December 5, 2016 | Author: Anonymous | Category: N/A
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NEUROÉTICA PRÁCTICA desclée
c ole c c i ón ÉTICA APLICADA
Neuroética práctica Una ética desde el cerebro
Enrique Bonete Perales
Neuroética práctica Una ética desde el cerebro
Colección
Desclée De Brouwer
© 2010, Enrique Bonete Perales © 2010, Editorial Desclée De Brouwer, S.A. Henao, 6 – 48009 www.edesclee.com
[email protected] ISBN: 978-84-330-2464-0 Depósito Legal: BI-3342/2010 Impresión: RGM, S.A. – Bilbao Impreso en España – Printed in Spain
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos –www.cedro. org–), si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
A mis hermanos Nieves, Jaime y Rafael, en recuerdo de aquellos duros veranos de la infancia; vivas imágenes moran todavía en los recónditos pliegues de nuestro cerebro.
Índice
Agradecimientos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Referencias bibliográficas. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Capítulo 1. De la Bioética a la Neuroética . . . . . . . . .
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1. Origen, contexto médico y legitimación social de la Bioética . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2. Ramas principales de la Bioética . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2.1. Ética clínica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2.2. Ética sanitaria . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2.3. Ética bio-médica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2.4. Ética de la reproducción humana . . . . . . . . . . . . . 2.5. Gen-ética. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2.6. Eco-ética . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2.7. Zoo-ética . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2.8. Tánato-ética. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3. El inicio de la Neuroética: hacia una ética del cerebro. . . 3.1. Primeros debates neuroéticos en los comités de bioética . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3.2. Presentación internacional de la Neuroética . . . . . 4. Referencias bibliográficas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
23 29 32 34 35 37 39 42 44 46 49 49 52 56
10 Neuroética práctica
Capítulo 2. Modelos y problemas de Neuroética . .
1. 2. 3. 4. 5. 6. 7.
61
Antecedentes históricos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Ética de la Neurociencia y Neurociencia de la Ética . . . . . Ética social basada en el cerebro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . La Neuroética como rama de la Bioética. . . . . . . . . . . . . . Hacia una Neuroética Filosófica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Mapa temático de la Neuroética . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Debates éticos desde perspectivas neurocientíficas. . . . . . . 7.1. Cerebro – Mente . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7.2. Libertad – Determinismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7.3. Deontologismo – Consecuencialismo . . . . . . . . . . . 8. Referencias bibliográficas. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
61 66 69 72 76 82 87 90 94 100 105
Capítulo 3. Estado vegetativo y consciencia: implicaciones morales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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1. 2. 3. 4. 5.
En torno al estado vegetativo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Diagnóstico de la consciencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Presupuestos antropológicos: grados de consciencia . . . . . Implicaciones morales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Aplicación de los principios de Bioética . . . . . . . . . . . . . . 5.1. Estado de no consciencia (ENC) . . . . . . . . . . . . . . 5.2. Estado de mínima consciencia (EMC) . . . . . . . . . . 5.3. Estado de plena consciencia (EPC). . . . . . . . . . . . . 6. Referencias bibliográficas. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
111 115 122 130 137 138 140 142 144
Capítulo 4. Muerte cerebral: debates éticos . . . . . . .
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1. Contexto social y clarificación conceptual . . . . . . . . . . . . 2. Cuestiones médicas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3. Límites morales de la definición de muerte cerebral (perspectiva kantiana) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
149 155 159
Índice 11
4. Extensión moral de la muerte cerebral (perspectiva utilitarista) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 5. Preguntas abiertas por la Neuroética Práctica. . . . . . . . . . . 5.1. Diferentes niveles de discusión ética . . . . . . . . . . . . 5.2. ¿Un nuevo dualismo antropológico? . . . . . . . . . . . . 5.3. ¿Están cerebralmente muertos los pacientes en estado vegetativo? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 6. Referencias bibliográficas. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
166 176 177 179 181 184
Agradecimientos
Este libro es fruto de la beca que el Ministerio de Educación de España me concedió con la subvención del Programa Nacional de Movilidad de Recursos Humanos de Investigación, en el marco del Plan Nacional de Investigación Científica, Desarrollo e Innovación Tecnológica (I+D+i) 2008-2011, en su Modalidad A (estancias de movilidad de profesores e investigadores españoles en centros extranjeros de enseñanza superior e investigación: Proext-MICINN). He podido disfrutar de una estancia de 11 meses como “Academic Visitor” durante el curso 2009-2010 en The Oxford Centre for Neuroethics, que forma parte de The Oxford Uehiro Centre for Practical Ethics (Faculty of Philosophy, Oxford University), dirigido por el médicofilósofo australiano Julian Savulescu. Agradezco al Ministerio español que valorase positivamente mi proyecto “Implicaciones morales y filosóficas de la Neuroética”, del que este trabajo constituye la realización de una de sus partes. Quiero mostrar mi reconocimiento al director de este prestigioso centro internacional, Julian Savulescu, por acogerme amablemente en tan activo y estimulante ámbito académico. Deseo, por último, mencionar al filósofo –también australiano– Neil Levy, uno de los más relevantes neuroéticos del mundo anglosajón,
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con quien tuve el privilegio de compartir despacho durante meses en el referido centro de investigación, recibiendo de él valiosa orientación bibliográfica e intelectual. Enrique Bonete Perales The Oxford Centre for Neuroethics 26 de agosto de 2010
Introducción
¿Qué es el cerebro? ¿Cómo funciona? ¿Cuál es el papel que desempeña en la existencia humana? ¿Y en el proceso de morir? ¿Cuáles son las ventajas e inconvenientes del diagnóstico de muerte encefálica? ¿Actuamos libremente o es la actividad cerebral la que nos impulsa en una determinada dirección? ¿Podemos seguir hablando de “el alma” o tal concepto ha quedado ya obsoleto tras las investigaciones neurocientíficas? ¿Qué grado de consciencia experimentan los pacientes en estado vegetativo? ¿Es posible intervenir directamente en el cerebro para tratar determinadas enfermedades mentales? ¿Tienen alguna responsabilidad moral quienes padecen disfunciones cerebrales? ¿Soy “yo” algo más que mi propio cerebro? ¿Son las creaciones de la mente humana mero producto de la actividad cerebral? ¿Qué significa “ser consciente”? ¿Pensamos y obramos moralmente condicionados por el funcionamiento del cerebro? ¿Es lícito intervenir directamente en el cerebro para mejorar nuestras capacidades cognitivas? ¿Es correcto suministrar sensaciones de felicidad con la estimulación eléctrica en el sistema nervioso central? ¿Debemos utilizar los fármacos que afectan a funciones cerebrales con el fin de mejorar las capacidades cognitivas de sujetos sin deficiencias o enfermedades mentales? ¿Es posible orga-
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nizar las sociedades a la luz de los hallazgos neurocientíficos? ¿De qué modo modificará nuestro marco ético-filosófico una mejor comprensión de las bases cerebrales de la cognición moral? ¿Minarán los avances neurocientíficos nuestras nociones de racionalidad, libre voluntad o responsabilidad? El elenco de preguntas recogidas a modo de muestra carece de tajante respuesta. No obstante, lo que sí resulta evidente es que las respuestas a las anteriores cuestiones, y otras semejantes derivadas de las ciencias del cerebro (Neurociencias), moldearán poco a poco nuestras concepciones de la vida moral y social. A nadie se le escapa que conceptos éticos fundamentales de la tradición filosófica están siendo revisados a la luz de recientes estudios en torno a las bases cerebrales del pensamiento y de la acción. Las preguntas en torno a nuestro cerebro son tan lejanas en el tiempo como agravadas por los recientes descubrimientos en las Neurociencias. Si algunos filósofos y médicos, desde la Grecia antigua hasta mediados del siglo XX, especularon y lanzaron todo tipo de hipótesis –tan atrevidas como sensatas– sobre este extraño y misterioso órgano situado en la cavidad craneal, los años noventa del pasado siglo y la primera década de este tercer milenio nos presentan resultados neurocientíficos que suscitan apasionados e inquietantes problemas filosóficos, especialmente éticos. En este marco de intriga, incertidumbre, riesgos, preguntas, posibilidades, amenazas, dilemas y desafíos radicales suscitados por la Neurociencia se está desarrollando el campo nuevo de investigación y reflexión, denominado con acierto, y para largo tiempo, “Neuroética”. Pero, ¿qué es en realidad la Neuroética?, ¿de qué trata?, ¿cuáles son sus objetivos, métodos y preocupaciones principales que la originaron? ¿En qué contexto socio-cultural y científico surgió? ¿De quién procede el término? ¿Cuáles son los problemas morales fundamentales que ha de analizar con esmero? ¿Es la Neuroética una rama más de
Introducción 17
la Bioética, o posee un campo de investigación y reflexión particular? ¿Qué estatuto científico y filosófico manifiesta? ¿Qué necesidad social legitima el surgimiento y el desarrollo de este nuevo campo del saber? ¿Cuáles son las principales ciencias que ofrecen soporte epistemológico a la Neuroética? ¿Qué científicos y filósofos son los más destacados en el surgimiento y ampliación de esta nueva disciplina? ¿Qué cuestiones morales procura iluminar, tratadas durante años por la Bioética o totalmente nuevas? ¿Qué problemas filosóficos replantea que la Bioética no ha suscitado? ¿Qué implicaciones sociales constata y acelera más allá de las generadas por los debates bioéticos? Las Neurociencias están generando multitud de preguntas que, a mi juicio, y en aras de la claridad, cabría situar por bloques y de modo ordenado en lo que considero los tres niveles principales de la “Neuro-ética”. Algunas preguntas versan sobre destacadas cuestiones práctico-morales que los neurocientíficos presentan a la tarea médica e investigadora. Otras están apuntando la necesidad de revisar a fondo clásicos debates ético-filosóficos a la luz de los recientes hallazgos en torno al funcionamiento del cerebro. Y nos encontramos igualmente con interrogantes que nos indican que las Neurociencias van a incidir en el cambio de determinadas pautas socio-culturales referidas al ámbito legal, educativo, económico e incluso religioso, transformaciones sociales que se acentuarán en un futuro no lejano según vayan perfeccionándose los métodos para conocer el cerebro humano. Lo cual me impulsa a dividir la Neuroética en tres partes que, aun estando inevitablemente unidas, conviene desarrollar con cierta autonomía. Se podrían denominar Neuroética Práctica (I), Neuroética Filosófica (II), y Neuroética Social (III). Estas tres líneas de reflexión se alimentan entre sí. Pero por exigencias expositivas, didácticas y comerciales (todo hay que decirlo) se ha de procurar distinguirlas a fin de contribuir a una mayor clarificación de las aplicaciones prácticas (que interesarán sobre todo a los expertos en medicina, enfermería, y bioética),
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de los debates teóricos (que los filósofos en general, los dedicados a la ética y psicólogos morales, deben conocer, si no quieren quedar al margen del nuevo marco científico que nos envuelve), y de las implicaciones sociales de la nueva disciplina para economistas, políticos, juristas, educadores, e incluso teólogos –y público en general– a quienes les conviene poseer información en torno a las cuestiones centrales de lo que se está denominando Neuroderecho, Neuroeconomía, Neuroeducación y Neuroteología. Por otra parte, una lectura reposada de los volúmenes –y artículos– más significativos publicados durante estos últimos diez años, y que presentan de modo panorámico los problemas de la Neuroética (1-16)1, me ha confirmado en lo acertado que es distinguir tres partes en esta nueva disciplina. La práctico-moral se acerca a cuestiones nucleares de la Bioética, especialmente a las que mantienen relación con el funcionamiento, trastorno y mejora de la actividad cerebral; la parte teórico-ética coincide con algunos problemas tratados desde hace años por la Neurofilosofía, aunque ahora versa de modo prioritario sobre los más propios de la Filosofía Moral; y la socio-cultural requiere apertura a otras ciencias humanas afectadas por la Neurociencia. El presente volumen se centra en lo que denomino Neuroética Práctica. Existe una opinión generalizada –como se verá en su momento– según la cual en el seno de la Bioética, gracias a los avances neurocientíficos aplicables a problemas biomédicos y clínicos, se halla el marco intelectual y el punto de arranque de los problemas morales que la Neurociencia empezó a generar. En otro estudio expondré los problemas fundamentales de la Neuroética Filosófica. A mi juicio, constituye una novedad respecto de las cuestiones bioéticas. Me parece que será en el ámbito filosófico donde la Neuroética tendrá mayo1. A partir de ahora, los números entre paréntesis indican las referencias bibliográficas recogidas y ordenadas alfabéticamente al final de cada capítulo.
Introducción 19
res repercusiones en un futuro no muy lejano, y de ahí incidirá, sin duda, tanto en la orientación de cuestiones prácticas como en la transformación de la sociedad. Convendría esquematizar igualmente las implicaciones culturales que presenta esta nueva disciplina (en el derecho, la economía, la educación e incluso en la religión), tarea principal de la Neuroética Social que los expertos en dichas áreas deberían de investigar. El punto de partida de las Neurociencias –e igualmente de la Neuroética– es que “somos nuestro cerebro” (17). Es evidente la conexión entre el cerebro y el yo. Aquellos comportamientos que realizamos, las experiencias subjetivas que vivimos, son el resultado del funcionamiento de este órgano. Si nuestra identidad personal depende de modo esencial de determinados rasgos psicológicos (recuerdos, carácter, proyectos, creencias, convicciones…), igualmente podría afirmarse que todo ello proviene del modo en que funciona nuestro complejo sistema nervioso. Las ciencias del cerebro cada vez más están penetrando en los “misterios” de este maravillo órgano, indagando cómo se desarrolla, trabaja y se va apagando. Los conocimientos que se adquieren investigando el cerebro comportan implicaciones morales, filosóficas y sociales infinitamente superiores a las que puede originar, por ejemplo, la investigación en torno al corazón o el hígado. Si en la actividad cerebral reside nuestra vida mental, nuestras creaciones espirituales, conocer el cerebro significa saber cada vez más cómo somos y quiénes somos, una de las metas genuinas de la filosofía desde los griegos. La pregunta “¿qué es el hombre?” concentraba para Kant, en el siglo XVIII, el objeto principal del pensamiento crítico. Hoy no es posible responder a esta cuestión sin conocer qué es el cerebro, qué sucede en su interior cuando aprendemos, pensamos, decidimos, sentimos, creemos, amamos… morimos. Los problemas más antiguos del filosofar han de ser analizados en nuestro tiempo, inevitablemente, desde el nuevo paradigma cultural que van construyendo
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las Neurociencias. Junto a ello, las repercusiones morales del proceso de investigación como de sus resultados prácticos, teóricos y sociales. Constituye esta perspectiva moral el centro de interés de la Neuroética, que ha de desarrollarse de modo paralelo al progreso en las ciencias del cerebro (como aconteció con la Bioética, a raíz del despliegue de las ciencias de la vida).
Referencias bibliográficas
1. Baertschi, B. (2009), La neuroéthique, Éditions La découverte, París. 2. Farah, M. (2002), “Emerging Ethical Issues in Neuroscience”, Nature Neuroscience, 5, pp. 1123-1129. 3. Farah, M. (2005), “Neuroethics: The Practical and the Philosophical”, Trends in Cognitive Sciences, 9, pp. 34-40. 4. Garland, B. (ed.), (2004), Neuroscience and the Law, The Dana Foundation, Nueva York. 5. Gazzaniga, M.S. (2005), The Ethical Brain, The Dana Foundation, Nueva York. 6. Giménez, J.M. y Sánchez, S. (2010), De la Neurociencia a la Neuroética, EUNSA, Pamplona. 7. Giordano, J. y Gordijn, B. (eds.), (2010), Scientific and Philosophical Perspectives in Neuroethics, Cambridge University Press, Nueva York. 8. Glannon, W. (2007a), Bioethics and the Brain, Oxford University Press, Oxford. 9. Glannon, W. (2007b), Defining Right and Wrong in Brain Science, The Dana Foundation, Nueva York. 10. Illes, J. (ed.), (2006), Neuroethics, Oxford University Press, Oxford.
Introducción 21
11. Kathinka, E. (2009), Neuroéthique, Editions Odile Jacob, París. 12. Levy, N. (2007), Neuroethics, Cambridge University Press, Cambridge, 13. Marcus, S.J. (ed.), (2002), Neuroethics. Mapping the field, The Dana Foundation, Nueva York. 14. Mora, F. (2007), Neurocultura, Alianza, Madrid. 15. Racine, E. (2010), Pragmatic Neuroethics, The MITT Press, Cambridge (Mass.). 16. Roskies, A. (2002), “Neuroethics for the New Millennium”, Neuron 35, pp. 21-23. 17. Roskies, A. (2009), “What’s ‘Neu’ in Neuroethics?”, The Oxford Handbook of Philosophy and Neuroscience, Oxford University Press, Oxford, pp. 454-470.
1 De la Bioética a la Neuroética
1. Origen, contexto médico y legitimación social de la Bioética
Es ya lugar común afirmar que quien primero utilizó el término de “bio-ética” para referirse a una nueva disciplina fue Van Renselaer Potter, un biólogo centrado en la investigación oncológica (45). En 1971 publicó en EE.UU. el ya célebre libro Bioethics: A Bridge to the Future. He aquí el objetivo principal que le atribuye este cancerólogo norteamericano a la Bioética: “Una nueva disciplina que combina conocimiento biológico con un conocimiento de los sistemas de valores humanos”. La pretensión principal que inspiraba tal obra no era otra que la de superar lo que por aquellos años vino en llamarse “las dos culturas” –la científica y la humanística–. Su extrema separación era más que evidente. Sólo a través de una armónica combinación –o puente, como indica el título– entre el conocimiento científico de los sistemas vivos (sintetizado en el concepto de “biós”) y el conocimiento filosófico de los valores (representado con el concepto de “ética”), podría ser superada tan lamentable ruptura cultural. Nació la Bioética con vocación de contribuir a que las investigaciones científicas, especialmente aquellas centradas en el origen y desarrollo de la vida (también las referidas al medio ambiente y a la supervivencia de la especie
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humana) no abandonasen las bases humanistas, filosóficas y éticas, dado que sólo éstas posibilitaban la orientación de los fines y las funciones sociales que aquellas investigaciones debían perseguir. La concepción de la Bioética que manejaba en sus inicios el oncólogo Potter era ciertamente amplia (41). El sentido ambientalista e incluso evolucionista formaba parte de su principal objetivo: la supervivencia de la especie humana junto a la reivindicación de la cultura humanista. Tanto la vida del hombre como la creación de la cultura peligraban debido a un desarrollo científico-técnico tan desbocado en las sociedades avanzadas como amenazante para el futuro de la humanidad. Se ha de constatar también que en aquellas fechas en las que el científico Potter difundió el término en la portada de su libro, el ginecólogo holandés André Hellegers, de la Universidad de Georgetown (dirigida por los jesuitas), se sirvió del mismo término para denominar al prestigioso centro de investigación por él fundado el 1 de julio de 1971: “Joseph and Rose Kennedy Institute for the Study of Human Reproduction and Bioethics”. Si la obra de Potter mostraba un enfoque teórico y globalizador, la línea de investigación que promovió este Instituto (primer centro universitario dedicado a la Bioética en U.S.A.) con diversos teólogos morales a la cabeza, estaba centrada especialmente en los conflictos de valores que surgen ineludiblemente cuando aplicamos las nuevas tecnologías al origen, desarrollo y fin de la vida en general (vegetal, animal), como de la vida humana en particular. Y esta línea ha sido la predominante en la Bioética desde sus orígenes. Si Potter contribuyó a la difusión del término, cabe afirmar que fue Hellegers quien fomentó su estudio a través de este centro interdisciplinar. Durante los cuarenta años que han transcurrido desde la fundación del mencionado centro de investigación dedicado a la reproducción humana y a la Bioética, es claro que el legado de Hellegers ha sido el dominante (16). Esta disciplina se ha desarrollado más como una ética aplicada (elaborada por filósofos y
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teólogos de la moral, médicos, expertos de la genética, biólogos e investigadores de las diversas ramas de la vida) que como una ética global edificada al modo de puente entre la ciencia y la filosofía, tal como pretendía Potter ya en su célebre libro de 1971, pero también en posteriores escritos (42). Sin entrar en mayores precisiones, cabe afirmar que la Bioética en sus orígenes (fusionando el proyecto de Potter con el de Hellegers) fue considerada como una disciplina preocupada por el análisis de los conflictos éticos emergentes gracias al desarrollo y complejidad de las ciencias de la vida (ecología, investigación biológica, experimentación animal, reproducción humana, investigación clínica…), que incluye todo lo referente al comienzo y final de la existencia. Según lo dicho, a través de la Bioética como nueva disciplina se manifestaba una generalizada tendencia intelectual a poner en tela de juicio diversos avances en las técnicas biomédicas que resultaban paradigmáticos del conflicto entre las ciencias de la vida y las cuestiones éticas, o entre la cultura tecnológica y la cultura humanista. Mas la discusión en torno a los orígenes, métodos y objetivos de esta nueva disciplina no ha llegado aún a su fin. La interdisciplinariedad es rasgo clave de este nuevo campo del saber y del obrar. Su status epistemológico no está del todo claro, y los contenidos sobre los que ha de versar tal disciplina tampoco, pues continuamente se replantean en la misma medida en que se suscitan nuevos dilemas morales, gracias a los avances técnicos y mejores conocimientos aplicables al origen y desarrollo de la vida humana (33, 34). Es por ello necesario revisar los diversos contextos que explican el origen y el despliegue social de esta nueva disciplina a fin de comprender mejor los problemas clave que ha de tratar, así como constatar la diversidad de contenidos que le corresponde estudiar, siempre desde un ángulo interdisciplinar. Es evidente que no es posible exponer con detalle el origen y desarrollo de la Bioética, sólo me interesa señalar en lo que sigue
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aquellos rasgos que nos sirven para enmarcar el contexto que potenció su legitimación social en orden a justificar mejor la conveniencia teórica y práctica de elaborar lo que ha venido en llamarse, desde hace aproximadamente una década, “Neuro-ética”, a cuyos objetivos y problemas fundamentales, en su conexión con la Bioética, se dedica este libro introductorio. A nadie se le escapa que los problemas morales suscitados en la profesión médica constituyeron una de las razones que explica la excelente acogida social de la Bioética. Los valores y deberes propios de la profesión médica se remontan al célebre Juramento de Hipócrates en el que se explicita el servicio al enfermo, la discreción y la fidelidad como valores propios del ejercicio médico. Y por otro lado, se señalan normas o principios generales como el de no-maleficencia (“sobre todo no dañar”), la prohibición del aborto y de la eutanasia (que equivale al principio de la defensa de la vida). Estos elementos éticos del antiguo Juramento (24, 26, 39) han sido actualizados por diversas Academias y Sociedades médicas, siendo recogidos en códigos deontológicos de especial relevancia (Código internacional de ética médica de la Asociación Médica Mundial de 1949; Declaración Internacional de Helsinki de 1964, ampliada en sucesivas ocasiones –Tokio, Venecia, Hong Kong–). La Ética bio-médica y la Ética clínica (más tarde señalaré sus diferencias) constituyen la concienciación y autorregulación profesional de los deberes morales –también de las virtudes– que los médicos y el personal sanitario han de seguir en su relación profesional y humana con los pacientes y enfermos. Sin embargo, no sólo los deberes y virtudes de los médicos han de ser sacados a la luz, también sus derechos y los de quienes padecen enfermedades y experimentan la debilidad; lo cual explica que la Asociación Médica Mundial (AMM) y la Organización Mundial de la Salud (OMS) vinculen la deontología médica con la Declaración de los derechos humanos de 1948.
De la Bioética a la Neuroética 27
No hay que olvidar que durante la segunda guerra mundial los experimentos con humanos llevados a término por los médicos nazis (protegidos por los poderes políticos) ocasionaron una de las mayores crisis de la ciencia y profesión médica, tal como se manifestó durante el célebre juicio de Nuremberg (51). No sorprendió que en medio del debate suscitado por las revelaciones impactantes de los médicos se acordase proclamar lo que se conoció como el Código ético de Nuremberg de 1947 en el que se concentraron 10 principios que habrían de regular las experimentaciones e investigaciones médicas con humanos. Por ejemplo, el referido al célebre consentimiento informado del sujeto se convertirá desde entonces en el punto de partida de cualquier experimentación. Las posteriores declaraciones en materia de investigación médica con seres humanos se remitirán a dicho código post-bélico. Los peligros que amenazan a los enfermos y pacientes al combinarse el poder del Estado con una lógica tecno-médica, alejada de toda consideración moral del ejercicio profesional, son alarmantes. Así pues, nos encontramos con una ética médica objetivada en las declaraciones internacionales que contextualizan el surgimiento de la Bioética. Y a través de esta línea, la medicina ha llegado a ser una de las tendencias científicas más sensibles al componente ético de la nueva disciplina y, por ende, se ha convertido en el sector intelectual más crítico con el desarrollo tecnológico y bio-médico que pretenda aplicarse sin límites morales. Se podría afirmar, en términos generales, que la profesión sanitaria ha devenido más técnica que ética, y que los avances en la investigación biomédica se orientan cada vez más a fines que no son claramente terapéuticos, sino de otro tenor, conectados con intereses particulares o económicos (por ejemplo: transferencia de embriones en mujeres menopáusicas, selección de sexo, u otros rasgos, por diagnóstico prenatal…). Es una lógica empresarial y tecnocientífica (dominio, eficacia, rentabilidad, utilidad) la que parece guiar la profesión
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médica e investigadora antes que una lógica moral preocupada por la promoción de la dignidad de la vida humana y de la persona. Durante estos años en los que la Bioética se iba desarrollando como disciplina, la profesión médica se interrogaba con mayor insistencia respecto de si todo lo que es técnicamente posible es éticamente aceptable. La sensación de que el poder técnico aplicado a la génesis de la vida –como a su declive– es cada vez mayor, ha ido suscitando el convencimiento de que necesario es limitar, por razones estrictamente morales, tal poder, de lo contrario puede introducirse la biomedicina en sendas de peligroso recorrido. Esta misma inquietud moral se suscitó igualmente durante la última década con los avances de las ciencias del cerebro, siendo la nueva Neuroética como disciplina –según iremos comprobando– su máxima expresión. El debate durante estos cuarenta años de Bioética ha estado presente, de forma reiterada, en los medios de comunicación debido al impacto que los avances biomédicos producen en la ciudadanía, en la clase política y también en los legisladores. Las posiciones son diversas: hay quienes propugnan un respeto escrupuloso al a priori de lo que debe ser considerado la “naturaleza humana”, también quienes aceptan “bienes humanos” que no deben ser trastocados, sin olvidar aquellos que promulgan potenciar al máximo el desarrollo de la ciencia sin límites externos a su propio dinamismo. En cualquier caso, la Bioética ha sido una disciplina que ha crecido en este caldo de cultivo mediático en el que los nuevos avances biomédicos han suscitado dilemas morales ante los cuales las reacciones son tan diversas como opuestas y contradictorias. Este marco mediático ha contribuido a la legitimación social de una disciplina que de modo racional y ponderado ha de analizar los presupuestos y sobre todo las implicaciones éticas y culturales de determinados avances biomédicos, y recientemente los progresos en las ciencias del cerebro, a los que se aludirá en los próximos capítulos.
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2. Ramas principales de la Bioética
A la luz de lo apuntado, y teniendo de fondo diversos trabajos de investigación y manuales de Bioética publicados durante estos últimos años (17, 18, 27, 28, 36, 54, 56) podrían sintetizarse los diferentes contenidos y objetivos que históricamente ha tratado esta reciente disciplina en ocho destacables ramas procedentes de un tronco común: Ética clínica, Ética sanitaria, Ética bio-médica, Ética de la reproducción humana, Gen-ética, Eco-ética, Zoo-ética y Tánato-ética. A ellas hay que añadir, a mi juicio, la reciente Neuroética. Según no pocos de sus promotores y creadores se presenta esta última con promesas de especial fecundidad para un futuro próximo. Algunas de sus implicaciones morales, filosóficas y sociales han de ser analizadas. Este libro se centrará en destacadas implicaciones prácticas y médicas de esta nueva disciplina. Hoy sigue la Bioética elaborándose cada vez con mayor extensión de contenidos, lo que dificulta su dominio conceptual, temático y metodológico. El abanico de líneas de investigación y reflexión moral es tan amplio, variado y complejo (transcurridos los cuarenta años desde la creación del término “bioética”, pero alrededor de cien desde el despegue de las ciencias de la vida, especialmente la Genética) que, a mi modo de ver, estamos llegando ya al momento más adecuado para que la Bioética comience a dividirse en diferentes sub-disciplinas con mayor autonomía. Bien es verdad que la mayoría de las que propongo –como sucede con los árboles frondosos– se entremezclan y se conectan de tal modo que algunos problemas y dilemas éticos resulta difícil tratarlos con total separación. Sin embargo, a dichas ramas, aun procedentes de unas mismas raíces culturales y científicas (la profesión médica y la investigación en las ciencias de la vida, según lo señalado) que han dado origen a este grueso tronco que llamamos hoy “Bio-ética”, se ha de procurar otorgarles, en aras de la claridad y operatividad conceptual, mayor autonomía epistémica. De este modo llegarán a ser, en términos mora-
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les, más fecundas, sacando a la luz presupuestos e implicaciones que no son del todo idénticas en cada una de las partes de la Bioética. Como sucede con todo árbol sano, algunas ramificaciones son más gruesas y florecientes que otras (por manejar presupuestos antropológicos y principios éticos de mayor peso cultural) y los frutos (es decir, los resultados prácticos y morales) no son necesariamente de igual tamaño y calidad. Por consiguiente, dada la multiplicidad de investigaciones y avances biomédicos, genéticos, terapéuticos, técnicos…y sus implicaciones socio-morales, conviene deslindar y acotar los objetivos, los contenidos y los métodos de las diversas ramas. De este modo, podremos ser más precisos en la iluminación de los dilemas y en la toma de decisiones éticas que, teniendo en cuenta lo que está en juego cuando tratamos de la vida (y de la muerte), comportan consecuencias sociales trascendentes para el futuro de la especie humana (y otras especies) en este maravilloso planeta. Los presupuestos éticos y antropológicos –así como sus implicaciones morales y sociales– no pueden ser los mismos si estamos tratando, por ejemplo, de los orígenes de la vida humana que si es el proceso de morir con sus dimensiones morales lo que hemos de estudiar; ni son equivalentes los problemas que se suscitan en la relación médico-paciente que los originados al analizar las intervenciones técnicas o farmacológicas en el cerebro humano. Es claro que no se puede ofrecer una ruptura drástica entre las ramas que surgen del tronco de la Bioética; sólo busco mostrar brevemente esta diversidad temática con la intención de señalar la necesaria relevancia académica y social de la Neuroética como nueva y joven rama que brota de un fecundo tronco, pero que aporta (siguiendo con el símil del árbol) sus propias flores y frutos con sabor distintivo. Estas diversas líneas de estudio suelen ser tratadas con mayor o menor detalle no sólo en los numerosos manuales de Bioética (algunos reseñados ya), sino igualmente en las Enciclopedias dedicadas a
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esta disciplina (29, 46), así como en los Diccionarios de Ética que ofrecen términos referentes a la mayoría de los contenidos principales de los estudios bioéticos (10). Cada una de las ramas que propongo engloba a su vez muy diversas temáticas que requieren de precisos conocimientos biológicos, fisiológicos, genéticos, neurológicos, médicos, sociológicos, jurídicos y, por supuesto, éticos, que no resulta del todo sencillo dominar con cierto rigor. La interdisciplinariedad es inevitable. Este abanico de líneas de investigación comporta una relación directa con el “biós”, con la vida en sentido amplio. Mas los diversos contenidos del término “vida”, que impulsan cada una de estas ramas, han de ser tratados sacando a la luz los presupuestos antropológicos sobre los cuales se edifican los principios éticos y los criterios morales que han de orientar la práctica de los agentes que intervienen en los graves retos que el origen, evolución, desarrollo y final de la vida nos plantean. Han de ser analizadas también las implicaciones sociales (reales y posibles) que los avances técnicos, científicos y médicos están originando en nuestra cultura a fin de suscitar la conveniencia o no de limitar tales avances cuando lo que esencialmente peligra es la dignidad de la persona, especialmente la de aquellos seres humanos que, dada su debilidad, no pueden ni siquiera manifestar sus deseos o intereses. Si bien es oportuno distinguir, por ejemplo, entre “vida humana”, “organismo humano”, “miembro de la especie humana”, “ser humano”, “individuo”, “sujeto moral”, “persona”, “personalidad”, etc., tal clarificación conceptual y antropológica no comporta la misma relevancia en las diversas ramas de la Bioética. No es lo mismo tratar los dilemas morales propios del inicio de la vida (óvulos fecundados, embriones congelados, nasciturus, células madre embrionarias, clonación terapéutica, clonación reproductiva, manipulación genética…), que los originados a través de la relación entre paciente competente y personal sanitario. Ni es posible entrar en los problemas morales que
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surgen durante el proceso de investigación biomédica del mismo modo que se han de enfocar los derechos de los animales o la defensa de la naturaleza. E igualmente, aun manteniendo conexión con algunos de los anteriores, de modo distinto se han de tratar aquellos problemas referidos a las dimensiones morales del proceso humano de morir (testamento vital, comunicación de la “verdad” al enfermo terminal, suicidio médico asistido, eutanasia voluntaria-activa-directa…), que los generados por los avances de las neurociencias que la nueva Neuroética revisa desde sus presupuestos e incidencias morales (por ejemplo: estado vegetativo, muerte cerebral, mejoramiento cognitivo, intervenciones en el cerebro). Es tal la diversidad de campos epistémicos, conceptuales, antropológicos y morales implicados en tan complejos problemas, que conviene, por razones de rigor y coherencia, distinguir las ramas que se derivan del tronco de la Bioética. Así será posible mostrar con mayor brillo el surgimiento reciente y la necesidad de la Neuroética como rama de la Bioética, al menos en sus inicios, aunque por su impacto filosófico y cultural va más allá de los objetivos tradicionales que ésta ya clásica disciplina ha ido cumpliendo desde los años setenta. Veamos, pues, algunos de los contenidos principales que históricamente ha ido tratando la Bioética como área de conocimiento tan pretendidamente uniforme como inevitablemente interdisciplinar, mostrando brevemente el núcleo de cada rama, hasta desembocar en la más reciente, en la Neuroética. 2.1. Ética clínica
Se centra sobre todo en la dimensión moral del ejercicio profesional de la medicina y enfermería en las que el núcleo ético no es otro que las decisiones tomadas durante la relación interpersonal sanitarios-pacientes (25), dos agentes inevitablemente desiguales (el que “conoce” la enfermedad y el que “padece” los síntomas y dolores).
