Sanchez Drago Fernando - Gargoris Y Habidis

May 18, 2020 | Author: Anonymous | Category: España, Ciencia, Verdad, Método científico, Historiografía
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Fernando Sánchez Dragó

Gárgoris y Habidis Una historia mágica de España

Título original: Gárgoris y Habidis Fernando Sánchez Dragó, 1978

Prólogo

Resulta, a primera vista, chocante, ya que no impertinente, que el prólogo a una obra histórica —como es, a fin de cuentas, la presente— lo escriba y firme un autor de obras de ficción, pues no parece que la libertad a que una mente imaginativa se encuentra habituada compagine con el rigor que parece exigir, por su propia naturaleza, cualquier obra científica. Pero es sólo a primera vista; se trata de una apreciación superficial, de —me atrevo a asegurar— la prolongación de un tópico, o de todo un sistema de ellos, cuyo punto de apoyo falso lo constituye la supuesta incompatibilidad entre la imaginación y el rigor, como si la invención fabuladora no obedeciera a leyes, aunque el método científico las ignore: leyes que, por otra parte, los devotos del método se empeñan en no tener en cuenta, por lo que jamás alcanzan el meollo de la obra de ficción. Pero acabo de escribir que la presente, esta Gárgoris y Habidis de Fernando Sánchez Dragó, es histórica. ¿A qué viene, pues, semejante insistencia de varias líneas en lo ficticio y en lo que no lo es? ¿Será porque pretendo de esa manera justificar mi presencia en este prólogo? Pudiera ser, y lo es de hecho; más aún, lo considero la única justificación posible, pero no de las baladíes y ligeras, sino de las que caen por su peso, ya que, tras la lectura de las páginas cuasi infinitas de este libro, he quedado persuadido de que su autor, provisto como comprobará el que lo quiera de un nutrido y aterrador arsenal bibliográfico, de una lúcida mente y de un excelente instrumental, ha utilizado en su concepción y en su redacción, además, aquellas facultades del espíritu que hemos dado en llamar poéticas y que la imaginación preside y encamina. Lo anuncia en el prólogo (o introducción) de su mano escrito; lo anuncia repetidas veces y con distintas proporciones, y a fe que el lector no queda defraudado, pues cumple lo que promete cuando opone el «método de las asociaciones libres», pongo por caso, al estricto y desazonador (por insuficiente) de «la causa y el efecto». Hay obras de historia que se escriben con sólo la aplicación de la inteligencia a un montón de datos comprobados y garantizados; pero existen otras, mucho más ambiciosas, que al mismo material, garantizado o no, comprobado o no, aplican la imaginación, y aunque no falta quien las repute de «poéticas», no cabe duda de que en casi todas ellas, por no decir en todas, se encierran ráfagas de verdad resplandeciente más reveladoras que todo lo que la ciencia nos ofrece. Lo cual no tiene nada de nuevo ni se dice aquí por primera vez. En todo caso, habría que ver si la verdad que se deduce de Mommsen supera a la que nos regala Shakespeare. No se vaya a pensar, a la vista de lo dicho, que este libro pertenece al género de Coriolano, Julio César y Antonio y Cleopatra; menos aún al de las historias noveladas o al de las novelas históricas. Insinué su carácter y debo precisar inmediatamente que es el fruto de una investigación, de un estudio, en el que mediante el relato de lo que fue o de lo que no

