Rut La Moabita
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EMILIANO JIMÉNEZ HERNÁNDEZ
RUT LA MOABITA RESONANCIAS BÍBLICAS
PRESENTACIÓN a) El libro El libro de Rut es el segundo de los cinco megillot, los cinco rollos que se leían en las grandes fiestas en la liturgia sinagogal: el Cantar de los cantares, Rut, las Lamentaciones, el Eclesiastés y el libro de Ester. El libro de Rut se lee en la fiesta de Shavu’ot, la fiesta de Pentecostés, pues los episodios de Rut se desarrollan en el período de la cosecha. Según el Targum, Rut y Noemí llegan a Belén el día de “la ofrenda mecida”: “El día de las primicias, cuando ofrezcáis a Yahveh oblación de frutos nuevos en vuestra fiesta de las Semanas, tendréis reunión sagrada” (Nm 28,26). “Contaréis siete semanas enteras a partir del día siguiente al sábado, desde el día en que habréis llevado la gavilla de la ofrenda mecida; hasta el día siguiente al séptimo sábado, contaréis cincuenta días y entonces ofreceréis a Yahveh una oblación nueva” (Lv 23,15-16). “Contarás siete semanas. Cuando la hoz comience a cortar las espigas comenzarás a contar estas siete semanas” (Dt 16,9). En el libro de Rut se da la amenidad de una novela juntamente con la marcada verdad de la historia. La gracia y viveza con que pinta los caracteres de los personajes hacen de él una joya de la literatura bíblica. Pero es indiscutible el núcleo histórico del libro. La descendencia moabita de David explica el que, al ser perseguido por Saúl, pida al rey de Moab asilo para sus padres (1S 22,3). Esta relación peculiar de David con Moab sólo se explica por su parentesco. El libro de las Crónicas (2,12-15) presenta a Booz como bisabuelo de David. Es, por otro lado, inverosímil que un autor posterior hiciera descender a David de una mujer moabita (Gn 19,30-37), en una época en la que la figura de David estaba bastante idealizada. Esta tradición moabita de David más tarde fue motivo de escándalo para los hebreos. El libro de Rut reacciona contra este escándalo poniendo de relieve cómo Yahveh dirige los acontecimientos humanos. Las pruebas y tribulaciones de la vida son, en el plano de la bondad divina, medios que conducen toda esperanza humana a un desenlace superior: la extranjera Rut se convierte en abuela de David y del mismo Mesías (Mt 1,5). “Simple es la historia, dice San Ambrosio, pero profundo el misterio. Mientras se cumple una cosa, se anuncia otra en figura. Se anuncia al que vendrá del pueblo hebreo, de quien procede según la carne Cristo, que resucitará el semen de su pariente próximo, es decir, del pueblo muerto, con la semilla de la doctrina celestial, al unirse nupcialmente con la Iglesia”. Tras los acontecimientos saturados de intrigas y de sangre de la época de los Jueces, el libro de Rut nos introduce en un paisaje ameno y tranquilo. La simplicidad y la franqueza, el sentido de la familia y el espíritu de sacrificio, la carencia de sucesos exteriores y, en su lugar, los nobles sentimientos del alma nos conducen al interior de la historia de la salvación, donde Dios teje sus hilos misteriosos. Goethe, impresionado por el encanto de esta narración, ha escrito que el libro de Rut debe ser considerado “como la más deliciosa, minúscula, obra maestra épica e idílica, que jamás haya sido transmitida”. El libro de Rut, con su arte narrativo, sitúa los acontecimientos en el campo, donde el tiempo se mide por las faenas agrícolas, pero desemboca en el tiempo de la fecundidad humana. En ese ambiente y clima se desenvuelve el proceso de la desdicha a la dicha, del vacío a la plenitud. El libro nos sumerge en los colores, sabores, aromas y tonalidades del verano oriental, con todos los detalles de la vida sencilla del campo de Belén. En su brevedad nos evoca la siega, con segadores, aguaderos, espigadoras; la era, con sus atardeceres y amaneceres, el viento de la tarde y el frío de la noche. Por el libro circulan ricos y pobres, ancianos y la gente toda, que entra y sale por la puerta de la pequeña ciudad, donde se comentan las noticias y se ventilan los asuntos públicos y privados. Por ella salen quienes emigran a Moab y quienes regresan.
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Con sus cuatro capítulos, el libro de Rut constituye una pequeña obra maestra literaria, que ha sido comparada a un drama en cuatro actos, precedida de un prólogo. Prólogo del drama: 1,1-6: Presentación de la época, del lugar (Belén, Moab) y de los personajes: Elimélec (Dios es rey), Noemí (la amada, mi consolación), Majlón (El enfermizo), Quelyón (El flaco, el consumado), Orpá (la que vuelve la espalda) y Rut (la amiga, la compañera). Más tarde aparece también Booz (El potente). Primer acto: 1,7-22. Este primer acto se divide en dos escenas: Diálogo de Noemí con la nuera Rut: 1,7-18 Regreso a Belén de Noemí, acompañada de Rut: 1,19-22 Segundo acto: c. 2. Rut va a espigar: 2,1-3 Primer encuentro con Booz: 2,3-23 Tercer acto: c. 3. Dividido en tres escenas: Diálogo de Noemí con Rut: 3,1-5 Tres diálogos de Rut con Booz: Por la tarde: 3,6-8 En la noche: 3,9-14a Al amanecer: 3,14b-15 Información de Rut a Noemí: 3,16-18 Cuarto acto: c. 4 Compra a la puerta de la ciudad: 4,1-12 Escena final: Booz desposa a Rut: 4,13-17 Apéndice: El árbol genealógico de David: 4,18-22 b) El significado El Midrash, en su proemio al libro de Rut, cita las palabras del salmo: “Escucha, pueblo mío, Israel, que te quiero hablar yo, Dios, tu Dios” (Sal 50,7). Es Dios quien habla en la Escritura: “En la revelación Dios invisible (Col 1,15; 1Tm 1,17) habla a los hombres como amigo, movido por su gran amor (Ex 33,11; Jn 15,14-15) y mora con ellos (Ba 3,38) para invitarlos a la comunicación con él y recibirlos en su compañía. Se comunica con ellos mediante hechos y palabras, íntimamente unidos” (DV 2). Para comprender el libro de Rut es, pues, necesario escuchar a Dios, prestarle el oído del corazón. Sólo el corazón puede acoger “el gran amor” con que nos dirige su palabra. Los rabinos, creyendo y sabiendo que la Palabra de Dios “no tiene límite”, no temen nunca exagerar en ver armonías