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El marxismo hoy. La herencia de Gramsci y Althusser C arlos F ern án d ez L iria
GRAMSCI Y ALTHUSSER
CARLOS LIRIA
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© Carlos Fernández Liria, 2015 © de esta edición, Batiscafo, S. L, 2015 Realización editorial: Bonalletra Alcompas, S. L © Ilustración de portada: Nacho García Diseño de portada: Víctor Fernández y Natalia Sánchez para Asip, SL Diseño y maquetación: Kira Riera O Fotografías: Todas las imágenes publicadas en este volumen son de dominio público, excepto las de págs. 13 (Everett Historical/Shutterstock.com); 15 (Keystone France/Getty¡mages,com); 28 (Nikita Maykov; Shutterstock.com): 54 (Everett Hístorical/Shutterstock.corn); 67 (KamilloK/Shutterstock.com); 111 (studio55/Shutterstock.com). Depósito legal: B -21695-2015
Impresión y encuadernación: Impresia Ibérica Impreso en España Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida la reproducción total o pardal de esta obra por cualquier medio o procedimiento y su distribución mediante alquiler o préstamo públicos.
Gramsci y Althusser E l marxismo hoy. La herencia de Gramsci y Althusser Carlos Fernández L iria
CONTENIDO
Marx, Gramsci y Althusser en la actualidad ¿Marxismo y actualidad? Rescatar a Marx del marxismo: Althusser y Gramsci Antonio Qramsci (1891-1937) Touis Althusser (1918-1990)
La relectura estructuralista de Marx Marxismo escolástico Acerca de las supuestas «leyes de la historia» 'La Historia, según 'Engels
El contexto estructuralista El concepto de causalidad estructural La estructura profunda del capitalismo El mundo de las estructuras, en clave platónica Causalidad estructural, «ausente» o «metonímica» La polémica sobre el antihumanismo Superhombre y hombre basura: el nihilismo Antihum anism o V o s textos «antihumanistas»
Consecuencias morales: violencia y «pecado estructural» La banalidad del mal y la complejidad estructural
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I I auge actual del pensamiento de Gramsci
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El marxista de las superestructuras
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7.as relaciones de producción
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Hegemonía y voluntad general El Gramsci de los poderosos: los think tanks La guerra de posiciones y la guerra de movimientos
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'La dimensión populista
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7.a guerra de posiciones
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El marxismo actual
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El futuro del marxismo
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Hespública Woumenon
La herencia de Gramsci frente al sentido com ún actual El socialismo como freno de emergencia ' Para concluir, un texto de Marx
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¿Cabe* el capitalismo en el mundo?
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Un ejercicio de reflexión 'Bibliograjh Cronología Índice de nombres
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Marx, Gramsci y Althusser en la actualidad ¿Marxismo y actualidad? Hablar de marxismo y de actualidad puede parecer, incluso, contra dictorio. En este libro se trata de explicar por qué no lo es. mostrando qué aspectos de la tradición m arxista han quedado, sin duda, obsole tos y cuáles, en cambio, conservan su actualidad. Y conviene comen zar reparando en que, en este mundo vertiginoso donde todo caduca enseguida, hay algunas realidades que, desde los tiempos de Marx, no han cambiado tanto como a veces se quiere hacer creer. Se oye decir, por ejemplo, que ya no hay «obreros» y «capitalistas», sino «empren dedores». El discurso de las clases sociales que tan to caracterizara al marxismo ha sido superado, se dice, por el advenimiento de la econo mía del conocimiento, por el crecimiento del sector servicios, por los fondos de pensiones invertidos en bolsa y por tantas cosas más. En re sumen, Marx estudió la sociedad moderna y hace ya bastante tiempo que vivimos en una cada vez más imprevisible posmodernidad.
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(¡rainm y Allhuttxrr
Ahora bien, tanta inasible novedad se desvanece tan pronto como uno se pregunta, por poner un ejemplo, por la ropa que lleva encima. Algunas noticias de mayo de 2015 nos pueden servir para reflexionar un poco. En esos días, un im portante periódico publicaba el siguiente reportaje: «Quién hace tu ropa: mujer joven, asiática, con un salario de 40 euros por 12 horas de jornada». Valgan estas líneas como re sumen del artículo: «La Coordinadora Estatal de Comercio Justo ha publicado un informe sobre la situación del sector textil en el mundo, un sector que esconde “situaciones de esclavitud moderna”: las orga nizaciones denuncian que las grandes com pañías de la moda siguen vulnerando los derechos laborales más elementales». Poco después, el mismo periódico publicaba el siguiente titular: «Ehsan Ullah Khan, el líder contra la esclavitud infantil que incomoda a las grandes m ultina cionales». A continuación, podía leerse la siguiente entradilla: «Este pakistaní asegura que el 100% de la producción de Zara en Asia se sustenta con mano de obra infantil». Las condiciones laborales de los que, así pues, parece que fabrican la ropa que probablemente llevamos puesta en estos momentos, eran descritas con las siguientes palabras: «Un menor que trabaja en una fábrica de Pakistán, de Camboya o de Bangladesh entra a las 4 de la m añana y sale a las 6 de la tarde. Las jornadas rondan entre las 10 y las 16 horas y el salario no supera los 2 euros al día. Las industrias de ropa, alfombras, fútbol o de material médico se sustentan con el trabajo de menores que son vendidos a las mafias o a las empresas por sus propios padres». Leyendo a algunos autores posmodernos y a no pocos de nuestros intelectuales de moda, uno llegaría, en cambio, a pensar que nuestras camisas y nuestras faldas se han cosido a sí mismas en algún esca parate global. En este m undo ya no hay obreros, ni en general clases sociales ni, por supuesto, si fuera posible, debería haber sindicatos ni convenios colectivos. Las cosas aparecen y desaparecen en el merca
Marx, ijrnmsci y Althumrr en la actualidad
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do como por encanto. El caso es que esto fue lo que. precisamente, Marx llamó, hace ya dos siglos, el «fetichismo de la mercancía». Y en este caso, como en tantos otros, su análisis no solo sigue siendo acer tado en la actualidad, sino que, más bien, se queda corto.
Rescatar a Marx del marxismo: Althusser y Qramsci ¿Por qué precisamente Althusser y Gramsci a la hora de hablar del marxismo actual? ¿Y por qué en este orden, primero Althusser y luego Gramsci? El principal motivo es que este último es, sin lugar a dudas, el autor marxista más citado y más influyente en los últimos tiempos. Creemos que esto es difícil de poner en duda. Pero algunos pensamos, también, que sin la intervención de Althusser - y de su famoso semi nario «Lire l e capital»- la obra de Marx habría sido muy difícil de recuperar con un mínimo de rigor. El sentido de la contribución de Marx a la historia del pensam iento político y a la filosofía se habría extraviado en un embrollo ideológico en el que el mito y el dogma se impondrían sin remedio. Si así hubiera sido, el marxismo, al desapare cer su funcionalidad mitológica -ligada a movimientos políticos que cambiaron el curso de las cosas, pero que, en cualquier caso, ya han pasado a la historia-, habría perdido tam bién toda vigencia y todo interés teórico. No ha sido así, sin embargo. Hay, ciertam ente, una actualidad del marxismo. Y, desde luego, Gramsci se ha convertido en el epicentro de todo este fenómeno. Ahora bien, queremos m ostrar en este libro que el marxismo que hoy renace con fuerza es mucho más compatible con la propia obra de Marx que con esas escuelas ideológi cas que se llamaron «marxistas». Y estamos convencidos de que, res pecto a la obra de Marx en sí misma, la escuela althusseriana abrió la posibilidad de realizar una lectura libre de muchos prejuicios fatales.
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(¡rurnsvi y Atthusxor
Nuestro tema es «el marxismo en la actualidad». Creemos que conviene -incluso a expensas de invertir el orden cronológico- que partam os de una reflexión althusseriana sobre la obra de Marx, para luego intentar explicar en qué medida el renacimiento gramsciano al que asistimos en la actualidad merece llamarse, en algún sentido im portante, «marxista». Si hubiera que escoger entre las contribuciones de Althusser a la historia del marxismo, sin duda alguna habría que resaltar el hecho de que gracias a él fue posible abordar la obra de Marx con un poco de serenidad académica. Esto no significa en absoluto un abandono de su vertiente política, pero sí un giro radical en el orden del asunto. En lugar de buscar en la obra de Marx lo que políticamente ya se había decidido que tenía que decir, gracias a Althusser se cambió de actitud y se comenzó a comprobar primero qué decía Marx para, luego, en todo caso, sacar las conclusiones políticas oportunas. Por decirlo de alguna manera, era preciso «rescatar a Marx del marxismo» (Fernández Liria y Alegre, 2010: primera parte). El m ar xismo no era solo una escuela filosófica, sino un movimiento políti co que había cambiado la faz del planeta, movilizando a millones de personas y a países enteros. Alguien podría pensar que, frente a se mejantes movilizaciones históricas, la tarea de abrir la obra de Marx y, sencillamente, comenzar a leerla, era una mera anécdota academicista intrascendente y aislada. En semejante torbellino de la historia, había demasiados intérpretes autorizados de la «doctrina marxista» -institucionalizados, además, en partidos e incluso en estados com u nistas-, de modo que la pretensión de entender a Marx sencillamente leyendo su obra era casi una patética osadía. El seminario de Althusser «Lire Ze capital» (Althusser y Balibar, 1965) cambió enteram ente este panorama. Creo que -d e alguna for ma vamos a intentar mostrarlo en este libro- esta tarea de «leer a
Marx, Qramxci y Althusser eu la actualidad
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Marx» tuvo una gran trascendencia política a largo plazo, una reper cusión que llega hasta el momento presente. Porque resultó que la obra de Marx no encajaba con lo que, en la tradición marxista -con sus enormes diferencias internas-, se había decretado que Marx decía. Y como veremos más adelante, encajaba, sin embargo, con algunos planteam ientos de muy acuciante actualidad. En este seminario, que tuvo lugar en 1965, participaron Althusser, Étienne Balibar, Maurice Godelier, Jacques Ranciére, Roger Establet y Pierre Macherey. Se trata ba de un puñado de grandes pensadores, fundam entalm ente filósofos, que iban a cambiar para siempre la interpretación de la obra de Marx. En 1965, Althusser publicó también una recopilación de artículos con el título Tour Marx. Algunos pensamos que este libro, junto con la publicación de las ponencias del seminario, marcaron un antes y un después en el marxismo. En prim er lugar, Althusser insistió en algo que, con respecto a cualquier otro pensador de la historia de la filosofía, habría resulta do muy elemental. No todos los textos de Marx estaban al mismo nivel. Había que distinguir, para empezar, entre lo publicado y lo no publicado. La obra de Marx es inmensa, pero solo una mínima parte fue publicada en vida de su autor. D urante la mayor parte de su vida trabajó en escribir E l capital. Por sí misma, esta obra tiene ya el in conveniente de no estar acabada. Marx publicó el Libro I, pero, de los tres otros libros previstos, no contam os más que con un conjunto de borradores a medio terminar. Por otra parte, disponemos de otra obra m onum ental de Marx que en 1858 estaba, en cambio, casi terminada: los famosos Qrundrisse {'Elementos fundam entales para la crítica de la economía política). Pero, por algún motivo, precisamente cuando esta obra podría haber sido rem atada para su publicación, Marx deci de guardarla en un cajón y volver a comenzar desde el principio. Todo esto no ha facilitado las cosas. Marx se niega a publicar lo que term ina
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íjramxri y Althusmr
y lo que decide publicar no lo termina, porque fallece por el camino. Una anécdota que citaba M artin Nicolaus (uno de los editores) puede contribuir a formarnos una rápida idea sobre este tipo de diñcultad con que nos encontram os frente a la obra de Marx:
Se dice que tres años antes de su muerte, al ser interrogado acerca de la eventual publicación de sus obras completas, respondió secamen te: «Primero habría que escribirlas». Por ese entonces Marx conside raba a la mayoría de sus primeras obras -obras que tanto entusiasmo han suscitado en los intérpretes contemporáneos- con un escepti cismo que lindaba con el rechazo. Y hacia el final de su vida tenía una dolorosa conciencia de que los trabajos que había presentado o estaba a punto de presentar en público eran tan solo fragmentos (Marx, 1971:1, xxi).
Por eso mismo, no se podía tratar cualquier frase de Marx como si se tratase de la palabra de Dios, sin hacer este tipo de precisiones, y mucho menos, como solía hacerse, sin distinguir entre Engels y Marx, como si fueran enteram ente intercambiables (situación que se agra vaba aún más si a la lista de lo intercambiable se sum aban los textos de Lenin, de Stalin o de Mao). Por otra parte, había que aceptar que en el pensamiento de Marx había una evolución y que no podían ponerse en el mismo nivel un tex to de su juventud, discutiendo con la izquierda hegeliana, y un texto de madurez, criticando a la economía política. La distinción entre un joven Marx y un Marx de madurez le valió a Althusser un aluvión de críticas muy agrias. Hay que decir -ahora que podemos mirar las co sas con más serenidad- que no solo tenía razón Althusser, sino que lo que estaba diciendo tam poco era nada del otro mundo. Con cualquier
Marx. Ijrumsd y Altliustwr en la actualidad
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otro pensador de la historia de la filosofía habría sido una evidencia. Se distingue entre un Kant crítico y un Kant precrítico, así como entre un prim er y un segundo Heidegger, y los estudiosos de Aristóteles se parten la espalda intentando com prender la evolución de su pensa miento y se enzarzan en polémicas interminables sobre si uno de los libros de la Metafísica puede haber sido escrito antes o después que el otro. Con Marx, sin embargo, esta labor académica elemental no era practicable. Había siempre en juego demasiadas tensiones políti cas. Esto es, la palabra de Marx no era ya un mero asunto científico o filosófico, pues cada frase suya era un dogma imprescindible para un movimiento social, político y económico de trascendencia mundial. Por eso, la sola idea de que el pensam iento de Marx hubiera sufrido una evolución, de modo que el renano habría podido incluso llegar a
(¡ram.n'1 y Althuxsi'r
H
desautorizarse a sí mismo, provocaba un terror supersticioso. Y. ade más, siguiendo la estela de Althusser la cosa podía llevarse al límite. Como hemos dicho, la obra de Marx en su conjunto es muy distinta de, por ejemplo, la de Kant, que está en su mayor parte publicada por el autor y de forma, por añadidura, muy sistemática. Con Marx tene mos borradores y obras sin term inar Los althusserianos siempre hemos pensado que si una obra permaneció en estado de borrador debió de ser, inevitablemente, porque al propio autor no le resultaba del todo convincente. De modo que leer a Marx acaba siendo todo lo contrario que un deslizarse por frases acabadas que solo hubiera que asumir como si se tratase de un texto sagrado. El lector, si quiere tom arse en
Antonio Qramsci (1891-1937) Vivió una infancia marcada por la pobreza y la enfermedad. Militó en el Partido Socialista Italiano y, junto con Togliatti, en 1919 creó la revista Ordine Nuovo. El desarrollo de la Revolución rusa le llevó a fundar el Partido Comunista Italiano, siendo su representante en Moscú. La llegada de Mussolini al poder le obligó al exilio y la clandestinidad. Regre só como diputado en 1924, protegido por la inmunidad parlamentaria, pero la dictadura fascista le detuvo en 1926. Pasó en la cár cel el resto de sus días, en unas condicio nes terribles y enfermo de tuberculosis. Allí escribió sus famosos Cuadernos de la cárcel, su obra más importante. Falleció por no ser trasladado al hospital para recibir los cuidados que requería.
Marx, (jriinmciy Althusser vn tu actualidad
serio lo que está haciendo, no tiene más remedio que seguir pensando con Marx lo que el propio Marx no acababa de pensar del todo. Y. por supuesto, esto obliga en muchas ocasiones a intentar expresar mejor que él lo que Marx quería decir. Así pues, había que proponerse ser más «marxista» que Marx. Esta actitud de Althusser -lo que se llamó su «lectura sintom ática»- despertó todo tipo de suspicacias y críti cas muy severas. Una de ellas fue la de Ernest Mandel. el secretario de la C uarta Internacional, que escribió un sarcástico artículo titu lado «Althusser corrige a Marx». Sin embargo, tam bién aquí hay que decir que, mirado desde un punto de vista m odestam ente «académi co». lo que estaba haciendo Althusser no era tam poco nada inusitado
Louis Althusser (1918-1990) |
Nació en Argel, donde vivió hasta 1930.
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Permaneció cinco años preso en un cam-
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po de concentración nazi. Estudió en París
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y llegó a ser catedrático en el Collége de
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France. En 1965, organizó un seminario que
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iba a cambiar la interpretación de la obra de
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Marx («Lire Le capital») y publicó La revolu-
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ción teórica de Marx, convirtiéndose en uno
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de los marxistas más estudiados del mundo.
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Durante toda su vida estuvo en tratamiento
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psiquiátrico por depresión. En 1980, en una
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crisis maníaca, estranguló a su mujer. En sus
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últimos años, escribió una autobiografía que fue traducida con el título
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El porvenir es largo.
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Louis Althusser en 1976 .