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Mas esta asimetría no puede justificar que el sujeto débil deje de ser tratado como persona moral competente. La ética clínica (del término griego cline=cama) desarrolla las dimensiones morales presentes en el tratamiento de la persona enferma por parte de quienes conciben su tarea profesional como un servicio a los ciudadanos que padecen dolores y sufrimientos. El personal sanitario es quien de modo excelso y más directo ha de llevar a término el derecho a la salud. Tal derecho implica que alguien tiene el deber de curar y cuidar a quien se le ha quebrado la salud, uno de los bienes humanos básicos. En este marco se desarrollaron los cuatro célebres principios (autonomía, beneficencia, no maleficencia, justicia), que en sentido estricto deberían ser contemplados como los principios de la Ética clínica (4, 5) y no de la Bioética en general. Numerosos son los dilemas morales en el origen de la vida que no se prestan a ser analizados y atrapados desde la jerarquización y combinación de estos cuatro principios. Desde la perspectiva clínica, las éticas que podrían ser desarrolladas con especial fecundidad serían tanto la ética de los deberes (deontológica), como la ética de las virtudes (aretológica). Ambas nos indicarían la excelencia moral que se espera de quienes ejercen la profesión médica y sanitaria. No convendría olvidar tampoco en este marco de la ética clínica aquella línea de comportamiento que –por influencia de una determinada corriente feminista– se ha aplicado especialmente al campo de la enfermería: ética del cuidado. Es ésta particularmente sensible al modo humanitario de cuidar a quienes son, por su escasa salud, seres “dependientes” (9): padecen graves enfermedades o el envejecimiento natural. El ser humano, dada su estructura antropológica, ineludiblemente ha de sufrir con el paso de los años procesos degenerativos en su cuerpo y mente que le llevan a una necesaria relación profesional y afectiva con el personal sanitario. Esta rama es la más antigua y, como se apuntó, aquella que ha contribuido de modo especial a la legitimación social de la Bioética como
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disciplina. Sin embargo, se ha de reconocer que la Ética clínica, con los cuatro principios señalados y con las virtudes morales inherentes a la profesión médica (fidelidad, abnegación, compasión, humildad intelectual, prudencia…), se sitúa en un plano interpersonal, genuinamente moral, en el cual los procesos de comunicación y de diálogo entre sujetos competentes favorecen modelos de comportamiento de mayor o menor excelencia moral. 2.2. Ética sanitaria
En sentido estricto cabe denominar de este modo la rama de la Bioética que considera del todo necesario encuadrar los problemas sanitarios en un marco más amplio que el de la estricta relación médico-enfermo: la relación entre las instituciones y organizaciones sanitarias con modelos sociales y políticos normativos. Viene a ser una parte de lo que hace algunas décadas se denominaba ética social, y que hoy se suele encuadrar en la ética de la empresa. Los problemas de salud suscitados en las sociedades desarrolladas, además de estar asignados a un Ministerio en la mayoría de las democracias, difícilmente dejan de ser tratados como resultado de determinadas políticas de bienestar que presuponen a su vez modelos de justicia distributiva. Cada vez se ha de justificar con más precisos argumentos éticos las tomas de decisiones sanitarias, así como las líneas de investigación médica, dado que las enfermedades y los enfermos son innumerables y los recursos económicos, técnicos y sanitarios ciertamente escasos, incluso en las sociedades avanzadas. Podríamos decir que de los cuatro principios arriba mencionados, es sin duda el de justicia (con sus múltiples variantes, pero especialmente la referida a la distribución de bienes y recursos) aquél que ha de ser aplicado en el marco de la ética sanitaria. Así pues, conviene, por los complejos problemas políticos, económicos, sociales que se suscitan, considerar esta Ética sanitaria como una de las ramas
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de la Bioética. El condicionamiento institucional en el que se pueden encuadrar no pocos dilemas médicos plantea problemas distintos de aquellos referidos a las relaciones interpersonales médicos-enfermos. La Ética sanitaria se sitúa, pues, en el marco organizacional y económico desde los cuales, con criterios de justicia, se han de gestionar los escasos recursos técnicos, terapéuticos, hospitalarios y farmacéuticos existentes en una determinada sociedad (1, 3). En este marco institucional el tipo de ética más idóneo (además de las éticas de justicia, según lo indicado) sería el que han desarrollado los teóricos del contractualismo, liberalismo, comunitarismo, libertarismo, comunismo o estatalismo. Es decir, teorías todas ellas que, además de polemizar entre sí por sus diferentes concepciones de la justicia y de la sociedad, son de carácter político, organizativo y estructural más que interpersonal (el propio de la Ética clínica en sentido estricto). Los problemas morales que se suscitan en la relación personal sanitario-enfermo, aunque pueden ser reflejo de un marco social y político más amplio, han de ser iluminados con unas categorías y enfoques bien diversos a aquellos que, por su grado de incidencia social y económica, requieren de otra metodología y de otros principios más políticos y económicos que interpersonales. 2.3. Ética bio-médica
Esta rama de la Bioética está sin duda conectada con las anteriores. En cualquier proceso de investigación y experimentación médica se presupone un determinado tipo de relación personal sanitarioenfermo, por un lado, y también una visión de las funciones sociales y humanitarias (sin olvidar los intereses económicos y políticos) que inspiran diferentes instituciones científicas. Como antes se indicó, el marco en el que se potenció la legitimación social de la Bioética nos remitía a las experimentaciones que los médicos nazis realizaron con
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miles de pacientes y de hombres sanos –por supuesto, sin su consentimiento– a fin de averiguar las respuestas del cuerpo humano a diversos tratamientos e intervenciones. Pues bien, se puede afirmar que fue en el marco de la investigación biomédica en el que se propusieron tres de los cuatro principios éticos anteriormente señalados (autonomía, beneficencia y justicia). Y más en concreto, el trasfondo histórico en el que surgieron tan célebres principios hay que situarlo en 1974, cuando el Congreso de los Estados Unidos aprobó la ley conocida como National Research Act, que daba cauce a la creación de una comisión que se tendría que encargar de analizar las cuestiones éticas surgidas por la investigación científica en la biomedicina y en otras ciencias de la conducta. Una de las funciones principales de esta comisión era la de presentar unos principios generales con capacidad para orientar futuras investigaciones biomédicas. La comisión elaboró el ya clásico Informe Belmont, publicado en 1978, en el que se ofrecía una breve presentación de tres principios fundamentales: el respeto a las personas (que se concretó más tarde en el principio del respeto a las “decisiones autónomas”); la beneficencia (posteriormente se convino en separarlo del principio de no maleficencia); y, por último, la justicia, que puede tener una dimensión interpersonal (justicia conmutativa) o social (justicia distributiva). Aun siendo el Informe Belmont el origen de los célebres principios que se consideran –con excesiva generalidad– los más propios de la Bioética (no puedo entrar aquí en una exposición pormenorizada y crítica de los mismos), conviene de todos modos perfilar como rama específica la Ética bio-médica, centrada en el establecimiento de las bases morales de la investigación científica, experimentación humana y su aplicación tecnológica al ámbito de la medicina (2). Es evidente que toda experimentación comporta tanto elementos individuales
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como sociales e institucionales. Y esos diversos ámbitos de decisión y grados de responsabilidad han de ser analizados por esta rama, que ni se ciñe a la relación personal médico-enfermo, ni a los fines organizativos de las instituciones sanitarias. Requiere de una reflexión sobre las funciones de la ciencia y de la técnica, así como del esclarecimiento de principios éticos que promuevan la dignidad de las personas afectadas directamente por las experimentaciones, y más recientemente en el marco de las investigaciones con seres humanos que promueven las ciencias del cerebro. Igualmente se ha de analizar quiénes pueden ser los posibles beneficiarios y perjudicados por aquellos experimentos. El núcleo de la Ética bio-médica se encuentra, pues, en el estudio de las dimensiones morales del proceso de investigación, experimentación y aplicación de descubrimientos, mientras que el de la Ética clínica en el fomento de deberes y criterios morales que han de regular las relaciones humanas médico-paciente. 2.4. Ética de la reproducción humana
Si bien esta rama de la Bioética guarda estrecha relación con la Gen-ética (implicaciones morales de las intervenciones en el patrimonio genético del ser humano) –de la que pronto hablaremos– y presupone los criterios orientativos que he enunciado al sintetizar el objetivo principal de la Ética clínica y de la Ética bio-médica, puede ser distinguida claramente de éstas. Se centra en las dimensiones morales que suscitan las diversas técnicas de reproducción humana o “procreación asistida” al intentar resolver los problemas de esterilidad o subfertilidad de las parejas. Entre las técnicas más desarrolladas que generan debates morales cabe destacar: inseminación artificial, fecundación in vitro, transferencia intrauterina de gametos, transferencia del embrión al útero, congelación de embriones, maternidad subrogada (o alquiler de úteros)… También encontramos los siguientes campos de reflexión
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propios de esta rama: el análisis de los valores morales y sociales que origina este nuevo poder tecnológico, la alteración de las nociones comunes de paternidad y maternidad (y por ende, la identidad del propio sujeto venido al mundo a través de estas nuevas técnicas), los conflictos ético-jurídicos entre un supuesto “derecho a la procreación” y el derecho del niño a un marco familiar que facilite su desarrollo personal, el complejo problema del status del embrión, la licitud o ilicitud moral del aborto o de la “píldora del día después”. Junto a ello ha de estudiar la Ética de la reproducción humana problemas morales como los derivados de la procedencia de gametos y de embriones, o respecto de quiénes pueden ser los beneficiarios de estas nuevas técnicas de reproducción asistida, el anonimato de los donantes, el derecho de los niños a conocer la identidad de sus padres biológicos, los fines sociales o económicos de estas técnicas y su conexión con otros modelos de reproducción que suscitan debates morales: la clonación (en el sentido de crear copias genéticas de una persona adulta), partenogénesis (estimulación química o mecánica de óvulos para lograr el desarrollo de un nuevo ser), la ectogénesis (desarrollo embrionario en una placenta artificial), la selección de sexos, experimentación con embriones humanos con fines no terapéuticos, la hibridación de la especie humana con otras especies… Es tal la diversidad de las nuevas técnicas de reproducción, los supuestos antropológicos y ético-sociales en cada una de ellas, así como las implicaciones morales y sociales de su generalizada difusión, que necesario es mantener la conveniencia de esta rama de la Bioética (37, 52). Los célebres cuatro principios que el ejercicio de la medicina ha perfilado –y a los que ya me he referido– no son suficientes para iluminar la variedad de matices que entran en juego en esta problemática. Se necesitan otros supuestos y criterios morales. No estamos sólo ante la relación interpersonal médico-paciente, hay que incluir además “el otro” que se va a gestar –o se está gestando– en el seno de una
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mujer (o en contextos artificiales sustitutorios), sin olvidar los efectos sociales y antropológico-sexuales que estas técnicas están generando. En las complejas dimensiones morales de estas técnicas se ha de centrar esta rama de la Bioética que tanto han cultivado los teólogos de la moral (téngase en cuenta que el originario término “bioética” acompañaba al de “reproducción humana” en el nombre del primer Instituto norteamericano, fundado por Hellegers, y que ha marcado hasta hoy el más significativo legado de la Bioética como disciplina aplicada al origen de la vida). 2.5. Gen-Ética
Las intervenciones en el patrimonio genético del ser humano son cada vez más potentes (31). Esta rama de la Bioética está vinculada al surgimiento y despliegue de la ciencia genética. Si bien es verdad que mantiene no escasa conexión con la Ética de la reproducción humana, comporta un campo propio de estudio y esclarecimiento moral. El avance principal de la Genética (desde las célebres leyes de Mendel) consistió en explicar la base física, la sustancia química o la base molecular gracias a las cuales los caracteres biológicos se conservan, se transmiten y se heredan. Este grave interrogante se pudo responder cuando varios científicos durante los años cuarenta identificaron el ácido desoxirribonucleico o ADN. A partir de entonces fue posible el minucioso estudio de la naturaleza, composición y estructura del material hereditario, así como el conocimiento de los mecanismos moleculares de la acción génica (código genético). Esto fue alrededor de los años setenta, cuando estaba iniciándose el nombre y el contenido principal de la Bioética. Sin embargo, en años posteriores se empezaron a aplicar las nuevas técnicas moleculares (fragmentación, hibridación, etc.) al análisis genético, que se han perfeccionado hasta instaurar métodos más precisos.
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No cabe duda de que el punto clave del verdadero desarrollo de la Genética y el origen de sus implicaciones éticas se encuentra en el descubrimiento de que los genes están hechos de ADN; lo que ha supuesto un cambio de paradigma, según los expertos, no sólo en la ciencia genética, sino en toda la biología. Derivado de ello se desencadenaron dilemas éticos nuevos para la humanidad. La investigación en torno a las características y desciframiento del código genético, así como el desarrollo de la trascripción del mensaje genético contenido en la molécula de ADN, dan lugar a lo que se ha denominado Biología Molecular, que ha posibilitado un sin fin de manipulaciones genéticas. Bien es verdad que el término “manipulación” no ha de implicar en principio un sentido peyorativo o de condena moral. Hoy es posible manejar u operar con instrumentos los genes, lo que no significa siempre atentados contra la dignidad humana. Y este punto es capital para comprender las repercusiones morales de la manipulación genética. Aunque es claro que el peligro potencial de la Genética se ha hecho real en la misma medida en que los científicos han podido “tocar” los genes. Esta ingeniería genética molecular se ha desarrollado a finales de los años setenta y comienzos de los ochenta, paralelamente al surgimiento de la Bioética. Cabe decir por ello que su integración plena en la disciplina ha sido más bien posterior a su inicio en 1971, si bien ya se tenía conocimiento en tales fechas de las líneas de investigación genética que a la larga podrían ocasionar dilemas morales. Ha sido durante los años noventa cuando esta ingeniería ha llegado a ser tan rutinaria que más que una ciencia se ha convertido en una técnica (la tecnología molecular) que suscita nuevos problemas éticos y que han de ser estudiados por la Gen-Ética (55). Son múltiples los campos en los que dicha ciencia puede afectar al ser humano en tanto que sujeto directo y pasivo de la investigación. Dado que la manipulación puede producirse durante la utilización de algunas técnicas de reproducción asistida, la Gen-Ética se relaciona
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con la Ética de la reproducción humana; mas sería un error pensar que sus respectivos objetivos y los problemas morales que suscitan se sitúan en un mismo campo. Creo del todo necesario reivindicar, a pesar de algunas coincidencias, la rama de la Gen-Ética como diferente de cualquier otra. Requiere métodos y argumentaciones específicas con cierto grado de autonomía, y por ello con mayor fuerza iluminadora de los dilemas morales que los avances genéticos provocan (recientemente, por ejemplo, en todo lo referido a los neurotransplantes y la transferencia génica en el cerebro humano, cuyas repercusiones morales y sociales la Neuroética Práctica ha de aclarar). Tantos son y tan diversos los grados de manipulación de la genética humana (del ADN, de las células, de los embriones, de individuos a través de la eugenesia positiva y negativa, e incluso de las poblaciones), y se suscita tal cantidad de interrogantes y problemas morales, que conviene construir un campo de reflexión específico que analice globalmente los diferentes tipos de intervención técnica en la genética y su mayor o menor licitud moral desde principios éticos que inspiren este nuevo “poder”. Aunque ha de tener en cuenta los principios y los modelos éticos a los que antes me he referido, se necesita incorporar nuevos criterios morales en ocasiones de difícil armonización: la defensa de la diversidad genética humana, la dignidad del “individuo”, el derecho de acceso a los servicios genéticos de diagnosis y prognosis, la coordinación de la investigación, el intercambio internacional de información genética, el control del uso comercial de la información genética, información y educación en torno a las enfermedades genéticas, el desarrollo de asesores genéticos, la confidencialidad de la información genética…Y sobre todo, se ha de plantear si es lícito y está suficientemente justificado financiar determinadas líneas de investigación genética, o mejor será controlar cualquier manipulación en los genes (50).
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2.6. Eco-ética
Por lo que estamos viendo, la Bioética comporta un campo de reflexión mucho más amplio que la relación médico-enfermo o las investigaciones bio-médicas, que contribuyeron conjuntamente a la difusión y legitimación social de esta nueva disciplina. Indicamos en su momento que la concepción de la Bioética que manejaba quien fue el padre del término, Potter, incluía también todo lo referente a la vida en general, y no sólo a la vida humana, por la constatación de los múltiples peligros que amenazaban a comienzos de los años setenta –hoy agravados– la preservación de la salud del planeta. Y en concreto, Potter contemplaba que la Bioética debía incluir en su campo las inquietudes principales de lo que posteriormente se ha ido denominando Ética ecológica o, más recientemente, “Eco-ética”. Esta disciplina ha adquirido ya un significativo grado de independencia de la Bioética, lo que ha contribuido a su mayor aceptación académica, desarrollo conceptual, precisión ético-política, y relevancia social (22, 23, 57). La Ética ecológica (Eco-ética) nos ha mostrado a las claras que si no se toman decisiones éticas, políticas y económicas sensibles al impacto medioambiental de la intervención del hombre en la naturaleza, peligra la continuidad de las futuras generaciones humanas en nuestro planeta, así como la de toda vida (animal y vegetal). Las nuevas tecnologías industriales y energéticas han de fomentar una mayor defensa del equilibrio natural, de lo contrario la humanidad está cavando su propia tumba. Así pues, las consecuencias a medio y largo plazo en la transformación de los ecosistemas han de suscitar en el hombre mayor grado de responsabilidad. Justamente fue a comienzos de los setenta (fecha de inicio de la Bioética) cuando el prestigioso Club de Roma alertaba en su célebre obra Los límites del crecimiento sobre la urgencia de limitar el desarrollo y la explotación que estaban promoviendo las industrias de los
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países más desarrollados del mundo. La constatación de que los recursos del planeta son limitados y de que se han de establecer controles para evitar que un desarrollo industrial acelerado destruya toda vida, forma parte ya de una conciencia social agudamente sensible a estas amenazas y peligros. Esta tesis (que fue proclamada solemnemente en 1972 tanto por el Club de Roma como por la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Desarrollo y el Medio Ambiente celebrada en Estocolmo) ya la incluía el biólogo Potter en su célebre libro Bioethics: A Bridge to the Future y consideraba que la Bioética tenía que potenciar el “puente” entre el desarrollo científico-técnico y los controles éticohumanistas en aras de la preservación de la vida en el planeta. Las amenazas a la vida se han multiplicado desde aquellos lejanos años: la explosión demográfica, la deforestación y desertización, la pérdida de la biodiversidad, el cambio climático, la lluvia ácida, el agujero de ozono, la contaminación de las aguas (58). No es posible entrar en más detalles sobre la evolución y los modelos diversos de la Eco-ética, sólo interesa recalcar que se ha convertido en la rama de la Bioética con mayor autonomía adquirida y que más preciso campo de reflexión ha elaborado durante estos últimos treinta años. La independencia respecto de la Bioética no ha sido total. El mismo Potter publicó a finales de los ochenta otro importante libro en el que, ya desde el título, defendía la conveniencia de enfocar los problemas bioéticos desde una perspectiva que englobase todas las amenazas a la vida; la propuesta de integrar los conflictos ecológicos constituía una de las piezas de su Global Bioethics (42). La multiplicación de los análisis económicos, políticos, jurídicos, teológicos y éticos en torno a los graves retos de la destrucción de la naturaleza ha sido espectacular en estos últimos veinte años. La mayoría de los estudios se centran en campos acotados en los que ya no se percibe con claridad la antigua conexión con la Bioética.
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Es tal la diversidad y complejidad de los problemas medioambientales que la Éco-ética se construye hoy como un ámbito de estudio específico. Aunque procedente del tronco de la Bioética, ha desarrollado una frondosa rama que da frutos éticos de gran alcance, con repercusiones en numerosos contextos sociales (política, derecho, educación, economía…). Y además, ha suscitado sugerentes y fecundos modelos de reflexión ética que procuran tanto extraer lo más valioso de los clásicos, como potenciar la elaboración de nuevos modelos y principios éticos que atrapen con mayor coherencia y nervio la complejidad de los problemas ecológicos y medioambientales. Sin minusvalorar la conveniencia de conectar ciertas reflexiones propias de la Eco-ética con la Bioética, es claro que los problemas de aquélla son de otro tenor. Conviene elaborar un modo de pensar que penetre en los específicos dilemas que se originan al intervenir el hombre en el medio ambiente, morada de nuestra existencia y de otras especies animales. La Eco-ética ha mostrado una significativa capacidad de desarrollo académico y relevancia social que deseable sería también para las diversas ramas de la Bioética que estoy considerando. 2.7. Zoo-ética
Si bien la mayoría de los promotores de una Eco-ética han desarrollado una potente reflexión en torno a la vida animal, resalta igualmente la autonomía que está adquiriendo esta nueva rama de la Bioética, que podría denominarse “Zoo-ética”. Los problemas morales que suscita no pueden ser tratados sólo con los instrumentos de la Eco-ética, teniendo en cuenta los supuestos antropológicos (identidad del ser humano) y jurídicos (qué son los derechos) que afloran cuando intentamos pensar la relación moral entre “animal” y “humano”. El estudio de los criterios desde los cuales podemos mantener las
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semejanzas y diferencias de los animales superiores respecto de los seres humanos, así como el esclarecimiento y justificación racional de nuestros deberes para con aquéllos, la denuncia moral de la utilización de animales para la investigación o la posibilidad de justificar éticamente unos derechos propios de los animales (53, 47), constituyen algunos de los problemas ético-antropológicos que centran la atención de los zoo-éticos, tal como lo refleja la nada despreciable cantidad de monografías y ensayos dedicados a este particular. Un aspecto relevante de esta corriente de la Bioética es justamente el intento de acercar los modelos éticos clásicos (por ejemplo, el teleologista de Aristóteles, el emotivista de Hume, el deontologista de Kant o el utilitarista de Bentham y Stuart Mill) al problema de la relación de los hombres con los animales, a fin de comprobar en qué medida tales modelos teóricos son viables o necesitamos un nuevo tipo de ética, con nuevas categorías, o con una profunda revisión de los conceptos antropológico-morales que subyacen a los citados modelos. Por otra parte, el antropocentrismo ético (la defensa de que sólo el hombre es sujeto y objeto de consideración moral) y el especismo ético (la justificación de discriminaciones morales en función de la especie), constituyen dos de los principales supuestos sobre los que se levanta la ética occidental, y que han de ser, según los estudiosos de la Zoo-ética, discutidos y replanteados a fin de construir una ética que integre los intereses y derechos de los animales en los proyectos humanos. La crítica a la utilización de los animales como meros medios de nuestros intereses es clara en la construcción de este nuevo tipo de ética, máxime cuando cabe discutir también qué clase de intereses humanos son justificables si implican el maltratado de los animales para actividades de ocio, experimentos, decoración, e incluso para fines alimentarios. Según algunos zoo-éticos, como Singer, el vegetarianismo tendría que llegar a ser un deber moral con el que evitar la explotación animal.
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Otro problema ético-atropológico de la Zoo-ética es la defensa de los animales superiores, que ha llegado a constituir el denominado Proyecto Gran Simio (11). Se trata de un movimiento internacional que propugna la extensión a los gorilas, chimpancés y orangutanes de los tres derechos fundamentales especialmente relevantes para el ser humano (derecho a la vida, a la libertad individual y a no ser torturado). La justificación de este proyecto ha fomentado una apasionante discusión filosófica sobre la “animalidad” y “humanidad”, sobre los prejuicios que condicionan nuestra visión de los animales, así como sobre las comparaciones entre los simios y los humanos discapacitados y, cómo no, la insuficiencia de la identidad biológica como base de la declaración de los derechos humanos. 2.8. Tánato-ética
Los objetivos y las preocupaciones de la Bioética de Potter y de Hellegers, tal como quedaron apuntados al inicio de estas reflexiones, dejaron en segundo término todo lo referente a la muerte y al morir humano. Ambos investigadores, al señalar el “biós” como ingrediente de la nueva disciplina, estaban ya acentuando desde sus inicios que es la vida –y los problemas morales que originan las técnicas de manipulación e investigación– el núcleo de la nueva disciplina; si bien se incluye, a modo de apéndice, el “final de la vida” como aspecto que ha de ser estudiado por la Bioética, especialmente en la línea de Hellegers y no tanto en la de Potter. Sin embargo, el morir humano merece ser tratado como objetivo específico tanto de la reflexión ética (así se nos revela en la historia de la filosofía desde Platón a Levinas) como del ámbito de la práctica moral: los médicos, los pacientes, la familia y el resto de los agentes implicados directa o indirectamente en el proceso de morir (cada vez más medicalizado, hospitalizado y tecnificado) han de seguir pautas y criterios morales establecidos racionalmen-
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te en una sociedad en la que, a pesar de los avances científicos y técnicos, la muerte constituye todavía un tabú que impide ser afrontada con serenidad e integrada en la existencia cotidiana (6). A mi juicio, la Tánato-ética tendrá que construirse como ramificación específica de la Bioética a fin de contribuir a la asimilación personal de una de las realidades que mayor impacto produce en la existencia humana, entre otras razones por la huida colectiva e irracional de la muerte que se experimenta en las sociedades más avanzadas y que, a su pesar, la Bioética contribuye en ocasiones a la difusión cultural del temor a morir. Se podría afirmar que la Tánato-ética, como rama de la Bioética, resulta en cierto modo respaldada por el impacto mediático que generan determinadas situaciones de enfermos terminales o de quienes sufren graves enfermedades degenerativas. Se discute en los medios de comunicación si se justifica la ayuda médica al suicidio o la eutanasia voluntaria-activa-directa en circunstancias en las que se pone en tela de juicio la dignidad del proceso de morir e incluso la dignidad del propio sujeto muriente. Gracias a los casos difundidos por los medios se suscitan reflexiones y polémicas en foros políticos, jurídicos, médicos, científicos, teológicos y éticos. Ello nos indica la necesidad de construir un marco conceptual y reflexivo con principios éticos y criterios morales capaces de orientar la práctica de aquellos profesionales que se encuentran en situaciones en las que el dolor, el sufrimiento, la desesperación y el desconsuelo de pacientes crónicos o terminales constituyen el contexto laboral cotidiano. Si no se diversifica en ramas, la Bioética hoy será incapaz de abarcar con igual rigor tanto los dilemas morales que se suscitan en el origen de la vida humana como los referidos a su declive y final. El contexto mediático potenció la vigencia social de la Bioética, que llega hasta nuestros hogares como una de las disciplinas médico-filosóficas de mayor relevancia cultural e incidencia político-jurídica. Igualmen-
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te está hoy la Tánato-ética apuntando la necesidad de encontrar algún asidero ético y antropológico que facilite el debate e ilumine los valores que entran en conflicto cuando nos hallamos ante el hospitalizado y tecnificado proceso de morir (35, 43, 44). ¿Cuál sería el objetivo general de esta disciplina?: establecer principios éticos y criterios morales para orientar a los profesionales sanitarios, a la familia, e incluso al propio enfermo, en las decisiones que se han de tomar durante el proceso de morir. Además, ha de entrar también en objetivos más filosóficos: reflexionar, apoyándose en la historia del pensamiento occidental, sobre el significado ético de la realidad mortal del hombre. Esta revisión de la historia de la ética desde un punto de vista tanatológico constituirá, sin duda, el marco que nos ofrezca los conceptos morales, los razonamientos filosóficos y los paradigmas antropológicos desde los que hoy podemos pensar y valorar el significado del morir humano, a pesar de los cambios culturales y tecnológicos producidos durante la última centuria. Por consiguiente, la Tánato-ética estará compuesta de dos partes complementarias. La primera será teórica y consistirá en un análisis de las implicaciones éticas de la realidad mortal del hombre; es decir, el impacto que genera en el pensamiento ético y en la vida el hecho antropológico de “ser mortales”. Mientras que la segunda parte será más bien de carácter práctico. Se centrará en las dimensiones éticas que rodean el hecho del “morir humano”: actitudes morales del propio enfermo, personal sanitario y familiares, repercusiones prácticas de la definición cerebral de la muerte, eutanasia, testamento vital, cuidados paliativos de los moribundos, derecho a conocer la verdad de la propia enfermedad, etapas psicológico-morales que atraviesa el enfermo terminal, suicidio, duelo, etc. Mas todo ello, insisto, enmarcado en reflexiones filosóficas de carácter ético-antropológico y elaborado con un rigor conceptual que disipe en gran medida las confusiones terminológicas y ambigüedades semánticas que surgen durante el esfuerzo intelectual de entablar un
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diálogo fecundo entre posiciones éticas contrapuestas, tal como he procurado ofrecer en algunos de mis recientes escritos (7, 8, 9).
3. El inicio de la Neuroética: hacia una ética del cerebro
3.1. Primeros debates neuroéticos en los comités de bioética
Entre los debates más importantes de la Tánato-ética de estos últimos años destacan, a mi juicio, los referidos a las implicaciones morales de la definición de la muerte encefálica o cerebral y el diagnóstico de los pacientes en estado vegetativo. Por ello, es posible afirmar que una de las puertas de entrada de la Neuroética Práctica en el contexto bioético más reciente se ha producido a través de lo que he denominado Tánato-ética. Es evidente que la debatida definición de muerte cerebral, a pesar de su real base neurocientífica, no deja de revelar, como veremos en el capítulo IV de este libro, un alto grado de convención socio-cultural e intencionalidad pragmática que procura, sobre todo, solucionar el problema de los trasplantes de órganos, más que entrar en cuestiones ético-antropológicas. Sin embargo, los problemas morales que se plantean al enfrentarnos a situaciones tan complejas como las de la muerte cerebral, o las de los pacientes en estado vegetativo permanente, en estado de mínima consciencia, etc. (capítulo III), no pueden ser tratados correctamente sin tener en cuenta los avances neurocientíficos, y especialmente en Neuroimagen. Por lo que, a mi juicio, existe una estrecha conexión entre algunos dilemas prácticos en torno al final de la vida que la Tánato-ética ha ido analizando estos años y los nuevos enfoques de estos mismos problemas que la Neuroética está ofreciendo, al tener que ver todos ellos con las funciones y los trastornos de las actividades cerebrales. No es este el único contexto bioético en el que empezó a crecer la Neuroética durante esta última década, pero sí es, a mi modo de ver, uno de los más importantes. Así al menos lo han
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señalado neurocientíficos tan destacados como Gazzaniga (19) o Glannon (21), a los que en el próximo capítulo me he de referir. Ello justifica que estudie con cierto detalle en esta Neuroética Práctica el estado vegetativo y la muerte cerebral, al constituir ambos problemas éticoantropológicos marcos bioéticos por los que se han ido introduciendo los nuevos debates neuroéticos derivados de los avances en las Neurociencias, y de modo preferente en Neuroimagen. Pero, ¿cómo surgió realmente la constatación de que nos encontramos ante problemas morales relevantes que la Bioética trata de modo insuficiente y que ha de abordar con mayor extensión una nueva disciplina conectada con la Neurociencia? Hay que atribuirle al célebre periodista y comentarista político William Safire, presidente de la prestigiosa Dana Foundation, el mérito de haber presentado la Conferencia Internacional de San Francisco dedicada a la Neuroética en mayo de 2002 como un hecho histórico en los inicios de esta nueva disciplina, y haber sido él mismo quien lanzó a la sociedad y al mundo académico una definición explícitamente normativa de este joven ámbito de investigación y estudio (38). No obstante, se ha de resaltar, siendo fieles a la génesis del concepto con raíces griegas, que algunos años antes a su propuesta se había utilizado discretamente, por parte del neurólogo R. E. Cranford, el calificativo profesional de “neuroeticista” en un marco médico y hospitalario. También el adjetivo plural “neuroéticas” fue empleado por parte de la filósofa P.S. Churchland, para clasificar determinadas cuestiones de la biociencia. Sin embargo, fue en ámbitos educativos y psicológicos donde se mencionó por primera vez el término exacto de “Neuroética”, sin mucha precisión, a modo de disciplina que analiza problemas distintos, pero afines, a la Neuropsicología y Neurofisiología. Conviene tener presente la génesis de este término (30), dado que nos refleja la constatación de que surgió, y no podía ser de otro modo, en un contexto marcadamente interdisciplinar (20).
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El creciente número de dilemas en medicina durante los años ochenta y noventa que se referían a las funciones cerebrales humanas, suscitó la idea de que los neurólogos han de implicarse más en las actividades institucionales propias de los comités de bioética. Analizó por entonces el neurólogo Cranford (15) a grandes rasgos el papel y las diversas tareas que puede desempeñar el “neuroeticista” en tales comités, presentando ejemplos clínicos comunes que ilustran de qué modo el experto en neurología puede aportar importante información científica para esclarecer, desde un punto de vista moral, los problemas principales que surgen en contextos clínicos al final de la vida (muerte cerebral, demencia senil, estado vegetativo permanente, “síndrome del en-cerrado”, efectos cerebrales de la inanición y deshidratación…). Como mostraré en los capítulos III y IV, estas situaciones del final de la vida han de ser examinadas y valoradas hoy desde los avances en la Neurociencia, bajo la nueva luz de la Neuroética. De ahí que sea constante en algunos de los primeros creadores de tan joven campo de investigación la afirmación de que esta nueva disciplina, en realidad, constituye una rama o sección de la Bioética. Me referiré más tarde a algunos autores que señalan este vínculo en su origen. De todos modos, constatan que si ciertos temas neuroéticos son afines a los tratados por la clásica Bioética, otros son del todo originales y requieren de un nuevo campo de estudio. Cranford, repito, ya en los años ochenta señaló la necesidad de que hubiera expertos neuroeticistas en los comités de bioética para aclarar las cuestiones morales del final de la vida. Y parece ser que fue el primero, según todos los indicios, que se sirvió del calificativo “neuroeticista” para apuntar de qué modo los avances en la Neurociencia exigen nuevos expertos en los comités hospitalarios capaces de tratar los hallazgos científicos con una sensibilidad ética, especialmente ante los problemas morales que se generan durante el proceso humano de morir, objetivo nuclear de la Tánatoética, según lo indicado más arriba.
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Por su parte, la profesora P.S. Churchland, en un artículo a comienzos de los 90, también constató la existencia de nuevos dilemas morales presentados por los desarrollos neurocientíficos, y conectó en parte la Neuroética con problemas teóricos ya estudiados en sus libros en torno a lo que denominó hace años “Neurofilosofía”, de la que es en gran medida su creadora y exponente principal (12, 13, 14). Por ello, no es del todo extraño que se esté desarrollando una Neuroética Filosófica que emergiendo de aquella Neurofilosofía, se centre de modo especial en los debates ético-filosóficos desde un ángulo neurocientífico. Por su parte, el neurólogo A. Pontius utilizó por primera vez el término “neuroética” al exponer con brevedad de qué modo los conocimientos de la neurología en torno a las funciones del lóbulo frontal pueden contribuir a enfocar mejor problemas educativos tales como “el trastorno del déficit de atención”, así como a crear modelos de inteligencia artificial (40). 3.2. Presentación internacional de la Neuroética
A pesar de estos primeros usos de términos afines, es ya un lugar común afirmar que el creador genuino de la palabra e incluso de la disciplina “Neuroética”, y quien le otorgó un sello particular de éxito académico y social, fue William Safire, prestigioso periodista político y presidente, como ya he mencionado, de la institución cultural norteamericana Dana Foundation. Dicha institución se dedica a apoyar diversas actividades académicas y a la publicación de relevantes investigaciones sobre problemas educativos, sanitarios y científicos. De modo especial se ha centrado en la organización de conferencias internacionales en torno a las implicaciones sociales de las Neurociencias. Muchas de las publicaciones de la Dana Foundation versan sobre las ciencias del cerebro, siendo además la editora de la conocida revista Cerebrum, difusora de los debates suscitados por estas nuevas ciencias.
