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July 26, 2017 | Author: AntoniaVeraUribe | Category: Boats, Piracy, Malaysia, Unrest, Violence
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Emilio Salgari

S A N D O KA N Volumen I

SANDOKAN

Autor: Emilio Salgari Primera publicación en papel: 1900 Colección Clásicos Universales Diseño y composición: Manuel Rodríguez © de esta edición electrónica: 2009, liberbooks.com [email protected] / www.liberbooks.com

Emilio Salgari

SANDOKAN

Índice Volumen 1 Título capítulo

primera parte Sandokan I. Los piratas de Mompracem. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11 II. Ferocidad y generosidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 21 III. La travesía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 31 IV. Tigres y leopardos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 37 V. La Perla de Labuán. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 53 VI. Lord James Guillonk . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 61 VII. Curación y amor. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 71 VIII. La caza del Tigre. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 81 IX. La traición. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 89 X. La caza del pirata . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 99 XI. Giro-Batol . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 107 XII. La canoa de Giro-Batol. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 121 XIII. Rumbo a Mompracem. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 129

segunda parte La mujer del pirata XIV. Amor y embriaguez. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . XV. El cabo de escuadra inglés. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . XVI. La expedición contra Labuán . . . . . . . . . . . . . . . . XVII. La cita nocturna. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . XVIII. Dos piratas en una estufa . . . . . . . . . . . . . . . . . . XIX. El fantasma de la «Chaqueta Roja». . . . . . . . . . . . XX. A través de la selva. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . XXI. La acometida de la pantera. . . . . . . . . . . . . . . . . . XXII. El prisionero. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . XXIII. Yáñez en la quinta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . XXIV. La mujer del Tigre . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . XXV. A Mompracem. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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Primera parte

SANDOKAN

Capítulo

I Los piratas de Mompracem

D

urante la noche del 20 de diciembre de 1849, un violentísimo huracán rugía sobre Mompracem, isla salvaje de siniestra fama y guarida de formidables piratas, que estaba situada en el mar de Malasia, a escasos centenares de millas de la costa occidental de Borneo. En el cielo, empujadas por un fortísimo viento, corrían velozmente las nubes, entremezclándose confusamente, las cuales, de cuando en cuando, dejaban caer sobre los sombríos bosques de la isla furiosos aguaceros. Sobre el mar, las furiosas y enormes olas chocaban entre sí desordenadamente, confundiendo sus bramidos con las detonaciones de los truenos; tan pronto breves y secas, como interminables. No se distinguía luz alguna en las cabañas que se alineaban sobre el fondo de la bahía de la isla, ni tampoco en las fortificaciones que la defendían, así como tampoco en los numerosos barcos anclados al otro lado de la escollera; no obstante, el que viniendo de Oriente hubiese mirado hacia lo alto, habría divisado sobre la cima de una

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gigantesca roca, tallada a pico sobre el mar, dos puntos luminosos, dos ventanas iluminadas. ¿Quién velaba a aquellas horas en la isla de los sanguinarios piratas? Entre un laberinto de trincheras profundas, de terraplenes medio desmoronados, de ruinosas empalizadas, de grandes cajones desvencijados, cerca de los cuales se observaban, todavía, restos de viejas armas, se alzaba una vasta y sólida construcción, sobre la que ondeaba una gran bandera roja, que tenía en el centro una cabeza de tigre. Una de las habitaciones de aquella casa estaba iluminada; las paredes estaban cubiertas con tupidas telas rojas de terciopelo y de brocado de mucho precio, pero en varios lugares aparecían rotas y manchadas, y el pavimento, cubierto con tapices de Persia bordados en oro, se hallaba asimismo estropeado. En un ángulo de la estancia había un diván turco destrozado; en otro, un armónium de ébano con el teclado roto, y por todas partes, en indescriptible confusión, aparecían esparcidos objetos tales como tapices arrollados, magníficos trajes, cuadros, lámparas volcadas, botellas, copas enteras o rotas, y, además, carabinas indias recamadas, trabucos de España, sables, cimitarras, puñales y pistolas. En aquella habitación tan extrañamente decorada, había un hombre sentado sobre una poltrona coja: era alto, vigoroso, de robusta musculatura, facciones enérgicas, feroces y de rara belleza. Largos cabellos caían sobre sus hombros y una barba negrísima le adornaba el rostro, de un tono ligeramente bronceado.