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(.¡ramscl y A lthum ir
en la historia de la filosofía. Kant dice que hay que entender a Platón mejor de lo que él se entendió a sí mismo; Heidegger, que hay que leer a Kant para volverlo kantiano. Pero es que, además, en el caso de Marx la cosa era inevitable, ya que nos encontrábam os con una m ontaña de borradores y de obras sin terminar. Por mi parte, he decidido que este pequeño libro introductorio se centre en algunas de las sorpresas que nos llevamos cuando nos ponemos, sencillamente, a leer a Marx. Insistiremos, por ejemplo, en algunos lugares comunes del marxismo que son incompatibles con lo que luego encontram os dicho en la obra de Marx. Y vamos a in tentar comprobar que, significativamente, estas «sorpresas» son una buena brújula para orientarse en la problemática política más actual. Comenzaremos, pues, con Althusser y su intento de leer a Marx en directo. Pero ante todo esperamos encontrar, así, las razones por las que, en la actualidad política, se ha producido una resurrección de planteam ientos m arxistas muy ligados al pensam iento de Gramsci. No cualquier Marx servía para ello. Los conceptos - ta n de moda hoy en d ía - de «hegemonía» o de «guerra de posiciones», tem as tan can dentes como la autonom ía de lo político y. la necesidad de librar la batalla política en un terreno ideológico y de algún modo, por tanto, «superestructural», rem iten sin duda a Gramsci. Pero su impresionan te resurgimiento actual no era compatible con la lectura escolástica de Marx. Por regla general, el marxismo despreciaba las batallas ideo lógicas como m eram ente superestructurales y periféricas. Y, sin em bargo, Gramsci fue, como se suele decir; el «marxista de las superes tructuras». Su concepto de hegemonía está ahora mismo en el prim er plano de la política mundial, tan to en lo que se ha conocido como las revoluciones bolivarianas en Latinoamérica, como en Europa, donde, a raíz de la conocida spanish revolution del 15 M, del nacim iento en Grecia de Syriza y de Podemos en España, no ha dejado de ponerse en
Marx, (jramttci y Althuxsar en la actualidad
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el prim er plano la lucha por la hegemonía cultural e ideológica. Ahora bien, las incesantes apelaciones a Gramsci no deben hacernos olvidar que detrás de él sigue latente la obra de Marx. Y que Marx no era en absoluto ajeno a esta posible interpretación. Para comprobarlo hace falta, sin embargo, leer a Marx en directo. Y ello, hoy en día, se ha vuel to posible, sin duda, gracias al impulso althusseriano. Así pues, vamos a intentar insertar las herencias de Althusser y Gramsci en un proyecto común: el de entender la persistencia del marxismo en la actualidad. Un cierto marxismo fue derrotado y, de al gún modo, sepultado en la historia del siglo xx. Pero el siglo xxi asiste a un replanteamiento político en el que la obra de Marx sigue siendo una referencia imprescindible.
La relectura estructuralista de Marx Marxismo escolástico Veamos algunas de esas «sorpresas» que nos llevamos cuando asu mimos la tarea de leer a Marx en directo. La primera de ellas podría resumirse diciendo que, tal y como vino a dem ostrar el seminario de Althusser, no era posible encontrar en Marx una «teoría general de la historia», uno de esos «grandes metarrelatos» que luego tan to se le reprochó desde el pensam iento de la posmodernidad. Comenzaremos por este punto. Para el marxismo vulgar o escolástico, Marx habría descubierto, ante todo, las leyes del acontecer histórico. Esas leyes -q u e por otra parte serían, como se sabe, «dialécticas»- explicarían, para empezar, la necesaria transformación de unos modos de producción en otros. Así, por ejemplo, los modos de producción esclavista y asiático se transform an históricam ente en el modo de producción feudal. Dicho modo de producción se transform a «dialécticamente» en el modo de
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(¡rumsci y Althusser
producción capitalista y este, por sus propias leyes internas e inevita bles, se transformará en el modo de producción comunista. El estudio de estas leyes históricas sería la ciencia fundada por Marx: el «m ate rialismo histórico». Al tiempo, Marx habría fundado una escuela fi losófica conocida con el nombre de «materialismo dialéctico». Marx, por tanto, habría, fundam entalm ente, consolidado un nuevo método para la investigación histórica: el método dialéctico, inspirado en su maestro Hegel, pero insertado en un sistema materialista. Por otro lado, el materialismo histórico de Marx habría distinguido entre una realidad infraestructural, de carácter económico, y una realidad superestructural, de carácter ideológico y cultural, que no sería más que un epifenómeno de la infraestructura económica, es decir, algo desti nado a desvanecerse al cambiar el modo de producción. De este modo, por ejemplo, todo el edificio jurídico del derecho m oderno sería una realidad superestructural del capitalismo, que será inevitablemente superada con el advenimiento del modo de producción comunista. Pues bien, la gran sorpresa que nos llevamos al seguir la pista de Althusser y de Gramsci es que no hay nada, en el párrafo anterior, que sea cierto. Ni una sola palabra. El seminario «Lire l e capital» demostraría que no es posible encontrar en Marx semejantes leyes del acontecer histórico. Además, Althusser pondría en duda el pro tagonismo de la dialéctica en la obra de Marx. Por su parte, Gramsci hacía ya tiempo que había cambiado por completo esa visión de lo «superestructural», m ostrando que por ese camino desembocaríamos en el absurdo de sustraer de todo protagonismo y de todo sentido a las luchas políticas. Esto no quiere decir que ese discurso «marxista es colástico» no tuviera una importancia histórica monumental. Cons tituyó sin duda la columna vertebral de lo que se llamó «marxismo», y el marxismo determ inó por entero la historia del siglo xx. Y lo hizo, sin duda, en algún sentido para bien y en alguno para mal, y ese es un
'¡.a rrlrctura estructuralista de Marx
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tema de discusión interminable. Ahora bien, también era preciso -y esto es enteram ente otra cuestión- decidir si tales lugares comunes de la tradición m arxista son o no compatibles con la obra de Marx. Y en esto la intervención de Althusser resultó crucial. Su herencia nos permite, en la actualidad, leer un Marx muy diferente. Retrospectivamente, si miramos ahora cuál fue la idea más im portante que nos legó Althusser en su interpretación de Marx (no sin muchas vacilaciones, desde luego, pues todas sus tesis fueron plantea das como «posiciones» en una batalla política), podríamos resumirla en lo siguiente: Marx no descubrió leyes de la historia, sino, mucho más modestamente, leyes del capitalismo. Es decir, descubrió leyes en la historia, de las cosas históricas, pero no leyes de la historia. Este es. en realidad, el sentido de lo que fue, quizás, la frase más famosa de Althusser, sobre la cual se siguen vertiendo m ontañas de pedanterías delirantes: «la historia es un proceso sin sujeto ni fines».
Acerca de las supuestas «leyes de la historia» Como vamos a ver, los herederos de Althusser no consideramos que en Marx exista algo así como una «ciencia de la historia», si por tal hemos de entender que Marx habría descubierto la ley que preside la transformación de unos modos de producción en otros. Creemos que Althusser hizo muy bien en medir con mucho cuidado sus palabras y hablar de que Marx se limitó a «abrir el continente historia a la inves tigación científica». En principio, parece que no hay mucha diferencia, pero, como vamos a comprobar, en estas fórmulas subyace una am bi güedad cuya aclaración acaba resultando crucial. Godelier, que habló en prim er lugar en el seminario de Althusser. había puesto sobre la mesa de discusión unos textos de Marx, y tam
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(¡ramsct y Althusser
bién de Engels, que venían a contradecir directam ente la interpreta ción más escolástica de la supuesta teoría m arxista de los modos de producción. Se trataba de las cartas en las que ambos autores partici paron en la polémica sobre el porvenir de la com una rural rusa. Haga mos un rápido resumen del problema que se planteaba. Rusia era, en general, una gran inmensidad rural. Por otro lado, de las comunidades rurales rusas no se podía decir ni siquiera que estuvie ran en una etapa histórica feudal. Se trataba, más bien, de comunidades tribales neolíticas prácticamente aisladas del mundo y de la historia, que. singularmente, se llamaban a sí mismas con un nombre, «mir», que significa «universo». Así pues, ¿cómo hacer una revolución prole taria en un país en el que apenas hay proletariado? Y los comunistas rusos, ¿qué actitud o qué planes debían albergar respecto al campesi nado? Por un lado, el campo ruso estaba anclado en un atraso histórico monumental. Por otro, se daba la circunstancia de que la propiedad de la tierra, en general, era todavía «comunal», algo que a los comunistas debía de resultarles llamativo, ya que, según ellos, la historia caminaba precisamente hacia la colectivización de la propiedad. En este punto se enfrentaban anarquistas y supuestos «marxistas». Para estos últimos, el asunto parecía decidido: si lo que Marx había descubierto eran las leyes del acontecer histórico, parecía ob vio que lo primero que habría que hacer para pasar históricam ente al comunismo sería acelerar el paso de Rusia al capitalismo. Podíamos, pues, encontrarnos con la paradoja de que los com unistas rusos tu vieran que luchar a favor del capitalismo. Esto no tenía nada de ex traño: era preciso liberar al campesinado de todas sus servidumbres neolíticas y feudales. El ejército de proletarios a que daría lugar esta operación histórica sería destinado a la industrialización acelerada de este país tan atrasado respecto al curso general de la historia. Y en ese momento, entonces sí, habría sonado la hora de la revolución
Iai rrlfictura estructuralista de Marx
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comunista. El comunismo ruso podía acelerar este proceso, pero no podía pretender que Rusia fuera una excepción respecto de las leyes del curso histórico. Este curso histórico supuestam ente inevitable se pensaba, además, dialécticamente: la situación de la que se partía, la tesis, tenía que ser negada por una antítesis, el capitalismo, para que el comunismo pudiera aparecer como la síntesis. El comunismo era el tercer m om ento de una tríada dialéctica, el m om ento que consiste en negar la negación. El comunismo tenía que surgir de la negación del capitalismo. Así pues, la dialéctica marcaba a los com unistas rusos el camino a seguir. Rusia no podía «saltarse» el capitalismo: si quería llegar a la sociedad comunista, tenía que seguir el inexorable curso de la historia. Naturalmente, entre los com unistas y anarquistas rusos había gente más sensata que no razonaba así. La inmensa mayoría de la población rusa campesina estaba organizada en aldeas que com par tían de forma «comunista» sus «propiedades comunales». En un cier to sentido, Rusia representaba una especie de comunismo primitivo. Para convertirlo en un comunismo «moderno», lo que había que hacer era sentar las bases de la industrialización general del país. Pero en ningún sitio estaba escrito que esta industrialización no fuera posible por vías socialistas. Si en Rusia triunfaba una revolución comunista, la com una rural podía incluso ser una buena plataform a para la orga nización social de un proyecto de industrialización. En orden a esta posibilidad, Rusia podría supuestam ente ahorrarse, nada más y nada menos, toda una etapa histórica: precisam ente esa a la que llamamos «capitalismo». Por supuesto, el capitalismo era incompatible con la propiedad co munal primitiva y con la propiedad comunal que había perdurado du rante el feudalismo. De hecho, como luego veremos, la implantación del capitalismo en Inglaterra se hizo aniquilando todos estos géneros de
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(¡rewisci y Althus&er
propiedad colectiva en virtud de la cual cada municipio tenía tierras de propiedad comunal para, por ejemplo, el pastoreo del ganado (lo que en el México actual aún se conoce con el nombre de «ejidos»). Así pues, si, en virtud de alguna ley histórica supuestam ente descu bierta por Marx, el comunismo tenía que surgir de las entrañas del capitalismo, la destrucción de la propiedad comunal rusa resultaba inevitable. Pero la cosa se veía de muy distinto modo si la historia po día seguir, en el caso ruso, un camino distinto del marcado por el desa rrollo histórico europeo. Por tanto, las leyes de la historia que habían llevado a Inglaterra al máximo grado de desarrollo industrial, ¿tenían que convertirse en un destino inevitable? La corriente que más tendía a autodenom inarse «marxista» así lo defendía. Sin embargo, cabía la otra posibilidad que ya hemos esbozado: que Rusia pudiera hacer la revolución com unista sin pasar por el capitalismo, apoyándose, ade más, en la propiedad comunal que dominaba en toda su inmensidad rural. Rusia podía ahorrarse, así, el paso por el capitalismo, burlando de esta m anera las leyes generales de la historia. Pero al mismo tiem po, por esa especie de atajo histórico, Rusia se ahorraría todo un m ar de sufrimientos y desastres humanos. Ciertos escritores rusos habían desautorizado esta otra vía con las palabras del mismísimo Marx. Se citaba, en efecto, el penúltimo capí tulo del Libro I, en el que Marx había descrito ese proceso de proletarización del campesinado en Inglaterra. Ahí había afirmado que «solo en Inglaterra la expropiación de los cultivadores se ha efectuado de manera radical», pero que «todos los otros países de Europa occiden tal recorren el mismo movimiento» (MEGA II, 7: 634). En el mencio nado capítulo se describe la forma en que ese proceso de expropiación generalizada de las condiciones de existencia de la población se pro dujo en Inglaterra, sentándose así las bases de su desarrollo industrial. Ahora bien, las palabras citadas, obviamente, no dicen otra cosa que
tu irhrtuni rntruvUiralistu de Marx
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1) ese proceso en ningún sitio se ha llevado a cabo tan plenam ente como en Inglaterra y que 2) todos los países europeos están siguiendo el mismo camino. Sin embargo, sus valedores rusos convertían estas palabras en un dogma, según el cual la historia tiene sus leyes y la ley que ya había transformado Inglaterra transformaría inevitablemente el resto de las naciones. Esa era la vía por la que Europa se aproximaba cada vez más al comunismo. He aquí que, sin embargo, el viejo Marx decide intervenir en el debate. Es, podríamos decir, la voz que desciende de los cielos, y cu riosamente lo hace para desautorizar con vehemencia esta utilización de su propio texto que estaban haciendo los autodenom inados «marxistas». Afirma que la única aplicación que puede hacerse de sus pa labras es, en efecto, mucho más modesta:
Si Rusia tiene que transformarse en una nación capitalista a ejemplo de los países de la Europa occidental no lo logrará sin transformar primero en proletariados a una buena parte de sus campesinos: y en consecuencia, una vez llegada al corazón del régimen capitalista, ex perimentará sus despiadadas leyes, como las experimentaron otros pueblos profanos. 'Esto es todo (Marx, 1877: III, 257).
¡Eso es todo! Sin embargo, nos dice Marx, no lo es para sus «bien intencionados intérpretes». Refiriéndose a uno de ellos que le había citado, comenta:
Él se siente obligado a metamorfosear mi esbozo histórico de la gé nesis del capitalismo en el Occidente europeo en una teoría histórico-filosófica de la marcha general que el destino le impone a todo
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í¡ramaci y Allhusmv
pueblo, cualquiera que sean las circunstancias históricas en las que se encuentre, a fin de que pueda terminar por llegar a la forma de la economía que le asegure, junto con la mayor expansión de las poten cias productivas del trabajo social, el desarrollo más completo del hombre. Pero le pido a mi intérprete que me dispense. (Me honra y me avergüenza a la vez demasiado.) (ibid.).
Acto seguido, Marx pasa a advertir de que «sucesos notablemente análogos» conducen en la historia a resultados com pletam ente distin tos. Alude al destino de los plebeyos de la antigua Roma, que en su origen habían sido campesinos libres y que en el curso de la historia del imperio fueron expropiados y separados brutalm ente de su propiedad comunal. Además, al mismo tiempo que ellos se convertían en una masa «enteramente libre» (de sus servidumbres comunales y también de sus condiciones de existencia), en el Imperio romano se concentra ba en ciertas manos una gran propiedad financiera. La situación era, en lo fundamental, idéntica a la descrita en Inglaterra a partir del si glo xv. Ahora bien, los «proletarios» romanos no se transformaron en trabajadores asalariados, «sino en una chusma de desocupados más abyectos que los "pobres blancos” que hubo en el Sur de los Estados Unidos, y junto con ello se desarrolló un modo de producción que no era capitalista, sino que dependía de la esclavitud». Lo que se impo ne para la teoría de la historia es, pues, concluye Marx, «estudiar por separado cada una de estas formas de evolución» y, comparándolas, encontrar la clave de esos fenómenos, en lugar de inventar, nos dice, «un passe-partout universal de una teoría histórico-filosófica general cuya suprema virtud consiste en ser suprahistórica» {ibid.). Increíbles palabras que la tradición m arxista habría hecho bien en aplicarse a la hora de entronizar una «teoría general de la his toria» a la que se llamaría «m aterialism o histórico». En resumen:
'La ivlrvtura mlructuralinta (ir Marx
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Marx no pretende en absoluto haber descubierto algo así como «una ley general de la historia». Su obra fundam ental, aquella en la que en esos m om entos llevaba trabajando ya más de la mitad de su vida, se titulaba TI capital, no algo así como Teoría general de la historia. No cabe duda de que el capitalismo es algo histórico, pero una cosa es encontrar las leyes que rigen un ente histórico, en este caso la sociedad capitalista, y otra muy distinta es pretender con eso que se han encontrado las leyes de la historia misma. De pronto, la obra de Marx se desvela como mucho más modesta en sus pretensiones teóricas de lo que el marxismo aseguraba: Marx ha estudiado las leyes del capitalismo, no las leyes de la historia. Por eso, en la polémica sobre la com una rural rusa, se negó a que utilizaran T i capital como tram polín para sacarse de la manga una «teoría general del curso histórico». Retomemos sus palabras: si Tusia tiene que convertirse en un país capitalista... no lo logrará sin la expropiación general de la propiedad com unal del campesinado. «Eso es todo.» No hay me jor forma de constatar que el estudio de Marx se ha centrado en el análisis de «aquello en lo que consiste el capital», y no de cómo tiene que proceder el curso histórico. Marx ha estudiado la forma-capital, sin la cual ninguna realidad puede ser llamada «capitalista». En el prim er libro de T i capital, Marx ha logrado sacar a la luz la base estructural de la sociedad capitalista, ha encontrado la ley funda mental del capitalismo... pero no de la historia. Marx ha investigado «aquello que hace capital al capital», en el sentido platónico exacto en el que un Sócrates podía preguntar por aquello que hace bellas a las cosas bellas o zapatos a los zapatos. Marx encuentra leyes de la sociedad m oderna en tanto que esta es la sociedad capitalista-, quizás fuera posible encontrar, siguiendo m étodos semejantes, leyes de otros modos de producción; pero lo que no logra encontrarse en Marx es alguna ley que lo sea de la historia misma.
