando, qué te ayuda y contra qué has de luchar y, sobre todo, con qué sueñas a medida que ese río tuyo se ensancha y hace más hondo, a medida que se apresura hacia su destino. Las circunstancias, tus orígenes, familia y amigos, las personas que han sido importantes en tu vida, los sucesos que te han empujado a nuevos derroteros, las dificultades que has tenido que vencer o evitar, todo aquello que te ha dado energía y alegría, todo eso y mucho más constituye tu entorno. Como me pasó a mí en aquella excursión por el río Tweed, tus reflexiones pueden abarcar en unos minutos todo lo que se ha ido desarrollando y realizando en tu vida desde el momento de tu concepción hasta el día de hoy. Y pueden también dar sentido permanente a los momentos fugaces de tu vida diaria. Considera, por ejemplo: -
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¿Qué sabes y valoras de tus orígenes? ¿Por qué entorno ha transcurrido tu río hasta ahora? ¿Qué clase de escollos y obstáculos has tenido que superar? ¿Has sentido alguna vez que otras personas se han aprovechado de la energía y fuerza de tu río o que querían cambiar su curso? ¿Ha desaparecido tu río bajo tierra alguna vez? ¿Ha dado la impresión de que se secaba? ¿Se ha perdido en ciénagas y fangales?
Mi fuente1, ¿dónde comienza mi vida? ¿Qué talentos hay en mí?
Nace un niño... Comienza el flujo de mi vida.
meandros de ese curso no fluvial sino personal: cómo ha discurrido hasta ahora y hacia dónde crees, o esperas, o sueñas que se dirige.
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Mis afluentes:^ quiénes y qué cosas me han hecho ser lo que soy.
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El río desaparece bajo tierra. Oculto mis deseos mas profundos. El río fluye tranquilo.
Desvían el río para aprovechar su agua. Me siento explotado. ' El río lucha con obstáculos, peñas, presas.
1/ / El cauce se desvía con rodeos. Me extravío.
El río se seca. Siento mi vida baldía. El río se -•"•*A V',-,•< empantana. Parece" que nunca tuvo corriente. El río se ensancha y se hace profundo. Lleva vida y lozanía a otros, riega desiertos y los vuelve fértiles.
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Rápidos y saltos de agua. Me siento solo y asustado.
¿Dónde irá a parar?
¿Cuál es mi deseo más intenso?
¿Qué desviaciones y rodeos ha dado tu vida? ¿Cómo y hacia dónde crees que tu río discurre ahora?
Y, mientras te paseas por las orillas del río, ¿qué momentos, qué vestigios y recuerdos te causan alegría y te hacen sentir agra-
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decido;1 ¿Gente y experiencias concretas? ¿Se te ha ocurrido decirles alguna vez la diferencia que han supuesto para tu vida? Y ¿qué instantes, rastros y cicatrices te traen recuerdos negativos de engaños o traiciones, desilusiones, heridas...? Si te las causaron personas, ¿guardas todavía resentimiento contra ellas o has cerrado ya ese capítulo, no miras atrás sino adelante? ¿Hay cosas de que desearías hablar con las personas que tuvieron que ver con todo eso? ¿Te sientes capaz de hacerlo? (Hazlo solamente si no lo encuentras embarazoso y difícil.)
La historia de tu fe Una «historia de fe» (o una biografía de mi fe o «mi historia de salvación») es simplemente un relato de tu trayectoria interior a través de los sucesos exteriores de la vida, la historia de cómo, poco a poco (o repentinamente), te has ido haciendo consciente de la relación con Dios y de cómo Él te ha ido guiando. Es una especie de mapa interior de los sentimientos que la vida ha ¡do despertando en ti, de las decisiones que has tomado a lo largo del camino y cómo llegaste a ellas, de los pasos, opciones y renuncias más significativos que has tenido que realizar a lo largo del camino, de la gente que ha tenido relevancia y te ha acompañado a ratos en tu viaje y te ayudó a un mejor entendimiento de ti mismo... ¿Por qué ayuda el redactar una «historia de fe»? Hay un sinnúmero de razones: -
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Te permite caer en la cuenta de los impulsos y motivaciones de tu corazón, reconocer los sucesos y las personas que han sido o son importantes en tu vida, y también hacerte consciente de las experiencias interiores que nos revelan cómo Dios se dirige a nosotros. Ayuda a unir y enlazar vida y oración, a ver cada acontecimiento y sentimiento que has experimentado como una invitación a ahondar tu relación con Dios. Con tu «biografía» en la mano, puedes decir a Dios: «Heme aquí. Así es como creo que he llegado a ser lo que
soy. Permíteme caminar contigo hacia lo que he de llegar a ser en ti». ¿Y cómo hacerlo? Un modo sencillo es utilizar uno de los grabados que hemos visto: las once yuntas de bueyes o el río de tu vida. La historia de tu fe sería simplemente una expresión de lo que esos grabados te han revelado. No se trata de un ejercicio literario. La historia de tu fe es una conversación muy personal entre Dios y tú. Podría ser simplemente la narración de los sucesos y momentos de tu vida que han estado marcados por sentimientos especiales, buenos o malos. O quizás prefieras hacer uso de dibujos o símbolos para expresar las cosas que han sido importantes para ti. Hay quienes emplean diferentes colores para expresar sus emociones en conexión con esos sucesos. No importa de qué manera expongas tu historia; lo importante es que te pongas en contacto con las evoluciones y el desarrollo de tu vida y tus sentimientos, y que eso te descubra el modo como Dios ha estado presente en todo ello. La historia de tu fe es sola y exclusivamente tuya. Sin embargo, puede ayudar el compartirla, al menos en parte, con alguien con quien tengas confianza y te sientas a gusto. Verbalizar y manifestar de esa manera tu historia ante otro puede ayudarte a descubrir las pautas y el denominador común de lo que parece un entramado disperso y lleno de movimientos dispares; y eso, a su vez, te servirá para discernir las diferentes maneras en que Dios se hace presente en tu caminar. Cuando acabes de formular tu historia, tal y como la has visto en este momento, guárdala en un lugar seguro, sin cambiar nada. De vez en cuando vuelve a ella y podrás ver si has avanzado, qué líneas y aspectos has mejorado o corregido. Una lectura tiempo después relativiza lo escrito y te permite un juicio tal vez distinto sobre lo que entonces te parecían áreas de luz o tinieblas, misterios «gozosos» y «dolorosos» en tu vida. Quizás ahora te des cuenta de que algunos de los misterios dolorosos eran, en realidad, momentos y lugares en los que Dios estaba tratando de
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alraorle, o de hacerte partícipe de sus propios sufrimientos y asociarte a su cruz, o de invitarte a madurar y no anclarte en las heridas que te ataban al pasado.
punto fijo del horizonte que marca el corazón de mi destino. Pronto él será ya parte de ese destino. Le estoy agradecida, mientras lloro por él.
Y finalmente, goza y disfruta haciendo ese ejercicio. Que tus momentos alegres te traigan alegría, y deposita tus tristezas y disgustos en el seno de esa luz que sana.
Cuando Elias llegó al final de su surco, fue arrebatado al cielo en un torbellino. Y Eliseo oyó que una voz le decía que, si iba a continuar labrando con la fidelidad y el espíritu del que le había precedido, y recibir la antorcha de manos del que había corrido delante de él, debía tener la valentía de mirar con los ojos bien abiertos cómo Elias era arrebatado al cielo.
El final del surco Desde que me lo sugirió aquel compañero, he estado viviendo con la realidad de mis once yuntas de bueyes durante varios años. Y hoy creo que sé algo sobre su final. Ahora mismo, mientras escribo, un querido amigo mío está al borde de la muerte, rodeado de su mujer y su familia. Temo escuchar el timbre del teléfono de un momento a otro, para comunicarme que nos ha dejado ya. Es el primero de mayo y la naturaleza resplandece con la primavera. Los capullos son ya tan copiosos y colmados en los árboles que casi se me hace la boca agua pensando en las cerezas. Los robles tienen hojas, y la vida parece querer reventar sus costuras. Es también la fiesta de San José, el trabajador y el marido fiel, «el padre adoptivo de Dios», y ese amigo, ahora moribundo, había sido como un padre para mí... un padre espiritual. Aquí en Inglaterra es el día de las elecciones generales, un día al que los políticos han calificado como el día del futuro de Inglaterra, un día que muchos esperan que sea el de un nuevo comienzo, bajo un nuevo gobierno, con una nueva visión de la paz y la justicia social, unos ideales que alentaba mi amigo. Un día lleno de esperanza y promesas, pero mi corazón sufre pensando en él en su lecho de muerte. Sin embargo, su vida ha sido larga y profundamente fructífera; por eso mis lágrimas están preñadas de la certeza de que cuanto él nos ha dado a mí y a tantos otros no es una herencia cuya desaparición hay que lamentar, ni un legado al que aferrarse, sino algo que hay que disfrutar, poner en práctica, extender y transmitir a otros. El fue una de mis yuntas de bueyes, yendo delante de mí, mostrándome el surco recto, atrayéndome con el poder de su fe y apremiándome a seguir y a tener mi mirada enfocada en aquel
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> V<
'^• acabar el trabajo que tengo entre manos. > madrugar para hacer oración. > posponer el decir algo desagradable. >• disfrutar del silencio. >- leer un capítulo más de la novela. >-expresar mi oposición a una injusticia.
¿Qué me dicen estas decisiones sobre los deseos que subyacen en ellas? ¿Que valoro más la amistad que mi éxito personal? ¿Que prefiero oración y silencio a sueño y diversión? ¿Que es mayor mi temor a un conflicto que la defensa de los principios en los que creo?
Examina ahora algunas de las elecciones (importantes o pequeñas) que has t o m a d o recientemente, y mira qué deseo ha ganado la partida en cada caso, y si puedes discernir una constante en tus decisiones. La lista del esquema puede servirte de m o d e l o para hacer este ejercicio.
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La multitud de equipos que comenzaron la fase eliminatoria va disminuyendo a medida que avanza la competición y pasamos a cuartos de final, a semifinales... Y así, cuando llegamos a los deseos (o miedos) más hondos, a los que son la base de mis apetencias, necesidades o aversiones más superficiales y evidentes, los contrincantes son cada vez menos, la competición, más intensa, y el dinero en juego, mucho más también. El premio es mi corazón. Comienzo a entender por qué mi «deseo más profundo» es una cuestión vital en mi camino interior. Y también comienzo a entender la magnitud de la competición y del conflicto.
La voluntad de Dios y nuestro deseo: la clave para la transformación
Explicaré ahora cómo llegamos a ese descubrimiento: -
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Será bueno hacer aquí una pausa y sacar las conclusiones de cuanto hemos reflexionado en este capítulo y el anterior. Puede que nos topemos con una sorpresa asombrosa... «la voluntad de Dios». Lo que habíamos imaginado durante muchos años como un mensaje codificado y secreto, encerrado bajo llave en la caja fuerte, en la cripta de la iglesia, se nos revela ahora como algo obvio y deslumbrante.
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Hay constantes que se repiten en lo que parece una maraña de deseos. Es, por tanto, posible identificar qué deseos están detrás, deciden mis elecciones y acaban transformándome. En la pugna y conflicto entre mis deseos, elijo a cada minuto, me decanto por el que es más fuerte (y más hondo) en mí. Y cada vez que decido a favor de mi apetencia más profunda, la reafirmo todavía más. Así se va convirtiendo en deseo dominante... hasta que se enfrente a otro deseo más fuerte que él dentro de mí. De esta manera, mis vivencias y experiencias me van revelando gradualmente mis deseos más permanentes. Estoy (fundamentalmente) orientado hacia Dios. Por consiguiente, mi deseo más profundo está centrado en llegar a ser la persona que Dios quería que llegara a ser cuando me creó. Sin embargo, como vimos en capítulos anteriores, aunque estoy básicamente orientado hacia Dios, brotarán en mí movimientos y elecciones que van en la dirección opuesta. Lo que elija y decida en tiempo de desolación (cuando aparentemente estoy de espaldas a Dios) no estará en consonancia con mi deseo más profundo. Por eso nos aconseja Ignacio «no hacer mudanza» en desolación, no cambiar las decisiones que tomamos en tiempo de consolación. El estado de ánimo espiritual que corresponde a la persona que vive en toda verdad su ser auténtico es el de consolación y su deseo más profundo (llegar a ser la persona que Dios quería de mí) está en completa armonía con «la voluntad de Dios» para ella (que llegue a ser la persona que El quería cuando me creó).
«La voluntad de Dios», por consiguiente, no es ya algo remoto y recóndito que no puedo conocer (¡aunque seré castigado si no la cumplo!) sino algo tan cercano como el deseo más íntimo de mi corazón, algo que El está deseando revelarme a cada momento de mi vida y en cada aliento de mi oración. La voluntad de Dios -su plan de amor sobre mí- y mi deseo más profundo (cuando vivo en la verdad) coinciden. ¡Son la misma cosa!
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En consecuencia se sigue que: -
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Como Dios está continuamente llevando a cabo su voluntad -su deseo- en su creación (¡a pesar de nuestras obstrucciones y trabas!), puedo estar seguro de que hará siempre, en mi vida, lo que promueve e impulsa ese deseo. Si presto atención a lo que Dios está haciendo ahora en mi vida (a través de emociones positivas, a través de «los buenos espíritus»), descubriré cuál es realmente mi deseo más profundo, y también «la voluntad de Dios» sobre mí. No necesito, por tanto, ningún mapa del campo de minas para llegar a encontrarla. Sencillamente, no hay minas.
Y esto nos lleva de nuevo a la candente pregunta con la que comenzamos este capítulo: «¿Por qué no contestas a mis oraciones?». Ahora puedo responder a esa pregunta con algo de doliente honestidad: «Estás respondiendo a mi oración siempre, porque de continuo sustentas y nutres el deseo más profundo de mi corazón (¡a pesar de que a veces yo mismo no lo haga!), que es también tu voluntad más firme respecto a mí, tu anhelo más íntimo. Y si no aparece así, he de examinar de nuevo, en la oración, esos temas o interrogantes a los que, según creo, no contestas, y ver si esas cuestiones corresponden verdaderamente a mis deseos más profundos, o son simplemente apetencias de menor categoría que me distraen de mi búsqueda de ti y de mi verdad más auténtica».
En el ojo del huracán Podrías pensar que el descubrimiento de ese combate mortal de la masa de tus deseos contradictorios presagia una terrible confrontación final entre esas huestes interiores que están en guerra dentro de tu corazón. La buena noticia es que parece ser que, a fin de cuentas, ocurre precisamente lo contrario. Al menos en mi propio trayecto espiritual, he descubierto una y otra vez que, cuando llego a lo que mi corazón desea más profundamente (aun cuando yo no sea capaz de ponerle
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un nombre y decir exactamente qué es), experimento una profunda sensación de paz. Quizás es momentánea y fugaz, pero está ahí realmente; y produce el mismo efecto que la sensación de «la brújula apuntando al norte», de la que ya hablamos. Y puedo darle la vuelta del revés: cuando experimento tal sensación de paz, estoy cerca de mi deseo más profundo y, por tanto, si me paro a reflexionar qué es lo que me ha traído a ese punto, puedo vislumbrar un poco la naturaleza de mi anhelo más hondo. ¿Por qué?¿Cómo puede ser que, en lo más recóndito de mi ser, encuentre un deseo y anhelo único, saturado de paz honda, cuando todos mis deseos (y temores) parecen armados hasta los dientes y lanzan alaridos de guerra en mis capas externas, perturbando y agitando mi corazón? En el centro mismo de mi ser, donde más vulnerable soy, se esconde mi deseo más profundo y mi deseo más profundo... está desarmado. No se trata de la paz de los cementerios, del vencedor sobre los derrotados. Es, más bien, la paz que va haciéndose, creciendo, a medida que todos los deseos de mi corazón (que, aparentemente, se encuentran en conflicto y guerra) van siendo reconocidos, nombrados, aceptados e integrados en lo que yo soy en verdad. Es una paz inclusiva, que no descarta nada, sino que abraza todo lo que hay en mí y no sólo «las parcelas santas». Paradójicamente, comencé a barruntar la posibilidad de esta paz y por qué está desarmada gracias a un robo que sufrí. Entraron en nuestra casa durante unas vacaciones de Navidad, en las que habíamos salido. Los ladrones desvalijaron todos los armarios, incluso los de un cuarto especial y tranquilo que solemos usar para la oración y días de retiro. Al cabo de unas semanas, ese suceso se coló en mi oración casi sin que yo cayese en la cuenta y me sorprendió el no sentir ningún desasosiego a pesar de estar en el mismo cuarto que había sido invadido por gente extraña y hostil: nada de ello se había «pegado» al cuarto. La oración, entonces, pareció tranquilizarme asegurándome que en ese cuarto no había lugar para invasiones o amenazas, aunque fuese una realidad que había sido desvalijado, porque «el es-
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píritu del cuarto», lo que el cuarto significaba en verdad, era algo indestructible y que, por consiguiente, no necesitaba armas o defensa alguna. Y es que aquella oración no versaba realmente sobre la habitación donde rezo; era sobre mi propio «reducto interior», mi propia realidad, mi quién, mi verdadero centro. Era sobre este corazón mío que se siente completamente vulnerable porque no veo defensas en él. Y no las hay porque no son necesarias. No tengo necesidad ninguna de defender mi centro del quién porque, le pase lo que le pase, es inquebrantable, como Dios mismo es indestructible. Naturalmente, la mayor parte del tiempo somos más conscientes de la vulnerabilidad que sentimos en nuestro interior que de su indestructibilidad. Sin embargo, en los momentos en que llegamos a rozar nuestro deseo más profundo y comienza su acción transformadora dentro de nosotros, lo sabemos, experimentamos paz, una paz que está más allá de toda lucha, la paz que hace cesar toda pelea, la paz que sobrepasa todo conocimiento.
La muchedumbre les reprendía y les decía que se callasen, pero ellos gritaban todavía más fuerte: —¡Señor, hijo de David!¡Ten piedad de nosotros! Jesús se detuvo, los llamó y dijo: —¿Qué queréis que haga por vosotros? (Mateo 20, 29-32) Ahora deja que Jesús venga a ti, a la vera de tu camino. Se detiene. Te llama. «¿Qué quieres que haga por ti?» ¿Cuál es tu respuesta? * #* Examina tu día. ¿Has experimentado sentimientos fuertes, positivos o negativos? ¿Qué energía han producido? ¿Cómo la encauzaste?
En el corazón de la tormenta hay un vórtice de paz perfecta, donde nuestro deseo más profundo es aceptado como el deseo de Dios sobre nosotros. Cuando experimentamos esos momentos de paz, estamos viviendo un encuentro con Dios, que nos revela dónde y cómo comienza la transformación dentro de nosotros. En ese espacio encontramos respuesta a las oraciones para las que todavía no hemos hallado palabras que las expresen, en ese lugar se nos perdonan pecados que todavía no habíamos reconocido, y somos rescatados y liberados de cadenas que pensábamos que eran joyas preciosas. Ahí es donde Dios contesta a nuestras plegarias, de continuo, porque Él está presente y hace suya nuestra realidad.
Sugerencias para la oración y reflexión Al salir de Jericó, le seguía una gran multitud. Había dos ciegos sentados a la vera del camino. Cuando oyeron que era lesús el que pasaba, comenzaron a gritar: —¡Señor, hijo de David! ¡Ten piedad de nosotros!
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¿Puedes identificar áreas de tu vivencia personal sustentadas por deseos de la clase «dar»? ¿Áreas dominadas por apetencias del tipo «apropiarse»? ¿En qué situaciones te sientes como la araña y como la abeja? Lleva todo eso a la oración y deja que Dios te enseñe la diferencia entre esas dos clases de deseos y los distintos efectos que tienen en tu corazón. * ** Sin duda, durante el curso del día habrás tenido que enfrentarte a innumerables decisiones. Recuerda alguna de ellas. ¿Qué deseos (o temores) subyacían a esas decisiones y cuáles fueron los vencedores? ¿Puedes ver -en el día de hoy o, en general, en tu vid a - alguna constante que emerge en tus elecciones sobre tu forma de conducirte? * #*
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Recuerda algunas de las cosas que has pedido recientemente en la oración. ¿En qué crees que conectan esas peticiones con los deseos más profundos que descubres poco a poco dentro de tu corazón? Luego, trata de descubrir cuál ha sido la acción más obvia y reciente de Dios en tu vida. ¿Cómo conecta esa actuación divina con tus deseos más profundos? ¿Has experimentado algunos momentos de «paz en medio de la tormenta» últimamente? Si es así, dale gracias a Dios y guárdalos como anclas y amarras para futuras tempestades. ## # Céntrate en la oración lo más hondamente que te sea posible: déjate llevar al corazón de tu ser, allí donde Dios habita. En ese espacio, donde eres realmente tú mismo, permite a Jesús que muera en la cruz; déjale bajar «a los infiernos»; accede a que ande por el jardín de la resurrección con sus brazos abiertos hacia ti. Pídele que te enseñe, a su modo, que tu realidad más profunda es tan indestructible como su propia Realidad.
Al comenzar su itinerario como peregrino de Dios, Ignacio ofreció simbólicamente sus armas en el santuario de la Virgen de Montserrat. Si te sientes movido a ello, ofrece tu armadura y tus escudos a Dios en la oración. Al hacerlo, vete nombrando cada pieza del armamento que estás usando para proteger un corazón tan vulnerable como el tuyo: todas las máscaras, disfraces, todas las actitudes que utilizas para escudarte contra el dolor que sientes en carne viva. Todos necesitamos protección contra las exigencias y los ataques de la vida, pero aquí, en la oración, rinde tus armas a Dios, a Él solamente, pidiéndole al mismo tiempo que te enseñe que tu verdadero centro, aunque completamente vulnerable, no necesita ninguna arma, porque es el lugar donde El habita.
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9 Adicciones y apegos
Conocer nuestras inclinaciones Hemos estado ocupados durante un tiempo en nuestros deseos, esas armas de doble filo que lo mismo pueden liberarnos que esclavizarnos. Sin deseos, nada nos movería ni empujaría hacia delante. Nuestra energía es producto, fruto de nuestros anhelos. Si no tuviésemos apetito, moriríamos de hambre. Si no tuviéramos ningún deseo de descubrir lo que hay más allá de nuestra visión, no echaríamos a andar (con los pies o con la mente). Podría incluso afirmarse que la existencia de nuestros deseos es prueba suficiente de que hay un «más allá» hacia el que tendemos y de que nuestra existencia no se circunscribe a los límites de nuestro mundo. Dios nos creó con nuestros deseos. Negarlos es negar la naturaleza humana y la finalidad de nuestro ser. Entonces, ¿cómo censurarnos por tener aficiones e incluso «adicciones»? Sin embargo, sin ser psicólogos ni especialistas en el tema, descubrimos que muchos deseos han llegado a convertirse en nosotros en apegos afectivos, en aficiones, en inclinaciones, querencias. Una simple reflexión nos revela que algunos de ellos nos predisponen en sentido positivo y otros, en cambio, nos desvían del norte de nuestra vida.
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El vaivén del péndulo Descubrí la diferencia entre la fijeza del «norte» y las fluctuaciones de la brújula una noche durante un retiro. En el corredor, cerca de mi cuarto, había un reloj grande y antiguo. En el silencio de la Casa de Ejercicios - u n silencio que se hacía todavía más profundo a la noche-todo lo que podía oírse en aquel corredor era el invariable y persistente tictac del reloj. Yo escuchaba imaginándome el largo péndulo balanceándose de un extremo al otro. Aquel reloj me enseñó algo sobre mis cambios de estado de ánimo espiritual. Mi péndulo interior, pensaba yo, estaría en perfecto equilibrio y quietud cuando estuviese colgando perpendicular, sin inclinarse a un lado ni a! otro. Pero ése no era ni con mucho mi estado normal. Lo normal era que mi péndulo oscilara de un lado al otro y a menudo muy alocadamente. Y caí en la cuenta de que esas oscilaciones se debían al tirón y atracción de mis «apegos». Pues, de nuevo, encontraba en mí apegos positivos y negativos: cosas que deseaba poseer o ser desmesuradamente y otras que ansiaba evitar o no tener, también en exceso. La ilustración muestra cómo aparecería todo esto en un grabado. Mientras el péndulo oscile moderadamente y con equilibrio, el reloj hace su trabajo, es puntual y nos da el tiempo preciso y exacto. Pero si empujamos el péndulo desmedidamente a uno u otro lado, el reloj pierde equilibrio y precisión, y no cumple su misión de dar la hora. NORTE Mis apegos negativos: lo que quiero a toda costa evitar, negar, destruir.