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Tenía la frente amplia, sombreada por unas espesísimas cejas; una boca pequeña que mostraba los dientes en cuña, igual que los de las fieras, y brillantes como perlas; los ojos, negrísimos, de un fulgor que fascinaba. Hacía pocos minutos que se había sentado, tenía la mirada fija sobre la lámpara, y las manos cerradas nerviosamente sobre la riquísima cimitarra que le pendía de una ancha faja de seda roja, ceñida alrededor de una casaca de terciopelo azul bordada en oro. Un horrísono trueno que sacudió el edificio hasta sus cimientos le arrancó bruscamente de aquella inmovilidad. Se echó hacia atrás los largos cabellos, se aseguró sobre la cabeza el turbante, adornado con un magnífico diamante del tamaño de una nuez, y levantóse, dirigiendo en derredor una mirada de la cual se desprendía un no sé qué de tétrico y amenazador. —Es medianoche. ¡Medianoche, y todavía no ha vuelto! Sin apresurarse, vació una copa llena de un líquido de color de ámbar, después abrió la puerta, y con paso firme paseó por entre las trincheras que defendían el edificio, deteniéndose al borde de la gran roca, en cuya base se estrellaba furiosamente el mar. Permaneció allí durante algunos instantes con los brazos cruzados, inmóvil como la roca que le sostenía, aspirando con placer las ráfagas de la tempestad, y escrutando con la mirada el mar revuelto; después volvió a entrar en el edificio, deteniéndose ante el armónium. Deslizó los dedos sobre el teclado, arrancándole unas notas rapidísimas, extrañas, salvajes, que a poco se fueron confundiendo con el estampido de los truenos y el rugido del viento.

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De repente, volvió la cabeza con rapidez hacia la puerta que había dejado entornada. Estuvo escuchando durante unos instantes, inclinado, con los oídos alerta, y después se lanzó velozmente hacia el borde de la roca. A la fugaz claridad de un relámpago vio un barco pequeño con las velas casi recogidas, que entraba en la bahía, confundiéndose entre los demás navíos que había anclados allí. El hombre acercó a sus labios un silbato de oro y emitió tres estridentes silbidos; al momento le respondió otro silbido. —¡Es él! —murmuró, presa de una viva emoción—. ¡Ya era hora! Cinco minutos después, un hombre envuelto en una amplia capa, empapada de agua, se presentaba ante la casa. —¡Yáñez! —exclamó el hombre del turbante, abrazándole. —¡Sandokan! —respondió el recién llegado, con un marcadísimo acento extranjero—. ¡Brrr! ¡Qué noche más infernal, hermano mío! Atravesaron rápidamente la trinchera y entraron en el edificio. Sandokan llenó dos vasos, y ambos brindaron por su encuentro. El recién llegado era un hombre de unos treinta y tres o treinta y cuatro años; es decir, un poco mayor que su compañero. De mediana estatura, muy robusto, tenía el cutis blanco y las facciones regulares, los ojos grises, astutos, y unos labios finos y burlones que denotaban una férrea voluntad. Se comprendía a primera vista que era

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un europeo y que debía de pertenecer a la raza meridional. —Y bien, Yáñez —dijo Sandokan, con cierta emoción—, ¿has visto a la muchacha de los cabellos de oro? —No, pero sé cuanto quería saber. —¿No has ido a Labuán? —Sí, pero ya sabes tú que en aquellas costas, estando vigiladas por los cruceros ingleses, el desembarco a las gentes de nuestra clase les resulta difícil. —Háblame de esa muchacha. ¿Quién es? —Te diré que es una criatura maravillosamente hermosa, tan bella que es capaz de hechizar al pirata más formidable. —¡Ah! —exclamó Sandokan. —Me han dicho que tiene los cabellos rubios como el oro, los ojos más azules que el mar y la piel blanca como el alabastro. —Pero, ¿a qué familia pertenece? —Algunos dicen que es hija de un colono; otros, que de un lord, habiendo quien afirma que es nada menos que pariente del gobernador de Labuán. —Extraña criatura —murmuró Sandokan, oprimiéndose la frente con las manos. Se levantó y se dirigió hacia el armónium e hizo correr los dedos sobre el teclado. Yáñez se limitó a sonreír y, descolgando de un clavo una vieja mandolina, empezó a pulsar las cuerdas, mientras decía: —¡Está bien! ¡Toquemos un poco de música! Apenas había comenzado a tocar un aire portugués, cuando vio a Sandokan acercarse bruscamente a la mesa, dejando caer sobre ella la mano con furiosa violencia.

