Si No Puedes Perdonar, Esto Es Para Ti - Sor Leticia González Solís

March 19, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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SOR LETICIA GONZÁLEZ SOLÍS

SI NO PUEDES PERDONAR, ESTO ES PARA TI

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Calle de la Playa de Riazor, 12 28042 Madrid Teléfono: 91 594 09 22 www.libroslibres.com [email protected] © Sor Leticia González Solís

Diseño de cubierta: Jorge Garteiz-Gogeascoa Castellanos Primera edición: marzo de 2016 ISBN: 978-84-15570-60-8 Depósito Legal: M-8175-2016 Composición: Francisco J. Arellano Impresión: Cofás Impreso en España — Printed in Spain No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

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Al Noviciado, mis queridas sor M.ª Sión, sor M.ª Israel, sor Joane, Celia y Natalia: Muchas gracias por vuestro apoyo y colaboración, por entregaros para que este proyecto saliera adelante. Sin vosotras no habría sido posible. Sois un regalo maravilloso del Señor. Unidas en Él y para Él.

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ÍNDICE P RÓLOGO, por Fidel Herráez Vegas INTRODUCCIÓN 1. T ESTIMONIO DE LUZ 2. T ESTIMONIO DE AITOR 3. T ESTIMONIO DE JUAN 4. T ESTIMONIO DE ISABEL 5. T ESTIMONIO DE BLANCA 6. T ESTIMONIO DE P ELAYO 7. T ESTIMONIO DE JOSÉ EPÍLOGO APÉNDICE 1. CONTACTA 2. LETRAS DE LAS CANCIONES

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PRÓLOGO: EL PERDÓN COMO DON

Querido lector, querido amigo: Este libro que tienes en tus manos es fruto de un largo camino interior. Un camino que comienza en un encuentro personal con Cristo. Un encuentro que hace experimentar su presencia y su amor. Un encuentro sorprendente que sabe a regalo inmerecido: «Me amó y se entregó por mí» (Gál 3,20). Para estas Madres Dominicas de Lerma, para su Noviciado, para sor Leticia, este encuentro personal con el Señor las ha convertido en servidoras de la misericordia. Y esto es lo que con este libro han querido poner en tus manos: «misericordia». Esta Comunidad quiere vivir y contar que la misericordia no entiende de clausuras; que la misericordia de Dios llena la tierra. Y esa misericordia ofrecida ha vuelto al Monasterio en siete historias; siete colecciones de huellas, bien recientes, del paso del Señor en las vidas de personas concretas, actuales, vivificadas por el encuentro con Aquél que es la misericordia encarnada. Siete historias que han vuelto a ellas para que, en sus manos y en su oración, se conviertan en ofrenda de alabanza. Un largo camino que, pasando por la gratuidad del amor de Cristo, acaba ante Él en alabanza y acción de gracias. Ya es conocida la frase del beato Pablo VI: «El hombre contemporáneo escucha mejor a los testigos que a los maestros, y si escucha a los maestros es porque antes son testigos». Considero que es así como está enfocado este libro: escrito desde la vida y para la vida. El lector no encontrará teorías, sino vivencias. Porque, ¿quién no ha sentido alguna vez la necesidad del perdón? Cuando sor Leticia me llamó para pedirme que prologara este libro, al explicarme su proyecto, me comentó: «Estamos escribiendo un libro sobre el don del perdón». Aquellas palabras me sonaron muy bien. ¡El don del perdón! Un tema realmente fundamental para este Año Jubilar de la Misericordia. A lo largo de estas páginas, la misericordia se va derramando suave y delicadamente, calando en nuestro interior sin apenas hacer ruido. Las historias se van sucediendo, cada una con enfoques distintos, aunque en todas descubrimos un proceso parecido. Es lo que sor Leticia ha denominado como «las dos fases del perdón». Efectivamente, hay una primera fase a la que podemos referirnos como «perdón moral», en la que la persona emplea todas sus fuerzas para recuperar la paz perdida. ¡Cuántas veces sabemos lo que tenemos que hacer, lo que tendríamos que sentir…, pero en nuestro interior sigue quedando una herida por sanar! ¿Qué hacer entonces? Evidentemente, nosotros no somos capaces de perdonar de verdad, de perdonar como Cristo mismo hizo y nos invita a hacer. ¿Diremos que es un

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ideal imposible? ¿Una utopía falsa? ¿Debemos resignarnos a convivir con ese peso para siempre? ¿Quién nos librará de esta contradicción? Es precisamente entonces cuando se nos invita a entrar en la segunda fase: «el perdón como don». El libro que tienes en tus manos viene a decirte que hay esperanza, que hay un punto al que tú, por mucho que te esfuerces, no llegarás, porque es un Don. Dios te lo quiere dar. Pídeselo. Te dará el perdón total, derramará en ti un Espíritu nuevo, te regalará un corazón nuevo sin odio ni rencor. Suplícale que él perdone en ti para que vivas feliz. Te invito a la lectura de este libro. Desde el principio verás que todo es Gracia. Tal vez es lo que estabas necesitando desde hacía tiempo. Con mi oración y saludo muy cordial, † FIDEL HERRÁEZ VEGAS Arzobispo de Burgos

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INTRODUCCIÓN

Todo empezó hace un par de años. Un grupo de jóvenes venían a vivir un fin de semana junto a nuestro Monasterio, compartiendo nuestro horario. Es lo que llamamos Jornadas Monásticas. Ya lo habían hecho en años anteriores, pero, esta vez, nos pidieron algo totalmente inesperado: que les hablásemos del perdón. Efectivamente, eso fue lo que hicimos. Ese fin de semana supuso un antes y un después en mi vida. Después de 16 años luchando por un perdón de corazón, cuando ya me había rendido, cuando ya estaba dispuesta a resignarme a vivir con ese peso para siempre, en mitad de una de las charlas… ¡se me dio el don! Sentí que un rayo atravesaba mi interior, sanando todas las heridas. Fue en ese momento cuando descubrí que el perdón auténtico… ¡es un don, un regalo! A raíz de esta experiencia, fui descubriendo algo realmente sorprendente: mucha gente piensa que es mala porque no puede perdonar. Y ahora yo lo sabía: no es que seas malo; es que eres hombre, eres débil. Todas tus fuerzas no son suficientes para sanar tus heridas. Necesitas un Salvador. Necesitas que se te dé el don del perdón. Y Jesucristo te lo ofrece. Estas vivencias fueron tomando más y más fuerza en mí, hasta que, finalmente, sentí en la oración que Cristo me pedía que escribiese un libro. Reconozco que, al principio, quise quitármelo de la cabeza. ¡Me parecía una idea totalmente ilógica! No me gusta escribir, tenemos un montón de proyectos en marcha… ¿meternos ahora en el jaleo de escribir un libro? No, me parecía una auténtica locura. Pero Cristo es insistente… y cada vez sentía más fuerte empezar a tratar el tema del perdón. Este verano, como los discípulos de Emaús, también yo empecé a sentir que «me ardía el corazón». Pero mi espíritu, tan marcado por el arrojo característico del deporte, le pidió una última prueba al Señor. Yo no soy amiga de dar lecciones, de presentar teorías, pero reconozco que me apasiona la vida, los hechos reales. Y ese fue precisamente el reto que le planteé al Señor: escribiría el libro si Él era capaz de traer a nuestro locutorio siete testimonios. El libro sería testimonial. La petición era realmente audaz. Al ser de clausura, la gente tendría que llegar al Monasterio, no saldríamos a buscarla. Y no valía cualquier testimonio, ni siquiera cualquier testimonio de perdón; necesitábamos personas que hubiesen experimentado en primera persona que Cristo les regalaba el don del perdón. Sinceramente, nos parecía imposible que se dieran tantas circunstancias juntas, pero Cristo nunca se contradice. Si quería que este libro saliese a la luz, necesitábamos que Él mismo pusiese los medios. ¡Y vaya si lo hizo! Este verano ha sido para nosotras vivir en un continuo asombro, sintiendo que el Señor había aceptado el reto y nos regalaba los testimonios que necesitábamos. Ya era

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una certeza: ¡Él quería este libro! Según fue tomando forma este proyecto, nos planteábamos cómo unir los distintos capítulos. Nos decían incluso que nos inventásemos una pequeña historia para dar unidad al conjunto, pero, una vez más, se ha demostrado que, teniendo a Jesucristo al lado, la realidad supera (con creces) la ficción. Así pues, hemos decidido que, simplemente, te contaremos las cosas tal y como fueron ocurriendo. O, en otras palabras, te invitamos a que te cueles en nuestro Monasterio, en el Noviciado, y vivas con nosotras este verano, ¡asombrándote tú también de las maravillas del Señor! Tan sólo una última cosa: a lo largo del libro verás que, en ciertos capítulos, aparece una nota al pie indicando que los nombres del testimonio son ficticios. En un proceso de perdón generalmente hay implicadas varias personas, y, si el perdón es real, no deseas herir a quien has perdonado. Es por ello que, algunos de los que han colaborado con nosotras en este proyecto, nos han regalado su historia pidiéndonos permanecer en el anonimato. Agradeciendo este gesto de amor y de perdón, eso es lo que hemos hecho. Y, ya que hablamos de los anónimos, queremos aprovechar estas líneas para dar las gracias a otro grupo de personas que también han querido mantener oculta su identidad: nuestros cantantes y compositores. Como habrás visto ya, este libro va acompañado de un CD (¡puede ser que la curiosidad te haya podido, y a estas alturas ya lo hayas escuchado!). Verás que contiene siete canciones. Imagino que empiezas a intuir que este libro señala una única dirección: Jesucristo. Sin embargo, muchas personas nos comentan: «No, si yo voy, me siento… pero en cinco minutos se me ha acabado la conversación, no sé qué más decirle…» Este libro quiere llevarte a Cristo, pero no te dejará solo. El CD que hemos incluido contiene canciones movidas, para acompañarte en cualquier momento, y canciones tranquilas, para que puedas sentarte a orar con ellas. Muchas gracias, chicos, (o, como dicen ellos, «simples reteros») por vuestro apoyo incondicional, por vuestro esfuerzo y trabajo. Gracias por poner música y voces a nuestras letras… Ha sido un regalo del Señor trabajar en equipo con vosotros. ¡Esperamos que, tanto el libro como el CD, te ayuden! Ahora sí, bienvenido al Monasterio. Déjate sorprender por el Señor. Y, recuerda: ¡Cristo no es para unos pocos elegidos; Cristo es para ti! Él desea sanar tus heridas y regalarte la gracia del perdón. ¡Este don… es también para ti! VIVE DE CRISTO

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1. TESTIMONIO DE LUZ

Conocemos a Luz1 y a su familia desde hace algún tiempo. Esta vez, viajaban para pasar juntos unos días de vacaciones. Sin embargo, planearon un pequeño desvío, pues ella quería acercarse al Monasterio a saludarnos. La recibimos muy contentas, nos alegramos de verla tan feliz. Hace dos años, cuando vinieron por primera vez a darnos las gracias por el reto, ella, en un momento en que se quedó a solas, se echó a llorar, pidiendo oraciones y explicando que estaban pasando una prueba muy dura. Con nuestra oración hemos ido acompañando todo el proceso. De pronto, fue como si encajase la pieza de un puzle. Estábamos contándole el proyecto de este libro… y no pude evitar la pregunta. —Luz, ¿querrías compartir tu testimonio de perdón? Nos pidió tiempo para hablar con su marido, pero no pudo evitar mostrarnos que le entusiasmaba el proyecto. Finalmente, accedió y, compaginando su trabajo con sus tareas de madre, poco a poco nos fue escribiendo, contestando a las preguntas que le íbamos mandando. Éste es el testimonio de una mujer luchadora que descubrió que las mayores batallas se ganan de rodillas ante el Señor. —Luz, muchas gracias por abrirnos tu corazón. ¿Podrías contarnos un poco quién eres? —Soy periodista, tengo 39 años y llevo 11 años casada con Manuel, que ahora tiene 40 años. Tenemos tres hijos que son una auténtica bendición: dos niñas y, el pequeño, un chico. —¿Has perdonado? —Sí, de corazón, aunque no fue fácil. —¿Crees que compensa perdonar? —¡Absolutamente! Creo que no perdonando se pierde seguro, a todos los niveles. —¿Podrías contarnos cómo era la situación de tu familia hace dos años? —La verdad es que atravesábamos una racha muy complicada. Mi marido llevaba en paro desde febrero. Es arquitecto, una profesión con la que la crisis se ha cebado, y, por desgracia, casi desde que nos casamos no ha conseguido un trabajo de larga duración y con un sueldo decente. »Los primeros meses mi apoyo y cuidados hacia él fueron absolutos, pero, hacia abril, empezaron a surgir tensiones. En mi profesión, como periodista, tengo un supuesto horario que me deja las tardes libres; sin embargo, la realidad es que, por exceso de trabajo, exigencias de mis jefes… muchos días no puedo cumplirlo, y tengo que hacer bastantes horas extras. Convertida en el principal sustento económico de mi familia, tenía mucha carga, tanto dentro como fuera de casa. Pensé que, al haberse quedado sin

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trabajo, al menos esos meses contaría con más ayuda por parte de mi marido. No fue así, y comencé a echarle en cara que, con todo el tiempo libre que tenía, no colaborase más en las tareas domésticas. —¿No le animabas a buscar trabajo? —¡Por supuesto! De vez en cuando intentaba sugerirle cosas, pero él me echaba en cara que le quisiera organizar la vida. En ese momento le acusaba de no moverse lo suficiente por encontrar un nuevo empleo; que se pasaba la mayor parte del día durmiendo o jugando al tenis… La tensión era grande y saltábamos a menudo. —Y, como la situación no cambiaba, supongo que acabaríais teniendo enfrentamientos… —Oh, sí, cada vez más a menudo. Los dos discutíamos con vehemencia y allí saltaban rayos, no chispas. Lo que más me duele es que, aunque intentábamos que no se enteraran, los niños no son tontos, y nuestros hijos, de 9, 7 y 3 años, lo pasaron también muy mal. —¿Pedisteis algún tipo de ayuda? —Bueno, viendo un poco que la situación se nos iba de las manos, acudimos a profesionales. Mi marido no estaba bien, y algunas personas que le rodeábamos intentábamos hacérselo ver. Finalmente lo aceptó y comenzó a ir a un psicólogo, que, a su vez, le remitió a un psiquiatra. Con todos mis respetos hacia esa profesión, este psiquiatra en concreto creo que no acertó. Manuel iba a consulta un día por semana y le medicó mucho, pero yo no notaba mejoría, sino al revés: o estaba completamente atontado, como drogado, y dormía más que nunca o estaba atacado. Comenzó a reaccionar de forma violenta cuando le hacía alguna crítica, hubo episodios muy desagradables… Estábamos al límite. —¿Cuánto tiempo estuvisteis así? —Las primeras señales de cambio tuvieron lugar en el mes de junio. —¿Qué sucedió? —Llamaron a Manuel del SEPE (el antiguo INEM) para hacer un curso de inglés. Mi marido habla inglés perfectamente, pero le animé a que lo hiciera para que así tuviera algo fijo todas las mañanas. Es cierto que el curso no le iba a aportar muchos conocimientos nuevos, pero era obligatorio hacerlo para no perder prestación. —¿Le ayudó? —Sí, con el curso volvió a tener un horario, tenía algo que hacer… Además, conoció gente nueva, hizo amistades… por fin estaba animado como antes. —¿Cuánto tiempo duró el curso? —No era más que un mes, del 4 al 28 de junio. —A lo largo de ese tiempo, ¿se respiraba calma en tu hogar? —Al principio, sí. Pero también descubrí cosas extrañas… —¿Por ejemplo? —Manuel pasaba mucho tiempo con sus nuevas amistades. Desde que terminaba el curso, hasta que volvía a casa. Por otro lado, estaba su móvil: un día lo miré y vi llamadas repetitivas de mucha duración, siempre con un contacto (con nombre femenino)

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que yo no conocía. Sin embargo, no le di mayor importancia: no había mensajes de WhatsApp con esa persona, así que supuse que eran asuntos urgentes del curso. —Y, cuando llegó el 28 de junio, ¿qué pasó? —Ése fue el día en que terminaba la formación. Me dijo que, como era viernes, se iba a quedar por la tarde con una persona del curso de inglés, que era abogada, para que le diera asesoramiento sobre un accidente de coche que había tenido. Reconozco que ahí me saltó una alarma… pero no supe atar más cabos. —¿Qué sucedió entonces? —Se fue… Llegó a las diez y media de la noche. Llevaba toda la tarde sin dar señales de vida, no me había contestado un par de llamadas. Sin pasar por el salón a saludarnos a las niñas y a mí (que estábamos viendo una película) se metió en la cama. Aunque últimamente salía algunos jueves con amigos y llegaba mucho más tarde, hubo algo que me mosqueó aquella noche: la actitud, el no querer ni mirarnos. —¿Hiciste algo? —Sí. Fui a nuestro cuarto y le pedí que acostara a las dos niñas. Me dijo que me callara. Fui a acostarlas. Al rato le pedí que si podía tender una lavadora que había terminado, porque yo estaba agotada. Me dijo que no. Le pregunté que si al menos podía recoger la cena… y estallé. Comencé a decirle que estaba cansada de la vida de hotel que llevaba en casa, le pregunté que de dónde venía, que no era normal que no diera explicaciones… y entonces se levantó, me dio un empujón, me dijo que estaba cansado de que le controlara; fue a la cocina y lanzó contra el suelo dos vasos y un plato de los que estaban en la mesa. »Mis hijos, que llevaban poco tiempo acostados, habían oído los ruidos y salieron a ver qué sucedía. Intenté calmarlos y los metí de nuevo en la cama. »Mi marido se había encerrado en nuestro dormitorio con pestillo y no me dejaba entrar. Hay una forma de abrir la puerta, forzando el pestillo desde fuera, pero sentí pánico, no sabía cuál iba a ser su reacción. ¿Cómo te sentías en ese momento, ante la puerta de tu propia habitación cerrada? —Estaba cansada, al límite, agotada de la tensión de tantos meses, me sentía sola, apenas había hablado de esta situación con nadie por una mezcla de entre pudor, vergüenza, falta de tiempo… —¿Qué hiciste? —En ese momento pedir ayuda externa me pareció la mejor opción. Llamé al 112 y les dije lo que pasaba. No me dio tiempo casi ni a terminar: a los pocos minutos tres policías estaban llamando a mi puerta. »Entraron en casa. La mujer policía se quedó conmigo en el salón, los otros dos fueron hacia nuestro cuarto y pidieron a Manuel que abriese. A ellos sí que les abrió. Hablaron algo con él, no lo oí. Mientras, la mujer policía me estuvo preguntando cómo era nuestra situación y le resumí. Le conté que estaba medicado, me pidió que le detallara las medicinas que estaba tomando y fue a hablar con sus compañeros. Al rato volvió y me dijo que lo mejor, por nuestra seguridad, era que mi marido se fuera de la

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casa, al menos hasta que se le pasara el episodio agresivo. —¿La policía le sacó de tu casa? —Sí. Vi cómo mi marido salió por la puerta con los dos agentes. La mujer se quedó conmigo. Al rato subió uno de sus compañeros y, juntos, me dieron su opinión. —Me comentaron que, legalmente, no podían hacer nada más si yo no denunciaba. Que le habían pedido a mi marido que no volviera al domicilio, pero que, en realidad, podía hacerlo: mientras no hubiera una denuncia no podían impedirlo. »Asustada, les pregunté que cuáles eran las consecuencias de denunciarle. Ellos me explicaron que le detendrían, y que en principio pasaría hasta un máximo de 48 horas en el calabozo. Y que luego habría unas medidas preliminares que ya llevaría el juzgado. —Ante ese consejo, ¿cómo reaccionas? —Se me vino el mundo encima, eran como palabras mayores… Yo les dije que no quería hacer daño a mi marido, que lo que quería era que volviera a estar bien. Ellos me decían que no tenía que pensar en él, sino en mi seguridad y la de mis hijos. La cabeza me iba a estallar. Me animaron a que lo pensara; me aconsejaron que, por la mañana, si decidía denunciar, dejara a los niños con algún familiar y fuera a la comisaría. Imagínate qué noche… estaba en un estado de ansiedad tremendo… y llegó el remate. —¿Qué pasó? —Cuando entré en mi cuarto, vi la mochila que mi marido llevaba al curso. Tuve una intuición. Sabía que en lo que me había contado de la abogada había algo extraño. Decidí investigar. »Encontré una lista con los alumnos del curso, sus teléfonos e emails. Allí había una señora cuyo nombre coincidía con el contacto que había visto en el móvil de mi marido. Ése era el teléfono con el que tantas conversaciones había tenido. Se me vino el mundo abajo. —Al día siguiente, ¿pusiste la denuncia? —Estuve toda la noche pensándolo y decidí no hacerlo. Me parecía muy fuerte que tuviera que pasar por el calabozo… Además, le había salido un trabajo para el mes de julio como monitor en un campamento de deporte. Era un empleo de tan sólo un mes. Sabía que, si iba al calabozo, eso se truncaba. Apenas dormí. —Al día siguiente cogí a los niños y me fui a pasar el día a la sierra. Sabía que Manuel iba a volver; sin denuncia no podían impedirle la entrada… y no podía con más tensión. No quería encontrármelo ni que mis hijos vieran otra escena. —Volví lo más tarde que pude, sobre las nueve de la noche. No estaba en casa, pero vi que había pasado por allí: se había llevado su ropa y la mayoría de sus cosas. Intenté calmarme y acosté a los niños. Sobre las diez y media me entró un e-mail suyo, muy formal; parecía dictado por alguien con conocimientos legales. En ese mensaje me venía a decir que, por el bien de la familia, se iba un tiempo a vivir fuera, que tenía que pensar sobre nuestro futuro y el suyo. —¿Respondiste ese e-mail? —Sí, le contesté diciendo que yo no le había echado, y que me gustaría hablar de la situación en un momento de calma, sin los niños y despacio.

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—¿Recibiste alguna respuesta? —No. —¿Fue vuestro último contacto? —Bueno, podría haber sido así… pero teníamos que hablar. Aunque sólo fuera para organizar a los niños. Nuestro hijo pequeño, David, el de 3 años, iba a ir al campamento urbano de deportes, el mismo en el que Manuel iba a trabajar durante el mes de julio. Las dos niñas mayores iban a otro, del que salían a las dos y cuarto de la tarde. Antes de que ocurriese todo esto, habíamos quedado que él se encargaría de traer a los niños a casa cada día. Pero… ¿qué haría ahora? »El domingo le mandé un mensaje para saber si se iba a hacer cargo de ese asunto o no; yo trabajaba y necesitaba organizarme. Me respondió de madrugada diciendo que le bajara al garaje al pequeño, que se lo llevaría, y luego lo dejaría en casa otra vez cuando saliesen. También me comentaba que de la recogida de las mayores no se iba a hacer cargo, y de estar con ellos por las tardes, tampoco. —¿Cómo te tomaste ese cambio de planes? —No tenía muchas opciones, era lunes, tenía que irme a trabajar. Así que le bajé al de 3 años al portal. —¿Les dijiste algo a los niños de vuestra situación? —No. Cuando iba a bajar a David con su padre, dije a las mayores que se quedaran desayunando, que venía una madre a buscar a su hermano… No sabía cómo decirles que era su padre, y que no pensaba ni subir… Por suerte el pequeño aún no hablaba de una forma muy argumentada, por lo que confiaba en que no dijera nada a sus hermanas. »Así estuvimos hasta el martes, cuando, lógicamente, las mayores preguntaron que dónde estaba su padre. Yo ya le había preguntado a él que qué íbamos a decirles a los niños, pero no me respondía. Así que opté por una opción de “semi-verdad suavizada”. Les dije que a papá le había salido un trabajo lejos por las tardes y que, como además estaba muy nervioso, había optado por estar esos días durmiendo en el local del campamento para tranquilizarse un poco. —¿Tú cómo estabas? —La verdad es que el tema me superaba, estaba agotada y, además, hacer frente a esas explicaciones sola… Y encima el trabajo… De un día para otro no podía improvisar una solución para mis hijos durante las vacaciones escolares ni buscar un campamento urbano de más horas. Así que reuní a mi jefe y, con una mezcla de miedo y vergüenza, le dije que estaba pasando una situación familiar muy complicada, y que durante el mes de julio iba a necesitar irme a la una y media de la tarde (cuando mi hora de salida oficial eran las cuatro y media). Le propuse seguir trabajando desde casa con el portátil, o reducirme la jornada y cobrar menos. —¿Qué dijo tu jefe? —Yo creo que intuyó de qué tipo de problema le estaba hablando, creo que me vio en la cara que estaba al límite; fue muy comprensivo, me dijo que hiciera lo que me fuera más cómodo. »Me reduje la jornada a un 50%, aunque de esa forma también empecé a cobrar la

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mitad. Este detalle económico, siendo la única fuente de ingresos y con tres niños, me resultaba agobiante. El asunto se agravó cuando descubrí que, en esos días, Manuel intentó vaciar la cuenta bancaria que compartíamos, pero conseguí paralizar la operación. Esto me hizo ver que claramente no tenía ninguna intención de volver y la tensión, lejos de resolverse, iba en aumento. —¿Intentaste ponerte en contacto con él? —Sí, le escribí varios mensajes, pero sin obtener respuesta. A mitad de esa semana, como Manuel no movía ficha ni me respondía, me armé de valor y llamé al móvil de su compañera de curso, ésa a la que había visto tantas llamadas. Si no me contaba él, quería ver si ella me decía algo. »La mujer, cuando le dije quién era, se quedó, lógicamente, muy pillada. Empezó a decirme que no me confundiera, que era una relación de amistad, que a ella le había dado pena Manuel, y que sólo quería ayudarle. Pero durante mi conversación con ella vi que se sabía nuestra vida entera, mi profesión, cosas de la familia de mi marido, de su fe, de sus trabajos anteriores… Me dio mucha dentera pensar cómo mi marido había llegado a tal nivel de confianza con una mujer que, en el fondo, había conocido un mes antes. Aun así, ella me aseguraba que su relación no era sexual, sino de apoyo y confianza mutua. Le dije que, en cualquier caso, no estaba haciendo ningún bien a mi familia ni a mi matrimonio, y le pedí que, por favor, dejara esa amistad. No me dijo ni sí ni no, y nos despedimos fríamente. —¿Crees que el hecho de que estuvieseis pasando una mala racha fue el motivo de esa amistad? —¿La causa? Pues dudo que haya una en concreto, sino que es la suma de un montón de circunstancias, que se convirtieron en un cóctel molotov. Con esto no quiero decir que éste era el único desenlace posible. Hay gente en situaciones muy complicadas que no abre semejante caja de truenos. Pero sí que creo que el principal error por su parte fue abrir la puerta de su intimidad y sus sentimientos a una mujer desconocida en un periodo delicado. —¿Seguía recogiendo a David todos los días? —Sí. Venía, se lo llevaba, y le traía a casa a mediodía. También seguía sin preguntar por sus hijas mayores, y eso me partía el corazón. Por fin, el sábado dijo que quería pasar a buscarles para dar un paseo con ellos. »A media mañana preparé a los tres y les bajé al portal. Manuel llegó y se los llevó. Yo aproveché para ir a hacer recados. »Volví por la tarde y vi en el baño la ropa de mi marido. Se había bajado a darse un baño en la piscina comunitaria con los niños. Cuando me acerqué al montón de ropa, vi que tenía cosas en los bolsillos, entre ellas, el móvil… —¿Lo cogiste? —No lo dudé, tenía que saber qué había detrás de aquella mujer. Al pinchar sobre una de las llamadas, el móvil me saltó directamente a la parte de SMS. Encontré una larga lista de mensajes. Aquella señora no tenía WhatsApp, se comunicaba con Manuel a través de SMS y por correo electrónico.

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—¿Qué hiciste? —Me lo leí todo. —¿Cómo estabas? —Pues, ¡al borde del infarto!, entre los nervios de que mi marido volviera y el shock por lo que estaba leyendo… Me quedó claro que sí tenían una relación sentimental y no sólo de amistad. Se me hundió el mundo, aún más. Tonta de mí, hasta el momento me había creído que podía ser una relación de amistad intensa. Por las creencias religiosas de mi marido, me lo imaginaba capaz de no caer en la infidelidad, por muy fácil que se lo pusieran. —Al descubrir totalmente la verdad, ¿qué sentiste? —Pues lo primero que sentí fue… ufff, una taquicardia bestial, de «¡Tierra trágame!», «¡No puede ser!»… A pesar de que estábamos en un periodo muy difícil, el tema de la fidelidad es una cosa por la que hubiera puesto la mano en el fuego por mi marido. —¿Te enfadaste con Dios? —Sí, hubo un momento de «¡Ya vale! ¡Basta ya! Después de pasar periodos duros en nuestra familia, de cómo estaban las cosas, y aun así haber seguido adelante con nuestro matrimonio, me decía: «¿Por qué esto ahora?» Pensaba en mi marido, que ha tenido una formación sólida en la fe, y me preguntaba: «¿Cómo es posible que rompa esta alianza con el Señor?» Mi rabia me llevó a echarle la culpa a Dios. —Sí, suele pasar, como el Señor es el único que no se defiende… —Sí, es muy fácil echarle la culpa de todo. Además, pensaba que hacer bien las cosas era un seguro de felicidad y fidelidad. No contaba con la debilidad humana, soy muy perfeccionista. —¿Qué sucedió después? —Tardaron bastante en subir, así que te puedes imaginar que cotilleé el teléfono de arriba abajo. Además de los mensajes vi varias imágenes que me causaron mucho daño. Por ejemplo, los sitios en los que habían estado todas esas tardes, al salir del curso de inglés, entre los que estaba una finca de un primo de mi marido (habían ido los dos a visitarle en pareja, ¡no me lo podía creer!), o fotos en una fiesta benéfica en la que habíamos estado juntos otros años y en las que había gente conocida de ambos, entre otros, una hermana suya. »Yo estaba hundida. Oí a las niñas en el descansillo y guardé corriendo el móvil. Manuel metió a los niños hasta el salón. Estaba correcto, me dijo que se habían portado muy bien y cosas de ese estilo. Yo estaba en shock, pero sabía que ése no era el momento de revelar lo que había descubierto. Se despidió de los niños y se fue. Al poco tiempo, de repente, volvió a entrar en casa. Traía una bolsa de plástico con ropa sucia. Me preguntó si la chica de la limpieza que venía a ayudar a casa podía lavarla… En ese momento, toda la rabia de lo que había visto unos minutos antes me inundó y, aprovechando que los niños no estaban delante, le llamé de todo menos bonito. Por supuesto, le dije que la ropa se la lavara la otra señora… Se quedó blanco y, desde ese instante, la relación pasó a ser todavía más tensa: yo ya lo sabía todo, y él sabía que yo lo sabía.

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»Visto con tiempo y perspectiva, y aunque mi reacción fuera comprensible, creo que no fue acertada. Si pudiera volver atrás en el pasado, no volvería a actuar así. Pienso que habría sido mejor decirle lo que sabía de otra forma, desde luego, mucho más relajada. Aunque está muy dicho, “las cosas no se deben hacer en caliente”. Lo cierto es que me puse hecha un basilisco, y su reacción fue también la más comprensible: salir huyendo. Desahogué con él mi calentón, pero me quedé muy mal y, sobre todo, sin respuestas. —¿Cómo imaginas que habría sido la mejor manera de decírselo? —En esos momentos es muy difícil. Si hubiese sido capaz de esperar a que se me pasara la furia; lo mejor habría sido tener una conversación en un habiente relajado, sin niños cerca, con tiempo… Quedar para hablar. Creo que si hubiese conseguido exponer el tema de forma más tranquila, habría llegado a superar el hecho en sí para descubrir las causas, para poder preguntar el porqué. Pero no pude. —¿Qué ocurrió a partir de ese momento? —Cuando se me pasó la ira por el descubrimiento de la infidelidad, pasé unos días en los que me sentí víctima. Te encuentras mal, te sientes traicionada y, la gente que tienes más cerca, comienza a enterarse de que tu marido se ha ido de casa. Tuve que decírselo a mis padres, y me dio muchísima pena darles ese disgusto. También se lo dije a un amigo común, Rafael, que era quien nos había presentado en su día, y que me extrañaba que, si sabía algo, no hubiera llamado. Él se quedó muy sorprendido. No sabía nada. Es más, me dijo que llevaba varias semanas sin tener noticias de Manuel. Intentó calmarme y me dijo que le iba a llamar para quedar. »Le costó bastante fijar un día, mi marido le daba excusas y largas. Es comprensible, en el fondo sabes cuando no estás haciendo algo bien y, con algo así, no es fácil estar como si nada con tus amigos de siempre. —¿Cómo estabas entonces? —Pues conseguí dar lo que para mí fue un paso muy importante: de VÍCTIMA , me transformé en PROTAGONISTA . —¿Y qué te hizo cambiar de esa forma? —Me ayudaron tres acontecimientos: la aparición de este amigo nuestro, un libro que comencé a leer y las oraciones que pedí a muchísima gente, en especial a consagradas, como las Reparadoras de Oropesa de Toledo, las de Iesu Comunio… ¡y a vosotras! Yo sabía que nuestro matrimonio era un enfermo en la UCI a punto de irse al otro barrio, y necesitaba un milagro. —¿Qué suponía para ti convertirte en protagonista? —Después de pasar días hundida, Rafael me retó a intentar recomponer mi matrimonio. Según él, no estaba perdido, pero era vital que cambiara de actitud. Me explicó que mi marido no estaba bien, tenía que ser yo la que diera los pasos y pensara la estrategia. »Rafael, católico practicante y con una gran formación religiosa e intelectual, me empezó a meter bastante caña con el perdón. Lo hablaba conmigo cada vez que quedábamos. Y, por otro lado, quedaba también con mi marido, al que intentaba hacer reflexionar.

