Sergi Pamies - Canciones de Amor Y de Lluvia (Trad)
December 1, 2023 | Author: Anonymous | Category: N/A
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CANCIONES DE AMOR Y DE LLUVIA Sergi Pàmies Traducido por Guillermo de Castro
PRIMERA CANCIÓN
Tengo una teoría: Si te enamoras bajo la lluvia, el amor perdura más que si hace buen tiempo. En los últimos años, y sin ninguna pretensión científica, he preguntado a todos los que he conocido en que condiciones meteorológicas se habían enamorado. En general, me lo explican sin reservas, con la mirada saturada de nostalgia o con una contrariedad que no se esfuerzan en disimular. Tengo setecientas quince respuestas ordenadas cronológicamente y, con el rigor de un diletante, me aventuro a afirmar que la lluvia es beneficiosa para este sentimiento. De las respuestas también deduzco que nos apetece más recordar como conocimos un amor pasado que uno vigente y que, de entrada, no damos ninguna importancia a si llovía o hacía sol (aunque pueda parecer que la nieve favorece el amor, la estadística no engaña: que nieve es una catástrofe). Soy consciente que estos datos, aparentemente inútiles, pueden hacer pensar en una manía de coleccionista desocupado, pero en momentos de desconcierto me han ayudado a tomar decisiones. Hace años que me fui a vivir a una ciudad atlántica, y siempre que llueve, me pongo la gabardina y salgo a dar vueltas
por las calles. Veo mujeres con bolsas de plástico en la cabeza y calzado inadecuado, bajo los porches de las plazas más céntricas y bajo las marquesinas de las tiendas de lujo, temblando después de haberse mojado hasta los huesos. Y veo a otras que, con una heroica inconsciencia, salen a buscar taxis que nunca se paran. Calado, las observo con atención, buscando un cruce de miradas revelador, esperando que con la violencia de un relámpago, en amor nos fulmine. DOS COCHES MAL APARCADOS 1.- Joan Manel Serrat Se acostumbra a hablar del final del amor como una decadencia progresiva de los afectos. Yo, en cambio, puedo situarlo con exactitud: domingo 5 de setiembre de 2010, a las cuatro y cuarto de la tarde, en el nº 142 del paseo de San Juan, en Barcelona. Acabamos de llegar de un viaje por el sudoeste de Francia. Estacionados ilegalmente en el carril bus, hemos calzado la puerta de la escalera para descargar las bolsas y las cajas y llevarlas hasta el ascensor. Mientras vigilo el coche – el índice de robos no ha dejado de crecer desde el siglo XI – tu vas subiendo las cosas en diferentes tandas. Hemos conducido desde primeras horas, alternándonos al volante y compartiendo silencios de pareja veterana,, de los que no hace presagiar nada bueno ni malo.
Durante el trayecto hemos intercambiado comentarios estrictamente funcionales: cuando volveremos a repostar o si nos conviene pagar los peajes con tarjeta o en efectivo. Hace tiempo que nuestras conversaciones no van más allá, tal vez porque estemos escarmentados de que cada vez que intentamos iniciar un diálogo espontáneo, topamos con una evidencia: lo que antes era una excusa para el entendimiento, el deseo y la complicidad ahora provoca resoplidos de impaciencia y frustración. Hay quien cree que cuando se llega a este punto, el amor ya no existe. Discrepo. Afirmar que una pareja que no tiene nada que decirse ha dejado de quererse es demasiado simplista y, de cualquier modo, no era ese el caso: el viaje no respondía a ninguna estrategia de reconciliación. Aún no soy consciente (ignoro que faltan once minutos para que el amor se acabe), pero Burdeos será uno de los últimos buenos recuerdos de una historia que habrá durado diez y nueve años y seis meses. Será un recuerdo marcado por la compra de dos cajas de Château La Clotte y por el perfeccionamiento de un aislamiento hermético a cualquier interferencia. La metáfora del vino aplicada a las fases del amor, que los viticultores de la zona nos han repetido con una insistencia cómica, parecía hecha a nuestra medida: del vigor de la juventud a la complejidad madura; de la llama y del fuego a la luz, más serena, de la experiencia. La geografía es una buena aliada para digerir silencios y Francia es una fábrica de paisajes
que invitan a la introspección. Todo parece natural, pero se intuye una preparación escenográfica que no descansa nunca. Si conviene poner un castillo, ponen un castillo. Si hay un valle con colinas y cosechas poli cromáticas, alguien se ha tomado la molestia de construir una carretera con un gendarme que circula sobre una velosolex anacrónica. Si con todo esto no hay suficiente para impresionar al visitante, colocan majestuosos campanarios, globos aerostáticos y rebaños de vacas que ríen. Cuando llega la noche, el espectáculo se traslada a los platos de los restaurantes y a unas guarniciones que son patrimonio de la humanidad: patatas acharoladas con bechamel, quesos, hígado de oca y grasa de pato, horneadas como si fuesen tesoros de cerámica popular. Las devoramos con un respeto arqueológico, como si intuyésemos que el recuerdo de este placer podría ser el legado para los hijos que, con buen criterio, hemos acordado no tener. Tendría que existir un simulador para preparar el momento de la decepción definitiva. De la misma manera que, antes de una misión, los cosmonautas ensayan en una piscina que reproducen las condiciones de ingravidez espacial, las rejas deberían someterse a simulacros para aprender a encajar emociones tan brutales como el final del amor. Retomo el hilo. Yo vigilaba el coche. Tu debías estar arriba, en la puerta del ascensor, entrando bolsas y cajas. Llegando por la acera, de norte a sur, vi que con la actitud informal de un domingo por la tarde, bajaba
Juan Manel Serrat, tu cantante preferido. Activado por el instinto, combatí el impacto de encontrármelo en un contexto tan inimaginable – no es habitual que los iconos se reencarnen – Después de intentar avisarte por el interfono – para variar estaba estropeado – te llamé en seguida. Tal vez estabas en el ascensor – no hay cobertura – o habías apagado el teléfono, el caso es que no contestaste y que Serrat pasó de largo. Lo hizo sin mirarme, pero con una no mirada profesional, de persona acostumbrada a ser observada y abordada, que procura protegerse fingiendo que no se da cuenta o acelerando el paso cuando se cruza con alguien como yo. Es una actitud comprensible: limita la eventualidad de ser saludado, fotografiado, asesinado o cualquiera de las reacciones habituales entre idólatras e idolatrados. Se que crees que habría podido hacer algo más, pero ahora que ya no tiene solución, te pido que intentes entenderme. Si hubiese subido a buscarte, incluso suponiendo que hubiese ido muy deprisa, Serrat también habría pasado de largo (por no hablar del riesgo de que alguien me robase el coche o que me multase la Guardia Urbana, siempre más atenta a la infracción que no al delito). Tampoco podía pararle y decirle que te esperase con la excusa de que eres su mas ferviente admiradora. Habría sido un ruego demasiado invasivo. Por eso no reaccioné y un rato más tarde, con el coche bien aparcado (admito que encontrar un buen aparcamiento ha ido subiendo en mi lista de prioridades), precisamente cuando
justamente había abierto una botella de vino para celebrar el final del viaje, te comenté que acababa de ver a Serrat delante de casa. En todos los años que hemos compartido, te he conocido muchas expresiones, pero ninguna como aquella. La secuencia empezó con una pregunta que rezumaba alarma y sorpresa, como si quisieses confirmar lo que habías oído. Cuando te lo repetí, dejaste la copa y me preguntaste que porqué te lo decía entonces y no en el momento (¿de verdad te creías que, si te lo hubiese dicho en el momento, habría tenido tiempo de correr y de perseguirle paseo de San Juan abajo?) Contesté que te había intentado avisar y que te había llamado y, como seguías paralizada, te pedí que lo comprobases. En efecto, localizaste tu teléfono, y miraste el aviso de llamada perdida pero, en lugar de atenuarse, el dolor y la decepción se agravaron. Fue justo en esa transición de tus incrédulos ojos moviéndose de la pantalla líquida a mi mirada – más preocupada que no arrepentida – cuando entendí que el amor se había acabado para siempre. Que todo lo que pudiese decir, todo lo que pudiese intentar hacer para rectificar o para excusarme – suponiendo que hubiese nada de que excusarse – sería inútil. No por la gravedad del hecho – no es el momento de echarlo en cara, pero adoras a Serrat hasta mantener una mitomanía algo ridícula en una persona de cuarenta y dos años – sino porque era el tipo de decepción que el amor desprovisto del fuego y de la llama de la juventud no puede combatir ni con todas las
cualidades, teóricamente, más perdurables de la madurez. 2. Fu Manxú Cuando, después de un vuelo turbulento, llego a casa de mi hermano, el me dice “Mientras estemos fuera, saca a pasear el coche de cuando en cuando”. Es un turismo surcoreano, fuera de catálogo, polvoriento, de esos que la Guardia Urbana amenaza con retirar de la vía pública con avisos intimidatorios. A pesar de tener garaje, el coche acostumbra a dormir a la intemperie, delante de casa, situada en la periferia residencial de una lejana ciudad. He venido aquí porque mi hermano y mi cuñada se puedan ir una semana de vacaciones y relevarlos de cuidar a nuestra madre. Ella, que todavía tiene momentos de lucidez y de buen humor, ha desarrollado una teoría sobre su vejez y el coche: afirma que tienen en común un desballestamiento inminente. Desgastado por las exigencias de una convivencia imprevisible, mi hermano ha convertido el coche en un refugio. Escucha flamenco, fuma y sale a dar vueltas aparentemente absurdas (combinaciones aleatorias de rondas y de visitas a tiendas de gasolineras). Que me confíe las llaves es un gesto insólito y, por eso, busco momentos intempestivos para salir a dar vueltas y descubrir una geografía que desconozco. No es una conducción fácil. Lo mismo que para tratar a nuestra madre hay
que estar preparado para los ahogos, los resbalones y las desorientaciones. Para no modificar ninguna rutina, me obligo a seguir el protocolo, basado en eso que nombramos capacidad de sacrificio. Es un sacrificio compartido, por un lado, por una asistenta que actúa desde el silencio – insobornable en los momentos de calma, hostil cuando la situación degenera – y por la otra, por mi cuñada que ha asumido un liderazgo heroico y nada agradecido. Cuando el taxi se los lleva hacia la evasión provisional de las vacaciones, nos quedamos solos. Mi madre, son su reinado limitado por su silla de ruedas; la asistenta, dispuesta a combatir cualquier brote totalitario; el coche, precario pero digno; y yo, convencido que todo será un desastre. Pero la realidad me contradice. Durante los dias que pasamos juntos, compartimos una armonía equilibrada. Más allá de la desorientación propia de los noventa y dos años, mi madre actúa con naturalidad, sin caer en rabietas. Además de celebrarlo, me aprovecho. Sentados en el jardín, le pregunto por aquello que nunca ha querido explicar (cuando mis hermanos y yo le preguntábamos, adoptaba el rictus de escritora profesional y contestaba: “lo que queráis saber lo encontrareis en mis libros”). La lectura de los periódicos, liturgia fundamental para entender a nuestra familia, le sugería comentarios como: “¡Tanto como me había gustado Gaddafi!” De tanto en cuando nos atacan avispas gigantes, pero ella las espanta con un gesto
de desprecio más disuasivo que cualquier insecticida. En una de estas conversaciones de jardín, mientras el atardecer resbala montaña abajo, me explica, con pelos y señales, un episodio de la guerra. Tiene diez y nueve años y capitanea un grupo de capitanes comunistas. “Eso ya lo explicas en los libros”, le digo para que, siguiendo las recomendaciones del neurólogo, evitar la memoria automática. Ella continúa. Han recibido orden de entrar en los cines para informar a la población de un pacto inminente de rendición por parte del bando republicano. Lo explica de una tirada, sin confundir ni las fechas ni los datos, con una seguridad que me hace sospechar que los recuerdos también siguen una disciplina secreta Conozco el episodio. Igual que cuando lo leí por vez primera, vuelvo a imaginar a mi madre jovencísima, interrumpiendo la proyección para arengar a unos espectadores que, a pesar de guerra, aun tienen ánimos para salir de casa. Le pregunto si recuerda que película hacían (ella lo había escrito pero era un detalle que yo había olvidad), y abriendo mucho los ojos, respondió: “Fu Manxú”. Este elemento hace que la anécdota me parezca todavía más real (tal vez porque, cuando estalle la próxima guerra, me gustaría que me pillase dentro de un cine) La madre explica que desde el anfiteatro, imitando a los oradores más elocuentes de ka época, gritó: “¡Catalans!” “¿Te insultaron?”, la pregunto. Aquí la madre duda, como si todavía tuviese la alternativa de elegir entre la verdad y la
conveniencia: “La mayoría se fueron y los pocos que ase quedaron decían: “¿Ja has acabado, nena?” Me doy cuenta que tengo más simpatías por los espectadores que no por ella, y que esto no debe de ser normal. Me tendría que haber conmovido mas el compromiso de los capitanes que no la resignación del publico. Han pasado setenta y cuatro años y el recuerdo aun le crepita en las pupilas, habitualmente veladas por los medicamentos y la conciencia de la propia invalidez. No dejaré de pensar en Fu Manxú hasta el momento de irme, ordenando mentalmente los recuerdos acumulados durante estas conversaciones en el jardín (“En Méjico, escribía cartas a Ramón Mercader con tinta simpática”, “Tu tío custodió el recibo del Oro de Moscú”…) Y, como siempre lamentaré la presencia de la historia en mayúsculas, asfixiando la letra pequeña de la vida doméstica. Me habría gustado hablarle de primos, de juguetes, de excursiones, de cómo celebrábamos los cumpleaños o la Navidad. Pero cada anécdota arrastra pintores, cantantes, actores, una caravana de comunistas de renombre que, por reacción, refuerza la simpatía que siento por los anónimos espectadores del cine (y por Fu Manxú). No puedo comentarlo con nadie porque, más que un interlocutor, la asistenta es un pozo de silencio adicto a la estridencia de las telenovelas. Su vida, imagino, debe parecerse a estas historias melodramáticas. La nuestra, en cambio, tiene la presuntuosa pretensión de ser carne de documental. Cuando saco el coche a
pasear, hablo en voz alta, como si fuese un terapeuta y, a su manera, el motor me responde. El último día, mi hermano me telefonea para decirme que ya vuelven. Para darle una sorpresa decido llevar el coche a un túnel de lavado. Me atrae la promesa de del jabón y de la cera, de los cepillos gigantes y de las tiras, que a latigazos ensucian al principio, para al final, aclarar. En punto muerto el coche no se manifiesta, pero cuando pongo la primera para salir del túnel, le noto dolorido y reticente. El retorno de mi cuñada y de mi hermano reactiva los caprichos de mi madre. Cuando la salud es un arma, impone una justicia doblemente cruel. No puedo – ni quiero – quedarme y, cuando nos despedimos, ella me coge las manos con una fuerza que no se interpretar como nuestro último contacto. Subo a un taxi, y de reojo veo la silueta, inusualmente reluciente, del coche surcoreano. Una semana más tarde mi hermano me llama para decirme que mi madre ha muerto. Sus últimas palabras conscientes, comentando una noticia de la sección de deportes del periódico, han sido: “El Mourinho ese también es otro guapo”. Vuelvo a coger el avión. En los servicios funerarios arreglamos los papeles. Hemos de esperar un día para poder acceder al crematorio. En teoría deberíamos llevar las cenizas al pueblo, pero quien sabe si para homenajear a la difunta, el coche decide morirse en la curva más cerrada de una carretera rodeada de olivos. Hasta entonces mi hermano y yo hemos contenido el llanto, en parte por pudor y en
parte, como escribió nuestra madre, “Hay gente que llorar ríos sin llorar. Otras, con los ojos secos, lloran con el corazón y con el alma”. A primera vista puede parecer que la muerte del coche nos ha afectado más que la de la madre. Pero en realidad la tristeza y la contrariedad, - la de mi hermano y la mía – no son por el coche sino por la tinta simpática, por los libros, por lo que la madre había considerado importante no explicarnos nunca (y por el acierto, que nunca le perdonaré, de no haberlo hecho), por estos años de devastadora vejez y por la prioridad, omnipresente, de la política. Una prioridad que ha prevalecido hasta el final: reconsagrada capitana que arengas a los incrédulos, que intentas contagiarles el compromiso con las ideas enfrentándolas a la soledad de un cine, donde en plena guerra, la gente se evade para compartir un universo en el cual Fu Manxú es una amenaza, si, pero una amenaza de mentira. LA VIDA INIMITABLE
