Schiller, Friedrich - El visionario Ed. Icaria 1986.pdf

March 28, 2017 | Author: mnbvcxqwer | Category: N/A
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FRIEDRICH

EL

SCHILLER

VISIONARIO

NOVI I A

ICARIA JQitemm

Friedrich Schiller. Litografía según el dibujo en tiza de Ludovike Simanowitz, 1793

FRIED RICH SC H ILLER

EL VISIONARIO Novela

■CAMA

¿VIr ir tti/i

Traducción del alemán Antonio Bueno

La traducción de la presente obra ha sido realizada con la ayuda de la institución INTER NATIONES. Título original: Der Geisterseher Primera publicación en forma de libro: Editorial Goschen, Leipzig 1789. © de esta edición ICARIA Editorial. S. A. Calle de la Torre. 14 - 08006 Barcelona Esta colección es propiedad de BOSCH Casa Editorial, S. A. Primera edición: marzo 1986 ISBN: 84-7426-115-5 Dep. legal: B-4177-86 Fotocomposición: Rápid-Text Calle Xiquets de Valls. 3 - 08012 Barcelona Impresión y encuadernación: Industrias Gráficas Pareja Calle Montaña, 16 - 08026 Barcelona Impreso en España Printed in Spain

IN D IC E Primer Libro . . . Segundo Libro . . Diálogo filosófico Tabla cronológica de la vida de Schiller B ib lio g ra fía ......................................

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PRIMER LIBRO Voy a relatar un acontecimiento que a muchos parecerá increíble, y del cual yo mismo fui en gran parte testigo ocu­ lar. Para aquellos pocos, que están al corriente de ciertos sucesos políticos, les ofrecerá —caso de que estas hojas les encuentren todavía en vida— una oportuna aclaración; e incluso sin esta clave será quizás de importancia para los restantes, como contribución a la historia del fraude y de la aberración del espíritu humano. Nos asombraremos ante el atrevimiento de los fines que la malicia es capaz de idear y proseguir; nos asombraremos ante la extrava­ gancia de los medios que puede movilizar para asegurarse sus fines. La estricta y pura verdad dirigirá mi pluma, pues cuando estas hojas vean la luz, ya no estaré en este mun­ do y no tendré nada que ganar o perder a causa del in­ forme que aquí doy. Fue en el viaje de vuelta hacia Kurland, en el año 17** por la época de carnaval cuando visité al príncipe de ** en Venecia. Nos habíamos conocido en el frente de ** y aho­ ra renovamos la relación que la paz había interrumpido. Como yo de todos modos deseaba ver lo notable de esta ciudad y el príncipe tan sólo esperaba un envío de pagarés para volver a **, me persuadió sin dificultad para que le sirviera de compañía y aplazara en tanto mi partida. Con­ vinimos en no separamos mientras durara nuestra estancia en Venecia, y el principe tuvo la amabilidad de ofrecer­ me su propia vivienda en el “Moro”. Como quería vivir para sí mismo y lo escaso de su renta tampoco le hubiera permitido sostener la nobleza de su rango, vivía aquí en el más absoluto incógnito. Dos caba­ lleros, a cuya discreción podía confiarse plenamente, eran junto a algunos leales servidores todo su séquito. Evitaba la ostentación más por temperamento que por ahorro. Re­ 9

huía las diversiones; a sus treinta y cinco años de edad había resistido a todos los atractivos de esta voluptuosa ciudad. Hasta ahora el bello sexo le había resultado indi­ ferente. Profunda seriedad y una apasionada melancolía dominaban su carácter. Aunque tenaz hasta la exagera­ ción. sus apetitos eran moderados; su elección lenta y tí­ mida. sus apegos cálidos y duraderos. En medio de una al­ borotada multitud caminaba solitario; cerrado en su mun­ do de fantasía era muy a menudo un extranjero en lo real. Nadie estaba mejor dotado que él para dejarse dominar sin por ello ser débil. Una vez convencido era entonces firme e inquebrantable, y poseía igualmente gran arrojo tanto pa­ ra luchar contra un reconocido prejuicio como para mo­ rir por otro. Como tercer príncipe de su casa no tenía perspectiva probable de gobernar. La propia ambición no había des­ pertado nunca, sus pasiones habían tomado otro rumbo. Contento de no depender de ninguna voluntad ajena, no sentía tentación alguna de dominar sobre otros: la tranqui­ la libertad de la vida privada y el goce del trato ingenioso delimitaban todos sus deseos. Leía mucho, aunque sin cri­ terio; una educación negligente y un temprano servicio en el frente habían impedido que la madurez llegara a su es­ píritu. Al no sustentarse sobre base firme alguna, todos los conocimientos de los que en adelante se había nutrido tan sólo acrecentaron el embrollo de sus conceptos. Era protestante como toda su familia, por nacimiento, que no por reflexión, cosa ésta que nunca había llevado a cabo, a pesar de que en cierta época de su vida había si­ do un religioso apasionado. Que yo sepa nunca se ha he­ cho masón. Una noche, mientras paseábamos como de costumbre enmascarados y apartados por la plaza de San Marcos —empezaba a hacerse tarde y el gentío se había disuelto— cayó el príncipe en la cuenta de que una máscara nos se­ guía a todas partes. La máscara era un armenio e iba solo. Apuramos el paso y mediante frecuentes cambios en nues­ tro camino intentamos confundirle — fue en vano, la más­ cara se mantuvo pegada a nuestros talones. “¿Desde luego que no ha tenido usted aquí ninguna intriga?", me dijo finalmente el príncipe. “En Venecia, los hombres casados son peligrosos.” “No estoy en relaciones con ninguna da­ ma”. di por respuesta. “Sentémonos aquí y hablemos ale­ lo

inán”. continuó. “Se me antoja que se nos toma por otros”. Nos sentamos en un banco de piedra y esperamos a que la máscara pasara. Esta vino directamente hacia nosotros y. arrimándose al príncipe, tomó asiento. Este sacó el re­ loj y en voz alta me dijo en francés, al tiempo que se le­ vantaba: “las nueve pasadas. Vayamos. Nos estamos’olvi­ dando que nos esperan en el Louvre”. Dijo esto solamente para apartar a la máscara de nuestro camino. “Las nue­ ve”, repitió ésta en la misma lengua, despacio y enfática­ mente. “Felicítese, príncipe” (nombrándole por su verda­ dero nombre). “Él ha muerto a las nueve”. Dicho esto se levantó y se fue. Nos miramos consternados. “¿Quién ha muerto?” dijo finalmente el príncipe tras un largo silenco. “Vayamos tras la máscara”, dije, “y exijamos una aclaración.” Repasamos todos los rincones de la plaza de San Marcos: la máscara había desaparecido. Descontentos, volvimos a nuestra hospedería. De camino, el príncipe no me dirigió ni una palabra, caminaba apartado y solo y parecía librar una vio­ lenta batalla, y efectivamente fue así. como me confesó más tarde. Una vez en casa, abrió por primera vez la boca. “Desde luego es ridículo", dijo, “que un demente perturbe con dos palabras la paz de un hombre”. Nos deseamos buenas no­ ches. y tan pronto como estuve en mi habitación, tomé nota en mi cuaderno del día y la hora en que todo había ocurrido. Era un jueves. Al día siguiente por la tarde me dijo el príncipe: “¿No nos damos una vuelta por la plaza San Marcos para bus­ car a nuestro enigmático armenio? A pesar de todo me tie­ ne intrigado el desarrollo de esta comedia." Yo estaba de acuerdo. Permanecimos en la plaza hasta las once. El ar­ menio no apareció por ninguna parte. Sin mejor éxito, las cuatro noches siguientes repetimos lo mismo. Cuando en la sexta noche abandonábamos nuestro ho­ tel, tuve la ocurrencia —si instintiva o intencionadamente, no recuerdo— de notificar a los criados dónde se nos po­ dría encontrar caso de que alguien preguntara por noso­ tros. El príncipe se dio cuenta de mi previsión y la apro­ bó con gesto sonriente. Cuando llegamos a la plaza San Marcos, había un gran gentío. Apenas habríamos dado treinta pasos, cuando reparé de nuevo en el armenio, quien apresuradamente se abrió paso en la aglomeración ll

al tiempo que con los ojos parecía buscar a alguien. Estába­ mos precisamente a punto de alcanzarlo, cuando, sin aliento, el barón de F **, del séquito del príncipe, vino has­ ta nosotros e hizo a éste entrega de una carta. “Está se­ llada en negro”, recalcó. “Hemos supuesto que era urgen­ te”. Estas palabras me golpearon como un rayo. El prín­ cipe se colocó junto a una farola y comenzó a leer. “Mi primo ha muerto”, exclamó. “¿Cuándo?” le interrumpí con vehemencia. Miró la carta nuevamente. “El jueves pasado. A las nueve de la noche.” No habíamos tenido tiempo de reponernos de nuestro estupor, cuando ya estaba el armenio detrás de nosotros. “Aquí ha sido usted descubierto, su excelencia”, dijo al príncipe. “Apresúrese y vuelva al ‘Moro’. Allí encontrará a los diputados del senado. No vacile en aceptar el ho­ nor con que se le quiere dispensar. El barón de F ** ha olvidado decirle que sus pagarés han llegado.” Se perdió entre la multitud. Corrimos hacia nuestro hotel. Todo se encontraba tal y como el armenio había anunciado. Tres nobles de la re­ pública esperaban preparados para darle la bienvenida al príncipe y conducirle de gala oficial hasta la asamblea en donde le esperaba la alta nobleza de la ciudad. Apenas tuvo tiempo de darme a entender con una ligera seña que le esperase despierto. Volvió alrededor de las once de la noche. Serio y pensa­ tivo, entró en la habitación y, una vez que hubo despa­ chado al servicio, me tomó la mano. “Conde”, dijo con las palabras de Hamlet. “hay más cosas en el cielo y sobre la tierra que en nuestras filosofías ni soñaríamos.” “Excelencia”, respondí, “parece usted olvidar que se va a la cama enriquecido por una gran expectativa”. (El difunto era el príncipe heredero, único hijo del regente * * * , que viejo y enfermo no tenía ya esperanza de sucesión propia. Un tío de nuestro príncipe, asi mismo sin herederos ni pers­ pectivas de tenerlos, quedaba ahora sólo entre éste y el trono. Menciono esta circunstancia, pues en lo que sigue se hablará al respecto.) “No me lo recuerde", dijo el príncipe. “Y si hubiera si­ do ganada para mí una corona, tendría ahora más que ha­ cer, que pensar en esa pequeñez... Si ese armenio ha di­ cho más que simples conjeturas...” “¿Cómo es eso posible, príncipe?”, intervine. 12

“Si así fuera, renunciaría en favor de usted a todas mis aspiraciones sucesorias por un hábito de monje.” La noche siguiente nos encontrábamos en la plaza San Marcos más temprano que de costumbre. Un repentino chaparrón nos obligó a entrar en un café donde se juga­ ba. El príncipe se colocó tras el asiento de un español y observó el juego. Yo fui hasta una habitación contigua en la que leí los periódicos. Al poco rato oí alboroto. Antes de la llegada del príncipe, el español había perdido conti­ nuamente, ahora ganaba en todas las cartas. Todo el jue­ go había cambiado sorprendentemente y la banca se halla­ ba en peligro de ser desfalcada por el apostador, cuyo afor­ tunado giro le había hecho más audaz. El veneciano que tenía la banca dijo en tono insultante al príncipe que per­ turbaba la buena suerte y que debía abandonar la mesa. Éste le miró indiferente y permaneció; mantuvo la misma compostura cuando el veneciano repitió en francés los in­ sultos. Este último pensaba que el príncipe no entendía ninguna de las dos lenguas y, con risa llena de menospre­ cio se dirigió hacia los restantes: “Díganme ustedes, seño­ res míos, ¿cómo podría hacerme entendible a este balordo?". AJ mismo tiempo se levantó y quiso agarrar al prín­ cipe del brazo, éste perdió entonces la paciencia, cogió con fuerza al veneciano y lo lanzó al suelo sin contempla­ ciones. Toda la casa se puso en movimiento. Con el albo­ roto entré precipitadamente e instintivamente le llamé por su nombre. “Tenga cuidado, príncipe”, y añadí irreflexi­ vamente, “estamos en Venecia”. El nombre del príncipe produjo un silencio general del que pronto surgió un murmullo que me pareció peligroso. Todos los italianos presentes, apiñándose en corros, se hicieron a un lado. Uno tras otro abandonaron la sala, hasta que ambos nos encontramos a solas con el español y algunos franceses. “Está usted perdido, excelencia”, dijeron éstos, “si no abandona inmediatamente la ciudad. El veneciano, a quien ha tratado tan inconvenientemente, es rico y goza de buena reputación; no le costaría ni cincuenta cequis hacerle desaparecer de este mundo”. Para seguridad del príncipe, el español nos ofreció llamara la guadia y acom­ pañarnos personalmente hasta casa. Lo mismo querían ha­ cer los franceses. Aún sin movemos, estábamos pensando lo que podíamos hacer, cuando se abrió la puerta y entra­ ron algunos servidores de la inquisición. Nos mostraron 13

una orden del gobierno, que nos obligaba a ambos a se­ guirles sin demora. Bajo fuerte escolla nos condujeron has­ ta el canal. Ahí nos esperaba una góndola en la que de­ bíamos tomar asiento. Antes de apeamos nos vendaron los ojos. Se nos condujo por una gran escalera de piedra y después a través de un largo y tortuoso pasillo por en­ cima de bóvedas subterráneas, según concluí por los múl­ tiples ecos que resonaban bajo nuestros pies. Finalmente llegamos ante otra escalera que descendía veintiséis esca­ lones. Aquí se abría una sala en donde se nos quitó la venda de los ojos. Nos encontrábamos en un círculo de venerables ancianos, todos vestidos de negro; lienzos ne­ gros que colgaban por toda la sala, un silencio de muerte en la reunión y la escasa iluminación; todo el conjunto producía una impresión espantosa. Uno de los ancianos, supuestamente el supremo inquisidor, se acercó al prín­ cipe y, mientras el veneciano era conducido ante él, le pre­ guntó con aire solemne: “¿Reconoce usted a este sujeto por la misma persona que le ha insultado en el café?” “Sí", respondió el príncipe. A continuación, se volvió aquel hacia el preso: “¿Es ésta la misma persona que usted quería hacer matar hoy por la noche?" El preso respondió afirmativamente. Al instante se abrió el círculo, y vimos con horror có­ mo le separaban al veneciano la cabeza del tronco. “¿S e da usted por satisfecho con este desagravio?” preguntó el inquisidor. El príncipe yacía sin sentido en los brazos de sus acompañantés. “Váyanse ahora”, continuó aquel con voz terrible dirigiéndose a mí, “y en el futuro juzgue usted menos precipitadamente sobre la justicia en Vcnecia”. Quién fue el secreto amigo, que por medio del rápido brazo de la justicia nos había salvado de una muerte cier­ ta, no lo podíamos adivinar. Pasmados de susto llegamos a casa. Era después de la medianoche. El ayudante de cá­ mara de Z ** nos esperaba en la escalera con impaciencia. “¡Qué bien que haya enviado recado!”, dijo al príncipe al tiempo que nos iluminaba. “De otro modo, una noticia que inmediatamente desde la plaza San Marcos trajo a ca­ sa el barón de F **. nos hubiera infundido el miedo más mortal por usted." 14

“¿Recado? ¿Cuándo? No sé nada de eso.” “Esta noche sobre las ocho. Mandó recado de que no nos preocupáramos en caso de que usted volviera tarde a casa.” En esto me miró el príncipe. “¿Quizás ha despachado usted esta diligencia sin mi conocimiento.” Yo no sabía absolutamente nada. “Sin embargo, así debe ser, su alteza”, dijo el ayuda de cámara, “ya que aquí está su reloj, que usted hizo mandar por seguridad.” El príncipe palpó el bolsillo en el que solía llevar el reloj. Efectivamente, había desaparecido, y re­ conoció aquél como el suyo. “¿Quién lo trajo?”, preguntó con perplejidad. “Una máscara desconocida con ropas de armenio que se alejó inmediatamente.” Inmóviles, nos miramos. “¿Qué piensa usted?”, dijo fi­ nalmente el príncipe después de un largo silencio. “Tengo aquí, en Venecia. algún oculto vigilante.” La terrible escena de la noche causó al príncipe unas fiebres que le obligaron a guardar cama durante ocho días. En este tiempo, se llenó nuestro hotel de propios y extra­ ños atraídos por la ya descubierta posición social del prín­ cipe. Cada uno a su manera buscaba la forma de hacerse notar y todos rivalizaban entre sí por ofrecer sus servicios. El caso precedente con la inquisición no fue nombrado nuevamente. Puesto que la corte de ** quería todavía atrasar la mar­ cha del principe, algunos cambistas de Venecia tenían ins­ trucciones de satisfacerle importantes sumas. Contraria­ mente a su voluntad se veía en posición de prolongar su estancia y, ante su ruego, también yo resolví posponer mi marcha. Tan pronto como estuvo en condiciones de poder dejar la cama, el médico le persuadió para que se diera un pa­ seo en barca por el Brenta con el fin de cambiar de aires. El tiempo era claro y la excursión fue bien recibida. Cuan­ do estábamos por abordar la góndola, el príncipe echó en falta la llave de una pequeña gaveta que contenía pa­ peles muy importantes. Inmediatamente volvimos para buscarla. Se acordó con claridad de haber cerrado la ga­ veta el día anterior y de no haber salido desde entonces de la habitación. Pero toda búsqueda fue en vano; tuvi­ mos que renunciar para no perder más tiempo. El prín­ 15

cipe, cuya alma estaba por encima de toda malicia, la declaró por perdida y nos pidió no hablar más del asunto. El camino era sumamente agradable. Un paisaje de pin­ tura que a cada vuelta del río parecía superarse en rique­ za y hermosura. El cielo más limpio posible, que en ple­ no mes de febrero reproducía un día de mayo. Deliciosos jardines y casas de campo de muy buen gusto que, sin número, adornaban ambas orillas del Brenta. A nuestra espalda la majestuosa Venecia con cientos de torres y más­ tiles que brotaban de las aguas; todo ello nos ofrecía el espectáculo más soberbio de la tierra. Nos abandonamos por completo al encanto de esta bella naturaleza, nuestro humor era del mayor contento, el pro­ pio príncipe perdió su seriedad y rivalizaba con nosotros con alegres bromas. Llegaban hasta nosotros los sones de una música festiva cuando, a unas millas italianas de la ciudad, hicimos tierra. Venía de una pequeña aldea en don­ de había feria; allí pululaba gente de todo tipo. Una cua­ drilla de muchachas y muchachos jóvenes, todos vestidos teatralmente, nos dio la bienvenida con un baile de pan­ tomima. Esta era una creación nueva: gracia y ligereza animaban cada movimiento. Antes de que el baile llegara a su fin. pareció como si a la dirigente del mismo, que representaba una reina, la agarrara de repente un brazo invisible. Se quedó como sin vida y con ella todo el con­ junto. Calló la música. En toda la reunión no se escucha­ ba un solo aliento, y allí estaba ella, la mirada clavada en la tierra en profundo pasmo. De repente, en la furia del éxtasis volvió en sí, miró salvajemente en derredor: “Un rey está entre nosotros”, gritó, se arrancó la corona de la ca­ beza y la depositó a los pies del príncipe. Todos los que allí estaban dirigieron entonces los ojos hacia él, largo tiempo inciertos sobre si había algún sentido en esta bufo­ nada. tanto había ilusionado la empática seriedad de aque­ lla actriz. Un aplauso general interrumpió finalmente el silencio. Busqué al príncipe con los ojos. Me di cuenta de su no pequeña turbación y de su esfuerzo por evadirse de las inquisitivas miradas de los espectadores. Lanzó dinero entre aquellos muchachos y se apresuró a salir de la aglo­ meración. Habíamos dado unos pocos pasos, cuando un reverendo descalzo se abrió paso entre la gente y se interpuso en el camino del príncipe. “Señor”, dijo el monje, “dale a la ma16

dona de tu riqueza pues necesitarás de sus plegarias.” Di­ jo esto en un tono que nos dejó confusos. Desapareció arrastrado por el gentío. Entretanto nuestro séquito se había engrosado. Un lord inglés, a quien el príncipe ya había visto en Niza, algunos mercaderes de Livomo, un canónigo alemán, un presbí­ tero francés con algunas damas y un oficial ruso se habían juntado a nosotros. La fisonomía de este último tenía algo absolutamente insólito que atraía nuestra atención. Nunca en mi vida había visto tantos rasgos y tan poco carácter, tan atrayente benevolencia junto a tan repulsiva frialdad conviviendo en la cara de un ser humano. Todas las pa­ siones parecían haber hecho allí mella y, sin más. haber desaparecido nuevamente. Nada quedaba a excepción de la tranquila y penetrante mirada de un perfecto cono­ cedor del alma humana que ahuyentaba todo ojo en el que se fijaba. Este extraño ser nos seguía desde lejos y parecía tomar parte, aunque de forma indolente, en todo lo que ocurría. Nos llegamos frente a una barraca donde se jugaba a la lotería. Las damas jugaron y losdemás seguimos su ejem­ plo; también el príncipe pidió un billete. Ganó una taba­ quera. Cuando la abrió, vi que retrocedía y se ponía pá­ lido. La llave estaba adentro. “¿Qué significa esto?” me dijo el príncipe en un mo­ mento en que nos vimos a solas. “Una fuerza mayor nos persigue. Lo omnisciente teje a mi alrededor. Un ser invi­ sible, del que no puedo escapar, vigila todos mis pasos. Tengo que encontrar al armenio y sacar de él algo en cla­ ro.” El sol se inclinaba hacia el ocaso, cuando llegamos an­ te el pabellón de recreo en donde la cena estaba servi­ da. El nombre del príncipe había engrosado nuestra com­ pañía hasta dieciséis personas. Aparte de los antes citados, también se habían arrimado a nosotros un músico de Ro­ ma, algunos suizos y un aventurero de Palermo que lle­ vaba uniforme y quería hacerse pasar por capitán. Fue de­ cidido quedarse allí hasta la noche y regresar a casa na­ vegando con antorchas. La charla en la mesa fue muy ani­ mada, y el príncipe no pudo dejar de contar el suceso de la llave que suscitó la admiración general. Se discutió a fondo sobre el asunto. La mayoría de los allí reunidos afirmaban que, sin duda, tras todas estas artes secretas se 17

escondía un mero juego de manos; el presbítero, que ya había trasegado mucho vino, desafió a todo el reino de los espíritus; el inglés blasfemaba; el músico se hacía cru­ ces ante el diablo. Unos pocos, entre los que se contaba el príncipe, opinaban que sobre tales materias no se debían precipitar juicios; mientras tanto, el oficial ruso charlaba con las mujeres y no parecía prestar atención a lo que allí se discutía. Con el calor de la discusión nadie se dio cuenta de que el siciliano había salido. Pasada una media hora volvió envuelto en un abrigo y se colocó tras la silla del francés. “Usted ha expresado antes la osadía de poder entrar en batalla con todos los espíritus; ¿quiere usted in­ tentarlo con uno?”. “¡Venga esa mano!” dijo el presbítero, “si usted se encar­ ga de hacerlo venir aquí.” “Eso quiero", contestó el siciliano (dirigiéndose a noso­ tros), “cuando nos hayan dejado estas damas y estos caba­ lleros." “¿Por qué?” exclamó el inglés. “Un espíritu valiente no se atemoriza a causa de una alegre reunión.” “Yo no respondo de lo que pase”, dijo el siciliano. “¡Por el amor de Dios! ¡No!” exclamaron las mujeres presentes en la mesa y se levantaron asustadas de sus asien­ tos. “Haga venir a su espíritu” dijo testarudo el presbítero; "pero adviértale de antemano que aquí hay hojas bien afi­ ladas” (en esto pidió la daga a uno de los huéspedes). “Puede usted actuar como le plazca cuando sea el mo­ mento", respondió fríamente el siciliano, "si después le queda todavía humor para ello.” Entonces se volvió ha­ cia el principe. “Excelencia”, le dijo, “usted afirma que su llave ha estado en manos ajenas. ¿Sospecha usted de al­ guien?” “No.” “¿Ni siquiera la más leve intuición?” “Sí tuve, por cierto, una ocurrencia.” “¿Reconocería usted a la persona si la viera ante sí?” “Sin duda.” Tiró, entonces, el siciliano de su abrigo y extrajo un es­ pejo que sostuvo ante los ojos del príncipe. “¿Es éste?” El príncipe, asustado, dio un paso atrás. “¿Qué ha visto?” pregunté. 18

“Al armenio.” El siciliano ocultó de nuevo su espejo bajo el abrigo. "¿Era la misma persona que usted pensaba?” preguntaron al príncipe todos los reunidos. “La misma.” Al oír esto las caras se demudaron y se detuvieron'las risas. Todos los ojos se dirigieron llenos de curiosidad ha­ cia el siciliano. “Monsieur l'Abbé. la cosa se pone seria”, dijo el inglés; "le aconsejo que empiece a pensar en la retirada.” “Este tipo tiene el diablo en el cuerpo”, gritó el francés y salió corriendo de la casa, las mujeres se precipitaron entre gritos hacia la puerta de la sala, el músico las siguió, el canónigo alemán roncaba en un sillón, el ruso permane­ cía como hasta entonces: sentado con aire de indiferencia. "Tal vez su intención fuera solamente ridiculizar a un fanfarrón”, reanudó el príncipe una vez hubieron salido los otros, “¿o quiere usted todavía mantener la palabra que nos ha dado?” “Es cierto", dijo el siciliano. “Con el presbítero no lo pensaba ciertamente, le hice la propuesta tan sólo porque tenía la entera certeza de que el cobardica no me tomaría la palabra. La cosa es en sí misma demasiado seria como para andarse con bromas.” “Por tanto usted admite que está en su mano el poder de...” El mago calló un largo rato en el que parecía escrutar con los ojos al príncipe. “Sí”, respondió finalmente. La curiosidad del príncipe estaba en su más alto grado de tensión. Estar en contacto con el mundo de los espí­ ritus. había sido una vez su pasión favorita, y desde la primera aparición del armenio todas aquellas ideas que su razón más madura había rechazado desde hacía tiempo, acudieron de nuevo a su cabeza. Se apartó con el siciliano, y le escuché negociar con él muy interesadamente. "Ante sí tiene usted a un hombre”, continuó, “que arde de impaciencia por llegar a alguna certeza sobre esta impor­ tante materia. Yo le abrazaría como a mi bienhechor, como a mi mejor amigo, que ha disipado mis dudas y apartado la venda de mis ojos. ¿Querrá usted hacerme acreedor de tan gran merecimiento?” ¿Qué exige usted de m i?” dijo pensativo el mago. 19

"Por ahora tan sólo una prueba de su arte. Déjeme ver una aparición. “¿A qué nos llevaría tal cosa?” “Así podría usted juzgar desde un mejor conocimiento de mi persona, si merezco o no enseñanzas superiores.” “Le estimo en lo mejor, excelencia. Cierta fuerza escon­ dida en su rostro, que ni usted mismo conoce todavía, me ha ligado a usted desde la primera mirada. Es usted más poderoso de lo que cree. Puede usted disponer a pla­ cer de todo mi poder. Pero..." “Hágame ver entonces una aparición.” “Pero antes debo tener la certeza de que la petición que me formula no proviene de la curiosidad. Aunque las fuerzas invisibles me obedecen, hasta cierto punto, es con­ dición sagrada que no profane los sagrados secretos, que no haga abuso de mi poder.” “Mis intenciones son las más puras. Quiero la verdad.” En eso dejaron el lugar donde estaban y se acercaron a una ventana alejada donde ya no les podía escuchar. El inglés, que también había seguido la conversación an­ terior, me llevó aparte. “Vuestro príncipe es un hombre de noble espíritu. La­ mento que trabe relaciones con un estafador.” “Todo dependerá”, dije, “de cómo salga el príncipe del asunto.” „¿Sabe usted?” dijo el inglés. “Ahora, el pobre diablo se está haciendo valer. No sacará su arte a relucir hasta no escuchar el tintineo de las monedas. Hay nueve de los nuestros. Hagamos una colecta y así mediante un alto precio le induciremos a la tentación. Con esto se romperá la crisma y se le abrirán los ojos a vuestro príncipe.” "Estoy de acuerdo." El inglés lanzó seis guineas en un plato y empezó a hacer la colecta. Todos dieron algunos luises; el ruso, en particular, parecía estar sumamente interesado por nuestra propuesta, depositó en el plato un billete de cien cequíes, prodigalidad que dejó asombrado al inglés. Llevamos la colecta al príncipe. “Tenga la bondad”, dijo el inglés, “de mediar por nosotros ante este caballero, que nos permitirá asistir a una muestra de su arte, para que acepte esta pe­ queña demostración de nuestro reconocimiento." El prín­ cipe depositó además un precioso anillo en el plato y se lo alcanzó al siciliano. Este reflexionó unos segundos. 20

“Muy señores míos y protectores”, comenzó, “tanta gene­ rosidad me confunde. Parece ser que no me conocen bien, pero corresponderé a su petición. Su deseo será cumpli­ do. (Mientras decía esto tocó una campanilla). “En lo que respecta a este oro, sobre el cual no tengo derecho alguno, me permitirán que lo deposite en el claustro benedictino más próximo para obras de caridad. Este anillo lo conser­ varé como un entrañable símbolo que me hará recordar a tan digno príncipe.” Llegó el hospedero y le entregó el dinero al instante. “No obstante, es un canalla” me dijo el inglés al oído. “Rehúsa el dinero porque tiene todavía mayor interés en el príncipe.” “O el hospedero está conchabado con él”, dijo otro. “¿Quién desea usted?” preguntó el mago ahora al prín­ cipe. El príncipe reflexionó un instante. “Mejor, ya de entra­ da, alguien prominente”, exclamó el lord. “Incite al papa Ganganelli. Al caballero le costará el mismo esfuerzo.” El siciliano se mordió los labios. “No debo citar a nadie que haya sido ordenado con los hábitos.” “Tanto peor”, dijo el inglés. “Tal vez nos hubiéramos enterado de qué enfermedad murió.” “El marqués de Lanoy”, tomó entonces la palabra el príncipe, “era brigadier francés durante la pasada guerra y mi amigo de mayor confianza. En la batalla de Hastinbeck le inflijieron una herida mortal, le trajeron a mi tienda de campaña donde murió al poco rato en mis pro­ pios brazos. Ya a las puertas de la muerte me atrajo ha­ cia sí. ‘Príncipe’, comenzó, ‘no volveré a ver mi patria; sepa usted por eso un secreto del que nadie, excepto yo, posee la clave. En un convento junto a la frontera con Flandes vive una...’, y en este punto expiró. La mano de la muerte rompió el hilo de su discurso; quiero que él esté aquí y escuchar la continuación.” “¡Por Dios que es mucho lo pedido!”, exclamó el inglés. “Le tendré por un segundo Salomón si soluciona esta ta­ rea.” Nos admiramos ante la inspirada elección del príncipe y le dimos nuestra unánime aprobación. Entretanto an­ daba el mago con fuertes pasos de un lado a otro y pare­ cía vacilar en lucha consigo mismo. “¿Y eso fue todo lo que el difunto le encomendó?” “Todo.” 21

"¿N o hizo usted más pesquisas ai respecto en su patria?" “Todas fueron en vano.” “¿Había conducido su vida, el marqués de Lanoy, de modo intachable?... No puedo convocar a todos los muer­ tos." “Murió arrepentido de los excesos de su juventud.” “¿Lleva usted consigo acaso algún recuerdo de él?” “Sí." (El príncipe llevaba efectivamente una tabaquera en la que había un retrato de esmalte en miniatura del marqués, y que. durante la cena, había dejado expuesto junto a sí.) “No deseo saberlo... Déjenme solo. Usted verá al di­ funto.” Nos requirió que nos trasladáramos al otro pabellón hasta que él nos llamara. Al mismo tiempo, hizo sacar to­ dos los muebles de la sala, y cerró con meticulosidad ventanas y postigos. Al hospedero, que parecía estar de mutuo acuerdo con él, le ordenó traer un recipiente con carbón encendido y de apagar, uno por uno, todo fuego que ardiera en la casa. Antes de que nos hubiéramos ido, nos pidió a cada uno en particular palabra de honor de observar eterno silencio sobre lo que habíamos de very es­ cuchar. Todas las habitaciones de este pabellón fueron acerrojadas tras nuestra salida. Eran pasadas las once y un profundo silencio reinaba en toda la casa. Al salir, el ruso me preguntó si teníamos con nosotros pistolas cargadas. “¿Para qué?”, dije. “Por si acaso”, replicó. “Espere un momento, quiero echar un vistazo." Se alejó. El barón de F ** y yo abrimos una ventana que daba, enfrente, al otro pabellón; nos pareció entonces oír susurrar a dos personas y un ruido como si alguien estuviera colocando una escalera. Se trataba tan sólo de una suposición y yo no me atrevía a darla por cierta. El ruso volvió con un par de pistolas, después de ausentarse una media hora. Le vimos cargarlas. Serían las dos, cuando el mago apareció de nuevo y nos informó de que ya era el momento. Antes de entrar se nos recomen­ dó quitarnos los zapatos y comparecer en medias, camisa y paños menores. A nuestro paso se echaron, como la primera vez, los cerrojos a las puertas. Cuando volvimos a la sala nos encontramos con un am­ plio círculo trazado de manera que pudiéramos caber có­ modamente en él todos los diez que éramos. Alrededor 22

de él habían sido levantadas las tablas del suelo, de mane­ ra que estábamos prácticamente sobre una isla. Un altar, cubierto de un lienzo negro, se erigía en medio del círcu­ lo; bajo él se había extendido una alfombra de raso rojo. Sobre el altar, una biblia caldea estaba abierta junto a una calavera y también un crucifijo plateado que allí harbía sido colocado. En lugar de velas, ardía alcohol en un re­ cipiente de plata. Un humo denso de incienso obscurecía la sala hasta casi sofocar la luz. El exorcista estaba des­ vestido como nosotros, pero totalmente descalzo; en el cuello desnudo llevaba una cadena con un amuleto de ca­ bello humano, en la cintura traía ceñido un mandil blanco marcado con figuras simbólicas y cifras secretas. Nos or­ denó que nos cogiéramos de las manos y que observára­ mos un profundo silencio; nos indicó, sobre todo que no hiciéramos ninguna pregunta a la aparición. Al inglés y a mí (ante quienes parecía abrigar la mayor desconfianza) nos solicitó para que mantuviéramos dos dagas desenvai­ nadas. en cruz y sin moverlas, una pulgada por encima de su coronilla, en tanto durara la ceremonia. Estábamos al­ rededor de él formando una media luna, el oficial ruso se apretó contra el inglés y se colocó junto al altar. El ros­ tro dirigido a oriente, se situó el mago sobre la alfombra, roció agua bendita hacia las cuatro regiones del mundo y se inclinó tres veces ante la biblia. Medio cuarto de hora duró el conjuro, del que no entendimos nada; al final del mismo hizo una señal a aquellos que estaban próximos detrás de él para que le sujetaran firmemente del pelo. Entre las más violentas convulsiones llamó al muerto tres veces por su nombre, y la tercera vez alargó la mano hacia el crucifijo... De repente sentimos todos a un mismo tiempo un golpe como de un relámpago, que nos desmandó las manos; súbitamente, un trueno estremeció la casa, sonaron todas las cerraduras, todas las puertas batieron a la vez, la tapa de la lamparilla se cayó, la luz se apagó y en la pared opuesta sobre la chimenea se mostró una figura humana en sangrante camisa, pálida y con el rostro de un moribundo. “¿Quién me llama?”, dijo una voz hueca apenas per­ ceptible. “Tu amigo”, respondió el exorcista, “que honra tu me­ moria y pide por tu alma”, entonces pronunció el nombre del príncipe. 23

Las respuestas se sucedían entre largos intervalos. “¿Qué quiere?”, continuó la voz. “Escuchar tu confesión hasta el final, la que has co­ menzado en este mundo y no has concluido.” "En un convento junto a la frontera con Flandes vive...” Entonces retembló de nuevo la casa. Las puertas se abrie­ ron de par en par bajo la acción de un violento trueno, un relámpago iluminó la habitación y otra forma corpó­ rea, sangrante y pálida como la anterior, pero de peor aspecto, apareció en el umbral. El alcohol comenzó de nue­ vo a arder por sí mismo y la sala se iluminó como ante­ riormente. “¿Quién hay entre nosotros?, gritó el mago horrorizado lanzando una mirada de pavor hacia los reunidos. “A ti no te he llamado.” La aparición marchó con paso suave y majestuoso dere­ cho hasta el altar, se colocó sobre la alfombra frente a no­ sotros y agarró el crucifijo. A la primera figura no la vol­ vimos a ver. Quién me llama?", dijo esta segunda aparición. El mago empezó a temblar con violencia. El pavor y el asombro nos tenían paralizados. Alcancé una de las pis­ tolas, el mago me la arrebató de la mano y disparó contra la imagen. La bala rodó lentamente sobre el altar, y la imagen inmutable emeigió del humo. Entonces el mago se desplomó desmayado. “¿Qué significa esto?”, exclamó el inglés lleno de asom­ bro queriendo darle una estocada a la figura. Esta le tocó el brazo y el acero cayó al suelo. Un sudor frío me baña­ ba la frente. El barón F ** nos confesó poco después que había rezado. Durante todo este tiempo el príncipe se mantuvo impá­ vido y en silencio, los ojos clavados en la aparición. “¡Sí! te reconozco”, exclamó finalmente lleno de emo­ ción, “eres Lanoy, eres mi amigo...? ¿D e dónde vienes?” “La eternidad es muda. Pregúntame sobre mi vida pa­ sada.” “¿Quién vive en el claustro que me habías mencio­ nado?” “Mi hija.” “¿Cóm o? ¿llegaste a ser padre?” “¡Me duele que lo fui demasiado poco!” “¿N o eres feliz, Lanoy?” 24

“Dios ha juzgado.” “¿Puedo prestarte todavía algún servicio en este mun­ do?” “¡Ninguno mejor que pensar en ti mismo!” “¿Qué debo hacer?” “En Roma lo sabrás.” * Entonces siguió otro trueno, una nube de humo negro llenó la habitación; una vez se hubo desvanecido, no pu­ dimos ya encontrar ninguna imagen. Empujé uno de los postigos abriéndolo. Era de día. En esto el mago se recuperó de su aturdimiento. “¿D ón­ de estamos?”, exclamó al distinguir la luz del día. El ofi­ cial ruso se arrimó a su espalda y le miró por encima del hombro. “ Fullero ”, le dijo con mirada terrible, "ya no vas

a llam ar a ningún otro espíritu.” El siciliano se volvió, lo miró detenidamente a la cara, profirió un grito y cayó a sus pies. Todos a un tiempo miramos al supuesto ruso. El prín­ cipe reconoció en él con facilidad los rasgos de su arme­ nio, y la palabra, que balbuciente le urgía, se le murió en la lengua. El espanto y la sorpresa nos tenía como petri­ ficados. Mudos y quietos teníamos nuestros ojos fijos en aquel misterioso ser que nos traspasaba con una mirada de se­ creta fuerza e intensidad. Un minuto duró este silencio... y otro. Ni un resuello en toda la reunión. Unos fuertes golpes en la puerta nos devolvieron de nuevo a nosotros mismos. La puerta cayó destrozada en la sala e irrumpie­ ron servidores de la ley con la guardia. “Por fin damos con ellos, ¡todos reunidos!”, exclamó, dirigiéndose a sus acom­ pañantes. “iEn nombre del gobierno!", nos gritó. “Estáis detenidos.” No habíamos tenido tiempo de recobramos, que en un abrir y cerrar de ojos nos vimos rodeados. El oficial ruso, a quien desde ahora vuelvo a nombrar por el armenio, se llevó aparte al capitán de la patrulla y, tanto como la confusión me permitió, pude discernir que le decía secretamente algunas palabras al oído y que le mostraba algo escrito. Tan pronto como le dejó, el alguacil con silen­ ciosa y respetuosa reverencia se dirigió hacia nosotros quitándose su sombrero. “Dispensen ustedes, caballeros”, dijo, “que les haya confundido con este estafador. No quie­ ro preguntar quiénes son ustedes, pero este caballero me asegura que tengo ante mí caballeros de honor.” Al mis­ 25

mo tiempo dio señal a sus acompañantes de que nos sol­ taran. Ordenó que ataran y vigilaran estrechamente al sici­ liano. “El pájaro está frito”, remarcó. “Llevamos ya siete meses en su persecución.” Este ser miserable era realmente objeto de la desgracia. El doble susto de la segunda aparición y esta imprevista invasión le habían rendido las fuerzas. Se dejó atar como un chiquillo; tenía los ojos abiertos de par en par, en un rostro sin vida, y sus labios se estremecían en callados tem­ blores sin producir sonido alguno. De un momento a otro esperábamos que estallara en convulsiones. El príncipe sintió compasión de su estado y tomó a su cargo influir ante el servidor de la justicia para su puesta en libertad. Se dio a conocer. “Su excelencia”, di jo el capitán, “¿sabe usted acaso quién es la persona por la que usted tan generosamente interce­ de? El fraude que pensaba jugar con ustedes, es su crimen más insignificante. Tenemos a sus cómplices. Dicen cosas horribles de él. Se puede dar por contento si le envían a galeras.” En esto vimos al hospedero que, junto a otros habitantes de la casa, era conducido atado con cuerdas por el patio. “¿También a éste?”, exclamó el príncipe. “¿Cuáles son sus culpas?” “Era su cómplice y encubridor”, respondió el capitán de la guardia, “le resultaba de gran ayuda en sus escenitas de magia y raterías, y compartía con él el pro­ ducto de su rapiña. Pronto se convencerá, excelencia” (dirigiéndose a los que le acompañaban). “Hay que regis­ trar toda la casa y traerme inmediata noticia de lo que se encuentre.” El príncipe buscó entonces con la mirada al armenio, pero éste no estaba ya presente; en la general confusión que esta invasión había causado, había encontrado el medio para alejarse inadvertidamente. El príncipe estaba desconsolado; quería enviar a toda su gente tras él; él mismo quería ir a buscarlo y arrastrarme a mí consigo. Corrí a la ventana; por el rumor que este suceso había provocado, la casa estaba rodeada de curiosos. Era impo­ sible pasar a través del gentío. Le comuniqué al príncipe lo siguiente: “Si este armenio tiene seria intención de ocultarse de nosotros, no hay duda ninguna de que cono­ ce los escondrijos mucho mejor que nosotros y que todas nuestras pesquisas serían en vano. Mejor quedémonos 26

aquí, excelencia. Tal ve? este alguacil nos pueda decir algo más sobre él, algo que, si no he visto mal. ya le ha des­ cubierto antes.” Entonces caímos en la cuenta de que todavía estábamos sin vestir. Corrimos a nuestras habitaciones para lanzamos con rapidez en nuestros vestidos. En cuanto volvimoswel registro de la casa había terminado. Una vez se hubo quitado de en medio el altar y removido las tablas de la sala, se descubrió una espaciosa bóveda, en la que podía colocarse cómodamente una persona, provis­ ta de una puerta que a través de unas estrechas escale­ ras conducía hasta la bodega. En esta bóveda se encon­ traron una máquina eléctrica, un reloj y una pequeña cam­ pana de plata, la cual, al igual que la máquina eléctrica, tenía comunicación con el altar y con el crucifijo que sobre él estaba colocado. El postigo de una ventana que estaba directamente enfrente de la chimenea había sido horadado y provisto de un pasador para que, como ya antes había­ mos presenciado, ajustando una linterna mágica en su abertura, se proyectara sobre la pared encima de la chi­ menea la imagen deseada. De la buhardilla y la bodega trajeron varios tambores de los que colgaban amarradas con cuerdas gruesas bolas de plomo, al parecer para repro­ ducir el sonido de los truenos que habíamos escuchado. Ai registrar las ropas del siciliano encontraron en un estu­ che diversos productos, como mercurio en redomas y botes, fósforo en un envase de vidrio, un anillo, que reco­ nocimos al instante por magnético pues permaneció sujeto a una bolita de hierro, después de atraerla desde una corta distancia; en los bolsillos de la levita un rosario, una bar­ ba de judío, pistolas de bolsillo y una daga. “Veamos si están cargadas!", dijo uno de la guardia cogiendo una de las pistolas y disparando contra la chimenea. “¡)esú$ Ma­ ría!” exclamó una voz cavernosa, precisamente la que ha­ bíamos escuchado con la primera aparición; acto seguido vimos un cuerpo sangrante salir de la chimenea y desplo­ marse. ¿Aún no encuentras tu paz, pobre espíritu?”, excla­ mó el inglés mientras los demás nos apartábamos asus­ tados. “Vuelve a casa, a tu tumba. Has aparecido como lo que no eras; ahora serás lo que pareciste.” “¡Jesús María! Estoy herido”, repitió la persona en la chimenea. La bala se le había incrustado en la pierna de­ recha. Al instante se ocuparon de que la herida fuera vendada. 27