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»Escuchando a este buen amigo, empecé a dar vueltas al asunto desde dos planos, el humano y el creyente, para lograr cambiar de actitud. —Pero, ¿alguna vez te viste incapaz de perdonarle? —Sí, al principio, cuando lo descubrí. De verdad pensé que era el fin. Además nadie me animaba a seguir, salvo Rafael, que me animó a luchar por mi alianza, por lo que un día prometí delante de Dios. —¿En qué consistía eso de dar vueltas desde el plano humano? —Cada vez que sentía que me hundía, me decía a mí misma: «Vamos, reacciona, no eres la primera. Es algo muy duro, sí, pero en la vida muchas cosas buenas salen tras levantarse después de caer…» »Intentaba llenarme de pensamientos positivos, asumir el papel protagonista: “Tú puedes cambiar el desenlace de esta historia”, me decía, “tú puedes crear un final distinto al que parece más obvio”. —Pero, según esos planteamientos, todo dependía de ti, ¿no? ¿Alguna vez te flaqueaban las fuerzas? —Sí, a la vez que intentaba levantarme tenía mis bajones, mis rabias, y, aunque ya iba teniendo claro que el único camino iba por el perdón, me decía: «El que tiene que hacer algo es él. ¡Él ha metido la pata, él tiene que reaccionar!» Pero después, viendo el estado de mi marido, viendo cómo le estaba costando a mi amigo hacerle reflexionar, pensaba: «Cuando uno está ciego, el que ve un poco más tiene que tomar el mando». »Fue muy doloroso, pero Rafael me contó una pequeña parábola que me ayudó mucho. Me dijo: Imagina que tu marido se empeña en alquilar un barquito de vela porque su sueño es navegar. En medio de la travesía tú te duermes. De repente, te despiertan unos gritos. Tú marido está siendo atacado por medusas. Piensas: “Pero, ¿por qué ha hecho eso?” Había varios carteles poniendo peligro de medusas, pero él se creyó más listo que nadie. Pero, ¿y qué? ¿Qué ganarías echándoselo en cara en ese momento? Y ahora te pregunto yo: ¿Quieres salvar a tu marido? ¿Quieres salvar tu barco, tu matrimonio? ¿Quieres que lleguéis juntos a vuestro destino? Pues tira tú el salvavidas, que él en ese momento no es capaz. »Esta historia fue clave para empezar a ver a mi marido de otra manera, y decidirme a luchar por nuestro matrimonio. —Y, en el plano espiritual, ¿cómo afrontabas este tema? —Recordaba continuamente las palabras de Jesús: «Hasta 70 veces 7». No dijo una, ni dos; ¡dijo hasta 70 veces 7! Esto también me lo repetía mucho Rafael. A mí la verdad es que pensar en pasar esa barbaridad de veces por lo mismo, me ponía los pelos como escarpias… Pero sentía que, como católica, tenía que perdonar. —Decidida ya a comenzar este camino de perdón, ¿qué hiciste? —Lo primero que hice fue coger una libreta. Las cosas importantes creo que es mejor apuntarlas a mano que en un dispositivo electrónico. Adquiere mucho más significado ver

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lo escrito de tu puño y letra… —Era una libreta nueva. En la primera página apunté el día y la hora y, a modo de título, escribí: QUIERO CONTINUAR EL CAMINO AL LADO DE MANUEL. —¿Y para qué querías la libreta? —Quería que fuese un recordatorio. Acababa de tomar la firme decisión de luchar por nuestro matrimonio, era consciente de que vendrían dificultades; pero, cada vez que flojeara, podría contar con mi libreta, que me recordaría el motivo de mi batalla. —¿Qué apuntaste en ella? —Me puse a escribir todo lo que sentía: quería dejarlo plasmado en papel, porque eso me ayuda mucho a darme cuenta de qué me pasa, y me hace consciente de cómo he llegado a esa situación y a dónde quiero ir. Escribir siempre me ha ayudado a proyectar luz en cualquier circunstancia. »Intenté ser muy fría, muy esquemática; me imaginé que estaba llevando a cabo una investigación, sin dejar que me vencieran los sentimientos. Analicé todo lo que nos había llevado a ese punto; y analicé mi vida de pareja. Lo cierto es que me planteé si me importaba o no pasar el resto de mi vida sin Manuel… pero seguía sintiendo que le quería. »Después escribí una lista de cosas que pensé que me podrían ayudar a conseguir mi objetivo, cosas que dependían de mí, que podía alcanzar: no levantar la voz cuando hablara con él, arreglarme un poco cada mañana, dormir más para estar más tranquila y no perder los nervios… —¡Uf, qué planificadora! —Sí, lo veía como una batalla personal. Ya tenía claro el objetivo, ahora era cuestión de alcanzarlo. Me decía a mí misma: «Si sale bien, genial; si no, al menos tendrás la tranquilidad de haberlo intentado todo. Peor sería que con el pasar de los años te tiraras de los pelos por no haberlo intentado, por no haberle dado otra oportunidad». —¿Qué te decía la gente: tu familia, amigos…? —Muchos no lo entendieron, pero me apoyaron. Sin embargo, una amiga no acogió muy bien mi postura. Me dijo que no entendía mi decisión, que creía que estaba siendo demasiado «benevolente» con Manuel. Sé que desde los ojos humanos es difícil comprenderlo. Lo cierto es que no la juzgaba. Al fin y al cabo, ¿qué hubiera aconsejado yo a una amiga si me hubiera contado el mismo problema unos meses antes? Probablemente también le habría recomendado comenzar su vida en solitario. Hasta que uno no se ve en la situación, no sabe realmente qué hará. He descubierto que el tema de la infidelidad es como el de la maternidad: por mucho que te cuenten, no te haces idea hasta que te pasa. —¿Y qué pasó con tu amiga? —Hablando con ella, intenté razonárselo con argumentos humanos: porque a pesar de todo le quiero, por los niños, porque quién no querría que le dieran una segunda oportunidad… Pero me di cuenta de que todo eso no era suficiente. En mi interior tenía un motivo mucho más fuerte, una razón que me vino a la cabeza desde el primer momento en que empezamos a hablar, pero que me daba apuro decirla. Mi amiga no

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tiene fe, y no sabía cómo reaccionaría a aquello, pero, al final, no pude guardarlo en silencio y se lo dije: »Y, sobre todo, lucho por Manuel porque se lo prometí delante de Dios. »Sorprendentemente, éste fue el argumento que más convenció a mi amiga. Y el que realmente me sostenía a mí. »En ese momento le conté lo que me decía un buen amigo cuando me iba a casar. Éste hombre me razonaba el por qué se hacen las bodas con tanta solemnidad: es porque uno va a hacer una cosa muy gorda. Nadie reúne a sus amigos como testigos para decir, por ejemplo: “Prometo que siempre me va a gustar comer paella”. No, lo hace porque a lo que se compromete es a algo muy difícil, muy serio: es una promesa delante del Señor. Aquel día prometí: “en la salud y en la enfermedad, en la prosperidad y en la adversidad, todos los días de mi vida”. Qué poco costaba decirlo el día de la boda y ¡cuánto cuesta en otras ocasiones! Pero ahí está la grandeza de la promesa: aunque cambien las circunstancias, ésta no cambia. Y yo quería que fuese así. —Después de tomar esa resolución, ¿qué hiciste? ¿Cuál fue el siguiente paso? —Llamé a Manuel y le propuse quedar. No fue fácil, pero al final aceptó. Reservé una mesa en una terraza agradable y me arreglé con especial cuidado. »Fue una cena larga en la que hubo momentos de todo, silencios muy tensos y tiranteces. Me sentía continuamente a un paso de volver a convertirme en basilisco, varias veces estuve a punto de irme, pero por dentro me decía “Resiste”, y rezaba para que Señor me diese fuerza. »Conseguí decirle lo que quería: comencé a pedirle perdón por cada vez que no había estado a la altura de lo que él esperaba de mí, le pedí perdón por las veces en que no había logrado comprenderle durante su paro/depresión, por las veces en las que no le había escuchado… Él parecía una roca, ni se inmutaba. No me pidió perdón en ningún momento durante la cena y el tema de la infidelidad no se tocó explícitamente. »Terminamos y nos fuimos. Él me había recogido, así que me llevó a casa. Al despedirnos, fuimos a darnos un beso y me dio un fuerte y largo abrazo. Respiré, parecía que el hielo había comenzado a romperse. Le invité a subir a casa y él aceptó. La canguro se fue. Manuel pasó a ver a los niños, que estaban durmiendo. Fuimos al salón y seguimos hablando. El tono era más cordial y fluido. Hubo besos y reencuentro. Después se marchó. —¿Cómo estabas en ese momento? —Era consciente de que el asunto gordo no estaba solucionado y ni siquiera hablado, pero al menos había conseguido acercarme a él y se había comenzado a romper el muro que nos separaba. —¿Hubo nuevos encuentros? —Sí, las cosas empezaron a mejorar mucho. Los siguientes días vino a ver a los niños por la tarde, hasta que, finalmente, un día se quedó a cenar. Después de acostarles comenzamos a hablar. No sé por qué pero aquella noche vi el campo allanado. Había muy bien ambiente. Saqué el tema de la infidelidad. Hasta ese momento él había hablado de un tonteo, pero yo sabía que había más que eso. Empezamos a hablar… y me lo

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contó todo. Y lo más impresionante: me pidió perdón. »Esa noche en la que me confesó el adulterio fue dura, muy dura. Estuvimos hablando hasta las seis de la mañana. Él contaba algo y yo preguntaba el resto. Quería saberlo todo, soy mujer, y periodista… Sé que hay gente que opina que es peor saber los detalles… puede ser, porque luego te imaginas situaciones y hay sitios y cosas que se te enquistan, pero, por otro lado, conocer al “enemigo” es una forma de “matarle” en tu cabeza, de no seguir preguntándote cómo será. Quizá sea una forma de reaccionar más femenina. »Me contó que en el curso de inglés conoció a esta mujer, abogada, también desempleada, mayor que él pero con desparpajo y muy resuelta, y congenió con ella. Según me explicó, la relación empezó como una amistad, a la salida del curso, y más tarde se fue ampliando a los descansos, en los que también se quedaban hablando. En seguida él se abrió y le contó la situación que estábamos pasando como matrimonio y, en concreto, él en el paro. Ella tomó en papel de “consoladora”. A lo largo del mes que duró el curso, fueron quedando por las tardes, hasta que, finalmente, el día en que el curso acababa, se fueron a celebrarlo juntos y, esa noche, hubo algo más que confidencias entre ellos… »Me confirmó que había ido a varios sitios con ella, los lugares que yo había visto en las fotos, pero me aseguró que en todo momento la había presentado como una amiga. »Como te decía, fue duro, muy duro, pero a la vez me quedé tranquila. Experimenté que eran totalmente ciertas las palabras del Señor: “La verdad os hará libres”. Aquella conversación liberó mi corazón. Además, ese día vi un gran arrepentimiento por su parte. Me dejó claro que aquello había terminado, y que no iba a volver a saber de ella. —¿Te ayudó que él te pidiera perdón? —Ayudó, pero la decisión de perdonarle ya la había tomado antes, independientemente de que él me pidiera perdón o no. Lo que sí que ayudó es que mi marido colaborara en restaurar la confianza los meses siguientes. Es necesario tener mano izquierda después de algo así: si uno va a llegar más tarde, avisar; explicar dónde anda, y esas cosas, que de normal son de agradecer en cualquier pareja, pero, después de una circunstancia así, más. —¿Fue después de aquella conversación cuando volvió a casa? —Más o menos… Siguió viniendo varias tardes a vernos a mí y a los niños, quedándose incluso a cenar. Una noche decidió quedarse a dormir, pero, por la mañana, le desperté y le dije que era mejor que se fuera: no me parecía bueno para los niños que de repente adivinaran por hechos consumados que había vuelto del todo. Pensaba que era mejor explicárselo y hablar. —¿Estuvo de acuerdo? —Sí. Ese fin de semana sentamos a nuestros tres niños y les contamos que mamá y papá habían conseguido dejar de estar enfadados, que se habían perdonado y que papá volvía a casa. Se pusieron como locos de alegría. —¿Cómo fue la vuelta? —Era una mezcla de sentimientos; yo estaba muy contenta de que estuviera en casa,

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pero el reenganche no fue fácil. Además, Manuel había decidido quitarse toda la medicación de un día para otro y estaba raro, tenía cambios de humor, mareos y poca paciencia con los niños, que, por otro lado, estaban deseando estar con él. Para mí fueron unas semanas estresantes: por la mañana trabajaba, por la tarde intentaba que estuviéramos con los niños pero sin que le cansaran… En este estado, evidentemente, su ayuda en las tareas de casa y con los niños era muy poca. Pero, con el paso de los días, todo se fue estabilizando. —Es realmente admirable tu ejemplo de fortaleza y tenacidad por recuperar a tu marido. Verdaderamente, hiciste todo lo que estaba en tu mano, y lograste que volviera a casa. Sin embargo, todo esto me plantea una duda… ¿crees que es posible lograr el perdón a base de esfuerzo, de propósitos, de metas y objetivos? —Puede que en un tiempo te hubiera contestado que sí, pero ahora, estoy segura: es imposible. No se puede alcanzar el perdón por las propias fuerzas. —Pero, por lo que nos has contado, parece que tú sí que lo lograste… —Sí, has dicho bien: parece. Yo creía que lo había logrado. Mi marido estaba de nuevo en casa, y yo sentía que le había perdonado. Pero pronto me di cuenta de que, en lo profundo de mi corazón, había una parte sin sanar. Le había perdonado, pero no totalmente. —¿Qué te hizo descubrirlo? —A las pocas semanas yo tenía vacaciones. Ese verano mi padre nos había invitado a todos (hijos y nietos) a un hotel a pie de playa en Valencia durante una semana. El plan se había gestado unos meses antes, así que, tras los acontecimientos de julio, había avisado a mis padres que no contaran con Manuel. Ahora, con todo solucionado, me parecía muy violento para todos aparecer allí con él como si nada. —Le comenté a Manuel que, en mi opinión, lo mejor era que no fuésemos ninguno. Él me insistió en que tenía que ir yo con los niños, que a mi padre le hacía especial ilusión, había preparado ese viaje con mucho cariño para estar con sus nietos… —Acepté su propuesta. Sin embargo, fue en ese momento cuando aparecieron las primeras señales de que mi interior no estaba sanado de verdad. No quería dejar a Manuel una semana solo en casa. Hablé con Rafael. Se iría esa semana con ellos a Galicia. —¿Te marchaste tranquila? —Al principio sí. Pero, cuando ya estábamos en Valencia, recibí una llamada de mi marido. Habían calculado mal los sitios en los coches, así que él no cabía para ir a Galicia con nuestro amigo, y se quedaba en Madrid. Lo pasé muy mal. Reconozco que en ese momento fui consciente de que la confianza no estaba del todo restablecida. —¿Qué sucedió? —Quise calmar mi ansiedad controlando a mi marido desde la distancia. Le llamaba todos los días para que me contara los planes que estaba haciendo: descanso, deporte con amigos… Todo parecía dentro de la normalidad, pero una noche le llamé y oí que iba en un coche. El nuestro estaba en el taller… así que le pregunté que con quién iba. Me explicó que estaba acompañando a su primo a la finca, que está a un par de horas de

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Madrid. Era el mismo sitio donde había estado con esa mujer hacía unas semanas. —¿Cómo reaccionaste? —Digamos que entré en «modo pánico»… Manuel me insistía en que esta vez iba sólo con su primo, y no hacía más que preguntarme que dónde veía yo el problema. Pero yo estaba histérica… no considero a su primo una buena compañía y no entendía qué pintaba allí de nuevo. —¿Pudiste dormir? —No, la verdad. Pasé una noche muy complicada, muy nerviosa, y así estuve el resto de días que nos quedaban en la playa. Trataba de disimular por mis padres, pero no estaba bien. Adelanté la vuelta un día sin decir nada a Manuel. —¿Y al llegar a casa? —La encontré hecha un desastre, sucia, desordenada y con signos evidentes (la cafetera, por ejemplo, cuando mi marido no toma café) de que alguien había estado allí. Sin embargo, en nuestra cama no parecía que hubieran dormido dos… aunque una de las camas de los niños estaba deshecha. —¿Qué te dijo Manuel? —Me aseguró que su primo había estado en casa unos días. Me lo prometió hasta la saciedad y terminé creyéndole, pero lo pasé muy mal. —¿Hubo algún otro momento en que quedase al descubierto esa herida de tu interior? —Intentaba recordar lo menos posible el episodio de la infidelidad… Sin embargo, sí que es cierto que, en momentos de enfado, venía a mi mente un pensamiento que decía más o menos así: «Encima de lo que he perdonado…» Sabía que eso no estaba bien, es importante no saltar del pasado al presente, y luchaba por eliminarlo, pero no podía. La infidelidad deja una cicatriz muy profunda que tira a veces cuando no lo esperas. —¿Cuándo te das por «curada»? ¿Cómo se restaura la confianza? —Cogí a una canguro que venía un par de horas por las tardes y bajaba a los niños a la piscina. Durante ese rato nosotros aprovechábamos para ir a Misa juntos y dar un paseo. Nos sentaba fenomenal ese rato a solos y nos hizo recomponer mucho. Aunque es cierto que la confianza no se restaura de un día para otro… Nos pusimos rutinas que nos ayudaron mucho, como, por ejemplo: «los jueves por la noche para nosotros». Cada vez hacemos algo distinto: pasear, o ir al cine, o montar en bici, o tomar algo, pero es un espacio nuestro que nos ayuda a crecer como pareja. El resto del verano fue bueno, tranquilo y disfrutando mucho de los niños. »Sin embargo, el momento clave para mí fue un rato de oración. De pronto me vinieron a la cabeza todas las cosas que, a lo largo de mi vida, Dios me ha perdonado a mí, y el agradecimiento por sentirme perdonada por Dios fue lo que realmente me sanó el corazón. Si Él me había perdonado de esa manera, si ese amor me había liberado así, yo también quería que mi marido experimentara lo mismo. »En mi oración empecé a pedirle al Señor que yo le pudiera perdonar como Él me perdonaba a mí. —¿Cambió entonces tu oración?

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—Sí, pasó a ser de: «Dios mío, ayúdame, sola no puedo, dame fuerza», a «Me pongo en tus manos, Señor, obra tú en mí». »Fue el Señor el que cambió mi corazón; al sentir yo su perdón pude perdonar. Aunque reconozco que fue algo progresivo. Aquí empezó un camino en que se me regalaba el perdón, ya no tenía que esforzarme de esas maneras, el Señor me iba curando poco a poco. —¿Recuerdas algún momento clave de perdón? —Sí, recuerdo un hecho que me tocó el corazón. Fue el día en que fui a decirle a mi abogada, con la que había contactado, que no iba a emprender el proceso de separación. Su despacho está muy cerca de una iglesia. Al salir, sonaron las campanas con una fuerza que me pareció inusual. Para mí fue la señal de que en el Cielo estaban de fiesta por la decisión y en ese momento sentí que mi corazón se liberaba. »Doy gracias al Señor porque actuó en mí, y también en mi marido, ya que Manuel quiso luchar por nuestro matrimonio. El matrimonio es cosa de tres, si uno falla, nunca se hubiera restaurado. »Desde entonces, hemos disfrutado de años muy buenos en los que hemos estado incluso mejor y más unidos que de recién casados. También ha habido, y hay, dificultades. Pero pienso que no estamos solos, Él viene con nosotros, y, después de haber pasado este desierto, no podemos dejar de luchar. —¿Te ha merecido la pena este camino? —Desde luego que sí. El perdón me devolvió a mi marido y nos ha traído años muy buenos a nuestra familia. Pienso que perdonando uno siempre gana: gana de forma individual cada miembro de la pareja, gana el matrimonio, gana la familia. —Y, para terminar, Luz, ¿qué dirías a una persona que en tus circunstancias, también haya decidido perdonar? —Perdón no es dejar que te avasallen, porque perdón no es consentir, ni aprobar el acto que esté mal. Perdón es descubrir a la persona más allá de los actos que haya cometido. Y perdón es libertad, en primer lugar, para tu corazón. Incluso se puede perdonar aunque la otra parte no quiera. Puedes hacer una mochila insoportable con todas las ofensas o puedes elegir el camino del perdón. Igual que el rencor mata el corazón, el perdón da vida. »Soy consciente de que el perdón, desde el plano humano, muchas veces se ve totalmente imposible. E incluso puedes llegar a darlo todo, trabajar con todas tus fuerzas, analizar y conseguir todos los objetivos, tal y como yo hice… pero hay una parte de tu corazón y del suyo que pertenece sólo al Señor. Él es el único que puede sanar por completo las heridas. Sólo puedo invitarte a que acudas a este Médico; descubrirás el Amor y la Misericordia con mayúsculas, que cambiarán tu corazón. »Querido lector, he escrito este texto de forma desinteresada, reviviendo muchas emociones. En aquel verano tan complicado recibí muchas oraciones y mucha ayuda, y creo que es justo devolver lo que uno ha recibido. Por eso he aceptado este “reto”. Lo único que quiero pedir a cambio, tanto a los responsables y editores de esta obra, como a ti, que ahora lo estás leyendo, son oraciones. Te pido que en este momento reces por mi

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familia, para que el Señor la mantenga unida y el Espíritu Santo nos ilumine a mi marido y a mí durante el camino; y por todos los matrimonios que están pasando dificultades, para que ellos también puedan acoger el don del perdón. Gracias por adelantado.

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Nombre ficticio, como el resto de los nombres que aparecen en este capítulo.

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2. TESTIMONIO DE AITOR

Entra por la puerta del locutorio un chico alto, acompañado por una chica; los dos sonriendo. Nos dicen que vienen a darnos las gracias por nuestra vida y por el reto. Al poco tiempo, veo que su cuerpo está lleno de tatuajes. Unos minutos después, descubrimos que el Señor nos regalaba un nuevo testimonio para este libro. —¿No tendrás un testimonio de perdón? —le pregunté. —Sí, pero… Lety, ¿por qué me preguntas eso? —Lo he sentido cuando entrabas por la puerta. Me han impresionado todos tus tatuajes… —¡Y eso que no has visto el de la pierna! —¿Por qué? —pregunté con curiosidad— ¿Qué tienes? —Llevo un demonio tatuado. —¿Y eso? —Yo era el capo de un grupo ultra de futbol, el jefecillo de uno de los grupos del Valencia y me dedicaba todos los fines de semana a estar con mis amigos por ahí de borracheras; vamos, era lo único que hacía. Iba por toda España. —¿Te importaría compartírnoslo? Es que creemos que el Señor nos pide hacer un libro sobre el perdón y estamos seguras de que ha sido Él quien te ha traído. —¡Si es por Él, yo encantado! —Entonces, ¿puedo hacerte unas preguntas? —Por supuesto que sí, adelante, dispara. —Pues muchas gracias, Aitor. Por lo que acabas de contarme, lo primero que me viene a la cabeza es preguntarte cómo llegaste a ese grupo ultra… ¿naciste en ese ambiente o lo buscaste tú? —No nací ahí, pero tampoco lo busqué. Lo cierto es que siempre me he visto desbordado por las circunstancias que me rodeaban. Siempre he sido muy inmaduro y nunca he sabido cómo hacer frente a las dificultades. Nunca he tenido la capacidad de afrontar los problemas, y eso me ha causado muchos tormentos en mi vida. —¿Cómo eras de pequeño, en tu infancia? —Cuando era simplemente un niño de 11 años, me cambiaron a un colegio público que era realmente enorme: había seis aulas por curso, y yo me sentía un poco desubicado. Mis padres se habían cambiado de casa, y nuestro nuevo hogar estaba apenas a diez metros de este colegio. Era en otro barrio, y eso hizo que empezara a tener menos relación con mis antiguos amigos del cole. »En el nuevo colegio no tenía amigos y me sentía perdido, como que no encajaba en ningún sitio. En ese tiempo ya empezaban a florecer en mí las ganas de destacar, de ser el primero en todo, de ser el mejor en gimnasia, de ser el más rápido, el más fuerte… en

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definitiva, el deseo de ser alguien importante, que todo el mundo me conociese. —¿Por qué surgieron esos deseos en ti? ¿Qué se escondía en tu interior? —Mi necesidad de sentirme aceptado y querido. Siempre he tenido esa carencia. Soy el pequeño de seis hermanos, y me he visto como en la sombra de ellos, como el pequeño que nunca tiene nada realmente importante que decir. Por eso decido llegar a ser alguien. No me importaba nada ni nadie, estaba dispuesto a lo que fuera. —Pero esta decisión te puede costar muy cara, ¿no? —Sí, y muchas veces me he arrepentido de tomarla. —Tendría sus consecuencias… —¡Ni te imaginas! Mira, verás a qué me llevó aquello… »Recuerdo que se me daban muy bien los deportes, y, por eso, pronto hice amistad con chavales de cursos mayores que el mío. Me sacaban un par de años… ¡y de cabezas! No tardé mucho en empezar a quedar con ellos también fuera del colegio. »Formaban una pandilla de graffitteros y skaters, muchos de ellos ya fumaban y salían con chicas. —Perdona, Aitor, pero, ¿podrías definir qué es un graffitero o un skater? Puede ser que alguien que lea tu testimonio no conozca estas palabras… Aunque, debo reconocer que, aquí donde me ves, de monja de clausura, también tengo mi pasado… ¡yo también fui graffitera! —¡No me digas! ¡Qué fuerte! Bueno, pues, para quien no lo sepa, un graffitero es una persona que, con spray, pinta en las paredes dibujos y letras; y un skater es una persona que va en monopatín («skate» significa monopatín en inglés). »Tanto pintar graffitis como patinar me gustaba mucho y lo hacía prácticamente a diario. Nos pasamos todas las tardes en las pistas de patinaje del Gulliver o bombardeando con nuestra firma la ciudad. »He pintado en los sitios más variopintos, desde vagones de tren, metro, autobuses, etc… ¡hasta tiendas que me han pagado para que les hiciera un mural! —Y tú te uniste a ese grupo… —Sí, eran los más populares del barrio e intentaban imitar a los mayores haciendo lo mismo que ellos e, incluso, a veces ya los superaban en cuanto a actos vandálicos se refiere. Pronto nos convertimos en sus discípulos: éramos la nueva camada de chulos del colegio. Buscábamos pelea con pandillas de otros barrios, robábamos botes de spray para hacer nuestros graffitis, monopatines para patinar y un largo etcétera que no quiero recordar. —¿Eras consciente de en qué mundo te estabas metiendo? —No, simplemente me vi sumergido en una vorágine de fiesta, diversión, borracheras, chicas… Era un mundo de desenfreno del que no sabía ni quería salir, todo era diversión y más diversión. »Estaba muy perdido, era una persona muy afectiva y quería que mis amigos siempre me quisieran, era la única forma en que yo me sentía alguien. —¿Y los estudios? —La verdad, para sentirme importante, aceptado y respetado por mi pandilla, dejé de

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estudiar y empecé a hacer pellas, a falsificar notas, etc. Recuerdo que estaba más tiempo en el despacho del jefe de estudios que en mi clase. —Acabé el colegio a duras penas y estuve un par de años más con mi cuadrilla pero, poco a poco, a algunos les entró el conocimiento y fueron dejando el grupo. Otros tuvieron problemas más serios con la justicia y sus padres los alejaron forzosamente de la pandilla. Cada uno encauzó su vida y el grupo de amigos terminó por extinguirse. —¿Y tú? ¿Te viste involucrado alguna vez en problemas con la justicia? —No, gracias a Dios no he tenido problemas con la justicia, ni tengo ningún tipo de antecedente ni nada por el estilo. »Realmente doy gracias a Dios por ello, porque, con todo lo que he vivido, tanto en mi pasado (como grafitero, como ultra…) y con todo lo que he exprimido la noche, que no me haya ocurrido nada grave es un auténtico milagro. —¿De dónde sacabas el dinero para tu vida de fiestas? —A los 16 años me puse a trabajar de mensajero, puesto que no podía aspirar a mucho más ya que no tenía estudio alguno. Empecé a ganar mucho dinero, le caí en gracia al jefe de tráfico, me daba los mejores servicios y me iba realmente bien. —¿Gastabas todo lo que ganabas? —Sí, me dedicaba a gastar sin miramiento alguno: ropa de marca, motos de gran cilindrada sin carnet, fiestas descomunales, viajes, etc. —¿Drogas, alcohol…? —Alcohol sobre todo, muchas veces no teníamos freno con la bebida. —En tu casa, ¿qué te decían? ¿Sabían algo de tu vida? Porque muchas veces los padres son los últimos que se enteran de lo que vivimos… —Sólo sabían lo que se veía, ¡que ya era bastante! Porque llevaba unas pintas… Pero tampoco podían decirme nada: me planté con la mayoría de edad y realmente pensaba que me comía el mundo, nadie me podía toser, ni siquiera mi padre. —¿Recuerdas algún acontecimiento, algo que hicieras a tus padres y que después te haya pesado? —Recuerdo una mañana… Estaba en un parque, a eso de las 10 de la mañana, sentado con varios amigos. Veníamos de fiesta y estábamos bebiendo cerveza todavía a esas horas. En ese momento pasó un autobús. En él estaba mi madre que, al reconocerme, lo hizo parar para venir a ver cómo me encontraba y lo que estaba haciendo. Recuerdo que tenía el corazón en un puño, estaba destrozada de verme así. »He sido consciente de todo el sufrimiento que les he causado a mis padres, sobre todo a mi madre, que no podía soportar que su hijo pequeño siempre se juntara con malas compañías; que llegara el fin de semana y no apareciera por casa hasta el día siguiente… La verdad es que eso siempre me ha pesado mucho. »Les hice sufrir especialmente de los 14 a los 16 años. Fue muy dura para mí, me junté con muy malas compañías, muchos amigos de esa época han acabado realmente mal. —¿Y cuándo conociste a los ultras del Valencia? —Más o menos por esta época. Empecé a ir al estadio a ver los partidos de futbol de

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mi equipo y me encontré con un viejo amigo del colegio. Él pertenecía a un grupo ultra, y poco a poco fui introduciéndome en su peña. »Primero iba al bar donde se reunían; luego, a la grada, hasta que, finalmente, me uní por completo a ellos. Comencé a involucrarme cada vez más y más en el grupo, fui escalando posiciones hasta que llegué a liderarlo con dos amigos más y ahí definitivamente me hice dios de mi vida, me endiosé por completo. Por fin había encontrado el sitio que tanto ansiaba, era el primero, era alguien importante, reconocido y respetado. —¿Tuviste que hipotecar algo de tu vida para alcanzar esa posición? —¿Algo? No, lo hipotequé todo. Toda mi vida. No voy a entrar en detalles que ahora no vienen a cuento, pero echo la mirada atrás y veo cómo ha sido mi vida, cómo me transformé en lo que yo realmente nunca fui, cómo, por sentirme respetado y admirado, he hecho cosas que no debería haber hecho nunca, cómo he hecho daño a gente buena y a gente que quería, cómo he sido un mentiroso, cómo he desfasado sin límites… »Dejé de estudiar para ser alguien, me tatué el cuerpo para ser alguien, empecé a emborracharme para ser alguien, me metí en una pandilla para ser alguien… Buscando toda la vida ser alguien, me he dado cuenta de que no era nadie. —¿Qué era para ti la banda? —Para mí, mi banda lo era todo, lo anteponía a todo y a todos. Era lo más importante en mi vida, más importante que cualquier cosa o cualquier persona. Por darte un ejemplo práctico de mis prioridades de por aquel entonces, no asistí a la Primera Comunión de un sobrino mío por irme de desplazamiento con mis colegas a ver un partido a Santander. Con eso te lo digo todo. Teníamos una máxima, y era que el grupo estaba por encima de las personas, y siempre esa máxima la hemos llevado a cabo. »Formábamos una turba muy unida, con una misma mentalidad, y nos orgullecíamos de ser lo que éramos. —¿Y qué hacíais? —Bueno, Lety, antes de responder a esa pregunta, quiero dejar claro que no quiero juzgar a estos grupos, y mucho menos a la gente que pertenece a ellos, puesto que yo he formado parte de ese mundo. Te comparto mi testimonio para dar gloria a Dios, no para juzgar a ninguna tribu urbana, ni a ningún grupo de ninguna ideología. —Vale, de acuerdo. —Gracias… Bien, sigue, sigue con las preguntas. —Genial. Entonces… ¿qué actividades realizabais como grupo? Supongo que lo haríais todo juntos… —Sí, claro… éramos realmente una piña. Empezamos a viajar por toda la geografía española y también por toda Europa. No teníamos ningún problema en meternos dos días de carretera para llevar la pancarta de nuestro grupo a la otra punta del continente y liarla en uno u otro estadio: Inglaterra, Alemania, Francia, Suiza… daba igual el país que fuera, el sentimiento que nos unía podía con toda adversidad. —¿Y cuando tocaba «partido en casa»? —Los días de partido nos reuníamos ya de buena mañana para preparar el día,

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comíamos juntos y luego, por las tardes, barra libre de cerveza hasta la hora en que empezaba el encuentro. —¿A dónde te llevaba todo esto? —Pues, por un lado, conseguía tener amistades dentro y fuera del país y me sentía realmente importante. »Sin embargo, por otro lado, empecé a obsesionarme con mi físico y me dediqué todos los días a ir al gimnasio, a trabajar las pesas… Ésa era mi única preocupación, ponerme fuerte, raparme la cabeza e ir con mi gente a tomar cervezas. En definitiva me había creado un mundo paralelo al sistema en el que vivimos, un mundo donde me encontraba a gusto, donde me sentía importante y en el cual sólo me preocupaba la diversión y el colegueo. —Entonces, ¿cómo era tu vida? —De lunes a viernes trabajaba en el mundo y en el fin de semana comenzaba realmente a vivir en el mundo que me gustaba, en el mundo la diversión y el desenfreno. —¿Cómo eran esos fines de semana? —El fin de semana siempre era un calco del anterior, a no ser que hubiera algún desplazamiento a algún estadio de fuera. »Empezábamos los viernes a media tarde en un bar donde los quintos de cerveza eran muy baratos. Poco a poco iba llegando toda la gente. Bebíamos un rato hasta que estábamos todos. Entonces nos íbamos a cualquier bar de la zona, en el que cenábamos y bebíamos hasta perder el control. Luego empezábamos a entonar cánticos del grupo para que la gente supiera que estábamos nosotros allí. Nos gustaba hacernos notar y significarnos, por lo que vestíamos todos muy parecidos y teníamos un aspecto similar (ropa, tatuajes, pelo corto…) »Después de cenar íbamos al pub de siempre. Allí todo el mundo nos conocía y, si no, ya nos encargábamos nosotros de que nos conocieran. En el pub, más de lo mismo: cubalibres de Whisky o de Ron, alguna que otra droga de diseño… y, luego, a la discoteca a seguir bebiendo. »Recuerdo que las noches daban mucho de sí, porque las exprimíamos al máximo, como si no existiese el mañana. Conocíamos a gente nueva, con nuestra misma forma de entender la vida… o bien teníamos algún que otro problema con alguien, ya que en el grupo había más de uno que, cuando se pasaba bebiendo, se transformaba y se volvía realmente agresivo. —Has hablado de las drogas de diseño, ¿qué son, qué tienen de especial? —Son sustancias sintetizadas por químicos en ciertos laboratorios de forma clandestina, con el propósito de producir efectos similares o más potentes que los de las drogas clásicas. Obviamente, para su fabricación ya no se parte del producto natural de la planta, como en el caso de la cocaína (hoja de la coca) o de la heroína (opio), sino que el origen son grupos farmacológicos de síntesis artificial. Su precio es menos elevado, y por eso son más accesibles. »Una droga de diseño muy común y extendida es el cristal; otra, el éxtasis. —¿Murió algún amigo tuyo de sobredosis o en una pelea?