Que no llores en el momento de nacer fue el primer indicio de una voluntad – entonces solo embrionaria – de pasar desapercibido. Pero en las semanas posteriores se dio cuenta que ser diferente podía perjudicarle y se esforzó en hipar de tanto en tanto, con suficiente discontinuidad para no crear alarma ni estrés. Los padres se lo miraban con
orgullo. Disfrutaban de las ventajas de tener un hijo sin sufrir los inconvenientes. Comía bien, soportaba los flashes de las cámaras, las afectuosas onomatopeyas y los aludes de diminutivos. Cuando le tocaba dormir, respiraba de manera enfática para que nadie tuviese que acercarse a cada momento a comprobar si seguía vivo. Aprendió a hablar y a andar para no decepcionar las expectativas de sus alrededores. La escuela, que tanto libera a los padres negligentes, inauguró un largo paréntesis de calma. Mientras los compañeros vivían las angustias de los brazos enyesados y de los déficits de atención pero el se instaló en una normalidad de crucero. No quiso tener amigos para no robarles una energía que, estaba convencido, les convenía más invertir en algún otro. Cuando a la hora del patio todos jugaban a preguntarse que personaje les gustaría ser, el no respondía pero pensaba: El Hombre Invisible. Sin arrastrar trauma alguno, cruzó el puente entre la infancia y la adolescencia. El acné, las poluciones nocturnas y el complejo de Edipo formaban parte de un paisaje que el rechazaba más por prudencia que por espíritu de contradicción. Era consciente de que su actitud se podía confundir con un orgullo malsano, pero no asumía las consecuencias. Llegar a los diez y siete años sin haber molestado nunca a nadie fue, además de una proeza, una satisfacción. A diferencia de la mayoría de sus coetáneos no probó las drogas: intuía que los paraísos artificiales son tan decepcionantes como los infiernos naturales. Acabó
los estudios con un expediente académico deliberadamente discreto, pensado para evitar a los padres el trance del fracaso o del exceso de brillo. Si tuvo novia de entrada fue por mimetismo y, más adelante, porque era más fácil continuar que dejarlo correr. En los momentos más íntimos, procuraba ser generosos, intenso y contorsionista, incluso cuando no entendía el reparto Tamn poco equitativo de los placeres. Cuando ella le dijo que prefería cortar – el verbo estaba de moda – contuvo el alivio que le provocaba la ruptura (para no herirla) y cualquier reacción dramática (para no hacerla sentir culpable). No tener que enfrentarse a las exigencias del amor le parecía un acto de coherencia y, además, le desligaba del dilema de tener que elegir entre ser infeliz con alguien a quien quieres mucho o ser feliz con alguien a quien no estimas demasiado. Encontró trabajo en una empresa donde todos intentaban competir y donde nadie se daba cuenta de sus ausencias (escondido en el almacén, leyendo libros de historia,, de preferencia sobre la “inimitable vida” de Cleopatra y marco Antonio). Cuando se iba de vacaciones, a lugares siempre distintos para no crear ataduras, le gustaba seguir los itinerarios más convencionales e injertarse de la diversidad de un mundo que, desde la terraza de un bus turístico o desde la cubierta de un crucero, le ofrecía infinitas formas de anonimato. Cuando murieron sus padres, combatió la pena pensando que ya no les tendría que molestar más. Sin organizar despedida alguna, dejó
el trabajo y aceptó la oferta de, a cambio de alojamiento y de un sueldo simbólico, registrar las entradas y salidas de un coto privado de caza. La situación de la cabaña, encima de una pista forestal, le permitía contemplar la imponente montaña, un lago sobre el que se reflejaban las nubes (sobretodo las tempestuosas) y una vegetación controladamente salvaje. Cada quince días un hidroavión le llevaba provisiones, pilas para la radio y, si alguien le había enviado, correo. Tal vez fuese el exceso de aislamiento, el caso es que empezó a tener la impresión de ser un estorbo. Cuando contemplaba el paisaje, advertía que los sustantivos y los adjetivos que le llegaban a la mente no concordaban: bosques transparentes y cielos frondosos en lugar de bosques frondosos y cielos transparentes. Lo síntomas eran tan evidentes que no necesitó acudir a ningún especialista para intuir el diagnóstico. Si rechazó la idea del suicidio fue por un lado, para no tener que importunar a forenses, jueces, notarios y policías, y de otro, porque pensaba que las muertes imprevistas siempre dejan un rastro que alguien ha de limpiar. Si hubiese podido, se habría lanzado al lago con una piedra al cuello, o habría buscado las balas perdidas de los cazadores con peor puntería. Pero se lo impedía una manera de ser ni demasiado intrépida ni demasiado cobarde. Envejeció más deprisa de lo que había previsto, sin dar importancia a los cambios de humor (de la euforia a la melancolía, de la cólera a la indolencia), la caía del pelo y la expansión de un
cuerpo que se derrumbaba a ojos vistas. Un día en que el sol fue especialmente implacable, se concentró en la idea de volverse invisible. No tardó mucho en notar que, aunque de una manera poco perceptible, recuperaba parte de la estabilidad anímica perdida. Continuó durante algunas semanas hasta que, poco a poco, encontrando satisfacción en cada milímetro de mejora, consiguió volverse inicialmente borroso, más delante traslúcido y, finalmente, invisible. De modo que cuando murió, nadie – ni siquiera el – se enteró. LA LLAVE DEL SUEÑO
La historia empieza con un hombre que mira por la ventana. El comienzo no es muy original: hace pensar en La ventana indiscreta, de Alfred Hitchcock. La película sugiere que cualquier vecino puede ser un asesino en potencia cuando, en realidad, lo que acostumbra a haber detrás de todas las ventanas son ausencias, deudas y rutina. El hombre no se parece mucho a james Stewart y no usa un teleobjetivo para ver con precisión. A pesar de que este cuento pertenece a la tradición de hombres que, desde la ventana, espían a una vecina, la mujer no es atractiva y no se pasea en ropa interior por el apartamento. El hombre sabe que a partir de las cuatro la mujer se echará a llorar. Solo hace una semana que vive
aquí pero el primer día, mientras desembalaba las cajas de la mudanza tuvo tiempo de observar la fachada del edificio de delante. No detectó nada especial: tiestos con flores mustias, jaulas con canarios moribundos, banderas descoloridas y, de vez en cuando, alguien que sale a fumar un cigarrillo. Pero en el momento de instalar las cortinas, vio a la mujer: con los ojos cerrados, temblando y moviendo los hombros de manera acompasada y dramática. Cuando aparecieron las primeras lágrimas (el hombre se las tuvo que imaginar porque estaba demasiado lejos para distinguirlas), la respiración se agitó y, después de mover los brazos como si discutiese con alguien situado en un ángulo visualmente inaccesible de la habitación, se sentó para recuperarse. La secuencia se repite cada día y dura entre nueve y diez minutos. Aunque el hombre ha especulado sobre cuales puedan ser la causa del llanto, no se le ocurre pensar que la mujer pueda ser una actriz que prepara una escena de una obra de teatro. De hecho, este habría sido el desenlace del cuento. Tú, lector, y el hombre que mira por la ventana deberíais haber descubierto que la causa del llanto no eran causados por ningún drama sino por la disciplina en la preparación de un personaje. Pero la coordinación del argumento del cuento se ha desajustado porque el autor no ha sido bastante competente y, cuando aun no tocaba, tu te has enterado de una cosa que el protagonista aún ignora. Ahora que conoces el
elemento más relevante de la historia – de hecho el único – no sabes si has de dejar de leer o, rompiendo los convencionalismos, intervenir y explicarle al hombre que la mujer llora porque está ensayando un papel. Para introducir la intriga que, por negligencia del autor, el cuento ha dejado de tener, piensas que también podrías esperar, a ver si el hombre es capaz de deducirlo por si mismo. Picado por la curiosidad – la curiosidad es lo que más te define como lector – observas como especula con las posibles causas del llanto: si la mujer no llorase cada día a la misma hora, el hombre no dudaría que padece una decepción; o que en el ángulo visualmente inaccesible de la habitación debe haber alguien sentado en una silla de ruedas a quien ella se dirige con rabia y vehemencia. Pero teniendo en cuenta que hace ya una semana que el hombre vive aquí, empiezas a dudar de la inteligencia del personaje. Que tú, lector, no le consideres bastante inteligente hace que el hombre que mira por la ventana se ofenda. En lugar de aceptarlo con deportividad, se te encara e insulta. Te sorprendes. Te habías imaginado un hombre pacífico, algo gris, probablemente porque en otros libros del mismo autor los personajes eran apocados e introvertidos. Pero precisamente porque sus personajes acostumbran a se apocados e introvertidos, al autor le ha apetecido que este sea colérico y que, ahora mismo, te empuje y a gritos te pida explicaciones. La discusión sube de tono. De los empujones y los insultos pasáis a los puñetazos y
a los puntapiés. De entrada, parece que el hombre te aventaja por haberte dado el primer golpe pero tú – que ya has decidido que no leerás nunca más nada de este autor: donde vas a parar – reaccionas y te vuelves. Aplicando lo que aprendiste en cursos de artes marciales, haces caer al personaje y le inmovilizas, ejecutando lo que, si mal no recuerdas, se llama la llave del sueño. El autor, cuando es consciente que has decidido no volverle a leer nunca más, duda. Tal vez debería crear una situación imprevista y conseguir una rápida reconciliación. Digámoslo todo: también le pasa por la cabeza sacrificarte y hacer que, a consecuencia de un golpe fortuito y fatídico, te mueras. A pesar de eso como no se fía de las primeras impresiones, el autor hace una pausa y sale a la ventana a fumar un cigarrillo. Cuando se vuelve a sentar, ya ha decidido que el hombre que se muera es el que mira por la ventana. Tú no recordabas que la llave de sueño pudiese matar a nadie y te horroriza que el personaje no respire. Le tomas el pulso: nada. Intentas reanimarlo con masajes cardiacos y un boca a boca tan apresurado como torpe: tampoco. Entonces intentas entender que haces en esta habitación, sangrando por la nariz, sudando, notando la adrenalina del pánico circulándote por las venas y, en el corazón, un redoble que no hace presagiar nada bueno. El autor es consciente que matar a los personajes es un recurso poco digno. A parte de consolarte pensando
que Hitchcock también lo hacía, cree que ha de solucionar tu situación – desesperado, caminando por la habitación – Y también la del hombre, que no podrá mirar nunca más por la ventana. Como cada tarde la mujer había previsto llorar a las cuatro. Previamente había calentado la voz y estaba a punto de cerrar los ojos para concentrarse en la escena que está ensayando. Justo entonces, en una ventana del edificio de delante ha contemplado la pelea. En todos los años que hace que vive aquí nunca había observado nada especial: tiestos con canarios amarillentos, jaulas mustias, banderas moribundas y, de cuando en cuando, alguien que sale a fumar un cigarrillo. Nunca habría imaginado que vería a dos hombres pegándose. Y que en lugar de abrir la ventana y pedir ayuda, se quedaría mirando, lo mismo que los conductores que, en un punto de la carretera donde se ha producido una accidente, frenan para entrever una víctima, un zapato desparejado, un charco de sangre. Como si asistiese a una representación y no a una escena real, la mujer ha visto como un hombre atacaba a otro – más débil – y, al final, como desaparecían de su ángulo visual hasta que el más débil – tú, lector – se levantaba y sangrando por la nariz, se acercaba a la ventana. De pie, con los ojos cerrados, la mujer ha visto como empiezas a temblar, moviendo los hombros de manera desacompasada y dramática. Cuando aparecen las primeras lágrimas (se las tiene que imaginar porque
está demasiado lejos para distinguirlas), tu continúas sollozando, cada vez más fuerte. Aunque eso también lo tiene que deducir porque las ventanas están cerradas y solo se oye el tránsito lejano de los coches y, si aguzas el oído, la respiración del autor. INCINERACIÓN
En el comedor y en voz baja los dos hermanos extraterrestres hablan de la madre, que duerme en la habitación de al lado. El somnífero que toma la hace perder un poco el sentido de la realidad pero, en cambio, la ayuda descansar de una tirada. Los hermanos comentan las incidencias del día sin dramatismo: están resignados al deterioro de la madre. Aunque les pesa profundamente son conscientes de que, poco a poco, todo hemos de pasar. Por vez primera hablan del entierro. Intuyen que puede ser inminente. Como no es habitual que estén juntos – viven en galaxias diferentes – aprovechan para ponerse de acuerdo respecto a las últimas voluntades de la madre que, de cuando en cuando, deja oír un ronquido intermitente, como si quisiese intervenir en la conversación. Cuando la oyen, los hermanos no se atreven a reir pero se miran con complicidad, como cuando eran pequeños y nada de lo que hoy están viviendo les parecía imaginable. “Incineración”, dice uno de los dos, y repite la voluntad materna de ser incinerada y
posteriormente enterrada en el cementerio del planeta donde nació. El tono de la conversación es neutro, nada sentimental. Saben que cuanto más se mantengan en el territorio del pragmatismo, menos sufrirán. Acuerdan enviarse poderes notariales interestelares, repasar las cuentas corrientes y hablarlo dentro de unos días, cuando ya sea inevitable. Terminan la conversación con un suspiro y un abrazo, justo cuando suena – ellos no pueden saberlo – el último ronquido de la madre. LA LIBRETA
He comprado la libreta en la que escribo esta historia en una papelería. El hombre que me ha atendido tenía mala cara y, justo cuando me iba a cobrar, se ha puesto a llorar. Los dos nos hemos sentido incómodos. El, porque no dejaba de sollozar y de decir: “Me sabe mal”. Yo, porque no sabía si irme o quedarme a consolarle. El se ha ido tranquilizando poco a poco. Yo he adoptado una actitud comprensiva y de respeto y me he alejado algo del mostrador. Mientras tanto, el se enjugaba las lágrimas y los mocos con kleenex que echaba directamente al suelo. Me he preguntado cual debía ser el motivo de su llanto, tan aparatoso e incontenible. Me ha inquietado la posibilidad de que, a partir de una cierta edad, tengamos más razones para llorar que para reír. El ha soltado un suspiro de
alivio antes de intentar una mueca que se ha quedado entre la sonrisa protocolaria y el desconsuelo absoluto. Nos hemos quedado en silencio durante unos segundos; el, avergonzado y yo, consciente de que no debe ser fácil enfrentarse a una situación como esta. Al final, me ha devuelto el cambio – le había dado un billete de diez – pero, en lugar de irme, me ha parecido que, por cortesía, tenía que preguntarle si se encontraba bien. El ha contestado que si, pero los dos sabíamos que no era verdad. He cogido la libreta y he salido de la papelería pensando que, si hubiésemos sido mujeres, probablemente no nos habríamos contenido tanto y habríamos compartido intimidades, y yo habría acabado sabiendo porque lloraba y el tal vez me hubiese explicado una de esas historias tristes sobre las cuales – lo admito – prefiero no escribir. En aquel momento he recordado que he comprado una libreta porque me he dejado en casa la que llevo habitualmente y, de repente, se me ha ocurrido una idea para un posible cuento. Y que he entrado en la papelería con la intención de anotarla rápidamente pero, con todo lo que ha pasado, ya no recordaba nada. Entonces para consolarme – y recurriendo a la justificación que usan las personas que empiezan a perder la memoria, pero que no lo acaban de admitir – me he repetido que solo olvidamos las cosas que no tienen importancia, he entrado en un café y he empezado a escribir esta historia.
