Sendero Místico

April 16, 2020 | Author: Anonymous | Category: Meditación, Misticismo, Alma, Conocimiento, Amor
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EL SENDERO MÍSTISCO Raymond Andrea

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AMORC GRAN LOGIA ESPAÑOLA C/ Flor de la Viola 16 Urb. «El Farell». 08140 Caldes de Montbui (Barcelona) ESPAÑA Tlf: 93 865 55 22 Fax: 93 865 55 24

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COLECCIÓN ROSACRUZ

Las opiniones expresadas en este libro corresponden al pensamiento de su autor y pueden no representar la postura oficial de la AMORC.

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Esta obra ha sido publicada por la Gran Logia de Lengua Española para Europa, África y Australasia de la Antigua y Mística Orden de la Rosa-Cruz, mundialmente conocida bajo las siglas de «AMORC». Está reconocida en todos los países donde tiene libertad para ejercer sus actividades como una Orden filosófica, iniciática y tradicional que desde hace siglos, perpetúa bajo forma escrita y oral, el Conocimiento que le han transmitido los sabios del antiguo Egipto, los filósofos de la Grecia antigua, los alquimistas, los templarios, los pensadores iluminados del Renacimiento y los espiritualistas más eminentes de la época moderna. También conocida bajo la denominación «Orden de la Rosa-Cruz AMORC», no es una religión ni constituye un movimiento socio-político. Tampoco es una secta. Siguiendo su lema «La mayor tolerancia dentro de la más estricta independencia», la AMORC no impone ningún dogma, sino que propone sus enseñanzas a todos los que se interesan por lo mejor que ofrece a la humanidad el misticismo, la filosofía, la religión, la ciencia y el arte, a fin de que pueda alcanzar su reintegración física, mental y espiritual. Entre todas las organizaciones filosóficas y místicas, es la única que tiene derecho a utilizar la Rosa-Cruz como símbolo. En este símbolo, que no tiene ninguna connotación religiosa, la cruz representa el cuerpo del hombre y la rosa, su alma que evoluciona al contacto con el mundo terrenal. Si desea obtener información más concreta sobre la tradición, la historia y las enseñanzas de la AMORC puede escribir a la siguiente dirección y solicitar el envío del folleto titulado «El Dominio de la Vida». Antigua y Mística Orden de la Rosa-Cruz C/ Flor de la Viola 16 Urb. «El Farell» 08140 Caldes de Montbui (Barcelona)

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COLECCIÓN ROSACRUZ GRAN LOGIA ESPAÑOLA

Apdo. de Correos 199 08140 Caldes de Montbui (Barcelona) Tlf: 93 865 55 22 Fax: 93 865 55 24 www.edicionesrosacruces.es

Publicado por primera vez con el título “The mystic Way” en 1937 y posteriormente con el título “ The Mystic Path”.

Traducción al castellano: Sofía Rodríguez

ISBN: 84-922111-1-3 Depósito legal: Impresión: Publidisa Edición 2000 © de la Orden Rosacruz AMORC

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro ni su tratamiento informático ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright.

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El Sendero Místico Raymond Andrea Antiguo Gran Maestro de la AMORC en Gran Bretaña

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Índice CAPITULO 1 EL CONOCIMIENTO MÍSTICO: SU IMPORTANTE VALOR........... 6 CAPITULO 2 LA MEDITACIÓN MÍSTICA ....................................................................10 CAPITULO 3 LA MENTE CONTEMPLATIVA ..............................................................15 CAPITULO 4 LA INSPIRACIÓN MÍSTICA .....................................................................21 CAPITULO 5 EL DESPERTAR DEL FUEGO ................................................................26 CAPITULO 6 LA NOCHE OSCURA ............................................................................ 31 CAPITULO 7 EL AMOR MÍSTICO ..................................................................................35 CAPITULO 8 LA PARTICIPACIÓN MÍSTICA ................................................................40 CAPITULO 9 EL DISCÍPULO MILITANTE .....................................................................45 CAPITULO 10

LA SANTIDAD DEL SERVICIO ...................................................... 50 CAPITULO 11

LA QUIETUD MÍSTICA ..................................................................... 55 CAPITULO 12

EL DESAFÍO MÍSTICO....................................................................... 60

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CAPITULO 1 EL CONOCIMIENTO MÍSTICO: SU IMPORTATE VALOR El misticismo ha estado de tal manera presente en la vida de la humanidad que puede ser tratado justificadamente como un hecho histórico. Por tanto, ya no es considerado como la creencia desvariada de unos pocos fanáticos de mente errática y comportamiento irresponsable. El misticismo es reconocido como una rama del conocimiento y como una forma de vida. De ser, durante siglos, el estudio y la práctica reservada a un círculo privilegiado, cuyos miembros se hallaban dispersos por muchos países, ha llegado a convertirse en tema de ardiente búsqueda para, estudiantes de cualquier clase social, que son atraídos por la cultura más elevada del momento presente. Hace medio siglo (1) los libros acerca de esta materia eran, para el gran público, comparativamente escasos en Occidente. Hoy, no le faltan a ningún estudiante interesado. Los recónditos tratados de los antiguos maestros han sido rescatados y re-editados, existen en abundancia obras que los comentan, y aquellos que se han especializado en el tema, añaden su testimonio personal al creciente corpus de literatura mística. El renacimiento místico está en alza. Aunque pueda parecer paradójico, la Iglesia ha sido una de las primeras instituciones públicas en reconocer este renacimiento. Reconocemos rápidamente aquello que está destinado a disminuir o a reemplazar nuestro valor. Por eso la Iglesia ha reconocido al misticismo. La institución que, por encima de todas las demás, debería haber sido el mismo templo del misticismo, el vigilante guardián y capaz exponente de su ciencia y de su práctica, lo ha reconocido y lo ha ignorado. De ahí la gran paradoja de los tiempos modernos: la Iglesia mística de Cristo está desplazada del mundo; y el bloque de religión institucional que la rechazó, se lamenta de que ha perdido influencia sobre la mente avanzada que se ha despedido para siempre de credos y dogmas. La mente evolucionada siempre se ha desembarazado con rapidez de las instituciones. El mismo Maestro lo hizo, porque Él fue el místico supremo. Y el místico de hoy osa seguir su ejemplo. Antiguamente también lo hizo, pero la persecución le acuciaba, y tenía que esconder su luz y su saber, o perder ambos en una muerte ignominiosa. Hoy no es así. Existe un mayor equilibrio de fuerzas. La mente despierta está afirmando sus libertades y sus prerrogativas, y ni la Iglesia ni el Estado pueden hacerle imposiciones o ponerle trabas. El Estado, a través de la instrumentalización de sus leyes, sabiamente no intenta ir en contra de la libertad de pensamiento del sujeto. Por otro lado, la Iglesia, consciente de estar sometida públicamente al juicio que de ella hace el mundo intelectual, se resiente de esta posición indigna y rehúsa hacer una discriminación justa: denuncia, tachando de irreligiosos, a todos y cada uno de los que se sitúan fuera de su marco, a pesar de darse cuenta de que ello constituye una tergiversación. Es necesario decir todo esto, una vez más, aunque sólo sea para destacar el hecho de que la Iglesia ha perdido su influencia sobre la mente moderna. Es necesario decirlo para animar a aquellos que tienen la confianza de seguir la luz de sus propias almas anhelantes, y de manifestar sin temor la Consciencia Crística a través de sus propias vidas. Esa es la clave de la nueva era. El misticismo no contempla ningún credo, no reconoce ninguno de los amañados artículos de la religión, no se sujeta a ninguna iglesia o teología, ignora la autoridad impuesta de hombres y sacerdotes, y guarda humilde obediencia ante una sola cosa: el espíritu energetizante y vivificador que reside en el interior del templo del alma. El renacimiento del misticismo comenzó a manifestarse en los primeros años del presente siglo. Surgió bastante repentinamente. La Psychic Research Company y el movimiento New Thought lanzaron al mundo un torrente de publicaciones que abrió las puertas al desarrollo individual a través de la aplicación del poder mental a los negocios y a la vida cotidiana y captó en todas partes la atención y el interés de la gente reflexiva. El hipnotismo y el magnetismo, la sanación, la magia y la influencia 1.Este texto fue escrito en 1938.

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personal, y muchos otros temas relacionados con estos, eran abarcados por una amplia sección de esta literatura, gran parte de la cual ha sido, sin duda, aplicada a fines cuestionables. No obstante, la publicación de estas obras marcó una época definitiva en la evolución de la mente. Puso el acento en la libertad mental individual frente al dominio de la Iglesia, las escuelas y la ciencia, y cualquier otra abotargada autoridad. Volvió los ojos del individuo hacia sí mismo, enfatizando su responsabilidad y sus posibilidades frente a la realidad, e hizo hincapié en la tan necesitada verdad de que aquél debe buscar la evolución de sus capacidades innatas, el logro y el éxito en el mundo por sí mismo. Una gran parte de esta literatura, como se ha dicho, abarcaba específicamente los mecanismos y métodos para obtener éxito mundano. Ello le bastó para asegurarse una instantánea y ardiente acogida; y se le dio un buen uso. Sin embargo, otra parte de estas publicaciones tenía un carácter muy diferente: se ocupaba directamente de las posibilidades de evolución espiritual del individuo. Fue entonces cuando el misticismo comenzó a definir su propio ámbito. Para miles de personas ello significó nada menos que un renacimiento en su consciencia. En pocos años, asociaciones y grupos de cultura espiritual proliferaron por todas partes. Fueron fundados por quienes, hallándose a la vanguardia de la evolución general, y ayudados por el privilegio kármico, ya se encontraban suficientemente adelantados en el sendero místico. A través de la enseñanza directa o de la palabra escrita, diseminaron la antigua verdad de una manera aceptable para miles de dignos buscadores que se hallaban literalmente hambrientos de una verdadera guía para su vida espiritual; algo de lo cual habían carecido hasta entonces. Veo a esta hueste de buscadores tal y como eran: hombres y mujeres, en su mayoría de una sólida cultura general y con buenos conocimientos de música, literatura y ciencia, quienes habían sondeado las profundidades de las filosofías de Occidente y habían sido repelidos, a pesar de sus maravillas, por la crudeza materialista de los descubrimientos de una ciencia glorificada. Gentes que, aburridas de los monótonos discursos de teologías estancadas, dirigían sus miradas hacia el lejano horizonte, sintiendo en el fondo de sus corazones que debía haber un modo de salir fuera y más allá de los límites dentro de los cuales discurrían sus pensamientos, sueños y aspiraciones. Había otros, innumerables, que se hallaban por detrás de éstos, no siendo tan privilegiados en logros y en cultura, pero que, firmes y anhelantes en su corazón y en su mente, soportaban la misma carga en la vida y esperaban la venida de una nueva luz y una dirección, hacia no sabían muy bien dónde, que proporcionara un sentido a su vida y un mejor conocimiento de sí mismos, siendo al mismo tiempo conscientes de que algo les empujaba hacia aquel desconocido objetivo. Entonces llegó el alba mística y, como si la puerta del Templo hubiera sido abierta para ellos, la hueste completa se adelantó hasta los portales hacia los que habían sido dirigidos inconscientemente a través de los años. Como viniendo de otro mundo, una luz irrumpió sobre estos buscadores; y en verdad era de otro mundo, un mundo ante cuyo umbral habían estado esperando largo tiempo. Ninguno había osado hasta el momento hablar de ello en la iglesia, la facultad o la sala de lecturas. Algunos sabían que hablar hubiera arruinado su reputación. Recuerdo a un pastor del Evangelio a quien regalé algo de la literatura mencionada, esperando que le fuera útil en el ejercicio de su ministerio. Me la devolvió haciéndome notar que él era demasiado racional y, sobre todo, que aquellas ideas estaban en Platón. Quizá sí lo estaban, y también estaban encubiertas, o enigmáticamente reveladas, en las escrituras de la India o Egipto. Y allí permanecían, para ser objeto de los especulativos malabarismos académicos, y también para ser demostradas por aislados adeptos. Los académicos todavía siguen haciendo juegos malabares con ellas, los eclesiásticos por su parte se distancian; mientras que de las avanzadas huestes de buscadores emergen potenciales adeptos para anunciar la nueva era. Cuando una idea nueva impacta y toma posesión de la mente que espera, nunca se pierde, y la mente avanza. Así sucedió cuando la idea de la aventura mística como modo de vida penetró en el campo del pensamiento. La espera había sido demasiado larga e intensa como para aceptarla pasivamente y después dejarla en el olvido. Fue observada con extraordinario celo e inmediatamente se convirtió en un principio para la conciencia y en un tema para la contemplación profunda. Fue com-

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parada a la filosofía y a la creencia ortodoxa, fue investigada profundamente y tenazmente aplicada, y se encontró que colmaba una necesidad humana donde aquellas habían fracasado profundamente. Por lo que respecta a los intelectuales y científicos, que mientras tanto habían ocupado sus cátedras de autoridad, emitían sus poco inspirados oráculos con medida retórica ante sus seguidores beneplácitos. El advenimiento de la nueva idea constituyó una prueba dolorosa para ellos. Tenían razón hasta cierto punto, y dentro de una esfera muy limitada: ellos han sido agentes de la educación. Pero se equivocan en la medida en que rehúsan reconocer cualquier posibilidad para la humanidad más allá de su propia visión mundana -a pesar de que una idea más grandiosa que la que ellos habían concebido con todos sus potentes accesorios, ha atravesado su terreno y ha trastocado, desde la base hasta la cima, su cuidadosamente erigido edificio de teoría y descubrimiento. Además, la nueva idea asestó un duro golpe al orgullo intelectual de estas autoridades eminentes. Sin embargo, hasta que este orgullo no se disipe constituye una fase de la ilusión mundana que debe desaparecer para que la liberación espiritual sea posible. La evolución más allá del plano mental está paralizada. De modo que, como estas autoridades intelectuales continúan aferradas a su orgullo de lógica y perspicacia mental, temerosas de la pérdida de reputación que les ocasionaría cambiar sus fundamentos y dar su aprobación a innovaciones de los no profesionales, resulta que el buscador impersonal e independiente se halla, en verdad, un mundo por delante de ellas, en lo que se refiere a teoría y práctica. Las ideas nuevas que impactan la consciencia pública difieren considerablemente unas de otras en lo que se refiere a fuerza y desarrollo. Por ejemplo, las nuevas ideas históricas y políticas a menudo se aceptan tardíamente y crecen con lentitud, pues penetran un campo de principios y experiencias ya asentados y aceptados, e inmediatamente se someten al tribunal de la autoridad. Estando sujetas a examen y a un celoso escrutinio, eventualmente pueden recibir una violenta oposición por haber amenazado el juicio, o haber añadido algo al conocimiento de aquellos que habían dicho la última palabra en sus respectivas competencias. Quienes son responsables de las innovaciones saben lo que les espera y están preparados para ello. Sobreviene una fiera controversia, pero la idea resiste allí, a plena luz del día, y no hay forma de derribarla; hija, como es, de una mente que ha osado cuestionar los cánones de la ortodoxia o ha tenido el vigor de dar un impulso inesperado a la causa de la humanidad. Hemos visto muchos ejemplos de esta índole, y ello nos proporciona fe en la secreta omnisciencia del Hombre y en la intrínseca bondad de su corazón. De no ser por la existencia en el planeta de estos osados innovadores, las costumbres, las instituciones de los hombres, las filosofías materialistas y las decadentes teologías, incluso la ciencia y los estatutos y leyes civiles, crucificarían y condenarían el mismo espíritu del Hombre. Estos innovadores no desprecian lo que hay; reconocen el valor de lo que ha sido; pero no están dispuestos a permitir que las cosas continúen como están. Son enemigos, desde su nacimiento, del estancamiento que detiene el desarrollo y dificulta el progreso. Se rebelan contra todo aquello que constriña, detenga o mate el poder innato del pensamiento. En otros tiempos, tuvieron que pagar cara su originalidad; fueron sometidos a los tribunales o condenados a la hoguera. Hoy asustan y despiertan gran oposición; pero tan pronto como se han pronunciado, generan un conjunto de partidarios más potente que el de quienes se les oponen, e incluso son respetados, aún cuando no completamente comprendidos. Esto sucede porque traen lo que se necesita y es esperado. La nueva idea penetra como un rayo de luz en la conciencia pública, y allí permanece para germinar y crecer. Y tarde o temprano, dependiendo de su valor específico y su energía, se despliega hacia un fresco horizonte de descubrimiento y esperanza. El resurgir del presente ciclo místico fue parecido a esto. La idea era realmente muy antigua y estaba destinada a emerger en una forma nueva. Apareció conformada de un modo que satisfizo exactamente las exigencias de las gentes a las que iba dirigida. La época era propicia, pues había miles que la esperaban. En su presentación más simple anunciaba la urgente verdad de que había un camino de vida en el interior del Hombre que había sido absolutamente ignorado en una época materialista. Hacía hincapié en la verdad de que aquí y ahora, en el corazón sufriente de una humanidad anhelante, existía la lámpara mística del espíritu que, siendo cuidadosamente nutrida, iluminaría el templo oscu-

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ro del dolor y la tristeza, dispersaría las sombras de la perplejidad y el error, y elevaría al ser mortal al rango de lo divino. La idea encontró oposición, pero de un carácter templado y providente, principalmente, de los defensores de la ortodoxia religiosa. Estos la desacreditaron porque aseguraban que apartaba al hombre de la adoración y la confianza en Dios y buscaba hacerle autosuficiente y presuntuosamente su propio salvador. Un argumento bastante tosco sobre el que no merece la pena discutir. Sin embargo, la idea redentora creció aprisa y prendió en todos los estratos de la sociedad. Incluso algún instructor religioso, aquí y allá, no pudo resistir su atractivo y su enriquecedora influencia, y en vez de en un exponente de la palabra, se convirtió en un oráculo del espíritu. Pero la ley eclesiástica no se anula impunemente, y pronto desapareció. La idea ganó ímpetu a través de los años y, poseyendo una vida enérgica e inmortal, se expandió a través de una literatura de gran cobertura e influencia. Oriente, sede durante siglos del saber místico y de su práctica, consciente del despertar de Occidente a la ciencia del alma, dio amplias muestras de su interés y cooperación aumentando las publicaciones que enseñaban el camino místico y ensanchando los canales de mutuo entendimiento entre ambos. Es por ello por lo que hoy ningún buscador con interés se encontrará falto de guía e instrucción. El misticismo ha dejado su indeleble insignia en el pensamiento occidental, ha desafiado la fortaleza de la ortodoxia, y se ha situado a la vanguardia de la cultura y el avance espiritual. Se dice que el misticismo es un hecho en la historia del mundo. Para acercarnos más a este hecho, digamos que el misticismo es la que está dentro del Hombre. La filosofía materialista consiste en el estudio de la interconexión entre las ciencias y sus ramificaciones como partes de un todo orgánico, también es una teoría del conocimiento. El misticismo penetra en el mundo de las causas espirituales subyacentes a los fenómenos revelando las razones profundas de los mismos y de todo conocimiento. La diferencia esencial entre estas interpretaciones objetivas y especulativas y el método del misticismo se resume en una luminosa frase de Mundaka-Upanishad: «No es aprehendido por el ojo, ni por el discurso, ni por los sentidos, ni a través de ritos y devoción, sino que aquél cuyo intelecto está purificado por la luz del conocimiento, contempla aquello que no tiene partes, a través de la meditación.» Esta simple declaración conduce nuestra mente la consideración del método básico del misticismo: la meditación espiritual. Ésta revela la naturaleza interior del alma y permite desarrollar ese conocimiento de sí mismo que descubre al Hombre como entidad espiritual perteneciente a un mundo de silenciosas y potentes fuerzas espirituales en el que él vive, se desenvuelve y tiene su ser; el único mundo ante el cual él es responsable y a través del cuya sola ayuda puede «alcanzar la estatura y la plenitud de Cristo.»

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CAPITULO 2 LA MEDITACIÓN MÍSTICA La meditación es definida desde diferentes ángulos como una extensión de la concentración, una profunda y continua reflexión acerca de algún tema religioso y, quizá, de modo más adecuado, como un proceso de creación en el silencio. El tema presenta abundantes tecnicismos, si es que elegimos complicarlo a través de una elaborada consideración de los mismos. Sin embargo, por ahora ello es completamente innecesario. No creo que haya un estudiante entre mil de quienes se inician en este tema que tenga dudas sobre el hecho o el acto de la meditación, o acerca de su valor, o la considere como una práctica misteriosa o excepcional. A la edad en la que la mayoría de nosotros llegamos al estado adulto, hemos sido llevados a meditar con la frecuencia y la profundidad necesarias para alcanzar cualquier objetivo importante, o simplemente para desenvolvernos en la vida. Tal es mi experiencia; y como escribo esto dirigiéndome al buscador y al aspirante en el intento de ofrecerle ayuda, será mi propia experiencia, sea el que fuere su valor, lo que me sirva de guía. Recuerdo que la primera enseñanza sobre la vida mística con la que me encontré tuvo un carácter muy simple. No hubo ni tecnicismos, ni misterios. Se señalaron los hechos fundamentales sobre la mente y el alma; el objetivo era educar a la primera para que llegara a ser capaz de un reconocimiento de la última, a través de un proceso de alineamiento con la misma. Diariamente se proponía la visualización de una cualidad en el carácter, o de una condición en la vida que fueran sumamente necesarias para el estudiante, quien desarrollaba así la capacidad de concentrar su pensamiento fijamente sobre un tema específico. De ahí el estudiante pasaba, en su momento, a la suspensión de toda ideación durante breves intervalos de tiempo, o lo que es lo mismo, a la pura concentración; es decir, al detenimiento del discurrir de la actividad mental con el propósito de producir una situación de calma y quietud interior. A esto le seguía el proceso meditativo en el que la mente dirige su atención interiormente, sin interrupciones y reconoce la naturaleza del alma, que es amor. El resultado acumulado de esta práctica hizo tanto, o quizá bastante más, como lo que se hubiera podido alcanzar con los varios procedimientos técnicos ofrecidos por muchos maestros. No menosprecio las formas elaboradas de meditación para fines específicos; conozco su valor, pero pertenecen a un estado más avanzado del tema. Aquí pretendemos allanar el camino al aspirante para que le sea posible ascender desde la conciencia objetiva cotidiana hasta una condición de mayor interiorización. Este es el objetivo de toda meditación. El aspirante necesita realizar un cambio en su corazón para recorrer el camino místico y los primeros pasos consisten en una transformación de la actividad mental. Hay muchos otros pasos, pues la meditación es un proceso de ascenso hacia la vida inspirada de la Conciencia Crística, la cual constituye la culminación del sendero místico. El objetivo de la meditación consiste en realizar un contacto consciente con la vida del alma. El alma ha sido definida como un ente fruto de la unión del Espíritu y la Materia (es decir, un ente que es hijo de Dios y ha tomado un cuerpo) que se ha encarnado con el propósito de manifestar la cualidad que expresa la naturaleza de la esencia divina, la cual es amor. A partir de esta definición, se ve claramente el valor específico de la meditación anteriormente descrita como técnica preliminar para conseguir la liberación de la naturaleza esencial del alma. Se elimina todo lo innecesario, todos los tecnicismos, toda la parafernalia teórica y especulativa y se dirige la mente, concentrada y entregada, hacia el reconocimiento y la consciencia del alma, de modo que aquella se sature, en la meditación, de esa cualidad presente en el corazón de todos: luminoso amor impersonal. En el Vagaba Gita, las Upanisadas y otros libros sagrados, se exhorta al aspirante, aunque más ceremoniosamente y con profusión de detalles y referencias técnicas, a que medite constantemente sobre el

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alma como camino místico para alcanzar la iluminación y como modo de liberación ante el imperio de la ilusión mental y el dominio de los sentidos. La toma de consciencia de la naturaleza del alma es objeto de constante referencia en los temas inspirados de todos estos clásicos. El ascenso del aspirante en el sendero místico consiste en un doble proceso de destrucción y construcción de formas; hasta que consigue penetrar en la vida del alma, la cual carece de forma. El aspirante se encuentra aprisionado en el interior de una forma mental y emocional que ha sido creada por su propia experiencia en la vida: su objetivo es transcenderla. Es un alma cautiva en el interior de una forma que, con dolor y quizás demasiado conscientemente, él ha construido para su propio uso: se trata de la compleja forma de la personalidad que batalla en el ruedo de la vida. Si es firme, estable y está bien capacitada, entonces es afortunado; pues será un vehículo de estudiadas proporciones y resultará eficiente para los usos y los logros propios del mundo de la forma en contacto con personas de tipo similar. Es en ese contacto en el que se encuentra su propio modo de vibración específica y el ámbito de su respuesta, mediante los cuales actúa y reacciona ante otros. Pero todo avance, incluso dentro del mundo de la forma, se realiza mediante una serie de imperceptibles destrucciones y construcciones de formas. Así es en la vida mental y en la vida material. El cambio continuo es la ley. En lo que se refiere a la vida material, continuamente un modo de respuesta mejor y más complejo está reemplazando a otro de menor capacidad, igual que en la vida mental, hasta que el ciclo termina por causa de la vejez o de la enfermedad. Para la mayoría de las personas esto tiene lugar sin que se realice por su parte ninguna especulación acerca de la vida del alma, de modo que la forma mental y emocional les constriñe hasta la muerte. En verdad, no es que esta completa dominación a que está sometida el alma pueda detener la evolución en un ciclo de vida. Pero puede alterarla de modo insospechado. Así pues, el alma puede atravesar el ciclo de una vida y permanecer cautiva de la forma para el siguiente ciclo; o, por el contrario, el aspirante puede proponerse la tarea de emprender el camino místico y, a través de un aumento de su consciencia, de su frecuencia vibratoria y de su capacidad de apaciguamiento, transcender la forma que le aprisiona en el plano mental y emocional. De este modo construirá una nueva forma, mejor y de un carácter más idóneo que permitirá al alma establecer un camino de contacto con la personalidad tripartita. Meditar en el espíritu que mora en el interior de nuestra alma, el Hijo del amor, constituye el proceso de construcción de la forma que permite el ascenso en el sendero místico. Hablamos de destrucción y construcción de formas. Estos términos sugieren algo duro y drástico; y no es esta la impresión más afortunada, pero no tenemos más remedio que acudir a palabras comunes en el intento de definir y describir las sutiles transformaciones de la vida interior. Sin embargo, el proceso de cambio en este ámbito no es menos imperceptible que en el caso de los procesos físicos y mentales. Consiste realmente en una repolarización de la consciencia; se trata de dirigir la energía vital hacia dentro, hasta llegar a los estratos más profundos del ser, en lugar de dirigirla hacia el plano puramente mental y objetivo del pensamiento y de la acción. No hay nada misterioso en esta idea de la repolarización dé la consciencia. A poco que reflexione, el aspirante quedará convencido de cuan firmemente está atrapado en el interior de la forma de su «yo» personal, de su mente con sus opiniones y puntos de vista, de sus razonamientos y de su continua sujeción a la influencia y la agitación de la vida sensorial. Se dará cuenta de todo ello especialmente al recordar esos raros momentos que ocurren cuando la mente es llevada, más allá de sí misma, hacia un contacto momentáneo con la vida del alma, cuando se halla bajo la influencia de la palabra o la obra de los genios del mundo de la literatura, la música o el arte. En ese momento, el alma habla al alma, reconoce su verdadera naturaleza expresada en otros y comprende cuáles son sus propias posibilidades. En este caso se trataría de una repolarización de la consciencia realizada involuntariamente, en la que, repentinamente, se transciende la forma personal, la amplitud de su respuesta se extiende y su frecuencia normal de vibración se eleva hasta una dimensión más amplia, como consecuencia de la influencia y la inspiración que emanan de una mente que funciona en una esfera más elevada y con la que se entra de alguna manera en contacto. Todo esto es un anticipo de lo que la técnica del