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—No. —Pero, ¿te llenaba ese mundo? Estoy segura de que en algún momento tenías que experimentar el sinsentido, en algún momento tenías que tener «bajón»… Aitor, ese mundo no era real, no podía sostenerse… —Tienes toda la razón, Lety, es un mundo irreal… El domingo me pasaba el día tirado en el sofá de mi casa, me levantaba siempre con resaca y no había fin de semana que no acabase con una depresión de caballo. Ahí, en el sofá, repasaba los actos de la noche anterior y sentía una profunda tristeza. —¿Y, sintiéndote así, no te planteabas cambiar? —Tanto como cambiar… Lo que hizo fue abrirme los ojos: Empecé a sentirme esclavo de unas circunstancias que me sobrepasaban y que yo mismo me había creado. Muchas veces me exponía a peligros que en verdad no quería, pero que tenía que correr para mantener mi status. »El domingo no tenía ganas de ver a nadie y sentía como una angustia indescriptible, parecida al miedo. Siempre he sido una persona miedosa, cobarde, y creo que fue ese miedo el que realmente me empujó a pertenecer a un grupo ultra. —¿Miedo? ¿Miedo a qué? —Miedo a ser un fracasado, un cobarde, un «don nadie». Miedo a que se rieran de mí, miedo a no ser aceptado, al rechazo, a no gustar a la gente, miedo a ser el último mono, miedo a no ser respetado… En definitiva, miedo a no ser. —¿Y cómo pudo el miedo hacerte permanecer en el grupo? —Es curioso lo del miedo… llega un momento que es adictivo por la adrenalina que te genera, te acostumbras a él y, como siempre es compartido con todos los de tu grupo, llegas a verlo como lo más normal del mundo. El miedo te obliga a hacer piña con todos, aumenta el sentido de pertenencia y tiras para adelante con todo lo que te venga. »En fin, es una mezcla de tantas cosas, de tantos estados de ánimo… que realmente se me hace muy difícil de explicar. En definitiva, me creé un personaje, empecé a ser quien no era y me dejé llevar por todas esas circunstancias que me rodeaban. —Y, después de hacerte consciente de todo esto, ¿comenzaste a luchar por salir de ese mundo? —La verdad es que no. —¿No? ¿No luchaste ni siquiera un poco? —No, porque pensé que había tocado techo, que ésta era la vida que me había tocado vivir y que la misma vida no tenía nada mejor que ofrecerme, y que el miedo era el precio que tenía que pagar por ser alguien. El grupo, en el fondo, era mi vía de escape, donde canalizaba toda mi rabia, mis injusticias y mis desengaños con la vida. —¿Hubo algún momento en que te plantearas sentar la cabeza? —Bueno, más o menos. A los 25 años me compré una casa, un piso de soltero, pues, como dije al principio, ganaba mucho dinero y gastaba aún más. Pensé que sería una buena inversión y una forma de ahorrar un poco. A los dos años de comprarla, decidí venderla para montar un negocio a medias con un amigo del fútbol, otro ultra. —¡Menudo cambio!

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—No era constante en nada. La vida que llevaba no me dejaba ser constante ni tener orden, por eso nada acababa de funcionar. —¿De qué era el negocio? —Era un bar. —¿Y qué tal os fue? —Pues fue un proyecto que tampoco funcionó. El negocio duró poco por mi mala cabeza y por la mala cabeza de mi amigo. Fue un auténtico desastre. —¿Qué ocurrió? —Para poder abrir el local me faltaba un poco de dinero, así que pensé pedir un préstamo de doce mil euros. »Yo, por aquel entonces, no pedía opinión a nadie y hacía lo que quería. Me urgía comenzar este proyecto. Vi un anuncio de dinero rápido, “en 24 horas”, y llamé. Sin ningún tipo de problema me concedieron el préstamo y abrimos el negocio. »Sin embargo, a los 3 meses de haber firmado los papeles llamó la policía nacional a casa para comunicarnos que habíamos sido víctimas de una estafa. El préstamo que habíamos firmado multiplicaba por 5 la cantidad prestada. »Se formó una plataforma de afectados (unas 128 familias), liderada por un abogado que nos aseguraba que estaba todo ganado. —Y, ¿cuál fue la sentencia? ¿Cómo se resolvió el juicio? —Espera, espera… Antes de que llegase ese momento, yo seguía con mi vida de descontrol, pues, como te decía, confiaba plenamente en las palabras de ese abogado. Los juicios se sucedían, iban pasando los meses… así que mi vida continuó su marcha: más fiestas, más viajes, más borracheras… Y, en medio de eso, conocí a una chica en el trabajo. Yo le llevaba paquetes a ella. Una noche coincidimos en un pub y, al tiempo, empezamos a salir. »Ahora sí que era el rey del mambo, lo tenía todo: éxito en el trabajo, amigos por toda España, una chica realmente guapa y que me volvía loco… En fin, me sentía como un triunfador al que la vida le sonreía. La envidia ni la conocía, veía a todos en un peldaño por debajo de mí. —Pero, Aitor, me has comentado antes que ese mundo era «irreal»… —Sí, Lety, y, efectivamente, no tardó mucho en desaparecer este espejismo. Pronto comenzaron los problemas serios en mi vida. Anna, mi novia, se quedó embarazada, y se nos vino el mundo encima. Además, los médicos nos comunican que la niña tiene Síndrome de Down, un hecho que cambiaría definitivamente mi vida. El Señor estaba entrando fuertemente en mi historia, pero yo era incapaz de verlo. »Esta noticia nos vino realmente grande a los dos y, al poco tiempo, mi novia me abandonó. Ahí empecé a tocar fondo. Experimenté un vacío existencial tremendo, mi vida ya no tenía ningún sentido. Me es muy difícil expresar todo lo que sentía, era un vértigo enorme… me sentía muerto en vida. »Ese vacío ya no lo podía cubrir con nada. Me aferré a mi pandilla, a hacer más viajes, a salir más por las noches, pero ya no me saciaba nada. Mi vida se llenó de interrogantes, me preguntaba por qué me había ocurrido todo esto, por qué a mí, por qué

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me había abandonado la mujer que quería, por qué una niña con Síndrome de Down si yo era perfecto en todo… —Los «por qués» son callejones sin salida… —Sí, no te imaginas… —¿En ningún momento cambiaste la pregunta? Ya sabes, en vez de «por qué», preguntarse «para qué»… —No, no fui capaz. Lo único que hacía era dar vueltas en esa encrucijada. Había tantos y tantos por qués en mi vida… y no era capaz de hallar respuesta en ningún sitio. Había puesto todo mi ser en una chica y, de un plumazo, había perdido mi chica y había perdido mi ser. »Esa vida de disfrute y diversión se esfumó de la noche a la mañana. Mis amigos y mi familia intentaban ayudarme, pero no conseguían alegrarme de ninguna manera. Me sumergí en una tristeza de corazón profunda y, a la vez, tenía una enorme rabia hacia mi novia. Era un hecho imperdonable el haberme dejado en esa situación y había tocado mi orgullo como hombre. »Juré no perdonarla en mi vida y llevar lo de mi hija con la mayor dignidad posible dentro de la vida tan materialista y de fachada que yo llevaba. Era tan canalla que sólo esperaba que sucediese algo en el embarazo para que no llegase a su fin. Lo pienso ahora y se me ponen los pelos de punta cuando veo a mi hija… lo ruin y lo miserable que he llegado a ser, mi corazón estaba realmente endurecido. —Y Anna, ¿qué hizo con su vida? Hay que entender que su situación no era nada fácil, fue muy valiente para seguir adelante con el embarazo… ¿hubo alguien que la ayudase? —Realmente se le vino todo encima. Sin embargo, ella había pertenecido a las Comunidades Neocatecumenales, ya tenía incluso su comunidad… Después se había alejado, de la Iglesia y de todo. Pero, en este momento, lo que hizo fue volver a ellos, volver a su casa, a sus hermanos de comunidad. La acogieron y la ayudaron en todo. —¿Qué son las Comunidades Neocatecumenales? —Del Camino Neocatecumenal te puedo decir que es una realidad eclesial. San Juan Pablo II lo definió así: «Reconozco el Camino Neocatecumenal como un itinerario de formación católica, válida para la sociedad y para los tiempos modernos» 1. Se trata de un camino de conversión a través del cual se pueden descubrir las riquezas del Evangelio. —Así que Anna volvió con su comunidad… ¿Y tú? ¿Te acercaste al Señor? Porque, cuando la vida nos da, es cuando nos acordamos de Él… ¿Te planteaste entrar en la Iglesia? —La verdad es que, por aquel entonces no quería saber nada de la Iglesia, es más, la criticaba duramente. »Sin embargo, llegaba la fecha del alumbramiento y mi vida no mejoraba. Al no encontrar paz por ningún sitio, decidí probar una mañana en la iglesia de San Valero y quedarme a oír misa. —Pero Anna te había abandonado, ¿no? ¿Cómo te enteraste de que se acercaba el momento del parto? ¿Tuvisteis algún contacto durante el embarazo?

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—Sí que tuve contacto. Primero me limité a llamar a su padre unas cuantas semanas sin que ella lo supiera, para saber cómo se encontraba, si estaba mejor, más animada, para saber si estaba bien de salud. Luego, a los meses, empezamos hablar, después, quedábamos varios días a la semana, hasta que, al tiempo, nos veíamos ya todos los días. Comenzamos poco a poco de nuevo la relación y, en ese momento, nació mi hija. —Ah, vale… Ahora sí… Bien, pues volviendo a donde estábamos antes… Dices que, unos días antes del nacimiento de la niña entraste en una iglesia. —Sí, la iglesia de San Valero. —¿Y qué hiciste? —Fui a la misa de once, de doce y de una. No me enteraba de nada, ni me di cuenta de que era todo el rato la misma misa. Simplemente me quedaba sentado en la filas de atrás, no comulgaba… Al acabar la mañana, me fui a casa. »Entonces, no sé cómo, empecé a serenarme, así que volví a repetir lo de las misas. Cada vez encontraba más paz. Y, a los pocos días, nació Marta. —El nacimiento de un hijo siempre cambia la vida. ¿Qué supuso la llegada de Marta para ti? —Ese nacimiento fue un antes y un después. Dios empezó a abrirme los ojos, me hizo ver aspectos de la vida desconocidos para mí. Sopesar realmente lo que vale una vida humana, el gran milagro de la vida. Tumbó de golpe todo el materialismo y la fachada que tan importantes habían sido para mí. Me abrió una ventana nueva por la cual coger aire y respirar un aire puro y limpio. »Empecé a ver a la que hoy es mi mujer, a Anna, y a mi hija todas las tardes después del trabajo y nuestra relación siguió creciendo y mejorando. —¿Hubo algún punto clave en esa mejora? ¿Cuál fue el origen? —Deja que te sea muy sincero. Nuestra relación mejoró porque yo mejoré, y yo mejoré porque me encontré con el Señor. Él fue la clave de todo. El origen de todo ha sido Aquél al que tantas veces he rechazado. —Habías comenzado un camino de conversión… —Sí, efectivamente. —¿Y entraste a formar parte de la Iglesia? —Sí, poco a poco. Anna había vuelto a unirse a su comunidad. Una tarde me preguntó que si quería asistir a unas catequesis para adultos que hacían en la parroquia de enfrente de mi casa y que eran del Camino Neocatecumenal. Me aseguró que me gustarían, que me ayudarían. Para terminar de convencerme me comentó que se viajaba mucho, que se hacían muchas peregrinaciones para ver al Papa. »La verdad es que pensé: “Si se viaja mucho, seguro que me va, y, además, no tengo nada que perder”. »Hice las catequesis, escuché el Kerigma y… no sé… me sentí súper… sobre todo, tranquilo. —¿Podrías explicar qué es el Kerigma? ¿Qué fue lo que escuchaste? —¿Que qué es el kerigma? ¡Es el anuncio! Anuncia un hecho importantísimo: Dios ha enviado a su Hijo para todos nosotros, para dar la vida por todos nosotros. »Como dice San Pablo: “Cristo murió por todos, para que ya no vivan para sí los que

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viven, sino para Aquel que murió y resucitó por ellos”2. »Entender en mi corazón que Cristo había dado su vida por mí… fue lo que marcó el inicio de mi proceso de cambio. —Y continuaste asistiendo el resto de semanas… —Sí. Al poco tiempo me fui a una convivencia de tres días que tiene lugar al terminar las catequesis. Durante la convivencia me sentía muy relajado, muy calmado, y me decía: «Éste es mi sitio; en todas partes estoy inquieto, y aquí no…». A parte, yo soy una persona muy nerviosa, y siempre me veía fuera de mí. Lo que me pasaba era eso, nunca estaba en mi sitio, nunca… Es decir, pensaba de una forma y actuaba de otra. Sin embargo, ahí me veía tranquilo y calmado, estaba allí y me sentía en paz. Y así me quedé, me quedé en la comunidad. »Entré en la comunidad y me cambió la vida. Esa convivencia me cambió la vida. —¿Fue entonces cuando tuviste la conversión? —Sí, allí lo dejé todo. Antes estuve un tiempo a dos caballos; por un lado, iba a la comunidad y, por otro, me iba de fiesta, pero, al final de esta convivencia, dije: «Esto es imposible, aquí no hay coherencia de vida». Es que es imposible, un caballo va por un sitio y el otro caballo va por un lado totalmente diferente… Al final te rompes y dices: «¡Es imposible!». O coges una opción, o coges otra. Lo que no puedes es vivir las dos cosas, son incompatibles. —¿Encontrabas vida en las Comunidades? —Sí, es lo que me ha dado la vida. Lo otro era muerte total, estaba muerto en vida. Eso no es vivir, es una mentira, pero, cuando estás metido, no ves nada, tienes que salir para darte cuenta de ello. Ahora lo veo claro. —Fue una opción radical, un giro total, ¿no? ¿Qué cambió dentro de ti? ¿Podrías decirme algún detalle en concreto? —En mí cambió todo. T ODO, TODO, TODO. »Poco a poco fui entendiendo que Dios había estado detrás de todo lo que me había pasado. El Señor fue abriéndome los ojos y fue mostrándome toda la basura que había dentro de mí y todo el daño que había hecho a la gente que quería. —¿Qué fue lo que realmente te cambió la vida? ¿Lo recuerdas? ¿Una persona en esa convivencia, unas palabras, el lugar…? —Lo que me cambió fue que, por primera vez en mi vida, me sentí AMADO, amado de una forma que no es de este mundo y que el mundo no conoce. Y ese amor de Cristo, que viví tan real, tan mío que todavía vivo de Él… ese amor fue y es el que me cambia. »La muerte en la que yo me había metido, Cristo la había vencido, ¡Él ha vencido para ti, y para mí! Y, con su resurrección, nos ha dado todas las armas para vencer a este mundo lleno de rabias, envidias y dolor. Con Él, el cristiano anda por encima de las aguas de la muerte; con Él, perdona una y otra vez las ofensas; con Él, eres capaz de amar al otro, a ese que te quita tu espacio y te roba la vida: tu hermano, tu madre, tu marido, tu mujer… Con Él puedes amar más allá de la muerte con un amor como nunca te habrías imaginado. —Ese momento marcó el cambio pero, ¿ya está? ¿Fue un giro de golpe y para

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siempre? —Bueno, sí y no. Sí, porque fue cuando me encontré con Cristo y, desde entonces, todo cambió. »Y no porque, a partir de ahí, empecé un proceso… ¡que sé que durará toda la vida! —¿En qué consiste ese proceso? —En el amor. »Yo antes no amaba porque no conocía el Amor en sí; conoces afectos y muchas cosas, pero no amas realmente. »Conforme voy conociendo más al Señor, voy conociendo más la vida, voy conociendo más el Amor, porque Él es el Amor. El Amor es algo muy grande, y yo lo he vivido, lo he experimentado, gracias a Dios. Ahora, por ejemplo puedo amar a mi mujer de verdad. Antes la quería, o la deseaba, o quería acostarme con ella. Ahora la amo de verdad. La respeto, la amo… no sé, en otra dimensión totalmente diferente. —¿Fue entonces cuando os casasteis? ¿Al acabar esa convivencia? —Así es, al poco tiempo de hacer esa convivencia nos casamos y bautizamos a Marta en la misma ceremonia. —Aitor, acabas de decir que, cuando te encontraste con Cristo, todo cambió para ti. ¿En qué sentido? Lo digo porque mucha gente cree que, cuando Cristo entra en nuestra vida, es para quitarnos todo. ¿Sientes que Él te ha «robado» algo? —¡No, para nada! ¡Justo lo contrario! Me ha hecho feliz, feliz totalmente… o sea, yo le debo todo, le debo mis hijos, mi matrimonio… en realidad, a Él le debo mi felicidad. —¿Qué ocurrió con tus amigos? Ellos no habían tenido la misma experiencia que tú… —Pues, bueno, los que son verdaderos amigos, me han entendido y han respetado mi forma de entender la vida y los que no… ahora ya no tengo trato con algunos de ellos, no tengo mayor problema. El Señor me ha sacado de una vida y me ha introducido en otra. »Ahora me quedan un par de amigos que son amistades limpias; los que, como te he comentado, me han respetado. De todas formas, tampoco tengo mucho tiempo; los veo alguna vez que vienen a casa. Sin embargo, todo lo que es el círculo vicioso del fútbol, la noche… yo eso nada, porque me da vértigo. Miro para atrás y… es que no puedo mirar para atrás, no quiero ni mirar. O sea, no quiero volver. Y sé que el Señor lo va a hacer por mí, ya que yo lo quiero con todas mis fuerzas… —Tus antiguos amigos, ¿te siguieron buscando? —Sí, me llamaban: «¡Vámonos de fiesta!». Es muy difícil salir de ahí, no es fácil. —¿Y te ha sacado el Señor? —¡Claro! Yo soy muy débil, muy débil para vivir cerca del tabaco, cerca del alcohol… una persona muy débil; pero el Señor me ha hecho muy fuerte en ese sentido. Fuerte con y en el Señor, Él me sacó de esa vida. »“Si pudiera volver atrás…” La gente vive así, esperando otra oportunidad. Tengo amigos que piensan: “Si tuviera otra oportunidad, esto no lo haría, esto…” Y eso es lo

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que he visto y experimentado yo con Cristo: Cristo te da siempre otra oportunidad para volver a empezar, borra todo, es lo que ha hecho en mí, ¿eh? Lo ha borrado, me ha perdonado, o sea, no tengo ninguna duda, me siento totalmente querido y perdonado por todo lo que he hecho y por ese descontrol de vida y desorden… ¡todo! »He visto que me ha dado otra oportunidad, un cheque ahí que te dice “Vuelve a empezar”. Pues eso es lo que he hecho: ¡volver a empezar! Así es como me siento, bueno, como me siento y como es. Es una vivencia, es real. No es una imaginación mía. Sólo así, con Cristo pude perdonar todo lo que ocurrió con el bar. —¡Uy, es verdad! ¿En qué quedó aquel negocio? —¿Dónde nos habíamos quedado? —En que os avisa la policía de que el préstamo que habíais firmado en realidad era una estafa. —¡Ah, sí! Evidentemente yo pensaba que era un préstamo normal y luego resultó que el prestamista era lo que llaman «un buitre». Le había pedido doce mil euros, y al final me exigía una devolución de cincuenta y pico mil euros. »Antes de descubrirlo yo estaba pagando ya las letras de doscientos euros. Pero, como te comentaba antes, nos llamó un día la policía nacional y nos dijo: “Os han estafado, tienen a no sé cuántas personas así…” (Estafó a un montón de gente) “Este hombre se dedica a esto —nos advirtieron— no paguéis porque, hagáis lo que hagáis, os va a quitar el piso”. Mi hermana me había avalado para ese préstamo de doce mil euros. Me avaló con su piso. »A pesar de la plataforma de afectados, a pesar de los abogados, a pesar de todo… nadie puedo demostrar la estafa. Para mí eso suponía que, legalmente, el piso de mi hermana era propiedad de ese hombre. »Intentamos pagar la deuda, pero era imposible. Subían más los intereses… los “buitres” actúan así. En realidad no quieren que les devuelvas doce mil euros… te lo van poniendo súper difícil para que no puedas pagar. Lo que buscan es quedarse con la propiedad. Al final, con los intereses, tenía que devolver cincuenta y pico mil euros. —¿Qué pasó con el piso de tu hermana? ¿Se lo quitaron? —Sí, sí, o sea, aún no había tenido que marcharse, pero ya no le pertenecía a ella. Y, en esas condiciones, con mi hermana muy afectada, pues acababa de dar a luz a su primer hijo, esperando a que en cualquier momento llegase la orden de desahucio… pues en ese momento tuve que negociar con él. Me aseguró que el asunto quedaría resuelto si le pagábamos los cincuenta mil euros. Claro, yo le tenía un odio a ese hombre… yo le hubiera matado, ¿eh?, literalmente. »Era un infierno, te lo prometo, yo ahí lo pasé muy mal: saber que le están quitando el piso a tu hermana por tu culpa y que no puedes hacer nada… Claro, yo no tenía ese dinero tampoco. Sólo deseaba la muerte a ese hombre. —Esa situación tenía que ser de una angustia terrible… —Sí, la verdad es que muchas veces rozaba la desesperación. Por la mañana, al ir a trabajar, me daban intenciones de tirarme con la moto… porque era la culpabilidad que sentía… que por mi culpa, mi hermana se quedaría en la calle… No veía ninguna

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posibilidad de que se solucionase, ya no quedaba esperanza… y no encontraba ninguna razón para seguir. »Pero, gracias a Dios, este proceso duró diez años. —¿¡Diez años!? —Sí, Lety, y el que durara tanto tiempo ha sido un verdadero regalo del Señor. —Pero son muchos años… —Claro, con los juicios y todo eso… —¿Y por qué dices que fue un regalo del Señor? —Porque en ese tiempo entré en el Camino, me casé y empecé a cambiar un poco. Yo ahí comencé a poder perdonar. Bueno, más bien, ahí el Señor empezó a ablandarme el corazón… porque, de hecho, sólo perdoné al estafador al final: primero pagué toda la deuda, y luego le perdoné. —¿Pagaste los cincuenta mil euros? —Sí. —¿Y cómo conseguiste tanto dinero? —Fue la mano providente del Señor, fue un regalo de Dios, me ayudó mucha gente, de todos los sitios… increíble, de verdad, cómo me vino… un regalo del Señor. Y se pagó y se paralizó el desahucio, porque ya iban a desahuciar a mi hermana, a quitarle el piso. —¿Viste al estafador? —Sí, ante el notario, cuando le pagué. Fuimos a un notario para pagarle y para que limpiara todo, que eliminara la carga de la escritura, para que no le quitaran el piso a mi hermana… Queríamos hacerlo muy bien, porque ya se había empezado el alzamiento… —Y el proceso de perdón, ¿cómo fue? ¿Lo recuerdas? De sentir ese odio y ese rencor… ¿cómo te fuiste calmando? —Una mañana se me dio. El perdón, como todo en esta vida, es un don de Dios, nosotros sólo tenemos que pedírselo. Bueno, en el caso de los estafadores yo ni siquiera se lo pedí, porque no quería perdonarlos. Pero el Señor sabe lo que hay dentro del corazón de cada persona, y me lo concedió. Me lo regaló una mañana. —¿Una mañana? —Sí, rezando laudes. —O sea, ¿recuerdas el momento en el que se te dio el don del perdón? —Sí, sí, el Señor me abrió el corazón y me hizo pedir por ellos, o sea, pedir por el estafador que se habría quedado con el piso de mi hermana. Y el Señor me hizo sentir en el corazón: «Lo he perdonado». »De tenerle rabia, odio y de, literalmente, decir “lo cojo del cuello y lo mato”… a sentir pena por él, a sentir lástima. De repente me hizo ver a esos hombres como Él me ve a mí, con misericordia, como lo que son, pobres hombres bajo la esclavitud del dinero. Incluso ahora, pido cuando me acuerdo de todo lo que sucedió, pido por ellos, para que el Señor toque un día sus vidas y los saque de ese infierno. —¿Se te cambió el corazón? —Sí, fue un milagro. Sentía lástima y decía: «Pobre hombre, que está ahí,

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encadenado al dinero». Lo veo y me da lástima de verdad, es un pobrecillo, es un esclavo del dinero; es un esclavo, por eso está haciendo semejante daño a tanta gente… personas a las que le han quitado el piso y se han suicidado… Nadie quiere tener ese peso sobre la conciencia. —¿Te ha costado mucho este camino de perdón? —No, ha sido un regalo del Señor. El perdón no lo he conseguido cerrando los puños y apretando con mis fuerzas. Ha sido fruto de su Pasión, de su Cruz, de su perdón hacia mí y de su Resurrección. »Jesús, en mi vida, siempre ha ido por delante: primero me he sentido yo amado y perdonado, y después me ha dado el don para hacer yo lo mismo. »Al sentir y vivir su Amor, ya no puedes comportarte de otra manera. Yo no he hecho absolutamente nada, lo único que he hecho ha sido acercarme a su casa, a nuestra Madre, la Iglesia. En ella Cristo ha querido depositar el mayor tesoro que puede alcanzar el ser humano: el perdón y el amor. -¿Te sientes un hombre nuevo? ¿O cargas todavía con culpabilidades o restos de tu pasado? —Me siento un hombre nuevo. Eso es lo que Cristo ha hecho conmigo. Yo era un irresponsable, un verdadero golfo, sólo vivía para la diversión, y Él me ha ordenado la vida, ha puesto cada cosa en su lugar, me ha perdonado por todas mis faltas, me ha llenado de responsabilidades y alegría auténtica con mis hijos, me ha enseñado la verdadera justicia y el camino recto de la vida. »Muchas veces vivimos con cargas enormes del pasado porque no nos podemos perdonar a nosotros mismos. Nos machacamos y nos parece algo racional y lógico. Siempre nos torturamos pensando: “Si no hubiera tomado esa decisión… si no hubiera cometido ese acto horrible… si pudiera volver atrás, si pudiera tener otra oportunidad y volver a empezar…” »Pues bien, humilmente te digo que Cristo hoy te da esa segunda oportunidad, Cristo no se cansa nunca de darte oportunidades. »Él es el único capaz de borrar todos tus delitos, de regalarte una vida nueva y empezar de cero. »Por lo tanto, sí, estoy seguro, lo he experimentado: ¡Cristo te hace un hombre nuevo y te regala una vida nueva! —¿Y ahora cómo vives la fe? —Pues el Señor me ha dado una vida, una verdadera vida, y no me ha dejado solo, me ha dado también unos hermanos, una comunidad a la que amo en el Señor, que me pone en la verdad, que me ayuda… con la que siempre puedo contar. »Respecto a mi matrimonio, Anna y yo llevamos ya seis años felizmente casados y el Señor está haciendo una historia de salvación con nosotros, una historia que día a día muchas veces no entendemos, en ocasiones hay cosas que nos cuesta aceptar, pero la verdad es que miramos atrás, volvemos al frente y todo va cobrando sentido. Muchas alegrías de hoy han sido sufrimientos de ayer. »Durante estos años que llevamos juntos hemos pasado por momentos duros, pero,

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tanto Anna como yo, tenemos una experiencia de Dios en nuestra vida y nos hemos podido fiar de Él. »El Señor nos ha ido guiando, nos ayuda cada día a poner poco a poco las cosas en su sitio. Nos está enseñando a amarnos, está haciendo un matrimonio nuevo, está reconstruyendo nuestra relación que en un tiempo estuvo rota y que volvimos a retomar poniendo a Jesucristo en medio. »Hoy en día tenemos 3 hijos, y pronto nacerá el cuarto. Estamos muy contentos y muy agradecidos a Dios por todo lo que nos está regalando. —Aitor, para terminar, ¿qué le dices al lector que está frente a tu testimonio? —Acércate a una iglesia y mira fijamente al Santísimo. Quédate un buen rato y habla con Él. Estés en las circunstancias que estés, Él es el que de verdad te va a salvar de tu mundo y de tu circunstancia. No es una ensoñación ni nada por el estilo. Cristo está vivo y está esperándote con su infinito amor y misericordia, ¡comienza a vivir! »De nada te valdrá tener mil tesoros en esta tierra, ser arquitecto, médico, abogado, triunfar en todas las facetas de la vida, si no conoces al autor del perdón, al autor del amor, al autor de la vida. Así es imposible que ames de verdad, y que puedas realmente perdonar. Es necesario que tengas un encuentro personal con Él, para que te descubras a ti mismo y tu realidad. Darte cuenta de lo que realmente vales, del precio que Él ha pagado por ti, y salir de esa sabiduría mundana de hombre y adentrarte en una sabiduría divina que sólo puede alcanzar aquel que tiene una relación estrecha con el Señor. Así, con Él, sabrás para qué has sido creado, porque, si no, por muy inteligente que seas, al final, más tarde o más temprano te preguntarás: »¿Y yo para qué vivo?

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Carta «ogniqualvolta» de S. S. Papa Juan Pablo II a monseñor Paul Josef Cordes el 30 de agosto de 1990. 2 2Co, 5.

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3. TESTIMONIO DE JUAN

Queremos empezar el siguiente testimonio dando las gracias a su protagonista. Formar parte de este libro ha sido una decisión largamente orada y meditada por su parte, ya que, en su situación, le supone no sólo exponerse a las críticas, sino que también pone en riesgo su integridad física. Buscando su seguridad, pensamos eliminar este capítulo. Sin embargo, él insistió, haciéndonos llegar su ilusión por participar. A pesar del peligro, fue rotundo: le ha costado mucho vivir desde la verdad, y, al compartirnos su testimonio, asumía todas las consecuencias. Nos pidió el mismo trato que hemos brindado al resto de personas que han colaborado en este libro: utilizar nombres ficticios. Nada más. Así pues, eso es lo que hemos hecho. Todos los nombres que aparecerán en estas páginas, serán ficticios. Gracias, Juan, por tu valentía. Gracias por apostar por la verdad. —¿Juan nos podrías contar dónde vives? —Mi chabolo es de unos 13 metros cuadrados. Tiene dos literas porque, generalmente, son compartidos. Por eso tenemos todo doble: dos estanterías pequeñas, dos armarios… Luego está el baño, en el que sólo hay un lavabo, el inodoro y la ducha. El chabolo está pintado de blanco y el suelo es de color gris. Mi ventana da al patio y, de lejos, se ven unos montes altos. Además, tengo un corcho en el que pongo versículos de la Biblia, para recordarlos siempre, como, por ejemplo: «…habitas al amparo del Altísimo, […] vives a la sombra del Omnipotente» (Salmo 91, 1), «No temas, porque yo estoy contigo; no te angusties, porque yo soy tu Dios» (Isaías 41, 10) y «Yo soy pobre y desgraciado, pero el Señor se cuida de mí» (Salmo 40, 18). »Me gusta tener el chabolo siempre ordenado y limpio, porque Dios quiere que tenga orden en mi vida, por dentro y por fuera. Creo que Él se siente más a gusto así. —Pero, ¿qué es exactamente el chabolo? —Es como llamamos aquí dentro a la celda. —¿Aquí dentro? —Sí. Vivo en la cárcel. Estoy cumpliendo condena, exactamente, desde el 8 de mayo de 2011. Antes de seguir con el testimonio, supongo que, con estas primeras respuestas, te habrán surgido miles de preguntas… «Si las monjas son de clausura, y Juan es preso, ¿cómo han podido realizar esta entrevista?» O, algo desconcertante… «¿cómo se han conocido?» y, posiblemente, muchas más. Todo quedará desvelado a lo largo de la narración. Tan sólo queremos confirmarte que, efectivamente, nunca hemos visto en

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persona a Juan. Esta entrevista la hemos realizado a través de cartas y gracias a la ayuda de los voluntarios de la Pastoral Penitenciaria. Gracias a su colaboración, hoy podemos compartir contigo este nuevo capítulo, en el que ver las maravillas del Señor. —¿Qué te ha hecho llegar hasta esta cárcel? —Yo llevaba una mala vida: iba a clubes, con mujeres y me metía en unas peleas tremendas. Por entonces convivía con mi pareja, ahora mi ex mujer, su hija y la niña que habíamos tenido. Ella no trabajaba, nos alcazaba con mi sueldo. Así fuimos pasando los años, hasta que la hija de ella quiso ponerse a trabajar los fines de semana. La quería tanto como a mi propia hija. »Un día nos encontrábamos solos en casa la hija de mi mujer y yo. Casi como en un juego, comenzamos a bailar. Noté qué había una química entre los dos. Hacía tiempo que ya no sentía nada por mi mujer. Coqueteamos… y me enamoré de ella. »A partir de ese momento, madre e hija tuvieron unos celos tremendos la una contra la otra, y discutían mucho. Por mi parte, cada vez me sentía más enamorado de aquella muchacha. Ella me buscaba… yo no me daba cuenta de que le estaba haciendo daño. Tuvimos relaciones… su madre nos encontró juntos y me denunció. Como su hija aún no era mayor de edad, me acusaron de abuso a menores. —Cuando te acusaron, ¿cómo reaccionaste? —En mi primera declaración mentí, tenía mucho miedo de caer preso. No me costó mentir. Tal vez si hubiera seguido con la mentira hoy estaría en la calle, ya que no había pruebas absolutas de lo ocurrido. Pero, no sé cómo, pensé en Dios, con quien no mantenía ninguna relación, y le pedí que me enseñara a decir la verdad. —Pero, si no tenías ninguna relación con Él, ¿qué te hizo mirarle? ¿Qué te llevo a luchar por la verdad? —Sinceramente, no lo sé… A veces, cuando uno toca fondo, le viene a la mente Dios… Sólo le tienes a Él, en esos momentos sabía que sólo estaba Dios a mi lado, a pesar de que yo no me relacionaba con Él. Creo que esto es lo que me ocurrió. Él era el único que me podía auxiliar. Fue Él quien puso las palabras en mi boca. —¿Y qué sucedió? —Pues que, ya en mi segunda declaración, dije la toda verdad. La responsabilidad recayó sobre mí, me condenaron por abusos. —¿Qué pensaste en el momento en que te condenaron? —Me volví hacia Dios. Le decía: «Digo la verdad, me juzgan… ¡y me meten en la cárcel! ¡Ya ves qué me ha traído decir la verdad!». Pero, a la vez, en mi interior había algo que no sé explicar y que me impulsaba a luchar por la verdad. Fueron momentos de mucha confusión. —¿En qué consistió la condena? —No hubo juicio como tal, fue a puerta cerrada y por acuerdo entre las partes. Creí que, al ser por acuerdo, me caería menos tiempo de prisión, pero me condenaron a doce años y me bloqueé. Si no firmaba, me metían quince años… Me dolió mucho y, entre llantos, firmé. Siento que no tuve mucha ayuda por parte de mi abogado.