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En mayo del 2002 organizó dicha institución una conferencia internacional en la que participaron más de 150 expertos procedentes de numerosos países (sobre todo de Estados Unidos, Canadá y el Reino Unido), dedicados a diversos campos del saber: neurocientíficos, filósofos, médicos, psiquiatras, periodistas, juristas, neuropsicólogos, etc. Al inaugurar dicha conferencia bajo el título Neuroethics. Mapping The Field, quien la presidía, William Safire, estableció un marco para la discusión al referirse a diversos asuntos éticos derivados de las ciencias del cerebro. El punto de partida de esta reflexión inaugural es que el cerebro constituye el órgano fundamental de la individualidad humana. La intervención en dicho órgano comporta graves repercusiones. Origina cambios sustanciales en la vida de las personas que a tales intervenciones se someten con libertad o sin ella. El núcleo moral de las diversas investigaciones en torno al cerebro es ineludible; necesitamos encontrar algunos criterios morales para orientar las implicaciones y las potencialidades de las Neurociencias. Tras remitirse Safire a los orígenes decimonónicos de las preocupaciones por los avances de las ciencias que pueden modificar la estructura de la vida humana, y a la mentalidad prometéica que a ellas subyace por el intento de “jugar a Dios”, ofrece este intelectual una definición de la Neuroética con claras connotaciones morales: “el examen de lo que es correcto e incorrecto, bueno y malo, en el tratamiento, el perfeccionamiento, o en la ingrata invasión e inquietante manipulación del cerebro humano” (48, p.5). Para este autor, lo correcto e incorrecto es lo propio de “la moral” (que nos remite a códigos de conducta establecidos en una sociedad concreta por las autoridades competentes, ya sean de tipo religioso o legislativo), mientras que lo bueno o lo malo en sí forma parte de la reflexión ética, siendo ésta una disciplina que requiere mayor sutileza intelectual. En cualquier caso, la Neuroética, aunque conectada con problemas bioéticos, según Safire ha de ser un campo del saber distinto. La Bioética versa, dicho brevemente, sobre la
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consideración de las buenas o malas consecuencias de la práctica médica y de la investigación biológica. Sin embargo, la relevancia social de este nuevo campo de estudio denominado Neuroética, a juicio de Safire, se debe, entre otras causas, a que “la ética específica de la ciencia del cerebro, a la hora de investigar, toca el nervio de lo más íntimo, como no ocurre con ningún otro órgano. Trata de nuestra consciencia –nuestro sentido del yo– y por ello es central para nuestro ser. ¿Qué nos distingue de los demás más allá de nuestra apariencia externa? He aquí la respuesta: nuestras personalidades y comportamientos. Y esas son las características que la ciencia del cerebro pronto será capaz de cambiar de un modo significativo” (48, p. 6). Algunos de los problemas morales a los que ha de enfrentarse la Neuroética son apuntados con suma claridad por Safire en esta presentación, y también en un artículo igualmente célebre publicado por esas mismas fechas en The New York Times (49). Con agudeza periodística plantea este escritor dilemas ético-médicos que la Neurociencia agrava siguiendo lo que se ha denominado el factor “pero qué pasaría si…”. Este modo de suscitar la polémica y la reflexión en dilemas neuroéticos no sólo marcó la estructura y la intervención de los ponentes en la conferencia internacional de San Francisco, sino que apuntó igualmente líneas de investigación posteriores a tal evento académico-social que llegan hasta hoy. Algunos de estos desafíos manifiestan con claridad su ineludible conexión con ciertos problemas generales de Bioética. Por ejemplo: ¿Qué normas éticas o regulaciones legislativas debería haber para el tratamiento que busca cambiar el comportamiento criminal? Si el cerebro de una persona se daña por una enfermedad, por una lesión, o trastorno mental, y dicha persona no es capaz de otorgar el consentimiento informado, ¿quién ha de decidir cuándo es humano y correcto su participación en un ensayo clínico? ¿El médico, el familiar, el investigador, la compañía de seguros o un tribunal? ¿Deberíamos desarrollar una droga que mejorase la memoria o que reprimiera los recuerdos
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dolorosos? ¿Es justo implantar un chip en el cerebro para mejorar la memoria ante exámenes académicos? ¿Equivale ello a tomar esteroides por parte de un atleta olímpico? Aquella conferencia internacional del 2002 se ha convertido, con el paso del tiempo, en un hecho histórico. El propio Safire lo señalaba al final de su intervención inaugural: “Este podría muy bien ser un encuentro histórico al que los participantes mirarán atrás con gran orgullo y del que otros hablarán refiriéndose a él como un momento capital en el desarrollo de este nuevo campo” (48, p. 9). En efecto, así ha sido. La mayoría de los estudiosos de problemas neuroéticos se remiten a la conferencia de San Francisco como a los cimientos sobre los que se ha ido construyendo de modo consistente este nuevo ámbito científico-filosófico, denominado Neuroética. Habiendo surgido en el seno de la Bioética, especialmente al analizar las enfermedades mentales o los trastornos de consciencia derivados de las lesiones cerebrales (estado vegetativo, muerte cerebral), está teniendo cada vez mayores repercusiones en tres niveles diversos (práctico-moral, éticofilosófico, socio-cultural), hasta el punto de que, como iremos viendo, va más allá de los fines propios de la Bioética. Conocemos el desarrollo impresionante que ha tenido la Bioética en estos cuarenta años de ejercicio en las aulas, hospitales y centros de investigación. No sabemos cómo evolucionará la Neuroética en cada uno de los tres niveles que en ella destaco. Es todavía algo pronto para ofrecer cualquier apuesta de futuro. Desconocemos si quedará completamente integrada en la Bioética, si se estancará, si desaparecerá del todo o generará un campo de estudio amplio en el que numerosos filósofos, psicólogos, juristas, politólogos, neurocientíficos, biólogos, economistas, médicos, etc. podrán dedicar sus esfuerzos al cultivo de este saber, analizando de modo ponderado y riguroso los problemas prácticos, teóricos y sociales que sin parar irán surgiendo según
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remuevan esta tierra joven y fértil. Pero dejando al margen el futuro abierto de este nuevo campo de investigación, conviene exponer ya con algo de detalle en el próximo capítulo tres modelos representativos de Neuroética, que pueden confirmar desde otro ángulo la concepción tripartita que mantengo de esta disciplina. Me refiero, por orden cronológico de la publicación de los respectivos libros, a la concepción “culturalista” de Gazzaniga (19), “bioeticista” de Glannon (21), y a la más “filosófica” de todas, la de Neil Levy (32). Se han ido gestando tras el impulso de aquella célebre Conferencia Intenacional presidida por el mencionado periodista norteamericano, recientemente fallecido, William Safire.
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2 Modelos y problemas de Neuroética
1. Antecedentes históricos
Interesante sería relatar con detalle el proceso histórico del inicio y desarrollo de la Neurociencia desde la célebre Anatomía Cerebral (publicada en 1664) por el médico inglés, profesor de la Universidad de Oxford, Thomas Willis –buen conocedor de la filosofía de Descartes–, hasta llegar al siglo pasado, a fin de conocer de qué modo la Neurología experimental fue aportando datos e investigaciones de suma relevancia sobre la estructura y las funciones del cerebro animal y humano. Y más apasionante resultaría todavía narrar los debates en el siglo XIX entre los neurocientíficos tildados de “localizacionistas” y los “antilocalizacionistas”, según defendieran que las funciones mentales dependen de áreas específicas y bien delimitables del cerebro o postularan que aquellas funciones se derivan de relaciones complejas entre partes del cerebro. El debate recibió algo de luz a raíz del estudio bien documentado de la lesión cerebral que sufrió el constructor Phineas Gage (1823-1860). Es bien sabida la trascendencia que tuvo para el progreso de la Neurociencia este caso. Se pudo demostrar el cambio sustancial en la personalidad y en la conducta moral del paciente Gage tras el accidente en el que una barra de hierro atravesó
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su cráneo, destrozándole parte de la corteza cerebral prefrontal (7). Lo cual confirmó de modo fehaciente la relación de una determinada zona del cerebro con el comportamiento moral de los seres humanos, algo fundamental, sin duda, para la elaboración de una “neurociencia de la ética”, parte destacada, como veremos, de la Neuroética. Los avances en Neuromorfología y Neurofisiología han sido espectaculares desde los célebres estudios del médico del XIX Paul Broca (demostró, entre otras cosas, en qué zona de la corteza cerebral se ubica el centro del habla) o los de nuestro Ramón y Cajal a comienzos del XX (sobre la morfología del sistema nervioso y el funcionamiento de las neuronas). Y el nacimiento de la Psicofarmacología para el tratamiento de graves enfermedades mentales (a base de los efectos de determinadas sustancias en estructuras químicas del cerebro) así como los desarrollos técnicos durante estos últimos años en Neuroimagen (Electroencefalografía, Resonancia Magnética funcional, Tomografía con emisión de potrones, etc.), constituyen progresos científicos sin los cuales no se hubieran suscitado los problemas morales que han dado lugar durante la reciente década a un tránsito histórico desde la Neurociencia a la Neuroética (12). Nada de ello, en aras de la brevedad, puede ser relatado aquí. Sin embargo, a dos investigaciones en cerebros de animales realizadas en los años sesenta de la pasada centuria quiero referirme brevemente. Apuntaron las posibilidades reales de transformar directamente la actividad cerebral de los humanos, y constituyeron el inicio de la reflexión moral en torno a las implicaciones ético-sociales de los estudios neurocientíficos (3). Louis West y otros investigadores de la Universidad de Oklahoma, a finales de los años cincuenta, inyectaron con un rifle una dosis elevada de la droga alucinógena LSD (297mg) a un enorme elefante. Veinte minutos después le aplicaron otras drogas para comprobar sus reacciones cerebrales. El elefante no pudo superar
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los diversos efectos de estos potentes fármacos en su organismo. Murió a los 40 minutos de que se le inyectara el LSD. Este experimento, los diversos errores en el cálculo de las dosis, y la muerte del animal, así como el intento científico de controlar el funcionamiento del cerebro modificando su estructura química, fueron relatados entonces en la importante revista Science. Consta además que durante los años cincuenta y sesenta West y su equipo colaboraron en diversos proyectos de investigación con LSD financiados por la CIA y centros médicos para averiguar si era posible controlar el cerebro de seres humanos. El objetivo era conocer mejor la estructura química del cerebro y la viabilidad de conocidos productos farmacológicos para producir determinados comportamientos en animales y, por supuesto, en personas. No sólo en Estados Unidos estaban interesados en este tipo de investigaciones. En España, concretamente en 1965, el neurocientífico José Delgado dirigió otro estudio para demostrar que era posible controlar la agresividad de un animal tan bravo como el toro. Implantó electrodos en el cerebro de un toro y pudo controlar sus reacciones con radiofrecuencia. Grabó el estudio en el que se puede comprobar que fue capaz de provocar un cambio súbito en el comportamiento del animal. Momentos antes de que éste embistiera con toda su fuerza al propio Delgado, presente en el ruedo reclamando con actitud desafiante la atención del toro, el asistente del investigador apretó un botón y el fiero animal se paró en seco. Se convirtió en una especie de manso cordero. No sería exagerado afirmar que tal grabación del científico español puede ser considerada uno de los hitos más llamativos de los inicios de la Neurociencia. Es un ejemplo espectacular –nunca mejor dicho– de cómo el conocimiento de la estructura y del funcionamiento del cerebro puede ser utilizado para controlar y modificar el comportamiento de los animales y de los humanos, con técnicas similares. Basta con activar en el cerebro ciertas zonas o paralizar otras.
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Las primeras intervenciones directas en el cerebro humano, con resultados significativos y con claras repercusiones morales, se iniciaron pues en la década de los sesenta, a partir de las investigaciones de este neurocientífico español. Se trataba del uso de la estimulación eléctrica para controlar la mente o el comportamiento de los seres humanos, habiendo realizado previamente investigaciones con numerosos animales. En su ya lejano libro Physical Control of the Mind (1969) presentó el profesor Delgado experimentos en los que realizaba la estimulación eléctrica a través de electrododos implantados en los cerebros de gatos y monos, gracias a los cuales era posible modificar el comportamiento normal de estos animales (doblar las extremidades, abrir sus bocas, caminar de modo vertical –especialmente los monos–, inhibir o potenciar el comportamiento agresivo…). Demostró igualmente que al estimular con electrododos el cerebro de una mona, esta hembra no respondía ni hacía el mínimo caso a las insistentes llamadas de su cría. Pero su investigación más impactante fue, sin duda, el estímulo y control remoto, vía electrodos implantados en el cerebro, del comportamiento agresivo de un toro. Ya en el mencionado libro especulaba este neurocientífico español con la posibilidad de que a través de esta técnica se pudiera bloquear el proceso del pensamiento humano, paralizar la capacidad de hablar o de moverse, evocar experiencias placenteras, provocar ataques de risa, sentimientos de amistad, hostilidad, miedos, alucinaciones, recuerdos u olvidos (9, p. 71). Estas previsibles manipulaciones del comportamiento humano a través de la intervención en el cerebro, aun siendo señaladas en los años sesenta como posibilidades técnicas para un futuro no muy lejano, mostraban ante la opinión pública mundial la vertiente más tenebrosa de los avances en la Neurociencia. Podrían ser usados no sólo para tratar serias enfermedades mentales o disfunciones del cerebro, sino igualmente para alterar el modo de ser y vivir de los seres humanos en una nueva era científica que, con el español Delgado, empezó
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a dar entonces sus primeros y ciertamente amenazantes pasos. Se requería cada vez más de una reflexión moral, lo que la Neuroética, como parte de la Bioética y más allá de ella, en esta última década ha asumido como su tarea principal, legitimada por las serias implicaciones sociales, filosóficas y médicas de los progresos en el conocimiento del cerebro humano. Aquellos experimentos, y otros posteriores, provocaron inquietudes de todo tipo. La capacidad de manipular la conducta humana interviniendo de modo directo o farmacológico en la actividad cerebral estaba ya demostrada. Los avances en el estudio del cerebro desde aquellos años sesenta han sido imparables, con profundas repercusiones culturales aún en proceso. Han promovido la constatación de que era necesario revisar tales investigaciones desde un horizonte ético. Ciertos límites morales a su posible práctica deshumanizadora se fueron señalando. Y preguntas inquietantes sobre lo que nos constituye como personas a la luz de los nuevos conocimientos de la estructura, funcionamiento, bioquímica y organización del cerebro humano se plantearon por los propios científicos. Hoy, más que nunca, nos resulta accesible esta información científica gracias a los progresos en las técnicas de Neuroimagen. Es posible contemplar, algo inaudito hace algunos años, la actividad de diversas zonas cerebrales en tiempo real y comprobar cómo reaccionamos los humanos ante estímulos y condicionamientos ambientales que recibe con intensidad el cerebro. Desde aquellas investigaciones con el elefante y el toro, son muchas las instancias culturales que requieren saber más y más sobre el cerebro, a fin de revisar, desde un punto de vista moral, actividades de todo tipo (legales, educativas, farmacológicas, médicas, clínicas, psiquiátricas, filosóficas…). La urgente necesidad de construir lo que se ha acordado en llamar desde el año 2002 “Neuroética” es ya imparable.
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2. Ética de la Neurociencia y Neurociencia de la Ética
Ya me he referido en el anterior capítulo al surgimiento de la nueva disciplina en el marco de la conferencia internacional de San Francisco, organizada por The Dana Fundation, y presidida por el periodista y politólogo W. Safire, quien ofreció un marco general y una propuesta de definición que ha sido realmente influyente hasta hoy. Me propongo a partir de aquí ofrecer en este capítulo una síntesis de cuáles son, a mi juicio, los modelos de Neuroética más significativos que se han ido gestando poco a poco después de aquella definición ciertamente normativa de Safire, y algunos problemas teóricos y prácticos más llamativos. Aun reconociendo que la Neuroética emana de la Bioética, apuntó este autor específicas cuestiones que justifican y legitiman social y académicamente la construcción de la nueva disciplina. De manera especial me he de referir al influyente artículo de Adina Roskies, profesora de Filosofía del Dartmouth College (Hanover, USA) quien, a la luz de las numerosas ponencias y debates celebrados en la mencionada conferencia internacional presidida por Safire, diseñó dos meses después, con claridad y acierto, la estructura general de la Neuroética y las cuestiones principales que ha de abordar. Es significativo el título: “Neuroethics for the New Millennium” (29). Mirando hacia el futuro, esta investigadora ha condicionado en cierto modo las partes de la Neuroética que se han ido desarrollando desde entonces. En efecto, no es posible hoy mostrar las líneas fundamentales de este nuevo campo del saber sin tener presente el esquemático y programático artículo, tan breve como lúcido. En primer lugar, considera Roskies que la Neuroética coincide con algunos problemas destacados de la ética biomédica. Este es el contexto en el que surge, según señalé en el anterior capítulo. Sin embargo, dada la novedad de algunos planteamientos que la Neurociencia está suscitando, no puede reducirse a una rama de la Bioética.
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La íntima conexión entre nuestros cerebros y nosotros mismos origina cuestiones específicas que reclaman una interacción entre pensamiento ético y neurocientífico. No cabe duda de que el conocimiento cada vez mayor de los mecanismos del cerebro que subyacen a diversos comportamientos humanos lleva consigo implicaciones dramáticas para nuestra comprensión de lo que es la ética e incluso de la justicia social; lo cual justifica que se elabore una nueva área intelectual, científica y moral. Y para construir dicho campo de investigación la profesora Roskies propone distinguir dos partes en la Neuroética: a) la ética de la neurociencia y b) la neurociencia de la ética. A su juicio cada una de ellas puede edificarse, en gran medida, de modo independiente, aunque es evidente que sus respectivos desarrollos se influirán entre sí. a) La primera de ellas, la ética de la neurociencia, puede a su vez subdividirse, según Roskies, en dos grupos de temáticas: ética de la práctica, es decir, el análisis de los asuntos éticos y las consideraciones morales que se suscitan en el curso del diseño y ejecución de los estudios neurocientíficos (por lo que vendría a ser una especie de subcampo de la Bioética), e implicaciones éticas de la neurociencia, o sea, la evaluación del impacto ético y social que los resultados de los estudios neurocientíficos tienen o pueden tener en las estructuras sociales y legales existentes, dado que los avances en la neurociencia tienen la posibilidad de potenciar o remediar serias desigualdades sociales. b) La segunda parte de la Neuroética es denominada por Roskies la neurociencia de la ética. Estudia en qué medida las nociones centrales de la filosofía moral (libertad, autonomía, autocontrol, identidad personal, yo, consciencia, responsabilidad, intención…) quedan alteradas o confirmadas a la luz de las investigaciones en la actividad cerebral. Si bien el desarrollo de esta última parte es más lento, piensa Roskies, y con razón, que su progreso tendrá más profundas implicaciones en la evolución de la ética durante el siglo XXI.
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Tras explicar algunos de los problemas principales y tareas específicas de cada una de estas partes, se hace eco de una constante inquietud, presente en la conferencia internacional de San Francisco de 2002, en torno a lo adecuado o no del término “neuro-ética”. Algunos participantes en aquellos debates afirmaron que no era afortunada tal denominación porque “la ética” remite a una actividad de los filósofos, mientras que este nuevo campo necesita de la interacción de estrategas políticos, legisladores, periodistas, y del público en general, además de filósofos y neurocientíficos. Otros sugirieron que la palabra “neuro-ética” estaba mal elegida porque la expresión “ética” excluye además a aquellos filósofos y humanistas que reflexionan sobre otros saberes. La profesora Roskies está en total desacuerdo con tales posiciones y se inclina por defender que el concepto es muy acertado por diversas razones, a mi juicio, convincentes: Primero, es conciso, atractivo y evocador. Segundo, porque es un total error de demasiadas personas creer que la ética es un mero ejercicio académico realizado por los filósofos. Más bien, nuestra habilidad para pensar y actuar desde un punto de vista ético podría decirse que es una de las cosas definidoras de lo que es un ser humano: es un término más inclusivo que exclusivo. Parte de lo que significa ser un científico, un médico, un abogado, un político, o un periodista es ejercer el propio oficio de acuerdo con los valores de la propia profesión y de la sociedad en general… La ética, sin embargo, no debería ser un campo ajeno al profesional que no se dedica a esta materia. Además, en los tiempos de Platón y Aristóteles se consideraba un imperativo de todo ciudadano tener una educación moral y participar en las deliberaciones éticas de la sociedad. Quizá sea un reflejo de algo que funciona mal en nuestra sociedad considerar que la ética concierne sólo al filósofo y no a todos los hombres (29, p. 23).
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Otro punto debatido en la conferencia de San Francisco, y en ello insiste la profesora Roskies, es la ineludible interdisciplinariedad de este nuevo campo y los amplios efectos sociales que comportará en un futuro cercano. Por ello, porque afecta al bienestar de la sociedad y al de los individuos, no puede ser considerado un estudio a realizar en una torre de marfil. Se ha de construir en diálogo con diversas instancias sociales. Lo cual requiere que las sutilezas y complejidades de los hallazgos neurocientíficos sean cada vez más accesibles a las personas legas en la materia a través de artículos y estudios divulgativos, de los medios de comunicación y de otros foros públicos, que manifiesten en qué medida la era del cerebro ya ha comenzado.
3. Ética social basada en el cerebro
Pocos años después del artículo de Roskies, el prestigioso científico Michael Gazzaniga, director del Centro de Neurociencia Cognitiva del Dartmouth College, y miembro del Consejo Presidencial de Bioética de EE.UU, publicó un libro de amplia repercusión social, un análisis ponderado de las diversas incidencias morales de las investigaciones neurocientíficas. Con título sugerente: The Ethical Brain (2005). Me interesa sólo señalar la concepción de la Neuroética que inspira sus reflexiones. En primer lugar, asume la definición de esta nueva disciplina propuesta por Safire en la conferencia internacional (a la que me referí en el Capítulo I). El núcleo de esta definición vimos que era claramente normativo: tratar los aspectos buenos y malos del tratamiento, perfeccionamiento e intervención en el cerebro. Desde este punto de vista, hay que reconocer que la Neuorética, en sus inicios, surgió como una derivación de la Bioética. Y ésta, a su vez, se desarrolló como una ampliación de la Ética médica. Los hallazgos científicos exigían replantear y buscar criterios morales para
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orientarnos en problemas tan complejos como la ingeniería genética, la ciencia reproductiva o la definición de muerte cerebral. Según Gazzaniga, la mayoría de estos y otros temas bioéticos y médicos pueden ser estudiados desde la nueva perspectiva de la Neuroética, especialmente aquellos que guardan relación con el cerebro o el sistema nervioso central. Sin embargo, aun admitiendo que esta nueva área de investigación y reflexión procede histórica y temáticamente de la Ética médica y de la Bioética (como mostré en el anterior capítulo), reconoce este científico que la Neuroética es mucho más que una especie de “bioética del cerebro”. Propone esta definición sociocultural del nuevo campo: Por mi parte, definiría la Neuorética en estos términos: la investigación de cómo hemos de tratar los asuntos sociales de la enfermedad, la normalidad, la mortalidad, el estilo de vida y la filosofía de la vida a la luz de nuestra comprensión de los mecanismos cerebrales que subyace a todo ello. No se trata de una disciplina que busca recursos para la curación médica, sino que sitúa la responsabilidad personal en un contexto social y biológico mucho más amplio. Constituye –o más bien debería ser así– un esfuerzo en conseguir una filosofía de la vida basada en el cerebro (10, pp. XV). En realidad, la propuesta de Gazzaniga viene a ser algo así como el inicio de un nuevo tipo de filosofía, y por ende de sociedad, a partir de nuestros conocimientos del funcionamiento del cerebro. Qué significa “ser humano” y cómo hemos de relacionarnos en un contexto social, vienen a ser objetivos culturales que la Neuroética, más que ninguna otra disciplina, ha de contribuir a clarificar. El proyecto cultural moderno de encontrar principios éticos universales que orienten nuestra existencia en el mundo se halla, a mi juicio, en el trasfon-
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do de esta tarea filosófico-social que asigna este neurocientífico a la nueva disciplina. Ahora bien, ha de ser ésta una ética integrada en el cerebro, basada en los hallazgos neurocientíficos recientes, de tal modo que contribuya a construir una sociedad más justa, en la que puedan erradicarse sufrimientos, guerras y conflictos derivados del desconocimiento del cerebro. Tal proyecto socio-cultural está inspirado en una especie de imperativo neuroético: partir de la constatación científica de cómo reacciona el cerebro ante el mundo y los valores, según su configuración, y extraer de tales investigaciones respuestas a dilemas morales y conflictos sociales que vivimos en nuestro contexto sociopolítico. Este investigador considera que la neurociencia cognitiva ha de enfrentarse a tres asuntos de relevancia social muy relacionados con el nuevo campo de la Neuroética. Pueden ayudarnos a clarificar algunos dilemas éticos actuales. En primer lugar, por ejemplo, si el embrión humano, en base al proceso de desarrrollo del sistema nervioso, tiene o no el estatus moral de ser humano, junto a las repercusiones sociales del envejecimiento, mejora y tratamiento del cerebro humano. En segundo lugar, importantes problemas ético-filosóficos de repercusión social que la neurociencia procura aclarar, aunque, según Gazzaniga, no tiene competencia para ello: la libre voluntad y la responsabilidad personal. Si bien la Neuroética los está abordando de modo persistente a la luz de recientes investigaciones cerebrales, los resultados son más bien escasos, al parecer de este científico. A todos nos gustaría ser capaces de mostrar a través de las técnicas de Resonancia Magnética que es posible encontrar un píxel que determine la culpabilidad o inocencia de un determinado sujeto que ha actuado sin responsabilidad, impulsado por determinados mecanismos cerebrales. Ello no es posible hasta el momento, y quizá no lo sea nunca. Y en tercer lugar –a lo que concede Gazzaniga la máxima importancia–, la neurociencia cognitiva esta construyendo una ima-
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gen del cerebro que puede instruirnos sobre si existe o no una moral universal que posean todos los miembros de la especie humana en base a su estructura cerebral. En este sentido, la Neuroética será capaz en un futuro próximo de mostrar científicamente la existencia de universales éticos en el cerebro humano, lo cual sería de suma relevancia: nos marcaría pautas morales que todas las sociedades y los sujetos han de seguir. Estos son justamente los tres grandes bloques temáticos que analiza en su libro The Ethical Brain –y en otros trabajos posteriores (11)–, y que, con ciertos matices, podrían ubicarse respectivamente en los tres niveles de Neuroética que estoy proponiendo (Práctica, Filosófica y Social). Los considera Gazzaniga nucleares de la nueva disciplina derivada de los avances en la Neurociencia cognitiva. Pero dejemos para otra ocasión una revisión de este proyecto social de la Neuroética que propone tan renombrado científico. Sólo quería aquí, primero, mostrar el tipo de definición cultural que nos propone; segundo, dejar constancia una vez más de las posibles conexiones con la Bioética; y por último, insistir en las nuevas tareas y objetivos originales que esta nueva disciplina ha de afrontar durante los próximos años.
4. La Neuroética como rama de la Bioética
Otro autor que ofrece una definición y perspectiva influyente de la Neuroética es, a mi juicio, Walter Glannon, investigador de Bioética Médica y Teoría Ética en la Universidad de Calgary (Canadá). Con amplia formación filosófica, se introdujo en el área de la intervención cerebral y en la Neuroimagen y ha ido elaborando estos últimos años una propuesta de Neuroética cercana a la Bioética, como bien sugiere ya el título de su valioso libro: Bioethics and the Brain (14). Igualmente ha ido construyendo partes fundamentales
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de este nuevo saber recopilando artículos de expertos dispersos en revistas especializadas y publicados durante esta última década (15). A su juicio, los más innovadores y excitantes trabajos en la medicina actual se encuentran en la Neurociencia clínica de la psiquiatría y en la Neurocirugía. Estos avances durante las dos últimas décadas, junto con los progresos en la Radiología, han ofrecido nuevas luces para comprender mejor la relación entre el cerebro humano y la mente. Los diferentes métodos de Neuroimagen nos revelan con respaldo científico las bases neurobiológicas de la actividad mental, así como las características de los trastornos neurológicos y psiquiátricos. La Neurocirugía que se ha estado realizando durante estos últimos años en numerosos pacientes ha contribuido a que podamos comprender mejor las conexiones entre el cerebro y nuestras creaciones mentales, e igualmente la capacidad de algunas drogas psicotrópicas para alterar los estados mentales afectivos y cognitivos. Estas investigaciones son sumamente importantes. Los desórdenes neurológicos y psiquiátricos (esquizofrenia, depresión, trastorno bipolar, trastorno obsesivo compulsivo, Alzheimer, Parkinson…) afectan aproximadamente a unos 400 millones de personas en el mundo. Y los porcentajes sobre el número de pacientes con enfermedades mentales serias, en diversos países que cuentan con estudios, son elevados. El profesor Glannon explica con minuciosidad en su excelente libro en qué medida los recientes hallazgos en Neuroimagen indican que es posible detectar con bastante antelación los signos de enfermedades neuropsiquiátricas, mucho antes de que los síntomas aparezcan en sujetos normales. También presenta investigaciones que reflejan con precisión los efectos en algunas funciones del cerebro de determinadas drogas y fármacos con los que se tratan tales trastornos. De igual modo explica cómo es posible aliviar graves males sirviéndonos
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de la información que nos ofrecen diversos métodos de Neuroimagen y aplicando tratamientos muy tecnificados: la Neurocirugía, la estimulación eléctrica y magnética del córtex cerebral y de las regiones subcorticales, la implantación de electrodos en el cerebro y su estimulación, la interconexión ordenador-cerebro, las drogas antidepresivas, antipsicóticas, e incluso psicotrópicas para mejorar las capacidades cognitivas normales. A nadie se le escapa que todos estos nuevos métodos de intervención en el cerebro y alteración de funciones y capacidades suscitan cuestiones éticas de suma trascendencia (quizá con mayor repercusión social que la mayoría de las cuestiones que sigue tratando la Bioética). Las razones, según el profesor Glannon, son claras: porque las técnicas que se dirigen al cerebro afectan de modo directo a la fuente de la mente y a los aspectos más profundos de nosotros mismos: libre voluntad, personalidad, identidad propia a través del tiempo, la relación entre la mente y el cuerpo, “el alma”, etc. Todos estos conceptos son filosóficos y están interrelacionados. Incluyen capacidades mentales cognitivas, afectivas e innatas, creencias, emociones, deseos y voliciones. Todo ello se genera y se mantiene gracias al cerebro. De ahí que las intervenciones médicas (para curar) y científicas (para investigar) en órgano tal fundamental pueden afectar de modo sustantivo a la naturaleza y al contenido de nuestras actividades mentales y, por ende, a quiénes somos en realidad, a nuestra más íntima identidad como sujetos personales. No es extraño, dada la magnitud moral de tales intervenciones, que un nuevo campo teórico y práctico se origine. Los graves desafíos que nos presentan los avances en la Neuroimagen y en el tratamiento de las enfermedades conectadas con el cerebro no pueden obviarse. En líneas generales, de ello ha de tratar la Neuroética. De este modo queda delimitada por Glannon:
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puede ser definida aproximadamente como el estudio de los asuntos éticos que guardan relación con el conocimiento del cerebro. De modo más preciso: la Neuroética es la rama de la Bioética que se preocupa de las cuestiones éticas que se suscitan a raíz de los diferentes tratamientos e intervenciones en el cerebro o en el sistema nervioso central. Proviene de la intersección de las ciencias empíricas del cerebro, de la ética normativa, de la filosofía de la mente, del derecho y de las ciencias sociales. La relevancia filosófica de la monitorización y manipulación del cerebro se centra primariamente en la coincidencia entre la ética normativa y la filosofía de la mente (14, p. 4). Según esta definición, las conexiones de la Neuroética con la Bioética son del todo claras. Sin embargo, aquélla introduce aspectos de la Filosofía de la mente que la Bioética no suele tratar. Por ello, aunque cabe ubicarla en el marco de los problemas médicos conectados con el cerebro y sus trastornos (lo que, por mi parte, denomino Neuroética Práctica), apunta este autor otras cuestiones que le conceden a la Neuroética una entidad epistémica propia, relevancia social y mayor nivel filosófico. Aunque en su aspecto clínico sea todavía un campo emergente, las implicaciones prácticas y teóricas de los avances de la Neurociencia (Neuroimagen, Psicofarmacología y Neuroestimulación, sobre todo) son tan graves –o quizá más– que otras cuestiones clásicas de la Bioética, como la investigación con células madre o las pruebas genéticas. A juicio de Glannon (y ello es importante al apuntar una cierta autonomía de la Neuroética y constatar sus conexiones con cuestiones filosóficas), los problemas relacionados con el cerebro: incluyen no sólo cuestiones tradicionales de Bioética en torno a la autonomía, el consentimiento informado, la no-maleficencia, y la beneficencia, sino también cuestiones más fundamentales
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que implican la intersección de la ética con la metafísica y la filosofía de la mente. Reconociendo las diferencias entre aplicaciones actuales y posibles de las técnicas neurocientíficas, necesitamos identificar, responder y anticipar los dilemas éticos que se han suscitado a partir de esas técnicas y que seguirán suscitándose en el futuro. La intervención en el cerebro puede afectarnos tan directa y profundamente que por ello mismo deberíamos estar debatiendo los problemas éticos generados por las diferentes prácticas de la neurociencia clínica (14, p. 12).
5. Hacia una Neuroética Filosófica
Y por último, quisiera presentar con mayor amplitud, por su relevancia filosófica, la concepción de la Neuroética que está proponiendo en sus múltiples escritos el investigador Neil Levy, pensador australiano, miembro del Centro de Filosofía Aplicada y Ética Pública de la Universidad de Melbourne (Australia) y del Centro de Neuroética de la Universidad de Oxford. Además, es el director de la revista Neuroethics, que empezó a publicarse en el 2008. En una extensa introducción a este proyecto editorial el propio Levy presenta muy bien su personal concepción de este campo de investigación emergente. Seguramente Neil Levy es el autor que con mayor esmero está trabajando en una concepción filosófica de la Neuroética. En el año 2007 publicó una densa monografía bajo el título Neuroethics. Challenges for the 21st Century, en la que asume, para estructurar el libro, la ya mencionada distinción de Roskies: ética de la neurociencia y neurociencia de la ética. Sin embargo, no es del todo fiel a esta división en el desarrollo de su trabajo. Entre otras razones, porque estas dos partes de la Neuroética no pueden incluir del todo la perspectiva genuinamente filosófica que el profesor Levy defiende en aquella monografía. Se ha
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de decir igualmente que sigue publicando importantes estudios sobre problemas y debates suscitados en el seno de esta nueva disciplina. Además de mostrar alto conocimiento de las aportaciones neurocientíficas, procura revisarlas con inquietud filosófica (19, 20, 21, 22). Más adelante, en el capítulo dedicado a los pacientes en estado vegetativo, me referiré a alguno de estos debates en los que el propio Levy es uno de sus protagonistas principales. Ahora sólo me interesa presentar su personal concepción de la Neuroética. A la hora de explicar qué aporta de nuevo la Neuroética, el profesor Levy suele referirse, como contraste, a la Bioética. Si esta disciplina, surgida en Estados Unidos a comienzos de los años setenta, se ocupa principalmente de aquellos problemas morales que los avances y las aplicaciones de las ciencias médicas suscitan, la Neuroética, por su parte, se centra sobre todo en las cuestiones éticas y filosóficas que durante esta última década las ciencias de la mente están provocando. El desarrollo de la Bioética fue una respuesta a las cuestiones que han ido generando durante estos últimos cuarenta años las tecnologías médicas en torno al comienzo o al final de la vida humana. Pero las nuevas tecnologías vinculadas a las neurociencias están originando, recientemente, cuestiones morales que requieren, al parecer de Levy, nuevas formas de pensar y nuevos conceptos. No basta con aplicar sin más los términos y principios bioéticos a los nuevos problemas neurocientíficos. Se necesita de una nueva disciplina que asuma de modo coherente los retos radicales que las ciencias de la mente presentan a nuestras concepciones tradicionales del ser humano y de su modo de obrar. Es generalmente aceptado que la ética aplicada ha experimentado un desarrollo exponencial gracias a los desarrollos del conocimiento médico y de las tecnologías afines. El poder médico y científico en el inicio de la vida humana, al igual que en el proceso huma-
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no de morir, y las posibilidades de su mal empleo, perjudicial para la dignidad humana, impulsó a muchos filósofos y médicos a reflexionar sobre las dimensiones morales implícitas en la práctica clínica. La Bioética como disciplina tuvo ahí (como mostré en el Capítulo I), entre otros factores contextuales, su surgimiento y evolución. Hoy, las Neurociencias poseen técnicas muy afinadas para conocer la estructura y el funcionamiento del cerebro. Ante este similar poder de intervención e invasión de la mente humana, las cuestiones morales afloran continuamente. Existe demanda de reflexión ética para revisar los procedimientos de investigación neurocientífica, sus posibilidades de aplicación y los problemas antropológico-filosóficos que suscitan. De ello ha de versar, pues, la Neuroética, que amplía las fronteras en las que se mueve tradicionalmente la Bioética, y constituye por ello un joven campo de ética aplicada, todavía por explorar en muchas de sus vertientes. Se podría afirmar, según Levy, “que la Neuroética es a las ciencias de la mente lo que la Bioética es a las ciencias médicas” (22, p. 69). Bien es verdad que la clarificación práctica de algunos temas de Neuroética se inspira en la Bioética, y de sus principios necesita para orientar las decisiones desde un punto de vista moral. Cuestiones tales como ¿es lícito el uso de psicofármacos para mejorar las capacidades cognitivas del ser humano?, ¿de qué modo debería replantear el trato a los pacientes en estado vegetativo la constatación en imágenes cerebrales de que poseen algún grado de consciencia?, ¿son los psicópatas agentes responsables?, y otras semejantes, pueden recibir luz de los enfoques bioéticos mas típicos. Esta vertiente práctica de la Neuroética (lo que denominaba Roskies “ética de la neurociencia” y por mi parte llamo Neuroética Práctica) se asemeja en su funcionamiento y metodología a la Bioética tradicional. No obstante, también comporta una vertiente teórica ineludible (no incluida del todo en lo considerado por Roskies “neurociencia de la ética”). Algunas
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cuestiones que se están debatiendo en Neuroética durante esta última década presuponen problemas filosóficos e inciden de modo tan profundo en nuestra concepción del hombre, de la libertad, la responsabilidad, la racionalidad, la identidad personal, la consciencia, etc. que al parecer de Levy la Bioética, por sí misma, no es capaz de tratar de modo riguroso. Si la parte más práctica de la Neuroética puede recibir luz de la Bioética, la parte más teórica exige una elaboración de un nuevo saber. Aun habiendo de ser éste interdisciplinar, no puede por menos de desempeñar un papel principal la reflexión filosófica, como lo testifica de modo llamativo su propio libro Neuroethics. Y esta segunda rama de la Neuroética será, a juicio de Levy, la fundamental y la que aportará mayores transformaciones culturales y sociales (equivale, en parte, a lo que denomino Neuroética Filosófica). En estos términos defiende el autor la relevancia de la vertiente más teórica: La segunda rama de la Neuroética es, de modo llamativo, muy diferente a la tarea de la Bioética. Se refiere a los modos en que el nuevo conocimiento emergente de las ciencias de la mente ilumina los problemas filosóficos tradicionales: ¿Cuál es la naturaleza de la moralidad? ¿Qué explica las pérdidas del autocontrol? ¿Cuándo están las creencias justificadas? ¿Cómo debería el conocimiento ser perseguido? En la Bioética no hay nada semejante a estas cuestiones, que siguen siendo el corazón de lo que significa ser humano. Las dos ramas de la Neuroética interactúan, produciendo en términos generales una nueva disciplina, en la que los bioéticos tienen mucho que decir, pero que es igualmente competencia de los neurocientíficos, filósofos, psicólogos, sociólogos y legisladores (por nombrar sólo unas pocas disciplinas que colindan y se alimentan entre sí en el seno de la Neuroética) (20, p. 2).