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camino místico permitirá realizar al aspirante a voluntad, de manera consciente y por sí mismo. También constituye una prueba concluyente para él de que la consciencia mental y la consciencia del alma son dos organismos distintos, con valores y posibilidades enormemente diferenciados. Una funciona en el interior de la forma que se ha impuesto a sí misma y está circunscrita por ella; la otra no tiene forma y es fuente de amor divino y de toda inspiración. A través de la meditación, el aspirante debe construir una nueva forma que sirva de puente entre ambas, hasta que la forma del yo personal quede sobrepasada y sea posible el libre acceso a la esfera del alma. Cuando, más adelante en el camino, el alma domine verdaderamente e inspire completamente la vida personal, aquella nueva y mejor forma ya no será necesaria por más tiempo y desaparecerá; porque entonces existe una constante interacción entre la mente y el alma; y la inspiración que adscribimos al genio, llega a ser en el místico una función normal de la comunión con el alma. Víctor Hugo expresa muy fecundamente este contacto con el alma a través de la meditación. Siendo él mismo un escritor inspirado y de notable capacidad y lucidez, describe en el siguiente pasaje, con singular claridad y verdad, el paso más allá de la forma mental hacia la esfera del alma, a través de una repolarización de la consciencia y del duradero efecto que este proceso ejerce en la mente: «Todo hombre lleva en su interior su Patmos. Es libre de subir o no hasta ese temible promontorio del pensamiento desde donde uno percibe la sombra. Si no sube, entonces permanece en la vida corriente, con una consciencia común, con la virtud común, la fe común, o la duda común; y está bien. Para preservar la paz interna es, evidentemente, lo mejor. Si, por el contrario, alcanza aquellas alturas, queda cautivo. Las profundas olas de lo maravilloso se muestran ante él. Pero nadie vislumbra impunemente ese océano, en lo sucesivo él será el pensador; dilatado, engrandecido, pero flotante; es decir, el soñador. Tendrá algo de poeta y de profeta. Desde ese momento, una parte de él pertenece a la sombra. Algún elemento de lo ilimitado penetra en su vida, en su consciencia, en su virtud, en su filosofía. Poseyendo una estatura diferente a otros hombres, parece extraordinario ante los ojos de estos. Tiene deberes que ellos no tienen. Vive inmerso en una especie de oración difusa y, de modo verdaderamente singular, se aferra a una indeterminada certeza que él llama Dios. En ese crepúsculo distingue bastante de lo que pertenece a la vida anterior y suficiente de lo que pertenece a la vida futura, como para asir estos dos extremos de oscura hebra y con ellos ligar su alma a la vida. Aquél que ha bebido, beberá; aquél que ha soñado, soñará. No abandonará ese fascinante abismo, ese sonido de lo insondable, esa indiferencia hacia el mundo y hacia la vida, esa incursión en lo prohibido, ese esfuerzo por tocar lo impalpable y ver lo invisible; sino que de nuevo volverá, se acercará y se inclinará hacia ello; dará un paso, luego otro y, de este modo, penetrará en lo impenetrable y así encontrará la ilimitada liberación en la meditación infinita.» En verdad cada aspirante posee dentro de sí su propia Patmos. Lo que puede implicar su decisión de descubrirla, explorarla y habitarla, puede ser considerado más adelante. Hasta aquí hemos estado reflexionando sobre la forma que él debe transcender y sobre la forma que debe construir con el fin de realizar aquél descubrimiento. Hemos planteado esto de la manera más simple posible. Aunque se puede convertir este asunto, y a menudo así ocurre, en una materia abstrusa y complicada introduciendo fórmulas técnicas, u oscureciendo el tema mediante observaciones y referencias simbólicas y ritualísticas; todo ello conduce, al final, a la perplejidad y al desconcierto tanto al estudiante práctico como al no iniciado. Pero la cuestión que se presenta ante el aspirante es simple. O bien elige permanecer prisionero pues un prisionero es en el interior de la forma mental y emocional que la experiencia en el mundo objetivo le ha compelido a construir para sus múltiples contactos y usos, o bien va más allá de la frontera de esa existencia limitada y penetra en el reino místico del alma que está esperando ser descubierto. Su decisión en favor de lo último implica que acepta y asume la verdad básica del misticismo: que él no es un ser mental en busca de una especie

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de nebulosa y evasiva entidad conocida con el nombre de alma; sino que, por el contrario, él es una entidad espiritual, una fuerza que, a pesar de no ser reconocida, siendo el centro de su mismo ser, mantiene, nutre y dota de energía su vida mental, emocional y corporal. Es este cambio de perspectiva desde la periferia al centro lo que inaugura la edificación de la nueva forma, la línea de comunicación y transmisión, que su meditación debe construir, estabilizar y poner en uso cotidianamente. Un ejemplo de construcción de una forma en la vida mental, puede ofrecer posterior clarificación del tema al aspirante que comienza el camino. También puede mostrarle cómo se establece y dota de vida la línea de comunicación con el alma, de manera que llega a ser un vehículo de transmisión de las potencialidades del alma hacia la vida personal. Por poner un caso hipotético, un aspirante siente una gran afición por la música y alberga el deseo de emular a un gran maestro de la misma. La obra de este maestro es un ideal de transcendental influencia para el aspirante y constituye una fuente de continua meditación para él. Reflexiona sobre ella y de alguna manera puede decirse que vive en ella. Pues ella constituye una fuerza de atracción mayor que cualquier otra cosa en su vida. Siempre que su mente está libre de ocupaciones mundanas, automáticamente retorna a su mundo ideal de ciencia y expresión artísticas. Ejerce una influencia tan poderosa sobre él, que su propio carácter musical y su ejecución artística manifiestan más y más la forma y características de lo que constituye su ideal. Verdaderamente él construye, con una materia emocional y mental, la línea de comunicación entre sí mismo y su ideal. Se proyecta a sí mismo hacia él y piensa con y en él. Su intenso amor por él le abre un camino de respuesta mediante el cual su comprensión se ensancha, sus capacidades conceptuales se expanden, su habilidad para componer e interpretar se desarrolla y su vida musical entera se realza a consecuencia de este proceso de relación empática entre su propio mundo y el de su maestro artista. Lo mismo ocurre en la construcción de la nueva forma en la meditación. El aspirante parte de la concepción, fundamental para todo su trabajo, de que él es una entidad espiritual, de que un alma de amor constituye el centro de su ser; a partir de ahí, el aspirante mora constantemente en el pensamiento de esa naturaleza esencial de amor, al mismo tiempo que busca expresarla en un proceso triádico de actividad en los planos físico, emocional y mental. Realizando esto, se hallará introducido en un método con gran potencia y de demostrada precisión. El alma, que es un reflejo del Amor Impersonal fuente de la existencia humana, responderá a aquél reconocimiento. Y este es el primer descubrimiento que habrá realizado: el alma estaba esperando que la mente la reconociese. El alma espera ser liberada del ocultamiento y el silencio que la forma establecida de la personalidad le impone. Y tan pronto como se construye la línea de comunicación mediante el reconocimiento y la meditación en la naturaleza del alma, se produce un efecto en el ser personal: la vibración de éste se va elevando imperceptiblemente, se cultiva y adquiere el tono y el color de aquella augusta influencia. Practicando la meditación de manera habitual, se fortalece aquella línea de comunicación y se ensancha el canal de transmisión, hasta que la forma mental resulta insuficiente y el tono del alma resuena permanentemente en la personalidad. ¿No supone esto una renuncia a la forma de la personalidad, un abandono de los valores mentales? De ningún modo. Con seguridad no más que el abandono de valores que pueda decirse que está realizando el aspirante a músico cuando se supera a sí mismo mediante la construcción de una forma de devoción, para acceder a la obra del maestro que constituye su ideal. Antes al contrario, aquél reconoce a cada paso el efecto reflejo que produce su devoción y sabe que sale fortalecido con nuevas ideas e inspiración, convirtiéndose en el centro de atracción para todos aquellos que son sensibles a su tono mental en el mundo de su arte. Lo mismo ocurre con el estudiante de la meditación que se instala en el amor místico y luminoso del alma. La influencia de esa comunión no queda restringida a su personalidad, sino que se irradia hasta los confines del mundo y, como una luz poderosa, atrae hacia sí todo lo que enaltece y es beneficioso en los hombres y en las circunstancias. Todo lo que es abandonado, o lo que automáticamente desaparece en él, no merecía la

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pena conservarse. Todo lo que viene a él tiene un valor eterno y eleva todo lo que él posee hacia un nuevo nivel de vida y acción. Es una verdad simple, pero muy difícil de aceptar por parte de la mente dominante de Occidente. Es difícil darse cuenta de que la naturaleza inofensiva y compasiva del alma puede mantenerse firme frente al tono dominante y agresivo de la vida mental; y más difícil todavía pensar que puede transcenderla y comprender para qué sirve esto. El aspirante debe experimentarlo y ponerlo a prueba. Quienes lo han hecho, pueden dar fe de los nuevos valores que han descubierto. Así pues, como ya se ha dicho, cuando se construye la nueva y mejor forma, el alma responde ante ello, la vibración de la personalidad se eleva y tiene lugar paulatinamente la repolarización de la consciencia. La personalidad siente la fuerza energetizante y vitalizante del alma. Además, la influencia de esa forma más sutil, incide silenciosamente en otras almas y atrae el bien hacia ellas. Este es uno de los hechos más impresionantes que observa el aspirante cuando sigue el camino místico: aquellos con quienes contacta reaccionan sensiblemente ante el tono de la vida del alma. Esto sucede porque él ya no les considera meramente como personalidades, sino como almas que están evolucionando; es esa actitud al aproximarse hacia ellos lo que despierta un tono determinado en su respuesta. Esto no nos debe resultar extraño si recordamos que el alma es la misma en todos y está sujeta en todos a las mismas leyes de evolución y expresión. Por otra parte, la nueva forma que sirve de enlace entre el alma y la personalidad, está íntimamente asociada y en unidad con la jerarquía invisible de Maestros y Poderes, quienes conocen su vida y velan por su progreso y por el sincero aprovechamiento de cada oportunidad que se le ofrece para recorrer el camino de la comunión consciente con Ellos. Es por esto por lo que aquella forma, no sólo asegura al aspirante la continua cooperación del alma interior en todas sus actividades, sino que también le acercará más y más al íntimo conocimiento de estos Altos Poderes, quienes permanecen preparados para ayudarle en todo el proceso y eventualmente equiparle como aspirante entrenado y experimentado con ulteriores facultades y sentidos para que los use en alguna forma de servicio al mundo.

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CAPÍTULO 3 LA MENTE CONTEMPLATIVA A través de la meditación el aspirante realiza la experiencia de entrar en contacto con la naturaleza del alma. Establece una línea directa de comunicación entre la personalidad y la entidad espiritual que es el fundamento y la causa de su manifestación triádica en los planos físico, emocional y mental. Hasta entonces había estado polarizado firmemente en el interior de esta forma triádica; a partir de ahora, traslada imperceptiblemente la polaridad de su consciencia y vive conscientemente desde una condición más interiorizada y más elevada en la que confluyen potentes fuerzas espirituales. El hábito de la meditación acrecienta en él la consciencia de la intencionada influencia - y de la realidad - del centro espiritual que constituye el corazón de la vida. Por ello, incluso la mejor de las formas de enlace entre la personalidad y la naturaleza del alma construida en la meditación, acaba perdiendo definición y es finalmente desechada, en la medida en que el aspirante permanece en un estado de contemplación de la vida del alma. Del mismo modo que la meditación constituye una extensión de la concentración, así la contemplación puede ser considerada como una intensificación de la meditación. Muchos manuales establecen una clara distinción entre meditación y contemplación. En el contexto presente esta es una distinción que implica muy pocas diferencias. La definición más simple de «meditación» es: «seria contemplación de un tema u objeto»; y la de «contemplación», «acción meditativa». De modo que son términos intercambiables. Así, la meditación, en lo que se refiere a su aplicación espiritual, se define como una minuciosa investigación y análisis de la vida interior; y la contemplación como una profunda y reposada recepción de lo que esa vida interior proporciona. Pero ya hemos definido la meditación como el proceso en el que se establece una forma de contacto consciente con la naturaleza del alma. En la contemplación, sin embargo, se dice que la forma no nos concierne, sino el alma o la vida. Como quiera que tal es nuestro propósito conocer la naturaleza del alma la contemplación puede ser justamente considerada como una forma intensificada de meditación. Es interesante señalar que en los famosos Ejercicios Espirituales de San Ignacio, los términos meditación y contemplación se usan de manera intercambiable, entendiéndose como una exhaustiva exploración y toma de conciencia de las materias que se presentan a quien realiza dichos ejercicios. Este recibe una serie de temas para la contemplación diaria acerca del Reino de Cristo y se le ordena meditar de acuerdo con determinadas líneas de pensamiento que apuntan a la vida y el ministerio de Cristo; todo ello con el fin de recrear y experimentar en su interior, en el acto de su devoción, la belleza, el poder y la pasión del Hombre Ideal. Se observará que esto es de alguna manera análogo a lo que el aspirante tiene que hacer mientras construye una mejor forma de enlace entre la personalidad y el alma; con la excepción de que quien sigue los Ejercicios Espirituales está obligado en su tarea por unas creencias eclesiásticas y teológicas, y por unas aplicaciones de carácter personal, que aún cuando ennoblecen la vida, sin embargo fracasan a la hora de permitir la libre expresión del alma. De cualquier forma, el hecho es que este manual, que ha sido durante siglos uno de los sistemas más apreciados de disciplina espiritual en la Comunión Romana y entre quienes pertenecen a la vida monástica, ordena en sus contemplaciones que el ejercitante medite punto por punto sobre los acontecimientos históricos de la vida del Maestro, tal y como se describen en las escrituras, hasta que el significado y el contenido emocional de dichos acontecimientos cobren vida en la mente y en el corazón del meditador. Este recibe entonces la indicación de preguntarse a sí mismo: «¿Quién es Cristo?» «¿Por qué realiza esto?» «¿Por qué evita aquello?» «¿Qué suponen o sugieren sus mandatos y su ejemplo?» Dicho de otro modo, se le empuja a realizar una profunda reflexión personal, quizás la primera que lleva a cabo en su vida, al menos acerca de temas tan transcendentales. Inevitablemente sus pensamientos le conducirán a la introspección y se pregun-

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tará por qué la paciencia, la humildad, la mansedumbre, la obediencia y otras virtudes que se encuentran de manera tan vivida en la personalidad del Hombre Ideal, son sin embargo tan débiles o carecen de existencia en su propio espíritu. El escrutinio de la conciencia, el cual no consiste sino en autoconocimiento, es uno de los ejercicios más importantes, pues nos ayuda a descubrir aquello en lo que quizás nunca antes habíamos parado mientes, a saber: que en la profundidad de nuestras naturalezas hay tendencias, inclinaciones, gustos, aversiones, afectos, pasiones, que constituyen fuerzas que, por lo general, controlan prácticamente todos nuestros actos; y que algunas de estas tendencias o inclinaciones benefician, mientras que otras perjudican, nuestro crecimiento en virtud. Aquellas que no ayudan, sino que impiden nuestro progreso espiritual o nos previenen contra él, son llamadas por San Ignacio afectos desordenados; esto es, tendencias que no están en orden, que no están directamente ordenadas a la consecución de la plenitud y la perfección del carácter humano, sino que, por el contrario, conducen en la dirección opuesta. La mente bien equilibrada luchará contra dichas tendencias de tal manera que pueda realizar sus propios juicios y decidir su propio curso de acción tanto en las cosas importantes como en las de menor transcendencia sin estar movida por la presión, el sometimiento o el peso de las pasiones. Considerará los hechos de acuerdo con la fría luz de la razón y la verdad revelada, y así empleará toda energía en llevar a cabo su propósito de avance espiritual. No he citado la anterior autoridad con el objeto de hacer una advocación de los Ejercicios Espirituales como un método adecuado para el aspirante en el sendero, sino como un ejemplo de la lógica y de la técnica de investigación que el ejercitante emplea en su vida contemplativa. Su inadecuación para el aspirante estriba en que el procedimiento adoptado es morbosamente introspectivo y fija la atención continua y minuciosamente en las imperfecciones de la mente y el corazón; y en lugar de establecer la consciencia sobre el alma, tiende a confinarla en el interior de la forma tripartita de la cual precisamente el aspirante tiene la intención de liberarse. Pues aunque es cierto que la vida contemplativa es obstaculizada por las imperfecciones de naturaleza moral, sin embargo las virtudes morales no pertenecen a la vida contemplativa de manera esencial, dado que el fin de la vida contemplativa es la consideración de la verdad. La vida contemplativa implica un solo acto, que es la contemplación de la verdad. Y debe recordarse que el aspirante no pasa de golpe desde la fase meditativa, durante la cual está construyendo una mejor forma para penetrar en la naturaleza del alma, a la vida contemplativa. En el transcurso de esa fase en la que tiene lugar la repolarización gradual de la consciencia, hay una vida que vivir, y mucho que hacer de una importancia y una profundidad nada despreciables. Es entonces cuando el aspirante está desarrollando las virtudes morales, las cualidades místicas esenciales sobre las que podrá descansar, de modo seguro, la vida contemplativa. No se espera que, la vida personal tripartita que trae con él, para la tarea esté ya modelada, lista y a mano para enfrentarse a las exigencias de una vibración tan intensa sin necesidad de disciplina. Ello nunca ocurre, no importa cuál sea el estatus intelectual o la preparación moral del aspirante. De hecho, cuanto más eficientes y estables son estos factores, a menudo es mayor la necesidad de destruir la forma normal establecida de ambos. Y aunque pueda parecer herético e imperdonable, el hombre notoriamente bueno puede que sea quien más tenga que hacer en aquél sentido. ¿Ha pensado alguna vez el aspirante cómo puede estorbarle y cegarle una virtud? Se percatará de ello en el sendero místico mejor que de ningún otro modo. La introspección es útil y puede enseñarle cosas; pero también puede conducirle a poner tal énfasis en sus virtudes de manera que llegue a pasar por alto, no ya sus vicios, sino su propio egocentrismo. La fase meditativa le enseñará que el amor del alma está más allá de la virtud y la no-virtud; que es compasión en la acción, y demanda un nuevo código de valores y un modelo ético diferente. El aspirante apreciará este bello apunte místico: «La mente contemplativa sobrepasa toda zozobra y sólo anhela admirar el rostro de su Creador.» También está escrito que «al contemplar, o incluso en el mero intento de contemplar el misterio de su propia naturaleza más elevada, uno mismo provoca que la prueba inicial se precipite sobre él.» La prueba sobreviene a consecuencia de la influencia que el alma ejerce, cada vez más intensamente, sobre la vida personal. El aspirante ha so-

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brepasado la forma de ésta última y reconoce las limitaciones inherentes a ella. Se ha situado un poco más adelante que su ego anterior y se convierte en un crítico de ese ego. Esto mismo constituye una prueba, pues no hay nada tan desconcertante como llegar a darnos cuenta de quienes somos. A veces el estudiante se siente tan enojosamente humillado ante lo que descubre en su primer intento de observar la realidad de sí mismo, que nada le induce a proseguir en él, y de ese modo el buen trabajo queda interrumpido. No puede soportar la contemplación de su propia debilidad su fuerza lo es todo y se retira a la forma en la que se siente a salvo de estas perturbaciones, hasta que alguna feliz catástrofe en la vida le ayuda a destruir esa ilusión. En los casos de este tipo, el aspirante, por lo general, ha emprendido la búsqueda llevado por la mera curiosidad, o arrastrado por la persuasión de otros, sin esa cierta preparación mental que es necesaria para pagar el precio del avance y el conocimiento. Pero en cualquier área de la vida de que se trate, dice muy poco en favor de un alumno el que no esté preparado para aceptar las incomodidades inherentes al reajuste que, necesariamente, implica cualquier disciplina. Es un rasgo curioso de la naturaleza humana que un estudiante de un arte o una ciencia trabaje, se sacrifique y sufra cualquier privación, para alcanzar resultados excelentes en ellos; para que su vida personal se enriquezca y resplandezca con un lustre prestado; y sin embargo se cuestione el valor, o se retire, ante una disciplina más íntima que le conducirá hasta la misma fuente de la inspiración y del genio en su propio interior. Pues nada menos que esto constituye el objetivo y el fin de la vida contemplativa. Pero ello tiene su precio y exige una disciplina no menos decisiva y laboriosa, aunque sí mucho más sutil y delicada, que la que demanda cualquier adquisición intelectual. Un aspirante, por lo general, no emprende este camino de manera incondicionalmente resuelta, y raramente alcanza la verdadera contemplación hasta haber agotado sus recursos mentales. Considérese el asunto, se requiere una singular fortaleza que tiene que haber sido generada en la personalidad, antes de que un estudiante esté preparado para buscar la paz y el reposo del alma y pueda soportar esa fuerza, esa tensión y esa dominación inspiradora. «La vida contemplativa es dulzura extremadamente amable.» Esto suena muy contradictorio respecto de la vida activa que se exige al místico práctico. Pero nótese lo siguiente: «Aquellos que deseen ocupar la fortaleza de la contemplación tienen primero que entrenarse en el campo de la acción.» Esta afirmación complementa la anterior. Es la intensa vida de acción, lo que equipa al aspirante para pagar el precio de la disciplina que, le capacita para ocupar la fortaleza de la contemplación. Y es justamente porque algunos aspirantes comienzan el camino con grandes esperanzas de adentrarse en lo misterioso y lo mágico sin un sólido bagaje moral y mental en el que apoyarse, e intentan asaltar los precintos sagrados del alma sin estar preparados, por lo que son arrojados fuera hacia su propia impericia, como por una mano invisible y violenta, y de ese modo se les muestra que no pueden invocar impunemente al sagrado guardián de su propio ser inmortal. Al construir una mejor forma de acceso al alma a través de la meditación se invoca al guardián de la entrada. La voz de la conciencia resuena en la vida personal con un énfasis sorprendente. Indica un nuevo código de valores incongruente con la vida que, se desenvuelve en el interior de la forma tripartita que, el aspirante busca trascender. La meditación ejecuta un acorde disonante entre uno y otra. Es la vida contemplativa la que resuelve esa disonancia y la convierte en afinamiento armónico. El alma posee una vibración, un tempo, desproporcionado respecto al de la personalidad. No es posible hacer que los dos sean uno, de lo contrario seríamos trasladados más allá de cualquier contacto con la realidad del mundo. Pero la vida contemplativa exige una aproximación, una reorientación de la vida personal. Exige cierto grado de fineza y cultura espirituales, una vibrante y básica bondad de corazón y de mente, para poder soportar y usar sana y no egoístamente la poderosa vibración del alma. Si no es este el caso, entonces la situación se torna peligrosa, pues la forma meditativa atrae la energía del alma hacia la personalidad y si ésta no se eleva a través de la fuerza de la aspiración, la correcta interpretación y el adecuado ajuste, y no emplea su vida y sus facultades en los justos términos y de acuerdo con la ley propia de esa energía vivificante que ma-

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na a borbotones del alma, la creciente estimulación acentuará la expresión mental y emocional de manera indeseable en la vieja forma personal. Y de este modo tendremos el ejemplo de un aspirante comprometido, sí, en el noviciado místico, pero que proporciona la desagradable impresión de ser una persona sobreexcitada, fuera de control, errática, orgullosa y egoísta, autocrática y dominante; con todos los elementos de una personalidad no preparada e inculta expresándose en su peor forma. Es por ello por lo que la edad y la experiencia de la vida juegan un papel de mucha mayor importancia en la preparación para el camino místico de lo que muchos pueden pensar. He conocido aspirantes en la treintena que se lamentaban de no haber comprendido ni haber sido capaces de aplicar la técnica de los estadios superiores del camino. Mejor para ellos, pues ni tenían el juicio, ni la amplitud de entendimiento, ni el sentido común necesarios para aplicar lo que ya sabían. Se encontraban construyendo la forma meditativa, el alma estaba transmitiendo sus impresiones a la mente, pero el cerebro carecía de la fortaleza y la flexibilidad, que sólo una variada actividad y una amplia experiencia pueden proporcionar, para interpretar y aplicar correctamente lo que se les impartía. La historia de prácticamente todos los místicos notables revela que han sido individuos de carácter fuerte y con una extensa experiencia, que han sondeado las profundidades de la vida y han alcanzado una madurez constitutiva. Aún así, a menudo se piensa que se trata de almas elegidas a quien Dios ha mantenido apartadas y protegidas de la vida común para desempeñar una tarea especial. Que estuvieran destinados a realizar un trabajo especial puede ser cierto, pero no es cierto que se salvaran de una profunda inmersión en la experiencia de la vida corriente. Al contrario, se trató prominentemente de aquellos que fueron empujados al horno de la vida y sufrieron intensamente. Por ello, cuando el fuego hubo terminado su trabajo, la luz del amor del alma pudo brillar tan radiantemente a través de ellos. Con ambas manos pusieron sus vidas sobre el altar, siendo plenamente conscientes de su propósito, y el fuego purificador separó el oro de la escoria. Reflexione el aspirante sobre esto. Le pregunto si alguna vez se le ha ocurrido que sus virtudes pueden estorbarle y cegarle. Pues bien, cuando se introduce en la forma meditativa trae con él todos sus principios y virtudes establecidos, los patrones de su vida mental y emocional; pero el alma posee una serie de valores diferentes, que no desaprueban sus patrones morales ni se oponen a su integridad mental, pero que le enseñan que estos pueden limitarle. No es difícil comprender por qué. La forma de la personalidad es una estructura auto-erigida en la que se es y se actúa de acuerdo con unos determinados patrones de corrección y expresión. Es una estructura de vida, de creencias y opiniones, construidas básicamente sobre la influencia familiar, religiosa, profesional y de otras relaciones humanas, y se conforma de acuerdo con unos rituales de respetabilidad y buena reputación. Pero el alma carece de forma, ignora la respetabilidad o la sumisión a las normas y directamente repele las opiniones, las creencias y los formalismos. La escritura mística dice que el discípulo debe renunciar a toda idea relacionada con sus derechos individuales y con la agradable conciencia de la propia respetabilidad y la propia virtud. Esta es una profunda verdad que se mostrará al aspirante en la vida contemplativa. Una verdad que trastocará de tal manera los estrechos esquemas de su vida anterior, que si no posee la fortaleza que proporciona una experiencia amplia y bien fundada y la altura de una firme resolución en la aventura espiritual, creerá que está perdiendo su alma en lugar de encontrarla. Piensen de qué modo estamos atrapados por lo que creemos, por lo que somos, por lo que otros piensan que deberíamos ser, por cómo debemos preservar nuestro buen nombre y reputación a causa de que otros nos los han otorgado, y con qué animal ferocidad disputamos por marcarnos un tanto, piensen hasta dónde llegamos para ganar un poco de prestigio y, sobre todo, con qué orgullo hacemos alarde de nuestra probidad. Todo esto nos mantiene completamente alejados del alma que se encumbra muy por encima de nosotros. El amor del alma que despierta en la vida contemplativa es una espada de fuego que destruye todo esto. Y si algo de ello se encuentra en nuestra forma cuando llega el despertar, entonces tiene que desaparecer. La forma meditativa abre el camino para ello; y durante la construcción de la misma el aspirante