fue, mediante la hipótesis, mediante la reflexión, se intenta alcanzar un cúmulo de verdades acerca de un tema histórico, en este caso de los más controvertidos, de los que provocan opiniones y aun acciones encontradas, tan violentas a veces como pueden ser unas guerras civiles. Dicho lo cual, resulta inútil añadir que se trata de España, una vez más, pues es el único tema que, con estas formulaciones que anteceden, puede darse por aludido. Esta España acerca de la cual los españoles nunca estamos de acuerdo, hasta llegar a negarle el nombre y la realidad, hasta rechazar el gentilicio que gratuitamente ofrece a los en ella nacidos. ¡Singularidad la de este rabo de Europa, la de esta piel de toro, la de constituir una realidad acerca de las cual es tan arduo llegar a un acuerdo: un pueblo, o un conglomerado de ellos, que es un problema y que hace de esta problemática, o de este problematismo, uno de los temas capitales de su cultura y uno de los motivos de su íntima disensión! Podría escribirse un libro —del que algunos capítulos andan por ahí desperdigados y firmados por distintos autores— en que se describiese la conciencia progresiva que España va teniendo de sí misma, y su proyección en actos y en instituciones, hasta llegar a ese momento dramático del siglo XIX en que se pregunta si es o no es, y, para dirimirlo, en vez de confiarlo a una junta de sabios que se reunieran bajo el roble de las verdades invariables, lo entrega al albur de varias guerras civiles, las ya mentadas, las que siempre se mentarán: expresiones violentas, castrenses, de la guerra civil de los espíritus y de la que muchos espíritus individuales sostienen consigo mismos, en su propio interior, partidos ante los mitos de la unidad y de la variedad, ante el sistema de contradicciones que, a partir de esa, constituye a España no en la invariabilidad de su paisaje, sino en la inestabilidad de sus conciencias. ¿Por qué somos así? ¿Por qué hemos llegado a serlo? ¿Fuimos alguna vez de otra manera? Y lo que jamás tendrá respuesta contundente: ¿Es nuestra historia un error? (Ortega y otros muchos lo afirmaron). ¿Estamos a tiempo de rectificar o no nos queda ya remedio? Todo lo cual, implícito o explícito, consta ya en la abundante literatura acerca del problema de España como problema: el cual, como estamos viendo cada día, no es una invención de intelectualidades, sino una realidad en que nos hallamos metidos ya la que intentamos dar salida cada vez con mayores torpezas políticas y culturales. No hace falta, pues, añadir que el libro de Sánchez Dragó se suma por derecho propio a esa lista, nunca cabal, ahora acrecentada, como grandes aportaciones de los últimos tiempos, con los del profesor Sánchez Albornoz y de don Américo Castro, los más recientes esfuerzos por aclarar qué es y en qué consiste nuestra realidad. De que Sánchez Dragó los conoce al dedillo y los ha manejado, no cabe duda; de que no está de acuerdo con ellos, tampoco, y dice claramente por qué: es una cuestión de fundamentos intelectuales, y Sánchez Dragó no siente embarazo en proclamar los suyos, que son nada menos que Platón, Nietzsche y Karl Jung: tres nombres que, quiérase o no, confieren carácter y dan a la mente un tono y un color determinados, nunca ese gris de los buenos trabajadores, ratones de bibliotecas, redactores de fichas, ordenadores de conclusiones evidentes, a los que cabría aplicar el razonamiento de Kant acerca de los juicios sintéticos a posteriori, es decir, los que

no amplían el auténtico saber. Se advierte, naturalmente, que Sánchez Dragó (y él mismo lo dice) ha fisgado como cualquiera en bibliotecas y otros lugares en que la sabiduría se decanta (unas veces) o se enmohece, y ha redactado fichas, y ha extraído conclusiones, e incluso, como antes dije, ha establecido hipótesis; pero la dirección de su curiosidad no ha sido nunca el camino trillado, sino el insólito, y la presidencia y presencia de sus tres santos tutelares ha impreso a su búsqueda una determinada orientación, precisamente hacia aquello que la ciencia descarta por su especial naturaleza, o relega a la investigación secundaria. Hemos visto, por ejemplo, cómo los mitos son estudiados, analizados, descompuestos, mostrados en su estructura e incluso en su función abstracta, en verdaderos alardes de precisión formalista, pero ¿cómo fueron vividos? ¿Qué significaron en la vida real, intrahistórica, de sus sostenedores? ¿Por qué dejaron de informarla? Que es, a la postre, lo único importante, y quizá también lo más revelador. Pues Fernando Sánchez Dragó pretende averiguar algo nuevo de esta España cambiante y problemática por medio de sus mitos, de la materialidad de sus mitos, de sus imágenes y de sus consejas: es, hablando con mayor propiedad, una de las cosas que pretende. Y no deja de ser curioso que esta actitud mental y esta decisión y el origen de este libro se hallen en un determinado momento biográfico, que lo es al mismo tiempo histórico y geográfico: un momento además poético, casi también mítico, que el autor cuenta y describe en su lugar adecuado y que el lector debe esperar desde el principio. La historia de España, en esto estamos de acuerdo, viene considerándose, una vez que se ha constituido, desde un punto de vista excluyente y con frecuencia terrorífico. Es la dualidad cifrada en la fórmula de Larra, la media España muerta de la otra media, o en la de Machado, una de las dos Españas ha de helarte el corazón. Consisten, una y otra, en seleccionar, discriminar y repeler, no hechos aislados, sino sistemas de hechos, estructuras generales, con criterios maniqueos de contrario signo; y cada uno de los que acepta cada parcialidad, de buena gana borraría la otra de la memoria, que es ya de lo único que puede borrarse: de la constancia escrita, de toda posibilidad de transmisión al futuro, y, al mismo tiempo, concebir bajo especie pecaminosa la parcialidad contraria, barrer de la haz de España a los que la sostienen: por eso le llamé terrorífico al punto de vista en que se engendra cada una. Sin embargo, y a pesar de todo, ahí están Villalar y Pavía, los Austrias y los Borbones, Menéndez Pelayo y Giner de los Ríos, Maeztu y Ortega y Gasset. Hasta ahora, aunque con frecuencia escasa y timidez en el talante, se creyó que la postura integradora llegaría alguna vez a superar la dualidad, y se esperó que semejante actitud nos vendría de Europa, sin damos cuenta, quizá, de que Europa en cuanto tal y en cuanto ejemplo era también parte en la contienda. ¿Cabe, pues, la posibilidad de una vía nueva, de una actitud distinta y original, superadora de algún modo de las hasta ahora conocidas y ensayadas? Fernando Sánchez Dragó la apunta mediante una dialéctica de afirmación y de negación. En general, nos viene a decir, España es un país que no pudo expresar su originalidad porque siempre le tocó habérselas con la invención ajena, traída en forma o bajo