y riquezas de significados. La mayor exageración, con la que puedan interpretar o comentar la Palabra, será siempre infinitamente inferior a la realidad de la Palabra misma. Por ello, según las reglas del deras, buscan percibir, más allá de la letra, las misteriosas resonancias de cada palabra que ha salido de la boca de Dios: “Misterios santos, puros y tremendos manan de cada versículo, de cada palabra, de cada letra, de cada punto, de cada acento, de cada nombre, de cada frase, de cada alusión”.1 Y los Santos Padres siguen en la misma línea, buscando a Cristo en toda la Escritura, según la indicación del mismo Señor: “Escrutad las Escrituras que ellas hablan de mí” (Jn 5,39). “Como la Sagrada Escritura hay que leerla e interpretarla con el mismo Espíritu con que se escribió para sacar el sentido exacto de los textos sagrados, hay que atender diligentemente al contenido y unidad de toda la Sagrada Escritura, teniendo en cuenta la Tradición viva de toda la Iglesia y la analogía de la fe” (DV 12). San Agustín, después de proclamar el relato evangélico de la unción que María hace de los pies de Jesús, comienza su predicación diciendo: “Hemos escuchado el hecho, busquemos ahora su significado”. Lo 1
Ritual hebreo. 3
mismo dice al comentar el salmo 114, que canta el paso del mar de los juncos: “No creáis que el Espíritu Santo se haya limitado a recordar los acontecimientos del pasado, sino que está también anunciando hechos futuros”, “pues la santa Escritura, dice en La ciudad de Dios, profetiza mediante los hechos sucedidos y configura en ellos de alguna manera la alegoría de acontecimientos futuros”. Se trata, siguiendo a San Bernardo, de buscar en el seno profundo de la Palabra el Espíritu y la vida, sacando de la letra estéril e insípida el dulce néctar del Espíritu, que es Cristo. En palabras de Hugo de San Víctor: “Toda la Escritura es un único libro y este único libro es Cristo. En efecto, toda la Escritura habla de Cristo y en Cristo halla su cumplimiento”. Como dice San Ireneo, el Espíritu que ha hecho fecundo de Cristo el seno de la Virgen, hace fecundas de Cristo las Escrituras, que son palabras del Verbo y de su Espíritu. El mismo Cristo ya interpreta así la Escritura a sus discípulos: “El les dijo: ¡Oh insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria? Y, empezando por Moisés y continuando por todos los profetas, les explicó lo que había sobre él en todas las Escrituras” (Lc 24,25-27). El abad Guerrico d’Igny dice a sus monjes: “Vosotros que recorréis los jardines de la Escritura, no debéis atraversarlos deprisa y negligentemente. Cavad cada palabra para extraer de ella el espíritu. Imitad a la abeja diligente que recoge de cada flor su miel”. El Espíritu Santo es el guía y la luz que alumbra este camino o peregrinación desde los campos de Moab hasta el misterio de Belén, pues como dice San Jerónimo “no podemos comprender las Escrituras sin el auxilio del Espíritu Santo”. Y como el Espíritu Santo es el Espíritu de Cristo (Jn 16,7; 2Co 3,17) siempre nos guía a Cristo. Se trata de peregrinar “en busca del Amado” (Ct 3,1) “con la solicitud de Marta y con la devoción de María” (Isaac, abad de Stella). Y, podemos decir nosotros, “espigando con la solicitud y amor de Rut hasta que Booz se haga presente en el campo y engendre en nosotros a Cristo, la esperanza de las naciones”. Se trata de hacer una lectura lenta, meditada, prolongada, “desde la mañana... hasta el atardecer” (2,7.17). La parcela es pequeña, cuatro capítulos, pero Rut, la espigadora, la recorre cientos de veces, surco a surco, va y vuelve, recogiendo las espigas caídas, ocultas en el misterio de Dios, que guía los pasos de quien se cobija bajo sus alas. Al final la cosecha será abundante: “una medida plena” (2,17). Este escuchar atento es a veces difícil de lograr. El libro de Rut nos narra una historia que pasa rápidamente de un escenario a otro. Las desgracias se suceden a un ritmo impresionante: carestía, emigración de toda una familia, llegada a una tierra extranjera, tres muertes una tras otra, regreso de dos viudas solas y pobres, que necesitan espigar para su sustento... Otras veces el escenario se carga de alegrías: la siega, con los segadores que toman su alimento a la sombra de la choza o se alegran con la brisa de la tarde después de un día de duro trabajo, hacen fiesta al final de la recolección... Este continuo sucederse de los acontecimientos puede dificultar la atención a la voz de Dios. La historia es palabra y no simple ambientación de la palabra. Como dice San Juan Crisóstomo: “La historia bíblica testimonia lo que aparece en ella, pero al mismo tiempo anuncia otras cosas”. Las Escrituras son palabras del Verbo de Dios y de su Espíritu. Escuchar a Cristo y al Espíritu es “la forma de alcanzar el sentido espiritual de la Palabra” (Isaac de Stella). Martín Buber, lamentando que hoy, por haber dejado de oír la voz, hemos perdido el camino de los orígenes y de la eternidad, donde cada cual puede encontrar lo que le está personalmente destinado, dice: “El diálogo entablado entre el cielo y la tierra es la sustancia vital de la Biblia. El hombre que quiere recibirla de veras en su corazón debe reemplazar, con su propia boca, la palabra escrita, las letras impresas, por el vocablo hablado. No basta con leerla con los ojos, sin mover los labios. El hecho de que Dios ordene al sucesor de Moisés que tenga constantemente presente, no ante sus ojos, sino en sus labios, el libro de la enseñanza, encierra una significación profunda, fundamental: debe ser ‘murmurado noche y