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tendrá largo tiempo para estudiar la dirección hacia la que ella le encamina. No es un proceso espectacular ni repentino. La forma de la personalidad no abandona fácilmente su vida y su carácter; por tanto habrá tiempo suficiente para comprobar el coste antes de ser llamado a pagar. No obstante, la ley consiste en que aquello en lo que el aspirante medita seriamente y en lo que incide contemplativamente, actuará sobre él de manera proporcional a la intensidad de su esfuerzo. Si evoca al alma, la influencia del mundo suprafísico en el que ella reside repercutirá en la personalidad y buscará dominar en la misma, y el grado en el que ésta se halle fuera de tono, sea por la afirmación de la virtud, sea por la no-virtud, determinará la extensión y el rigor que conlleve la tarea de superar la forma que estorba al estudiante. Por tanto, hay tres fases principales que conducen al aspirante desde lo personal hasta lo impersonal, desde la forma de vida de la personalidad hasta la vida sin forma del alma, desde una conciencia estabilizada y confinada en el interior del ego mental y emocional hasta una consciencia trasladada y repolarizada, impregnada e inspirada, por la vida del alma. En primer lugar, la concentración permite al aspirante focalizar las fuerzas del pensamiento con intensidad y propósito; en segundo lugar, la meditación construye una mejor forma y establece una línea de comunicación entre la mente y el alma; y por último, la emergencia de la fuerza del amor del alma como consecuencia de todo lo anterior, induce una actitud de contemplación en la conciencia anhelante que busca trascender los límites de la forma. Estos mismos estadios también son interpretados místicamente como concentración, meditación y contemplación. La concentración abarca tanto las percepciones sensoriales al tomar conocimiento de las impresiones, como las visualizaciones de la imaginación y el discurso racional que conduce a la verdad; en una palabra, es cualquier operación llevada a cabo por el intelecto, por ello ha sido apropiadamente llamada «la ojeada de la mente propensa a divagar.» La meditación es «la investigación realizada por la mente mientras está ocupada en la búsqueda de la verdad.» La contemplación consiste en el simple acto de observación de la verdad, es «la consideración clara y libre del objeto de su mirada por parte del alma.» En el segundo estadio es en el que el aspirante comienza a ser probado y en el que se determina su adecuación para el camino místico. Es el estadio en el que el alma, la mente y el cerebro son llevados a confluir y armonizarse. La mente responde a la vibración del alma la cual se vivifica a sí misma a través del torrente de fuerza e impresiones procedentes de una vida más amplia y espiritual, por lo que el cerebro, acostumbrado a un modo establecido de acción y respuesta, tiene muchos obstáculos que vencer. Si la mente puede aceptar la verdad liberada desde el alma, un cerebro flexible pronto se armonizará en la misma línea y se convertirá en un instrumento de expresión de esta. Pero esto ocurre raramente, excepto en aquellos que poseen un desarrollo interior muy maduro. Gran parte de la dificultad del camino se encuentra justamente entonces, cuando la poderosa vida del alma está conduciendo a la consciencia mental alzándola desde su acostumbrado lugar de asiento, origen y operación hasta una visión más elevada y más completa de los hombres y las circunstancias. Es justamente entonces cuando surge el lamento de la soledad, la separación y la incomprensión en la historia de quienes se han convertido en contemplativos. Tuvieron mucho que dejar atrás, mucho que entonces les pareció muy valioso, gran parte de lo cual hubieran retenido si hubieran podido, pues fue fuente de un gozo legítimo y de confort, y proporcionó relaciones armoniosas en su entorno, gran parte de lo cual era ortodoxo y bueno a su modo y les había proporcionado la reputación de buen juicio y sentido de la comunicación y de la camaradería. Pero los valores del alma no residen en estas cosas. Sino que emanan de la ley del alma que es indiferente a la bondad relativa, a las relaciones y a la reputación personal. Admitimos que estas son duras palabras. Pero el influjo inspirador del inmenso amor impersonal del alma altera todas las cosas. Trae nuevas ideas que se contraponen a las viejas, diferentes ideales que empujan hacia nuevos campos de acción, proporciona un conocimiento espiritual que pone severamente a prueba las viejas amistades y a menudo conduce al extrañamiento. Aleja simpatías que con el paso de los años se habían hecho queridas para nosotros. Nos revela debilidad donde creíamos ser fuertes. El equilibrio estático de toda la vida que se desarrollaba en el interior de los límites de la forma es alterado y tiene que encontrar un nuevo aplomo. La mente contemplativa atrae todo esto sobre sí misma a través

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de la fuerza de su propia aspiración. Es el acompañamiento inevitable que trae la liberación de la forma y la introducción en la vida del alma. Si la aspiración es fuerte y la voluntad firme, nada más importa; y ni el sufrimiento, ni la pérdida, ni la decepción, ni el ridículo, o cualquier otro obstáculo o estorbo, desviarán el paso firme del aspirante de su progreso en el camino místico.

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CAPITULO 4 LA INSPIRACIÓN MÍSTICA Cuando sabemos que «la vida contemplativa es dulzura extremadamente amable», entonces tenemos conocimiento experimental de la naturaleza del alma. Se trata de un estado de paz y de gozo tranquilo del amor espiritual en el que la voz de la personalidad es silenciada y la vida de la forma trascendida. También puede sugerir una condición tan ajena y remota respecto de la existencia moderna que, salvo unos pocos privilegiados en cuanto a circunstancias y desarrollo, todos los demás la consideren con recelo. Aún así, tal es la condición contemplativa y el camino místico invita a ella. Si es considerada con recelo por la mayoría de los humanos se debe a que están inmersos en el interior de la vida de la forma puede que de manera inevitable y necesaria, pero esto no viene al caso y sólo pueden pensar y actuar de acuerdo con el ritmo establecido en ella. Consecuentemente, cualquier idea que sugiera un ritmo más amplio, más allá de la forma, que esté fundada en el amor y el sosiego y cuyo mayor poder resida en la íntima quietud, es tenida como una negación de la vida o como una renuncia a sus valores más importantes. No se puede esperar una actitud diferente hasta que esos valores pierdan su atracción compulsiva para ellos cuando, en algún momento crítico de la vida, tales valores les fallen y entonces, sabiamente tornen su reflexión hacia la consideración del único factor estable en la existencia: el alma y el significado y propósito de su encarnación. «Mientras tanto, en el interior del Hombre» dijo Emerson, «se halla el alma de la totalidad; el sabio silencio; la belleza universal con la que cada parte y cada partícula están igualmente relacionadas; el Uno eterno.» Al comprender esto se alcanza «la dulzura extremadamente amable» que impregna al aspirante en la contemplación mística. Y es entonces cuando puede surgir la inspiración mística. Este término generalmente denota la acción del impulso creativo tal y como se manifiesta en los logros artísticos; pero en la aplicación presente estaríamos refiriéndonos, en particular, a la inspiración mística. En momentos especiales de la vida contemplativa, en el camino místico, se goza de esta peculiar, distintiva y urgente influencia del alma. No es poca la curiosidad y la especulación que se despiertan en aquellos que observan los resultados de este contacto suprafísico en un iniciado en el misticismo. Pero aquel que lo experimenta es generalmente incapaz de definirlo. ¿Por qué? No sólo porque la expresión espontánea del alma desafía cualquier definición adecuada, sino porque, a menos que el alma hable al alma, son inevitables los malentendidos. Si preguntamos a un gran artista cómo produjo los grandiosos efectos que él realiza con la mágica facilidad y seguridad con que lo hace, y aparentemente sin ningún esfuerzo, sería incapaz de darnos la fórmula. No existe ninguna fórmula. Indudablemente él podría remitirnos a una infatigable labor y un sacrificado estudio de la técnica más detallada en el pasado; pero ese es únicamente el camino de preparación, como lo es la técnica del camino místico para el aspirante que expresa con abandono la vida del alma. En ambos casos está operando el mismo proceso. Los vehículos de expresión se preparan para el objetivo con afán infatigable; después la forma alcanzada en la preparación es sobrepasada y la inspiración del alma domina el trabajo del artista de la misma manera que la inspiración mística desciende sobre el entregado aspirante y le urge a ser y obrar mejor de lo que él sabe. Desde ese completo abandono de sí mismo en la vida del Dios interior, desde el silencio en el que vive cuando el ser personal ha perdido su carácter y su voz, surge la guía infalible y la conmovedora influencia del motor divino que impregna con su genio la obra de su mano. Esta creatividad divina es la función más elevada del alma. Existen muchos estados y gracias en la vida mística, cada uno con su valor individual y su belleza en su propio campo, que dan testimonio del despertar y de la supremacía del alma en el Hombre; pero es evidente que no hay ninguno que sobrepase en divinidad y dignidad al atributo creativo que imbuye la mente contemplativa de

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símbolos representativos de la sabiduría divina con el fin de contribuir a la iluminación y la inspiración de la humanidad. Pero es necesario que el aspirante realice una cuidadosa discriminación en lo que respecta a esta materia. Es cierto que los temperamentos ardientes a menudo llegan muy lejos; también pagan caro su entusiasmo. Algunos aspirantes están tan poseídos de su propio sentido de la eficiencia una vez que han emprendido el camino místico, que pierden tanto el juicio como el discernimiento y la discreción que le son propios en la vida ordinaria, por lo que hacen afirmaciones de carácter inspirado sumamente extravagantes. Nunca se insiste demasiado en que para que la vida creativa del alma se exprese a través del aspirante y sea realmente útil para realizar un servicio a la humanidad, debe contar con una mente bien ordenada a su disposición. Sin embargo, existe una creencia muy común, incluso cuando se piensa en los Maestros del sendero, que atribuye la brillante técnica que estos demuestran a un acto de gracia fruto de la evolución o de algún privilegio especial. Se piensa que no requieren una función tan común como el intelecto y el ejercicio de sus varias facultades, que en realidad no es necesaria, sino que mediante una prerrogativa celestial, ejercen sus polifacéticas habilidades espontáneamente, contando escasamente con los vehículos de expresión con los que los demás tenemos que contar. Nada más lejos de la verdad. Si el aspirante logra alcanzar el estadio de pupilaje bajo la tutela de un Maestro, recibirá una de las lecciones más impresionantes que el camino místico tiene que enseñarle. Presenciará una demostración de lo intrincado de la técnica de la personalidad aplicada a la vida tripartita física, mental y emocional, que le dejará atónito. No sólo en lo que respecta a la exaltación espiritual, la intuición y la presciencia, sino también respecto del conocimiento y el ejercicio de las facultades y poderes en el ámbito puramente mental, el aspirante verá un ejemplo de fuerzas tan organizadas y desarrolladas que bien podría descorazonarle, pero en el mero hecho de tal contemplación reside la promesa de recibir tutela para alcanzar una maestría semejante. Tal demostración de la inspiración del Maestro es obra de la dialéctica del alma, pero está basada en la lógica de una mente bien organizada. Esta última debe conquistarse primero. Para que la verdad del alma sea correctamente percibida y transmitida para el beneficio de la humanidad, debe haber orden arquitectónico y simetría en la vida mental, debe haber lógica y profundidad, precisión y visión clara, las cuales serían garantía contra la ilusión y la seducción. Pues dada la acelerada vibración a la que ahora está sometido el aspirante, si la subestructura de la vida mental no es profunda, fuerte y equilibrada, y no está bien conformada no podemos evitar la forma; únicamente la transcendemos para volver a ella y utilizarla desde un nivel más elevado con una visión y un poder más alto entonces se puede atribuir un valor importante a los fenómenos más insignificantes. A menudo así ocurre. Y por ello, se puede ver entre los aspirantes de escasa preparación, muchos ejemplos de explosiones de una efusividad sentimental e incoherente, fruto de acumulaciones subconscientes en una mente pasiva y mal regulada, que son tenidas nada menos que por revelaciones divinas. La historia del espiritualismo muestra muchos ejemplos de ello, también la del pseudomisticismo. He tenido el privilegio de leer algunas de esas revelaciones, aún no publicadas, y verdaderamente no se podría haber imaginado una tergiversación mayor de lo que constituye la auténtica inspiración mística. El verdadero misticismo está absolutamente disociado de estos escritos automáticos de oscuro y dudoso origen. La inspiración mística es la voz de la intensidad espiritual y de la verdad, la voz del alma misma en momentos de elevada exaltación y su pronunciamiento lleva la impronta de la originalidad y la certeza. No se deriva de un estado de pasividad, sino de la altitud de una receptividad positiva en la que el organismo vivo entero se halla sometido a una alta tensión, en el punto de madurez y desarrollo de todas sus funciones. Se trata, si alguien osara decirlo, de la acción refleja del fuego interno que resulta de un premeditado asalto al Reino del Dios interior y que dota al aspirante de la habilidad para traducir los caracteres divinos a un lenguaje y una acción puestos al servicio del mundo. Nótense las implicaciones de este hecho. Cosas de menor envergadura pueden suceder en el camino, pero son sólo la articulación alfabética del lenguaje del fuego. Es perdonable que el aspirante confunda esos indicios con la inspiración mística misma.

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Haber penetrado en los primeros frutos de la vida contemplativa ya es algo, no deseamos menospreciar su mérito. Pero estos primeros frutos tienen apenas mayor valor que los momentos cumbre del intelecto, cuando éste se halla en su mejor estado. Aún permanecen en el ámbito de la forma. Sin embargo, el aspirante busca la creatividad divina que emana del fuego interior de su alma, dominante y activa en su propio reino carente de formas. Comparativamente, son sólo unos pocos los que la alcanzan, porque la fase de disciplina previa es larga y exige mucho. Por ello muchos se sienten tentados de elegir el camino fácil del abandono pasivo y la mediumnidad, y se contentan con las comunicaciones automáticas con otras mentes que no están más evolucionadas quizá lo estén menos que ellos mismos. Esto es algo que ni si quiera alcanza el rango de caricatura de la inspiración mística, algo que, desde luego, nunca convirtió a un aspirante en un maestro de la humanidad. Es obvio que durante el proceso de penetración en el estadio contemplativo sobrevendrán ciertas reacciones como consecuencia del ensanchamiento de la conciencia logrado, y el despertar del alma se anunciará de maneras distintas, de acuerdo con el tipo de aspirante. De este modo, en algunos se hacen evidentes tensiones emocionales acompañadas de voces o visiones. Estos fenómenos son comunes entre los aspirantes. Si las voces provienen del exterior o del interior y cuál es la interpretación precisa de lo que se experimenta, suele ser frecuentemente materia de especulación; en el caso de las visiones de varios tipos, como luces y colores, figuras geométricas y formas huidizas, aparentemente no tienen conexión con el mundo objetivo del individuo y llegan a ser una fuente común de perplejidad al carecer de cualquier relación lógica o interpretación. Otros experimentan fenómenos como la telepatía, la psicometría y la escritura automática; mientras las dos primeras están sujetas a una explicación razonable y son susceptibles de someterse a una comprobación experimental en cuanto a la exactitud de los resultados obtenidos, la última es generalmente un síntoma de mediumnidad que requiere una efectiva interposición mental para producirse. Al igual que los fenómenos psíquicos anteriores, el don de lenguas y la gracia de la profecía se considera de importancia secundaria, de poco valor objetivo; síntomas de desorden enfermizo y de neuropatías y, por tanto, han sido rechazados por parte del verdadero misticismo. No obstante, esta afirmación puede estar sujeta a alguna objeción. Aquellos fenómenos psíquicos extraordinarios pueden clasificarse, desde luego, como posibles obstáculos en el camino y como dones inferiores a ese estado de conciencia mística en el que la vida objetiva es transcendida y olvidada, y en el que el místico recibe la bendición del alma y mora en la paz de su resplandor. En la vida superior son momentos excepcionales que se producen cuando aún no hemos alcanzado la dignidad de poseer las cosas más altas que conocemos o podemos concebir. Si aparecen, está bien; pero si inclinan al aspirante a descartar los instrumentos de servicio activo al mundo, entonces no deberían ser frecuentes. Por otra parte, el don de lenguas y la gracia de la profecía son, en verdad, recursos posibles de la inspiración mística del alma ante emergencias; siendo así, se producen mucho más excepcionalmente que la verdadera inspiración y probablemente emergerán sólo con el propósito de un servicio especial. Por tanto, dejando a un lado tanto los fenómenos psíquicos extraordinarios del peregrinaje místico, como el excepcional don de lenguas y la gracia de la profecía, consideremos el hecho básico de la inspiración, respecto de la cual el primero puede ser un paso previo y el último, un recurso ante emergencias en la realización de algún servicio extraordinario. Algunas autoridades afirman que esa condición inspirada del camino místico raramente se consigue, y que la mayoría de los aspirantes genuinos sólo alcanza esos estadios, anteriormente mencionados, en los que se producen ciertos fenómenos extraordinarios, o a lo sumo se logra una condición de éxtasis. Creo que esto está fuera de toda duda. Quienes tienen experiencia en el conocimiento de varios tipos de aspirantes en el sendero probablemente lo confirmarían. Pueden considerarse dos factores para avalar dicha afirmación. Uno consiste en que se requieren unas circunstancias especiales y una atmósfera adecuada en las que pueda seguirse un entrenamiento diario que invite a la inspiración mística. Es-

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to no implica tanto retirarse del mundo cuanto un ambiente en el que se den ciertas condiciones favorables que son particularmente beneficiosas para aislar el aura y hacerla imperturbable frente a las molestas vibraciones provenientes del mundo de la forma. Si se duda de la necesidad de este requisito, simplemente recuérdese cuanta prevención frente a elementos intrusos es necesaria en la fase meditativa con el fin de alcanzar la quietud y la no-resistencia imprescindibles para que el estadio contemplativo pueda dar algún fruto. Sin embargo, el segundo factor es aún de mayor importancia; una importancia tal, que puede minimizar considerablemente el factor de las circunstancias y convertirlo en algo insignificante. Me refiero al grado de evolución interior del aspirante. Y en verdad, a este respecto, abordamos muy de cerca el secreto de la inspiración mística. Consideremos dos tipos de aspirante. Uno está siguiendo metódicamente los distintos estadios necesarios en el recorrido del camino místico, y cada paso es, para él, una dura conquista. Se halla en un terreno desconocido, no trae consigo ninguna reserva de desarrollo previo. Es su primera incursión en la vida del alma, e incluso años de estudio y meditación dirigidos a lograr un mayor desarrollo le han valido tan sólo para cambiar en cierto modo el ritmo establecido de la personalidad y permitirle reconocer alguna reacción del alma como fuerza operativa en su vida. Puede habérsele concedido experimentar ciertos aspectos extraordinarios de este desarrollo, lo cual es indicativo de que algún centro psíquico está funcionando. Pero, en cuanto a dones místicos o gracias, es posible que no vaya más lejos de ese estadio en el presente ciclo. Se ha de producir una adaptación de la propia constitución para obtener resultados fiables de ese nuevo aspecto de la consciencia. El aspirante no puede experimentar, uno tras otro, fenómenos psíquicos extraordinarios a gran velocidad. Afortunadamente no puede, porque es de primordial importancia poseer equilibrio mental y salud física, y ningún aspirante sabio forzaría el desarrollo a expensas de estos factores. Por tanto, si este estadio en el que se experimentan fenómenos psíquicos extraordinarios ha sido alcanzado por primera vez en el curso de su evolución, es obvio que el aspirante -teniendo en cuenta lo lentos que son los procesos de la naturaleza cuando se trata de consolidar una función extraordinaria en la propia constitución no superará esa condición muy rápidamente ni en una sola vida. Tampoco creo que estuviera ansioso por hacerlo, ya que la apertura de los canales psíquicos de contacto e información resultaría demasiado extensa y exigiría toda su capacidad de adaptación. Por ello, es ciertamente mejor que el aspirante procure comprender profundamente lo que recibe y se esfuerce en adaptar su vida personal a ello, utilizándolo de una manera tan legítima como pueda para aumentar su comprensión técnica del entramado psíquico de su naturaleza, a medida que éste va emergiendo. Así pues, respecto a un tipo de aspirante como este y datos auténticos demuestran que la mayoría de los estudiantes se encuentra dentro de esta categoría se puede muy bien dudar que alcance el florecimiento de la vida mística, que confiere gracias superiores y, entre ellas, la especial función creativa de la inspiración. En contraste con el anterior, está un tipo de aspirante menos frecuente, pero del que existen algunos ejemplos en la actualidad, de la misma manera que han existido muchos en el pasado. Se trata del aspirante que emprende el camino místico contando con el bagaje de un conocimiento anterior y un desarrollo previo, y ha atravesado los estadios preliminares en un ciclo precedente. Tecnicismos aparte, puede decirse en breve que su naturaleza psíquica está bien desarrollada, que su corazón y su mente funcionan correcta y armónicamente. En este caso el aspecto fenoménico extraordinario será rápidamente restablecido y revivido, o será transcendido completamente sin que exista recuerdo ni memoria consciente de él, y la vida más alta del alma emergerá con presteza. Entonces podemos estar ante el maestro inspirado que expresa diferentes tipos de sabiduría divina en la forma de algún comentario artístico o acción práctica para el beneficio de la humanidad. Pero no siempre es este el caso. De la madurez en el desarrollo y la rápida armonización con la vida del alma no se deriva necesariamente que la inspiración mística forme parte del equipamiento del aspirante. En mi opinión la verdadera inspiración mística es probable que aparezca sólo en conexión con la madurez en el desarrollo interior y con un propósito muy especial, como en el caso de alguna forma de liderazgo o de expresión literaria. Pero los estadios más altos del camino con-

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fieren diversos dones, aquél que es recibido será, para quien lo recibe, el más apropiado y el que mejor puede aplicar. He conocido a muchos receptores de dones místicos, pero escasamente a uno que pudiera pretender para sí el incomparable don de la inspiración mística. Prácticamente todos ellos eran contemplativos y manifestaban uno u otro don o gracia, sin embargo ninguno mostraba el don especial de la expresión inspirada. ¿Qué es lo que revela este hecho? ¿Por qué incluso en aquellos que han permanecido largo tiempo en el camino, que se han introducido en la vida del alma y, más aún, que han recibido extraordinarias gracias y dones de lucidez, visión y amor divinos, está ausente este sumo don de la palabra inspirada que arde en las almas de los hombres con una fuerza y una persuasión irresistibles que dan prueba de su validez? Porque la vida personal no ha sido aún entregada al obligado fuego del alma interior de manera tan completa como para que olvide su expresión formal y reclame con suma urgencia que la voz de la verdad viva que se halla tras el velo ocupe su lugar. Si el aspirante desea conocer un ejemplo de cómo la inspiración mística utiliza una personalidad preparada y santificada para el beneficio de la Humanidad, haría bien en leer con atención la Imitación de Cristo. Es un ejemplo clásico de mente contemplativa que se halla en el punto máximo de exaltación y en la que el fuego de la inspiración mística ha tomado posesión absoluta de su instrumento y ha expresado a través de él el tema de la exhortación y la instrucción. Obra de elevada y bella concepción, sencilla, no obstante, en su expresión, el fervor contenido en su cadencia espiritual conmueve y motiva al corazón y a la mente como lo hacen las palabras del propio Cristo. Reflexione el aspirante de manera profunda sobre el cuarto capítulo de este libro, «Sobre el real camino de la santa cruz», y note cómo en su breve, completo y devoto comentario, se examina y describe con visión inspirada y como por fíat divino, el camino místico de ascensión hacia la unión y comunión con Cristo. ¿Qué revela este hecho? Que el discípulo llegó a ser como su Maestro y manifestó la sabiduría de Su presencia. En esto reside el secreto de la inspiración mística. Por eso raramente se encuentra, incluso entre quienes se hallan en el camino de misticismo. Lo que escasea es la simplicidad, el abandono y la pasión divina del alma que ha resucitado de la oscura tumba del egoísmo, como consecuencia de haberse hecho consciente en su corazón de la pesada carga que supone la humanidad, incluso hoy, en el corazón de Cristo. Hasta que no aparezca esa consciencia, el aspirante puede ser contemplativo y morar en la «dulzura extremadamente amable,» pero el fuego del templo oculto no se articulará con la gracia del pronunciamiento inspirado para iluminar y beneficiar a quienes esperan fuera.