forma de invasiones y mandatos políticos, de influencias religiosas y culturas extrañas, que de algún modo y casi siempre por el mismo procedimiento, la violencia, impusieron la unanimidad sobre la variedad, la ortodoxia sobre la heterodoxia, lo común universal sobre lo peculiar. Europa fue la gran aniquiladora de España, enviando sus ideas y sus formas desde París, desde Cluny, desde Roma (más tarde desde Londres, Berlín y Moscú). Lo espontáneo y autóctono fue destruido cuando no pudo ser domesticado. Sirvan de ejemplo el camino de Santiago y Prisciliano. Galicia y sus confines era una de las metas de las peregrinaciones prehistóricas, célticas quizás; meollo de una cultura distinta: estaba al cabo de una de las «rutas de las estrellas». Para cristianizarla, para raer de las conciencias su inmemorial sentido, envió Cluny a sus monjes. Por su parte, Prisciliano había llegado a un cristianismo original retrotrayéndolo a la gnosis de la que nunca debiera haber salido; la popularidad alcanzada con su predicación muestra que respondía a la conciencia religiosa española, que la expresaba. Roma se interpuso, aunque por mandatarios, y el priscilianismo, pese a su arraigo, desapareció como forma de la piedad oficial y visible, aunque persistiera como fe críptica y perseguida. Y así en muchas ocasiones. La verdadera España, pues, no es la de los unos (las derechas) ni la de los otros (las izquierdas), sino esa otra que no llegó a ser, esa que tropezó en su camino con el Imperio Romano, con el cristianismo católico, con el racionalismo francés y quizás últimamente con el liberalismo y con el socialismo en cuanto variedades del racionalismo. Lo curioso es que esa España malograda de los saberes secretos que esboza Sánchez Dragó tampoco había elaborado los fundamentos y los contenidos de su saber, ya que por una vía o por la otra le vinieron de Oriente: todo cuanto los especialistas y los aficionados llaman saber hermético, depósito transmitido a través de la Edad Media por caminos extraordinarios y cuyas manifestaciones de interpretación o dilucidación difíciles lo mismo hallamos en los rosetones de las catedrales que en las mal conocidas peripecias de los cátaros o de los templarios, en la mística ortodoxa que en la heterodoxa, en las formas primitivas del monacato visigótico que en las sociedades secretas del siglo XVIII; todo ese saber hermético, en lo manifiesto y en lo oculto, del Oriente procede. Y era como se sabe un saber de salvación. Por todo cuanto queda someramente indicado y por lo al mismo tiempo aludido, el libro con que nos las habemos pertenece al género de los escritos por Charpentier o por Fulcanelli: eso que algunos llaman despectivamente historia-ficción y que yo prefiero llamar historia-poesía: la historia que se acoge, ya lo dije al principio, no a las reglas de la investigación positiva (aunque a veces las utilice), sino a la imaginación y a las musas. ¿No fue la historia en sus comienzos un género poético? ¿No nos habló de mitos Herodoto, padre de cuanto vino después? El lector de este libro experimentará muy pronto los efectos de un instrumento nada frecuente en los libros habituales, pero presente en éste desde la primera linea, un instrumento cuyas leyes conoce la Poética: la buena prosa de Sánchez Dragó, yo la llamaría su endiablada prosa, pues es de esas que envuelven y enmarañan, que tiran del lector y le llevan adonde quiere, que le convencen por la virtud de la palabra bien escogida y