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El profesor Levy, aun siendo consciente de los riesgos de pronosticar el futuro de esta joven disciplina, considera del todo seguro que tendrá un desarrollo tan explosivo como el que ha tenido la Bioética desde comienzos de los años setenta. Por ello, nada más comenzar su libro Neuroethics, en el Prefacio, enumera tres convincentes razones por las que tan nuevo campo crecerá exponencialmente en las próximas décadas: a) Porque las ciencias de la mente están experimentando un crecimiento llamativo que es incluso más espectacular que el contemplado en la medicina unas décadas anteriores al nacimiento de la Bioética. b) Porque estas ciencias tratan de asuntos que son tan apasionantes para las personas como las ciencias de la vida, dado que, en un sentido muy directo, nosotros mismos somos lo que son nuestras mentes. Comprender nuestra mente, y aumentar su poder, nos concede un grado de control sobre nosotros mismos nunca alcanzado hasta ahora. c) Y por último, porque las Neurociencias extienden las líneas de nuestra autoconcepción: prometen conectar la mente con el cerebro, el mundo privado y subjetivo de la experiencia, el sentimiento y el pensamiento, con el mundo objetivo y público de los puros datos físicos. Por estas tres razones considera que con total seguridad la Neuroética: “se desplegará como un nuevo campo; que tendrá su lugar al lado de la Bioética como una disciplina semi-independiente, que abrigará a filósofos y científicos, expertos en leyes y analistas políticos, y generará sus propios especialistas” (19, p. x). La obra de Levy ejemplifica, a mi juicio, la potencia de la filosofía para penetrar en campos originales aún no trillados, en los que se intuye y se constata que están en juego numerosos problemas antropológicos y éticos que la historia de la filosofía ha ido planteando durante siglos, y que hoy no pueden ser revisados sin tener presentes los hallazgos de la Neurociencia. Su monografía Neuroethics ha de ser considerada, sin exageración alguna, como la primera obra que ofrece un marco global para pensar a fondo los asuntos neuroéticos. Ilumina
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la relación entre el cerebro y el mundo, asunto nuclear que las ciencias de la mente nos presentan como uno de los más agudos desafíos. Constituye igualmente el primer intento de comprender las formas en que las Neurociencias alteran o perfeccionan nuestra concepción de nosotros mismos como agentes morales. Dado que las Neurociencias parecen penetrar profundamente en el yo, al ofrecernos la oportunidad de comprender la mente, la subjetividad y la consciencia, y teniendo en cuenta que posibilitan explicar la relación entre lo subjetivo y lo objetivo, el profesor Levy está convencido de que el acercamiento filosófico a la Neuroética es del todo necesario e ineludible en nuestro tiempo. Bien es verdad que se requiere igualmente de otros saberes y áreas de conocimiento (se ha dicho a lo largo de estas páginas que la interdisciplinariedad le es inherente). Sin embargo, el profesor Levy aboga por la necesidad y fecundidad del acercamiento filosófico. Está convencido de que tal perspectiva más amplia puede ayudar de modo eficaz a iluminar los asuntos éticos, analizados a veces desde ángulos estrechos: Sólo cuando comprendemos, desde un punto de vista filosófico, lo que es la mente y de qué modo puede ser alterada, podemos comenzar propiamente a dedicarnos a ‘lo ético’ de la Neuroética. En efecto, afirmaré que la comprensión de la mente juega en rigor un papel significativo al motivar una importante alteración en la forma en que la ética se comprende, y en el modo en que venimos a percibirnos como los titulares de los valores morales (19, p. ix). Pero si el sentido más elemental y difundido de la Neuroética remite a la revisión de las cuestiones morales que las ciencias de la mente originan –tanto en su desarrollo científico como en su aplicación en la resolución de dilemas prácticos–, el profesor Levy, por su
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parte, aboga por el impulso más potente de la Neuroética: las implicaciones que las ciencias de la mente tienen en cuestiones filosóficas vinculadas a la antropología, a la filosofía moral, a la filosofía de la mente, a la epistemología, etc. Esta inquietud filosófica constituye el mejor acicate en la joven disciplina. La está convirtiendo en una de las éticas aplicadas con mayor impacto social y cultural: La Neuroética es, por consiguiente, no sólo una rama más de la ética aplicada. Ocupa una posición fundamental, al difundir luz sobre el sujeto humano, la libertad, la elección, y la racionalidad. Nos ayudará a reflexionar en torno a lo que somos, y a ofrecernos orientación de cómo intentar plasmar un futuro en el que podamos madurar. Puede que no tuviéramos necesidad del término antes del 2002; hoy los asuntos que abarca son vistos correctamente como centrales para nuestras aspiraciones políticas, morales y sociales (19, p. 2).
6. Mapa temático de la Neuroética
Hemos visto a lo largo de estas páginas que existen diversas definiciones y propuestas en torno a la Neuroética. He seleccionado las tres que percibo como las más representativas e influyentes (la “culturalista” de Gazzaniga, la “bioeticista” de Glannon y la más “filosófica” de Levy). Tales concepciones se han de tener de fondo para estructurar de modo coherente los problemas que, a distinto nivel, se van suscitando en esta joven materia. Sin embargo, a fin de alcanzar con mayor precisión cuáles son los grandes temas que ha de investigar y repensar la Neuroética, no hay nada mejor que recurrir, en primer lugar, a la histórica Conferencia Internacional de San Francisco (26), punto de partida de toda propuesta posterior sobre los contenidos
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principales de tal saber. Y en segundo lugar, a alguna obra colectiva y panorámica en la que destacados investigadores presenten enfoques diversos de problemas neuroéticos. Voy a seleccionar, por considerarlo el más completo, el volumen editado por Judy Illes (17), profesora de la Universidad de Stanford, y una de las promotoras más conspicuas de esta nueva área de estudio. La organización formal del evento académico y social que supuso la Conferencia de 2002, en el que participaron relevantes expertos de este nuevo campo, y la distribución general de los debates, así como los capítulos definitivos de las Actas, nos ofrecen pistas orientadoras de los contenidos imprescindibles de esta nueva materia. El título ya nos señala un panorama general. Es bien expresivo: Neuroethics: Mapping the Field. Los temas que voy a enumerar pueden servir como un posible esquema que ha de tener presente cualquier monografía de Neuroética que aspire a ser más o menos completa. De igual modo, puede ser útil este mapa como pauta general para elaborar de modo sistemático esta materia, en caso de que se tuviera que impartir en un contexto académico a alumnos de grado o postgrado en carreras –además de la Filosofía– lindantes con la Neurociencia. Los numerosos participantes de diversas áreas de conocimiento que en la Conferencia de San Francisco presentaron sus ponencias y comunicaciones lo tuvieron que hacer en una de estas cinco secciones que a continuación paso a enumerar: I) Brain Science and the Self: diversos expertos tan conocidos como A. Damasio, P.S. Churchland y J. Moreno, entre otros, analizaron las bases neurales del comportamiento social, de la toma de decisiones racionales y emotivas, de la autodeterminación, de la consciencia del “yo”, todo ello reflejo de la complejidad del sistema cerebral que se activa cuando los sujetos han de tomar decisiones morales en contextos conflictivos.
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II) Brain Science and Social Policy: donde se trataron algunas implicaciones de la Neurociencia en las instituciones sanitarias, educativas y jurídicas, al mostrar las repercusiones sociales de los problemas de memoria, las predicciones prenatales y postnatales gracias a nuevos avances neurocientíficos, así como el estudio de algunos trastornos mentales y en qué medida estos conocimientos han de generar una revisión o no del sistema judicial y penal al trastocar determinadas concepciones de la responsabilidad. III) Ethics and the Practice of Brain Science: sección ésta en la que los aspectos clínicos de la neurociencia fueron objeto de estudio, como los avances en la farmacología, en el diagnóstico y tratamiento de la enfermedad de Alzheimer, la distinción entre tratamiento y mejoramiento de las funciones cognitivas, además de los posibles usos médicos de la neurotecnología. IV) Brain Science and Public Discourse: contexto en el que científicos tan renombrados como C. Blackemore o M.S. Gazzaniga, y algunos periodistas, trataron de explicar de qué modo es posible difundir los avances de la Neurociencia en los medios de información y cómo concienciar a la opinión pública de las repercusiones sociales de estos avances. V) Mapping the Future of Neuroethics: esta última sección se centró en la construcción de cuáles son los desafíos a los que se enfrentará en un futuro próximo esta disciplina, los retos que ha de asumir para desarrollarse con fecundidad científica y ética, sin olvidar la organización de sistemas de transmisión de conocimientos para formar a los futuros expertos. Aun admitiendo la validez de la estructura de aquel Congreso para diseñar los contenidos de este nuevo campo, a la hora de la verdad varios de los participantes que presentaron públicamente sus reflexiones no se ajustaron propiamente a la sección que se les asignó.
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No obstante, tal estructura nos está revelando de modo eficaz el primer mapa organizativo de la Neuroética que, como no podía ser de otro modo, ha condicionado en gran medida la marcha posterior de investigaciones y la publicación de trabajos en revistas especializadas y libros colectivos, que se están multiplicando sin parar cada año, principalmente en países de habla inglesa. Sin excesivo esfuerzo puede ser readaptado este esquema de cinco secciones a la estructura tripartita que he esbozado en la introducción. La sección I formaría parte de la Neuroética Filosofíca, al analizar nociones tan fundamentales como, por ejemplo, “yo”, “agente”, “responsabilidad”, a la luz de las investigaciones neurocientíficas. La sección II, en lo referente a las aplicaciones educativas y legales (no las sanitarias) estaría incluida, a mi modo de ver, en la Neuroética Social. Este nivel también abarcaría las secciones IV y V del congreso, referidas a la presencia pública de los problemas neuroéticos y a la construcción de un proceso formativo de futuros expertos. La sección III, al estudiar las posibilidades de aplicación de la Neurociencia en contextos clínicos, podría incluirse perfectamente en el nivel que he denominado Neuroética Práctica (junto con el aspecto sanitario de la sección II). En realidad, esta obra colectiva constituye no sólo el nacimiento “oficial” de la Neuroética, la presentación académica y mediática de este nuevo campo, sino igualmente nos presenta todo un proyecto global de investigación a realizar por varias generaciones de neurocientíficos, expertos en diversas áreas de las ciencias humanas y de la filosofía. Y del segundo libro colectivo, editado por la profesora Judy Illes (17), con título significativo (Neuroethics. Defining the Issues in Theory, Practice, and Policy), quisiera señalar lo siguiente. Parte de la convicción de que, a pesar de las múltiples líneas de investigación que se están incluyendo en la Neuroética, una común misión acompaña a
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todas ellas en el ámbito académico y público, ya apuntada por W. Safire: examinar las implicaciones éticas, legales y sociales de la Neurociencia. Esta disciplina es capaz en nuestros días, gracias a las innovaciones tecnológicas y farmacológicas, de investigar con precisión y manipular con eficacia el cerebro humano. Ello origina desafíos culturales que han de tomarse en serio, dado que se están trastocando conceptos éticos y antropológicos relevantes en la historia del pensamiento filosófico. En el prefacio a esta obra colectiva, la propia Judy Illes reconoce también la validez de los pilares establecidos por aquella conferencia del 2002 para el futuro de la disciplina. Aunque no queda indicado expresamente, en ellos se inspira para estructurar este valioso volumen en tres grandes partes que afectan a cuestiones teóricas, prácticas y políticas. La primera, la más valiosa, a mi juicio, recoge diversos estudios sobre la utilización de algunas investigaciones neurocientíficas para iluminar problemas filosóficos tan relevantes como la identidad del “yo”, la libertad, la consciencia, la acción moral… Aunque la profesora Judy Illes no se remite en ningún momento a la ya reiterada clasificación de Roskies (29), según mi interpretación esta parte del libro constituiría el contenido fundamental de lo que denominó en su día “la neurociencia de la ética”. Los autores de los capítulos analizan con rigor y originalidad asuntos filosóficos (también bioéticos y legales, lo que provoca cierta confusión en este nivel) a partir de algunos estudios neurocientíficos. Muestran desde diversos puntos de vista cuáles son las bases cerebrales que explican nuestro modo de funcionar éticamente. La segunda parte del libro se centra en destacadas cuestiones morales suscitadas en contextos prácticos (clínicos, biomédicos) a la hora de tratar, investigar e intervenir en el cerebro humano, lo que la conecta con algunos conflictos que de modo similar son tratados en Bioética. Correspondería esta parte del libro, a mi parecer, con el contenido genuino de lo que Roskies llamó “la ética de la neurociencia”.
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Y por último, en la tercera parte se expone la incidencia de la Neuroética en asuntos institucionales, sociales, jurídicos, educativos, económicos, religiosos, comunicativos, que nos reflejan de modo llamativo las graves repercusiones culturales que esta interdisciplinar materia está provocando en ámbitos ajenos tanto a la teoría (filosofía) como a la práctica (bioética). Ello justifica la necesidad de abrir los horizontes de la Neuroética a contextos más amplios y complejos, no estrictamente morales. No requiere excesiva imaginación comprender que, en realidad, estas tres densas partes del volumen colectivo editado por la profesora Judy Illes el año 2006 constituyen un buen respaldo metodológico a la estructura tripartita de la Neuroética (Práctica, Filosófica, Social) que estoy proponiendo.
7. Debates éticos desde perspectivas neurocientíficas
No sería una exageración afirmar que nos hallamos ante el surgimiento de algo nuevo que, con el paso de los años, puede llegar a crear un nuevo horizonte ético en nuestro contexto cultural, de efectos sociales no fácilmente discernibles hoy. Cuanto más comprendemos los detalles del sistema que regula el funcionamiento del cerebro y cómo emergen las decisiones en las conexiones cerebrales, más evidente resulta que los patrones morales, las prácticas y las políticas sociales residen en nuestra neurobiología, la cual, a su vez, está basada en la evolución y desarrollo del sistema nervioso, regulado por los genes. Nuestra historia evolutiva ha ido modelando la estructura neurobiológica que nos constituye. De tal modo que la naturaleza moral humana es como es, en realidad, gracias a cómo está estructurado nuestro cerebro, a su capacidad de aprendizaje, de razonar, de inventar, de decidir. En este complejo órgano se encuentran los determinantes principales de nuestra conducta y pensamiento moral. La
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Neurociencia y la Neurobiología están abriendo un nuevo paradigma, como ha resaltado, entre otros, la pensadora de la universidad de San Diego, Patricia Churchland (6). Según la perspectiva de esta filósofa y neurocientífica –y algo de razón hay que concederle–, el campo tradicional de la ética ha de ser revisado profundamente. Los filósofos hoy están esforzándose en comprender la relevancia intelectual de contemplar la vida moral no como un producto de procesos supranaturales, al estilo de la “razón pura” kantiana o de la “ley natural” tomista, sino como una derivación de nuestros cerebros (de su configuración y funcionamiento en las decisiones prácticas). Algunos supuestos de la ética tradicional referidos a las raíces del conocimiento moral parece que se están convirtiendo poco a poco en modelos teóricos insostenibles tras la era de la Neurociencia. Urge una constante revisión a la luz del nuevo paradigma ético que está emergiendo en nuestra cultura científica, que ha de construirse de modo interdisciplinar: la nueva investigación en torno a la naturaleza de la ética se sitúa en el punto de contacto de la filosofía, el derecho, y muchas más ciencias –neurociencia, biología evolutiva, biología molecular, ciencia política, antropología, psicología y etología. Estas investigaciones interdisciplinares tendrán profundas y más bien impredecibles consecuencias sociales, al hacer que la gente en general repiense sus ideas convencionales referentes a las bases de las pautas y prácticas morales (6, p. 3). Pero, ¿es esto realmente así? ¿Estamos en verdad ante un nuevo paradigma filosófico-moral? ¿Hay que abandonar los modelos éticos clásicos tras el avance de la Neurociencia? Por su trascendencia, he de referirme a ello con brevedad en las próximas páginas, aunque requiere un volumen dedicado a la Neuroética Filosófica. De momento conviene tomar nota de esta perspectiva intelectual que constata la
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presente –y futura– relevancia de la Neuroética como un nuevo paradigma filosófico que puede contribuir a modificar no sólo las pautas desde las que tomar decisiones prácticas, sino, igualmente, y de modo más llamativo, el modo de hacer filosofía moral y organizar nuestra vida social. En diversos apartados de este capítulo se ha señalado la diferencia entre “ética de la neurociencia” y “neurociencia de la ética” como dos ramas independientes –aunque conectadas– de la Neuroética. Si la primera busca criterios morales para orientar las investigaciones neurocientíficas, marcando pautas que garanticen el respeto a los derechos de los sujetos que al padecer determinados trastornos de la mente o la consciencia son investigados y tratados por las diversas ciencias del cerebro (parte práctica de la Neuroética), la segunda –la neurociencia de la ética– vendría a resaltar cuáles son las bases cerebrales que explican el modo en que pensamos, decidimos y obramos moralmente. Se trataría, pues, de revisar algunos problemas más relevantes de la filosofía moral a la luz de las investigaciones neurocientíficas (parte teórica de la Neuroética). Teniendo esto de fondo, quisiera concluir este capítulo presentando el núcleo de tres de los desafíos más destacables –a modo de muestra– de este nuevo campo de estudio (que la Bioética no suele tratar), y que manifiestan incidencia notable en el ámbito práctico, filosófico y cultural. Me refiero a los siguientes debates clásicos de la filosofía moderna y contemporánea, iluminados bajo un nuevo foco por algunas recientes investigaciones neurocientificas: mente-cerebro, libertad-determinismo, deontologismo-consecuencialismo. La trascendencia filosófica y cultural de cada uno de ellos está fuera de toda duda. Digamos sólo unas pocas palabras, a modo de introducción, pues tendrían que ser analizados con su debida extensión en un volumen sobre Neuroética Filosófica.
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7.1. Cerebro – Mente
Sabemos que el sistema nervioso central, y de modo particular el cerebro, constituye la base orgánica sobre la que se asienta la identidad, la personalidad, el carácter y las capacidades mentales de una persona. Del cerebro dependen todas nuestras actividades mentales más complejas, pero también la regulación de las funciones corporales tales como el ritmo cardiaco, las respuestas musculares y el control de nuestro sistema inmunológico. El cerebro trabaja en conjunción con el cuerpo y los impulsos que recibe del mundo exterior. Es, pues, nuestro órgano principal, el que construye nuestro ser más personal, y por ello es único e indispensable para nuestra autoconciencia como sujetos pensantes y actuantes. Es posible afirmar que nuestras actividades mentales más elevadas y específicamente humanas constituyen el resultado de la acción del cerebro. Pero el cerebro también envejece y padece diversas enfermedades. Y la ciencia médica lleva siglos intentando conocer qué es y cómo funciona el cerebro, y cómo cabe tratarlo cuando falla, flaquea, se debilita, degenera, se apaga. Ha indagado diversos métodos para acercarse a la masa encefálica, para mejorar su funcionamiento sin dañar sus componentes y estructura. Las Neurociencias, durante estos últimos años, han ofrecido mejores y más precisos conocimientos del modo de trabajar de este complejísimo órgano y, por supuesto, de cómo prever los peligros que lo amenazan, tratar los daños que padece, y luchar contra las enfermedades que lo invaden. Se han ido inventando diversas técnicas de intervención en este especial órgano, de modo indirecto y directo, a fin de reequilibrar algunas de sus funciones cuando fallan, parar los daños que lo degeneran y mejorar las potencialidades que manifiesta. Convendría explicar cuáles son las posibles intervenciones en el cerebro, con sus bases tecnológicas, especialmente aquellas en las que
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los problemas morales son más claros (y los filosóficos más evidentes). Pero en aras de la brevedad, no es posible. Sólo señalo algunas: la intervención psicofamacológica (sin duda la más generalizada debido a la multitud de pacientes con trastornos mentales), los neurotrasplantes, las prótesis neurales, la estimulación eléctrica cerebral, sin olvidar el importante debate ético, con relevantes implicaciones sociales, en torno al tratamiento, la prevención y la mejora de las capacidades mentales o afectivas. Las mencionadas intervenciones podrían ser estudiadas desde la Neuroética Práctica en tanto que requieren una relación “clínica” entre el paciente (o familiar) que solicita la intervención en el cerebro y el personal sanitario o investigador que actúa en el cerebro de un paciente para tratar alguna enfermedad o superar determinada disfunción o deficiencia. Sin embargo, dada la generalización social de algunas de las intervenciones, y teniendo en cuenta que entre las ventajas e inconvenientes que se suelen analizar destacan las referidas al funcionamiento de la sociedad (justicia) y no sólo a los riesgos concretos para el paciente, creo del todo recomendable estudiar dichas intervenciones en la Neuroética Social. Además, se ha de tener presente que es inevitable revisar el problema moral de la “mejora cognitiva” (cognitive enhancement) a través de la intervención –farmacológica y técnica– en el cerebro humano, lo que no es sólo una decisión personal, sino de carácter cultural, económico y político. Por tanto, su incidencia social exige un análisis más amplio que el meramente práctico o médico (32). La preocupación por conocer el cerebro y cómo intervenir en él ha sido durante siglos una cuestión médica y científica, pero igualmente filosófica, al menos desde Descartes, interesado por explicar cómo es posible la conexión entre las dos sustancias, res cogitans y res extensa. Esta cuestión, que viene a plantearse durante estas últimas
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décadas en torno a la relación entre la mente y el cerebro, requiere cada vez más, por parte de los filósofos, tener presente los resultados científicos en orden a enfocarla en los términos correctos. Las Neurociencias, al analizar cómo funciona el cerebro y de qué modo interactúa con el cuerpo, nos ofrecen investigaciones útiles no sólo para tratar determinadas enfermedades mentales o motoras sino igualmente para mejorar las condiciones corporales de nuestra existencia. Los avances neurocientíficos han contribuido de modo espectacular a desarrollar diversas técnicas de intervención en el cerebro humano a fin de controlar los trastornos mentales, pero igualmente las deficiencias físicas como la visión, la audición, la movilidad, la comunicación, etc. Podríamos decir, pues, que el problema filosófico en torno al alma, en qué consiste, cómo se relaciona con el cuerpo, cómo conoce, etc., hoy se plantea en los términos de la relación mente – cerebro, que no sólo es un problema teórico, sino que comporta implicaciones morales. Cabe preguntarse hasta qué punto hemos de intervenir y modificar el cerebro (y la mente) de un sujeto, de qué modo se ha de respetar su autonomía, cuales son las ventajas e inconvenientes de dichas intervenciones, los riesgos y beneficios tanto personales como sociales de estas posibilidades neurocientíficas (28). Y conectado con el problema de la relación entre la mente y el cerebro es posible plantear la cuestión filosófica en torno a la consciencia: ¿qué significa ser consciente?, ¿qué es la consciencia?, ¿cómo se genera en la actividad cerebral?, ¿cómo se adquiere la autoconsciencia?, ¿cómo se pierde temporalmente o de modo permanente?, ¿ser persona equivale a ser autoconsciente?, ¿cuáles son las implicaciones morales de los diversos grados de consciencia que puede experimentar un sujeto?, ¿depende el estatuto moral de la persona de las capacidades cognitivas que posea? En fin, cuestiones todas ellas de alto calado teórico y moral que la filosofía de la mente analiza y enfoca de modo radical desde hace ya algunos años (4, 5). Los progresos en las Neuro-
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ciencias, aunque aún no pueden resolver tan complejos problemas, nos ofrecen cierta luz, al menos sobre cómo se producen los trastornos de la consciencia, cómo se registra en el cerebro la pérdida de la autoconsciencia, y de qué modo eso afecta a la consideración de un ser humano como persona, como agente moral. En concreto, las investigaciones realizadas en el marco del diagnóstico del estado vegetativo permanente, del estado de mínima consciencia, o del “síndrome del en-cerrado” (trastornos de la consciencia que analizaré en el próximo capítulo, por sus implicaciones prácticas), han significado un avance casi revolucionario sobre el problema filosófico de la relación entre la actividad cerebral y las capacidades mentales, sobre la cuestión psicológica y psiquiátrica de los grados de consciencia y sus trastornos derivados de la pérdida de funciones en áreas del cortex cerebral. La cuestión fundamental sigue siendo qué tipo de relación se establece entre el cerebro y la mente. Al dejar de funcionar determinadas áreas del cerebro, por daños transitorios o irreversibles en la masa encefálica, se pierde la capacidad para el conocimiento, la comunicación, la memoria, el lenguaje, la reflexión, la noción del tiempo, etc., se pierde, en definitiva, la consciencia del entorno y de sí mismo, y con ello dimensiones específicas de lo que suele considerarse una “persona”. Los avances neurocientíficos pretenden ir explicando poco a poco el problema filosófico de las relaciones entre la mente y el cerebro; mas las cuestiones morales en torno a qué implica en términos médicos la pérdida permanente de determinadas funciones cerebrales es asunto harto complejo, que no está del todo claro, ni siquiera en situaciones tan graves como las que padecen los sujetos diagnosticados en estado vegetativo (capítulo III) y en muerte cerebral (capítulo IV), dos situaciones límites que la Bioética analiza con sus principios éticos desde hace años, y que hoy la Neuroética Práctica ha de revisar teniendo presente recientes investigaciones neurocientíficas.
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7.2. Libertad – Determinismo
Pero no sólo cuestiones práctico-médicas (como el estado vegetativo y la muerte cerebral) son propias de la Neuroética. La parte filosófica de este nuevo campo de investigación es, a mi juicio, la más llamativa y la que más profundo impacto cultural tendrá, como ya he señalado reiteradamente. Entre los problemas clásicos de la filosofía que la Neuroética revisa a la luz de las investigaciones neurocientíficas (además de la relación mente-cerebro) destaca el referido a la libertad, quizá uno de los más complejos de la historia del pensamiento. Durante siglos la filosofía, desde Aristóteles, ha procurado aclarar en qué media el ser humano es capaz de deliberar con la razón, tomar una decisión, realizar una acción, siguiendo lo que se supone que es su voluntad libre. El pensamiento cristiano, la filosofía kantiana, hegeliana, existencialista, analítica, etc. han explicado, desde diferentes supuestos antropológicos, diversas –y no siempre compatibles entre sí– concepciones de la libertad. Pero, igualmente, no pocos filósofos han sostenido la posibilidad de que la experiencia de la libertad no fuera más que una ilusión, resultante de la ignorancia de los numerosos factores que la determinan. Spinoza, entre otros clásicos, es un exponente del determinismo. Son célebres sus palabras extraídas de la Ética, Apéndice a la Parte Primera: “Los hombres se equivocan si piensan que son libres. Su opinión está hecha de la consciencia de sus propias acciones y de la ignorancia de las causas que las determinan. Su idea de libertad, por tanto, es simplemente su ignorancia de cualquier causa de sus acciones”. Palabras éstas que algunos neurocientíficos no tienen ningún reparo en mantener hoy a raíz de algunas, sin duda impactantes, investigaciones en torno a cómo funciona el cerebro cuando una persona ha de tomar decisiones concretas. Si, como ya se ha apuntado, la Neuroética Filosófica pretende replantear debates filosóficos a la luz de los avances neurocientíficos,
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el clásico “libertad-determinismo” constituye un ejemplo paradigmático de las implicaciones filosóficas que la Neurociencia está suscitando desde hace un par de décadas (18, 30, 31, 36). No es posible presentar un panorama de la Neuroética sin hacer referencia a la revisión de este complejo problema. ¿Qué luz (u oscuridad) están aportando las investigaciones neurocientíficas en torno a la libertad humana? ¿Cabe demostrar científicamente que somos en verdad libres o estamos ante la experiencia subjetiva de una “ilusión” originada por la actividad cerebral inconsciente y previa a nuestra voluntad? Es bies sabido que los experimentos de Benjamín Libet, publicados a comienzos de los ochenta y repetidos por él mismo con mejoras en años sucesivos (23, 24, 25), provocaron un debate apasionado entre científicos y filósofos en torno a la experiencia real o ilusoria de la libertad que la Neuroética Filosófica esta revitalizando con recientes experimentos y reflexiones críticas desde variadas tendencias intelectuales. Libet y sus colaboradores de la Universidad de California pretendían mostrar algunas bases neurológicas que ofrecieran datos científicos de que en verdad somos libres, que nuestra experiencia subjetiva de la voluntad libre está confirmada por la actividad del cerebro. Pero los resultados científicos, para su sorpresa, parecían mostrar justamente lo contrario. ¿Por qué? Las personas que se sometieron “libremente” al experimento tenían que tomar la decisión, cuando les pareciera oportuno, de mover un dedo de la mano derecha (o toda la mano). Se encontraban situadas ante una esfera en la que un punto iba moviéndose sin parar en la dirección de la aguja del reloj cuyo recorrido de la esfera tardaba exactamente 2,56 segundos. Cuando la persona en cuestión decidía espontáneamente (se supone que con total libertad) mover el dedo índice o toda la mano, tenía que fijarse y anotar la posición en la que estaba en ese momento el punto que iba recorriendo la esfera de la pantalla. De lo
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que se trataba era de que los sujetos que participaban en el experimento, tras un previo entrenamiento, fueran capaces de determinar, en primer lugar, el punto exacto de ese recorrido temporal en el que decidieron mover el dedo o la mano y, en segundo lugar, cuándo tuvieron la percepción temporal de que estaban moviendo el dedo o la mano. El experimento, tras la práctica debida, parecía fácil de desarrollar. Sin embargo, el proceso temporal a medir era exageradamente breve. El comienzo del movimiento real del sujeto era medido por el Electromiograma (EMG), que es una técnica que descifra la actividad bioeléctrica de los músculos, el momento exacto en que los nervios transmiten la orden motora al aparato muscular. En realidad, lo que consiguieron medir los diversos experimentos es lo que Libet denominó readiness-potential (que se podría traducir por “potencial de alerta”: PA). A pesar de las complejidades técnicas del experimento de Libet, creo que sus pretensiones científico-filosóficas (o hipótesis) podrían resumirse en los siguientes términos: Si el punto en el que un individuo ha tomado la decisión de mover el dedo es posterior al inicio del PA (tal como lo registra el EMG), eso nos estaría indicando que cabe dudar de que el sujeto investigado haya sido realmente libre en su decisión. En ese caso tal sujeto estaría “decidiendo” una acción que, en realidad, ha sido predeterminada anteriormente por la actividad cerebral sin la participación de la voluntad del sujeto. Y esto es lo que, con gran sorpresa para Libet y sus colegas, aconteció reiteradamente en el célebre experimento del año 83. Se comprobó que el potencial de alerta que medía el EMG solía preceder a la decisión de la voluntad de los sujetos del experimento entre 500 y 350 milésimas de segundo (ms) (con un mínimo de 150 ms y un máximo de 1.025 ms). Sin embargo, nunca coincidía el momento de la decisión del sujeto con el potencial de alerta, ni, por supuesto, la decisión del sujeto era anterior al PA. La conclusión científica no comportaba ninguna duda: la voluntad de las personas de mover el dedo o la mano –al
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menos en estos experimentos– va siempre detrás del potencial de alerta, el cual no es sino el resultado de condicionantes externos a la voluntad individual y que constituyen la causa de los movimientos. Por tanto, podría afirmarse que las acciones que consideramos “voluntarias” están siendo dirigidas por nuestro cerebro de modo inconsciente, sin ser el resultado del ejercicio de la libertad personal, aunque en la revisión retrospectiva del acto realizado tengamos la impresión (ilusoria, por tanto) de que ha sido mi voluntad la que ha tomado la decisión particular. El cerebro no espera, por así decir, la orden de la voluntad del sujeto de mover el dedo o la mano, aquél, sin consciencia del sujeto particular, se pone en marcha por sí solo para impulsar a la voluntad del sujeto a que lleve a término una concreta acción. Así pues, cuando de acciones motoras simples se trata (que es lo investigado), no encontramos que sea la acción voluntaria del sujeto el primer paso, sino que la acción de mover el dedo o la mano es el resultado de una previa e inconsciente actividad neuronal, que después llega a hacerse presente en la consciencia del sujeto. Es imposible entrar aquí, ni siquiera esquemáticamente, en las numerosas y minuciosas críticas que los experimentos de Libet provocaron durante estos veinticinco años por parte de científicos y filósofos de diversas tendencias y con intenciones claramente opuestas. Una tarea de la Neuroética Filosófica consistirá en analizar a fondo el experimento Libet, así como las numerosas críticas que ha recibido, a fin de mostrar si es plausible o no la defensa del determinismo desde el punto de vista neurocientífico. Sólo cabe señalar ahora que algunos científicos quisieron con tales críticas aseverar de otro modo un determinismo neurobiológico, y algunos filósofos remarcar la imposibilidad de que la neurociencia, a partir de particulares investigaciones sobre el movimiento de dedos o manos, pueda en verdad negar la experiencia real de la libre voluntad (1, 2, 27).
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Las críticas han sido de dos tipos: unas de carácter ético-filosófico y otras más ceñidas al aspecto técnico. Las primeras se refieren al tipo de acciones que tenían que realizar los sujetos del experimento (mover el dedo o la mano), ciertamente simples. En realidad, se trataría de reacciones que, aunque se realizaran con suma precisión, más que ser “decididas” tras alguna deliberación tenían que ser proyectadas o desencadenadas de modo casi automático por un sujeto colocado en una situación de tensión. Estamos ante la medición del arranque de una acción rápida que se ha “obligado” realizar a unos sujetos en cualquier momento que elijan, pero que no pueden dejar de hacer, pues de lo contrario el experimento no mediría cosa alguna. Cabe afirmar, por ello, que no estamos midiendo nada que tenga que ver con una decisión propiamente voluntaria, con una acción que pueda un sujeto decidir realizar o no. Se les ha explicado a los que participaron en el experimento lo que tienen que hacer, cómo lo han de realizar. Sólo han de decidir el cuándo mirando fijamente el punto que gira a toda velocidad en una esfera. Pero, no pueden irse del experimento sin hacer lo que les han dicho que hagan. ¿Refleja este contexto experimental la complejidad de las acciones que pueden ser o no objeto de una elección? Creo que no. Y otro tipo de críticas, más técnicas, se centran en la complejidad de la medición del proceso temporal. Resulta ciertamente difícil que un sujeto determine con precisión el momento temporal del acto de la voluntad simplemente indicando un instante concreto del punto que gira velozmente a lo largo de la esfera de la pantalla. A lo cual hay que añadir la dificultad que supone relacionar tal instante con el tiempo preciso de la puesta en marcha del potencial de alerta. En realidad, el problema radica en la dificultad de relacionar el momento subjetivo del acto de la voluntad y la medición objetiva del potencial de alerta.
