Signo de contradicción

February 26, 2018 | Author: escatolico | Category: Atheism, Christ (Title), Catholic Church, Jesus, Peace
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Descripción: El autor es un católico que defiende la fe; el tema, la persistencia y perennidad de la revolución cristian...

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HIGINIO GIORDANI

SIGNO DE CONTRADICCIÓN

TRADUCCIÓN ESPAÑOLA de la segunda edición italiana por M. LLAMERA, O. P. Doctor en Sagrada Teología

«El que está cecea de mí está cerca del fuego» (de los «Logia Jesu»)

Junio 1936

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CENSURA DE LA ORDEN NIHIL OBSTAT. Fr. Antonius Huguet, O. P. Fr. Josephus M.ª de Garganta, O. P. IMPRIMATUR Fr. Arsenius S. Puerto, O. P. Prior Provinclalis

CENSURA DEL OBISPADO NIHIL OBSTAT Agustín Mas Folch, C. O. Barcelona, 8 junio de 1936. IMPPRÍMASE † Manuel, Obispo de Barcelona Por mandado de S. Excma. Rma., Doctor Ramón Baucella Serra, canónico, canciller-Secretario.

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ÍNDICE

AL LECTOR ESPAÑOL..............................................................................................6 DESBROZANDO EL CAMINO................................................................................15 LOS TÉRMINOS DE LA REVOLUCIÓN CRISTIANA................................................................................................................32 EL NUEVO ORDEN..................................................................................................45 LA SANGRE DE CRISTO.........................................................................................59 LA CRUZ Y EL REINO.............................................................................................72 CRISTIANOS, SEMICRISTIANOS, ANTICRISTIANOS.......................................75 LA MADRE................................................................................................................86 EL PAPA.....................................................................................................................92 LA IGLESIA.............................................................................................................104 ROMA.......................................................................................................................118 LA ANTI-ROMA......................................................................................................131 LA DESERCIÓN DE LOS MONJES.......................................................................146 LOS COLABORADORES DE DIOS.......................................................................156 EVOLUCIÓN DE LAS VIRTUDES........................................................................175 SIGNO DE CONTRADICCIÓN..............................................................................204

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A CRISTO JESÚS «NUEVO REY DE LOS TIEMPOS NUEVOS» EN EL XIX CENTENARIO DE LA REDENCIÓN

«... solus novus Rex novorum aevorum Christus Jesus... » Tertuliano, Adv. Marcionem, III, 19

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AL LECTOR ESPAÑOL

Es tan amable la paz, lector cristiano y español, que el gozo de poseerla hace aborrecible la guerra, mas el deseo de conseguirla, cuando falta, la hace en gran manera deseable por ser la guerra precio y conquista de la paz. Una aspiración y un intento de paz alientan en este libro de contradicción y a la pacificación de los espíritus españoles lo dirijo yo como proclama de guerra. Arenga guerrera para la reconquista de nuestro patrimonio cristiano que será la reconquista de nuestra paz. Lo más lleva consigo lo menos. La suprema paz, posesión y sosiego del supremo orden, es condición y garantía de todas las demás. Son tempestades del cielo las que conturban la tierra, y en la serenidad del cielo hay que buscar la paz que para la tierra ansiamos, según aquel lema de pacificación que nos enseñaron los ángeles: gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad. No hay paz si no hay gloria de Dios. ¿Cómo puede haber paz sin restauración del orden? Y el orden se restablece de arriba a bajo. Primero el reino de Dios y su justicia; lo demás por añadidura. Primero hacer la voluntad de Dios; después el pan de cada día. Por no atender a la voluntad de Dios nos disputamos el pan como fieras. La paz está vinculada al reino de Dios. La Humanidad no disfrutará de ella mientras no conspire a realizarlo. Al fin ese es su destino y esa es la primera y más alta razón de la Historia; tanto, que para asegurar y dirigir su realización se constituyó el mismo Dios cabeza de la Humanidad incorporándose a la historia del hombre. La encarnación del Verbo representa la incorporación de Dios a la historia humana para rescatarla, enderezarla y dirigirla. Esa asunción de nuestra naturaleza lo es también nuestro de nuestro destino histórico en orden al eterno destino de la Humanidad. ¿Hacia dónde nos guiará el Hombre-Dios sino hacia Dios? La Redención es empresa de reconciliación con la Divinidad, de aumento del reino de Dios, y, consiguientemente de pacificación. Ya lo dijo San Pablo en aquel gran pensamiento: “En Él quiso hacer morar toda plenitud, y 6

reconciliar consigo mismo todas las cosas, pacificando por la sangre de su Cruz, tanto lo que está en el cielo como lo que está en la tierra” (Colos. I). Según esto la cruz es el trono de la paz; el Crucificado es el “príncipe de la paz”; su reinado la seguridad de la paz en el restablecimiento y sosiego del orden. Pero a precio de sangre. El reino de Cristo fue para Él y es para nosotros objeto de conquista. Con su victoria mereció para la Humanidad el que pudiera conquistar. No es punto de partida, es meta de realización. Es la paz que hay que conquistar para acabar con las guerras. Entretanto, es la contienda de todas las contiendas, el signo de toda contradicción, la inquietud perenne e incoercible que explica todas las revoluciones. En el fondo de todas las contiendas humanas se agita la de la primacía del espíritu redimido por Cristo; y este primado del espíritu es inseparable del reino de Dios y uno y otro son inseparables de la paz. El mundo, acaba de escribir el marqués de la Eliseda, gira alrededor de dos polos contrapuestos. Revolución y Contrarrevolución. —Esos dos polos contrapuestos tienen muchos nombres circunstanciales y dos perennes y adecuados que son Cristo y Anticristo. Cristo en el orden individual significa señorío del espíritu sobre la materia, sumisión del entendimiento a la verdad divina, de la voluntad a la justicia y a la caridad, concepción de la vida como medio y no como fin, ideal eterno y no temporal. Anticristo en ese mismo orden significa dominio del cuerpo sobre el alma, rebelión contra la verdad, superposición del egoísmo y del odio a la justicia y al amor, concepción de la vida como término y de sus goces como único paraíso. Y esta es la primera lucha que todos tenemos que sostener. Es también la primera y la más importante batalla que tenemos que ganar. La redención es social por redundancia. Una sociedad de cristianos es necesariamente cristiana. El bien como el mal, la paz como la guerra, derivan de los individuos a las sociedades; el desequilibrio que en éstas lamentamos es trasunto del que existe en las almas. “Por el catolicismo, escribía Donoso Cortés, entró el orden en el hombre y por el hombre en las sociedades humanas”. Y escribió también: “El orden pasó del mundo religioso, al mundo moral, y del mundo moral al mundo político.” El desorden, debemos añadir, sigue la misma trayectoria. La emancipación de las conciencias de los frenos religiosos desata las voluntades de trabas morales, porque sin religión, qué es la justicia para con Dios, toda otra justicia carece de fundamento y de sentido. No hay deberes si no hay derechos absolutos que condicionen la rectitud de las humanas 7

determinaciones. Y esa base eterna de los deberes humanos no se da si no se da en Dios, porque nada hay en el hombre superior al hombre si se suprimen los dictados del deber que reflejan los derechos divinos. Si la razón no reconoce a Dios la voluntad no reconoce el imperio de la razón ni el apetito los dictámenes de la voluntad razonable. Y el hombre sin razón es una bestia. De la primacía de lo religioso se sigue, pues, el principado del espíritu en la vida, y de la emancipación religiosa la tiranía de la materia. Y así como lo moral es una proyección de lo religioso, lo político es una proyección de lo moral; por lo cual el orden y la paz en la vida política y social están condicionados por el señorío la religión en las almas. Cristo y el Anticristo disputan la victoria en los individuos y la suerte de esta contienda repercute en las sociedades. Lo que en ellas se discute es también la primacía del espíritu que Cristo vino a reponer en la dirección de la vida y de la Historia. El matrimonio cristiano es el amor señoreado por el espíritu, sometido a sus exigencias. Lo contrario del amor libre, que es la bestia sin riendas. Para el cristiano el amor es súbdito de la voluntad de la razón y de Dios que le hacen servir a fines específicos, no individuales. El amor libre no acata esas jerarquías; no se guía por normas de espíritu, sino de concupiscencia. Lo demás se sigue solo: divorcio, matrimonios a prueba, métodos anticoncepcionistas, procedimientos abortivos, instrumentaria de lascivia, alardes de impudor y desvergüenza como los presenciados por Madrid en los días en que esto escribo. En el régimen de los pueblos el anti-espíritu o Anticristo es el liberalismo, subversor de todas las jerarquías. Comenzó por derrocar las jerarquías religiosas con el protestantismo, que no es otra cosa, en frase del gran pensador hispanoamericano Antonio Cuadra, que un liberalismo religioso. Este anticristo de los tiempos modernos tiene tres nombres: Lutero, Rousseau, Marx, enlazados entre sí como dos premisas y una conclusión, que es el comunismo. Lutero substituyó la infalibilidad de la verdad religiosa por el libre examen; Rousseau la razón por la voluntad; Marx el espíritu por el estómago. Si la verdad es la que cada uno piensa, el bien es el que cada uno quiere, porque sin verdad absoluta no hay bien absoluto. La voluntad, por consiguiente, se constituye en norma de justicia y en fuente de derecho. Mas como nada es ya ilícito en principio, nada es más lícito que la demagogia, consecuencia práctica de la democracia teórica. Colocados en el precipicio lo natural es no parar hasta el fondo. Un abismo llama a otro abismo. Y el abismo que reclama el sistema liberal es el comunismo. ¿Igualdad de derechos y clases sociales desiguales? ¿Por 8

qué rechazar como injusta la igualación económica? Sin contar, que no pueden subvertirse las jerarquías sin invertirlas. Los sin Dios tienen por Dios al propio vientre, como diría San Pablo. La Humanidad ha de estar regida por el espíritu o por la materia, ha de estar orientada por un ideal religioso o por un ideal económico. Carlos Marx se limitó a llevar a sus últimas consecuencias el liberalismo religioso al señalar en el estómago el centro de la Historia. En pos de esa bandera, las masas, ignorantes de sus deberes, conscientes de sus derechos, ebrios de odio contra cuanto simboliza un obstáculo a sus reivindicaciones, acuciadas además por el hambre, se abalanzan con arrollador impulso hacia la imposición de su jerarquía: hacia la dictadura del proletariado. Las fórmulas liberales no las podrán contener, porque no puede el río contener sus aguas, ni la hoguera sus llamas. Rotos los diques del espíritu, el torrente de la barbarie azota ya con oleaje embravecido los muros de la civilización cristiana. Y las gentes, como despertando de un sueño, se percatan, al fin, de que el gran problema de esta hora histórica es el de pobres y ricos. Hace casi un siglo que escribía Donoso en su Memorial a María Cristina: “Esa enfermedad, que es contagiosa, que es endémica, que es única, se reduce a una sublevación general de todos los que sufren hambre contra todos los que padecen hartura.” Pero Donoso diagnosticaba las enfermedades asignando sus causas: “Dios no permite la criminal impaciencia de los pobres, sino para castigar el egoísmo insolente de los ricos.” Y es que esta tremenda contienda es efecto de otras anteriores en que la causa de la civilización cristiana llevó la peor parte. Las ideas anticristianas han hecho creer al justo y no insolente su egoísmo; y esas han hecho creer al pobre que era justo y no criminal su rebelión. Y el anti-Cristo que triunfó en los unos y en los otros los enfrenta hoy en una lucha gigantesca, cuyo desenlace, al no ser justa la causa de los unos ni de los otros, poco nos podría importar a los que sólo perseguimos el reinado del espíritu, si no fuera este reinado el que se debate en los dos bandos en guerra. Pero triunfe el uno o el otro, triunfarán la injusticia y el odio contrarios a la justicia y a la caridad de la Cruz; prevalecerá la materia sobre el espíritu. Porque aquí está la explicación de esta lucha: la concepción materialista de la vida que impera en las conciencias de los pobres, que dirige al capital y al trabajo. Todos quieren poseer la Tierra porque ni creen ni esperan el Cielo, que es herencia prometida al espíritu. Y sin esta esperanza carece de razón el sacrificio que impondría la caridad a los ricos, la paciencia a los pobres, la justicia a todos; sin esta esperanza ni los ricos tienen por qué dar lo que 9

pueden retener, ni los pobres por qué respetar lo que puedan arrancarles. La justicia, la caridad, tienen su apoyo en Dios y sólo reinan donde reina Cristo. Esa concepción materialista de la vida no es sólo causa de las terribles convulsiones que estremecen hoy a todos los pueblos, sino también de los inacabables conflictos que los revuelve a unos contra otros. Solamente el espíritu puede unificar a las naciones porque no tiene otro patrimonio común la Humanidad. ¿Cómo puede un ideal materialista armonizar los intereses contrapuestos o impedir que el derecho de los débiles sucumba ante el atropello de los fuertes, si el derecho se mide por la fuerza y el mutuo temor es la única garantía de paz y de equilibrio entre los pueblos? El mutuo amor sería mejor instrumento de pacificación y de humana convivencia; pero ninguna fraternidad humana tiene sentido y eficacia sino la que se funda en Dios, primero y común origen, último y común destino de la Humanidad. También para las naciones es la Cruz la bandera de la paz. De las máximas evangélicas dedujo un fraile español el Derecho Internacional. Y este derecho regirá en paz las naciones, cuando la unidad y la catolicidad que el reinado de Cristo establece entre todas las almas funden la unidad y la catolicidad que armonicen a todos los pueblos. Al proclamar el universal reinado de Cristo, el Papa señaló a la Humanidad el secreto de la paz. *** Cuantos en estos momentos sean capaces de sentir la preocupación de los destinos del mundo y de cooperar con su esfuerzo a prepararle un porvenir de ventura, deben reforzar con su voz, para que resuene en todos los ángulos de la Tierra, esa proclamación del secreto de la paz. El dolor de la Patria nos obliga hoy a denunciar ante nuestros compatriotas que la Antipatria que la desgarra es el Anticristo que en la España Católica se sobrepone a Cristo. Es divorcio de Cristo el que nos divorcia de la paz. Hundida la mirada en nuestra historia, un escritor nuestro que la lleva en el alma, llamó a la España de nuestros padres Novia de Cristo. Es efecto del divorcio que se viene tramitando desde siglos este desbarajuste de nuestra casa. ¡Esposa de Cristo! Él la acarició y crió desde la cuna de nuestra historia y ella confundió con los de Cristo sus destinos poniendo su espada al servicio de su cruz, al servicio del espíritu en el Mundo. De este consorcio nacieron todas nuestras grandezas. “Toda Historia española, dice Eugenio Montes, es en el más ambicioso sentido del vocablo, historia 10

eclesiástica.” En el Libro de las Coronas, observa Lorenzo Riber, España es ya para Prudencio lo que será en todo el curso de la historia: la devota, la católica España. Esas coronas son el regalo nupcial que España hace a Cristo: homenaje de sangre a su Cruz. La unidad en la religión del Crucificado, asociando en un solo ideal a conquistadores y conquistados, creó nuestra unidad nacional en la España visigótica, en la de San Isidoro, en la de los Concilios de Toledo. Y desde entonces fue la cruz la bandera común de los pueblos hispanos. La cruz dio unidad y convergencia a los esfuerzos disociados en aquella lucha tantas veces secular de la reconquista, que lo fue de cielo más que de tierra, de espíritu más que de terreno: de imperio de la Cruz contra el imperio de la Medialuna. Bandera de Pelayo y de Alfonso el Batallador, de Fernando el Santo y de Jaime el Conquistador. Bandera de Covadonga y de Clavijo, de Los Navas y del Salado, de Valencia y de Granada. Bandera de nuestra Reconquista y bandera de nuestro Imperio. ¿Qué grandeza tenemos que no esté cobijada bajo esa enseña divina? Por ella y para ella, inspiradora eterna de conquistas, ensancharon nuestros antepasados las fronteras del Mundo, soñando a través de los mares con infinitas tierras para el Rey, con infinitas almas para Dios. Con los mundos que arrancaron al misterio de tantos siglos, formaron un Imperio para España y para Cristo, y crearon la Hispanidad, unión de razas innúmeras en una sola fe y en un solo ideal de catolicidad. Toda nuestra gloria es cristiana. Cristianas las hazañas de nuestra espada y los triunfos de nuestra pluma. Cristianos el coraje de nuestros guerreros, el heroísmo de nuestros evangelizadores, la genialidad de nuestros juristas, la preeminencia de nuestros teólogos, la inspiración de nuestros poetas y de nuestros artistas, la sublimidad nunca igualada de nuestros místicos. Nuestras Leyes de Indias, nuestro Derecho de Gentes, nuestro Teatro, nuestra novela, cuanto enseñamos al Mundo, nos lo enseñó la Cruz. Ella guió nuestros destinos históricos y los poseímos en paz mientras no perdimos su orientación. Desde que la perdimos, desde que nos empeñamos en cerrar los ojos a su luz, vamos sin rumbo fijo por el mar de la historia, azotados por todos los vientos, a merced de todas las tempestades. Llevamos doscientos años extraviados, empeñados en ser lo que no somos, mendigando ideales extraños los que recibimos de la Cruz la más alta misión de la Historia. La Cruz nos enseñó a no reconocer otras fronteras a nuestra acción que las fronteras del Mundo, por nosotros agrandado, y olvidada esa lección nos convertimos en admiradores y plagiarios de los que un día admiraron 11

nuestros superiores destinos. “La nación entera —dice Ramiro de Maeztu — ha estado pendiente de lo que disponía el extranjero para saber lo que tenía que vestir, que comer, que beber, que leer, que pensar.” Hoy, escribía Menéndez y Pelayo, “presenciamos el lento suicidio de un pueblo que engañado mil veces por gárrulos sofistas, empobrecido, mermado y desolado, emplea en destrozarse las pocas fuerzas que le restan, y corriendo tras vanos trampantojos, de una falsa y postiza cultura, en vez de cultivar su propio espíritu, que es lo único que redime y ennoblece a las razas y a las gentes, hace espantosa liquidación de su pasado, escarnece a cada momento las sombras de sus progenitores, huye de todo contacto con su pensamiento, reniega de cuanto en la historia nos hizo grandes, arroja a los cuatro vientos su riqueza artística y contempla con ojos estúpidos la destrucción de la única España que el mundo conoce, de la única cuyos recuerdos tienen virtud bastante para retardar nuestra agonía”. ¿Cómo no habíamos de caminar hacia el precipicio caminando a ciegas, sin la luz de nuestra historia? La causa de nuestra desespañolización ha sido y es nuestra descristianización. Cristo fue la causa de toda nuestra grandeza y el Anticristo la causa de nuestra ruina. Las ideas liberales extranjeras que suplantaron nuestro pensamiento tradicional cristiano nos robaron el Imperio, minaron nuestra unidad nacional informada por la unidad de creencias, incubaron la Revolución que lleva camino de entronizar la hoz y el martillo donde reinó siempre la Cruz. ¡De caballeros de la Cruz a esclavos de la hoz y del martillo! ¡De campeones de la civilización del espíritu a mercenarios de un ideal rastrero y materialista! ¡De señores del Mundo a gentes sin Dios y sin Patria! De la deserción de nuestro pasado de gloria no ha querido Dios que llegáramos todavía a esa situación de miseria. Pero hacia ella vamos irremediablemente si en la vuelta a nuestra tradición cristiana no buscamos pronto y eficaz remedio. Si como tememos, es ya tarde para rescatar el presente, a tiempo estamos para recobrar el porvenir. Tuvimos profetas que nos anunciaron la cautividad y no les dimos oídos. Oigamos a los que nos prometen y a los que nos compelen hacia la liberación. Oigamos sobre todo el clamor de nuestra historia que nos incita a luchar por la Patria luchando por la Cruz. Quizás permita Dios que la hoz asiática siegue todas las cruces que plantaron nuestros padres; pero nos queda la esperanza de que la sangre de nuestros mártires las hará brotar de nuevo. El cantor de nuestros antiguos héroes cristianos abrigaba ya esta esperanza: La limpia sangre que bañó tus puertas 12

por siempre excluye la infernal cohorte. *** Todo parece indicar, escribía Maeztu a principios del pasado año, que el mundo intelectual está en vísperas de una gran polémica en la que llevarán la iniciativa del ataque los escritores de ideas cristianas y que será tan intensa, que las gentes van a entender de nuevo el significado de aquélla gran palabra en que Nuestro Señor decía “que no había venido al mundo a traer la paz sino la espada”. Esta gran polémica entre el pensamiento cristiano y anticristiano es una manifestación circunstancial de la perpetua contienda entre Cristo y el Anticristo que se disputan la dirección de la Vida y de la Historia. Por depender de las andanzas de esa lucha —como dejamos dicho— las tan desconsoladoras que afligen hoy a España y por ende a los mejores de sus hijos, les ofrezco este libro de un capitán adiestrado en esos combates, es decir, de uno de los más ilustres adalides con que cuentan hoy en el mundo las ideas cristianas. Porque no es menor la representación de Higinio Giordani en la nobilísima lucha por el espíritu servida hoy por tantos y tan ilustres escritores católicos. Alma creyente, que ha puesto al servicio de la fe y de la civilización cristiana su talento privilegiado, su inmensa cultura, su profundo conocimiento de la literatura polémica del cristianismo primitivo y de la influencia de la Iglesia en el mundo; espíritu batallador, enamorado de altos ideales, que no sabe amarlos sin defenderlos, que no comprende que haya quien los ame y no los defienda; que los defiende con verbo iluminado, vibrante, valentísimo. Su pluma destila poesía al describir lo que ama y se desata en invectivas terribles contra lo que combate: caricia para la verdad, dardo contra el error. En la una mano la cruz y en la otra la espada. Ingenuo ante el Cristo e intrépido ante el Anticristo. El catolicismo de Gior-dani es revolución, su fe trofeo de conquista, su vida cristiana continuado batallar. Discute en el periódico, refuta en la revista, polemiza en la tribuna, defiende y ataca en el libro. Una novela escribió: “America Quaternaria”— y ni en ella supo o quiso sustraerse a la intención apologética. Joven todavía —42 años—, lleva quince de ininterrumpida batalla que le ha merecido el concepto unánime de campeón de la Fe. Las ideas anticristianas o semicristianas no tienen hoy más temible fustigador. Desde el año 1930 es director de la revista Fides, órgano de la Obra Pontificia para la preservación de la fe, convertida por él en una de las mejores revistas católicas. Está al frente del Ufficio del Catálogo y de la 13

Escuela de Biblioteconomía de la Biblioteca Vaticana. Colabora en diversas publicaciones: Osservatore Romano, Italia, Vita e Pensiero, Tradizione, Studium, Comvaonwal Special Libraries, etc., etc. Es Giordani escritor fecundísimo y de extraordinaria prestancia. De la fecundidad de su ingenio dan testimonio más de quince volúmenes y de su mérito la valoración crítica que le ha señalado como al más completo y representativo de los escritores católicos de la Italia de hoy. Entre todas sus obras, esta del Signo de Contradicción ha conseguido los mayores éxitos y ha suscitado los mayores entusiasmos. Por ella la voz del gran militante católico ha merecido encontrar eco en las lenguas de numerosas naciones y traspasando las fronteras de su patria habla a la Cristiandad. No corresponde menor universalidad a la universalidad del autor, del pensamiento que informa su obra, de la verdad que explayan sus páginas. El autor es un católico que defiende su fe; el tema, la persistencia y perennidad de la revolución cristiana; la verdad, la del propósito de Dios que estableció la Cruz como eje de los siglos, como bandera del espíritu, como guía de los humanos destinos. En la interpretación de este libro de polémica, escrito con estilo personalísimo, con léxico sobreabundante, con literatura de avanzada, no abrigamos otra pretensión que la de contribuir a la pacificación de las almas españolas mediante la reconquista de nuestra civilización cristiana. MARCELIANO LLAMERA, O. P.

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DESBROZANDO EL CAMINO

I Después de diecinueve siglos de Redención, el observador se encuentra ante este hecho: el movimiento religioso más perceptible es el movimiento antirreligioso. Parece paradoja, mas no lo es, puesto que el ateísmo de Estado tiende a constituirse en una especie de Iglesia autoritaria e infalible. Una Iglesia al revés, en la cual es entronizado Satanás en su verdadera efigie de mona de Dios. Este movimiento presenta a nuestra generación el más tremendo dilema religioso y, por tanto, también social: si la conciencia debe atender todavía a Dios, o más bien a un pseudocoronel mejicano, a un profesor prusiano, a un comisario moscovita; si la sociedad está todavía obligada a la aceptación de un principio religioso, autónomo y superior, o hasta la religión ha de ser absorbida por la política. En otros términos: si es razón que exista una Iglesia, y un Estado, o simplemente un Estado-Iglesia, ateo e idólatra. Entre los dos extremos del dilema, fuera de la Iglesia Católica y a menor o mayor distancia de la Anti-Iglesia pagana, se verifica una compleja y vasta labor de descomposición del principio religioso, en provecho exclusivo del Anticristo. En medio de él avanza, a saltos, el movimiento religioso, hacia un sincretismo de tinte filosófico como hacia un barracón de estilo “racional” donde se amalgaman los más disparatados ingredientes de la religiosidad; ideogramas de Lao-Tse, diálogos de Platón, tomos de Kant, Tríplice demismo, Freud y Mrs. Eddy. Falta allí Dios: pero funciona como lubricante un cristianismo “racionalizado”. Una especie de inmenso almacén americano, donde todos lo encuentran todo, y a precio reducido: iglesias postizas, credos elásticos, combinaciones filosóficas, vaselinas espirituales muy digeribles; substituciones de imitación acabada: teísmo por Dios, teosofía por teología, espiritismo por espíritu, idealismo por ideal, modernismo por modernidad, religiosidad por religión, evangelicalismo por Evangelio, salvacionismo por salvación, y acá y allá, racionalismo por razón... 15

Entretanto, en obsequio a la estética moderna, se representa a Cristo en hábito de deporte, desbarbado y con un diente de oro; el buen Pastor se transforma allí en un caprípedo pagano. La religión, dogma y moral, pierde allí de su rigor y aspereza; se torna llana y fácil: un credo al “baño de María”; fe y ciencia están conciliadas; la moral es justificadora de las costumbres; nada turba ya las conciencias, sometidas a linimentos que las adormecen; la “experiencia” constituye, para cada uno, la medida de lo verdadero y de lo falso, y las inteligencias quedan libertadas del tormento de la duda, pues se filtra en los intersticios una solución de parálisis general. El drama del cielo y de la tierra, del bien y del mal, está resuelto; las grandes contiendas que estremecieron a profetas y poetas han terminado sobre los escenarios de Hollywood; de los dos se ha hecho uno, y ha venido a quedar sin razón la razón de combate. Prepararon el camino a este sincretismo, sectas que secularizaron la Iglesia; príncipes que reclutaron teólogos para encubrir la prepotencia del César con los derechos de Dios; profesores de religión comparada que redujeron el cristianismo a una notable expresión de teísmo semítico complicado de filosofía griega y estructurado por el derecho romano; filósofos que sustituyeron a Dios por el Yo; semicristianos que, en veinte siglos, día por día, abandonan jirones de dogma y de moral por compromisos con el anticristianismo. Diluida la enseñanza de Jesucristo en el miscelánea del paganismo, del compromiso, no causa estupor que haya quien proclame la extinción de los fermentos de aquella revolución cristiana que cambió la faz del mundo; o que nieguen, sin rodeos, que haya existido jamás. Y son en tanto número los que afirman que el cristianismo está moribundo o muerto, que muchos, por denotar originalidad, se aventuran a negar que haya alguna vez nacido: el que era cristianismo, no era él; era otro. Es la moda en ciertos ambientes; tanto que, entre denominaciones protestantes diversas, no faltan ministros del culto, los cuales, por aparecer al día como señoras fatuas, se suman a los negadores, y predican desde el pulpito la eliminación de un Señor que persigue el estipendio; mientras ciertos vividores que fueron bautizados en el rito católico, hablan, por mimetismo, de superación del cristianismo y del próximo advenimiento del dios Instinto y de su vicegerente Sexo. 16

Sólo con que se diesen cuenta que estas negaciones audacísimas de hoy son tan antiguas como el propio cristianismo, sobre cuyo tronco han parasitado en todo tiempo, disminuiría no poco la hinchazón de su vanidad. Porque negadores y perseguidores tienen esto de común: que con diferentes nombres son tristemente los mismos desde Caifás, el pontífice que mató a Cristo, hasta Calles, que asesina sacerdotes y pregona libertad; desde el profesor Celso hasta el ''obispo” anglicano Barnes. Es una pena. Mas nosotros no nos dejamos llevar de la corriente; no nos convencen un punto las razones de esta negación. Vemos, por el contrario, que en el corazón de la civilización antigua, a la hora en que más sólida y vastamente se organizaba, estalló una decisiva revolución espiritual, social y religiosa que la volvió del revés, con la acción de nuevas y originales fuerzas, cuya eficiencia continúa operante. Y en tal grado opera que, a diecinueve siglos de distancia, se siente la necesidad de desencadenar sobre ella batallones de profesores, de esbirros y de financieros. La revolución cristiana subsiste. No está extinguida; antes bien, todos aquellos espíritus que no reducen la existencia a comer y pasárselo bien, que sienten la atracción de más altos intereses, batallan hoy, como dieciocho siglos hace, en pro o en contra del cristianismo. Hay todavía gobiernos que vejan sacerdotes, clausuran iglesias o niegan la libertad a los católicos; que realizan una obra antirrevolucionaria, reaccionando contra fuerzas de las cuales se conceptúan vitalmente amenazados. No se ahorca a las sombras, ni se da fuego a castillos en el aire; ni siquiera se echa de casa a los viejos decrépitos. Hay quien ataca y hay quien defiende. El que estos hechos nota, es el último de entre centenares de miles de cristianos que han debido resistir en todo tiempo a los ataques de los adversarios; los cuales —nótese— se hallan también sumergidos en la vital atmósfera del cristianismo integral y de ella se benefician, como hasta los noctámbulos se benefician del sol. Al indagar los términos de la antítesis con el mundo antiguo, escribía en el libro La primera polémica cristiana: “La religión naciente tropieza, al desarrollarse, con oposiciones diversas: 1) como Iglesia, choca con el Estado; 2) como fe, con la filosofía; 3) como monoteísmo, con la idolatría; 4) como cristianismo, con el judaísmo; 17

5) como ortodoxia, con el agnosticismo.” Aunque desarrollados y empeorados, los términos permanecen en gran parte los mismos. Permanece el Estado pagano, la filosofía anticristiana, la idolatría de las cosas terrenas y los batiburrillos teosóficos del neognosticismo. En algunas partes permanece también, aunque bastante debilitado como antagonista, el judaísmo. Estos contrastes, a los que la civilización contemporánea sobreañade otros, constituyen un hecho tristemente necesario, y en él constantemente se verifica la profecía de Cristo, según la cual había de ser el Evangelio un fermento de contradicción, un acero clavado en el corazón vivo de la humanidad con una herida siempre sangrante. De ahí que venga a ser el cristianismo una conquista de cada día, con victorias y víctimas, con sangre no siempre metafórica, con desgarros en el espíritu y no pocas veces en las carnés, en una lucha indomable y sin tregua. Cada palmo de terreno ha costado sudores y lágrimas y ha sido toda conquista de almas una violación de los vínculos de raza, de familia, de tradiciones, de historia, de intereses y de afectos; a su vez ha sido toda apostasía una mutilación en la carne viva del cuerpo divino, que es la Iglesia. La historia del cristianismo es la más abundante en patíbulos: ¡comienza en una cruz! Todos los regímenes inferiores no han hecho otra cosa que reafirmarse en su propia vileza, escupiendo e hiriendo de nuevo a Cristo en la Iglesia, tratándola con la espada o con el fusil, ¡como a indefensa! Y esta lucha dramática la lleva en sus entrañas, por la imposibilidad de conformarse con el mundo, siendo su negación; o lo conquista o será por él conquistada; que no hay medio posible, militando los dos a las órdenes de dos irreconciliables potestades, Cristo y Satanás. Por personal experiencia pudo constatar Ignacio Teóforo, cuando era conducido a un circo de Roma, custodiado por diez soldados, más crueles que leopardos, que “el que está cerca de la espada, está cerca de Dios”. La raza de leopardos no está extinguida; sigue atormentando en la marcha hacia Roma; mas tampoco la raza de teóforos ha desaparecido. Si ya no utilizan los circos, con un populacho embrutecido, a las órdenes de senadores obesos y de matronas lascivas, ahí están sus substitutos, cuya crueldad, aunque se manifieste menos ostensiblemente, es en cambio más redomada. Por esto, la fe no es hoy en día, ni lo ha sido nunca, poltrona donde reposar, sino —si se me permite la expresión— un instrumento de tortura. 18

Así, pues, la dialéctica del cristianismo entraña una lucha continua. El que no se resigna a dejar que le golpeen la fe, sino que devuelve los golpes, es, sin más, condenado por la mayoría de los adversarios. Porque atacar los dogmas, los ritos, los sacramentos, a eso se le llama “filosofía”; salir en su defensa, a eso se le tacha de “insolencia clerical”, con el fin de reducirla al silencio. II Esta aceptación de la lucha como consecuencia de la dialéctica del cristianismo, revolución operante, no es comprendida por numerosos cristianos, para los cuales la Iglesia, como milicia, es poco más que una figura retórica. La polémica les parece lesiva de la caridad; y ésta es la esencia del cristianismo. Mas es cosa fácil —y lo es de todos los días— confundir la virtud con sus imitaciones, y así la adulteración de la prudencia no es otra cosa que cobardía, la del silencio indebido complicidad, y la del amor sentimentalismo. Y, pues ha dicho el luminoso San Francisco de Sales que con una gota de miel se prenden más moscas que con todo un tonel de vinagre, gran número de escritores cristianos han creído, sin más, que era cuestión de ponerse todos a la caza de moscas, con las cocciones de una prosa melada. La caridad es una cesión de los propios recursos para compensar las deficiencias del hermano; pero un tal ofrecimiento no está necesariamente ligado con la industria sacarífera ni obedece a exigencias de melindrería; no excluye que se separe lo justo de lo injusto, lo verdadero de lo falso aunque sea preciso llamar pan al pan y neopaganismo al neoidealismo. En ningún pasaje evangélico —en su texto auténtico al menos— se encuentra la obligación de permanecer neutrales frente a la cotidiana contienda del bien y del mal. La caridad no exige rehuir la polémica y los ademanes de fuerza; la fuerza es un don del Espíritu, y la polémica ha sido la primera literatura cristiana. Puede discutirse la oportunidad y manera de su empleo, mas no condenarla, so pena de repudiar también las invectivas de Nuestro Señor contra escribas y fariseos. Y los discípulos enviados no hablaron con menor energía. Santiago, el apóstol, flagelaba a los ricos, amadores del dinero, con recriminaciones apocalípticas. La fe es la fe, y no puede pasar por amiga de la antife. Ni el lenguaje ha de ser un salvoconducto para traspasar acá los productos de allá. 19

Bajo pretexto de caridad se toleran atentados contra la Iglesia y estupros contra la moral, se disculpa indistintamente todo y a todos. Pablo de Tarso dio del amor aquella definición que sólo podía dar quien se había introducido con violencia (“el reino de los cielos lo arrebatan los violentos”) en el más profundo misterio de la revolución cristiana; quien, por amor del hombre, había afrontado lapidaciones, naufragios, cárceles, hambres e injurias; pero aquella definición, que se cuenta entre los más originales himnos de la literatura nueva, va inserta en un documento de reprensión y de polémica; y la primera escrita por él —la dirigida a los Gálatas, que es el primer escrito del cristianismo—es toda ella una vehemente polémica para separar, cortando por lo sano, lo viejo de le nuevo, dirigida a espolear a los nuevos conversos en la lucha contra el pecado. Porque la vida del cristiano es milicia sobre la tierra. Poeta del amor, como quien no vivía en sí, más vivía Cristo en él, Pablo manejaba contra los adversarios malvados, la invectiva y la ironía, y hasta casi la injuria. “El saludo de mi puño y letra, Pablo. Si alguno no ama al Señor Jesucristo, sea anatema.” Así concluye la primera carta a los Corintios, en la cual va engastado el arcangélico himno al amor. Al amor a Cristo, se entiende. ¿Se pretende acaso cambiar los papeles y proceder de manera que no seamos anatematizados de los enemigos de Cristo? Es la verdad que rechaza el error. “El Evangelio por mí anunciado no ha sido sí y no; ha sido el auténtico sí, personificado.” No es la fe artículo indiferente; es “semilla” de muerte para los unos, de vida para los otros. Jesús es causa de salvación y de ruina; el que no está por Él está contra Él. O sí o no; el ni equivale a rechazo. Si los evangelizadores no hubieran tomado de frente al mundo pagano, con aquella tenacidad que, por sí sola, parecía un crimen a funcionarios del tipo de Plinio, se hubieran ahorrado persecuciones y muertes.... y aun hoy reinaría el paganismo. Fue Juan el que definió a Dios, Amor; pero fue también el hijo del trueno, quien, contra disidentes y negadores, se alzó fulminante como un antiguo profeta y sobre las grupas de los perseguidores desenfrenó los caballos del Apocalipsis. Una cosa importa y es terminante: que el móvil del combate no sea el odio, sino el amor al hombre, al hermano; que esto es lo que distingue al 20

cristiano del pagano; y con esto se vuelve al punto de origen, que hace de la polémica cristiana una lucha de la caridad. Esto da tono a la casi totalidad de la literatura antigua (cartas de Clemente, Ignacio, polémica antijudaica, antipagana, antiherética), instrumento de propagación de ideas, que tropezaban con un sistema consolidado por las tradiciones y la política, y empeñaban —como radicalmente revolucionarias— un combate de vida o de muerte. III Paréceme oír: —¡La polémica está ya superada!— Como si la Verdad se hubiera al fin desposado con la Mentira o se hubiese establecido la indiferencia universal. Si la polémica está o no agotada, puede verse en un Museo de los ateos militantes o en una colección de libros y opúsculos de la “tercera confesión”, que trabaja en Alemania por extraer una teología aria, de la tierra y de la sangre; sobre todo de la sangre. Nunca como hoy ha estado en cuestión la existencia de la fe cristiana. En otros tiempos se trataba de una lucha entre el cristianismo y las religiones paganas, entre el catolicismo y las denominaciones protestantes, entre la Cruz y la Medialuna; lucha entre dos religiones, que reconocían entrambas a un Dios del cielo. Hoy se sostiene la lucha entre la Religión y el Ateísmo, y, pues éste, sea en su forma marxista (Rusia), sea en su forma racista (Alemania), sea también en su forma petrolera (Méjico), se presenta como una religión del siglo XIX, puede decirse que la lucha está entablada entre el Cielo y la Tierra... ¡Es más que polémica! Es guerra. Y es la inevitable herencia del auténtico cristiano. El bautizado que no acepta las consecuencias del bautismo es un juglar; o un conservador con pantuflas que lleva por descuido una insignia revolucionaria; ya que el bautismo le compromete a vivir una nueva vida con una total adhesión del espíritu y del cuerpo. Una tal vida de fe sólo era conocida del mundo antiguo en algunos ejemplos ofrecidos por el único pueblo monoteísta, que era el de los israelitas, y aun éstos, en no pocas ocasiones, hasta con Moisés y David, se conciliaron con la idolatría; pero en los cristianos se generalizó en proporciones imponentes, y abarcó con implacable asedio instituciones y tendencias; tanto que los antiguos, habituados a una religión puramente externa, cuyas ceremonias no iban de ordinario más allá del convite, cuyas 21

abluciones no pasaban de la epidermis, se encontraron, no sin indignación, ante una muchedumbre que hacía de la religión el pensamiento y la acción principal de la vida, posponiendo a segundo plano todo otro pensamiento y actividad. Esta santidad de vida no se ha debilitado con el correr de los siglos; más bien se ha acrecentado. La indiferencia es su antagonista más temible; una antagonista que no lucha, que rehúye el combate, y abandonando el campo se agazapa en los linderos para consumar el rancho. La marcha del cristianismo es difícil y lenta; no sólo por los obstáculos que encuentra, sino también por las muchas deserciones. Porque son demasiadas almas las que se dan de baja, las que se adormecen en la mediocridad, en el ocio del espíritu, por librarse de la cotidiana fatiga de tener que dominar los sentidos y renunciarse a sí mismo para darse a los demás. Ciertamente, los que niegan la vitalidad actual del cristianismo tienen en la indiferencia de los cristianos el más vistoso argumento. Hay iglesias protestantes cuya actividad parece reducirse a la propaganda de la indiferencia religiosa. La Iglesia católica reacciona con vigor; sin embargo, la indolencia de muchos de sus hijos ha permitido muchas veces, en el curso de los siglos, que hombres desalmados, ya sean políticos o militares, la agrediesen y tratasen de eliminarla; y que llegaran a infamarla los más distanciados de su ley moral. Aun hoy, ha consentido que un virulento gobernante mejicano se metiese a regular, a golpes de decretos grotescos, la dirección de las conciencias, legislando lo que no le incumbe, disponiendo de propiedades ajenas, violentando a su antojo personas e instituciones. Con harta frecuencia, merced a esta pasividad, volvió a verse Cristo “capturado”, en su Vicario y en sus ministros, y la propia fe —la fe de la mayoría de los ciudadanos— se ha visto en países católicos sometida a la discriminación por una minoría de politiqueros. La santa Rusia se ha dejado convertir por una minoría en campo experimental de la cultura del ateísmo; y la España de los caballeros y de los místicos ha presenciado los horrores anticristianos de Asturias. Culpa de los ateos, claro está. ¿Pero quién ha formado esos ateos? ¿De qué escuela han salido tales discípulos? Esta abulia tiene en la ignorancia religiosa su causa o, al menos, su facilitación. El cerebro del indiferente, debido a esta ignorancia, únicamente se alimenta de las impresiones de la calle: las de la mediocridad que le circunda, la de un periodismo burlón y grotesco, las de 22

una literatura erótica con languideces místicas o, a lo más, de una crítica de reportaje. Cuando las ideas religiosas penetran en forma de retazos, citaciones, lecturas incoherentes, van aglomerándose con materiales heterogéneos sin posible fusión, sin coherencia ni profundidad de pensamiento. Puede el indiferente ser un excelente ingeniero, un afamado zoólogo, un experto filólogo, un hábil abogado, o un arqueólogo que ha estudiado las civilizaciones más extrañas; pero en punto de religión es el dogmatizante del tópico, siempre llevado de la opinión corriente, amigo del teólogo heterodoxo de moda; puesto a dar su juicio, cacarea el criterio vulgar y la frase manida con gran superficialidad. Afirma o niega según las ideas en boga. La indiferencia religiosa engendra, lógicamente, la indiferencia moral. Pero hay una indiferencia más astuta, la cual simula exteriormente el mayor acatamiento a la religión y a los mandamientos: y es el agnosticismo enmascarado del coqueteo sensiblero que, en nombre de Dios, que es caridad, torna de color gris cuanto toca: vicio y virtud, yerro y razón, Iglesia y mundo. Es el que, con el pretexto del amor, se retrae de la lucha; y amparándose en razonamientos retóricos justifica su actitud neutral. Vive y deja vivir, es su lema. No tenga miedo que se le estropee la digestión. Si hay que participar en una manifestación callejera, será el primero en ponerse los distintivos y rebosando satisfacción marchará a la cabeza o se subirá al estrado; pero en cuanto la manifestación tome mal cariz, será el primero en retirarse a su casa, dejando a los demás que se rompan las costillas. Luego que alguno resulte vencedor acudirá presuroso para chocarle la diestra. A los ojos de los agnósticos, de los indiferentes, las personas que se desviven por establecer el primado del espíritu, que se acaloran y luchan por una idea, aparecen ante ellos como cabezas calenturientas, míseramente vulgares, que buscan camorras y se hacen merecedores de las consecuencias de todas las contiendas: descalabros o algo peor. Y así afirmando los derechos de la cobardía o no afirmando nada, permiten que por los caminos de media Europa y América se desparramen los emisarios de las Ligas de ateos militantes: militantes contra cristianos inermes; y que en una inmensa región, como Rusia, y en un país católico, como Méjico, sean vejadas las conciencias y ligado el cuerpo de la Iglesia a una rueda dentada a la que sirve de lubricante la inercia de millones de bautizados. 23

Pero la dialéctica de los acontecimientos desencadenados por la última guerra, lejos de fomentar la indiferencia, nos ha forzado a optar, con una lógica intuida por el mismo Lenin, entre el cristianismo auténtico (católico) o el ateísmo. Y siendo esto así, ¿qué les resta a los del medio, a los neutrales, sino servir de mediadores del Anticristo, aun cuando por salvar las apariencias vayan a Misa algunos domingos? Queda bien claro que el que no se decide a estar activamente por Cristo, está pasivamente contra Él. IV También la indiferencia, por imposición de la naturaleza humana, tiene su substrato religioso, con dogmas y templos. En sus frontispicios ostentan la inscripción: “al Dios desconocido”; mas en las interiores capillas hay un ídolo presuntuoso e inhumano: el Yo, ante el cual todos los días se postran sus fieles. Dispone también de teólogos, para los cuales la integridad cristiana llevada a la práctica es simple intolerancia, residuo de endemia medieval, vencida hoy más por la ciencia. Custodios de la tolerancia a todo trance, mandarían a la horca, si les fuera posible, a quien ose afirmar que una cosa puede ser verdadera y otra falsa, debiendo ser todo neutral, y una tal aberración como ésta hace para ellos de dogma y anatematizan sin escapatoria posible al que así arguye como antisocial y enemigo de la ciencia. En asunto de tolerancia resultan intolerantísimos. Hasta dan por bueno el cristianismo con tal que desista de enseñar cosa alguna. Así las cosas, el católico atraviesa entre los fuegos entrecruzados de dos sectores: de una parte lanzan contra él la acusación de intolerancia, de la otra le arrojan, si a la mano les viene, trozos de carbón y tiestos de botellas, como a los fieles que se trasladaban al Congreso Eucarístico de Dublín. En América los neomaltusianos pretenden imponer a la fuerza las prácticas contraceptivas, mientras que los católicos sostienen que no deben aceptarlas: los primeros, como tolerantes, reclama al unísono, una ley coercitiva contra la Iglesia; los segundos, como intolerantes, no maquinan persecuciones contra nadie. El “obispo” anglicano de Birmingham tiene por evidente que el hombre es un descendiente del mono y que el pecado no es más que un vestigio de los instintos del mamífero, haciendo sarcasmo del dogma como es de ley en un tolerante de pura cepa; pasando a la práctica, veja de diferentes maneras a los ministros de su diócesis que se permitan tener fe en la Real Presencia. La Iglesia católica no toca a 24

nadie lo más mínimo, limitándose a usar de sus espirituales recursos con amigos y enemigos; por eso es intolerante; no pocos gobiernos la han perseguido y aun hoy dan muerte a sus hijos y echan por tierra sus altares: por eso son tolerantes, y lo que es más, actúan en nombre de la libertad. En España, por ejemplo, serían intolerantes los jesuitas despojados de sus propiedades; serían, en cambio, tolerantes los burgueses que, contraviniendo a su propio principio de la propiedad inviolable, los despojaron poniéndoles en trance de expatriación. La derrota de Alfredo Smith como candidato a la presidencia de los Estados Unidos, en las elecciones de 1928, tuvo por causa —como le echaron en cara en la convención de Chicago de 1932— el estar enclavado en la cruz de la intolerancia; ciertos metodistas y bautistas, con los miembros del KuKlux-Klan se lanzaron al ataque contra él, por ser católico, y contra la Iglesia con furia nunca vista de libelos y aun de medios coercitivos, tanto que, en su comparación, un acatólico, Nicolás Butler, conceptuó como bagatela a la Inquisición española. Mediante este procedimiento se impidió el acceso de un católico a la dirección del gobierno. En resumen, los cristianos íntegros son intolerantes en teoría; los otros lo son en la práctica. La intolerancia católica se extiende a la esfera de lo sobrenatural; la intolerancia anticatólica, teniéndole esto sin cuidado, desciende al terreno de la vida ordinaria y en él ejerce su furor. A fin de cuentas, el que va a galeras o muere asesinado, es siempre el cristiano que toma en serio su fe. El equívoco, que chorrea sangre, fue engendrado por la polémica anticatólica de los reformadores, y mantenido por historiadores interesados o superficiales durante los últimos cuatro siglos, en los cuales la cultura entabló proceso a la Iglesia. Hasta historiadores modernos, no todos acatólicos, nos presentan a la Reforma como el paraíso de los librepensadores; sin percatarse que de cada árbol, o poco menos, pende un anabaptista o un católico o un no conformista; en cambio nos presentan a la Contrarreforma como una especie de monstruosa cárcel, en cuyo recinto, enrojecido por las antorchas, corpulentos verdugos vigilan a los esqueléticos condenados que arrastran sus cadenas y recitan rosarios ante el pavoroso tribunal, presidido por un dominico colérico y un impasible jesuita, que bajo un crucifijo sombrío y frente a una hoguera llameante, fulminan sentencias de muerte; cuando en realidad, todos los castigados de todas las inquisiciones, no llegan, en total, a la quincuagésima parte de las víctimas católicas, inmoladas por príncipes reformados anticatólicos, en nombre de la libertad evangélica o de la libertad de pensamiento. También 25

aquí, desgraciadamente, la frase hecha, el prejuicio, la calumnia propagada, satisfacen y dan pie a la pereza científica de mucha gente, apoyada sobre el eslogan machaconamente repetido. Pasa así desde el año 30; las autoridades romanas matan a los cristianos, y ésos son los enemigos del humano linaje. Toda esta intolerancia se reduce a que el católico no tolera que la verdad sea equiparada con el error; como el matemático no tolera que dos más dos sean más ni menos que cuatro. De hecho, así piensa cada uno acerca de lo que tiene por verdad. Acaece aquí lo que Bernardo Shaw pone de relieve respecto de la infalibilidad que es hermana de la intolerancia: el Papa la reivindica para sí, mas no usa de ella sino con circunspección extrema, rarísimas veces y en materia de su particular competencia; los otros —diplomáticos, financieros, políticos, profesores— la rechazan de palabra, pero hacen de ella uso cotidiano, y muchas veces en asuntos que desconocen absolutamente. Sin decir que la verdad del católico, con ser para él revelada, está sancionada por siglos de profesión uniforme, por prueba de generaciones; y es objetiva, no subjetiva, esto es, no expuesta a oscilaciones, sino claramente formulada e inmodificable; mientras las verdades por los otros opuestas varían de persona a persona, en tal modo, que si la intolerancia de los católicos suma mil, enfrente de ella las intolerancias de los otros suman cien mil. La intolerancia católica lanza sus dardos contra el error, pero compadece, beneficia, busca a los que yerran, y en la dispensación de su caridad no indaga si el otro profesa o no la fe, está o aquella. Las intolerancias anticatólicas aparentan conmiseración con los que conceptúan que están en el error, pero se ensañan de buen grado con los que ellos, despreciándolos y excluyéndolos con frecuencia del derecho a ser tratados según la ley general. ¡Cuántas veces las reivindicaciones de los católicos han consistido en demandar ser tratados conforme al derecho común, después de verse marginados por el Estado civil o socialmente! Esto reclamaba Tertuliano bajo Septimio Severo; esto demandaba Lacordaire bajo Luis Felipe; esto reclama el arzobispo Rodríguez bajo Ruiz, y el cardenal Faulhaber bajo Hitler. Muy al contrario de lo que generalmente se cree, la intolerancia, trasladada del orden de los principios a la práctica de la vida, ha sido, si no rigurosamente suscitada, al menos robustecida teológicamente por el principio luterano y calvinista del determinismo moral, por el cual la voluntad, incapaz de elegir entre el bien y su contrario, va conducida a 26

ciegas, como un sonámbulo, por una fuerza extraña y superior. El católico se cree en posesión de la verdad, porque se profesa capaz de discernirla del error; el fatalista se juzga incapaz de distinguirlos, y por eso... condena a cuantos no piensan como él. La antinomia es dramática: libertad de interpretar la Biblia según la conciencia individual; mas el albedrío esclavo, incapaz de actuar según la conciencia individual; de donde, para evitar de la anarquía y para compaginar los dos contrarios principios, se impone el postulado de una autoridad que refrene las voluntades discordantes o sostenga las individuales impotencias con la espada y la galera, suprimiendo implacablemente a los disidentes del dogma oficial. Actualmente la espada y las galeras ya no se emplean comúnmente para estos menesteres; pero la intolerancia se ha adherido a la filosofía rezumada de la Reforma. Lutero abogó por el ejercicio de una autoridad armada contra los disidentes, eximiéndola de dudas con la convicción de que no es el príncipe sino el “mismo Dios quien suspende, agarrota, decapita y estrangula”. Recuérdese que las represiones de la revuelta de los aldeanos, desencadenada como consecuencia de las predicaciones del libre examen, él las quiso y él las hizo ejecutar a los príncipes, imputándoselas a... Dios. Decía crudamente: “La autoridad debe confiar los pérfidos herejes a su legal patrono Mastro Hans”. Mastro Hans era el verdugo. El laico Calvino dedujo de su personal interpretación de la Biblia la anulación de la libertad del querer y la matanza o el destierro de cuantos negasen su infalibilidad. El 22 de octubre de 1548 escribía al duque de Somerset, regente de Inglaterra: “Por lo que entiendo, Monseñor, tenéis en ésa dos tipos de rebeldes, que se han alzado contra el rey y contra el régimen: personas fantasiosas los unos, que con pretexto del Evangelio querrían ponerlo todo en confusión; los otros, personas obstinadas en las supersticiones del Anticristo de Roma. Bien merecen unos y otros ser reprimidos con la espada que se os ha encomendado, pues no solamente se insurreccionan contra el rey, sino también contra Dios.” Dios era... el dios de Calvino, que se había ganado a Somerset. Con este desprecio de la libertad de conciencia, hizo el reformador en Ginebra el experimento de una política inspirada en su peculiar teología: en el solo intervalo de 1542 a 1546, sobre unos catorce mil habitantes dictó cincuenta y ocho sentencias de muerte, y setenta y seis decretos de destierro. Más tarde, mientras pasaba por las cárceles la mitad de la población, eran muertos el poeta Jacques Gruet, reo de apellidar a Calvino “el gran hipócrita”; el patriota Daniel Berthelier, después de ser torturado por imaginarios 27

indicios; los dos hermanos Comparet, por haber susurrado contra el dictador, a cuya orden fueron descuartizados y sus sangrantes miembros suspendidos de los muros de Ginebra; y, por último, pues la lista se haría interminable, el célebre Miguel Servet, quien atraído con cartas anónimas y otros engaños a la ciudad, fue quemado el 27 de octubre del año 1553. Calvino imprimió una apología de los métodos empleados. Melanchton y Bucero, amigos de Lutero, aprobaron la ejecución del “hereje”, sorprendiéndose de que pudiera haber reformado que la desaprobara. Mas los humanistas que formaban el partido de los académicos reprobaron el crimen, y Calvino se justificó echando mano de un Salmo, deduciendo de él su deber de quebrantar cráneos, incendiar sembrados y exterminar ciudades de herejes; y, a buen recaudo, se guardó las espaldas desterrando y matando a... los protestantes que protestaban. Se ha dicho que fue propósito suyo organizar a Ginebra como un falansterio1 o un burgo comunístieo. Con un ejército de delatores reguló hasta los actos de la vida íntima, conceptuando como cosa monstruosa que el individuo pudiese tener opiniones propias. Su discípulo y sucesor, Teodoro Beza, nuevo campeón opuesto al dogmatismo romano, remachó en un aforismo las ideas reformadas: “La libertad de conciencia es un dogma diabólico.” Los teorizantes de las Landesschulen nazis, y de los sin-Dios rusos y mejicanos dicen que es “un dogma burgués”. La burguesía substituta del diablo... Entonces, como ahora, un tal principio como éste, imponía —por decirlo con el mismo reformador suizo— la obligación de “alancear virtuosamente a aquellos monstruos disfrazados de hombres” que eran los disidentes, merecedores de ser tratados como “perturbadores y crueles bandoleros de la Iglesia de Dios”, esto es, de... Beza. Decía también: “Mejor un tirano, por cruel que sea, que permitir el que cada uno proceda al dictado de su fantasía.” La fantasía era... el libre examen.” “Pretender que no es preciso castigar a los herejes, es como pretender que no se dé muerte a los asesinos del padre y de la madre, pues los herejes son infinitamente peores.” Estos extractos del pensamiento original de los reformadores son aducidos sin ningún propósito de polemizar con los protestantes modernos, 1

Comunidades rurales utópicas de vida en común, que fundaban en la idea de que cada individuo trabajaría de acuerdo con sus aptitudes y no existiría un concepto abstracto y artificial de propiedad, privada o común. Todo estaba reglado, todo debía seguir un orden muy particular, incluso el amor y el sexo. (Nota del Editor)

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pues los más inteligentes y serenos entre ellos, no menos que nosotros, condenan las incandescencias de aquel espíritu tiránico. Se aducen tan sólo, para demostrar cuánto tiene de convencional y arbitrario el concepto corriente de la revolución protestante como de una revolución de la libertad de conciencia. La única libertad garantizada fue la de la inquina contra la Iglesia de Roma, mientras la autoridad del Pontífice era sustituida por la más reducida en extensión y mucho más cruda en intensidad de minúsculos “papas” y “papisas” que surgieron a la cabeza de cada uno de los estados insurgentes contra Roma. Los teólogos católicos, por el contrario, prosiguiendo la polémica de los apologistas del segundo y tercer siglo contra la sociedad pagana, no omitieron la defensa de aquella libertad de albedrío, en la que se enlaza la personalidad humana con la autonomía del querer. Y los jesuitas, presentados comúnmente como agentes de la constricción de las conciencias, fueron los más tenaces sostenedores de los derechos del libre querer, frente al determinismo de derivación calvinista, profesado por los jansenistas, con la sugestión de la piedad y el prestigio de los escritos. Estos son los hechos. Y en los siglos de la Reforma, cuando en las teorías reformadas se escudaban los príncipes protestantes para encastillar el régimen en un absolutismo absorbente, y cuando los mismos príncipes católicos se aprovechaban de los protestantismos balbucientes que se llamaron galicanismo, lusitanismo, josefismo, etcétera, tomaban pie para hacer otro tanto, una sola potestad hubo, y ésta espiritual, que pusiera límites a su omnipotencia de cada día más infatuada: el Papado. Ancianos inermes se alzaron contra reyes proveídos de armadas prontas al saqueo, de diplomacias altaneras y de recursos monetarios capaces de comprar conciencias y urdir traiciones hasta en el Sacro Colegio. El Papado salió ciertamente malparado por los ataques sufridos de las armas y de las doctrinas de los poderosos del mundo, durante dos o tres siglos de rozamientos: pero se rehízo, habiendo salvado para el espíritu humano, la autonomía de la conciencia religiosa, a despecho de lo autoridad civil. Y aun, durante la lucha, llovieron sobre él las acusaciones de represor de las libertades galicanas y de las libertades humanas, en virtud de aquella volteriana deformación de las cosas, que entraba en la provisión de la lucha del absolutismo primero y del anticlericalismo después. Es también un hecho secular que todas las iglesias acatólicas, 29

protestantes y ortodoxas, no sólo no se opusieron al engullimiento de todas las potestades en la sima del absolutismo, sino que cooperaron a él con paliativos de decoro religioso, haciendo del jefe del Estado el jefe efectivo de la Iglesia (cesaropapismo), privando a las conciencias de todo asilo, hasta del asilo de los altares. Y entre, tanto, a lo largo de esos siglos, no hizo otra cosa la Iglesia que luchar magnánimamente, hasta ver en destierro y prisiones a sus obispos y a sus papas. La conciencia humana le ha hecho justicia, otorgándole nuevo crédito cuando parecía agonizar bajo los templos profanados y las cruces despedazadas, al reconocer que a través de la lucha, la potestad espiritual había circunscrito a la potestad temporal impidiendo el que se sobrepasase tiránicamente. Verdad es que, precisamente de esta acción del papado, deducen, de buena fe, muchos espíritus, los motivos para condenarlo: el papado habría hecho política e invadido la esfera de competencia del César. De aquí toma pie el pretexto político para privar a los católicos de las libertades comunes que les amparan diversas legislaciones, tanto en países católicos (Méjico, España), como en países protestantes (Escandinavia). En la cámara de los Comunes, en octubre de 1647, dos diputados, Selden y Marten, tuvieron el valor de proponer la tolerancia de culto aun para los católicos, a los que la negaba el mismo Milton por razones políticas. “No intento yo —decía en 1644— que se tolere el papismo; como él destruye los poderes religiosos y políticos, debe a su vez ser destruido.” Y en 1658 recalcaba: “En cuanto a los papistas, puedo decir brevemente que no se puede acordar su tolerancia. Mientras más se considera su religión, más se ve que no es una religión, sino un principado romano, el cual con otro nombre y bajo el velo de la religión católica, se esfuerza en conservar su antigua dominación universal.” Con las debidas salvedades, éste era el lenguaje de los teólogos y juristas de Caifás, de Decio, de Sapur, de Felipe el Hermoso, hasta Stalin, Calles y Goering: el pretexto político, desde que la Iglesia no tolera la mezcla de ambas potestades en manos de uno solo: del jefe del Estado. Cristo fue crucificado porque pretendía hacerse “rey”, y los cristianos fueron martirizados por “enemigos del Estado”. De aquí tomó Locke el sofisma que los modernos anticlericales han elevado a norma de gobierno: “Ninguna tolerancia para los intolerantes.” Lo mismo que se nos decía al principio. Con enorme insensatez, razonaba Rousseau: “Quienquiera ose profesar que fuera de la Iglesia no hay salvación, debe ser expulsado del Estado.” Con la pequeña diferencia de que el que profesa no haber 30

salvación fuera de la Iglesia no niega siquiera el saludo, antes, llegado el caso, usa de mayor cortesía con el que no cree; mientras Rousseau y los legisladores modelados según su Contrato, quita al que hace aquella profesión los bienes, la patria, la libertad. Siempre en nombre de la tolerancia. El tránsito de lo espiritual es atrevido, pero hecho con esa desenvoltura inoculada en tanta filosofía política moderna, no se aprecia. “La libertad: —escribía un hijo intrépido de Rousseau en los Annales de la jeunesse laique (sep. 1902):— ¡La libertad no existe! Cuando se encuentra un perro rabioso, se mata, y esto es todo.” Y otro librepensador explicaba lo del perro; “¡Contra el cura todo está permitido!... Es el perro rabioso al que todo caminante está en derecho de matar para que no muerda y contamine. Destierro, ostracismo, cárcel perpetua, baño penal y celular, todo es lícito contra él. ¿Discutir? No. ¡Amordazarlo, matarlo!”. ¡Y esto en un periódico que se intitulaba Raison! (21 dic. 1902). ¡La razón! De hecho la razón de la tolerancia anticatólica ha venido a consistir en los sobredichos procedimientos: destierro, ostracismo... Podría alguno pensar que semejantes preocupaciones no tienen razón de ser en países como Italia, donde el laicismo anticlerical está descartado, y el Estado reconoce como suya la religión católica. Esto es verdad. Pero, en cuanto cristianos, sentimos como a nosotros personalmente inferidas, las heridas causadas a la Iglesia en cualesquiera partes de su cuerpo: no sufre un miembro sin padecimiento y riesgo de los otros; aparte de que un Estado es religioso en la medida en que se mantienen religiosos sus ciudadanos, defendiendo la fe hasta de infiltraciones capilares. No es viable un Estado religioso en una nación atea. Y aun allí donde están bien defendidos los confines, el anticristianismo se mueve y se cuela por entre las grietas. Por eso nos acaloramos. Orilladas las más probables objeciones a un trabajo de esta naturaleza indaguemos serenamente los términos de esta revolución cristiana, frente a la cual los personajes aludidos no fueron o no son otra cosa que reaccionarios empeñados inconscientemente en restablecer el orden de cosas derrocado por el Evangelio; y veamos si hoy, como hace diecinueve siglos, es Cristo el signo de contradicción, enarbolado en el deslinde de dos corrientes de vida y de muerte.

