Sesboue, Bernard - Jesucristo El Unico Mediador 01

January 10, 2017 | Author: Andrés Gálvez Romero | Category: N/A
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BERNARD SESBOÜÉ

JESUCRISTO EL ÚNICO MEDIADOR Ensayo sobre la redención y la salvación

KOINONIA 27

Bernard Sesboüé S. J.

JESUCRISTO, EL ÚNICO MEDIADOR Ensayo sobre la redención y la salvación Tomo I PROBLEMÁTICA Y RELECTURA DOCTRINAL «Hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo conx> rescate por todos». (1 77m 2, 5-6)

SECRETARIADO TRINITARIO F. Villalobos, 82 37007 SALAMANCA (España)

Tradujo Alfonso Ortíz García sobre el original francés Jésus-Christ, Media teur Puede imprimirse: José Luis Aurrecoechea, Censor 5 de mayo de 1990 Imprímase: Mauro, obispo de Salamanca 12 de junio de 1990

Wtúque

ÍNDICE

PRESENTACIÓN (J. Doré)

15

INTRODUCCIÓN: EL SALVADOR Y LA SALVACIÓN

19

i. JESÚS, ES DECIR, YAHVÉHSALVA

19

La identidad del Salvador

20

II. LA NECESIDAD DE LA SALVACIÓN

III.

© Desclée, París 1988 © Secretariado Trinitario F. Villalobos, 82 Teléf. (923) 23 56 02 37007 SALAMANCA (España)

ISBN: 8 4 - 8 5 3 7 6 - 8 5 - 4 Depósito Legal: S. 614-1990

21

La buena nueva de la salvación, corazón del misterio cristiano... ¿Tenemos necesidad de salvación?

21 22

Las dos imágenes bíblicas de ¡a salvación La salvación, liberación La salvación, plenitud de vida

24 25 31

LA CRUZ GLORIOSA DEL SALVADOR

35

El misterio de la cruz: escándalo y locura La cruz del resucitado La marcha que proponemos

36 38 38

PREVIERA PARTE: PROBLEMÁTICA CAPÍTULO I: EL MALESTAR CONTEMPORÁNEO

41

I. ALGUNOS TESTIGOS DE ESTE MALESTAR

42

Hans Küngylas

interpretaciones

La crítica psicoanalítica

de la muerte de Jesús

de Jacques Pohicr

La ilusión de la redención cristiana: Oeorges More! Una interpretación Natham Lcitesyel Impresión y encuademación: Gráficas Cervantes, S. A. Ronda Sancti -Spíritus, 9 y 11 37001 Salamanca

35

Ser salvado por alguien

no-sacriñcial del cristianismo: Rene Girard «asesinato de Jesús»

La salvación por revelación de Frangois Varone II. LOS GRANDES TEMAS DE LA CONTESTACIÓN

¿Por qué pasa por la muerte la salvación cristiana?

42 43 45 46 49 51 52

53

8

índice

Lo odioso de una justicia compensatoria y vengador Ei rechazo de la pretensión cristiana a la universalidad El malestar ante la idea de sustitución

54 54 55

¿D¡o Jesús un sentido a su muerte?

56

CAPÍTULO 2: LA SITUACIÓN DOCTRINAL DE LA SOTERIOLOGIA 59 I. UN TESTIMONIO BÍBLICO MULTIFORME II. UN TESTIMONIO DOGMÁTICO REDUCIDO

IV. LOS MECANISMOS DE LA «DESCONVERSIÓN» DEL VOCA BULARIO

02

65 70

Dos esquemas no convertidos: la compensación y la pena vindicativa

70

El mecanismo de un «corto-circuito»

72

El olvido de los tres participantes El desconocimiento de la metáfora y de la metonimia

74 76

V. UN FLORILEGIO SOMBRÍO Los reformadores del siglo XVI: venganza divina y compensación Los católicos en el siglo XVI: venganza divina y compensación Siglo XVII: la dramatización del castigo divino Siglo XIX una enseñanza corriente . Siglo XX bajo el signo de la velocidad adquirida VI. UNA REACCIÓN SALUDABLE

78 79 81 82 85 90 94

CAPÍTULO 3: CRISTO MEDIADOR, REFERENCIA PRIMERA DE LA SOTERIOLOGÍA 99 I. JESÚS MEDIADOR SEGÚN EL NUEVO TESTAMENTO «El único mediador entre Dios y los hombres» «El mediador de una alianza nueva» y «el sumo sacerdote»

y

El «admirable» intercambio

103

II. LA MEDIACIÓN DE CRISTO EN LA TRADICIÓN TEOLÓGICA Mediación de Cristo y recapitulación en Ireneo

104 104

La experiencia déla mediación de Cristo: Agustín Del Cristo mediador al Cristo sacramento

106 jos

La unidad del mediador según Cirilo de Alejandría Mediación y soteriología en la edad media

no 111

La mediación en la soteriología moderna y contemporánea

113

59

III. UNA DOMINANTE INVERTIDA DEL MOVIMIENTO DESCENDENTE AL MOVIMIENTO ASCENDENTE

índice

100 100 101

III. MEDIACIÓN, ALIANZAY COMUNIÓN INMEDIATA

115

IV. UNA SOTERIOLOGÍA DE LA MEDIACIÓN

120

SEGUNDA PARTE: ESBOZO TEOLÓGICO DE UNA HISTORIA DOCTRINAL CAPÍTULO 4: PRELUDIO: «POR NOSOTROS», «POR NUESTROS PECADOS», «POR NUESTRA SALVACIÓN «Por nosotros» «Por nuestros pecados» «Por nuestra salvación»

127 128 131 132

PRIMERA SECCIÓN: LA MEDIACIÓN DESCENDENTE 135 CAPÍTULO V: CRISTO ILUMINADOR: LA SALVACIÓN POR REVELACIÓN 137 I. EL TESTIMONIO DE LA ESCRITURA Jesús, maestro de verdad y revelador del Padre

137 138

«Mirarán al que traspasaron»

139

Epifanía y teofania

140

La luzylas tinieblas La salvación como conocimiento

141 142

II. EL TESTIMONIO DE LA TRADICIÓN

143

10

índice

III.

En los padres apostólicos En los padres apologetas del siglo II

143 146

En heneo de Lión En los padres alejandrinos

147 149

REVELACIÓN Y SALVACIÓN HOY

151

El hombre y el conocimiento La revelación como salvación

152 154

CAPÍTULO 6: CRISTO VENCEDOR: LA REDENCIÓN I. EL TESTIMONIO DE LA ESCRITURA La vida de Jesús: un combate misterioso El pueblo que Dios se ha adquirido La redención: liberación y rescate ¿De qué fue liberado el hombre? El precio y el rescate: cómo no llevar demasiado lejos ¡a metáfora

157 158 158 159 160 162 163

índice

heneo y el evangelio déla libertad Agustín: cuando la gracia libera al libre albedrío Constantinopolitano III: la salvación realizada por la libertad humanizada de Cristo Salvación y liberación del hombre en la sociedad III. ACTUALIDAD DE LA SALVACIÓN COMO LIBERACIÓN Cristo libera y cura nuestra libertad La solidaridad de las libertades Teología y teologías de la liberación CAPÍTULO 8: CRISTO DIVINIZADOR I. EL TESTIMONIO DE LA ESCRITURA Adopción filial y don del Espíritu El nuevo nacimiento del bautismo La vida nueva, participación en la vida trinitaria II.

II.

III.

E L TESTIMONIO DE LA TRADICIÓN

El testigo privilegiado: heneo y la justicia hecha al hombre ¿Se pagó el rescate al demonio?

166 170

El espíritu de la liturgia

176

Evolución ulterior de la categoría de redención

180

RECUPERACIÓN CONTEMPORÁNEA DE LA REDENCIÓN

Una reevaluación doctrinal Ser y no-ser del demonio Una teología de la cruz y de la resurrección El trabajo déla redención en la historia CAPITULO 7: CRISTO LIBERADOR I. EL TESTIMONIO DE LA ESCRITURA ., Jesús liberador La nueva alianza déla libertad II.

166

E L TESTIMONIO DE LA TRADICIÓN

182

182 183 184 187 189 190 190 191 193

1 1

E L TESTIMONIO DE LA TRADICIÓN

La vocación del hombre creado a imagen y semejanza de Dios Los grandes argumentos sotcriológicos Presentación Presentación Presentación Encarnación

sistemática: el punto de partida, la regla de fe sintética: doble solidaridad y mediación sintética: Espíritu del Padre y del Hijo y/o misterio pascual

La problemática

occidental de la gracia

III. HOY: DIVINIZACIÓN Y AUTOCOMUNICACIÓN DE DIOS Debates contemporáneos en torno a la divinización La dialéctica del deseo de Dios El nuevo vocabulario de la divinización

193 198 201 202 205 206 208 209 215 216 216 217 219 219

220 223 225 228 229 230 235 237 237 239 240

CAPÍTULO 9: CRISTO, JUSTICIA DE DIOS

243

I. EL TESTIMONIO DE LA ESCRITURA La justicia de Dios según la Biblia Cuando Jesús cumplió toda justicia

245 245 246

12

índice

El evangelio de Pablo

247

Todos justificados por gracia

248

II. EL TESTIMONIO DE LA TRADICIÓN La experiencia de Agustín Pelagioyla ilusión déla libertad Agustín y la soberanía de la gracia El «sola gratia» y el «sola fíde» de Lutero La sesión ff del concilio de Trento sobre la justificación (1547) Las discusiones de los tiempos modernos sobre la gracia

251 251 252 253 257

13

índice

El sacrificio de Cristo en santo Tomás de Aquino La doctrina sacrificial del concilio de Trento Amplificación y desvio sacrificiales en los tiempos modernos IV. UN BALANCE: SACRIFICIO E IMAGEN DE DIOS De la ambivalencia a la conversión Sacrificio de Cristo y sacrificio cristiano El peso de las palabras

CAPÍTULO 11: LA EXPIACIÓN DOLOROSA Y LA PROPICIACIÓN 268 268 271 272

SEGUNDA SECCIÓN: LA MEDIACIÓN ASCENDENTE 277

I. DEL SENTIDO COMÚN COTIDIANO A LA HISTORIA DE LAS RELIGIONES La lección del sentido común La enseñanza de la historia de ¡as religiones

278 278 279

II. EL TESTIMONIO DE LA ESCRITURA El sacrificio del cordero pascual

281 281

El ritual de ¡os sacrificios y su significación La crítica del sacrificio en los profetas Jesús y el sacrificio El lenguaje sacrificial de Pablo

283 284 285 287

El testimonio de la carta a los Hebreos

288 291 291 294 297

315

I. .LA EXPIACIÓN EN LA CONCIENCIA CONTEMPORÁNEA

315

II. EL TESTIMONIO DE LA ESCRITURA

317

El Antiguo Testamento: expiación, intercesión y perdón La cólera de Yahvéh El Siervo doliente de Yahvéh El Nuevo Testamento: Cristo, nuestra expiación 2 Corintios 5, 21 y Calatas 3, 13 III. EL TESTIMONIO DE LA TRADICIÓN La expiación de Cristo en los padres de la Iglesia Expiación y reparación de amor

317 320 321 326 331 333 333 339

IV. UN BALANCE: EL SUFRIMIENTO Y LA EXPIACIÓN EN NUESTRO TIEMPO 341 La paradoja cristiana del sufrimiento 341 El sufrimiento de Dios, único consuelo para el sufrimiento del hombre La expiación: una necesidad del hombre

CAPÍTULO 12: LA SATISFACCIÓN III. EL TESTIMONIO DE LA TRADICIÓN Los padres de la Iglesia de los cuatro primeros siglos Agustín: una teología del sacrificio Agustín: sacrificio de Cristo y sacrificio de la Iglesia

310 310 312 312

. 259 267

III. JUSTICIA Y JUSTIFICACIÓN EN LA TEOLOGÍA CONTEMPORÁNEA El problema ecuménico de la justificación por la fe La cuestión de la justicia en la historia Justificación por la fe y teología de la liberación

CAPÍTULO 10: EL SACRIFICIO DE CRISTO

300 302 307

I. EL TESTIMONIO DE LA TRADICIÓN La entrada de la saúsfacción en la teología San Anselmo: el horizonte del Cur Deus homo?

347 349

351 351 351 353

14

índice San Anselmo: la argumentación de base Justicia para san Anselmo Las ambigüedades de una conversión en proceso El lugar de la satisfacción en la soteriología de santo Tomás El concilio de Trento: de la justificación a la satisfacción II. UN DISCERNIMIENTO NECESARIO Yves de Montcheuil: una revalorización de ¡a satisfacción La reparación, verdad de la satisfacción

356 361 366 371 376 378 378 380

CAPITULO 13: DE LA SUSTITUCIÓN A LA SOLIDARIDAD

383

I. LA SUSTITUCIÓN Un elemento de verdad en la sustitución Del siglo XVI al siglo XX en torno ala sustitución penal Del siglo XlXal siglo XX la satisfacción vicaria

384 385 386 391

II. LA REPRESENTACIÓN Y LA SOLIDARIDAD La experiencia de la solidaridad Solidaridad y salvación La solidaridad en la Escritura Solidaridad y universalidad de ¡a salvación La salvación de todos por uno solo Universalidad de Jesús y misterio de la Iglesia

393 393 394 395 398 400 403

SÍNTESIS: LA RECONCILIACIÓN CAPÍTULO 14: LA RECONCILIACIÓN Y EL PERDÓN

407

I. EL TESTIMONIO DE LA ESCRITURA La reconciliación realizada por la cruz El mensaje de ¡a reconciliación

409 409 411

II. LA RECONCILIACIÓN, NUEVO NOMBRE DE LA SALVACIÓN La salvación, misterio de reconciliación El ministerio de la Iglesia, ministerio de la reconciliación

412 413 416

TRANSICIÓN

PRESENTACIÓN

419

1. La presente obra es la segunda que ofrece el padre Bernard Sesboüé S. J., profesor en el Centro Sévres de París en la colección «Jésus et Jésus-Christ». Con los dos tomos que piensa consagrar a la exposición del «misterio de la redención», esta obra se sitúa en la misma perspectiva que la anterior, dedicada igualmente al «misterio de la encarnación». Si la redención es la obra del Verbo encarnado, es lógico que en varios pasajes el presente estudio remita al anterior, del mismo modo que la obra precedente, dedicada a una encarnación que es redentora por esencia, valga la expresión, dejaba esperar y estaba pidiendo de suyo la continuación que ahora se nos brinda. 2. Por tratar de la salvación, estas páginas se refieren a un dato de la fe cristiana que presenta las dos características paradójicas siguientes: primero, la de estar en el corazón de la revelación, a pesar de que nunca ha sido objeto de ninguna definición magisterial expresa; segundo, la de superar totalmente la inteligencia humana, a pesar de haber dado origen a una gran diversidad de expresiones conceptuales que ninguna otra verdad dogmática ha conocido en grado tan alto. Esta situación está ya por sí misma pidiendo una explicación. Pero la necesidad de ésta es mayor aún si se observa que, a lo largo de los siglos y hasta la época contemporánea, se ha derivado de aquí toda una proliferación de secuelas y deformaciones, acompañada de sus respectivas críticas y contestaciones... El autor, como se verá, es un excelente conocedor de la materia. Antes de proponer en una IH Parte (que formará el segundo tomo) su propia síntesis soteriológica sobre bases neotestamentarias seguras, dedica una / Partea la definición de una problemática general. Para ello se remonta del «malestar contemporáneo» a la «referencia primera» de toda soteriología cristiana: la mediación de Cristo o, mejor dicho, el Cristo mediador. De este modo delimita el terreno en el que se desplegará la investigación a la que consagra lo esencial de este

16

PRESENTACIÓN

primer tomo; ése será el terreno de toda la historia cristiana a través de veinte siglos, que recorrerá precisamente en una // parte titulada «Esbozo teológico de una historia doctrinal». 3. Queda de este modo planteado el examen atento de cada una de las principales categorías a través de las cuales el pensamiento cristiano ha intentado expresar el misterio de la «redención», siendo esta última designación (especialmente privilegiada, como es evidente) sólo una de las varias expresiones a las que ha recurrido la historia de la fe y de la teología. Se han recogido nueve categorías, a las que se añadirá otra más, la décima, que se presentará in fine como sintética: la de la reconciliación. El autor las va ordenando —cinco de un lado, cuatro del otro— según dos movimientos que estructuran el conjunto de la exposición así como atraviesan el conjunto del desarrollo doctrinal: un primer movimiento que podemos llamar descendente y otro que, por contraste, se presenta como ascendente. Se nos muestra que, según estos dos movimientos claramente distinguibles, es siempre la misma realidad fundamental la que aparece: esa mediación salvífica de Jesucristo de la que se dijo desde el principio y se ha subrayado aquí mismo que constituye la referencia primera de la soteriología cristiana. En cada una de las etapas se lleva a cabo la investigación de tal manera que cubra toda la duración histórica durante la cual se utilizó la categoría respectiva. Una simple ojeada sobre el índice de materias bastará, sin embargo, para observar una diferencia sugestiva en la exposición de las diversas categorías, según la sección en que se han situado. En efecto, en la primera sección (mediación descendente) se notará que la secuencia es siempre ésta: Escritura, tradición, época contemporánea. En la segunda, por el contrario (mediación ascendente) se invierte este orden y se parte esta vez de la situación contemporánea para referirse luego al testimonio de la Escritura (si es que existe), interrogarse luego sobre la tradición y llegar finalmente a una valoración más reflexiva. Este simple dato, inscrito en el plan mismo de los capítulos, se verá que es muy rico en sugerencias y que está cargado de consecuencias. 4. Sin embargo, no puede decirse ni mucho menos que la obra se limite a una encuesta, por muy exhaustiva y preciosa en resultados que pueda ser. En realidad, en este caso el análisis va acompañado del diagnóstico. Sin perdernos en laberintos y sin ceder jamás a esa polémica tan poco elegante y en el fondo estéril de la que la historia nos ofrece tantos y tan disuasivos ejemplos, el autor consigue no solamente identificar las diversas corrientes y derivaciones, sino destacar a la vez sus causas y sus efectos. En este contexto aparecen con frecuencia en su pluma, como se observará, estos tres términos: para-

17

PRESENTACIÓN

sitismo, cortocircuito y des-conversión. Esto significa hasta qué punto el acto teológico se realiza aquí como discernimiento y como juicio. Vale la pena subrayar este hecho en una época en la que, sin duda como en las demás, pero también con mayor generalidad que en las restantes, se hace sentir entre los creyentes la necesidad de una luz que les permita no engañarse ni en su fidelidad ni en su apertura. 5. El que tiene los medios de realizar los discernimientos necesarios para dar un juicio fundado sobre el pasado y el presente, es capaz igualmente de presentar las contraposiciones que se esperan y de abrir o reabrir caminos para una mejor inteligencia de los mismos. Así pues, dentro de la lógica de este primer tomo vendrá a continuación otro —para el que sirve de transición la conclusión de éste—, que ofrecerá a los lectores una «proposición soteriológica» original. En él volverá el lector sobre la Escritura para releer en ella la proclamación, que hoy sigue resonando, de Jesucristo Salvador del mundo y Redentor de los hombres: «Mediator Dei et hominum». Joseph Doré 25 febrero 1988.

Introducción El Salvador y la salvación

I. JESÚS, ES DECIR, YAHVÉH SALVA

«No hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (Hech 4, 12). Este nombre es el de Jesús, cuya etimología significa «Yahvéh salva». Por tanto, de este nombre es del que ha de partir y a donde tiene que volver todo estudio de la salvación. Nuestra salvación es el mismo Jesús. Lo mismo que en otra época Orígenes no dudaba en afirmar que Jesús es el evangelio1, que es el reino en persona2, también hoy Karl Rahner nos habla del «suceso de la salvación que es Jesucristo mismo»3. Esta luz debe iluminar toda nuestra reflexión e impedirnos caer en la trampa de una racionalización demasiado fácil de la causa y de los efectos de la salvación dentro de un sistema en el que la persona de Jesús sería tan sólo un elemento. «Jesús es la salvación —dice también Rahner—, no sólo la enseña y promete»4. Es verdad que sigue siendo necesario, recurriendo a la Escritura y a la tradición de la Iglesia, analizar las diversas metáforas y categorías a través de las cuales se expresa la realidad de la salvación en la revelación y f n la fe. Pero estas categorías, a pesar de su solidaridad y complemeítariedad, siempre serán en sí demasiado pobres en comparación con la persona misma de Jesús a partir de la cual toman sentido. Quizás haya sido un error sustantivizarlas, hablando de redención, de justificación, de divinización, de sacrificio, de expiación y hasta de satisfacción, con el riesgo de cosificarlas y de olvidar que no son más que cali1. 2. 3. 4.

ORÍGENES, Comm. in Joh. I, V, 28-29: S.C. 120, Cerf, París 1966, 75. ORÍGENES , ¡n Malt. XIV, 7 (comentando Mt 18, 23): G.C.S. 40, 289. K. RAHNER, Curso fundamental sobre la fe, Barcelona 1979, 343. Ibld, 349.

JESUCRISTO, EL ÚNICO MEDIADOR

EL SALVADOR Y LA SALVACIÓN

ficativos de la persona y de la acción de Jesús. San Pablo era muy consciente de ello cuando no vacilaba en decir que Jesús en persona se ha hecho para nosotros «justicia, santificación y redención» (1 Cor 1, 30).

otra cara de una realidad única. Analizará los diversos aspectos de la obra salvífica de Cristo por nosotros a partir del lenguaje elaborado en el Nuevo Testamento y desarrollado en la tradición eclesial. Partirá de la identidad humano-divina de Jesús que lo constituye único Mediador entre Dios y los hombres. Antes se iba de la salvación a la identidad; ahora se irá de la identidad a la salvación. Dos procedimientos solidarios y complementarios, que están en una situación de prioridad recíproca el uno ante el otro. La problemática y el modo de la exposición serán simplemente distintos, por razones que se deben a la vez al contenido y a la historia de las doctrinas.

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La identidad del Salvador En un libro precedente de esta misma colección, Jésus-Christ dans ¡a tradition de l'Eglise, partí de reflexiones análogas al desarrollar la fórmula «Jesús es el Cristo». Porque el término Cristo, es decir Mesías, expresa ante todo lo que Jesús es y hace por nosotros. Pero luego indica también el «para Dios» de Jesús y por tanto su identidad completa. De esta forma la perspectiva soteriológica está en el punto de partida de toda reflexión cristológica, como demuestra claramente el desarrollo del dogma a partir de la cuestión reformulada continuamente: ¿Quién tiene que ser en definitiva Jesús de Nazaret para que pueda salvarnos de verdad? Por tanto, se puede decir con E. Schillebeeckx que «Dios salva a los hombres por Jesucristo» es una afirmación de «primer grado» en la fe cristiana, y que la expresión explícita de la identidad de Jesús es una afirmación de «segundo grado»5. Porque Jesús no puede salvarnos si no es, en la unidad de una misma persona, el verdadero Dios y el verdadero hombre que ha confesado la tradición cristiana de forma cada vez más precisa y hasta especulativa. Asumiendo igualmente esta solidaridad original entre la soteriología y la cristología, Karl Rahner opina que la cristología debe encontrar «el punto de partida fundamental y decisivo... en un encuentro con el Jesús histórico»6 y que la relación entre el creyente y Cristo es la que tenemos con el «Salvador absoluto», dado que la salvación que él nos trae es la «comunicación de Dios mismo a la humanidad»7. Así pues, la soteriología y la cristología son inseparables; si se tratan en dos obras diferentes cada una de estas polaridades no es ni mucho menos para introducir entre ellas una escisión que sería irremediablemente mortal. Tan sólo las limitaciones del lenguaje discursivo del hombre legitiman este doble tratamiento, ya que no es posible decirlo todo a la vez. El primer libro intentaba desarrollar, a través de la tradición y del recurso a la Escritura, todo lo referente a la identidad de Jesús, el mismo que nosotros, pero a la vez distinto de nosotros y el Otro en relación con nosotros. Y lo hacía presuponiendo siempre y expresando ya en parte la realidad de la salvación. Este libro presenta la 5. E. SCHILLEBEECKX , Jesús. La historia de un viviente, Cristiandad, Madrid 1981, 511-514. 6. K. RAHNEX, O. C.,215.

7. bid, 233s.

21

n. LA NECESIDAD DE LA SALVACIÓN

La buena nueva de la salvación, corazón del misterio cristiano La identidad concreta entre la persona de Jesús y la buena nueva de la salvación del hombre nos revela algo que está en el corazón de la fe cristiana. Porque «se impone un hecho bien sólido en el nivel de la revelación...: es la fe en la salvación ofrecida por Yahvéh o por Jesucristo... lo que explica la formación de la unidad literaria que es la Escritura, así como la constitución de loque se presenta como el pueblo de Dios. En la revelación la redención no presenta únicamente el papel de un tema (como la creación...), sino que tiene una función estructural: la fe, la eficacia de los sacramentos, gravitan en torno a ella o son su expresión. Este factor de orden soteriológico es el centro de irradiación del mensaje bíblico: ¡Pablo anuncia a Jesús crucificado y sólo a él! Pero esto constituye el centro de la enseñanza de ¡a Iglesia, así como de su vida» 8 . Karl Barth, entre otros muchos, hace el mismo diagnóstico cuando habla de la doctrina de la reconciliación: «Se trata del centro de lo que constituye el objeto, el origen y el contenido de la predicación y por tanto de la dogmática... A partir de aquí, se debe y se puede ciertamente pensar en una periferia. Pero sólo puede pensarse en ella a partir de aquí. Cualquier error y cualquier laguna en el conocimiento del centro mencionado falsearía inmediatamente el conocimiento de todo lo demás9. Más recientemente Walter Kasper realiza este mismo discernimiento: «La unidad de creación y redención es 'el' principio hermenéutico fundamental para la eiégesis de la Escritura»10. 8. E. HAULOTTE, La rédempion (a roneo), Lyon-Fourviére 1967, 5. 9. K. BARTH, Dogmatique IV, I, 1, 57, Labor ct Fides, Geneve 1966, t. 17, 1. 10. W. KASPER, Jesús, el Cristo,Sigúeme, Salamanca 19793, 247.

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JESUCRISTO, EL ÚNICO MEDIADOR

EL SALVADOR Y LA SALVACIÓN

El análisis de los múltiples testimonios escriturísticos de la redención y de la salvación ilustrará abundantemente estos juicios. Contentémonos por ahora con una alusión elemental. En el Nuevo Testamento la experiencia de la salvación está ligada inmediatamente a la confesión de Jesús, como Cristo (Mesías), Señor e Hijo de Dios, y por tanto Salvador. Todo el acontecimiento de Jesús tuvo lugar «por nosotros», «por muchos» (Me 10, 45; 14, 24), en una expresión más detallada «por nuestros pecados» (1 Cor 15, 3), y en un lenguaje más personal «por mí» (Gal 2, 20). El evangelio de Juan subraya el amor de Jesús por los suyos «hasta el extremo» (Jn 13, 1), ya que «nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15, 13). El amor que Jesús tiene «por nosotros» es el gran motivo de su venida, el corazón de su misión. La exégesis reciente ha podido inventar el término de «proexistencia»" para expresar el ser mismo de Jesús. El símbolo de NiceaConstantinopla señala también este eje central del misterio cristiano, cuando introduce la secuencia relativa a la encarnación, la vida, la muerte y la resurrección de Jesús con la mención «por nosotros los hombres y por nuestra salvación».

la salvación. Esa misma palabra ha quedado devaluada a sus ojos. La satisfacción de muchos de sus deseos parece cerrar para él los horizontes últimos de su existencia más allá del disfrute inmediato del presente. Reflexión fácil y demasiado superficial, que deja de lado no sólo los dramas y el sufrimiento de nuestro tiempo, sino incluso la sutil metamorfosis de la angustia inherente a la condición humana. El «monstruo de iniquidad» del que hablaba Pascal sigue palpitando en nosotros y arroja sobre nuestras mayores satisfacciones la sombra de unas cuestiones sin respuesta fácil: ¿para qué todo esto? ¿qué sentido tiene esta existencia? ¿en qué consiste tener éxito? ¿cómo conseguirlo? La cuestión de la salvación nos resulta tan insoslayable como la cuestión de Dios. Las dos son estrechamente solidarias. Diría incluso que la primera es más insoslayable que la segunda, ya que es ante todo una cuestión sobre nosotros mismos. La prueba de ello está en que los humanismos ateos intentan también responder a la cuestión de la salvación del hombre. La historia de las religiones manifiesta claramente hasta qué punto le preocupa al hombre la búsqueda de la salvación a través de la particularidad de sus culturas y de las variaciones de su historia. En todas las grandes religiones, antiguas o presentes, tanto en las cósmicas como en las que se apoyan en una palabra revelada, y hasta en las manifestaciones contemporáneas del «retorno de lo religioso», prescindiendo de la ambigüedad de algunas de sus manifestaciones sectarias, leemos siempre la expresión diferenciada de una respuesta a la cuestión de la salvación del hombre. Según una forma de investigación diferente, pero muchas veces correlativa, de la perspectiva religiosa, la historia de la filosofía da testimonio de esta misma precocupación: decir el sentido del hombre en el universo, plantear el problema de lo absoluto, intentar que la vida humana se logre. Esta preocupación se expresa incluso en la crítica más aguda del riesgo de proyectar los deseos del hombre en una realidad ilusoria Hasta las filosofías de la rebelión intentan salvar la dignidad y el honor del hombre enfrentado con un destino absurdo12. Hoy asistimos igualmente a la reaparición de la gnosis, bajo la forma de una búsquedi de la salvación por la ciencia Casi no es necesario repetir cómo el molimiento marxista, en su doble dimensión filosófica y política, constituye la propuesta, por no decir la imposición, de una forma de salvación colectiva mediante la fuerza mesiánica que reside en la clase obrera.Sabemos hasta qué punto el tema de la liberación de las diversas formas de opresión política es una poderosa palanca en muchos países para movilizar a los pueblos con vistas a una salvación que adquiere a menudo , a título simbólico, un valor absoluto. De forma con-

¿Tenernos necesidad de salvación? Pero ante la repetición de estas afirmaciones tradicionales se plantea enseguida una cuestión: ¿tenemos realmente necesidad de ser salvados? Porque la salvación no es una buena nueva más que para los que sienten una necesidad absoluta y urgente de ella. Los boat people que van errando en esas frágiles embarcaciones a merced de las tempestades y de los piratas no tienen necesidad de grandes discursos para comprender lo que puede ser su salvación. Si el comandante de un barco capaz de subirlos a bordo, de alimentarles y de llevarlos a una tierra acogedora les grita: «os voy a echar una mano, ¡subid!», les lanza la buena nueva de una salvación cuya evidencia no se discute. Cuando esos hombres y esas mujeres le manifiestan su gratitud, le dirán seguramente: «Es usted nuestro salvador. Sin usted habríamos muerto; le debemos la vida». ¿Pero puede considerarse esta situación extrema como el símbolo de la condición humana? Hoy se dejan oír muchas voces diciendo que el hombre no tiene por qué plantearse las «cuestiones últimas». El desarrollo de las sociedades de consumo le permite responder a sus necesidades esenciales y hasta conseguir una «calidad de vida» desconocida hasta ahora. El hombre de hoy ya no vive en la angustia de 11. H. SCHURMANN, ¿Cómo entendió y vivió Jesús su muerte? Sigúeme, Salamanca 1982, 129-163.

12. Por ejenplo, ALBERT CAMUS en L'homme revoltéy Le mythe de Sisyphe.

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movedora el hombre de buena voluntad que era Raymond Aron terminaba así sus memorias poco antes de desaparecer: «Recuerdo una expresión que empleaba a veces cuando tenía veinte años, en mis conversaciones con los camaradas y conmigo mismo: "conseguir una salvación laica". Con o sin Dios, nadie sabe al final de su vida si se ha salvado o perdido... Recuerdo esta fórmula sin temor y sin temblor»13. Si la salvación cristiana está bien especificada en cuanto a su naturaleza y su contenido, la cuestión y la necesidad de la salvación constituyen un dato antropológico fundamental. Quizás nuestro tiempo ha cambiado su lenguaje, pero la verdad es que no se ha escapado de su realidad. Las dos imágenes bíblicas de la salvación Las raíces antropológicas de la cuestión de la salvación pueden maravillosamente ilustrarse por medio de las dos situaciones humanas fundamentales que sirven de referencia a la elaboración del concepto de salvación: la de la enfermedad, que se opone al bien elemental de la salud, y la de la esclavitud, opuesta a la condición de libertad. La enfermedad, signo precursor de la muerte, pone en juego nuestra misma existencia. Amenaza con arrebatarnos el bien por excelencia que es la vida. Es el signo de nuestro «ser para la muerte», es decir, de una finitud al mismo tiempo irremediable e inaceptable, mientras que hace zozobrar nuestras relaciones con el mundo y con nosotros mismos en el sufrimiento físico y moral. Al contrario, la salvación es la salud (en algunas lenguas, y concretamente en el griego bíblico, estos dos sentidos coinciden en la misma palabra), es la vida. Del que sale de una grave operación se dirá que se ha salvado y hasta que ha «resucitado». El convaleciente llamará de buen grado a su médico su salvador. También es éste el lenguaje de la Biblia: los salmos están Henos de gemidos pidiendo la ayuda de Dios para recobrar la salud (Sal 6; 30; 38; 41; 102). Por Otra parte la enfermedad se presenta como signo de pecado y en ella se acumulan todos los tipos de adversidad. También en los evangelios vemos a Jesús lleno de compasión por los enfermos: cuando los cura, los «salva», ya que el mismo término designa la vuelta a la salud física y la salvación total de la persona ante los ojos de Dios, en particular la liberación del pecado (Mt 9,22; Me 3,4; 5,23.24.28; 6,56; etc...)H. La recuperación de la salud se convierte en el símbolo eficaz de la salvación y de la entrada en el reino. 13. R. ARON, Mémoires, Julliard, París 1983, 751. 14. Para la insistencia en el sentido espiritual, cf. Mt 18, 11; Le 7, 50; el vínculo entre los dos sentidos se subraya en Sant 5,15-20.

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La otra situación fundamental de miseria humana es la esclavitud; si la anterior estaba inscrita ante todo en las relaciones del hombre con la naturaleza, la segunda surge ante todo de las relaciones del hombre con el hombre. Las costumbres militares de los antiguos querían que el vencedor se llevara a su patria como prisioneros a los soldados vencidos, deportando a veces poblaciones enteras para hacerlas esclavos. Ese pueblo, desterrado de sus raíces, privado de su libertad, llevaba una existencia inferior, se veía de ordinario sometido al trabajo forzado, y soñaba con su liberación. Desgraciadamente, nuestra época ha conocido y conoce todavía situaciones de este tipo: deportación de poblaciones, campos de concentración, gulags, el trabajo que pretende hacer libres a los hombres15, secuestros, rehenes, situaciones de opresión económica y política. Esta situación fue en la que cayó también el pueblo de Israel, desde el momento en que desapareció el faraón que había conocido José (Ex 1,8). Por eso la liberación política de la esclavitud egipcia se vivió como el símbolo de una liberación de todo mal y del acceso a la tierra prometida, es decir, de una vida feliz y tan larga como fuera posible. El paso del mar Rojo (la pascua) y la entrada en la tierra de Canaán constituían para Israel el acontecimiento fundador de su historia, por el que había conocido la experiencia del compromiso liberador de su Dios a su lado para salvarlo de la servidumbre. Las teologías de la liberación han vuelto a encontrar én nuestros días el valor tan denso de este simbolismo. Estas dos situaciones de desgracia, la enfermedad y la muerte por un lado, la violencia que somete al hombre a su semejante por otro, se han cernido siempre sobre la humanidad de forma radical; pertenecen a la condición humana. No conocen de este mundo más que salvaciones provisionales. A través de las vicisitudes de su existencia, por consiguiente, cada uno de los seres humanos se ve enfrentado con la cuestión de una salvation absoluta y definitiva, es decir, de una vida plenamente libre y definitivamente «resucitada». La salvación, liberación Estas dos referencias bíblicas nos permiten profundizar en la noción de la salvación según sus dos connotaciones esenciales: primero una connotación negativa, la de una situación desgraciada de la que nos libra la salvación; y luego una connotación positiva, la concesión de un bien decisivo16. 15. Es coincido el lema siniestro que acogía a los deportados en la entrada de los campos nazis: «Arbeit macht freí». 16. Cf. Enyclopedia Umversalis, art. Salut,en donde se subrayan los dos sentidos d e las palabras ¿emanas Erlósung y Heil,t. 14, 643.

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«El interlocutor de una teología actual es el hombre doliente, que tiene experiencia concreta de la situación de infelicidad y es consciente de la impotencia y de la finitud de su condición humana. Este sufrimiento puede revestir múltiples figuras: la figura de la explotación y la opresión de la culpa, de la enfermedad, de la angustia, de la persecución, del destierro y de la muerte en sus diversas formas. Estas experiencias del sufrimiento no son fenómenos marginales y residuales de la existencia, como el lado sombrío del ser humano; se trata de la condición humana como tal»'7. Estas reflexiones de Walter Kasper expresan atinadamente la intensidad con que nuestro mundo cultural de estos finales del siglo XX experimenta el problema del sufrimiento y del mal en general, aun cuando el hombre se haya tenido que enfrentar desde siempre con él. Las atrocidades de nuestro siglo, perpetradas ayer y hoy en casi todos los continentes contra poblaciones enteras, vuelven a caer como una lluvia acida que viene a gangrenar la conciencia de cada individuo y ahondar su angustia; se trata del tema de «vivir y pensar después de Auschwitz». En este problema del sufrimiento y del mal resulta difícil establecer una distinción inicial entre lo que parece imponerse a todos nosotros como un destino o una fatalidad, o al menos como una condición natural, y lo que es consecuencia de las decisiones libres del hombre y compromete por tanto su responsabilidad. Esta frontera tan difícil de trazar pertenece al misterio opaco del mal que se escapa de toda racionalidad. La actitud religiosa tradicional situaba el centro de gravedad del mal en el terreno de la libertad humana; los tiempos modernos insisten más en la objetividad de nuestra finitud y de nuestra contingencia, cuando no sientan al mismo Dios en el banquillo. Es cierto que «la cuestión de Dios y la cuestión del sufrimiento aparecen correlacionadas»18 y que el problema de la justificación del pecador se ha convertido a menudo en los tiempos modernos en el problema de la justificación de Dios. Sin entrar aquí en todo el análisis que merecería este tema, me gustaría simplemente describir brevemente a continuación la serie de divisiones que afectan al hombre, en virtud a la vez de su finitud y de su pecado, poniéndolo en una situación desgraciada respecto a las reconciliaciones correspondientes a las que aspira como a una liberación. Está en primer lugar la división del hombre y de la naturaleza, un mal y un sufrimiento que se nos imponen como una evidencia. El hombre es un ser marcado para la muerte, absurda y escandalosa ante los ojos de su deseo de vivir plenamente y para siempre. La angustia de 17. W. KASPER, El Dios de Jesucristo, Sigúeme, Salamanca 1985, 189. 18. ltxd.,190.

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esta muerte impregna toda su existencia. Está igualmente sometido a la enfermedad, anuncio de la muerte en el corazón mismo de la vida, como hemos visto. La medicina lucha cada vez mejor contra la enfermedad y la muerte, pero sus victorias más espectaculares chocan con un límite infranqueable; si cada vez gana más batallas, acaba siempre perdiendo la guerra El trabajo del hombre, necesario para su supervivencia y para la trasformación del mundo, es apasionante en muchos aspectos: creatividad, humanización del universo, realización del hombre a través de su propia acción. Pero está también marcado por una valencia negativa: es duro, penoso, a veces alienante y peligroso; hace sufrir (¿no se llaman las salas de parto salas de trabajo?), en una palabra, es «laborioso». Finalmente, pasamos hoy por la experiencia de la contradicción: los esfuerzos más legítimos del trabajo humano por transformar y hacerlo más humano chocan con los límites de la naturaleza y producen efectos negativos sobre nuestro mundo ambiental. Por otro lado, en su relación global con la naturaleza el hombre experimenta siempre su fragilidad y su dependencia insuperable respecto a ciertas fuerzas naturales anónimas; es periódicamente víctima de catástrofes geofísicas que se abaten ciegamente sobre él, prescindiendo de cuál haya sido la parte que le toque a su responsabilidad (por ejemplo, cuando construye imprudentemente sobre terrenos expuestos a terremotos). Está además la división de los hombres entre sí, esto es, el mal y el sufrimiento que afectan a la esfera de la sociedad. Chocamos aquí con una implicación entre lo sufrido y lo querido imposible de discernir. Aparece esta división en los tres terrenos-clave de la vida familiar, de la vida económica y de la vida política. La familia es el lugar del ejercicio de la sexualidad, que engendra relaciones privilegiadas entre el hombre y la mujei, entre los padres y los hijos, entre los hermanos y hermanas. Puesto que la sexualidad humana se arraiga en la sexualidad animal, aunque distinguiéndose radicalmente de ella, supone a la vez una relación del hombre con la naturaleza y una relación inter-humana: el instituto de lareproducciónse convierte en deseo amoroso. Pues bien, este lugar por excelencia de la comunicación y del amor es también un lugar de división, de antagonismo, de muros infranqueables y de incapacidad para comunicar. Aparecen en él muchas ambivalencias, fracasos (el número de divorcios...) y hasta perversiones en las relaciones; la relación no dominada con la naturaleza repercute en las relaciones interhumanas, surgiendo la dominación, la violencia, la posesión egoísta. Muchas veces las personas son tratadas allí como objetos (prostitución). Puede decirse que el fracaso de la familia y el fracaso de la relación hombremujer son de los problemas más graves de nuestra sociedad.

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Resulta banal recordar el maleficio que se cierne sobre las estructuras económicas y sociales, tanto bajo el nombre de capitalismo como de socialismo. El «socialismo con rostro humano» sigue siendo un sueño todavía. Es el maleficio de la explotación del hombre por el hombre, en el plano individual y colectivo, nacional e internacional; el maleficio de las estructuras de injusticia que afectan a las relaciones económicas, por el hecho de estar gobernadas por el egoísmo humano, fuente secreta de violencia. A los maleficios de siempre, a los que acompañaron el desarrollo industrial del siglo XIX, vemos añadirse ahora los que corresponden a la era de la sociedad post-industrial. El crecimiento rápido de los medios técnicos de producción es cada vez más difícil de poner al servicio del bien común y engendra una nueva forma de paro. La complejidad infinita de las relaciones económicas mundiales las hace indominables, hasta el punto de que se escapan de toda racionalidad. El mismo progreso técnico, a pesar de sus admirables éxitos, exaspera la división norte-sur que atraviesa al mundo: algunos países cada vez más ricos se enfrentan con otros que están sumidos en una pobreza inhumana. Pablo VI denunció ya este desequilibrio creciente 19 , ya que la cuestión social se h a convertido en una cuestión mundial. Asi, en la misma medida en que el hombre escapa de su alienación frente a la naturaleza, vuelve a caer bajo la alienación de lo que parece ser una fatalidad nueva, resultado de las decisiones de su libertad. Por otra parte, el modelo de una economía desarrollada y de una sociedad de consumo engendra eso que Paul Ricoeur llamaba en lenguaje teológico la codicia, esto es la «cautividad del deseo» y la «bulimia del consumidor» 20 . La búsqueda de un «cada vez más» en el orden del tener, del disfrutar y del poder, que ha adquirido un valor de modelo de civilización, es de hecho la búsqueda de un infinito malo que pervierte los valores humanos más elevados y hace al hombre finalmente desgraciado.

creciendo en la misma medida que crecen los medios técnicos. El hombre de hoy n o es peor que el de la sociedad tradicional; lo que pasa es que dispone de más medios. El siglo XX ha tenido que pasar por la triste experiencia de la trágica eficacia que han dado a los regímenes totalitarios los medios de la racionalidad técnica para la realización de la «condición inhumana» 21 .

En la esfera de la vida política, la historia de los hombres atestigua sin duda algunos éxitos debidos a un consenso social equilibrado y feliz. Pero fueron momentos de un equilibrio frágil y precario. Los pueblos felices carecen de historia, se dice, pero la historia de los hombres es de ordinario la de sus relaciones de violencia: dominación y esclavitud, guerras cada vez más mortíferas, racismo, colonialismo, genocidios, torturas, campos de concentración... El poder político es una necesidad para la regulación de la vida en sociedad. Pero parece como si estuviera ligado un maleficio al ejercicio de todo poder que tiende a franquear sus propios límites. Este maleficio de la voluntad de poder va 19. En su encíclica Populorum Progressiode 1967. 20. P. RICOEUR , Previsión économique et choix éthique: Esprit 346 (1966) 186-187.

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Finalmente, todos los hombres se descubren divididos contra sí mismos; en el corazón mismo de nuestra conciencia, en esa instancia secreta de nuestra libertad, pasamos por la experiencia de una contradicción que se nos impone como una ley irremediable de nuestro obrar, pero de la que somos libremente cómplices. Nos parecemos a aquel hombre bajo la ley que describía Pablo: «Realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco... Querer el bien lo tengo a mi alcance, pero no el realizarlo, puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero» (Rom 7, 15.18-19). Esta alienación secreta de nuestra libertad nos hace realizar la experiencia de lo que Solzhenitsin describe como «malicia» de una forma tanto más conmovedora cuanto más ingenua. Su héroe del Pabellón de los cancerosos, Kostoglotov, que acaba de salir del hospital, visita el parque zoológico de la ciudad cercana. Descubre entonces la jaula vacía de un mono, en la que se leía este aviso, escrito a vuela pluma: «"El mono que aquí vivía se ha quedado ciego por culpa de la crueldad insensata de un visitante. Un malvado ha arrojado tabaco a los ojos del macaco rhésus..." ¡Aquello le impresionó! Hasta entonces, Oleg había estado paseando con la sonrisa complaciente del que ha visto ya muchas cosas; pero entonces le entraron ganas de ponerse a gritar, a chillar, a alborotar todo el parque, como si hubieran tirado tabaco a sus propios ojos. ¿Porqué...? ¿Simplemente porque sí...? ¿Sin razón alguna? Más que todo lo demás, era aquella simplicidad infantil de la redacción del Ierren) lo que le oprimía el corazón. De aquel desconocido que se había marchado impunemente no se decía que era anti-humano, no se decía q u e era un agente del imperialismo americano. Se decía que era un mal/ado. ¡Y esto era lo escandaloso! ¿Por qué decir que era simplemente un malvado?»22. Sí, ¿per qué el hombre es malvado? Se trata de un hecho contra el que aparentemente no podemos hacer nada y que sin embargo nos compromete. Porque no basta con decir «el mundo es malo» o «los otros s o n malos». Si quiero ser honesto conmigo mismo, he de reco21. Expusión de J. SoiiMET, L'honneur de la liberté, Centurión, París 1987, 153. 22. A. SJLZHENITSIN, le pañllon des cancéreux, Julliard, París 1968, 666-667.

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nocer mi propia connivencia con la maldad ambiental: «yo soy malo» Realizo en mí mismo secretamente lo que denuncio violentamente en los demás; ya lo indicó certeramente san Agustín que, ya desde niño, le gustaba trampear en este juego: «¿Qué cosa había que yo quisiera menos sufrir y que yo reprendiere más atrozmente en otros, si lo descubría, que aquello mismo que yo les hacía a los demás?» 23 . Yo soy malo y voluntariamente malo. Aquel niño, vestido antes con el traje de la inocencia, está también marcado por la violencia de conflictos afectivos, por la envidia (tan bien descrita por Agustín) 24 , por el egoísmo. Hay un no sé qué de perversidad en los niños. Y si observo mi pasado, me doy cuenta de que nací a mí mismo en la connivencia con el mal, lo mismo que nací en la solidaridad del lenguaje recibido. No soy capaz de indicar el momento alfa de mi entrada en el circuito del mal. Como cualquier otro, ese mal es fuente de sufrimiento, pero este sufrimiento me llega a lo más hondo, porque se me presenta como una lepra de mi propia libertad. «¡Pobre de mí! —dice también san Pablo— ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?» (Rom 7, 24). Llamada angustiosa a la liberación de una situación intolerable... Finalmente, el hombre realiza la experiencia de una última división, que recapitula todas las demás: está separado de lo «Absoluto». Utilizo aquí adrede una expresión indefinida que se sitúa más acá del reconocimiento explícito de un Dios personal. Estamos invenciblemente impregnados del deseo de lo Absoluto, sea cual sea el nombre que le demos: lo Absoluto de la felicidad, lo Absoluto de la vida en su calidad y en su duración, concebido especialmente a partir de la experiencia del amor. La mayor felicidad de un gran amor pretende ser total y eterna. «Nuestra situación no nos causaría sufrimiento, si no tuviéramos al menos la idea latente de una existencia deteriorada y de una existencia lograda y plena, si no buscáramos al menos implícitamente la salvación y redención. Porque aspiramos como hombres a la salvación, sufrimos en nuestra situación de desgracia y sólo por eso nos rebelamos contra ella. Si no hubiera una "nostalgia hacia lo totalmente otro" (M. Horkheimer), nos contentaríamos con lo existente y no aspiraríamos a lo que no es» 25 . Pues bien, toda la historia tanto de los individuos como de las sociedades atestigua que el hombre no puede alcanzar lo Absoluto por sus propias fuerzas; peor aún, que sus relaciones con lo Absoluto están de alguna manera cortadas. En nuestro mundo cultural esta alienación de la Absoluto desemboca en la 23. SAN AGUSTÍN , Confesiones I, XIX, 30: en Otras II, BAC, Madrid 1946, 357. 24. lbid.1, VII, 11: o. c.,583. 25. W. KASPER, El Dios de Jesucristo, o. c , 190.

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toma de conciencia del sin-sentido de la existencia humana, bien diagnosticado por P. Ricoeur: «Comprender nuestro tiempo es poner juntos en relación directa los dos fenómenos: el progreso de la racionalidad y lo que yo llamaría de buena gana el retroceso del sentido... Estamos tocando aquí el carácter de insignificancia que afecta a un proyecto simplemente instrumental. Al entrar en el mundo de la planificación y de la perspectiva desarrollamos una inteligencia de los medios, una inteligencia de la instrumentalidad —allí es verdaderamente donde hay progreso—, pero al mismo tiempo asistimos a una especie de difuminación o disolución de los fines. La falta cada vez mayor de fines en una sociedad que aumenta sus medios es sin duda la fuente más profunda de nuestro descontento. En el momento en que proliferan lo manejable y lo disponible, a medida que se satisfacen las necesidades elementales de comida, de vivienda, de ocio, entramos en el mundo del capricho, de la arbitrariedad, en eso que podríamos llamar el mundo del gesto cualquiera. Descubrimos que lo que más les falta a los hombres es la justicia ciertamente, el amor sin duda alguna, pero más aún la significación. La insignificancia del trabajo, la insignificancia del ocio, la insignificancia de la sexualidad, ésos son los problemas en los que acabamos desembocando»26. Esta enumeración, quizás un poco árida en sus deseos de ser sobria, de la larga serie de divisiones que caracterizan a nuestra condición humana se resiste a pactar con cualquier tipo de pensamiento. Pero por poco que logremos evadirnos de nuestras distracciones cotidianas, ésos son precisamente los problemas con que chocamos. De todas formas, afectan a nuestra manera de vivir, porque están ligados a la cuestión de la felicidad. No nos olvidemos tampoco de la frase de Pascal: « L a grandeza del hombre es grande porque se sabe miserable; un árbol n o se sabe miserable» 27 . Una vez más esta descripción, simplemente feromenológica del sufrimiento y del mal dibuja lo que es el hecho de nuestra finitud y de nuestra contingencia (en dogmática cristiana: lo q u e está ligado a la creación) y lo que corresponde a la libertad y al pecado del hombre (en lenguaje cristiano: el pecado). Esboza en profundidad la doble razón por las que tenemos una necesidad radical de liberación, de reconciliación, en una palabra, de salvación. La salvación plenitud de vida Para e l hombre que se está ahogando, la salvación consiste en ser llevado a tierra, en calentarse, en volver a la vida; para el enfermo, es 26. P. RICOEUR , art. cit, 188-189.

27. B. PASCU., Pensamientos n. 114, en Obras, Alfaguara, Madrid 1981, 380.

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la curación; para el prisionero, es la libertad, la calidad de vida entre los suyos. Porque si la salvación es por un lado liberación (Erlosung) del sufrimiento y del mal, es también la concesión de un bien decisivo (Heit). Si se quiere caracterizar el contenido de la salvación del hombre en general, nos encontramos siempre con el término de vida: ser salvado es vivir, vivir plenamente y vivir para siempre. Vivir plenamente es vivir en libertad y en el amor, es poder realizar los deseos más profundos. En otras palabras, es encontrar la «felicidad». Para todo ser humano la cuestión de la salvación es sin duda la del éxito definitivo de su vida. Esta cuestión pasa inevitablemente por el compromiso de su libertad: ¿qué voy a hacer con mi vida, la única realidad de que dispongo? Tengo la responsabilidad de hacer que tenga éxito o que fracase. Como dice claramente K. Rahner, «en tanto el hombre como sujeto libre está encomendado responsablemente a sí mismo, en tanto él ha devenido para sí mismo como objeto de su auténtica y originaria acción una de la libertad, la cual afecta al todo de su existencia humana, puede hablarse ahora de que el hombre tiene una salvación y de que la auténtica pregunta personal de la existencia es en verdad una pregunta de salvación»24. Pero al mismo tiempo, como muestra abundantemente la reflexión anterior sobre la salvación como liberación, el hombre realiza la experiencia de su incapacidad para realizar su salvación basado únicamente en su libertad. Inmerso en el misterio de un destino que le supera, enfrentado sin cesar con los fallos de su propia libertad, aguarda la buena nueva de una salvación que le revele la vocación que tiene más allá incluso de su conciencia inmediata, y le conceda poder responder libremente a la llamada que se le dirige. Este deseo de la salvación como plenitud de vida concierne evidentemente a nuestra existencia presente. El anuncio de una salvación que no fuera capaz de dar sentido, valor y felicidad a nuestra vida actual y traernos una primera reconciliación con el mundo, con los demás, con nosotros mismos y con Dios, no sería más que opio del pueblo. Pero nuestra vida de are en la sociedad La cuestión que siempre nos hemos visto llevados a plantear es la de la inscripción en el orden social de los efectos de la salvación cris30. J. MOINGT, e n G. MARTELET, La Rédemptionc (a roneo), Lyon-Fourviére, 11.

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La primera cuestión es sin duda la de la esclavitud. La llamada a la fe crea una situación nueva de fraternidad entre los hombres y delante de Dios no hay ya hombre libre ni esclavo, decía san Pablo. De hecho, en las comunidades cristianas todos reciben el mismo bautismo, son admitidos a la misma mesa eucarística, todos tienen derecho al mismo matrimonio y acceden a los mismos ministerios. Los esclavos tienen derecho en adelante al descanso dominical. Hay en todo esto un fermento liberador que hará moverse lentamente a la sociedad y dará un golpe fatal a los principios en que se basaba la legitimidad de la esclavitud en el mundo antiguo. Sin embargo, a ejemplo de Pablo, los autores cristianos no invitan a los esclavos ni a la emancipación ni a la revuelta. Esta actitud nos sorprende, sobre todo cuando insisten en el deber de obediencia de los esclavos a sus amos. La fe y la caridad transforman las conciencias y las relaciones, sin tocar para nada el derecho. Luego, desde Constantino hasta Justiniano, se irá inscribiendo en la legislación un movimiento de humanización del derecho de los esclavos. Correlativamente, los obispos como Crisóstomo y Agustín condenan la esclavitud en nombre de la dignidad de la creación, común a todos los hombres. En la Edad Media la esclavitud s e convierte en servidumbre; el estatuto del siervo, que no es el del hombre libre, es totalmente distinto del de los esclavos antiguos desde el punto de vista de los derechos personales y familiares. A partir del siglo X, la Iglesia se opone a lapráctica corriente de la servidumbre de l o s prisioneros de guerra, «acción la más fuerte —escribe Marc Bloch que jamás haya ejercido el cristianismo, de una forma realmente un poco indirecta, sobre el progreso de la libertad humana, y quizás sobre la

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estructura social en general»31. Esta evolución es bastante típica de la forma con que el cristianismo ha ejercido su influencia, demasiado lentamente sin duda. Por eso mismo se hace más trágica la recaída que se produjo a partir del siglo XVI con la triste trata de negros. El occidente creará así, en los países cristianos, un nuevo régimen de esclavitud que no quedará abolido hasta el siglo XIX, y cuyas secuelas racistas todavía tenemos que lamentar.

de libertad en la organización de la sociedad. En el contexto de su época, trabajaba por una cierta forma de «seguridad social». Es característico que, al morir, los paganos y los judíos lo lloraran lo mismo que los cristianos, pues se habían beneficiado también ellos de sus iniciativas. Al igual que numerosos obispos de su época y de los siglos siguientes, Basilio actuó como «defensor civitatis» en casos de calamidad, interviniendo sin cesar ante los poderes públicos a fin de obtener justicia en favor de las víctimas de la arbitrariedad o de los avatares de la fortuna. Lo mismo hizo Agustín, como demuestra su correspondencia. No tengo ni mucho menos la pretensión de sostener que la actitud de la Iglesia en estos terrenos haya sido siempre perfecta. Eso sería olvidar la evidencia de que la Iglesia es al mismo tiempo santa y pecadora. Lo que importa a mi propósito es mostrar que, para los grandes testigos de la fe, pertenece a la salvación traída por Cristo el curar no solamente la libertad interior, sino también trasformar por medio de la intervención de las libertades humanas recuperadas de su inercia el orden mismo de la sociedad. Aunque esta trasformación se inscribe en un combate nunca acabado, sigue siendo un signo esencial de la realidad del evangelio. Podría continuar esta cita de testigos. Santo Tomás conoce el término de «liberación del género humano»33 y lo utiliza cuando se sitúa en la perspectiva de la mediación descendente, a diferencia de la categoría de redención que utiliza en un sentido ascendente. El tema de la libertad cristiana será también capital para Lutero: la fe libera al hombre de la servidumbre de la ley34. Nos libera en particular del «siervoalbedrío»35.

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Los padres de la Iglesia actuaron igualmente por la justicia social y la defensa de los enfermos y de los oprimidos, en un mundo en el que se daban cita unas inmensas fortunas al lado de una gran miseria popular, y en donde esta desigualdad era un factor de estancamiento económico. Con Juan Crisóstomo, un gran testigo de esta actitud fue también Basilio de Cesárea. Basilio organizó primero la lucha contra el hambre; en períodos de hambre, cuando subían los precios, su predicación «musculosa» hizo abrir los «graneros de los ricos»; organizó repartos de comida y cantinas para los hambrientos; pensando en un plano más elevado, almacenó granos para que no se repitieran semejantes situaciones; fundó la «Basilíada», a la vez ciudad hospitalaria, sanitaria y residencial, donde eran acogidos los enfermos y los ancianos, los incurables y los extranjeros. Esta institución fue lo suficientemente importante para que se desarrollara toda una vida económica y se diera trabajo a numerosos gremios artesanos. Pero Basilio no se contentó con organizar «obras sociales». Predicó una doctrina sobre la riqueza que en ciertos aspectos nos parece revolucionaria. Recortó el destino común de los bienes materiales y la responsabilidad aneja a toda propiedad privada. Los mejores conocedores contemporános de su pensamiento discuten incluso por saber si aceptaba el principio de la propiedad privada32. Basilio condena igualmente el préstamo con intereses, que daba lugar en su época a tasas usureras. Porque para él el dinero es de suyo estéril: multiplicarlo a partir de él mismo es una injusticia. Este juicio afecta sobre todo al préstamo para el consumo, cuando un hombre necesitado tiene que pedir prestado para su subsistencia y la de su familia, y no al préstamo para la producción. Basilio recuerda igualmente la obligación de trabajar para todos. En todo ello, y a pesar de las lagunas y ambigüedades de sus ideas, aparece como el precursor de un orden de justicia y 31. M.BLOCH, Les Ármales 1947, 165.

32. Véanse las opiniones opuestas sobre este punto en S. GIET, Les idees et l'action sociale de saint Basiie, Gabalda, Paris 1941; Y. COURTONNE, Intr. a las Homelies sur la richesse, Paris, Firmin-Didot, 1935; H. GRIBOMONT , Saint Basiie. Evangile et Églisc, Mélanges, Abbaye de Bellefontaine 1984, 65-77.

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La libertad pertenece al ser del hombre en cuanto que es persona. Resume la grandeza del hombre. Dice incluso cuál es su semejanza con Dios. Porque, si el hombre es una libertad creada, una libertad en devenir, lo cierto es que está llamado a hacerse a sí mismo y a comprometer su existencia de manera irrevocable. Rahner define la libertad del hombre como k «facultad de lo definitivo», o también como «la facultad de lo eterno»36. Por tanto, la libertad es una participación 33. 5. 77i.III, q. 46, art. 1,2 y 3. 34. Cf. LUTERO, Tractatts de libert. christ., en Oeuvres II, Labor et Fides, Genévc 1966, 279. 35. ID., De servo arbitrio Ibid. V, 1958, 11-236. 36. K. RAHNER, Curso fmkmental sóbrela fe, o. c., 123s.

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en la mayor prerrogativa divina. La salvación es ante todo la de nuestra libertad, ligada a su vez a nuestra inteligencia iluminada y convertida por Cristo. Por tanto, no es inútil volver sobre los dos elementos personal y colectivo —que hay que distinguir sin separar— de la salvación como liberación, tal como se les percibe en nuestra actualidad. Cristo libera y cura nuestra libertad Un ejemplo reciente puede ayudarnos a comprender lo que aquí está en discusión, es decir, la fuerza de conversión inherente a una libertad imbuida por un amor que llega hasta el extremo. Porque no hay conversión, si no es libre; sólo una libertad puede convertirse. Cuando el padre Maximiliano Kolbe, hoy canonizado, se presentó a sustituir a un padre de familia en el bunker del hambre, desconcertó la lógica del mal con la fuerza del amor. Porque era «normal» que el oficia] de las SS, que había decidido aquella hecatombe por venganza sádica, rechazase la sustitución. La lógica perversa de la acción que estaba cometiendo no podía ser indiferente a aquella peripecia que era una forma de contestación. Mejor dicho, esta propuesta corría el riesgo de excitar el gozo maligno que podía provocar en él la idea de hacer morir arbitrariamente a un padre de familia indispensable a los suyos. Pero el SS aceptó: fue la primera victoria del padre Kolbe. Por unos momentos, el SS fue sensible a la belleza del gesto de amor y lo respetó. Se abrió una brecha en su proyecto de muerte. Su libertad vivió un breve relámpago de conversión. Se le impuso lo que era hermoso, justo, bueno y verdadero. ¿No nos dicen los evangelios algo parecido a propósito de la muerte de Jesús en la cruz? Ya hemos recogido la confesión del centurión. Lucas nos dice que muchos, «al ver lo que pasaba, se volvieron golpeándose el pecho» (Le 23, 48). Esto nos permite comprender mejor la misteriosa alquimia en que consiste la victoria de la cruz. No tiene nada de mágico. Es la victoria de una libertad santa sobre las libertades pecadoras. No se trata de aplastar al adversario, ni de ejercer una coacción sobre él; se trata de una llamada al mismo tiempo que de una fuerza nueva para la conversión. Como agotada, por haber agotado toda su carga de violencia, la libertad pecadora coincide con la libertad santa. La derrota del mal se transforma en victoria de la libertad en el mismo vencido. La economía de la encarnación llega hasta allí; la victoria de Dios sobre el mal toma la figura de la victoria de la libertad del hombre Jesús sobre los hombres pecadores. Según su propia concepción teológica, Paul Tillich ha aceptado esta perspectiva. Para él «la cristología es una función de la soteriolo-

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gía»37. En su persona Cristo es «el portador del Ser Nuevo»38, es decir, de la unidad esencial de lo divino y lo humano, de lo infinito y lo finito. Es portador del Ser Nuevo por la totalidad de su ser, indisociablemente por sus palabras, sus hechos y su pasión, en beneficio de toda la humanidad encerrada en una alienación existencial con signos multiformes y en un destino pecador que no puede vencer. «El destino tiene a la libertad sometida a servidumbre, pero sin suprimirla Esto es lo que expresa la doctrina de la esclavitud de la voluntad»39, que desarrolló Lutero. Pues bien, la aparición del Ser Nuevo en la persona de Cristo es la gran paradoja del cristianismo: «La afirmación cristiana de que el Ser Nuevo se ha manifestado en Jesús como Cristo es paradójica. Constituye la única paradoja del cristianismo que lo engloba todo»40. ¿En qué consiste? «La paradoja del mensaje cristiano está en que en una vida personal la imagen de la humanidad esencial se ha manifestado en las condiciones de la existencia sin ser vencida por ellas»"". Esta es la manera con que Tillich subraya la libertad sin pecado de Cristo, en la que ve el signo de su divino-humanidad. Jesús ha venido a un mundo concretamente marcado por la alienación y el pecado: tales son las «condiciones de la existencia» encontradas y asumidas por él. Su contagio le afectaba por todas partes. Pero Jesús no fue vencido. No se encuentra en él ninguna huella de alienación, ninguna incredulidad, ninguna marca de hybris o de orgullo. La escena de la tentación en el desierto, a la que Tillich, como en otros tiempos Ireneo, atribuye una gran importancia, ilustra la victoria de Jesús sobre toda forma de concupiscencia Tampoco Jesús entró nunca en convivencia pecadora con los hombres por la mediación del lenguaje marcado por la alienación. Denuncia simplemente las cuestiones tramposas que le planteaban. La cruz es el símbolo de la sumisión suprema de Jesús a las condiciones de la existencia hasta el sacrificio de su particularidad: «Él que es el Cristo se somete a las negatividades más extremas de la existencia y... éstas no pueden romper su unidad con Dios»42. Igualmente, «la resurrección es la restitución de Jesús como Cristo, restitución que se arraiga en la unidad personal nunca perdida de Jesús y de Dios en el impacto de esta unidad sobre los espíritus de los apóstoles»43. La victoria de la libertad santa de Jesús sobre la alie37. P. TILLICH, VeristeneeetChrisl Théologie systémaüque, ül.L'Age de l'homme, Lausanne 1980, 179 (trad. esp. Teología sistemática \l. La existencia y Cristo, Sigúeme, Salamanca 1981 ). 38. Ibid, 147. 39. Ibid., 99-100. 40. Ibid., 113. 41. Ibid., 117. 42. Ibid., 188. 43. Ibid. 187.

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nación pecadora que afecta a la humanidad es la revelación misma de su unidad con Dios. La cuestión de la salvación recibe entonces su respuesta en la aceptación por la fe de que la alienación de la existencia —y por tanto de la libertad— está ya vencida por el acontecimiento de Jesús como Cristo. Este acto de fe es una liberación. Abre a la acogida del Ser Nuevo y a la participación del hombre en su realidad. Más recientemente, Rene Girard ha hecho unas reflexiones semejantes en el vocabulario de la violencia. Recoge como Ireneo el paralelismo antinómico de los dos Adanes y ve en la victoria de la libertad de Jesús sobre la violencia el signo de la divinidad misma de Cristo. Puesto que en él coinciden la palabra y la existencia, Cristo es verdaderamente en su muerte la Palabra, el Verbo hecho carne: «Decir que Cristo es Dios, nacido de Dios... es repetir una vez más que es absolutamente extraño a este mundo de la violencia, en cuyo seno están aprisionados los hombres desde que el mundo es mundo, esto es, desde Adán. El primer Adán es también un hombre sin pecado, ya que fue él el primero que al pecar hizo entrar a la humanidad en este círculo del que no ha salido desde entonces. Por tanto, Cristo está en la misma situación de Adán, expuesto a las mismas tentaciones que todos los demás hombres, pero él conquista esta vez, contra la violencia y en favor de toda la humanidad, la batalla paradójica que todos los hombres, desde Adán, no han dejado nunca de perder»44. La solidaridad de ¡as libertades En el marco moderno de una «ontología personal e intersubjetiva» 4i , W. Kasper interpreta, siguiendo el ejemplo de Ireneo, la redención «como la libertad traída por Jesucristo y como la libertad que Jesucristo mismo es»46. Subraya la anterioridad de la salvación respecto al acto subjetivo por el que la hacemos nuestra: «La salvación es tan real que nos califica ya antes de nuestra decisión haciendo posible a ésta... La nueva situación creada por Cristo nos sitúa otra vez en concreto en la libertad de decidir. Suelta el encatenamiento de la desorientación bajo la vieja situación, contraponiéndole una nueva y real posibilidad. Ahora el hombre no se encuentra sin alternativa»47. Pero la anterioridad de esta salvación no debe comprenderse a la manera de un objeto, puesto que se trata de la persona del mismo Jesús y de su propia libertad. Ocurre con la salvación como con el pecado: su ante44. 45. 46. 47.

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R. GIRARD, El misterio de nuestro mundo, o. c, 255. W. KASPER, Jesús, e¡ Cristo, o. c, 255. Ibid., 254. Ibid

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rioridad es «de naturaleza intersubjetiva»48. Esto supone que la comunicación de la salvación como liberación pasa a través de las libertades humanas: es la trasmisión de la fe por el anuncio del evangelio y la celebración de los sacramentos realizados en la Iglesia, comunidad de vida de los que han sido captados por Jesucristo. El encuentro y el diálogo tienen aquí una función que desempeñar. La gracia, considerada como la libertad amorosa de Dios con nosotros y como fuerza de liberación no es por tanto una realidad puramente interior: tiene un aspecto externo, primeramente en el acto histórico de la libertad de Cristo cuyo valor ejemplar ya hemos visto, y luego en la vida de la Iglesia y de los cristianos mediante el testimonio existencial dado de Jesucristo y la fuerza contagiosa de unas relaciones convertidas y libres. Esta dimensión de la salvación se basa en un dato antropológico fundamental: «La realización de la libertad —sigue diciendo Kasper— presupone, pues, un orden solidario con ésta... La libertad concreta está vinculada a presupuestos económicos, jurídicos y políticos; sólo es posible donde los demás respetan nuestro espacio de libertad. La libertad del individuo es la de todos, la libertad de todos presupone naturalmente que cada uno sea respetado. De modo que cada individuo es portador de la libertad de los demás, cada uno es llevado por todos los demás»49. Esta perspectiva es esencial para comprender la función concreta de la mediación realizada por el Verbo en su encarnación y el lado propiamente humano de la solidaridad que ha asumido con nosotros. Esta solidaridad nos conduce a la universalidad de la salvación, sobre la que tendremos que volver. La humanidad libre de Jesús es mediadora de nuestras libertades salvadas. Teología y teologías de la liberación Esta solidaridad de las libertades nos conduce naturalmente al examen de la dimensión colectiva y social de la liberación. La expresión «teología de la liberación» está hoy en labios de todos: nos viene de la América Latina. Partió de la toma de conciencia de ¡a contradicción escandalosa que existe entre el anuncio evangélico de la salvación de todo el hombre y de todos los hombres en Jesucristo y las situaciones de alienación y de miseria que son consecuencia de un «desorden establecido» de injusticia, ligado a las estructuras políticas, económicas y sociales, tanto en el plano nacional como en el internacional. Pablo VI 48. Ibid.,255. 49. Ibid., 175.