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Por lo dicho, considero arriesgado concluir la no existencia de la libertad a partir de estos experimentos, que están programados previamente, y en los que las personas que participan en ellos se sienten constreñidas en su capacidad de decisión al tener que realizar aquellos comportamientos preestablecidos siguiendo un proceso temporal limitado y veloz. Todos somos conscientes de que las acciones que experimentamos como libres en nuestra vida real suelen ir precedidas de decisiones y acciones que nos orientan en una determinada dirección o que constituyen los obstáculos que hemos de superar para, al final, realizar aquello que estamos considerando como lo más adecuado en una situación especial o cotidiana de nuestra existencia. Es cierto que el factor temporal constituye un ingrediente fundamental del marco en el que han de tomar decisiones los seres humanos. Sin embargo, en la vida real el proceso temporal es mucho más prolongado que en el experimento de Libet, en el que se trata de segundos y de milésimas de segundo. No parece del todo correcto analizar en qué consisten las decisiones libres de los seres humanos en circunstancias y marcos temporales siguiendo las mencionadas investigaciones neurocientíficas que miden las reacciones casi automáticas que han de tomar sujetos en un contexto de tensión experimental. Y a nadie se le escapa que no es lo mismo decidir cuándo muevo la mano o el dedo que cómo he de vivir mi particular existencia: qué tipo de profesión elijo, con quien me caso, qué vivienda compro, qué oposiciones preparo… El experimento de Libet resulta un tanto artificial y simplificador, comparado con la complejidad de la existencia humana real. De todos modos, aunque el alcance de este experimento neurocientífico es, a mi juicio, más bien limitado a la hora de afirmar algo conclusivo en torno a la negación de la libertad humana, se ha de reconocer también que el debate filosóficocientífico, originado por éste y otros experimentos similares, es del todo paradigmático de la nueva era cultural en la que ya no es posi-
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ble pensar los clásicos problemas éticos ignorando los avances que nos presentan las ciencias conectadas con la Neurología. 7.3. Deontologismo – Consecuencialismo
Cualquier estudioso de la filosofía moral conoce bien los rasgos fundamentales de dos modelos éticos que durante la última centuria se han ido enfrentando tanto por razones teóricas como por sus repercusiones prácticas. Me estoy refiriendo al modo de pensar los problemas éticos y buscar soluciones desde la perspectiva consecuencialista y deontologista, especialmente en el marco de la Bioética. Ambos modelos se centran en la búsqueda de criterios de moralidad de los actos humanos. Pretenden encontrar principios, normas, reglas que guíen nuestras acciones y les concedan el calificativo de morales o inmorales. Por ello, son éticas centradas en el acto, más que en el agente, en quien realiza la acción (como es propio de las éticas de la virtud). Pero la gran diferencia radica en que mientras las éticas deontologistas establecen ciertos principios o reglas que existen con anterioridad a la acción, las consecuencialistas se sitúan en los efectos que generan nuestros comportamientos para mostrar si la regla que hemos seguido posee o no validez moral. Si bien el deontologismo y el consecuencialismo se consideran dos modelos distintos de filosofía moral, según Joshua D. Greene (el principal psiconeurólogo que ha indagado las bases cerebrales de las decisiones morales, objetivo principal de la “neurociencia de la ética”, y por ende, de la Neuroética Filosófica) han de ser contemplados sobre todo como dos “tipos psicológicos innatos” (16). En realidad, se trataría de manifestaciones filosóficas de dos modelos psicológicos disociables, de dos formas diferentes de pensar desde el punto de vista moral, que han constituido una parte fundamental de los diversos repertorios humanos desde hace miles de años. Según esta perspectiva, filóso-
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fos como Kant o Mill vienen a ser algo así como las puntas visibles de icebergs psicológicos. De ahí que no sea propiamente la filosofía la que nos da a conocer de modo fidedigno los rasgos principales de estos dos modelos éticos, sino que hay que recurrir igualmente, y sobre todo, a las investigaciones psicológicas y neurocientíficas, que nos pueden mostrar con mejor perspectiva la zona oculta (la parte no visible del iceberg) de estos modos de pensar los problemas morales. Por ello se requiere mirar de modo especial al papel funcional de estos modos psicológicos de pensar según lo manifiesta la actividad cerebral, más que a las definiciones teóricas o concepciones filosóficas de estos modelos. El ejemplo más utilizado por los neurocientíficos, y que constituye el núcleo del dilema del vagón del tren (Trolley Problem), se centra en la licitud de matar o no para obtener determinados beneficios sociales (34, 35). Existen dos variantes de este problema pero con el mismo objetivo: mostrar si se ha de procurar o no salvar la vida del mayor número de personas en una situación límite. Son especialmente relevantes tales variaciones del dilema para repensar las implicaciones filosóficas de estas investigaciones neurocientíficas en el clásico debate entre deontologismo y consecuencialismo. He aquí de modo sintético las dos formulaciones del dilema tal como las presenta Levy (20, p. 6): 1) Imagínese que se encuentra usted mismo caminando por una vía férrea cuando ve un vagón que circula en dirección a un grupo de cinco personas. Esta gente no puede escapar de tal aprieto y con toda seguridad el vagón los matará si usted no hace nada para evitarlo. Frente a usted hay una palanca; si tira de ella, desviará el vagón hacia una vía adyacente, donde se estrellará contra una persona y la matará. ¿Debería tirar de la palanca?
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2) Imagínese que se encuentra usted mismo en un puente sobre las vías del tren cuando ve un vagón que circula en dirección hacia un grupo de cinco personas. Esta gente no puede escapar de tal atolladero y con total seguridad morirán si usted no hace nada. Cerca de usted hay un hombre muy grande. Se da cuenta de que si empuja a este hombre grande hacia las vías, su inmenso volumen parará el vagón del tren (mientras que sus desairadas señales no); con toda seguridad morirá este hombre, pero las cinco personas de la vía se salvarán. ¿Debería empujar al voluminoso hombre? Parece ser que la mayoría de los filósofos que se dedican a la ética considera que está justificado tirar de la palanca. E igualmente, según este experimento, la gente normal, sin formación filosófica alguna, está de acuerdo con tal decisión. Así lo han demostrado algunos estudios neurológicos y psicológicos. Sobre el segundo dilema, la mayoría de los expertos en ética aseguran que no se debería empujar al hombre voluminoso. Y en ello coincide, según la mencionada investigación, la gente normal. Sorprende esta diferencia porque, a primera vista, se trata de un problema similar: he de decidir si salvar o no a cinco personas a cambio de la vida de una. ¿Por qué coinciden filósofos y gente normal en que se justifica tirar de la palanca pero no empujar al hombre grande? Las investigaciones neurocientíficas que la Neuroética ha de tener presente ofrecen cierta luz sobre el modo en que buscamos resolver estos dilemas morales y sobre las bases cerebrales que nos impulsan a pensar de un determinado modo. Greene y sus colaboradores analizaron con escáner los cerebros de sujetos enfrentándose al problema del vagón del tren y a dilemas estructurados de un modo similar. Se percataron de que cuando los sujetos intentaban resolver dilemas impersonales (en los cuales los daños causados no son cercanos, por ejemplo, mover la palanca para
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modificar la dirección del vagón), las regiones del cerebro asociadas con actividades cognoscitivas o memorísticas mostraban un grado significativo de funcionamiento. Y al contrario, cuando los sujetos tenían que decidir sobre dilemas morales personales (por ejemplo, empujar con las propias manos al señor del puente para que su cuerpo voluminoso pare el vagón), las regiones asociadas con las emociones y sentimientos reflejaban actividad significativa. Los neurocientíficos señalaron que el pensamiento de matar a alguien con las propias manos es mucho más comprometedor personalmente que dejar de ayudar a alguien, o servirse de medios indirectos que podrían causarle daño o incluso la muerte. Es claro que estas investigaciones trastocan algunos de nuestros juicios morales. Muestran que aquellos juicios vinculados con la maximización del bienestar, al estilo consecuencialista, son el producto de reflexiones racionales, mientras otros (“no utilizar a las personas como medios para otros fines”) propios del deontologismo kantiano son el producto de la influencia de las emociones. Tales resultados neurocientíficos están siendo interpretados como evidencia empírica para rebajar el valor intelectual del deontologismo y para remarcar la superioridad racional del consecuencialismo. Los juicios deontológicos, para los neuropsicólogos, no son aquellos establecidos por los filósofos. Se entienden de modo más correcto si conocemos el modelo psicológico y neurológico que subyace a la filosofía kantiana –deontologismo–, que viene a ser la parte oculta del iceberg que los filósofos ignoran y que la neurociencia está sacando a la luz tras relevantes investigaciones. Normalmente, desde el punto de vista filosófico, se ha considerado que los juicios morales deontológicos se apoyan en procesos mentales cognitivos, racionales, como Kant señalaba en sus escritos éticos bien conocidos, mientras que los juicios morales consecuencialistas eran impulsados por procesos psicológicos emocionales, tal como defiende Hume, uno de los padres del utilitarismo. Este esquema está siendo trastocado por los neurocientíficos,
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lo que implica una revisión a fondo del debate ético entre deontologismo y consecuencialismo. Se tendrá que averiguar en la Neuroética Filosófica si, en verdad, algunas investigaciones neurocientíficas recientes apoyan empíricamente, como manifiestan algunos, la superioridad intelectual de uno de estos modelos sobre el otro, al quedar vinculado al área cognitiva del cerebro y no a la emotiva. La tendencia generalizada entre los utilitaristas que analizan los resultados de las investigaciones es expresar que, en efecto, la neurociencia respalda la racionalidad y superioridad del modelo consecuencialista respecto del deontologista (33). Y, por supuesto, hay también científicos y filósofos, buenos conocedores del kantismo, que aseveran que derivar esta conclusión de las investigaciones de Greene es tan precipitado como equivocado (8). Los filósofos de la moral hemos de prestar atención a estos hallazgos (referidos a la relación mente-cerebro, libertad-determinismo, deontologismo-consecuencialismo, entre otros más), valorarlos, interpretarlos corrrectamente, mostrar sus limites y analizar las posibles implicaciones teóricas que comportan. La Neuroética Filosófica, por tanto, ha de revisar, tras los nuevos datos “científicos”, algunos clásicos debates filosóficos (que la Bioética, por su propia naturaleza, no ha desarrollado), y ha de analizar con mayor detalle estas investigaciones a fin de sacar a la luz sus presupuestos espistemológicos, así como las implicaciones que de ellas se derivan, sin olvidar las numerosas críticas que han suscitado en pensadores y científicos de diversas tendencias intelectuales. La selección de estos tres debates teóricos, ciertamente complejos, que acabo de sintetizar en el marco de los objetivos generales de la Neuroética, creo que ha sido suficiente para comprender la necesidad de que los filósofos de la moral entremos a fondo en la revisión de aquellos problemas filosóficos (y otros distintos) con unas nuevas gafas, las que nos ofrece este joven ámbito de investigación y reflexión.
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8. Referencias bibliográficas
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3 Estado vegetativo y consciencia: implicaciones morales Como mostró hace algunos años B. Jennett (16), el perfeccionamiento de los cuidados intensivos ha llevado consigo el aumento de un número de pacientes que sobreviven, pero con lesiones cerebrales graves. Si bien no pocos de estos pacientes consiguen recuperarse, otros se despiertan del estado de coma profundo, sin manifestar signo alguno de consciencia. Cuando éstos no responden a estímulos visuales, auditivos, táctiles de carácter nocivo, durante un largo periodo de tiempo, se les suele diagnosticar en “vigilia sin consciencia”, es decir, en estado vegetativo (EV). Algunos pacientes vivirán en ese estado de modo permanente, lo que origina problemas morales y legales. En algunas situaciones de este tipo se ha tomado la decisión de retirar a estos enfermos tanto la nutrición como la hidratación, llegando la muerte “natural” a la semana o a los quince días. Estos casos suelen suscitar polémicas en los tribunales y en los medios de comunicación social. El ya lejano de K. Quinlan, y el más reciente de T. Schiavo, nos vienen a la memoria por el complejo recorrido judicial que tuvieron que atravesar (9, 11) La controversia se suscita en diferentes niveles de argumentación (judicial, político, médico, familiar, psicológico, religioso…), pero de modo especial en relación con el correcto o equivocado diagnóstico
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del EV, en las posibilidades de constatar o no algún grado de “consciencia” en el paciente, y las implicaciones morales que ello comporta: dejar morir poco a poco al enfermo, o mantenerlo en vida, con todos los tratamientos y cuidados que su especial situación exige. El paciente es diagnosticado en EV cuando no existe ninguna evidencia de consciencia. Sin embargo, los avances en la Neurociencia han sido realmente llamativos durante los últimos años. Recientes investigaciones en Neuroimagen han mostrado que algunos de aquellos pacientes poseen cierto grado de consciencia, a pesar de que otras pruebas indicaran lo contrario. Y es aquí, justamente en este punto, donde los avances en Neuroimagen pueden aportar cierta luz, aunque, como veremos, la decisión moral sigue siendo delicada y compleja, y más dramática todavía si cabe. Las implicaciones éticas de tales hallazgos son relevantes. Normalmente se considera que si encontramos a través de la Resonancia Magnética funcional (RMf ) constancia de algún grado de consciencia en estos enfermos, tendríamos suficientes razones morales para continuar los tratamientos y cuidados hasta el final “natural” de sus días. Sin embargo, según algunos expertos, como se comprobará, esta respuesta moral ante la constatación de la consciencia no es siempre la adecuada ni la mejor justificada racionalmente. Veamos a grandes rasgos, [1] en qué consiste el “estado vegetativo”; [2] cómo se ha conseguido recientemente a través de la Resonancia Magnética funcional conocer el grado de consciencia de algunos pacientes diagnosticados en dicho estado; [3] se ha de valorar igualmente cuáles son los presupuestos filosóficos en torno al significado de “consciencia”; [4] las implicaciones morales de los avances en las técnicas de Neuroimagen; y, por último, [5] analizaré los problemas morales que suscitan estas investigaciones desde los célebres principios de la Bioética, ofreciendo desde este ángulo mi particular posición. Siguiendo esta estructura, se nos mostrará con mayor claridad las implicaciones prácticas de la Neuroética.
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1. En torno al estado vegetativo
Cuando el cerebro de un ser humano experimenta lesiones más o menos graves derivadas de algún trauma o por hipoxia (nivel bajo de oxígeno), suele entrar en lo que médicamente se denomina “coma” (un sueño profundo con pérdida de la capacidad de movimiento, la sensibilidad y la consciencia, aunque el organismo mantiene las funciones respiratoria y circulatoria). Algunos pacientes en coma pueden entrar en “estado vegetativo persistente” (3, 16). Muestran un ciclo normal de sueño-vigilia, es decir, abren sus ojos cuando se despiertan y los mueven de un lugar para otro con una especie de mirada errante. Como han señalado los expertos, los signos clínicos más relevantes de los pacientes en estado vegetativo son de carácter negativo: no manifiestan consciencia del propio yo ni del entorno, no responden a estímulos externos que pudiera sugerir algún grado de propósito o volición (distinto a lo que son los actos reflejos), y tampoco muestran ninguna capacidad de expresión lingüística ni de comprender el lenguaje (30). Tales pacientes pueden responder ante estímulos dolorosos con movimientos reflejos, pero no manifiestan respuestas voluntarias a estímulos externos. Pueden estar con los ojos abiertos, pero sin consciencia; en ellos no existe coincidencia entre estar despierto y estar consciente (4, 19). Así pues, el diagnostico de los pacientes en EV se basa en los intentos repetidamente fallidos de obtener algún tipo de respuesta voluntaria. De ahí que se tengan que diferenciar de quienes se encuentran en estado de mínima consciencia (EMC): a pesar de los daños cerebrales que padecen, manifiestan algún tipo de respuesta intermitente o escasa a estímulos tales como seguir con la mirada un objeto o responder a preguntas con un gesto o una palabra (21). El diagnóstico preciso que diferencia a pacientes en EV de aquellos que se encuentran en EMC es de suma importancia en términos de pronóstico (13). Las posibilidades de recuperación de estos últi-
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mos son mayores que las de quienes se encuentran en EV más allá de seis meses o un año. Por otro lado, se ha estimado que, sólo en EE. UU., hay entre 112.000 y 280.000 pacientes en EMC, y las cifras de aquellos diagnosticados en EV permanente se enmarcan entre 14.000 y 35.000. Los datos son del año 2005 (29, p. 458). Nos encontramos en verdad ante un grave problema social, que requiere no sólo atención sanitaria y humana, sino igualmente precisión en el diagnóstico de estos pacientes con las nuevas técnicas de Neuroimagen, a fin de saber quiénes podrían recuperarse. Además de estos rasgos negativos, se ha de apuntar que el estado vegetativo se clasifica como “permanente” una vez que se asume clínicamente que no existe ninguna posibilidad de que el paciente se recupere. En términos temporales: se suele entrar en el estado vegetativo permanente doce meses después de un coma cuya causa ha sido una lesión cerebral de carácter traumático, o alrededor de seis meses después de estar en coma por falta de oxígeno en el cerebro. Algunos pacientes con lesiones cerebrales pueden pasar durante breve tiempo por un estado vegetativo, un periodo de coma, y después alcanzar la plena consciencia. Sin embargo, otros pacientes permanecen en estado vegetativo durante mucho tiempo, aunque tienen alguna posibilidad de recuperarse. Se les denomina entonces pacientes en “estado vegetativo persistente” (15). La mayoría de ellos, cuando sobrepasan el año en dicho estado, se les considera en “estado vegetativo permanente”. Alcanzado este extremo, las probabilidades de recuperación son más bien escasas, por no decir nulas. De modo general, se consideró que estos diversos tipos de pacientes (en coma, en estado de mínima consciencia, en estado vegetativo persistente, y en estado vegetativo permanente) podían incluirse todos ellos bajo el término clínico de “espectro de trastornos de la consciencia”.
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Ante los enfermos que padecen algún tipo de estos trastornos, varios equipos de investigación en Neurociencia se propusieron dos notables metas de no escasa relevancia médica e implicaciones morales: a) mostrar si tales pacientes responden, aun de modo inconsistente, a reiterados estímulos, y b) en caso de que se manifiesten tales respuestas, cómo alcanzar algún tipo de comunicación con ellos. La reacción a determinados impulsos (o ninguna reacción) nos estará sugiriendo si mantienen o no algún grado de consciencia, lo cual contribuye a distinguir entre enfermos en EV y enfermos en EMC. Esta distinción resulta de vital importancia para calibrar la posible rehabilitación y los cuidados que ha de recibir el paciente en cuestión, y, por supuesto, comporta repercusiones en la toma de decisiones morales o legales. El problema es que las respuestas que se obtiene de los pacientes no dejan de ser ambiguas, y de complicada interpretación, lo cual convierte en arriesgada la tarea de distinguir con claridad los comportamientos que podríamos considerar puramente reflejos de los que son realmente voluntarios. En este contexto, resulta cada vez más útil el diagnóstico que las técnicas de Neuroimagen pueden ofrecer al medir un cierto grado de consciencia en los pacientes, como veremos más tarde, y evitar de este modo el alto índice de errores de diagnóstico que se produce en el espectro de los trastornos de consciencia. Por lo que se refiere a la segunda meta, a la capacidad de entablar algún tipo de comunicación con tales pacientes, aunque sea rudimentaria, se está pretendiendo, gracias a las nuevas investigaciones elaboradas con las técnicas de Resonancia Magnética funcional –RMf– (que mide el fluido del oxígeno y de la sangre en el cerebro en el momento en que se activa una determinada zona), provocar algún tipo de respuesta que pueda ser interpretada en términos interactivos. Alcanzar cierto grado de comunicación (verbal o no verbal) con tales pacientes constituye un objetivo de máxima importancia, no sólo para un diagnóstico certero, sino
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para conocer qué están experimentando tales sujetos, y cómo han de ser tratados. Desde un punto de vista clínico, cualquier tipo de interacción con sujetos que padecen daños cerebrales graves nos señalaría con claridad que nos encontramos ante pacientes que han alcanzado el EMC. Estos dos destacados objetivos suelen ser los que se proponen perseguir los diversos equipos de investigación que trabajan con las nuevas técnicas de Neuroimagen. Pero, ¿cómo se consiguen las imágenes de RMf? En términos sencillos: se adquieren al utilizar un campo magnético muy intenso capaz de originar imágenes tridimensionales muy bien definidas procedentes de las estructuras cerebrales implicadas en alguna actividad que realiza el cerebro en un determinado momento. Se introduce la cabeza de la persona en un gran imán cilíndrico, que crea un campo magnético, el cual envía impulsos magnéticos reproducibles en potentes ordenadores y fotografías similares a las de los rayos X. Estructuras cerebrales tan básicas como las sustancias blanca y gris, los vasos sanguíneos, los huesos, y los fluidos, poseen diversas propiedades magnéticas, que aparecen representadas a su vez en las imágenes de RMf de modo tan claro que es posible diferenciar con total exactitud cada una de estas estructuras cerebrales. Los sensores colocados dentro del potente escáner registran las diversas señales procedentes de tales estructuras. Los ordenadores, con complejos programas, reconstruyen con precisión milimétrica una imagen tridimensional de la función que un cerebro está desempeñando en un momento dado. Podemos percatarnos cuál es el área implicada no sólo de la parte superficial del cerebro, sino de sus niveles más profundos. De este modo, los científicos ofrecen imágenes del cerebro en funcionamiento, en tiempo real. Cuando se activan las neuronas, exigen éstas, por así decir, una determinada cantidad de oxígeno que ha de llegarles a través de la sangre. Justamente, lo que es capaz de detectar el potente escáner de RMf es la cantidad de oxígeno en la sangre, gracias a sus propiedades
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magnéticas. Es decir, lo que mide el escáner es la cantidad de agua oxigenada que está siendo enviada a concretas áreas cerebrales, tras ser exigida por la actividad de las neuronas. Con esta exacta información, es posible conseguir algo así como “películas”, sucesiones visibles de los diversos cambios que ocasiona un cerebro activo. Cuando los sujetos con lesiones cerebrales (o personas sin ningún tipo de disfunción cerebral) oyen determinados impulsos, ven determinadas imágenes, se las representan mentalmente, o realizan alguna acción concreta como pulsar botones, o responder a ciertas preguntas, podemos contemplar en tiempo real a través de los ordenadores (“en vivo”, digámoslo así) cuál es el área del cerebro que está trabajando. El agua oxigenada en la sangre que las neuronas están exigiendo para cumplir con éxito su tarea nos manifiesta de modo fiable la zona más activa de la corteza cerebral (5).
2. Diagnóstico de la consciencia
En torno al 2005 se empezaron a elaborar estudios en los que se comprobó que determinados pacientes mantienen alguna función cognitiva, incluso la pronunciación de palabras habladas, como su propio nombre (10). Desde entonces, los avances en Neuroimagen han mostrado evidencias de que individuos diagnosticados en EV y en EMC reflejan diversos tipos de procesos cognitivos –no sólo las mencionadas respuestas neuronales al escuchar el nombre personal, sino también a frases incongruentes o congruentes– (31). Sin embargo, lo más llamativo fue la respuesta cerebral de pacientes en EV a determinadas instrucciones complejas, como imaginarse jugando al tenis o paseando por la propia casa (26). Fueron célebres estas investigaciones en las que se podía comparar, a través de las imágenes de la Resonancia Magnética funcional, las reacciones cerebrales de indivi-
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duos sin ninguna lesión cerebral (a quienes se les pedía que imaginaran que están jugando un partido de tenis) con las reacciones cerebrales ante ese mismo proceso imaginativo de dos enfermos diagnosticados en EV (llevando unos cinco meses en tal estado). Las diferencias en las reacciones cerebrales, según la RMf, eran prácticamente nulas, tal como lo demostró un equipo de investigación de Cambridge (27, 28). De igual forma aconteció al imaginar que están paseando por las habitaciones de la propia casa. Estas reacciones cerebrales contribuyeron a diagnosticar a tales pacientes en EMC, y no en EV. Los autores no dudaron, al exponer la actividad cerebral de estos pacientes, particularmente la de una mujer, que se encontraban ante “alguien” capaz de comprender completamente las tareas que se le encomendaban. Estas investigaciones realizadas hace pocos años por el equipo de la Universidad de Cambridge han sido ampliadas y compartidas por otro equipo de Liege, Bélgica, según se relata en el reciente estudio publicado en The New England Journal of Medecine (25). Esperanzadores hallazgos se apuntan en dicho trabajo, que los medios de comunicación de medio mundo contribuyeron a exagerar: la posibilidad de comunicarse de modo eficaz con el paciente diagnosticado en EV. En estos precisos términos expresan los autores de esta importante investigación los dos objetivos que se propusieron y que, como antes señalé, son los que hoy impulsan a quienes trabajan en este ámbito práctico de la Neuroética: En este artículo, presentamos los resultados de un estudio realizado entre noviembre de 2005 y enero de 2009, en el que las imágenes de Resonancia Magnética funcional se utilizaban de modo rutinario en la evaluación de un grupo de 54 pacientes con un diagnóstico clínico de estado vegetativo o de estado de mínima consciencia. A la luz de un estudio sobre un caso único previo que mostró consciencia intacta en una paciente que cum-
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plía los criterios de estar en estado vegetativo, nuestra investigación planteó dos propósitos principales. El primer propósito fue determinar qué proporción de este grupo de pacientes podía también, de modo fiable y reiterado, modular sus respuestas funcionales a través de las imágenes de Resonancia Magnética, reflejando así que habían preservado la consciencia. El segundo propósito fue desarrollar y confirmar un método que permitiera a tales pacientes comunicar respuestas de sí o no de modo funcional, modulando su propia actividad cerebral, sin entrenamiento y sin la necesidad de una respuesta motora (25, p. 2). ¿Cómo fue esto posible? Veamos, aunque sea someramente, esta búsqueda del grado de consciencia en tales pacientes y algunos aspectos del debate ético-filosófico que suscitó, dado que las repercusiones morales son ciertamente dignas de consideración, teniendo presente el elevado número de pacientes que en los países avanzados están incluidos en el espectro de trastornos de la consciencia. Desde hace años, ha sido un desafío para las nuevas técnicas de Neuroimagen el diagnóstico de los diferentes tipos de daños estructurales y funcionales sufridos por el cerebro (desde el coma al estado vegetativo permanente, o incluso al “locked-in syndrom”, es decir, “síndrome del en-cerrado” al que más tarde me referiré). Parece ser que la media de diagnósticos erróneos de los pacientes en EV se aproxima a un 40%. Cuando su capacidad para mostrar signos de consciencia es muy reducida, se requiere de nuevos métodos técnicos con los que elaborar pruebas más fiables. En ello han trabajado durante años los dos centros punteros (al menos en Europa) en el diagnóstico del EV, que ya he mencionado. En su reciente publicación, bajo el título “Willful Modulation of Brain Activity in Disorders of Consciousness” (25) presentaron un estudio realizado con 54 pacientes con trastornos de consciencia [23 en estado vegetativo y 31 en estado
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de mínima consciencia]. Usaron la técnica de las imágenes de la RMf para evaluar la capacidad de cada paciente de generar de modo intencionado, neuro-anatómicamente, la oxigenación de la sangre respondiendo a dos tareas que se han de realizar de modo mental-imaginario. Estos investigadores establecieron una técnica para determinar si tales tareas mentales-imaginarias pueden ser usadas a fin de que los pacientes diagnosticados en EV ofrezcan respuestas de “sí” o “no” a cuestiones simples que se les plantean. Además, se contrastó tales respuestas, que activan diversas zonas cerebrales, con las que ofrecen personas sin ninguna disfunción cerebral. De los 54 pacientes implicados en el estudio de Cambridge y Liege, 5 fueron capaces de modular intencionadamente su actividad cerebral. Tres de estos pacientes, con pruebas adicionales, revelaron algunos signos de consciencia, pero en los otros dos pacientes no pudo ser detectado ningún comportamiento voluntario por medio de la evaluación clínica. Sin embargo, un paciente –sólo uno– fue capaz de usar esta técnica para responder “sí” o “no” a las cuestiones planteadas durante la RMf. Se trata de una mujer de 23 años que padeció un daño cerebral severo en un accidente de tráfico. Después de un estado inicial de coma, esta paciente abrió los ojos y manifestó ciclos de sueño y vigilia. Incluso durante los periodos de vigilia no era capaz de responder a ningún estímulo ni manifestó comportamiento alguno de tipo intencional, por lo cual se le diagnosticó en EV. No obstante, durante esta última investigación fue capaz de responder “sí” y “no” a determinadas preguntas de los investigadores, aunque éstos reconocen que ya no fue posible establecer ninguna forma de comunicación más allá de este inicio. De todos modos, los autores de la investigación afirman de modo taxativo que este tipo de respuestas “confirmaron más allá de ninguna duda que ella era plenamente consciente de sí misma y de su entorno” (28, p. 133).
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A pesar de los límites de esta minuciosa investigación, se podría afirmar que tales resultados muestran que una pequeña proporción de pacientes diagnosticados en EV manifiesta activación cerebral que refleja algún grado de consciencia y cognición, incompatible con los requisitos típicos de este diagnóstico. No obstante, hay que insistir en que sólo una paciente fue capaz de entablar “comunicación” a través del potente escáner del cerebro. Lo cual también nos indica que la mayoría de los pacientes en EV carecen de cualquier tipo de consciencia. Pero esta investigación, al mostrar que una paciente ha podido comunicarse con quienes le daban instrucciones, nos señala igualmente algo tremendo, en términos clínicos: tal paciente es capaz igualmente de sentir dolor, malestar, angustia. Aspecto éste, como veremos más tarde, fundamental para extraer implicaciones morales de tales investigaciones. Han de asumir los médicos y los familiares que quizá sus pacientes o seres queridos en realidad se hallan como “atrapados” en el interior de un cerebro dañado, impotentes, por tanto, para comunicarse, moverse, y sin perspectiva alguna de mejorar, condenados, en suma, a una incapacidad severa y total de por vida. Pero, ¿cómo se consiguió conocer las respuestas afirmativas o negativas a determinadas preguntas? Interpretando datos neuroanatómicos captados por las imágenes de la RMf. La imaginación vívida de estar jugando un partido de tenis activa el área motora del cerebro, mientras que recorrer mentalmente las habitaciones de la propia casa activa el área espacial. Ante determinadas preguntas sencillas formuladas por parte del investigador (por ejemplo: ¿tu padre se llama Alejandro?, ¿tienes algún hermano?), si el paciente quiere señalar que la respuesta es afirmativa, ha de jugar al tenis imaginativamente, y la activación de la zona motora captada por la RMf significa “sí”. En caso de que la respuesta sea negativa, el paciente se imagina del modo más vívido posible caminando por su casa, por lo que la activación de la zona espacial del cerebro significa “no”. De este modo se pudo
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iniciar un breve diálogo con la paciente diagnosticada en EV. Lo cual significa que, a pesar de los daños cerebrales, algún tipo de consciencia mantienen tales pacientes, mínima, ciertamente, pero suficiente para interactuar y conocer qué es lo que están sintiendo en esta situación límite. De todos modos, se ha de indicar que los investigadores apuntan en distintos momentos del estudio, ante el escaso número de respuestas de los pacientes, que diversos factores han podido influir, además de las deficiencias técnicas del método. Por ejemplo: el hecho de que algunos pacientes quizá han estado inconscientes de modo transitorio durante el escáner, o simplemente dormidos, no oyeron bien, no fueron capaces de comprender las instrucciones por déficit en el lenguaje, en la actividad memorística, en la toma de decisión, en la función ejecutiva de la reproducción mental-imaginativa, o pudieron tomar, incluso, la decisión de no responder. Es de esperar que estas investigaciones, en primer lugar, contribuirán de forma más eficaz y rigurosa a la reclasificación del estado de consciencia que se atribuye a algunos de estos pacientes. Tras esta investigación de Cambridge y Liege se pudo constatar que, en algunos casos, pacientes que cumplían los criterios específicos del EV tienen funciones cognitivas residuales e incluso consciencia de estar conscientes, algo incompatible con este diagnóstico, lo que ha de originar una modificación del mismo. Sin embargo, los investigadores que aplican las técnicas de Neuroimagen no están siempre de acuerdo en la interpretación de las respuestas cerebrales de los sujetos diagnosticados en EV. Para algunos, tales respuestas manifiestan que en realidad son conscientes de sí mismos y de lo que les rodea. Para otros, estas respuestas a las instrucciones recibidas pueden ser meramente automáticas, y en ningún caso claro reflejo de consciencia (17, 22, 23, 32).
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Y, en segundo lugar, y no menos importante, estas técnicas, perfeccionadas, podrán ser útiles en un futuro no muy lejano para establecer comunicación básica con pacientes que parece que no responden a ningún estímulo, y conocer mejor su situación, sentimientos, sufrimientos y preferencias. Este estudio ha mostrado que en una paciente con severos impedimentos para la consciencia, las imágenes de RMf reflejaron la capacidad para comunicarse por la modulación de la actividad cerebral. Las implicaciones clínicas y morales de este pequeño-gran avance conseguido en una paciente diagnosticada en EV son especialmente llamativas. Los investigadores de Cambridge y Liege concluyen en estos términos su investigación, reflejo de las implicaciones prácticas de la Neuroética: Se podría preguntar a los pacientes si están sintiendo algún dolor, y esta información podría ser útil para determinar si se le han de administrar agentes analgésicos. Con posteriores desarrollos, esta técnica podría ser usada por algunos pacientes para expresar sus pensamientos, controlar su entorno, y mejorar su calidad de vida (25, p. 11). ¿Podría ser utilizada la técnica de la RMf y las posibilidades de interactuar con los pacientes diagnosticados en EV para consultarles si desean seguir viviendo? El párrafo final de la investigación que acabo de reseñar sólo contempla la posibilidad de contribuir con esta técnica de comunicación a mejorar la “calidad de vida” de tales pacientes. En realidad, se da por sentado que la constatación de la consciencia en los pacientes lleva consigo la exigencia moral de mantenerlos vivos, evitándoles todos los sufrimientos que su situación límite genera. Normalmente, se considera que la presencia de consciencia en los enfermos en estado vegetativo convierte la retirada de los medios que los mantienen en vida en algo moral-
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mente problemático y de difícil justificación. De ahí que las imágenes que se obtienen a través de la RMf comporten relevantes implicaciones morales en orden a tomar decisiones delicadas sobre el proceso de morir o vivir de estos pacientes. El papel que puede desempeñar hoy la Neuroimagen en la toma de decisiones es de suma importancia, y cada vez será mayor. Sin embargo, nos encontramos también con problemas morales, ciertamente complejos, que la Neuroética está suscitando vivamente estos últimos años, aunque cuentan ya con larga historia filosófica: ¿qué es exactamente la “consciencia”? o ¿qué estatus moral concede al sujeto el hecho de estar/ser “consciente”?
3. Presupuestos antropológicos: grados de consciencia
Por lo dicho, es claro que la mencionada investigación comporta importantes implicaciones, teniendo en cuenta los constantes debates suscitados ante casos como el mencionado de Terry Schiavo. ¿Es correcto dejar morir a los pacientes diagnosticados en EV? ¿Contribuyen los avances en Neuroimagen a la clarificación moral de esos casos? Las respuestas son variadas. Conviene señalar ya que la mayoría de los expertos en Neuroética apuntan a que no son del todo evidentes las consecuencias morales que se pueden derivar de este tipo de investigaciones. El descubrimiento de cierto grado de consciencia en algunos pacientes no necesariamente comporta mayor justificación para mantenerlos vivos, quizá todo lo contrario. Por ello tendremos que intentar clarificar, desde un punto de vista ético-filosófico, cuál es en verdad la relevancia moral de la “consciencia” humana, problema nuclear, a mi juicio, que la Neuroética Práctica, por su ineludible dimensión normativa, ha de procurar clarificar.