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ijmtnnd y Atthusser
La Historia, según Engels La concepción materialista de la historia también tiene ahora muchos amigos de esos, para los cuales no es más que un pre texto para no estudiar historia. Marx había dicho a fines de la década del setenta, re firiéndose a los «marxistas» franceses, que •to u t ce que je sais, c'est que je ne suis pas marxiste» («lo único que sé es que yo no soy marxista»). En general, la palabra «materialista» sirve en Alemania, a muchos escritores jóvenes, como una simple frase
Monumento a M an y Engels en una ciudad de Kirguistán.
para clasificar sin necesidad de más estu dio de todo lo habido y por haber; se pega esta etiqueta y se cree po der dar el asunto por concluido. Pero nuestra concepción de la historia es, sobre todo, una guía para el estudio y no una palanca para levan tar construcciones a la manera del hegelianismo. Hay que estudiar de nuevo toda la historia, investigar en detalle las condiciones de vida de las diversas formaciones sociales, antes de ponerse a derivar de ellas las ideas políticas, del derecho privado, estéticas, filosóficas, religiosas, etc., que a ellas corresponden. Hasta hoy, en este terreno se ha he cho poco, pues ha sido muy reducido el número de personas que se han puesto seriamente a ello. Aquí necesitamos fuerzas en masa que nos ayuden; el campo es infinitamente grande, y quien desee trabajar seriamente, puede conseguir mucho y distinguirse. Pero, en vez de hacerlo así, hay demasiados alemanes jóvenes a quienes el tópico del materialismo histórico (todo puede ser convertido en tópico) solo les sirve para erigir a toda prisa un sistema con sus conocimientos histó ricos, relativamente escasos -pues la historia económica está todavía en mantillas-, y pavonearse luego, muy ufanos de su hazaña (Engels,
1968:454). V
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'ia rvlvetara estructuralinta de Marx
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El contexto estructuralista En el seminario de Althusser se estaba jugando, así. un asunto muy im portante. Se estaban sentando las bases para separar la obra de Marx de las filosofías de la historia, empezando por la más impor tante de ellas, la del propio Hegel. Es cierto que la tradición marxista también había distinguido a Marx de estas filosofías, pero lo había he cho con una pretensión bastante patética: si Marx no era un filósofo era porque era «algo más» que un filósofo, un científico. La teoría de la historia de Marx tenía supuestam ente la peculiaridad de ser cientí fica. Pero, en el fondo, se aceptaba que la problemática era la misma: una ciencia de la historia, una teoría general del acontecer histórico. El seminario de Althusser cambió por completo esta situación, apar tando a Marx de las filosofías de la historia y acercándolo, ciertam en te, a lo que por entonces se llamaba «estructuralismo». ¿Qué era el estructuralism o y qué significa la perspectiva estructu ralista respecto de la lectura de Marx? Es difícil resumir aquí, en unas pocas páginas, un tem a tan complejo, pero vamos a intentar propor cionar al lector algunas ideas muy básicas. Fue Claude Lévi-Strauss. con su Antropología estructural, quien, en 1958, dio el pistoletazo de salida del movimiento estructuralista. Por su parte, explicaba que él había tom ado conciencia de ser estructuralista al trabar am istad con el lingüista Román Jakobson y entrar así en contacto con el universo de la lingüística heredera de Ferdinand de Saussure. Antes de juzgar las implicaciones filosóficas que dieron lugar a todo el revuelo «estructuralista» hay, en efecto, que tener muy claro que el impulso originario provino de la pretensión de introducir una sensatez que pudiera llamarse «científica» -o incluso «m atem ática»- en el uni verso de las ciencias humanas o, si se quiere, en lo que Althusser había llamado el «continente historia» en contraposición al dominio pro
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Cjrnm.Ki y Alt.hus.ier
pió de las ciencias naturales. Y el hecho del que se partió difícilmente puede ser puesto en duda: solo en el terreno de la lingüística estructu ral, y en concreto de la fonología, las ciencias humanas han encontrado un camino científico seguro. Se puede explicitar fácilmente el motivo: el objeto del que se ocupa el lingüista, al contrario de lo que parece suce der -a l menos a primera vista- en el resto del territorio de las ciencias humanas, no depende de la conciencia ni de la voluntad de los sujetos sociales, en este caso implicados en tanto que hablantes. Al hablar no tenemos conciencia de las leyes sintácticas y morfológicas de la lengua. La indagación científica, por ello, no introduce en este caso ninguna modificación apreciable en el objeto estudiado, que es, en este sentido, completamente independiente del observador. Por otra parte, la lingüística estructural había mostrado que las unidades lingüísticas se definían exclusivamente por sus relaciones con otras unidades del mismo plano, de modo que podían ser consi deradas como un conjunto sistemático. «La lengua es un sistema que no conoce más que su propio orden», había declarado Saussure:
Una comparación con el juego de ajedrez lo hará comprender mejor. Aquí es relativamente fácil distinguir lo que es externo de lo que es interno: el hecho de que haya pasado de Persia a Europa es de orden externo: es interno, por el contrario, todo lo que concierne al sistema y a las reglas. Si substituyo las piezas de madera por piezas de marfil, el cambio es indiferente para el sistema; pero si aumento o disminuyo el número de las piezas, tal cambio afecta profundamente a la «gra mática» del juego (1978:43).
Lo propiamente lingüístico de la lengua es de carácter sincrónico. Lo «sincrónico», es decir, lo simultáneo en el tiempo, se opone a lo
'I,n relectura rstructumlista de Marx
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«diacrónico», lo sucesivo en el tiempo. Los signos son arbitrarios, y lo único que cuenta lingüísticamente hablando es el haz de oposiciones en el que cada signo coexiste con los demás. En cada caso, el corte sincrónico es el relevante desde un punto de vista lingüístico, al igual que ocurre en el ajedrez, en el que siempre es enteram ente indiferente el proceso por el que se ha llegado al estado actual del juego, de modo que «el que ha seguido la partida no tiene la mejor ventaja sobre el curioso que viene a ver el estado del juego en el m om ento crítico: para describir esa posición es com pletam ente inútil recordar lo que acaba de pasar diez segundos antes» (Saussure, 1978:126). Todas estas consideraciones hacían factible el intento de construir un modelo que funcionara como un sistem a en el que los elementos se definieran enteram ente entre sí, un modelo que, por lo tanto, debería ser capaz de informarnos sobre aquello que, en el caso de modificar un elemento, debería ocurrir con todos los demás. Sería absurdo pre tender que de esta forma habríamos dicho todo lo que hay que decir sobre los fenómenos lingüísticos: pero, sin duda, habríamos aislado «algo» de la lengua, precisamente lo que podríamos considerar, en adelante, su estructura. Ahora bien, aparte del lenguaje, ¿era imposible encontrar algún otro fenómeno «social» susceptible del mismo tratamiento? Pero la pregun ta también podría ser: aparte de la lengua, ¿no hay, en el ámbito de los fenómenos sociales, muchas otras cosas que sean o funcionen como un lenguaje? ¿No nos encontraremos con un fenómeno parecido ahí donde pueda hablarse en general de comunicación? Lévi-Strauss logró aplicar esta perspectiva estructuralista, con bastante éxito, al estudio de las relaciones de parentesco. Lo ensayó también en el estudio de la mitología y de las costumbres, y m ostró que el universo entero de la cultura se levantaba sobre determ inacio nes estructurales que podrían perfectam ente ser inconscientes, del
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Ijmmsci y Althusser
mismo modo que las reglas gramaticales operan sin que el hablante tenga que pensar en ellas ni aun conocerlas. En todo caso, el estructuralism o se convirtió en una corriente que entró en conflicto frontal con las filosofías de la historia y con las fi losofías humanistas, y una de ellas, quizá la más im portante en esos momentos, era, precisamente, el marxismo.
El concepto de causalidad estructural Althusser nunca se definió como estructuralista -m á s bien, tanto él como Balibar se distanciaron explícitamente de esta corriente-, pero de lo que no cabe duda es de que su interpretación de Marx debía mucho al estructuralismo. Uno de sus conceptos más im portantes fue el de «causalidad estructural», que Althusser remitió al propio Marx, afirm ando que fue la clave de su «revolución teórica», aquella que -com o comentábamos más arriba- iba a apartarle de las filosofías de la historia y encaminarle por la senda que desembocaría en su obra definitiva, E l capital. Este m om ento cruciál ocurría en la famosa «In troducción» de 1857, a la que Althusser llamaría «el discurso del mé todo» de Marx. En este texto, Marx utilizaba unas metáforas que, para Althusser, avanzaban uno de los motivos «estructuralistas» que, andando el tiem po, iba a ser más tematizado: el concepto de una eficacia estructural.
En todas las formas de sociedad, es una producción determinada y las relaciones que ella engendra las que asignan rango e importan cia a todas las otras producciones y a las relaciones engendradas por aquellas. Es una iluminación [Heleuchtung] general donde están
'I,n rrluctuni estructumltsta dr Marx
sumergidos todos los colores, y que modifica las tonalidades particu lares. Es un éter particular que determina el peso específico de todas las formas de existencia que se destacan en él (Marx, 1971:57).
Althusser resumía el problema del siguiente modo: «¿Por medio de qué concepto puede pensarse el tipo de determinación nueva, que acaba de ser identificada como la determinación de los fenómenos de una región dada por la estructura de esa región? [...] ¿Cómo definir el concepto de una causalidad estructural?» (Althusser, 1965:401). Las dos metáforas utilizadas -e l «éter» y la «iluminación»- señalan al ob jeto mismo de la obra de Marx: el capitalismo de la sociedad capita lista. Pero, por el momento, eran metáforas; era necesario sustituirlas por un concepto que diera cuenta de lo que, por tanto, la obra de Marx consistía en poner en juego. Y el seminario «Lire Le capital» encontró en el concepto de causalidad estructural la forma de aclarar el enig ma, ingresando así, para bien o para mal, en el ámbito de corrientes que se habían dado cita en el título del «estructuralismo». En su explicación de la «noción de estructura», Lévi-Strauss cita ba unas palabras que pueden resultar ahora muy oportunas:
Un sistema o configuración es siempre, por naturaleza, otra cosa y más que la suma de sus partes; incluye también las relaciones entre las partes; su red de interconexiones, que añade un elemento signi ficativo suplementario. Esto es bien conocido de la psicología de la Qestalt o psicología de la forma. La «forma» de una cultura puede ser definida como el sistema {pattern) de las relaciones entre sus partes constitutivas (Lévi-Strauss, 1958:354).
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(jrawxci y Althussar
Pues bien, nada podría ilustrar más gráficamente este punto -q u e Lévi-Strauss convierte en una especie de manifiesto estructuralistaque un texto de Marx, en el cual se pretende, en el último capítulo del Libro 1 de E l capital, sacar a la luz el «secreto» profundo de la socie dad moderna de la que el resto de la obra acaba de dar cuenta. Hay que reparar en que estamos hablando de algo muy serio. La obra de Marx persigue, ante todo, responder a la pregunta «¿qué es el capital?»; y, en este momento, nos va a hablar de un señor llamado Wakefield que, en su opinión, habría dado con la clave de la tan ansiada respuesta. Y el caso es que Wakefield no era ni mucho menos un filósofo, sino un colonizador británico, un gran hombre de negocios, fundador de las Sociedades británicas de Nueva Zelanda y Australia. Ahora bien, ocu rre que allí, en las colonias, a Wakefield se le hizo de pronto patente algo que en Inglaterra resultaba invisible. Como vamos a ver, fue una especie de sobresalto platónico, una inesperada «reminiscencia» que le llevó a un mundo nuevo: el mundo de las estructuras. Ahí se dio de narices con el secreto más profundo de la economía capitalista, con lo que podríamos llamar su estructura profunda. Y lo que descubrió fue precisamente que, como decía el texto citado por Lévi-Strauss, «un sistema o configuración es siempre algo más que la sum a de sus partes». Citemos el texto de Marx:
El gran mérito de Edward Gibbon Wakefield no es el de haber descu bierto algo nuevo acerca de las colonias, sino el de haber descubierto en las colonias la verdad acerca de las relaciones capitalistas de la metrópoli. [...] En primer término, Wakefield descubrió en las colo nias que la propiedad de dinero, de medios de subsistencia, máquinas y otros medios de producción no confieren a un hombre la condición de capitalista si le falta el complemento: el asalariado, el otro hom bre forzado a venderse voluntariamente a sí mismo. Descubrió que el
1.a ufa-una i-structnralistn de M an
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capital no es una cosa, sino una relación social mediada por cosas. III señor Peel -nos relata Wakefield en tono lastimero- llevó consigo de Inglaterra al río Swan, en Nueva Holanda, medios de subsistencia y de producción por un importe de £ 50.000. El señor Peel era tan pre visor que trasladó además 3.000 personas pertenecientes a la clase obrera: hombres, mujeres y niños. Una vez que hubieron arribado al lugar de destino, sin embargo, «el señor Peel se quedó sin un sirviente que le tendiera la cama o que le trajera agua del río». ¡Infortunado señor Peel, que todo lo había previsto, menos la exportación de las relaciones de producción inglesas al río Swan! (MEGA, II, 6:685).
Una historia de lo más interesante e instructiva, en efecto. Un em prendedor capitalista, el señor Peel, había decidido m ontar una em presa allá, en las lejanas tierras coloniales. Muy inteligente y previsor como era, sin duda, procuró hacer bien el equipaje. Para m ontar una empresa se necesitan dinero y medios de producción. Ahora bien, también se necesitan trabajadores, y aquí es donde Peel resultó ser de lo más previsor: decidió llevarse trabajadores ingleses de confianza, tres mil obreros que aceptaron, libremente y de igual a igual, firmar un ventajoso contrato laboral. El siguiente episodio de tan prometedora historia nos sitúa en el Parlamento británico, donde no se cesa de ca vilar sobre el porqué de tan inesperados resultados. El señor Wakefield se pregunta, entre intrigado e indignado, sobre el enigma del desastre en el que la aventura de Peel había desembocado. El señor Peel había metido en un barco «la suma de las partes» del capital. Pero, como vamos a ver; se había olvidado algo: nada más y nada menos que «aquello que hace capital al capital», lo que, en efecto, Platón habría llamado el eidos-capital. En todo caso, algo más que la «suma de sus partes», eso que vamos a llamar, en efecto, la estructura.
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(jmmucty Althusser
La estructura profunda del capitalismo El lector tiene en este texto de Marx una ocasión insuperable para entender el concepto m ás problem ático y quizás más difícil de la obra de Althusser: el concepto de causalidad estructural. Las páginas correspondientes publicadas en lir e le Capital han sido en ocasio nes objeto de burla por su carácter esotérico, encriptado por la jerga «estructuralista» que entonces estaba ta n de moda. Sin embargo, el texto de Marx que acabam os de citar nos perm ite acercarnos al concepto de estructura y com prender por qué A lthusser le dio ta n ta im portancia, sin ambigüedades retóricas ni fiorituras académicas. Los obreros del señor Peel dejaron de serlo en cuanto desembar caron en un continente con suficientes tierras vírgenes para trans formarse en campesinos independientes. Colonizaron pedazos de tierra, se dedicaron a criar ganado y se hicieron artesanos, y algunos que tuvieron suerte en estos menesteres «se convirtieron incluso en competidores de sus ex patrones en el mercado mismo de trabajo asa lariado». «¡Imagínese usted qué atrocidad! -com enta M arx-, el ho nesto capitalista ha im portado él mismo de Europa, con su propio di nero contante y sonante, a sus propios competidores, ¡y en persona!» (MEGA. II. 6:688). Todas las leyes que en Inglaterra parecían cumplirse con la elegan cia, la espontaneidad y la belleza de la naturaleza, dejaban de cumplir se, como por encanto, en las colonias, al desmoronarse «la ley natural de la oferta y la dem anda de trabajo», una ley «natural» que algunos, nos dice Marx, sentían ya la tentación de «encarrilar debidam ente por medio de la policía». Enfrentados a este problema, se puede decir que no solo Wakefield, sino la clase capitalista en general y el propio Parlamento britá nico que se ocupó del asunto, perdieron de golpe la confianza en que
'l.ti rrlrcliiru nsiructumhsta tir Marx
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«las leyes naturales del intercambio de mercancías» fueran suficiente cimiento para la edificación del capitalismo. Marx dice que el señor Peel se había olvidado de «exportar las relaciones de producción in glesas». Pero todavía no sabemos muy bien en qué consisten estas y cómo podrían ser, de alguna manera, «exportadas». Si se hace el experimento de preguntar en una clase de bachillera to (sin leer el com entario final de Marx) qué fue lo que el señor Peel se había olvidado en Inglaterra para que las cosas le salieran tan mal (al día siguiente de desembarcar «el señor Peel no contaba ni con un sirviente que le trajera agua del río»), es del todo normal que algún alumno aventajado conteste descarnadam ente que se había olvidado «la guardia real». En parte, es bastante cierto. Lo primero que se com prende, en efecto, es que la ley de la oferta y la dem anda de trabajo, por algún misterioso motivo, no funciona en las colonias sin el con curso de la policía y el ejército. En Inglaterra, basta con que alguien tenga capital, es decir, dinero, máquinas y «buenas ideas», para que su demanda de trabajo se vea inm ediatam ente satisfecha por una cola de obreros dispuestos a ofertarlo. Por el contrario, al señor Peel ni siquie ra le valió la argucia de exportar a sus obreros junto con su capital. En cuanto hubo desembarcado, el contrato de trabajo que había firmado con ellos se convirtió en un mero papel mojado, los obreros desapa recieron y, al poco tiempo, las máquinas y los medios de producción habían dejado de ser capital para convertirse en un m ontón de chata rra oxidada. Los obreros reaparecieron instalados en fincas particula res, reconvertidos en colonos, se dedicaron -quién sabe- a extermi nar aborígenes, trabajar con su sudor parcelas de tierra heroicamente defendidas de los intrusos... y si la película es suficientemente larga, probablemente reaparecieron al final reconvertidos en magnates, tras haber descubierto algún pozo de petróleo en sus tierras diligentemen te trabajadas. El señor Peel creía que m etía en el barco a sus obreros y
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(¡rnmsci y AUhussnr
había embarcado, sin darse cuenta, a su competencia: había pagado el pasaje a sus más encarnizados competidores. Por otro lado, las colonias no estaban precisam ente desiertas, sino bien pobladas de indígenas en taparrabos que deambulaban por ahí. No era fácil, así pues, entender por qué ese potencial ejército de re serva era incapaz de entender o de plegarse a la «ley natural de la oferta y la demanda» de trabajo, una ley que, en cambio, en Europa parecía poco menos que infalible (como no puede dejar de serlo una ley a la que se considera «natural»). Esta especie de «cáncer anticapi talista» que caracterizaba a las colonias solo podía ser explicado por una «falta de civilización». Y sabemos muy bien que el ejército y la policía fueron y siguen siendo las herram ientas para la civilización de las colonias. Puede que a algunos economistas sí (incluso siendo marxistas), pero al Parlamento británico no se le habría ocurrido nunca m andar un ejército de profesores ilustrados a entonar alabanzas sobre la ley del valor, el intercambio de equivalentes, el contrato social y la libertad. No es que tales personajes faltaran en la historia, pero, en todo caso, funcionaban más bien en la retaguardia de un ejército que estaba arm ado con cañones y no con palabras. Y, aún así, lo que el señor Peel había olvidado no eran soldados, sino aquello que los soldados tenían que hacer. Es verdad que la diferencia que hay entre un soldado y un obrero es que este último puede rescindir su contrato a voluntad, mientras que a un soldado se le puede fusilar por desertor. Pero el asunto no consiste en ajusticiar desertores, sino en que los soldados sean eficaces a la hora de generar las condiciones en las que el capitalismo es posible, para lo que, en primer lugar, es preciso lograr que la ley de la oferta y la demanda de trabajo se haya adueñado de la realidad de la colonia. Esta ley regía ya en Inglaterra con la misma naturalidad con que lo hace hoy en el mundo de la globalización: basta una solicitud de trabajo anotada en Infojobs (sección «oferta de trabajo»)
7.(1 relerlura estntelumlista de Marx
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para que. al día siguiente, cualquier señor Peel tenga una cola de para dos suplicando una «entrevista de trabajo». Igual que caen las piedras, caen los trabajadores sobre los puestos de trabajo. Y, sin embargo, en las colonias esto solo se lograba mediante recursos muy artificiales y muy violentos. Los comentarios de Rafael Sánchez Ferlosio al 'Ensayo políti ca sobre el reino de Nueva España de Alejandro Humboldt pueden va lernos para hacernos una idea muy exacta de los términos del problema:
La estancia de Alejandro Humboldt en Nueva España, de casi un año de duración, se remonta casi a los albores del culto al dios Progreso, pues transcurrió a caballo de los años 1803 y 1804. [...] Hablando de la gran variedad de vegetales susceptibles de elaboración industrial y comercialización que ha podido observar silvestres en la Intendencia de Veracruz, concluye: «Solo esta intendencia bastaría para vivificar el comercio del puerto de Veracruz, si fuese mayor el número de co lonos y si su desidia, efecto de la misma beneficencia de la natu raleza y de la facilidad con que proveen sin trabajo a las primeras necesidades de la vida, no entorpeciese los progresos de la industria» (Sánchez Ferlosio, 1986: 50-51).