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decía que «la cuestión social ha pasado a ser mundial»so. Pueblos enteros comprueban que están en situación de dominados. En muchos de ellos, el desnivel entre ricos y pobres recuerda, después de varios siglos de cristianismo, la situación que conocía Basilio de Cesárea. Mientras que la libertad de cada uno supone un orden de libertad para todos, la violencia y la opresión niegan la condición humana de libertad. Ante semejante situación, la teología clásica parece irreal: ¿cómo dar una consistencia concreta al anuncio evangélico de la liberación? No es mi propósito dar un juicio sobre tal o cual teología. Dentro del proyecto de este libro, intentaré mostrar el vínculo que existe entre la liberación de los hombres y la salvación en Jesucristo51. Hay que observar en primer lugar que la expresión «teología de la liberación» no intenta señalar un nuevo sector de la teología que haya nacido en nuestros días, como ha podido hablarse de la teología del trabajo, de la teología de las realidades terrenas o hasta de la teología de la creación. De lo que se trata es de la totalidad de la teología cristiana en cuanto que es en su corazón mismo una teología de la salvación, recogida en un nuevo contexto. Lo que está sobre el tapete es una nueva manera de hacer teología. En otras palabras, la teología de la liberación está llevada por la intuición fuerte de que la Iglesia se ve hoy enfrentada con un desafío radical, un desafío que pertenece al orden del «status confessionis», es decir, de la aparición de un dato tan crucial para la confesión de fe que la decisión que se tome ante él es en definitiva una decisión en favor o en contra de la fe. La promoción de la justicia o la opción preferencial por los pobres, en un mundo y en unos países donde la alienación de los hombres es aplastante, es un problema de fe y de salvación, que no interesa solamente a su credibilidad sino incluso a su esencia. Porque el rechazo de la justicia es un rechazo de Dios, un rechazo de la liberación del hombre en Jesucristo. En efecto, «la liberación por la fe»52 es un don de Dios que se traduce en exigencia de cara a los hermanos: «Cristo salvador libera al hombre del pecado, raíz última de toda ruptura de amistad, de toda injusticia y opresión, y lo hace auténticamente libre, es decir, vivir en comunión con él, fundamento de toda fraternidad humana»53. La con50. PABLO VI, Ene. «Populorum Progressio» (26 marzo 1967), n. 3. 51. Cf. Les Ubérations deshonunes et le salut en Jcsus-Christ. Réflexions proposées par le Conseil permanent de l'Episcopat, Centurión, Paris 1975. 52. Es el título que llevaen francés la obra de G. GUTIÉRREZ, Beber en su propio pozo, Sigúeme, Salamanca 1986. 53. G. GUTIÉRREZ, Teología de la liberación. Perspectivas, Sigúeme, Salamanca 19745, 69.

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secuencia surge por sí misma: «la comunión de todos los hombres con Dios pasa por la liberación del pecado, raíz última de toda injusticia, de todo despojo, de toda disidencia entre los hombres»54. Esta concepción teológica de la liberación supone una «conversión al prójimo»55, aspecto indispensable del «paso del hombre viejo al hombre nuevo, del pecado a la gracia, de la esclavitud a la libertad»56. Semejante conversión debe tener un reflejo exterior y contribuir a la conversión de las estructuras sociales que pueden considerarse legítimamente como cristalizaciones, en la vida de los hombres, de las opciones de libertad que toma cada uno y ciertos grupos de los mismos. En este sentido el hombre se convierte en «co-partícipe de su propia salvación»57. Porque «la liberación traída por Jesucristo no se reduce a un plano religioso que toque superficialmente el mundo concreto de los hombres»58. Es liberación integral y afecta a todas las esferas de la existencia humana, familiar, económica, social y política. Así pues, la teología de la liberación tiene que enfrentarse con el nuevo estado de la realidad, no ya para deducir de allí una política, sino para «dejamos juzgar por la palabra del Señor»59. Por tanto, esta orientación teológica se mostrará especialmente atenta a todas las mediaciones capaces de hacer pasar el mensaje de la salvación liberadora a la realidad concreta. Intentará dar cuenta de la correlación necesaria entre «ortodoxia» y «ortopraxia». Analizará las diversas estructuras de la sociedad en la perspectiva de su «conversión» y por tanto de su trasformacion radical. Se interrogará por todo lo que se pone en juego con la palabra y la actuación de la Iglesia. Mirará por la renovación del rostro de ésta. Se pondrá a la escucha del testimonio cristiano que se expresa a través de la vida y de la fe de los más pobres. En esta tarea tendrá que chocar inevitablemente con los innumerables conflictos que perturban nuestro mundo e intentará comprometerse en ellos con el espíritu de Cristo liberador, enfrentándose con las fuerzas del mal y luchando por vencerlas en su propio terreno. Semejante esfuerzo rio puede soslayar una reflexión sobre la sociedad como tal. Para ello la teología tendrá que recurrir a los diversos análisis propuestos por las ciencias humanéis, la psicología, la etnolo54. IbJd., 119. 55. IbJd.,2>0. 56. IbJd.,6í. 57. Ibid., 299-210. 58. I D ., Praxis de la liberación, teología y anuncio del evangelio: Concilium 96 (1974) 69-70. 59. ID., Teología de la liberación, o. c, 15.

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gía, la sociología. En este terreno la teología de la liberación se ha encontrado con el análisis marxista, creyendo que puede obtener del mismo categorías válidas para una «praxis de liberación», y ha pensado que estas categorías podían ser utilizadas independientemente de la ideología materialista que constituye su horizonte. Había en esta posición una ambigüedad real, eventualmente peligrosa. Era tentador, por ejemplo, considerar la lucha de clases como un hecho, siendo así que se trata de una categoría marxista que funciona en el interior de toda una ideología e interpreta el hecho de las luchas sociales como un tiempo necesario para el establecimiento de la dictadura del proletariado. La fascinación de las pautas de lectura marxista ha representado un papel en algunos desarrollos de esta teología, pero la evolución camina en el sentido de una lucidez cada vez mayor60. Por eso la Congregación para la doctrina de la fe publicó en 1984 un documento, poniendo severamente en guardia contra la penetración del análisis marxista en la teología. Aun reconociendo la plena legitimidad de la expresión «teología de la liberación»61 y las realizaciones válidas de algunas de estas teologías, el documento recoge en una síntesis impresionante los diversos aspectos del análisis marxista, en cuanto que niegan directamente el contenido de la fe. Esta lente de aumento tiene el interés de señalar bien el círculo infernal en que corre el riesgo de encerrar una utilización ingenua de ciertos conceptos, así como el posible contagio de los temas de la violencia. Se corre allí el riesgo de someter el evangelio a una reducción política que es su misma negación. Sin embargo, este cuadro tan lúcido es el fruto de una reconstrucción intelectual y de una organización coherente de temas que están dispersos por los autores y que no funcionan ni mucho menos según la misma formalidad que en el documento. Ninguno de ellos se reconocería en la totalidad de la doctrina reconstruida de ese modo. Pero los debates que entonces se provocaron sirvieron para clarificar la situación.

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terio de la salvación según la vocación del hombre a la libertad. Se denuncia el pecado como la raíz de las alienaciones humanas. Se propone el evangelio como la buena nueva de la liberación cristiana. La Instrucción trata de la misión liberadora de la Iglesia por la salvación integral del mundo, justifica el amor preferencial por los pobres y propone la doctrina social de la Iglesia como una «praxis cristiana de la liberación»62. Toma en cuenta la dimensión ética de la liberación, que se añade a su dimensión soteriológica63. La teología de la liberación sigue estando todavía por hacer en gran medida. Tiene sin duda necesidad de afirmar sin cesar su discernimiento. Pero desde ahora hemos de mostrarnos agradecidos con ella, ya que ha hecho comprobar a numerosos cristianos que la salvación, que es a la vez redención, emancipación y liberación, hace del combate victorioso de Cristo sobre las fuerzas del mal el combate de la Iglesia a través de los tiempos de nuestra historia hasta el triunfo escatológico del Cristo total64.

Este discernimiento particularmente negativo de la Congregación no fue sin embargo la última palabra sobre el tema. Dos años más tarde, en 1986, este dicasterio publicaba una nueva Instrucción de un tono sensiblemente diferente y que constituye una verdadera «teología de la liberación», en la medida en que se lee todo el conjunto del mis60. Cf. G. PETITDEMANGE, Ihéologie(s) de la Ubération et marxisme(s): C.A.R.S. Suppl. au n. 307 (1985)38-53. 61. Congregación para la doctrina de la fe, Instrucción sobre algunos aspectos de la «teología de la liberación», Documentos Vida Nueva, 1984.- Cf. Théologies de la libération. Docvments et débats, Cerf/Centurion, París 1985.

62. Congregación para la doctrina de la fe, Instrucción sobre la libertad cristiana y la liberación, Documentos Vida Nueva, 1986, sobre todo caps. II a V. 63. lbid.,n.2Í. 64. Cf. B. SESBOUE, Jésus-Christ dans la tradition, o. c, 202-205.

8 Cristo divinizador

La salvación cristiana tiene dos elementos inseparables, la liberación del pecado y la entrada en la vida de Dios, que son como las dos caras de una misma moneda. Estos dos elementos estaban ya presentes en las categorías que hemos tratado. La iluminación es a la vez una erradicación de las tinieblas del mal y una entrada en la visión de Dios. La redención es liberación del mal, pero también libertad y entrada en una vida libre como la de Jesucristo. Así pues, el tema de la divinización ha sido ya tocado en los capítulos precedentes. Sin embargo, hay que tratarlo por él mismo, dada su importancia tradicional y antropológica. Con él se desplaza un poco la dominante de la reflexión: si se sigue dando una connotación del lado «negativo» de la salvación, es el lado «positivo» el que pasa a primer plano. El deseo de la divinización, esto es, el deseo de acceder a la condición y a la felicidad divinas, ha llenado toda la historia de la humanidad y sigue en pie actualmente, aun cuando utilice un lenguaje más velado. Lo demuestra abundantemente la historia de las religiones. Por no tomar más que algunas referencias contemporáneas del nacimiento del cristianismo, pensamos en el ideal religioso de los griegos y en las religiones de los misterios, totalmente polarizadas en torno a la asimilación del alma con Dios y al acceso a la inmortalidad bienaventurada. La diferencia con el mensaje del Antiguo Testamento en esta materia no recae en el deseo de la divinización, sino en el cómo de su realización; para los griegos esto es fruto del esfuerzo humano —que se encuentra tematizado en la investigación filosófica—, mientras que entre los judíos es un don de Dios1. Antropológicamente, es legítimo decir que la relación del hombre con el absoluto pertenece a la definición 1. Cf. J. GROSS, La divinisation du chréüen d'aprés les Peres grecs. Contribution historique a la doctrine de la gráce, Gabalda, Paris 1938, 81.

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misma del hombre y marca su existencia con una dimensión insoslayable. Así pues, tendremos que recoger este tema central primeramente en la Escritura y luego en la tradición, donde ocupa un espacio muy amplio, antes de ver cómo se renueva en la actualidad, a pesar de ciertas contestaciones, bajo el vocabulario de «autocomunicación de Dios», es decir, del don que Dios nos hace de sí mismo y de su propia vida, que es lo que constituye para Rahner el dato central del cristianismo y el punto de partida del mensaje cristiano.

les enseña a orar diciendo «Padre nuestro» (Mt 6, 9) o «Padre» (Le 11, 2). Pero es sobre todo en la pluma de Pablo y de Juan donde encontramos las afirmaciones más claras de nuestra adopción filial: el misterio de muerte y de resurrección de Jesús, «primogénito entre muchos hermanos», (Rom 8, 29), «primogénito de entre los muertos» (Col 1, 18) nos concede renacer por la fe a una vida nueva, una vida filial «en Cristo». «Pues todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús» (Gal 3, 26). El paso de la esclavitud a la libertad es también paso del estatuto de esclavo al estatuto de «hijos adoptivos»: «La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama ¡Abbá, Padre! De modo, que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios» (Gal 4, 6-7). Lo que nos hace hijos, trasformándonos interiormente, es el don del Espíritu mismo de Dios, que en adelante habita en nosotros y nos conduce: «En efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo» (Rom 8, 14-17; cf. 8, 23). Esta habitación del Espíritu hace de nosotros el templo de Dios (1 Cor 3, 16-17; 2 Cor 6, 16) y de su Espíritu (1 Cor 6, 19). La epístola a los Efesios sitúa esta adopción en el corazón del designio benévolo de Dios, del que somos objeto antes de la creación del mundo: «Eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia» (Ef 1, 5-6). La carta a los Hebreos, por su parte, nos recuerda que Dios intenta corregirnos como hijos (Hb 12, 5-12).

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I. EL TESTIMONIO DE LA ESCRITURA

Al comienzo Dios creó al hombre a su imagen y semejanza (Gen 1, 26), imprimiendo en él de antemano una vocación a hacerse su propio y libre compañero. Por eso, la creación del hombre es ya un acto de salvación, a la vez que invitación a vivir en el trato con Dios y don primero para llegar a ello. Esto es tan cierto que la tentación original se presenta como la cara contraria de esta vocación. En efecto, la serpiente le dice a la mujer: «El día en que comiereis del fruto del árbol se os abrirán los ojos y seréis como dioses» (Gen 3, 5). El pecado del hombre consiste en convertir su vocación en tentación, en querer obtener por sí mismo lo que Dios quería darle por pura generosidad. Pero no por ello quedó abolido el designio de Dios sobre el hombre. Dios inaugura su obra de salvación constituyéndose al pueblo de Israel que considera como hijo suyo (Ex 4, 22; Os 11, 1; Jer 3, 19; 31, 9.20; Sab 18, 23). Esta filiación adoptiva englobaba a todos los miembros del pueblo de Dios, que se dirigían a él como a su Padre (Dt 14, 1; Sal 73, 15;...). La piedad judía se sentía orgullosa de su filiación adoptiva. Pablo reconocerá más tarde que la adopción pertenece a los israelitas (Rom 9, 4). Con el libro de la Sabiduría la idea de la filiación divina adquiere un sentido individual y trascendente2. Todos estos temas conocen en el Nuevo Testamento su cumplimiento.

El vocabulario de Juan es muy parecido. El prólogo de su evangelio refiere la venida del Verbo entre los suyos con la intención de dar a los que le recibieron «poder de hacerse hijos de Dios» (Jn 1, 12). En su primera carta el apóstol se admira de esta vocación y de este don: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!... Queridos, ahora somos hijos de Dios» (1 Jn 3, 1-2; cf. 3, 10).

Adopción filial y don del Espíritu En los evangelios sinópticos Jesús designa a Dios ante sus oyentes como «vuesto Padre celestial» (Mt 6, 1; 7, 11; Me 11, 25; Le 11, 13) y 2. Ibid, 77-80.

El nuevo nacimiento del bautismo La imagen de la adopción evoca la inserción de un niño extraño en un nuevo ambiente familiar que le comunica todo cuanto constituye su vida. En un sentido analógico el niño adoptado realiza por tanto la ex-

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periencia de un nuevo nacimiento. El Nuevo Testamento recoge esta metáfora de forma muy realista: sólo se recibe la vida por nacimiento; por tanto, no se puede recibir la vida de Dios, la de los hijos de Dios, sin nacer de nuevo. Este nuevo nacimiento (cf. 1 Pe 1, 3) es para nosotros el fruto de la resurrección de Jesucristo. Se realiza ante todo por la predicación de la Palabra que nos hace nacer a la fe. Porque somos engendrados por la Palabra de Dios, que actúa en nosotros como una semilla incorruptible (1 Pe 1, 23). Esta hace de nosotros «niños recién nacidos» que tienen que desear «la leche espiritual pura» (1 Pe 2, 2; cf. Sant 1, 18.21). Pero nuestro nuevo nacimiento pasa también por el bautismo, del que nos habla el Nuevo Testamento a la vez como de un baño de regeneración y como de una participación en el misterio de muerte y resurrección de Cristo. Porque para renacer, hay que morir: se juntan los grandes símbolos del nacimiento y de la muerte. Efectivamente, por una parte, hemos sido salvados «por medio del baño de regeneración y de renovación del Espíritu Santo» (Tit 3, 5). Es una temática que recogerá el evangelio de Juan. Ya en el prólogo el evangelista, al hablar de los que han recibido el poder de hacerse hijos de Dios, indica que «no han nacido de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de hombre, sino que han nacido de Dios» (Jn 1, 13). La semilla propia de este nacimiento bautismal viene de Dios. Por eso, en su conversación con Nicodemo, Jesús anuncia la necesidad para todo hombre de «nacer de lo alto» (Jn 3, 3). Su interlocutor toma esta frase tan al pie de la letra que le pregunta cómo puede un hombre ya viejo entrar de nuevo en el seno de su madre para nacer por segunda vez. Jesús explica así su pensamiento: «El que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el reino de Dios». Lo nacido de la carne, es carne; lo nacido del Espíritu, es Espíritu» (Jn 3, 5-6). El bautismo de agua simboliza un nacimiento, no ya carnal sino espiritual, el que lleva consigo el don del Espíritu Santo (cf. Hech 2, 38), que hace de nosotros hijos del Padre en Jesucristo. Este nacimiento que viene de Dios nos arranca del pecado, ya que «todo el que ha nacido de Dios no comete pecado porque su germen permanece en él» (1 Jn 3, 9). Pero, por otra parte, este nacimiento es una muerte y una resurrección. En su célebre texto de Romanos 6, Pablo utiliza la polivalencia del simbolismo del agua que no solamente purifica, sino que realiza una obra de muerte y una obra de vida. Nuestra inmersión en las aguas bautismales es una inmersión en la muerte de Jesús, con el que somos sepultados para morir al pecado, y con el cual renacemos a una vida nueva con él (Rom 6, 4-8). Nuestra muerte es una muerte al pecado y nuestra vida es una vida para Dios en Jesucristo (Rom 6, 11). En Cris-

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to somos una «nueva creación» (Gal 6, 16). Nos hemos despojado del hombre viejo para revestirnos del hombre nuevo (Col 3, 9-10). La vida nueva, participación en la vida trinitaria Esta vida nueva hace de nosotros los hijos del Padre, los hermanos de Cristo y los templos habitados por el Espíritu Santo. Es por tanto en nosotros la participación en la misma vida trinitaria. San Pablo llama a esta vida una «vida eterna en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rom 6, 23). El nombre de Cristo resume toda su vida: «Para mí la vida es Cristo» (Flp 1, 21); o también habla de «Cristo, vida vuestra» (Col 3, 4). Esta vida está todavía oculta en Dios (Col 3, 3), pero se manifestará en toda su plenitud por nuestra resurrección definitiva en un cuerpo espiritual e incorruptible (1 Cor 15, 42-55). Como hemos visto, esta asimilación a Cristo es obra del don del Espíritu y nos constituye hijos en el Hijo. También para Juan, Jesús es en persona «la resurrección y la vida» (Jn 11, 25); es «la vida» sin más (Jn 14, 6), es decir, la vida eterna; es el pan de vida (Jn 6, 35.48). Los que creen en él tienen la vida eterna (Jn 3, 36). Jesús da la vida al mundo (Jn 6, 33). El que bebe su sangre tiene la vida eterna (Jn 6, 55). Esta vida eterna consiste en conocerlo a él y a su Padre (Jn 17, 3). Este lenguaje de la vida, que sustituye en este evangelio al del reino, remite a la vida de Dios, cuya cualidad trinitaria también se expresa en Juan. La segunda carta de Pedro recapitula todo este tema de la adopción filial y de nuestra generación en la vida de Dios con una fórmula única en su género: nos hacemos «partícipes (o: en comunión, koinónoi) de la naturaleza divina» (2 Pe 1, 4). Es la expresión más próxima al substantivo divinización o deificación (theopoiésis), que no se encuentra en el Nuevo Testamento, pero que se convertirá en un leitmotiv de la teología patrística. La salvación cristiana consiste en nuestra entrada en comunión vital con el misterio mismo de la naturaleza de Dios.

U . E L TESTIMONIO DE LA TRADICIÓN

El dossier de la divinización en la antigua Iglesia es infinitamente rico, ya qu« para ella la salvación traída por Jesucristo se concibe ante

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todo y sobre todo como nuestra divinización gracias al don del Espíritu Santo. Hemos de tener en cuenta el tema del hombre imagen de Dios, los grandes argumentos soteriológicos que dirigieron el desarrollo del dogma cristológico 3 , la naturaleza de la solidaridad asumida por el Verbo encarnado con toda la naturaleza humana, la relación entre encarnación y misterio pascual y finalmente el tema de la gracia.

La vocación del hombre creado a imagen y semejanza de Dios Si el término de divinización tiene tanta resonancia afectiva y espiritual entre los padres, es porque para ellos el hombre creado a imagen y semejanza de Dios tiene la vocación de realizar lo mejor posible esta semejanza. «Se nos ha propuesto parecemos a Dios tanto como es posible a la naturaleza humana», dice san Basilio de Cesárea4. Ya hemos visto esta perspectiva al preguntarnos sobre la necesidad de salvación que todos sentimos: sólo Dios puede «contentar» al hombre. Y volvimos a verla en el tema de la revelación y del conocimiento, para ver y vivir a Dios. Pero en primer lugar, ¿qué hay que entender por divinización? En el pensamiento cristiano no se trata de un esfuerzo del hombre en un intento de llegar por una serie de purificaciones a su origen divino. Se trata de un don, de una comunicación de la vida divina que Dios mismo hace al hombre. El hombre es criatura; no podrá nunca ser Dios por origen. Dios no tiene más que un Hijo eterno, Cristo. Pero el hombre puede hacerse Dios por participación, es decir, puede recibir en parte y como don las prerrogativas de la vida de Dios: libertad, santidad, justicia, amor, inmortalidad e incorruptibilidad, por recoger en esta última palabra el vocabulario tan apreciado por los padres griegos. Puede vivir en sociedad con la Trinidad. Esta divinización es para Atanasio sinónimo de adopción final. «Uno solo es el Hijo por naturaleza; nosotros nos hacemos igualmente hijos, no ya como el en naturaleza y en verdad, sino según la gracia del que nos llama. Aun siendo hombres terrenales, somos llamados dioses, no ya como el Dios verdadero o su Logos, sino como quiso Dios, que nos ha conferido es la gracia» . ¿Cómo se realiza esta divinización? A través de un itinerario que conduce al hombre desde su origen hasta su fin. Los padres releen la 3. Cf.B. SESBOUE, Jésus-Cfuist dans la tradition, o. c , 98-100 y 119-120. 4. BASILIO DE CESÁREA , De Spiritu Sancto I, 2: SC 17bis, Cerf, París 1968, 253. 5. ATANASIO , Adv. arianos III, 19: o. c, 215.

afirmación primera del Génesis (1, 26) en la perspectiva escatológica de san Juan: «Sabemos que, cuando (Dios) se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es» (1 Jn 3, 2). Todo comienza por la elección del hombre, es decir, por su vocación a la divinización. Lo «deiforme» en el hombre es querido de alguna manera antes del mismo hombre, puesto que el hombre ha sido creado para hacerse «deiforme». Según este designio, el hombre es creado a imagen de Dios y esta imagen constituye su propia naturaleza. Por tanto, la creación es ya una divinización incoativa. Ya que el ser integral del hombre supone su relación viva con Dios, Adán es creado en la gracia y la gracia entra en su constitución de criatura a imagen de Dios. Desde este origen hasta el fin del hombre se va desarrollando una dinámica que, a lo largo de toda la historia de la salvación y a pesar del pecado, permitirá al hombre hacerse el compañero divinizado de Dios. El esquema de la imagen y de la semejanza sirve para jalonar este itinerario según las modalidades principales. Algunos padres opinan que la imagen y la semejanza son dadas, perdidas, recuperadas y crecen a la par. Otros han advertido cierto matiz entre los dos textos de Gen 1, 26 y Gen 1, 27: el primero señala la intención de crear al hombre a su imagen y como su semejanza; el segundo dice simplemente que el hombre ha sido creado de hecho a imagen de Dios. Opinan por tanto que la realización primera no cumplió la totalidad del proyecto: el hombre tiene que pasar de la imagen a la semejanza. Entre estas dos modalidades, el lenguaje de Ireneo es un tanto fluido. Nos dice por una parte que el hombre «ha sido hecho a imagen y semejanza» 6 , que «se hace a imagen y semejanza» 7 , y que el Hijo de Dios nos devuelve lo que habíamos perdido en Adán, «es decir, ser a imagen y semejanza de Dios» 8 . Pero también, y en el mismo contexto, establece una diferencia entre la imagen y la semejanza, en particular cuando pone este esquema en relación con la composición del hombre como cuerpo, alma y espíritu, según el esbozo antropológico dado por san Pablo (1 Tes 5, 3). Así, el hombre separado de Dios queda reducido a no ser más que un cuerpo y un alma; es ciertamente imagen de Dios, pero no semejanza suya. Al contrario, el hombre habitado por el Espíritu es cuerpo, alma y espíritu; se hace a semejanza de Dios. Esta semejanza le confiere la incorruptibilidad, es una participación en la vida divina 9 . Por tanto, es la presencia del Espíritu, y en términos mo6. IRENEODE LION, Adv. haereses V, 6, 1: o. c.,583.

7. Ibid.H, 38, 3: o. c, 553. 8. Ibid., III, 18, 1: o. c , 360. 9. Cf. Ibid. V, 6, 1: cf. Y. DE ANDIA. Homo vivens, IncorruptiWité et divinisation de lliomme sc'on Irénée de Lyon, Etudes augustiniennes, París 1986, 68-72.

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demos de la gracia, lo que constituye la diferencia entre la imagen y la semejanza. Esta última, por otro lado, es objeto de un crecimiento a través de una vida consagrada a la imitación de Cristo. Esta progresión es solidaria de la revelación del contenido de la imagen por la encarnación del Verbo: «En efecto, en los tiempos anteriores se decía ciertamente que el hombre había sido hecho a imagen de Dios, pero esto no se veía, ya que el Verbo era todavía invisible, ese Verbo a cuya imagen había sido hecho el hombre; por otro lado, éste es el motivo de que la semejanza se hubiera perdido fácilmente. Pero cuando el Verbo se hizo carne, confirmó la una en la otra: hizo aparecer la imagen en toda su verdad, haciéndose lo mismo que era su imagen, y restableció la semejanza con el Padre invisible por medio del Verbo hecho ahora visible»10. Se da así una misteriosa reciprocidad de la imagen entre el hombre y Cristo. En efecto, el Hijo es «la imagen del Dios invisible» según san Pablo (Col 1, 15). Si el hombre fue hecho a imagen de Dios, esto significa que es imagen de Cristo. Pero antes de la encarnación seguía estando en la sombra la realidad de la imagen. Por eso el Verbo se encarna a imagen de aquel que es su propia imagen, a fin de revelarle la verdad de esta imagen que lo constituye y devolverle así la semejanza perdida. La encarnación revela entonces la profundidad de la «connaturalidad» que existe entre el hombre y Dios. Ya las arras del Espíritu acostumbran al hombre a captar y a llevar a Dios, pero «la gracia entera del Espíritu... nos hará semejantes a él y cumplirá la voluntad del Padre, ya que hará al hombre a imagen y a semejanza de Dios»11. También Clemente de Alejandría coloca el término de la salvación en la semejanza plena del hombre con Dios12. Para Orígenes, la imagen de Dios que hay en nosotros es también la imagen de Cristo13, pero la semejanza es el don del cumplimiento final. Comentando Gen 1, 26-27, escribe: «El hombre ha recibido la dignidad de la imagen ya en su primera creación, pero la perfección de la semejanza está reservada para la consumación»14. Gregorio de Nisa, por el contrario, no establece ninguna diferencia entre la imagen y la semejanza. Insiste mucho en el parentesco y en la 10. IRENEO, Adv. haeresesV, 16,2: o. c.,617-618. 11. ;i»dV,8, 1: o. c.,588. 12. Cf. J. GROSS, O. C, 172-174. 13. ORÍGENES, Hom. in Genesiml, 13: SC 7 bis, 1976, 61. 14. ORÍGENES, Deprincipüs III, 6, 1: SC 268, 1980, 237.

afinidad que existen entre el hombre y Dios, ya que son necesarios para que el deseo de Dios pueda impregnar al hombre15. Agustín sigue este mismo camino: la imagen y la semejanza van siempre a la par. Están presentes en la creación de forma incoativa; disminuyen y son heridas juntamente por el pecado, como un espejo manchado; son restauradas juntas por la gracia de Dios, y serán consumadas en el hombre glorificado. El pecado nunca las hace perder por completo, ya que el hombre no vuelve a caer nunca de nuevo en el estado de simple naturaleza. Por muy alejado que esté de Dios, siempre seguirá animándolo su vocación a ver a Dios16. Esta visión teológica del hombre a imagen y a semejanza de Dios va acompañada de una visión espiritual y mística, ya presente en Gregorio de Nisa y en Agustín. Se formalizará luego en el PseudoDionisio y en Máximo el Confesor, y atravesará la Edad Media, particularmente en los grandes autores monásticos: san Anselmo, Ruperto de Deutz y san Bernardo17.

Los grandes argumentos soteriológicos La certeza de la divinización traída por Cristo y dada con el Espíritu en la vida de la Iglesia constituyó la motivación primordial de la elaboración de los dogmas trinitario y cristológico. En efecto, la Escritura nos revela tres nombres divinos que estructuran los tres artículos del símbolo de la fe. En la invocación de estos tres nombres se celebra la liturgia del bautismo que realiza nuestro nuevo nacimiento en Dios y nuestra entrada en el misterio de muerte y de resurrección de Cristo. Por el Hijo y en el Espíritu el Padre nos acoge como hijos suyos y nos comunica su propia vida Pero para que este don sea auténtico, es preciso que el Hijo y el Espíritu sean Dios en el sentido fuerte y eterno de esta palabra Si no, serían simples criaturas y no serían capaces de comunicarnos la vida de Dios. Es preciso que la Trinidad que se nos manifestó en la historia de la salvación y la Trinidad tal como es eternamente en sí misma no sean más que una sola y misma Trinidad. Es preciso que Dios se nos revele tal como es y que sea en sí mismo tal como aparece, para que sea verdad la contestación de Jesús a Felipe: «Felipe, el que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14, 9). Para 15. GREGOÜIODE NISA, Decreat. hominisXVh SC 6, 1943, 151-161. 16. Cf. P. AGAESSE , L'anthropologie chrétienne selon saint Augustin. Image, liberté, peché etgráce, Centre Sévres, París 1980, 27. 17. Cf. «Divinisaticm», en Dicúoimaire de Spirítualitélíl, Beauchesne, París 1957, col. 1399-1413.

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decir las cosas más técnicamente, es preciso que las relaciones «económicas» de las personas divinas actuando en común por nuestra salvación revelen las relaciones eternas que las unen entre sí independientemente de nosotros. Las misiones del Hijo y del Espíritu tienen que revelar sus procesiones en el interior de la Trinidad. Más aún, la realidad del intercambio salvífico entre Dios y el hombre, realizado por Cristo en el Espíritu, supone la realidad del intercambio trinitario entre el Padre, el Hijo y el Espíritu, de los que el Hijo es como el término medio. La comunicación que Dios hace de sí mismo a los hombres tiene por fundamento la comunicación trinitaria que lo constituye en sí mismo. La realidad de las relaciones trinitarias condiciona la realidad de las relaciones establecidas por las personas divinas con los hombres. Lo que es interesante, y desconcertante para nosotros, es el movimiento que subyace a esta argumentación, tal como la acabamos de sintetizar para el misterio trinitario. No se trata de deducir la realidad de la salvación de la realidad trinitaria. Al contrario, se parte de la certeza de la salvación para inventariar la naturaleza y la estructura de la Trinidad: ¿qué deberá ser ésta para que creamos que nuestra salvación no ha sido en vano? Este mismo resorte funciona para el desarrollo de la cristología: ¿qué deberá ser Cristo para que la mediación que asume en provecho de nuestra salvación sea real? Es preciso que sea Hijo de Dios en el sentido fuerte y eterno de este término, a fin de poder comunicarnos la vida de Dios; es preciso que sea verdaderamente hombre como nosotros, a fin de poder llegar a nosotros; es preciso que sea uno y el mismo, como Dios y como hombre. De lo contrario, la distancia radical que hay entre Dios y el hombre volvería a introducirse dentro de sí misma y quedaría aniquilada su mediación. Este tipo de argumentación tiene un origen bíblico en la célebre respuesta de Pablo a los Corintios que iban diciendo que no hay resurrección de los muertos. Este largo texto (1 Cor 15, 1-34) puede analizarse según tres movimientos. El primero (1-11) es el recuerdo del evangelio recibido y trasmitido, esto es, de la regla de fe apostólica (aun cuando esta palabra aquí anacrónica), que va desarrollando los diversos testimonios de la resurrección de Jesús, dando una lista de las apariciones. La objeción del adversario no se ha expresado todavía, pero ya se percibe como motivando esta insistencia en la resurrección. El segundo movimiento (12-19) consiste en tomar en serio la objeción («no hay resurrección de los muertos») y en sacar las consecuencias normales. Pablo la recibe a título de hipótesis y se entrega a una revisión desgarradora del contenido de la fe. En efecto, si no hay resurrección de los muertos, Cristo no ha resucitado, la predicación apostólica

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es una mentira y la fe de los cristianos se queda vacía. Ya no hay salvación; todos permanecen en sus pecados. Ya no hay esperanza de vida en Dios. Poner la esperanza en Cristo solamente para esta vida es condenarse a ser los más desventurados de entre los hombres. Es entonces cuando interviene el tercer movimiento de la argumentación (20-34) a partir de un ¡No! enérgico. Pablo no opone ninguna contraargumentación a la lógica de la revisión desgarradora. El despliegue de la misma basta para manifestar su imposibilidad. El ¡No! de Pablo expresa un reflejo vital de su fe. La hipótesis se refuta en sí misma mediante el enunciado de sus consecuencias. La verdad es que Cristo ha resucitado de entre los muertos y que por él viene la resurrección de todos los muertos. Su resurrección es para nosotros, para nuestra salvación, para nuestra vida eterna en Dios. En nombre de este mismo reflejo de fe reaccionarán los padres de la Iglesia ante los diversos cuestionamientos de los misterios trinitario y cristológico, que proceden de una lectura errónea de la Biblia o bien de las dificultades que plantea la razón. Hemos de darles ahora la palabra. Presentación sintética: el punto de partida, ¡a regla de fe Como no es posible seguir aquí cronológicamente los innumerables enunciados de la apelación al argumento soteriológico, nos bastará proponer una expresión sintética y un tanto sistematizada de los mismos. Consideraremos la época patrística como un todo; esto es perfectamente legítimo, ya que nos encontramos en un terreno de profundo consenso. Resulta incluso interesante observar cómo reaparecen fórmulas análogas en la pluma de los padres a través de los siglos. El punto de partida de la argumentación es siempre —explícita o implícitamente— la regla de fe bautismal. En efecto, el símbolo y el bautismo constituyen el fundamento mismo de la fe y de la salvación. Nos remiten directamente al acontecimiento fundador narrado en el kerigma de pentecostés y estructurado según los tres nombres divinos: Jesús de Nazaret ha sido acreditado por Dios; fue crucificado por los impíos, pero Dios lo resucitó y constituyó Señor y Cristo; derramó el Espíritu (cf. Hech 2, 22-36). Los que escuchan esta palabra y se abren a la fe arrepintiéndose de sus pecados, reciben el bautismo y con él el don del Espíritu. Basilio de Cesárea en el siglo TV es un excelente testigo de esta conciencia de la fe bautismal como referencia fundamental de toda reflexión sobre la salvación: «¿Como somos cristianos? Por la fe, dirá todo el mundo. Pero ¿de qué manirá nos salvamos? Porque hemos renacido de lo alto, evidente-

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mente, por la gracia del bautismo. Porque ¿cómo seríamos de otro modo? Después de haber adquirido la ciencia de esa salvación realizada por el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo, ¿vamos a abandonar "la forma de la enseñanza" (cf. Rom 6, 17) recibida? ... Es un daño similar partir sin el bautismo o haber recibido uno que carezca de uno solo de los puntos venidos de la tradición.... Porque si el bautismo es para mí principio de vida y si el primero de los días es el de la regeneración, está claro que la palabra más preciosa será también la que se pronunció cuando recibí la gracia de la adopción filial»18. El bautismo es solidario de la invocación trinitaria; la gracia de la adopción filial nos viene de la cadena de comunicación que va del Padre al Hijo y al Espíritu. Romperla en uno de sus eslabones es por tanto ponerse fuera de la salvación y de la adopción. Basilio piensa aquí en los que no creen que el Espíritu pertenezca a la esfera de la divinidad; pero el argumento sería el mismo para los que no creen que el Hijo es Dios en sentido fuerte. Sobre este fundamento y en el espíritu de la Escritura se formaliza el principio del intercambio salvífico que explicita el «por nosotros» y «por nuestra salvación». Por nosotros Dios se hace hombre, para que en él nos hagamos Dios. Existe una correlación dinámica entre la humanización de Dios y la divinización del hombre. La una está ordenada a la otra. La verdad de la primera compromete a la realidad de la segunda. Es el principio más repetido de los padres; por eso conviene constatar su aparición en fórmulas muy semejantes: heneo (siglo II) «Ésta es la razón por la que el Verbo se hace hombre y el Hijo de Dios, Hijo del hombre: para que el hombre, mezclándose al Verbo y recibiendo así la filiación adoptiva, se haga hijo de Dios»19. «El Verbo de Dios, Jesucristo nuestro Señor..., debido a su amor sobreabundarte, se hace lo mismo que somos nosotros para hacer de nosotros loque él es» 20 . Orígenes (siglo III): «Con Jesús empezaron a entrelazarse la naturaleza divina y la naturaleza humara, para que la naturaleza humana, por la participación en la divinidad, se divinizara, no sólo en Jesús sino también en todos los que, con la fe, adoptan el género de vida que Jesús enseñó y a los que

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elevó a la amistad con Dios y a la comunión con todo el que vive según los preceptos de Jesús»21, i Atanasio (siglo IV): «(El Verbo) se hizo hombre, para que nosotros nos hagamos Dios; y él mismo se hizo visible por su cuerpo, para que tengamos una idea del Padre invisible; soportó los ultrajes de los hombres, para que tengamos parte en la incorruptibilidad»22. Gregorio de Nisa: «Somos semejantes a él si confesamos que él se hizo semejante a nosotros, para que haciéndose lo que somos nos hiciera tal como él es23. «Habiéndose mezclado el Verbo con el hombre tomó en sí toda nuestra naturaleza, para que por esta mezcla con la divinidad, toda la humanidad se divinizara en él y toda la masa de nuestra naturaleza fuera santificada con las primicias» 24. Juan Crisóstonv: «(El Verbo) se hizo hijo del hombre, siendo verdadero Hijo de Dios, para hacer de los hijos del hombre hijos de Dios»25. Agustín (comienzos del siglo V): «Hecho partícipe de nuestra flaqueza mortal, nos hizo particioneros de su divinidad»26. «Dios quiere hacerte dios, no por naturaleza como lo es aquel a quien engendró, sino por gracia mediante adopción. Del mismo modo que él, al hacerse hombre, participó de tu mortalidad, así te hace a ti, exaltándote, partícipe de su inmortalidad»27. La base de esta argumentación sobre el intercambio salvífico se ha desplazado respecto a la de la Escritura: donde Pablo hablaba de intercambio entre maldición y bendición (Gal 3, 13-14), entre justicia y pecado (2 Cor 5, 21) o entre riqueza y pobreza (2 Cor 8, 9), los padres, en una perspectiva más ontológica, hablan de un intercambio entre la naturaleza divina y la naturaleza humana —intercambio disimétrico por otra parte—, entre las prerrogativas de la una y los límites de la otra. Pero el principio es el mismo y encuentra su fundamento en la iniciativa del rebajamiento y de la kénosis divina en Jesús (Flp 2, 611) y de la encarnación del Verbo (Jn 1, 14) dos afirmaciones bíblicas 21. ORIGEN, Contra CelsumlTl, 28: SC 136, 1968, 69. 22. ATANASIO DE ALEJANDRÍA, Deinearn. Verbi 54, 3: SC 199, 1973, 459.

18. BASILIO DE CESÁREA, O. C.X, 26: o. c, 337

19. IRENEO, A/v.laeresesIII, 19, 1: o. c, 368.

20. MdV, praeio. o, 568.

23. GREGORIO DE N ISA, Contra Apoll. XI: PG 45, 1145a. 24. Ibid.yC/; PG 45, 1152c; trad. J. P. JDSSUA, Le salut, incarnation ou mystére pascal, Cerf, Paris 1968; este autor cita otros textos análogos de Gregorio en la nota 46. 25. JUANCUSOSTOMO , Hom. inJoh.XI., 1: PG 59, 79.

26. Aousrm, De TrinitatelV, 2, 4: Obras V, BAC, Madrid 1948, 325. 27. AGUSTÍN , Sermón 166, 4, en OirásXXIII, BAC Madrid 1983, 629.

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que están en la base de la cristología patrística. En todo caso, resulta difícil expresar con mayor claridad que la salvación del hombre consiste en su divinización. Presentación sintética: doble solidaridad y mediación El intercambio salvífico supone a la vez una doble solidaridad de Cristo con Dios y con el hombre en su unidad mediadora A medida que las diversas herejías vayan atacando bien a la verdadera divinidad de Cristo, bien a su verdadera humanidad, o bien a su unidad de Verbo encarnado, se irá explicitando y precisando cada vez más el principio del intercambio salvífico. Ya la lucha contra los diferentes gnosticismos había llevado a la formalización del principio de la solidaridad humana, cuando se ponía en discusión la verdad concreta de la carne de Cristo. Así ocurrió cuando Apolinar negó el alma humana, inteligente y libre, del Hijo encarnado. Este principio es el siguiente: el Hijo vino a salvar al hombre entero y por eso mismo asumió una humanidad completa. Salvó lo que él mismo había asumido; no salvó lo que no había asumido. Si no es integralmente hombre, no salva al hombre entero. Por eso tenía que tener un cuerpo verdaderamente humano y un alma verdaderamente humana. Orígenes formula este primer principio en el primer contexto:

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Pero estos dos principios no son suficientes: si en Jesús las dos solidaridades fueran exteriores la una a la otra, no pasaría nada de la primera a la segunda. En su combate contra Nestorio Cirilo de Alejandría desarrolla lo que podríamos llamar el principio de mediación ya evocado anteriormente31. La comunicación de propiedades que se realizó en Cristo, es decir, las apropiaciones que van de la humanidad a la divinidad y las comunicaciones que van de la divinidad a la humanidad, son el fundamento mediador del intercambio que tiene lugar entre Dios y nosotros. Rehusar esta mediación es, para Cirilo de Alejandría, «conculcar la raíz de nuestra salvación y destrozar la piedra fundamental de nuestra esperanza»32.

Presentación sintética: Espíritu del Padre y del Hijo El principio de solidaridad y de comunicación divinas vale también para el Espíritu Santo que es el don recibido del Padre y del Hijo. Porque si el Espíritu trasmitido en el bautismo no es personalmente Dios, sino simplemente un don creado, por muy sublime que sea, no somos divinizados y seguimos siendo extraños a Dios. Cuando Atanasio se enfrenta con los adversarios del Espíritu, aplica espontáneamente el mismo principio que había anunciado anteriormente a propósito del Hijo:

«El hombre no habría podido salvarse por entero, si (el Salvador) no se hubiera revestido del hombre entero»28.

«Por el Espíritu es por el que somos llamados partícipes de Dios... Pues l)ien, si el Espíritu fuera una criatura, no tendríamos por él ninguna participación de Dios, sino que estaríamos unidos a una criatura y seríanos extraños a la naturaleza divina, sin participar en nada de ella»3!.

Gregorio de Nacianzo hace lo mismo frente a Apolinar: «Lo que no ha sido asumido no ha sido curado; lo que se salva es lo que ha sido unido a Dios»29. Por otra parte, el debate de Nicea lleva a la formulación del principio de solidaridad y de comunicación divina: si el Hijo no es Dios por naturaleza y por origen, por el mismo título que el Padre, no pudo comunicarnos la adopción filial. Es éste el estribillo continuo de Atanasio contra Arrio: «Si el Verbo fuera una simple criatura, la reparación de la humanidad no habría sido posible... Si el Hijo fuera pura criatura, el hombre seguiría siendo puramente mortal, sin estar unido a Dios... El hombre no podría ser divinizado, unido a una criatura, si el Hijo no fuera verdadero Dios»30. 28. ORÍGENES, Cdl. cum HeraclideV. SC 67, 1960, 71. 29. GREGORIO NACIANCENO, Epist. 191: SC 208, 1974, 51.

30. ATANASIO , Orat. contra aríanosll, 67.69.70: PG 26, 289-296.

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Este mismo principio es el que subyace al Tratado sobre el Espíritu Santo de Basilio de Cesárea, como acabamos de ver3''. Pero Basilio habla aquí con prudencia, evitando fórmulas demasiado directas capaces de chocar a los débiles; afirma vigorosamente que el Espíritu está con el Padre y el Hijo compartiendo sus prerrogativas divinas, sin decir formalmente que el Espíritu sea Dios. Su amigo Gregorio de Nacianzo no tiene estas preocupaciones: «Si el Espíritu no üene que ser adorado, ¿cómo me divinizo por el bautismo? Si tiene que ser adorado, ¿cómo no va a ser digno de culto? 31. 32. 33. 34.

Ct.sujra, 110-111. QRILODE ALEJANDRÍA, Christus unus, 722c:SC 97, 1964, 329. ATANASIO, Epist. ad Serap. I, 24: SC 15, 1947, 126. Cf. supa, 225.

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Y si es digno de culto, ¿cómo no va a ser Dios? Lo uno está ligado a lo otro; se trata realmente de una cadena de oro y de salvación» 3 . C i r i l o de Alejandría recoge m á s tarde este argumento en sus

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gos sobre la Trinidad: «Somos templos del Espíritu que existe y subsiste; igualmente hemos sido llamados por causa suya dioses, por haber recibido en virtud de nuestra asociación con él la comunicación de la divina e inefable naturaleza. Por el contrario, si es en realidad extraño a la naturaleza divina, separado de ella por la subsistencia, ese Espíritu que por sí mismo nos diviniza, entonces fracasa por completo nuestra esperanza, dotados como estamos de ventajas que —no sé por qué— no nos conducen a nada. En efecto, ¿cómo ser dioses y templos de Dios, según las Escrituras, sino es por el Espíritu que hay en nosotros? Porque, ¿cómo podría introducir a los otros en la cualidad de Dios el que está privado de ella? Pero la verdad es que somos templos y dioses. No hay que prestar ninguna atención a los que están en el error. Por tanto, el Espíritu de Dios no es una substancia distinta de él»36. En esta limpia argumentación de Cirilo se habrá reconocido el modo de proceder de Pablo en 1 Cor 15, aplicado esta vez a la cuestión de la divinidad del Espíritu Santo. Cirilo analiza las consecuencias de la posición del adversario —el Espíritu es una criatura— para nuestra divinización. Suponen la pérdida de nuestra esperanza. Pero la certeza que tenemos de ser templos de Dios, considerada como un hecho, niega la hipótesis contraria como un error. Todos estos argumentos soteriológicos derivan su fuerza del compromiso mismo del cristiano en una fe viva. El sentido y hasta el instinto de fe que los impregna se parece mucho al instinto vital que hace desplegar a un hombre todas sus energías, simplemente «por salvar el pellejo», por utilizar una expresión realista. Cuando la fe cristiana se ve amenazada por el lado de nuestra divinización, confiesa con un mismo movimiento de nuevo la trinidad divina, la encarnación del Hijo y el don del Espíritu, y salva el pellejo de los hijos de Dios. Fuera de la conciencia de esta conexión vital, la formalización de los argumentos correría el riesgo de caer en un juego estéril. Encarnación y/o misterio pascual En su manera de hablar de la divinización del hombre, los padres de la iglesia, particularmente los griegos pero también san Hilario de Poitiers, insistieron mucho en el misterio de la encamación. En efecto,

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es en él donde reside la condición de posibilidad de la mediación divinizante de Cristo. Los grandes debates de la época giraron, no en torno a la cruz y la resurrección, sino en tomo a la identidad ontológica de Cristo, tal como se realizó en su encarnación. Mejor dicho, los padres tienen a veces fórmulas que parecen atribuir nuestra salvación pura y simplemente a la unión hipostática de Cristo, en cuanto que alcanza a la totalidad de la humanidad y reviste un valor universal. «Toda la naturaleza humana estaba en Cristo en cuanto que era hombre», escribe por ejemplo Cirilo de Alejandría37. Ante esta situación, los historiadores del dogma y los teólogos del siglo XLX, en su deseo de clasificación de las diferentes categorías ^oteriológicas, mantuvieron la tesis de que la patrística antigua había desplazado el centro de gravedad de la fe cristiana desde el misterio pascual a la encarnación, atribuyendo a ésta la causa verdadera de nuestra salvación. Así Harnack, en su Manual de historia de los dogmai*, habla a propósito de Atanasio de «teoría física» de la salvación. «Física» debe entenderse aquí en el sentido de «naturaleza»: la naturaleza divina realiza la divinización de la naturaleza humana según un proceso «por así decirlo mecánico, esto es, de "contacto físico de lo divino y lo humano en Jesucristo"» 39 . También se ha llamado a esta pretendida doctrina «teoría griega». Este dossier se ha vuelto a abrir con nuevo interés gracias a L. Malevez y luego a J. P. Jossua'10, cuyos análisis vuelven a situar el centro de la perspectiva de las afirmaciones patrísticas. Malevez ha mostrado que el esfuerzo indiscutible de los padres «por elaborar filosóficamente mediante el realismo de las esencias universales una afirmación que les parecía revelada (a saber, que el Verbo al encarnarse se había unido a todo el género humano) había sido mal comprendido» 41 . Gregorio de Nisa, por ejemplo, que afirma que toda la humanidad no forma en cierto modo más que un solo hombre, a pesar de la multiplicidad de seres humanos, no defiende ni mucho menos que Cristo asumiera toda la especie. La unión de todos los hombres no es un efecto de la encarnación, sino su condición de posibilidad; existe ya antes de la encarnación «por el simple hecho de la inmanencia del e/t/os indivi-

37. CIRILO DE ALEJANDRÍA , Comm. in Joh, 5: PG 73, 753b.

38. A. HARNACK, Dogmcngeschichte, Mohr, Freiburg i. Br. 1898, 172-176. 39. J. GROS, O. C.,212. 35. GREGORIO NACIANCENO, Orat. 31, 28: SC 250, 1978,

333.

36. CIRILO DE ALEJANDRÍA , Dialog. efe Trínitate Vil: SC 246,1978, 167.

40. En su tesis Le salut incarnation OB mystére pasca!, o. c, 18-44, donde el autor recoge y sigue los análisis de L. Malevez. 41. J. P. JOSSUA, ibid, 20.

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so en todo hombre»42. Los textos patrísticos no implican ni mucho menos una encarnación colectiva. Su pensamiento estaba sin duda impregnado de una concepción platónica de la naturaleza universal de la humanidad, inmanente por su propia forma a la humanidad singular de Cristo. Pero esta naturaleza universal no fue asumida y la fuente de santificación que se deriva de esta comunidad de naturaleza no tiene nada de automático. Esta doble dificultad nos conduce por el camino del discernimiento de una doble verdad. La primera reside en la unidad irrompible de la encarnación y del misterio pascual. Cuando los padres hablan de la encarnación, no se preocupan únicamente de su primer momento, la concepción virginal del Verbo de Dios o el nacimiento de Jesús. Piensan en lo que constituye a Cristo por toda la duración de su existencia de hombre y en el cumplimiento de todos sus misterios. Jamás oponen el ser personal de Jesús a su obrar, como si pudiera existir lo uno sin lo otro. Al contrario, están convencidos de que el obrar salvífico de Cristo no puede tener valor absoluto más que con la condición de ser el obrar del Verbo encarnado en persona. En este sentido tan concreto la encarnación condiciona el valor salvífico de la cruz. No olvidemos nunca la motivación soteriológica que les hace remontarse del acontecimiento pascual a la encarnación. Si escrutan este acontecimiento, es para «salvar» esa motivación. Por otra parte, saben muy bien que una encarnación que no comprometiera en nada la vida santa que Cristo llevó por nosotros y por nuestra salvación no tendría ningún sentido. La unión hipostática ejerce su fecundidad en y por el misterio pascual. Pero además, considerada de este modo, tiene en sí misma un valor salvífico; es un acto de salvación. «En efecto, a través de la cruz y de la resurrección, reproducidas y participadas en nosotros, es la eficacia misma de la unión hipostática la que representa el papel decisivo en nuestra divinización, y no solamente la virtud de la pascua, aun cuando esté sostenida por el teandrismo»43. La solidaridad de estos dos puntos de vista estaba ya manifestada en Atanasio44 y fue vigorosamente defendida por Cirilo de Alejandría contra los adversarios nestorianos. Efectivamente, si el Verbo y el hombre Jesús estuvieran separados en dos Hijos, «ya no habríamos sido rescatados por Dios..., sino por una sangre extraña. Y el que murió por nosotros, seria un hombre cualquiera, un 42. Ibid., 21. El término eidos significa la forma de la humanidad presente en todo hombre. 43. Ibid.,38. 44. ATANASIO , Deincam. Verla, o. c, passim.

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pretendido hijo, un falsario. Y el grande y augusto misterio del Unigénito hecho hombre no seria más que un cuento y una impostura: no se habría hecho hombre. Calificaríamos de Salvador y de Redentor al otro, al que dio por nosotros su sangre, pero no a él» . Pues bien, toda la Escritura nos dice que hemos sido redimidos por una sangre preciosa, por la sangre de Cristo, que Ignacio de Antioquía calificará como la «sangre de Dios»46. Si fuera cierta la hipótesis del adversario, la misma eucaristía quedaría vacía de contenido, ya que el Verbo no nos daría en ella su sangre, sino la de otro47. Los sacramentos dependen también de la realidad de la unión hipostática. A esta unidad del ser y del obrar en Cristo corresponde una unidad análoga en el creyente. Toda la humanidad queda de suyo englobada en el acontecimiento salvador realizado por el Verbo encarnado. Pero éste no dispensa a nadie de la fe, de la recepción de los sacramentos y del combate espiritual emprendido en la gracia para apropiarse de la salvación divinizadora. La otra verdad concierne a la universalidad de la salvación realizada en virtud de la comunidad de naturaleza que se establece entre la humanidad particular de Cristo y la totalidad de la humanidad. El lenguaje de los padres resulta aquí desconcertante para nosotros, pero subraya un tanto importante sobre el que hoy se dirige de nuevo la atención. ¿Cómo concebir el alcance universal de un acto de salvación realizado una vez por todas dentro de los límites de la condición humana asumida por Cristo? Se puede responder sin duda que por el hecho de la unión hipostática la naturaleza humana de Cristo está unida a la persona divina del Verbo, igualmente creadora, y que en ella estamos ya virtualmente presentes en virtud del designio benévolo de Dios con nosotros (cf. Ef 1). Esta respuesta es perfectamente justa48 en su orden e indica ya que la naturaleza humana de Cristo no puede ser considerada como una naturaleza cualquiera en el seno de la humanidad. Pero nos remite a la cuestión de cuál fue el vínculo asumido entre esta naturaleza humana y nosotros, por el hecho de la encarnación. Acudiendo ante todo a una constatación elemental, podemos decir que este vínculo se debe a la solidaridad de naturaleza que une a todos los hombres entre sí y hace de la humanidad una comunidad histórica enfrentada con un mismo y único destino, a través de la red 45. CIRILO DE ALEJANDRÍA , Christus unus est, 76c-763a: o. c , 463. 46. IGNACIO DE ANTIOQUÍA , Adephes. 1, 1: SC 10, 1951, 69.

47. CIRILO DE ALEJANDRÍA , loe. cit. 776c-777b, comentando Jn 6: o. c, 509.

48. Cf. PH. JOBERT, Fondements de la théologie du Sacré-Cocur: RevThom (1976) 593-594.

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compleja de las relaciones tanto sincrónicas como diacrónicas que se establecen entre las libertades. El Verbo encarnado entró en su lugar debido en el juego de estas múltiples solidaridades49, a fin de actuar sobre la historia desde dentro de la historia. Pero hay más; la fe nos enseña que esta solidaridad de destino con la comunidad pertenece al designio de Dios, pof el que constituye una totalidad única. La humanidad entera es la imagen única de Dios, rota hoy como un espejo por el pecado, pero llamada a recuperar su integridad gracias a su agrupación en Dios. En el designio de Dios esta humanidad tiene una Cabeza, el nuevo Adán. Su generación virginal a partir de María confiere a su nacimiento el carácter de una generación nueva. En efecto, por una parte Jesús entra en la serie de generaciones humanas y pertenece por tanto a la misma humanidad que todos nosotros. Pero por otra parte, la intervención de Dios, que evoca simbólicamente la creación de Adán, da a su nacimiento el valor de una creación nueva. Jesús se convierte en el principio de la humanidad nueva. Por este hecho, él la recapitula delante de Dios. En sí mismo restituye la imagen de Dios a su verdad. Constituye así el punto de reunión de la humanidad que hay que reconciliar y restaurar. Verbo encarnado, Cristo vive su existencia y su propio destino en los límites de la condición humana y realiza allí visiblemente el acontecimiento de la salvación como un acontecimiento de nuestra historia. Pero, como su humanidad está unida a la persona del Verbo, los actos que pone son a la vez históricos y transhistóricos. Por un lado se remontan a los orígenes y por otro cumplen el final de los tiempos. Principio de recapitulación desde el Alfa de los tiempos, Cristo la acaba también en el Omega de la historia. Entre estos dos extremos la realiza en el curso de las generaciones haciéndose contemporáneo de cada una de ellas, comunicando lo que él mismo es, no ya bajo el modo de una generación camal, sino bajo el de una generación espiritual que pasa por la fe y el bautismo. Recibiéndolo nosotros, renacemos en una humanidad nueva, espiritual, que es la de Cristo. Somos «injertados» en la humanidad de Jesucristo y nos hacemos miembros de su propio Cuerpo. Todos estos dones nos vienen de la fuerza de la divinidad, pero se llevan a cabo por la mediación de su humanidad, realizada una vez para siempre y ejerciéndose continuamente en el cuerpo a la vez histórico y místico que es su Iglesia50.

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La problemática occidental de la gracia La teología latina habla menos formalmente de divinización y prefiere el vocabulario de la gracia, que por otra parte está ampliamente presente en el Nuevo Testamento, sobre todo en los escritos paulinos. Agustín, el primer teólogo de la gracia, ve la fuente de la misma en la unión hipostática de Cristo, que constituye la gracia divinizante de la humanidad de Jesús. Toda gracia que alcanza a los hombres es una extensión de aquella gracia original y una participación en su realidad: «Manifiéstese ya, pues, a nosotros, en el que es nuestra Cabeza, la misma fuente de la gracia, la cual se derrama por sus miembros según la medida de cada uno. Tal es la gracia por la cual se hace cristiano el hombre, desde el momento en que comenzó a creer; la misma por la cual el hombre unido al Verbo desde el prinier momento de su existencia fue hecho Jesucristo; del mismo Espíritu Santo de quien Cristo fue nacido es ahora el hombre renacido; por el mismo Espíritu por quien se verificó en nosotros el perdón de los pecados y que hizo a Jesús limpio de todo pecado»51. De la plenitud de gracia del Verbo encarnado hemos recibido todos nosotros, según la frase de san Juan (Jn 1, 16). La unión hipostática del Hijo nos hace participar de su filiación bajo el modo de la adopción. Si el vocabulario ha cambiado, la visión sigue siendo muy parecida a la de los padres griegos. En un célebre artículo de la Suma Teológica52 santo Tomás tratará también «de la gracia de Cristo en cuanto que es cabeza de la Iglesia». Este cambio de vocabulario obligará igualmente, a través del desarrollo de la teología escolástica, a hacer un desplazamiento de acento. El término de gracia es más objetivo y remite menos directamente al orden de las relaciones personales entre el creyente y el misterio de Dios. Por otra parte, la teología occidental esti más precocupada de la antropología de la gracia, es decir, de las condiciones de posibilidad y de las modalidades de nuestra unión con Dios en nosotros mismos. Por eso mismo insiste más en la gracia creada que en la gracia increada. Bajo su abstracción, esta última expresión designa simplemente la habitación trinitaria en nosotros, que se realiza por el don del Espíritu. La gracia creada, por el contrario, afecta a la parte de nosotros mismos que ha sido transformada y adaptada con vistas a la recepción de este don. Se trata de un efecto sobrenatural producido en el alma por

51. AGUSTÍN, De praedest. sanctorumXV, 31, en Cbras VI, BAC, Madrid 1949, 49. Cf. VATICANO II, Gaudium et Spes 32, 2, citado infra, 397. 50. M e inspiro aquí libremente en una nota inédita de J. Moingt.

535. 52. S. Th. III, q. 8, a. 5.

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Dios, que actúa en nosotros como causa eficiente de nuestra santificación, mientras que la gracia increada se comunica a nosotros según lo que ella misma es53. La gracia santificante tiene por tanto para nosotros una doble cara, increada y creada, que hay que evitar extraponer como si fueran dos cosas. Con un mismo movimiento Dios nos ama y se nos da, haciéndonos amables y agradables a él. La teología escolástica, al distinguir con mucha sutileza diversas clases de gracias, generalmente según parejas complementarias, a fin de poder designar una realidad misteriosa según cortes distintos y planes diferentes, corre el peligro de atomizar los diversos puntos de vista y de cosificar una multiplicidad de dones, en donde se trata realmente de la dinámica de una relación. Por esta misma razón, es decir, por la insistencia que se le concedió a la gracia creada, la teología escolástica llegó a reducir la inhabitación trinitaria en nosotros a una relación que tendríamos con la naturaleza divina y no con las personas como tales. Sin embargo, el lenguaje de la Escritura es muy claro en este punto: venimos a ser hijos del Padre, hermanos del Hijo y templos del Espíritu Santo. San Pablo distingue en nosotros la presencia de Cristo (Gal 2, 20; 4, 19; 2 Cor 13, 5; Ef 3, 17...) y la habitación del Espíritu (Gal 4, 6; 1 Cor 3, 16-17; 6, 19; Rm 5, 5; 8, 9-11; Tit 3, 16...). Juan afirma claramente la inmanencia mutua entre el Padre y el Hijo por una parte y los cristianos por otra. Su término preferido es el de morar (Jn 14, 16; 15, 4; 17, 22; 1 Jn 3, 24). Los padres de la iglesia heredarán naturalmente este lenguaje. Pero la teología escolástica ve en él una grave dificultad, en nombre del principio de que las acciones ad extra de Dios son necesariamente comunes a toda la Trinidad, en cuanto que es un Dios único, y no unas relaciones diferenciadas con cada una de las personas. Por tanto, habría que pensar que, cuando Cristo dijo: «Subo a mi Padre y vuestro Padre» (Jn 20, 17), se expresaría de forma bastante incorrecta (!), si tuviéramos que comprender que «mi Padre» designa a la primera persona de la Trinidad y «vuestro Padre» a la Trinidad entera. De este modo muchos textos del Nuevo Testamento tendrán que dar lugar a exégesis retorcidas. ¿No vendrá el error de pretender pensar la adopción filial y la divinización pura y simplemente según el modelo de las operaciones ad extra, al modo de la creación? Es algo muy distinto lo que está en cuestión, puesto que se trata de la apertura de la Trinidad a nosotros y de la invitación que las personas divinas nos dirigen para participar gracias a una misteriosa asimilación en las relaciones que

las constituyen a unas respecto a las otras. La referencia tiene que ser aquí la encarnación misma, obra ad extra si se considera simplemente la creación de la naturaleza humana de Jesús, pero también entrada de esta naturaleza en una relación original y nueva con el Padre y el Espíritu, por el hecho de que pertenece a la persona misma del Hijo. En el siglo XVII el teólogo Denys Petau (Petavio) reaccionó contra la posición escolástica en nombre de un conocimiento mejor del pensamiento de los padres. Aunque corrigiendo algunas posiciones de Petau, Théodore de Régnon recogió esta intuición esencial en el siglo XIX54. La posición escolástica, que sobrevivió hasta la segunda mitad del siglo XX, se va viendo hoy cada vez más abandonada. ¿Para qué nos habría revelado Dios el misterio de sus tres personas, si al mismo tiempo hubiera decidido no comunicarse a nosotros en una relación verdadera con cada una de ellas? El lenguaje de la Escritura y de los Padres tiene que ser tomado en serio en un punto tan capital.

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53. En lenguaje técnico se haMa aqui de causalidad formal o cuasi-formal.

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III. HOY: DIVINIZACIÓN Y AUTOCOMUNICACIÓN DE DlOS

Debates contemporáneos en torno a la divinización En un mundo tradicionalmente religioso el tema de la divinización resultaba eminentemente fecundo para la fe. Su simple anuncio era una buena nueva. No ocurre lo mismo en un mundo secularizado, en donde la idea de Dios se va viendo cada vez más desterrada de las relaciones públicas y hasta privadas. ¿Qué sentido tiene hablar de divinización al hombre de una sociedad profundamernte marcada por el agnosticismo, cuando no por el ateísmo? Á\ mismo tiempo, ese hombre privado de Dios siente la tentación de buscar su salvación en sólo sus recursos y de absolutizar su propia condición, incluida su finitud y su contingencia. Este era el sentido de las críticas del tema cristiano de la divinización del hombre que evocábamos al comienzo de esta obra, más o menos radicales según los autores (H. Kung, J. Pohier y G. Morel)". En esta perspectiva la divinización puede parecer una especie de alienación de nuestro ser-hombre y una injuria a su propia dignidad.

54. T. DEREGNON, Etudss de thélogie positivtsur lasainte Trinité, l e serie: Exposé da dogme, V. Reteaux, París 1892, en particular 341-365. 55. Cf.supra, 42-51.

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Es verdad que los mayores autores han tenido en este punto fórmulas ambiguas o poco afortunadas. En su fervor por celebrar nuestra divinización, algunos de ellos parecen anunciarnos la desaparición completa de nuestra situación de hombres. Así ocurre, por ejemplo, con san Agustín al comentar el prólogo de Juan:

tencia, sino la promoción de su autonomía. «Por eso Cristo es el más radicalmente hombre y su humanidad es la más autónoma y la más libre»60.

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«Dios nos llama para que dejemos de ser hombres. Esta dichosa trasformación no se verifica si antes no reconocemos nuestra condición de hombres»56. Hay aquí indiscutiblemente una inflación del lenguaje. Tomada al pie de la letra, semejante fórmula caería en el error. Nuestra divinización no puede arrancarnos de nuestro «ser-hombre», so pena de condenar a la incoherencia el designio creador de Dios. Sería suprimir la paradoja de la antropología cristiana57 por la eliminación de uno de sus términos. Para que la divinización nos diga algo, es preciso que se dirija a nuestro «ser-hombre», respetándolo en su consistencia. No pedimos que nos cambien en seres diferentes. Es el peso mismo de nuestra existencia el que deseamos ver asumido en Dios. Por otra parte, no podemos escapar de nuestra finitud creada; siempre seguiremos siendo criaturas ante Dios. Sin duda, Dios nos libera de la incapacidad natural en que nos pone nuestra finitud creada para hacernos hijos por adopción, pero lo hace por un don soberanamente respetuoso de lo que somos. Realmente, en la perspectiva cristiana, no hay ninguna alternativa entre divinización y humanización: crecen a la par y llegan juntas al mismo punto. Este es el verdadero sentido de toda la reflexión patrística. Lo ha repetido un documento reciente: «Entendida correctamente, la "deificación" hace al hombre perfectamente humano; la deificación es la verdadera y suprema "humanización" del hombre»58. Parece ser que este debate está inserto en un esquema de antagonismo entre Dios y el hombre. La divinización no podría hacerse más que en detrimento de la humanidad. Cuanto más se acercase el hombre a Dios, más volatilizado quedaría en cuanto hombre. ¿No decía ya el viejo Eutíques que la humanidad de Cristo se pierde en su divinidad como una gota de agua en el mar? Hay aquí un contrasentido sobre la misma encarnación59, contra el que ya habían reaccionado los antiguos concilios. En nuestro día K. Rahner ha mostrado bien que la proximidad a Dios no es para el hombre la disolución de su consis56. AGUSTÍN. Hom. in evang. Joh. I, 4, en Obras XIII, BAC, Madrid 1955, 77. 57. Cf. svpra, 33-35. 58. Comisión internacional, Teología, cristología, antropología I, E. 4 (Doc. Cath. 1844 [1983] 123). Véase el conjunto de este capitulo. 59. Cf. B. SESBOUE, Jésus-Christ daos la tradition, o. c, 132-134 y 147-150.