Mis apegos positivos: lo que apasionadamente quiero ser, hacer, tener.
Mis aficiones, inclinaciones y predisposiciones
Mis adicciones, repugnancias y temores
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PAZ CONSOLACIÓN CENTRO EN DIOS
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Fíjate en los dos adverbios: desmedida y apasionadamente. Podemos decir que un deseo normal y directo se está convirtiendo en una compulsión o «adicción» cuando comienza a controlarnos y dictarnos la conducta de tal modo que acabamos eligiendo y tomando decisiones, no con libertad interior, sino por el deseo de ganar o conseguir lo que queremos o por el miedo de perder algo o a alguien. Por ejemplo, tenemos una predisposición natural a mantenernos sanos y sin heridas, pero si esa propensión se hace desmesurada, excesiva, de modo que no nos atrevemos a salir de casa, se ha convertido en una compulsión u obsesión. Nos hemos hecho esclavos de nuestro propio deseo y comenzamos a vivir dependientes de él.
El trigo y la cizaña Otra manera de evaluar nuestros deseos es preguntarnos hacia dónde se orienta y encauza la energía que generan y si esa fuerza nos empuja a ir más adelante en nuestro camino o nos lleva en otra dirección. Supongamos que tengo aversión (un apego negativo) a volar. Se va haciendo obsesivo y comienzo a planear mi vida tratando de evitar los aviones, así que acabaré decidiendo no visitar a mis amigos que me han invitado a su casa en el extranjero, no aceptaré el empleo que me ofrecen, pues requeriría frecuentes vuelos, y resoluciones semejantes. En definitiva, gasto más energías en evitar los viajes en avión que en los aspectos positivos que mejorarían mi vida. Hablando como jardinero, derrocho mis energías en regar las malas hierbas y descuido la cosecha. Presto más atención a las cosas que niegan la vida (mis temores y aversiones) que a los movimientos que dan vida. Y, además, he cedido parte de mi libertad interior y me he sometido a una esclavitud que es mi miedo a volar. También un apego positivo puede ser «esclavizante». Quizás me preocupo excesivamente por lo que la gente piense de mí, por si les caigo bien o mal. Casi todos tenemos una predisposición natural a ser aceptados y apreciados, pero ese deseo se hace destructivo y opresor si me lleva a ser hipócrita y simulador para ganar así la amistad ajena. Esa falta de sinceridad y verdad desequilibra el péndulo.
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Una persona de la que podemos aprender mucho sobre la falta de equilibrio y equidad que causan nuestros apegos es Poncio Pilato. Imagínate presente en el juicio de Jesús. Pilato se encuentra dividido: quiere hacerse popular y congraciarse con Sos judíos, pero no quiere disgustar ni irritar a las autoridades de Roma. Quiere contentar a su mujer, que le advierte que no condene a un inocente, pero no desea poner en peligro su carrera. Su centro del quién se rompe en añicos y los temores y deseos lanzan desmesuradamente su péndulo de un extremo al otro. Como resultado, su energía se desboca y pierde el rumbo: toma una decisión contra la Vida, que se le reprochará eternamente. Como contraste, Jesús cuelga de la cruz en perfecto equilibrio, como la aguja de la brújula está fija en el norte. ¿Cómo anda mi péndulo hoy? ¿En qué empleo mi energía? ¿Me dejo llevar de mis adicciones y aversiones? ¿Riego la cizaña o alimento el trigo? ¿Me siento tranquilo «fijo en el norte»?
Al día siguiente, me topé con un gran crucifijo en el jardín de la Casa de Ejercicios. Mientras lo observaba y admiraba, algo volvió a afectarme en mi interior, como me había ocurrido la noche anterior con el tictac del reloj y el vaivén del péndulo. Noté que algo se ajustaba y encajaba dentro de mí, que mi deseo más profundo acababa de ser afectado por aquella visión de un equilibrio perfecto. Era todo lo contrario de mi fragmentación interior (y la de Pilato). Aquella cruz era un puntero que señalaba sin error la Verdad. Sería bueno volver a mirar al grabado de la página 1 62 y tratar de identificar algunos de tus apegos positivos o negativos, y medir cuánto te arrastran o alejan del equilibrio y, por consiguiente, cuánto cohiben y restringen tu libertad interior para elegir tu conducta sin esperanza desordenada de ganancia o temor a la pérdida. Luego considera el grabado siguiente y reflexiona sobre la atención que prestas a las malas hierbas y el trigo, que crecen juntos en el campo de tu corazón.
¿En el trigo o en la cizaña? ¿en lo que da vida o en lo que la sofoca?
La incomodidad de estar «colgado» Jesús cuelga en perfecto equilibrio de la cruz como una brújula fija en el norte, pendiente sólo de Dios y dependiendo totalmente de El,
la única dependencia que da Vida y conduce derecha a la Verdad
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Una lección de lengua y un dibujo muy sencillo me ayudaron a subir un escalón en esta tarea de reconocer mis adicciones y apegos a cosas, gentes o circunstancias. Quizás toquen también alguna fibra o despierten alguna reflexkSn en tu interior:
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Lección de lengua: La palabra depender viene del latín penderé, que significa colgar. Un dibujo: Imagínate a ti mismo colgado de un gancho. Te aferras al gancho, crees que es cuestión de vida o muerte. Te ases despavorido temiendo que falle y caigas en el abismo profundo que se abre a tus pies. ¿Puedes darle un nombre al gancho? ¿Depende de él tu felicidad? ¿Has organizado tu vida en función de él? ¿Quieres que as\ sea?
-
La exigencia de no aflojar tu presa y la sujeción al gancho te descoyunta, retuerce tu mano, estira tu cuerpo y te deja desencajado.
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Trata de experimentar (en tu imaginación) los efectos de estar colgando de esa manera: el desfallecimiento, la tirantez, el brazo entumecido, la tensión en los músculos del cuello, etc. Todo tu cuerpo te está gritando que no está hecho para colgar de esa manera.
¿Puedes dar nombre(s) concreto(s) a los gancho(s) de tu vida? ¿Eres consciente de las cosas, personas, relaciones, ambiciones o circunstancias de tu vida que te parecen imprescindibles? Pregúntate pero con delicadeza y comprensión: -
Vida en plenitud \ , .v
¿COLGADO DE UN SANCHO..
El gancho nos retiene El bastón del pastor nos saca de las arenas movedizas y nos devuelve a tierra firme ...O DE UN CAYADO?
Consideremos lo que significa estar «colgados» y «enganchados» de esa manera: -
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Toda tu atención y energía están pendientes del gancho, de la necesidad apremiante de colgar del gancho.
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¿Depende mi felicidad de la presencia de otra persona, un suceso, circunstancia o éxito particular...? ¿Comienza eso a dominar mis pensamientos y minar mis energías? ¿He planeado y organizado mi vida en torno a esa necesidad o dependencia? ¿Estoy «colgado» de un gancho que me desgarra? ¿Quiero y deseo que sea así?
De nuevo, hemos de recordar que no me refiero a las interdependencias naturales entre personas o con la creación, que son buenas y nos hacen seres humanos. Pender, colgar, depender de un «gancho» rompe nuestro equilibrio, nos atrae o empuja de un lado a otro y nos impide tomar decisiones con libertad interior. Piensa en lo que se siente al estar «colgado». Lo mismo que el dolor en nuestros músculos nos haría comprender muy pronto que nuestro cuerpo no está ideado para pender de una mano, así también nuestros sentimientos nos revelan si nos desgarra una adicción emocional o espiritual. Basta con recordar la ansiedad y turbación que nos domina cuando sentimos un apego desmesurado a alguien o algo: el miedo a la posibilidad de perderlo, la determinación de aferramos a ellos... Son avisos y amonestaciones que nos envían nuestros «músculos espirituales», que nos recuerdan que nuestro centro del quién, nuestro ser verdadero, no soporta semejantes dependencias.
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Sin embargo, en la práctica, nos parece peligroso y desaconsejable abrir la mano y soltar el gancho del que estamos suspendidos. No queremos ni imaginar que algo o alguien cortase la atadura o amputase nuestra mano, o que el gancho se desprendiese de donde está empotrado y nos dejara caer, traicionados y decepcionados. Todas esas posibilidades nos resultan impensables por el dolor que causarían, y nuestro corazón prefiere permanecer ciego: como los adictos a una droga, también nosotros optamos por negar la dependencia antes que enfrentarnos al dolor de la cura. Aquí podríamos recordar la advertencia de jesús: «Si tu mano derecha te lleva a pecar (a caer en una dependencia que amenaza tu libertad interior), mejor es cortártela que dejar que todo tu ser se sumerja en la adicción».
pequeño. Cuando llegó su turno se vio obligado a poner al niño en el suelo para poder firmar los papeles. Hasta entonces el niño había estado jugueteando o descansando plácidamente al cobijo de aquellos brazos. Pero cuando su padre se inclinó para depositarlo en el suelo y comprendió que tendría que estar de pie, sobre sus propias piernas, por unos momentos, el niño lanzó un alarido de terror y de protesta. Levantaba los bracitos clamando por la seguridad que representaba lo conocido. Este pequeño incidente me pareció la escenificación de mis reacciones ante situaciones en las que mis supuestas certezas y seguridades se habían venido abajo por sorpresas inesperadas, la plasmación de aquellos momentos en que me encontré sorprendentemente de pie sobre el duro suelo. ¿Dónde estaban los brazos que me sostenían tan confortable y firmemente? Yo también había lanzado, a mi modo, alaridos de protesta y había levantado mis brazos instintivamente para ser devuelta de nuevo a lo que creía mi seguridad.
Imagina el peor de los casos. El gancho se suelta y se desprende o inesperadamente quiebran tu muñeca o te falla el brazo. Quizás puedas recordar alguna experiencia parecida cuando perdiste algo o alguien que te parecía imprescindible y creíste que el mundo se te venía encima. Descúbrete cayendo al vacío. Imagina la espantosa caída desde el techo al suelo, el golpe del aterrizaje, las magulladuras y los miembros lacerados. Pero ñola también algo más: el suelo sólido debajo de ti que, aunque duro y frío, no es ya un abismo sin fondo. Contémplate poniéndote de pie, nota tus piernas y tus pies, que pueden andar libres y sin miedos. Disfruta con la sensackSn de poner un pie delante del otro y avanzar. Olvídate de aquella postura en que tus pies no tocaban el suelo. Por primera vez, eres Ubre. Libre para anclar. Un sueño imposible mientras estabas colgado de tu gancho. Comprueba cómo vuelven a funcionar tus piernas. Es una libertad ganada con dificultad y dolor, pero es la libertad, y apunta ya a un crecimiento.
El buen señor acabó sus gestiones en la ventanilla y volvió a tomar en brazos a su pequeño. Se hizo el silencio en la oficina. El chico se sentía seguro y contento en manos de su padre. Pero aprendí la lección. Me convenía caminar por mi propio pie. Más aún, dentro de mi corazón, notaba que quería andar, aunque eso supusiese el dolor de perder mis seguridades y comodidades.
Aprendiendo a andar
¿Qué precio pones a tu amor?
Un día en que estaba yo haciendo cola en una oficina, ocurrió algo que me hizo pensar en esa angustia de recuperar la libertad. El hombre que estaba delante de mí llevaba en brazos un niño
Para ver si tienes adicciones o apegos desordenados, usa esta pequeña historieta de la Biblia, del libro de Job. Está en el primer capítulo, versículos del 6 al 22. La he adaptado y debes poner tu
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Me interrogué a mí misma, mientras esperaba en aquella cola, si verdaderamente quería seguir siendo toda mi vida una niña pequeña que no se atrevía a dar sola unos pasos. Y también me pregunté qué era más seguro, que me tuvieran en brazos, dependiendo siempre de ellos, o ponerme en pie y encarar el mundo, un mundo donde quizás no hay más certeza ni seguridad que mi confianza en Dios.
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nombre y las circunstancias que te cuadren, imaginando que el diálogo es sobre ti. Un día, el diablo se puso a hablar con Dios. —¿Dónde has estado? —le preguntó éste. —Dando una vuelta por la tierra —respondió en tono evasivo. —¿Te encontraste con Job? (pon aquí tu nombre) Es un buen amigo mío, charlamos a menudo y me llama por lo menos una vez al día. Trata de ser la persona que yo quería que fuese cuando la creé. Seguro que lo has notado. Estoy muy orgulloso de él. —Sí, ya lo he notado —replica el diablo—. Pero tú también te habrás dado cuenta de que no es tu amigo... sin más ni más. —¿Qué insinúas? El diablo se encogió de hombros fingiendo indiferencia, pero continuó: —Nada. Que le saca buen provecho a tu amistad. Sabe que está a cubierto de todo mal, tiene buena salud, amigos y compañeros que lo arropan y apoyan (aquí, los nombres de tus amigos y colegas). Mira la cantidad de dones con que le has obsequiado (recuerda algunos). Acuérdate de los mimos e incluso de las delicadezas que tienes con él, aunque él se cree que es recompensa por sus desvelos por tu reino. No es mala paga por su amistad. Dios caviló un momento. Sí, Él quería de verdad a Job (pon tu nombre). ¿Por qué no iba a bendecirle y regalarle? Pero el diablo tenía su punto de razón. Satanás, siempre presto a cazar cualquier oportunidad, se dio cuenta de ese momento de duda divina, y arremetió con toda su artillería pesada: —¿Qué crees que le ocurriría a su amistad y devoción por ti si todo eso se acabase, si desapareciese de la noche a la mañana? Te apuesto lo que quieras a que muy pronto empezaría a preguntarse si todo eso del itinerario interior no es más que una ilusión. Peor todavía, seguro que se volvería contra ti y todo su amor se convertiría en despecho.
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Dios se quedó callado. Él se fiaba de Job (pon tu nombre). Quizás confiaba en él más que el propio Job en Dios. Pero estaba dispuesto a apostar hasta el final por él (o ella). —Vale —le respondió aceptando el reto—, puedes hacerle lo que quieras, pero sólo te dejo actuar en la superficie de su vida, no te permito tocar su centro, su quién. Eso es sagrado. Pero todo lo demás lo dejo a tu merced, puedes quitarle sus seguridades y destrozar todo lo que le parece valioso e imprescindible. Al diablo le pareció estupendo y de un brinco salió de su presencia antes de que Dios cambiase de opinión. ¡Pobre Job! (pon tu nombre) No podía imaginarse la que se le venía encima. Una tras otra, todas las cosas que valoraba, y a las que se aferraba, le fueron quitadas. Al principio, reaccionó bien porque, primero, le arrebataron las cosas que siempre le (te) habían parecido prescindibles, como... (enumera las que a ti te parecen tales). Aun así le dolió, aunque no significara un colapso total de su (tu) persona. El cerco del diablo se estrechó más y más, y cosas que habían parecido permanentes e inquebrantables (enumera las que así consideras) comenzaron a tambalearse. Su (tu) interior se vio anegado por la desolación y el diablo descargó el golpe mortal. El corazón se sintió despojado y privado de lo que siempre había parecido ser parte del ser mismo, de lo más profundo y verdadero de él. Cayó la noche, fuera y dentro. Parecía que se había apagado también cualquier razón para seguir viviendo. No había motivo alguno para continuar la amistad con un Dios al que llamaban fuente de vida y cuya consolación podía evaporarse sin causa aparente. Recordó tiempos pasados, cuando en otras ocasiones también la desolación se le (te) echo encima, como un espeso nublado, cuando había dejado de seguir la senda que Dios abría delante de él (ti) y se había empeñado en caminar por su (tu) propia vereda. Pero otros recuerdos le trajeron también memorias de tiempos felices. Y entonces vio claro que, a fin de cuentas, siempre había sido capaz de escribir el guión de su vida y que seguía siendo soberanamente libre para rescribirlo si ése fuera el caso. Pero ¿de dónde procedía esa gran libertad? ¿Por qué no se había hecho añi-
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eos, con t o d o lo demás, esa posibilidad de elegir y decidir qué cam i n o tomar incluso en las peores condiciones? ¿Cómo acabaría la historia si fueras tú el protagonista! 1 ¿Te habrías quedado a b r u m a d o y c o n f u n d i d o en la oscuridad y la desolación o habrías sido capaz de mantener intacto e ileso tu centro del quién, donde tomar libremente la siguiente decisión? ¿Ganaría la apuesta el d i a b l o o saldría triunfante la fe de Dios en su a m i g o )ob (tu nombre)? La Buena Noticia de Jesús, el Evangelio, es que nuestra relación con Dios es un c a m i n o de amor hacia la libertad. Q u e Él nos invita, una y otra vez, a romper las ligaduras de nuestros apegos desordenados y a ser libres. Y llama a ello no con el palo de la amenaza, sino con el incentivo del p r e m i o , c o m o veremos en el capítulo siguiente.
que te impiden andar con libertad hacia delante con Él. Q u e te enseñe a ver tus «riquezas» personales c o m o bártulos q u e llevas a cuestas y que te dificultan el andar y, sobre todo, te i m p i d e n pasar por el ojo de la aguja. Deja que Él te hable al c o r a z ó n , y escucha las sugerencias e inspiraciones que te insinúa en la o r a c i ó n . Y, mientras te habla, m i ra la expresión de sus ojos (Jesús le miraba con c a r i ñ o y amor), y oye sus palabras: «Todo es posible para Dios». * # # En ambiente de o r a c i ó n , recuerda c ó m o ha o s c i l a d o hoy el p é n d u l o de tu c o r a z ó n . ¿Ha h a b i d o oscilaciones violentas hacia algún lado? ¿Ha tenido momentos de e q u i l i b r i o perfecto, f i j o en el Norte? ¿Hay constantes que se repiten y apuntan a constantes más recónditas en tu vida?
Sugerencias para la ovación y reflexión Y cuando salía Jesús para continuar su camino, llegó uno corriendo y, arrodillándose ante él, le preguntó: —Maestro bueno, ¿qué he de hacer para heredar la vida eterna? Jesús le dijo: —¿Por qué me llamas bueno? Sólo Dios es bueno. Pero ya conoces los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no defraudarás, honra a lu padre y a tu madre. Él le respondió diciendo: —Maestro, lodo eso lo he guardado desde mi niñez. Jesús, fijando en él la mirada, le amó, y le dijo: —Una cosa te falta: anda, vende cuanto tienes y dalo a los pobres y poseerás un tesoro en el cielo; luego, ven y sigúeme. Pero, al oír estas palabras, se marchó triste frunciendo el ceño, pues poseía muchos bienes. (Marcos 10, 17-27) Imagínate presente en esta escena. Trae a la oración tu p r o p i o deseo de ese «algo más» que te falta para cambiar tu fe de una chispa vacilante a una llama ardiente. Pídele al Señor que te muestre lo que entorpece y obstaculiza tu relación con Él, y los ganchos
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¿Recuerdas alguna ocasión en la que te sentiste absolutamente cierto sobre la resolución que debías tomar y la pusiste en práctica con total c o n v e n c i m i e n t o de que seguías en eso tu deseo más verdadero? Evócalo en esta oración y pide a Dios que grabe en tu corazón el c o n o c i m i e n t o de lo que se siente cuando tu brújula señala al Norte, c u a n d o tu p é n d u l o está en e q u i l i b r i o , c u a n d o estás v i v i e n d o , y obrando, en toda verdad.
Trae a tu mente alguna decisión reciente. ¿Podrías identificar las razones verdaderas por las que la tomaste? ¿Lo hiciste con la esperanza de ganar o el m i e d o a perder algo? ¿O, al contrario, con una sensación de gran libertad interna?
Date un paseo imaginario por el campo de tu vida. Repara con detenimiento y complacencia en los frutos granados, la buena cosecha que ha p r o d u c i d o tu plantación. Y dale gracias a Dios. Luego
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mira las malas hierbas que sabes que existen. Con toda paz tráelas ante Dios, como pondrías a un niño enfermo en manos de un médico. Vuelve a la cosecha, vuelve a dar gracias a Dios, y pídele que te ayude a regarla y abonarla, y a compartirla con los demás. * ** ¿Puedes identificar alguno de los «ganchos» de los que cuelga tu vida? Ponles nombre delante de Dios y, si te atreves, también delante de algún amigo de quien te fíes. El mero hecho de reconocerlos y admitirlos es un gran paso para librarte de ellos. Si eres capaz de hacerlo, has superado la etapa de negarlos y te has abierto a la cura.
¿Ha habido en tu vida circunstancias o sucesos, personas o cosas, que alguna vez te hayan separado, incluso arrancado, de algún gancho, de estados de complacencia y contentamiento narcisistas o falsa «seguridad», y te hayan dejado, maltrecho y lleno de miedo, sobre un suelo duro y frío? ¿Puedes recordar cómo comenzaste a recobrarte de aquel golpe y a dar tus primeros pasos vacilantes, asentado en tus pies? Trae todas esas reminiscencias a la oración y pídele a Dios que te ayude a caminar hacia la plenitud de Vida convencido de que puedes alcanzarla aunque no sepas qué te pueda deparar el futuro. (No te fuerces a ti mismo al hacer este ejercicio. Si los recuerdos son penosos y causan dolor, déjalos en manos de Dios hasta que te sientas más libre para reflexionar sobre ello.)
10 No te apegues a mí
Rutas hacia el desprendimiento ¿Se parece tu Dios a un policía? Cuando piensas en Él, ¿te lo imaginas como un guardia de la porra, empeñado en hacerte entrar en vereda, intransigente con la observancia y cumplimiento de las leyes? ¿O lo ves como alguien que te conoce y te quiere mucho más y mejor de lo que tú mismo eres capaz, que está presente y participa en tu parto a una Vida en toda su plenitud? Espero que, después de haber llegado hasta aquí, habrás descubierto en El algunas de las habilidades propias de una matrona. Te llama urgente e insistentemente a la libertad de la vida. No a una anarquía sin ley, sino a la autonomía de un niño que deja los recintos cerrados y restrictivos del vientre materno para entrar en la inmensidad de la vida. Todas las imágenes de Dios son, desde luego, inadecuadas y algunas pueden ser peligrosamente erróneas. Pero me parece que la imagen de la matrona es una de las más apropiadas y útiles. Y puede guiarnos a comprender mejor el significado del «despego» y el «desprendimiento». Para todos nosotros, la primera experiencia del dolor-y de la liberación- que conllevan el despego y el desprendimiento fue el momento en que, dando berridos de sobresalto, dejamos el vientre de
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nuestra madre y entramos en este mundo. En un acto que es casi brutal -corte del cordón umbilical y del suministro de alimento- se nos puso en libertad para comenzar nuestra vida propia. Así empezó y así continúa sonando en nuestros oídos la llamada a dejar todo lo que nos aparta de Dios y elegir, en su lugar, los caminos y sendas que, de modo personal, nos conducen hasta El y a la realización de lo que ha soñado para cada uno de nosotros.
El significado del «desprendimiento» Ignacio urge al ejercitante a alcanzar la libertad del «desprendimiento», del «despego». A eso lo llama él indiferencia. Ninguna de estas palabras nos transmite hoy lo que él pretendía significar. Nuestra lengua y nuestra cultura han cambiado, y esas palabras nos resultan frías y algo confusas. Mejor sería la palabra «equilibrio». En su Principio y Fundamento, Ignacio habla de hacer uso de «las cosas sobre la haz de la tierra (...) tanto cuanto ayuden» a nuestro fin, y «tanto quitarse de ellas cuanto para ello le impiden».
esencial en la fertilización del entorno. Y, al elegir una u otra planta, no rechazaban o menospreciaban las demás. El secreto de esa armonía y cooperación parecía radicar en el hecho de que cada criatura era fiel a su naturaleza esencial. Cada cual conseguía, de la fuente que era apropiada en cada caso, lo que necesitaba para sobrevivir y crecer; y lo hacía sin causar daño ni a sí mismo ni a las flores>Después de cada encuentro, los dos, el insecto y la flor, salían enriquecidos: el insecto se había alimentado y ia flor se había polinizado. El grabado me parece una ilustración expresiva de lo que significa «hacer uso de lo que conduce a la vida» y dejar de lado lo que a cada persona, como individuo, la aparta de ella. Se trata de un «despego», un desprendimiento creativo, vital. Me llevó a entender un poco mejor a qué nos llama Dios cuando nos dice que nos desprendamos y desliguemos de nuestros apegos. Las abejas no se afanaban por «posesionarse» de las flores, ni las flores hacían esfuerzo alguno por atrapar y retener a las abejas. Era un intercambio libre, que cubría perfectamente las necesidades de la abeja, de la fucsia y del círculo más amplio de su entorno. Lo que es vital para mí puede no serlo para ti...