La desidia de los colonos y de los indígenas, así como la propia be neficencia de la naturaleza que la posibilitaba, eran tam bién un obstá culo para el desarrollo de la industria de esperma de ballena.
Hablando más adelante de la gran abundancia de cachalotes en las costas del Pacífico y lamentando que los habitantes de las colonias españolas no aprovechen las ventajas que, para su pesca, tendrían sobre los ingleses y los norteamericanos (ya que estos, para llegar al
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(jramsci y Althusser
Pacífico, tenían aún, en aquel tiempo, que rodear el continente desde el Atlántico), comenta: «No es la falta de brazos la que podría impe dir a los habitantes de México el dedicarse a la pesca del cachalote; doscientos hombres bastarían para armar diez barcos pescadores y recoger anualmente cerca de mil toneladas de esperma de ballena; esta substancia podría ser en lo venidero un artículo de exportación casi tan importante como el cacao de Guayaquil y el cobre de Co quimbo. En el estado actual de las colonias españolas, la desidia de los habitantes es un obstáculo para la ejecución de estos proyectos. En efecto, ¿cómo se pueden encontrar marineros que quieran dedi carse a un oficio tan duro, a una vida tan miserable cual es la de los pescadores de cachalote? ¿Cómo hallarlos en un país en donde, según la opinión del común del pueblo, el hombre es feliz solo con tener plátanos, carne salada, una hamaca y una guitarra? La esperanza de la ganancia es un estímulo muy débil, bajo una zona en donde la benéfica naturaleza ofrece mil medios de procurarse una existencia cómoda y tranquila, sin apartarse del propio país ni luchar con los monstruos del Océano» (ibid.: 51-52).
Para coyunturas como esta, de nada sirve, como hemos visto, ge nerar una oferta de trabajo a d hoc, im portando obreros de las m etró polis. pues, en cuanto desembarcan, no les es difícil hacerse con una hamaca o una guitarra y alimentarse de plátanos y de carne salada. Este tipo de vida puede parecer lo que sea, pero nadie que haya leído M oby V ick preferiría embarcarse junto con el capitán Ajab de turno para perseguir cachalotes hasta el otro extremo del mundo. A Humboldt no se le escapa el tipo de remedio que sería preciso aplicar para restaurar aquello que todos los señores Peel de las colo nias habían dejado olvidado en sus metrópolis;
7o n'lrctiirti oMrurlumlisla tlr Marx
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En las colonias españolas se oye repetir muy a menudo que los ha bitantes de las tierras calientes no saldrán de la apatía en que hace siglos están sumergidos hasta que una real cédula mande destruir los platanares. A la verdad el remedio es violento y los que lo proponen con tanto ardor generalmente no despliegan más actividad que el co mún del pueblo, al que quieren hacer trabajar aumentando la masa de sus necesidades. Esperemos que la industria progresará entre los mejicanos sin que se empleen medios destructivos (i b i d 51).
«A la verdad el remedio es violento...» Así es, pues para quemar los platanares hace falta desalojar a la población, despejar el terreno, ex term inar a los indígenas demasiado tozudos para abandonar a los an cestros que residen en sus cementerios, crear, en definitiva, un ejército de mendigos que no tengan dónde caerse muertos. Este presupuesto tan «natural» de la ley de la oferta y la dem anda de trabajo consiste, lisa y llanamente, en una matanza. En orden a este tipo de consideraciones es como Marx dice que Wakefield descubrió en las colonias el secreto en el que consiste la pro ducción capitalista de la metrópoli: «T i modo capitalista de producción y de acumulación y, por ende, también la propiedad privada capitalista, presuponen el aniquilamiento de la propiedad privada que sefunda en el trabajo propio, esto es, la expropiación del trabajador» (MEGA, II, 6:692). No hay capitalismo sin una expropiación (inevitablemente violen ta y «artificial») de las condiciones generales de trabajo de una pobla ción. Siempre era necesario algo así como «quemar los platanares». En suma: era preciso generar en la población un «hambre artificial», que empujara a las personas a buscar su sustento en el mercado de trabajo. Estas consideraciones de Marx no apuntan, pues, fundam en talmente, a una explicación histórica del capitalismo. Intentan, más
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bien, sacar a la luz algo que se ve a simple vista en las colonias, pero que en Inglaterra, en cambio, resultaba invisible. Se trata, nada más y nada menos, de aquello en lo que consiste el capitalismo: la esencia del capital, la estructura capitalista misma.
El mundo de las estructuras, en clave platónica Es aquí donde Althusser consideró que residía el núcleo mismo de la «inmensa revolución teórica de Marx»: en el descubrimiento de una estructura. Y la estructura en cuestión puede resumirse como sigue: el capi talismo es imposible sin las relaciones de producción capitalistas, las cuales consisten antes que nada en el hecho de que el conjunto de la población haya sido violentamente expropiada de sus medios de producción. Puestos a decir a las claras lo que el señor Peel «se había olvidado» en Inglaterra, nada mejor que añrm ar que se había olvidado, precisa m ente -¡y nada menos!-, «el capital», la «esencia capital», «aquello en lo que consiste el capital», «aquello que hace capital al capital» o, como ya dijimos antes en clave platónica, el eidos capital. Lo que, en efecto, el marxismo llamó la estructura capitalista. Entenderemos lo serio del asunto si nos damos cuenta de que el error que comete el señor Peel es exactam ente el mismo en que incu rre Menón -e n el famoso diálogo de P latón- al ser interrogado acerca de qué es la virtud. Menón dice que eso lo sabe hasta un niño y que le avergonzaría regresar a su patria para contar que el gran Sócrates no sabe qué es la virtud. Sin duda hay cosas difíciles que decidir acerca de la virtud; por ejemplo, si la virtud es enseñable o no lo es. Para decidir
'l.o ri'lfilurii oxtructumlistu do Marx
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sobre este tipo de cuestiones hace falta ser, por lo menos, bastante inteligente. Pero Sócrates, antes que nada, quiere que se le diga... ¡en qué consiste la virtud! Pues, al parecer, no solo no es «bastante inteli gente», sino que, siendo más bien com pletam ente «idiota», ni siquiera entiende el significado de la palabra: los niños lo entienden, pero Só crates no. No cabe duda de que el señor Peel, a la vista de lo rico que era, debía de ser también «bastante inteligente». Como mínimo, tan inte ligente como, por ejemplo, Berlusconi, que basó todas sus campañas electorales en la propuesta de gestionar Italia como una gran empresa y que presentaba su éxito en los negocios como prueba indiscutible de que él sí sabía realmente de qué iba eso de la economía. Este argumen to parecía de una evidencia incontestable: ¿quién va a ser capaz de dirigir los destinos económicos de un país mejor que un empresario? ¿Qué mejor ministro de economía que una persona que sepa perfec tam ente lo que es una empresa porque él mismo tiene mucha expe riencia como empresario? Ahora bien, eso de «tener experiencia» no es algo que sea muy impresionante desde el punto de vista platónico. Claro que, se dirá, la economía no se desenvuelve en el nebuloso m un do de las ideas de Platón. Más allá de «utopías» y de «libertarismos trasnochados» (como corresponde al pragmatismo de la patronal), no cabe duda de que los empresarios tienen «los pies en la tierra»... por la cuenta que les trae. Ahora bien, «por la cuenta que le traía», el señor Peel, que sabía perfectam ente lo que es el capital -y a que era, preci samente, un capitalista-, fue ta n previsor que de sus empresas no se olvidó de em barcar ni un tornillo. Se olvidó, sin embargo, de exportar «aquello que hace capital al capital», aquello que Platón habría llama do, en efecto, la «idea» de capital. Lo que pasa es que no es tan fácil saber qué es eso del eidos (eso lo estudian en los departamentos de Ontología o de Metafísica, y al final
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Çramsci y Althusser
se parece bastante poco a lo que suelen contar los manuales sobre Pla tón o Aristóteles). Una cosa sí que sabemos, no obstante: aquello en lo que consiste el capital (el eidos capital) es aquello por lo que pregunta mos cuando preguntamos, sencillamente, qué es el capital. Precisamen te por eso, no tiene nada de extraño que Marx, tras casi mil páginas de una obra titulada £ / capital, al final del Libro I, aproveche para respon der a esa pregunta. Un largo itinerario, se dirá. Todo el mundo sabe lo que es el capital, o al menos es obvio que los empresarios lo deben de saber, aunque solo sea por experiencia. Preguntemos a Menón si la vir tud es o no enseñable. Preguntemos al señor Peel o a Berlusconi si hay que subir o bajar los impuestos para favorecer la inversión. Seguro que tendrán una respuesta. ¡Por experiencia! Ya estamos viendo que Platón quizá tenía mucha razón al desconfiar del mundo de los sentidos (habló incluso de una caverna en la que no se veían más que sombras). Se han hecho muchas piruetas muy pedantes con el concepto de «estructura» en Althusser (y en Marx). Sin embargo, el asunto, como estamos viendo, distaba mucho de ser una excentricidad «estructuralista». El fondo de la cuestión era tan antiguo como Platón. Al otro lado del océano, esperando al señor Peel, aguardaba una sor presa socrática que iba a dejar boquiabiertos no solo a todos los econo mistas de la época, sino también a todos los muy «realistas» y «terrena les» políticos del Parlamento británico. «No se contesta a la pregunta de qué es el capital enumerando las partes de que este se compone, eso sería -com o le dice Sócrates a M enón- como preguntar qué es una abeja y contestar que una abeja es una cabeza, unas patas, un abdomen, unas alas y unas cuantas cosas más...» Del mismo modo, el primer in tento que hace el impaciente Menón de responder a la ingenua pregun ta de Sócrates naufraga porque Menón se limita a enumerar las partes de la virtud o, todo lo más, a poner ejemplos de ella. No se sabe qué es la virtud limitándose a meter en la cabeza las distintas partes de que
’l.ii iwhrtura i'üliiwliimlista ' ocluid del pensamiento de (jnonsci
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sentarse como los intereses generales de la sociedad en su conjunto. Esto es lo que con vierte a una clase social en la clase dom inan te. Una clase nunca es dom inante en virtud de su mero poder de coerción, de la fuerza bruta que es capaz de ejercer sobre otras cla ses sociales dom inadas o subalternas. A un poder puram ente coercitivo le faltaría lo que políticamente llamamos legitimidad. Ahora bien, en la misma línea del texto de Marx que acabamos de citar, Gramsci logró sacar a la luz los secretos ocultos que se es conden tras la cuestión de la legitimidad del poder político. Un poder político se vive como legítimo cuando logra vestirse con los ropajes de lo que podríamos llamar, con Rousseau, la «voluntad general». Cuan do una clase social logra que sus intereses económicos y políticos sean vividos por la población como una voluntad general, podemos decir que esa clase social ha conquistado lo que Gramsci llamó la «he gemonía». Las consecuencias de este trueque de los intereses particulares en intereses del conjunto de la sociedad son inm ensas. El concep to de «hegemonía» da cuenta de un fenómeno crucial para el pen sam iento político: el asunto de la servidumbre voluntaria. La gente acepta el orden establecido como si, en el fondo, hubiera una secreta convicción que les hace pensar que las cosas son como tienen que ser. Así pues, para hablar de som etim iento al poder, no nos basta con pensar en el poder coercitivo. La gente no obedece por miedo, o al menos no fundam entalm ente. El som etim iento voluntario es, por regla general (como dem ostró Gramsci y tem atizaron luego Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, autores a los que luego harem os referen
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(jranwci y Althusser
cia), m ucho más im portante. Ello no puede ocurrir más que en la medida en que la población, en general, considera que el poder es «legítimo». Es fácil com prender que, cuanto más tenga que recurrir una clase o un grupo social dom inante a la coerción policial, al miedo, la am ena za, la fuerza o la violencia, menos lo considerará un poder «legítimo» el resto de la sociedad. Es más, el recurso a la fuerza es siempre una prueba de que ese poder, en el fondo, ya se está resquebrajando. Esto es lo que ocurre en los períodos de crisis social, en los m omentos de transición de un régimen político a otro. Por supuesto, un diagnóstico gramsciano de la situación en la que actualm ente nos encontram os desde que estalló la crisis en 2008 es, en este sentido, muy im portante. Más adelante volveremos sobre ello. La estabilidad política se logra, por lo tanto, cuando una clase so cial ha conquistado la hegemonía sobre el resto de la sociedad. Ello implica que la población no obedece más que porque cree estar obe deciendo a sus propios intereses. Obedece, por lo tanto, voluntaria mente. Al mismo tiempo, el aspecto ideológico de la cuestión es cru cial: la hegemonía se ejerce, fundam entalm ente, apropiándose de lo que solemos llamar el «sentido común». Es allí, en el sentido común de la población, donde se produce la secreta mutación de los intereses particulares en intereses generales de la colectividad. Es por lo que los marxistas repitieron tanto eso de que la ideología de una sociedad es siempre la ideología de la clase dominante. Lo que Althusser llamó «el macizo ideológico» es un conjunto de evidencias que remiten unas a otras, en un tinglado de imágenes y representaciones que es impres cindible para poder desenvolverse en la vida, aunque al mismo tiempo nos oculta la verdadera realidad estructural en la que estam os vivien do. La ideología desvela y oculta a la vez. Nos permite reconocernos, pero es un obstáculo para conocer.
7.7 aiif¡r actual tlel pensamiento de (¡raima
Pues bien, Gramsci fue quien mejor nos hizo ver la importancia po lítica de luchar a ese nivel ideológico. Es ahí donde se disputa lo que podríamos llamar «la ficción de una voluntad general». Hablamos de «ficción» porque, como estamos viendo, nada garantiza que a una clase social le pueda corresponder de iure, «de derecho», el papel de represen tar a la sociedad en su conjunto. Ahora bien, lo que sí que es seguro es que la clase social que logre hacerse pasar por tal, tendrá la ventaja de hacerse obedecer sin necesidad de recurrir a la coerción o la violencia. Así pues, la lucha política es, ante todo, una lucha por la hege monía, una lucha, por tanto, por instalarse en el sentido común de la población de manera que los intereses propios se hagan pasar por los de la voluntad general. Por supuesto, en la sociedad capitalista la hegemonía la detenta la clase dom inante desde un punto de vista económico, lo que el marxis mo llamó habitualm ente «burguesía». En la actualidad, este término resulta cada vez más problemático; para empezar, porque una enorme proporción de los asalariados son, al mismo tiempo, accionistas em presariales, aunque solo sea porque tienen invertidos sus fondos de pensiones. La lucha de clases atraviesa ahora, por tanto, a los propios ciudadanos, los fractura estructuralm ente en su interior. Esto hace que no sea tan fácil -e n realidad, nunca lo fue del to d o - distinguir clases sociales como quien distingue equipos en un partido de fútbol, pero estructuralm ente -y ya sabemos lo que esto significa- la cosa no ha cambiado en absoluto. En todo caso, las líneas de confrontación se siguen encontrando, como decíamos en el capítulo anterior, entre los que están interesados en defender el juego estructural de este mundo y los que están aplastados o marginados por él. Ya hace décadas que se viene hablando de la confrontación «Norte-Sur». En Latinoamé rica se habla mucho de «oligarquía», un térm ino que, en verdad, ahí tiene mucho sentido. Podemos, en España, puso de moda el término
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«casta», en referencia a la confrontación entre los de arriba y los de abajo. Otros han preferido hablar de una «mafia internacional» que nos domina manejando los hilos del capital financiero y forzando a los parlamentos a legislar a su favor. En todo caso, la línea divisoria fue trazada con mucho acierto por el famoso lema del movimiento Occupy Wall Street: «Somos el 99%». Lo im portante ahora es reparar en que el primer paso inevitable para la lucha política de los oprimidos -les llamemos como les lla m em os- no puede ser otro que el de romper la hegemonía ideológica de la clase dominante. Ello pasa inevitablemente por una lucha por construir una nueva hegemonía, es decir, por hacer com prender que la voluntad general (que ahora afecta a los intereses del planeta en su conjunto) discurre por otros derroteros. En esta lucha, por ejemplo, el ecologismo marca actualm ente un punto de inflexión incuestionable, que las élites dominantes pueden ignorar cada vez menos. Son los propios límites ecológicos del planeta los que desautorizan la legiti midad actual del capitalismo. Como ya hemos planteado antes, las exigencias de un crecimiento infinito y cada vez más acelerado no son compatibles con un planeta redondo y finito. Ningún interés econó mico que defienda este dinamismo estructural puede hacerse pasar por voluntad general, o al menos lo tiene cada vez más difícil.