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—¿Qué se siente al entrar en la cárcel? ¿Cómo son los primeros meses aquí? —Sientes mucho miedo a lo desconocido, a un mundo que has visto sólo en las noticias o en películas. »Primero estuve en el calabozo de la cárcel. El funcionario me hizo desnudarme, me quitó los cordones de los zapatos… me sentía tan solo… después, los doctores me hicieron un chequeo. Cuando podía, hablaba con el compañero que se encontraba en el calabozo de al lado, de pared a pared. Más tarde nos pasaron al módulo donde íbamos a cumplir la condena. Creíamos que nos pondrían juntos, en la misma celda, pero no fue así. Cuando llegamos, el resto de internos comenzaron a gritar: “¡Carne fresca!” Sentí un miedo que no podría describir, estaba muy asustado y temblaba. Pensé lo peor. Por eso, cuando llega algún preso nuevo, lo acojo como me hubiera gustado que me acogieran a mí. Creo que Dios me hado este don de acogida. —¿Cómo lo afrontaste? —Poco a poco fui encontrándome más tranquilo y haciendo algún amigo. A los que me preguntaban por mi delito, les decía que había sido condenado por tráfico de drogas. Si no, me podían machacar. —¿Y eso? —No todos los delitos son iguales cuando se está dentro de la cárcel. Puedes haber matado a un montón de gente, y no pasa nada, hasta te tienen miedo… Pero no es así con todos. Cuando ya me habían nombrado encargado de limpieza, entró un nuevo preso. Sabiendo que su delito era por violación, entre seis personas le dieron una paliza bestial. Había sangre por todas las escaleras; lo sé porque tuve que limpiarlo… Sentía el sufrimiento de esa persona como si fuera mío. —¿Es lo más duro que has vivido en prisión? —A nivel de violencia, sí… Aunque, interiormente, al principio era duro pensar que, si hubiera mentido en el juicio, tal vez la condena habría sido de menos años o, incluso, no habría entrado a la cárcel. Esto me atormentaba. Fue muy duro también el verme apartado de mi familia, de mi hija, de todo mi mundo y mi vida. »Y, por otro lado, entre las cosas más duras que he vivido aquí, es muy doloroso cuando muere un familiar de un compañero. Recuerdo a uno especialmente… su madre murió y, como era interno, no pudo acudir al funeral ni estar con su familia. Este pobre hombre gritaba desde el chabolo con gran desesperación… Me impactó mucho. También alguno se quita la vida, y no los puedes acompañar. ¡Es muy duro! Estos ya casi cinco años que llevo preso están llenos de desgracias y de situaciones personales tremendas, muy difíciles de olvidar. —Y cuando te viste en la cárcel, ¿qué pensaste? ¿Cómo te sentías por dentro? —Una vez en la cárcel, y a medida que fue pasando el tiempo, vi que tenía un camino por recorrer y mucho que limpiar. Que tenía que pedir perdón a las personas que hice daño y a Dios para poder acercarme más a Él, conocerle y amarle más y más. En cierta manera, hice una Alianza con Dios. —Pero, ¿cómo llegaste a eso? Si antes de entrar en la cárcel no Le conocías… —Bueno, antes creía en Dios, pero lo hacía a mi manera, no como realmente es Él. A

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veces, después de una noche de juerga, llegaba borracho a casa y hacía una oración con los labios, pero no con el corazón. Dios para mí era algo lejano que me enseñaron mis padres. Ahora ha pasado de ser «algo» a ser «Alguien» vivo, un tesoro que me he encontrado en la vida. La mejor de las loterías. —¿Recuerdas cuándo y cómo fue ese cambio? —Sí, me encontré con el Señor estando ya en prisión. A los pocos meses de entrar, conocí a los voluntarios de la Pastoral Penitenciaria, más o menos en noviembre de 2011, y comencé a ir a su grupo de oración. Los voluntarios traían el Evangelio del domingo siguiente, y meditaban y charlaban con mis compañeros sobre Cristo y su mensaje. —¿Qué te movió a ir a este grupo? —Cuando llegaban los voluntarios de Pastoral Penitenciaria me entraba curiosidad. Pregunté a los compañeros y me dijeron quiénes eran. Entré un día en la sala cuando el grupo ya había empezado la oración; me acogieron muy bien, me contaron qué hacían y decidí quedarme. Me fascinó. Y así comenzó mi amistad con ellos y me fui acercando a Dios. Al principio permanecía en silencio. No entendía nada y no sabía rezar. Pero, poco a poco, me fue entrando el mensaje de Dios, como a un niño de escuela. Finalmente, un día le pedí al capellán una Biblia, y comencé a leerla poco a poco, por las noches, y fui encontrando versículos con los que Él me decía cosas al corazón, así lo sentía yo. Recuerdo que eso fue lo que experimenté cuando leí: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente» (Mt 22, 37). Desde ese instante, sentí que Dios me hablaba a través de sus citas. —Y fue entonces cuando hiciste esa Alianza con Dios, ¿no? Y, ¿en qué consistía? ¿El Señor te pedía algo? —Sí. Sentí que tenía que pedir perdón para recomenzar. Él sabe cómo hace las cosas. Dios me decía: «¡No te preocupes, no temas, yo estaré contigo!». Dios ha aprovechado esta etapa de mi vida para acercarse más a mí y sanarme. —¿Hubo alguna experiencia, algún acontecimiento que te hiciese ver ese apoyo por parte del Señor? —Sí. Dios me reveló el salmo 121. Fue una noche. Cuando ya todo estaba en silencio, oí una voz que sonó dos veces. Creí que era mi compañero de celda. Le llamé, pero estaba dormido. Entonces supe que había sido el Señor. Lo que me dijo fue: «El salmo 121 es para ti». Inmediatamente cogí mi Biblia y lo busqué: «Levanto mis ojos a los montes: ¿de dónde me vendrá el auxilio? El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra. No permitirá que resbale tu pie, tu guardián no duerme; no duerme ni reposa el guardián de Israel.

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El Señor te guarda a su sombra, está a tu derecha; de día el sol no te hará daño, ni la luna de noche. El Señor te guarda de todo mal, él guarda tu alma; el Señor guarda tus entradas y salidas, ahora y por siempre.» »Me lo sé de memoria, no lo olvido nunca, y me está ayudando mucho. »Y es que, cuando reconocemos el pecado cometido ante Dios, Él te da la gracia y el perdón. Doy gracias a Dios que me ayuda cada día y no se separa de mí. Y ahora, por mi fe, puedo también ser útil a los demás dentro de la cárcel y con Él este lugar se convierte en oportunidad y en momento de gracia. -¿Te has sentido perdonado por lo que hiciste? ¿Has sentido el perdón de Dios? —Sí, pero, hasta que no sentí arrepentimiento por todo lo que hice, no experimenté Su perdón. —Entonces, al principio ¿no sentías la necesidad de cambiar? —No. Tardé mucho tiempo en ser consciente del daño que había causado. En esta sociedad (no lo digo por justificarme, pero creo que es verdad) desde pequeños se nos inculca que eres una especie de «héroe» si consigues engañar a los demás. Se mira, incluso por parte de muchos padres, con admiración al chaval que se cuela en la cola, o en el metro, o que se lleva algo sin pagar. Yo a los jóvenes les llevaba a los prostíbulos, a fumar, a drogarse… así me sentía poderoso. Con esa mentalidad y mi ego, simplemente consideraba que era el más listo de los listos, que tenía un don para el engaño y que había sabido explotarlo. Al principio no tuve el más mínimo sentimiento de culpa. Era una especie de juego. Y, en ese juego, había tenido la mala suerte de que me pillaran. Pero, durante mucho tiempo no me dolió el mal que había causado a otros. Ni siquiera era capaz de ver a los demás: sus necesidades, sus sentimientos… me daban igual. —¿Y cuándo te cambió la visión? —Fue a partir del momento en que me acerqué a Dios. Sentía cómo poco a poco, Él iba iluminando mi conciencia, mi pecado y me hacía ver el daño que había hecho. Por primera vez entendí el mandato evangélico de no hacer al prójimo lo que no quieres que te hagan a ti. —¿Y cómo te mostró todo eso el Señor? —De pronto, comenzaron a venir a mi memoria las caras, las situaciones de todos aquellos a los que yo había hecho daño. Pero fue cuando conocí a Jesús cuando todo cambió de verdad. Su historia empezó a conmoverme. Era real, había mucho drama detrás… y yo había sido el causante. Era a Él al primero al que había hecho daño. —¿Cómo supiste que estabas perdonado por Dios? ¿Recuerdas si hubo un momento especial en que lo sentiste? —Un día, en mi desesperación, me arrodillé en mi chabolo ante Dios y le pedí perdón

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de todo corazón, porque el dolor que sentía por el mal que había causado me estaba matando. Era en los momentos de soledad cuando me derrumbaba y le contaba todo de tú a tú a Dios. Tenía mucha amargura y así pasaba los días. Pero, aquella vez, fue diferente. De pronto experimenté un cambio por dentro, un antes y un después de mis primeros contactos con Dios. Me sentí realmente amado y sanado por Él. Yo decía a Dios: «Si existes, Señor, ayúdame» y así fue, Él me escuchó y me ayudó. Él me quitó esas llagas de mal y las cambió por una gran paz y un gran gozo. Sentí el poder de Dios en mi soledad. »Más tarde me confesé con el capellán y me sentí acogido, aliviado, agradecido y en paz. Al poco tiempo de comenzar en el grupo de oración, tuve la fuerza necesaria para no ocultar nada y no temer. Esa fuerza me venía de Dios. —¿Ahora te pesa tu pasado? —Al principio, cuando fui consciente de lo que había hecho a lo largo de mi vida, me pesó mucho, no podía con todo lo que viví y lo que hice sufrir. Sí, me pesaba, lo vivía con mucha angustia. Pero, en el momento en que el Señor me abrazó con su amor, en el instante en que me entregué a Dios, Él me quitó el peso de encima. Actualmente puedo decir que no me pesa el pasado, en mi interior sólo tengo agradecimiento y me siento feliz. —Y, después de experimentar el perdón del Señor, ¿qué pasó? —Pues que, poco a poco, empecé a sentir la necesidad de pedir perdón, de obtener el perdón de las personas a las que había hecho daño. Y sabía que Dios me señalaba ese camino. «Si de verdad te has arrepentido, pide perdón», sentía que me decía el Señor. Y la verdad es que aquello (al principio inimaginable), se convirtió en una verdadera necesidad interior: tenía que pedirles perdón. El Juez me prohibió que me pusiera en contacto con mi ex–mujer y su hija, pero yo tenía que pedir perdón, era una fuerza mayor… y les escribí. »Después pedí perdón a mi propia familia. De repente caí en la cuenta de cuánto les había hecho sufrir. En ese momento fui consciente de las muchas preocupaciones y disgustos que les había supuesto mi actitud y mi vida. Ellos me perdonaron rápidamente, supongo que la sangre ayuda en estas cosas, al fin y al cabo, son mis hermanos. Y ahora tengo una buena relación con ellos. »También hice las paces con mi familia más directa: mi hija. Ella viene a visitarme y sé que me ha perdonado. Desde que estoy cumpliendo condena tengo más amor por ella y ella por mí. Aquí ha nacido un amor padre-hija que no teníamos fuera. Es Dios quien actúa en mí y también en ella. Cuando entré en la cárcel tuve miedo de que no quisiera volver a saber nada de mí, por eso doy gracias a Dios por tanto mimo que no merezco. Es más, antes mi hija no creía en Dios, y ahora compartimos la fe, ¡y hasta me pide la bendición cuando nos toca visita! —¿Y tu ex–mujer y su hija? —Ellas aún no me han perdonado. Y las entiendo. —¿Qué sentiste ante esa petición de perdón que no te acogieron? Pediste perdón, pero no te han perdonado…

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—Efectivamente. Al principio quería a toda costa obtener su perdón y, al descubrir que se negaban rotundamente a dármelo, sufría mucho. Pero, con el tiempo, a medida que fui experimentando más el perdón y el amor del Señor, volví a sentir paz. Pero sufro por ellas, por lo que están pasando, y me gustaría que se libraran de ello. Si ahora siento paz en mi corazón no es por mérito propio, todo es obra de Dios. De todas formas, si un día me llegasen a perdonar, daría gracias a Dios y haría lo que fuera por su felicidad. —Entonces, se podría decir que el perdón no ha servido de nada, ¿no? Las circunstancias no han cambiado en absoluto: sigues en la cárcel, ellas no te perdonan, no se reduce la condena… El perdón no ha cambiado nada. —Puede parecer así… Pero no es cierto. Puede que parezca que nada ha cambiado, pero Él ha hecho el cambio más importante: me ha cambiado a mí. »Yo antes no era una persona sociable, era orgulloso, prepotente, tenía un corazón duro, de piedra… En general, los demás presos me daban igual. —¿Y en qué notas el cambio? —En que ahora busco a las personas cuando siento que me pueden necesitar, y estoy junto a ellas en los momentos más duros. Todo es gracia de Dios. Sin Dios no soy nadie, pero estoy dirigido por Él y con Él puedo hacerlo. Cuando el hombre se arrodilla ante Dios, comienza a ser grande en espíritu. La oscuridad del principio ya no es tal, he sido iluminado por la presencia de Dios. Ésa es la gran diferencia. —¿Cuánto tiempo te queda de condena? —La condena impuesta fueron doce años y una multa de 60.000 euros. Ahora me quedan por cumplir siete años y la multa la voy pagando poco a poco. —¿Y sales de permiso? —No, de momento no tengo permisos. Pero, mientras sea así, podré seguir ayudando a quien lo necesite. —¿Ayudar? ¿A eso te referías cuando al principio nos comentabas que sientes que el Señor te ha dado un don? —Sí. —¿En qué consiste ese don, esa misión? —La primera vez que entré en la cárcel tuve miedo, no fui bien acogido. Cuando uno entra en la cárcel no te conoce nadie, ni tú conoces a los demás, sólo saben de ti el delito que has cometido y por el que pagas condena. Hay una gran desconfianza y esto te duele mucho. Sin embargo, ahora, por mi experiencia, intento acoger en el módulo donde estoy a las personas que van entrando. Llegan como yo llegué, con mucho temor a lo que se van a encontrar. Siento que es Dios quien me envía a esta tarea de acogida. —¿Y qué haces exactamente? —Pues les ayudo en los papeleos, a que se acomoden… y nunca por interés, sino tal como me hubiera gustado que hicieran conmigo. Les hablo del tiempo que aún me queda por cumplir y ellos se animan, ya que yo tengo una condena larga y, si yo estoy bien, ellos también pueden estarlo. Aprovecho además para hablarles dándoles ánimo, y les digo que con Dios todo se puede, hasta incluso ser feliz en estas circunstancias. Y, a veces, les doy un abrazo. El abrazo en algunos momentos es muy importante.

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—¿Por qué? —Con el abrazo acoges. Aquí dentro el contacto físico: un abrazo, un apretón de manos… vale mucho. El abrazo recibido te enseña que tú también darlo a otro. ¿Te sale del corazón hacerlo? —Sí, me sale del corazón. Igual que me sale del corazón, cuando tengo algo de dinero, invitarles a un café. Sea como sea, lo que quiero trasmitirles es que «de aquí se sale». Dios me da las palabras para que los que llegan nuevos se sientan mejor y menos asustados. —Pero, ¿dentro de la cárcel puedes invitar a un café? ¿Tienes dinero? —Bueno, ¡tengo trabajo! Soy encargado de la limpieza del módulo. —¿Y eso en qué consiste? —Somos un grupo formado por seis personas, entre ellas, el encargado y un titular. Nuestro trabajo es mantener limpios los baños, los pasillos (también los de las celdas), la galería, cristales, sillas… Por este trabajo recibo una compensación económica de 105 €. Habrá gente que pensará que es poco, pero con este dinero tengo para mis gastos aquí dentro, incluso he podido hacer un regalo a mi hija el día de su cumpleaños. Hace poco me han subido 1 € y ahora tengo para invitar a tres cafés más a alguno de mis compañeros que lo necesite. Dios parece que multiplica mi sueldo porque lo comparto. Hace poco me ofrecieron un trabajo en la cocina, ganando 200 € más al mes, pero no quise porque en el módulo estoy entre mis compañeros y soy feliz pudiendo ayudar. —Trabajo, café… jamás había pensado cómo es una jornada normal en la cárcel. ¿Puedes contarnos el horario de tu día a día? —Por la mañana me levanto… —¿A qué hora? —Hacia las ocho. Hago oración y me pongo en las manos de Dios para hacer su voluntad. —¿Qué rezas? ¿Un rosario? ¿Hablas con Dios? —Hablo con Dios. Dialogo con Él como el amigo que es. Siento que me escucha y me habla. —¿Y después? —Desayuno y voy a mi trabajo. También voy a diversas actividades: al grupo de oración, manualidades (me encanta hacer regalos con cosas sencillas para otros), francés, meditación… »Al final de la mañana comemos, y estamos en el chabolo hasta las 16:30 h. Allí rezo otro rato y doy gracias a Dios por la mañana que he pasado, por mis compañeros, por el alimento. Después, descanso un rato. —¿Y la tarde? —Es más tranquila. Vuelta a bajar a la galería, un café y conversación con los compañeros. Dios me va poniendo delante a quién debo ayudar. —Así hasta la hora de la cena… —Sí, aunque yo ceno antes que el resto porque luego sigo con las tareas de limpieza. Y a la noche, de vuelta a la celda, pongo un poco la televisión, escribo cartas o hago

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manualidades para los amigos. Y, por supuesto, que la oración no falte. Con mis pequeñas palabras doy gracias a Dios por todo lo recibido de su parte. A veces me sale el llanto cuando leo un versículo que me conmueve. Y, después, a descansar. —¿Puedes dormir bien? —Desde que comencé este camino con el Señor, sí, casi siempre sí. Digo «casi siempre» porque hace poco me desperté a media noche. Andaba inquieto, me levanté y tomé la Biblia. Necesitaba hablar con Dios… y Él me reconfortó. Ahora creo que fue el Señor quien me despertó para que hablara con Él. —¿Nos puedes compartir qué versículo te salió? ¿Cómo recobraste la paz? —«Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas» (Mateo 11, 29). La humildad lleva a acercarse más a Dios… esto me dio paz aquella noche. —A lo largo de estos años, ¿has tenido alguna otra experiencia del Señor? —¡Sí, muchas! Siento cada día que Él quiere estar conmigo, como un Padre. ¡Es que le siento así! Como un Padre que ama y acoge con misericordia y sin reservas… Recuerdo una mañana de frío en que sentí que Dios me decía: «¡Escríbeme!». Las ventanas estaban empañadas, y en ellas escribí una palabra bonita para Él. Ahora lo hago siempre que las veo así y, de esta forma, le dedico a Dios un pequeño saludo. A lo largo de la mañana, cuando comienza a salir el sol, va desapareciendo el vaho de la ventana, y con él la palabra escrita, y es cuando tengo la certeza de que el mensaje ya ha llegado a Dios y me siento feliz. »Nunca pensé hablar con Dios, ni tan siquiera nombrarle, pero, ¡fíjate cómo es Dios! Él está con los presos, cuidándonos y acompañándonos. Siempre lo aparté de mi vida, pero ahora le doy las gracias cada día. “El Señor reprende a los que ama…” (Hebreos 12, 6) y yo así lo siento: Él es quien me va corrigiendo y enseñando. —Juan, lo que más me pregunto es… ¿tu vida está marcada por la rutina? —A pesar de que cada día llevamos los mismos horarios, no, para nada. No tengo rutina porque intento vivir cada día la misericordia y la ternura de Dios. Sin Dios no soy nada; pero, con Él, soy una herramienta especial en sus manos. Rezo cada día por las personas a las que hice daño, para que puedan perdonarme y no les falte de nada. Y también por mi hija, que el Señor toque su corazón como tocó el mío para que puedan sentir la paz que yo siento. Rezo también por todo el mundo… Aquí he descubierto que, por mi fe, puedo ser útil a los demás. —Y, sin embargo, por lo que nos has contado, todavía te queda mucho tiempo de condena… ¿Nunca tienes la tentación de desesperarte? —No, porque Dios está conmigo, a mi lado. Dios me dice muy claro que Él «guarda mis entradas y salidas» (Sal 121), que no debo temer. ¡Sé qué hay si me aparto de Él, y no quiero volver a esa vida! »El Señor me ha dado la gracia de traerme a este desierto que es la cárcel y hablarme al corazón, y me está danto otra oportunidad para mi salvación y para poder llevar a otros hasta Dios. “La llevo al desierto, le hablo al corazón…” (Oseas 2, 14). »¡Así son las maravillas del Señor! Comprendí que de mí no sólo puede salir suciedad,

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sino que puedo hacer cosas buenas porque Dios está obrando a través de lo que hablo, a través de mis gestos… ¡Soy válido para Dios! Sé que no soy una persona preparada, pero es Dios quien me regala estas palabras, soy sólo un obrero… Dios va sembrando a través de mí, todos los frutos son para Él. —Nos han comentado que tú también utilizas el reto para hablar del Señor a tus compañeros… ¿cómo lo conociste? —Un día fui como siempre al grupo de oración. Esa mañana lo dirigía una de las voluntarias. Traía un montón de papeles impresos. Después de saludarnos nos comentó que había unas monjas de clausura que… bueno, como podéis imaginar, no llegó a acabar la frase. Pensar que hay personas que se encierran voluntariamente, cuando nosotros en lo único que pensamos es en salir… Hubo comentarios de todo tipo, claro, unos más acertados que otros… La voluntaria volvió a tomar la palabra. Nos explicó que esas monjas escribían un mensaje todos los días, y que lo mandaban por WhatsApp. Como no se pueden meter móviles en la cárcel, ella se había encargado de imprimirnos unos cuantos para leérnoslos. Se creó un silencio espectacular, como nunca antes lo había visto. Ella iba leyendo, uno tras otro, aquellos retos… —¿Qué pensaste? —No podía pensar mucho… sólo disfrutaba. Era un momento mágico, en el que descubrimos una realidad totalmente nueva. Monjas de clausura… y eran felices. Y se sentían libres. Y teníamos en común la reja… —¿Qué pasó después? —Me entusiasmé con aquellos breves relatos. Si ellas podían ver al Señor estando encerradas, nosotros también podríamos. La verdad es que les estoy muy agradecido a las MM. Dominicas por los retos. Me gusta ver cómo de pequeños detalles cotidianos ellas ven a Dios, con sencillez y claridad. Así que, tras un par de veces que nos los leyeron, me acerqué a las voluntarias y les pedí que me dejasen alguna copia. Ellas me dieron todos los que habían traído. Y, cada semana, vuelven a hacer lo mismo. Ellas traen impresos los retos de la semana… y me los dan. —¿Y qué haces con ellos? —Desde el principio empecé a entregarlos a los compañeros que creía que podían necesitarlo y, al hacerlo, les hablaba de la existencia de unas monjas Dominicas que vivían en un Monasterio en Lerma y que nos querían ayudar, que rezaban por nosotros… Les explicaba que las monjas cada mañana mandan estos mensajes a miles de teléfonos, reflexionando cómo actúa Cristo en sus vidas a través de las cosas de cada día… finalmente, les animaba diciéndoles que, de esta forma, también nosotros podemos hacer consciente a Dios en lo que nos toca vivir. »Así sigo haciéndolo a día de hoy: entrego los retos a quien pienso que le pueden ayudar. El resto del trabajo, el más complicado, lo hace Dios. Siento que Él va obrando poco a poco en el corazón de los compañeros a los que se lo voy dando. —Con los presos, especialmente con los que acoges al llegar nuevos, ¿se dan conversaciones profundas, llegan a mostrar su interior? —Sí, con algunos de ellos mantengo conversaciones más profundas y se sienten

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reconfortados. Lo agradecen mucho. —¿Tu alegría a pesar de tus circunstancias interroga a los demás? —Mucho. Cuando saben el tiempo que me falta por cumplir condena, se extrañan al verme feliz. Les digo que eso es porque he puesto mi vida en las manos de Dios, como un niño se fía de su madre. —Entonces, ¿les acercas de alguna manera al Señor? —Por lo menos así lo intento. Les hablo de Dios y a Dios les hablo de ellos. En mi oración Le pido que les ayude en sus circunstancias personales, y que toque su corazón. —¿Algún preso manifiesta su arrepentimiento? —Sí. Algunos se abren y te muestran su arrepentimiento. Es muy bonito. Todo es para Dios. Yo les invito a que lean la Biblia para que les ilumine. —¿Has animado a alguien a pedir perdón? —Sí, y alguno me lo acepta con cariño, tal como yo también se lo transmito. Les digo que abran el corazón de par en par al amor y al perdón para que puedan sentir la paz de Dios. —¿Qué es para ti el perdón? —El perdón es una puerta abierta por la que entra Dios. Es reconocer lo que de verdad eres, con tus aciertos, tus virtudes, tus errores, delitos o pecados. El perdón te hace ser responsable de tus actos y de tu vida, y sentir ahí el amor misericordioso de Dios. «¡Bendita culpa que mereció tal Redentor!». —¿Qué dirías a un chico o a una chica que está en tus circunstancias? —Si no ha entrado en la cárcel, le diría que se ponga en el lugar de los demás; se ven las cosas de otra forma. Le invitaría a que tenga empatía, que se pare a pensar que sus actos pueden hacer mucho daño a los otros y también a él. Y si necesita, que pida ayuda. »Pero si ya ha entrado en prisión, le diría que no viva este tiempo como una gran mentira. Que se sincere con él mismo y con Dios. Es muy importante decir la verdad porque, con la ayuda del Señor, uno se va ordenando por dentro. Dios es el mejor psicólogo. Y así, todo el tiempo pasado en la cárcel no caerá en saco roto, sino que habrá sido una oportunidad de recomenzar y un momento de gracia. »Estés donde estés, estés como estés, sólo puedo decirte: “para Dios nada hay imposible” (Lc 1, 37). Si paras con Él y le abres tu corazón, Él transformará tu oscuridad con su Luz.

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4. TESTIMONIO DE ISABEL

Tras una larga y extenuante semana, por fin, una tarde libre. Habíamos tenido muchísimas visitas, por la mañana, por la tarde… Y, aunque es un regalo del Señor poder disfrutar con tantos hermanos hablando de Él, lo cierto es que el cansancio empezaba a hacer mella en nosotras. Esa tarde libre se planteaba como un oasis del que dar gracias al Señor. Lo teníamos todo planeado. Dedicaríamos ese rato a pintar unos iconos que teníamos a medias. Y, con las mesas ya preparadas y el material extendido, nos avisan desde Comunidad: —Oye… que acaba de llamar una señora… es que va de paso… son cinco minutos… Un silencio de lo más elocuente llenó toda la sala. —Venga, chicas —dijo Lety recogiendo sus pinceles— El Señor bendice la entrega. —Sí, sí, el Señor bendice… —íbamos murmurando— Bendice… ¡bendice poniendo más visitas! Y así, un poco a regañadientes, las novicias también recogimos todo el material y nos encaminamos hacia el locutorio. Allí nos encontramos a una mujer acompañada de su hija. Como tantos otros, volvían de unos días de vacaciones. Sólo querían saludar y dar las gracias por el reto. Nos hicimos una foto y, en cuestión de minutos, ya nos estábamos despidiendo. «Vaya, sí que bendice el Señor… ¡va a ser verdad que sólo paraban cinco minutos!», empezamos a pensar las novicias. —Bueno, y orad por nosotras —comenzó a decir Lety— Estamos escribiendo un libro sobre el perdón… —¿El perdón? —a aquella mujer le brillaron misteriosamente los ojos— Pues es algo realmente importante. A mí me ha cambiado la vida por completo… —¿Y eso, Isabel? —preguntó Lety, a quien también se le había iluminado la mirada. —Es que hubo un tiempo en que parecía que el odio iba a aplastarme… y fue el perdón lo que me sanó. Gracias al Señor he podido perdonar al asesino de mi hermano. Como puedes imaginar, en ese mismo instante todas comprendimos que el Señor bendice de la forma que menos nos habríamos imaginado. Delante de nosotras teníamos el siguiente testimonio de este libro. Y, lo que era un saludo de cinco minutos, se convirtió en una visita de más de dos horas, que da como resultado este capítulo. —Muchas gracias por compartir tu testimonio y formar parte de este libro, Isabel. —Gracias a vosotras, por invitarme a hacerlo. ¡Preguntad lo que queráis!