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CAPITULO 5 EL DESPERTAR DEL FUEGO Se ha escrito mucho, y en buena parte de manera indiscriminada, acerca del fuego espiritual y de su despertar en los estudiantes del sendero como un modo de lograr poderes paranormales e intuición de la vida extrasensorial. Algunos escritores se refieren a él brevemente y advierten con gran énfasis sobre los efectos perniciosos que probablemente pueden producirse si se intenta forzar el avivamiento del fuego. Otros escritores, indiscriminadamente y sin hacer advertencias, dan instrucciones experimentales de diversa índole con el propósito específico de que el fuego entre en acción, a través de la intervención de los centros psíquicos del cuerpo y del cerebro, con la gran promesa de que se obtendrán las recompensas más altas de desarrollo y demostración, siempre que dichas instrucciones se sigan efectivamente. Los sistemas orientales de Yoga, hoy ampliamente difundidos en Occidente, se refieren a este logro como algo natural y son prolíficos en lo que respecta a métodos para despertar el fuego. De hecho, declaran que ese despertar es el primer gran paso en el camino para la manifestación de los poderes singulares con los que está acreditado el yogui. Respecto a este asunto del despertar del fuego, por el que tantos se interesan, existen dos tipos de estudiantes: aquellos que se ciñen a métodos sanos y seguros de estudio y meditación a la espera de recibir en su día, cuando estén interiormente preparados para ello, la instrucción del adepto respecto al verdadero proceso del despertar; y aquellos otros que rápidamente se aferran a cualquier método disponible que les prometa éxito, agotando las posibilidades del mismo, para bien o para mal, de tan absortos como se encuentran en la consecución de altos logros. No es mi propósito instruir a los primeros ni criticar a los segundos. La técnica de la vida interior no presenta una demarcación tajante entre el aspecto místico y el aspecto oculto de la experiencia. El ocultismo y el misticismo cuentan cada uno con literatura propia, existiendo algunas diferencias entre los métodos que cada uno sugiere. El primero a menudo enfatiza, insinuando cierta superioridad, que es el camino de la cabeza; mientras que el segundo, igualmente consciente de su elevada gracia, nos recuerda que es el camino del corazón. Lo cierto es que el aspirante correctamente equilibrado y plenamente desarrollado une ambos para formar un buen equipo y muestra los poderes y las gracias de ambos en conjunción armoniosa. Hay que recordar que los Maestros del presente ciclo exigen igualmente en sus discípulos para que puedan realizar su labor de manera eficiente, tanto el amor y la compasión del corazón como una mente organizada y una fuerte voluntad. Y si el aspecto místico o el oculto se encuentran hiperdesarrollados en el aspirante, uno a expensas del otro, el objetivo inmediato será conseguir una expresión equilibrada y coordinada de ambos. Existen experiencias, reacciones y fases del cultivo interior que son comunes a ambos. El nombre que les demos importa poco, lo que nos concierne es el aspirante que se halla en el camino. Si el místico, en un momento de alta intensidad emocional, menosprecia la estructura lógica de pensamiento propia del ocultista tachándola de profesionalista, está bien claro qué es lo que necesita el místico. Si el ocultista, seguro con su conocimiento ganado tras duro esfuerzo, olvida que el amor debe añadir calor a todo su pensamiento, no estará lejos la hora en la que su corazón se alzará a través del sufrimiento para reclamar lo suyo. Hay una vía intermedia, que es la de la nueva era, la cual exige igual desarrollo de la vida del corazón como de la de la cabeza; y si escribimos acerca del camino místico, no hay intención de dar a este término esa aplicación limitada que posee para las mentes de muchos aspirantes, la cual consiste en un estado imperturbable de disfrute personal de la herencia secreta del alma, con sólo un vago propósito de darle forma concreta y expresión diestra en alguna forma de servicio a la humanidad. Comienzo con el siguiente artículo de fe básico y afirmo que el aspirante que esté usando cons-

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cientemente la técnica del camino en su interior para el servicio del mundo, inconscientemente está despertando el fuego y está sujeto a la influencia del mismo en el pensamiento, el discurso y la acción. Afirmo, además, que la técnica, en su forma auténtica, sólo se halla en aquellos en quienes está despierto y en acción algún aspecto del fuego. Pueden aparecer excepciones a esto; pero en aquellos en los que se ha despertado el fuego prematuramente por medio de métodos de experimento personal, forzándoles a ir por delante de lo que sería su evolución normal en el camino, probablemente encontraremos que la técnica, tal y como la he descrito, no tiene lugar en su vida o se considera algo de importancia secundaria. Esto puede ocurrir para bien o para mal, dependiendo de la salud y el objetivo del experimentador. El objetivo suele ser en estos casos la manifestación de fenómenos extraordinarios, lo cual indudablemente puede ocurrir sin referencia alguna al logro técnico en el servicio del Maestro. No me ocuparé aquí de estos casos en los que el fuego ha sido activado a través de métodos forzados con el propósito de lograr fenómenos extraordinarios. Creo que al desarrollo falto de discernimiento le acompaña algún peligro. No tengo duda de que algunos individuos de constitución y mente sanas han realizado considerables progresos de aquél modo; mientras que otros de mediana salud y mentalmente inestables, creyendo que todo es posible, reaccionaron de modo muy diferente frente a la tensión impuesta sobre el cuerpo y el cerebro, sufriendo consecuencias graves que arruinaron sus vidas. Considerando el caso del aspirante que sigue la técnica del Maestro observamos una situación que tiene un valor y un significado completamente diferentes. Todo es normal en él; es decir, aunque su desarrollo y experiencia puedan parecer excepcionales desde el punto de vista de la media, son sin embargo congruentes con el recorrido normal del sendero. Hablando de las condiciones que caracterizan la técnica, mencioné que la posesión de la misma revela un desarrollo muy especial que conduce al aspirante a la íntima cooperación con el Maestro en su tarea. Desde ese momento, ya no es un aspirante, sino un discípulo del camino místico, conocedor de su posición en él, que usa la técnica conscientemente en alguna forma de servicio al mundo; en cuyo caso, estará constantemente experimentando nuevos modos y caminos para su aplicación, a la vez que realizará importantes descubrimientos dentro de sí mismo en la medida en que prosiga la tarea asignada. ¿Qué relación existe entre la técnica y el despertar del fuego? ¿Cómo conduce a ese despertar la acción de la técnica? ¿En qué se fundamenta la afirmación de que el fuego está en proceso de evolución en el discípulo? La relación entre la técnica y el fuego es sutil e intrincada. Si bien no es menos real que es tan difícil de definir como la cualidad magnética que infunde el gran artista en una obra maestra de la música. Esta cualidad es una parte de la dotación técnica con la que aquél cuenta, ambas se desarrollan simultáneamente y no pueden ser separadas. Si elimináramos la cualidad magnética de su obra, dejaría de ser un maestro en su arte aunque aún pudiera ser clasificado como músico. Si el fuego está inactivo en el discípulo, él puede ser aún un discípulo, pero no un técnico del camino en el sentido en el que utilizo el término. Del mismo modo que existen muchos grados de interpretación musical por debajo de la del artista supremo que muestra esa cualidad magnética en su ejecución, así también hay muchos grados de discipulado místico; pero aquél cuya expresión técnica da testimonio del despertar del fuego en su interior, pertenece a un grado distinguido y avanzado. Ahora bien, esta cualidad magnética presente en la interpretación del artista es de la misma naturaleza que el propio fuego del alma. Se expresa en una rara combinación de elementos que reconocemos en el tono mágico de su belleza, su profundidad y pasión, en la religiosidad de su intensidad e influencia, en su simplicidad, su fuerza y su naturalidad, que transportan nuestro espíritu hasta la fuente misma de la creación. De manera análoga, el fuego espiritual, avivado en la natura-

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leza del discípulo por medio de la larga plegaria del servicio devoto a sus semejantes y la entrega abnegada de su vida para que algunos sean rescatados y alzados a la esperanza en un mundo perplejo y sufriente, viene a marcar en la expresión de su vida la impronta de los suaves matices de la sensibilidad espiritual y la creatividad que le permiten reflejar el tono y el pathos, la simplicidad, la fuerza y la naturalidad, los interludios hablados y los divinos silencios de la presencia del Maestro. La concepción de su pensamiento es original y su fuerza y dirección, dinámica, veloz y segura; su discurso, penetrante, conciso e iluminador, manifiesta las cadencias del arte místico del alma; su acción, ponderada, madura e inspirada, nace de la compasión y la mansedumbre. Si no ocurre así, entonces no se corresponde con el ideal descrito; la flor de la técnica no se ha desplegado en el alma. Queremos hacer hincapié en la fragancia de esa flor producida por el sufrimiento y la experiencia de una larga probación. Esta fragancia es la ardiente cualidad de la dotación técnica del discípulo, de la misma manera que lo es la cualidad magnética que penetra e impone un carácter ilustre en la técnica del artista. En ambos casos, el alma ha suscitado dentro de sí misma el acorde de la armonía esencial que es el fuego de la vida divina. Este es difícil de definir, y elude de tal manera el análisis, excepto a través de meras alusiones, que sólo es reconocido por quienes se hallan cerca de los contornos de su propio reino secreto. ¿Cómo conduce la aplicación de la técnica hasta este despertar? El trabajo del alma avanzada en su evolución dirige una petición hacia el mundo sobrenatural, y de acuerdo con la ley de la compensación, tal petición es atendida. Puede que no haya consciencia de esa demanda o de la recompensa, pero la ley reconoce la demanda y hay una recompensa. La técnica opera desde el reino sobrenatural y, en interés de su propia eficacia, proporciona las bases del poder y la inspiración que aseguren su propio avance. La mente, el cerebro y el sistema nervioso no pueden obtenerlas por sí mismos, puesto que son instrumentos de la inspiración, no los agentes de la inspiración. Por ello, deben ser fortalecidos por la ardiente esencia del ser espiritual interno. El uso cotidiano de esos instrumentos del ser, consagrados a la tarea de elevar e inspirar la vida humana, libera espontáneamente esta esencia, hasta que cada aspecto de su actividad reacciona ante la estimulante vibración de esta energía superior. Se dice que la cuestión depende de la intervención de impulsos vibratorios que actúan sobre determinados canales del discípulo preparado para ello. Evitaremos la desconcertante terminología técnica de los libros de texto, porque si bien supone un tratamiento científico del tema, por otro lado lo convierte en algo abstruso y de difícil aplicación personal. Una simple ilustración bastará. La continua realización de ejercicio físico o la aplicación persistente al estudio, abren ciertos canales que atraen nueva energía y nuevas ideas tendentes a acrecentar la habilidad en dichas actividades. Cuanto mayor es la aplicación más intensa es esa reacción. En interés del propio poder personal, se produce una demanda de energía y pensamiento que satisfaga la necesidad de esa actividad física o mental que ha sido estimulada. Lo mismo ocurre con el discípulo que está aplicando la técnica. Una vez que el ritmo de la misma se ha establecido en sus canales, se produce una continua elevación de la vibración vital en el interior de esa estructura altamente organizada. El alma domina; se produce un requerimiento de su ardiente esencia, la cual brota desde su fondo más recóndito y secreto porque ha llegado la hora en que se necesita de ella. La propia acción de la técnica elimina cualquier necesidad de métodos específicos para hacerla brotar. La vida profunda del discípulo es la causa de ese despertar y la garantía de una sana aplicación del mismo. ¿En qué se fundamenta nuestra afirmación de que el fuego está en proceso de evolución en el discípulo? Pensemos de nuevo en el artista músico. En ningún momento durante su interpretación dudamos que el genio del alma esté despierto y en acción. Es tan evidente e impresionante que, inevitablemente, a medida que escuchamos, nuestra atención se distrae de la obra con frecuencia para dirigirse a la personalidad del artista. Su magnetismo nos abre la puerta a un mundo de creación nueva. Nos olvidamos de nosotros mismos, yendo más allá de la tiranía de los sentidos y del intelecto, para establecer contacto con el alma inspiradora que se revela a través de su trabajo. Y

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no tenemos palabras para expresar su efecto, excepto aquellas que reflejan admiración y gratitud hacia los hombres capaces de hablar ese lenguaje del alma que enciende en nosotros el fuego que arde en el corazón de la vida. En verdad, pobre de aquél a quien no subyugue y ennoblezca tal muestra de la manifestación divina patente en el artista inspirado. Pocos son los que no se conmueven ante ella, incluso aún cuando no sepan apreciarla verdaderamente. El fuego que ha sido despertado constituye ese toque divino presente en la vida del discípulo, y en cada aspecto en el que esa vida se expresa, aquél queda reflejado. Ese fuego tañe el instrumento trino que conforma la constitución del discípulo y marca con su inconfundible sello cuerpo, mente y alma en todas sus múltiples actividades. Podemos estar tan seguros de la presencia de ese tono del fuego divino que impregna la vida del discípulo, como lo estamos de la presencia de la cualidad inspirada patente en el trabajo del artista -siempre que tengamos una mente abierta y «ojos para verlo». Esa cualidad en ambos es una manifestación del mismo agente energetizante, aunque dirigido hacia objetivos diferentes. Pero, ¿No es cierto que el objetivo del artista no es menos importante que el del discípulo que sigue el camino? ¿No puede ser tan beneficiosa su intención, tan generoso su trabajo y tan poderosa su influencia como los del discípulo? ¿No se da por hecho que el genio es, inconscientemente, un discípulo, y se cita como ejemplo de ello a Beethoven? Todo esto es cierto, pero no es mi intención realizar un estudio comparado de los valores del artista y del discípulo. He citado al artista creativo como el ejemplo más apropiado en el que la acción del fuego está presente con un objetivo distinto del puramente espiritual. En ningún otro aspecto de la vida encontramos un ejemplo tan revelador de la actividad del fuego como en el caso del artista creativo. Y acudo a él con especial intención, pues si hay algo que, por encima de cualquier otra cosa, el artista puede enseñarle al discípulo es precisamente el estar completamente imbuido del espíritu creador y el demostrar la pasión del mismo en todos sus miembros. Esto no nos ofrece ninguna duda. El artista se halla en completa posesión de la penetrante forma de la inspiración divina y la somete absolutamente a su voluntad con el fin de que sirva a la grandeza del arte y a la expresión técnica. El discípulo que se propone la laboriosa tarea de dominar la técnica del camino místico, también puede encontrar su objetivo y su campo de servicio en el arte, en la creación musical o literaria; pero cualquiera que sea su objetivo, será uno de servicio consciente y dedicado, tal y como le ha sido revelado tras una intensa preparación. Esto es así de una manera tan segura que es difícil pensar en un aspirante digno que emprenda el camino místico, atraviese la etapa de la meditación, alcance el estado contemplativo y domine conscientemente los estadios iniciales de la técnica de la expresión del alma, sin que finalmente un Maestro le otorgue su reconocimiento y la oportunidad de recibir su experta enseñanza orientada hacia una esfera específica de la vida a la que esa consciencia que está madurando en el discípulo pueda ser dedicada de manera notable en beneficio de sus semejantes. ¿Qué características pueden ser destacadas de manera especial en el discípulo en quien está despertando el fuego? Existen varias que en mi opinión siempre están presentes; y aunque pueden observarse características análogas en algunos individuos de notable desarrollo mental, siempre se encuentra una marcada diferencia en cuanto a la aplicación de las mismas, por lo que raramente una mente observadora confunde unas con otras. El discípulo manifiesta una dualidad muy pronunciada en su vida y su carácter. Esto no es difícil de entender si se recuerda que la acción del fuego en él indica que existe una preponderancia del alma sobre la personalidad -entiéndase que sólo me estoy refiriendo al caso del discípulo en el que la técnica misma ha despertado el fuego, y no al caso de un desarrollo forzado que persiga objetivos distintos e inferiores-. El discípulo realmente vive más en la esfera del alma que en la de la personalidad y eso automáticamente le garantiza el poder de disociar ambas a voluntad. ¿Qué puede observarse al contemplar cómo lo lleva a cabo? Puede observarse que en la vida activa del discípulo existe un poder de desapego e imparcialidad y una capacidad para alcanzar una distancia que le permita pensar, hablar y actuar de manera objetiva y completamente impersonal respecto a los asuntos con los que se enfrenta. Esta capaci-

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dad para desinvolucrarse que faculta al discípulo para desenvolverse de manera templada e independiente respecto al hecho de su personalidad, tiene una enorme importancia. En un texto místico se lee: «El discípulo cumplirá todos los deberes que le confiere su condición humana; pero los cumplirá de acuerdo con su propio sentido del bien, no con el de ninguna persona o grupo de personas». Esto significa, tal y como se dijo en el capítulo dedicado a la mente contemplativa, que el alma posee una serie de valores distinta de la serie de valores propios de la personalidad, por lo que el discípulo encuentra necesario adherirse a la primera y descartar la otra. Actuar así encierra una gran responsabilidad y con frecuencia implica verse condenado; pero la influencia del alma en el discípulo posee tal ímpetu y urgencia que la consideración de lo personal queda sin voz para contrarrestarla. El mandato del alma es tan claro y perentorio como lo es la veloz cognición de la mente y la visión. Independientemente de la forma de la personalidad, el discípulo sólo se ve obligado por una fidelidad: la que debe al alma de las cosas y a su relación con el alma de la totalidad. Pocos son los que desean verla, y una vez vista, son menos aún los que tienen el coraje de seguirla. Se verá que esta capacidad para distanciarse a voluntad y para disociar el alma de los problemas y obstáculos de la personalidad, tiene en sí misma un carácter inspirado. Se trata, en realidad, de la actividad del alma creativa llevada a cabo en el interior de la personalidad siguiendo los patrones de la verdad espiritual. Es el alma del artista que hace uso del instrumento de la personalidad para mostrar en ese proceso su técnica divina. Es directa, implacable e inagotable, y confiere ritmo, acento y tono a la vida de esa personalidad. No hay duda de ello; esa es la razón por la que puede afirmarse que la experiencia individual que el discípulo tiene de su trabajo y de sus relaciones, es una prueba indudable de la actividad del fuego avivado en su interior. Su preparación durante las varias fases del camino místico, provoca la respuesta viva y activa del fuego ante su deseo purificado y su necesidad. Su deseo es puro porque el discípulo ama el alma del Hombre; y su necesidad es una petición legítima dirigida al Fuego del Universo para que esa alma sea elevada al lugar que le corresponde. A estas dos características puede añadirse una tercera, entre las muchas que cabría destacar. Se trata de la ausencia de temor. La valentía en el pensamiento, el discurso y la acción no es una cualidad escasa entre las personas de tipo mental, antes al contrario. La acentuada polarización mental característica de la gente occidental, es causa de una autoafirmación personal y una declaración de opiniones y puntos de vista realizados de manera tan concluyente y obstinada, que los poderes que velan por la evolución no pueden permanecer más tiempo indiferentes ante ella y buscan el modo de evitar sus desastrosas consecuencias. Pero el valor que brota en el discípulo tras la acción del fuego del alma preponderante es de una naturaleza diferente y más elevada. No tiene nada que ver con la audacia grosera y agresiva que acompaña generalmente a la convicción mental; no impone su fuerza y autoridad sobre otros; ni es incompatible con la gentileza y la compasión o las lágrimas que evocan la pena y el sufrimiento. La valentía del discípulo consiste en una completa indiferencia respecto a cualquiera de las consecuencias que le amenazan cuando sigue su propia luz. Si el camino de preparación no le ha enseñado esto, aún le falta algo. El fuego debe aún arder en su corazón y su cerebro hasta separar alma y personalidad en dos. En tanto llega esa hora, el discípulo debe esperar fuera, en la antecámara, no importa cuáles sean su dones y gracias.

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CAPITULO 6 LA NOCHE OSCURA Anteriormente se afirmó que la técnica de la vida interior no permitía establecer una demarcación nítida entre el aspecto místico y el aspecto oculto de la experiencia; es decir, que existen fases en el cultivo interior, y experiencias y reacciones inherentes a él, que son comunes a ambos. Es pertinente poner el acento sobre este hecho aquí; porque, cuando se están considerando las fases íntimas de la experiencia del alma, insistir en que uno es un ocultista y no un místico, o un místico pero no un ocultista, constituye realmente una confesión de la parcialidad existente en el propio desarrollo. Como estudiante de la literatura mística u oculta, uno puede llamarse a sí mismo ocultista o místico; en mi opinión, sin embargo, cuando se avanza en la investigación práctica de la vida del alma, la experiencia individual encuentra un fundamento confluyente y común en ambos aspectos. Incluso en estos tiempos de avance que nos dirigen hacia la coparticipación conjunta en algún área del conocimiento universal, somos excesivamente celosos y ortodoxos en lo que respecta a nuestras pequeñas plataformas de creencia mística u oculta, y somos culpables de un orgullo que en nada puede calificarse de espiritual, al poner un énfasis exagerado en la dignidad exclusiva de nuestra plataforma particular. Esta actitud pertenece a la vida que transcurre dentro de los límites de la forma. Que la califiquemos como mística u oculta no cambia este hecho. Ahora bien, en lo que se refiere a la literatura ocultista, se da la particular circunstancia de que en ella tan sólo se hace una referencia somera, si es que se menciona en absoluto, a una importante fase de la vida interior conocida como la noche oscura del alma. No sabría determinar si esto se debe a que el ocultista se halla por encima de una experiencia tan humillante, si está tan bañado en poder y virtud que esa experiencia no le afecta, o si, conociéndola bien, la considera una debilidad emocional compatible con el camino místico del corazón, que la cabeza, sin embargo, no se atreve a reconocer. Pero el hecho es que mientras que la fase más importante y formidable de la experiencia a la que toda alma debe enfrentarse en su camino hacia la unión divina, es un tema presentado con una solemnidad casi trágica en toda la literatura mística, en la literatura del ocultismo apenas si encontramos referencia a ella. Esta observación resultaría irrelevante si únicamente el aspirante del camino místico tuviera que enfrentarse a la experiencia de la noche oscura, pero no es este el caso. Si el conocimiento que tengo sobre la experiencia de los aspirantes es cierto, puedo decir que una de las mayores cargas que he descubierto a raíz de este conocimiento, es la experimentada por aquellos que por temperamento y desarrollo son, y se consideran a sí mismos, estudiantes de ocultismo, -por no mencionar a quienes pertenecen a un tipo puramente místico y tal experiencia ha sido la de la noche oscura del alma. A la vista de esta conspicua ausencia de mención en la literatura ocultista a una experiencia que es fundamental en la evolución del alma, ¿no cabría concluir que dicha experiencia es considerada como una especie de desarreglo emocional indigno de atención por parte de una ciencia tan digna como el ocultismo, o que, dada la insistencia de esta ciencia en el control mental y la afirmación dinámica de la voluntad como principio y fin de su técnica, se considera que cualquier reacción de naturaleza emocional durante el desarrollo debe ser suprimida y extinguida en el acto, o tratada con intencionada indiferencia, de manera que la voluntad mantenga ante toda emergencia o crisis un fuerte dominio para conducir la vida en su totalidad hacia la conquista espiritual? El estudio de los tipos psicológicos, incluidos los casos especiales de genios y personas de carácter místico y ocultistas, convencerá a cualquier estudiante ecuánime de que la experiencia de la noche oscura del alma espera a toda persona que se aproxime al fuego interior de Dios; y ello, independientemente del hecho de que se trate de un ocultista, un místico, un filósofo o un artista. El que se asigne a sí mismo un nombre u otro, el que siga un camino u otro, no modifica la naturaleza esencial de dicha experiencia, aunque la actitud particular de cada tipo ante ella pueda caracterizar

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hasta cierto punto las reacciones que en él suscita. Como prueba de esto citaré a dos caracteres bien conocidos: Pascal y Steiner. La consideración más común probablemente atribuiría a Pascal el calificativo de místico cristiano, y a Steiner el de ocultista. En cuanto a carácter fueron completamente diferentes, como también lo fueron respecto de sus métodos y objetivos. Por su técnica científica ambos fueron supremos. Fueron pensadores de gran alcance, grandes lógicos, pioneros en el campo de la mente y del espíritu, y poseyeron una insuperable intuición psicológica de las profundidades de la vida humana y de la acción. Aún así ambos fueron devotos, perfectamente abnegados, y sintieron verdadera pasión por Cristo y por el sentido y la belleza de Su vida y Su palabra. Si alguna vez el camino de la cabeza y el del corazón han estado unidos, ha sido en el interior de estos hombres. Pascal estuvo de tal modo dominado por la idea de la verdad que se halla en Cristo, que de haber aparecido con su propio nombre la gran obra que escribió en defensa de ella, su corta vida hubiera sido cercenada por la persecución. Steiner se asemejó a Cristo de modo tal que el mundo le condenó como revolucionario y destruyó una de sus obras más nobles, como muestra de odio hacia él. Asignémosles el nombre que queramos, cristiano, místico u ocultista, lo cierto es que la sombra de la cruz se proyectó sobre ambos desde el principio hasta el fin, y los dos arrastraron la agonía de la noche oscura hasta la tumba. Pascal es un ejemplo clásico de hombre que emprende el camino místico, activa y devotamente; o para decirlo de otro modo, emprendió el sendero del medio, que combina los aspectos oculto y místico del desarrollo en una ferviente búsqueda de la verdad esotérica que subyace al mundo fenoménico, es decir el mundo de las causas espirituales y originales, cuya existencia conocía intuitivamente y el cual siempre buscó a través de la ciencia, la filosofía y la religión. Estoy particularmente interesado en el preludio a la revelación que tuvo, tal y como se hace constar brevemente en su vida, porque muestra gráficamente la naturaleza de la noche oscura tal y como él la experimentó. Un año antes de dicha revelación le embargó una insoportable aversión hacia el mundo y todo lo que este pudiera ofrecer. Una vez más se consagró con intensidad casi frenética a las investigaciones matemáticas y otras ocupaciones científicas y a los libros en los que había encontrado gran solaz «los viejos amigos que nunca cambian de rostro, que permanecen fieles en la riqueza y en la pobreza, en la gloria y en la oscuridad» pero todo le falló. Lo más patético fue que «leyó su Biblia y sus libros piadosos y encontró en ellos más pesar que consuelo, porque ellos le hablaban de la búsqueda de la salvación, la cual él había abandonado, y del amor de Dios que él ya no podía sentir.» Citamos sus propias palabras: «Si uno ignora que está lleno de orgullo, ambición, concupiscencia, debilidad, intolerancia e injusticia, uno está muy ciego. Y si, sabiendo esto, un hombre no desea ser liberado, ¿qué puede decirse de él?.» También existe una patética nota escrita por Pascal que revela su estado: «Es horrible sentir cómo todo lo que uno posee se desvanece.» En una ocasión había escrito: «Si Dios interrumpe tan siquiera por un momento su favor, necesariamente sobreviene la aridez». Sobre lo cual, su biógrafo comenta: «Ahora Dios había interrumpido su favor, y Pascal de algún modo vagaba en un desierto, poblado sólo por los espejismos de la gracia.» Estos son los graves acordes del oscuro preludio a la revelación del fuego. He expresado la opinión de que en el interior del discípulo que se halla en el camino místico penetrando en las distintas fases de la vida mística del alma y aplicando su técnica, el fuego va despertando en un proceso inconsciente y se hace visiblemente operativo en su trabajo en el mundo. Desde muy temprano Pascal manifestó todos los signos de este despertar y de su aplicación. Dondequiera que dirigió la luz de su mente, fuera ciencia, matemáticas e invención, filosofía religiosa o forma literaria, se percibe el sello de la originalidad, la fuerza y la creatividad única del fuego del alma. Fue un hombre inspirado y creativo y poseyó incluso durante su noviciado esos dones y gracias que logran únicamente quienes han alcanzado las cotas más altas en el camino místico. A veces predominaba el científico, otras el filósofo de la religión, el pensador controvertido o el ardiente devoto, según le inclinara el fuego inspirador del alma; y durante estos varios ensayos de genialidad, la técnica de la expresión de los poderes del alma iba elevando la frecuencia vibratoria de su vida y estimulando el ardor divino que le haría llegar al estadio crucial de precipitación en la expe-

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riencia más importante del camino. Posteriormente vino ese preludio de supremo desapego, en el que el edificio de los años parecía desmoronarse ante él y todo desaparecía de su vista. Todo logro del pasado se convertía en una ofensa y en una carga, eclipsado por la consciencia del abandono de Dios y de los hombres. Podría pensarse que al citar a Pascal estoy tratando un caso de genialidad excepcional y del que cualquier parangón queda descartado. Sin embargo lo mismo puede pensarse de Steiner. Ambos fueron hombres extraordinarios y únicos por sus vidas casi trágicas y sus obras monumentales. Los dos llevaron la contemplación hasta su límite extremo y se alzaron hasta «el temible promontorio del pensamiento,» y sufrieron intensamente, con y en Cristo, la noche oscura del alma. Y esa es la causa por la que cito a estos hombres; no porque fueran genios, sino porque fueron ejemplos de cómo el sufrimiento místico perfecciona la naturaleza humana y la transforma en una imagen divina. Aunque sus vidas fueron diferentes desde muchos puntos de vista, tan diferentes que dudo que alguna vez hayan sido mencionadas conjuntamente, sin embargo mostraron esa impresionante uniformidad en su experiencia. Los dos fueron ricos, profundamente ricos en emociones espirituales; y probablemente por esta razón la prolongada experiencia de la noche oscura fue tan intensa en ellos. En la obra de Steiner, por ejemplo, con toda su formalidad científica y sus detalles arquitectónicos, se siente palpitar la pasión por la vida, la vida vivida y experimentada. Lo mismo también es cierto con relación a Pascal. La Psicología, en su afán por clasificar como introvertidos o extrovertidos todos los caracteres, sagrados y profanos (incluyendo la más inclasificable de todas las criaturas: el genio) presumiblemente encasillaría a estos dos hombres en el tipo introvertido; cierto desdén en la expresión, observable en el místico y la austeridad en el porte del ocultista quizá proporcionarían un testimonio fisiognómico adicional y concluyente en favor de tal clasificación. El asunto podría llevarnos a una discusión penosa, impropia y absolutamente inútil que no probaría nada. Pero el hecho es que hombres como Pascal y Steiner y todas y cada una de las almas que han recorrido el camino secreto y han sido probadas por el fuego, que han ido por delante y permanecen en el silencio y la soledad de la sombra de la cruz, desafían toda clasificación. Ellos son mucho más profundos y más completos que cualquiera de las cosas que dicen o hacen. Nunca podemos ver a estos hombres en su totalidad porque la mitad de su vida discurre en la sombra. ¿Quien puede juzgar al hombre que ha sufrido la muerte en Cristo? Leemos mucho acerca del dominio de los opuestos, acerca de mantenerse en un punto de equilibrio, permaneciendo estables y guardando distancia respecto de todas las oscilaciones de la vida; y se ha luchado de manera tan ambiciosa y con tanto empeño por conseguir esta codiciada altura, que finalmente no nos extrañaría que la participación empática y emocional en la vida de los demás resultara ser indicativa de una regresión y de una condición de innoble esclavitud. ¿No se ha dicho que una característica prominente del camino místico es la capacidad de desprendimiento e imparcialidad que permite al discípulo operar con serena independencia respecto del factor personal? Es cierto. La experiencia de la noche oscura produce esta transformación en el discípulo. Es la prueba suprema entre todas las que ha atravesado en el camino, y esta experiencia cumbre es la que origina la capacidad de ser serenamente imparcial. Pero concluir que esto significa un distanciamiento y una indiferencia hacia la vida humana sería un triste error. El enajenamiento de la vida con el propósito de la auto-elevación y la distinción nunca llevará al aspirante hasta la experiencia culminante de la noche oscura. Puede convertirse en un teórico del ocultismo de primera magnitud y conocer con docto espíritu todas las cualidades de la ciencia oculta, pero si no impregna éstas de emoción espiritual, y no sólo eso, si fracasa a la hora de convertir su conocimiento en tendencias emotivas dirigidas de manera inspirada hacia la vida de los hombres y mujeres como una fuerza que induzca el despertar en ellos, su desapego puede ser tan completo que le asegure un lúgubre aislamiento que ningún aspirante inteligente emularía. El desprendimiento característico del camino místico libera de todo lo que impide al alma su plena expresión para el bien de los demás y la capacita para identificarse comprensivamente con la vida sufriente en todas sus