Al principio estas expresiones me sonaban a explotación y uso interesado, como si la creación entera estuviera ahí para que yo eligiera lo que me viniese bien para mi objetivo. Pero se me hizo la luz un día en que estaba yo sentada en un patio tranquilo y soleado, observando un matorral de fucsias cercano a mi banco. Era a finales de agosto y las abejas revoloteaban entre las flores. Se posaban suavemente sobre ellas, que estaban totalmente abiertas para recibirlas. Nunca trataban de entrar en ninguna flor cerrada o forzar los pétalos. Cuando encontraban una abierta, se escurrían hasta sus profundidades para extraer el néctar del polen. Al hacerlo, acarreaban el polen de flor en flor, de mata en mata, colaborando a una mayor fertilidad. Mientras las observaba, me di cuenta de que, aunque las abejas elegían las fucsias y parecían ignorar las otras flores del jardín, otros insectos estaban también ocupados buscando su alimento en otras plantas, como lo muestra el grabado. Al elegir lo que era cabalmente bueno para ellas, no sólo recibían su sustento sino que, a la vez, estaban desempeñando un papel
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Por encima de todo
elige lo que lleva a la vida, al crecimiento y a Dios. Elige lo que poliniza tu semilla de Dios. Y deja lo restante para los demás.
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El juego del Monopoly o el del palé es un buen ejemplo de lo contrario: adonde pueden llevarnos los apegos excesivos. Si uno de los jugadores se hace con todos los hoteles, y prácticamente la mayoría de las casas y calles, y amontona más y más «riqueza» y «propiedades», el juego se atasca y termina por hacerse imposible. El «dueño» ha acaparado los bienes y no ha dejado nada para los demás jugadores. De un modo mucho más funesto y deplorable ocurre en la economía real y en las relaciones internacionales. Volvemos a hacernos la pregunta inicial: ¿a qué reino sirvo, al de Dios o al mío propio? Requiere mucho valor el reconocer que, de verdad, no somos el centro permanente de todo, sino seres por los cuales fluye la vicia. Pero cuando lo comprendemos y aceptamos, descubrimos que nuestra insignificancia, nuestra nonada, como diría santa Teresa de Jesús, nos conduce a nuestra realización más plena con más prontitud que nuestra imaginaria importancia, porque la vida y la gracia de Dios fluyen mucho más abundante y libremente a través de manos vacías. Sin embargo, instintivamente, nos retraemos y nos echamos atrás ante la corriente de ese río caudaloso. Nuestros esfuerzos, la mayor parte de las veces, se concentran en construir y mantener canales y presas, es decir, todo eso que nos hace sentirnos a salvo, seguros y poderosos en nuestra casa a orillas del río: empleos, posesiones, ambiciones. Construimos un pequeño reino a nuestro alrededor, que nos hace sentirnos indestructibles y fuertes. Somos humanos -así nos hizo Dios- y necesitamos sentirnos seguros y duraderos. Es parte de nuestro ser. Pero sólo parte. Existe otra dimensión de nuestra naturaleza, que podríamos quizás denominar «la realidad permanente de lo que somos», que no se siente a gusto en casas inconmovibles junto al río sino que nos empuja a lanzarnos al agua y a dejarnos llevar por la corriente. El caminar con Dios no niega nuestras necesidades y deseos naturales, pero reajusta nuestras prioridades y nos espolea a responder a su llamada callada pero constante a sumergirnos en Él, como el océano atrae a los ríos. Nuestros apegos y ataduras son como edificios a la orilla del río que nos tientan a quedarnos en tierra firme, pues parece más seguro, cómodo y agradable. Si cedemos a esta tentación, dejamos de fluir, de crecer y progresar hacia la libertad plena de los hijos de Dios.
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Dejar de lado nuestras dependencias y seguridades a la orilla del río resulta doloroso y casi inalcanzable, cómoda comenzamos a entrever en el capítulo anterior. Si fuese posible preguntar a un embrión cómo se manejaría para sobrevivir fuera de la placenta, la respuesta sería: «¡Imposible!». Pero la matrona sabe la verdad. Dios es nuestra matrona a lo largo del trauma y la alegría de nuestro nacer en Él. Y es delicado y obra con suavidad...
Manejarse con las adicciones Un remedio infalible para el dolor de muelas es dejar caer un ladrillo sobre el dedo gordo del pie. Lo he probado yo misma, por accidente, y puedo asegurar que no falla. Por muy obsesionado que uno pueda estar con su caries, y aunque sea lo único en que puede pensar en ese momento, en cuanto sienta el efecto del pedrusco en el dedo, seguro que se olvida de las muelas. ¿La moraleja? Nuestra naturaleza humana vuelca su atención en aquello que más intensamente altera el estado anterior o impresiona nuestra sensibilidad, sea dolor o placer, temor o deseo.
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Mi atención se centra en \o que más impresiona mi sensibilidad
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Este capítulo lo vamos a dedicar a aquello que en nuestra vida tiene la importancia del «dolor de muelas», ya que es lo que se apodera de nuestra atención consciente y nos «llena» de tal modo que impide el paso del flujo de gracia y vida por nuestra vida. Consideramos las adicciones como dependencia de substancias químicas, como el alcohol o las drogas, que producen efectos graves. Pero quizás sería más exacto llamar adicción a toda dependencia, muchas veces de cosas inocentes e inocuas, o incluso totalmente «buenas», pero que determinan nuestra conducta y nuestro modo de relacionarnos con los demás. En este punto de nuestro viaje, le dejamos a Dios que nos revele cuáles son nuestras adicciones, porque viene a librarnos de nuestra cautividad y comienza por enseñarnos cuáles son los nudos más gruesos de la soga que nos amarra.
Una lección de patinaje Puede ayudarnos otro ejemplo. Nunca he conseguido patinar sobre hielo, pero me llenan de admiración quienes son capaces de lograrlo. Siempre pienso qué maravilloso tiene que ser el deslizarse por la pista al ritmo de la música. Si nos dejamos llevar por nuestra imaginación, podremos percibir la diferencia entre apego y libertad. Al comienzo del aprendizaje, nos agarramos fuertemente con las dos manos a la valla y vamos bordeando la pista con mucho tiento. Un progreso pesado y torpe, a años luz de la vivacidad, ligereza y alegría de las evoluciones de los verdaderos patinadores en el centro de la pista. Parece que hay un abismo insuperable entre ellos y nosotros. Pero a medida que vamos mejorando, nos sujetamos al parapeto sólo con una mano y avanzamos hacia delante en vez de hacerlo de lado como los cangrejos de mar. Pero aún nos domina el sentimiento de miedo: a caernos y a hacer el ridículo. Esa cautela domina nuestro consciente. ¿Qué podrá ocasionar que ese miedo y ese apego ansioso al parapeto se transformen en la alegría de un baile sobre hielo? Me atrevo a sugerir que el secreto está en la música. Supongamos que
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fuéramos capaces de dejar de lado nuestro recelo y aprensión y nos dejásemos invadir por la música. Imaginémoslo un momento. No tenemos nada que perder. Estamos en tierra firme y no nos vamos a romper una pierna. Deja que la música se apodere de ti. Figúrate que se introduce por tus oídos y se desliza por todo tu cuerpo hasta la punta de los pies. Piensa adonde te lleva: ¡al centro de la pista! No te contentes con imaginártelo, que te arrastren los pies: responden mejor a tu deseo más profundo que la cabeza llena de miedos. Al fin de cuentas, ¿qué ambicionas en este ejercicio? ¿Quedarte en la seguridad del parapeto o experimentar la alegría del baile? No puedes conseguir ambas cosas al mismo tiempo: has de elegir. Suena muy bonito, dirás, pero hay que contar con las vivencias y experiencias que hemos tenido. Es verdad, no vamos a conseguir la medalla olímpica de patinaje sobre hielo. Pero los mismos principios son válidos en nuestra lucha contra las adicciones, grandes o pequeñas, que dificultan nuestro itinerario interior. El secreto de la transformación está en el rumbo que le marcamos a la mayor parte de nuestra energía: ¿se queda con el miedo o se deja tentar por la alegría? Más en general, ¿nos cerramos en nuestros sentimientos y reacciones negativas o encauzamos nuestro empeño hacia lo positivo? ¿Qué nos preguntamos más a menudo? ¿Cómo dejar de hacer lo «malo»? ¿Cómo encontrar más tiempo y esfuerzo a lo «bueno»? Hay dos construcciones sintácticas con la conjunción «si» -en tiempo pasado y en tiempo futuro-que nos deberían hacer pensar: -
Si me hubiera esforzado más en el colegio, si hubiera vivido en un país diferente, si hubiera tenido unos genes distintos, si mis padres hubieran sido más tolerantes... Si, si... Son los síes del pasado, excusas para quedarnos estancados en lo ya sabido y en lo inalterable de ciertas circunstancias.
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Los «y si...» tienen los mismos efectos negativos con relación al futuro. Querría hacerlo, pero ¿y si fracaso? ¿Y si mis amigos...? ¿Y si mi empleo...?, etc. Sin embargo, la realidad es que nunca sabremos qué hubiera ocurrido si...
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o qué ocurrirá si... Por tanto, toda la energía de esos síes es negativa y no nos acerca a Dios, sino que nos tira hacia abajo y nos sumerge en la espiral de la desolación.
Despreocupadamente observé ceaba en la superficie. La tomé y la hundió y se quedó pegada al fondo. volvió a flotar. Repetí varias veces el hundirse y flotar.
cómo la botella vacía cabellené de agua. Al soltarla, se La tomé de nuevo y la vacié: mismo juego, llenar y vaciar,
Aquel pasatiempo infantil me hizo caer en la cuenta de que, a veces, Dios actúa de la misma forma conmigo. Me voy llenando, gradualmente, con todo lo que deseo, con todo lo que ansio tener, con todo aquello a lo que siento apego. Y me hundo. Cuanto más me lleno, más rápido y hondo me hundo, hasta que acabo en el fondo como una bola de plomo, incapaz de hacer ningún movimiento. Entonces algo ocurre que «me da un revolcón y me vacía». Por lo general es algo que no me gusta, a lo que me resisto con todas mis fuerzas. Pero El se las industria para vaciarme de todos los «apegos» y adicciones que he ido coleccionando. La pequeña botella vuelve a flotar y balancearse, libre de su carga, como la del grabado. Libre y ligera, flota y se mueve en respuesta a cada ola de su camino. Y todo ello es consecuencia del vaciado operado en ella. Sólo vacía, como la botella, puedo flotar sostenida por el amor de Dios, que nunca falla, y puedo seguir mi camino, pues me creó para moverme y alcanzar la meta.
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PRESENTE IMPERFECTO
Los «si...» y los «y si...» son falsos amigos Los «si...» llenan el presente de lamentos... Los «y si...» pueblan el futuro de temores... ¿Qué me librará de su emboscada?
EL FUTURO PERFECTO
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¡Hundirse o flotar? Tuve otra iluminación sobre la libertad mientras me bañaba en casa. El agua estaba caliente y había vaciado en ella una de esas botellitas de gel con la esperanza de que su promesa de «revitalizar» se cumpliese y me aliviase de la modorra anímica y del desaliento que comenzaban a dominarme.
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Mi vida, llena de adicciones, se hunde hasta lo profundo. Dame la vuelta y vacíame, Señor, aunque yo proteste a gritos, porque quiero flotar libre contigo, tras de ti.
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¿El palo o la zanahoria? Como hemos ¡do descubriendo con san Ignacio, la verdad es tan sencilla y obvia que resulta deslumbradora. El deseo más profundo lleva con toda certeza a Dios. Lo mismo que el dolor de mi dedo gordo era mayor que el de mis muelas y, por consiguiente, desviaba mi atención y energía de éste para ponerlas en mi pie herido, el poder magnético de la música y el deseo de bailar sobre hielo contrarrestarán y vencerán el miedo a soltarme del pretil y caerme.
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De esa manera Dios te guiará a la libertad sin que - n i siquiera t ú - te des cuenta de lo que está ocurriendo.
Dios nos enseña como a niños pequeños, que es lo que somos. Usa incentivos y premios, y no el palo y el castigo. Nos atrae mediante nuestros deseos más profundos, y no con amenazas de castigos eternos. Nos llama a la alegría de su presencia, invitándonos a descubrir, en nuestros deseos más profundos, su irresistible y apasionado amor por nosotros.
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¿Qué nos dice todo esto sobre las adicciones? Dos estrategias saltan a la vista: la que podríamos llamar la del palo (ascética) y la de la zanahoria (nuestro deseo más profundo). La primera nos habla de esta manera:
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Te estás dando cuenta de las predisposiciones, inclinaciones, apegos, dependencias, compulsiones, ídolos (cualquier nombre que quieras darles) que hay en ti. Has de emplear toda tu energía en destruirlos. Si se han convertido en algo similar a aquel becerro de oro de los israelitas en el desierto, lo harás añicos como Moisés.
Y eso será como esa música del corazón que te empuja al baile y a vencer el miedo que te paraliza agarrado al parapeto de la pista. No te esfuerces en despedazar el becerro de oro. En lugar de eso, vuelve tus ojos a la peregrinación a la montaña santa, y a todas las sorpresas que Dios te vaya revelando a lo largo del camino.
Es fácil advertir las diferencias entre ambas estrategias:
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La primera se centra en mí; la segunda, en Dios. La primera es trabajosa y dura; la segunda, ligera y llena de alegría. La primera depende de palos y castigos; la segunda, de zanahorias y premios. La primera se basa en tus miedos; la segunda, en tus deseos. La primera es una carga; la segunda, una aventura.
Como ejercicio práctico, podemos anotar las cosas que en nuestra experiencia inmediata vemos que funcionan y se mueven por el miedo al palo, y las que siguen el método del incentivo. Por ejemplo, ¿qué nos deja sin energía y qué pletóricos de nueva energía? ¿Hemos adquirido el hábito de utilizar con nosotros mismos más «el palo» que el incentivo y el deseo? ¿Con cuál de los individuos del grabado crees que te identificas?
De este modo conseguirás con sólo tus puños la libertad.
Mientras que la segunda estrategia nos sugiere: -
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Te estás dando cuenta de que tienes estas propensiones, atracciones, apegos, dependencias, compulsiones, ídolos... No gastes tus energías en deshacerte de todo eso por tus medios. Usa la energía que tienes (siempre limitada) en aquello que la experiencia te ha enseñado que es «terreno firme», «vivir en la verdad», «dar gusto a Dios».
¿Me dedico a combatir mis adicciones o camino hacia la montaña sagrada? ¿En qué empleo mi energía?
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La promesa del jardín En el jardín del sepulcro, María Magdalena agarra y sujeta los pies de Jesús resucitado, y no quiere soltarlo. Vamos a reflexionar sobre esta escena un momento... María cree que «conoce» bien a Jesús. Ha puesto toda su vida y toda su esperanza en ese conocimiento. No es, pues, de extrañar que, después de la angustia y desesperación del Calvario, se aferré con alegría a lo que ella cree ser el retorno a lo de antes. Pero Jesús no se lo permite, porque la está llamando hacia lo que va a ser, a lo que viene a continuación. Sabe muy bien que María no podrá seguirle en la nueva e inimaginable realidad de la resurrección mientras se apegue a su dependencia de las realidades limitadas que ha conocido hasta entonces. La ama mucho y por eso quiere liberarla: que ella misma corte las amarras que la atan a las seguridades de la orilla del río y se una a él en la corriente de la Vida. En aquel breve encuentro -en el que el tiempo no cuentaMaría Magdalena - y nosotros con ella- pasa de ser una persona llena de miedo, que quiere retener y atenazar lo que teme perder, a apóstol llena de confianza y poder, que abandona el jardín para convertirse en el primer canal por el que pase el caudal del Evangelio. María - y nosotros con ella- nace a una nueva dimensión de libertad, porque Jesús ha cortado el cordón umbilical de nuestras necesidades y adherencias, y nos ha lanzado hacia la plenitud prometida de Vida en Él.
Estriberón Palabra poco conocida, pero que designa un objeto muy usado. Un estriberón es el pedrusco, el tronco, cualquier apoyo colocado a trechos sobre el agua o el suelo en un paso difícil. Su significado nos sirve para la siguiente oración, que es una escenificación imaginaria. Si no te ayuda, déjala como las abejas el polen de las flores cerradas.
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Cada respiración, un estriberón hacia Dios Esa máxima se ha hecho ya parte de mi vida. La oración me sabe a eso muchas veces. Hoy dejaré que ese sentimiento dibuje el cuadro de mi oración. Y comienzo a caminar por ese escenario como si fuese algo real y vivo. Siento los remolinos del río y me subo a una piedra que sobresale. Mi oración de hoy quiere, Señor, quedarse en ese estriberón delante de tu presencia invisible. El río es ancho, tan ancho que no puedo ver la otra orilla por más que aguce la vista. El agua es clara pero turbulenta, con mil corrientes invisibles, inesperados saltos y rápidos, y también tranquilos remansos. Y yo me siento segura en mi estriberón, como si estuviera en una isla de la verdad. Detrás de mí, en esta orilla, está mi casa, pequeña, de piedra, que me cobija y me mantiene caliente y segura y me resguarda del mundo. Mi pequeña vivienda es mi reino. El lugar adonde retornar cuando el río se vuelve salvaje o el agua fría, o cuando merodean por las riberas animales de rapiña. La vista desde mi piedra es desconcertante. Cuando eché a andar para cruzar el río y llegar a tu Verdad y tu Reino en la orilla invisible del otro lado, yo había creído que sería una aventura, pero ha resultado algo diferente. Porque ahora no puedo ver más que este estriberón sobre el que estoy de pie. No hay modo de seguir adelante, no sé qué hacer en mi situación, de pie, rodeada de agua, posada en una piedra. Todo lo que se me alcanza es estar aquí, presente al momento presente. No hay un adelante hacia el cual andar, porque no hay camino: solamente una línea de piedras que he ido dejando detrás de mí. Y no quiero volver atrás. De verdad, no quiero volver atrás. Por un momento, me invade una ola de pánico, pero se apacigua y me deja de nuevo en equilibrio sobre mi piedra. Inspiro y espiro el aire, noto el chapoteo del agua que, a veces, me salpica como pulverizada, escucho el latido palpitante de toda la creación... y espero, simplemente te espero a ti. De pronto, siento mi corazón bañado por una calma asombrosa, y allí estás Tú, a mi lado. Colocas otra piedra delante de mi y me invitas a dar otro paso sobre las aguas que no tienen fondo. Otra inspiración, otra espiración, otra oración, otro estriberón. Una, solamente una piedra más, pero más cerca de la otra orilla.
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M i respiración se calma, cada jadeo es un estriberón hacia Ti. A medida que pasa el t i e m p o , aprendo a reconocer tus caminos, y a estar segura de que, c u a n d o me encuentro en m e d i o de aguas turbulentas, Tú colocas un nuevo estriberón - s ó l o u n o - y me invitas a dar un nuevo paso adelante. Recibo c o n alegría tu llegada y te sonrío en silencio. Ya me entiendes. Vengo a la oración a esperarte. Sé que puedo fiarme de t i . Sobre mi pedrusco, mi pequeña isla, siento una ondulación, un rizo en el agua, y me voy llenando de expectación porque ya te veo acercarte. Hoy has tardado un poco más. Te has demorado en la ribera, buscando la piedra adecuada, la que necesitaré hoy. Y me fijo en cómo lo haces: vas retirando, una tras otra, las piedras de mi casa, en mi orilla. Ya está a medio derruir. Destruyes mi reino, pedazo a pedazo, para trazar el camino por el que acabaré descubriéndote.
Sugerencias para la oración y reflexión La parábola
de la
cizaña
Jesús les propuso otra parábola: El reino de Dios puede compararse a un hombre que sembró buena semilla en su campo. Pero cuando todos dormían, vino su enemigo, sembró cizaña entre el trigo, y se escapó. Cuando creció el trigo, la cizaña también apareció. Los criados fueron al amo y le dijeron: —Señor, ¿no eran buenas las semillas que sembramos? ¿De dónde sale esa cizaña? —Algún enemigo lo ha hecho —contestó. —¿Quieres que vayamos y la arranquemos? —preguntaron los criados. —No, no vaya a ser que, al recoger la cizaña, arranquéis también el trigo —explicó el amo—. Dejad que crezcan juntos hasta la siega. Entonces se distinguirán, y diré a los segadores: Cortad primero la cizaña, atadla en gavillas y echadla al fuego; recoged luego el trigo y lo metéis en mi granero (Mateo 13, 24-30). Deja que el Señor te hable, a través de esta parábola, de las semillas buenas y malas que están creciendo en el c a m p o de tu c o r a z ó n . Puedes preguntarle qué has de hacer con la cizaña (tus
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apegos, adicciones, tendencias, propensiones...) y escucha su consejo para ti, para tu caso. Acaba p i d i é n d o l e que te muestre el valor enorme de la cosecha que está madurando en t i .
Si puedes imaginarte la vida c o m o un río, ¿te sientes t e n t a d o a edificarte «casas fortificadas» en la orilla? ¿Dónde te encuentras más a gusto? ¿En la ribera o en la corriente? ¿Puedes identificar q u é te atrae y retiene en la orilla, y qué te tira hacia la corriente?
¿Hay algo que deseas m u y de veras en tu vida, pero te sientes sin valor para «soltar el asidero del parapeto»? Preséntale a D i o s tus temores con toda honestidad y deja que sea El quien e n c a u c e tu mirada y atención hacia tu deseo. ¿Qué te empuja con más fuerza? ¿Tu m i e d o o tu deseo? ¿Prefieres que las cosas c o n t i n ú e n igual o te gustaría que hubiera c a m b i o , transformación? Sin disfraces ni excusas, pon todo esto delante de Dios.
¿Recuerdas alguna ocasión en la que sentiste que «te daban la vuelta y te vaciaban», c o m o hacemos con una botella? Ahora, recordando sus consecuencias, ¿crees que aquella experiencia fue, a fin de cuentas, «mortal» o «vivificante»? ¿Disminuyó o aumentó tu libertad interior?
Con mirada crítica, examina uno de esos «apegos», que q u i zás te gustaría no tener. ¿Cómo lo tratas? ¿Con el palo o con la zanahoria? ¿Crees que tu m é t o d o es eficaz? Si no lo es, ¿qué se te ocurre que podrías hacer para cambiarlo? Lleva tu deseo de c a m bio a la o r a c i ó n , preséntalo a Dios y pídele la gracia de re-enfocar tu energía. ¿Te has sentido alguna vez cortado o separado de algo o de alguien que tú creías que era esencial para tu bien? Si ha sido así,
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recuerda en la oración aquella ansia por volver a «lo de antes». Desde aquel tiempo, tu futuro se habrá abierto un poco más ante ti. ¿Tienes todavía la misma sensación de pérdida y privación, incluso de desesperanza, o ha sido más fuerte tu experiencia de mirar hacia «lo que viene después»? Quizás te apetezca meditar sobre el encuentro de María Magdalena con Jesús en el huerto tras la resurrección (Juan 20, 11 -18). Que el Señor vea tus lágrimas y dolor, como vio las suyas. Escucha sus palabras: «No te aferres... no te apegues... suéltame...». Deja que el Señor toque tu dolor y te infunda su poder y la confianza en su amor liberador, de su fe en ti que nunca falla.
11 Conocer al enemigo, confiar en el amigo
Antes de que entremos en las grandes cuestiones acerca de las promesas y desafíos de la verdad y la libertad interiores, me gustaría compartir un sueño, que bien podría ser una imagen precisa de lo que nos ocurre cuando estamos «colgados». En mi sueño, viajaba yo en un tren. Antes de que hubiéramos recorrido mucho trecho, el mismísimo maquinista vino hasta mi asiento y desdobló ante mí el mapa del viaje. Yo no conseguía reconocer ninguno de los sitios por los que íbamos a pasar -sus nombres no me decían nada, eran parte de un futuro todavía desconocido- pero el maquinista señaló la ruta con su dedo sobre el mapa, me sonrió y acabó comentando: «Vamos a viajar siempre hacia el norte». Continuó el viaje y llegamos a una estación. Era preciosa. Había sido una casita de campo pero la habían convertido en estación. Las paredes estaban cubiertas de enredaderas, flores, madreselvas y fucsias. Las ventanas, pequeñas y primorosamente talladas en madera, estaban incrustadas en las sólidas paredes, que aparecían blanqueadas e inundadas por el sol. A lo largo del andén había pequeñas mesas preparadas para la comida. Todo invitaba en aquella estación a bajarse del tren, olvidarse del viaje y quedarse en un sitio tan encantador.