El Gramsci de los poderosos: los th in k ta n k s Recientemente, el filósofo español José Luis Villacañas hizo una observación muy oportuna y desalentadora. En Europa, se ocupan de Gramsci los intelectuales de la universidad. En Estados Unidos, en cambio, tenem os desde los años setenta un Gramsci en estado práctico financiado por los principales poderes económicos. Son los
7.7 auge actual de! pensamiento de (¡rawsn
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famosos think tanks, «cuerpos de élite de la inteligencia social, que están bien identificados y entrenados, financiados y reclutados, pa gados y promovidos, porque todo el m undo sabe que ganar la batalla de las ideas es tener la guerra entera vencida» (Villacañas. 2015). Actualm ente, el pensam iento neoliberal ha ganado por completo la batalla por la hegemonía. Pero hubo un tiem po en que no era así. un tiem po en que el keynesianismo reinaba sobre el sentido común, en los medios universitarios y de comunicación. Los think tanks que revirtieron esta situación trabajaron durante décadas, financiados a la carta y alentados por poderosos intereses. Como es sabido, la crisis del Estado del Bienestar iniciada en los años setenta permitió a Ronald Reagan y M argaret Thatcher decretar que había llegado el fin del keynesianismo. El econom ista Friedrich Hayek, que hasta ese m om ento había sido considerado un anarcocapitalista marginal, re cibió el Premio Nobel, y sus discípulos -e n tre ellos M ilton Friedman. otro premio N obel-, los famosos «chicago boys», iniciaron entonces una verdadera revolución económ ica que acabaría por im poner el modelo neoliberal a escala planetaria. Había com enzado lo que el ya citado econom ista John Kenneth Galbraith llam aría «la revolución de los ricos contra los pobres», una revolución que sigue vigente y que no parece tener visos de concluir. Lo que ahora nos interesa resaltar es la im portancia inm ensa que han tenido los intelectuales en todo este proceso. Es como si, en efecto, se entendiera mejor hasta qué punto Gramsci tenía razón al constatar lo muy en serio que las clases dom inantes se han to mado las luchas ideológicas. Y esas luchas han sido protagonizadas por intelectuales orgánicos que tenían muy claro que es imposible dom inar de forma estable y duradera sin una hegem onía cultural capaz de producir el som etim iento voluntario de la población. Que Gramsci tenía razón lo confirm a no solo el uso que la izquierda está
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(jrimstu y A lth u m v
haciendo de su obra, sino, m ucho más, lo gram scianam ente que se han com portado los am os del mundo, los poderosos que han logra do consum ar esta revolución neoliberal en la que llevamos inmersos desde los años ochenta.
La guerra de posiciones y la guerra de movimientos El pensamiento gramsciano actual diagnostica que nos encontram os en una «crisis orgánica» (Errejón, 2014:79). Con ese término, Gramsci se refería a una situación en la que «las grandes masas no creen ya en lo que antes creían» (Gramsci, 2000, CII: 37). Se trata de un interregno en el que «lo viejo muere y lo nuevo no acaba de nacer». En este tipo de momentos históricos, los poderosos han perdido su control hegemónico y no tienen más remedio que recurrir a la am enaza y la coerción. Son momentos en los que hace falta recordar quién tiene la sartén por mango. Ello puede ir desde la am enaza de deslocalizar empresas en el caso de que se perjudiquen sindical o legislativamente sus intereses, hasta medidas legislativas de excepción (como las que se han decre tado en nombre de la lucha antiterrorista, como la legalización de la tortura en Estados Unidos o la «Ley Mordaza» en España) o, llegado el caso, directam ente la amenaza de un golpe de Estado (militar o financiero), como tantas veces ha ocurrido en la historia cada vez que el resultado de las elecciones no convenía a los poderes económicos. En estos casos de crisis, la correlación de fuerzas entre los distin tos intereses contrapuestos es, sin duda, crucial. Pero al mismo tiem po que se miden las fuerzas efectivas, es decir, la capacidad de ganar la batalla sobre el tablero de juego, se está decidiendo tam bién el tipo de tablero en el que se va a jugar. En palabras del politólogo español fñigo Errejón, no solo cabe la posibilidad de ganar o perder la partida.
'l'l tiiii’p actual de! pensamiento de ijmmiu-i
sino que también es posible modificar «la configuración actual del tablero» o incluso «patear el tablero mismo» (Errejón, 2014:90). Gramsci distingue entre «guerra de movimientos» y «guerra de posiciones». La guerra no siempre es una confrontación abierta. An tes se produce una «guerra de posiciones». Se van tom ando posicio nes en la sociedad, y se determ ina así cuánta gente va a estar a tu favor. La guerra de posiciones es. ante todo, una batalla incansable por asegurarse el control hegemónico. Todas las fuerzas en contienda lu chan, como hemos visto, por hacer pasar sus intereses propios por los de la sociedad en su conjunto. Se disputan, en definitiva, el derecho a «representar» la voluntad general. Y esta es una batalla por el sen tido, una batalla cultural e ideológica, en la que están en litigio ideas, conceptos y a veces, sencillamente, términos que ejercen una seduc ción casi mágica o mitológica. En esta batalla ha predominado mucho la interpretación de dos autores gramscianos y «schmittianos de iz quierda» muy im portantes en la actualidad: Ernesto Laclau -a u to r de Xa razón populista- y Chantal Mouffe. Es un problema que Ernesto Laclau y Chantal Mouffe pensaron primero respecto a Latinoamérica y el populismo, pero que luego aplicaron a cuestiones de actualidad europea reciente, como el auge del populismo de derechas en Francia o el del populismo de izquierdas en España o en Grecia. En España, este asunto se ha experimentado desde que irrumpieron Podemos y Ciudadanos en el espacio político del juego electoral. En gran medida se ha luchado por palabras, por resignificar los térm inos del sentido común, por apropiarse de su significado e incluso de su significan te. ¿Quién puede hacer suya la palabra «patria», por ejemplo? ¿Quién es un patriota? ¿Quién lleva una bandera de su país en la correa de su perro, quién tiene una cuenta en Suiza, quién declara sus impues tos, quién defiende una enseñanza pública para su país? La estrategia electoral de Podemos (o de Syriza en Grecia) nunca ha disimulado ser
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Ijm m sa y Allhtmcr
enteram ente gramsciana. Se fue desde el principio muy consciente de que todo dependía de resignificar las palabras «democracia», «patria», «casta», «gente», «pueblo», «crisis», «corrupción», «mercado», «pro greso», palabras que, en principio, todos tienen que utilizar para mo verse en el tablero de juego, pero con las que, en función de qué se haga con ellas, se logra conformar el sentido com ún en un sentido u otro. Se trata, en efecto, de una laboriosa guerra de trincheras, pero que se desarrolla en el plano discursivo. Se lucha por tom ar un sig nificante como se lucha por tom ar una colina. Lo más im portante, según Ernesto Laclau, es apoderarse de lo que él llama «significantes vacíos», «significantes no asociados a ningún significado particular» por estar sobrecargados de sentidos que com piten por «llenarlos», y que solo se decantan tem poralm ente por uno de ellos cuando una nueva frontera los ancla y asocia a una identidad popular que con quista así legitimidad con pretensión universal (Laclau, 2005:167). Las palabras como «patria» o «progreso» son susceptibles, como he mos visto, de significar cosas muy distintas. Y la batalla ideológica crucial es la de saber llenar esas palabras - a las que nadie puede renunciar- del significado que conviene. Se tra ta de colonizar el dis curso en tu favor, jugando con los térm inos y los significados, hasta lograr apoderarte de eso que solemos llam ar «sentido común». La de los sectores más desfavorecidos es una lucha por dem ostrar que ellos son el pueblo legítimo, el verdadero pueblo, que las suyas son las verdaderas dem andas de la sociedad en su conjunto. La lucha política, nos dice Laclau. siempre es la lucha de una «parcialidad» para lograr «funcionar como la totalidad de la com unidad» (2005: 108). En todo caso, la cosa estaba ya perfectam ente prevista desde el texto de Marx que hemos citado al comienzo del capítulo: la lucha de una clase social por la hegemonía consiste siempre en «imprimir a sus ideas la forma de lo general», de lo «racional», de lo universal e
7.7 (lago actual dct i>t'wuimwnlo (¡mima
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inevitable. La batalla por el control y la resignificación de los univer sales es, lógicamente, crucial. La impronta actual de Gramsci tiene que ver, ante todo, con su com prensión de la enorme importancia que tiene esta «guerra de posicio nes» en cualquier lucha política. «Las superestructuras de la sociedad civil son como el sistema de trincheras de la guerra moderna», y sin trincheras, hoy en día, nos decía Gramsci. es imposible ganar una guerra (Gramsci, 2000, C V: 62). Así pues, lejos de tratarse de una batalla ficticia en tanto que «superestructural» -com o algunos marxismos quisieron ver aquí-, se trata de una confrontación crucial que decide, en el fondo, los bandos y las posiciones que están en liza. Se trata de un juego en el que la partida la gana el que logra apoderarse del discurso hegemónico. No es una batalla ficticia, pero sí es una que en muchos casos se disputa ficciones. Es una batalla por construir relatos, mitos, historias. —• ———• ——
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la política para dejarla a la derecha (M ouffe, 2015).
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(jratnsci y Althusser
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La guerra de posiciones Ello podría explicar el gran éxito de la recepción gramsciana entre todos aquellos que hubieron de reconocer que su único terreno de acción po lítica posible era el de la ideología y el de las reformas desde el Estado. Pero no es justo arrebatarle a Gramscl su pesimista conciencia de revo lucionario que no podía hacer la revolución. Quizá a los profetas desar mados solo les quede Gramsci y no es poco, pero una cosa es adaptarse al terreno de lo posible y otra hacer virtud de la debilidad. Si la política se decidiera en la guerra de posiciones, los poderosos hubieran renunciado al poder de la espada. Y no hay ejemplos de ello en la historia (iglesias,
2014: 102).
ficciones. Y, ante todo, una de ellas en concreto: la ficción de un interés general. Pues, en efecto, lo decisivo políticamente, lo que realmente está en disputa, es que el poder pueda ejercerse en nombre de la colecti vidad. Si no fuera así, el poder tendría que recurrir exclusivamente a su capacidad de coartar y reprimir Sería un poder al que la gente solo obedecería por miedo. Pero una sociedad aterrorizada nunca puede ser estable y duradera. El poder, sin duda alguna, es poder de coacción, pero también de convicción. Y sin estas dos caras conjugadas, ningún poder es suficientemente poderoso. Quien se apropia de la voluntad general, en cambio, ha ganado la partida. En verdad, habrá conquistado ni más ni menos que el secreto del sometimiento voluntario. Quizás conviene estar precavidos frente algunas posibles exagera ciones de estos planteamientos. Sin duda, debemos a Gramsci la sen sibilidad política hacia lo «superestructural» pero, como muy bien ha recordado recientemente el filósofo marxista Perry Anderson, Gramsci, de todos modos, no era un «reformista», sino un «revolucionario
T.l utifiti actual del (wn.iamtmto de Ijrewuicl
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convencido de que la única forma de acabar con el capital era con la fuerza de las armas» (Anderson, 2012:339). Sin la hegemonía, el poder no es más que represión y violencia. Pero la hegemonía, sin poder, ja más es suficiente. Comentando estas tesis de Perry Anderson, el líder de Podemos Pablo Iglesias pone algunos ejemplos muy gráficos: De Gaulle conjugaba poder y hegemonía, pero no así la República espa ñola, que detentaba suficiente hegemonía pero no suficiente poder. En Venezuela, Hugo Chávez logró ganar dieciséis elecciones seguidas porque su poder hegemónico era aplastante, pero también pudo neu tralizar un golpe de Estado en 2002 porque su correlación de fuerzas en el interior del ejército era suficiente. No fue así, en cambio, en el caso de Salvador Allende, en 1973. Todo ello nos induce a pensar que quizá tenga razón Perry Ander son y que, en el fondo, el impresionante resurgir del pensam iento de Gramsci en la actualidad tenga una vertiente más pesim ista y desen gañada de lo que se quiere hacer creer. Tal vez, en efecto, se deba a que nos encontram os en una situación en la que el movimiento obrero a escala internacional arrastra ya más de medio siglo de derrotas con tinuas. de tal m odo que una vez decidida en favor de los poderosos la «guerra de movimientos» ya no se abra otra posibilidad que una per m anente «guerra de posiciones» que, aunque no puede ganar, sí que puede, por lo menos, resistir.
El marxismo actual El futuro del marxismo Marx, Althusser y Gramsci fueron autores comunistas. Para finalizar este libro, conviene que digamos algunas palabras sobre la experien cia comunista, evaluando qué puede quedar en ella de aprovechable o de inevitable en la actualidad. Tras los desastres del siglo xx, no hay muchos, sin duda, que reivindiquen con entusiasm o el térm ino «co munismo». Sin embargo, lo que tenemos que entender aquí es que, en estos momentos, el término es lo de menos. Lo que resulta imprescin dible es sacar a la luz lo que contenía de verdad y lo que sigue siendo una cuenta pendiente insoslayable, elijamos un término u otro para referirnos al asunto. Es preciso adm itir que a derecha e izquierda del espectro político existe una idea políticamente irrenunciable, la de una república en la que los legislados sean a la vez legisladores; es decir, la idea de una sociedad de hombres libres e iguales, de una comunidad de ciudada nos. Este fue, sin duda, el programa político de lo que en la historia de la filosofía se conoce con el nombre de Ilustración y que podríamos
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ijmmsct y Allhuxsor
resumir con el término «república». Entre paréntesis, conviene adver tir de que, por supuesto, en este sentido «república» no se opone a «monarquía» sino a despotismo. En una república, las leyes no son las órdenes de un tirano. Esto es algo que se logra (o se intenta lograr) mediante un entram ado de instituciones que son la ingeniería políti ca de lo que llamamos «Estado de Derecho», entre las cuales, las más im portantes son la libertad de expresión y la separación de poderes. //
%% R e sp ú b lic a N o u m e n o n La ¡dea de una constitución concordante con el derecho natural de los hombres, a saber, que quienes deben obedecer a la ley también deben ser al mismo tiempo, unidos, los legisladores, subyace a todas las formas políticas, y la comunidad política acorde con ella, que pensada por con ceptos racionales puros se llama ideal platónico (respublica noumenon), no es una vacía fantasmagoría sino la norma eterna para toda constitu ción civil (Kant, Streit, Vil: 90-91).
No cabe duda de que. en el marxismo, esta idea «irrenunciable» de «república» se vio muy a m enudo con cierto recelo, ligándola a una ideología supuestam ente «burguesa» y, por lo tanto, destinada a ser superada junto con el capitalismo. Sin embargo, creemos que actualm ente los proyectos políticos más serios que aún se consideran m arxistas no pretenden apartarse de esta m eta suprema «republica na», es decir, del proyecto de una sociedad bajo el «imperio de la ley». Ahora bien, por razones de espacio, en este libro no podemos tratar de dem ostrar que esta forma de pensar era, también, la que más genuinam ente encajaba con la obra de Marx. Lo hemos intentado defender así
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en una obra muy voluminosa sobre H capital (Fernández Liria y Ale gre, 2010). Desde luego, esta forma de leer a Marx no habría sido po sible si, como hemos comenzado apuntando en este libro, Althusser y Gramsci no nos hubieran perm itido «rescatar a Marx del marxismo». Llegados a este punto, podemos apuntar en qué sentido el m ar xismo sigue teniendo algo que aportar. Y lo que el marxismo tiene que aportar no es, de ninguna manera, una idea mejor que esa de una sociedad en «estado de derecho» a la que nos estamos refiriendo. En este sentido, no pensamos que Marx estuviera en absoluto alejado del texto de Kant citado en el recuadro, ni tam poco de los principios más básicos del pensamiento republicano, tal y como los podemos encon trar en Montesquieu, Rousseau o Locke. Ahora bien, la novedad que Marx introdujo respecto a este pensam iento republicano «de toda la vida» fue lo que podríamos llamar una m uy mala noticia: el capita lismo es incompatible con las condiciones materiales necesarias que hacen posible la «ciudadanía», al menos si con esta palabra nos referi mos a algo que de verdad tenga que ver con lo que pensaron al respec to los filósofos de la Ilustración (véase Fernández Liria, 2012). O por las mismas razones: que el capitalismo es incompatible con esa reali dad política irrenunciable a la que solemos llamar Estado de Derecho. Tomemos, por ejemplo, a un autor español que, en la actualidad, creemos que aún estaría orgulloso de considerarse «comunista»: el diputado Alberto Garzón. En su libro l a tercera república (2014) no defiende -com o tam poco lo defendió jamás su m aestro Julio Anguita. que fue durante mucho tiem po secretario general del Partido Comu nista español- una «comunidad proletaria» o una «utopía de camaradas comunistas», sino lisa y llanam ente una república que encaje de verdad con lo que se entendió por tal en la tradición republicana. Más bien al contrario, si Anguita o Garzón se han considerado «comunis tas» es, sin duda, porque consideran que la única m anera de defender
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un auténtico orden constitucional en estado de derecho es incompa tible con la defensa del capitalismo. No es por am or a la radicalidad. Lo que ocurre es que el capitalismo (según muchos autores marxistas entre los que se cuenta el autor de este mismo libro, cfr. F. Liria, 2010) sí que es radicalmente incompatible con eso que llamamos Estado de Derecho. Es cierto que, en general, los filósofos de la Ilustración no llegaron a este resultado, pero está claro que les faltaba un elemento para ello: haber leído a Marx. Habían reflexionado mucho sobre lo que debía ser un orden constitucional, pero no habían pensado suficien tem ente en lo que significaba encajar todo eso con el capitalismo. Eso hace que, en muchos de ellos (por ejemplo, en Locke o en el propio Kant), el cinismo y la ambigüedad sean difíciles de distinguir. Pero tras £ / capital de Marx es imposible ya defender al mismo tiempo la condición ciudadana y el capitalismo sin movilizar inmensas dosis de mala fe. Es decir, actualm ente, mal que le pese a la extrema derecha neoli beral -ta n presente en nuestros medios de com unicación-, es posible reivindicar el comunismo no para defender lo que ellos suelen con siderar los «valores comunistas», sino, precisamente, para defender esos «valores liberales» (aunque más bien son «republicanos» y, ade más, no son «valores», sino principios) que ellos consideran parte de su patrimonio. Esta forma de leer a Marx, como decimos, es hoy en día perfectam ente posible. Y, por cierto, no solo resulta muy incómo da para los liberales y los neoliberales: en ocasiones aún molesta más en ciertos medios de extrema izquierda. El acercamiento «marxista» a filósofos como Kant, la defensa del imperio de la ley y del concepto de ciudadanía, de la democracia parlamentaria y del m andato repre sentativo, suelen ser vistos con mucha suspicacia en ciertos ambien tes de izquierda, los cuales interpretan que por ese camino se abre el paso a viejas posturas socialdemócratas y reformistas.