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LOS TÉRMINOS DE LA REVOLUCIÓN CRISTIANA

“Con la encarnación o la asunción de la humana naturaleza, dio comienzo la historia de la santa revolución de Cristo.” (P. Tosti). Comenzó, en efecto, la sociedad nueva a contar, desde ese momento, los años de un ciclo secular que se desligaba del antiguo para recorrer su propia órbita. El autor de esta revolución expresó claramente el carácter de su obra de destrucción y reconstrucción, y no disimuló los riesgos. Dijo que había venido a traer la guerra y no la paz, a enfrentar los hijos contra sus padres y a los maridos con sus mujeres. Empezó Él mismo a contrastarse con los magnates de su pueblo, a desafiar las castas dominantes de escribas y fariseos, a dividir en dos la estirpe judaica. Siguiendo su ejemplo, innumerables hijos e hijas abandonaron, superando oposiciones a veces muy trágicas, la casa paterna. Pablo —crecido en la escuela de los fariseos— atravesó como un renegado la diáspora de sus connacionales; en todas partes era asaltado, maltratado, golpeado, encarcelado, bajo la acusación de subvertir las tradiciones recibidas y las leyes del Estado; y cuando llegó a Roma le hicieron presente los príncipes de la Sinagoga que habían oído hablar del Evangelio con ocasión de los tumultos que había suscitado en muchos centros del Imperio. En el siglo II Autólico, Cecilio, Diognetes, Elio Arístides, sofistas y magistrados, lo poco que conocían del cristianismo es que era un fermento de desórdenes. El mundo antiguo se fracciona en dos: uno que penetra y avanza, otro que se defiende y acusa. Cuando Celso, después de refutar a su modo la doctrina de Jesús presentada como una stasis, una revolución, invita a los cristianos a volver como buenos patriotas al orden constituido, rehaciendo la unidad venerada y gloriosa rota por ellos, recoge el voto de los más clarividentes sostenedores del sistema pagano. El populacho no se entretiene en refutar, pero irrumpe en las plazas y demanda a voz en grito la 32

muerte de los cristianos, “enemigos de Roma”, hostes publici y del género humano. Su tenor de vida, sus doctrinas aparecen en tal manera inusitadas, que los emperadores condenan como innovadores o revoltosos a los que las exponen, mientras el nombre de cristiano ya es suficiente para constituir un reato de lesa majestad y lesa religión, y el vulgo les imputa un sinnúmero de crímenes contra la naturaleza. Cuantas veces un César, al tomar las riendas del Estado, considera como un deber patrio, para consolidar el Imperio, el perseguir la nueva secta, y llegar hasta exterminarla. Porque el ejército estaba desunido, quebrantada la unidad familiar, se despreciaban los símbolos de la patria, se olvidaba su historia... Parecía una deserción en masa. Tan radicalmente distintos eran los cristianos de los paganos, que Clemente Alejandrino llamaba a la conversión una deserción peligrosa, aunque grata a Dios; y Justino la apellidaba µεγιοτον δγϖνα el mayor de los combates. La joven matrona cartaginesa, Perpetua, resistía a las caricias y a los malos tratos de su padre pagano; se dejaba pisotear, pero no tornaba a la religión de los lares y de la ciudad, aun cuando le había dado un nieto, continuador de la estirpe; y le desgarraba el corazón por no poder complacerle. Hasta los esclavos, cosa nunca oída, osaban sustraerse a la religión de sus amos: ellos, que le pertenecían como el caballo o la copa de alabastro. María respondía a su ama que su dominio se extendía al cuerpo pero no al alma, y Euelpisto contestaba al juez que era esclavo de César pero liberto de Cristo. —¿Por qué –preguntaban los jueces vibrando de amor patrio–, habéis abandonado los usos romanos, para abrazar los cristianos? Deseos tenía Tertuliano de demostrar que no existía tal contraste entre cristiandad y romanidad sino entre cristiandad y paganismo; pero los romanos no estaban entonces para distinciones. En esta imposibilidad, se hablaba de un nuevo pueblo, de una nueva raza, de una nueva ciudad; y en la nueva ética se rescindían los vínculos religiosos que sujetaban los súbditos al jefe del Estado, sustrayéndole una inmensa zona de su señorío —la del espíritu— para ponerla en manos de un israelita, condenado al patíbulo por un funcionario romano. La doctrina era propagada como palabra nueva, y a su aceptación antecedía este mandato: —¡Arrepentíos!— Esto es: —¡Reformaos! Hasta 33

ahora habéis sido así; en adelante sed otros. El mundo vive como vive: “no conforméis vuestra vida a la de este mundo”. La vida social se manifestaba en asambleas, fiestas familiares y cívicas, iniciadas y acompañadas con ritos idolátricos, connaturales al sistema de ideas y de vida de la generalidad: y los cristianos abandonaban las asambleas, no comían la carne de los ídolos, molestaban al huésped o a la comunidad con sus negativas, se abstenían del circo, del anfiteatro, del teatro, del ágora, por no contaminarse, condenando ostensiblemente lo que todos practicaban. En cambio, se reunían en sus propias asambleas, siendo así que la ley negaba, fuera de algunos casos bien definidos, el derecho de asociación y de reunión. ¡Eran enemigos de la patria! Tiberio, Nerón y Domiciano, ayudados por los soplones y delatores, habían hallado un campo virgen de acción, a quienes poder culpar de todas las desgracias que acontecían, y poder así recibir los aplausos de la turba enloquecida. Se comenzó entonces la persecución y ha proseguido hasta hoy. Durante la Reforma fueron tachados los católicos de hostilidad a la nación, de enemigos de la raza, de servidores de un soberano extranjero, por cuanto residía en Roma. Y, como tales, se les vejó en el Kulturkamp ayer, en Méjico hoy. ¡Los von Rom! —“¡Heitmatlos!”, era llamado Windthorst2 por Bismarck. Desertor del eslavismo era considerado Soloviev porque no juzgaba a la Roma católica extraña a la fe cristiana; semiextranjeros son considerados aún hoy los católicos por los anglicanos y episcopalianos más conservadores, y a todo un cardenal Faulhaber han pretendido darle lecciones de patriotismo unos plumíferos de Munich y Maguncia, militantes hasta ayer en 1as filas de la Internacional. Las alharacas anticatólicas de los últimos decenios, no han sabido encontrar más original grito que éste, lanzado hace tantos siglos sobre las graderías de los anfiteatros del Imperio. Y no van del todo descaminados, porque en pie permanece el contraste entre la espiritualidad de los unos, delimitada por la raza y el suelo, y la espiritualidad de los otros que no reconoce barreras. Pablo, Basilio, Agustín no se sentían menos romanos que los otros; pero apreciaban de diferente modo su romanidad, cuyo valor habían transformado. En el aspecto étnico, el cristianismo anulaba los factores sociales. El primer resultado de la conversión de gran número de judíos fue su absorción en la comunidad católica romana, en la cual no 2

Ludwig Windthorst (1812 – 1891), fue un político alemán del Partido Centro Católico, el más notable oponente del Canciller Otto von Bismarck. (N. del E.)

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contaba ya la circuncisión. *** Nadie esperaba la revolución cristiana; pero un cambio profundo que instaurase un nuevo orden, puede decirse que era esperado por todos, con aquella expectación temblorosa que precede a los cataclismos. Los pueblos iránicos suponían que de los Avesta emanaría la esperanza de un héroe benéfico que transformase el mundo. Virgilio evocaba en su cuarta égloga una aspiración semejante, recogida de grupos de iniciados y de la intuición popular. El pueblo judío se hallaba en inquieta tensión aguardando con el milenario un régimen de justicia nueva que reparase 1as iniquidades del presente. Se esperaba un Salvador, es decir, alguien que trajese la salud. — Todo el cuerpo está enfermo, había sentenciado Hipócrates—. Todo el organismo social estaba enfermo. Varios generales se habían presentado como soteres, salvadores, pareciéndoles ser ésta la más elevada ambición de un conductor de pueblos. Poetas y filósofos se habían dedicado a idear procedimientos sanitarios y catárticos. Procedentes de los puertos del Egeo y del Ponto Euxino, acudían por todas las escalas del Mediterráneo multitud de embaucadores, magos, inventores de religiones purificatorias, sabedores de abluciones sagradas. Gran necesidad existía de lavado, pues la culpa a través del cuerpo manchaba el espíritu, solidificando sobre él sucísima corteza. Las pobres gentes se sometían a toda suerte de lavatorios; algunos dejaban que de una malla lloviese sobre ellos la sangre de un toro degollado, y, convencidos de su renacimiento, comían por algún tiempo papillas de leche, como infantes rehechos; otros, con menor embarazo, descargaban sus pecados sobre el cuerpo de un cabrito inocente o de un mendigo engordado, y lo purificaban en un río sacro. Pero evidentemente no era cuestión de lavatorios, y el agua toda del Mediterráneo no hubiera enjuagado la psiquis de una matrona de uno solo de sus adulterios, que le pesaban con los años. Existía, no obstante, la necesidad de una palingenesia3, es decir, de un nacer de nuevo. Y se satisfizo en el bautismo. Era éste un signo exterior de una esencial renovación interior, por el cual se sepultaba el hombre en una tumba, como Cristo, para resucitar transformado. Se decía “nuevo”, “renacido”, “rescatado”. Era el cristiano el hombre nuevo, que había roto todo lazo con el pasado y entraba a formar parte de una nueva sociedad. 3

Procede de las palabras griegas palin (de nuevo) y génesis (nacer). (N. del

E.)

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Poco importaba que fuese o no ciudadano de Roma, tanto es así, que ninguna manifestación cristiana de alborozo acogió el edicto de Caracalla que extendía la ciudadanía a casi todos los habitantes del Imperio. Lo que importaba realmente es que el cristiano fuese ciudadano de la ciudad celestial. De esta forma, el cristianismo se enfrentó contra el Imperio — mientras éste forzaba a la idolatría—, siendo perseguido de momento, pero estando seguro de que le derrotaría en el porvenir. *** La economía nueva de la humanidad se inició en el mundo sobrenatural con la encarnación de Dios. Por contraste, en la mitología se contaba de los dioses que asumían provisoriamente formas humanas para captar el amor de alguna doncella. La operación inversa, la de hacer al hombre dios, se cumplía más frecuentemente. El Senado deificaba a toda marcha; primero a César, después a su mujer, después a sus consanguíneos y colaterales. Desaparecido el Senado y los Césares, se continuó deificando a los poseedores del dinero y a sus mujeres. El mundo nuevo traído por el cristianismo procede del acto de Dios, que de su Hijo hace un hombre: un verdadero hombre. Tremendo acto, que el espíritu, atiborrado de lecturas frívolas y de conversaciones fútiles, no siempre sabe apreciar; pero que tuvo consecuencias eternas, y dividió la historia del hombre en dos sectores: el de la esclavitud y el de la libertad. Pensamiento éste que hacía derramar lágrimas de emoción a los Padres llegados a la Iglesia de la idolatría. Encadenados primero al pecado, se sentían liberados gracias a la cruz. La humanidad era más o menos consciente del peso de esta servidumbre de pecado. Los profetas de vez en cuando le devolvían la esperanza con los anuncios de una emancipación mesiánica. Al llegar la plenitud de los tiempos, Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, cargó sobre sí con los pecados de todos; y con esta carga de culpas ajenas, ofreció su sangre al Padre en expiación. Dice Schaw, que ésta es una doctrina mercantilista establecida por Pablo, la cual, al establecer ese fácil traspaso de los pecados, del que los comete al que es inocente, constituiría un principio de iniquidad rayando en la irresponsabilidad. Pero jamás dijo esto San Pablo. Enseñó que Cristo 36

tomó sobre sí los pecados del mundo, pero imponiendo a la vez la ley de imitarle, de nunca más pecar, retirando en caso contrario la fianza. Vino Él como hijo del hombre, trabajó con sus manos, se sometió a los escarnios, a los salivazos, a la muerte. No era esta la forma en que la humanidad lo esperaba: el Libertador vendría de forma refulgente como un guerrero majestuoso, erguido en su carroza, que haría morder el polvo a sus enemigos espantados con sola su presencia. No podían concebir la idea de un Dios crucificado, de un Dios que a la vez era un provinciano privado de la ciudadanía romana; esta idea soliviantaba a los nobles romanos y a las matronas; echaba por tierra cuanto ellos sabían sobre la divinidad. Su enseñanza fue anunciada a todos, comenzando por los pobres; lo que no hubieran hecho ni Platón ni Séneca, que jamás soñaron en comunicar sus doctrinas a los escitas ni de explicarlas a los esclavos, estando reservada la sabiduría, entre los antiguos, para las personas de bien, conviene a saber: a las personas pudientes, sanas y nobles de la propia ciudad. Su enseñanza fue, además, expresada en un lenguaje sencillo y corriente, para que fuese conocido por todos, muy al revés de los hinchadas sentencias morales de los maestros pre y post-kantianos. Y pues perseguía la creación de un ordenamiento peculiar, su Ley constitucional contenía sólo dos artículos —dos preceptos— reductibles el uno al otro: 1) Ama a tu Dios sobre todas las cosas; 2) Ama a tu prójimo como a ti mismo. El primer mandamiento partía de la unidad de Dios, en una época en que pululaban multitud de dioses: cada estado tenía los suyos, y asimismo, cada región, cada familia, cada ciudad; elementos de dispersión y de desunión. El culto estaba topográficamente ligado a la estirpe y al lugar, por manera que cualquiera que se alejase de ellos, se convertía en tránsfuga. Al servicio de este culto estaban los hieródulos, hombres y mujeres dedicados como esclavos al culto de los dioses. Y todo esta diversidad de deidades venía a ser suprimida por un monoteísmo universalista intransigente, en el cual los hombres todos, de todas las razas y familias, se reencontraban, unificados como hijos de un solo Padre, borrando de una vez la diferenciación antigua entre griegos y bárbaros, con todas las otras de casta y de política. Ni se hablaba de simple adoración. Se hablaba de amor, que era otra novedad incomprensible. Los estudios etnológicos han descubierto huellas 37

de amor en las plegarias al Ser supremo únicamente en los pueblos muy primitivos, indicio de una revelación originaria. Mas los paganos de uno y otro lado del Tigris y del Danubio, y en la práctica los mismos israelitas, ofrecían a la divinidad hogazas y ganados, vino e inciensos, con una intención eminentemente mercantilista de dar para recibir. La divinidad, en contrapartida, debía conceder provisiones, riquezas, victorias, larga vida, curaciones y otros palpables servicios. La práctica de la magia, que era la forma de religión popular más difundida, consistía en captar a un dios con fórmulas de encantamiento, y utilizarlo como ejecutor de los propios quereres, revanchas, enamoramientos, negocios... Cristo, en cambio, preceptuaba la entrega del corazón, esto es, un absoluto sacrificio del ser entero; un no cuidar de sí por darse a Él, traspasando a Otro, fuera y por encima de sí mismo, los afectos hasta entonces concentrados en el propio yo; y esto no durante media hora o en fechas memorables, con sacrificio de volátiles y de mamíferos ajustado a tradicional rito, sino en los momentos todos del día y con espontánea donación. El centro de los afectos era trasladado del hombre a Dios: cambiado totalmente el término de referencia. Consiguientemente todo se subordinaba a Dios: campos, negocios, mujer, patria, empleos; los hombres y sus cosas se reducían a Él, como a principio y fin. Y su Ley, sobrepasando a la humana, la invalidaba en cuanto le fuera disconforme. El vaciamiento que de sí mismo debía hacer el cristiano para ser colmado del temor y del amor de Dios era una renuncia loca para el paganismo, en el cual el hombre se servía a sí mismo, idolatrando sus deseos y pasiones. El pagano hacía a sus dioses semejantes a sí, prestándoles sus pasiones, nombres e historias. Los cristianos se hacían en cierto modo semejantes a Dios, cumpliendo su Ley. Parecía también loco renunciamiento el del amor debido, — entiéndase bien: debido, un débito, una deuda u obligación— al prójimo: a los parientes, a los lejanos, al enemigo, al centurión, a los simpáticos, a los antipáticos, a los acreedores mismos, a los usureros mismos, hasta al verdugo, hasta a los enemigos del otro lado del Danubio y del Eufrates; y debido, para prevenir equivocaciones, en la misma medida que para nosotros usamos, esto es, sin medida. No era ya el prójimo un chusma de rivales que porfían por conseguir un puesto y por disputarse las mujeres, ni una turba de forasteros o desconocidos que como cortesanos ambicionan ciertos bienes; era una más grande familia: —la Familia—; de donde la 38

aun más repulsiva consecuencia, de que todos, por pertenecer a una misma casa con un Padre común, eran allí iguales, por ser todos hermanos; el esclavo, hermano del César; el desarrapado cliente, hermano del patrono; la peinadora siria, hermana de la patricia romana. Y, lo que es peor, una tal parentela no quedaba reducida a ficciones de filosofía humanitaria como sucedía con algunas ideas filantrópicas de Séneca, sino que pretendía traducirse en obras. Celso y Juliano reflejaban los resquemores de toda una casta resentida, cuando se alzaban contra semejante familia, que llegaba hasta acoger andrajosos y libertos, artesanos y pastores, la hez urbana y la plebezuela rústica; mientras las más respetables religiones se cuidaban de reclutar sus adeptos entre las clases altas. Nadie más que un loco podía abrazar un programa de tamaña degradación; y Pablo, que lo comprendía, no sólo no despuntó las púas, sino que calificó ingenuamente el programa de escándalo para los hebreos, y de necedad para los gentiles. Pero esta locura era presentada como sabiduría, mientras se hundía a su choque el orgullo racial, los privilegios de casta, las diferencias burocráticas. Por eso, el hombre viejo que detentaba los privilegios, reaccionó. Y claro está, que el hombre viejo no murió con el cristianismo: por eso dura la reacción, como dura la revolución. ¡Decrepitud contra juventud! Justo es añadir que la acción demoledora del cristianismo contra el antiguo orden se limitó a combatir las antítesis irreductibles; mas, cuando le fue dado, custodió y con discreción incorporó los elementos aprovechables que la razón natural, la especulación y la experiencia habían acumulado en el seno de la civilización pagana. Les dio el crisma de Cristo; bautizó en cierto modo a Platón y a Séneca, y asoció a sus filas a Sócrates y a Musonio; sometió a su proceso de elevación a Dios las más puras tendencias del alma humana de todos los tiempos. De manera que Cristo no sólo separó sino que coaligó a la vez los dos mundos; los distinguió y los saldó en su propia persona. En la cumbre de las dos vertientes plantó la cruz, y ella fue como señal de reconocimiento para el pasado y para el futuro. La misma destrucción no fue llevada a cabo por medios violentos; no se metió con las instituciones políticas y sociales; actuó en la raíz de los pensamientos, con la sola fuerza de la persuasión: persuasión no tanto de discursos cuanto de amor. Un odio al mal la impulsaba; pero para los hombres, sólo piedad, como de Padre a hijos. Y este fue el infinito don de Cristo: otorgar de nuevo a los hombres la paternidad de Dios. 39

Era la tierra una inmensa Siberia, donde una parte de la humanidad era empujada hacia adelante como un rebaño, por la otra parte que, látigo en mano, hacía de carceleros. Explotados y explotadores, siervos y amos, prisioneros y esbirros marchaban, yuxtapuestos los unos a los otros, desconfiados unos de los otros, en un país extraño, bajo un cielo implacable, atraídos por una ilusión o por un destino, al cual los dioses mismos se rendían impotentes. El estoico oponía al infortunio una actitud de resignación, pero, si llegaba a la desesperación, recurría, como una liberación, al suicidio; el platónico y el judío helenizante habían soñado en un Dios lejano, esfumado sobre los cielos, extraño a la suerte de los hombres, cuyos suspiros no le alcanzaban. Y así se caminaba, cuidando cada cual, si se podía, de arrebatar en la marcha algún bocado de más. Según algunos críticos, las ideas de Platón, de Aristóteles, del epicureísmo, del estoicismo, del neopitagorismo... habrían concurrido substancialmente a la formación de la doctrina cristiana. Pero, por nobles que fuesen los ideales religiosos de los griegos, distaban enormemente del ideal de los cristianos. Faltaba allí la Providencia, la paternidad, la gracia de Dios y el amor al prójimo. Incluían, en cambio, el endiosamiento idealístico del hombre, el materialismo, el fatalismo, el miedo a la divinidad, el egocentrismo. Eran dos sistemas que giraban alrededor de dos ejes independientes, aunque en sus órbitas tuvieran parciales y momentáneos contactos. Cuando la filosofía religiosa del siglo III trató de suscitar un substituto de Jesús e idolizó la figura del neopitagórico Apolonio de Tiana, le atribuyó virtudes y milagros que remedan los del Evangelio; mas, a fin de cuentas, terminó por crear un egocéntrico, ocupado en hacer ostentación de sí mismo, e indiferente a la suerte de los hombres. Sin Cristo los hombres quedaban solos e impotentes contra la fortuna ciega, la Heimarmene, que los tenía oprimidos, y esa creencia se veía reforzada por las doctrinas astrales de los “caldeos”. Frente a un destino implacable, el espíritu trataba de evadirse de él mediante la magia y el ocultismo, que se apoyaban en deidades libertadoras. Y aun aquí se establecía una especie de adulteración del Libertador, el Redentor de los cristianos. ¡Mas, cuán grande divergencia de concepciones! Para valorar la espiritualidad del cristianismo en comparación con el materialismo del paganismo, basta recordar que la salud cristiana era la salvación del pecado, en tanto que la pagana lo era del destino y de los astros. Verdaderamente el astro de Bethleem ponía en fuga el Zodíaco, que 40

tenía como embrutecida la conciencia de los hombres. Cristo deshacía la Heimarmene, y su reino de liberación destruía el férreo reinado de la Necesidad. Una liberación semejante rastreaban los misterios “literarios” paganos: pero, ante todo, estaban reservados a minorías selectas; porque la sabiduría, como la ascesis religiosa, seguía siendo patrimonio de ricos, de los otiosi, y el ideal del hombre se reducía a una bondad, cifrada en la salud, en la riqueza, en la hermosura. Para los menos pudientes y trabajadores, existían misterios populares, cultuales, de acción preferentemente exteriorista, que sólo más tarde se enriqueció con doctrinas salvíficas. Un complejo, en suma, de dramáticos forcejeos de liberación. Liberación del hado, de la muerte y, sobre todo, de la desconsolada tristeza que, a pesar de las apariencias, gemía en el fondo del alma antigua, para la cual mitos y amores, vinos y fiestas, acción y gnosis, no eran otra rosa que tentativas y pretextos para olvidarse. Bajo aquel exterior regocijo, gemía una tristeza inconsolable, con el sentimiento de un cautiverio sin otro rescate que el de la muerte, la cual, unida a la fatalidad, enlutecía de desesperación la corta vida. En contraste, el Evangelio fue el anuncio de la liberación y del gozo. De aquí que Pablo exhortaba a los cristianos a estar alegres. Del rebaño de deportados, Cristo formó una familia, reavivando la esperanza y el gozo aun viviendo en un páramo glacial; descubriendo una vida nueva. Hizo que el uno viese en el otro, hasta en el galeote y en el esbirro, el semblante del hermano. Para el discípulo de Jesús, aquel caminar en tierra de destierro no era la vida: era apenas un episodio infinitesimal de ella. La vida estaba en otra parte. Por aquellos años, Horacio había expuesto en versos latinos la preocupación anacreóntica del vivir al día, rimada de nuevo en italiano al renacer del paganismo: Chi vuol esscr lieto sia: (Esté alegre el que lo quiera): del doman non v'è certezza. (del mañana no hay certeza). Cuando para el cristiano, es justamente al revés. El hoy es el inseguro. Vas por tu camino y la carroza de un magnate o el auto de un distraído te atropella, o te mata un síncope o una descarga eléctrica. El mañana, en cambio, es la única cosa segura, dada a todos en la visión de 41

Dios o en la tortura del fuego eterno. Con el cristianismo, el hombre no había de vivir ya para el hoy, para los veinte, cincuenta, cien años, asignados a la descomposición de su endeble organismo; debía vivir para mil veces mil años, para la eternidad. Y después del sacrificio del Cristo, dependía del arbitrio de cada uno el procurarse un destino sin fin. Hechos sujetos de una responsabilidad infinita, hasta los esclavos de las minas, hasta los braceros hambrientos, podían sobreponerse a la angustia económica y sentirse libres. Por proporcionar al hombre una auténtica libertad interior, el cristianismo ha sido combatido por el Estado pagano de entonces y de después; intentaron adulterarlo con las herejías que negaban el libre albedrío del hombre, para reducirlo a ser un mero juguete en manos de un Dios antojadizo, o un vil utensilio en manos de los poderosos de la tierra; intentaron halagarlo con regalos e inducirlo a vegetar en dorados y viciados recintos. Y la Iglesia, que no quiso doblegarse, se vio durante siglos y se verá por largo plazo escupida, maldecida y crucificada cada día, como Cristo, cuyo cuerpo místico es, por querer renovar en todo tiempo la obra de liberación que Él nos trajo. *** El cristianismo, nada más nacer, emprendió inmediatamente una vehemente polémica contra la idolatría. Y se comprenden sus consecuencias políticas y sociales, cuando se piensa que la vida de los antiguos, esencialmente atea, estaba ligada, en fuerza de la superstición y la costumbre, con el culto de los ídolos, símbolos de la patria y de la familia, expresiones plásticas de una peculiar concepción de la existencia. Idolatría no eran tan sólo las divinidades de mármol, bronce o leño; era también todo un sistema basado en el culto del propio egoísmo, en cuya comparación los preceptos principales de los cristianos sonaban como clamor de alienados. Profesaban los cristianos que la salvación se obtenía por los méritos de Cristo, haciéndose sus seguidores hasta el punto de convertirse cada uno en otro Cristo, aún a riesgo de terminar como Él en un patíbulo. Este condenado a muerte se proclamaba a sí mismo como la Vida, la Luz, la Verdad y el Camino; pero los paganos entendían por vida y por luz una muy diversa manera de brillar y vivir la vida; la mayoría de la gente lo entendía como la mejor forma de procurarse los bienes tangibles, bien lejana del renunciamiento que Cristo imponía a los suyos, y que en vez de 42

iluminar, parecía que ensombrecía de tristeza la existencia del hombre. En cuanto a la verdad, para los paganos era una ocupación de filósofos, y, en la práctica, la verdad era la que a cada uno le parecía serlo, como entre los neoidealistas de hoy. Acerca del camino, se disponían leyes, costumbres y legiones para abrirlo según lo que más convenía. Y a todo esto, ¿qué Vida era Cristo, cuándo enseñaba que la muerte es la vida, y el fin el principio? Decía más: —El que ama la vida la perderá; y el que la odia en el tiempo, la conquistará en la eternidad—. ¿Qué significaba “la vida es Cristo y la muerte una ganancia”, sino la aberración de un loco o un engaño? “La fuerza se manifiesta plenamente en la debilidad”: ¡el débil es el fuerte!” “(Dios) ha llamado a los necios del mundo para confundir a los sabios; a lo que débiles para confundir a los fuertes.” ¿Podía una tan flagrante subversión del sentido común ser aceptada por quien hacía depender de la espada, del dinero y de la retórica el éxito de la fuerza? Era para ellos natural que estas doctrinas las aceptasen los débiles, los vencidos, los marginados, a quienes, por fin, se les hacía justicia. Pero tan lejos estuvo Cristo de ensombrecer de tristeza nuestra vida, que a los puntos de su programa moral los llamó bienaventuranzas, los cuales sirvieron para confortar a millones de seres atribulados. Se trataba de una bienaventuranza o felicidad interior, muy distinta de la felicidad bullanguera a la que aspiran los hombres mediocres, siempre ruidosa y superficial. —Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra—. En cambio, los latifundistas, sean senadores o militares, apoyados en su prepotencia, disputaban a los colonos la poca tierra de que disponían, obligándolos a cederla del todo y a sujetarse a ellos como semiesclavos. —Bienaventurados los pobres de espíritu—, esto es, los que saben despegar el corazón de los bienes de la tierra, señoreándolos sin ser de ellos señoreados. —¡Bienaventurados los misericordiosos!—. Séneca recomendaba la clemencia, pero sin la piedad, pues ésta le parecía un atentado contra la justicia y una debilidad. —Bienaventurado el que tiene hambre y sed de justicia—, en una sociedad sostenida sobre injusticias políticas, sociales, jurídicas y sexuales. —Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos 43

de Dios. Esta concepción de la felicidad desquiciaba a los paganos. Para Homero, para los egipcios y los asirios, eran denominados hijos de Dios los caudillos de la guerra, y en Roma lo eran los generales más valerosos o más intrigantes, favoritos del emperador. Era predilecto de los dioses el que había dado muerte a mayor número de enemigos. Mas si esta concepción de la felicidad censuraba los intereses y las ideas de los dirigentes de una sociedad implantada, no sobre el amor, sino sobre la fuerza, llegaba en buen hora a la masa ansiosa de paz y arruinada por la economía de guerra. El imperio se iba convirtiendo poco a poco en una industria cuyas ganancias, en su mayor parte, eran consumidas en las guerras. No quedaban ya por conquistar países ricos como Egipto, el Asia y las Galias. Quedaban tierras pobres como la Germania, la Sarmacia, la Dacia, que suponían, a la larga, un ruinoso derroche de riquezas y de vidas humanas. La guerra había constituido la fortuna de Roma; ahora, como Saturno, comenzaba a tragársela de nuevo. Aún más antítesis: —Los primeros serán los últimos; los últimos serán los primeros. —El que entre vosotros quiera ser el mayor, sea vuestro servidor. Ser el mayor, poder mandar, al revés de la concepción universal, significaba servir; servir a los súbditos. Cristo, ante todo, había venido a servir. Gran motivo de orgullo para los esclavos. El que comete una ofensa debe repararla; el que la recibe debe perdonar setenta y siete veces siete, esto es, siempre en la práctica. Y el perdón era el correctivo heroico, la resolución constante en la paz de una serie de injusticias que reclamaban una serie de venganzas, por cuya causa las relaciones humanas paraban con harta frecuencia en duelos desleales y despiadados. De este modo, por una concatenación lógica, el orden nuevo, espiritual, fundado en valores sobrenaturales, se proyectaba en las relaciones sociales, abarcando las manifestaciones todas de la vida.

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EL NUEVO ORDEN

La sociabilidad cristiana es una ordenada y armoniosa convergencia —un retorno— al Uno, a Dios. Importa, por consiguiente, autoridad, unidad, concordia, igualdad, libertad. Estos ideales se abrieron paso hasta en la esfera política, venciendo resistencias sostenidas con hipocresías y múltiples compromisos, aun en los siglos cristianos. Aun hoy, están lejos de su realización completa. La autoridad no es una prerrogativa otorgada a un particular para sus personales usos y abusos; es un ministerio, una servidumbre, y como proveniente del Creador, y al igual que las demás servidumbres sociales, recibió del cristianismo un carácter sagrado, en cuya virtud fue colocada por encima del despotismo de un césar-dios. Recíprocamente, la obediencia, a la que como autoridad tiene derecho, no es una imposición ni una hipocresía, sino un sentimiento avalorado por la conciencia del bien social. La concordia nace de la conciencia del fin común a todos: la salvación del alma. Cuanto le es opuesto, debe ser rechazado. Por eso la autoridad es para los dependientes de ella, y no éstos para la autoridad. Por eso toda suerte de sociedad va dirigida a facilitar y no a estorbar la consecución del fin de todos y cada uno, sin que le sea lícito atropellar el supremo interés de ninguno, ni siquiera del ínfimo entre sus miembros. Tienen las sociedades fines propios altísimos y perfectos, pero en orden al fin supremo son medios tan sólo. La igualdad nace de ser todos hijos de un mismo Padre, Dios, y de tener todos un alma inmortal. Discutían los filósofos si tenía también alma el esclavo. Pero la tenía igual que el amo. Y en el orden del espíritu —en la Iglesia, por ejemplo— no existía diferencia entre el pobre y el rico, el escita y el griego, el varón y la mujer, borrada ya todas las distinciones del registro oficial. Santiago, “hermano” de Jesús, recriminaba ásperamente en su carta, a los cristianos que en la asamblea cedían el asiento al rico dejando en pie al pobre. La idea de que Dios no es aceptador de personas es motivo dominante del Nuevo Testamento en su acción demoledora de loa prejuicios de casta, trasladados en su sentido fraccionario al orden 45

religioso. Mas la igualdad, desde el orden espiritual, impulsaba hacia el orden temporal, y sigue impulsando con irreprimible tendencia, como hacia una plasmación exterior de la caridad y de la fraternidad. La dependencia de Dios, el primado del espíritu sobre la materia, libertó a los hombres del miedo a la fuerza física. Cristo emancipó a todos los hombres, y su verdad sigue libertando al que le sigue. Algunos cristianos entendieron en sentido material esta promesa, y decidieron alzarse contra amas y funcionarios. Mas la libertad tenía más hondo alcance. Podía el amo entregar al gladiador, mandar al ergástulo 4 o encadenar a su esclavo; pero no podía posesionarse de su alma. Podía partirle el espinazo; pero no doblegarle el espíritu. Éste era libre aún antes del libelo de emancipación. Ya ningún semejante inducía miedo. Podía sentirse respeto, piedad, amor hacia él; miedo no, porque en Dios todos eran libres y todos iguales. Cuando las castas dominantes y las clases sojuzgadas se dieron cuenta de esta verdad, iniciaron la disolución de los sistemas de separación y diferenciación. Y aquella conciencia gravitó y gravita hacia una siempre más perfecta libertad del espíritu, contra todo el arsenal de cadenas y barreras, de pertrechos y de agentes, inventado para oprimirla, y para someter el espíritu a seres distintos de Dios, a fines que no sean el de su retorno a la Divinidad. Ideas semejantes revoloteaban en la mente de algunos filósofos. Mas aquí, eran difundidas entre el pueblo, entre todas las categorías sociales y fundamentadas en lo Eterno. *** No se encuentra en el Nuevo Testamento una doctrina económica. Mas en cuanto la economía atañe a las relaciones entre los hombres o influye en la actividad espiritual, secundándola, entorpeciéndola o deformándola, establece él preceptos, a los cuales el mundo antiguo y el mundo moderno —el paganismo que, en diferentes formas, persiste como sistema de conservación antirrevolucionaria— le opuso y le opone la más astuta resistencia, amontonando negaciones, sofismas y transacciones. La riqueza no es de suyo ni buena ni mala, o, por mejor decir, en cuanto forma parte de la creación es originariamente buena. Y en verdad 4

Se llamaban ergástulos a la prisión donde encerraban a los esclavos en la Antigua Roma. Al prisionero allí encerrado se le llamaba ergástulo. (Nota del Editor).

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su verdadero amo es Dios. Al hombre le pertenece solamente su administración temporal, ejerciéndola de manera que la haga concurrir al único fin, al que todo converge: la conquista del Paraíso. Lo que quiere decir que la ejerce con sujeción al doble precepto del amor a Dios y del amor al prójimo. La riqueza se convierte en perniciosa cuando el hombre pone en ella el corazón y hace de ella su dios, porque entonces se transforma en idolatría y sustrae el alma de los deberes para con Dios y para con los hermanos. Por lo cual al rico pegado a su oro le es difícil la entrada en el reino de los cielos. También le es difícil al pobre, si se revuelve contra su pobreza, si es un rico frustrado. Quien acumula dinero por el dinero, es un idólatra; el avaro es un idólatra. El oro es un medio, no un fin. Bienaventurado por tanto, el que vende sus bienes y da su precio a los pobres. Él alcanza la heroicidad evangélica. Y muchos la alcanzaron, cooperando a reparar las injusticias económicas. En la relatividad de la vida humana frente a la eternidad, la riqueza debe servir a las necesidades, no al derroche, no a la sobreabundancia: lo sobreabundante pertenece al que tiene de menos. Esta verdad la llevaba San Juan Crisóstomo a sus últimas consecuencias, afirmando que lo que se tiene de sobra representa un robo, en perjuicio del que no tiene, y estigmatizando las frías palabras “mío” y “tuyo”. —¡Dad lo superfluo a los pobres! Pero, ¿qué es lo superfluo? Con pretexto de que no se puede fijar en números, muchos cristianos se dispensan de obedecer el mandato evangélico. Entretanto la dialéctica de las diferencias económicas obliga a los Estados a desposeer a los ricos de parte de lo superfluo, para acudir a la indigencia de los pobres, cumpliendo por la fuerza lo que el cristianismo pide que se haga de buen grado, lo que voluntariamente cumplido constituiría un mérito incomparable, una manera de colocación al mil por uno en el Banco del Divino Banquero que no quiebra. Ha de recordar el rico que es hermano del pobre, y en consecuencia no debe tolerar diferencias lesivas de la unidad y del amor familiar. El ideal sería que de hecho no existiesen diferencias. La iglesia madre de Jerusalén puso en práctica la comunidad de bienes, que permitía a los ricos gozar de los beneficios espirituales de la asistencia a los pobres. En cierto modo eran los pobres quienes hacían limosna a los ricos, dándoles ocasión de transformar el oro inerte en riqueza religiosa. Es, pues, consejo heroico el de venderlo y darlo todo a los pobres. Es precepto general, el de dar lo superfluo a los pobres. 47

San Pablo decía claramente que esta cesión de lo superfluo tendía a restablecer la igualdad, aun material, a la que aspira como a ideal el amor cristiano. En uno y otro caso, la donación debía y debe ser espontánea, no impuesta coercitivamente. Es asunto de conciencia, y se resuelve ante el tribunal de Dios, no ante el del magistrado. Así nació la beneficencia cristiana, mediante la cual un haber inmenso fluyó como en incontables arroyuelos, de los palacios y castillos, de los cofres de los privilegiados y de los más poderosos, a las manos de los indigentes, ayudando, durante siglos, a las clases necesitadas, a superar sus ahogos, y sirviendo de lazo de aproximación entre los unos y las otras. Las fuentes principales de la riqueza eran la guerra, la usura, las magistraturas. Tres modos de expoliar al adversario, al deudor, a los administrados. Las fuentes secundarias eran el artesanado, la agricultura, la industria y el comercio. La guerra era un acto de violencia, de carnicería y de rapiña. El cristianismo la condenaba, en principio, como condenaba la ambición de poder, el homicidio y el hurto. La usura era el ejercicio favorito, no sólo de banqueros y publicanos, sino también de cesares, senadores, patricios y libertos. Prestaba Mecenas, prestaba Séneca y prestaba Plinio; y el filósofo era quizá el más rapaz de los tres. Más de una expedición militar llevada a cabo a expensas del erario público, iba dirigida a rescatar créditos e intereses de particulares. Tenía aquí lugar el empleo del oro por el oro; el culto de la moneda, la avaricia: idolatría para el cristiano, y como tal, abominable. Abominable sobre todo si se procedía a punta de lanza sin entrañas para el deudor. El Evangelio hace solamente alusión a casos de pequeños préstamos, y aun aconseja que no se insista demasiado en la restitución, por considerarlos como una asistencia caritativa. En todo caso el usurero era un agente de Satanás, y no podía estar de acuerdo con el Evangelio ni en comunión con la Iglesia, que luchó durante siglos contra la usura, como contra un parasitismo innatural e inmoral. Las magistraturas, de suyo peligrosas por las relaciones idolátricas que su ejercicio implicaba, se hacían condenables cuando eran desempeñadas con espíritu de rapacidad. Era caso de todos los días el de funcionarios, gente del fisco, que expoliasen las provincias. Verres era uno de tantos, pero cometió la torpeza de no untar las cuerdas vocales del 48

célebre orador, abogado de abastecedores y publicanos. Félix, gobernador de Siria, que tuvo a Pablo en prisión durante dos años con la esperanza de poder cobrarle la libertad, era uno de los numerosos buitres que caían sobre las provincias conquistadas. En realidad el cristianismo no condenaba las magistraturas, fuesen civiles o militares, condenaba sus abusos; exigía de los magistrados que no procediesen con violencia o con rapacidad, que cumpliesen su deber con justicia y caridad. El trabajo manual era objeto de profundo desprecio entre los pueblos antiguos, exceptuado el judío. Y el verdadero régimen de trabajo era la esclavitud. Para Cicerón, artesanos y bárbaros, estaban en el mismo plano. Platón y Aristóteles los excluían de sus repúblicas. Figuraban en los triunfos como material de masa, incapaz de participar en la vida política. Restos de este desprecio perduran hasta nuestros días. Ni se puede decir que hayan desaparecido. No eran sólo las clases pudientes las que despreciaban el trabajo: eran los mismos que lo ejercían y que preferían el ocio, alimentado con donativos gratuitos o semigratuitos. En Roma, con pretexto de que eran señores del mundo, vivían como mendigos públicos 200.000 romanos. Y Juvenal lamentaba que la avaricia de los ricos forzase a ciudadanos libres al trabajo manual. En el cristianismo, heredero de las mejores tradiciones hebreas sobre el trabajo, Cristo y los apóstoles —el Fundador y los dirigentes— eran trabajadores manuales. Pablo, siendo docto y teniendo derecho a vivir de su ministerio, trabajaba de noche para no ser gravoso a nadie y para ayudar a los más necesitados que él. Y él fue quien sintetizó la ética social del trabajo cristiano en la máxima: El que no trabaja que no coma. La cual quiere decir que a todos es obligatorio el trabajo. De este modo fue ennoblecido el trabajo por el ejemplo de Cristo y de los apóstoles. Y el ocio, ideal apetecido de los antiguos, fue condenado. Esta innovación fue de capitales efectos en la sociedad nueva. Correlativo al trabajo es el salario: el que trabaja necesita comer; y es justo que por su trabajo obtenga lo suficiente para sustentación suya y de los suyos. El salario defraudado al obrero clama venganza a Dios. Si alguno, por justo impedimento, no puede trabajar, debe ser mantenido por los otros; si no encuentra trabajo se le debe procurar. La Didache, a fines del siglo I, regulaba ya el problema del trabajo en las comunidades cristianas; comunidades integradas principalmente de pobres, salidos de la indigencia merced a la solidaridad cristiana y por ella 49

libertados de la pesadilla del hambre. Cuando la carestía se encrudeeía en Jerusalén, mandaban socorros a los pobres de su Iglesia hasta las de Acaya, Macedonia y Siria. Se distribuía el trabajo y se repartían sus beneficios para que no se diese el caso de que comiendo un hermano, otro quedase en ayunas. De manera que cuando los Papas León XIII y Pio XI intervenían en los problemas económicos, abogando por soluciones de solidaridad humana, no tomaban una nueva iniciativa; hacían lo que la Iglesia había hecho desde sus principios. Cristo, antes que nadie, tuvo compasión de las turbas y socorrió su hambre milagrosamente. *** Si se contrastan las ideas de ascesis enunciadas por Pablo, por Tertuliano y Orígenes, con el ideal de la vida moldeado en dísticos por Ovidio o expresado en luminosos escorzos por las pinturas pompeyanas, podría creerse —como fue creído— que el cristianismo hacía de apagador de las luces del paganismo; que sustituía las marmóreas plazas esclarecidas de sol, de sonrisas de divinidades, de hermosura de doncellas, por las catacumbas goteantes de humedad, olientes a resina, por los cubículos invadidos de escuálidas sombras; que introducía la muerte en el lugar de la vida, el dolor en el del gozo. Nunca faltan periodistas insensatos que describen la guerra desde un refugio de cuarta línea, y fervientes poetas que cantan la vida por un frasco de Frascati. A la venida de Jesús, el mundo romano había sufrido el estrago de una cincuentena de guerras civiles, acompañadas de mortandades, incendios, saqueos, despoblación. La predicación del Evangelio y el desenvolvimiento de la primitiva Iglesia se verificaron cuando el despotismo fortalecía el Imperio encadenando las conciencias; al tiempo en que la locura de algunos cesares ahogaba las iniciativas en las voluntades y la sonrisa en los labios, y la poesía enmudecía por no sucumbir a mano airada como el joven Lucano, o se desahogaba en sátiras amargas con Juvenal, en sarcásticas remembranzas del pasado con Persio y Marcial (quien se rebajaba a llamar “nuestro señor dios” a un domiciano). La riqueza económica se agotaba por incapacidad administrativa del gobierno y por la concepción del trabajo, de la propiedad y del placer, y las diferencias sociales llevaban al borde del abismo, tanto que el gobierno se vio precisado a sujetar los aldeanos a la gleba, los comerciantes a la barra, los artesanos al taller. 50

Estatuas de oro y de mármol hacían de sí mismas magnífica ostentación. Por fortuna se conservaron algunas de ellas, merced a la costosa solicitud de los obispos. Desde sus pedestales, más miserias contemplaban que alegrías. Los armoniosos ensueños de Platón no estaban mal para los libros de texto; pero la realidad de la vida era otra cosa. El mismo filósofo había concebido una ciudad de utopía con vistas a orillar las pendenciosas competencias, en las cuales se deshacían la riqueza y la alegría de los helenos. El triunfo de la democracia llevaba consigo un loco despilfarro de los bienes de los ricos; el triunfo de la aristocracia se llamaba libertad porque restablecía el señorío de los óptimos sobre la multitud. En la ciudad platónica, mujeres y trabajadores eran sometidos a una esclavitud anónima para regocijo de guerreros y politicastros. Reducidos los ciudadanos a simples números del fisco y a instrumentos de reproducción, que asegurasen nuevos contribuyentes al erario y nuevos soldados al ejército; extinguido en ellos el interés político y el ideal patriótico, vivo en las épocas republicanas y bajo el mando de algún que otro emperador, en Grecia primero y en Roma después, los padres se rebelaron por el único modo viable: no procreando más. Y así, los Estados helénicos y el Imperio romano murieron principalmente por agotamiento de la prole; no debido solamente, como se cree, a la degradación y al egoísmo, sino también, y sobre todo, al espanto, que helaba los espíritus, ante la idea de engendrar candidatos a una vida de incertidumbre y desesperación. Esta era la realidad del paganismo. El turista que contempla el Palatino, cubierto de laureles y abrasado del sol, o el Coliseo, puede soñar en bellezas soberanas y en la fuerza dominadora. Y sobre los acueductos que cruzan la campaña romana puede montar los caballetes de pintura. Pero no haría mal en darse cuenta de cuántas lágrimas y cuánta sangre soldaron aquellos muros reticulares y amasaron aquellos bloques de tibertino; de cuánto material humano fue empleado con mayor desprecio que los ladrillos timbrados y las piedras pulimentadas; de la inmensa aglomeración de covachas o tugurios que entre los foros y palacios eran fácil pasto de las llamas, y alojaban las degradantes miserias de un proletariado sin dignidad. Podía Goethe componer elegías sobre las ruinas y Carducci estrofas sáficas sobre el Galileo de rubia cabellera destinado a cargar una cruz sobre Roma; pero la verdad es que fue Roma la que cargó una cruz sobre las espaldas de Jesús, y después, por una tiranía que formaba parte de su sistema de gobierno, so51

bre las espaldas del Cirineo. Y ella fue la que sobre la cruz enclavó a Cristo, por Justo; a millares de hebreos, por patriotas, y a innumerable muchedumbre de esclavos, porque anhelaban vivir como hombres. Estos escritores que sólo ven las piedras, residuo de los palacios de los césares, de los generales y de los plutócratas, contemplan la historia desde un mirador burgués, a la manera de los sociólogos que estudian la cuestión obrera a la mesa del capitalista. La riqueza, contra la cual tronaban los cristianos, era monopolio de unos cuantos. Los capitalistas la relegaban a las arcas, y la derrochaban en objetos de lujo, sustrayéndola a la circulación, privando de su fruto a quien la necesitaba. Las tierras alrededor de Roma se tornaban pantanosas e insalubres; todo un anillo mortífero en torno a la cabeza del mundo. Los carros que transportaban las mercancías de Asia y de Egipto, volvían descargados, a través de aquellos latifundios en que se oían los gemidos de los esclavos. Los Antoninos se decidieron a conjurar el proceso mortífero, pero no impidieron la indigencia, ni el descenso de la natalidad. Y después de ellos se puso fin al desgobierno con una más cruel tiranía, en cuyas garras se extinguió gradualmente el gallardo corazón de Roma. Una cosa es la poesía y otra la historia. O quizá fuera mejor poetizar también el reverso de la medalla. Las legiones cada día más desmoralizadas luchaban en las fronteras cuando no se apoderaban del Estado, nombrando nuevos emperadores para arrancarles mayores salarios; mas los romanos en Roma y los ciudadanos libres en las ciudades de provincias, luchaban por arrebatar bonos para conseguir un puñado de habas o de harina, ocasionando tumultos. El ideal de todos era disfrutar el trabajo ajeno, viviendo según el clásico carpe diem5, que es la filosofía materialista, nacida no del goce sino de la desesperación, es decir: del pavoroso sentimiento de incertidumbre ante el mañana. Sabiduría de una gente a quien inquieta el porvenir y no sabe de una Providencia a quien confiarse. Saboreo de estupefacientes, embriaguez, por no mirar más allá de sí mismo. Egoísmo y corrupción que no fueron bastantes a contener los decretos de Augusto. Las propias mujeres de éste adulteraron vergonzosamente; y arriba y abajo se repetían los dísticos eróticos de Ovidio con preferencia a los anámetros heroicos de Virgilio. No era luz solar aquella luz, era luz de mortecinas lucernas. No era alegría aquella 5

Carpe diem es una locución latina que literalmente significa 'toma el día', que quiere decir “aprovecha el momento”, “disfruta del hoy”, dejando a un lado el futuro que es incierto. Fue acuñada por el poeta romano Horacio (Odas, I, 11). (N. del E.)

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alegría, era frenesí sensual que consumía las energías de Roma. Al cristianismo le quedaba poco que apagar: más bien reavivó la esperanza, decentó los lechos, devolvió la alegría a la familia, la satisfacción del trabajo, desterró el temor de la muerte, que henchía de desaliento las elucubraciones de Marco Aurelio y se traducía en maldiciones, en desesperados epitafios de proletarios. Y sobre todo, infundió una esperanza y procuró un subsidio a millones de seres hacinados bajo los palacios y en las callejuelas, agonizantes en los ergástulos y en las minas. Hacia éstos ningún poeta había vuelto la mirada. Y Séneca, que se ocupó de ellos con palabras humanas, nada hizo por mejorar su suerte. El dulce Virgilio no tuvo una nota de piedad en aquella su lira que cantó al piadoso Eneas. Cantó, sí, los campos, pero los campos bien concertados, vistos desde la ciudad, de los cuales, el “dios” que le había hecho propietario, había arrojado a los legítimos poseedores, obligados a la mendicidad o al bandidaje o a servir a los amos intrusos. En el campo, los esclavos no duraban útiles por más de ocho años; después eran arrojados como material inservible: el trabajo, los vicios, el látigo y las cadenas los agotaban rápidamente. La guerra producía cada día menos. Los particulares para proveerse, llegaban a atracar a los viandantes, recluyéndolos en tahonas y cárceles. Los condenados a las minas, entre ellos numerosos cristianos, arrastraban, bajo el látigo y la fatiga, una vida horrenda, como de bestias feroces enjauladas. En este ambiente, verosímilmente, lanzó el hijo del trueno el Apocalipsis, como misterioso programa de revolución. Respuesta al “Carmen soeculare”6. En la ciudad había esclavos que lo pasaban soportablemente, y alguno hasta lujosamente: pero a precio de delaciones, con las que destruían a las familias de la antigua y nueva nobleza, o a precio de aun más innobles servicios. De los griegos —los descendientes de Pericles— se decía que no había servicios que no supiesen prestar; y, a corta distancia, les seguían frigios, sirios, egipcios, eunucos, pederastas, concubinarios, rufianes, envenenadores, danzantes, hechiceros, intrigantes y aun peor. Los monumentos clásicos nos transmiten expresiones de regocijo más bien que de amargura. Pero se comprende. El regocijo era la destilación de un anónimo proceso de sufrimientos ajenos; y el que sufría 6

Carmen seculares (Himno secular), conocido a veces como el Carmen, es un himno escrito por el poeta Horacio. Fue encargado por el emperador romano Augusto en el año 17 a. C. (N. del E.)

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no aparecía en los monumentos ni erigía estatuas a Sición. Tan sólo algún tímido trazo, esculpido a escondidas y en la desesperación, ponía de manifiesto algún vago eco del drama. Los dioses se paseaban en las cimas del Olimpo. Abajo, en las minas, gemían los condenados ad metalla7. Y los regocijados del Imperio suministraban expósitos para el prostíbulo y gladiadores para el circo. En una palabra. El otro aspecto escapaba y escapa a los poetas cortesanos. Por suerte no le pasó desapercibido al cristianismo, que sabía de desgracias. Y no es que él realizase la revolución social, imposible en un cuerpo extenuado y perseguido; pero dio cima a una más vasta y profunda revolución, por cuanto no se limitaba a un problema circunstancial sino que abarcaba las aspiraciones todas del espíritu, que perduran y renacen siempre. Y la llevó a cabo sin perturbar la resquebrajada estructura de la sociedad, pero infundiéndola en su mismo centro espiritual. 7

Ad metalla es la fórmula con que se designaba uno de los más crueles castigos que se aplicaban a los que profesaban el cristianismo. Calistrato lo califica de pena proxima morti. In ministerium metallicorum era la frase con que se expresaba el destino de los condenados; estos, lo mismo hombres que mujeres, jóvenes que viejos, eran amontonados en las minas en monstruosa confusión, de modo que se daba el caso de hallarse un obispo y sacerdotes entre doncellas en lugares donde sólo y aun confusamente, se percibía la humareda de las antorchas. Antes de ser encerrados en las minas eran sometidos a varios y cruelísimos tormentos; en 257, en África, se les azotaba con varas y se les estigmatizaba la frente, se les roblaba con vigas los pies, que probablemente tenían juntos, al igual de los esclavos de presidio, por una cadena corta que les subía hasta ceñir el cuerpo a la altura de los riñones e impedía todo intento de fuga. En 307, en Palestina, Silvano, sacerdote de Gaza y sus compañeros no partieron a la condena sino después de haberles sido quemados con hierro candente los nervios de una de las corvas, mientras que otros sufrieron varios tormentos humillantes. Al año siguiente el procónsul Firmiliano de Cesarea, al pasar por esta ciudad la cadena de condenados que de las minas de pórfido de la Tebaida iban a las de cobre de Palestina, les hizo abrasar las articulaciones del pie izquierdo y, obedeciendo, según sus palabras, a una orden del emperador, les hizo sacar a todos el ojo derecho a puñetazos; luego les cauterizó las órbitas con hierro candente; varios fieles de Cesárea sufrieron el mismo tormento. En el desempeño de su tarea, los penados arrastraban la vida más miserable: una ración deficiente de pan, absoluta carencia de vestidos y por cama tenían el suelo, con privación absoluta de celebrar la misa. Ejemplos de minas explotadas por cristianos, mezclados con frecuencia con condenados por crímenes de otros órdenes, los tenemos en Palestina, cuyas minas, según parece, eran las más horrorosas, así como en el Quersoneso, en Cilicia, en la Tebaida, en Egipto, en África y en Cerdeña. (N. del E.)

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Tan lejos estuvo el cristianismo de extinguir la vida, que más bien anuló la muerte. Cristo se llamó a sí mismo la Vida. Su Resurrección fue un triunfo sobre la muerte. Y a su resurrección fueron por El asociados todos los hombres. Para el paganismo el muerto, muerto estaba; y poetas y filósofos no tenían palabras bastantes para condenar la crueldad de la Parca 8, cuya inminencia trataban de rehuir desesperadamente. “Muertos”, en el lenguaje cristiano, es palabra que o se entiende metafóricamente, o en realidad no se entiende. Cuando el cristiano recuerda a sus muertos, no puede representárselos con otro sentimiento que el impreso hasta en las más antiguas lápidas de la epigrafía cristiana, donde el concepto terrorífico de la muerte se convierte en el de traslado, en el de reposo, en el de sueño y refrigerio; un paso, en fin, a mejor vida. Una inscripción del siglo IV encontrada en Roma, referente a un inocente pequeñuelo, dice de él que ha “vuelto a la Iglesia”. Nosotros decimos que se permanece en la Iglesia universal, la cual engloba en la vida eterna el fragmento de aquí abajo. La concepción pagana y la concepción cristiana, están grabadas en claro latín en gran número de inscripciones. De los epígrafes de los paganos se deduce que para la mayoría la vida había terminado de hecho, habiéndose reducido toda ella a aquellos años, meses, días y cargos honoríficos, de los que se exhibe un más o menos exacto inventario. De las de los cristianos se deduce, por el contrario, que la vida empieza precisamente en ese punto, en la muerte, conceptuada como un umbral. O como un declive, donde para los unos la otra vertiente —la del misterio— declina hacia la obscuridad; para los otros se abisma en la luz. 8

En la mitología romana las Parcas (en latín Parcae) eran las personificaciones del Fatum o destino. Controlaban el metafórico hilo de la vida de cada mortal e inmortal desde el nacimiento hasta la muerte. Incluso los dioses temían a las Parcas: el propio Júpiter estaba sujeto a su poder. Las parcas son las diosas del destino. Son tres hermanas hilanderas que personifican el nacimiento, el matrimonio y la muerte. Escribían el destino de los hombres en las paredes de un enorme muro de bronce y nadie podía borrar lo que ellas escribían. Se llamaban Nona, Décima y Morta. Las tres se dedicaban a hilar; luego cortaban el hilo que medía la longitud de la vida con una tijera y ese corte fijaba el momento de la muerte. Ellas hilaban lana blanca y entremezclaban hilos de oro e hilos de lana negra. los hilos de oro significaban los momentos dichosos en la vida de las personas y la lana negra, los periodos tristes. (N. del E.)

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Esto es, para los paganos la muerte, por lo común, es la muerte; para los cristianos, por lo común, es la vida. Por eso aquellos relieves figurativos de la partida, que rememoran la tragedia de Eurídice, son de una tristeza desoladora en los sarcófagos paganos. Verdaderamente la muerte era la entrada en el reino de las sombras; era el fin de la alegría; el ocaso sin ulterior amanecer del sol. Presentan sus inscripciones un balance retrospectivo, hecho en tono de soberbia y de jactancia: la lista de puestos ocupados, la reseña de su poderío monetario, militar o burocrático; angustioso esfuerzo por enraizarse todavía en la tierra, —en la vida— con el deslumbramiento de aquellos títulos ostentosos capaces de hacer parar a la gente que pasa y de hacer menear la cabeza de admiración; necesidad de precisar en algún modo la propia personalidad como para revivir, acogiéndose al recuerdo del que lee. Y, naturalmente, cuanto la existencia abundó más en bienes, tanto es su terminación más traidora. El enriquecido mercader de granos, L. Annio Octavio Valeriano, esculpe en su sarcófago (ahora en Letrán) un adiós que suena a sarcasmo y vela el despecho en el desprecio: ESCAPÉ, HUÍ; ESPERANZA Y FORTUNA, OS SALUDO: NO TENGO MÁS QUE VER CON VOSOTRAS: BURLAD AHORA A OTROS. En la larga pared del Lapidario Vaticano, entre la multitud de inscripciones que recuerdan ahora, a unos pocos estudiosos, orgullos y victorias, potencias y prepotencias, tristezas y derrotas, hay una cortada por dos brazos levantados al cielo, con los puños cerrarlos: brazos de una joven hambrienta de vida, y arrebatada por una cruel deidad, a la que maldice: LEVANTO CONTRA TI LAS MANOS, OH DIOS, QUE INOCENTE ME RAPTASTE... Y este sentimiento de rebelión y de impotencia, se explaya en manifestaciones de un dolor profundo, trágico —característico del alma antigua—, cuya expresión encontramos en los epígrafes populares, revueltos con los huesos en la atormentada tierra. Ahora, el contraste con una concepción bien diferente, se hace por sí solo, en aquella alargada galería donde los epígrafes de ambas religiones se afrontan por las dos largas paredes. Ante la imprecación de la joven 56

pagana puede leerse la seguridad o el augurio de paz de alguna jovenzuela cristiana, que no prometiéndose del mundo más de lo que suele dar, se abandona en Dios, dándole gracias, y apenas se cuida de mostrarse. Ningún rasgo de vanidad afea estos primitivos epígrafes cristianos; y no solamente porque pertenecen de ordinario a clases humildes. A la provisional descomposición del cuerpo, candidato a la resurrección, se paga frecuentemente con el solo nombre personal. ¿Qué importan los pronombres, los apellidos, los consulados, el linaje, los lugares y los años?... Saben que aun dando más pormenores, pasados unos años, pocos o ninguno recordaría sus rasgos físicos: basta, pues, el nombre con la invocación al descanso, o sin ella. Muchos nombres están esculpidos o rasguñados al sesgo, sin más. Puede leerse un BICTORIA sólo, sobre la piedra. Nada más. Son epígrafes pobres, en un latín popular o en un griego inculto, que se adornan a veces con símbolos ingenuos, mal trazados pero empapados de aquel sentimiento de abandono del alma, al umbral de la muerte, en los brazos del Señor. CAUDENCIA EN PAZ —SABINA EN PAZ LEÓN EN PAZ — FLORA EN PAZ... Siempre aquel insistente voto y aquella afirmación de paz, expresado de cuando en cuando en latín con caracteres griegos o en griego con caracteres latinos. DUERME EN PAZ... — VIVE EN EL SEÑOR... Vive finalmente, que la así llamada vida de aquí abajo no ha dado más que abrojos. Esta vida la pasó tratando de coger las migajas que caían de la mesa del Epulón, o tratando de pasar desapercibidos y ser tolerados por la oligarquía sin entrañas, por la burocracia odiosa o por el ejército usurpador. Perseguidos a causa de la fe religiosa, relegados al ostracismo por soplones, pretorianos, pordioseros asalariados y ladrones de toga. Mandados al destierro o entregados a la muerte por la turba ebria de odio... La muerte, al fin, liberta; da, al fin, el reposo; da la verdadera vida. Una solidaridad entre los vivos y los difuntos, destructora de la 57

barrera de la muerte, la constituía la oración por los muertos. Y este mismo hecho que los reformadores presentaron como una invención papista, encuentra su confirmación en la arqueología. Es apenas del siglo II una inscripción lateranense —o sea de las más antiguas llegadas a nosotros—, en la cual se suplica a los fieles una plegaria por el difunto: Vos pretor o fratres orare huc quando venitis... Y por aquel tiempo, Perpetua rogaba en la cárcel por el hermanito muerto hasta que tuvo la visión de la terminación de sus penas. Y, desde la tumba, demandaba sufragios para sí el obispo Abercio, en su famosa estela. Demanda plegarias el que está vivo, no el que está muerto. El martirio, en el cual a hierro y fuego se extinguía un cuerpo, equivalía en el culto y en el afecto, al nacimiento. Y así, en las catacumbas, sobre un baptisterio fueron inscritos dos versos, conservados por la Silloge de Verdún, en los cuales se reafirmaba el principio de vida, en cuya virtud los cristianos, rebelándose contra un principio de muerte, se atrincheraban bajo la tierra. Conseguid de la sagrada fuente la eterna vida: Éste es el flujo de la fe, donde la sola Muerte muere. ¡Qué pensamiento revolucionario: la muerte cristiana, muerte de la Muerte!