La dialéctica del deseo de Dios Pero no creamos que nuestra época haya dejado de estar imbuida de la búsqueda de lo absoluto, aunque sea muchas veces de manera inconsciente o ambigua, a veces desviada en ciertas expresiones idolátricas o en el culto exclusivo al hombre. La dialéctica del deseo de Dios sigue estando presente en la modernidad, a pesar de su ruptura con el lenguaje tradicional61. Desde Pascal hasta Blondel, los apologistas y los filósofos han ahondado en el tema ya tematizado por un Gregorio de Nisa o un Agustín. Analizando la lógica de la acción humana, M. Blondel ponía de relieve el vínculo entre la idea y el deseo de Dios: «No podemos conocer a Dios sin querer hacernos dios de alguna manera»62. Pero esta situación pone al hombre en un aprieto: quiere ser Dios y no puede serlo por sus propias fuerzas; puede llegar a ser Dios, pero con tal de abandonar su voluntad a otra voluntad distinta. «Querer y no poder, poder y no querer, es la opción misma que se ofrece a la libertad: amarse hasta el desprecio de Dios, amar a Dios hasta el desprecio de sí»63. Esta es por tanto la alternativa que se propone a su libertad: «El hombre aspira a hacer de Dios: ser dios sin Dios y contra Dios, ser dios por Dios y con Dios: he aquí el dilema»64. La gran visión teilhardiana de la subida del cosmos hacia el CristoOmega ¿no constituye una forma moderna y típicamente cristiana de divinización? Más recientemente Karl Rahner, cuya teología está esencialmente preocupada por las condiciones antropológicas de la acogida de la fe cristiana, se ha entregado al análisis de la «experiencia trascendental» que anida en todo hombre. Porque el hombre es un sujeto finito, que está atravesado por un deseo infinito en el orden del conocimiento y del querer. Realiza su experiencia gracias a la insatisfación en que lo deja toda realidad conocida y poseída. Quiéralo o no, está llevado por 60. K. RAHNER, Réñexiom théologiques sur Ihcarnation, en Écrits théologiqucs III, DDB, Paris 1963, 97. 61. Recueido a aquel prisionero de Fresnes qu

digna de la persona humana. Esta exigencia de justicia se extiende a los límites del planeta, en donde las relaciones internacionales, tanto políticas como económicas, están bajo el peso de injusticias considerables. El compromiso de la justicia en favor de los más desfavorecidos se presenta como una prioridad, para enfrentarse con muchas de las alienaciones que evocábamos al principio de este libro. Pero en este mundo parece utópico hablar de un orden de justicia perfecto; se trata de algo que supera las posibilidades de las fuerzas humanas. Por otra parte, la justicia es para los moralistas una virtud. ¿No desea cada uno de los hombres ser reconocido por «justo», es decir, por persona recta, leal, honrada, respetuosa de los demás? La justicia es en este sentido un ideal de vida, no muy lejos de la santidad. Uno puede verse llevado a morir simplemente por seguir siendo justo. La justicia y la santidad son una forma de salvación para el hombre que intenta realizar su vocación. Pero el ideal y el deseo de la justicia personal chocan constantemente con la debilidad humana, incapaz de acceder a ella. Todos nosotros tenemos la experiencia de nuestros errores con los demás, de nuestras cobardías, de nuestros compromisos y de nuestras hipocresías que, según las palabras certeras y un tanto cínicas de Talleyrand, son un homenaje del vicio a la virtud. También aquí el hombre choca con una alienación radical: tiene necesidad de ser liberado y hecho justo. Pero ¿quién es en este mundo el que puede «justificar» de verdad? Había que evocar estos dos registros de la experiencia humana para situar oportunamente la salvación como justificación. Este vocabulario se funda tan sólo en una analogía entre los que expresan ambos registros y la justicia de Dios con el hombre. Sin embargo, ésta se revela como radicalmente distinta: trasciende toda justicia humana en que es capaz de hacer justo al que no lo es. No es una justicia que intente castigar y restablecer más o menos atinadamente un orden de derecho violado, sino una justicia contagiosa, una justicia que se comunica a sí raisma. En esta justicia, Dios es sujeto y no objeto: es Dios el que hace justo al homfcre y no el hombre el que hace justicia a Dios. Por esc había que tratar de ella dentro del movimiento de mediación descendente. I. EL TEST1M ONIO DE IA ESCRITURA

La justicia de Dios según la Biblia 1. Cf. La reflexión del teólogo luterano H. Asmussen citada por H. KUNG, La justiScación según Karl Barth, Estela, Barcelona 1967, 205.

lúa Biblia conoce lien el símbolo del equilibrio de los dos platillos de la balanza (cf. Lev 19, 36; Job 31, 6). Pero no se detiene en él

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para hablar de la justicia según Dios. Porque la justicia, o el respeto al derecho, «es ante todo un asunto personal: la necesidad fundamental de existir y de vivir»2. Por consiguiente, la justicia se verifica por excelencia en el acto de hacer derecho al pobre, al que no tiene nada. Así es como la justicia de Dios (que no es cólera, decepción por la falta de correspondencia amorosa de su creación) quiere el bien y asegura al hombre la salvación. «Nunca en la Biblia la justicia de Dios va asociada a un mal»3. Según la frase de St. Lyonnet, recogida por la TOB4, la justicia de Dios «no es la justicia distributiva que recompensa las obras, sino la justicia salvífica que realiza las promesas por gracia». Más profundamente todavía, «la justicia de Dios —escribe J. Guillet, es la atención al derecho mas profundo, a la sed de existir y de ser reconocido que anida en el corazón humano»5. Sólo Dios puede decirnos en Jesucristo: «tú eres justo»; y «el hombre no puede escuchar esta palabra más que en la fe»6. Por tanto, la justicia de Dios no tiene nada de conmutativa o de vindicativa. En ese caso, Dios no tendría más que culpables que condenar, sin ningún inocente que reconocer. Su justicia es totalmente justificante y salvífica con ese pobre por excelencia que es el hombre pecador que aspira a vivir.

^Cwmdo Jesús cumplió toda justicia Jesús inaugura su ministerio pascual haciéndose bautizar por Juan. Ante la extrañeza de éste, responde: «Déjame ahora, pues conviene que así cumplamos toda justicia» (Mt 3, 15). Da fórmula se refiere ante todo a un acto de obediencia y de fidelidad a la voluntad de Dios, pero manifiesta también una declaración de intención para toda la vida de Jesús. Esta actitud inicial tiene un valor programático. Delante de Dios y delante de los hombres Jesús se comportará como «hombre justo», en un sentido mucho más radical que cuando esta expresión se aplica a José (Mt 1, 19), a otros santos personajes de los relatos de la infancia (Le 1, 6; 2, 25) o al Bautista (Me 6, 20; Mt 21, 32). La justicia de Jesús es una actitud a la vez espiritual y moral que se expresa en su relación de obediencia amorosa al Padre y de apertu2. J. GUILLET, Chercher la justice:Cultures etFoi, Suppl. 1976, 14. 3. Ibid.,15. 4. T. O. B., Nouveau Testament, Ccrí, París 1972, 452, nota w a Rom 1, 17. 5. J. GUILLET, art. cit., 16. El mismo autor ha expuesto su pensamiento de forma más desarrollada en Justice-Foi-Loi, en Departcmcnt de Etudes Bibliques de l'I. C. P. La vie de la Parole. De i'Ancien au Nouvcau Testament. Mclangcs P. Grelot, Desclée, Paris 1987, 345-353. 6. Ibid., 17.

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ra total a las necesidades de los hombres, particularmente de los más pequeños. Su justicia se dirige ante todo a los pecadores, ya que no ha venido «a llamar ajustas, sino a pecadores» (Mt 9, 13; Le 5, 32). Esta justicia es la revelación de la justicia del reino de Dios para los hombres. Es ella la que lo conducirá hasta la muerte. Pero el traidor Judas reconoce que ha entregado la «sangre inocente» o «la sangre de un justo» (Mt 27, 4); la mujer de Pilato aconseja a su marido que no se mezcle en los asuntos de «ese justo» (Mt 27, 19). Ya hemos visto las palabras del centurión en la versión de Lucas: «¡Ciertamente este hombre era justo!» (Le 23, 47). El «hacer y el enseñar» son siempre solidarios en la vida de Jesús. Por eso es esta misma justicia la que proclama y enseña en el sermón de la montaña. Se dirigen dos bienaventuranzas a «los que tienen hambre y sed de justicia» (Mt 5, 6) y a los que son «perseguidos por causa de la justicia» (5, 10). Esta justicia tiene que ser superior a la de los escribas y fariseos (Mt 5, 20); se inspira en la justicia de Dios que hace brillar el sol y caer la lluvia «sobre justos e injustos» (Mt 5, 45); es finalmente una llamada a la perfección misma del Padre celestial (Mt 5, 48). La invitación a hacer justicia, muy presente en el evangelio de Mateo, no corresponde al lenguaje de las epístolas paulinas. Pero la justicia es ante todo un don de Dios manifestado en la persona de Jesús, que la proclama al mismo tiempo que el reino de Dios. Por eso mismo, en su respuesta al don del reino, puede llegar a superar toda justicia humana. Por otra parte, el vocabulario de la justicia se completa en los evangelios con el de gracia. Lucas nos dice que el niño iba creciendo y rebusteciéndose, lleno de sabiduría, porque «la gracia de Dios estaba sobre él» (Le 2,40), o que iba creciendo «en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres» (Le 2,52). Juan nos presenta al Verbo encarnado como el que está «lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14), con la plenitud de aquel de quien todos hemos recibido «gracia por gracia» (Jn 1,16). Porque si la ley fue dada por Moisés, «la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo» (Jn 1,17). La gracia y la justicia van a la par. Jesús es en su persona la fuente de una y de la otra. Por consiguiente, tiene pleno derecho a enseñarla, porque asegura su don.

El evangelio de Pablo E n el Nuevo Testamento, Pallo es el testigo privilegiado d e la justificación por la fe. Para comprender bien su doctrina en esta ma-

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teria, hay que remontarse hasta su experiencia personal. Según su propia confesión, el joven judío Saulo de Tarso intentó con todo el fervor de su ánimo realizar su propia justicia por medio de las obras de la ley. Tenía motivos para sentirse orgulloso de ello: «Hebreo e hijo de hebreos; en cuanto a la ley, fariseo; en cuanto al celo, perseguidor de la Iglesia; en cuanto a la justicia de la ley, intachable» (Flp 3,5-6; cf. Gal 1,14). Pero en el camino de Damasco hizo un descubrimiento totalmente contrario y recibió el evangelio por una revelación de Jesucristo. Había llegado hasta el límite de su deseo de conseguir su propia justicia con sus fuerzas, pero no había encontrado a Dios. No podemos hacernos con Dios con nuestras fuerzas. Por eso tenemos que aceptar vernos descabalgados, lo mismo que Pablo, caer por tierra, recurrir a otro y dejarnos coger. Porque nadie puede decir de sí mismo: «yo soy justo»; sólo Dios puede decirnos: «tú eres justo» 7 Así pues, Pablo perdió toda la confianza que tenía en sí mismo, para ponerla en Dios. No puso ya su orgullo o su «jactancia» en la ley, sino en la esperanza y en la gloria de Dios por Cristo Jesús (cf. Rom 2,7-13; 5,2-11). Todo lo que era ganancia para él, resultó ser pérdida. Su único bien fue el conocimiento de Jesucristo; su único deseo fue «ganar a Cristo y ser hallado en él, no con la justicia mía, la que viene de la ley, sino la que viene por la fe de Cristo, la justicia que viene de Dios, apoyada en la fe» (Flp 3,8-9). Es allí donde se arraiga en él la dialéctica de la debilidad y de la fuerza que tanto le complace. Pablo puede sentirse orgulloso de sus flaquezas, porque él le ha dicho: «Mi gracia te basta; que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza» (2 Cor 12, 9). Todos justificados por gracia La vocación de Pablo es única, pero la experiencia que hizo tiene un alcance universal. Revela la manera con que la salvación de Dios alcanza al hombre. Vale para los paganos lo mismo que para los judíos. Con este espíritu es como el apóstol escribe a los Romanos la gran carta de la justificación por la fe: «Pues no me avergénzo del Evangelio, que es una fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree: del judio primeramente y también del griego. Porque en él se revela la justicia de Dios, de fe en fe, como dice la Escritura: "El justo vivirá por la fe"» (Rom 1, 16-17).

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Esta proclamación inicial es el índice de toda la epístola. Pero el anuncio de la salvación se dirige a un mundo encerrado en el pecado y normalmente digno de la cólera de Dios. Bajo esta luz puede manifestarse la radicalidad del pecado de la humanidad: «Pues ya demostramos que tanto judíos como griegos están todos bajo el pecado, como dice la Escritura: "No hay quien sea justo, ni siquiera uno solo"... Que toda boca enmudezca y el mundo entero se reconozca reo ante Dios, ya que nadie será justificado ante él por las obras de la ley» (Rom 3, 9-10.19-20). En una sínteis vigorosa Pablo repite entonces la proclamación de la salvación, que forma «inclusión» con la precedente: «Todos pecaron y están privados de la gloria de Dios y son justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús, a quien Dios exhibió como instrumento de propiciación por su propia sangre, mediante la fe, para mostrar su justicia» (Rom 3, 23-25). Este texto tiene el interés de articular en torno a la categoría de justificación otros dos vocabularios de la salvación: el de la redención, acontecimiento realizado por Cristo y en cuyo nombre se produce la justificación de cada-uno, y el de la expiación o propiciación, que volveremos a encontrar cuando tratemos de la mediación ascendente; este último se invoca con vistas a la revelación de lo que la justicia de Dios es para el hombre. Los dos movimientos de la mediación reciben aquí una connotación según la verdad de cada uno. En otro lugar Pablo llama a Cristo «sabiduría, justicia, santificación y redención» (1 Cor 1,30): todas estas categorías encuentran su unidad original y su sentido en la persona de Cristo. La justificación del hombre es obra de la pura gracia de Dios. Pero se añade «mediante la fe». En efecto, al hombre tan sólo s e le pide la fe para que sea beneficiario de la justicia y de la gracia. «TTorque pensamos qtie el hombre es justificado por la fe, sin las obras de la ley» (Rom 3,28). El gran ejemplo de la fe que propone Pablo es el de Abrahái, del que dice la Escritura: «"Creyó Abrahán en Dios y le fue reputado como justicia"... Esperando contra toda esperanza, creyó y fue hecho padre de muchas naciones.. No vaciló en su fe al considerar su cuerpo ya sin vigor —tenia unes cien años— y el seno de Sara, igualmente estéril; en presencia de la promesa divina, la incredulidad no le hizo vacilar, antes bien, su fe le llenó de fonaleza y dio gloria a Dios» (Rom 4,3.18-20).

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Lo que vale para Abrahán, que creyó en la promesa, vale también para nosotros, que creemos en el misterio de Cristo:

Pero describe también una dinámica de trasformación del pecador por el don del Espíritu que actúa en él una vida nueva. La dimensión exterior de la justificación se ordena a su dimensión interior y tiene como fruto la santificación.

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«Nosotros, a quienes ha de ser imputada la fe, nosotros que creemos en Aquel que resucitó de entre los muertos a Jesús Señor nuestro, quién fue entregado por nuestros pecados, y fue resucitado para nuestra justificación» (Rom 4,24). El retorno a la vida del justo entregado por nuestros pecados nos comunica la vida en la justicia. La fe hace vivir, ya que nos hace recibir la justicia viva y vivificante de Dios. En la lógica de este texto la fe no es una obra nueva del hombre, que viniera de alguna forma a sumarse con el don de la gracia. En la gracia y por la gracia es como creemos en la gracia y somos agraciados. Esta fe viviente está imbuida de la caridad, ya que «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5,5). El amor que Dios tiene por nosotros se ha derramado ahora en nuestros corazones, como agua purificadora y se convierte en la fuente misma del amor que tenemos a Dios. Puesto que Dios es el que actúa en nosotros el querer y el obrar (Flp 2.13), esta fe que comprende esperanza y amor es un puro don de Dios. La fórmula completa de la justificación por la fe es la justificación por Ja gracia, mediante la fe, que es a su vez gracia La salvación dada por Dios realiza entonces un acto perfectamente original de justicia, que separa no ya al justo del culpable, sino al pecado del pecador. Por un lado, por la cruz de Cristo, «condenó el pecado en la carne» (Rom 8,3) y el pecador se encuentra justificado por el Espíritu, ya que la justicia que exigía la ley se cumple ahora en nosotros (Rom 8,4). Se abre para nosotros el camino de una vida en el Espíritu que nos convierte en hijos adoptivos de Dios (Rom 8,15). Esta vida nueva hace posibles las obras de la fe. Porque Pablo tiene plena conciencia de que la justificación por la fe no tiene que traducirse por la libertad de pecar. Las obras no contribuyen a la justificación, sino que la justificación hace posibles las obras del amor. Lo que importa para el que está en Cristo es «la fe que actúa por la caridad» (Gal 5,6). Más tarde, la carta de Santiago insistirá mucho en este punto, reaccionando sin duda contra las interpretaciones simplistas y extremas de la enseñanza de Pablo (San 2,14-26). Esta es, brevemente esbozada, la doctrina paulina de la justificación por la fe. Pablo lo expresa con un entusiasmo cristiano, en un espíritu de alabanza y de admiración ante el designio de Dios, del que nada puede separarnos. Este tema encierra siempre en él una referencia a la imagen jurídica de la justicia devuelta al cristiano, objeto de decisión divina e «imputada» al hombre como en el caso de Abrahán.

n.

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E L TESTIMONIO DE LA TRADICIÓN

He dicho que los padres griegos no desarrollaron una doctrina formal de la justificación. Pero esta afirmación general exigiría sin duda alguna ciertas matizaciones. Por ejemplo, el sentido que tienen del admirable intercambio entre Dios y el hombre, anteriormente señalado, no se olvida del tema paulino del intercambio entre la justicia de Dios y del pecado del hombre. Basta para atestiguarlo el hermoso texto, con que ya nos hemos encontrado, de la Epístola a Diogneto: «Porque ¿qué otra cosa podría cubrir nuestros pecados, sino la justicia? ¿En quién otro podíamos ser justificados nosotros, inicuos e impíos, sino en el solo Hijo de Dios? ¡Oh dulce trueque! ¡Oh obra insondable! ¡Oh beneficios inesperados! ¡Que la iniquidad de muchos quedara oculta en un solo Justo y la justicia de uno solo justificara a muchos inicuos!»8 Más arriba hemos visto9 el sentido original que adquiere en Ireneo la idea de la justicia en la salvación. Se trata de una justicia devuelta al hombre que en Cristo y por Cristo se ha hecho vencedor del que lo había vencido. La analogía puede parecer estar muy lejos de la justificación de que habla Pablo. Pero no hay ninguna equivocidad, ya que esta justicia es desde luego un don que Dios hace al hombre, una liberación que hace así al hombre justo delante de Dios. Pero hay que esperar a Agustín para que llegue a tematizarse en occidente una verdadera doctrina de la justificación y de la gracia.

La experiencia de Agustín Ya n o s hemos encontrado dos veces con Agustín en nuestro r e c o rrido, primero a propósito de su experiencia de la mediación de Cristo10 y luege a propósito de la relación entre la gracia y el libre albe-

8. Epist. id Diognetum 9, 3, en Padres Apostólicos , BAC, Madrid 1985, 857. 9. Cf. supra, 166-170. 10. Cf. sipra, 106-107.

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drío después del pecado". En ambos casos, Agustín experimentaba la soberanía de la gracia liberadora que le vem'a de Jesucristo. Estos encuentros nos hacen constatar una primera analogía entre Agustín y Pablo: tanto en uno como en otro la experiencia determina la doctrina. El judío Saulo contento de sí mismo y de sus obras había tenido que renunciar a sus privilegios y a la búsqueda desenfrenada de la justicia por las obras de la fe. El pagano africano, mal convertido, que era Agustín, seducido largo tiempo por el maniqueísmo, luchó en vano por poner de acuerdo las miserias de su existencia carnal con su deseo de Dios. Tanto el uno como el otro, pero el segundo a la luz de la doctrina del primero, tematizaron su experiencia y dedujeron de ella su lógica profunda, válida para todo cristiano.

Pelagioyla

ilusión de la libertad

Pero intervino un nuevo elemento, que precipitó las cosas. Pelagio, un laico asceta, natural de Gran Bretaña, se dio a conocer en Roma a partir del año 380 en la dirección espiritual de personas de la alta sociedad. Ejerció así una gran influencia y se enfrentó con los que hacían una apología demasiado fácil de la fe sin las obras, que él interpretaba como una autorización a pecar «con toda seguridad y libertad». Se hizo con discípulos entusiastas que radicalizaron su doctrina, especialmente Celestio y Juliano, obispo de Eclana. Su enseñanza desencadenó una polémica larga y compleja, que se desplazó de África a Palestina, para volver a África y pasar de nuevo a Roma; 'prque los pelagianos, turbulentos, viajaban por las diversas regiones de la cristiandad de aquella época. Fue necesario que intervinieran los concilios locales y los papas12. En Agustín y Pelagio se enfrentaban dos concepciones totalmente distintas del cristianismo, dos concepciones de la situación del hombre ante Dios, del pecado y de la salvación. Una de las características de la doctrina de Pelagio es la de expresar las posiciones espontáneas de un sentido común primario y precrítico, de tal forma que a primera vista todos podemos reconocernos de buena gana c o m o pelagianos que se ignoran. Para Pelagio, la relación del hombre con Dios es ante todo una relación de creación entre un Dios justo y un hombre libre. Por una parte, Dios es justo: recompensa a los justos y castiga a los

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pecadores; no pide nada imposible, ni abusivo; por tanto, la ley tiene que ser accesible al hombre; no hay pecado en donde no hay libertad personal; por consiguiente, Pelagio no puede admitir la trasmisión de una especie de pecado original, pecado hereditario que sería contrario a la moral de Ezequiel (Ez 18). Cada hombre es un Adán para él mismo. Sea lo que fuere de la historia de la humanidad, a cada existencia le toca partir siempre de nuevo con sus fuerzas intactas. Por otra parte, el hombre es libre: está «emancipado de Dios», adulto ante él. Si el «poder» le viene al hombre del Dios creador, el «querer» y el «cumplir» son cosa suya; su libertad histórica es total; por tanto, puede hacer el bien y evitar el mal; puede incluso no pecar nunca (es la tesis de la iirpeccantia del hombre); su libertad vuelve a partir de cero con cada acto nuevo, prescindiendo de cuál haya sido su conducta anterior; a Pelagio le falta la persuasión de que nuestros actos nos trasforman. Si el hombre peca, mantiene sin embargo toda su posibilidad de convertirse. En una palabra, el hombre puede lograr por sí mismo su salvación con sus propios actos de libertad. ¿Qué pasa entonces con la gracia? Pelagio no niega ni su existencia ni su papel. Reconoce una gracia que se confunde con la creación: está en el origen de nuestro libre albedrío; hay además una gracia de enseñanza, de sacorro exterior que nos viene del ejemplo de Cristo; y está finalmente una gracia de perdón de los pecados, que es la remisión de una deuda, pero que no cambia el corazón. Puesto que no hay pecado original, el bautismo no se les puede dar a los niños «para el perdón de los pecados»; no hace más que «abrirles el cielo». Para Agustín, semejante doctrina es la negación de toda la enseñanza paulina y joánica, la negación de la situación pecadora concreta del hombre delante de Dios, cuya experiencia ha relatado en sus Confesiones, la negación de la prioridad absoluta de la gracia sobre nuestras obras, y finalmente y sobre todo la negación de la cruz de Cristo. Si Pelagio tiene razón, no tenemos necesidad de salvación; somos perfectamente capaces de conseguir nosotros solos nuestra salvación. Actualmente somos perfectamente sensibles a la abstracción antropológica de esta doctrina, cuyo optimismo puede seducir por u n instante, pero que condena la realidad personal y colectiva del hombre.

Agustín y la soberaníade 11. Cf. supra, 198-199. 12. Sobre Pelagio y esta historia, cf. G. DE PLINVAL, Pélage, Scs ccrits, sa vie et SÜ reforme, Payot, Lausanne 1943.

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la gracia

L a respuesta de Agustín a Pelagio lo condujo a desarrollar la concepción, que ya tenía, de la soberanía de la gracia. Pero a medida que se fue envenenando ladisputa, con la entrada de Juliano de Eclana y

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su violencia verbal y el paulatino envejecimiento de Agustín, su discurso se hizo más tenso y llegó incluso a superar los límites de un justo equilibrio. En este contexto polémico, acentuó ciertos rasgos discutibles de su concepción de la trasmisión del pecado original por la generación y de la predestinación. A veces se tiene la impresión de que el último Agustín hace perder toda su consistencia a la libertad del hombre. Los elementos más ambiguos de su pensamiento están en el origen de los debates sin salida de los tiempos modernos sobre la gracia y de las posiciones jansenistas. Por consiguiente, hemos de volver a la posición más justa del Agustín de la madurez, cuya doctrina esencial fue canonizada por los concilios de Cartago (418) y de Orange (529). El pensamiento de Agustín ejercerá una influencia decisiva sobre la dogmática latina, particularmente sobre la teología de santo Tomás. Según el proyecto de este libro, no voy a recoger aquí más que lo que concierne a la justificación y a la gracia. Inspirándome en un hermoso texto de Yves de Montcheuil 13 , resumiré en unos cuantos puntos las grandes líneas fundamentales del pensamiento de Agustín según su expresión más equilibrada. Encierra dos datos esenciales: la soberanía de la gracia y la realidad de la libertad humana. 1. Es la gracia la que comienza. Porque es siempre Dios el que da el primer paso ante el hombre. Esto se verifica en el plano universal de la historia de la salvación, en la creación, en el don de la primera alianza y en el don definitivo del Verbo encarnado. Dios busca al hombre, como lo hacía el creador en el paraíso después del pecado: «Adán, ¿dónde estás?» (Gen 3,9). Esta iniciativa hace posible la respuesta del hombre, la expresión de su deseo, de su llamada y de su espera. Del mismo modo, fue la gracia invitadora de Dios la que permitió el fíat de la Virgen. Lo que vale en el plano universal de la salvación vale igualmente en el plano personal. La Iglesia se ha negado a admitir la tesis de los que han recibido el nombre —sin duda por equivocación— de «semipelagianos», que opinaban que en el punto de partida de la fe era el hombre el que comenzaba y Dios el que acababa. En esa concepción le correspondería primero al hombre disponerse para la gracia, en un paso previo que desempeñaría la función de una especie de mérito. Esto explicaría por qué unos se convierten y otros no. A esta tesis, Agustín y la Iglesia después de él responden que la preparación de la fe es igualmente un don de Dios y una forma 13. Cf. Y de MONTCHEUIL, Notes medites,en Recherches et débats(l- serie policopiado) n. 10, junio-julio 1950, 2-6

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de gracia. El comienzo de la fe (initium fidei) está también sometido a la prioridad absoluta de la gracia. Se trata de una explicitación de la lógica paulina. 2. Lo mismo ocurre con la perseverancia en la justicia Esta prioridad vale no solamente de la primera justificación, sino de todo el proceso de la santificación: la gracia acompaña a todos nuestros actos. Pues bien, los «semipelagianos» decían: una vez recibido el don de la justificación, le corresponde al hombre ser fiel al mismo. Le toca colaborar con la gracia, ya que sus obras tienen que completar necesariamente esa gracia en la realización de la salvación y para el mérito de la perseverancia. La fórmula sería entonces la inversa a la anterior: Dios comienza y el hombre acaba. Una vez más Agustín responde que no es así: ninguna actividad humana guarda proporción con el don de Dios. El hombre no puede merecer la vida eterna, ya que entonces se daría un bien superior al que Dios le hace creándolo. El hombre no se encuentra nunca delante de Dios en la situación de disponer de un mérito independiente de su gracia. La lógica de la relación gracia-libertad, que intervino en el momento de la primera justificación, sigue siendo la misma a continuación. Coronando nuestros méritos, Dios recompensa sus propios dones. Esta misma lógica rige igualmente en el caso de la perseverancia final. Tampoco aquí hay ningún derecho a decir: Dios comienza y el hombre acaba. 3. Sin embargo, queda en pie nuestra libertad. Porque la gracia no constringe a la libertad desde fuera, sino que la suscita desde dentro: la da a ella misma. Esta afirmación está a primera vista en contradicción con el sentido común: una ayuda, una influencia es siempre para nosotros un atentado contra la libertad que se define por la autonomía de la decisión {causa sui). Pero ya hemos visto la superficialidad de este punto de vista, dado que sólo una libertad puede hacer que nazca una libertad, sólo un amor puede hacer que nazca un amor 14 . La gracia es e n definitiva la libertad amorosa de Dios para con nosotros; lejos de extinguir nuestra libertad, la engendra. Una prueba a contrario d e nuestra libertad reside en la posibilidad de decir que no, Esta libertad continuamente dada a sí misma y solicitada por la gracia de Dios siempre puede «fallar», por recoger la palabra exacta de Agustín, y negarse. Pero esta prueba a contrario no debe hacernos pensar que sólo hay libertad cuando el hombre dice que no. E s o sería una interpretación pecadora de la relación entre Dios y el hombre, considerados como dos rivales que se disputarían un lugar único en la existencia. 14. a . sup/a, 198-202.

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4. ¿Cómo comprender entonces la conciliación de estos dos factores? Para ello hay que salir de la representación corriente según la cual la gracia y la libertad son dos factores del mismo orden que se ejercen en el mismo punto, como si se tratara de dos caballos que tiran del mismo carro. En ese caso, el trabajo realizado por un animal se une al que tiene que realizar el otro para sumarse con él. Pero entre Dios y el hombre no puede haber una relación cuantitativa de ese orden, como si una parte correspondiera a Dios y otra al hombre, como si el don de Dios evitase que el hombre obrara. Porque la acción de Dios y la del hombre no están en el mismo plano, no pueden competir entre sí. Todo viene de Dios y sin embargo todo es del hombre. La analogía de la creación puede ayudarnos a comprender de qué se trata: el ser de la criatura depende por entero de la intención creadora de Dios, sin la cual desaparecería. La criatura, sin embargo, es distinta de Dios y dispone de una autonomía de acción real. Lo mismo ocurre con la gracia que crea nuestra libertad espiritual. Su finalidad es suscitar ante Dios a un compañero verdaderamente «otro», libre y amante. Por eso, mi asentimiento a la gracia viene ciertamente de mí aunque sigue siendo por su origen una gracia de Dios. 5. Lo que está en juego en la relación entre la gracia divina y la libertad humana es el don de la vida de Dios, nuestra adopción filial y nuestra divinización. Esta vida no puede nunca ser objeto de una «captación» por parte del hombre. Por definición el hombre no es Dios, es y sigue siendo criatura. Para él, acceder a la libertad es aceptar recibirse a sí mismo y su propia vocación, aceptar tener que responder a una invitación y a un don. El hombre es un acusativo antes de ser un nominativo. Es el objeto del deseo de Dios, antes de ser el sujeto de ese deseo y para poder hacerse tal. Este dato fundamental no es una consecuencia del pecado, sino que procede de nuestro estatuto de criaturas, difícil de admitir ciertamente en nuestros días para muchos espíritus. Porque el hombre sigue estando siempre bajo la tentación de hacerse dios por sí mismo, sin referencia a una alteridad. El signo de esta dialéctica de un amor libre que suscita un amor libre es para Agustín el deleite o el placer. El amor liberado encuentra su dicha en amar y servir a Dios. En donde no hay constricción, allí hay placer. 6. En el caso del hombre pecador, la liberación de nuestra libertad por la gracia no se hace de un solo golpe. La libertad devuelta a sí misma sigue estando dividida y su devenir se cumple en el tiempo. Progresivamente, la gracia que induce a la entrega de sí mismo a Dios y a los demás, la ascesis y las buenas obras, consigue rehacer el acuerdo pleno de nosotros con nosotros mismos.

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Esta es, según su núcleo esencial, la doctrina agustiniana de la gracia que justifica nuestra libertad. Se inscribe en línea recta con la doctrina paulina, de la que constituye la interpretación eclesial. Santo Tomás recogerá exactamente su contenido, dándole la forma sistemática de la construcción escolástica. Se trata de un bien común de la • Iglesia. El «sola gratia» y el «sola fide» de Latero Lutero es una vez más el testigo de la correspondencia entre la experiencia personal y la doctrina. Desde su juventud, Lutero, nacido en 1483, era presa de la profunda angustia existencial de su tiempo, la angustia de la salvación: ¿soy digno de amor o de odio? ¿me mira Dios como un amigo o como un enemigo? ¿no estaré caminando por el camino del infierno? ¿cómo librarme de la concupiscencia y del pecado que siento siempre en mí? Para aplacar esta angustia, Lutero entra en 1505 en la orden de los agustinos, que practicaba penitencias rigurosas. «Se agota» entonces, nos dice, en ayunos, vigilias, maceraciones, y frecuenta el sacramento de la penitencia. Pero a pesar de los consejos de su director, Staupitz, vive sin cesar en el miedo a la justicia de Dios. Sigue inundándolo la angustia de la condenación. La concupiscencia en todas sus formas, que tiene tendencia a confundir con el mismo pecado, sigue viviendo en él. Ante Dios que lo juzga, no es más que un pecador. Pues bien, en 1513 una iluminación espiritual trasforma la situación gracias a su estudio de la carta a los Romanos. Descubre que Dios no es el juez amenazante «que castiga a los pecadores y a los injustos: «Entonces empecé a comprender que la justicia de Dios es aquella por la que el justo vive del don de Dios, a saber, de la fe, y que la significación era ésta: por el evangelio se ha revelado la justicia de Dios, a saber, la justicia pasiva, por la que Dios misericordioso nos justifica por la fe, según está escrito: "el justo vive por la fe". Entonces me sentí un hombre nacido de nuevo, que ha entrado en el paraíso con las puertas de par en par. En ese mismo instante la Escritura se me apareció con otro rostro»1 . De pronto pasa del odio al amor ante la expresión «justicia de Dios»: antes le aterrorizaba, ahora lo libera. Lee entonces a san Agustín, e i la tradición espiritual que estaba viviendo, ya que era 15. M. LITHER , Cteuvres.t. Vil, Labor et Rdes, Genéve 1962, 307.

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monje agustino, y se da cuenta de que también él interpreta del mismo modo a san Pablo: 16

«Leí luego el De spirítu et littcra de Agustín , en donde contra toda esperanza encontré que también él interpreta la justicia de Dios de la misma manera: aquella de la que Dios nos reviste al justificarnos. Y aunque esto sea de una manera imperfecta y no explica claramente todo lo relativo a la imputación, le pareció conveniente enseñar que la justicia de Dios es aquella por la que somos justificados»17. Así, las observancias religiosas y el significado que se les daba habitualmente habían obscurecido el evangelio de la justificación por la fe. La virulencia de la experiencia vivida por Lutero explica ciertos aspectos de su doctrina. Su punto de vista y su lenguaje son existenciales18, y no ya ontológicos como en la teología escolástica. Esto es algo nuevo en la época y engendrará no pocos malentendidos. En su traducción del famoso versículo de Rom 1,17 añade una palabra que no está en el texto: «El justo vivirá por la fe sola». Esta innovación exacta en cuanto al sentido, resulta significativa de su reacción violenta contra las obras. Lutero subraya también que el acto de justificación es la decisión propia de Dios, que sigue siendo en este sentido exterior al hombre: es el aspecto «forense», es decir, exterior y jurídico de la justificación. La gracia es ante todo la mirada que Dios dirige al hombre. La justificación no deja sitio a la moralidad natural. Sin duda abre el camino a un proceso de santificación y las obras buenas son consecuencia normal. Pero el hombre revestido de la justicia de Dios sigue siendo pecador (simul peccator et justus), porque hace la experiencia de que, incluso después del bautismo, el pecado, considerado por Lutero como un estado mucho más que como una serie de actos, sigue viviendo en él. Por eso el reformador insiste mucho en la conciencia interior que cada uno ha de tener de su propia fe y de la confianza en Dios que lo justifica. En el contexto de esta experiencia espiritual es donde explota el asunto de las indulgencias de 1517. El incidente de las 95 tesis publicadas en Wittenberg habría podido ser una cuestión sin importancia, pero resultó simbólica. Denunciando los manifiestos abusos simoníaeos de la predicación de las indulgencias, Lutero ataca entonces las obras presentadas como salvífícas y que distraían a los fieles de su fe en la cruz de Cristo. Esto ocasionará el conflicto que todos conocemos 16. Cuyo título, inspirado en 2 Cor 3, 6, equivale a «De la gracia y de la ley». 17. M. LUTHER , Oeuvres, t. VII, o.c.

18. Punto de vista subrayado por D. OLIVIER, Le procos Luther, 1517-1521, Fayard, París 1971; La foi de Luther. La cause de VEvangile dans l'Eglise, Beauchesne, Paris 1978.

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y la excomunión de Lutero en 1521. En Lutero, las violencias de lenguaje y la radicalización progresiva de sus ideas no facilitaron ciertamente el diálogo con la Iglesia Pero, por otro lado, tampoco ésta comprendió de verdad el alcance de su experiencia religiosa. En lugar de ver en él una llamada a un retorno al evangelio, sólo atendió a su contestación de la institución eclesial. Pues bien, el grito de Lutero, extendido por toda Europa gracias a la nueva invención de la imprenta, actuó como un detonador. El reformador sintonizaba con la sensibilidad espiritual de su época, llena de vitalidad, de búsqueda y de esperanza, a pesar de la decadencia de las prácticas y de los abusos eclesiásticos. La doctrina luterana de la justificación por la fe no es más que la formalización dealéctica de estos datos de su experiencia El evangelio hace pasar al hombre de la ley a la fe. El hombre, total y radicalmente pecador, según una perspectiva que no distingue entre pecado original y pecado personal, está separado de Dios. Está sometido a la ley, que le revela su pecado sin liberarlo de él, y que es la expresión de la cólera de Dios sobre él. Dios es entonces para nosotros un Dios oculto, bajo cuyo juicio temblamos, y que realiza en nosotros una obra extraña (opus alienum). Por el anuncio del evangelio, el hombre puede encontrar la paz pasando a la fe y abandonándose a la misericordia de Dios. El sola fide es su respuesta al sola gratia, en la que Dios nos concede incondicionalmente la justicia, sin tener para nada en cuenta nuestra aportación. Este acto es el instante de Dios que encuentra sin cesar al creyente en el hoy de su existencia, para hacerle pasar constantemente a la fe. Dios es entonces un Dios revelado que realiza en nosotros su obra propia (opus alienum). La justificación es un gozoso intercambio entre Cristo y el creyente: se nos imputa la justicia de Cristo Gusticia forense), que nos permite obrar de manera justa (segundo nivel de la justicia), pasándole a Cristo el peso de nuestro pecado. El hombre justificado, enfermo en vías de curación, sigue siendo pecador y penitente. El sola fíde y el sola gratia están lógicamente vinculados con la sola scriptwa, ya que sólo la Escritura atestigua para nosotros la Palabra de Dios. Se comprende entonces que para Lutero la justificación por la fe sea el artículo que hace mantenerse en pie o caer a la Iglesia (articulus stantis ve/ eadentis Ecclesiae). La sesión és del concilio de Trento sobre la justificación (1547) «¿Por qué tan tarde, cuando todo grita: ¡Concilio, concilio!?», repetía la época19. Uno de los dramas de la Iglesia en el siglo VI fue 19. Cf. H JEDIN, Historia del concilio de Trento, t. I, La lucha por el Concilio, Eunsa, Pamplona 1972, 182.

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efectivamente el retraso con que se celebró el concilio de Trento. La apelación al concilio vino de Lutero el año 1518 y el 1520; la repitió en 1523 la dieta de Nuremberg y se hizo en 1524 en nombre de los Estados alemanes. Pero para el papa León X, que había acabado tan sólo en 1517 el concilio Lateranense V, el concilio estaba ya hecho. Clemente VII no lo quería y durante diez años hizo todo lo posible por evitarlo. Pablo III tuvo a su vez necesidad de diez años para reunido, ya que los conflictos europeos lo hacían periódicamente imposible. Si Carlos V era favorable al mismo, a fin de rehacer la unidad espiritual de su imperio, Francisco I se le oponía, prefiriendo el statu quo que debilitaba a su adversario. Con el correr de los años, los protestantes planteaban cada vez más exigencias sobre el mismo. El concilio era una especie de espejismo que retrocedía cada vez más. Se puso en marcha en 1545, tres meses antes de la muerte de Lutero, con casi treinta años de retraso, y, teniendo en cuenta las interrupciones, duró dieciocho años. Durante este tiempo los luteranos y los calvinistas constituyeron verdaderas Iglesias. Hubo ciertamente algunos intentos de presencia de los protestantes en Trento, pero sin resultado. El concilio, que debía hacer una obra en común con ellos para la reconciliación y la reforma de la Iglesia, se convirtió en un concilio de Contra-reforma. El concilio tema ante sí un inmenso programa de trabajo en el doble terreno de los «dogmas» y de la «reforma». En el primer registro, abordó tres cuestiones de fondo: relación entre la Escritura y la tradición, el pecado original y la justificación, antes de emprender un largo recorrido por los sacramentos. Con ocasión de la sesión 6a, dedicada a la justificación, el concilio redactó por primera vez, además de una serie de 33 cánones, un largo documento doctrina] (doctrina) dividido en capítulos, que propone una enseñanza coherente y completa sobre el conjunto del tema. Todo ello fue objeto de debates serios y profundos, de redacciones múltiples, teniendo que pasar el concilio por la experiencia de diversas tendencias en su seno. Su redactor fue Seripando, maestro general de los agustinos, la orden a la que pertenecía Lutero. Es evidente la preocupación por explicarse con los reformadores, pero también la de liberar a la doctrina católica de toda sospecha de pelagianismo. La doctrina de fondo está de acuerdo con los fundamentos paulinos y agustinianos del pensamiento de Lutero. Pero la conceptualización es muy distinta: el concilio sigue hablando un lenguaje ontológico y no existencial. Su antropología es más optimista que la de Lutero. La calidad del trabajo conciliar ha sido reconocida por el teólogo protestante Harnack en estos términos:

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«El decreto sobre la justificación, a pesar de tratarse de un producto artificioso, es, en muchos aspectos, un trabajo excelente; cabe preguntarse si, de haberse emitido este decreto a comienzos de siglo por el concilio de Letrán, metiéndose realmente en la carne y en la sangre de la Iglesia, habría progresado la Reforma»20. En la lectura rápida que aquí propongo de este largo texto, atiendo más a la doctrina que a los cánones, ya que la exposición articulada de la doctrina es más significativa que la denuncia discontinua de las proposiciones condenables. Destaco igualmente lo que el concilio llama «el primer efecto de la justificación», es decir, el proceso de paso de un pecador infiel a la fe y a la justicia, en detrimento de los otros estados (perseverancia y progreso en la justificación y recuperación de la justificación perdida), que ponen en movimiento la misma lógica. La primera justificación del pecador queda expuesta en sus dos puntos de vista complementarios. El primero se refiere al presupuesto global de esta justificación, que se encuentra en la economía divina de salvación con la humanidad pecadora. La humanidad histórica, según sus dos categorías bíblicas, los judíos y los paganos, está encerrada en el pecado, de tal forma que ni los paganos por las fuerzas de la naturaleza ni los judíos por la observancia de la ley mosaica pueden liberarse de este estado para llegar a la salvación. Sin embargo, en el corazón de esta incapacidad radical, la humanidad conserva una capacidad para ser liberada, ya que no se ha extinguido su libre albedrío, sino que sólo se ha «debilitado y desviado» (cap. 1). Por eso, el Padre de las misericordias envió en la plenitud de los tiempos a su Hijo para redimir a los judíos y hacer que los paganos alcancen la justicia. Se observará la equivalencia que pone el concilio entre los dos vocabularios de la redención y de la justificación (cap. 2). Esta justificación adquirida por la sangre de Cristo tiene un valor para todos; sin embargo, tiene que ser comunicada a los hombres por la regeneración en Cristo, en donde se les concede la «gracia que los hace justos» (cap. 3). La justificación se presenta así como una trasferencia, en la herencia, de la solidaridad pecadora que nos viene de Adán al estado de gracia y de adopción de hijos de Dios por el segundo Adán. Esta trasferencia, desde la promulgación del evangelio, se realiza por el bautismo (cap. 4). Esta exposición expresa en un lenguaje muy paulino la soberanía de la iniciativa de Dios para la realización en Jesucristo de la salvación universal. Antes de considerar el

20. Textocitado por H. KUNG, O. c , 104.

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aspecto interior de la justificación, el concilio sitúa el acto de Dios en la historia. El segundo punto de vista adoptado por el concilio nos hace pasar a la consideración del pecador en vías de justificación. Podríamos llamarlo un punto de vista «existencial», si no se tratase sobre todo de un planteamiento lógico de los factores en juego. Este devenir es estudiado a partir del caso de los adultos. Este punto tiene su importancia. Porque ninguna teología tiene que construirse a partir del caso extremo del bautismo de los niños. Este último no puede comprenderse justamente más que a la luz de la justificación de los adultos. El leit-motiv de todo el desarrollo es el siguiente: la prioridad de la gracia es absoluta y constante, pero se exige la cooperación de la libertad humana por la sencilla razón de que ésta se da. La libertad puede convertirse en aliada activa de la gracia solamente y en la medida en que es ella misma liberada por la gracia. Así se recoge la doctrina de Pablo y de Agustín. El primer punto está perfectamente de acuerdo con la doctrina de Lutero; el segundo tiende a corregir el unilateralismo de su pensamiento en lo que se refiere a la libertad. El texto no permite ninguna confusión posible en cuanto a una «sinergia» de la gracia y de la libertad; subraya solamente la eficacia trasformadora de la gracia. Este leit-motiv volverá de nuevo a la escena a propósito de la preparación para la justificación, del acto mismo de la justificación y finalmente del progreso de esta justificación. En la preparación para la justificación, la gracia divina, que por hipótesis no habita todavía en el hombre, solicita su libertad en una anticipación gratuita y le da la posibilidad de volverse a Dios en un movimiento de acogida. Todas las palabras están debidamente pesadas en la frase decisiva: «Declara además (el sacrosanto concilio) que el principio de la justificación misma en los adultos ha de tomarse de la gracia de Dios preveniente por medio de Cristo Jesús, esto es, de la vocación, por la que son llamados sin que exista mérito alguno en ellos, para que quienes se apartaron de Dios por los pecados, por la gracia de Él que los excita y ayuda a convertirse, se dispongan a su propia justificación, asintiendo y cooperando libremente a la misma gracia» (cap. 5: Dz 797)21.

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justamente: «Es un colaborar, no en el sentido de una colaboración, sino de un quehacer común. Al justificado se le exigen "obras" de justificado; al hombre que ha de ser justificado se le exige la colaboración en la fe...; es el asentir, el decir sí y amén, altamente activo en su pasividad, del pecador arrepentido, desarrollado por el veredicto gracioso de Dios» 22 . El concilio describe a continuación la serie de actos de esta preparación para la justificación. Se inspira para ello en un artículo de la Suma de santo Tomás 23 , pero sin recoger toda su sistematización. No presenta una fenomenología concreta de este devenir, sino tan solo una enumeración de sus diferentes momentos estructurantes: «Ahora bien, (los hombres) se disponen para la justicia misma al tiempo que, excitados y ayudados de la divina gracia, concibiendo la fe por el oído, se mueven libremente hacia Dios, creyendo que es verdad lo que ha sido divinamente revelado y prometido...; al tiempo que entendiendo que son pecadores, del temor de la divina justicia, del que son provechosamente sacudidos, pasan a la consideración de la divina misericordia, renacen a la esperanza, confiando que Dios ha de serles propicio por causa de Cristo, y empiezan a amarle como fuente de toda justicia y, por ende, se mueven contra los pecados por algún odio y detestación, esto es, por aquel arrepentimiento que es necesario tener antes del bautismo; al tiempo, en fin, que se proponen recibir el bautismo, empezar nueva vida y guardar los divinos mandamientos» (cap. 6: Dz 798)24. Se trata de una serie de actos que hay que proponer; por eso el vocabulario prefiere los verbos a los substantivos. Todos estos actos, impulsados y ayudados por la gracia (tal es el presupuesto fundamental), van jalonando la conversión de la libertad. Están estructurados por la secuencia de fe-esperanza-caridad. Pero no se trata todavía de las tres virtudes teologales, que sólo pueden existir en el hombre justificado. Se trata de movimientos de creer y de esperar y de un comienzo de amor 5 , que esbozan un giro hacia la caridad y por tanto hacia la justificación misma. En ese momento, la fe, la esperanza y la caridad se convertirán en virtudes teologales infusas, aspecto creado de la habitación trinitaria. El texto señala una dinámica de conversión hasta su retorno completo a Dios.

El signo de la realidad y de la necesidad de esta cooperación es que el hombre puede rechazar esta inspiración. Hans Küng comenta 22. H. KUJG , o. c, 264-265.

21. Concilio de Trente, 6* sesión. Sobre ¡a justificación: trad. El magisterio de la Iglesia, Herder, Barcelona 1963, 229.

23. SANTO TOMAS , STh. III, q. 85, a. 5, corp. 24. CONCILIO DE TRENTO, lbid., 229.

25. Hubo grandes discusiones en tomo a la mención del amor al final de la preparación para la justificación, que fue sucesivamente afirmada, retirada y repuesta.

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Pero entre los actos de fe y de esperanza interviene el de temor de la justicia divina: en efecto, la fe revela el pecado. Este temor no es estático ni estéril: evoluciona hacia la consideración de la misericordia y da lugar a la esperanza. Igualmente, después del comienzo del amor, el concilio habla de una actitud de arrepentimiento y de penitencia. Así se prepara el hombre para el bautismo, una vez que su conducta ha llegado a la madurez. La continuidad de este proceso desemboca entonces en una discontinuidad radical, la del instante de la justificación, en donde la situación cambia «instantáneamente» —decía ya santo Tomás—, ya que Dios realiza la justificación del impío y lo trasforma a él. El texto del capítulo 7, cumbre de esta doctrina, analiza la estructura de la justificación, en su aspecto negativo y positivo, con la ayuda del esquema metafísico aristotélico-tomista de las causas. ¡Lenguaje eminentemente ontológico! Esta sistematización cultural nos resulta hoy chocante en su forma. Pero, según todos los puntos de vista posibles, no dice que Dios es el autor y la causa de nuestra justificación desde su alfa hasta su omega: «Las causas de esta justificación son: la Gnal, la gloria de Dios y de Cristo y la vida eterna; la enciente, Dios misericordioso, que gratuitamente lava y santifica, sellando y ungiendo con el Espíritu Santo de su promesa, que es prenda de nuestra herencia; la meritoria, su Unigénito muy amado, nuestro Señor Jesucristo, el cual, cuando eramos enemigos (Rom 5, JO), por la excesiva caridad con que nos amó, nos mereció la justificación por su pasión santísima en el leño de la cruz y satisfizo por nosotros a Dios Padre; también la instrumental, el sacramento del bautismo, que es el "sacramento de la fe", sin la cual jamás a nadie se le concedió la justificación. Finalmente, la única causa formal, es la justicia de Dios, no aquella con que él es justo, sino aquella con que nos hace a nosotros justos, es decir, aquella por la que, dotados por él, somos renovados en el espíritu de nuestra mente y no sólo somos reputados, sino que verdaderamente nos llamamos y somos justos, al recibir en nosotros cada uno su propia justicia, según la medida en que "el Espíritu Santo la reparte a cada uno como quiere" (1 Cor 12, 11), y según la propia disposición y cooperación de cada uno» (cap. 7: Dz 799)26. La causa final es la última en el orden de la manifestación, pero la primera en el de la intención: consiste en la gloria de Dios y corresponde a dos lemas muy célebres de la época: el Ad majorem Dei gloriam de Ignacio de Loyola y el Soli Deo gloria de Juan Calvino. Le

26. CONCILIO DE TRENTO, Ibid., 230.

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asocia la gloria de Cristo, que es el corazón del designio de Dios, y la vida eterna del hombre, en el espíritu de la tradición de la que Ireneo era el testigo al decir que «la gloria de Dios es el hombre que vive»27. La causa eficiente, realizadora de la justificación, es una vez más Dios, que nos purifica y nos santifica en el Espíritu. Esta causa eficiente va a situarse en la historia según la economía de la salvación que supone el acontecimiento de Cristo y el misterio eclesial de los sacramentos, se particulariza luego concretamente ante todo en la causa meritoria, que es Cristo en persona En esta ocasión el concilio esboza el movimiento que va de la mediación descendente, el don de una justificación que tiene por motivo el amor que Dios nos tiene, a la mediación ascendente, expresada en los términos de mérito y de satisfacción, sobre los que tendremos que volver, bien advertidos del contexto en que se encuentran. A continuación se particulariza la causa eficiente, en otro nivel, en la causa instrumental que es el bautismo, según la lógica de la encarnación. El bautismo es «sacramento de la fe», expresión tradicional cuya mención es aquí importante. Finalmente, la única causa formal es la justicia misma de Dios, pero el texto indica, recogiendo una fórmula de Agustín: «no aquella con que él (Dios) es justo, sino aquella con que nos hace a nosotros justos» 28 . Lo propio de la causa formal es asimilar el efecto a lo que es ella misma: lo «informa» en el sentido metafísico del término. Por poner un ejemplo vulgar, si quiero pintar mi habitación de blanco, mi intención se ve impregnada de la forma de la blancura que deseo poner en la habitación. Esta forma, presente a mi espíritu, presente también en la pintura, asimilará la habitación a la blancura. Se hará blanca. Si la causa formal de nuestra justificación es la justicia misma de Dios, esta justicia se hace en nosotros forma de nuestra propia justicia. Por una misma y única justicia somos al mismo tiempo como justos (imputación forense) y designados, por serlo, justos con una justicia «inherente», es decir, que nos impregna y se hace realmente nuestra. El concilio rechaza aquí implícitamente la idea de una doble justicia, sobre la cual se había llegado a un acuerdo de compromiso entre protestantes y católicos en el coloquio de Ratisbona (1541). Según esta doctrina, la justicia de Cristo no hace sino imputarse a nosotros; y somos llamados justos «debido a la justicia inherente por la razón de que hacemos obras justas»29. Esta solución de compromiso se debía sobre todo a una mala teología, ni lo bastante católica ni lo bastante protestante. Porque nuestra justicia es totalmente de Dios y está totalmente en nosotros. No puede haber más que una: ésta es la paradoja de la relación entre gracia y libertad. In-

27. IRENEO , Adv. Haer. IV, 20, 7. 28. AGUSTÍN , De TrinitatcXW, 12, 15.

29. Livrt de Ratisbonnc, art. 5, 5; cd. Le Plat III, 16.

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sistiendo en la justicia por la que Dios «nos hace justos», el concilio evoca la persona del mediador entre la justicia de Dios y nuestra propia justicia, Cristo, el Verbo encarnado, hecho por nosotros «sabiduría, justicia, santificación y redención» (1 Cor 1, 30). En todas estas causas sólo hay una que no se menciona, la causa material, es decir, el hombre que goza de la justificación. La justificación tiene lugar en el momento en que «la caridad de Dios se ha derramado por el Espíritu Santo en los corazones de los que son justificados» (cap. 7) y permanece inherente en ellos, trayendo consigo la remisión de los pecados y el organismo teologal de la fe, la esperanza y la caridad. Por tanto, la justificación no requiere solamente la fe, sino una fe viva, capaz de obrar por la caridad (cf. Gal 5, 6). Chocamos aquí con la diferencia de temática subyacente de los dos lemas fide viva (católico) y fide sola (protestante). El concilio comprende la fórmula paulina de la justificación por la fe y de la justificación gratuita en este sentido: la fe es el comienzo, el fundamento y la raíz de toda justificación y «nada de lo que precede a la justificación, la fe o las obras, merece esta gracia» (cap. 8). Por el contrario, la fe luterana compromete la confianza-esperanza y supone ya la caridad. Los dos lenguajes tienen un fundamento paulino igual. L. Bouyer subraya la importancia de esta afirmación conciliar: «La misma doctrina católica, tal como se definió en Trcnto, no permite hablar de una salvación por la fe y las obras, si con eso se entienden las obras que no fueran ellas mismas el producto de la gracia salvífica acogida por la fe. Al contrario, como desea la afirmación profunda de la causalidad total de la gracia en la salvación, son producto de la misma tanto las obras buenas que se derivan de esta gracia como la fe misma que la recibe»30. Por consiguiente el católico puede y debe adherirse al principio del sola gratia. Pero el concilio niega (cap. 9) que haya que confundir la justificación por la fe con la certeza que se pueda tener de ella. Como hemos visto, era éste un aspecto de la experiencia de Lutero. Pero las expresiones condenadas por el concilio no corresponden a la doctrina de éste 31 . Sin embargo, su insistencia bastante unilateral en la subjetividad de la fe puede ser fuente de obsesiones y de escrúpulos. La posición católica está perfectamente expresada en la respuesta de Juana de Arco a sus jueces: «¿Estáis en estado de gracia? —Si

30. L. BOUYER, DV protéstanosme á ¡'Eglise.Cerf, París 1954, 55. 31. Cf. J. ALFARO , Certitude de ¡'esperance et «certitudc de ¡agrace»: NouvThéol. 94 (1972) 29.

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estoy en él, que Dios me guarde; si no lo estoy, que Dios me ponga en él». Las discusiones de los tiempos modernos sobre la gracia La doctrina de la justificación por la fe es un bien común de la Iglesia. Pero la preocupación por afinar continuamente en su análisis dará lugar en occidente a toda una serie de debates teológicos, de mayor o menor importancia, que aquí sólo puedo mencionar. GuiIlaume du Bay, llamado Bayo (1513-1589), profesor de Lovaina, puso en discusión la gratuidad de lo sobrenatural, sustituyendo, según la frase de H. de Lubac, el misterio de amor entre Dios y el hombre por unas «relaciones comerciales» 32 . Bayo oscilaba curiosamente entre las tesis de Pelagio, cuando se trataba del hombre antes de la caída, y las posiciones más extremas de Agustín, cuando se trataba del hombre que se había hecho pecador. A principios del siglo XVII se desencadenó una controversia entre dominicos y jesuítas en torno a las tesis respectivas de Báñez y de Molina sobre las relaciones entre la gracia y la libertad. A pesar de la celebración de numerosas sesiones de una comisión pontificia nombrada adhoc, el asunto desembocó en una decisión en blanco. El Papa Pablo V se contentó con prohibir a las dos partes que se censurasen mutuamente y les pidió que se abstuvieran de «palabras demasiado duras que son el signo del resquemor». Cuando un problema se queda así sin solución, es muy probable que su planteamiento no sea el más adecuado, y la «rabia teológica» no arregla nada33. El último episodio de la herencia de los excesos de un cierto agustinismo fue la crisis jansenista, cuyos efectos se hicieron sentir durante mucho tiempo. Jansenio (15851638) hatía sido formado en Lovaina por un discípulo de Bayo. Trató con Jean Duvergier de Hauranne, futuro abad de Saint-Cyran (1581-1643). Después de haber escrito su obra maestra, el Augustinus, murió siendo obispo de Ypres. La obra fue condenada por reproducir las tesis de Bayo. Jansenio insistía en las tesis del último Agustín y llegaba a negar por completo la libertad del hombre. O bien la gracia subyugaba la voluntad del mismo de manera infalible en el caso de los elegidos, o bien abandonaba a sí misma a una voluntad

32. H. DE LUBAC, Surnaturel, Etudcs hlstoríques, Aubier, París 1946, 16. 33. Son conocidas las repercusiones que estos debates de escuela tuvieron en las Indias occideitales y cómo suscitaron uno contra otra dos sistemas misioneros: el del bautismo a ukanza y el de la lenta inculturacion. A las disputas de la gracia responden, como en eco lejano, las disputas de los ritos.

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necesariamente pecadora. Así pues, esta doctrina ponía en discusión la universalidad de la salvación realizada por Cristo. El jansenismo popular, rigorista y rígido, marcó durante mucho tiempo la piedad de los fieles en varios países de Europa.

n i . JUSTICIA Y JUSTIFICACIÓN EN LA TEOLOGÍA CONTEMPORÁNEA

Los acentos existenciales que dieron en el siglo XVI toda su virulencia a la doctrina de la justificación no son ya los de nuestra época. Nuestra angustia ha cambiado de objeto. Quizás incluso esta doctrina está ahora demasiado olvidada y muchos de los cristianos son sinceramente pelagianos sin darse cuenta de ello. Por otra parte, el sentido moderno de la justicia desarrolla ciertas exigencias que parecen estar muy lejos de la acepción bíblica del término. ¿Habrá acaso una equivocidad entre las dos significaciones? No es muy seguro. ¿Puede realizarse la justicia para el hombre, bajo todas sus formas, sin que Dios la dé? Sin volver sobre la fundamentación de la fe de hoy en esta doctrina evangélica, hay que reconocer una actualidad de la justificación por la fe, primero en el diálogo ecuménico y luego en la búsqueda de la justicia, tan característica de nuestra época. El problema ecuménico de la justificación por la fe Karl Barth ha sido en nuestro siglo el mayor testigo protestante de la justificación por la fe. Su teología es la heredera de los grandes imperativos a la vez del pensamiento luterano y del pensamiento reformado 34 . La doctrina de Barth dio lugar por los años cincuenta a un profundo diálogo con los teólogos católicos. H. Bouillard hizo un largo y minucioso análisis de la misma en una obra magistral, objeto de una tesis en la Sorbona sostenida en presencia del propio Barth35. Bouillard, con una benevolencia que no excluye la acribia crítica, confronta el pensamiento de Barth con la doctrina paulina, sostenida por el teólogo protestante como la norma última de su reflexión. Indica particularmente los puntos en que el unilateralismo de Barth en el terreno de la gracia corre el riesgo de comprometer el equilibrio

34. Cf. K. BARTH, Dogmatique IV, 1,2, cap. XIV, 61, La justitication de l'hommc. Labor et Fidcs, Gcnéve 1966, t. 18, 170-299. 35. H. BOUILLARD, Karl Barth, t. 2 y 3, Parole de Dicu et cxistcncc ¡míname, Aubier, París 1957.

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siempre delicado de su relación con la fe y con la libertad. Critica el papel puramente cognoscitivo que se atribuye a la fe en la justificación en Barth. Éste abandona entonces un elemento importante del pensamiento luterano, a saber, que la fe es condición necesaria para la salvación. La conclusión es sorprendente: «La tesis de la justificación por la fe sola, tal como la expone Barth, equivale paradójicamente a esto: el hombre es justificado por Cristo sin la fe»36. Bouillard destaca igualmente la reticencia de Barth a la hora de reconocer una real «cooperación» del hombre en la justificación, aun cuando esta palabra se encuentra en Pablo (1 Cor 3, 9). Casi por las mismas fechas, H. Küng hizo en su libro La justificacióii7 una larga exposición de la doctrina de Barth, seguida de un intento de respuesta católica. Su punto de vista es diferente: desea saber si, teniendo en cuenta la diversidad de las problemáticas, de los lenguajes y de los sistemas, Barth y los católicos están separados en la fe a propósito de la justificación. Al final de su estudio, Küng afirma un acuerdo esencial en la fe por ambos lados. Su exégesis de Barth les pareció entonces a algunos demasiado conciliadora, pero nadie discutió la ortodoxia de la presentación que hacía de la doctrina católica. Este diálogo marcó Un paso importante en el camino de la reconciliación doctrinal. El mismo Barth, en una carta-prólogo, reconocía la exactitud de las ideas que Küng le prestaba, decía que estaba fundamentalmente de acuerdo con la presentación que éste hacía de la doctrina católica de la justificación y se declaraba incluso dispuesto a ir a Trento para pedir perdón por las palabras demasiado severas que había pronunciado en su Dogmática contra la obra conciliar 38 . Küng terminaba sin embargo su análisis bartiano planteando una cuestión que sigue todavía hoy constituyendo una dificultad para la comprensión de la efectividad de nuestra justificación: «¿En esta Dogmática, no se ha concedido demasiado poco a Dios, porque se ha atribuido demasiado poco al hombre? ¿No se merma el honor de Dios con la merma del honor de su criatura?... El acto de gracia de Dios ¿no es débil y poco convincente porque el hombre no es realmente agraciado?... El hombre y con él la encarnación de Jesucristo ¿han sido tomados enteramente en serio? ¿No fracasa finalmente la criatura como compañera de Dios?»39.

36. 37. 38. sobre el 39.

H. BOUILLARD, ibid., t. 2, 75. H. KÜNG , o. c. K. BARTH, Carta prólogo a H. Küng, o.c, XXII. Los textos más duros de Barth concilio de Trento se encuentran en la Dogmatique, o.c, t. 18, 280-281. H. KJNG, o.c, 93-94.

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Tras estos debates estaba ya permitido decir que existe un acuerdo de fondo entre protestantes y católicos sobre la justificación por la fe40. Pero esta doctrina no juega el mismo papel por un lado y por otro. Para los luteranos, por ejemplo, es una doctrina central, hasta el punto de que se confunde con el mismo evangelio; para los católicos sigue estando subordinada a la cristología, a cuya luz se comprende, y no al contrario. La sistematización es legítimamente diferente en unos y en otros. Pero encierra además ciertos puntos de divergencia que hacen precaria la actuación concreta de este acuerdo fundamental y la someten a posibles retrocesos. Al católico siempre le resultará molesta la afirmación de que en la justificación todo le corresponde a Dios y nada al hombre, así como la reticencia protestante ante la capacidad del hombre para cooperar con la gracia por efecto de la gracia. Esta dificultad es sin duda la fuente de lo que todavía nos separa en eclesiologia41. Actualmente el diálogo ecuménico oficial, que en una primera fase había abordado preferentemente las cuestiones relativas a la Iglesia y a los sacramentos, se remonta por encima de estos problemas para realizar una verificación del acuerdo esencial sobre la justificación. Así es como el grupo mixto de diálogo luterano-católico en los Estados Unidos ha publicado un largo informe histórico y doctrinal, en el que se lleva a cabo una importante purificación de la memoria del pasado. La intención reconciliadora no esquiva los problemas que todavía siguen en pie y señala los terrenos de investigación capaces de hacer progresar el consenso. El enunciado de las convergencias encierra esta afirmación importante: «Por la justificación somos a la vez declarados y hechos justos»42; o también: «La fe justificante no puede existir sin la esperanza y el amor; desemboca necesariamente en las buenas obras»43. La declaración final reconoce que las partes han llegado en el asunto a un «consenso fundamental sobre

40. Afirmación confirmada por el estudio del teólogo católico alemán O. H. PESCH, Theologie der Rechtfertigung bei Martin Luther und Thomas von Aquin. Versuch eincs systematisch-theologischen Dialogs, Maienz 1967. El autor opina que no hay contradicción sobre la justificación entre santo Tomás y Lutero. La diferencia entre ellos estriba en que el primero practica una teología «sapiencial» y «ontológica», mientras que el segundo sigue una teología «existencial» y «relacional»; uno parte de la creación y el otro de la teología de la cruz. Cf. A. BIRMELE, Le salut en Jesús Christ dans les dialogues oecuméniques, Cerf-Labor et Fides, Paris-Genéve 1986, 53-54. 41. Cf. Comité mixte catholique-protestant en France, Consensus oecuménique ct diBerence fondamentales, Centurión, Paris 1987, 16-26. 42. Documento del grupo mixto de diálogo luterano-católico de los Estados Unidos, Injustificación por la fe, n. 156/5, en Doc. Cath. 1888 (1985) 152. 43. Ibid.n. 156/S: loe. cit., 152.

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el evangelio» 44 . La reciente declaración común de la segunda Comisión internacional anglicano-católica (ARCIC II), que trata de la salvación y de la Iglesia, recoge la cuestión de la justificación por la fe con el deseo de clarificar las dificultades en juego. El documento termina con esta afirmación: «Creemos que nuestras dos Comuniones están de acuerdo en los aspectos esenciales de la doctrina de la salvación y en el papel de la Iglesia en este terreno»45. Un trabajo análogo es el que se ha realizado entre protestantes y católicos en Alemania46. La cuestión de la justicia en la historia La angustia existencial de nuestro tiempo por la justicia se ha desplazado de lugar. La humanidad grita justicia ante Dios debido a los sufrimientos de este tiempo. Este es el punto de vista que desarrolla el teólogo reformado J. Moltmann en su obra El Dios crucificado47. Para él, la teología cristiana «tiene que incorporarse al grito de los miserables hambrientos de Dios y de libertad desde la profundidad de los sufrimientos de este tiempo»48. El grito de abandono de Jesús en la cruz simboliza el de toda la humanidad que sufre: «Mirándola desde lo hondo, la cuestión de la historia del mundo es cuestión de justicia. Y tal cuestión desemboca en la trascendencia. La cuestión de si hay Dios o no, es algo insustancialmente especulativo comparada con el grito de los asesinados y matados en cámaras de gas, con el de los muertos de hambre y los oprimidos, pidiendo a voces justicia. Si la cuestión de la teodicea se puede interpretar como pregunta por la justicia de Dios en la historia de los sufrimientos del mundo, entonces toda interpretación y exposición de la 'historia mundial' se halla en el horizonte de la cuestión de la teodicea ¿O es que van a acabar los verdugos triunfando sobre sus víctimas inocentes? La fe pascual cristiana se encuentra, en definitiva, igualmente en el contexto de la cuestión sobre la justicia de Dios en la historia: ¿triunfa el imperio inhumano de la ley sobre el Crucificado, o vence el derecho divino de la gracia sobre las leyes de las obras y el poder?»49. 44. Ibid.,n. 164: loe. cit, 153. 45. Declaración común de la segunda Comisión internacional anglicano-católica (ARCIC II), n. 32. en Doc. Cath. 1936 (1987) 327. 46. Se encontrará en la obra de A. BIRMELE, O.C, 45-125 el juicio de un teólogo luterano sobre el punto de acuerdo y desacuerdo entre luteranos y católicos sobre la justificación. 47. J. MOIIMANN, El Dios cruciñeado, Sigúeme, Salamanca 1975. 48. J. MOLTMANN, o.c,

49. Ibid, 243.

218s.

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Moltmann recoge en este texto el lenguaje teológico clásico de la justificación por la fe, pero lo invierte en el sentido de una pregunta que el hombre le plantea a Dios. La justicia y la gracia de Dios en la historia se convierten en una cuestión de «teodicea»so. ¿Cómo justificar a Dios ante el problema del mal en el mundo? Dios será justificado si su propia justicia, es decir, el derecho de la gracia acaba triunfando de la ley de la fuerza. Esto es lo que está en juego en la resurrección de Cristo: «En la disputa sobre el resurgimiento de Jesús se trata de la cuestión sobre la justicia en la historia. ¿Pertenece al nomos (la ley) que, por fin, da a cada uno lo suyo, o es cosa del derecho de la gracia, tal y como fue revelado por Jesús y en el resurgimiento del Crucificado? El mensaje de la nueva justicia, que trae al mundo la fe escatológica, dice que, de hecho, los verdugos no triunfarán definitivamente sobre sus víctimas. Mas también dice que las víctimas al final no triunfarán sobre sus verdugos. El que triunfará será el que murió primeramente por las víctimas y luego también por los verdugos, revelando con ello una nueva justicia que rompe el laberinto de odio y venganza, haciendo de las víctimas y verdugos perdidos una nueva humanidad con una nueva hombría. Sólo donde la justicia se hace creadora, obrando el derecho para los privados de él y para los injustos, sólo donde un amor creador cambia lo despreciable y odioso, sólo donde es dado a luz el hombre nuevo, que ni es oprimido ni oprime, allí es donde se puede hablar de la verdadera revolución de la justicia y de la injusticia de Dios»51. Esta lectura de la justificación por la gracia a escala del mundo aplastado por la injusticia recuerda la declaración paulina sobre la destrucción del muro del odio: «Porque él es nuestra paz..., derribando el muro que los separaba, la enemistad..., para crear en sí mismo, de los dos (pueblos, el judío y el pagano), un solo Hombre Nuevo, haciendo la paz, y reconciliar con Dios a ambos en un solo Cuerpo, por medio de la cruz, dando en sí mismo muerte a la enemistad» (Ef 2, 14-16).