AUTOBIOGRAFICO Para que no parezca que siempre hablo de mi, me invento un personaje de cuarenta años, le atribuyo virtudes que no tengo y un interés por, pongamos por ejemplo, la política o el budismo. Le decoro la casa con muebles de anticuario que yo no me puedo permitir y le regalo el privilegio de un matrimonio aparentemente feliz. De todo lo que he escrito hasta ahora, la palabra que más me interesa es aparentemente, que introduce una sombra de duda que no debería pasar desapercibida al lector. A partir de ahora la historia ya no tiene nada que ver conmigo y, por tanto, nadie la podrá calificar de autobiográfica. Se que las convenciones de la ficción permiten este pacto entre el autor y el lector. Que, cuando el que escribe rehúye las referencias personales y mantiene un tono fantasioso, el lector tiende a adoptar una generosa voluntad de evasión (si el autor se emperra en entrometerse o en acaparar la luz de todos los focos, en cambio, el lector se vuelve más exigente). Pero ya hemos quedado en que no quiero hablar de mí. Vuelvo pues al matrimonio. Como que en los cuentos conviene ir al grano, describo a la mujer con una sola frase, para que quede establecida su personalidad. “Tiene la belleza inapelable de las mujeres frioleras y fumadoras”, escribo. Es una manera de describirla con una pirueta efectista que, en otro escritor, me haría fruncir el ceño. Que mis intereses de escritor
contradigan mi criterio de lector, no me preocupa: es precisamente lo que me propongo, romper moldes y ver hasta donde me pueden llevar estos personajes.. Sin perder de vista el aparentemente que he dicho al principio, valoro la continuación que, hoy por hoy, me inclina hacia un posible crimen pasional o, en segunda instancia – los planes B acostumbran a ser más convincentes que los planes A – hacia un desenlace estático. Por desenlace estático entiendo que no acabe de pasar lo que, de entrada, parecía que había de pasar. Adelanto pues. El matrimonio ha terminado de cenar y hablan del próximo fin de semana. Fuera no llueve, aunque cuando lo he pensado por primera vez, diluviaba y había un perro inquietante que ladraba desesperadamente. Como no me fío de nada que en una novela o un cuento pueda parecer inquietante solo por el hecho de que el narrador diga que es inquietante – y menos todavía si la afirmación se subraya con el efecto dramatizador de la lluvia – he preferido prescindir del perro y del mal tiempo. También habia pensado que el fin de semana debería ser monótono, con momentos de una serena compenetración y, como elemento perturbador, la rueda pinchada de un coche, que activase una discusión que desembocaría en una guerra de reproches cruelmente agresivos (al estilo de ¿Quien teme a Virginia Wolf?, pero sin alcohol). A pesar de eso ahora me tienta mas la idea de que la monotonía acabe de modo desconcertante. En una orgía sadomasoquista, por ejemplo,
ambientada en un castillo, con toda la parafernalia de este medievalismo decadente que, en general Tinto Brass y el marqués de Sade han hecho mucho daño – caracteriza al género. Tendría que escribir el episodio con un estilo aséptico. El sexo no debería transmitir sensualidad. Imagino la descripción como la preparación de un pollo: cortes y movimientos contundentes, patas, cabeza, alas, hígados, esqueletos y mollejas. De modo que después de una elipse que debería ahorrarme explicar toda la sobremesa, haré subir a los personajes al coche (no es necesario que se pinche la rueda), ambos pensando en cosas monótonas pero insinuando que tal vez no lo sean tanto. Para la escena de la orgía no me documentaré. Tampoco tendría la necesidad de que fuese realista, solo que se ajuste a la idea que la mayoría de los lectores tienen de una orgía. Tendré que centrarme más en la confesión del hombre que no en la descripción de la mujer en plena orgía. El lector deberá entender que, en realidad, el hombre odia las orgías. Que solo participa por amor (a su mujer, se entiende). Y este sentimiento de sacrificio lo tendré que hacer explotar cuando la mujer (vestida o desnuda, atada o desatada, amordazada o encadenada, colgada de un sofisticado sistema de cadenas, cuerdas y poleas) esté siendo sometida a las vejaciones que proceden. Y entonces el marido tendrá que rebelarse y decidir que no puede continuar fingiendo que participa de este delirio de golpes y latigazos. Y haré que el la libere a ella
(manipulando nerviosamente las cadenas, los nudos o lo que demonios haga servir la infantería sadomasoquista), y le diga alguna cosa como: “Me niego que hagas todo eso”, pero dicho con la gracia que se supone que los escritores hemos de tener para que las situaciones sean creíbles y emocionantes. Y aquí tengo la duda de cómo reaccionará la mujer. ¿Le dirá al marido que sino le gustan las orgías ya puede irse? ¿Le confesará, emocionada y abrazándolo (hasta donde permita el abrazo, las cuerdas, la faja y el bozal de cuero), que ella también lo hacía por el, porque creía que no podía vivir sin humillaciones y los diálogos grotescos, que si “eres mi esclavo”, que si “ahora te quemaré los pezones con un Camel sin filtro”? Y de tan lejos como habré llegado, se que entonces preguntaré, se que entonces me preguntaré si tiene algún sentido inventarse una historia como esta. Y pensaré que, para que nadie diga que los escritores siempre hablamos de nosotros, a veces acabamos escribiendo cosas bien extrañas. EL TIEMPO Vestido con una chaqueta de camuflaje y botas latas, andas sin hacer ruido. Observas todo lo que se mueve con mirada de experto. No tienes miedo. En el zurrón llevas una pistola y un puñal, a pesar de lo que mas te gusta es usar el fusil, que te permite avanzar con el cañón abriéndose paso entre ramas y
zarzales. En casa tienes fotografía y recuerdos de estas salidas: una imagen con las manos arañadas después de haber estrangulado un día o, colgada a la pared, una serpiente disecada, tan inexpresiva como en el momento de dispararle dos balas entre el miércoles y el jueves. No sabes que encontrarás pero tienes suficiente experiencia para intuir el peligro. Te reconforta volver a vivir esta sensación de inminencia. La descubriste hace muchos años, cuando con trabajos eras capaz de matar una hora o una tarde (después llegaron los días, las semanas y los meses) A medida que avanzas sitúas la escopeta en posición de disparar. Notas la frialdad del barboquejo, la dureza del gatillo y te preparas para la fuerza, siempre sorprendente, del retroceso. Adivina el aliento de la presa mientras calculas sus dimensiones. De nuevo, reconoces la responsabilidad u el riesgo, el vértigo de sabe que en aquel paisaje definitivamente íntimo, notando la humedad de la tierra bajo tus botas, o disparas y matas al tiempo o el tiempo te mara a ti. SEGUNDA CANCION El hombre siente que dentro de si acumula más amor del que es capaz de dar. “No debe ser grave”, piensa. Por suerte le gusta más dar que recibir. Por eso procura ser generoso y lo hace con una intensidad que sorprende a las personas queridas. También es consciente que no puede concentrar todo
el amor en una sola persona. La mujer que quiere, por ejemplo, le da a entender que tal vez está haciendo demasiado. Preocupado, el hombre se distancia un poco, pero entonces ella le dice que ya no le reconoce y que ha llegado el momento de dejarlo. El hombre compensa la tristeza de la separación invirtiendo todo el amor que hasta entonces daba a una sola mujer en otras mujeres, que, por lo general, no le corresponden. Esto, que quizás sería frustrante para algún otro, a el ya le va bien: así no ha de esperar nada de vuelta y puede colocar los excedentes del amor que, de una manera monstruosa, continúa generando. Procura reciclar parte de este sentimiento a través de los hijos, aunque en seguida comprende que si les continúa queriendo de un modo excesivo, dejarán de necesitar el amor que les ha dado hasta ahora. Pronto, el equilibrio se rompe. Ya no tiene la energía de antes. Respira con dificultad, sobretodo cuando ha de ir arriba y abajo intentando regalar amor sin criterio alguno, desaprovechándolo. Para recuperarse, tiene que dormir más y sumergirse en una espiral de pesadillas. Una noche en la que casi no se puede mover, nota como el amor se le coagula en la sangre y que, literalmente, le asfixia. Estirado en una ambulancia que, con un hilo de voz, a conseguido pedir por teléfono, recuerda los tiempos en que era capaz de amar de una manera natural, sin ser consciente. La sensación de pánico contrasta con la quietud que le rodea: la inmovilidad del aire, el tacto
del pijama, la indiferencia profesional de los enfermeros y la presencia de una muerte inminente. Si todavía le quedasen energías, al hombre le gustaría negociar con la muerte y regalarle todo el amor que tiene a cambio de vivir un poco más. Aunque sea sin amor. EL COLOQUIO A la hora del coloquio una chica del público le pregunta porque es misógino, porque en los libros que escribe las mujeres siempre mueren o engañan a los hombres. El tono de la pregunta deja ver más curiosidad que hostilidad. Mientras piensa la respuesta, el escritor bebe agua y deja que el interrogante flote sobre el auditorio como una mosca borracha. Durante la conferencia se ha fijado en la chica. Lleva unas gafas de cristales redondos que hacen juego con una cara angulosa pero atractiva. El modo de recogerse el pelo – en una cola desastrada – y la elección de la ropa transmiten una explícita voluntad de no ser mirada. Sino corriese el riesgo de ser malinterpretado, el escritor le contestaría que intenta escribir sobre las mujeres con la misma libertad con la que escribe sobre cualquier otra realidad. En un escenario con menos gente, afirmaría que siempre le ha sorprendido la capacidad de las mujeres para transformar la propia incoherencia o sus errores en pruebas de flexibilidad y de inteligencia. Si hubiese de servir para algo, el
escritor confesaría que esto siempre le ha desconcertado y que, aunque no sea partidario de generalizar, ha llegado a pensar que los causantes de tantos malentendidos deben ser el amor y el sexo, esos cepillos de carpintero que, en lugar de alisar las aristas de las relaciones arrasan los estímulos. Ante un auditorio como el de hoy, el escritor intuye que esos comentarios serían bien recibidos. La sinceridad, incluso cuando es impuesta, acostumbra a despertar simpatía. Explicaría que malinterpretar las expectativas de las mujeres no solo le afecta a el sino también a otras personas. A los hombres, por descontado, pero también a las mujeres, que se lamentan de no ser entendidas sin plantearse que quizás no sea tan fácil y que, en cualquier caso, deberían aspirar a una recíproca comprensión, de ida y vuelta. Añadiría que, con el tiempo, ha aprendido a no sorprenderse por nada con la coartada de que no entiende a las mujeres. Es un recurso demasiado fácil, es consciente de ello y, como muestra de buena voluntad, estaría dispuesto a admitirlo. Por el atajo de la complicidad, repasaría su historial sentimental y confesaría que, en momentos de desorientación, buscó respuestas que no encontró en los divanes de los sicoanalistas ni en los rincones más visitados de los locales de intercambio. Como primera conclusión, diría, que le queda el consuelo que ninguna de las mujeres con que ha tratado – se entiende un trato relevante – le ha acusado de misógino. “A diferencia de usted, señorita”, le diría
a la chica, buscando en el humor espacio para el entendimiento. En realidad al escritor le gustaría contestar que, mas que misoginia, lo que tal vez esconce esta conducta debe ser una capacidad misantrópica para entrar en el mundo de los demás, también en el de las mujeres. Porque, en general, intenta hablar de lo que conoce. Y, cuando en la vida extraliteraria ha conseguido entrar en el mundo de las mujeres, ha descubierto que, para no decepcionarlas, tenía que cambiar, y que cambiar habría supuesto renunciar a buena parte de aquello que, conciente o inconscientemente, le había permitido – aun no sabe como – entrar. Pero ahora los ojos de la chica son su único interlocutor. Esperan la respuesta sin la malicia que al escritor le gustaría ver. Si así fuese, podría responder con sarcasmo o con un aforismo de, pongamos por caso, Oscar Wilde (dicen que otro misógino). La aparición de Wilde no debe ser casual, intuye. Piensa que si fuese abiertamente homosexual, tal vez no le reprocharían que sus personajes actúen con una, digamos, tendencia a ignorar a las mujeres. No porque le parezcan menos interesantes que los hombres, matizaría en seguida, sino por que, como el es un hombre, le debe ser más fácil meterse en la piel de personajes masculinos. “No es tanto un acto de misoginia sino de egolatría” añadiría con ironía antes de aclarar que la acusación según la cual en sus libros todas las mujeres mueren o engañan a los hombres es falsa. Podría citar a personajes
femeninos ( cierto que secundarios) que ni mueren ni hacen sufrir a nadie y que, además, tienen una incidencia positiva (o por lo menos no negativa) en el desenlace. Hilaría más fino aún: estas mujeres, se preguntaría en voz alta, tal vez estén no por razones de funcionalidad narrativa sino porque deliberadamente o no, las coloca para que se entienda que su voluntad no es la de ser misógino (ni tampoco dejar de serlo). Mientras la chica observa, el escritor piensa que si dijese todo eso, estaría dejando entrever un punto de reacción molesta, quien sabe si el indicio del fundamento de la acusación. El caso es que no recuerda haber escrito conscientemente ni una sola frase misógina. De acuerdo que prefiere los personajes masculinos, ¿y que? El escritor tiene un amigo que escribe obras de teatro con protagonistas femeninos. Siempre le dicen que es admirable como capta la sicología de las mujeres. “Pues yo no la capto, ya ves”, afirmaría sin ningún tono desafiante. También explicaría que, cuando ha probado inventar personajes femeninos, le han quedado tan postizos que, incluso cuando el resultado era literariamente aceptable, lo destruía para no fingir que entendía lo que no entiende. Aceptando la provocación de la pregunta, afirmaría que tampoco las quiere entender. (ni no entender) a las mujeres. Pero ahora en la mirada de la chica le parece detectar un cambio de registro que, si fuese una película, podría ilustrarse con unos acordes de piano. Y sabe que este comentario podría ser
malinterpretado. Y que, entonces, sentiría un gran cansancio y se preguntaría sino será más fácil aceptar que buena parte de las relaciones entre hombres y mujeres tienen un componente de rechazo y de atracción, de animalidad y de teatro. Que determinadas relaciones funcionan con elementos de dominio mental o físico (en las dos direcciones). Si es una herejía admitir que puedes llegar a los cuarenta y cinco años y no haber entendido nada de las mujeres, o tener la convicción que lo poco que te ha parecido entender no te gusta, lo mismo que no te gusta el bacalao (pero este ejemplo también se lo ahorrará, por si acaso). Lo retira mentalmente, porque justo en el momento en que la chica sonríe le hace pensar que, en otro tiempo, le era muy difícil obtener sonrisas así. Que se hizo escritor precisamente porque escribir le abría las puertas en la percepción que los otros tenían de el – y en los otros también incluía a las mujeres – Y cuando una mujer le sonreía – de manera distinta de cuando era operario en una planta de envasado de mortadela – entonces se sentía un poco decepcionado. No de las mujeres en general sino de aquella en particular. Estuvo tentado de explotar aquella sospecha de misoginia. Esto también se lo diría a la chica, que expectante, ahora se sube el puente de las gafas. Le diría:”Pensé en hacerme misógino profesional, lo mismo que hay escritores que explotan una aversión que debería preocuparles más que enorgullecerles”. Pero no lo hizo. Porque subrayar la incapacidad de
entender la sicología femenina le parecía un recurso abyecto. Y no me refería a una abyección moral sino literaria. Creía que, cuanto más se alejase de los sentimientos y de las propias convicciones, menos verosímil sería. Y si, al final, la impresión que transmitía era que solo escribía sobre machos sin esperanza en un mundo de cueles mujeres, asumiría las consecuencias. Y si la consecuencia es que, de tanto en cuando, - tal vez demasiado a menudo, de acuerdo – alguien le pregunta porque es misógino, lo considerará un derecho del lector y una servidumbre del oficio. Por eso después aclararse la garganta y de beber otro sorbo de agua, el escritor sonríe y, mirando fijamente a los ojos de la chica, le dice: “¿Por favor, podría repetirme la pregunta?” HUMOR No es justo que pueda dar mi cuerpo a la ciencia y no a las letras. Para darlo a la ciencia solo necesito no padecer ninguna enfermedad infecciosa y tener vigente el documento nacional de identidad. Si lo acabo haciendo – tengo pocas alternativas – se que no tendré ningún problema y que contribuiré a las prácticas de los estudiantes de la facultad de Medicina. Circulan muchas historias macabras sobre el uso que se hace de los órganos donados y sobre piscinas de formol. Algunos médicos me han hablado con una sonrisa cómplice, como si aceptasen que la juventud y la vida de estudiante
implican un grado considerable – y terrorífico – de irresponsabilidad. No me preocupa que mis órganos acaben sirviendo para asustar a un principiante de primero de carrera o como un elemento de atrezzo de una ceremonia de iniciación de batas blancas. Pero intuyo que, en manos de estudiantes de letras o de simples aficionados a la literatura – incluso de poetas – el espectáculo seria más imprevisible. La medicina es una actividad seria y responsable. Las letras, en cambio, son una vocación que, como escribió el maestro Manganelli, acaba siendo volátil, misteriosa y frívola. Precisamente por eso preferiría dar mi cuerpo a las letras y acabar alimentando la imaginación de un perturbado o la capacidad de fabulación de alguien que, ante unos órganos cedidos de manera altruista (y un poco temeraria), tal vez conseguiría sacar algún provecho inmaterial, un brote de sana o insensata inspiración, un poco de ficción. DOS RADIOFONISTAS I.- VOSOTROS, EN CASA, TAMBIÉN PODEIS JUGAR. El hombre vive con su madre en una urbanización medio desierta. Empezaron a construirla los primeros años de la burbuja inmobiliaria, cuando las promesas de los promotores aún coincidían con las creaciones futuristas hechas por ordenador. Muchas familias invirtieron el dinero que no tenían en