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LA SANGRE DE CRISTO

A pesar de los incendios de las iglesias —respaldados por la masonería española— ocurridos recientemente, y a pesar de los fusilamientos de católicos, de las crueldades y cremaciones perpetrados por los nazis teutónicos para incinerar la fe de Cristo y reavivar la de Odín, Cristo permanece siempre en el centro del pensamiento y de la acción. Porque el que le niega y el que le impugna, a Él se refiere y de Él depende en la negación y en el ataque. Y no hay medio. O con Él o contra Él. El hebreo Ludwig escribe de él; el comunista Barbusse narra su vida, por llevarlo a su partido; el profesor Drews lo relega entre los mitos de la raza judía, y el pastor Krause lo adjudica a la estirpe aria... Tentativas penosas, pero significativas. Mas al fin, no están con Cristo más que los cristianos. Años atrás, varios doctos germánicos, seguidos servilmente, como de costumbre, por un conglomerado de estudiosos de otros países, en el empeño de decir cosas nuevas y sorprendentes, se propusieron como tesis de demostración que el cristianismo no poseía originalidad; en otros términos, que el cristianismo no era él: era otro. O mejor, una muchedumbre de otros: una especie de bazofia euroasiática, cuyos ingredientes fueron entresacados de filósofos de Grecia, juristas de Roma, rabinos de Judea, astrólogos de Asiria, quirománticos de Egipto y mistagogos de los países limítrofes. Y esta mercancía se introdujo entre los productos de la religión comparada; y fue el fruto de un método excelente: como sería el de negar un descubrimiento científico por la poderosa razón de que los elementos de los preparativos estaban ya antes en venta; o menguar la originalidad de la Divina Comedia o de Shakespeare por la no menos valiosa de que similares epítetos y rimas, situaciones y escenarios, aparecen ya en autores que les precedieron; o rechazar igualmente como un plagio la Novena Sinfonía porque sus notas se encuentran todas en la escala sinfónica.

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Ayer se reducía el cristianismo a un plagio de los Misterios paganos, siendo cierto que éstos, aunque bastante tarde, plagiaron del cristianismo sus dogmas de salvación. Hoy se investigan sus antecedentes entre los Mandeos. Es su hora. Entretanto, para privar de originalidad al cristianismo sería preciso privarle de Cristo. Operación un tanto difícil. Sin embargo, han puesto manos a la obra; la escuela de mitólogos alemanes y franceses no se para en barras. Algún que otro plagiario de entre nuestros connacionales llega jadeante con los acostumbrados veinte años de retraso creyendo descubrir insospechadas maravillas. Esta escuela parte del presupuesto —ciertamente comprobado en ella misma— de que un organismo puede nacer y crecer sin cabeza. El cristianismo habría nacido y se habría propagado a manera de relámpago, es decir, que no tuvo quien lo produjera: Jesús no existió. Verdad es que millares de testigos oculares unos, de oído otros, dijeron que existía; mas para estos señores no existió: y los documentos son producto subjetivo, y la historia es de quien la hace y es como cada uno se la hace. Hoy, que sin cabeza no se logra concertar, aun con años de esfuerzos, no digo una arenga política, pero ni siquiera una excursión que llegue a salir de casa, se opina y se escribe que en la época romana, cuando el idealismo se cotizaba aún menos que ahora, centenares de miles de personas abandonaron sus ocupaciones, su vida tranquila, sus comodidades, sus parientes, su patria, para inscribirse en una sociedad que nadie había fundado; que se había fundado así, a la buena de Dios, por una especie de contrato social de algunos judíos y helenistas. Cosa extraña que semejantes operaciones no se hayan repetido. Algún que otro crítico —por aquellos parajes se llama crítica a lo que es mera invención de novelistas frustrados— ensaya divergencias para salir del paso: separa a Jesús del Cristo, o si a mano viene, al Cristo de la Iglesia. El segundo elemento habría sido yuxtapuesto por los apóstoles para consolarse a sí mismos y tratar de ilusionarse. Divergencias que se basan, no en documentos escritos, pues en ellos Jesús, Cristo y la Iglesia coexisten y se aúnan inseparablemente, sino en la arbitraria emancipación de los textos sagrados. Se está repitiendo en daño de la Biblia la vivisección pseudocientífica aplicada ya a los poemas homéricos, aunque venga a resultar que después de un siglo de cuestión homérica, se vuelve a hablar de revalorización del antiguo Homero. El estrago partió, como siempre, de la Alemania exluterana, de los centros donde se fraguan las más descabelladas teorías sociales, que llegan, en estos días, hasta diseñar 60

una fe religiosa de gabinete. Pero es precisamente la personalidad de Cristo la que hace a su religión inconfundible e inasimilable con otra cualquiera. Un Dios que se hace hombre era un absurdo para los semitas, una insensatez para los greco-romanos: repugnaba. Ni los unos ni los otros lo hubieran podido crear. El cristianismo es Jesús. Y Jesús, como analogía, derivación o plagio, se echa de menos por completo en la literatura religiosa helénica y en las misteriosofías asiáticas. El substituto Apolonio de Tiana, fantaseado por los neopitagóricos en el siglo III, no era un dios; encarnación de toda la sabiduría extracristiana se presenta como un fatuo, sin entrañas para el prójimo dolorido. El cristiano es aquel que se vacía de sí mismo para colmarse de Cristo. Copia a Cristo hasta poderse llamar alter Christus. Pero nadie copió jamás a los dieses o diosas euro-asiáticos, que eran o demasiado altos o demasiado extraños a la humanidad o demasiado inferiores a ella. Y nunca fundador alguno de religión impuso una imitación en tal grado heroica que se entraña hasta la raíz del pensamiento y dirige la vida toda. Jesús dio la enseñanza con la vida y la sancionó con la muerte, vertiendo la sangre, la sangre suya, no la de los demás, que era la que derramaban todos los héroes, míticos e históricos, de la era precristiana. Y es otra nota característica, en desavenencia con cuanto se pensaba y se sentía en todos los contornos, del Mediterráneo a los Océanos. Un Dios que acaba en una cruz, como los esclavos capturados por Craso9, soliviantaba el sentido religioso pagano de Asia y de Europa: por mucho tiempo los escritores cristianos tuvieron que sufrir y tratar de transformar esta repulsa. No faltaban en los elencos del politeísmo misteriosófico dioses muertos en medio de tormentos; pero la divinidad la habían recibido después de la muerte; y su función de salvadores de las almas fue introducida más tarde. Frente al propio mosaísmo, el cristianismo posee una originalidad neta, no obstante los lazos que el Evangelio estrechó con los profetas y la Iglesia con el Antiguo Testamento. El Deuteronomio llamaba maldito al que pende de la cruz. Y por algo el distanciamiento de las dos religiones, 9

Marco Licinio Craso (115 a. C.–Junio de 53 a. C.) fue un relevante aristócrata, general y político romano de la era tardorrepublicana, más conocido como Craso el Triunviro. Aplastó la revuelta de los esclavos liderada por Espartaco. (N. del E.)

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el de la nueva de la antigua, fue una empresa sangrienta. En la nueva religión, por la virtud de Cristo, el menor de los bautizados era mayor que el mayor de los profetas. El contraste práctico fue tal, que el judaísmo actuó como antagonista, no como modelo del cristianismo: él fue, no la autoridad de Roma, quien tramó la muerte de Jesús. Y la oposición, y la revolución, se personificó en Pablo que antes de convertirse era el fanático de la Ley, del Templo, del Sanedrín, el joven de carrera brillante que persigue y mata, reverenciado y temido; después de la conversión es el hombre de la gracia, de la cruz, de la Iglesia, el tejedor que vive de su trabajo manual, calumniado, sometido a tribulaciones e injurias, y al fin degollado. Un cambio radical: para los judíos un impío, para los gentiles un loco. La locura del cristianismo tenía un nombre: amor. Una relación nueva que en orden a Dios acortaba las distancias acumuladas recientemente por el judaísmo, el cual había reducido la condición del hombre ante Dios a una esclavitud tremebunda; que en orden al prójimo desmantelaba, sin valerse de armas, todos los elementos de división: casta, raza, lengua, ley, economía y clima; que tomaba de Dios la fuerza, después de entronizar al Creador en lugar del hombre, al Cielo en lugar de la Tierra, trasladando el máximo interés de la vida a la del más allá, del cuerpo al alma. Ideas claras, puras, precisas. No especulaciones estéticas, para solaz de la flor y nata, sino principios vitales para todos, doctos e indoctos. Trastrueque de los valores corrientes: mandar, en el nuevo vocabulario, significaba servir; los primeros pasaban a ser los últimos; los trabajadores eran constituidos apóstoles; al que daba una bofetada se le ofrecía la otra mejilla; la riqueza —afán de todas las generaciones— era conceptuada como la antítesis efectiva de Dios; se restituía la salud a los enfermos, se iba en busca de los menesterosos, se premiaba con el martirio a los más fieles, y una humilde doncella de una aldea de mal nombre era constituida madre de Dios. Descartados los medios en uso, trocadas las ideas corrientes; reducida la riqueza a una misión entre modesta y peligrosa; rehuido el honor, abandonado el mundo, abrazada la cruz, perdonado el enemigo, preferidos los desechos sociales. Más que suficiente para rebelar a cualquier mediocre alumno de la civilización mediterránea. Y, en efecto, el mundo —cabeza vacía encaramada a un vientre lleno — reaccionó, y del año 30 en adelante, hizo junta desesperada de fuerzas para batallar contra aquel subversor divino, que violaba las leyes vigentes 62

de la vida y de la muerte. Y aún sigue entablada la batalla en pro y en contra, arriba y abajo. Tan sólo los inconsistentes, los invertebrados, los frívolos, los vendedores de bagatelas, se desentienden de la lucha, y se suman al carro del triunfador. En plan de combatirlo se montaron los más refinados patíbulos, se alistaron adiestrados verdugos, se soltaron sabuesos astutísimos; y los más lerdos evacuaron amazacotados ensayos de negaciones, montones de sombras y montañas de espantajos, para lanzarlos, como barricadas, contra su nombre, contra su luz. Surgieron también soberbios negadores y temibles heresiarcas, en los cuales realizaba Satanás un exasperado esfuerzo de reconquista desde adentro. Pero la prosapia de éstos tiende a desaparecer. Hostigadores de la envergadura de Arrio, Nestorio, Lutero, no se dan ya; les sustituye al exterior un anónimo ateísmo, que no tanto arguye cuanto aprisiona y mata, y así no necesita de más razón; y al interior hace sus veces una plaga de gacetilleros que combaten a Cristo sin nombrarlo, ofreciendo excusas y saludando sombrero en mano a las sagradas imágenes. Impugnan el dogma sin conocerlo. Y llevando el paganismo en los tuétanos y no pudiendo rechazar el cristianismo por no desentonar, o no dando, por ignorancia, con la manera de hostigar a Cristo, descienden a lanzar pestes contra la guardia suiza. Los más radicales subversores de adentro en las últimas generaciones, no han tenido el valor de declararse; ateos en el cerebro y destructores en sus escritos anónimos, fue preciso que el Santo Oficio les pusiese en la calle después de muchos años de vestir sotana y de dirigir pláticas a las educandas. Provenían de la casta de Judas: de un Judas reblandecido por la arrogancia alemana y la vanidad latina. Estos, sin embargo, aunque adulteraban los textos, al menos los conocían, y no de cualquier modo. En cambio, los que más alborotan son los escribas frustrados que no saben la Ley ni antigua ni nueva ni siquiera de oídas. Y el miles gloriosus10 que flagela a Jesús maniatado se llama Combes11; semejante al antiguo en 10

Miles gloriosus o El soldado fanfarrón es una de las obras más conocidas del dramaturgo latino Plauto. (Nota del Editor) 11 Hijo de padres pobres, Émile Combe entra a los doce años en el seminario gracias a un tío suyo, el cura Gaubert, que se ha hecho cargo de él. Va a París a otro seminario donde obtiene la licenciatura de Letras y poco después comienza los estudios de teología en el seminario de Albi, donde fue tonsurado, pero sin llegar a recibir las órdenes menores. En 1857 deja el seminario y en 1860 renuncia a su idea

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que también él, amordazando a la Iglesia, la abofetea valientemente, arrastrando en pos de sí la sombra gris de escuálidos y torpes imitadores en España, Méjico, China, Rusia y aledaños. Detestan a quien se hace matar: prefieren matar; al menos lo intentan. Incapaces de construir, destruyen. Es falta de aliento lo que les mantiene fuera y contra la Iglesia, obligándoles al aire viciado de la secta. La gloria en púrpura y oro de generales y cortesanas la suplantó Jesús por la humildad, donde poder fundamentar la piedad, la solidaridad y el amor. Llamó así a todos los atribulados, y unificó a todos los hombres pisoteando los distintivos de casta y de color. Esto llenaba de sobresalto a los satisfechos y acomodados de la época. Por todas estas razones, el mundo antiguo que disponía de sierras y potros, dagas y cuerdas y los creía arneses para embridar y resquebrajar las conciencias, le dio muerte, consiguiendo con ello que la sangre purísima de Jesucristo fuese derramada para curar a la humanidad enferma. Sangre.—La humanidad, desligada de Cristo, no sabe hacer otra cosa que reclamarla y verterla. Aborrece la vida y quiere derramar el licor que la sustenta. Su historia es un tejido de generales, de expediciones, y sobre todo, de guerras; sus triunfos se cuentan por las carnicerías que acarrea. Sus poetas se extasían describiendo los ríos ensangrentados, las ciudades devastadas, las mujeres violadas, los mozos desollados, los reyes arrastrados con garfios a los labios. Y los intervalos de las guerras están entretejidos de narraciones de suplicios y crueldades: hermanos asesinados, personajes desangrados. Sobre todo esto, tormentos suplementarios, ingeniosas aplicaciones de tortura. La carnicería se convierte en un arte refinado. Dar muerte es poco; se siente la necesidad de de ser sacerdote. Ese mismo año obtiene el doctorado en Letras, mientras trabaja como profesor en diversos colegios religiosos. En 1862 se casa con una joven, Maria Dussaud, de la pequeña ciudad de Pons, y decide estudiar medicina en París, obteniendo el doctorado en 1868. Instala su consulta de médico en Pons y allí comienza su actividad política. Ingresa en la masonería en 1869. En 1902, con sesenta y siete años de edad, llega a ocupar el cargo del presidente del Consejo de Ministros. Gracias a su política anticlerical en poco más de un año más de 10.000 colegios religiosos fueron cerrados. En 1904 aprobó una ley que prohibía a los religiosos enseñar o dirigir un colegio. Combes explicó en la Cámara de Diputados que no se podía confiar la educación de los niños y de los jóvenes a las órdenes religiosas porque estaban "formadas únicamente para reaccionar contra los principios de la Revolución". Dos tercios de los colegios religiosos (es decir, 2.200) fueron cerrados. En esta campaña anticlerical Combes se convierte en su símbolo y en su héroe para todos los que atacan a la Iglesia. (N. del E.)

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precederla con todo un proceso de enganches, alanceamientos, desgarros, infibulaciones, empalamientos, distensiones, cegueras, asamientos. Lenguas amputadas, pechos despedazados, vientres despachurrados, pies desconyuntados en cepos, carnes destrozadas con clavos, con argollas, con cadenas, con ruedas. Y siempre por esta sed cruelísima de sangre, que electriza y emborracha más que todos los alcoholes. Más aún, parrillas, potros, mutilaciones, y botones de fuego, graduados con exquisito ensañamiento, para que la víctima sangre y se horrorice pero no muera; para que pueda dar aún nueva sangre, nuevos gemidos, nuevos estertores... Y todas estas atrocidades perpetradas tal vez en nombre de la justicia, y aun en presencia de un Crucifijo, dilacerado en las carnes de las víctimas. Para la moral nietzscheniana, este arsenal de herramientas contra el espíritu es sinónimo de voluntad y de fuerza, como en la moral de las inscripciones asiro-babilónicas. Y es sintomático —es corroboración— que en cuanto un orden social se desliga del cristianismo y se rebela contra Cristo, siente la necesidad de proporcionarse pociones de sangre humana. El culto de la diosa Razón de los franceses, el Mito de la colectividad rusa y el de la Raza aria de los alemanes, son por un tiempo, mero batiburrillo de filosoferías antropológicas y de tiramiras sociales; pero toman de repente forma concreta en cuanto son empapados de sangre. Había dicho Harnack que con Cristo terminan los sacrificios humanos. Así es. Pero, basta quitar a Cristo, para que se reanuden. El paganismo es idolatría; y, por serlo, es sed de sangre. Decid a una muchedumbre que es preciso sanear el presupuesto, despertar la conciencia ciudadana, restaurar los valores espirituales, etc., y la mayoría bostezará; decid, en cambio, que es necesario tomar venganza, triturar enemigos, hacer correr la sangre, y miles de almas se encenderán ante la visión embriagadora, y prorrumpirán en aplausos, vitoreando a quien promete muerte. Instiga un poco al hombre animal, y verás que ve rojo, que apetece sangre. Y a la vista del rojo líquido del hermano se aplaca su cólera, como si satisficiera una sed frenética. Por eso no dio oídos a las razones de Pilatos, a la contraoferta de Barrabás, a la ley romana y a la ley mosaica; no escuchó sino la propia ardiente ansia de glóbulos rojos, puros, calientes. Y obtuvo sangre. Sintió verdaderamente que la propia vida dependía de su muerte. Y se aplacó cuando lo vio desgarrado en cruz, convertido en pálido harapo, salpicado de grumos, y que a intervalos brotaba sangre de la 65

macilenta piel contraída: y quedó ebrio, como si la bebiese. —¡Sangre!— demanda Catalina, para el cuerpo anémico de la cristiandad. Ciertamente todo el cuerpo social, viciado y corrompido, sentía sed de sangre hacia el año 30; y a impulsos de ella, quiso propinarse la sangre del más puro de los hombres —el más puro por ser Dios— y de cinco llagas, anheloso de salud, bebió el bermejo licor que se le daba graciosamente. Los judíos la ansiaban de tal modo que, por conseguirla, no reparaban en hacerse romanos: y así declara: “No tenemos otro rey que el César”. La sed les abrasaba más que el odio nacional. Cuando Pilatos se resistió a derramarla, reclamaron a gritos que cayese sobre ellos y sobre sus hijos.—¡Y cómo recayó! Aquella sangre se transfundió a las arterias del organismo enfermo, el cual fue regenerado por ella. Regenerado, pero no de tal suerte que no siguiese circulando en las venas parte del antiguo tóxico, a causa de la resistencia opuesta por tantos hombres a aquella acción saludable de resaneamiento energético. Sangre devoradora, que destruía con su llama escorias y máculas. Pero este proceso de purificación amedrentó a unos y enfureció a otros. El médico fue rechazado por muchos. Prefirieron arrastrar sus flácidos miembros, inficionados de corrupción. Y desde entonces la acción regeneradora de aquella sangre virgen, se vio limitada y contrarrestada en el cuerpo del hombre, por la resistencia de las bacterias de la decrepitud. Era una nueva llama que desarticulaba la antigua estructura espiritual. Y ésta se resistía. Derrocados sus ídolos, siguieron infiltrándose en sus repliegues los fermentos del miedo, del egoísmo y del odio, y a ellos obedecieron los ataques a veces furibundos, a veces encubiertos. Introdujo aquella sangre una energía que disolvía y reedificaba, célula a célula, miembro a miembro: esta energía es el amor. Encendió una hoguera y en ella comenzó a devorar troncos y raíces, a destruir reptiles y fieras, preparando el humus para una vegetación exuberante. Pero el virus antiguo le opuso violentas resistencias. Tendía el amor a abrasar el universo, y de todos los escondrijos surgieron bomberos a extinguir el incendio, entablándose la fragorosa dramática lucha entre el amor nuevo y el odio antiguo. De este modo al esfuerzo por iluminar y reunir almas, por destruir todo el complejo tinglado de linajes y fanfarronerías, se opuso con férrea 66

obstinación el esfuerzo por mantener erguido el diminuto yo en el pequeño círculo exclusivista: clan, collegium, polis, casta. El amor transfería el individuo a la universalidad; el odio enrollaba la universalidad a manera de embudo, al servicio del individuo. El uno quiso la paz, el otro la guerra; el uno la igualdad de todos los hermanos en la casa del Padre, el otro el predominio del prepotente sobre los demás. Continuó el odio, mientras pudo, despojando, matando, ocasionando llantos; prosiguió el amor, paciente, vistiendo, restableciendo la vida, restaurando la alegría. El uno fue la irrisión de la Muerte; el otro la caricia de la Vida. En cuanto el odio reclutó mercenarios, recobró terreno y tuvo a su servicio leguleyos y pseudofilósofos, escritores y demagogos, salió de su ocultamiento y arrojó algunas de sus máscaras. Aprendió a proceder con cautela y emplazó sus cuarteles en las grandes urbes, dentro de las universidades, en las asambleas políticas… Llamado a decidir entre Cristo y Barrabás, se decide por éste, en mérito, a lo que parece, de que le ha robado algo o asesinado a alguno de los suyos, mientras Cristo se limitó a compadecerse, curar enfermos y perturbados, sordomudos y paralíticos... El odio prefiere la violencia y el embrutecimiento ruidoso que curar heridas y enseñar humildemente al que no sabe. Si le es posible da muerte a aquéllos y liberta a los barrabases en curso. Quizá obrando así, cede inconscientemente a la sed de sangre inmaculada que arrastró a la turba enloquecida por los sanedritas ante las puertas del pretorio, a demandar la crucifixión del primer Justo, y sigue procurándose inyecciones de glóbulos rojos para curar la materia purulenta de que se siente apestada. Le mataron, pues, entonces, y tratan de matarle también ahora. La secta orgullosa, el nacionalismo fanático, excitando la piratería política., han tratado siempre de repetir esta operación que les librase por un tiempo de la enojosa presencia de Cristo; pero llegada la tarde, la humanidad vuelve a sentir la tristeza y la desilusión, hasta que viene de nuevo Jesús a caminar a su lado, como hizo con los peregrinos de Emaús, infundiendo en su desfallecido corazón el vigor y la esperanza de una nueva juventud. Porque dándole a Él muerte, se mató “al autor de la vida”, como lo proclamó Pedro ante los dirigentes del judaísmo jerosolimitano, que se abstenían hasta de pronunciar su nombre. “Aquel hombre”, decían. 67

Se dio muerte a la vida: y, sobre un escenario de muerte sobrevinieron los cuatro jinetes del Apocalipsis. Cuatro zafios provincianos, imbuidos de sectarismo, cuales podían ser Pablo, Juan, Cefas y Mateo, se decidieron un día desde los cuatro puntos cardinales, aun sin saber el uno de la existencia del otro, y se dijeron: —¿Vamos a fundar el cristianismo? (¿Vamos a descubrir la América?) Y dicho y hecho. Quien desde Jerusalén, quien desde Antioquía. quien desde Roma, quién desde Acaya, esbozan una nueva religión y a los muchos ídolos añaden otro; luego dando por real lo que les había sugerido una fantasía telepática se hicieron matar por aquel ídolo, bien diferentes en esto del helénico Alejandro de Abotónica que hizo trizas al suyo. Cual fuese la compensación para dejarse matar de esa manera, no se comprende: por eso está pendiente de ser estudiado por los profundos eruditos. Por lo demás, admitiendo que un mercader, un pescador, un publicano y un fabricante de esteras, por añadidura fariseo furiosamente anticristiano, pudiesen de buenas a primeras, garrapatear una religión y todos, fundamentalmente, la misma, y por las propias ficciones dar la vida; está claro que nos hallamos ante un desacostumbrado fenómeno de imbecilidad; y lo está también que un tal fenómeno no tiene que ver con quien hubiera inventado una religión maravillosa. Para la gente instruida el cristianismo es hijo de una ilusión pandémica, de una hipnosis exorbitante, de un trueque subjetivo de un muerto por un vivo, de considerar milagros a lo que no son más que hechicerías, por gente tan estúpida y crédula que da fe a lo que no es más que un fantasma, a lo ideado por cuatro cerebros. Porque aquí está el equívoco. Muchos profesores de Tubinga y Berlín, y sus glosadores de París, Roma y Oxford, no han considerado suficientemente que si en el siglo I no se practicaba la crítica textual y la crítica histórica como hoy se estila, no significa esto en modo alguno que en la época del refinamiento romano-helénico, de la elaboración exegética alejandrina, de la sofística galo-asiática, de la glosa rabínica, de los recelos nacionales y de los cambios mediterráneos, hombres como los apóstoles —esto es: cerebros esquinados, positivos, que no creen si no ven, que no dan fe a la noticia del resucitado si primero no le meten el dedo en las llagas; semitas habituados a cavilar por un comino, a regatear dos horas por medio as, desconfiados por naturaleza y refractarios por temperamento a la esencia del Cristianismo— que hombres, digo, como éstos, entre ellos 68

un emisario del Sanedrín, pudieran ser groseramente embaucados, prontos a dar fe a cualquier petulancia, hasta a un grotesco “mito del siglo XX”, por ser opuesto a las creencias. El punto capital es éste: ¿Jesús resucitó o no? Si resucitó, es Dios; y todos estamos obligados a ser cristianos y a cumplir todos sus preceptos, hasta el de perdonar a los enemigos. Cuando fue arrestado y sometido a proceso, los discípulos, como de costumbre, se desperdigaron dominados del miedo. —¿Jesús?— Pedro que era el más valiente de todos, juró y perjuró ante la muchacha de servicio que ni por sueño lo había conocido. Es lo que suele ocurrir. Pero suele ocurrir también que no se sigue el partido de un muerto, es decir, de quien ya no cuenta; y muerto por añadidura en el infamante patíbulo de los desertores, objeto de la repulsión de los romanos, tanto como de la aversión de las jerarquías hebreas. En nuestro caso se trata, además, de semitas, pues lo eran los discípulos, los cuales, ciertamente, no hubieran comprometido sus negocios por los antojos de un muerto —de un muerto vencido, de un muerto embustero, que había logrado crédito con sus fanfarronerías, que se arrogaba el poder de resucitar y quedó sepultado bajo la pesada losa; de un muerto que se había jactado de poder destruir el Templo y había sido crucificado por un procurador romano y pospuesto a un salteador de caminos; de un muerto que habiendo prometido un reino y le habían hincado en las sienes una corona de espinas... Pero la lógica de ciertos doctos, como alejada de la vida, juzga a priori12 la imposibilidad de lo sobrenatural. Había Él anunciado que 12

Las expresiones a priori (en latín: previo a) y a posteriori (en latín: posterior a) se utilizan para distinguir entre dos tipos de conocimiento: el conocimiento a priori es aquel que, en algún sentido importante, es independiente de la experiencia; mientras que el conocimiento a posteriori es aquel que, en algún sentido importante, depende de la experiencia. Por ejemplo, el conocimiento de que «no todos los cisnes son blancos» es un caso de conocimiento a posteriori, pues se requirió de la observación de cisnes negros para afirmar lo establecido. Los juicios a posteriori se verifican recurriendo a la experiencia, son juicios empíricos, se refieren a hechos. Tienen una validez particular y contingente. Ejemplos: «los alumnos de filosofía son aplicados», «los ancianos son tranquilos». En cambio, el conocimiento de que «ningún soltero es casado» no requiere de ninguna investigación para ser establecido como verdadero, por lo que es un caso de conocimiento a priori. Tradicionalmente, el conocimiento a priori se asocia con el conocimiento de lo universal y necesario, mientras que el conocimiento a posteriori se asocia con lo particular y contingente. (N. del E.)

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resucitaría. Se trataba para los israelitas de una prueba decisiva. Pero estos doctos, incapaces de entender que la omnipotencia de Dios pueda ser superior e su incredulidad, niegan el hecho referido por los testigos que estaban más cerca en tiempo y en espacio y transmitido por los historiadores. Si hubiesen dicho los evangelistas que Cristo no resucitó, lo hubieran creído; dijeron que resucitó y no los creen: ¡esto es lógica! Mas la historia se funda en documentos y en testimonios. Y son de este tenor: — Jesús resucitado “fue visto por Pedro, y luego por los doce. Después, fue visto por más de quinientos hermanos a la vez, muchos de los cuales todavía viven”. (I. Cor. XV, 5, 6). Testimonios oculares, por consiguiente, a quiénes podía consultar quien quisiera: ¿todos alucinados? La hipótesis de la alucinación constantemente reiterada crea más dificultades de las que soluciona. Es más lógico suponer que los alucinados son los que ven un mito donde hay un hombre con agujeros en pies y manos. Fácil es imaginar la irónica y amarga sonrisa que reservaría Pablo para el esfuerzo de estos profesores afanados en reducir a Dios a su medida y lo sobrenatural a su experiencia. Pero quizá es inútil discutir sobre este tema. La religión es un hecho religioso, no lingüístico. Es realidad viva, de todos los días, no manuscrito del pasado. Pertenece al templo, no al gabinete. Cuando se llega a ella con la presunción de que es falsa, es claro que no se la puede entender. Colón no hubiera indagado la nueva ruta de las Indias si por adelantado hubiese negado su existencia. El que busca encuentra: Dios se manifiesta a quien lo busca. Y el que lo ha encontrado se maravilla de que haya quien lo niegue. Pero, —fuera de un milagro— ¿cómo puede persuadirse quien a priori lo niega? Cristo ante ellos, como ante los petulantes sabiondos exegetas del Sanedrín, permanece mudo. Lucas era médico. Y un médico —cualquier profesor de lingüística debería comprenderlo— y por añadidura helenista, no es propenso a admitir la resurrección de un cuerpo cuya composición anatómica conoce, si al menos no le consta con pruebas fehacientes. Los conspicuos saduceos del Sanedrín como los doctos de Grecia abrigaban hacia la doctrina de la resurrección la misma repulsiva antipatía que hacia la pena de la crucifixión. Pues bien: cuán grande fuese en Lucas la convicción del prodigio, está patente en el breve y encantador cuadro de los peregrinos de 70

Emaús. Y nosotros somos como aquellos peregrinos: vamos conversando sobre la muerte, por los trillados caminos de lo mediocre y de lo circunscrito, y el Señor —la Vida— camina a nuestro lado: basta saberlo mirar para que también nuestro corazón se enardezca por sus palabras. Tan cierta era la resurrección de Cristo que, precisamente por este hecho, con el cual se cerraba la Redención, los apóstoles se pusieron en marcha por los caminos del mundo, lo abandonaron todo y consagraron su existencia al resucitado. Pablo encabezaba en su nombre sus cartas, que explicaban a griegos y romanos la buena nueva; y en su nombre, que había hermanado a griegos y judíos, Justino unía la especulación con la religión, identificando a Jesucristo con el Logos, iluminador de filósofos y de profetas, el centro del pasado y del porvenir.

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LA CRUZ Y EL REINO

Cristo, como rey de los judíos, fue crucificado. Pero resucitado, reinó, como rey universal, cabeza de un pueblo nuevo. Sólo que —como escribe Tertuliano con intuición paulina— “Cristo Jesús nuevo rey de los tiempos nuevos, elevó la enseña de su potestad sublime sobre sus espaldas, y fue ella una cruz”. Ningún movimiento, pues, ostenta un origen más revolucionario que éste, producido por un ajusticiado, cuando estaba en plena eficiencia la potestad, de la que había partido la condena. Desde un patíbulo, no desde un trono o desde un corcel. Él, muerto para los más, atrajo a sí durante siglos y difundió por el mundo las más generosas ideas y las más generosas almas, ofreciendo en compensación de dolorosas ofrendas, una carrera de renuncias, coronada, como privilegio, con la muerte: emperadores puestos a su servicio, reinas que se descalzan por Él, millones de almas que abandonan la vida fácil para trepar con Él al Calvario, movimientos de reinos y pueblos, cruzadas, guerras, arte, poemas, riquezas, despojos, diademas, muchedumbres anónimas y genios solitarios. Y atrae cada día aspiraciones y lágrimas, oro y fango, fundiéndolos en crisma de vida. Hoy el ajusticiado es con mayor convicción proclamado rey, después de haber arruinado la guerra algunos de los más sólidos reinos; Rey de un reino que el Gotha13 no registra y que los más rechazan, al cual, sin embargo, no puede renunciar ningún cristiano consciente, aun a precio de cualquier sacrificio. Es un reino insólito, sin insignias y galones, que se dilata, lentamente, en profundidad, en las almas difundiendo un espíritu de paz que puede conciliarse y puede también enfrentarse con la política de los reinos temporales. La cruz pone de relieve la realeza de este Fracasado. Un trono que es una cruz. He aquí una realidad cuyo valor puede hacernos olvidar la costumbre. Piénsese en una muchedumbre congregada en adoración en torno a un Crucifijo; o en una asamblea de doctos presidida por Él: se 13

Gotha es un municipio alemán del Bundesland de Turingia (Estado Libre de Turingia). (N. del E.)

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dirigen súplicas a un Ajusticiado, se medita en un Patíbulo. Como si una sociedad se reuniese en torno a un ahorcado... Aquellas llagas no han cesado de manar desde la cruz, enseñándonos a unos y a otros lo que es la compasión. Si toda nuestra naturaleza se siente atraída por el mal, la cruz nos impulsa con vehemencia hacia el lado opuesto, la caridad. Es la caridad que nos reconcilia con el sufrimiento de esta vida. Bajo la augusta dulzura de aquella mirada —mirada de un Dios sangrante—, la vida se torna seria, el amor se convierte en un deber, el renunciamiento en una necesidad. El alma orgullosa recobra su libertad; vuelve en sí misma, y se da cuenta de que nada puede, de que nada es; se despoja de todos sus disfraces, y se siente en su realidad, abandonada, desnuda; y en la plena conciencia de su nulidad, se postra toda absorta en la adoración de su Creador, vilipendiado y maltrecho por su causa. A las plantas del Dios en cruz todo lo que es accesorio se anula, las cosas se reducen a sus verdaderas proporciones. Quedan a solas el Crucificado y el alma a sus pies; el juez y el reo; la expiación y la culpa. Y en este estado se esfuma la vanidad de las cosas. El mundo exterior se acalla y no se oyen sus reclamos. Todo lo llena el misterio sobrecogedor del Dios crucificado. El alma se postra en adoración, anodadada ante tan gran misterio. Anonadamiento que nos sumerge en el Infinito. El orgullo se deshace, como se deshiela la nieve ante el sol. El alma siente el amor de su Dios. Bajo la luz de la crucifixión conoce uno lo que es el pecado. La cruz, pues, desde la cima del Calvario secciona la historia humana en dos vertientes. Toda la historia gira alrededor de Él. Las gotas de sangre que caen de las cinco llagas del divino Ajusticiado, transforman el dolor humano y lo hacen fecundo. La humanidad dolorida avanza, entre trabajos y angustias, cayéndose y levantándose, camina esperanzada hacia la Vida. La Cruz, el Árbol de la Vida, se yergue victoriosa sobre la muerte. La muerte no es un término, sino un tránsito. El Hijo de Dios ha dado su Vida por mí. La Cruz de Cristo nos pone en nuestro sitio: no nos dejemos ya absorber por lo pasajero, no tomamos ya demasiado en serio el que seamos ricos o pobres, poderosos o débiles, sanos o enfermos, listos o ignorantes... lo que realmente cuenta es el Amor. 73

*** ¿Qué significado más tremendo que este de un Dios inmolado sobre un patíbulo infamante? Las gentes se clasifican hasta por la forma de morir en los patíbulos. Los gentilhombres venecianos se procuraron el privilegio de ser ahorcados con un lazo de oro. Los ciudadanos romanos eran decapitados. A los desertores y a los bárbaros se les crucificaba: y sus cadáveres, por el mismo hecho quedaban degradados, en el colmo de la infamia. Pero la cruz, perpendicular entre las dos vertientes, concentró y concentra las antítesis entre el cristianismo y el paganismo. O de acá o de allá. O Cristo o el Anticristo. Con buen acuerdo la Iglesia despaganizó los monumentos paganos, enarbolando la cruz en la cima del Coliseo, del Panteón, del Foro... El genio de Tomás de Aquino se deshacía en amor a los pies de la Santa Cruz. Y es que la cruz conforta y anonada. La Cruz encierra un misterio que no admite sutilezas: o con ella o contra ella. ¡Cuántas veces ardió a sus pies el fuego de la lucha! ¡Cuánta enronquecida oratoria se ha propalado contra ella! ¡Cuántas filosofías corrosivas han tratado de destruirla! El tiempo de los cruzados, que esculpían la señal sobre sus armas y lo diseñaban sobre sus pechos, para marchar a luchar contra los infieles, ya ha pasado; pero no ha pasado el tiempo de acoger el sagrado emblema sobre nuestro corazón para exterminar todo indicio de pecado, que nos hace infieles al amor de Dios. Cuando el alma se disfraza de hipocresía y se sumerge en la sensualidad, basta reclinarse sobre el Crucifijo para tomar conciencia de tamaña esclavitud. La Cruz nos enseña que cualquier hombre —cualquiera que sea y donde quiera que esté— es un hombre que ha sido redimido con la misma sangre de Jesucristo.

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CRISTIANOS, SEMICRISTIANOS, ANTICRISTIANOS

Por una de esas paradojas de las que está como empedrado el camino de la fe, el nombre de "cristianos" les fue impuesto por desprecio a los secuaces de Jesús, como para designar una facción de la política o del hipódromo capitaneada por un no mejor calificado Cristo o Cresto, a la manera como se decía pompeyanos, cesarianos, herodianos. Cristo y... César, la mera comparación debía provocar risa. El nombre, pues, nació como distintivo de irrisión. En pocos años se convertiría en distintivo de odio. El cristiano es una pálida copia de Cristo en cruz, rodeado de una turba de burlones. A la cruz él mismo se condena, dando su nombre a Cristo. De clavarlo en ella se cuidan los demás. Quien se decide a vivir integralmente el Evangelio, se convierte en apóstata del justo medio, en desertor de lo mediocre y de ser un cualquiera, que es la pragmática sanción impuesta por los dirigentes, no oficiales, pero sí autorizadísimos, de todos los reinos y repúblicas: y a los desertores se les aplica todavía la cruz. “Os torturarán y os darán muerte; y seréis odiados de todas las gentes por mi nombre. Muchos se escandalizarán, y unos a otros se traicionarán y se odiarán.” Y ved el cumplimiento: “Dondequiera encuentran un cristiano, es costumbre insultarle, provocarle, burlarse de él, tratarle de insulso, de necio, de villano y de estúpido”.— Esto lo advirtió San Agustín polemizando con los tiranuelos que cometían crueldades en su tiempo. Las consecuencias se corresponden con los principios, ya que éstos imponen el credo de un Dios personal cuando, idealísticamente hablando, es mucho más útil no creer en otro dios que en sí mismo o simular creer en los ídolos creados por uno mismo. El cristianismo establece una Iglesia madre, desbaratando todo individualismo; preceptúa una moral

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heterónoma14, siendo así que es mucho más cómodo tener una moral autónoma, que deja hacer lo que a cada uno le conviene. Al cristiano que lleva la cruz, no le faltará tampoco la corona de espinas, que le puede ser aparejada por los cristianos que llevan la cruz en la solapa por puro ornato, o sobre su seno, como las concubinas de los reyes cristianísimos, que se confabulaban con el turco para hacer capitular al Papa. El cristianismo existe. Los que no existen muchas veces son los cristianos. Con harta frecuencia paseamos el atributo de cristianos con la misma inconsideración que el de europeos o burgueses... Y sin embargo, graba este atributo en el alma un estigma de fuego; nos injerta en un linaje sacerdotal —como decían los escritores del cristianismo primitivo—: tercera raza de la humanidad, después de los bárbaros (judíos) y después de los helenos (paganos). La raza nueva. Pero es precisamente esta novedad la que nos arredra. Es esta originalidad con la que negociamos, tornando a estados de servidumbre. Implica este atributo la aceptación de los postulados revolucionarios del cristianismo: renuncia al mundo y santificación en Dios; un desfilar como peregrinos bajo la mirada de los mundanos, sin dejarse cautivar con los afectos por las bellezas que se contemplan a la vera del camino; todos cautivados por el afán de lo Eterno, por el amor de Cristo, considerando nuestro cuerpo, no como consumidor de lascivia, sino como templo habitado por el Espíritu Santo; subordinándolo y orientándolo todo — intereses, patria, trabajo y hasta miserias— al Absoluto. Tremendo cometido y maravillosa mudanza que nos desata de las ligaduras del momento fugaz, de las exigencias tiránicas, de las injusticias inevitables; por el cual esta breve jornada no se enzarza en peleas, rivalidades e inquietudes por el pan y por la carne, sino que, con la esperanza puesta en lo Eterno, saborea ya las primicias de las dichas de la inmortalidad. La carne muere, pero el espíritu permanece; y éste —y no aquélla— tiene razón de fin. Restituidos a nuestra condición eternal, los hombres que antes vivían como animales ya no nos amedrentan por las miserias de esta vida: sus vejaciones afectan al elemento que perece, al cuerpo, pero no pueden menguar la independencia y la entereza del alma. Libertad en la alegría y en la gracia, con la perspectiva de la liberación final. Este es el plan de vida del cristiano, según aquel gran cristiano que se llamó Pablo. 14

Sujeta a un poder externo o ajeno. (N. del E.).

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Despojado el hombre viejo, revestido el hombre nuevo —ya que todo en el cristianismo tiende a la innovación contra la nociva influencia de las costumbres y leyes del mundo—, reformados a imagen de Cristo los que éramos a manera de monas de Satanás, entramos en una comunión de almas, donde no hay ya “ni griegos ni judíos, ni circuncisos ni incircuncisos, ni bárbaro ni escita, ni esclavo ni libre”, ni agente de banca ni explotador insolente, “sino Cristo, todo en todos...” La cita es vulgar. Pero en cita se queda demasiadas veces; porque cuando se trata de llevarla a efecto, se ponen toda clase de rémoras y pretextos para seguir persistiendo en nuestras divisiones y diferenciaciones terrenas, por las cuales colocamos al escita y al bárbaro, al incircunciso y circunciso, sobre Cristo en todo y en todos. De este modo se trueca la locura de la Cruz por aquella sabiduría del mundo que se nutre de estipendios y de cargos y se desquicia en cuanto se la toca en su ídolo de oro y de vanidad. Mientras tanto, la llamada locura de la Cruz ofrece la única solución a los problemas que los hombres con sus solas fuerzas —como se ha visto en sangrientas experiencias— saben muy bien provocar, pero no aciertan a resolver. Es un derrumbamiento radical que no puede hacerles gracia a los adoradores de lo palpable, de lo contingente, a los realistas del momento, a cuantos se regodean sobre la humanidad que sufre, reputándose felices con su condumio, con su automóvil, con sus pensiones... Y sin embargo no es así. Porque estos tales son esclavos del propio cuerpo, de la propia vanidad, del propio rango, estremeciéndose por la inquietud del mañana, por la inestabilidad inherente a todo lo humano... No es vivir el suyo: es una ilusión de vida; es un morir por vivir; es un agonizar espasmódico. El que pone por obra el renunciamiento cristiano, el que pisotea el mundo con sus plantas haciendo de él senda para caminar al Infinito, plataforma para saltar sobre estos tugurios de argamasa, éste llega a ser libre, y éste defiende la libertad aun a costa de su sangre. Nuestra más pura gloria son las legiones de mártires, de vírgenes, de cuantos se negaron al goce de un instante para ofrendarse al amor de Dios. Ellos con su inmolación desencadenaron y desencadenan un torrente de espiritualidad, que trastoca este mundo materialista y lo regenera. Por Cristo se abandonan carreras tenidas por envidiables, o el frívolo comercio sexual; y por Cristo, cuya sangrante imagen les parece ver en el prójimo que padece, se ocultan en lejanas o infestadas tierras, en hospitales, en escuelas, en claustros, para aliviar con su propia tribulación 77

las ajenas, entregando la vida por los otros. El odio mata, incendia, depreda, y asimismo la codicia. La caridad vivifica, refrigera, cicatriza, y asimismo la renuncia. El héroe del mundo empuña una brillante espada pero sangre humana gotea de sus manos; manifestando furor en sus ojos, atraviesa por devastadas regiones, llenas de ruinas, en las que sólo se oyen los gemidos de los moribundos y el llanto de las madres y el de sus pequeñuelos. El héroe del cristianismo lleva una cruz en la mano y una sonrisa de compasión en el rostro; y sobre las huellas del exterminador, que la historia burguesa dará a conocer a sus vástagos con enojosas listas de batallas, va curando a los heridos, reparando los estragos, acudiendo al hambre y apagando la sed, seguido de la bendición de los vejados. La distraída superficialidad ignorará su nombre si bien se beneficiará de sus obras.—Muerte y vida. Y el cristianismo forma legiones de seres semejantes: fundadores de órdenes, monjas heroicas, misioneros que se extinguen en leproserías, padres y madres que inculcan en sus hijos ideales de bondad...: la gran reserva moral, la levadura que, al fin, disolverá el odio, cargado como nublado devastador sobre la tierra; alma pura en el cuerpo contaminado del mundo. Estos son los cristianos consecuentes, y, por tanto, los verdaderamente heroicos. Mas a su lado militan muchedumbres de cristianos rutinarios, cuyo cristianismo es una etiqueta puramente social. Hoy en día se da una violenta contienda de sistemas, en la cual hace astillas un mundo que perece y un nuevo orden forcejea por formarse. El antagonista más radical y más explícito del cristianismo es el ateísmo militante, como queda dicho. Hasta ahora no había constituido nunca el ateísmo un movimiento social. Se había presentado comúnmente como una concreción esporádica de individuos aislados. Pero hoy se presenta como un movimiento misional, como una milicia, dispuesta a luchar y a vencer, dispuesta a levantar sobre los escombros de la religión una religión nueva, monstruosa y atea: una ateocracia, como se la ha llamado, donde Dios es suplantado por un Mito; el cual ya provenga de la raza (nazismo), ya de la colectividad (comunismo), o de cualquier otra excusa terrena… es simplemente materialismo que se alza contra el espíritu. ¿Y qué es lo que oponen la mayoría de los cristianos a la irrupción 78

audaz o a la penetración capilar de semejante adversario? Más lamentaciones que obras... La Iglesia es una y si padece en un punto, padece toda entera. En nuestra fe a medias, en nuestros laicismos, en nuestros modernismos y similares compromisos, destinados a ser barridos, es preciso ver los signos que señalan el avance de la tempestad. ¡Ay si ella descargase sobre una Iglesia que adormece en la pasividad! Son cristianos, pues, piadosos, pero poco activos; no militantes. Entre ellos y la desbocada cuadrilla de sabuesos de la carne, se interpone una zona gris internacionalizada de cristianos neutros, de cristianos a medias, de cristianillos, que merodean todo el día entre las dos fronteras, balanceándose entre Cristo y el Anticristo, rociando con agua bendita las inmundicias con que se enlodan por fragilidad o por malicia. Desean el cielo pero agarrándose bien a la tierra; creen con el ápice del corazón en el Eterno y en su ley, pero con ambas ventrículos palpitan por los intereses del momento, pretendiéndolos, no como medios de subsistencia, sino como fin de la existencia. En suma: el paraíso, existirá sin duda; pero es más indudable que existe también la tierra. Y a la hora de partir de ella, besan el Crucifijo, pero no sin refunfuñar porque no les deja todavía por aquí abajo aunque sea con la uremia y los demás achaques; y suspiran cuando hablan de volar al cielo porque prescindirían de buen grado de semejante ascensión. Si dan un céntimo, les parece empobrecer; y están amurallados como con hormigón en su egoísmo, reforzado con hipócritas excusas; si es que, consciente o inconscientemente, no consideran, ante todo, a la religión como un muro suplementario para defensa de su caja de caudales, o no conceptúan a la Iglesia como una especie de partido conservador de sus terrenales privilegios. Es la retaguardia atiborrada de comestibles, que opone barricadas de sofismas al fluir del espíritu; que tiene pavor a las exigencias de la religión; que nunca pierde el equilibrio, nunca se compromete, nunca marcha a la cabeza, nunca toma la iniciativa; que acumula avara y chismorrera, sórdida, fraternizando con el hermano y pactando con el masón, que guiña con sus ojos impuros citando para el burdel. Ejército muelle de la Mediocridad. El heroísmo, que es innato al cristianismo y constituye su condición esencial en la práctica, lo desvirtúan ellos con supersticiones, con una moral laxa, a merced de las circunstancias y de las propias conveniencias. 79

Ante la desenfrenada neopaganización de la vida tendríamos que llevar el seguimiento de Cristo hasta sus extremas consecuencias, resistir a toda costa, dejarse matar antes de ceder en un ápice... Pero ¡ya! Veréis que estos con palabras melosas, aduciendo hasta razones espirituales, se justifican en su postura. Pero no pasan de ahí. Cuando se trata de llegar a las obras, esto es, de actuar, de ir contra corriente, de ponerse en riesgo, de sacrificarse, entonces se agazapan tras los parapetos de su carnal prudencia, se escudan en su propia casuística, aguardan a que mejoren las circunstancias. Y si salen fuera, proceden cautos, con pies de plomo, escurren el bulto, contemporizan, se acomodan, lamiendo los pies al mundo y haciendo carantoñas a sus dirigentes. De este modo salvan la situación, su propia situación, que se sostiene del favor de los de arriba y de las finanzas. Así caminan con aire de triunfo, cabeza en alto, sonriendo picarescamente. A la acción de los principios, a la fuerza de lo divino, a la honestidad de la coherencia y otras cosas más de no menos quilates, no se niegan — con el estómago lleno, por supuesto—; pero en realidad fiando más de la astucia humana que de la gracia para salir de las situaciones difíciles. Porque, astutos como Herodes el pequeño, se ponen a sí mismos a salvo, si no siempre, muchas veces, y, en todo caso, de frente a los obstáculos, reducen su actuación a una aparatosa y desvaída inacción que no los compromete, y piensan —o simulan— que la fe está asegurada y el deber cumplido. Mientras el cristiano es cristiano antes que nada y, por tanto, pone a Cristo en primer lugar y después y por debajo todo lo demás, sin parecerle demasiado ningún sacrificio por su amor, estos cristianos mediocres lo son todo antes que cristianos, y no sólo no abandonan por Cristo ni vida ni familia ni posesiones, sino que aún se creen en derecho de exigir de Él, en compensación de alguna que otra jaculatoria, la protección de la salud, la guarda del depósito, la prosperidad en el negocio y el éxito en la carrera. Primero, la digestión, el horario, el honorario, lo material; luego alejado, el último después del último pensamiento, Cristo. Primero la clientela, después Dios; primero la partida, después la Misa; primero el paseo, después la confesión; primero la propia comodidad, después la oración. Invierten el orden de los factores: realizan la antirrevolución. *** Y éstos, después de todo, no obstante todo el peso de inconsecuencia 80

y de vileza tomada por prudencia, y a pesar de todos los tapujos de hipocresía tomada por educación, bien o mal, aun son capaces de tener, de cuando en cuando, algún pensamiento de remordimiento que les inquieta en medio de la placentera mediocridad con que viven. Pero estas intermitencias de remordimiento están ausentes en los llamados falsos cristianos. Son aquellos para quienes el bautismo no fue más de un pretexto para un paseo festivo, y los demás sacramentos, si por ventura los han recibido, ocasiones de un poco de juerga y de tributo a los mayores. Cristianos en los registros, paganos en sus pensamientos. Son los que ignoran o proceden como si ignorasen la diferencia entre el bien y el mal; los que para enriquecer o para lucrarse no reparan en modos ni en sus jolgorios reconocen límites; los que, transfiriendo todos los intereses al cuerpo, apacientan el espíritu con lo que el cuerpo rechaza: con los desechos. Al frenesí del goce no le sirven de barreras ni la decencia ni la amistad. No ven en la mujer un alma, sino un instrumento para divertirse, y esto logrado ponen los pies en polvorosa, burlándose de la propia deslealtad, de los padres hundidos, de los maridos traicionados, de los amigos afrentados. ¿Qué importa el honor, el porvenir de una doncella, cuya fascinación está precisamente en su virginidad y en su modestia? Hay quien reduce las preocupaciones de la existencia a la carrera, a las mujeres y bien vivir, sin preguntarse jamás si el hombre no habrá sido creado para cosa más seria. Estos paganos desprovistos de moral, son engañosos en los negocios, explotadores con el prójimo, idólatras consigo mismos. De entre ellos salieron aquellos capitalistas que metódicamente han ido acumulando moneda, defraudando y destrozando incontables cuerpos humanos, fríamente mirados como bestias de excavación o de transporte. Amos de minas, de plantaciones, de oficinas, de talleres, de haciendas, se han enriquecido materialmente a fuerza de condenar a prolongada agonía o de explotar sin entrañas el hambre de millones de seres anónimos; ofreciendo el sarcástico espectáculo de sus rostros mofletudos, de sus mancebas enjoyadas ante los extenuados mozos y las enflaquecidas mujeres. Y luego, como en Méjico, han expoliado a sus víctimas hasta de las iglesias, hasta de los sacerdotes, hasta del abrigo de las cosas sagradas. Capitanes de aventura, que han saqueado las campiñas trabajadas con ruda fatiga de largos meses, único recurso de millares de familias desvalidas. Feudatarios que han traficado con tierras y almas por una partida de caza, o han tronchado inocentes cuerpos temblorosos por un capricho. Tiranos que han 81

confiscado y deportado por el antojo de una concubina inhumana o por la satisfacción de la propia crueldad que apetecía, en su furor, desmembramientos de cuerpos, aullidos de dolor y gemidos de hambre. Obispos y sacerdotes simoníacos, impuestos por poderes extraños, que administraban las cosas sagradas sin un solo pensamiento para lo divino, violando los sagrados preceptos cuyas fórmulas quizá repetían salmodiando con sus bocas adúlteras. Usureros que han despojado al aldeano hasta de la despedazada camisa quedando sus hijos desnudos. Cuantos han estuprado o mal traficado; cuantos han cerrado su corazón a la solidaridad y a la caridad; cuantos han sacrificado al débil, al huérfano o a la viuda o han abusado de la amistad; cuantos se han valido de las cosas más santas, de la religión, de la patria, de la familia, para encubrir rapiñas, sordideces y venganzas; cuantos en misión de hacer justicia, han hollado a los buenos, violentando las conciencias o sirviéndose de su función para personales logros; todos aquellos en suma que sin arrepentimiento han violado la ley religiosa, natural y moral: todos éstos, integran la mala casta de los pseudocristianos, que deberán rendir una cuenta harto más dura que los mismos idólatras ignorantes del cristianismo y que los mismos caníbales ignorantes de la civilización. Mayor es todavía su responsabilidad cuando exhiben su cinismo y sus obras, para alimento de los otros, difundiéndolas en revistas y libros que corrompen y agotan la fuerza física y moral del pueblo, con una literatura que con más o menos descaro señala como meta de aspiración el prostíbulo, promoviendo la anarquía moral en los jóvenes. Porque tales producciones penetran por las más sutiles comisuras en las estancias de las doncellas y de los jovenzuelos, en casas honorables, en los hoteles, en los centros sociales, y, corrosivas como son, desvigorizan poco a poco el nervio de la voluntad, del sacrificio, de la honestidad; asfixian los entendimientos con su una frivolidad idiotizante; destruyen los principios en los que se fundamenta y se nutre una sociedad. Son los vendedores de opio en forma de poesía, de novelas y cuentuchos, con menos riesgo y más ganancia que los otros expendedores de estupefacientes. Vampiros de la bolsa ajena, que transforman las inmundicias en dinero con una alquimia de fantasías putrefactas y trabajan el estiércol con la pluma y con el pincel; que se mofan de la fidelidad conyugal, de la virginidad, de la religión, y presentan como modelo sus bajezas. Al lado de éstos están los psudofilósofos, profesores de filosofía y de otras disciplinas, también bautizados, que se mueven al margen de las 82

fortificaciones de la ética cristiana, si es que no las combaten. Discurren sobre la moral como si el cristianismo no tuviera ni voz ni voto en la materia, o con la petulante pretensión de suplantar los principios de Cristo por los que toman nombre de uno de tantos apellidos como desfilan por el recinto universitario a la manera de cabezas de turco en los barracones de playa: se suceden unos a otros y llegados al centro, los derriba un golpe o los empuja el títere siguiente. Estos son los que, acompañando a su orgullo un mediano éxito, vociferan la antinomia entre ciencia y fe y se pasan al bando de los anticristianos, en el cual situados, aunque no dejan de tributar sus zalamerías a la fe de los abuelos, se ponen en lugar de Cristo y se hacen pregoneros de un nuevo orden: anuncian un nuevo dios, tantos dioses como pregoneros, tantos dioses como creyentes, restableciendo el más ridículo, el más caótico politeísmo, no atemperado siquiera por la socarrona incredulidad de los antiguos, sino exasperado por un fanatismo de especuladores. Hubo un tiempo en que los anticristianos se reclutaban de las otras religiones: y en cierto modo les excusaban su ignorancia. Puede admitirse, a falta de razón por dar gusto a los tardíos apologistas de los perseguidores, que el sentimental Marco Aurelio procediera de buena fe al dar muerte a los mejores ciudadanos para la salud del imperio, y después de todo, estaban frente a frente dos concepciones integrales irreductibles, y el emperador defendía la suya. Pero más tarde los secuaces de Nerón se alistaron de entre los mismos cristianos: renegados que repitieron con los hermanos, la hazaña de Judas, salvo el ahorcarse como él hizo. *** En contraste con un Calles, surge una Teresa de Jesús; y su encantadora sencillez echa por tierra el repugnante engreimiento de un Combes. Millones de almas leen sus escritos, cuando, a la vuelta de unos años, apenas si algún estudioso examinará la asfixiante prosa de los anticlericales mejicanos y españoles y los aparatosos ensayos de los teorizantes anticristianos de Prusia; como sólo algunos estudiosos, por serles obligado, deshojan hoy los escritos de los diversos WaldeckRousseau, depredadores de la libertad y de la propiedad ajena en nombre de la libertad y de la fraternidad terciadas con la igualdad. Los petroleros que en Méjico expolian la propiedad de la Iglesia, han 83

ocasionado una nueva floración de mártires en aquellas lejanas tierras. Por ellos, el cristianismo tendrá también en la América latina los testimonios recientes que tuvo la Europa en los comienzos de la fe. Y los espadachines teutónicos que, servidos por gravísimos profesores, han creído salvar los derechos de la raza conculcando por mil maneras los de la Iglesia, dando muerte a sus representantes, no han hecho otra cosa que proporcionar a las tierras de la Reforma un nuevo bautismo de martirio. Idéntico resultado obtienen los perseguidores de Rusia, ateos —y por ende, diría Tertuliano—, violadores de la libertad religiosa. Pero en el otro mundo nos veremos. El hecho de que no crean no les librará del forzoso comparecimiento; y la divina justicia les recompensará con una Siberia y con unas islas Marianas donde el frío y el calor los tendrán sin fin. El calvinista Monod, dirá que esto es paganismo: en realidad, el primero en amenazar con la Gehena fue ¡Jesús! *** Caín se potenció en Judas: el uno dio muerte al hermano, el otro la procuró a Dios. Del hermano a Dios no es corto el camino, pero es recto. La maldición de ellos nos acompaña y pende sobre nosotros como una sombra. Caminamos penando, y a punto de dominar la cima se perfila sobre las rocas del sendero la carcajada del traidor, desde el borde de una hoya: da un empellón y nos arroja a la hendedura y se ríe de nuestra desgracia. Es la condena adjunta al pecado original; y es nuestra expiación. Dura sin fin. Finaliza con la muerte. Judas se sienta a tu mesa, bebe tu sonrisa, te cubre de besos, te lisonjea y adula; es amigo de los tuyos, conoce los secretos de tu familia, te acompaña a la Iglesia, te ofrece el agua bendita, te acompaña de nuevo a casa, te escribe “hermano”... Mas cambiada la fortuna, da el empellón y te precipita en la sima. Tú le habías alimentado, calzado, refugiado; él te envenena la mesa, te despoja cínicamente, te lanza de la casa que es tuya: delator, flagelador, es acusador como Satanás, de quien es ministro, porque tiene hambre de tu reputación y sed de tus lágrimas y de las lágrimas de los tuyos... Tenía un semblante dulzón; te sonreía y te halagaba. En la hora de infortunio se yergue contra ti, con mirada de odio y de codicia. Parecía desprendido, y descubre un hormiguero de apetitos; parecía humilde, y se encoleriza con orgullo satánico; parecía manso, y se hincha de desprecio; 84

se te arrodillaba cuando estabas en pie, y te pisotea ahora que te ve en tierra; sumiso cuando servía, petulante ahora que manda. Te roba la mujer ante la cual se arrastraba reverente; te envenenan los hijos, en cuyas inocentes pupilas alabó tus méritos. Cuando la desgracia se abate sobre ti y le pides ayuda, no encontrarás en él más que a Judas. Si el mundo te persigue, enseña la oculta senda al enemigo para que se te meta en tu casa y te destruya. El cristiano tropieza siempre al doblar la esquina con el falso amigo que le acomete, pero le es forzoso levantarse y reanudar la marcha. Es un nunca acabar, hasta que a Dios place. Judas tiene mil caras, mil nombres, incontables resortes, Dispone de pasaportes hábilmente falsificados y de autorizadas recomendaciones. Es cristiano, más, apóstol: uno de los Doce; tiene la caja de la comunidad; y siendo tal, puede ser a la vez propagandista de ideales. Hace dinero hasta de la liturgia, hasta de los sacramentos, hasta del mismísimo Cuerpo de Cristo. Es hipócrita hasta el punto de encubrir la traición en un caso de conciencia, en un servicio a la causa del bien, en un entretenimiento poético, en una disquisición teológica. Puede revender la Iglesia, haciéndose el santurrón. Está dispuesto a desertar, a cambia de bandera, ante los ataques audaces de los hijos de Satanás. El reino de la tierra está sujeto a los Caínes y a los Iscariotes, entrometidos en la familia humana. Judas, consciente de su fuerza, asegurado en una tradición milenaria de éxitos y de intentonas, se adiestra y refina con la cultura, con la política y con la ciencia: es el teólogo que hace fácil el cristianismo aligerándolo del dogma y de la moral; es el ministro que despoja a la Iglesia para que no pueda cumplir su misión. Mas los cristianos que no quieran pasar por juglares, poseen, aun en medio de los despojos, las estafas y los rechazos, los medios para vencer, y para rehusar con firmeza la adoración del ídolo. Judas podrá echarlos a la calle, pero nunca tocar sus almas, mientras ellos no quieren.