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Sin embargo, es preciso hacer aquí algunas advertencias. No es lo mismo defender una vía socialdemócrata al comunismo que defender una vía «comunista» hacia la socialdemocracia. Y lo que estamos de fendiendo es que Marx era com unista para poder ser socialdemócrata o, quizá sea mejor decir, para poder ser republicano. Hay un prejuicio muy extendido a este respecto y también un error. Más precisamente, se trata de un error muy común entre los com unistas y de un prejuicio muy interesado entre los anticom unis tas. Es la idea de que los m arxistas tienen en la cabeza el proyecto de una sociedad inédita, más allá de la idea de ciudadanía o de Estado de Derecho y, en general, de todas las instituciones «burguesas» ligadas al pensamiento republicano clásico. Es más, al parecer los comunis tas habrían tenido una carta inesperada guardada en la manga: un nuevo tipo de hombre, un «hombre nuevo», más allá de la ciudadanía y del derecho, más allá del imperio de la ley, al que los derechos con sagrados en la condición «ciudadana» le vendrían pequeños (serían derechos «burgueses» o «pequeñoburgueses»). Al final, siempre se acababa por desembocar en una especie de hipotético atleta moral que haría innecesarios la ley y el derecho. Por este camino el pensa miento com unista se convirtió en el hazmerreír del siglo xx, y la cosa, en efecto, daría risa si no hubiera venido políticamente acompañada de desastres antropológicos a veces de proporciones genocidas (Fer nández Liria et ai, 2009: cap. V). Es cierto que a todo esto subyace una tozuda convicción del m ar xismo: la idea -d e la que ya hemos hablado en este libro- de que una futura sociedad com unista tendría que venir a sustituir a una socie dad burguesa respecto de la cual el Estado de Derecho no sería más que una superestructura. De este modo, en ese hipotético futuro his tórico, estaríam os abocados a inventar algo mejor que el Estado y algo mejor que el derecho, algo mejor que la «ciudadanía» (liberal, burgue-
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sa, republicana), tal y como fue pensada desde la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, algo más ingenioso incluso que los propios derechos humanos. Mejor que individuos y ciudadanos, el marxismo habría inventado un futuro de camaradas. La forma his tórica en la que se materializó este empeño m arxista por superar el así llamado «derecho burgués» desembocó siempre, en realidad, en una suerte de moralismo político muy voluntarista orientado, ade más, por un culto a la personalidad, ya fuera de Stalin, de Mao, del Che o, en Corea del Norte, de Kim 11-sung y ahora de sus descendientes. En el fondo, la cosa era previsible desde los mismos presupuestos del pensamiento clásico de la Ilustración. Eso que llamamos «derecho» ha sido la única escalera que el ser humano ha logrado inventar para elevarse por encima de su consistencia antropológica habitual, que es siempre de carácter religioso. Si se pretende superar la «escalera» mis ma e inventar algo mejor que el derecho, se da un paso en el vacío para caer de nuevo, inevitablemente, al suelo. Siempre que se pretendió ha ber inventado algo mejor que el derecho (supuestam ente «burgués»), se inventaron en realidad el culto a la personalidad y la sumisión re ligiosa a valores morales supuestam ente com unitaristas. Se imponía, entonces, la necesidad de una vigilancia moral y ya no solo jurídica, de modo que todas las garantías procesales se volvían impracticables y se desembocaba irremediablemente en un sistema de terror político. Ahora bien, este empeño marxista por despreciar el «derecho» como una superestructura «burguesa» se basaba en un determinismo economicista que en este libro hemos desautorizado rotundam ente de la mano de Gramsci y de Althusser. Así pues, es preciso recono cer que, al relativizar el carácter subalterno de lo superestructura! y liberar potencialmente las instituciones republicanas de su supues tam ente inevitable anclaje capitalista, se nos plantea una pregunta y se nos abre un horizonte político no considerado por el marxismo
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escolástico: la posibilidad de reivindicar esas instituciones (la división de poderes, la democracia parlamentaria, el orden constitucional e in cluso el mercado) bajo condiciones no capitalistas. Aunque muchos m arxistas se revuelvan en sus asientos, no estam os diciendo nada sorprendente. Recordemos un texto que hemos citado capítulos atrás: «Un negro es un negro, solo bajo determ inadas condiciones se con vierte en un esclavo; una m áquina de hilar algodón es una máquina de hilar algodón, solo bajo determ inadas condiciones se convierte en capital». En sí misma, nos dice, una máquina de hilar reduce el tiempo de trabajo y eleva al hombre por encima de la naturaleza; como capi tal, sin embargo, «alarga la jornada laboral e impone al hombre el yugo de las fuerzas naturales» (MEGA, II, 6:685). Este texto fue muy repeti do en la tradición marxista. No era, sin embargo, tan difícil continuar por el mismo camino: un parlam ento es un parlamento, solo bajo con diciones capitalistas se convierte en una mascarada que disfraza una dictadura de los poderes económicos. La democracia representativa, los tribunales de justicia, el monopolio de la violencia legítima, la po licía, el edificio entero del derecho en general, considerados en sí mis mos, son una gran conquista de la humanidad; solo bajo condiciones capitalistas se convierten en la pocilga habitual. Pero el marxismo se vetaba ese camino, presa de su tesis inicial de que tales instituciones supuestam ente burguesas tenían que ser superadas históricamente junto con el capitalismo mismo. Desdichadamente, conviene observar que aquel marxismo «esco lástico» felizmente acabado en la actualidad, en realidad, comparte todavía hoy muchos puntos con otros marxismos pretendidam ente muy innovadores e incluso con posturas izquierdistas que no quieren saber nada de la terminología marxista. En estos círculos, se sigue pensando que la izquierda tiene que inventar algo así como un «nue vo tipo de subjetividad», una nueva «forma de ser» para las personas,
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siempre, por supuesto, más comunitaria, más solidaria, menos egoís ta o individualista. Estos experimentos izquierdistas -m u y corrientes entre los discípulos de Toni Negri y tam bién entre los herederos de un cierto Foucault (véase Laval y Dardot, 2013)- pueden resultar más o menos simpáticos, pero, en el fondo, tienen siempre un trasfondo reli gioso y moralista; siguen siendo, en realidad, el viejo proyecto de crear o inventar un «hombre nuevo». La lectura republicana de M arx de la que estam os hablando, por el contrario, piensa que no es posible inventar la pólvora a estas al turas y que la posibilidad de un «hombre mejor» ya fue pensada de forma no religiosa por la Ilustración con el concepto de ciudadanía. La m eta irrenunciable de cualquier proyecto político racional es una república de ciudadanos. Si para alcanzar dicha m eta hay que ser, por el camino, anticapitalista -co m o fue necesario en otro tiem po ser antiesclavista-, eso ya es otro problema distinto. Esta es, sí. la «mala noticia» que nos trajo Marx. Pero no por eso hay que sacarse de la manga una m eta m ás imaginativa o creativa. La historia ha dem ostrado ya que el derecho es el único antídoto contra la reli gión y contra el adoctrinam iento moral, y que, si se encuentra algo mejor que el derecho, siempre se desem boca en el punto de p arti da. El principio más trascendental del derecho podría resumirse en una frase de Kant: nadie tiene derecho a obligarme a ser feliz a su modo. Todo lo que se derive de ahí, todo que implique ese principio, puede ser considerado derecho. Por eso mismo, en cuanto crees que has superado el derecho sustituyéndolo por algo mejor, te descubres adoctrinando a la gente sobre cómo deben ser felices; es decir, en el fondo, fundando una nueva secta religiosa. En todos estos planteam ientos es como si el problema se centrara en encontrar una buena idea de lo que queremos conseguir. Y lo peor viene al intentar explicitarla, porque se empiezan a barajar tópicos en
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los que se alude a cosas tales como una forma de «vida comunitaria» que remite a Francisco de Asís -com o hace Toni Negri al final de su obra Imperio (Negri y Hardt, 2002)-, a una «democracia efectiva» o «radical», a un «poder de las masas» o de la «multitud», a un «sin Estado, ni Ley», a una «asamblea general permanente», es decir, fór mulas demasiado negativas, vacías y abstractas, y, sobre todo, siempre más propias de un programa religioso que político. Más bien, hay que reconocer que el marxismo hizo el peor nego cio teórico que quepa imaginar al empeñarse en mirar por encima del hombro a todo el patrimonio filosófico y político de la Ilustración, embarcándose en la tarea de inventarse una idea mejor bajo el signo del proletariado. En verdad, como vamos a ver, este proyecto era ab solutam ente incompatible con el propio Marx, quien, sin duda, era un pensador ilustrado muy tozudo. Es absurdo y ridículo regalar al enemigo a Locke, Montesquieu, Kant o Robespierre y reivindicar en su lugar las grandes ideas proletarias de Stalin, Mao o Kim Il-sung. El Estado m oderno no está nada mal pensado, sino todo lo contrario. El problema no era el Estado moderno, sino el capitalismo. Lo malo de nuestros sistemas parlamentarios no es que sean parlamentarios, sino que no es verdad que sean sistemas parlamentarios; son dictaduras económicas con una fachada parlamentaria. Por ejemplo, lo malo de la democracia representativa no es que sea representativa sino, preci samente, que no lo es. Los m andatos electorales no son, en realidad, «representativos», sino puram ente «imperativos»: están sometidos al «mandato imperativo» de la disciplina de voto de los partidos políti cos, los cuales, a su vez, son rehenes que obedecen de forma imperati va el m andato de los poderes económicos que los financian. El proyec to político de la Ilustración, en suma, no triunfó gracias a la burguesía. Más bien fue al revés: el triunfo histórico de la burguesía enterró el proyecto de la ciudadanía que había defendido la Ilustración. Lo único
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que la Revolución francesa tuvo de revolución burguesa fue la contra rrevolución (véanse Doménech, 2003 y Gauthier, 2014).
La herencia de Gramsci frente al sentido común actual Frente a este mundo actual salvajemente capitalista no es preciso de rrochar imaginación para concebir utopías inéditas y originales. Casi todo lo que podría hacer recuperar la sensatez al ser hum ano está ya más que inventado. Se lleva pensando en ello desde los tiempos de los griegos, y el pensamiento político de la Ilustración apuntaló muy bien lo que debería ser una república sensata. No necesitamos imaginar el futuro que.queremos. En la realidad política de nuestros días, más bien ocurre lo contrario: hay que de rrochar mucha imaginación para ser conservador, para apuntalar una sociedad que aún conserve algunas briznas de sentido común. El pro blema ya no es el de si hay que optar por vías más o menos radicales hacia una sociedad imprevista, sino que cada vez hace falta ser más radical para conservar un poco de juicio, un poco de sensatez. Hace ya tiempo que estamos en esta situación. Ya no hay opción entre reforma o revolución. El motivo es que ahora la revolución la están haciendo -y salvajemente- los de la clase contraria, el 1% de la población más rica y poderosa. Ahora, para ser moderado, para ir un poco más despa cio, para reivindicar el derecho a la reforma (por ejemplo, el derecho a remodelar la universidad o la sanidad, en lugar de demolerlas o arro jarlas al mercado de la rentabilidad empresarial), resulta que hay que ser muy radical y extremista, muy antisistema. Desde un punto de vista gramsciano, se están planteando ahora cuestiones muy interesantes respecto al sentido común. Alberto
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Garzón tiene mucha razón en afirmar que para un marxista el senti do común siempre ha sido el primer enemigo (2014: 64). Si Gramsci le dio tanta importancia a la lucha de los intelectuales fue, precisa mente, porque hacía falta una «batalla de ideas» muy dura para lograr abrir alguna brecha en el sentido común, en eso que Althusser acertó significativamente en llamar «el macizo ideológico». Este «macizo» está soldado con evidencias, tópicos y representaciones muy carga das emocionalmente. Como ya hemos visto, es mediante ese tejido de representaciones e imágenes que las clases dom inantes extienden su hegemonía. Para Gramsci, el partido político de las clases subalternas tenía que ser capaz de disputar ese tejido ideológico, tenía que actuar como un «intelectual colectivo» capaz de revertir la situación. Es muy im portante que la izquierda posea, por tanto, sus propios «laborato rios de ideas», para que el sentido com ún sea capaz, en definitiva, de concebir un m undo distinto, un m undo mejor. Ahora bien, hay que reconocer que, a partir de la crisis de 2008. con el sentido común han empezado a ocurrir cosas extrañas. El 15-M se convirtió en un acontecimiento que atrajo la atención de todo el planeta precisamente porque condensaba algo que el sentido común venía reclamando. La catástrofe de la crisis económica, los ajustes es tructurales que se emprendieron y los efectos devastadores de las me didas de austeridad, todo ello unido a las noticias sobre la corrupción masiva y el enriquecimiento desmedido y delirante de las grandes for tunas, habían ido calando en la población, de modo que la indigna ción se fue convirtiendo en algo que tam bién era ya de sentido común. Lo que hemos llamado «la revolución de los ricos contra los pobres» empezaba a generar efectos curiosos desde un punto de vista gramsciano. Al tener que adoptar un punto de vista radical y revoluciona rio, la clase dom inante perdía gran parte de su control hegemónico sobre el sentido común, que siempre tiende a ser conservador. Y, al
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mismo tiempo, el hecho de que la población tuviera que protestar in dignada contra esta «revolución inaudita» hacía que, de pronto, la iz quierda antisistem a pudiera conectar de forma natural con el sentido común de la población. Había, por tanto, una crisis en la hegemonía de la clase dom inante que, a su vez, provocaba, como había previsto Gramsci, que cada vez hiciera falta recurrir a más medios coercitivos para reprimir a la población, puesto que se estaban descalabrando los dispositivos habituales de obediencia voluntaria. En cierto modo, esta situación, que podemos simbolizar con el 15-M, cogió a contrapié a la izquierda antisistema. De pronto, las cosas ocurrían al revés de lo que era habitual. En lugar de que los intelectuales de izquierda intentaran enderezar el sentido común, este les tomaba la delantera con un cla mor popular antisistem a en las calles. Normalmente, el sentido común es conservador y las clases domi nantes son conservadoras. Pero no es lo que sucede hoy en día. Ahora los revolucionarios son los dueños del capital financiero. Ya se ha he cho célebre el terrible comentario del magnate Warren Buffett: «Na turalm ente que hay lucha de clases, lo que pasa es que es la mía la que va ganando». Las clases dom inantes han emprendido una revolución salvaje y violenta, han declarado la guerra a la población, han metido a la hum anidad y al planeta mismo en un bólido suicida que rueda vertiginoso hacia el abismo. Para proteger sus demenciales y obscenos beneficios (según el último informe de Oxfam Intermón, el 1% de la población mundial acapara en estos m om entos la m itad de la riqueza del planeta), la oligarquía financiera está dispuesta a convertir la Tie rra en un desierto o a sumirla en una m atanza interminable. En estas condiciones, ser conservador se ha convertido en algo muy de izquier das. Es más, no hay manera de ser conservador sin ser antisistema, porque, como decía un cartel del 15-M, «es que el sistema es antinosotros». Por ejemplo, justo antes del 15-M, se com entaba mucho que
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las reivindicaciones de la juventud eran muy «conservadoras», muy poco acordes con el supuesto inconformismo juvenil heredero del 68 que pedía lo imposible. Se pedía conservar el derecho a estudiar, el de recho a una sanidad, el derecho a una pensión, los derechos laborales, el derecho a tener una familia, a residir en el mismo sitio sin tener que viajar por todo el planeta en busca de fugaces trabajos temporales; se pedía, en suma, conservar los requisitos elementales para una vida hum ana del más puro sentido común; se pedía, para empezar, conser var el planeta, am enazado por el crecimiento suicida del capitalismo. Efectivamente, hay cosas que hay que conservar a cualquier precio: la dignidad, por ejemplo. En todo esto hay que ser muy conservador. Y el sentido com ún lo es. Por eso, en estos tiempos «revolucionarios» en que los ricos han emprendido una salvaje ofensiva neoliberal, la izquierda ha logrado aliarse con el sentido común.