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día’. Así nos lo dice el primer Salmo del servidor fiel, de aquel cuyos caminos Dios ‘conoce’. Quien repite con toda su alma la palabra divina la percibe como dirigida a él”. En este comentario del libro de Rut quiero seguir las huellas de Rut, espigando en el Campo del Antiguo y del Nuevo Testamento, para llegar a recoger el fruto que no es otro que Cristo. Sigo el camino recorrido por los Padres y Santos, como San Antonio de Padua, que escribe en el prólogo de sus sermones: “Para gloria de Dios, edificación de las almas y, a fin de que quienes lo lean o lo oigan, hallen consuelo en entender la Sagrada Escritura, echando mano de ambos Testamentos, he compuesto estos Sermones con temor y pudor, sintiéndome incapaz de asumir una tarea tan grande; lo he hecho instado por las oraciones y el afecto de los hermanos. Procedo como Rut, la moabita, en el campo de Booz: voy detrás de los segadores, tímido y avergonzado, recogiendo las espigas caídas”. Es lo que recoge La Glosa ordinaria (PL 113, 534). En ella leemos que Rut, espigando en el campo de Booz, “es imagen de la comprensión que conduce a la mies espiritual. Las espigas abandonadas son las enseñanzas de la Escritura que, habiendo estado por mucho tiempo ocultas en el misterio, siguen estando cargadas del más alto mensaje a disposición de quien las medita”. Para Rábano Mauro, Rut, que permanece todo el día espigando junto a las siervas de Booz, es figura de la Iglesia que persevera en el campo de la lectio divina, guarda en el seno de su corazón los testimonios que llevan a la salvación; esto es lo que hace la Iglesia desde el rayar de la luz de la fe hasta el cumplimiento de su misión: “Rut es imagen de la Iglesia que permanece unida a los maestros de la meditatio de la Escritura hasta que pone en la celda de su corazón el pleno conocimiento del Antiguo y del Nuevo Testamento. Cuando lo consigue, entonces posee suficiente alimento para su alma y ya no tiene necesidad de ir mendigando un pobre alimento en puertas desconocidas”. Los Padres, al tener presente la Escritura entera, Antiguo y Nuevo Testamento, descubren referencias que brillan como destellos, fulguraciones, descubrimientos sorprendentes. Ven la Escritura como una unidad, cuyo centro es Cristo.
1. EL MARCO DEL LIBRO
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a) Vuelta del Exilio A la vuelta del exilio todo se renueva. El Cronista escribe de nuevo la historia de Israel. Largas listas genealógicas desde Adán a Esdras unen el pequeño resto de repatriados con las generaciones pasadas. Los débiles judíos del siglo V son los descendientes del Israel elegido por Dios. Las genealogías muestran la fidelidad de Dios, que no ha dejado extinguirse a su pueblo; lo ha acompañado siempre con la bendición de Abraham y de David. Jerusalén y el Templo son el punto de entronque con la historia de salvación. En la celebración se actualiza la historia (CEC 1099). El culto, memorial de la historia de salvación, se hace canto de alabanza y motivo de oración confiada para el tiempo presente de reconstrucción. De este modo la comunidad de Israel mantiene su identidad de generación en generación. Con el exilio, la tierra prometida queda desolada. Pero Dios, Señor de la historia, es el Creador, puede comenzar de nuevo. El Señor que incitó a Nabucodonosor para llevar a su pueblo al destierro, ahora suscita a Ciro para devolverlo a la tierra de sus padres. “El corazón del rey es una acequia a disposición de Dios: la dirige a donde quiere” (Pr 21,1). Jeremías, con palabras y gestos, anunció el destierro y la vuelta. Pero el gran cantor de la vuelta es Isaías, que vio en la lejanía el destino de Ciro y lo anunció como salvador del pueblo de Dios. El anuncia la buena noticia con toda su fuerza salvadora. Jerusalén está esperando sobre las murallas la vuelta de los cautivos. Un heraldo se adelanta al pueblo que retorna de Babilonia. Cuando los vigías divisan a este mensajero, dan gritos de júbilo que resuenan por la ciudad y se extienden por todo el país: “¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae buenas noticias, que anuncia la salvación, que dice a Sión ya reina tu Dios” (Is 52,7-9; 40.9). El heraldo pregona la victoria de Dios. La salvación de Israel viene con la palabra del anuncio. Yahveh pone en la boca del mensajero la noticia que alegra el corazón del pueblo. La hora de la actuación de Yahveh ha irrumpido. La salvación de Dios es realidad. Dios libera a los cautivos y congrega a los dispersos. El llanto se cambia en gozo. Las ruinas de Jerusalén exultan. Las cadenas se rompen. Hasta la aridez del desierto florece para saludar a los que retornan. Ya reina tu Dios; ya puedes celebrar tus fiestas (Ne 2,1). El anuncio se hace realidad en el decreto de Ciro: “En el año primero de Ciro, rey de Persia, el Señor, para cumplir lo que había anunciado por boca de Jeremías, movió a Ciro a promulgar de palabra y por escrito en todo su reino: El Señor, Dios del cielo, me ha entregado todos los reinos de la tierra y me ha encargado construirle un templo en Jerusalén de Judá. Los que pertenezcan a ese pueblo, que su Dios los acompañe y suban a Jerusalén de Judá para construir el templo del Señor, Dios de Israel, el Dios que habita en Jerusalén” (Esd 1,1-4). De este modo comienza la vuelta de los desterrados en procesión solemne hacia Jerusalén. No vuelven todos, sino sólo los que Dios mueve. Algunos prefieren las seguridades adquiridas en Babilonia y allí se quedan. El “resto”, en oleadas sucesivas, emprenden el retorno, en busca de la tierra prometida por el Señor y dada a sus padres. El nuevo Éxodo, como el primero, es obra de Dios, que mueve al rey y también a los israelitas. Como en la liberación de Egipto, también ahora Dios acompaña a su pueblo, le abre caminos, movido por su amor. Los que se han contagiado con los ídolos y han perdido la esperanza en la salvación se quedan en Babilonia, lejos de Jerusalén, la santa ciudad de Dios. Los ricos, que confían en sus riquezas, no ven el milagro de la presencia salvadora de Dios. Sólo los pobres de Yahveh, que confían únicamente en El, se ponen en camino y suben a reedificar el templo de Jerusalén. Lo primero que levantan es el altar para ofrecer en él holocaustos matutinos y vespertinos en la fiesta de las Tiendas. A los dos años de su llegada a Jerusalén comienzan la reconstrucción del Templo. Al ver puestos los cimientos, todo el pueblo alaba al Señor con cantos de alegría. Pero pronto cunde el desaliento ante la oposición de los enemigos de Israel.