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LA MADRE

Otra originalidad de Jesucristo fue el reunir a todos los cristianos, muertos, vivos y venideros, en un cuerpo social, vivo, humano y divino. No faltaban sociedades religiosas en el Imperio romano, las cuales tenían por fin dar culto a diversas deidades, celebrar banquetes, y, más comúnmente juntar y administrar ahorros para proveer a los socios de una tumba. Y ahí terminaba el deber religioso: en unos ritos, en unos platos y en un nicho. Fuera del culto y fuera del festín, los miembros volvían a ser del todo independientes en sus relaciones mutuas. En cambio el deber religioso de los cristianos no terminaba allí: allí comenzaba. Estaban vitalmente ligados unos a otros dentro y fuera del templo, en las horas todas del día, en todo lugar y condición; y era la sociabilidad suya absorbente y universal. Nacía del Eterno y se arqueaba, a manera de puente, sobre el más remoto futuro. De ahí derivó un organismo de nueva estructura, que se llamó, con vocablo renovado por la democracia ateniense, Ecclesia, Iglesia. Cristo había dicho que la construía sobre la piedra. De dar oídos a cierta crítica, Él habría edificado sobre la piedra un castillo en el aire, una sociedad invisible: habría escogido la piedra para base de sombras... Dicen también que la Iglesia no la edificó Cristo, sino los apóstoles, para compensarse del fallido reino escatológico. —¡Mas el reino de los cielos está ya dentro de vosotros!— dijo Él, a los que esperaban un Mesías triunfador que los librase del yogo romano. Pero para que se realizase ya en la tierra, rogó hasta en la última tarde que sus seguidores permaneciesen siempre unidos, como sarmientos a la vid, formando cuerpo con El, y, por El, con el Padre. Una pequeña sociedad le acompañaba ya en vida: los Doce, los Setenta y dos, las piadosas mujeres. Con su muerte no se dispersaron los miembros, sino que, fieles a su enseñanza, se reunieron en el piso superior de una casa, haciendo vida en tal modo común que podría parecer comunista. Sólo que su autoridad directiva fue ejercida por Pedro (“Simón y los que estaban con él”, dicen los sinópticos), y su presencia estaba garantizada por la de su Madre. 86

Pedro y María. Para deshacer la iglesia o para volatilizarla, como ha sucedido fuera del catolicismo, ha sido preciso quitar del medio a María y a Pedro: Dos factores esenciales. El escritor protestante Jungnickel, observaba en el año 1919 con ternura y perspicacia impresionantes: “La Iglesia evangélica muere de frío; necesita una Madre, María; ella puede recalentarla.” Y Lortzing, otro pastor protestante, coleccionaba un volumen de testimonios acatólicos en favor del culto a María. En 1934 se readmitía con timidez su nombre en la colección de himnos metodistas americanos; y el calvinista francés Suyol, a propósito de Lourdes, indicaba a las iglesias reformadas si no era llegada la hora de reexaminar su posición acerca del dogma de la maternidad de María. Y no eran voces aisladas. Renace el deseo de la Madre; sobre todo en una hora grave como la presente que con mayor intensidad nos hace sentir nuestra condición de huérfanos. No es la Iglesia un club moderno. Es una casa, una familia; y si tenemos al Padre, necesitamos también a la Madre. De lo contrario, es fría, como un albergue. La presencia de María en la Iglesia es fuente de consuelo para todos los cristianos, pues provienen del corazón de una Madre Inmaculada, tan pura y tan bella. Pero donde mora la Madre, no se entra cargado de odio: es preciso dejarlo al umbral, y abandonarse, aligerados, a sus maternas caricias. El camino del cristiano es largo y escabroso, y se va adelante, tropezando y gimiendo; dominados por el cansancio, no tenemos otro reposo que la casa de Dios, donde esta doncella, soñada por los profetas, preparada ab aeterno en el divino consejo, solicitada por la confusa expectación de las gentes, hace para todos de madre, y acoge en su seno a todos los desilusionados, a todos los crucificados en sus afectos, como lo hizo con su Hijo sin mancha. María: basta pronunciar su nombre en su cristalina transparencia para que se sofoque la cólera, para que cese toda contienda. Toda la poesía acumulada por los profetas de la antigua alianza y por los poetas de la nueva ha captado apenas una pequeña parte de la belleza que en sí Ella atesora. Dos mil años viene María repartiendo dulzura, alegría y consuelo entre sus hijos los cristianos. En la férrea edad media, donde abundaban las guerras y las rapiñas, su presencia ablandó 87

paulatinamente la dureza de las almas, haciendo florecer el arte y la poesía inspirados por su espiritual belleza, y despertando, en sí misma, el aprecio por la mujer. En la época actual, su bondad, su abandono en Dios y su pureza inmaculada —cuya afirmación dogmática ha sido recientemente definida en este siglo materialista— abaten nuestro orgullo atiborrado de cultura y de egoísmo, y nos invitan a ser sencillos y a vivir en familia. Desde hace dos mil años, millones de almas cotidianamente la invocan, una, diez, ciento cincuenta veces cada una, con la salutación del arcángel; y a cada invocación se acercan a Ella, pero sin nunca alcanzarla; así como nunca la alcanza, próxima como está y alejada, ninguna representación artística. Su hermosura sobrepasa, sin parangón posible, cuantos tipos de belleza han fantaseado pintores y poetas: y sus efigies no la llegan, por más que se aproximen, como los cálculos matemáticos no llegan a la medición perfecta de la esfera. Con todo, este incansable anhelo de fijar su inexpresable belleza, es una manera de plegaria, y eleva los espíritus. Los viejos adalides de la fe nueva se les inflamaba el corazón y prorrumpían en acentos de ternura defendiendo el honor de esta proletaria divinamente privilegiada con una maternidad virgen; y los guerreros, supervivientes de reñidas campañas, le llevaban al altar el humilde homenaje de su ofrecimiento votivo y de un corazón contrito. De hinojos ante Ella, virgen, humilde, se suavizaban sus crudezas y tosquedades. La piedad del pueblo artesano la erigió estupendas basílicas y puso bajo su protección las jóvenes repúblicas, por Ella fortalecidas. En las curvas de los caminos peligrosos, sobre las intransitables cimas, en las encrucijadas de los senderos solitarios, bajo las arcadas de los antiguos acueductos, le erigió el pueblo agrícola un pequeño altar o encajó en el muro, sobre el césped y entre flores, su imagen sagrada, y la veneró madre virgen, en la alegría del hogar y en el dolor de la Pasión. Aquel rostro sonriente o aquella mirada dolorida de mujer modera la dureza del hombre y le suscita en su corazón anhelos de perdonar y sentimientos de volver al hogar; por muy solo que uno se encuentre, basta la imagen de la Virgen, aunque sea en una senda de montaña o en un camino aspero y tortuoso, para sentirse acompañado y recobrar la alegría de vivir. Ella acude a todas las desventuras, invocada en todas las dificultades de la vida, como madre. Las pobres mujeres del pueblo no tienen con demasiada frecuencia a quien confiar, fuera de Ella, su penar sin tregua, y de Ella, y del ejemplo de aquel que a Ella le dio, reciben fuerza vigorosa 88

para seguir adelante, para criar cinco y diez hijos, para trabajar en las faenas del campo bajo la lluvia, la nieve y el sol, para soportar carestías, sequías y enfermedades. Su nombre, su recuerdo, las levanta del suelo donde, agobiadas, se doblegan bajo haces de leña o de heno; no tienen otro aliento. Es la más cercana: con un acercamiento real y constantemente experimentado por quien la invoca, desde hace dos mil años: por eso es implorada y honrada sobre toda criatura; y también por eso la más fácilmente maldecida por la ingratitud del hombre, en los momentos de embrutecimiento satánico. Odiada hasta por reacción al beneficio recibido, por la pureza que Ella refleja, por la fascinadora bondad con que envuelve el mundo. Los más fanáticos escribas talmúdicos de los primeros siglos, no le perdonaron el haber concluido con el nacimiento de Jesús el tiempo de la ley y agotado su misión de glosadores. Tentaron de infamarla en lo que, en Ella, virgen de Israel, era el más bello tesoro: la pureza. Pero el delito, estampado en algunos fragmentos de la Mishna, fue compensado por la conciencia cristiana que reconoció en Ella la más perfecta criatura salida de las manos de Dios, y vio en su vida la más tersa expresión de candor, pureza y humildad. Pero una humildad que agradó a Dios en tanto grado, que quiso colmarla con su mismo poder y destinarla a la más alta misión que jamás fue dada y jamás se dará a una criatura: la generación humana de su Hijo. Y Ella, recogiendo desde entonces las aspiraciones de los pueblos que habían precedido y que debían seguir a la Epifanía de Cristo, anunció, con la emoción de una doncella inspirada por el Espíritu Divino, el triunfo de la humildad inerme sobre la altanería e hinchazón de las armas, identificándose con la potencia de Dios que abate a los soberbios y exalta a los humildes. Aquel su canto del Magnificat compensa y asegura a todas las generaciones de atribulados y de anónimos, con la exaltación de una jubilosa e inexorable revolución, que invertirá los términos de las categorías sociales. Y por esta causa, aquellos versos entonados por la joven nazarena en el umbral de una casa proletaria, hacían enfurecer a todos los impíos y volterianos. Las ráfagas de niebla pasan, y la serenidad de la Virgen vuelve a sonreír hasta sobre las almas más endurecidas. No es raro, aun entre los acatólicos, el juzgar que si Jesús es el Cristo, María no podía dejar de ser la Virgen Madre de Dios, digna de 89

veneración, por redundancia de la adoración dada al Hijo, como exige el mismo orden natural de las cosas. Los sectores más íntegros de las iglesias protestantes, las cuales hablan repudiado el culto a María amañando el vocablo ofensivo de Mariolatría, han vuelto a él tímidamente, reponiendo su imagen en sus templos, o, si esto no pudieron, restableciéndola en sus casas. Y aun esta nueva alegría obtenida en la fría desnudez de su fe por el hechizo de la Virgen les hará quizá gratos a la Iglesia que siempre se dejó prender de este embeleso y que en las horas sombrías y trágicas de la historia —pestes, guerras, invasiones, aluviones—, condujo siempre los pueblos a Ella, dada a todos por Madre. Esta veneración no tiene, en el pensamiento de la Iglesia, el alcance de una substitución o de una substracción del honor debido a Dios, temida tan sólo por quien finge en Dios un déspota celoso, un dueño exclusivista, que estima menguado su honor por el que se tributa a sus familiares. Fue Dios el que, más que todos los santos, honró a esta mujer e hizo de Ella manantial de alegría para los querubines en el cielo y para los hombres en la tierra, dispensadora de gracias, cual mediadora, por aquella su condición de criatura encumbrada a los confines de la Divinidad por la Humildad. Hay una plegaría a Ella señaladamente grata, la cual rememora en su honor un ciclo de misterios de la vida de Jesús: el rosario. Mas como esta práctica es sencilla y accesible a todos y extendida especialmente entre aldeanos y mujeres del hogar, la mentalidad impregnada de prejuicios sociales y saturada de los sabidos brebajes volterianos —aquella gran retórica de la mediocridad irracional que se llamó anticlericalismo racionalista—, aun aceptando en parte las prácticas cristianas, desdeñó esta manera de plegaria como propia de mujerzuelas y de rústicos, y vio en el rosario un singo de incultura religiosa. Pero ese rosario que ase en su mano el hijo del pueblo, le restituye la serenidad en las horas cansadas y ardientes de la tarde, en las horas aciagas de la vida, y le reanima para esperar en el mañana y para reanudar la tarea; esa ruda sarta de perlas de cuatro cuartos, infunde corrientes de vida sobrenatural en las almas oprimidas por la fatiga de la lucha y de las miserias de la vida. En manos de una doncella, robustece y aviva su pureza; en manos del hombre de acción, infunde en su corazón —hinchado tal vez de cierta vanidad— la humildad y las ansias de santidad a través de los pequeños detalles; en manos del hombre de estudio, repleto de glosas y de teorías, aclara las ideas e esclarece lo fundamental de lo accesorio. Este pobre 90

rosario, en todo caso, nos reincorporas al pueblo, del cual todos provenimos —o vilmente huimos—, llevándonos a tomar asiento cerca de la gente humilde, librándonos del peso de soberbia y de la cicatería de casta. Entrelazado en las manos del difunto, comunica también a los vivos la esperanza volver a encontrarnos en la casa del Padre, por toda la eternidad. Porque el cristiano se encomienda a Ella durante toda la vida, pero particularmente en aquella hora, tremenda hora del tránsito, cuando todo lo humano nos huye, dejándonos solos e impotentes ante el negro misterio de la muerte; y entonces, como chiquitos aterrorizados, para afrontar la negrura y el frío, demandamos la mano tierna y acogedora de la Madre: nosotros que gracias a una madre vinimos al mundo. Y pedimos que en la muerte, nos reengendre Ella a la segunda vida.

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EL PAPA

Pedro es el Papa, el cual, en nombre de Cristo, dirige la Iglesia. No se concibe la Iglesia sin Papa, como no se concibe un cuerpo sin cabeza y una sociedad sin jefe. Dicen que el jefe es Cristo, y basta. Ciertamente. Pero en su visible ausencia, alguien deberá hacer sus veces. Quitad a este alguien, y en lugar de una tendréis ciento, trescientas iglesias, cuyo solo número —por decirlo con los pancristianos— constituye la traición viviente del cristianismo, que es uno y único, como uno es Cristo y uno es Dios. Ningún Estado se rige con veinte, ciento, mil autoridades autónomas. El pueblo de Israel alcanzó un período de poderío y gloria cuando abolió los jefes de tribu y se dio un rey; comenzó a decaer al dividirse en dos reinos, fácil presa de sus enemigos. En Roma había dos cónsules: pero en períodos de gravedad gobernaban un día cada uno; y cuando el Estado se dilató, se impuso la monarquía por exigencia de vida. En cuanto la pequeña comunidad jerosolimitana comenzó a vivir, comenzó el Sanedrín a maquinar contra su vida. ¿Cómo? Arrestando, para darle muerte, en primer lugar a Pedro, después a los demás apóstoles. Y logró matar algunos; pero Pedro se les escapó repetidas veces de entre las manos. Gamaliel se levantó en el Sanedrín para pronunciar una grave sentencia, recomendable a los sanedritas rusos, arios y mejicanos: —No persigáis a esta gente; si la suya es obra de hombres, perecerá, como todas perecen; si es obra de Dios, permanecerá. Y permaneció. Desde entonces el primer blanco de los ataques contra la Iglesia, por ser el más alto, es Pedro, o sea, el Papa. Ni hay hombre sobre la tierra que sea objeto de mayor amor ni de mayor odio. Santa Catalina de Sena le llamó “dulce Cristo de la tierra”. Una profusa literatura anglo-sajona se revolvió como en remolino, en torno al tema del Anticristo. Lutero, abrasado en sus entrañas de antipapismo, repitió hasta el fin aquella su amenaza ebria de odio: “Pestis eram vivus, moriens ero mora tua, Papa” 92

(Mientras vivía era tu peste, al morir seré tu muerte, Papa). Bastaba pronunciar su nombre para suscitar peregrinaciones y cruzadas; bastaba el grito de “No Popery” para desencadenar tormentas de persecuciones contra los católicos. Aun después de las investigaciones arqueológicas y de las concesiones de tantos estudiosos protestantes, muchos entre ellos siguen negando impertérritos el apostolado y martirio de Pedro en Roma, no por odio a él, sino por el que tienen a la serie de sus sucesores, del cual se nutren como de licor excitante y estupefaciente. Por los tiempos en que yo era muchacho, cualquier mequetrefe se creía en deber de escupirle encima: como a Jesús de Nazareth; patriotas furibundos, que salvaban semanalmente la patria denunciando hasta enronquecer los maleficios de los pontífices contra Italia y la civilización, persuadían al enardecido auditorio de la inminente catástrofe del Papado, vergüenza —decían— sin nombre. “Es necesario que perezca uno para salvación del pueblo”, declaraban los jefes israelitas; y es necesidad siempre urgente, de opinar como los rabinos de los modernos fariseos. En Italia la conjura está desbaratada, quedando reducida a los estrechos márgenes del anticlericalismo alimentado por el espurio protestantismo local, desde que la guerra estalló también con fuerza sobre los estrados de la demagogia anticlerical, y todos los tribunos clerófobos cayeron con su retórica sobre túmulos de heno. No faltan, sin embargo, biliosos denunciadores del papado en las crónicas internacionales, de Moscú y de Londres, donde el decano de San Pablo, no sabiendo que más decir contra el Papa, le censura de ser un cura “italiano” sacando a colación la raza donde no hay griego ni judío... Para compensación, en Sidney millares de cristianos, y hasta de no cristianos, sienten cotidianamente la necesidad de acudir a Roma para prestar homenaje al Pontífice, en quien reconocen una paternidad y una autoridad, de la cual se benefician o desearían beneficiarse. Tiene, pues, el primado de honor ante Dios, y de injuria ante los hombres, siendo éste, prueba y confirmación de aquél. Le acaeció otro tanto a Cristo. Cuando se obscurecen los límites de lo verdadero y de lo falso, del bien y del mal, surge el Papa, y su misma persona hace de signo vivo de discriminación. La lucha por el ateísmo impulsada por Moscú y la lucha por el amoralismo impulsada por las metrópolis de América y de Europa tienen por primer blanco y punto de referencia al Papa: él es el obstáculo. Derribarlo equivale a derribar la Iglesia por su vértice. Quitad al Papa, y en 93

la sociedad perfecta, que guarda inalterado el depósito de Cristo con las tradiciones de los Apóstoles, se introducirá desde el techo con estrépito la anarquía. Derrocad al conductor, y se desbandará la Iglesia militante, fraccionándose en compañías oportunistas entregadas al bandidaje. Los mayores admiradores del Papado deberían registrarse entre los que niegan su institución divina, esto es, el origen divino de la Iglesia misma; porque éstos, mas que nadie, deberían apreciar las ventajas, al menos sociales y morales de una dinastía, la cual, siendo electiva y estando integrada por soberanos diversos en origen, casta y educación, logró mantener viva, desarrollar y robustecer una sociedad compleja e inmensa, al tiempo en que todas las demás instituciones sucesivamente se desfiguraban y las demás dinastías gradualmente se extinguían, promoviendo la unidad y la continuidad con su beneficiosa influencia hacia un ideal de perfección en medio de conmociones de todo orden. En el cristiano consecuente está limitada esta admiración por la persuasión del poder divino que a los papas asiste, por el cual no puede la Iglesia perecer. Puede ocurrir que los papas caminen errantes de ciudad en ciudad, y no hallen sitio donde celebrar un conclave, o que los partidos traten con las armas o con el dinero de adjudicar la tiara a un encubridor, y puede acaecer que para concluir un conclave sea preciso desmontar la techumbre y aun que resulte un papa nepotista, un Alejandro VI por ejemplo. Pero, ¿a qué obedece que a pesar del daño causado por estos perniciosos apóstoles la Iglesia no muere? La Iglesia no murió cuando estaba compuesta por una centena de discípulos y de doce apóstoles; uno traicionó a Cristo: no se podrá decir que de cada doce papas uno traiciona a la Iglesia. Más bien, el que no es consecuente debería admirar al papado teniendo en cuenta estas heridas, pues siendo bastantes para matar cualquier otro organismo no han impedido en cambio un acrecentamiento de poder y de estimación en el primer cristiano. Y Alejandro Borja... Cuando pretenden desvirtuar la admiración por el pontificado romano, nos echan en rostro, como una insidia, el nombre de este linajudo español, ligado a la corrupción de su siglo. Un escritor inglés ha intentado reconstruir de él una biografía decente hasta hacerlo un padre ejemplar y un honrado sacerdote. Bien puede ser que la leyenda, recargada por el anticlericalismo, que ha sido ante todo una forma de grosera adulteración histórica, haya exagerado el colorido al pintarnos su retrato; mas a mí, a decir verdad, no me produce ni frío ni calor el que 94

haya sido un canalla, digno padre de sus hijos: para mí su caso confirma que también los papas son hombres —cosa sabida aunque se olvide— y como hombres sujetos a todas las humanas flaquezas y fragilidades (homo sum, como el que viene detrás); pero su caso —que, como es claro, escandaliza tanto precisamente por ser excepcional en la larga serie de pontífices— confirma la regla; y confirma a la vez que la Iglesia posee tal santidad intrínseca, divina, que enmienda sin morir, hasta los ponzoñas Borja. Un cristiano que se encara con el Papa y condena su proceder, o, lo que es peor, toma de ahí pretexto para rebelarse contra la Iglesia, es un inconsciente: porque el Papa no es tan sólo el jefe de una familia a la cual como miembro vivo pertenece todo cristiano, sino que, más o menos, es la más fiel representación de esta familia. Una cristiandad buena produce un clero excelente y por ende óptimos obispos y óptimos papas; una cristiandad túrbida produce los papas de Marozia15; y una cristiandad 15

Marozia (892–955), noble romana. Fue una de las mujeres más influyentes de su época desde que, en 907, se convirtió en la amante del papa Sergio III y pasó a dominar la política papal durante un periodo de unos veinticinco años. En dicho periodo influyó en la elección de hasta seis papas y ordenó la muerte de algunos de ellos. Marozia contrajo matrimonio en tres ocasiones con altos personajes de la nobleza. Su primer marido, Alberico I el Mayor, marqués de Camerino y duque de Spleto, la desposó en el año 909 cuando estaba embarazada de la relación que mantenía con el papa Sergio III. El hijo que nacería en 910 fue legitimado por Alberico y se convertiría en el futuro papa Juan XI. De este primer matrimonio nacería, hacía el 912 Alberico II que jugará un papel protagonista en la futura caída de su madre. En 924, Marozia y Alberico I intentan hacerse con el poder absoluto de Roma y se enfrentan a Juan X pero fracasan y Alberico es asesinado. Marozia se encuentra entonces en una situación de debilidad que resuelve casándose con el marqués Guido de Toscana, de cuya unión nacería Berta de Lucca (mujer de Estéfano, emperador bizantino). En ese mismo año, el trono de Italia quedó vacante al fallecer Berenguer I. La elección de su sucesor provocó un nuevo enfrentamiento entre Marozia y el papa Juan X, ya que mientras el papa apoyaba como candidato al trono a Hugo de Borgoña, Marozia prestó su apoyo a Hugo de Arlés, hermanastro de su segundo marido. El enfrentamiento se resolvió esta vez a favor de Marozia y de su marido Guido, el cual se dirigió a Roma al frente de un ejército y tras deponer al papa lo encarceló hasta su muerte. En 929 fallece Guido de Toscana y Marozia decide casarse con su cuñado, el hermanastro de su difunto marido y rey de Italia, Hugo de Arlés, para lo cual deben anular el matrimonio de Hugo ya que éste se encontraba casado.

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corrompida produce, de su matriz de lascivias y sangre, un Borja, máximo exponente de un clero que suministró los más entusiastas colaboradores al desastre de la Reforma, y de un laicado, que en política se desligaba de la fe, en literatura se inspiraba en Ovidio, en la conducta se repaganizaba con frivolidades y crímenes. Por otra parte la Iglesia —organismo joven y puro—se restablece prontamente de un papa mediano con dos excelentes. De la misma familia Borja, no tardó en dotarse de un gran santo, mucho más edificante, parangonado con su antepasado, que éste escandaloso. Pero el parangón se establece sin salir de la línea de los papas mismos, esto es, de los hombres más expuestos que ningún otro al vértigo de la vanidad y del poder en aquel vértice de honor: porque si se confronta el número de los nepotistas y de los otros de no muy santo proceder con el de los noventa papas canonizados y el de los otros de santa o al menos honesta vida, se encuentra que ninguna dinastía, ninguna sucesión de presidentes aun de republiquillas sin suficiente prestancia para motivar engreimientos, puede ostentar un balance tan imponente de personas respetables. En veinte siglos, a veces con papas perversos, no hay uno entre ellos que haya incurrido en herejía: los obispos de Roma han rectificado heterodoxias incontables; jamás las han suscitado. El Papa es Padre, pero como jefe de una sociedad es también legislador y ejecutor: ejercita por consiguiente la sanción. Sólo que, por otra característica que no ofrece ninguna otra grande sociedad, leyes y sanciones son de orden espiritual, sin policías y sin prisiones. Y por este carácter, puede haber almas rastreras que le rehúsen la obediencia, acostumbradas a confundir la adhesión con el miedo, la ley con las argollas; pero en cambio y precisamente por este carácter, numerosas almas aceptan su jurisdicción, que obra el milagro de un organismo armonizado por la fuerza impalpable del amor. Los mismos que La anulación matrimonial la consiguió fácilmente ya que el papa que entonces regía la Iglesia era Juan XI, el propio hijo de Marozia. El nuevo matrimonio se celebra en 932 y provocó la rebelión del otro hijo de Marozia, Alberico II el Joven, el cual expulsó de Roma a su nuevo padrastro, tomó el poder y mandó encarcelar, en el castillo de San Angelo, a su madre y a su hermanastro el papa Juan XI. En dicha prisión permanecerá hasta la muerte, en 954, de Alberico II de donde fue trasladada a un convento donde falleció en 955. (N. del E.)

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dan del Papado la explicación simplista de que se trata de una prolongación de la autoridad imperial romana, no podrán negar que se trata de una prolongación anormal en gran manera, pues se opone en principio y en hecho a la idea de la autoridad imperial, inseparable del ejercicio de la espada, y lo que es más, simbolizada por la espada. Un emperador sin armas es un contrasentido; un papa con armas un contrasentido también. Así, pues, más que de una prolongación, debieran hablar de una oposición, aun cuando en algunas formas exteriores vistiera el hábito del tiempo, que era de estilo romano. Ya sé que en algunas ocasiones, el Papa, convertido en jefe de un Estado, o mejor dicho, obligado a defender la vida de la Italia inerme, hizo también uso de las armas: pero fueron las circunstancias históricas las que le indujeron a una función extraña, para evitar a la Península abandonada y explotada por emperadores de Oriente y Occidente, o al Lacio infestado de malhechores y bandidos, los desastres del saqueo, del hambre y de la guerra. En otras circunstancias, llamó a las armas a Europa, para alejar de sus confines a la Medialuna. Y por lo demás, como autoridad temporal, fueron siempre muy modestas sus fuerzas, pues en la época de mayores apariencias, no logró conjurar el saqueo de Roma. *** Mas el Papado —añade cierta crítica de las fuentes—es de origen humano y representa la usurpación de los obispos de Roma en perjuicio de los demás obispos. Quisiera yo por un momento pasar por alto el Evangelio y la historia y admitir esta aserción, para poder preguntar: —¿Y qué mal se sigue? De usurpación nacieron excelentes monarquías y gobiernos, con frecuencia los mejores: ¿qué inconveniente se nos seguiría de que la autoridad papal fuese fruto de usurpación dado caso que ella asegura la unidad de la Iglesia, impidiendo un desmembramiento que sería inevitable desde el punto y hora en que los obispos particulares quedasen desvinculados de un centro único de inspiración y disciplina? Sin Papa tendríamos tantas iglesucas cuantos obispos: no la Iglesia universal de Cristo, sino las denominaciones parciales de Ticio y Cayo: un monstruo de mil cabezas. Pero no es así. Newman, en su ardorosa juventud y primera madurez, pretendió indagar en la historia los títulos de la usurpación papal y de los abusos romanos; mas como indagaba sinceramente la verdad, los encontró donde estaban: en el césaropapismo, en las religiones reformadas, entre los 97

herejes e innovadores que se habían atribuído una función directiva en la Iglesia sin haber recibido la investidura de quien la puede dar. No se demuestra que Jesús llamase a Focio, o a Lutero, o a Wesley, o a la misma Mrs. McPherson y les dijese: —Tú eres Focio y sobre esta... (¿qué?) edificaré mi Iglesia—. Las iglesias disidentes llevan su condena en el origen mismo de su disensión: en su origen hay un hombre, no está Jesús; y no puede el arroyo elevarse por encima de su fuente. En cambio, en el manantial de la Iglesia está Jesús: Dios. La divinidad del Papado, como institución, va implícita en la constitución de la Iglesia verificada por Jesús; es parte de la divinidad institucional de la Iglesia consecuente a la naturaleza divina del Fundador: si Jesús es Dios, su Iglesia es divina. Cuando El apareció sobre la ribera del lago de Tiberiades, los discípulos se fueron hacia Él en la barca. Pedro “se arrojó al mar”. Y a él le preguntó por tres veces Jesús si le amaba; y tres veces le encomendó: “Apacienta mis corderos”; y con los corderos, las ovejas. Después de la ascensión, es Pedro quien toma la iniciativa de elegir el sucesor de Judas (si uno se va, no por eso se detiene la Iglesia): él toma el puesto de Jesús en la predicación, salvo que no habla por sí, en su nombre, sino en el de Jesucristo; él hace los milagros (“en nombre de Jesucristo Nazareno, levántate y anda” dice al cojo de nacimiento). Al pasar Pedro, procuran los enfermas que les alcance al menos su sombra para quedar curados, como hacían con Jesús, en cuyo nombre y por cuya virtud actúa. En suma, la acción de Jesús no cesa un momento: después de su ascensión prosigue en Pedro, según la estricta promesa. “Tú eres Pedro (piedra)...” Sobre esta piedra está levantada la Iglesia. Como cualquier otro edificio, si se quita el cimiento se derrumba. Este pasaje ha hecho desesperar e la crítica protestante. Partiendo del presupuesto que había que quitarlo del medio a toda costa, recurrió a una doble artimaña: o tergiversar su significación, u orillarlo como peñasco que estorba. Siempre que un pasaje evangélico no engrana con la crítica racionalista (así llamada porque vuela sobre la fantasía), en lugar de amputarse ella, amputa el pasaje; en lugar de acomodar sus apreciaciones a los documentos, acomoda los documentos a sus apreciaciones: y de este modo cada cual puede forzar y refundir la escritura en la línea destrozada con los entrantes y salientes de la propia psiquis, primero en un plano 98

exegético, después en un plano moral. Admitamos que el sobredicho texto fuera interpolado: no se simplifica con ello el problema, sino que se complica enormemente: ¿Quién y cuándo lo introdujo en el contexto? ¿Y los contemporáneos del interpolador se tragaron el embuste? ¿Y los textos genuinos fueron suprimidos? ¿Por obra de quién? ¿Eran, por tanto, una pandilla de bobos aquellos cristianos del siglo II, comprendidos los procedentes de la sofística filosófica, de la literatura rabínica, de la literatura helénica? Basta la enunciación de estas preguntas para convencerse de que se trata también en este caso de un error burdísimo; pero no de quien custodiaba religiosamente los textos sirviéndole de norma para regular la vida... y la muerte, de quien, entre una y otra persecución, y en espera del martirio, cortaba con inflexible energía de la joven planta de la Iglesia la vegetación parasitaria del libre examen gnóstico, que fue la primera y más peligrosa tentativa para extraer del Evangelio el paganismo; luego de quien violenta los textos a su capricho. Y aun cuando este testimonio de Jesús hubiera sido interpolado en un cuarto de hora de general aturdimiento de las inteligencias esparcidas por todo el Imperio, quien lee el Nuevo Testamento se percata de que en las deferencias de Cristo, tiene siempre Pedro una posición preeminente. Examinando los cuatro Evangelios, Turner, profesor de Oxford y miembro de la High Church, quedaba impresionado “más que nada por la convergencia de sus testimonios en afirmar la preeminencia otorgada a Pedro”; y observa que en ellos es él nombrado 195 veces, mientras, en segundo puesto, Juan es nombrado apenas 29, y todos los demás apóstoles juntos, 130 veces: señal también ésta de la superior autoridad de Pedro, cuya alma de bondadoso y recio temple era nacida para la dirección. Y la asumió en Jerusalén y luego peregrinando por el mundo y viniendo a morir a Roma. También la muerte en Roma fue negada cuando la cuestión de la fe se reducía a una tarea de negaciones y se trocaba la originalidad de estudio por el derribo de la tradición; pero también esta negación vino a estrellarse contra las piedras de la arqueología. Porque en hecho de crítica neotestamentaria y de las fuentes, precisamente las ciencias filológicas e históricas puestas en juego para desmantelar el depósito transmitido, han terminado excavando materiales de refuerzo: las modificaciones aportadas se refieren a aspectos indiferentes o de poca monta en la tradición oficial; con cuyo nombre entendemos un sistema de verdades y de hechos celosamente transmitidos por las edades antiguas 99

bajo el control de la Iglesia; no las leyendas populares que son muy otra cosa. El hecho es que a los pocos años de la muerte de Pedro, una Iglesia consagrada por dos cartas de san Pablo —la de Corinto— apelaba a Roma por disensiones internas; esto es: desde el principio se admitía y se solicitaba la actuación del primado romano. Este aparece en clara y pacífica actuación en tiempo de San Ireneo, o sea, en la segunda mitad del siglo II. Empezó a ser esquivado cuando sobre el espíritu de humildad, de caridad, de fraternidad, prevalecieron el orgullo asiático, la sofística helénica, la altanería feudal romano-bárbara. Mas cuando Ignacio, obispo de Antioquía, encarnación de las virtudes apostólicas, escribió en su viaje de martirio a la comunidad romana, reconoció en ella un primado de amor; y el amor, según la enseñanza de Pablo, es la virtud constitutiva de la fe. Iglesia la de Roma privilegiada por los mártires y por la asistencia prestada a quienquiera que en el Imperio sufriera en la fe o por la fe, intervino por boca de los papas o de los legados pontificios en las juntas donde se definía el dogma, y su parecer zanjaba las dudas. Cuando en un concilio ecuménico habido en Oriente, en tiempo en que la capital era Constantinopla y Roma antigua se hallaba agonizante, fue leída la respuesta de León, discriminación de recto sentido latino en la aglomeración de discusiones bizantinas, toda la asamblea de los padres, en su mayor parte orientales, aplaudió puesta en pie; y la resolución del Papa fue recibida como inspirada y definitiva. Era este primado, un ejercicio de dirección espiritual y disciplinar. Mas como no agradaba al creciente absolutismo de los emperadores fue primeramente puesto en tela de juicio, y luego, apenas se ofreció pretexto, rechazado. Esto se llevó siempre a cabo sacrificando el interés de la religión al de la dinastía, o, como hoy se dice, de la política, cuyo resultado es siempre el cisma. Del cisma de Oriente —dice Soloviev— derivó el mahometismo, que fue su castigo. El cisma de Occidente —dice Chesterton— fue un amotinamiento de cristianos durante una invasión de musulmanes. Antes el turbante turco que la tiara latina, decían los almirantes y los monjes que franquearon Constantinopla a las tropas de Mahomed II. ¡Los cismáticos al servicio del turco! Si se lograse hacer el balance de los beneficios procurados a la Iglesia por los soberanos protectores suyos, temo se encontrará un déficit tal, como para hacer desear que su Protección no hubiera nunca existido. Cismas y herejías son producto de un principio 100

asentado por algún teólogo en el orden teórico y utilizado por algún monarca en el orden práctico: maniobras de política con ingredientes de teología. La población de Rusia y de los Balcanes nada sabía, y en su gran masa nada sabe, de los motivos que indujeron a sus soberanos a separarla de Roma; y los pueblos germánicos nunca hubieran admitido que se pudiera ejercer la palabra de Dios sembrando la cizaña en la cristiandad, si sus príncipes no se lo hubieran metido en la cabeza con las armas y la impostura. *** Los adversarios del papado tienen, en contra de él, no se sabe bien cuántos derechos de la libertad que redimir, ni cuántos agravios de monarquismo centralizador que asaetear. No obstante, cejarían en su animadversión, con sólo considerar el argumento, no a la medida de sus dogmas personales, sino a la de la cruda realidad. Se trata de salvar la Iglesia; porque salvando la Iglesia se preserva la integridad de la fe, es, a saber, aquel cristianismo tan necesario al viejo mundo como el oxígeno a un cuerpo enfermo. Y el cristianismo, en tanto se preserva en cuanto permanece uno: el promulgado por el Innovador y encomendado a personas libremente escogidas; si se despedaza se tienen dos, tres, ciento o trescientos cristianismos, de los cuales, por la esencia unívoca de la religión cristiana, como lo entendieron los más allegados a Jesús —los apóstoles, los escritores apostólicos y los primeros apologistas—, doscientos noventa y nueve son espurios y abusivos. Proclaman estos enemigos el cristianismo del individuo; el cristianismo, en cambio, no fue predicado por el individuo A, o por el individuo B; lo fue por una persona históricamente definida que se llamó Jesús. O se acepta el del Fundador o el de un intérprete desautorizado: en todo caso tratase de dos cosas distintas. Los intérpretes autorizados fueron los apóstoles, y los que les sucedieron a lo largo de los siglos hasta el día de hoy. Entre éstos no se encuentra ciertamente el nombre de los reformadores acatólicos. Hegesipo, un palestino intrigado en establecer la línea de sucesión apostólica en las diversas iglesias, poco más de cien años después de la muerte de Jesús, se puso en viaje para Roma: en el curso del viaje investigó en diversos centros para asegurar si esta sucesión se mantenía, presuponiendo de acuerdo con los polemistas antiheréticos del siglo II que el criterio positivo diferenciador entre la ortodoxia y la heterodoxia era cabalmente la 101

fidelidad a la tradición garantizada por la sucesión legítima e ininterrumpida de los obispos. Un criterio lógico y sin embozos. Pues bien, en Roma, y en otros centros, halló esta transmisión regular de poderes y de doctrina. Pero Roma tenía la transmisión de San Pedro, y por ende sus mismos poderes: entre ellos el de dirigir la comunidad entera de los fieles: ovejas y corderos. Un obispo debía poseer este primado de responsabilidad, para que la unidad pudiera concretarse y mantenerse. Carácter del cristianismo es la universalidad; pero —como importa la misma etimología— la universalidad es un movimiento hacia el uno, que gira en torno al uno. No hay esfera sin centro: no hay Iglesia sin unidad. Un Padre, un Hijo, una Iglesia, un Pastor... Esta unidad ejerce también su influjo en las relaciones de los pueblos tendiendo a informarlas unitariamente, transfundiendo en ellas el sentimiento de solidaridad que procede del común destino y del débito de universal caridad. Cuando continentes y naciones se amurallan y atrincheran con sus aduanas y la entrada en un minúsculo Estado constituye un complicado problema de policía y burocracia, y entre bastiones enfurece la lucha de razas, de clases y de comerciantes, con ímpetu traidor encruelecido y satanizado por los progresos de la ciencia al servicio del homicidio; cuando ni en este pequeño reducto, que es Europa, es posible ponerse de acuerdo; no nos queda sobre esta tierra volcánica más que un afecto en que reconocernos y un lugar donde encontrarnos: el cristianismo y la Iglesia; ni nos queda más que un hombre ante el cual nos sintamos hijos y entre nosotros hermanos: el Padre de los casi cuatrocientos millones de católicos, esparcidos, como fermento, en las más diversas zonas de los cinco continentes. Suprímase ese punto de reunión, ese centro viviente y operante de fraternidad, esa su casa de reclamo; suprímase a quien concreta y unifica este último interés colectivo, y tendremos un rebaño de bípedos atacados de locura en tierra extraña, donde cada uno se mueve guiado del propio instinto... Y después de todo, ya Él nos unifica de hecho, amigos y adversarios, ortodoxos y herejes, tradicionalistas y modernistas; a los unos por el amor, a los otros por el odio, por lo cual a unos y a otros pertenece, sirviendo de común punto de encuentro. Después de la guerra se vio más crudamente cómo se torturan los hombres por la incapacidad de hallar de nuevo el hilo conductor de su unidad y si no desesperan todavía, es por el rescoldo de espiritualidad 102

común, que a pesar de cesaropapismos y herejías seculares, alienta todavía en el fondo de las almas. Cuando la enfermedad colectiva nos bulle en la sangre, podemos todavía alzar los ojos hacia una cúspide que no ha sufrido cambio, que no se ha englobado en el cataclismo general; hallar una persona que no ha sido atacada por el frenesí pandémico de odio; podemos, por encima de las trincheras, contemplar la cabeza encanecida del Padre, recuperar en él la orientación, y reconocernos en él unos a otros después que la supuración y el fango nos han desfigurado, y proseguir bajo su dirección, desde el punto por el infernal espíritu destruido. Con su amor ofrecido indistintamente a hombres de todas las razas y condiciones, rellena El los surcos abiertos: reduce las pausas, junta de nuevo los cabos de la urdimbre. Y el dedo de Dios prosigue tejiendo la trama de nuestra historia.

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LA IGLESIA

Este nombre Iglesia (ecclesia) era un vocablo muerto. Un pueblo nuevo le dio nueva vida: un pueblo, que congregado y organizado para las relaciones con Dios y con el prójimo, se sintió uno, como un cuerpo místico, animado por un fin divino. Esta constitución de un organismo sobrenatural y natural, era un hecho tal, que colmaba ya de admiración y gratitud a los apóstoles. Pablo —el escritor más antiguo del cristianismo, en la generación en que vivían los oyentes de Jesús— identificaba ya a la Iglesia con Cristo; y después de él los escritores la contemplaron y la amaron como a madre y virgen, muriendo por Ella, en quien Cristo vivía. Abundaban las sociedades en el mundo antiguo: políticas, económicas, culturales, más o menos separadas entre sí. Y he aquí que una masa polimorfa, traspasando los márgenes de sus divisiones perseguía una superior unidad, en una zona hasta entonces señaladamente individualista: la del espíritu; pero del Espíritu Santo, que a todos acogía, como a supervivientes de llorosas peregrinaciones. No hubo arma que no se manejara contra esta ensambladura social, desde su nacimiento; y no hay en la historia una sociedad, que amando la paz, se haya visto sometida a una más trágica y continua serie de luchas. Se puede ser agnóstico con respecto al cristianismo: pero es difícil mantenerse neutral con respecto a la Iglesia, —la sociedad organizada bajo el principado de Cristo representado por el Papa, con misión de salvaguardar el depósito de la fe contra todas las incursiones de la gnosis y de la materia. De aquí las melodramáticas distinciones entre Iglesia y cristianismo: porque si éste es susceptible de adulteración, en ella no se abren brechas. O se permanece en su comunión como nos es debido o se nos manda afuera: y allá afuera se ladra a sus almenas coma los perros a la luna. A la Iglesia, para comprenderla, es necesario contemplarla en la integridad de doctrinas, institutos, lugares y tiempos, y no por sectores. Es necesario ver su jefe, que es Cristo, y no tan sólo a los hombres que de ella 104

forman parte. Quien la critica a trozos, hace labor de araña. Ve un papa corrompido y apunta una tacha; un instituto que anda en vedados tráficos y apunta otra; ve un personaje responsable rodeado de pasividad y extrae otro hilo. A fuerza de filamentos teje un capullo: y creyendo tener dentro a la Iglesia, el que está dentro es él. Le parecen estos filamentos telarañas pendientes de los capiteles del templo, y en realidad están extraídos de los fondillos de su soberbia. La Iglesia —como Dios de quien es imagen— tanto más pura se ve cuanto más tersa es nuestra pupila interior: si descubrimos sombras, no están en ella sino en nuestra retina. Si fuéramos todos cristianos perfectos, no encontraríamos lunares en su rostro; no encontraríamos reparos ni en la organización ni en las jerarquías. Sin contar que esta censura ejercida sobre la Iglesia es una labor de corrosión sobre una sociedad de la que somos miembros responsables y de cuyas deficiencias somos cómplices. Cuando uno estima que la Iglesia anda mal, tiene un medio muy sencillo para enderezarla: santificarse. Que esta es la única reforma posible, la que de nosotros parte y en nosotros se cumple, no la ajena, que es presunción de donatistas y cátaros, esto es: de cismáticos, profanadores e hipócritas. En el enjuiciamiento de papas y prelados se deja de considerar con harta frecuencia el fondo del ambiente de donde unos y otros procedieron, siendo así que estaban a tono con lo que se merecían los cristianos de su época. Un monasterio de santos no elige un abad díscolo. Un papa débil es la expresión culminante de una cristiandad deslavazada: revigorizad los monjes, y tendréis un Gregorio VII. En la época de Lutero el clero estaba corrompido y él pretendió reformarlo. Lo hubiera conseguido si, como San Francisco y San Ignacio, hubiera hecho de sí mismo un cristiano reformado; pero no lo hizo, y confundió la reforma con la revuelta. Cuando San Francisco quiso recobrar una sociedad que amenazaba posponer lo eterno a las piezas de lana florentina y de brocado oriental, se despojó, y con un saco y un cordón, buscó a cuantos agitadores compartiesen su pensamiento: pero no pretendió hacerse maestro de nadie, esto es, no quebrantó la humildad que es la marca de fábrica de la verdadera santidad. De este modo realizó una reforma cuyos efectos perduran. Los falsos reformadores se reconocen infaliblemente en esto: en que tanto peor hablan de los otros cuanto mejor hablan de sí. 105

*** Cuando el cristiano se ha percatado de estas verdades, no puede pensar en la Iglesia sin emoción, sin sentir la caricia de su maternidad. Virgen y madre como la Madre de Dios, aúna cuanto de más puro y más dulce puede concebir la mente humana en su cotidiana reacción contra la impudicia y la perversidad que la asedian: criatura perfecta cual pudieron crearla las manos puras de Cristo y conservarla el influjo omnipresente del Espíritu. Enemigos de dentro y de fuera tentaron de infamarla; mas si alojó en su casa a rufianes y concubinas, no se manchó con su miseria, y con su hálito saludable ha continuado purificando a los hombres. Transcurrieron edades entenebrecidas en la zona del espíritu, sin más ley que la pasión torva y la acción de rapiña; y mientras los hombres en sus tugurios temblaban de terror o preparaban el saqueo, Ella, sola, sin decaer en su ánimo, siguió iluminando con su blanca luz y siguió llamando; y cuanto sobrevivía de aprovechable refluía, a su casto regazo, para con nuevo vigor resplandecer entre la negrura. Sólo la hinchazón de montanistas y puritanos podía concebir que se manchase Ella aceptando en su seno a los réprobos, a los desechados y a los débiles, a todos los desterrados en suma de las categorías sociales que componen la predominante mayoría de la humanidad: como si se envileciese la madre por acoger al hijo desnaturalizado vuelto de su emancipación; como si se mancillase la pureza de Jesús por el contacto con publicanos, adúlteras, mercaderes y ladrones. ¿Para qué olvidarse de aquella su invitación tremendamente irónica: —el que esté limpio lance la primera piedra? La más lógica actitud hacia la Iglesia es la de aquellos millares de muchachos y doncellas, que abandonan las seducciones del mundo y se ponen a su servicio: a un servicio oscuro, de ruda disciplina, que a ti con alma de artista te lanza a montañas intransitables, a sucios villorrios, entre gente burda como la corteza de las rocas; o te encierra tal vez en claustros sin atractivos de vanidad, en hospitales, inclusas, a escuchar ayes y gemidos, en continentes bárbaros, en barriadas malsanas...: porque con tu pureza, con tu espiritualidad, con tu dolor, quiere curar el mundo circunstante, oponiendo a sus densas exhalaciones el aliento sutil de tu alma. La apresaron con manos rapiñadoras reyes bandoleros, ministros insidiosos, linajudos y demagogos; la han profanado hasta aquellos que 106

más directamente tenían encomendado su honor; y le han abierto fosas bajo los pies etéreos de teólogos asalariados e infamadores; y Ella, pensativa e intangible, ha continuado repitiendo la palabra de Cristo, distribuyendo el pan de vida, irradiando la caridad, deshaciendo el odio que petrifica el mundo. El paganismo, que se agita en los subterráneos de nuestras instituciones y en las sinuosidades de nuestra conciencia, la asedia con flujos corrosivos; pero Ella está fundada sobre la roca de Pedro —este pescador impulsivo, que en su instintiva generosidad fue el primero en intuir en Jesús al Cristo, y apresuradamente se lo declaró. Vivían todavía él, Juan y Pablo, y ya la armaban asechanzas pequeños pseudocristos y enjambres de profetas fallidos. Se ocultaba en las catacumbas y mandaba a la arena a sus mejores hijos, y ya los obispos de Roma, de Antioquía, de Cartago, tenían que defender la unidad y la disciplina contra infatuados y secesionistas, que presumían sustituirla por iglesucas, en beneficio personal. Los zahería por ello Tertuliano: Construyen panales hasta las avispas: construyen iglesias hasta los marcionitas. Y no obstante, vino él a parar en avispa; y otros muchos espíritus quisquillosos o extremados o frívolos se volvieron contra Ella, aliándose con sus enemigos: avispas. Antes que Enrique VIII no pocos defensores de la fe le clavaron el aguijón en cuanto dejó de plegarse a sus exigencias. Pero no se permanece en la casa saliendo de ella. En cadenas la tenían todavía, y anidaba de definir la doctrina contra las humaredas del docetismo y del gnosticismo, aquella especie de protestantismo tempranizo empeñado en disipar el Evangelio en las brumas de las religiones euroasiáticas existentes; y al mismo tiempo enviaba subsidios a los prisioneros, pan a los hambrientos, confortación a los vejados, abriendo al pobre las arcas del pudiente, poniendo al esclavo en el mismo nivel moral del maestro, del magnate y del liberto, comunicando a todos los decepcionados y explotados un alma nueva y, en lo alto, una esperanza. Paso a paso impregnaba a la sociedad con su ética; y destrozada, quemados sus libros sagrados, dispersos sus sacerdotes, salía vencedora y obligaba al Estado a reconocer la autonomía de lo espiritual. Pero no cayó en letargo. Todo lo contrario. Convertida en religión del pueblo, todas las potencias de la política, de la casta y del dinero 107

resolvieron servirse de ella como se habían servido del paganismo, precedente religión del Estado. Y empezó una lucha, a las veces sorda, a las veces abierta, precisada a defender en ella, con nuevos mártires y llenando de nuevo las galeras, su propia independencia y por ende la independencia del espíritu, ahorrando a la conciencia humana de ser aherrojada con las férreas prisiones de la sobrepotencia del acero o del oro. Lucha sin tregua, en la cual se valieron sus enemigos de la espada, del halago, del soborno, del sofisma, de la ciencia y hasta de la teología. Comenzaron los sucesores de Constantino, quienes, metidos a teologizar con la ayuda de obispos débiles o simoníacos y de las cárceles de Bizancio, terminaron por doblegar la jerarquía oriental a su propio cesaropapismo, que es la convención religioso-política en la cual los jefes del Estado se constituyen en jefes de la Iglesia. Mientras se defendía de la opresiva protección de Oriente, arrostraba en Occidente a longobardos, suevos, Capetos, Tudor, Borbones, Lorena, Hoheazollern, Ausburgo, Romanof, Repúblicas. Sola siempre y siempre inerme contra vejadores coronados, mariscales fanfarrones, déspotas con penacho, ministros con colbac16, zares sanguinarios y emperatrices degeneradas, que la golpeaban con la manopla por no avenirse “a prostituirse con los reyes”; sola contra las incursiones del liberalismo que no reconocía la libertad cuando se trataba de Ella y de los suyos; sola contra las revanchas de apóstatas que simulaban crisis de conciencia para arrancar un estipendio a los enemigos y una mujer a los amigos; y contra filósofos, historiógrafos y críticos, que al no poder disparar contra otros blancos, se revolvían contra Ella que no disponía de agentes, plegando a sus miras la lógica, la historia y la honestidad; sola contra las persecuciones de los sin-Dios de Rusia, de Méjico y de otras partes; sola contra las lesiones capilares del modernismo. Y todos estos adversarios la agredían tal vez a un tiempo, o en tal modo se sucedían de no dejarla un momento de respiro. Cismas, herejías, galicanismo, josefismo... Los reyes cristianísimos, no pocas veces, se apellidaban así para mejor asegurar sus pretensiones, queriendo también ellos, como los colegios acatólicos, impartir con el 16

El colbac es un gorro o morrión de pelo de animal con forma cilíndrica a menudo más ancho en su parte superior. Habitualmente salía de la misma una manga de tela que caía en un lado e iba rematada con una borla. También se adornaba con un penacho o una pluma. El colbac tuvo su gran momento durante las Guerras Napoleónicas y era propio de la caballería; en especial los regimientos de húsares y de algunas unidades de artillería montada. (N. del E.)

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estipendio a los sacerdotes la doctrina a los fieles. Por eso la Iglesia es militante, muy a despecho de quien la concibe como tenedora de pensiones para clases medias, débiles devotas, y profesores aniñados. Siempre en combate. Es madre y es virgen, dulce, pura, mansa; pero contra la gentuza en de frac o con la tizona del Anticristo, es valerosamente combativa, terrible como ejército en orden de batalla, según el versículo bíblico que frecuentemente susurramos pensando en la luna. Y no cede. Y si algún día cediera habría terminado, sobre todo, para la civilización que nos sostiene en pie. Porque donde está Ella de guardia, atraviesa el meridiano que separa el mal del bien: lo secciona. Inerme, con la sola fuerza de jovenzuelos, de monjas, de sacerdotes que no tienen licencia de armas, contra formaciones de ejércitos, reforzados por baterías de desalmados, entre los cuales arengan para mantener en alto la moral perjuros y legistas asalariados; sometida a una asidua presión en los flancos para que entrara en la burocracia gubernamental; con duques, condes, reyezuelos, vasallos y entrometidos muchas veces entre sus obispos, dentro de sus monasterios, para comprar a Cristo. Y con todo esto, extendió sin cesar su acción benéfica: amansó sucesivamente todas las razas que venían a situarse en el radio de su influencia desenvolviendo bajo sus armaduras cargadas sobre la carga aun mayor de sus instintos bestiales, el delicado tallo de las almas; conteniendo invasores o reduciéndolos al círculo de los pueblos civiles; sosteniendo los ánimos en las horas tremendas de la desesperación, cuando, siendo inminente el sentimiento de la catástrofe universal, los más se hubieran visto inducidos a vender a sus hijos o a darse muerte con ellos como en la hora aquella en que al ser asolada la romanidad terrena, entre incendios y estremecimientos, se les helaba el corazón en el pecho a los nietos de los Cornelios; y convertía la Europa septentrional y oriental, ingleses, normandos, vikingos, eslavos, lituanos y sajones, y transformaba a sus jefes de horda en evangelizadores. Sobre las planicies devastadas por las yeguas bárbaras y sobre los collados humeantes de las invasiones, erigía los refugios del espíritu —los monasterios— asilos de la vida huida de la barbarie, congregando a los fugitivos, componiendo familias, acaparando a los sinhogar, a los hambrientos, a los proscritos, restituyéndoles una casa, un campo, un pedazo de pan, reverdeciendo la esperanza en las almas a la par que las comarcas desiertas reverdecían con inusitadas mieses refloreciendo y fructificando bajo la dirección y bajo las manos de los monjes, de les mismas manos que, en las celdas solitarias, se afanaban en 109

copiar los autores clásicos y los santos padres, transmitiendo casi ileso a través de las ruinas de la edad media, el tesoro del pensamiento antiguo. Entonces fue, cuando, en un impulso genial, para organizar el pueblo de Dios alrededor de un eje visible y firme de unidad, como lo había unificado en una familia religiosa sobre el charco de sangre de las invasiones y de las interminables guerras, resucitó el Imperio, y dio una vez más al mundo occidental una unidad maravillosa, en la cual el teutón fue unido al latino y al normando. Y después, cuando los instintos feudales y bárbaros rebrotaron desfogándose en luchas fratricidas, creó la caballería, que enderezó aquel ímpetu guerrero a fines de caridad y de idealidad; y estableció aquellos paréntesis de salud que fueron las treguas de Dios y los lugares de asilo. Y más tarde, con las cruzadas, encauzó el desbordamiento de armados y aventureros a la defensa de la civilización amenazada por la irrupción de los turcos. Entretanto en las universidades, por Ella fundadas y sostenidas, suministraba a los entendimientos el alimento de nuevas especulaciones, preparando los materiales de las Sumas y de la Divina Comedia; y a las masas les procuraba, en iglesias y plazas, canciones de alabanza y entretenimiento de sagradas representaciones. Madre, es suma. Vino después la Reforma, e hijos rebeldes, contrariando a la Palabra de Cristo que había garantido una continua y viva asistencia del Espíritu Santo a su Iglesia, pretendieron que durante diez o quince siglos había estado privada de ella, ejerciendo aquella labor de división, que las Escrituras adjudican a Satanás. Y se apagó en muchos horizontes de la Iglesia la sonrisa de su regocijo; y nubló los espíritus el obscurecimiento del fanatismo; palideció el Renacimiento que había iluminado el genio católico de Miguel Angel y de Rafael y sobrevino la mediocridad monótona y rencorosa del libre examen. La unidad hecha trizas se desmenuzó en el individualismo atómico, y los hombres no sintiéndose ya hermanos vivieron yuxtapuestos como galeotes en la traílla. El Renacimiento —disipado el prejuicio anticatólico lo reconocen hoy los estudiosos— habla sido obra de espíritus cristianos, con los medios puestos a su disposición por los archivos de los monasterios. Se produjo como manifestación extrema de la obra de elegancia y refinamiento desarrollada por la Iglesia en las razas nuevamente asomadas a la Romanidad, allí donde los obispos habían defendido las murallas y salvada las ciudades y las habían robustecido con las corporaciones organizadas en 110

torno al templo. Cuando la riqueza por ellas acumulada permitió gastar en cosas de arte se tuvieron las iglesias nuevas, los palacios, las obras pictóricas y escultóricas. La reforma restó empuje a esta acción altamente civilizadora, al menos en Europa (ya que entonces la Iglesia dirigió sus cuidados con mayor solicitud al Asia además de al Nuevo Mundo); amortiguó la religión, con el resultado de debilitar su influencia en la sociedad, que embocó por un camino de progresiva descristianización. Volvieron a pulular aquellas doctrinas, sociales y éticas que hoy llamamos neopaganismo; decayó el arte sagrado, y debilitados los institutos religiosos, se aparejaron los materiales para el ateísmo. Rota la unidad religiosa, la Iglesia fue barrida de gran parte de la Europa septentrional; y al propio tiempo los cesares bizantinos eran barridos por los turcos, los príncipes luteranos, calvinistas y anglicanos, se convertían en papas en sus territorios, y los reyes cristianos se dejaban cautivar por veleidades protestantes, para tener en el puño al episcopado, y llevaban adelante compromisos pagano-cristianos; y cardenales mundanos acudían al levantarse del rey, y a hacer reverencias a sus concubinas. Con estas laceraciones externas e internas, llegó la Iglesia a la Revolución francesa en un estado tal de depresión que la cáustica mediocridad de un Voltaire pudo infundir miedo y de enciclopedistas e iluministas pudo ser diagnosticada como moribunda. Pío VI se trasladaba, como “peregrino apostólico” a Viena para soportar allí la humillación hipócrita de los ministros de los Ausburgo; y después marchaba a morir en el destierro. Pero en mérito de la debilitación de la Iglesia se perpetró entonces la más hipócrita y sanguinaria violación de las conciencias. El Estado sin Iglesia implantó el Terror, y en el lugar de la cruz levantó la guillotina. Napoleón trocó los ciudadanos en soldados echando mano hasta de la última reserva personal que no había sido tocada ni aun por el Rey Sol, y transformó el tablero de Europa en una plaza de armas. Con los fermentos disolventes de la Reforma, los filósofos prusianos transfirieron los atributos de la divinidad al Estado, haciendo de él un ídolo irresponsable que más bien que tutelar devorase los derechos personales, naturales, del hombre, defendidos por la Iglesia con su inserción en la jerarquía de las libertades inalienables, ordenadas a su perfeccionamiento. Y nacieron teorías que canonizaron el odio, la selección y la lucha, de las cuales surgieron clamores orgiásticos que, sobre todo en la postguerra, 111

parecieron precipitar a Europa en el torbellino del siglo y o en pleno frenesí pagano. La gente estaba o desorientada, o medrosa, o enloquecida, e iniciaba una gran marcha harapienta y tumultuaria hacia la Muerte — ídolo verdadero y absorbente del monoteísmo politeísta renaciente. Mas entonces precisamente, la Iglesia, libertada de las coacciones de reyes luteranos en Alemania, restituida a la libertad en Inglaterra, desligada de la protección (que era la de la cuerda al ahorcado) de reyes sedicentes apostólicos, exonerada, en suma, de presiones y alianzas embarazadoras, reasumió su libre misión de amor, y reapareció rápidamente en su virginal belleza. La creían agonizante: y numerosos escritores de fines del diecinueve y principios del veinte habían certificado pomposamente que era ya un cadáver, y la estaban viendo renacer. Creían que su potencia descansaba sobre los tronos del absolutismo: y, por el contrario, se realzaba sobre su derrumbamiento. Había presenciado el ocaso de dinastías y regímenes en el pasado, podía presenciar el de otros en el presente. Los estados liberales no admitieron su derecho de magisterio, y la persiguieron con el pretexto de ignorarla. Le negaron las libertades comunes, la desposeyeron de las casas de estudio y de oración, mientras prestaban reconocimiento legal a las de delincuencia y se dejaban controlar por sociedades secretas; y luego de tratarla como a enemiga y de reducirla a una condición de minoría con pretexto de que hacía política, la culparon de no estar de su parte; esto es, de que no la hacía, tomando pie de aquí para nuevos abusos y atropellos, hasta confiscarle su patrimonio, violando con suicida inconsciencia los mismos principios de propiedad y de igualdad sobre los cuales descansaban las clases burguesas como sobre asiento de la sistematización absoluta y perfecta: y a pesar de todo, marginada, constreñida a la defensiva, se extendía y fructificaba como la vid que podada rebrota con más lozanos pámpanos e invade las cercas del viejo mundo hostil y los muros del mundo nuevo que se desarrolla, coronándolos de racimos. A una sociedad que da de sí reyes del petróleo y del pugilato, que asiste a horrendas carnicerías de pueblos, furibundas competiciones comerciales, con crisis pavorosas de riqueza y de producción, en desenfrenada carrera de armamentos, le proporciona Ella los santos, héroes de renunciamiento y edificación. Al odio predicado opone la santidad practicada; entre el estruendo de pseudofilósofos materialistas y egoístas disfrazados de idealismo —de un idealismo que diviniza el apetito individual y luego atropella a quien pretende satisfacerlo contra el montaje policíaco de un Estado laico—, Ella recuerda los ele112

mentos constitutivos de la ética, sin los cuales la sociedad se disipa, y da al Estado el sostén de las virtudes morales y cívicas de los ciudadanos, harto más eficaz que todas las constricciones exteriores. Predicadores insolventes o desconocedores de bien y de mal, prepararon la disolución de la familia, el ejercicio desenfrenado de los antojos eróticos, como un hallazgo de activismo nuevo, exento de todo límite de ética religiosa o natural: y la Iglesia se opone a la corriente y salva el instituto nuclear de la sociedad, recordando a grandes y a pequeños la dependencia de lo sobrenatural: sobreelevándonos a todos mediante una luz que lo es, sobre todo, de idealismo, de combate y de poesía. Sin esta resistencia se sumergiría en pocos años en la contienda del atletismo, del industrialismo, del erotismo. Y se extinguirían en el cielo de Europa y de América y de los demás países de civilización occidental, los últimos destellos de belleza. Entretanto, al sentimiento de inquietud, de incertidumbre, del cual apostados tras los parapetos aduaneros, están lacerados todos los pueblos, como aguardando el colapso universal, opone Ella su optimismo inalterado y las energías de su esperanza, apoyada sobre el pasado de 1900 años y sobre el porvenir que por derecho le pertenece; rememora los títulos de su fraternidad y pide a Dios que disipe a las gentes que aman la guerra. Europa tiene hoy ante sí dos caminos: el que le marcan los instintos suicidas suscitados en la sociedad moderna por su divorcio con la Iglesia que le dio vida y protección, y el que la Iglesia le señala acreditado ya en el pasado de ser eficaz para sacarla de aprietos en las horas críticas. Si no sigue a la Iglesia, se precipitará en otra guerra, y en ella se romperá el cráneo y se desangrará. No habrá ni vencedores ni vencidos. Habrá un aniquilamiento suicida. Y entonces, el indio o el americano abordará a las playas de Europa para merodear, Baedeker en mano, entre las malezas crecidas sobre los monumentos de la civilización nuestra, indagando las huellas del que fue un mundo floreciente, como hoy hace en las llanuras de Mesopotamia y en las riberas del Nilo y del Río Grande. *** La Iglesia vivifica, cual Madre que reconstituye todos los días la vida por los otros destruida. Y tras pasar el día entero agobiada en descubrir miserias, subir escaleras, visitar hospitales, descender a subterráneos, penando con sólo pensar que alguien sufra ignorado, a la noche, en recompensa, le conducen 113

al umbral a sus hijos agredidos a la vera del camino o tiroteados a sangre fría entre cuatro muros, y granujas que comieron su sopa (o son nietos de los que la comieron) se adelantan a darle lecciones de civilización, a intimarle que se quite del medio o a inculparla de ocio. Y en la prensa, cuatro plumistas que nunca han leído los anales de su historia y han convertido el escribir en ejercicio de compraventa, proclaman el derecho de confiscación de su patrimonio, que es de los pobres, o llevan su petulancia hasta señalarle un nuevo tenor de vida. En los últimos tiempos se ha visto a sodomitas altamente situados impartiéndole lecciones de corrección civil. Hasta los ateos, hasta los historiadores liberales, hasta los filósofos racionalistas, a la vez que niegan su misión, exigen de Ella su parte de servicios, pues todos se conceptúan entre sus acreedores, y más los más hostiles; el diplomático le demanda una determinada política; el filósofo, una determinada filosofía; el semicreyente, una determinada doctrina; el banquero, una determinada suma. Quien menos da, más pretende: exactamente como hijos díscolos. Todos quieren mandarla cuando todos deberían obedecerla. Ciertos miembros atrofiados, que en orden a su propia santificación y a la de sus hermanos, no han abrigado nunca un pensamiento ni han renunciado nunca a un capricho, la acosan reclamando de Ella prestaciones humillantes. Y, en todo caso, los únicos que podrían hacerla objeto de críticas y pretensiones, son los santos, pues la conocen y la sirven. Y ya lo hacen, pero al modo cristiano; santificándose y sirviéndola más. Existe una postrera y aún más frenética rebelión en fermento; y, como de costumbre, se manifiesta por los pródromos infalibles de la intolerancia, de la opresión, del calabozo y de la horca. Y es señal de que Ella sigue siendo la antagonista de semejantes instintos y procedimientos; y es que bajo sus ojivas, al amparo del Tabernáculo de Dios, se refugian siempre aquellos derechos primordiales de la independencia espiritual frente a la fuerza física, reivindicados por el Evangelio. Es sintomático que para combatirla no se eche mano de sólo la cultura. La cultura que se lanzó al campo con plumas de ganso y estilográficas en ristre, bombardeando la fe con entendidos volúmenes, en cuanto de la retórica pasó a una investigación seria, terminó por hacerse o indiferente, o aliada de la religión. Hoy es de lamentar en quien la impugna, no tanto el abuso cuanto el desuso de la razón, sustituida por el dogmatismo del absurdo, por el sentimentalismo o por el tópico común. 114

Pero, sobre todo, se maneja contra ella la violencia y la calumnia. Una turba de parricidas la rodean ladrando como perros. Escritorzuelos de poco pelo, por un miserable jornal, la gargajean en rostro y citan enronquecidos los estribillos de su inmarcesible Necedad; y doctores que han hecho de la filosofía una criada de callejuela al servicio del que paga, menean gravemente las cabezas reclamando de Ella —la Virgen— que se ponga también en venta. Herejes, para los cuales Cristo no es más que un sujeto de filología o de mito, demandan en nombre del Evangelio los derechos del Sanedrín, siquiera para crucificarla, recrucificando en ella al Cristo, cuyo cuerpo es en la tierra. Se tropieza con gente que la vendería por bastante menos de treinta siclos, sin riesgo de ahorcarse por desesperación. Y se tropieza con cristianillos ayunos de catecismo, que mirándola a través de la propia cobardía, atiborrada de egoísmo, anticipan excusas para rehusarle el acatamiento, discuten con aire de suficiencia sus derechos y pretenden enseñarle los cometidos de maestra y de madre, queriéndola cada cual reducirla y plegarla a su talante. Esclava, para darnos de patadas cuando se les suba el humo a sus estrechos cascos; muda, cuando tenga que recordar el Decálogo; sorda, cuando ellos proclamen sus teorías depravadas; ciega, cuando ellos, siguiendo el rastro de sus apetitos, actúen sobre el mundo como sobre un campo de pillaje. Si el liberalismo relegaba la religión a los asuntos privados, el ateísmo la reconoce un interés público más para despellejarla como enemigo o para disfrutarla como una prostituta. *** Considerado con la contabilidad de escuela, el balance es en esta parte muy triste. Es en cambio muy consolador si se aplica otra manera de contabilidad: la que calcula los valores en profundidad más bien que en superficie y busca las almas escondidas más que a los marchamados17 sinDios. Cuando el martirio se extiende y la fe expone al que cree a riesgo, el que cree, cree de verdad: no por conveniencia, por lucro, por rutina. 17

Marchamar: marcar en la aduana los bultos o fardos. Marchamo: Marca de reconocimiento que se pone a ciertos productos. (N. del E.)