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Sin embargo, en mi sueño, no bajé. Decidí continuar el viaje. Pero, tras tomar semejante decisión, el recorrido comenzó a ser mucho menos agradable. Caí en la cuenta de que algo terrible estaba ocurriendo en el tren, algo que no se veía pero que se adivinaba. Mataban niños, maltrataban a la gente, hacían prisioneros. Me puse nerviosa y me asaltó el miedo, pero el mal, fuera lo que fuera, permanecía invisible. Mis temores se confirmaron cuando noté que alguien se mantenía entre dos vagones de mercancías vacíos colgando de un gancho. Un escalofrío me recorrió la espalda cuando pensé que, en cualquier momento, los dos vagones podían aplastar a aquella persona, o que podía caerse a la vía y morir arrollada por el tren. Pero, antes de que yo pudiera reaccionar, un brazo enorme salió del techo de uno de los vagones y una mano gigante y rapaz agarró a la persona, la descolgó del gancho, la arrojó a las profundidades tenebrosas del vagón vacío y la dejó allí, sin ninguna posibilidad de salida o supervivencia. Aquel «brazo aterrador» debía de pertenecer a una presencia maligna, que viajaba en aquel tren, que causaba estragos, pero que no (extraña y significativamente no) tenía el control del tren. La figura maligna, por muy depravada y poderosa que fuese, no era la que mandaba en el tren, no era el maquinista del tren.
La estrategia de la esclavitud Me desperté del sueño, que casi (aunque no del todo) se había convertido en pesadilla. Tenía que reflexionar sobre todo ello. Sabía que el sueño quería decirme algo importante. Como decía, quiero compartir mis reflexiones, con la esperanza de que encuentren resonancia en vuestra propia experiencia. Esto es lo que aprendí del sueño: -
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El tren, al que puede considerarse como la metáfora de nuestro viaje con Dios, se dirigía al norte, sin cambiar nunca de rumbo. La firmeza y convicciones del maquinista eran más fuertes que todo el mal que se perpetraba en el tren. La casita de la estación era tan atrayente y seductora que me sentí tentada a permanecer allí, en aquel «lugar de
consolación». Tenía todos los requisitos para convertir^ en una adicción: era un «gancho». En ese contexto, la p^ labra «conversión» cobraba su sentido pleno. I n c l u í nuestras experiencias más profundas de conversión, V^ que son tan hermosas y están tan llenas de sentimiento 5 positivos, pueden hacerse tan atractivas que resulten gaf chos que nos retienen, y así acabamos abandonando e ' viaje, sin seguir adelante. -
El mal es algo endémico en nuestro mundo. Viaja, invisi' ble pero insidioso, en nuestro mismo tren. No sólo c o m ° una amenaza siempre presente, sino causando daño y destrucción muy activamente. Pero, al ser invisible e intangible, necesita manos y pies, mentes y corazones para llevar a cabo su obra maligna. ¿Cómo alista sus tropas?
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El «brazo del mal» desengancha al colgado para arrojarlo a la mazmorra del cautiverio.
Cuando reflexioné sobre esto, caí en la cuenta de una verdad muy sencilla y obvia. El mal puede hacerme suyo cuando estoy «colgado». Como un pez en el anzuelo, soy incapaz de escapar de sus garras mientras me tienen atrapado por el gancho. Pendiente del gancho, el mal puede hacer de mí lo que le venga en gana. El paso siguiente a la adicción es la esclavitud. Los ganchos de los que cuelgo son los accesos abiertos en mi vida a los movimientos negativos y destructivos. Y, una vez esclavizado, puedo ser alistado fácilmente en las milicias de ese falso comandante. Y así el mal sale de pesca día tras día, nos encuentra sujetos por los anzuelos y, como se hace con los peces, nos saca del agua y nos echa en su cesta. Lo hace con tal suavidad y maña que ni siquiera advertimos el peligro, ni nos damos cuenta de lo que está sucediendo. Naturalmente, no nos arranca del garfio para librarnos, sino para esclavizarnos, para vendernos al mejor postor. No hay necesidad de darle más vueltas a este asunto. Este cuento macabro, que es como una pesadilla, pone en evidencia |^ estrategia de las fuerzas negativas que cierran filas contra nosotros, que merodean por los alrededores en busca de incautos que caigan en sus redes, de insensatos que, engñados por el cebo, se traguen el anzuelo.
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esa mala afición, ese tumor nos descontrola por completo y comienza a tomar el control de nuestra vida? Ignacio percibió con toda claridad esa estrategia, y en sus Ejercicios nos invita a meditar sobre las dos «banderas», sobre dos banderines de enganche, para reclutar y reunir tropas: el estandarte del mal, cuyo fin es esclavizarnos para convertirnos en marionetas, y el pabellón de Cristo, que quiere liberarnos. Aunque en nuestros días no nos van las imágenes bélicas, militares, la psicología que subyace al vocabulario ignaciano es muy real y verdadera. Los dos comandantes viajan en el tren de mis sueños: yo tengo la última palabra sobre cuál de ellos quiero que sea, cada día, el maquinista de mi vida.
¿Y la estrategia de la libertad? A primera vista, no suena muy atractiva, ya que se trata de la pelea por «desengancharnos» de todo eso que nos tiene bien sujetos. Como todos sabemos por propia experiencia, desengancharse puede ser doloroso, e incluso repugnante. Perdemos aquello que tanto valoramos. La libertad cuesta cara, la pagamos al precio de sangre. La diferencia, cuando nos rendimos y nos entregamos al libertador, es que elegimos nuestro destino, en vez de ser unos peleles en manos de nuestras compulsiones.
Cada uno a nuestra manera, podemos completar esta historia. Una vez esclavizados por nuestras compulsiones específicas, se nos va haciendo más y más habitual actuar mal para que no nos «falte» aquello que tanto creemos necesitar (que puede ser algo intangible, como reconocimiento, popularidad, poder...). ¿No hemos zancadilleado, alguna vez, a un colega por conseguir nuestra propia promoción, puesto en peligro una amistad por no dar el brazo a torcer, arriesgado nuestra salud y seguridad o la de los demás por ganancia o lucro, mentido o engañado por mantener nuestra «imagen»? ¿No hemos permitido que algún apego o adicción «anide» en"nuestro carácter, pervirtiendo y mancillando nuestro modo de vivir, de sentir y actuar, hasta que -como un cáncer-
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En aquel sueño mío, esto equivale a aquella decisión de no bajarme en la estación bonita y atractiva, sino de arriesgarme a seguir adelante. Era una decisión, una elección entre un deseo hondo (de permanecer en un lugar tan encantador) y otro todavía más profundo (seguir adelante). La opción que tomé era fruto de mi anhelo más grande. En el momento de elegir, las opciones parecían desiguales. El encanto de la estación parecía más atrayente que los rigores del viaje. Entonces, ¿por qué me decanté por el viaje? Sin duda, porque mi deseo más intenso era llegar al destino ansiado (¡el Norte!), y ese anhelo era más fuerte que el de quedarme en el lugar de consolación, y lo bastante poderoso como para sostenerme a través de los obstáculos y dificultades a lo largo del trayecto. Todo esto nos
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permite descubrir el esquema de la estrategia de liberación. Parece que podríamos describirla así: -
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Comienzo a darme cuenta de que todo lo que tengo -vida, entorno, circunstancias, talentos, sentimientos e incluso las cosas que me tienen «enganchada»- son dones, regalos. No tengo dominio ni control permanente sobre nada - y no puedo tenerlo (por la naturaleza de las cosas)- ya que yo mismo paso a través del mundo creado en este momento del tiempo, y todo lo demás es también momentáneo y transitorio. Tratar de detener y retener las cosas o personas es volver del revés la lógica natural de la creación y creerme yo mismo «creador». Ya que nada es «mío» de una manera verdadera y permanente, no tengo por qué temer las pérdidas aparentes de mi vida, ni nada que ganar de las adquisiciones o logros, aunque no me lo parezca, ni yo lo sienta así en lo superficial de mí mismo. Si consigo comenzar a vivir desde mi centro libre, me sentiré libre de la necesidad constante de aferrarme a lo que temo perder o de esforzarme neurótica y obsesivamente por conseguir lo que espero lograr. Toda la energía necesaria para mantener ese «aferrarme» y ese «esforzarme» se libera para el reto emocionante de llegar a ser lo que realmente soy. Paradójicamente, esto no disminuye mi gozo ni placer a la hora de disfrutar de la creación y de todos su dones. Al contrario, cuando dejo de mirar las cosas y las personas a través de la perspectiva de cómo «obtenerlas» y poseerlas, o cómo «deshacerme» de ellas -como meros contribuyentes a mi propio bien-, mi visión se ensancha y comienzo a contemplar esos objetos y personas como realmente son: distintos e independientes de mí, llenos de su propio misterio. Será como si quitase un filtro deformador de las lentes de mi visión. No serán ya percibidos e interpretados por mis deseos subjetivos, sino por su propia realidad objetiva. Seré libre y capaz de entrar en una verdadera relación con ellos, y ellos conmigo.
La historieta que sigue es pura ficción, pero puede ayudar a entender este proceso. Cristina tenía un hijo adolescente, Derek. A
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medida que Derek se aproximaba a la edad en que abandonaría el hogar, la madre se fue obsesionando con la idea de retenerlo cerca de sí. Su miedo a «perderlo» nacía de su temor a la soledad que invadiría su vida cuando él ya no estuviera en casa. Ese agobio fue convirtiéndose en su principal motor. Todo cuanto Derek hacía o decía lo interpretaba ahora a través del miedo que había arraigado en ella. Si tenía una amiga, la madre temía perder su amor; si hablaba de un curso lejos de casa, temía perder todo contacto con él; si discutían, temía perder la gran confianza que ambos se dispensaban. Estaba «enganchada» a su hijo. Para eliminar todo peligro, comenzó a manipularlo todo. Criticaba a sus amistades femeninas e inventaba chismes contra ellas, «extraviaba» todo correo que llegase para su hijo de universidades de fuera, «caía enferma» en cuanto él planeaba salir durante el fin de semana y le consentía cualquier capricho con tal de tenerlo contento. Su relación empezó a deteriorarse. No es difícil ver en todo esto una esclavitud: primero, Cristina es presa de su amor de necesidad por Derek. Construye toda su vida sobre la falsa suposición de que él es «suyo», le pertenece y puede retenerlo como propio. Para sentirse bien abastecida de ese amor de necesidad, comienza a hacer daño real, interfiriendo en su libertad y calumniando a sus amistades. Mientras se agarre a ese «gancho», estará a merced de ese algo esclavizante y destructor de vida que podríamos llamar mal espíritu o incluso Satanás, que se aprovechará de su debilidad por Derek para arrojarla al vagón de los esclavos. Vivirá, a partir de ese momento, en una jaula cuyos barrotes son, precisamente, esa desmedida dependencia de su hijo. La posibilidad de un amor auténtico y libre entre madre e hijo se arruina... a no ser que se abra una puerta al poder liberador. La estrategia de liberación consigue parar y revertir el proceso: Derek decide escaparse del nido-cárcel y se matricula en una universidad lejana. Cristina se desmorona. Se pelean y tienen una riña destructiva. Derek se marcha de casa. El «gancho» de Cristina se ha desprendido del techo y se ha dado un buen golpe con el suelo duro y frío, en el que queda tendida hecha un ovillo.
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Por primera vez tiene que enfrentarse a la realidad de que su hijo no es suyo ni le pertenece. Reconocerlo es terriblemente penoso, pero puede ser fuente de nueva vida. Es un momento de Calvario. Todos sus esfuerzos por retener a Derek han sido una inútil pérdida de energía. Los abandona y renuncia a ellos.
deros. Generalmente pensamos que estos «falsos guías» son algo externo a nosotros. No faltan por desgracia agentes exteriores del mal, por ejemplo, esos que manipulan la religión o los que convierten la Palabra de Dios en una empresa multimillonaria, de la que ellos mismos son los principales accionistas.
A las pocas semanas, la primera conmoción ya ha pasado. Llama a Derek por teléfono y sugiere una visita. Él acepta con desgana y fijan una fecha. Ella concentra sus energías en planear bien la visita. Mientras lo hace, le vienen a la memoria recuerdos de su infancia, y esos recuerdos felices avivan en ella sentimientos de gratitud genuina. Y todo eso es fuente de nueva energía para ella.
Pero Ignacio nos previene respecto a un peligro interior, que está dentro de nosotros: «el mal espíritu». «Mala idea» o «impulso malévolo» podríamos llamarlo. Ya hemos visto cómo estaba presente en los movimientos internos destructivos que tratan de llevarnos a la desolación y, por tanto, lejos de Dios. Y, lo que es más peligroso, pueden actuar de una manera que parece consolación. De nuevo, quisiera compartir mi experiencia.
Cuando llega el fin de semana de la visita, ve a su hijo desde un prisma diferente. Derek es ahora un joven independiente, con un grupo de amigos interesantes, y una visión de su propio futuro. La madre se sorprende de cuánto ha cambiado. En realidad, Cristina es la que ha cambiado o, más exactamente, lo que ha cambiado es su modo de entender la relación con el hijo. Sin los filtros deformadores de su amor de necesidad, es libre y capaz de verlo y tratar con él como lo que es, un ser humano distinto e independiente, lleno de su propio misterio... ¡un placer tratar con él! Entretanto, en casa, obligada a enfrentarse a la vida de soledad que tanto temía, comienza a usar sus energías en descubrir nuevos intereses y afanes, nuevas oportunidades, que se van abriendo cada vez más ante sus ojos -ya menos nublados- y que ella nunca hubiera ni imaginado en su estado anterior.
Durante una temporada mi oración se había centrado en los sucesos de la pasión y muerte de Jesús, y la oración me había resultado muy provechosa, enfocando mi atención en varios aspectos de mi vida y mi itinerario interior que necesitaban ser sanados por Dios. Pero noté que, de alguna manera, me resistía a cruzar el umbral del viernes al sábado, de pasar adelante en mi oración hacia la resurrección. Lo hice, desde luego, aunque con cautela y poca decisión. Traté de centrarme en la escena en la que María Magdalena se encuentra con el Señor resucitado en aquel huerto. Podéis imaginaros mi reacción cuando, después de todo lo que me había costado y todo lo que yo me había resistido a dar el paso, «veo» a Jesús levantando su mano para impedir que me acercara y diciendo en tono adusto: «No me toques».
Y si aplicamos esta lógica de esclavitud y libertad a situaciones políticas y sociales de nuestro tiempo, encontraremos ejemplos mucho más dramáticos del poder insidioso del mal que se infiltra en nuestro trato y en nuestras decisiones, y del coste -pero también de la recompensa- de rendirse a la táctica de la libertad.
Quedé desolada y acongojada. Decidí allí mismo no volver a elegir esa escena para mi oración. No sólo eso, decidí abandonar la oración, por lo menos durante una temporada. Todo esto ocurría muy entrada ya la noche y en medio de lágrimas amargas.
¡Cuidado con el «malo» disfrazado de bueno!
Dio la casualidad de que iba a pasar el fin de semana con una amiga con la que me entiendo a las mil maravillas. Naturalmente, salió el tema y le conté lo de mi oración y el «no me toques». Me escuchó en silencio y, luego, me dijo con gran sabiduría espiritual:
Jesús nos previno de que habría quienes se presentarían como «pastores» pero que, en realidad, serían lobos disfrazados de cor-
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Habréis notado que es un ejemplo típico de cambiar de rumbo durante la desolación y volverse atrás de las decisiones tomadas durante la consolación.
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—¿Crees que todos esos efectos que me describes son realmente de Dios? Yo estaba convencida de que había sido el mismo Jesús en persona quien se había dirigido a mí durante la oración con esa frase tan dura, sin duda apuntando a algo que yo necesitaba examinar o corregir. Pero, reflexionando sobre las palabras de mi amiga, me di cuenta de que los efectos secundarios -desolación, angustia, deseo de abandonar la oración- llevaban claramente la marca de lo negativo, de lo que Ignacio llama el «mal espíritu». Era también buen ejemplo de lo que él describe como «tentación bajo especie de bien» o como «ángel malo» revestido de la apariencia de «ángel de luz». Con palabras actuales, un engaño, una insidia que se había infiltrado en mi oración, de modo que me hacía creer que el mismísimo Jesús se mostraba enfadado conmigo, cuando en realidad no era sino una manifestación de mi propio ser, que estaba ansioso por reconocer a Jesús como resucitado y esa congoja malsana estropeaba mi actitud orante. No es fácil reconocer esto cuando ocurre. La piedra de toque son los efectos secundarios de la experiencia, y ver si te acercan a Dios o te alejan de El. Otro consejo saludable es el de compartir tu experiencia y tus reacciones con un amigo o acompañante espiritual en quien confíes, que sea capaz de devolverte como un espejo la experiencia que acabas de pasar. Y eso puede ayudar mucho porque, como habrás visto en mi caso, cuando te encuentras bajo el influjo de esta clase de agitación negativa, que parece ser buena, puedes ofuscarte e impedirte no ver los efectos desastrosos que ha inducido en ti. Ese desabrimiento y desolación no viene de Dios. Quiero advertir, con todo, que del hecho de que algo parezca áspero y exigente en la oración no se sigue que eso no es de Dios. Que las palabras que Jesús me dirigió fueran duras no significa que no fueran suyas y no me las dirigiera a mí, sino que el efecto que me causaron demuestra que Dios no estaba detrás de ellas. Supongamos que las mismas palabras me hubiesen avivado el deseo de volverme a Dios y de pedirle que me iluminara más hondamente su sentido. La misma oración podría haber acabado también en lágrimas, pero de consolación y no desconsoladas. Y, si ése hubiera sido el efecto, el discernimiento nos hubiera indicado que esa oración estaba realmente enraizada en Dios. En mi caso, el re-
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sultado de abandonar la oración era el indicio más claro de que aquel movimiento interior no tenía su origen en Dios. Es además un ejemplo claro de la regla ¡gnaciana de «llevar la contraria», del agere contra, a lo que el impulso dañino nos sugiere. Personas con una larga, honda y amorosa relación con Dios y que han practicado el discernimiento durante años pueden caer en esta trampa en la que lo perjudicial se reviste de beneficioso. Por tanto, ¡cuidado!
Cuando se levanta la niebla Hace unos años un pariente ya un poco mayor, Max, vino a pasar unas semanas con nosotros. Aquel año hizo un otoño maravilloso y uno se henchía de gozo con tan sólo mirar a los árboles. Parecía que Max disfrutaba de sus vacaciones, pero ¡tenía gran apego a su ropa! Y así, cuando había que lavarla, teníamos que robársela furtivamente a la noche y tenerla ya seca y planchada a la mañana. Todo fue de maravilla con la ropa pero ¡no se nos había ocurrido pensar en sus gafas! Era una mañana clara y reluciente, y el tío Max comentó: —Me gusta este sitio, pero ¿por qué hay siempre tanta niebla? No fue fácil convencerle de que la «niebla» no tenía su origen en el lugar, sino en las capas de mugre que presentaban los cristales de sus gafas.
¿Hay niebla?
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La dificultad del tío Max me recuerda mi propia experiencia. Y quizás la vuestra. Sé que soy capaz de derrochar mi energía tratando de convencerme a mí misma y a los demás de que el problema está en el «exterior» y de que mis gafas son totalmente transparentes. Puede ser humillante vernos forzados por las circunstancias a «quitarnos las gafas» y caer en la cuenta de que necesitan una limpieza a fondo, porque el «exterior» está esplendoroso. Pero, una vez que hemos limpiado las lentes, ¡qué vistas!
Sugerencias para la oración y reflexión Os lo digo solemnemente: Yo soy la puerta del redil. Los que vinieron antes mí eran ladrones y bandidos; pero las ovejas no les hicieron caso. Yo soy la puerta. Quien entra por mí se salvará: podrá entrar y salir y encontrará buenos pastos. El ladrón sólo viene a robar, matar y destrozar. Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia. El buen pastor da la vida por sus ovejas. El que no es pastor ni dueño, sino un simple asalariado, abandona a las ovejas y se escapa cuando ve venir al lobo, y el lobo arrebata a las ovejas y las dispersa. Eso ocurre porque es mercenario y no le importan las ovejas. Yo soy el buen pastor. Conozco a mis ovejas y ellas a mí. (Juan 10, 7-14) Céntrate en la quietud de tu corazón de la manera que mejor pueda ayudarte, y trata de recordar alguna ocasión o situación en la que te sentiste con miedo y sin guía en una noche negra y tor-
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mentosa (quizás es algo de lo que sientes ahora; o, al menos, puedes imaginarte en una situación similar). Lee el pasaje despacio, tantas veces como sientas gusto espiritual en hacerlo. En tu oración, escucha, con todo tu ser, la llamada del pastor, que viene en tu busca en medio de la tormenta. La noche está llena de estruendo, y tus ojos parecen ciegos en la oscuridad. ¿Cómo podrás cerciorarte de que la llamada que estás escuchando es la del pastor y no la de algún salteador que quiere hacerse pasar por guardián del rebaño? Recurre a tu memoria para evocar otras ocasiones en las que oíste la voz del pastor cuando te encontrabas como oveja perdida y amenazada. Escucha con atención para reconocer su tono de voz. En medio de los ruidos de la noche, la llamada del pastor se deja oír clara y firme: ¿qué sientes? Mientras recuerdas - o imaginas- la situación, hazte esta pregunta: ¿fuiste tú quien encontró al pastor o él quien fe encontró a f/?
¿Puedes dar con el nombre exacto o con la descripción de algún «punto flaco» personal que te convierte en presa fácil de los impulsos negativos de tu corazón? Durante la oración, presenta a Dios los hechos con toda simplicidad y pídele que te libere. Al hacerlo, conseguirás ver por ti mismo la realidad tal como es, y al mismo tiempo superarás ese estadio en que te negabas a reconocer que esas debilidades tuyas eran una dependencia a la que estabas aficionado.
Siéntate a ver la televisión y fíjate en uno o dos anuncios comerciales. ¿Qué «puntos flacos» -nuestras necesidades y deseos- tocan y tratan de excitar? ¿De qué manera manipulan nuestros anhelos e incertidumbres personales? ¿Qué te parece? ¿Usan una estrategia liberadora o esclavizante? Un modo de dilucidarlo es preguntarse: ¿Me empujan a convertir algo en «mío» y a sa-
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car alguna ventaja de esa «posesión» o me invitan a dar o dejar algo, y me aseguran que, al hacerlo, no sólo no perderé sino que seré más? Podrías reflexionar de la misma manera y hacerte las mismas preguntas sobre el modo como «la Iglesia» actúa. ¿Crees que trata de sobornarte con promesas y premios, te amenaza con castigos o, por el contrario, te acompaña en tu camino hacia la Verdad? ¿Facilita tu liberación o coopera con lo que trata de esclavizarte? Si te sientes nervioso con lo que te revelan estas cuestiones, ¿qué podrías hacer para cambiar la situación, recordando que todos nosotros somos «Iglesia»?
nuestro interior, ¿crees que ha pasado ya de la primera a la segunda fase? ¿Está todavía en tránsito de la una a la otra? ¿A qué «edad» dio el paso o lo dará? ¿Qué te dice todo esto sobre la insistencia de Jesús en que nos hagamos como niños pequeños? Y reflexiona también sobre tus reacciones en las ocasiones en que hay regalos de por medio.