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rica» y el «proceso» de liberación corre el peligro de consagrar indebidamente unos datos históricos sociales y políticos con un bautismo inconscientemente pelagiano y mantener la ilusión de que la justicia en el mundo estaría al término de la acción trasformadora llevada a cabo por las capas sociales oprimidas. No cabe duda de que hay que respetar el orden de las liberaciones propiamente humanas, y el establecimiento de la justicia en la sociedad de los hombres es un proyecto humano prioritario para el compromiso de las libertades. Pero en definitiva, dada la vocación trascendente y escatológica del hombre, a la que debe ordenarse finalmente todo esfuerzo temporal, la realización de la justicia es ante todo un acto y un don de Dios, realizado en Cristo, al que la libertad del hombre tiene que aportar su cooperación en la fe. Un libro reciente de G. Gutiérrez se titula, como hemos visto, La liberación por la fe52, expresión que traduce la fórmula paulina. El autor desarrolla en él, dentro de una perspectiva espiritual, el tema de la liberación por la gracia de Dios, mediante la fe «que actúa por la caridad» (Gal 5, 6), subrayando frecuentemente la gratuidad de esta liberación. En su obra más antigua, el mismo autor mostraba la prioridad de la gracia respecto a la obra humana de liberación: «Saber que en la raíz de nuestra existencia personal y comunitaria se halla el don de la autocomunicación de Dios, la gracia de su amistad, llena de gratuidad nuestra vida» .

*** Con la justificación se ha concluido la exposición de las grandes categorías de la mediación descendente. Ahora, siguiendo siempre el movimiento de la fe y de la historia, nos toca considerar las categorías de la mediación ascendente, que expresan el retorno del hombre salvado a Dios en Jesucristo.

Justificación por la fe y teología de la liberación Una tentación de la teología de la liberación sería la de pensar que ésta es ante todo una obra humana. La insistencia en la «praxis histó-

50. Este término, que significa etimológicamente «justificación de Dios», se emplea desde el siglo XVII para designar el tratado que habla de la existencia de Dios y del problema del mal. 51. J. MOLTMANN, O.C, 248.

52. G. GTIERREZ , Beber en su propio pozo, o. c; el título francés de la obra es La libération paila foi. Boire á sonpropre puits ou L'iünéraire spirítuel d'un peuple, Cerf, París 1985. 53. G. GUTIÉRREZ , Teología de la liberación, o. c, 269.

Segunda sección LA MEDIACIÓN ASCENDENTE

10 El Sacrificio de Cristo

La abundancia de los testimonios de la Escritura constituye la categoría de sacrificio en un polo esencial de la soteriología cristiana. Tampoco la tradición se queda atrás en este punto. Pero a propósito de este término sigue en pie el conflicto secreto entre una experiencia religiosa fundamental de la humanidad, en la que la verdad y el error, el bien y el mal cohabitan en una búsqueda obscura de Dios, y la novedad cristiana que trasforma y convierte esta experiencia, asumiéndola en gran parte dentro de la revelación de la alianza realizada por Jesucristo. Ya hemos registrado anteriormente la crítica de R. Girard y el fenómeno de «desconversión» del sentido del sacrificio en los tiempos modernos. Por eso mismo me siento en la situación de tener que hablar «bajo vigilancia» a lo largo de este capítulo. La verdad es que la conversión de sentido del sacrificio en el cristianismo es de tal categoría que cabe preguntar si en definitiva el sacrificio de Cristo no se escapará del registro general del sacrificio. «La Cruz es un sacrificio de tal manera que no lo es —escribe J. Moingt—: sacrificio único en su género, que no entra en el género sacrificial, un sacrificio que se realiza consumando en sí la razón de ser y el sentido sacrificial de los otros sacrificios religiosos, que son ineficaces y que no son agradables a Dios, un sacrificio que trasforma radicalmente la actitud religiosa de los hombres para hacerlos dignos de la revelación y del culto al Dios nuevo revelado en la Cruz»1. L a concepción del sacrificio es en verdad rigurosamente solidaria de la concepción d e Dios. El conflicto relativo a la comprensión del sacrificio está por tanto ligado también al conflicto de las imágenes 1. J. Mo NOT , Morí pour nos pécfés. Recherche pluridisciplinaire sur la signification rédemptzice de la mort du Christ, Fac. Univ. St.-Louis, Bruxellcs 1976, 167.

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sobre Dios. Una es la imagen del Dios encolerizado e irritado, que pone su omnipotencia al servicio de su venganza y del restablecimiento de sus derechos, y otra es la imagen cristiana de un Dios que no manifiesta nunca su omnipotencia mejor que en la omni-debilidad de Cristo en la cruz, y cuya mano fuerte se ha convertido en brazo extendido en el madero por la reconciliación del mundo. Ese Dios revela su amorosa humildad y hasta su propio sufrimiento2. Ese Dios se ha hecho compañero vulnerable del hombre en el deseo apasionado de establecer con él una alianza de amistad. ¿Cómo un Dios que se da al hombre no iba a querer que el hombre se diera a él? Aquí está toda la razón del sacrificio. Para arrojar la mayor claridad posible en este debate, hemos de partir sin duda del sentido común y de la historia de las religiones, a fin de mostrar a continuación la conversión progresiva de la categoría del sacrificio en la revelación judeo-cristiana hasta su plena manifestación en el sacrificio único de Cristo. Podremos entonces tratar de la manera como la gran tradición cristiana comprendió el sacrificio y situar en su lugar debido los aspectos regresivos que se produjeron en los tiempos modernos. Este recorrido nos llevará necesariamente a evocar el sacrificio eucarístico y la existencia cristiana, en cuanto que es un sacrificio espiritual, antes de proponer un balance de conjunto.

I. D E L SENTIDO COMÚN COTIDIANO A LA HISTORIA DE LAS RELIGIONES

La lección del sentido común ¿Qué es un sacrificio según nuestra conciencia espontánea? El diccionario responde atinadamente: «Renuncia o privación voluntaria (con una finalidad religiosa, moral y hasta utilitaria)». Hacer un sacrificio es renunciar a un bien, privarse de algo, incluso aceptar un sufrimiento. Lógicamente este acto negativo se refiere a un bien deseado y considerado como más importante. Un deportista hará el sacrificio del tabaco o de la buena mesa para mantenerse en forma y batir un record. Unos padres harán sacrificios económicos para permitir a sus hijos que sigan cursos superiores. Si el sacrificio afecta al género de vida, se hablará de sacrificio de sí mismo. Una madre, por ejemplo, se sacrifica por entero en aras de la educación de sus hijos. Se hablará entonces de abnegación o de espíritu de sacrificio. La cima será el 2. Cf. F. VARILLON, L'humihé de Dieu, Centurión, París 1974; ID., La souñranee de Dieu, Centurión, París 1975.

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sacrificio de la vida, por ejemplo por una causa justa o en el campo de batalla. El valor moral del sacrificio depende evidentemente del motivo que lo suscita; el sacrificio puede estar inspirado por un amor gratuito, ayudado por la necesidad, imperado por la ambición y hasta por el egoísmo, incluso pervertido por una tendencia masoquista. En todos estos empleos de la palabra domina el carácter oneroso del sacrificio; a nadie le agrada espontáneamente la privación o el sufrimiento. Por otra parte, aunque la referencia religiosa puede estar muy atenuada y hasta ser inexistente, lo cierto es que el sacrificio está ligado a un acto de libertad y por tanto a un cierto sentido que se desea dar a la vida. En realidad, esta comprensión corriente del sacrificio connota siempre el origen religioso del término. El mismo diccionario lo comprueba: «Ofrenda ritual a la divinidad, caracterizada por la destrucción (inmolación real o simbólica, holocusto) o el abandono voluntario de la cosa ofrecida». El hombre renuncia a consumir los bienes de la tierra, para reconocer la soberanía de Dios sobre él, o bien para granjearse su benevolencia y entrar en contacto con él. El valor y hasta la moralidad del sacrificio serán aquí solidarios de la concepción de lo sagrado y del misterio de Dios del que el hombre es capaz.

La enseñanza de la historia de las religiones La historia general de las religiones atestigua que el sacrificio es una categoría central de las mismas. El sacrificio ejerce una función de comunicación y de intercambio entre el mundo del hombre y la esfera d e lo sagrado, el mundo de Dios o de los dioses. Lo que está en cuestión en el sacrificio es la relación del hombre con lo divino. Sacri-ficar, sacrum-facere, es hacer sagrado, es poner un objeto a disposición de lo divino. La manera concreta de hacerlo es renunciar a su u s o . El objeto del don será por tanto destruido, inmolado si se trata de u n animal. Se convertirá en una «víctima». Constituye una sustitución del propio hombre; para expresar su vinculación con lo divino, el hombre sacrifica algo que posee, comprometiéndose a sí mismo en una actitud en la que reconoce la existencia de un poder superior al hombre y se somete a él. De esta manera el estatuto de los dioses y de l o s hombres se define por el sacrificio. Se piensa que a este acto del h o m b r e para c o n lo divino corresponde un acto de lo divino para con e l hombre, una benevolencia, una protección, la paz asegurada, la reconciliación en el caso de que el hombre reconozca que ha faltado contra Dos. Hay en el sacrificio un cierto circuito de intercambio: el h o m b r e intenta obligar a Dios y atarlo a él.

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lísln estructura fundamental podrá variar considerablemente en función de dos parámetros: el primero, como hemos visto, es la imagen que el hombre se hace de Dios, en quien se atreve a proyectar sus impulsos de violencia y de venganza; el segundo es la situación en que el hombre piensa que se encuentra frente a Dios, la de comunión o de pecado. El juego conjugado de estos dos parámetros induce tipos de sacrificios muy diferentes, que pueden llegar hasta los sacrificios humanos, cuando el dios es considerado como un Moloc que sólo puede aplacarse con la inmolación de un niño o de un hombre, incluso con un acto de canibalismo. El acento podrá ponerse en el sacrificio expiatorio, destinado a aplacar a la divinidad encolerizada por los pecados de los hombres. Otras veces se resaltará más el sacrificio de comunión. La conducta sacrificial tiene igualmente una importancia esencial para la cohesión de los vínculos sociales y la regulación de la violencia. Tal como aparece en la historia de las religiones, está impregnada de una ambigüedad radical: puede estar dominada por la idea de la violencia, de la dominación, y hasta por el miedo y la muerte; puede también —a veces al mismo tiempo— tener un sentido liberador tanto para el orden cultural y social como para el acceso del hombre al terreno de lo absoluto. En una palabra, el sacrificio puede ser obra de vida o de muerte y a menudo es obra de vida y muerte a la vez1.

los mecanismos de violencia en las sociedades humanas, sino también del papel de ciertas formas de sacrificio en la regulación de los mismos. Pero no puede pretender ser la última explicación del sacrificio, ni siquiera en el plano de la ciencia de las religiones, y cae en el error cuando quiere prohibir todo lenguaje sacrificial en la esfera del cristianismo. Por no poner más que un ejemplo, el chivo expiatorio no es sacrificado, sino enviado al desierto; no puede ser objeto de un sacrificio, ya que es impuro (Lev 16, 20.26)5. Por otra parte, este breve rodeo por el sentido común y la historia de las religiones nos muestra ante todo que el término de sacrificio está ahí, que imbuye las mentalidades y que no puede ser expulsado de ellas; y en segundo lugar, nos dice que el sacrificio pertenece a una experiencia insoslayable del hombre.

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La teoría sacrificial de Girard se inscribe en la concepción propiamente «sociológica» del sacrificio. El sacrificio logra la vida social atravesada por la ñolencia y amenazada en su ordenación. Lo mismo que L. Mumford liablaba de «vastas explosiones colectivas de odio» y M. Douglas de «esos márgenes vulnerables y esas fuerzas agresivas que amenazan el orden de las cosas»4, también R. Girard ve en el sacrificio una técnica de aplacamiento catártico de la tensión de violencia que afecta a ur grupo social. Su teoría, por tanto, es ante todo antropológica; tiene en cuenta el mecanismo psicológico de explosión y de remisión de la violencia en un grupo determinado. La figura que retiene de manera privilegiada es la del chivo expiatorio. Esta teoría tiene indudablemente un contenido de verdad no sólo a propósito de

3. Sobre el sacrifiíio cf. los artículos de los grandes diccionarios; las obras de R. GIRARD ya citadas; M. ELIADE, Tratado de ¡listona de las religiones. Cristiandad, Madrid 1974, 2 vols.; H. BIBERT-M. MAUSS, Essai sur /a nature eí la fonction du sacríñce: Année sociologiquevol. II, 1899; P. GISEL, DU sacrifíce; l'avénement de la personne tace a la peur de la ieetá ¡a (ascinaúon de la mort: Foi et Vie 83/4 (1984) 1-45. 4. L. MUMFORD, Ltmythc de la machine, Fayard, París 1973; M. DOUGLAS, De ¡a soillure, Maspero, París 1971; citados por R. BUREAU , La mort lédcmptrice du Christ a la lamiere de l'ethno-saiologie des religions, en Mortpour nos peches, o. c, 103.

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II. EL TESTIMONIO DE LA ESCRITURA

La revelación del Antiguo Testamento constituye una pedagogía de purificación y de conversión del sentido religioso del sacrificio, a medida que hace acoger la noción de un Dios único, Creador y Salvador de su pueblo. El primer punto es sin duda la condenación de los sacrificios humanos que se hace remontar hasta los tiempos de Abraham6, subrayada por la reprobación de ciertos sacrificios a Moloc en el Levítico (18, 21; 20, 2) y en los profetas, que se practicaban ilegítimamente en la Jerusalén del siglo VII a. C. bajo la influencia de los cultos cananeos7. El sacrificio del cordero pascual El sacrificio del cordero pascual, descrito en Éxodo 12, es totalmente original, ya que está ligado al acontecimiento histórico de la salida de Egipto. El ritual es muy conocido: «En cada familia, se degüella por la tarde un animal del ganado, cordero o cabrito. La víctima tiene que ser un macho, sin tara alguna y de un año de edad. Con su sangre se untan las dos jambas y el dintel de la puerta de la casa. La víctima se asa entera, con la cabeza, las patas y las tripas. Se la come con pan sin levadura y yerbas amargas. No hay que romper

5. Cf. R. DE VAUX, Les sacrifíces de VAncien Testament, Gasbalda, París 1964, 59. 6. Cí.ibid., 61-63. 7. Cf./b/'d, 67-81.

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ningún hueso de la víctima ni puede dejarse nada: hay que quemar todo lo que no se haya consumido antes del amanecer. La comen con los flancos ceñidos, con sandalias en los pies y el bastón en la mano»8. La pascua es un sacrificio anual que se celebra en primavera en todas las familias, sin intervención de ningún sacerdote y sin presencia de ningún altar. R. de Vaux, buen conocedor de las instituciones del Antiguo Testamento, se pregunta si «el sacrificio de tipo pascual no sería la única forma de sacrificio conocida por los israelitas hasta su instalación sedentaria en Canaán»9. La originalidad de esta celebración es que se conmemora en ella un acontecimiento único de la historia de Israel, la intervención todopoderosa de Yahvéh que había salvado a su pueblo liberándolo de Egipto para conducirlo a la tierra prometida. Así pues, lo propio del sacrificio pascual es constituir un memorial (ziqqaron: Ex 12, 24). «La liturgia actualiza ese recuerdo del pasado y lo convierte en acontecimiento presente»10. El memorial es un sacrificio de acción de gracias por un beneficio recibido, a la vez en el pasado y en el presente: el recuerdo agradecido del pasado es una seguridad de la salvación presente. En los últimos tiempos antes de nuestra era, la celebración de la pascua tomará también un valor mesiánico y expresará la esperanza de la salvación venidera. A diferencia de las otras religiones antiguas, la de Israel se presenta como una religión esencialmente histórica El sentido de la pascua antigua es importante para nuestro propósito, dado el vínculo que establece el Nuevo Testamento entre el sacrificio del cordero pascual y el de Jesús, inmolado precisamente en el momento de la celebración pascual (prescindiendo de cuál fue la fecha exacta). Pablo no vacilará en decir: «Nuestro Cordero pascual, Cristo, ha sido inmolado. Así que, celebremos la fiesta... con ázimos de pureza y verdad» (1 Cor 5, 7-8). Juan relaciona el hecho de que no quebraron las piernas de Jesús después de morir con la prescripción sobre el cordero pascual (Jn 19, 36). Tanto en un caso como en otro, el acontecimiento dio lugar a la institución de un memorial. El término de sacrificio pasa del primero al segundo. Sin duda, el paso de la figura a la realidad constituye una novedad radical. Pero el hecho de que el sacrificio anual de la antigua pascua sea la respuesta en la fe y en la obediencia del pueblo a un acto salvífico de Dios, celebrado en la acción de gracias con la ofrenda de un animal a la vez dado a Dios

8. ¡bid.,9. 9. Ibid.21. 10. lbid.,25.

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y devuelto por él para el alimento de sus fieles, con el simbolismo de una sangre protectora, todo esto profetiza ya el sentido del sacrificio de Cristo y de su memorial. El ritual de los sacriñcios y su signiñcación La ley de los sacrificios en el Levítico atestigua la existencia de numerosos sacrificios rituales. En el holocausto se quemaba la víctima por entero y no se le devolvía nada al oferente. Este último se contentaba con imponer las manos sobre la víctima para mostrar que ésta venía de él. El holocausto es ante todo un acto de homenaje, hecho a Dios por medio de una entrega total, pero tiene también un valor expiatorio. Es por eso el tipo de sacrificio perfecto, de ofrenda por excelencia". En la ofrenda animal, el fiel inmola a un animal cuya sangre derrama el sacerdote sobre el altar. La grasa se quema para Yahvéh y la carne es comida por el fiel y por los suyos. No es normalmente un sacrificio expiatorio. Expresa el reconocimiento de la soberanía de Dios sobre la vida, en el momento en que el hombre tiene necesidad de comer carne. Todas las matanzas de animales tienen una dimensión religiosa12. Los sacrificios expiatorios propiamente dichos comprenden: el sacrificio por el pecado; en el cual desempeña un papel importante la idea de purificación ritual13; el sacrificio de reparación, por otra parte difícil de distinguir del anterior, y los ritos, seguramente más tardíos, ordenados para el día de la expiación (Yom Kippur)*. El sacrifico de comunión comprende la inmolación de un aninal y una ofrenda vegetal; tiene la función de confesar y celebrar la acción de Dios por el fiel y da lugar a una comida religiosa. Es un sacrificio de alabanza y de acción de gracias. El traductor Aquila del \ntiguo Testamento al griego lo designará como eucharistía'5. Hatía también ofrendas, panes de oblación y ofrendas de incienso16

11. Cf. iüd., 36; The Interpreter's Dictíonary of the Bible. Supplementary vol., Abingdon Pres, New York 1982, art. «Sacríñces and offeríngs, OT», 769; sobre el ritual de los saciificios en el A. T. cf. igualmente G. von Rad, Teología del Antiguo Testamentol. Sígame, Salamanca 1972, 317-331. 12. Cf. Th Interpretéis Dkt. , o.c, 769-770. 13. Cf. R DE V A U X , Instituciones del Antiguo Testamento, Hcrder, Barcelona 1964, 532-535;71e Interpreter's Dict., o.c, 766-768. 14. Más atlante hablaré del día de la expiación: ¡titira, 307-309. 15. Cf. R. tE VAUX, Instituciones, o.c ., 534; Id, Les sacríñces, o.c, 36-41. 16. Cf. R. [fe VAUX , Instituciones, o.c, 536-538.

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¿Cuál es el valor religioso de estos sacrificios? No pueden explicarse por la preocupación de aplacar a un dios malo, ni como un don interesado según el tipo do ut des, ni como un medio mágico de unión con la divinidad, ni como el banquete de Dios, idea contra la cual protestan enérgicamente los salmos (cf Sal 49 [50]). R. de Vaux define de este modo el sentido del sacrificio en el Antiguo Testamento: «El sacrificio es el acto esencial del culto extemo. Es una oración en acción, es un acto simbólico que hace eficaces los sentimientos interiores del oferente y la respuesta que Dios le da. Es algo comparable con las acciones simbólicas de los profetas. Mediante los ritos sacrificiales es aceptado el don hecho a Dios, es establecida la unión con Dios, es borrada la falta del fiel. Pero no se trata de una eficacia mágica; es esencial que la acción externa exprese los verdaderos sentimientos del oferente y se encuentre con las disposiciones benévolas por parte de Dios. Si falta eso, el sacrificio deja de ser un acto de religión»17. Esta definición compleja nos indica la finalidad del sacrificio: la unión del hombre con Dios. Por eso éste comporta siempre un don. En efecto, el hombre se lo debe todo a Dios y es justo que exprese concretamente el deseo de darse en compensación a Dios. En el sacrificio, a través del don simbólico de un bien que le hace vivir, el hombre reconoce la soberanía divina sobre todas las cosas y sobre la vida en particular, le rinde homenaje y le da gracias por poder usar de los bienes de la tierra con una finalidad profana. Este don comporta por tanto una privación: no es que se quiera la destrucción por sí misma, sino que ésta es la única manera de hacer la ofrenda irrevocable. Hace pasar la ofrenda al terreno de lo invisible, ya que se hace «subir» ese sacrificio a Dios. Por la privación de un bien útil, el sacrificio toma también un valor expiatorio, es decir, el de una intercesión para obtener el perdón. El sacrificio de comunión expresa la comunidad de vida que se establece de este modo con Dios: se trata de un sacrificio gozoso.

La crítica del sacriñcio en los profetas Siempre es posible para el hombre introducir una ruptura antre lo exterior del culto y lo interior de sus disposiciones religiosas. Mien-

17. R. DE VAUX Instituciones, o.c, 570-571.

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tras que lo externo tenía que ser una expresión sincera de lo interno, a veces es por desgracia una máscara hipócrita, una coartada para la obediencia del corazón y una especie de seguro religioso de vida para compensar la injusticia y el pecado. Es el riesgo de todo rito exterior. Y es también lo que ocurrió con los sacrificios en Israel. Contra esta degradación de la práctica sacrificial levantaron su voz vigorosa ¡os profetas (cf. Is J, ] 1-17; Jer 6, 20; 7, 21-22; Os 6, 6; Am 5, 21-27; Miq 6, 6-8). Es preciso comprender bien su polémica, ya que es «dialéctica»: no condenan los sacrificios en cuanto tales, sino su perversión, cuando están en contradicción con una vida injusta. Por eso, los profetas les oponen la obediencia a Yahvéh y la práctica del derecho y de la justicia, así como el respeto al pobre. Las dos fórmulas que resumen esta enseñanza son las siguientes: «Yo quiero amor, no sacrificio, conocimiento de Dios más que holocaustos» (Os 6, 6) y: «¿Acaso se complace Yahvéh en los holocaustos y sacrificios como en la obediencia a la palabra de Yahvéh? Mejor es obedecer que sacrificar, mejor la docilidad que la grasa de los cameros» (1 Sam 15, 22). El estilo hebreo asocia en estas fórmulas el «esto y no aquello» con «esto más que aquello», que es su verdadero sentido. En otras palabras, lo esencial no es la asiduidad de los sacrificios rituales, sino la obediencia, el amor y la justicia. Los sacrificios no tienen razón de ser más que para dar cuerpo simbólicamente a lo que se vive y, en compensación, hacer que se viva de verdad. Los profetas se comportan como predicadores que invitan a la religión del corazón e invitan a espiritualizar el culto. Ejercen así una pedagogía decisiva para la revelación plena de la verdad del sacrificio; éste consiste, en definitiva, en la totalidad de la existencia ordenada a Dios y a los demás. La cima de esta revelación en el Antiguo Testamento se sitúa en la profecía del Sierro doliente de Isaías (Is 52, 13 a Is 53), que ofrece su propia vida en sacrificio18. Pero el Siervo no es todavía más que una figura; habrá que esperar a Cristo para darle realidad.

Jesús y el sacriñcio Cuando pasamos al Nuevo Testamento, hemos de reconocer con R. Girard el sitio tan escaso que ocupa en los evangelios el t e m a sacrificial. La mención más significativa puesta en labios de J e s ú s es negativa. En cierta ocasión cita la fórmula de Oseas: «Id, p u e s , a

18. Volveremos a encoitrarnos con este texto capital, iníra, 321-322, a propósito de la expiación

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aprender qué significa aquello de: "Misericordia quiero, que no sacrificio"» (Mt 9, 13; cf. 12, 7); en otra ocasión se refiere a la del libro de Samuel: «Amar al prójimo como a sí mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios» (Me 12, 33). Es verdad que los padres de Jesús ofrecieron en el templo, en el momento de la presentación, «un par de tórtolas o dos pichones» (Le 2, 24). Si el sentido de las palabras de la institución eucarística es ciertamente sacificial, no se emplea entonces sin embargo el término de sacrificio y los exégetas discuten sobre lo que, en estas palabras, se remonta efectivamente a Jesús o es más bien el fruto de la actualización litúrgica de la comunidad primitiva19. Lo esencial radica manifiestamente en otra parte. Toda la vida pre-pascual de Jesús fue una «pro-existencia», es decir, una «existencia para» el Padre y para sus hermanos, una entrega total de sí misma que lo llevaría hasta el don de su vida. De esta forma toda su vida tomaba el valor de un sacrificio existencia] que fundamentaba el sentido convertido que tomará el término de sascrificio en la tradición cristiana desde el Antiguo Testamento. Esta existencia de «servicio» está orientada hacia el paso de Jesús al Padre y correlativamente hacia el paso de todos sus hermanos reconciliados al Padre. El sacrificio de Jesús, que se expresa también en la oración, es la forma que toma el retorno del Hijo al Padre cuando entrega su espíritu en sus manos. Al instituir la eucaristía, Jesús nos indica el sentido que da a su muerte. Al compartir el pan y el cáliz, atestigua su intención de dar su vida por los que ama. Se entrega a sí mismo: esa muerte cumplirá y acabará el sacrificio de su existencia. Este conjunto de ideas es perfectamente coherente. Si Jesús «no parece haberse preocupado de los sacrificios rituales más que para condenar su abuso», no se ve por qué iba a servirse de la categoría del sacrificio «para caracterizar su vida y su muerte»20. Por consiguiente, no es extraño que los evangelios no nos digan nada que indique que Jesús haya asociado su vida y su muerte a la noción de sacrificio ritual. Al contrario, toda su vida nos invita a reconsiderar el

sentido del sacrificio a partir de su pro-existencia. Esta distancia entre la realidad y el vocabulario era sin duda indispensable para operar la conversión de sentido necesaria del sacrificio que ya habían señalado los profetas.

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19. X. LEON-DUFOUR, Jesús y Pablo ante la muerte, Cristiandad, Madrid 1982, 101, opina que «el tenor exactode las palabras de la institución no puede ser determinado»; de una opinión bastante distinta es J. GUILLET, Jesús davant sa we ef sa mort, Atibier, Paris 1971, 212, que piensa que es muy difícil «derivar de las palabras de la institución las precisiones que hacen del gesto de Jesús un sacrificio y una alianza». 20. X. LEON-DUFOUR, O.C., 110; sobre la relación de la existencia de Jesús con la categoría de sacrificio, cf. las observaciones matizadas y sugestivas de F. J. LEENHARDT, La mort ef le testament de Jésus, Labor et Fides, Genéve 1983, en particular pp. 23-52 y «La mort de Jésus est-elle sacríñcielle?»: 116-127.

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El lenguaje sacrificial de Pablo Dicho esto, no es menos cierto que los autores de las epístolas del Nuevo Testamento utilizaron ampliamente el esquema sacrificial para dar cuenta de la muerte de Jesús. La metáfora del sacrificio ritual los llevaba a subrayar su sentido espiritual y existencial, ya que estaban interesados sobre todo por la actitud profunda que tiene que animar todo sacrificio, la de la alabanza. Así es como hay que comprender la fórmula de la carta a los Efesios: «Vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave aroma» (Ef 5, 2). La vida sacrificial de Cristo se convierte en ley de la vida sacrificial de los cristianos. Ya el mismo Pablo invitaba a los Romanos a hacer de su vida un sacrificio espiritual, ofrecido a Dios en conformidad con Cristo: «Os exhorto, pues, hermanos... a que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual» (Rom 12, 1). El mismo Pablo da una interpretación sacrificial de la eucaristía, haciendo una comparación antitética entre la mesa eucarística y las mesas de los sacrificios antiguos y de los sacrificios paganos (1 Cor 10, 14-22). Esta interpretación se precisa en el relato que hace de la institución de la eucaristía adoptando un lenguaje sacrificial: el pan roto por Jesús es su cuerpo «que se da por vosotros»; el cáliz es la nueva alianza en su sangre (1 Cor 11, 24-25). Por eso mismo comer de ese pan y beber de ese cáliz es anunciar la muerte del Señor hasta que venga (1 Cor 11, 26). Del mismo modo, los relatos sinópticos de la institución de la eucaristía trasladan «a una terminología de sacrificio la manera existencial en que Jesús considera su vida de 'servicio'» 21 . Pero ya no hay exterioridad entre el don ofrecido y el que lo ofrece. El don es el de la propia existencia. En términos clásicos se habla aquí de identidad entre el sacerdote y la víctima. La primera teología sacrificial de la muerte de Jesús no es la de la carta a los Hebreoi2. Por tanto, no hay por qué oponer, como lo ha hecho R. Girard, su testimonio al del conjunto del Nuevo Testamento. A l contrario, conviene situar su aportación en la totalidad de los

21.

X. LEON-DUFOUR, O.C. , 108-109.

22. Ibid., 164-165.

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luntaria que caracteriza a la pasión de Jesús. Este aspecto se manifestó por medio de palabras y de actos, en particular por la institución de la eucaristía y por la actitud de Jesús en Getsemaní. La substancia de la afirmación por consiguiente no es ninguna novedad, pero la expresión 'ofrecerse a sí mismo' sí que es una creación de nuestro autor. Para hablar del don de sí realizado por Jesús, ni los evangelios ni Pablo utilizan los verbos rituales prosphérein o anaphérein, sino que emplean los verbos 'dar' o 'poner' o 'entregar'»25.

escritos neotestamentarios. En el dossier de la interpretación sacrificial de la muerte de Jesús hay que incluir probablemente el tema del cordero inmolado y resucitado de la primera carta de Pedro (l, 1921) y del Apocalipsis (5, 12; e t c . ) , designado metafóricamente como el cordero pascual de la primera alianza. El testimonio de la carta a los Hebreos En esta carta, en la que es predominante el tema sacrificial, las exégesis recientes de A. Vanhoye 23 han «descodificado» el funcionamiento de la metáfora entre la realidad ritual y la existencia de Jesús. Paradójicamente, la comparación va a subrayar siempre la diferencia entre el sumo sacerdote de la antigua ley y Cristo nuevo sumo sacerdote, en su persona por una parte y en su sacrificio por otra: «Pero presentándose Cristo sumo sacerdote de los bienes futuros, a través de una tienda mayor y más perfecta, no fabricada por mano de hombre, es decir, no de este mundo, y no con sangre de machos cabríos ni de novillos, sino con su propia sangre, penetró en el santuario una vez para siempre, consiguiendo una redención eterna» (9, 11-12). El autor insiste en la oposición entre la sangre de los animales derramada ritualmente sobre el altar y la sangre de Cristo derramada en la cruz, simbolizando su vida entregada hasta el fin. Se trata del sacrificio personal realizado por «la sangre de Cristo, que por el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios» (9, 14). Esta mención de la sangre permite comprender también la referencia aparentemente obscura a esa «tienda no fabricada por mano de hombre»: ésta designa «el cuerpo glorificado de Cristo, nueva creación realizada en tres días gracias a la efusión de la sangre de Cristo»24. A. Vanhoye interpreta así la correspondencia antitética entre sacrificios antiguos y sacrificio de Cristo: «Tanto por una parte como por otra hay sacrificio, y sacrificio sangriento, pero en el caso de Cristo se trata de un sacrificio personal, existencial, y no de un sacrificio ritual. Cristo 'se ofreció a si mismo': en esta afirmación el autor sintetiza dos elementos de la catcquesis del Nuevo Testamento, la presentación de Cristo como víctima sacrificial p r una parte, y por otra el aspecto de abnegación vo-

23. A. VANHOYE, Sacerdotes antiguos, sacerdote nuevo según el Nuevo Testamen to, Sigúeme, Salamanca 1984. 24. lhid.,202.

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En el caso de Jesús la expresión «ofrecerse a sí mismo» no corre el peligro de designar un suicidio ritual, ya que está demasiado claro que Jesús fue ejecutado. Su pasión fue en primer lugar una pasividad. Pero esta pasión fue para él ocasión de una actividad, por la que realizó «una obra de trasformación positiva que supera en valor a la primera creación. Esta obra es un 'sacrificio' en el sentido pleno de la palabra, esto es, una transformación mediante una entrada en relación con Dios. Como ya hemos dicho, 'sacrificar' significa 'hacer sagrado', impregnar de la santidad de Dios»26. Los sacerdotes antiguos eran incapaces de «ofrecerse a sí mismos, ya que eran pecadores y tenían que presentar sacrificios por sus propios pecados» 27 . Cristo, por el contrario, es «sin tacha»: dispone de «la fuerza ascensional necesaria para elevarse hasta Dios» 28 . En la línea de la contestación profética de los sacrificios, pero citando el salmo 40, el autor radicaliza la crítica. Todo el sistema antiguo es caduco, debido a la incapacidad del hombre pecador para hacerse agradable a Dios, y ha de ser sustituido por un «culto nuevo»: «Por eso, al entrar en este mundo dice: 'Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo. Holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije: ¡He aquí que vengo... a hacer, oh Dios, tu voluntad!...' Abroga lo primero para establecer lo segundo. Y en virtud de esta voluntad somos santificados, merced a la oblación de una vez para siempre del cuerpo de Jesucristo... Habiendo ofrecido por los pecados un solo sacrificio, se sentó a la diestra de Dios para siempre» (Heb 10, 5-12). Esta ofrenda es un acto humano de obediencia personal, consciente y libre. Constituye a la vez un sacrificio por los pecados y u n sacri25. 26. 27. 28.

Ibid.,206. Ibid.,201. Ibid. lbld.,208.

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ficio de comunión, plenamente eficaz por ambos lados. Es indisolublemente una ofrenda a Dios y una ofrenda por los hermanos: «El sacrificio de Cristo presenta dos aspectos inseparables, que se realizan uno mediante el otro. El primero concierne a la relación con Dios: es el aspecto de la obediencia, de la adhesión personal a la voluntad divina. El segundo concierne a la relación con los demás hombres: es el aspecto de la solidaridad fraterna, llevada hasta el don total de sí. En lugar de aspectos podría hablarse de 'dimensiones' y evocar así la dimensión vertical y la dimensión horizontal que se encuentran y se unen para formar la cruz de Cristo. La unión de estas dos dimensiones caracteriza de forma semejante al culto cristiano, transformación cristiana de la existencia»29. Cristo se ofrece a sí mismo a Dios exponiéndose y entregándose a los hombres hasta el fin. Su sacrificio se convierte entonces en la carta de la existencia cristiana, transformada en ofrenda de obediencia a Dios y de servicio fraterno. Este es el objeto de las exhortaciones finales del autor a sus destinatarios, que coinciden con la llamada de Pablo (cf. Rom 12, 1) y con el de la primera carta de Pedro (1 Pe 2, 5): por Cristo «ofrezcamos sin cesar a Dios un sacrificio de alabanza, es decir, el fruto de los labios que celebran su nombre. No os olvidéis de hacer el Men y de ayudaros mutuamente; éstos son los sacrificios que agradan a Dios» (Heb 13, 15-16). El término técnico de sacrificio, thysía, se aplica aquí a la vida de caridad fraterna. Es lo mismo que hará Agustín. Vemos por consiguiente todo lo que en el empleo del término de sacrificio encierra de diferencia y de oposición respecto a la antigua ley. Muchos autores dicen que el sentido nuevo es metafórico en relación con el sentido antiguo. A. Vanhoye piensa por el contrario que sacerdocio y sacrificio eran metafóricos en el Antiguo Testamento, «ya que se aplicaban a una figura simbólica impotente, mientras que en el misterio de Cristo esos términos han obtenido finalmente su sentido real, con una plenitud insuperable» 30 . Sea de ello lo que fuere, la transformación continua del término de sacrificio desemboc a en su verdadera «conversión», en línea recta con lo que proseguirá luego en el pensamiento de los padres d e la Iglesia. Se establece una transición sacramental desde el sacrificio único de Cristo a los sacrificios personales y espirituales de los creyentes. La eucaristía es acrificio, porque es memorial del único sacrificio de 29. lbid.,233. 30. Ibid., 219.

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E L SACRIFICIO DE CRISTO

Cristo. Por su celebración, los cristianos reciben del único sacrificio, hecho presente y actual, el don de ofrecerse a su vez para una existencia eucaristica.

ILT. E L TESTIMONIO DE LA TRADICIÓN

San Agustín es el padre de la Iglesia que más ha desarrollado la doctrina sacrificial. Pero ya antes de él el pensamiento cristiano había recogido la enseñanza de la Escritura sobre el sacrificio espiritual. Los padres de la Iglesia de los cuatro primeros

siglos

Hay unas cuantas ideas-fuerza que permiten organizar los numerosos testimonios patrísticos sobre el sacrificio. La primera es que Dios no necesita de nada. No es ni un indigente que intente mejorar su suerte a costa de los hombres, ni un Moloc que exija abusivamente dones, ni evidentemente un vicioso que se complazca en hacer sufrir a sus criaturas. «De nada en absoluto, hermanos, necesita el que es Dueño de todas las cosas, si no es de que le confesemos»*'. «El Señor, por medio de todos sus profetas, nos ha manifestado que no tiene necesidad ni de sacrificios, ni de holocaustos, ni de ofrendas». (Sigue luego la cita de Is 1, 11-13, lugar clásico de la polémica de los profetas contra los sacrificios). «...Todo esto lo invalidó el Señor, a fin de que la nueva ley de nuestro Señor Jesucristo, que no está sometida al yugo de la necesidad, tenga una ofrenda no hecha por manos de hombre». «...Nos dice de estamanera: 'Sacrificio para Dios es un corazón contrito; don de suavidad al Señor, un corazón que glorifica al que lo ha plasmado Esta misma referencia a la crítica de los sacrificios por parte d e los profetas se encuentra en la pluma del apologista Atenágoras: «El Artífice y Padre de todo este universo no tiene necesidad ni de sangre ni de grasa ni del perfume de flores y de inciensos. Él es el perfume perfecto; nada le falta y de nada necesita. Para él, el máximo sacrificio es que conozcamos quién extendió y dio forma esférica a los cielos..., quién creó a los animales y plasmó al hombre... ¿Qué 31. CLEMENTE DE ROMA, MCorínth. 52, 1: en Padres apostólicos, BAC, Madrid 19855, 225. 32. Epist. Betnabael, 4-lftibid, 773-774.

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falta me hacen a mí los holocaustos de que Dios no necesita? ¿Y qué falta me hace presentar ofrendas, cuando hay que ofrecerle sacrificios incruentos, que es culto racional?» 3. Igualmente, la Carta a Diogneto critica a los judíos por pensar que Dios tiene necesidad de sus ofrendas34. En todos estos textos no se encuentra ninguna idea sobre una deuda del hombre que saldar en justicia. La segunda idea-fuerza es que lo que Dios exige en materia de observancias es para el bien de los hombres. Este es en particular el gran tema de Ireneo, que se añade al anterior: «El Señor ha enseñado abiertamente que, si Dios les pide a los hombres una oblación, es en beneficio del mismo que la ofrece, es decir, del hombre. Es lo que vamos a demostrar»35. Recogiendo el mensaje bíblico sobre los sacrificios, Ireneo subraya la preferencia divina por la obediencia y por el corazón contrito y humillado. El rechazo de los sacrificios antiguos por Dios no es obra de un «hombre irritado», sino un acto de pedagogía que «enseña el sacrificio verdadero, aquel por cuya ofrenda alcanzarán el favor de Dios y obtendrán la vida»36. Así, por el bien de sus discípulos, Jesús instituyó la oblación de la nueva alianza, es decir, la eucaristía: «También a sus discípulos aconsejó que ofrecieran a Dios las primicias de sus propias criaturas, no porque tuviera necesidad de ellas, sino para que ellas mismas no fuesen ni estériles ni ingratas. Tomó el pan que proviene de la creación, lo partió y dio gracias diciendo: "Esto es mi cuerpo". Y lo mismo el cáliz, que proviene de la creación de la que formamos parte, declaró que era su sangre y enseñó que aquella era la oblación nueva de la nueva alianza. Esta oblación es la que la Iglesia ha recibido de los apóstoles y que en el mundo entero ofrece al Dios que nos da el alimento, como primicia de los propios dones de Dios bajo la nueva alianza. ... Así pues, la oblación de la Iglesia, que enseñó el Señor a ofrecer en el mundo entero, es considerada como sacrificio puro ante Dios y agradable a él. No es que él necesite de nuestro sacrificio, sino que el que lo onece es glorifícado él mismo por lo que ofrece, si su presente es aceptado»?1'. * Así pues, por Cristo y en Cristo, el sacrificio es más bien un don de Dios al hombre que del hombre a Dios. Ya hemos visto anterior33. 664 s. 34. 35. 36. 37.

ATENAGORAS, Suppl., 13, en Padres apologistas griegos, BAC, Madrid 1954, M Diognetum III, 3: en Padres apostólicos, o.c, 848. IRENEO DE LION, Adv. haer. IV, 17, 1: trad. A. Rousseau, Cerf, París 1984, 455. Ibid.,IV, 17,2: o. c.,457. Ibid.,W, 17,5 y 18, 1: o. c, 459-461.

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mente cómo Ireneo hablaba de una reciprocidad de la imagen entre Cristo y nosotros. Se da también para él una reciprocidad del sacrificio entre el hombre y Dios. La ilustra con el ejemplo de Abrahán, que aceptó entregar a la muerte a su hijo Isaac: «Abrahán siguió afectivamente en su fe el mandato del Verbo de Dios, cediendo con diligencia a su hijo único y muy amado en sacrificio a Dios, para que también Dios consintiera, en favor de toda su posteridad, entregar a su Hijo único muy amado en sacrificio por nuestra redención»38. El paralelismo es sorprendente, ya que Dios cumple lo que sólo se le había pedido a Abrahán; no es ya el objeto, sino el sujeto del sacrificio. El sacrificio es normalmente la preferencia que en todo le da el hombre a Dios; aquí es Dios el que le da la preferencia al hombre, en detrimento de su propio Hijo. Ésta es la misteriosa implicación de la mediación ascendente y de la mediación descendente. Estos textos nos han puesto ya en camino hacia la tercera ideafuerza: lo propio del culto cristiano es el sacrifício espiritual, es decir el sacrificio personal y existencia! que se expresa en el reconocimiento de Dios y en el amor al prójimo, cumpliendo así los dos primeros mandamientos de la ley, semejantes el uno al otro. Para Clemente se trata de «confesar a Dios»; para la carta de Bernabéy para Ireneo, el verdadero sacrificio está en el corazón que glorifica a Dios y que se rompe por la contrición; para Atenagoras, es una adoración razonable. Ireneo no se olvida de la actitud de caridad con el prójimo que tiene que acompañar a la rectitud del alma para con Dios: • «No son los sacrificios los que hacen favorable a Dios. Si uno intenta ofrecerlos con una pureza, una rectitud y una exactitud solamente aparentes, sin que en su alma comparta con rectitud la comunión con el prójimo, ni tenga el temor de Dios, no engañará a Dios ofreciendo ese sacrificio... Noson los sacrificios los que santifican al hombre, ya que Dios no tiene necesidad de sacrificios; son las disposiciones del oferente las que santifican el sacrificio, si son puras, ya que obligan a Dios a aceptarlo como de un amigo»39. Estas ideas-fuerza se basan en las dos convicciones fundamentales recibidas de la Escritura. El único sacrificio válido a los ojos de D i o s es el de Cristo: y el culto exterior de los cristianos es el sacrificio eucarístico, memorial del único sacrificio de Cristo, que les c o n cede ofrecer su vida a lios como sacrificio espiritual. Son innumerables los testimonios de estas dos convicciones, a menudo articuladas

38. Ibid. IV, 5, 5: o. c, 417-418. 39. #>¡d.IV, 18,3: o. c, «2-463.

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entre sí, que encontramos en Justino 40 , en Ireneo, en Atanasio 41 , en Cirilo de Jerusalén 42 , en Eusebio de Cesárea 43 , en Cirilo de Alejandría44, etc.

Agustín: una teología del sacrificio En un desarrollo célebre de la Ciudad de Dios, Agustín ha expuesto una teología del sacrificio, ejemplar por su fidelidad a la Biblia y su profundidad antropológica En el corazón del verdadero culto debido a Dios, debido al deseo de felicidad arraigado en todo ser humano, está el sacrificio. Siguiendo a sus predecesores, Agustín afirma que Dios no necesita para nada de nuestros dones y que los sacrificios de la antigua ley no eran más que figuras del verdadero sacrificio que tiene por finalidad «que nos unamos a Dios y encaminemos al prójimo a este fin»45. Es entonces cuando asienta una de esas fórmulas que le son características y que estructuran su teología: «El sacrificio visible es el sacramento del sacrificio invisible, o sea, es un signo sagrado» 46 . Esta distinción le permite interpretar la polémica de los profetas y de los salmos contra los sacrificios. En el salmo 50 [51] se dice a la vez que Dios rechaza los sacrificios y que quiere un sacrificio: «No quiere sacrificio de res sacrificada, sino el sacrificio de un corazón contrito. El sacrificio que Dios no quiere, según el profeta, es figura del sacrificio que quiere»47. Toda una serie de citas terminan entonces con el texto de Oseas, recogido por Jesús en el evangelio: «Por eso, donde está escrito: "Quiero la misericordia más que el sacrificio", no conviene entender otra cosa más que el anticipado por el sacrificio, porque lo llamado por todos sacrificio es signo del verdadero sacrificio. Ahora bien, la misericordia es un verdadero sacrificio» 48 . Dentro de la categoría de sacrificio es como Agustín asume la conversión de sentido que va desde el sacrificio exterior al sacrificio interior.

40. JUSTINO, Dialog. cum Tryph. 117, 3: o. c, 505-506. 41. ATANASIO DE ALEJANDRÍA, De incarn. Vcrbi 20, 1-25, 5: SC 199,337-359. 42. CIRILO DE JERUSALÉN, Catech. mystag. V, 8: SC 126, 157. 43. EUSEBIO D E CESÁREA, Dcmonstr. evang. I, 10: PG 22, 83-94. 44. CIRILO DE ALEJANDRÍA , Cíiristus est unus: SC 97, 433-515. 45. A G U S T Í N , De civ. Dci X, 5, en Obras XVI-XVII, BAC, Madrid 1958, 639; sobre el sacrificio en Agustín, cf. I. BOCHET , Saint Augustin el le dcsir de Dicu, Etud. August., París 1982,354-382. 46. AGUSTÍN , Ibid., 639.

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El contexto de su reflexión permite comprender debidamente, bajo su lenguaje un tanto abstracto, la definición tan rica que da Agustín del sacrificio: «Verdadero sacrificio es toda obra que se hace con el fin de unirnos a Dios en santa compañía, es decir, relacionada con aquel bien supremo, merced al cual podemos ser verdaderamente felices» . El corazón del sacrificio reside en el hecho de que nos pone en comunión con Dios, es decir, nos hace pasar a Dios en su «santa compañía»: se trata de un paso, de una «pascua». Es el acto por el que el hombre se vuelve hacia Dios en un movimiento de adoración y de amor, por el que pone a Dios por encima de sí mismo y se desposee de su propio ser. Pues bien, esta comunión con Dios es al mismo tiempo la felicidad del hombre, ya que el hombre está hecho para Dios, para verlo y descansar en él, y su corazón fuera de Dios está inquieto y angustiado. Así pues, la comunión con Dios y la felicidad del hombre van a la par; pero lo uno y lo otro son imposibles sin el acto de nuestra libertad que responde positivamente a la invitación y al don de Dios y nos p n e en sus manos según el designio que él tiene sobre nosotros. Eso es el sacrificio. En esta primera definición ni siquiera se menciona la dimensión penitencial del sacrificio (renuncia, privación, sufrimiento). En efecto, éste es un segundo dato, consecuencia inevitable del arrancamiento necesario del pecado que desorienta nuestra libertad. A la idea tan extendida de que el sacrificio ante todo «hace daño», Agustín responde con la idea del sacrificio que nos hace felices. El sacrificio no e s ni sadismo por parte de Dios, ni masoquismo por parte del hombre. Si es éste el sentido del sacrificio, éste no puede reducirse a l a ofrenda de cosas exteriores: por «toda obra buena» hay que entender toda la existencia del hombre, todo lo que vivimos y realizamos p o r amor a Dios y amor a nuestros hermanos, en la obediencia a los d o s primeros mandamientos.El mismo hombre es un sacrificio: «De aquí se deduetque el hombre consagrado en nombre de Dios y ofrecido por voto iDios, en cuanto que muere al mundo para vivir para Dios, es sacrificio... El castigar nuestro cuerpo por la templanza, si esto lo hacemos,como es nuestro deber, por Dios, a fin de no dar nuestros miembros como armas de iniquidad al pecado, sino como armas de justicia aDios, es sacrificio. El apóstol, exhortando a esto, dice: "Y así os rutgo, hermanos, por la misericordia de Dios, q u e

47. Ibid. 48. Ibid., 641.

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4 9 . lbid.^6:

o. c.,641.

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ofrezcáis vuestro cuerpo como hostia viva, santa, agradable a Dios, que es el culto racional vuestro" (Rom 12, l)» 50 . A g u s t í n a n a l i z a el ser del h o m b r e según el b i n o m i o a l m a - c u e r p o . V o l v e m o s a e n c o n t r a r n o s aquí c o n el aspecto « s a c r a m e n t a l » d e su antropología, q u e e v o c á b a m o s a propósito d e la mediación d e Cristo 5 1 . El cuerpo e s p a r a él a l a v e z el signo y el instrumento de las intenciones del a l m a . E n efecto, p o r u n a parte el cuerpo es signo del e s píritu: el acto corporal permite a la intención espiritual t o m a r cuerpo y expresarse. N o h a y historia sino p o r q u e h a y cuerpo. T o d o nuestro lenguaje — p a l a b r a s , g e s t o s , s o n r i s a s — p a s a p o r la m e d i a c i ó n del c u e r p o . P o r o t r a parte, el c u e r p o d e s e m p e ñ a u n a función d e instrum e n t o y , e n este sentido, de c a u s a : el acto espiritual no se acaba de verdad m á s q u e p o r el orden corporal y e n él. Mientras que u n a intenc i ó n n o se t r a d u z c a en el orden d e la acción corporal, seguirá siendo u n a « b u e n a intención», p e r o sin arraigo en el m u n d o y sin eficacia. D e este m o d o e x p e r i m e n t a m o s q u e n u e s t r o s actos corporales n o s c a m b i a n p a r a lo b u e n o o p a r a l o malo. E s t a relación del cuerpo y del a l m a se percibe de m a n e r a ejemplar en el sacrificio: n u e s t r a p r e f e r e n c i a a m o r o s a p o r D i o s y p o r los d e m á s p a s a p o r gestos corporales, a la v e z signos e instrumentos d e nuestro sacrificio espiritual. Este dato antropológico coincide c o n la iniciativa d e la encarnación, q u e permite al V e r b o d e Dios d a r a su sacrificio u n a figura exterior, p o r m e d i o d e su v i d a y d e su muerte. Lo m i s m o ocurre c o n los sacramentos, gestos simbólicos de su humanidad e n favor nuestro q u e recibimos visible y corporalmente. El último texto q u e h e m o s citado e x p o n e a s í el papel del cuerpo, en referencia a l a fórmula d e R o m 12, 1, d e s i g n a n d o a la p e r s o n a d e los h e r m a n o s p o r su c u e r p o , q u e el apóstol exhorta a ofrecer c o m o hostia viva y a g r a d a b l e a D i o s . E n la e v o c a c i ó n d e l sacrificio corporal, Agustín m e n c i o n a esta v e z la mortificación, c o n s e c u e n c i a necesaria del p e c a d o . D e allí p a s a i n m e d i a t a m e n t e al sacrificio del alma q u e es indi sociable d e la mortificación: «Si el cuerpo del que se sirve el alma como de siervo o instrumento es sacrificio, ¡cuánto más lo será el alma cuando se encamina a Dios, para que encendida en el fuego de su amor, pierda la forma de la concupiscencia del siglo y se reforme sometida a la forma inconmutable!» 52 .

50. Ibid., 641-642. 51. Cf. supra, 108-112 y J. CLEMENCE, Saint Augustin et le peché oríginel: NouvRevTheol. 70 (1948) 735. 52. AGUSTÍN , Ibid.X, 6, o. c.,642.

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El a r g u m e n t o e s u n a fortiori: el a l m a es el lugar d e la libertad, la que dirige las r e l a c i o n e s c o n D i o s . E s t a m b i é n un sacrificio y, para realizarlo, tiene q u e c o n v e r t i r s e del p e c a d o . P e r o el sacrificio no es sólo u n a relación c o n D i o s , sino también u n a relación c o n los demás, del m i s m o m o d o q u e l o s d o s m a n d a m i e n t o s del a m o r forman un todo indivisible. N o p u e d e h a b e r sacrificio auténtico a D i o s q u e no pase por l a m e d i a c i ó n d e l a m o r al prójimo. Éste se expresa p o r acciones corporales. Por c o n s i g u i e n t e , l a s « o b r a s d e misericordia» s o n sacrificios: «Siendo verdaderos sacrificios las obras de misericordia hacia nosotros o hacia los prójimos, pero referidas a Dios, y siendo verdad que las obras de misericordia no tienen otro fin que librarnos de la miseria y hacernos felices, cosa que no se efectúa sino por aquel bien del que está escrito: "Mi bien es adherirme a Dios" (Sal 72,28)...» 53 . C i e r t a m e n t e , la misericordia n o e s un sacrificio si no se la refiere a D i o s , y a que el sacrificio es cosa divina 54 . Pero en el caso contrario, sus o b r a s son verdaderamente sacrificios, d e los que se n o s dice u n a vez m á s que su finalidad es procurarnos la felicidad. Agustín: sacrificio de Cristo y sacrificio de la Iglesia Esta doctrina general y antropológica del sacrificio se basa en la realidad única del sacrificio de Cristo, con el que la Iglesia está asociada por giacia: «Resulta claro que toda la Ciudad redimida, en otros términos la congregación y sociedad de los santos ofrece a Dios su sacrificio universal por ministerio del sumo sacerdote. Éste se ofreció a sí mismo en su pasión por nosotros, a fin de que nosotros fuéramos el cuerpo de esa cabeza. Y se ofreció según la forma de siervo. Ofreció esta forma y en ella se entregó. Según esta forma es mediador, según ella es sacerdote) según ella es sacrificio.. Todo este sacrificio somos nosotros... Éste es el sacrificio de los cristianos: muchos, un solo cuerpo en Cristo. Este misterio la Iglesia también lo celebra asiduamente en el sacramento del altar conocido de los fieles, donde se le muestra que, en la oblación que hace, se ofrece a sí misma» .

53. Ibid 54. Cf. Ib»., 641. 55. ibid, 6*2-643.

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E n unas c u a n t a s frases de particular densidad Agustín recoge todo el misterio sacrificial cristiano, q u e parte de Cristo, alcanza a la Iglesia y se actualiza e n la eucaristía. Sólo Cristo p u d o realizar el sacrificio perfecto de ofrenda de sí m i s m o a D i o s p o r sus h e r m a n o s . Lo h i z o en virtud de su e n c a r n a c i ó n , q u e lo h a constituido m e d i a d o r y sacerdote y lo h a c o n d u c i d o a la muerte y resurrección. Se evoca el sacrificio de Cristo e n referencia a Flp 2,6-13, texto q u e encierra u n a alusión a la o p o s i c i ó n entre A d á n , que q u i s o c o n q u i s t a r c o m o u n botín la igualdad c o n D i o s (Gen 3,5) y se negó p o r tanto a ofrecerse a D i o s e n sacrificio de a m o r y d e obediencia, y Cristo q u e no reivindicó e s a igualdad, sino que se ofreció a sí m i s m o en la h u m i l d a d (traducción latina para A g u s t í n de la kénosis de Flp 2,7) y el desprendim i e n t o de u n a o b e d i e n c i a q u e l l e g ó hasta la m u e r t e de c r u z . El sacrificio de Cristo se inscribe perfectamente e n la definición anterior: en su p e r s o n a encarnada, J e s ú s es personalmente sacrificio: «El es el oferente y él la oblación» 5 6 . Su sacrificio encierra u n aspecto interior, el a m o r al Padre y a sus h e r m a n o s , y un aspecto exterior, el d o n d e su c u e r p o en su pasión, así c o m o la institución de la eucaristía. Pero el sacrificio de Cristo está ordenado al sacrificio de los h o m bres r e u n i d o s e n Iglesia. Cristo no se ofrece solo al P a d r e ; s u m o sacerdote u n i v e r s a l de la h u m a n i d a d , le ofrece toda la a s a m b l e a de los santos; c u m p l e el sacrificio de la C a b e z a que ofrece a todo el cuerpo eclesial. La finalidad del sacrificio de los cristianos es la de n o ser m á s q u e u n s o l o cuerpo en Cristo p a r a a l a b a n z a del P a d r e . Aquí se lleva a cabo u n paso de la multiplicidad de los sacrificios a la unidad. Cada u n a de las buenas acciones de un h o m b r e p u e d e ser considerada c o m o un sacrificio, pero en definitiva la existencia entera de un h o m bre constituye su sacrificio único. I g u a l m e n t e , se p u e d e considerar a la h u m a n i d a d entera c o m o un solo sacrificio, h e c h o d e la multiplicid a d de sacrificios existenciales de t o d o s los h o m b r e s a través de las generaciones. El sentido de la historia d e los h o m b r e s es el paso de la h u m a n i d a d a D i o s , es su larga peregrinación de su p a s c u a hacia D i o s . Y. de M o n t c h e u i l , en u n a página de espíritu p l e n a m e n t e agustiniano, h a mostrado así en el sacrificio de Cristo el sacramento del sacrificio de la h u m a n i d a d entera:

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más que un solo sacrificio en el sentido total: el acto por el que la humanidad predestinada... pasa del pecado en que se encuentra a la consumación de la salvación... Pero la humanidad, abandonada a si misma, es incapaz de ese sacrificio... La humanidad no puede «sacrificarse» más que si se le da la gracia. Pues bien, la condición de esta gracia es la encarnación. Por tanto, el sacrificio no es posible sino porque Cristo está unido a la humanidad, para darle por su gracia el deseo de pasar del mal al bien... y facilitarle ese mismo paso... El sacrificio histórico, realizado una sola vez en un momento del tiempo y en un lugar determinado, es el sacramento del sacrificio realizado por el Cristo total.... El sacrificio realizado por Cristo en la cruz es el símbolo, el signo, pero un signo eficaz, del sacrificio que todos los hombres tienen que realizar» El t é r m i n o de s a c r a m e n t o se t o m a aquí en u n sentido analógico respecto a la eucaristía. Pero n o s c o n d u c e a ella. Sin el sacrificio d e Cristo, la h u m a n i d a d no p u e d e pasar a D i o s . Solamente la exterioridad de la cruz c o r r e r í a el riesgo de borrarse en nuestra memoria, si n o e s t u v i e r a s a c r a m e n t a l m e n t e s u b r a y a d a p o r u n s a c r a m e n t o exterior. Ese s a c r a m e n t o exterior instituido es el misterio eucarístico, «el s a c r a m e n t o del altar», del que h a b l a Agustín, sacramento del único sacrificio. E n este sacramento, e n el plano visible de la celebración, e s la Iglesia l a que ofrece. Pero según la realidad del misterio la m i s m a Iglesia es ofrecida p o r Cristo. P o r q u e — p r o s i g u e A g u s t í n — « d e e s t a realidad quiso q u e fuera sacramento cotidiano el sacrificio de la I g l e sia. Ella, siendo c u e r p o de esa Cabeza, aprende p o r su m e d i o a ofrecerse a sí misma» 5 8 . E l sacrificio de Cristo no sustituye al nuestro; a l contrario, nos p e r m i t e realizarlo. Se verifica aquí la relación fundamental e n t r e gracia y libertad: el sacrificio de Cristo n o s libera y n o s permite realizar n u e s t r o paso a Dios. Ésta e s h d o c t r i n a agustiniana del sacrificio, de la que un c o m e n tarista h a p e d i d o d e c i r lleno de a s o m b r o q u e era «puro c r i s t i a n i s m o » 5 9 . Su sentido d e la grandeza de D i o s n o supone ningún a t e n t a d o c o n t r a la grandeza d e l hombre. Si la divinización del h o m b r e e s s u v e r d a d e r a humanización, su p a s o a Dios, su sacrificio es t a m b i é n s u v e r d a d e r a felicidad.

«Si tomamos las cosas desde el punto de vista de la historia humana en su conjunto, tal como las ve Dios, tendremos que decir que no hay

56. Ibid X, 20: o.c, 672.

57. Y. DE MONTCHEUIL, Mclangcs thcologiques, Aubier, París 1951, 51-53. 58. AGUSTÍN/tod.,o. c.,672. 59. Fórmula de P. AGAESE, autor de L'anthropologic dirétienne selon saint Augustin, Centre Sévrci, París 1980; en estas páginas he inspirado mi reflexión.

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El sacrificio de Cristo en santo Tomás de Aquino Pero se dirá: ¿esta hermosa doctrina del sacrificio se mantuvo en los siglos sucesivos? Para saberlo, conviene que preguntemos a santo Tomás de Aquino, uno de los teólogos más «oficiales» de la Iglesia. Al tratar de la pasión de Cristo, santo Tomás distingue cuatro modos de su eficacia: el mérito, la satisfacción, el sacrificio y la redención. Como se ve, el orden en que sitúa los conceptos es distinto del que hemos adoptado para esta exposición. Santo Tomás trata del sacrificio a la luz de la satisfacción —por eso el conjunto de su soteriología se recogerá a propósito de esta categoría 60 —, mientras que aquí hemos pensado que había que hacer lo contrario, dentro de un espíritu de fidelidad a la Escritura y a la tradición. Santo Tomás da la siguiente definición del sacricio: «Propiamente hablando, se llama sacrificio una obra realizada en honor de Dios y a él debida, para aplacarlo»61. Esta definición se presenta como una interpretación de la de san Agustín, a quien santo Tomás cita a continuación, como un bien común de la Iglesia. No la traiciona; conserva su aspecto teocéntrico. Pero su tonalidad es distinta, ya que no recoge el lado antropológico y pone en primer plano el aplacamiento de Dios, lo cual constituye una referencia implícita al pecado y una alusión, ambigua por ser inmediata, a los sacrificios antiguos. Glosando siempre a Agustín, el doctor escolástico aplica esta definición a Cristo: «Ahora bien, Cristo, según añade después el mismo santo, "se efreció a sí mismo en la pasión por nosotros", y el hecho de haber soportado la pasión voluntariamente, cosa fue en sumo grado acepta a Dios, como proveniente de la mayor caridad. De donde resulta claro que la pasión de Cristo fue un verdadero sacrificio» 2. El texto termina con otras dos citas de Agustín, que expresan la preocupación de santo Tomás por presentar su pensamiento bajo la forma de una «exposición reverencial» del gran maestro de la teología latina. El carácter sacrificial de la pasión de Cristo proviene por tanto de dos elementos: «la ofrenda real de sí mismo y el amor»63. La pasión de Cristo es causa de la reconciliación de los hombres con Dios de dos maneras: 60. CS.infra, 371-376. 61. SANTO TOMAS, S. Th. III, q. 48, a. 3, corp. en Suma teológica XII, BAC, Ma drid 1955, 480. 62. Ibid. 63. B.CATAO, Salut et rédempüon chezS. Thomas d'Aquin, Aubier, París 1965, 91.

«Primera, en cuanto quita el pecado, por el que los hombres son constituidos enemigos de Dios... Segunda, en cuanto es la pasión de Cristo un sacrificio aceptísimo a Dios. El efecto propio del sacrificio es el de aplacar a Dios, a la manera que el hombre, en atención a un obsequio que se le hace, condena la ofensa a él cometida... Pues fue tan grande el bien de padecer Cristo voluntariamente que, en atención a este bien que Dios halló en la naturaleza humana, se aplacó de todas las ofensas del género humano, por lo que respecta a aquellos que del modo arriba dicho se unen a Cristo paciente»64. Esto no quiere decir que Dios empezara a amarnos en virtud de la reconciliación realizada por Cristo. Nos ama desde siempre, pero siente odio hacia el pecado. Por otra parte, el amor de Cristo que sufría fue a los ojos de Dios infinitamente más poderoso que la iniquidad de los que le mataron. Consciente como Agustín de que todo sacrificio tiene que tener una realidad exterior, Santo Tomás había dado ya en la Suma Teológica esta definición ritual del sacrificio: «Hay sacrificio propiamente dicho cuando las cosas ofrecidas a Dios son sometidas a una acción cualquiera, tal como matar los animales, partir el pan, comerlo o bendecirlo. No es otro el sentido de la palabra 'sacrificio', que se deriva de 'hacer' algo 'sagrado'»65. Esta definición no es falsa, ya que menciona el carácter teologal del sacrificio. Pero es menos afortunada por su referencia exclusiva a los ritos y podrá incitar a continuación a los teólogos a buscar una definición formal del sacrificio en los ritos de la historia de las religiones, para aplicársela luego al sacrificio de Cristo. Habrá en ello un error de método, que corre el riesgo de ocultar en qué la novedad del sacrificio de Cristo hace «saltar» las prácticas antiguas. Pero santo Tomás no se queda en ello. El sabe que el sacrificio exterior no es sino la expresión de la realidad espiritual del sacrificio: «La ofrenda de sacrificio es significativa de algo. Por otra parte, el sacrificio exterior significa el sacrificio interior del alma a Dios... Los xtos exteriores de religión se ordenan a los interiores»66. Este texto remite al sacrificio existencial. Pero santo Tomás no lo explícita como lo había hecho san Agustín. No cae, en todo caso, en 64. SANTO TOMAS, S. 71III, q. 48, a. 3, corp. en Suma Teológica XIII, BAC. Madrid 1955,480, 65. SANTC TOMAS, 5. 71.11-11, q. 85, a. 3, ad 3: en Suma Teológica IX, BAC, Madrid 1955, 108 66. Ibid.,\. 85, a. 2, corp.; o.c, 104-105.