“¿Pero quién eres tú, y qué mente diabólica te ha lle­ vado a donde estás?” “Un pobre monje descalzo”, respondió el herido. “Un caballero desconocido me ha ofrecido un cequi para que yo...” “¿Para que recitaras alguna fórmula? ¿Y por qué no te has largado entonces inmediatamente?” “Me tenía que dar una señal de cuándo debía irme; pero la señal no se produjo y cuando quise apearme habían quitado la escalera.” “¿Y qué decía la fórmula que te había enseñado?” Le sobrevino entonces un desmayo al herido, nada más se le podía sonsacar. Cuando lo observamos de' cerca pu­ dimos reconocer al mismo que la tarde anterior se había interpuesto en el camino del príncipe y le había hablado tan solemnemente. Mientras tanto el príncipe se había dirigido al capitán de la guardia. “Usted nos ha..." dijo, colocándole algunas piezas de oro en la mano, “nos ha rescatado de las manos de un estafador, sin nosotros saberlo, y nos ha hecho justicia. Nuestro agradecimiento será total si nos descu­ bre quién era el desconocido que con tan sólo un par de palabras nos ha puesto a todos en libertad.” “¿A quién se refiere usted?”, preguntó el capitán de guar­ dia con una mueca que mostraba con claridad lo inútil de la pregunta. “Me refiero al caballero en uniforme ruso, el que se apartó unos momentos con usted, le enseñó algo escrito y le dijo algunas palabras al oído tras lo cual nos soltó usted inmediatamente.” “Por tanto, ustedes no conocen a ese caballero?”, pre­ guntó nuevamente el alguacil. “¿No pertenecía a su círcu­ lo?" “No", dijo el príncipe, “y por motivos muy importantes desearía conocerle mejor.” "Tampoco yo le conozco bien.” Respondió el alguacil. “Su mismo nombre me es desconocido, y hoy ha sido la primera vez que lo he visto en mi vida.” “¿Cómo? ¿y en tan poco tiempo, mediante un par de palabras ha podido ejercer tanta autoridad sobre usted, como para esclarecer tanto su propia inocencia como la de todos nosotros?” “Sin duda, mediante una única palabra.” 28

“¿Y ésta era?... Confieso que deseo saberla.” “Este desconocido, excelencia”, —mientras, sopesaba las monedas en su mano— “usted ha sido demasiado generoso conmigo como para mantener ante usted el secreto por más tiempo... el desconocido era... un oficial de la Inquisición.” “¡La Inquisición! ¡El!” “Y no otra cosa, excelencia... de ello he quedado conven­ cido con el papel que me ha mostrado.” “¿Ese hombre, dice usted? No es posible.” “Le diré más. excelencia. Precisamente él ha sido la per­ sona por cuya denuncia he sido enviado aquí a detener al invocador de espíritus.” Nos miramos con todavía mayor sorpresa. “Ahora podemos comprender”, exclamó Finalmente el inglés, el porqué el pobre diablo del exorcista se comportó con tal terror cuando le miró de cerca a la cara. Le reco­ noció como espía y por eso dio aquel grito y cayó a sus pies.” “De ningún modo”, exclamó el príncipe. “Ese hombre es todo lo que él quiera ser y todo lo que la ocasión le haga ser. Lo que realmente es. no lo sabe ningún mortal. Vean sino, cómo se derrumbó el siciliano cuando le gritó al oído: “Ya no invocarás a ningún otro espirituF ’ Detrás hay mu­ cho más. Nadie me convencerá de que alguien pueda asus­ tarse de esa manera ante algo de carácter humano.” “Al respecto nos podrá informar mucho mejor el propio mago”, dijo el lord, “si, aquí, este caballero”, dirigiéndose al capitán, “quiere facilitarnos la ocasión de hablar con su detenido.” El capitán de la guardia nos lo prometió y concertamos con el inglés visitarlo puntualmente al día siguiente por la mañana. Entonces nos encaminamos de vuelta a Venecia. Al rayar la mañana ya estaba allí lord Seymour (tal era el nombre del inglés), y poco después apareció una perso­ na de confianza, que había enviado el capitán, para condu­ cirnos hasta la prisión. He olvidado relatar que ya desde hacía algunos días, el príncipe había notado la ausencia de uno de sus cazadores, oriundo de Bremen, que le había ser­ vido lealmente durante muchos años y que se había ganado su entera confianza. Si le había ocurrido alguna desgracia o había sido secuestrado o si simplemente se había des­ carriado. nadie lo sabía. Para esto último no existía nin­ 29

guna razón aparente pues en todo momento había sido una persona tranquila y ordenada, y nunca se le conoció tacha ninguna. Todo lo que sus camaradas podían recor­ dar era que en el último tiempo había estado muy melan­ cólico y que en cuanto sacaba un rato libre visitaba un cierto claustro de frailes menores en la Giudecca, en donde frecuentaba la amistad de alguno de los hermanos. Esto nos llevó a la sospecha de que tal vez hubiera caído en manos de los monjes y se hubiera hecho católico; y como el príncipe pensaba con indiferencia sobre esta materia, tras algunas pesquisas infructuosas, dio el asunto por ter­ minado. Cierto que le dolía la pérdida de aquella persona que siempre había tenido a su lado durante las campañas militares, manteniéndose fiel y que en tierra extraña no era nada fácil de reemplazar. Pues bien, hoy. cuando está­ bamos ya a punto de irnos apareció el banquero del prín­ cipe que tenía el encargo de proveer un nuevo criado. Le presentó un hombre de mediana edad bien educado y correctamente vestido que había trabajado largo tiempo al serviciode un procuradorcomosecretario, hablaba francés y algo de alemán, además estaba provisto de las mejores referencias. Su fisonomía era agradable y como por otra parte aclaró que su salario dependería de la satisfacción del príncipe con sus servicios, éste le dio el empleo sin demora. Encontramos al siciliano en una celda privada en donde, según dijo el capitán, había sido instalado por deferencia al príncipe, antes de ser enviado bajo los techos de plomo, para los que ya no existía acceso ninguno. Estos techos de plomo son las cárceles más terribles de Venecia; bajo el tejado del palacio de San Marcos, en donde los desgra­ ciados criminales sufren hasta llegara menudoa la locura a causa del calor abrasador del sol que se concentra en la superficie de plomo. El siciliano se había repuesto del lan­ ce del día anterior, en cuanto vio al príncipe, se puso en pie sumisamente. Tenía aherrojados un pie y una mano, pero de tal manera que podía caminar libremente por la habitación. Cuando entramos, el vigilante se alejó de la puerta. “Vengo”, dijo el príncipe una vez habíamos tomado asiento, “deseando de usted aclaración sobre dos puntos. Con respecto a uno está usted en deuda conmigo, y no le supondrá perjuicio ninguno si me satisface respecto al otro.” 30

“Mi papel ha terminado", replicó el siciliano. “Mi des­ tino está en sus manos." “Sólo su total franqueza”, respondió el príncipe, “lo puede aligerar.” “Pregunte, excelencia. Estoy dispuesto a responder, pues ya no tengo nada que perder.” “Usted me hizo ver el rostro del armenio en su espejo. ¿Cómo lo logró?” “Loque usted vio no era un espejo. Le engañó una simple pintura a pastel sobre vidrio que representaba a un hombre en ropas de armenio. Mi rapidez, la poca luz. su propio asombro facilitaron el engaño. La pintura la encontrará entre las otras cosas que fueron requisadas en la hospe­ dería.” “¿Pero cómo podía conocer también mis pensamientos como para acertar sobre el armenio?” “Eso no era difícil, excelencia. Sin duda, estando a la mesa, se le habrá escapado más de una vez algún comen­ tario, en presencia de sus criados sobre lo que pasó entre usted y ese armenio. Uno de mis hombres conoció casual­ mente en la Giudecca a un cazador que está a su servi­ cio, a quien poco a poco supo sonsacar todo aquello que sabía era de mi interés.” “¿Dónde está ese cazador?", preguntó el príncipe. “Le echo en falta, y con toda seguridad sabe usted sobre su fuga.” “Le juro que sobre el asunto no sé lo más mínimo, excelencia. Yo mismo no lo he visto en mi vida y jamás ha tenido con él otras intenciones más allá de lo que le acabo de comunicar.” “Continúe”, dijo el príncipe. “Sólo por este medio tuve noticia sobre su estancia y sus encuentros en Venecia, y al momento me decidí a hacer uso de ello. Usted puede ver, excelencia, que le soy sin­ cero. Supe de sus preparativos para la excursión por el Brenta; me mantuve alerta y una llave que por casualidad se le escapó de las manos, me dio la primera ocasión de probar mi arte con usted.” “¿Cóm o? ¿Por tanto, también en esto estaba confundi­ do? ¿La escena de la llave fue obra suya y no del arme­ nio? ¿La llave, dice usted, se me cayó de las manos?” “Cuando sacó la bolsa. Y yo aproveché el momento en que nadie me miraba para ocultarla rápidamente con el 31

pie. La persona que le proporcionó el billete de lotería estaba de acuerdo conmigo. Le hizo tirar de uno de los puños en donde no había premio alguno y en cuya caja estaba la llave mucho antes de que usted la ganara.” “Ahora lo entiendo. ¿Y el monje descalzo que se me abalanzó en el camino y me habló tan gravemente?” “Era precisamente el hombre que, según he oído, salió herido de la chimenea. Es uno de mis camaradas que ya me había rendido algunos buenos servicios bajo ese há­ bito.” “¿Pero con qué fin urdió usted todo esto?” “Para tenerle la mente ocupada, y así crearle un estado de ánimo que le sensibilizara para los prodigios que tenía en mente para usted.” "Pero el baile de pantomima que tomó un rumbo tan extraño, ¿por lo menos éste no formaba parte de su en­ gaño?” “A la chica que representaba la reina, la había alec­ cionado previamente y su papel era obra mía. Presumía que a su alteza no le sería pequeña la extrañeza al ser re­ conocido en aquella plaza y, perdóneme, excelencia, la aventura con el armenio me dio esperanza de que estu­ viera usted ya preparado para rechazar interpretaciones naturales y aspirar hacia más elevadas fuentes en lo sobre­ natural.” “En efecto”, exclamó el príncipe con una mueca de dis­ gusto y al mismo tiempo de estupefacción, “en efecto”, exclamó, lanzándome una mirada, “eso no lo esperaba.” “Pero”, continuó después de un largo silencio, “¿cómo produjo la imagen que apreció sobre el muro encima de la chimenea?” “Por medio de la linterna mágica que estaba instalada en el postigo de la ventana de enfrente, en el cual ya perci­ bieron la abertura.” “¿Pero cómo pudo ser que ninguno de nosotros lo notara antes?”, preguntó lord Seymour. “Usted recordará, excelencia, que, cuando ustedes vol­ vieron, un denso humo de incienso obscurecía la sala. Al mismo tiempo había tenido la precaución de apoyar las tablas, que habían sido quitadas, contra la ventana donde estaba adosada la linterna mágica; de esta manera impedía que el postigo les saltara a la vista. Además la linterna permaneció oculta mediante una corredera, hasta que 32

todos hubieron ocupado su lugar y ya no era de temer, por parte de ustedes, ningún registro más de la habitación.” “A mí me pareció”, intervine, “cuando estando en el otro pabellón miré por la ventana, oír en las cercanías de la sala colocar una escalera. ¿Fue así? “Así fue. Precisamente esa escalera encaramaba a-mi ayudante hasta la ventana en cuestión para dirigir desde allí la linterna mágica.” “La imagen” continuó el príncipe, “parecía tener real­ mente una ligera similitud con mi difunto amigo; especial­ mente en que él era muy rubio. ¿Fue mera casualidad o, si no, de dónde sacó el dato?” “Su excelencia recuerda que, durante la cena, había colocado cabe sí, sobre la mesa, una caja en la que había el retrato en esmalte de un oficial en uniform e**’1'. Le había preguntado si no tenía consigo algún recuerdo de su amigo, a lo que me respondió afirmativamente; de lo que concluí que bien podía tratarse de la cajita. Retuve bien en los ojos la imagen, y como tengo buena disposición para el dibujo y mucha maña en hallar los parecidos, me fue cosa fácil darle a la imagen esa pasa­ jera similitud que usted tomó por cierta; y más cuanto que las facciones del marqués saltan a la vista con facili­ dad." “Pero la imagen parecía en efecto moverse...” “Así parecía, pero no era la imagen sino el humo ilu­ minado por el brillar de la misma.” “Y el individuo que cayó de la chimenea, ¿respondía por la aparición?” “Precisamente él." “Pero si apenas podía escuchar las preguntas.” “Esto no era necesario. Usted recordará, excelencia, que les prohibí a todos terminantemente dirigir pregunta al­ guna al espectro. Lo que yo preguntaría y él debía res­ ponder estaba ya concertado; y para que no ocurriera error ninguno, le permití que mantuviera largas pausas, que debía medir con los latidos de un reloj.” “Usted dio orden al hospedero de extinguir minuciosa­ mente con agua todo fuego que ardiera en la casa; sin duda esto era para..." "Para evitar a mi hombre el peligro de asfixiarse, ya que las chimeneas de la casa están comunicadas y yo no es­ taba muy seguro con respecto a vuestros acompañantes.” 33

“Pero, ¿cómo podía ser”, preguntó lord Seymour, “que su espíritu se presentara ni antes ni después de que lo necesitara?” “Mi espíritu estaba, antes de que lo invocara, desde hacía un buen rato en la habitación; pero tan débil apari­ ción no se podía ver mientras ardiera el alcohol. Cuan­ do terminé con el ritual de mi exorcismo, dejé caer el recipiente donde flameaba el alcohol, la sala quedó a os­ curas y entonces se pudo percibir la figura en la pared que, ya desde hacía tiempo, allí se reflejaba." “Pero en el preciso instante en que apareció el fantasma, notamos cada uno de nosotros una descarga eléctrica. ¿Cómo produjo usted eso?” Ustedes descubrieron la máquina bajo el altar. También vieron que yo me coloqué sobre una estera de seda. Les dispuse a mi alrededor en forma de media luna y cogién­ dose de las manos; poco después, indiqué a uno de uste­ des que me cogiera por el pelo. El crucifijo de plata era el conductor y cuando lo toqué con la mano sintieron us­ tedes la descarga.” “Nos ordenó al marqués de O ** y a mí”, dijo lord Seymour. “mantener cruzadas por encima de su coronilla dos espadas desnudas mientras duraba el exorcismo. ¿Para qué?” “Nada más que para mantenerlos a ambos, en quienes tenía muy poca confianza, ocupados durante la totalidad del acto. Recordarán que les precisé con insistencia que mantuvieran una pulgada de separación; de este modo, al tener ustedes que estar vigilando esa distancia, estaban impedidos para dirigir su vista a donde a mí no me inte­ resaba. Por aquel entonces no había reparado todavía en mi peor enemigo.” “Reconozco", exclamó lord Seymour, “que eso se llama actuar con cautela. Pero, ¿por qué teníamos que estar sin nuestros vestidos?” “Para dar una mayor solemnidad a la ceremonia y, mediante lo inusual, excitar mejor su fantasía.” “La otra aparición no dijo palabra”, observó el príncipe, ¿qué hubiéramos sabido de ella?” "Casi lo mismo que escucharon después. Pregunté a su alteza, no sin intención, si me había dicho todo lo que el moribundo le había transmitido y si no había hecho más averiguaciones al respecto en su patria; esto lo consideré 34

importante, para no chocar contra hechos que pudieran contradecir la declaración de mi espíritu. Pregunté por ciertos pecados de juventud, si el difunto había vivido in­ tachablemente, y sobre la respuesta basé entonces mi in­ vención.” “Sobre este asunto”, comenzó el príncipe tras una pausa, “me ha dado una aclaración satisfactoria. Pero queda to­ davía un detalle de importancia, sobre el cual deseo de usted una explicación.” “Si está en mi mano, y...” “¡Ninguna condición! La justicia, en cuyas manos está, no le preguntaría con esta suavidad. ¿Quién era ese des­ conocido, ante el que le vimos derrumbarse? ¿Qué sabe de él? ¿D e dónde le conoce? ¿Y, qué conexión tenía con esa segunda aparición?” “Excelencia...” “Cuando lo miró a la cara, lanzó usted un fuerte grito y se desplomó. ¿Por qué? ¿Qué significaba esto?” “Ese desconocido, excelencia...” —hizo una pausa, y con creciente inquietud sus ojos recorrieron nuestro grupo de uno en uno con mirada confusa—. “Sí. por Dios, excelen­ cia, ese desconocido es un ser terrible.” “¿Qué sabe usted de él? ¿Q ué relación tiene con usted? No espere poder encubrirnos la verdad.” “Me guardaré muy mucho... pues ¿quién me responde de que en este instante no esté entre nosotros?” “¿D ónde? ¿Q uién?, exclamamos todos a un tiempo, y nos miramos medio sonriendo, medio espantados. “¡Esto no es posible!” “¡Ah!, a esa persona, o quienquiera que sea. le es posi­ ble hacer cosas que son todavía menos comprensibles.” “Pero, ¿entonces? ¿quién es? ¿Cuál es su origen? ¿Ar­ menio o ruso? ¿Qué hay de verdad en lo que aparenta?” “Nada de lo que parece. Hay pocos caracteres, naciones, condiciones de los que no haya utilizado la máscara. ¿Quién será? ¿de dónde viene? ¿a dónde va? no lo sabe nadie. Que haya estado largo tiempo en Egipto y que allí, como muchos afirman, se hiciera en una pirámide con su sabiduría secreta, no soy yo quien lo niegue ni confirme. Entre nosotros se le conoce tan sólo bajo el nombre del insondable. Por ejemplo, ¿cuántos años suponen ustedes que tiene?” “Juzgando por su apariencia extem a, apenas puede ha­ ber llegado a los cuarenta.” 35

“¿Y cuántos años diría que tengo yo?” “Algo menos de cincuenta.” “Así es. Y si ahora le digo que yo era un muchacho de diecisiete años, cuando mi abuelo me refirió que había visto a este hombre fantástico en Famagusta y que tenía entonces precisamente la misma edad que ahora apa­ renta.” “Eso es ridículo, increíble y exagerado.” “Ni un ápice. Si no me sujetaran estos hierros, les pre­ sentaría testigos, cuya honorable condición no les dejaría lugar a dudas. Hay personas de honor que recuerdan ha­ berle visto al mismo tiempo en distintas partes del mundo. No hay punta de espada que pueda atravesarle, veneno que le afecte, fuego que le queme, no hay barco que se hunda si él se encuentra dentro. El tiempo mismo parece per­ der en él todo su poder, los años no secan sus humores, y la edad no blanquea su pelo. Nadie le ha visto tomar comida, no existe mujer que haya sido tocada por él, el sueño no visita sus ojos; de todas las horas del día, sólo una se conoce en la que pierde su propio dominio, en la que nadie le ha visto, en la que no despacha asuntos te­ rrenales.” “¿Y bien?”, dijo el príncipe, ¿cuál es esa hora?” “Las doce de la noche. Tan pronto como el reloj toca las doce deja de pertenecer al reino de los vivos. Esté donde esté se ve obligado a desaparecer; todo asunto que despache en esos momentos, debe interrumpirlo. Esa hora terrible le arrancaría de los brazos de la amistad, en ella baja de su altar, en esa hora interrumpiría incluso su agonía. Nadie sabe adonde va entonces, ni lo que allí emprende. Nadie se atreve a preguntárselo, y mucho me­ nos a seguirlo; pues, tan pronto como tocan la temida hora, los rasgos de su cara se retraen en una seriedad tan tétrica y aterradora, que a todo el mundo le falta el coraje para mirarle a la cara o dirigirle la palabra. Un silencio de muerte acaba entonces con la conversación más viva, y todos los que se hallan a su alrededor esperan estreme­ cidos su regreso, sin atreverse siquiera a moverse del sitio o a abrir la puerta por la que se ha marchado.” “Pero”, preguntó uno de nosotros, ¿a su vuelta no se nota en él algo inusual?” Nada, aparte de que reaparece pálido y quebrantado, más o menos como alguien que ha pasado por una ope36

ración dolorosa, o por una época terrible. Algunos dicen haber visto gotas de sangre en su camisa; pero al respecto prefiero no opinar.” “¿Y no ha intentado nadie ocultarle la hora o, por lo menos, distraerle para que ésta le pase inadvertida?” “Una sola vez, se dice, rebasó el límite. La reifiiión era numerosa, se había prolongado hasta muy entrada la noche, todos los relojes habían sido, con intención, puestos en hora falsa, y el fuego de la conversación lo tenía atrapado. Cuando se cumplió la hora, enmudeció de repente y se puso rígido, todos sus miembros permane­ cieron en la misma posición en que le había sorprendido el imprevisto suceso, sus ojos se paralizaron, su pulso no latía, todos los medios que se le aplicaron para reani­ marlo resultaron infructuosos; permaneció en tal estado hasta que hubo transcurrido la hora. Entoces se reavivó repentinamente por sí mismo, abrió los ojos y cotinuó en la misma sílaba en la que se había interrumpido. La turbación general le delató lo ocurrido, y con terrible se­ riedad declaró que se podían tener por afortunados de poder salir de aquello con tan sólo un pequeño susto. Dejó, sin embargo, la ciudad en donde esto había ocu­ rrido, y para siempre. La creencia general es que en esta hora secreta mantiene conversaciones con su dios tu­ telar. Otros creen que se trata de un muerto al que se le ha obligado a vagar entre los vivos veintitrés horas al día; en la última, sin embargo, su alma debe volver al submundo y, allí, rendir cuentas ante su tribunal. También muchos le tienen por el famoso Apolonio de Tyana, y otros incluso por el apóstol san Juan, lo que significa, que tendría que permanecer así hasta el juicio final.” “Sobre un hombre tan extraordinario”, dijo el príncipe, "es seguro que no escasean las suposiciones peregrinas. Hasta ahora usted ha hablado de meros rumores; sin em­ bargo, la manera que tuvo de proceder hacia usted, así como la de usted hacia él, me parece que habla de una mutua relación más estrecha. ¿No subyace aquí alguna his­ toria especial en la que usted mismo se ha visto envuelto? No nos encubra nada.” El siciliano nos miró con ojos llenos de duda y calló. “Si atañe a alguna cosa”, continuó el príncipe, “que us­ ted prefiere no hacer pública, le aseguro en nombre de estos dos caballeros el más absoluto silencio. Y ahora hable usted francamente y sin rodeos.” 37

“Si puedo confiar”, comenzó el hombre tras un largo silencio, “que ustedes no lo atestificarían en mi contra, quiero relatar un acontecimiento con ese armenio, del cual fui testigo ocular y que a ustedes no les dejará duda nin­ guna con respecto al secreto poder de esa persona. Pero se me debe permitir”, recalcó, “omitir algunos nombres.” “¿No puede ser sin esta condición?” “No, excelencia. Hay una familia envuelta en esta histo­ ria a quien debo mi discreción." “Escuchemos", dijo el príncipe. “Hará cosa de cinco años”, empezó el siciliano, “que en Nápoles. donde practicaba mis artes con bastante for­ tuna, trabé amistad con un cierto Lorenzo del M **nte, caballero de la Orden de San Esteban; joven y rico caba­ llero procedente de una de las primeras familias del reino, quien me colmó de favores y que parecía interesarse en gran medida por mis secretos. Me confió que el marqués del M ^ nte, su padre, era aficionado en extremo a la cé­ bala y que se sentiría honrado al recibir en su propia casa a un sabio de mundo (como a él le gustaba llamar­ me). El anciano vivía en una de sus posesiones junto al mar, aproximadamente a siete millas de Nápoles. en don­ de, en casi total aislamiento, lloraba el recuerdo de un hijo querido, que un terrible destino le había arrebatado. El caballero me hizo notar que podrían necesitar de mí para un asunto de vital importancia; para obtener, tal vez, de mi ciencia secreta una aclaración sobre algo ante lo que todos los medios naturales se habían agotado infructuosa­ mente. Recalcó sobre todo que tal vez llegara el día en que tuviera razones para considerarme el autor de su paz y de su máxima felicidad en la tierra. No me atreví a pre­ guntar más concretamente, y el asunto se quedó ahí sin más aclaraciones. Sin embargo las cosas sucedieron de la manera siguiente. Este Lorenzo era el hijo menor del marqués, y había sido designado para la profesión religiosa; los bienes de su familia debían recaer en su hermano mayor. Jerónimo, lúe así se llamaba el hermano, había pasado varios años ie viaje, y unos siete antes del suceso que ahora se relata, volvió a su patria para consumar un matrimonio con la única hija de una casa condal vecina, la casa de C ***tti, matrimonio que ya habían acordado ambas familias desde el nacimiento, con el fin de unificar sus considerables bie38

nes. A pesar de que esta unión era mera obra de la con­ veniencia paterna y de que los corazones de los prome­ tidos no habían sido consultados en la elección, también éstos mostraron su tácita aprobación. Jerónimo del M **nte y Antonia C ***tti habían crecido juntos, y la poca pre­ sión que se impuso en el trato de los dos niños, a. los que ya entonces se les consideraba como pareja, hizo nacer tempranamente un tierno entendimiento entre los dos, que mediante la armonía de sus caracteres se afianzó to­ davía más y que en los años de madurez se convirtió sencillamente en amor. La separación de cuatro años más avivó que apagó, y Jerónimo volvió a los brazos de su no­ via tan fiel y apasionadamente como si nunca se hubiera separado de ellos. El entusiasmo del reencuentro no había pasado todavía y los preparativos de la boda se hallaban en su más vivo despliegue, cuando el novio desapareció. Solía pasar a menudo noches enteras en una casa de campo que tenía vista al mar. donde disfrutaba de vez en cuando de algún paseo en barca. Tras una de estas noches, ocurrió que su ausencia se prolongó anormalmente. Se enviaron embar­ caciones tras él. se movilizó todo para buscarlo en el mar; nadie decía haberlo visto. No faltaba ninguno de sus criados, pues ninguno le había acompañado. Vino la noche y no apareció. Vino la mañana, el mediodía, la tarde y de Jerónimo nada. Ya se empezaba a dar cabida a las más terribles suposiciones, cuando llegó la noticia: piratas de Argelia habían recalado hacía unos días por aquella costa y secuestrado a algunos de los nativos. In­ mediatamente se tripulan dos galeras que ya están prepa­ radas; el viejo marqués sube a bordo de la primera, deci­ dido a liberar a su hijo con riesgo de su propia vida. Al tercer día por la mañana divisan a los piratas, el viento les es más propicio y pronto les dan alcance: llegan tan cer­ ca. que Lorenzo, que se encontraba en la primera galera, cree distinguir señales de su hermano desde la cubierta enemiga. De repente una tormenta los separa de nuevo. Con esfuerzo se mantienen sobre las dañadas embarca­ ciones: pero la presa ha desaparecido, y la necesidad obli­ ga a atracar en Malta. El dolor de la familia no tiene lí­ mite; desconsolado se arranca el viejo marqués los grises cabellos, se teme por la vida de la joven condesa. Pasan cinco años de informaciones infructuosas. Se 39

llevan a cabo averiguaciones a lo largo de toda la costa berebere; se ofrecen altísimas recompensas por la libertad del joven marqués; pero nadie se presenta para demandar­ las. Finalmente quedó la sospecha de que aquella tormenta que había separado a las dos embarcaciones había hundi­ do al barco pirata y que toda la tripulación había muerto entre las olas. Por más verosímil que fuera esta suposición, le faltaba mucho para eliminar la incertidumbre, y nada justificaba abandonar totalmente la esperanza de que el extraviado no diera nuevamente señales de vida. Sin embargo, en el su­ puesto de que hubiera muerto, se extiguia con él la familia, o el segundo hermano debía renunciar a la vocación ecle­ siástica y asumir los derechos del primogénito. A pesar de lo injusto y atrevido de semejante decisión, desposeer de sus derechos naturales a ese hermano posiblemente toda­ vía con vida, se pensó que no se podía poner en juego una posibilidad tan remota frente al destino de una antigua y brillante dinastía que, sin esa disposición, se extinguiría si remedio. La aflicción y la edad aceleraban los pasos del marqués hacia la tumba; con todo nuevo intento frustrado se hundía la esperanza de encontrar al desaparecido; veía el ocaso de su casa que, tan sólo con una pequeña injus­ ticia, podía evitar, caso de que se decidiera a favorecer al hermano menor a costa del mayor. Para satisfacer sus compromisos con la casa condal de C ***tti, sólo ne­ cesitaban cambiar un nombre; con esto se cumplía del mismo modo el propósito de ambas familias, la condesa Antonia se tenía que llamar esposa ya fuera de Lorenzo o de Jerónimo. La débil posibilidad de una reaparición de este último entraba en conflicto con la segura e inmi­ nente desgracia del absolutismo final de la familia, y el viejo marqués, que sentía más intensamente cada día la proximidad de la muerte, quería con impaciencia morir li­ bre de este desasosiego. Quien más obstinadamente luchaba contra este paso y lo demoraba, era aquel que sacaba con él mayor ganancia: Lorenzo. Indiferente a la tentación de los innumerables bienes, insensible a la gentil criatura que debería ser en­ tregada a sus brazos, se resistía con el más generoso escrúpulo a despojar a su hermano, quien tal vez se en­ contraba con vida y que podía exigir la devolución de su propiedad. ‘¿No es acaso el destino de mi querido her­ 40

mano', dijo, ‘suficientemente terrible en esa larga prisión, que debo todavía hacerlo más amargo con un robo que mata todo lo que él más quería? ¿con qué corazón im­ ploraría al cielo por su regreso, si su mujer yaciera en mis brazos? ¿con qué alta frente acudiría a su encuentro, si finalmente un milagro nos lo devolviera? Y, caso dé que él haya sido separado definitivamente de nosotros, ¿de qué otra forma honraríamos mejor su memoria, que con­ servando para siempre intacto el vacío que su muerte haya podido producir entre nosotros? ¿qué mejor que ofrecer en sacrificio todas nuestras esperanzas ante su tumba, y lo que una vez fue, lo dejáramos ahí como un santuario?’ Pero todas las razones que encontró la sensibilidad fra­ terna no influyeron al marqués para reconciliarse con la idea de ver extinguirse una dinastía que había florecido con los siglos. Todo lo que Lorenzo obtuvo fue un plazo de dos años, antes de llevar al altar a la novia de su her­ mano. Durante este espacio de tiempo se reanudó la bús­ queda con el mayor celo. Lorenzo en persona emprendió diferentes viajes por mar, exponiéndose a varios peligros. No se ahorró gasto ni esfuerzo para encontrar al desapa­ recido. Pero también estos dos años transcurrieron sin no­ vedad ninguna, como los anteriores.” “¿Y la condesa Antonia?”, preguntó el príncipe. “No nos dice nada sobre su estado. ¿S e resignó sin más a su destino? No lo puedo creer.” “El estado de Antonia era el de la más terrible lucha entre deber y pasión, repugnancia y admiración. La conmovía la abnegada magnanimidad del amor fraterno; se sentía obligada a respetar al hombre que nunca podría amar; desgarrado por sentimientos contradictorios, su corazón sangraba. Pero su aversión por el caballero parecía aumen­ tar de intensidad, a medida que aumentaban las preten­ siones de obtener su favor. Con profundo sufrimiento vivía él la callada aflicción que consumía la juventud de ella. Una dulce compasión ocupó inadvertidamente el lu­ gar de la indiferencia con que la había observado hasta entonces; pero este sentimiento traidor le engañó, y una furiosa pasión comenzó a dificultarle la práctica de su vir­ tud, que hasta ahora se había mantenido por encima de toda tentación. Sin embargo, aún a costa de su corazón cedió a la inspiración de la nobleza de su alma: él era la única víctima infeliz que asumía la defensa contra la 41

arbitrariedad de su familia. Pero todos sus esfuerzos fra­ casaron; cada victoria que obtenía sobre su propia pasión, le mostró más digno de ella, y la generosidad con que la rechazaba tan sólo revertía en que ella no encontrara ya disculpas para su propia rebeldía. Así estaban las cosas, cuando el caballero me convenció para que visitara su finca. Las cálidas expresiones de mi protector me depararon una bienvenida que sobrepasó todos mis deseos. No puedo dejar de mencionar aquí que me había sido posible, mediante algunas notables operaciones, dar a conocer mi nombre entre las logias locales, lo que quizá contribuyera a acrecentar la confianza del viejo marqués y a aumentar hacia mí sus expectativas. Hasta dónde llegué con él, qué caminos seguí, dispén­ senme de que se lo cuente; con la confesión que he pues­ to en su conocimiento, pueden ustedes aclarar todo el resto. Como saqué provecho de todos los libros místicos que se encontraban en la considerable biblioteca del mar­ qués. pronto logré hablar con él en su propio lenguaje y poner mi sistema sobre el mundo invisible en armonía con su pensamiento. Rápidamente creyó en lo que yo quería, y hubiera hecho juramento con la misma convic­ ción sobre los ayuntamientos de los filósofos con tritones y sílfides, como sobre un artículo del catálogo de los san­ tos. Como además era muy religioso y. en esta escuela su predisposición para creer se había desarrollado en gra­ do sumo, mis historias encontraron en él fácil acogida; y al final le había envuelto y enredado hasta tal extremo en misticismo, que ya no daba crédito a nada que fuera natural. En poco tiempo me convertí en el apóstol vene­ rado de la casa. El contenido habitual de mis lecciones era la exaltación de la naturaleza humana y el trato con los seres elevados, mi garante el infalible conde de Gabalis. La ¡oven condesa, que desde la pérdida de su amado vi­ vía más en el mundo de los espíritus que en el real y que a través de exaltados vuelos de su fantasía, se sentía atraída con apasionado interés por objetos de esa índole, recogió con estremecimiento placentero las insinuaciones que yo lanzaba; incluso los criados de la casa buscaban algo que hacer en la habitación cuando yo hablaba, para tratar de retener algunas de mis palabras, cuyos fragmen­ tos después ensartaban entre ellos a su manera. Debía llevar unos dos meses en esta finca nobiliaria. 42

cuando una mañana entró el caballero en mi habitación. Una profunda aflicción se pintaba en su cara, todos sus rasgos estaban desfigurados, se dejó caer sobre una silla con todos los signos de la desesperación, ‘Capitán’, dijo, ‘ya no puedo más. Debo irme. Aquí no puedo resistir por más tiempo.' , ‘¿Qué le ocurre, caballero? ¿Qué tiene?’ ‘¡Ah, esta terrible pasión!’ (Se levantó con vehemencia de la silla y se lanzó a mis brazos.) ‘He luchado como un hombre. Ahora ya no puedo más.’ ‘Pero, ¿de quién depende, querido amigo, sino de us­ ted? ¿N o está todo en sus manos? Padre, familia...’ ‘¡Padre! ¡Familia! ¿Qué significa eso para mí? ¿Quiero una mano forzada o un afecto voluntario? ¿N o tengo acaso un rival? ¡Ah! ¿Y cuál? ¡Tal vez un rival entre los muer­ tos! ¡Ah! ¡Déjeme! ¡Déjeme! Aunque fueraal fin del mundo. Debo encontrar a mi hermano.’ ¿Cóm o? ¿Después de tanto intento fracasado? ¿puede usted todavía esperar que...?’ ‘¡Esperar! La esperanza hace tiempo que murió en mi corazón. Pero ¿y en aquél? ¿Qué importa si yo tengo espe­ ranza? ¿Soy feliz cuando todavía un destello de esa espe­ ranza brilla en el corazón de Antonia? Dos palabras, amigo, podrían terminar mi martirio. Caso contrario, mi destino permanecerá miserable hasta que la eternidad rompa su largo silencio y las tumbas sean mis testigos! ‘¿Es por tanto esa certeza lo que le puede hacer feliz?’ ‘¿Feliz? Ah, ¡dudo que pueda volver a serlo! Pero la incertidumbre es la condena más terrible!’ (Tras una pau­ sa se calmó y continuó con melancolía.) ‘¡Si él viera mi sufrimiento! ¿Puede hacerle feliz esa fidelidad que hace las miserias de su hermano? ¿Tiene que consumirse un vivo por un muerto que ya no puede disfrutar? Si supie­ ra mi suplicio’ (empezó a llorar violentamente y apretó su rostro contra mi pecho), ‘quizás, sí, quizás él mismo la conduciría a mis brazos.’ ‘¿Tan irrealizable es este deseo?.’ •¡Amigo! ¿Qué dice usted?’ Me miró perplejo. ‘Por motivos mucho más pequeños’, conti nué, ‘se han i nmiscuido los difuntos en el destino de los vivos. Sería to­ da la dicha terrenal de una persona... de un hermano...” ‘¡Toda la dicha terrenal! ¡Ah, eso siento! ¡Qué verdad ha dicho! ¡Toda mi felicidad!’ 43

*Y la paz de una familia en duelo, ¿no va a ser causa legítima como para requerir el apoyo de los poderes ocul­ tos? ¡Cómo no! Si hay un asunto terrenal que dé derecho a interrumpir la paz de los difuntos... a hacer uso de un poder...’ ‘¡Por Dios, amigo!’ me interrumpió, ‘no se hable más. En otro tiempo, lo confieso, albergaba yo un pensamien­ to tal... se me antoja que le hablé de eso... pero lo he de sechado hace largo tiempo como un propósito desalmado y aborrecible.’ “Vean ahora”, continuó el siciliano, “adónde nos condu­ jo todo esto. Procuré disipar los escrúpulos del caballero, lo que en efecto conseguí finalmente. Fue decidido citar al espíritu del difunto para lo que establecí un plazo de catorce días, para así. según pretendía, prepararme adecua­ damente. Transcurrido este tiempo, y una vez mis máqui­ nas estuvieron convenientemente instaladas, aproveché una lúgubre noche, en la que la familia estaba, como de costumbre reunida conmigo, para ganar su consentimien­ to, o mejor aún. disponerlos sin que se dieran cuenta para que ellos mismos me lo pidieran. La situación la tenía más difícil con la joven condesa, cuya presencia era, sin embargo, esencial; pero el exaltado vuelo de su pasión facilitó las cosas, y quizás más todavía, el débil rescoldo de esperanza de que el dado por muerto aún viviera y no compareciera a la llamada. Desconfianza por la cosa en sí, duda sobre mi arte, era la única dificultad con la que no tenía que luchar. Tan pronto como hubo consentimiento en la familia, se señaló el tercer día para la obra. Plegarias que debían prolongarse hasta medianoche, ayuno, vigilia, retiro e ins­ trucciones en mística, unidos a la utilización de un cier­ to instrumento musical, todavía desconocido, que ya en casos similares había encontrado de gran efecto, eran los preparativos para este acto solemne, aceptado con tanto deseo, que el fanático entusiasmo de mis oyentes, avivó mi propia fantasía y aumentó no poco la ilusión con la que me tenía que emplear a fondo en esta ocasión. Final­ mente llegó la hora esperada.” “Adivino”, exclamó el príncipe, “quién nos quiere men­ cionar ahora... Pero continúe... continúe.” “No, excelencia. El conjuro ocurrió según mis deseos.” “¿Pero, cóm o? ¿Dónde queda el armenio?” 44