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Sin lugar a dudas, la tarea de descubrir qué grado de consciencia poseen los pacientes con daños cerebrales que no son capaces de responder a determinados estímulos externos constituye uno de los objetivos más importantes de los avances en Neurociencia. Las repercusiones de la Neuroimagen en este campo son evidentes. Está contribuyendo de un modo cada vez más eficaz a distinguir entre individuos plenamente inconscientes y aquellos que experimentan algún grado de “consciencia”, en sentido amplio (sentido que habrá que acotar más adelante). Ante los experimentos arriba presentados conviene no despertar excesivas expectativas en la opinión pública, y menos todavía en los familiares y profesionales que cuidan con esmero a los pacientes diagnosticados en EV o en EMC. Los medios de comunicación no contribuyen a la prudencia y cautela requeridas en este tipo de investigaciones, altamente técnicas y con importantes implicaciones morales. Sin embargo, cabe preguntarse también si estos resultados, ciertamente novedosos, manifiestan de verdad algún grado de consciencia en los pacientes, o son más bien fruto de procesos cerebrales inconscientes y reflejos. Responder a esta cuestión implica entrar de algún modo en qué significa realmente ser consciente, según alguno de los rasgos más destacable de la consciencia. Así al menos lo han hecho, entre otros, el prestigioso nerocientífico Fins y sus colegas (12), al señalar que abarca “subjetividad, sensibilidad, autoconciencia y una capacidad para apreciar la relación entre el yo y el entorno”. Además, lleva consigo características tales como “acceso al sistema que procesa la información en el cerebro, y a la experiencia fenoménica o de contenido, que permite estados como qualia1 y darse cuenta de que se es consciente” (12, p. 3). Todas estas capacidades son muy heterogéneas y no siempre van 1. El concepto latino “qualia” (cuyo singular es “quale”) viene a significar en este contexto la capacidad cognoscitiva de un sujeto de reconocer las características cualitativas de lo que está ante él, lo que manifiesta un específico grado de consciencia (aclaración mía, no del autor de la frase).
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unidas. El que tengamos alguna de ellas no nos garantiza del todo que seamos plenamente conscientes. En nuestra vida cotidiana hemos experimentado el automatismo en muchos de nuestros comportamientos, quizá en la mayoría. Conducir un coche obedeciendo perfectamente las señales de tráfico, tocar un instrumento musical con llamativo domino, son actividades muy sofisticadas que, en realidad, se ejecutan sin consciencia por parte del sujeto. Y conocemos también numerosas personas que han realizado complejos actos mientras se movían sonámbulas por la casa (seguramente el sonambulismo y el estado de mínima consciencia son similares). Así pues, si esto acontece en nuestra vida cotidiana, con mayor razón se podrá afirmar, como ha señalado Neil Levy (22, 23), que cuando los pacientes en EV o en EMC manifiestan determinados procesos cognitivos, ello no significa que sean en realidad conscientes de la información recibida y de lo que están activando en su cerebro. Por tanto, conviene insistir en la humildad científica y en la necesaria cautela para no sobrevalorar los resultados de la Neuroimagen. Ha de ser esta actitud una aspiración sensata de todo investigador. Se ha de evitar al máximo suscitar infundadas esperanzas en los familiares de los pacientes en EV de que sus seres queridos, si muestran algún grado de consciencia, se van a poder recuperar o que, con los avances en Neurociencia, podrán entablar algún tipo de comunicación con ellos. Las reacciones a estas investigaciones han sido diversas, algunas de carácter técnico-científico (32) y otras de carácter más bien éticomoral. Por obvios motivos me ceñiré al debate en torno a las cuestiones éticas, sin esquivar el esclarecimiento de algunos presupuestos filosóficos. Entre los expertos en cuestiones neuroéticas que plantean serias críticas a las investigaciones de Cambridge y Liege, y derivan consecuencias morales en una línea de acción médica muy diversa, señalaría especialmente a los siguientes: N. Levy, J. Savulescu, N. Shea, T. Bayne, G. Kahane y D. Wilkinson, todos ellos pertenecientes a The Oxford
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Centre for Neuroethics, integrado en The Uehiro Centre for Practical Ethics (Faculty of Philosophy, Oxford University). Para comprender mejor las críticas que plantean a los resultados de las recientes investigaciones, conviene señalar, antes de nada, que normalmente la mayoría de quienes se oponen a la retirada de las medidas que mantienen en vida a los pacientes en EV suelen afirmar que éstos manifiestan algún grado de consciencia. Por otro lado, quienes defienden el derecho de la familia a retirar el soporte vital a tales enfermos suelen defender que el EV es incompatible con la consciencia, y por tanto, se justifica no prolongar por más tiempo la vida de un paciente cuyo estado impide ser consciente del entorno y de sí mismo. Teniendo de fondo esta tensión moral que se contempla entre los partidarios de mantener vivos a tales pacientes y quienes reivindican la justificación de que no se les alargue inútilmente la existencia, es comprensible que las investigaciones últimas de los científicos de Cambridge y Liege, a las que antes me referí, resulten extremadamente polémicas. Los neuroéticos de Oxford arriba aludidos reconocen que los resultados aportados por los neurocientíficos de Cambridge son sin duda significativos, y dejan la puerta abierta a que ciertos pacientes diagnosticados en EV tengan algún grado de consciencia. Sin embargo, que esto sirva de razón fundamental para seguir manteniendo vivos a estos enfermos es lo que, según mi interpretación, los neuroéticos de Oxford vienen a poner en tela de juicio. Afirman que los resultados de las investigaciones de años anteriores (26, 27, 28), y la más reciente en The New England Journal of Medecine (25), con escasa probabilidad van a alterar el debate ético. Al contrario, insisten en sus escritos, aunque con tono diverso, que tales investigaciones ofrecen más razones todavía para no mantener en vida a los pacientes en EV que pueden estar sufriendo una experiencia psíquica, desconocida hasta ahora. Así plantean N. Levy y J. Savulescu (24) el enfoque del problema ético-filosófico:
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Si los pacientes en estado vegetativo son conscientes, entonces es muy importante que nos aseguremos de que no experimentan estados mentales desagradables. En relación con esto, se justifica darles analgésicos y quizá sedantes y antidepresivos. Pero, tanto si son conscientes como si no lo son, puede argumentarse que tenemos escasas razones para mantenerlos en la existencia (y quizá incluso alguna razón más que justifique el cese de sus vidas), a no ser que sus estados mentales sean por lo menos tan sofisticados como los que exhiben los niños, y, en gran media, conectados a través del tiempo. No es la mera consciencia lo que se requiere para lo que llamaremos estado moral pleno, sino la auto-consciencia, y no creemos que se pueda atribuir auto-consciencia a ningún paciente en estado vegetativo (24, p. 362). A nadie se le escapa que lo que denominamos normalmente “consciencia” es un fenómeno ciertamente complejo. Muchas son las definiciones de este concepto, no todas ellas compatibles, y con diversos supuestos antropológicos y contrapuestas implicaciones morales. ¿Qué entienden por consciencia los investigadores de Cambridge y de Liege? En general los neurocientíficos y los clínicos suelen trabajar con una definición de consciencia un tanto vaga y ambigua; algo así como “vigilia con darse cuenta” (wakefulness with awareness). El hecho de estar despierto es relativamente fácil de definir, al menos de un modo conductual, y no genera disputa alguna. En realidad, estar despierto es una de las características que se atribuye a los que se clasifican como pacientes en EV, que han salido del coma (estar profundamente dormidos) y comienzan un ciclo de vigilia y sueño, aunque siguen sin responder a los estímulos externos. El concepto de “consciencia” también suele ser entendido por los científicos en términos conductuales. Un paciente es consciente si es capaz de dar respuestas no reflejas a estímulos externos. Tales respuestas
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pueden ser muy sencillas: seguir la pista a un objeto que se mueve nos indicaría una experiencia de “consciencia”. Si las realiza el paciente de un modo inconstante, cabe afirmar que se encuentra en EMC, experimentado de modo transitorio y, por supuesto, con menor calidad que los sujetos normales. Aunque esta es la concepción que suelen manejar los neurocientíficos, hay que señalar igualmente que es claramente insuficiente. Los filósofos de la mente suelen distinguir diversos conceptos de consciencia (transitiva, intransitiva, de supervisión, fenoménica, informada, autoconsciencia, etc.), que no podemos analizar en este contexto (8). Siendo un concepto híbrido que denota múltiples fenómenos mentales, en aras de una mejor clarificación ética de nuestro problema no es del todo equivocada estrategia seguir la ya célebre distinción promovida por uno de los filósofos que con base neurocientífica ha intentado ofrecer una fecunda concepción de la consciencia. Me refiero a Ned Block (6, 7), quien distingue entre lo que denomina phenomenal consciousness (que traduciré por “consciencia fenoménica”) y access consciousness (que, según lo que explicaré, cabría traducir por “consciencia informada”). El concepto de consciencia fenoménica resulta harto difícil de definir, pero podría entenderse como experimentar determinado tipo de “sensaciones”, como por ejemplo “lo desagradable” de un calambre muscular o del sabor amargo de una fruta. Se ha de distinguir claramente de la autoconsciencia, es decir, de la capacidad de poseer una experiencia de sí mismo, un personal concepto del propio yo con el que se puede pensar sobre uno mismo y valorar la propia existencia. A nadie se le escapa que la experiencia de la autoconsciencia requiere de una facultad cognitiva complicada, que sólo los seres humanos adultos son capaces de manejar. Por el contrario, la experiencia de la consciencia fenoménica (capacidad de experimentar dolor o placer) se podría decir que la comparten los seres humanos con la mayoría de los animales. Por otro lado, la
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access consciousness (consciencia informada) vendría a ser el acceso a la información de los propios estados motivacionales y cognitivos que un agente es capaz de utilizar en su propia vida, en un ámbito de acción, para su propio interés. Los animales pueden tener consciencia fenoménica con escasa o nula consciencia informada. Y cuando se debate en torno a la experiencia de consciencia que poseen los pacientes en EV se supone que no se trata de la autoconsciencia, es decir, de la sofisticada capacidad de percibirse a sí mismos como “personas” con un pasado y un futuro, sino más bien de la consciencia fenoménica y de un grado mínimo de consciencia informada. Aun siendo algo compleja la explicación de estas formas de consciencia, a mi modo de ver se podría sintetizar en estos términos: la fenoménica se refiere al carácter cualitativo de la experiencia, mientras que la access consciousness se refiere a la información que me es accesible y que soy capaz de disponer de ella para tomar decisiones, planificar mi vida, en definitiva, con un cierto control racional. Cabe preguntarse si los pacientes en EV poseen ambos tipos de consciencia, la fenoménica y la informada. En ámbitos médicos, cuando se propone que a estos pacientes hay que aplicarles un tratamiento analgésico, en el fondo se está reconociendo que de lo que se trata es de disminuirles la “experiencia subjetiva” del dolor, es decir, la consciencia fenoménica de su propio malestar. Sin embargo, esta experiencia no siempre va acompañada de lo que denomina Block access consciousness (consciencia informada), lo cual comporta para los neuroéticos de Oxford, como veremos, serias implicaciones morales. De todos modos, es posible mantener que la consciencia fenoménica (capacidad de experimentar placer o malestar) lleva consigo la afirmación de que el sujeto capaz de ella posee en realidad ciertos “intereses” en su existencia que se han de tener en cuenta de algún modo. Hemos de analizar este problema. No conviene olvidar, pues, la básica distinción de Block, porque en diversos momentos de la argumen-
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tación es utilizada por la mayoría de los investigadores de Oxford en orden a justificar su posición ético-filosófica ante los pacientes diagnosticados en EV. A mi juicio, lo que estos neuroéticos pretenden apuntar con los problemas metodológicos presentados a los estudios de los nerocientíficos es que las respuestas cerebrales de quienes han sido diagnosticados en EV, por sí solas, no son indicadores fiables de que estamos ante algún tipo de consciencia (fenoménica o informada). Por ello, aunque reconocen que las investigaciones de Cambridge y Liege pueden ser tildadas de una “revolución” (24), tanto por los resultados obtenidos como por la metodología empleada, siguen manteniendo estos filósofos serias razones para no aceptar del todo que las pruebas realizadas a tales pacientes detecten en verdad grados significativos de consciencia. Pero, aun admitiendo que en algunos casos puedan estos pacientes reflejar una consciencia fenoménica y también algo de lo que Block denomina consciencia informada (aunque esto resulta más complicado demostrar), no cabe afirmar que con ello el debate ético quedaría resuelto completamente, tal como en realidad mantienen los neurocientíficos de Cambridge y Liege2. Veamos con cierto detalle los argumentos antropológico-morales que manejan los neuroéticos de Oxford, y al final expondré mi propia posición moral a la luz de los célebres principios de la Bioética. 2. En concreto, Steven Laureys, director del equipo de Liege, cuando fue preguntado por las implicaciones éticas de las primeras investigaciones del 2005 y 2006 se expresó en estos términos: “Esto es extremadamente importante, se trata de la diferencia entre la vida y la muerte. Esto cambiará definitivamente la forma en la que hemos de tratar a estos pacientes, pues cuando hay signos de consciencia, no se puede decidir detener la hidratación y la nutrición” (The Guardian, 8 septiembre 2006). Esta tesis ética es la que subyace no sólo a las primeras investigaciones de estos neurocientíficos, sino a la más reciente de 2010, a la que me he referido, que contrasta de modo llamativo con la tesis moral que defiende la mayoría de los neuroéticos de Oxford.
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4. Implicaciones morales
La distinción entre los dos conceptos de consciencia de Block es usada, sobre todo, por Levy y Savulescu (24), por Levy (23), por Kahane y Savulescu (17), Skene et al. (33) para justificar su respectiva posición ética. El presupuesto filosófico que subyace a la argumentación de estos neuroéticos podría sintetizarse, a mi juicio, en estos términos: el estatus moral de los sujetos está estrechamente relacionado con el tipo de consciencia que pueden experimentar. Asumiendo este presupuesto, la consciencia fenoménica es percibida como suficiente para considerar a su portador un “paciente” moral, pero no un “agente” moral. Así expresan esta posición Levy y Savulescu: Ser un paciente moral significa ser un ser cuyo bienestar importa, cuyo bienestar debe ser tomado en consideración cuando decidimos qué hacer. Ser consciente de modo fenoménico le convierte a uno en un paciente moral porque puede experimentar estados que tienen cualidades desagradables (como dolor o tedio) o agradables (como alegría); estos son estados que importan intrínsecamente. Sufrir estos estados equivale a tener experiencias que importan desde un punto de vista moral, y, por lo tanto, los seres capaces de tales experiencias son pacientes morales (24, p. 366). Por consiguiente, la afirmación empírica de que estamos ante “pacientes” lleva consigo exigencias de carecer ético. Por ello, si es demostrable que sujetos diagnosticados en EV tienen sensibilidad, son capaces de experimentar dolor y placer, esto marca el modo de comportarse con ellos: hemos de beneficiarles contribuyendo a su bienestar, y hemos de evitar a toda costa causarles dolor. Lo cual, como expondré después en mi argumentación final, será de suma importancia en conexión con la aplicación de los principios generales que la Bioética está siguiendo desde sus inicios (2). Si muestran sensibilidad
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tales individuos, si tienen la consciencia que Block denomina “fenoménica”, estamos obligados moralmente a no causarles dolor. Por ello, se justifica el tratamiento con analgésicos: hemos de prevenir y disminuir el posible malestar que padezcan. Y este principio, que es básico desde el punto de vista médico, lo asumen los neuroéticos de Oxford (por mi parte también lo asumo con implicaciones diversas, como mostraré en el próximo apartado), pero lo amplían también, siguiendo la inspiración del célebre pensador Peter Singer (33), a los animales no humanos, y derivan consecuencias morales completamente diversas a las mantenidas por los investigadores de Cambridge y Liege. En efecto, para Levy y Savulescu (24), para Kahane y Savulescu (17), si estamos ante un “paciente” en EV que sólo siente experiencias desagradables o placenteras, tendremos que reconocer de modo coherente que este es un grado mínimo de consciencia (similar al de algunos animales) y, por tanto, nos encontramos ante un ser humano con estatus moral ciertamente débil. Nuestro comportamiento para con los enfermos en EV (al igual que con los animales sensibles) ha de ajustarse a no causarles dolor ni provocarles sufrimientos, sin una buena justificación para ello. Sin embargo, la consciencia fenoménica, según estos autores, no permite manifestar ningún interés en continuar viviendo. De ello se deriva que tales pacientes tienen “derecho” a que sus intereses reflejados en el grado de consciencia que poseen (no sufrir) sean tenidos en cuenta por los cuidadores, familiares, doctores. Pero se ha de reconocer igualmente que, en sentido estricto, no tienen “derecho a vivir”. ¿Por qué? Según los neuroéticos de Oxford, es claro que la vida de una persona importa mucho más que la vida de los animales no humanos. La razón principal radica en las diferencias existentes en sus respectivas capacidades mentales. Los seres humanos poseemos unos estados mentales ciertamente sofisticados que incluyen de modo intrínseco la
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consciencia de un proceso temporal, y la constatación de que queremos continuar en el futuro con nuestra existencia, algo de lo que carecen los animales no humanos al contar sólo con la consciencia fenoménica, la experiencia de dolor y placer. En estos claros términos formulan N. Levy y J. Savulescu su posición ética: Un ser adquiere un estatus moral pleno, incluyendo el derecho a vivir, si su vida le importa; esto es, si su vivir no consiste solamente en experiencias momentáneas que le pasan –como acontece en los seres capaces sólo de consciencia fenoménica– sino también en una serie de experiencias a lo largo de un proceso temporal. Un pleno derecho a vivir requiere que la vida no esté constituida sólo de las experiencias aisladas que le pasan a uno, sino también de cómo transcurre realmente la propia vida; esto es, que la satisfacción de los propios intereses le importan a uno, lo cual requiere habilidades cognitivas muy sofisticadas, tales como una capacidad de concebirse a sí mismo como un ser que persiste a lo largo del tiempo, que recuerda el propio pasado, que planifica, y que tiene preferencias sobre cómo le va su propia vida. Este es el vínculo y la continuidad de los propios estados mentales que dan lugar a la personalidad, en un sentido central de la palabra: es decir, somos personas morales en la medida en que cada uno de nosotros es un ser único a lo largo de las diversas etapas temporales (relativamente amplias) (24, p. 367). Según lo indicado más arriba, la consciencia fenoménica no es suficiente para desarrollar las habilidades propias de un ser personal. Sólo lo que, siguiendo a Block, se ha denominado consciencia informada posibilita la contemplación de la propia existencia desde el pasado hacia el futuro, con capacidad para autovalorar tal trayectoria temporal desde un punto de vista subjetivo. Los pacientes en EV han
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manifestado que poseen sólo un cierto grado de consciencia fenoménica. Y para afirmar que son portadores de un derecho a la vida sería necesario mostrar, según los neuroéticos de Oxford, que poseen consciencia informada, lo cual, ni ha podido demostrarse, ni lo pretendían los neurocientíficos de Cambridge. La capacidad de proyectar, de planificar, de orientar las propias acciones, deseos e intereses hacia el futuro exige un sofisticado modo de pensar que no está presente en el EV. En realidad, se trataría propiamente de la auto-consciencia, es decir, de la capacidad de tener preferencias y tomar decisiones sobre el transcurrir de la propia vida. Y estos seres con tales capacidades mentales son quienes propiamente poseen derecho a la vida, por cuanto son autoconscientes y muestran interés en su futuro, en continuar viviendo. Además, no cabe descartar que algunos pacientes considerados en EV en realidad se encuentran en un estado similar al “síndrome del en-cerrado” (locked-in syndrome), que suele producirse como resultado de un golpe en el tronco cerebral. En estos casos una persona está plenamente consciente, pero incapaz de movimientos voluntarios. Las personas sumergidas en este estado, al contar con todas sus capacidades mentales, aunque no físicas, poseen pleno derecho a la vida, si así lo deciden. Sin embargo, los neuroéticos de Oxford, al analizar el caso de la paciente en EV, estudiado en el centro de Cambridge y Liege, consideran que los resultados neurocientíficos apuntan a que algunos pacientes actualmente diagnosticados en EV, según el patrón establecido, poseen un grado de consciencia que los acerca a los que se encuentran en un EMC, y no al síndrome de los “en-cerrados”. La consciencia transitoria y fluctuante que contemplamos en algunos pacientes en EMC no asegura un estado moral pleno. Sólo en aquellos casos en los que los estados mentales de la persona estén apropiadamente conectados entre sí, podríamos hablar de que dicha persona posee un estado moral pleno y, por tanto, derecho a la vida. De todos modos, el hecho de que la Neuroimagen nos muestre que algún enfer-
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mo en EV posee cierto grado de consciencia en un momento dado, no significa que posea un estado moral pleno. Aunque sea así, puede estar indicándonos esta investigación que cabe alguna posibilidad de recuperación, y con ello de que el paciente en cuestión alcance de nuevo un estatus moral pleno. En este caso, los filósofos de Oxford consideran que es justificable mantener a un paciente en vida si existen, según los avances en Neuroimagen, posibilidades de recuperación en un futuro. Sin embargo, aun reconociendo la precisión de diagnóstico con las nuevas técnicas, los investigadores Levy y Savulescu expresan sus matizaciones: Si la paciente es consciente, entonces es una paciente moral; importa –en términos morales– cómo la tratamos. No podemos causarle dolor, a menos que haya una buena razón para provocarlo. Sin embargo, no tenemos una razón para mantenerla en la existencia. En efecto, dado que las decisiones sobre el tratamiento de la paciente se toman en contextos en los cuales los recursos son escasos, la evidencia de que la paciente ni es autoconsciente ni capaz de auto-consciencia puede ser interpretada como evidencia de que tenemos una razón concluyente para no mantenerla en la existencia… Rechazamos completamente la idea de que necesitamos alguna evidencia de la ausencia de consciencia antes de que podamos concluir justificadamente que falta tal consciencia. Algunas veces, ausencia de evidencia es evidencia de ausencia… Teniendo presente el estado actual de los estudios de la consciencia, creemos que podemos –moderadamente– llegar a la conclusión fiable de la ausencia de estados de consciencia a partir de la ausencia de ciertos tipos de reacciones neurales… Hemos argumentado que si la investigación muestra que la paciente es fenoménicamente consciente pero no autoconsciente, se justifica tomar en consideración sus experiencias, pero no mantenerla viva (24, pp. 368-369).
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De estas investigaciones no puede derivarse que la paciente que ha podido responder “sí” o “no” con la activación de diversas zonas cerebrales (motora, imaginarse jugando al tenis; espacial, paseando por la propia casa) posee plena consciencia del entorno y de sí misma, como podría ser el caso de un paciente con síndrome de “encerrado”. Parece ser que la capacidad de responder del modo indicado “sí” o “no” viene a demostrar, más bien, que nos encontramos ante una paciente en EMC. A nadie se le escapa que mínima consciencia no equivale a consciencia normal. Aquella es transitoria y de débil calidad. Sin embargo, teniendo en cuenta que la actividad que tenía que realizar la paciente en EV investigada en Cambridge consistía en varias etapas (entender la pregunta, imaginar, afán de responder “sí” o “no”, esperar varios segundos hasta responder otras preguntas…), y, sobre todo, en aprender un método de comunicación, ello nos muestra que, en realidad, dicha paciente tendría que ser diagnosticada en EMC. No obstante, si entendemos por “persona” una serie de propiedades psicológicas duraderas en el tiempo, como, por ejemplo, la memoria, el carácter, la singularidad, etc, vinculadas a la capacidad de autoconsciencia, o al menos a cierto grado de lo que Block llama access consciouness (consciencia informada), cabría dudar, según los expertos de Oxford, de que la “persona” que estaba sana esté, en realidad, todavía allí, en el cerebro dañado. Y, además, dada la escasa calidad de la consciencia en los enfermos que se encuentran en EMC, no resulta del todo convincente afirmar que este estado de consciencia débil y transitorio sea en verdad algo beneficioso para el paciente. Según los expertos de Oxford, poseer este mínimo grado de consciencia puede ser algo peor que estar completamente inconsciente (13, 17, 24, 35). Según mi interpretación de este debate ético-filosófico, dos son las conclusiones que los profesores de Oxford destacan de la investiga-
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ción de Cambridge arriba presentada: una negativa y la otra positiva. La primera: la demostración de que algún grado de consciencia poseen los enfermos diagnosticados en EV no contribuye en absoluto a resolver las dudas morales suscitadas ante estos casos límite, más bien estos estudios ofrecen incluso alguna razón de peso para considerar que está justificado moralmente no prolongar la existencia de tales pacientes, a fin de evitarles los sufrimientos que pueden originar las “ráfagas transitorias” –podría decirse– de consciencia. La segunda conclusión, en términos positivos, podría formularse de este modo: la mejor contribución de estas investigaciones de Cambridge y Liege es que con las imágenes que nos proporciona la Resonancia Magnética, derivadas de este nuevo método de interacción con quienes padecen daños graves en las funciones cerebrales, estamos alcanzando mayor precisión en el diagnóstico del estado del paciente. Es bien sabido lo difícil que resulta diferenciar con total claridad entre el EV y EMC. Sabiendo que el EMC es transitorio, la ausencia de consciencia durante una “entrevista” clínica a través de la Resonancia Magnética puede que no sea equivalente a la ausencia total de la consciencia. Pero la reiteración de los estudios para entablar algún tipo de contacto con tales pacientes y los resultados que se obtenga con ello, nos indicarán con mayor exactitud si estamos o no ante pacientes que han sido mal diagnosticados en EV, y que están más cerca del EMC. Así pues, los neuroéticos de Oxford coinciden todos ellos en señalar que sí estamos en verdad ante una nueva herramienta de diagnóstico, que sí merece la pena seguir investigando para conocer mejor qué tipo de pacientes puede albergar alguna esperanza de recuperación parcial. Sin embargo, desde el punto de vista moral, que es el principal en Neuroética, según los autores de Oxford escasas justificaciones nos ofrecen estas investigaciones para seguir manteniendo vivos a los pacientes correctamente diagnosticados en EV, y que se encuentran ya en la fase permanente, es decir, irreversible.
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5. Aplicación de los principios de Bioética
Tras lo expuesto, me atrevería a afirmar que el problema ético fundamental que se suscita, y que la Neuroética Práctica ha de hacerse cargo, sería, en realidad, el siguiente: ¿Se justifica o no moralmente la retirada del tratamiento que mantiene en vida a los pacientes en EV si constatamos en ellos algún grado de consciencia a través de la Neuroimagen? Tendremos que ver algunos argumentos a favor de retirar el tratamiento y cuidados (aunque hayamos constatado algún grado de consciencia) y otros argumentos en contra de retirar el tratamiento justamente por constatar en algunos pacientes diagnosticados en EV, a través de la Resonancia Magnética, capacidad de sufrir, pero también de experimentar placer. Es claro que estamos ante un problema que la Bioética ha tratado desde hace años. Podremos comprobar una vez más que lo que denomino Neuroética Práctica constituye algo así como una rama de la Bioética, aunque ha de tener muy en cuenta las diversas implicaciones morales que los avances en la Neurociencia generan. Por lo dicho, no hay que descartar, a mi juicio, como método válido la clarificación del problema moral a través de los cuatro principios de la Bioética (autonomía, beneficencia, no-maleficencia y justicia), pero presentados a la luz de lo que la Neuroimagen aporta en relación al grado de consciencia que experimentan los pacientes diagnosticados en EV. Voy a aplicar brevemente los cuatro principios bioéticos a cada tipo de pacientes con grado distinto de consciencia. Será posible, con este método, ofrecer una especie de gráfico-cuadro en el que se aplique por separado el núcleo de cada principio a cada tipo de paciente según el nivel de consciencia que refleje la Resonancia Magnética. No voy a entrar en la jerarquización de los principios, tan bien estructurada entre nosotros por el profesor Diego Gracia, renombrado experto en Bioética (14). Sólo pretendo mostrar qué nos diría, a mi
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juicio, el núcleo de cada principio sobre cada tipología de paciente, y las consecuencias prácticas que de ello se deriva. En términos sencillos, y sintetizando las investigaciones de Cambridge y Liege a que me he referido reiteradamente a lo largo de estas páginas, serían tres las posibles interpretaciones del diagnóstico de la consciencia que nos ofrecen las nuevas técnicas de Neuroimagen: estado de no consciencia (ENC), estado de mínima consciencia (EMC), estado de plena consciencia (EPC). ¿Cómo nos orientan los principios bioéticos según estos grados de consciencia? 5.1. Estado de no consciencia (ENC)
Es posible mantener que las respuestas cerebrales a las instrucciones que los investigadores presentan a los diagnosticados en EV son, en realidad, meras respuestas automáticas, y no un reflejo de consciencia de los estímulos. En realidad, tales pacientes carecen de todo tipo de consciencia (fenoménica, informada y, por supuesto, de la autoconsciencia). a) Desde la autonomía: sólo sería posible ejercerla si el paciente en cuestión hubiera dado a conocer su personal decisión a familiares o amigos antes de llegar a esta situación de pérdida irreversible de la consciencia, o al dejar constancia en sus últimas voluntades de que no desea continuar (o sí) viviendo si se constata de modo fehaciente, al menos según los conocimientos neurocientíficos del momento, que se halla en ENC, aunque pueda dar algunas respuestas automáticas y reflejas a determinadas preguntas. b) Desde la beneficencia: si el paciente en ENC con seguridad carece de todo grado de consciencia, incluso de la fenoménica, es decir, de la capacidad de sentir placer y dolor, no parece que pueda decirse, con rigor, que por el bien del enfermo merece la pena mante-
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nerlo en vida. Serán otras razones (o emociones) las que nos impulsarán a desear que siga, al menos su cuerpo, entre nosotros. c) Desde la no-maleficencia: se justifica que los doctores y familiares hagan todo lo posible por evitar algún tipo de dolor o sufrimiento en el paciente, si tenemos alguna duda respecto de su consciencia fenoménica. Sin embargo, no parece que este principio ampare el que un paciente en estado vegetativo permanente, con pérdida irreversible de consciencia, según la Resonancia Magnética y otras técnicas, haya de ser mantenido vivo durante años en ENC. Se supone que si se le deja morir le perjudicaríamos en su interés por vivir, le ocasionaríamos algún mal. Sin embargo, esto no resulta del todo claro. La muerte, al menos para el paciente, no es peor que el estado vegetativo permanente (sin ninguna consciencia). Otra cuestión es que para los familiares, por diversas razones y emociones, sea doloroso dejar de ver definitivamente a un ser querido. Pero si, según este principio, se trata de evitar a toda costa el daño innecesario a un paciente, no se justificaría mantener en vida a quienes se hallan en EV permanente. Hay quien afirma que dejar morir a un organismo humano sin consciencia fenoménica sería equivalente a causarle dolor o sufrimiento. Pero ello no se ajusta a lo que señalan los avances neurocientíficos. d) Y desde el principio de justicia, entendido como la distribución de los recursos médicos de modo equitativo en un determinado contexto hospitalario y social, se plantearía la conveniencia de que estos pacientes en ENC, al no tener ninguna posibilidad de recuperación psíquica y física, pudieran morir sin dolor. Mantenerlos en la existencia con toda clase de cuidados genera desgaste de capital humano y de energías clínicas y técnicas, cuyo empleo parece más razonable que se aplique (cuando contamos con escasos recursos) a pacientes que cuentan con alguna posibilidad de recuperación, aunque sea remota (por ejemplo, quienes se hallan, como vamos a ver, en EMC).
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5.2. Estado de mínima consciencia (EMC)
Parece ser, como hemos mostrado en páginas anteriores, que algunos pacientes diagnosticados en EV responden a los estímulos con determinados cambios funcionales detectables por la Neuroimagen, en concreto, por la Resonancia Magnética funcional. Se podría decir que son conscientes de un modo intermitente, de ellos mismos y de lo que les rodea, aunque sea de forma deficiente. Así pues, experimentan una mínima consciencia de lo que les esta pasando, lo cual puede ser interpretado como que están saliendo del EV persistente y situándose en EMC. a) Desde la autonomía: nos encontramos, en parte, en la misma situación que en el anterior apartado. El paciente ha podido ejercer su autonomía dando a conocer su voluntad de no permanecer (o sí permanecer) en esta situación de mínima consciencia, ya sea a través de reiterados comentarios a sus familiares y amigos, o a través de algún documento de voluntades anticipadas. No obstante, según lo investigado en Cambridge, sería posible entablar un cierto “diálogo” con algunos de estos pacientes, capaces de responder “sí” (imaginarse jugando al tenis) o “no” (imaginarse recorriendo la propia casa) a preguntas sencillas sobre su situación familiar o incluso sobre su experiencia de dolor o placer. Pues bien, igualmente cabría formularles la pregunta de si desean continuar viviendo en esta situación de mínima consciencia o prefieren morir. Aunque resulta algo dramático formular esta pregunta a quienes puedan responder con diversas actividades cerebrales provocadas por procesos imaginativos, no tiene sentido descartarla si queremos conocer bien lo que sienten y desean tales pacientes, y respetar su autonomía. b) Desde la beneficencia: Si los pacientes en EMC tiene la posibilidad de experimentar placer y dolor, hemos de plantearnos qué es lo mejor para ellos. Quizá merezca la pena cuidarlos y facilitarles las
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máximas gratificaciones posibles a fin de que podamos estar seguros de que es beneficioso para ellos continuar en la existencia, que merece la pena las atenciones que reciben; por la consciencia fenoménica e informada que experimentan, aunque sea transitoriamente, sus sensaciones agradables de bienestar pueden ser superiores a las desagradables. c) Desde la no-maleficencia: Si según las investigaciones de Cambridge tales pacientes en EMC pueden experimentar placer y dolor, hemos de pensar que es posible que con nuestros cuidados les estemos provocando, sin pretenderlo, sufrimientos psíquicos de todo tipo, terribles y de difícil consuelo: angustia, desesperación, soledad, confusión, miedo, frustración, abatimiento, impotencia… Y esta posibilidad, que muestran los avances neurocientíficos recientes, debe hacernos recapacitar sobre si no sería nuestra obligación moral evitar estos sufrimientos psíquicos innecesarios a los pacientes en EMC. Quizá estemos “torturando”, sin pretenderlo, a enfermos que hace pocos años no sabíamos qué grado de consciencia experimentaban, pero que ahora, gracias a la Neuroimagen, es constatable que algunos pacientes diagnosticados en EV pueden padecer sufrimientos psíquicos inimaginables para quienes disfrutamos de salud. Desde el principio de no-maleficencia creo que se justificaría no continuar con los cuidados y tratamientos, ciertamente fútiles, que pueden estar agravando y prolongando innecesariamente el sufrimiento de quienes se encuentran en EMC. d) Desde la justicia: Por otro lado, si los avances en Neuroimagen son capaces de señalarnos que algunos pacientes diagnosticados en EV en realidad se encuentran en EMC, lo que supone, para algunos expertos, que cabe alguna posibilidad de recuperación gradual, ello justificaría continuar un tratamiento o cuidado que acreciente dicha mejora. Dije en su momento que lo más positivo de las investigaciones de Cambridge es que, a partir de ahora, será posible afinar con
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mayor precisión en el diagnóstico de estos pacientes, y señalar algunas posibilidades de recuperación. De este modo, y por respeto al principio de justicia, sería a estos enfermos –entre quienes están diagnosticados en EV– a quienes habría que continuar atendiendo y cuidando, siempre y cuando el esfuerzo de capital humano y de los costes técnicos no perjudiquen de modo grave la atención y el cuidado de otros tipos de enfermos con mejores expectativas de recuperación. 5.3. Estado de plena consciencia (EPC)
A los pacientes que pueden obedecer instrucciones y mostrar pautas de activación en las representaciones funcionales de las imágenes cerebrales, cabría considerarlos como conscientes de su entorno y de ellos mismos. Estos pacientes no están propiamente en EV, sino más bien en lo que se denomina en inglés “locked-in syndrome” (cuyas siglas utilizadas por los expertos son LIS), y que es posible traducir por el “síndrome del en-cerrado”. ¿Cómo aplicar aquí los principios de la Bioética? Al ser considerados pacientes en estado de plena consciencia (EPC), y por tanto, capaces de valorar su propia situación, la perspectiva ética resulta menos conflictiva, aun siendo su situación realmente dramática, como cabe imaginar y nos consta gracias a algunas opiniones expresadas por estos pacientes en escritos diversos (1, 18). a) Desde la autonomía: Estos pacientes, que se encuentra en EPC, son capaces de valorar su situación y pueden manifestar de algún modo, gracias a los avances técnicos en el sistema de comunicación informática, su voluntad expresa de continuar viviendo en estas condiciones, o de rechazar permanecer en tan extremo estado. En estas circunstancias la autonomía no queda dañada. Son plenamente conscientes y competentes para dar a conocer sus estados de ánimo, dolores, angustias, preocupaciones, deseos, en definitiva, su voluntad.