El socialismo como freno de emergencia Aludíamos más arriba al libro de Naomi Klein l a doctrina del shock. Vivimos en un m undo en el que los negocios ya no funcionan más que en condiciones de catástrofe social. Esto no es una crisis, es un sis tema: lo que Klein llamó «el auge del capitalismo del desastre». Este mundo se ha convertido en un chiste de mal gusto (hasta el punto de que cada vez hay más bromas periodísticas que circulan por internet a las que la gente les da crédito). En esta huida hacia delante de pe sadilla, recuperar el sentido común, la sensatez, la calma, el ritmo de las instituciones democráticas, el tempo mismo de una vida humana normal, se ha convertido en una utopía de izquierdas. Ya no es difí cil convencer a la gente de una utopía que consiste en que no haya desahucios en un país con 3,4 millones de viviendas vacías. O de una
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utopía que consiste en que los poderes eco nómicos se sometieran a las leyes, en lugar de dictar las leyes al parlam ento desde reunio nes secretas en corporaciones privadas sin control democrático (como se pretende des de los tratados TTIP y TiSA). O de la utopía de que siga existiendo el derecho a estudiar o a la sanidad, la pensión o los convenios colec tivos. No es la izquierda la que propone utopías Walter Benjamín en 1928. inalcanzables, sino el sistema capitalista el que está imponiendo a la humanidad una utopía suicida, absurda y abyecta. Como dijo el filósofo Walter Benjamín -pero muchísimo más que cuando él lo dijo-, lo que necesitamos es un «fre no de emergencia». Necesitamos parar esta demencia. Benjamín pensaba que ese freno de emergencia era el «comunis mo». En todo caso, llamemos como llamemos a la cosa en cuestión, lo que es seguro es que se trata de una apuesta inevitablemente antica pitalista, con un primer paso evidentemente antineoliberal. Cuando al comienzo de la crisis se dijo que el capitalismo había fracasado y que había que inventar otra cosa, al decirlo quienes lo decían, en los parlamentos, en los telediarios y en la prensa, uno se preguntaba a qué diablos se estaban refiriendo. La receta contra la crisis, al final, ha sido más y más capitalismo. Y en verdad no es extraño, porque el capitalismo es un sistema económico muy poco flexible, para el que no caben medias tintas. Ensayemos una definición de lo que tendría que ser ese «freno de emergencia» del que hablaba Benjamín. No estam os ante un misterio insondable. Lo que se exige contra el capitalismo es algo muy concre to: una alteración radical en la propiedad de los medios de producción que haga posible a la instancia política ejercer un control democrático
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sobre la producción en el marco de una economía institucionalizada. El capitalismo actual está institucionalizado y dirigido políticamen te por corporaciones que no obedecen a ningún poder legislativo, al margen de cualquier control democrático. Nuestras democracias son libres de hacer cualquier cosa en unas condiciones en las que no hay nada que hacer. Casi todo lo que afecta sustancialm ente a la vida de las personas viene decidido por poderes económicos que negocian en secreto y actúan en la sombra chantajeando a todo el cuerpo social. Un pestañeo de los llamados «mercados» basta actualm ente para anular el trabajo legislativo de generaciones enteras. No hay leyes, ni constituciones que puedan resistirse a la dictadura ciega de los po deres financieros. Es el Cuarto Reich. Los nuevos nazis no son menos totalitarios que los anteriores (aunque tienen un estilo muy distinto), pero sí están mucho más locos. Como ha dicho Naomi Klein, los mer cados tienen el carácter de un niño de tres años. Sus caprichosas ra bietas viajan en tiempo real conmocionando el planeta. Los mercados cambian de opinión a un ritm o irreal que se mide en milisegundos. Cuando los actuales programas de ordenador compran y venden ac ciones, están produciendo cambios vertiginosos pero sustanciales en las condiciones de vida de la población mundial. Ni Nerón ni Calígula estaban tan locos ni eran tan imprevisibles. Es verdad que en Europa hubo algo parecido a la socialdemocracia en la segunda m itad del siglo xx (de hecho, ahí tenem os una bue na imagen de lo que podría ser y no fue), pero, en el fondo, lo que había no era socialdemocracia sino privilegios. Es cierto que, con un cierto nivel de estos últimos, el capitalismo se parece bastante a la socialdemocracia, pero el truco no es esta, sino los privilegios. Y eso sin tener en cuenta que, desde luego, la existencia de la URSS ponía a la clase obrera europea en una buena situación para negociar, algo que ya no es así. A partir de un cierto nivel económ icam ente privile
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giado, es muy fácil hacer pasar por una conquista dem ocrática lo que no es más que un éxito mercantil. Todo parece entonces muy dem o crático, pero porque la democracia ahí es superflua (todo el m undo es libre de votar lo que quiera, pero todo el mundo prefiere votar por que las cosas sigan más o menos como están). En encubrir este hecho sangrante -literalm ente sangrante- se invirtieron tales dosis de cinismo, tales m ontañas y cordilleras de propaganda, que aquí la discusión sí que se vuelve verdaderamente difícil. Podríamos llamar a este fenómeno el «nuevo racismo de nuestro tiempo» (Fernández Liria et al., 2009: 222). Señalas un coágulo del tiempo y lo consideras una obra de la libertad. Da ya un poco igual si se trata de un código genético ario conformado por la evolución natural o de una conquista aria en la historia. El caso es que determ inados coágulos sanguíneos o histó ricos resultan ser una encarnación del logos, el «logos hecho carne», un cuerpo en el que se materializan supuestam ente la razón y la li bertad. Con cierto nivel de privilegios históricos, si concedes a una población la libertad de reunión, de asociación, de prensa y de voto, la gente se reúne, se asocia, se expresa y vota por quedarse com o es taba. La gente razona, la realidad pasa y. mira tú por dónde, la cosa coincide. Con unos cuantos periodistas que hagan de «pastorcitos de belén», el milagro se completa: se llama «estado de derecho» al re sultado, suponiendo que puesto que las personas votan y se expresan libremente para seguir como están, así sería tam bién si votaran y se expresaran por cam biar de situación. Pero no es así: la cruda realidad es que, a lo largo del siglo xx, todas las victorias electorales anticapi talistas fueron corregidas de inm ediato por un golpe de Estado, un bloqueo o una guerra civil financiada por los que habían perdido las elecciones. Lo que entonces se llamó «democracia» no fue más que el paréntesis entre dos golpes de Estado. O lo que el escritor y filósofo español Santiago Alba llamó la «pedagogía del millón de muertos»: cada cuarenta años más o menos, m atas a casi todo el m undo y luego
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dejas votar a los supervivientes. Al final, siempre habrá intelectuales bien pagados para celebrar la resurrección de la democracia. Lo que planteaba el comunismo era que la economía no puede ins titucionalizarse democráticamente, sometiéndose al poder legislativo, sin suprimir la propiedad privada sobre los medios de producción, es decir, sobre las condiciones de existencia de la población. El capita lismo tiene tantas necesidades internas (por ejemplo, la necesidad de crecer en escala ampliada todos los días) que apenas deja espacio de juego a la deliberación política. Últimamente, no deja casi espacio, en realidad, ni para conservar las cosas más elementales de una vida hu m ana modesta, como son la posibilidad de tener un techo, una familia, un medio, en fin, para subsistir sin tener que estar dando tum bos por todo el planeta a las órdenes de un mercado de trabajo imprevisible. Así pues, hoy en día estamos en condiciones de dar una nueva ver sión de eso que durante el siglo xx se llamó «comunismo». Tenemos incluso la posibilidad de, matando dos pájaros de un tiro, «republicanizar» el «populismo» que últimamente se ha venido reivindicando desde la izquierda. Tenemos a mano una conclusión que podríamos llamar más «kantiana» que «laclauniana», o, si se quiere, más «ilustra da» que «populista» (Fernández Liria, 2015). Lo que se exige contra el
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capitalismo no es algo tan misterioso. ¿Quién lo iba a pensar? Lo que se pide es hacer realidad todo eso que pretenden ser (sin lograrlo en ab soluto) nuestras orgullosas democracias constitucionales. Hoy en día es más evidente que nunca que Althusser y Gramsci, como tantos otros autores comunistas, tuvieron toda la razón al denunciar que lo que hemos venido llamando «democracias» no son sino dictaduras econó micas ataviadas con una fachada parlamentaria. Si es preciso remover políticamente la propiedad privada de los medios de producción, de los bancos y de las grandes empresas, si es preciso intervenir legislati vamente el casino de los mercados financieros, no es para m ontar una utopía muy imaginativa o una dictadura muy totalitaria. De lo que se trata es de llegar a ser de verdad aquello que pretendíamos ser: demo cracias parlamentarias en las que las leyes pueden someter a los pode res económicos. Es absurdo plantear que el parlamento puede legislar lo que siempre se ha decidido de antem ano en la bolsa. La cosa está cada vez más clara: las leyes no pueden hablar por favor a los negocios, sino que tienen que imponerse coactivamente. Pero para eso deben tener la sartén por el mango. Y el mango son los medios de producción. En honor a la verdad, es preciso reconocer que en España hubo un comunista que tuvo todo esto muy claro desde el principio. Julio Anguita, desde los años ochenta, no paró de insistir en que su único programa era que se cumpliera la Constitución. El orden constitucional español es impracticable bajo condiciones capitalistas; eso es lo que no cesó y no ha cesado de repetir. Al parecer, a partir de la Transición, legisla tura tras legislatura, hacía falta ser comunista para decir eso a favor de la Constitución. El lector recordará algunos comentarios sarcásticos. «Afortunadamente, no creemos que la Constitución diga lo que dice Anguita, porque, mire usted, si así fuera, habría que cambiarla», solía replicarse desde los dos partidos españoles mayoritarios, el PSOE y el PP. Y, efectivamente, la cambiaron; el PSOE y el PP lo hicieron de común
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acuerdo (316 votos a favor y 5 en contra), a petición del Eurogrupo, un memorable mes de agosto de 2011. Y, en efecto, la modificaron precisa mente para blindar la salvaje soberanía de los mercados sobre el poder legislativo. Respecto a qué puede tener que ver todo esto que venimos di ciendo con aquello que se llamó «socialismo real» hay que decir que mucho, siempre y cuando se deshagan algunos espejismos. Por ejemplo: siempre y cuando no llamemos «socialismo real» solo a lo que se dio en aquellos países que lograron resistir algo de tiem po (entre cinco y setenta años) la agresión imperialista, sino también a todos los proyectos socialistas, com unistas o anarquistas que fue ron derrotados m ediante golpes de Estado, invasiones militares, blo queos económicos, etc. El que los países socialistas no hayan sido dem ocráticos puede significar ta n solo que no hay ningún país en guerra que pueda perm itirse el lujo de la dem ocracia y este es el motivo por el que pensadores como A lthusser o Gramsci siempre defendieron el concepto de «dictadura del proletariado». De hecho, los que intentaron llegar al socialismo por vía dem ocrática y m an tener la democracia, sucum bieron bien pronto a invasiones o golpes militares. D esdichadam ente, es preciso reconocer de una vez que el siglo xx jam ás dejó a los socialistas la posibilidad de elegir entre un Allende o un Fidel Castro. Era o Castro vivo, o Allende m uerto. Así fue la cruda realidad. El socialismo real nunca ha sido democrático. Lo que no se dice tanto es que, siempre que lo fue o intentó serlo, el capital logró acabar con el socialismo, sencillamente, suprimiendo la democracia. Es esa curiosa forma por la que el capitalismo -a l contrario que el socialis m o - siempre ha sido compatible con la democracia. Bajo el capita lismo, los com unistas tuvieron y tienen derecho a presentarse a las elecciones. A ganarlas no, porque siempre que eso ocurrió o estuvo a
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punto de ocurrir, entonces se acabó con la democracia, las elecciones y los derechos. Cuando se habla del «socialismo real» del siglo xx, se ponen como ejemplo cinco o seis dictaduras. Los que no se mencionan son los veinte o veinticinco casos en que las democracias socialistas pagaron con golpes de Estado, guerras, bloqueos o invasiones, to rtu ras y desapariciones la osadía de pretender ser socialistas y democra cias al mismo tiempo (en Fernández Liria et al., 2009: 201, ofrecemos una extensa lista de casos que jalonaron el siglo xx). Citemos aquí una relación muy sucinta (es muy im portante para lo que estam os argu m entando advertir que la lista se refiere a golpes e invasiones contra resultados electorales «indeseables», y no, sencillamente, a golpes «en general»): España, 1936: Chile, 1973; Guatemala, 1944-1954 (32 inten tos de golpe y, finalmente, una invasión); Indonesia, 1965; Brasil, 1964; Irán, 1953; República Dominicana, 1963; Haití, 1990; Haití, 2004; Co lombia, 1985-1994 (el caso de la Unión Patriótica ha sido reconocido por Naciones Unidas como «genocidio político»: se asesinó a todos los opositores que podían ganar las elecciones); Bolivia, 1980; Nicara gua, 1979-1990; Rusia. 1993: Venezuela, 1935; Venezuela, 2002; Hondu ras, 1963; Honduras, 2009; Grecia, 1967; a todo ello habría que sum ar la actividad terrorista de la red Gladio que desestabilizó Europa para conjurar la posibilidad de una victoria electoral com unista en Italia y los países m editerráneos en general; habría que preguntarse por la di misión de Oscar Lafontaine en Alemania, 1998; y, más recientemente, por lo que el premio Nobel de economía Paul Krugman ha calificado de «golpe de estado financiero» en Grecia, 2015. Ni para Gramsci, que vivió una época muy convulsa, ni para Althusser, ya con la perspectiva de los años setenta y ochenta, sería ni mucho menos evidente que la historia del siglo xx dem ostrara que el socialismo fuera incompatible con la democracia. Lo que, en todo caso, acreditó es que el socialismo democrático no tenía fuerza para
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oponer resistencia a las invasiones, las guerras y los golpes de Esta do. Se trata de asuntos bien distintos. Que cada cual se pregunte por qué se empeña en no distinguirlos. Y eso que existe la posibilidad de defender lo mismo sin mentir, pues podría argüirse que el socialismo siempre será esencialmente dictatorial porque es esencialmente inevi table que entre en guerra con los poderes económicos que dominan el planeta y, por tanto, nunca se podrá perm itir el lujo de la democra cia. De hecho, por ahí iban los tiros del viejo concepto de «dictadura del proletariado», que ahora resulta quizá tan extraño que Gramsci o Althusser nunca dejaran de defender Pero si se plantean las cosas así, la tesis fuerte que se está defendiendo es la de que el socialismo de mocrático no es una buena idea para ganar guerras; y eso es todo. Y hay que decir que a este respecto, en efecto, sí que hacen falta gran des ideas muy imaginativas (y no para imaginar cosas mejores que la democracia parlam entaria o la separación de poderes). Los comunis tas nunca encontraron la fórmula por la que sería posible conservar la democracia y las libertades estando en guerra. Hay que decir que bajo el capitalismo tam poco fue en absoluto distinto (Inglaterra, por ejemplo, fue básicamente socialista durante toda la segunda guerra mundial). Pero cuando el capitalismo va ganando (y siempre lo ha he cho), puede disimular un poco. Seguramente, al socialismo le pasaría lo mismo, aunque nunca ha ido ganando. Planteemos tan solo un dilema, a modo de ejemplo. Tras la crisis de 2008, se habló mucho de juzgar a los poderes financieros, empe zando por las agencias de evaluación de la deuda. No cabe duda de que estas instituciones están jugando con el destino de la población mundial para hacer sus propios negocios privados. Ahora bien, estas iniciativas, si quieren ser tom adas en serio, tendrían que enfrentarse tarde o tem prano a un serio dilema. Resulta absolutam ente ingenuo creer que los poderes económicos van a doblegarse a la autoridad del
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poder judicial, cuando no lo hacen ni ante el poder ejecutivo ni ante el poder legislativo. Sin asegurarse el monopolio del ejercicio de la violencia, la democracia no tiene ninguna posibilidad de hacerse oír Cómo hacer que esto sea posible sí que es un problema difícil de re solver. Y para ello sí que hacen falta buenas ideas, no para inventar el comunismo. Porque lo que habría que inventar respecto a lo que se llama o se llamó «comunismo» se puede explicitar con bastante precisión. Hoy en día, cabría definir un Estado com unista como un Estado demo crático en el que los derechos civiles, políticos y sociales básicos no dependan del impulso político de un eventual gobierno comunista, sino que se hallen consagrados como tales derechos fundam entales y amparados (con carácter incondicional) por las correspondientes ins tituciones de garantía. Ahora bien, esta definición es perfectam ente compatible con el concepto de «república» defendido por el ala derro tada de la Revolución francesa (Gauthier, 2014). Antoni Doménech ha hablado en ocasiones del comunismo «pantópico» trazando una línea de continuidad entre Espartaco, M üntzer y Robespierre (tras cinco si glos de revueltas campesinas en defensa de las tierras comunales eu ropeas), y dejando muy claro que el trasfondo social del jacobinismo planteó muy explícitamente la cuestión de los medios de producción como condición de la ciudadanía. En resumen, la mala noticia que nos trajo Marx no fue que la Ilus tración fuera un epifenómeno burgués, de modo que el orden cons titucional de las democracias parlam entarias sería un espejismo ca pitalista. La verdadera mala noticia fue que ese orden constitucional era, al mismo tiempo, irrenunciable e impracticable bajo condiciones capitalistas.
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Para concluir, un texto de Marx El problem a es cómo se cuentan las cosas. Al escuchar a muchos intelectuales europeos y españoles (a los que Gramsci habría llama do «tradicionales» por su funcionalidad con la ideología de la clase dom inante), uno tiene la impresión de que las cosas son más o me nos así: teníam os -n o se sabe por q u é - las -siem pre imperfectas, pero siempre reform ables- condiciones de la ciudadanía, y en to n ces llegaron los com unistas y propusieron un paraíso de perfeccio nes com unitarias, organizando para ello sangrientas revoluciones y acum ulando m ontañas de cadáveres. Y no es que cosas así no se hayan defendido entre las filas com unistas. Pero la realidad es muy distinta. Porque, para em pezar -au n q u e esto es una discusión his tó rica-, los com unistas fueron los que más lucharon p or esos dere chos y libertades de la ciudadanía que teníam os no se sabe por qué. Esos derechos y libertades no han llovido del cielo, sino que fueron arrancados a sangre y fuego en una batalla de clases en la que las internacionales com unistas desem peñaron un papel prim ordial du rante dos siglos. La resistencia europea contra el fascismo fue mayoritariam ente com unista. Y fueron los com unistas los que derrotaron a Hitler. Sin el com unism o y los com unistas muriendo a carretadas, los derechos y libertades constitucionales en los países capitalistas habrían sido tan inexistentes como están a punto de serlo ahora que los com unistas han perdido la batalla. No se trata de contabilizar los m uertos para reclamarlos como propios, sino de no insultar a los m uertos contando m entiras históricas. En todo caso, en esto es muy difícil ponerse de acuerdo, y cada uno elige a los historiadores que considera más com petentes. Finalizamos este libro, pues, insistiendo en la posibilidad de una lectura republicana de Marx que podría tener aún mucho camino por
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delante. Suele discutirse si esta lectura encaja o no con la obra de este pensador. Nosotros hemos intentado dem ostrar -e n un libro por des dicha, como ya se ha indicado, muy voluminoso (Fernández Liria y Alegre, 2010)- que sí. Y si así fuera, habría que comenzar resaltando que para Marx -y contra lo que el marxismo siempre pretendió- el comunismo no era un fin, sino un medio para conseguir otra cosa, algo que, por otra parte, es tan irrenunciable que hasta los mañosos más corruptos de nuestra casta política dicen defenderlo: el orden constitucional del Estado de Derecho. El comunismo no es una idea mejor que el orden republicano de la ciudadanía. Es, como hemos di cho, la única manera de lograr que ese orden no sea una farsa. Esta idea de que el comunismo es un medio y no un fin, la expresa Marx con una fórmula muy afortunada en un conocido texto del Libro III de TI capital'.