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formas. Trae el alma a la vida, enriquecida y fortificada por haber soportado el peso y la aflicción de muchas pérdidas, sufrimiento y sacrificio; y al reconocer ese mismo peso en otras vidas, de buena gana lo comparte y trata de hacerlo más ligero. Ningún hombre que haya experimentado la oscuridad de la crucifixión mística puede obrar de otro modo. Renán, en su «Vida de Jesús», una obra que, como es bien sabido, precipitó sobre su autor el furor de la ortodoxia, osó rebajar al Maestro desde su Divinidad hasta la condición de ser humano. Le describió como un hombre de genio superlativo, un prodigio de pasión religiosa y escribió sobre Él con tal ternura y simpatía y con tal profunda reverencia, que logra despertar en nosotros amor y admiración. En la medida en que trató al Maestro Jesús como un ejemplo trascendental de compasión y amor, de sabiduría y clarividencia y de irrecusable probidad en el discurso y en la acción, Renán le bajó del pedestal de su aislada e inalcanzable divinidad hasta el nivel común de los hombres y mujeres haciéndole compañero de estos, incluso hasta el punto de compartir -no menciono el grado en que ello queda sugerido las interacciones mentales y emocionales de sus múltiples vicisitudes y circunstancias. No me interesa el porqué los religiosos de la época de Renán quedaron tan impactados por el retrato del Maestro; pero observo en él una lección convincente para aquellos que se encuentran en el camino místico, que apunta a la condición de participación, no de aislamiento, a la que es conducido el discípulo tras la experiencia de la noche oscura. En este crítico trance del camino, no se trata tanto de que partiendo de sí mismo realice un esfuerzo para el logro, cuanto de olvidar toda importancia personal y toda ambición, sea de fuerza intelectual o espiritual, y permitir sin obstáculos, dentro de lo razonable, la interacción con la vida en todos los planos, el inmediato reconocimiento y respuesta al significado de la vida en todas sus formas, con el fin de propiciar la liberación y la expresión del alma. Se puede prever que a este ideal de participación mística en la vida humana, que emerge de la noche oscura del sufrimiento, le sea atribuido cierto carácter morboso o sentimental por parte de quienes buscan un desapego fácil de la vida, con el fin de escapar al eventual sufrimiento, erigiendo frente a la misma barreras defensivas que prevengan la participación empática en ella. Deberíamos preferir ver la verdad tal como es. La vida humana, tal y como yo la veo en su punto actual de desarrollo, está impregnada de aflicción y sufrimiento, decepción y perplejidad, a pesar de todo el barniz que se emplee en ocultarlo. A veces pienso que la noche oscura está descendiendo sobre toda una hueste de almas, bajo decreto kármico y para un propósito especial, en lugar de, como ocurría en tiempos pasados, afectar sólo a unos pocos que se preparaban para ello. Si es así, tanto más les incumbe a quienes se hallan en el camino el aceptar la tensión de la vida, la cruz de las circunstancias y la penetrante estocada de la pasión en el corazón sensible, de tal modo que por ello puedan ser más pronto llamados a realizar un mayor servicio y así, con completa experiencia, contribuir a la mejora de un mundo sufriente. Entonces no habrá deseo de descanso, imperturbables mental y emocionalmente, ciegos e impasibles ante el kaleidoscopio de la vida inferior. El misticismo puede ser una meditación solitaria, un dulce ensueño, una bendición para la gratificación personal, incluso un visado para adquirir con dudoso mérito la reputación de bondad; también puede ver y hacer por otros lo que necesitan en el lugar donde están. Cuando vemos lo que hombres supuestamente mundanos hacen algunas veces de un modo completamente desinteresado, porque tienen alma para hacerlo, observamos con cierta ansiedad al pretendido discipulado. Consideramos el discipulado como una elevación. Así es, pero resulta precario vivir con esa idea. No hay altura ni profundidad en el verdadero discipulado. Lo que hay es una respuesta comprensiva ante todo. Esa es la misión de la noche oscura, cualquiera que sea la forma en que se presente en la vida individual. Es la participación mística del alma en el mundo.

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CAPITULO 7 EL AMOR MÍSTICO El discípulo que penetra en la experiencia de la noche oscura del alma afronta la realidad de la vida y de la muerte en su propia personalidad. Su indesviable ascenso en el camino místico es una callada petición dirigida a los Poderes invisibles para ser capaz de atravesar esa oscuridad que es la muerte mística de todo aquello que, perteneciendo a la vida personal, resulta indigno de vivir en la luz de Cristo. Es un período de ajuste a los valores de la vida en el que conscientemente se han de eliminar y desechar muchas cosas que resultan ser un peso y un obstáculo para el discípulo. Se trata de una época de cierta duración, pues la personalidad es sometida a prueba respecto de aquello en lo que es más vulnerable y se revela ante lo que ella misma ha evocado. El tipo de discípulo que sea, su fortaleza natural y la medida de su evolución pasada, son los factores que determinan de qué modo pasará para el discípulo esta etapa. Pero sean cuales sean los cambios producidos en él como consecuencia de esa purga que es la noche oscura, emergerá de ella una virtud cardinal que constituirá el sello de su discipulado: el espíritu del amor místico nacerá en él, tolerante, amable y enormemente paciente. Decir que el discípulo debe ser un exponente de amor puede parecer una perogrullada y algo muy manido. La vida de la ortodoxia religiosa se caracteriza por quedar estancada en sus perogrulladas, estas constituyen un eficaz narcótico para la consciencia-. Pero en el sendero místico existen ciertos lugares comunes que enuncian leyes estrictamente necesarias. Son leyes básicas del discipulado que dejan de ser meras fórmulas lingüísticas para convertirse en dictados del corazón. Que el discípulo debe amar divinamente es uno de ellos. Raramente nace en nosotros un sentimiento vivo de compasión hacia el sufrimiento de la humanidad hasta que la vida no nos lleva a experimentar algo semejante. Y la vida está tan cargada de diferentes formas de sufrimiento que son pocos los que no sienten alguna simpatía hacia quien sufre. Pero ¿cuántos albergan en su corazón y manifiestan al mundo la fuerza y la bendición del amor místico, que en verdad consiste, por si lo habíamos olvidado, sencillamente en el amor de Cristo? No es extraño que sean tan pocos los que emulen aquello que sólo raramente es visto. La misión del místico consiste en manifestar e irradiar hacia el mundo esa influencia iluminadora. Durante la fase de la noche oscura buscamos en vano algún amparo o consuelo en el exterior. Nos ayuda en cierto modo el considerar la experiencia de otros que antes que nosotros atravesaron la misma situación y encontraron la recompensa de la paciencia y la fortaleza; pero mientras tanto, nos hallamos solos teniendo que encontrar el camino por nosotros mismos. Depender de otros no constituye una muestra de fortaleza y desarrollo. Eso es lo que la noche oscura tiene que enseñarnos. Y la experiencia es tan intensa y alcanza de tal manera a lo más vital de nuestra existencia, que, mientras la atravesamos, hay poco en la vida humana cuyo significado no comprendamos o no podamos valorar correctamente y hacia lo que no mostremos compasión. Las palabras de Pascal, el rostro de Steiner y la angustia de Cristo, pidiendo que pasara de Él el cáliz, regresan de nuevo a nosotros como conmovedora ilustración del «ingreso en la sombra divina» donde se adquiere conocimiento experimental sobre la aflicción humana. En aquello que acontece a un alma durante la noche oscura está anunciado aquello que debe acontecer en su momento a todas las almas cuando les llegue la hora. Es esa presencia, esa visión de largo alcance de aquello que ha de ser, la que mata el odio en el corazón del discípulo, suprime el derecho y el privilegio de juzgar la debilidad y el error humanos e infunde el espíritu de compasión que ve en toda la operación y el trabajo de la ley divina.

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El albergar una visión empática de la naturaleza humana y una actitud de compasión hacia todo lo que esa visión revela, constituye tan sólo uno de los aspectos de la experiencia que se deriva de la noche oscura; pero es el aspecto más importante, pues determina y estabiliza de una vez por todas la actitud de uno hacia los demás y le convierte en una vigorosa influencia al servicio del bien. Existen algunos otros aspectos beneficiosos y de particular significado que deben notarse: la liquidación del Karma, lo cual tiene un valor fundamental en la evolución del discípulo; la liberación por parte de éste de ciertos obstáculos personales que impedían la libre expresión de su ser más profundo; la consciencia de una amplia e imperturbable fuerza y confianza espiritual que emerge desde el caos de la vida personal; y por fin, la paz y la certeza respecto del futuro, porque el fuego del alma le ha elevado al lugar que justamente le corresponde como hijo de la divinidad. Es, por tanto, una experiencia que reorienta por completo la psicología del discípulo. Y cada aspecto de la misma se ramifica hondamente en el pasado y encierra su propio y particular interés psicológico y espiritual. Obviamente, por tanto, lo que llamamos la noche oscura está muy lejos de ser un término que denote meramente una experiencia emocional que tenga significado sólo para unas pocas mentes impresionables de entre quienes se hallan en el camino. Antes bien se trata de un privilegio espiritual ofrecido a unos pocos, para el que los muchos que hay en el camino aún no están preparados. No me agrada la palabra privilegio, porque en el camino místico no hay realmente privilegios. Se lucha para dar cada paso y cada paso se ha de conquistar. Pero, dirigiéndome al ocultista teórico quien está aún por aprender el valor de la emoción espiritual deseo hacer especial hincapié sobre el hecho de que se corresponde con la naturaleza de un privilegio el recibir esta invitación del alma para la íntima participación en su vida más interior, y que, por tanto, él no puede permitirse descuidar la especial preparación emotiva imprescindible para hacerse valedor de tal invitación. En el capítulo sobre «La Meditación Mística», me referí a la meditación en la naturaleza amorosa del alma, como el fundamento para el ascenso en el sendero místico. Al considerar esta práctica desde un estadio más avanzado, el discípulo puede reconocerla como la influencia cultural y purificadora indispensable que ha hecho posible para él todo lo demás. El discípulo aceptará esta verdad con entero asentimiento, pues sabe que el amor abre todas las puertas en el camino místico. En este sentido es sólo del teórico de quien podemos esperar críticas o una actitud de indiferencia. De todas las personas que sufren inhibiciones y represiones, y todos los otros complejos que la psicología ha descubierto en los últimos tiempos, el ocultista teórico es a menudo un ejemplo típico. Su intención es buena, tiene buenos propósitos, pero está tan inclinado a concentrar las energías vitales interiormente para el autodesarrollo, que incluso la expresión más normal de naturaleza emocional provoca en él la censura moral. Su evangelio es la concentración en un solo punto y si se desvía mínimamente de él se siente perdido. «Pero así tú no has aprendido a Cristo». Ni siquiera toda la concentración del mundo nos acercaría tanto a Cristo como la práctica de aquello que Pascal y Steiner vieron en Él. Esta indicación está dirigida a todos los que nos hallamos en el camino místico. Podemos concentrarnos hasta que nuestros cráneos crujan en un desapego perfecto, pero ello no nos proporcionará un ápice del divino fervor que hizo a Cristo y a estos discípulos perfectos siervos. A través del contacto íntimo con las vidas de un gran número de aspirantes, he llegado a la conclusión de que muchos de ellos tienen verdadero miedo a expresar amor en el sentido místico. Puede que dentro de los estrechos límites de una relación personal conozcan el poder y el valor del amor en sus vidas, pero en lo que concierne a la participación en las vidas de otros a través del amor místico, ellos son almas durmientes. Este es un hecho observable y lamentable. Las causas de esta inhibición en la expresión del amor son muchas y variadas y de una naturaleza, psicológicamente hablando, demasiado remota e íntima como para ser discutidas aquí. Es posible referirse a este hecho únicamente para decir que se trata de una condición que prevalece entre los aspirantes. Cada uno tiene su propia problemática que el estudio individual y la reflexión pueden resolver. Debe decirse que en algunos aspirantes el rechazo hacia la participación mística es una forma sublimada de egoísmo. El remedio estriba en liberarse del dominio de su propia voluntad. Las ideas

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sobre la voluntad y el control libremente absorbidas de la literatura oriental son la causa de la mitad de los fracasos en el camino místico, o son la causa de que tan pocos alcancen el objetivo que es su deseo en el camino. Lo que necesitan en primer lugar es aprender, con verdadero entendimiento y humildad, el abandono de la voluntad, para que la bendición que han recibido hasta el momento en el camino sea transmitida a los corazones humanos. El amor del alma que debería fluir libremente hacia todo, es circunscrito y retraído hacia sí mismos por medio de una atención meticulosa para asegurarse la auto-evolución. Como puro ejercicio mental esto tiene su valor, pero no tiene ningún significado místico. Es algo tan ajeno a la vida de Cristo y de los Maestros como lo es el calculado autoaprecio de esos religiosos profesos cuya religión es un disfraz para encubrir las intenciones y propósitos de un alma realmente irreligiosa. ¿Es acaso una proeza que algunas almas simplemente no egoístas, pero que no saben nada acerca del Sendero hagan todo lo que pueden para favorecer al prójimo? Sé que estas son palabras duras, pero las acusaciones de Cristo fueros más duras y verdaderas. La palabra de Cristo fue la palabra más destructiva dirigida contra la humanidad durante dos mil años. Pero había una influencia constructiva tras ella. Los conceptos básicos implantados por Él en la conciencia humana fueron la sacralidad y el valor de la individualidad y la necesidad de esfuerzo individual para la ascensión en grado de consciencia; la idea de la unidad de la humanidad a través de la toma de consciencia del alma interior y la participación mística en la vida de los demás a través del amor. En resumen, Él enseñó la responsabilidad individual; es decir, que sólo gracias a su propio esfuerzo personal puede uno alcanzar la divinidad; que para todos estaban abiertas las mismas posibilidades de realización mística; y que a través de la participación mística y la identificación con Él Mismo, todas las almas alcanzarían la cumbre del sendero místico. Es un tema muy antiguo. Si la ortodoxia religiosa ha olvidado su importancia, o no lo ha enseñado nunca, estas no son excusas para el aspirante en el sendero. Éste debe aceptar personalmente esta enseñanza establecida por Cristo y aplicar a su propia vida los conceptos contenidos en ella y todas sus implicaciones al pie de la letra. No supone ningún mérito que el aspirante considere con legítimo disgusto la religión institucional, ese variable pasaporte público para alcanzar posición social y prestigio profesional, si no tiene nada más viril y digno de emulación que poner en su lugar. Se ha dicho que el grado de amor en un individuo es la medida de su genialidad y que el grado de su egoísmo es la medida de su estrechez mental. Hay una profunda verdad esotérica contenida en esta afirmación. El discípulo en el camino acepta y ejemplifica en su vida los tres conceptos de la vida de Cristo mencionados anteriormente. Acepta la responsabilidad individual en el desarrollo al atravesar las diferentes etapas místicas; en la fase contemplativa contacta con la naturaleza del alma y la expresa a través del servicio a la humanidad; y finalmente busca identificarse con todas las almas por medio del amor místico. Esta última fase precisa de gran técnica y requiere grandes dosis de autodisciplina interna. Para el discípulo el grado de su genialidad en el camino se ajustará a la medida de su amor, la disciplina puramente mental u oculta no podrá ocupar su lugar ni podrá modificar este hecho. He conocido discípulos que eran grandes promesas, que poseían dones místicos que les situaban muy por delante de sus semejantes en cuanto a evolución y que sin embargo fracasaron en una cosa, lo cual les obligó a detenerse como ante una puerta cerrada: no se dieron cuenta del valor, poder y absoluta necesidad de coronar su extensa labor con el amor místico que conduce a la identificación con Cristo y todas las almas. No importa lo elevada que esté el alma, o lo fielmente que siga su disciplina, hasta que no llegue a ser enteramente misericordiosa, suavizada e impregnada de amor místico hacia todos, muriendo a su propia voluntad para que otros puedan ser alzados por medio de la abnegación y olvido de sí misma, no podrá avanzar y hallarse en presencia de quienes han llevado a cabo la última renuncia. Es profundamente verdadero que el grado del propio egoísmo constituye la medida de la propia estrechez mental, incluso aunque esa estrechez pueda situarse en un plano mucho más elevado que aquél en el que solemos pensar cuando hablamos comúnmente de estrechez mental. ¿Por qué es esto así? Porque la identificación con otras almas a través de la participación en el amor místico puede producirse sólo gracias a una sen-

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sibilidad de carácter inspirado hacia esas almas. ¿Cómo podríamos asistir verdaderamente a las almas si no fuéramos capaces de penetrar en la naturaleza más interior del alma? Muchos estudiantes se enorgullecen del conocimiento que poseen de los demás gracias al ejercicio de ciertas artes ocultas, lo cual sin duda es muy interesante y divertido, y posiblemente hasta informativo. Pero el alma es una entidad original y divina y desafía todo cálculo estereotipado en el que se pretenda enmarcar su proceso e influencia. Hacerlo no resulta mucho menos impío que juzgar el alma de un hombre a partir del contorno de su rostro. El discípulo puede utilizar legítimamente estos accesorios del conocimiento en su servicio a los demás, pero nunca los considerará como algo básico y decisivo. La sensibilidad de carácter inspirado hacia la atmósfera y la naturaleza del alma es él verdadero camino de penetración y de entendimiento, el cual sólo se revela a través del amor. El amor es la cualidad reveladora y de atracción del alma, y es la única llave que nos abre a la comprensión de otras almas. Las etapas de ascenso en el sendero deben dar como resultado, si se llevan a cabo de manera resuelta, un incremento en la sensibilidad hacia la vida en todas sus formas. Cuanto más se retire el discípulo en su interior a una vida consagrada, más empáticamente penetrará en la vida de otros; ambas condiciones son simultáneas en el camino. Cuanto más profundo es el conocimiento que tiene de su propia alma, mayor será la profundidad de su conocimiento y participación mística en la vida de otras almas. Esta penetración y participación debe ser tan real y vital para el discípulo, que el problema de otra alma, su naturaleza, tendencia y posibilidades, deben importarle tanto como cualquier otro problema que le concierna a sí mismo. Es esta actitud que lleva a vivir en y con otras almas la que hace crecer en el discípulo una comprensión inspirada de las mismas, le dota de una intuición inequívoca de su psicología y le inspira el pensamiento y la acción correctos para el beneficio de aquellas. Por medio de esta sensibilidad el discípulo «lee» en las almas sus procesos psicológicos, lo cual, dicho sea de paso, está muy lejos de parecerse a un salaz psicoanálisis o a la psicología de las escuelas. El amor místico no tiene lugar en el ejercicio de la técnica de estas últimas; siendo ésta perspicaz y reveladora como es, un intelecto agudo y juicioso puede dominarla con cierta facilidad y aplicarla de manera útil y honorable, pero tan sólo dentro de los límites de un ámbito desalmado. Lo cierto es que con demasiada frecuencia dicha técnica está tan necesitada de una psicología del alma que clarifique sus propias miras y conclusiones como lo están aquellos a quienes ella misma pretende clarificar. La verdadera psicología del alma, que es revelada al discípulo por esa sensibilidad inspirada a través de la participación en el amor místico, le lleva a la identificación o unidad con todas las almas tal y como enseñó Cristo. Tal es la alta cota del camino místico que estamos considerando. No es fácil de alcanzar, sino que constituye la culminación de una larga disciplina interior en la que el amor es la luz que guía. ¿Pero no deberíamos precisar enfáticamente: amor impersonal? ¡Amor impersonal! Qué profunda y seriamente -y con qué completa unilateralidad han aprendido de memoria los aspirantes la doctrina del amor impersonal. Cómo se han esforzado para aniquilar sus pobres y hambrientas naturalezas mortales, dado que se ha dicho que los Maestros se hallan por encima de todo lo que concierne a la personalidad y permanecen impasibles ante las pasiones humanas. No creo que esto último sea cierto. Y aunque lo creyera, seguiría pensando que el aspirante se confunde queriendo jugar a ser Maestro cuando todavía es meramente un discípulo en potencia. Poseer un poco de buen juicio en la propia perspectiva del camino es una gran gracia y una verdadera bendición para quienes nos rodean. Me inspira simpatía el aspirante que religiosamente está imbuido de manera tal en la doctrina del amor impersonal, considerándola el único modo posible de avance, que se ha olvidado de qué es el amor. Aún así él puede argumentar que es uno de los problemas que más perplejidad le causa. Por descontado que puede producir perplejidad, pero hay algo de ceguera egoísta en el trasfondo de lo que le ocurre. Si hay algo de lo que este mundo está necesitado es de amor, amor personal, el amor de Cristo. Creo que Su amor fue bastante personal. Pienso que la gente con la que se asoció constituye una prueba extensa de ello. Sencillamente Él amó a los hombres y las mujeres, e insistió en que el amor hacia los hombres y a

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las mujeres, sin distinción ni reservas, era el único camino para la realización mística del reino del alma. El amor impersonal de muchos aspirantes educados a medias, se fundamenta en una forma refinada de egoísmo, o en un reprochable sentimiento de orgullo respecto de la propia virtud. Y cuando no se fundamenta en ninguna de estas dos cosas, se fundamenta en un temor ruin a expresar lo que palpita y duele en su propio corazón. Pues bien, estas son barreras autoerigidas que deben caer para que el alma pueda conocerse a sí misma, y no digamos, para que pueda acceder a la condición de participación mística con otras almas. Se dijo que estas barreras o inhibiciones de varios tipos eran de una naturaleza demasiado íntima y psicológica como para ser tratadas extensamente. Obviamente difieren según cada caso, pero la solución de este problema es precisamente una que requiere la disciplina interior a la que hemos hecho mención. Ningún discípulo alcanza la riqueza y la plenitud del amor de Cristo sin una larga probación. Se trata de un estudiado peregrinaje en el que se producen infinitos y necesarios ajustes y reajustes durante los que sus muchos apegos y responsabilidades kármicas son traídos a la luz del día por el fuego que opera en su interior. Si es plenamente consciente de su tarea y está enteramente preparado para ella, aceptará con paciencia y entendimiento todo lo que está implicado en la orientación de su vida afectiva. El discípulo que está adelantado en la técnica del camino, no quedará detenido durante mucho tiempo en esta etapa. El fuego concienciador habrá alcanzado un punto de ascensión y fuerza en su interior que rápidamente le librará de las referidas inhibiciones. Pues obsérvese que esta entrega a la participación en el amor místico está ligada a una actitud de valentía respecto de cualquier consecuencia de tipo personal que tenga para el discípulo el seguir su propia luz. En relación a esto, la principal causa de la no participación que mantiene excluidos de una experiencia completa a algunos discípulos es la preocupación por las opiniones, por las opiniones de los demás. Pero el rechazo a seguir lo que el Karma urge y hace posible en un ciclo determinado, no es de ninguna manera algo inusual incluso en el caso de un discípulo. Al contrario, como se dijo, a veces son los discípulos más prometedores quienes con todo su conocimiento y muchas habilidades, son detenidos antes de alcanzar su objetivo más alto porque fracasan a la hora de participar intencionada y comprensivamente en la experiencia del amor místico. Y no es que estén ciegos ante este hecho, sino que en verdad sufren porque son conscientes de él. Existen causas íntimas psicológicas de una naturaleza inhibidora establecidas en un ciclo anterior que les impiden, con sus invisibles lazos, una expresión completa de la vida. Aún así, cuando el fuego interior alcanza su estado de fuerza, nada del pasado o del presente tendrá el poder de oponérsele. El verdadero discípulo sabrá que la esencia de ese fuego es el amor mismo y que el alma es energética y expresiva; y así siendo el alma liberada de la esclavitud a través del ejemplo de Cristo amará siguiendo su propia ley, de manera sana, sublime y universal.