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Cabe tratarlos con analgésicos, ansiolíticos, antidepresivos, dado que los médicos y familiares pueden comunicarse con quienes han sido diagnosticados correctamente en EPC y conocer sus necesidades. Otro problema, ciertamente grave, surge cuando estamos ante pacientes diagnosticados en EV y, sin embargo, por falta de medios técnicos, no sabemos que se encuentran en EPC, “en-cerrados” en un cuerpo que no puede moverse ni expresar absolutamente nada. Sin embargo, en los correctamente diagnosticados, es posible conocer sus pensamientos, y por ello respetar su voluntad de continuar viviendo, con todos los medios y tratamientos necesarios, o la de dejar de vivir, si así reiteradamente lo desean. Son tan extremas estas circunstancias, que algunos prefieren morir, mas otros desean vivir, o al menos, contemplar la vida de sus seres queridos que les rodean y les muestran cariño y amor. La autonomía puede ser ejercida, a pesar de todo, por estos pacientes. b) Desde la beneficencia: El hecho de que puedan comunicarse estos pacientes en EPC, nos ayuda a calibrar si en verdad lo mejor para ellos es vivir. Si consideramos la capacidad de autoconsciencia un valor en sí mismo que merece la pena conservar, podemos pensar que la existencia de un ser plenamente consciente, aunque inmóvil, ha de protegerse y cuidarse. Estamos obligados moralmente a poner todos los medios humanos y técnicos para que estos enfermos puedan disfrutar de una vida digna y que ellos mismos prefieran vivir, aun encontrándose en circunstancias tan extremas y difíciles de soportar mentalmente. Es correcto pensar que buscar su propio bien implica ayudarles a vivir con las máximas comodidades. Tienen total derecho a ser atendidos, a pesar de los costes de todo tipo que ello pueda ocasionar. c) Desde la no-maleficencia: Sin embargo, hemos de reconocer que aun esforzándose los médicos y familiares en atender a los pacien-
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tes en EPC del mejor modo posible, ello no nos garantiza que evitemos los dolores y sufrimientos que tan extrema situación origina. Se ha de estar seguro de que no se daña ni se provocan experiencias desagradables en tales pacientes. Estamos obligados moralmente a atenderles en todas sus necesidades, evitando a toda costa perjudicarles lo más mínimo. No obstante, siempre cabe la posibilidad de que, a pesar de nuestros esfuerzos, estemos provocando daños en su cuerpo y en su mente, de los cuales no tengamos constancia. El paciente puede percibir esta situación tan dolorosa y tan perjudicial que se ha de tener bien presente este principio ético para comprender que, en algunos casos, obligar a vivir contra su voluntad a quien padece tan extrema situación de incomunicación constituye otro grado de tortura que no tenemos derecho a imponer. d) Desde la justicia: Teniendo en cuenta que quienes se encuentran en EPC pueden desear continuar viviendo, y son plenamente conscientes de su situación, este principio justificaría el emplear todos los medios para atender y cuidar a tales pacientes, a pesar de la escasez de recursos sanitarios y técnicos de que se dispone. La justicia exige que estos pacientes, con plena consciencia pero sin autonomía física, han de ser atendidos hasta el final de sus días, procurando buscar lo mejor para ellos y evitándoles cualquier experiencia dolorosa o desagradable en sus frágiles vidas.
6. Referencias bibliográficas
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4 Muerte cerebral: debates éticos
1. Contexto social y clarificación conceptual
En agosto de 1968 una comisión de la Harvard Medical School publicó el célebre informe sobre la definición de muerte encefálica en el que establecía una serie de criterios para diagnosticar la muerte, que han inspirado otros posteriores más refinados y aprobados por la mayoría de los países industrializados, a excepción de Japón. El Comité ad hoc de la Facultad de Medicina de Harvard, al que se le asignó la nada fácil tarea de ofrecer un examen de la muerte cerebral (o con mayor exactitud, “muerte encefálica”), estaba compuesto por diez miembros de la profesión médica, un abogado, un historiador y un teólogo (1). Parece ser que la razón principal (si damos crédito a la carta que el futuro presidente de tal comité –Henry Beecher– envió al Decano de la Facultad de Medicina de Harvard por aquel entonces, el doctor Robert Ebert) no era otra que la que se manifiesta en una de las frases más significativas del manuscrito: “todos los hospitales tienen multitud de pacientes a la espera de donantes compatibles” (34, p. 317). Poco después de esta carta y de los trasplantes de corazón realizados por el doctor Barnard a mediados de los sesenta (11,16), aquel Decano propuso al doctor Beecher que presidiera el que ha
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pasado a la historia como el “Comité de Muerte Cerebral de Harvard”, y su Informe como el documento más autorizado para amparar decisiones médicas hasta entonces de dudosa moralidad, no sólo en EE.UU, sino en la casi totalidad de países desarrollados (4). No podemos obviar, a fin de comprender mejor el núcleo del debate ético, el párrafo central en el que se declara la tarea que dicho Comité se había propuesto y las razones que le impulsaron: El principal propósito que nos guía es definir el coma irreversible como un nuevo criterio de muerte. Dos son las razones que hacen necesario esta definición: 1) los avances en los medios capaces de resucitar y sostener la vida han empujado a la realización de esfuerzos cada vez mayores para salvar a enfermos que están desesperadamente lesionados. En ocasiones, estos esfuerzos obtienen sólo un éxito parcial, con lo cual el resultado es un individuo cuyo corazón sigue latiendo, pero cuyo cerebro está irreversiblemente dañado. La carga es grande tanto para los pacientes que sufren una pérdida intelectual definitiva y para sus familias, como también para los hospitales y para todo el que espera una cama libre ocupada por uno de estos pacientes comatosos. 2) Los criterios ya obsoletos de la definición de muerte pueden generar polémicas en el momento de obtener órganos para los trasplantes. Los rasgos que a continuación señala el Informe de Harvard como los propios de una muerte encefálica o “coma irreversible” son los siguientes: ausencia de respuestas corticales (los estímulos dolorosos no provocan respuesta alguna); ausencia de movimiento, ya sea inducido o espontáneo; ausencia de respiración espontánea, por lo que es necesario un respirador artificial; ausencia de reflejos del tronco cerebral (por ejemplo, contracción pupilar a la luz). Todas estas características han de mantenerse al menos durante 24 horas, y
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se ha de estar seguro de que no existe ninguna intoxicación por drogas ni hipotermia. También se recomendaba comprobar si el electroencefalograma resultaba ser plano. Por tanto, cabe afirmar que el diagnóstico propuesto por la Universidad de Harvard puede ser considerado como un diagnóstico de “muerte cerebral total” (24), por cuanto refleja el cese irreversible de todas las funciones del encéfalo. Si se acepta que el concepto de muerte encefálica remite a la destrucción del tejido nervioso de todo el cerebro, las pruebas definitivas serían aquellas que demostrasen tal lesión mortal. No obstante, según lo indicado en los criterios arriba señalados, se ha de distinguir entre las funciones del tronco cerebral y las derivadas de la corteza cerebral, cuyas diferencias se fueron estableciendo con mayor rigor de diagnóstico años después de la formulación de Harvard, y que hoy los avances en Neurociencia explicitan de modo preciso (20, 23, 37, 38). A efectos de comprender mejor los diversos problemas morales que suscita la muerte encefálica, conviene esquematizar la estructura del encéfalo. El cerebro consta de dos partes: la superior y la inferior. Aquélla está compuesta de los dos hemisferios y de la corteza cerebral. Es aquí donde se puede localizar todo lo referente a la consciencia de la persona (ver, oír, sentir, experimentar placer, dolor, proponerse intenciones y objetivos, tener deseos, memoria, capacidad lingüística.). Por otro lado, la parte inferior del cerebro –el tronco encefálico– posibilita la activación de todo lo que hacemos inconscientemente (respiración, latidos del corazón, actos reflejos). Si alguien tiene la parte superior destruida, pero el tronco funciona con normalidad, puede seguir respirando y su corazón bombeando, aunque carezca totalmente de consciencia. Y aquí se encuentra uno de los problemas más graves, dado que estamos en ese caso ante un estado vegetativo permanente (que se ha tratado en el anterior capítulo), una muerte cortical, o un bebé anencefálico. Aun siendo situaciones distintas,
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como veremos, todas ellas coinciden en que el tronco funciona –hay actos reflejos en el cuerpo– mientras la corteza cerebral no (el sujeto en cuestión carece de la más mínima consciencia), lo que originará distinciones antropológicas de especial relevancia para el análisis moral del diagnóstico de muerte cerebral (3, 19). Sigamos con el Comité de Harvard: por un lado identificaba el “coma irreversible” con muerte encefálica, cuando en un determinado sujeto no se percibe ninguna actividad cerebral constatable a través de los avances en Neuroimagen ni actividades físicas dependientes del cerebro (respiración espontánea y reflejos). Y por otro lado, este mismo Comité equiparó la muerte encefálica con la “muerte de todo el cuerpo” (de un determinado paciente). Lo cual es sumamente importante. Supone una declaración oficial del fallecimiento y, como consecuencia, la interrupción de todos los soportes vitales, medidas de mantenimiento o ayudas funcionales artificiales, como el respirador. Una vez declarado oficialmente el fallecimiento, es posible extraer los órganos para ser trasplantados a pacientes que los necesiten. El Comité no llega a especificar si para realizar los trasplantes es necesaria la interrupción de las ayudas funcionales artificiales. A efectos de comprender mejor el debate moral suscitado en torno a este nuevo diagnóstico de muerte, conviene insistir una vez más en lo siguiente: el párrafo anteriormente recogido da a entender que el establecimiento de esta nueva definición de muerte es del todo necesario por dos razones: la primera, para liberar a los pacientes y familiares –sin olvidar los escasos recursos médicos– de la carga que supone la prolongación indefinida (años) de un “coma irreversible”; y la segunda, a fin de subsanar todas las dificultades (técnicas y morales) que provoca la extracción de órganos para trasplantes (2, 16). Las técnicas de soporte vital permiten hoy mantener artificialmente las funciones respiratorias y circulatorias de un paciente des-
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pués de que haya sido considerado “muerto” por haber perdido irreversiblemente las funciones de todo el encéfalo. Y esto exigía un cambio en los criterios clínicos de muerte, que anteriormente se basaban en el paro cardio-respiratorio. La destrucción del encéfalo o el cese irreversible de sus funciones han ofrecido la posibilidad de diagnosticar la muerte con criterios no cardiopulmonares. Sin ánimo de ser exhaustivo, conviene aclarar la denominación ambigua y extendida de “muerte cerebral” en orden a evitar confusiones y a percibir mejor sus implicaciones morales. En primer lugar, se ha de señalar que en este nuevo diagnóstico el término “muerte” en unas ocasiones remite al cese irreversible de las funciones del cerebro (la llamaré “sentido funcional de muerte”) y en otras a la destrucción de las células nerviosas (“sentido estructural de muerte”). Bien es verdad que las lesiones funcionales que detectan los procedimientos de diagnóstico recomendados y las técnicas de Neuroimagen son irreversibles. Tales pérdidas de función sólo pueden ocurrir cuando se han producido daños estructurales irreparables, aunque éstos no sean detectables aún. Sin embargo, no es del todo correcto identificar ambos sentidos de muerte. En el primero no sería necesario que apareciesen cambios estructurales en el cerebro en cuanto tal, basta la pérdida de la función para hablar de muerte. En el segundo se requiere constatar un infarto masivo de toda la sustancia nerviosa existente en la cavidad craneal, es decir, una lesión física y estructural que origina, de forma derivada, la pérdida permanente y total de las funciones encefálicas, sean las de la corteza o las del tronco. En segundo lugar, se producen confusiones cuando utilizamos el adjetivo “cerebral”. La denominación ya generalizada de “muerte cerebral” viene a ser una traducción incorrecta de brain death, que en sentido estricto se ha de traducir por “muerte encefálica”, pues podría
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remitir tanto a todo el encéfalo (whole brain death) o a una parte del mismo, sea el tronco cerebral (brainstem death) o la corteza cerebral (higher brain death: muerte del cerebro superior). Si tenemos presente las diferentes partes del encéfalo así como los dos sentidos de muerte –el funcional y el estructural– es posible hablar de cese irreversible de las funciones propias de: a) la corteza cerebral (los seres humanos mueren cuando las capacidades cognoscitivas como la consciencia, identidad, memoria, etc., que están vinculadas a esta parte del encéfalo, se pierden para siempre); b) el tronco cerebral (los seres humanos mueren cuando las funciones propias del tronco como la movilidad, reflejos, respiración espontánea, etc. cesan de modo irrecuperable); c) todo el encéfalo (los seres humanos mueren cuando las funciones de todo el cerebro –corteza y tronco, que incluye también el diencéfalo y mesencéfalo– se pierden definitivamente). Y si nos fijamos en lo que he llamado “sentido estructural de muerte”, entendiendo por ello la destrucción de las neuronas o células nerviosas, podríamos señalar que esta destrucción puede afectar principalmente: a) a la corteza cerebral (los seres humanos mueren cuando la destrucción del córtex genera una pérdida permanente de los elementos básicos que constituyen una personalidad); b) al tronco cerebral (los seres humanos mueren cuando la destrucción del tronco impide de hecho el desarrollo de sus funciones específicas, pero también las propias de la corteza y, por tanto, dicha destrucción es ya suficiente para considerar que estamos ante la muerte de todo el cerebro); c) a todo el encéfalo (los seres humanos mueren cuando están destruidos tanto los hemisferios cerebrales como el tronco, de tal forma que el contenido de la cavidad craneal presenta daños estructurales que de ningún modo pueden ser subsanados).
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2. Cuestiones médicas
Teniendo en cuenta estas diversas concepciones de la muerte cerebral o encefálica, se ha de afirmar que si es entendida como el cese irreversible de las funciones del encéfalo (sentido “funcional” de muerte) esto comporta algún que otro problema para un diagnóstico seguro, y sobre todo, para garantizar la no reversibilidad de las funciones. Es decir, si no existe la destrucción de tejidos (lo que denominé sentido “estructural” de muerte), no se puede aseverar con total certeza que la pérdida de las funciones implique la destrucción material de los tejidos y células que posibilitan tales funciones –los médicos lo llaman “destrucción tisular”–. Dicho de otro modo: cuando hay destrucción, necesariamente hay pérdida de funciones; sin embargo, de lo contrario no tenemos certeza: a partir de una pérdida de función no se puede afirmar la destrucción de las condiciones materiales que la ha posibilitado. Sólo el diagnóstico de la destrucción es seguro. Se han dado casos de niños o individuos intoxicados por barbitúricos que, aunque cesaron las diversas funciones del encéfalo y se pensaba que este cese era irreversible, fue posible el “retorno a la vida”. Los medios de comunicación en no pocas ocasiones han relatado estos sorprendentes fenómenos de recuperación. Por otro lado, si interpretamos la muerte cerebral o encefálica como la destrucción de las células de la corteza o parte superior del cerebro que regula nuestra conciencia, identidad, memoria, capacidad lingüística, etc., se presentan no pocos problemas. Por ejemplo, los anencéfalos (es decir, aquellos niños que nacen sin el cerebro superior) no tendrían que ser considerados como humanos, y los pacientes en estado vegetativo permanente (EVP) tendrían que ser reconocidos como muertos, dado que no pueden desempeñar estas actividades superiores. Sin embargo, tal tesis genera algunas dudas morales y antropológicas, por no decir también jurídicas (ninguna legislación
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vigente acepta como criterio de muerte la lesión cortical irreversible con preservación del tronco). Se mantiene la tesis de que en estos casos extremos no constituye obligación moral suministrar al paciente medios terapéuticos extraordinarios, aunque –y ello también está sujeto a discusión moral– sí la hidratación y nutrición en tanto que constituyen medios ordinarios de tratamiento al que todo paciente tiene derecho. Hay quienes consideran (como mostré en el capítulo anterior), y esta tesis es clave para comprender el núcleo del debate ético, que por muerte se ha de entender justamente la pérdida de la autoconsciencia o de la identidad personal, que es justamente lo que provoca la destrucción de la corteza cerebral. Basta con el diagnóstico de esta pérdida constitutiva y estructural de las funciones propias de la parte superior del encéfalo para estar seguros de que “alguien” ha pasado a ser “algo”, un cadáver, de que una “persona” se ha convertido en mero “organismo humano” (8). Más tarde se ha de tratar este punto que, a mi juicio, es nuclear a partir de los avances neurocientíficos. La Neuroética Práctica ha de tenerlo muy presente en las reflexiones morales que construye. Cabe también señalar que si se trata de que el organismo funcione como un todo o muera como un todo, ello depende especialmente de la destrucción del tronco encefálico. Es bien sabido que el tronco posibilita las funciones motoras, vegetativas y sensitivas, todas ellas inconscientes. Así pues, se da el caso de que puede la corteza de un cerebro estar lesionada de modo irreversible y, sin embargo, si el tronco no ha sufrido daño alguno, los órganos pueden vivir cierto tiempo (dependiendo de diversos factores) y seguir funcionando con toda normalidad de modo coordinado (17). Bien es verdad que, según la experiencia clínica, resulta un tanto difícil que pueda seguir existiendo actividad del córtex mucho después de que desaparezcan las funciones del tronco encefálico. No obstante, en algunas ocasiones pueden producirse estas extrañas situaciones clínicas: la muerte del tron-
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co se produciría mucho antes de que apareciese la muerte de los hemisferios cerebrales. De este modo, alguien podría contar con cierto grado de consciencia y, sin embargo, por la destrucción del tronco, no poseer posibilidad alguna de comunicarse con el exterior. E incluso se han narrado casos de sujetos que han conservado la integridad de las facultades mentales a pesar de la destrucción del tronco cerebral y, por tanto, no pueden moverse de ningún modo mientras mantienen capacidades corticales. A ello me he referido en el anterior capítulo como los pacientes con el síndrome de “en-cerrados” (en inglés: locked-in syndrome). Aunque son casos extrañísimos (nadie acepta hoy que un paciente con corteza cerebral en funcionamiento sea declarado muerto), nos pueden ayudar a comprender qué podría pasar si aceptamos a la ligera la muerte del tronco como la “muerte total”: estaríamos matando a alguien que no puede moverse ni quejarse. Los perjuicios físicos y psíquicos de este tipo de muerte son evidentes. Los avances en Neuroimagen están contribuyendo de modo eficaz a diagnosticar correctamente a estos pacientes y a no considerarlos cerebralmente muertos. Ante los problemas que generan las tres posiciones anteriormente esquematizadas hay un cierto consenso científico (fundamento de la legislación vigente sobre el particular) según el cual, en sentido estricto, la muerte encefálica será aquella que nos manifieste la destrucción de todo el cerebro (se comprobará más tarde que algunos destacados filósofos matizan este consenso por razones antropológico-morales debatibles, pero coherentes). Este parece ser el criterio más seguro, y a cuyo mejor conocimiento contribuyen los avances en Neuroimagen. No es suficiente el cese de alguna de las funciones encefálicas. Se requiere la destrucción del encéfalo para hablar en sentido pleno de muerte de un sujeto humano; sólo entonces podemos estar seguros de la irreversibilidad de las funciones y la ausencia de vida humana (aunque en la mayoría de los casos se puede diagnosticar por criterios de
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exploración clínica que ofrecen garantías de irreversibilidad funcional sin necesidad de demostrar lesiones estructurales macroscópicas). Este tipo de muerte cerebral total ofrece, a primera vista, mayor consistencia que la muerte del córtex o que la muerte del tronco. Los problemas a los que antes aludimos quedarían superados (29, 30, 31). Pero la perspectiva moral sigue ofreciendo razones de peso para defender que la muerte encefálica consiste en la pérdida irreversible de las funciones de la corteza cerebral, que constituye la base de las capacidades y facultades específicamente humanas (25). Sin embargo, la posición más generalizada sobre la muerte encefálica podría sintetizarse en estos términos: “Pérdida de funciones cognoscitivas, pérdida de la coordinación de los sistemas vitales y garantía de la irreversibilidad del proceso, constituyen los tres elementos decisivos para considerar la destrucción de todo el encéfalo como el criterio más adecuado de muerte cerebral” (6, p. 79). El problema clave unido a esta delimitación de la muerte encefálica total es el de su diagnóstico, que escapa de mis objetivos, y del que los nuevos avances en Neuroimagen manifiestan alta credibilidad. El principal propósito de este apartado no era otro que el de sugerir algunos de los problemas médicos más llamativos que suscitan las diversas concepciones de muerte encefálica, en orden a ofrecer las líneas por donde ha ido transcurriendo durante estos últimos años el complejo debate moral y antropológico. Entremos pues en dos de las más significativas posiciones éticas, una de inspiración kantiana defendida por Hans Jonas [3], y otra de base utilitarista, la representada por Peter Singer [4]. Concluiré con unas personales reflexiones ético-antropológicas [5] a fin de mostrar la tensión moral de los problemas y la necesidad de mantener una posición ética abierta a los avances neurocientíficos y más fiel con lo que en realidad es la vida humana y la experiencia de ser “persona”.
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3. Límites morales de la definición de muerte cerebral (perspectiva kantiana)
Las reacciones de los filósofos ante la nueva definición de muerte presentada por el Comité de Harvard no se hicieron esperar. Entre ellas destaca especialmente la del pensador alemán afincado en EE.UU. tras la Segunda Guerra Mundial, Hans Jonas, quien cuenta con sólidas obras de temas éticos (12, 13, 14). En diversas ocasiones manifestó este discípulo de Heidegger los límites morales que habrían de establecerse ante el célebre informe de Harvard: “Muerte cerebral y banco de órganos humanos: sobre la definición pragmática de muerte” y “Técnicas del aplazamiento de la muerte y derecho a morir”, capítulos 10 y 11, respectivamente, de su valiosa obra Técnica, Medicina y Ética. Constituye el mejor ejercicio de reflexión ética de inspiración kantiana ante uno de los problemas bio-médicos más complejos. Al mes siguiente de la publicación del informe de Harvard Jonas aseveró que si tal Comité lo que pretendía era establecer cuándo debe permitirse o no la prolongación artificial de básicas funciones orgánicas (como, por ejemplo, el ritmo cardíaco), no se puede presentar ningún obstáculo a la nueva definición de muerte cerebral; es más, ni siquiera haría falta una nueva definición para establecer esta decisión práctica. Cuando se diagnostican lesiones cerebrales irreversibles y se cumplen los requisitos de una muerte cerebral –o de cualquier tipo de definición de muerte previamente acordada por la ciencia–, entonces el médico puede “dejar morir” al paciente en cuestión. En ello no hay ningún problema. Recuérdese que dos eran los principales propósitos que inspiraban el Comité de Harvard: el primero se refería a la conveniencia de suspender los soportes técnicos que mantienen artificialmente la vida de quien debería ser considerado cerebralmente muerto; y el segundo
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indicaba con brevedad que las anteriores concepciones de muerte originaban controversias a la hora de obtener órganos para trasplantes. Pues bien, aquí está, según Jonas, el problema clave. Amparándose la ciencia médica en la nueva definición de muerte, no sólo se puede detener el pulmón artificial, por ejemplo, sino que una vez considerado alguien “muerto”, se le puede mantener conectado, junto con otras medidas técnicas de soporte vital, a fin de conservar el organismo en un estado que, según las definiciones clásicas de muerte, equivale a estar “vivo”, mientras que para la nueva definición estaría el ser humano cerebralmente “muerto”. Se puede acceder, por tanto, sin ningún tipo de problema o traba moral, a los órganos y tejidos que las nuevas técnicas consiguen revitalizar funcionalmente. Al parecer de Jonas, el camino hacia el mantenimiento artificial de la vida para adquirir órganos humanos en buen estado de alguien considerado previamente “muerto”, se irá recorriendo en numerosos hospitales si no se ponen límites morales a estas nuevas técnicas de conservación y reserva artificial de órganos. Y esta práctica, que puede llevarse a término con el fin de realizar investigaciones ciertamente útiles para el avance de la ciencia médica y con la intención de mejorar la eficacia de los trasplantes, va más allá de una mera definición de muerte. Se cruzan dos problemas que han de quedar claramente diferenciados: uno se refiere a cuándo se ha de impedir el aplazamiento artificial de la muerte, y el otro a cuándo se justifica iniciar una intervención en un determinado cuerpo humano. Lo primero no ofrece mayor dificultad moral, aunque no sepamos con precisión dónde está la línea que divide la vida de la muerte; basta con dejar que la propia naturaleza recorra este proceso y atraviese las líneas que nos conducen del vivir al morir y al “estar muerto”. Cuando la ciencia médica está segura (según los medios técnicos de que dispone, entre ellos la Neuroimagen), de que el coma o la lesión cerebral es ya irreversible, entonces se justifica dejar de luchar contra la muerte.
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Sin embargo, para lo segundo, es decir, para violentar el cuerpo, sí se requiere una absoluta seguridad, de lo contrario estaríamos “torturando” a un ser humano. Y como, todavía hoy, no disponemos del conocimiento de la línea exacta que separa la vida de la muerte, no es suficiente la mera definición cerebral; necesitamos también de la muerte cardio-respiratoria (además de todas las posibles) antes de que los médicos emprendan contra el cuerpo humano una violencia dañina y destructiva. Esta dificultad exige poner límites a la definición de muerte propuesta por el Comité de Harvard. Si, según tal Informe, se considera que en las situaciones de coma irreversible se ha de detener, por ejemplo, el pulmón artificial y dejar morir al paciente, esto implica, según Jonas, que realmente y con integridad se deje morir al paciente hasta que todas las funciones orgánicas desaparezcan. De lo contrario, se está buscando amparo en una definición de muerte no con la intención de “dejar morir” (algo ciertamente loable desde un punto de vista ético), sino con el propósito de mantener en activo – con ayudas técnicas– el cuerpo humano cerebralmente muerto. De este modo, lo convertimos en una especie de “banco de órganos” que, gracias a las técnicas más avanzadas, está todavía del lado de la vida. Como nuestra certeza no es total, Jonas formula esta pregunta cuya legitimidad rechaza la mayoría de los médicos: “¿Quién puede saber si cuando el bisturí de disección empieza a cortar se asesta un shock, un último trauma, una sensación no cerebral, difusamente extendida, que todavía es capaz de sufrir y que nosotros mismos mantenemos viva con la función orgánica?” (13, p. 147). Estamos ante una indeterminación del límite entre vida y muerte, bajo la cual tomamos la decisión de violentar y actuar sobre un cuerpo humano que lo consideramos muerto por las lesiones cerebrales irreversibles, aunque algunos órganos siguen desarrollando sus funciones específicas. Lo que Jonas está proponiendo no es suspender la definición de muerte cerebral, que le parece del todo correcta en cuanto nos orienta
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respecto del momento idóneo para dejar de luchar contra el proceso del morir. Lo más peligroso de todo es la segunda conclusión que se deriva del informe de Harvad: aquella que justificaría el mantenimiento de la actividad orgánica de un ser considerado muerto con fines que perjudicarían la dignidad de quien tiene “muerto” el cerebro y “vivo” el cuerpo. A la limitación de esta consecuencia que se deriva del segundo propósito del Comité, Jonas añade un tipo de argumentación vinculada a los derechos de los pacientes y de los muertos: El paciente tiene que estar seguro a toda costa de que su médico no se convertirá en su verdugo y ninguna definición le permitirá serlo nunca. Su derecho a esta seguridad es incondicionado; e igualmente incondicionado es su derecho a su propio cuerpo con todos sus órganos. El respeto a toda costa de este derecho no viola ningún otro derecho. Porque nadie tiene derecho sobre el cuerpo de otro (13, p. 148). Mientras el cuerpo comatoso aún respire –aunque sólo sea con ayuda del 'arte'– tenga pulso y trabaje orgánicamente de algún modo, tendrá que seguir siendo contemplado como perduración restante del sujeto, que ha amado y sido amado, y como tal sigue teniendo derecho a aquella sacrosantidad que corresponde a un sujeto así conforme al derecho humano y divino. Esa sacrosantidad impone que no se le utilice como mero medio (13, p. 155). Si el Informe de Harvad mostró que el coma irreversible constituye un estado en el que ya no cabe reactivar ninguna función del cerebro, entonces es correcto afirmar que “el cerebro está muerto”, aunque es posible, según lo indicado, que el “organismo como un todo” (menos el cerebro) continúe en un cierto estado de vida al ser mantenido artificialmente con el respirador u otros apoyos técnicos. Pero la pregunta clave, según Jonas, no es si realmente el paciente está
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muerto, sino otra de carácter más específicamente ético que técnico o médico: “¿qué va a pasar con el que sigue siendo un paciente?”. La respuesta no tiene nada que ver con la definición de muerte, sino sobre todo con una determinada concepción del ser humano. No basta con decir que el paciente, en realidad, está muerto y es una mera “cosa” en la que ya se puede intervenir para experimentar o extraer órganos. Se ha de afirmar, y esta es la propuesta de Jonas, que no es correcto prolongar artificialmente la vida de un cuerpo sin cerebro. Mantener este principio beneficia a todo paciente, que es una de las primeras obligaciones del médico. Por tanto, la decisión que se ha de tomar es de carácter axiológico no derivable del hecho de la muerte cerebral. Lo que se necesita no es, en rigor, una nueva definición de la muerte, sino una revisión de cuál es la obligación moral del médico ante un muerto cerebral. El problema básico radica en que el informe de Harvard abre la puerta a un conjunto de consecuencias imprevisibles, de las que ya tenemos constancia según algunas informaciones publicadas a principios de los ochenta (13, pp. 156-158). Sabemos cuándo, según el Comité de Harvard, un comatoso está muerto y qué es lo que se ha de hacer con los cadáveres, según las leyes, los testamentos o los familiares; sin embargo, también es posible –y esto es lo sometido a especial debate– la prolongación de esa especie de “vida simulada” (no se sabe cómo se podría denominar) que se percibe en un cuerpo que desarrolla sus funciones básicas a pesar de su muerte cerebral. Cabe debatir si se justifica mantener el pulmón artificial, por ejemplo, hasta que se realice un determinado trasplante de órganos. Pero lo más grave todavía está por llegar, dado que los beneficios que se pueden alcanzar con un cuerpo mantenido vivo artificialmente son todavía mucho mayores. Llegará un momento en el que no baste con desconectar el soporte técnico de la “vida simulada”. Si estamos en verdad ante un cadáver, Jonas apunta que por motivos pragmatistas se considerarán médi-
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ca y socialmente válidas las razones que aconsejan seguir utilizando las potencialidades experimentales de un cuerpo con apariencia de vida: banco de órganos frescos, fábrica de hormonas, formación de cicatrices, curación de heridas de operaciones, intervenciones quirúrgicas, banco de sangre que se auto-regenera, investigaciones inmunológicas y toxicológicas, prueba de drogas, infección con enfermedades, pruebas de amputación para principiantes. Todo ello y más podrá ser experimentado en un organismo vivo (una especie de donante con las ventajas de los vivos y sin los inconvenientes de los ya fallecidos) que ha sido declarado “cadáver” y, por tanto, no puede sufrir –se supone– ningún daño al ser utilizado el cuerpo para los fines pragmáticos indicados, con los cuales se puede beneficiar a quienes padecen graves enfermedades y contribuir así al avance de la ciencia médica. Aunque la mayoría de los científicos y médicos considerarán que nadie está pensando en llevar a cabo tales experimentaciones en cadáveres cuyos organismos se mantienen vivos artificialmente, Jonas apunta que en un futuro no muy lejano, dados los importantes intereses en juego, será posible realizar tales empresas con éxito apoyándose en la propia definición de muerte ofrecida por el Comité de Harvard. Como ya se ha dicho, el Informe, al establecer los requisitos de la muerte cerebral, justifica la detención de los apoyos técnicos para dejar morir a quien está en coma irreversible. Pero cuando entra a tratar los trasplantes, en ningún momento se refiere a la conveniencia de interrumpir los soportes artificiales que mantienen la “vida simulada” de un cuerpo humano del cual se pueden extraer órganos en perfecto estado. Y si esto es ya discutible desde una perspectiva ética, lo es más todavía cuando se constata que la línea que divide la vida de la muerte carece en muchos casos de la precisión que justificaría la intervención médica en un cuerpo que –con apoyo técnico– desarrolla las funciones básicas, a pesar de la muerte cerebral diagnosticada. Es decir, una mera definición de muerte no nos garantiza
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seguridad alguna sobre cuándo un ser humano está realmente muerto, sólo sobre cuándo lo consideramos médicamente muerto, lo cual es algo muy distinto: “existen razones para dudar de que incluso sin función cerebral el paciente que respira esté completamente muerto. En esta situación de irrevocable ignorancia y duda razonable, la única máxima correcta de actuación es inclinarse del lado de la vida presumible” (13, p. 154). Es claro que la mentalidad que subyace a la tendencia a seguir disponiendo de los cuerpos humanos una vez muertos no es otra que la pragmatista (21). Jonas propone el principio ético de “dejar morir al paciente”, respetando así su dignidad, y situando en segundo plano los intereses externos, sean los de otros pacientes o los del progreso médico. Las sociedades más desarrolladas y secularizadas, que consideran la muerte como el mal total, buscan una garantía de tipo científico para poder servirse de los cuerpos humanos a fin de salvar otras vidas amenazadas por el mismo poder destructivo de la muerte. De este modo, las decisiones médicas, que tendrían que someterse a criterios morales y a la más alta responsabilidad, se escudan en una supuesta definición que cree estar “libre de valores”. Al establecer la medicina que alguien está ya muerto y que se justifica actuar en su cadáver para obtener beneficios ajenos al propio sujeto (órganos o cualquier tipo de experimento), olvida no sólo la dignidad propia del fallecido, sino también, según Jonas, el principio ético de que todo hombre tiene derecho a que se le deje morir. Se procura hoy tranquilizar las conciencias dejando, por ejemplo, el respirador conectado en orden a aprovechar todo lo utilizable de un cuerpo en el que se mantienen activas diversas funciones orgánicas tras el diagnóstico de muerte cerebral. Ello implica que, en verdad, nos encontramos ante la victoria del pragmatismo y utilitarismo predominantes en nuestra cultura y reflejados en la cosificación que experimentan los cuerpos humanos
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mantenidos artificialmente vivos y activos. Cabe afirmar que la preocupación ética principal de Jonas consistió en poner límites a esta mentalidad pragmatista tan extendida en las sociedades avanzadas. Sin embargo, la técnica ha ido perfeccionándose, tanto en el diagnóstico de la muerte cerebral, gracias a los avances de Neuroimagen, como en el mantenimiento vital de los órganos humanos a fin de mejorar no sólo los trasplantes, sino otros proyectos médicos y científicos no siempre justificables moralmente.