“No tema’\ respondió el siciliano, “el armenio aparecerá a su debido tiempo.” No entraré en la descripción de la bufonada, pues me llevaría demasiado lejos. Baste decir que satisfizo todas mis expectativas. El viejo marqués, la joven condesa jun­ to a su madre, el caballero e incluso algunos familiares más se hallaron presentes. Se pueden ustedes figurar que con el largo tiempo que yo había pasado en aquella casa, no me faltó ocasión para recoger la más precisa informa­ ción sobre todo aquello que atañía al difunto. Varios re­ tratos que allí encontré de él. me dieron la oportunidad de dar a la aparición un engañoso parecido, y como só­ lo permití al espíritu hablar por señas, su voz no pudo despertar ninguna sospecha. El muerto apareció con tú­ nica de esclavo de los bereberes y con una profunda he­ rida en el cuello. “Observarán” dijo el siciliano, “que aquí me aparté de la suposición general, según la cual él había muerto ahogado en las olas, ya que tenía razones para pensar que precisamente lo inesperado de esta inversión aumentaría notablemente la credibilidad de la visión; así como, al contrario, una escrupulosa aproximación a lo na­ tural me parecía mucho más arriesgada.” “Creo que estaba usted en los cierto” dijo el príncipe di­ rigiéndose a nosotros. “En un desfile de apariciones extra­ ordinarias. se me antoja que precísamete estorbaría la más verosímil. La facilidad para comprender las revelaciones presentadas desacreditaría aquí tan sólo el medio a través del cual se ha llegado a ellas; la facilidad de inventarlas las hubiera hecho inmediatamente sospechosas; ¿para qué incordiar a un espíritu, si no se va a saber de él más de lo que sin él, con la ayuda del mero sentido común, se po­ dría de antemano concluir? Pero aquí, la sorprendente no­ vedad y complejidad de la revelación es una garantía del prodigio que la consigue. Pues ¿quién pondrá en duda lo sobrenatural de una operación si ésta produce lo que fuer­ zas naturales no pueden producir?... Le he interrumpido”, puntualizó el príncipe. “Termine su historia.” “Formulé la pregunta al espíritu”, continuó éste, “de si se contaba entre los vivos y si no había dejado tras de sí algo que le fuera querido. El espíritu sacudió tres veces la cabeza y estiró una de sus manos al cielo. Antes de mar­ charse, se quitó un anillo del dedo que. tras su desapari­ ción. se encontró en el suelo. Cuando la condesa se lo 45

llevó a los ojos vio que era su anillo de alianza.” “¡Su alianza!” exclamó el príncipe con extrañeza. “¡Su alianza! Pero ¿cómo la consiguió?” “Yo... no era la auténtica, excelencia... Yo la había... Era solamente una copia.” “¡Una copia!” repitió el príncipe. “Para hacer la copia necesitaba la auténtica, y ¿cómo la consiguió, puesto que con toda seguridad no se la quitó el difunto jamás del dedo?” “Eso es verdad”, dijo el siciliano no sin muestras de con­ fusión. “pero a través de una descripción que se me había dado de la auténtica alianza...” “Que se la había dado ¿quién?” “Ya hacía mucho tiempo”, dijo el siciliano. “Se trataba de un anillo de oro muy sencillo con el nombre de la jo­ ven condesa, creo... Pero usted me ha sacado del orden del relato.” “¿Cómo continuó?” dijo el príncipe con un gesto de in­ satisfacción. “Entonces todo el mundo se dio por convencido de que Jerónimo ya no estaba con vida. Ese día la familia hizo pú­ blica su muerte y se puso de luto oficial por él. La circuns­ tancia del anillo tampoco dejó dudas a Antonia y dio ma­ yor énfasis a las pretensiones del caballero. Pero la profun­ da impresión que le había producido la aparición, la sumió en una peligrosa enfermedad que fácilmente hubiera frus­ trado para siempre las esperanzas de su amante. Una vez restablecida, se empeñó en tomar los hábitos, cosa que tan sólo las insistentes objeciones de su confesor, en quien te­ nía una confianza sin límites, lograron quitarle de la ca­ beza. Finalmente el esfuerzo aunado de ese hombre y de la familia consiguieron su angustiado consentimiento. El último día del luto debía ser el día feliz, pues el viejo mar­ qués quería celebrarlo con la cesión de todos sus bienes a su legítimo heredero. Llegó el día y Lorenzo acogió a su temblorosa novia en el altar. Declinaba el día, una espléndida cena esperaba a los alegres comensales en una sala nupcial vivamente ilu­ minada; una sonora música acompañaba la alegría más desenfrenada. El feliz anciano había deseado que todo el mundo compartiera su alegría por lo que todas las entradas a palacio estaban abiertas, y todo aquel que celebraba su dicha era bien recibido. Entre esa algarabía...” 46

El siciliano se detuvo y un escalofrío de expectación nos cortó el aliento. “Pues bien, entre esa algarabía”, continuó, “el que estaba sentado junto a mí llamó mi atención sobre un monje franciscano que de pie, inmóvil como una columna, de gran estatura, enjuto de carnes y rostro ceniciento, clava­ ba una mirada seria y triste sobre la pareja de novios. La alegría que por doquier se pintaba en todas las caras, pa­ recía pasar por alto a éste; su gesto permanecía inmuta­ ble, como una esfinge entre figuras vivientes. Lo extraor­ dinario de la escena que, por sorprenderme en mitad del regocijo general y por contrastar con todo lo que me en­ volvía en aquel instante, produjo tan profundo efecto en mí, que dejó una imborrable impresión en mi alma; sólo por ello estuve en posición de poder reconocer la fisono­ mía del ruso (el cual, como ustedes ya han advertido, es una y la misma persona que su armenio) en los rasgos de aquel monje; reconocimiento que en otro caso hubiera sido imposible. Varias veces intenté desviar los ojos de aquella aparición amenazadora, pero involuntariamente volvían de nuevo a ella, encontrándola cada vez en la misma po­ sición que antes. Di un codazo a mi vecino, éste al siguien­ te; la misma curiosidad, la misma extrañeza recorría toda la mesa; cesaron las charlas, se hizo un repentino silencio general. El monje continuaba de pie sin moverse y. como antes, clavaba una mirada seria y triste en la pareja de no­ vios. Todos quedaron espantados con esta aparición; la jo­ ven condesa vio reflejadas de nuevo sus propias aflicciones en la cara del extraño y se entregó, con callado placer, al único objeto de la reunión que parecía compartir y enten­ der su pena. Las gentes se dispersaron; había pasado la medianoche, la música perdió su brío, las velas ardían exangües hasta sólo quedar unas pocas, las conversaciones susurraban cada vez en tono más bajo; y la sala nupcial, lúgubremente iluminada, se quedó más y más desierta; el monje, siempre igual, permanecía de pie sin moverse, cla­ vada la mirada triste y silenciosa en la pareja de novios. Se levanta la mesa, los invitados se dispersan aquí y allí, la familia se junta en un más estrecho círculo; el monje sin ser invitado permanece en ese estrecho círculo. No sé a qué se debía que nadie le dirigiera la palabra; nadie lo hacia. Pronto se juntan las amigas alrededor de la temblorosa novia, que lanzando una mirada desampa­ 47

rada, buscaba auxilio en el venerable forastero; el foras­ tero no correspondía a la mirada. Los hombres se agruparon del mismo modo alrededor del novio. Un silencio contenido lleno de expectación. ‘Que estemos tan felices reunidos’, comenzó diciendo fi­ nalmente el anciano, que era el único entre nosotros que no reparaba en el desconocido o que. cuando menos, no parecía sorprenderse ante él. ‘Que estemos tan felices’, di­ jo, ‘¡y que tenga que faltar mi hijo Jerónimo!’. ‘¿Acaso le has invitado y él dejó de acudir?’ preguntó el monje. Era la primera vez que abría la boca. Le miramos atemorizados. •iAh! se ha ido al lugar de donde nadie vuelve’, replicó el viejo. ‘Honorable señor, usted no me ha entendido. Mi hijo Jerónimo está muerto.’ ‘Quizá teme simplemente mostrarse en esta reunión’, continuó el monje. ‘Quién sabe cómo podría aparecer, ¡tu hijo Jerónimo! ¡haz que escuche la voz que escuchó por última vez! Pide a tu hijo Lorenzo que le llame.’ ‘¿Qué significa esto?’, murmuraron todos. Lorenzo mu­ dó de color. No niego que a mí se me empezaron a poner los pelos de punta. Entretanto el monje se había acercado a la mesa de las bebidas, en donde cogió un vaso lleno de vino y se lo lle­ vó a los labios. ‘¡En recuerdo de nuestro querido Jeróni­ mo!’ exclamó. ‘Aquel que quiso bien al difunto, que siga mi ejemplo.’ ‘De dondequiera que usted sea, honorable señor,’ excla­ mó finalmente el marqués, ‘ha citado usted un nombre en­ trañable. ¡Sea bienvenido! ¡Vamos amigos míos!’ (dirigién­ dose a nosotros y haciendo que se tomaran los vasos), ‘¡que no nos avergüence un extraño! ¡Por el recuerdo de mi hijo Jerónimo!’ Nunca creo haber visto un brindis tomado con peor áni­ mo. ‘Ahí queda todavía un vaso lleno. ¿Por qué se resiste mi hijo Lorenzo a tomar parte en este amistoso trago?’ Tembloroso, recibió Lorenzo el vaso de la mano del franciscano, tembloroso se lo llevó a la boca. ‘¡Por mi muy querido hermano Jerónimo!’ balbuceó y sudando lo colocó sobre la mesa. ‘Esa es la voz de mi asesino’, clamó una terrible apari­ ción que de repente estaba en medio de nosotros. Llevaba 48

sangrantes vestidos y estaba desfigurada por heridas es­ pantosas. No me pregunten por lo que siguió, dijo el siciliano con todos los signos del terror en su rostro. “Mis sentidos me abandonaron en el instante en que puse los ojos en la apa­ rición, cosa que también ocurrió a todos los que allí es­ taban presentes. Cuando nos repusimos, Lorenzo luchaba con la muerte; monje y aparición se habían desvanecido. Entre convulsiones llevaron al caballero a la cama; sólo el sacerdote acompañó en su trance al agonizante y el desconsolado anciano le siguió pocas semanas después a la tumba. Su confesión permanece encerrada en el pecho del cura que escuchó sus últimas palabras, y ningún otro ser viviente las conoce. No mucho después de este suceso, ocurrió que había que limpiar un pozo que estaba oculto por la maleza en un patio detrás de la casa de campo y que había estado ce­ gado durante muchos años; al remover los escombros se descubrió un esqueleto. La casa en donde sucedió esto ya no existe; la familia M **nte se ha extinguido, y en un con­ vento cercano a Salerno les enseñarán la tumba de Anto­ nia. “Ven ahora”, continuó el siciliano al notar que aún es­ tábamos todos mudos y confusos, y que nadie quería tomar la palabra: “vean ahora sobre qué se basó mi encuentro con ese oficial ruso o armenio. Juzguen ustedes, si no tenía razones para temblar ante un ser que se había interpuesto dos veces en mi camino de una manera tan espantosa.” “Respóndame todavía a una única pregunta”, dijo el príncipe levantándose. “¿Se ha ceñido en su narración a la verdad en todo aquello que concernía al caballero?”. “Otra cosa no sé”, replicó el siciliano. “Por tanto, ¿le tenía usted por un hombre honrado?” “Así es, por Dios, así es”, respondió aquél. “¿También cuando le dio el mencionado anillo?” “¿Cómo?... El no me dio ningún anillo. Yo no he dicho que me diera ese anillo.” “Bien”, dijo el príncipe tocando la campanilla y dispues­ to a marcharse. “Y el espíritu del marqués de Lanoy” (pre­ guntó volviéndose de nuevo), “el que el ruso hizo seguir ayer al suyo, ¿lo tiene por un espíritu real y verdadero?”. “No lo puedo concebir de otro modo”, respondió aquél. “Vengan”, nos dijo el príncipe. El carcelero entró. “He­ 49

mos acabado”, le dijo. “Usted, señor mío”, (dirigiéndose al siciliano), “recibirá noticias mías.” “La pregunta, excelencia, la última que usted formuló a ese bufón, se la quiero hacer a su vez a usted”, le dije al príncipe cuando nos encontramos a solas. “¿Tiene usted a este segundo espíritu por auténtico y verdadero?” “¿Yo? No, por supuesto que ya no." “¿Ya no? Por tanto sí fue así alguna vez.” “No niego que por algunos momentos me dejé impresio­ nar y tomé en serio el engaño.” “A mí me gustaría ver a aquél ”, exclamé, “que bajo si­ milares circunstancias pudiera resistirse a hacer semejan­ tes conjeturas. Pero ¿qué razones tiene usted ahora para cambiar su opinión? Después de lo que se nos ha contado sobre el tal armenio, la creencia en su poder prodigioso tendría que haber aumentado y no aminorado.” “¿En aquello que un infame nos ha contado sobre él?” me interrumpió el príncipe con seriedad. “Pues espero que ahora no tendrá usted duda sobre la ralea del personaje con quien nos hemos visto envueltos.” “No”, dije. “¿Pero tiene que ser por eso su testimonio...?” “El testimonio de un infame —en el supuesto de que yo no tuviera ninguna otra razón para ponerlo en duda— no se puede tener en cuenta por ir contra la verdad y el sa­ no juicio. ¿Se merece un hombre que me ha engañado va­ rias veces y que ha hecho del engaño su oficio, ser escu­ chado en algo en que. para merecer credibilidad, incluso el más sincero amor a la verdad debe purificarse primero? ¿S e merece credibilidad semejante persona, que quizás no ha dicho nunca una verdad por la verdad misma, precisa­ mente en aquello que lo presenta como testigo contra la razón humana y el eterno orden natural? Eso suena igual que si yo autorizara a un bribón convicto para poner a pleito a la más inmaculada inocencia." “Pero, ¿qué motivos tendrá para dar un testimonio tan lleno de aureola, por un hombre al que tiene tantas ra­ zones para odiar o por lo menos para temer?" “Aunque yo no vea esos motivos, no por eso los tendrá menores. ¿Qué sé yo quién le pagó para mentirme? Con­ fieso que todavía no veo con claridad a través de la red de su engaño: pero le ha hecho un mal servicio a la cau­ sa por la que lucha, pues se ha puesto en evidencia como estafador y quizás como algo todavía peor.” 50

“Las circunstancias que rodean ai anillo desde luego me parecen algo dudosas.” “Son más que eso", dijo el príncipe, “son decisivas. Ese anillo (permítame suponer por el momento que el suceso relatado aconteció realmente) lo recibió de manos del ase­ sino, y en ese mismo instante tuvo que tener la certeza de que se trataba del asesino. ¿Quién sino el criminal pudo quitarle el anillo al difunto, anillo que, con certeza, éste nunca se la quitaba? Nos ha intentado convencer a lo largo de toda la historia como si él hubiera sido engañado por el caballero, y como si él hubiera estado al mismo tiem­ po en la creencia de embaucarle a aquél. ¿Para qué estos rodeos, si él no sintiera lo mucho que echaba a perder en caso de reconocer su complicidad con el criminal? Toda su historia no es, evidentemente, otra cosa que un desfile de invenciones en las que a duras penas se puede engarzar las pocas verdades que tuvo a bien develarnos. ¿Acaso de­ biera tener más dudas en inculparle aún de la undécima mentira a un infame a quien ya he cogido en flagrante en otras diez, que interrumpir el orden básico de la naturale­ za, al que nunca he descubierto una disarmonía?" “A esto no puedo responder nada”, dije. “Pero no por eso me es menos incomprensible la aparición que vimos ayer.” “Lo mismo me ocurre”, replicó el príncipe, “aunque he caído en la tentación de averiguar para ésta una clave.” ‘¿Cóm o?’, dije. “¿No se acuerda que la segunda imagen, tan pronto co­ mo entró, fue hasta el altar, cogió con su mano el cruci­ fijo y se colocó sobre la alfombra?” “Así creo que fue. Si.” “Y el crucifijo, nos dijo el siciliano, era un conductor. En eso puede usted ver que su intención era electrizarse. La estocada que le lanzó lord Seymour. no podía sino que­ dar sin efecto puesto que el choque eléctrico le acalambró el brazo.” 'De esta manera se explica lo de la daga. Pero ¿y la bala que el siciliano disparó y que escuchamos rodar lentamen­ te sobre el altar?’ “¿Tiene usted la certeza de que la que escuchamos rodar era la bala disparada? No quiero creer que el muñeco o la persona que representó al espíritu podía estar pertrecha­ da contra tiros y estocadas. Pero piense un momento quién fue el que cargó las pistolas.” 51

“Es verdad”, dije y de repente comprendí. “El ruso las cargó. Pero esto ocurrió ante nuestros ojos, ¿cómo pudo engañamos?” “¿ Y por qué no iba a poder hacerlo? ¿Acaso tenía us­ ted entonces desconfianza en esa persona como para creer necesario observarle estrechamente? ¿Examinó usted la bala antes de que la introdujera en el cañón? Bien podía tratarse de azogue o simplemente de una bala de barro pintado. ¿Prestó usted atención a si realmente la coloca­ ba en el cañón de la pistola o simplemente en su mano? ¿Qué certeza puede usted tener, en el supuesto de que real­ mente las cargara, de que, al pasar al otro pabellón, lle­ vara consigo precisamente las cargadas, y no más bien otro par con el que las hubiera sustituido, algo tan fácil de ha­ cer puesto que a nadie se le ocurrió observarlo, y mien­ tras tanto, por añadidura, nosotros estábamos ocupados en desvestimos de nuestras ropas? ¿Y acaso no podía la apa­ rición, en el momento en que el humo de la pólvora nos envolvió, dejar caer otra bala en el altar, bala que tenía preparada para este caso? ¿Cuál de estas posibilidades es la menos probable?” “Tiene usted razón. Pero aquel acertado parecido de la imagen con su difunto amigo. Yo también le había visto a menudo con usted, y también le reconocí al punto en la aparición." “También yo, y no puedo decir otra cosa sino que la ilu­ sión fue lograda hasta un grado extremo. Pero si'incluso ese siciliano supo dar un pasajero parecido a su imagen, tras unas pocas miradas que lanzó furtivamente a mi taba­ quera y que tanto a usted como a mí nos engañó; por qué no mejor el ruso, que durante toda la reunión tuvo libre acceso a mi tabaquera, y que disfrutaba de la ventaja de no ser nunca observado y al que además yo le había reve­ lado en confianza a quién se refería el retrato en la cajita. Añadamos a eso lo que también remarcó el siciliano, que lo característico en el marqués yace en todos aquellos rasgos de su cara que se dejan imitar con un esbozo super­ ficial, ¿dónde queda, por tanto, lo inaclarable de toda esta aparición?” “Pero ¿el contenido de sus palabras? ¿la explicación so­ bre su amigo?” “¿Cómo? ¿N o nos dijo el siciliano que a partir de lo po­ co que me había preguntado había tramado una historia se­ 52

mejante? ¿No demuestra esto lo sencillo que era caer en esas invenciones? Por eso las respuestas del espíritu so­ naban tan proféticamente oscuras que no podía correr nin­ gún peligro de verse atrapado en alguna contradicción. Suponga que la criatura del bufón, que hizo de espíritu, poseyera sensatez y serenidad y que tan sólo estuviera informada un poco sobre las circunstancias... ¿hasta dón­ de nos podía haber llevado esta bufonada?” “Pero piense, excelencia, ¡lo complejo de los preparati­ vos que hubiera tenido que llevar a cabo el armenio para su orquestado engaño! ¡Cuánto tiempo hubiera supuesto! ¡Cuánto tiempo tan sólo en imitar tan fielmente una cabe­ za humana como aquí se supone! ¡Cuánto tiempo en alec­ cionar lo suficiente a ese falso espíritu, para asegurarse de un torpe equívoco! ¡Cuánta atención hubieran exigido los pequeños e innumerables detalles, que o bien facilitan la cosa o la pueden estorbar, y que de un modo u otro de­ ben ser tenidos en cuenta! Y ahora considere que el ruso no estuvo ausente más de media hora. ¿Podía en no más que media hora disponer siquiera lo más indispensable pa­ ra el caso? Verdaderamente excelencia, ni siquiera un es­ critor dramático que tuviese un apuro con las tres uni­ dades implacables de su Aristóteles, lastraría con tanta ac­ ción a un entreacto, ni exigiría tanta fe a la platea.” “¿Cómo? ¿No duda usted en dar por imposible que en esa corta media hora se podrían haber realizado todos los preparativos?” ‘En efecto’, exclamé, ‘lo doy prácticamente por imposi­ ble.’ “No entiendo esa manera de hablar. ¿ Realmente contra­ dice todas las leyes del tiempo, del espacio y de los efec­ tos físicos que una cabeza tan hábil, como indiscutiblemen­ te tiene ese armenio, con la ayuda de sus quizás también hábiles creaturas, al abrigo de la noche, observado por na­ die, pertrechado con todos los medios, de los que un hom­ bre con semejante oficio en cualquier caso no se separa nunca, que un personaje semejante, aprovechando tales circunstancias, pueda llevar a cabo tantas cosas en tan cor­ to tiempo? ¿Es acaso impensable y absurdo suponer que con la ayuda de pocas palabras, órdenes o señas diera de­ tallados encargos a sus ayudantes, que pudiera indicar con reducido gasto de operaciones complejas y extensas? ¿Y puede acaso algo que no fuera una imposibi I¡dad claramen 53

te reconocida ser esgrimida contra las eternas leyes de la naturaleza? ¿Prefiere creer en milagros antes que admitir algo inverosímil? ¿Es acaso mejor echar por la borda las fuerzas de la naturaleza, antes que admitir una combina­ ción artificial y poco común de esas mismas fuerzas?” “Aunque el asunto en sí no justifique conclusiones tan atrevidas, sí me concederá usted que está muy por encima de nuestra comprensión.” “Casi tengo ganas de contradecirle incluso en ese pun­ to”, dijo el príncipe con vivacidad socarrona. ¿Y... querido conde, si resultara que. por ejemplo, no se trata tan sólo de media hora y de falta de tiempo, sino que durante toda la tarde y toda la noche se había trabajado para el ar­ menio? Piense que el siciliano invirtió casi tres horas en sus preparativos.” “¡El siciliano, excelencia!” “¿Y cómo me demuestra usted que el siciliano no haya tomado parte por igual en el segundo y en el primer fan­ tasma?” “¿Cómo, excelencia?” “¿Que no fuera él el principal ayudante del armenio; en pocas palabras, que no sean ambos uña y carne?” “Eso sería difícil de demostrar", exclamé lleno de asom­ bro. “No tan difícil, querido conde, como usted cree. ¿Có­ mo? ¿Puede ser casualidad que estos dos tipos se encon­ traran al mismo tiempo y en el mismo lugar, envueltos en un complot tan inusual, tan sofisticado, contra la misma persona, que consiguieran con sus dos operaciones inde­ pendientes una armonía tan sorprendente, una comunión tan perfecta, que sus acciones paralelas dieran como resul­ tado tan perfecto apoyo mutuo? Suponga que se sirvió del tosco juego del bufón, como de un refinado pretexto. Su­ ponga que lo envió para averiguar el grado de aquiescen­ cia con el que podía contar en mí; para espiar el acceso a mi confianza; para familiarizarse mediante este experi­ mento con su sujeto, experimento que podía fracasar sin menoscabo de sus planes posteriores; en pocas palabras, para templar su instrumento. Suponga que lo hizo con el propósito de que mi atención se mantuviera despierta, con­ centrada en un lugar y adormecida en otro, que a él le era de mayor importancia. Suponga que había necesitado algunas informaciones que deseaba que corrieran a cargo 54

del fullero, para así desviar las sospechas del verdadero rastro.” “¿Qué quiere decir con eso?” “Supongamos que hubiera sobornado a uno de mi gente, y que a través de él obtuviera ciertas informaciones secre­ tas, o incluso tal vez documentos que servían a sus fihes. Echo en falta a mi cazador. ¿Qué me impide pensar que el armenio estuviera implicado en su fuga? Pero la casualidad puede disponer que yo descubra esta intriga; una carta pue­ de ser interceptada, un criado puede irse de la lengua. To­ da su apariencia se irá a pique en cuanto descubra las fuen­ tes de su sabiduría. Interpuso a este bufón para que lle­ vara a cabo conmigo una u otra intriga. De la existencia e intención de esa persona no dejó de darme seña temprana. En cualquier cosa que yo pueda descubrir, mi sospecha no recaería en nadie más que exclusivamente en este bufón; y para las investigaciones de las que el armenio se benefi­ ciaría. daría la cara el siciliano. Este era la marioneta, con la que me hizo jugar a mí. mientras que él mismo, inad­ vertido y libre de sospechas, tejía en tomo mío ataduras invisibles.” “¡ Perfecto! ¿ Pero cómo concuerda con esas intenciones, que él mismo ayudara a destruir el engaño y revelara a ojos profanos los secretos de su arte? ¿N o tendría acaso razones para temer que la descubierta futilidad de un en­ gaño, llevada hasta tal extremo de verosimilitud, como de hecho lo fue la operación del siciliano, debilitara la fe de usted, complicando seriamente sus planes futuros?” “¿Cuáles son los secretos que me ha revelado? Ninguno de los que ha tenido a bien ejecutar ante mí son fiables. De modo que no tenía nada que perder con su profana­ ción. Pero por el contrarío, ¿cuánta ganancia sacaría si ese hipotético triunfo sobre el fraude y la fullería me die­ ra seguridad y confianza, si él lograría de esa manera des­ viar mi atención hacia una dirección opuesta, fijar mis to­ davía vagos recelos en objetos lo más alejados posible del verdadero lugar de ataque? El podía suponer que yo, por desconfianza mía o por estímulo de otros, tarde o tempra­ no buscaría la clave a sus prodigios en el juego de manos. ¿Qué otra cosa mejor podía hacer que juntar él mismo ambas cosas, para así. por decirlo de algún modo, entre­ garme el canon, y al poner un límite artificial al juego de manos elevaría o confundiría tanto más mi concepto sobre 55

los prodigios? ¡Cuántas conjeturas cortó a la vez con esta maniobra! ¡Cuántas posibles aclaraciones quedaron refu­ tadas de antemano en las que yo hubiera podido reparar más adelante!” “Así ha actuado por lo menos muy en contra de sí mis­ mo, pues aguzó la mirada de aquellos que quería engañar y debilitó su confianza en las fuerzas ocultas al revelar un fraude tan elaborado. Usted mismo, excelencia, es la mejor refutación a su plan, en caso de que tuviera alguno.” “Tal vez se haya equivocado conmigo, pero no por eso ha juzgado menos inteligentemente. ¿Podía acaso prever que me quedaría en la memoria precisamente aquello que me podría dar la clave al prodigio? ¿Estaba en su plan que la creatura que le prestaba servicio se me descubriera de tal manera? ¿Sabemos acaso si ese siciliano no ha traspasado sus atribuciones? Sin duda lo hizo con lo del anillo. Y es principalmente esta única particularidad la que ha dirigido mi desconfianza contra esta persona. ¿Qué fácilmente puede estropearse el plan más refinado a causa de un tos­ co detalle? Seguramente no estaba en su cabeza que el bufón pregonaría con antelación su gloria a gritos de mer­ cado, que nos intentara colar aquel cuento que se refuta­ ba con la más pequeña reflexión. Por ejemplo, ¿con qué cabeza puede pretender ese estafador que su milagrero tiene que interrumpir todo trato con seres humanos tan pronto como el reloj toca las doce de la noche? ¿Aca­ so no lo hemos visto a esa hora en nuestra compañía?” “Eso es verdad”, exclamé. “¡Lo debió olvidar!” “Sin embargo forma parte del carácter de este tipo de gente, exageran sus encargos y empeoran, por lo excesivo, todo lo que podría llevara cabo excelentemente un humil­ de y comedido engaño.” “A pesar de todo, excelencia, todavía no puedo sobre­ ponerme a la idea de que todo esto no sea más que un juego premeditado. ¿Cóm o? El susto del siciliano, las con­ vulsiones, el desmayo, el estado totalmente deplorable de ese individuo que nos movió a compasión incluso a noso­ tros, ¿se trataba en todo ello sólo de un rol aprendido? Admitido que ejecutara su teatral bufonada hasta ese ex­ tremo, sin embargo el arte de un actor no puede dominar los órganos que forman su vida.” “A este respecto, amigo, yo he visto el Ricardo tercero de Garrick. ¿Estábamos acaso en aquel instante lo sufi­ 56

cientemente fríos y ociosos como para permanecer espec­ tadores imparciales? ¿Podíamos probar las emociones de aquella persona, si las nuestras nos habían ya desbordado? Además, la decisiva crisis, incluso la de un engaño, es pa­ ra el mismo estafador una ocasión tan sumamente impor­ tante, que su propia expectación puede producir en élfácilmente tan violentos síntomas como la sorpresa en los engañados. Añada a esto la inesperada aparición de la guardia." , “Precisamente ésta, excelencia. Bien que me lo recuerde. ¿Se hubiera atrevido realmente a descubrir un plan tan peligroso ante los ojos de la ley? ¿H acer pasar por prueba tan delicada la lealtad de su creatura? ¿Y con qué fin?” “Deje que se preocupe él de eso, pues él es quien debe conocer a su gente. ¿Sabemos acaso por el sigilo de ese individuo los crímenes ocultos de los que es responsable? Ya ha visto de qué cargo se inviste en Venecia. Aunque su­ memos esta pretensión a las demás leyendas, ¿cuánto le costará sacar del apuro a ese tipo que no tiene otro acu­ sador que a él?” (Y, en efecto, lo que después ocurrió no hizo sino con­ firmar las sospechas del príncipe. Cuando unos días más tarde nos quisimos informar sobre el detenido, obtuvimos por respuesta que había desaparecido.) “¿Y con qué fin, se pregunta usted? ¿D e qué otro modo sino con esta violencia, podía él exigir del siciliano una confesión tan inverosímil e injuriosa la que sin embargo fue tan esencial? ¿Quién mejor que un hombre desespe­ rado, con nada que perder, podría decidirse a dar explica­ ciones tan degradantes sobre sí mismo? ¿B ajo qué otras circunstancias le hubiéramos creído?" “Todo aceptado, excelencia”, dije finalmente. “Ambas apariciones concedamos que sean un juego malabar; ese siciliano, por mí sea que nos haya enredado puramente con un cuento, siguiendo las instrucciones de su dueño. Ambos están conchabados para cumplir un único propó­ sito, y a la luz de esa complicidad, se aclaren todos aque­ llos casos prodigiosos que a lo largo de estos acontecimien­ tos nos han asombrado. No obstante, aquella profecía en la plaza San Marcos, el primer prodigio que abrió paso a todo lo demás, permanece por ello no menos inexplicable; ¿y de qué nos sirve tener la clave para todo lo demás, si nos desesperamos ante la solución de este único detalle?” 57

“Dele usted la vuelta, querido conde", me dio el prín­ cipe por respuesta. “Dígame, ¿qué demuestra todo aquel prodigio, si averiguo que en él había un solo juego de ma­ nos? Aquella profecía, se lo concedo, va más allá de mi ca­ pacidad. Si se tratara de esa única profecía y el armenio hubiera terminado su papel ahí donde lo comenzó, le con­ fieso que no sé hasta dónde me hubiera podido llevar, pero en esa compañía despreciable me resulta un tanto sospe­ choso.” "¡Admitido, excelencia! Sin embargo, permanece sin aclaración, y reto a todos nuestros filósofos a que me par­ ticipen una solución al respecto." “¿Pero, realmente habría de ser tan inexplicable?” con­ tinuó el príncipe tras unos momentos en que pareció re­ flexionar. Estoy lejos de atribuirme el calificativo de filó­ sofo, y sin embargo, me sentiría tentado a buscar una ex­ plicación natural también a ese prodigio, o incluso prefe­ riría quitarle por completo toda apariencia sobrenatural.” “Si puede hacerlo, mi alteza”, repliqué con sonrisa escép­ tica, “entonces sería usted el único prodigio en el que creería.” “Y como prueba”, continuó, “del poco derecho que tene­ mos a buscar refugio en las fuerzas sobrenaturales, quiero mostrarle dos soluciones distintas con las que quizás Fesolvamos el caso sin hacer violencia a la naturaleza.” “¡Dos claves a la vez! De veras que usted excita mi cu­ riosidad.” “Usted leyó conmigo las noticias más detalladas sobre la enfermedad de mi difunto primo. En un acceso de ca­ lenturas, le mató una apoplejía. Lo inusual de su muerte, confieso que me incitó a consultar la opinión de algunos médicos, y lo que de esto saqué, me puso en el rastro de esta obra de magia. La enfermedad del difunto, una de las más terribles y poco comunes, tiene síntomas muy particu­ lares; durante los accesos de fiebre, el enfermo se sume en un profundo sueño del que no se le puede despertar y que, usualmente, cuando se repite el paroxismo apoplético por segunda vez, va acompañado de la muerte. Como estos paroxismos se repiten con estricto orden y a horas deter­ minadas el médico está en posición, tan pronto como ha diagnosticado el tipo de enfermedad, de anunciar la hora de la muerte. El tercer paroxismo de una fiebre terciana se sabe que ocurre en el quinto día de la enfermedad, y ese 58

es el tiempo preciso que tarda una carta en llegar desde ***, donde murió mi primo, a Venecia. Supongamos ahora que nuestro armenio contaba con un corresponsal alerta entre el séquito del difunto, que tenía vivo interés en ob­ tener noticias de allí, y que tenía la intención de incitar en mí la fe en. los prodigios y la presencia de fuerzas s o ­ brenaturales. Aquí tiene usted una explicación natural pa­ ra aquella predicción que a usted se le antojaba tan in­ comprensible. En cualquier caso, usted puede ver en ello la posibilidad de que un tercero pueda darme noticia de una muerte que en ese mismo instante está ocurriendo a cuarenta millas de distancia.” “En efecto, príncipe, relaciona usted cosas que tomadas individualmente suenan muy naturales, pero que sólo pueden entrar en esa relación mediante algo que no es mucho mejor que la brujería.” “¿Cómo? ¿ Rechaza usted menos a los prodigios que a lo rebuscado y poco común? En cuanto admitamos que el ar­ menio me ha utilizado o bien como medio o como fin de un plan —¿y acaso no debemos hacerlo con independen­ cia de cómo juzgamos a su persona?— ninguno de los ata­ jos que le llevaron hacia sus propósitos aparecen como anaturales o afectados. Sin embargo, ¿qué mejor atajo que su credencial de milagrero para asegurarse de una perso­ na? ¿Quién se resiste a un hombre a quien los espíritus le son sumisos? Sin embargo le concedo que mi suposi­ ción es artificiosa; confieso que tampoco a mí me satis­ face. No insisto, pues no creo que valga la pena apoyarse en un esbozo artificial y prepensado ahí donde ya basta con la mera casualidad.” “¿Cóm o?”, interrumpí, “¿se puede tratar de mera casua­ lidad?” “¡Difícilmente de otra cosa!” continuó el príncipe. “El armenio sabía del peligro de mi primo. Nos encontró en la plaza de San Marcos. La ocasión le invitó a arriesgar una profecía que si fallaba sería meramente palabras en el viento, y que si acertaba, podía acarrear importantes conse­ cuencias. El éxito coronó este intento y entonces se dedi­ có a pensar cómo aprovechar, en un plan bien tramado, el regalo del azar. El tiempo aclarará o no esta incógnita. Pero créame, amigo (aquí puso su mano sobre la mía y to­ mó una expresión de profunda seriedad) un hombre que tiene a su disposición elevados poderes no necesitará de ninguna bufonada o la desdeñará.” 59

Así llegó a término nuestra entrevista, que he introduci­ do aquí en su totalidad, pues muestra las dificultades que el príncipe tenía que vencer y porque, según espero, elimi­ nará de su memoria los reproches de que ciego e insen­ sato, se hubiera precipitado a la trampa que una inaudita acción diabólica le había preparado. No todos aquellos (continúa el conde de O **) que en el momento en que esto escribo, acaso miren con sonrisa burlona su debilidad, que con arrogante presunción de su propia razón, nunca acorralada, se creen autorizados a romper sobre él la vara de la condena, me temo que no todos ellos pasarían esta primera prueba con tanto valor. A pesar de que tras este feliz preliminar asistamos a su caída; si advertimos que, a pesar de que su buen genio le previno ya desde el más lejano acercamiento, esta oscura intriga se consumó en él, antes bien debemos sorprender­ nos con la enormidad de la bribonada que hacer escarnio de su insensatez; bribonada que se consumó a costa de una razón tan atemperada. Consideraciones terrenales no pue­ den pesar sobre mi testimonio; pues aquel que me podría estar agradecido no se cuenta ya entre nosotros. Su terri­ ble destino ha terminado; hace ya tiempo que su alma se ha purificado en el trono de la verdad, ante el cual, cuan­ do el mundo lea esto, hace tiempo que la mía espera; sin embargo (se me perdonen las lágrimas que involuntaria­ mente caen por el recuerdo de mi más caro amigo) sin em­ bargo escribo esto como contribución a la justicia: fue un hombre de honor, y con seguridad hubiera sido una gloria para el trono, que pretendía —víctima de la seducciónalcanzar gracias a un crimen.