cincuenta y cuatro chalets con zonas comunitarias y de comercio. De la tierra prometida – último círculo de un conjunto de periferias concéntricas – ha quedado una topografía virtual que perdura en las charlas. Cuando alguien habla de “las pistas de tenis”, “la piscina” o “el centro comercial”, hace referencia a realidades que figuraban en los planos y en las maquetas pero que nunca se construyeron. Cohesionados por la euforia de la indignación, los vecinos se organizaron para exigir el cumplimiento de las cláusulas y contratos. Pero pasado un tiempo hubieron de rendirse a la evidencia: la debilidad de los derechos es inversamente proporcional a la fortaleza de los deberes. Humillados por un largo proceso de inanición administrativa, la mayoría de los estafados abandonaron. El hombre es de los pocos que aún resisten, en parte porque confía en una especie de justicia compensatoria y en parte porque se alimenta con el combustible del rencor. Cree que abandonar equivaldría a renunciar a todo lo que se ha invertido hasta ahora. Todo quiere decir mucho dinero pero también las hijas y la mujer, que le abandonaron después de haber intentado, inútilmente, apoyarle. De los que eran en un principio solo quedan la madre – inválida por la osteoporosis y por ataques de pánico – y una asistenta sin la que no se habría podido mantener atrincherado, enarbolando la bandera de la resistencia, incluso cuando, cada dos por tres, los
ladrones de cobre se llevan los cables eléctricos y telefónicos de la zona. Ahora el hombre, la madre y la asistenta están dentro del coche, camino hacia la sucursal bancaria más próxima. Cada seis meses tienen que cumplir la formalidad de presentarse, en persona, para justificar el cobro de la pensión de la madre. El lo podría solucionar presentando una fe de vida pero en las actuales circunstancias, le es más complicado ir a la capital para tramitarla que no organizar esta peregrinación burocrática – once kilómetros por una carretera infernal – Una vez ante la sucursal no hace falta que la madre baje del coche. El apoderado se acerca a saludarles y oficializa el trámite con un estrecharse las manos. La secuencia es absurda pero el hombre la acepta por necesidad. Volviendo hacia casa, se cruzan con el camión de los ladrones de cobre. Se sitúan a lado y lado de la carretera, desafiantes, conscientes que les ampara toda la impunidad del mundo. El hombre no sabe lo que haría sino fuese acompañado por la madre y la asistenta. Tal vez se enfrentaría o pensaría en avisar a la policía (que como siempre se limitaría a lamentar que existiese urbanizaciones cono esa). Una vez en casa acelera las operaciones de intendencia. Por experiencia sabe que hoy no habrá ni teléfono ni Internet (a veces los robos incluyen los cables de fibra óptica y afectan al servicio eléctrico) y que deberán conformarse con velas y el transistor de pilas, que tiene el poder de atenuar el pánico de la
madre. Más tarde, en una de las pocas emisoras que les llegan sin interferencias, un locutor inicia un concurso y promete dos entradas dobles para un espectáculo sobre hielo. El hombre no se fija en las preguntas, solo percibe que mientras espera las llamadas de los oyentes, el locutor repite: “Vosotros, en casa, también podéis jugar”. Fuera, el cielo se oscurece y los pocos faroles que aun funcionan continúan – mal síntoma – apagados. Por los ventanales ve pasar el camión cargado de cables, enrollados como si fuese churros gigantes acabados de freír, con los ladrones fumando y riendo, insultándose con una cordialidad penitenciaria (sabe que se insultan porque hablan la misma lengua que la asistenta y, un día, ella le explicó lo que decían), subiendo hacia la zona del no-centro comercial. El hombre se acerca al sofá donde se sienta la madre y, durante un rato, escuchan juntos como la radio insiste: “Vosotros, en casa, también podéis jugar”. El locutor lo repite como si hablase para hacer tiempo, como si se esforzase en que no se le note el pánico. El pánico de darse cuenta que nadie le escucha, que nadie le llamará, que todos los teléfonos de la comarca, del país y del mundo han dejado de funcionar. 2.- SEÑOR POLLO Poco antes de morir, el locutor se fue a vivir a casa de su hermana. Estaba bastante enfermo para
saber que el círculo se cerraba y era lo suficientemente lúcido para resistirse con una dignidad elegante y testimonial. Como la enfermedad no le permitía salir a la calle, bajaba al vestíbulo y sentado al lado del conserje, veía pasar las horas y la gente. Aprovechaba la amplitud señorial de este espacio para fumar contraviniendo las órdenes de los médicos. Si el conserje le comentaba los peligros del tabaco, el locutor respondía: “Mejor ser esclavo de tus vicios que de tus virtudes” lo decía con una voz condenada por los tratamientos, que ya no se parecía a la que, durante tantos años, había iluminado la ciudad. Poco antes de morir, el locutor había perdido la energía que en sus mejores momentos le impulsaba a declamar: “¡Soy una silla!” o en cumplimiento de un acuerdo con el patrocinador, en gritar: “¡Soy don Pollo¡” El personaje se hizo tan popular que , fuera del estudio, cuando le oían la voz los taxistas, los camareros, los palmeros y las putas le identificaban en seguida Ahora, en cambio, parecía un pollo de una explotación industrial a punto de ser sacrificado. El conserje le daba conversación y el le respondía satisfecho de escucharse, aunque sin tenerse que poner los auriculares, se daba cuenta que había perdido el tono, el empuje y el carisma. Si alguien le reconocía e insistía – a veces la gente es cruel y le hacía repetir el nombre de uno de sus programas, el se avenía, “La ciudad es un millón de cosas, decía y
se le nublaban los ojos no de nostalgia sino de impotencia. Arrastrado por la popularidad y la capacidad de administrarla, el locutor se dejo llevar por el éxito, forzando la salud y preservando un espíritu de artista que sacaba de quicio a los colaboradores y a los directivos y que le hacía parecer más informal de lo que en realidad era, dice la leyenda que a final de mes se fundía el salario en fiestas maratonianas celebradas en un hotel enfrente de la emisora, Cuando la industria de la radio cambió para volverse más, el locutor empezó a estorbar Incapaz de gestionar el propio talento dinamitaba los guiones pero si el oyente eras bastante indulgentes con los excesos, podía vivir momentos de una creatividad que en manos de cualquier otro, habrían sonado cursis o artificiales La misma intensidad que le hizo triunfar le hizo perder. Con la escusa de ser bohemio, combatía la lógica de la responsabilidad. Fuera de los estudio huía, pintaba y se convencía que el silencio de la pintura compensaba la verbosidad incontinente del señor Pollo. Poco antes de morir, el locutor saludaba a los vecinos que entrábamos y salíamos del edificio. Yo le reconocí por la barba blanca, la mirada – de una franqueza que desarmaba – y sobretodo por la manera, personalísima, a pesar de ale enfermedad, de decir “Buenos días”. Sorprendido porque el señor Pollo hubiese ido a parar al vestíbulo de casa, recordé las veces que le había oído co la oreja – pura
prótesis – pegada al transistor. Rememoré mentalmente la organización de los conciertos benéficos, los diálogos con el pianista del estudio. Las viudas que llamaban para decirle que querían suicidarse y sus respuestas salvavidas: “Suba a la azotea, mire la luna y vuelva a llamarme para contarme como se encuentra”. O ya, en la época del declive, recordaba la entrevista que le hizo a un escritor debutante. Para no seguir el cuestionario tópico, el locutor anunció: “A los que me demuestren que han leído este libro y que me llamen ahora, les regalo una maceta”. Y como no llamaba nadie – y notando la vergüenza del escritor – cambió de estrategia y, a gritos, anunció: “¡A los que llamen ahora, les regalo el libro de nuestro invitado y dos macetas¡”, y la centralita de la emisora se colapsó. Era de una humanidad invasiva. Era caótico en su modo de ser generoso y generoso e su modo de ser caótico. Era posesivo en sus afectos y malediciente en sus odios. Era seguro en la indiferencia y creativo incluso cunado le convenía no serlo. En el estudio, y con la voluntad de subrayar su lado más ácrata, se desentendía de la actualidad y cuando encendían el piloto rojo y el cigarrillo (pertenecía a la generación de radiofonistas que enriquecieron la antena con el sonido del encendedor y del tabaco consumiéndose), hacía una pausa que multiplicaba la expectativa y como si sufriese un calambre de vitalidad, gritaba: “¡Soy don Pollo!” Y la ciudad le agradecía aquella
energía a fondo perdido con una sonrisa íntima y fiel. Poco después de morir, se habló del locutor procurando no hurgar en las heridas de las malas épocas, ni en la ingratitud de los que le habían utilizado o abandonado (por falta de paciencia o por prudencia; porque todo tiene un límite y el no se acababa nunca; porque la bohemia asusta por lo que tiene de amenaza y de tentación). Los periódicos y las radios le glosaron con comentarios generosos y con aquella prisa que parece deear que llegue la próxima necrológica para borrar el dolor de la anterior. En el vestíbulo quedó en conserje, huérfano de aquella voz que tanto le había acompañado en las últimas semanas. Adiós al olor de tabaco. Adiós a las anécdotas de cuando, en el estudio, ponía el micrófono sobre un ladrillo (“Me sirve para respirar mejor y recordar que nunca hay que perder los orígenes”) Adiós al hilo de voz revolviendo recuerdos de mujeres a quien había querido, de amigas que más allá de lo razonable, le habían ayudado a reparar viejos agravios (que el digería con una mezcla autodestructiva de dependencia y rencor). En adelante, el conserje tendría que hacer un esfuerzo por recordar la expresión del locutor cuando, después de hacer una pipada terminal, se sorprendía pudiese perderse tan dentro por el laberinto de los pulmones y encontrar la salida. O la facilidad con la que regalaba cuadros que nunca
firmaba. Lo comentamos en el vestíbulo, el conserje y yo. Y sin haberlo acordado, nos quedamos mirando la página de necrológicas, compartiendo un silencio de funeral, pensando que todos los locutores deberían morir hablando, sorprendidos de que un hombre tan bohemio, imprevisible y poco previsor hubiese dejado preparada la esquela que mejor le definía: “La ciudad es un millón de cosas. Hoy entre ese millón está mi muerte. Soy Luis Arribas Castro. Don Pollo”. TERCERA CANCION Revolviendo los libros de la estantería he encontrado la cuenta del restaurante donde comimos el día que me dejaste. No es la clase de papeles que me gusta conservar y por eso me ha extrañado descubrirlo extraviado entre las páginas de la biografía de Louis de Funès. He recordado que insististe mucho en pagar, probablemente porque había preparado la escena y debías creer que habría sido indigno que, además, te tuviese que convidar yo. Que me llevase la cuenta también me ha sorprendido. Quiere decir que a pesar de la dureza del momento, me pareció importante conservarlo, tal vez como la prueba documental de una decepción – la elección de un restaurante como territorio neutral me dolió casi tanto como el veredicto que, rehuyéndome la mirada, pronunciaste – Me ha hecho sonreír ver lo que comimos. Aunque el documento
no especifica lo que pedimos cada uno, es fácil deducirlo. De primero, no hay duda. Te facturaron dos ensaladas de tomate, queso y orégano. De segundo, unos raviolis de langostinos y puerros (para ti) y un filete a la plancha (para mi). Que no tomásemos ni vino ni postres me hace suponer que estábamos a dieta (si fuese posible volver atrás, nunca más haría régimen: es uno de los factores más devastadores de destrucción de las parejas). El restaurante aún existe. No he vuelto porque no me gusta. Es el típico negocio hijo de los Juegos Olímpicos donde, siguiendo un ritual muy propio de esta ciudad, se juntan la hipocresía de los clientes, que hacen ver que se come muy bien, y la falta de escrúpulos de los propietarios que fingen que saben cocinar. Y también porque, aunque han pasado muchos años, no quiero arriesgarme a encontrarte y tener que saludarte, preguntar como te va todo y que tu, un poco incómoda, me tengas que presentar a tu marido – apretón de manos caluroso, ninguna dieta a la vista – o peor aún, a los hijos, clavados a ti, que deberíamos haber tenido. NUEVA YORK, 1994 (Notas para un cuento) Hemos comprado comida india para llevar. En las paredes del restaurante hay fotos del dueño del local al lado de Robert de Niro, Richard Pryor y Bruce Willis. Sospecho que debe de haber una empresa que
comercializa este tipo de fotografías, probablemente trucadas. El conserje polaco del edificio donde vivimos – una amiga de Silvia nos ha dejado su apartamento durante unos días – nos mira con recelo cada vez que entramos o salimos, especialmente a mi (es imposible que nadie pueda desconfiar de Silvia). Hace meses que intentamos engendrar un hijo. Calculamos los días de máxima fertilidad, las fases de la luna, la temperatura basal y las ventajas de determinadas posturas. Hacemos el amor con una disciplina atlética, mecanizados por la trascendencia del objetivo. Por la mañana escucho una emisora hispana de radio. Me fascina la locuacidad de los locutores y la información del tráfico: conectan con una reportera que, en helicóptero, sobrevuela los puntos de acceso a la ciudad. Sospecho que, como las fotografías del restaurante, el helicóptero es de mentira. Desayunamos en un café griego. Habíamos acordado ir cada día a un sitio distinto, pero como el primer día a Silvia le gustó mucho el camarero – se miran con una apetencia recíproca, reforzada por el estallido de los huevos y el tocino sobre la plancha – lo hemos convertido en ritual. Esta noche hemos de ir a cenar a casa de Siri Hustvedt y Paul Auster. No he querido pensar hasta ahora porque estaba convencido que la cita se anularía. Silvia es la
editora de Hustvedt en español y, hace unas horas, han hablado por teléfono para ponerse de acuerdo. Como ellos viven en Brooklyn y nosotros estamos en Manhattan, nos han recomendado llamar a una compañía de taxis privados. Me he pasado la tarde fingiendo una calma que no tengo y revisando las vías de acceso a Brooklyn. Ayer sufrí una bajada de tensión o una subida de azúcar – aun no distingo los síntomas de cada cosa – mientras comíamos en un restaurante frecuentados por mafiosos. No llegué al segundo plato: acabé taquicárdico. Ahora me doy cuenta de que todo este nerviosismo tiene que ver con la inminencia de la cena. ¿Cómo he de comportarme si no se suficiente inglés ni para intervenir en la conversación ni para seguirla? ¿Cómo volveremos de Brooklyn? ¿A que hora? Silvia y Siri se conocen y tienen intereses comunes pero, ¿Qué haré si Paul Auster – ¡Paul Auster! – me dice alguna cosa? Y lo que es más importante, ¿podemos confiar en que el taxista no nos matará? El estado nervioso se ha ido agravando primero en el taxi – como he entrado es una espiral de histeria, hemos acabado llamando a los Auster para que nos recomiende una compañía de confianza; deben haber pensado que somos idiotas – y después, en Brooklyn, donde hemos llegado mucho antes de la hora prevista. Para no ser inoportunos, hemos
paseado por Park Slope y Silvia me ha propuesto identificar, entre la gente, un posible hijo de los Auster. A veces lo hacemos: buscamos parecidos entre los viandantes. Es un juego inofensivo que, igual que la literatura, reconvierte las especulaciones en creatividad y me aleja de esta hipocondría de la tragedia (los hay que exageran enfermedades inexistentes; yo sufro por catástrofes que solo son reales en mi imaginación). Sentados en un café – buscamos el aire acondicionado para resguardarnos del bochorno – contamos cinco hipotéticos Auster junior. Al final, nos presentamos en la casa, Silvia con su sonrisa que la identifica y una botella de vino; yo, sudando, y con una bola de nervios en el estómago. Valoro el privilegio de cenar con dos escritores que admiro, pero también soy consciente que esto no resuelve mis atrofias de sociabilidad ni la incertidumbre sobre la hora de vuelta, ni la inquietud de saber si el taxista será o no un asesino. A los que no son sufridores tal vez les cueste entenderlo. Es un trastorno que no tiene que ver con la realidad sino con la ficción. Acompañas a alguien a su casa porque sospechas que los taxistas son sicópatas que destripan a los clientes. Pero cuando llegas te percatas que, puestos a hacer, mejor acompañarlo hasta el ascensor, o hasta la puerta y, a pesar de que durante unos minutos crees que ya
puedes estar tranquilo (ya tienes lo que querías: has visto como entraba en casa y como cerraba con doble llave), no puedes evitar llamarle más tarde y preguntarle si todo va bien (nunca se sabe; podría haber habido un sicópata oculto en el interior). Esto multiplicado por todas las personas que frecuentas, es extenuante. Por eso he aprendido a establecer un cierto autocontrol (anoto el número de la licencia de los taxistas en lugar de acompañar a todo el mundo a todas partes) y a aplicar una jerarquía de sufrimientos que, a veces – como esta noche – no funciona. Hay parquet, luz y un perro recogido de la calle, tan hospitalario como los anfitriones. Se comportan con una naturalidad que se agradece, sin dejar de atender a los asuntos domésticos. Nos presentan a la hija pequeña y al hijo adolescente (no se parece a ninguno de nuestros juniors) Que irán a cenar a una pizzería para que podamos estar “más tranquilos”. La casa está decorada con una equilibrada voluntad de orden, calidez, buen gusto y comodidad. Salimos al jardín, con rotundas moscas, de Brooklyn. Mi inglés es tan defectuoso que durante la cena callo, escucho y sonrío, cazando frases al vuelo que probablemente malinterpreto. Como Auster también habla francés, tiene la deferencia de cambiar de idioma, pero no se que es peor, si sufrir por no entender nada o sufrir por no saber que decir. El se