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Las obras se suspenden durante quince años. Dios entonces suscita los profetas Ageo y Zacarías para alentar al pueblo a continuar la tarea comenzada. “El templo se terminó el día veintitrés del mes de Adar, el año sexto del reinado de Darío. Los israelitas -sacerdotes, levitas y el resto de los deportados- celebran con júbilo la dedicación del templo, ofreciendo un sacrificio expiatorio por todo Israel” (Esd 6,15-17). Levantado el templo, la nueva etapa se inaugura, como en el primer Éxodo, con la celebración solemne de la Pascua: “Los deportados celebraron la Pascua el día catorce del primer mes. Los levitas, junto con los sacerdotes, inmolaron la víctima pascual para todos los deportados. La comieron los que habían vuelto del destierro y todos los que se unieron a ellos para servir al Dios de Israel. Celebraron con júbilo, durante siete días, la fiesta de los Azimos, porque Yahveh les había llenado de gozo, pues volvió hacia ellos el corazón del rey de Asiria, para que reafirmase sus manos en las obras de la Casa de su Dios, el Dios de Israel” (Esd 6,19-22). “Después de estos acontecimientos” (Esd 7,1), sube de Babilonia a Jerusalén Esdras, descendiente de Aarón, el escriba versado en la ley del Señor. Esdras inaugura una misión de suma importancia en la reconstrucción de la comunidad de Israel. Como escriba, lee, traduce y explica la Torá al pueblo (Ne 8,8). “La mano bondadosa de Dios estaba con él” (Esd 7,6.9). Esdras aplica su corazón a escrutar la Ley de Yahveh, a ponerla en práctica y a enseñarla a Israel. En el Eclesiástico tenemos la más bella descripción del escriba: “Se entrega de lleno a meditar la Ley del Altísimo; escruta la sabiduría de sus predecesores y dedica sus ocios a estudiar las profecías. Desde la mañana pone su corazón en el Señor, su Creador y ora ante el Altísimo: ante El abre su boca para pedir perdón por sus pecados. Si el Señor lo quiere, él será lleno de espíritu de inteligencia. Dios le hará derramar como lluvia las palabras de su sabiduría, y en la oración dará gracias al Señor. Dios guiará sus consejos prudentes, y él meditará sus misterios. Comunicará la enseñanza recibida y se gloriará en el Señor. Muchos alabarán su inteligencia y su recuerdo perdurará por generaciones. La comunidad comentará su sabiduría y la asamblea cantará su alabanza. Mientras viva, tendrá fama entre mil, que le bastará cuando muera” (Si 39,1-11). Con el escriba Esdras va unido para siempre el nombre de Nehemías, nombrado Gobernador. “También es grande la memoria de Nehemías, que nos levantó las murallas en ruinas, puso puertas y cerrojos y reconstruyó nuestras moradas” (Si 49,13). Así lo narra él mismo en sus confesiones autobiográficas: “El mes de diciembre del año veinte me encontraba yo en la ciudadela de Susa cuando llegó mi hermano Jananí con unos hombres de Judá. Les pregunté por los judíos que se habían librado del destierro y por Jerusalén. Me respondieron: Los que se libraron del destierro están pasando grandes privaciones y humillaciones. La muralla de Jerusalén está llena de brechas y sus puertas consumidas por el fuego. Al oír estas noticias lloré e hice duelo durante varios días, ayunando y orando al Dios del cielo” (Ne 1,1-4). Nehemías abandona la corte de Artajerjes, donde es copero del rey, para visitar a sus hermanos, se interesa e intercede ante Dios por ellos. Al llegar a Jerusalén inspecciona el estado de la muralla y comprueba que está derruida y las puertas consumidas por el fuego. Entonces se presenta a los sacerdotes, a los notables y a la autoridades y les dice: “Ya veis la situación en que nos encontramos. Jerusalén está en ruinas y sus puertas incendiadas. Vamos a reconstruir la muralla de Jerusalén para que cese nuestra ignominia” (Ne 2,17). Todos ponen manos a la obra con entusiasmo, aunque pronto tienen que vencer las burlas y oposición de los samaritanos, que siembran la vergüenza, el desánimo y el miedo entre el pueblo (Ne 3,34-36). En menos de dos meses, a pesar de la oposición externa y las dificultades internas, se termina la reconstrucción de la muralla. La obra es un milagro de Dios, que infunde confianza en sus fieles: “A los cincuenta y dos días de comenzada, se terminó la muralla. Cuando se enteraron nuestros enemigos y lo vieron los pueblos circundantes se llenaron de
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admiración y reconocieron que era nuestro Dios el autor de esta obra” (Ne 6,15). Para inaugurar la muralla buscan levitas por todas partes para llevarles a Jerusalén y celebrar una gran fiesta de acción de gracias, al son de arpas y cítaras. Una inmensa procesión gira en torno a la muralla para entrar en la ciudad y dirigirse al templo. Los cantores entonan salmos: “Dad la vuelta en torno a Sión, contando sus torreones” (Sal 48), “El Señor rodea a su pueblo ahora y por siempre” (Sal 125). “Ha reforzado los cerrojos de sus puertas y ha bendecido a sus hijos” (Sal 147). La fiesta fue solemne y alegre “porque el Señor les inundó de gozo. La algazara de Jerusalén se escuchaba de lejos” (Ne 12,43). Rodeada la ciudad de su muralla almenada, “como corona real” (Is 62,3), se aprecian los vacíos internos, por falta de casas y vecinos: “La ciudad era espaciosa y grande, pero los habitantes eran escasos y no se construían casas”. La repoblación de Jerusalén es la siguiente tarea de Nehemías, para que sea la “ciudad bien compacta” descrita por el salmista (Sal 122,3). Una ciudad poblada de numerosos habitantes es lo que había anunciado Isaías: “Porque tus ruinas, tus escombros, tu país desolado, resultarán estrechos para tus habitantes. Los hijos que dabas por perdidos te dirán otra vez: mi lugar es estrecho, hazme sitio para habitar” (Is 49,19-20). También