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SEGUNDO LIBRO Poco tiempo después de este suceso, continúa relatando el conde O **, comencé a notar un cambio importante en el ánimo del príncipe. Hasta ahora el príncipe había evi­ tado toda severa prueba de su fe, con lo que se daba por satisfecho con purificar los conceptos religosos más bási­ cos y aprehensibles (en los que había sido educado) me­ diante las buenas ideas que se le impusieron más tarde, sin profundizar en ningún momento en los fundamentos de su fe. Los objetos de la religión, así lo confesó varias veces, se le aparecían siempre como un castillo encantado, en el que se entra con miedo, y que más convenía evitar con humilde resignación sin exponerse al peligro de extra­ viarse en su laberinto. Sin embargo, una pasión opuesta le atrajo irresistiblemente por investigar todo aquello que tuviera relación con el tema. La fuente de aquel temor había sido una educación mo­ jigata y servil; ella imprimió en su cabeza delicada imáge­ nes terribles, de las que no se pudo nunca en su vida des­ hacer enteramente. La melancolía religiosa era una enfer­ medad hereditaria en su familia; la educación que se le im­ partió a él y a sus hermanos se ajustaba a esa circuns­ tancia; las personas a las que se les confió eran elegidas según dos puntos de vista, o santurrones o fanáticos. Aho­ gar toda la vivacidad del muchacho en una sofocante co­ acción espiritual, era el medio más digno de confianza pa­ ra asegurar la máxima satisfacción a sus principescos padres. Toda la juventud de nuestro príncipe tuvo esa oscura apariencia; incluso la alegría estaba prohibida en sus jue­ gos. Todas sus ideas respecto a la religión tenían algo te­ rrible, y lo espantoso y violento fue lo que primeramente se adueñó de su viva fantasía y lo que durante más tiempo 61

se mantuvo. Su dios era un espectro, un ser punitivo; su cul­ to a dios, temor servil o ciega sumisión que sofocaba toda fuerza y audacia. En todas sus inclinaciones infantiles y juveniles, que en un cuerpo vigoroso y una salud rebosan­ te se manifestaban en explosiones llenas de fuerza, se in­ terponía la religión. Ésta mantenía una lucha permanente con todo aquello que prendía en su corazón juvenil. No conoció la religión como beneficio, sino como azote a sus pasiones! Por eso ardió un progresivo y mudo rencor en su corazón, lo que, junto a una fe respetuosa y un temor ciego, produjo la confusión más extraña en su cabeza y en su corazón; aversión contra un señor, ante el que sentía en igual grado horror y veneración. No es de sorprender que aprovechara la primera oca­ sión para huir de yugo tan pesado; sin embargo se eva­ dió como lo haría un esclavo de su implacable dueño, quien también en plena libertad carga consigo el senti­ miento de su servilidad. Precisamente por eso, porque no renunció a la fe de su juventud con pacífica elección; por­ que no esperó a que su razón madura le liberara sosega­ damente; porque se escapó como un fugitivo para quien todavía persistían los derechos de propiedad de su señor, por eso tuvo siempre que volver a él, aun incluso tras los largos períodos de distracción. Se había escapado con la cadena, y precisamente por eso tuvo que ser presa de un impostor cualquiera con tal de que supiera descubrir y uti­ lizarla. Que realmente apareció alguien semejante, si no se ha adivinado todavía, lo demostrará, en lo que sigue, esta historia. Las declaraciones del siciliano dejaron secuelas más importantes en su ánimo de lo que todo este asunto me­ recía y la pequeña victoria, que su razón había consegui­ do sobre aquel fútil engaño, elevó notable y generalmente la confianza en su razón. La facilidad con que le había sido posible dar solución a este engaño, parecía sorpren­ derle a él mismo. Lo verdadero y lo falso no se habían separado en su cabeza con toda claridad, de manera que a menudo no podía evitar confundir unos y otros argumen­ tos; por eso sobrevino que, con el golpe que derrumbó su fe en los prodigios, se desmoronara también el edificio entero de su fe religiosa. Le ocurrió lo que a una persona inexperta que se engaña en la amistad o el amor, a causa de una mala elección, y que entonces permite que se hunda 62

su fe en esos sentimientos, porque confunde la mera ca­ sualidad con las características y propiedades esenciales de aquellos. Un engaño desvelado le hizo tomar la verdad por sospechosa, puesto que por desgracia también él se había demostrado la verdad con los mismos malos funda­ mentos. Este pretendido triunfo le complació tanto más, en tanto que más fuerte era la presión de la que parecía liberarse Desde este momento en adelante prendió en él el vicio de un escepticismo que no respetaba ni lo más venerable. Varias cosas concurrieron en la duración de ese estado de ánimo y más aún en su afianzamiento. La soledad en la que había vivido hasta entonces, quedó interrumpida y cedió su lugar a un tipo de vida llena de distracciones. Se descubrió su condición. Las atenciones que debía ren­ dir, la etiqueta que debía a su rango le arrastraron imper­ ceptiblemente en el remolino del gran mundo. Tanto su condición como sus atributos personales le abrieron las puertas de los círculos más selectos de Venecia; pronto se vio en compañía de las cabezas más lúcidas de la repú­ blica, tanto sabios como hombres de estado. Esto le obligó a ampliar el círculo estrecho y monótono en el cual había estado encerrado su espíritu hasta entonces. Comenzó a percibir lo limitado de sus conceptos y a sentir la necesi­ dad de una formación más elevada. La anticuada manera de su espíritu, a la que acompañaban tantos encantos, quedaba en absoluta desventaja en contraste con los usua­ les conceptos en sociedad, y su ignorancia de las cosas más conocidas le puso en ridículo más de una vez. Nada temía más que el ridículo. El desfavorable prejuicio que se mantenía sobre su país de origen parecía crear en él un acicate para desmentirlo en su propia persona. Además existía la particularidad en su carácter de que creía tener que agradecer toda atención a su condición y no a su valor personal. De manera extraordinaria sentía esa humi­ llación en presencia de aquel tipo de personas que des­ tacaron por su espíritu y que, por sus méritos personales, parecían triunfar sobre su nacimiento. En semejante com­ pañía le resultaba un terrible bochorno verse distinguido como príncipe, pues por desgracia creía que con ese nom­ bre se le apartaba de toda competencia. Todo ello en suma le convenció de la necesidad de dar aquella formación a su espíritu que había descuidado hasta entonces, para dar 63

alcance al lustro que el mundo agudo y pensante le lle­ vaba de ventaja. Para ello eligió las más modernas lecturas, a las que se entregó con toda la seriedad con que solía tratar todo aquello que emprendía. Pero la desacertada mano que jugó en la elección de aquellos escritos, desafortunada­ mente, le hizo tropezar siempre con aquello que no enri­ quecía ni a su razón ni a su corazón. También aquí im­ peró su inclinación favorita, la que siempre le había arras­ trado con irresistible seducción a todo aquello que no era objeto de la comprensión racional. Sólo para este tipo de cosas tenía memoria y atención; su razón y su corazón se quedaban vacíos, mientras que estas materias llenaban su cerebro de conceptos poco claros. El estilo deslum­ brante de uno arrebataba su imaginación, mientras que lo sofisticado de otro cautivaba su razón. Entrambas cosas se subyugó su espíritu, que era fácil presa de todo aquello que se le imponía con cierta desfachatez. Una lectura que fue seguida con pasión durante más de un año, no le enriqueció prácticamente con ningún concepto beneficioso, sino que más bien le llenó la cabeza de dudas, y que, como inevitablemente ocurrió con un ca­ rácter tan consecuente, encontraron un camino desafor­ tunado hasta su corazón. Para decirlo en pocas palabras, se había lanzado a aquel laberinto como un fanático lleno de fe, y lo dejó tras sí como escéptico y por último como convencido librepensador. Entre los círculos, en los que habían conseguido intro­ ducirse, había una sociedad cerrada llamada el Bucenlauro que, bajo las apariencias externas de una generosa y razonable libertad de espíritu, favorecía la más desen­ frenada licencia tanto de pensamiento como de costum­ bres. Como contaba entre sus miembros con muchos clé­ rigos e incluso encabezados por los nombres de algunos cardenales, el príncipe fue fácilmente inducido a entrar allí. El pensaba que ciertas verdades peligrosas de la ra­ zón no tenían un sitio mejor donde ser resguardadas que en las manos de aquellas personas a las que su posición les obligaba a ser moderados, y que tenían la ventaja de haber escuchado y probado también a la opinión contra­ ria. El príncipe olvidó que el libertinaje del espíritu y de las costumbres se propaga con facilidad precisamente en personas de tal posición ya que aquí se encuentran con 64

menos trabas y no se arredran ante las aureolas de lo sagrado que tan a menudo deslumbran a los ojos profa­ nos. Y este era el caso del Bucentauro, cuya mayoría de miembros cultivaban una filosofía y costumbres reproba­ bles, y orgullosos de semejante directriz, ultrajaban no sólo a su estamento sino a la humanidad misma. * La sociedad tenía sus grados de secreto, y en honor del príncipe quiero creer que nunca se le confiaron los más íntimos sagrarios. Todo aquel que entraba en esta sociedad estaba obligado, por lo menos mientras a ella se dedicaba, a despojarse de su rango, nación, partido religioso, en pocas palabras de toda característica personal y entregarse así a una especie de estado de igualdad uni­ versal. La elección de los miembros era de hecho muy estricta, pues sólo se abría paso a los méritos del espíritu. La sociedad se jactaba de su fino tacto y de su elevado gusto, y efectivamente esa fama tenía en toda Venecia. No sólo esto, sino también la apariencia de igualdad que allí reinaba atrajo irremediablemente al príncipe. El tra­ to ingenioso animado por un refinado humor, instructi­ vas conversaciones, lo mejor del mundo de la cultura y la política, que confluían aquí como en su centro, le encu­ brieron durante largo tiempo lo peligroso de aquella so­ ciedad. Cuando poco a poco se le hizo más visible a tra­ vés de la máscara el verdadero espíritu de la institución, o simplemente porque se cansaron de mantener frente a él la precaución, el camino de salida se había vuelto peli­ groso, y la falsa vergüenza, así como la preocupación por su propia seguridad le obligaron a ocultar su disgusto interior. Sin embargo, a causa de la mera familiaridad con este tipo de gentes y sus convicciones, aunque no cayera en su imitación, se perdieron la pura y bella sencillez de su carácter así como la delicadeza de sus sentimientos mo­ rales. Su entendimiento, apoyado en conocimientos bási­ cos tan escasos, no podía sin auxilio externo dar respues­ ta a aquellas sofisticadas y erróneas conclusiones, en las que se veía envuelto, e inadvertidamente, este terrible corrosivo había destruido todo, o casi todo sobre lo que su moralidad tenía que apoyarse. Las bases naturales de su felicidad las abandonó a cambio de sofismas que le trai­ cionaron en el momento decisivo y que le obligaron a aferrarse a las primeras y más arbitrarias ideas que se le arrojaran. 65

Quizás la mano de un amigo hubiera conseguido toda­ vía apartarle a tiempo de ese abismo, pero, además de que yo tuve conocimiento de las entretelas del Bucentauro mucho más tarde de que ocurriera la desgracia, por otra parte, había tenido que ausentarme de Venecia al comienzo de este período a causa de un asunto urgente. También mylord Seymour, un valioso amigo del príncipe, cuya sobria mente se resistía a todo tipo de fraude, y que infaliblemente le hubiera servido de apoyo firme, nos dejó por entonces para volver a su patria. Aquellos en cuyas manos dejé al príncipe, eran, en efecto, honrados pero inexpertos y extremadamente limitados por su religión, y les faltaba la intuición del mal, al igual que la confian­ za del príncipe. A sus capciosos sofismas no sabían opo­ ner otra cosa que las sentencias inapelables de una fe ciega y no reflexionada, que o bien irritaban al príncipe o simplemente le divertían; las pasó por alto con dema­ siada evidencia, y su entendimiento superior impuso pron­ to el silencio a aquellos malos defensores de la buena causa. Los otros que en lo sucesivo se adueñaron de su confianza, más bien les importaba hundirle cada vez más profundamente. Cuando el año después volví a Venecia, ¡qué cambiado encontré todo! La influencia de esta nueva filosofía se evidenció pronto en la vida del príncipe. Cuanto más visible era su buena suerte en Venecia y más nuevas amistades ganaba, tanto más empezó a perder en los ojos de las antiguas. A mi me agradaba cada día menos, nos veíamos rara vez, y generalmente él no era muy accesible. La corriente del gran mundo le había arrastrado. Cuando estaba en casa, siempre había alguien que entraba o salía. Una juerga si­ guió a otra, una fiesta a otra, y una tras otra las alegrías se sucedían. Él era la belleza a la que todos rendían tri­ buto, el rey y el ídolo de todos los círculos. Todo lo com­ plicado que había imaginado el funcionamiento del gran mundo en el silencio anterior de su vida retraída, lo en­ contró ahora, para asombro propio, sencillo. Todo venía a su encuentro, todo lo que provenía de sus labios era excelente, y cuando callaba, la sociedad sentía su silencio como un robo. La fortuna que le seguía a todas partes, el éxito general le hizo también ser más de lo que de hecho era, pues le dio coraje y confianza en sí mismo. La inflada opinión que de esta manera consiguió de su propio valor, 66

le hizo creer en la exagerada y casi idólatra veneración que se hacía de su espíritu y que, de no existir ese sen­ timiento excesivo y hasta cierto punto afianzado, se le hu­ biera hecho notoriamente sospechoso. Pero ahora esa afir­ mación general era sólo la confirmación de lo que su orgullosa autocomplacencia le decía en secreto: un tributo que se le rendía, como él creía, legítimamente. Con toda certeza se hubiera escapado de tal lazo, si le hubieran de­ jado volver a sí mismo, si le hubieran permitido tan sólo la tranquilidad suficiente para contrastar su propio valor con la imagen que reflejaba aquel favorecido espejo. Pero su existencia era un continuo estado de embriaguez, de vértigo creciente. Cuanto más alto se le ponía, más tenía que ocuparse para mantenerse a esa altura; esta tensión sostenida le consumía lentamente; el descanso había hui­ do incluso de su sueño. Sus debilidades habían sido des­ cubiertas y la pasión que en él prendió, había sido bien calculada. Pronto sus honrados caballeros tuvieron que pagar caro el que su señor se hubiera convertido en cabeza impor­ tante. Grandes sentimientos y verdades respetables, a las que su corazón en otros tiempos se aferraba con todo calor, empezaron a ser ahora meros objetos de su ironía. Se vengó de las verdades de la religión por la presión que las quimeras habían ejercido sobre él tan laigo tiempo; pero como una voz no falseada de su corazón luchaba contra los delirios de su cabeza, había más amargura en sus bromas que alegre atrevimiento. Su carácter empezó a cambiar dando paso a los caprichos. El más bello adorno de su carácter, su modestia, desapareció; la adulación ha­ bía envenenado a su sensible corazón. La considerada de­ licadeza del trato que hacía que sus caballeros olvidaran que él era su señor, dio ahora lugar, no pocas veces, a un tono categórico que hería más notablemente pues obe­ decía más a una insultante presunción de su altivez per­ sonal que a la externa distancia de su nacimiento, lo que se hubiera aceptado sin esfuerzo y a lo que él mismo pres­ taba poca atención. Como en casa a menudo se entregó a consideraciones que en el delirio en sociedad no se las podía permitir, su propia gente rara vez le veía en otro estado que hosco, gruñón e infeliz, mientras que, por otra parte, animaba los círculos ajenos con afectada alegría. Compartiendo el sufrimiento, le veíamos ambular por esta 67

via peligrosa; pero en el tumulto al que fue lanzado ya no escuchaba las débiles voces de la amistad y aún se sentía demasiado feliz como para entenderlas. Ya en los primeros momentos de esta época, un asunto importante me requirió en la corte de mi soberano, que por profundos imperativos de amistad no podía delegar. Una mano invisible, de la que tuve noticia mucho tiempo después, había encontrado el medio para enredar allí mis asuntos y extender rumores sobre mí que debía apresu­ rarme para desmentir con mi presencia personal. La des­ pedida del príncipe me fue difícil, aunque a él le resultó tanto más fácil. Ya hacía tiempo que los vínculos que a mi le ataban se habían relajado. Pero su destino suscitaba toda mi compasión; por eso hice prometer al barón de F ***, mantenerme al corriente mediante correspondencia; cosa que hizo de la manera más puntual. De aquí en ade­ lante y para largo tiempo ya no soy yo el testigo ocular de estos sucesos; se me permita dar paso en mi lugar al barón de F * * * para recomponer ese vacío a través de com­ pendios de sus cartas. A pesar de que la percepción de mi amigo F *** no es siempre la mía, no he querido cambiar nada en sus palabras, en las que el lector descubrirá con poco esfuerzo la verdad.

•Barón de F *** al conde de O ** Primera carta Mayo de 17** Le agradezco, mi muy estimado amigo, que me haya dado licencia para continuar en su ausencia el trato de confianza con usted que fue mi mayor alegría durante su estancia entre nosotros. Como usted sabe no hay nadie aquí a quien me atreviera a confiar ciertas cosas, y a pe­ sar de lo que usted pudiera objetar, estas gentes me son odiosas. Desde que el príncipe se ha convertido en uno de ellos, y desde que usted se separó de nosotros, me sien­ to abandonado en medio de esta populosa ciudad. Z * * * lo acepta con menos dificultades y las bellezas de Venecia saben hacerle olvidar las humillaciones que en casa debe compartir conmigo. Además ¿qué hay que le pueda afli­ gir? Él ve en el príncipe y desea de él un señor, lo cual 68

podría encontrar en todas partes, ¡pero yo! Usted sabe cuán intensamente siento ia dicha y la desgracia del prín­ cipe en mi corazón, y cuántos motivos tengo para esto. Son ya dieciséis años que vivo a su lado, que vivo entre­ gado a su persona. Entré a su servicio teniendo nueve años, y desde entonces ningún azar me ha separado de él. Me he formado ante sus ojos; un largo trato me ha amoldado a él; he superado con él todas sus grandes y pe­ queñas aventuas. Vivo en su felicidad. Hasta este desgra­ ciado año, le he visto sólo como a mi amigo, como a mi hermano mayor, sus ojos han sido como un claro rayo de sol para mi vida, ninguna nube obscurecía mi dicha; ¡y que todo esto tenga que convertirse ahora en ruinas en esta desalmada Venecia! Desde su partida han cambiado aquí muchas cosas. El príncipe de **d ** ha llegado con un séquito numeroso y ha dado a nuestro círculo una vida nueva y tumultuosa. Como él y nuestro príncipe están estrechamente empa­ rentados y están ahora en una bastante buena relación, no se separarán apenas durante su estancia en esta plaza, que según he oído debe prolongarse hasta la Ascensión. El comienzo ha sido de lo más afortunado; desde hace diez días el príncipe no ha parado un momento. El prín­ cipe de * *d ** se ha metido de lleno desde el principio, y así podía hacerlo, ya que pronto tiene que partir de nuevo; pero lo malo es que también ha contagiado a nues­ tro príncipe, ya que, a causa de las especiales relaciones que reinan entre las dos casas se cree obligado a mejo­ rar la imagen del controvertido rango de la suya, por lo que no ha podido excluirse. A esto se añade que se apro­ xima en pocas semanas nuestra despedida de Venecia; de modo que en cualquier caso está dispensado de prose­ guir por mucho tiempo este esfuerzo extraordinario. Se dice que el príncipe de **d ** está aquí por asuntos de la orden*""1', en la que presume jugar un importante papel. Se podrá usted figurar que ha tomado posesión de todas las amistades y relaciones de nuestro príncipe. Es­ pecialmente en el Bucentauro ha sido introducido con toda pompa, desde hace algún tiempo juega en sus reunio­ nes el papel de la mente ingeniosa y del espíritu fuerte, a la par que se hace llamar en su correspondencia, que mantiene con todos los rincones del mundo, el príncipe filósofo. No sé si usted ha tenido la fortuna de verle al­ 69

guna vez. Un exterior imponente, los ojos muy vivos, una mirada de gran conocedor del arte, mucho alarde de lec­ turas, mucha naturalidad adquirida (permítame la palabra) y una principesca condescendencia con los sentimientos humanos, y junto a esto, una heroica confianza en sí mismo y una elocuencia que hunde a todo interlocutor. ¿Quién podría negar su adhesión ante atributos tan bri­ llantes de una alteza real? Cómo saldrá de esto nuestro príncipe, a pesar de su profundo valor pero con su par­ quedad en las palabras, al lado de esta chillona excelencia, nos lo dirá el desenlace. En este tiempo han ocurrido muchos y grandes cambios en nuestra instalación. Nos hemos trasladado a una casa nueva espléndida, frente al nuevo palacio de procurado­ res, pues al príncipe, el “Moro” le resultaba insuficiente. Nuestro séquito se ha visto aumentado en doce cabezas, pajes, moros, ¡eduques y otros por el estilo; todo marcha ahora a lo grande. Se quejaba usted durante su estancia de los gastos. ¡Si los viera ahora! Nuestras relaciones internas son las mismas de antes, aparte de que el príncipe, que ya no se ve refrenado por su presencia, se ha vuelto en lo que cabe aún más lacó­ nico y frío con nosotros, y toda nuestra convivencia es poco más que ayudarle a quitar y poner las ropas. Con el pretexto de que hablamos muy poco francés y nada de italiano, nos aparta de sus muchas reuniones, con lo que inflige una gran injuria a mi persona; sin embargo creo estar en lo cierto al pensar que se avergüenza de nosotros, y eso me duele. No nos lo merecemos. De entre nuestra gente (ya que usted quiere saber todos los detalles) se hace servir casi exclusivamente por Biondello, que, como usted sabe, tomó a su servicio tras la fuga de nuestro cazador y que con este nuevo tren de vida se le ha hecho absolutamente indispensable. Ese hombre conoce todo en Venecia y sabe sacar provecho de todo. No parece sino que tuviera mil ojos, que pudiera poner en movimiento mil manos. Él dice que lleva todo a cabo con la ayuda de los gondoleros. El príncipe se beneficia sobre­ manera. pues le pone al corriente de todas las caras nuevas que aparecen en sus reuniones; y el príncipe siempre ha encontrado correctas las noticias secretas de que le in­ forma. Además habla y escribe a la perfección el francés y el italiano, con lo que está preparado para ascender a se­ 70

cretario del príncipe. Debo aquí relatarle un rasgo de leal­ tad desinteresada, que rara vez ocurre en personas de su condición. Recientemente, un conocido comerciante de Kimini pidió audiencia al príncipe. El objeto era una extra­ ña reclamación contra Biondello. El procurador, su ante­ rior señor, que debió tener inclinaciones extravagantes, había vivido en irreconciliable enemistad con sus parien­ tes, la que en lo posible tenía que prolongarse más allá de su muerte. Biondello disfrutaba de su confianza más ín­ tima y solía ser el depositario de todos sus secretos; en el lecho de muerte le debió hacer jurar guardarlos reli­ giosamente y no hacer nunca uso de ellos en favor de sus parientes; un legado considerable debió ser el pago por este silencio. Cuando se abrió el testamento y se buscó entre sus papeles, se encontraron muchas lagunas y confusiones, sobre los que sólo Biondello podía dar aclaración. Este negó obstinadamente que supiera cosa alguna, dejó el cuantioso legado a los herederos y mantuvo su secreto. Recibió grandes ofertas por parte de los parientes, pero todas en vano; finalmente, para evitar sus importunacio­ nes. pues le amenazaban con demandarle ante la ley, se puso al servicio del príncipe. A él se dirigió el principal heredero, el comerciante, e hizo todavía mayores ofertas que las anteriores, en caso de que Biondello cambiara de actitud. Pero también el intento de convencerle por parte del príncipe fue en vano. A éste le confesó que realmente le habían sido confiados aquellos secretos y tampoco negó que el difunto hubiera ido demasiado lejos en el odio hacia su familia; “sin embargo", añadió, “era mi buen señor y pro­ tector, y murió en la absoluta confianza sobre mi honesti­ dad. Yo era el único amigo que dejaba en el mundo, por tanto no puedo en modo alguno burlar su única esperan­ za.” Al mismo tiempo dejó entrever que esas revelaciones no harían precisamente honor a la memoria de su difunto señor. ¿N o es eso pensar delicada y noblemente? Puede usted figurarse con facilidad, que el príncipe no insistió demasiado para que cediera en tan loable intención. La lealtad poco común que demostró con su difunto señor, le hizo ganar la confianza ¡limitada del vivo. Viva usted dichoso, querido amigo. ¡Cómo anhelo la vida tranquila de antes en la que usted nos encontró aquí, y que compensaba tan agradablemente con su presencia! Me temo que los buenos tiempos en Venecia han pasado 71

y ojalá el príncipe fuera del mismo parecer. El elemento en que ahora vive no es ése en el que a la larga pueda ser feliz, o mi experiencia de largos dieciséis años me en­ gaña. Le deseo lo mejor.

Barón de F *** al conde de O ** Segunda carta 18 de Mayo ¡Nunca hubiera pensado que nuestra estancia en Venecia sirviera para algo bueno! Ha salvado la vida de un ser humano, me he reconciliado con él. Recientemente, el príncipe se hizo conducir avanzada la noche, desde el Bucentauro a casa, dos criados, entre los que estaba Biondello, le acompañaban. No sé cómo ocurrió que se rompie­ ron las andas que habían conseguido entre las prisas, y el príncipe se ve en la necesidad de hacer el resto del camino a pie. Biondello iba delante, el camino conducía por os­ curas calles adyacentes, y como no faltaba mucho para que rompiera el día, se extinguieron los faroles, o ya se habían apagado. Debían haber caminado cosa de un cuarto de hora, cuando Biondello descubrió que se habían con­ fundido. La similitud de los puentes le había engañado y en lugar de pasar por San Marcos, se encontraron en el barrio del Castello. Era una de las callejas menos transitadas y estaba entonces absolutamente desierta: tuvieron que des­ andar lo andado para orientarse en alguna calle principal. Han dado unos pasos, cuando no lejos de ellos resuena en otra calleja un grito de muerte. El príncipe, desarmado como estaba, arrebata el bastón de las manos de un criado y con el resuelto valor que usted ya le conoce, se lanza hacia el lugar desde donde había resonado la voz. Tres tipos horribles están a punto de matar a puñaladas a un cuarto, que a duras penas se defiende junto a su acompa­ ñante; el príncipe llega a tiempo para evitar la estocada mortal. Sus gritos y los de sus criados desconciertan de tal manera a los asesinos, que no habían contado con ningún contratiempo en lugar tan apartado, que tras descargar al­ gunos lances, se dan a la huida. Casi sin sentido y extenua­ do por la lucha, el herido se desploma en los brazos del príncipe; el acompañante le revela que ha salvado al mar­ 72

qués de Civitella, el sobrino del cardenal A ***i. Como el marqués perdía mucha sangre, Biondello, entre las prisas, le hizo lo mejor que pudo la primera cura, y el príncipe se preocupó de que fuera enviado al palacio de su tutor, no lejos de allí, y a donde él mismo le acompañó. Allí se separó de él en silencio y sin darse a conocer. • Pero lo descubrió un criado que había reconocido a Biondello. A la mañana siguiente se personó el cardenal, viejo conocido del Bucentauro. La visita duró una hora; cuando salieron, el cardenal estaba profundamente con­ movido. había lágrimas en sus ojos, también el príncipe estaba emocionado. Ya en la noche del mismo día se hizo una visita al enfermo, en el transcurso de la cual, el mé­ dico aseguró la ausencia de peligro. El abrigo, en el que estaba envuelto, había hecho perder fuerza a la estocada, que había llegado al cuerpo sin profundizar. Desde este suceso no pasó día en que el príncipe no pagara visita a la casa del cardenal, o le recibiera, y así comenzó a desa­ rrollarse una intensa amistad entre él v aquella casa. El cardenal es un venerable sexagenario, majestuoso de porte, lleno de buen humor y buena salud. Se le tiene por uno de los más ricos prelados en toda la zona de la república. Debe administrar su inmensa fortuna de una manera juvenil, mediante una razonable economía y sin renunciar a ninguno de los placeres del mundo. Este so­ brino es su único heredero, pero sus relaciones no parecen ser siempre las mejores. Aunque el anciano esté muy lejos de ser un enemigo de los placeres, el comportamiento del sobrino agotaría la mayor tolerancia. Sus principios libe­ rales y su desenfrenada manera de vivir, desgraciadamente apoyado en todo aquello que adornan las malas costum­ bres y que conlleva la voluptuosidad, hacen de él el terror de los padres y el espanto de todo hombre casado; también se vio envuelto en esa emboscada, según se afirma, por una intriga que había tramado con la esposa del emba­ jador de**; de otros asuntos peores, que es mejor silenciar, sólo con esfuerzo, le han podido salvar el dinero y la re­ putación del cardenal. Quitado esto, sería este último el hombre más envidiado en toda Italia, pues posee todo aquello que puede hacer la vida apetecible. Con sólo esta desgracia familiar, la felicidad retira todos sus dones y le amarga el disfrute de su fortuna ante el miedo constan­ te de encontrarse sin heredero. 73

Todas estas noticias las tengo de Biondello. En esta persona ha hallado el príncipe un verdadero tesoro. Cada día se hace más indispensable, cada día descubrimos en él un nuevo talento. Ultimamente el príncipe se había exci­ tado y no podía dormir. La lámpara de noche estaba apagaday no había campanilla que pudiera despertar al ayuda de cámara, quien fuera de casa iba tras sus amoríos. El príncipe resolvió levantarse por sí mismo para llamar a alguno de sus servidores. No había caminado mucho, cuan­ do de lejos vino a sus oídos una música preciosa. Sigue el sonido como encantado y encuentra a Biondello en su habitación tañendo una flauta y rodeado por sus camara­ das. No puede creer a sus ojos ni oídos y le ordena que prosiga. Con presteza digna de admiración, improvisa el mismo adagio melodioso con las más felices variaciones y todas las sutilezas de un virtuoso. El príncipe, que como usted sabe es un conocedor, afirma que se daría por satis­ fecho de poder escucharle en la mejor orquesta. “Tengo que despedir a este hombre”, me dijo por la ma­ ñana; “soy incapaz de recompensarle por sus servicios.” Biondello que captó estas palabras, terció. “Excelencia”, dijo, “si hace tal cosa, me priva de mi mejor recompensa.” “Estás destinado para algo mejor que para servir”, dijo mi señor. “No puedo interponerme en tu fortuna.” “No me imponga ninguna otra fortuna, excelencia, que la que yo mismo me he elegido.” “Y desperdiciar semejante talento. ¡No! No lo puedo consentir.” “Pues permítame, excelencia, que practique de vez en cuando en su presencia.” Y con este fin se hicieron inmediatamente los prepara­ tivos. Biondello obtuvo una habitación junto al dormito­ rio de su señor, desde donde con música lo arrullaría por las noches y lo despertaría por las mañanas. El príncipe quiso doblarle el salario, lo que Biondello rehusó con la aclaración siguiente: que el príncipe tuviera a bien depo­ sitar esta merced como capital para él, capital que quizás en poco tiempo pudiera necesitar. De ahí en adelante, el príncipe no espera otra cosa que poder favorecerle en algo; cualquier cosa que fuera la tiene concedida de antemano. Le deseo lo mejor, querido amigo. Espero con impacien­ cia noticias de K **,fln.

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B a ró n d e F * * * a l c o n d e d e O * * T e r c e r a c a r ta

4 de Junio El marqués de Cívitella, que se ha restablecido entera­ mente de sus heridas, se ha hecho presentar al príncipe la semana pasada por medio de su tío, el cardenal, y desde ese día le sigue como a su sombra. Sobre ese marqués. Biondello no me ha dicho sin embargo la verdad, o por lo menos ha exagerado notablemente. Un hombre de porte extremadamente gentil e irresistible en el trato. No es posi­ ble tener antipatía por él; me ha conquistado desde la pri­ mera mirada. Imagínese la figura más encantadora llevada con dignidad y elegancia, un rostro lleno de alma e inteli­ gencia, un gesto abierto y seductor, un tono de voz suave y sugestivo, la más fluida elocuencia, la juventud más rebo­ sante unida a todos los dones de la más refinada educa­ ción. No tiene absolutamente nada del orgullo desdeñoso, de la ostentosa rigidez que se nos hace tan insoportable en el común de la nobleza. Todo en él respira cordial alegría juvenil, afecto, calidez de sentimiento. Me han de­ bido exagerar mucho el rumor de sus extravagancias, pues nunca he visto un retrato de lo saludable más bello, más perfecto. Si realmente es tan malo como me dijo Bion­ dello, es entonces una sirena a quien no hay ser humano que se pueda resistir. Conmigo se mostró en seguida muy abierto. Me confesó con la candidez más agradable que pueda imaginarse, que no goza de la mejor reputación frente a su tío, el car­ denal, y que eso se lo ha ganado él mismo. Pero que está firmemente resuelto a mejorarse y que el mérito recaería enteramente en el príncipe. De esta manera quiere reconci­ liarse de nuevo con su tío, ya que el príncipe tiene todo el respeto del cardenal. Hasta ahora le ha faltado un amigo y guía, y espera conseguir ambas cosas del príncipe. El príncipe ejerce en él todos los derechos de un guía y le trata con la alerta y rectitud de un mentor. Pero esa conducta le da también a él ciertos derechos sobre el prín­ cipe, los cuales sabe hacer valer muy bien. No se aparta de su lado, está en todas las fiestas en las que el prín­ cipe participa; para el Bucentauro, ¡ésa es su suerte! es por ahora demasiado joven. Dondequiera que se halle con el 75

principe, seduce a las reuniones con la manera delicada con que sabe atraer y entretener. Se dice que nadie ha sa­ bido sujetarlo y el príncipe ganará en leyenda si llega a realizar esa proeza. Pero me temo mucho que las cosas to­ men otro cariz y que el mentor aprenda en la escuela de su pupilo, para lo cual parecen estar todas las circuns­ tancias a favor. El príncipe de **d ** ha partido, y a decir verdad, con el alivio de todos, sin exceptuar a mi señor. Lo que ya le predije, querido O **, estaba en lo cierto. Con dos caracte­ res tan opuestos, con colisiones tan inevitables, no podía durar mucho tiempo esta buena relación. Al poco tiempo que el príncipe de **d ** estuvo en Venecia, se formó un cisma peligroso en el mundo inteligente que puso a nuestro príncipe en peligro de perder a la mitad de los admiradores que hasta ahora tenía. Allí donde aparecía se topaba con aquel rival que justamente poseía la dosis conveniente de pequeña astucia y de fatua vanidad para hacer valer toda pequeña ventaja que tuviera sobre el prín­ cipe. Pues para aquél todos los trucos estaban a disposi­ ción, mientras que el príncipe rechazaba su uso, a causa de una noble estima de sí mismo, por ello no pudo faltar que en poco tiempo tuviera a su lado a los mentecatos y que ostentara el estar en la cima de un partido digno de él*. Con un rival de este tipo, lo más razonable hubiera sido no dejarse arrastrar a ninguna competición, y unos meses antes esa hubiera sido, sin duda, la postura que hubiera adoptado el príncipe. Pero ahora estaba demasiado atra­ pado por la corriente, como para poder alcanzar la orilla con rapidez. Aunque estas naderías hubieran tenido un cierto valor para él a causa de las circunstancias y las menospreciara en realidad, en el punto en el que estaba, su orgullo no le permitía ya rechazarlas, pues en caso de ceder no se hubiera entendido como libre decisión sino como la aceptación de su derrota. A esto se añadían las desafortunadas expresiones que machaconamente venían *E1 duro juicio que el barón de F*** se permite aquí, y en algunos pasajes de su primera carta, sobre un principe de agudo ingenio, podrá cualquiera, que tenga la fortuna de conocer de cerca a ese principe, convenir conmigo en lo exagerado de tales expresiones y perdonar las prevenciones que este joven juez guardaba en su cabeza. N ota d el conde d e O”

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de uno y otro lado, así como el espíritu de rivalidad que excitaba a sus partidarios, también le atrapaba. Para con­ servar sus conquistas, para mantenerse sobre el equívoco lugar que la opinión general le había destinado, pensó que tenía que multiplicar las ocasiones en las que pudiera brillar y obligar, y eso sólo se podía conseguir a través'de una aristocrática ostentación; por eso las eternas fiestas y banquetes, conciertos lujosos, regalos y juego por lo alto. Y como ese curioso delirio pronto se extendió a los respec­ tivos séquitos y criados, que, como usted sabe, se suelen mantener en el capítulo del honor más alerta que sus pro­ pios señores, tuvo que acudir en auxilio de la buena volun­ tad de su gente, con su generosidad. Una larga cadena de miserias, todas consecuencia inevitable de una única debi­ lidad hasta cierto punto perdonable, ¡a la que el príncipe se abandonó en un momento desafortunado! El rival ya no está aquí, pero lo que ha estropeado no es tan fácil de recomponer. El cofre privado del príncipe está agotado; lo que ha ahorrado durante años mediante una sabia economía se ha esfumado; si no quiere verse envuelto en deudas, contra las que hasta ahora se había prevenido con suma precaución, debemos damos prisa en abandonar Venecia. La partida está firmemente decidida y será tan pronto como reciba nuevos pagarés. ¡Todo este gasto tuviera razón de ser con sólo que mi señor hubiera obtenido una pequeña alegría! ¡Pero nunca ha sido menos feliz que ahora! Siente que ya no es lo que era, se busca a sí mismo, está insatisfecho consigo mismo y se lanza a nuevas distracciones para huir de las conse­ cuencias de las anteriores. Un nuevo conocido sigue a otro que le arrastra todavía más en esa dirección. No veo adonde irá todo esto a parar. Tenemos que partir, aquí no hay salvación, tenemos que partir de Venecia. Sin embargo, querido amigo, ¡todavía ni una línea suya! ¿Cómo puedo explicarme este largo y obstinado silencio?

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B a ró n d e F * * * a l c o n d e d e O * * C u a rta c a r ta

12 de Junio Le agradezco, querido amigo, el recuerdo que el joven B ***h l ha traído de usted. ¿Pero qué dice usted sobre las cartas que debía haber recibido? No he recibido ninguna carta de usted, ni una línea. ¡Qué largo camino han de­ bido tomar! En el futuro, querido O **, cuando me honre con sus cartas, envíelas vía Trento a la dirección de mi señor. Finalmente hemos tenido que dar el paso, querido ami­ go, que por fortuna habíamos evitado hasta ahora. Los gi­ ros se demoran, precisamente ahora, en esta necesidad im­ periosa, se demoran por primera vez; nos hemos visto en la urgencia de acudir a un usurero, pues el príncipe quiere mantener a toda costa el secreto. Lo peor de este desa­ gradable asunto es que retrasa nuestra partida. Esta ocasión me llevó a tener algunas aclaraciones con el príncipe. Todo el asunto estuvo en manos de Biondello y el judío vino aquí antes de que yo supiera nada. Ver al príncipe llevado hasta ese extremo me oprimía el corazón, y me hizo revivir los recuerdos del pasado y los temores por el futuro, que aun veía más triste y sombrío cuando salió el usurero. El príncipe, a quien la salida de aquél le había puesto muy irritable, paseó de mal humor a un lado y otro de su habitación, el asunto estaba aún canden­ te, los cartuchos de moneda sobre la mesa. Me coloqué frente a la ventana y me entretuve en contar los crista­ les del palacio de procuradores. Hubo un largo silencio, finalmente estalló. empezó. “No puedo aguantar a mi lado nin­ guna cara triste.” Yo callé. “¿Por qué no me responde? ¿Cree que no veo que su aflicción le ahoga y que tiene que manifestar su disgusto? Y yo quiero que hable. En caso contrario, creerá usted quién sabe qué cosas sensatas que me está callando.” “Si estoy triste, excelencia”, dije, “es sólo porque no le veo sereno.” “Lo sé", continuó, “que usted no aprueba lo que hago... 78

ya desde hace tiempo... que desaprueba mis pasos... que... ¿Qué escribe el conde de O ***?” “El conde de O ** no me ha escrito nada.” “¿Nada? ¿Cómo quiere usted negarlo? Ustedes mantie­ nen íntimas efusiones... ¡usted y el conde! lo sé muy bien. Pero admítalo usted. No me inmiscuiré en sus secretos.” “El conde de O **”, dije, “de las tres cartas que le he es­ crito tiene todavía que contestarme a la primera.” “He sido injusto”, continuó. “¿N o es así? (cogiendo uno de los cartuchos de monedas) “No tenía que haberlo he­ cho.” “Comprendo muy bien que era necesario.” “Pero, ¿no debía haberme puesto en la necesidad?” Callé. “¡Sinceramente! ¡Nunca hubiera debido atreverme a so­ brepasar los límites de esta manera con mis deseos y ha­ cerme así viejo como ya me hice hombre! Porque una vez haya salido y mirado más allá de la triste uniformidad de mi vida hasta ahora para ver si se abre en alguna otra parte una fuente de placer para mí... porque haya...” “Si se trataba de un ensayo, excelencia, entonces no ten­ go nada que objetar. Pues las experiencias que ha obtenido no serían caras ni por el triple. Confieso que me duele pen­ sar que tenga que ser la opinión del mundo la que decide sobre la cuestión de cómo usted haya de ser feliz.” “¡Dichoso usted que la puede desdeñar esa opinión del mundo! Yo soy su creatura y debo ser su esclavo. ¿Qué otra cosa somos sino opinión? Todo en nosotros, los sobe­ ranos, es opinión. La opinión es nuestra nodriza y educa­ dora durante la niñez, nuestra regidora y amante en los años maduros, nuestro sostén en la vejez. Quítenos lo que somos por la opinión y el más humilde de las otras cla­ ses resulta ser más afortunado, pues su destino le ha pro­ curado al menos una filosofía que le consuela en su des­ tino. Un príncipe que se ríe de la opinión se elimina a sí mismo, como el cura que niega la existencia de un dios.” “Y sin embargo, excelencia...” “Ya sé lo que quiere decir. Puedo saltar el círculo que el nacimiento ha trazado en tom o de mí... pero ¿puedo, acaso, suprimir todas las quimeras de mi memoria que la educación y las costumbres tempranamente implantaron en ella y que millares de mentecatos entre vosotros han hecho arraigar cada vez más sólidamente? ¿N o es así que 79

todos quieren ser integramente lo que son y en cuanto a nuestra existencia, irremediablemente es el parecer feliz? Como nosotros no podemos serlo a vuestra manera, ¿te­ nemos por eso que dejar de serlo del todo? Si no nos es dado conseguir la alegría directamente en su puro manan­ tial, ¿no podemos tampoco evadirnos en un placer arti­ ficioso, no recibir precisamente de la mano que nos expo­ lió una débil compensación?” “En otros tiempos ésta la encontraba en su corazón.” “¿Y si ahí ya no la encuentro? ¡Oh! ¿Cómo se nos ocu­ rrió esto? ¿Por qué tiene usted que despertar en mí esos recuerdos? Si fuera precisamente así que me refugiara en esta alienación de los sentidos para amortiguar una voz in­ terior que hace la infelicidad de mi vida, y para dar calma a las cavilaciones de mi razón que van y vienen por mi cerebro como una afilada hoz y que a cada investigación que emprende corta una nueva rama a mi felicidad?” “¡Mi más querido príncipe!” Este se había levantado y recorrió de un lado a otro la habitación mostrando una emoción poco habitual. “Cuando todo se hunde tras de mí y ante mí. El pasado yace a mis espaldas con triste indiferencia, como un rei­ no de lo petrificado, si el futuro nada me ofrece, si veo cerrarse el círculo todo de mi existencia en el estrecho es­ pacio del presente, ¿quién me puede criticar que acoja en mis brazos ese pobre regalo del tiempo, el instante, ar­ diente e insaciablemente como a un amigo que veo por última vez?” “Excelencia, antes creía usted en un bien permanente.” “¡Oh! Haga que se mantenga esa imagen formada por las nubes y la abrazaré ardientemente. ¿Qué alegría puede ofrecerme mostrar mi cariño a espectros que mañana se­ rán lo que yo mismo? ¿No es todo a mi alrededor huida? Todo atropella y empuja a su prójimo para beber preci­ pitadamente una gota del manantial de la existencia y pa­ ra apartarse de él todavía más sediento. Ahora, en el mo­ mento en que disfruto de mis fuerzas, ya hay una vida que se construye pendiente de mi destrucción. Muéstreme algo que dure y seré virtuoso.” “¿Qué es lo que ha suprimido los sentimientos humani­ tarios, aquellos que en otros tiempos suponían a la vez el placer y la norma de conducta de su vida? Plantar semi­ llas para el futuro, servir a un supremo orden eterno...” 80

“¡Futuro! ¡Orden eterno! Eliminemos lo que el ser huma­ no ha sacado de su propio pecho como soporte, para dar finalidad a su quimérica divinidad y leyes a la naturaleza; ¿qué nos queda entonces? Lo que me ha precedido y lo que me seguirá, lo contemplo como si fueran dos mantos negros e impenetrables que penden en los dos límites de la vida humana y que todavía ningún ser humano ha alzado. Cientos de generaciones están con la antorcha delante de ellos y hacen conjeturas sobre lo que pudiera esconderse detrás. Muchos ven moverse sus propias sombras, las figu­ ras de su pasión, proyectadas y aumentadas en el manto del futuro y, entre escalofríos, se sobrecogen ante su pro­ pia imagen. Poetas, filósofos y fundadores de Estados la han pintado con sus sueños, más amena o más tenebro­ samente, según el cielo sobre sus cabezas era más sombrío o despejado, y engañados por la lejana perspectiva. Tam­ bién algunos picaros se aprovecharon de esa curiosidad general y asombraron a la ya excitada fantasía con extra­ ños rebozos. Tras ese manto reina un profundo silencio; todo aquel que allí se encuentra no puede ya responder hacia nosotros; todo lo que se puede escuchar es el hueco resonar de la pregunta, como si se gritara en una cripta. Tras ese manto deben ir todos, agarrándolo entre escalo­ fríos, sin saber quién se oculta detrás para recibirlos; quid sit id, quod tantum perituri vident. También los hubo in­ crédulos que afirmaron que ese manto tan sólo se burla del ser humano y que no se había observado nada, pues más allá no había nada; pero para comprobar lo contra­ rio fueron enviados apresuradamente detrás del manto.” “Siempre fue una conclusión rápida cuando no tenían mejor argumento que aquel de no ver nada.” “Mire, querido amigo, me conformo de buena gana con no mirar tras ese manto, y en todo caso lo más sensato sería eliminar de mis costumbres toda curiosidad. Pero en tanto yo establezco alrededor de mí este círculo intraspasable y encierro mi ser en los límites del presente, tanto más im­ portante se me hará ese pequeño lugar, al que ya estuve en peligro de descuidar a causa de vanos proyectos de con­ quista. Eso que usted llama el fin de mi existencia, ya no me importa. No puedo sustraerme de él ni tampoco mejo­ rarlo; sin embargo sé, y lo creo firmemente, que algún fin debo cumplir y cumplo. Soy como un mensajero que lleva una carta sellada al lugar de su destino. Lo que contie­ 81

ne, a aquel que la lleva sólo puede serle indiferente. No tiene otra cosa que ganar que la propina por su embajada.” “¡Ah, qué desolado me deja!” “¿Pero hasta dónde nos hemos extraviado?” exclamó el príncipe, mientras miraba sonriendo a la mesa donde ya­ cían los cartuchos de moneda, “iAunque tampoco estemos tan extraviados!” prosiguió, “pues quizás todavía vuelva usted a encontrarme en esta nueva forma de vida. Tampo­ co yo podía desacostumbrarme tan rápidamente de la qui­ mérica riqueza, desligar los fundamentos de mi moral y mi felicidad tan fácilmente de los bellos sueños, en los que estaba tan firmemente enlazado todo aquello que has­ ta ahora había vivido en mí. Añoraba la despreocupación que hace soportable la existencia de la mayoría de los hu­ manos que me rodean. Todo aquello que me distraía era para mí bienvenido. ¿Puedo confesárselo? Yo deseaba hundirme para así destruir la fuente de mi sufrimiento con aquella fuerza que para ello era necesaria.” En este punto, nos interrumpió una visita. En el futuro le comunicaré una novedad que difícilmente esperaría tras una conversación como la de hoy. Le deseo lo mejor.