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—Genial, pues… ¿cómo viviste la muerte de tu hermano? ¿Qué estabas haciendo en ese momento? —El día de su muerte, estaba de viaje con mi hermana y mis tres hijos (los mellizos Gonzalo e Isa, de 7 años, y Gema, de 6). Estábamos terminando nuestras vacaciones con una visita a la ciudad de Pamplona, en la que viven unos primos políticos míos. Nos habían insistido mucho en que comiéramos con ellos tras habernos enseñado la ciudad y dejar boquiabiertos a los niños contando cosas de los San Fermines. Recuerdo que pasamos una mañana muy agradable. »Después de comer salimos rumbo a Madrid, con intención de llegar a cenar con nuestros padres, pues era su aniversario de bodas. »En el momento en que arrancamos el coche, encendimos el móvil. Conducía yo y mi hermana, sentada a mi lado, se encargó del teléfono. Como la batería de esos primeros dispositivos apenas duraba, lo habíamos tenido apagado hasta ese momento; queríamos asegurarnos de tenerlo disponible por si ocurría algún percance durante el viaje. Muy extrañada y sorprendida, mi hermana me comentó que había más de 20 mensajes. A mí también me resultó muy extraño… Le dije que los escuchara. Ella comenzó a comentar en voz alta: »—Un mensaje de la policía preguntando por ti… otro mensaje de la policía diciendo que nos pusiéramos en contacto… otro de un periódico… otro de la televisión… »De pronto, su voz cambió de tono: »—¡Hay un mensaje de papá! »Silencio. Más silencio… »—Ay, Isabel… ay, Isabel… »—¿Qué? ¿Qué? »—Ignacio… Ignacio… —su voz se entrecortaba. »—¿Ignacio qué? »Las voces de los niños llegaban desde los asientos de atrás: »—¿Qué pasa, tía Cristina? »Más silencio. Y, por fin… »—Ignacio ha muerto… —¿Qué sentiste en ese momento? —La noticia nos cayó como si una enorme roca se nos hubiera venido encima y no quisiera dejar de aplastarnos. Fue una sensación de angustia e incertidumbre que es muy difícil de explicar. —¿Y qué hicisteis? —A partir de ese momento, se sucedieron numerosos intentos de llamadas a casa de mis padres y a la de la mujer de mi hermano (en aquellos años los móviles estaban empezando, ninguno de ellos tenía, por lo que la única forma de contactar era a través de sus teléfonos fijos), pero ninguno respondió. No estaban en casa. »Mientras hacíamos tiempo esperando lograr contactar, rezamos un rosario ofreciéndolo por mi hermano y que nos ayudó a serenarnos un poco a todos. Volvíamos a marcar sin éxito, pero con la esperanza de lograrlo lo antes posible, pues necesitábamos

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oír a nuestros padres. —¿Qué sentimientos surgían en ti en ese momento? —Pensaba en mis padres… Me entristeció pensar que, en esos momentos tan duros, no nos tenían a ninguno de sus otros 3 hijos allí con ellos: mi hermana y yo, en el coche; y Luis llevaba años viviendo en Santander. Esto me llenó de un gran sentimiento de culpabilidad, pues el viaje de vacaciones fue una «escapada» al final del verano para «descansar de padres», después de haber pasado el verano entero con ellos. »Recuerdo que el viaje en coche fue una pesadilla, conducir en ese estado requirió de mí un esfuerzo enorme, yo solo quería llegar “ya” para estar con ellos, tenía que ir deprisa… mis padres, ante un hecho tan duro… sin hijos… sólo pensaba en llegar… El pie derecho “se me cayó” sobre el acelerador… no sé a qué velocidad iba, pero todo el rato me decía a mí misma que, si me paraba la policía, les pediría que entendieran la situación… —O sea, que seguiste a toda velocidad… —Sí, estaba decidida a llegar cuanto antes. Y eso que no podía ver bien la carretera, pues teníamos el sol de cara. Sin embargo, no dudé ni un instante: seguiría conduciendo así hasta que se ocultara tras las montañas. En mi estado de angustia sólo repetía en mis pensamientos: «Dios mío, ayúdanos». De repente, en el cielo, un cielo de verano azul, totalmente despejado, apareció una nube, la única que había en todo ese gran cielo. Fue algo totalmente repentino… Y esa nube se puso delante del sol, de manera que ya no me deslumbraba para conducir. Al verlo, dije: «Gracias, Señor», y esa única nube permaneció delante del sol hasta que éste se ocultó tras las montañas. (Recordé este detalle días más tarde, hablando con mi padre de ese angustioso viaje. Él fue quien me dijo que eso no había sido una casualidad…). —Los intentos por contactar con vuestros padres resultaron fallidos, pero ¿hubo alguien que os llamase a vosotras? —Sí. Bastante avanzado el viaje recibimos una importante llamada: era mi cuñado, el hermano de mi difunto marido. Estaba preocupado por nosotros. Había hablado con nuestra familia de Pamplona. Ellos le habían dicho que estábamos viajando, y que habíamos salido sin saber nada de lo ocurrido. Él nos informó de que mis padres estaban en el Instituto Anatómico Forense, y que luego se irían a casa de la mujer de mi hermano. Nos indicó que fuésemos también allí cuando llegásemos a Madrid. »Al oír esto, comprendimos por qué no nos cogían los teléfonos. Inmediatamente supusimos que Ignacio había tenido un accidente, ya que habían llevado su cuerpo al Instituto Anatómico… pero, con la voz rota, preguntamos directamente a mi cuñado que qué había ocurrido. Él, con gran dolor, respondió que no sabía detalles de lo sucedido, pero sí tenía un dato seguro: había sido asesinado en el supermercado. Para poder narrar lo ocurrido, debemos remontarnos al sábado 7 de septiembre de 1996. Era un día como otro cualquiera. El supermercado «Gama», instalado en el madrileño barrio de Chamberí, abre sus puertas a una nueva jornada de trabajo. A pocos metros de allí vivía Ignacio con su mujer. Cercano ya el mediodía, ella le pide

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a su esposo que baje a comprar unos tomates para la comida. Él, tan servicial como siempre, cogió la cartera y salió de casa… Nadie podía sospechar que no volvería a entrar por esa puerta. Ignacio caminó con paso alegre hacia su supermercado habitual. El establecimiento tenía forma de «L». La zona de frutas y verduras se encontraba al final, así que recorrió toda la tienda. El clima era tranquilo y cotidiano. De pronto, un revuelo rompe la calma del lugar. Se oyen voces. Es por la zona de las cajas. Sin perder un segundo, Ignacio se acerca rápidamente. Desde lejos, ve la escena. Un atracador, de aspecto joven, con la cara cubierta, a punta de navaja, estaba amenazando a una de las cajeras. Le exigía a grandes voces que le entregara todo el dinero. Ignacio, de 37 años, a pesar de su considerable estatura y su complexión fuerte, se acercó al atracador manteniendo la calma. Pero, al ver su paso seguro, aquél hombre aumentó sus voces mientras agitaba su arma hacia la cajera. —¡Deja a esa chica, que no te ha hecho nada! —la voz de Ignacio sonó firme por todo el local. La tensión se volvía insoportable por momentos. El tiempo parecía haberse detenido. Nadie era capaz de moverse. De pronto, el atracador toma la iniciativa, y propina un fuerte empujón a una anciana que, antes de que comenzase el delito, se disponía a pagar su compra. No había podido huir. Seguía quieta, petrificada en el primer sitio de la cola, delante de la cajera. Recibió la agresión sin pronunciar una sola queja, pero, para Ignacio, aquello fue demasiado. —Oye, oye… —dijo dando un paso al frente. Un sonido duro, seco, frío, hizo que se escaparan los gritos de pánico. Un hombre, en quien nadie se había fijado, se había acercado lentamente hacia la caja y, por la espalda, disparó a Ignacio. El atracador tenía un cómplice, con un arma mucho más letal que su navaja. De nuevo, ese ruido ensordecedor. Otro disparo. Uno en el abdomen, el otro en el cuello. Ignacio cae al suelo. La anciana a la que acababa de defender se acerca rápidamente a él y le coge la mano. Con la voz entrecortada, no deja de hablarle: —¡Has sido un valiente!… ¡Te has portado como un valiente!… Vas a ir al Cielo, Dios te espera, ¡eres un valiente!… Acariciado por estas palabras, Ignacio perdía sangre… y en pocos instantes, abrió sus ojos a la Vida. Cuando llegaron los servicios de emergencias, no pudieron hacer nada. Mientras tanto, los dos atracadores, tras arrancar de la caja unas cien mil pesetas, desaparecieron por una boca de Metro, sin que nadie lograra seguirles… —¿Qué causa en ti la noticia? —Cuando recibo este fuerte golpe emocional de que la muerte de mi hermano ha sido un asesinato, lo primero que siento es una opresión en el pecho y en el estómago, noto

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que todo se me retuerce por dentro y mi cabeza bulle. De nuevo pienso en mis pobres padres… Intento serenarme por mis hijos, por mi hermana, porque voy conduciendo a gran velocidad… pero es muy difícil. —Todo eso sucedía en tu interior, pero, exteriormente, ¿cómo reaccionaste? —La primera reacción fue violenta verbalmente, los insultos (¡en mí, que no digo tacos ni palabrotas!) fueron numerosos (perdón por las expresiones): «Asesino de mierda, cabrón, hijo de p…, malnacido, hijo de mala madre, ojalá te mueras y te pudras en el infierno…» »Me daba la sensación de que, cuanto más numerosos y fuertes eran los insultos, más le dolerían al asesino, como si me estuviese oyendo en ese momento… Me servía como desahogo de mi propia venganza. En ese momento no pensé en mis hijos, que iban sentados en los asientos de detrás y que observaban todo lo que estaba sucediendo (¡yo, que les lavaba la boca con jabón cuando decían alguna palabrota!)… Recuerdo que no podía parar de insultar, de odiar… no podía… —¿Pensaste en el Señor? —Oh, sí, claro que sí… pero no muy bien que digamos. En esos momentos me pregunto cómo Dios puede permitir ahora esto. Mis convicciones como católica se tambalean de nuevo, pero ahora con más fuerza que en aquel momento, 4 años antes, con la terrible enfermedad y trágica muerte de mi marido, a sus 31 años y dejando a nuestros tres niños tan pequeños. »“¿Por qué, Jesús?”, gritaba en mi interior, “¿Por qué a mí? Y ahora mi hermano… ¿Por qué?… Y encima asesinado por un malnacido que se merece que le pase eso a él y a su familia. Ya no tengo ganas de rezar, ¡no creo en Ti! No hay derecho a esto…” »Entonces empiezan a fluir en mí sentimientos de impotencia, de rabia, de ira, pero, sobre todo, de odio y de venganza. ¡Todo se retuerce dentro de mí! —Y, con todo eso en tu interior, llegas a Madrid… ¿cómo fue el reencuentro con tus padres? —La imagen de mis padres cuando llegamos es algo que no olvidaré jamás, la tengo grabada en la memoria por lo impactante que me resultó. »Cuando llegamos a la ciudad, fuimos directamente a casa de nuestra cuñada, tal y como nos habían dicho. Mis padres estaban sentados los dos juntos en el sofá de una habitación. Mi padre, al ver que éramos sus hijas, se levantó con una sonrisa y una serenidad que me llamaron la atención. Nos abrazamos sin decir nada, llorando… yo tenía un nudo en el estómago que me impedía pronunciar palabras. »Mi madre permaneció sentada… La recuerdo muy triste, no hablaba, sólo lloraba, no tenía fuerzas para levantarse. Me senté a su lado y la abracé, besándola. Así permanecimos durante un buen rato, en silencio. En esos primeros momentos ninguna hablábamos, pues mi hermana estaba también muy abatida, no podía parar de llorar. Recuerdo a mi padre intentando consolarnos, tratando de calmarnos. —¿Él trataba de calmaros? Y, sin embargo, su dolor, igual que el de tu madre, debía de ser fortísimo… —El dolor de mis padres se reflejaba en sus caras, en su actitud. Era mucho más

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manifiesto en mi madre, su abatimiento era patente, estaba quieta, apática, hundida en el sofá, parecía que se estaba consumiendo de dolor. Apenas hablaba. Por supuesto, todo esto a mí me retorcía cada vez más. En mi padre el dolor se manifestaba en su cara, que, sin embargo, contrastaba con su actitud: una serenidad increíble. Esto me desconcertaba, no lo entendía. —Tras esos primeros momentos, ¿qué os dijisteis? —No tengo muy claro cómo empezamos a hablar, ni qué es lo primero que dijimos, pero sí que recuerdo a mi padre que, al querer calmarme, me dijo que Ignacio había sido un valiente, que teníamos que rezar… En ese momento exploté: «¡No, yo no rezo a Dios que ha permitido esto!» Y a continuación, volví a descargar mi ira insultando y maldiciendo al asesino. Sin embargo, mi padre, sin perder esa extraña serenidad, me sentó a su lado y me habló de la importancia de la fe, de las razones que habían movido a Ignacio y de un sinfín de cosas que yo oía… pero no escuchaba. Estaba llena de ira, odio y rencor. Hasta que pasó mucho tiempo no logré entender todo lo que mi padre me dijo en ese momento. —¿Cómo estaban tus hermanos? —Mi hermana, desde que recibimos la noticia, tenía una sensación de angustia que le hizo adoptar una actitud similar a la de mi madre: silencio y lágrimas, hundida y sin reaccionar. Ignacio era su hermano especial. Además no se hablaba con nuestro otro hermano desde hacía años. »Cuando Luis, acompañado por su mujer, llegó desde Santander, fue directo a abrazar a nuestros padres. Acto seguido, hizo lo mismo conmigo. Finalmente se fundió en un largo abrazo con mi hermana equivalente a una reconciliación. Fue un golpe de alegría para mis padres dentro del enorme sufrimiento que ya tenían. Por un lado la pena de perder un hijo y, por otro, la alegría de ver reconciliados a los hijos que no se hablaban. En ese momento, pensé: “Ha tenido que morir Ignacio para que se reconcilien… ¡Qué precio más alto!” —Respecto a Ignacio, ¿cómo te llevabas con él? ¿Te quedaste con culpabilidad por su muerte inesperada? —Con mi hermano Ignacio me llevaba muy bien. Era un año mayor que yo y compartíamos muchas cosas. Salíamos juntos con amigos desde la Universidad, ¡a su mujer la conoció por mediación de una amiga mía! Vivía en la misma calle que yo, aunque no nos veíamos con frecuencia. Yo echaba de menos que él y su mujer vinieran a vernos más a menudo, pues, desde que murió mi marido, necesitábamos compañía, sobre todo mis hijos, pero no se lo dije nunca. Sé que, si le hubiera comentado lo más mínimo, habría hecho lo imposible por nosotros. Era una persona que se daba a los demás y trataba de ayudar a todos como podía. En mi caso, por ejemplo, me había comprado un ordenador (muy necesario en mi profesión como abogada) y, cada vez que tenía algún problema, le llamaba para pedirle ayuda. Nunca me dijo que no. Respondiendo a mi llamada, acudía a mi casa al volver de su trabajo, aunque fuera tarde y estuviera cansado, para intentar solucionarme el problema. »Su muerte no me creo culpabilidad; la culpabilidad la sentí hacia mis padres por

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haberme ido de viaje, pues, como te comentaba antes, fue una “huida” después de estar todo el verano juntos, con los roces de una convivencia tan larga con niños … —¿Pudiste ver el cuerpo de tu hermano en el tanatorio? —Sí. Le llevaron allí al día siguiente, a mediodía. —¿Qué sentiste en ese momento? —Un dolor muy grande, una gran impotencia… no me lo podía creer, parecía un mal sueño del que quería despertar. Mi hermano, tan vivo, tan jovial, siempre tan alegre y bromista, y ahora… estaba ahí, muerto, asesinado. De nuevo, una única idea cruzaba mi mente: «¡Maldito asesino de mierda!» —Y tu padre, ¿continuaba con la serenidad de siempre en esas circunstancias tan dolorosas? —Sí, y me seguía desconcertando su actitud. No le entendía, era su hijo al que habían asesinado y, sin embargo, no hablaba de venganza. Él hablaba de perdón, de amor a los demás. Yo le envidiaba por esa serenidad, pero no entendía su perdón. De todas formas, tampoco importaba, ya estaba yo para encargarme de vengar a Ignacio… —¿Cuándo fue el funeral? —Al día siguiente. Acudieron al tanatorio el Alcalde de Madrid y el Delegado de Gobierno en Madrid. El coche con el cuerpo de mi hermano fue escoltado con honores por policías en moto. El alcalde nos cedió su coche oficial para acompañar al féretro hasta el Cementerio de la Almudena. En ese coche fuimos la mujer de Ignacio, mi hermana y yo. Detrás, en otro coche oficial, viajaban mis padres, acompañados por el Alcalde y el Delegado de Gobierno. Nos seguía una larga fila de coches: familiares, amigos, miembros del Ayuntamiento… Ya en el Cementerio, Ignacio fue despedido con honores. Fue un momento realmente emotivo.1 —¿Qué tal estaban tus hermanos? —En mis hermanos no había odio y, por tanto, no se podía alimentar mi rabia, lo cual me ayudó a ir encajando la situación. Estábamos todos juntos, unidos, la serenidad de nuestros padres nos iba invadiendo cada vez más a cada uno de nosotros. —Según se fue difundiendo el hecho, ¿cuáles fueron las reacciones a tu alrededor? —Con una noticia así, la mayoría de mis amigos y familiares me mostraron su apoyo estando a mi lado. Hubo mucho tipo de comentarios pero, por regla general, casi todos fueron formulados con un componente de odio y venganza. El odio colectivo es mayor y se propaga muy fácilmente. »El peor con diferencia fue el suegro de mi hermano; ése sí que tenía odio y lo manifestaba constantemente, revolviendo más todos los sentimientos de las personas del entorno. Hoy lo analizo y pienso en él con verdadera pena. —Esos comentarios, ¿te ayudaban o te cargaban más de odio? Efectivamente, más que ayudar, aumentaban lo que tenía dentro. Yo estaba atravesando una crisis de fe, en mi interior luchaba con sentimientos encontrados… y esas conversaciones no me ayudaban nada, sino todo lo contrario. Sin embargo, no me daba cuenta: me dejé arrastrar por ellos, y mi odio y sed de venganza crecieron.

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—Después de aquellos días, ¿cómo te quedaste? ¿Qué secuelas dejaron estos acontecimientos en ti? —La vida para mí en esos momentos era muy difícil, no sólo por el hecho de tener que vivir con la pena de haber perdido a un hermano, sino también por el odio y resentimiento que había en mi interior. Tenía un doble sufrimiento, pero no podía evitarlo, estaba ahí, me corroía por dentro. Y además no podía rezar, estaba muy enfadada con Dios, Le había apartado de mi lado. No me conocía a mí misma, me estaba destruyendo sin darme cuenta. —¿Quién fue la persona que más te ayudó en estos momentos? —Mi padre. Su actitud, su serenidad, su ejemplo de vida, sus palabras de consuelo, su perseverancia y paciencia conmigo… Si no hubiera sido por él, yo no estaría hoy así. —¿Y qué pasó con tu enfado con el Señor? ¿Se fue calmando con el paso del tiempo? —¡Para nada! ¡¡Era la segunda vez que «me fallaba»!! Primero se llevó a mi marido, dejándome sola con los mellizos de 3 años y la pequeña de 2. Y ahora se llevaba a mi hermano de una manera tan violenta, a los 37 años, dejando además a mis padres destrozados. Tanto dolor y tanto sufrimiento no cabían en mí. No hacía nada más que preguntar: «¿Por qué? ¿Por qué no podemos ser y vivir como una familia normal? ¿Por qué permites tantas tragedias en nuestra familia?» »Le echaba la culpa de todo: Él y sólo Él era el que había permitido esa situación. —¿Cómo lograste salir de esa espiral de rencor? —No puedo decir que saliera de repente ni sé señalarte exactamente cuándo se produjo, porque fue algo progresivo. »La actitud de mis padres, especialmente la de mi padre, me tenía muy desconcertada. Intentaba transmitirnos a los hijos su tranquilidad y serenidad, su fortaleza en la fe cristiana. Al principio, cada vez que mi padre hablaba conmigo para explicarme que lo sucedido no era cosa de Dios, yo no le quería escuchar. »Poco a poco, mi cabeza empezó a pensar y a cuestionarse el porqué de la actitud de mis padres. No era normal que estuvieran así de serenos, con tristeza y con dolor, pero tranquilos… Ellos eran los que tenían que estar enfadados y rebotados con Dios, y no lo estaban. Por el contrario, se diría que se habían afianzado más en su fe. Seguían rezando. No sentían rencor por lo ocurrido con su hijo. Me decían que pidiera al Señor que me ayudara con mi fe, pero yo no podía rezar. No entendía por qué seguían con tanta fe. »Un día me invitaron a que les acompañara a Misa, y accedí a ir con ellos. Me sentaron a su lado y sentí por primera vez que algo estaba pasando en mí: pude empezar a rezar de nuevo, aunque eran oraciones rezadas “con la boca pequeña”, de mala gana. En esa Eucaristía me pregunté si yo sería también capaz algún día de no tener rencor, como no lo tenían ellos. La respuesta llegaría pronto. »Desde aquel día fui retomando poco a poco mis oraciones y me di cuenta de que, cuando rezaba, notaba una paz en mi interior increíble, que hasta entonces no había sentido.

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—¿Cómo era tu oración? ¿Era un trato personal con el Señor? —Al principio eran oraciones sin ganas, repetidas y formuladas sin sentirlas del todo. Quería y no quería rezar. Lo intentaba… unas veces podía, otras no… Poco a poco empecé a notar esa paz dentro de mí cuando oraba, pero todavía no quería «tratos personales» con Él. —¿Te planteaste que, al acercarte al Señor, moralmente tenías que perdonar? Al fin y al cabo, Cristo insiste mucho en la importancia del perdón… —En ningún momento me cuestioné que tenía que perdonar al asesino, ni moral ni socialmente. Vamos, que esa idea no se me había pasado, ni por asomo, por la cabeza. Como abogada pedía justicia, pero no perdón. —O sea, que tú no querías perdonarle… —¡Para nada! Ya te digo: es que ni me lo planteaba, no estaba en mis planes. Una cosa era no odiarle y no desearle mal alguno; y otra muy distinta perdonarle. Había cometido un delito muy grave y, como tal, no tenía perdón. —Realmente te habías cargado de odio… ¿no necesitabas salir de ello? ¿No te planteaste que te estaba haciendo daño? —Cuando estás viviendo algo así, no puedes evitar todos esos sentimientos que, efectivamente, te van destruyendo, y tampoco te planteas cómo salir de ellos. Simplemente sucede todo en cadena: la muerte por asesinato, el odio al asesino por lo que ha provocado, la tristeza de ver a unos padres destrozados, una familia sufriendo, la injusticia de Dios… Todo formaba un cocktail dentro de mí que, sin yo darme cuenta, me estaba destruyendo. —¿Y cómo saliste de esa espiral de odio? —El rencor con Dios y el odio iban de la mano. Después de aquel día en que acompañé a mis padres a Misa, viéndoles en la iglesia tan pequeños, tan vulnerables, tan resignados y entregados en Dios, y a las religiosas tan pendientes de nosotros, experimenté por primera vez un sentimiento distinto y, a partir de entonces, poco a poco me fui acercando a Dios con esas «oraciones con la boca pequeña», con cierto resentimiento al principio, pero así fue como nació una cierta paz en mi interior. »La ira, el odio, la venganza, fueron desapareciendo, dando lugar a la misma serenidad que tenían mis padres. El dolor por la pérdida de mi hermano no había desaparecido, pero sí esos horribles sentimientos que me estaban “retorciendo” por dentro y no me dejaban vivir. »Verás qué curioso: »Al principio, cada vez que se hablaba de la muerte de mi hermano, era “la muerteodio al asesino”; es decir, pensaba en el asesino y, automáticamente, en toda la retahíla de insultos. Sin embargo, cuando el Señor expulsó fuera de mí esos sentimientos de odio, cada vez que se hablaba de la muerte de mi hermano, era “mi hermano”; es decir, pensaba sólo en mi hermano, ya no venía a mi cabeza el asesino, sino mi hermano. Y así sigo hasta hoy. —¿También en esta etapa te ayudó el testimonio de tus padres? —Sí, y mucho. La actitud de mis padres seguía igual de firme, tratando de

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sobreponerse al dolor, afianzados en su fe. Lo cierto es que transmitían una fortaleza espiritual que nos tenía a todos sorprendidos, y a muchos, desconcertados. Hablaban constantemente del valor de Ignacio, del ejemplo que nos había dado, de que había sido elegido por Dios… y que había que perdonar al asesino. »El testimonio ejemplar que estaban dando mis padres me había ido calando hondo: ¿quién era yo para permitirme hacer juicios sobre el asesinato de mi hermano si sus propios padres, que son los que más derecho tenían, no los hacían? Me preguntaba cómo un padre y una madre pueden llegar a perdonar al asesino de su hijo y, sin embargo, a mí, que era sólo su hermana, me costaba tanto. En este punto ya no tenía odio ni deseo de venganza, pero… ¿llegar a perdonar? —¿Y qué marcó el cambio? ¿Cómo se dio el perdón? —El Señor tiene sus propios caminos… Como la muerte de mi hermano fue tan impactante socialmente («dio su vida por defender a una persona» era lo que más repetían), querían hacernos entrevistas en prensa y TV. »En aquel entonces había un programa de televisión que se llamaba “Sucedió en Madrid” que iba a hacer un reportaje de lo ocurrido. El programa se retransmitía en directo e invitaron a mis padres a ir al plató de televisión para entrevistarles. Mis padres prefirieron no acudir, pero accedieron a que la entrevista se hiciera por teléfono. »Recuerdo que era por la noche, yo me había acercado a casa de mis padres y estábamos en el salón ellos, mi hermana y yo. La entrevista se la hicieron a mi padre, aunque mi madre contestaba también de vez en cuando. Esta entrevista me marcó profundamente por varios motivos. Para empezar, me impactaron la templanza y serenidad con las que mi padre iba respondiendo a cada pregunta. Se le notaba en la voz la tristeza y la pena por la muerte de su hijo, pero en sus palabras no había absolutamente nada de odio o rencor. Mi madre, cuando añadía algo a lo que contestaba mi padre, también se la notaba triste, pero sin odio. »A las diferentes preguntas acerca del asesinato, empezaron a hablar del perdón, de sus convicciones como católicos y de su fe, y de que, a pesar del daño que les había causado, perdonaban al asesino. No sé cuánto duró la entrevista, pero de lo que sí estoy segura es que, cada palabra pronunciada por mi padre y mi madre, era un testimonio increíble de fe y de perdón que estaba emitiéndose por televisión y del que muchas personas estaban siendo testigos. —A lo largo de la entrevista, ¿cómo estabas? —Yo escuchaba asombrada y sentí una profunda admiración por mis padres en ese momento. Nunca perdieron la fe, todo lo contrario, este acontecimiento les hizo, si cabe, aún más fuertes. »Según iban contestando, continuamente me preguntaba a mí misma: “¿Y mi fe? ¿No es suficiente?” Había ido poco a poco reconciliándome con el Señor, pero mi corazón todavía no se había abierto del todo, había obstáculos que lo impedían. »El testimonio increíble de fe y de perdón que estaban dando mis padres en la televisión, sin miedo, sin vergüenza de su condición de católicos, insistiendo en el perdón, en su nombre y en el de nuestra familia, hacia el asesino, me daba vueltas en la

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cabeza. En ese momento, en mi corazón, miré al Señor: “Señor”, le dije, “¿yo voy a ser capaz de perdonar como ellos?” Nunca antes me había hecho esta pregunta. Me había limitado a observar y hablar, pero nunca me había planteado que se diera en mí el perdón. »Fue entonces, terminando ya entrevista, mientras mis padres se despedían comentando que esperaban haber llegado a muchos corazones, cuando experimenté algo en mí que no podría describir. Fue como si algo atravesara mi corazón, como un rayo, una fuerza… que me hizo notar en ese momento que mi corazón se abría. —¿Fue entonces cuando se te dio la gracia del perdón? —No puedo decir en qué momento sentí el perdón, pero de lo que sí estoy segura es que fue a partir de aquello. Ya no sólo no siento odio o venganza, sino que, además, he perdonado. La sensación de paz y de satisfacción conmigo misma es muy grande. El Señor me ha liberado del rencor. Muchas personas no lo entienden, hay que tener mucha fe y, aun así, cuesta entenderlo. »Y, bueno, tengo que aclarar que yo nunca pedí la gracia del perdón. Sólo hice esa pregunta, no pedí nada. Fue un regalo del Señor y de María, su Madre, pero estoy convencida de que mis padres, en sus oraciones, pidieron esta gracia para sus hijos. —Después de recibir este don, ¿cambió algo más en ti? —Sí, ahora tengo una paz interior y una alegría que antes no tenía. A partir de ahí, mis oraciones se fueron afianzando y empecé ya un trato más personal y más de diálogo con el Señor, comenzando una amistad nueva que no ha dejado de crecer. Le doy gracias a Dios todos los días por ello y le pido que ayude a las personas que se encuentran en situaciones similares de dolor. —¿El asesino fue detenido? ¿Llegasteis a verle? —No. Tras disparar dos veces a Ignacio, el asesino y su cómplice huyeron, según los testigos, metiéndose en el Metro. No han sido identificados, por tanto, no sé ni siquiera el nombre del asesino… El caso se sobreseyó por falta de pruebas. Pero eso ya no me importa. —¿El odio ha vuelto alguna vez a tu corazón? —Nunca. Esté donde esté el hombre que mató a mi hermano, pido a Dios que le ayude. Rezo por él todos los días, y confío en que ya esté arrepentido y haya conseguido llevar una vida recta. Otra cosa que he aprendido en este proceso es a no juzgar a las personas: no sabemos qué situación estaría atravesando para llegar a cometer un asesinato. No pretendo con esto excusarle, sino todo lo contrario, cuando una persona realiza algo así, será por alguna causa, démosle la posibilidad de defenderse. Distinto es que, en el caso de que se supiera quién es, fuera juzgado y cumpliera su condena, sería lo justo, pero ni odio, ni venganza, y sí mi perdón. —¿Le comentase a tu padre que te había ocurrido algo al terminar la entrevista? —No hizo falta hablar, mi padre se dio cuenta de ello, me conocía perfectamente y yo soy transparente. —¿Te ha preguntado algo alguna vez de aquella experiencia?

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—No. Se limitaba a repetir con cariño que rezara, que Dios siempre escucha, y que lo hiciera también por el asesino. —¿Y tú a él? ¿Le preguntase por qué perdonó al asesino de su hijo? —No hizo falta preguntar porque desde el primer momento manifestó su posición como cristiano y explicaba que, como tal, tenía que perdonar, igual que nosotros mismos hemos recibido el perdón de Dios. Si no perdonamos, no podemos rezar la primera oración del cristiano: «Padre nuestro…perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden…». Así es cómo lo explicaba él. —Tu padre os regaló lo mejor que un padre puede dar, su amor y su perdón; con ello hizo que el odio no tomara posesión de vuestro corazón, supo romper la espiral del pecado y así evitó que el mal se apoderara de vuestra casa… Es todo un ejemplo. Déjame hacerte una pregunta más: este proceso, ¿ha supuesto cambios en tu vida? —Completamente. Por un lado, en el tema espiritual. Me he dado cuenta de que es normal, en determinadas situaciones, enfadarse con Dios, pero no le podemos echar a Él la culpa de todo, ni apartarlo de nuestro lado. Así sólo conseguiremos más dolor. He descubierto la importancia que tiene la oración, aunque al principio nos cueste y huyamos de ella. Sin la oración es más difícil afrontar situaciones así, la oración nos une a Dios, y Él nos regala su fuerza. »Por otro lado, he crecido en el amor a los demás. Primero el acto heroico de mi hermano, y luego el ejemplo y testimonio de mis padres, me han servido para aprender a no hacer juicios sobre el otro, para entregarme y hacer el bien, para amar de forma incondicional, para aprender a vivir situaciones límites. —Ya para terminar, Isabel… ¿qué le dirías a una persona que le haya pasado algo parecido, o que tenga ese odio todavía en su corazón y se sienta incapaz de perdonar? —Lo primero, que no se sienta mal, porque es normal. Esos sentimientos surgen como reacción de un hecho grave, tenemos un corazón que siente emociones; lo raro sería no tenerlos. »Una situación así es muy difícil de encajar si no cuentas con ayuda. Mi consejo es que se aleje de aquellas personas que alimentan el odio y que busque en su interior qué es lo que le da paz. La mejor ayuda que se puede tener es la oración. Que empiece a rezar: la oración te ayudará a serenarte, Dios no te abandona, aunque pienses lo contrario. »Además de la oración para recibir fuerza de Dios, a mí me dijeron que rezara por el asesino, pero, al principio, yo no podía. Pensaba que una cosa era haberle perdonado, y otra muy distinta, rezar por él. Sin embargo, una cosa llevaba añadida la otra. Y así, de nuevo con “la boca pequeña”, dije mi primera oración. Confieso me costó, pero ésa dio paso a la siguiente, y así hasta hoy. El perdón pleno llega cuando eres capaz de rezar por el asesino o por aquél que te ha ofendido. »Te animo a pedirle al Señor la gracia del perdón. Él atenderá esta petición, pero si se formula con ganas, con deseo… y sin prisa. Él sabrá cuándo y en qué momento te la

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otorgará. »También te puede ayudar pensar en la otra persona, en qué estado se puede encontrar, en que posiblemente no deseaba esta situación en que la estamos juzgando y, a lo mejor, ahora está arrepentida, en que ha podido hacer el daño sin tener en cuenta la gravedad o trascendencia del mismo, y tantas otras situaciones límite (droga, alcohol…) en las que no son responsables de sus actos. »Es bueno poder hablar con algún sacerdote que pueda orientarte en ese conflicto interior. Y, si puedes, comparte tus sentimientos con personas que hayan “salido” de conflictos similares y que te pueden comprender y ayudar mejor que otras. »No te olvides nunca de rezar, el Señor es el amigo que nunca falla y, aunque le hayas dejado de lado, Él siempre estará contigo para ayudarte, sin rencor, y, con su Madre María, te tenderán la mano. Verás cómo la oscuridad de tus sentimientos dará paso a la luz.

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El alcalde de Madrid también concedió a Ignacio el título póstumo de la Medalla al Mérito Social. Actualmente puedes visitar el monumento en su honor que encontrarás en Madrid, en la Plaza de los Chisperos, en la calle Luchana.

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5. TESTIMONIO DE BLANCA

En apenas unos segundos, la vida puede cambiarte por completo… y para siempre. Más aún en la carretera. Más aún en un accidente. Más aún… si eras tú quien estaba al volante. Y el pasado no se deja cambiar. Un solo movimiento; consecuencias para siempre. Un segundo… que marca el inicio de la más dura batalla dentro de uno mismo. —¡Hola! —¡Hola, Blanca1! ¡Qué regalo del Señor volver a verte! —¡Sí! ¡Para mí también es un regalo el poder estar aquí otra vez! —Gracias por haber venido, y por querer compartir tu testimonio con nosotros. —Bueno, bueno… ¡yo estoy a lo que me pida el Señor! Por mí, ¡encantada de poder mostrar sus maravillas! —Pues muchas gracias, de verdad. Además, con tus 20 años, vas a ser el testimonio más joven de todo el libro… —¡Je, je! En casa también soy la más joven, ¡estoy acostumbrada a ser la pequeña! Pero, respecto al testimonio, vosotras diréis, que yo vengo con muchas ganas, pero no tengo ni idea de cómo va esto… —Pues, si te parece, vamos haciendo preguntas para que contestes, ¿vale? —¡Fenomenal! —Entonces, empezamos. Si quieres, vamos directamente al punto clave: sabemos que hubo un acontecimiento que cambió por completo tu vida… ¿podrías narrarnos qué sucedió? —¡Uf, qué directa! —¿Te parece bien? Podemos empezar con otra pregunta… —No, no, está bien. El acontecimiento al que te refieres es el accidente que tuvimos en la carretera. —Sí. ¿Cuándo ocurrió? —Fue hace dos años, cuando yo tenía 18. Estaba en mi primer año de universidad. —¿Y qué fue lo que pasó? —Era Navidad. En esas fechas toda la familia nos reunimos en casa de mis abuelos: tíos, primos… la verdad es que disfrutamos un montón juntos. Pues bien, ese día nosotros también nos pusimos en camino; mis padres, mis dos hermanos y yo. En casa reinaba la alegría, ¡estábamos en Navidad! Nos subimos al coche… y yo me puse al volante. —Siendo tantos, y tú la pequeña… En fin, supongo que todos tenéis carné de conducir, ¿por qué lo cogiste tú ese día?