4. Extensión moral de la muerte cerebral (perspectiva utilitarista)
El tipo de argumentación que desarrolla el pensador australiano Peter Singer se construye de modo bien diverso al de Hans Jonas. Si éste percibe una serie de peligros derivados de la ambigüedad presente en el informe del Comité de Harvard, aquél, por su parte, al señalar otras ambigüedades del Informe, pretende reivindicar una mayor explicitación de las verdaderas intenciones del Comité, a fin de extender la consideración de la muerte cerebral a quienes se encuentran en estado vegetativo permanente (EVP) y a los niños anencéfalos. El punto de partida no es otro que la constatación de que todavía hoy (más de cuarenta años después del Informe de Harvard), para la mayoría de los ciudadanos de la sociedades desarrolladas, sostener que alguien está muerto cuando su cerebro no funciona resulta una afirmación médica sumamente extraña, no sólo por la diferencia sustancial con la definición de muerte propia de los demás seres vivos, especialmente los animales, sino también porque, por parte del personal sanitario y de los medios de comunicación, se siguen utilizando expresiones que reflejan la confusión reinante ante la declaración de la muerte cerebral. Singer relata varios ejemplos (32,
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pp. 44-46 y 33, p. 320). Entre los más llamativos de todos destacan titulares de prensa de este tenor: “La mujer con muerte cerebral da a luz y luego muere” o “Se mantiene con vida a la mujer con muerte cerebral con la esperanza de que tenga el bebé” (35). Al parecer de Singer, se ha de explicar cuáles son las razones por las cuales la mayoría de las personas se niegan a aceptar que la muerte cerebral sea realmente muerte en sentido estricto. Quizá porque resulta todavía difícil abandonar los modos tradicionales de pensar sobre la vida y la muerte, o porque a la vista está que quien es diagnosticado como cerebralmente muerto manifiesta una apariencia física (respira, tiene pulso, está caliente…) propia de un ser humano dormido, vivo; lo cual impide a cualquier observador (también al personal sanitario) aceptar con toda serenidad que está realmente muerto. Por tanto, son los prejuicios de tipo ideológico o la apariencia física del supuesto muerto, aquellos factores que impiden que aceptemos con todas las consecuencias la muerte cerebral. ¿No estaremos ante una ficción práctica que nos permite resolver determinados problemas técnicos y médicos, como la supresión de tratamientos inútiles y la extracción de órganos? Esto mismo es lo que Jonas se preguntaba poco después del Informe de Harvard; sin embargo, las implicaciones éticas que deriva Singer de este interrogante son las más opuestas que cabe imaginar al pensador alemán. Singer insiste en diversos lugares de sus escritos que algunos borradores que precedieron al texto definitivo del Informe nos muestran de modo más claro y sincero las verdaderas intenciones del Comité de Harvard. Unas declaraciones redactadas por Henry Beecher, poco después de presidir el Comité de Harvard, son especialmente significativas. Nos desvelan las verdaderas intenciones pragmáticas y utilitaristas que inspiraron –como por otra parte ya señaló mucho antes Jonas, según lo expuesto– la redefinición de la muerte. Merece la pena citar íntegramente el texto del doctor Beecher. Por un lado,
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nos confirma la justificación de la crítica negativa que Jonas presentó al Informe, y por otro, nos ayuda a comprender la razón por la cual el profesor Singer exige mayor coherencia a la hora de diagnosticar la muerte cerebral a diversos “pacientes” excluidos por la versión oficial del Informe. He aquí el texto de quien fue el presidente del Comité: De hecho, en la nueva definición hay un potencial de salvar vidas por lo que, cuando se acepte, habrá una mayor disponibilidad de órganos esenciales en condiciones viables para trasplantes y por tanto se salvarán innumerables vidas que ahora se pierden inevitablemente. Cualquier nivel que elijamos para denominar la muerte, es una decisión arbitraria. ¿Muerte del corazón? El pelo sigue creciendo. ¿Muerte del cerebro? El corazón puede seguir latiendo. Es necesario elegir un nivel donde, aunque el cerebro esté muerto, todavía esté presente la utilidad de los otros órganos. Hemos intentado dejar claro esto en lo que hemos llamado nueva definición de muerte. (32, p. 39). Siendo significativa esta interpretación utilitarista del documento, concede mayor importancia el pensador australiano, por sus consecuencias, a otro punto clave que el texto oficial no trató: los tipos de daño cerebrales que implican la muerte. Según el Informe el “coma irreversible” viene a ser la muerte; pero se menciona igualmente la “pérdida permanente del intelecto”, derivada de una lesión cerebral, también irreversible. Ello no es equivalente a la muerte de “todo el cerebro”: la lesión puede estar en la parte superior, que posibilita la consciencia y otras actividades mentales, pero no afectar el tronco encefálico o el sistema nervioso central, que seguirán funcionando con normalidad. De este modo nos encontramos ante un estado vegetativo permanente (EVP): se ha perdido el conocimiento, pero continúan otras funciones orgánicas básicas. Singer constata que las perso-
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nas diagnosticadas en EVP no son consideradas por ningún sistema jurídico del mundo como muertas. Y aquí descubre una grave contradicción en el Informe de Harvard. Es cierto que el Comité encargado de redefinir la muerte establecía que los sujetos a los que se les puede considerar muertos son sólo aquellos que no muestran ninguna actividad del sistema nervioso central discernible clínicamente. Pero también reconocía el Informe la “carga” que supone para familias, hospitales, personal sanitario (junto con el desprecio de órganos viables que podrían salvar numerosas vidas) la situación en la que se encuentran miles de individuos en coma irreversible necesitados de asistencia médica especializada. Según Singer, al referirse a ello el Informe no estaba pensando sólo en quienes manifiestan un cerebro entero totalmente muerto. Con afán de exigir mayor coherencia y con la intención de seguir la lógica argumentativa del Comité hasta sus últimas consecuencias, sugiere Singer la extensión de muerte cerebral también a aquellos que se encuentran en EVP y que, sin embargo, desarrollan alguna actividad cerebral (por ejemplo, la producida por el tronco encefálico). Si estamos ante un sujeto con lesiones en el córtex o parte superior del cerebro que le impide para siempre el conocimiento, la consciencia, la memoria, la identidad, etc, entonces, viene a afirmar Singer, nos encontramos en realidad ante un sujeto cerebralmente muerto, a pesar de que no esté todo el cerebro muerto, sólo la parte superior del encéfalo. Las razones que alega el pensador australiano para explicar esta grave limitación del Comité son, entre otras, dos. La primera hace referencia a que en el año 68 aún no había forma segura de establecer la irreversibilidad de un coma, a no ser que estuviéramos ante una grave lesión cerebral que impidiese cualquier actividad del cerebro. Y la segunda: se suponía que aquellos individuos con un cerebro muerto en su totalidad necesariamente dejarán de respirar después de que el respirador artificial les sea retirado y, como consecuencia, morirán
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en breve tiempo. Sin embargo, las personas en EVP pueden seguir respirando durante meses o años sin ningún tipo de asistencia médica artificial o mecánica. De ahí que resulte ciertamente extraño hoy pedir que se entierre a un paciente que todavía respira de modo natural y con órganos funcionando correctamente. La muerte cerebral se podía atribuir, según el Informe de Harvard, sólo a quienes dejen de respirar espontáneamente sin el apoyo del respirador, pero no a aquellos individuos capaces de respirar por sí mismos, aunque todas sus facultades intelectuales hayan desaparecido para siempre. Y aquí está el núcleo de la cuestión, a pesar de que la redefinición de muerte se haya ido universalizando tras el Informe del 68. Aquellos criterios se consideraron estables: no se podía prever por entonces que alguien recobrase función cerebral alguna tras serle diagnosticada la muerte encefálica. A todo esto hay que añadir que la aceptación social de la muerte cerebral fue inmensa, incluso por parte de los teólogos morales y los movimientos pro-vida, sin olvidar la jerarquía de la Iglesia Católica, que ya se pronunció en 1957 a favor del no mantenimiento artificial e inútil de la vida humana (26). Para todos eran convincentes, en principio, las razones del Comité de Harvard. A nadie le agrada que le mantengan conectado a un respirador durante años, si existe la certeza de que la consciencia jamás será recuperada. Nada halagüeño resulta contemplar hospitales repletos de pacientes con cerebros dañados para siempre. Y, además, todos nos contemplamos como potencialmente beneficiarios de órganos para continuar nuestra vida… En suma, poca o nula oposición social se manifestó públicamente contra la nueva concepción de muerte. Eran demasiados los beneficios sociales y médicos que aportaba el Informe de Harvard. Sin embargo, las cosas no fueron tan sencillas con el paso de los años. Nuevos problemas surgieron a la hora de diagnosticar la muerte cerebral que exigen, al parecer de Singer, mayor coherencia para percatarnos de que esta-
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mos ante una definición ético-cultural de muerte. Lo que lleva a reconsiderar quiénes han de ser, en verdad, contemplados como médicamente muertos. Desde mediados de los ochenta no se puede ya defender que la muerte cerebral consista en la pérdida irreversible del “funcionamiento orgánico integrado”, ni que la muerte se produce cuando se han perdido de modo completo y para siempre las funciones de todo el cerebro, como se derivaba del Informe de Harvard. Algo nuevo está sucediendo, con importantes repercusiones médicas y exigencias morales, que la Neuroética Práctica, a mi juicio, ha de revisar con sumo cuidado. Hasta mediados de los ochenta, cuando el cerebro de alguna persona dejaba de funcionar, al poco tiempo se producía la muerte. No obstante, y como ya pronosticó Jonas, a mediados de los ochenta se consiguió de forma eficaz prolongar artificialmente la vida de quienes estaban cerebralmente muertos, no sólo días, sino meses y con posibilidades de llegar hasta varios años (téngase en cuenta, de todos modos, que el último escrito del filósofo alemán sobre la muerte cerebral data del año 85, justamente cuando Singer empieza a revisar este problema desde presupuestos utilitaristas y con intenciones diversas a las de aquél, a la luz de nuevas investigaciones neurológicas). Como es bien sabido –los medios de comunicación lo difundieron por todo el mundo–, consiguieron los expertos en cuidados intensivos que mujeres embarazadas de dos o tres meses, diagnosticadas de muerte cerebral, gestasen con normalidad un niño que en el momento adecuado era extraído por cesárea a los siete meses de embarazo. Lo cual es imposible sin un cierto funcionamiento orgánico integrado, que es lo que posibilita el tronco cerebral. Las funciones corporales de quienes han sido diagnosticados como cerebralmente muertos se pueden mantener durante varios meses, y las funciones del cerebro, gracias a los cuidados intensivos, pueden ser sustituidas por nuevas y avanzadas técnicas. Todas estas investigaciones confirman, según Singer, que
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estamos ante una mera convención que acompaña a cualquier definición de muerte: “¿Por qué deberíamos elegir entonces la muerte del cerebro como el único rasgo determinante de muerte, en vez de la muerte de los riñones o del corazón, cuando se puede reemplazar la función de todos ellos?” (32, p. 43). La respuesta principal hay que buscarla en la conexión que se establece, tras el Informe de Harvad, entre la consciencia –o funciones del cerebro superior– y la vida de una persona. Es decir, no son aquellas funciones integradoras o coordinadoras del cerebro, desempeñadas especialmente por el tronco encefálico, las que nos advierten, cuando han desaparecido, que nos hallamos ante un muerto, sino sobre todo la pérdida irreversible de la consciencia, que significa, en sentido pleno, la muerte de la “persona”. Es claro que si nuestros riñones dejan de funcionar y pueden ser sustituidos por algún mecanismo artificial, no podemos afirmar que nuestra vida ha llegado a su fin, pues seguimos manteniendo nuestra personalidad e identidad. Pero, si somos coherentes con lo que significa la vida de una “persona”, no podemos admitir lo contrario: si nuestro cerebro está destruido (especialmente la corteza cerebral con sus funciones superiores) y nuestro organismo puede seguir funcionando como algo integrado y unitario gracias a los avances técnicos que sustituyen las funciones del tronco encefálico (sin que jamás podamos recuperar nuestra consciencia e identidad personal), entonces difícilmente podríamos dejar de aseverar que nuestra vida humana ha llegado a su definitivo final. Lo cual nos revela que no estamos ante hechos o verdades científicas, sino ante un determinado juicio de valor y opción moral según los cuales establecemos médicamente lo que significa la muerte antes de que un cuerpo humano se enfríe o comience a descomponerse. Y esto es clave para comprender que la razón por la cual se aceptó la redefinición de muerte, según Singer, era más de carácter moral de base utilitarista (no perjudicaba a los “pacientes” cerebral-
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mente muertos y beneficiaba a toda la sociedad) que de tipo científico o estrictamente médico. La mayoría de los ciudadanos de las sociedades avanzadas han asimilado ya, desde el Informe de Harvard, que cuando un cerebro está destruido (especialmente la corteza, que posibilita la consciencia, el conocimiento y las capacidades superiores del ser humano), no hay razones éticas que justifiquen mantener el cuerpo con vida indefinidamente. Según lo expuesto hasta el momento, el minucioso razonamiento de Singer reivindica que la muerte cerebral, a pesar de todo el ropaje científico, no es otra cosa que una mera “ficción práctica” que pretende esencialmente: a) salvar órganos que necesitan miles de enfermos, y b) justificar, por otro lado, la interrupción de tratamientos caros e inútiles que no posibilitan la recuperación de la consciencia personal. No obstante, conviene indicar también que, a pesar del éxito y legitimación social de la nueva definición de muerte cerebral, nos encontramos, por los avances médicos y tecnológicos, en una situación en la que esta comprensión de la muerte no es del todo estable. Se generan todavía problemas que, a mi juicio, la ciencia médica y la Neuroética Práctica han de tener el valor de afrontar con serenidad y coherencia. El primero de ellos sigue siendo el de la precisión en el diagnóstico. Si bien se aplican hoy con rigor los requisitos establecidos por el Comité de Harvard (y otros que con mayor finura, gracias a los avances neurocientíficos, buscan establecer cuándo estamos en verdad ante una muerte encefálica), no cabe duda de que si es posible llevar a término embarazos en mujeres diagnosticadas de muerte encefálica, ello nos está mostrando a las claras que algunas funciones cerebrales persisten desplegándose con suma eficacia. Es viable una coordinación de órganos, después del diagnóstico de muerte encefálica, gracias a una serie de hormonas que sigue generando el cerebro presuntamente “muerto”. Ellas son las que, según investigaciones neurológi-
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cas, contribuyen a la regulación de las funciones corporales básicas con las que el embarazo puede desarrollarse con normalidad. Los mecanismos artificiales, por sí mismos, sin la intervención de las hormonas cerebrales, no conseguirían el desarrollo del niño en el seno materno. La conclusión es clara: cuando se diagnostica la muerte cerebral, no estamos ante la muerte de todo el cerebro, éste sigue suministrando hormonas con diversas funciones. Además, surge otro problema añadido. Existen relatos médicos según los cuales cuando los individuos diagnosticados en muerte cerebral son intervenidos para extraerles determinados órganos, los presentes en el quirófano perciben que la presión sanguínea aumenta espontáneamente y se acelera el latido del corazón. Estas sorprendentes reacciones corporales denotan que no estamos ante un cerebro totalmente muerto, sino que, a pesar del pretendido diagnóstico científico, sigue desempeñando funciones básicas que impulsan reacciones corporales de diversa índole. Estas dos pruebas “científicas” de que el cerebro no está del todo muerto han de llevarnos al reconocimiento de que hoy, tras los avances técnicos y neurológicos, no se da plena coincidencia entre la definición clásica de muerte cerebral (respaldada por el Informe de Harvard en el que se apoyan las legislaciones vigentes) y lo que está siendo de hecho la práctica generalizada de la medicina a la hora de diagnosticar la muerte cerebral: no hay certeza de que el cerebro esté totalmente muerto. No obstante, la práctica médica común nos conduce a un problema clave: si, según lo indicado, ya no estamos ante el cese irreversible de todas las funciones del cerebro –que era lo que buscaba el informe de Harvard– ¿dónde estamos exactamente? Esta es la cuestión que, según Singer, ha de conducirnos, por coherencia, a extender el diagnóstico de muerte cerebral a otras situaciones como las que “padecen” quienes se encuentran en estado vegetativo perma-
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nente o son bebés anencefálicos. La pregunta moral, más que científica o médica, y que la Neuroética Práctica ha de procurar responder hoy, sería la siguiente: “¿Qué funciones del cerebro vamos a considerar que marcan la diferencia entre la vida y la muerte, y por qué?” (32, p. 48). La respuesta de Singer, según mi interpretación, vendría a ser: estar muerto significa haber perdido para siempre –o no poder adquirir nunca– la consciencia personal, cuya base se encuentra en el córtex cerebral; respuesta que mantiene igualmente la mayoría de los expertos en Neuroética de la Universidad de Oxford (como se indicó en el anterior capítulo), algunos de ellos procedentes de universidades australianas y seguidores en este asunto de las tesis de Singer. Me refiero, principalmente, a Neil Levy y Julian Savulescu (18). Cuando las funciones de la corteza del cerebro han desaparecido irreversiblemente, entonces estamos ante un muerto, y no ante un paciente. La razón fundamental, de carácter antropológico, radica en que “ser persona” –desde los presupuestos de Singer y numerosos neuroéticos– significa “ser consciente”, y perder la consciencia definitivamente es dejar de ser persona, estar muerto. Y la otra razón relevante, de carácter éticosocial, se encuentra en que esta concepción de la muerte posibilita de forma eficaz la extracción de órganos de un cuerpo vivo perteneciente a una persona muerta. De este modo se contribuye a la prolongación de vidas humanas conscientes necesitadas de órganos, sin los cuales la condena a muerte es inminente. El afán de coherencia de Singer le lleva a mantener que los anencéfalos y quienes se encuentran en estado vegetativo permanente están igualmente “muertos”: el córtex se encuentra dañado y sus funciones jamás podrán recuperase o desarrollarse. La interrupción del mantenimiento de la vida en estos casos, como la extracción de órganos, estarían plenamente justificadas. Dado que no resulta fácil llegar al
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acuerdo de que los individuos humanos, cuando han perdido irreversiblemente la consciencia, están muertos, la propuesta de Singer apunta a que existen razones suficientes para poner fin a sus vidas y para extraerles los órganos viables en orden a salvar otras vidas. A mi modo de ver, el pragmatismo y consecuencialismo no sólo se encuentran en la redefinición de la muerte elaborada por el Comité (tal como Singer y Jonas afirman, con razón), sino en el propio enfoque general de la Bioética desarrollada en la extensa obra de este pensador australiano (7), e igualmente en su afán por extender el diagnóstico de muerte cerebral, dados sus beneficios sociales. Y esta es la tesis ética de Singer que, aunque resulta hoy todavía rechazada en numerosos foros médicos, está siendo cada vez más respaldada por expertos en Bioética y Neuroética de distintas tendencias (8, 15, 18, 22, 25).
5. Preguntas abiertas por la Neuroética Práctica
El análisis pormenorizado de las posiciones paradigmáticas representadas por Hans Jonas (inspirado en la defensa de la dignidad de la persona, de base kantiana) y por Peter Singer (seguidor del utilitarismo), nos conduce al establecimiento de una serie de consideraciones y preguntas que concentran algunos de los problemas morales y antropológicos mas llamativos, suscitados por la definición de muerte encefálica y repensados por destacados neuroéticos. Lo que sigue constituye un esquema de puntos éticos abiertos como marco de reflexión de la Neuroética Práctica. Soy de la opinión de que no se ha de permitir que el cientificismo y tecnicismo dominantes oscurezcan y marginen todo enfoque ético y filosófico que suscita el avance de los conocimientos neurocientíficos.
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5.1. Diferentes niveles de discusión ética
Antes que nada se ha de señalar lo siguiente: en el debate ético que con cierto detalle hemos expuesto se entremezclan diversos niveles de discusión que, en aras de la claridad, han de ser diferenciados. Procuran separarlos tanto Jonas como Singer, mas no siempre lo consiguen, dada la conexión ineludible que, según mi interpretación, existe entre tales niveles. El primer problema podría ser considerado propiamente científico y médico. Es generalmente aceptado que la profesión médica será la encargada de delimitarlo con precisión. En este interrogante quedaría formulado: ¿Cuándo muere un ser humano? Si bien es cierto que corresponde a la ciencia médica, y cada vez más a la Neurociencia, aclarar este complejo punto, aun siendo los médicos los que históricamente han establecido los criterios desde los cuales asegurar que un ser humano está muerto, los presupuestos culturales y filosóficos no son evitables del todo en la elaboración del diagnóstico de la muerte (9, 10). Han influido durante siglos –y también hoy– en las diversas definiciones de muerte. Un contexto cultural tecnológico y neurocientífico con una cierta filosofía pragmatista y utilitarista desarrollada especialmente en el marco anglosajón, explican el surgimiento y la generalizada aprobación de la muerte encefálica, a pesar de los problemas apuntados en su momento. El siguiente nivel de discusión, en principio distinguible del anterior, pero estrechamente conectado, por sus consecuencias, se nos presenta en esta pregunta: ¿Cuándo es lícito dejar de mantener artificialmente las funciones orgánicas de un cuerpo humano? Aquí ya no sólo intervienen los médicos, sino otras instancias sociales, factores técnicos y circunstancias económicas. Pero la pregunta por la licitud es genuinamente ética. El problema de los medios ordinarios y extraordinarios o, en terminología actual más adecuada, los medios proporcionados y desproporcionados, ha de ser iluminado desde cri-
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terios que aunque necesitan de los informes médicos, siguen una lógica no enteramente científica, sino ética y antropológica. Se ha de calibrar el posible beneficio o perjuicio al paciente: si el trato que recibe durante el esfuerzo médico y técnico por mantenerle en vida es más vejatorio y denigrante (por la obstinación terapéutica) que dignificador y respetuoso pudiera ser el hecho de dejarle morir (5). Y el tercer problema, que se ha de distinguir de los dos anteriores, quedaría así formulado: ¿Cuándo es lícito extraer los órganos vitales impares de un ser humano con el fin de trasplantarlos a otro ser humano? Es evidente, una vez más, que la pregunta por la licitud también nos remite a consideraciones morales. Una cosa es preguntar por la viabilidad técnica de la ablación y trasplante de los órganos, y otra muy distinta por la licitud de estos trasplantes. Pero claro, esta pregunta ética ineludiblemente se vincula con la primera. En principio, resulta estremecedor pensar que es lítico extraer órganos de alguien que no está muerto. Mas, ¿cuándo sabemos con exactitud que alguien está muerto? ¿No es acaso la muerte un “proceso” en vez de un “estado”? Y si es un proceso el morir, cuando ya está llegando a su fin, ¿se justifica extraer los órganos? La práctica médica generalizada así lo asume, pues si no se extrajeran órganos cuyas células estén vivas no serían viables los trasplantes. Pero, entonces, nos encontramos con la segunda pregunta: si alguien es mantenido indefinidamente en el proceso de morir, o mejor dicho, se le mantienen las funciones vitales cuando se le considera ya muerto ¿cuándo se justifica la interrupción de los soportes vitales? Y si ya los vamos a interrumpir y con ello la muerte llegará de modo inminente, ¿se puede entonces extraer los órganos para trasplantarlos, aunque no está el individuo donante del todo muerto –según algunos críticos del nuevo diagnóstico-? La práctica médica también lo asume así al considerarlo “totalmente muerto” según el nuevo diagnóstico. Para ello se buscó una definición de muerte (respuesta a la primera pre-
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gunta) que posibilitase la resolución de los problemas morales suscitados por las preguntas segunda y tercera. Y esto, responder a las tres preguntas al mismo tiempo, es lo que, a mi juicio, se propuso el célebre Comité de Harvard con su Informe. Por consiguiente, aunque son preguntas distintas, según se van respondiendo por orden se percibe con claridad la conexión de los tres problemas, que no sólo son científicos, médicos o técnicos, sino también, morales, culturales y neuroéticos. Se requiere mostrar la perspectiva más amplia que los envuelve a fin de calibrar qué tipo de respuesta garantiza mejor la salvaguarda de la dignidad de la persona (del paciente, del moribundo, del cerebralmente muerto), principio ético fundamental que ha de inspirar la praxis médica, aunque, sin duda, ha de buscar el equilibrio con otros principios consecuencialistas, utilitaristas y pragmatistas que, al fin y al cabo, están siendo los dominantes en nuestro contexto social y neuroético. Lo cual crea no pocas tensiones culturales y debates éticos interminables. 5.2. ¿Un nuevo dualismo antropológico?
Se ha mostrado con claridad a lo largo de los anteriores apartados “lo pragmático” de la definición de muerte que el Informe de Harvard elaboró a finales de los sesenta. Tanto Jonas como Singer así lo interpretaron con intenciones diversas. El primero venía a sostener, entre otras tesis, que la definición era ambigua al posibilitar que en algunas personas “muertas” sus órganos fueran mantenidos artificialmente vivos con fines moralmente discutibles. Y el segundo afirmaba que la ambigüedad de tal definición radicaba en su incapacidad para justificar la inclusión en ella de quienes son diagnosticados en estado vegetativo permanente o padecen una anencefalia. Mas el núcleo de la cuestión neuroética sigue aún en pie: ¿Es la muerte cerebral una mera definición pragmática? En el fondo del debate se
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encuentra la constatación de un pragmatismo inspirador del Informe que refleja la mentalidad cultural dominante en EE.UU y trasplantada a la mayoría de los países que ha asumido el nuevo diagnóstico de muerte. A nadie que analice con atención lo debatido en este capítulo se le escapa que la Neuroética Práctica no puede obviar una pregunta antropológica que subyace a su desarrollo argumentativo: ¿Qué concepción de la persona se está manteniendo tras las diversas interpretaciones de la muerte encefálica? A mi modo de ver, la infiltración cultural de un nuevo dualismo antropológico es patente. La redefinición de la muerte del Comité de Harvard implica –como bien señaló Jonas– que aquello a lo que podemos considerar “una persona” se apoya en el cerebro, convirtiéndose el cuerpo en una mera herramienta útil regida por aquél (como antaño se consideraba el cuerpo gobernado por el alma). Según este nuevo dualismo antropológico, cuando “muere el cerebro” lo que quedan son los “restos mortales”. Bien es cierto que –como bien muestran las diversas Neurociencias– nadie puede dudar de la relevancia del buen funcionamiento del cerebro para que un ser humano lleve una vida consciente y de calidad. La prioridad del cerebro como órgano clave para entender al hombre y vivir racionalmente es evidente. Sin embargo, considero que la Neuroética Práctica no puede ignorar del todo que el cuerpo por sí mismo constituye también una parte esencial de la identidad de cada persona. Es claro que el “todo corporal” que está bajo el control del cerebro es tan individual, particular, personal, y está tan unido a mi “yo mismo” y a lo que percibo como mi ser más propio, que resulta harto complejo llegar a adquirir la propia personalidad sin identificarme de algún modo con mi propio cuerpo. E, igualmente, se podría aseverar que mi cerebro está tan esencialmente unido a mi propio cuerpo, que sólo puede ser el cerebro de este cuerpo y de ningún otro diferente al mío (27, 28, 36). Aunque es un postulado de la Neuroética que las
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funciones superiores de mi yo personal (consciencia, memoria, lenguaje…) se asientan en mi cerebro, ello no puede significar (ante mí mismo y ante los demás) que “yo soy yo” sólo por mi cerebro, sin el cuerpo, sin mi propio “rostro”. Si cada cerebro es intransferible, y cada figura corporal humana es única, se ha de aseverar igualmente que cada rostro humano es personal. Lo cual es fundamental, a mi juicio, tanto para mostrar la unión sustancial (en lenguaje tradicional) entre cuerpo y cerebro, como para orientarnos en el trato moral que merecen los cuerpos humanos, una vez que se ha delimitado que su cerebro está irreversiblemente dañado. A mi juicio, esta perspectiva unificadora del ser humano ha de ser mantenida por la Neuroética Práctica como una visión antropológica que implica mayor coherencia para impulsar comportamientos morales a quienes han de intervenir en el cuerpo humano, aunque haya sido considerado cerebralmente muerto. El dualismo antropológico constituye un marco teórico que genera mayores conflictos éticos que la visión unitaria del ser humano. Según lo indicado, nuestra realidad corporal –y, especialmente, nuestro particular “rostro”–, nos remite por conductos biológicos y físicos a una realidad humana valiosa por sí misma, que merece respeto incondicional. El rostro inconfundible de un individuo cerebralmente muerto nos refleja un “quien” personal que está dejando de ser (o ya “ha sido” definitivamente), mas siempre se ha de respetar en las situaciones límites y finales de la existencia, nunca ser considerado mero despojo del que arbitrariamente la medicina puede disponer, por muy altruistas que puedan percibirse sus propósitos. 5.3. ¿Están cerebralmente muertos los pacientes en estado vegetativo?
Se ha podido comprobar que la argumentación extensiva de Singer originaba un nuevo problema moral, que podría formularse con este interrogante: ¿Las razones que impulsaron al Comité de Harvard
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a ofrecer el diagnóstico de muerte cerebral justifican también que aquellos pacientes en estado vegetativo permanente (EVP) sean considerados “muertos”, y en consecuencia se les puede extraer órganos para salvar otras vidas? Es bien sabido que estos pacientes necesitan ser alimentados e hidratados, así como cuidadas las heridas derivadas de los largos periodos de permanencia en una misma posición. En raras ocasiones requieren de medidas extraordinarias como la reanimación cardio-pulmonar. Por tanto, la principal diferencia con los diagnosticados de muerte cerebral radica en que quienes se encuentran en estado vegetativo pueden respirar de modo espontáneo, sin ventilación mecánica, y “vivir” así indefinidamente, mientras que los cerebralmente muertos han de ser asistidos con dicha ventilación y de ella (junto con otros soportes vitales) depende el que sus organismos sigan funcionando con normalidad. No obstante, y ello es lo relevante para Singer, tienen en común estos dos tipos de “pacientes” una carencia de consciencia, así como la imposibilidad de recuperarla. En ambas situaciones-límite la corteza cerebral, como testimonian los avances en Neuroimagen, ha dejado de funcionar ya de modo irreversible. Jamás volverán a poseer consciencia y otras capacidades superiores específicas del ser personal. Por ello, y en aras de una mayor coherencia, se tendrá que aplicar, según Singer, la definición pragmática de muerte cerebral también a quienes permanecen en estado vegetativo permanente, como destacados neuroéticos afirman (8). En el anterior capítulo, siguiendo los principios más aceptados de la Bioética, especialmente el de beneficencia y no-maleficencia, apunté que cuando nos encontramos ante pacientes con pérdida total, permanente e irreversible de la consciencia, o con mínima consciencia, fragmentaria y transitoria, se podría justificar moralmente que los “dejemos morir”, lo cual no equivale a considerarlos ya “muertos” a todos los efectos –también para extraer sus órganos–, como Singer y otros neuroéticos afirman.
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Bien es verdad que quienes se encuentran en estado vegetativo permanente no dan señales de consciencia, y les resulta imposible mantener interacción alguna con quienes los cuidan o familiares. Sin embargo, los errores de diagnóstico no son extraños; algunas de estas personas han podido salir de su estado vegetativo considerado “permanente”. Como han mostrado los avances en las Neurociencias –y se ha explicado en el capítulo anterior–, no fueron, en realidad, diagnosticados correctamente: se encontraban más bien en estado de mínima consciencia. La mayoría, no obstante, persiste años sin necesitar soportes vitales técnicos. Se podría por ello afirmar que el diagnóstico se refiere a una especie de previsión temporal, dado que, al aumentar el tiempo que se mantiene un paciente en estado vegetativo, más difícil le resultará salir del mismo. No obstante, aunque la ciencia médica, hasta hace pocos años, no era capaz de asegurar quién podía salir de tal estado y quién no, con los avances recientes en Neuroimagen el diagnóstico es cada vez más preciso y fiable. Es posible captar con mayor claridad las diferencias, en lo que se refiere a las funciones cerebrales, entre pacientes en estado vegetativo permanente –y por tanto sin consciencia–, pacientes en estado de mínima consciencia, pacientes bajo el síndrome de “en-cerrados” con plena consciencia, y los diagnosticados propiamente en muerte cerebral. Tales diferencias pueden contribuir hoy a rechazar, en gran medida, algunos enfoques morales de carácter prudencial –como el de Hans Jonas, por ejemplo– según los cuáles, ante la duda de si los pacientes en estado vegetativo experimentan o no consciencia, hemos de comportarnos como si estuvieran vivos y, por tanto, han de ser cuidados, atendidos y tratados hasta la muerte definitiva de su organismo. Los avances en Neurociencia, con mayor capacidad de precisar hoy el diagnóstico del cerebro de un paciente, nos sitúan con nueva luz ante los problemas bioéticos que durante años han sido estudiados por médicos, científicos y filósofos. Y esta es, pues, una de las tareas de lo que he
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denominado Neuroética Práctica: acercarse a los problemas bioéticos (conectados con funciones cerebrales) teniendo muy presente la información que las Neurociencias nos facilitan. Lo cual ha de originar en no pocos casos una revisión profunda de las posiciones morales que se han ido tomando con desconocimiento del desarrollo vertiginoso de la Neurociencia, y tras ella, de la Neuroética.
6. Referencias biliográficas
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&DUPHQ9HOD\RV ,6%1
No es demasiado tarde, pero la humanidad necesita empezar a actuar colectivamente para poner freno a la crisis climática que padecemos y que, sin duda, es uno de los más graves retos sociales que jamás hayamos padecido. Organismos internacionales reconocen que el cambio climático es un problema eminentemente ético. En primer lugar, su origen es humano: el aumento global de emisiones de gases de efecto invernadero. Se ha de comenzar a entender la crisis climática como un daño producido y no como un mall inevitable. En segundo lugar, ni su generación ni su desenlace han sido ni serán equitativos. No todos hemos contaminado en la misma medida ni resultamos igualmente vulnerables a sus efectos. Los países que menos han contribuido al cambio climático seguramente se verán más afectados. Todo esto genera importantes cuestiones éticas que inciden en el reparto de la responsabilidad, en la salvaguarda de derechos humanos básicos, en la precaución colectiva frente a los riesgos, en la pregunta por nuevos hábitos o por la búsqueda de la felicidad. Este libro se acerca de forma clara y concisa al debate moral recién iniciado sobre tan relevantes problemas sociales.
'HODYLGDDODpWLFD )LORVRItDSDUDWRGRV 0DWHULDOHVSDUDSHQVDU HQHODXOD
0LJXHO6DQWD2ODOOD ,6%1 De la vida a la éticaa nace de una doble experiencia. La primera de ellas, la enseñanza diaria de la filosofía en un aula de secundaria, fuente inagotable de ideas, debates, opiniones y contraargumentos. El intercambio fructífero entre los alumnos y el profesor ha sido la inspiración fundamental de muchos de los artículos del libro, publicados en un principio en Boulé, el blog de su autor. La experiencia de innovación didáctica sobre la base de las nuevas tecnologías ha sido el vehículo a través del cual esos debates no se han perdido, sino que siguen aún vivos y logran mantenerse ahora en las páginas de este libro. Para ser leído por profesores y alumnos, pero también por todo aquel que tenga inquietudes por el mundo de las ideas y la reflexión en torno al presente en que vivimos.
Colección
Director: Enrique Bonete Perales 1. ¿Libres para morir? En torno a la Tánato-ética. Enrique Bonete Perales 2. Ética de los negocios. Innovación y responsabilidad. Pedro Francés Gómez 3. Podemos hacer las paces. Reflexiones éticas tras el 11-S y el 11-M. Vicent Martínez Guzmán 4. Una muerte razonable. Testamento vital y eutanasia. David Rodríguez-Arias Vailhen 5. Buscando la felicidad. La odisea de la conciencia moral en su peregrinar hacia el bien. J. Mª. Gª. Gómez-Heras 6. Ética de la televisión. Consejos de sabios para la caja tonta. Isidro Catela 7 Ética de la vida familiar. Claves para una ciudadanía comunitaria. Agustín Domingo Moratalla 8. Ética para jóvenes. De persona a ciudadano. Marcos Román 9. Ética de la vida buena. Leonardo Rodríguez Duplá 10. ¿Debemos tolerarlo todo? Crítica del “tolerantismo” en las democracias. César Tejedor y Enrique Bonete 11. Arte de vivir, Arte de pensar. Iniciación al asesoramiento filosófico. Mónica Cavallé y Julián D. Machado (Eds.) 12. La ética interna del Derecho. Democracia, derechos humanos y principios de justicia. José Antonio Ramos Pascua 13. Ética y cambio climático. Carmen Velayos Costelo 14. Ética y experimentación con seres humanos. David Rodríguez-Arias, Grégoire Moutel y Christian Hervé (Eds.) 15. Ética para corruptos. Una forma de prevenir la corrupción en los gobiernos y administraciones públicas. Óscar Diego Bautista 16. Ética y periodismo. Joaquín Jareño Alarcón 17. De la vida a la ética: filosofía para todos. Materiales para pensar en el aula. Miguel Santa Olalla Tovar 18. Neuroética práctica. Una ética desde el cerebro. Enrique Bonete Perales
NEUROÉTICA PRÁCTICA desclée Enrique Bonete Perales (Valencia, 1959), es catedrático de Filosofía Moral en la Universidad de Salamanca. Amplió estudios en Estrasburgo, Berlín, y Oxford. Sus últimos libros son: Éticas en esbozo (2003), ¿Libres para morir?? (2004), Repensar el fin de la vida (2007), Ética de la dependencia a (2009).
¿Qué es la Neuroética? ¿Cuáles son sus objetivos? ¿En qué contexto cultural surgió? ¿Es una rama más de la Bioética o posee ámbito propio de investigación y reflexión? ¿Está provocando un nuevo paradigma ético? ¿Qué cuestiones morales procura iluminar? ¿Qué problemas filosóficos replantea? ¿Qué implicaciones sociales suscita? El presente libro responde a estos interrogantes con lenguaje asequible para el público en general, profesionales, estudiantes y docentes que, por inquietud o afinidad, han de conocer las incidencias prácticas, teóricas y sociales que ha generado durante los últimos años este nuevo campo del saber. Estamos, en cierto modo, ante las primeras piezas de la construcción de una “ética desde el cerebro”.
desclée de brouwer
ISBN: 978-84-330-2464-0
$$024640 www.edesclee.com