* ** ¿Podrías identificar alguna situación o alguna época en la que tuviste como guía a un «pastor embaucador», que tenías dentro de ti o fuera? ¿Qué te hace pensar que era «falaz»? ¿Qué tretas empleó ese guía falso para sumergirte en la desolación y alejarte de tu Norte? * ** Evoca algo que hiciste o permitiste que ocurriese durante tu vida de lo que ahora te avergüenzas. No te juzgues. Simplemente, trata de seguir las huellas hasta llegar a las raíces de esa acción e identificar el «punto flaco» que te llevó hasta esa situación. Si crees que ya estás libre de esa debilidad, que has taponado ese portillo por donde se te coló el «mal espíritu», da gracias a Dios por haberlo identificado y superado. Si no, ofréceselo en la oración y pídele que te conduzca a la libertad. * ** Contra lo que se dice (que vienen con un pan bajo el brazo), los niños no traen nada consigo al mundo cuando nacen y conocen bien su debilidad. Si tienes ocasión de observar la reacción de algún pequeño en Navidades, trata de advertir si todavía lo ve todo como «regalo» o si ya ha comenzado a exigir cosas con un «deseo de poseer». Considerando que todos llevamos un niño en
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12 ¿Qué es la libertad? ¿Qué es la verdad?
La segunda de esas dos preguntas es la que le hizo Pilato a Jesús en el preciso instante en que éste entregaba libremente su libertad y se dejaba apresar. ¿Puedes imaginarte al gobernador romano en esa escena? La tensión en el tribunal y el juicio, la fiesta judía de la Pascua, la multitud agitada, el creciente presentimiento de que hay algo totalmente distinto e insólito en el prisionero que tiene enfrente... Fíjate en sus subterfugios y escucha la pregunta con la que quiere desviar la atención de sí y de su nerviosismo: ¿Y qué es la verdad? Con eso pretende trasladar el problema del plano candente de lo personal al impersonal de la filosofía. ¿No has hecho tú lo mismo cuando una conversación se acercaba peligrosamente a un punto candente que podía dejarte desairado ante tu interlocutor? ¿No has derivado a cuestiones vagas y abstractas, que dejaban de ser molestas al ser tan generales y no tener respuestas concretas? Pero si consiguiéramos adentrarnos en la corriente subterránea de lo que está pasando en aquel tribunal, quizás acabaríamos dándonos cuenta de que no se trata realmente de tácticas y de desviar la atención, sino del primer rayo de luz y de realidad que se asoma al corazón de Pilato, que brota espontáneamente de lo profundo de su ser, y que busca desesperadamente una respuesta, pre-
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cisamente al margen de la distancia que le separa de ese condenado cuya vida está en sus manos. Escucha sus palabras cuando la claridad de su necesidad íntima, en su corazón, rompe la noche exterior y se impone a la confusión que agita todo su ser:
do algo se ajustó y acopló en mi mente como con un golpe seco, algo que me ayudó, primero, a abarcar la magnitud de la cuestión y, luego, intuir que tenía que ver con el asunto de la distancia, del trecho de separación. Me explico:
¿Qué es la verdad? Cuando empecé a pensar en las cuestiones que tenía que abordar en este libro, el tema de la libertad y la verdad me pareció absolutamente central. Me había encontrado yo misma, cara a cara, con la pregunta de Pilato mientras oraba sobre la Pasión y viví en mi corazón las mismas tensiones del gobernador romano. La pregunta de Pilato llegaba hasta mí rodando y su eco resonando, por la escalinata de los siglos, saltando de escalón en escalón, hasta pararse a mis pies y exigir que la asumiera como mía. La posibilidad de seguir adelante por el camino con el Señor parecía depender de que yo asumiera esa pregunta y que se oyera en el espacio que me separa de Dios. Sin embargo, cuanto más pienso sobre ello, más descabellado me parece incluso el insinuar que puede haber alguna «respuesta» a estas enormes preguntas. Por tanto, todo lo que puedo, y me atrevo a hacer, es compartir uno o dos indicios que me han proporcionado algo de luz, en este trecho que hay entre la verdad de Dios y mi falsedad, entre mi cautiverio y la libertad hacia la que sé que Dios me está atrayendo. Cuando oigo el eco de la pregunta de Pilato en mi oración, me doy cada vez más cuenta de por qué es tan importante. Mi escuela tenía como emblema las palabras del Evangelio: «La verdad os hará libres» Viví con esas palabras durante años, bordadas en el uniforme, resonando en el himno del colegio al final de cada trimestre... Día tras día fueron infiltrándose en mi corazón, y allí yacían como un óvulo esperando su fecundación. Le costó treinta años madurar, pero cuando finalmente lo hizo, comenzó a vivir su vida.
En el espacio de separación Las palabras que agudizaron mi comprensión aquella tarde suenan casi a frase hecha, pero fueron pronunciadas por alguien que evidentemente las había sacado del fondo de su experiencia. Eran éstas: Dios viene a nosotros... -
No allí donde deberíamos estar, si hubiéramos tomado siempre las decisiones adecuadas en nuestra vida. No allí donde podríamos estar, si hubiéramos aprovechado todas las oportunidades que Dios nos ha dado. No allí donde desearíamos estar, si no tuviéramos que estar donde nos hallamos. No allí donde creemos que estamos, ya que nuestra mente no concuerda con nuestro corazón. Ni allí donde los demás creen que estamos o deberíamos estar, según sus propios planteamientos y agendas.
Había oído mil veces ¡deas y pensamientos parecidos: que Dios acude a nosotros allí donde estamos, doquiera nos hallemos. Y todos lo afirmamos con nuestra cabeza, pero aquella tarde lo percibí de repente y asimilé esa verdad con mi corazón, y en aquel momento la verdad me trajo un nuevo grado de libertad, tal como Jesús lo había prometido. Y, en realidad, todo el intríngulis y el meollo de la cuestión estaba en el espacio, el intervalo, en el tramo de separación. Los grabados explican lo que quiero decir.
Caí en la cuenta de todo esto cuando comencé a pensar en esas dos preguntas, y también comprendí lo centrales que son en cualquier exploración que quiera hacerse de nuestra vida interior. Pero fue en la tarde de un domingo desabrido de noviembre cuan-
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¿Desde qué lugar actúo?
—¿Qué papel podrías desarrollar en la empresa los próximos tres años? Se me ocurren dos respuestas: 1. Espero estar al frente de uno de los equipos asumiendo más responsabilidades. 2. Espero dejar todo esto antes de tres años y dedicarme a lo que realmente he querido hacer toda mi vida.
¿Desde las imágenes que doy de mí?
de veras soy?
La primera contesta desde el punto de vista en el que mi jefe piensa que me hallo. Yo respondo lo que creo que quiere escuchar. No es la verdad. La segunda respuesta sale de donde realmente me encuentro. Expresa la verdad de lo que pienso, pero casi seguro que no lo diré en voz alta. A veces la respuesta falsa, que no es verdad, no se queda en un juego verbal, sino que determina acciones y decisiones que pueden cambiar la vida. Por ejemplo, el caso de un joven que, al descubrir que su amiga está embarazada, contrae un matrimonio que no desea. Obra conforme a lo que cree que debe hacer, pero habrá de asumir las tensiones del trecho que separa su deseo real del lugar falso desde el que ha tomado semejante decisión.
Mis situaciones, encuentros y relaciones
Descubrí que, cuando me veo en cualquier situación particular, o tomando una decisión cualquiera, o en uno de mis encuentros con los demás, existen dos puntos de vista. Podríamos incluso denominarlos con más propiedad puntos de referencia. Uno es el lugar donde realmente me hallo a los ojos de Dios; el otro es el sitio desde el que, en la práctica, actúo ese momento. Unos ejemplos ayudarán a comprender lo que quiero decir. Estoy en la oficina. Mi jefe me llama para la evaluación anual. Mi salario dependerá de lo que resulte de este encuentro. Aquí se juegan las perspectivas de mi carrera y, por ende, la confianza en mí misma. Me pregunta:
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El núcleo del problema no está en cómo respondemos o qué elegimos, sino en la tensión entre donde nos sentimos atraídos a estar y donde realmente estamos. El problema reside en esa distancia, en el espacio que separa los dos lugares. Pero ¡también ahí se encuentra la solución! Se comienza a resolver la tensión tan pronto como reconocemos ante Dios, y ante nosotros mismos, que existe ese espacio. Estoy convencida de que tendrás cantidad de ejemplos parecidos, sacados de tu propia experiencia. Algunos son tan claros que casi ni merecen que nos preocupemos de ellos. Todos conocemos esos pequeños dilemas y nos las arreglamos sin mayor dificultad. Pero hay otros que pueden arruinar nuestra vida. ¿Qué es lo que, aquella tarde, me causó un impacto tan poderoso sobre el lugar donde se encuentra la verdad? Creo que es realmente muy sencillo. Comprendí de pronto que Dios está siempre en el lugar donde yo estoy realmente, y no
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en todos esos puntos de referencia falsos que tan a menudo dictan mis elecciones y decisiones. Fue para mí un abrir los ojos. Dios conmigo, completamente y con todo amor, presente y cercano a mí en todos los lugares verídicos y reales: -
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El lugar donde reconozco lo que verdaderamente prefiero hacer en mi vida. El sitio donde admito con toda honestidad que lo que estoy haciendo o decidiendo no corresponde a mi deseo más profundo. El punto aquel donde puedo decir: «Así es como lo siento» sin echar mano de las máscaras ni pretextos con los que trato de protegerme de mí mismo y de los demás, o con los que creo proteger a los demás de los dardos hirientes de mis verdaderos sentimientos.
No es, pues, extraño que me sienta desvalido e impotente en el lugar desde el que estoy tratando de actuar, ya que no es mi verdadero sitio, ni el espacio donde está Dios. ¿Cómo? ¿Hay algún lugar donde Dios no está? ¿No está en todas las cosas, en todas las partes? De nuevo, la respuesta es tan sencilla que no nos sorprende, pero es profundamente verdadera: Dios no está en nuestros puntos de referencia falsos, porque Dios es la Verdad, y no puede estar en la falacia y el fraude. Dios está en el lugar donde estamos verdaderamente, y es allí donde quiere curarnos, perdonarnos, fortalecernos. Allí, y en ningún otro lugar, es donde recibimos sus dones. Y alcanzamos ese lugar, el nuestro, el verdadero aquietándonos y reposando delante de Dios y prestando atención a su acción en nuestro corazón. Un ejemplo sencillo ¡lustra la imposibilidad de encontrar a Dios fuera de nuestro sitio verdadero, el lugar donde somos nosotros verdaderamente. Tengo un amigo que es más alto de lo corriente, y que me confesó un día que le hubiera gustado que Dios lo hubiera hecho un poco más pequeño, porque nunca encuentra su talla, «nada le cae bien». Otro amigo, por el contrario, es bajito, y no dudo que está deseando «añadir un palmo a su estatura». Si Dios les hablara donde ellos quisieran estaren vez de allí donde están, no podrían oírle (hablando física y jocosamente).
neo de nuestro espacio interior -cuando las tomamos en un punto de referencia que no es nuestra Verdad-, no disfrutamos del poder liberador del Dios con nosotros en esos actos y determinaciones. No porque Dios se retire a propósito sino porque, al ser Él la Verdad, nuestras elecciones por lo falso -aunque sean muy excusables y comprensibles- no pueden estar centradas en Él. La brújula no apunta al Norte, ni nuestro péndulo interior cuelga en equilibrio. Inevitablemente esas resoluciones y acciones se verán afectadas por los impulsos que nos tiran y arrastran hacia un lado u otro, fuera del equilibrio, fuera de lo verdadero. Por el contrario, si obramos desde nuestro punto de referencia verdadero, encontraremos una nueva fuente de energía en nosotros, experimentaremos una gran liberación, nos sentiremos libres para hacer lo apropiado y veraz: tomar la decisión correcta desde un puesto de control, porque allí, y solamente allí, nuestro propio deseo -el deseo verdadero de nuestro centro del quién- está en sintonía con el deseo de Dios para con nosotros. Por tanto, Dios está con nosotros donde somos realmente nosotros, donde somos auténticos, no en nuestros puntos de referencia falsos. ¿Nos desalienta eso? A fin de cuentas, vivimos gran parte de nuestras vidas desde esos puntos de referencia falsos... pero, aunque Dios, al ser Verdad, no puede estar en la falsedad, sí que puede estar - y lo está- en el intervalo, en ese tramo de separación, en la brecha que se abre entre el lugar donde realmente estamos y el lugar donde fingimos estar, querríamos estar, o creemos que deberíamos estar. Así lo creo firmemente, basada en mi propia experiencia. Porque Dios no es sólo la Verdad, también es el Camino. Cuando nos encontramos con Jesús en la oración o en los minutos, horas y días de nuestra vida, no podemos olvidar que él es el puente que conecta y empalma la brecha entre nuestra falsedad y su Verdad. ¿Nos atreveremos a cruzar ese puente? El siguiente capítulo nos ayudará a ver cómo podemos dar el primer paso sobre ese puente, enfocando, en nuestra oración, nuestra propia experiencia con la experiencia del Evangelio.
Podemos aplicar mucho de lo dicho a nuestras acciones y decisiones cotidianas. Cuando adoptamos opciones en el lugar erró-
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El momento de la verdad Si escuchas con atención las historias de la gente, pronto comenzarás a darte cuenta de cuándo están realmente compartiendo algo que toca la verdad íntima de sus entrañas. Podrás notar un cambio en el nivel de energía, exteriorizado por el tono de la voz o en la postura corporal. De un modo profundo, se animan, se les nota llenos de energía, y puedes detectar sus vibraciones. En general, la gente puede hablar horas y horas - y yo diría vivir años y más años- sin tocar ese punto de verdad. Sin embargo, hay veces en que se dice o se siente algo que hace a la gente «cambiar de marcha». Eso produce a veces lágrimas, o risa, o un profundo silencio, como si se pisara «terreno sagrado» y se abrieran las puertas a una revelación genuina. Quizás una muralla de resistencia obstinada se desmorona en un río de lágrimas que parecen brotar de los sentimientos más hondos de la persona. O una conversación educada y cortés, «correcta» y decorosa, explota como una llamarada de cólera, descubriendo un resentimiento controlado y enconado, encubierto durante largo tiempo y que por fin puede ser curado al salir al exterior. Ese momento de verdad, si se sabe aprovechar, puede cambiar el curso y el modo de responder al problema. Como si se abriese el cascarón y emergiera una nueva manera de ser, como el pollito que sale del huevo con su propia vida y energía. Pero eso requiere valor. Un compañero, amable y discreto, puede ser una ayuda inapreciable cuando hay que cruzar esos umbrales. Todo esto puede sonar a que pasamos la mayor parte de la vida embrollados inextricablemente en una maraña de engaños y falsedad. De alguna manera, así es; y en la raíz de todo ello está el estado de caída en que nos encontramos, y la necesidad inmensa e inconmensurable que tenemos de redención. No quiero decir que, deliberada y conscientemente, nos pasemos la vida mintiéndonos unos a otros - o a nosotros mismos- en todos los sucesos grandes y pequeños de nuestra existencia. No se trata de esa clase de pecado deliberado. La maraña de falsedad nos tiene cautivos en un nivel más recóndito que el de la vida consciente. Paulatina e insidiosamente nos incita a actuar desde puntos de referencia falsos, y hasta hace que nos sintamos a gusto y tranquilos en la faena.
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Esta manera de actuar causa todo tipo de complicaciones en nuestras relaciones con los demás, que se convierten en una trama de planes encubiertos, agendas ocultas y actitudes defensivas conducente a ocultar nuestra realidad y verdad, que obstaculiza que podamos revelarnos y abrirnos con confianza y amor. Cuando nos ponemos a pensar que cada persona con la que nos encontramos lleva sus propios enredos y laberintos a lo largo de toda la vida, comenzamos a caer en la cuenta de la magnitud del problema y a vislumbrar la necesidad y urgencia que tenemos de ser sanados. Esta comprensión de lo profundamente arraigadas que están las consecuencias -personales y globales- de nuestra condición de caídos puede ser devastadora, pero es la roca sólida sobre la que se cimenta nuestro avance y pasaje hacia la integridad, salud y redención. Sin embargo, al estar tan ciegos internamente, nos sentimos casi cómodos y satisfechos actuando desde puntos de referencia falsos. Esa palabra, «casi», es significativa, ya que cuando actuamos desde lo falso siempre nos causa una punzada (a veces llega a ser una oleada) de desolación espiritual. De alguna manera, que no podemos articular, nuestro deseo más profundo -que tiene mucho que ver con el ser quienes realmente somos- queda frustrado, y nuestros corazones registran su protesta a través de sentimientos de turbación y descontento. El camino hacia la cura comienza cuando aprendemos a notar los momentos de verdad en nuestro interior, y a recabar la libertad que esos momentos guardan para nosotros.
¿Un huevo o una naranja? Recuerdo unas navidades en que llevamos a nuestra hija a la misa del Gallo. Dieron a todos los niños una vela, signo de la Luz del mundo, y una naranja que, además de deliciosa, era muy atractiva, decorada como estaba con pasas, lazos y símbolos religiosos. Fue una liturgia emocionante. Pero una semana o diez días más tarde, cuando ya habían acabado todas las festividades, y la naranja estaba ya secándose y quedándose mustia, comencé a pensar cuánto más verdadero era el símbolo del huevo de Pascua
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que la naranja de Navidad para expresar la vida de Dios en nosotros, y la nuestra en Él. Y ahora que me vuelven todos esos recuerdos, me pregunto si el huevo y la naranja no tienen algo que decirnos sobre la Verdad y lo falso. Nuestros fingimientos -los numerosos puntos de referencia falsos- parecen atractivos, agradables y satisfactorios... hasta que un día empiezan a pudrirse, como las naranjas. Pueden salvarnos de un momento embarazoso, pueden conseguirnos momentáneamente lo que creemos apetecer o desear. Pero no duran. Son como la casa edificada sobre arena, que no resiste las tempestades. No son un lugar donde Dios puede morar.
'•'"^M,
Consumir antes de una semana
Mi -
Mi falsedad es como una naranja... - Parece bastante para comprarme amor y aplauso - Es sabrosa y apetitosa mientras dura - Pronto se arruga, se pudre y muere.
verdad es como un huevo... Frágil y vulnerable Por fuera no sabe a nada Al abrirse trae una nueva vida Requiere una larga incubación.
Nuestra verdad, por el contrario, puede parecer tan vulnerable y frágil como un huevo, que no puede comerse sin cocinarlo previamente. Pero, también como el huevo, encierra una nueva vida en sí (ya que ha sido fertilizada por el Espíritu de Dios en nuestros corazones), una vida mucho más preciosa de lo que podemos esperar o imaginar, una vida con su propia dinámica, ya que tiene su propio
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centro de energía. Paradójicamente, ese huevo frágil que es nuestra verdad se convierte en cimiento de roca sólida -nuestro centro de verdad- para una vida nueva. Lo falso trae consigo, inevitablemente, sólo muerte y desintegración, pero la Verdad trae Vida, y cuando la cascara se resquebraja y se abre en un momento de verdad, algo totalmente nuevo se libera y sale a la luz.
Reivindicar la libertad ¿Qué experimentamos al observar nuestras acciones y reacciones, y reflexionar sobre si tienen su origen en nuestra verdad o en una de nuestras numerosas falsedades? Ya hemos observado cómo, cuando vivimos realmente lo verdadero, notamos la presencia en nosotros de una fuente de energía distinta a la nuestra y superior a ella. Hemos recordado, por ejemplo, la oleada de euforia que experimentamos cuando nos enamoramos o estamos embebidos en un proyecto o actividad que congenia con nuestros talentos innatos, o cuando nos comprometemos activamente con aquello que nos conmovió profundamente o cuando estamos enfrascados y absortos en una expresión creativa. Para notar la diferencia entre las limitaciones de nuestras propias fuerzas y el poder que nos viene de la energía liberadora de «vivir la verdad», compara, por ejemplo, la diferencia entre preparar una comida rutinaria para una niña consentida que no quiere más que picotear, y preparar una tarta de cumpleaños muy especial como prueba de amor materno. O la diferencia entre llenar el carro de la compra en un supermercado para las necesidades de la semana, e i r á los comercios buenos a elegir un regalo para una persona a la que se ama. La diferencia es tan clara en nuestra propia experiencia que no necesita explicaciones: -
Cuando hacemos algo por obligación, hemos de aunar y concentrar todas nuestras energías para reunir el esfuerzo necesario. Si no lo realizamos, nos sentimos culpables. Y si lo efectuamos, cuando lo hemos acabado nos sentimos agotados. Porque, en realidad, lo hemos efec-
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tuado desde un punto de referencia falso: actuamos desde donde creemos que deberíamos estar. Cuando hacemos algo por amor, casi ni notamos la exigencia y demanda de energía que se requiere. Al revés, ese trabajo o actividad parece generar en nosotros nueva energía, que ni adivinábamos que teníamos, y así la tarea se hace fácil y no pide esfuerzo alguno. Y es que esta vez obramos desde nuestro centro verdadero y la verdad libera la energía creativa.
Esta diferencia nos devuelve a la cuestión de los deseos. Cuando se trata de nuestros anhelos más profundos, sentimos en nosotros más energía y hacemos el cometido con espíritu de libertad. Cuando nuestros deseos más profundos se frustran y malogran, nos sentimos faltos de energía y hacemos la labor a regañadientes.
Así pues, como ilustra el grabado, cuando se trata de mi deseo más profundo -la raíz principal que se nutre de mi centro más verdadero- el nivel de energía sube exponencialmente, pero si se malogra, ocurre lo contrario, y mi vitalidad queda minada y consumida. Como aquella naranja de las navidades, empiezo a pudrirme por dentro. Mi deseo más profundo está vinculado al rumbo Norte. Cuando «vivo la verdad» (por breve que sea la vivencia), estoy en contacto con mi deseo más profundo. Cuando vivo acorde con mi deseo más profundo, experimento una nueva fuente de energía. Ese nuevo vigor me libera y hace realidad mi visión interior. El poder liberador no es otro que el del Espíritu Santo en mí. ¿Cómo, pues, alcanzar esa libertad y esa energía? Sencillamente, prestando atención a la brújula interior que me muestra cuándo y dónde vivo la verdad. En otras palabras, mediante la práctica del discernimiento, del hábito de vivir reflexivamente, de modo que a diario perciba e identifique la presencia y acción de Dios en mis quehaceres. Son «momentos de la verdad», y si pido a Dios que libere la energía subyacente en ellos, comenzaré a vivir, en mis tareas y relaciones cotidianas, el sueño que Él tiene sobre mí.
Libre «de» o libre «para» En el primer capítulo observamos que había dos clases de libertad: -
Sólo mi verdad esta enraizada en Dios Lo que nace de puntos de referencia falsos es mala hierba y no produce fruto alguno. Lo que brota de mi centro verdadero dispone de mi caudal de energía y poder, y libera todo mi potencial.
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estar libre de una situación opresiva y destructora. estar libre para vivir de un modo radicalmente nuevo.
La primera de ellas es algo por lo que podemos - y debemosesforzarnos: para nuestro bien, para librarnos de los apegos y adicciones que descubrimos en los capítulos 9 y 10, pero también en beneficio ajeno, especialmente por aquellas personas menos capaces y libres que nosotros para luchar por esa libertad. La segunda se halla en la raíz de nuestro deseo de transformación. Se trata del viaje al centro de nosotros mismos, que, como
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hemos visto, es indestructible y, además, la fuente de nuestra verdad y energía, porque es el lugar donde Dios mora. A veces el primer tipo de libertad puede llevarnos al segundo. Si nos esforzamos por librarnos de algo que nos oprime o nos merma, nuestra energía inicialmente se centra en el deseo de librarnos de. Pero cuando hemos conquistado, para nosotros o para los demás, esa libertad, comienza la lucha de librarnos para. Un ejemplo de todo esto fue la revuelta de los países de Europa Oriental en 1989 para librarse de la opresión del comunismo estatal. Una vez que consiguieron esa libertad, comenzó una tarea más ardua, la de hacer que esa libertad llevara a la transformación de sus países. Algunos respondieron a esa llamada. Otros, como los israelitas de antaño, liberados de la esclavitud de Egipto, querían volver a su falta de libertad, pues, aparentemente, exigía menos responsabilidad personal.
ber tocado el corazón de tu verdad? ¿Cómo encauzaste esa energía? ¿Cómo viviste la libertad que surgió de ese encuentro con la verdad? N VERDAD
Quizás pueda ayudarnos volver ahora a los círculos del dónde, cómo y quién. El grabado nos enseña cómo la liberación de una situación destructiva puede intentarse, y a veces conseguirse, simplemente moviéndonos de un punto en el círculo del dónde a otro en el mismo círculo, pero la libertad para nuestro vivir en Dios se encuentra solamente internándonos en el círculo del quién, llevando con nosotros nuestra falta de libertad y permitiendo que, en ese centro, Dios sane nuestras heridas y nuestra esclavitud, para de nuevo volver afuera llevando con nosotros las semillas de transformación al lugar donde estamos realmente ahora en el círculo del dónde. Vendría bien reflexionar en nuestras experiencias recientes de estos dos aspectos de la libertad. ¿De qué situaciones destructivas u opresivas eres consciente en tus circunstancias actuales, en el trabajo, en la iglesia, en la familia? ¿Has hecho algo por liberarte de ellas? ¿Ha sido eficaz tu acción? ¿Puedes ver situaciones opresivas que esclavizan a otras personas y las mantienen cautivas en situaciones intolerables? ¿No podrías hacer nada por ello?