debe dar cuenta porque a medida que pasan los minutos, es cada vez más cordial. Auster enciende puritos holandeses y habla de cosas interesantes, como del rodaje de Smoke y, en estos días, de Blue in the face, su primera experiencia como cineasta. Se le nota la energía y el entusiasmo propios de los momentos creativos. Explica anécdotas de William Hurt – Siri y Silvia ponen los ojos en blanco: deduzco que Hurt es como un camarero griego pero elevado a la máxima potencia – de la bondad y de los problemas matrimoniales de Harvey Keitel, de la generosidad de Ang Lee. Yo, entretanto, sudo y especulo sobre si, en el momento de asesinarnos, el taxista usará una pistola o un machete. Devoramos una ensalada de ingredientes deliciosos pero no identificados, un filete de atún y helado Häagen Dazs de vainilla. La conversación se alarga y, de modo precario, consigo contener la bola de nervios. Constato que Auster es la personificación del carisma y de la cordialidad. Hustvedt, quizás porque no entiendo casi nada de lo que dice, parece más tensa (el azulísimo color de sus ojos se le oscurece con súbitas nubes de cansancio, que atribuyo a nuestra – mejor dicho: a mi – presencia). Cuando por la lógica del protocolo, parecería que había llegado el momento de irse, Auster nos sorprende al preguntarnos: “¿Os gustaría
ver el material de Blue in the face que hemos rodado hasta ahora?”. El privilegio de estar cerca del admirado escritor (y de admirarle aún más porque se comporta de una manera que invita a no idolatrarlo), de escucharle, de compartir anécdotas y vino, de espantar las mismas moscas, de inspirar el tabaco que el espira, de tener la oportunidad de ver juntos un trabajo inédito, nada de eso es suficiente para evitar que, con una convicción suicida, yo responsa con un no rotundo. “No”, repito. Es una respuesta tal maleducada que Silvia ha de rescatarme y, en un tono de voz que da a entender que no he dicho lo que si he dicho, me corrige:”Sería fantástico”. Todos hacen ver que no me han oído y me miran, perro incluido, como el conserje polaco. Subimos al primer piso, a una especie de videobiblioteca desordenada pero acogedora, con un sofá y una pantalla de televisión. Auster pone la cinta VHS y comenta las escenas. Silvia le corresponde con agradecimiento, atención y complicidad. Yo creo que tardaremos una hora más en irnos y en el taxista (que nos matará). Mientras tanto en la pantalla veo imágenes que en otra vida seguro que me habrían gustado (reconozco a Lou Reed pero como no le entiendo, no puedo imaginar que esté diciendo que Nueva York no le da ningún miedo especial, a diferencia de Suecia, que si que le da, porque en
Suecia todo el mundo va borracho, y todo funciona, y estas cosas le dan miedo, pero Nueva York, en cambio, no). Y el taxista que me imagino es entonces Robert de Niro, Richard Pryor, Harvey Keitel e incluso William Hurt, con los ojos en blanco y usando el machete con una destreza cruel. La bola de nervios gana la batalla. Pienso en lo que debe faltar para que acabe la película y en mi incapacidad de saborear este momento. Soy conciente que dentro de unas horas o mañana, me lo reprocharé con rabia, vergüenza y frustración. Y que entonces querré volver atrás – demasiado tarde – y agradecer la generosidad de los Auster y la paciencia de Silvia, a quien espero ser capaz de darle el hijo que tanto desea (no lo comento porque es un pensamiento inconfesable pero estoy convencido de que si en lugar de ser yo, el padre tuviese que ser Auster, Hurt o Keitel – por no hablar del camarero griego – ya hace semanas que estaría embarazada). Cuando salimos el bochorno se ha disipado un poco. El taxi de la compañía de confianza nos espera, conducido por un sudafricano melancólico y silencioso. El camino de vuelta es plácido. Atravesamos un puente monumental, sin atascos ni helicópteros. Nada de lo que vemos parece formar parte de un decorado sino de un escenario vivo en que cada luz tiene sentido, historia y coherencia. Busco la mano de Silvia pensando que tiene motivos
para rechazarla. Pero ella la aprieta con fuerza, como si quisiese transmitirme una confianza que no me he ganado pero que necesitaremos para acabar lo que hemos empezado. Pero antes hemos de llegar sanos y salvos al apartamento. Hemos de cruzar el vestíbulo (nunca hemos vuelto tan tarde y no se si tendremos que enfrentarnos a la mirada reprobadora del conserje polaco o a la indiferencia narcotizada del suplente jamaicano). Hemos de subir en el ascensor (con la doble puerta y la reja corrediza, de una lentitud terrorífica). Y hemos de comprobar que no haya ningún sicópata en el interior. BUFANDA Tiene noventa y dos años. Está tejiendo una bufanda – por lo menos lo intenta – Durante mucho tiempo, hacer media ha siso una manera de relajarse sin dejar de ser productiva ni caer en una ociosidad que iría contra sus principios. Enfila puntos, no acierta movimientos que antes eran automáticos, deshace con los dedos lo que ha tejido con las agujar, no sigue el orden adecuado, digámoslo claro,: no solo no avanza sino que, a menudo retrocede. A ratos confunde las lanas, mira de derecha a izquierda, sin pedir nada (aun dosifica las demandas de ayuda), hasta que se da cuenta que lo que busca lo tiene entre las manos. A pesar de que le falla la vista y el tacto, continua. De tanto en tanto, contempla lo poco que ha conseguido tejer – no sabe
que, mientras ella duerme, su nuera le rectifica los errores – con una satisfacción que mas tiene que ver con la sorpresa que con el orgullo. Aplana el extremo nunca acabado ni comenzado de la bufanda con una caricia experta, como si, a través de lo que le queda de tacto, evaluase su propia habilidad. Coordina tres puntos seguidos. Se encala. Coge la bolsa donde guarda las madejas de lana – Pingouin – y murmura. Vuelve. Hace años era capaz de hacer media mientras escuchaba la radio, mantenía una conversación y, de reojo, vigilaba lo que tejía. Hacia ir las agujas con una habilidad prodigiosa y, entonces, hablaba del marxismo, de las diversas versiones de Just a gigoló, de poesía feminista, de la malvada belleza de Alain Delon, de la zarzuelas Cansó de amor i de guerra o de la tortilla de alcachofas que haría para cenar, de las radionovelas. En cambio, ahora, la capacidad de control se ha deteriorado y la sensación que transmite es de impotencia. A pesar de eso, parece más preocupada por los hechos que no por las emociones. La voluntad de mantenerse ocupada prevalece sobre cualquier otra consideración. Para recuperar el ritmo hace una pausa, y comenta como será la bufanda y de que manera los colores elegidos - un centelleo trenzado de naranja, amarillo y rojo – favorecerán a la nieta para la que lo está tejiendo. Cuando los obstáculos se acumulan no abandona y, contrariada y huyendo de la compasión encuentra la excusa pertinente: “Esta lana es muy fastidiosa porque la
mezcla de colores desorienta y nunca sabes donde clavas la aguja” O en el mismo tono que adoptaba cuando aun le hacían entrevistas, responde:”Me gusta hacer media porque tienen ritmo” Que ponga a prueba los sentidos que mas le fallan es la expresión de un carácter marcado por la obstinación. Es una cualidad muy valorada aunque también hemos de admitir que hay una obstinación irreflexiva, que transforma la voluntad en una especie de fanatismo. Mientras mueve las agujas, parece distanciarse de la racionalidad. Reducida al ámbito de esta bufanda, la obstinación ha dejado de ser un recurso para vencer los obstáculos y ahora solo es una manera de conseguir que el tiempo pase más deprisa. TODOS LO HACEN Nota el cansancio en las cervicales. Se le cierran los ojos. Combate el sueño con el efecto del café que se ha tomado antes de salir de casa. Ha aparcado a cincuenta metros de la discoteca donde ha quedado en recoger a su hija. Mira el reloj, enciende la radio y escucha las noticias de las cuatro. El paisaje no le tranquiliza: arriba y abajo, adolescentes y jóvenes que gritan, cantan, ríen, se pelean, beben, fuman, vomitan, hacen ruido con los tubos de escape o, después de trastabillar, se caen a plomo. La negociación para decidir la hora de vuelta ha sido desagradable. El se ha sentido culpable de no haber sabido imponer su principio de autoridad. Ella se ha
sentido infeliz de tener un padre tan carca. Para disuadirla le ha recordado que solo tiene dieciséis, sin pensar que ella los vive como si fuesen muchos y que, por eso mismo, tendría que dejarla salir, como mínimo hasta las seis. El argumento más repetido por ella ha sido el de siempre: todos lo hacen. Hacerle entender que eso no es ninguna garantía ha sido inútil y, al final, han pactado que volverá a las cuatro y que el la irá a buscar. Ahora, viendo el gentío que hay por la calle – una avenida del polígono transformada en atracción noctámbula – tiene que admitir que tal vez si que todo el mundo lo haga. Retrasa el momento de telefonearla. Está convencido que saltará el buzón de voz y sonará la frase que menos le gusta oír: “Está apagado o fuera de cobertura”. Sino estuviese tan cansado y no tuviese tanto sueño, empezaría pensar en represalias proporcionales a la indisciplina cometida (cada minuto que pasa tiene más claro no respetará lo que han pactado). En situaciones como esta, la experiencia no le sirve de nada. Hace treinta años, cuando el tenia dieciséis, la severidad de los padres le parecía injusta pero natural. Discutirla solo era una opción testimonial, una oportunidad para desfogarse – gritos, portazos – y, al final, acatar la disciplina. Pero en las decisiones de hoy ya no intervienen ni la arbitrariedad ni el espíritu rebelde, solo los caprichos de la inmediatez y la estupidez de los horarios. La mayoría de padres que conoce lo aceptan con resignación como si fuese una epidemia
inofensiva e incluso simpática. Le horroriza que con solo dieciséis años, su hija quiera hacer lo mismo que el no hizo hasta los treinta. Pero a base de discusiones extenuantes no descarta sumarse a la indiferencia mayoritaria. Ahora lo único que quiere es que no le haya pasado nada y que salga de la discoteca. Para no perder la calma, le deja un mensaje de texto: “Estoy fuera, aparacado en la esquina”. Enviar. Es un texto sobrio, que no destila ni reproches ni amenazas. El corazón se le acelera. Si su hija no sale o no contesta en seguida, sabe que la taquicardia se agravará, lo mismo que la capacidad para maginar tragedias (aludes humanos, violaciones, comas etílicos…) Se frota los ojos. Bosteza. Enciende la radio y recorre el dial sin encontrar ningún consuelo, ni tan solo en la emisora Radio Olé. Con el móvil en la mano, espera la respuesta. Mira la gente que cruza la calle, rebaños de minifaldas, tacones, flequillos, crestas engominadas y pantalones calculadamente caídos. Envía un mensaje, y otro. Al final, la llama. “Lo tiene conectado”, piensa, sin saber si esto le preocupa más o menos. Cada tono que ella deja sonar sin contestar se le diluye en la sangre como un veneno. Sale del coche. Recuerda como, hace unas horas, ella le ha suplicado: “Confía en mí”. Moviendo la cabeza como un periscopio, la busca entre los grupos de jóvenes que, escupidos por la discoteca, continúan saliendo, irradiando estupefacción, con las pupilas electrificadas por
visiones que prefiere no imaginarse. Unos metros más allá, recostado en la puerta de un 4x4, hay otro padre. Se miran con una complicidad solidaria. Pero en lugar de transmitirle tranquilidad, aquella mirada le confirma una evidencia: que pasan treinta y seis minutos de la hora pactada y que no haya manera de hablar con su hija solo puede ser el comienzo de una etapa ingrata y frustrante. Vuelve a entrar en el coche. Con los ojos cerrados, hace ejercicios respiratorios para combatir la angustia. Inspirar. Expirar. Inspirar. Expirar. Funciona. Lo que pasa a partir de aquel momento parece mentira y, por lo tanto, más vale explicárselo como si fuese verdad. El latido del corazón se normaliza diastólica y sistólicamente. Sin abrir los ojos, se siente orgulloso de haber vencido a la angustia y, cuando los abre, con la convicción de haber dormido profundamente – constata que solo han pasado cinco minutos (cuarenta y dos de retraso). También nota que las cervicales ya no le duelen y que ya no tiene sueño. Más animado se peina con los dedos y nota que tiene más pelo y que son más largos. Cuando se mira en el retrovisor interior lo que ve es un adolescente imberbe: el con treinta años menos. No puede asustarse porque tiene todos los sentidos ocupados en sorprenderse. En un gesto instintivo se mira las manos, la barriga, la sotabarba y comprende que, a pesar de ser el mismo, ahora tiene el cuerpo de cuando tenía dieciséis años. Sin dejar de expirar e inspirar, se mueve con lentitud, organizando los
pensamientos por prioridades. La primera: encontrar a su hija. Sale del coche y, con pasos decididos y ágiles – acaba de perder trece kilos y treinta años – llega a la discoteca. No quiere comprender nada, solo actúa siguiendo lo que le manda el cerebro, que aparentemente no ha sufrido mutación alguna. Llegado a la puerta se abre paso entre la gente hasta que, en el bolsillo, nota la vibración del móvil. Se para en seco. Lee en la pantalla: “Estoy saliendo”. Decir que se siente aligerado es decir poco. Los peores presagios se disipan – grandes bloques de inquietud a la deriva – y, al final, se esfuman. El nudo en la garganta ya no tiene la consistencia de la cuerda de un ahorcado. Sonríe, con una emoción que no corresponde ni a su fisonomía ni a la ropa que lleva, prematuramente envejecida. Impaciente, mira hacia la puerta: rebaños de minifaldas, tacones, flejillos, crestas engominadas y pantalones calculadamente caídos. Y, apareciendo como una anomalía del paisaje, una mujer de unos cuarenta y bastantes años, con la mirada cansada y la expresión de haber vivido bastante para no confiar mucho en el mundo. Parece buscar a alguien con la misma intensidad con que el busca a su hija. Viste como una adolescente – vestido corto de H&M, media negras, zapatos de tacón, bolso cruzado y raya en los ojos – y el contraste entre la ropa y la persona le confiere un aspecto grotesco. Las dos miradas se cruzan y, con un rechazo automático, se descartan. Pero la mirada de el, más desconfiada, vuelve atrás.
Y, poco a poco, en aquel rostro y en la manera de moverse – alisándose nerviosamente el vestido y pasándose los cabellos detrás de la oreja – el reconoce los rasgos, cada vez más definidos a medida que pasan los segundos, de la misma chica que, hace treinta años, le suplicaba que la dejase volver a las seis. LA LEYENDA DEL TIEMPO La madre de Eva tiene una buena razón para no saber quien es el padre de su hija: en el momento de engendrarla, estaba drogada y a oscuras, en una habitación llena de gente. Para llegar a esta conclusión, Eva ha debido remontarse al pasado con la determinación de un salmón. Primeras certezas: cuando se percató de que estaba embarazada, la madre de Eva pensó en no tener la criatura. Pero el ginecólogo, fue tajante: si volvía a abortar nunca más podría volver a tener hijos. Era el año 1987 y se convenció que ser madre soltera en una ciudad como París era más una medalla que un estigma. En las fotografías de la época se la ve feliz, acompañada por un grupo de amigos extravagantes, risueños y con las dentaduras estropeadas. Cada vez que revisa aquellas imágenes, la madre se emociona y, como en una letanía, susurra el nombre de todos los que han muerto. Eva, en cambio, prefiere fijarse en como adoran las barriga de la embarazada, con la devoción de una corte de idólatras amnióticos.
Para reconstruir los precedentes del embarazo, Eva se ha documentado hasta esbozar el mapa de unas vidas arrasadas por el sida, el suicidio y la heroína. Segundas certezas: la madre se incorporó a la fiesta perpetua poco después de la muerte de Franco, con dieciocho años recién cumplidos y contraviniendo la sobriedad de una familia de exiliados. Entonces se sentía más francesa que española pero ello no le impedía explotar una belleza agitanada e incandescente. La tribu a la que pertenecía se regía por la provisionalidad, la promiscuidad y una especie irresponsable de camaradería. Actuaban como si viviesen en un parque de atracciones, alternando la adrenalina y el terror – a menudo sin distinguirlos – abducidos por el subsuelo de una ciudad ora hedonista, ora infernal. Hay testigos que confirman que la madre se emborrachó con Leonard Cohen (con tequila, quien lo diría), que vivió con un campeón olímpico de esgrima, que la resaca de fin de años de 1982 duró hasta el fin del año siguiente y que, sin saber nunca si era clienta o trabajadora, frecuentó locales que la indulgencia del paso del tiempo ha convertido en leyenda. Los recuerdos parisinos de Eva, en cambio, son más sobrios. Hay una piscina municipal y periodos en que tenía que vivir con los abuelos porque la madre “estaba enferma”. Ahora ya sabe que la enfermedad tenía que ver con los abismos depresivos que desaparecieron con la llegada de Ramón, un periodista deportivo de Gandesa. Los dos
explican que se esforzaron por no enamorarse hasta que, rendidos a la evidencia, se instalaron en Barcelona. De ser una musa del París punk – hay una fotografía en que, disfrazada de novia, repta por el suelo de unos urinarios públicos con la postura de una pantera – la madre pasó a regentar una herboristería. Fue Ramón quien sugirió a Eva investigar quien era su padre – tuvo la elegancia de no añadir el adjetivo biológico – Por eso, cuando Eva cumplió los veinte años, los tres se propusieron reconstruir el rompecabezas de aquella primera noche. La madre se avino como si participase en una sesión de espiritismo, aguijoneando una memoria que, musculada por tanta gimnasia mental, acabó escupiendo un fragmento de secuencias perdidas: en las horas previas a la habitación llena de gente, la madre recordaba haber asistido a un concierto de Camarón de la Isla. Eva había conocido muchas clases de padres ausentes. Los compañeros de escuela tenían y a ella le había tocado consolarles por tantas expectativas defraudadas. El de ella, en cambio, era un padre inexsitente y, a pesar de la morbosa insistencia de los sicólogos escolares, era absurdo convertir en un trauma lo que solo era una conjetura. Por eso, cuando camarón irrumpió como el inicio de un asunto no resuelto, Eva se agarró con más curiosidad que emoción. De entrada quedó claro que el hombre de la habitación a oscuras no era el cantante, y eso les consoló. A Ramón porque había sido un gran