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la confusión de algunos autores modernos a propósito de los verdugos de Cristo; ellos, lejos de ofrecer un sacrificio, cometieron una «fechoría», un crimen. Sólo Cristo se ofreció en sacrificio67. El pensamiento de santo Tomás sigue siendo esencialmente fiel a la tradición agustiniana en la que se inscribe. Sin embargo, quedan desplazados algunos de sus acentos y la insistencia en la perspectiva ritual pudo abrir el camino a ciertos desvíos ulteriores. La doctrina sacrificial del concilio de Trento En la sesión sobre la justificación, analizada anteriormente 68 , el concilio de Trento no recurre a la categoría de sacrificio. Ya hemos visto cómo interpreta la pasión de Cristo con los términos de mérito y de satisfacción. No ocurre evidentemente lo mismo en la doctrina de la sesión XXII de 1562, consagrada al «santísimo sacrificio de la misa». En efecto, era imposible decir en qué la eucaristía es sacrificio sin relacionarla con el único sacrificio de Cristo. La preocupación por esta importante articulación doctrinal ha dado origen a un desarrollo inspirado totalmente en la carta a los Hebreos: «Como quiera que en el primer Testamento, según testimonio del apóstol Pablo, a causa de la impotencia del sacerdocio levítico no se daba la consumación, fue necesario, por disponerlo así Dios, Padre de las misericordias, que surgiera otro sacerdote según el orden de Melquíscdec (Gen 14, 18; Sal 109, 4; Heb 7, 11), nuestro Señor Jesucristo, que pudiera consumar y llevar a perfección a todos los que habían de ser santificados (Heb 10, 14). Así pues, el Dios y Señor nuestro, había de ofrecerse una sola vez a sí mismo a Dios Padre en el altar de la cruz, con la interposición de la muerte, a fin de realizar para ellos la eterna redención...» (Dz 938)m. Volvemos a encontrarnos con los grandes temas de la epístola: la oposición entre la impotencia de los sacrificios antiguos y el sacrificio perfecto de Cristo, la unicidad del mismo, la identidad del sacerdote y de la ofrenda. La doctrina de Trento hace una lectura cultual de la pasión, hablando del «altar de la cruz» en un sentido metafórico. Es entonces cuando interviene la institución de la eucaristía»: «...como, sin embargo, no había de extinguirse su sacerdocio por la muerte (Heb 7, 24.27), en la última Cena, la noche que era entregado,

67. Cf. S. Th., III, q. 48, a. 3, ad 3: o.c., XIII, 481-482. 68. Cf. supra, 259-267. 69. Concilio de Trento, sesión 221, sobre el santo sacrificio de la misa, c. 1: trad. en El magisterio de la Iglesia, Herder, Barcelona 1963, 267.

para dejar a su esposa amada, la Iglesia, un sacrificio visible, como exige la naturaleza de los hombres, por el que se representara (repraesentaretuf) aquel suyo sangriento que había una sola vez de consumarse en la cruz, y su memoria permaneciera hasta el fin de los siglos (1 Cor 11, 23ss), y su eficacia saludable se aplicara para la remisión de los pecados, que diariamente cometemos..., les mandó con estas palabras: Haced esto en memoria mía, etc. (Le 22, 19; 1 Cor 11, 24) que los ofrecieran. Así lo entendió y enseñó siempre la Iglesia. Porque, celebrada la antigua pascua, que la muchedumbre de los hijos de Israel inmolaba en memoria de la salida de Egipto, instituyó una pascua nueva, que era él mismo, que había de ser inmolado (immolandum) por la Iglesia por ministerio de los sacerdotes bajo signos visibles, en memoria de su tránsito de este mundo al Padre» (Dz938)70. Este texto tan rico y matizado invoca en primer lugar la necesidad de una expresión visible del sacrificio, en conformidad con las exigencias de la naturaleza humana que toda la economía de la encarnación intenta respetar. Como decía ya san Ireneo, la ofrenda eucarística ha sido instituida para nuestro bien. Sabemos por otra parte la afinidad existente entre la idea de sacerdote y la de mediador; podría legítimamente trasponerse el comienzo de este texto diciendo: «Como no había de extinguirse su mediación por la muerte...». La mediación de Cristo tenía que poder seguir ejerciéndose a través de signos visibles. La mediación, el sacerdocio y el sacrificio se sitúan aquí en correlación directa. La eficacia del sacrificio se relaciona sobre todo con la redención de los pecados. El término-clave que sirve para expresar la relación entre el sacrificio de la cruz con el sacrificio de la misa es el de representación del primero por el segundo. Esta palabra debe tomarse en sentido fuerte: lo que se realizó una vez para siempre es re-presentado, es decir, hecho presente de forma continua. La misa no se suma nunca con la cruz; no es su repetición (repite la celebración de la Cena, que es algo muy distinto), y mucho menos su «renovación», ya que sólo se renueva lo que es viejo o caduco. El término de re-presentación o los de actualización o perpetuación deben por tanto oponerse vigorosamente a la palabra renovación que, por desgracia, se extendió a numerosos textos teológicos y hasta pastorales de los tiempos moder-

70. Ibid. 71. Cf. J. M. R. TILLARD, Vocabulaire sacriñciel et eucharístie: Ircnikon 53 (1980) 163-165.

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El término de re-presentación remite de hecho al concepto bíblico de memorial q u e connotan muchas de las expresiones de este párrafo de Trente, aunque el concilio lo haya formalmente perdido de vista. La re-presentación, se dice, está ordenada a que la memoria del único sacrificio de la cruz se perpetúe hasta el final de los siglos. Lo mismo que la pascua antigua celebraba la memoria de la salida de Egipto, también la celebración eucarística, bajo los signos sacramentales del pan y del vino (llamados una vez «símbolos») recuerda la pascua de Jesús a su Padre. Estas expresiones comentan la fórmula de la institución, citada igualmente por el concilio: «Haced esto en memoria mía». La institución de la eucaristía como memorial, que atraviesa toda la tradición viva, constituye sin duda alguna la trama sobre la que se construye la doctrina tridentina»72. Pero el concilio de Trento no sabe utilizar la categoría misma de memorial, o quizás desconfía de ella debido a los que reducían la misa a ser tan sólo una «mera conmemoración»73. Esta deficiencia le impidió articular en una unidad coherente el sacramento y el sacrificio en la eucaristía. La división en dos sesiones diferentes de estos dos aspectos de un único misterio se perpetúa en los manuales casi hasta nuestros días. Habrá que esperar mucho tiempo esta formulación tan sencilla, que hoy se ha convertido en un bien común doctrinal: la eucaristía es el memorial sacramental del único sacrificio de la cruz. Estamos tocando aquí un punto delicado del vocabulario conciliar. Para expresar la diferencia entre sacrificio de la misa y sacrificio de la cruz, Trento apela a la distinción entre el modo sangriento y el modo no sangriento de la inmolación, término que se encuentra en el texto citado: por medio de los sacerdotes la Iglesia inmola a Cristo bajo unos signos visibles en memoria de su paso al Padre. Este mismo lenguaje se recoge y se hace más explícito en el capítulo siguiente de la doctrina: «Porque en este divino sacrificio, que en la misa se realiza, se contiene e incruentamente se inmola aquel mismo Cristo que una sola vez se ofreció a sí mismo cruentamente en el altar de la cruz (Heb 9, 27)... Una sola y misma es, en efecto, la víctima, y el que ahora se ofrece por el ministerio de los sacerdotes, es el mismo que entonces se ofreció a sí mismo en la cruz siendo sólo distinta la manera de ofrecerse» (Dz 940)74. Si es perfectamente justa la preocupación de no poner en el mismo plano el único sacrificio de Cristo en la cruz y el sacrificio de 72. Ibid., 162. 73. Concilio de Trento, ibid., can. 3: o.c, 271. 74. Concilio de Trento, ibid., cap. 2: o.c, 268.

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la misa, así como la afirmación de la identidad numérica del sacerdote y de la víctima en cada uno de ellos, también es cierto que el empleo del verbo inmolar a propósito de la misa es ambiguo. Porque habría que decir de la inmolación lo que el concilio dijo del mismo sacrificio: es re-presentada. «¿Puede decirse que es 'rehecho' sacramentalmente el sacrificio de la cruz?», pregunta J. M. R. Tillard; y prosigue: «Se tiene la impresión de que hay dos oblaciones, una sangrienta y otra no sangrienta, illa et haeq pero sin que se vea muy bien cómo la segunda no pone en discusión el una vez para siempre de la primera»75. ¿Las actas del concilio permiten superar esta ambigüedad? En un estudio ya antiguo y que se ha hecho clásico, M. Lepin había analizado las discusiones de los teólogos y de los padres conciliares sobre el sacrificio de la misa. Su principal preocupación era la de no reducir la eucaristía a una pura conmemoración de la cruz, es decir, a un simple recuerdo de ella, en virtud de la presencia real de Cristo en el altar, víctima de nuestra redención76. La conclusión de Lepin es muy clara: «En ningún momento de las deliberaciones conciliares se sugiere la idea de que la misa contenga una realidad cualquiera de inmolación. Ningún teólogo y ningún padre pretendió encontrar allí algo más que una figura o un memorial de la inmolación que se había realizado en otro tiempo en la cruz. Ninguna huella de las teorías que habrían de surgir en los años siguientes... La idea del sacrificio de la misa aparece ligada prácticamente a tres elementos fundamentales: la consagración, la oblación y la representación conmemorativa de la inmolación pasada»77. La última fórmula es decisiva: nos permite comprender de veras el texto conciliar. Por inmolación no sangrienta hay que entender el acto sacramental que hace presente el sacrificio sangriento de la cruz. Cristo glorioso, sentado a la derecha del Padre, no tiene que inmolarse varias veces. Pero la Iglesia tiene necesidad de que su única inmolación reciba una presencia y una visibilidad siempre y en todas partes, haciéndose así contemporánea de todos los hombres, para que éstos, reunidos en Iglesia por la celebración eucarística, puedan ofrecer su existencia en sacrificio santo y agradable a Dios. Porque en la misa, el sacrificio de Cristo suscita sin cesar el de la Iglesia. Así pues, la Iglesia no «inmola» a Cristo, sino que en cada celebración presenta la única inmolación de Cristo, hecha presente de manera no sangrienta y en la que ella misma se ofrece en sacrificio. 75. J. M. R.TILLARD , art. tit., 162-163.

76. M. LEPIN, L'idce du sacriñce de la Messe d'aprés les théologiens depuis ¡'origine jusqu'á nos jmirs, Beauchesne, Paris 1926, 313. 77. Ibid., 326. En un libro reeditado varias veces E. MASURE, Le sacriñce du chef, La Colombe, Paiis 1957, ha recogido todo este dossier y ha reaccionado sanamente en favor de una concepción verdaderamente sacramental del sacrificio de la misa.

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Llamando inmolación a la representación sacramental de la inmolación de Cristo, el concilio forja una metáfora cuyo uso a propósito de los sacramentos ya había sido reconocido por san Agustín y santo Tomás. El primero se explica de este modo, sin ambigüedad alguna, a propósito de la inmolación:

mentalidad está en el origen de la ambigüedad material de los textos de Trento sobre la inmolación. Es uno de los casos en que puede aplicarse lo que dice la Congregación de la fe sobre la enseñanza dogmática: «Las verdades que la Iglesia intenta realmente enseñar por sus fórmulas dogmáticas son sin duda distintas de las concepciones cambiantes propias de una época determinada; pero no está excluido que sean evenrualmente formuladas, incluso por el magisterio, en términos que llevan la huella de esas concepciones» 80 . Se da aquí un riesgo de desconversión que la historia posterior de la teología tendrá por desgracia que verificar. Por ejemplo, la representación según la cual los sacerdotes inmolan a Cristo puede conducir a un corto-circuito perjudicial. ¿No se convierten entonces los sacerdotes del Nuevo Testamento en el sustitutivo de los verdugos del Señor? Nadie inmola a Cristo, como se podía en otros tiempos inmolar a un animal. Sólo Cristo se ofreció una vez por todas como víctima, trasformando por amor en don de sí mismo el gesto criminal de sus verdugos. Un funcionamiento peligroso de las imágenes corre entonces el peligro de hacer resurgir la noción de pacto sacrificial.

«¿No fue inmolado Cristo en sí mismo una sola vez? ¿Y no es inmolado sacramentalmente, no sólo en cada solemnidad de pascua, sino incluso cada día en presencia del pueblo? No es un error contestar, si se os pregunta, que Cristo es realmente inmolado. Porque si los sacramentos no tuvieran cierta semejanza con las cosas de las que son sacramentos, no serían ni mucho menos sacramentos. Pues bien, en virtud de esta semejanza, la mayoría de las veces reciben los nombres de las mismas cosas»7*. Por tanto, la semejanza sacramental es la razón de la trasferencia del término de inmolación de la cruz a la eucaristía. Recogiendo otro texto de san Agustín, santo Tomás enuncia este mismo principio, que constituye la razón primordial de llamar «inmolación de Cristo» al sacramento de la eucaristía: «Porque dice san Agustín (a Simpliciano) que suelen las imágenes , nombrarse con los nombres de quienes son imágenes; y así, al mirar una tabla o pintura en la pared, decimos: éste es Cicerón, aquel Salustio. La celebración de este sacramento... es imagen representativa de la pasión, que es verdadera inmolación»79. Por su lucidez sobre el funcionamiento del lenguaje, estos dos teólogos nos dicen, mucho antes de los documentos tridentinos, cómo hemos de comprender las fórmulas de Trento sobre la inmolación y confirman la interpretación propuesta. La importancia que da el concilio al vocabulario de la inmolación es sin embargo el signo de una evolución inquietante de la mentalidad teológica en su comprensión del sacrificio. Aunque los teólogos y el concilio hayan sido incapaces de ponerse de acuerdo sobre una definición del sacrificio (que sigue estando ausente en estos textos), la idea de inmolación, cruenta o incruenta, de la víctima se convertía en el punto esencial, en detrimento del don existencial de sí mismo que condujo a Cristo hasta la muerte. Existe aquí un peligro de regresión de la idea de sacrificio hacia las figuras antiguas. Este rasgo de

78. AGUSTÍN , Epist. 98 (23) ad Borní, episc: PL 33, 363. 79. SANTO TOMAS, 5. T7J.III. q. 83, a. 1, corp., en Suma Teológica XIII, BAC,

drid 1957, 844.

Ma-

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El lenguaje del Vaticano U aparta hoy para nosotros estas ambigüedades cuando dice: «(Los presbíteros) ejercen su oficio sagrado, sobre todo, en el culto o asamblea eucarística, donde, obrando en nombre de Cristo y proclamando su misterio, unen las oraciones de los fieles al sacrificio de su Cabeza y representan y aplican en el sacrificio de la misa, hasta la venida del Señor, el único sacrificio del Nuevo Testamento, a saber: el de Cristo, que se ofrece a sí mismo al Padre, una vez por todas, como hostia inmaculada (cf. Heb 9, 1128)»81. La tercera plegaria eucarística se expresa también certeramente cuando hace decir al celebrante: «Dirige tu mirada sobre la ofrenda de tu Iglesia y reconoce en ella la Víctima por cuya inmolación quisiste devolvernos tu amistad».

Amplificación y desvío sacrificiales en los tiempos modernos Después del concilio de Trento, la incapacidad de los siglos siguientes para encontrar y formular el verdadero concepto de memorial llevará a la teología a desarrollar ciertas concepciones del sacrificio de la misa que aparecen hoy viciadas en su base. No solamente se

80. CONGREGACIÓN DE LA FE, Declaración «Mysterium Ecclesiae» (24 junio 1973) n. 5: Doc. Cath. 1636 (1973) 667. 81. VATICANO II, Lumen Gentium, n. 28. Igualmente, Presbyterorum ordinis, n. 5: «por la celebración de la misa, ofrecen sacramentalmente el sacrificio de Cristo».

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olvidan de la especificidad del ser sacramental, sino que quedan obnubiladas por la definicipon ritual de los sacrificios antiguos y no pueden comprender que puede haber verdadero sacrificio sin inmolación o destrucción actual. La obra ya citada de M. Lepin, que va diseñando la idea del sacrificio de la misa desde los orígenes hasta nuestros días, muestra bien el corte que se da entre la afirmación tradicional de la eucaristía-sacrificio, que se formaliza hasta finales de la gran escolástica en la idea de «figuración sacramental», y la multitud de teorías postridentinas que son un eco de la mentalidad sacrificial más o menos degradada e intentan dar cuenta de la realidad sacrificial propia de la misa leyendo de una manera o de otra en sus ritos la inmolación de una víctima.

Monsabré compara a los sacerdotes con los sacrificadores de la antigua ley, armados de cuchillo 84 . He aquí lo que escribía A. Tesniére en 1889 en un manual de adoración del Santísimo Sacramento:

Lapin clasifica estas diversas teorías en función de la definición del sacrificio sobre la que se basan. Las mejores opinan que el sacrificio no exige una «inmutación real» de la víctima y que la misa contiene por tanto solamente una figura de la inmolación de Cristo. Otros piensan que el sacrificio exige esta «inmutación real» y la hacen recaer sobre las especies del pan y del vino que quedan destruidas por el hecho de la conversión eucarística (transubstanciación). Otros finalmente leen en la misa una «inmutación» que afecta al mismo Cristo, bien en la consagración, bien en la comunión. La «inmutación» es un eufemismo por «inmolación». Estas teorías se responden, se entrecruzan, se corrigen unas a otras en refinamientos cada vez más sutiles, desde finales del siglo XVI hasta comienzos del XX. Las mejores de ellas, en particular las de la Escuela francesa del siglo XVII que tema un sentido agudo del sacrificio existencial inmanente a toda la vida de Cristo, hablan un lenguaje cuyo realismo nos parece exagerado 82 . «No poseen el instrumental conceptual que les permita mantener a la vez el ephapax radical de la oblación misma y su presencia perpetua bajo una forma sacramental. Para remediar esta carencia, se inventan teorías pintorescas de inmolación no sangrienta, de muerte sacramental, de espada mística que separa sin efusión de sangre el cuerpo y la sangre, de estado humillado bajo el pan y el vino. Estamos muy lejos de la nobleza de la visión tomista y de la discreción del concilio»83. En el plano pastoral las teorías más sanguinarias tuvieron rienda suelta. Ya cité en nuestro florilegio sombrío el texto en que el padre

82. Por ejemplo Bérulle, cf. M. LEPIN, O. C, 466-467. 83. J. M. R. TILLARD , art. ciL,

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«Ved cómo la Víctima queda destruida, consumida, aniquilada. En el Calvario, estaba herida; aquí está machacada... Ser molido es perder la forma, la extensión, la organización... ¿Dónde está entonces su cuerpo, sus miembros, su forma, su vida humana? Todo ha sido molido, triturado, reducido a unas migajas desapercibidas. Cristo está personalmente entero, totalmente vivo, en este polvo, en esta nada; ¿no es éste el colmo del rebajamiento, de la depresión, un verdadero anonadamiento?»85. En 1907, mons. Waffelaért, obispo de Brujas, escribía: «Cristo, bajo las especies sacramentales, está puesto en una cierta apariencia de destrucción y de muerte...; se encuentra actualmente en un estado de víctima..., como un hombre degollado...; este estado se percibe en que su cuerpo puede ser verdaderamente comida y su sangre verdaderamente bebida» 86 . La mentalidad sacrificial de la época se expresa de forma análoga a propósito de la cruz y a propósito de /a misa, incluso las teorías que no retienen más que la «inmolación mística» siguen estando dominadas por la idea de que todo sacrificio tiene que contar con una destrucción. Afortunadamente todavía quedaba otra corriente teológica que con J. Lebreton sostenía que la «misa es un verdadero sacrificio, porque representa realmente el sacrificio de la cruz y nos aplica sus frutos»87. En el plano teológico, la insistencia dogmáticamente ambigua y teológicamente peligrosa en una «inmolación» de Cristo en la eucaristía contribuyó al desarrollo de la afirmación, ausente del concilio de Trento y objetivamente falsa, de la renovación en la misa del sacrificio de la cruz. Este lenguaje, que se había hecho demasiado clásico, fue intencionadamente corregido en los textos del Vaticano II y en los que dependen de él, así como los documentos litúrgicos principales, a pesar de algunos lamentables lapsus, en provecho de las palabras de «perpetuar» y «representar»88. 84. Cf. supra, 86. 85. CitadoporM. LEPIN, O. C, 595-596. 86. Citado Ibid, 598. 87. J. L. LEBRETON, ait. «Eucharistic», en Dict. apol. de la íoi calh., t. 1, Bcauchesne, París 1910, col. 1582. En el mismo sentido, la gran obra de M. de la Taillc, Mysteríum fídei. De augustissimo corporis et sanguinis Christi sacrificio atque sacramento, Beauchesne, París 1931. 88. Cf. J. M. R. TILLARD, art. cit., 168-169. Este artículo presenta un excelente informe histórico de esta cuestión.

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IV. UN BALANCE: SACRIFICIO E IMAGEN DE DlOS

En el cristianismo el sacrificio de Cristo, el sacrificio eucarístico, el sacrificio de la Iglesia y el sacrificio de cada uno de los fieles forman una gran unidad que había que tratar juntamente, a fin de mostrar la coherencia del designio salvífico de Dios, desde su iniciativa hasta su realización última. Con el sacrificio estamos en el corazón del misterio de Cristo y de la existencia cristiana Por eso es tan importante una comprensión auténtica del sacrificio y tan nocivo todo error, incluso teológico. De la ambivalencia a la conversión El sacrificio encuentra eco en el hombre en una experiencia sumamente profunda, debido al sentido que descubre a su existencia. La verdad cristiana coincide aquí con la verdad del hombre y llega a su corazón. Pero este hombre es pecador, sus arquetipos interiores están marcados a la vez por su deseo de Dios, inscrito en él a través de su creación, y por las consecuencias del pecado que no solamente pervierten sus relaciones con Dios, sino también la imagen que se hace de él, proyectando en la conciencia divina sus actitudes pecadoras. Así pues, fue necesaria una lenta pedagogía para purificar y convertir la noción de sacrificio y conducir a la verdad de Cristo, que se llevó a cabo superando radicalmente las representaciones y figuras anteriores. Pero el acontecimiento de Cristo no abolió en las conciencias el combate entre esta concepción evangélica y las tentaciones procedentes de los antiguos arquetipos. En este combate la teología de los tiempos modernos conoció peligrosos repliegues. Mediante el sacrificio el hombre reconoce el derecho soberano de Dios y sus situación de dependencia de Aquel que es a la vez su origen y su fin. Aceptar esta relación como constitutiva de nuestra existencia no es tan natural; espontáneamente, y a menudo de formas más o menos solapadas, el hombre desea ir más allá de su estatuto de libertad creada y hacerse Dios. La relación de dependencia hace entonces de Dios un enemigo del hombre. Hoy este «enemigo» es negado muchas veces bajo la forma del ateísmo. En las sociedades tradicionales ese Dios enemigo se convertía en un Dios vengador y sumamente terrible. Se comprendía su omnipotencia como la de los potentados políticos, cuya arbitrariedad se complace muchas veces en humillar a los mortales. Se concebía su justicia a imagen de la de los grandes que se ejerce en detrimento de los pequeños, implacable, vengativa, exigente hasta el último céntimo. Entonces el acto de ho-

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menaje del hombre a Dios que es el sacrificio tomaba sobre todo la forma de una destrucción, de una inmolación, de una privación y de un sufrimiento, como si se tratara sobre todo de contentar a Dios «con sangre». La lucha por la conversión de la noción y de la realidad del sacrificio es debida a esta ambivalencia original. La ciencia de las religiones por una parte y la pedagogía veterotestamentaria por otra nos muestran ya victorias y derrotas. El drama de la teología de los tiempos modernos es el de haber buscado su definición del sacrificio en el hecho religioso en general, a fin de comprender dentro de su marco el único sacrificio de Cristo. Había allí una regresión que abría el camino a no pocas ambigüedades. Es por el contrario a la luz de Cristo, considerado como revelación y norma de la verdad de todo sacrificio, como es posible comprender y discernir los valores y los errores de los otros sacrificios. Para ver hasta qué punto esta regresión invadió las mentalidades a través de la catequesis, veamos por ejemplo la definición del sacrificio que da el canónigo Boulenger en un manual de enseñanza secundaria muy extendido en la primera mitad de este siglo, y que constituye un verdadero compendio de la teología de la época: «Tomado en un sentido estricto y teológico, la palabra sacrillcio designa la ofrenda de una cosa sensible que se destruye, si se trata de un ser inanimado, o que se inmola, si es un ser animado, hecha por un ministro legítimo a Dios solo, para reconocer su dominio soberano y, en caso de pecado, para aplacar su justicia» . El ritual exterior es aquí prioritario y la esencia del sacrificio se pone en la inmolación. El comentario añade: «La mejor manera para el hombre de expresar su dependencia y la de las demás criaturas es evidentemente la muerte voluntaria, es decir, el hecho de poner libremente la vida en manos de Aquel que nos la ha dado» 90 . ¿Querrá Dios sacrificios humanos o el homenaje de nuestro suicidio? Nuestra relación coa él no se define en términos de vida, sino en términos de muerte. Evocando la orden dada a Abrahán de inmolar a su hijo Isaac, el autor ve en ella una justificación de sus ideas; continúa entonces: «Pero..., satisfeche de la obediencia ciega de su servidor, (Dios) sustituyó a Isaac por un carnero, desaprobando de ese modo los sacrificios humanos a los que tenia derechc»9'. Estamos en pleno

89. A. BOULENGER, La doctrine catholiqve, t. III, Vitte, Lyon-Paris 1930, 93. 90. Ibid. 91. Ibid. El subrayado es mío.

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«corto-circuito». No es extraño que provoque un rechazo el fondo morboso que yace en el seno de estas representaciones.

noción cristiana por parte de elementos no convertidos ¿no será una consecuencia del mantenimiento de una palabra demasiado marcada por su historia semántica para poder convertirse? ¿No decimos que el sacrificio de Cristo supera los sacrificios figurativos, los hace inútiles o trasforma la categoría misma de sacrificio? ¿No exigiría un sano realismo que renunciásemos definitivamente a esta palabra? Pero no se trata de forjar un lenguaje por decreto. Las palabras están ahí y tienen su peso; nos impregnan y viven de su propia vida. El término de sacrificio es una de esas palabras. No cabe duda de que se puede, y hasta se debe, hablar del «don de nosotros mismos a Dios y a los demás», de «la ofrenda amorosa de nuestra existencia», de «la preferencia absoluta que hay que dar a Dios», de «paso a Dios», o también de «existencia eucarística», hecha de acción de gracias y de deseo de comunión. Pero todas estas expresiones jamás podrán sustiuir a una palabra que tiene entre nosotros una presencia insoslayable. Por otra parte, como demuestra la experiencia, la eliminación de este término en el lenguaje litúrgico o catequético no le impide seguir viviendo en las conciencias y corre el riesgo de caer en las peores perversiones. Ocurre con este término-clave lo mismo que con el conjunto de palabras del vocabulario religioso. Hay que seguir el ejemplo de la revelación judeo-cristiana. Utilizó las palabras que subían del corazón del hombre y las fue lentamente convirtiendo y trasformando para revestirlas de un sentido nuevo. Esa fue la pedagogía de Dios con el hombre. El obrar de otra manera habría conducido a abrir un abismo entre la fe cristiana y la experiencia humana. Lo mismo ha hecho la Iglesia en su sabiduría tradicional. Es una tarea que nos corresponde hoy a nosotros. Esto es lo que quería recordar también este capítulo.

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Sacrificio de Cristo y sacrificio

cristiano

La noción cristiana de sacrificio se inscribe en un mundo muy distinto, aunque mantenga ciertos contactos con ese arraigo humano y religioso. La imagen de Dios es allí completamente distinta. El sacrificio, homenaje existencia! de obediencia y de amor a Dios, es querido para el bien del hombre, para su «felicidad». El movimiento ascendente que se le pide al hombre, a fin de que se entregue a Dios, es llevado por otro movimiento, ontológicamente prioritario: el de Dios que desciende hacia el hombre para darse a él. El acto de la creación es ya un gesto de kénosis de Dios, que acepta no ser todo, ya que suscita un compañero libre. Dios no abandona a ese hombre, aun cuando en su primer movimiento éste rechace el designio de Dios sobre él y no le ofrezca su «sacrificio». Dios se constituye entonces un pueblo en el que podrá nacer su propio Hijo, su unigénito, que él quiere dar al mundo para que el mundo se salve por él (cf. Jn 3,1617). El Dios de los cristianos no reivindica una paternidad vindicativa; se entrega al hombre en su propio Hijo y «aprende» de algún modo por el camino del sufrimiento a hacer de nosotros los hermanos de su Unigénito y sus propios hijos. Porque este don y este abandono de Dios a los hombres afectan al Padre como al Hijo y se traducen en el abandono del Hijo por el Padre en la cruz. Dentro de este movimiento de don de Dios al hombre es como el Hijo expresa y realiza el movimiento perfecto de retorno del hombre a Dios. Cumpliendo su misión en la obediencia y en el amor, se ofrece a su Padre «por nosotros»; paga el precio que la perversidad de los hombres pecadores ha hecho necesario; y pasa a Dios, inaugurando la pascua de toda la humamidad hacia el Padre. Libera la capacidad encadenada hasta entonces de la humanidad para darse definitivamente a Dios p o r medio del homenaje existencial de la obediencia y del amor. El sacrificio de Cristo se convierte por generosidad de Dios en el sacrificio d e la Iglesia y en el de todo hombre de buena voluntad. Éste es el sacrificio que Dios espera del hombre para hacerle vivir. El peso de las pa hbras Pero se dirá: ¿por qué conservar la misma palabra de sacrificio para unos contenidos tan diferentes? El parasitismo periódico de la

11 La expiación dolorosa y la propiciación

El capítulo dedicado al sacrificio se ha esforzado en subrayar la dimensión positiva del mismo. Quizás se piense que no se ha dejado mucho sitio a la realidad humana del pecado. Entre los sacrificios antiguos, eran numerosos los sacrificios ofrecidos en expiación por el pecado y la dimensión de la expiación afectaba más o menos a todo sacrificio. El Nuevo Testamento recoge el vocabulario de la expiación o de la propiciación a propósito del sacrificio de Cristo. La expiación va ligada a la necesidad de reconciliación entre el hombre que intenta reparar su pecado y Dios que tiene que devolverse su favor. Así pues, será menester abordar por sí mismo este tema especialmente delicado, ya que en él se concentran muchas tentaciones de regresión y de desconversión, que afectan tanto a la comprensión de la actitud religiosa del hombre como a la imagen correspondiente de Dios. Estudiaremos este dossier según un movimiento análogo al del capítulo anterior. Seguimos teniendo ante la vista una categoría bíblica importante.

I. LA EXPIACIÓN EN LA CONCIENCIA CONTEMPORÁNEA

Expiación: ni la palabra ni la idea están hoy de moda. Si todavía se habla de expiar, se trata sobre todo en el sentido secular de sufrir un castigo1. Si uno conwte una falta, la conciencia social considera 1. La definición de la expiación se formula asi en el Dictionnairc philosophiquc de Lalanda, recogido en el Pctit ft>ftcrf.«Sufrimiento impuesto o aceptado después de un pecado y considerado como un remedio o una purificación, por haberse asimilado el pecado a una enfeimedad o a una mancha del alma».

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normal que reciba un castigo que sirva de compensación. Se hablará entonces de «castigo infligido en expiación de un crimen» o, para subrayar su gravedad especial, de un «crimen inexpiable». Sin embargo, se da un matiz que diferencia el castigo y la expiación: el segundo término puede implicar la actitud moral del culpable que acepta la pena, ya que desea «reparar» su falta, en la medida en que le es posible. Si el castigo se limita a ser una pena objetiva, la expiación puede ser la expresión de un arrepentimiento y el medio de una rehabilitación. Pero en el terreno social lo uno y lo otro se basan en la idea de una justicia cuyos derechos tienen que ser vengados. En la palabra expiación siempre subyace una idea de venganza. Sin embargo, desde que se piensa en la razón de ser del castigo de un culpable, se opina cada vez más que la pena tiene que ser medicinal y se admite cada vez menos que sea «vindicativa». Pero esta evolución de las ideas sigue sin calar en la gente ante la reacción social espontánea frente a una injusticia o un crimen: ¡cuántos hablan de vengarse, de hacer que pague el culpable, de buscar la justicia por su mano!

atestigua la historia de las religiones. La noción de expiación lleva también consigo la esperanza de poder actuar sobre la divinidad, de cambiar algo en ella y de granjearse su favor. Esta trasposición entre el hombre y Dios de la ley del talión —el sufrimiento en cambio del pecado— ¿no es una violencia contra la trascendencia del totalmente Otro? Su elemento de verdad, el deseo de reparación y de purificación, ¿no ha quedado ahogado en una falsa concepción del derecho y de la justicia? ¿Puede decirse, por otro lado, que esta concepción de la expiación ha sido totalmente barrida de las conciencias cristianas? La idea de expiación es un dato profundamente arraigado en la memoria humana y por esta razón no es posible marginarla. Se muestra singularmente ambigua, portadora de cierta verdad, pero también de muchos errores y hasta de ciertas perversiones. Si la conciencia moderna se libera de ella, es una vez más de forma ambibalente: se rechaza esa idea, pero se sigue estando bajo el golpe de la realidad y no siempre se está a salvo de sus desbordamientos salvajes. Es ésta, sin embargo, la idea que la revelación judeo-cristiana estaba llamada a convertir.

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Dentro de las relaciones humanas la idea de expiación sigue siendo vacilante de las conciencias, aunque su realidad esté siempre allí, dispuesta en caso necesario a autorizar desahogos salvajes. ¿Qué ocurre en el plano religioso? Resulta entonces difícilmente justificable, ya que traduce la concepción de un Dios vengador y colérico que exige un sufrimiento expiatorio por parte del hombre pecador2 y que mantiene en él una actitud mágica que le empuja a buscar en un castigo oneroso una compensación objetiva al pecado cometido. Semejante compensación sería en sí misma capaz de restablecerlo en una situación de amistad con un Dios aplacado, ya que habría quedado satisfecha su justicia. Este conjunto de ideas y de conductas se presenta como la escuela de una concepción religiosa primitiva. La imagen que oculta ¿no es la de la mancha que hay que lavar a toda costa? «El sufrimiento es el precio que hay que pagar por la violación del orden —dice Paul Ricoeur a propósito de este tipo de conciencia—; el sufrimiento debe dar "satisfacción" a la vindicta de la pureza»3. De ahí tantos ritos sangrientos, y a veces sacrificios humanos, que nos !. Víctor Hugo saca de esta idea del Dios vengador grandes efectos literarios en su colación Les Chátimcnls, cuya última pieza, muy célebre, se titula «L'expiation». Allí se eicuentra el vocabulario que acabo de señalar: «El emperador se volvió hacia Dios; el hombre glorioso ¡e puso a temblar: Napoleón comprendió que ex¡)iaba ... — ¿Es el castigo —dijo—, Dios de los ejércitos? (vv. 62-66). .La tumba se llenó entonces de una luz extraña, parecida a la claridad de Dios cuando se venga> (vv. 381-382). J. P. RICOEUR , Finitudy cu/pató/Aíad, Taurus, Madrid 1969, 272.

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II. EL TESTIMONIO DE LA ESCRITURA

El término de expiación es frecuente en la Biblia y, si es raro en el Nuevo Testamento, las veces que aparece se muestra tan ligado al misterio pascual de Cristo que es imposible prescindir de ella: interviene siempre al final de una purificación y de una conversión tanto de la conducta humana de expiación como de la imagen de Dios que le corresponde. El Antiguo Testamento: expiación, intercesión y perdón El pueblo de Israel pecó gravemente en el desierto dejándose llevar a la adoración de un becerro de oro. Moisés dijo entonces: «Habéis cometido un gran pecado. Sin embargo, yo voy a subir al Señor: quizás llegue a expiar vuestro pecado» (Ex 32,3). Su intercesión consiste en una plegaria ardiente y repetida que pide el perdón (Ex 32,31-32). El Deuteronomio la expresa así: «Señor Yahvéh, no destruyas a tu pueblo, a tu heredad, que tú has rescatado en tu grandeza y que las sacado de Egipto con mano poderosa. Acuérdate de tus siervos Abrahán, Isaac y Jacob» (Dt 9, 26-27). En una circunstancia análoga Aarón hace un rito de expiación para detener la cólera

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del Señor: «Se interpuso entre los muertos y los vivos» (Núm 11,13). Toda su actitud sugiere la plegaria y la súplica, como señalará más tarde expresamente el libro de la Sabiduría: «Un hombre irrepochable vino como adalid, empuñando las armas de su propio misterio, la oración y el incienso expiatorio» (Sab 18,21). A partir de estos ejemplos, St. Lyonnet ha señalado bien la asociación tan estrecha que establece la Biblia entre la expiación y la intercesión4. San Jerónimo había percibido este vínculo, ya que en la Vulgata había traducido el término de kipper, expiar, por un verbo que significa la oración (rogare, orare, deprecan). De esta forma intentaba asimilar el rito de expiación a una plegaria de intercesión5.

que expresa la voluntad trascendente de Dios de reconciliarse con su pueblo. Su descripción minuciosa es una serie de indicaciones precisas. El lugar de la expiación es el que Dios ha escogido para hacerse presente según su iniciativa personal. Ha de hacerse anualmente por todo el pueblo, como una ley perpetua, ya que el Señor se compromete a perdonar siempre, con la condición de que su pueblo exprese su arrepentimiento respetando sus prescripciones. Es la voluntad divina de salvación la que confiere al rito su eficacia. Esto vale igualmente para la sangre de los animales inmolados que sirve para la aspersión: «Porque la sangre es la vida de la carne y yo os he dado la sangre para que hagáis sobre el altar el rito de expiación por vuestras vidas; pues la sangre es la que expía por la vida» (Lev 17,11). De esta forma, el rito de expiación no es ni mucho menos una acción que intente provocar un cambio en Dios, haciendo que pase bajo su dominio algo que fuera primitivamente propiedad del hombre. No, la sangre de las víctimas es también un don de la creación, de la que Dios permite al hombre que se sirva para expiar simbólicamente su pecado. No hay ningún intercambio y la ley del talión queda radicalmente superada. Es Dios el que da al hombre poder hacer algo para obtener su perdón. La aspersión de la sangre le permite al hombre vivir una re-consagración de todo su ser a Dios y mantener su fidelidad en la alianza. «El gran día de las expiaciones» es también «el gran día de los perdones», como sugieren los acordes del verbo kipper.

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Los sacrificios de expiación ocupan un amplio espacio en el Levítico, donde se describe con todo detalle «el gran día de las expiaciones» (caps. 16 y 17). Entre otras ceremonias, el sacerdote encargado de cumplir el rito penetraba detrás del velo de la Tienda de la reunión y rociaba el «propiciatorio» con la sangre de un toro o de un chivo inmolado en sacrificio. Este «propiciatorio»6 era una plancha de oro puesta como una cubierta sobre el arca de la alianza, en la que se apoyaban dos querubines que la cubrían con sus alas, encerrando así un espacio vacío que servía de trono a la majestad divina. La importancia del propiciatorio era considerable, ya que representaba el lugar donde el Señor se había comunicado con Moisés (Ex 25,22: Núm 7, 89), el lugar que había escogido para estar presente entre su pueblo, el lugar desde donde concedía su perdón. En este lugar, santo por encima de todos los demás, tenía que realizarse el «rito de expiación sobre el santuario por las impurezas de los hijos de Israel, por todas sus trasgresiones y pecados» (Lev 16,16). Una lectura superficial de esta ceremonia podría hacer pensar que se trataba solamente de un ejemplo típico de liturgia sacrificial con inmolación de víctimas, destinada a aplacar la cólera divina con su pueblo. Sin embargo, se había convertido ya su significación profunda: á pesar de las apariencias, el esfuerzo y la actividad del hombre ocupan allí un lugar secundario. Lejos de ser una invención humana, este rito es por entero un don de Dios. Es objeto de un mandamiento

4. ST. LYONNET , Expiation st intercession: Bíblica 40 (1959) 885-901. 5. Ibid, 886. 6. En hebreo kapporet, de la misma raíz que kippur. La idea es a la vez la de cubrir (el propiciatorio üene forma de cubierta) y de borrar o expiar. Así pues, el lugar de la presencia de Dios se designa como lugar de expiación, al mismo tiempo que se describe como el lugar del perdón. Hay aquí un juego de significaciones complejas: si el sumo sacerdote hace la expiación para cubrir los pecados, es Dios el que de hecho los cubre perdonándoles.

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Si por parte de Dios la expiación se presenta como un don ordenado a un perdón, la actividad ritual del hombre adquiere por su parte el valor de una plegaria vivida y actuada, de una intercesión fervorosa, onerosa ciertamente por el tiempo y por los sacrificios rituales que exige, pero a la que no se atribuye ninguna eficacia mágica. Es realmente un culto rendido a Dios. La tradición judía entendió también así las cosas: la fiesta de la expiación, la de los kippurim, es ante todo una fiesta de oración. Para Filón, ese día de ayuno se pasa todo él rezando y suplicando desde la mañana a la noche, «dedicándose así los israelitas a hacerse favorables a Dios implorando el perdón de los pecados tanto voluntarios como involuntarios, y esperando los beneficios divinos no en virtud de sus méritos personales, sino debido a la naturaleza benévola del que prefiere el perdón al castigo»7. La misma palabra de «propiciatorio» traduce muy bien esta evolución semántica. Llega a significar el lugar en que se implora a Yahvéh para quesea propicio

7. S T . LYONNET , art. cit, 895-896, resumiendo el pensamiento de Filón.

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a los hombres. En el judaismo contamporáneo se pone también el acento en «el poder expiatorio de la oración», del ayuno y de la caridad, como expresión del arrepentimiento y del deseo de reparación de los pecados 8 .

ira y lleno de lealtad y fidelidad, que conserva su fidelidad a mil generaciones» (Ex 34,6-7). Después del destierro, el profeta pondrá en labios de Yahvéh estas palabras dirigidas a Jerusalén: «Sólo por un momento te había abandonado, pero con inmensa piedad te recojo de nuevo. En un rapto de cólera oculté de ti mi rostro un instante, mas con eterna bondad de tí me apiado» (Is 54,7-8). Por consiguiente, aplacar la cólera de Dios no es ofrecerle una compensación que cambie radicalmente su actitud para con nosotros. Es volver a él, arrepentidos y convertidos; es quitar el obstáculo que impedía a Dios manifestarnos directamente su amor. La expiación, como propiciación e intercesión, abre el camino del perdón y de la reconciliación. Se pasa así de la esfera de la venganza a la del amor. La cólera de Dios —escribe Paul Ricoeur— «no es ya la venganza de los tabús, ni la resurrrección del caos primigenio, tan anciano como los ancianos dioses, sino la cólera de la misma santidad. Indudablemente queda todavía mucho trecho por andar, antes de que se comprenda o se adivine que la cólera de Dios no es más que la tristeza de su amor, para eso hará falta que se convierta esa misma cólera y se transforme en el dolor del "Siervo de Yahvéh" y el abajamiento del "Hijo del hombre"...» 10 . En este texto se resume admirablemente el itinerario que vamos a seguir.

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La cólera de Yahvéh No obstante en los textos evocados se menciona la cólera de Yahvéh, que tiene que «aplacarse» mediante la expiación y la intercesión. El Antiguo Testamento no vacila ante las descripciones terroríficas de esta cólera divina (Is 30,27-33; Ex 20,33; Jer 25,15-38). Esta cólera, devastadora para las naciones, pero severa igualmente con el pueblo elegido, lleva a Dios a vengarse (Dt 3,35; Jer 46, 10). ¿Es compatible esta realidad de la cólera divina con el sentido de la expiación que acabamos de señalar? La cólera y la venganza divina tienen que comprenderse según el movimiento de revelación que convierte esa imagen de Dios hecha por el hombre pecador. La verdad de la cólera de Dios está en que el pecado le afecta y desencadena en él una pasión vehemente, la del amor ofendido y la santidad pisoteada. Por consiguiente, la cólera de Yahvéh no es un simple antropomorfismo: expresa todo el calor de sus sentimientos con el hombre. No es ni una reacción de violencia incontrolada, ni la necesidad de vengarse. «Es todo el peso de la seriedad y de la atención que Dios concede a su creación, y ante todo a sus obras más preciosas. Es la dimensión divina del mal que produce el hombre, ese peso tremendo, esa fuerza de destrucción que lo arrastra más allá de sus cálculos y de sus decisiones... La cólera divina es la otra cara de su atención creadora. Pero su cólera no es su justicia: la cólera revela el pecado del hombre, la justicia, el rostro de Dios» 9 . Por eso Dios es capaz de «arrepentirse» y de «volverse del ardor de su cólera» (Jon 3,9) y de apartarlo de su pueblo (Os 14,5). Porque esta cólera entra en conflicto con la misericordia y cede siempre ante ella, ya que no es más que el otro aspecto del celo de un amor santo. Es una advertencia ordenada a la conversión de Israel. Por eso se celebra a Dios como «un Dios clemente y misericordioso, tardo para la

8. E. GOUREVITCH, La 'kapparah' daos le Judaisme, en Rencontre Chrétiens et Jui&n. 13(1969)227. 9. J. GuiLLET, Justice • Foi - Loi, en Departement des Eludes tsbliques de l'I.C.P. (ed.), La vie de la Parole. De l'Áncien au Nouveau Testament. Mélanges P. Grelot, Desclée, París 1987, 350.

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El Siervo doliente de Yahvéh El cuarto poema del Siervo de Yahvéh, en el segundo Isaías (cap. 53), hace franquear un nuevo umbral a la idea de expiación; n o sólo se espiritualiza más esta idea, sino que sobre todo se personaliza. El sacrificio de expiación no es ya un sacrificio ritual, sino que s e convierte en el sacrificio de una vida ofrecida en un amor generoso y libre por un amigo de Dios. Esta ofrenda de sí mismo constituye la intercesión suprema. Sea cual fuere la identidad primera de e s e Siervo, colectiva o personal, es manifiesto el alcance mesiánico d e su figura y el Nuevo Testamento se inspirará mucho en ella, s i n citar siempre el texto, para interpretar el sentido de la muerte de Jesús. Así pues, conviene citar por extenso esta profecía, algunas de c u y a s expresiones, que causan dificultades, será preciso comprender debidamente: 53, 2 «Sin gracia ni belleza para atraer la mirada, sin aspecto digno de complacencia. 10. P. RICOEUR, o. c, 321.

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3 Despreciado, desecho de la humanidad, hombre de dolores, avezado al sufrimiento, como uno ante el cual se oculta el rostro, era despreciado y desestimado. 4 Con todo, eran nuestros sufrimientos los que llevaba, nuestros dolores los que le pesaban, mientras nosotros lo creíamos azotado, herido por Dios y humillado. 5 Ha sido traspasado por nuestros pecados, triturado por nuestras iniquidades; el castigo, precio de nuestra paz, cae sobre él, y a causa de sus llagas hemos sido curados. 6 ... El Señor ha hecho recaer sobre él la perversidad de todos nosotros. 7 Era maltratado, y no se resistía ni abría su boca; como cordero llevado al matadero, como oveja ante sus esquiladores, no habría la boca. 8 Con violencia e injusticia fue apresado; de su causa, ¿quién se cuida? Fue arrancado de la tierra de los vivos, herido de muerte por los pecados de su pueblo... 10 Yahvéh quiso destrozarlo con padecimientos. Si tú haces de su vida un sacrificio de expiación Casham), verá descendencia, prolongará sus días, y la voluntad del Señor se cumplirá gracias a él. 11 Después de las penas de su alma, verá la luz y quedará colmado. Por su conocimiento mi Siervo justificará a muchos y cargará sobre sí las iniquidades de ellos. 12 Por ello le daré en herencia multitudes, y gente innumerable recibirá como botín, pues se vació de su vida hasta la muerte y fue contado entre los malhechores, él, que llevaba los pecados de muchos e intercedía por los malhechores». Este personaje misterioso, llamado por Yahvéh «mi Siervo», es presentado como inocente y extraño a toda violencia. Pues bien, conoce una contradicción absoluta, ya que es conducido a la muerte «con violencia e injusticia» (v. 8). Sus sufrimientos lo han desfigurado hasta hacer repulsivo su aspecto. Ante este acontecimiento dramático el profeta evoca la interpretación espontánea del hombre pecador, del hombre de la calle dinamos nosotros: «Debe haber sido castigado por Dios. Ese destino no puede ser sino la consecuencia de un castigo justo». Pero no se trata de eso; no habrá que olvidar por tanto esta reflexión en el momento de interpretar la fórmula aparente-

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mente contraria que sigue: «Yahvéh quiso destrozarlo con padecimientos» (v. 10). El profeta se siente entonces desconcertado ante la paradoja de la situación, que constituye también su misterio: ese Siervo inocente y justo «ha sido traspasado por nuestros pecados, triturado por nuestras iniquidades» (v. 5). Son por tanto nuestros pecados y nuestras iniquidades las que lo han aplastado. Ciertamente, no son los testigos, muy ocupados en contemplar ese espectáculo extraño, los que han matado al Siervo; en un primer tiempo se sienten inocentes de lo que está ocurriendo. La identidad de los verdugos permanece en la sombra. Pero se afirma con claridad la injusticia de su acción. El profeta señala la experiencia que realizan los espectadores, integrados a un «nosotros» colectivo muy amplio, que incluye a todo el pueblo. El castigo que nosotros nos merecemos por nuestras iniquidades ha caído sobre él. Volvemos a encontrarnos con la triangulación de los actores: los hombres pecadores, el Siervo justo y Yahvéh, que lleva a cabo una trasferencia misteriosa: el peso de los pecados cae sobre el Siervo, su paz y su justicia recaen sobre muchos ( w . 5 y 11). ¿Cómo es posible este intercambio? Se basa en la sutil alquimia espiritual, por la que la injusta condena a muerte de un inocente, de un mártir, se convierte en el don personal de su vida por un acto de voluntad y de amor. El sufrimiento del justo resulta singularmente fecundo, no en virtud de su materialidad, sino en virtud de la actitud y de la manera de sufrir del Siervo, que demuestra una grandeza de ánimo y una belleza muy por encima de todo cuanto le ocurre. Este don de sí mismo suscita el don de la reconciliación entre Dios y su pueblo, el don de la justificación de las multitudes. El Siervo se muestra así como el mediador de una salvación. En el seno de esta conversión de las apariencias en una realidad salvífica es donde surge la interpretación sacrificial y expiatoria: el crimen, que no tiene nada que ver con un sacrificio, se hace u n a sola cosa por la doble voluntad del Siervo que lo ofrece y de Dios que lo acoge. Pero este sacrificio es existencial: el Siervo consiente en su destino, no abre la boca, se humilla; no solamente recibe en s u cuerpo el peso de nuestras iniquidades, sino que las asume y las «lleva»: se carga él mismo con ellas y se dotla bajo su peso, aceptando que se le cuente entre los malhechores (v. 12). No sólo se humilla c o m o cordero llevado al matadero (v. 7), sino que «se vacia de su vida h a s t a la muerte» (v. 12). Gracias a una de esas trasferencias que sólo e l amor es capaz de realizar, trasforma un pecado en una penitencia reparadora por los demás. Aparece así ante Dios como el portador de l o s pecados de su pueblo, portador-víctima que se convierte en portador-

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solidario. Es portador hasta tal punto que el término castigo, que normalmente sólo valdría para los pecadores, vale también para él. Este castigo, es decir, la imagen remitida a los hombres de la efectividad y de las consecuencias del pecado, toma un valor de sufrimiento reparador. La coincidencia en un solo ser de tanta justicia y de tanta injusticia es un grito que se lanza a la faz de Dios, una llamada a su propia justicia justificante. Este sacrificio es definido como un sacrificio de expiación, cuya vinculación con la intercesión volvemos a encontrar. Cuando el redactor de este poema ve el cumplimiento exterior del sacrificio en el sufrimiento y en la muerte, habla de expiación; cuando quiere expresar la actitud interior del Siervo, utiliza el término de intercesión (v. 12). Porque el Siervo no se acerca al altar con unos animales o con el incienso como Aarón; se vacía de su vida hasta la muerte, expresión de su kenosis absoluta. La expiación y la intercesión no son solamente dos realidades concomitantes, sino lo exterior y lo interior de un don de sí único para la reconciliación de los pecadores. La inocencia del Siervo hace que su sacrificio sea perfectamente puro: la alusión al cordero conducido al matadero puede ser una reminiscencia del cordero pascual. ¿No atribuye el Targum al Siervo el papel de sumo sacerdote en su función de intercesor?"

de salvación, el texto no vacila en citar a Dios como el sujeto activo de la trasferencia de los pecados aceptada libremente por su Siervo (v. 6). Llega incluso a decir: «Yahvéh quiso destrozarlo con padecimientos» (v. 10). R. Girard ve en esta expresión el resabio, que «no logra aún desprenderse por completo de los conceptos estructurados por la trascendencia violenta», aunque reconoce a este texto una extraordinaria belleza14. Esta fórmula es má bien una metonimia atrevida, que dará pretexto a las interpretaciones en «corto-circuito». Lo que le agrada a Yahvéh es la grandeza de la ofrenda del Siervo aplastado por el sufrimiento, así como su fecundidad. Lo que sigue en el texto confirma este sentido y corrige, si fuera necesario, lo que constituye el verdadero objeto de la complacencia de Yahvéh. Porque su «voluntad» se cumplirá gracias al Siervo (v. 10). Esta voluntad es que el Siervo vea la posteridad hasta la saciedad y la prolongación de sus días, discreto presentimiento de una resurrección, ya que el Siervo camina hacia la muerte; es la justificación de las muchedumbres y su botín de gentes innumerables (vv. 11-12). Todo ello es la expresión de una voluntad y de una iniciativa que permiten al Siervo llegar hasta el fondo de la ofrenda de sí mismo, lo mismo que la elección del Padre concederá a Jesús llegar hasta el fondo de su pasión salvífica. Tanto en un caso como en otro Dios se ve satisfecho. Este es el movimiento de sentido, que esboza proféticamente la muerte y la resurrección de Jesús; la acción propia que corresponde a Yahvéh es la de la salvación y la vida. Por consiguiente, no hay nada de vindicativo en el versículo metonímico, lo mismo que ocurría en la metonimia del castigo. «No le pidamos al pensamiento semita que distinga metafísicamente entre causa primera y causa segunda, entre voluntad absoluta y voluntad permisiva; el pensamiento esencialmente religioso del profeta atribuye directamente a Dios todo lo que él hace que sirva a su designio de salvación»15.

En la trasferencia «mística» del pecado de los hombres sobre las espaldas del Siervo y en la trasferencia del castigo, ¿hay que ver una sustitución? Hay toda una tradición interpretativa que va en este sentido12. Encierra una parte de verdad, ya que el justo sustituye a los pecadores para presentar ante Dios su vida en sacrificio de reconciliación. Pero la intención del texto no es ésta13. El intercambio basado en la solidaridad es el que se pone más de relieve en muchas expresiones. Sería un error leer en este texto la doctrina de la sustitución penal de los tiempos modernos. En efecto, ¿qué es lo que ocurre con el mismo Yahvéh? El profeta le lace intervenir seriamente: interpreta de algún modo la escena desde su punto de vista y le hace incluso hablar. Dios está de acuerdo con la ofrenda de sí que le hace su Siervo, se complace en ella y la ve con agrado. La acoge y la escucha. Como el lenguaje bíblico suele atribuir a Dios mismo lo que es obra de las causas segundas, a partir del momento en que éstas quedan recogidas en su misterioso designio

Puede leerse un paralelo complementario de este texto en el libro de la Sabiduría, cuando los impíos desarrollan sus planes de persecución contra el justo: «Acechemos al justo, pues nos fastidia... Presume de tener el conocimiento de Dios y se tiene por hijo del Señor... Probémosle con ultrajes y tormentos, veamos su dulzura y pongamos a prueba su paciencia. Condenémoslo a una muerte infame, pues, según dice, habrá quien vele por él» (Sab 2, 12-20).

11. Cf. ST . LYONNET , art. cit., 891-892.

12. Tanto en la exégesis como en la teología. Por ejemplo, A. MEDEBIELLE, Expíation.en Dict. Bible Suppl. 3, Letouzey et Ané, Paris 1938. 13. Cf. L. RICHARD , Le mystére de le Rédemption.o. c , 31.

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14. R . GIRARD, El misterio de núes tro mondo, Sigúeme, Salamanca 1 982, 260. 15.

L . RICHARD, O. C, 31.

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«Necios nosotros, que tuvimos su vida por locura y su fin por deshonra. ¡Cómo fue contado entre los hijos de Dios y participa de la suerte de los santos!» (Sab 5, 4-5). Estas palabras de los impíos muestran cómo la actitud del justo puede concentrar sobre sí el odio y la violencia. Nos dice con claridad quiénes son los responsables del sufrimiento y de la muerte. Posteriormente los impíos comprueban que Dios ha puesto realmente su complacencia en aquel justo. En cierto sentido, con la profecía del Siervo doliente está dicho todo sobre la naturaleza y el valor salvífico de la expiación, que podemos llamar una intercesión existencia!. En efecto, todo está anunciado, pero no todo está hecho todavía. El Siervo doliente es una figura, admirable pero misteriosa, ante la cual todo creyente puede plantear la pregunta del eunuco de la reina Candaces a Felipe: «Por favor, ¿de quién dice esto el profeta? ¿de él o de otro?» (Hech 8, 34). Esta pregunta era también la de los autores del Nuevo Testamento, cuando aplicaron el poema del Siervo a la hazaña de Jesús, víctima inocente y muda de los pecadores, enviada al matadero como un cordero, que fue enterrado en el sepulcro de un rico y luego resucitó de entre los muertos. El Nuevo Testamento: Cristo, nuestra expiación A la pregunta del eunuco de la reina Candaces Felipe respondió anunciándole «la buena nueva, de Jesús» (Hech 8, 35). Efectivamente, en Jesús, el Cristo, se reveló y se cumplió plenamente el verdadero sentido de los sacrificios de expiación; el Siervo doliente deja de ser una figura para convertirse en una persona concreta. En Cristo la ley y la profecía se unen para que se manifieste y se realice a nuestros ojos la expiación-intercesión definitiva, que tiene unos frutos eternos. «El Salvador no se contenta con expiar nuestros pecados, con obtener su perdón —escribe P. Bonsirven—, es él mismo su expiación: es su oficio esencial y como su definición»16. Esta fórmula abrupta está basada sin embargo en el lenguaje bíblico, que se complace en identificar a Cristo con las grandes categorías de la salvación. Cristo es expiación porque es mediador, intercesor y «reconciliador». Los redactores del Nuevo Testamento, que leyeron

16. P. BONSIRVEN, Epltres de saint Jean, Beauchesne, París 1936. El subrayado es mío.

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el acontecimiento pascual a la luz de la ley y los profetas, le aplicaron el término de expiación de manera muy precisa, según una doble referencia a la liturgia del Levítico y a los poemas del Siervo doliente. Pablo fue el primero en decir que Jesús es expiación o propiciación: «Dios lo exhibió como instrumento de propiciación (hilastérion, literalmente «propiciatorio», se podría traducir también «instrumento de expiación») por su propia sangre mediante la fe» (Rom 3, 25)17. El término «propiciatorio» encierra a la vez una referencia a la cubierta del arca de la alianza (kapporet en hebreo, hilastérion en griego), lugar de las aspersiones en el Levítico y (según Jeremías) a la ofrenda de su vida en expiación (asham) por el Siervo doliente. Los exégetas discuten sobre la naturaleza exacta de la primera referencia; para algunos, la alusión al objeto cultual del templo es totalmente directa. Lo mismo que el propiciatorio era rociado con la sangre de las víctimas, también el cuerpo de Cristo, nuevo propiciatorio establecido por Dios y del que era figura el primero, se cubrió de su propia sangre derramada. Habría entonces una sobreimpvesión metafórica de dos imágenes. Para otros, la referencia al propiciatorio cultual es mediata; se utilizaría este término simplemente para indicar que Cristo es en sí mismo el instrumento de la expiación por su propia sangre. Sea lo que fuere de este detalle, el hecho es cierto: Cristo realizó por su muerte sangrienta la expiaciónpropiciación de todos los pecados, que se significaba en la liturgia de las expiaciones. Dios se mostró en él propicio a los hombres, es decir, les perdonó. Esta correspondencia simbólica no borra evidentemente la diferencia radical en la naturaleza del sacrificio en una y otra parte, dado que la efusión de sangre no es del mismo orden. Pablo resalta bien la iniciativa de Dios que «exhibió» a Cristo Jesús para realizar nuestra justificación. Se trata de una imagen muy concentrada: Cristo es a la \ez la víctima cuya sangre se ofrece, el lugar santo de la presencia de Dios entre su pueblo y el lugar exclusivo del perdón divino. Pero esta nueva economía de la sangre pasa por la fe y este versículo sigue inmediatamente a aquel otro que ya vimos, en donde se afirmaba la justificación por la gracia y la redención. Estas tres categorías se completan y esbozan el paso del movimiento descendente al movimiento ascendente de la mediación. En definitiva, todo viene de Dios.

17. Reproduzco la traducción de la Biblia de Jerusalén. La T. O. B. traduce: «Dios lo destinó para que sirviera de eipiación por su sangre por medio de la fe».

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La primera carta de Juan utiliza en dos ocasiones una expresión parecida: Cristo fue establecido, no ya como «propiciatorio», sino como «propiciación» o «expiación» (hilasmos), término que se traduce generalmente por «víctima de expiación (o de propiciación) por nuestros pecados, y no sólo por los nuestros, sino por los del mundo entero» (1 Jn 2, 22). Este texto encierra las mismas referencias que el de Pablo. La evocación de los pecados del mundo entero recuerda el clima universalista de la profecía del Siervo doliente. Cristo es considerado aquí en el ejercicio eterno de su propiciación, ya que su sacrificio sangriento lo constituyó para siempre, en su gloria de resucitado, nuestro defensor o «nuestro abogado ante el Padre», ya que es el «justo» por excelencia (1 Jn 2, 1). Al final de la carta se recoge esta misma idea: «En esto consiste su amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos ha amado a nosotros y ha enviado a su Hijo como víctima de propiciación (o expiación, hilasmos) por nuestros pecados» (1 Jn 4, 10). La iniciativa absoluta del amor de Dios se subraya más todavía, mientras que la referencia al sacrificio histórico de Cristo es más precisa. Es el Padre el que nos da en Jesús, según su designio de perdón y de reconciliación, a aquel que será la expiación-propiciación definitivamente eficaz. Porque Dios nos es eternamente «propicio», ha enviado a aquel que intercedería por nosotros con todo su ser en sacrificio de propiciación. La designación de Jesús por Juan Bautista: «He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1, 29) evoca igualmente la muerte expiatoria de Jesús, por la reminiscencia del cordero pascual (Ex 12, 1-28) y del Siervo doliente. La imagen del cordero inmolado sigue siendo un símbolo de Cristo hasta en su gloria (Ap 5, 6, e t c . ; 1 Pe 1, 19-20).

La imagen que subyace a la lectura sacrificial, hecha por la epístola, del acontecimiento pascual de Jesús es evidentemente la del sumo sacerdote que realiza el rito solemne de la fiesta de las expiaciones. La comparación entre el culto antiguo y el culto nuevo da lugar a una larga descripción del Santo de los Santos y del propiciatorio (Heb 9, 1-7). En este contexto es donde interviene la evocación de Cristo, sumo sacerdote que entra una vez para siempre en el santuario con su propia sangre (cf. Heb 9, 11-12)18. Así, lo mismo que el sumo sacerdote entraba en el santuario para rociar el propiciatorio con la sangre de las víctimas, a fin de expiar los pecados del pueblo y obtener su perdón, Cristo, pasando por la muerte de este mundo al Padre, llega hasta el santuario increado de Dios, no ya como portador de la sangre de cabritos y de toros, sino cubierto con su propia sangre que nos obtiene una redención eterna. El propiciatorio estaba al otro lado de la cortina; ahora está al otro lado de la resurrección.

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La carta a los Hebreos, que apela constantemente al lenguaje sacrificial, da a este tema toda su amplitud. Allí se encuentra lo que acabo de esbozar, pero con el matiz de que se pone el acento en Cristo sacerdote que ofrece el sacrificio. La inmolación redentora de Jesús ha hecho de él el sumo sacerdote capaz de expiar los pecados de su pueblo: «Por eso tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos, para ser misericordioso y sumo sacerdote fiel en lo que toca a Dios, a fin de expiar (hilaskesthai) los pecados del pueblo» (Heb 2, 17). El carácter sacerdotal caracteriza a la misión expiadora de Cristo. La definición del sacerdote que da la epístola pone también un vínculo estrecho entre el sacerdocio y la ofrenda de «dones y sacrificios por los pecados» (Heb 5, 1). Pero, para hacer eficaz esta ofrenda, debe establecerse una solidaridad de existencia y de destino entre el sacerdote y los pecadores.

El autor de la epístola no hace referencia a la profecía del Siervo doliente. Pero no se puede dejar de observar que el a fortiori de su comparación se basa en cierto número de rasgos que estaban ya presentes en la profecía. El Siervo era sin pecado: no tenía necesidad de expiar por él mismo; hace de su propia vida una expiación vaciándose de su vida hasta la muerte (identidad del sacerdote y de la víctima); es un justo que expía por los pecadores. En ambos casos el gesto de expiación es fruto de un compromiso personal. No se introduce ninguna distancia entre el acto y la intención. Esta misma identidad se expresaba de forma objetiva en las expresiones paulinas y j o ánicas: la ofrenda sacrificial de Jesús lo constituye como propiciatorio o propiciación eterna, es decir, como el lugar personal de la mediación escuchada, el signo y la garantía del perdón de los pecados y de la reconciliación de los hombres con Dios. El vínculo entre expiación e intercesión, ya establecido por los textos del Antiguo Testamento y materializado por la casi sinonimia de la expiación y de la propiciación que traducen un solo término hebreo o griego, se establece también por la epístola como el más estrecho posible". Puede incluso decirse que en Jesús las dos nociones se cruzan entre sí: la expiación es la oración espiritual plenamente escuchada en virtud de la autenticidad visible que adquiere, mientras que la intercesión se hace sacrificio de la vida, ofrecido en una actitud d e obediencia y de amor:

18. Texto citado supra, 288. 19. Cf. ST.LYONNET , art.cií.,897-901.

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«En los días de su carne, habiendo ofrecido ruegos y súplicas al que podia salvarlo de la muerte, con un grito poderoso y con lágrimas, habiendo ofrecido y habiendo sido escuchado por su profundo respeto, aunque fuera hijo, aprendió por lo que sufrió la obediencia; y 1. habiendo sido hecho perfecto, 2. se hizo para todos los que le obedecen causa de salvación eterna, 3. habiendo sido proclamado por Dios sumo sacerdote a semejanza de Melquisedec» (Heb 5, 7-10)20. En el sacrificio de Jesús la oración, la súplica y la ofrenda doliente de su obediencia no forman más que una sola cosa. En él la oración se hace carne. Además, la súplica dolorosa, realizada una vez por todas por Jesús en los días de su carne mortal fue escuchada hasta tal punto que fundamenta la intercesión eterna del resucitado «que está siempre vivo para interceder en su favor» (Heb 7, 25). «Tenemos a uno que abogue ante el Padre»: a Jesucristo, el justo», decía también la primera carta de Juan (2, 1). El sacrificio de Cristo sigue siendo un sacrificio sangriento cuyo sentido debe comprenderse debidamente. Porque puede parecer extraño que el sacrificio pleno de la Nueva Alianza se haya realizado según una figura que, en la historia de las religiones, está lejos de ser considerado como la más alta La carta a los Hebreos desarrolla sin embargo toda una «retórica de la sangre», comparando la sangre de Jesús con la de Abel que gritaba desde la tierra hasta el Señor (Gen 4, 10), y recuerda que no hay perdón sin derramamiento de sangre (Heb 9, 22). Porque Cristo, «mediador de una alianza nueva», presenta «la aspersión purificadora de una sangre que habla mejor que la de Abel» (Heb 12, 24). Ya hemos visto el cambio de sentido realizado en el Levítico sobre la sangre derramada: signo de la vida que pertenece al dominio soberano de Dios, la sangre es dada por el Señor a su pueblo, para que éste pueda expresar visiblemente su culto. Pero esta significación es trascendida a su vez por la que ya se vislumbraba en la profecía del Siervo doliente. La sangre, símbolo de la vida dada por Dios al hombre, puede convertirse en la expresión del don de la vida devuelto a Dios por el hombre en el amor. Con tal evidentemente de que no se trate de u n suicidio, la sangre libremente derramada y dada por aquel que «soportó tal contradicción por parte de los pecadores» (Heb 12, 3) se convierte realmente en el lenguaje del amor más fuerte que la muerte. No se trata tampoco de un sacrificio huma-

20. Trad. de A. VANHOYE, Sacerdotes antiguos, sacerdote nuevo según el Nuevo Testamento, o. c , 136 y 143.

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no, en el sentido ritual d e la palabra, ofrecido odiosamente a una divinidad vengadora, sino de una ofrenda obediente de sí mismo que toma cuerpo en la totalidad del ser humano, cuyo destino mortal quedó marcado por el pecado. El lenguaje humano del amor no puede prescindir de nada de cuanto sea humano. Tomando un cuerpo de hombre, Cristo, si quería hacer de su vida un amor que llegara hasta el fin, tenía que encontrarse inevitablemente con el fracaso de la muerte. A esta necesidad se añadió la ignominia de una muerte sangrienta impuesta por mano de los pecadores. De todo este conjunto de datos pertenecientes a la condición humana hizo Cristo la materia de su sacrificio. A través del velo desgarrado de su carne (cf. Heb 10, 20), su victoria sobre la muerte nos ha abierto el camino de acceso a la vida misma de Dios: Cristo nos ha justificado, santificado y reconciliado para una alianza definitiva.

2 Corintios 5, 21 y Gálatas 3, 13 Este gran movimiento de la tradición bíblica que convierte la expiación en «intercesión existencial» nos muestra cómo hay que comprender los dos versículos tan duros, que han hecho correr tanta tinta en los tiempos modernos y alimentado una concepción en cortocircuito del sacrificio y de la expiación, como si Dios mismo viera en su Hijo a la persona responsable del pecado del mundo y al maldito que había de recibir los golpes rigurosos de su justicia vindicativa. Ya he indicado el sentido de estos versículos a propósito del admirable intercambio a que da lugar la mediación de Cristo21. Sin volver ahora sobre la metonimia que hace afirmar la causa o la acción por el efecto 22 , he de repetir firmemente que Cristo no fue hecho ni pecador ni maldito a título personal. No existe ninguna semejanza entre «el que no había conocido pecado» y el pecado. En su carne maltratada Cristo es la imagen viva del resultado del pecado de los hombres que desencadenaron su furor contra él. En este sentido primero y muy real le hemos dado nosotros nuestro pecado. Jesús acepta sí las consecuencias extremas d e la solidaridad que su encarnación le hizo asumir con nosotros, ya que tomó «una carne semejante a la del pecado» (Rom 8,3). Solidario d e un mundo humano infectado por el pecado,

21. Cf. supu, 102-103. 22. "Ya diagnosticada porE. TOBAC ; Le probléme de la justifícation dans saint Paul, Louvain 1908, 128; textecitado por L. SABOURIN, Rédcmption sacríScielle, o. c , 136.

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sufrió pasivamente su contagio, como un médico que cae víctima de la epidemia contra la que está luchando con el riesgo y el peligro de perder su vida. Sin tomar parte activa en nuestro pecado, él está enfermo de nuestras enfermedades; son ellas las que él ha asumido. En el seno de esta solidaridad, convierte este mal y este sufrimiento viviéndolos como una auténtica y fecunda penitencia, hecha de oración y de entrega de sí mismo: ésa es su expiación. Porque «se hizo por nosotros penitente», según una frase certera de J. Guillet23. Deva así los pecados del mundo, para quitarlos. La Cabeza sufre el mal de todo el cuerpo e inicia a ese cuerpo en la extirpación del pecado que es la penitencia. Toda esta acción, atribuida en definitiva a Dios, supone un intercambio salvífico en su Hijo de nuestro pecado y de su justicia. Semejante interpretación coincide con toda una línea de pensamiento que va desde los padres hasta la edad media24. No es incompatible con la exégesis antigua más clásica, pero discutible en el plano exegético, que le da al término de pecado un sentido sacrificial. Cristo «hecho pecado» habría sido hecho «sacrificio por el pecado». En lo esencial ocurre lo mismo con Gal 3,13, un versículo que juega con la palabra maldición. Pablo razona a la manera de los judíos: Jesús es maldito frente a la ley, ya que ha sido colgado de la cruz. Pero no es maldito frente a Pablo ni frente a Dios. Al ser crucificado, se hizo solidario de la maldición que pesaba sobre nosotros, a fin de comunicarnos la bendición de Abrahán (3,14). En el siglo II, Justino lo entendía precisamente así: «La verdad es que lo que se dice en la ley: "maldito todo el que está colgado de un madero", más bien fortifica nuestra esperanza que pende de Cristo crucificado, pues no es que Dios maldiga a este crucificado, sino que predijo lo que habíais de hacer vosotros y los a vosotros semejantes, por ignorar que Jesús existe antes de todo y es el "sacerdote eterno" de Dios, rey y ungido»2 . La expiación realizada por Jesús es finalmente la del mártir, es decir, la del que muere por obra de los otros haciendo de su vida dada un testimonio de su propia misión y del designio salvífico del Padre. «Jesucristo ante Poncio Pilato rindió tan solemne testimonio [martyrésantos]» (1 Tim 6,13). La muerte de Jesús tiene la fecundidad del martirio: denuncia el mal y el pecado en el mismo momento

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en que intercede por los verdugos y les abre el camino de la conversión. Los cristianos perseguidos que profesaban su fe con peligro de sus vidas ante los funcionarios del imperio romano se referían a esta actitud de Jesús. Recogían por su cuenta la concepción del judaismo tardío sobre la muerte expiadora del mártir. Ignacio escribe así a a los Efesios: «Soy vuestra víctima expiatoria y me ofrezco en sacrificio por vuestra Iglesia»26.

in.