lo había anunciado Ezequiel: “Acrecentaré vuestra población, serán repobladas las ciudades y las ruinas reconstruidas” (Ez 36,10.33). Nehemías se encarga con celo de repoblar Jerusalén: “Las autoridades fijaron su residencia en Jerusalén, y el resto del pueblo se sorteó para que, de cada diez, uno habitase en Jerusalén, la ciudad santa, y nueve en los pueblos. La gente colmó de bendiciones a todos los que se ofrecieron voluntariamente a residir en Jerusalén” (Ne 11,1-2). b) Ageo, Zacarías, Malaquías, Abdías y Joel Esdras levanta los muros del Templo y Nehemías repara las brechas de la muralla. Pero para reconstruir el pueblo de Dios no basta la reconstrucción exterior. Es necesario renovar interiormente al pueblo. La comunidad de Israel se reconstruye y adquiere hondura espiritual con la proclamación de la Palabra de Dios, la celebración penitencial, la celebración de las fiestas y la renovación de la Alianza con Dios: “Todo el pueblo se reunió como un solo hombre en la plaza que se abre ante la Puerta del Agua. Esdras, el escriba, pidió que le llevaran el libro de la Ley de Moisés, que Dios había dado a Israel. Desde el amanecer hasta el mediodía estuvo proclamando el libro a la asamblea de hombres, mujeres y todos los que tenían uso de razón. Todos seguían la lectura con atención. Esdras y los levitas leían el libro de la Ley del Señor, traduciéndolo e interpretándolo para que todos entendieran su sentido. Al oír la Palabra de Dios, la gente lloraba. Esdras, Nehemías y los levitas dijeron al pueblo: Hoy es un día consagrado al Señor, vuestro Dios. No estéis tristes ni lloréis. Al mediodía les despidieron: Id a casa, comed manjares exquisitos, bebed vinos dulces y enviad porciones a los que no tienen nada, porque hoy es un día consagrado a nuestro Dios. No estéis tristes que la alegría del Señor es vuestra fuerza. El pueblo hizo una gran fiesta, porque habían entendido las palabras que les habían enseñado” (Ne 8). En el libro de la Ley se encuentran con la fiesta, para ellos olvidada, de las Tiendas. Con gozo inaudito la celebran, viviendo durante siete días al aire libre bajo las tiendas de ramas. Durante los siete días Esdras sigue proclamando en voz alta el libro de la Torá. El octavo día celebran solemnemente la liturgia penitencial, con ayuno, vestidos de saco y polvo. La asamblea confiesa sus pecados y los de sus padres ante el Señor, su Dios (Ne 9). Con la confesión del pecado, el pueblo renueva la Alianza con Dios, aceptando su Ley, como lo hizo la asamblea de Israel en el Sinaí: “Haremos cuanto ha dicho el Señor” (Ne 10). Los pobres, tantas veces humillados, se han hecho humildes. Esta humildad les abre el corazón al amor de Dios, sellando con confianza la alianza con El. Abiertos a los caminos de Dios, estos pobres acogerán al Salvador. En Jesús de Nazaret, que no tiene donde reclinar la cabeza,
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verán la salvación de Dios. “Porque la necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina, más fuerte que la fuerza de los hombres. Ha escogido Dios lo necio del mundo, para confundir a los sabios. Y ha escogido Dios lo débil del mundo, para confundir lo fuerte” (1Co 1,25ss). Desde finales del siglo V a mediados del siglo III se suceden los profetas posteriores al exilio: Ageo, Zacarías, Malaquías, Abdías y Joel. Son los profetas de la reconstrucción de Israel al retorno del exilio. Con Ageo comienza una nueva era. Antes del destierro, los profetas anuncian el castigo; durante el exilio, los profetas son los consoladores del pueblo. A la vuelta del exilio, los profetas llaman al pueblo a la reconstrucción del templo y de la comunidad de Israel. Ageo es el primero en invitar a los repatriados a reconstruir el Templo: El Templo está en ruinas, su reconstrucción garantizará la presencia de Dios y la prosperidad del pueblo (Ag 1-3). Zacarías anuncia el comienzo de la nueva era de salvación, puesta bajo el signo del Templo reconstruido. De nuevo la tierra es santa en torno al Templo y el pueblo tiene a Dios en medio de ellos. Esta nueva era es una profecía de la era mesiánica: “Alégrate, hija de Sión, canta, hija de Jerusalén, mira a tu rey que viene a ti justo y victorioso; modesto y cabalgando en un asno, en un pollino de borrica” (Za 9,9-10; Mt 21,5; 11,29). El rey Mesías instaurará un reino de paz sin necesidad de caballos de guerra. “Aquel día derramaré sobre los habitantes de Jerusalén un espíritu de gracia y de clemencia. Me mirarán a mí, a quien traspasaron, harán llanto como llanto por el hijo único, y llorarán como se llora al primogénito” (Za 12,910; Jn 19,37). Malaquías, “mensajero del Señor”, cierra los labios con los ojos abiertos hacia el que ha de venir: “Mirad: os enviaré al profeta Elías antes de que llegue el día del Señor. Convertirá el corazón de los padres hacia los hijos, y el corazón de los hijos hacia los padres, para que no tenga que venir yo a destruir la tierra” (3,23-24). Joel -que significa “Yahveh es Dios”- toma como punto de partida de su profecía una catástrofe del campo: una terrible plaga de langosta que asola las cosechas. Con esta visión el profeta invita al ayuno y penitencia para implorar la compasión de Dios. Acogida su invitación, Dios responde anunciando la salvación del pueblo: “No temas, haz fiesta. Hijos de Sión, alegraos y festejad al Señor, vuestro Dios, que os da la lluvia temprana y la tardía a su tiempo. Alabaréis al Señor que hace prodigios por vosotros. Yo soy el Señor, vuestro Dios, no hay otro, y mi pueblo no quedará defraudado. Además derramaré mi espíritu sobre todos: vuestros hijos e hijas profetizarán” (2,21-27). “El Señor será refugio de su pueblo, alcázar de los israelitas. Y sabréis que yo soy el Señor, vuestro Dios, que habito en Sión, mi