Barón de F *** al conde de O ** Quinta carta 1 de )ulio Como nuestra despedida de Venecia se acerca con rá­ pidos pasos, esta semana debería por tanto ser empleada para dar un repaso a todo lo digno de verse en pinturas y edificios, todo aquello que en una estancia larga siem­ pre se pospone. Especialmente se nos había hablado con gran admiración de las Bodas de Canaátt de Pablo Veronese, que se puede ver en la isla de San Jorge, en un con­ vento benedictino. No espere de mí ninguna descripción de esta obra de arte extraordinaria, que me ofreció en con­ junto una visión ciertamente sorprendente, aunque no muy satisfactoria. Tendríamos que haber empleado tantas horas como minutos estuvimos, para abarcar una composi­ ción de ciento veinte figuras y que mide más de treinta pies de ancho. ¡Qué ojo humano puede con una impre­ 82

sión alcanzar tan compleja totalidad y disfrutar de toda la belleza que allí ha prodigado el artista! Sin embargo es una lástima que una obra de esa categoría, que debería resplandecer en un lugar público y ser así disfrutada por cualquiera, no tenga mejor destino que el recreo de un cierto número de monjes en su refectorio. También la igle­ sia de este monasterio merece por igual ser visitada. Es una de las más bellas en esta ciudad. Por la tarde nos hicimos conducir a la Giudecca para pasar allí una noche agradable en sus deliciosos jardines. La reunión, que no era muy numerosa, se dispersó pronto, y Civitella, que ya había buscado durante todo el día la ocasión, me llevó consigo hacia un boscaje para hablar conmigo. “Usted es el amigo del príncipe”, comenzó, “ante quien no suele guardar ningún secreto, según sé de buena fuente. Cuando llegué a su hotel salía un hombre, cuya profe­ sión me es bien conocida; y cuando me recibió el prín­ cipe había nubes en su ceño.” Quise interrumpirle... “No puede usted negarlo”, continuó. “Yo conocía a ese hom­ bre, le miré bien a los ojos... ¿sería posible que el príncipe tenga amigos en Venecia que le están obligados en sangre y vida y que, en un caso urgente, llegue al extremo de ser­ virse de semejante individuo? ¡Sea franco, barón! ¿Está el príncipe en un atolladero? Usted se esfuerza en vano en ocultarlo. Lo que no llegue a saber por usted, me lo revelará aquel hombre, para quien todo secreto es com­ prable.” “Señor marqués...” “Disculpe. Debo mostrarme indiscreto para no ser desa­ gradecido. Le debo la vida al príncipe, y lo que es aún más importante, un sensato uso de la vida. ¿Puedo acaso ver al príncipe dar pasos que le son penosos y que están por debajo de su dignidad, si está en mis manos poder ahorrárselos?, ¿debiera acaso mantenerme pasivo en esta situación?” “El príncipe no está en ningún atolladero”, dije. “Algu­ nos pagarés que esperábamos vía Trento se han atrasado inesperadamente. Sin duda, casualmente, o porque a causa de la incertidumbre respecto a nuestra partida, esperaban instrucciones más precisas. Ya las hemos dado, y hasta que...” Con un gesto de la cabeza mostró su desaprobación. 83

“No malentienda mi intención”, dijo. “De ninguna manera se trata ahora de rebajar mis obligaciones con el prínci­ pe. ¿Bastarían acaso para semejante propósito todas las riquezas de mi tío? De lo que se trata es de ahorrarle cualquier momento desagradable. Mi tutor posee una gran fortuna de la que puedo disponer como si de mi propie­ dad se tratara. Una afortunada casualidad me pone ante el único caso posible en que al príncipe al menos algo le pueda ser útil de todo lo que está en mi poder. Ya sé”, continuó, “lo que el tacto requiere frente al príncipe, pero el tacto es también recíproco, y sería una generosidad por parte del príncipe si me concediera este favor, aunque só­ lo fuera en apariencia, para hacerme sentir algo menos el peso que me oprime por mis obligaciones hacia él.” No cejó hasta que le hube prometido hacer todo lo que me fuera posible; conocía al príncipe y no tenía grandes esperanzas de que resultara. Estaba dispuesto a aceptar toda condición de aquél, aunque confesó que le hiriera mucho si el príncipe le tratase en este asunto como a un extraño. En el calor de la entrevista, nos habíamos apartado mu­ cho del resto de la reunión, y cuando estábamos volvien­ do, vino Z * * * hacia nosotros. “Busco al príncipe. ¿No está con ustedes?” “Precisamene íbamos por él. Pensábamos encontrarlo reunido con los demás.” “Están todos reunidos, pero a él no hay por dónde en­ contrarle. Francamente no sé cómo se nos ha perdido de vista.” Civitella recordó entonces que se le podía haber ocurri­ do visitar la cercana iglesia de ** en la que, hacía poco, él mismo le había hecho reparar mucho la atención. Nos pusi mos inmediatamente en camino hacia allí para buscar­ le. Desde lejos divisamos a Biondello que esperaba a las puertas de la iglesia. Cuando ya nos acercábamos, salió apresuradamente el príncipe de una de las puertas latera­ les; le ardía la cara, buscó con los ojos a Biondello y lo lla­ mó a su lado. Pareció ordenarle algo muy urgente, mientras no apartaba los ojos de la puerta, que permanecía abierta. Biondello desapareció rápidamente en el interior de la iglesia, y el príncipe, sin darse cuenta de nosotros, desapa­ reció de nuestra vista entre la gente y volvió deprisa hacia el grupo con el que llegó a reunirse antes que nosotros. 84

Fue decidido tomar la cena en uno de los pabellones abiertos del jardín, ocasión para la que, sin nuestro cono­ cimiento, el marqués había organizado un pequeño con­ cierto que resultó realmente exquisito. Especialmente pu­ dimos escuchar a una joven cantante que nos fascinó, tanto por su voz deliciosa como por su preciosa figura. Al prínci­ pe nada parecía impresionarle; hablaba poco y respondía distraído, sus ojos se volvían intranquilos hacia la direc­ ción de la que Biondello tenía que venir. En su interior pa­ recía sufrir una gran emoción. Civitella preguntó qué le ha­ bía parecido la iglesia; el príncipe no supo qué decir. Se hablaba de algunas pinturas admirables que la hacían dig­ na de atención; él no había visto ninguna pintura. Nos di­ mos cuenta de que le molestábamos con nuestras preguntas y nos callamos. Pasaron las horas y Biondello no venía. La impaciencia del príncipe llegaba a su límite. Dejó la mesa antes de tiempo, y en una alameda apartada caminó solitario con paso fuerte de un lado a otro. Nadie compren­ dió lo que le podía haber ocurrido. Yo no me atrevía a preguntarle por la causa de tan extraño cambio; ya hace tiempo que no me permito con él la confianza de antaño. Casi con mayor impaciencia, esperaba yo la llegada de Biondello pues tendría que aclararme este misterio. Pasaban de las diez cuando volvió. Las noticias que tra­ jo al príncipe no contribuyeron a hacerle más comunica­ tivo. Desalentado se reincorporó a la reunión; se llamó la góndola y poco después nos dirigimos a casa. No encontré ocasión en toda la noche para hablar con Biondello; tuve por tanto que prepararme para dormir con mi curiosidad insatisfecha. El príncipe se había reti­ rado temprano; pero miles de pensamientos que me ron­ daban la cabeza, me mantuvieron despierto. Durante largo tiempo le escuché sobre mi techo dar vueltas en su habi­ tación; finalmente me sobrevino el sueño. Bien pasada la medianoche, me despertó una voz, una mano pasaba por mi cara; como pude comprobar se trataba del príncipe que, con una luz en la mano, estaba junto a mi cama. Dijo que no podía dormir y me pidió que le ayudara a hacer llevadera la noche. Quise vestirme pero me ordenó que permaneciera como estaba y se sentó junto a mí de­ lante de la cama. “Hoy me ha sucedido algo”, comenzó, “cuya impresión nunca desaparecerá de mi espíritu. Como usted ya sabe, 85

me separé de ustedes para entrar en esa iglesia de **, so­ bre la cual Civitella había excitado mi curiosidad y que mis ojos ya habían descubierto desde lejos. Como ni us­ ted ni él se hallaban cerca, hice el corto camino solo; hice que Biondelio me esperara a la entrada. La iglesia estaba totalmente vacía; una oscuridad estremecedora y fría me rodeó al entrar desde el bochorno y la deslumbrante luz del día. Me vi solo bajo las amplias bóvedas en las que reinaba un solemne silencio de tumba. Me coloqué en el medio del espacio interior y me abandoné a la entera ple­ nitud de aquella impresión; paulatinamente se iban desta­ cando las grandes proporciones del majestuoso edificio, me olvidé de mí mismo en grave y placentera contempla­ ción. Las vísperas repicaron por encima de mí, su sonido se perdía suavemente en ese espacio al igual que en mi al­ ma. Algunas piezas del altar llamaron desde lejos mi aten­ ción; me acerqué para contemplarlas; sin darme cuenta había atravesado toda esa nave lateral de la iglesia hasta su extremo opuesto. Ahí subían, girando en tomo a un pi­ lar, algunos peldaños que conducían a una capilla lateral en donde había varios altares pequeños y estatuas de san­ tos en hornacinas. Entré en la capilla por la derecha y es­ cuché cerca de mí un débil susurro, como cuando alguien habla al oído, me giro hacia el sonido, y a dos pasos de mí. me viene a los ojos una figura femenina... ¡No! ¡no puedo describir esa figura! Mi primera sensación fue de susto, que sin embargo dio paso en seguida al más dulce asombro.” "Y esa imagen, excelencia, ¿sabe usted con certeza que se trataba de algo vivo, algo real y no una mera pintura, una visión de su fantasía?” “Escuche. Era una dama. ¡No! ¡Hasta ese momento no había reparado nunca en ese sexo! Alrededor todo eran sombras, tan sólo a través de una ventana entraba el decli­ nante día en la capilla, el sol no daba en ningún otro sitio excepto en esa figura. Con inefable encanto, medio yacen­ te, medio arrodillada, se presentaba ante uno de los alta­ res la más atrevida, la más amable, la silueta mejor logra­ da, única e inimitable, la línea más bella de la naturaleza. Su vestido era negro, se ajustaba al cuerpo más encanta­ dor, se cerraba a los brazos más lindos y caía en amplios pliegues como una túnica española; su pelo largo y claro, recogido en dos anchas trenzas que caían pesadamente, se abrían paso bajo el velo y fluían en un maravilloso des­ 86

orden por la espalda. Tenía una mano sobre el crucifijo y la otra descansaba con suave indolencia. Pero ¿dónde encuentro las palabras para describirle aquel rostro bello y celestial, en el que un alma angelical esparce la pleni­ tud de su encanto como en su propio trono? El sol po­ niente la iluminaba y su hálito dorado parecía rodearlo todo de gloria artística. ¿Puede usted recordar la madonna de nuestro florentino? Ahí estaba en su plenitud, en su plenitud hasta en los más mínimos detalles que yo había encontrado tan atrayentes, tan irresistibles en aquel cua­ dro.” El caso con la madonna que mencionaba el príncipe, ocurrió de la siguiente manera. Poco después de que usted partiera, conoció aquí a un pintor florentino que había si­ do llamado a Venecia para pintar un retablo de un altar para una iglesia que ahora no recuerdo. Consigo trajo otras tres pinturas que tenía destinadas a la galería del palacio Cornario. Las pinturas eran una Madonna, una Eloísa y una Venus casi desnuda. Las tres de belleza excep­ cional y de tan parejo valor que era casi imposible deci­ dirse definitivamente por una de las tres. Sólo el prínci­ pe no se mostró indeciso ni un instante; apenas expues­ tas las obras a su vista, toda su atención fue captada por la madonna; en las otras dos admiró el genio del artista, en ésta olvidó artista y arte para vivir plenamente en la contemplación de su obra. Estaba asombrosamente afec­ tado, apenas se podía despegar de la pieza. El artista, que era evidente que corroboraba en su corazón el juicio del príncipe, se obstinaba en no querer separar las tres piezas y pedía 1500 cequis por ellas. El príncipe le ofreció la mi­ tad por aquélla sola; el artista se empeñó en sus condicio­ nes, y quién sabe qué hubiera ocurrido de no encontrar a un comprador más resuelto. Después de dos horas habían desaparecido las pinturas; ya no las volvimos a ver. Esta era la pintura que ahora recordaba el príncipe. “Yo estaba inmóvil”, continuó, “perdido en su contem­ plación. Ella no reparaba en mí, no se dejaba molestar por mi entrometimiento, tan profundamente recogida es­ taba en su devoción. Ella adoraba a su divinidad, y yo la adoraba a ella, sí, la adoraba. Todas aquellas imágenes de santos, aquellos altares, las velas ardiendo no me lo habían sugerido; ahora, por primera vez. me conmoví co­ mo si estuviera en un santuario. ¿Debo confiárselo? En 87

aquel instante, creí ciegamente en aquél que tenía cogida su bella mano. ¿N o leía yo su respuesta en los ojos de ella? ¡Gracias a su encantadora devoción! Ella me lo hizo real... yo la seguí por todos sus cielos. Se levantó y entonces me repuse. Con tímida confusión retrocedí a un lado; el ruido que hice me descubrió. La inadvertida proximidad de un hombre la debió sorprender, mi atrevimiento la podía ofender; pero ninguna de ambas cosas se hallaba en los ojos con que me miró. Paz. Había en ellos una paz inefable, y una sonrisa bondadosa juga­ ba por sus mejillas. Ella volvió de su cielo, y yo era la primera creatura afortunada que se ofrecía a su benevo­ lencia. Todavía flotaba, era el último eslabón de su ora­ ción, aún no pisaba la tierra. En otro rincón de la capilla ahora también se movió algo. Era una anciana dama que próxima a mi espalda se levantó de un banco. Hasta entonces no había reparado en ella. Estaba a muy pocos pasos de mí, había observado todos mis movimientos. Esto me desconcertó, clavé los ojos en tierra y oí cuando pasaron delante mío. La vi descender por el largo pasillo de la iglesia. La be­ lla figura se ha alzado. ¡Qué bella majestad! ¡Qué nobleza en su paso! Ya no es el ser anterior, son otros dones, una imagen totalmente nueva. Se marchan lentamente. Yosigo desde lejos y con timidez, indeciso si debiera atreverme a darles alcance. ¿Si no debiera? ¿N o me otorgará ya nin­ guna mirada? ¿M e hábía otorgado alguna mirada cuando pasó por delante de mí sin yo poder alzar los ojos hacia ella? ¡Oh, cómo me martirizaba esa duda! Se detienen con toda tranquilidad y yo no puedo mover los pies. La anciana, su madre, o quien fuera para ella, nota el desorden en los bellos cabellos y se ocupa en arre­ glarlos, dándole la sombrilla para que la sostenga. ¡Oh, de­ seaba todo el desorden en aquel cabello y toda la torpe­ za en aquellas manos! El arreglo está hecho y se acercan a las puertas. Apuro el paso. La mitad de la figura desaparece, la otra mitad, tan sólo la sombra de su vestido fluyendo por detrás. Se ha ido. No, vuelve otra vez. Una flor se le ha caído, se agacha para recogerla, mira de nuevo hacia atrás, ¿a mí? ¿A quién sino pueden buscar sus ojos entre estas paredes muertas? Por tanto ya no era ningún ser extraño, también a mí, como a su flor me había dejado atrás. Querido F *** 88

¡me avergüenzo al decirle lo puerilmente que interpreté esa mirada, que quizás ni siquiera fuera para mí!” Sobre esto último creía poder tranquilizar al príncipe. “Es extraño”, continuó el príncipe tras un profundo si­ lencio, “¿es posible no haber conocido algo ni haberlo echado en falta jamás y que un momento después se con­ vierta en la razón de vivir? ¿Puede un único instante partir a una persona en dos seres tan desiguales? Me sería tan imposible volver a los juegos de mi niñez como a las alegrías y deseos de la mañana de ayer desde que esto vi, desde que esa imagen vive aquí dentro, ese poderoso sen­ timiento se despertó en mí: No puedo amar ya otra cosa sino eso, ¡y ninguna otra cosa en este mundo hace ya efec­ to en mí!” “Piense, excelencia, en el estado de ánimo tan suscep­ tible en que se encontraba cuando le sorprendió aquella aparición, y todo lo que concurrió para acentuarla tensión de su fantasía. Trasladado de repente de la deslumbrante luz del día y el bochorno en la calle a aquella quieta os­ curidad. Entregado totalmente a la nueva sensación que. como usted mismo admite, la quietud, la majestad del lu­ gar despertaron en usted. La contemplación de bellas obras de arte le sensibilizó con mayor intensidad para la belle­ za. Además solitario y aislado en su opinión y, repentina­ mente, en aquella proximidad, ser sorprendido por una jo ­ ven cuando creía no tener testigo alguno. Una gran belle­ za, se lo creo, pero que mediante una iluminación propi­ cia, un lugar ideal, una expresión de espiritual recogimien­ to, se realzó todavía más a sus ojos. ¿No era lo más na­ tural que su excitada fantasía compusiera algo ideal, algo de una perfección sobrenatural?” “¿Puede dar la fantasía algo que no haya recibido? Y en todo lo que abarca mi capacidad de imaginación, no hay nada que pudiera asociar a aquella imagen. Entera e inmutable, como en el momento de verla, permanece en mi recuerdo; ¡no tengo nada más que esa imagen... pero en vano me ofrecerían todo un mundo a cambio!” “Alteza, eso es amor.” “¿Tiene acaso que ser necesariamente un nombre, bajo el cual yo sea feliz? ¡Amor! ¡No rebaje mi sentimiento con un nombre del que abusan miles de espíritus débiles! ¿Quién más ha sentido lo que yo siento? Semejante ser no ha existido nunca, ¿cómo puede existir el nombre antes 89

que el sentimiento? Es un sentimiento nuevo y único, na­ cido por primera vez junto con ese nuevo ser único, ¡y só­ lo posible a causa de ese ser! ¡Amor! ¡Ante el amor estoy seguro!” “Sin duda envió a Biondello para seguir la huella de su desconocida, para obtener información de ella. ¿Qué nue­ vas trajo consigo?” “Biondello no ha descubierto nada, o tanto como nada. La encontró todavía a la puerta de la iglesia. Se presentó un hombre de avanzada edad y vestido decorosamente, que más parecía pertenecer a la burguesía de esta ciudad que ser un criado, y la acompañó hasta la góndola. Nume­ rosos mendigos se formaban en fila a su paso y se retira­ ban con gesto muy contento. En esta ocasión, dice Bion­ dello, se hizo visible una mano en la que brillaban algu­ nas valiosas piedras. Habló algo con su acompañante, que Biondello no entendió; él afirma que era griego. Como hubo de caminar un buen trecho hasta el canal, ya se em­ pezó a agrupar gente; lo extraordinario de la visión hacía detenerse a todos los transeúntes. Nadie la conocía, pero como se sabe, la belleza es reina de nacimiento. Todo el mundo le cedió el paso con gran respeto. Dejó caer un ve­ lo negro sobre su rostro que cubrió la mitad de su ves­ tido, y se metió rápidamente en la góndola. Biondello no perdió de vista a la embarcación a lo largo de todo el ca­ nal de la Giudecca, pero la multitud le impidió seguirla más lejos.” “Pero seguramente se fijó en el gondolero cuando menos para poder reconocerlo.” “El confía en que pueda encontrarlo, aunque no es nin­ guno de aquellos con los que tiene trato. Los mendigos a quienes preguntó, no le supieron dar ninguna precisión, aparte de que la signora se dejaba ver por allí desde hacía algunas semanas y siempre los sábados, y que cada vez ha­ bía repartido entre ellos una pieza de oro. Era un ducado holandés, pues Biondello lo cambió y me lo trajo.” “Por tanto una griega, y según parece de posición, o por lo menos con bienes y caritativa. Esto ya es suficiente para comenzar, excelencia, ¡suficiente y casi demasiado! ¡Pero griega y en una iglesia católica!” “¿Por qué no? Puede haber renunciado a su religión. Además, en todo hay algo enigmático. ¿Por qué sólo una vez a la semana? ¿Por qué sólo los sábados en esta igle­ 90

sia cuando suele estar vacía, según dice Biondello? A lo más tardar se aclarará el sábado próximo. Pero hasta en­ tonces, querido amigo, ¡ayúdeme a saltar este abismo de tiempo! ¡Aunque en vano! Las horas y los días transcurren con su paso impasible y mi deseo tiene alas.” “¿Y cuando llegue el día, entonces qué, excelencia? ¿Qué deberá ocurrir entonces?” “¿Qué deberá ocurrir? La veré. Averiguaré su domici­ lio. Sabré quién es. ¿Quién es? ¿Para qué preocuparme? Lo que vi, me hizo feliz, ¡por tanto ya sé todo lo que me puede hacer feliz!” “¿Y nuestra partida de Venecia, que está dispuesta para comienzos del próximo mes?” “¿Podía yo saber de antemano que Venecia aún ence­ rraba para mí un tesoro semejante? Usted me pregunta desde mi vida de ayer. Yo le digo que sólo desde hoy existo y quiero existir.” Aquí creí haber encontrado la ocasión para cumplir mi palabra con el marqués. Hice notar al príncipe que una permanencia más larga en Venecia no la podría resistir el debilitado estado de su economía, y que tampoco podría contar, caso de que alargara la fecha límite prevista para su estancia, con el apoyo de su corte. Con esta charla se me abrió lo que hasta entonces había permanecido se­ creto para mí, que recibiría considerables ayudas de su hermana, la regenta * * * de * * * , sin que sus otros herma­ nos lo supieran, y que estaría dispuesta a doblar en caso de que su corte lo dejara en el apuro. Esta hermana, una devota exaltada, como usted sabe, cree que los grandes ahorros que hace en su reducida corte, no tendrían mejor destino que en manos de un hermano del que conoce su generosidad y a quien adora con entusiasmo. Lo que yo sabia era que desde hacía tiempo había entre los dos una estrecha relación y que mantenían correspondencia; pero como hasta hoy los gastos del príncipe se cubrían con su­ ficiencia con los recursos ya conocidos, no había caído en la cuenta de este oculto recurso auxiliar. También es claro que el príncipe había tenido gastos que me eran se­ cretos y que aún lo son; y si puedo sacar conclusiones de su carácter, no son, con toda seguridad, de índole que pue­ da manchar su honor. ¿Y yo me vanagloriaba de conocerle a fondo? Tras este descubrimiento me pareció que no podía atra­ 91

sar más la revelación del ofrecimiento del marqués, el cual para mi no pequeño asombro fue aceptado sin dificultad alguna. Me dio licencia para llevar el asunto con el mar­ qués de la manera que creyera conveniente e inmediata­ mente anular las cuentas con el prestamista. Sin demora había que escribir a su hermana. Era de día cuando nos separamos. Este suceso me es de­ sagradable, y me lo debe ser por más de una razón, sin embargo lo que más me disgusta es que amenaza con pro­ longar nuestra estancia en Venecia. De esta incipiente pa­ sión espero más bien que mal. Acaso sea el medio más potente para devolver al príncipe de sus ensoñaciones me­ tafísicas a una ordinaria humanidad. Espero que concluirá con la habitual crisis, y como una enfermedad provocada, arrastrará consigo también al antiguo mal. Le deseo lo mejor, querido amigo. Le he escrito esto inmediatamente después de ocurrido. El correo sale ahora; recibirá esta carta junto con la anterior, el mismo día.

Barón de F *** al conde de O ** Sexta carta 20 de julio Este Civitella es realmente la persona más servicial del mundo. Apenas se había separado el príncipe de mí, cuando apareció un billete del marqués en el que se me instaba a activar sin demora el conocido asunto. Le envié de inmediato una escritura por 6000 cequis a nombre del príncipe; en menos de media hora le siguió casi el doble de la suma, tanto en cheques como en metálico. A este incre­ mento de la suma también se avino finalmente el prín­ cipe; sin embargo se tenía que aceptar el pagaré que es­ taba asentado a sólo seis semanas. Toda esta semana transcurrió con averiguaciones sobre la enigmática griega. Biondello puso toda su maquinaria en movimiento; sin embargo hasta ahora todo ha sido en vano. En efecto pudo encontrar al gondolero, pero de él no se pudo sacar mucho más aparte de que había dejado a ambas damas en la isla de Murano, donde las esperaban dos sillas de mano en las que subieron. Las tenía por in­ glesas, pues hablaban una lengua extranjera y pagaron con 92

oro. Tampoco conocía al hombre que las acompañaba; aunque se le ocurría que pudiera tratarse de un fabrican­ te de espejos de Murano. Por lo menos sabíamos ahora que no teníamos que buscarla en la Giudecca y que, según todos los indicios, tenía su residencia en la isla de Murano; pero lo peor era que la descripción que el príncipe hacíade ella no ayudaba en absoluto a hacerla reconocible para un tercero. Precisamente la apasionada concentración con que había devorado su imagen, le había impedido ver; para todo aquello en lo que otras personas hubieran fijado primeramente sus ojos, él había estado totalmente ciego. Según el retrato que hizo se estaba más tentado de buscarla en Ariosto o Tasso, que en una isla de Venecia. Por otra parte las averiguaciones debían llevarse a cabo con suma precaución para no suscitar ningún incidente escandaloso. Como Biondello era el único, a excepción del príncipe, que la había visto, al menos a través del velo, podía éste por lo menos reconocerla. Buscó por todos los lugares posibles, donde hubiera la posibilidad de encontrarse; la vida del pobre hombre no ha sido esta semana otra cosa que una carrera constante por todas las calles de Venecia. En la iglesia griega especialmente no se ahorró ninguna investigación; pero todo con el mismo mal resul­ tado; y el príncipe, cuya impaciencia crecía con toda es­ peranza que se frustraba, tuvo finalmente que conformarse con la expectativa de lo que ocurriera el sábado siguiente. Su intranquilidad era terrible. Nada le distraía, nada podía interesarle. Todo su ser se encontraba en febril movimiento, su ánimo no estaba para reuniones de ningún tipo y la desgracia crecía en la soledad. Nunca había estado tan asediado por las visitas como en esta semana. Su próxima despedida había sido anunciada, todo se jun­ taba. Había que ocupar a aquellas gentes para desviar de él su recelosa atención; a él también se le tenía que entre­ tener para distraerle el ánimo. En este aprieto se le ocurrió a Civitella recurrir al juego, y para alejar a los más, se convino en jugar fuerte. Con esto esperaba avivar en el príncipe un pasajero placer por el juego, que pronto aho­ gase el novelesco empuje de su pasión. Placer del que siem­ pre se le podría privar de nuevo sin grandes dificultades. “Las cartas”, dijo Civitella, “me han guardado de algu­ nas necedades que estaba a punto de cometer, algunas otras que ya estaban ejecutadas, las han remediado. La 93

serenidad, la razón, que habían aniquilado un par de ojos bellos, las he recuperado a menudo en la mesa de juego, y nunca las mujeres tenían más poder sobre mí que en los momentos en que me faltó el dinero para jugar.” Hasta qué punto tenía razón Civitella. prefiero no res­ ponder, pero el medio que nos indicó, empezó al poco tiempo a ser todavía más peligroso que el mal que tenía que remediar. El príncipe, que sólo sabía ver un cierto atractivo en el juego cuando el riesgo era alto, perdió pronto toda moderación. Se había salido de su órbita ha­ bitual. Todo lo que hacía tomaba un cariz apasionado; todo lo emprendía con la impaciente vehemencia que por entonces le dominaba. Usted conoce su indiferencia por el dinero; ahí se convirtió en total insensibilidad. Las mo­ nedas de oro se desvanecían en sus manos como gotas de agua. Como no ponía atención ninguna, perdió casi sin interrupción. Perdió sumas monstruosas pues arries­ gaba como un jugador desesperado. Querido O **, mi co­ razón palpita ahora que esto le escribo; en cuatro días se perdieron los 12000 cequís y más todavía. No me haga reproches, ya me hago suficientes yo mismo. ¿ Pero podía impedirlo? ¿Acaso me escuchaba el príncipe? ¿Podía hacer algo más aparte de advertirle? Hice lo que estaba en mi mano. No me puedo sentir culpable. También Civitella perdió cuantiosamente; yo gané unos seiscientos cequís. La inaudita mala suerte del príncipe acarreó escándalo; lo cual le incapacitaba todavía más para abandonar el juego. Civitella. a quien se le notaba la ale­ gría de estrecharse al príncipe, le anticipó inmediatamente aquella suma. El hueco está tapado; pero el príncipe debe al marqués 24000 cequís. ¡Ah. cómo espero el dinero ahorrado por la piadosa hermana! ¿Son todos los prín­ cipes asi, querido amigo? El príncipe se comporta como si le hiciera un gran honor al marqués, y por lo menos, éste juega bien su papel. Civitella intentó calmarme con el argumento de que pre­ cisamente este exceso, esa extraordinaria mala suerte fuera el medio más poderoso para que el príncipe recobrara su sentido común. En lo que a dinero respecta no tiene urgencia. Él mismo no se resiente del hueco y se ofrece a triplicar acaso la cantidad para servir al príncipe. Tam­ bién el cardenal me dio la seguridad de que la intención de su sobrino es sincera y que él mismo está dispuesto a avalar su acción. 94

Lo triste era que este enorme altruismo no tuvo de nin­ guna manera efecto. Se podía esperar que el príncipe hu­ biera por lo menos colaborado. Nada más lejos de la ver­ dad. Sus pensamientos estaban alejados en otra parte, y la pasión que queríamos reprimir, parecía recibir mayor alimento con su mala fortuna en el juego. Cuando haljía una mano decisiva en juego y todo el suspenso giraba alre­ dedor de su mesa, sus ojos buscaban a Biondello para leer en su rostro si le traía alguna novedad. Biondello nunca trajo ninguna y su carta perdía siempre. El dinero iba a parar a manos muy necesitadas. Algu­ nas excelencias, que como murmuraban los maliciosos, llevan su frugal almuerzo del mercado a casa en la gorra de senador, entraban como mendigos a nuestra casa y la dejaban como gente adinerada. Civitella me lo expuso asi. “Vea usted”, dijo, “¡cuántos pobres diablos se aprovechan de que a una cabeza inteligente se le ocurra no estar en su juicio! Pero a mí me gusta. ¡Eso es principesco y tiene realeza! Un gran hombre debe incluso en sus extravíos, provocar en otros la fortuna, y como una corriente desbor­ dada fertilizar los campos lindantes.” Civitella piensa honrada y noblemente, ¡pero el príncipe le adeuda 24000 cequís! Por fin llegó el tan ansiado sábado, y el príncipe no se hizo esperar; al mediodía se encontraba en la iglesia d e ***. Tomó asiento en la misma capilla en la que había visto por primera veza su desconocida, pero de tal manera que no pudiera ser descubierto a primera vista. Biondello tenía orden de montar guardia a las puertas de la iglesia y trabar allí conocimiento con el acompañante de la dama. Yo me comprometí a tomar asiento en el viaje de vuelta, en la misma góndola, como un pasajero no sos­ pechoso, para así seguir más allá las huellas de la des­ conocida, en caso de que el resto fracasara. En el mismo lugar donde se habían apeado la vez anterior, según el relato del gondolero, se alquilaron dos sillas de mano; para colmo ordenó el príncipe al ayuda de cámara Z *** seguir todo desde otra góndola. El príncipe mismo quería entregarse totalmente a vivir su contemplación de ella y a ser posible probar su suerte en la iglesia. Civitella no participó, pues tenía muy mala fama entre las mujeres de Venecia y no quería que la dama desconfiara por su inter­ vención. Puede usted comprobar, querido conde, que no 95

era por nuestros preparativos si la bella desconocida se nos escapara. Tal vez nunca se habrán pronunciado deseos más cáli­ dos en una iglesia como en ésta, y nunca se habrán de­ cepcionado más cruelmente. Hasta la caída del sol perse­ veró el príncipe; en vilo ante cada ruido que llegaba hasta su capilla, ante cada chirrido de la puerta de la iglesia —durante siete largas horas— pero ninguna griega vino. No le digo nada sobre su estado de ánimo. Usted sabe lo que es una esperanza frustrada, y una esperanza por la que casi únicamente se ha vivido siete días y siete noches.

Barón de F *** al conde de O ** Séptima carta Julio La enigmática desconocida del príncipe recordó al mar­ qués de Civitella una romántica aparición que él mismo había tenido hacía algún tiempo, y para distraer al prín­ cipe se dispuso a narrárnosla. Se lo cuento con sus propias palabras. Sin embargo el ánimo con que sabe dar vida a todo lo que explica, se perderá ciertamente en mi relación. “La primavera pasada”, contó Civitella, “tuve la desgra­ cia de granjearme la antipatía del embajador español que a sus setenta años tenía la obcecación de querer casarse en exclusiva con una romana de dieciocho. Me hizo blan­ co de sus iras y mis amigos me aconsejaron que me ausen­ tara un tiempo para evitar malas consecuencias, hasta que la mano de la naturaleza o alguna feliz solución me libe­ raran de aquel peligroso enemigo. Como me resultaba muy difícil renunciarían abiertamente a Venecia, tomé residen­ cia en un barrio retirado de Murano donde habitaba una casa solitaria bajo nombre falso. Pasaba allí los días escon­ dido y por las noches disfrutaba de mis amigos y de los placeres. Mis ventanas daban a un jardín, que por su lado de po­ niente lindaba con la tapia de un convento, y por el lado de la mañana se extendía en la laguna como una peque­ ña península. El jardín tenía el trazado más exquisito, aunque era muy poco concurrido. Por las mañanas, cuando dejaba a mis amigos, tenía la costumbre, antes de ir a dor­ 96

mir, de mirar unos instantes por la ventana, de ver al sol saliendo por la ensenada y desearle buenas noches. Si todavía no ha tenido el placer, excelencia, le recomiendo ese lugar, quizás el más apropiado en toda Venecia para disfrutar de esa escena tan soberbia. Sobre la profundidad del agua descansa una noche de púrpura, y un vapor do­ rado anuncia al sol a lo lejos en los máigenes de la laguna. Mar y cielo reposan inmóviles en su espera. Dos señales, y ya está allí, entero y perfecto, y todas las olas arden; ies un espectáculo encantador! Una mañana, como de costumbre, entregado al placer de aquella vista, descubro de repente que no soy el único testi­ go de la misma. Creo percibir voces en el jardín y al gi­ rarme hacia donde provienen, observo una góndola que atraca a la orilla del agua. En pocos instantes veo aparecer gente en el jardín que suben como paseantes, con paso lento por la arboleda. Reconozco a un hombre y a una mujer que lleva consigo a un pequeño negro. La mujer va vestida de blanco y un brillante adorna su dedo; el alba aún no me permite distinguir más. Se excita mi curiosidad. Con toda seguridad una cita y una pareja de amantes, ¡pero en este lugar y a una hora tan extemporánea! pues no eran apenas las tres y todo estaba velado por la oscuridad del alba. El caso me pareció novedoso y los elementos como hechos para una novela. Quería esperar hasta el final. Pronto los pierdo de vista entre el follaje del jardín y pasa un buen rato hasta que reaparecen de nuevo. Mien­ tras tanto, una agradable canción llena el entomo. Venía del gondolero, que de este modo acortaba el tiempo, y era respondida por un camarada que se hallaba en las cerca­ nías. Eran estancias de Tasso; tiempo y lugar se aunaban armoniosamente y la melodía sonaba dulce en la calma general. En esto rompió el día y los objetos se podían reconocer con más claridad. Busco a mi pareja. Van ahora de la mano por un ancho paseo y se detienen a menudo, pero me han vuelto la espalda y su camino se aleja de mi casa. La gra­ cia de su marcha me lleva a suponer una posición distin­ guida y la figura noble y angelical una belleza poco común. Hablaban poco, según podía ver, aunque la dama más que su acompañante. No parecían tomar parte en el espec­ táculo del amanecer que se extendía sobre ellos con el mayor esplendor. 97

Mientras cojo mi catalejo y lo dirijo para acercarme todo lo posible a la extraordinaria escena, desaparecen de repente en un camino lateral y pasa un largo rato antes de que los vuelva a divisar. El sol ha salido completa­ mente, vienen hacia mí y, ya cerca, se detienen de cara a mí. ¡Qué imagen celestial descubro! ¿Fue un juego de mi fantasía, fue la magia de la luz? Pensé que veía un ser sobrenatural y mi ojo se retiró abatido por la luz deslum­ brante. ¡Tanto encanto junto a tal majestad! ¡Tanto espí­ ritu y nobleza junto a juventud tan floreciente! En vano intentaría describirla. Antes de ese instante no conocía la belleza. Ya cerca de mí se detiene la charla y tengo toda la tranquilidad para dejarme llevar por la maravillosa visión. Sin embargo, desde el instante en que pongo los ojos en su acompañante ya ni siquiera aquella belleza puede apartár­ melos de él. Me pareció un hombre en sus mejores años, algo enjuto y de alto y noble porte, sin embargo de la frente de ninguna persona había visto irradiar tanto espí­ ritu, una mente tan alta, tan divina. Yo mismo, aunque es­ taba seguro de no poder ser descubierto, no podía mante­ ner la penetrante mirada que, bajo las sombrías cejas, lanzaba como rayos. En sus ojos había una tristeza callada y conmovedora y un rasgo de benevolencia por sus labios suavizaba la sombría seriedad que cubría todo su rostro. Pero ciertos rasgos de su cara, que no eran europeos, unidos a sus ropas, combinadas de las más variadas modas, en una selección atrevida y afortunada aunque con un gusto que nadie podría imitar, le daban un aspecto de sin­ gularidad que incrementaba no poco la extraordinaria impresión de todo su ser. Algo extraviado en su mirar podía hacer intuir a un fanático, pero sus ademanes y modales externos anunciaban a un hombre formado por el mundo.” Z * * * que, como usted sabe, tiene que decir todo lo que piensa, no pudo contenerse. “¡Nuestro armenio en per­ sona!” exclamó. “Nuestro armenio en persona, ningún otro!” “¿Qué armenio, si se me permite la pregunta?” dijo Civitella. “¿No le han contado la farsa todavía?” dijo el prínci­ pe. “¡Pero no más interrupciones! Su hombre empieza a interesarme. Continúe con su relato.” 98