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CAPITULO 8 LA PARTICIPACIÓN MÍSTICA La participación mística ha sido definida, en palabras de un psicólogo, como «meramente una reliquia de la originaria indiferenciación psicológica entre sujeto y objeto propia del estado inconsciente primordial; es por tanto un atributo de la condición mental característica de la temprana infancia». Como ejemplo de definición psicológica prototípica, esta es excelente; pero el lector tendrá en mente una muy diferente aplicable a la condición mental del místico. La verdad es que cuando éste último ha dado algunos pasos decisivos en el camino, la Psicología le pierde la pista y busca una explicación para este vacío en un «arcaico inconsciente colectivo.» También se nos dice que la participación mística es «una característica del contenido inconsciente del hombre adulto civilizado, que en la medida en que no ha llegado a ser un contenido consciente se mantiene permanentemente en el estado de identidad con los objetos.» Incluso así, el lector puede pensar conmigo que no hay nada necesariamente místico en el hecho de que un hombre se identifique a sí mismo con los objetos. Y si lo hay, me permito afirmar que existe alguna diferencia entre la identificación con los objetos propia de un salvaje no instruido y la participación mística de un hombre civilizado que espiritualmente se identifica a sí mismo con sus semejantes y tal vez también con la Naturaleza. Ese extraño pero brillante genio que fue Rousseau, dijo algo interesante al respecto: «Estamos adheridos a todo, nos asimos a todos los tiempos, lugares, hombres y cosas; todo lo que es y todo lo que será, afecta a cada uno de nosotros; nuestro ser individual constituye sólo la mínima parte de lo que somos. Es como si cada uno se expandiera a lo largo y ancho de la Tierra y llegara a ser sensible a toda esa vasta superficie.» Rousseau, obsesionado, mal interpretado, y condenado al ostracismo, no se hallaba lejos de la verdad del camino místico. Estuvo muy cerca. La Psicología no lo cree así y dice que: «Lo que Rousseau describe no es nada más que la mentalidad colectiva primitiva de participación mística, un residuo de esa época arcaica en la que no existía individualidad de ningún tipo». Esos son los descubrimientos de la Psicología. Para decirlo claramente, en vano buscaremos en ellos una interpretación que comprenda la técnica del camino místico. Si bien no deberíamos mirar a Rousseau para encontrar una exposición del camino, él, como muchos otros pioneros del mundo del pensamiento cuyas ideas han influido en generaciones de pensadores, a menudo escribió de manera inspirada, y con una intuición superior, describió el estado de participación mística que es buscado por el discípulo en el camino. «Es como si cada uno se expandiera a lo largo y ancho de la tierra y llegara a ser sensible a toda esa vasta superficie.» Si esta cita se considera desafortunada, fruto de la obra de un hombre excéntrico que padeció en soledad de manía persecutoria durante años, quede dicho que la elijo deliberadamente porque la psicología la ha escogido para asegurarnos que el producto de los ensueños de este hombre, no era nada más que «esa primitiva mentalidad colectiva de participación mística». Presumiblemente, por tanto, también asignará los fecundos resultados de los ensueños de Emerson, Whitman y otras múltiples almas que poseyeron esa rara intuición mística, a «la condición mental característica de la temprana infancia». Un escritor contemporáneo ha dicho que «la Teología despojó de espíritu a la religión y la Psicología le ha despojado de su alma». Es cierto. Pero lo que ninguna ha hecho, ni hará nunca, es despojar de alma al misticismo. Antes bien, ambas tendrán que acudir al misticismo para resolver sus problemas últimos y muchos de los preliminares. Volviendo a un terreno serio, es precisamente esta sensibilidad excepcional, que le permite a uno como expandirse a lo largo y ancho de la Tierra y hacerse consciente de la totalidad, lo que caracteriza la condición propia del discípulo en las etapas avanzadas del camino; es lo que le invita y compele a la participación mística en la vida del organismo vivo completo del que él es una parte consciente. Aceptar esta posición intelectualmente no basta, el discípulo tiene que sentir, intuir y

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conocer a través de la energetizante fuerza del amor del alma liberada en su interior, la vida del alma latente que se desarrolla en todos. La participación mística no consiste en los múltiples contactos comunes de la vida cotidiana, por muy consolidados e intensos que estos sean. Sino que emerge de un nivel de consciencia mucho más elevado e interior, como consecuencia de haber atravesado los varios estadios de la disciplina mística. Es Cristo ejerciendo su ministerio en el mundo a través de los miembros de Su propio cuerpo, después de que estos han sido entrenados para realizar Su Voluntad. Esto significa que el discípulo ha transferido de tal manera el centro focal de su vida desde el plano de la personalidad al del alma que mora en su interior, que se hace habitual en él trascender la personalidad en otros, penetrando en su interior, y entrar en contacto con la vida del alma que habita en ellos. Del mismo modo que la personalidad posee un aura específica que comunica, a quien es sensible, sus características y su tono predominante, así también el alma posee su propia resonancia, y transmite al discípulo la medida de su tono vibratorio, su profundidad y estatus, a través de los cuales puede ser conocida y reconocida por él. Pero incluso ese conocimiento y contacto no es necesariamente participación mística. No; pero tal conocimiento íntimo del alma que emerge en la conciencia del discípulo bajo la influencia de un amor noble y no egoísta, nacido en él por medio de un largo noviciado, inevitablemente le urge a considerar ese alma como una entidad sagrada con un destino inmortal, que lleva consigo la promesa de un discipulado semejante al suyo y la promesa de la maestría. Si él no posee ese amor, puede que aún lea en las almas, pero su visión estará distorsionada y leerá de manera impropia. Algunos leen así, empujados por intereses personales y sus prejuicios mentales se reflejan en su lectura. En lugar de redimir un alma, incrementan su esclavitud. Tal no es la obra de un discípulo, sino la de un intruso que trata de transitar por el camino mediante el ejercicio de artes ocultas. Su fracaso está escrito, no en las estrellas, sino en él mismo. El discípulo, guardando siempre dentro de sí la memoria de las luchas y los fracasos del pasado, de días duros y noches de oscuridad intolerable, de miedos, anhelos y conquistas, suavizado y madurado por la huella de esta experiencia de búsqueda, pero, sobre todo, comprendiendo la acción, reacción e interacción de estos muchos factores beligerantes que el alma debe hacer frente y a los que debe adaptarse en la vida personal, verdaderamente participa en y vive con otras almas a través del drama historiado de su evolución. La participación mística consiste entonces en una condición espiritual que se sigue de una cognición espiritual, la cual es una facultad propia de la conciencia del alma desarrollada. Ni está por debajo de la normalidad siendo un ejemplo de la «emergencia de un inconsciente colectivo de carácter primitivo»; ni se trata de una condición anormal y patológica que necesite tratamiento terapéutico, sino que es una condición supra normal y divina que usa como técnica una psicología que opera siguiendo las leyes de la consciencia mística. Hay un aspecto positivo y otro negativo en la participación mística. Es probable que el aspecto negativo constituya un problema para algunos discípulos cuya vida mental y emocional es excepcionalmente amplia y expansiva. Cuando se da esta circunstancia, existe en el discípulo una tendencia a ser de tal manera adaptable y receptivo que termina por hacerle perder la fortaleza y la estabilidad individual necesarias para llevar a cabo una verdadera tarea de servicio. Esta tendencia puede llegar tan lejos en el discípulo, que venga a suponer una amenaza en lugar de una ayuda para sí mismo y para los demás, en la medida en que él asuma inconscientemente la responsabilidad que es de vital importancia que otros asuman en interés de su propia evolución. Es correcto que el discípulo aligere en la medida de sus posibilidades algo del pesado Karma del mundo, pero para eso se necesita el aspecto positivo de la participación, el cual tiene su raíz en una condición de equilibrio interior. La participación mística no es emocionabilidad sentimentalista, sino que se fundamenta en una individualidad con capacidad de autocontrol a la que guían la lúcida sabiduría y la acción práctica. Esto es lo que distingue al místico que elige el punto medio de muchos otros ejemplos proporcionados por algunas biografías místicas que, ciertamente, leemos con reservas. La participación que nos presentan es de un tipo pasivo, sobreexcitado y malsano, que es, a su manera, generosa, meritoria e influyente, pero que carece de los verdaderos instrumentos técnicos del dis-

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cipulado. La tendencia hacia un tipo positivo o negativo de participación está determinada por el tipo de discípulo que la ejerza. Las escuelas de psicología clasifican de manera general los tipos de mentalidad en introvertidos y extravertidos. Hay alguna analogía entre esta clasificación y los dos tipos de discípulo que existen con respecto a su actitud de participación mística en las vidas de los demás. El introvertido mental que se halla en el camino será el discípulo que utiliza el aspecto positivo de la participación. La fuerza del amor en él no será menos poderosa a través de su entrenamiento que la de su opuesto el extravertido mental que en el camino usa el aspecto pasivo de la participación. Pero aquél manifestará autocontrol en su individualidad y en sus contactos con los otros dará muestras de un notable empuje y de una fortaleza de carácter inspirado, mientras que el último tendrá un atractivo magnetismo y la cualidad de sanación que de manera espontánea se prodiga a sí misma con tal profusión que puede llegar a ignorar en sus relaciones factores básicos, como el tiempo y las circunstancias. Ahora bien, estos factores son de enorme importancia para poder hacer efectivo el servicio a los demás, y si se descuidan no se conseguirán los mejores resultados de la participación. He conocido discípulos de ambos tipos en el camino y he estudiado los valores y los inconvenientes propios de cada uno. Los valores del primero a veces quedan mermados a consecuencia de que su introversión mental altera excesivamente la interacción afectiva con otras vidas. Su carácter inspirado es elevado y estimulante y su poder de penetración en la vida del alma de los demás incontestable; sin embargo, debido a un hábito de aislamiento e introversión establecido de antiguo, aunque por motivos laudables, la interacción magnética y afectiva con los demás queda restringida y privada de su valor más alto para el servicio. Los inconvenientes propios del otro tipo se originan por motivos de naturaleza opuesta. Su carácter magnético y fusionante puede llegar a ser de una naturaleza tan desatada, adaptable y difusa, tan acaparadora y posesiva, que la integridad de la individualidad necesaria para obtener lo mejor de otros se debilita, lo que conduce a la decepción, tras originarse complicaciones no buscadas en las relaciones con ellos. Es este aspecto negativo de la participación el que caracterizó a muchos místicos del pasado, de modo que no es sorprendente que se les haya considerado como casos patológicos. Pero con nuestro mayor conocimiento de la mecánica del alma y la técnica de su evolución, estamos provistos de todo lo necesario para unir lo mejor que hay en los dos tipos, el de la cabeza y el del corazón, el mental y el magnético, en un armonioso desarrollo en el camino. Ciertamente ello constituye un imperativo para el logro de una conciencia altamente iniciada. Las leyes básicas de la vida interior continúan siendo las mismas hasta el presente, pero la evolución ha avanzado rápidamente y para realizar su tarea de servicio, ante el discípulo de hoy se presenta un problema muy distinto que en el pasado. El desarrollo exagerado de cualquier parte de su dotación debe ser limado para conseguir un equilibrio estable. El discípulo debe ser, con holgura, manifiestamente sano, práctico y razonable en todas sus relaciones, ya sea en el contexto de la participación ordinaria o en el de la participación de tipo místico, como para ser considerado anormal o patológico. Pero no en orden a evitar las críticas, esto no se tiene en cuenta; sino para cumplir las severas exigencias del tiempo presente en el que vive. El mundo necesita de este tipo de discípulo que debe aparecer próximamente. Ya se está aproximando, pero son necesarios más. El objetivo de este libro es estimular el interés de aquellos que sean capaces de este discipulado. Consideremos con mayor profundidad el valor y las posibles inconveniencias de la participación mística. He comprobado por experiencia su valor en las vidas de otros, en tantas ocasiones, que se requeriría un volumen entero para describirlas todas. Los discípulos del camino místico conocen el significado de la palabra sufrimiento y no dejan este tema de lado por resultar deprimente. Saben que está íntimamente ligado a la vida mística, porque son precisamente aquellos que están en el camino los que son llamados a sufrir; y si no se trata de su propio sufrimiento, entonces, por medio

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de su sensibilidad evolucionada, son llevados empáticamente a participar en el de otros. Ese es el precio aunque, con mucho, más bien el privilegio por entrar en el camino. No hay manera de evitarlo. Del mismo modo en que el discípulo va haciendo su recorrido a lo largo del camino, así va penetrando en el sufrimiento de la vida humana. Pero, ¿qué hay de más valor en esta vida que tratar de «aligerar un poco el pesado Karma del mundo»? No hay mayor recompensa que la sincera gratitud de aquellos cuyo sufrimiento hemos hecho nuestro al pasar a través de la sombra del alma con ellos. No te alejes de él, más bien permite que las cicatrices del sufrimiento humano permanezcan en el alma como un recordatorio constante de tu compasión y de tu afecto. Es lo único que el Maestro espera ver en ella. Es el lenguaje universal de Maestros y discípulos, el lazo místico que les une en una fraternidad compasiva. Porque ¿cuál es el propósito de la solicitud del Maestro, del cuidadoso celo que ejerce al preparar a su pupilo para compartir su trabajo? Ciertamente no es satisfacer ningún motivo personal del discípulo y, menos aún, cumplir un deseo personal de alcanzar poderes especiales para demostrar superioridad sobre sus semejantes. Sólo hay una razón: compartir el peso del Karma del mundo. Ese es el propósito del camino. Es una llamada al discípulo para que experimente el misterio de la cruz que se halla a través del sendero de la vida. Al hacerlo es llevado al corazón de ese misterio y se convierte en un colaborador consciente de la vida compasiva de los Maestros. Uno de los principales obstáculos para la participación mística a los que deben hacer frente incluso aquellos que han avanzado en el camino es el miedo. Puede que ellos rechacen esta afirmación, pero es verdadera. De hecho, es más intenso en ellos que en el individuo medio, dado que se acentúa como consecuencia de la especial preparación que han llevado a cabo. El temor, que en su día constituyó un factor presente en la vida objetiva, renace en la vida psíquica e influye en ella siendo un obstáculo hasta que es expulsado por el amor. Y este es el modo innoble en el que opera: el aumento de poder personal y de prestigio al que inevitablemente se ve conducido el discípulo como consecuencia de la preparación que ha realizado, contiene la tendencia a hacer aumentar también en él un sentimiento de superioridad y de reserva que le hace reticente a compartir su ser con otros. Existe en él un enraizado y poderoso miedo a la auto-expresión que no es reconocido completamente. Existe algo así como una actitud de detenimiento en la propia dignidad en el camino; y si hay algo que ciertamente le hace a uno detenerse en lugar de progresar es este sentido de la propia dignidad o temor a la auto-expresión. ¿Por qué habría de tener miedo el discípulo a expresar lo que alberga dentro de sí? ¿De qué vale, después de hacer recuento de todas nuestras virtudes, este sentimiento de dignidad y superioridad? Este sentimiento es muy real en algunos discípulos, de lo contrario no estaría escribiendo acerca de él, pero dondequiera que se halle, estoy seguro de que allí se carece de una naturaleza comprensiva y profunda. Sin embargo, esto es precisamente lo importante. La participación en la vida humana, el contacto íntimo con sus perplejidades, aflicciones y sufrimiento, es el único camino a esa profundidad y plenitud que hace del discípulo un amigo de las almas. En la medida en que se retrotrae en sí mismo no importa cuán noble sea su carácter o raras sus virtudes y rehúsa dar el cuidado de sus manos y su corazón amantes a quienes lo esperan, el discípulo se estanca en su propia bondad autosuficiente, que no es buena para nada. Es algo lamentable ver a un hombre en el camino, atado de pies y manos en el interior del estrecho círculo de su propia bondad, y temeroso de usar y expresar la vida nacida en él por medio de su propio esfuerzo, porque puede resultar precipitado y mal interpretado. ¿Cuál es la causa profunda de este miedo presente en un hombre instruido en el camino? Mantengo que radica en una de sus mayores virtudes: nace de la misma fuerza de su individualidad. Está escrito que «Cada hombre es absolutamente para sí mismo el camino, la verdad y la vida. Pero es todo eso, sólo cuando toma las riendas de su propia individualidad firmemente...». Hay discípulos que asumen este texto demasiado literalmente. Se preservan a sí mismos por todos los medios frente a toda impresión o ataque proveniente del exterior. Construyen una individualidad firme, que se espera sea invulnerable; las murallas que elevan son tan altas que no permiten entrar a nadie ni les dejan salir a ellos. Esa es su individualidad en plenitud. ¿Quién puede poner en cuestión

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su valor? No seré yo, teniendo en cuenta cuan pocos verdaderos individuos existen incluso en el camino. Admito plenamente que cualquier cosa que amenace la integridad de la individualidad debe ser inmediatamente escrutada; y en vista de las muchas influencias de personas y circunstancias que de hecho la amenazan, no sólo debe examinarse instantáneamente sino desafiarse y oponérsele resistencia. El discípulo que en este mundo no posea el espíritu de desafío y oposición en sí, no llegará muy lejos en el camino. ¿No se ha dicho que el discípulo es un guerrero señalado con cicatrices de guerra? Si ha obtenido ese título es porque ha tenido que oponer las murallas de su individualidad muy a menudo y tenazmente contra la embestida de aquellas influencias en más de un plano de la vida. ¿Por qué, en el mismo texto mencionado anteriormente, se habla de guerra utilizando una nomenclatura militarista y se alude al campo de batalla, exhortando al discípulo para que busque al guerrero que hay en él y le permita luchar? ¿Por qué, si no porque la construcción de murallas en torno a una poderosa individualidad es necesaria, a causa de los incesantes ataques que proceden de influencias visibles e invisibles, los cuales acabarían por realizar violentas incursiones en aquella hasta destruirla, de no ser por la oposición y el desafío del guerrero interior? Este es un aspecto de la individualidad que no puede ser pasado por alto. El otro aspecto, que constituye un obstáculo para la participación mística del discípulo, es que, teniendo éste amplia experiencia de esa amenaza hacia su individualidad, permanece enclaustrado en el interior de sus murallas y teme aventurarse fuera, más allá de ellas, y perder su posesión tan duramente ganada. Este es uno de los principales problemas del camino para el discípulo que ha logrado fortaleza y teme perderla. Es una fortaleza que teme someterse a sí misma a la prueba final. Sin embargo, el discípulo debe ser lo bastante fuerte como para ir fuera y entrar en otras vidas con un sabio olvido de sí mismo. El desafío y la oposición deben aún estar presentes, vivos, fuertes y contenidos; si el discípulo ha de ser perfecto en amor, esa será su armadura. Su individualidad cuidará ahora de sí misma. El podrá salir a voluntad y participar en la vida al máximo, sin temor a ninguna pérdida, guardándose poco de anteriores enemigos. Estos hicieron todo el mal que pudieron y fueron repelidos. En su día, el Maestro descubrirá muchas heridas en el hermoso rostro del alma; pero habrá una luz que mostrará claramente cómo ha resultado la batalla. El discípulo que no lleva señales de batalla no tiene nada de qué regocijarse; pero es el ojo interior únicamente el que lee la historia de estas, las cuales determinarán su futuro estatus. Pero la batalla debe haber sido ganada para algo: la auto conquista no es su objetivo. Ahí es donde el discípulo se detiene a veces a hacer feliz memoria del triunfo. No es bastante. El discípulo debe salir de su individualidad llevando consigo el magnetismo de un amor valeroso que pueda atravesar el campo de batalla sin ser dañado, porque en espíritu y en acción es inocuo y puede arrodillarse compasivamente al lado de muchos sufrientes hijos del hombre que escasamente conocen el significado de la individualidad y no pueden escapar al sufrimiento presente.

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CAPITULO 9 EL DISCÍPULO MILITANTE Me pregunto cuántos aspirantes se dan cuenta, cuando entran en el noviciado del camino místico, de que realmente se están preparando para una campaña espiritual. ¿Cuántos de quienes comienzan con las más variadas esperanzas de alcanzar extraordinarios logros y resultados, saben que son candidatos a una vida de batalla y de pruebas? Militancia es la última palabra que estarían inclinados a asociar con el camino del discipulado. Yo la pondría entre las primeras. ¿Hay algo más común que hablar de la batalla de la vida, de la lucha por la supremacía, la caza de la oportunidad, el empeño intencionado por aguantar firme la rápida marcha de los acontecimientos? Es cierto que el aspirante puede decir que esto pertenece definitivamente a la esfera mundana y que no podemos hablar en estos términos de la vida del discipulado. Pero todo aquello que resulta operativo respecto al plano más bajo de la vida, es operativo en el más alto; las mismas facultades y fuerzas se requieren en un plano como en otro, con la condición de que se transmuten y se encaminen en una nueva dirección. Si un hombre posee buen coraje en todas las circunstancias y acontecimientos de la vida ¿tiene él, como aspirante espiritual, que renunciar a esta espléndida adquisición, atenuar y debilitar el espíritu de una mentalidad magistral y temer pronunciar la verdad que conoce, porque acaso pueda ofender a las mentes mezquinas o acarrearse su antagonismo? Aquí reside una importante verdad que muchos aspirantes necesitan ponderar. Una vez que están en el camino siguiendo la correspondiente instrucción, cercenan algunas de sus mejores cualidades y temen ser ellos mismos. Se transforman, simultáneamente, para bien y para mal. Poseen una mejor perspectiva de las cosas que les rodean, pero un dominio más débil de estas. Esta situación responde, en mi opinión, a dos causas. Una consiste en que estos aspirantes aplican el arte de la transmutación hasta el extremo de transformarlo en un vicio. Para ellos todo lo que pertenece al plano mental debe convertirse en algo espiritual. Todo en ellos tiene que corresponderse con un tono templado que señale la diferencia entre la vida objetiva y la vida mística. Están tan pendientes de su arte que dejan de ser naturales al aplicarlo, de manera que éste, en lugar de proporcionarles una expresión más libre, menoscaba cada uno de sus movimientos por miedo a dar un paso en falso. Su escrupulosidad no conoce límites e incluso les impide ajustarse normalmente a sus semejantes. Tienen una visión desenfocada respecto de sí mismos y del mundo. Su transmutación implica, en lugar de una expansión, una merma de facultades y les aleja de la vida humana en vez de acercarles a ella aumentando su comprensión de la misma. Rechazan rotundamente los preceptos de la Iglesia, pero tienen toda una serie propia casi tan inútiles como los otros. Olvidan que la cultura del alma ha de liberar las facultades posibilitando en ellas una expresión más amplia y más elevada, no sometiéndolas a otro tipo de dominación. La palabra «poder», que una vez sintieron con perfecto abandono, es ahora para ellos irreverente y prohibida; y así, la inspiración pierde voz mientras hace el camino de la paz. Existe otra causa, y no sé cuál de las dos es más lamentable: toda vez que han entrado en el camino, estos aspirantes creen hallarse bajo la supervisión de la mente de un Maestro pendiente de cada una de las palabras que pronuncian y de las cosas que hacen. Las ideas que albergan al respecto son asombrosas y ridículas. Que un aspirante se considere a sí mismo tan importante como para ser observado las veinticuatro horas del día por la jerarquía es indicativo de una tremenda presunción por su parte. Estoy seguro de que el pupilo personal de un Maestro no esperaría tanta consideración, y si la esperara no la obtendría. No es la idea de buscar una guía lo que resulta desquiciado, sino el buscarla fuera de sí en vez de en su interior, y en la mente de un Maestro, cuando el grado de desarrollo del aspirante no justifica la existencia de una supervisión especial por parte de aquél. Esta actitud de dependencia pasiva tiene un efecto pernicioso sobre sus facultades, pues de este modo, el aspirante, lejos de convertirse en el receptor de la supervisión de un Maestro, no es sino el esclavo de las creaciones de su propio pensamiento, estando expuesto a sus sugestiones.

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El maestro no utiliza este tipo de material, la potencia de su vibración lo destrozaría; es con el fin de resaltar este hecho por lo que hago estos comentarios. Si el aspirante pudiera darse cuenta -lo cual es imposible, con lo que debe tomar esto como artículo de fe de la naturaleza de esta vibración, de su potencia, ritmo y tono, dejaría de dudar por más tiempo acerca del tipo de individuo que tendría que ser él para soportar su fuerza. Podemos acudir al ejemplo de Cristo en todo lo concerniente al camino, y en Él vemos a un guerrero de primera magnitud. Reto a quienquiera que sea a leer el capítulo 23 de San Mateo, por ejemplo, sin reconocer que se halla cara a cara frente a un espíritu pujante y agresivo, preparado para la lucha y entrenado al máximo para utilizar las armas que le hicieron antagonista a muerte de aquellos hombres y fuerzas que Él sabía que eran los enemigos de Su misión. Nos gusta detenernos a considerar la humildad, la gentileza y la compasión de Cristo y está bien, pero se trata únicamente de un aspecto de Su multiforme naturaleza y maestría, con él sólo nunca habría culminado Su misión. La austeridad de Su discurso y la franqueza de Su acción, Sus incalificables declaraciones de reprensión y crítica, Su rápido desenmascaramiento de las fuerzas sutiles y ocultas que operaban contra Él y Su serena indiferencia hacia cualquier consecuencia, nos dan una vivida muestra del espíritu militante, comprometido en un combate consciente contra las dignidades y los poderes alineados en Su contra. Si aceptamos un aspecto de este gran carácter debemos aceptar los otros, o de lo contrario, situarle bajo una falsa luz privándonos de la mitad de su fuerza y valor inspirador. Cuanto más profundamente leo la vida de Cristo soy más consciente de la tremenda reserva de fuerza militante que hay en Él. ¿En qué otro lugar buscaríamos tan conmovedoras súplicas de amor, paz y piedad? ¿Dónde tan inesperados golpes sobre los enemigos de estas? En verdad, uno de los efectos más dramáticos de los textos de las escrituras, es la sorpresa y consternación causados por Su discurso y Su acción en quienes buscaban someterle y frustrar Su misión. Y de nuevo, con sólo volvernos hacia la consideración de algún fragmento de las enseñanzas místicas del camino, encontraremos a cada paso el mismo tono militante: «Guárdate de la duda»; «guárdate del miedo»; «guárdate de la sombra mortífera»; «mantente firme»; «ten maestría»; «guárdate del cambio»: «una y otra vez la batalla debe ser librada y ganada.» ¿A qué vendría toda esta exhortación a prepararse para la batalla y a la batalla misma, si no hubiera potentes fuerzas amenazantes situadas en el camino de avance, que requieren frialdad, circunspección, fibra dura, desafío e incansable enfrentamiento para ser vencidas? Las enseñanzas maestras de las escrituras están fundadas en la verdad del camino y a fuerza de ser simbólicas, como a menudo son, lo que hacen únicamente es señalar la verdad más gráficamente. Descendamos desde las escrituras hasta el maestro artista Beethoven, quien constituye una personificación de las mismas, aunque por decir esto yo pueda ser juzgado severamente. «Este joven tiene dentro al mismo Satanás», afirmó un contemporáneo del Maestro. Pues bien, si el diablo estaba dentro de él, le libró rápidamente de sus enemigos y abrió un despejado sendero para que el buen Dios tronara a través de él la música de las esferas. Beethoven fue un discípulo creativo y es justamente por eso por lo que poseía un espíritu militante. Esto no significa que el discípulo deba estar poseído por el diablo para poder hacer su labor de manera excelente, pero sí digo que nunca será un discípulo creativo ni hará mucho por el mundo a menos que tenga un espíritu militante. El aspirante debe prepararse para estas paradojas del camino. La figura que refleja la verdad del sendero tiene muchas caras que él debe estudiar y a las que debe ajustarse. Hemos hablado del amor, de la belleza y el valor de su perfecta expresión en la vida del discípulo altamente evolucionado; pero se ha de luchar por el amor, como por cualquier otra posesión en el camino. El amor que se necesita es el espíritu de Dios en acción dentro del hombre, se trata de una energía sumamente poderosa y penetrante, de hecho se trata, nada menos, que de una espada de doble filo. El fuego del espíritu, ese es el punto relevante en este tema. Ese es el distintivo del discípulo conquis-