monte santo. Jerusalén será santa. Aquel día los montes manarán vino, los collados fluirán leche, las acequias de Judá irán llenas de agua y brotará un manantial del Templo del Señor, que regará el valle de las Acacias” (4,16-21). Y Abdías, “siervo del Señor”, anuncia el “Día de Yahveh”, que será terrible para las naciones (2-15), pero en el monte de Sión quedará un resto santo (17): “Estos pobres israelitas desterrados serán dueños de Canaán hasta Sarepta. Subirán vencedores al monte Sión y el reino será del Señor” (19-21). c) Jonás La pequeña comunidad de Israel, a la vuelta del exilio, consciente de su elección y deseosa de mantenerse fiel a la ley de la alianza, se encierra en sí misma, rompiendo todo lazo con los otros pueblos que la han oprimido. Replegada en sí misma, excluye a las naciones de la salvación. La elección no es vista ya como un servicio, sino como un privilegio. Expulsan a las mujeres extranjeras, descartan a los samaritanos y condenan a las naciones a la destrucción. El Dios de los profetas, que desea la salvación de todos los pueblos, es visto únicamente como el Dios de su nación. No quieren ver más allá de los
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límites de su santuario, de su ciudad y de su país. Pero Dios parece burlarse de Israel. El, que ha inspirado y bendecido la actuación de Esdras, Nehemías, Joel y Abdías, ahora inspira el delicioso libro de Rut, que exalta a una mujer extrajera, que ha elegido al Dios de Israel como su Dios y que se convertirá en raíz de la que brotará el mismo Mesías. Y Dios inspira igualmente el libro de Jonás, que busca romper las fronteras de Israel, llevando la salvación a las naciones, incluso a Nínive, expresión máxima del extranjero y enemigo de Israel. Jonás es la expresión de Israel, que Dios quiere abrir a la misión. El Dios que llama a Jonás, que le cierra el camino de la huida, que le lleva a Nínive y le habla al corazón ante sus protestas, es el Dios que quiere la salvación de los paganos. Pues Israel tiene una misión: ser instrumento de salvación para todos los pueblos. Jonás sabe que esta es la intención de Dios al enviarle a Nínive (Jon 4,2). Pero a Jonás no le interesa la salvación de los ninivitas. Es más, la rechaza y se enoja ante ella. A sus ojos, los ninivitas son impuros. Apenas recorre un día sus calles y se aleja de la ciudad, aunque el sol le achicharre y esté a punto de desvanecerse (Jon 4,5). El libro de Jonás denuncia la falsa fe de quienes quieren apropiarse de Dios. Estamos ya a un paso del Nuevo Testamento. Dios no es solamente Dios de Israel, es también Dios de los paganos, porque no hay más que un solo Dios. A pesar de su resistencia, Jonás es la expresión del primer envío misionero a los paganos. Jonás huye, pero en su huida conduce a Yahveh a los tripulantes de la nave, que pertenecen a “las naciones” y, después, a los ninivitas, que se convierten a Yahveh y experimentan su perdón. Israel, los profetas de Israel y todos los llamados por Dios son elegidos para llevar un mensaje de salvación a las naciones: dar a conocer a Dios a todos los pueblos de la tierra. Cuando quieren acaparar para sí la salvación, negándose a la misión de llevar esa salvación a todos los hombres, son rechazados por Dios. Cuando Israel se niega a su misión, Dios le rechaza y en su lugar entran las naciones. Jonás, un profeta, servidor de la palabra de Dios, pretende quedarse con ella, en lugar de llevarla a sus destinatarios. Le irrita que la palabra trabaje por su cuenta y produzca el fruto que él no quiere (Jon 4,1). Mientras la palabra alberga un propósito de vida, él lo tiene de muerte. El, llamado a ser mensajero de la misericordia para todos, apenas siente misericordia por sí mismo y por el ricino que le da sombra. Pero, echado en brazos de la muerte, al pedir que le arrojen al mar, es salvado precisamente por un pez monstruoso. Dios salva al profeta de la muerte para salvar por él a un pueblo pagano como Dios salva a Cristo, resucitándolo de la muerte, para salvar con esa muerte y resurrección a todos los pueblos de la tierra. Tres días y tres noches pasa Jonás en el vientre del pez. Esto mismo se cumple plenamente en Jesucristo, el nuevo Israel. Jesús no se ha negado a su misión, sino que ha asumido sobre sí todas nuestras flaquezas e infidelidades. Como Siervo de Yahveh desciende al vientre del pez, a los infiernos, pasa tres días y tres noches en el corazón de la tierra para, desde allí, resucitar, abriendo para todos los hombres un camino de vida en el muro de la muerte. Esta es la vida del cristiano. El bautismo es entrar en la muerte con Cristo para resucitar con él. Este misterio, que se vive en el sacramento, se actualiza en toda la vida. Tres días y tres noches es la vida presente. Toda la vida del cristiano consiste en entrar en la muerte y, en ella, experimentar la victoria de Cristo sobre la muerte. Ser entregados al mar, como víctima de propiciación por los hombres, es la misión del cristiano. El cristiano, como el chivo expiatorio, es arrojado todos los días al desierto para rescatar a los hombres del peso del pecado. En nuestras aflicciones y debilidades Dios es glorificado. La cruz de cada día, en Cristo, se hace gloriosa. Da gloria a Dios. La muerte no es muerte, sino la puerta de la resurrección, de la vida nueva, de la salvación para nosotros y para el mundo. El bautismo de cada día nos sumerge en las aguas de la muerte y, a través de las aguas, experimentamos un nuevo nacimiento. La muerte es sepultura y útero de nueva vida. Jonás es un símbolo