ordenada y no por el respeto a los encadenamientos de la lógica. Prosa convincente, espejo de una personalidad igualmente convincente: pues el autor está en cada linea y en cada afirmación, en cada paradoja y en cada boutade. Es como si ejerciera la presencia física y le escucháramos un monólogo de mil páginas del que, tanto como las palabras, nos importasen los tonos de la voz, los ademanes y los gestos. Quiero decir con esto, y no sé si lo he logrado, que esta prosa no se limita a comunicamos lo meramente intelectual, el logos, sino también lo sentimental, lo pasional y lo patético, lo sarcástico y lo irónico, en una palabra, la personalidad entera de un hombre que se adhiere a lo que cree y que sabe que una verdad caliente no se queda en la mente, sino que baja al corazón. ¡Peligroso hereje, este Fernando Sánchez Dragó! La Inquisición no se hubiera limitado a discutir con él de teologías: le hubiera enviado a la hoguera. Y no estoy nada seguro de que no lo haga la de hoy, aunque dude acerca de cuál de ellas: porque, como insinué, Sánchez Dragó es hereje para todos los gustos y todas las ortodoxias, e inquisiciones las hay de todos los colores. Quisiera, para terminar, referirme a un aspecto muy parcial, a un mero detalle, que me hizo gracia y que me libró de un velo que la pasión me tenía echado desde hace tiempo, oscureciéndome ciertas visiones: prefiere Sánchez Dragó los Austrias a los Borbones, cosa no nueva, y los prefiere por mágicos y no lógicos, cosa no tan corriente. Porque lo habitual es amar o denostar a nuestros Habsburgos por razones políticas, por cómo nos gobernaron o nos desgobernaron, por lo que ganaron o por lo que no supieron conservar, por sus aptitudes maquiavélicas o por sus ineptitudes económicas, etc. Sánchez Dragó no tiene nada de esto en cuenta: ve el período y la corte de los Austrias con una mente próxima a la de un novelista gótico que acusase al mismo tiempo cierta sensibilidad para lo sexual, y así nos presenta unos hechos de que Carlos II fue protagonista (que nos hacen recordar otros que su padre y sus abuelos llevaron felizmente a término), que son algo así como la mezcla de un ceremonial funerario con un ritual erótico operada por la virtud del protocolo borgoñón. Y lo que esta síntesis nos hace ver, desplaza de la atención y de la estima cuanto hemos aprendido últimamente acerca de la ruina del país perpetrada por unos reyes y una clase dirigente que se gastaban en un traje las rentas de una provincia, que empobrecieron el país mientras Europa se enriquecía, que lo debilitaron mientras Europa se fortificaba y que permanecieron fieles a una mitología que Europa ya arrojaba por la borda: todo lo que nos muestra como verdad inapelable la historiografía científica. Y el vacío que de ello resulta no se colma, como pudiera imaginarse, de los acostumbrados tópicos de grandezas y batallas, sino de lo que hemos dado en llamar la España negra, aunque no tan negra, puesto que también florece en ella el rosa y la plata de la Infanta María Teresa o del Felipe IV de Praga, y el verde de los jardines del Buen Retiro, y el rojo opulento de los obispos y los cardenales (aunque en él se refleje el resplandor de las hogueras); una España, en fin, en que el olor a chamusquina se disimula con los guantes de ámbar, y el temor al infierno se mitiga con reiteradas fornicaciones, de unos y de otros, a cencerros tapados. Estamos en plena novela gótica. Largos corredores sombríos que atraviesa como una espada un rayo del sol