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tador. De la palabra de Cristo, eso es lo que golpea con terrible efecto. Surge como un destello a lo largo de las líneas de cada escritura acerca del camino. Brota a cada paso que da el verdadero genio. Siento su ímpetu a través de los tiempos hasta el momento presente, el espíritu de Dios en acción, dinámico y militante, en los hombres dignos que lo abandonaron todo para ser sus vivos exponentes. ¿Sería demasiado esperar que el discípulo deba estar preparado para esta guerra del espíritu en acción, en una personalidad consagrada a ello? Y obsérvese que es un amor perfecto lo que conduce al guerrero a su mejor momento. No hay nada contradictorio en esto. El amor de algunos aspirantes es como el sueño de un poeta, una cosa delicadamente bella que se contempla una mañana de Verano, pero completamente inservible para el rigor de las elevadas alturas del camino. No hay nada en este mundo que despierte una oposición tan feroz como la influencia que ejerce el amor perfecto en el hombre; por eso es por lo que necesita ser militante, desafiante e implacable en su marcha hacia delante. No hay que ir muy lejos para buscar la razón de esto. El amor perfecto está en posesión de un reino cuya potencia sacude los mismos cimientos del territorio del odio, la codicia y el egoísmo establecidos demasiado firmemente en los planos objetivo e interno de la vida; y las fuerzas que operan en estos territorios se alinean contra cada hombre de alma noble y propósitos idealistas. Fueron estas fuerzas las que Cristo desafió constantemente y a las que denunció abiertamente porque sabía que constituían un intento de destrucción de Su obra. Del mismo modo, en Beethoven, quien era consciente de estar poseído del espíritu creativo mismo, vemos cómo el amor perfecto del artista hacia una misión divina prescinde precipitadamente de todo aquello que ose oponerse a la mayor grandeza de su expresión, incluidas sus propias limitaciones físicas. Y en el discípulo, si ha perfeccionado su técnica, debe haber la misma fuerza conquistadora, el mismo espíritu dominante de militante oposición contra toda potencia engañadora y farsante, y contra toda influencia que pudiera debilitar su poder y propósito de servicio hacia sus semejantes. Mi objetivo es despertar al aspirante a la consciencia y el sentido de la magnitud de la tarea que tiene frente a sí. El comienzo del camino es de fácil travesía. El aspirante está encantado con la novedad del sendero; tiene la agradable sensación de estar penetrando en un nuevo conocimiento y de estar, digámoslo así, avanzando unos cuantos pasos por delante de su época; todo lo cual está bien y no causa ningún daño, siempre que él continúe avanzando. Hasta que no ha establecido un paso fijo y demanda las cosas más grandes, su alma no le pone a prueba. Ya hemos aludido a esto en otro lugar. Pero aquí estamos pensando en el discípulo que se halla en plenitud, aquél que está situado a la diestra del Maestro y sabe cuán precaria es su posición. Puede uno preguntarse: ¿Se trata entonces de una vida sometida a pruebas desde el principio hasta el fin, incluso en el caso del discípulo que se encuentra cerca del Maestro? Me temo que sí, y una vida muy severa. Un estudiante me sugirió que debería haber lugar en el camino para alguna recompensa. Pero ¿de qué otra recompensa en el camino podemos hablar sino de la consciencia de ejercer una técnica que está madurando para servir al mundo? El discípulo en el que estoy pensando se preocupa muy poco de las recompensas del camino. Es alguien que ha probado muchas de las compensaciones que el mundo puede ofrecer, pero para él han perdido sabor. Prácticamente todas estas compensaciones pertenecen a la vida de las ambiciones personales y su interés no se cifra en ellas. Si vienen a él, las usará en beneficio del mayor servicio que alberga en su corazón, pero no las buscará por sí mismas. No conozco recompensa más grande que el que el discípulo se encuentre, a través del trabajo, el esfuerzo y la gran devoción, siendo una fuerza reconocida en la fraternidad de los amantes de las almas que se han hecho dignos de situarse a la diestra del Maestro. Entonces, la vida discurre certeramente, no importa si es con gran dificultad, porque el cúmulo entero de deseos ruines y de ambiciones que encadena a los hombres a la tierra y a un repetido renacer a la aflicción y al sufrimiento mientras no se renuncie a ellos, no domina por más tiempo el alma ni la subyuga. Pero aún siendo así, la adversidad a la que se ha de enfrentar el discípulo es muy real. Obsérvense las exhortaciones de las escrituras místicas citadas anteriormente. ¿Son acaso gratuitas? Mírese fuera y mírese en el interior de la vida humana, nadie podrá ver más claramente que el discípulo cómo el rostro de ésta se oscurece con sombras que delatan la existencia de fuerzas diametralmente

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opuestas a todo lo que él es y lo que él representa. Son los implacables enemigos del hombre espiritual, que buscan su caída y se esfuerzan por ello, tanto en el plano de la vida material, como en el de la vida psíquica. Los más grandes enemigos del discípulo se alinean contra él en los planos material y psíquico. Es allí donde trabajan en silencio para, cuando encuentran la ocasión, confundir, desesperanzar y consternar al guerrero solitario entre los hombres. Con la elevación viene la adversidad. Ganar altura significa en el discípulo que su sensibilidad se extrema ante las influencias de los tres mundos de la forma: el material, el psíquico y el mental; cuando aquellas fuerzas enemigas se combinan para incidir en una consciencia sensible ¿puede la vida ser otra cosa que adversidad? Por eso el discípulo necesita de un espíritu militante. Su receptividad se incrementa rápidamente, por lo que se ve conducido al centro mismo de un verdadero campo de batalla en el que se enfrentan las fuerzas del bien y del mal, y en el que él tiene que mantener en firme equilibrio al uno y neutralizar al otro. Su receptividad está ampliamente abierta a ambos, así que la excelencia y el arte de su técnica radican en su capacidad para registrar y discriminar la naturaleza, el valor y el propósito de aquello que su aparato sensitivo de recepción advierte. El discípulo es un faro encendido en el mundo interior que arrastra hacia sí, mediante un irresistible amor magnético, la luz y la guía de las grandes almas que se hallan a la vanguardia de la batalla por la supremacía espiritual. También es el blanco apropiado de las fuerzas infernales que utilizan sus oscuras artes en maquinaciones hábilmente urdidas para extinguir la luz que desenmascara sus secretos concilios de maldad. Si el discípulo es capaz de reducir a la nada esas maquinaciones es en virtud de la gracia protectora del Maestro. Esa gracia proporciona una luz y una fuerza potente que descubren al adversario y le desarman en sus más feroces ataques. El adversario, por su parte, adquiere muchas formas; y está bien que así sea, porque, de lo contrario, la visión y el juicio nunca llegarían a ser penetrantes ni podrían estar seguros de reconocerle. Conseguirlo, forma parte de la capacitación superior del discípulo. Más gracias a una misericordiosa ley, es únicamente él, y no el aspirante que aprecia su camino, quien tiene que enfrentarse a esta, la más difícil de las pruebas. El aspirante inseguro se halla poco amenazado por parte de las fuerzas que operan en contra de la evolución. El ímpetu de su vida no es aún suficientemente fuerte como para despertar la alarma en aquellas. Hasta que su alma no haya escrito su juramento ante los ojos del Maestro y su paso sea firme y seguro en el camino, su voluntad se asiente y su corazón, a cualquier precio, se consagre al más alto servicio, hasta entonces, su vida no habrá ganado suficiente solidez como para instigar a las fuerzas oscuras a actuar contra él. Ahora bien, entre los discípulos abundan ejemplos que confirman que este oscuro encuentro es tan encubierto, tan velado e insidioso, que lo que más duro resulta es convencerles de que son su propia dedicación y aspiración la causa y la raíz de esta adversidad. El adversario adquiere formas variadas a través de diferentes personas y circunstancias. Si no fuese así ¿qué esperanza podría haber de discipulado y de maestría? El hecho de que el Maestro puede guiar al discípulo a través de los intrincados recovecos de la evolución del alma, prueba que conoce por experiencia cada aspecto de la adversidad. Y el hecho de que el discípulo se halle cerca del Maestro prueba que aquél ha aceptado el reto de la adversidad, y que hasta ese momento ha vencido. Recuerde, pues, esto el aspirante y tenga valor. Digo que ha vencido hasta ese momento, porque el discípulo que se halla cerca del Maestro tiene aún mucho que hacer. Es un halago estar cerca del Maestro y tener su protección y su guía; significa que el espíritu militante del discípulo le ha llevado lejos, un espíritu militante guiado por el amor. Pero, ¡cuánto ha de hacer aún para llegar a ser como el Maestro! ¿Qué es lo que constituye la prueba más grande para él en este momento? Que él, al igual que el aspirante, tiene que ajustarse a su Karma; pero con la diferencia de que el ajuste del discípulo debe hacerse más rápidamente y bajo presión. No puede perder el tiempo dando rodeos; ha demostrado ser de valor para la evolución y, como consecuencia de su propia y voluntaria promesa dirigida a los Altos Poderes, se le ha tomado la palabra; por lo que es conducido rápidamente, con cada oportunidad, de las puertas de una crisis a las de la siguiente. Como discípulo tiene muchas cualidades, como ser humano tiene muchas limitaciones. Para poder entrar en el Reino de Cristo debe lograr un equilibrado ajuste. Y

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precisamente él mismo a penas se dará cuenta de cuáles son esas limitaciones, pero se le presentarán en forma de contactos humanos y circunstancias diversas. Estos factores desafiantes, vestidos con forma humana y circunstancias adversas son como sombras alargadas que muestran los desiguales contornos del pasado y que se interponen entre él y la vida perfecta del Maestro. No me atrevería a decir que el discípulo necesita, en este momento, del espíritu militante, pujante y desafiante por encima de cualquier otra cosa, de no ser por la siguiente consideración: durante las etapas de noviciado, aquél ha cultivado en alto grado, y de manera preeminente, esas cualidades del discipulado a las que nos hemos referido con frecuencia: la compasión, la tolerancia y el amor. Sin ellas, el espíritu militante solo daría lugar a la aparición en el discípulo de una fuerza personal de carácter destructivo que constituiría una amenaza para él mismo y para otros. Con ellas, sus palabras y sus obras serán dignas de confianza, porque sus motivos e intenciones serán justos y el fuego del espíritu militante será dirigido hacia fines constructivos. Por tanto, siendo consciente de las cualidades que posee como discípulo -las cuales se cifran en diversas habilidades que le capacitan para realizar ciertas tareas especiales en el camino y enfrentándose a las limitaciones que debe liquidar antes de entrar en la vida del Maestro, el discípulo se sitúa en su propio lugar, equipado, preparado y resuelto; con la disposición serena de un guerrero armado contra todo lo que ose distorsionar, desorganizar, confundir y enmarañar; con el fin de contribuir a un ulterior desgarro del velo de ilusión que mantiene a sus hermanos lejos de un avance valeroso. Como ha declarado un Maestro: «Arma en mano y preparado para vencer o morir, así es como el místico de hoy puede esperar alcanzar su objetivo.»

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CAPITULO 10 LA SANTIDAD DEL SERVICIO En este capítulo pondré el acento en lo que constituye el tono fundamental y la clave en la vida del discípulo: servir. No se podría hablar de la perfecta armonización existente en la vida del discipulado sin la presencia de esta nota fundamental que siempre resuena en ella; por eso, a menudo ha sido destacada en estas páginas. Sin servicio, pueden alcanzarse algunos logros, algún capricho mágico, algún tipo de gimnasia psíquica que estremezca los nervios o agrade a la vista, pero nada que inspire el alma de un hombre o conmueva el corazón del Maestro. Existen estudiantes que ponen todo su anhelo en estas sombras ilusorias que se disfrazan de realidades espirituales y terminan encontrándose más perplejos respecto de la realidad de la vida, y siendo mucho menos fiables como guía, que aquellos quienes tienen a la razón como única deidad. Sin embargo, tengo feliz constancia de que la mayoría de los aspirantes con quienes he tratado tenían como poderoso incentivo el servir a los demás. A menudo me he visto sorprendido por el hecho de descubrir que este poderoso incentivo se hallaba en aspirantes muy jóvenes. Desde cierto punto de vista, esto es más sorprendente aún si tenemos en cuenta que estos jóvenes están expuestos al tono y a la influencia de la vida moderna y sus circunstancias. Algunos de ellos son afortunados en la medida en que se han criado en familias cuyos padres han sido estudiantes del camino que han alentado sus aspiraciones. Pero muchos otros han vivido justamente lo contrario de una situación afortunada; se trata de viejas almas que intentan encontrar a las personas que fueron sus compañeros del camino en el pasado y viven en familias en las que no hallan ni un ápice de comprensión o inspiración. Sin embargo, tengo una palabra de ánimo para ellos. Quizá sean los más afortunados de todos, porque poseen la fuerza añadida que proporciona el antagonismo; su aspiración y su petición son más enérgicas y más resueltas, así que la puerta no estará cerrada para ellos mucho tiempo. Son afortunados porque han comenzado su noviciado en el pasado y ninguna circunstancia del mundo puede impedir su encuentro con las buenas influencias y contactos que establecieron en un ciclo anterior, si persisten en su búsqueda. Teniendo en cuenta el período crítico en el que vivimos desde el punto de vista evolutivo, las oportunidades excepcionales para el avance en el camino que sobrepasan cualquier otra situación semejante conocida hasta ahora y la creciente importancia de la fuerza del pensamiento de los Maestros en la vida humana para su mejora e ilustración, es hermoso encontrar en los aspirantes jóvenes y maduros esta profunda y sincera inclinación por una vida de servicio. Ella sería uno de los argumentos definitivos, si fuese necesario alguno, que avalaran la existencia de ciclos pasados en la evolución del alma. Ciertamente, conlleva una considerable medida de desarrollo del alma, ya sea en una personalidad joven o en una madura, el considerar con indiferencia los numerosos trofeos que acarrean los logros mundanos y que son posiblemente más accesibles en ese momento lo que nunca lo fueron; el sopesarlos con una visión lúcida, y habiéndolo hecho, poder decir: deseo servir. A veces me pregunto si esto es debido en parte a que la creciente sensibilidad del organismo humano puede entonces registrar y distinguir velozmente y con precisión, sin necesidad de repetir la experiencia, lo real de lo efímero. Pero en todo caso así es, y estas almas están estableciendo las bases para el trabajo y la iluminación de la nueva era, en la que «las máscaras, las ceremonias vanas y los triunfos del mundo» quedarán atrás rápida y silenciosamente como la oscuridad al amanecer. Me he referido a las capacidades y a las limitaciones del discípulo. Ambas se relacionan íntimamente con la vida de servicio; y aunque parecen oponerse unas a otras, existe una conexión esotérica y una interrelación reguladora, inspiradora y moderadora entre ellas; todo esto en favor del interés directo del desarrollo del discípulo y de aquellos relacionados con él kármicamente. Aunque de ningún modo enteramente, sin embargo sí en gran medida, las destrezas del discípulo son claras

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y manifiestas para él. El discípulo está capacitado para juzgar el alcance y el valor de su trabajo en el mundo; dado que ha desarrollado en sí mismo un equipamiento técnico a través de los años, demasiado cuidadosa y laboriosamente como para no ser capaz de utilizarlo con eficiencia o calcular de manera juiciosa las posibles reacciones que suscita. Estamos pensando en el discípulo que se halla cerca del Maestro y cuyo trabajo lleva la impronta de éste. Siendo así, esperamos ver que parte de la seguridad del propio arte del Maestro está siendo operativa en cualquiera que sea el campo en el que el discípulo esté aplicando su técnica. Muchas de sus capacidades serán claras y manifiestas para él. Habrá otras de las que no será totalmente consciente, porque se relacionan con el trabajo y los contactos que establece durante el sueño y la meditación con los Altos Poderes en el plano interior de la vida. En estos dos estados se encuentra la esfera causal de lo que es la manifestación objetiva del discípulo. Ello no implica para él fatiga, pues al funcionar más como alma que como personalidad, el discípulo tiene acceso empático al plano de las almas; su habilidad técnica se deriva de esto. La fuente de su técnica está en la vida superconsciente del alma universal. El discípulo tiene la habilidad de introducirse en esta vida superconsciente, pero los canales y sentidos a través de los que lo hace, no pertenecen al hombre objetivo, sino al ser interno. Lo que le es dado, él lo utiliza, pero las causas de ello debe buscarlas en la meditación y en el sueño. Estas causas, en cierta medida, están tan escondidas para él como para el mismo neófito del camino hasta que no atraviesa el portal de la consciencia iniciada y tiene verdadera cognición de las fuerzas de inspiración e instrucción. De la misma manera que estas capacidades son suyas como resultado y compensación de su Karma pasado, así también los factores retardantes propios de sus limitaciones están ligados al mismo Karma. ¡Cuántos discípulos bien situados en el camino, que poseen una técnica de servicio desarrollada, retrasan su ulterior avance a causa de estas limitaciones! Están cerca del Maestro y realizan su trabajo, pero la iluminación que han buscado a lo largo de los años aún les está esperando. He conocido varios ejemplos de este tipo; la situación ha causado en ellos perplejidad y decepción, y una sensación de esterilidad y de futilidad tras todo el esfuerzo realizado. Han sido muy parecidos a Pascal, cuando su brillante trabajo se convirtió para él en un tropiezo y una burla; cuando todo, aun lo bueno, parecía desvanecerse ante él; cuando todos los logros del pasado parecían haber perdido por completo su valor; cuando atravesó tal período de prueba suprema, de vacuidad y negación, hasta que Cristo vino a él en fuego. Pero si, en lo que se refiere a su naturaleza completa y esotérica, para el discípulo sus capacidades se hallan ocultas y sólo pueden ser descifradas ante la presencia del Maestro; lo mismo ocurre con sus limitaciones. Quizá sea bueno que el verdadero carácter de ambas permanezca oculto; pues el conocimiento de unas podría originar un sentimiento de orgullo en el discípulo; y el conocimiento de las otras ciertamente le humillaría y descorazonaría. Somos impacientes, pero es mejor que nuestros ojos no vean todo lo que quisieran antes de tiempo. «No importunes al Karma ni a las inalterables leyes de la Naturaleza, pelea sólo con lo personal, lo transitorio, lo evanescente y perecedero» dice la escritura. Es el discípulo que se halla cerca del Maestro quien tiene necesidad de esta advertencia más que ningún otro en el camino. Pues se trata de un individuo en una situación de gran tensión, cuya técnica de servicio se encuentra floreciendo en muchas direcciones y, por esta misma razón, está impaciente a causa de las influencias retardantes de las deudas kármicas, que en varias circunstancias le impiden una expresión plena del servicio perfecto que concibe en su visión. Es él quien necesita oír: «Recordad, vosotros que lucháis por la liberación del Hombre, cada fracaso es un éxito y cada sincero intento obtiene su recompensa cuando es venido el tiempo. Las semillas sagradas brotan y crecen inadvertidamente en el alma del discípulo, sus tallos se elevan robustos con cada nueva prueba; se arquean como juncos pero nunca se quiebran, ni pueden nunca malograrse. Mas cuando es llegada la hora, florecen.» A menudo necesitará recordar esto; porque no es tanto a causa de la fortaleza de su voluntad, templada como el acero, por lo que alcanzará algún logro, como a través de una inagotable paciencia con la vida que le rodea y una creciente comprensión de las causas que subyacen a su pauta vital.

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Mencioné anteriormente que existe una interrelación reguladora, inspiradora y moderadora entre las capacidades del discípulo y sus limitaciones. La justicia de estar sujeto a influencias retardantes puede ser cuestionada a menudo por él; puede resultarle difícil reconciliar este aspecto de su vida con la elevada expresión de su aspecto inspirado, conocido y reconocido; pero él es tan responsable de lo uno como de lo otro. Y hallándose a la diestra del Maestro, tal como él debe estar, tiene que probar su sabiduría y comprensión actuando noble y fielmente allí, a la vez que está destinado durante cierto período a liquidar sus deudas a través de la relación íntima con personas y circunstancias y de la realización de numerosos ajustes por medio de diferentes contactos y de una acción de servicio. Pero, ¿debemos considerar esta etapa, que inevitablemente se debe emplear en liberarse de limitaciones kármicas, meramente como un factor retardante? Sólo desde el punto de vista personal, porque la ambición por alcanzar logros no ha dejado de existir incluso en el discípulo. Puede que haya desaparecido en él la ambición respecto de fines inferiores; pero la ambición respecto de la conquista espiritual y por alcanzar logros de una naturaleza más elevada no se extingue fácilmente. Supóngase, por ejemplo -y puede que se trate de algo más que una mera suposición que el Karma del discípulo le ha conducido a establecer un contacto muy cercano y una estrecha colaboración con otros discípulos del camino; juntos trabajan por alcanzar un objetivo similar. Su desarrollo será desigual, aunque esotérica y objetivamente se hallen cooperando conjuntamente en algún aspecto determinado del trabajo del Maestro. Supóngase que es necesario para el logro del fin que se persigue el que esta desigualdad de desarrollo entre ellos deba igualarse en ciertos aspectos; que el objetivo no se pueda alcanzar hasta que hayan sido liquidadas en todos varias deudas kármicas y el alma del grupo se libere de las ataduras inhibitorias que constituyen dicha desigualdad. Esa es exactamente la posición en que se encuentran muchos discípulos que se hallan cerca del Maestro. En esa circunstancia, el discípulo tiene que esperar no sólo por él mismo, sino por quienes le rodean; tiene que esperar y servir, asumir empáticamente e interpretar comprensivamente el azote de las fuerzas del Karma de sus condiscípulos hasta que exista un equilibrio de poder, sabiduría y amor que les permita actuar perfectamente al unísono en su vida esotérica. Esa es la razón por la que en esta fase se insiste tanto en la tolerancia, la compasión y el amor. El discípulo no debe pronunciar una palabra de crítica respecto de los fracasos de sus condiscípulos; para él deberá existir un solo pensamiento: que un alma de amor se halla evolucionando sometida a sus propias dificultades personales. Aunque sean diferentes en cuanto a personalidad, puntos de vista, opiniones y gustos; cualesquiera que sean sus debilidades, errores pasajeros e incidentales fracasos, como consecuencia de las exigencias que imponen las circunstancias y de la presión que ejercen las ataduras kármicas, todo ello debe quedar por debajo del umbral de la consciencia y aparecer únicamente la expresión de un verdadero entendimiento y una voluntad de apoyo. ¿No se estaría así condonando algo que más bien merece ser condenado? ¡Ay, si el Maestro condenara al discípulo por toda la extensión de sus flaquezas! La cercanía al Maestro no es aval para la posesión de una naturaleza humana perfecta; lejos de ello, si no el propio Karma del discípulo, el del mundo actual lo impediría. ¿Por qué? Porque aun el discípulo, no importa cuan evolucionado esté, no puede vivir para sí mismo; en verdad, está infinitamente más implicado en el Karma del mundo que lo que está el hombre medio. Quien ponga esto en cuestión, que desarrolle en sí mismo la verdadera sensibilidad del discipulado y compruebe su realidad. Es este hecho, tan claro a la vista del Maestro, lo que garantiza la compasión amorosa de éste hacia el discípulo que se halla cerca de él: no tiene condenas para ninguno de sus defectos, sino una sabia comprensión y una actitud profundamente alentadora para que haga frente a las intensas dificultades que él mismo conoce tan bien. Sin embargo hay quienes exigen al discípulo más de lo que el mismo Maestro le exige. Se trata de aquellos que han atravesado el camino únicamente por medio de la lectura y no saben nada de lo que es su técnica. Están tan henchidos de teorías y de su propia personalidad, que serían capaces de gobernar las encarnaciones que están por delante de ellos. Pueden estar satisfechos de saber

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que contribuyen a aumentar las cargas del discípulo, al tiempo que frenan su propio desarrollo. Ayudan a impedir que sea posible para el discípulo la perfección que le exigen, a fuerza de carecer por completo de comprensión. Su influencia es parte del Karma del mundo al que nos hemos referido; afortunadamente el discípulo entiende esto muy bien. Y si ésta es una de las cargas unidas al avance en el camino, quizá una de las deudas del Karma del discípulo, el uso que éste hace de ella le sirve para indagar con mayor profundidad en el mundo de las causas y para emular al Maestro en su visión de largo alcance e indiferencia hacia las reacciones personales. Podrían mencionarse muchas fases en la resolución de las específicas responsabilidades kármicas del discípulo avanzado, pero todas ellas se resumen en un asunto: la posición del discípulo exige una dedicación fundamental en todas las dificultades y pruebas que atraviesa, la cual consiste en servir santamente. Si el discipulado carece de ella entonces es un mero experimento y pierde toda su estatura. Es lo único que le acerca al Maestro, a pesar de todo lo que el mundo quiera señalar como fracasos y flaquezas, y es lo único que le justifica ante el mundo invisible. Estoy tan profundamente convencido de esto, que podría afirmar que el servicio devoto eclipsa la multitud de pecados ortodoxos que los hombres orgullosos de su virtud consignan al infierno. Quizá esta sea una afirmación peligrosa, pero no desde el punto de vista que he elegido para hacerla. Hemos visto reseñas de la vida de discípulos e iniciados publicadas años después de que éstos se hubieran ido a gozar la recompensa de su obra, con el propósito explícito de intentar probar que habían sido notorios bellacos y pecadores, mientras que el recuerdo y el ejemplo de su infatigable labor alumbraba el sendero de cada aspirante sensato, ennobleciendo cada paso del camino. Eso también es parte del Karma del mundo que sus sucesores tienen que soportar; también ellos sufrirán igual destino, en el presente o más adelante. No deberíamos esperar que fuera de otro modo, por mucho que deploremos el hecho. Ha sido señalado que el discípulo posee una serie de valores propios de su posición en el camino. No son valores que se haya impuesto a sí mismo, son infundidos en él a través del contacto íntimo con la conciencia del Maestro y se convierten en las leyes que rigen todas sus acciones futuras. Servirá siguiendo dichas leyes y siguiendo la inspiración de su polifacética técnica, de maneras y con propósitos que a menudo quedan ocultos para la consciencia general. Lo sorprendente no es que sea tan malinterpretado por el aspirante medio, sino que quienes están próximos a él le comprendan correctamente. Es ahí donde le retienen sus responsabilidades kármicas para servir resueltamente a quienes están cerca y lejos y pulsan la nota de la relación en su vida como consecuencia de ciclos de actividad pasados. Sería duro de sobrellevar, quizá demasiado duro incluso para él, si no hubiera también quienes desde cerca o desde lejos comprenden y aprecian instintivamente o con verdadero conocimiento ese servicio. Quizá esta es la recompensa, que se me pedía señalar, para quienes son llamados a dar tanto. Es una recompensa más que suficiente para ellos el que otros compartan sus labores, por lo que no buscan ninguna otra recompensa para sí mismos. Ese es el verdadero significado del servicio devoto; bajo la superficie del bullicio y el egoísmo de la vida moderna podemos encontrar mucho de este servicio. Es esta corriente subyacente de verdadera bondad, dotada de una fuerza y una potencia crecientes y alimentada permanentemente por todos aquellos que convergen en el camino, sin importar la escuela de pensamiento a la que pertenecen, lo que aligera la carga del Karma individual del discípulo y le proporciona fortaleza en muchos momentos cruciales. Porque donde existe verdadera bondad de corazón habrá servicio devoto, en diferente grado si se trata de un aspirante o de un discípulo y de acuerdo con su grado de avance en el camino, pero siempre presente, creciendo y mejorando. En palabras del Rosacruz Francis Bacon: «Las formas y signos de la bondad son muchos. Si un hombre es afable y cortés con los extranjeros, demuestra ser un ciudadano del mundo y que su corazón no es una isla separada de otras tierras, sino un continente que las une a todas; si se muestra compasivo hacia las aflicciones ajenas, prueba que su corazón es como el árbol noble que se hiere a sí mismo para dar su bálsamo; si perdona y olvida fácilmente las ofensas, demuestra que su mente se halla firme, por encima de las injurias y no puede ser herida; si se muestra agradecido ante pequeños favores, prueba que para él el valor

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está en las mentes de los hombres, no en sus bagatelas; pero, sobre todo, si posee la perfección de San Pablo, de modo que estaría dispuesto a ser un anatematizado de Cristo para conseguir la salvación de sus hermanos, demostraría tener mucho de la naturaleza divina y de conformidad con el propio Cristo». He ahí la culminación de la bondad. El discípulo que voluntariamente puede aceptar ser «anatematizado de Cristo» en servicio de otros, no sólo está cerca del Maestro, sino que se parece mucho a él.