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Ya no era el mismo hombre de antes: su frente se había nublado borrascosamente, sus ojos despedían destellos relampagueantes, y los labios mostraban sus dientes fuertemente apretados. En aquel momento era el formidable jefe de los feroces piratas de Mompracem, era el hombre que desde hacía diez años ensangrentaba la costa de Malasia, el hombre que en todas partes había librado terribles batallas, el hombre cuya extraordinaria audacia e indómito valor le habían valido el feroz y sanguinario sobrenombre de Tigre de Malasia. —¡Yáñez! —exclamó, con una voz salvaje—. ¿Qué es lo que están haciendo los ingleses en Labuán? —Se fortifican —contestó tranquilamente el europeo. —¿Estarán, tal vez, tramando algo contra mí? —Eso creo. —¡Ah! ¿Lo crees? ¡Pues que se atrevan a alzar un solo dedo contra mi isla de Mompracem! ¡Diles que se prevengan de desafiar a los piratas en su propia madriguera. El Tigre los destruirá hasta no dejar ni uno. Dime, ¿qué es lo que dicen de mí? —Que ya es hora de que acaben con un pirata tan atrevido. —¿Me odian mucho? —Tanto, que se darían por muy satisfechos de perder todos sus navíos, con tal de poder ahorcarte. —¡Ah! —¿Es que lo dudas? Hermano mío, llevas muchos años cometiendo una fechoría tras otra. Toda la costa está marcada con las huellas de tus correrías; todas sus aldeas y todas sus ciudades han sido asaltadas y saqueadas por ti; todos los fuertes holandeses, españoles e ingleses han

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sufrido tus ataques, y el fondo del mar está erizado de navíos que has echado a pique. —Es completamente cierto, pero, ¿de quién es la culpa? ¿Es que los hombres de raza blanca han sido menos inexorables conmigo? ¿No me han destronado con el pretexto de que me hacía excesivamente poderoso? ¿Es que no han asesinado a mi madre, a mis hermanos y a mis hermanas, para terminar así con toda mi descendencia? Qué grandes daños les había causado yo? La raza blanca no había tenido jamás motivos de queja contra mí y, sin embargo, me quiere hacer desaparecer. Ahora yo los odio, ya sean españoles, holandeses, ingleses o tus compatriotas portugueses; abomino de ellos, y me vengaré terriblemente de todos. ¡Lo he jurado sobre los cadáveres de mi familia y mantendré mi juramento! Si he sido despiadado con mis enemigos, espero, sin embargo, que alguna voz se elevará también para proclamar las veces que he sido generoso. —No una, sino ciento, e incluso mil voces pueden atestiguar y confirmar sin ningún género de dudas que con los débiles has sido quizá demasiado generoso —dijo Yáñez—. Pueden decirlo todas las mujeres que han caído en tu poder y a quienes has conducido, a riesgo de que te echasen a pique tus perseguidores, a los puertos de los hombres blancos; pueden decirlo las débiles tribus a las que has defendido contra el ataque de los más fuertes; los pobres marineros despojados de sus barcos por las tempestades, a quienes tú has salvado de las olas y colmado de regalos, y otros cientos y miles que recordarán siempre tus beneficios, Sandokan. Pero, dime ahora, hermano mío, ¿a dónde quieres ir a parar?