“Algo incomprensible había en su conducta. Su mirada se fijaba en ella significativa y apasionadamente cuando ella apartaba la vista, y él a su vez apartaba la suya cuando ella encontraba sus ojos. ¿Está en sus cabales? pensé. Yo quisiera estar así una eternidad y no mirar otra cosa. El follaje volvió a robármelos de la vista. Esperé mucho tiempo para verlos reaparecer, pero en vano. Desde otra ventana, finalmente los descubrí de nuevo. Estaban junto a un estanque, a cierta distancia el uno del otro, ambos sumidos en profundo silencio. Debían llevar ya un buen rato en esta posición. Los ojos de ella francos y llenos de alma, se mantenían fijos en él como escudriñándolo, y parecían absorber todo pensamiento que brotara de su mente. Él. como si no sintiera en sí mismo el suficiente coraje para mirarla directamente, bus­ caba furtivamente su imagen en el reflejo de las aguas, o miraba fijamente al delfín que lanzaba el agua en la pila. ¿Quién sabe cuánto tiempo hubiera durado este juego mudo si la dama hubiera podido soportarlo? Con la gracia más exquisita fue la bella criatura hacia él, le pasó el brazo por la nuca al tiempo que cogía una de sus manos y se la llevaba a la boca. El hombre, insensible, dejó hacer y las caricias de la mujer quedaron sin contestación. Pero había algo en esta escena que me conmovió. Fue el hombre quien me conmovió. Una violenta emoción parecía hacer mella en su pecho, un poder irresistible atraerle hacia ella, un brazo oculto separarle brutalmente. Silenciosa, aunque dolorosa, fue esta lucha. Y el peligro era tan bello a su lado. No, pensé, se propone demasiado. Sucumbirá, tiene que sucumbir. A una discreta señal del hombre desaparece el pequeño negro. Espero a que ocurra una tierna escena, una sú­ plica de rodillas, una reconciliación sellada por mil besos. Nada de eso. El desconcertante individuo saca un paquete de un portafolio y se lo entrega en mano a la dama. La tristeza cubre su rostro cuando lo ve y una lágrima le tiembla en el ojo. Tras corto silencio se disponen a marchar. De un camino adyacente les sale al encuentro una dama mayor, que se había mantenido apartada todo el tiempo y que descubro ahora por primera vez. Caminan lentamente, las dos mu­ jeres conversando, mientras que él inadvertidamente que-

da atrás. Indeciso y con la mirada fija dirigida hacia ella, avanza y se detiene, avanza y se detiene de nuevo. De re­ pente desaparece al abrigo de un seto. Las que van delante miran finalmente hacia atrás. Pa­ recen preocupadas al no encontrarlo y se detienen, según parece, para esperarle. El no viene. Miran en tom o suyo atemorizadas, redoblan el paso. Mis ojos ayudan a buscar por todo el jardín. No aparece. No se le ve por ninguna parte. De repente oigo ruidos en el canal y una góndola se separa de la orilla. Es él, a duras penas me contengo de avisarla a gritos. Ahora estaba claro, se trataba de una es­ cena de despedida. Ella pareció intuir lo que yo sabía. Más rápidamente de lo que la otra puede seguir, corre hacia la orilla. Dema­ siado tarde. Con la rapidez de una flecha la góndola se des­ liza, y tan sólo se ve a lo lejos agitar un pañuelo blanco. Poco después veo también marcharse a las mujeres. Cuando me desperté después de haberme quedado dor­ mido durante un rato tuve que reírme de mi propia ofus­ cación. Mi fantasía había continuado la escena durante el sueño y ahora la realidad misma se convirtió en sueño. Una joven, exquisita como una hurí, que antes del alba se pasea con su amante bajo mi ventana en un retirado jar­ dín con su amante; un amante que no sabe hacer mejor uso de semejante hora, eso me pareció una composición a la que a lo sumo podría atreverse y que podría perdo­ narse a la fantasía de un soñador. Pero el sueño había sido demasiado bello como para no revivirlo todas las ve­ ces que me fue posible, incluso el jardín me resultaba ahora más agradable, desde que mi fantasía lo había poblado con figuras tan exquisitas. Unos días poco ufanos que siguieron a esta mañana me ahuyentaron de la ventana, pero la pri­ mera noche serena me atrajo allí espontáneamente, juz­ gue usted mi asombro, cuando tras corta búsqueda vi lucir enfrente de mí el blanco vestido de mi desconocida. Era ella misma. Era ella realmente. No la había soñado sola­ mente. La matrona ya presente en el encuentro anterior la acompañaba y llevaba consigo a un muchacho de corta edad; sin embargo la joven misma se paseaba apartada y concentrada en sí misma. Visitó todos los lugares que ha­ bían sido significativos la vez anterior con su acompañan­ 100

te. Se detuvo especialmente ante el estanque y su mirada fija parecía buscar en vano la imagen amada. Si la primera vez me había arrebatado aquella suprema belleza, ahora producía un suave poder sobre mí de no menos intensidad. Tenía ahora entera libertad para obser­ var aquella celestial imagen; el asombro de la primera'mpresión dejó lugar ahora inadvertidamente a un dulce sen­ timiento. Desaparecida la gloria, no veo en ella sino a la más bella de las mujeres que me inflama los sentidos. En ese instante me decido. Tiene que ser mía. Mientras estoy reflexionando si debo bajary abordarla o antes de atreverme a eso, si debiera en primer lugar obte­ ner informaciones sobre ella, se abre una portezuela en el muro del convento y sale de ella un monje carmelita. Con el ruido que hace, abandona la dama su lugar y la veo ir hacia él con paso ligero. Él saca un papel del pecho que ella agarra con ansiedad y una viva alegría parece re­ volotear por su rostro. Precisamente en ese instante mis usuales convidados nocturnos me arrancan de la ventana. Me mantengo cuida­ dosamente alejado de ella, pues deseo esa conquista para mí sólo. Debo aguantar el tormento de mi impaciencia durante una hora hasta que se me hace posible alejar los más que molestos visitantes. Corro a mi ventana, ¡pero todo ha desaparecido! Cuando bajo, el jardín está vacío. Ninguna góndola en el canal. Por ninguna parte huellas de personas. No sé ni de qué parte vino ni hacia dónde se ha marchado. Al pa­ sear los ojos por todos sitios, veo brillar a lo lejos en la arena algo blanco. Al acercarme, es un papel doblado en forma de carta. ¿Qué otra cosa podía ser sino la carta que el carmelita le había entregado? “Hallazgo afortu­ nado”, exclamé. “Esta carta me aclarará todo el secreto, con ella me haré señor de su destino.” La carta estaba sellada con una esfinge sin encabe­ zamiento y redactada en clave; esto no me asustó pues entiendo de descifrar. La copio con toda rapidez, pues era de esperar que ella pronto la echaría en falta y que volvería para buscarla. De no encontrarla le sería una prueba de que el jardín era visitado por otros y esto la podría fácilmente ahuyentar para siempre. ¿Qué cosa peor podía ocurrir a mi esperanza? Ocurrió como había supuesto. Apenas había terminado 101

con mi copia que apareció de nuevo con su acompa­ ñante. ambas buscando ansiosamente. Sujeto la carta a un trozo de pizarra que quito del tejado, y la dejo caer a un lugar por donde había de pasar por fuerza. La bella ale­ gría cuando la encuentra recompensa mi generosidad. Con aguda mirada inquisitiva, como si quisiera acechar la profana mano que la pudiera haber tocado, la revisó por todos lados; sin embargo, el gesto de satisfacción con que se la volvió a esconder, mostraba que no tenía ningún recelo. Se marchó y una mirada que lanzó al jardín, dio la despedida a la divinidad protectora del lugar que había preservado tan fielmente el secreto de su corazón. Corrí a descifrar la carta. Lo intenté con varios idiomas; finalmente lo conseguí con el inglés. Su contenido me re­ sultó tan sorprendente que se me ha quedado en la me­ moria.” He sido interrumpido. El final en la próxima. Barón de F *** al conde de O ** Octava carta Agosto No. querido amigo. Comete una injusticia con el bueno de Biondello. Con toda certeza, abriga usted una falsa sos­ pecha. Le doy la razón sobre los italianos, pero éste es sincero. Usted encuentra extraño que un hombre de talentos tan notables y de conducta tan ejemplar se rebaje a servir, a no ser que tenga ocultas intenciones; y de ahí concluye usted que esas intenciones deben ser por fuerza sospechosas. ¿Cómo? ¿ Es acaso algo extraordinario que una persona de méritos e inteligente busque el favor de un príncipe que tiene en sus manos otorgarle su propia felicidad? ¿Es un deshonor servirle? ¿no deja acaso Biondello bien claro que su apego al príncipe es de carácter personal? Ya le ha confesado que le pedirá algo que atañe a su corazón. Esa petición nos aclarará sin duda todo el enigma. No nie­ go que tenga secretas intenciones; ¿pero acaso no pueden ser limpias? A usted le extraña que Biondello haya mantenido ocul­ tos los grandes talentos que ahora muestra, y que no haya atraído hacia sí ninguna atención durante los primeros 102

meses en los que usted nos regalaba todavía con su pre­ sencia. Eso es verdad; sin embargo, ¿qué ocasión tuvo en­ tonces para mostrarlos? El príncipe no tenía necesidad de ellos y sus méritos no los descubrió la casualidad. Recientemente nos ha dado una prueba de su lealtad y honradez que disipará todas sus dudas. El príncipe es observado. Alguien intenta sonsacar información sobre sus conocidos y relaciones y sobre su forma de vida. No sé quien tiene esa curiosidad. Pero escuche. Hay aquí, en San jorge un local de reunión que Biondello suele frecuentar a menudo; puede que allí tenga una amante, no lo sé. Hace unos días va allí; se encuentra con un grupo reunido, abogados, oficiales del gobierno, todos ellos hermanos de correrías y conocidos entre si. Se sorprenden y alegran de verle de nuevo. Se renueva la vie­ ja amistad, cada uno cuenta su historia hasta que llega el turno a Biondello y tiene que hacer lo mismo. Lo hace en pocas palabras. Le desean suerte en su nueva posición, ya han oído contar sobre la asombrosa manera de vivir del príncipe d e * * * , sobre su liberalidad, especialmente con aquellos que saben guardar un secreto; su relación con el cardenal A *** es de todo el mundo conocida, ama el jue­ go y otras cosas más. Biondello se corta. Bromean con él diciendo que se hace el enigmático, y que sin embaigo se sabe que él es el encargado de los negocios del prín­ cipe de * * * ; los dos abogados lo cogen por su cuenta; la botella se vacía con aplicación, se le urge a que beba; él se disculpa pues no puede resistir el vino, sin embargo bebe para parecer que se emborracha. “Sí”, dice finalmente uno de los abogados. “Biondello entiende su oficio; pero todavía no ha terminado sus es­ tudios. está a medio camino.” “¿Qué me falta?” preguntó Biondello. “Biondello entiende el arte”, dijo el otro, “de guardar un secreto, pero no entiende la otra parte, descubrirlo después sacando provecho.” “¿Debería encontrar un comprador?” preguntó Bion­ dello. El resto de los presentes se marcharon entonces de la reunión, Biondello se quedó téte á téte con los dos abo­ gados que hablaron entonces sin más rodeos. Para resu­ mir, Biondello debería proporcionarles aclaración sobre el trato del príncipe con el cardenal y su sobrino, indicarles 103

la fuente de donde el príncipe obtenía el dinero y entre­ garles las cartas que se escribieran al conde de O **. Biondello hizo ver que quería posponerlo para otra ocasión; sin embargo no pudo averiguar quien les enviaba. A juzgar por las brillantes ofertas que se le hicieron, las investiga­ ciones debían proceder de alguien con inmensas riquezas. Ayer por la noche le descubrió el caso a mi señor. Éste estaba dispuesto a llevar el asunto muy lejos, a hacer in­ cluso apresar a los intermediarios, pero Biondello opuso sus objecciones. Como con toda seguridad serían puestos nuevamente en libertad, él perdería todo su crédito entre los de aquella condición con lo que quizás se ponía incluso su vida en peligro. Toda esa gente está unida entre sí y se ayudan unos a otros; Biondello dice que preferiría tener por enemigo en Venecia al gobernador antes que ser cali­ ficado de traidor entre aquella gente. En caso de perder su confianza, por otra parte tampoco le sería ya de utilidad al príncipe. Hemos intentado adivinar de dónde puede provenir todo esto. ¿A quién le puede concernir en Venecia lo que mi señor recibe y gasta, lo que le une al cardenal A ***¡ y lo que yo le escribo a usted? ¿Puede ser esto voluntad del príncipe de * * d **? ¿O es que el armenio se ha puesto nuevamente en movimiento?

Barón de F’1'* 0 al conde de O ** Novena carta Agosto El príncipe se baña en goce y amor. Ha vuelto a ver a su griega. Escuche usted cómo ha ocurrido. Un forastero que para llegar aquí había pasado por Chiozza y que contó extensamente sobre el bello empla­ zamiento de esta ciudad en la laguna, picó la curiosidad del príncipe por visitarla. Ayer fuimos allí y para evitar toda formalidad y ostentación sólo le acompañamos Z *** y yo junto a Biondello, y mi señor quiso permanecer en el incógnito. Encontramos una embarcación que iba preci­ samente hasta allí y compramos pasajes. El grupo de pasa­ jeros era muy diverso, aunque sin nada especial, y en el viaje de ida no sucedió nada de interés. 104

Chiozza esta construida, al igual que Venecia, sobre estacas hincadas, y debe contar con unos cuarenta mil habitantes. Hay poca nobleza pero en cambio a cada paso se tropieza con pescadores o marineros. Quien lleva abrigo y peluca es tomado por rico; los signos de un pobre son gorra y capote. La ciudad tiene un bello emplazamien­ to, aunque sólo para aquel que no ha visto Venecia. No nos entretuvimos mucho tiempo. El patrón, que se hizo todavía con más pasajeros, debía volver a tiempo a Venecia y al príncipe no le retenía nada en Chiozza. Cuando llegamos, todos habían tomado asiento en el bar­ co. Como en el viaje de ida la compañía se había hecho muy fatigosa, tomamos un camarote. El príncipe se infor­ mó sobre quién componía el pasaje. Un dominico, fue la respuesta, y algunas damas que iban de vuelta a Venecia. Mi señor no sintió curiosidad de ver a nadie y ocupó en el acto su camarote. En el viaje de ¡da la griega había sido el objeto de nues­ tra conversación y lo mismo ocurría a la vuelta. El prín­ cipe repitió con ardor la aparición en la iglesia; se hicieron y deshicieron planes; el tiempo transcurrió en un abrir y cerrar de ojos; antes de que nos diéramos cuenta. Venecia se extendía ante nosotros. Algunos pasajeros se apearon, el dominico entre ellos. El patrón se dirigió a las damas, que, como pudimos comprobar entonces sólo las separaba de nosotros una delgada tabla, y les preguntó hacia dónde debía poner rumbo. “A la isla de M urano”, fue la respues­ ta. mencionando en ella también la casa. “¡Isla de Murano!”, exclamó el príncipe. Y un barrunto pareció recorrerle con un escalofrío el alma. Antes de que pudiera decirle algo, irrumpió Biondello. “¿Sabe usted en compañía de quién viajamos?” El príncipe saltó de su asiento. “¡Ella está aquí! ¡Ella en persona!" continuó Biondello. “Preci­ samente vengo de hablar con su acompañante.” El príncipe salió precipitadamente. El camarote le resul­ taba demasiado estrecho, el mundo entero se le hubiera hecho estrecho en ese instante. Mil sensaciones se atro­ pellaban en él, le temblaban las rodillas, palidez y rubor se turnaban en su rostro. Yo también temblaba con él lleno de excitación. No le puedo describir nuestro estado. Se atracó en Murano. El príncipe saltó a tierra. Ella apareció. Lo leí en la cara del príncipe que era ella efec­ tivamente. Su figura no me dejó duda alguna. No había 105

visto nunca imagen tan bella; todas las descripciones del príncipe estaban por debajo de la realidad. Un ardiente rubor le cubrió el rostro en cuanto distinguió al príncipe. Tenía por fuerza que haber escuchado nuestra conversa­ ción, no podía albergar dudas de que era ella el objeto de la misma. Con significativa mirada dirigió los ojos a su acompañante como si quisiera decir: ¡ése es él! y llena de confusión bajó los ojos. Se colocó un estrecho tablón para bajar a tierra por el que ella debía pasar. Parecía tener miedo a pisarlo, aunque menos por temor a dar un tras­ piés que por necesitar ayuda; el príncipe alargaba ya su brazo para darle apoyo. La necesidad venció sobre los es­ crúpulos, tomó su mano y alcanzó la orilla. La violenta excitación en que se hallaba el príncipe le hizo descortés, olvidó por completo a la otra dama que esperaba el mismo auxilio. ¿Qué no hubiera olvidado en esos instantes? Fi­ nalmente le presté yo mi auxilio, lo que me llevó a escu­ char el preludio de un diálogo que empezaba entre la dama y mi señor. Él mantenía todavía cogida su mano, creo que por mera distracción y sin darse en absoluto cuenta. “No es la primera vez. signora. que... que...” No podía expresarse. “Creo recordar”, tartamudeó ella. “En la iglesia de * * * ”, dijo él. “Fue en la iglesia d e***”, dijo ella. “¿Cómo podía suponer que hoy... tan cerca...?” Ella retiró su mano con suavidad. El se turbó visible­ mente. Biondello, que entretanto había estado hablando con los criados, vino en su ayuda. “Signor”, comenzó, “las damas han encargado dos sillas de mano; pero hemos llegado más temprano de lo pre­ visto. Por aquí cerca hay un jardín donde, para eludir a la multitud, podrían esperar mientras tanto.” La propuesta fue bien recibida, y puede figurarse con qué prontitud por parte del príncipe. Se permaneció en el jar­ dín hasta caer la tarde. Para que el príncipe pudiera char­ lar en calma con la dama, se nos requirió a Z *** y a mí mantener ocupada a la matrona. Puede usted concluir que supo sacar partido de esos momentos, pues recibió permi­ so para visitarla. Precisamente ahora, que le estoy escri­ biendo estas líneas, está él con ella. En cuanto vuelva sa­ bré algo más del asunto. 106

Ayer, cuando volvimos a casa, encontramos los espera­ dos pagarés de nuestra corte, pero acompañados de una carta que hizo montar en cólera a mi señor. Se le indica­ ba que volviese, pero en un tono al que él no está de nin­ guna manera acostumbrado. Ha respondido inmediata­ mente en un tono similar comunicando que se queda. El dinero alcanza con justeza para pagar los intereses del ca­ pital debido. Esperamos con impaciencia una respuesta de su hermana.

Barón de F *** al conde de O ** Décima carta Septiembre El príncipe está en desavenencia con su corte, todos los recursos han sido cortados. Las seis semanas en cuyo plazo debía mi señor pagar al marqués han pasado ya en un día. y todavía no hay en­ víos ni de su primo, de quien esperaba con urgencia algún adelanto, ni de su hermana. Como puede usted suponer, Civitella no ha hecho mención ninguna; sin embargo el príncipe tiene una memoria fiel. Ayer a mediodía vino una respuesta de la corte reinante. Poco antes habíamos renovado contrato con nuestro ho­ tel. y el príncipe hizo pública la prolongación de nuestra permanencia. Sin decir palabra mi señor me dio la carta. Sus ojos echaban chispas, leí el contenido directamente en su expresión. ¿Puede usted figurarse, querido O * * ? En * * * están in­ formados de todos los pasos actuales de mi señor y la ca­ lumnia ha tejido una repugnante red de mentiras. Hasta allí han llegado fuertes críticas, entre otras cosas, que el príncipe ha empezado desde hace algún tiempo a renegar de su carácter y a adquirir modales que su meritoria con­ ducta anterior jamás hubiera aceptado. Dicen saber que se ha dado al vicio de las mujeres y del juego, que ha contraído deudas, que presta su oído a visionarios y exorcistas, que mantiene dudosas relaciones con prelados cató­ licos y que dirige un cortejo que sobrepasa los límites de su rango y de sus ingresos. Incluso se menciona que está a punto de consumar esa su deplorable conducta con una 107

apostasia en favor de la iglesia de Roma. Para limpiar esta última culpa se espera de él que vuelva sin tardanza. Un banquero en Venecia que debería tomar a su cargo el es­ tado de sus deudas, tiene instrucciones de satisfacer a sus acreedores, tan pronto como parta; pues en semejantes condiciones no consideran bien, entregar el dinero en las manos del príncipe. ¡Qué inculpaciones, y en qué tono! Tomé la carta y la releí, quería encontrar algo en ella que pudiera aplacarle; no encontré nada a qué acogerme, me era todo inconce­ bible. Z *** me recuerda ahora los misteriosos interrogatorios de los que recientemente fue objeto Biondello. El tiempo, su contenido, todas las circunstancias coincidían. Falsa­ mente lo habíamos atribuido al armenio. Ahora saldría de quién se trataba. ¡Apostasia! Pero ¿quién puede tener interés en calumniar tan repugnante y groseramente a mi señor? Temo que sea una obrita del príncipe de **d **, que quiere entrometerse para alejar a nuestro señor de Venecia. Éste permanecía en silencio, los ojos fijos y fuera de las órbitas. Su silencio me atemorizaba. Me lancé a sus pies. “Por dios, excelencia”, exclamé, “no decida usted nada de­ sesperado. Usted debiera... le darán entera satisfacción. Oeje el asunto en mis manos. Envíeme allí. Está por de­ bajo de su dignidad responderante semejantes inculpacio­ nes; peto permítame que yo lo haga. La calumnia debe ser aclarada y abrir de este modo los ojos de * * * .” En este estado nos encontró Civitella, quien preguntó asombrado por la causa de nuestra consternación. Z *** y yo callábamos. Sin embargo el príncipe, que ya está acostumbrado a no hacer diferencias entre él y nosotros, y que todavía estaba demasiado agitado como para escu­ char en esos momentos a la prudencia, nos ordenó mos­ trarle la carta. Yo vacilaba pero el príncipe me la arrebató de las manos y se la entregó él mismo al marqués. “Estoy en deuda con usted, señor marqués”, comenzó el príncipe, después de que aquel hubiera leído la carta con perplejidad, “sin embargo no se preocupe. Deme todavía un plazo de sólo veinte días, y le satisfaré.” “Excelencia”, exclamó Civitella profundamente conmo­ vido, “¿me merezco algo así?” “Usted no ha mencionado el asunto: reconozco su tacto 108

y se lo agradezco. En veinte días, como he dicho, será usted enteramente satisfecho.” “¿Qué significa esto?” me preguntó Civitella conster­ nado, “¿cómo se entiende todo esto? Está más allá de mi comprensión.” Le aclaramos lo que sabíamos. Él se puso fuera de sí. Dijo que el príncipe debía exigir un desagravio; que las injurias estaban absolutamente fuera de toda proporción. En esto le suplicó servirse de todos sus bienes y créditos. El marqués nos había dejado ya, y el príncipe continua­ ba sin decir palabra. Con fuertes pasos daba vueltas en la habitación; algo desacostumbrado ocurría en su interior. Finalmente se detuvo y murmuró entre dientes: “Deséese suerte”, dijo, “ha muerto a las nueve.” Le miramos espantados. “Deséese suerte”, continuó. “Suerte... ¿debo desearme suerte...? ¿Acaso no dijo eso? ¿Qué quería decir?” “¿Cómo le viene eso a la cabeza?” exclamé, “¿Qué significa?” “Entonces no entendí lo que aquel individuo quería. Ahora le entiendo. ¡Ah! ¡es insoportablemente duro tener un señor por encima de uno mismo!” “¡Mi querido príncipe!” “¡Que puede hacérnoslo sentir!... i|a! ¡Debe ser una sensación dulce!” Se quedó nuevamente callado. Su expresión me asustó. Nunca la había visto en su cara. “El más mísero entre las gentes”, empezó de nuevo, “o el próximo príncipe en el trono. Es exactamente lo mismo. Sólo hay una diferencia entre los seres humanos: ¡los que obedecen o los que dominan!” Miró una vez más a la carta. "Usted ha visto al individuo”, continuó, “que tiene el atrevimiento de escribirme semejantes cosas. ¿Lo saluda­ ría usted por la calle en caso de que el destino no le hu­ biera hecho su señor? ¡Por Dios! ¡Una corona es algo grande!" Continuó en este tono y dijo cosas que no puedo con­ fiar a una carta. Pero en esta ocasión me descubrió el prín­ cipe una circunstancia que me causó no poco asombro y consternación y que puede tener las consecuencias más peligrosas. Hasta ahora habíamos estado en el mayor en­ gaño con respecto a las relaciones de familia en la co rte***. 109

El príncipe respondió inmediatamente a la carta, y por mucho que me opuse a la idea y la manera en que lo hizo, no permite ya esperar ningún feliz arreglo. Estará usted ansioso, querido O **, por saber finalmente algo positivo sobre la griega; pero incluso respecto a esto no puedo comunicarle ninguna aclaración satisfactoria. Del príncipe no se puede sacar nada, pues está implicado en el secreto y por lo que supongo tuvo que prometerle guardar silencio. Lo que sí hemos sabido es que no se trata de una griega como creíamos. Es una alemana y del más noble linaje. Un cierto rumor que ha llegado hasta mí. le adjudica una madre del más elevado rango y la supone como el fruto de un amor desgraciado, sobre el que se ha hablado mucho en Europa. Secretas presiones de una mano poderosa la han obligado, según el rumor, a buscar refugio en Venecia, y precisamente esas presiones son tam­ bién la causa de su apartamiento, cosa que había impedido al príncipe averiguar su paradero. La veneración con que el príncipe habla de ella y ciertas precauciones que observa por ella, parecen reforzar aquellas suposiciones. Está unido a ella por una terrible pasión que aumenta cada día. Al principio las visitas eran más espaciadas; sin embargo en la segunda semana las separaciones se hicie­ ron más cortas y ahora no pasa el día en que el príncipe deje de ir allí. Pasan tardes enteras sin que le veamos la cara; y cuando no está en su compañía, ella es lo único que le ocupa. Todo su ser parece haberse transfigurado. Vaga como un soñador y todo aquello que le había inte­ resado no obtiene ahora de él ni la más pasajera aten­ ción. “¿Adonde irá todo a parar, querido amigo? Tiemblo ante el futuro. La ruptura con su corte le ha puesto en degra­ dante dependencia de una sola persona, el marqués de Civitella. Éste es ahora señor de nuestros secretos, de nues­ tro destino. ¿Pensará siempre tan noblemente como hasta ahora? ¿Durará este buen entendimiento? ¿Está bien he­ cho, otorgar tanta importancia y poder a una persona aun­ que ésta sea la más excelente? Ha sido enviada una nueva carta a la hermana del prín­ cipe. Espero poderle comunicar feliz noticia en mi próxima carta.

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Continuación del conde de O ** Sin embargo esta carta no apareció. Transcurrieron tres meses antes de recibir ninguna noticia de Venecia; in­ terrupción que sólo en lo que sigue será aclarada. Todas las cartas de mi amigo fueron interceptadas y retenjdas. Fácilmente se imagi nará mi desconcierto cuando por fin en diciembre de este año recibí el siguiente escrito que llegó a mis manos por pura casualidad (porque Biondello que la tenía que mandar había caído enfermo). “Usted no escribe. No responde. Venga. Venga con las alas de la amistad. En eso cifro mi esperanza. Lea usted lo que sigue. Toda nuestra esperanza se desvaneció. La herida del marqués puede ser mortal, el cardenal está lleno de ira contenida, y sus asesinos a sueldo buscan al príncipe. Mi señor, ioh! ¡mi desgraciado señor! ¿Ha llega­ do a esto? i Indigno, espantoso destino! Cuán indignamen­ te tenemos que ocultamos de asesinos y acreedores. Le escribo desde el monasterio de **•, donde el prín­ cipe ha encontrado asilo. En este momento descansa a mi lado sobre dura tabla y duerme. ¡Ah! el leve reposo de su agónica extenuación que tan sólo le dará nuevas fuerzas para sentir sus pesares. Durante los diez días que ella es­ tuvo enferma no acudió el sueño a sus ojos. Estuve en la autopsia. Se encontraron huellas de envenenamiento. Hoy será enterrada. Ah, querido O **, mi corazón está destrozado. He vivido una escena que nunca desaparecerá de mi memoria. Yo estaba junto a su lecho de muerte. Se despidió como una santa, y las últimas palabras en su agonía las agotó en mostrar a su amante el camino que la conducía al cielo. Toda nuestra capacidad de resistencia estaba quebrantada: el príncipe permanecía inmóvil, y aunque sufría triple­ mente por su muerte, mantuvo la suficiente presencia de ánimo como para no acceder a la última petición de la exal­ tada piadosa.” Esta carta contenía incluida lo siguiente:

Al príncipe de*** de su hermana. “La iglesia fuera de la cual no hay posible salvación, que ha ganado en el príncipe de * * * tan brillante conquis­ ta. no tendrá inconveniente en poner todos los medios a su disposición para que prosiga con el modo de vida a la que lll

se debe esa toma de postura. Tengo lágrimas y oraciones para un extraviado, pero ningún favor para un indigno. Henriette * * * .” Tomé las postas de inmediato, viajé día y noche y a la tercera semana estaba en Venecia. Mi precipitación no me sirvió ya de nada. Había ido para llevar consuelo y ayuda a un desgraciado; me encontré con alguien feliz a quien no le era ya necesaria mi débil asistencia. F * * * yacía enfermo y no se le podía hablar sobre lo que me con­ cernía; se me entregó de su mano la siguiente nota. “Via­ je usted de vuelta, querido O **, el príncipe ya no le nece­ sita, tampoco a mí. Sus deudas han sido pagadas, el car­ denal se ha reconciliado, el marqués está repuesto. ¿Se acuerda del armenio que supo confundirnos de tal manera el pasado año? En sus brazos encontrará al príncipe, que escuchó la primera misa hace cinco días.” No por esto dejé de correr en busca del príncipe, pero no quiso recibirme. Junto a la cama de mi amigo me informé finalmente de la inaudita historia. Fin de la primera parte

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DIÁLOGO FILOSÓFICO* * “¿Qué es lo que ha suprimido los sentimientos humani­ tarios, aquellos que suponían a la vez el placer y la norma de conducta de su vida? Plantar semillas para el futuro, servir a un orden eterno...” “¡Servir! ¡Servir sin titubear! ¡tan carente de dudas como el ladrillo más insignificante de la simetría del palacio que descansa sobre él! ¿Pero también como ser al que se le tiene en cuenta y participa del gozo? ¡Encantadora, in­ genua obcecación de la humanidad! ¿A ella quieres tú dedicar tus fuerzas ? ¿ Puedes acaso negárselas? Lo que eres y lo que posees, lo eres y lo posees exclusivamente para ella. Una vez que has dado lo que puedes dar y lo que sólo tú le podías dar, ya no existes, tu caducidad pronun­ cia tu condena y es ella también quien la ejecuta. Sin em­ bargo ¿quién es pues esa naturaleza, ese orden, a la que acuso? ¡De todos modos! Devorase la naturaleza como el griego Saturno, a sus propios hijos, ¡si al menos ella mis­ ma fuera y sobreviviera al instante ya transcurrido! Como un árbol inconmensurable se levanta en un inconmensu­ rable espacio. La sabiduría y la virtud de generaciones en­ teras fluyen como savia por sus caños, los milenios y las naciones que armaron allí estrépito, caen como flores mar­ chitas, como hojas agostadas de sus ramas, que aquél con su interior e imperecedera fuerza de procreación hace brotar del tronco. ¿Puedes pedirle lo que ella misma no po­ s e e ? ^ , uña pequeña estela que surca el vientopi la super-., Jjpiedel mar. ¿puedes pretendérasegurarallíla ¡huelladefü existencia?” “Esa desesperada afirmación contradice la historia del mundo. Los nombres de Licurgo, Sócrates, Arístides han sobrevivido sus obras.” * Originariamente este diálogo estaba incluido en la cuarta carta del barón F*** al conde de O*** del 12 de Junio. 113

“Y el útil personaje que construyó el arado, ¿cómo se lla­ maba éste? ¿Confía usted en una historia que da premios, si ésta no es justa? Ellos viven en la historia como momias embalsamadas, para expirar con su historia un poco más tarde.” “¿Y ese impulso hacia la eterna permanencia? ¿Puede o debe prodigar su necesidad? ¿ Puede haber algo en la fuer­ za a lo que no se corresponda nada en el efecto?” “¡Ah! precisamente en ese efecto se basa todo. ¿Prodi­ gar? ¿No salta acaso el chorro de agua en la cascada con una fuerza en la altura que le podría arrojar al espacio infinito? Sin embargo, ya en el primer momento de su sal­ to tira de él la gravedad, le oprimen mil columnas de aire que. más tarde o temprano, le arrastran de nuevoa la madre tierra, formando un arco más alto o más bajo. Y para atrasar su caída debía ascender, con esa rebosante fuerza; precisamente una fuerza elástica sería necesaria, parecida al impulso que tiende hacia la inmortalidad, si el ser hu­ mano, en cuanto fenómeno, tuviera que oponerse a la imperiosa necesidad del espacio. Me doy por vencido, que­ rido amigo, si usted me demuestra que ese impulso hacia lo inmortal en la humanidad no cesa en su totalidad ¡unto con el fin temporal de su existencia, del mismo modo como lo hacen sus impulsos más sensoriales. Sin duda nos tienta nuestra soberbia a aplicar fuerzas, que tenemos tan sólo para y a través de la necesidad, en contra de ella misma; sin embargo, ¿tendríamos esa soberbia si a su vez la necesidad no extrajera ventajas de aquella? Si la necesi­ dad fuera un ser racional, debería incluso alegrarse de nuestros filósofos, de manera parecida como se regocija un general prudente con las diabluras de sus jóvenes be­ ligerantes porque le prometen ser héroes en el combate.” “¿Estaría el pensamiento exclusivamente al servicio del movimiento? ¿Estaría muerto el todo, mientras que las partes vivieran? ¿Sería el fin tan mezquino y los medios tan nobles?” “De ningún modo debiéramos decir nunca fin. Para poder entrar en el modo en que usted se imagina las cosas, tomo prestado este concepto del mundo moral, puesto que aquí estamos acostumbrados a considerar como fin las consecuencias de un acto. Es cierto que en el alma misma precede el fin al medio; sin embargo, cuando los efectos en su interior pasan a lo externo, se invierte el orden. 114

y el medio es al fin, lo que la causa a su efecto. Es en este último sentido que podría servirme impropiamente de esa expresión, la que no debe estorbarnos, sin embar­ go, en nuestro análisis actual. Sustituyamos medio y fin por causa y efecto, ¿en qué reside la diferencia entre mezquino y noble ? ¿qué puede ser noble en la caus% que no fuera el que ésta cumple su efecto? Noble y mezquino designan solamente la relación en la cual un objeto se con­ trasta con un cierto principio en nuestra alma; es, por tanto, un concepto que sólo tiene aplicación dentro de nuestra alma y no fuera de ella. Sin embargo, ¿ve, usted, cómo toma ya por probado de antemano aquello que deberíamos extraer primeramente de nuestras conclusio­ nes? ¿Por qué calificaría usted de noble al pensamiento en oposición al movimiento, si no fuera porque presupone al ser pensante como el punto central al cual subordina el orden consecuente de las cosas? Entre en mi cadena de pensamientos, y esa ordenación por rangos desaparecerá; el pensamiento es efecto y causa del movimiento y un miembro más de la necesidad, como el latido que lo acom­ paña.” “En modo alguno demostrará usted esa frase paradóji­ ca y anatural. Casi por todas partes podemos con nuestro entendimiento, seguir el fin de la naturaleza física hasta su término en la humanidad. ¿Dónde vemos que ésta tras­ troqué ese orden y que someta el fin de la humanidad al mundo físico? ¿Y, cómo podría usted aunar esa externa determinación con el impulso hacia la felicidad, cuyos es­ fuerzos se dirigen en su totalidad al interior, hacia sí mismo? “Permita que lo intentemos. Para ser breve, debo ser­ virme nuevamente del lenguaje que usted utiliza. Suponga­ mos que los fenómenos morales hayan sido necesarios, como luz y sonido; entonces tenían que existir seres que estaban preformados para esta función específica, así como éter y aire tenían que ser de esta manera y no de otra para poder ser aptos para aquella cantidad de ondas que nos dan la impresión de color y armonía. Por tanto debían existir seres que se ponían en movimiento por sí solos, ya que el fenómeno moral se apoya en la libertad; lo que en el aire y el éter, en el mineral y la planta produce la forma primigenia, tenía que ser sustentado aquí por un principio intrínseco, frente al que los móviles o las fuer­ 115

zas de movimiento de este ser se comportarían de manera equivalente a las fuerzas de movimiento de la planta fren­ te al invariable tipo de su propia estructura. Así como la Naturaleza conduce al ser meramente orgánico a través de una mecánica inamovible, tenía que conducir al ser pen­ sante y sensible también a través de dolor y placer.” "Totalmente de acuerdo.” "También en el mundo moral vemos cómo la Naturale­ za abandona su orden precedente, incluso confrontada consigo misma en aparente lucha. En cada ser moral es­ tablece un nuevo centro, un estado dentro del estado, co­ mo si hubiera perdido de vista totalmente su fin general. Hacia ese centro deben tender por necesidad todas las ac­ tividades de ese ser, del mismo modo en que actúa la fuer­ za de la gravedad en el mundo físico. Ese ser, conformado por esa caída hacia su centro, está fundado en sí mismo como un todo verdadero y real, al igual que el planeta tierra se hizo esférico a causa de la fuerza de la graveddad, y como tal esfera subsiste. Hasta aquí la Naturaleza pare­ ce haberse olvidado por completo de sí misma. Sin embargo hemos escuchado que este ser sólo es exis­ tente para producir los fenómenos morales, de los cuales la Naturaleza tenía necesidad; la libertad de este ser, o su capacidad de moverse a si mismo, debía también ser so­ metida al fin al que la Naturaleza la había destinado; si quería permanecer señora de los efectos que ese ser pro­ duce, debía adueñarse también del principio por el que el ser moral se mueve. Qué otra cosa podía hacer pues, sino encadenar, en ese ser, su fin, al principio que lo rige, o con otras palabras, convertir su adecuada actividad en con­ dición necesaria para su felicidad?” “Esto lo entiendo.” “Cumple el ser moral las condiciones para su felicidad, entra entonces nuevamente en el plan de la Naturaleza, del que en un principio parecía estar alejado a causa de este plan específico del mismo modo como, mediante la caída de sus partes hacia su centro, el globo terráqueo es capaz de trazar la eclíptica. A través del dolor y el pla­ cer, el ser moral experimenta, en cada momento, solamen­ te la relación de su estado presente con el estado de su más alta perfección, el cual es idéntico al fin de la natu­ raleza. El ser orgánico no tiene, ni tampoco requiere este indicador, ya que no puede por sí mismo, ni alejarse del 116

estado de su perfección, ni acercarse a él. Aquél, en cam­ bio, aventaja a éste en el placer de su perfección, esto es, de su felicidad, pero junto con ella, también tiene la pre­ vención o el sufrimiento cuando se desvía de ella. Si una esfera elástica tuviera la conciencia de su estado, le dolería la presión de un dedo que le imprimera una forma plana, y volvería con un sentimiento de placer a su bella redon­ dez.” “Su fuerza elástica le sirve a la esfera en lugar de aque­ llos sentimientos.” “Sin embargo, tiene tan poca similitud el rápido movi­ miento que llamamos fuego con la sensación del quemar­ se, o la forma cúbica de una sal con su sabor amargo como distinto es el sentimiento que Ilamamos felicidad del estado de nuestra perfección interna que le acompaña, o del fin de la naturalza al cual sirve. Ambos, podríamos decir, estarían unidos por una coexistencia tan arbitraria, como la corona de laurel se une a una victoria, o un in­ cendio a una acción infame." “Así parece.” “Es por ello que el ser humano no necesariamente tiene que ser cómplice sapiente del fin que la naturaleza lleva a cabo a través de él. Aunque no tuviera conocimiento de ningún otro principio aparte de aquel con el que se rige en su pequeño mundo y aunque con encantadora y autocomplaciente ilusión estableciera como leyes para la gran Naturaleza las relaciones de este su pequeño mundo, no obstante, con tai de que sirva a su propia estructura, aque­ llos fines que la Naturaleza dispone para él estarán de to­ dos modos asegurados.” “Y puede haber algo más excelente que el que todas las partes del gran todo fomenten el fin de la Naturaleza, só­ lo con permanecer fieles al suyo propio, y que no tengan que querer contribuir a la armonía, sino que deban. Esta idea es tan bella, tan sublime que basta para ser movido a...” “¿Atribuirla a un espíritu, quiere usted decir? Porque el egoísta ser humano querría aportar a su especie todo lo bueno y todo lo bello, y porque desearía tener al creador en su familia. Dele usted al cristal la capacidad de la in­ tuición: su más sublime plan del mundo será la cristali­ zación, su divinidad la más bella forma de cristal. ¿Y acaso no debiera ser así? Si no se mantuviera cada gota de agua tan fiel y firmemente a su centro, jamás se hubiera movido un océano.” 117