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—No, pues la verdad… no hubo ningún motivo especial… Como lo cogía habitualmente para ir a entrenar… —Es decir, que no te empeñaste en conducir tú… —No, no, simplemente lo cogí y ya está, sin más motivo. —¿Tus hermanos se pusieron detrás? —Sí, los dos. Mi madre también se puso con ellos. Es que yo quería ir con mi padre al lado… Él no iba diciéndome nada, realmente sólo estaba a mi lado, como siempre. Verás, yo jugaba al baloncesto, y, casi todos los días que iba a entrenar, me iba en coche para practicar, ya que me había sacado el carné de conducir unos pocos meses antes. En esos viajes no lo cogía sola, lo cogía con mi padre. Así iba y venía de entrenar, que es como media horita en coche, más o menos. En mi casa se ha hecho siempre así: progresivamente. Igual con mis hermanos, que fueron cogiendo el coche poco a poco… —Así pues, comenzasteis el viaje hacia la casa de vuestros abuelos… —Sí. Todo estaba muy tranquilo, apenas había coches en la carretera, y yo iba disfrutando del viaje, me sentía muy cómoda. »Imagina si la carretera estaba libre, que hubo un buen rato en que sólo estábamos circulando tres coches. Era una autopista, de una dirección. Tenía dos carriles. Los tres vehículos viajábamos por el carril derecho: uno por delante, el nuestro y, finalmente, otro coche que iba detrás. »El primer coche iba un poco lento, sentía que el de detrás se estaba acercando demasiado a mí… así que decidí adelantar. Miré con los espejos: era el momento perfecto, el carril izquierdo seguía totalmente vacío. »Comencé suavemente la maniobra para cambiarme de carril… y de pronto lo vi. Un destello en el espejo retrovisor exterior izquierdo me hizo descubrirlo. Era otro coche, que venía por el carril izquierdo, a toda velocidad. Demasiado rápido. No le daría tiempo a bajar la marcha: se estrellaría contra nuestro automóvil, que estaba cruzado entre los dos carriles. Y, ¿qué pasaría con los otros dos coches, los que seguían por la derecha? »Es increíble lo rápido que se suceden los pensamientos en esas fracciones de segundo. En un instante, fui consciente de la situación. Estaba encajonada. Por un lado, el coche de delante, que iba despacio. Por otro, el coche de detrás, que casi lo llevaba pegado al maletero… y, por último, el coche que había aparecido de la nada, a gran velocidad, y que iba directo hacia nosotros. Ese conductor no tenía opciones: no podía girar, y, aunque frenase, no había espacio suficiente. Con esa velocidad, nos estrellaríamos. »Él no podía hacer nada, pero yo sí. Descubrí que tenía una única escapatoria: salir por la derecha. »Ocurrió en un instante. Giré con todas mis fuerzas, logré esquivar a todos los coches, el coche que venía con tanta velocidad adelantó a todos los coches sin rozar a ninguno… pero ya no pude recuperar el control del nuestro. Nos salimos de la carretera. —Sin embargo, en la tierra, el coche perdería velocidad y frenaría, ¿no? —Ése fue el problema. No estábamos en llano. La carretera iba rodeando un terraplén. El coche lo bajó dando vueltas de campana. Y a toda velocidad.

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—En ese momento, ¿cómo te sentías? —Bueno, durante la caída sólo recuerdo que todo giraba… Pero, cuando el coche dejó de dar vueltas, yo… como que estaba rara, estaba nerviosa pero en calma. A ver si me explico… Como en calma pero aturrullada, embotada total pero en calma. —¿Qué sucedió entonces? —Como puedes imaginar, la escena era terrible… Afortunadamente, mi hermano mayor se hizo cargo de la situación y llamó a los servicios de emergencias. Él estaba bastante bien físicamente. Mi madre, por el contrario, se rompió varias vértebras. Fue un impacto muy fuerte, no consigue recordar nada de lo que pasó o sintió… Y, bueno, yo… en fin, después me han explicado que estaba en shock, en shock postraumático. Por otro lado, mi padre… ¡Uff!… La verdad es que tengo una imagen horrorosa de él, de verle tumbado, con la cabeza abierta, llena de sangre, no abría los ojos y sólo decía «Ay, ay, ay…» No sé por qué, tal vez fui una ingenua, pero tuve la certeza de que mi padre iba a tirar para adelante. »Sin embargo, al ver a mi hermano mediano… Mi hermano Gabriel estaba en el suelo, sin moverse, sin quejarse. Cuando llegaron las ambulancias, me llevaron a parte, por lo que no estuve delante cuando les atendió el personal de emergencias. Me sentaron en un coche con dos chicas que se habían parado a ayudarnos. Ellas me estuvieron hablando muy amablemente todo el rato… pero yo, en el fondo, ya lo sabía. Gabi había muerto. —Y, al tener esa certeza, ¿qué se genera en ti? —Es que no sé cómo explicarlo… sin embargo, era eso, una certeza. »Estaba segura de que él ya no vivía. Desde aquel instante, pensé: “Esto es culpa mía, podía haber hecho algo para evitar esta situación; cuando venía ese coche tenía que haberle esquivado sin haber volcado…” Era lo único que podía pensar. »De hecho, cuando llegamos al hospital, me dieron tranquilizantes, pastillas, me hicieron una placa de la columna… y, en uno de los pasillos, me encontré con mi tío. Él me susurró: “Gabi…” Y se lo dije yo a él. Le dije: “Ya no está”. O, bueno, “Está muerto”, no sé qué le dije exactamente, pero confirmándolo, porque ya lo sabía… Vamos, que mi tío no llegó a decirme más que el nombre. Yo sabía que mi hermano había muerto, ya no estaba. —¿Te ingresaron? —No. En cuanto terminaron de hacerme pruebas nos fuimos al tanatorio. Sin embargo, no puedo contarte mucho más… Ni siquiera me acuerdo del viaje del hospital al tanatorio por algún tipo de tranquilizante que me dieron. A partir de ahí, está todo un poco nebuloso, difuso… todo por efecto de esas pastillas… —Claro, ibas artificialmente calmada… Es cierto que es un impacto emocional demasiado fuerte, pero también la medicación te impediría darte cuenta de lo que estabas viviendo… —Es difícil de explicar. Digamos que eres consciente de la situación, pero no en tu ser. También he de decir que quizás las pastillas no eran tan fuertes… pero es que yo jamás he tomado ninguna medicación, cualquier cosa que me den, ¡me hace muchísimo efecto! Vamos, es que… Ya te digo que ni me enteré del camino del hospital al tanatorio, ni sé

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cómo entramos al tanatorio… Fíjate hasta qué punto iba atontada: »Llevaba la camiseta llena de sangre, porque me corté el brazo. Supongo que me corté al salir por alguna ventana… la verdad es que no sé por dónde salí del coche, como nos quedamos boca abajo… pero al salir me corté. Imagina qué aspecto llevaba, toda cubierta de sangre… pero yo no era capaz de ver qué tenía puesto. Cuando llegamos al tanatorio, justo antes de salir del coche, mi tía me dio un abrigo y me cubrió con él. Yo no me enteraba de casi nada, pero la verdad es que toda nuestra familia estaba pendiente hasta del más pequeño detalle. —¿Y después del tanatorio? —Lo siguiente que recuerdo es el funeral. Tengo muy gravado en la memoria el momento en que llegué a la plaza, la plaza que hay delante de nuestra iglesia… estaban totalmente llenas. La plaza y la iglesia. Había muchísima gente acompañándonos… incluso muchas personas que yo no me esperaba, ¡hasta compañeros míos! Y, amigos de Gabi, muchísimos, claro: de baloncesto, de la universidad, de los grupos de la parroquia… —¿Qué sentiste al verlo? —Pues la verdad es que agradecimiento. Todos nuestros amigos nos cuidaron muchísimo, no sólo en ese momento, sino también las semanas de después. Nuestra gente se volcó en ayudarnos. Fue increíble, una pasada. Pero, durante el funeral, ya te digo que el sentimiento que predominaba en mí era atontamiento total, a nivel calmante. Todo ese día fue así… —Y, cuando terminó, al día siguiente, cuando parecía que la vida continuaba su ritmo, ¿cómo te sentías? —Pues… como muerta… Sí, a ver si me explico: quieres seguir para adelante, intentas sonreír para no hacer más difícil la situación… pero tu interior está frío, vacío. Sólo queda dolor. —¿A qué te refieres con eso de que no querías hacer las cosas más difíciles? —Bueno, la situación en la que quedó nuestra familia después del accidente fue terrible. No sólo desde el punto de vista del duelo, o en el plano afectivo… Todo se complicó muchísimo por las secuelas físicas que dejó el accidente. Por tener, se puede decir que tuvimos incluso problemas de logística… —¿Y eso por qué? —Verás, cuando llegaron las ambulancias, mi padre estaba en coma. Le llevaron en helicóptero al hospital de Valladolid y le ingresaron en la UCI. Tenía un traumatismo craneoencefálico grave. Durante mucho tiempo, los médicos se temieron lo peor. Evidentemente, en ese estado no le podían sacar del hospital de Valladolid… pero nosotros somos de Burgos. Así que mi madre iba y venía todos los días a verle. »Sin embargo, ella tampoco había salido bien del accidente: mi madre se había roto varias vértebras; bueno, se le aplastaron… que es lo que se llama fractura vertebral. Cuando te pasa eso, lo que tienes que hacer es ponerte un corsé, irte a la cama y permanecer en posición horizontal el máximo tiempo posible. Por supuesto, ella no siguió estas recomendaciones: su esposo se debatía entre la vida y la muerte a kilómetros de

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casa… y ella sólo pensaba en estar a su lado. No recuerdo cuántos días estuvo mi padre en coma, pero ella no faltó ni uno. Estuvo yendo al hospital, sin ponerse nada, durmiendo en un sofá… Me acuerdo que, cuando venía a casa, tenía que ayudarla a tumbarse, poniéndole cojines por la espalda porque tenía unos dolores muy fuertes… »Finalmente, mi padre despertó del coma. Fue una inmensa alegría, pero de nuevo marcada por el dolor: mi padre no recordaba el accidente, no sabía nada de lo que había pasado… así que se lo tuvimos que decir, tuvimos que contarle que Gabi había muerto… Fue un momento muy duro. Y, aunque se había despertado, tampoco pudo salir del hospital: al poco tiempo le operaron. No fue una operación peligrosa, era de cirugía plástica. Cuando por fin le dieron el alta, estuvo mucho tiempo teniendo que ir al hospital, tuvo continuas revisiones… »Como ves, mis padres, sólo en el plano físico, estaban mal, muchísimo peor que yo. Aparte, me imaginaba que su dolor por Gabi era más grande que el mío: es diferente perder un hermano… que perder a tu hijo… Así que, ante estas circunstancias, yo me decía a mí misma que no tenía derecho a quejarme. —¿Alguien te había insinuado eso? —¡No, para nada! Fui yo sola la que llegó a esa conclusión. —Realmente la situación era complicada en tu casa, de mucho sufrimiento… ¿contasteis con el apoyo de alguien? —Sí, sí. Tengo la suerte de tener una familia que ha estado muy unida en ese sentido; la verdad, es un regalo del Señor. Unos de mis tíos, por ejemplo, vinieron a casa, se quedaron unos días para echarnos una mano. También, una amiga de mis padres, María, que es como si fuese otra tía más, nos cuidó un montón… »Pero además teníamos nuestra familia no sólo de sangre, sino que también contamos con la ayuda de nuestros padrinos, amigos… La verdad es que, a efectos prácticos, nos ayudaron mucho: con mi padre hospitalizado, mi madre con él… es cierto que mi hermano mayor tenía 22 años y yo 18, habríamos podido valernos por nosotros mismos, pero, el que te hiciesen la comida para que pudieras seguir yendo a la universidad… eran detalles que te marcaban. En estos momentos es cuando se siente realmente la familia de la Iglesia, que si están, están. Personalmente, la relación con mis padrinos cambió a partir de ese momento: los sentí como a mi familia, que ya lo eran pero, no sé, nació un vínculo mucho más especial. —Fíjate… el sufrimiento, lejos de destruir, lo que ha hecho ha sido unir… —Y te refuerza. Y te hace madurar. Veo las cosas de otra manera. Pero para ello he necesitado un largo proceso. En aquellos días, yo sólo veía cómo la gente intentaba ayudarnos, nos brindaban todo su apoyo… y es cierto que eso casi te obliga a tirar para adelante, aunque sólo sea por ellos, por agradecerles lo que hacían por nosotros… era otro motivo para sonreír por fuera, aunque tuviese el corazón totalmente roto. —¿También con ellos intentabas «tirar para adelante»? —Sí, claro, pero, tenía mis momentos… la culpabilidad me perseguía. Me acuerdo de un día en concreto, con una de mis tías, que me puse a llorar, y dije en voz alta mis pensamientos de «podía haber hecho algo más»… Ten en cuenta que continuamente

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revivía el accidente, como si estuviese sucediendo en ese mismo momento, como si no fuese algo del pasado… por lo que se sumaban los interminables pensamientos de auto reproche… —¿Y qué te contestó tu tía? —Bueno, ella sólo me repetía: «No lo pienses, no lo pienses». Pero, en realidad, daba igual lo que me dijesen: las palabras te calman, pero no son un consuelo. El «tú no tienes la culpa, tú no tienes la culpa» que me decía todo el mundo, no me ayudaba. «Pero ¿cómo vas a tener tú la culpa de esto?» No podían entender que yo tuviese esa culpabilidad, pero yo no podía evitar sentirla. —En el momento del accidente, ¿cómo estabas con tu hermano? ¿Qué relación teníais? —Pues realmente cercana, en el sentido de que compartíamos un montón de cosas. Con él me llevaba muy bien, teníamos mucho en común. Él estudiaba comunicación audiovisual; yo, periodismo; jugábamos los dos al baloncesto, y los dos teníamos una forma bastante parecida de ver las cosas. Lo cierto es que nos queríamos un montón. —Pero, ¿no te quedó nada de «ufff… me gustaría haberle dicho…, hubiera querido explicarle que…, tendría que haberle pedido perdón por…»? —No, no, al contrario. De hecho, en los últimos meses, desde que entré en la universidad, como que estábamos más unidos. No sé por qué, quizá porque yo me había hecho mayor… Es que cuando, tienes 15 y 17, se nota mucho la diferencia, pero con 18 y 20 como que esas diferencias se van acortando. También en ese aspecto, cuando murió, en casa tuvimos que afrontar un reajuste: él era el que estaba en medio, el que hacía de puente entre mi otro hermano y yo… El papel familiar que tenía… pues hubo que reestructurarlo de alguna manera. Siempre que se va un miembro de la familia físicamente, pues, a ver cómo haces para recomponer relaciones, ¿no? —Y seguro que era el más abierto… Extrovertido… —Sí, es verdad, era una persona con mucho carisma. Era muy fácil llevarse bien con él. —Entonces, el peso que te quedó no fue por la relación que tenías con él, sino por la responsabilidad respecto al accidente, que cayó todo sobre ti misma. —Sí, sí. O sea, la culpabilidad, literalmente, por haberle matado. Era un pensamiento que me perseguía: »He matado a mi hermano. »Suena horrible… pero es así como yo lo sentía. No era culpabilidad de haberme dejado nada… Nada, nada. Mi relación con él era muy buena; de hecho, hacíamos mucho el tonto… Todavía me acuerdo de muchas tonterías que yo, cuando tenga hijos… En fin, no sé cómo explicarlo… Ojalá mis hijos sean capaces de llevarse así entre ellos, porque fue una relación de hermanos muy bonita. —Le echarías mucho de menos… —Sí, incluso ahora. Me acuerdo mucho de él. Y, ya te digo, después del accidente, me sentía totalmente vacía. Como muerta en vida. —¿Qué hiciste entonces?

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—Bueno, según fueron pasando los días, crecía el vacío. Por eso, intenté llenarme de cosas de fuera: «No voy a pensar porque estoy con mis amigos», «No voy a pensar porque estoy viendo una peli»… bueno, me vi… yo creo que todas las series y películas del mundo en una semana. »Por otro lado, era Navidad, y a la vuelta de las vacaciones tenía exámenes… pero era incapaz de concentrarme, claro. En el momento de sentarme y ponerme a pensar en algo, me bloqueaba. Entonces volvía a ver la televisión, y a leer. A leer cosas de los apuntes o a copiar. Pero copiaba sin sentido. Realmente no me enteraba de lo que estaba haciendo, sólo copiaba, copiaba. Y pensaba: “Tengo que estudiar, aquí ha pasado algo, pero yo tengo exámenes en tres días…” Estaba en primero de carrera, siempre había sacado dieces, y ahí había que seguir sacando las cosas adelante… pero no era capaz de pensar, de concentrarme. Simplemente copiaba y copiaba. Y, en el momento de ponerme a pensar: malo. Entonces, nada, lo dejaba. Cambiaba de actividad. Lo peor era que cada vez aguantaba menos con una cosa, se acortaba el tiempo en que una distracción me era útil… El sentimiento de culpa me iba encerrando en un círculo de autodestrucción que cada vez se hacía más estrecho… —¿Te quedó miedo a coger el coche? —Muchísimo. La culpabilidad es una emoción inmovilizante y destructiva, por lo que no sólo sentía miedo al coger el coche, sino que tenía pensamientos catastróficos cuando lo cogía. —¿Pero volviste a cogerlo pronto? —Bueno, no en plan choque de «al siguiente día», pero, cuando apenas habían pasado dos semanas, iba en coche con mis tíos. De pronto, mi tío paró el coche y dijo: «Nos llevas a casa; ahora lo coges tú y nos llevas a casa». Estaba muerta de miedo. Además, el coche de mi tío no lo había cogido nunca… Era de noche… —¿Había oscurecido ya cuando tuvisteis el accidente? —No, no, sucedió de día. Pero el que hubiese anochecido cuando lo cogí con mis tíos casi me parecía una ventaja. —¿Por qué? —Porque el motivo del accidente había sido el querer esquivar al otro coche, al que iba muy rápido. Desde ese momento, a mí lo que me daba miedo era que hubiese más coches en la carretera; me explico, ¿no? —Sí, sí, y si no te entendemos, no te preocupes que te preguntamos… —Vale, fenomenal. Pues, entonces, yo, a lo que tenía miedo era a eso, a más coches. Era lo que más me preocupaba; no el hecho de conducir mecánicamente, sino el que hubiera más coches, el que la situación no dependiera de sólo de mí. La verdad que ese día, con mi tío, había algún coche, pero nada. Iba tranquilamente, tenía miedo, pero llegué y no hubo ningún problema. A partir de ahí, progresivamente, mi padre y mi madre se han empeñado en que no deje de conducir. —Has mencionado que tu batalla en el coche eran los pensamientos catastróficos. —Sí.

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—¿A qué te refieres con eso? —Pues a que iba por un carril, veía a un coche de frente (sin yo querer adelantar ni nada) y pensaba: «Me choco con éste, me choco…». Cuando me pasaba un coche, tenía la sensación de que me iba a rozar con él, o que si giraba me saldría de la carretera de nuevo… Así cada vez que cogía el coche. Bueno, sigo aquí, ¿sabes?, todavía no he rayado el coche ni me he dado con una columna del garaje… pero tenía esos pensamientos, y es verdad que hoy en día a veces se me escapa alguno. —Pero ya no son un obstáculo al ir a conducir, ¿no? —No, que va. Ya está superado. Ahora cojo el coche sin ningún problema. —¿Crees que el que te pusieran a conducir al poco tiempo te ayudó a superar tus miedos? —Sí. Yo creo que, al final, me ha sido más fácil volver a la carretera por no dejar pasar el tiempo, pero también por el cambio que yo he tenido. —Interesante… Si no hay sanación y no hay cambio; tal vez, no habrías podido volver a coger el coche. —No, yo creo que no habría vuelto a conducir… ¡Y menos con gente! A lo mejor, si voy yo sola en el coche, pues sí, ¿sabes?, porque si pasa algo, me pasa a sólo a mí… —De nuevo el peso de que caía la responsabilidad sobre ti… Tú te la echabas… —Efectivamente. Desde que me levantaba, me perseguía la culpabilidad por el accidente. Respecto al coche, no me costaba tanto conducir si no llevaba acompañantes. Si iba sola, pues eso: «Si me pasa algo, me pasa a mí y ya está. Yo no tengo por qué hacer daño a nadie». Más aún, era como si me dijese: «No quiero tener otra vez la responsabilidad de haber hecho daño a otra persona». —En esos días de después del accidente, ¿qué es lo que más te decía la gente? —Que lo sentían mucho… —¿Te llevaban al Señor o lo que intentaban era distraerte? —Más bien, intentaban distraerme… —¿Alguien habló del Señor? —Sí, claro, hay que entender que, dentro del ambiente en el que me movía… en fin, tengo muchos amigos creyentes. La gente que está dentro de Iglesia pues, claro, tiene una forma de consolarte distinta a la que tiene una persona que no conoce a Cristo. —En ese momento, ¿cómo era tu fe? —Bueno, yo siempre he estado dentro de la Iglesia, pero no tenía precisamente una fe fuerte… La verdad es que no tenía una fe verdadera. Estaba allí por costumbre, porque mi padre es profe de religión, porque, bueno… realmente, porque me han educado así. »Era creyente por costumbre, y practicaba por cumplir. Yo decía: “Voy los domingos a misa y he cumplido, ya lo tengo todo hecho”. No esperaba nada de la fe, y no quería que la fe supusiese más compromiso para mí. »Me confirmé mayor, siendo ya un poco más consciente de lo que suponía ese paso, pero aun así, lo hacía un poco por cumplir… Iba los domingos a la Eucaristía, pero luego daba prioridad a otras cosas. —Y, con ese nivel de fe, ¿sentías diferente el consuelo que te da una persona de

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Iglesia que otra que no lo es? —Hombre, la forma desde luego sí que es diferente. No dudo que la intención es la misma, pero la forma sí que cambia, claro. De buscar consolarte diciendo «Tu hermano tiene Vida», a consolarte con un «Lo siento mucho, vamos a distraerte», pues hay bastante diferencia, ¿me explico? —Sí, sí… ¿y cuál de los dos te ayudaba más? ¿Cuál tocaba tu corazón? —¡Puf! Si te soy sincera… en ese momento no era capaz de escuchar de verdad a nadie. —Vamos, que te podías sentir más cómoda con unas personas o con otras, pero ninguna te aliviaba de verdad… —Sí, exacto. Cada persona me podía consolar de forma diferente, con el Señor o sin Él, y yo realmente lo notaba distinto de oídos para fuera… pero, que me llegase o me tocase… no, nada. Me daban igual sus palabras, porque lo que yo tenía dentro era más fuerte que todo lo que ellos me pudieran decir. Podían intentar consolarme con un «Lo siento mucho», o «No has sido tú la responsable de esto», «El tiempo todo lo cura» o «Gabi está Vivo»… ¿sabes? Me daba igual el formato: la culpa seguía por dentro. —¿Y tú qué opinas? El dejar pasar el tiempo… Ver películas… ¿te ayudó a curar esa herida? —En mi caso lo palió un poco, pero no lo curó. Aunque, de puertas para fuera, me sobrepuse muy rápido, dejé de hablar del tema, seguí saliendo con mis amigas… Como si no hubiese ocurrido nada. —¿Pero no te pillaron que estabas fingiendo? —Bueno, yo creo que, pillarme de verdad, sólo se dio cuenta una, Susana. ¡Ahora dice que soy una actriz estupenda! —Entonces, tu razón te decía lo que debías hacer, pero el corazón sentía otra cosa… —Sí, exacto. Yo veía lo que tenía que hacer, razonaba cómo tenía que comportarme, calculaba mi sonrisa, mis gestos… me esforzaba al máximo, pero no podía doblegar mi corazón. Era totalmente diferente lo que mostraba hacia fuera de lo que sentía por dentro. —¡Pues me parece realmente difícil volver a unificar cabeza y corazón! Imagino que irías a psicólogos… —No, no. —¿No? Pero seguro que te invitarían a ir a todos los que quisieras… —No, así directamente no me dijeron nada de ir a un psicólogo. Lo máximo que pasó fue que, cuando fui al médico, me vio un poco hecha polvo por la muerte de mi hermano, pero aguantando el tipo, así que me dijo: «Si en algún momento necesitas, o quieres, o lo que sea… sólo tienes que avisarme.» Nadie más comentó nada al respecto. —¿El médico te recetó algo? ¿Pastillas para dormir, tal vez? —No, nada. No tomé ninguna cosa. —¿Y cómo llegaron a unificarse la cabeza y el corazón? ¿Qué sucedió? —Pues, viví meses con esta división dentro de mí. Ponía mi atención en todo aquello

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que me hacía no pensar. Me volcaba en lo que me ayudaba a aparentar que estaba bien. —¿Nadie se planteó que por dentro podías seguir mal? —No lo sé… Excepto Susana, nadie llegó a decirme nada. —¿Cuánto tiempo estuviste así? —Unos ocho meses. —¿No te cansabas de llevar ese peso? —Sí, claro. Estaba cansada de sonreír, de mentir. Siempre me había considerado como una persona muy alegre… pero estaba cansada de aparentar que estaba bien. —Fingías con todo el mundo, pero, ¿en algún momento llorabas? —¡¡Sí!! Y mucho. Pero sólo cuando no me podía ver ni oír nadie: por las noches, en la ducha, cuando me quedaba sola en casa… —¿Y con tus amigos? —No, con ellos no lloraba. —¿Ninguno intentó llegar a tu interior? —Bueno, ya te digo que Susana sí que lo intentó, ¡y lo logró! Pero nadie más. También es verdad que yo evitaba que me preguntasen o que sacasen el tema. En poco tiempo, casi nadie hacía referencia a ello. —¿No? Pues es una experiencia muy fuerte como para olvidarla tan pronto… —No, no se olvidaron… Pero es que vivimos en un nivel, no voy a decir de superficialidad, pero sí de… evitar el dolor. Es una tendencia muy fuerte. »Si yo no te veo llorar, si tú me das esa cara de aparente felicidad, no voy a hurgar más para ver cómo estas en realidad. Vivimos en un mundo en el que se evita el dolor. Como tampoco sé qué te voy a decir si te veo llorar, pues, mira, si a mí sólo me sonríes, pues mejor. —¿Y qué pasó con Susana? Ella sí que fue capaz de ver más allá de tu apariencia… —Pues la verdad es que me cuidó un montón. Se preocupaba por mí y, aunque yo me cerraba muy a menudo, siempre volvía. Lo cierto es que no perdía ocasión para ayudarme… y al final el Señor se valió de ella para salvarme de la culpabilidad. Ella fue quien me invitó a participar en una de vuestras Jornadas Monásticas. —Sí, Susana ya había venido a pasar con nosotras más de un fin de semana. Cuando nos llamó para organizar otra Jornada Monástica, nos lo dijo tal cual: «Quiero traer a Blanca porque le va a hacer mucho bien…» —Sí, sí, ella estaba convencida de que era lo que necesitaba. ¡No te imaginas lo que me insistió! —¿Qué te decía? —Pues eso… que ella ya había estado antes aquí, que era genial. Me contó cómo venía con su grupo y cómo vivían todo el fin de semana siguiendo el horario del Monasterio. Me comentaba que, aunque no entraban en clausura, era como vivir un día en el Convento. Me dijo que rezaban en la capilla con la Comunidad, que después iban al locutorio, que se hablaba de Jesucristo, que se podían hacer preguntas… Ella me aseguró que más de uno se había encontrado con Cristo Resucitado durante ese fin de semana.

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—¿Y tú qué pensabas? —Hombre, sinceramente, cuando me lo propuso, no me molaba un «pescao»… La verdad es que, si dije que sí fue porque pensé: «Pues, mira, otra cosa que me va a quitar de pensar en la historia.» —¡Qué bueno! «Voy a estar entretenida y no pienso», ¿no? —Efectivamente. —Pero, espera… la Jornada en la que participaste fue en Agosto… ¡habían pasado muchos meses desde Navidad! —Sí, exactamente 8 meses… 8 meses sonriendo por ahí como que no pasaba nada porque sentía que era lo que debía hacer… pero sin lograr que mi corazón se sanara. —¿Cómo venías? —Venía sonriendo, pero rota por dentro, como siempre. No sé si os acordaréis, pero me puse aquí a llorar, yo creo que os inundé esto… Y fue entonces cuando todo cambió. »La verdad es que me disteis mucha paz… Pero, sobre todo, por primera vez en todos estos meses, escuché un mensaje que me llegó al corazón: “No eres tú quien tiene que llevar esto, quien tiene que cargar con esa culpabilidad. Ya hay Alguien que ha muerto por ello, y que va a resucitar esto por ti”. »Fue aquí, en la Jornada, donde me disteis la maravillosa noticia de que yo no me tenía que salvar de mi culpabilidad, que había una Persona que había dado su vida para liberarme… Ese día escuché que eso que llevas por dentro, eso que te pesa en el corazón, si se lo das a Cristo, Él te perdona, bueno, no sólo te perdona, hace mucho más: Él carga con todo lo tuyo, te quita lo que te pesa… muere para que tú tengas vida. —¡Vaya, sí que te lo aprendiste bien! —¡Hombre! No es que lo aprendiese… ¡lo viví! —Es que es real: Cristo muere por ese pecado, ese peso que a ti te está matando. Sólo hay que entregárselo para experimentar que Él muere por ello y que te lo devuelve resucitado. Creer en la resurrección de Jesucristo es creer que Él tiene poder para sacar vida de cualquier muerte. —Sí, es exactamente eso. En la Jornada descubrí el poder de la muerte y resurrección de Cristo en mi vida. Entendí este mensaje en lo más profundo de mi ser. De pronto, me dije: «Uy, esto no lo he probado todavía; voy a intentarlo, no vaya a ser que funcione…» —¿Qué sucedió? —En la oración de la tarde dejé de huir. Por primera vez, en lugar de intentar olvidar, o tratar de no pensar, después de tantos meses, por fin pude ver mi realidad, mirarla de frente. En vez de decirme: «Estoy bien, no me pasa nada», pude reconocer delante de Él la verdad: «Estoy mal y, por más que hago, no soy capaz de quitarme este peso de encima». »En ese momento le entregué a Cristo todo lo que llevaba en mi corazón. Le dije: “No puedo más, ya no puedo seguir llevando esto. Tú has muerto por mí, por esto que me está matando; pero necesito sentirlo en vida. Necesito que me salves de mi culpabilidad, necesito sentir tu abrazo, tu perdón… para poder perdonarme a mí misma. Lleva tú este

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peso que me aplasta… dame vida…” »Y funcionó. Ese perdón, ese liberarme de ese peso que tenía en mi interior… Reconozco que no fue una cosa que me pasó en un momento determinado, justo al acabar esa oración, no. No sé en qué momento pasó, pero sé que a partir de aquí empecé a pedirle al Señor todos los días que me salvase. Bueno, no todos los días, a veces dos veces al día o a veces ninguna, pero era algo que ya nunca se me olvidó. —En otras palabras, aprendiste a entregárselo al Señor, a no cargar tú con eso… —Claro, efectivamente. Los pensamientos, la culpabilidad… volvían, pero aprendí a dejar de evitarlos. Ya no se trataba de huir. Dejé totalmente las cosas que hacía para no pensar. »Desde ese momento, cuando volvía a sentir ese peso en mi interior, le decía: “Señor, ya sabes que yo no puedo con esto, llevo 8 meses aquí, matándome por superarlo, y no puedo. Así que o te lo llevas tú… o te lo llevas tú. No tenemos otra opción, porque yo ya sé que no puedo”. —¿Orabas en cualquier sitio o buscabas una Iglesia? —Bueno… Rezaba allí donde me pillaba… ¿Estaba en el bus y me venía de nuevo la culpabilidad? «Señor, te lo entrego, llévatelo…» ¿Que estaba en clase? «Llévatelo porque no puedo estar con ello»… Sí, donde pillaba. —¿Ocurría algo después de esa oración? —Pues… A ver, se lo entregaba una y otra vez y, aunque la primera oración me dio paz, hubo muchas veces en que parecía que no cambiaba nada. Pero yo ya sabía que ese peso no me pertenecía, que Cristo había muerto por ello, que era suyo. »Entonces, poco a poco, según iban pasando los días, a medida que hacía esa oración una y otra vez con toda mi alma, empecé a sentirme mejor. Y, al poco tiempo, me di cuenta de que ese peso ya no estaba… —¿Había desaparecido? —Sí, ya no estaba. No tengo ese peso. No lo puedo explicar con palabras… Actualmente me pueden pesar otras cosas, me puede pesar hacer algo mal, pero eso no me pesa, es algo que ya no está. —¿No te vuelve ni cuando lo hablas? —Ahora mismo me puede costar contaros algunos detalles… y, aunque me ponga un poco más triste, no me quita la paz. La culpabilidad ha desaparecido para siempre —Entonces, ¿te has perdonado? —¡Justo es eso! Yo sentía culpabilidad dentro de mí, la tenía como un peso. Pero, estando aquí, descubrí que Jesucristo me decía: «Oye, que ya no tienes esa culpa, yo la he cogido, la he cargado en la Cruz. Yo muero por ella.» Y sentí que, con Cristo, mi vida resucitaba. He conseguido perdonarme. Y es un perdón verdadero. Cuando perdonas de corazón, no guardas rencor. Pues eso es lo que me ocurrió… pero respecto a mí misma. Me he perdonado de verdad. Quiero decir… no es un perdón porque me quiero mucho, o por aquello de la autoestima… No, es que ha desaparecido, se ha evaporado… Cristo me ha liberado por completo. —Tuviste un auténtico encuentro con Cristo… ¿Tu fe empezó a ser viva?