admirador. A Eva porque le daba pereza ser hija de una celebridad. Camarón fue el punto de partida de una investigación que, compaginada con los estudios, le ocupó casi dos años. No se lo tomó como una exhumación sino como un reto. Con la clase de paciencia que solo se tiene con los hijos no consanguíneos, Ramón le sugirió un índice de prioridades. Primera: escuchar los discos, sin saber exactamente que encontrarían. Eva no conectaba con aquel dramatismo: las canciones tardaban demasiado a arrancar y repetían los versos como si el intérprete hubiese olvidado la letra. Para Ramón, en cambio, fue la oportunidad de reencontrar recuerdos de juventud; las peregrinaciones para seguir a un artista de elegancia transilvánica y de apariciones milagrosas, no por ningún poder paranormal sino porque algunos empresarios le anunciaban sin haberle contratado y explotaban su nombre en vano. Tan peligroso es no recordar como no olvidar, dicen. En la época del concierto la madre de Eva olvidaba por sistema. Sino te das cuenta de lo que estás viviendo no recordarás nada que, más delante, pueda dañarte. Pero la caducidad del olvido es caprichosa y lo que has vivido se puede acabar imponiendo no porque sea relevante sino porque, siguiendo un reparto arbitrario, hay vivencias que flotan y otras no. Ahora que ha recuperado el esbozo difuso de una secuencia, la madre siente una responsabilidad parecida a la de una arqueóloga con media costilla de mamut en las manos. Las
sensaciones que le sugieren el vestigio: hacía días que no dormían y, guiados por una combinación de azares y anfetaminas, fueron a parar al Le Cirque d’Hiver. Era la inercia del tiempo: seguir la corriente sin oponerse a nada y combatir cualquier tentación de pausa. El holograma que se le esboza a la mala memoria incluye la aparición de un Camarón intimidado por los focos y las expectativas. Justo antes de empezar a cantar, ella nota la presencia de un espectador corpulento, a su lado, que se levanta y grita: “¡Venga, José, vamos a cantar!”. Por la edad y la manera de vestir lo mismo hubiese podido ser un príncipe zíngaro en el exilio que un vendedor de coches de segunda mano, comenta la madre sin saber si la descripción es un recuerdo o una fantasía. La voz actúa como un detonador. Estirando el hilo, Ramón recupera el CD del concierto de Le Cirque d’Hiver y lo escuchan juntos. Un presentador anuncia al artista (con un anillo en cada dedo, amarilleando por los Winston). Aplausos. Sustos. Y de repente, el espectador grita “¡Venga, José, vamos a cantar!”. La madre rebobina la frase catorce veces, como si cada pasada la acercase al objetivo. Eva y Ramón la miran con la impaciencia de quien contempla una grúa rescatando un tesoro (o un cadáver). La voz arrastra detalles imprecisos: olor a tabaco, una risotada, la salida del teatro y una manera de mirar que la cautiva, probablmente por lo que tiene de peligrosa. Y con saltos en el tiempo, la voz y el olor del zíngaro vuelven a aparecer, esta vez
de madrugada, en una fiesta. De pie, comparten tazas, los vasos se han acabado de vodka en una cocina con fluorescentes que la obligan a protegerse los ojos de pantera, dilatados y fotofóbicos. Ella acepta todo lo que le ofrecen, consciente de haber perdido la brújula del autocontrol. Más tarde, a tientas, comparte una sugerencia expresada en voz alta: con las luces apagadas, la cabeza no nos dará tantas vueltas. El hombre del concierto, ¿podría ser el padre de Eva? El recuero no es lo suficiente nítido para sacar conclusiones definitivas. Incapaz de eternizar una sospecha, la madre ha preferido no continuar investigando. Después de muchos rodeos, Ramón y Eva han vuelto al punto de partida. No se arrepienten. Eva ha aprendido a distinguir los indicios de los presentimientos, el espiritismo de la realidad. Cada testigo le ha conducido a terceras personas, a menudos muertos o ilocalizables. La experiencia de viajar y de escuchar, de visitar tabernas y profesores de guitarra, le ha hecho sentir estímulos impensados. Atendiendo a la insistencia protectora de Ramón, Eva no mitifica nada. Han remontado un río con demasiados afluentes y no han encontrado la diez, eso es todo. Han hablado con amigos y conocidos del artista, con herederos encallados en litigios fratricidas, con corredores de apuestas de peleas de gallos y con un médico que le vio morir en un hospital de Badalona. Han reconstruido el entorno del cantante con el rigor de
un biógrafo anglosajón, pero cada vez que, conectados a los auriculares que Eva les ha ofrecido, los interlocutores han oído el “¡Venga, José, vamos a cantar!”, nadie ha sabido relacionarle con una cara o con un nombre. El tiempo ha convertido la media costilla de mamut en un hueso irrelevante de un perro sin raza. Después de cenar la madre, cansada, ha cogido un taxi. Eva y Ramón han vuelto andando, con ganas de quemar las calorías de una cena-aniversario memorable, veintidós años. Han cruzado las calles del Ensanche injertándose de la energía de la noche. Hace un rato, entre risas, han decidido incorporar al príncipe zíngaro a la mala memoria familiar con la categoría de espíritu. En la Rambla de Cataluña se han sentado en un banco y han especulado sobre los oficios de la gente que pasea. Una japonesa patinando con los auriculares puestos: espía. Un dandy de cabellos blancos recogiendo los excrementos de un lebrel: patriota evasor de impuestos. Un hombre inmenso, cargado con un casco y una bolsa de ordenador portátil, se ha acercado a una moto. Eva le ha mirado con una curiosidad zoológica, intentando adivinar que clase de profesión - ¿animador de cruceros? – le permite ser tan corpulento y llevar gafas de sol a las dos de la madrugada. El hombre hablaba por teléfono – la voz era potente y grave pero estaban demasiado lejos para entender lo que decía – y fumaba. Mientras Ramón esperaba la respuesta de Eva, el
hombre se ha puesto el casco, demasiado justo para tanta cabeza. En el momento de tirar la colilla les ha saludado, como si les hubiese reconocido, y Ramón ha respondido levantando el dedo pulgar. Nimnguna de las profesiones en que había pensado Eva le ha parecido verosimil. “¡Que amigos tan extraños!”, ha dicho desconcertada. Tal vez porque había bebido más de la cuenta en la cena, el hombre le ha hecho pensar, con una fugacidad incómoda, en los padres inexistentes. Pero el pensamiento se ha diluido en seguida y, concentrada en la inmediatez del juego, Eva ha vuelto a sonreír. Y, como si adivinar la profesión del hombre del casco fuese el mejor regalo de un aniversario perfecto, e intuyendo que la respuesta sería la acertada, ha dicho: “Periodista deportivo”. CUARTA CANCIÓN Cuando llega a la terminal, el hombre se acerca al punto de información. Aunque ya las ha comprobado dos veces (por teléfono y por Internet), vuelve a confirmar los datos del vuelo. La chica que le atiende – negra, con una sonrisa fosforescente – le informa que antes hay otro vuelo y que, si le interesa, puede mirar de cambiarle el billete en el mostrador de la compañía. El hombre duda. Faltan cuatro horas para la salida y no le iría mal no llegar tan tarde a casa. Pero eso supondría alterar el protocolo que ya había interiorizado – las elección
cuidadosa del asiento, 6C, pura superstición alfanumérica – y romper sus costumbres. Desde siempre el hombre prefiere ser previsor al correr y sufrir, sobretodo en las ciudades que no concoe. Su mujer siempre le reprocha este celo y que, cuando viajan, hayan de esperar tanto, solo porque el no se fía de los márgenes establecidos por las compañías aéreas. Al principio – después ya no – el intentaba convencerla, explicarle que esperar no era ninguna molestia. Al contrario: en los aeropuertos el disfruta observando la diversidad humana y el hormigueo de idas y venidas. Cuando pasa un grupo de azafatas o una tripulación sonriente – arrastrando las maletas con ruedas con la misma efervescencia con la que hacen sonar los tacones sobre el suelo eternamente brillante – siempre se los imagina saliendo por la noche, ellas con el pelo suelto de la cola de caballo, los moños y los uniformes obligatorios, explotando la plenitud de la vitalidad, la juventud y la belleza. Y siempre les visualiza follando a todo tren, en grupo (azafatas con comandantes, azafatas con azafatas, comandante con sobrecargo), como si tener que ser tan protocolario en el trabajo les obligase a ser intensamente terrenales en la vida privada. Lo que su mujer considera una absurda espera (con el tiempo el adjetivo absurda ha pasado a ser estúpida), para el es la oportunidad de imaginar biografías, de fantasear, de preguntarse que futuro debe tener, por ejemplo, el matrimonio que le precede en la cola y que, como si fuesen conscientes de no hablar nada
más que para ellos, discuten con una rabia definitiva (el marido con los cabellos pulcramente teñidos; la mujer, encerrada en un menosprecio que no ha borrado el rastro de una belleza demasiado espectacular para que perderla no sea traumático). En otro mostrador le informan que, en efecto, quedan plazas libres, y que, si quiere – y más teniendo en cuenta que no ha de facturar equipaje – puede cambiar el billete sin coste adicional. El hombre no se ve capaz de negarse. Pero mientras el empleado, - un pelirrojo con una dentadura defectuosa que, blanca y negra, le recuerda el teclado de un piano – altera los códigos y las referencias previamente pactadas, no puede dejar de oír una voz interior que le recuerda las historias de personas que, a última hora, han cambiado de vuelo y se han salvado de una catástrofe. Para compensar, también se da cuenta que no se habla tanto de los que, por impaciencia o por cualquier otro imperativo, cambian la hora vuelo en el último momento y que, en lugar de salvarse, se meten de lleno en la boca del lobo. Con la nueva tarjeta de embarque en la mano – un asiento, 17B, sin ninguna connotación, pura ruleta rusa – el hombre se resigna a no tener la oportunidad de sumergirse como debe en esta espera habitual, siempre distinta (la familia turca, probablemente polígama; el cura ortodoxo, que se levanta la sotana para dejar respirar las varices; las dos gemelas de Sabadell, que intercambian miradas al smartphone con una
gestualidad simétrica…). Y, como una interferencia incómoda que surge de la parte más incontrolable del pensamiento, mientras una voz con cola de caballo pide a los pasajeros que se abrochen el cinturón de seguridad, el hombre entreve una imagen que le acompañará durante todo el vuelo: el, llegando a casa tres horas antes de la hora prevista y encontrándose a la mujer en la cama, follando con una azafata ortodoxa, con un cura de Sabadell, con un comandante polígamo y turco, y con unas gemelas con varices. LOS MEJORES CUENTOS DEL SIGLO XX Una prestigiosa revista le pide contestar una encuesta. Participarán cincuenta narradores. Es un honor que nunca habría imaginado cuando acababa de empezar a escribir y, con fervor mitómano, devoraba publicaciones como la que ahora le pregunta cuales son sus diez cuentos preferidos de la literatura del siglo XX. Si dijese lo que de verdad piensa, debería contestar que la literatura no es una competición y que no deberían reducirla a cánones y jerarquías. Pero comprende que si no acepta las reglas del juego, tendrá que renunciar a la satisfacción de compartir prestigio con los escritores que admira. Tiene dos semanas para responder y, para hacer una primera selección pasa largos ratos – cualquier excusa es buena para no trabajar – revolviendo en los estantes. A la hora de elegir,
decide que el criterio sea la memoria, el recuerdo de un cuento del que tal vez ha olvidado el argumento pero del que perdura, intacta, la impresión causada. Cuando para ser más riguroso empieza a leer uno de los cuentos seleccionados, frunce el ceño. El texto no concuerda con el recuerdo que tenía. Las palabras ya no le transmiten aquel entusiasmo. Tiene bastante experiencia para entender las distorsiones creadas por el paso del tiempo. Ahora, leyendo los primeros parágrafos de uno de los cuentos, no consigue vencer la contrariedad, La relectura tiene algo de examen: cuestiona su gusto de entonces – ¿como es posible que disfrutase tanto con una historia de samuráis castrados? – bien del actual. Tal vez los años le hayan atrofiado la capacidad para sorprenderse, piensa, y la facultad de valorar un texto con generosidad lectora y no desde la reticencia y el perfeccionismo profesionales. Decide continuar como si el tiempo no hubiese pasado. Es una sensación contradictoria pero prefiere ser coherente con este criterio, aunque el peligro sea pasar por ingenuo, o aún peor, por ignorante. Hay cuentos que le gustaron demasiado para someterlos a ninguna revisión. Al fin y al cabo, solo es una encuesta, prestigiosa, de acuerdo, pero minoritaria. Ha decidido no elegir ningún autor vivo para no caer en la endogamia de votarse los unos a los otros. Pero secretamente le gustaría que uno de los encuestados eligiese un cuento de los suyos. Es más: ha hecho una lista mental de preferencias no solo de los
autores que le gustaría que le eligiesen sino también de los cuentos susceptibles der ser elegidos (el del viudo que desayuna con su hijo un día de carnaval, por ejemplo). La vanidad que destila este pensamiento le incomoda. Le gustaría ser tan humilde como pretende parecer y le duele caer en la envidia y en la inseguridad. También le preocupa que una situación que debería ser estimulante se hata convertido, aun no sabe como, en una experiencia desagradable. Pero ahora lo que más le preocupa es la posibilidad de que uno de los escritores que, de entrada, hubiese pensado en incluir uno de sus cuentos en la selección, le haya releído, se haya dado cuenta que el texto ha envejecido prematuramente y, en el último momento, lo haya descartado. EL NICHO Llevo una lápida en el maletero del coche. Tenía que trasladarla del cementerio a casa, pero siete meses más tarde, aún no me he animado a descargarla. En mayúsculas negras, sin acentos y pintado directamente sobre la piedra dice: DEPOSITADO EL CADAVER DE ANTONIO LOPEZ RAIMUNDO EL 23 DE JULIO DE 1936. Es una lápida de los primeros días de la guerra, provisional, de las que se instalan en los nichos mientras no llega la definitiva (que con adornos conmemorativos se colocó más adelante). Desde que está en el maletero, evito los frenazos bruscos, paso
las bandas rugosas despacio y circulo con una prevención exagerada. Después de haber resistido setenta y seis años, no quiero que se quiebre. Está descantillada y tiene costras, manchas y rascadas producidas por el paso del tiempo y la humedad. Esta debe ser la razón por la que, sin ni siquiera consultármelo, el operario del cementerio la quiso tirar. Habíamos ido a colocar la nueva lápida en el nicho familiar y, justo después de haber depositado una urna con las cenizas del tío Joaquín, el operario la cogió y se la llevó hacia un contenedor. Quizás porque pertenezco a una familia proclive a convivir con materiales de un cierto valor – que no siempre hemos sabido tratar adecuadamente – cuando vi con que determinación se llevaba la vieja lápida, intervine para evitarlo. Ahora la llevo en el coche, sin saber que haré, junto al paraguas, la linterna, las señales de emergencia para casos de avería y el trípode de la cámara de mi hijo. Los primeros días me daba la impresión que tenerla en el maletero me obligaba a encontrarle un destino rápido y apropiado. Ahora en cambio sospecho que no descargarla me ayuda a reflexionar sobre lo que, sin saber exactamente hacia donde voy, estoy escribiendo y que me azuza a hablar de cuestiones que siempre he preferido ignorar. Soy consciente que esta reflexión puede parecer algo presuntuosa. Al fin y al cabo, muchos escritores escriben sobre la vida de los padres, de los tíos y de los abuelos con naturalidad, orgullosos de preservar la memoria de
personas queridas. Pero mi caso es diferente. Mi padre ya publicó unas memorias donde explica con precisión y emoción, lo que supuso para el el asesinato de su hermano. En cuanto a mi madre, ha dejado escritos un montón de libros en los que la guerra y el exilio son los protagonistas. Además, durante el funeral de Joaquín me enteré que había dictado unas breves memorias y de difusión restringida. Con tantos precedentes, hablar de la genealogía familiar me parecía innecesario y redundante. Hasta que cuando me hube de ocuparme de la lápida que, al final, reunía a los tres hermanos, me di cuenta que escribir sobre este nicho no era ninguna responsabilidad heredada sino una necesidad. 2. En el nicho están enterrados tres hermanos: Antonio (el mayor), Gregorio (el mediano) y Joaquín (el pequeño). Habían nacido en Tauste, Zaragoza y estaban unidos además de por la elegancia, por la política. Antonio era un sindicalista que, al tercer día del alzamiento, murió asesinado. Gregorio – mi padre – era un dirigente comunista que vivió la guerra, el exilio, las cárceles y la clandestinidad. En el año 1939, Joaquín fue hecho prisionero por los nazis (“por el primer alemán con que me tropecé”, explicaba sonriente). Pasó casi seis años en los campos de concentración de Gusen y Mauthausen y sobrevivió sin renunciar ni a sus ideas ni a un sentido del humor frívolo y cafre (una