“Pero, ¿se da usted cuenta, excelencia, que hasta ahora sólo ha argumentado contra sí mismo? Si es verdad, como usted dice, que el ser humano no puede abandonar su cen­ tro, ¿cómo puede usted jactarse de determinar la marcha de la naturaleza?, ¿cóm o puede entonces pretender querer establecer la regla que aquella sigue?” “Ni mucho menos. No determino nada, tan sólo elimino lo que la humanidad ha confundido con naturaleza, lo que ha tomado de su propio pecho y le ha añadido como adorno con título fanfarrón. Lo que me precedió y lo que me se­ guirá, lo contemplo como si fueran dos mantos negros e impenetrables que penden en los dos límites de la vida hu­ mana y que todavía ningún ser humano ha alzado. Cientos de generaciones están con la antorcha en los umbrales y hacen conjeturas sobre lo que pudiera esconderse detrás. Muchos ven moverse sus propias sombras, las figuras de su pasión, proyectadas y aumentadas en el manto del futuro y, entre escalofríos, se sobrecogen ante su propia imagen. Poetas, filósofos y fundadores de Estados la han pintado con sus sueños, más amena o más tenebrosamente, según el cielo sobre sus cabezas era más sombrío o más despe­ jado, y engañados por la lejana perspectiva. También al­ gunos picaros se aprovecharon de esa curiosidad general y asombraron a la ya excitada fantasía con extraños rebo­ zos. Tras ese manto reina un profundo silencio; todo aquel que allí se encuentra no puede ya responder hacia noso­ tros; todo lo que se puede escuchar es el hueco resonar de la pregunta, como si se gritara en una cripta. Tras ese man­ to deben ir todos, agarrándolo entre escalofríos, sin saber quién se oculta detrás, ni quién los recibirá; quid sit id, quod tantum perituri vident. También los hubo incrédu­ los que afirmaron que ese manto tan sólo se burla del ser humano y que no se había observado nada, pues más allá no había nada; pero para comprobar lo contrario fueron enviados apresuradamente detrás de aquel manto.” “Siempre fue una conclusión rápida cuando no tenían mejor argumento que aquel de no ver nada.” “Mire, querido amigo, me conformo de buena gana con no mirar tras ese manto, y en todo caso, lo más sensato sería eliminar de mis costumbres toda curiosidad. Pero en tanto yo establezco alrededor de mí este círculo intraspa­ sable y encierro mi ser en los límites del presente, tanto más importante se me hará ese pequeño lugar, al que ya 118

estuve en peligro de descuidar a causa de vanos proyectos de conquista. Eso que usted llama el fin de mi existencia, ya no me importa. No puedo sustraerme de él ni tampoco mejorarlo; sin embargo sé, y lo creo firmemente, que algún fin debo cumplir y cumplo. Pero el medio que la Natura­ leza que usted define ha elegido para cumplir su fin con­ migo me resulta aún más sagrado; es todo lo que es mío, concretamente mi moralidad, mi felicidad. De todo lo res­ tante no me enteraré jamás. Soy un mensajero que lleva una carta sellada al lugar de su destino. Lo que contiene, a aquel que la lleva sólo puede serle indiferente... No tiene otra cosa que ganar que la propina por su embajada.” “¡Ah, qué desolado me deja!” “¿Pero, hasta dónde nos hemos extraviado?” exclamó el príncipe, mientras miraba sonriendo a la mesa donde yacían los cartuchos de moneda. “¡Aunque tampoco este­ mos tan extraviados!” prosiguió, “pues quizás, todavía vuelva usted a encontrarme en esta nueva forma de vida. Tampoco yo podía desacostumbrarme tan rápidamente de la qui mérica riqueza, desl igar los fundamentos de mi moral y mi felicidad tan fácilmente de los bellos sueños, en los que estaba tan firmementeenlazado todo aquello que hasta ahora había vivido en mí. Añoraba la despreocupación que hace tan soportable la existencia de la mayoría de los humanos que me rodean. Todo aquello que me distraía era para mí bienvenido. ¿Puedo confesárselo? Yo deseaba hundirme para así destruir la fuente de mi sufrimiento con la misma fuerza que para ello era necesaria.” No podía consentir que ya se interrumpiese la conver­ sación. “Excelencia”, empecé de nuevo, “¿le he entendido bien? ¿El fin último de la humanidad no está en la humanidad sino fuera de ella? Sólo existe en función de sus conse­ cuencias.” “Evitamos esa expresión que lleva a confundirnos. Di­ gamos que ella existe porque las causas de su ser estaban ahí y porque sus efectos existen, o lo que es lo mismo, porque las causas que la precedieron debían tener un efec­ to, y porque los efectos que produjo deben tener una cau­ sa.” “Si quiero concederle un valor a la humanidad, sólo puedo ponderarlo de acuerdo a la cantidad e importancia de los efectos. Llamamos importante a un efecto simple­ 119

mente porque arrastra tras de sí una mayor cantidad de efectos. El ser humano no tiene otro valor que sus efec­ tos.” “Por tanto, aquel ser humano en el cual se contiene la causa de más efectos, ¿sería el humano de superior cali­ dad?” “Sin duda alguna.” “¿Cómo? ¡De modo que no existe ninguna diferencia entre lo bueno y lo malo! ¡Así la belleza moral está per­ dida!” “Eso no lo temo. Si fuera así, me daría ahora mismo por perdido ante usted. El sentimiento de la diferencia moral me resulta una instancia mucho más importante que mi razón; sólo después de creer en la primera empecé a creer en esta última para así encontrarla en concordancia con aquel sentimiento indestructible. Su moralidad nece­ sita un apoyo, la mía descansa sobre su propio eje.” “¿No nos enseña la experiencia que a menudo los pa­ peles más importantes son representados por el actor más mediocre, que la naturaleza lleva a término las revolucio­ nes más saludables por medio de los sujetos más dañinos? Un Mahoma, un Atila, un Aurangzeb son servidores del universo tan eficaces como las tormentas, los terremotos, los volcanes, preciosos utensilios todos ellos de la natura­ leza física. Un déspota en el trono, que marca cada hora de su gobierno con sangre y miseria, sería, por tanto, un miembro mucho más digno de su creación que el campe­ sino en sus tierras, ya que aquel es un miembro más efi­ caz. y lo más triste es que sería más excelente precisamen­ te por aquello que le hace objeto de nuestra repugnancia, por la mayor acumulación de sus hechos, todos ellos abo­ minables... Poseería en la misma medida el derecho a con­ siderarse superior, en que se degrada por debajo de la hu­ manidad. Vicio y virtud...” “Ve usted”, exclamó el príncipe con disgusto, “¡cómo se deja engañar por lo superficial y lo fácilmente que se me da por vencido! ¿Cómo puede usted afirmar que una vida devastadora pueda ser una vida eficaz? El déspota es la criatura más inútil de su Estado, puesto que mediante el miedo y la preocupación ata las fuerzas más activas y aho­ ga el gozo creador. Todo su ser ahí es una horrible negatividad; y cuando por colmo agarra la más sagrada, la más noble vida, que es la libertad del pensamiento y la destru120

ye... Cien mil hombres diligentes no reparan en un siglo lo que un Hildebrand, un Felipe de España devastaron en pocos años. Cómo puede usted honrar a estas criaturas y creadores de la corrupción con la comparación con aque­ llos activos y eficaces instrumentos de la vida y de la fer­ tilidad!” * “Admito la debilidad de mi objeción; pero en lugar de un Felipe coloquemos en el trono a un Pedro el Grande, no podrá usted negar que éste en su monarquía fuera más eficaz que el hombre privado, con el mismo despliegue de fuerzas y de toda la actividad de la cual es capaz. La fortuna es, por tanto, la que según el sistema de usted de­ termina los grados de la excelencia, ¡ya que distribuye las oportunidades de causar efectos!” “Por tanto, ¿el trono sería, según su opinión, precisa­ mente una oportunidad tal? Pero dígame, ¿cuando el rey gobierna, qué hace el filósofo en su imperio?” “Piensa.” “Y ¿qué hace el rey cuando reina?” “Piensa.” “Y cuando el atento filósofo duerme, ¿qué hace el aten­ to rey?” “Duerme.” “Tome usted dos velas encendidas, una de ellas está en un hogar campesino, la otra debe iluminar una alegre reunión en una sala suntuosa. ¿Qué harán ambas?” “Iluminarán. Pero eso precisamente habla a mi favor. Supongamos que ambas velas se queman con la misma len­ titud y con igual luminosidad, y que intercambiado su destino nadie podría notar diferencia alguna. ¿Por qué debe ser una superior cuando sólo la casualidad la favo­ reció a mostrar suntuosidad y belleza en una sala esplén­ dida? ¿por qué debe ser peor la otra cuando sólo la casua­ lidad la condena a hacer visible la miseria y preocupación en una cabaña de campesinos? Y sin embargo, esto se sigue necesariamente de su afirmación.” “Ambas son igualmente excelentes; y sin embargo, ¿han rendido lo mismo?” “¿Cómo es posible? ¿Si la de la sala amplia ha baña­ do su entorno con tanta más luz que la otra? ¿Si ha es­ parcido tanto más placer que la otra?” “Considere que lo que está en cuestión tan sólo es el primer efecto, no toda la cadena posterior. Sólo el efecto 121

inmediatamente subsiguiente pertenece a la causa inme­ diatamente anterior; la vela encendida pone en movimien­ to tantas partículas de la materia lumínica como toca di­ rectamente. ¿Y qué tendría entonces de ventaja la una so­ bre la otra? ¿No puede usted acaso, de ambos puntos centrales extraer la misma cantidad de rayos? ¿Lo mismo de su pupila que del centro de la tierra? Desacostúmbre­ se a presuponer las grandes dimensiones en el mundo real, que sólo el entendimiento reúne en tales conjuntos, como si fueran tales y realmente existentes totalidades. La chispa que cae en un almacén de pólvora, que hace saltar por los aires a una torre y sepulta cien casas, ha encendido efectivamente sólo una única partícula.” “Muy bien, pero...” “Apliquemos esto a actos morales. Nos estamos pasean­ do y dos indigentes nos salen al paso. Doy a uno de ellos una moneda, usted al otro lo mismo; el mío se emborra­ cha con el dinero y comete en ese estado un asesinato, el suyo compra alimento para un padre moribundo con lo que le prolonga la vida. ¿Arrebataría yo una vida con la misma acción mediante la cual usted daría vida? En abso­ luto. El efecto de mi acción cesó en su inmediatez, al igual que el suyo, de ser mi efecto.” “Pero si mi entendimiento prevé esta cadena de sucesos, y sólo esa visión del conjunto me determina al acto; si yo diera el dinero al mendigo para prolongar la vida de un padre moribundo, entonces serían mías todas estas consecuencias, si suceden así como lo había pensado.” “Nada de eso. No olvide nunca que una causa sólo pue­ de tener un efecto. Todo el efecto que usted produjo era llevar la moneda desde su propia mano a la mano del mendigo. He ahí, de toda la larga cadena de efectos, el único que usted puede cargar en su cuenta. El medica­ mento tiene efecto como medicamento, etc.; parece usted extrañado. Cree que afirmo paradojas; quizás una única palabra nos podría poner de acuerdo, sin embargo, encon­ trémosla mejor mediante nuestras conclusiones.” “Por lo dicho, veo con claridad, se sigue que un buen acto no es culpable de su mal efecto y que un acto malo tam­ poco lo es de su excelente efecto. Pero al mismo tiempo se sigue que ni el bueno a su buen efecto, ni el malo a su mal efecto deben nada, y que por tanto, ambos, en lo que respecta a su efecto, son perfectamente iguales. A no 122

ser que usted quisiera exceptuar los raros casos en los que el efecto inmediato es al mismo tiempo el fin intencio­ nado.” “No existe tal efecto inmediato, pues entre cada efecto que el ser humano causa fuera de sí mismo y su causa interna o su voluntad se le interponen una serie de efec­ tos indiferentes, aunque no fueran nada más que movi­ mientos musculares. Digamos sin rodeos que ambos son moralmente indiferentes en sus efectos... ¿Y quién lo ne­ gará? La puñalada que acabó con la vida de un Enri­ que IV o un Domiciano, son ambas la misma acción.” “De acuerdo, pero el motivo...” “El motivo determina, por tanto, al acto moral. ¿Y en qué consisten los motivos?” “En la representación.” “¿Y a qué llama usted representación?” “Actos interiores o actividades del ser pensante, que se corresponden a actividades externas.” “¿Un acto moral es. por tanto, la consecuencia de ac­ tividades interiores que están en correspondencia con cambios exteriores?” “Así es.” “Por tanto, si digo, el suceso A B C es un acto moral, ¿quiere decir lo mismo que la secuencia de cambios ex­ ternos. que constituyen ese suceso A B C, se ha precedido de una secuencia de cambios internos a b c ? ” “Así es.” “ Los actos a b c ya estaban determ i nados cuando comen­ zaron los actos A B C ?” “Necesariamente.” “Por tanto, en caso de que A B C no hubiera dado co­ mienzo, no por eso habría a b e dejado de ser. La mora­ lidad estaba, pues, contenida en a b c y así se mantiene aunque eliminemos totalmente A B C." “Le comprendo, excelencia; así, aquello queyo mantenía como el primer miembro de la cadena sería entonces ahí el último. Cuando le di el dinero al mendigo, mi acción moral ya había pasado, ya estaba decidido todo su valor o su futilidad.” “Eso es lo que quiero decir. Si las consecuencias ocurrie­ ron como usted las había pensado, esto es que A B C si­ guiera a a b c, entonces no era otra cosa que un acto lo­ grado. El ser humano no tiene ya nada que ver en esas 123

corrientes externas, a él no le pertenece nada más que su propia alma. Usted ve aquí nuevamente que el monarca no aventaja en nada al hombre privado, pues es tan poco señor sobre aquella corriente como éste; también para él la zona toda de su influencia está en su propia alma.” “Pero de esta manera nada cambiaría, excelencia; pues también el acto malo tiene su motivo, como el bueno, es decir su actividad interior, y sólo a causa de este motivo le consideramos malo. Ponga usted el fin y el valor del ser humano en la suma de sus actividades, aun así tampoco veo, cómo usted puede poner fuera de sus fines a la mora­ lidad; de modo que vuelven a aparecer mis objecciones an­ teriores.” ‘‘Veamos. Malo o bueno, hemos convenido, sean predi­ cados que una acción adquire sólo en el alma.” “Está demostrado." “Pongamos pues una pared divisoria entre el mundo ex­ terno y el ser pensante, entonces el mismo acto se nos aparece indiferente fuera de ella, y en el interior lo consi­ deramos bueno o malo.” “Correcto.” “Por tanto moralidad es una relación que sólo puede ser pensada en el interior del alma, nunca fuera de ella, así, como, por ejemplo, el honores una relación que los hom­ bres sólo pueden procurarse en el seno de la sociedad bur­ guesa.” “Desde luego.” “Tan pronto como pensamos como existente un acto en el alma, se nos aparece como el ciudadano de un mundo enteramente otro, y lo debemos juzgar con otras leyesdiferentes. Pertenece a un todo propio que tiene en sí mismo su centro, desde el cual fluye todo lo que da y hacia el que confluye todo lo que recibe. Este centro o este principio no es, como ya habíamos acordado antes, otra cosa que el impulso intrínseco para hacer efectivas todas sus fuerzas, o, lo que es lo mismo, para alcanzar la máxima manifes­ tación de su existencia. En este estado colocamos la per­ fección del ser moral, al igual que llamamos perfecto a un reloj cuando todas las partes de las que el artista los construye, corresponden al efecto por el cual él lo construyó, al igual que llamamos perfecto a un instrumento musical cuando todas las partes del mismo participan del modo más perfecto del que son capaces a su más alto 124

efecto, motivo por el cual todas las partes se juntan. Ahora bien, la relación en la cual las actividades del ser moral se ciñen a ese principio la calificamos de moralidad: y un acto es moralmente bueno o moralmente malo según se aleje o acerque a aquél, lo obstaculiza o lo favorece. ¿Estamos de acuerdo?” • “Plenamente.” “Pues bien, aquel principio no es otro que la más cons­ tante puesta en acción de todas las fuerzas en el ser hu­ mano. ¿E s por tanto buen acto aquel en el que estaban activas más fuerzas, y malo aquel en el que lo estaban menos?” “Hagamos aquí, excelencia, un inciso. Según esto, una pequeña obra buena que hago se colocaría en la jerarquía del orden moral muy por debajo del complot de la noche de Bartolomé que duró años o la conjuración de Cueva contra Venecia.” El príncipe perdió la paciencia. “¿Cuándo le haré enten­ der”, comenzó, “que la Naturaleza no conoce el todo? Co­ loque usted junto, aquello que le pertenece estar junto. ¿Fue aquel complot un acto, o más bien una cadena de cientos de miles? además, cientos de miles, todos ellos defectuosos, ante los cuales su buena obra estará en venta­ ja siempre. El impulso del amor humano dormitaba en to­ dos ellos mientras que en la de usted estaba activo. Pero nos estamos desviando. ¿Dónde me había quedado?” “Un buen acto sería aquel en el que estuvieran activas más fuerzas y viceversa.” “Y en consecuencia cuantas menos fuerzas estuvieran activas harán peor a un acto, y al contrario. ¿Es así?” “Muy comprensible:” “¿En un acto malo sólo será negación lo que en uno bueno será afirmación?” “Así es.” “¿Por lo tanto, no puedo decir que a un mal corazón le pertenecería cometer tal acto, de la misma manera que no puedo decir que le pertenecería a un niño y no a un hombre levantar esa piedra?” “Totalmente cierto. Más bien debería decir, para come­ ter ese acto tenía que estar falto de buen corazón.” “¿E l vicio es. por tanto, sólo la ausencia de virtud, la insensatez, la ausencia de entendimiento; un concepto si­ milar a sombra o silencio?” “Correcto.” 125

"Así como no se puede decir con lógica correcta que existen el vacío, el silencio, la tiniebla, ¿existe en esa misma medida el vicio en el ser humano, y, en general, en la totalidad del mundo moral?” “Esto es convincente.” “¿Por tanto, si en el ser humano no hay vicio, sería virtud todo lo que en él es activo, quiero decir, es bueno de la misma manera como todo lo que no permanece en silencio suena y como todo lo que no está en la sombra tiene luz?” “Consecuente.” “¿Todo acto, pues, que ejecuta el ser humano es. en cuanto que es acto, algo bueno?” “Según lo dicho anteriormente, sí.” “Y cuando vemos un acto malo de un ser humano, es por tanto ese mismo acto lo único bueno que de él perci­ bimos en ese instante.” “Suena extraño.” “Recurramos a una comparación. ¿Por qué considera­ mos triste un panorama en un día de invierno neblinoso y gris? ¿Es, acaso porque encontramos adverso en sí mismo a un paisaje nevado? En lo más mínimo, si se pudiera transplantar al verano, incrementaría su belleza. Los con­ sideramos tristes porque esa nieve y ese olor a niebla no podrían estar allí si hubiera salido el sol para disiparlas, y porque son incompatibles con el muy superior encanto del verano. El invierno nos resulta desagradable no por­ que le falten todos los placeres, sino por todos los que ex­ cluye.” “Evidente.” “Otro tanto ocurre con el ser moral. Desdeñamos a un ser humano que huye del combate y escapa de esa manera a la muerte, no porque nos disguste el efecto del impulso de autoconservación. sino porque él hubiera cedido menos a ese impulso en caso de poseer la excelente cualidad del valor. Puedo admirar el ánimo, la astucia del ladrón que me roba, pero a él mismo lo considero depravado, porque le falta la incomparablemente mejor cualidad de la justicia. De este modo, me puede asombrar una empresa cuya erup­ ción es el resultado de años de activa venganza contenida, pero la considero execrable, puesto que me muestra un ser humano que puede vivir durante años sin amar a sus se­ mejantes. Cruzo por un campo de batalla con indignación 126

no porque se descomponga ahí tanta vida —la peste o un terremoto hubieran podido hacer todavía más sin que yo me pudiera enojar con ellos— tampoco porque dejara de encontrar excelente la fuerza, o el arte, o el heroísmo que tendieron a estos guerreros sobre el suelo, sino porque este panorama me trae a la memoria tantos miles de se­ res humanos a los que faltó la humanidad.” “Excelente.” “Lo mismo es válido para el grado de la moralidad. Una maldad muy artificiosa, maquinada con precisión, perseguida con tenacidad, llevada a cabo con valor tiene en sí algo brillante que a menudo incita a la imitación a las almas débiles ya que encuentran eficaces a tantas fuerzas tan grandes y bellas en toda su plenitud. Pero aun así, consideramos a ese acto peor que a otro similar, realizado con menos espíritu; también lo sancionamos más rigurosamente, ya que nos permite, en su mayor se­ cuencia de causas, reconocer la falta de justicia con más frecuencia. Si tal acto por encima fuera perpetrado en un bienhechor, todo nuestro sentimiento protestaría por ello, ya que las ocasiones de poner en movimiento el impulso del amor eran en este caso más abundantes, y asi descu­ brimos repetidamente que ha permanecido ineficaz ese impulso.” “Claro y convincente.” “Volviendo a nuestra cuestión. Me concede usted, por tanto, que no es la actividad de las fuerzas lo que hace vicio del vicio, sino precisamente su inactividad.” “Correcto.” “Sin embargo, tales actividades son el motivo; por tanto, no está adecuadamente formulado considerar un acto se­ gún lo depravado de sus motivos. ¡Ni mucho menos! Sus motivos constituyen lo único bueno que tiene, el acto es malo sólo a causa de aquellos que le faltan." “Irrevocable.” “Pero podíamos haber llegado a esta demostración mu­ cho antes. ¿Obraría la depravación según esos motivos, a no ser que le procuraran algún placer? Solamente el placer es lo que pone en movimiento al ser moral; y ya sabemos que tan sólo lo bueno procura el placer.” “Me doy por satisfecho. De lo anterior se sigue indis­ cutiblemente que, por ejemplo, un ser humano de espíritu claro y corazón bien intencionado sólo es mejor que otro 127

de igual espíritu y corazón menos humanitario, en cuanto que se acerca más al máximo de actividad interior. Sin embargo se me ocurre otra objeción. Dele a un ser humano los atributos del entendimiento, del valor, de la bravura, etc. en grado extraordinario y prívele de un único atri­ buto, el que consideramos buen corazón; ¿preferiría us­ ted a ése antes que a otro que tuviera en menor grado los primeros atributos pero que poseyera el último atribu­ to en su máxima dimensión? Indiscutiblemente, es aquel un ser humano mucho más activo que este último, y pues­ to que según usted la actividad de las fuerzas determina el premio moral, tendría usted que inclinar su juicio a fa­ vor de aquel primero, con lo cual se encontraría usted en contradicción con el común juicio de los humanos.” “Infaliblemente estaría de acuerdo con tal juicio. Un ser humano cuyas capacidades de entendimiento están activas en grado sumo, ciertamente poseerá un corazón excelente, porque no puede odiar en otros lo que ama en sí mismo. Si la experiencia parece contradecirlos es que, o bien se ha juzgado demasiado liberalmente el enten­ dimiento, o demasiado estrechamente la bondad moral. Un espíritu elevado con corazón sensible se mantiene en el orden del ser tan por encima del bribón, como el im­ bécil de corazón blando, o mejor dicho reblandecido, permanece por debajo." “¿Un apasionado de los de violento estilo es, sin duda, un ser más activo que un ser ordinario de sangre flemática y estrechos sentidos?” “Pero en un ser humano ordinario tan flemático y es­ trecho, también se despliega toda fuerza, puesto que nin­ guna reprime a la otra. Es un ser humano de sueño sano; el apasionado es, en cambio, un frenético enfurecido que se sacude en rabiosas convulsiones cuando el vigor ya se detiene en las arterias exteriores. ¿Tiene usted alguna obje­ ción más?" “Como usted estoy convencido de que la moralidad del ser humano está contenida en el más o menos de su ac­ tividad interior.” “Recuerda usted ahora”, continuó el príncipe, “que he­ mos circunscrito todo nuestro análisis en el círculo cerra­ do del alma humana que separamos mediante una pared de la secuencia externa de las cosas, y así levantamos todo el edificio de la moral en el interior de ese círculo nunca 128

traspasado. Al mismo tiempo hemos encontrado que la felicidad del ser humano se iguala completamente con su excelencia moral, de modo que tampoco cabe exigir nada para esta última; no se le puede asignar de antemano un placer a una perfección que aún ha de conseguir, al igual que una rosa que hoy florece no será bella, de este modo, al año siguiente, o que una equivocación al piano puede mezclar su disonancia en la pieza siguiente. De otro modo sería concebible que el brillo del sol ilumine el día de hoy y su calor se hiciera sentir el día siguiente, o que la exce­ lencia del ser humano se produzca en este mundo y su fe­ licidad en el otro. ¿L o da por probado?” “No tengo nada que objetar.” “El ser moral es, por tanto, en sí mismo, cerrado y per­ fecto como aquello que, para diferenciarlo, llamamos or­ gánico; cerrado por su moralidad como éste por su es­ tructura, y esta moralidad es una relación que es indepen­ diente de aquello que sucede externo al ser moral.” “Eso está probado.” “Por tanto, aunque me rodee lo que sea, la diferencia moral permanece.” “Intuyo adonde quiere usted llegar, pero...” “Supongamos que existe un todo ordenado y razonable, una infinita justicia y bondad, una permanencia de la per­ sonalidad, un progreso infinito. Desde el mundo moral esto no se puede demostrar, por lo menos no con mayor precisión que desde el mundo físico. Para ser perfecto, para ser feliz, el ser moral no necesita ninguna nueva instancia; y en caso de que espere alguna, al menos ya no puede basar esta su expectación en una pretensión. Lo que será de él, debe resultarle indiferente con respecto a su perfec­ ción, al igual que a la rosa, para ser bella, le debe ser indiferente si florece en un desierto o en un jardín de la nobleza, si su flor es para el pecho de una hermosa joven o para el voraz gusano.” “¿Es adecuada esa comparación?” “A la perfección; pues ah í digo expresamente, para ser bella, y allí, para ser feliz; no para ser existente. Esto último pertenece a un nuevo análisis, y no quiero alargar nuestra conversación.” “Aun no puedo soltarle del todo, excelencia. Usted ha demostrado, y me parece irrefutable, que el ser humano es sólo moral en tanto que es activo en sí mismo; sin embar­ 129

go usted afirmó anteriormente que sólo tiene moralidad para surtir efecto fuera de sí.” “Diga usted mejor, sólo sería efectivo en lo externo porque tiene moralidad. Cuando usted utiliza ese para nos confundimos. Los fines que usted expresa no me son simpáticos.” “Aquí da lo mismo. Resultaría, pues, que sólo en la me­ dida en que el ser humano logra el grado más alto de su moralidad recibe desde fuera de si la causa de la mayoría de efectos. Todavía me debe una demostración." “¿No puede, acaso, usted mismo deducirlo de lo dicho hasta ahora? El estado de máxima eficacia de las fuer­ zas interiores del ser humano, ¿no es, en realidad, el mismo que aquel en que puede ser causa de la mayoría de efectos fuera de sí mismo?” “Puede ser, pero no debe ser; pues, ¿no ha admitido usted que un acto bueno que permanece ineficaz no queda por ello privado de su valor moral?” “¡No sólo admitido, sino que lo he determinado como máxima necesidad! Que difícil es sacarle a usted de una confusa representación de las cosas, una vez se adueña de usted. Esa aparente contradicción deque las consecuen­ cias externas de un acto moral sean absolutamente indi­ ferentes a su valor, y que, sin embargo, el fin todo de su existencia sólo se halle en sus consecuencias externas, siempre le confunde a usted. Tomemos por caso que un gran virtuoso toca ante una reunión numerosa, aunque nada cultivada, se entremete un mamarracho y le arrebata la atención del público, ¿a quién declararía usted más útil?” “Al virtuoso, se entiende, ya que el mismo artista podrá en otra ocasión deleitar oídos más refinados.” “Y, ¿le sería eso posible a no ser que estuviera en pose­ sión de ese arte que en la ejecución de entonces se había desperdiciado?” “Difícilmente.” “¿Y podría obtener su rival jamás el mismo efecto que allí obtuvo?” “El mismo no. aunque...” “Aunque quizás uno mayor ante un público ignorante más numeroso, quería usted decir. ¿Puede usted albergar seriamente dudas sobre si un artista que ha sabido encan­ tar a un círculo de seres sensibles e inteligentes conoce­ 130

dores, ha hecho más que aquel mamarracho en toda su vida? ¿Puede dudar de que una sensación, que quizás despierte, se eleve en un alma sensible a actos que bene­ ficiarán después a millones? Un alma que tal vez haya sido el único miembro aún ausente para unir una importante cadena y colocar la corona a un magnifico propósito? También aquel mamarracho, lo acepto, puede provocar alegría en el público; también el ser humano que ha per­ dido su corona moral, no deja de obrar, como un fruto al que roe la putrefacción, que todavía puede alimentar al pájaro y al gusano, pero que ya no será digno de rozar una boca exquisita. “Pero ponga usted a tocar a aquel artista en el desierto, vivir y morir allí. Yo podría decir que su arte le recompen­ sa; incluso donde no existan oídos que capten sus tonos, es él su propio oyente y disfruta, en las armonías que pro­ duce, la todavía más exquisita armonía de su propio ser. Sin embargo tal cosa no podría decirla usted. Su artista debe tener oyentes, en caso contrario él existe en vano.” “Le entiendo; pero el caso que usted ha expuesto nunca podría tener lugar. Ningún ser moral se halla en un de­ sierto; donde viva y se desarrolle, siempre toca un univer­ so ilimitado. El efecto que logra, aunque sólo fuera uno únicamente, sabemos que sólamente ese ser y no otro puede lograrlo, y sólo en virtud de su naturaleza toda pue­ de lograr tal efecto. Aunque nuestro virtuoso llegara a tocar una única vez, reconocerá usted que debe ser precisamente ese artista que era. y que para serlo tenía que haber pa­ sado por una gran cantidad de ejercicios y perfección ar­ tística, como realmente había hecho, y que, por tanto, toda su vida anterior de artista participa de ese instante del triunfo. ¿Fue, acaso, inútil aquel primer Bruto porque se hiciera el idiota durante veinte años? Su primer acto fue la fundación de una república que todavía valoramos como el más alto fenómeno de la historia del mundo. Por ello sería concebible que mi necesidad o la providencia de usted hubiera preparado en silencio a un ser humano durante toda una vida para un acto que sólo le sería exi­ gido en su última hora.” “Aparentemente es así; sin embargo mi corazón no se puede acostumbrar a la idea de que todas las fuerzas, toda aspiración del ser humano, deban obrar únicamente con vistas a su influencia en esa temporalidad. El gran 131

estadista, experto y patriótico que hoy es derrocado de su timón, se lleva consigo, a su olvidada vida privada, sus ejercitadas capacidades, sus conocimientos adquiridos, sus maduros planes y muere. Tal vez le quedaba tan sólo la última piedra para concluir la pirámide, que se derrumba tras él y que sus seguidores deben recomenzar desde la primera piedra. ¿Debía en sus cincuenta años de vida, de­ bía, acaso, durante su extenuante gobierno del imperio, ceñirse a recolectar para la inactiva tranquilidad de su vida privada? Que él, mediante su acción de gobierno, ha cumplido con su efecto, eso no me lo puede contestar us­ ted. Si la influencia en este mundo agota todo el destino del ser humano, entonces debe cesar su existencia al mismo tiempo que su efecto.” “Le remito a usted al elocuente ejemplo de la naturale­ za física, con respecto a la cual, usted me concederá que sólo obra para la temporalidad. Cuántas semillasy embrio­ nes, que aquella dispone con tanto arte y esmero para la vida futura, se descompondrán nuevamente en el reino de los elementos sin desplegar su desarrollo. ¿Por qué los produce? En cada pareja humana duerme, como en la pri­ mera, toda una generación. ¿Porqué deviene un único ser de entre tantos millones? Sin duda emplea también esas semillas que se descomponen; con toda certeza, también realizará el ser moral cuyo fin superior la Naturaleza parecía haber abandonado, tarde o temprano, aquel fin superior. Pretender averiguar cómo se propaga un único efecto a través de toda una cadena, revelaría una petulan­ cia pueril. Vemos a menudo que la naturaleza suspende el hilo de un acto, de un suceso, que tres milenios más tarde recoge tan repentinamente como lo dejó; entierra en Calabria las artes y las costumbres del siglo dieciocho para mostrarlos, tal vez, de nuevo en el siglo treinta a la trasmutada Europa. Alimenta durante generaciones a sa­ nas hordas de nómadas de las estepas bárbaras para en­ viarlas un día como sangre fresca al fatigado Sur; al igual que por su movimiento físico lanza el mar sobre las cos­ tas de Holanda o Zelandia, tal vez para dejar al descu­ bierto una isla en la lejana América. Tampoco faltan tales señales en lo singular y pequeño. Cuántas veces obra mara­ villas la moderación de un padre, ya largo tiempo muerto, en su hijo de genial espíritu; cuántas veces ha sido vivida toda una vida tan sólo para merecer un epitafio que ha 132

de encender ei fuego en el alma de algún lejano descen­ diente. A causa de que, hace siglos, un pájaro espantado dejara caer en su vuelo algunas semillas, florece una co­ secha para un pueblo que toma tierra en una isla desértica. ¡Y una semilla moral se echó a perder en tierra tan fértil!” “¡Oh, mi más querido príncipe! Su elocuencia me arrima a la lucha contra usted mismo. ¡Que pueda usted conceder tanta exquisitez a la insensible necesidad, y no prefiera con ella hacer feliz a un dios! Mire toda la creación que le rodea. Dondequiera que yace un placer, encontrará usted un ser que goza; ¡y que ese placer infinito, ese mo­ numento de la perfección, tenga que permanecer vado a través de toda la eternidad!” “¡Qué extraño!” dijo el príncipe tras un profundo silen­ cio. “Aquello en que usted y otros basen sus esperanzas, es precisamente lo que derrumba las mías, precisamente esa intuida perfección de las cosas. Si no estuviera todo encerrado y contenido en sí mismo, con sólo que viera despuntar una única astilla contrahecha fuera de ese bello círculo, daría por probada la inmortalidad. Pero todo, todo lo que veo y percibo, vuelve a caer en ese visible centro, y nuestra más noble espiritualidad es una máquina enteramente indispensable para hacer avanzar a esa rueda de lo perecedero.” “No le comprendo, excelencia. Su propia filosofía le juzga. Realmente usted es igual al hombre rico que con todos sus tesoros está en la miseria. Usted afirma que el ser humano, para ser feliz, contiene todo en sí mismo, que sólo así puede conservar la felicidad que posee, y usted mismo quiere buscar la fuente de su desdicha fuera de sí mismo. De ser verdad sus conclusiones, no es posible que usted, con sólo un deseo, aspire más allá de ese círculo en el que usted mantiene atrapado al ser humano.” “Precisamente eso es lo malo, que sólo somos perfectos moralmente, sólo somos felices, para ser útiles; que disfru­ tamos nuestra diligencia y no nuestras obras. Cientos de miles de manos trabajadoras juntaron las piedras en las pirámides, pero no fue la pirámide su recompensa. La pirámide halagó la vista de los reyes, y a los diligentes es­ clavos se les recompensó con mantenerlos. ¿Qué se le debe al trabajador cuando ya no puede trabajar, o cuando ya no hay para él en qué trabajar? ¿Qué se le debe al ser humano cuando ya no se le necesita?” 133

“Siempre se necesitará de él." “¿También siempre como ser pensante?” En este punto, nos interrumpió una visita; tan tarde, pensará usted. Disculpe, querido O ***, por esta larguí­ sima carta. Usted deseaba conocer todos los detalles refe­ rentes al príncipe, y entre éstos puedo, desde luego, contar también su filosofía moral. Sé que para usted es impor­ tante el estado de su espíritu, y que sus actos sólo le son importantes en función de éste. Por eso le escribí fielmente todo lo que de esta conversación quedó en mi memoria.41 En el futuro le comunicaré una novedad, que difícil­ mente esperará tras una charla como la que hoy le he trans­ crito. Le deseo lo mejor.

* Y yo también ruego a mis lectores que disculpen que haya copiado tan fielmente a nuestro barón de F**. Aunque no me beneficie ante el lector la excusa que aquél tenia frente a su amigo, tengo, en cambio, otra que el barón de F** no tenia y que debe ser del todo válida frente al lector. Y es que el barón de F** no podía prever cuánta influencia tendría la filosofía en el destino posterior del príncipe, pero esto yo si que lo sé; y por tanto dejé a propósito todo tal como lo hallé escrito. Para el lector que esperaba ver aqui los espfritus. le aseguro que aún vendrán algunos; pero lo que ve por si sólo es que no estarían bien empleados ante un hombre tan incrédulo como entonces aún lo era el principe de •*. 134

TABLA CRONOLOGICA DE LA VIDA DE SCHILLER 1759 10 de noviembre: en Marbach/Neckar (ducado de Württemberg) nace Johann Christoph Friedrich Schiller, segun­ do hijo del cirujano militar, posterior oficial y encargado de los parques y jardines ducales, johann Raspar Schiller y de Elisabeth Dorothea Kodweiss, hija del propietario de la fonda “Ldwenwirth” de Marbach. Para el padre Schiller, hombre severo, autodidacta de gran talento y de proceden­ cia pequeño burguesa, es característica una oración que pronuncia al recibir la noticia del nacimiento de su único hijo: “Tú, ser de todos los seres, te suplico que concedas a mi único hijo la fuerza de espíritu que yo no pude alcan­ zar por falta de enseñanza.” Para el hijo, este deseo paterno serla determinante. Durante la adolescencia se traduce en un profundo respeto por ese padre, duro y autoritario en sus métodos educativos pero no obstante capaz de señalar horizontes más allá de la propia condición. Con ocasión de la muerte de un camarada, Schiller escribe a su hermana Christophine: “Lo que hubiera sufrido mi venerable padre, el mejor de los padres, que tantas expectativas pone en mí. más de las que yo jamás podré rendirle, si yo. el único hijo, hubiera tenido ese destino...” (Carta del 19 de junio 1780). De hecho, Schiller superó en mucho esas expectati­ vas. Fue precisamente la asombrosa confianza en sf mismo la que permitió a Schiller avanzar sin caminos trazados y superar momentos de extrema miseria. 1764 La familia Schiller se traslada al pueblo de Lorch, situado en el valle del pequeño río Rems. rodeado de viñas y bos­ ques, del que Schiller siempre guardó un recuerdo como de un “paraíso perdido”. Allí recibe sus primeras enseñanzas en la escuela parroquial regida por el pastor protestante Moser. La gran admiración por ese primer maestro hizo 135

que Schiller lo eternizara en su primer drama Los Bandi­ dos. 1766 La familia Schiller se instala en Ludwigsburg, en aquellos años residencia ducal. La refinada vida de la corte se des­ pliega en el bello palacio barroco, conocido como el “Versailles de Suabia”. Ludwigsburg era una fiesta permanente, atrajo artistas de gran categoría para espléndidas represen­ taciones de ópera y teatro y se deleitaba en un lujo pródigo que contrastaba notablemente con el carácter austero de su provinciana y pietista población civil. El duque Carlos Eugenio (1728-1793), educado en la corte de Prusia bajo la sabia tutela de Federico el Grande, habia asumido el gobierno de Württemberg a los dieciséis años. A pesar de su formación en el pensamiento ilustrado, era de una men­ talidad profundamente barroca. Su irreflexivo despotismo sólo se doblegó ante la censura unánime de los estamentos que le obligaron a una avenencia y al juramento de la cons­ titución, en 1770, cuando tres décadas de gobierno habían llevado el país a la bancarrota. Para contrarrestar el resta­ blecido y tradicional poder de los estamentos. Carlos Euge­ nio fundó un centro de educación superior para carreras militares y civiles en el que pensaba “criar” a su gusto una nueva generación de fieles funcionarios. El soberano mis­ mo denominó a ese centro “escuela de plantación”, nombre que significa en alemán literalmente el cultivo de árboles en vivero y que expresa toda la ambigüedad de un proyecto teóricamente inspirado en los ideales pedagógicos de la Ilustración. 1767 En Ludwigsburg, Schiller estudia en la “Escuela de latín”, precursora de la enseñanza media. Su propósito era poder iniciar luego la carrera de teología en Tubinga —punto de partida de tantos compatriotas de renombre suyos, como Kepler. Hegel. Schelling o Holderlin— lo que implicaba que se sometiera anualmente a muy exigentes exámenes ante el Consistorio de Stutlgart. La ironía del destino hizo que los esfuerzos escolares se volviesen en contra de los propósitos de Schiller ya que el duque seleccionó los esco­ lares más dotados para su nueva academia. 1773 16 de enero: por orden ducal, Schiller ingresa en la “Hohe Karlschule”. instalada primero en las afueras y luego en el 136

centro de Stuttgart. Por decisión del soberano inicia estu­ dios de derecho. El régimen de la academia se desarrolla con una rígida disciplina militar que no contempla fiestas ni vacaciones salvo la ornamental participación de los alumnos en los cumpleaños y otras conmemoraciones del duque. Él se define como un nuevo padre, a la enseñanza que ofrece como un segundo nacimiento y procura apartar a los estudiantes de sus familias. 1775- Gracias a la paulatina ampliación de la academia ducal. 1776 Schiller puede abandonar los estudios de derecho que no le interesan e iniciar la carrera de medicina, cuyas vertientes antropológica y psicológica son más afines a sus inclina­ ciones. Es. además, todo el aire de la academia que se va modificando: la institución está en vías de convertirse en universidad. De la universidad de Tubinga acuden buenos docentes de filosofía, historia y literatura, todos ellos muy jóvenes, por lo que transmiten las tendencias más actuales junto con los contenidos tradicionales de la formación hu­ manística. Al lado de la filosofía clásica y racionalista, Schiller se familiariza con el pensamiento de Gessner, Lessing, Winckelmann y Herder. Su temprano entusiasmo por la poesía, despertado por la lectura de Klopstock. en­ cuentra nuevos estímulos en los autores del Sturm und Drang: el joven Goethe. Gerstenberg. Klinger. Leisewitz. A estos autores hay que añadir la poesía reflexiva de Hal ler. la política de Schubart y. especialmente, el teatro de Shakespeare que reafirma la vocación dramatúrgica de Schiller que ya se había manifestado a los catorce años con dos dramas, no conservados. A bsalon y Los cristianos. 1777- Una narración del poeta suabo Schubart (que cumplía 1778 condena de cárcel por haber protestado en un poema con­ tra la venta de soldados, práctica habitual del duque para financiar su furor arquitectónico y otros caprichos despro­ porcionados) con el titulo “Contribución a la historia del corazón humano” inspira a Schiller para su primera obra teatral conocida. Los Bandidos. En secreto redacta las primeras escenas. 1779 Como trabajo de fin de carrera. Schiller presenta el ensayo “Filosofía de la fisiología”. Por el estilo algo altivo con el que defiende sus ideas, no es aceptado, aunque los cono­ 137

cimientos que en él demuestra son de un nivel considera­ ble. Para aprender modestia y mansedad, el duque obliga a Schiller a permanecer un año más en la academia y a presentar un nuevo trabajo. 14 de diciembre: Solemne fundación de la universidad de Stuttgart. fiesta a la que asisten como invitados el duque Carlos Augusto de Sajonia-Weimar y su inseparable con­ sejero y ministro Goethe. 1780 Schiller compagina la continuación de Los Bandidos con la redacción de su segunda disertación “Sobre la diferencia de la naturaleza animal y la humana” que se imprime en noviembre para ser presentada en la ceremonia de fin de curso celebrada el 14 de diciembre. Una vez licenciado, Schiller recibe el destino de médico del regimiento Augé con un sueldo mensual de 18 gulden. Este regimiento se componía en su mayoría de inválidos que deambulaban por la ciudad pidiendo caridad a causa de los miserables sueldos que recibían. El destino de Schiller era prover­ bialmente famoso como lo peor que le podía tocar a uno en suerte. 1781 Vida algo bohemia de Schiller como médico y poeta en Stuttgart. En una húmeda planta baja compartía una habi­ tación con un conocido que les alquiló una joven viuda, Luise Vischer. A ella dedicó Schiller sus Odas a Laura. La primera versión de Los Bandidos aparece editada por cuenta propia de Schiller. El librero Schwan. de Mannheim. recibe un ejemplar y anima a Schiller a reelaborar el texto cara a una posible representación teatral. Al mismo tiempo establece un contacto con el director del teatro de Mannheim. Dalberg, quien decide estrenar la obra tras varias exigencias de modificaciones, entre ellas el traslado de la acción, originariamente contemporánea, a la época medieval. 1782 13 de enero: Estreno de Los Bandidos en Mannheim. Schiller asiste sin permiso a la función, cuyo insólito éxito tiene características que recuerdan los grandes recitales de los Rolling Stones o los Beatles de los años sesenta. La descripción de un observador dice: “Tras un tenso silencio a lo largo de los dos primeros actos, en la segunda escena del tercer acto, cuando el jefe de los bandidos aparece en 138

el castillo de sus antepasados, como penitente y vengador. ... se deshizo la tensión y estalló un aplauso que. hasta el final del drama, creció a formas cada vez más frenéticas. El teatro se pareció a un manicomio, los ojos giraban enfurecidos en sus órbitas, los puños se levantaron, gritos sordos llenaron la platea. Personas extrañas se abrazaron con sollozos, mujeres al punto de desmayarse buscaron es­ tremecidas la salida.” Con un nuevo proyecto dramático. La conjura d e Fiesco de Génova, Schiller se ausentó nuevamente sin permiso para ofrecer esta obra al director del teatro de Mannheim. Este viaje, que fue descubierto, le valió dos semanas de arresto y la explícita prohibición por parte del duque de volver a escribir “comedias”. Tanto en el miserable destino de Schiller como en esta insólita prohibición quedó patente la función inhibidora de este “segundo padre” cuyas ambi­ ciones ilustradas no tenían ningún efecto en la práctica co­ tidiana. La falta de libertad y de perspectivas para su voca­ ción poética llevó a Schiller a la decisión de abandonar su estrecha patria. 22 de septiembre: en compañía de su amigo, el músico Andreas Streicher, Schiller inicia el viaje al exilio volunta­ rio sin vacilar ante las dificultades que pudiese encontrar. El destino es Mannheim. donde el joven autor espera en­ contrar apoyo. Pero su situación de desertor complica las cosas. El teatro, como institución estatal, al apoyar a Schiller. teme ofender al soberano del vecino estado. El drama Fiesco d e Génova. único capital con el que Schi­ ller cuenta para sobrevivir, no encuentra la aprobación del director Dalberg. En esta precaria situación, una antigua amiga y protectora. Charlotte von Wolzogen, ofrece a Schiller una casa de su propiedad y el sustento necesario en un pueblo de Turingia. Bauerbach, donde el recién exiliado también está más seguro de eventuales persecu­ ciones. 1783 En Bauerbach. Schiller termina la redacción de un nuevo drama, Luise Millerin, más conocido bajo el nombre Kabale und L iebe (El amor y la intriga). Uno de los pocos interlocutores cultos en Bauerbach es el bibliotecario del cercano Meiningen. Reinwald, quien posteriormente sería cuñado de Schiller. Reinwald pudo abastecer las necesida­ des de lectura de Schiller y, entre otras obras, le prestó 139

un estudio histórico sobre la España de Felipe II. tema que inspiró a Schiller para su drama Don Carlos. 24 de julio: Schiller vuelve a Mannheim. esta vez con me­ jor suerte. 1 de septiembre: el director del teatro de Mannheim con­ trata a Schiller como dramaturgo con la obligación de es­ cribir tres obras al año. 1784 Estreno de los dramas Fiesco d e Génova, y El am or y la in­ triga. Amistad con Charlotte von Kalb. mujer culta, román­ tica admiradora de Schiller y muy bien relacionada con los circuios literarios influyentes del momento. Schiller prepa­ ra una revista literaria, la R heinische Thalia, con la que de­ sea establecer un diálogo directo con el público, única ins­ tancia que él acepta ahora como autoridad y que considera sustituta de su patria y soberano. Un grupo de admiradores de Leipzig se pone en contacto con Schiller, sugiriéndole que se uniera con ellos. Se trata del consejero del Consis­ torio de Leipzig, Christian Gottfried Kómer, su novia, la hermana de ésta y el común amigo Ludwig Ferdinand Huber. 27 de diciembre: Schiller lee algunas escenas del drama Don Carlos ante un público muy selecto, y el duque Car­ los Augusto de Sajonia-Weimar, de visita en Mannheim, profundamente impresionado otorga a Schiller el título de consejero. A finales del año el teatro de Mannheim cancela el contrato de Schiller y éste se ve nuevamente ante graves dificultades económicas. En esta situación se dirige a los desconocidos admiradores de Leipzig confesándoles su apuro y su necesidad de ayuda que él ve en la posibilidad de vender el proyecto de su revista a un editor de Leipzig. 1785 Abril: Tras la venta de la revista R heinische Thalia al edi­ tor Goschen de Leipzig, donde aparecerá luego bajo el títu­ lo Thalia sin el apodo “rheinische” (renana), Schiller inicia el viaje a Leipzig que significa una nueva etapa en su vida. El encuentro con los amigos desconocidos da lugar a una verdadera euforia amistosa cuya expresión poética quedó eternizada en el famoso Himno a la alegría, conver­ tido en sinfonía por Beethoven. 140