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—¡Por supuesto! Es que no es lo mismo que te cuenten que ha resucitado, ¡a descubrir en primera persona que está vivo! »Fue como cuando la gente tiene una experiencia de fe y se convierte… Pues ésta es la mía. Mi experiencia de fe ha sido eso, sentir en mí misma que Cristo está vivo, que me ha salvado. Ha sido descubrir que puedo confiar en Él… ¡que puedes confiar en Él! Cristo te lo da todo, Él busca tu bien, lucha siempre a tu favor, ha dado su vida por ti. —A raíz de tu testimonio se ve algo muy claro. En el perdón hay dos fases, ¿no? —Sí, pero tan diferentes que casi se puede hablar de dos tipos de perdón… pero, sí, en este proceso viví como dos fases. —Podríamos decir que, antes de tu encuentro con Cristo, estabas en la primera parte, la del perdón moral, intentando quitarte la culpabilidad sin poder… —Sí, se puede decir que moralmente sabía lo que tenía que hacer, cómo debían ser las cosas… y me esforzaba por lograrlo. Palias el dolor, también la ausencia física mejora… O sea, la ausencia es un problema, como para todo el mundo que pierde a un ser querido, pero eso sí que el tiempo lo cura, es acostumbrarte a que ya no está, el cambio de hábitos… pero es un tema físico puramente, no es un tema interior. Mi problema no era la ausencia física, era la culpabilidad. A base de luchar contra ello puedes conseguir algo, sí, pero la culpa no se borra del todo. —Y, después, al encontrarte con Cristo, viviste la segunda etapa del perdón, cuando se te dio el don… —Sí, ahí fue cuando desapareció por completo. Y, bueno, ya que hablamos del cambio en mi fe… Antes de encontrarme con Jesucristo, mi fe sólo era eso: tenía que ser buena, tenía que cumplir, sacar buenas notas, ir a misa. «Si te esfuerzas y cumples todo esto, conseguirás el perdón», es así como pensaba. Sin embargo, a partir de la Jornada, el planteamiento cambia por completo dentro de mí: «No, no, ya no soy yo, no depende de mí… ahora el protagonista es Él». »Ése es el cambio. —¿Y sigues sintiéndole vivo o son experiencias que quedaron en el recuerdo? —No, no, son experiencias que me abrieron los ojos, mi vida cambió y, ¡ahora le descubro cada vez más! Mira, por ejemplo… ¡Ah, sí! Te voy a contar una cosa muy graciosa que me pasó hace poco: »Acababan de empezar las vacaciones de verano. Mi hermano mayor se había ido con sus amigos. Yo iba a pasar unos días en Galicia junto con mis padres. Ellos se habían marchado unos días antes en coche, y yo me quedé sola en Burgos. Pues bien, llegó el momento del viaje. Tenía que coger el autobús. ¡Imagíname! Iba por la calle, corriendo, con las maletas por un lado, el portátil colgado de malas maneras, el fular en la mano (porque en Galicia, aunque sea verano, hay que llevarse alguna cosita)… Bueno, iba hecha un desastre. »Cuando llegué a la estación de autobuses, estaba sudando y con la lengua fuera. “Madre mía, Señor, lo que hay que hacer para estar en vacaciones con mis padres…”, pensé mientras cruzaba la estación, “Échame una mano, por favor, que con estos calores yo no puedo…”

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»Bueno, pues me senté en un banco porque, con tanta carrera, al final había llegado antes… Estaba con un calor que me moría, sudando como un pollo… En esto, se sentó a mi derecha una señora. Se estaba abanicando, y tenía el abanico precisamente en la mano derecha. Aquello ya me pareció genial, pero, un instante después, se sentó a mi izquierda un señor… que sacó un abanico, lo cogió con la mano izquierda… ¡y empezó a abanicarse también! La señora diestra, el hombre zurdo, los dos, abanico en mano, ¡y yo en medio, disfrutando del aire acondicionado! Claro, con una enorme sonrisa, sólo podía decir: “¡Gracias Señor!” »Fue graciosísimo, y, como ésta, un montón. Los días que te da por fijarte y abrir los ojos, le ves en mil detalles… Y estas cosas ayudan mucho. Descubrirle caminando a mi lado, en mi día a día, es todo un regalo para mí. —¿Supisteis algo del conductor que esquivasteis? ¿Se llegó a enterar? —No, nunca supimos nada de él, aunque tampoco… no lo sé, pero creo que no se dio cuenta de lo que ocurrió. Iba demasiado rápido como para que llegase a ver lo que pasó detrás de él… No creo que se enterase. —¿Te has encontrado a gente con un peso como el tuyo, gente que haya sufrido un accidente? —No, la verdad es que no… Pero sí me he encontrado con personas que viven con culpabilidad. De hecho, me he dado cuenta de que, a raíz de mi propia experiencia, soy capaz de leer mucho mejor como está la gente por dentro. —¿Cómo están en su interior? —Sí, o sea de «aparentemente estás bien, me sonríes… pero tú necesitas sacar algo». Como yo actué así, soy mucho más consciente, me doy cuenta con facilidad cuando otra persona lo hace. —Pero, ¿la gente da señales de que necesita ayuda? —Supongo que no, que a muchos les pasa como a mí. El no querer molestar, no querer preocupar, el «no quiero que nadie se meta en mi vida»… La mayoría intenta ocultar su sufrimiento. Pero, para mí, sí que hay señales: la forma de mirarte, la expresión de su rostro… sí, se nota. —Cuando descubres a alguien así, ¿qué haces? ¿Le dices algo? —Depende del caso. Yo estoy estudiando periodismo, conozco a muchas personas, a algunas las veo sólo una vez, en una entrevista, por ejemplo, y con otras tengo que trabajar más a fondo… Pero sí que me ha pasado el parar la grabadora y ponernos a hablar en profundidad… incluso ha habido personas que se me han echado a llorar contándome algo que les pesa desde hace años… »Sin embargo, creo que hay mucha gente que no se llega a abrir, a las que intentas acercarte, pero nada… Desde luego, cuando me encuentro a personas así, trato de darles amor y ya está. Les entiendo, porque yo no quería abrirme, por eso no insisto. Dándoles amor lo que quiero es que si en algún momento sienten la confianza de abrirse conmigo, porque ven que no voy a juzgar, que simplemente voy a escuchar y ya, pues aquí estoy. Si alguien en algún momento me necesita y ve eso, para mí es una oportunidad que me da el Señor.

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—¿Y de dónde coges la fuerza para poder amar? —La verdad es que se la pido al Señor y me la da. Hay días en que no me siento fuerte… entonces le pido «Dame fuerza» porque, bueno, amor… Él te lo da siempre. Y ya está. Y los días que estoy a tope, pues, ¡a tope! Esos días sólo doy gracias al Señor. —Después del cambio que supuso para ti encontrarte con Cristo, ¿tu fe ahora es más sencilla o más complicada que antes? —Es más sencilla, aunque necesita más compromiso, más tiempo. Pero es mucho más fácil, que ya es un avance. »Seguramente, todo lo que escuché en la Jornada ya lo habría oído antes… Fíjate que, en mi casa, con mi padre, profesor de religión, se habla mucho de estos temas… En concreto, él tiene esta espiritualidad de vivir de la gracia… Estoy segura de que habré oído todo un millón de veces, pero no me llegaba al corazón. Fue en ese momento cuando el Señor hizo que me calara dentro. »De todas formas, en esto de la fe, ¡sigo en proceso! Tengo 20 años, me queda mucho por aprender, y ni soy perfecta ni nada… aunque, con la gracia del Señor, aspiro a ser santa… »Caigo muchas veces, hay días que me gana la pereza… sé que tengo un largo camino que recorrer, pero vivir de Cristo es la dirección que he sentido en mi vida, y la que me ha conseguido enganchar de verdad. Porque, si no, no sé si hubiese seguido en la Iglesia siquiera… Bueno, probablemente sí, por costumbre, por mi educación, pero nunca habría conseguido nada. No me habría aportado nada, y, sí, moralmente habría sido muy buena, pero mi fe se habría quedado ahí. —Sí, realmente la moral es muy pequeña, porque lo que da vida es la vivencia. Es decir, a ti lo que te ha devuelto la sonrisa de verdad, lo que te ha devuelto la vida, es ese encuentro con Cristo. —Tal cual. Mira, yo antes podía ser buena, pero el ser buena no implica que te sientas viva. Ése es el cambio fundamental para mí. —Actualmente, ¿cuál es el punto fuerte de tu fe? —La confianza. Aunque parezca imposible, después del accidente, después de todo lo que he vivido, lo que ha crecido en mí es la confianza. Es verdad que otras cosas me cuestan, pero, respecto a confiar, he aprendido mucho. Es un don que me ha regalado. Cuando no entiendo las cosas, no juzgo a Dios: espero en él, confío. Le digo: «No te entiendo, pero espero». Estoy en sus manos, sé que él busca mi bien… ¡yo confío! —¿Cómo está ahora tu familia? —Mi familia es un regalo. Todos tiran para adelante, la relación con mi hermano mayor crece cada día más… El Señor nos ha mimado mucho, porque, después de un accidente así, sé que la gente queda muy tocada, incluso hay familias que se destruyen… Desde que Cristo me salvó, me ha cambiado la forma de ver las cosas. Por eso he dicho que sí a este testimonio, porque siento que debo hacer algo, decir a esas personas que el amor es lo que les puede salvar de verdad, el Amor de Cristo… —No sabemos quién leerá este libro, pero, si lo leyera alguien que está pasando por lo mismo que pasaste tú, Blanca, ¿qué dirías?

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—En el momento actual, después de esos 8 meses, le diría que no luche contra el dolor o la culpabilidad, que lo abrace y que se lo entregue al Señor. Cristo te invitará a empezar un camino, pero es un camino maravilloso. Nada más empezar, te regalará su paz y progresivamente te sanará por completo. Yo sólo le puedo invitar a confiar en Jesucristo. Él está deseando salvarte de lo que te pesa. Pídele ese don. Te invito a que le des la mano… te aseguro que empezarás a ver milagros.

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Nombre ficticio, como el resto de nombres que aparecen en este capítulo.

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6. TESTIMONIO DE PELAYO

Pelayo1, con 38 años de edad, es un hombre feliz que disfruta con su familia. Pero no siempre fue así. Hace unos años, Pelayo era alcohólico, odiaba a su padre y le deseaba la muerte. Violencia, miedos y heridas se entrelazaban en su historia, conduciéndole, aparentemente sin otra salida, al rencor para siempre. Pero un día, Pelayo encontró a Alguien que le amaba, que le amaba en su pobreza y su pecado. Desde el momento en que experimentó el amor incondicional, desde el instante en que se sintió amado y perdonado, pudo comenzar un camino de perdón y amor. —Hola, Pelayo, buenas tardes. —Buenas tardes. —Muchas gracias por querer compartir con nosotros tu historia de perdón. —La verdad es que no sé cómo empezar… el perdón recibido, el pedir perdón, perdonar… —¿Qué te parece si empezamos por el principio? ¿Cómo fue tu vida de pequeño, qué recuerdas? —Viví una infancia complicada. Mis primeros años estuvieron marcados por la soledad. Además del hecho de ser hijo único, desde los 3 años hasta los 6, estuve solo, ingresado en un hospital debido a una enfermedad ósea. En esa etapa de mi vida veía a mi madre únicamente dos horas el domingo, y creo que eso influyó bastante en mi carácter y en mi forma de ver la vida después. Algunas veces me he preguntado: ¿qué pensaría yo la primera vez que mi madre se fue? Ella me dejó en la cama, allí, en el hospital… Además, por mi enfermedad, tuvieron que atarme la pierna para que no me moviese, así que tenía que estar ahí, atado en la cama; me dejó atado y se fue… Y no vino ese día, ni el siguiente, hasta el domingo siguiente… —¿Qué pensabas? —No me acuerdo. —¿La llamabas? —No lo recuerdo; en mi memoria lo tengo como tapado, era muy pequeño, pero, viendo ahora a mis hijos, me puedo imaginar un poco qué podría pensar o qué podría estar pasando en mi interior. Que tu madre se vaya, que te quedes solo con desconocidos, que no vuelva hasta el domingo siguiente, que sepas que se irá y volverá a dejarte ahí… —¿Qué sentías cuando veías marchar a tu madre para no volver en los siguientes días? —En mi interior se fue gestando resentimiento por el hecho de sentirme abandonado. Y sentirse abandonado es muy duro, empieza a crecer en ti una semilla nada positiva.

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—¿Tu padre fue alguna vez a verte al hospital? —No, nunca. —¿Recuerdas tu vuelta a casa? —Sí, con el tiempo me dieron el alta y volví a casa, pero la situación no era muy buena. Mi padre bebía y había problemas, no me gustaba cómo trataba a mi madre, había mucha violencia verbal por parte de mi padre, con frases ofensivas. Esa violencia verbal es como una paliza que no te deja evidencias a la vista, y, sin embargo, va haciendo mella en tu interior. Experimentas continuamente la humillación por los insultos, las descalificaciones… Te ves envuelto en críticas permanentes, en las que se entrelazan las burlas, las ironías y los desprecios… Tampoco faltaban injurias y calumnias… Te sientes perseguido de forma continua por las amenazas y los gritos… En fin, estas acciones acaban socavando tu seguridad en ti mismo y tu autoestima. »Lety, estamos acostumbrados a pensar que las agresiones son únicamente cuando aparecen los golpes. Sin embargo, dejamos de lado una forma mucho más directa y cotidiana que tiene que ver con nuestra manera de hablar: qué es lo que decimos, cómo y con qué intención lo hacemos. »Además, mi padre también tenía cambios de humor contantes… No sentía su cercanía y tampoco la de mi madre. Había épocas en las que se podía llevar mejor o peor; sin embargo, nunca era un hogar acogedor. —¿Te acostumbras a estas situaciones? —Según pasan los años, sí, pero te acostumbras entre comillas; en realidad aprendes a sobrevivir y se van produciendo heridas dentro de ti. Creces entre el miedo, la extrañeza, la confusión de por qué sucede eso… Observas otras familias, otros padres, les miras aunque sólo sea por fuera, y descubres que no es lo mismo que estás viviendo tú: son diferentes… Llegabas a ver incluso a algún padre haciendo unos mimos a su hijo, dándole cariño, y ves después que en tu casa no pasa eso. Mi padre era muy manipulador a través de sus comentarios despectivos, pero expresados de forma sincera, cargados, aparentemente, de interés. Otras veces disfrazaba la violencia en forma de chiste… Me sentía totalmente humillado. Todos estos contrastes que veía en mi padre respecto a los demás padres, para mí son sufrimientos, pero te acostumbras. Aprendes a vivir. —¿En esta situación había algo bueno? Porque, si no, es imposible sobrevivir… —Yo daba mucho valor a las pequeñas cosas, especialmente a esos 10 minutos que estaba con mi madre al lado del fuego. Con el paso de los días, después de tantos ratos de desasosiego y malestar, yo me sentía mejor con esos 10 minutos. Generalmente no era más tiempo, pues ella trabajaba. Es cierto que también tenía dificultad en transmitirme muchas cosas, en mostrarme su cariño… pero era porque no estaba bien: entre el trabajo, la presión que tenía en casa y su sentirse no amada, incluso tantas veces el sentirse mal, violentada… bastante hacía. Y, para mí, ese tiempo era un tesoro. —Después de esas situaciones de violencia, dentro de ti, ¿qué se generaba? ¿Qué sentimientos tenías? —Pues odio, muchas veces, odio.

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—¿Hacia tu padre? —Sí, sí, odio hacia mi padre. —¿Por qué? —Porque no hay derecho, me decía. Mi pregunta era: ¿qué derecho tiene este hombre a hacerle la vida imposible a ella, a mí? ¿Qué derecho tiene? »Fui creciendo y conmigo crecía el odio hacia mi padre. En ese tiempo, yo le deseaba la muerte. Si hubiese muerto, me habría alegrado mucho, muchísimo. Pensaba que se me habría quitado un peso de encima muy grande. Hoy entiendo que no es así, pero en ese momento era lo que vivía y lo que deseaba. »Éste era el odio que tenía, el no aceptar a mi padre. —¿Le acompañabas cuando bebía? —No, pero igual durante las fiestas del barrio me cruzaba con él… O, cuando iba a cazar con los amigos, al volver, bebía un montón, y empezaba a hacer tonterías, a desvariar. Perdía la dignidad, porque se empezaba a balancear, no hablaba con educación… En esos momentos yo sentía mucha vergüenza de él, ya que bebía y se ponía en ridículo frente a los demás. Y, bajo el efecto de la bebida, se divertía poniéndome a mí en ridículo. Yo lo pasaba muy mal. Eso generaba en mí más odio. Quería tener otro padre y no ése, no podía aceptarle como era. Pero es lo que había. —¿Cómo actuaba contigo en esos momentos? ¿Cómo reaccionabas tú? —Su comportamiento era imprevisible. Yo me quedaba aturdido muchas veces, atónito, y desestabilizado por el sarcasmo. Sus frases hirientes me mataban, igual que los desprecios y comentarios injuriosos. Esto era el resultado del alcohol. »La violencia verbal de mi padre podía ser directa unas veces, y otras, lo contrario, muy sutil. Me hacía comentarios de manera hostil, o con enojo o, incluso, con una sonrisa. Pero el resultado es el mismo. Te sientes destrozado. —¿Te pegaba? —Sí, alguna vez sí. Tengo el recuerdo de una vez que él me seguía por casa, con el cinturón en la mano. Yo, intentando escaparme, me subí al trastero. Ver que él subía por detrás, ver que no tenía forma de salir, que no tenía escapatoria… Sentí una angustia terrible por dentro, la que surge al ver que no puedes huir del mal, un mal que viene implacable hacia ti… Una angustia terrible. Hasta que pasa lo que tiene que pasar. —¿Y te acabó dando ese día? —Sí, sí. —Y, este episodio, ¿qué generó en ti? ¿Más odio? —No, ahí, más que nada, lo que nació en mí fue el sentimiento de impotencia. Creo que lo más duro que puedes experimentar es ver que el peligro, el mal, viene hacia ti sin que puedas hacer nada para detenerlo o esquivarlo. Lo más duro es ese sentimiento de incapacidad, de impotencia… —¿De sentirte indefenso? —Sí, de no poder escapar. Y ya, cuando ocurre, cuando te da con el cinturón, pues, bueno, se pasa; las heridas físicas pasan, pero se queda la herida moral o, más que moral… más profundo, un sentimiento de vacío, de soledad, de ausencia de amor.

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—¿En algún momento llegasteis a las manos? —Yo empecé con cierta edad a hacerle frente, incluso a pelear contra él. Le tiré al suelo algún día, él también a mí. Los enfrentamientos se dan cuando ya la tensión no se aguanta más, cuando ves que está atacando a tu madre o a ti mismo… Lo peor es que crees que siempre va a ser así, o que sólo puede ir a peor. Porque, si piensas que es una discusión puntual, algo que va a pasar pronto, soportas ese momento. Pero, como es una acumulación, como ves que no parece tener fin, intentas solucionar el asunto por tus propios medios. —¿Recuerdas algún momento especialmente duro, que en ti generara odio fuerte hacia él? —Sí, particularmente hubo una situación que me hizo mucho daño. Un día, no sé qué pasó exactamente, pero la ira se apoderó de mi padre: cogió la escopeta y empezó a perseguirme. Yo salí de casa descalzo y me tuve que escapar así, corriendo, sin zapatillas. Creo que en ese momento habría podido pasar cualquier cosa. Sentía un miedo terrible, estaba realmente angustiado. Pasé mucho tiempo fuera de casa, esperando no sé a qué… Sentía en mi interior que lo más duro era el saber que tenía que volver, que no podía escapar: tenía que volver a la misma casa en la que estaba aquel que, un rato antes, quería pegarme un tiro o, por lo menos, asustarme. No puedo afirmar qué es lo que pretendía hacer, porque no lo sé, pero el hecho es que había salido detrás de mí con la escopeta y yo hui, no me paré a pensar lo que podía hacer con ese arma. —¿Cómo podías superar este tipo de situaciones? ¿Cómo eras capaz de levantarte a la mañana siguiente? —Fue muy duro… pero parece que te acostumbras, pasas página. Yo creo que las personas somos supervivientes por naturaleza: quieres vivir, quieres ser feliz. Lo que más te gustaría es que el sufrimiento termine ya, así que intentas olvidar los malos recuerdos, esperando que el nuevo día cambie la situación… al menos en mi caso era así. —¿Y estudiabas? —Sí, pero tenía malas notas, no quería estudiar. En el colegio hacía lo mínimo, me interesaba más pensar en chicas o en cualquier otra cosa… En clase tenía un sentimiento de inferioridad muy grande, porque no me aceptaba como era. Siempre miraba a los demás con envidia. Ese sentimiento de inferioridad también me bloqueaba en mis relaciones sociales. Por ejemplo, deseaba a alguna chica, pero no me atrevía a hablar con ella. O, en el fútbol… Cuando formábamos equipos para jugar un partido, los capitanes siempre me elegían el último o el penúltimo, y es una chorrada, pero, cuando tienes esa edad, el ver que elegían a otro, que elegían a otro, que elegían a otro, elegían a otro, elegían a otro… y a ti no te elegían… Cada vez que señalaban a otro chico era una frustración enorme para mí, porque yo quería estar en ese sitio. »Todo lo vivido en mi infancia tuvo una repercusión fuerte en mi autoestima y personalidad. En esos momentos pensaba que no era valioso para nadie, que nunca nadie me iba a aceptar… Al final todo eran sentimientos de inferioridad. Sin Dios, sin tenerle presente y sin experimentar su Amor incondicional, es muy fácil sentirte el último sentir que no eres importante para nadie. En casa también me sentía así. Pasaba muchas horas

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solo, muchísimas: mi madre trabajaba, mi padre no sé dónde estaba… y esta soledad me hacía sentir que no era importante para nadie. —¿Ni siquiera para tu madre? —Para mi madre sí que lo era, pero la realidad es que, por la situación que teníamos, ella no estaba mucho tiempo en casa. —En estos momentos, ¿está Dios en tu vida? —No, no creía en Dios. Para mí, Dios no existía. —¿La situación mejoró cuando fueron pasando los años? —No. Cada vez nos entendíamos menos, y cada vez me hería más su forma de hablarme, pues nunca recibía un mensaje positivo de aquel que debía ser un punto importante de referencia para mí. »Me imponía las cosas sin que hubiese diálogo, y, si yo me oponía o reclamaba diálogo, suponía su aislamiento. Además seguía con cambios de humor constantes, y esto no ayudaba nada a la convivencia. »Así pues, los problemas se volvieron más fuertes, porque yo me estaba haciendo mayor, y ponía más resistencia a su forma de ser. Esos enfrentamientos se transforman en muescas que van quedando en mi interior. Cada herida se iba sumando, y el odio se iba acumulando… hasta que un día me hice igual que mi padre. —¿Te hiciste igual? —Igual, sí. Bueno, no hice las mismas cosas, pero descubrí que las cosas que hacía mi padre eran porque no podía hacer otra cosa, el alcoholismo es una enfermedad. Yo eso no lo sabía, pero lo dice la Organización Mundial de la Salud. Y, como todas las enfermedades, si no la detienes, avanza. —Pero… ¿qué significa exactamente eso de que acabaste siendo igual que tu padre? —Me refiero… a que yo también me convertí en un alcohólico. —¿A qué edad empezaste a beber? —Empecé a los 15 años. Primero, los fines de semana. Cogíamos unas pocas cervezas, ya que nosotros no teníamos mucho dinero. Empecé a beber porque veía que la gente que lo hacía se divertía, parecían incluso que eran más amigos entre ellos, estaban siempre con chicas… »Lo hacía porque, como te comentaba antes, no me aceptaba a mí mismo, quería ser el que no era. Miraba a otras personas y sentía envidia porque veía que hacían cosas que yo no era ni siquiera capaz de intentar. Me daba miedo fracasar. Estaba con mis amigos y no me atrevía a hablar porque temía ser rechazado. Me ponía delante de una chica y no sabía qué decirle… Alguna vez que intenté hablar con una y sentí su rechazo… buah, todo eso te encierra todavía más en ti mismo. »Sin embargo, bebiendo era como si creciese 10 centímetros, como si fuese más guapo y fuese capaz de afrontar todo lo que se me pusiera por delante. Con el alcohol sentía que era más amigo de mis amigos, y, entre comillas, me divertía más, ¡hasta era capaz de bailar, porque, si no, yo era como Robocop! —¿Tenía consecuencias el que bebieras?

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—Sí, muy malas consecuencias. Primero, una mala borrachera, cuya consecuencia era vomitar en casa encima de la cama. Era malo, pero tampoco era nada del otro mundo, pasaba un mal rato y ya está. Pero no quedó sólo en eso, ya que empecé a utilizar el alcohol para relacionarme. »Y así pasó el primer tiempo, más o menos bien, con sus altibajos, pero ningún problema más grave que unas resacas gordísimas. »Pero todo empeoró al ir a la mili. Empecé a utilizar el alcohol para evadirme. Todo el dinero que me mandaban de casa lo utilizaba para beber y cambiar el chip. Era como si escapase. No quería estar ahí, encima no nos trataban bien y tenía mucho miedo. Bebía para evadirme, para escapar, pero no podía escapar. Se terminaba el alcohol y se terminaba el dinero. »En aquella etapa, todo el dinero que conseguía lo gastaba en alcohol y, cómo no, en relaciones sexuales: empezamos a ir a prostíbulos. —¿Entonces ya no sólo era beber? —No, empezó una vida de desenfreno. El alcohol va siempre unido al sexo y a las drogas. »Es un pescado que se muerde la cola: buscaba la vida donde creía que estaba, pero todo fue haciéndose más oscuro, más sucio, más desagradable… y, sin embargo, a la vez, el cuerpo tiraba hacia eso. No podía salir. —Me hablas de las drogas, ¿también las probaste? —Después de la mili empecé a conocer las drogas también, en concreto, la anfetamina, la mezcla del alcohol con esa droga. Se me hizo duro, hacía cosas que no quería hacer, me pasaba fines de semana enteros fuera de casa, gastaba el dinero que tenía y el que no tenía. Trataba a mis padres muy mal, les maltrataba verbalmente, incluso, alguna vez, físicamente. Vivía en casa como si viviese de alquiler, sin pagar nada, por supuesto, y pidiendo dinero, a ellos, que no tenían. Pidiéndoles no, exigiéndoles. Los problemas eran más graves; los enfrentamientos con mis padres, muy fuertes. El enfrentamiento conmigo mismo era el infierno en vida: ver que no hacía las cosas bien pero que tampoco las podía hacer mejor, que no era capaz de cambiar… —¿Te planteaste alguna vez salir de ahí? —Yo pensaba: «Algunos son médicos; otros, misioneros… a mí me ha tocado ser un desgraciado y esto es lo que tengo para toda la vida.» »No veía manera de cambiar, pero, al mismo tiempo, no quería esa vida para mí. ¿Quién quiere esa vida para alguien? ¿Quién desea, a los 18 ó 20 años, que su futuro sea ese? Nadie… Pero a eso se llega, nadie quiere, pero se llega, y salir de ahí es muy difícil. En mis fuerzas era imposible. Pasaba temporadas sin beber, pero no vivía. En esos momentos, si dejaba la bebida era por miedo, por vergüenza por lo que hice en la última borrachera, porque no tenía dinero… pero no vivía. »Al no vivir, pues vuelves otra vez, tienes veintitantos años y no sabes hacer otra cosa, piensas: “Cuando tenga una novia cambiaré, cuando encuentre un buen trabajo me comportaré los fines de semana y no faltaré al trabajo…” Piensas que algo va a pasar para que tu vida cambie, pero los problemas van a más, y los efectos de las drogas

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también. —¿Recuerdas qué pasó la primera vez que bebiste demasiado? —Sí. La primera vez hice lo mismo que hacía mi padre. —¿Ah, sí? ¿Qué ocurrió? —Cuando me emborraché, empecé a cantar, e hice lo mismo… el ridículo. Y luego vomité encima de la cama. —¿Mejoró tu relación con las chicas? —Aparentemente sí. Utilizaba el alcohol para salir de mí mismo, para poder hablar con ellas, para poder tener relaciones… Es una paradoja, porque, al mismo tiempo, la bebida me iba encerrando más en mí mismo, el agujero que había en mi interior cada vez se hacía más grande, por lo que cada vez necesitaba más del alcohol para poder salir de ahí. »Por supuesto, las relaciones no lograban tirar para adelante. No funcionó con ninguna de las novias que tuve. Entre mi falta de madurez, los pajaritos en la cabeza y el alcohol… Utilizaba el alcohol y el sexo para salir de mí mismo. Va muy unida la lujuria con el alcohol. Porque todo es una huida hacia delante, escapar de ti mismo… para intentar encontrar la felicidad. —¿Y la relación con tu padre? —Pues siempre a peor, hasta que… bueno, ya con ciertos años… veintitantos… cuando el alcohol ya está generando serios problemas en mí, ya sólo miro lo mío. Dejó de importarme, me vuelvo indiferente. «Como si se quiere morir…», me decía para mis adentros. Pero el odio lo seguía teniendo en mi corazón. —¿Cambió el trato con tu madre? —Sí. A mi madre también la utilizaba, utilizaba su dinero. Ya sólo me miraba a mí mismo. Así fue mi vida con el alcohol: con muchos y graves problemas. Llegaba a casa borracho y, con violencia, tiraba al suelo todos los cuadros, o lanzaba las sillas al televisor. Hacía mucho daño a la gente; con las chicas tuve algunos deslices, algunas relaciones muy comprometidas… Y también me hice daño a mí mismo. Un día estuve muy mal, creía que me moría, tuve unas sensaciones que no había tenido nunca, como si me fuese, no sé… Tenía miedo porque pensaba que me iba a morir… Fui al hospital, y tenía una sobredosis. —¿Cómo te sentías al despertarte después de una borrachera? —Fatal, porque, cuando bebes, haces el mal que no quieres. Al día siguiente te miras al espejo y tienes miedo, miedo de lo que podías haber hecho estando ebrio… Encima no te acuerdas de nada; si suena el teléfono, tienes miedo de que sea la policía, de que sea un hospital, de que sea alguien a quien has hecho daño… Porque te ves capaz de haber hecho cualquier cosa. —Así pasaste varios años… —Sí, años en los que fueron aumentándose los problemas: míos, con mis padres, con el trabajo, con la sociedad… con todo el mundo. Mi vida se había vuelto ingobernable. »Hasta que un día, con el llanto de mi madre, algo pasó en mi corazón que me hizo ver que “hasta aquí”. Algo pasó que me hizo decir: “Hasta aquí has llegado; ¡venga, sal

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de aquí!” —¿Oíste llorar a tu madre? —Sí, el llanto de mi madre. Maldiciendo su suerte, claro. —¿Qué decía? —Que antes tenía uno y ahora dos, que ya no podía seguir viviendo así… —¿No la habías visto llorar antes? —Sí, no sólo por mi padre… sino también por mí. ¡Cuántas noches y días enteros ha pasado mi madre en la ventana, esperando a que volviese! Como el padre del hijo pródigo… ¡Cuántas noches ha pasado…! —¿Y qué fue ese «algo» que marcó la diferencia? ¿Qué hizo que ese llanto te cambiara? —Bueno, hoy en día creo que fue Dios; vamos, no tengo ninguna duda de que Dios me tocó el corazón con ese llanto. Porque, como te decía, yo la había visto llorar muchas veces. Pero, cuando estás en ti mismo, ni el llanto te conmueve. Tenía el corazón de piedra, como dice la Escritura. Me acuerdo de que podía vivir situaciones de tristeza, de alegría… y para mí eran situaciones totalmente indiferentes. No me movía nada, todo era mirándome a mí mismo. —¿Y cambiaste de vida? —Bueno, escuchar ese llanto hizo que entrara a Alcohólicos Anónimos. Fui pensando que era el peor sitio al que podía ir, pero lo que no quería era volver a la situación de donde venía. Y ahí fue donde pude encontrarme conmigo mismo, con el amor, con el perdón… pero todo desde la parte humana. Poco a poco, con los compañeros, me fui sintiendo amado, querido, comprendido. Me dijeron que, si yo quería dejar de beber, era también su problema, que ellos estaban dispuestos a ayudarme. Nadie me echó nada en cara, nadie me dijo: «¿Por qué bebes?», sino que, en esa situación, estaban dispuestos a ayudarme. —¿Cómo te sentías? —Poco a poco, me sentí protegido. Y fue cambiando mi vida hasta que me acepté. Me acepte a mí mismo, acepté que era un alcohólico, que tenía problemas con el alcohol. »En el momento en el que me acepté, quité una carga muy grande de mi espalda, una de las muchas que llevaba. Me empecé a sentir comprendido, no juzgado, aceptado, porque me empecé a sentir amado como era. Hoy en día veo la similitud de esto con Cristo: me sentía amado siendo yo malo. Porque empecé a sentir que era amado y que la vida me sonreía, y no por las cosas que había hecho bien, pues yo había actuado mal hasta entonces, siempre había hecho el mal. Pero me sentí amado ahí, sentí un amor que no dependía de mí: “No importa, yo te quiero, tú ven al grupo, te voy a ayudar en lo que quieras, pon tu vida en manos de Dios…” —¿En manos de Dios? ¿En Alcohólicos Anónimos te hablaron de Dios? —Es la parte fundamental de Alcohólicos Anónimos. De 12 pasos que tiene el programa… 8 hablan de Dios. Hablan de un Dios a la medida de cada uno, se describe a Dios como ‘un Poder superior a nosotros mismos.’ En los Pasos Tres y Once, agregamos las palabras «Dios como nosotros Lo concebimos».