La libertad es su propia recompensa
Ahora, como contraste, reflexiona sobre tus experiencias personales de la segunda clase de libertad. ¿Has sido consciente alguna vez de «momentos de verdad», cuando sabías que estabas viviendo de acuerdo con tu deseo más profundo? ¿Cómo respondiste? ¿Notaste en ti el brote de nueva energía como resultado de ha-
Una vez, mientras estaba yo haciendo los Ejercicios Espirituales (y, por tanto, con gran piedad y atención), notaba que Dios me pedía que me comprometiera más en cooperar con Él para curar a una persona lesionada y deteriorada. Yo quería responderle que sí,
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pero sabía que me iba a costar, y que aquella opción implicaba riesgo y vulnerabilidad. A la mañana siguiente estaba haciendo oración en una colina ventosa y desagradable, como la del grabado, en medio de un espinar, cuando oí una voz interior: «No te voy a querer más de lo que te quiero si dices sí, y no te voy a querer menos si respondes no». Mi reacción espontánea fue la de sentirme vejada. Pensé que mi compromiso con la «voluntad de Dios» se merecía unos cuantos puntos buenos en la balanza de la salvación. Sin embargo, cuando ya iba a protestar, la voz interior continuó: «Porque lo contrario sería violar tu libertad». Fue uno de esos momentos en que estas segura de que la verdad acaba de actuar. La verdad expresada en aquellas palabras me había liberado de todas las complicaciones contenidas en la elección, me había dejado libre para elegir sin nada que temer, sin nada que ganar.
Fue quizás la primera vez en mi vida en que, de manera consciente, me daba cuenta de lo que es tomar una decisión libremente. Porque yo, y me imagino que la mayor parte de los seres humanos, casi invariablemente, elegimos y tomamos decisiones que están influidas, al menos en parte, por el miedo a perder esto o la esperanza de conseguir aquello. Si no estás de acuerdo, lee los periódicos con una visión crítica y mira lo que pasa en las cámaras de la nación, por ejemplo. ¿Cuántas decisiones parlamentarias se toman sin miedo a perder votos o sin la esperanza de ganarlos? ¿Cuántos políticos actúan con total libertad interior? {¡Hay algunos!) Ahora mira fijamente a tu propio mundo y recuerda alguna de las decisiones que ha tomado hoy, esta semana, este año. Cuando lo hiciste ¿marcaba el Norte tu brújula interior u oscilaba de un lado a otro? El Norte verdadero LA LIBERTAD
Nada que temer, nada que ganar f
Esperanza de ganar
Miedo a perder ^ x
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\ He venido a verte porque de lo contrario te ofenderías.
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y He venido a verte porque me haces sentirme importante.
He venido a verte porque te quiero.
y el amor incondicional de Dios
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Dios no amenaza ni promete, invita a obrar con libertad y la libertad brota de la verdad.
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A q u e l día elegí y d e c i d í decir «sí», pero lo hice libremente, sabiendo que no había recompensa ni p r e m i o , en el sentido estricto de la palabra. A p r e n d í en aquel m o m e n t o lo que se siente al elegir en plena libertad, desde mi propia verdad más profunda. Y, al tomar la decisión, noté c ó m o todas mis c o m p l i c a c i o n e s y «matices» caían por tierra y toda la energía que había estado perdiendo en compaginar lo uno y lo otro se concentraba ahora en el c u m p l i m i e n t o de la tarea que acababa de asumir. También desató en mí un sentimiento de paz, casi imposible de describir, que me hizo caer en la cuenta de que la alegría de v i vir y obrar desde mi centro verdadero (¡aunque sólo lo hiciera intermitentemente!) es real y verdaderamente la paz que supera todo c o n o c i m i e n t o y la realidad que satisface mi deseo más profundo, y que incluso el viaje de mi corazón hacia Dios no lo motiva la esperanza de un futuro «cielo» o el m i e d o de un o l v i d o oscuro, sino simple y solamente la alegría del m o m e n t o presente, v i v i d o en plenitud y con la libertad de una hija de Dios. A p r e n d í en aquella colina lo que Dios había sabido siempre, que la libertad que Él crea en el centro de mi quién es m u c h o más preciosa que cualquier «premio», y que mis relaciones con Él y con t o d o amigo o v e c i n o pueden crecer y dar fruto solamente si están enraizadas en aquel centro libre, el de la verdad, el e q u i l i brio y el poder.
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Pídele, en el c a m i n o de su cruz, que te construya un c.i mino por en m e d i o de tus numerosas no verdades y lu verdadero centro, el más p r o f u n d o .
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Pídele que desate en ti la energía y alegría de la Vida, que Él nos trae. Q u e sea c o m o un manantial en tu c o r a z ó n . Y con ese á n i m o , e m p r e n d e la marcha desde d o n d e crees que estás ahora hasta el centro de tu verdad. Fíjate en cóm o la distancia va acortándose y, por f i n , desaparece.
Vuelve la mirada atrás y pasa revista a los últimos días o semanas. ¿Te has encontrado en alguna situación en la que ahora distingues que no actuabas desde el centro de tu verdad, sino desde un punto de vista falso? Recoge esas situaciones y trata de v o l verlas a vivir en la o r a c i ó n . Reflexiona sobre el punto desde d o n d e actuabas. Por e j e m p l o , ¿era desde d o n d e alguien esperaba que obrases, desde d o n d e tú creías que deberías hacerlo, desde d o n d e desearías haber estado? En el silencio de la o r a c i ó n , reconoce ante Dios con toda honestidad y sin ningún m i e d o cuál fue tu verdadero punto de referencia. Él ha dicho que es la Verdad. Trata de sentir su presencia en fu verdad. Por más que quieras que tus sentimientos no fueran lo que son, trata de sentir que Dios está precisamente ahí, en tu lugar verdadero, y que es ahí donde te ama y te acepta sin c o n d i c i ó n alguna.
Sugerencias para la oración y reflexión Jesús dijo: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie puede ir al Padre sino por mí. Si me conocéis, conocéis también al Padre» (Juan 14, 6)
Ahora evoca una situación en la que actuaste desde tu centro verdadero. Vuelve a vivir la situación en tu oración. ¿Qué ocurrió, qué dijiste o hiciste? ¿Qué sentiste? ¿Cuál fue el resultado? ¿Notaste una efusión mayor de energía o un sentido de mayor poder como resultado?
Relájate y déjate llevar al silencio de tu p r o p i o corazón. O y e a Jesús que te dice esas palabras personalmente. -
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Pídele que abra tus ojos para ver - p r i m e r o , c o m o si fuese una v i s i ó n l e j a n a - el c e n t r o de tu verdad, d o n d e Él mora.
La p r ó x i m a vez que tengas una conversación importante y significativa, haz un esfuerzo deliberado por observar c ó m o se van h i l v a n a n d o los hilos de la verdad. En particular, fíjate en aquellos
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momentos en que alguno de los participantes (incluyéndote a ti mismo) expresa y toca «la verdad». ¿Qué características y rasgos te invitan a pensar que estás ante ellos (tono de la voz, lenguaje corporal, profundidad de la sinceridad y revelación de sí mismo)? Y trata también de notar si los demás participantes dan indicios de reconocer, aceptar y afirmar ese momento de verdad. ¿Cómo podría convertirse ese momento en fuente de vida para la persona interesada e incluso para los demás?
13 ¿Qué has hecho hoy que te ha vaciado de fuerza y qué ha recargado tus baterías? ¿Qué has realizado por mera obligación o cumplimiento, y qué por verdadero amor? ¿Cómo se relaciona esta diferencia con tus deseos más profundos? ¿Qué tareas han estado en armonía con tu «visión interior» personal?
¿Hay en tus circunstancias o relaciones algo de lo que quisieras estar libre? Deja que ese deseo de libertad aparezca en tu oración sin tapujos. ¿Qué clase de libertad buscas: libertad de algo que existe en tu vida o libertad para algo nuevo? ¿O las dos? ¿Sientes que Dios da respuesta a tu anhelo? Dile exactamente en tu oración todo lo que experimentas.
Rememora dos o tres decisiones importantes que hayas tomado en tu vida. Mira hacia atrás. ¿Crees que tomaste esas decisiones por miedo a perder algo, con la esperanza de conseguir algo? ¿O totalmente libre?
Verte más claramente
Quizás te sorprenda, e incluso te desaliente el saber que hasta aquí-recorridas ya tres cuartas partes de nuestro camino- nos hemos detenido casi enteramente en los aspectos de nuestro itinerario interior sobre los que Ignacio invita a reflexionar a los ejercitantes durante la Primera Semana de los Ejercicios Espirituales. Todas las grandes cuesliones: -
el deseo más profundo
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el apego o adicción y el desprendimiento la verdad y la libertad el comprender que el inefable amor de Dios para con nosotros es el fondo mismo de nuestro ser
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y que ese amor precede, deroga y renueva nuestro estado de ruptura y caída
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el darse cuenta de la magnitud del desorden y desbarajuste en que nos encontramos enmarañados
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y, a la vez, de la fuerza del amor de redención, que es lo único que puede liberarnos, siempre disponible y a nuestro alcance.
Todas estas cuestiones están implícitas en el «Principio y Fundamento» y en los consejos que Ignacio da en sus Ejercicios para discernir los movimientos inleriores, la consolación y la desola-
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ción, y así distinguir cuándo vivimos en verdad y cuándo estamos desnortados. En cualquier construcción, si se quiere que el edificio perdure, los cimientos -el fundamento, decían en tiempos de Ignac i o - son lo más importante. Cuando se hicieron unas excavaciones en nuestra propiedad descubrimos que uno de los edificios estaba construido sobre un ramal de una antigua mina. Y no fue una sorpresa comprobar que habían empleado muchos más ladrillos y cemento construyendo los cimientos que el resto de la casa. La moraleja es clara: cuanto más inestable es el terreno, más profundos y firmes han de ser los cimientos (el fundamento ignaciano). Para la mayoría de nosotros, el terreno de nuestro corazón, donde Dios construye su morada, es inestable en extremo. Y ésa es la razón por la que Ignacio, y los que queremos aprender de su sabiduría, prestamos tanta atención a los cimientos, al principio y fundamento. La oración de Richard de Chichester, que suele asociarse con Ignacio, incluye estas tres peticiones: «Verte más claramente, amarte más ardientemente, seguirte más de cerca día tras día». Esta oración tan sencilla, que casi parece un trabalenguas, es de tal profundidad que nos puede conducir al corazón mismo de Dios con nosotros. Esas tres peticiones abren ahora los tres últimos capítulos de nuestro viaje: -
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Ver y conocer al Señor con más claridad y profundidad, pidiendo en la oración ser parte de los sucesos de su vida y ministerio: es el fruto de la Segunda Semana de los Ejercicios. Seguir al Señor más de cerca, pidiendo estar junto a Él en su pasión y muerte, y compartir con Él la alegría de su resurrección: la gracia de la Tercera y la Cuarta Semana de los Ejercicios. Expresar nuestro deseo de amar más y más al Señor, pensando qué podemos darle a Él, en respuesta a la inmensidad de su amor para con nosotros: ésa será la gracia y el
fruto de la contemplación con la que acaban los Ejercicios Espirituales. La oración de Richard de Chichester acaba con «día tras día», recordándonos que los Ejercicios no son un final sino un comienzo. El reto del itinerario no es «hacer los Ejercicios» sino vivir la verdad y la libertad hacia las que Dios nos atrae día a día, mientras continuamos buscando conocerlo, amarlo y seguirlo más y mejor cada jornada.
Intimidad con Dios Hemos pasado bastante tiempo explorando qué es lo que ansiamos de veras, y tratando de descubrir las cosas que entorpecen el camino hacia la consecución de ese deseo. Comenzamos este capítulo preguntándonos a nosotros mismos: ¿podría expresarse ese deseo profundo, o al menos parte de él, diciendo: deseo conocer a Dios mejor? Sólo necesitamos reflexionar sobre lo que ocurre en las relaciones humanas a medida que van madurando y profundizándose. Primero, dos personas se sienten atraídas, luego ambas acrecientan esa pasión revelando algo de sí mismas, de quién son realmente. Se comienza a menudo con conversaciones generales y triviales donde no hay ningún compromiso personal sino meros «hechos»: dónde viven, qué trabajo tienen, dónele van de vacaciones, etc. Se suele progresar en la relación con una exploración más honda, basada en preguntas como «¿te gusta el trabajo?», «¿te gustaría vivir en otro lugar?», «¿qué te alegra o entristece?»... Y a medida que la relación crece y ya se sienten «como en casa», se arriesga uno a una mayor revelación de sí, a confidencias mutuas. Entonces se atreven a decirse cosas como, por ejemplo, «te admiro de verdad, me haces sentirme...» o «me heriste cuando hiciste aquel comentario...». Y se puede llegar al mayor de los riesgos, a decir: «Te quiero».
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Ahora supongamos que la misma dinámica se aplica a nuestras relaciones con Dios. Nuestra amistad con Él puede expresarse al inicio con frases que aprendimos de niños y hemos repetido en nuestras «oraciones». Tomemos como punto de arranque algunas palabras del Padre Nuestro y tratemos de ir profundizando en su significado. Por ejemplo, «hágase tu voluntad». -
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Podemos repetir esa frase como lo hacíamos de pequeños y, quizás, lo seguimos haciendo... y puede que continuemos haciéndolo, con fe y amor, hasta el final de nuestras vidas, pues sin duda es una oración que tiene su propio poder. O podemos cargar esas palabras con un poco más de sentido personal: «Estoy en una posición difícil, Señor; ¿cuál será fu voluntad en todo esto?». O nuestro deseo de conocer a Dios más íntimamente puede llevarnos a un mayor compromiso: «Señor, encuentro esto muy costoso. Me viene a contrapelo, Señor. Pero, sea como fuere, yo quiero hacer tu voluntad, y ese deseo es mayor que el de realizar lo que a mí me apetece. Ayúdame, Señor». O asumo el máximo riesgo: «Señor, yo te amo, y ése es el motor de mi vida. Que mi voluntad sea la tuya».
Si la frase «deseo conocer a Dios mejor» tuvo eco en ti, quiere decir que estás experimentando la llamada a una mayor intimidad con Él. Si respondes a esa voz, te llevará a una amistad más profunda con Él a través de la oración y de tus vivencias cotidianas. Esa amistad crece conforme te vas revelando a Él, y Dios a ti, en un proceso de hablar y escuchar el uno al otro, como ocurre en la amistad humana. Ignacio nos enseña cómo abrirnos a esa intimidad con Dios por medio de una modalidad de oración basada en el Evangelio, en la cual formamos parte de la vida y ministerio de Jesús, al descubrir que su realidad sigue estando a nuestra disposición y alcance. La intimidad, sea con un ser humano o con Dios, nos empuja a una relación dinámica que no podemos controlar y que nos lleva a una mayor cercanía mutua, a una donación más completa, a cambios y transformaciones. Nos compromete a:
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escuchar, dejando que Dios nos hable al corazón. Para ello hemos de aprender a acallarnos interiormente y a ser receptivos a lo que Dios quiere decirnos. abrirnos, revelándonos a Dios tal como somos y estamos en este momento. compartir, consintiendo en que la vida del Señor penetre profundamente en la nuestra, a base de asimilar su Palabra y participar en los sucesos de su vida, muerte y resurrección. reflexionar sobre nuestra experiencia de Dios, haciéndonos cada vez más conscientes de las distintas formas por medio de las cuales sale a nuestro encuentro y se nos hace presente en nuestra vida ordinaria. dar gratuitamente a los demás los dones que hemos recibido, compartiendo con ellos el amor de Dios y la propagación de su Reino.
Encontrarse con el Señor en la contemplación La invitación a esa estrecha amistad con Dios nos lleva a enlazar más íntimamente nuestras vidas y a hacer nuestra la vida, muerte y resurrección del Señor y todo lo que él real y verdaderamente es. La amistad humana consiste en eso, pero la amistad que tenemos con Dios nos introduce en el tesoro secreto que hay dentro de nosotros de una forma que ninguna otra amistad humana puede lograr. Un modo de conseguir esa sintonía tan íntima es aplicar la imaginación a las escenas de la vida terrena de Jesús, en lo que algunos llaman meditación imaginativa e Ignacio, contemplación. Elige un pasaje que te diga algo a ti personalmente: una escena favorita de los evangelios, una curación, un milagro... Y si no sabes qué pasaje elegir, relájate y pide a Dios que te guíe, y espera a ver si entonces te viene a la memoria alguna escena concreta. No es que Dios espere a ver si por casualidad damos con el pasaje indicado. Conversa con nuestro corazón sea cual sea el texto evangélico que elijamos. Así que quedémonos tranquilos a este respecto.
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Una vez elegido el fragmento, léelo varias veces hasta que se te haga familiar y te sientas cómodo y satisfecho con él. Imagina que el pasaje está desarrollándose ahora, delante de ti, y que tú eres parte de la escena, parte activa en el acontecimiento. No te preocupes si no se te hace fácil imaginarlo con viveza y realismo. Si te cuesta entrar en la escena, piensa que se la estás contando a un niño de la manera más emotiva que te sea posible. Tampoco te preocupes de ajustarte fielmente a los «hechos». Quizás te encuentres con que la «escena» ocurre no en la Palestina del siglo primero sino en las afueras de la ciudad donde vives o con que las huellas del Buen Samaritano aparecen no ya en aquel desierto sino en la autovía de tu comarca. Pide a Dios lo que quieres obtener de esta oración: quizás encontrarle a El más cerca, sentir el roce de su mano en tu vida... Puebla la escena de todo lo que quieras. Fíjate en la gente, quiénes están y qué dicen y hacen, los alrededores, el tiempo, las vistas, los olores, los gustos de las cosas, el ambiente (tranquilo o tormentoso y amenazador). ¿Qué papel representas tú en la escena? ¿El de uno de los discípulos, el de un curioso que pasa por allí, el de la persona que va a ser curada...? Presta atención a lo que el Señor te dice a través de todos esos detalles. Quizás te ve despegado y sin interés en lo que está pasando y quiere que te arrimes, pues es preciso que todo eso toque y afecte tu vida más directamente. Tal vez te está pidiendo que te tomes más en serio su llamada a seguirle... Habla con Jesús y también con los demás personajes de la escena. Habla desde el corazón, con sencillez y realismo. Dile al Señor lo que temes, lo que esperas, lo que te preocupa, lo que te anima. Reacciona como si el Señor entrase ahora en tu cuarto en la forma corporal de aquella escena.
Esta segunda norma no es tan fácil de cumplir como parece. Se nos ha insistido en que debemos estudiar la Palabra de Dios y, naturalmente, hay que hacerlo. Pero llega el momento en que hay que reconocer que nuestra mente no puede abarcar las verdades de Dios, y que el objetivo de la oración no es el análisis crítico del texto o redactar un sermón, sino simple y llanamente responder, desde lo profundo de nuestro interior, a lo que Dios comparte con nosotros de sí mismo. Por tanto hemos de estar atentos a los sentimientos y a los estados de ánimo que se suscitan en nosotros. La ternura, el miedo o el enojo que experimentas ante esa escena te están diciendo algo sobre lo que está ocurriendo entre Dios y tú en ese momento. Lo mismo que tienen importancia los sentimientos y reacciones que provocan las relaciones humanas, también los que surgen en nuestra relación con Él son muy reveladores, aunque a veces nos parezcan poco positivos. A menudo sacamos más provecho de nuestras reacciones negativas, como los alumnos que, en los ejercicios de redacción, aprenden más de sus faltas que de sus logros. A lo mejor se te ocurre preguntar -como nos ocurre a la mayoría- si eso es oración o un mero soñar despierto, dejando volar la imaginación. Para responder a esa pregunta, pueden ayudarte las siguientes cuestiones: -
¿Ese encuentro con el Señor en mi imaginación ha supuesto alguna diferencia en mi modo de relacionarme con los demás? ¿Me ha abierto, de alguna manera, los ojos sobre mi conducta y trato con los demás? ¿Me ha descubierto a otra luz las necesidades y vulnerabilidad de la gente que vive a mi alrededor?
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¿Hay coherencia entre lo que he sentido y comprendido en esta oración y la manera como creo que el Señor obra conmigo en mi vida? Si esa oración parece que no cuadra con tu personalidad o te sugiere una decisión también fuera de la línea de tus compromisos, entonces habrá que tener precaución. Los caminos de! Señor suelen ser (aunque no siempre) apacibles y coherentes.
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¿Me ha dejado esa oración un poso de paz (aun cuando haya tenido que enfrentarme a difíciles desafíos) y perdura ese sentimiento de calma a medida que pasa el tiempo?
Lo recuerdo otra vez: no te preocupes si te distraes. Cuando te des cuenta de que «te has ido», vuelve a la escena con toda tranquilidad y suavidad, y permanece en ella mientras te sientas atraído. Hay dos reglas categóricas: -
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Nunca moralices ni te juzgues. Responde siempre con el corazón y no con la cabeza.
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Cuando se trata de meras fantasías y sueños, el sentimiento de satisfacción suele durar poco. Cuando son sueños que Dios tiene sobre nosotros, la paz persiste, y vuelve a repetirse en la oración, y nos fortalece. Más sencillo, podemos aplicar las palabras de Jesús a este tipo de oración y aplicarle el criterio de discernimiento que El nos sugiere: «por sus frutos los conoceréis». La oración que es «de Dios» siempre produce frutos buenos (aunque posiblemente dolorosos y penosos). En este caso hay que tener paciencia, ya que los frutos tardan en crecer y madurar.
Es claro que una experiencia con Dios en la oración imaginativa o contemplación es algo muy personal, único, propio de cada orante. Sin embargo, puede serte de gran ayuda compartir esa oración con otra persona. Te facilitará el discernimiento de lo que Dios te dice en esa oración pues, al describir tu experiencia a otra persona, te la cuentas a ti mismo y, con frecuencia, descubrirás algunos hilos de la trama que no habías advertido durante el tiempo de oración. Además, un observador atento puede reflejar como un espejo tus verdaderos sentimientos y respuestas, y ayudarte a ver si la «brújula» de tu corazón apunta a Dios.
Sin embargo, como también indiqué en el capítulo anterior, Dios no es sólo nuestra Verdad sino también el Camino a esa Verdad. La cruz es el puente que enlaza los puntos desde donde tomamos nuestras decisiones y elegimos nuestras acciones, y el punto en el que verdaderamente estamos ante Dios. Ese puente salva a menudo ese hueco de caos - n i estamos aquí ni allí- en el que nos encontramos a menudo.
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La oración puede revelar un caso avanzado de doble visión...
Enfocar nuestras lentes interiores Es muy probable que todos suframos, espiritualmente, de «doble visión». Ya señalé en el capítulo anterior que muchas veces actuamos y decidimos desde puntos de referencia falsos. ¿Cuántas veces durante la semana has sido consciente de que lo que hacías estaba verdaderamente enraizado en tu centro del quién, o de que tomabas decisiones sin prestar ninguna atención a las pérdidas o ganancias que conllevaban? ¿Cuántas veces has estado «en equilibrio perfecto» apuntando al «Norte»? A veces la Verdad parece hallarse a millones de años luz de la maraña de verdades a medias, de las componendas y disculpas, de los disimulos y actitudes engañosas en las que nos encontramos al actuar.