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El Tigre de Malasia no respondió. Se había puesto a pasear por la habitación con los brazos cruzados y la cabeza inclinada sobre el pecho. Entonces, el portugués se levantó, encendió un cigarro y se dirigió hacia una puerta escondida tras la tapicería, diciendo: —Buenas noches, hermano mío. Sandokan se estremeció al oír estas palabras, y deteniéndolo con un gesto, dijo: —Una palabra, Yáñez. —Habla, pues. —¿Sabes que quiero ir a Labuán? —¡Tú!... ¡A Labuán!... —¿A qué viene tanta sorpresa? —Porque eres demasiado audaz y cometerías cualquier locura en el propio refugio de tus peores enemigos. Hermano, no tientes demasiado a la fortuna. ¡Está alerta! La famosa Inglaterra ha puesto sus ojos en nuestra isla de Mompracem, y, seguramente, sólo espera tu muerte para abalanzarse sobre tus tigrecitos y destruirlos. Ponte en guardia, porque he visto un crucero erizado de cañones y lleno de gente armada rondando por nuestras aguas, y ése es un león que no espera otra cosa que una presa. —¡Pero encontrará al Tigre! —exclamó Sandokan, apretando los puños y temblando de ira de pies a cabeza. —Sí, le encontrará, y tal vez sucumbirá en la lucha; pero su grito de muerte llegará hasta las costas de Labuán, y otros nuevos enemigos vendrán contra ti. ¡Morirán muchos leones, porque tú eres fuerte y valiente, pero también morirá el Tigre! —¡Yo!

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Sandokan había dado un salto hacia adelante, con los labios contraídos por el furor, los ojos llameantes, las manos apretadas, como si empuñase armas. Pero todo fue un relámpago: se sentó ante la mesa, bebió de un solo trago un vaso lleno de licor y dijo, con voz completamente tranquila: —Tienes razón, Yáñez; de todos modos, mañana iré a Labuán. Una fuerza irresistible me empuja hacia aquella playa, y una voz me susurra que debo ver a la muchacha de los cabellos de oro, que debo... —¡Sandokan!... —Silencio, hermano; vamos a dormir.

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Capítulo

II Ferocidad y generosidad

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la mañana siguiente, casi una hora antes de que saliera el sol, Sandokan se marchó de la casa, dispuesto a cumplir su arriesgada empresa. Iba ataviado con el traje de guerra: llevaba unas botas altas de piel roja, que era su color favorito; se había puesto una magnífica casaca de puro terciopelo rojo, con adornos recamados en el borde, y unos anchos pantalones de seda azul. Llevaba en bandolera una costosa carabina india con arabescos y de cañón largo; a la cintura, una pesada cimitarra con la empuñadura de oro macizo y un kriss, puñal de hoja ondulada y envenenada, al que tan aficionadas eran las gentes de Malasia. Se detuvo unos instantes junto al borde de la alta roca, recorriendo con su mirada de águila la superficie del mar, que se había vuelto lisa y tersa como un espejo, y escrutó en dirección al Oriente. —Allí está —apenas murmuró, al cabo de unos instantes de contemplación—. ¡Extraño destino que me empujas hacia allá, dime si me serás fatal! ¡Dime si esa mujer de ojos

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azules y de cabellos de oro, que todas las noches turba mi sueño, será la causa de mi desgracia!... Sacudió la cabeza como si quisiera librarse de algún mal pensamiento, y con paso lento descendió por una angosta escalera, abierta en la misma roca, que conducía a la playa. Un hombre le esperaba abajo: era Yáñez. —Todo está dispuesto —dijo éste—. He mandado preparar las dos mejores embarcaciones de nuestra flota, reforzándolas con dos culebrinas. —¿Y los hombres? —Todas las bandas se hallan escalonadas en la playa, con sus respectivos jefes. Sólo tienes que escoger los mejores. —Gracias, Yáñez. —No me lo agradezcas, Sandokan; quizá haya preparado tu ruina. —No te preocupes, hermano; las balas me tienen miedo. —Sé prudente, muy prudente. —Lo seré, y te prometo que, apenas haya visto a esa muchacha, regresaré de nuevo. Vamos. Atravesaron una explanada defendida por grandes bastiones y pertrechada con gruesas piezas de artillería, terraplenes y profundos fosos, y llegaron a la orilla de la bahía, en medio de la cual flotaban doce o quince veleros de los llamados praos. Delante de una larga hilera de cabañas y sólidas construcciones de fábrica, que parecían almacenes, había trescientos hombres escalonados en buen orden, en espera de una orden para lanzarse a las naves y sembrar el terror por todos los mares de Malasia.