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CAPITULO 11 LA QUIETUD MÍSTICA Manteniendo la posición de un observador independiente y crítico imparcial de los varios aspectos del cometido místico del aspirante y del discípulo en el camino con la esperanza de que las reflexiones que se ofrecen le resulten sugerentes a cualquiera de los dos o a ambos consideremos una particular característica del discípulo; una que de hecho le resulta indispensable durante esa, con frecuencia prolongada, fase en la que se halla cercano al Maestro, con muchas deudas kármicas que deben ser liquidadas antes de que la presencia del Cristo interior llegue a ser para él una experiencia conocida y vivida. Se dijo que, en este momento, no es tanto por medio de la fuerza de voluntad sino a través de una inagotable paciencia con la vida en que se halla inmerso y una comprensión más profunda de las causas que subyacen a su pauta vital, por lo que el discípulo incrementará sus logros. Demostrar una continua e inagotable paciencia en circunstancias difíciles exige, apenas es necesario decirlo, un sólido conocimiento de nosotros mismos y no poco conocimiento de las circunstancias; al menos, es necesario ese conocimiento, cuando se trata del tipo de circunstancias con las que el discípulo generalmente tiene que enfrentarse. Y la paciencia tiene su mejor cimiento en una mente serena. Cuan poco contribuye hoy la vida que nos rodea al sosiego de la mente, es algo que sabemos demasiado bien. Constituye, y con razón, la causa del lamento pesaroso de la mayoría de los aspirantes en el camino. El discípulo avanzado tampoco permanece indiferente ante esta circunstancia, y realiza su trabajo a pesar de ella porque, gracias a la capacidad de desapego desarrollada en él, la quietud mística constituye una cualidad establecida en su dotación. Aunque, aun así, es difícil mantenerla, pues el alto grado de sensibilidad que le capacita para responder a todos con tanta solicitud y le invita a participar como un alma receptiva en el mundo de la experiencia, amenaza a cada paso esa interior tranquilidad tan ansiada y tan necesaria para el más alto servicio. «La paz que desearéis», dice la escritura, «es esa paz santa a la que nada puede molestar, y en la que el alma crece como lo hace la flor sacra sobre la laguna en calma». Es el pensamiento hermoso de una condición deleitable; pero constituye un lejano lamento si se considera desde el tumulto del campo de batalla para el que el discípulo debe prepararse deliberadamente y en el que se hallan muchos de sus compromisos. No dudamos de la realidad o de la posibilidad de la condición ideal de tranquilidad y paz inquebrantables que los textos orientales evocan tan a menudo, pero es perdonable que pensemos que ellos hablan de un mundo mientras que nosotros vivimos en otro. Perdonable o no, el hecho es que pensamos así. La descripción de un mundo ideal es una cosa, pero vivir en el mundo presente es otra bastante diferente, y si los Maestros de la vida alguna vez llegaran a olvidar este hecho al dirigir su atención hacia el aspirante occidental, ello constituiría una de las más grandes tragedias en esta historia de evolución. Se trata de algo que el discípulo nunca puede olvidar al contemplar como el aspirante traza su turbulento camino a través de una atmósfera psíquica repleta de influencias caóticas y destructivas. Es un problema por el que me siento intensamente concernido, porque muy a menudo he visto aspirantes debatiéndose en él. Les he visto apartarse del camino desesperadamente a causa de que la atmósfera del mundo circundante era demasiado irrespirable para ellos. No podían encontrar un momento de calma para considerar los asuntos del camino. Puede que hubiera tiempo, tiempo suficiente sólo para el alma fuerte y resuelta; pero para ellos la voz del mundo fue demasiado insistente, demasiado disarmónica al irrumpir con violencia destructiva golpeando su organismo sensible y no educado, por lo que emprendieron la ruta que ofrecía menor resistencia. El hecho de que esto sea así, lo cual es indiscutible, le confiere una responsabilidad tremenda al hombre más avanzado. Éste ha trazado su camino a través de uno de los períodos de evolución más duros, pues los años pasados han sido crueles en lo que respecta a la irrupción de influencias destructivas y han constituido un verdadero desafío para la mente pacífica. Si aquél demuestra desapego y serenidad y es un ejemplo de quietud mística, sepa el aspirante que se trata de cuali-

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dades que el discípulo conquistó con la sangre de su corazón y no de otro modo. No son un regalo, sino el resultado del florecimiento de una facultad lograda en el campo de batalla de la vida donde la guerra ha sido encarnizada y a veces el resultado incierto. No obstante, como este hecho no se va pregonando y el discípulo avanza por el discurrir sereno de su camino con porte calmado e imperturbable y una aparente indiferencia hacia el mundo en su conjunto, alguien podría pensar que no está familiarizado con las eventualidades y vicisitudes de las circunstancias en sus formas más oscuras y agresivas y que carece lamentablemente de la necesaria experiencia. Se admite que existen, y siempre han existido, discípulos de salón poseedores de indudable erudición a la hora de discutir sobre mundos acerca de los que no saben nada y sobre encarnaciones pasadas a las cuales nunca hubieran tenido agallas suficientes para enfrentarse; si el aspirante es llevado en su juicio a considerar que estos glorificados expertos son diestros conocedores del discipulado, es algo que puede perdonársele. Sin embargo, este departamento al que pertenece la intelectualidad ocultista, queda fuera de mi competencia. Yo estoy pensando en el discípulo que tiene los pies sobre la tierra y el aspirante haría bien en estudiar su arte. Este discípulo pisa firme sobre el suelo en el que nació, y deja las especulaciones acerca de otros mundos y de cielos desconocidos al diletante espiritual que no encuentra nada mejor que hacer. Si hay alguna verdad que me gustaría recalcar, dirigiéndome al aspirante, es la de que el discípulo del que estamos tratando es un individuo absolutamente práctico, con la misma naturaleza humana, las mismas pasiones y debilidades que el aspirante mismo; alguien que tiene, como él, que enfrentarse a los mismos miedos y adversidades propias de las circunstancias; alguien que conoce a fondo y en toda su variedad las dificultades y tentaciones que pesan sobre la gran familia humana entera; alguien que, a pesar de todo eso, ha creado para sí mismo las oportunidades de introducirse en la vida del alma e imponer el ritmo y la influencia más elevados de ésta sobre el factor humano común, dando un paso hacia delante en la evolución. No hay especulación alguna en esto ni presunción por su parte de una sabiduría o un poder que no posea realmente. El discípulo contempla con recelo a los propagadores de teoría oculta y a los vanidosos proveedores de noticias del Cielo, y juzga que su valor está a la misma altura que el de los políticos charlatanes. En efecto, ambas especies medran sobre utopías etéreas que nunca se materializan; si el aspirante deposita su confianza en ellos y luego la pierde, tal y como con toda seguridad le ocurrirá, al menos habrá aprendido a identificarlos y distinguirlos; aunque hubiera podido aprender mucho más que eso, en caso de no haberles prestado oídos. El verdadero discípulo no cae presa en esta tela de araña que es la ilusión. Reconoce a primera vista las sólidas cualidades del discipulado. La quietud mística es una de ellas y nace del conocimiento y la experiencia del ser y las circunstancias. No se adquiere a través de los libros, sino mediante la profunda comunión con el corazón de la vida. ¿No habéis notado como se dulcifican el carácter y el temperamento de aquellas almas nobles que han sufrido abundante y profundamente en la cruz de una circunstancia determinada y como se hacen pacientes y amables en sus relaciones con los demás, bendiciéndolos inconscientemente con su presencia? Encontramos esto en quienes no saben nada acerca del camino más allá de lo que sus propias almas les comuniquen. Se da una circunstancia parecida con respecto a la quietud mística del discípulo que se halla cercano, y sin embargo, todavía lejos del Maestro, con muchas obligaciones kármicas que cumplir y resolver. Sabe muy bien y ha sentido demasiado profundamente lo que significa la ausencia de tranquilidad mental. Discipulado significa altura, y también profundidad; donde hay carencia de cualquiera de las dos no hay discipulado. Y de tal manera esto es así, que tras la quietud mística del discípulo que se halla en este estadio, está teniendo lugar la puesta en escena de un drama del alma más grandioso en extensión y más absorbente en cada uno de sus pormenores que cualquier cosa vista u oída en la vida objetiva. Pero es un drama silencioso que llega a alcanzar clímax de muerte y nacimiento, y en el que el alma y la personalidad son las actrices y el Maestro quizá algo más que un mero espectador. El mundo exterior no sabe nada de esto, por eso comete errores tan ridículos cuando juzga al discipulado. El aspirante tampoco sabe mucho de él, por eso debe aprender a callar

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y a reservarse su juicio. Fácilmente puede entender mal la quietud mística, que nace de un sabio desapego y de una actitud impersonal, a causa de su interés y afición por comprender materias que le parecen muy importantes; sin embargo, estas materias sólo pueden ser comprendidas clara y correctamente cuando, precisamente, se posee aquella condición mental. El aspirante pasa por alto el hecho de que el discípulo ha alcanzado ese punto del camino tras un largo viaje; pasa por alto que también él se ha hecho muchas preguntas en vano, porque una respuesta clarificadora no depende simplemente del conocimiento adquirido, sino de factores de tiempo y preparación en relación con el desarrollo del aspirante. El conocimiento más elevado puede no lograr en absoluto despertar en él convicción ni proporcionarle iluminación alguna si su mente no está desarrollada y adopta la perspectiva correcta para recibirlo. Cuando el aspirante se hace cabalmente consciente de esto, y se mira a sí mismo antes que a otros, entonces se halla en camino de alcanzar esa quietud y receptividad mentales que permiten al alma ser su maestra. Esa es una destacada característica del discípulo: plantea muchas preguntas, pero se las plantea a sí mismo, no a otros. Sabe por experiencia que la silenciosa voz interior es más valiosa para él que las voces de la autoridad y del dogma que se hallan en los libros. El aspirante no necesita que yo se lo asegure, si estudia la técnica del genio no necesitará mejor maestro. El genio sabe del valor de la cultura, posee cultura y la utiliza, pero va más allá: hasta la meditación de lo que el alma revela en el silencio. Las voces menores resultan una impertinencia para él, pero sólo porque él se siente seguro y tiene plena confianza en la altura de su propia y particular evolución. En la genialidad existe tanto en común con el discípulo creativo que a menudo me he referido a aquella como un discipulado inconsciente. La diferencia estriba únicamente en que la genialidad tiene sus miras puestas fundamentalmente en la creación artística o en la ciencia, mientras que el discípulo se propone alcanzar el dominio consciente de las fuerzas personales más elevadas con el fin de lograr objetivos evolutivos y espirituales. Y para conseguir este propósito, debe existir un desarrollo ordenado y sistemático del hombre para mantener y dirigir íntegramente el fuego concienciador del alma en su descenso, y debe haber inspiración en la tarea elegida. En la fase crucial en la que el discípulo se presenta ante el tribunal del Karma, muy cerca del Maestro, pero aún en la antecámara, percibiendo todavía su camino gracias a la guía del alma, aquél debe haber alcanzado plenamente la quietud mística. «Que tu paso sea seguro, ¡oh! candidato. Sumerge tu alma en el corazón de la paciencia; pues ahora te aproximas al portal que lleva ese nombre, la puerta de la fortaleza y la paciencia». La inagotable paciencia con las circunstancias de la vida que son resultado de la culminación del Karma encuentra su verdadera base en una mente tranquila. El aspirante puede pensar que esa quietud mística no es una adquisición tan extraordinaria como parece. Ha digerido bien los libros de texto que hablan sobre la concentración y la meditación: es meramente cuestión de sentarse en silencio observándose la nariz... y el mundo se desvanece. Existe una diferencia entre la quietud mística y la vacuidad mental. En verdad existe una gran diferencia entre los interludios de reposo que suceden al comienzo del camino, cuando el Karma de ciclos pasados tan solo le roza ligeramente el hombro al aspirante, y la capacidad para manifestar paz espiritual en medio de las fuerzas poderosamente desarrolladas e intensamente activas propias de la constitución del discípulo que se encuentra en la altitud del camino. Los apremiantes métodos de innumerables libros y cursos de ocultismo obligan a establecer las diferencias. Son accesibles a todos por igual, desde el más culto al más iletrado de los aspirantes. Y, ¿cuál es el resultado de estos métodos en cualquiera de los casos, cuando no existe una base de preparación para el ejercicio místico, ni quizá siquiera deseo de tenerla, sino simplemente una curiosidad ambiciosa de alcanzar -por vía de un atajo un desarrollo de tipo yóguico para que el pensamiento y la emoción adquieran un reposo que demuestre la supremacía de la voluntad al invertir el normal comportamiento de las funciones? El resultado es una quietud forzada y mecánica no respaldada por ningún conocimiento elevado ni contacto alguno con el alma; en suma, una condición de autohipnosis bastante menos productiva que el estado de sueño natural. La serenidad del discípulo es fruto de un elevado arte místico. Concentración debe haber, aca-

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llamiento de la mente objetiva, meditación profunda; debe existir un amplio conocimiento del alma que emerge e inspira la vida personal, pero todo esto sucedió para él tiempo atrás, en los años de dura probación. No existe un atajo para alcanzar el templo del alma. Aunque no se puede culpar al aspirante inexperto que cree que sí lo hay. Éste deposita su fe en las palabras de escritores de dudosa especie que embrollan y vuelven a embrollar las enseñanzas de Yoga y prometen la iluminación y la paz propias de la maestría de la mente por medio del ejercicio de juegos malabares de tipo físico y mental. Sin embargo, sobreviene el inevitable desencanto, y, con la mente escarmentada, el aspirante se da cuenta de que existe una entidad, el alma, que habita en el interior del Hombre, cargada con el peso de relaciones kármicas y responsabilidades del pasado que debe ser conocida y desvelada, comprendida y vivida antes de que él pueda esperar hallarse cercano a la meta. Cuando se haya hecho consciente de esto y haya adquirido la fortaleza necesaria para enfrentarse a ello, entonces conocerá, como un discípulo, la importancia y el valor de la quietud mística. Las últimas fases de una carrera o disputa son cruciales. Así ocurre con el discípulo que se halla frente al Portal. En éste están inscritas las palabras «fortaleza» y «paciencia». Ha cruzado el campo de batalla y ha mostrado su fuerza. Ha luchado valientemente abriendo un sendero que otros podrán seguir y la paz del Maestro desciende sobre él. Un manto invisible de serenidad mística es la armadura que se confiere al probado guerrero quien ha perdido mucho en una lucha prolongada que otros hubieran podido ganar. La espada en su mano luce afilada y brillante; es la espada de la templada experiencia, espada que aún usará con sabiduría y destreza contra las huestes enemigas que privarían al aspirante de su derecho al avance y de la eterna recompensa de éste. Porque él aún es un guerrero, y ningún guerrero abandona sus armas de avance. Y mientras permanezca fuera del Portal, estará en territorio incierto. Necesita estar más vigilante que nunca. ¿Es que acaso la influencia del Maestro no le protege suficientemente? No sin su propia cooperación. Aunque se halle cerca del Maestro, el discípulo tiene su propia vida que vivir y esa vida está fuertemente ligada y obligada a otras vidas en los planos objetivo e interior de la experiencia. La principal lección que tiene que aprender es la comprensión, con una mente serena, del significado de esas otras vidas que le rodean y se relacionan con él, en el trabajo y las demás circunstancias, siendo una ayuda u oponiéndosele, en el amor y en el odio. En este momento no es una intensa voluntad la que le empujará al objetivo de su camino, sino el dominio y equilibrio de las fuerzas humanas y psíquicas que operan por medio de entidades del Karma que resaltan tan claramente ante su visión como esa entidad del Karma a la que su propia alma hace frente con un equilibrio y un propósito consolidados. Hablando de manera figurada, es como si el discípulo se encontrara en el centro de un círculo cuyos radios fueran varias conexiones kármicas que le unen con otros en diferentes lugares de la circunferencia. A medida que el tiempo pasa, algunos de esos radios se atenúan y finalmente desaparecen, cuando el discípulo hace frente a las demandas de aquellos con quienes estos radios le conectan y las mismas quedan liquidadas. Por el contrario, otros radios incrementarán su intensidad y fuerza y aquellos con quienes les unen serán conducidos por una comprensión empática y una parecida estatura directamente hasta el centro del círculo para ocupar un lugar al lado del discípulo. Sin embargo, un hecho expuesto de manera tan sencilla puede requerir años para producirse, y esa es la tarea consciente que el discípulo se pone a sí mismo. Verdaderamente, paciencia y más paciencia es necesaria hasta que todo queda reconciliado y reina la armonía desde el centro hasta la circunferencia en el campo de influencia y de relación del discípulo. No se puede hacer nada de manera apresurada para su propia liberación. En Oriente, el único objetivo es la liberación, la renuncia a las circunstancias y las personas, es casi una abjuración de la existencia misma, para que el alma pueda gozar sin trabas de una absoluta y sempiterna libertad. No vamos a criticar un objetivo que es eminentemente deseable, aunque los medios para alcanzarlo son completamente extraños a los ideales occidentales. El discípulo que hace el camino en Occidente considera deshonroso renunciar a las circunstancias a las que sabe que está ligado kármicamente, y siente que es un pecado imperdonable repudiar las relaciones íntimas de personas a las que sabe que, por el amor

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de Cristo, debe permanecer fiel. No creo que haya un solo aspirante digno que, en el fondo de su corazón, dude de la verdad de esto, a pesar de lo difícil que pueda resultar vivirlo. No debe importarle la dificultad, sino aceptarla. Nunca alcanzará la quietud mística del discipulado hasta que lo haga. La fortaleza ante las circunstancias que curte a su alma y la paciencia para aceptar todo lo que de aquellas se deriva en la vida, desarrollarán en él la verdadera resignación de la paz espiritual. De ese modo, su vida se alineará con el propósito de evolución del Maestro, portando esa sabiduría de largo alcance y esa sanación tan fructífera a su labor de servicio. La flor de la quietud mística crece en silencio durante la tormenta de ascenso en el camino, y ante el portal «la personalidad completa del hombre es disuelta y fundida» y llega a ser «sujeto de serias pruebas y experiencias». Pero esto es posible sólo cuando el discípulo se halla en el interior del círculo, retirado y en paz, manteniendo todos los lugares de la circunferencia en la circunspección más sutil, de modo que el amor del alma irradie su luz reveladora y extienda complacido su servicio.

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CAPITULO 12 EL DESAFÍO MÍSTICO He esbozado brevemente, desde un particular punto de vista, el camino del ascenso místico. No he pretendido nada más. No se han expuesto métodos específicos de concentración y meditación, puesto que existe una cantidad prolija de obras escritas que los ofrecen. El objetivo ha sido más bien destacar ciertos cambios interiores bien definidos que deben sobrevenir tras la preparación mística y hacer una valoración correcta de las reacciones que se producen en la vida y las circunstancias como resultado de tal preparación. Exponer una serie de procedimientos para la concentración y la meditación es una cosa, pero otra bien distinta es hacer un seguimiento e interpretar empáticamente, sin prejuicios, la amplia gama de experiencias y reacciones íntimas y difíciles que ocurren en el corazón, la mente y el alma y que acompañan al esfuerzo dedicado en recorrer el camino. Si el estudiante sostiene que no ha percibido ninguna experiencia de esta naturaleza en particular, que ha seguido el camino durante años y no ha experimentado ningún estrés ni dificultad en la vida y sus circunstancias, entonces afirmo que no sabe nada acerca de lo que es el misticismo práctico. Si Cristo indicó verdaderamente el camino del místico, entonces, no existe una sombra de duda respecto de lo que implica recorrer dicho camino. Las mismas dificultades, las mismas pruebas, la misma cruz, figurativamente hablando, le esperan a todo hombre nacido que se ofrezca a sí mismo para la gran aventura. Sin embargo, portar la carga íntegra del camino es privilegio de muy pocos; por la simple razón de que son muchos los aspirantes, pero pocos los discípulos. Tampoco dudo en decir que la mayoría de los aspirantes en el tiempo presente son incapaces por completo de sobrellevar lo que supone el peso total del camino. El deseo de conocimiento atípico, la lectura de obras místicas, la afiliación a asociaciones de carácter místico son preliminares necesarios y ayudas; pero hasta que no existe una disposición espontánea en el interior de la personalidad en su totalidad para que su pensamiento, sus palabras y sus obras sean transmutados de manera que aquellas ayudas se conviertan en algo vivido y en pasos efectivos hacia la evolución interior, el estudiante no puede considerar que se ha embarcado realmente en el camino. Más aún, si no existe una pronunciada predisposición hacia él en la propia constitución, la pura verdad es que, aunque es posible que ciertamente pueda llegar a ser un aspirante en el momento actual, tendrá que emplear el ciclo presente entero en el trabajo de preparación. Emerson dijo que el talante del que busca era uno, y el talante del que posee otro. El aspirante libre de prejuicios sentirá la verdad de esto antes de que se haya adentrado mucho en el camino. Será sabio si acepta lo que su intuición le dice acerca de las posibilidades que tiene en el presente y no intenta excederse a sí mismo. Nada bueno sacaría de esto último. Oímos muchas cosas acerca de la posibilidad de alcanzar la maestría en un breve ciclo de vida. Aún falta por ver quien haya demostrado que tal excepcional promesa es cierta. Son posibles ciertos tipos de maestría en una u otra dirección, pero se trata sólo de determinados pasos dados en el camino hacia el estado Crístico, e incluso dar esos pasos exigirá lo mejor de nuestra condición humana. Disiento absolutamente de las opiniones que sostienen lo contrario, porque no he visto nada que las confirme. No deseo desanimar al aspirante, pero no voy a sugerir que es un logro fácil lo que constituye el objetivo más difícil que puede proponerse una persona en esta vida. Si pudiéramos vivir en un entorno de paz y armonía, sin responsabilidades mundanas a nuestro cargo, sin ataduras kármicas hacia otras personalidades que demandaran nuestra atención y cuidadoso amoldamiento, y pudiéramos consagrarnos a un estudio y una meditación ininterrumpidos y al plácido regocijo en la belleza de la Naturaleza y la comunión artística, sin duda alcanzaríamos muchos logros en pocos años y entraríamos en un elevado estado de contemplación que nos permitiría desarrollar los dones y las gracias de las facultades místicas. Incluso así, no sé si ese sería el objetivo más deseable para el aspirante occidental. Lo que sí sé es que se trata de un objetivo imposible dado el entorno particular en que se halla. Se encuentra en unas condiciones que directamente

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obstaculizan el logro místico aislado y apacible. Tiene que trabajar con sus manos y discurrir con su cerebro para poder vivir y, a la vez, dar tantos pasos como le sea posible para desarrollar la vida del alma en medio del clamor y el tumulto del mundo arrogante. Quizá sea el mejor medio para hacerlo, siendo así de mucho más valor para el mundo, aun a pesar de la considerable pérdida que supone para él. No esperamos que haya tipos perfectos en nuestro entorno. Tampoco podrían éstos sobrevivir mucho tiempo en él. Lo mejor que podemos aguardar, quizás lo más elevado que podemos esperar ver en estos días, es al discípulo militante que ha superado la tormenta y les da unas pocas indicaciones acerca de los peligros que entraña la travesía a aquellos que están preparados para emprenderla por sí mismos. La cualidad más importante que ha de permanecer en la dotación del discípulo, después de que se haya establecido plenamente el contacto meditativo y contemplativo, es la de la militancia espiritual. Puede que esto sea cuestionado, pero no me es posible afirmar lo contrario. Volvería a poner el énfasis sobre ello, y desde un nuevo punto de vista. Hemos visto pronunciar la palabra «paz» con todas las variaciones posibles en la retórica humana, cuando no existe tal paz. Por el contrario, vivimos virtualmente en tiempos de guerra. La atmósfera del mundo en que vivimos es militante. Podemos cerrar nuestros ojos ante esto en nuestras oraciones y meditaciones, pero no podemos negarle la entrada a la atmósfera del mundo, del mismo modo que no podemos dejar de respirar. Y si nuestro Karma está ligado al Karma del mundo, entonces lo compartimos y tenemos una responsabilidad en él. Sin embargo, ¿esto no significará que el discípulo deba participar de las mismas tendencias militantes que el mundo? No necesariamente; pero, en su propio plano vital y en su propia esfera de acción y servicio, debe poseer facultades agresivas y dominantes de similar naturaleza, si quiere dejar alguna huella del camino que ha recorrido para aquellos que podrían seguirle en el momento presente y para aquellos otros que esperan seguirle en el futuro. Tiene que enfrentarse a un entorno cuya fuerza psíquica es malvadamente agresiva, dominante y amenazadora, y es imposible escapar a su influencia; lo cual significa que los pensamientos y los actos de la gente son arrastrados por esa fuerza mucho más de lo que ella misma se imagina. Un observador imparcial dijo: «¿Habláis de la fraternidad humana?; ¡Mirad a vuestro alrededor!» Una observación verdadera y pertinente, aunque quienes estamos en el camino preferimos cerrar los ojos y vivir una ilusión. Esa observación caracteriza el mundo con el que el discípulo se enfrenta hoy. Y yo pregunto: ¿Qué posibilidad tiene éste de hacer algo por aquél, o de servir de inspiración para alguien, si es un sentimental religioso y charlatán y tiene miedo de pronunciar la voz de mando nacida de la sabiduría de su propia alma, aunque esté en contra de las opiniones de los hombres, de la estéril Iglesia y de todas las demás vocingleras autoridades de alto o bajo rango, que claman en su contra? «Siempre se hace un sitio para el hombre de poder», dijo Emerson. El mundo sabe esto muy bien; ha encontrado a estos hombres de poder y se ha servido de ellos. ¿Dónde está el místico militante que les haga frente? En verdad, es preocupante pensar que, a pesar de todo el extendido interés y la práctica que existe del camino místico en muchas tierras, todos los ojos y todos los oídos estén puestos en las brutales personalidades de dictadores sanguinarios y no haya un sólo apóstol inspirado que reúna en sí las cualidades magistrales de Cristo y del Hombre, que posea un mensaje con tal fuerza que conforme y obligue a la opinión pública. Es humillante para la pobre Humanidad, con toda su aspiración, ciega o iluminada, hacia lo divino, que no le haya sido otorgado un hombre de carácter y personalidad superiores y con una fuerza dinámica para oponerse y detener la acción de insolentes tiranos que, con astucia maquiavélica, pisotean el alma y el honor de los hombres. Me diréis, hablando desde el sillón del ocultismo académico, que es el resultado inevitable y acorde con la ley de las divisiones raciales y de la crisis. Si asintiera, ¿de qué le serviría a la pobre humanidad sufriente que no sabe nada de esto, y que, de saberlo, no sentiría que su carga se aligerase un ápice? Es un pensamiento en el que debe pararse todo aspirante honrado que se halle en el camino, cualesquiera que sean sus convicciones y cualquiera que sea la extensión de su conocimiento. La humanidad está siendo sometida a pillaje delante de sus ojos. Puede cerrarlos, pero aquél permanecerá.

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Y la humanidad espera un salvador con forma humana, pero no aparece. Este es el tono con que concluyo este libro. Un tono diferente le hubiera hecho más honor al místico, pero no al corazón común de la humanidad en el que el místico debe vivir. No obstante, quienes estamos en el camino, aun a pesar de nuestra impotencia, podemos hacer algo. Podemos unir nuestras fuerzas mentales en una intensa y militante potencia viva contra quienes ejercen la sucia rapiña de los altos lugares y privan a los hijos de los hombres de su derechos, podemos proponernos, en palabras de aquel ilustre hijo de la libertad, «convertir todas sus diabólicas maquinaciones en nada.»

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