madrileño; paredes cargadas de santos, vírgenes y martirios que ocultan los de bacanales paganas y deidades en puritito cuero. ¿Habrá habido jamás espíritus como aquéllos? Un bastardo real aspira a casarse con su hermana. Temerosa de su raza mezclada, toda una clase, la nobleza, se inscribe en la Santa Inquisición en calidad de familiar: se acoge al perseguidor el que puede ser en cualquier momento perseguido; porque, ¿quién no tiene una bisabuela judía, empezando por el propio rey? Mala es la fortuna de las guerras: hay que quemar un buen puñado de brujas, de herejes y de cristianos nuevos para que se aplaque, allá en su altura, el Dios de los ejércitos, empeñado en favorecer a esos frívolos de franceses. ¿Habrá operación mágica de más envergadura que ésta? Pues hay teólogos que la justifican. Para llevarla a buen término, se organizan lucidas procesiones, y, acabado el espectáculo, cada cual busca descanso en el regazo de su amiga, que para eso la tiene y es cosa de hombres, no como esas sodomías del extranjero, Y cuando, de noche, ya acostado, busque cada pecador el olvido del sueño, una voz que viene de la noche le invitará al arrepentimiento, porque puede morir. Hay monjas que le enseñan al rey cómo debe gobernar, y otras que lo son a la fuerza porque antes fueron queridas del monarca, y lo que tocaron las manos reales no puede ser rebajado por otras manos. ¡No faltaría más! Y monjas que esperan alcanzar la unión mística ejercitándose en el coito sacrílego con el propio capellán del monasterio: como que no hay más que comparar, para ver en qué se aparta una mente mágica de otra, racionalista, el proceso de San Plácido con el de Port-Royal. ¿Habrá nada más elocuente? Monjas las unas y las otras: cultas, gramáticas, resabidas, las alumnas de Pascal y de Monsieur Arnauld; pero también soberbias como diablos, aunque puras como arcángeles. Ordinarias, analfabetas, supersticiosas, las de Madrid; pero vulgarmente humanas y conmovedoramente humildes. Si se dejan aparte las consideraciones de orden científico y se adentra uno en la descripción, en el relato, de aquel mundo que empieza con la abdicación de Carlos V y termina con la llegada de los primeros peluquines, se tiene la impresión creciente, hasta culminar en los últimos quinquenios del siglo XVII, de que se transita por un mundo alucinante y alucinado, fuera de toda realidad, un mundo de monstruos, locos y extravagantes por el que de cuando en cuando se distrae un genio de la novela, de la poesía o de la pintura. Duró casi dos siglos. ¿No son muchos? ¿No acaba uno, al final, por desear el aire libre y las fachadas frías de los palacios borbónicos, harto ya de columnas y de mentes retorcidas? ¿Harto, en una palabra, de tanta magia y con apetito de alguna lógica? No olvidemos que, a la novela gótica, le sucedió la novela realista, por cansancio. Habrá quien prefiera, por supuesto, la España de la rabia y de la idea, y yo soy uno de ellos, aunque no siempre, sino cuando me sopla la vena racionalista. ¿Quién duda que lo que trajo consigo la introducción subrepticia de la razón en aquel mundo —de la mano, por cierto, de un monje gallego, nacido al margen del camino de las estrellas— era lo que el país necesitaba? Alumbrado público y alcantarillas, sensatez financiera y reformas agrícolas, un ejército y una marina modernos, y, de paso, las capas algo más cortas y el sombrero algo

menos caído. Lo que no parece tan necesario es negar la otra España, no ya la de los triunfos militares y el imperio, sino la del saber hermético, la de los heresiarcas, de los iluminados, de los canteros prehistóricos, de las razas misteriosas y marginales: todo ese mundo, en fin, tan nuestro como el otro, tan constituyente como el otro de nuestro ser (entero), que es el que Fernando Sánchez Dragó pone en pie con su prosa valiente y rápida, no exenta (tampoco) de rabia cuando le viene a cuento ni de ideas que se proyectan sin decirlo en un futuro que tampoco se nombra pero que sí se alude o se da por supuesto: ése que nos amenaza, hecho de estupidez y cibernética, y del que muchos quieren salvarnos asiéndonos al clavo ardiente del otro extremo, el mismo que quien escribió estas mil páginas que siguen, vio o adivinó, en ocasión ya lejana, junto al Ganges, y que bien podría formularse así: sabiduría frente a técnica. Gonzalo Torrente Ballester

A Pilar, que con iluminada paciencia me siguió por tres continentes, copió millares de fichas, ordenó datos, borró subrayados, buscó signaturas, reservó asientos, exploró las mazmorras y tumbas de la Biblioteca Nacional, ablandó a ceñudos ujieres del Consejo, resolvió petroglifos, creyó en druidas, columbró fantasmas, capeó camino de Compostela la cólera de los Inmortales, brindó con licor de agotes, vadeó noches blancas y desperdició muchas tardes de juventud en la penumbra de las hemerotecas. Dakar, marzo de 1973

Pero el tiempo pasa y vuelve el Tiempo; a Caterina, porque con ella lo encontré casi todo, y a mi madre, porque me hizo posible. Madrid, septiembre de 1978

«Tácito refiere en su limpia prosa un episodio de Termancia que anticipa Fuenteovejuna. El pretor Pisón quiso, en efecto, cobrar tributos de manera violenta a los arévacos, por lo que fue muerto por los nativos. Detenido un joven de la ciudad y torturado para que revelase los nombres, se negó, manifestando que el crimen era colectivo. Lo interesante del caso es la frase que atribuye Tácito al testimonio prisionero: Aquí existe todavía —dijo— la España Antigua
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