1786 Schiller vive en Leipzig y luego en Dresden. siempre gra­ cias a la generosa ayuda de Kórner. cuya amistad es. en to­ dos los aspectos, muy valiosa. La intensa correspondencia entre ambos a lo largo de muchos años muestra el vivo intercambio de ideas: las constructivas críticas y sugeren­ cias de Komer, para Schiller, siempre se plasman envestímulos productivos. Es gracias a esta correspondencia que se conoce el punto de partida de muchos textos de Schil­ ler, especialmente el de los ensayos filosóficos. Komer estuvo profundamente convencido del genio de Schiller y con su apoyo quiso ofrecerle a éste la tranquilidad necesa­ ria para poder dedicarse a la escritura. El único compromi­ so para Schiller consistía en garantizar la regular aparición de la revista Thalia de cuya dirección se ocupó en aquella época. En sucesivos números de la revista aparecen varias narraciones cortas de Schiller. así como, en entregas, su única novela El visionario y el drama Don Carlos, en cuya redacción Schiller había empleado tres años. 1787 Julio: Schillersiente un estancamiento intelectual en el am­ biente que le rodea y viaja a Weimar. donde reside su amiga Charlotte von Kalb. Lo que sólo había sido pensado como visita se convierte en un traslado definitivo: Schiller se ins­ tala en Weimar. Por primera vez entra en contacto con al­ gunos representantes de los famosos círculos intelectuales de Sajonia-Weimar que él llamó los “gigantes” antes de conocerlos personalmente. Oe entrada se relaciona con Herder y con el gran conocedor de la literatura clásica Wieland. Éste aconseja a Schiller una mayor dedicación a los autores griegos y latinos y le sugiere ensayar la métrica clásica en su propia poesía. Uno de los poemas representa­ tivos de esta época lleva por titulo “Los dioses de Grecia”. Wieland lo publica en su revista Teulscher Merkur. Pero, en primer lugar. Schiller veía la urgente necesidad de publi­ car textos que le permitiesen sobrevivir. Su vocación de es­ critor la entendía como oficio principal —hecho muy poco frecuente en aquella época— y la materia que en aquellos momentos le parecía de éxito más seguro era la historia. Gracias a los amplios estudios históricos que habían acom­ pañado la redacción del Fiesco d e Génova y del Don Car­ los pudo orientarse rápidamente en nuevos temasyeomenzó a redactar su largo estudio G eschichte des Abfalls der vereinifiten Niederlande von der spanischen Regierung

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(Historia de la sublevación de los Países Bajos reunidos contra el gobierno español). Diciembre: visita de Schiller a su viejo amigo, el bibliote­ cario Reinwald y a su hermana, casada con éste, en Meiningen. Allí encuentra también a su antigua protectora Char­ lotte von Wolzogen. En el viaje de vuelta, en compañía del hijo mayor de la familia von Wolzogen, Schiller hace estación en Rudolstadt donde ve por primera vez a su pos­ terior esposa. Charlotte von Lengenfeld. 1788 Durante la primavera y el verano, Schiller realiza largas vi­ sitas a la familia von Lengenfeld en Rudolstadt. Concluye el estudio Historia d e la sublevación d e los Países Bajos, obra que aparece en otoño con buen éxito, no sólo de ven­ tas sino también a la vista de una nueva tarea. 7 de septiembre: se produce el primer encuentro entre Schi­ ller y Goethe quien acaba de volver de su primer viaje por Italia. Goethe recomienda a Schiller como profesor extra­ ordinario de historia en la universidad de lena. 1789 Mayo: Schiller se traslada a Jena donde, el día 26, en la universidad, pronuncia su famoso discurso inaugural con el título “Was heisst und zu welchem Ende studiert man Universalgeschichte?” (¿Qué quiere decir historia univer­ sal y con qué fin la estudiamos?). El largo poema Die Künstler (Los artistas), representativo de la “poesía filosófica” de Schiller. como también Los dioses d e Grecia, sintetiza la concepción histórica que el joven profesor defiende en )ena. Si en Los dioses d e Grecia aun había lamentado la pérdida de la belleza del mundo clásico tras la imposición de una sobria uniformidad por el cristianismo —por ese argumento. Novalis incluyó en sus Himnos a la noche una larga réplica a este poema—, en Los artistas Schiller manifiesta una plena aceptación del pre­ sente en cuanto consecuencia necesaria del proceso histó­ rico universal. Teniendo en cuenta que lo que más le inspiró en su afirmación del presente fue el drama ífigenia de Goethe —obra de síntesis entre antigüedad y modernidadhay que precisar que este realismo contiene en sí mismo una utopia, la de la reconciliación de la humanidad dividi­ da. Para Schiller esta división afecta y atraviesa tanto el individuo como el Estado, y se extiende al nivel interna­ cional por medio de las oposiciones confesionales. Por ello 142

cabe afirmar que fueron los estudios históricos de Schillcr los que constituyeron uno de los puntos de partida de su posterior programa estético. En su concepto de la historia se perfila una desideologización de la visión histórica, en contraste con la historiografía del siglo XVIII en Alemania pero también en Francia. Aunque Schiller no pudo ni quiso abandonar el peso cultural de la larga tradición protesfante en la que se hallaba incluido, trató con una sorprendente neutralidad los grandes conflictos de la Reforma e in­ cluso en creciente medida el mundo católico de la España renacentista, distanciándose de las fuentes llenas de prejui­ cios en las que se inspiraba. También en su obra dramática comienza Schiller a perseguir una mayor aproximación a la realidad aunque esta intención no le lleva a un supuesto “realismo literario”. Su obra estará siempre bajo el signo de la purificación y la condensación poética que busca los ras­ gos comunes de lo humano en las temáticas másdispersas. En su obra dramática este esfuerzo “realista” correspondea una exigencia formal y estética, no a criterios objetivistas de veracidad. Para Schiller. la historia es un gran almacén de asuntos humanos literariamente aprovechables y al tratar­ los se da cuenta de la necesidad de la coherencia entre forma y contenido. Agosto: Compromiso con Charlotte von Lengenfeld. 1790 Enero: el duque Carlos Augusto otorga a Schiller el título de consejero de la corte. 22 de febrero: boda con Charlotte von Lengenfeld. Una segunda obra histórica, la G eschichte des Dreissigjáhrigen Krieges (Historiade la Guerra de los Treinta Años) comienza a aparecer en entregas. 1791 Una grave pulmonía obliga a Schiller a permanecer inac­ tivo durante largos meses. Esta enfermedad, complicada con una pleuresía, no se cura del todo y vuelve a reprodu­ cirse en los años sucesivos con crisis gravísimas. Aun reconvalescente. Schiller se dedica a la traducción de la Eneida de Virgilio. Por sugerencias del filósofo jenense Reinhold. uno de los primeros y buenos propagadores del pensamiento de Imanuel Kant. Schiller lee la Crítica de la razón práctica. Diciembre: debido a falsos rumores sobre la muerte de Schiller se hace pública su situación económica muy pre­ 143

caria a causa de la larga enfermedad. El poeta danés jcns Baggescn, gran admirador de Schiller, hace un llamamien­ to en su favor y provoca la generosa reacción del prin­ cipe Federico Cristian von Augustenburgy del conde Emst von Schimmelmann quienes, desde el norte de Alemania, ofrecen a Schiller una pensión durante tres años. 1792 Aún no del todo restablecido de su enfermedad, Schiller prosigue en sus estudios kantianos. Octubre: La Asamblea Nacional de Francia honra a Schil­ ler otorgándole la ciudadanía francesa. 1793 La Critica d e la razón práctica de Kant anima a Schiller a buscar, desde su teoría estética, una síntesis entre los irre­ conciliables conceptos de deber y libertad. Sus reflexiones dan lugar a los ensayos Sobre la gracia y la dignidad y Sobre lo sublime. También redacta las Cartas sobre la educación estética del ser hum ano, dedicadas al príncipe Federico Cristian von Augustenburg en agradecimiento de su ayuda. Agosto: Schiller viaja a Suabia con su esposa. En Ludwigsburg nace su primer hijo Carlos, en septiembre. Poco des­ pués muere el duque Carlos Eugenio, del que Schiller aún había temido represalias al volver a su patria tras el largo exilio. Entre las muchas antiguas y nuevas relaciones que interesan a Schiller en estos meses se vuelve especialmente transcendente el encuentro con el editor Cotta deTubinga. Cotta se hará cargo, más adelante, de la publicación de las obras completas de Schiller y, por mediación de éste, también de las de Goethe. Una nueva revista. Die Horen (Las Horas, en la mitología griega las tres diosas de las estaciones: Auxo “crecimiento", Tallo “flor” y Carpo “ma­ duración”), publicación que Schiller concebía como repre­ sentativa del espíritu alemán y como órgano para la for­ mación de la auténtica humanidad, también fue objeto de negociación con Cotta. 1794 15 de mayo: La familia Schiller vuelve a Jena. Después de varios años de una cierta reserva recíproca, se inicia la amistad entre Schiller y Goethe durante el verano. Goethe acepta la invitación de colaborar en la revista Die Horen que se convierte así en símbolo de esta nueva unión y también de aquella etapa en la producción de los dos autores que se ha denominado la época clásica. La presen­

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tación programática que Schiller redacta para Die Horen incluye una serie de reflexiones que. desde el romanticis­ mo, han sido a menudo objeto de crítica, lo mismo que toda la tendencia clásica de ambosautores. Schiller habla en ella de la necesidad de seguir reflexionando sobre problemas estéticos, tal como él los había planteado en sus ensayos, es decir, estrechamente interrelacionados con la ética. Ver esta necesidad en un momento en que la atención general está concentrada en la política y la guerra —se trata de la guerra de las monarquías europeas contra la joven República francesa que defiende su conquista revolucio­ naria— se puede entender como un gesto de indiferencia frente a la problemática actualidad. A diferencia de Kant. Fichte y los jóvenes filósofos Schelling y Hegel que en aque­ llos momentos viven con entusiasmo los acontecimientos franceses desde las aulas de la universidad de Tubinga. Schiller no concebía la posibilidad de cambios impuestos por la fuerza. El fenómeno de las insurrecciones y del ejercicio del poder absoluto, conquistado o heredado, a lo largo de la historia, habían sido objeto de estudio para Schiller durante muchos años. Para él. la violación, la trai­ ción y el desprecio de la voluntad y libertad del individuo era una necesidad contraproducente en todocambio forza­ do por lo que no podía dar lugar a una verdadera reestruc­ turación social. Por ello saludó con tanto entusiasmo la fi­ losofía de Kant: “Indudablemente, ningún mortal haexpresado palabra más grande que esta kantiana: ¡determínate desde ti mismo!” De ahí el empeño de Schiller por desarro­ llar una filosofía que permitiese situar, aun más allá de la libertad condicionada por el deber, según Kant. una liber­ tad individual que pudiese ser por si misma motor y garan­ tía de una ética convergente con la naturaleza humana. La formación del carácter, en cuanto naturaleza, tenia que de­ sembocaren una plena autorrealización estética y entonces toda libertad individual confluía armoniosamente con la meta colectiva de una verdadera humanidad. Schiller invita para la colaboración en Die Horen. además de Goethe, a Fichte. A. W. Schlegel. Herder. Korner. Voss y Wilhelm von Humboldt. Con este último se inicia una viva amistad con visitas diarias y largos diálogos durante los dos años que Humboldt permanece en lena. 1795 En sucesivos números de la revista Die Horen aparecen 145

las Cartas sobre la educación estética d el ser humano. el ensayo histórico Die Belagprung oon Antwerpen (El asedio de Amberes), asi como la importante contribución a la teoría literaria Sobre p oesía ingenua y p oesía senti­ mental. reflexión que tematiza por primera vez —como ya observó Goethe— la distinción entre realismo e idealismo en la literatura. 1796 Schiller comienza a publicar el M usenalmanach (Almana­ que de las musas) que aparecerá anualmente hasta 1800. En íntima colaboración. Schiller y Goethe redactan las Xenias. versos satíricos sobre temas culturales de actuali­ dad. que aparecen en el M usenalmanach para 1797. Acer­ ca de esta colaboración dice Schiller a Humboldt en una carta: “... Goethe y yo nos entrelazamos en ellas hasta tal punto que nadie podrá distinguirnos... del todo". En los primeros meses de este año. Schiller menciona su intención de dramatizar la historia del famoso jefe militar Wallenstein. personaje significativo de la Guerra de los Treinta Años. Pero sólo en octubre comienza el trabajo realmente. Todo el verano está dedicado a un minucioso repaso crí­ tico, en diálogo con Goethe, de los primeros ocho libros del Wilhelm Meister. Goethe agradeció las sugerencias de Schiller que quedaron reflejadas en esta novela. En ella, como también en el drama Egmont de Goethe, decía Schiller que aprendía el necesario realismo para poder afrontar la árida materia del Wallenstein. cuyo carácter ambiguo y conflictivo se prestaba para reducir los tonos en­ fáticos de su lenguaje que Schiller mismo reconocía como retórica excesiva en sus obras anteriores. 1797 Simultáneamente con el Wallenstein, Schiller comienza a ensayar un nuevo género poético, por sugerencia y en com­ petencia amistosa con Goethe: las Baladen. recreación ar­ tística de leyendas y poemas populares, comparables con los “romances de autor" españoles y. hasta cierto punto ins­ piradas en éstos. Las más significativas. “Der Handschuh" (El guante). “Die Kraniche des Ibikus" (Las grullas de Ibico) y "Der Taucher” (El buceador) aparecen en el Musen­ alm anach para el año 1798. 1798 A lo largo del año, Schiller sigue trabajando en el Wallen­ stein. Por sugerencias de Goethe, divide la obra en trilogía 146

y la primera parte. El cam pam ento d e Wallenstein. se re­ presenta en Weimar, el 12 de octubre, para inaugurar el edificio ampliado del teatro. 1799 También en Weimar. en el mes de abril, se estrenan la se­ gunda y la tercera parte. Los Piccolom ini y La muerte d e Wallenstein. En esta trilogía. Schiller procuró adaptar el lenguaje y el desarrollo escénico estrechamente a las exigencias de la representabilidad, y de sus logros dijo, con el contento de un buen artesano, que creía comenzar a dominar su “oficio”, dominio aun muy poco cuidado en la época. Un nuevo tema empezó a interesar a Schiller, la historia de María Estuardo. en cuya dramatización em­ pezó a trabajar después del verano. Schiller se sintió cada vez más aislado en |ena. donde ya no mantenía apenas contactos con la universidad. Los pro­ fesores no le interesaban y, además, el ambiente estaba do­ minado por el grupo de los románticos, los hermanos Schlegel. Schellingy otros, cada vez más críticos frente a la obra de Schiller y empeñados en oponerla desfavorable­ mente a la de Goethe. En diciembre, Schiller se traslada con su familia a Weimar, donde permanecerá hasta su muerte. 1805 En los últimos años, en Weimar, Schiller se dedica casi exclusivamente al teatro. Tras la conclusión de María Estuardo (1800) escribe aún cuatro grandes dramas de te­ mas muy diversos: La doncella d e Orleans (1800-1801), Turandot (1801), una libre adaptación de un drama de Gozzi según una leyenda china. Guillermo Tell (18021804), un canto al sistema republicano muy aplaudido in­ cluso por los románticos, La novia d e Mesina (1802-1803), tema excepcionalmente de libre invención en el que Schil­ ler actualiza el teatro clásico griego con el recurso al coro, y como última obra que quedó inconclusa, D em etrio (1804-1805) cuyo escenario es Rusia. Además. Schiller rea­ liza varias adaptaciones libres de importantes autores ex­ tranjeros y nacionales, entre otros el Macbeth de Shakes­ peare, la Feúra de Racine, Nathan el sabio de Lessing, la Ifigenia y el Egmont de Goethe. En los meses de invierno de 1804-1805, el estado de salud de Schiller se vuelve alarmante. Las frecuentes crisis desde 1891, atribuidas a posteriori a una peritonitis crónica, se 147

agravan con dolores que llevan a Schiller hasta estados de desmayo. Considerando los síntomas que él mismo anotó con mucha precisión, hay que decir que durante más de diez años Schiller siguió con vida por la enorme voluntad de continuar trabajando. Tras las sucesivas crisis fue siem­ pre el deseo de producir el que arrancó nuevas energías de su debilitado cuerpo. Éste fue hallado, luego de su muer­ te, el 9 de mayo de 1805, completamente destruido por den­ tro, o por decirlo metafóricamente, vaciado. Si en estos últimos años Schiller expresaba a menudo que aspiraba a una purificación y una levedad en su obra que superase toda carga material, no se trataba tanto de un exagerado idealismo sino de la búsqueda de un lenguaje en el que el extenuante dolor de su mermado cuerpo no fuese obs­ táculo.

GÉNESIS DE LA NOVELA

E L V IS IO N A R IO

Entre principios de verano y otoño de 1786, Schiller comenzó a redactar El Visionario, única novela que escribió. El motivo inmediato fue la necesidad de aportar material suficiente para dar continuidad a la revista Thalia de la que Schiller era director responsable y cuya financiación asumía la editorial Góschen de Leipzig, a la que su amigo Korner había aportado una importante suma de dinero con ocasión de su fundación, en la primavera de 1785. El proyecto de la revista, que Schiller mismo había ideado en Mannheim. anunciaba un contenido que Korner apro­ bó y reafirmó luego proponiendo a aquél que se dedicara "a un trabajo en cierto modo por encargo... Todo lo que la historia proporciona de grandes personas y situaciones y que Shakespeare no haya agotado aún. está esperando su pincel... y si de ello pu­ diera entregar algo de tiempo en tiempo podríamos darle susten­ to” (carta del 11 de enero de 1785) El hecho de que el editor Góschen se quejara —amistosamente— de la pereza de Schiller. hacia otoño de 1785, prueba que el compromiso no era muy severo. Aunque las contribuciones de este joven y ya famoso autor podían dar un evidente prestigio a la editorial, es más que proba­ ble que Korner haya formulado el compromiso en estas palabras para disimular a Schiller la situación de autor “subvencionado”. En cualquier caso, la elección del tema del Visionario, de gran actualidad en los años de su redacción, demuestra que Schiller

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escribió esta novela en parte para garantizar el éxito de venta de la revista, y no se equivocó en esta previsión. Desde el primer número iba apareciendo en la revista Thalia el drama Don Carlos, acompañado, en sus distintas entregas, por narraciones ejemplares y poemas, como por ejemplo el famoso “Himno a la alegría”. A Finales de marzo de 1786, Goschen reci­ bió los manuscritos de la segunda parte del segundo acto del Don Carlos que apareció a principios de mayo en el número 3 de Thalia. El 15 de abril comentó Schiller en carta a Kórner que le faltaba “calor y humor” para continuar y el 1 de mayo expresó frente al amigo Huber que su estado de ánimo era como si se hubieran apagado “todas las luces de la fantasía”. Sólo el 9 de octubre le llegó a Goschen el aviso de que “el resto para el nú­ mero 4 (de Thalia) estaba en camino”. Este “resto” incluía parte de las escenas 1-9 del tercer acto del Don Carlos y la primera mitad del primer libro de El visionario. Esta coincidencia y el hecho de la desanimada pausa en la redacción del Don Carlos permiten re­ construir. al menos aproximadamente, el origen de la idea de la novela, ya que no existen comentarios previos de Schiller sobre este proyecto. En una breve mirada al desarrollo de la acción del Don Carlos se observa que la parte del drama, entregada para el número 3 de la revista, que había producidoel mencionado ago­ tamiento de la fantasía corresponde a las escenas en las que Schil­ ler construye la complicada intriga de los cortesanos contra el protagonista. El enredo se produce justo después de la gran es­ cena entre Felipe II y su hijo Carlos, quien pide el mando de los ejércitos en Flandes. El rey no está dispuesto a esa delegación de poder y deja el dest ino de estas provincias en manos del duque de Alba. Carlos se siente defraudado y marginado de sus legíti­ mos derechos a la colaboración y la responsabilidad política y el diálogo acaba con su rabiosa exclamación “mi tarea se acabó”. Es a partir de esta desautorización del hijo cuando el capellán de la corte y el poderoso Alba procuran minar del todo la confianza entre padre e hijo para asegurar su propia influencia en el gobier­ no (esc. 1-9, acto III, versión Thalia). Como ya se ha menciona­ do. la redacción de la novela comenzó en los meses después de la entrega de estas escenas. El Visionario es un joven príncipe anónimo de una ficticia corte ducal alemana, sin perspectivas de gobernar e instalado sin propósito concreto en Venecia. Educado como príncipe pero sin responsabilidad alguna, su figura se pre­ senta. al menos en su caracterización inicial, como inspirada en el principe Carlos. Éste es víctima de las maquinaciones de los cortesanos y el trágico desenlace del drama se debe al total some­ 149

timiento de la voluntad de Carlos a los atrevidos e idealistas pro­ yectos de su más íntimo amigo, el marqués de Posa. No parece muy aventurado entender el secreto control que en la novela per­ sigue al príncipe visionario, ese siniestro poder de cara oculta que lo va empujando a la desgracia, como una continuación de la re­ flexión sobre el problema nuclear del Don Carlos. Lo que preo­ cupa a Schiller en ambas obras es la instrumentalización del in­ dividuo en nombre de proyectos que se le ocultan y que no le permiten ser sujeto de sus actos. La novela sigue por caminos muy distintos que los del drama pero en el planteamiento de fondo sí opera un cierto desplazamiento de Carlos al príncipe visionario. En términos generales, en el Don Carlos se desarrolla la lucha entre el antiguo poder omnipresente e incontestable que ejerce la monarquía absoluta en unión y colaboración con el control de la Iglesia. La propuesta de una nueva organización del Estado, basada en la libertad de pensamiento de los ciudadanos se presenta para el antiguo poder como el paso al caos que pro­ curó evitar precisamente con la forzada unificación impuesta por una ley incontestable. Al trasladar esta problem ática al si­ glo XVIII. Schiller descubre las secuelas de la antigua estructura de poder en la supervivencia de múltiples fenómenos que repiten de manera dispersa el antiguo orden: los temores ante supuestos poderes secretos que se escapan a la comprensión racional, ante la oculta influencia de sociedades secretas en los gobiernos. 1.a atracción que todos estos fenómenos ejercen sobre el protagonis ta de la novela le pierde al final y Schiller atribuye el fracase —pese a los esfuerzos del príncipe por desenmascarar los trucos— a cierta debilidad de carácter y a la falta de una sólida educación que priva al protagonista de una verdadera autonomía frente a las influencias negativas. Un ejemplo, pues, contrario a la bella uto­ pia sobre la educación estética del hombre. Esta observación muy valiosa y desarrollada con gran precisión por Marión Beaujean. incluye también una sorprendente faceta raramente seña­ lada en el Don Carlos por los comentaristas. Se trata de la ambi­ güedad del proyecto de educación en sí. por ser. en el fondo, siempre la imposición de un plan ajeno a la voluntad individual. La naturaleza humana tenía que asimilar evidentemente conteni­ dos ajenos, pero tal vez la duda acerca del sutil límite entre lo que podía ser despliegue autónomo del individuo libre y la dirección que la educación debía darle sin excederse en su influencia moti­ vaba en parte el mal humor que El visionario causó a Schiller. El número 4 de Thalia obtuvo un éxito considerable y ello, sin duda, en buena parte gracias a la inclusión de la primera

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entrega de la novela. Ya en mayo de 1787 surgió el plan de una edición en forma de libro. No obstante. Schiiler pareció perder el interés en esta obra en la medida en que amentó la expec­ tación del público. "En el maldito visionario no puedo encontrar ningún interés por el momento: no sé qué demonio me lo inspi­ ró” escribía a Korner en carta del 6 de marzo de 1788. ptro juicio de Schiiler de la misma época expresa aún con mayor én­ fasis el tedio que sentía: “El visionario, que ahora mismo estoy continuando, está saliendo mal. imal!. no puedo remediarlo: hay pocas ocupaciones... en las que he sentido más el frívolo mal­ gasto del tiempo que en estos garabatos. Pero ya que se paga, no puedo dejarlo y en todo el asunto, en realidad, siempre he te­ nido en cuenta el beneficio de Góschen.” Schiiler se había aden­ trado sin rumbo determinado en la materia y una vez en medio del relato, tenía dificultades para "poner un plan en un asunto no planificado, para reanudar todos los hilos rotos”, como confesó en carta a Korner el 15 de mayo de 1788. Sólo a principios de 1789 comunicó, también a Korner. que F l Visionario estaba em­ pezando a agradarle " En los últimos días he empezadoa redactar un diálogo filosófico para él que tiene sustancia. Tengo que lle­ var al principe a través de una orientación librepensadora...” Por otro lado comenzó a intercambiar impresiones sobre la Figura de la bella "griega" con sus amigas Charlotte von Lengcnfeld y Caroline von Beui witz. con las que discutía la posibilidad de unir en esa persona una belleza insuperable con un carácter traidor, propósito que las amigas rechazaron como del todo incoherente. El razonamiento de esta discusión se trasladaría más adelante a las reflexiones de Schiiler sobre la mujer en el ensayo Sobre la gracia v la dignidad.

Las sucesivas entregas de la novela aparecieron en los núme­ ros 5 (marzo 1788). 6 (marzo 1789). 7 (mayo 1789) y 8 (no­ viembre 1789) de la revista Thalia. También en noviembre de 1789. El 7’isionario apareció en forma de libro, editado igualmen­ te por Góschen en Leipzig Ya en la segunda y la tercera edición (1792 y 1798) Schiiler cortó varios pasajes del “Diálogo filosó­ fico" por considerarlo poco orgánico dentro del conjunto narra­ tivo. Por esta razón, las ediciones modernas de la novela presen­ tan las partes excluidas por su autor fuera del texto, criterio que se ha mantenido lógicamente también en la presente traduc­ ción. A pesar del éxito v de la insistencia por parte del editor y de amigos. Schiiler no se decidió a terminar esta novela. El final aparente fue sólo un cierre provisional para no dejar del todo sus­ 151

pendidas las expectativas de los lectores. Lo que quedó sin ela­ borar fue la insinuación del conde O **, que sugiere la obscura salida de un crimen al que el príncipe se dejaría arrastrar por maliciosas influencias, para garantizar su sucesión en el gobierno de su país. También quedó indeciso, al parecer, el compor­ tamiento de la bella “griega”, que ya en el segundo libro de la novela se revela como joven aristócrata alemana y que Schiller. a pesar de las sugerencias de sus amigas, estaba tentado de desen­ mascarar como despreciable embustera. A los lectores siempre les quedó un amplio espacio para fantasear otras conclusiones, lo que se reflejó en numerosas continuaciones del Visionario por parte de escritores de poca importancia, muy probablemente se­ ducidos por el gran éxito de ventas de esta obra inacabada de Schiller.

FUENTES Benno von Wiese observó que “Schiller despreció excesiva­ mente la parte «material» de su obra”, lo que tenía que afec­ tar especialmente a la obra narrativa donde, necesariamente, la «materia» cobraba mayor importancia frente a la forma que en la obra teatral o la poesía. Este desprecio quedó patente en las afirmaciones de Schiller sobre El Visionario antes citadas porque él se encontraba efectivamente ante una cantidad de secuencias, sin duda interesantes, pero poco estructuradas al principio. La espontaneidad del argumento contrastaba notablemente con otras obras narrativas de Schiller —todas ellas relatos cortos— para las que solía tomar los motivos de “casos excepcionales”, descritos en estudios psicológicos o jurídicos o de anécdotas transmitidas por amigos. Para su relato “Ejemplo notable de una venganza femenina” se inspiró incluso en un capítulo de la no­ vela lacques le fataliste de Diderot. En estos modelos. Schiller podía apelar a una verdad extraliteraria, independiente de su propia elaboración narrativa, centrando toda la atención en el perfecto desarrollo formal de los hechos y caracteres dados. En este sentido. Schiller se entendía aún como autor en el clá­ sico sentido de “auctor”. quien transmitía en forma ampliada y tal vez perfeccionada un contenido literario ya existente. El Vi­ sionario. en cambio, es una de las pocas obras de Schiller de libre invención. Esto no quiere decir que la novela no fuera un fiel retrato socio-cultural. llena de evocaciones de acontecimien­ tos que inquietaron al público de la época —de ahí su éxito—. 152

perú, más que en ninguna otra ocasión. Schiller tuvo que hacer­ se cargo de esa parte «material» que no era de su preferencia Una preocupación creciente en los países protestantes eran los casos de conversión al catolicismo por parte de algunos prín­ cipes alemanes. El público no concebía que se pudiese tratar de libres decisiones y las atribuía a oscuras maquinaciones denlos jesuítas, orden que la opinión pública tomaba como una sociedad secreta por los rumores acerca de sus desavenencias con la San­ ta Sede. El caso del príncipe Federico Eugenio de Württemberg, quien al parecer estuvo en contacto con los jesuítas pero además publicó en la Berlinische Monatsschrift (julio 1788) un artículo en el que defendía las prácticas exorcistas por motivos religiosos, podía dar lugar a las hipótesis más aventuradas acerca de tendencias mágicas y ocultistas de los jesuítas. Otro caso cu­ rioso era el hijo de Federico el Grande de Prusia. Federico Gui­ llermo II. quien se hizo construir un pabellón en los parques reales provisto de paredes dobles. Detrás de éstas, un ministro de la corte ejerció sus dones de imitador de voces y respondió al fascinado rey en lugar de los antepasados con los que éste deseaba conversar La misteriosa figura del “armenio” que pare­ ce dominar todos los acontecimientos en E/ Visionario, tuvo su correlato histórico en el entonces mundialcnte conocido “conde” Cagliostro que tenía fama de poder citar a los espíritus. Schiller conoció un libro que lo había denunciado como estafador, es­ crito por Elisc von der Recke. con el titulo Noticia d e la pre­ sencia del fam oso Cagliostro en Mitau. La autora, relacionada con el circulo de amigos de Komer. había caído en las redes del mago, lo mismo que. al parecer, ocurrió a Catalina II de Rusia que tras el desencanto desahogó su rabia en la redacción de tres comedias de gran éxito que ridiculizaron al falso mago italiano. Incluso Goethe se burló de él en su comedia El Gran-Copta (1791) y visitó por curiosidad a la familia de Cagliostro en Palermo. durante su viaje por Italia. Cagliostro estuvo implicado en el famoso affaire del collar de la reina Mane Antoinette de Francia. Sin gloría ni resonancia murió Cagliostro. en 1795. en las cárceles de la Inquisición en Roma. Las sociedades secretas como los Rosacruces. los Iluminados y los Masones estaban muy extendidas en la época y, en contra­ dicción con sus propósitos ilustrados, se infiltraron en ellas prác­ ticas mágicas y ocultistas que —tal vez realizadas por mero entre­ tenimiento o curiosidad— estimularon las fantasías y especula­ ciones de la opinión pública. Todas estas tendencias no eran más que la otra cara de la Ilustración que se proponía eliminar las 153

supersticiones pero, al examinarlas de cerca, era difícil reprimir el morboso interés en sus tal vez insospechados poderes. La in­ tensificación de la investigación científica, también un fenómeno propio de la Ilustración, pudo contribuir a su veza las más erró­ neas fantasías en las que fácilmente se confundían la impresión de milagros con el asombro ante lo que eran recién descubier­ tas leyes de procesos físicos y químicos, como el magnetismo, la electricidad o las combinaciones químicas de los cuerpos sim­ ples. Por último cabe señalar que las discretas y rápidas pero muy logradas pinceladas con las que Schiller describe la Venecia die­ ciochesca se orientaron en varios libros a su disposición sobre esta ciudad, entre ellos los de Le Bret. Staaisgeschichte der Republik Venedig (Historia estatal de la República de Venecia) (1760), y Vorlesungen über d ie Statistik (Lecciones de Estadís­ tica) (1785), así como, muy probablemente, en la novela de Wilhelm Heinse. Ardinghello (1787), cuyo escenario es Venecia. Schiller no viajó nunca a Italia pero leía apasionadamente des­ cripciones de viajes. El juicio negativo de Schiller sobre su única novela influenció la valoración de muchos comentaristas hasta el punto de consi­ derarla una obra menor. Para entender la actitud de Schiller es importante tener en cuenta que el texto, por ser de libre in­ vención. tiene como una de sus fuentes importantes a su propio autor, hecho inevitable en toda escritura sin “pretexto” fijado. Tal vez fue en la medida en que Schiller iba descubriendo el reflejo de si mismo en su protagonista que se distanciara, un po­ co angustiado, de esta obra. Efectivamente hayalgunos elementos autobiográficos que en la novela son precisamente los puntos conflictivos y que. en la vida de Schiller. constituyeron motivos de preocupación y malestar, como sus constantes deudas duran­ te muchos años, su existencia a costa de otros por la incondi­ cional admiración de éstos —en El Visionario se repite el (Tiovi­ vo del éxito público que el príncipe no cree merecer por si mis­ mo—, tal vez también el sentimiento de una formación cultural insuficiente —bajo un régimen militar como la del protagonista— en comparación con las exigencias de los famosos círculos cultos de Weimar y lena en los que Schiller se iba introduciendo en­ tre 1787 y 1788. Schiller no escondía sus conflictos íntimos, al contrario, sus cartas son de una extraordinaria franqueza cuando describe a Kórner, por ejemplo, sus sentimientos ambiguos por Goethe an­ tes de conocerle, su falta de preparación para el puesto de pro­ fesor de historia o su miseria económica. Pero nunca se propu­ 154

so escribir obras en las que el autor toma como referencia perprincipal su propia experiencia, como Goethe en el Wilhelm Meister o acaso de carácter explícitamente autobiográficas, gé­ nero que empezó a cobrar mucha importancia en su época. ¿Era esto una falta de modernidad en Schiller? ¿O cabe la sospecha de que El visionario es su única “confesión”, un guiño de ok> a sus amigos, especialmente a Kórner, masón y protector de Schil­ ler que compartía tantos de sus problemas?

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Friedrich Schiller nació en Marbach/Neckar, en 1759, hijo de un médico militar al servicio de la corte ducal del principe Carlos Eugenio de Wurttemberg. Estudió medicina pero abandono su profesión y su tierra natal en 1782 como protesta por la censura de su primera obra Los bandidos. Tras varios años de peregrinaje a causa de dificultades económicas fue llamado a lena,'en 1788, como profesor de historia por mediación de Goethe. Allí permaneció hasta su muerte en 1805. Además de su abundante producción poética en la que se refleja su itinerario intelectual (desde la apasionada expresión bajo influencia del Sturm-und-Drang, el intento de creación de una "poesía popular clásica" al posterior esfuerzo por elaborar una "poesía filosófica"), Schiller destacó como el gran autor dramático de Los bandidos, Don Carlos, Wallenstein, Guillermo Tell, María Estuardo, entre otras obras. De su actividad ensayistica, de amplio espectro, cabe citar los estudios históricos La Guerra de los Treinta Años y La sublevación de Flandes, asi como sus reflexiones estético-filosóficas Cartas sobre la educación estética del hombre. Sobre la Gracia y la Dignidad y Sobre la poesía ingenua y la poesía sentimental. El visionario, su única novela, escrita entre 1786 y 1789, paralela­ mente al Don Carlos, plantea, en el escenario turbulento de la Venecia

dieciochesca, algunos de los grandes temas que merecían la atención de Schiller: el carácter coactivo de la voluntad humana, el dominio demoniaco de ciertas conductas, el poder de las sociedades secretas y, sobresalientemente, las condiciones que debe afrontar el hombre para la conquista de su propia libertad.

Imagen de la portada: Ilustración de la primera edición de

El Visionario, Leipzig 1789.

BOSCH

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