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Los cristianos son la sal de la tierra; y en un convite no puede ser todo sal. Todo toma sabor de la sal. Violencias, caballetes, confiscaciones, atrocidades, herejías de analfabetos religiosos, vejaciones patentes o encubiertas, representan la decrepitud del mundo; pertenecen a la prehistoria de la civilización; vuelven a la superficie como carne de cadáveres indigestos; no es dado todavía eliminarlos, y es una pena; pero al fin nada tienen que ver con la ley del amor, introducida por Cristo a través del camino averiado del paganismo; y al fin, todo este tinglado monótono, deteriorado, maltrecho, con todo ese doctrinarismo contradictorio, es como una estacada que sostiene una valla de cartelones impresos, alzada contra el viento, contra el aire y contra el sol para estorbar su flujo o irradiación; detendrá alguna ráfaga, desviará alguna corriente; pero los rayos de sol, el aire y la vida pasan por el lado, por encima, por el medio, hasta desbaratar y echar por tierra todos estos armatostes de miseria. Son representantes de la decrepitud del espíritu humano, que antes de descomponerse eructa hacia fuera las flatulencias estomacales; que si ha perdido los dientes ha endurecido como colmillos las encías, para morder. Para morder por hambre, y para morder desgarrando. Pero eso no impide que no produzca náusea. Eso no impide —y aquí está su senil derrota— que no cause ya miedo. Antes bien, el cristiano verdadero se ha sobrepuesto a toda su provisión de garfios y grillos y sabe muy bien que semejante frenesí es producto de miedo; de un miedo loco. Pero él ha hecho donación de su alma a la Iglesia, y allí no hay sofisma laico ni agente bolchevique o nazi que penetre. Aun después que mejicanos y rusos hayan abrasado todas las casas de oración y hayan lanzado al cielo un manto funerario para encubrir la azul visión, y hayan trabado en cepos las manos y pies del último mártir, quedará en su corazón una catedral, alta de la tierra al cielo, y en su centro el Corazón de Dios que no muere. Esto, naturalmente, se dice por decir. No hemos llegado a este punto, gracias a Dios. La Iglesia aumenta en fuerza, a pesar de que aumenten sus enemigos: y en sus filas, existe un adiestramiento, una selección de conciencias, de inteligencias y de obras, merced a las cuales su potencia ahonda las raíces en la carne viva de la humanidad. Se advierte ya por magnificas señales, que el pensamiento y el arte, después de rumorosas deserciones, vuelven a pedirle la piedra por fundamento y el infinito por inspiración, y sobre todo, aquella autonomía del espíritu, sin la cual la 116

inteligencia palidece. Se dice para reconvención de los unos —la retaguardia pagana de las cortes anticlericales y ateas—; y para advertencia de los otros —la vanguardia cristiana de la verdad que hace libres. Por más que se resistan a morir aquéllos, ante la conciencia cristiana están de cuerpo presente; y, como es claro, apestan.

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ROMA

Uno de los caracteres revolucionarios de la nueva religión, se mostró inmediatamente en el choque con las autoridades políticas, en Palestina primero y en Roma después. De Jerusalén se trasladó el centro de la cristiandad a Roma, cuando impulsados por una vocación divina y humana, los apóstoles llegaron a ella, para ponerse a salvo de le hostilidad judaica y ser allí martirizados. Donde está Pedro, allí está la Iglesia. En Roma, las relaciones entre la Iglesia y el Estado, se llamaron persecuciones; y fueron las primeras persecuciones religiosas efectuadas por el Estado romano, el cual hasta entonces había parecido tolerante. Tiempo atrás, cuando el Senado había decidido derribar un templo de Isis, construido sin autorización en el pomerio 18, no se había hallado un albañil que osase levantar el pico contra el edificio. Deorum injurioe diis curoe: en los asuntos divinos debían entender los dioses. Con el cristianismo, el Estado romano se reveló como constitucionalmente era: intolerante. Hasta entonces había consentido la inmigración de dioses alienígenos porque éstos se ponían al servicio de la ciudad conquistadora. De enemigos o extraños se convertían para Roma en patronos —o, por mejor decir, en clientes, según la mentalidad antigua en cuyo concepto la conquista de un territorio llevaba consigo la anexión de sus númenes, esto es, de nuevos protectores. El Estado, en otros términos, los toleraba porque constituían instrumentos de gobierno; mas en cuanto preveía en sus adeptos o en su culto intenciones antirromanas o propósitos inmorales, los proscribía sin piedad. O sea, que el Estado juzgaba las religiones desde un punto de vista estatal: si le aprovechaban, bien; si no, 18

Pomerio: estrecha franja de terreno que constituía el límite sagrado que rodeaba Roma. En el pomerio estaba prohibido entrar llevando armas. Tampoco se podía construir templos dedicados a las divinidades extranjeras dentro de su recinto, que se consideraba reservado a los dioses nacionales. Sólo se hacían ciertas excepciones con las divinidades procedentes de pueblos itálicos, no así con las de procedencia griega u oriental. (N. del E.)

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fuera. El cristianismo, por razones que atañen a la esencia del Estado antiguo, estimó que no le aprovechaba: le pareció un enemigo; y contra él empeñó una larga lucha que terminó con la victoria de la Iglesia al tiempo en que la autoridad imperial se trasladaba de Roma a Bizancio. En cierta ocasión me fue propuesta una pregunta bicorne: “¿Es verdad en absoluto que el cristianismo ni en la más mínima parte ha sido causa de la caída del Imperio romano? ¿Es un deshonor para el cristianismo el afirmar que fue él la causa de la caída de un imperio basado en el paganismo?” La pregunta atormenta a no pocos espíritus que temen comprometidos los títulos históricos de su patriotismo. El nacimiento del cristianismo coincidió con el nacimiento del Imperio, o sea, con el esfuerzo desplegado por Roma para organizar unitariamente las numerosas gentes y las diversas razas sometidas por las legiones a su yugo. Precisaba encontrar una levadura de unificación, que no podía ser ni la lengua sola, que nunca fue hablada en todo el Imperio, ni la legislación sola, que al menos en los primeros siglos respetó las autonomías locales y nacionales; que fue, como siempre, la religión, en la forma concreta del mito de Roma y de Augusto, en los cuales, si Roma representaba una idea, Augusto, que era el emperador en funciones, representaba una fuerza, viva y vigorosa. Esta religión, que las diversas idolatrías nacionales adoptaron sin reparo por la elasticidad de su politeísmo, fue propagada por los funcionarios romanos, al tiempo mismo en que la religión exclusivista, monoteísta, intransigente del Evangelio, era propagada por los fieles cristianos, desproveídos, en su mayor parte, de ciudadanía romana. Pero el cristianismo no podía compaginar con su divinidad la del Imperio: y siendo así, claramente se ve que venía a crear un núcleo de súbditos y de sentimientos que se sustraían a la acción unitaria, por Roma considerada —y lo era desde su punto de vista— necesaria y meritoria. Los cristianos podían orar por el emperador, pero no al emperador. En el orden religioso, su jefe era Cristo, no César; y su patria espiritual era la mansión de los bienaventurados, no Roma. Mas con esto, frustraban los fines perseguidos por el Estado; y a sus ojos venían a constituir una parte, un partido, actuante fuera y en contraste con la política gubernativa: fuera y contra el Estado. Por eso el Estado los condenó (vetuit esse christianos), y los trató como a reos de lesa majestad; hoy se diría como a enemigos de la patria. Desde el punto de vista del derecho, dada su evolución en la sociedad 119

moderna, no lo eran: pero este derecho es cristiano, no pagano, pues implica la libertad de las conciencias desconocidas del cesarismo centralista, que quería cuerpos y almas. Pero lo eran desde el punto de vista romano. Los cristianos procuraron defenderse distinguiendo entre religión y política, entre Dios y el César; mas la distinción no cuajaba en la polis pagana, que en mérito de ella había castigado antes a Sócrates y castigaba ahora a les cristianos. Deseosos estaban los apologistas de dar explicación: entre ambas mentalidades no había acuerdo posible; eran, en tal grado irreductibles que la solución tan sólo podía lograrse con la victoria radical de la una sobre la otra. A pesar de los esfuerzos dialécticos de Justino y de los otros apologetas griegos que apelaban a la razón, y a pesar de las habilidades jurídicas de Tertuliano y de otros escritores latinos que apelaban al derecho, ni los unos ni los otros podían desmentir el hecho de que los cristianos dificultaban la obra unitaria, actuando clandestinamente como una especie de comunistas en el Estado moderno —si vale el parangón, meramente exterior. De esto se percataban ellos mismos al definirse tertium genus, separados por una parte de los hebreos, y por otra de los paganos. Y la separación empezaba en la vida familiar y se extendía a la vida pública. La familia, núcleo del Estado, estaba en quiebra por obra del cristianismo. Perpetua anteponía a Cristo a su anciano padre y a su hijito de leche. Había mujeres cristianas que se separaban de sus maridos, para defender la propia castidad y religión. Había esclavos que rehusaban practicar actos idolátricos o deshonestos por respeto a Cristo, cuando en la sociedad antigua era incuestionable que les era obligado tener como suya la religión y la moral de sus amos. De los ritos domésticos que reunían la familia, se ausentaban los miembros cristianos, como gente que menospreciase las glorias y usos de los antepasados. El ejército —nervio del Imperio— los cristianos lo miraban con difidencia, distinguiendo, tal vez, entre soldados de Dios y soldados de muerte (los de César); y ciertos legionarios arrojaban al suelo la corona y rehusaban el servicio, haciéndose reos de verdadera deserción, tanto más grave cuanto más ingente urgía en los confines la presión bárbara. Para el romano la patria era el lugar donde se permanecía, y permanecía allí incardinado con los dioses domésticos, las memorias, los 120

intereses, las ambiciones, defensor de las leyes y vinculado de la poesía; para el cristiano la patria era el lugar por donde se pasa, y cuando en un sitio se está de paso, o más bien de peregrinación —en expiación, en destierro, como extranjeros— y el corazón emigra a otros parajes y ha colocado más allá su estación de reposo, claro está que es indiferente un lugar u otro. Para el romano el exilio era el forzoso alejamiento del hogar, del agua y del fuego: una muerte civil: Ovidio en Tomo; para el cristiano el exilio era la ocasión para propagar la Buena Nueva en tierras nuevas, ya que en destierro se sentía siempre, en cualesquier fragmento del planeta: Juan en Patmos. Este sentimiento truncaba la romanidad tradicional, y habría destruido cualquier estado paganamente organizado, aun sin levantar contra él una daga o esquilmarle un as de impuesto. El Estado omnipotente, absorbente, era reducido a una entidad transeúnte, sujeta a modificarse y aun a perecer (y esto contra el dogma romano de la Roma eterna); la ciudad terrena era distinta de la ciudad celeste y subordinada a ella. Los cristianos se retiraban frecuentemente de los cargas públicos; y las gentes los llamaban con desprecio infructuosi; no tomaban parte en los juegos del circo, del anfiteatro, del estadio, y las gentes susurraban de reuniones clandestinas habidas, a su parecer, para perpetrar crímenes contra natura. De buen grado se hubieran ellos disculpado. Pero era un hecho que no asistían a las manifestaciones públicas, o como hoy se diría, patrióticas. Y a las imágenes de César les negaban juramentos y sacrificios, comportándose como quien hoy no participase en las fiestas nacionales y rehusase descubrirse ante la bandera. Al refutar la doctrina de los cristianos, Celso cierra su Discurso de la verdad con una conmovida invitación a volver a la lealtad patriótica ni más ni menos que si hubiesen traicionado las instituciones y la patria. Para Celso, tipo de conservador antiguo, las habían traicionado en efecto: Cristo estaba en pie contra César. Por eso hasta Constantino, los cristianos viven en el Imperio como gente ex-lege (ilegales), a veces tolerados y a veces perseguidos, nunca legalmente aceptados. Dos obispos asiáticos, Melitón y Teófilo, fueron los únicos en acariciar una conciliación o cuando menos un acuerdo entre la Iglesia y el Estado pagano; pero Tertuliano encontraba utópica la idea de un César cristiano o de un cristiano César. Hasta los más mansos escritores, correa 121

Atenágoras, hablaban de la “Roma vuestra”, patentizando una marcada separación en el sentimiento; y en Tertuliano relampaguea claramente la posibilidad, o al menos la capacidad de un levantamiento armado, de no haber sido cristianos, mientras el Apocalipsis, los Cantos Sibilinos, Taciano y Comodiano, reflejan un estado de abierta o sorda oposición a Roma (en Salviano de verdadera rebelión), como a la Nueva Babilonia enemiga de los hijos de Cristo. El mismo Agustín, estando en manos de cristianos el régimen del Imperio, escinde todavía la ciudad de Dios de la de Roma, y no acepta la Romanidad sino en cuanto cristianizada o en vías de cristianizarse. Hay, después de Constantino, numerosos cristianos de sentimiento romano más hondo que el de los paganos; pero el Imperio va ya a la deriva; su centro se desvía hacia otra parte; y sólo el poeta entusiásticamente patriota, el español Prudencio, contemporáneo del español Teodosio que hizo del catolicismo la religión del Estado, ve las cosas bajo reminiscencias virgilianas. Se cumplió entonces la conciliación augurada por Melitón de Sárdica; pero no sobre los rieles por él diseñados de un sincrónico desenvolvimiento del Imperio y de la Iglesia, procediendo concordes sobre dos paralelas; sino más bien en dos direcciones opuestas, ya que cuanto la Iglesia se dilata tanto se abrevia el Imperio. Este proceso de encogimiento del uno y de desarrollo de la otra, tiene también su resultante —y es natural— en la literatura. Frente a inútiles retóricos paganos cinceladores de frases y cláusulas sin vida —Frontón, Claudiano, Imerio, Temistio, Libanio...—surgen, reverdeciendo las lenguas griega y latina con pensamiento nuevo y poderoso Minucia, Tertuliano, Cipriano, Lactancio, Ambrosio, Jerónimo, Agustín, Prudencio, en Occidente; Clemente Alejandrino, Orígenes, Atanasio, Eusebio, Basilio, los dos Gregarios, Crisóstomo, en Oriente. Y es de notar que esta literatura —hasta el 311— es por su mayor parte polémica con respecto al Estado, esto es, de lucha. El afecto de los fieles se volvía ya hacia Roma, pero no hacia la ciudad de los Césares, de los foros y de los arcos, sino hacia la consagrada por el recuerdo de los apóstoles, de los mártires, de las catacumbas, de los papas; hacia una Roma destinada a sobrevivir al Imperio; hacia la Roma, en fin, no de Rómulo y Remo sino —como dirá León Magno— de Pedro y Pablo, más vasta ahora por las conquistas de la pax christiana que por las del bellicus labor. Sobrevino una romanidad cristianizada, espiritualizada. Hay más todavía. Si es verdad que Constantino, con una intuición 122

genial de la utilidad pública de una proyección de la universalidad católica sobre el aglomerado del Imperio para unificarlo cambió la orientación de la política general del Estado para apoyarse en una masa más orgánica y vasta, lo es también que, aun en esta parte, no tardó en encontrarse —y más que él sus sucesores— con el contrapeso de partidos discordes, pendencieros por propensión, como los maniqueos, donatistas, pelagianos, arrianos, nestorianos, eutiquianos...: partidos que dislaceraban la ensambladura cristiana y perturbaban la convivencia pública; que, sobre esto, por la naturaleza propia de las herejías, contenían un germen de revuelta particularista, nacionalista, ruinosa para el universalismo del Imperio. Todo esto para concluir que el cristianismo, a su pesar, hizo de cuña que fractura la solidez del Imperio, y contribuyó, por lo tanto, a su ruina. No intentó, de ordinario, hostilizar a Rima cuya obra de pacificación y de organización administrativa —tan útil al apostolado del uno al otro confín del Imperio— apreciaba y celebraba, sino al paganismo; esto es, adversó al Estado en cuanto pagano. Como una masa de ciudadanos que hostilizase a un Estado europeo en cuanto liberal: puede terminar por destruirlo, y en todo caso, trabaja y contribuye a su destrucción. Con esto, por lo demás, no se pretende afirmar rotundamente que el cristianismo fuera la única o la principal causa de la caída del Imperio, ni que “el galileo de rubia cabellera” cargase sobre las espaldas de Roma una cruz intimándole “Llévala y sirve”, con todas las demás truculencias que puede inspirar, después del agua de Clitumno, el vino de Espoleto. Tamaña pesadilla no se apoderó ni aun del cerebro de Juliano. En el derrumbamiento del Imperio, influyeron con fuerzas muy diferentes, muchas otras causas: económicas, sociales, étnicas, politices, militares, administrativas; disolución de la pequeña propiedad y constitución del latifundio con la servidumbre de la gleba y los bagaudas 19, anulación de la iniciativa privada en el comercio y en la industria sustituida por un régimen de reglamentación coercitiva, sistema monetario 19

El término bagauda (bagaudae en latín) se utiliza para designar a los integrantes de numerosas bandas que participaron en una larga serie de rebeliones, conocidas como las revueltas bagaudas, que se dieron en Galia e Hispania durante el Bajo Imperio, y que continuaron desarrollándose hasta el siglo V. Sus integrantes eran principalmente campesinos o colonos evadidos de sus obligaciones fiscales, esclavos huidos o indigentes. Salviano de Marsella nos ilustra muy bien el fenómeno de las bagaudas: Prefirieron vivir libremente con el nombre de esclavos, que ser esclavos manteniendo sólo el nombre de libres. (N. del E.)

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fraudulento, fiscalización despiadada, con arruinamiento de los municipios, abandono del campo y de las ciudades agrícolas, igualamientos tributarios, elefantiasis burocrática, concentración estatal, corrupción, lujo, embrutecimiento y anarquía en el ejército, invasiones de los bárbaros., una muchedumbre de desdichas en tal manera aciagas, que aun sin el cristianismo habrían, sin duda, dado en tierra con el Imperio. El mero hecho de no acertar a organizar su economía y de situarse frente a la riqueza privada más como expoliador que como impulsor, y el considerar la guerra como fuente principal de botín no obstante quedar las tierras empobrecidas después de la conquista y en demasía alejadas, demuestra claramente que no podía sobrevivir. El otro cuerno de la pregunta es de orden sentimental: —¿Fue este derrocamiento un deshonor para el cristianismo? Pero..., ¿es un deshonor el estallido de un temporal o de un... neumático? La historia es lo que es: y no es fácil cosa hablar de honor o de deshonor. Si intentáramos considerar con esta mira precisa los resultados remotos, podríamos descubrir toda una mies de títulos honoríficos. Teniendo en cuenta que este estado a que se hallaba reducido el organismo imperial no le permitía contener las avalanchas nórdicas y asiáticas, fue providencial para Roma la existencia de la Iglesia, que preservó, no los elementos caducos, sino la lengua y civilización latinas, utilizándolas como poderosa levadura para fermentar a nueva vida aquellas razas vírgenes. Y ella hizo surgir todavía aquellos romanos ideales, gallardos jefes de pueblos y espirituales conquistadores de naciones, cuales fueron León y Gregorio, y en menor escala, los obispos de Bretaña, Galia, España y Africa: Leandro e Isidoro de Sevilla, Orencio, Fortunato, los monjes Casiodoro y Benito. Suprimid su acción de la historia, y extinguiréis de golpe la civilización moderna en cuanto tiene de esencial: arte, derecho, lenguas romances y probablemente el nombre mismo de Roma. Lo que no cabe dudar es que, sin los papas, hoy no quedarían verosímilmente de Roma más que las ruinas, como de Nínive, Troya y Babilonia. Ruinas que serían de cuando en cuando melancólicamente visitadas por alguna bizarra milady inglesa o por algún desocupado americano...; suponiendo que sin la Iglesia pudiéramos contar con miladies y americanos. 124

*** Abatida la Roma imperial, bajo el peso de su pasado ingente y bajo el asalto de hunos, vándalos y godos, se enroscaron a su medusea cabeza nudos de leyendas y manojos de prejuicios. A la atrevida fatiga de desanudar algunos de ellos se sometió hace una treintena de años, Hartmann Grisar, alemán: —otro alemán, después de Niebhur, Gregorovius, Mommsen... Diríase que el hechizo de Roma que arrancaba de sus selvas y empujaba allende los Alpes a los rubios germanos de los siglos IV, V y VI, revive en sus descendientes de la Edad Moderna como pasión de estudios e indagaciones. Y por lo demás se puede, en general, observar que la cultura alemana en sus varios períodos, se ha desarrollado siempre en proporción de su acercamiento a Roma (Carlo Magno, Ottones, Renacimiento, Goethe...) mientras todo alejamiento de Roma se ha traducido en un pavoroso retorno a la selva. Alejar a Alemania de Roma es rebarbarizarla, aun bajo el frac profesoral y la mecánica modernísima... Afortunadamente permanece en numerosos espíritus el hechizo de Roma. Hechizo de una historia en la cual cuanto más se cava más se encuentra; como en suelo en que se estratificaron las plataformas de más de tres civilizaciones. Entonces, pues, abatida Roma, “como águila herida” (en comparación de Gregorio el Grande) sobre los cintos de sus muros no más vedados, la civilización antigua se transformó en la civilización cristiana, o se transfirió, en cuanto tenía de vital, en la civilización nueva con el salvoconducto de la cruz: cuando cónsules en adelante desautorizados y potestades imperiales de decoración comprometían a los herederos de los Grecos y de los Escipiones, convertidos en monjes y papas, la misión de salvar a Italia y su capital. Época de frivolidad y de pavor, de abnegación y de ascetismo, en la cual los unos se plegaban fatalistamente bajo el huracán robando al placer las últimas horas con epicureísmo rastrero, los otros se poseían del sentimiento de lo eterno para, en él apoyados, afrontar el tremendo colapso. Zonas de misterio obscurecen todavía este traspaso del mundo antiguo a la Edad Media, del paganismo al cristianismo, de la romanidad clásica a la barbarie romanizada; el punto y hora en que por última vez la Roma de los ídolos y la Roma de los mártires se miraron de frente, y se miraron de frente por última vez el refinamiento latino y la primitivez norteuroasiática. Porque en aquel obscurecimiento, de los monumentos 125

abandonados y de las tierras holladas por los invasores, pululó la vegetación enmarañada y viscosa de las leyendas, que las mudanzas y olvidos medievales espesaron sobre las ruinas, acallando las voces del pasado. La leyenda primitiva de las violentas destrucciones de templos por parte de los cristianos, a la cual dieron cierta consistencia los epígrafes amañados por Pirro Ligorio; y aquella otra, con ella ligada, de la ominosa tristeza sombreada por la religión nueva sobre la clasicidad antigua que dio alas a los pies de la famosa oda del Clitumno, están deshechas por la crítica. Los cristianos, constituidos árbitros del Estado, suprimieron los signos de la civilización, en cuyo nombre y por cuyos exponentes, habían sido durante tres siglos proscritos, empalados, quemados; privaron gradualmente a templos y estatuas del sostén religioso; los redujeron a monumentos de belleza, dejándolos en pie para decoración de la Urbe; y sacaron de sus ahumados retiros a los flamantes ídolos colocándolos en plazas y jardines para estético solaz. El estrago vino más tarde y no por culpa del cristianismo. Este mismo pormenor arqueológico define el carácter de la revolución cristiana, que no sufrió sobresaltos de destrucción, sino que significó la implantación de un nuevo orden con el discreto empleo hasta de los materiales tallados por el orden antiguo. En filosofía, Clemente y Orígenes dieron carta de ciudadanía Platón, y San Nilo convertía el manual de Epicteto, ligeramente retocado, en manual de ascesis para los monjes; en los edificios los sucesores mismos de Teodosio custodiaron los templos como propiedad del Estado, velando por su conservación, y desde el siglo VI los utilizó el culto católico consagrándolos con la cruz, que los legó a otras generaciones. La Roma cristiana, podría decirse filosóficamente, superó a la Roma pagana, no por el hecho de destruirla, sino en cuanto, cristianizándola, la prolongó y engrandeció, hasta el extremo de no causar extrañeza que en la Edad Media apareciera la Ciudad antigua como un vestíbulo de la Ciudad nueva, y Eneas como un precursor de Pedro. La historia de la Ciudad hubiera tenido que truncarse bajo la espada del invasor; mas la Iglesia, ligándola a la suya, la continuó y ennobleció con una nueva función de imperio. Los ciudadanos de Oriente y de Occidente, haciéndose cristianos, no cesaron de ser romanos. Antes bien, Bizancio se dio —y se da todavía— el nombre de Nueva Roma, y las orientales, a título de bautizados, se con126

ceptuaron y se llamaron romanos. La ambición de Moscú fue la de convertirse en la tercera Roma. Más tarde en Occidente —y en esto las investigaciones arqueológicas confirman las informaciones literarias— los jefes de la comunidad cristiana pronto se sintieron sucesores de los antiguos dirigentes de la polis; y cuando los emperadores, consumidos por las mujeres y a merced de los generales bárbaros, pactaban con el enemigo y al primer rumor de invasores sobre los Alpes se recluían en el campo atrincherado de Rávena, fueron los papas quienes asumieron la defensa de Roma; así como en cada una de las ciudades de Italia, de Africa y de las Galias fueron los obispos quienes personificaron su suerte frente al agresor. La metrópoli había adquirido un nuevo prestigio, acrecentando sobre el antiguo sin eliminarlo: había llegado a ser también la ciudad de los apóstoles, de los mártires, de los misioneros y de los pontífices. Sobre ella se abalanzaban hordas de Europa y de Asia con hambre de botín; pero a ella acudían también de todo lugar muchedumbres de fieles atraídos por la fascinación de las tumbas de los apóstoles Pedro y Pablo, por los recuerdos del anfiteatro y de la gesta de una Iglesia, que mientras en otras partes aparecían herejías y se perpetraban cismas, en Roma se doblegaba la fe a las castas dominantes, se mantenían a raya a los mismos emperadores cristianos, se cerraban diatribas interminables en los concilios con definiciones lineares, y se llevaban hasta el Mar Negro y hasta la Bretaña la asistencia caritativa y el magisterio disciplinar. El propio Alarico había usado de consideración en el saqueo de 410 por respeto a la religión y a las jerarquías católicas. El gesto de León el Grande —uno de los últimos romanos— deteniendo a la embocadura del Mincio a Atila y a su pueblo armado, al que empujaban a la espalda los resplandores del incendio de Aquilea, es exteriormente el más sugestivo en la serie de resistencias opuestas a enemigos de toda suerte para salvar la Península. Y esta es la lección de la historia moderna: sin los papas, Roma verosímilmente hubiera sido hecha cisco, ni más ni menos que las otras capitales de antiguos imperios; y con Roma se hubieran disipado la lengua, el arte, la civilización, y se hubiera impreso una nueva dirección a la historia europea, que se desenvolvería quizá hoy perezosa y fatalista, como la del Asia y la del Africa musulmanas, tierras un día vigorosas y potentes. Cuando el centro político se trasladó al Bósforo, a la Nueva Roma, y los nobles que se apresuraban a disfrutarla salían en bandada de las orillas 127

del Tíber, con duelo del gran Gregorio, tras el espejismo de la rutilante corte de Constantinopla, donde, bajo las arcadas de oro, entre los pliegues del ceremonial, eunucos y basilisas tramaban intrigas y depredaban la pobreza para derrochar en festejos y las partidas del hipódromo, no obstante un pacto con los godos, un asesinato de palacio y una herejía cristológica, —aun entonces, no cayó Roma: antes bien, siguió ejerciendo un primado, que la independencia efectiva del emperador hacía más eficiente, por más libre: el primado del espíritu. Reducidos los ídolos a meras estatuas, desplazadas las últimas filosofías esotéricas con la destrucción de Eleusis y el cierre de la escuela de Atenas; faltas de aliciente la gloria militar y la unidad cesárea; y, lo que aún es más, destrozados los últimos lazos de unidad espiritual que había anudado el imperio por las invasiones bárbaras, la anarquía militar, la fiscalización despiadada, las iniquidades sociales y el despotismo burocrático, un nuevo vínculo fue tejido; el vínculo religioso ensanchado y robustecido en torno al eje de Roma, la Ciudad santa, donde se asentaba el sucesor de Pedro, el obispo de la Urbe, el primado de Italia, el patriarca de Occidente: una autoridad cuya influencia, en círculos concéntricos, se dilataba hasta más allá de los antiguos confines imperiales. Se ha observado acertadamente que cuando Agustín con sus cuarenta monjes desembarcó en Inglaterra, Roma con la cruz y los cantos sagrados, recuperó la posesión de aquellas tierras que las legiones habían abandonado por la invasión de Alarico. *** Roma, pues, guardada por los papas, no pereció. Convertida en centro de la Iglesia, revistió aquel mismo carácter de eternidad que es ingénito a la religión e inició con verdad la que Prudencio definió “dominación sin fin”, diversa de la frustrada perennidad cantada por Horacio. Terminado el Imperio de Occidente, la Iglesia siguió adelante por su camino. Repetidores latinos de frases hechas en Alemania, afirman que la Iglesia no fue más que una transformación del Imperio. La Iglesia permaneció la Iglesia; aunque muy cierto es que por ella sobrevivieron los más preciosos valores morales, jurídicos y literarios del Imperio. Verdaderamente en ella sobrevivió Roma. En el corazón de la Mesia, por el 400, un obispo —Niceta de Remelana— hacía resonar, todavía en medio de los bosques, la lengua latina, mas para cantar a Cristo; y 128

domesticaba los bárbaros, pero no con las armas, sino enseñándoles con el Decálogo aquel Te Deum por él compuesto, más asequible, humano y significativo que el Carmen soeculare, himno escrito por el poeta Horacio. Romanidad, pero cristianizada. Y como tal, universalizada en el espíritu. Como reconocía al poeta de Remesiana su colega poeta Paulino de Nola: “Orbis in muta regione per te Barbari discunt resonare Christum Corde romano placidamque casti vivere pacen”. Los bárbaros, después de acabar con César, se romanizaban en Cristo con una romanidad que no sojuzgaba las razas, sino que las fundía. La Iglesia no había tomado del Imperio la universalidad. Roma era un régimen político, necesariamente limitado en el espacio, y cuya οιχονµτνη llegaba, cuando más, al Danubio y al Tigris, excluyendo a los que estaban de la otra parte: los bárbaros. El espíritu, en cambio, no conoce límites, y la caridad, substancia del Evangelio, es ilimitada como Dios, de quien es reflejo. La Iglesia favoreció la fusión de latinos y germanos, de helenos y escitas, y logró con ella una rejuvenecida raza europea. Cuidó después de dotarla de una unidad también política, consecuencia de la unidad espiritual; y con León III resucitó el Imperio romano. Pero lo resucitó bautizándolo e insertándole de esta manera una idea universal, no pudiendo exprimir de sí otra cosa que universalidad; con él reconstituyó un organismo de los fragmentos de ducados, reinos, municipios, hordas y familias. Al morir Carlomagno le lloraron hasta los paganos como “padre del mundo”. El Imperio por él constituido no tanto realizó una política universalista de hecho cuanto constituyó un valor universal del espíritu. En aquellos siglos la Europa, por el catolicismo, recobró su unidad, entendida como cohesión de espíritus en torno al centro de Roma; y si los monjes germanos construían ingenuas genealogías para hacer derivar su raza de Troya, y así emparentarla con Roma, los de Irlanda y Bretaña mandaban a la Ciudad Eterna a comprar libros y cuadros, mientras en las poesías y leyendas, de la Sanarcia a la Arabia, se relataban sus Mirabilia, viendo en ella una construcción milenaria, viviente por continuado milagro. Del Imperio se diferenciaron después las naciones; pero la Iglesia nunca entendió que saliesen de la cristiandad y consideró a sus reyes como hijos 129

suyos y hermanos, como tales, entre sí, entendiendo en impedir guerras y componer desavenencias. Es sintomático que para salir de esta unidad los príncipes salieran también de la Iglesia; del mismo modo que los reyes bárbaros que primeramente habían roto la unidad imperial habían sido arrianos, y el primero en abrazar la idea universal, Clodoveo, había al mismo tiempo abrazado el catolicismo. Ésta fue y ésta es la función de Roma católica, es decir, universal: función frustrada por el cisma y por la Reforma con la erección de iglesias nacionales y obstaculizada hoy con los nacionalismos religiosos y con irrupción de un sin número de teorías filosóficas y sociales en las que reviven anárquicos fermentos de individualismo disgregador y de violencia de tribu, disueltos ya por la universalista socialidad católica. Aquella universalidad, que teniendo a Roma por centro, hace de Cristo un romano: el primero.

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LA ANTI-ROMA

Quien restringe al cristianismo en su universalidad, que sobrepasa todos los confines y no reconoce límite alguno geográfico o económico a su expansión, restringe su esencia: lo falsea. El paganismo era una aglomeración de religiones topográficas, cada una de las cuales se fundía con la política comarcal; y aquellas sus reviviscencias, contaminadas de cristianismo, que fueron las denominaciones protestantes, volvieron a ceñir los intereses espirituales en el ámbito de los intereses locales, separando hasta en lo religioso a los hombres en bloques desconocidos y adversos entre sí. Esta catolicidad es, además, una consecuencia del precepto del amor; por eso tropieza con todas las predicaciones de odio, esto es, de divisiones fratricidas: y tiende a difundirse en una sociedad idealmente unida. Y esto produce socialmente uno de los mayores beneficios imaginables, porque constituye todavía un refugio, un lugar de junta y reconocimiento a todos los hombres para reencontrarse desde todos los ángulos de la tierra. Ciertos polemistas protestantes niegan este carácter a la Iglesia católica y le asignan una limitación topográfica, al igual de las sectas protestantes, a causa de su romanidad; y, como denigrándola, la llaman romana en contraposición de católica. Mas el atributo de romano expresa un carácter de la catolicidad: es a la universalidad del cristianismo como el centro a la esfera; no es un término, sino un principio establecido por quien estaba en derecho: por el apóstol que, como nota Eusebio, por su superior autoridad hablaba siempre en nombre de todos los colegas. Y no se da esfera sin centro: no se da universalidad sin uno. Si había de haber unidad y si ésta debía ser católica, era necesario un centro. Pedro lo estableció en Roma, y sobre él, para solidificarlo, derramó su sangre proletaria. Se ha dicho que las herejías, casi en su totalidad, no fueron solamente un rechazo de parte del dogma tradicional, sino también de la romanidad de la Iglesia: fueron movimientos nacionalistas y teológicos a la vez. La iglesia “ortodoxa” se distanció porque Bizancio, la Nueva Roma, no se 131

avino a depender de una Roma envejecida y destituida del primado político; cedió de este modo al impulso heredado de las civilizaciones precristianas de amoldar la organización eclesiástica al régimen temporal. De ello fueron los emperadores los principales responsables, como quienes tan mal sobrellevaban una dependencia del Papa, aunque fuese meramente espiritual; ellos —al igual que tantos soberanos, cristianos y no cristianos — preferían una Iglesia puesta a sus órdenes. Y es que los cristianos se han dividido siempre en dos categorías: los que ven la Iglesia a través de la nación y los que ven la nación a través de la Iglesia. La primera categoría perpetró la reacción que lleva el nombre de Reforma; violenta rebelión contra Roma, que se reagudizó primeramente en la guerra europea cuando el pangermanismo quiso simbolizar en Lutero la oposición de la germanidad a la latinidad, y luego en la revolución nacionalsocialista, la cual rechazando como espurio todo lo que es romano o reivindicándoselo como germánico, viene a concluir, en opinión de muchos, la rebelión contra Roma iniciada por “Lutero tudesco”. Y en verdad, a los orígenes del nacionalismo germánico pertenecen los poemas de Hutten, incitando a sustraerse a la servidumbre de Roma para afirmar la conciencia nacional. Los reformadores se justificaron acogiéndose a la Biblia y a los testimonios primitivos, en especial de la era preconstantiniana: allí habría existido toda y sola la verdad, y después no habría habido más que deformación; como si dijéramos que el Lutero auténtico fue el de la infancia hasta los seis años cumplidos; lo de después no fue otra cosa que una superfetación20... luterana. La Iglesia es una sociedad viva: por consiguiente crece, se desarrolla; el crecer y desarrollarse en las líneas y en la fisonomía de origen, no 20

La superfetación es la fertilización exitosa de un óvulo liberado durante la evolución del embarazo que da como resultado la concepción de mellizos de distinta edad gestacional. Es decir, se trata de un caso raro de gemelos. Se plantea que esto podría deberse a la continuidad de la ovulación, a pesar de haberse iniciado el embarazo. Es decir, lo habitual es que cuando se produce la concepción, el sistema reproductor de la mujer deja de producir óvulos. Sólo muy rara vez el ciclo menstrual puede repetirse y se libera un nuevo óvulo mientras que ya existe un embrión. Más raro todavía es que este ovulo sea también fecundado: entonces se produce la superfetación, cuando se juntan dos embriones de distintas edades gestacionales. Es un fenómeno notablemente más común entre determinadas especies animales (roedores, caballos, ovejas…) que entre humanos. La mayoría de los casos en personas se han asociado con tratamientos hormonales, estimulación ovárica, síndrome de hiperestimulación o fertilización asistida. (N. del E.)

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significa ciertamente traicionarlo. Pues bien, refutando a los reformadores de su tiempo —los gnósticos —, san Irineo, obispo asiático de León de Francia, hacia el año 170, decía que Dios había comunicado la verdadera revelación a los profetas y a los apóstoles y no “a un Valentín, ni a un Marción, ni a ninguno de semejantes destructores que a sí mismos se destruyen y consigo a sus secuaces”. Es la más legítima y la más lógica observación que se puede hacer a las pretensiones de los gnósticos recientes: —Que se sepa, Jesús confió su enseñanza a Pedro, Santiago, Juan... y no a Martín Lutero, a Juan Calvino, o a Zwinglio... Irineo, que era discípulo de Policarpo, discípulo a su vez del evangelista y apóstol Juan, directamente ligado, por tanto, a la predicación personal de Jesús, atacaba el núcleo de la pretensión y de la ilegitimidad de la Reforma; de la de entonces y de la de después. Esos dueños son de los intrusos; han trabajado en campo ajeno, y han procedido como extraños, que no entienden, abusando y estropeando: destructores que se destruyen a sí mismos. La Reforma, en efecto, es un principio negativo, id est21 de destrucción. Un escritor acatólico, Shaffer, ha afirmado, coma tantos otros, que Lutero y Calvino figuran en la historia religiosa como los pertinaces destructores del Cristianismo. La opinión de Bossuet. En el vértice del movimiento reformado pululan hoy las doctrinas críticas y filosóficas de negación de la divinidad y hasta de la historicidad de Cristo; y, aun más arriba, las teorías neopaganas de la reviviscencia del dios Wotan. La analogía entre Reforma y gnosticismo es algo más que aparente: se trata de dos movimientos encaminados a licuar los caracteres del cristianismo en el pantano de las creencias paganas, que refluyen de todas las grietas del mundo: un garrafal compromiso entre el Evangelio y las exigencias terrenas. Jesús había recomendado la unidad y puesto en guardia contra los falsos profetas y los falsos cristos; los apóstoles, como Pablo, se convertían en fuego al estigmatizar la obra destructora de los primeros sembradores de discordias y cismas. Irineo y Tertuliano escriben que en hecho de fe es preciso conservar la fiel tradición de las apóstoles y prácticamente estar de acuerdo con la Iglesia de Roma; que fue después, la tesis de san Cipriano de Cartago, en el siglo III. La Reforma escindió la unidad, que era el mayor éxito del 21

id est es una expresión latina que significa "es decir", cuya abreviatura i. e. es muy usada en definiciones y teoremas de las matemáticas. (N. del E.)

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cristianismo: el mundo nuevo había nacido con una sola alma religiosa reconociendo una sola paternidad celeste y aun terrena, en el Papa; el mercader florentino que remontaba por el Elba o el Oder hallábase como en su casa entrando en cualquier templo o escuchando de algún sacerdote la palabra amada; en el canto a la Divinidad se confundían en una sola expresión gentes de toda procedencia y de toda lengua. Desmembrar una familia, una hermandad, es el más infame cometido que el hombre instigado por Satanás —artífice de la división— puede perpetrar: en el infierno dantesco estos cizañeros están mutilados y descuartizados por los demonios a la manera como ellos en la tierra mutilaron y descuartizaron el cuerpo social. Y el crimen es todavía más horrendo cuando atañe al espíritu, porque la laceración penetra en la parte vital, donde las suturas son más difíciles y las heridas destilan pus más venenoso. En el siglo III, Dionisio, obispo alejandrino, escribía a Novaciano, que había desmembrado la Iglesia de Roma: “necesario es soportar cualquier tribulación, sin excepción alguna, antes que dividir la Iglesia de Dios; porque mayor gloria es evitar un cisma que dar testimonio de Dios, contra los ídolos, con el martirio. En éste, efectivamente, cada uno da testimonio por su propia alma: en el cisma compromete a la Iglesia entera”. Es éste un claro lenguaje preconstantiniano, expresado en período de persecuciones. Antes también de Constantino, el obispo mártir Cipriano había escrito un opúsculo para recalcar una verdad elemental y tradicional: que el que quebranta la unidad, aunque fuese un mártir, por el mero hecho de violarla, se ha descarriado y es condenado; se es cristiano mientras se permanece en la unión. El cismático se ha descarriado, aun antes de vulnerar la doctrina, porque se separa. Es preciso, pues, sufrir cualquier sacrificio antes que quebrantar la unidad. Los novacianos del siglo XVI no quisieron soportar nada, con tal de efectuar el cisma. El perjuicio fue enorme para Europa: comenzó a sentirse extraña a sí misma; el sajón se sintió diverso del español aun teniendo el mismo soberano; el inglés se sintió forastero en Italia, donde sus reyes y una magnífica serie de artistas, estudiosos, religiosos, habían arribado en busca de las tumbas de los apóstoles, de los vestigios de los mártires, de las manifestaciones del arte antiguo y nuevo, como a tierra de la propia fe. Fue un siglo que inoculó en las nacientes nacionalidades un virus de 134

pugna: del mutuo desconocimiento, pronto pasaron los pueblos al odio. El cisma oriental traspasó la Nueva Roma a los turcos; la rebelión occidental traspasó la Roma antigua a los lasquenetes 22 y precipitó a Europa en la Guerra de los Treinta Años. Se perdió, en las tierras reformadas, la conciencia del gran principio cristiano que es el catolicismo —la universalidad substancial del Evangelio— y se vieron incrustados fragmentos de la fe en preocupaciones más o menos legítimas de nacionalidad, esto es, encuadrados en función y mira políticas. Se dividió a Dios en sectores nacionales y gubernamentales. La reducción de la fe, para adaptarla a fines cada día más estrechos, llegó con el tiempo hasta disolverla gradualmente en una religiosidad sin consistencia o en un filosofismo religioso que recuerda las nebulosidades sincretistas y neoplatónicas de la era preconstantiniana. Y todo por no aceptar la fe en bloque —por aligerar su peso sobre las espaldas del hombre repaganizado. Focio y Cerulario consumaron la separación de Roma para nimbar de vanidad a los minúsculos emperadores de Oriente, quedados para teologizar entre una tregua comprada y una huida cobarde frente a los infieles descendentes del Turquestán o ascendentes de la Persia. En Occidente un fraile y un laico pretendieron renovar el cristianismo primitivo mediante la interpretación, individual y libre de la Biblia; e inmediatamente después de asentar este principio, se dieron a imponer credos y confesiones obligatorios, aplicando a los recalcitrantes grilletes y horcas. La médula de la reforma está comprendida en la codicia de los príncipes de meter mano en los bienes del clero, en el naciente nacionalismo, en el renaciente paganismo: y como siempre, cuando una potestad política ha de violar un derecho moral, comienza por adulterar la teología para hallar elevadas excusas a sus bajos instintos. Enrique VIII, no pudiendo ajustarse a la moral cristiana, ajustó ésta a su instinto de poligamia y de rapiña: y, amputado el cristianismo, liquidó seis mujeres y confiscó más de mil conventos. Isabel, por contentar a los armadores, suprimió algunos artículos del credo, y siguió su camino. Por este mérito le pareció al egoísmo burgués una gran soberana: hoy a los espíritus católicos como Belloc, o ávidos de catolicidad, como Eliot, les parece nada más que una mujerzuela mediocre. 22

Lansquenete (en alemán Landsknecht, servidor del país (de «Land», tierra o país y «Knecht», servidor), nombre con que se designó a algunos mercenarios alemanes que operaron entre el siglo XV y el XVII. (N. del E.)

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Intereses materiales produjeron esos muñones de cristianismo, que constituyen las sectas protestantes, las cuales hoy, en su mejor parte, ansían la unidad violada y restauran ritos y creencias antes desechados; y en su parte más consecuente, se están resolviendo en inofensivos conventículos sociales, mientras su contenido, a pesar de los diques levantados en los últimos años con materiales católicos, se está resolviendo en filosofía, donde el catolicismo entra apenas como ingrediente colorativo. Que la nacionalización de la fe, en la cual desembocó la Reforma, era una regurgitación de paganismo sobre la pureza de la fe católica, puede comprobarse por las pretensiones del Estado romano, análogas a las de los príncipes que pusieron armas y dinero al servicio de la revuelta, y expuestas en sus escritos por Celso, que no perdonaba a los cristianos la vida porque se distanciaban de la religión nacional, del culto patriótico; y no sólo por eso, sino también porque para legitimar una fe propia ni siquiera estaban respaldados por el apoyo de una nación. Los judíos al menos observaban la fe de su raza, de su nación (y Roma dejaba sus dioses y cultos a las naciones sometidas); mas los cristianos, no integrando una raza particular, eran unos revolucionarios al margen de la sociedad humana. A mayor abundamiento, los cristiano-tudescos —que constituyen el partido nazi del protestantismo germánico— han fundido coactivamente las 27 iglesias autónomas y han reformado su doctrina, con la idea de crear un cristianismo exclusivo de la raza nórdica; mientras otros, aún más consecuentes, han eliminado del cristianismo aquellos pocos elementos que, combinados con las ideas políticas, pudieran formar una “teología germánica”, limpia de toda sugerencia hebrea o romana. Completan éstos la obra de aquellos reformadores, que hicieron de los duques, margraves y electores de Sajonia otros tantos papas, árbitros caprichosos del credo de sus súbditos, soldando esta esclavitud de la conciencia con el principio ultrapagano de que cada cual está obligado, como esclavo, a seguir la fe de su amo. La centralización de los poderes eclesiásticos en la Alemania nazi, dio pie a algún superficial para hablar de romanización del protestantismo alemán, cual si el “obispo del Reich” se propusiera convertirse en papa de Alemania. Cabe que la organización exterior copiase la de Roma, mas para una función opuesta —siendo aquí verdad que la función determina el órgano. La centralización le sirve al Papa para garantizar la independencia de la potestad espiritual de las potestades temporales; al Reichobischof le 136

sirve para garantizar la sujeción de las iglesias protestantes al partido nacional-socialista del que son instrumento. Ya ocurría así en la época de las tribus, antes que Witikind, por miedo, recibiese el bautismo de los francos, cuando los alemanes teutónicos aceptaban por dios el dios de sus jefes. Por eso las iglesias fragmentarias de la Reforma han tenido siempre como principal y frecuentemente como único elemento común, una frenética aversión a Roma y el Papa: romisch y popisch fueron considerados como los mayores insultos, por significar a juicio de quien los lanzaba, una dependencia política del extranjero: de Roma; siendo así que la Roma católica no es extraña a ningún cristiano como no lo es el centro a ningún punto de la esfera. La polémica entre el catolicismo y las iglesias reformadas repite hoy la polémica de ayer entre el cristianismo y las filosofías paganas: en el pasado los cristianos hacían uso en la discusión de la terminología científica helénica; hoy los reformadores utilizan la terminología del tiempo, es decir, cristiana; mas en ella Cristo, o no es Dios, o lo es como lo eran los dioses nacionales en la literatura pagana. Llevo las ideas a sus extremas consecuencias por exigencias de claridad y no porque desconozca que en las sectas protestantes, como también, por lo demás, en las religiones extracristianas se encuentran almas sinceramente religiosas, que adoran a Dios con amor y completa buena fe. *** La Reforma estalló en un periodo de relajamiento religioso. Parecía llamada a conjurarlo, mas no fue así. Todo historiador desapasionado reconoce hoy que aun en vida de Lutero, la Reforma se había apartado de su cometido reformador y nada reformó. Era la época de los estudios humanistas, que llevados a cabo por espíritus positivos como los de las razas latinas, no ocasionaron notables trastornos; mas emprendidos por espíritus romántico-germánicos ocasionaron averías en la psiquis y en el cerebro. Hutten, aquel corrompido humanista de la Germania, fue uno de los paladines; y puede calcularse qué mejoramiento de costumbres podría predicar un hombre de semejante moralidad. Calvino quiso erigir a Ginebra en Anti-Roma y construyó un 137

falansterio23, trocado por reino de Dios. Lutero procedió al principio movido de sentimientos religiosos, salvo que a su alma inquieta le parecieron motivos justificantes los propios escrúpulos de concupiscente: no logrando frenar la propia carne, negó, no a sí solo, sino a todo hombre la capacidad de cumplir la ley moral; esto es, negó la libertad, el libre albedrío, mutilando el cristianismo en lo que tenía de más original en el orden ético frente al mundo no cristiano: el principio por el que habían batallado los apologistas de los siglos II y III y en cuya virtud habían justificado la ética cristiana frente al determinismo estoico pagano. Lutero codificó esta reconquistada servidumbre en el De servo arbitrio, con el principio reformista de la justificación por la fe sola. Espíritu más profundamente penetrado de romanidad religiosa y clásica, Erasmo se le enfrentó precisamente en este punto, clave de la moralidad universal y de la civilización misma. Lutero trató de apoyarse en san Pablo; pero lo interpretó a retazos, destacando frases: mientras san Pablo insistía sobre la justificación por la fe en polémica con los judíos, como sobre el principio de la religión nueva, en contraposición con la Ley, principio de la religión antigua: y sobre la oposición fundó la emancipación. Mas si san Pablo rechazó las obras de la Ley abrogada, no rechazó las del cristianismo vigente, porque no rechazó a Cristo, cuya predicación fue una continua reforma moral, esto es, una instrucción acerca de los deberes de caridad, perdón, remisión de las deudas, paz y otras buenas obras de las cuales se habría de rendir al dueño estrecha cuenta. “La fe sin obras es muerta”, se dice en la carta del apóstol Santiago. Para no percibir tan claras verdades, Lutero se vio precisado a formular el otro principio, base de la Reforma, de la libre interpretación de la Biblia, cuya práctica condujo al derecho, por cada protestante lógicamente reclamado, de interpretar el sagrado texto a su talante: de ahí la amalgama de las más opuestas doctrinas aglomerada bajo la denominación de protestantismo. No se le ocultó n Lutero el desbarajuste a que daba paso con un tal 23

La palabra flansterio es un neologismo: compuesto de falange (tropa) y la terminación de monasterio. Un falansterio es un grupo que vive en comunidad. Más tarde, falansterios, o falanges, es como se denominaba a las comunidades teorizadas por el socialista utópico francés Charles Fourier. Se fundaban en la idea de que cada individuo trabajaría de acuerdo con sus aptitudes y no existiría un concepto abstracto y artificial de propiedad, privada o común. (N. del E.)

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canon como ese, y trató de atajarlo levantando barreras, estableciendo un credo rígido, imponiendo de este modo a sus secuaces una contradicción vital —credo de una parte y libre examen de otra—: la muerte en el corazón de la Protesta. La cual repitió en su cuerpo el drama de Lutero: movido de un sentimiento de reforma para justificarse y resistir a la corrupción circunstante, pronto se vio sobrepujado por el éxito de su gesto de insubordinación; y como no hay peor cosa que la vanidad de ciertos cristianos, si un freno interior no los contiene, se acogió a la protección de los príncipes alemanes. (¡Cuántos apóstatas aun de nuestros días se desvanecieron en la orgía de un éxito oratorio o de un libro un poco afortunado!) Sedientos estaban los príncipes de reforma, es decir, de una reforma que arrebatase las rentas a la Iglesia, la mano muerta a los conventos, los diezmos a los párrocos: y encontrado este fraile testarudo, lo convirtieron en banderín y contraseña para lanzarse sobre monasterios y catedrales, enriqueciéndose licenciosamente. Enrolado en el vórtice de aquel apetito, Lutero se vio en constante compromiso entre ellos y su conciencia; y acalló sus escrúpulos morales dándose a beber para aturdirse, y la juvenil predicación reformadora la sustituyó por un lenguaje truculento que recibía inspiración de las letrinas. —Ya pusieron esto de relieve aquellos espíritus refinados que se llamaron Tomás Moro y Erasmo de Rotterdam. La Reforma, pues, fue, negocio político y económico para los príncipes: los aldeanos que intentaron beneficiarse de ella fueron —por invitación de Lutero— “degollados, destrozados, como perros”: y la medialuna dio un paso adelante en el corazón de la Europa cristiana. A la vista de aquel botín pantagruélico (el gran maestro del orden teutónico, un Hohenzollern, reformándose, se anexionó la Prusia), se despertó también el apetito en los príncipes cercanos; y a sangre y fuego fueron devorados canallescamente los monasterios de Escandinavia, Escocia y Bretaña, en honor de Dios y de fray Martín. Desapareció la Iglesia de aquellas tierras. Se dejaron las iglesucas, desnudas en las paredes y en el espíritu, con un credo abreviado, con clero sumiso, reducido a una sección burocrática de policía espiritual al servicio del trono, fuera quien fuese e hiciera lo que hiciese quien lo ocupara. Halló una solución en aquellas tierras la polémica cristiano-pagana: no la de los santos, sino la de César, que quería a sus pies a Júpiter y a Roma y en su puño los cuerpos y las almas. El resultado fue moralmente nulo, o por 139

mejor decir, sólo por reacción influyó beneficiosamente en la Iglesia católica; mas en Alemania —es cosa resabida— los más ardientes sostenedores de Lutero fueron sacerdotes y frailes que tenían lacras que encubrir y mordían más que nadie el freno de la continencia. Abierto el precipicio del libre examen, se desmoronó, vivo aún Lutero, el edificio cristiano. Calvino ensombreció la alegría cristiana con un crudo fatalismo; Isabel, hecha papisa, trazó una fe armatorial 24; la intoxicación política se propagó en el resto de Europa; derribados los baluartes del derecho natural, de los derechos de la Iglesia y los del espíritu, se procuró al Estado el refuerzo de una doctrina que establecía su omnipotencia; el todo se esfumó en el ridículo de ciertas sectas americanas y en la diablura de ciertas filosofías inmanentistas europeas. De este modo el protestantismo, fueran cuales fuesen las intenciones de los reformadores, tuvo como resultado el poner las iglesias al servicio de los poderosos de la tierra; debilitó el cristianismo, introduciendo en él una crítica demoledora; alteró los conceptos de riqueza y de trabajo exasperando el capitalismo; se ha pulverizado con el tiempo orgánica y doctrinalmente; y hoy viéndose privado en muchas partes de la ayuda del Estado de que se nutría, se ve sacudido por sobresaltos de desesperación y trata de galvanizarse en la reunión. Mas la reunión es en él un contrasentido, ya que su íntima razón de ser es la desunión gracias al libre examen; y es una renegación porque hasta hace poco tiempo proclamó, entre sus propias subdivisiones, la antítesis con Roma centralizadora y compacta, y se manifiesta también —y de esto debemos alegrarnos— en una reviviscencia de liturgia y usos antes anatematizados como romanistas. El mal está en que, por au naturaleza de compromiso, por la contradicción de que padece, no sabe —al menos hasta ahora— llevar esta reacción a su lógico desemboque: no sabe empujar esta vuelta hasta la estación de la partida para encontrarse de nuevo donde permanece viva la tradición de los apóstoles y, por ellos, de Cristo. Sigue buscando estaciones a medio camino, en campo abierto. Quiere la unidad: pero no acaba de comprender que ésta debe tener un centro, y que durante quince siglos —antes de Lutero— lo tuvo, como lo tiene, en Roma. No nos separamos —decía san Cipriano de los reformadores del siglo III— no nos separamos nosotros de ellos, sino ellos de nosotros. —Lo mismo vale decir hoy: si la unidad fue quebrantada por la disgregación de los protestantes, para restaurar la unidad es preciso anulas la disgregación, 24

Armatorial: de los armadores de barcos. (N. del E.)