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—¿Y se ordenó tu vida con este programa, Pelayo? —Hombre… Se solucionó. Ahora entiendo también que la vida es todo; lo fácil es dejar de beber, lo difícil es aprender a vivir. —¿Pero giró tu vida? ¿Cambió? -Sí, le dio sentido. El sentido que no tenía antes. Le dio un sentido al sufrimiento, a la desesperanza… ¡dio esperanza a la desesperanza! Pero este Dios me quedaba muy lejano, mucho recaía sobre mi fuerza de voluntad. Sin embargo, esta fue la manera que Dios empleó para empezar a colarse en mi vida. Daba pasos pequeños desde el amor, desde el perdón. Según avanzas en el programa como te he contado, te vas reconciliando, te das cuenta del daño que has hecho y pides perdón por ello. Pero es un perdón muy humano, le necesitas tú más que el otro, necesitas ese perdón para seguir caminando, para ir quitando pesos de esa mochila. Necesitas reconocer todo el daño que has hecho: escribes un inventario de tu vida y haces una reparación del daño que has causado. Ahí entró el pedir perdón: pedí perdón a una ex–novia a la que había utilizado, pedí perdón a mi madre y, con el tiempo, pedí perdón… también a mi padre. El perdón de mi padre lo pedí con sinceridad, pero ahí tuve que recorrer más camino, para que no fuese un perdón de sí, pero no… »Y, poco a poco, el Señor te va llevando de un sitio a otro. En ese momento conocí a la que hoy es mi esposa: una mujer estupenda, preciosa; vi en ella lo que no había visto en ninguna otra. Porque antes estaba deseando encontrarme con una mujer para tener un motivo para dejar de beber… —Y resulta que fue al revés, ¿no? —Sí, tuve que dejar de beber para encontrarme con una mujer. Encima, fue entonces cuando el Señor empezó a hacer conmigo una historia: Había comenzado a aceptarme como era, no necesitaba beber para hablar con las chicas, empecé a tener más amistades femeninas que masculinas… Mis amigos me miraban como: «Mira éste, que estaba en Alcohólicos Anónimos, y mira con cuántas chicas habla.» —Dices que el Señor comenzó una historia contigo… ¿te acercaste a la Iglesia? —Sí. Mi mujer pertenecía a un movimiento de la Iglesia, y ella me propuso un estilo de noviazgo nada común para mí, totalmente nuevo. Vivirlo desde la castidad, teniendo a Cristo en medio de nosotros… Su proyecto de vida era completamente diferente. Y mi corazón sintió muy fuerte comenzar este camino de su mano. Empecé a salir con ella. Ella me llevó a la Iglesia, cosa que no podré olvidar nunca, porque tener fe, creer en Dios, pues sí, algo de fe ya tenía… pero para mí, entrar en la Iglesia fue muy importante, porque yo podía perderme en una fe a mi medida, en un Dios con el que sólo yo tengo relación y, en definitiva, un Dios particular, propio mío, hecho a mi medida. —Te llevó a la Iglesia… ¿y tú te dejaste? —Sí, y, con el tiempo, empecé no sólo a dejarme, sino a desearlo. No sólo me llevó a la Iglesia, sino que me llevó a Jesucristo. Me llevó a conocer algo que me sorprendió muchísimo, algo diferente a todo lo demás: que Jesucristo murió, dio su vida por mí, por ti, para que tengamos Vida. Él dio su vida no por los buenos… sino por los pecadores. Yo me sabía pecador… y, de pronto, me sentí amado ahí. Eso era algo que yo no

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entendía, pero, a la vez, era como un imán para mí. Sentí que Él me quería como era. Son cosas que no entendía, pero eran como un imán. —¿Jesucristo? —Sí, y la Iglesia, para mí eran como un imán, como algo que te va atrayendo poco a poco, cada vez más, en la medida en la que tú te vas acercando hacia ella. Y, así fui caminando, y fue creciendo en mí el amor. —¿En este momento ya habías pedido perdón y perdonado a tu padre? —Sí, le había pedido perdón, pero un perdón… porque mi conciencia me lo pedía. »Sin embargo, no le había perdonado del todo, dentro de mí quedaba una parte que no podía perdonar. Me esforzaba por conseguir perdonarle de corazón, pero no podía. Entonces pensé que tendría que vivir con ello. —¿Seguías con odio hacia él? —Todavía algo, pero mucho menos. —¿En qué momento se liberó del todo tu corazón? —Al sentirme perdonado y amado por Cristo. «Perdonado» y «amado» es diferente. Perdonado es «te perdono», y amado es «te perdono, te quiero, te ayudo, te consuelo, voy a estar siempre contigo, estoy aquí para lo que necesites, siempre te he amado; además, siempre he estado contigo.» —¿La experiencia del amor de Cristo fue la que te hizo poder perdonar a tu padre? —Sí, sí. Cuando experimenté el amor de Él, sentí que ya no tenía resentimiento ni odio en mi corazón. Desapareció. No sé explicártelo. Tienes esa herida en tu corazón, muchas veces le has pedido a Cristo que te la quite y, un día, de forma totalmente gratuita, sin hacer nada, te la quita. Al principio no te lo puedes creer, piensas que en algún momento volverá el odio, pero nunca más ha vuelto. —¿Fue un don que se te dio? —Sí, efectivamente. —¿Y recuerdas si fue un momento o fue algo progresivo? —Sí, hubo un momento en el que dije: «¡Esto es!» —¿Te cambió la vida al perdonar a tu padre? —Sí. Es que entra el amor a tu casa, en tu corazón. —¿Al perdonarle entra el amor en tu corazón? —Sí, sí, porque al otro le ves débil, le ves casi como un esclavo: él no ha querido, ha sido una víctima. El verte tú como víctima en esa misma situación, me hizo ver con cariño a mi padre, con amor. Me hizo ser él, ver lo que le ayudaría, y así poder hacérselo a él. Desde entonces… pues es así. Me he sentido perdonado y amado. —Antes me has dicho que también le habías pedido perdón. ¿Qué te dijo en aquél momento? —Que sí, que me perdonaba, que claro que sí. —¿Y por qué le pediste perdón? —Le pedí perdón porque yo le juzgué, le odié, deseé su muerte. »Antes de beber, yo me creí superior a él. Cuando juzgo a una persona, es que me

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creo superior a ella: “Eso no lo haría yo”, “Si yo fuese tú, yo no haría eso”… O sea, que estaba por encima de él. Pero Dios, en su misericordia, me hizo ver que yo no era más que él, sino que era menos, y, desde ahí, puedes pedirle perdón. Además es una necesidad el pedirle perdón. Lety, con el perdón se me liberó el corazón. Pude orar mucho por mi padre y el Señor me regaló que mi padre fuera a Alcohólicos Anónimos, y dejó de beber. —Qué regalo te hizo el Señor, Pelayo… Desde entonces, ¿tu casa cambió? —Totalmente. Me acuerdo de esa primera Nochebuena en casa… fue una maravilla. Estábamos sólo mi padre, mi madre y yo. A las 10 habíamos cenado, no había nada más, pero había todo. Estaba el amor de Dios, había paz en nuestra casa, nos sentíamos queridos los unos por los otros. —¿Qué había motivado el cambio de tu padre? ¿Ver el proceso que habías hecho tú? —Puede ser, pero, yo creo que la oración y el amor. A cada uno Cristo nos toca de una manera, cada uno tenemos un camino en esta vida y a él le tocó también. La familia le dijimos que dejase de beber. El Señor le tocó el corazón. Algo pasó en él, que hizo que respondiera que sí. Dejó de beber y le cambió la vida. Con 65 años empezó a vivir, a sonreír, a dar cariño, a sentir cariño. Es increíble, se volvió como un niño. Era todo nuevo. Cuando te sientes perdonado después de tantos años de frustración y de hacer mal las cosas, ver que ahí te quieren… eso es… se te abre el cielo. Yo veía en sus ojos los ojos de un niño. Cuando llegaba a casa después de una reunión, mi madre también decía lo mismo: «¡como un niño!». —Y tu madre, ¿se lo creía, no sólo su hijo recuperado, sino ahora también su marido? —Ver a mi madre, que tras tantos años, desde el día que se casó, que estaba sufriendo eso, ver cómo ella ha podido perdonar y amar… ¡es increíble! Pienso en situaciones concretas, como darle todos los días crema a mi padre con cariño, es increíble. La fuerza que tiene el perdón y el amor, es inimaginable. —Cuando piensas en tu pasado, ¿te duele? —No, Cristo, cuando te perdona, lo hace todo nuevo. Tú crees que, cuando se te rompe la taza, la única solución es que te peguen el asa. Pero Cristo lo que hace es darte una taza nueva. —O sea que… ¿realmente Jesús te dio el don del perdón, te sanó totalmente? —Y me veo como un afortunado, el Señor me ha sacado de ahí. Por eso, ahora entiendo lo que decía la Iglesia: que podemos dar gracias al Señor por la historia, por las cosas que nos han pasado, por la Cruz. Con el tiempo he visto que es así, y Cristo me da esperanza para todas las situaciones que tengo que vivir. —Actualmente, ¿cómo es la relación con tu padre? —Buena, y la cuido, ya que es un milagro. Es una relación limitada, pues tiene 85 años, pero llena de amor. —Me has comentado que eres padre. ¿Ha afectado tu historia a tu relación con tus hijos?

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—Sí, pero positivamente. A lo largo de mi camino he aprendido a vivir desde el amor y el perdón. Por eso, siempre intento tratarles con cariño y si, por ejemplo, al corregirles algo, siento que me he pasado… les pido perdón. —¿A tus hijos? —Sí. Recuerdo una vez que me enfadé muchísimo con uno de ellos. En cuanto paré y me di cuenta de lo ocurrido, fui a su lado… me puse de rodillas… y le pedí perdón. —¿Y qué hacen ellos entonces? —En casa todo termina con un abrazo. ¡Ése es el mejor lenguaje! El amor y el perdón. —Quisiera hacerte una última pregunta: ¿Qué le dirías a una persona que tiene odio en su corazón? —Que el odio te mata, te destruye. El odio es del mal, no te deja vivir. Además, es como una carga que se va alimentando cada día, y cada día más. Es una carga con la que no puedes, cada vez la mochila pesa más y cada día tu vida se hace más triste. Esa mochila se sigue llenando con más odio, que, a la vez, te trae más tristeza. Con odio no se puede vivir, se puede malvivir. »¿Yo qué le diría? Pues que no se puede salir de ahí por uno mismo. Que vaya a la primera iglesia que vea, que hay Uno que ha muerto por él. Por mí también, pero por él, por ese odio, ha dado su vida. Él quiere que no odie, quiere que sea feliz, y con odio no se puede ser feliz. »El Señor me ha traído aquí para poder amar y ahí está la vida. Pero, como yo no tengo esa vida, ni me la puedo fabricar… yo le diría que fuese a la Iglesia, y que, si de verdad tiene eso en el corazón, el querer salir de ahí, el Señor le va a poner situaciones concretas para poder lograrlo. Porque el Señor es el más interesado. »Si alguien tiene el deseo de dejar de odiar es porque el Señor le ha puesto ese deseo, estoy convencido. El Señor le ha puesto ese deseo. No le puedo decir nada de mí, no tengo palabras, pero el Señor sí que tiene… ¡Busca al Señor!

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Nombre ficticio.

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7. TESTIMONIO DE JOSÉ

Comenzaba una nueva mañana en el Noviciado. Como otros días, nos disponíamos a empezar la clase. Abrimos los libros y, justo en ese momento, entró un WhatsApp en mi móvil. «Lety, mi mejor amiga quiere abortar. ¿Puedes ayudarme?» Era Carmen, una chica a la que conocemos desde hace tiempo. Las novicias se percataron de la gravedad de la situación y, rápidamente, me dejaron a solas. Comencé a escribir a toda velocidad: «Por supuesto. ¿Podemos contactar con ella?» «No creo que quiera. Pero, si escribes un mail, me encargo de hacérselo llegar.» «Genial, dame un rato. Necesito hablar con una persona.» Sin perder un instante, llamé a José1. Sólo me hizo una pregunta: —¿Qué opina el chico? —Ha dicho que no opina… que él apoyará la decisión de ella, sea la que sea. —¡Eso es un error! —dijo con la voz entrecortada de dolor. Y, tras un instante de silencio, continuó— De acuerdo. Ahora mismo no puedo parar, estamos a tope en el trabajo… pero, en el descanso de la comida, me voy a una iglesia y, con el Señor, les escribo. —¿Y tu comida? —Bueno, —contestó él sin darle importancia— no te preocupes, cenaré bien esta noche. Unas horas más tarde, teníamos un nuevo correo en nuestro mail. Lo que José había escrito nos pareció realmente impresionante. Tanto, que le planteamos formar parte de este libro, pero de una forma única. No le haríamos una entrevista. Saltando por completo el formato de los testimonios anteriores, sentimos muy fuerte que el Señor nos pedía que publicásemos la carta. Ése sería su testimonio. Al comentárselo, José accedió sin problemas, dándonos permiso para publicar todo el contenido del correo y comentando que, si esas líneas podían ayudar a alguien, se sentiría un privilegiado del Señor. Así pues, querido lector, aquí tienes la carta que reenviamos a Carmen. Un nuevo testimonio, un nuevo formato… pero señalando en la misma dirección: Jesucristo. *** Queridos Raquel y Marcos: Me llamo José, tengo 40 años, soy un hombre separado con 5 hijos, uno de ellos en el

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Cielo. Ahora mismo estoy delante de Jesús en el Sagrario, para escribiros estas palabras. Raquel, Marcos, sé que ahora mismo estáis ante la decisión más importante de vuestra vida, y sé que sois muy jóvenes. Me imagino lo que pasa por vuestras cabezas: «¡Menudo fallo! ¿Cómo nos ha podido pasar? ¡Parecemos tontos! En pleno siglo XXI… ¡Este bebé nos puede destrozar nuestro plan de vida! ¿Cómo vamos a mantenerle? No estamos seguros de que nos queramos casar…» Sé también que os gustaría viajar al pasado para poder cambiar la situación… pero no puede ser, y por eso estáis ante una decisión que va a marcar vuestra vida para siempre. Posiblemente no os volváis a encontrar ante una decisión de tanta importancia como la que ahora tenéis entre manos. En mi caso tuve que tomar una decisión de este tipo con 20 años, y, por ahora, ha sido la más importante de mi vida. Y, ¿sabéis?, me equivoqué. Hace 20 años, Marta y yo nos encontramos en la misma tesitura. Marta estaba embarazada y me planteó que quería abortar. Me comentó que ya tenía todo planeado, y que solamente le faltaba el dinero; no podía pedírselo a sus padres, necesitaba que yo la ayudase. Mi acto de «buena voluntad» fue buscar el dinero y «ayudarla» a matar a nuestro hijo. Busqué el dinero, se lo pedí prestado a un amigo, y ni me planteé convencerla de que tuviera al niño: estaba horrorizado, en pánico, sólo quería que todo acabase cuanto antes. ¡Qué pena no haber buscado otra opinión como lo estáis haciendo vosotros! Fui muy cobarde. Acompañé a Marta a la clínica Dator en Madrid. Salió del coche, entró en la Clínica y, al cabo de un tiempo que no recuerdo, salió, se metió en el coche, ni le pregunté cómo estaba, la llevé a su casa y allí se quedó. No he vuelto a ver a Marta desde ese día. No supimos nada el uno del otro hasta diez años después, que la llamé por curiosidad. Ella me colgó diciendo que pertenecía a una etapa de su vida que quería olvidar y que no llamara más. Desde que dejé a Marta en su casa, comenzó mi huida por intentar olvidarme de que había matado a mi hijo José (se llama así desde mi conversión, antes ni me había dignado a ponerle un nombre… Ahora le recuerdo cada día, y rezo por él en Misa, después de la Consagración). Durante todos esos años no pude olvidar lo que había hecho. La herida provocada por el aborto, la herida provocada por una decisión egoísta, me convirtió en un ser que sólo pensaba en mí mismo, en una persona que sólo funcionaba con la cabeza. Generaba automatismos para no dejarme llevar por el corazón ya que, cada vez que bajaba a mi interior, me encontraba con la verdad: mi decisión de no haber intentado salvar a mi hijo. El egoísmo se apoderó de mí. Todo lo hacía desde mí, para mí, y los demás eran sólo instrumentos. Además, cualquier otro pecado que pudiera cometer (adulterio, soberbia, egoísmo, faltas de caridad, mentiras…) se quedaba en un segundo plano, me parecía menos importante y mucho más excusable que lo que realmente le pesaba a mi corazón: haber eliminado a mi hijo.

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Matar a mi hijo fue lo más fácil para continuar con «mi plan», con «mi vida», con «mí mismo conmigo». Yo, yo, yo y sólo yo, fue lo único me importó a partir de ese momento. Como ya os he dicho, mi mecanismo de defensa era bloquear cualquier recuerdo de ese momento. Mi corazón se fue endureciendo, y mi capacidad para sentir con el corazón era cada vez menor, al mismo tiempo mi capacidad para instrumentalizar y utilizar al prójimo era cada vez mayor. Aunque intentaba proyectar una imagen de buena persona, religiosa y de valores, sólo me engañaba a mí mismo; muchos familiares y amigos veían la hipocresía en mí, pero yo no era capaz de verla. Me llegué a confesar dos veces, la primera de ellas con un sacerdote que, por supuesto, no me conocía, y que me dijo que no me preocupase, que a lo mejor el niño no era mío. Esto no hizo sino empeorar las cosas, porque yo tenía la certeza de que el niño era mío, conocía a Marta… y además sé que se quedó embarazada en un acto de puro egoísmo por mi parte. Por otro lado, era plenamente consciente, porque así me lo habían enseñado en el colegio, que un aborto supone la excomunión de la Iglesia. La segunda vez que me confesé fue el día anterior a mi boda, pero tampoco sentí el perdón: mi soberbia no me permitía recibir la misericordia de Dios, me sentía constantemente juzgado y con un mordisco continuo en el corazón. No tenía paz interior. Me casé con Teresa, que sufrió mi forma de ser, tan egoísta, y todo mi pecado, hasta que, después de 13 años y cuatro hijos, decidió volar y dejarme. En ese momento, mi corazón se rompe en mil pedazos. Corría el año 2011, cuando la madre de mis hijos me pide el divorcio y me echa de casa. Intento recuperar a mi familia desde mí, cediendo a todas sus peticiones, pero, en un determinado momento, me doy cuenta de que Teresa había volado para siempre. En ese momento, con el corazón roto en mil pedazos y completamente desesperado, la Virgen María me habla al corazón, me lleva al momento de mi vida en que se produjo el aborto y me dice que me confiese bien. Busco un sacerdote y le cuento, con absoluto arrepentimiento, que hace 20 años participé en el aborto de mi hijo. Ese día siento la misericordia del Señor; ahí comienza mi conversión y un camino de reparación por todo el pecado cometido. La Virgen María, nuestra Madre del Cielo, me muestra que la raíz del pecado en mi vida, de esa vida llena de egoísmo, comenzó cuando le dije NO a mi hijo José, cuando le dije NO a la Vida, cuando le dije NO a Jesús, cuando le crucifiqué. En todo este tiempo, como consecuencia de mi egoísmo, he hecho mucho daño: a Marta, a Teresa, a mis hijos, a familiares, a compañeros de trabajo. Sin embargo, es cierto que ahora me siento perdonado y salvado por Jesús. Me siento instrumento del Señor y vivo para que se haga Su Voluntad en mí, por eso os estoy escribiendo esta carta. Raquel, Marcos, tenéis la oportunidad de decirle SÍ a vuestro hijo/a, SÍ a la vida, SÍ a Jesús; un SÍ que es difícil, pero que os va a hacer felices. El Señor sabe que es una

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decisión difícil, y que no es lo habitual estos días, pero Él siempre nos devuelve el ciento por uno cuando se le dice SÍ. Lleváis 7 años juntos, estoy convencido que este bebé os va a llenar de felicidad. Sí, lo sé, también os va a llenar de responsabilidad y preocupaciones, pero Jesús y María no os van a dejar solos. Si os decidís por un NO a vuestro hijo/a, un NO a la vida, un NO a Jesús, sólo sabed que os vais a hacer muchísimo daño y lo vais a pasar realmente mal. En cualquier caso, recordad que Jesús siempre estará ahí, esperando a que aceptéis su misericordia, aunque el dolor por el daño que vosotros os habréis causado por vuestra elección egoísta no os lo puede ahorrar. Os lo digo desde la experiencia: por favor, no os hagáis daño, pero, sobre todo, no olvidéis que el Señor siempre os estará esperando. Marcos, como hombre te digo que no puedes dejar la decisión en las manos de Raquel. Tú eres parte, aunque no lleves a tu hija/o dentro de ti. Si no haces todo lo posible por convencer a Raquel, por convencerte a ti, te vas a hacer mucho daño, como yo me lo hice. Esta decisión os va a unir un montón u os separará para siempre. Estoy casi seguro de que, si decidís deshaceros de vuestro hija/o, esa elección provocará que terminéis como pareja, ya que huiréis para intentar olvidar, cosa imposible, y en esa huida no podréis soportaros mutuamente. Me encantaría poder conoceros en persona para que me preguntéis todo lo que necesitéis, para que lloremos juntos, para que pensemos en el futuro, pero, sobre todo, para que podáis sentir que todo lo escrito aquí viene desde lo más profundo de un corazón maltrecho y herido por un aborto que sucedió hace 20 años. Jesús y María os piden un SÍ valiente, un SÍ a ÉL y a Ella, un SÍ a vosotros, un SÍ a vuestro hija/o. Yo fui un cobarde; vosotros estáis siendo valientes escuchando a gente que quiere que le digáis SÍ a vuestro hija/o, SÍ a vosotros, SÍ a Jesús y a María. Sed valientes, estamos en esta vida de paso, y el Señor ha permitido este embarazo. No os conozco, pero os quiero un montón a los tres. Rezo por vosotros, contad conmigo para lo que necesitéis, pero, sobre todo, contad con Jesús y con la Virgen María. Y recordad: Jesús y María nunca os fallarán, independientemente de la decisión que toméis. Un abrazo enorme en Jesús y en María, JOSÉ *** Hasta aquí la carta… Pero había algo más en ese mail. Otro documento adjunto… que decía lo siguiente: La vida de todo ser humano está en tus manos, Señor Jesús. Tú dijiste: «El que acoge a un niño como éste en mi nombre, me acoge a mí» (Mt 18,5).

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Quiero dedicarle este testimonio a mi hijo José: Hijo, quiero pedirte perdón de todo corazón por no haberte dejado disfrutar de la vida, por haberte rechazado y por no haberte dado una sepultura decente. Señor, acepto ahora el niño que me diste, lo acojo en tu amor y declaro que lo amo como Tú lo amas; lo recibo de ti como un gran regalo. Te pido, Señor, por la sanación interior de nuestro hijo, por la de su madre y por la mía propia. Sana a mi hijo de todas sus heridas de rechazo y de falta de amor. Cólmalo de tu paz y de tu alegría para que exulte en ti eternamente. Hijo, espero que, desde el Cielo, me perdones, e intercedas por mí ante el Señor para que me siga dejando hacer por Él, y para que el resto de mi vida sea según Su Voluntad. Te quiero mucho, P APÁ *** Al cabo de unos días, recibimos un mensaje de Carmen: «Raquel y Marcos han estado pensándolo mucho y han tomado una decisión: lucharán por la vida de su bebé.» Y, a continuación, recibimos esta imagen, acompañada de una sola palabra:

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GRACIAS

1

Nombre ficticio, igual que el del resto de personas que aparecen en este capítulo.

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EPÍLOGO

Los meses han ido pasando y este "verano" que has vivido con nosotras ya va tocando a su fin. Se han terminado estas siete historias, pero ahora comienza otra igual de apasionante: la tuya. Después de tantas aventuras que hemos pasado juntos, después de tantas vidas marcadas por la mano del Señor, esperamos que, llegados a este punto, se haya grabado en tu corazón una sola idea: Es Él. Es Cristo el único que te dará el perdón total. Él es quien sanará tus heridas y te regalará empezar una vida nueva. Nuestra misión es señalarte el camino, depende de ti recorrerlo. La misión que el Señor nos puso en el corazón termina aquí. Jesucristo te está esperando. Sólo necesita que le abras tu libertad, que le des permiso para entrar y actuar en tu vida. Por ello, queremos finalizar este libro con una invitación: Ve a estar un rato ante un Sagrario. No tengas miedo. Es Jesús, el mismo que caminaba por Galilea, el que dijo que "no necesitan médico los sanos, sino los enfermos". No se va a asustar. No tiene que cambiar su imagen de ti, porque te conoce. Y, más aún, te ama. Ha dado su vida por ti. Ha cargado con todo lo que es muerte en ti, para que tengas Vida en Él. ¡Vida en plenitud! Escribiendo estas últimas líneas, queremos decirte que ha sido un regalo del Señor para nosotras el poder compartir contigo estos testimonios. Te hemos entregado con todo nuestro cariño estas historias, igual que ahora te entregamos el CD, esperando que te ayude a orar. Si esta música también te lleva a Él… ¡nuestro objetivo estará totalmente cumplido! Sabemos que te dejamos en las mejores manos, ¡las de Jesucristo! Nunca fue tan fácil llegar al Protagonista y Autor de un libro, ¿verdad? Él te espera, deseando formar parte también de tu historia. ¿Aceptas el reto? Cuenta con nuestro cariño y oración, SOR LETICIA , O.P. VIVE DE CRISTO

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APÉNDICE

1. CONTACTA Tal vez, a medida que ibas leyendo los diferentes testimonios, te han surgido nuevas preguntas que no hemos realizado en la entrevista, o, quizás, el Señor te ha puesto en el corazón el deseo de entrar en contacto con alguno de ellos para pedirle ayuda o consejo. Es cierto que varios de los testimonios son anónimos; sin embargo, todos están abiertos a la posibilidad de que les escribas a través del correo electrónico. Aquí tienes la lista, por orden alfabético, con las diferentes direcciones. Esperamos que, si un día lo necesitas, puedas encontrar la ayuda que buscas, ya sea en estas personas o en cualquier otra que el Señor ponga en tu camino. LUZ [email protected] AITOR [email protected] JUAN (este correo está gestionado por nosotras. Si envías un mensaje a Juan, lo imprimiremos y se lo haremos llegar.) [email protected] ISABEL [email protected] BLANCA [email protected] P ELAYO [email protected] JOSÉ [email protected] SOR LETICIA [email protected]

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2. LETRAS DE LAS CANCIONES DAME TU GRACIA Ahora que no hay nadie más, ahora puedo hablarte en verdad, ahora que estamos solos tú y yo, vengo a entregarte mis cadenas, Señor. Herida aún abierta, memoria de lo que pasó, callado grito que recuerda este peso en mi interior. NO QUIERO NEGARME A ABRIR A TU AMOR QUE ME ESPERA, PERO YO NO TENGO FUERZAS, ATRAPADO, YO NO SÉ SALIR.

CRISTO, SÉ TÚ MI SALVADOR, SANA MIS HERIDAS, OH SEÑOR, RESCÁTAME DE MI RENCOR.

CRISTO, SÉ TÚ MI SALVADOR, SANA MIS HERIDAS, OH SEÑOR, DAME LA GRACIA DEL PERDÓN.

Perseguido por el pasado, sin lograr perdonar ni olvidarlo, mi sonrisa no es lo que era, pasa la vida, esta sombra queda. Quiero cortar de veras la cuerda que me ata, Señor aquí me tienes, obra el milagro en mi alma. NO QUIERO NEGARME A ABRIR… Para poder perdonar, dame la gracia del perdón. Para poder perdonar, dame tu gracia.

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PERDÓNAME Parece mentira que al comienzo nos saludáramos sin más y sin darnos cuenta, empezara nuestra amistad. El Señor nos presentó… Empezaste a saber de mí, y yo de ti. Serías huella imborrable en mi vida. Yo no sabía que tu amistad tenía que cuidar porque no escuché al Señor. Cuando te iba a perder, Él me avisó. Entonces fue tarde, nuestra amistad se derrumbó. P ERDÓNAME, PORQUE TENÍA UN DIAMANTE Y NO LO VALORÉ.

P ERDÓNAME, CRISTO ME LO MOSTRÓ P ERDÓNAME, ESTÁ ESPERANDO EL MOMENTO DE DECIRTE QUE… PERDÓNAME, TÚ VALES TODO SU AMOR.

Si me preguntas lo que siento cuando hablamos de amistad, es mostrar nuestros nombres junto a Cristo en el lugar central. Quien aquel día en un Sagrario me habló, en él me adentró, de nuevo nos unió desde el perdón. Pasamos la vida dando valor

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a lo menos importante y el olvido deja a un lado lo que está delante. Al escribirte esta canción quiero pedirte perdón. Cristo fue quien cambió mi corazón. P ERDÓNAME… ABRAZO OLVIDADO Ocurrió, no sé qué pasó, todo dentro de mí giró. Vuestros gestos recibían por respuesta mi rebeldía. Corrí en otra dirección, la fantasía terminó: Mis héroes, lo peor… os quise esconder… me hice mayor. Volé hacia mi libertad buscando mis sueños lograr. Todo me disteis, todo tiré, sin detenerme, sin pensar en volver. Grandes metas en soledad… Rompió el corazón, vacía felicidad. Mirada ciega, abrí los ojos ahora ya puedo descubrir las veces que te hice llorar lo mucho que te hice sufrir. SÓLO CRISTO ME LEVANTA PUES YA NO SÉ CÓMO SEGUIR; TRANSFORMA EL DOLOR QUE CAUSÉ

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PARA HOY PODER VOLVERTE A ABRAZAR.

Ya no hay besos ni abrazos antes de irme a dormir. Ya no hay juegos, ya no hay cuentos, soy mayor, estoy bien así. Con mis gritos e ironías ser alguien yo pretendía. En mi vida afiancé planes, proyectos… mi mundo construí. Entonces quisieras volver y recuperar el ayer… Hay heridas que el tiempo no cura: crece esta distancia tan dura… Quise que fuerais perfectos, exigencia sin límite… me hizo perderos. MIRADA CIEGA, ABRÍ LOS OJOS… Y a mi lado estabas Tú apostando por mí otra vez, transformando con tu Amor mi mirada y mi corazón. Contigo en sus rostros vi esperas, desvelos por mí… que no paraban de hablar de vuestra manera tan fuerte de amar. MIRADA CIEGA, ABRÍ LOS OJOS… Hoy no vengo a exigiros vengo de nuevo a dar el abrazo olvidado de ayer: ¡niño que a sus héroes vuelve a ver!

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APUESTA POR EL AMOR Jamás lo imaginaste pero el momento llegó. En tu interior lo sabes, se acerca el adiós. Quisieras parar el tiempo, decir en este momento lo que un día diste por hecho y empezar hoy de nuevo. ANTES DE QUE EL TIEMPO SE ESCAPE DEJA ATRÁS TU TEMOR, TU ORGULLO, TU RAZÓN… APROVECHA ESTE INSTANTE.

Y ANTES DE QUE SEA YA TARDE APUESTA POR EL AMOR, APUESTA POR EL AMOR, PIDE PERDÓN.

Y si te faltan fuerzas, te da miedo su reacción, sólo ves barreras, os alejan a los dos. Pon tu mirada en Cristo, deja que muestre el camino, allí encontraréis la paz para al fin poder andar. ANTES DE QUE EL TIEMPO SE ESCAPE… Sin perdón no hay salvación, no hay paz sin reconciliación, porque… ANTES DE QUE EL TIEMPO SE ESCAPE… GRACIAS Si esto antes,

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me supuso un gran lastre y era un gran peso el caminar con ello. Has sido Tú el que has cargado con todo ello hasta el madero; es tu perdón, y Tú me has hecho nuevo. GRACIAS POR MI VIDA , SEÑOR, ESTO NO ES TEORÍA, TÚ ERES MI SALVADOR.

MI PASADO HAS BORRADO, SOY LIBRE POR TU AMOR. GRACIAS POR MI VIDA , SEÑOR, ESTO NO ES TEORÍA, T Ú ERES MI SALVADOR

MI PASADO HAS BORRADO, SOY LIBRE POR TU AMOR. Y AHORA CREO: ES EL PODER DEL PERDÓN. Señor es mi pasado lo que Tú vas transformando, puedo verlo, son recuerdos, Tú has resucitado en ellos. Así es tu amor, que me ha salvado, ahora sí me siento perdonado, muéstrame un nuevo mundo donde el perdón es el triunfo GRACIAS POR MI VIDA , SEÑOR… Yo no sabía dirigir mi vida y ahora sé que aunque no te conocía quiero tenerte a ti por guía.

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Te hago dueño de mi vida, tómame, Señor, quiero en ti confiar: conduce Tú mi caminar. GRACIAS POR MI VIDA, SEÑOR… Y ahora creo que me has salvado, es el poder del perdón. Y ahora creo que me has cambiado: es el poder del perdón. Es el poder del perdón… SIN TI Sin tu luz, no elegí bien. Sin tu calor, no consolé. Sin tu amor, dejé de amar. Y sin tu ternura odié. Sin tu armonía, desuní. Sin tu caricia, destrocé. Todo en mi vida fue un error. Sin ti no pude nada. CUÁNTAS VECES LLORANDO ME ACOSTÉ, CUÁNTA ANGUSTIA APRETÓ MI CORAZÓN RECORDANDO, REVIVIENDO TODO EL DAÑO QUE CREÉ HASTA OLVIDÉ QUE HAS OLVIDADO MI TRAICIÓN

ME HAS PERDONADO, INMENSO ES TU AMOR, DAME TU GRACIA, LIBERA MI PESAR,

QUE NO OLVIDE QUE T Ú CURAS, QUE YA PUEDO CONFIAR HAZ QUE ME PUEDA PERDONAR, HAZ QUE ME PUEDA PERDONAR.

Sin tu presencia, renegué. Sin tu alegría, hice llorar.

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Sin tu abrazo, me enfrenté. Y sin tu caridad, grité. Sin tu justicia, calumnié. Sin tu templanza, yo mentí. Sin tu poder, humillé. Sin tu fuerza a mi hermano olvidé. CUÁNTAS VECES LLORANDO ME ACOSTÉ… HOY VUELVO A TI Tantos años el mismo camino que me lleva a ti contigo nada es lo mismo. Tantas vidas cambias su destino al llegar a Ti, contigo nada es lo mismo. Ahora estoy seguro que Tú siempre estarás, mi vida ha encontrado sentido. Ahora siento cerca tu mirada de amor, me hablas al corazón. HOY VUELVO A T I BUSCANDO EL PERDÓN, HOY VUELVO A T I Y EN TU CORAZÓN ENCONTRÉ LA VERDADERA RAZÓN, ENCONTRÉ TU AMOR.

Tú me enseñas a entregar la vida como en la Cruz un día hizo tu Hijo. Tú perdonas todos mis errores y vuelvo a ti de nuevo, arrepentido. Ahora estoy seguro que Tú siempre estarás, mi vida ha encontrado sentido.

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Ahora siento cerca tu mirada de amor, me hablas al corazón. HOY VUELVO A TI…

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Index Título Derechos de autor Índice PRÓLOGO, por Fidel Herráez Vegas INTRODUCCIÓN 1. TESTIMONIO DE LUZ 2. TESTIMONIO DE AITOR 3. TESTIMONIO DE JUAN 4. TESTIMONIO DE ISABEL 5. TESTIMONIO DE BLANCA 6. TESTIMONIO DE PELAYO 7. TESTIMONIO DE JOSÉ EPÍLOGO APÉNDICE 1. CONTACTA 2. LETRAS DE LAS CANCIONES

2 3 5 6 8 10 26 41 52 65 81 93 99 100 100 101

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