E L TESTIMONIO DE LA TRADICIÓN

El tema de la expiación resulta más difícil de aislar en la tradición de la Iglesia que en la Escritura, en donde se expresa con un vocabulario muy concreto. En efecto, coincide ampliamente con el del sacrificio en los padres. En la Edad Media se confundirá más bien con la idea de satisfación que san Anselmo pondrá en la órbita soteriológica. En los tiempos modernos vuelve a aflorar bajo capa de la noción de reparación, en una perspectiva teológica y espiritual al mismo tiempo. El siglo XIX hablará a la vez de «expiación vicaria» y de «satisfacción vicaria» tema que pertenece de hecho a la categoría de sustitución. Fijémonos aquí solamente en el testimonio patrístico y en la línea de la expiación reparadora. La expiación de Cristo en los padres de la Iglesia Ya sabemos la importancia que tema para los padres la divinización del hombre, considerada según la perspectiva descendente. Pero esta perspectiva principal no difuminaba en su espíritu la importancia del misterio pascual. Cuando hablaban de la muerte de Cristo, se inspiraban en el dossier bíblico que acabo de evocar y recogían espontáneamente su lenguaje. En conjunto, tanto los griegos como los latinos, afirman que la muerte de Jesús tiene un valor expiatorio universa] por los pecados de los hombres. Lo importante es ver con qué espíritu comprenden esta expiación. Como también aquí el dossier es inmenso, me contentaré con algunos ejemplos. Volvamos a Justino, que en su Diálogo con Trifón desarrolla una rica teología de la cru2: hace en cierto modo «el relato de la cruz»,

23. J. GUILLET, Jesús Christ pénitcnt,en Jésus-Christ dans notre monde, DDBBellarmin, Paris-Montréal, 65-77. 24. Cf. L. SABOURIN, O. C, 135-136.

25. JUSTINO, Diálogo con Trifón 96,1: Padres apologistas griegos, BAC, Madrid 1954, 472.

26. IGNACIO D E ANTICXJUIA, Ad Ephes. 8,1: Padres apostólicos, BAC, Madrid 1985, 563.

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que sitúa en la encrucijada de las profecías y entre las dos parusías de Cristo; ve en ella el discernimiento de los dos mundos, antiguo y nuevo: su universalidad le hace percibir una misteriosa correspondencia entre la cruz histórica y la cruz cósmica, es decir, entre la salvación y la creación27. En su exposición concede amplio espacio a la profecía del Siervo doliente, que él pone en relación con Gal 3,13. Denuncia las interpretaciones erróneas que ven en Cristo a un maldito de Dios y confiesa con toda la fuerza de su fe el sentido cristiano de la expiación libre, voluntaria y salvífica de Jesús. Se advertirá en su texto una valoración justa del triángulo de los actores de la pasión: «Ahora bien, si fue voluntad del Padre del universo que su Cristo cargara por amor al género humano con las maldiciones de todos, sabiendo que le había de resucitar después de crucificado y muerto, ¿por qué vosotros habláis, como de un maldito, de quien se dignó padecer todo eso por el designio del Padre?... Porque si bien es cierto que fue su Padre mismo quien hizo que sufriera todo lo que sufrió por amor del género humano, vosotros no obrasteis por cumplir un designio de Dios, lo mismo que al matar a los profetas no hicisteis una obra de piedad»28. Si hay una sustitución por parte de Cristo, se trata de un servicio de solidaridad salvadora. La maldición no viene de Dios: el Padre y el Hijo están de acuerdo en cumplir el mismo designio; se trata de la maldición que pertenece a la tradición del pecado y a sus consecuencias. Los pecadores asesinos no son absolutamente el brazo secular de la venganza divina. Por consiguiente, es un error colocar a Justino entre los defensores de la «expiación penal»29. He aquí cómo comenta Orígenes el texto de Pablo sobre Cristo hecho propiciatorio (Rom 3,25-26): «El apóstol añade algo más sublime diciendo: "Dios lo ha establecido propiciatorio por su sangre mediante la fe", es decir, que por la oblación de su cuerpo hizo a Dios propicio con los hombres, y así manifestó su justicia... Porque Dios es justo y, en cuanto justo, no podía justificar a unos injustos; por eso quiso la intervención de un propiciador, para que por

27. Cf. M. FÉDOU, La visión de ¡a Croix dans Voeuvrc de sainl Justin 'philosoplw et martyi": Recherches Augustiniennes 19 (1984) 94-103, del que saco algunas expresiones. 28. JUSTINO, O. C, 95, 2: o. c, 471.

29. Como lo hace J. RIVIERE. Le dogme de la rédemption. Essai d'ótude historiqx, Lecoffre, Paris 1905, 115.

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la fe en él fueran justificados los que no podían serlo por sus obras»30. Reflexiona a continuación sobre el simbolismo del propiciatorio y lo relaciona con la epístola a los Hebreos. Cuando comenta el versículo de Jn 1,29: «He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo», Orígenes recoge un gran número de textos bíblicos que evocan el sacrificio de Cristo, empezando por la profecía del Siervo doliente, y asocia el tema de la intercesión con el de la destrucción del pecado por la sangre de Cristo: «En efecto, "si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el justo. Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero" (Jn 2,1-2); puesto que "es el Salvador de todos los hombres, principalmente de los creyentes" (1 Tim 4,10), ya que "borró" con su sangre "el acta escrita contra nosotros" .haciéndola desaparecer para que no encuentre huella alguna de los pecados borrados y "la clavó en la cruz". Y, "una vez despojados los principados y las potestades, los exhibió públicamente, incorporándolos a su cortejo triunfal" (Col 2,14-15) en la cruz»31 El gran exégeta alejandrino se sitúa en línea recta con las afirmaciones paulinas y joánicas. En su Tratado sobre la encamación del Verbo, Atanasio muestra que no convenía que Dios dejase perecer definitivamente al hombre, creado a su imagen, pero seducido por el diablo. Sólo el Verbo de Dios «era capaz de recrear todas las cosas, de sufrir por todos los hombres y de ser en nombre de todos un digno embajador ante el Padre»32 El autor describe entonces todo el movimiento de la salvación, desde la iniciativa de Dios y la bajada del Verbo entre nosotros, hasta su acción de restauración y divinización y finalmente su sacrificio doloroso, según el movimiento ascendente en el que se convierte en nuestro «embajador» ante el Padre: «Por eso el Verbo de Dios incorporal, incorruptible e inmaterial viene a nuestro mundo... Al ver cómo se perdía la especie racional..., sintiendo piedad de nuestra raza, compadeciéndose de nuestra debilidad, condescendiendo con nuestra corrupción, no aceptando que la muerte reinara sobre nosotros..., tomó para sí un cuerpo, un cuerpo

30. ORÍGENES. Comm. in Rom. III, 8: PG 14, 946a-c. 31. ORÍGENES, Comm. in Johan. VI, 285: SC 157, 1970, 345-347. 32. ATANASIO DE ALEJANDRÍA. De incarn. Verbi7,5: SC 199, 1973, 289.

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que no es diferente del nuestro... Lo entregó a la muerte por todos los hombres, puesto que todos están sometidos a la corrupción de la muerte. Lo presentó al Padre en un gesto de pura filantropía. Así, puesto que todos morían en él, quedaría abrogada la ley que afectaba a la corrupción de los hombres... Los vivificaría por medio de su muerte; ...por la gracia de la resurrección haría desaparecer a la muerte lejos de ellos, como desaparece la paja en el fuego. ... Como un sacrificio y una víctima pura de toda mancha ofreciendo a la muerte el cuerpo que había tomado para él, alejó inmediatamente a la muerte de todos los otros cuerpos semejantes... Siendo el Verbo de Dios, superior a nosotros, que ofrecía su propio templo y su instrumento corporal en rescate por todos, pagaba justamente nuestra deuda con su muerte. Y unió a todos los hombres por medio de un cuerpo semejante al de ellos; el Hijo incorruptible de Dios los revistió a todos gracias a la incorruptibilidad según la promesa de la resurrección»3 . En este hermoso texto Atanasio habla sucesivamente de la muerte según la perspectiva descendente y según la perspectiva ascendente. La muerte de Cristo es la consecuencia querida de la encarnación; es un acto de la •«filantropía» divina, es decir, del amor tan intenso que Dios tiene a los hombres. Esa muerte nos libra a todos de la muerte: nos devuelve la incorruptibilidad y la vida, es decir, la divinización. Con este mismo espíritu Atanasio habla de deuda y de rescate, que se pagan a la muerte, para liberar al hombre de la muerte, según la perspectiva tan común en los padres de la Iglesia. La ley de la muerte, consecuencia del pecado, queda definitivamente abolida. En este sentido el Verbo se sacrifica a sí mismo, ya que «ofrece su cuerpo a la muerte». Vive en su carne el carácter doloroso que el pecado ha conferido al don de sí. Pero este sacrificio está también imbuido del movimiento ascendente según el cual Cristo presenta su cuerpo al Padre «con un gesto de pura filantropía». Se ofrece al Padre, aceptando entregar su cuerpo a la muerte. Se hace así nuestro embajador. No ha de engañarnos la proximidad del tema de la deuda con el del sacrificio. La ley de la muerte y la ofrenda al Padre no deben identificarse entre sí, según la tentación del «corto-circuito». Cristo no paga ninguna deuda a Dios, sino que acepta y hasta quiere que el don de sí mismo a los hombres y al Padre lo lleve al enfrentamiento liberador y victorioso con la muerte, pagando así su deuda con ella. Por eso Atanasio opina que no

33. Ibid, 8,1: o. c, 289-297.

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convenía que Cristo muriese de debilidad o de enfermedad, sino que «tenía que morir por todos». Tiene incluso esta frase atrevida: «Puesto que tenía que sobrevenir la muerte, buscó la ocasión de cumplir el sacrificio, no por sí mismo, sino por parte de los otros»34. Efectivamente, vino a enfrentarse en combate singular con la muerte que pesa sobre los hombres y que ellos engendran sin cesar. «No abandonó el cuerpo por medio de una muerte que fuera natural —ya que como Vida no tema por qué morir—, sino que aceptó la que le reservaban los hombres, para destruirla por completo cuando se enfrentó con ella» 35 . Atanasio distingue perfectamente en el sacrificio doloroso de Cristo lo que es obra del pecado, de los hombres y de la muerte, y lo que es obra de Dios. Los textos de Atanasio han sido objeto de dos interpretaciones opuestas y excesivas tanto por parte de Riviére como de Aulen. Riviére lee en ellos la doctrina anselmiana de la satisfacción36. Aulen no ve allí más que la expresión de la acción ininterrumpida que va de Dios al hombre37. La interpretación que aquí presentamos intenta respetar la articulación de los diferentes aspectos del texto, sin proyectar sobre él concepciones más tardías. Cirilo de Alejandría concede un lugar importante al tema de Cristo sumo sacerdote que ofrece al Padre el sacrificio sin mancha por la salvación de todos. Ya hemos visto que para él todo se basa en la identidad única del mediador38. En su controversia con Nestorio se muestra preocupado sobre todo de mostrar que el Verbo en persona es el sujeto del misterio de la cruz y realiza su sacrificio en su humanidad, a la vez como sacerdote y como víctima: «No hay que concebir otro Hijo más que a él; es el Señor en persona, el que nos ha salvado, e¡ que dio su propia sangre en rescate por la vida de todos. En efecto, "hemos sido rescatados de la conducta necia heredada de nuestros padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla" (1 Pe 1, 18-19). Pablo dará fe de este último punto cuando, tan buen conocedor de la ley, escribe: "Sed imitadores de Dios como hijos queridos y vivid en el amor, como Cristo os amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave aroma" (Ef 5, 2).

34. Ibid.,21,6: o. c, 345. 35. ibid.21, 3; o. a, 346. 36. Cf. J. RIVIERE, Rcdcmption.enDict. Th .Cath., t. 13/2, Letouzey et Anc, 1937, col. 1941; ID., Le dogme de ¡a rédenipüon, o. c , 142-151. 37. G. AULEN, Christus Víctor. La notion chrctienne de rédemption, Aubicr, París 1949, 68-72. 38. Cí.supra, 104-105.

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Pues bien, desde que Cristo se hizo por nosotros "suave aroma", mostrando en él la naturaleza humana en posesión de una perfecta inocencia, nosotros hemos obtenido por él y en él libre acceso ante Dios Padre que está en los cielos» . En este texto, como en la argumentación que sigue, Cirilo se mantiene lo más cerca posible de las afirmaciones bíblicas. Sabe que hemos sido rescatados con un alto precio, ya que se trata de la sangre de Cristo. Pero establece una diferencia entre el sacrificio de suave aroma que éste ofreció al Padre y que tiene que convertirse en la norma de nuestra existencia, ya que desde entonces tenemos acceso en él a Dios, y la necesidad de la sangre derramada, del precio pagado y hasta del rescate, puesto que califica al Verbo de digno «rescate por la vida de todos»40. Su comentario de Gal 3, 13 y de 2 Cor 5, 21 se inscribe en la dinámica del admirable intercambio: si Cristo fue hecho pecado y se convirtió en maldición, es debido a la kénosis voluntaria de su encarnación y para hacernos justos: «Así pues, con la idea de la encarnación se da todo lo que hemos visto que se le infligió, dado que en virtud de la economía él se sometió al anonadamiento voluntario, por ejemplo, al hambre y al cansancio... Igualmente, no habría sido contado nunca entre los malhechores —y de hecho decimos que se hizo pecado—, ni se habría hecho maldición sufriendo por nosotros en la cruz, si no se hubiera hecho carne, es decir, si no se hubiera encarnado y hecho hombre, sujetándose por nosotros a un nacimiento humano como el nuestro, esto es, al que le hizo nacer de la Virgen santa»41. Pero hemos de comprender bien que no fue hecho pecado en el mismo sentido con que se hizo carne, ya que por una parte quería acabar con el pecado y por otra deseaba hacer vivir a la carne42. En otro lugar Cirilo parafrasea así 2 Cor 5, 21: «(El Padre) quiso que el que nunca había pecado sufriera lo que tienen que sufrir los más grandes pecadores, para que nos hiciera justos a los que hemos recibido la fe en él; porque él soportó la cruz, sin fijarse en la vergüenza; el que valía por todos, murió él solo por todos»45. Pasa con Cirilo como con Atanasio: el contexto de ideas y de representaciones a partir del cual hay que comprenderlo es el de las Es39. 40. 41. 42. 43.

CIRILO DE ALEJANDRÍA , Christus unus, 761a-c; SC 97, 1964, 459. lbid.,766s: o. c.,475. /i>KÍ.,719d-720a: o. c.,321. Ibid.,720b: o. c.,323. ID., la 2 Cor (5, 21): PG 74, 945a.

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crituras, que él pone de algún modo en forma lógica para salvar la verdad de la encarnación y de la salvación. Es demasiado abusivo incluirlo en la lista de defensores de la sustitución penal. Los excesos de ciertas teologías de la expiación en los tiempos modernos han quedado ya suficientemente subrayados en el «sombrío florilegio» del comienzo de este libro, para que sea preciso volver a ellos. Expiación y reparación de amor La tradición eclesial ha visto desarrollarse continuamente a través de los siglos una vena espiritual muy distinta a partir de la idea de expiación. El carácter propio de este movimiento espiritual es entregarse a la «reparación de amor» (en latín redamatio). No se trata en primer lugar de la reparación por los pecados cometidos personalmente, con que nos volveremos a encontrar a propósito de la satisfacción; pero es verdad que este aspecto no está nunca ausente, ya que ninguna dinámica de reparación por los demás puede hacer olvidar a nadie que también él es pecador. La motivación primera de la reparación es la ingratitud y el olvido de los hombres siempre pecadores ante el amor de Dios que llegó a entregar a su propio Hijo por nosotros en la muerte ignominiosa de la cruz44. La escena bíblica que expresa mejor esta falta de respuesta de los hombres al amor de Cristo es la de la agonía, cuando Jesús reza solo a su Padre en medio de una angustia mortal, mientras duermen sus discípulos. En la Iglesia la expresión litúrgica del reproche de Dios a los hombres pecadores se encuentra en los improperios antiquísismos del viernes santo45. Ya Agustín había sentido la exigencia que impulsa a los cristianos a devolver amor por amor al que nos ha amado primero y hasta el fin46. La antigua vida monástica, vida penitencial por excelencia, estaba también impregnada de esta preocupación por la redamatio: «No debemos ocuparnos solamente de nosotros mismos —dice por ejemplo Teodoro Studita—, sino afligirnos y rezar por el mundo entero»47. Pero fue la Edad Media la que desarrolló por primera vez una mística reparadora, dentro del marco de una devoción muy tierna a la humanidad de Jesús. El alma amante cristiana se 44. Cf. la información tan rica que da T. GLOTIN , en el art. Rcparation en Dlct. de Spirít.,t 13, Beauchesne, París 1987, 369-413; la utilizaremos aquí. 45. Cf. supra, 178. 46. Cf. AGUSTÍN , Comm. in I Joh. 7, 7; el término de redamatio se encuentra en las Confesiones IV, 8, 13 y 9, 14. 47. Citadopor E. GLOTIN , o. c, col. 378.

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sentía movida a asociarse a los sufrimientos de Jesús (las imágenes de la flagelación, de la coronación de espinas y de Cristo en la cruz tenían una gran importancia) y de su madre (con la imagen de la Dolorosa). El amor al crucificado se traducía por una parte en la oración y la adoración y por otra en las penitencias y maceraciones. Los dominicos y los franciscanos predicaron sobre el «Tengo sed» de Jesús en la cruz, en el sentido de un amor sediento de amor. Las llagas de san Francisco de Asís representan un don de la gracia que corresponde al deseo de ser conformado por amor a la pasión de Cristo. Algunos grandes místicos (Matilde de Magdeburgo y Gertrudis de Helfta en el siglo XIII) se vieron favorecidos entonces con visiones del Corazón de Jesús. El tema de la reparación se extendió más a partir del siglo XVI, dentro del espíritu de la Contrarreforma. Se unió al culto eucarístico que propone, para reparar ciertas negaciones, largas adoraciones reparadoras (por ejemplo, las Cuarenta horas, que quieren expiar y reparar los pecados cometidos durante el Carnaval). La contemplación de los misterios de la pasión alimentó esta actitud, particularmente en santa Teresa de Jesús. En el siglo XVII se ve nacer la devoción al sagrado Corazón propiamente dicha, que resume toda la espiritualidad reparadora en el símbolo del Corazón amoroso y traspasado de Jesús. San Juan Eudes representó en ella un papel importante; tomó el relevo santa Margarita María de Alacoque, religiosa de la Visitación de Paray-le-Monial, cuyo mensaje dio origen a la extensión litúrgica del culto al Sagrado Corazón en la Iglesia. Este mensaje pedía devolver amor por amor al Corazón de Jesús, a fin de reparar la ingratitud de los hombres, en particular con la instauración de la fiesta litúrgica del Sagrado Corazón. Muchas de las escuelas de espiritualidad del siglo XVIII apelan a esta misma mística. Los excesos de la Revolución francesa y sus secuelas, los progresos del ateísmo, la pérdida de influencia de la Iglesia en la sociedad movieron en el siglo XIX a los cristianos a multiplicar las formas de piedad expiatoria y reparadora. La devoción al Sagrado Corazón se difundió ampliamente en la Iglesia universal. Pero adquiere en estos momentos un tinte dolorista y su pesimismo hostil ante la revolución de la sociedad moderna le confiere una dimensión política que le costará trabajo superar. El siglo XIX vio igualmente la fundación de numerosas congregaciones religiosas, contemplativas o activas, cuyo nombre hace referencia a la mística de reparación. Como se ve, esta espiritualidad es una especie de contrapeso a los excesos de la teología que se dejaba seducir en la misma época por los aspectos más ambiguos de una expiación «desconvertida». No

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predica ya el aplacamiento de la cólera y de la justicia divina dispuesta a la venganza; pide más bien «consolar» con una reparación amorosa, orante y sufriente, el corazón del Hombre-Dios, herido por la ingratitud y el olvido de los hombres. El que ama de verdad desea estar cerca del que sufre y sufrir con él. Lo que no supieron hacer los discípulos en la hora de la agonía, quiere hacerlo ahora el cristiano. K. Rahner llega incluso a decir: «La reparación, lo mismo que la caridad, puede ser considerada (en el mundo del pecado y de la cruz) como la "forma" de todas las virtudes» 48 . Según esta perspectiva, el amor reparador integra en sí todos los actos de la vida cristiana. Estamos aquí en presencia de una expresión auténticamente cristiana y «convertida» de la expiación, en donde el amor y la intercesión ocupan el primer lugar. Solamente cabe lamentar que a veces se hayan colado ciertas ambigüedades doloristas en la práctica del sufrimiento voluntario y en la interpretación de su sentido, y que el amaneramiento de su lenguaje y de sus imágenes hayan contribuido a su deterioro. Más adelante veremos cómo la actitud dominante de la conciencia contemporánea es bastante diferente: el hombre que hoy sufre tiene necesidad de aplacarse y de consolarse con la contemplación del sufrimiento de Cristo.

IV. UN BALANCE: EL SUFRIMIENTO Y LA EXPIACIÓN EN NUESTRO TIEMPO

La paradoja cristiana del sufrimiento La expiación, aun convertida en intercesión y en reparación amorosa, nos enfrenta una vez más con el carácter oneroso y doloroso de nuestra salvación. Porque el sufrimiento de Cristo da sentido al sufrimiento cristiano y por tanto fundamenta toda una teología y una espiritualidad. Un tema muy grave, sobre el que deberíamos dar la palabra a los que tienen más experiencia de ello; un tema insoslayable, dado el lugar que ocupa en la vida de todos; un tema especialmente delicado, ya que se choca en él con la ambivalencia del sufrimiento. En efecto, hay un doble peligro: o no ver en él más que un mal definitivamente opaco, o bien sacralizarlo y caer a propósito del mismo

48. K. RAHNER, Quelques théses pour une théologie de la devotion au SacréCoeur, en J. STIERLI, Le Coevi du Sauveur, Salvator , Mulhouse 1956, 180.

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en el corto-circuito tantas veces señalado en esta obra. El sufrimiento tiene dos caras; el pasar de la una a la otra pide una conversión. La actitud cristiana frente a él es paradójica: no lo niega en plan de superioridad como el estoicismo pagano, ni se resigna ante él, ni mucho menos lo desea por una especie de masoquismo morboso; sino que lo acoge en lo que tiene de irremediable, aunque combatiéndolo, e intenta darle un sentido positivo a la luz de la cruz de Cristo. Lo ataca con la fuerza del amor y lo convierte en «combustible» de la caridad , para darle así un valor salvífico49. Intentemos mantener juntos estos diferentes puntos de vista. 1. El sufrimiento es un mal. Este primer dato no debe olvidarse jamás. El sufrimiento en cuanto sufrimiento es y sigue siendo un mal; en sí mismo no tiene ningún valor positivo. Es un escándalo, capaz de provocar la rebeldía; todo esfuerzo por querer explicarlo no conseguirá jamás acabar con los innumerables sufrimientos de los «por qué». El hombre se ve enfrentado con los innumerables sufrimientos que le vienen de su relación con la naturaleza: el sufrimiento físico y moral, las pruebas y desdichas, la angustia de la muerte, «una de las fuerzas más poderosas de sufrimiento en el hombre>>, dice Max Scheler50; el sufrimiento que viene de los hombres, de uno mismo o de los demás, las depresiones, las violencias sufridas, las guerras, las persecuciones, las torturas, los campos de concentración o de exterminio... ¿Por qué es preciso que «la civilización cree cada vez más sufrimientos y penas cada vez más profundas, a pesar de que nunca disminuye su lucha cada vez más extensa y cada vez más victoriosa contra las causas del sufrimiento»?31. ¿Y por qué también esa suma incomprensible de sufrimientos en los que no tiene parte alguna la responsabilidad humana? ¿Por qué afecta ciegamente el sufrimiento a inocentes y culpables? Era la antigua pregunta de Job, que rechazaba las explicaciones demasiado fáciles del sufrimiento como castigo de los pecados personales. Algunos se empeñarían en no ver en el sufrimiento más que la otra cara de un mundo en crecimiento o el rostro inevitablemente sombrío de nuestra finitud. ¿Pero qué idea de Dios encierra esta perspectiva y por qué ese vínculo indestructible entre la desgracia y la felicidad, entre el sufrimiento y el amor? Parece ser que es imposible escaparse de la afirmación bíblica, según la cual, por la in-

49. Cf. JUAN PABLO II. El sentido cristiano del sufrimiento humano: Ecclesia2162 (1984) 200-215.-ST BRETÓN , Vers une théologie de la Croix, Clamart 1979, 11-35. 50. M. SCHELER, Le sens de la soufrance, Aubier, París, s.d., 25. 51. Ibid, 27.

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tervención pecadora de la libertad original del hombre, por muy irrepresentable que sea, hay algo que se ha roto entre él y la naturaleza, es decir, que nuestra relación con el mundo no es ya la que Dios había puesto en el origen dentro del orden de una creación en la que todo era bueno. Pero una respuesta semejante, aparte de parecer muy misteriosa, sería desesperante si no fuera la otra cara de un anuncio de salvación. Sea de ello lo que fuere, la cuestión vuelve a plantearse: ¿por qué permite Dios ese peso inconmensurable de sufrimientos que pesa sobre la humanidad? Ante semejante situación siempre se busca a un «culpable»: la tradición intentaba sobre todo salvar la inocencia de Dios; la actitud contemporánea tiende a disculpar al hombre52. Antes de ser misterio, el sufrimiento es un escándalo opaco. Es preciso mantener este primer «momento», antes de apelar a la luz de la salvación. Si esto es así, el sufrimiento tiene que ser combatido con todos los medios al alcance del hombre. Esta es la enseñanza más común del evangelio con su regla de oro: el mandamiento del amor al prójimo, la parábola del buen samaritano (Le 10, 29-37), la escena del juicio (Mt 25,31-46) que exalta la solicitud ante todo sufrimiento, físico o moral, de los más pequeños. Esta es la actitud de Jesús, cuando curaba a los enfermos y devolvía a sus padres a sus hijos muertos. En este mismo espíritu, la Iglesia ha luchado siempre contra el sufrimiento de los enfermos. Hoy aprueba el progreso de la medicina que puede subrayar tanto los sufrimientos ligados al nacimiento como los de la muerte53. Lo mismo ocurre con los sufrimientos ligados a una penuria extrema, con el subdesarrollo cultural, con las injusticias y la violencia. Y no solamente el sufrimiento es un mal, sino que puede tener también efectos perversos. Cuando se presenta a la experiencia de un ser humano, es esencialmente ambibalente. Nadie puede predecir que vaya a ser asumido por una libertad capaz de convertirlo. Corre más 52. Así, las nueve tesis sobre el sufrimiento de F. VARONE, Ce Dieu censé aimer ¡a soufrance, Cerf, París 1984, 212-224, se explican como una reacción unilateral contra la tendencia dolorista, una relación exagerada que se establece entre el sufrimiento y el pecado y las diversas sacralizaciones del sufrimiento. Pero ellas a su vez eliminan demasiado pronto el problema de la relación del sufrimiento con el pecado y lo consideran simplemente como algo «que forma parte del universo material en devenir que Dios quiso y quiere sin cesar» (p. 214). Se puede sin embargo aceptar, como punto de partida, la primera parte de la tesis 9: «El sufrimiento no es portador de valor en sí..., por si solo, sino que es más bien puramente humillante y degradante» (p. 215).- J. POHIER Quandje dis Dieu, Scuil, París 1977, 183, reacciona vigorosamente contra la sacralización del sufrimiento y de la muerte en el cristianismo. 53. Cf. Pío XII , Problemas religiosos y morales de la analgesia: Doc. Cath 1247 (1957) col. 325-340.

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bien el peligro de destilar un veneno morboso, de engendrar la rebeldía y de deprimir la libertad. Por tanto, no puede considerarse a priori como un medio de humanización, ni mucho menos como un medio de salvación o de progreso espiritual. Por consiguiente, no se puede provocarlo deliberadamente en los demás. Con un sentido lleno de humanidad, Pío XII hablaba así del sufrimiento de los moribundos: «El crecimiento del amor de Dios y del abandono a su voluntad no procede de los mismos sufrimientos que uno acepta, sino de la intención voluntaria sostenida por la gracia; esta intención, en muchos moribundos, puede afianzarse y hacerse más viva si se atenúan sus sufrimientos, ya que éstos agravan el estado de debilidad y de agotamiento físico, ponen trabas al impulso del alma y minan las fuerzas morales en vez de sostenerlas. Al contrario, la supresión del dolor procura un relajamiento orgánico y psíquico, facilita la oración y hace posible un don de sí más generoso»54. Muy atinadamente también el cardenal de Lubac nos recuerda que «cuando uno sufre de veras, siempre sufre mal»55.

cluyendo violentamente toda intrusión, y esa bondad que se abre a la tristeza fecunda y a los gérmenes que aportan las grandes aguas de la prueba»57. De nosotros depende cambiar en misterio el escándalo del sufrimiento, dándole un valor educativo y hasta salvífico58. Porque es verdad que el que ha sabido atravesar el sufrimiento no es ya el mismo. Pero ¿quién dará a nuestra libertad la fuerza de esta conversión?

2. El sufrimiento es una pregunta planteada a nuestra libertad. Ante el sufrimiento nuestra libertad se ve obligada a tomar posiciones, y lo hará para bien o para mal. A nosotros es a quienes corresponde en definitiva dar o no sentido al sufrimiento que se nos impone. Lo que acabamos de decir muestra que no hay en ello nada automático. Por otra parte, son innumerables las maneras de sufrir, que forman parte integrante del mismo sufrimiento: «Podemos "abandonarnos" a un sufrimiento o resistirle; podemos "soportarlo", "tolerarlo", o simplemente sufrirlo; podemos incluso gozarnos en él, en la algofilia. Estos términos significan que se trata siempre de unos modos cambiantes del sentir o de un querer injertado en ese sentir»56. Hay además en nosotros toda una jerarquía de reacciones, desde la sensibilidad física elemental hasta la actitud humana y espiritual, con infinitos matices. Como decía juiciosamente M. Blondel, el sufrimiento no puede producir en nosotros efectos felices sin nuestro concurso activo: «Es una prueba, ya que obliga a que se manifiesten las disposiciones secretas de la voluntad. Deteriora, agria, endurece a los que no ablanda ni mejora. Rompiendo el equilibrio de la vida indiferente, nos pone en la disyuntiva de tener que optar entre ese sentimiento personal que nos lleva a replegarnos en nosotros mismos ex-

54. /WJ.,338. 55. H. DE LUBAC, Paradoxes suivi de Nouvcaux Paradoxes, Seuil, París 1959, 138. 56. M. SCHELER, o. c.,3-4.

3. Por su pasión y su cruz Jesús convirtió el sufrimiento. En efecto, la cruz de Cristo es la única respuesta definitiva al sufrimiento. La cruz no es un discurso ni una teoría, ni mucho menos una justificación o una apología. Es un acontecimiento: el encuentro de Dios mismo, del Verbo hecho carne, con el sufrimiento. Es un acto de libertad divina que mantiene juntas las dos caras del sufrimiento, su horror y su belleza. Su horror, porque se trata del sufrimiento del justo y del inocente, el más escandaloso de todos, del sufrimiento que brota del odio y de la violencia, que desfigura y humilla y que suscita la queja eterna de los hombres: ¿por qué? ¿por qué? Pero también su belleza, ya que la manera de sufrir de Jesús es ya una trasfiguración y una victoria. Jesús ama sufriendo y sufre amando. Vive así el sufrimiento según los dos movimientos de su mediación. Su amor filial al Padre y fraternal a los hombres lo condujo a la kénosis de la encarnación y de la cruz, le hizo asumir libremente nuestra condición doliente. Se empeñó en hacerse solidario de todo sufrimiento humano, inocente o consecuencia del pecado, y quiso compartir la experiencia de la desgracia y de la obscuridad, del sin-sentido y del escándalo del sufrimiento: «Habiendo sido probado en sufrimiento, puede ayudar a los que se ven probados» (Heb 2, 18). Ésta es su respuesta, en un acto de don de sí mismo que es una «palabra existencial». Del arco tendido entre el amor y la kénosis surge la revelación de su gloria, es decir, del orden de belleza que es propio de Dios. En Jesús el sufrimiento ha pasado a ser una cuestión de Dios59. Si el amor condujo a Jesús al corazón del sufrimiento humano, su manera de sufrir convirtió a su vez el sufrimiento en amor y en alimento del amor. A través del sufrimiento su amor llega hasta el fondo de sí mismo. Pero no es su sufrimiento en cuanto tal el que nos salva: es el amor con que lo aceptó, vivió y superó. El combate de 57. M. BLONDEL, L'Acticm (1893), P.U.F., París 1950, 381. 58. Cf. JUAN PABLO II, o. c,n. 27: p. 212; el titulo latino de la carta apostólica es «Salvifici dolcris». 59. Cf. la obra de H. Uis von Balthasar en donde este tema es particularmente denso; J. MOLIMANN, El Dios crucificado, Sigúeme, Salamanca 1975; F. VARILLÜN. La souBrance de Dieu, Centurión, París 1975.

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Jesús con la muerte es también un combate con el sufrimiento: Cristo fue educado por él, ya que, «aun siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia» (Heb 5, 8). Si lo tomó sobre sí, fue para suprimirlo y a través de él pasar al mundo de la resurrección. La alquimia misteriosa que trueca el mal en bien, tantas veces evocada a propósito de la pasión de Jesús, vale también para el sufrimiento. El sufrimiento de Jesús ni justifica ni sacraliza el sufrimiento, ni hace de él un bien; anula su perversidad para sacar de él un bien. En Jesucristo el sufrimiento no es ni deseo malsano ni proeza triunfante; es una acogida humilde y obediente, sin quejas ni recriminaciones; es oración desde lo más profundo del abandono; es perdón para los verdugos, intercesión y propiciación. Por eso, después de la cruz, el término mismo de sufrimiento ha cambiado de sentido en el lenguaje cristiano. Por una metonimia de la que hemos de tener conciencia, designa en adelante el amor que sufre, el amor manifestado por el Cristo doliente y el amor que quiere estar con el Cristo doliente. Ese es el pathos de la cruz inaugurado por Pablo, que deseaba comulgar en los sufrimientos de Cristo y hacerse semejante a él en la muerte (Flp 2, 10). Esta metonimia pertenece al mensaje cristiano y ha atravesado la tradición. Los textos espléndidos a que ha dado lugar pueden resultar insostenibles, si se les lee en corto-circuito60. 4. El cristiano es invitado a sufrir con Cristo. Los evangelios ponen en labios de Jesús una invitación a seguirle hasta en el sufrimiento: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niegúese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Me 8, 34). Esta llamada no se dirige hacia el sufrimiento, sino hacia el «seguimiento de Jesús». Pero en este mundo nadie puede seguir de verdad a Jesús sin participar de sus sufrimientos. Pablo, como acabamos de decir, hace del deseo de estar con Cristo el de participar en sus sufrimientos: «Ahora me alegro por los padecimientos que sufro por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1, 24). En efecto, Pablo revive lo que vivió Cristo; el cumplimiento de su ministerio y la justicia de su existencia provocan la contradicción y lo conducen, a través de una vida de sufrimientos y de debilidades, a una muerte semejante a la de Cristo. La tradición espiritual le hará eco. San Ignacio propone, por ejemplo, a sus ejercitantes, seguir a Cristo en la pena para seguirle también en la gloria61. 60. Cf.Y.DE MONTCHEUIL, Legons sur le Clirisl, Epi, Paris 1949, 135-147. 61. IGNACIO DE LOYOLA, Ejercicios espirítvales, n. 95.

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Max Scheler ha diagnosticado muy bien esta relación del amor a Cristo con el sufrimiento: «La exhortación a sufrir en la comunidad de la cruz, con Cristo y en Cristo, procede de la exhortación, más central, a amar con Cristo y en Cristo. Por tanto no es en la comunidad de la cruz donde se arraiga la comunidad del amor, sino que es la comunidad del amor de donde surge la comunidad de la cruz»62. Como es lógico, esta entrada en el amor de Cristo y la participación amorosa en sus sufrimientos son dones de la gracia que nos permiten cambiar el sentido de todo lo que es obra de nuestra condición humana. Sin embargo, hay algo que nos separa del sufrimiento de Cristo. Él era inocente y nosotros somos pecadores. El sufrimiento le venía del pecado de los otros; a nosotros nos afecta también por causa de nuestro propio pecado. El sufrimiento no tema nada que purificar en él, pero en nosotros realiza la «purificación de nuestro amor»63. La lucha contra el pecado pasa también por el sufrimiento. Es aquí donde ocupa un lugar la ascesis y ciertas mortificaciones y hasta maceraciones que nos atestigua la tradición espiritual. El asceta mortifica sus miembros antaño pecadores y procura mantener el equilibrio siempre amenazado de su ser total, para guardar la primacía de la libertad espiritual sobre los impulsos inferiores. Pero hay que repetir además que el grado o la cantidad de sufrimientos o de privaciones no tiene importancia. Por eso en esta materia se impone la mayor discreción. Los ascetas del pasado conocían la tentación del orgullo espiritual, que afectaba a una penitencia vivida como un record deportivo; los ascetas de los tiempos modernos sufren más bien la tentación del masoquismo. Lo único que cuenta en definitiva es el amor, ese amor que hace discernir las cosas sin engaños, ese amor que tiene como signo la paz y hasta el gozo. El sufrimiento de Dios, único consuelo para el suírimiento del hombre En el sufrimiento de Jesús nuestra época no atiende tanto a su aspecto reparador y expiatorio que va del hombre a Dios, cuanto a la «compasión» con que Dios viene hacia el hombre para asumir en sí todo el peso de su sufrimiento. Ante el «acumularse incomparable de

62. M. SCHELER, o. c , 66. 63. Y. DE VIONTCHEUIL, o.c,

141.

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sufrimientos» 64 que caracteriza a nuestro tiempo, ya hemos podido apreciar la sensibilidad del hombre que sufre bajo la pluma de W. Kasper 65 Esta percepción del sufrimiento, que afecta a la cuestión misma de Dios, es una llamada a la solidaridad divina con la miseria humana:

«Si para el siglo XX el sufrimiento fue "la roca del ateísmo", resulta que en nuestro siglo no hay nada que llame tanto nuestra atención sobre Dios como sus derrotas en el mundo. El que Dios haya sido ofendido en el mundo, ajusticiado, expulsado y muerto por el gas, ésa es la roca de la fe cristiana... Lo que tienen en común los cristianos es la "participación en el sufrimiento de Dios en Jesucristo"»71.

«La cuestión de Dios es para el doliente la cuestión de la compasión de Dios —en el sentido literal de la palabra—, de la identificación de Dios con el sufrimiento y la muerte del hombre... La cuestión de Dios, cuando se plantea concretamente ante el mal y el sufrimiento, sólo tiene respuesta a nivel cristológico y estaurológi-

En esta percepción de las cosas hay un acento auténticamente cristiano y un dato que pertenece al misterio de nuestra salvación, con tal de que no hagamos de ello una exclusiva. Nos remite a la escena del juicio final (Mt 25,31-46), en donde Jesús se identifica con los que pasan hambre y sed, con los que son extranjeros, con los desnudos, los enfermos y encarcelados.

CO»

66 .

También hemos encontrado esta sensibilidad en J. Moltmann a propósito de la justicia y de la justificación 67 . En él el sufrimiento humano aparece ante todo como inocente, o sin proporción alguna con el pecado. Por eso la pregunta que plantea a Dios no puede obtener respuesta más que en la cruz. Y la cruz misma es revelación de la Trinidad, alcanzada por la división del sufrimiento: la salvación llega «sólo estando en Dios mismo toda perdición, el abandono por su parte, la muerte absoluta, la maldición infinita, la condena y el hundirse en la nada; sólo entonces representa este Dios la salvación eterna, la alegría infinita, la elección indestructible y la vida divina» 68 . Este contraste llamativo expresa la conversión de todo el peso del sufrimiento humano en la dicha sin fin. Con su lucidez de testigo, N. Leites ha analizado bien esta percepción. El hombre se ve consolado en su sufrimiento, porque Dios ha sufrido como él. Leites recoge esta anécdota: «Un antiguo detenido de Auschwitz contaba: "En una ocasión colgaron a dos hombres y a un muchacho. Detrás de mí oí a un detenido preguntando en voz baja: ¿Dónde está Dios? Unos instantes después todavía seguía preguntando: ¿dónde está Dios? ¿dónde está Dios? Entonces se me ocurrió esta idea: Está ahí; colgado de esa horca"»69. Y el autor comenta: «lo que más me ayuda en el sufrimiento es el pensar que hay u n Dios que sufre como yo... El hecho de que un Dios sufra como yo da dignidad a mi propio sufrimiento» 70 .

La expiación: una necesidad del hombre «Dios no tiene necesidad de nuestra expiación, pero nosotros tenemos necesidad de reparar si tenemos por él un amor auténtico... En todo el proceso de expiación, no se trata de las relaciones de Dios con nosotros (o sea, de su amor siempre inmutable), sino de nuestras relaciones con Dios» 72 . Al final de este largo recorrido por la expiación, hemos de repetir sobre ella lo que Jreneo decía del sacrificio: Dios no lo necesita; no exige ninguna compensación del peso del pecado por un peso de sufrimiento; la expiación no está al servicio de una justicia conmutativa o vindicativa. Sin embargo, la expiación, en su sentido «convertido», es necesaria: no para Dios, sino para el hombre. Va en provecho del hombre y para honor del hombre. No es ni mucho menos un paso previo para el perdón de Dios; al contrario, está basada en su voluntad de perdón. Intenta responderle y corresponderle, a fin de que el perdón sea efectivamente posible para mí aquí y ahora. Por tanto, está orientada hacia Dios y ordenada a la reconciliación. Es la actuación concreta y existencial de la conversión. Es intercesión y desarraigo doloroso de toda la parte de pecado que hay en mí. No es un castigo querido arbitrariamente por Dios; es la consecuencia del mal que me han hecho mis propios pecados. Es voluntad de reparación. Pero, sobre este fondo que ningún pecador puede olvidar, la expiación puede finalmente y sobre todo convertirse

64. JUAN PABLO II, o. c, n. 8: p. 207,

65. Cf. supra, 26. 66. W. KASPER, El Dios de Jesucristo, Sigúeme, Salamanca 1965, 192 67. Cf. supra, 271-272. 68. J. MOLTMANN, O. C, 348-349.

69. Citado por N. LEITES, Le mcurtre de Jesús moyen de salud, o. c. 151-152 70. Ibld

71. D. BOMHOEFFER, Resistencia y sumisión, Sigúeme, Salamancsa 1983, citado por N. LEITES. O. C, 152-153.

72. P. EDER, citado por P. NEUENZEIT, Encyclopédie de la foi, t. II, Ceif, Paris 1965, 139, art. tExpiation».

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en participación de la expiación amorosa de Cristo para la salvación del mundo. La expiación personal de Jesús es paradójica, ya que es obra del Inocente, que convierte en intercesión, propiciación y expiación penitencial el pecado de los otros abatido sobre él. En Jesús el hombre se vuelve hacia el Padre: Jesús da a todo ser humano la posibilidad de realizar ese cambio, es decir, esa conversión. Cada uno recibe la posibilidad de interceder y de orar, pero también de poner todo su sufrimiento al servicio del amor y de conferirle una fecundidad reparadora. La expiación nos dice que la reconciliación pide de nosotros un esfuerzo, un trabajo doloroso ejercido con nosotros mismos gracias a Cristo. Nos hace también capaces de asociarnos, a través de todo lo que vivimos, a la «intercesión existencia!» de Cristo por nuestra salvación. Dicho esto, que es esencial, siempre tendremos que enfrentarnos a propósito de la expiación con un problema de vocabulario. En nuestro mundo cultural está aún lejos de haberse roto el engranaje de su desconversión. Pero esta palabra está en la Escritura. En ella se cristaliza todo un mensaje de la revelación. Por consiguiente, resulta insoslayable para todo cristiano que desee leer la palabra de Dios y vivir de ella. La exégesis, la teología, la catequesis y la predicación tienen todavía mucho que decir para devolverle su sentido cristiano. Este capítulo ha intentado ofrecer una contribución a esta tarea.

12 La satisfacción

Con la categoría de satisfacción tocamos ya un vocabulario que no pertenece a la Escritura. Este término proviene de la tradición eclesial y conoció una gran fortuna en el occidente latino a partir de la Edad Media. En torno a él se organizó una teología de la redención y de la salvación que poma el acento en la mediación ascendente de Cristo. Guarda relación con las ideas de sacrificio y de expiación; el contenido que encierra comunica con ellas, a pesar de que conserva un carácter específico que le viene de su origen jurídico. Su valor propio radica en que expresa que no puede haber reconciliación entre Dios y el hombre sin que este último intente reparar, en la medida que le sea posible, el mal que ha cometido. La satisfacción es una exigencia de verdad para la conversión del hombre. Cede sin duda alguna en honor de Dios, pero también contribuye al honor y al bien del hombre. Pero lo mismo que la categoría de expiación pudo verse afectada por la idea de una justicia vindicativa, también la de satisfacción puede contagiarse con la idea de una justicia conmutativa. Por esta razón ha dado lugar a las des-conversiones ya mencionadas. Fue san Anselmo de Cantorbery el que colocó la satisfación en el centro de la doctrina de la salvación. Su influencia fue decisiva en la Edad Media y en los tiempos modernos, aunque se retuvo de él una argumentación simplificada en la que volvía a introducirse sutilmente la idea de compensación. Así pues, le dedicaremos especialmente a él este capítulo, para poder distinguir su doctrina propia de las interpretaciones posteriores. La enseñanza de este recorrido histórico y doctrinal nos permitirá trazar una especie de balance.

I. EL TESTIMONIO DE LA TRADICIÓN

La entrada fe la satisfacción en la teología El término de satisfación viene del derecho romano. Lo primero que hay que señalar es que no expresa el pago total de una deuda o la

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compensación rigurosa del mal cometido. Satís-facere quiere decir hacer bastante. En el derecho romano la satisfación tenía lugar con el pago de una deuda: el acreedor quedaba en paz con el deudor que había hecho lo que había podido, que había hecho bastante. Tertuliano, abogado y jurista de formación, que representó un papel muy impórtate en la creación de una lengua teológica cristiana en occidente, fue el primero que aplicó el término de satisfacción a la conducta penitencial del pecador, tanto antes del bautismo, como después de él. «Afligiendo la carne y el espíritu, satisfacernos por el pecado y al mismo tiempo nos fortalecemos de antemano contra las tentaciones» 1 . «Lo has ofendido, pero todavía puedes reconciliarte con él. Te las tienes que ver con alguien que acepta una satisfacción y hasta la desea» 2 . Tertuliano utiliza esta palabra de pasada y sin insistir en ella. A continuación, la idea de satisfacción se aplicará corrientemente a la disciplina durante la cual la Iglesia le pide al pecador arrepentido que manifieste a lo largo del tiempo su conversión mediante una conducta penitencial rigurosa. Cuando esta donducta haya sido considerada «suficiente» para expresar un desarraigo real del pecado, una superación del mismo, un cambio afectivo de vida y el deseo de reparar en lo posible el mal cometido, la Iglesia reconciliará al pecador, que habrá «hecho ya bastante». Hay que esperar a san Ambrosio para que se utilice el término de satisfacción a propósito de Cristo en la cruz. Relacionando dos versículos de los salmos: «Muchos son los que sin causa me odian» (Sal 38, 20) y «Sin causa me odian» (Sal 69,5), Ambrosio indica: «Algunos piensan que estos dos salmos se dijeron de la persona de Cristo que satisfacía al Padre por nuestros pecados» 3 . Cristo sufre por unos pecados que no son los suyos, porque «satisface», como penitente, por los pecados de los otros. Ambrosio, que es uno de los testigos de la doctrina del rescate del demonio4, lee igualmente la satisfacción dentro del carácter oneroso de la salvación.

1. TERTULIANO, De bapt. XX 1: SC 35, 1952,95. 2. b . , De Poenit. VII, 14: Se 316, 1984, 17?. 3. AMBROSIO , hi Ps. XXXVII enarraüo, 53: PL 14, 1036 s. 4. ID., EpisL 72,8: PL 16,1245c-1246a: «El precio de nuestra liberación era la sangre del Señor Jesús, que necesariamente tenía que pagar a aquel a quien estábamos vendidos por nuestros pecados».

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En las liturgias antiguas se utiliza el término de satisfacción a propósito de la intercesión de los santos e incluso, alguna que otra vez, a propósito del mismo sacrificio eucarístico. Así, por ejemplo, esta oración de la liturgia mozárabe: «Te ofrecemos, Padre soberano, esta (hostia inmaculada) por tu santa Iglesia, para la satisfacción del mundo pecador, para la purificación de las almas, para la curación de todos los enfermos, para el reposo o la indulgencia en favor de los fieles difuntos*5. Este paso del contexto penitencial al contexto eucarístico en estos documentos antiguos es muy interesante, pero sigue siendo raro y se pierde a continuación, volviendo el término de satisfacción a su uso penitencial. San Anselmo: el horizonte del «Cur Deus homo?» Si ningún libro ha ejercido tanta influencia en la doctrina de la redención en occidente como el cur Deus homo? ¿Por qué un Dios hombre? de san Anselmo, tampoco hay ningún teólogo de la tradición que sea hoy un signo tan grande de contradicción. Se puede hablar de un proceso intentado contra san Anselmo, después de las críticas de V. Aulen, en el que acusadores y defensores se cruzan sus argumentos 6 . No es mi intención pronunciar el juicio de absolución o de condena contra san Anselmo, sin exponer lo mejor posible lo que él dijo y quiso decir, distinguiendo bien entre lo que le toca en propiedad y su interpretación más o menos degradada en la escolástica, que introdujo en la soteriología ciertas ambigüedades, por no decir elementos nocivos. Importa ante todo situar la argumentación de Anselmo en el conjunto de las preocupaciones del autor, inserto a su vez en la cultura de su tiempo. En su diálogo con Bosón, el interlocutor que presenta a Anselmo las objeciones hechas contra el dato cristiano de la encarnación redentora —objeciones que vienen por una parte de algunos cristianos que creen sin comprender, y de otra de infieles que no creen ni comprenden—, Anselmo intenta enfrentarse con una cuestión nueva que surge de la racionalidad humana, en la que coincide la

5. Líber mozarabicus sacra mentor um, 13, cd. Férotin, París 1912, col. 55, citado por por J.RIVIERE, Sur les premieres applications du terme «saásfactio» a l'oeuvre du Christ, IV, Biilleün de Litt. ecclés., 1924, 364. 6. Cf: H. CORBIN, en ANSELME DE C ANTORBERY, Lettre sur l'Incarnation du

Verbe. Pourquoi un Dieu-homnie, trad. intr. et notes par M. Corbin et A. Galonnicr, Cerf, París 1988, Introd. 17-23, que opone particularmente L. Bouyera H. U. von Bal-

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p r o b l e m á t i c a de los u n o s y de los otros. ¿En n o m b r e de qué razones se p u e d e justificar o afirmar c o m o necesaria la e c o n o m í a de la salvac i ó n q u e condujo al Hijo de D i o s al suplicio de l a cruz? E n efecto, ¿no parece esta e c o n o m í a o d i o s a e indigna de D i o s , tanto del Padre c o m o del Hijo? Las objeciones hacen resurgir lo que Pablo llamaba «el escándalo p a r a los j u d í o s y la locura para los p a g a n o s » (1 Cor 1, 23) d e la p r e d i c a c i ó n del M e s í a s crucificado. P e r o P a b l o v e í a allí la revelación paradójica del poder y de la sabiduría d e Dios. En tiempos de A n s e l m o , la r a z ó n , incluso la de los creyentes, insiste e intenta c o m p r e n d e r más. Es que la repetición de las afirmaciones de la tradición anterior sobre este t e m a se p r e s e n t a c o m o u n a respuesta insuficiente. Sin e m b a r g o , es de allí de d o n d e parte san A n s e l m o . Es interesante observar c ó m o el c o m i e n z o de su libro recoge la exposición clásica d e r i v a d a de los padres y centrada en la redención, en el c o m bate victorioso de Cristo sobre el d e m o n i o , combate que le permite al h o m b r e vencer a su vez al que lo había vencido (cap. I, 3). Este capítulo tiene incluso cierto sabor a Ireneo. R e c o g e el famoso «es preciso» de la Escritura, a partir del cual el doctor del siglo II expresaba la c o h e r e n c i a interna d e l a e c o n o m í a de la salvación. Este tipo d e respuesta sitúa c o m o punto de partida la liberalidad del a m o r de D i o s para con el h o m b r e y «la altura de su misericordia», totalmente orden a d a a la restauración del m i s m o . Así pues, la mediación descendente de Cristo, e s u n presupuesto q u e subyace a t o d a la reflexión de Anselmo.

L a objeción se repite bajo diversas formas. Lo que v a en contra de la r a z ó n es q u e «el Altísimo baje a tantas humillaciones, que el q u e es t o d o p o d e r o s o h a g a u n a c o s a con tanto trabajo» (I, 8) 8 . La o b jeción se h a c e a ú n m á s incisiva cuando pregunta por qué el P a d r e infligió u n trato semejante al q u e designa como su Hijo a m a d o :

Pero este discurso tradicional p r o v o c a inmediatamente la pregunta y la objeción. Si esto es verdad, ¿por qué escogió Dios un medio tan difícil, siendo así que estaba a su alcance u n medio más fácil? La voluntad o m n i p o t e n t e de Dios bastaba para la salvación del h o m b r e y el perdón de sus p e c a d o s : «La ira de Dios no es otra cosa más que la voluntad de castigar. Si, pues, no quiere castigar los pecados de los hombres, libre es el hombre de pecados, de la ira de Dios, del infierno y del poder del demonio. Por lo cual, si no quiso salvar al género humano más que de la manera que decís, habiendo podido hacerlo con su sola voluntad..., es evidente que negáis su sabiduría. Porque no se ha de juzgar hombre discreto aquel que sin motivo hiciese con gran trabajo lo que podía hacer fácilmente... Porque, si no podía de otro modo, quizás entonces hubiera sido necesario que demostrase su amor de ese modo; pero como no es asi, ¿qué motivo hay para que haga y sufra cuanto decís para mostrar su amor?» (1, 6) 7 . 7. ANSELMO, Obras completasl, trad. J. Alameda, BAC, Madrid 1952, 755-757.

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«¿Qué justicia puede ser la que consiste en entregar a la muerte por los pecadores al hombre más justo de todos? ¿Qué hombre habría que no fuese juzgado digno de condenación si, por librar a un malhechor, condenase a un inocente?... Porque si (Dios) no pudo salvar a los pecadores más que condenando a un justo, ¿dónde está su omnipotencia? Y si pudo, pero no quiso, ¿cómo defenderemos su sabiduría y su justicia?» (I, 8) 9 . «Parece muy extraño que Dios se deleite o necesite de la sangre de un inocente, de suerte que no quiera o pueda perdonar al culpable más que con esta muerte» (I, 10) . Resulta interesante recoger en la pluma de A n s e l m o unas objeciones tan « m o d e r n a s » , especialmente la última. Su respuesta no t i e n e n a d a de a m b i g ü e d a d y respeta perfectamente la triangulación de los actores del misterio de la cruz. «(Dios) no le forzó a la muerte contra su voluntad ni p e r m i t i ó que fuese muerto, sino que él m i s m o buscó la m u e r t e p a r a salvar a los h o m b r e s » (I, 8 ) " . Si los j u d í o s lo persiguieron h a s t a la m u e r t e , fue « s e n c i l l a m e n t e p o r q u e o b s e r v a b a de u n m o d o rectísimo l a verdad y la justicia en su vida y en sus palabras» (I, 9) 1 2 . Jesús sufrió la muerte, «no por la obediencia de tener q u e a b a n d o n a r la v i d a , sino por la obediencia de guardar la justicia, en la q u e perseveró c o n tanta constancia, que por ella incurrió en la m u e r te» (I, 9) 1 3 . Por c o n s i g u i e n t e , el Hijo no fue ni m u c h o m e n o s c o n d e n a d o p o r u n P a d r e q u e deseara la venganza. Los dos buscan la restaur a c i ó n d e la n a t u r a l e z a h u m a n a . P o r t a n t o , el P a d r e q u i e r e e s t a muerte en cuanto q u e es salvífica, pero a pesar de su carácter d o l o r o so: «Como al Padre le agradó la voluntad del Hijo y no le prohibió el querer o cumplir lo que quería, con razón se afirma que quiso que el Hijo sufriese la muerte tan piadosa y tan útilmente, aunqve no descase su tormento» (I, 10)14.

8. Ibid.,161. 9. Ibid, 761-763. 10. Ibid.,713.

11. Ibid. Jñ. 12. Ibid. 13. Ibid.,7í5. 14. ibid.,711.

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Paradójicamente, esta respuesta satisfacía más a los modernos que a los contemporáneos de san Anselmo. Pero Anselmo insertó igualmente en su problemática una reflexión capital para su argumentación futura. Si Dios no liberó a su Hijo, especialmente en la hora de la agom'a, es porque «el Padre no quería restaurar al género humano a no ser haciendo el hombre una cosa tan grande como era esa misma muerte» (I, 9) 15 . El perdón de Dios no puede bastar para la salvación de los hombres, si por parte de los hombres no venía algo a corresponder a ese perdón. Los padres de la Iglesia tenían ciertamente el sentimiento de que en la salvación hay que respetar el honor y el bien del hombre. Habían señalado la dinámica ascendente del sacrificio y de la expiación. Pero no habían formalizado la necesidad de la exigencia reparadora que plantea el perdón respecto al hombre, si quiere ser digno de este nombre. Así pues, Anselmo concentra su atención especulativa en este aspecto de necesidad, que no habían tomado suficientemente en cuenta sus predecesores. Semejante necesidad se deriva a la vez de arriba y de abajo: de arriba, porque es expresión de la misericordia de Dios, mayor que su justicia, y que por esa razón le concede al hombre el honor de querer que él cumpla una reparación en justicia; pero por vía de consecuencia esta necesidad viene también de abajo, es decir, de la situación del hombre pecador. Así pues, si la iniciativa de amor de Dios en su Hijo pasó por esta extraña y escandalosa muerte de Cristo en la cruz, es que había algo que la hacía necesaria tanto por parte de Dios como por parte del hombre.

jurídica de robo; pecar es cometer de alguna manera un robo superior, el robo del honor de Dios. Así pues, la reparación exige no solamente una restitución completa, sino también un plus de compensación del perjuicio causado:

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San Anselmo: la argumentación de base Así pues, Anselmo intenta mostrar la necesidad de la economía de la encarnación redentora a partir de la necesidad de una reparación que viniera del hombre por la ofensa hecha a Dios. Y lo hace, como se complace en repetir, «con sola la razón» 16 , como si no hubieran existido nunca Cristo y la fe cristiana. Por otra parte, este postulado se plantea dentro de la fe, con ese distanciamiento que la fe toma frente a sí misma, a fin de mostrar mejor que no puede haber salvación para el hombre sin Jesucristo. 1. Primer tiempo: todo debe ir seguido de una satisfacción o de una pena. El pecado es analizado por Anselmo según la categoría del honor ofendido, violado y robado, lo cual lo relaciona con la noción

15. Ibid.,769. 16. Ibid, 809; cf. Prólogo, 743.

«El que no da a Dios este honor debido, quita a Dios lo que es suyo y le deshonra: y esto es precisamente el pecado. Y mientras no devuelve lo que ha quitado, permanece en la culpa; ni basta el que pague sólo lo que ha quitado, sino que, a causa de la injuria inferida, debe devolver más de lo que quitó» (I, 11)17. Anselmo se sirve incluso de la imagen del «pretium doloris», pero la trasforma hablando a propósito de ese plus de algo que agrade a Dios. Así pues, una satisfacción completa requiere estos dos elementos. El análisis se basa en una trasferencia analógica entre el orden de la justicia en el mundo y el orden de la justicia divina, que exige la supresión del desorden causado por el pecado. La vuelta al orden exige por tanto que Dios reciba satisfacción del pecador, o bien, si éste se niega, que sea castigado. Dios recobrará así su honor de grado o por fuerza. Porque ni él puede perderlo ni el hombre puede escaparse de Dios: o bien se someterá a Dios en la obediencia, o bien será puesto bajo su voluntad que castiga. Al final de estas reflexiones interviene la fórmula tan conocida: «Es necesario que a todo pecado le siga la satisfacción o la pena» (I, 15)18. Ante un argumento tan riguroso, Bosón presenta una objeción muy comprensible. ¿No es contradictorio que Dios nos exija a nosotros perdonar sin contrapartida, mientras que él se niega a hacerlo? La respuesta de Anselmo no vacila ante el término de venganza (vindicta) que se considera aquí necesaria: «A nadie toca hacer venganza sino a él, que es el Señor de todas las cosas» (I, 12)' 9 . Las autoridades políticas ejercen esta venganza en su nombre, cuando son justas. Toda esta argumentación, que hace un uso repetido del dilema, está dirigida por u n a cierta idea de la grandeza d e Dios. Esta grandeza aleja de Dios t o d o tipo de inconveniencia 20 . Anselmo está en las antípodas de todo voluntarismo divino: hay cierta forma de misericordia que no le conviene a Dios, puesto que acarrearía una injusticia. Sería inútil pretender que una cosa es justa porque Dios la quie-

17. 18. 19. 20.

Ibid.,115. ¡bid.,H5. Ibid., 179. /bid.,)l,20, 807.

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re; al contrario, la quiere porque es justa. Por otra parte, el orden de justicia que Dios persigue es un orden de belleza: no es posible que Dios soporte una deformidad en el seno de sus designios 21 . Es como un hombre rico que no puede guardar en su tesoro una perla que un ladrón hubiera mancillado. De esta manera la compensación es comparada con una limpieza22.

una condición necesaria para la salvación del hombre, que ha sido creado con vistas a la bienaventuranza, sino que es igualmente necesaria desde el punto de vista de Dios, que no puede aceptar haber creado al hombre «en vano» y renunciar a cumplir el designio emprendido con su criatura. Por tanto, es preciso que se realice el designio de Dios y que —se trata de un aspecto muy importante para Anselmo— la ciudad de Dios, disminuida por el pecado de los ángeles, pueda completarse en la aportación de los hombres. Esta necesidad no es ni mucho menos una constricción que pese sobre Dios; se trata de una necesidad interior que se identifica con la gratuidad27. Porque el que se somete libremente a la necesidad de hacer el bien, lo hace gratuitamente. Así, al crear al hombre con su bondad, Dios «se obligó en cierto modo espontáneamente a terminar la obra comenzada» (II, 5fs. Ya Ireneo había dicho que la obra de Dios no puede verse abocada a un fracaso; va en ello el arte y la armonía del designio divino. Este tercer tiempo de la argumentación nos muestra que toda la intención de Anselmo se inscribe en definitiva en una gratuidad divina que no es otra cosa sino la gracia. La necesidad de la satisfacción, con su exigencia cuantitativa, se ve envuelta en este movimiento descendente de la iniciativa gratuita de Dios.

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2. Segundo tiempo: el hombre pecador es radicalmente incapaz de satisfacer. Como buen cristiano, Bosón enumera todo lo que el hombre puede hacer para purgar su pecado: «Con la penitencia, con el corazón contrito y humillado, con las abstinencias y diversos trabajos corporales, con la misericordia de dar y perdonar y con la obediencia» (I, 20)". Pero Anselmo le replica enseguida: todo esto se lo debes ya a Dios, aunque no hayas pecado. Todo lo que tú le das a Dios viene de él y se lo debes ya todo. No te queda nada que puedas devolverle por el pecado. No puedes hacer nada. Por otra parte, suponiendo que todas esas obras de obediencia y de caridad no se debieran ya a Dios por el título de la creación, el hombre seguiría estando sin nada con que satisfacer, ya que el pecado más pequeño tiene un valor infinito respecto a la majestad ofendida de Dios. Pues bien, «Dios exige la satisfacción según la gravedad del pecado» (I, 21) 24 . La lógica de una reparación cuantitativa choca con la desproporción radical que existe entre el hombre y Dios, que es superior a todo. Este argumento se refuerza con la consideración de la imposibilidad para el hombre de vencer al diablo y liberarse de su esclavitud, «siendo concebido y naciendo en pecado, como consecuencia del primer pecado» (I, 22)". Esta reflexión constituye un retorno a la perspectiva patrística: el hombre es parecido a uno que a pesar de las advertencias, hubiera caído en una profunda fosa y no pudiera salir solo de ella 26 . La segunda razón está de hecho ordenada a la primera. Anselmo vuelve a orientar según la perspectiva de la satisfacción el antiguo dato doctrinal: el hombre caído en el pecado no puede encontrar la salvación por sus propias fuerzas. 3. Tercer tiempo: ¡a satisfacción es necesaria para completar el designio de Dios sobre el hombre. No solamente la satisfacción es

21. Ibid., 783-784. Cf. el estudio dedicado a san Anselmo por H.U. VON BALTHA SAR, Gloria. Una estética 2. Estilos eclesiásticos, Encuentro, Madrid 1986, 207-252. 22. Cf. I, 19, en Obras completas,o. c , 805. 23. Ibld.,807. 24. ft/d.,813. 25. Ibid, SIS. 26. Ibid.,817.

4. Cuarto tiempo: sólo un Dios-hombre puede cumplir la satisfacción que salva al hombre. Ya tenemos reunidos todos los términos del problema Por una parte, ningún hombre puede satisfacer, ya que ninguno puede ofrecer a Dios por el pecado «algo mayor que todo lo que existe fuera d e Dios» (II, 6), y sin embargo es al hombre a quien le corresponde satisfacer. Por otra parte, sólo Dios sería capaz de realizar una satisfacción digna de Dios, pero de nada serviría que Dios satisfaciera en lugar del hombre. Por tanto, la solución que se impone es la siguiente: «Si pues, como se ha demostrado, es necesario que la ciudad celestial se complete con los hombres, y esto no puede hacerse más que con la dicha satisfacción, que no puede dar más que Dios, ni debe darla mas que el hombre, sigúese que ha de darla necesariamente un hombre Dios» (II, 6 f . A partir de esta conclusión, Anselmo «deduce» la encarnación, es decir, recobra la coherencia de los datos nuevos de la cristología tradicional. Lo m i s m o que los padres habían construido esta cristología 27. Ibid.,m. 28. Ibid. 29. lbid..B5.

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Justicia para Anselmo con la ayuda del argumento soteriológico, también Anselmo muestra, a partir de esta nueva forma de exigencia soteriológica que es la satisfacción, la necesidad de las dos naturalezas en Cristo y de la unidad de su persona, dentro de una perspectiva muy calcedoniana 30 . Con este mismo espíritu «deduce» la alta conveniencia de la concepción original y analiza el valor ante Dios de la muerte de Jesús. Cristo es sin pecado y, por tanto, no está sometido a la ley de la muerte que no afecta al hombre más que en virtud de su pecado. Pero si Cristo no está sometido a la muerte, puede morir, si lo quiere, voluntariamente. De esta situación es de donde nace su capacidad para satisfacer: por una parte, puede ofrecer a Dios «algo mayor que todo lo que no sea Dios» y, por otra, puede hacerlo sin que sea «una cosa exigida y debida» 31 . Anselmo ve también una conveniencia en la correspondencia antitética entre lo absoluto del pecado de Adán y lo absoluto de la satisfacción realizada por Cristo: «Si el hombre pecó por el placer, ¿no es conveniente que satisfaga por el sacrificio? Y si tan fácilmente fue vencido por el demonio con la mayor facilidad y deshonró así a Dios pecando, ¿no es justo que en la satisfacción ofrecida a Dios por el pecado encuentre la mayor pena posible en vencer al demonio y dar gloria a Dios? ¿No es razonable que el que por el pecado se separó de Dios lo más que pudo, por la satisfacción se entregue a él lo más que sea posible?» (II, 11)32. Finalmente se subraya el valor ejemplar de la muerte de Cristo. San Anselmo muestra entonces cómo esta muerte prevalece contra todos los pecados del mundo, porque se trata del don de una vida que «vale más que todos los pecados de los hombres», con lo que «esa vida dada en expiación de los pecados prevalece sobre todos ellos» (II, 14)33. Esta muerte destruye incluso los pecados de los que hicieron morir a Cristo, teniendo en cuenta que aquel crimen se cometió por ignorancia. Al final de su exposición, Anselmo escribe estas palabras de «satisfacción» por el resultado obtenido: «Es evidente por tanto que Cristo, al que creemos Dios y hombre, ha muerto por nosotros» (II, 15)34.

30. 31. 32. 33. 34.

Ibid., 837. Ibid, 849. Ibid, »5l. /Wd.,851. Ibid, 859.