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mediante el retorno —deseado, bendecido— de los protestantes. No se apartó Roma de ellos, sino ellos de Roma. Y desde Roma, la Iglesia, aun después de su separación, como después de la de los gnósticos, de los maniqueos, de los donatistas, de los monofisitas, de los valdenses y de otros herejes, siguió por su senda divina: no detuvo los latidos de su corazón ni la circulación de su sangre; prosiguió su vida y crecimiento. La Iglesia, esto es, Cristo, sufre en estos abandonos, como Madre abandonada por sus hijos; pero no muere. Se han equivocado hoy los disidentes culpándola de haberse desarrollado, como se desarrolló, por ejemplo, definiendo los nuevos dogmas de la Inmaculada Concepción y de la Infalibilidad. Roma cristiana no ha mentido; hoy que la creencia en la sobrenatural se desmorona por doquier, fuera del catolicismo, la Ciudad santa se alza como visible ciudadela de la tradición, del credo y del depósito de doctrina y santidad bimilenario; y se ofrece como refugio a todas las víctimas del desastre espiritual. No ha mentido a la fe; Pío XI es solidario de León I y de Clemente Romano. La Urbe como centro de la Iglesia, no se ha convertido en feudo de ningún káiser o zar, déspota de la fe; no se ha prestado a ninguna nacionalización religiosa; sigue siendo el corazón que por diversas arterias impele sangre generosa por toda la tierra. *** Roma, centro un día del Mediterráneo, era a la vez, el centro de la vida económica del mundo antiguo, y pudo servir de puente entre el Oriente y el Occidente primero, entre el Septentrión y el Mediodía después. Esta función de enlace, aglutinación de razas y de civilizaciones puede ser cumplida aún, y siempre, por Roma, como corazón del mundo cristiano. La congregación de Propaganda fide25 es algo más que un dicasterio: es la central religiosa donde se concentran y de donde se esparcen los cables de una comunicación asidua entre los pueblos más alejados, con la cual se construye poco a poco, con inmensa fatiga, una primordial unidad espiritual. 25

Actualmente denominada Congregación para la Evangelización de los Pueblos, renombrada de esta manera por el papa Juan Pablo II en 1982. (N. del E.)

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Diciendo, como se dice, que al Occidente cristiano, clásico, luminoso, se opone el Oriente pagano, tenebroso y romántico, se dice poco más de una frase hecha, falta de contenido, porque desde la Anatolia a las Filipinas, que es todo el Oriente, hay unos cuantos mares y unas cuantas montañas, y las más dispares mentalidades, religiones, razas y actitud.. Massis, y más que él otros escritores de menos nota, querrían organizar una resistencia del Occidente en torno al catolicismo que debería servir de macizo central en el dique opuesto al monstruoso asalto de las razas de color: idea mezquinamente católica, esto es, universalista, que aplicada en otros tiempos a otros bárbaros, no hubiera llevado a la asimilación espiritual que nos ha traído la civilización moderna. El cristianismo conquista las razas penetrando en medio de ellas, buscándolas en sus lejanías con sus misioneros; no dándoles con sus historiadas puertas en las narices, y mucho menos recogiéndose en ademán de defensa. Mal se podría concebir a los apóstoles cerrando las puertas de Palestina al pensamiento greco-latino. Si entre nosotros se habla de salvar a Occidente del Oriente, entre ellos se habla de salvar a Oriente del Occidente. Estamos iguales: lo que es decir que también allá lejos se encrespa una mentalidad exclusivista, que recibe un nuevo vigor dialéctico de las escuelas y de los ejemplos de aquí. Los personajes que desde la evolución del Japón a la liberación de la India, han capitaneado los movimientos del despertar asiático, han sido más o menos directamente alumnos de Europa y de América; mas así como lo mejor de sus doctrinas lo tomaron del cristianismo de que está entremezclada nuestra civilización, así lo peor lo recibieron del paganismo que la está destruyendo. Un estudiante indio, en el barco que lo reconducía desde los Estados Unidos a su patria, fue interrogado por un misionero sobre la principal de sus experiencias occidentales: “Vine a América cristiano y salgo de ella Indú.” Coincide esta respuesta con el juicio expresado hace unos años por un ilustre pastor protestante de New York, que más tarde estudió teología en un seminario católico de Roma: —América es un país más pagano que cristiano—; que es el juicio de Chesterton sobre Inglaterra. Y así es arriesgado vituperar al Oriente por una mentalidad, que con harta frecuencia le ha sido exportada o reexportada de Occidente. El gran “cristiano” Sun Yat-Sen, promotor de la revolución china, quien en 1911 estaba para entrar en la Iglesia católica y que permaneció 142

nominalmente protestante, sufrió por sus contactos políticos con las Potencias occidentales, la desnaturalización de sus propias ideas, esquematizadas en su famoso libro: “El triple demismo”. Gandhi, después de haber asimilado con éxito los motivos ideales de independencia de los pueblos europeos, ha mostrado no ha mucho hallarse peligrosamente tentado de propósitos de xenofobia misional; y sólo la reacción de todo el mundo religioso lo ha reducido a pensamientos más conciliadores y a reconocerse deudor del Discurso de la Montaña. Por lo demás, su reciente actitud es de cautelosa defensa de Occidente y de sus productos mecánicos e ideales. También entre los negros penetran ideas de raza y de nacionalismo, esto es, de división. En suma, el Oriente se occidentaliza, en bien y en mal, mientras la orientalización de Europa es un proceso que, o no se percibe, tan sutil es, o significa un decaimiento propio con apariencias exóticas: artículo casero con marca importada. De manera que mejor que establecer cordones sanitarios sería, sin duda, efectuar una más juiciosa penetración espiritual, mirando a una más recta educación de las razas que resurgen. Y es esta una empresa que el Occidente ha realizado ya otras veces, bajo el nombre de cristianización. Los que remueven todo el mundo asiático son los intelectuales, que se forman cada día en mayor contingente en el mundo occidental. En Italia, cuando a ella acuden, encuentran la más cordial hospitalidad y la más desinteresada comunicación de su pensamiento, por ser extraños a los italianos los odios de raza, bien por su espíritu latino acostumbrado a aleccionar razas diversas, bien por haber faltado entre ellos una esclavitud de color en la edad moderna o cierto contacto o contraste económico y social importante con los pueblos del Extremo Oriente y del Africa. Pero no es así en todas partes. Fijémonos en América. Yo he podido observar en varias universidades y colegios de los Estados Unidos, una considerable multitud estudiantil de amarillos aceitunados y negros. Si es innegable su aprovechamiento científico no lo es así la utilidad moral que reporta, en orden especialmente a aquella compenetración de los espíritus y a aquella colaboración de las razas que entidades protectoras y hombres políticos se prometen; porque el escepticismo anticristiano, que se desborda en olas de antagonismo de raza en el Japón, en la China y en la India, es absorbida precisamente en los países extranjeros donde se cumple la educación —se forma el alma— de los jóvenes asiáticos más cultos. 143

No bajan de 10.000 los estudiantes orientales en sólo los Estados Unidos: cifra importante, si se tiene en cuenta que cada uno de ellos es enviado con la mira de hacer de él un elemento de las clases dirigentes y que cada uno tiene, efectivamente, una misión directiva que cumplir a su regreso. Pero el espíritu que en las escuelas preside a la enseñanza, sobre todo de la religión cuyos problemas tan vivamente le interesan, es de corrosivo escepticismo y criticismo, bajo cuya acción toda fe en lo sobrenatural se va paulatinamente abrasando, y sobre sus cenizas es derramada la sal de un paganismo práctico. En la vida cotidiana, se ve constantemente postergado por odios de raza; y en medio de las humillaciones su corazón de negro o de amarillo se satura de amargor y de disgusto: sus ensueños de una vida social gobernada por la caridad evangélica, se evaporan como matinal rocío sobre la pétrea realidad de los prejuicios de raza, del linchamiento de negros, del materialismo sin frenos, de la animadversión de clase, de la hipocresía prohibicionista, de la corrupción política, de la legislación antiemigratoria, de las desigualdades solidificadas, mucho más que de las enfermedades infecciosas: y de entrambos se lleva los gérmenes, meditando, occidentalísticamente, revanchas e imperialismos En esas escudas se vuelven más nacionalistas. Algunos se vuelven comunistas. Las esporádicas persecuciones anticristianas de China, han tenido frecuentemente por inspiradores a los agentes de Moscú o a los alumnos de las escuelas soviéticas. El 5 de septiembre de 1912, en una asamblea celebrada en Pekín, el doctor Sun pudo reconocer: “Si la república china es un hecho cumplido, no se debe a mí, sino a la Iglesia”; y dos años más tarde admitía: “Si queremos indagar la causa de la restauración de la patria china, la encontraremos en la civilización europeo-americana, que ha diseminado en todo el mundo nuevas teorías y nuevas costumbres.” —Nueva prueba de que el Oriente importa bastante más de lo que exporta_ Y, por tanto, la rectificación de las concepciones descabelladas, propias de la mentalidad asiática, sólo puede realizarla el cristianismo, pero el cristianismo católico, el único que ha permanecido inaccesible al escepticismo y al criticismo. Y, por tanto, será cuestión de defender, no al Occidente, sino a la civilización cristiana contra el paganismo tanto chino como alemán, tanto indostánico como americano. Numerosas facultades teológicas europeas y americanas, con su 144

modernismo, que es la tendencia a suplantar a Dios por el Yo, no sólo no corrigen, sino que refuerzan con la dialéctica hegeliana las ideas religiosas, de las cuales, como dice Remain Rolland en su libro sobre los profetas de la nueva India, están obsesionados pensadores y poetas de aquellas religiones. Es también el de ellos un verdadero modernismo, basado en la relatividad de todos los credos. “Todos los caminos son buenos —profesan ellos—, hasta los malos”; o, como se lee en la vida de Sri. Ramakrisha “el punto capital es tu ardiente deseo de verdad cualquiera que sea la vía que sigas... Ninguna vía es perfecta, como es claro; y cree cada cual que su mirar es justo, cuando en realidad nadie conoce el tiempo exacto”. —Relativismo anarcoide que no es ciertamente exclusivo de la India, cuyos pasos subterráneos mejor se buscarían en Prusia que en Birmania. Hasta los Yoga, —senderos de realización religiosa— han llegado a ser en Occidente, mayormente en América, artículos de charlatanismo, reexportados con una alteración mortificante para el alma indígena. La defensa tendría hermoso cumplimiento si el Oriente se cristianizase. Sólo entonces disminuiría notablemente la pesadilla de aquel ocaso de Occidente, que relampaguea entre sombras terroríficas en las profecías de Spengler, porque no se trataría ya del choque cruento de dos razas, la una en el ocaso y la otra en su aurora, sino de gradual asimilación y colaboración, de acrecentamiento de vida, no de mutilación. El cristianismo, no recluyéndose en el círculo de Occidente, podrá, sin duda, bautizar la sabiduría de la India y de la China, como antes, incorporándola, bautizó la de Grecia y Roma; y de esta suerte, acrisolándola, la transformará en material conectivo, de explosivo o poco menos que hoy parece. “Oriente es Oriente y Occidente es Occidente, y los dos no se podrán unir jamás”, ha escrito Kipling. Imperialísticamente hablando, ciertamente que no. Pero espiritualmente, sí. De estos hermanamientos entre Oriente y Occidente ha realizado el cristianismo más de uno, antes y después de la transmigración de los bárbaros —los orientales de los siglos medios. Donde no puede ofrecer un vínculo unitivo la civilización, que agoniza hoy a los pies de esos mitos que se llaman la Máquina, el Hedonismo, la Raza, puede ofrecerlo la fuerza infinita del Absoluto. Y la más firme ciudadela del Absoluto sigue siendo Roma, desde la cual, de hecho, superando enormes obstáculos, se está tejiendo, palmo a palmo y de una pieza, la tela de la unidad espiritual. 145

LA DESERCIÓN DE LOS MONJES

La Iglesia quiere a sus miembros santos, apartados o contrarios del mundo, viviendo un cristianismo integral. Cosa harto ardua. Por eso, Santa Catalina de Siena inculcaba a todos, aun a los seglares, a que se recogieran en la celda del propio conocimiento, preparándose, en medio de los negocios y tareas del día a día, un retiro donde rehicieran su propia integridad espiritual. El monaquismo nació con este fin: de la aspiración a vivir un cristianismo integral entre gentes que querían o se contentaban con vivirlo a medias —o con no vivirlo de hecho. Cuando Decio mataba y desterraba, algún cristiano de Egipto transformó el destierro en la práctica más esmerada de la ascesis y del amor de Dios; arrojado de la ciudad terrena construía, en una gruta del desierto un aposento de la ciudad celeste; pues de la casa del Padre —¡oh impotencia!— ningún edicto puede expulsar. Al desierto se fue después Antonio, luego Pacomio: y en torno de ellos se congregaron otros amadores del Absoluto, que renunciaron a cuanto es amable a los más (ascesis) para procurarse la contemplación de Dios, amable a los menos (mística). Los más seguían ocupados en ganar dinero, en corromper y hacerse corromper, en tirar hacia adelante con el menor riesgo; éstos, en un gesto magnánimo, dejaban a los demás estos cuidados, y se ocupaban de Dios y de la propia alma, haciendo de todo acto de la jornada, hasta del trabajo de sus manos, una ofrenda de oración. Basilio propagó el monaquismo en Asía; Atanasio anunció sus maravillas en Roma, y en el 500 Benito lo estableció en Occidente, dándole un carácter más social, asociando a la contemplación y a la salvación de la propia alma, la salvación de las ajenas —ya que en la Iglesia nos salvamos individual y corporativamente— y uniendo como medio a la atención de las cosas del espíritu las obras de misericordia. Las hermanas vírgenes de Pacomio, Basilio y Benito, imitaron a sus vírgenes hermanos, y siguiendo el trazado de sus reglas edificaron en 146

Africa, en Asia, en Europa, monasterios para mujeres, que florecieron tal vez más que los otros. Parecía el suyo un apartamiento del mundo, una huida. Y no lo era sino en el sentido de que desertaban de la vulgaridad, del constante pactar con el mal, de la idolatría de la vida, de la miseria espiritual. — ¡Bienaventurado quien deserta para Dios!—, había dicho en el Didaskaleio de Alejandría el maestro de Orígenes, Clemente. Y éstos desertaban; más por un impulso del amor de Dios, que en su actuación práctica es también amor del prójimo; por lo cual sus agrupaciones lejos de restar energías a la sociedad, constituían, en Occidente sobre todo, institutos de desarrollo social: desde sus retiros intervenían en los actos todos de la vida cotidiana, no para matar o robar, sino para consolar, curar, reconstruir. Templaban su propio carácter para comunicar su fuerza a los demás. Fueron núcleos de restauración. Establecidos en Egipto, en Asia, en Germana, en Italia, en Irlanda, cuando entre collados y llanuras, por ríos y por mares, irrumpían hordas de salteadores musulmanes, idólatras, salvajes, piratas, bagaudas, y a su paso sembraban la devastación y se acumulaban las ruinas, ellos recogieron a los supervivientes, y les enseñaron a no desesperar —a no desesperar puesto que el objeto de la esperanza no se encontraba en las cosas ni en las personas, sino en Dios, en una patria resguardada de correrías y de matanzas— y pusieron manos a la reedificación. Desecaron marismas, desmontaron selvas, encauzaron cursos de agua, construyeron aldeas, unieron alejadas tierras mediante caminos y puentes; pusieron para guarda de las pasajes a la Virgen y un grupo de monjes —escoltas solitarias al servicio de Ella, y, por ella, al de los pobres viandantes. Y con la vida salvaron los más altos valores de la vida: la cultura, los libros sagrados, los textos clásicos, las artes; y de esta suerte, en las horas más funestas, cuando en las cercanías escasos ejércitos de déspotas se disputaban una tierra exhausta, ellos, sin interrumpir la obra de Dios —la salmodia, la meditación—, no cesaban tampoco de enseñar, de copiar códices, de ilustrar misales, de esculpir piedras, de edificar templos. Y ponían sobre la tierra lúgubre las notas de su arte luminoso y de sus cantos jubilosos, y enseñaban a trabajar, amar y sonreír. Un caso típico es el del excónsul Casiodoro, quien en el 540 dejó la corte de Teodorico y se refugió en el extremo sur oriental de Italia, en el monasterio de Vivario por él fundado, para vivir con los monjes alternando los rezos con el estudio de las “artes liberales” en los libros de los clásicos. 147

Para ellos fundó una Biblioteca, trasladada luego, al menos en parte, al también famoso monasterio de Bobbio, centro de estudios y de ascesis, fundado en el 612 por san Colombiano, de Irlanda. Como él monjes bretones e irlandeses y anglosajones acudían del Septentrión emulando la cultura de los monjes latinos y con frecuencia los superaban. De otra parte Carlomagno secundaba decididamente las aspiraciones de los unos y de los otros. Vivario, Montecasino, Subiaco, Bobbio, Luxeuil, St. Gall, Fulda, Malmesbury: viveros de monjes y, por tanto, de cultura, alzados como islas inconmovibles sobre un océano embravecido: fortalezas inexpugnables de evangelización y de civilización. Mantenían el sentimiento de la solidez —de una solidez basada en lo Eterno—y generaciones de hombres, en las horas más turbulentas, encontraron en ellas su apoyo. *** Si todo se veía sumergido, a ellos los salvaba su consagración en Dios, su asimiento al Inmutable. Nada tenían que perder de incursiones, asaltos y amenazas, pues a todo habían renunciado. Cuando senadores y caballeros andaban todavía a la caza de herencias de viudas y de fugitivos, y para enriquecerse en una economía depauperada que no sabía ya hacer productivo el suelo, se traficaban niños y niñas, se agredía a los mercaderes, se practicaba como fuente de lucro la delación y como fuentes subsidiarias la usura y la rapiña de guerra; cuando el ideal era no trabajar, hasta tal punto que desde tiempo remoto el pueblo de los quirites26 se había transformado en la capital en una turba de mendigos públicos y el pueblo de las otras ciudades cultivaba cuanto podía la misma aspiración procurando dejar para los esclavos el trabajar conceptuado como degradante arriba y abajo por los filósofos, entonces, los monjes renunciaban a la propiedad, con un despego que a muchos les parecía una locura, y ponían sus bienes en común para los hermanos del monasterio y para los pobres que hacia ellos acudían, empujados por el hambre y atraídos por la caridad; y puesto que los bienes vendidos no eran suficientes para acudir a las modestas necesidades de los monjes y a las de sus pobres, proveían ellos a los demás con su propio trabajo, no ya maldito, sino practicado como una plegaria. Ora et labora: era necesario lo uno y lo otro para santificarse. Cuando el impudor cogía en su remolino a las clases altas y a las 26

Quirite: ciudadanos de la antigua Roma. (N. del E.)

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bajas, y las mujeres se desposaban para divorciarse, y los hombres se daban a la lujuria incluso contra natura, costumbres vehementemente fustigadas por san Pablo y cínicamente exhibidas por Patrono, y los emperadores reunían a menudo en casa los ejemplares masculinos y femeninos del mayor desarreglo, y muchos maridos paganos preferían sus mujeres disolutas antes que cristianas, y como tales, castas; resistiendo radicalmente a tamaña corrupción, que deshacía con el Imperio la civilización grecorromana, hombres y mujeres del cristianismo abrazaron como regla de vida la castidad absoluta. Y fue ésta una de las rebeliones más audaces y más ricas en beneficios sociales, opuestas a un mundo mediocre y loco; porque estas criaturas a la vez que con su ejemplo saneaban la sociedad, la ofrecían con el mayor desinterés su colaboración, haciéndose padres y madres, y hermanos y hermanas de familias, que no eran suyas por lazos de sangre, pero venían a serlo por lazos de caridad, traspasando las barreras de la gens27, de la polis, de la casta y de la lengua, prodigándose en todas direcciones, mas preferentemente y como por gravitación espontánea hacia los más miserables. Griegos, romanos y orientales, por necesidad o por vicio, exponían a sus hijos y sobre todo a sus hijas, o los vendían, dejándolos candidatos a la esclavitud y al prostíbulo; los monjes, recogiéndolos, los destinaban a la castidad del monasterio o a la de una familia cristiana. Finalmente, cuando imperaba un individualismo desenfrenado, mantenido tan sólo a raya por leyes que ligaban los trabajadores al suelo, al comercio y a la nave, y por una filosofía determinista que las encadenaba a una predestinación envilecedora, los cristianos afirmaban el libre albedrío: y los más animosos entre ellos, demostraban su eficiencia haciendo ofrenda de él a un ministro de Dios —a uno que enderezase la voluntad a un fin socialmente unitario de adoración y de beneficencia— convirtiendo la obediencia en virtud restauradora en aquel atomismo en que se deshacía el Imperio. *** San Benito —esta robusta encina romana crecida en el humus cristiano— extiende ramas y frondas sobre la edad media y moderna. Se le 27

La Gens fue la organización social, que precedió en Roma la constitución del estado-ciudad. La gens podría definirse como un conjunto de familias que descendían o creían descender de un antepasado común vinculadas por un parentesco más o menos lejano, que tenían sus divinidades, sus costumbres y su territorio. Cada gens comprendía a varias familias. (N. del E.)

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ha llamado padre de naciones y, ciertamente, el fermento diseminado por sus innumerables discípulos, trabajadores de Dios, desarrolló la civilización de Occidente, en que se formaron las naciones modernas. Algunas, como suele suceder, le pagaron demoliendo sus casas y dispersando sus hijos. Pero éstos volvieron del destierro, animados de perdón: sobre las ruinas reconstruyeron la casa, y sobre los huesos de sus mártires reconstruyeron el altar, y reanudaron el opus Dei. Inglaterra ofrece un ejemplo. En sus campiñas, en los monasterios, generaciones de monjes habían labrado tierras y cristianizado almas, y en sus escuelas o en las escuelas de las monjas, habían tenido su cuna las famosas universidades. Enrique VIII, ávido de dinero —spurcissimo habendi amore, como ha grabado sobre la reconstrucción del antiguo santuario de Walsingham un pastor anglicano— interrumpió, con las bandas de Cromwell, el opus Dei, deportando, matando, confiscando; y sus sucesores acrecentaron las ruinas, no quedando al fin de tanta gloria sino un monje prisionero, no consumido, sin embargo, por la prisión, sino después de muchos años cuando, ya decrépito, tuvo la consolación de ceñir la cogulla a dos jóvenes, sin que se lograra romper la cadena. En 1932 en Buckfast un legado del Papa consagraba una abadía con iglesia enteramente reconstruida piedra a piedra en el silencio por los monjes, sobre las ruinas amontonadas por otros. El monaquismo elegía en la topografía los lugares estratégicos para levantar en ellos atalayas del espíritu, y confiaba su custodia a hombres escogidos con tal manera de criba, que los retenía de toda raza y de toda casta. A la muerte de Juan XXII contaban ya 24 papas, 11 emperadores, 46 reyes, 57 reinas, 200 cardenales, 4.000 santos, con una red de más de 37.000 monasterios. Víctor Hugo recordaba 40 papas, 2.000 cardenales, 20.000 obispos, 5.000 santos. En una hora difícil, cuando la fuerza de las armas y del dinero parecían haber apresado por la garganta a la joven Iglesia, salía de uno de aquellos claustros Hildebrando y restablecía, entre enormes sacudidas, el predominio del espíritu sobre la materia. Hildebrando era quizá un noble romano; pero igual podía ser, como hasta hoy se ha creído, un aldeano senense ido a los monjes como tantos otros hijos de trabajadores, de siervos y hasta de amos. El monasterio les vestía a todos un sayo y los ceñía un cinturón igual; y no había ya reyes, vasallos o siervos, sino hermanos; y el príncipe normando, en su turno, servía la mesa a los monjes anglosajones. Realizaba la única comunicación posible en una sociedad dividida en 150

estratos sobrepuestos en pirámide, con impermeables departamentos de casta. Acogía jóvenes ingenuos y fuertes, como también ancianos probados por la vida y por el dolor; y aprovechaba la fuerza de los unos para compensar la debilidad de los otros. Se dijo que ofrecía un ocioso asilo a los vencidos, convirtiéndose en una organización de la debilidad. Hasta esto puede hacer la Iglesia. A sus ojos pueden resultar fuertes los que son débiles en la antropometría de la sociedad, y puede hacer de una flaca criatura una santa incomparable. De estas almas santificadas en el lecho de dolor son muchas las que se recuerdan hasta en nuestros días. Gerlich28, asesinado a causa de su catolicismo intrépido por los nazis, 28

Carl Albert Fritz (Michael) Gerlich (1883 –1934) fue un periodista e historiador alemán, miembro de la resistencia contra el nacionalsocialismo. En 1931 se había convertido en un amigo orante de Teresa Neumann, la mística y visionaria de Konnersreuth en Baviera, que apoyaba las actividades de resistencia de Gerlich. Inicialmente quería exponer el "engaño" de su estigmatización, pero Gerlich regresó como un hombre cambiado y poco después se convirtió al catolicismo. A partir de 1931 hasta su muerte, su resistencia estuvo inspirada por la doctrina social de la Iglesia Católica. Dejó el puesto como redactor principal de la Münchner Neueste Nachrichten y regresó a su trabajo en el Archivo Nacional de Baviera. Un círculo de amigos que se había desarrollado en torno a Teresa Neumann dio lugar a la idea de fundar un semanario político, a fin de reorientar a la izquierda y la derecha lejos del extremismo político. Apoyado por un rico mecenas, Gerlich fue capaz de liderar el semanario "Der Illustrierte Sonntag", el cual se renombro "Der gerade Weg" (el camino recto) en 1932. En su periódico Gerlich lucho en contra de las principales doctrinas políticas de su tiempo: el comunismo, el nacionalsocialismo y el antisemitismo. El conflicto del creciente movimiento nazi se convirtió en el eje central de Gerlich y su escritura. La enfática y a veces estridente entonación de su batalla periodística obtuvo al periódico un creciente espectro de lectores. A finales de 1932 la circulación sobrepasaba los 100.000 lectores. Gerlich escribió entonces: "Nacional-socialismo se entiende como: la enemistad con las naciones vecinas, la tiranía interna, guerra civil, guerra mundial, la mentira, el odio, fratricidio e ilimitados deseos". Un día después de que los nazis tomaran el poder en Alemania, decidieron eliminar a Gerlich. Fue detenido el 9 de marzo de 1933 y llevado el 30 Junio de 1934 al campo de concentración de Dachau, donde fue asesinado el 1º de julio de 1934 durante la noche de los cuchillos largos. Su esposa recibió la confirmación de la muerte cuando sus lentes salpicados de sangre fueron entregados a su casa. Fue retratado en la película Hitler: El reinado del mal por el actor Matthew Modine. En la película, Gerlich termina dictando un artículo de primera plana que advierte del

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había sido convertido por la inválida Teresa Neumann. ¡Las contradicciones del Espíritu!... Pero además entre los monjes los desengañados y los desvalidos son una minoría: lo ha demostrado ya aquel elocuente historiador del monaquismo occidental, que fue Montalembert. Los más eran y son energías intactas y ardientes de esperanza; y el claustro templaba aquella esperanza para que no se consumiera como fuego de paja. A los débiles y derrotados, esto es, a los desvalidos espiritualmente, el claustro los trocó siempre en sanos; les reintegró cuanto habían perdido en la lucha. Y esta era su misión, habiendo sido Cristo el Salvador venido a restituir la salud a los enfermos. No menos que esta construcción de castidad y austeridad se necesitaba, para resistir, como una diagonal roqueño, el choque de instintos y de hierro de la Edad Media. Pero al fin de hombres estaba compuesta, por lo que nada tiene de extraño que el hierro y los instintos se entronizaran también en abadías y prioratos, y que se desataran abades violentos, monjes lujuriosos, abadesas despóticas. Pero el espíritu monástico —que era el espíritu del cristianismo puro— triunfó de nuevo: fueron rechazados los ataques externos de los normandos, sarracenos, árabes anticristianos y los internos de longobardos, sajones y francos pseudocristianos; y de Cluny y de otros centros la pureza de la Regla resistió a la mundanización y rehízo el prestigio religioso y moral de la Orden. Del tronco brotaron ramas de virgen lozanía, como los Cirtercienses, quienes introdujeron una organización más centralizada, mientras del monaquismo griego derivaban en la Italia meridional Camaldulenses y Cartujos, que reforzaron, al clarear de la economía nueva, la tendencia ascética y contemplativa. Reforma y ramificaciones venían a satisfacer una necesidad de resistencia contra los males del ambiente. Porque el monaquismo actúa siempre de correctivo social. *** Y así, a la vez que él, en pleno vigor, se prolongaba a la edad moderna, de su mismo espíritu aunque con diversas formas, florecía adaptada a las necesidades de una civilización en período evolutivo, la vida de las órdenes religiosas propiamente dichas. peligro que Hitler representa, diciendo: “lo peor que podemos hacer, absolutamente lo peor, es no hacer nada.” Esta línea está inspirada en un dicho atribuido incorrectamente a Edmund Burke: “La única cosa necesaria para el triunfo del mal es que hombres buenos no hagan nada.” (N. del E.)

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Los Benedictinos habían fundado pequeñas repúblicas del espíritu, entrelazadas únicamente por le regla, autónomas en la organización; muy en consonancia con la vida comarcal y la economía cerrada del feudalismo. Apenas se organiza una primera vida comunal en las repúblicas marítimas con una economía abierta de más vasto comercio y de nuevas industrias, se establecen las primeras fundaciones semimonásticas de los Canónigos regulares o Agustinianos, integradas por sacerdotes que, dentro del marco cenobítico, atienden al apostolado sacerdotal, mientras los monjes en la Edad Media ni eran por lo común sacerdotes ni cuidaban de la parroquia. De ellos provinieron los Premostratenses. Del despertar de Cluny y del renacimiento de la fe religiosa derivaron las Cruzadas; y éstas determinaron la especial organización religiosa de las Ordenes militares, defensoras de la fe en tierra de infieles con el apostolado y con la espada, asistiendo a los enfermos en los hospitales y rechazando a los sarracenos de las santas ciudades; entre ellas se señalaron las órdenes dedicadas a la redención de cautivos, consiguiendo la libertad de los esclavos cristianos con el dinero o con la ofrenda de la propia vida. Es el heroísmo de los auténticos caballeros de Cristo. Entregadas en el siglo XIII las ciudades al comercio y a la industria, se apoderó de los espíritus una fiebre tal de lucro, que pareció extinguir necesariamente la fe. Al peligro de un materialismo hedonístico se opusieron nuevas órdenes religiosas, que, por reacción, se llamaron y fueron mendicantes: los Franciscanos (1210), los Dominicos (1215), los Carmelitas (1245) y los Ermitaños Agustinos (1256). Se llamaron frailes: rompieron con el sistema estático del monaquismo, conservado también en gran parte por Canónigos regulares, y se dispersaron por el mundo, El monje estaba ligado al monasterio, el fraile lo estaba solamente a la orden. Y pues el tráfico conducía los ciudadanos a nuevas tierras y los aldeanos a las ciudades, y las Cruzadas habían provocado tan grande efervescencia de pueblos y de intereses, estos monjes-sacerdotes siguieron sus pasos, para asistirles doquiera la necesidad lo reclamase. El monje era un elemento de la comunidad, y ésta, como tal, actuaba colegialmente; el fraile era una individualidad, precisada a derivar de su regla los recursos de su acción personal. *** La revolución económica y espiritual en el siglo de humanismo paganizante y de la reforma anticatólica estimula nuevas energías: las de 153

los Clérigos regulares, que atenúan todavía más las obligaciones de la vida religiosa común para poderse dedicar con mayor empeño a las nuevas exigencias: predicación, enseñanza, estudio, misiones, asistencia social... La floración es variada y exuberante. Al lado de los Jesuitas, clérigos regulares ordenados como una milicia, están los Oratorianos, clérigos seculares, sin vínculos de votos, sin superior general y que rehúyen todo centralismo y uniformidad; y al lado de éstos, los Teatinos, los Somascos, los Oblatos, los Barnabitas, los Escolapios, los Hermanos de las Escuelas Cristianas, los Hermanos Hospitalarios, los Pasionistas; se robustecen, entretanto, las antiguas órdenes, y de los Franciscanos se disgregan los Capuchinos, de los Carmelitas los Carmelitas descalzos, de los Cistercienses los Trapenses, de los Benedictinos los Mauristas. El dinamismo de la vida moderna ha impuesto la especialización y división de trabajo hasta en las órdenes religiosas, llamadas con más propiedad congregaciones, como los Salesianos, Asuncionistas, y las numerosas familias misioneras. A las necesidades del apostolado moderno acudieron también prontamente las órdenes femeninas, que en la Edad Media habían sido preferentemente de clausura. Comenzó en 1609 Mary Ward a empujar las monjas fuera del convento, a buscar en las encrucijadas de la vida las miserias, a las que llegan mejor el corazón y la mano de la mujer. Aparecieron después las Hermanas de la Caridad de san Vicente de Paúl, a las que siguieron otras innumerables congregaciones con los más variados fines de asistencia: hospitales, clínicas, orfanatos, hospicios, dispensarios, leproserías, escuelas, correccionales, asilos, instituciones de toda clase. Después de desacreditarlas por tanto tiempo, a ejemplo de Lutero, los protestantes de hoy reconocen la importancia de las órdenes religiosas; y mientras el calvinista Monod funda entre los suyos una tercera orden franciscana, luteranos y anglicanos establecen comunidades religiosas que toman a veces casi por completo la regla de las órdenes católicas. Y como el espíritu anima la letra, algunas de estas comunidades masculinas y femeninas, como las del Atonement en América y las de Caldey en Inglaterra, después de haberse hecho franciscanos y benedictinos por mimetismo, mas con buen espíritu, terminaron por convertirse en familias auténticas de san Francisco, de san Benito y de santa Escolástica. Buena prueba de que las órdenes, aun las más antiguas, no envejecen si el espíritu de quien las integra es capaz de desatar nuevas energías. Lacordaire, reintroduciendo en Francia a los Dominicos, ha suscitado de 154

esta orden medieval algunas de las más pujantes inteligencias del pensamiento católico contemporáneo: oradores, pastores, exégetas, escritores. Núcleos y personalidades de los Franciscanos, de los Benedictinos, etc., acreditan en sus filas y en el espíritu de sus reglas una juventud, que es la juventud misma de la Iglesia: que no puede, por tanto, morir. Representan un inagotable venero de energías: y en todo caso, un depósito de recursos sociales; muestran como a los quince, a los veinte, a los treinta años pueden desecharse como un estorbo, los pensamientos y los halagos de la carrera y del amor; y se puede renunciar a lo que constituye la más viva y común aspiración para dedicarse desinteresadamente a los demás, sin excluir a quienes los ignoran o aborrecen. Hasta los ateos mismos deberían custodiarlos con solicitud en los cruces de las ciudades o en las veredas de las montañas, porque si es cierto que ni reconocen ni sienten el tesoro de energías que atraen del cielo para provecho de cuantos caminan apegados exclusivamente a la tierra, debieran al menos reconocer su utilidad para las horas inevitables —un tanto periódicas— de la locura colectiva, en las cuales las gentes se lanzan a deshacer en pocos días o años la obra elaborada por la civilización durante siglos. Porque entonces, serán los monjes los primeros en reedificar sobre las ruinas, extrayendo, como de canastos prodigiosos, los tesoros del espíritu y de la inteligencia no disipados en las horas de frivolidad.

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LOS COLABORADORES DE DIOS

En los momentos en que nos es dado sustraernos a la seducción de la vida exterior y logramos enfrentarnos con nuestro yo desnudo, su vista, en la soledad, nos espanta: tenemos personas queridas, intereses profundos, lazos vivísimos con otras criaturas; y, sin embargo, el corazón ha quedado en cierta manera solo, la nostalgia lo atormenta; ella es la que insensiblemente comunica aquella nota inconsolable a las meditaciones de Marco Aurelio. Rumores y pasiones surcan y agitan el corazón; mas allá en lo íntimo, permanece encerrado con su pena, que es nostalgia de otra cosa; que es, para quien lo sabe entender, como san Agustín, la nostalgia de Dios, el deseo de un retorno a su casa, que nos gime como una música triste, como una fontana que solloza. Es la inquietud... Los insensatos lo sofocan mediante ruido —actividad desbordante, conversaciones inútiles, aficiones diversas, consumismo, viajes, fiestas... — logra atolondrar aquella pena; pero con el atolondramiento de la embriaguez o de las heridas; basta una pausa para sentir de nuevo el vacío y la tristeza. Los antiguos cristianos tenían viva conciencia de esta realidad. La expresaban con aquella idea de peregrinación: “La iglesia que peregrina en Roma a la iglesia que peregrina en Corinto...” Caminaban por las diminutas sendas de la tierra, como viandantes que no se detienen, cuyo corazón tiende a otras regiones, más allá de lo terreno; y no robaban sus afectos ni los faroles de las aceras ni las pilastras de las palacios. Observaban, meneaban la cabeza, y seguían adelante, con la esperanza puesta en la otra vida. No ponían su interés en las pasajeras —cosas sujetas a los terremotos, a los temporales, a los bárbaros y al fisco— sino en la salvación del alma y de las de los demás. El apostolado era un deber, una exigencia de la peregrinación; porque el viaje resulta menos triste hecho en compañía y porque el gozo de cada uno se multiplica con el gozo de las demás. Todo cristiano, en su medio y con sus posibilidades de acción, era un apóstol: Jesús había enviado a los doce, mas con ellos a todos los que 156

ya creían y a los que habían de creer. De hecho en Roma se habla formado un grupo de cristianos, hasta en el mismo Palatino, antes de que Pedro y Pablo pusiesen allí sus pies. Todo cristiano se convertía —como se convierte—en misionero, con derecho y obligación de evangelizar. De no ser así, la civilización no estaría hoy, como lo está, impregnada de cristianismo, y la historia hubiera seguido otro curso. Esta obra de propagación de la fe, fue preciso que estuviera también sujeta a la disciplina de la Iglesia; porque sucedía con harta frecuencia, que algunos avispados, como Peregrino Proteo, o maniáticos como Montano y sus doncellas, andaban acá y allá anunciando un cristianismo reformado a la medida de su apetito o de su intransigencia degenerada en prácticas e interpretaciones erradas. Para impedir mas falsificaciones de la fe —como ocurría desde los tiempos mismos de Pablo— la Iglesia definió el canon, precisó paulatinamente el dogma, y encomendó especialmente la misión de enseñar a los competentes; como se confía la enseñanza de la geografía y de las matemáticas al geógrafo y al matemático. Los competentes eran los sacerdotes. Pero no sólo éstos. En sentido amplio, forman parte del sacerdocio —de un regio sacerdocio— hasta los mismos seglares. Así lo dijo el primer Papa, de acuerdo, también en estío con el último. La confirmación hace de cada cristiano un soldado: y se es soldado, no para las paradas, sino para el combate. La lucha del cristiano va dirigida contra las legiones de Satanás, para desbaratarlas o convertirlas. Es un apostolado. Cuando la codicia comercial distrajo la atención de los hombres de las cosas esenciales, fue el hijo de un comerciante de Asís quien empuñó las riendas de la reconquista espiritual. Un seglar. Cuando, tres siglos más tarde, el cisma y la medialuna atacaron con folletos y armas las tierras católicas, fue un convertido español, Iñigo de Loyola, quien concibió una compañía, a las órdenes del Papa, para atajar el neopaganismo camuflado con ropaje cristiano cristianas. Hoy, sobre todo, bajo la preocupación del impresionante enrarecimiento de vocaciones sacerdotales, el Papa llama con más insistente reclamo a los seglares a la acción católica, esto es, al apostolado, recordando que la causa de la Iglesia debe sentirla el médico, el oficial, el empleado, el obrero, no menos que el obispo y el párroco. Han hecho mucho por el apostolado, seglares como Dante, Colón, Manzoni, Donoso, Mella, Chesterton, Maritain, Papini… 157

Este apostolado —dice uno de esos seglares— atraviesa desde hace mucho tiempo, desde el edicto de Milán, una fase de depresión. Gran número de cristianos vive la propia fe de puertas adentro, para ellos solos. Semejante restricción mutila la caridad. Cuando no hay caridad, se debilita la fe; cuando se deja de hacer apostolado, la virtud social por excelencia aumenta la prepotencia del anticristianismo o del agnosticismo, que es su equivalente en la vida pública. El egoísmo de los vividores ha contribuido enormemente a consumar la separación del pueblo de la Iglesia, que constituye hoy la paradoja viviente y la amenaza pavorosa de los países llamados cristianos, o declaradamente católicos. En la primogénita de la Iglesia ésta se ha visto, proscrita; en la Rusia ortodoxa la ortodoxia es perseguida y reducida a su mínima expresión; en España, antes gloriosa en batallas y mártires de la fe, la legislación pública ha tratado de oprimir la libertad de la Iglesia poniendo trabas a los fieles que asisten a Misa, mientras los obreros —los más allegados al corazón de Cristo, Carpintero—, han destrozado crucifijos, volado templos, matado sacerdotes, algunos hasta quemados. Y en mayor o menor grado la vida tiende en todas partes a desenvolverse fuera de los templos, rodeándolos, sin tocarlos, o presionando como torrente para derruirlos. Este enquistamiento de la fe en el mundo, debido a la indiferencia por la fe de loa unos y la deserción del apostolado de los otros, es una grave llamada de atención. Todo bautizado tiene el deber, por el mero hecho de serlo, de convertirse en apóstol. La fe es un fuego que tanto más se acrecienta cuanto en más almas prende; quien lo encierra dentro de sí se expone a sofocarlo, por falta de aquel oxígeno que es la caridad, virtud expansiva y no egocéntrica. No se ha hecho todo con tener la fe para sí; entonces comienza la obligación de comunicarla a otros. La religión nace en la conciencia, pero no muere en ella. Nace, y se exterioriza. Retenerla dentro como en un cofre, es empequeñecer la inmensidad de Dios y la del amor, esto es, llevar a cabo una obra de deformación y limitación; de la cual se sigue un pequeño culto a nuestra medida, celoso del culto ajeno; una tentativa sectaria de secuestrar para propios usos a la divinidad. Al Jesús nuestro se le substituye por el Jesús mío: la catolicidad se encoge hasta morir; la fraternidad se vivisecciona. Se echa en olvido la solidaridad universal. Renace, con nomenclatura cristiana, el paganismo, en el cual cada familia tenía sus dioses, cuidadosamente diferenciados de los de las otras 158

familias; y como se ora para acapararse la divinidad en propio y exclusivo provecho, se sale de la religión y se entra en la magia. Salvar la propia alma es muy justo; mas quien pretende salvar la propia alma, la perderá; y esto es verdad en el sentido de que quien más la entrega por amor de Dios y de sus hermanos, mejor la recobra y más fácilmente la salva. El cristiano procura la propia salvación procurando la de los otros, porque a la salvación del prójimo está obligado tanto como a la suya. En la Iglesia somos solidarios: cada uno para todos y todos para cada uno. De aquí el débito de apostolado, que se traduce después en asociación de almas, en actuación de la universalidad cristiana. Hasta una esclava puede hacer de apóstol, haciendo admirar en su paciencia a su Dios; y un tejedor, como Saulo, puede prender fuego al mundo, atravesando con reiterada audacia el Mediterráneo, en veleros que a la primera borrasca se averían y al primer choque se hacen astillas. Es la nuestra una Iglesia que tiene sed de almas, no un círculo de privilegiados cerrado a los demás. Pablo, en Atenas, “discutía en la Sinagoga con los judíos y con los prosélitos; y discutía en las plazas con quien se encontraba en ellas, todos los días”. Este disputar constante, presentando al examen de los griegos orgullosos una doctrina y un modo de vida “bárbaros”, le ocupaba el día entero, viéndose precisado a trabajar por la noche para ganar su sustento y ayudar a los que tenían menos que él. Todo esto le ocasionaba serios peligros; mas cuanto eran más temibles tanto con mayor insistencia le encomendaba el Señor: “No temas: habla; habla claro y fuerte.” Le expulsaban de una ciudad, y se iba a otra; lo arrojaban los hebreos de las sinagogas, y se iba a las ágoras de los gentiles. No podía contener aquel fuego en su pecho: debía encenderlo en los demás. “Si evangelizo, no tengo de qué gloriarme; es para mí una necesidad hacerlo así; y ay de mí si no lo hiciera.” Esto escribía a los Corintios. Y si se hacía todo para todos —judío con los judíos, débil con los débiles—, era siempre por el Evangelio. De modo semejante el mártir Justino, a mediados del siglo II, escribía y disputaba sin mirar por sí; polemizaba con el cínico Crescente, disputaba bajo los pórticos con el rabino Trifón, sin recusarse, sin desalentarse jamás por las objeciones y las decepciones, sabiendo que “quienquiera se halle en condición de testificar la verdad y no lo haga, será condenado por Dios”. Y Agustín y Juan Crisóstomo emplearon su vida toda en predicar, 159

discutir, polemizar con maniqueos, paganos, arrianos, judíos, para incendiar el mundo con aquel fuego, que Jesús trajo del cielo a la tierra para que arda. Y aunque parezca increíble, la misma propaganda que era una necesidad para Pablo, para Bonifacio, para Cirilo y para Javier, para todos los santos, debe serlo para nosotros, puesto que el Evangelio es el mismo e idénticos los deberes. El apostolado de loa hombres sigue siendo semejante al trabajo de quien riega un jardín; quien hace crecer flores y frutos es Dios, ¡Pero no es pequeña gloria ser cooperadores suyos! No se explica sin milagro la primitiva propagación cristiana. Otras religiones se propagaron en aquella época; pero apenas si lograron reunir núcleos semiclandestinos. Que unos pocos hombres del pueblo, y sobre todo Pablo, consiguieran establecer centros en más de medio Imperio y más allá de sus confines, sobrepasa toda humana posibilidad. Sin embargo, la acción sobrenatural nada resta al mérito de aquellos hombres que trabajaron denodadamente, se movían sin descanso, dejando a un lado patria, parientes, intereses materiales; que se exponían a la prisión, a la injuria, a la muerte; que tropezaban con decepciones, sufrían desalientos y temores, nostalgias y desgarros del corazón; que no cejaban hasta caer rendidos por la fatiga. Sin duda alguna, junto con la acción de Dios, está la acción heroica del hombre que explica la inmensidad del éxito. Ciertamente el apostolado es una fatiga ejercida en las zonas del espíritu, de lo eterno; allí planta y allí recoge; no cabe, pues, esperar flores y frutos en las zonas de la materia. Cuando Jesús decidió hacer de Saulo el apóstol Pablo y un apóstol de figura excepcional, “instrumento elegido para llevar su nombre ante las gentes, ante los reyes y los hijos de Israel”, al anuncio dado a Ananías, añadió, como en premio de tan alta vocación: “y yo le manifestaré lo mucho que habrá de padecer por mi nombre”. Padecer. Cuanto más excelente es el apóstol, mayor es la seguridad de padecer: se podría calcular por la suma de los padecimientos la medida del apostolado. Cuando Teresa de Avila se propuso reformar el Carmelo, se le echaron encima hasta teólogos y hermanos suyos, que de buen grado la hubieran empalado en una hoguera, por no verse importunados en su religión sedentaria. De apóstoles que acabaron en una cárcel o en un patíbulo están llenas las crónicas de los Acta Sanctorum. 160

*** Pablo, convertido, era buscado por los judíos para darle muerte. En Jerusalén “predicaba valientemente...”, se ocupaba en discutir con los helenos, pero éstos trataban de darle muerte. Es el apóstol, en su significación griega, el enviado: “Como tú, (Padre) me has enviado al mundo, así yo los envío a ellos al mundo”. Él manda y nosotros nos ponemos en camino: uno recorrerá miles de kilómetros, y otro hará el recorrido de un tranvía. Pero hay trabajo para todos; lo que imparta es poner en circulación los valores del cristianismo, no ocultarlos como moneda infructífera debajo del colchón. Las antiguas religiones desconocían el apostolado, es decir, el deber de propaganda; el hombre antiguo, cuando más, hubiera querida lo divinidad toda para sí, como fuente de favores y de prestaciones. En la antigüedad sólo el hebraísmo por un par de siglos y no con el consentimiento de todos, realizó una obra de proselitismo, al que le impulsaba la naturaleza de las Escrituras Sagradas; pero era un proselitismo guiado de intenciones políticas; por lo cual, después que en 134 las legiones de Adriano hubieron acabado con el último amotinado mesías, el pueblo se recluyó de nuevo en la cerca de su religión nacional, rodeó el libro con el alambrado espinoso del Talmud, acentuó la marca diferencial de la circuncisión, y no se preocupó más de la expansión. El cristianismo introdujo esta nueva tendencia, por la cual todo bautizado se sintió apóstol y cooperó, o hubiera debido y debería cooperar, al acrecentamiento de la familia de la Iglesia. Jamás hubiera pensado Sócrates mandar socráticos a la Sarmacia, ni Platón en enviar platónicos a Berbería. Cuando el Papa da nuevo impulso a la acción católica, no hace sino restablecer el primitivo movimiento de evangelización y vigorizar la colaboración de los seglares nunca interrumpida desde el día en que todos fueron a ella llamados, esclavos y senadores, y sin la cual el cristianismo se hubiera reducido a una secta de esenios o mormones, ocupados en abluciones inútiles en la ribera un remoto mar muerto. En suma. De átomos errantes, todos los cristianos se asocian en Iglesia, constituyendo un pueblo santo, sacerdotal. Y misión sacerdotal es también la propagación de la buena nueva. Misión soberana, que les pone en comunión con Cristo docente y les hace partícipes del reino. 161

*** La historia de las antiguas civilizaciones ostenta centenares de nombres de varones por una docena o poco más de mujeres. Señal de que los varones hicieron las partes del león; a las mujeres las tuvieron a raya, en los gineceos, en los harenes, bajo la carga, entre los esclavos. Los anales desgranan exclusivamente en largos volúmenes prenombres, nombres y renombres de generales y aventureros. Se las podría llamar civilizaciones de machos. De las pocas mujeres mencionadas, unas, las discretas, se desvanecen en la palidez del mito y en las brumas de las leyendas: Penélope, Andrómaca, Cornelia (“he aquí mis alegrías”), Lucrecia y otra media docena; las otras, las indiscretas, las incapaces como si dijéramos de discernir el líbet (lo agradable) del lícet (lo permitido), aupadas a menudo en alas de dísticos y tetrásticos por poetas lésbicos (lesbianos), son en la historia: Friné, Aspasia, Cleopatra, Claudia, Mesalina... Entre las dos clases, existían verdaderas figuras retóricas campestres, como las Amarilis, las Cloris, y otras sombras resucitadas en el gran siglo del ocio por los colegas de Crescimbeni, cuando nació, para enervamiento de las damas y delicuescencia de los caballeros, la burdísima Arcadia en la ciudad de Rómulo. Es decir, que la mujer si salía del apartamiento de los gineceos entraba en la canícula del vicio (instrumento de placer y afrodisiaco de locura para el abuso del varón). En este punto, el cristianismo invirtió también los principios. Donde la mujer era arquetipo de belleza física y de carnal libidinoso, la hizo él instrumento de belleza psíquica y de ascesis moral; aprovechó todo su Inmenso prestigio y lo enderezó a elevar al hombre, en lugar de embrutecerlo. Frente a las eteras29 del mundo antiguo, a las féminas de los divorcios y de los triclinios, el cristianismo levantó a un tallo de pureza la virginidad, como para encadenar el repugnante vientre del paganismo con un trenzado de rosas blancas, y desarrolló la maternidad espiritual. Al comienzo de la economía redentora intervenía, por parte de las criaturas, una mujer: la Virgen, encumbrada a la sublime cima donde las virtudes humanas colindan con lo divino, reencarnando todos los más 29

Etera (hetera, hieródula): esclava al servicio del templo. Las eteras que se prostituían, sólo se hallaban en Grecia relacionadas con el culto de divinidades de origen oriental. (N. del E.)

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puros ideales de perfección. Y le sucedieron las heroínas de la fe. Los romanos se vieron sorprendidos ante una multitud sin fin de Lucrecias30; pero transfiguradas en los afectos, inmunes de odio y embellecidas por la sonrisa. Los nietos de los Gracos y de les Escipiones practicaban una vida de austeridad y estudiaban exégesis y hebreo bajo la dirección de Jerónimo. Hablando de san Gregorio el Grande escribía el joven sacerdote Clauser: “Il est remarquable que Dieu a toujours placé une femme à côté de ceux qu'il destine à jouer un rôle éclatant dans son Eglise”. Y hablando del abate Fouque, observaba Henri Bordeaux, con agudeza de novelista: “Siempre son las mujeres las que adivinan y ayudan a los hombres superiores y santos.” Tiene que ser así: detrás de cada poeta fulgura una Beatriz que inspira; mas también a la sombra de los grandes santos alborean suaves figuras de mujer, maternalmente dedicadas a sostener y servir con cristiana pureza la santidad de los otros, repitiendo en la oscuridad y el silencio, la asistencia materna que María y las piadosas mujeres prestaron al divino Hijo en el trienio luminoso y sangriento de su predicación. Estos servicios, raras veces los hacen los hombres. Ellos son fuertes, pacientes, sobrios, castos, pero sobre todo envidiosos; sienten la viperina mordedura de la rivalidad, tanto que ya el primer escritor entre los obispos romanos después de las apóstoles, Clemente, se vio obligado a señalar en la envidia las causas de la primera disgregación en una comunidad floreciente; y aquel gran obispo mártir Cipriano sintió la necesidad, a mediados del siglo III, de componer un tratado para estigmatizar ese vicio. 30

Lucrecia: personaje perteneciente a la historia de la antigua Roma, coetánea del último rey romano Lucio Tarquinio el Soberbio (534-510 a. C.). Hija del Ilustre Romano Espurio Lucrecio Tricipitino, contrajo matrimonio con Colatino. Fue víctima de una violación por parte del hijo de Lucio Tarquinio. Este ultraje y el posterior suicidio de Lucrecia, influyeron en la caída de la monarquía y en el establecimiento de la República. Lucrecia tenía fama de mujer hacendosa, honesta y hermosa. Se sabe que su belleza y honestidad impresionaron vivamente a Sexto Tarquinio, hijo del Rey Lucio Tarquinio el Soberbio. Éste, para satisfacer los frenéticos deseos que sentía por ella, pidió hospitalidad a Lucrecia cuando su esposo se hallaba ausente. Aprovechando la oscuridad de la noche, se introdujo en la habitación de Lucrecia y la violó. Al día siguiente Lucrecia llamó a su padre y a su esposo, y les refirió el ultraje recibido. Les pidió venganza contra Sexto Tarquino y se hundió un puñal en el pecho después de pronunciar la frase: «¡Ninguna mujer quedará autorizada con el ejemplo de Lucrecia para sobrevivir a su deshonor!» (N. del E.)

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Dos entre las más antiguas Actas de los mártires, es decir, las de Lión y las de Perpetua y Felicitas —de fines del siglo II y principios del III — nos presentan singulares figuras de mujeres, esclavas y matronas. Estas mujeres no lloriquean, no se mesan los cabellos, no se desmayan, como sería teatralmente plausible, ante los jueces —hombres— virulentos y amenazadores; no desfallecen en los potros, bajo les tenazas, ante las hogueras, las ruedas dentadas, la espada; y no tienen necesidad de excitantes, de narcóticos ni de otros ingredientes usados por cierto mujerío de novelas y comedias, ni siquiera necesitan de exhortaciones; más bien son ellas las que sostienen la fe de los hombres; ellas las que viviendo la femineidad al modo cristiano, es decir, en función de maternidad espiritual, exhortan y dan aliento. Ante ellas parece —y los documentos son genuinos, directos— que los hombres frente al peligro se vuelven niños, y las jovenzuelas se hacen madres. Simplificados, los hombres de ordinario son los hijos, y las mujeres las madres. En el año 177, al aproximarse agosto, mes de orgía y comilonas, los peces gordos de Lión, magistrados, funcionarios, abastecedores y burgueses, convinieron en organizar grandes festivales en honor de César y de Roma, confabulados en una inconfesable coalición de hipocresía dirigida a poner de manifiesto su ferviente patriotismo. Y para ahorrar gastos en la contrata de gladiadores pusieron los ojos en los cristianos, como material gratuito. Sangre de cristianos y vino de Provenza, seguidos de los discursos de circunstancia, ¿podía darse mayor patriotismo? ¡Podía suponerse la profunda emoción que en Roma habría de experimentar aquel buen hombre de Marco Aurelio! Un manojo de cristianos fue mandado a la cárcel. Para hacerles declarar se les sometió a tortura. ¿Para hacerles declarar, qué?... Declaraban espontáneamente que eran cristianos...; mas el tormento debía servir para hacerles confesar la falsedad: lógica de los varones, inventores de la tortura. Un rescripto del emperador de los “áureos” Recuerdos, permitía torturar reiteradamente al mismo acusado:—Abajo, hijos de perros; otras vueltas de rosca... Cuando el hombre ha errado, hace funcionar el caballete, y tiene... razón. La más maltratada fue una doncella esclava: Blandina, un cuerpo grácil, endeble, que parecía deber lacerarse al primer golpe de cuerda. Pero sucedió muy al revés. “Desde la mañana hasta la tarde rindió varias 164

escuadras de verdugos, los cuales se confesaban vencidos y se maravillaban de que pudiese sobrevivir con todas aquellas heridas y dislocaciones, después de tantos suplicios, uno solo de los cuales debiera haber bastado para acabar con su vida. Mas ella, recobrando un poco sus fuerzas, olvidaba los tormentos y volvía a confesar le fe: —Soy cristiana...” Yo me imagino al legado de César, erguido, ya con la suntuosa toga, modelados los pliegues por la amada, ya con los arreos de plata, las relucientes escamas de la coraza, las grebas 31, la daga, el yelmo, los penachos, los anillos, derecho como un oso, y las escuadras de verdugos transpirando alrededor de las hogueras y de los potros: todo un aparato de carnicería y armería para tener razón contra una muchacha. La golpeaban, la dislocaban: pero no la hacían doblegarse. La metieron en prisión. En las actas de otros mártires puede verse lo que eran las prisiones, subterráneos obscuros, hediondos. La echaron después a las fieras del circo. Aquellos degenerados hijos de los romanos que encomendaban la guerra a bárbaros asalariados, se complacían en la sangre de aquellos medio muertos supervivientes de los potros y exhumados de los calabozos. Blandina fue atada a un palo, de suerte que a los cristianos les pareció ver en ella la imagen misma del Crucificado. Las fieras no la tocaron: no compartían, según se ve, los sentimientos de aquellos hombres, de los ojos cegados de sangre, aullantes y ebrios. Durante varios días la llevaron de nuevo al circo, con el intento de que a la vista del estrago de los hermanos se atemorizase y renegase de Cristo. Uno de ellos, Atalo, fue colocado en una silla candente —aquellos miserables griegos y romanos de Lión sentían ansia de crueldades refinadas, verdadero regusto de ferocidad—; los otros pasaron sucesivamente por suplicios no menos atroces. Al fin, le llegó el turno a ella y a Póntico, un jovencito de quince años. La pobre esclava —que había recibido siempre zurriagazos e improperios— no tenía otra preocupación que la de sostener la firmeza de su compañero de martirio —preocupación de madre— y quedó tranquila cuando le vio morir. “Quedó la última la bienaventurada Blandina, como una noble madre, que hubiera animado hasta entonces los hijos a la lucha, y, vencedores, los hubiera enviado delante de sí al Rey...” Salta la imagen al 31

La greba es una pieza de la armadura antigua que cubría la pierna desde la rodilla hasta la base del pie. (N. del E.)

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pensamiento del conmovido relator ante el recuerdo de matronas cristianas que habían exhortado a sus hijos al martirio y, al fin, habían sido ellas mismas decapitadas sobre los cadáveres de aquéllos a quienes habían dado la vida: Sinforosa, Felicitas... Blandina fue azotada, arrojada a las fieras, colocada sobre candentes parrillas... y aun no había muerto, y su semblante era el de un alma embebida en el gozo de otro mundo. Otra joven mujer, que padeció físicamente los acostumbrados tormentos, y espiritualmente como madre de un lactante e hija de un pagano que quería salvarla a toda costa, fue, en otra parte del Imperio, Perpetua: una mujer de veintidós años, de ilustre familia. Mas lo que ella sufrió, mal se puede referir después de haberlo ella misma relatado en notas escritas desde la cárcel. Es la más bella página de la literatura femenina de la antigüedad: ella es serena, paciente, madre, ama a su hijo, y sin embargo renuncia a él por Jesucristo; y con su maternidad fortalece a sus compañeros animándolos en la prisión y sobre la arena. Pocos luchadores tan intrépidos ha presenciado el circo. Lanzada al aire por una vaca enfurecida, al caer al suelo no tiene otra preocupación que la de recoger sobre sí su vestido y la de asegurar sus cabellos, para no parecer, desceñida de aquel modo, una mujer abatida. Y cuando el gladiador, que es un aprendiz, tiembla al degollarla, le toma ella misma la mano y apunta con el puñal a su garganta. Tal transformación había operado el cristianismo en la mujer frívola e inhumana de la poesía amatoria, alejandrina y romana. Fuerte y casta: la mujer del Espíritu Santo. El tratado exhortativo de la castidad se convierte en poesía en el “Simposio” de Metodio de Olimpia32, donde diez vírgenes se alzan por turno a trazar las coordinadas de un ideal de vida inmaculada, que galantemente ofrecen también a los hombres, introduciendo en la ascesis la gentileza que la completa y la hace más humana. 32

Hacia finales del siglo tercero, un obispo de la iglesia oriental, indudable lector asiduo de Platón, retoma el esquema convival para ensalzar la virginidad en un texto en el que los sujetos de la enunciación son mujeres. Se trata de Metodio, de biografía oscura, de la ciudad de Olimpia en Licia. Las diez mujeres enuncian sucesivamente los lógoi o discursos sobre el valor de la virginidad –también sobre el matrimonio— y sobre la naturaleza y propiedades de la castidad, prácticamente sin diálogo entre una y otra alocución. Este Symposio se escribió alrededor del año 280. Estas vírgenes viven con su familia de sangre, con sus padres y hermanos, no tienen una educación común ni actividades en una congregación que regulara su comportamiento. No son mujeres reales. (N. del E.)