El reino de la libertad solo comienza allí donde cesa el trabajo deter minado por la necesidad y la adecuación a finalidades exteriores: con arreglo a la naturaleza de las cosas, por consiguiente, está más allá de la esfera de la producción material propiamente dicha. Así como el salvaje debe bregar con la naturaleza para satisfacer sus necesidades, para conservar y reproducir su vida, también debe hacerlo el civiliza do, y lo debe hacer en todas las formas de sociedad y bajo todos los modos de producción posibles. Con su desarrollo se amplía este reino de la necesidad natural, porque se amplían sus necesidades; pero al propio tiempo se amplían las fuerzas productivas que las satisfacen. La libertad en este terreno solo puede consistir en que el hombre so cializado, los productores asociados, regulen racionalmente ese me tabolismo suyo con la naturaleza poniéndolo bajo su control colec tivo, en vez de ser dominados por él como por un poder ciego, que lo lleven a cabo con el mínimo empleo de fuerzas y bajo las condiciones
El marxismo actual
tl
más dignas y adecuadas a su naturaleza humana. "Pero este siempre sigue sierulo un reino de la necesidad. Allende el mismo empieza el desarrollo de las fuerzas humanas, considerado como un fin en sí mismo, el verdadero reino de la libertad, que sin embargo solo puede florecer sobre aquel reino de la necesidad como su base. La reducción de la jornada laboral es la condición básica (Marx, 1990:1.044).
En este texto, el comunismo se plantea inequívocamente como una opción interna al orden de la necesidad. Aunque, eso sí, como una condición imprescindible para el «reino de la libertad», un reino en el que sea posible «el desarrollo de las fuerzas humanas, considerado como un fin en sí mismo». El capitalismo no puede reducir la jornada laboral. No puede generar ocio más que bajo la forma bastarda del paro. No puede hablarse de ciudadanía ni de república bajo condicio nes capitalistas. El com unismo, plantea Marx, es una modificación estructural fundam ental en el reino de la necesidad, una modifica ción capaz de hacer que el desarrollo técnico e industrial produzca ocio y tiempo libre. El comunismo es, como planteó Paul Lafargue, el yerno de Marx, el «derecho a la pereza» de la hum anidad (Lafargue, 2009), ese derecho sin el cual no puede comenzar un reino de la liber tad. Es, en este sentido, un mero medio para generar tiempo libre para la república. Y, como dice Marx, es ahí y solo ahí donde comienza el «verdadero reino de la libertad»; eso, precisamente, que hemos estado identificando con la vida republicana. En la historia del marxismo muchas veces se lamentó -e s verdad que Althusser y Gramsci nunca lo hicieron- que Marx no escribiera un libro titulado «El comunismo», en el que nos explicara cómo te nía que ser la sociedad a la que debíamos aspirar. Algunos pensamos que si Marx no lo hizo fue porque no era un profeta que pretendiera crear una nueva religión, sino un pensador consecuente con las gran
120
Çramsct y Althussw
des conquistas de la Ilustración. Para él, ese famoso libro había sido ya escrito por la larga tradición del pensamiento republicano, desde Cicerón hasta Kant, pasando por Locke, Rousseau, Montesquieu o Robespierre. La obra de Marx se tituló, en cambio, T i capital, porque lo que se trataba de dem ostrar era que el capitalismo es incompatible con la posibilidad misma de la república. El éxito de la burguesía fue, como han demostrado Doménech y Gauthier, la derrota de la Ilustración. Para ver triunfar la Ilustración habrá que esperar a una hipotética victoria anticapitalista. Lo que nos hace falta no es la superación de lo moderno, la posmodernidad, y mucho menos un comunismo que venga a crear un «hombre nuevo» y una sociedad inesperada más allá de todo lo previsto. Lo que pre cisamos es más modernidad, la modernidad misma, la modernidad al fin. En suma: la modernidad que fue derrotada cuando triunfó la burguesía. El capitalismo ha generado un progreso tecnológico impresionan te (y en cierto modo suicida), pero ha ahogado por completo la posi bilidad de un progreso republicano. Y, sin embargo, tenem os muchas pruebas de que ese verdadero progreso, tal y como lo concibió la Ilus tración, es posible. El género humano ya ha progresado mucho hacia lo mejor (véase Fernández Liria, 2012). No solo la técnica progresa ha cia el infinito o la destrucción. La ciencia también progresa hacia la verdad. El derecho progresa hacia la justicia. Por procedimientos cien tíficos, una vez que se ha descubierto, no es posible olvidar el teorema de Pitágoras. Por procedimientos jurídicos -co n la Constitución y su referencia a los derechos humanos sobre la m esa-, es imposible arre batarle el voto a la mujer una vez que se le ha otorgado. O restablecer la esclavitud. Son cosas que para el derecho no tienen vuelta atrás. Se pueden destruir los derechos de la ciudadanía, pero es muy difícil no saber entonces lo que se está retrocediendo en derecho. La hum ani
Ti/ marxismo actual
121
dad ha progresado de forma inequívoca en aspectos muy im portantes que han quedado incrustados en la condición de la ciudadanía. Hay victorias que quizá sean parciales o socialmente precarias, pero que son racionalmente irrenunciables y señalan un camino inequívoco para una ilustración de la humanidad. Hemos prohibido la esclavitud, aunque no la hayamos erradicado por completo. En la lucha de las mujeres o de los homosexuales, ha habido victorias inconmensurables que han plantado cara a milenios de tradiciones y costumbres. Por ejemplo, en muchos países el control patriarcal de la virginidad de la mujer con vistas al matrimonio es ya impracticable y delictivo, ha sido prácticam ente erradicado. O la estigmatización de los homosexuales. Por muy frágiles, parciales o insatisfactorias que sean estas victorias, no deben nunca dejar de ser proclamadas como un ensordecedor gri to popular de «sí se puede». El progreso es posible. Ya hemos progresado mucho. Es la prueba de que podemos hacerlo mucho más. Pero hay un terreno en el que no dejamos de retroceder. La ciudadanía no cesa de perder más y más terreno frente a los poderes financieros que dominan este m undo ca pitalista. El capitalismo ocupa cada vez más espacio en este mundo. De hecho, ya casi no cabe en él, pues está en vías de destruirlo.
¿Cabe el capitalismo en el mundo? Un ejercicio de reflexión
a Valores regionales W de 2003
____Tendencia de 1975 a 2003
m
Valores por países de 2003
*
índice de Desarrollo Humano (IDH) Forma de vida planetaria (Número de planetas necesarios para mantener el estilo de vida) (Gráfica adaptada de N ew Sáentisfi
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Qramsci y A Ithusser
Proponemos, para concluir este libro, un ejercicio de reflexión. Se trata de una gráfica elaborada por el Qlobal Tootprint NetWork (Uni versidad de California), bajo la dirección de M athis Wackernagel, el científico que acuñó el concepto de «huella ecológica». Es bien sen cillo. El eje vertical representa el índice de desarrollo hum ano (IDH), elaborado por las Naciones Unidas para evaluar las condiciones de vida de los ciudadanos tom ando como indicadores la esperanza de vida al nacer, el nivel educativo y el PIB per cápita. El Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) considera que el IDH es «alto» cuando es igual o superior a 0.8, estableciendo que, en caso contrario, los países no están «suficientemente desarrollados». En el eje horizontal se calcula cuántos planetas Tierra serían necesarios en el caso de que se generalizara a todo el m undo el nivel de consumo de un país dado. Wackernagel y su equipo hicieron los cálculos para 93 países entre 1975 y 2003. Los resultados son estremecedores y sor prendentes. Si, por ejemplo, se llegara a generalizar el estilo de vida de Burundi, nos sobraría aún más de la m itad del planeta. Pero Burundi está muy por debajo del nivel satisfactorio de desarrollo (0,3 de IDH). En cambio, el Reino Unido, por ejemplo, tiene un IDH excelente. El problema es que, para conseguirlo, necesita consumir tantos recur sos que, si su estilo de vida se generalizase, harían falta tres planetas Tierra. Estados Unidos tiene también una buena nota en desarrollo humano, pero su «huella ecológica» es tal que serían necesarios más de cinco planetas para generalizar su estilo de vida. Al repasar el resto de los 93 países, se comprende que hay motivos para que el trabajo de Wackernagel se titule T i mundo suspende en desarrollo sostenible. Como no hay más que un planeta Tierra, es obvio que solo los países que se sitúen en el área coloreada de la gráfica (por encima de un 0,8 en IDH, sin sobrepasar el número 1 de planetas disponibles) tienen un desarrollo sostenible. En los otros tres cuadrantes de la gráfica, nos encontram os con economías sostenibles pero subdesarrolladas, con
¿Cabe el mptudísmo en el mundo?
125
economías subdesarrolladas e insostenibles y con economías desarro lladas pero insostenibles. Este último es el lugar que ocupamos, el co rrespondiente a todo el prim er mundo, por lo que nunca deberíamos ser un modelo que imitar, al menos para los políticos que quieran con servar el m undo a medio plazo o que no estén dispuestos a defender su derecho (¿quizá racial, divino o histórico?) a vivir indefinidamente muy por encima del resto del mundo.
APÉNDICES
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CRONOLOGIA
G ram sci
C ontexto histórico y cultural
1899. Comienza la segunda guerra Bóer en Suráfrica, el primer gran conflicto internacional que inaugura el siglo xx (1899-1902). 1891. Antonio Gramsci nace en Cerdeña. 1900. Muere Friedrich Nietzsche. 1911. Consigue (en la misma convocatoria que Palmiro Togliatti) una beca para estudiar en la Universidad de Turín.
1915. Acaba la universidad poco antes de que Italia entre en la Primera Guerra Mundial. 1916-1918. Redactor en la publicación T i Qrito del Tueblo.
1914-1918. Primera Guerra Mundial.
1916. Publicación del Curso de lingüística general de Ferdinand de Saussure.
134
Gramsci
Çramaci y Althusser
Althusser
Contexto histórico y cultural
1917. El zar de Rusia es derrotado.
1919. Crea junto a Togliatti, Angelo Tasca y Umberto Terracini la revista Ordine Nuovo.
1918. Nace en
1918. Oswald
Birmandreis (Argelia
Spengler, l a
francesa).
decadencia de Occidente.
1921. Gramsci pasa
1921. Se publica el
a formar parte del comité central del recién creado Partido Comunista de Italia (PCI).
Tractatus logicophilosophicus de W ittgenstein.
Dirige la revista Ordine "Nuovo. 1922. Viaja a Rusia para participar en el ejecutivo de la Internacional Comunista. Conoce a Julia Schucht, con quien se casará un año más tarde y quien será la madre de sus dos hijos.
A()ómUc.t>a
Gramsci
1923. Mussolini detiene a la cúpula del PCI y Gramsci pasa a ser el máximo dirigente del mismo en libertad. Se instala en Viena.
Althusser
i: «
Contexto histórico y cultural
1924. Thomas Mann, Za montaña
1926. Es detenido en Italia por el régimen fascista de Mussolini.
mágica.
1928. En la cárcel, comienza la escritura de sus Cuadernos de
tiempo.
1927. Martin Heidegger, Ser y
la cárcel.
1929. Su salud va empeorando. Al mal de Pott, se unen la tuberculosis y la arteriesclerosis. A pesar de las presiones internacionales, el régimen fascista impide que Gramsci reciba la atención sanitaria necesaria.
1929. Crash del 29. Nace Habermas.
136
Gramsci
Qramaci y Allhusser
Atthusser
Contexto histórico y cultural
1930. Abandona Argelia y se instala en París. 1934. Hitlerse otorga el título de Führer. 1935. Leyes de Núremberg. 1937. Gramsci consigue la libertad, pero ya está gravísimo en el hospital. El 27 de abril muere de hemorragia cerebral. 1938. Muere Edmund Husserl. 1940. Cae prisionero del Ejército Alemán en Vannes. Pasa cinco años recluso en un campo de prisioneros de guerra. 1945. Ingresa en la Escuela Normal Superior de París.
1939-1945. Segunda Guerra Mundial.
AfrtndUm
Althusser
137
Contexto histórico y cultural
1947. Se le diagnostica una psicosis maníaco-depresiva y se produce el primero de una larga serie de ingresos en hospitales psiquiátricos. 1958. Claude Lévi-Strauss publica su Antropología estructural.
1961. Construcción del Muro de Berlín. Michel Foucault publica 'Historia de la locura.
1962. Thomas Kuhn, 'La estructura de las revoluciones Científicas.
1964-1975. Guerra de Vietnam. 1965. Seminario Lire Le Capital, en el que participaron Althusser, Balibar, Godelier, Ranciére, Establet y Macherey. Althusser publica Toar Marx.
1969. E, Apolo XI llega a la ,una
1972. Dennis Meadows publica lo s límites del crecimiento,
pistoletazo de salida del ecologismo político. 1975. Vigilar y castigar, de Michael Foucault.
138
Çramsci y Althusser
Althusser
C ontexto histórico y cultural
1980. Estrangula a su mujer en una crisis maníaca-depresiva. El juez archiva las diligencias ante las evidencias de que el asesinato ha sido cometido en un acto de locura.
1981. Teoría de la acción comunicativa de Jürgen Habermas. 1986. Accidente nuclear de Chernóbil.
1989. Caída del Muro de Berlín. 1990. Fallece 1992. Se publica su autobiografía Elporvenir es largo.
INDICE DE NOMBRES
A
Dickens, Charles 47
Alba. Santiago 110
D om énech. A n to n i 104.116.120
Alegre Zahonero, L u is 10.97.116 A llende. Salvador 93.113
E
Anders. G ü n th e r 71-7 2 .7 3 .7 5 ,7 6
E ichm ann, A d o lf 72
A nderson, Perry 81.92-93
Engels. F rie d rich 12,22.27
A n g u ita . Julio 97.112
E rrejón. íñ ig o 88-89
A rendt. H anna 71,72
Espartaco 116
A ristóteles 1 3,44 .5 3 .6 2
Establet, Roger 11
B
F
Balibar, É tienne 10-11.32
Fernández L iria . Carlos 10,97.98.99. 110,111.114.118.120
Benjam ín. W alte r 108 Bentham , Jeremy 46
Foucault, M ich e l 46.101
Berlusconi, Silvio 43.44
Francisco, Papa 66
B uffett, W arren 106
Francisco de Asís, San 103 Friedm an, M ilto n 87
C Calígula, em perador de Roma 109
G
Castro, Fidel 113
G albraith, John K enneth 62,87
Chávez, H ugo 93
Galeano. Eduardo 69
Cicerón, M arco T u lio 120
Garzón. A lb e rto 97,104-105 Gauthier, Florence 104,116,120
D
George, Susan 73
D ardot. Pierre 102
Godelier, M a u rice 11,21,80
De Gaulle, Charles 93
Guevara, Ernesto 100
MU
Qramsci y Althusser
H
M
H ardt, M ichael 103
Macherey, Pierre 11
Hayek, F rie d rich 87
M andel, Ernest 15
Hegel, Georg W ilh e lm F rie d rich 20,29
Mao, Z edong 12.100,103
Heidegger, M a rtin 13.16,75
M a rx. K a rl 7.9-17,1 9 -2 9 ,3 2 -3 6 .4 1 .4 4 ,
H itle r, A d o lf 117
47-48,55-62,67,80-83.90.95-99,
H u m b o ld t 39-41
102-103,116,117-119 Meadows, D ennis 71-72
I
MiUer, Jacques-Alain 52
Iglesias, Pablo 92,93
M ontesquieu, Barón de 97.103.120
U-sung. K im 100,103
M ouffe, Chanta! 83.89,91 M üntzer, Thom as 116 M u sso lin i, B enito 14
J Jakobson, Román 29
N K
N egri. A n to n io 102-103
K ant, Im m anuel 13,1 4 ,1 6 ,9 6 ,9 7 ,9 8 , 102.103,120 K lein, N aom i 63,107,109
N erón, em perador de Roma 109 Nicolaus, M a rtin 12 Nietzsche, F rie d rich 54,5 5 ,5 7 ,6 1
K rugm an, Paul 114
P L
Peel, T hom as 3 5 -3 9 ,4 2 ,4 3 ,4 4,4 6 ,4 7 , 4 8 ,6 4 ,6 7 ,6 9
Lacan, Jacques 50,51-52 Laclau, Ernesto 83.8 9 .9 0
Pitágoras 120
Lafargue, Paul 119
Platón 1 6 .3 5 ,4 2 .4 3 ,4 4 ,4 8 ,4 9 ,5 2 ,5 3
Lafontaine, Oscar 114 Laval, C h ristia n 102
R
Le Pen, M a rin e 91
Ranciére, Jacques 11,51-52
Lenin, V la d ím ir llic h 12
Reagan, R onald 87
Lévi-Strauss, Claude 2 9 .3 1 ,3 3 ,3 4
Robespierre, M a x im ilie n 103,116,120
Lobo, Ramón 74
Roudinesco, Élisabeth 52
Locke, John 97,98,103,120
Rousseau, Jacques 83,97,120
Apéndices
S
U
Sánchez Ferlosio, Rafael 39
U llah Khan, Ehsan 8
Sartre, Jean-Paul 45,46,53-54 Saussure, Ferdinand de 29-31
V
S ch m itt, Cari 55
Villacañas, José Lu is 86-87
Sócrates 27,42-43,44 ,4 5 Spinoza, Baruch 52
W
S talin, Ió s if 12,100,103
W ackem agel, M a th is 124 W akefieid, Edward G ibbon 34-36,41
T Thatcher, M a rg a re t 87 T o g lia tti, P alm iro 14
Weber, M a x 55
MI
GRAMSCI Y ALTHUSSER E l m a rxism o hoy. L a h eren cia d e G ra m sci y A lth u s s e r
Este libro pretende ensam blar las herencias de A lthusser y G ram sci en un proyecto co m ú n : el de e n ten d e r la persistencia del m arxism o en la actualidad. No cabe duda de que un cierto m arxism o fue d erro tad o y, de algún m odo, sepultado para siem pre en la historia del siglo pasado. Pero el siglo x xi asiste a un replanteam iento político en el que la obra de M arx sigue siendo una referencia im prescindible. En esta suerte de renacim iento, Gram sci es, sin duda, el au to r m ás citado. La crisis económ ica ha desencadenado tam bién una crisis cultural c ideológica, para cuya com prensión, el concepto gram sciano de « h e g e m o n ía » está resultando crucial. La intervención de A lthusser, p o r su parte, inauguró la posibilidad de « re sc a ta r a M arx del m arxism o», de tal m odo que, actualm ente, se ab ren nuevas posibilidades de lectura, algunas m uy insospechadas. Manuel C ruz (Director de la colección)
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