prueba: dos días antes de morir, en lugar de reclamar la presencia de un sacerdote o de un notario, pidió un par de huevos fritos). Explicar quien era el Antonio de la lápida sin haberle conocido no era fácil: su asesinato modificó el recuerdo. Durante muchos años, y aceptando la versión más fácil de explicarle a un niño, creí que tío Antonio había muerto a manos de los fascistas. Nadie corregía esta percepción, no se si por conveniencia o porque las leyendas ayudan a digerir mejor la realidad. Los recuerdos personales de mi padre, en cambio, eran más fiables. A medida que los acumulaba, me trasladaban la imagen de un Antonio inteligente, de grandes ojos y mirada oscura, simpático, de un egoísmo engatusador, delgado, carismático, fumador de Lucky Strike y piragüista ocasional (entonces el alcohol y el tabaco no eran incompatibles). Los datos no desmiente este perfil favorecedor. Con veinticuatro años, Antonio hacia compatibles la responsabilidad de la Presidencia de la Federación Catalana de Trabajadores de la Banca, Bolsa y Ahorros, la secretaría de las Juventudes Socialistas y la participación en la organización de la olimpiada Popular. Pero la energía del personaje va más allá: frecuentaba tertulias – especialmente la de la Maison Dorée – dominaba la topografía del tango barcelonés, seguía con vehemencia al Atlético de Bilbao, colaboraba en las revistas Esfuerzo e Iskra, tenía una persuasiva oratoria y una predisposición noctámbula a hacer de cicerone de personajes que
visitaban la ciudad. Documentar todo esto es imposible. Por suerte, en paralelo con la versión oficial, en seguida emergió la evidencia: a Antonio no le había matado ningún fascista sino un trabucaire anarquista. Haciendo el esfuerzo de situarme en aquel contexto, puedo llegar a entender que para hacer más verosímil el relato oficial, eligiesen la versión antifascista. En momentos de movilización – por aquellos días reinaba la convicción de pagar un incendio no de empezar a perder una guerra – la propaganda era un arma. La división del bando legítimo era una amenaza demasiado peligrosa para fomentarla. Y más aún ante la posibilidad, trágica pero instrumentalmente valiosa de contar con un mártir admirado, jóven y comprometido. 3. Quiero ir al grano porque esta parte de la historia colectiva es suficientemente conocida. Como en una película, me imagino un anuncio que dice “Barcelona, 19 de julio de 1936”. Así no tendré que describir el ambiente de la ciudad: se ha explicado tantas veces que todos se han hecho una idea. En contrapartida hay elementos que no se subrayan lo suficiente, como el pegajoso calor de una ciudad donde el mes de julio acostumbra a ser el más caluroso del año. Hace días que mi tío para poco en casa, absorbido por una actualidad convulsa y por la preparación de la Olimpiada. Preocupado, mi padre le localiza en la sede del sindicato. Antonio
lleva una camisa blanca y una chaqueta de verano. Asfixiado por el bochorno le dice a Gregorio que se le lleve la chaqueta y, de paso, que tranquilice a sus padres y que les diga que se ha tenido que ir de viaje y que tardará un par de días en regresar. A Gregorio no le gusta que Antonio se vaya sin la chaqueta. Insiste, pero prevalecen los galones del hermano mayor. Tozudo, Gregorio le ruega que como mínimo, se abroche el botón de detrás del pantalón para no perder la cartera que llevaba en la americana (esta obsesión por las americanas con muchos bolsillos fue, de ahí en adelante, unos de los trazos definitorios de la personalidad de mi padre). El Comité de Milicias se acababa de crear y una de sus primeras misiones es averiguar la ayuda de la sublevación a los cuarteles. Mi tío se ofrece voluntario. Acreditados solo por la convicción y la urgencia, Antonio y un grupo de compañeros suben a un camión y se dirigen hacia Lérida, donde comprueban que los militares se han rendido. Cuando les informan que no saben lo que está pasando en Huesca, deciden continuar. Cerca de Binéfar les para un control de la CNT – FAI. Les miran con desconfianza en un momento en que la desconfianza debe de ser el idioma de la discordia y combustible de violencia. Antonio baja del camión pata hablar con el responsable de la barricada. Decidido avanza hacia los hombres armados y hace el gesto de buscar la cartera por si conviene identificarse. Tal vez porque se entretiene más de la
cuenta con el botón del bolsillo, uno de los trabucaires interpreta el gesto como el intento de sacar un arma. Esto, sumado al hecho de que Antonio le debe de parecer demasiado elegante y pien peinado para ser de los suyos, le empuja a disparar a bocajarro y agujerearle literalmente el pecho. Una mancha extendida de sangre roja sobre una camisa blanca (una camisa que, durante muchos años, mi tía Eloisa conservará como una mortaja). A medida que se imponía la versión del pelotón fascista, se sabe que la barricada anarquista en seguida admite su error. Y que lo lamenta. Hay una semi-constancia de una guardia de honor de libertarios en Hospitalet, cuando el cadáver retorna a Barcelona para ser homenajeado en la sede del sindicato de la calle de Vergara (una calle que, durante muchos meses, llevará el nombre de Antonio). En la vela, los dirigentes no quieren hacer sangre de la propia sangre ni atizar luchas intestinas y acuerdan que prevalezca el interés político. Estos son los elementos del episodio, susceptibles de ser alterados por la retórica saltimbanqui de las hemerotecas (“Caído en las gloriosas jornadas de julio”, dirá el periodismo grandilocuente de la época). De las circunstancias que confluyeron en el mismo lugar y en el mismo momento, sospecho que las que más ayudaron a la tragedia fue el calor, que obligó a la víctima a deshacerse de la chaqueta, y el aplomo de Antonio, sospechoso por exceso de
convicción y de elegancia en aquella barricada desconfiada y salvaje. 4. No se que es más difícil: si asimilar que la versión del asesinato fascista era una maniobra política o que Antonio murió a consecuencia de un malentendido. Un malentendido que nunca se habría producido si en aquellos primeros días de guerra no se hubiese vivido un doble fratricidio. Por un lado, el combate contra los insurrectos. Del otro el canibalismo entre los que deberían haberse mantenido unidos. No tengo conciencia de haberlo descubierto ni por iniciativa propia ni por azar. Más bien diría que a partir de un determinado momento, mis padres debían de considerar que ya era suficientemente mayor y cambiaron el uniforme de los antagonistas dejando bien claro que el único culpable – y siempre lo sería – el fascismo. Era un criterio coherente con el modo de educarnos. Mis padres nunca nos inculcaron ni el deseo de venganza ni el horror del recuerdo. Tal vez porque aun estaban aprendiendo a administrar aquel tipo de sentimientos y preservaban el idealismo como un medio de supervivencia, por lealtad a los que habían dejado la vida – empezando por Antonio – y como una manera de no resignarse al desenlace retroactivamente previsible de la guerra. Poco a poco la tragedia fue perdiendo dimensión política para recuperar su sentido, más natural, de drama familiar. Para Gregorio, que llamó Antonio a su primer hijo como
una declaración de principios contra el olvido, el recuerdo era fundacional. “La muerte de Antonio fue el momento más dramático de mi vida”, escribió a pesar de haber vivido momentos tan terribles que muchos no habrían soportado ni su relato. Lo mismo repetía Joaquín, a quien a veces exigían que antepusiese el horror de los campos de exterminio a cualquier otra circunstancia. Estas afirmaciones sorprendían pero eran lógicas. El dolor y el dramatismo de la tortura franquista, de los campos nazis, del exilio, de la cárcel y de la clandestinidad eran la consecuencia de una decisión. La muerte del hermano, en cambio, - y más aún la de aquella estúpida muerte – no era el resultado de nada que ellos hubiesen podido imaginar o prever (por parte de Gregorio, con el agravante de creer que debería haber insistido más y no permitir que Antonio subiese al camión si llevarse la chaqueta; de esta manera, no habría tenido que hacer el gesto extraño al llegar al control y tal vez no le hubiesen matado). Si Antonio no hubiese muerto, el compromiso de Joaquín y de Gregorio no habría sido tan intenso, creo yo. Y sin querer desvirtuar sus trayectorias, escribo que se dedicaron más a perpetuar la auténtica vocación política del hermano mayor que no a desarrollar la propia, demasiado marcada por un deber ineludible de conciencia. 5. Si pudiese analizar los restos del nicho, intuyo que encontraría, además de polvo, buena parte de del
dolor y de la alegría del siglo XX. Distinguiría el entusiasmo del sindicalista que murió demasiado joven y sin poder defenderse, la resistencia de un superviviente del sadismo nazi y el sufrimiento de un clandestino que fue torturado hasta la extenuación (también de los torturadores). También encontraría una gran capacidad para la alegría, para aderezar casi todas las conversaciones – por lo menos las que no hablaban de política – con una socarronería que desembocaba en una sonrisa (Gregorio) o en una carcajada (Joaquín). Con una solemnidad sobreactuada, la historia oficial acostumbra a sacralizar el sufrimiento a cambio de de menospreciar la camaradería, el amor, la camaradería y el humor. Se que Antonio vivió poco pero de un modo intenso y que, con la alegría que practicaron sus hermanos, habían elementos de permanente homenaje. También me consta que, cuando eran especialmente felices, sentían más que nunca no poderlo compartir con el. Recuerdo que admiraba la fuerza que les daba pensar como pensaban. Que, incluso cuando la realidad hacía tambalear los principios y las certezas, acababan encontrando la razón primigenia. Una razón que se imponía a través de las palabras que, hoy, me da cierta vergüenza escribir: igualdad, fraternidad, solidaridad. Recuerdo que cuando las evidencias de barbaries y corrupciones eran aterradoras y públicas, no entendía que no se sintiesen responsables y me sorprendía que por lo menos, en apariencia, no se
percatasen. Pero con el tiempo fui entendiendo que se daban perfecta cuenta que su compromiso era más fuerte y esta era una contradicción fácil de resolver en una sobremesa pero no en la vida que ellos habían elegido. Una vida que no preveía una sucesión de fracasos tan sonados. Ni perder, de repente, razones trágica y largamente ganadas. Ni permitir que alguien les arrebatase los ideales en los que, con razón o sin ella, todavía creían. 6. Aunque alguien pueda imaginárselos permanentemente encerrados en oscuros subterráneos, con falsas identidades, reunidos y fumando con un rictus conspirador en los labios, perseguidos o paranoicos, con el alma y la identidad consumidas o torturando enemigos (o los propios camaradas) Se que los comunistas también se reían, cantaban, bailaban y follaban. Prueba de esta vitalidad fue el entierro de Joaquín, una ceremonia dividida en tres etapas. La primera: en el cementerio de Fontenay-sous-Bois, con una sintomática representación de banderas (la francesa, la de la República española y la roja con la hoz y el martillo). Mi hermano Antonio y yo habíamos llegado la noche antes, en plena agonía de nuestra madre, que murió tres días más tarde. Nos instalamos en un hotel de la periferia de la periferia, un ejemplo de arquitectura de extrarradio, construido con materiales deliberadamente chabacanos, en espacios urbanizados con una planificación
alienadora, escogiendo siempre el modelo más feo de farol y de fachada, las esculturas y los monolitos más aberrantes y multiplicándose hasta el infinito, rotondas alienígenas que invitaban a dar vueltas eternamente (esas rotondas que, cuando vamos en coche, le gusta filmar a mi hijo). Un hotel donde después de sobrevivir a una noche de insomnio (la inquietud por la madre sumada a síntomas descontrolados por la hipoglucemia), vi como, sin que saliese el sol se hacía de día. Era un día típicamente parisino, de un gris gabardina de Jean Gabin. El cansancio y el vértigo de reencontrar las raíces de las que me había distanciado se esfumaron cuando llegamos al cementerio. Descubrí que el Joaquín de Gusen y de Mauthausen, a quien la ortodoxia siempre había recriminado que no fuese el modelo de superviviente irreprochable, había formado una familia alternativa, sudamericana, transgeneracional y expresiva (si había que llorar, lloraban; si había que reír, reían). La vitalidad que había necesitado en aquellos últimos años del largo exilio no la había encontrado tanto entre familiares y compatriotas como entre los exiliados políticos chilenos, uruguayos y colombianos que, siguiendo el mismo idealismo que le había llevado a Fontenaysous-Bois, se habían convertido en cómplices imprescindibles. Estaban todos, llorando con lágrimas de verdad, que envidié con un secreto sentimientos de infamia, consciente de que el escepticismo me había cauterizado la capacidad de
conmoverme. Segunda etapa: en el ayuntamiento, recuerdos en voz alta, imágenes proyectadas en una gran pantalla (Joaquín durmiendo en una fiesta o en una manifestación del Primero de Mayo) y un tango bailado por una pareja de nicaragüenses, almos moviéndose con una dignidad que, por desgracia, no me contagiaron. Tercera etapa: en el cementerio del Padre Lachaise, antes de la incineración, más parlamentos espontáneos, la lectura de un poema de Rubén Darío y abrazos que continuaron en un café donde acabamos brindando no por la salud de nuestro tío consanguíneo sino a la del tío de todos, igualitario en la generosidad y fraternal a la hora de compartirla. Saliendo del bar y después de intercambiar números de teléfono y direcciones electrónicas, pregunté que porque le habían incinerado y no enterrado (la incineración de un superviviente de los campos nazis me parecía una paradoja macabra y de mal gusto). Pero con una naturalidad que me borró cualquier suspicacia, Patricia, que había acompañado a Joaquín los últimos veinte años, dijo. “quería volver con sus hermanos al nicho de Barcelona”. 7. Un día mi hijo me pregunta si se donde para el trípode su cámara. Le contesto que está en el maletero del coche y le reprocho que no sea más cuidadoso con sus cosas.. Me pide las llaves del coche y decido acompañarle. Bajamos al parking y, cuando ve la lápida, la toca con un respeto
preventivo, como si fuese un meteorito de otra galaxia. No conoce todos los detalles del episodio. Le resumo el tema aplicando el propósito de explicarle solamente las historias familiares por las que pregunta. Picado por la curiosidad, se rasca la patilla y, de pronto, me dice que le espere, que subirá a buscar la cámara para filmar la lápida. “¿Por qué la quieres filmar?”, le pregunto. El responde vocalizando poco, moviendo los hombros, y me parece que dice: “Porque nunca se sabe”. Mientras espero que regrese, pienso que me gusta que con diez y siete años, por fin manifieste un cierto interés por la historia de su familia. No le reprocho que no lo haya hecho antes: he procurado que la política no interfiera en su vida. De entrada por respeto a su madre, que no tienen nada que ver con el exilio y el comunismo internacional. Pero también como un experimento biográfico. Como conozco las consecuencias de vivir la política y la historia como una presencia invasiva, con mis hijos, nacidos en una época más convencional y plácida, decidí construir un cortafuego y evitar los contagios histórico-políticos. Pensaba que de esta manera seríamos una familia como las otras y que esta voluntad compensaría tantos años de anormalidades Mis padres conocerían a mis hijos como unos abuelos cualesquiera. Pero a diferencia de mis hermanos y de mi, que fuimos los privilegiados actores secundarios de una obra donde, de manera natural, el partido y la causa eran omnipresentes y
protagonistas, ellos no deberían de competir con nadie (nunca supeditaría una fiesta infantil a una reunión del comité central, ni les cambiaría un partido de futbol por el aniversario de la revolución soviética, les ahorraría tener que cenar con la ministra de Agricultura de Ceaucescu y no conviviría con las idas y venidas de misteriosos camaradas, heroicos o entrañables).Decidí que mis hijos fuesen normales. Que llevasen mi apellido y nombres que no recordasen a ningún hermano asesinado. Que viviesen en la misma ciudad y en el mismo país donde habían nacido. Y más adelante sin forzarle ni inducirles, si les apetecía saber o preguntar algo, entonces les explicaría lo que conviniese, Apliqué el proyecto con tanta eficacia que nunca preguntaron nada. De tanto en tanto, un compañero de la escuela o un profesor les comentaba alguna cosa de sus abuelos – continuaban siendo unas personalidades públicas – y ellos me preguntaban porque no sabían nada. Por eso sospecho que cuando ha visto la lápida mi hijo debe haber atado cabos. Y debe de haberla relacionado con alguna idea para uno de sus videos obsesivos (rotondas, pies, escaleras mecánicas…) o puestos a pensar mal – y con los adolescentes siempre conviene pensar mal – tal vez la quiera filmar para colgar el video en el Factbook, al lado de aquellas chicas lánguidas y con los cabellos planchados o de amigos enseñando el culo o agitando banderas esteladas. Cuando llega con la cámara me pide que
le ayude a sacar la lápida del maletero. Lo conseguimos (nunca entenderé porque es más fácil meter según que cosas dentro del maletero que no sacarlo). La colocamos justo bajo los fluorescentes del parking y el la fila con rapidez sin usar el trípode. “Queda poca batería”, dice para justificarse, como si eso fuese alguna novedad (en todos sus aparatos siempre hay poca batería. “¿Por que la quieres filmar?”, insisto. Y el, fiel a una austeridad en la elocuencia que me exaspera, responde. “Porque si”. 8. No se que ve mi hijo en la lápida, pero después de meterla de nuevo en el maletero, empiezo a saber que veo yo. Veo evidencias que me asustan. Si Franco no hubiese revuelto. Sino hubiese hecho tanto calor los primeros días de la guerra. Si un control anarquista no hubiese matado a mi tío. Si se hubiese puesto la chaqueta. Mi padre tal vez no se habría dedicado a la política. No habría conocido seguro a mi madre. Ni mis hermanos ni yo habríamos nacido No habríamos conocido el sentido del humor del tío Joaquín ni asistido a su entierro (la vida y en entierro del tío Joaquín habrían sido diferentes porque probablemente el tampoco habría sobrevivido a ningún campo de concentración) Yo no habría crecido como crecí, a remolque de hechos consumados ligados a la historia y a la actualidad No habría celebrado los viajes al espacio de Yuri Gagarin ni las victorias atléticas de Valery Borzov.