El lector contemporáneo, aunque no guarde prevenciones contra la argumentación de san Anselmo, corre el riesgo de sentirse herido por algunos acentos de su pensamiento, que afloran en el resumen que acabamos de hacer. En el discernimiento crítico que propongo, voy a intentar señalar los pros y los contras, fuera de todo espíritu partidista. El prejuicio favorable que se debe a todo autor me impone comenzar por subrayar todo el aspecto positivo de su reflexión y por hacerle justicia ante ciertas acusaciones infundadas. 1. La argumentación de Anselmo se comprende realmente dentro de un proceso en el que la fe intenta comprender los datos de su propio misterio. Pero este acto de inteligencia de la fe recae sobre una lógica divina, que siempre se escapa del orden de las razones humanas. Por eso todo razonamiento sobre la encarnación redentora se ve atravesado también por el movimiento tradicional que condiciona el conocimiento de Dios. Su primer tiempo es la afirmación en Dios de un atributo que le conviene, aunque se trasponga analógicamente a él a partir de nuestro conocimiento de las cosas finitas, y que supone por ello una inadecuación inevitable con la realidad aludida. El segundo tiempo es el de la negación, por el que se aparta entonces de esta afirmación todo lo que no conviene a Dios: ante la reflexión, esta negación se presenta como la negación de una negación, es decir, como la negativa a poner algún límite en Dios. Se descubre entonces que Dios se sitúa más allá de las oposiciones simples de nuestra lógica y que en él pueden coexistir dialécticamente ciertos contrarios. Se llega así al tercer tiempo, el de la vía de eminencia o de trascendencia, que se enfrenta con esta coincidencia de contrarios. N o se ignora que las razones que se desarrollan de la mejor manera posible no son más que la cara visible del iceberg de las razones ocultas en Dios, siempre mayores y siempre más profundéis que las q u e nosotros podemos analizar. Anselmo es perfectamente consciente d e todo esto. El lector moderno puede sentirse a disgusto ante el j u e g o repetido de los dilemas y el carácter aparentemente intemper a n t e de una lógica que anda buscando siempre una «razón necesar i a » . Puede también inquietarse por la llamada a la equivalencia o a la proporción exacta entre el pecado y la satisfacción. D e hecho, en nuestro autor, la lógica de la igualdadse integra siempre con una lóg i c a del plus; la proporción exacta se pierde en la desproporción absoluta, ya que es Dios el que está en discusión. Hay p o r su parte un plus en el orden de las razones, que jamás podemos alcanzar, un plus en la iniciativa de nuestra salvación, un plus finalmente en la gratui-

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dad de un amor que derriba toda noción de equivalencia. De este modo las «razones necesarias» se reducen a «razones de alta conveniencia». Anselmo busca lo que es más conveniente a Dios, dejando bien asentado que se hace de Dios una idea que está más allá de todo ídolo. Pero semejante presupuesto requiere por parte del hombre un proceso de conversión constante. Este es el espíritu que permite aquel famoso «partiendo de la hipótesis de que no exista Jesucristo» 33 . Anselmo traspone simplemente la problemática que mantenía en la prueba de la existencia de Dios 36 . Semejante ejercicio es el paso al límite de un discurso creyente. No se trata de una deducción absolutamente racional, sino de un discernimiento de la inteligibilidad interna de la economía de la encarnación. Al obrar así, Anselmo continúa por otra parte la investigación patrística, aunque su esfuerzo racional se dirige a la solución de nuevas cuestiones. Dejando aparte el anacronismo, se puede comparar su esfuerzo con el de K. Rahner, que al Final de su «cristología trascendental» deduce de alguna manera el concepto de Cristo 37 . Evidentemente, un razonamiento por el estilo sólo era posible porque ya conocía él a Cristo. 2. Anselmo inscribe su reflexión en la perspectiva de lo que Dios tiene ante sí mismo la obligación de hacer, al mismo tiempo para que sea respetado su honor y para que se logre su designio sobre el hombre. Estos dos objetivos no hacen más que uno solo. El honor de Dios no tiene que comprenderse como el de un reyezuelo celoso de su reputación y dispuesto a sacrificarlo todo a su capricho. El honor de Dios es su propia gloria en el sentido bíblico de la palabra 38 , es el peso del amor divino, es su propio ser en su permanencia y en su fidelidad. Por eso precisamente coinciden el honor de Dios y el bien del hombre que ha de salvarse; esta coincidencia desemboca en la economía «inaudita» de la encarnación redentora. Estamos tocando aquí la paradoja de la obra anselmiana respecto a las interpretaciones corrientes: en principio todo se inscribe en la dinámica descendente de la misericordia divina con el hombre. Dios no es el potentado que aguarda plácidamente la satisfacción del hombre pecador. Es el que concibe y realiza la economía de la salvación, dando a los hombres en Jesucristo los medios para satisfacer. No

35. Ibid.,743. 36. Cf. M. CORBIN, o. cintrod., 52-57. 37. K. RAHNER. Curso fundamental sobre la fe, Hcrder, Barcelona 1979, 247-253. 38.

Cf. M. CORBIN, O. c, 15.

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cabe duda de que Anselmo escudriña con diligencia la necesidad y la exigencia de una satisfacción que venga del hombre, ya que sin ella no podría hablarse seriamente de una salvación que recree al hombre. Pero Dios le da al hombre los medios y la facultad de cumplir con esta «prestación»: es en Jesucristo un don de la gracia de Dios. Es muy de lamentar que no se haya atendido suficientemente a este horizonte tradicional del pensamiento anselmiano, a pesar de sus afirmaciones expresas y de sus repetidas indicaciones de la victoria de Cristo sobre el demonio. 3. Por tanto, se puede fácilmente liberar a Anselmo de toda sospecha de «pacto sacrificial» y de apelación a la justicia vindicativa. El término de expiación está ausente de su obra 39 , así como el de sacrificio, a pesar de la comunicación semántica entre estos términos y el de satisfacción. Tampoco se habla nunca de «rescate». Por otra parte, su preocupación está constantemente puesta en la «reparación» del hombre o en su «restauración» 40 . Anselmo ha aceptado las objeciones de Bosón sobre el placer que pudiera experimentar Dios ante la muerte de un inocente. Mantiene sin duda que el derecho a castigar a los malvados es propio de Dios, pero esta reflexión interviene para rechazar el derecho a la venganza al hombre ofendido. Corbin opina que los capítulos 8-10 del libro I «descartan radicalmente, en su exégesis, toda idea de que una sangre inocente, derramada por un sacrificio, pueda agradar a Dios»41. 4. La coincidencia trascendente de los contrarios en Dios se verifica particularmente en el caso de la misericordia y la justicia. Una lectura inmediata parece oponerlas en el texto de Anselmo. Si uno se queda allí, corre el riesgo de verse llevado a la afirmación de tantos teólogos de los tiempos modernos, que opinan que la satisfacción de la justicia de Dios es un paso previo para el ejercicio de su misericordia. Pues bien, según san Anselmo, la misma misericordia, para ser digna de Dios, incluye la justicia, a la que supera sin duda, pero por la que tiene que pasar. M. Corbin hace observar atinadamente que toda la obra se inscribe dentro de una inclusión que va de la misericordia a la misericordia. Al principio, Anselmo responde así a las objeciones de los infieles que ridiculizan la encarnación: «No hacemos a Dios ninguna injuria ni deshonor, sino que, al contrario, dándole gracias de todo corazón, alabamos y ensalzarnos su inefable y profunda misericordia, porque nos libró prodigiosamente de tantos y tan merecidos males en que vivíamos, para elevarnos a tan39. Cf./¿mí., 97. 40. Cf. ibid., índice de palabras latinas. 41. Ibid., 42.

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tos y tan gratuitos bienes que habíamos perdido, demostrándonos así un mayor amor y compasión» (I, 3)42. Al fin de su obra concluye diciendo de la misericordia: «En cuanto a la misericordia de Dios, que a ü te parecía que iba a perecer cuando considerábamos la justicia de Dios y el pecado del hombre, la encontramos tan grande y tan conforme con la justicia, que no se puede pensar ni mayor ni más justa» (II, 20)43. Una misericordia que no tuviera en cuenta la justicia sería indigna de Dios. Todo el razonamiento anselmiano pasa a través de esta exigencia interna a la misericordia, dispuesto a aventurarse por unas reflexiones en las que el enfrentamiento con el aspecto negativo de la misericordia da la impresión de aboliría. Pero el trabajo del pensamiento se dirige hacia «la unión supereminente de los dos contrarios, que son la justicia y la misericordia»'". La misericordia de Dios quiere salvar a los pecadores a toda costa, incluso a costa de Cristo; pero no puede satisfacerse con un decreto extrínseco de amnistía; intenta que el hombre sea «reparado» de verdad. Si no, Dios pondría en su tesoro una perla manchada de barro. Por tanto, es la misericordia la que cumple su designio, aun cuando parezca que ignora la justicia. Revela entonces que en Dios «la justicia o la no-misericordia es más misericordia que cualquier misericordia de hombrea5. Esta paradoja no debe entenderse en el sentido del proverbio «quien bien te quiere, te hará llorar», sino en el sentido propio de la trascendencia absoluta de Dios. La satisfacción del hombre es el resultado de esta tensión dialéctica, o de la circuminsesión mutua entre la justicia y la misericordia: por una parte, tiene que someterse a la justicia de Dios, pero por otra es el don de una misericordia previa ordenada a una misericordia definitiva. E n otras palabras, Anselmo rechaza la «gracia barata» que denunciaba D. Bonhoeffer. La misericordia y el perdón no pueden ni olvidar la justicia de Dios ni desinteresarse del estado del hombre pecador hasta el punto de olvidarse de ponerlo otra vez en pie tal como lo había creado. «Si finalmente el hombre —escribe M. Corbin—, bajo la llamada de la Palabra, no tuviera que atravesar, como a contrapelo, las distorsiones y perversiones que lo alejaron de su origen, no sería posible ninguna salvación, que repusiera la creación desde su

42.

ANSELMO, O. C.,751.

4 3 . /Wd.,887. 44.

M. CORBIN, O. C,46.

4 5 . ¡hid, 47.

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raíz»46. Por aquí se ve que el respeto a la justicia divina cede en respeto al bien del hombre. 5. Para comprender bien la noción anselmiana de satisfacción, observemos en primer lugar que en su diálogo Bosón se manifiesta muchas veces «satisfecho» de las razones dadas por su maestro, es decir «contento» de ellas, y las encuentra convincentes. Esta idea de complacencia se encuentra en un sentido más profundo en una parábola de la redención, en donde Anselmo habla de un inocente capaz de reconciliar con el rey a todos los que crean en sus consejos «a cambio de un servicio que han de prestar al rey en el día y según el modo establecido» 47 . Esta «complacencia» rompe con toda idea cuantitativa: lo esencial de la satisfacción está en el plus que el hombre tiene que ofrecer a Dios para satisfacerle. La noción de compensación por medio del «pretium doloris», que menciona san Anselmo 48 , está por tanto convertida en la idea de un don gratuito, capaz de agradar a Dios, un don que vaya más allá de todo lo que implica la deuda original de la criatura con Dios. La satisfacción es formalmente distinta del castigo, con el que Anselmo lo pone en alternativa con su célebre dilema. El castigo es sufrido por constricción y no tiene ningún valor satisfactorio, mientras que la satisfacción se ofrece con todo agrado, como un homenaje reparador. Así pues, el dilema anselmiano excluye toda consideración de la muerte de Cristo como un castigo impuesto por Dios. Este aspecto de las cosas se ha olvidado muchas veces. Por otra parte, la satisfacción, al afectar a las relaciones de lo finito con lo infinito, participa de la dialéctica de la trascendencia; una satisfacción infinita se sale del orden de la correspondencia cuantitativa entre el pecado y la reparación. Entra en el de la gratuidad, en el de la sobreabundancia y la supererogación que son propias del amor. La lógica anselmiana sitúa la «necesidad» de la muerte de J e s ú s en el corazón de este orden de gratuidad. Jesús es el único h o m b r e que n o tiene por qué morir en virtud de la deuda del pecado, ya q u e la muerte no pertenece como tal a la naturaleza humana 49 . «El D i o s hombre muere ciertamente, pero no en virtud de un castigo, de u n a deuda o de u n a expiación necesaria, y toda la eficacia de su muerte... reside en el poder libre que tiene de "dar su vida" en la libre e n t r e g a

46. Ibid.,Ti. 47. ANSELMO, o. c,863.

48. Ibid.,175. 49. lbid.M'J (II, 11).

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que hace de sí mismo» 50 . Todos los demás actos de obediencia y de amor de Cristo eran insuficientes, ya que los debía a Dios en cuanto criatura. Pero su muerte, libremente ofrecida por amor a los hombres y en la obediencia fiel al Padre, representa ese peso de amor más grande que todo cuanto pudiera pensarse, capaz de contentar al Padre por encima de todo. «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15, 13). Las ambigüedades de una conversión en proceso La obra de Anselmo, colocada en su raigambre patrística y comprendida según el movimiento de pensamiento que se orienta, como la manecilla de una brújula, hacia el norte de la trascendencia divina, justifica esta lectura positiva ¿Por qué entonces el Cur Deus homo ha dado lugar a ciertas interpretaciones corrientes que van a afectar gravemente a la imagen de Dios y dar origen a las reacciones y procesos que hemos visto? ¿No hay en esa obra ciertas ambigüedades que han dado pie a esa tradición interpretativa, que se fue haciendo cada vez más pesada a lo largo de los siglos dando origen a una doctrina que se basa en unos contrasentidos objetivos? M. Corbin, cuyo presupuesto de simpatía por el pensamiento de Anselmo me ha servido de guía en lo que precede, reconoce también que el texto del arzobispo de Cantorbery está impregnado de una ambigüedad que permite tanto una lectura recta como una lectura pervertida. El proceso de su reflexión está imbuido de un movimiento de «conversión continua» 51 , que ha de ser compartido por el lector que quiera comprender rectamente su pensamiento. Todas las nociones utilizadas, particularmente las referencias jurídicas, tienen necesidad de conversión para poder aplicarse a este tema. El hombre corre siempre el peligro de hacer un ídolo de la idea misma de la perfección que atribuye a Dios. Lo subraya muy bien u n texto iluminador de M. Corbin: «Cada uno de los dos (Anselmo y Bosón) se apoya en uno de los registros de la Biblia —justicia o misericordia— sabiendo que estas denominaciones no pueden menos de ser entendidas en un primer tiempo más que a partir de la idea de perfección, en la contradicción. Si, en un segundo tiempo, tienen que reconocer su unión supereminente, denunciando al ídolo, es preciso que se haya planteado inversamente,

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en el primer tiempo una mala atención, una perversa comprensión de la Biblia, que es siempre una comprensión unilateral, reductiva. La buena atención no puede darse realmente más que después de la atención perversa o, mejor dicho, en la denuncia de una atención que no sabe que es perversa fuera de esa Luz que la trasforma en una buena atención. Es lo que nos sugiere el juego mismo del diálogo, como lo único que permite plantear una mala escucha, ya que sólo la Luz puede manifestar a las tinieblas como tinieblas. Estando así presente al principio al mismo tiempo que la mala atención, la buena resulta consiguientemente como una ambigüedad, en la ambigüedad misma de ciertas proposiciones. Y entonces comienza a apreciarse el error de los acusadores de Anselmo: toman el Cur Deus homo como un tratado especulativo del que está ausente, por así decirlo, el sujeto que habla, en vez de ver en él un diálogo durante el cual se va gestando, con dificultades, una conversión de la atención y de las nociones previas» . Es verdad que Anselmo ha sido leído de forma perversa. Por tanto, es justo devolver a su teología toda la verdad de la conversión realizada. Pero no es seguro que él mismo haya acabado perfectamente la conversión de sus propias razones, puesto que él vio en el diálogo una búsqueda constante. Por otra parte, derogaríamos sus mismos principios si no le aplicásemos el criterio de que no hay que descartar una razón «por muy pequeña que sea, mientras no se apoye en contrario otra mayor»53. La calidad de su empresa teológica y la intención de fe mística que la impregna nos impide por tanto l a crítica de algunas de sus razones. 1. Anselmo interpreta el pecado del hombre según la categoría del honor divino ofendido y robado. Dios es un señor que ejerce su posesión y su dominio sobre todas las criaturas; el acto pecador le roba por consiguiente algo suyo. Hay aquí un antropomorfismo cultural, inspirado en las relaciones feudales y en el derecho de la época. La importancia teológica que se da a la satisfacción está ligada a la aparición en la escena del honor medieval. En una época en que la inculturación está a la orden del día, no se le puede acusar a Anselmo de que se refiera a ciertas representaciones elocuentes de su época. La cuestión es simplemente saber si las purificó suficientemente según la vía negativa y la vía de eminencia, aunque sólo fuera a nivel de su discurso inmediato, Estas consideraciones jurídicas p o n e n de relieve un concepto de la justicia de Dios que no es el de la Biblia,

50. M.CORBIN, O. a,105.

52. Ibid, 71.

51. lbJd.,36.

53. ANSELMO, O. C.,773 (1,10).

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aun cuando éste siga estando presente en los presupuestos, ya que Dios tiene la iniciativa de justificar y de salvar. Dan un lugar importante al tema del intercambio, entendido en un orden de justicia conmutativa A partir de ellas es como se deduce principalmente la incapacidad del hombre de satisfacer. Esta insistencia, en unos momentos clave de la argumentación, justifica, al menos parcialemnte, el juicio tan severo de M. Roques, aun cuando se quede fuera de la dinámica profunda de la obra: «Es de lamentar... que las analogías emparejadas de dueño y esclavo, de robo y de restitución, de deuda y de pago, hayan pesado duramente sobre el conjunto de las reflexiones del Cur Deus homo. ... Las leyes de la justicia conmutativa, que presiden al comercio de las cosas, invaden la economía de la salvación y amenazan a veces con reducirla a una especie de teología de biblioteca. Es verdad que un tratado no lo dice todo... Y se comprende, aunque uno no esté conforme con ello, que las acusaciones de "antropomorfismo'' y hasta de "mitología" se hayan podido formular contra el sistema anselmiano»54. En todo caso, es el aspecto de las cosas el que se ha retenido sobre todo en la obra. En el plano literario ocupan un amplio espacio las consideraciones cuantitativas: «Dios exige la satisfacción según la gravedad del pecado» 55 . La definición primera de la satisfacción56 introduce la idea de una compensación total y va más lejos de lo que pedían el derecho romano y la práctica penitencial de la antigua Iglesia. Es verdad que en la dinámica del pensamiento anselmiano estos datos funcionan muy analógicamente y que la relación de lo finito con lo infinito les hace finalmente caer en el orden de lo cualitativo y de lo gratuito. ¿Pero no era fatal que la comprensión corriente de la obra lo redujera todo a la idea de compensación, tan hondamente evocada para mostrar la incapacidad de satisfacer que tiene el hombre? Muchos lectores han percibido en estos razonamientos más bien la idea de necesidad que la de gratuidad. Estamos aquí en una línea divisoria en la que es difícil respetar la coincidencia de los contrarios. El mérito de la teología de Anselmo está en poner de manifiesto que no puede haber verdadero perdón ni verdadera misericordia, sin que se respete cierto orden de justicia, que comprende la restauración del hombre. Perdonar a un pecador que no se convierte ni intenta reparar

54. M. ROQUES , Introduction á Anselme de Canlorbcry, Pourquoi Dieu s'est fait homme.SC 91,Cerf, París 1963, 185-186.

es una burla. Pero la ambigüedad está en que se plantea esta exigencia de reparación como l a de una compensación exactamente proporcionada y en situar allí, ante todo y sobre todo, la razón de la incapacidad del hombre pecador para encontrar la salvación con sus propias fuerzas. La interpretación se ha olvidado del horizonte general de la reflexión y de sus presupuestos bíblicos y patrísticos, para centrarse exclusivamente en la idea de satisfacción, en detrimento de los otros aspectos de la soteriología Quizás estemos aquí en el punto de partida todavía secreto de la gran deriva secular de la «des-conversión». Olvidar el movimiento de conversión que atraviesa el Cur Deus homo es condenarse a una lectura «pervertida» de dicha obra. 2. La verificación racional de la encarnación, por consiguiente, se lleva a cabo sobre una base demasiado estrecha Es perfectamente justo decir que el hombre pecador es incapaz de reparar ante Dios su propio pecado. Pero esta razón no es más que un aspecto de la economía salvífica que dirige la encarnación del Verbo. Es verdad que Anselmo menciona también la incapacidad del hombre, encadenado por el pecado y sometido al poder del demonio, para liberarse a sí mismo en su combate contra las fuerzas del mal. Pero la gran perspectiva de la divinización del hombre está literariamente ausente de su obra. Este silencio contribuye a centrar la atención solamente en la mediación ascendente de la satisfacción y a soslayar la prioridad de la mediación descendente, que sin embargo afirma Anselmo. Estamos tocando también aquí la razón de la inversión de la problemática de la soteriología latina que diagnosticaba Aulen. 3. En loque se refiere a la necesidad de la muerte de Cristo, Anselmo está mucho más allá de las caricaturas corrientes; reconoce con claridad la triangulación de los actores que son el Padre, el Hijo y los hombres pecadores. Dios no condena a la muerte a su Hijo ni quiere esta muerte en cuanto tal; la acción de los hombres es el mayor pecado que s e pueda imaginar; el Hijo fue a la muerte libremente en el cumplimiento voluntario de su misión y ofreció su vida con un amor total y perfecto. Por tanto, la muerte de Cristo no está sometida a ninguna necesidad que se impusiera a la voluntad divina57, sino que es el resultado d e una decisión de la Trinidad divina en su deseo de salvar al hombre. Sin embargo, esta muerte no-necesaria de Cristo se hace necesaria por parte de la salvación de los hombres que hay que procurar, y a que es l a única cosa supererogatoria que Cristo puede ofrecer al

55. ANSELMO, O. C.,813 (I, 21).

56. lbid.,115 (I, 11).

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57. /£>«/., 817 (II, 17).

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Padre sin debérsela. En efecto, Anselmo ha asentado el principio de que «el Padre no quería que se restaurara el género humano a no ser haciendo el hombre una cosa tan grande como era esa misma muerte» 58 . Sin duda hay aquí una reminiscencia de la fórmula joánica antes citada. Pero Anselmo insiste curiosamente en el hecho de que la vida de Cristo no bastaba para nuestra salvación, si no llegaba hasta la muerte. ¿No se da entonces el riesgo de sacralizar la muerte en cuanto muerte, dándole más valor que a la vida? En el orden de las razones anselmianas podríamos decir que la necesidad de la muerte de Cristo interviene prematuramente. Es un orden de justicia que exige la muerte. Esta visión se olvida de mencionar que la necesidad de la muerte en cuanto muerte procede de la violencia y del pecado de los hombres. Por parte del Padre como del Hijo, esta muerte se arrostra y se sufre como algo inevitable en la manifestación del amor y en la realización de la salvación. Anselmo nos da la posibilidad de quedarnos en una lectura recta; pero confesemos que la lectura «perversa», o en corto-circuito, resulta terriblemente tentadora. Esta tremenda ambigüedad, que corre el riesgo de dar pie a la interpretación del pecado sacrificial, puede alimentarse en algunos textos, raros sin duda en el tratado, pero preocupantes por el mundo de representaciones que suscitan. Ya cité anteriormente el que evoca una proporción antitética entre el placer del pecado y el sufrimiento de la satisfacción 59 . Este argumento, que se aplica a Cristo, el justo y el inocente por excelencia, viene a justificar de alguna manera su paso por la muerte. La idea de satisfacción se roza entonces peligrosamente con la de castigo. Igualmente, la consideración de la muerte de Cristo guarda un silencio extraño sobre la resurrección, que no pertenece a los datos soteriológicos recogidos por Anselmo 60 . Es verdad que la entrega de la vida es en él preponderante. Pero la interpretación atenderá sobre todo a las razones que plantean una exigencia de muerte para Cristo. La ambigüedad está ahí, y a menudo dará paso a una mala interpretación. Lo reconoce M. Corbin: «O bien Dios es el perfectísirao, el Justiciero guardián del orden que, exigiendo una satisfacción penosa y costosa, una expiación, se complace en el sufrimiento del hombre, como se gozaría de su abajamiento perdonándole arbitrariamente con sólo su misericordia; o bien

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Dios es el Padre celestial dichoso de engendrar a su vida a unos hijos que, libremente, se vuelven hacia él. O dicho de otro modo, o bien se pone el acento en la muerte, en lo que le agrada a un dios que se eleva sobre las ruinas del hombre, o bien se atiende a la donación de vida. En el punto central a donde Anselmo ha conducido ahora a su lector no tiene por qué extrañarnos una ambigüedad semejante»61.

El lugar de la satisfacción en la soteriología de santo Tomás La influencia de san Anselmo se ejerció primero lentamente en la Edad Media, pero de forma más decidida a partir del siglo XII en la enseñanza de los teólogos escolásticos. Éstos parecen haber tropezado en el aspecto de «necesidad» que invocaba Anselmo, juzgándolo demasiado absoluto, y por eso prefieren hablar de alta conveniencia (Alberto Magno). Otros, por desgracia, hacen intervenir un decreto divino, dando así comienzo a una derivación jurídica de la teología de la salvación (Guillermo de Auxerre) 62 . Entretanto Abelardo (muerto en 1142) se había planteado cuestiones muy similares a las de Anselmo, pero para darles una respuesta muy distinta. Abelardo rechaza que Dios pueda exigir la satisfacción ofrecida por un inocente, a costa de un crimen más grave que la desobediencia de Adán. Semejante exigencia sería a la vez inútil, injusta y cruel. Abelardo no retiene de la pasión de Cristo más que la revelación del amor de Dios, cuyo ejemplo provoca por compensación el nuestro. Estas ideas acertadas se hacen en él exclusivas de cualquier otro aspecto y lo hacen considerar como un precursor de la teología liberal de los tiempos modernos. San Bernardo combate vigorosamente a Abelardo. No se sabe si leyó la obra de san Anselmo 63 , pero lo cierto es que pone de relieve la doctrina de la satisfacción. Santo Tomás no escoge entre la escuela de Abelardo y la de Anselmo; conserva sin duda el valor de ejemplo de la pasión de Cristo, pero se servirá de la noción de satisfacción para dar cuenta de su valor salvífico, aunque sil recoger la argumentación anselmiana de la necesidad. Según sus comentaristas más recientes, santo Tomás «no tiene ninguna "teoría" de la redención»6'1. B. Catáo llega a decir que

61. Cf. M. CORBIN, O. C , 103.

58. Ibid., 769 (I, 9) 59. Cf. infra, 348 y 352-353. 60. Como ha señalado C. GUILLON, La tíicologic catholique de la redemption au X(e sicele. Etapes d'unc cvolution, I. C. P., Paris 1985, 50. Anselmo comenta sin embargo la relación entre el sufrimiento y la gloria expresada en Flp 2, 8-12: o. a, 767.

62. Cf. J. RITIERE , Le dogie de la redemption au debut du Moyen-Age, Vrin, Paris 1934, que descrito la penctracim del pensamiento de Anselmo en los autores medievales (pp. 153-169,214-221, 402426). 63. Cf. J. RITIERE, O. C.,211.

64. B. CATÍO , Salut el rtdeinlion chez S. Tilomas d'Aquin. L'actc sauveur du Christ, Aubier, Paris 1965, 79.

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«para él la satisfacción no es la noción maestra... Es simplemente una buena analogía que, entre otras, ayuda a comprender por qué el acto humano del Salvador fue humillación, sufrimiento y muerte en la cruz» 65 . Es verdad que su pensamiento integra el conjunto de categorías trasmitidas por la tradición. La noción de satisfacción no conoce en él el lugar destacado que le concederá la teología posterior66. Por tanto, su soteriología tiene la ventaja de tener en cuenta la riqueza de los elementos en juego, aun cuando no está perfectamente unificada y aunque la idea de satisfacción esté ya cargada en él de ciertas ambigüedades. El lenguaje de santo Tomás le concede amplio espacio al movimiento descendente de la redención. Le gustan las expresiones de «reparación del género humano» o «de la naturaleza humana». Reparar quiere decir en él restaurar, levantar de nuevo, volver a poner al hombre en un estado de plena humanidad. Se trata de la reparación del hombre mismo, y no ante todo de la reparación de la ofensa hecha a Dios. Esta reparación lleva consigo una destrucción del pecado 67 . Cuando enumera las razones de la conveniencia de la encarnación para la reparación del género humano, las cinco razones positivas que aduce pertenecen a la mediación descendente: el sostenimiento de nuestra fe, de nuestra esperanza y de nuestra caridad, el valor ejemplar y la divinización; lo mismo ocurre con las cinco razones negativas que atañen a la liberación del hombre respecto a la esclavitud del diablo, del mal, del orgullo y del pecado 68 . Igualmente, el vocabulario de la liberación del género humano vuelve a aparecer en la cuestión consagrada a la pasión de Cristo69. Santo Tomás atribuye finalmente a la resurrección una doble causalidad, eficiente y ejemplar70. Sin embargo, esta reparación y esta liberación del hombre no pueden realizarse sin que éste reciba los medios de convertirse a Dios, a fin de encontrar de nuevo la comunión con él, Su desarraigo del pecado no puede menos de ser penitente y la satisfacción es la expresión concreta de esta penitencia Al asumir nuestra condición humana, Cristo tomó sobre sí la de penitente: emprendió el

65. ¡bid, 79-80. 66. llxd 67. Cf. S. Th. III, q. 1, a. 2 y 4. C. GUILLON, O. C, 51-52 muestra acertadamente que la traducción de Ch-V. Héris, en la colección «Revue des jeunes», reintroduce algunas ideas ausentes en el texto; por ejemplo, «ad humanac naturae rcparationcm» se traduce por «reparar el pecado» (p. 20); «delere» se traduce por «expiar» (pp. 33-34-35). 68. Cf. S. Th. III, q. 1.a. 2, corp. 69. Ibid.,q. 46, a. 1,2 y 3. 70. lbJd.,q. 56, q. 2.

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camino de la satisfacción. Liberó al hombre satisfaciendo por nosotros: «Un hombre simplemente hombre no podía satisfacer por la totalidad del género humano; Dios no tenía nada que satisfacer; por tanto, era preciso que Jesucristo fuera Dios y hombre» 71 . Se ha reconocido aquí el argumento de Anselmo, integrado dentro de una perspectiva mucho más amplia y afirmado como una razón de conveniencia. Pero en la exposición de la eficacia de la pasión de Cristo72 la satisfacción adquiere un gran relieve, interviniendo en segundo lugar tras el mérito y arrastrando tras ella el sacrificio y hasta la redención. La satisfacción en santo Tomás se mueve en una doble tensión, entre la justicia y el amor en el que tiene que satisfacer, y entre la justicia y la misericordia en el que recibe la satisfacción. En efecto, la satisfacción es un acto de virtud, un acto de la virtud de la justicia, y más concretamente todavía un acto de esa forma especial de la justicia que es la penitencia. Encierra por tanto un aspecto penal. Pero la penitencia no es solamente la reparación de un orden de justicia lesionado, sino también una reconciliación en la amistad con Dios. Puesto que está ordenada al restablecimiento de la justicia, supone una recompensado por la ofensa hecha (término que suele traducirse por compensación...): «La compensación de la ofensa implica cierta adecuación entre el que cometió la ofensa y el ofendido» 73 . Cuando explícita su pensamiento, santo Tomás no parece concebir la compensación ante todo como el pago de una deuda a Dios. Más lien, «la justicia de Cristo hace eficazmente de contrapeso, y por tanto pone un término a la no-justicia del hombre» 74 . La compensación es más ontológica que jurídica. No encierra la idea de que la reparación sea un requisito previo para la misericordia de Dios. Pero sobre todo la satisfacción sólo tiene algún valor en la medida en que está imperada por el amor75. «La ofensa sólo se borra por el amor» 7 6 . Per eso la pasión de Cristo no pudo ser satisfactoria por parte de los que mataron a Cristo. Es la caridad la que cubre todos los pecados; por consiguiente, la satisfacción no puede tener ningún

71. Ibid., q 1, a. 2, corp. 72. ¡bid., q. 48, a. 2. Tonare este artículo como punto de referencia de mi exposición, interpretando a su luz los otros textos. 73. Commin Scnt. IV, ti. 15, q. 1, a. 4, q.le; citado por B. C ATAO, O. C, 82. 74.

C. GUILLON, O. C . , 5 3 .

75. «Todasatisfacción posterior tendrá su eficacia del amor que informa a s u intención»: Coms in Scnt. I V , i 15, q. 1, a. 3, q. 2-3.-Véanse los numerosos textos citados por B. C V M > , o. c , 86, n. 1.

76.

Contra Gentes III, 151, adhuc, citado por B. C ATAO, O. C, 86.

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valor sin la caridad. La caridad es la que inspira en el pecador el deseo de c u m p l i r una p e n a p o r el p e c a d o c o m e t i d o . Esta exigencia del a m o r sigue e n pie, incluso d e s p u é s de haber obtenido el p e r d ó n de Dios. P e r o Santo T o m á s i n d i c a con m u c h o acierto que el p o d e r del amor que a n i m a al pecador arrepentido p u e d e bastar por sí solo y hacer inútil cualquier otro a c t o de satisfacción: «Hay que considerar que en el momento en que el espíritu se aparta del pecado, el horror del pecado y la intensidad con que el espíritu se une a Dios pueden ser tan grandes que no quede ya ninguna obligación a la pena... La vehemencia del amor de Dios y del odio al pecado cometido eliminan la necesidad de una pena satisfactoria o purificadora» 77 . Lo cierto e s q u e lo que cuenta en la satisfacción es la calidad del s e n t i m i e n t o a m o r o s o m á s q u e la cantidad de lo q u e se hace 7 8 . En el caso de Cristo la fuerza de la caridad del que soportó voluntariamente la muerte llevó a cabo una obra satisfactoria supereminente: «Propiamente hablando, satisface por la ofensa el que devuelve al ofendido algo que él ama tanto o más cuanto el aborrece la ofensa. Ahora bien, Cristo padeciendo por amor y obediencia prestó a Dios un servicio mayor que el exigido para la recompensación de todas las ofensas del genero humano: primero, por la grandeza de la caridad con la que padecía el sufrimiento; segundo, por la dignidad de la vida, que en satisfacción entregaba, que era la vida del Dios-hombre; tercero, por la generalidad de la pasión y la grandeza del dolor que sufrió. De manera que la pasión de Cristo no sólo fue suficiente, mas abundante satisfacción por los pecados del género humano» 79 . Así p u e s , el o r d e n del amor hace explotar de algún m o d o la noción de c o m p e n s a c i ó n . La tensión entre la justicia y el a m o r se resuelve en provecho del amor. ¿Qué ocurre con la tensión entre la justicia y la misericordia? Para santo T o m á s no hay ninguna necesidad a priori, ni por parte de Dios ni p o r parte del h o m b r e , de que la redención pase p o r la pasión de Cristo. L a necesidad viene ex supposiüone del designio de D i o s . El m o d o d e l a encarnación redentora fue el m á s « c o n v e n i e n t e » p o r múltiples razones, la primera de las cuales es que el hombre c o n o ce así mejor el a m o r con que Dios lo a m a . Por tanto, el secreto de la disposición divina e s el amor. Así es c o m o en un hermoso texto santo T o m á s asocia la misericordia a la justicia personal de Cristo:

77. Ibid. III, 158, considerandum: citado por B. CATAO , o. c, 88. 78. «En la satisfacción se mira más al afecto del que ofrece que al valor de la oblación»: 5. Th. III, q. 79, a. 5, corp: en Suma Teológica XIII, o. c, 702. 79. Ibid.q. 48, a. 2, corp.: o. c.,478.

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«La liberación del hombre por la pasión de Cristo convenía tanto a la misericordia de Dios como a su justicia. A la justicia, porque mediante la pasión satisfizo por el pecado del género humano, y así fue el hombre liberado por la justicia de Cristo. Convenía también a la misericordia, porque no pudiendo el hombre satisfacer por sí mismo el pecado de toda la naturaleza, le dio Dios a su Hijo que satisfaciese... Y ésta fue mayor misericordia que si hubiese perdonado los pecados sin satisfacción alguna» . E s t a m a y o r misericordia n o impide q u e , si Dios «quisiera sin satisfacción a l g u n a librar al h o m b r e del pecado, n o hubiera obrado contra j u s t i c i a » 8 ' , y a que n o habría ofendido a nadie. Por tanto, la justicia no es u n a ley férrea q u e se i m p o n g a a D i o s . Entra en u n a intención de a m o r y d e misericordia. A p e s a r de un real equilibrio de su p e n s a m i e n t o , santo T o m á s es sin e m b a r g o el testigo de la inversión de la categoría descendente de r e d e n c i ó n en una categoría ascendente: y a lo vimos anteriormente 8 2 . Introduce incluso la idea de un cierto precio, que hay que pagar no al diablo, sino a Dios. N o solamente la satisfacción reduce a ella m i s m a las d e m á s categorías soteriológicas, sino que además abre el c a m i n o , con las debidas matizaciones, a la idea del rescate pagado a Dios 8 3 . En todo caso, es lo q u e la posteridad recogerá. H e intentado e x p o n e r de la m a n e r a m á s positivamente posible el p e n s a m i e n t o de s a n t o Tomás. Sería injusto leerlo con una lente anac r ó n i c a y encontrar allí la teología de la satisfacción de los t i e m p o s m o d e r n o s . Su sentido de la tradición y su preocupación p o r la síntesis le permitieron r e t e n e r los dos aspectos de la mediación. Respeta el t r i á n g u l o de l o s actores de la pasión; la satisfacción no f u n c i o n a n u n c a en él c o m o u n paso previo p a r a el perdón; se integra dentro d e u n a v i s i ó n en la q u e predomina el amor; se le concede todo el lugar d e b i d o a la resurrección de Cristo. S i n e m b a r g o , e s t a teología está sordamente afectada por ciertos e s q u e m a s peligrosos, en particular el de la c o m p e n s a c i ó n o a d e c u a ción de l a reparación a la falta, y p o r la inversión de la idea d e que h a y q u e pagar u n precio a alguien. E s e alguien es en adelante D i o s , con lo q u e la r e d e n c i ó n se convierte pura y simplemente en satisfacción. E s t a temible inversión tendrá consecuencias tristes en el futuro. Lo m i s m o que e n s a n Anselmo, los teólogos de los t i e m p o s m o d e r 80. Ibid.,q. 46, a. 1, ad 3: o. c.,412. 81. lbid.,% 46, a. 2, ad 3: o. c.,414. 82. Cf. supra, 173, el texto citado de S. Th. III, q. 48, a. 4, corp. 83. En S. Th. III, q. 48, a. 4, corp P. Synave traduce en la «Revue des Jcunes» pretiumpoT «rescate». L. RICHARD, Le mysterc de la rédcniption, o. c, 146, ha visto bien el peligro inmanente a este texto.

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nos no sabrán captar la profundidad de una visión completa y se quedarán tan sólo con unos esquemas simplifícadores. La autoridad del doctor angélico dará mayor peso a sus ideas. B. Catáo ha mostrado cómo el progreso del análisis de las categorías va cayendo así, a medida que avanza, en cierto formalismo84. Esta claridad aparente de las nociones contribuirá a fomentar la interpretación «sátisfaccionista» de la salvación.

«en lugar nuestro». Esta frase tan sobria no puede por tanto invocarse en apoyo de las teorías de los tiempos modernos en los que la satisfacción confiscaba todos los demás aspectos de la soteriología, dentro de una perspectiva cada vez más «desconvertida». En Trento, por el contrario, la satisfacción está integrada en una doctrina amplia de la justificación, de la redención y de la divinización. El concilio emplea también la categoría de mérito. En las relaciones humanas el mérito evoca una proporción justa entre el valor de una acción personal y su retribución. El mérito va más allá del orden puramente jurídico: es cuestión de recompensa, de estima y de honor; pero puede también reducirse a una especie de derecho, cuando el crédito moral se convierte en justicia en una exigencia de retribución. Los padres latinos emplearon la palabra mérito a partir del himno paulino de Flp 2, 6-11, en donde la glorificación de Cristo, que viene tras el relato de su abajamiento hasta la muerte en la cruz, va introducida por la partícula: «por lo cual». «La humildad es el mérito de la gloria; la gloria es la recompensa de la humildad», dice Agustín 87 . La escolástica medieval desarrolla una doctrina del mérito de Cristo en su pasión, a partir de Pedro Lombardo. Santo Tomás, como se ha visto, conserva esta categoría entre los modos de eficacia de la pasión: siendo Cabeza de la Iglesia, Cristo mereció por su pasión la salvación para todos los miembros de su cuerpo 88 . Esta es la idea que se recoge en la afirmación conciliar. Esta noción de mérito no debe deducirse de las consideraciones jurídicas que reintroducen inevitablemente el esquema de la retribución, aunque funcione en sentido contrario al de la compensación satisfactoria. El mérito de Cristo se inscribe en una correspondencia amorosa entre el Padre y el Hijo: al sacrificio existencial del Hijo responde el don de la resurrección y el restablecimiento de la alianza plena entre Dios y los hombres. La vía de la eminencia purifica la noción de mérito de todo resabio de equivalencia jurídica. Por lo que se refiere a nosotros, no podemos merecer ante Dios más que por el don de su gracia misericordiosa: «su bondad para con todos es tan grande —dice también el concilio de Trento— que quiere que sean merecimientos de ellos los que son dones de Él»89.

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El concilio de Trento: de la justifícación a la satisfacción El término de satisfacción hace su entrada en el lenguaje dogmático en el concilio de Trento, en lo que se refiere a la soteriología. Hemos de volver unos instantes a la sesión sobre la justificación, ya estudiada y comentada 85 , a fin de ver en qué contexto y según qué movimiento introdujo el concilio la noción de satisfacción en el enunciado de la causa meritoria de la justificación: «La (causa) meritoria, su Unigénito muy amado, nuestro Señor Jesucristo, el cual, cuando éramos enemigos (Rom 5, 10), por la excesiva caridad con que nos amó, nos mereció la justificación por su pasión santísima en el leño de la cruz y satisfizo por nosotros a Dios Padre»86. El concilio no da ninguna definición del término de satisfacción; el uso que hace del mismo le confiere a esta palabra una autoridad dogmática para expresar un aspecto de la redención y de la salvación. Para comprender su sentido, hay que interpretar el movimiento de la frase. En ella se asocia el amor descendente del Hijo por nosotros, que éramos todavía enemigos, con la ofrenda ascendente que ese mismo Hijo hace de sí mismo en su pasión; por una parte, él «merece nuestra justificación» y por otra «satisface por nosotros al Padre». Por tanto, esta satisfacción no viene a aplacar la justicia de un Padre irritado con nosotros; es más bien cuestión del amor de Dios que reconcilia al hombre hecho «enemigo» por el pecado. El paralelismo entre la justificación y la satisfacción es igualmente interesante: el primer término evoca lo que va de Dios al hombre y el segundo lo que va del hombre a Dios; pero el segundo movimiento se presenta como un retorno del primero, del que Dios tiene la iniciativa; e inscribe la causa meritoria en la serie de causas que tienen siempre a Dios por sujeto. El contexto sugiere igualmente que hay que dar al «por nosotros» el sentido de «en favor nuestro» más bien que el de 84. B. CATAO.O. C, 32-33.

85. C(. supra, 264-267. 86. CONCILIO DE TRENTO, Decreto sobre la justifícación, cap. 7 (Dz 799), trad. en El magisterio de la Iglesia, Herder, Barcelona 1963, 230.

87. AGUSTÍN , Hom. in ev. Joh. 104, 3: PL 35,

1903.

88. CÍ.S. Ih. III, q. 48, a. l.corp. 89. CONCILIO DE TRENTO , ibid., c. 16: o. c,

237.

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n.

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U N DISCERNIMIENTO NECESARIO

Es inútil detallar ahora los excesos de la teología satisfactoria en los tiempos modernos. Ya los hemos señalado suficientemente en el capítulo dedicado a la situación doctrinal. La satisfacción, comprendida como un acto de justicia conmutativa, se unió a la expiación, interpretada como una respuesta a la exigencia de una justicia vindicativa. Las dos fueron consideradas como pasos previos para el aplacamiento de la justicia divina ofendida, y no como exigencias internas de la misericordia y de la iniciativa amorosa del perdón de Dios. Esta «perversión» restaura la idea de «pacto sacrificial», en contra de la intención y de la doctrina de san Anselmo y de santo Tomás. Pero ya hemos visto lo que en la exposición de ambos podía dar lugar a esta lectura «perversa». Algunos gérmenes parásitos de pensamiento, neutralizados en ellos por sus ideas teológicas pujantes, notablemente distintas por otra parte en uno y en otro, se mostraron cancerígenos. Además, se entenderá cada vez más la satisfacción como una sustitución: éste será el tema de la «satisfacción vicaria» que trataremos en el capítulo siguiente.

Jies de Montcheuil: una revalorización de ¡a satisfacción Anteriormente recordé la crítica que Yves de Montcheuil hacía a la teoría de la satisfacción penal90. No sin cierta valentía, y a costa de resultar doctrinalmente sospechoso 91 , rechaza las simplificaciones peligrosas de la teología de la época y presenta la redención como un misterio de amor. Porque si la Iglesia habla sin duda de satisfacción en algunos de sus textos oficiales, nunca afirma que esta satisfacción haya sido exigida por la justicia de Dios. Por otra parte, la teoría de la satisfacción vicaria no muestra el vínculo de ésta con la que nosotros tenemos que ofrecer. Si Cristo pagó nuestras deudas, ¿cómo se explica que nos quede todavía algo por hacer? Esta concepción implica igualmente una idea falsa de las relaciones del pecado con Dios, suponiendo que el pecado hace un daño real a Dios o que le afecta en su propio ser92. En realidad, el pecado no perjudica más que al hom-

90. Cf. supra, %. 91. Se pudo pensar que aludia a él una fórmula de la Humani gencris de Pío XII en 1950, que hablaba del pecado como ofensa de Dios y de la satisfacción. 92. Y. DEMONTCHEUIL , Lefons sur le Christ, Epi, París 1949, 129. Cf. texto citado supra, 96.

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bre; es infinito en la medida en que destruye un valor infinito en el hombre, la vida de la gracia. «Pero en el fondo el pecado no causa efectivamente ningún perjuicio a Dios» 93 . Dios quiere perdonar al hombre; está demasiado arriba para exigir previamente la reparación de un daño que pudiera afectarle. Pero lo que Dios no puede menos de exigirle al hombre es que destruya en sí mismo el pecado. No lo exige tanto en nombre de una justicia como «en nombre de su santidad y de su amor». Dios no puede acoger al hombre en su presencia sin ponerse a purificarlo él mismo. Esta purificación tendrá que ser necesariamente penosa, ya que tiene que arrancar al hombre del pecado: «Llega a exigir el paso por la muerte; es preciso que el cuerpo se pierda para ser hallado de nuevo purificado y trasfigurado»94. «Podemos comprender ahora el sentido de la pasión y de la muerte de Cristo. Cristo, Verbo encarnado, actúa como cabeza de la humanidad. Hace él el primero, el inocente, lo que tiene que hacer el hombre culpable para volver a Dios. Primicia de la humanidad nueva, él nos traza el camino por el que tendremos que pasar, y nos obtiene de ese modo la fuerza de pasar por él en su seguimiento. Más aún, nos hace realizar en él nuestro retorno y no tenemos que hacer ya en nuestra existencia otra cosa sino unirnos a él o, mejor dicho, dejarnos unir a él, para vernos arrastrados con él en su paso y encontrarnos con él, purificados ante Dios»9 . La reacción de Y. de Montcheuil era profundamente sana. Es verdad que la afirmación repetida de que el pecado no alcanza a Dios merece una matización importante. El teólogo reaccionaba contra ciertas teorías que, en virtud de un antropomorfismo inconsciente, veían en Dios a un compañero del mismo tipo que el hombre, y recordaba justamente la trascendencia absoluta y la «invulnerabilidad» de Dios. Dios está radicalmente por encima del orden inmediato de las relaciones de justicia entre los hombres. Pero hay un punto ciego en esta reacción justa. Porque también es propio de Dios, sin negar nada de lo que él es, hacerse por amor, voluntaria y misteriosamente, vulnerable al pecado del hombre. Los antropomorfismos bíblicos nos remiten a una realidad: Dios tiene entrañas que se conmueven ante el pecado del hombre; pasa de la cólera al arrepentimiento; es celoso. Este lenguaje adaptado a nosotros traduce la kénosis amorosa de Dios con nosotros. La vía de la eminencia nos orienta hacia la solución que asume las dos afirmaciones aparentemente contradictorias:

93. itsd 94. Ibid.,131. 95. Itíd

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Dios es invulnerable, pero se ha hecho vulnerable. Esta actitud de Dios no encierra evidentemente la exigencia de una justicia conmutativa o vindicativa; se manifiesta por la iniciativa costosa de una justicia justificante. Una vez añadida esta corrección, podemos seguir a Y. de Montcheuil en su conclusión, a pesar de una frase ambigua: «La satisfacción es ciertamente, en un sentido, la reparación del pecado; pero no es algo que preceda al perdón y lo condicione: es algo que lo sigue. No se trata de una exigencia del aitior de Dios, sino más bien de una necesidad de amor entre nosotros... La satisfacción o la reparación es una necesidad que nace espontáneamente del amor penitente. Puesto que es una expresión del amor, Dios no puede menos de desear que la experimentemos, ya que perdonarnos no es otra cosa más que querer ponernos en el camino del amor»96. El contexto elimina la ambigüedad de la afirmación: «No se trata de una exigencia del amor de Dios». Por ser un bien y una necesidad en nosotros, la satisfacción es también querida para nosotros por el amor de Dios. No es una exigencia previa; sigue normalmente a la voluntad del perdón de Dios que nos trasforma. ¿No es en este sentido también una exigencia del amor en Dios? Pero lo mismo que no necesita de nuestro sacrificio, tampoco Dios «necesita» de nuestra satisfacción. La reparación, verdad de la satisfacción En definitiva, la satisfacción tiene que comprenderse a la luz del sacrificio. Subraya su carácter oneroso, dado el apego del hombre al pecado. Ya se había puesto de relieve la categoría de redención, desde un punto de vista descendente, el aspecto oneroso del desarraigo liberador del pecado. La de satisfacción muestra, desde un punto de vista ascendente, el aspecto oneroso de nuestro retorno a Dios con vistas a nuestra reconciliación y a nuestra comunión con él. La satisfacción marcó el sacrificio de Cristo, es decir, el don existencia] que hizo de sí mismo al Padre, ya que asumió libremente nuestra condición de hombres sometidos a las consecuencias del pecado. Por eso mismo tomó sobre sí la dimensión penitente de todo retomo del hombre a Dios en el amor. Esta penitencia es totalmente original, ya que no es la consecuencia de su propio pecado, sino la consecuencia de la adhesión al pecado de aquellos a los que quería hacer Cuerpo suyo.

96. /b/'d, 133-134.

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Él llevó el peso de nuestros pecados, no en un sentido jurídico, en el que sería considerado como responsable de los pecados de los hombres y condenado a sufrir el castigo correspondiente, sino en un sentido perfectamente real, en que el Cuerpo hace subir a su Cabeza toda la violencia de su pecado. Solidario del cuerpo que él quería reunir en sí mismo, vivió el desgarramiento interior del desarraigo doloroso del pecado, así como el de la reparación dolososa del pecado. Según la perspectiva de Agustín, que reza los salmos como si los dijera el mismo Cristo, éste vive su pasión en cuanto que se ve personalmente afectado por el pecado de los suyos. Al obrar así, llevó a cabo una penitencia reparadora en dos sentidos: reparadora del hombre herido por el pecado, restauradora de su integridad, victoriosa en su combate contra el mal, ejemplar para convertir la voluntad pecadora en voluntad arrepentida (perspectiva descendente); pero también reparadora respecto a Dios, borrando la ofensa inferida contra el amor de Dios a nosotros, emprendiendo la iniciativa del proceso que reconcilia al hombre con Dios, aceptando vivir su paso a Dios bajo la forma de un retorno a Dios (perspectiva ascendente). Todo esto no pertenece al orden abstracto de una compensación en justicia, sino que expresa la preocupación de una justicia por cumplir. Y como semejante justicia es inaccesible al hombre pecador, dicha obra no puede ser más que resultado de la justicia justificante de Dios, manifestada en Jesucristo. Esta justicia es la del amor. Si el amor puede bastar para consumir toda satisfacción, mucho más el amor de Cristo. Cristo «contentó» al Padre en el sentido más real de la palabra. No es que el Padre se complaciera en la muerte de su Hijo; ésta fue más bien para él un misterioso sufrimiento. Pero del don de amor que Jesús había hecho de sí mismo hasta la muerte agrada y contenta al Padre más allá de todo sufrimiento. Estamos fuera de todo registro de equivalencia. El penitente queda reconciliado cuando ha hecho bastante; Cristo ha satisfecho por nosotros al Padre, haciendo infinitamente «demasiado». Esta es la lógica del amor. ¿Hemos de seguir empleando hoy el término de satisfacción? En el plano dogmático y teológico se trata de un término que no es posible eliminar; un libro como éste debía por consiguiente atenerse a él. Pero es de los que se han hecho «menos aptos» para expresar la verdad doctrinal de la que eran portadores 97 . En todo caso, dada su histo-

97. Declaración Mysterhm Ecclesiae n. 5 (24 junio 1973: Doc. Cath. 1636 [1973] 667).

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ria tan cargada y la mentalidad de la que es responsable98, exige un duro esfuerzo de conversión. En el plano pastoral hay otras palabras que pueden expresar lo que intentaba decir, especialmente el término de reparación.

98. Un ejemplo de esta mentalidad que se alberga todavía en muchas mentes es el de los traductores de textos oficiales: la Comisión teológica internacional resumia así la doctrina anselmiana en su primer documento cristológico: Cristo «opus singulare... patravit, quod in Patris conspectu reatum culparum supera!»; la traducción francesa dice sin ambages: Cristo «ejerce una acción única que, a los ojos de Dios, compensa la deuda de las culpas» (IV, D, 6: Doc. Cath. 1803 [1981J 229); en donde se insinúa que no hay medida en común entre el acto de Cristo y el peso de los pecados cometidos, el traductor lee una compensación.

13 De la sustitución a la solidaridad

En los tiempos modernos la teología de la satisfacción se vio atraída cada vez más por la idea de la sustitución: en el misterio de la cruz Cristo puede satisfacer porque sustituye a los hombres pecadores. La lógica del esquema compensatorio, que afectaba cada vez más abiertamente a las ideas de satisfacción y de expiación, tenía que justificar del mejor modo posible el hecho de que el justo cargue con la pena que normalmente se debe a los injustos. Esta articulación era el talón de Aquiles a la teología de la satisfacción, tal como se entendía de la forma más corriente. Se fueron sucediendo numerosas teorías sobre el fundamento ontológico o jurídico de la satisfacción, así como sobre la forma propia que tomaba. Hicieron incluso surgir ciertas fórmulas que casaban la satisfacción, la expiación y la sustitución: «sustitución expiatoria», «expiación vicaria», «satisfacción vicaria». Incluso se vio en ello durante algún tiempo el nervio de toda la soteriología cristiana. Sin negar el elemento de verdad que existe en la idea de sutitución y que hunde sus raíces en el tema del intercambio, es preciso reconocer que esta polarización caía cada vez más en el corto-circuito anteriormente denunciado. Se aislaba y se erigía en clave de bóveda de todo el edificio una categoría secundaria. Se olvidaba la triangulación de los actores de la pasión, hasta el punto de que los hombres no parecían tener ya parte alguna, ni negativa ni positiva, en ese extraño pacto sacrificial que estaba presente entre el Padre y el Hijo. La libertad de los hombres no tenía nada que ver con la muerte de Jesús, y, por otra parte, la libertad de Jesús parecía sustituir a la de ellos en el retorno a Dios, como si les ahorrase la obligación de convertirse. A veces, tan sólo un decreto divino permitía comprender cómo podía afectarnos el acontecimiento del calvario. Realmente, el concepto mismo de sustitución no puede sostenerse sin la idea de solidaridad entre el sustituto y la persona a la que sustituye. Así lo indicaba por otra parte el concepto de representación, constituyendo una idea intermedia, a veces ambigua, entre sustitu-

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ción y solidaridad. En efecto, el representante sustituye al que es representado; pero no puede hacerlo válidamente más que en nombre de la solidaridad que le permite hacerlo verdaderamente presente. Por eso la teología contemporánea insiste ahora en la solidaridad que Cristo estableció entre él y nosotros y relativiza la sustitución dentro de ese amplio movimiento que anima a la economía de la encarnación. A partir de esta solidaridad es como intenta comprender la universalidad, humana y visiblemente significada y realizada, del sacrificio de Cristo. Al obrar así, corrige la mirada que se dirigía a muchos textos de la Escritura y sigue las pisadas de los antiguos padres que, en sus argumentaciones soteriológicas, habían invocado el doble principio de la solidaridad divina y de la solidaridad humana de Cristo. Nos gustaría esbozar en este capítulo este movimiento de deriva de la teología de la sustitución y su corrección por la idea de solidaridad.

I. LA SUSTITUCIÓN

La sustitución consiste en reemplazar un elemento por otro en un todo, o en reemplazar una persona por otra en una función o una relación. Puede ser fraudulenta (sustituir a un niño por otro); puede expresar el deseo de suplantar a alguien; puede tratarse también de una suplencia para hacer un servicio; puede finalmente permitir una ventaja recibida en lugar del beneficiario normal (por ejemplo, en el caso de una herencia). En la base de toda sustitución hay un elemento de identificación posible entre dos objetos o dos personas, y por tanto una comunicación en la misma naturaleza o en las mismas cualidades. Se reemplaza en un motor una pieza por otra pieza standar idéntica. La sustitución de una persona por otra supone un conjunto homólogo de cualidades y una situación de solidaridad natural o funcional. Al final, el objeto sustituido puede encontrarse simplemente excluido de la máquina mencionada, y la persona puede quedar eliminada en el orden de las relaciones en que ha sido reemplazada, a no ser que el sustituyente actúe en su nombre como representante mandatario e intervenga en su favor, a fin de restablecerlo en su función y en sus derechos. Así pues, conviene tener en cuenta con prudencia estos acordes complejos y a veces contradictorios en la aplicación de la idea de sustitución a la soteriología. En todo caso, sería erróneo resumir el papel de Cristo respecto a nosotros en la salvación diciendo simplemente que nos sustituye ante Dios.

385

Un elemento de verdad en la sustitución La categoría de sustitución no es bíblica. Sin embargo, numerosos comentaristas han encontrado su realidad en diversos textos de la Escritura. En este dossier encontramos algunos de los pasajes ya estudiados: la profecía del Siervo doliente (Is 53), los famosos versículos de Gal 3, 13 y 2 Cor 5, 21, y más en general la fórmula frecuente del «por nosotros» interpretada en el sentido de «en lugar nuestro»'. En su interpretación de estos textos y algunos otros, los autores, exégetas y teólogos católicos y protestantes, han proyectado inconscientemente a menudo la mentalidad sacrificial y «sustitutiva» que les impregna, a fin de justificar o rechezar las afirmaciones que atribuyen a la Escritura. La revaloración contemporánea del dossier muestra que está en baja notablemente la idea de sustitución, ya que los mismos textos sirven también para evocar la solidaridad. Por su parte, los relatos de la pasión no conceden ningún lugar a la sustitución. Dicho esto, hay que reconocer que la idea de sustitución encuentra cierto arraigo en la Escritura, ya que Cristo realizó a través de una muerte que no merecía una redención de la que nosotros éramos incapaces. En este sentido vino en nuestro lugar y ocupó nuestro sitio. Pero se comprende enseguida que semejante aspecto no debe aislarse ni absolutizarse, en beneficio de una lógica de la compensación que hace de Cristo un valor sustitutorio del hombre, eso que los teólogos alemanes designan, con una palabra que nos trae tristes recuerdos, un «Christ-Ersatz». El momento de la sustitución se inscribe en un movimiento que tiene como finalidad el restablecimiento de una relación de comunión entre Dios y nosotros, a través del intercambio y de la solidaridad. Así pues, Cristo viene a colocarse en el lugar en que estamos nosotros, a fin de realizar, en nombre de la solidaridad que ha establecido con nosotros, lo que nuestra situación de pecadores nos impedía hacer. El «en lugar nuestro» está dirigido por el «en favor nuestro» y no tiene que hacernos olvidar nunca el «por causa de nosotros». Cristo no nos suplanta, no nos excluye; nos representa, aunque nosotros no hayamos sido capaces de hacerlo nuestro mandatario; nos devuelve a nosotros mismos, nos restablece en nuestra situación de compañeros de Dios; su libertad no sustituye a la nuestra, sino que nos la da de nuevo. En una palabra, la sustitución no interviene más que como un corto momento de su mediación, decisivo sin duda, pero transitorio y parcial respecto al conjunto de ésta, mientras

1. Ct.supn,

128-130.

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que muchos teólogos de los tiempos modernos habían reducido la mediación a una sustitución muy cosificada. El elemento de verdad de la sustitución ha sido traducido muy bien por B. Lauret con la fórmula de «sustitución iniciática». Jesús ha venido para realizar por nuestra salvación lo que no podíamos hacer por nosotros mismos: abrirnos el camino hacia el Reino y pedir que le sigamos. «Yo puedo seguir a Jesús —dice un catequista africano—, marchar por el mismo camino que él, en el abajamiento, porque él se puso antes en mi lugar para abrime el camino» 2 .

modo pra curarnos de nuestro mal. La sustitución del pecador por el inocente hecho culpable no se pone entonces formalmente al servicio de una justicia penal, sino al servicio de la justificación por la fe. Es ante todo «para nosotros». Pero la justicia de Dios, según la lectura que Lutero hace de la Escritura, no puede menos de tener en cuenta el mal cometido, y por eso precisamente es justo. Hay por tanto una violencia de Dios y hasta una venganza que ejercer sobre el pecado, pero esta violencia es la del amor4.

Del siglo XVI al siglo XX en torno a la sustitución penal Este tema ya se señaló en las citas del sombrío florilegio, que había hecho de él uno de sus motivos privilegiados 3 . Nos bastará indicar ahora el panorama de teorías que convergen todas ellas en la idea de que Cristo sufrió en lugar nuestro el castigo de nuestros pecados. Porque hay numerosos matices y acentuaciones. Por otra parte, es difícil distinguir siempre entre la afirmación misma y ciertas metáforas o exageraciones oratorias, que a menudo quedan corregidas mediante el rodeo prudente de un «como si». En los reformadores, representados ampliamente en este dossier, el católico corre fácilmente el peligro de dejarse engañar por una lectura material de los textos, sin tener en cuenta el movimiento dialéctico que siempre supone la inversión de los puntos de vista, donde lo negativo se cambia en positivo. Lutero, en la perspectiva del intercambio entre el pecado y la justicia que tiene lugar entre Cristo y nosotros, es el testigo de la sustitución en la culpabilidad. La persona misma de Cristo se hace culpable de todos los pecados del mundo y muere como culpable. Lo que aquí domina es el punto de vista personal; aunque no tenga nada que ver con el pecado, Cristo se reviste de la «persona» de los pecadores y asume su papel. De este modo, el pecado queda destruido en su muerte. La blasfemia que constituye el pecado, en donde el hombre se hace falso-Dios a sus propios ojos, queda aniquilado en la cruz, ya que el verdadero Dios se carga de ese falso-Dios y muere de ese

2. B. LAURET, Cristologia dogmática, en Iniciación a la práctica de la teología, t. II, Dogmática I, Cristiandad, Madrid 1984, 254, citando L'Evangile de Jósus-Christ, Cié, Yaoündé 1972, 84.- Al contrario, en la Éncyclopédie de la fo/.Cerf, Paris 1967, art. «Subsütution», 276-277, J. Ratzinger formaliza demasiado exclusivamente en torno a la idea de sustitución el conjunto doctrinal, que tiene como centro el admirable intercambio y como dos focos las ideas de sustitución y de solidaridad (cf. ¡nrra). 3. Cf. supra, 78-86.

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Estas ideas se recogerán también en el lado católico, pero desconectadas del tema de la justificación por la fe y orientadas en la perspectiva de la satisfacción, que resulta extraña al pensamiento de Lutero. Salmerón, teólogo jesuíta del concilio de Trento, no tiene reparo en decir que Cristo asumió la persona de todos los pecadores y la culpabilidad de todos nuestros delitos, hasta poder ser llamado justamente el maldito de Dios 5 . En el siglo XIX, R. Cornely va en este mismo sentido sin preocuparse por los superlativos 6 . En el siglo XX, el teólogo ruso Sergio Bulgakov lleva también hasta el extremo la afirmación de que Cristo asume el pecado universal. No se trata, sin duda, de una realidad empírica, sino del aspecto metaempírico de su identificación con el género humano: «Cristo toma sobre sí el pecado del mundo y lo hace pasar a su propia vida... En la profundidad de la inhumanación, que es la identificación del Hijo con todo el género humano por medio de la recepción de la esencia humana, tiene lugar la asimilación del pecado y de los pecados, por su aceptación de ellos como si fueran suyos propios» 7 . La verdad es que estas afirmaciones excesivas se inscriben también en un movimiento de solidaridad, que llega hasta la identificación con el viejo Adán. Pero Cristo se carga al propio tiempo él mismo con toda la cólera divina contra el pecado que llevaba consigo: «Bajado del cielo, enviado al mundo por el Padre, bajo el peso del pecado del mundo, el Hijo de Dios se aleja del Padre, que le exige inexorablemente beber el cáliz de su cólera contra el pecado y finalmente lo abandona bajo ese peso aplastante... A través de su humanidad, esta carne de pecado se hace la suya propia. El justo, tomando el pecado del mundo, se pone ante los ojos de Dios, en el nivel de los pecadores. Se aleja de la santidad para entrar en el pecado..., se su4. Agradezco a D. Olivier las juiciosas indicaciones que me dio sobre el sentido que tiene la idea de sustitución en Lutero. 5. Cf. L.SABOURIN, Rcdemption sacriñcielle. Une enquéte exégetique, D. D. B., Paris 1961, 115-117. 6. Cf.

L. SABOURIN, O. C, 141.

7. S. BOLLGAKOV , Du Verbc ¡ncarné (Agnus Dei), Aubier, Paris 1943, 282.

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merge en esa noche del pecado, noche de Getscmaní, angustia mortal...»8. Bulgakov ve en este misterio el carácter asombroso del «sacrificio del amor salvador», el punto extremo de la kénosis de la encarnación por la que Cristo acepta «la prueba de la cólera de Dios y de la lejanía de Dios, en la que le está reservada una muerte inexorable y violenta, como la pena capital por los pecados del mundo» 9 . ¿No conduce el sentido místico de la paradoja en este caso a una idea de Dios muy discutible? Calvino está cerca de Lutero y opina igualmente que Cristo fue hecho pecador; pero la dominante de su pensamiento considera que Cristo nos sustituye en la condenación: él es ante el Padre el gran acusado en nuestro nombre 10 . Para él es capital el hecho de que la muerte de Jesús sea el resultado de un proceso condenatorio y de un juicio capital para él: «Nuestro proceso criminal ante Dios se ha trasferido a Jesucristo, hasta el punto de que él ha reparado nuestros pecados» 11 . En nuestros días, K. Barth ha desarrollado con energía el tema del «juez juzgado en lugar nuestro» 12 . En la interpretación de su pensamiento hay que tener en cuenta la dialéctica que se desarrolla a partir de la identidad del que juzga y del que es juzgado: «Ha llegado el momento de enunciar la proposición decisiva: sucedió que el Hijo de Dios ejecutó el justo juicio de Dios sobre nosotros, los hombres, haciéndose él mismo ese juicio por nosotros... Sí, punto por punto, hemos sufrido lo que tenía que sucedemos, pero puesto que fue así la voluntad de Dios, su juicio sobre nosotros tuvo lugar en la persona de su Hijo —de forma que él fue c! acusado, el condenado y el ajusticiado—. El Hijo de Dios ejerció el juicio —iy es él el juez que fue juzgado, que se dejó juzgar!—... Y realizó nuestra reconciliación con Dios en lo que hizo por nosotros, al asumir nuestra condenación y nuestro castigo —para cumplir toda justicia— y al tomar nuestro sitio sufriendo en lugar nuestro»13.

8. lbid., 286-287. 9. Ibid 10. Cf. J. CALVIN, In Cor. V.ed. G. Baum-E. Cunitz-E.Reuss, t. 50, Brunswigac 1893, 74, citado por J. GALOT, Le Rcdcmption mystére d'Alliancc, D. D. B., ParisBrugcs 1965, 252, n. 5; ID ., Uisütution de ia religión c/irctienne, 1. II, Labor ct Fidcs, Gcncve 1955, 262-263. 11. J. CALVIN, Institution de ¡a religión chrétierme, o. c, 263. 12. K. BARTH, Dogmatique, vol. IV, La doctrine de ¡a rccoticiliaíion, t. I, 1, Labor ct Fidcs, Genéve 1966, t. 17, p. 222. 13. ¡bid.,235.

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Así pues, Cristo se expone a sí mismo «a la acusación y al veredicto que nosotros merecemos». Él puede «hacerse responsable de nuestros pecados», porque «el pecado que cometemos nosotros... se ha hecho su pecado, y la acusación, el juicio y la maldición que de allí se derivan para nosotros cayeron sobre él»14. Pero esta fuerte insistencia en la sustitución se integra en Barth en el tema del intercambio entre el veredicto de condenación que golpeó a Jesús y el juicio de absolución reconciliadora que nos declara justos. La tesis más corriente es la de la sustitución penal propiamente dicha, esto es, de la sustitución en el castigo. Jesús recibe el castigo de nuestros pecados. Volvemos a encontrarnos aquí con Calvino. Más adelante nos encontramos ya con Grotius 15 , Bossuet y Bourdaloue en el siglo XVII 16 , con los efectos oratorios del siglo XIX17 y con la teología escolástica de comienzos del siglo XX18. La influencia indirecta de la reflexión protestante desempeñó su papel en esta evolución. Pero el pensamiento se simplifica y se endurece peligrosamente. Porque los teólogos ya no tienen ante la vista la justicia justificante de Dios, ni el intercambio entre el pecado y la justicia que se produce entre los hombres y Cristo. Las sombrías teorías protestantes se prestaban sin duda al corto-circuito. En los católicos éste es ya un hecho plenamente cumplido, ya que ahora todo pasa entre Jesús y su Padre, entre el que sufre el castigo para «expiar», compensar y «satisfacer», y el que lo exige, lo impone y lo hace lo más absoluto posible. Más recientemente, el teólogo luterano W. Pannenberg ha intentado recuperar el tema de la dogmática protestante, pero renovándolo mediante una doble llamada a los datos de la historia por una parte y a la realidad de la resurrección por otra, que generalmente están ausentes de las teorías de la sustitución. Enuncia de este modo su propia tesis: «La muerte de Jesús en cruz se ha manifestado a partir de su resurrección como el castigo sufrido en nuestro lugar para la existencia de la humanidad que ha ofendido a D¡os>¿9. Esta muerte es una «expiación representativa» en la que se desarrolla la inversión dialéctica entre el justo y los blasfemos. Porque Jesús fue condenado por haber blasfemado contra la ley. Pero la confirmación divina de sus pretensiones, ofrecida por la resurrección, dice quiénes son los 14. 15. 16. 17. 18. 19.