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De ahí la fustigadora ironía de aquella exhortación de Catalina de Sena —una muchacha pálida, endeble— a los pomposos oficiales de Bolonia: —Obrad virilmente: no seáis mujercillas—. Y se entregó, en aquel siglo de derrumbamiento religioso a enderezar positivamente los cerebros de monarcas, capitanes, y otros gobernadores de pueblos que hablan perdido la orientación. Cuando Francia se ve invadida por el extranjero y el rey está amedrentado y en la corte bulle la traición, salta a la cabalgadura una muchacha —una pastorcilla— y dirigiendo un ejército tras de sí, expugna una ciudad y reinfunde espíritu a una nación. Los hombres después, cobardes, viles, envidiosos, la recompensan con la hoguera. Aquel genial necio que se llamó Voltaire, desborda su ironía de bastardo sobre esta criatura; mas la nación, volviendo en sí, la erige basílicas (regias moradas) al lado de Blandina y de la Teresita de Lisieux. Hoy, gran número de varones archidoctos, después de haber silogizado a hender un cabello, teologizando durante años y filosofando como neoidealistas, han recobrado el hilo de Ariadna en el laberinto en que se habían metido con las propias manos y con los propios cerebros, leyendo la prosa llana, suave y fuerte, de esta joven religiosa, muerta de consunción. Es la espiritual maternidad de las vírgenes que sigue desatando corrientes de fe en cuyas aguas se purifica radicalmente la cenagosa mezquindad del pensamiento masculino sin Dios. *** Hoy como hace 1800 años. En la penumbra de la tarde, cuando los árboles se agigantan sobre las riberas del Tíber, en los bancos de una iglesia, grupos de mujeres, adoran a Jesús como llamecillas que rasgan la obscuridad: la soledad de El solo ellas en su corazón de madres e hijas la conocen. Mientras, al anochecer, en la hora crítica del balance cotidiano, los se entontecen con drogas alcohólicas y música; éstas buscan en JesúsEucaristía la recuperación de las fuerzas, tras el desgaste de un día, desintoxicando el organismo con un acto de sencillo amor, y cerrando so examen de cuentas con una elevación. Una mayor fidelidad, un sentimiento de mayor adhesión a los preceptos de la fe, una más delicada sensibilidad las lleva a buscar este hontanar de la luz; y esta fidelidad resume los sacrificios de otras tantas fidelidades a un trabajo ingrato, a un afecto traicionado; y se levanta como dique contra la ola cenagosa de 167

pasiones cuyos embates sufren también ellas. Saliendo, por entre los árboles alumbrados por mortecinos reflejos, llevan nuevos recursos de piedad, de ternura, de amor para esos varones saturados de insatisfacción, apestosos de nicotina, deshechos de cansancio. En la tarde del domingo, en la aldea más elevada, más pobre y sucia del Lacio, escondida en una concha de rocas, a la hora del ocaso melancólico, cuando un como anillo arrebolado rodea la Roma lejana, se reúnen todas las muchachas —las hijas de María— para entonar sus religiosos himnos. La crestería aquella de rocas grises parece revestirse de colores y de animación de vida. Desciende el canto sobre los ya ensombrecidos valles y sobre los miserables caseríos. Los padres, las madres, los hermanos, los prometidos, salen de escondites y tabernas y poco a poco se acercan hasta situarse en círculos a cierta distancia. La emoción de aquel canto, en el cual las argentinas voces van entrecortadas por dorados contraltos, llega hasta apoderarse también de ellos —de los hombres— y superado el primer estupor entremezclan al coro dulcísimo sus claroscuros de barítonos y bajos. Con los dulcísimos sones que parecen la trascoloración fónica del azul celeste, y con los tintes del poniente de rosa y violeta, se difunde entre las rocas, por los caseríos, en las callejuelas, un irresistible arranque de elevación del espíritu. Porque aquel himno evoca sobre el peñascal helado la pureza de María y sobre las sombras negruzcas su iluminadora sonrisa. Y un pensamiento de castidad, como una aspiración temblorosa, se eleva tras el eco de aquel canto de todas las almas. Cuando un día una de estas jóvenes asocie su existencia a la de uno de aquellos hombres, constituirá con él unidad compacta como de roca, y le será fiel como a un representante de Dios: y al nuevo hogar aportará gracia, con sentimiento de resignación, de laboriosidad, de fortaleza, los cuales formarán el árbol robusto al que padre e hijos se asirán en las horas de tempestad. La mujer cristiana distribuye desde hace dos mil años, casi en el secreto, los dones de su femineidad, ennoblecidos por el sentimiento religioso. Cuando está en su mano los reparte más allá del hogar, dondequiera que exista un niño huérfano o una miseria oculta y halla manera de introducirlos con seguridad y gracia. Ella comunica en la vida coherencia y abandono, y sobre todo fe. Grácil tallo, se plega, pero no se quiebra. Con mayor facilidad el hombre, por soberbia o rudeza, se quiebra por no doblegarse. Ella va a Misa; pero asiste también a las otras prácticas 168

del culto, y hasta acepta los honores del apostolado. Se prodiga con mayor generosidad, como quien calcula menos. El hombre platica de oración; la mujer ora: en la humildad, en el silencio, perpetúa el milagro de María, que desde un villaje oscuro, desde un tugurio proletario, contribuyó con la aportación más preciosa a la economía de la Redención. Colaboradora divina de la revolución cristiana. Visto desde ese extremo de humildad, el hombre, aun el hombre bueno, asume con frecuencia un perfil de airón o garza real, que, apoyado sobre una pata, se contempla a hurtadillas con vanagloria, porque se siente más cargado de cuidados: cuidados necesarios y, sobre todo, cuidados superfluos, que sirven de excusas contra los reclamos de la religión. Mas disipándose en ese cúmulo de ocupaciones exteriores se priva casi por completo de aquella interiorización que alcanza la mujer, cuando es cristiana, en las más modestas funciones del hogar. Hoy, como siempre, son las mujeres las más numerosas y desinteresadas colaboradoras de la jerarquía en las obras de culto y de caridad: discretas, hábiles propagandistas del fermento revolucionario del cristianismo hasta en los ángulos que escapan a la vista de los más y aun en medio de los prejuicios y de las reticencias con que el hombre se escuda con presunción de superioridad; el hombre, que si se le deshace en su derredor el fuego de sus infidelidades equívocas, recobra volviendo al hogar la fe pura custodiada por la madre, por las hermanas, por la mujer, por las hijas; recobrando por ellas los afectos seguros y juntamente la visión de la propia alma sepultada bajo montones de frivolidades. Las mujeres no nos han proporcionado robustos cerebros especulativos, pero en compensación nos han dado manos llenas caridad y fidelidad; y nos han confortado con palabras que sólo ellas conocen, cuando ha sobrevenido la muerte o nos ha sorprendido la desgracia. Cuando Atanasio, luchador indomable, volvía del destierro, le salían al encuentro coros de vírgenes, que a él le parecían ángeles; y su implacable dureza de teólogo se emocionaba. El teologizaba con firmeza; ellas le consolaban con gratitud reconocida. La actuación del hombre en la economía religiosa es más llamativa; es ardua, pero abunda en satisfacciones aun externas y puede obtener aplausos y recompensas; pero la mujer, semejante en esto a María, cumple la misión más abnegada; más fácil es hallar a estas hijas de María a la cabecera de un enfermo que en una cátedra. 169

Ellos pueden desertar de la fe por obcecación o por vileza, como en la revolución francesa, en la tragedia rusa y en el drama español; las mujeres, en casa, resisten, sufren, y paulatinamente llegan a someter a sus tunantes maridos y hermanos. Agustín escribió una pila de volúmenes, pero fueron las lágrimas de su madre las que le trajeron a la fe y de profesor le hicieron doctor. Más heroísmo, más entrega. El número de religiosas supera con mucho el de religiosos, a pesar de que ellas carecen de las satisfacciones del ministerio eclesiástico. Humildes cooperadoras, entran en los conventos, se cubren con velos como si se revistieran de olvido; y desde su apartamiento hacen germinar la esplendorosa eflorescencia de una caridad cuyos manantiales muy pocos conocen. Su gloria toda la reflejan sobre la Iglesia; y contemplando el rostro de Ella más iluminado, se recluyen en sus celdas, a solas con Cristo, con fervor de caridad aún más intenso. El hombre sigue así adelante, persuadido de ser el rey de la naturaleza; y la mujer le acompaña, dirigiéndole en los pasos difíciles de la espiritualidad, y le asiste con la reserva de sus dones, no disipados en las balandronadas pirotécnicas en que se exhibe la vanidad del compañero. En todo caso, santifica el hogar con la plegaria, ofrecida también, y sobre todo, por los hombres distraídos o sobrecargados de otros pensamientos. Aun cuando esté cargada de hijos sabe encontrar un momento para confiarse a Jesús y María, poniéndose en comunicación con la fuente sobrenatural reanimadora de sus fuerzas que ella con harta frecuencia revierte en su compañero sin que él se aperciba ni lo agradezca. Mujeres eran las que en la dispersión del miedo permanecieron al lado de Jesús capturado y crucificado en medio de soldados socarrones y rostros repulsivos de rabinos, cuando hasta Pedro, el impetuoso, y Juan, el afectuoso, se habían alejado; y es que, en la mujer, el miedo del mundo puede menos en sus sentimientos, como lo declaró Dante en la leyenda de la viudita que pide justicia a Trajano en medio de un griterío de águilas; y si temen no es por sí sino por el objeto de su amor. Y lo misma ahora. El tropel de los hombres se está en la plazoleta de la villa perjurando y bebiendo; sus mujeres en la Iglesia orando o en casa cuidando de los hijos, y reparando lo que ellos malgastan. Conservan el depósito de la fe y de la moral, y al mismo tiempo el de la economía doméstica. Siempre madres: aun en esto. Y los hombres, aun en esto, siempre hijos; rapazuelos que por curiosidad o en una calaverada descomponen la 170

fe; y presumiendo de rehacerla más hermosa y más nueva, la destrozan, acabando por arrojarla como un juguete desmontado. Suerte tienen que cuando a la tarde, fatigados, vuelven de sus correrías al jardín doméstico trocado por el tablero del universo y se adormecen sobre las rodillas de sus madres, éstas, mientras los mecen, con una caricia o un suspiro, ponen en orden la máquina prodigiosa; y cuando vuelven de las refriegas de la calle, o de las contiendas de la vida, molidos y encolerizados, los aplacan ellas repitiéndoles la canción de la fe antigua —la fe de la inocencia y de la fraternidad— a cuya melodía, vueltos niños, se sosiegan. Donde falta una de estas mujeres bautizadas en el nombre de la Santísima Trinidad, como Inés, Francisca, Teresa, Juana, Gamma, falta la lámpara a la noche: la casa es fría como un alojamiento estucado de hotel cosmopolita. *** Tratase, naturalmente, de mujeres cristianas y en ley general: porque las mujeres, como los sacerdotes (lo ha dicho una cristiana, Madame Swetchine, que conocía a las unas y a los otros), difícilmente saben quedar en el medio, y son o ángeles o demonios. Si una superior norma de fe y moral no las gobierna, son más propensas que los hombres a degradarse y a degradar; hasta se prestan con demasiada frecuencia a transformar el amor en meretricio y a hacer de su carne una mercancía de exposición y venta. Escolástica educó millares de vírgenes, mas contemporáneamente Circe33 ha embrutecido millares de hombres. Con el renacer del paganismo, la mujer-carne se encuentra en todas las aceras, en todas las estaciones ferroviarias y termales, en todos los rincones, cada vez más desnuda, despersonalizada y depravada: cada vez más dispuesta a ceder su prestigio de reina por un señorío de un cuarto de hora, otorgado con mofa 33

En la mitología griega, Circe era una diosa y hechicera que vivió en la isla de Eea. Circe transformaba en animales a sus enemigos y a los que la ofendían mediante el empleo de pociones mágicas. En la Odisea, la casa de Circe es descrita como una mansión de piedra que se alzaba en mitad de un claro en un denso bosque. Alrededor de la casa rondaban leones y lobos, que en realidad no eran más que las víctimas de su magia: no eran peligrosos y lisonjeaban a todos los extraños. Circe dedicaba su tiempo a trabajar en un gran telar. Cuando llegó a la isla de Eea, Odiseo mandó desembarcar a la mitad de la tripulación, y él se quedó en las naves con el resto. Circe invitó a los marinos a un banquete, hechizó la comida con una de sus pociones y luego, cuando se hubieron atiborrado, empleó una vara para transformarlos en cerdos. Sólo logró escapar Euríloco, que desde el principio sospechaba una traición. (N. del E.)

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y egoísmo por el varón. A este envilecimiento resiste siempre el cristianismo que elevó ya la mujer haciéndola, de manceba o sierva, compañera del hombre, confiriéndole iguales derechos morales, protegiéndola con la monogamia y con la pureza del deseo. Por la complicidad de tantas mujeres con el egoísmo de tantos hombres en gran parte de la literatura (y por tanto de la vida) que prescinde de Cristo, se observa que la mujer ocupa allí una posición de vomitorio, o dígase así, de recipiente de restos masticados: objeto de alusiones groseras, de chistes de mal gusto, de homenajes mordaces y rastreras injurias. Desenmascarada, esta literatura revela la convicción de que la mujer no es para más de prostituta: es decir, mantiene viva la concepción de la mujer instrumento de placer, de desfogue. Y no se aplica esto solamente a la literatura amena, humorística, sino también a la que alentando pretensiones científicas propala prácticas neomaltusianas, eugenésicas, reduciendo la mujer a una concubina, o, mediante el divorcio, a una bestia de mercado. La fábula del rapto de las Sabinas 34 velaba la antigua usanza de raptar 34

El Rapto de las Sabinas es un episodio mitológico que describe el secuestro de mujeres de la tribu de los sabinos por los fundadores de Roma. Según la leyenda, en la Roma de los primeros tiempos había muy pocas mujeres. Para solucionar esto, Rómulo, su fundador y primer rey, organizó unas pruebas deportivas en honor del dios Neptuno, a las que invitó a los pueblos vecinos. Acudieron varios de ellos, pero los de una población, la Sabinia, eran especialmente voluntariosos y fueron a Roma con sus mujeres e hijos y precedidos por su rey. Comenzó el espectáculo de los juegos y, a una señal, cada romano raptó a una mujer, y luego echaron a los hombres. Los romanos intentaron aplacar a las mujeres convenciéndolas de que sólo lo hicieron porque querían que fuesen sus esposas, y que ellas no podían menos que sentirse orgullosas de pasar a formar parte de un pueblo que había sido elegido por los dioses. Las sabinas pusieron un requisito a la hora de contraer matrimonio: en el hogar, ellas sólo se ocuparían del telar, sin verse obligadas a realizar otros trabajos domésticos, y se erigirían como las que gobernaban en la casa. Años más tarde, los sabinos, enfadados por el doble ultraje de traición y de rapto de sus mujeres, atacaron a los romanos, a los que fueron acorralando en el Capitolio. Para lograr penetrar en esta zona, contaron con la traición de una romana, Tarpeya, quien les franqueó la entrada a cambio de aquello que llevasen en los brazos, refiriéndose a los brazaletes. Viendo con desprecio la traición de la romana a su propio pueblo, aceptaron el trato, pero, en lugar de darle joyas, la mataron aplastándola con sus pesados escudos. La zona donde, según la leyenda, tuvo lugar tal asesinato, recibió el nombre de Roca Tarpeya, desde la que se arrojaba a los convictos de traición. Cuando se iban a enfrentar en lo que parecía ser la batalla final, las sabinas se interpusieron entre ambos ejércitos combatientes para que dejasen de matarse porque,

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la mujer, cuyo matrimonio procedía de un hurto. Con la civilización, al robo sucedió la compra, por la cual la mujer es entregada por el padre como artículo de comercio, un loro, un esclavo. Y en tal manera se convertía en propiedad del marido que podía disfrutarla y podía, tras de esto, arrojarla a la calle. Al margen de la moral natural y sobre todo del freno de la ética cristiana, lo que acaece, por regla general y por más que se disfrace de galanterías, es esto: el varón a menudo compra y la mujer a menudo se vende, y no para la función de la maternidad, sino para la de una esterilidad egoísta. Contra varones y hembras dedicados al comercio, alto y bajo, de blancas y de negras, la Iglesia tutela en todo momento a este ser frágil, prestigioso y peligroso, y lo levanta a una alteza moral tan encumbrada, que al hombre no le es permitido ni aun formular un deseo impuro a su vista; y le restituye una belleza espiritual en cuya comparación la fascinación física no es más que pálida fosforescencia. El cristiano, como Adán, vuelve a ver en la mujer la compañera que Dios le da, digna, por tanto, de veneración y de amor: ve en ella un alma, una hermana, una madre, una esposa. La mujer que se reviste de esta dignidad, remonta del nivel bestial al pedestal de domina —de verdad señora — desde donde rige el sentimiento del hombre, con el suave y constante señorío de la gentileza, haciéndose inspiradora suya, compensando su fatiga con el propio afecto no sujeto al menguante del cuerpo. De este modo la mujer aparece bella con una belleza que no se marchita porque es reflejo de un alma que no muere. Y así entendida, inspira gozo y poesía, mientras la otra es embriaguez, de la cual se despierta con sus ineludibles achaques. Se comprende, pues, por qué la Iglesia mientras se preocupó y se preocupa de elevar a la mujer nunca se mostró favorable al feminismo, que es su tendencia a masculinizarse. A la mujer la quiere mujer, tal que dé de sí lo mejor que su naturaleza pueda dar. La mujer-hombre es una deformación, por la cual se neutralizan, con menoscabo también del hombre, las gracias femeninas, y da lugar a una nueva prepotencia del varón que desnaturaliza la compañera comunicándole los propios hábitos deteriorados. Y así, por la mujer el cristianismo está también en lucha con el razonaron, si ganaban los romanos, perdían a sus padres y hermanos, y si ganaban los sabinos, perdían a sus maridos e hijos. Las sabinas lograron hacerlos entrar en razón y finalmente se celebró un banquete para festejar la reconciliación. El rey de Sabinia Tito Tacio y Rómulo formaron una diarquía en Roma hasta la muerte de Tito. (N. del E.)

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mundo.

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EVOLUCIÓN DE LAS VIRTUDES

En la antigüedad la moral era laica, no porque no pretendiesen los moralistas apoyarla en la religión, sino porque la religión era incapaz de apoyar la moral: los dioses estaban dominados de pasiones tanto y más que los hombres, de quienes eran hechura. Platón exaltando la idea de Dios, intuyó en la virtud el medio de allegarse a El. Algo semejante intentaron los estoicos y los neoplatónicos; pero terminaron por divorciar aun más la ética de la religión nacional. Las misteriosofías asiáticas elaboraron ideas de perfección, de purificación, de ascesis, pero tarde, y en círculos reducidos, y entremezcladas de torpes aberraciones. Si la realidad de Hombre-Dios, de redención, de paternidad, constituyó el sistema vertebral de la renovación cristiana, la moral que derivaba de sus principios tenía los caracteres revolucionarios de toda la religión, en el hecho mismo de imponer al hombre el modelarse según Dios, esto es, de señalarle un modelo alto infinitamente. La filosofía había concebido al hombre perfecto como realizador del cumplidamente humano; el cristianismo ideaba el hombre perfecto como realizador de una ambición divina. Dios es bondad, y el hombre se le acerca en fuerza de la virtud. Mucho se puede aquí conceder a quienes negando los saltos bruscos en la historia, pero viendo en ella una gradual transformación, hacen del cristianismo una integración de aspiraciones éticas cultivadas por la sabiduría antigua. Pero con alcance limitado. Porque el cristianismo reunió y cristalizó en un sistema ordenado sobre un principio sobrenatural, y por tanto inconmovible, las aspiraciones del bien suscitadas por la luz natural de la razón, en siglos de especulaciones y de experiencias; e hizo de la vida moral la corroboración —la actuación en cierto modo— de la vida religiosa. Con la ayuda de la gracia la libre voluntad del hombre gobierna su vida moral en la dirección que prefiere, y crea el carácter. Contra la moral más elevada, la estoica, maniatada por el determinismo, y contra la moral popular obscurecida por el fatalismo astral, los polemistas del siglo II tuvieron que batallar para imponer la doctrina del libre albedrío; y 175

conquistaron para el espíritu una dignidad jamás gozada. La civilización cristiana perpetúa las virtudes naturales de la antigüedad, pero purificándolas de todas las injusticias y corrupciones. La depravación de la sociedad antigua es un tópico y no hay para qué repetirlo: divorcio, prácticas abortivas, exposición de recién nacidos, falta de natalidad, pederastia, castración masculina, orgías sagradas y profanas, usura, injusticias, destrozaban por dentro el organismo que los bárbaros asaltaban por de fuera. El polo en torno al cual giraba la vida era un egoísmo canonizado. La virtud misma era más apreciada como valor físico, virilidad, que como valor espiritual. El cristianismo realzó el nombre, virtus (valor), pero modificó, espiritualizándolo, su significado; y con nuevos valores quiso sanear la sociedad, rejuveneciendo su sangre. Y enseñó que el camino hacia Dios —hacia la verdadera bienaventuranza— está constituido por la vía de las Virtudes. Repuso en su trono a la justicia que era su derrocada reina. Una reina, con dramático pasado y un señorío combatidísimo. En la justicia personificó Platón el Bien. En sus ensayos llegó hasta diseñar este perfil del justo: “hombre sencillo y generoso que prefiere ser bueno a parecerlo”: como tal será crucificado. La misma religión que es sólo un aspecto de la justicia: la justicia para con Dios. Y Aristóteles convenía en conceptuar como virtud principal a la justicia, a la que consideraba no sólo como virtud, sino como la Virtud en toda su extensión. Orígenes, en la Exhortación al martirio, comenta un pensamiento de Pablo y escribe que para responder al ideal cristiano, no basta creer con el corazón en la justicia, sino que es también necesario profesarla con la palabra. Bien se entiende que una tal profesión puede ocasionar persecuciones de parte de la iniquidad; y de hecho, en tiempo de Orígenes, ocasionaba la muerte. Sólo el que callaba, escapaba a la cárcel y algo peor; pero —como dice el gran escritor semimártir— rinde a Dios mayor homenaje el que sin tenerlo en el corazón le profesa con la boca, que el que teniéndolo en el corazón no le confiesa. Y Dios es la justicia perfecta. San Juan Crisóstomo, por reclamar la sujeción a la justicia de la misma Emperatriz que, como se sobreentiende, se creía exenta de ella, fue mandado al destierro a morir como un perro. Gregorio VII expirando en Salerno de angustia decía: “He amado la justicia y odiado la iniquidad; por eso muero desterrado.” 176

¿Es lógica le ilación? Odio a la injusticia: luego muerte en destierro. No se muere en el lecho, conforme a los postulados de la paz doméstica, cuando se ama la justicia, y menos aún si se odia la iniquidad. Y es que la justicia no se doblega ni ante los amos ni ante los tiberios; no repara en las personas; no tolera distinciones de tiempo ni de linaje. Es reina; no cortesana. Y por ella combatieron los cristianos y combatirán sin fin. Donde su realeza resulta demasiado fuerte y áspera, acude la Caridad para templarla. Jesucristo nos trajo también la modestia, que era una virtud muy rehuida. ¡Qué difícil es que una persona sea modesta! —es decir, que sea lo que es—, y no trate de aparentar lo que no es. A la sinceridad también se la había mandado de paseo; por lo cual imperaba un lenguaje de doble filo, de zancadilla, cuajado de sutilezas y distinciones, escurridizo, anguiloso, que cede y toma, dice y no dice, condicionado por conjuntivos y por hermenéuticas misteriosóficas...; cuando el lenguaje de la sinceridad, como el de la Inocencia, es diáfano, de agua cristalina, que tiene el don de hacerse entender al instante vaciándolo todo. Es fiel a Jesús quien dijo: —Vuestro hablar sea: sí, sí; no no. Y nos enseñó que cuando nos cae entre las manos una página engomada, pegajosa, con pasajes que se prestan a varias y aun opuestas interpretaciones, la consideremos como anticristiana y la destruyamos, por caridad para el que la escribió. Porque el exterior ha de estar en conformidad con el interior; y hasta los cerdos son preferibles cerdosos, o sea, puercos. Sigue la prudencia, que es la peor parada, tanto que quizá su nombre nos trae a la mente habilidades pusilánimes, con salpicaduras pringosas. Verdaderamente es la Cenicienta entre las virtudes, ya que los bellacos la han convertido en encubridora, y los audaces la han trocado en trapera que lleva el saco para el contrabando. Pero no es así. Ella es la defensa de los fuertes. Cuando la mediocridad ofende los ideales cristianos, para no hacerle el juego ni deslizarte en su pantano, conviene en casos acogerse a doña Prudencia, y ella salvará, no tanto la persona, que importa menos, cuanto la idea y el porvenir. Contra la retórica, el vilipendio y la provocación de los adversarios de la fe, el silencio asume algunas veces el valor de defensa y de ofensa. 177

Acude también la Paciencia que nos enseña a soportar por amor de Dios tragos amargos, conferencias eruditas, cocciones históricas, retórica afrentosa y toda suerte de brebajes putrefactos… cuando el traidor a Dios se encarama, con la facilidad adhesiva de una conciencia gelatinosa, y se mofa desde lo alto de la coherencia simple, desnuda, pobre, macilenta, y vitupera, como un delito, la rectitud que obliga a marchar por el camino recto cuando sería factible tirar por sendas tortuosas. Porque precisamente la rectitud forma parte del sistema; y en la Biblia aparece como sinónima de Virtud sin más, e importa le justificación ante Dios. Su nombre significaba derechura: indicaba el andar derecho. Recto era aquel que andaba tieso y derecho tanto en la posición como en el caminar por eso no se doblegaba, no zigzagueaba a diestra y siniestra siguiendo el impulso de la pasión y del apetito. En este proceder recto no se entorpecían los hombres el camino; convergían todos en el infinito, a donde tendían. Mas con el refinamiento de la filosofía, también el concepto de rectitud fue absorbido en el espíritu, en la idea; y en sus “retortas” sufrió la transformación química de la cual resultó que el mejor caminar es no andar derecho y rectitud vino a ser equivalente de caerse a pedazos. De este modo el hombre recto, el que no se doblegaba, fue conceptuado como un autómata destituido de flexibilidad espiritual, ni más ni menos que el que hubiese tragado un hierro de T, o un fósil: y se dieron por legítimas todas las contorsiones, todos los culebreos, todas las reverencias ante los ídolos de cualquier tipo. La línea curva —quedó demostrado— no es más que una recta curvada: pero permaneciendo ipsa et eadem (ella misma al mismo tiempo). Recapitulando. De estas y de otras virtudes, cierta prosa pseudomanzoniana, estúpida, incolora como los indefinibles e imprecisos brebajes en ciertas marmitas del frente, había sugerido una imagen deslavazada, como de seres aflictivos y repugnantes. Son, por el contrario, viejos robles que desafían al tiempo: vibrantes, magnéticos. Sigámoslas (es la peroración) porque, por mal que vaya, la suerte del justo contemplada por Platón no habrá de fallar. 178

*** Sin embargo, la acción del cristianismo fue todavía más original y definitiva en la órbita de dos virtudes que, aunque no desconocidas de los antiguos, revivieron con una integridad del todo nueva: la castidad y el amor. Ellas más que las otras comunicaron su impronta a la sociedad nueva. Una mujer depravada, un marido disoluto, bautizándose, aparecían como crucificados y resucitados a sus padres que, quizá, como buenos paganos, se les habían opuesto. El espíritu era un esclavo de diferente rango a las órdenes del cuerpo. Cristo hizo del cuerpo un siervo solícito del espíritu. El neopaganismo ha formado la teoría de un cristianismo necróforo amigo de sepultar cuerpos humanos vivos, mortificándolos con renunciaciones, confinándolos a esas tumbas que son los monasterios, etc., etc. Lo verdadero es lo contrario. El vicio, que de manifestaciones paganas degenera en manifestaciones bestiales, el vicio que es anticristianismo, entristece y enerva el organismo humano, reduciendo sus funciones a la acción de excitantes. El cristianismo, por el contrario, ha elevado en la virginidad el más puro himno al cuerpo, haciendo de él un elemento sagrado, un coeficiente de perfección; preservándolo al someterle a ese régimen de virtud, esto es, de santidad. En una homilía del siglo II, legendariamente atribuida a San Clemente, se predica el respeto al cuerpo con expresiones de extremada reverencia; ve en él, no sólo el aparato nervioso o muscular que la anatomía moderna comparada nos muestra discretamente análogo al de los otros mamíferos, sino el receptáculo del alma destinado a resucitar en el juicio. No se le considera como un saco cualquiera, sino como receptáculo de Jesús eucarístico; y es suficiente este pensamiento para sublimar la función del organismo físico a templo de Dios. El desprecio al cuerpo y a la vida humana lo predicaron los gnósticos, los marcionistas, los maniqueos. Por algo eran herejes. Ahora el paganismo —que más que en las exhumaciones poéticas vive en las carnes de nuestra generación— invierte los términos de la subordinación entre el cuerpo y el espíritu; y al destruir el cuerpo en el vicio, mantiene en pie la antítesis con el cristianismo que no condena a nuestro hermano asno, sino que lo santifica. La carne ha dejado de ser estómago y sexo para aspirar a la perfección del espíritu, el cual se 179

ennoblece padeciendo, sintiendo a través del cuerpo, y resistiendo a su influjo. Pero donde el paganismo hace del cuerpo centro de cuidados resultando los hombres núcleos independientes, egocéntricos, el cristianismo se esfuerza por vencer esa tendencia aisladora, anárquica, haciendo del individuo, no centro del universo y fin de la humanidad, sino cooperador del bien ajeno, encuadrándolo en la sociedad. Es decir: tiende a superar el egoísmo, porque el egoísmo impide la fraternidad, eliminando las fuerzas de cohesión y exasperando las repulsivas; porque no es posible la convivencia sino en la medida en que los particulares sepan renunciarse sobrellevando a los demás. Renuncia es esencia de ascetismo. Y sólo en cuanto éste se cumple es posible la sociedad. El cuerpo, pues, es instrumento del espíritu, y el bienestar social instrumento de la perfección espiritual. El cuerpo no es el fin, es el medio. Si el cuerpo nos desune, nos reúne al espíritu, ya que centro y meta de las almas es un solo Padre. De ahí el concepto de fraternidad, que se transfundió en sentimiento entrañable y daba un sentido más que metafórico a la denominación con que los primitivos cristianos se llamaban hermanos. El cuerpo se ama a sí mismo; el espíritu se desdobla en el afecto a otros distintos de sí. El paganismo es egocéntrico, absorbente; el cristianismo es centrífugo, expansivo, tendente a abrazar la humanidad entera, más allá de los cuerpos. El neopaganismo salvaje adora el cuerpo porque mira a la raza, y lo rectifica con la eugenesia; el cristianismo cultiva el espíritu por que atiende a la humanidad, y lo corrige mediante el cuerpo mismo. Es el mundo físico el que establece la diversidad, gradúa las jerarquías ficticias; en el mundo de los espiritas reina la igualdad, la cual sólo es posible en cuanto se logra superar los límites corpóreos en una aspiración de perfeccionamiento moral. Verdad es que también el espíritu helénico —iluminado por los átomos del Verbo seminal esparcidos en la opacidad del alma antigua— había sentido en un momento dado un impulso a desligarse de la cárcel en que lo tenían enjaulado el cuerpo físico y la presión animal del prójimo. Los iniciados en los misterios dionisíacos creían conseguir esta emancipación con un desencadenamiento báquico35 de la psiquis, 35

De Baco, dios romano de la sensualidad y el vino, o relativo a él. (N. del E.)

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verificado con artificios rituales. Platón, recogiendo esta exigencia catártica expresada por el alma popular en el culto dionisíaco y por la contemplación conceptual de los pitagóricos, entrevió la liberación en la renuncia al mundo terreno, en el dominio de los sentidos, en el derrumbamiento de los valores tradicionales, por lo cual señaló el fin de la vida en el más allá, fuera del mundo visible. Libertad, espacio, aire terso, luz: los apetitos del sentido engarzándose con los del prójimo traman una malla de acero bajo la cual languidece el alma, como el cuerpo de los mártires en los subterráneos del Mamertino. Tomada la ilusión por realidad, se hace deidad absorbente de la existencia este relativismo de apetitos insatisfechos, de trabajo esclavizado por saciarlos, en una alternativa de noches insomnes y de días febriles, topando unos contra otros, embistiéndonos como los condenados de Malebolge36, echando en olvido en el fragor que constituye esta vida nuestra, el fin de nuestro destierro, que Dios quiso breve para que no se hiciera ardua la prueba. No nos libertamos sino en Dios, en el amor de Cristo, en la fidelidad a su ley tremenda. Santa Catalina de Sena, con el imperio de su virginidad que la sublimaba a Dios, nos aconsejó esta fidelidad, dejándonosla en herencia. “Dije que deseaba veros servidores fieles; este servir os hará reinar en esta vida por gracia, y señoreréis el mundo, la carne y el demonio; y hechos libres, seréis vinculados con el vínculo de la caridad, humildes, mansos, y con verdadera y santa paciencia.” Más, ¿cómo esta carne puede convertirse en templo del Espíritu Santo, según la iluminada expresión de San Pablo? “Custodia esta tu carne pura e inmaculada, para que el Espíritu Santo que en ella habita le dé testimonio de merecer la justificación. Cuida de que jamás asalte tu corazón el pensamiento de que tu carne es corruptible; jamás hagas de ella uso impuro. Porque contaminando tu carne, contaminarás el Espíritu.” (Hermas). He aquí la subordinación; y también la solución; y sobre todo la 36

Malebolge o Fraudulentos es el octavo círculo del Infierno, la primera parte de La Divina Comedia de Dante Alighieri. Este foso circular y concentro está dedicado al castigo de este fraudulento: los malos consejeros (los que hacen incurrir en fraude mediante consejos malintencionados). (N. del E.)

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liberación. Considerado el cuerpo como templo, el alma se ve arder dentro, por transparencia, como una llama dentro del alabastro. Aquí las miras del cristianismo son absolutamente inconciliables con las tendencias de aquel cuerpo que la Biblia llama mundo. De los carpocracianos37 a los neomaltusianos se han inventado un sinnúmero de teorías para obscurecer la limpieza de relaciones que la moral establece entre los dos sexos. O matrimonio, o castidad. Las soluciones intermedias son componendas. Y surge aquí el más vivo conflicto entre los dos órdenes, que la guerra mundial exasperó, desatando un hormiguero de instintos, frenado antes por una inhibición de generaciones. Aquí la artillería, que derribó tantas barricadas, abrió una nueva brecha en el dique moral: Y por ella se está precipitando una juventud enloquecida. El varón acosa la mujer; el ardor pasional extingue el vigor de los veinte años. La mujer acosa al varón, sin tener cuenta con el pudor; se despoja o viste conforme lo exija la carnalidad sexual. Mientras tanto, la Iglesia trabaja sola, hecha blanco de injurias y de golpes hasta de parte de la ciencia y de la filosofía propulsora de un 37

Carpocraciano es el nombre dado a los seguidores de un movimiento gnóstico del siglo II que profesaban la doctrina de Carpócrates de Alejandría. Reyes, hijo de Carpócrates y su esposa Marcelina organizó la secta en Roma bajo el pontificado del Papa Aniceto. Rechazó el Antiguo Testamento, y afirmó que José es el padre carnal de Jesús. Defendió la preexistencia de las almas para explicar las imperfecciones del hombre y decir que nuestro objetivo último es unir a la Divinidad. Carpócrates enseñó que en el principio existía la primitiva fuente divina, “el padre de todo”, “el único principio”. Los ángeles, que están lejos de esa fuente, son quienes han creado el mundo. Los demiurgos del mundo han aprisionado en cuerpos las almas caídas, que originalmente colaboraron con Dios y ahora tienen que pasar por cada forma de vida y cada acto para recuperar su libertad. Para lograrlo se necesita una larga serie de transmigraciones a través de los cuerpos. Durante sus transmigraciones las almas retienen el poder de la memoria, aunque en grado diferente. El alma de Jesús, hijo de José, poseía el poder de recordar a Dios con la mayor pureza. Por lo tanto, Dios le invistió de poder para escapar de los demiurgos del mundo y despreciar las costumbres judías, en las que fue criado. Cualquiera que piensa y actúa como él, obtiene el mismo poder. Esta es la fe y el amor por el cual somos salvados; cualquier otra cosa, esencialmente indiferente, es buena o mala, piadosa o vergonzosa sólo según el concepto humano, pues por naturaleza nada es malo. Esta es la enseñanza que Jesús dio a sus discípulos “privadamente en misterio”, ordenándoles difundirla entre los fieles ('los dignos y creyentes'). Los seguidores de Carpócrates dieron honor divino a Jesús como a otros sabios seculares (Pitágoras, Platón y Aristóteles). (N. del E.)

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hedonismo sin freno. Sofocad su resistencia y su contraataque, acabad con la reserva de energías incontaminadas que ella engendra en las familias cristianas, y la raza blanca de hoy, como la raza grecolatina de ayer, se agotará a si misma; y amarillos y negros caerán sobre las ciudades donde se alberga una población fatua con mayor furor que los germanos y asiáticos sobre el decadente Imperio romano. El protestantismo, ante el ataque, cede las trincheras avanzadas. El catolicismo resiste sin ceder un palmo de un lado o de otro, y opone a la lascivia colectiva la santidad social, reverdeciendo sobre la impudicia de la carne, la flor del encanto familiar. En el “Simposio de las diez vírgenes”, en el cual el obispo poeta do la Licia, Metodio, describía en el siglo III el ideal de la castidad sobre un mundo en descomposición, Marcela presentaba la virginidad como la más elevada virtud. Y este primado lo tiene también hoy que no es menos ignorada y es peor observada. *** Lo que estiriliza casi por completo la actividad humana as el odio, que recluye a los hombres como en un celda, donde cada uno está segregado en un cubo asfixiante; y si sale de él es para pelearse separada o colectivamente. El cristianismo puso en acción un reactivo que disolviera las fracciones, iluminara las miradas, restableciese los contactos, la sonrisa, la confianza: el reactivo del amor. El Eras pagano era hermano de la Muerte; el Amor cristiano es hermano de la Vida. Es la fuerza de la sociedad nueva, como la belleza el motivo de la helénica, la potencia de la romana, y como la economía lo es hoy de la yanqui. Los cristianos se reconocieron prontamente por el modo en que se amaban. El amor fue la llama que fundió en la civilización nueva las aportaciones heterogéneas de la latinidad, de la helenidad, de la germanidad, e hizo de numerosas gentes un solo pueblo. Namaziano atribula esta función a Roma, y, en parte, no le faltaba razón por haber ella fundido con la lengua y las leyes muchas razas. Pero fue sobre todo función de la Roma cristiana la de fusionar sin armas y hermanar a vencedores y vencidos evitando que longobardos, francos y godos se hallaran en las tierras conquistadas como los dorios en el Peleponeso: como ejércitos en tierra hostil. El Amor es Dios mismo: entre los hombres es manifestación divina creadora. Los más profundos teólogos de la naciente religión, Juan y 183

Pablo, dieron de él definiciones inimitables. Los corintios ansiaban carismas prodigiosos: el más prodigioso, enseñaba su Apóstol, es la caridad, sangre del nuevo organismo. El que viola la caridad, por más dones que posea, viola a Cristo. Debe amarse a los demás como a sí mismo; y es por tanto preciso realizar un esfuerzo de identificación, de conformación con ellos, borrando diferencias, para restaurar la fraternidad y la igualdad, para hacer propias las ajenas penas y las ajenas alegrías, para crear la unidad. Por lo cual el hereje que rompe la unidad agrede contra el amor, contra la esencia del cristianismo, contra Dios. Basta considerar esta exigencia del amor a todos debido, aun a los enemigos y en todas las circunstancias, para comprender cómo la fuerza revolucionaria del cristianismo es siempre actuante. Siempre en acto contra el odio, que es móvil casi exclusivo de las relaciones entre los hombres. El amor tiende a la par. Perdona si es ofendido, por restablecer la armonía. Su contrario es, pues, el odio que conduce a la guerra, que es agente de destrucción, de separación, de opresión. La civilización antigua había nacido del seno ensangrentado de la guerra; la civilización nueva nacía del seno ensangrentado de la paz. La una mostraba las huellas de las lágrimas y de la sangre derramadas en tierra ajena; la otra las huellas de las lágrimas y de la sangre propias para evitar las de los otros. El amor cristiano desde hace veinte siglos, se afana por expulsar del organismo humano las toxinas de la guerra que lo tienen envenenado: pacificó individuos, familias, pueblos; creó la tregua de Dios, la caballería; inspiró el derecho de gentes, el arbitraje, la federación de Estados, la Liga de las Naciones. Benedicto XV en el año 1917, en plena conflagración de pueblos, repetía sobre la guerra y sobre la paz las palabras mismas de Cristo, y con la misma actualidad. A la medida en que la sociedad moderna se aleja del cristianismo, prefiriendo a las exhortaciones de los papas y de los santos las teorías paganas de la lucha de clases o de la primacía de raza o del hedonismo materialista, en tanto se rearma: se prepara para la guerra y hace de la Vida un desfiladero hacia la Muerte. A esto hemos llegado; se trabaja para destruir, se estudia para descalabrarse. Desplazada la ley cristiana se ha convertido en preocupación absorbente universal el descalabro recíproco. Y la confirmación del renaciente paganismo de los espíritus está en que a este intento nos estamos sometiendo todos como a un Destino fatalmente ineludible. Como si fuera de los ejercicios catequísticos, nunca hubiéramos tenido un Hombre-Dios que pusiese término a esta situación. 184

Atendida la ley de amor, que es la carta constitucional del pueblo cristiano, es inconcebible la guerra. Los teólogos han disertado de guerras justas e injustas; pero la conclusión a que les llevó siempre la lógica cristiana fue que la solución de los conflictos debía hallarse en el perdón. Una cristiandad consciente tan sólo debería hacer la guerra cuando el Papa lo declarase, es decir; nunca, si no me equivoco. Las Cruzadas son una excepción que confirma la regla. Y si no se pueden evitar las guerras defensivas, como aquéllas en que la cristiandad rechazó el islamismo turco, cierto es, sin embargo, que una lucha entre cristianos es un contrasentido, y hasta una violación de sus compromisos con Dios. He aquí lo que significaba la autoridad de un Gregorio VII y más aún de un Inocencio III, al intervenir en contiendas temporales: eran padres que ponían paz entre los hijos. Paz y justicia. Mejor es sufrir la injuria que hacerla: no devolver mal por mal, sino vencer el mal con bien. Es la paradoja de la ética nueva que sacaba de quicio la mentalidad pagana, precisada a juzgar de los acontecimientos en el círculo de diez meses o de cien años, más bien que en la esfera de la eternidad, donde se restituyen todas las justicias, se expían todos los yerros, se restablecen todos los equilibrios. La mansedumbre de Cristo bajo los golpes de caña y los salivazos, y la mansedumbre de los cristianos vituperados y odiados, se ofrece a esa mentalidad como una actitud cobarde, de molusco o almeja. No comprende que el perdón y la resignación atajan el proceso de las violencias, ofensas y venganzas, poniendo en circulación la sangre inmediatamente después de la herida por la salud del organismo social; ni comprende tampoco que aquel mismo Hijo del hombre y sus imitadores, escarnecidos y abatidos, se convierten momentos después en jueces de sus jueces con sentencias sin apelación para la eternidad. La victoria del odio sobre el amor es transitoria; la del amor sobre el odio, definitiva. La venganza del hombre es un desfogue momentáneo; la de Dios es eterna. Por manera que la resignación es una espera de justicia, o si se quiere, de una más tremenda venganza; silencio de un instante para luego hablar siempre. No es nirvana, ni fatalismo, ni islam; porque resiste a los golpes con una afirmación activa consciente de la intransigencia del bien frente al mal; repulsa de las razones de Satanás. No se encoge medroso: desenmascara la inutilidad y la iniquidad de la injuria; negación, por decirlo así, activa, pues por ella y en ella, el cristiano da la vida; dique, en fin, contra el furor encrespado del mal, que se estrella contra él. 185

Esta forma de violentar las ideas connaturales a la sociedad antigua era en tal manera gravosa y repulsiva, que cuando ya no se la pudo resistir de frente se llegó con ella a un arreglo: y durante siglos, que aun proseguirán, halló y hallará modo de colocar los principios sobre los siete brazos del candelabro y echar encubiertamente las redes en la penumbra, concediéndose la satisfacción del odio, renegando de la fraternidad, manteniendo vivos los tentáculos radicados en la sangre, los prejuicios de casta, de raza, de clase; explotando al hermano, desdeñando al inferior, recogiendo las tiendas alrededor del propio egoísmo. En la penumbra de la conciencia trafican a diario numerosos cristianos porque les va bien, aunque esto, entiéndase, mientras el cristianismo no actúa coma revolución contra el paganismo, que es lo que nos resguarda; cuando resulta aguijón y ariete, se rodea la fortaleza del propio egoísmo con colchones de sofismas que paren los golpes. Es el amor el que lleva del individuo a la sociedad; el que une a la persona a la Iglesia como sarmiento a la vid. Troeltsch38 afirmó que el cristianismo había nacido individualista: lo confundió con el luteranismo. Harnack con más justicia reconoció que había nacido individualista y social a la vez. Cristo se preocupó de todos y cada uno, hasta de la cananea, hasta del publicano; y aun mostró preferencia por la última alma descarriada, por el último valor desaparecido; y su hallazgo le ocasionó mayor gozo que las 99 almas quedadas en seguro. Hizo a cada cual responsable de su destino eterno. Pero ligó a cada uno al otro y a todos en la Iglesia, que vivió armonizando las exigencias de la personalidad con las de la colectividad, sin sacrificar nunca la una a la otra y engendrando personajes tan vigorosamente originales como Pedro, Pablo, Esteban, Ignacio, Cipriano, Orígenes, Agustín, Atanasio, los Capadocios, Crisóstomo, Ambrosio, Jerónimo; y luego, contra el oleaje nivelador de la barbarie, León, Gregorio, Benito, Juan Damasceno, Patricio, y asimismo, Carlo Magno, León III, Hildebrando, Inocencio III, Bernardo, Bonifacio, Pedro Damiano, Francisco, Domingo, Tomás, Dante, Juana de Arco... De su alimento se nutrieron —aunque sea congestionándose— hasta los hijos que más la hicieron sufrir y más destrozos la causaron, como Marción, Valentín, Arrio, Nestorio, Pelagio y otros más hasta Abelardo, 38

Ernst Troeltsch (1865-1923) fue un alemán protestante, teólogo y escritor de filosofía de la religión y la filosofía de la historia, y una figura influyente en el pensamiento alemán antes de 1914. (N. del E.)

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Arnaldo, Huss, Lutero, Calvino, Knox; y de su amor, mal comprendido o mal pagado, tantos otros aun en tiempos recientes, de Döllinger a Loisy, de Lamennais a Loyson. El individualismo protestante disminuyó más bien las personalidades, porque depauperó la riqueza de la sociabilidad, y con ella la fecunda matriz de las personalidades a las que respaldaba la Iglesia como el hogar a los hijos, protegiéndolos y alimentándolos; mientras el individualismo les restaba apoyo, calor y solidaridad, quedando como suma de números y no como organismo viviente. A pesar de lo cual se lograron los genios del Renacimiento y santos tan definidos en su fisonomía como Ignacio, Felipe Neri, Francisco Javier, Teresa de Ávila, Belarmino, Borromeo, Canisio, Bossuet, Pascal, y papas como Julio II, Pío V, Sixto V; y en tiempos más cercanos, personalidades tan relevantes como Lacordaire, Montalembert, O’Conell, Manzoni, don Bosco, Windthorts, Newman, Manning, Gibbons, León XIII, Benedicto XV... *** Pero —y aquí está la fuerza del verdadero individualismo— el particular no vive para sí, y aun diríamos mejor que vive lo menos posible para sí y su espiritual progreso es un continuo renunciarse, porque sirviendo a los otros sirve a Dios y a sí mismo. Según la paradoja de Cristo, el que más piensa en sí menos piensa en sí: avaro que muere de miedo y de hambre. Es más fácil salvarse por medio de los otros; porque la salvación la da Dios en la medida de las obras del hombre —es decir, de la donación al prójimo— en las cuales actúa la ley del amor, ligado como está a Dios, no sólo por la fe, sino también por el amor, que se traduce en actos; por una fe alabada por las obras que le colocan ante Dios no sólo de tú a tú, sino acompañado también de los hermanos, como todo hijo ante el Padre, con el débito de la solidaridad. Un impulso ascendente le lleva a Dios; un impulso en anchura le lleva a la humanidad: y los dos impulsos no son independientes, sino ligados, como los dos ejes de la cruz, que se cruzan en el corazón de Cristo; y cuanto el uno más se eleva tanto el otro más se dilata: cuanto más se ama a Dios, tanto más se buscan los hombres, en cada uno de los cuales resplandece la imagen suya. Las mayores derrotas del cristianismo se registran en el terreno social: Cuando se substrae al pueblo de la caridad, el pueblo se retrae de la Iglesia. Y para traicionar al Evangelio no hay más seguro recurso que 187

apartar al pueblo de la Iglesia. Y así cuando el Sanedrín maquinó la muerte de Cristo, aguardó a la hora de las tinieblas, cuando la turba estaba alejada y dormía en sus tugurios: mientras Él había permanecido en medio del pueblo, los esbirros no habían osado tocarle. En los brutales atropellos de los derechos de la conciencia no hay que condenar solamente a los sin-Dios europeos o americanos, sino también a aquellos falsos cristianos que, considerando a la Iglesia como una guardia distinguida del propio privilegio, tenían en olvido los deberes del amor para con los más humildes de sus hermanos. El primer valladar social en que este amor se conserva es la familia. La familia aria y semita, vulnerada por el divorcio, por el adulterio, por la poligamia legal o efectiva, ha sido reensamblada en una unidad no ya solamente jurídica, sino también divina, de tal suerte que los dos cónyuges forman una sola carne y una sola alma, por una unión efectuada por Dios, que el hombre no puede disolver sin deshacer la obra del Creador. El matrimonio elevado a sacramento ha comunicado seguridad social y moral a la mujer y a los hijos, carácter y dignidad al hombre; ha hecho de la familia un núcleo social de resistencia y de poderoso desarrollo, y del hogar, reducido con frecuencia a un alojamiento o aun lupanar, un lugar sagrado, un reducto de la virtud. Y el amor cristiano se robustece en la familia mas no se circunscribe; y cuanto más se consolida tanto más se difunde a familias cada vez más numerosas, a la gente de la calle, a sociedades particulares, a la nación, a la cristiandad, a la Iglesia, en la cual todas las otras comunidades se comprenden o deberían comprenderse, y en cuyo servicio muchos voluntariamente se hacen pobres y vírgenes, es decir, adoptan una paternidad y una maternidad del espíritu, no circunscrita a relaciones de consanguinidad, sino extendida a todas las de la humanidad. Por sólo este aspecto social tendría ya el celibato religioso una magnífica justificación, y se hace comprensible la importancia de la lucha de las investiduras emprendida por Hildebrando para reducir al clero a sus funciones de paternidad espiritual, de los intereses de familia y linaje. Este amor despliega en la Iglesia una sociabilidad intensa, que comprende hasta los difuntos y hasta a los no nacidos, y se refleja en la oración, en la Liturgia, en las cuales todas las voces integran una sola voz que invoca al Señor no singular sino colectivamente: por todos, como por un solo cuerpo. Se sofocan allí loa egoísmos y en cada prójimo se descubre un igual; y en la mayor compenetración se siente una garantía de mayor 188

acercamiento de Dios, porque donde tres se reúnen a orar allí se asienta el Señor. Entre ellos no hay cónsul, ni caballero con anillo, ni sirvienta, ni barrendero: hay almas. Si los ordena una jerarquía, no consiste ésta en los distintivos del vestido, sino en el grado de su virtud; una jerarquía moral, en la cual querría la Iglesia que se fundasen todas las otras. Como es obvio, semejante sociabilidad íntima no se limita al templo. Se prolonga y actúa en las relaciones todas de la vida, en todas las sociedades parciales. El ciudadano no deja de ser cristiano en el ejercicio de las funciones civiles y políticas y en los otros ciudadanos debe ver indefectiblemente a sus hermanos; acata al jefe del Estado y ruega por él, pero acata también a Dios; acepta por convicción y no por coacción el freno de las leyes, pero antes y a la vez el freno del Decálogo. No deja de ser hermano ni el desconocido ni el extranjero ni el enemigo en la guerra: en esto no transige el Evangelio. Pueden aducirse cuantas excusas se quiera y llevar cuenta de ellas; pero es un hecho que el enemigo no es por esto menos hijo de Dios y por ende nuestro hermano, al cual nunca y en ningún caso se le debe odio, sino siempre y en todos los casos, amor. El día en que el cristianismo transigiera en este punto, habría terminado. El que mata a un hombre destruye una obra maestra de Dios; y el que odia al hombre aborrece una criatura amable a Dios, y por tanto a Dios mismo. De ahí el drama entre la conciencia civil y la conciencia religiosa, por el cual todo cristiano en mayor o menor escala, se ha visto atormentado, y para salir del cual todo cristiano se ve acuciado a buscar en la vida nacional e internacional, y en las relaciones de clases e intereses, las soluciones pacíficas conformes a justicia y caridad. De este drama de la edad nueva ha nacido la aspiración, propia, sobre todo, de las masas anónimas —las más castigadas por la guerra— hacia una sociedad civil mejor, hacia los acuerdos de paz, hacia el desarme, hacia la cooperación mundial. Las caídas, los retrocesos, las decepciones no significan impotencia del cristianismo, sino menguado poder del hombre, cuyo sino es caer, mientras el cometido de la religión es levantarlo.

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ESPÍRITU Y CULTURA

Todo este impulso tiende a restituir al espíritu en la dirección de la vida. Amor contra odio, paz contra guerra, razón y pensamiento contra puños, pistolas, gases asfixiantes. Empeño en restablecer el primado del bien, ¿Utopía? El cristianismo, visto con lentes de sabiduría terrena, es un cúmulo de utopías. Mas para esa misma sabiduría eran también utopías el vuelo del hombre y la curación de la viruela. ¿Y qué es el odio, la fuerza bruta, sino una escarlatina que ataca a la vez al espíritu y al cuerpo? ¿Y qué es el amor sino sangre arterial, cuyos glóbulos reaccionan sin tregua contra las toxinas mortíferas? La primacía de lo espiritual es la reivindicación de las razones de la Vida contra las razones de la Muerte. Séneca se consolaba de que un abismo, el mar, un pozo, un árbol, podía ofrecer siempre al hombre el medio de substraerse al mal con el suicidio. Pero el cristiano ve en el suicidio una victoria de la Muerte, y para efectuar su liberación, prefiere declarar la lucha al mal: no destruye la víctima, sino al autor de su opresión. “Dios nos ha dado un espíritu, no de temor, sino de fortaleza, de amor y de sobriedad.” (2. Tim. I, 7.) Si los cristianos morían a mano airada, era por no sacrificar los derechos de la espiritualidad a las coacciones de la violencia: pero dejaban que el homicidio lo perpetraran otros. La suya era la verdadera fortaleza. La verdadera fortaleza por ser la del espíritu. El Nuevo Testamento asocia los dos términos, como efecto y causa. El pequeño Juan Bautista crecía y se fortalecía en el espíritu: para la lucha contra los agentes de la materia. “No temáis a los que dan muerte al cuerpo, y luego no pueden hacer más”, enseñó Jesús; porque su fuerza se ceba en un cadáver, no en el valor que perdura. —Así se destierra el miedo. “No temáis, ¡oh pequeña grey!” Y Teresa: “¡Una higa para todos los demonios!, que ellos me temerán a mí. No entiendo estos miedos: ¡demonio!, ¡demonio!, adonde podemos decir: ¡Dios!, ¡Dios!, y hacerle temblar...” 190

“Porque andar un alma acobardada y temerosa de nada, sino de ofender a Dios, es grandísimo inconveniente.” Vistas así las relaciones con el hombre, se explica el ánimo de los mártires y de los confesores y la resistencia de la Iglesia a una coalición cosmopolita de enemigos. La fuerza es un don del Espíritu. La fuerza es el Espíritu. Y sojuzga la materia. Pero se adquiere a costa de una educación asidua. Los antiguos cristianos se preparaban al martirio mediante un verdadero entrenamiento: sucumbían los no adiestrados. Una cátedra de valor... Mediante el espíritu, el cristiano asciende a Dios, Espíritu purísimo; se coloca en el plano de su voluntad y se sobrepone a cuanto acontece en el plano terreno de la materialidad. Si el hombre le es enemigo y le amenaza, él no le teme: le sigue amando y por añadidura le compadece. Siendo víctima le vence. “Al hombre se le ha de honrar humanamente, y sólo a Dios se ha de temer”, escribía Taciano a los griegos. Y su maestro, Justino, había llamado “cristianos a cuantos vivieron y viven según Razón, gente intrépida y sin miedo”. Razón, fortaleza, coordinadas en el plano de la espiritualidad cristiana, donde el miedo es lo irracional, sinónimo de mentira. Pero al enjuiciar esta fortaleza es preciso dar de mano las medidas en uso, para no sufrir engaño. Se verá una doncellita tímida, que se ruboriza ante un juez y se asusta ante un escarabajo, la cual, por la fe no duda en dejar atormentar sus delicados miembros sin lanzar un gemido y, sobre todo, sin renegar de Cristo. Esto es, la fortaleza tiene un carácter propio: no se confunde con la petulancia; nada tiene que ver con la musculatura; no sabe de aspavientos. Hace tiempo, los consabidos profesores de aquella parte de la Germania, donde la Reforma ha dificultado una nueva fase en el desarrollo del cristianismo, pusieron en circulación una teoría, según la cual el cristianismo, con sus principios de amor, había debilitado, afeminado las almas. —Esto ya lo decía. Machiavelll, partidario también de una religión de la brutalidad muscular—. Los profesores venidos después, plagiarios también, oponian como antítesis a la ley del amor, la ley del honor, propia de una no mejor definida raza nórdica, como tónico de fuerza irresistible. Lo que esto significaba se ha visto cuándo hombres “fuertes”, tonificados 191

por esas teorías, han dado muerte a inermes 39 que se hallaban a la mesa, en el lecho o en prisiones, incluidos un octogenario casi ciego y una mujer. Ciertamente el valor de matar, y de matar a viejos e inermes, no lo comunica el cristianismo. Comunica más bien el valor de dejarse matar, que es más difícil. Su fuerza, en efecto, no radica en los músculos, sino en el espíritu. Por eso la acción coactiva puede derribar el cuerpo, pero nunca llegar al asiento de su fortaleza; y reinstaura los procedimientos absurdos del cesarismo pagano, aceptado también por cristianos mal en bautizados, que reduce materialista principios y sentimientos a los miembros físicos y sobre ellos hace presión. Tan grande es su miseria. La verdadera fortaleza es un carácter constitutivo del cristianismo, tanto, que ya no llama la atención. Se encuentran millones de personas que leen sin respirar las proezas de un gangster de Chicago, que, por hacer cuartos, arriesga su propia vida, después de poner en riesgo la de los otros; pero esas mismas personas pasan de largo la noticia —recogida por muy pocos diarios— de muchachos y muchachas, que apenas salidos del hogar, renuncian a las satisfacciones corrientes para confinarse en un villorrio africano o en una leprosería del Pacifico; y truncan su vida encerrándose alegres en el sepulcro de los vivos o muriendo jóvenes por el contagio. Historiadores y sabiondos pomposos trazan panoramas de siglos con la presunción de sorprender la historia del espíritu; y mientras, 39

La eutanasia de la Alemania nazi, más conocida como Operación T4 comienza el 1 de Septiembre de 1939 en todos los centros psiquiátricos del país; esta operación consistía en el asesinato "compasivo" de centenares de miles de discapacitados físicos y/o psíquicos que "enturbiaban" el predominio de la raza aria. Para ello aquellas familias (alemanas primero y de países del este después) que tuviesen algún hijo discapacitado deberían entregarlo para su cuidado en los centros psiquiátricos y se unirían a los ya ingresados anteriormente a la Operación T4 y a los residentes fijos. La primera fase de la eutanasia nazi duró hasta Agosto de 1941; los asesinatos no eran excesivamente llamativos y en ese periodo mataron a unas 70.000 personas pero a partir de esta fecha comienza la "eutanasia salvaje" por lo que el gobierno nazi, lejos de ocultar estos crímenes, se lanza a la barbarie directa con el asesinato "compasivo" de casi 300.000 discapacitados a lo largo de toda Europa. Reunidos en grupos eran conducidos a habitáculos acondicionados como cámaras de gas o se les inyectaba veneno y asesinados con la típica y correcta frialdad nazi. Generalmente las familias no protestaban primero porque al comienzo de estos crímenes no se sabía la realidad y después porque podría recibirse una visita de la Gestapo y ser invitada a acudir a alguna comisaría en donde serían tratados de "forma correcta". (N. del E.).