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Sandokan dirigió una mirada complaciente sobre sus tigrecillos, como a él le gustaba llamarles afectuosamente, y dijo: —Patán, adelante. Un malayo de estatura más bien elevada, poderosos miembros y vestido con un simple sayo de color rojo, aunque adornado con algunas plumas, avanzó. —¿Cuántos hombres tiene tu banda? —le dijo. —Cincuenta, Tigre de Malasia. —Embarcaos en aquellos dos praos y cédele la mitad al javanés Giro-Batol. —¿Y si va...? Sandokan le lanzó una mirada que hizo temblar al imprudente, a pesar de ser uno de esos hombres que se ríen de los mayores peligros. —Obedece, y ni una palabra más, si quieres vivir —le dijo Sandokan. El malayo se alejó rápidamente, volviendo al frente de su banda, compuesta de hombres valientes hasta la locura, y que a un simple gesto de Sandokan no hubieran vacilado en saquear el sepulcro de Mahoma, a pesar de ser mahometanos todos ellos. —Ven, Yáñez —dijo Sandokan, cuando vio que ya todos hubieron embarcado. Iban a descender a la playa, cuando los alcanzó un feísimo negro de enorme cabeza y con unos pies y manos de tamaño descomunal: un verdadero campeón de esos horribles negritos que se encuentran en casi todas las islas del territorio malasio. —¿Qué quieres y de dónde vienes, Kili-Dahi? —le preguntó Yáñez.

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—Vengo de la costa meridional —repuso el negrito, respirando fatigosamente. —¿Y qué cuentas? —Una buena nueva, jefe blanco; he visto un gran junco bordeando la isla Romades. —¿Iba cargado? —dijo Sandokan. —Sí, Tigre. —Está bien; seguro que dentro de tres horas caerá en mi poder. —¿Y después irás a Labuán? —Directamente. Se habían detenido ante una rica ballenera, tripulada por cuatro malayos. —Adiós, hermano —dijo Sandokan, abrazando a Yáñez. —Adiós, Sandokan. Procura no cometer ninguna locura. —No temas; seré prudente. —Adiós, y que tu buena estrella te proteja. Sandokan saltó a la ballenera, que, con unos pocos golpes de remos, se puso al costado de los praos, que ya estaban desplegando sus inmensas velas. De la playa se elevó un inmenso grito: —¡Viva el Tigre de Malasia! —Zarpemos —ordenó el pirata, dirigiéndose a las dos tripulaciones. Fueron levadas anclas por dos escuadras de demonios de color verde oliva o amarillo sucio, y las dos embarcaciones se lanzaron mar adentro, meciéndose en las azules olas del mar malayo. —¿Qué ruta? —preguntó Sabau a Sandokan, que había tomado el mando del barco más grande. —Derechos a la isla Romades —repuso el jefe.

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Después, volviéndose hacia la tripulación, gritó: —Abrid bien los ojos; tenemos que saquear un junco. El viento era favorable, pues soplaba del Sudoeste, y el mar, apenas movido, no oponía resistencia a la carrera de los dos veleros, los cuales, en poco tiempo, alcanzaron una velocidad superior a los doce nudos, velocidad ésta verdaderamente extraordinaria en los buques a vela, pero que, sin embargo, no es algo fuera de lo corriente en los navíos malayos, pues van provistos de unas enormes velas y son muy estrechos y ligeros de casco. Los dos barcos con los que el Tigre emprendía su audaz expedición, no eran realmente dos praos, los cuales son, de ordinario, muy pequeños y están desprovistos de puente. Sandokan y Yáñez, que, en lo tocante a las cosas de mar no había quien les igualara en toda Malasia, habían modificado todos sus veleros, para poder enfrentarse ventajosamente a los navíos de sus perseguidores. Aunque los dos praos se encontraban todavía a una gran distancia de Romades, hacia cuya isla se suponía que navegaba el junco divisado por Kili-Dahi, los piratas se aprestaron rápidamente a los preparativos para entrar en combate en el momento preciso. Los dos cañones y las dos culebrinas grandes, se cargaron con el mayor cuidado; se dispusieron sobre el puente las balas, en gran cantidad, y las granadas de mano, fusiles, hachas y sables de abordaje, y en las amuras se colocaron escalillas para saltar a bordo y poder arrojarse sobre la nave enemiga. Hecho todo esto, aquellos demonios, cuya mirada se inflamaba de deseo, se pusieron al acecho, escogiendo cada uno su lugar de observación.

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