Ibid.,249. Cí.supra, 82. Cí.supra, 83-85. Cf. supra, 85-88. Cí.supra, 90-94. W. PANNENBERG , Fundamentos de cristología, Sigúeme, Salamanca 1974, 303.

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verdaderos blasfemos y quién es el justo. Así pues, Jesús vivió por sustitución la muerte merecida por los blasfemos. La exclusión de que fue objeto Jesús da origen a la «representación inclusiva», según la cual la muerte de Jesús contiene la nuestra y triunfa sobre ella20. La teoría de W. Pannenberg ha sido criticada por Ch. Duquoc21. La idea de sustitución en el castigo llegó hasta el fondo de ella misma con la doble perspectiva de la sustitución en la condenación y en el tormento del infierno. Lutero ve en el desamparo de Cristo en la cruz y en sus palabras de abandono la expresión del tormento infernal: ¿acaso el abandono de Dios no es el tormento por excelencia del condenado, la pena de daño? Así pues, Jesús sufrió «lo que ya sufren los condenados»; experimentó «el espanto y el horror de una conciencia desconcertada y saboreó la cólera eterna» 22 . Pero Lutero es también consciente de que éstas son afirmaciones paradójicas, ya que Cristo no se vio afectado en nada por el pecado y su grito no es blasfemia, sino clamor inocente. «Grita que está abandonado de Dios, pero invoca a su Dios y confiesa de este modo que no está abandonado» 23 . Calvino, por su parte, interpreta la bajada a los infiernos como un descendimiento al infierno. Jesús padeció la pena de la muerte infernal, de la que lo libró la resurrección 24 . En este terreno, Bulgakov marca un retroceso: se niega a afirmar que «Cristo hubiera sufrido los tormentos auténticos del infierno en lugar del hombre»; pero opina que sufrió como castigo «lo equivalente de lo que debería haber sufrido la humanidad, es decir, los tormentos del ¡nfierno>rs. Por parte católica, H. Lesétre opinaba a comienzos de este siglo que, mereciendo el pecado el infierno, «Jesucristo fue hecho por nosotros maldición. Su Padre le hizo sentir todo el rigor del anatema» 26 . Teniendo en cuenta las correcciones que la diversidad de interpretaciones aquí señaladas merece aportar, y sin espíritu de amalgama,

expreso todas mis reservas personales ante la polarización de los teólogos de los tiempos modernos sobre la sustitución penal y la dramatización a la que se abrió el camino. Es verdad que intentaba dar cuenta de la paradoja absoluta del misterio de la cruz en donde la justicia justificante de Dios se enfrenta con la opacidad abismal del pecado. Pero lo hacía a costa de una confusión inconsciente entre el furor del propio pecado y la cólera amorosa de Dios ante el pecado. La paradoja existe ciertamente, lo mismo que el intercambio entre la justicia y el pecado que se evoca en los famosos versículos paulinos. Pero Jesús no muere en cuanto castigado por Dios en el lugar nuestro; el juicio injusto del que ha sido objeto no puede remitir, ni siquiera simbólicamente, al juicio de Dios; es más bien el signo de la kénosis del que fue entregado en manos de los pecadores; sus sufrimientos y su desamparo, la distancia misteriosa que se inscribió entre Jesús y su Padre, son efecto y consecuencia de los pecadores y del pecado, y solamente de ellos. Por eso es sano que, después de tantas imprecisiones, la Comisión Teológica Internacional haya pronunciado recientemente un juicio claro en este sentido, del que sólo cabe lamentar que haga una alusión demasiado fácil y ligera a la teología protestante. «No hay que pensar que Dios haya castigado o condenado a Cristo en lugar nuestro. Se trata de una teoría que presentan erróneamente varios autores, concretamente en la teología reformada» 27 . Esta toma de posición no ha encontrado todavía la publicidad que se merecía.

20. /Mí., 326. 21. Cf. Cu. DUQUOC, Cristologia. Ensayo dogmático, t. 2. El Mesías, Sigíleme, Salamanca 1972, 240-252. 22. Expresiones sacadas del Comm. ¡nps. 21, 1-2:WA 5, Weimar 1892, 598-608. 23. Ibid 24. J. CAI.VIN, histítiition déla religión chrétieiwe, o. c , 268-269. 25. S. BOULGAKOV , o. c.,296. 26. H. LESETRE, Notre-Seignmr Jésus-Christ dans son saini Évangile, París 1902, 529, citado por L. SABOURIN, O.C, 434.-Más recientemente, pero en el marco de una sistemática muy distinta que no recoge el tema de la sustitución puramente penal, H. U. V O N B ALTHASAR, Clona. Una estética teológica, 7. Nuevo Testamento, Encuentro, Madrid 1989, 187-192, afirma que Jesús pasó por la experiencia de la «segunda muerte», la del infierno propiamente dicho. Recogiendo las ideas de Nicolás de Cusa, piensa que la kénosis de Cristo llegó hasta d abandono escatológico por parte de Dios. Expresé ya mis reticencias ante esa tesis extrema en RechScRel 59 (1971) 88-89.

Del siglo XXal

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siglo XX la satisfacción vicaria

Desde el siglo XLX otra corriente teológica desarrolló diversas teorías bajo el título común de «satisfacción vicaria». Se encuentra un presentimiento antiguo de esta expresión en un texto de la liturgia mozárabe que atribuye la redención al «oficio vicario» (vicario muñere) del Hijo, que es el sustituto (vicarius) de la humanidad culpable 28 . La fórmula técnica aparece por primera vez, que se sepa, en la pluma del lenedictino alemán M. Dobmayer (+1805). Esta teoría toma sus debidas distancias respecto a la de la sustitución penal entendida en sentido estricto. La palabra satisfacción ex27. COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL, Algunas cuestiones relativas a la cristologia IV, D , 7;Doc. Cath. 1803 (1981) 229. Este mismo documento expresa el malestar de la Comisión ante los conceptos de «sustitución expiatoria» y de «expiación vicaria»: lbid., IV, C, 3, 3. 28. Citade por J. RIVIERE Sur les premieres applications du lerme «satisfactio» a iocuvre du Cbist. IV: Bulletinde Littérature ecclésiastiquc, 1924, 364.

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presa en ella, no ya el castigo, sino la reparación de la ofensa hecha a Dios. El término de «vicario» expresa un aspecto concreto de la sustitución: Jesús toma sobre sí una tarea que nosotros no podíamos cumplir. Se resalta fuertemente el amor de Cristo en su ministerio pascual. La satisfacción vicaria es un acto de reparación moral, que se inscribe en el horizonte sombrío de la pena y del castigo. La dificultad que se plantea a propósito de esta teoría procede de la idea de compensación que no se reprueba expresamente en ella. Esta tesis corre igualmente el peligro de hacer pensar que Cristo lo hizo todo en lugar nuestro, en vez de abrirnos tan sólo el camino de nuestra propia satisfacción. Finalmente, no se puede olvidar que en muchos autores sigue estando en comunicación con la sustitución penal, como demuestran las expresiones mixtas de «sustitución expiatoria» o de «expiación vicaria».

hermanos culpables, por el homenaje del Hombre-Dios»32. Esta definición recoge el desafortunado término de compensación. Si Riviere desconfía del esquema de la justicia vindicativa y penal, no es así en lo que concierne al de la justicia conmutativa, que arroja una sombra sobre el concepto positivo de reparación. Por otra parte, afirma que Dios, en su deseo amoroso de perdonar los pecados de los hombres, «decretó como condición previa la vida y la muerte de su Hijo» . Ya hemos visto cómo esta posición, que no pertenece ni a Anselmo ni a Tomás de Aquino, resultaba perniciosa. Sigue siendo la de Riviere, a pesar de su formulación un tanto suavizada. Finalmente, Riviere sigue estando impregnado de la mentalidad teológica, que identifica redención y satisfacción y reduce la mediación descendente a la ascendente: esta convicción fundamental pesa sobre las exégesis de los textos patrísticos que recoge sin embargo con una adecuada exigencia científica, y falsea el equilibrio de la doctrina. El lugar de la resurrección en el acontecimiento salvífico tampoco constituye en él una magnitud teológica.

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Bajo su mejor forma, la doctrina de la satisfacción vicaria fue la del gran historiador del dogma de la redención, J. Riviere. Para Riviere, «el concepto de satisfactio vicaria, sin tener la autoridad canónica que se atribuye a un término definido, pertenece realmente a la fórmula católica del dogma redentor»29. Quizás el autor estaba en este juicio influido por el esquema del Vaticano I sobre la redención, que se quedó en cartera y que insistía mucho en la satisfacción realizada por Cristo, Mediador de Dios y de los hombres, y comprendía un canon afirmando que la satisfacción vicaria no repugna a la justicia divina30. En su artículo «Rédemption» del Dictionnaire de Théologie Catholique, Riviere matiza su formulación: «la idea fundamental implicada en estos términos pertenece a la fórmula de la fe católica»31. No cabe duda de que el término de satisfacción pertenece al lenguaje y al misterio de nuestra salvación en Cristo; ya hemos visto en qué sentido. Pero es muy exagerado canonizar dogmáticamente la teoría teológica de la satisfacción vicaria, y francamente erróneo reducir a esta sistematización el misterio de la mediación salvífica de Cristo. L. Malevez al presentar hace poco la última obra de J. Riviere resumía así su teología de la redención: «La redención es la compensación, la satisfacción ofrecida a la santidad de Dios, en nombre de los

29. J. RIVIERE, Le dogme de la rédemption. Etude théologiqve, Lecoffrc París 1931,23. 30. L. RICHARD, Le Mystére de la Rédemption, Desclée, Tournai 1959, 187-189, ofrece amplios extractos de este esquema. 31. D.T.C.t. 13/2, Letouzey et Ané, París 1937,col. 1921. Cf. C. GUILLON, La Üiéologie catholique de la rédemption au XX siécle. Etapes d'une éwlution, I.C.P. Paris 1985,21.

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II. LA REPRESENTACIÓN Y LA SOLIDARIDAD

La experiencia de la solidaridad En nuestro mundo cultural, el término de solidaridad es portador de una gran carga afectiva y remite a unas experiencias fuertes. Supera con mucho el orden de las obligaciones derivadas del derecho o del hecho. En un mundo en que las relaciones colectivas tienen cada vez más peso, nuestras solidaridades nos definen de alguna manera, positiva o negativamente. En efecto, la solidaridad indica muchas veces el acto de una opción voluntaria, por el que asumimos un vínculo con los que están originalmente alejados de nosotros, en especial los desfavorecidos de este mundo, los pobres, los débiles y los excluidos. La solidaridad es una traducción moderna de la actitud del buen samaritano que se portó como prójimo del hombre maltratado por los bandidos (Le 10, 36). Hacerse solidario de un pueblo, de un ambiente de vida o de un grupo, es aceptar los riesgos de una comunidad de destino con él, compartir sus sufrimientos, soportar con él las injusticias de que es objeto, pero también vivir con él, defenderlo y ayudarle a salir de la miseria o de la opresión. En la solidaridad vo32. L. MALEVEZ: NouvRevTheol 82 (1950) 217. 33. J. RIVIÍRE, D.T.C., ibid, col. 1982; cf. C. GUILLON, O.C, 24.

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luntaria, hay un intercambio entre unos patrimonios de valor (dignidad, generosidad...), pero también entre una situación de sufrimiento y de injusticia y una actividad de promoción y de liberación. Desde sus orígenes, la evangelización ha supuesto un compromiso de solidaridad del apóstol con los hombres a los que ha sido enviado, como decía san Pablo que se hizo todo para todos, judío con los judíos, sinley con los sin-ley, débil con los débiles (1 Cor 9, 20-22). Muchos misioneros han vivido esta misma actitud a lo largo de los siglos en los países donde querían implantar el evangelio. Semejante solidaridad puede conducir a la muerte; es lo que ocurrió durante la última guerra mundial con una persona ya citada por su obra teológica, el padre Yves de Montcheuil: hecho prisionero en la cueva de la Luiré en julio de 1944, cuando el ataque del maquis de Vervors al que se había incorporado por razones espirituales y apostólicas, respondió al oficial alemán que le interrogaba: «He venido de París expresamente para estar a su lado» 34 . Fue fusilado unos días más tarde. Desde entonces, muchos hombres han pagado con su vida su voluntad de solidaridad. Es verdad que la solidaridad puede detenerse en la defensa de unos intereses de grupo, pero puede ser también el lazo, no sólo de una camaradería cordial, sino también de la amistad y simplemente del amor.

mismo en su movimiento de retorno al Padre, de reparación y de reconciliación. La categoría histórica más reciente de la mediación ascendente, la de la sustitución, nos remite una vez más a la solidaridad, primero por una reacción legítima contra una teología que absolutizaba indebidamente un concepto aislado y confiscaba de manera errónea en su propio beneficio todos los aspectos de nuestra salvación, y luego por la lógica interna que une sustitución con solidaridad. En efecto, la una y la otra son como los dos focos de una misma eclipse. En el orden que aquí nos ocupa, no se da una sustitución pura y simple. De lo contrario, la persona sustituida se vería reducida a la nada. La verdad de la sustitución supone la solidaridad. Por eso, el razonamiento subyacente al redescubrimiento de la solidaridad puede partir de la sustitución: Cristo no puede sustituir a los hombres pecadores para promover su retorno a Dios más que con la condición de ser legítimamente su representante ante Dios; pero no puede ser ese representante, si no ha asumido una solidaridad auténtica, de naturaleza y de condición, con los hombres. La representación se presenta como el término medio entre la sustitución y la solidaridad.

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Solidaridad y salvación En todos los tiempos la idea de solidaridad ha estado asociada con la de salvación. Una buena prueba de ello es la frecuente aparición de esta palabra a lo largo de estas páginas. Por la encarnación, el Verbo de Dios se hizo solidario de toda la humanidad y la hizo solidaria de su divinidad. Los argumentos soteriológicos de nuestra divinización se basan en esta doble solidaridad, que es la del único mediador, con los dos compañeros que hay que unir entre sí. También hemos encontrado ya el orden solidario de las libertades. Todo esto pertenece a la mediación descendente. Pero el sacrificio, la expiación dolorosa y la satisfacción suponen igualmente, según el movimiento de la mediación ascendente, la solidaridad de condición y de destino asumida por Cristo con nosotros. Este título de la solidaridad es necesario para que él pueda ser de verdad nuestro representante ante Dios, la Cabeza de ese gran cuerpo de la humanidad que él recapitula en sí

34. Cf. Y. DE MONTCHEUIL, Mélangcs tliéologiqucs, Aubier, París 1951, prólogo de H. de Lubac, pp. 8-9.

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La solidaridad de Cristo con nosotros no es la de un hecho original. Es el fruto de una libre decisión por parte del Hijo, que asume voluntariamente una solidaridad completa con la humanidad, incluso en las consecuencias del pecado que lo une a ella para su desdicha. El valor de esta solidaridad no es solamente ejemplar; por venir de otra parte, es capaz de cambiar el sentido de la solidaridad humana del mal en bien, de darle un nuevo fundamento y de liberarla. La relación entre la sustitución y la solidaridad se basa siempre en el admirable intercambio. Jesús no ha venido solamente a compartir nuestro destino como un hombre entre los hombres. Por muy conmovedora que sea, esta solidaridad podría no cambiar en nada nuestra sustitución. En definitiva, se la podría acusar de no conseguir otra cosa si no hacer un desgraciado más. Pero Cristo toma sobre sí la solidaridad de nuestros sufrimientos y de nuestro destino marcado por el pecado, a fin de trasformarla en solidaridad de justicia y de felicidad y de comunicarnos el beneficio de la solidaridad divina que es por origen la suya.

La solidaridad en la Escritura Algunos textos bíblicos funcionan como si se tratara de un test de Rorschach: según las épocas y las lentes con que se leen, dicen unas veces sustitución y otras solidaridad. Lo más significativo en este as-

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pecto, como hemos visto, es el poema del Siervo doliente. A. Médebielle en 1938 subrayaba en él, con otros muchos, la expiación penal y la sustitución 35 . En 1959, L. Richard dice por el contrario: «No se trata de una sustitución del pueblo culpable por el siervo fiel, sino de una solidaridad aceptada con vistas a la expiación y al perdón divino» 36 . Esta exégesis es cada vez más corriente en nuestros días. Ya a comienzos del siglo, F. Prat, gran exégeta de san Pablo, había orientado la interpretación de la Escritura en el sentido de la solidaridad. Sin que aparezca la palabra, la realidad de la solidaridad es inmanente a numerosos textos paulinos. De rico como era, Cristo se hace pobre por nosotros (2 Cor 8, 9); de condición divina, toma la condición de esclavo (Flp 2, 6-7). Esta solidaridad se pone al servicio del intercambio que tiene lugar entre él y nosotros: se identifica con nosotros para cambiar nuestra situación, para trasformar nuestra pobreza en riqueza, para tomar sobre sí la maldición y el pecado, para comunicarnos su justicia (Gal 3, 13; 2 Cor 5, 21). Este intercambio afecta a la misma cruz: nosotros le comunicamos nuestra propia muerte, pero él nos comunica el beneficio salvífico de su propia muerte, hasta el punto de que morimos con él: «El amor de Cristo nos apremia al pensar que, si uno murió por todos, todos por tanto murieron» (2 Cor 5, 14). La teología del bautismo es presentada por Pablo como una participación y una asimilación a su muerte y a su resurrección (Rom 6, 3-11). La dialéctica de uno para todos y todos para uno vale en un sentido opuesto de nuestra solidaridad en Adán y de nuestra solidaridad en Cristo (Rom 5, 12-21; 1 Cor 15, 21-22). Esta solidaridad está al servicio de nuestra unión mística con Cristo, que nos conduce a no formar más que un solo cuerpo con él (Col 1, 18; 2, 19; 3, 15; Ef 1, 23; 5, 23-30). Del mismo modo, la carta a los Hebreos desarrolla largamente la idea de la solidaridad del sumo sacerdote que se ha hecho hermano de los hombres: «Por eso tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos, para ser misericordioso y sumo sacerdote fiel en lo que toca a Dios, en orden a expiar los pecados del pueblo. Pues, habiendo sido probado en el sufrimiento, puede ayudar a los que se ven probados» (Heb 2, 17-18; cf. 4, 15; 5, 2). La lectura teológica que hace Pablo del acontecimiento de Cristo nos remite a las actitudes de Jesús, tal como nos las refieren los evangelios. La constitución Gaudiumet Spes del Vaticano 11 resume así la

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entrada de Jesús en la solidaridad múltiple con la comunidad humana: «El propio Verbo encarnado quiso participar de la vida social humana. Asistió a las bodas de Cana, bajó a la casa de Zaqueo, comió con publícanos y pecadores. Reveló el amor del Padre y la excelsa vocación del hombre evocando las relaciones más comunes de la vida social y sirviéndose del lenguaje y de las imágenes de la vida diaria corriente. Sometiéndose voluntariamente a las leyes de su patria, santificó los vínculos humanos, sobre todo los de la familia, fuente de la vida social. Eligió la vida propia de un trabajador de su tiempo y de su tierra»37. La reciprocidad de esta solidaridad se señala en la escena del juicio final: «En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Me 25, 40). Éste es, en su riqueza pero también en su complejidad, el gran movimiento de solidaridad que une a Cristo en nosotros y a nosotros con Cristo, en su doble dimensión humana y divina. Esta solidaridad tiene su último fundamento en el designio eterno de Dios que nos ha elegido en Cristo antes de la fundación del mundo (cf. Ef 1, 4). En ella el orden de la salvación respeta el de la creación. La solidaridad tiene su fuente en el movimiento descendente de la mediación de Cristo, pero se realiza y se acaba según el movimiento ascendente que nos lleva al Padre como una sola familia y un solo cuerpo. Los padres de la Iglesia son en este punto los herederos espontáneos de la Escritura. Glosando Ef 1, 10, Ireneo desarrolla su propia teología de la recapitulación, que se basa en los distintos aspectos simbólicos de la solidaridad de Cristo con nosotros. San Cipriano nos dice, hablando de la eucaristía, que «Cristo nos llevaba a todos... En Cristo, sepámoslo bien, no hay más que un solo cuerpo al que está unida nuestra pluralidad, con la que él se unificó»38. Para Cirilo de Alejandría, «todos nosotros estábamos en el que murió y resucitó por causa de nosotros y para nosotros» 39 . Esta misma solidaridad le permite a Cristo, s e g ú n san Agustín, rezar los salmos en nombre de todos los que forman su cuerpo. Se ha visto igualmente cómo el tema de la solidaridad estaba subyaciendo en las argumentaciones soteriológicas de los padres.

37. Gaudim et Spes, n. 32, 2. 35. A. MEDEBIELLE, «Expiation», en DicL Bibl., Suppl., t. 3, Letouzey ct Anc, Paris 1938, 98. 36. L. RICHARD, O. C, 31.

38. SANQPHANO, Epjst.63, 13, citado por L. RICHARD , o. c, 119.

39. QRILO SE ALEJANDRÍA , Comm. in evang. Joh., II, sobre Jn 1, 29: PG 73, 192d, citado por L. RICAHARD, o. c, 119.

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Solidaridad y universalidad de la salvación Uno de los aspectos de la contestación contemporánea se refiere, como hemos visto, a la pretensión de universalidad de la acción salvífica de Jesús. El tema de la solidaridad se presenta singularmente fecundo a la hora de darle a esto una respuesta. Por una parte, el movimiento original de la solidaridad asumida por el mediador nos pone en situación de «solidaridad divina». El misterio pascual de la muerte y de la resurrección es un acto divino; tiene por ello un valor absoluto y por tanto universal. Es «una vez por todas» (ephapax: Heb 7, 27) y tiene un alcance transhistórico. Es capaz de alcanzarnos a todos en virtud de la omnipotencia divina que, por su parte, estableció ya en Jesucristo un lazo de comunión con nosotros. Pero este primer aspecto de la mediación es inseparable del segundo, el de la «solidaridad humana» que Cristo estableció entre él y nosotros y que nos permite tener parte en la solidaridad divina. Por eso en la actualidad tenemos mayor curiosidad y somos más exigentes a propósito de los signos puestos en la existencia humana de Jesús de esta solidaridad propia de su humanidad. Nos parece insuficiente una respuesta que apele únicamente a la solidaridad divina y realmente resulta insuficiente cuando se piensa en la economía de la encarnación. Por tanto, hay que dar cuenta, por otra parte, de la naturaleza y del funcionamiento de la solidaridad humana de Jesús y de lo que justifica la atribución a su humanidad particular de un carácter universal. «En él no se trata tan sólo de su destino; se trata del destino de toda la humanidad» 40 . El título de Hijo del hombre nos orienta en este sentido. El hecho de que la humanidad de Cristo no solamente asuma la solidaridad humana, sino que funde entre los hombres una solidaridad nueva y los convoque a formar un solo «cuerpo» es un dato iluminador. Lo que está pidiendo una mayor reflexión en nuestros días es la antropología del cuerpo místico de Cristo. Como dice atinadamente Ch. Duquoc, es preciso «descubrir un punto de vista que sirva de fundamento al mismo tiempo a las dos relaciones: la inclusión de los hombres en Cristo y la necesidad del compromiso libre de cada hombre con Cristo»41. W. Kasper, en el que ya heñios encontrado la llamada al orden solidario de las libertades 42 , muestra muy bien cómo la encarnación del Hijo de Dios fundamenta entre los hombres un nuevo orden de soli-

308.

40. CH. DUQUOC, Cristología, t. 1. El hombre Jesús, Sigúeme, Salamanca 1972", 41. Ibid. 42. a . supra, 208.

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d a r i d a d e n virtud m i s m a d e la p r o x i m i d a d c o n D i o s q u e inaugura p a r a c a d a u n o de ellos: «De hecho, al entrar (Jesucristo) como Hijo de Dios corporalmentc en el mundo, se cambia la situación de todos. Con el se cualificó de nuevo el espacio existencial de cada hombre y él mismo se hizo nuevo. Cada hombre se define ahora por el hecho de que Jesucristo es su hermano, vecino, compañero, conciudadano, cohombre. Ahora Jesucristo pertenece al destino ontológico del hombre. Pero puesto que con Jesucristo viene Dios mismo, el hombre se encuentra con él corporalmente en vecindad con Dios. Con la venida de Cristo se abrió a todo el mundo y a todos los hombres un nuevo kairós, una nueva posibilidad de salvación. Con él se ha hecho nueva la situación de todos, porque en la humanidad única el ser de cada uno es determinado por el de todos. Precisamente en el cuerpo de Cristo se nos da y se nos ofrece corporalmente la salvación» 43 . L a reciprocidad entre solidaridad divina y solidaridad h u m a n a en C r i s t o f u n d a m e n t a p o r c o n s i g u i e n t e u n n u e v o tipo de s o l i d a r i d a d p a r a t o d a la h u m a n i d a d , injertada en la solidaridad original d e creac i ó n y d e destino histórico. En esta solidaridad creadora de u n n u e v o c u e r p o , Cristo e s nuestra Cabeza; el famoso «por nosotros» d e la E s critura toma t a m b i é n el sentido de « e n c a b e z a d o s p o r él» 44 . Y llegam o s así a la a f i r m a c i ó n clásica de santo T o m á s : « L a Cabeza y los m i e m b r o s son c o m o u n a sola persona física» 4 5 . R e c i e n t e m e n t e , H. U. v o n Balthasar, criticando ciertas t e o l o g í a s c o n t e m p o r á n e a s d e la salvación, opinaba que «hay q u e superar c i e r t a m e n t e el simple c o n c e p t o de solidaridad» 4 6 , debido al misterioso int e r c a m b i o que s e establece en la cruz. Pero parece ser que sus a c u s a -

ciones se refieren tan sólo a las reducciones del concepto de solidaridad a s u s aspectos más elementales y corrientes. Sin pretender que este concepto sea suficiente por sí solo para dar cuenta de la totalidad de la salvación, hemos de reconocer que está necesariamente implicado en los demás. En particular, es imposible dar cuenta del admirable intercambio —tan del gusto de Balthasar—, sin apelar a él. La manera con que acabo de definir la solidaridad, «eminente» y

43. W. KASPER, Jesús el Cristo, Sigúeme, Salamanca 1979 , 252-253. 44. Cf. M.J. NICOLÁS, POUT une théologic intégrale de la rédeupúon: (Revuc Thomiste81/l (1981) 42. 45. S. Vi. III, q. 48, a. 2, ad 1. 46. H. U. \ON BALTHASAR , Le Christ daos sa mission de RédemjMr: Associaüon sacerdotale «Limen Genitum», n. 42 (1978), 1.

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única en su género, de Cristo con nosotros nos indica muy bien que interviene en todos los tiempos de la mediación.

La intervención de Dios en nuestra historia por la encarnación utiliza esta estructura de las relaciones sociales en la historia humana, de la que constituye un paso al límite, dado el carácter trascendente que le confiere. El funcionamiento de la relación uno/todos permite comprender algo de cómo funciona humanamente la universalidad de Jesús. El «todos» aquí considerado no es ya un pueblo entre los pueblos; es obra de la «multitud» (hoi polloi) de los hombres, es decir, de la humanidad universa], judíos y paganos, considerada tanto en el tiempo como en el espacio.

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La salvación de todos por uno solo La perspectiva paulina de la salvación de todos realizada por uno solo se apoya en el esquema antropológico dé la relación uno/todos que pertenece a la historia de los grupos humanos. A través de esta relación es como un grupo humano encuentra su unidad, su cohesión, y se hace efectivamente solidario. La relación de la multiplicidad de los miembros con la unidad del grupo queda mediatizada por la relación de los miembros con una persona única que simboliza y hace efectiva dicha unidad. Esta relación está hecha de una dialéctica de identidad y de oposición, siendo esta oposición el lugar de un intercambio entre el que es único y todos los demás. La identidad se expresa, por ejemplo, en el orden político, a través del simbolismo del soberano, jefe «carismático», rey, emperador, presidente de la república. Sean cuales sean sus poderes concretos, el soberano simboliza en última instancia la unidad de su pueblo: lo representa y compromete su destino. «El Estado soy yo», decía Luís XIV; en un sentido «carismático», Ch. de Gaulle pudo decir en 1940: «Francia soy yo» y dar progresivamente una efectividad a esta toma de conciencia. En el terreno del ideal tenemos al santo o al sabio, aquel en quien todo un pueblo se reconoce y sigue su ejemplo, como Gandhi. Esta identidad remite sin embargo a una oposición: el único está frente a todos; entre él y el pueblo se produce un fenómeno de reflejo con la concentración de la vida de todos en uno solo. Esta oposición puede funcionar en sentido positivo o negativo en el intercambio que sigue. El único puede convertirse en tirano de todos, oprimir a su pueblo, arrastrarlo a la guerra. El pueblo puede rebelarse contra él, matarlo físicamente (Carlos I de Inglaterra, Luis XVI...) o políticamente, hacer que dimita en unas elecciones. Pero también el único puede convertirse en el defensor de su pueblo, en su reagrupador, en su libertador. Es el héroe nacional, objeto de respeto y de orgullo durante su vida, de honores especiales después de su muerte, y hasta de una apoteosis, ya que sigue viviendo en la memoria del pueblo después de haber asegurado su destino. En esta dialéctica de identidad y de oposición, la ejemplaridad y la causalidad representan a la vez su papel a través de un movimiento de reciprocidad. Lo que hace uno concierne a todos, lo que él decide les afecta a todos; pero también la libertad de todos le afecta a él en la aceptación o en el rechazo.

Los textos bíblicos ilustran la dialéctica de la identidad y de la oposición a propósito de esta relación establecida entre Jesús y la humanidad. Por una parte, Cristo asumió la naturaleza humana y el destino ligado a su condición. Se identificó con ella y se hizo solidario de ella. Pero no se hizo solamente un hombre entre los hombres. Siendo el Hijo encarnado, ofrece en su nacimiento virginal el signo de que viene a reasumir a toda la humanidad para una creación nueva. Por este título es el nuevo Adán, fundador para todos de una unidad, de una solidaridad y de un destino nuevos. Por su vida, su muerte y su resurrección, actúa como Cabeza y Jefe de esta humanidad (Col 1, 18; Ef 1, 22) y da realidad visible a su intención de hacer de la humanidad un solo cuerpo, su propio cuerpo que es la Iglesia, poniendo el acto decisivo de la recapitulación de todas las cosas bajo una sola Cabeza (Ef 1, 10). Su título de Resucitado lo celebra como el Señor, aquel que recibió toda soberanía y todo poder. La humanidad era ya una en el designio creador de Dios. Pero esta unidad había jugado para lo peor, puesto que por el pecado de Adán todos habían recibido la condenación. La solidaridad de la relación uno/todos había dado origen a la proliferación del pecado. La nueva solidaridad basada en Cristo viene a restaurar la imagen de Dios que es la humanidad y a traerle la salvación. Según la perspectiva bíblica de la personalidad corporativa, toda la humanidad se convierte en un solo ser en Cristo. El obrar de Cristo la compromete por entero en un destino nuevo. La lumanidad queda «incluida» en Cristo. Pero esta identidad del Único y de todos supone también el momento de 1¿ oposición, el del justo y los pecadores, el del salvador y los salvados. En esta oposición representan su papel las libertades, bien en el rechazo, bien en la acogida. Esta oposición se vive primero de modo negativo: si Jesús vive el «por nosotros» de una solidaridad absoluta, st q u e d a solo frente a todos y choca con el proyecto de muerte quees o b r a de todos, judíos y paganos. El Único muere por obra de todos. P e r o el conflicto se convierte en Jesús en un intercambio: uno solo da su vida por todos y su muerte da la vida y la justicia

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a todos. Más aún, «si uno murió por todos, todos por tanto murieron» (2 Cor 5, 14). Pero el término de muerte ha cambiado de sentido: la muerte de uno solo es el resultado del pecado de todos; la muerte de todos es una liberación de la muerte del pecado y un retorno a la vida. El conflicto inexpiable se ha convertido en reconciliación absoluta. La libertad santa del Único ha convertido las libertades pecadoras, como atestiguan la palabra del centurión al pie de la cruz, la fe de los testigos del resucitado y el arrepentimiento de los destinatarios del discurso de Pentecostés (Hech 2, 37). Se establece un nuevo orden solidario de libertades, basado en la libertad santa y contagiosa de Cristo. Por eso la solidaridad de la salvación de todos realizada por uno solo no puede prescindir nunca de la libertad de cada uno. Las libertades de todos se ven urgidas a lo largo de la historia a dar su respuesta al acto cumplido por uno solo: lo harán, bien sea fijando su oposición en un rechazo, o bien acogiendo la solidaridad del intercambio total con Cristo. Para recapitular esta dialéctica de la relación uno/todos entre Cristo y nosotros, se puede introducir el concepto de origen hegeliano, utilizado por H. U. von Balthasar, de «universal concreto». Jesús puede llamarse en sentido propio y único nuestro «universalconcreto» o nuestro «concreto-universal». En contra de la ley lógica que quiere que lo universal sea abstracto y que lo concreto sea sólo particular, los dos términos pueden atribuirse simultáneamente a Cristo. Porque Cristo no es ni una ley general o una idea abstracta, ni tampoco un individuo simplemente particular. Como Verbo hecho carne en la historia, lleva en sí la universalidad de Dios y la universalidad de los hombres; es su concreción. La vida de Jesús, en su particularidad concreta que comprende la muerte y la resurrección, es la expresión de la totalidad de Dios para el mundo y de la totalidad del hombre ante Dios. Estas afirmaciones están exigiendo una justificación, tanto por parte de Dios como por parte del hombre. Dios no es un individuo entre los demás; es lo que ocurre con Cristo. En cuanto hombre-Dios, él es igualmente único, no es un elemento humano que pueda generalizarse. La humanidad de Jesús asume en su originalidad concreta «lo umversalmente humano» 47 .

47. C[. el análisis del concepto de «universal-concreto» en H. U. von Balthasar en G. MARCHESI, La cristologia di Hans Urs von Baltliasar. La fíguca di Gcsü Cristo, espressione visibile di Dio, Univ. Gregoriana, Roma 1977, 33-48.

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Universalidad de Jesús y misterio de la Iglesia La lógica de la encarnación que nos trae la salvación por medio de la humanidad de Jesús se extiende al misterio de la Iglesia. En efecto, es imposible dar cuenta del cómo humano de la universalidad de Jesús abstrayendo de la Iglesia. Porque el género humano es un cuerpo diacrónico y la humanidad propia de Jesús no podía ser concreta sin estar situada en un tiempo y en un lugar. Por eso mismo la relación uno/todos se convierte en el «una vez por todas». Pero para que las libertades humanas puedan convertirse y adherirse a la salvación traída por la libertad de Cristo, es preciso que el mensaje de esa salvación se les trasmita según las leyes humanas de la comunicación, y que esa misma salvación se les haga presente y se les dé visiblemente. La relación uno/todos tiene que poder expresarse simbólicamente (en el sentido fuerte de la palabra) y vivirse hasta el Final de los tiempos. Así es como la universalidad de la mediación de Cristo realiza su efectividad. Tal es el misterio de la Iglesia, que congrega por el don del Espíritu en el Cuerpo de Cristo a todos los que responden al anuncio de la salvación por medio de su fe. En ella la relación uno/todos es simbolizada ministerial mente por la relación algunos/ todos: algunos se ponen al servicio de todos para obrar en nombre de Cristo-Cabeza en el triple ministerio de la palabra, de los sacramentos y de la reunión del pueblo de Dios 48 . Hay que comprender debidamente el sentido de este ministerio en la Iglesia; evidentemente, la Iglesia no es fuente de la salvación; la recibe; su obra no le añade nada; coopera con ella solamente sobre el fundamento d e su fe y de su respuesta al don absoluto de Dios; ella n o es mediadora por sí misma; está puesta al servicio de la única mediación de Cristo, en cuanto que la hace instrumentalmente presente e n virtud del mandato que ha recibido. Este servicio de la mediación alcanza su cima en la celebración de la eucaristía, memorial q u e representa aquí y ahora el único acontecimiento de la salvación y con el que las «multitudes» están invitadas a comulgar. «Este intercambio original entre Cristo, el Único, y nosotros, la multitud» se prolonga aún más, según una reflexión sugestiva d e J. Ratzingei", « e n la correlación entre la Iglesia y lo que no es Iglesia, 48. Sobe la dialéctica ministerial algunosAodos, cf. A. JAUBERT, Les é¡xtrcs de Paul: le [ailmmniunautairc y B. SESBOUE, Minisíéres etstructvre de l'Eglise, en Le minislére et les minisíéres sehn le Nouvvau Tcstamnt. Dossicr excgctiquc et ré/lcxion thcologique,h}o l a dirección de J. Delormc, Seuil, Paiis 1974, 16-33 y 347-417. 49. J. RwziNGER, Le nouveau pcuple de Dita, Aubier, París 1971, 142. Pero el autor hace inicrvenir en la exposición de esta dialéctica «una multitud de sustituciones» que no se imponen, ya que se trata de «una existencia de uno para el olio».

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entre los creyentes y los paganos». A su vez la Iglesia se convierte en el mundo en el grupo de «unos» en relación con la multitud: «A ese pequeño grupo que es la Iglesia se le ha impuesto, en la prolongación de la misión de Cristo, la tarea de representar a la multitud, y la salvación de los dos grupos no se lleva a cabo más que en su correlación y en su subordinación común a la gran función vicaria de Jesucristo, que los comprende a los dos. Pero si la humanidad, en esta representación por Cristo y en su prolongación, se salva por la dialéctica del 'pequeño número' y de la 'multitud', esto significa también que cada uno de los hombres, y los creyentes ante todo, tienen su función irrenunciable en la economía de la salvación de la humanidad. Si unos hombres, incluso la gran mayoría de los hombres, se salvan sin una plena pertenencia a la comunidad de los creyentes, es tan sólo porque la Iglesia existe como realidad misionera y dinámica, y porque los que son llamados a la Iglesia cumplen con su tarea, que es la del pequeño número»50. Así pues, todo cristiano entra en los dos lados de esta dialéctica de la universalidad: en el lado de todos respecto a Cristo, el Único; y dentro de la Iglesia, en el lado de todos respecto a algunos (que pertenecen a su vez al cuerpo de todos), pero también en el lado del pequeño número, puesto al servicio de la multitud de los hombres. Todo se sostiene en teología: tratar de la salvación hasta el fin exigiría dedicar un capítulo al Espíritu y a la Iglesia. Lo que acabamos de decir bastará seguramente para comprender la discontinuidad y la continuidad que van de Cristo a la Iglesia con vistas a la universalidad de la salvación.

50. Ibid.

Síntesis LA RECONCILIACIÓN

14 La reconciliación y el perdón

En el recorrido que hemos hecho se ha pasado revista a las categorías de la mediación descendente y luego a las de la ascendente. ¿Dónde colocar la de la reconciliación, tan cercana al perdón? En efecto, la reconciliación pertenece a los dos lados de la mediación, ya que es a la vez unilateral y bilateral. En la Biblia, la reconciliación es ante todo un acto de Dios con el hombre: en ella Dios es sujeto y el hombre objeto. La iniciativa unilateral y gratuita de la reconciliación pertenece por este título a la mediación descendente. Por tanto, podríamos haber tratado de ella en la sección primera. Pero hay también otro aspecto: no existe reconciliación efectiva sin la respuesta de aquel que es objeto del perdón. La reconciliación pone en relación a dos compañeros, entre los que se da una cierta reciprocidad, aunque no simétrica. Ocurre con la reconciliación como con la alianza de Dios con la humanidad: todo viene de Dios en la alianza y, sin embargo, la alianza no se puede sostener sin el compromiso fiel de los hombres que son sus compañeros. Por esta razón la reconciliación supone un movimiento ascendente del hombre hacia Dios, que Cristo ha asumido en su propia persona. De este modo la reconciliación es una categoría sintética que constituye una conjunción de todas las demás. Por tanto, era conveniente terminar con ella, en cuanto que recapitula a todas las otras y les da su iluminación definitiva. Había además otra razón para ello: la experiencia de la reconciliación es en la actualidad objeto de un redescubrimiento en la sociedad y en la Iglesia. Este esquema interpersonal dice algo a nuestro mundo cultural. Esto se debe seguramente a que este mundo vive bajo el signo del conflicto, en escala mundial, social, política y planetaria. Nuestra historia reciente ha conocido igualmente gestos simbólicos de reconciliación, como el de Francia y Alemania después de más de un siglo de hostilidad, o como el geste adoptado por Anouar e l Sadat frente al estado de Israel. En la Iglesia, el sacramento de la penitencia se llama ahora preferencialmente sacramento de la reconciliación. Se

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lee y se comprende toda la economía de la salvación como una gran epopeya de reconciliación entre Dios y el hombre. Este tema, que no ha constituido en la tradición eclesial una categoría notable de la soteriología, aparece hoy como el presupuesto de todos los demás y hace inclusión con la mediación realizada por Cristo. La reconciliación es una realidad antropológica llena de sentido: constituye un proceso humano con el que todos tenemos que enfrentarnos un día u otro. Entre dos compañeros, personas o grupos, se crea una situación de conflicto. En ese conflicto hay estructuralmente un ofensor y un ofendido, aunque en nuestras divisiones humanas los errores están generalmente repartidos por ambas partes. El ofensor y el ofendido tienen cada uno tarea específica que realizar, un parto bastante difícil. Si los errores están repartidos, el proceso se dobla, ya que cada una de las partes tiene que vivir a la vez la tarea del ofensor y la del ofendido. El trabajo del ofensor consiste en arrepentirse del mal que ha hecho, confesarlo, es decir, reconocerlo como suyo y desaprobarlo; además tiene que traducir esta conversión del corazón en un obrar nuevo que la haga pasar del interior al exterior. El ofendido, por su parte, no puede desinteresarse de su ofensor, ya que si se cierra en su rencor, se vuelve a su vez ofensor. Le corresponde incluso dar el primer paso, esto es, mostrar que por su parte el perdón está siempre a punto. Debe también verificar la autenticidad del arrepentimiento, no ya en nombre de una exigencia vindicativa, sino en virtud de la naturaleza misma del proceso que está en juego. La interacción entre el arrepentimiento y el ofrecimiento del perdón se convierte entonces en una emulación en el amor que permite el encuentro del ofensor con el ofendido y, por contagio mutuo, puede acabar en esa sima del abrazo de paz que se dan, una vez cumplidos el perdón y la reconciliación. Éste es el plano del proceso total, que puede conocer múltiples condicionamientos y permanecer a veces bloqueado por alguna de las dos partes. Sean cuales fueren las formas que tome, la reconciliación es una necesidad constante de nuestra existencia de hombres. Siempre tenemos que reconciliarnos con los demás y con Dios. Incluso muchas veces tenemos necesidad de reconciliarnos con nosotros mismos. Pero en el plano humano, toda reconciliación es ya una salvación. Por consiguiente, es fácil comprender que, en lo que se refiere a su salvación definitiva, el hombre tiene necesidad de la iniciativa gratuita de la reconciliación realizada por Jesucristo. No solamente él dio el primer paso y todos los demás pasos necesarios para reconciliarnos, sino que además tomó sobre sí los dos lados del proceso, poniéndose al frente de todos los ofensores para conducirlos al Padre, a costa de un esfuerzo doloroso.

LA RECONCILIACIÓN Y EL PERDÓN

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I. EL TESTIMONIO DE LA ESCRITURA

La reconciliación realizada por ¡a cruz La enseñanza de san Pablo es aquí muy clara: la reconciliación es una iniciativa gratuita de Dios: «Todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo» (2 Cor 5, 18). En esta frase, Dios es el sujeto y nosotros, los hombres, somos el objeto y los beneficiarios de la reconciliación. Más aún, esta iniciativa de gracia y de benevolencia divina se realiza a pesar de que nosotros somos pecadores y enemigos: «Si cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, ¡con cuánta más razón, estando ya reconciliados, seremos por él salvos de la cólera! Si cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, ¡con cuánta más razón, estando ya reconciliados, seremos salvos por su vida!» (Rom 5, 10-11). Este es el contexto en que tenemos que comprender tanto la justificación como el sacrificio, y lo que la tradición llamará la satisfacción. Igualmente, la reconciliación se lleva a cabo por medio de la muerte del Hijo en la cruz; bajo el signo de la reconciliación, Pablo desarrolla toda una teología de la cruz. Pero no puede haber reconciliación con Dios sin reconciliación fraterna; por eso, la reconciliación de los hombres con Dios, adquirida por la sangre de Cristo, compromete formalmente a la reconciliación entre los judíos y los paganos, tras la destrucción del muro que los separaba: «Porque él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad... Para crear en sí mismo, de los dos, un solo Hombre Nuevo, haciendo la paz, y reconciliar con Dios a ambos en un solo Cuerpo, por medio de la cruz, dando en sí mismo muerte a la enemistad/Vino a anunciar la paz: paz a vosotros que estabais lejos [los paganos] y paz a los que estaban cerca [los judíos]» (Ef 2, 14-17). La cruz era el lugar en el que se desencadenó la enemistad y el odio; ahora se convierte en el lugar de su muerte y del establecimiento de la paz, fruto de la doble reconciliación de los judíos y de los p a ganos entre ellos y con Dios. En la carta a los Romanos la temática era distinta: partiendo de la constatación de que la salvación había pasado del pueblo elegido a los paganos, Pablo afirma sin embargo que Dios no ha rechazado a Israel: «Si su reprobación [la de los j u díos] ha sido la reconciliación del mundo, ¿qué será su readmisión sino una resurrección de entre los muertos?» (Rom 11, 15).

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JESUCRISTO, EL ÚNICO MEDIADOR LA RECONCILIACIÓN Y EL PERDÓN

Progresivamente, la idea de un mundo reconciliado pasa en Pablo desde la perspectiva del mundo humano (2 Cor 5, 19) a la del mundo cósmico, asociado al mundo humano en el misterio de la cruz de Cristo, que nos alcanza a pesar de la hostilidad de nuestro pecado: «Pues Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la Plenitud y reconciliar en él y para él todas las cosas, purificando, mediante la sangre de su cruz, lo que hay en latierray en los ciclos. Y a vosotros, que en otro tiempo fuisteis extraños y enemigos, por vuestros pensamientos y malas obras, os ha reconciliado ahora, por medio de la muerte en su cuerpo de carne» (Col 1, 19-22). Igualmente, el designio de reconciliación de Dios en su Hijo, en quien tenemos «el perdón de los delitos» (Ef 1, 7), tiene por finalidad «hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra» (Ef 1, 10). El lenguaje de la reconciliación responde al de la alianza, presente en los evangelios: «Bebed de él todos, porque ésta es mi sangre de la alianza, que va a ser derramada por muchos para remisión de los pecados» (Mt 26, 28; cf. Me 14, 24; Le 22, 20), en la primera carta a los Corintios, siempre a propósito de la institución de la eucaristía (11, 25), y en la carta a Jos Hebreos (7, 22; 8, 6.8). Lo mismo que la reconciliación se llevó a cabo por la muerte de Cristo en la cruz, también la alianza se concluyó por la sangre derramada del Mediador. La etimología griega de la palabra «reconciliar» (katallassó, synallassó) remite a la idea de cambio: una situación o una persona «se vuelve otra». Pues bien, el testimonio del corpus paulino muestra que la reconciliación no constituye un cambio de actitud en Dios. En él es absoluto el ofrecimiento de la reconciliación y por su parte la realización de la reconciliación se ha cumplido ya en Cristo. Lo que cambia es la situación del hombre respecto a Dios. «Para san Pablo, lo que Dios cambia no son sus propias disposiciones; tampoco son las disposiciones del hombre para con él; es la situación en que el hombre se encuentra respecto a él... Dios ha restablecido unas relaciones pacíficas entre el mundo y él»1. Estas fórmulas de dom Dupont son muy adecuadas para subrayar el aspecto unilateral de la iniciativa de Dios en la reconciliación. Pero deben ser completadas. Porque la reconciliación no es un acto de Dios solo; se realiza en el acontecimiento del Hijo encarnado, en donde Jesús actúa a la vez como Hijo que viene a reconciliar a los hombres enemigos de Dios, y como el 1. J. DUPONT, La réconciliation Paris 1953, 18.

dans la ihéologic de saint Paul, D. D. B., Bruges-

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hombre que vuelve hacia Dios. En Jesús, los dos aspectos de la reconciliación llegan a realizarse plenamente: el don de Dios y la respuesta libre del hombre. Esta reciprocidad está simbolizada en la forma misma de la cruz, en donde Cristo sufre una doble ruptura que lo hace doblemente reconciliador. El mediador aceptó ser el supremo despedazado, a fin de hacerse el supremo reconciliador. Con sus brazos extendidos vive el despedazamiento del odio entre los judíos y los paganos, y de todo el odio entre los hombres. Pero sus brazos despedazados se convierten en el don de un abrazo fraternal: los brazos de la cruz son un rasgo de unión horizontal que todos los hombres están invitados a captar. Su cuerpo colgado en la vertical entre el cielo y la tierra vive el despedazamiento entre la santidad de Dios y el pecado de los hombres. Jesús sufre en su carne lo que le cuesta ser entre los hombres aquel que vive en la alianza con Dios hasta el fin. Su propia carne se ve despedazada entre el don absoluto de Dios al hombre y el rechazo del hombre pecador a Dios. Pero este palo vertical del suplicio se convierte en el rasgo de unión entre el cielo y la tierra. Jesús vive el trabajo doloroso de la reconciliación y, «levantado de la tierra», atrae a todos los hombres hacia sí (cf. Jn 12, 32). En la cruz se encuentran los dos movimientos de la reconciliación, el horizontal y el vertical; en la cruz se juntan los dos movimientos, descendente y ascendente, de la reconciliación de Dios con el hombre y del hombre con Dios, realizada por el único mediador. El mensaje de la reconciliación La reconciliación cumplida en la cruz es una llamada viva a la reconciliación. Ya en los evangelios, Jesús invitaba a sus oyentes a reconciliarse: «Si al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo que reprocharte, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda» (Mt 5, 23-24). Este mandato establece ante todo una solidaridad entre la reconciliación fraterna y h reconciliación con Dios, que se repite bajo otra forma en la enseñanza del Padrenuestro: «Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores» (Mt 6, 12). Pablo convierte en un conjuro solemne el mensaje cristiano de la reconciliación: «En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios!» (2 Cor 5, 20). Esta llamada pertenece al propio mensaje: sí, ya estamos reconciliados con Dios por Jesucristo (cf. 2 Cor 5, 1819); pero, ¿de que nos serviría este don gratuito, si no lo acogemos, si

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no dejamos paso en nosotros a la iniciativa de Dios? El poder de conversión de los corazones y de las libertades, que es el de la cruz, está puesto al servicio de la reconciliación. Vuelto a nosotros a través del rostro de su Hijo crucificado, Dios nos pide que nos volvamos a él para recobrar los vínculos de la comunión y de la paz. La llamada a la reconciliación nos remite al carácter inevitablemente bilateral de ésta. Ese es el contexto que arroja su verdadera luz sobre el famoso versículo de 2 Cor 5, 21, que ha hecho correr tanta tinta. La llamada a la reconciliación precede inmediatamente a la afirmación del intercambio, entre nosotros y Cristo, del pecado y de la justicia. Entre el don de la reconciliación y la llamada a dejamos reconciliar con Dios, está el ministerio de la reconciliación: «Dios... nos confió el ministerio de la reconciliación..., poniendo en nuestros labios la palabra de la reconciliación. Somos, pues, embajadores de Cristo, como si Dios os exhortara por medio de nosotros» (2 Cor 5, 18-20). Estos versículos contienen toda la teología del ministerio en la Iglesia. Indican a la vez su fundamento y su contenido. El fundamento es el ministerio confiado por Cristo, que le da al apóstol la pretensión de hablar «en nombre de Cristo» y de ser la voz de Dios. El apóstol es un embajador: no es más que un representante acreditado, un ministro y un servidor, un portavoz. Pero ha recibido la misión y la autoridad para anunciar la palabra eficaz del «evangelio de la reconciliación»2. En cuanto al contenido del ministerio eclesial, se resume aquí bajo el signo de la reconciliación. Si la salvación es reconciliación, el ministerio de la salvación se recapitula en el ministerio de la reconciliación.

n. LA RECONCILIACIÓN, NUEVO NOMBRE DE LA SALVACIÓN

Al exponer a continuación la recuperación contemporánea del terna evangélico de la reconciliación, daré un salto sobre el conjunto de la tradición. Un salto en parte injusto, por dos razones: primero, porque la reconciliación ha constituido el horizonte englobante de todas las categorías estudiadas; un horizonte tan familiar que de ordinario no deja de estar implícito, excepto cuando se apela a los pasajes paulinos; la preocupación se centraba entonces en algún que otro mo-

2. Un papiro antiguo utiliza en 2 Cor 5, 19 el término de evangelio en vez de palabra (cf. Vocabulario de Teología bíblica, bajo la dirección de X. LEON-DUFOUR , art. Reconciliación, Hcrder, Barcelona.

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mentó o aspecto del cómo de esa reconciliación, aunque también es verdad que en los tiempos modernos, la idea derivada de la expiación y de la satisfacción pudo hacer olvidar que la salvación proviene por entero de la iniciativa gratuita y amorosa de Dios, que es lo que pone especialmente de relieve el tema de la reconciliación. La segunda razón de mi injusticia parcial es que el tema de la reconciliación ha seguido estando muy presente en la teología y en la práctica de la penitencia, particularmente en la disciplina antigua, que concluía con la liturgia solemne de la reconciliación de los penitentes. La larga historia del sacramento de la penitencia en la Iglesia ilustra de una forma variada los actos que pertenecen al aspecto bilateral de la reconciliación, vivida bajo el ministerio de la Iglesia. La reconciliación del pecador con Dios pasa por el intercambio entre la palabra de la confesión y la palabra del perdón, que interviene entre el penitente y el ministro de la Iglesia. Dicho esto, es legítimo este salto, ya que el término de reconciliación no es una referencia importante de la dogmática y de la teología de la salvación hasta unas fechas bastante recientes. El índice temático del DenzingeP y la ausencia de la palabra «reconciliación» en los grandes diccionarios teológicos clásicos son una ilustración patente de este hecho. La salvación, misterio de reconciliación K. Barth ha sido sin duda el primero que ha tematizado la soteriología de su célebre Dogmática bajo el título de «La doctrina de la reconciliación». Este es el objeto del volumen IV, interrumpido por la muerte del autor, que debía ir seguido de un volumen V dedicado a la escatología y titulado «La doctrina de la redención». La doctrina de la reconciliación trata de la obra de Dios, el reconciliador: «Jesucristo es Dios, Dios en cuanto hombre; por eso es "Dios con nosotros", los hombres, Dios en la obra de la reconciliación es el cumplimiento de la alianza entre Dios y el hombre»4. Porque la alianza es el presupuesto de la reconciliación, lo mismo que la reconciliación es el cumplimiento de la alianza rota:

3. DENZIIGER-SCHONMETZER, Enchiridion symbohrum, deñniúonum et declaraüonum de rebus Sdei et moru/n,ed. 32, Herdcr, Frciburg i. Br. 1963, 807-879. 4. K. BAÍTH, Dogmatiqtie, vol. IV. La doctrine de la réconciliation, t. 1, 1, Labor et Fides. Genere 1966, t. 17, 22.

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«El término "reconciliación" designa la confirmación o el restablecimiento de una comunión amenazada de destrucción, de disolución. Significa la desaparición de una disensión o una discordia. Ciertamente, la reconciliación posee un fundamento eterno e inquebrantable en la alianza que Dios quiso y estableció entre él y el hombre ya desde antes de la creación del mundo. Sin embargo, el cumplimiento de la alianza se produce a costa de una victoria sobre un obstáculo que no solamente la pondría en discusión, sino que la haría imposible, sin la existencia de este fundamento inquebrantable»5. En la visión de conjunto que K. Barth propone del contenido de la doctrina de la reconciliación volvemos a encontrarnos con la aparición de muchas de las categorías estudiadas anteriormente, organizadas en torno a la mediación: «El contenido de la doctrina de la reconciliación es el conocimiento de Jesucristo, el verdadero Dios que se abaja a sí mismo para reconciliarnos con él, pero también el verdadero hombre elevado por Dios y reconciliado de este modo con él. En la unidad de estas dos naturalezas es como Jesucristo es la garantía y el testigo de nuestra reconciliación. Este triple conocimiento de Jesucristo implica el conocimiento del pecado del hombre...; el conocimiento de los tres momentos que marcan el cumplimiento de la reconciliación: la justificación, la santificación y la vocación, el conocimiento de la obra del Espíritu Santo en la agrupación, la edificación y la misión de la comunidad, y consiguientemente el conocimiento del ser del cristiano en Jesucristo en la fe, en el amor y en la esperanza» . El desarrollo de este programa se dedica ampliamente al análisis de la constitución del mediador, «ya que en él la reconciliación del hombre y su estar reconciliado con Dios se han convertido en un mismo y único acontecimiento» 7 . En efecto, Barth rechaza toda disociación entre la persona de Jesucristo y su obra. La existencia de Cristo coincide con el acontecimiento de la mediación, que engloba «tanto lo que pasa "por arriba", del lado de Dios, como lo que pasa "por abajo", del lado del hombre» 8 . La mediación es a la vez obra del verdadero Dios (movimiento descendente), realizada en cuanto que es el Señor que se hizo Siervo, y obra del verdadero hombre (movimiento ascendente), realizada por el Siervo, reconocido y proclama-

5. 6. 7. 8.

lbid.,69. Ibid.,C9. lbid., 129; cf. supra, 113-114. Ibid

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d o Señor, en el q u e la c o n v e r s i ó n d e todos los h o m b r e s a D i o s se convierte en a c o n t e c i m i e n t o . El tercer aspecto de la reconciliación, origen de los otros d o s , s e refiere a la unidad del m i s m o Cristo: «Se trata de c o m p r e n d e r q u e J e s u c r i s t o m i s m o es el Dios que, abajándose, reconcilia al h o m b r e c o n s i g o m i s m o , y el h o m b r e q u e , elevado p o r D i o s , se reconcilia c o n él. En otras palabras, se trata de ver que Jesucristo, verdadero D i o s y verdadero h o m b r e , es uno» 9 . E s a la vez «el D i o s reconciliador y el h o m b r e reconciliado» 1 0 . Se h a b r á o b s e r v a d o c ó m o en su análisis del Cristo mediador y reconciliador, K. Barth coincide c o n la motivación de los grandes argum e n t o s soteriológicos invocados por los padres a propósito de la divin i z a c i ó n . Su originalidad e s t á en que p o n e las afirmaciones de Éfeso y de Calcedonia e n el corazón de la doctrina de la reconciliación, entendida e n su s e n t i d o más c o m p r e n s i v o de p l e n a c o m u n i ó n de vida restablecida entre D i o s y el h o m b r e . En t o d a esta doctrina se concede también amplio espacio al Espíritu, y a que «la realización sujetiva de la reconciliación realizada o b j e t i v a m e n t e en J e s u c r i s t o tiene l u g a r a n t e todo en ella (la i g l e s i a ) , c o m o o b r a del Espíritu Santo, en el m i s m o terreno del h o m b r e y del m u n d o p e c a d o r » " . No es posible entrar aquí en los detalles d e u n a doctrina rica y a v e c e s demasiado frondosa, que se desarrolla en v a rios t o m o s de la Dogmática. Intentaba simplemente recoger u n b u e n e j e m p l o de u n a soteriología e s t r u c t u r a d a en torno a la c a t e g o r í a m a d r e d e la reconciliación. La atención a l a reconciliación se v a h a c i e n d o p r o g r e s i v a m e n t e un bien c o m ú n de la teología. El interés de esta doctrina está en q u e inscribe e l acontecimiento de Cristo en la historia total de la s a l v a ción. S u presupuesto primero y eterno es la voluntad de Dios de e s t a blecer u n a alianza c o n nosotros. El segundo presupuesto, histórico e n esta o c a s i c n , es el del pecado del h o m b r e . Estos dos p r e s u p u e s t o s , e v o c a d o s j a p o r el Concilio de Trento con la a y u d a de la categoría d e la justificación, vuelven a encontrarse e n la e c o n o m í a de la e n c a r n a c i ó n r e c o n c i l i a d o r a y en el a c o n t e c i m i e n t o histórico q u e se llevó a c a b o e n la cruz, u n a cruz en la que los padres veían el i n s t r u m e n t o capaz d e mantener e n pie el universo en la unidad y la paz, y c a p a z de c r e a r u r m u n d o nu«vo.

9. Ibid.^42. 10. /tód,143. 11. lbid. ,159.

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El ministerio de la Iglesia, ministerio de la reconciliación El Sínodo de los obispos de 1983 tenía como tema «la reconciliación y la penitencia». Su objetivo inmediato era la renovación de la disciplina y de la práctica del sacramento de la penitencia, llamado preferentemente después de una decisión de Pablo VI «sacramento de la reconciliación». Pero muy pronto pareció evidente a todos los que preparaban el sínodo que el tema de la reconciliación no podía limitarse a un solo sacramento. Puesto que el misterio de la salvación traída por Cristo a los hombres es un misterio de reconciliación, todo el ministerio de la Iglesia es un ministerio de reconciliación, realizado bajo el poder del Espíritu. Así pues, los debates asociaron este gran panorama de la reconciliación al panorama estrecho del sacramento. Esta tensión dinámica se pone de manifiesto en la exhortación post-sinodal en la que Juan Pablo II sitúa su exposición de la redención «bajo la luz de Cristo reconciliador». La reconciliación se presenta allí como «el misterio central de la economía de la salvación»12. La Iglesia misma es a su vez reconciliadora, pero en cuanto que ha sido previamente reconciliada13. Incluso sigue estando siempre en un camino de reconciliación, en la medida en que está constituida por unos hombres pecadores. Pero se hace reconciliadora, sobre el fundamento del don que le viene de Dios, en cuanto que Cristo le ha confiado el ministerio de la reconciliación que ella celebra en sus misterios. La Iglesia es el gran sacramento de la reconciliación; es decir, es «signo e instrumento de reconciliación»14. Su tarea, «central para ella», es «la reconciliación de los hombres con Dios, consigo misma, con los hermanos, con toda la creación»15. Tiene que ejercer en todas las direcciones y en todos los niveles este ministerio: en favor de las personas y de los grupos humanos, en las familias, en el seno de los conflictos sociales, entre los pueblos divididos por guerras exteriores o civiles, en el orden económico mundial, pero también y sobre todo en la misma Iglesia, entre católicos demasiadas veces divididos y entre los cristianos separados.

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na; el sacramento de la penitencia por su parte pone en obra el carácter bilateral de la conducta de la reconciliación; finalmente y sobre todo, en la eucaristía se hace pésente y operante el misterio reconciliador de Cristo muerto y resucitado en medio de la comunidad reunida. «Reconciliados en la eucaristía, los miembros del cuerpo de Cristo se hacen servidores de la reconciliación entre los hombres y testigos de la alegría de la resurrección»16. Este vínculo entre la reconciliación obtenida por Cristo y la misión cristiana de la reconciliación en todos los rincones del mundo ha quedado felizmente expresado en las recientes plegarias eucarísticas por la reconciliación.

La Iglesia se pone al servicio de la reconciliación proclamando su mensaje por la palabra y celebrando su don en los sacramentos. Por este título el bautismo confiere la gracia de la primera reconciliación con Dios y pone de relieve la prioridad unilateral de la iniciativa divi12. Juan Pablo II. Exlwrtación apostólica «Reconciliación y Penitencia (2 dic. 1984), n. 7, BAC, Madrid 1984, 13. 13. lbid,nn. 8-9 : o.c, 17-21. 14. Ibid.,n. 11; hace referencia a LG 1: o.c, 19. 15. lbid.,n.8: oc., 15.

16 Groupe des Dombes, Ven une méme íoi eucharístique?. Presses de Taizc 1972, n. 27.

TRANSICIÓN

Al final de este largo recorrido no podemos poner la palabra «fin». Por eso el lector se quedará un tanto insatisfecho, tanto por el carácter explosivo de esta sucesión de discursos sobre la salvación como ante la mezcla inevitable de algunas categorías que atienden desde puntos de vista muy diferentes a la misma realidad. La opción que tomé, de dar cuenta con la mayor honradez posible de la historia doctrinal de la soteriología cristiana, obligaba a seguir el movimiento de los términos principales a través de los cuales se expresó. Me he esforzado en mostrar su complementariedad y su solidaridad, así como su organicidad, refiriéndolos todos a la única mediación de Cristo analizada según sus dos direcciones. Esta secuencia, que casi podría traducirse en la figura geométrica de una parábola, tiene la ventaja de manifestar por la multiplicidad misma del discurso la riqueza inagotable del misterio cristiano de la salvación. Estas categorías se iluminan mutuamente, corrigiéndose unas a otras y orientando a la fe hacia la captación de sus mutuos presupuestos. Pero nos hemos encontrado también con el peligro inherente a todo exclusivismo y a todo unilateralismo que destaque indebidamente uno de los dos movimientos de la mediación de Cristo. Así pues, he intentado exorcizar las recaídas negativas para la fe en el desvío de las «desconversiones», y a veces de las «perversiones», que han marcado esta historia doctrinal. Teniendo en cuenta los debates contemporáneos y el malestar de muchos cristianos lúcidos ante ciertas presentaciones ya clásicas de la redención, me había asignado esta tarea como uno de los objetivos principales de este libro. Pero como no quería sustituir una simplificación errónea por otra, he tenido que recurrir a análisis a veces complejos. Lo cierto es que esta opción hecha en favor de la historia doctrinal no podía menos de reflejar algo de la insuficiencia de ciertas problemáticas que han surgido. Se dirá con razón que en esta soteriolo-

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puntos ciegos: la resurrección está ausente de va•píritn Santo no ocupa el lugar que le corresponde, ^ ^ ^ • • a r i a en sus intuiciones, la insistencia en la redenlucientemente la dimensión cósmica de una salva>da la creación, la escatología sigue estando fuera rmino de una salvación perfectamente acabada y •nsará también que no he atendido suficientemenis de una soteriología para hoy: el aspecto trascen^ ^ ^ = del deseo de salvación, el tremendo problema de ' historia colectiva de los hombres coincidiendo "y-A"A y otros muchos... del teólogo no puede terminar con el relato de la idome con esta misma exigencia en Jésus-Christ - l'Eglise, añadí al análisis del desarrollo conciliar a proposición cristológica. Ésta consistía en una cimiento Cristo desde el punto de vista de la exlad. Esta relectura suponía una intención sistemá^ ^ ^ n n a parte en la lectura de la Escritura la enseñanza irptarinnps tradicionales y autorizadas (Calcedo^ ^ ^ ^ p r e s e n t a n d o el esbozo de una estructuración lógi^ ^ ^ ^ m t o . Como el dossier soteriológico resulta más 5 posible presentar en el marco de este volumen ^^MHeriológica». Pero el problema es el mismo que el 'ar la tradición en un acto teológico repetido con » es lo que intentaré hacer en un segundo tomo de do una teología de la historia de la salvación oracontecimiento trinitario de la muerte y la resu1 misterio pascual será el centro de un recorrido origina en la creación y se acabará con la recon"lpl final de los tiempos. El entramado de la ' ofrecerá la relectura del testimonio bíblico, Animento, sobre el que situaremos una vez más la las categorías tradicionales. La Escritura no será rs temáticos, como en este volumen, sino según • ^ ^ • e l relato que tendrá la ambición, como la otra • M ^ H intuición y el concepto y de derivar la organici-as fases del acontecimiento. Por tanto, estará allí a a la única mediación de Cristo, pero libre de 1 clásico. o de una soteriología narrativa con ambición sis—— ~ me permito dar una cita al lector, con la ingecon la esperanza que esto se merece. Paris-Blomet, 14 diciembre 1987

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gía quedan muchos puntos ciegos: la resurrección está ausente de varios capítulos, el Espíritu Santo no ocupa el lugar que le corresponde, no es bastante trinitaria en sus intuiciones, la insistencia en la redención no reconoce suficientemente la dimensión cósmica de una salvación que afecta a toda la creación, la escatología sigue estando fuera a pesar de ser el término de una salvación perfectamente acabada y manifestada... Se pensará también que no he atendido suficientemente a las tareas nuevas de una soteriología para hoy: el aspecto trascendental en el hombre del deseo de salvación, el tremendo problema de su inscripción en la historia colectiva de los hombres coincidiendo con el de su universalidad, y otros muchos... Por eso la tarea del teólogo no puede terminar con el relato de la tradición. Encontrándome con esta misma exigencia en Jésus-Christ dans la tradition de l'Eglise, añadí al análisis del desarrollo conciliar de la cristología una proposición cristológica. Esta consistía en una relectura del acontecimiento Cristo desde el punto de vista de la expresión de su identidad. Esta relectura suponía una intención sistemática, buscando por una parte en la lectura de la Escritura la enseñanza sacada de las interpretaciones tradicionales y autorizadas (Calcedonia), por otra parte presentando el esbozo de una estructuración lógica del acontecimiento. Como el dossier soteriológico resulta más abundante, no me es posible presentar en el marco de este volumen una «proposición soteriológica». Pero el problema es el mismo que el de entonces: prolongar la tradición en un acto teológico repetido con nuevas energías. Eso es lo que intentaré hacer en un segundo tomo de esta obra, proponiendo una teología de la historia de la salvación organizada en torno al acontecimiento trinitario de la muerte y la resurrección de Jesús. El misterio pascual será el centro de un recorrido soteriológico que se origina en la creación y se acabará con la reconciliación cósmica del final de los tiempos. El entramado de la «proposición» nos lo ofrecerá la relectura del testimonio bíblico, Antiguo y Nuevo Testamento, sobre el que situaremos una vez más la enseñanza sacada de las categorías tradicionales. La Escritura no será ya tratada por dossiers temáticos, como en este volumen, sino según una estructuración del relato que tendrá la ambición, como la otra vez, de reconciliar la intuición y el concepto y de derivar la organicidad del misterio de las fases del acontecimiento. Por tanto, estará allí presente la referencia a la única mediación de Cristo, pero libre de todo dossier doctrinal clásico. Este es el proyecto de una soteriología narrativa con ambición sistemática para la cual me permito dar una cita al lector, con la ingenuidad, pero también con la esperanza que esto se merece. Paris-Blomet, 14 diciembre 1987

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