Nadie me habría inculcado que la propiedad corrompe y que solo hay que alquilar y compartir. Y la realidad no me habría sorprendido con una propiedad inesperada: el nicho de los tres hermanos. Porque el nicho es mío. Lo certifica el documento oficial que me dieron en los servicios funerarios después de regularizar y de actualizar todo el papeleo de cuando murió mi padre. “Titulo de Sepultura”, dice. Y recuerdo que para no sentirme culpable de traicionar los principios familiares de la objeción a la propiedad, pensé que no era realmente una propiedad sino una concesión por un derecho, el derecho de la sepultura. He heredado las cuotas y si las cosas no cambian mucho será el único patrimonio que dejaré a mis hijos. De hecho, de todo lo que no tengo, ellos son los que más valoro, incluso cuando no vocalizan o cuando murmuran monosílabos categóricos. Si, definitivamente, lo que más me asusta es pensar que si aquel día de julio de 1936 Antonio se hubiese puesto la chaqueta, ellos no existirían. AGRADECIMIENTOS ¿Hay que acabar los libros con un capítulo de agradecimientos?, se pregunta el escritor en el momento de concluir la penúltima revisión del manuscrito. De entrada piensa que no, a pesar de que a veces ha sentido envidia de los colegas que culminan un libro con unas páginas de gratitud que,
cuanto más extensas son, mejor parece que ha de ser el libro. Aunque para reírse el escritor ha estado tentado de hacer constar agradecimientos ficticios, en los siete libros que lleva publicados hasta ahora ha preferido no incluirlos. No ha sido nunca partidario de recurrir a la gratitud doméstica de padres y hermanos. Si no lo hizo mientras estaban vivos ahora le parecería demasiado forzado (por lo que respecta a los hermanos, es hijo único). Como lector lo que más le gusta son las referencias a “generosas ayudas y estímulos” de residencias de nombre aristocrático, a becas de fundaciones híper selectivas, a estancias en centros de Bellas Artes benefactores, o a subvenciones estatales para la creación. A el nunca le han ofrecido nada de todo eso. Tampoco podrá agradecer la “silenciosa complicidad ni la eficaz devoción” de ninguna bibliotecaria, porque cuando de modo excepcional, se ha querido documentar con el rigor de un novelista de verdad, la bibliotecaria más bien le ha tratado con suficiencia y menosprecio. Si le gustaría corresponder a “la infinita amabilidad” de mecenas residentes en, pongamos por ejemplo, Ciudad del Cabo, Jerusalén o Berlín. Por descontado que si, pero el trabajo y la familia le han retenido aquí con la fuerza de dos anclas inexpugnables. Pero esto no ha evitado que de manera fugaz haya envidiado las referencias de otros colegas a talleres de escritura creativa de universidades californianas. Y de que le haya sabido mal no poder agradecer nada “a mis
alumnos” porque nunca los ha tenido. Y si: envidia la capacidad de muchos escritores de tener en todas las partes del mundo, amigos con nombres tan sonoros como Fiona, Boris, Kabir o Dayanita. Si rebobina mentalmente, recuerda que las razones para no agradecer nada a nadie siempre han sido la timidez y el pudor. Si cree que escribir es un oficio tan digno (o indigno) como cualquier otro, lo mas coherente es actuar con naturalidad. Cuando el dentista consigue sacarte dos muelas, al terminar no recita una lista emocionada de agradecimientos. A pesar de eso últimamente he sentido la contradicción de, por una parte, querer mantenerse fiel a las propias convicciones y, por la otra anhelar la autocomplacencia de una ceremonia de de concesión de premios. “Nada de esto podría haber sido posible sin vosotros” o “a Ian, que cambió todos mis horizontes” son frases que no solo sería incapaz de escribir sino ni de decir. Leyendo entre líneas le parece que los agradecimientos dejan entrever que los libros se escriben gracias al esfuerzo de mucha gente. A veces se imagina un autor improductivo y, a su alrededor, un ejército formado por cónyuges, secretarias, editores, documentalistas, agentes, becarios, musas, todos empujando al artista y velando, de manera abnegada, por sus intereses. A el no le empuja nadie. Por discreción, orgullo o respeto – ya no distingue entre estos tres territorios – es incapaz de preocupar al hijo o a la mujer con dudas creativas (aunque quisiese no podría: la mujer le
dejó para irse a vivir con el editor que, en teoría, debería de haberse ocupado de ser generoso con el, y de los hijos…, bien, de los hijos mejor no hablar). No puede sentirse “eternamente agradecido” porque intuye que la gratitud tiene fecha de caducidad y que esta es la razón principal por la que los autores dejan constancia escrita en un capítulo especial de agradecimientos. Si: podría dar las gracias a un par de excelentes amigos por la franca lectura que le hacen de sus manuscritos. Alguna vez ha estado a punto de hacerlo pero se ha detenido cuando se ha preguntado: “¿Y si prefieren que no se sepa?” También es incapaz de usar los agradecimientos (lo mismo que las dedicatorias) como un acta notarial de su vida sentimental (así muchos colegas se hacen perdonar secretos y malos entendidos privados). Quizás no los ha incluido nunca en sus libros porque le enfrentarían con sus propias limitaciones. O porque si no agradece nunca nada en el ámbito privado, tampoco tiene lógica cambiar de actitud en público. Precisamente por eso, pospone los agradecimientos para otro libro, a pesar de que no es muy optimista por lo que hace a la pervivencia de la industria editorial (y en un plano más particular, no cree que todo cambie suficiente para que un día sienta la necesidad de agradecer públicamente, sin reticencias, alguna cosa). VOLVER A PIE A CASA
No es aficionado al teatro, pero desde hace un tiempo, va a menudo. Elige las obras pensando en lo que le gustaría a su madre. Cada espectáculo es una oportunidad de tenerla presente más allá de la importancia que, en general, se otorga al duelo. Dicen que cuando alguien se muere se queda en la memoria y en el espíritu, pero a el le reconforta más heredar algunos de los hábitos de ella. Cuando murió el padre, después de una primera etapa de rabia, empezó a salirse adoptando costumbres paternas aparentemente menores, de las que no se incluyen en ningún testamento: frotarse enérgicamente los blancos cabellos con loción Pétrole Hahn, hacer caer las motocicletas mal aparcadas en la acera o, cada quince días, comer en un restaurante de cocina castellana. Al principio pensaba que sería una terapia demasiado forzada pero ahora que ha interiorizado tanto estas costumbres le sería difícil prescindir de ellas (ha llegado a la conclusión que hacer cosas solo porque las hacía su padre puede acabar teniendo más sentido que hacerlas porque si o porque no). En el caso de su madre, y a pesar de que todo es relativamente reciente, ya ha incorporado a la rutina la tortilla semanal de alcachofas, la tabla matinal de gimnasia para combatir las embestidas del reuma, la copa de JB de antes de comer y esas salidas al teatro. Más que la obra, le interesa pensar en lo que le gustaría a ella y de que manera opinaría, con aquella irrefutable convicción, que en los momentos más tensos de su
relación, tanto le había exasperado. Ahora, sin rencor, reproduce mentalmente los comentarios y las críticas que imagina que ella haría, reviviendo el tono – intimidador, categórico – el acento – de una pulcritud fonética que convertía las frases en ventoleras de aire seco – y la argumentación – desafiante – Lo que hagan los actores en el escenario le es indiferente. Si van desnudos con la intención de romper moldes, sonríe pensando con que condescendencia su madre desacreditaría la voluntad de escandalizar. Nunca se queda a oír los aplausos: las manifestaciones de euforia siempre le han producido vergüenza ajena. Y si el teatro no está muy lejos, le gusta volver a casa a pie, como lo hacía ella, con la actitud exageradamente confiada de alguien que no está dispuesto a asustarse por los peligros de la noche (y a quien durante demasiados años las circunstancias obligaron a mirar hacia atrás para vigilar que nadie la siguiese). Cuando llega, revisa el correo electrónico y si tiene la suerte que toque tortilla de alcachofas, la prepara saboreando todas las fases del ritual. Si no toca tortilla, se toma un vaso de leche, no porque le guste sino por recordar como su madre le decía que, sobretodo – un sobretodo disuasivo – no tomase nunca leche antes de irse a dormir. LA TORTUGA
Cuando compara su existencia con la de otras mascotas, la tortuga se siente satisfecha. Piensa en los pobres hamsters, condenados a pedalear dentro de una rueda con la excusa que el ejercicio les hace más musculazos, inteligentes y activos. O en los canarios, resignados a morir tirándose del columpio contra el suelo o contra los barrotes de la jaula, envueltos en sus propios excrementos. A la tortuga, en cambio, solo le piden que esconda y saque la cabeza, y que cuando la voltean y la obligan a dar vueltas sobre su caparazón, mueva las patas como un bailarín de hip-hop. Piensa que es una actividad soportable, tal vez no tan digna como la de los peces, a los que solo se les exige que desfilen con una expresión de misterio filosófico en la mirada. Respecto al hábitat que le ha tocado, la tortuga no se queja. Es una estructura plastificada, con vistas al techo, dos palmeras de plástico en miniatura y un pequeño estanque en forma de riñón. Ella sabe que para que las cosas no cambien, tiene que hacer lo que se espera que haga, alimentarse bien y sobretodo no ponerse enferma. Por eso y para no volver con los de su especie, procura no contrariar a nadie. Las ataduras emocionales son importantes pero irrelevantes comparadas con la comodidad de no tener que hacer nada para sobrevivir ni tenerse que someter a la lógica de los reptiles. Cuando se dice que las tortugas son lentas es una verdad a medias. Cierto es si se comparan con un zorro, una ardilla o una serpiente pero, entre tortugas, las hay lentas y
veloces. El problema está en el hecho que, antes de ser expatriada al purgatorio de las mascotas. La familia le imponía un ritmo injustificadamente acelerado. En proporción se desplazaba a una velocidad supersónica, tal vez inapreciable para el ojo humano pero vertiginosa – y estresante – desde el punto de vista quelonio. Con argumentos que rozaban el chantaje y la amenaza, la exigieron que fuese más deprisa, aunque a ella le parecía absurdo tener que correr cuando lo que se espera de una tortuga es precisamente que sea lenta, y que esta natural lentitud no se entienda como una manifestación de debilidad o de indolencia, sino de tenacidad, sabiduría y determinación. Por eso siempre estará agradecida que, aplicando la selección natural de las especies, la desterrasen. Y por eso celebra haber acabado, después de una estancia en la tienda de mascotas, en esta casa. Aquí solo ha de soportar el entusiasmo de las criaturas cuando se acercan a observar cada uno de sus movimientos. Unos movimientos que, aunque sean lentos, grotescos, bastos o absurdos, siempre son acogidos con alegría y, a veces incluso, con afecto. ÚLTIMA CANCIÓN La unión no siempre hace la fuerza de un matrimonio. Cuando la cohesión ya no depende del sexo, la convivencia decae. Hay quien atribuye este fenómeno a la falta de pasión, pero en realidad, tiene
más que ver con el exceso de expectativas. Sino fuese transitoria, la pasión no existiría: concentra emociones que si se repartiesen de modo equitativo entre todos los días de una relación, tendrían la intensidad de una pila gastada. Los sentimientos que fundamentan una relación de larga duración, en cambio, tienen mala prensa, a pesar de que comparados con la pirotecnia inicial, son consistentes y perdurables incluso cuando los cónyuges tienen que aprender a remar intentando entender por que, de repente, el embrujo se ha transformado en naufragio La tentación fácil es abandonar y buscar nuevas pasiones que, en general, perpetúan el círculo vicios. Pero dejémonos de teoría y centrémonos en la práctica. Observamos a la pareja que, ante un ordenador, prepara las vacaciones. Los dos llevan gafas y transmiten un estilo de vida socialdemócrata. Después de semanas de negociaciones, durante las cuales se han esforzado más por mantener las discrepancias que por encontrar acuerdos, han conseguido consensuar un destino, Vancouver, que no les seduce. Piensan que así partirán de la misma insatisfacción. Otros veranos ya probaron la estrategia de alternar el sacrificio: el uno aceptaba la elección del otro a cambio de, que al año siguiente, reclamar el mismo privilegio. Saber que pronto viajarán a una ciudad que no les interesa demasiado, en cambio, les produce un cosquilleo insólito que, de alguna manera, – hace años que entre ellos las cosas no son
como son sino de alguna manera – les estimula. Ahora debatirán los pros y los contras de las distintas opciones de hotel, procurando que haya más contras que pros. Es un proceso más tortuoso que cuando confiaban incondicionalmente en el criterio del otro. Pero también más seguro: como cada uno se convierte en fiscal, acaban encontrando alternativas que mejoran las arrebatadas elecciones de enamorados. Además estos debates les permiten distanciarse del repertorio de frases rutinarias. Tienen que tomar decisiones sobre la medida de las camas o el tipo de barrio que les conviene. Al final volverán a constatar lo sobrevalorado que está eso que se llama comunicación de la pareja, y a entenderse a través de una variada gama de silencios. De entrada puede parecer que todos los silencios son iguales, pero no: dominar la interpretación es un arte que solo se aprende con una práctica continuada. Respecto a las conversaciones se han acostumbrado a que sean breves y prácticas. Liberados de la necesidad de explicárselo todo siempre cada uno administra las reflexiones y las vivencias que, sin llegar a la categoría de secreto, conforman las intimidades respectivas. Lo que marca la evolución de una pareja – de una pareja consolidada se entiende, no de las que desertan a la primera ventolera o se contentan con el espejismo de la doble vida – es cuando desaparece una única intimidad y, unidas por un interés común, cohabitan dos independientes. Entonces los comentarios que se
intercambian ya no pueden ser románticos. “Se ha acabado el Fairy” o “Tendrías que llamar para cambiar la hora del dentista” son frases sin demasiado encanto pero fundamentales para la supervivencia. Antes de ponerse a revisar las combinaciones de avión hasta Vancouver, han hablado bien poco y, a base de monosílabos, han resuelto muchas cuestiones aparentemente intrascendentes. Es verdad que a veces notan la sensación de desánimo pero saben que, en momentos así, no hay que dejarse vencer por el rencor y combatir la mezquindad espontánea, más peligrosa que la premeditada – No es ningún tópico: en lugar de debilitarles, estos episodios de resistencia les han fortalecido. Son conscientes de que si se liasen en un intercambio tradicional de reproches, tal vez se sentirían más liberados, pero prefieren esperar y dejarse sorprender por el poder cauterizador del tiempo. Hablando de Vancouver ya no discuten, solo afinan el objetivo. Hace ya tiempo que han abandonado el método, física y emocionalmente extenuante, de la discusión-reconciliación. Han descubierto que no perdonar ni olvidar da más enjundia a los largos silencios. Nunca han necesitado estar compenetrados – si por estar compenetrados se entiende la coordinación fluida de intereses, curiosidad y deseo – Tampoco responden al patrón de estar hechos el uno para el otro. Tal vez por haber mantenido desde siempre una incompatibilidad manifiesta – eso que
en algunas legislaciones sirve para justificar divorcios – han entendido que tenía más interés continuar y aclarar hasta donde pueden llegar. Mientras esperan la confirmación de la reserva del hotel, se felicitan con una imperceptible sonrisa. Que convivir no haya sido fácil y que no hayan caído en expansiones melodramáticas les satisface especialmente. Con los años, los defectos que cada uno detecta en el otro se han refinado. Comparten un afecto que alguien podría calificar de dependencia. No es así: mantienen el carácter de cuando se conocieron – en un stand de la feria Construmat, hablando de pavimentos y de aceras – Desde entonces, les gusta compararlo todo con elementos propios de la construcción o de la arquitectura. Oscar acostumbra a decir que es como un castillo, con murallas, parapetos, cañoneras, torres de vigilancia, puertas levadizas y el encanto de las cosas anacrónicas. Ana, en cambio, se describe como un piso de gama media, con recibidor, pasillos, persianas, terraza impermeabilizada y una gran facilidad para, lo mismo que los armarios empotrados, ser práctico sin parecerlo. Ahora pagan el ordenador y acuerdan los últimos detalles de la financiación del viaje. Al final, cada uno se lava los dientes, se toma las pastillas prescritas, se pone el pijama, se echa en la cama (individual), cierra los ojos y espera que el somnífero haga su efecto. Observadles: no piensan en Vancouver como en una ciudad para descubrir juntos sino como la
oportunidad para, en un nuevo escenario y con nuevos estímulos para la discrepancia, continuar con lo que podríamos nombrar, de alguna manera, vida en común. BREVE HISTORIA DEL ARTE Los padres le repetían que tenía madera de artista y se lo potenciaron con un orgullo tan enfermizo que, de la infancia a la adolescencia, el hijo conserva el recuerdo de una agenda obsesiva: visitas a catedrales y museos, asistencia a conciertos de música dodecafónica o de tango-fusión, cualquier manifestación que pudiese revertir – este era el verbo que usaban – en el desenvolvimiento de su sensibilidad. Cuando consideraron que le convenía viajar y aprender lenguas vivas y muertas, le inscribieron en internados exclusivos, con profesores de una perversidad solo comparable a la de los alumnos. Habitualmente volvía demacrado, con nuevos tatuajes impresos en la piel y la sensación de haber decepcionado las expectativas. Los padres entendían que los cambios formaban parte del proceso, incluidos los periodos de inestabilidad siquiátrica. Entrando en la juventud, cuando todavía no había manifestado ninguna destreza específica, estuvo a punto de abandonar. Conscientes de que la debilidad era innegociable con una idea transversal de las artes, los padres reforzaron la disciplina. Resultado: a trancas y barrancas, el hijo completó el
proceso con la impresión de saber cada vez menos sobre más cosas. Cuando dejó de resistirse, entendió que amoldarse a un destino previamente establecido le reportaría más beneficios que la búsqueda de aquel sentido de la vida del que todo el mundo habla. Asumida la condición de artista artificial, se esforzó en dotar de credibilidad al personaje. Empezó a practicar una mordacidad indiscriminada y, en poco tiempo, consolidó un prestigio basado en la crueldad de las opiniones y la extravagancia de las actitudes. Si le reprochaban no haber concretado su talento en ninguna disciplina tangible, respondía que esa era la confirmación de que el artista tiene mucha más importancia que sus obras. El discurso calaba. Cuanta más indignación y desprecio despertaba, más se cotizaba. Tuvo que contratar un agente que le negociaba no la obra – inexistente – sino la presencia. En cada una de estas apariciones desplegaba la arrogancia que de el se esperaba y una erudición repulsiva que, al servicio de diferentes acontecimientos (desde olimpiadas culturales a toda clase de forums antropológicos), le permitían exhibir una elaborada capacidad de provocación. Precisamente porque era inteligente, procuraba parecer idiota. De aquel periodo han quedado polaroids, videos artificialmente domésticos, titulares sensacionalistas y un catálogo – Depilaciones I y 3 – que le consagraron como figura emergente en la edición conjunta de la Documenta y la Bienal. Todos le querían conocer. La lista de
espera para contratarle era el símbolo de un propósito: demostrar que, en los procesos artísticos, la obra está sobrevalorada. No necesitó cortarse una oreja, ni alimentar una banda de hijos ingratos – los padres le habían hecho hacer una vasectomía preventiva, a prueba de falsas demandas de paternidad – A caballo de un éxito administrado por la astucia del agente, obtuvo las máximas distinciones académicas y mediáticas y una retahíla de títulos secundarios que le agradaba rechazar públicamente. De este modo se aseguraba el escándalo, que disparaba – no es casual que el pez se muerda la cola – los honorarios y, además, la multiplicación de nuevos galardones de instituciones, excitadas por la posibilidad de tenerlo, a cualquier precio, entre sus premiados. Los padres seguían la evolución del hijo con una orgullosa sonrisa que, poco a poco, que fue volviendo nervioso, interesado, distante, inexpresivo y finalmente sintomático de una demencia que se los llevó para siempre, con seis semanas de diferencia. Fingiendo una afectación que no sentía, el hijo se puso de acuerdo con la Ópera de Sidney y, en un acto pluridisciplinar retransmitido por Internet, se comió cocinadas por los tres mejores chefs del mundo, las cenizas de sus padres. “La memoria es caníbal”, declaró. No tardaron en aparecer imitadores, pero siempre acababan cometiendo el error de ponerse a hacer obra gráfica, escultura, música, poesía. El, no Sabía que para mantenerse en
le elite, el secreto era no hacer nada, resistirse al ansia creativa. Cuando los detractores le acusaban de impostor, respondía “¿Que es más importante no hacer nada y convertirse en referencia o, al contrario, hacer alguna cosa y pretender de por el solo hecho de existir, ya tiene que interesar a alguien?” Y si había cámaras próximas, las desafiaba con la mirada, explotando la temeridad y la rabia, como si en la adrenalina de la confrontación hubiese encontrado el famoso sentido de la vida. LA POSTERIDAD Tu funeral es la última oportunidad de mandar y de organizar. Has elegido el tanatorio, el modelo de ataúd, el orden de los parlamentos, la música que sonará y los parágrafos bíblicos que leerá el sacerdote. Lo has dejado todo bien indicado en un pliego de últimas voluntades para no apabullar a tus hijos y a tu tercera mujer. Te has asegurado una asistencia masiva, basada más en los compromisos que en la amistad. No has querido ser incinerado: has dejado pagada la sala de vela más grande y has invertido mucho dinero en la tanatoplástia que te permitirá recibir a los convidados con la manicura hecha, una expresión mas amable que cuando estaba vivo y, por descontado, el vestido más caro de tu armario. Para redactar el texto de la esquela incluso has contratado a un poeta que, en solo tres líneas ha resumido la consternación de sus familiares,
Ninguna cita en latín. Ningún verso de poeta nacional Solo un epitafio que también se habrá de esculpir sobre la lápida de una tumba en primera linead de mar. Si te lo hubieses podido ver, te habría sentido satisfecho por, una vez más, haberlo previsto todo O casi todo. No podías prever que llovería a cántaros ni que la gente llegaría tarde,, de mal humor y con los zapatos sucio, Ni que en el momento de interpretar el preludio en si bemol de Blanch-Morin, uno de los músicos dejaría caer accidentalmente su arquet Tampoco podía preveer la tos que se contagiaría de una fila a otra, ni todas las veces que alguien se tapó la boca para apagar un bostezo. Pero no hablar de los que han salido antes del final de la ceremonia, sin dar el pésame, corriendo hacia el parking para ahorrarse el embudo. Si los hubieses observado habrías entendido muchas cocas sobre tu vida, especialmente si hubieses subido con ellos en el coche y les hubieses vistos, contrariados por la lluvia, poner la radio para seguir las noticia – deportivas o financieras – y después de dos semáforos y de un rato breve de conducción, olvidarte para siempre jamás. ========Termino el 18 de febrero del 2014===================
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