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..y resolverlo de un plumazo con una nueva perspectiva
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El Evangelio es la historia de la cruz, el mapa para nuestro camino personal a través del puente. La contemplación ignaciana es un sendero para atravesar ese puente. Cuando lo hacemos, abrimos nuestro corazón a la escucha intensa de los sucesos e historias del Evangelio, y pedimos a Dios que nos muestre nuestra propia historia a la luz del Evangelio, para así poder conectar y acoplar lo que experimentamos en esa oración con lo que vivimos en nuestra realidad encarnada. Nuestra oración hace una cosa muy simple pero que puede cambiar la vida: auna, superpone esas dos imágenes separadas y las enfoca en una sola, como lo explica la ilustración. Pero eso ocurre si nosotros lo permitimos, ya que es un regalo que Dios nos hace como consecuencia de un encuentro personal con su Verdad: nuestra vida y sus circunstancias se confrontan con esa su Verdad para con nosotros. A medida que este tipo de oración se convierte en habitual, es más fácil conectar mi vida con la del Señor, y encontrar paralelos entre sus enseñanzas y mi conducta. La imagen del Dios con nosotros se hace más y más clara y viva en mi corazón y me voy sintiendo progresivamente más capaz de ir adelante despreocupadamente, pues mi visión se ha hecho más lúcida y penetrante. Esa claridad de visión me aporta más seguridad en el camino, ya que el terreno que pisaba antes aparecía envuelto en niebla y ahora, en cambio, se muestra firme y transitable. Al mismo tiempo, me voy percatando de que las decisiones que tomé y las elecciones que hice desde puntos de referencia erróneos están «desenfocadas», y eso comienza a inquietarme. He entregado mi corazón a Dios en la oración, y El me está «trans-formando» y «con-formando» cada vez más a su propia imagen, a su sueño sobre mí, y a mi deseo más profundo. Cuando le pido la gracia de verlo más claramente, El responde a mi petición invitándome, a su vez, a verme también a mí mismo más claramente, lo cual despierta en mí el deseo de pedir la gracia de conformar y ajustar mi existencia más íntimamente a los valores del Evangelio que Él nos revela.
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Aprender la lengua de Dios Estoy convencida de que los niños nacen con una capacidad innata de pronunciar los sonidos de cualquier lengua. Sus primeros intentos por hablar son un batiburrillo, una torre de Babel, y su «lengua» seguiría siendo ésa si no fuera por una cosa: oyen a su alrededor los sonidos de un lenguaje humano particular, su «idioma materno», su lengua nativa. Aprenden a hablar de manera inteligible, primero, escuchando y, luego, reproduciendo, copiando e imitando, los sonidos que oyen. Simplemente, asimilan la lengua de aquéllos que tienen más cerca, que les son más «íntimos». El niño cuya madre pasa más tiempo teniéndolo en brazos y habiéndole aprende más rápidamente que el niño al que se hace poco caso y que se pasa casi todo el día solo. La misma dinámica se aplica a la exteriorización de nuestro deseo más profundo y de los movimientos de nuestro corazón. Nos expresamos en la lengua de aquél de quien nos sentimos más cercanos, más íntimos. Cuanto más nos alejamos de Dios, tanto más confusa es la expresión de nuestro corazón, como una imagen desenfocada, como el caos de Babel. Y, por el contrario, cuanto más cerca estamos de Dios, tanto más se ajusta nuestro deseo más profundo al suyo sobre nosotros, y tanto mejor se conformará nuestro modo de proceder al suyo. Al comienzo nuestros anhelos y apetitos son un fárrago confuso como los primeros balbuceos de un niño, pero poco a poco comenzamos a formular «palabras», comenzamos a escribir los versos de nuestro poema de amor personal. Y, como con los niños, es preciso, primero, escuchar, para luego imitar. Nos conduce, palabra tras palabra, oración tras oración, a una intimidad cada vez mayor con la Palabra (el Verbo), hasta que todos nuestros vocablos sobran y son redundantes, y estamos dispuestos a estar con El en silencio.
Quedarse junto a la fuente Cuando pienso en la necesidad y deseo de estar cerca de Dios, recuerdo unas vacaciones que pasamos con unos amigos de
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la República Checa. Habíamos pasado unos pocos días en Praga, donde, en medio de un calor abrumador, falló la conducción de agua. Por más que acechábamos a los empleados que subían y bajaban al colector, no se veían señales de agua. Nuestra amiga trataba de salir del paso con unas cuantas botellas de agua que tenía en reserva para regar las plantas del balcón. Pasaron así dos días. Fuimos, al poco tiempo, a un pueblo remoto en las montañas de Bohemia, cuyo único suministro de agua era un manantial de uso comunitario. Para mí, era una alegría bajar por la pradera con dos cubos vacíos hasta llegar a la fuente. El agua salía a borbotones, llena de vida. Ponía un cubo bajo el caño y daba unos pasos hacia atrás. No había necesidad de nada más. El agua misma lo hacía todo. El cubo tardaba muy poco en llenarse. Yo sencillamente miraba y esperaba. Me traía a la mente mi oración: tan simple como llevar mi cubo vacío a la fuente de vida y esperar a que Él me lo llenara. Entendí también por qué el género humano instintivamente pone sus casas lo más cerca posible de los lugares donde hay agua. Mientras pensaba en todo esto, una frase se fijó en mi mente: «Quédate junto a la fuente». No eran palabras de reproche ni mandato, sino las palabras de un amigo querido, cargadas de sabiduría. Más tarde pregunté a nuestra amiga si la fuente solía secarse. —Sólo se recuerda una vez —contestó— y aun eso por poco tiempo. Me vinieron a la memoria los días pasados en Praga cuando había fallado el abastecimiento de agua y nos había dejado sofocados y sedientos en una ciudad que ardía de calor. El dédalo de colectores, tuberías, grifos... se parecía a las múltiples complicaciones que «instalo» entre Dios y yo. Cuanto más grandes y numerosas, más distante estoy de Él y menos seguro es, por tanto, el abastecimiento interior de agua que necesito. Me quedé dormida aquella noche repitiendo la frase mientras contemplaba el cielo por los entresijos de aquel rústico techo que dejaba ver a trozos las estrellas: «Quédate cerca de la fuente». Hace ya años de todo eso, pero aquellas palabras se convirtieron en una especie de talismán para mí, y vuelvo a ellas cuando mi corazón está sediento. Si recapacitas sobre tus experiencias en la
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contemplación ignaciana, descubrirás que los encuentros con el Señor que ese tipo de oración facilita persisten siempre en tu memoria sensorial, como una galería de recuerdos vivos, que retornan una y otra vez a la mente con significados cada vez más ricos, hasta que llegas a sentir que conoces a Jesús como un amigo. Pero permanece el misterio respecto a este peculiar modo de «conocer». El Señor siempre resulta una sorpresa. Como ocurre en cualquier experiencia significativa de intimidad humana, es una relación que no puede controlarse. Con tu corazón siempre abierto a nuevas sorpresas, deja que Dios haga el resto. Tener cerca al Señor en su vida terrena, gracias a una oración de este tipo, es estar junto al manantial. Aparta trabas y estorbos y convierte tus complicaciones humanas a la simplicidad de Dios. Uno puede fiarse de una fuente que, como ésta, mana pura y libre.
Encontrar a Dios en todas las cosas Hay una grandiosa paga extraordinaria que espera a los que se confían a Dios en oración íntima. A medida que llevas a su presencia tu «todo», tu «día a día», y le hablas sobre lo que verdaderamente sientes (que puede ser a veces tu enfado y desilusión con Él, ya que también eso puede ser parte de tu Verdad), también Él se abrirá más y más a ti o, mejor, irá abriendo más y más tu visión interior para que puedas verlo a Él en todas las cosas y reconocer su presencia en cada momento de tu jornada. Yo estoy convencida de que no hay nada sobre la tierra que no sea capaz de revelar algún fragmento de la realidad de su Creador, ni ningún momento que no esconda a Dios dentro de sí. A veces es tan obvio como en una puesta de sol esplendorosa. A veces permanece oculto. El poeta jesuita Gerard Manley Hopkins lo llama la «intro-spectiva» de las cosas, la perspectiva interior, el paisaje secreto, la misteriosa realidad interna que podríamos también llamar -siguiendo los pasos iniciales de este libro- el centro del quién, donde Dios mismo mora. También la gente tiene sus «intro-spectivas», sus perspectivas interiores, como ¡lustra el siguiente grabado. Establecer una relación íntima con alguien es ponerse en contacto con esa intro-spectiva, y permitir que ese alguien se ponga en contacto con la nuestra.
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bres». Es la red con la que Dios recoge a sus hijos dispersos. Cada nudo es una «intro-spectiva» que es, a su vez, un fragmento de Dios mismo, y cada enlace y relación están cargados con su vida y su amor. Me gustaría poder afirmar que siempre soy consciente de ello, incluso cuando estoy con una persona «difícil» o metida en una relación problemática. Pero el hecho de saber que es posible lo hace ya un poco más probable. Y me consuela el recordar que también los primeros discípulos tuvieron que emplear mucho tiempo remendando las redes.
Tú conoces mi interior y yo el tuyo. Estamos conectados «corazón con corazón». El Dios-contigo extiende su mano al Dios conmigo. Emmanuel se hace carne en nuestra relación.
Podríamos también usar el grabado de una red para clarificar este misterio. Cuando pienso en una red, en este contexto, veo la familia humana: cada nudo es un corazón y cada cuerda de enlace es la relación entre esas dos personas. Dios habita -si se lo permitimos- en cada nudo-corazón y en cada enlace-relación. Cuanto más habite Él en esa red, el nudo, sus conexiones y enlaces serán tanto más fuertes, y el Espíritu Santo se difundirá fluidamente a través de esa trama. Cuanto más se excluya la presencia de Dios, tanto más se debilitará la red y acabará por romperse. Cuando presto atención con amor a la «intro-spectiva» de otra persona, estoy contribuyendo al fortalecimiento de la red. Cuando no respondo a la llamada de los demás, debilito la red. Es muy importante cómo respondo, cómo protejo los nudos y cuido de los enlaces que nos conectan. Es fundamental, porque ésta es la red que capta en los océanos del mundo a «pescadores de hom-
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Las cuerdas componen la red que nos sostiene
y, a la vez, nos recoge y lleva a casa. «Dios con nosotros» significa «el uno con el otro»... Ambos son indivisibles.
Más allá de la alegría La amistad con el Señor en la relación íntima de la oración es una mina de alegría que nuestras extracciones nunca podrán agotar. Pero los amigos mueren. Si has tenido la experiencia de pasear con una persona desahuciada, ya sabes que llega un mo-
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m e n t ó en que las palabras pierden t o d o sentido. N o hay nada que decir o que hacer. Si dejas que el Señor te atraiga hacia sí en la o r a c i ó n , tarde o t e m p r a n o te invitará a c a m i n a r con El hacia el Calvario. C o m o un amigo íntimo, aunque en grado m u c h o mayor, Dios no se contenta sino con tu verdad absoluta, con la esencia real de quién eres verdaderamente. Él muere por esa verdad, y de una u otra manera te pedirá que te unas a él en ese morir, y que te fíes completamente de que así te está guiando a la libertad y la vida. La amistad, si realmente une corazón con c o r a z ó n , tiene un precio alto. La i n t i m i d a d con el Señor puede costarte t o d o lo que tienes. En el capítulo siguiente tendremos que enfrentarnos a ese desembolso... y reflexionar sobre lo que puede significar eso de que el camello pase por el ojo de la aguja del Calvario.
Sugerencias para la oración y reflexión Yo soy la vid verdadera y mi Padre el labrador. Todo sarmiento que no da fruto, lo corta; y a todo el que da fruto lo poda para que dé más.
Vosotros ya estáis podados por las palabras que os he dicho. Permaneced en mí y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí si no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos: el que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada. Al que no permanece en mí, lo tiran fuera como los sarmientos, y se seca; luego los recogen y los echan al fuego y arden. Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pediréis lo que deseéis, y lo recibiréis. Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; y así seréis mis discípulos.
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Como el Padre me ha amado,
así os he amado yo: permaneced en mi amor... No os llamaré siervos en adelante, porque el siervo no conoce los asuntos de su señor; os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido; y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure. (Juan 15, 1-9, 15-16) Tómate todo el tiempo que necesites para hacer silencio y paz en tu interior. Deja que esas palabras de Jesús vayan posándose en tu corazón. Escúchale. Te habla directa y personalmente a ti. Disfrutarás reflexionando sobre c ó m o te sientes ante esa v i d que te mantiene en la existencia o ante el fruto que está d a n d o tu vida. Muchas veces estamos tan ciegos a nuestras obras c o m o lo estamos a nuestros pecados. Puedes pedir a Dios que abra tus ojos y te haga ver el fruto de tu sarmiento. O qué sarmientos y ramas de tu vida parecen haberse secado y cuáles dan buena cosecha. ¿Qué sientes cuando Jesús te llama «amigo»? ¿Cómo respondes a su invitación a vivir y permanecer en El? * #* Elige una escena o pasaje del Evangelio que «te diga mucho» y participa con tu imaginación en lo que sucede. Según van desarrollándose los hechos, ¿puedes identificar las dos historias que van apareciendo asociadas? M e refiero a la de la narración evangélica tal c o m o se nos ofrece en el N u e v o Testamento y a tu propia historia personal, en la que de alguna manera encuentra eco lo que estás c o n t e m p l a n d o en el Evangelio. ¿"Puedes ver las dos imágenes una al lado de otra? ¿Puedes juntarlas y dejar que el Señor te las enseñe enfocadas a su gusto? Quizás sientas que hay un abismo infranqueable entre las dos. Díselo a El en la o r a c i ó n tal c o m o lo sientes. Quizás dcscu-
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bras que la historia evangélica alumbra esa parte de la tuya con una luz nueva. Permite que Dios te guíe más hondamente hacia lo que Él está queriendo sugerirte de esa manera.
He insistido en que hay que permanecer cerca de la fuente, cerca de nuestro centro más interior, donde Dios mora. ¿Qué espacios sagrados hay en tu vida donde te sientes «junto a la fuente»? ¿Qué personas te arriman a ella y cuáles, si es que hay alguna, suelen alejarte de ella? Repasa las últimas veinticuatro horas: ¿hubo algunos momentos especiales en los que te sentiste particularmente cerca de la fuente?
Podrías dibujar tu propia «red». Los «nudos» han de representar a gente que significa algo para ti. Las relaciones y enlaces han de responder también a realidades de tu vida. En la oración, reflexiona en el misterio íntimo de cada persona de tu red, de cada relación, de lo que hemos llamado sus «intro-spectivas», sus perspectivas interiores, de manera que te hagas más consciente de lo especial y único de cada uno. Da gracias a Dios por ello. ¿Eres consciente de algún «agujero» en tu red, algunas cuerdas de enlace rotas o a punto de romperse, pues esa relación está en peligro? ¿Podrías hacer algo para remendar esa parte de la red? * * * Trata de recordar si ha habido momentos durante el día de hoy en los que has vislumbrado la «intro-spectiva» de algo o alguien, momentos en que su realidad interior se te hace visible de alguna manera y la percibes como algo muy real y vivo. Rememora, de modo especial y con gratitud, ocasiones en las que has sentido que estabas tratando y relacionándote con otra persona «de corazón a corazón». ¿Han cambiado esos momentos algo de lo que sientes sobre ti y sobre la otra persona?
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14 Seguirte más de cerca
¿Dónde está Dios en todo esto? ¿Cuántas veces te has hecho esa pregunta? ¿Cuántas veces te ha hecho esa pregunta alguna alma desolada? ¿Cuántas veces la hemos oído en mitad del telediario, al ver algún reportaje del sufrimiento inexplicable de gente inocente? ¿Y cuántas veces hemos escuchado la respuesta cristiana habitual: «Dios está en medio del sufrimiento»? Y en nuestro interior asentimos: «Es bien cierto». Pero quizás nos cuestionamos qué es lo que realmente significa, cómo puede eso dar un sentido al sufrimiento que experimentamos, y cómo podríamos comunicar ese sentido a otras personas, que tanto necesitan escucharlo. A pesar de nuestra fe profunda, el interrogante no desaparece así como así: ¿nos convence realmente esa respuesta? ¿Da sentido al dolor que sentimos, y al que vemos a nuestro alrededor? Más que suficientes son los libros que se han escrito sobre el problema del mal y el sufrimiento, y el lugar de Dios en todo ello. No es el objetivo de osle capítulo añadir algo más a ese montón de obras. En lugar de eso, quisiera invitarte a una experiencia que me ha ayudado a mí personalmente a encontrar a Dios en la angustia... y en la alegría; y creo que va en la misma línea y se acerca al espíritu de la Tercera Semana de los Ejercicios Espirituales. Sencillamen-
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te, se trata de encontrar la conexión entre nuestro dolor personal y la agonía de Jesús en los últimos días de su vida terrena, de tal modo que su dolor se funda con el nuestro, y el nuestro sea asumido en el suyo. Puede sonar a perogrullada piadosa. Pero sólo se alcanza a saber que no lo es una vez hecha personalmente la experiencia. Y para ello hay que dejarse atraer e incorporarse a los sucesos de aquellas fiestas de la Pascua en Jerusalén...
Conectar con el Calvario Al entrar en el espíritu de la Tercera Semana, se nos invita a orar y vivir los sucesos de los últimos días de Jesús sobre la tierra, y descubrir nuestra conexión personal con ellos: la última cena, la traición, el prendimiento, el juicio, las torturas, la muerte, la sepultura del Dios hecho hombre. La amistad e intimidad con el Señor, a la que nos invitaba la Segunda Semana, nos conduce a este momento, lo mismo que lo que quizás hemos experimentado en el caso de nuestras relaciones humanas, cuando se nos pide estar al lado de alguien a quien amamos y que está ahora sufriendo y agonizando. Acompañar a alguien en la etapa final de la vida recaba nuestra verdad total y lo que realmente somos. No es momento ni lugar para palabras huecas, ambigüedades, adulaciones o cualquier clase de medias verdades. Cuando nos sumergimos en la oración de Tercera Semana, la pregunta se vuelve contra el que la hace. A nuestro interrogante sobre dónde está Dios en mi sufrimiento, Él nos replica: «¿Dónde estás tú en el mío?». Los ejercicios de la Tercera Semana nos van descubriendo si estamos personalmente presentes e implicados en el sufrimiento y muerte del Señor. Y, a la vez que eso ocurre, Él también nos va revelando el misterio de su presencia en los nuestros. Nuestros ojos se abren penosamente a todo ello.
El precio de la consagración Cuando oramos de este modo sobre la pasión y muerte del Señor, participamos en una eucaristía muy personal, en la que Él
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nos atrae hacia el corazón mismo de su ofrenda, para consagrarnos a nosotros a su servicio. En esta oración vinculamos de manera consciente la narrativa de nuestra propia vida a la del Evangelio. Y así consentimos en que el poder y el amor del Señor se hagan presentes en nuestra experiencia viva. Al orar de este modo sobre la pasión, nos encontramos cara a cara con nuestra implicación en los sucesos de esa narrativa. Por ejemplo, podríamos identificarnos con los que están clavando las manos de Jesús a la cruz, o vendiéndolo por ganancia personal, o negando que le conocemos por puro miedo. O nos encontramos con que nos lavamos las manos, como Pilato, huimos y nos escondemos con las puertas cerradas en el cenáculo. En otras escenas, podemos sentirnos llenos de compasión, arrestados con el Señor y sufriendo con él la cruz. Sólo mediante la hondura de la oración se descubre qué es lo que la pasión revela de nuestra experiencia personal, y a qué cambios y transformaciones nos llama. Simplemente, traemos aquello al presente de nuestro hoy. Recordando los círculos de nuestro dónde, cómoy quién, podríamos decir que la Tercera Semana trae directamente a nuestro centro del quién la realidad e inmediatez de los sufrimientos y muerte de Dios en su Hijo, y allí conecta con todo lo que somos. Nos permite decir con toda verdad: «Tu sufrimiento, Señor, es mío. Aunque sólo sea en la proporción tan pequeña que me permite mi naturaleza. Me he vinculado a él y lo he sentido en las profundidades secretas de mi oración. Te ofrezco sinceramente mi arrepentimiento de causártelo, y te brindo también de todo corazón mi compasión y mi deseo de compartir el sufrimiento contigo y hacértelo más llevadero». Cuando somos capaces de hacer eso, comienza la transformación, y un destello del misterio de la redención comienza a taladrar nuestros corazones. Descubrimos que Dios, en nuestro centro interior, nos responde más o menos con estas palabras: Tu sufrimiento es mío. Ya que te has abierto a mi dolor y has querido experimentarlo al menos un poco, Yo cumpliré mi promesa y te llevaré, a través de esta experiencia, a la plenitud de la resurrección. Qui/ás no te parecerá que disminuye o se mitiga el sufrimiento y muerte que experimentas en tu vida pero,
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una vez que tu dolor ha confluido en el mío, se te revelará un misterio más profundo. ¿Y qué «misterio más profundo» es ése? Uno muy simple, me parece a mí, pero infinitamente poderoso: Cuando nuestro sufrimiento se une en la oración con el ele Dios, se hace, como el suyo, redentor. Éste es el poder oculto y el misterio escondido en nuestro sufrimiento y en nuestro morir. El acto de consagración, que nuestra oración ha hecho posible, lo ha liberado y hecho eficaz. Se hace redentor, no sólo dentro de los confines de nuestra historia personal, sino en la de los sufrimientos de los demás seres humanos, y quizás especialmente en la historia de aquéllos en los que pensamos y por los que rezamos en nuestra oración. Cuando nuestro dolor se confunde con el dolor del Señor... i
Como vimos en el capítulo 12, la Verdad que encontramos al participar en la pasión del Señor en nuestra oración abre dentro de nosotros una libertad nueva que, a su vez, se convierte en fuente de energía que es, potencialmente, la pujanza misma de la resurrección.
Para ser roto y compartido Para que la Eucaristía se realice plenamente, las formas consagradas han de sor rotas y compartidas en comunión. Nuestra ofrenda y compromiso no significan nada si los guardamos para nosotros. Toda consagración es para algo. No es un fin en sí misma. Una iglesia se consagra al culto. Un peregrino se dedica a su peregrinación hacia Dios. Siempre nos consagramos a Dios y a los demás, nunca a nosotros mismos. Pensemos por un momento en lo que ocurre cuando, por ejemplo, consagramos una iglesia. -
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Declaramos nuestro deseo e intención de que este lugar concreto, este edificio, sea un lugar de culto, un espacio sagrado donde Dios pueda sentirse en casa. Usamos eso espacio para el fin al que ha sido consagrado, y al utilizarlo continuamos y completamos el proceso de su dedicación.
Creo que Dios hace1 lo mismo con nosotros cuando nos elige y confirma. Declara su deseo e intención de que seamos consagrados a su verdad y que nuestras vidas se conviertan en un espacio donde Él puede sentirse en casa. Vive entonces en nuestras vidas, realizando en ellas el fin para el que las consagró. Y, como el pan euc arístico, somos santificados para ser rotos y dados a los demás, (orno el vino eucarístico, somos consagrados para ser derramados por los demás. La consagración es siempre algo comunitario. Es un acto de inclusión, que expresa el amor inclusivo de Dios. ... se produce energía redentora en nosotros y en el mundo entero.
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Entendida de este modo, la consagración es una vocación para todos los creyentes y acarrea sacrificio. No podemos participar en la consagración que tuvo lugar en la última cena y que
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se repite en cada eucaristía, a no ser que estemos dispuestos a hacernos parte del sacrificio. Es muy fácil decir con los labios que ofrecemos nuestros sufrimientos como parte del sacrificio de Cristo y creer que es así en nuestra vida. Pero se convierte en un problema cuando de la teoría se pasa a la práctica y experimentamos que ese sacrificio es real y va más allá de nuestro control consciente.
Qué significa esto ¿Cómo podemos vincular nuestro dolor con la experiencia del Calvario? (no digo «compararse con», sino simplemente «vincular con», pues hay una gran diferencia. Puedo relacionar mi calor con el del sol, pero no por eso estoy comparándolo con el del astro rey. Puedo conectar ni cafetera a la corriente, sin que compare por eso su fuerza con la de la red nacional entera. Echemos un vistazo a algunas historias que ocurren cada día.
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Carmelo denunció a un compañero de trabajo. Se ha arrepentido a menudo de haberlo hecho, ya que fue procesado por fraude y su mujer acabó separándose de él. Pero cuando Carmelo se dio realmente cuenta de lo que había hecho fue al rezar el pasaje del huerto de Getsemaní. Se vio besando la mejilla de Jesús como Judas.