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bautismal. Y el salmo de Jonás ha tenido en la Iglesia un significado bautismal. El cántico de Moisés, en el paso del mar Rojo (Ex 15), celebra la salvación de Israel. El cántico de Jonás anuncia la salvación futura en Cristo de cuantos se sumergen en las aguas bautismales. Entrando en las aguas, Jonás salva la nave y los marineros. El hombre, que se sumerge en las aguas del bautismo, es salvación para la Iglesia y para el mundo. En medio de los profetas llamados por Dios para predicar la conversión de su pueblo, Jonás es el predicador de los gentiles. Mateo, Marcos y Lucas le citan en el Nuevo Testamento: “Esta generación perversa y adúltera pide un signo, y no le será dado sino el signo de Jonás. Como estuvo Jonás en el vientre del pez tres días y tres noches, así estará el Hijo del Hombre en el corazón de la tierra tres días y tres noches. Los Ninivitas se alzarán a condenar en el juicio a esta generación, porque ellos se convirtieron con la predicación de Jonás; y aquí está alguien más grande que Jonás” (Mt 12,39-41). Dios es compasivo y misericordioso por encima de la ruindad de su profeta. A Jonás le molesta que Dios tenga tan gran corazón que es capaz de dejar mal a su profeta, perdonando a los ninivitas convertidos por sus amenazas de destrucción. Pero Dios se ríe de sus enfados, pues le ama con el mismo corazón con que ha perdonado a los Ninivitas. Jonás se sienta a la sombra de un ricino, que le protege del ardor del sol. Pero el Señor envía un gusano, que seca el ricino. Jonás se lamenta de la muerte del ricino hasta desear también su muerte. El Señor le dice: “Tú te lamentas por el ricino, que no cultivaste con tu trabajo, y que brota una noche y perece a la otra y yo, ¿no voy a sentir la suerte de Nínive, la gran ciudad, donde habitan más de veinte mil hombres?” (Jon 4,11). Jesucristo rompe toda frontera. Sólo la revelación plena del amor de Dios, manifestado en Cristo, ha derribado el muro que separaba a los hebreos de los paganos. Donde la salvación se muestra absolutamente gratuita cesan todos los privilegios. Si Dios salva por ser misericordia y perdón, sin mérito alguno de parte del hombre, caen todas las fronteras entre los hombres. Este es el Dios que se revela en el libro de Jonás, abriendo el camino a la manifestación de Jesucristo. El mismo Jesucristo chocó con el escándalo de Jonás, como muestran las parábolas del hijo pródigo y la de los obreros de la viña. La gratuidad del amor de Dios es sorprendente, escandalosa. La conducta del Padre, al acoger al hijo pródigo, “perdido y encontrado de nuevo”, escandaliza al hermano mayor, que al igual que Jonás “se irrita y no quiere entrar en la casa”, donde se celebra el banquete del perdón (Lc 15,25-30). Igualmente se escandalizan los obreros de la primera hora, que se lamentan de que el patrón dé a los obreros del atardecer idéntico salario que a ellos (Mt 201-15). El libro de Jonás llega hasta el corazón de Dios, que salva al hombre, no por sus méritos, sino por gracia. Dios se sirve de todo -Jonás, los marineros, el mar, el pez, los ninivitas, el sol, el ricino, el gusano- para manifestar su amor salvador. El Dios de Israel no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva. La conversión del pecador es la alegría de Dios: “Os digo que en el cielo hay más alegría por un solo pecador que se convierte que por novente y nueve justos que no tienen necesidad de conversión” (Lc 15,7). Israel cumple su misión de pueblo de Dios, portador de salvación para todas las naciones, cuando, disperso en esas naciones, proclama la unicidad de Dios, da a conocer al Dios verdadero. En su dispersión cumple su misión, como testifica el libro de Tobías: “Entonces Rafael llevó aparte a los dos y les dijo: Bendecid a Dios y proclamad ante todos los vivientes los bienes que os ha concedido, para bendecir y cantar su Nombre. Manifestad a todos los hombres las acciones de Dios, dignas de honra, y no seáis remisos en confesarle. Bueno es mantener oculto el secreto del rey y también es bueno proclamar y publicar las obras gloriosas de Dios” (Tb 12,6-7). Y dijo: “¡Bendito sea Dios, que vive eternamente, y bendito sea su reinado! Porque él es quien castiga y tiene compasión; el que hace descender hasta el más profundo Hades de la tierra y el que hace subir de la gran Perdición, sin que haya nada que escape de su mano. Confesadle, hijos de Israel, ante todas las gentes, porque él os
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dispersó entre ellas y aquí os ha mostrado su grandeza. Exaltadle ante todos los vivientes, porque él es nuestro Dios y Señor, nuestro Padre por todos los siglos. Os ha castigado por vuestras injusticias, mas tiene compasión de todos vosotros y os juntará de nuevo de entre todas las gentes en que os ha dispersado. Si os volvéis a él de todo corazón y con toda el alma, para obrar en verdad en su presencia, se volverá a vosotros sin esconder su faz. Mirad lo que ha hecho con vosotros y confesadle en alta voz. Bendecid al Señor de justicia y exaltad al Rey de los siglos. Yo le confieso en el país del destierro, y publico su fuerza y su grandeza a gentes pecadoras” (Tb 13,1-6). d) Rut El libro de Rut muestra, entre líneas, la situación en que vive el pequeño resto, que ha vuelto del exilio. Entre ellos existen los problemas del hambre (1,1), la emigración (1,1.7), la pobreza que obliga a espigar en los campos segados (2,2), la imposibilidad de conservar la propiedad de la propia tierra por parte de una viuda pobre y sin hijos (4,3), el rechazo de un pariente rico a ayudar a un miembro de su clan pobre (4,6), la vejez que hace imposible garantizar la continuidad de la familia (1,11-12), la muerte como negación de la esperanza en un futuro (1,3-5), el sentido de culpa ante Dios (1,13.21). La familia de Elimélek y Noemí es un caso tipo de la situación del pueblo en el momento de la reconstrucción del pueblo. Pertenecen al clan de los Efrateos, de Belén de