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escudriñando hasta en los más remotos parajes, extraen una suma de nombres desconocidos de estadistas, generales, escritores y otros famosos que sirvieron tal vez a la humanidad, y más probablemente a un partido o a una ambición personal, desestiman a los fundadores de congregaciones religiosas, a hombres que abandonaron la literatura, la política, las finanzas, para entregarse al servicio del prójimo en las personas más humildes, en los estratos más ocultos. La gran masa de los diarios, que dedica columnas enteras a la patología de un delincuente que despedaza cuatro mujeres, pasa en silencio los atropellos legislativos de un gobierno que descuartiza la conciencia de sus ciudadanos tratándola con procedimientos de negreros; como si las violencias perpetradas en el orden religioso no interesasen directamente a la civilización entera. El más valioso heroísmo —el que da cima a la abnegación— y de ordinario la vida toda del espíritu, pasan desapercibidos para los más; ni los mismos que de él se benefician lo saben apreciar, pareciéndoles debido que un hombre o una mujer de Dios se ofrenden al servicio ajeno, y no percatándose de la serie de esforzados vencimientos propios que dan por resultado esa abnegación. La fortaleza del cristianismo está al servicio de la debilidad de los débiles; la del mundo con mucha frecuencia al servicio del poder de loa poderosos. Y esta diferencia en los servicios, da pie para que se confunda la filiación de la fortaleza y para que se juzgue al cristianismo emparentado con la debilidad y a la Iglesia un reclutamiento de inútiles, pícaros, fracasados de la vida, sentimentales, cobardes, débiles y de otros sujetos de filantropía patológica. No se entiende una cosa sencillísima: que loa ciegos buscan la luz, los enfermos la salud, los débiles la fuerza. El fuerte de este mundo —el fuerte de las finanzas y de la musculatura desasistida del espíritu—, piensa en acumular nuevo poder en torno a su persona, arrebatando a los demás las pocas energías de que disponen para sobreañadirlas a las suyas. Hasta circula desde hace algunas generaciones cierta filosofía que llama a esto libre juego de las fuerzas, siendo así que lo único libre es la explotación del que puede de la sangre del que no puede. De ahí que los débiles huyan de esos fuertes como el mal nadador del remolino. Acuden adonde pueden obtener energías integradoras, a la Iglesia que los reconstituye en su entereza, les fortalece en el espíritu, infunde confianza a su abatimiento, y les asegura que son iguales — inmortalmente iguales— a los otros, y hasta pueden por virtud —por un valor intrínseco — ser superiores a ellos. De ahí que, desde hace muchos siglos, los conventos, las parroquias, los confesonarios, los altares, son 193

meta cotidiana de una caravana de pobres, de desvalidos, de desconsolados; una caravana, sin embargo, que al contacto de las cosas sagradas, recobra energía y vuelve a afrontar la vida sin desesperar. Séneca aconsejaba a los esclavos la muerte como medio de liberación. Cristo acaba con la esclavitud al restituirle la plenitud de derechos en el orden del espíritu, que es el que importa. Y así un esclavo puede decir a los jueces, si no con las mismas palabras socráticas del escritor greco-palestinense Justino, si ciertamente con el mismo pensamiento: matarme, podéis; hacerme mal, no. En este orden, puede más el reo que el juez. ¿En qué se ocupa la Iglesia desde hace dos mil años, sino en desplegar una fortaleza heroica en una lucha desigual? El procurador, el sanedrín, los procónsules, los régulos, los cesares, los turcos, los herejes, los presidentes de repúblicas ateas o laicas, los jueces, los ministros llamados por escarnio liberales, las sociedades secretas, Pombal y Napoleón, los Tudor, los Aragoneses, los Zares y sus lugartenientes, han desgarrado sus carnes en las carnes de sus hijos, la han despojado de sus bienes, la han difamado con libros y panfletos de escritores asalariados, la han presionado por todos los medios para inducirla a pactar, a renunciar a su espiritualidad; y de hecho lograron corromper muchas veces aun a miembros suyos responsables; mas ella en su integridad de institución divina, como maestra, como madre, siguió su marcha gimiendo, chorreando sangre; pero sin doblegarse, gritando su no bajo el látigo y bajo la espada, en la galera y en el destierro; y su resistencia tenaz arrancó gritos de admiración aun a escritores acatólicos y ateos en los que el sectarismo no había nublado las pupilas de la mente. Ha podido dar pie a un error de valoración, el descubrir en los recodos de la historia y a la sombra de vigorosos caracteres, a hombrecillos agazapados, que se aterrorizaban ante la fe —en cuanto manifestación de “espíritu y de poder”, que diría Pablo— como ante la órbita de una rueda gigante que amenazara su esternón. Impotentes para igualarse a los grandes intentaron reducir a éstos a su propia pequeñez; encoger el espíritu a su medida; perpetrar un proceso de debilitación de la fe misma, que se desenvolvió cabalmente en razón proporcional a su materialización, sin duda porque debilidad y materia se corresponden como espíritu y fuerza. Se esforzaba la Iglesia en someter a la ley moral a todos los potentados; ellos procuraban someter a todos los potentados la ley moral, con el fin de que las abominables satisfacciones de la carne no 194

se vieran turbadas por la revolución cristiana. El cristianismo, espíritu, había derrocado al paganismo, materia: éstos repaganizaban la fe haciéndola aparecer ante quien les observaba, como una cristiandad de moluscos, como una religiosidad de reblandecidos, como una moral en maridaje con la riqueza. Pero la espiritualidad cristiana, cotidiana victoria de la razón sobre los sentidos, nada tiene que ver con esa pusilanimidad, como nada tiene de común con la insolencia muscular y con la animalidad desbocada. Para enjuiciarla, es necesario ante todo distinguirla de toda la miseria de los flácidos, de los proxenetas, de los gladiadores y de los codiciosos que trataron de adulterarla. *** Una distinción parecida hay que hacer entre la esencia del cristianismo y el intelectualismo tentacular que reiteradamente trató de deformarla. La Iglesia se ha servido de la cultura, pero no la ha permitido ocupar el puesto de la fe. Por eso le han lanzado la acusación de enemiga de la ciencia. Tampoco es de hoy esta acusación de incompatibilidad o al menos de escasa afinidad entre el cristianismo católico y la cultura; esto es, no procede de un contraste o de una disociación entre ambos términos que haya sido motivada en estos tiempos (después del concilio de Trento, por ejemplo, o después de la emancipación del Syllabus) remonta a los inicios de la fe. Los rabinos despreciaban a los desconocedores de la Ley, que, en aquel tiempo, eran los ignorantes; por esta razón desdeñaban también al cristianismo que sólo exigía a los suyos un conocimiento limitado a pocos y sencillos principios. Pero el que formuló explícitamente la acusación del mundo docto — del mundo griego (pagano)— fue, un centenar de años después de la muerte de Cristo, el romano Celso, quien tachó a los cristianos de enemigos del Estado, de la sociedad y de la cultura, compendiando en un tricornio para uso de todos los reporteros, las acusaciones de todos los tiempos. Pero entendámonos, Celso desde su punto de vista tenía razón: no era un denunciante vulgar. Era sincero y competente. Sólo que, al igual que casi todos sus imitadores de después, generalizaba donde debía particularizar y decir: —Los cristianos son enemigos del Estado, pero del Estado pagano, no de la sociedad, sino de la sociedad corrompida, no de la 195

cultura, sino de la cultura mitológica. Después de Celso vino Porfirio, el exponente de la cultura grecoromana, que arremetió contra la “barbarie” cristiana, atacando a Cristo por haber ocultado la ciencia a los sabios revelándola a los pequeños, es decir, por haber antepuesto a la razón y a la doctrina la irracionalidad y la ignorancia. Juliano el Apóstata se despachaba diciendo que el cometido de los cristianos era “la ignorancia y la rudeza”. De este modo los antepasados del Kulturkampf están a la vista. Tampoco los dos últimos hacían las debidas distinciones. Lo mismo que hoy. Si Croce, que, como Porfirio, es autor de una religión filosofal, y otros escritores distinguiesen su cultura de la cultura, nadie tendría que repetir: la cultura católica no es la cultura acatólica; y estamos iguales. Pero ellos pretenden establecer esta ecuación: cultura igual a cultura acatólica, como un negociante de artículos alimenticios que razonara: —Aquel señor no se provee de mí, luego no se alimenta—. El catolicismo no acepta las culturas Hegel, Croce, Russel, Ortega Gasset, luego no se cultiva. En orden a la religión no es que el razonamiento de éstos no sólo no tiene cabeza, mas ni siquiera pies. Son una especie de gnósticos, que hablan como a si la Iglesia hubiera sido instituida para propinar al mundo manuales de especulación filosófica. Ignoran u olvidan que semejante propósito desentona de la predicación de Cristo; y no saben que la vida de la Iglesia no se mide por la cultura, sino por la caridad; no por los volúmenes que imprime, sino por las almas que salva. La Iglesia está en el mundo para realizar el doble mandamiento del amor de Dios y del amor del prójimo, que en resumidas cuentas es uno solo. Cuando esto cumple, que es el reino de Dios, da lo demás por añadidura. Ya respondió, pues, por todos, desde el siglo II, el mártir Irineo: “Los que abandonan la enseñanza de la Iglesia, con el pretexto de la ignorancia de los santos sacerdotes, no consideran cuanto más vale un simple religioso que un sofista blasfemo e impudente.” Y de hecho en verdad, esos doctores extranjeros y nacionales que denuncian el retroceso y estacionamiento del pensamiento católico y la emprenden contra sacerdotes y frailes desde las inaccesibles alturas de su petulancia erudita, ven el asunto sólo librescamente, con miopía de especialización, y no universalmente (en griego católicamente); es decir, no se preguntan si aquel modesto fraile y aquel sacerdote que deletrea el 196

latín y aquella religiosa que raya en el analfabetismo llenan la función a que sus hábitos o su consagración manifiestamente les obligan; no se pregunten si mientras ellos venden a la humanidad volúmenes más o menos fastidiosos, de los cuales el 99 por ciento constituyen una distracción inútil porque no hacen otra cosa que suscitar y remover, sin resolver los problemas cien veces planteados y discutidos, hasta el punto de reducir a ese juego estéril la fecundidad de le cultura; no se preguntan, digo, si frente a cada uno de sus volúmenes no existe de parte del fraile, del sacerdote, de la religiosa, una obra de caridad, conviene saber, una restauración de energías en el cuerpo social exhausto, una reinfusión de vida donde se hallaba agonizante: un esclavo rescatado, un moribundo consolado, un degenerado reennoblecido, un suicidio conjurado, una esperanza reanimada... Ni se preguntan si por casualidad no vale más un hospicio fundado por don Cottolengo que un tomo de razón pura, o un ambulatorio en Africa más que una Academia en otra ciudad de Italia. Entendámonos. Al establecer el parangón sigo a los adversarios que se empeñan en contraponer los términos. Para un cristiano es cosa distinta. Entre ambos términos no encontrará él contraposición, sino coordinación. La Iglesia, en suma, no tiene por misión hacer competencia a las universidades, a los laboratorios, a los observatorios; los construye, mas no para sí, pues no los necesita, sino para los hombres que los necesitan; y en esto ejerce una nueva obra de caridad. Lo que ella intenta y necesita es renovar las almas en Cristo, y esta revolución la viene promoviendo desde hace dos mil años lo mismo entre analfabetos que entre laureados, ya que analfabetismo y diploma son elementos que no se repelen con su misión. Ya lo dijo Orígenes en respuesta a Celso: el cristianismo acoge y hasta muestra preferencia por los pobres, a loa cuales comunica la sabiduría del Evangelio. Pero... he aquí el pero. Con esto Ella no deserta de la cultura, no niega a la cultura su maternal asistencia, ni rehúsa servirse de ella, como se sirve de todas las cosas útiles del mundo: del platonismo, del estoicismo, del imperio, del derecho, del arte, de la literatura, de la ciencia, de la monarquía, del parlamento, de la biblioteca, de la radio, de... los profesores de filosofía. Con la ciencia puesta al servicio de la fe —explicaba Orígenes— se ahonda en sus misterios y se descubren otras chispas de verdad, otras bellezas... Pero este es un servicio de parte de la ciencia, y no puede tolerarse que de servicio se trueque en tutela; en otras palabras, que suplante a la misma fe. Sería renovar aquella confusión contra la cual protestó siempre 197

la Iglesia. Después del siglo II aquellos espíritus sutiles del mundo grecoromano y aun algunos cristianos que no comprendían la distinción, trataron de imponer una especulación que hiciese las veces de fe, una filosofía teológica, una gnosis fidelista; e hicieron un amasijo, en el cual, no obstante la fuerza intelectiva de un Plotino y de un Porfirio, la crisis del pensamiento pagano se consumó con mayor rapidez bajo la acción del cristianismo. En los últimos tiempos, dentro de la Iglesia, lo han intentado los modernistas, que le exigían con untuosa insolencia la revisión de su propia cultura; como si el Amor fuera una cultura; y al margen y fuera de la Iglesia los fanáticos del cientificismo, —mayormente los entusiastas de la ciencia— quienes creyeron que la ciencia, a la cual invistieron de infalibilidad, estaba llamada a procurarnos la nueva, la verdadera Revelación. Por nuestra suerte, acerbas decepciones han obligado a los doctos, de unos años a esta parte, a proceder con mayor cautela, a no asentar sino hipótesis probables, y, sobre todo, a renunciar al prurito de sustituir la religión. La Iglesia, distinguiendo las dos funciones, la religiosa y la intelectual, quiere que ésta, como todas, contribuya al fin supremo. ¿Qué importa conocer el cálculo infinitesimal, escribir veinte tomos de historia, descubrir un aparato de vuelo, si el alma, ayuna, descaminada e impotente, pierde la visión de Dios y se malogra? Con buen acuerdo la Iglesia impidió desde el principio que la misma ciencia religiosa sirviera de requisito de inscripción en una clase social de privilegio, condenando abiertamente todo conato de constituir un grupo selecto de perfectos (maniqueos, albigenses, etc.), sobre otro de ignorantes. En todo caso, Ella no acepta que se cambien los papeles; que en asuntos de fe hagan de consejeros y reformadores los filósofos, los científicos, los novelistas, o, para simplificar, Nietzsche, Freud, Wells; así como por su parte los teólogos, no se meten a maestros en cuestiones de trigonometría, física y electricidad, y si alguna vez lo hicieron, en el pecado llevaron la penitencia, como en el caso de Galileo. Podremos tener doctos y filósofos eminentes; pero podemos también no tenerlos. Bienhechores y benditos hombres como Dante, Lope de Vega, Galileo, Kepler, Newton, Pasteur, Marconi; mas, por preciosa que sea su obra aun apologéticamente, no es indispensable para la salvación de las almas; hasta me atrevo a decir que, en substancia, el cristianismo sería lo que es, sin Gregorio de Nazianzo, Agustín, Tomás de Aquino, Bossuet, 198

Balmes… De hecho, la religión, tomó a su cuidado la civilización agonizante, como Juan a la Madre divina al pie de la Cruz, y evitó su ruina. La cultura griega y el derecho romano estaban a punto de ser sofocados, bajo los alaridos de hordas procedentes del septentrión y del levante; pero sobre los terrenos en llamas, entre el terror y la desesperación, ella, inerme, guardó en depósito lo mejor del pensamiento antiguo y lo legó a las nuevas edades. Pasada la barbarie, amansada y transformada por ella, la Iglesia consignó a los laicos aquel delicado y peligroso instrumento, aun a sabiendas de que éstos, como chiquillos desagradecidos y fatuos, lo habían de volver frecuentemente contra Ella. Cuando Pablo y los evangelistas pusieron por escrito los primeros monumentos de la literatura cristiana, las letras griegas y latinas se arrastraban presas de parálisis, y al artificio que encubría una agonía desesperada opusieron ellos una simplicidad de vida virgen. Después de ellos surgieron prontamente de las filas de la cristiandad prosistas y poetas de renovado empuje; y a la caída del Imperio, la Iglesia lanzaba al campo escritores titánicos que marcaron el rumbo de una cultura original. Se abatieron luego sobre la Europa occidental bárbaros y tiranos. Y entonces la Iglesia, como había tomado bajo su protección a las ciudades poniendo a su cabeza a los obispos para que no cayeran en la anarquía y para que no pereciesen de hambre, por la peste y por la guerra; como tomó bajo su protección los campos creando los monasterios, cuyos monjes enseñaron a cultivar la tierra congregando a los dispersos y a los vencidos en torno a los claustros, asentados en los montes y en las bifurcaciones como cluecas cobijando los polluelos bajo sus alas, así protegió también a la cultura no comprendida por los nuevos dominadores y olvidada por exhaustos descendientes de Roma, haciendo custodiar junto a cada altar un archivo, y copiar y estudiar los autores clásicos al lado de los autores sagrados. “Claustrum sine armario, castrum sine armentario”, se decía. Junto a cada capilla y a cada claustro se abrió después una escuela, algunas de las cuales se convirtieron en universidades; y en la alta edad media, Italia, con el resto de la Europa cristianizada volvió a ser el centro del pensamiento. Cuando más tarde los laicos, por ella instruidos, pudieron andar ya por sus pies, se consideró exonerada en parte del empeño voluntariamente aceptado de la cultura; pero no se desentendió del todo: la función escolar le siguió unida como una rama del apostolado. Quiere decir que los otros —los incomprensivos— para tener más fundamento al 199

echarle en cara la acusación de obscurantismo —a Ella que iluminó la secular noche medieval— le arrebataron o le negaron el derecho y los medios de enseñar; y hasta con frecuencia, como ayer en España, le robaron las escuelas para adornarse con sus despojos. Vino la revolución. Parte de los escolares instruidos en sus bancos, en los siglos XV y XVI irguieron la cabeza y asaltaron, con las armas del pensamiento, el sistema de principios en que descansaba la fe. Se desencadenaron al mismo tiempo la revuelta dogmática, con el protestantismo, y la revuelta política contra la unidad imperial con la aparición de las monarquías. Tiempos procelosos aquellos, en los cuales hubiera sucumbido cualquier otro organismo. En cambio la Iglesia, aun entonces, se hizo protectora de las artes renacientes, y alimentó, cultivó e inmortalizó una pléyade de artistas, erigió monumentos, rebuscó códices, proporcionó un asilo a la cultura. Entonces Sixto IV, agrandando y organizando la Biblioteca Vaticana y abriéndola al público, establecía para los pasados y los venideros, el fin de aquella institución que había de ser la exaltación de la Iglesia, la propagación de la fe, el progreso del saber. Pero más que la rebeldía del pensamiento pudo el materialismo político de los monarcas. En mayor o menor escala pretendieron éstos en todas partes meter mano en la libertad y en el patrimonio de la Iglesia y para lograrlo reclutaron pelotones de filósofos y compañías de leguleyos que graduaron la especulación por el salario y prostituyeron el derecho al temor, haciendo de la filosofía utensilio para legitimar la arbitrariedad dinástica. De este modo realizaron las monarquías negocios de lucro: confiscaron bienes inmensos, despojaron a la Iglesia, y aun sin proponérselo minaron el prestigio del clero y luego los fundamentos de la fe; cuando hubieron atizado bastantemente la hoguera, cayeron en ella con sus tálamos y sus tronos, crujiendo como maderaje carcomido; y como el fuego abrasa y reduce a cenizas, no volvieron a levantar cabeza. Con ese cataclismo libertador comenzó el resurgimiento de la Iglesia. Cuando Pío VI fue puesto en prisión, apareció bastante más grande y pontifical que cuando se trasladó a Viena a pactar con el apostólico rey. Los sobresaltos de la convulsión no cesaron de momento: pero el Papado se reanimó. Por lo demás, en ese período la primera preocupación de la Iglesia, no por voluntad, sino por necesidad, no fue filosofar sino vivir, a lo que siguió un decaimiento en la especulación católica, y una mayor laicización del saber. Hoy, conseguida una relativa paz en virtud de las nuevas 200

conciliaciones políticas, la Iglesia reasume complacida los cuidados de la instrucción; y un gran número de pensadores cristianos se enfrenta con los pensadores cuyo anticristianismo se atenúa de día en día. Aún más: su más viva atracción la ejerce hoy precisamente entre los pensadores; lo que significa, que en un porvenir quizá no lejano la volverá a ejercer entre las muchedumbres ahora desviadas. En el fondo del pensamiento laico, en la especulación que prescinde de un Dios personal, se está disolviendo el protestantismo, de tal modo, que en lugar del amanecer de una civilización nueva puede compararse la suya a la desesperada agonía de una civilización absurda, de compromiso cristiano-pagano en un mundo que quiere ser lo uno a lo otro. La tremenda descomposición que se oculta bajo el nombre eufemístico de crisis actual, es el último resultado de un individualismo egoísta, cuyo principio se remonta a la revolución anticatólica del siglo XVI, cuando la reforma con parte del humanismo creyó libertar el espíritu humano desligándolo de los deberes sociales con que se regía la Iglesia y la cristiandad, separando su fe de sus obras... Repitió el antiguo error del divorcio entre la religión y la moral. Y el pequeño yo de cada uno se entumeció de egoísmo, hasta perder la conciencia de las obligaciones para con los hermanos, para con la sociedad. Esta anárquica exasperación de individualismos iniciada por la Reforma fue empujada a la crisis de hoy por la cultura, hija de la Reforma. Para poner fin a su acción demoledora, es preciso que la cultura recobre otra vez la conciencia de sus deberes morales, sociales y religiosos, de los que se desvinculó creyendo realizar una conquista. Comparado a esta desviación anárquica del pensamiento anticristiano, el pensamiento católico da hoy la impresión de una persona en su madurez, sana, con propensión más bien sedentaria, que disfrutando de óptima salud no va en busca del peligro. El otro, el pensamiento llamado moderno no se sabe por qué, sigue en cambio dando la impresión de una persona espoleada en el cóccix, con los nervios destrozados, como una central eléctrica en la cual los cables cortados despiden chispas y rumorean el uno sobre el otro; insomne, frenético, va en busca de salud y se enfila inyecciones en la epidermis, se somete a laceraciones quirúrgicas, toma excitantes y los elimina con soporíferos, inestable, febricitante, débil. Y mirando al otro se irrita de su placidez, la califica de fosilización y le invita a someterse a sus mismas experiencias, al vivir arriesgado. Crecer en armonía con el desarrollo progresivo y normal de la naturaleza se le 201

antoja somnolencia o necrosis: ansía las convulsiones, las explosiones, las alucinaciones centelleantes, los disparos, las sacudidas. Colocados en posiciones... terapéuticas tan distanciadas, es lógico que no puedan llegar a un acuerdo: el primero combatirá al segundo, el segundo desdeñará al primero; pero su pretensión de condenarlo porque no se acomoda a su estado (o a su inestabilidad) de ser, porque no substituye los fundamentos por los escombros, es absurda y sólo se excusa por la fiebre que le devora. El pensamiento cristiano se basa en Dios, que es inmóvil; el pensamiento anticristiano se basa en el yo, que es inestable; de ahí el distinto rumbo de sus criterios y la divergencia de sus deducciones. Es decir, que el Dios de los cristianos es un Ser personal, superior, padre de todos, que, con las almas, hermana y allega también los entendimientos; el Yo de los acristianos se convierte en dios subjetivo, inferior, que separa los hombres apresando a cada uno en el vértice de una singular idolatría, en la cual cada uno piensa y trata de reducir a los demás a su servicio. Cada uno su dios, su gnosis, su universo; desaparece el centro; el universo se convierte en pluriverso. Así, pues, cuando al pensamiento católico se le opone el pensamiento moderno, se le opone una figura retórica; se cree intimidar e impresionar presentándose como innovadores y presentando a los demás como reaccionarios, con la expedita ingenuidad de ciertos artistas que se creen indiscutibles por haberles sido adjudicada la patente de modernos. Pero no existe un pensamiento moderno; existen millares de sistemas cada uno de los cuales gira en torno a un propio eje, con peculiar apoyo mental o umbilical. Con el protestantismo quedaba l menos una unidad: Dios, al cual se dirigía cada una individualmente con relaciones interpretadas y realizadas a su talante. Mas, por un desarrollo incoercible, el libre examen levantó manadas de altares, manadas de dioses, ante los cuales hace cada cual de sacerdote, perpetrando, por la identificación del sujeto y del objeto del amor, una especie de incesto monstruosísimo. La familia humana está reducida en aquellos parajes a un manicomio, donde los alienados, erguida la cabeza, se tienen todos por reyes y reclaman todos tributo, y donde terminarían por separarse si el muro que los ciñe no lo impidiera o por hacerse astillas si el guardián no lo evitara. De ahí la necesidad de multiplicar los órganos externos de control y de intensificar su función. Y en el supuesto de que la Iglesia quisiera abdicar de su propio pensamiento y aceptar el de ellos (prácticamente dejar de ser Iglesia y 202

reducirse a un agregado), ¿a cuál de ellos debería atenerse? El pensamiento moderno, ¿es Hegel o Bergson, Huxley o Dewey, Einstein o Freud, James o Spencer? Y si pensamiento es producción del entendimiento, ¿qué es lo producido por pensadores como Rosmini, Newman, Mercier, Adam, Soloviev, Maritain? En resumen. La pretensión de reclamar para sí el monopolio del pensamiento corre parejas con la de acaparar el patriotismo, el arte o el derecho: es una tentativa de desdén nacido del miedo; desdeña por temor a resistir. Y nótese bien: por temor a resistir no al brazo secular, que no está ya al servicio de la Iglesia, que está sin reservas en... mano de los otros, sino precisamente a la fuerza lógica de sus verdades, al pensamiento de Ella. Cuando el pensamiento moderno se encastilla en esta pretensión, dogmatiza; y dogmatiza solamente en sentido negativo para rehusar a la Iglesia los títulos y la función del pensamiento. Demuestra una inconsistencia sostenida con argumentos de metralla. Mas la experiencia de Rusia, Alemania, Méjico, pone de manifiesto que aun estas ataduras de fuerza material llegan a resultar impotentes. El freno debe aplicarse al espíritu. Y la cultura sin Dios ha demostrado, con pruebas que pesan sobre la paz de los individuos y de las naciones, la potencia que posee para envilecer, para quebrantar los sistemas, para lanzar unos contra otros a los hombres y a las sociedades; pero una unidad, una solidaridad, una verdad superior a los egoísmos, no la ha sabido crear. Negando las razones del Espíritu, ni siquiera ha sabido organizar un régimen armónico de clases, de naciones, de intereses; ni siquiera ha sabido procurar una repartición racional de los medios de vida; porque — parece increíble, pero lo reconocen hoy muchos— hasta los problemas políticos, hasta los problemas económicos, tiene un origen teológico. Esta cultura atea está en bancarrota: ha originado la “crisis”. Ha sido el suyo un juego de demolición que ha durado un tiempo. Parece llegada la hora de que reconozca sus límites, y vuelva, con mayor humildad, al servicio de la Madre común, en cuya casa servir es reinar.

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SIGNO DE CONTRADICCIÓN

Ciertos fósiles de la filología, que por estar fuera de la Iglesia, están fuera de la vida, y confunden la mesa en que garabatean con la geodesia del cosmos, aseguran que el cristianismo está muerto. ¡Por eso lo combaten!... ¡Mosqueteros que disparan sobre un cadáver! Esta apreciación nace de una inversión de términos. El cristianismo apenas ha penetrado un poco más de la corteza de la sociedad. Corteza dura, en verdad. Tiene que ahondar más. Ha necesitado siglos para hacer comprender que el sano es deudor del enfermo. Y hoy los Estados, siguiendo el ejemplo de la Iglesia, empiezan a preocuparse, con inteligente espíritu de solidaridad, del que es incapaz de curarse por sí mismo, distribuyendo los recursos de los que tienen mucho en beneficio de los que no tienen. Han sido necesarios siglos para hacer entender que las clases son solidarias, que los pueblos son corresponsables. Y hoy los Estados, de grado o por fuerza, inician una más vasta vida social e internacional. Han sido necesarios siglos para derribar las trincheras más formidables del privilegio y hacer comprender que los hombres nacen iguales, libres y hermanos; y aun muchos cristianos no lo entienden o fingen no entenderlo. Hasta hace 70 años existía la esclavitud en un gran país de cristianismo puritano, y aun hoy existe en países de régimen parlamentario. Bien poco tiempo hace que se va en busca de realizar la igualdad jurídica… En una palabra, la revolución cristiana está en sus comienzos, y conquista el terreno palmo a palmo. A ellos les parece que agoniza. La ven algo así como desde mi ventana veo yo la iglesuca de montaña, cuya cruz ha sido arrancada y cuyo campanario ha sido troncado por el rayo, con la bóveda horadada por las lluvias y los vientos, con el pavimento desgastado por el uso, con el revoque de las paredes corroídas, y la madera de la puerta que cruje bajo el leve peso de una viejecilla que se apoya en ella desde el desgastado peldaño. Aspecto de agonía resaltado por la presencia de casitas lindas y coquetas, separadas por el césped, radiantes de sol, con chicuelos en los umbrales y muchachas a las ventanas. Las moradas del hombre se 204

embellecen; la morada del Señor —¡de qué señor!— se desmorona. Parece el símbolo de la Iglesia en el mundo: vieja institución tolerada por los unos, agredida por los otros, a la que una ordenanza puede comunicar la demolición por exigencias de plan regulador, o a la que un alcalde, para hacer olvidar que fue educado por los sacerdotes, puede silenciar sus campanas. Prescindiendo de símbolos, su quiebra lo evidencia la estadística con sus cifras. Después de 1900 años, de dos mil millones de hombres, sólo 700 millones son cristianos; y de éstos sólo 500 millones profesan la fe en la divinidad de Cristo, y sólo 350 son católicos 40. Sobre esto, entre los católicos hay grandes masas agnósticas o ineficaces, que producen de cuando en cuando los más sañudos perseguidores. Que en 1914 la Europa sedicente cristiana, de la cual había partido en enorme proporción la propaganda de la fe y por ende de la civilización sobre el resto del mundo, no lograra resolver cristianamente, es decir positivamente, sus discordias, era un hecho que no sólo hacía pensar en el espesor de la corteza de bestialidad del hombre, sino hasta poner en tela de juicio la capacidad del cristianismo para seguir dirigiendo los pueblos. Aun en 1930 un ministro de una religión cristiana, el decano Inge, hablaba de la guerra como de una quiebra del cristianismo. ¿Pero no era más bien una quiebra de los cristianos, que habían preferido escuchar a los predicadores de la guerra antes que al Papa — 40

El cristianismo es la religión más difundida en el mundo, donde 2.180 millones de personas, es decir casi un tercio de la población, son considerados cristianos, según afirma la agencia vaticana “Asianews”, que cita un estudio del centro estadounidense The Pew Forum. Mientras los musulmanes son 1.600 millones, el 23,4 % de la población de la Tierra. De esos 2.180 millones de cristianos, los católicos son el 50,1 %, los protestantes el 37 % y los ortodoxos el 12 %, mientras que el resto se lo reparten otras confesiones. En los últimos cien años los seguidores de Cristo se han cuadruplicado, pero el crecimiento de la población mundial ha dejado prácticamente igual el porcentaje sobre la población mundial. Hace cien años los cristianos eran 600 millones y ahora 2.180 millones, pero al mismo tiempo la población ha pasado de 1.800 millones a 6.900 millones, lo que supone que hace cien años representaban el 35 % de la población y ahora el 32 %. Los cristianos han aumentado en África y Asia y han descendido en Europa. Si en 1910 el 66,3 % de los cristianos vivían en Europa, el 27,1 % en América, el 4,5 % en Asia-Pacífico, el 1,4 % en África subsahariana, el 0,7 % en Oriente Medio y África del Norte, ahora la situación ha cambiado radicalmente. Hoy Europa está en el segundo puesto (25,9 %), mientras que el mayor número está en América (36,8 %). (Datos obtenidas en octubre del 2012; N. del E.).

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antes que al Padre— que precisamente como Padre, predicaba la paz? A lo más se podía hablar de quiebra del cristianismo en sentido relativo, es decir, del cristianismo tal y como había penetrado hasta entonces en la piel durísima de estos ebrios de sangre que son los hombres. Y, a la verdad, ahondando un poco, se hallaba, efectivamente, que los responsables de la solución sangrienta de los conflictos internacionales no representaban tipos de cristianos más que de nombre: verdaderos exponentes de la mayoría. Los Ausburgo habían aspirado a hacer de la religión una burocracia gubernamental y una guarnición del trono; los Hohenzollern habían hecho del luteranismo un coeficiente de su política diaria, disponiendo de la teología como de un sujeto de personal jurisdicción; los Zares habían intentado reducir la Iglesia a un dicasterio de palacio y al clero a funcionarios subyugados bajo el peso de la ignorancia y de la riqueza; las clases dirigentes y los gobiernos liberales de Inglaterra, Francia e Italia, o escépticos, o agnósticos, o anticlericales, habían combatido sañudamente la religión o la habían tratado como una convención inocua, útil para los pequeños servicios electorales o policiacos en períodos de paz. Por eso en las clases responsables Europa había mirado por sus intereses con espíritu sólo superficialmente cristiano: de hecho había desencadenado la guerra, que es anticristiana, y había urdido aquella paz, que es una guerra. La Europa cristiana... ¿Aquello era cristianismo? ¿Qué tenía que ver con Cristo aquella charlatanería o aquellas justificaciones reminiscencias del paganismo? ¡Ecce Homo! —Reducido a ese estado, Cristo reaparecía con su cuerpo llagado hasta quedar desconocido; y la gentuza de los inconscientes y de los ignorantes estaba presta a reunirse, entre chanzas, al grito: —¡Crucifícale!— que es una consigna muy seductora para reunir a muchos. *** Comparando la proporción de los creyentes de hoy con la de la Edad Media da la impresión que retroceden; y cotejando el número de los escritores de inspiración religiosa de hoy, cuya producción bibliográfica es en un noventa por ciento extraña u opuesta a la fe, con los de los siglos del medievo, cuya producción religiosa constituía el noventa por ciento de toda la literatura, da la impresión que los creyentes son una patrulla de retaguardia, empeñada en una lucha defensiva. Mas en realidad es una patrulla de vanguardia, empeñada en una lucha de ataque. El sentimiento religioso es hoy, en profundidad, mayor que el de ayer. Con toda la 206

dogmática, la mística, la filosofía de aquella época, la sociedad de entonces, a pesar de los beneficios de la universalidad católica, conservaba en su entraña una serie de iniquidades, de privilegios, de crueldades, bastante mayor que la sociedad actual. Carlomagno y el rey san Luis no podían separar la espada de la cruz, la paternidad de Dios del feudalismo, porque el cristianismo de sus tiempos no había desarraigado las más nudosas raíces de la antigua estructura social. Recuérdese el valor de la vida en aquella época, en la cual por un escudo se cortaba una oreja, por una palabra se amputaba una mano, por una violación de uno de los cien o cientos de artículos estatutarios del castillo o del municipio, se arrancaban los ojos, se castraba, se empalaba, se descuartizaba; recuérdense los tribunales de Enrique VII, de Calvino y de los príncipes reformados, y sus inhumanas sentencias; confróntese aquel atropello de los derechos, de la dignidad, de la sangre humana, con el respeto, la dignidad, la conciencia del hombre nuevo, madurada a través de un lento desenvolvimiento de los gérmenes cristianos en el torbellino de instintos egoístas y de materialismo. Se verá cómo el Evangelio se va filtrando en el espíritu, y a pesar de las oposiciones, de las negaciones, de las regresiones locales, va convirtiéndose poco a poco en conciencia universal de la humanidad. Quizá hay más cristianismo —más Dios— en la Rusia oficialmente atea de hoy, entre la nueva generación de obreros sometida a extraordinarias renuncias, que en la santa Rusia representada por Dostoievski y Tolstoi, en una generación frívola y cínica o paralizada por las injusticias sociales. La dulce y profunda mirada de Jesús penetra todavía el corazón de fariseos y ladrones: entre la algazara de la turba y los esputos de la soldadesca, taladra esa mirada las múltiples cortezas del orgullo, y ahonda en busca de las conciencias, serena, apremiante, y llega un momento en que todos, advirtiéndolo o no, por un instante o por toda una existencia, sentimos su llegada como la de una inspiración suave y tremenda. El hombre recalcitra todavía; el cuerpo social está todavía enfermo a causa de su alejamiento de Cristo, su Médico; siempre febril por las lesiones del odio, tóxico que invade las fibras y disgrega los tejidos. Pero sobre él, la mirada de Cristo irradia constantemente el amor que restituye la salud; y su Evangelio repite todavía la canción litúrgica de la Vida, del Júbilo, de la Esperanza sobre el griterío de nuestra sorda trifulca cotidiana, por encima de la patología del egoísmo; sobre las hipocresías, envidias y calumnias sigue Él desplegando las energías de la inocencia, y encomienda 207

a María los cuidados de enfermera amabilísima. Cuantas veces, cuando cargados de inútiles preocupaciones, escuchamos de nuevo el acento de su voz o sentimos el toque misterioso de su gracia, sentimos que el alma se libera del aprisionamiento de la codicia, de las ambiciones, de las enemistades, y recobra su libertad. Limpia Él todavía con el contacto de sus dedos, que nunca hicieron mal, la lepra de que estamos manchados, y disipa la vulgaridad, en medio de la cual se revuelve el corazón como la bestia se revuelca en el fango. Así actúa el inmortalmente Vivo, a quien nosotros, en las horas turbulentas, creemos medir por nuestros cálculos funerarios. ¿Cristo murió y no resucitó?... Vive hasta en la furia misma de sus negadores, en el remordimiento de los violadores de la moral y en la insatisfacción de los profetas laicos de toda índole. Su semilla ha sido propagada más allá de todas las murallas, en China, en Africa, en Oceanía, y remueve allí las conciencias y descompone los sistemas de iniquidad social consolidados por milenios. Llámese como se quiera: progreso, civilización occidental... pero no es otra cosa que un fermento de ideas cristianas, por las cuales está Cristo hasta en el corazón de los mismos paganos que ignoran su nombre. Nos inquieta que cada día parezca que se excluye cada vez más a Cristo de la vida social; pero esta misma inquietud es en parte una aspiración y en parte una resistencia a su ley moral: en uno y otro caso, un reconocimiento de que su Ley actúa, de que está muy lejos de agonizar. Stalin afirma que la civilización capitalista está en su ocaso; Wells asegura que la cultura antigua está en liquidación; Berdiaeff anuncia una nueva Edad Media; diversos escritores proponen soluciones nuevas de diversa naturaleza. A todos la cosa más cierta les parece ésta: que sobre la Iglesia se acumulan señales fragorosas de tempestad. Pero esto quiere decir que la Iglesia, como el Cristo cuyo cuerpo místico es, sigue en pie como signo viviente de contradicción. Muchos que estarían dispuestos a otorgar crédito al cristianismo, no le conceden a Ella, la menor fianza, y pretenden dividirlos para mejor acabar con ellos. No intentaron otra coca los modernistas, los cuales con Loisy a la cabeza, han distinguido entre cristianismo y Curia Romana, —como ellos dicen—, y no pocas veces han saltado el foso del Evangelio, para perderse en una religiosidad humanitaria incongruente. Benito Croce ha seguido un procedimiento un poco opuesto: ha declarado muertos en buena hora al cristianismo y a la Iglesia, aunque sin dejar de reconocer a esta última cier208

ta fuerza de inercia que la hace moverse, como cadáver que camina por la fuerza de la costumbre. Como filósofo conceptúa fenecida a la Iglesia porque, a su parecer, no proporciona ya más filósofos o más diputados liberales; y de esta forma un general la podría creer agotada porque no prepara un cuerpo de estado mayor; un ingeniero, porque no hace párrocos a los técnicos; un estadista, porque no produce estadistas; y un poeta porque no cultiva la poesía. Tienen de común estos propagadores de muerte el no percatarse de que ponen en parangón dos órdenes diferentes; que el catolicismo, de cuya médula han salido excelentes poetas, podría no haber engendrado ni siquiera uno, sin perder por eso un ápice de su vitalidad; que la Iglesia no ha de dar estadistas, ni financieros, ni estrategas, sino santos. Toma a los científicos, a los profesionales y los santifica: esta es su labor. Y de este modo acoge la democracia, la aristocracia, la monarquía y las cristianiza y esto es también de su incumbencia; como acepta la radio y el aeroplano y los utiliza para las misiones. Un día convirtió a Clodoveo, a un bárbaro, en misionero suyo: y esto, cuando longobardos y godos arrianos estaban en condiciones de meterla bajo las patas de los caballos. ¿Quién nos dice que mañana no convertirá en apóstoles suyos a muchos comunistas o librepensadores? Lenin dijo que las dos únicas fuerzas del futuro habían de ser el comunismo y el catolicismo. En el orden religioso es probable efectivamente que no quede en pie más que el catolicismo; y en este caso, estarán quizá frente a frente el Cordero y la Bestia del Apocalipsis, el uno con el ejército de vírgenes y el otro con las hordas idólatras. Por lo menos se habrá simplificado el combate. La Iglesia se agranda. Pero se agranda también la Anti-Iglesia. Las herejías de Arrio, Nestorio, Lutero, son bagatelas junto a las negaciones radicales de los filósofos inmanentistas y de los cristianos modernistas de los últimos treinta años; con ellos aún se quedaba con Cristo, mas con éstos se está con Hegel o con el Anticristo, a quien sirve de heraldo la indiferencia religiosa. La coacción tiránica y brutal de las conciencia., que tiene lugar en Rusia y Méjico, será imitada sin duda en otros países; y gran parte de nuestros hijos crecerá sin conocer a Dios si no es por los escarnios dirigidos contra Él por sus injuriadores. Gog y Magog41 se preparan con los tanques, con los decretos legislativos, con las pistolas y las horcas; ésta es su “espiritualidad”: 41

Estos nombres de Gog y Magog, sacados del Génesis, representan como figuras literarias a cualquier enemigo de Dios. (N. del E.)

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hierro, bombas, sangre; de allí nacen y allí se alimentan. Por esto mismo debemos prepararnos también nosotros con el hierro del carácter, con el fuego de la caridad, con nuestra sangre si es preciso; porque si el Anticristo derrama la sangre de los enemigos, Cristo ofrece la sangre de los suyos por su ley de amor al amigo y al enemigo. Y pues en tantos lugares arrecia el ataque, y se movilizan la filosofía y la política, el arte y el panfleto, la soga y la literatura, y se da muerte a sacerdotes y se priva a los niños del conocimiento de Dios, bien se pone de manifiesto que el cristianismo vive y actúa con una energía proporcional por lo menos a la reacción. Y es de notar, que a tomar parte en la contienda acuden algunas de las inteligencias más preclaras, abandonando campos de fácil botín para convertirse en blanco de ultrajes, aun saliendo bien librados. Son muchas y bien conocidas; más serían todavía si no fuesen tantas las que se detienen a medio camino. Les acaece como al viajero que al salir de las vías del tráfico y del ruido, cuando en el fondo de un semicírculo silencioso se ofrece a su vista la escalinata marmórea de una basílica romana y se apresta a subirla recogiendo sus pensamientos ante la maravilla del templo; cuando la fachada marmórea y la inminencia del rito, como asaltándola, disponen al alma a ponerse en contacto con Dios, y le invade ya el asombro del misterio, a punto de derretirse en sentimientos de amor: he aquí que a restituirlo a la prosa de la vida, llega a sus oídos la voz estridente de un comerciante que le saca del éxtasis y le baja a su realidad: al negocio. Ofrece baratijas vistosas, recuerdos turísticos, ofrendando al espíritu su materia, al hambre de divinidad los artículos manufactureros, mientras con modales amables viola el instante de divino anonadamiento. Llega un peregrino de al otro lado de los Alpes o de allende el mar, para tocar más de cerca lo Eterno, arrodillándose sobre las tumbas de los Apóstoles; y cuando se encuentra ante la majestad miguelangelesca de la basílica, y su espíritu, desprendiéndose de las trabas de la materia se dilata en armonía con las amplitudes sinfónicas de la arquitectura sagrada, y asoma tembloroso el elevado deseo en lágrimas de gozo, el hombrecillo de la empalagosa sonrisa, alguacil del diablo, sale al encuentro a despertar de su enajenación al alma hacia la escoria de lo terreno. Acaso es un pobre hombre, acuciado del hambre: pero la impresión es ésta. Y puede ocurrir que a quien parte de lejanas ideas erradas y supera graves crisis existenciales para acercarse a la maternidad acogedora de la Iglesia, se le ponga delante, en el momento de subir, algún comerciante de 210

la fe ofreciendo a su ansia de encontrarse con Cristo una medalla de piedras falsas. En la calle que conduce a la Iglesia —a la casa toda pura donde mora Dios— hay establecidas desde hace siglos comercios ambulantes donde charlatanes especializados trafican transacciones con la materia, arreglos con la tierra y con el demonio, y con guiño malicioso, indican atajos para ahorrar la fatiga de la subida, disipando el esfuerzo en etapas y excursiones a las cercanías con pasaportes falsificados. A derecha e izquierda de la calle, abren hoteles confortables con intento de sustituir a la Iglesia, y manipulan en ellos facsímiles de religión a gusto del consumidor. Y el alma que viene de lejos, si un temple de entereza no le sostiene contra toda esa morralla manipuladora de la fe, termina por detenerse a medio camino, y se contenta con ver a distancia las doradas bóvedas. ¿Por qué nos ha de extrañar, si en ese ambiente, atribuya a la Iglesia las propiedades del hotel donde se ha detenido? Justo será decir que una de las propiedades distintivas es que la Iglesia es militante, no un hotel, y el que se acoge a Ella para simplemente estar cómodo ha errado totalmente; sobre todo hoy que la lucha es encarnizada, y el que se rinde se convierte en un estropajo en mano de Satanás. Por desgracia el mal es monótonamente uniforme, y el hombre reincide en él con desesperante obstinación. Pero lo que excluye la victoria del mal es la persistencia misma de la lucha. Y ésta tendrá fin cuando sea realidad la Utopía cristiana. Militante, aunque parezca increíble, es una expresión relativa a milicia, es decir, a lucha, a guerra. Pero a guerra —urge advertirlo— contra todo lo que entre los hombres es causa de ella, entendida como homicidio. En tal sentido es difícil señalar un solo periodo en que la Iglesia haya vivido enteramente en paz. Si así viviese dejaría de ser militante. No cesa en una lucha, sino para emprender otra; y las desencadena siempre por no avenirse a una paz que sería a costa de su libertad, que es, además, la del espíritu humano en su movimiento de adhesión a Dios. El católico está llamado a luchar en sus filas primero contra sí mismo, y luego que ha dominado su propio ser, a combatir como soldado contra los enemigos de la cristiandad. Es éste un hecho nada retórico, sino real. Es el caso que va en serio. Quien, como cristiano, pertenece a la Iglesia, se hace corresponsable por el bautismo de su honor y de sus andanzas; honor y andanzas que al hacerse más crueles la masa de ateos y de no cristianos, sólo por el sacrificio pueden asegurarse, defendiéndolos con tenacidad extrema. También por esta guerra lograremos la paz. Pero no aquí. La 211

solución es escatológica. No faltan cristianos que aceptan la dialéctica de esta lucha. Al lado de los indolentes, al lado de los indecisos, de los cuales decía el viejo Hermas que no están “ni verdes ni secos ni vivos ni muertos”, la Iglesia los posee esforzadamente vivos y vigorosos: millones de personas de todas las profesiones y estados, que aportan al combate, sacrificios, dinero, estudios y obras de toda clase, anhelando el reinado de Cristo en el mundo. Para todos hay lugar. Nadie puede echarse atrás con el pretexto de que los jefes no cumplen, de que la organización es deficiente, la prensa es contemporizadora, las escuelas defectuosas, los maestros incompetentes, los instrumentos oxidados, y así lo demás. Dado, no concedido, que eso sea así, y aun concediendo que las excepciones constituyen la regla, ni la corrupción, ni la debilidad, ni el politiquismo, ni los Borja, ni los Médici, pueden estorbarnos una cosa —una, pero esencial y suficiente—: el santificarnos. Y santificarse equivale a perfeccionarse en el amor de Dios (oración) y en el amor del prójimo (obras) y tenemos la convicción confirmada por siglos de historia, con alternativas de tiranía y de libertad, de glorias y de fracasos, que el fuego de nuestra espiritualidad cristiana desbaratará molécula por molécula toda la trama de barricadas establecidas en torno al Santo por el miedo y por la animadversión. Y el amor triunfará. Y la Iglesia extenderá a todas las gentes —entre los mismos hebreos primeros conocedores de Dios— su ciudad divina, plasmando en el amor la ciudad terrena, confinando en el infierno la ciudad satánica. En Italia y en otras naciones civilizadas tenemos la fortuna inestimable de la paz entre ambos poderes; pero en otras partes, bajo la influencia todavía de la ignorancia salvaje, la Iglesia parece excluida del espíritu de los ordenamientos sociales. Sin embargo, puede en su eternidad esperar su evolución; y hasta podría esperarla sin inquietud si no anduviera de por medio la salvación de las almas; si no llevaran impresa la imagen de Satanás. Mas por esto mismo es preciso que los católicos, y aun aquéllos de entre los católicos que sienten católicamente y comprenden la insuficiencia del propio aislamiento, salgan del individualismo al cual, bajo la acción del pensamiento mediocre, han reducido frecuentemente la fe, y se incorporen vitalmente a la acción de la Iglesia, haciéndose apóstoles —o como decían los santos Padres— incorporándose a filas: que de batalla se trata. Se habla repetidamente de intromisión de la Iglesia en la sociedad. Trágico pretexto para poder atacarla, y por tanto, a Cristo. El hecho es que 212

su influencia en la sociedad es restringida y, por tanto, que las energías de lo sobrenatural en el mundo actúan escasamente y su vida resulta mutilada. La comprobación está en que los más de nosotros, comprendidos los católicos, no damos a la Iglesia ni la centésima parte de lo que damos al Estado. A él le damos años de servicio militar, impuestos cuantiosos y hasta la vida en una guerra si llega el caso; a la Iglesia le damos algunos céntimos y alguna hora los domingos, cuando se la damos...; y si somos llamados a servirla, vamos con pies de plomo y los más rehúyen el bulto. El deber cívico en los diversos países durante la última guerra, costó, en cuatro años, tantos muertos como no podría verosímilmente costar el deber religioso en cuatro mil. “Si yo hubiera servido a mi Dios —se lamentaba el cardenal Wolsey— como he servido a mi rey, no me hubiera Él abandonado en los días de mi vejez.” La preparación para el gran duelo, del cual Rusia, Méjico y Alemania representan las primeras escaramuzas, se lleva a efecto viviendo una fe integra, llena de fervor y de obras, poniendo más la confianza en los recursos sobrenaturales que en los humanos. La Iglesia, por el bien de todos, entra en tratos y establece acuerdos con las potencias del mundo para la práctica de la vida cristiana de las comunidades y de los particulares; pero no cede ni un ápice de su fe, no renuncia, antes bien refuerza su intransigencia: esto le echan en cara los que la querrían reducida a una cátedra de esoterismo filosófico; pero esta es su gloria y esta su misión. Al católico no le es permitido pactar con el enemigo. Los que lo hacen, ilusionados con que así amansarán al adversario, le entregan jirones de dignidad, de verdad y de integridad de la fe, sin darse cuenta que con ellos aumenta su afán persecutorio. La Iglesia no necesita personas complacientes, que transigen, sino santos, es decir, cristianos íntegros, que lleven el Evangelio hasta sus últimas consecuencias. No sirve pactar, pues nunca ha servido. El enorme y sostenido compromiso que representa la Reforma —con toda la buena fe de sus mejores hijos—no ha logrado atajar el paganismo, sino que abrirle paso por todas partes: hoy los países protestantes están infectados de modernismo, de filosofía post-kantiana y de paganismo; y aquellos de sus hijos que resisten valerosamente dan la impresión de troncos zarandeados en un suelo fangoso. *** El cataclismo espiritual de la edad moderna, que se arremolina en la 213

base y en el vértice del desquiciamiento social, encuentra en el cristianismo, en la Iglesia, un dique de contención o de rectificación. De las religiones monoteístas es el cristianismo casi la única que ejerce una acción eficaz en el mundo occidental. Mas como el modernismo descompone al protestantismo y ataca también al hebraísmo y al mahometismo sin perdonar a la antigua Iglesia ortodoxa, la cual, por otra parte está todavía demasiado apartada en el Oriente balcánico: el único núcleo que se mantiene firme, compacto, intransigente, en el terreno religioso, defendiendo la fe en un solo Dios personal y en un mundo sobrenatural, es la Iglesia católica. Fuera de ella existen grupos dispersos cuyo esfuerzo se frustran en gran parte por falta de una disciplina unitaria Vendrá un tiempo en que tornando la venerable Iglesia ortodoxa a la unión con la Católica romana, absorberá ésta necesariamente todos los grupos religiosos que mantengan todavía la creencia en lo transcendente, y con su cohesión orgánica determinará el alistamiento de las fuerzas espirituales en dos campos contrarios: el suyo, donde permanecerá la fe en Dios y en la encarnación del Verbo, y el otro, donde se amalgamará, con mil cultos, la creencia idolátrica en el Yo. Gracias a la Iglesia se mantienen los lazos de lo humano con lo divino, evitando que deserte el alma de la paternidad de Dios, el divorcio del mundo natural con el mundo sobrenatural, lo que significaría la noche del espíritu y haría de la vida una peregrinación errante y desesperanzada. De la paternidad de Dios, de su ley de amor, le viene a la Iglesia su catolicidad. Y nunca como hoy es urgente esta catolicidad, contra las innumerables divisiones nacidas de las filosofías del egoísmo y del odio, restableciendo la unión entre los grupos humanos. Hasta las Iglesias nacionales protestantes, encerradas dentro de los confines de un Estado que las coarta, experimentan ansían la catolicidad. La más concreta manifestación de esta catolicidad son las misiones, cuyo lento y penoso avance suprime las divisiones de castas, lenguas y razas, estableciendo un vínculo de unión entre familias alejadas y desconocidas no con fines de conquista o de interés, sino por amor de las almas. Los otros atacan y, en conformidad con su plan, despojan la religión de su programa moral para mejor arrinconarla. Pero un programa es una suma muerta de palabras si un espíritu no las vivifica y el espíritu anticristiano no es el espíritu de la Iglesia. Por eso resiste ella y contraataca en mil maneras; conviene saber: establece misiones, hospitales, leproserías, orfanatos, escuelas, conventos; escribe libros, abre 214

universidades, ora; y por medio de los sacramentos suministra la gracia; construye un delicado y poderoso filtro, a través del cual transfunde al organismo humano sus energías, su fe, su moral, congregando las almas dispersas. Y a un mundo que construye diques y no logra ponerse de acuerdo, le ofrece el espectáculo de esos encuentros internacionales que son los jubileos y los congresos eucarísticos, en los cuales se verifica la fusión de millones de almas, a las cuales, con su paternal saludo, unifica el Papa con todos los fieles del resto del mundo. Esta catolicidad, según está comprobado, influye también en el terreno político. En las relaciones internacionales, estimula y favorece los arreglos pacíficos, el acercamiento de los pueblos; combate la guerra, predica la paz y la pide a Dios: porque su misma catolicidad sobrenatural se vería prácticamente perjudicada por las discordias de los pueblos. El encontrar pueblos en paz facilitó la propagación de la fe en el Imperio romano; cuando entre ellos existe una trinchera o una línea de fuego se le dificulta también el paso a la fe. León XIII y Benedicto XV desplegaron todas las fuerzas de la Iglesia para este cometido de pacificación estable. En la Navidad de 1930 Pío XI llegaba a pedir, con el Salmista, que el Señor disipase los deseos los pueblos que quieren la guerra; y en la Navidad de 1932 conseguía una tregua de 24 horas entre los beligerantes de Bolivia y Paraguay. En este punto, puede ser considerada la Iglesia como la más poderosa agencia de paz. En virtud de esta misión evangélica el Papa apareció en la guerra mundial como la única fuerza capaz de unir a los pueblos que están enfrentados entre sí; entre generales en campaña, fue un príncipe de paz, que en la medida de sus fuerzas procuró cicatrizar las heridas abiertas por los otros. Cumplió su deber. Si le hubieran dado oídos, se hubieran ahorrado, cuando menos, un año de guerra y una paz tan precaria. De ahí también el que condene repetidamente tanto al materialismo marxista como al nacionalismo exagerado, es decir, aquel conjunto de doctrinas, actitudes y sentimientos, por los cuales la legítima defensa de los propios intereses económicos por una parte, y el amor puro, legítimo y natural de la nación propia, por otra, se obscurecen con el odio a las otras naciones y a los intereses ajenos. En este espíritu de contraposición y violencia la Iglesia ve un peligro para la paz y para la fe, irremediablemente menoscabada en la caridad, que es universalista, y por tanto, en su nervio esencial. La reacción del odio está destinada a chocar en todas partes con la revolución del amor. Muerte contra Vida, Anticristo contra Cristo, ciudad de Satanás contra ciudad de Dios... 215

La dialéctica introducida por el cristianismo permanece también viva y dramática en la órbita social. En virtud de esta misión se han propugnado siempre soluciones pacíficas a los conflictos de clase, abogando por la concordia entre el capital y el trabajo, entre los capitalistas y el proletariado. Por eso se combate el liberalismo y por eso se combate el marxismo; el uno porque abandona al pobre a su impotencia con una libertad ilimitada, el otro porque pretende empobrecer a todos mediante la supresión absoluta de la iniciativa privada y hasta de la libertad de conciencia. El uno prescinde de Dios, el otro va contra Dios, degradando impunemente entre ambos la dignidad y la libertad del espíritu del hombre, en el cual reflejó Dios sus mismos atributos y de cuya defensa indeclinable se encargó el cristianismo desde su nacimiento. Hoy se da una gran batalla en el orden moral: de una parte, el ataque al sistema tradicional de la familia, al matrimonio, a la fidelidad y honestidad en las todas las relaciones humanas; de otra, la defensa total, intransigente, del Decálogo y del Evangelio, a cargo casi exclusivamente de la Iglesia católica, ya que las demás confesiones han comenzado a hacer concesiones al adversario. Las iras, en efecto, se concentran casi exclusivamente sobre la Iglesia, para la cual los libertinos, los eugenistas y propagandistas de matrimonios de prueba reclaman la liquidación a plazo fijo. Ella persiste en la lucha mandando a sus soldados (sacerdotes, religiosas, pedagogos, médicos, escritores, humildes madres y padres ejemplares) a la ofensiva. Se libra una batalla por cada palmo de terreno: un duelo gigantesco, en el cual la Iglesia libra una de sus más formidables batallas históricas que asemejan nuestro tiempo al siglo III, al siglo XI, al siglo XVI. Una lucha diaria desde la cátedra, el púlpito, el confesonario, el periódico, la radio, la conferencia, la agrupación, la persuasión personal, el ejemplo… Se trata de una penetración cotidiana de la ética evangélica, una reconstrucción paciente de las partes averiadas, una proyección de bondad, de santidad, de pureza sobre un cuerpo pagano. Ante los atropellos de los derechos humanos y divinos perpetrados en Rusia, Alemania y Méjico, callan las potencias: solamente la Iglesia, el Papa, inerme, lanza sin titubeos su protesta; y esto de alguna manera impide que el mal avance. El Mal no lo avasalla todavía todo, gracias a la Iglesia. Venced su resistencia, y Gog y Magog se desbordarán como un torrente de fango sepultándolo todo. 216

*** Y luego, donde ya el razonamiento no bastare, será poderosa la plegaria. Por ella se mantiene el cristiano en contacto con el Eterno, y, en la Eucaristía, —la Hostia de salvación— descubre al Cristo vivo. Sobre las especies consagradas oraban los cristianos del siglo I de este modo: “Como este pan fraccionado estaba disperso por las montes y recogido se ha hecho uno, así la Iglesia tuya se reúna de los confines de la tierra en el tu reino.” Y añadían: “Acuérdate, oh Señor, de tu Iglesia: líbrala de todo mal...; congrégala de los cuatro vientos” (Didache). Oh salutaris Hostia… La tierra Te sirve de basamento que Tú mismo sostienes: en medio de los mundos incontables, resplandece ella, por Ti, como radiante ostensorio. Nosotros que estamos en ella encadenados, como esclavas a los bancos de un tirreme, tenemos en Ti el último refugio, en Ti la última esperanza de emancipación. Y no nos queda otro. Tú sobre esta nuestra gruta ensordecida de alaridos, nos muestras las puertas del cielo… Apiádate de la guerra implacable en que nos hayamos metidos. Nos sentimos pequeños e insignificantes, mientras el enemigo desencadena todo su poder para exterminarnos; nos niega el pan, nos regatea el agua, nos disputa el sol, tratando de doblegar nuestra resistencia. Estamos hundidos, dispersos, solos, asediados, insidiados… como los primeros cristianos en las catacumbas ponemos nuestra confianza en Ti. Los sin Dios no se contentan con maltratar el cuerpo de Cristo; quieren también corromper nuestras almas hechas a tu imagen divina. Y así, contra tus ministros, contra tu Iglesia, combaten en la escuela y en las plazas, asediándola con extorsiones, con amenazas y homicidios… Y así en Méjico profanan las iglesias, deportan los obispos y dictan normas a las funciones religiosas. Y pues cada generación con angustia revive en sus carnes y en su espíritu el martirio de las que la precedieron, nuestros hermanos de más allá de los mares se sienten lastimados por todos los tormentos que antes afligieron a nuestros padres. Mira como en países fertilizados por el Evangelio, se confabulan hombres e institutos para despojar a la Iglesia de la libertad —siempre el 217

poder de la materia trató de poner grillos al espíritu y de sepultar en sus subterráneos lo celestial—, de arrebatarle la juventud, el fruto de sus sudores. A esta guerra exterior se añade la interior, las tentaciones que padecemos dentro de nuestras almas… La hostilidad que nos cerca, bien lo ves Tú, es compleja, es asidua, es despiadada. Resistimos, pero hemos llegado a tal punto que nos parece que no hay modo de tenerse en pie... Pero ésta es precisamente la prueba a la que nos llamaste. Una prueba de amor en la fidelidad. Por lo cual no es la huida la que se impone, no la rendición, sino la resistencia. Una resistencia a vida o muerte, una resistencia irreductible. Tú que nos acompañas en la Eucaristía, quieres que resistamos. —Danos la fuerza: ayúdanos. Y, pues, la lucha es ley del mundo, no paremos en lamentaciones, esclavos del mal, sino cortémosle el paso. Tú nos impones el desquite contra los filibusteros del Maligno y nos confías el soberano cometido de mantener el honor de tu insignia. No traicionemos la misión a la que os llamaste, la cual hace la vida digna de ser vivida y nos eleva a nosotros mismos por encima de nuestra nada. A la audacia de los bastardos de Satanás exiges Tú que se oponga un ánimo aun mayor de parte de los cristianos. Sabemos que la lucha no acabará sino con el fin del destierro, con el tránsito de la muerte; pero te tenemos a Ti en nuestras filas, no estamos solos. Infúndenos fortaleza. Esta invocación, asciende a Ti de millones de desterrados, desde las grandes basílicas, desde las pequeñas iglesias, desde los tugurios de los misioneros, desde las cárceles de los perseguidos por su fe, desde las calles, cuando al pasar por delante de una iglesia, dentro la cual nos esperas Tú, , Te saludamos, deteniéndonos unos instantes en adoración ante la Eucaristía. Y pues el dolor es nuestra herencia y la lucha nuestra expiación, danos, finalmente, la virtud de reparar las humillaciones infligidas a tu Iglesia por los hijos cobardes y de restablecer su saludable imperio sobre la humanidad, la cual, sin Ti, y sin Ella, es un rebaño desmandado en pos de corpóreos apetitos. Y después de la batalla, el canto de victoria: canto de victoria al Dios de los ejércitos, al premiador de los fuertes y de los pacientes, de los que 218

no le venden, de los que no desertan; al Dios de los rectos, de los humildes, de los sufridos, de cuantos, bajo su palabra, no han menospreciado el Decálogo por la filosofía de la soberbia; al Único, no eclipsado por sucedáneos filosóficos, y Trino, en la potencia del Padre, en la sabiduría del Hijo, en el amor del Espíritu: a la Trinidad increada e invicta, que nos da por morada la inmensidad inconcebible y por vida una dicha sin fin. ¡Así sea!

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