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Catalina es víctima de una discapacidad que le impide moverse. Durante la oración se imagina a sí misma en la celda donde el inocente condenado, Jesús, pasa la noche atado, esperando el juicio y la ejecución. Sigue a Jesús hasta la cruz y, en un río de lágrimas, comparte la agonía de los clavos. No puede hacer otra cosa que ofrecer su dolor para que lo una al suyo.
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Julia acepta cualquier componenda con tal de que no haya conflicto. Cuando surge un problema o aparece algo desagradable, procura no intervenir, aunque con ello alguien salga malparado. Se identifica con Pilato. En la oración se ve lavándose las manos ante cualquier responsabilidad. Acaba presentando a Dios su cobardía y su vergüenza para que Él las cure y transforme.
A Marcos lo trataron violentamente cuando era niño y ahora, ya adulto, encuentra difícil controlar su genio. En la oración se siente aterrado pensando que él mismo podría ser uno de los que azotan a Jesús en la columna, mientras que, a sus espaldas, una especie de sombra parece estar forzándole a hacerlo. Y entonces se percata del poder que las experiencias de su infancia ejercen todavía sobre él. Pero es también cuando emprende el camino que le lleva a la curación y a la superación de ese pesado fardo. Pablo quedó paralítico en un accidente y, a consecuencia de ello, la vida de Juana, su mujer, cambió de la noche a la mañana: la felicidad sin complicaciones que habían disfrutado hasta entonces se convirtió para ella en un viacrucis en que ha de cargar con las necesidades y dependencia de su marido... y ella se rebela. Reza a veces como lo hizo Jesús: «que pase de mí este cáliz». Pero luego se identifica con Simón el Cireneo, que, contra su voluntad y a la fuerza, fue obligado a llevar la cruz de Jesús. Y el despecho que siente va transformándose en comprensión a medida que camina en la vida hacia el Calvario: la carga de su marido Pablo, que lleva sobre sus hombros, es precisamente el medio por el cual Dios la atrae muy cerca de sí a una intimidad inimaginable. Ricardo es un médico que atendió solícito a su madre en la lucha final contra el cáncer. Se sentaba cerca de su cama horas y horas, acariciaba su cabeza y le humedecía los labios con unas gotas de agua. Después del funeral trató de contener su dolor y comenzar de nuevo su vida normal. En la oración se imagina ofreciéndole unas gotas de agua fresca al Señor en la cruz y, al hacerlo, el dolor reprimido rompe los diques de su corazón. Contempla horrorizado cómo el soldado le abre el costado de una lanzada y siente que su dolor es el de Jesús. Y el sorbo de agua que le había ofrecido cuando agonizaba se convierte en ríos que brotan del cuerpo roto de Jesús para curar no sólo el dolor de Ricardo, sino la angustia de lodos aquellos que compartirán sus dolores con él duranle su vida como médico.
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Traspasar las tinieblas Mil testimonios como ésos que rompen el corazón cada día. Historias con sufrimientos que descubrimos en nosotros y en los demás, y que no pocas veces nos causamos unos a otros. Pero son, a la vez, historias que apuntan a la posibilidad de encontrar un poder redentor y curativo precisamente allí donde más heridos nos confesamos. Cuando nos atrevemos con la oración de Calvario, nos hallamos muchas veces en el umbral de una oscuridad profunda. Jesús mismo batalló en Getsemaní contra las tinieblas: sintió angustia «hasta la muerte», tratando de alcanzar su «norte» y decir «hágase tu voluntad». Cuando eso ocurre, su dolor se hace redentor, se convierte en un dardo de amor capaz de traspasar las tinieblas, el velo del templo se rasga y se revela la gloria del Padre. Pero nosotros no solemos experimentarlo así. Tal vez pueda servir de alguna ayuda uno de los recuerdos de mi niñez, cuyo significado se me ha ido aclarando a través de los años.
Creadores de estrellas Una noche de invierno me encontré cara a cara con Dios cuando volvía a casa. Si cierro los ojos, todavía puedo verlo todo como si fuera hoy mismo. Soy capaz de regresar a aquel momento y experimentar la oleada de alegría que me recorrió entonces. La sala de reuniones de aquella iglesia se abría por detrás a una callejuela oscura. Salí por ella y me encaminé hacia la calle principal, llena de luces y bien iluminada. Todavía puedo ver la cabina roja del teléfono a la izquierda y la tienda de dulces a la derecha y, detrás de ella, un terreno vacío. Fue precisamente antes de llegar a la calle principal donde algo me apremió a mirar hacia arriba. Fue como si el cielo entero bajase a encontrarse conmigo. Me retuvo ensimismada durante no sé cuanto tiempo. Me pareció to-
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da una eternidad. Quizás lo fue. A mi alrededor, en todas las direcciones, el cielo negro de la noche estaba repleto de estrellas brillantes, que me llamaban, me atraían más y más cerca, eclipsando completamente las luces de la calle y las de toda mi vida. Podría fácilmente haber extendido mis brazos de niña y comenzar a recoger estrellas como cerezas de un árbol. El universo estaba grávido con su gran cosecha plateada y yo estaba fascinada sin poder moverme. Evocando ahora mis sentimientos en aquel momento, lo que más me viene a la memoria es una especie de soledad frente a todo aquel esplendor. Estaba sola en aquel espacio eterno tan sobrecogedoramente bonito, sin límites y vacío, pero repleto hasta rebosar. Más vasto y distante de lo que pueda imaginarse, pero tan cercano que podría tocarlo e incluso guardármelo en el corazón. Estaba sola pero no sentía ningún miedo. Las estrellas me abrazaban y no había nada que temer. La vivencia de aquel encuentro viene a mi conciencia a menudo. Ahora comprendo que no fue casualidad, sino el primero de unos cuantos más que los años me traerían consigo, y que me han dejado más profundamente atrapada en aquella soledad y aquel esplendor, en los brazos del creador de estrellas. Muchos años más tarde comencé a dar mis primeros pasos en la oración ignaciana sobre la Pasión, y a luchar con las emociones e inquietudes que aquella contemplación despertaba en mi conciencia. Hubo dos momentos en los que mis ojos interiores se toparon con una oscuridad mucho más negra que la de la noche, pero no era una negrura amenazadora sino prometedora, aunque había mucho de amenaza rodeando aquella semilla de esperanza. Uno de aquellos momentos fue en el huerto de Getsemaní, cuando los guardas se llevaban a Jesús apresado y estaban a punto de cruzar la verja al final del huerto. Me llené de pánico al ver la figura de Jesús que se marchaba. Le grité que no me dejase sola en el huerto. Volvió la cabeza en respuesta a mi llamada. Me miró a los ojos, y pude ver en los suyos la oscuridad profunda hacia la que se dejaba llevar. «Ven conmigo», dijo, y le seguí. De alguna manera, aquella negrura parecía esconder promesas en medio de tanta amenaza.
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Cuando alguien se atreve a traspasar la oscuridad...
El segundo momento fue en el Calvario. No podía yo dejarlo morir. Encontré toda clase de razones para evitar tener que orar sobre su muerte. No podía «soltar amarras». Pero, cuando llegó el momento crucial, choqué otra vez con la oscuridad total. Traté de estirarme hasta los límites de mi altura, para poder llegar por lo menos a la planta de sus pies, pero la cruz estaba muy alta, fuera de mi alcance. En ese mismo momento pareció como si él quisiera también extender su brazo hacia mí, pero sus manos estaban clavadas y rígidas. Yo también estaba fuera de su alcance. Fue quizás el momento más terrible de la oración, pero también un momento consolador, por muy extraño que parezca, ya que nuestros ojos se miraron y de nuevo sentí que me atraía hacia aquella oscuridad que iba «más allá». Nos habíamos unido en la desolación de no poder unirnos, y así volví a escuchar aquella llamada misteriosa a la negrura honda. Mi vida continuó su marcha, pero aquellos dos momentos de oración vuelven a mi mente siempre que me tropiezo con alguien que, de modo personal, ha «traspasado las tinieblas» al abrazar sus propios sufrimientos con una especie de afirmación, igual que Jesús aceptó el cáliz en Getsemaní. En tales momentos me encuentro de nuevo debajo de las estrellas como una niña de siete u ocho años, pero en mi corazón llevo todos los dolores y alegrías de los años transcurridos desde entonces. Y cada estrella, cada puntito de luz brillante, es el agujero de la lanza de alguien que ha atravesado esa oscuridad, ha pasado por ella con confianza y valentía, sin evasiones ni trampas, y ha dado el salto a una brillantez inimaginable en el más allá, aunque haya sido sólo brevemente. Y cada una de esas personas, al traspasar su oscuridad, ha abierto una nueva fuente de luz, por muy pequeña y distante que parezca, para quienes están todavía temblando en la noche. Estoy muy agradecida a esos creadores de estrellas que nos han precedido en su propia oscuridad interior y a través de ella. Podría citar a muchos, conocidos míos. Algunos que ya se han ido, otros que han tocado la luminosidad sólo fugazmente pero que llevan todavía su fuego dentro de sí. Y yo sé que, en esa gran compañía, es posible traspasar la pequeña verja de Getsemaní, llámese como se llame esa agonía concreta. Sé que volveré a ser atraída, de una manera misteriosa, a los
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...una nueva fuente de luz se abre para quienes todavía están en la noche.
estanques profundos y oscuros de los ojos de Jesús en el Calvario y descubriré la luminosidad radiante que hay detrás de la oscuridad. Porque cuando todo corazón humano haya traspasado las tinieblas, la oscuridad no existirá ya y la Luz del mundo será todo en todos.
¿Un yugo suave? Jesús dice que su «yugo es llevadero y la carga ligera». ¿No le estremeces cuando lees esa frase? ¿No te preguntas: «Entonces, ¿en qué he fallado?», o «¿no será Jesús el que se ha equivocado sobre mi situación?»? Eso pensaba y sentía yo dentro de mí, aunque procuraba sofocar estas ideas y no permitía que las dudas e< liasen ra ices en mi interior.
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Creo que esa expresión de Jesús comenzó a tener sentido para mí un día en la contemplación ignaciana cuando me hallé a mí misma en el establo de Belén con el recién nacido y sus padres. Quería serles útil en algo pero, posiblemente comprendiendo mi inutilidad para cosas prácticas, José me pidió que trajese agua del pozo para bañar al niño. Mi oración me llevó por las calles polvorientas de Belén hasta que llegué al pozo, sujetando torpemente el cubo vacío en mis brazos. Lo llené y traté de volver sosteniéndolo de la misma manera, pero se me hacía imposible, ya que ahora pesaba enormemente, lleno de agua. Entonces una mujer árabe se acercó a mí y, con todo primor, colocó el cubo en mi cabeza. Luego ajustó mi espalda y mis hombros hasta que todo mi cuerpo quedó bien equilibrado. La seguí hasta el establo, sin derramar una sola gota de agua, y sin romperme la espalda. Incluso gocé del paseo. En otra ocasión, mientras yo me afanaba subiendo una colina por una pendiente bastante empinada, cuatro jovencitas aparecieron de frente bajando la colina en sus bicicletas... como cometas. Según iban pasando, me saludaban con una sonrisa abierta y contagiosa, derramando su exuberancia sobre mí en un desborde de alegría. Una de ellas lanzó un alarido alborozado al cruzarse conmigo. Tuve la impresión de que toda la energía de Dios las empujaba, y que la fuerza de la gravedad las llevaba, sin ningún esfuerzo. Lo único que tenían que hacer era conservar el equilibrio. Lo demás era pura alegría. Cuando reflexiono sobre estas vivencias, me doy cuenta de que el quid está en el equilibrio: el que Jesús nos enseña a mantener en Getsemaní y en la cruz, el equilibrio entre nuestra propia experiencia y la verdad de Dios, el equilibrio entre nuestros esfuerzos y el centro de nuestro propio yo que descubrimos en la oración, y que es donde reside nuestra verdadera fuerza. Ahora, cuando sopeso mis cargas personales y descubro que no son, ni con mucho, ligeras, trato de recobrar la alegría que he experimentado siempre que he caminado en equilibrio. Desde luego, no es una cura mágica para todos mis males y dolencias, ni para el desgarro interior que supone el camino del Calvario, pero alcanza mi verdad y libera de nuevo mis energías más íntimas.
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¿Un yugo suave?
Si sabemos llevarlo en equilibrio.
Encuentro con el Señor resucitado Después de la crucifixión de Jesús, muchos de sus amigos tuvieron la suerte de percibir su presencia viva en medio de ellos. Estos encuentros, o apariciones, parecen caracterizarse particularmente por dos rasgos: primero, el Jesús resucitado retiene las marcas de su pasión e invita a sus amigos a «entrar en contacto» con su dolor y sufrimiento, como hemos estado haciendo en la primera parte de este capítulo. En segundo lugar, los amigos no llegan a menudo a reconocerlo, al menos al principio.
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Quizás lo mejor es que elijas una escena de la resurrección y descubras por ti mismo, en la oración, qué se siente en semejante encuentro.
No necesité volverme. Podía sentir el poder de su presencia. Ella se había encontrado con Él, al querer tenderme a mí su mano y ayudarme.
Ignacio sugiere que, aunque las Escrituras no digan nada sobre ello, Jesús se manifestó, sin duda, a su madre. Recientemente, durante unos ejercicios, el director me sugirió que pasase un rato en oración imaginando esa escena. Al principio me sentí reacia a hacerlo. Mis raíces protestantes se rebelaban ante algo así, ausente en la Escritura. Después de comer salí a dar un paseo y ver qué me traería la tarde, y ciertamente sin pasárseme por la cabeza la Virgen.
—Haz tú lo mismo —continuó diciéndome—, y tú también te encontrarás con Él, resucitado y vivo, siempre sosteniendo a quienes acudan a ti en sus miserias y necesidades.
El viento empezó a arreciar un poco, pero el tiempo era todavía precioso y otoñal. En el oeste se iban acumulando nubes oscuras, pero no ocultaban todavía el sol. Y, sin haberla invitado, María se había introducido en mi oración. Estaba completamente sola, atribulada y destrozada por el dolor. Estaba repasando aquellos treinta años de lucha y duda, llenos de promesas pero también de amenazas, treinta años tratando de conservar el sueño vivo para acabar viéndolo morir. Treinta años. ¿Para qué? Su angustia parecía escaparse de ella en un gemido silencioso: el Amor ha muerto...
He querido compartir con vosotros este encuentro personal, porque creo que refiere algo universal: si buscamos al Señor resucitado, lo encontraremos detrás de cada uno de nuestros hermanos o hermanas en sus momentos de necesidad, y se nos hará realidad precisamente cuando nos demos a ellos.
Resurrección, ¡ahora! La eternidad se nos hace un problema porque no se ajusta a nuestras reglas. El infinito no entra en los moldes del pasado y del futuro.
Yo esperaba que el Señor apareciese entonces para consolarla y confirmarle su vida resucitada, pero no ocurrió nada. O quizás sería más verdad decir que yo no esperaba que fuera a ocurrir nada. Y ella seguía allí, de pie, sola y deshecha, como un espino viejo doblado por el viento, que sabe que sus frutos, pequeños y efímeros, pronto desaparecerán con el invierno.
En la Cuarta Semana de los Ejercicios, se nos invita a estar presentes, en nuestra oración, en la Resurrección y, ciertamente, podremos encontrar esa experiencia en las escenas de las apariciones de Jesús a sus amigos. Como todos los demás sucesos de los evangelios, estas escenas harán resonar algo muy hondo de nuestra vida, si tenemos oídos para oír.
Pero hubo entonces un cambio repentino. Como si un pensamiento hubiera cruzado su cabeza o su corazón. Su cara se iluminó, sus ojos volvieron a brillar llenos de vida. Me había visto y percibió nítidamente el dolor que expresaban los míos. Se acercó a mí llena de genuina compasión. Por un momento todo su deseo era acariciarme con manos de madre. Algo se derritió dentro de mí y se rindió a su amor. Y entonces, cuando me iba a apretar contra su pecho, su mirada quedó cautiva del milagro. Caí en la cuenta de que había visto a su hijo, aunque era invisible para mí.
Sin embargo, en el núcleo mismo de la resurrección está el sentido misterioso del presente -el siempre presente- que no se queda satisfecho con nuestra simple «esperanza de vida venidera». En la Cuarta Semana nos enfrentamos a la paradoja del «ahora» y del «todavía no».
—María —susurré—, ¿está aquí? —Hija mía —me dijo con una voz entrecortada por la alegría—, está detrás de ti... Te estás apoyando en Él.
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Tengo mi propia definición de «tiempo», que me ayuda a controlar esa paradoja: El tiempo es solamente la diferencia entre el sueño de Dios y su realización. Espero que, durante nuestra andadura juntos, te haya convencido de la realidad de la semilla de Dios en tu corazón y excitado tu atención hacia la belleza de su crecimiento en ti. Estoy segura de que tan pronto como un corazón humano despierta a la vida de su
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semilla de Dios, la resurrección comienza, no sólo para esa persona, sino para toda la familia humana. Lejos de ser meros espectadores pasivos en el drama de la redención, somos participantes y colaboradores. Y el sueño personal de Dios sobre cada uno es un componente esencial de la plenitud de la resurrección. Cada vez que tocamos nuestro «Norte» verdadero, acariciamos la gloria de la resurrección. Cada vez que sentimos la libertad que fluye de «vivir en la verdad», estamos en realidad sintiendo el flujo de eternidad. La resurrección es un ahora, un momento sacramental que, a la vez, apunta hacia la realización del sueño de Dios y la lleva a cabo. Es la actualización, en el tiempo, de sueño eterno de Dios. Cada uno de nosotros formamos parte de él en cada respiración que realizamos.
Sugerencias para la oración y reflexión Entonces llegó Jesús con ellos a un huerto llamado Getsemaní, y dice a los discípulos: —Sentaos aquí, mientras yo voy allá para orar. Y llevando consigo a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, comenzó a ponerse triste y sentirse abatido. Les dice: —Triste sobremanera está mi alma... Hasta ia muerte. Quedaos aquí y velad conmigo. Procura imaginarte presente en la escena, desde que Jesús deja el cenáculo y camina hacia Getsemaní. ¿Qué sientes? ¿Qué haces? Cuando llegáis al huerto, Jesús se retira a las sombras para rezar. Pide a dos o tres amigos que le acompañen. ¿Dónde te encuentras tú ahora en (a escena? Escucha sus palabras, en la oscuridad: «Quedaos conmigo... Velad conmigo...». ¿Qué sientes al oír esas palabras? ¿Cuál es tu respuesta?
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¿Puedes recordar algunos momentos, en tu andar con Dios, en los que sentiste que El te elegía para algún ministerio o cometido particular en la vida? Quizás te venga a la mente la confirmación, o una coyuntura de renovación espiritual, o la conciencia creciente de una vocación, o tal vez algunos momentos muy especiales durante la oración. Vuelve a recordarlos ante Dios. Si te sientes inclinado a hacerlo, renueva las promesas que le hiciste en aquella ocasión y pídele que bendiga tus ganas decididas de seguirle por esos derroteros diferentes. * ** ¿Conoces a alguna persona a la que podías calificar de «creadora de estrellas»? ¿Gente que ha experimentado en su vida una oscuridad profunda, quizás a causa del dolor o de m'musvalías físicas, de abusos o crueldad, de soledad o depresión, y que sin embargo ha «traspasado la oscuridad», ha franqueado con su dolor personal una barrera espiritual, y se ha convertido en una fuente de fuerza, en un incentivo o en luz para los demás? Dale gracias a Dios por ella. Si crees que es posible, o conveniente, podrías encontrar algún modo de hacerle saber (si todavía vive) cuánto admiras su valor.
¿Qué cargas te sientes obligado a llevar en tu vida que se te hacen casi siempre demasiado pesadas o insoportables? Enuméralas una a una ante Dios en la oración, y dile con toda honestidad lo que sientes. Luego trata de conseguir que tu brújula interior se estabilice, y pídele a Dios que guarde tu corazón en perfecto equilibrio, fijo en el «Norte» de tu vida. Mientras te encuentras aquietado en ese centro de paz, toma de nuevo tu carga y pide a Dios que la nivele bien sobre tus hombros a su manera. * * * ¿Cuál es el área de más dolor en tu vida en el momento presente? Tráela conscientemente a la oración. Pon cada uno de lus sentimientos a los pies de Dios, sin ningún temor. Es tu Gelsemaní.
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Pide al Señor que se quede contigo, que vele y rece contigo. Pídele que incorpore tu dolor al suyo. Lee, en oración, cualquiera de las narraciones evangélicas de los sufrimientos de Jesús, su juicio, torturas, muerte. ¿Por qué crees que ocurre todo eso? ¿Cómo se vincula y concierta su experiencia con la tuya? * * * Haz un esfuerzo consciente por sosegarte y aquietarte cuando otra persona esté delante de ti, y recuerda que el Señor resucitado está detrás de esa persona. ¿Supondrá eso alguna diferencia en tu modo de tratar con los demás? Repite este ejercicio siempre que se ofrezca la ocasión, hasta que vaya convirtiéndose en un hábito. Trata de hacerlo sobre todo cuando alguien se pone difícil, o pide demasiado de ti, o está necesitado de tu cariño de alguna manera particular.
15 Amarte más ardientemente
Los Ejercicios Espirituales concluyen y culminan en una contemplación que nos invita a reflexionar sobre cómo responder al inmenso amor que Dios nos ha mostrado, en una oración de ofrenda personal, de consagración de nuestro corazón a Aquél que nos lleva en el suyo. Naturalmente, tu respuesta es algo que sólo tú puedes dar. En este capítulo me gustaría compartir contigo algunos de los retos que se me han presentado a mí a la hora de corresponder al regalo de Dios, a la dádiva divina de su amor sin condiciones. Empezaré presentándote a dos de mis amigos. Los llamaremos aquí Marjorie y Frank. Marjorie, de joven, sacó adelante a dos hijos propios y a otros dos adoptados. Estos padecían no pocos trastornos originados por el mal ambiente del que procedían. La pareja dedicó años y años a cuidar, curar y guiar aquellas dos vidas quebrantadas. Al perder su trabajo como ayudante de laboratorio, Marjorie volvió a ir a la universidad para obtener el título que le permitiera, de manera oficial, hacer uso de toda su experiencia en ayudar a los necesitados. En estos últimos años, ha estado dedicándose al trabajo social día tras día con gente perturbada, familias con problemas, y aquéllos que quieren adoptar niños con discapacidades o graves carencias. Este trabajo la ha llevado a
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menudo a los tribunales, donde se recaba su testimonio como «experta», como autoridad en la materia. ¡Testimonio de un experto! La mayor parte de nosotros no nos consideraríamos candidatos a ser llamados como expertos en un tribunal. Pero san Pablo nos recuerda: No me preocupa la vida, lo que me importa y preocupa es completar mi carrera y cumplir el encargo que me dio el Señor Jesús: ser testigo del Evangelio, que es la gracia de Dios (Hechos 20, 24). Sabemos bien que estamos llamados a dar «testimonio» de nuestra fe y de nuestro Dios pero, quizás, la mayoría de nosotros tenemos solamente una ¡dea vaga de lo que eso significa en la práctica, y nadie puede saber de antemano lo que pueda costamos el hacerlo. La historia de Marjorie puede ayudarnos. Ser testigo significa dar testimonio y servir de prueba. Es, pues, tener esa cualidad especial de evidenciar y revelar algo de Dios a aquéllos que viven a nuestro alrededor. Indica que la semilla de Dios, plantada en nuestros corazones, ha germinado y está ya dando signos de vida: crece, echa flores, produce fruto. Si mi vida no testimonia nada sobre Dios, no sirvo como testigo.
lo que hemos estado haciendo? No me refiero solamente a leer o discutir estas páginas, sino al camino de fe recorrido en todo este tiempo. Hemos arriesgado al exponer nuestro ser más íntimo a Dios en la oración, hemos reflexionado sobre esa experiencia, hemos probado la verdad de nuestro discernimiento a la luz de cómo afecta a nuestra vida cotidiana. Ante la pregunta ¿qué puedo yo darle a Dios?, hay dos tipos de contestación. Una, común a todos y que se puede compartir. Y, otra, individual, que sólo puede darla cada uno, y que es un asunto entre Dios y yo. Podríamos resumir ambas respuestas de este modo: -
Así pues, ¿qué puedo darle? -
Así que ¿qué representa ser llamados, como Marjorie, a ser testigos expertos? La palabra «experto» está relacionada con otras que pertenecen al ámbito del verbo «experimentar». Un experto es