Judá. Pero el clan está más bien en proceso de desintegración. La fraternidad falla, no es capaz de defender y aglutinar a sus miembros en medio de la carestía. Entre los miembros del propio clan hay ricos y pobres (3,10), hombres importantes (2,1), ricos con suficiente dinero para comprar nuevas propiedades (4,9) y pobres que se ven obligados a vender las tierras de su heredad (4,3). Hay, finalmente, familias que, empujadas por el hambre, emigran de la tierra de sus padres. Estos rasgos, que enmarcan el libro de Rut, coinciden con la descripción que hace Nehemías. Los exiliados vuelven a la tierra de sus padres con la esperanza de reconstruir el pueblo, pero no lo logran. Desde el decreto de Ciro en el año 538 hasta el momento en que se escribe el libro de Rut, unos cien años después, los conflictos se han acentuado: “Un gran clamor se suscitó entre la gente del pueblo y sus mujeres contra sus hermanos judíos. Había quienes decían: ‘Nosotros tenemos que dar en prenda nuestros hijos y nuestras hijas para obtener grano con que comer y vivir’. Había otros que decían: ‘Nosotros tenemos que empeñar nuestros campos, nuestras viñas y nuestras casas para conseguir grano en esta penuria’. Y otros decían: ‘Tenemos que pedir prestado dinero a cuenta de nuestros campos y de nuestras viñas para el impuesto del rey; y siendo así que tenemos la misma carne que nuestros hermanos, y que nuestros hijos son como sus hijos, sin embargo tenemos que entregar como esclavos a nuestros hijos y a nuestras hijas; ¡hay incluso entre nuestras hijas quienes son deshonradas! Y no podemos hacer nada, ya que nuestros campos y nuestras viñas pertenecen a otros’” (Ne 5,1-5). La pobreza ha aumentado: “Habéis sembrado mucho, pero cosecha poca; habéis comido, pero sin quitar el hambre; habéis bebido, pero sin quitar la sed; os habéis vestido, mas sin calentaros, y el jornalero ha metido su jornal en bolsa rota” (Ag 1,6). Zorobabel, hijo de Sealtiel, descendiente del rey de Judá (1Cro 3,17-19), y Josué, hijo de Yosedak, descendiente del sumo sacerdote de Jerusalén (1Cro 5,40-41; Esd 3,2), con el apoyo de los profetas Ageo (Ag 1,12-15) y Zacarías (Za 4,6-10), tratan de reconstruir el altar y el templo de Jerusalén, destruido por Nabucodonosor (Esd 5,1-2), pues atribuyen los sufrimientos del pueblo a un castigo de Dios por haber dejado el templo en ruinas (Ag 1,311). El rey y el sacerdote intentan reconstruir el pueblo en torno al altar y al culto del templo. Esdras, escriba conocedor de la ley (Esd 7,6), actuando en nombre del rey de Persia
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(Esd 7,11-26), visita Jerusalén hacia el año 458 (Esd 7,7), unos 60 años después de Zorobabel. Esdras atribuye las desgracias del pueblo al influjo de las costumbres paganas, debido a los matrimonios con mujeres extranjeras (Esd 9,1-2; 10,2.20). Para recuperar su identidad perdida, propone al pueblo dos cosas: la observancia de la ley, proclamada y comentada a todo el pueblo por él mismo y por los levitas (Ne 8,1-8), y la expulsión de las mujeres extranjeras y de sus hijos (Esd 10,3-11). Esdras intenta la reconstrucción del pueblo en torno a la ley y la pureza de la sangre. Junto a Esdras actúa Nehemías, gobernador de Judá, nombrado por el rey de Persia en el año 445 (Ne 5,14). Nehemías es una persona sensible a los problemas del pueblo. Ve cómo los ricos y las autoridades oprimen a los pobres (Ne 5,1-5.15) e, indignado, les convoca en nombre de Dios y les ordena que restituyan las tierras robadas y perdonen las deudas acumuladas (Ne 5,7-13). El mismo lo hace el primero (Ne 5,14-15). Trata además de restaurar las familias y los clanes (Ne 7,4-72) y de garantizar la seguridad, reconstruyendo las murallas de Jerusalén (Ne 2,11-3,38; 5,16). Nehemías pretende atacar el mal en su raíces, que son la tierra y la familia, las dos cosas objeto de la promesa de Dios a Abraham (Gn 12,7; 13,14-16), repetida tantas veces a él y a sus descendientes. Estas líneas, unidas entre sí, forman el amplio marco en el que surge el libro de Rut, sugiriendo una propuesta original para la reconstrucción del pueblo. Su mensaje es delineado no en una serie de normas, sino en una historia llena de poesía y sorpresas desde el principio hasta el fin. Es una historia breve, en la que nada es superfluo, todo tiene su sentido, que se va desvelando poco a poco, manteniendo el suspense hasta el final. Los mismos nombres de los personajes esconden un significado propio. El libro de Rut narra la historia presente a la luz de la Escritura. Es la gran herencia que el escriba Esdras ha transmitido al pueblo. El pueblo encuentra en la Escritura el retrato de su vida actual y de su pasado, como fuente de esperanza para el futuro. Desde la primera frase hasta la última, el libro de Rut recorre toda la Escritura, recuerda la historia, evoca los personajes. Comienza recordando el tiempo de los jueces (1,1) y termina evocando la esperanza del nuevo David (4,17). Comienza con la descripción de la opresión del pueblo: falta de pan, de tierra, de un hijo que garantice la continuidad de la familia y el futuro del pueblo (1,1-5), y termina con la descripción del final feliz que el pueblo espera, el anuncio del nacimiento de un niño, que inaugura una era nueva (4,13-17). En medio está el camino de la reconstrucción del pueblo. El libro de Rut se escribe, pues, después de la reforma de Esdras y Nehemías. Después de la construcción del Templo y de la convocación de la gran asamblea para renovar la alianza, por orden de Esdras se lleva a cabo una purificación del pueblo de toda contaminación con los extranjeros. Se expulsa de Israel a todas las esposas que no fueran de sangre hebrea, para evitar que la fe de Israel se contamine con los cultos idolátricos de los otros pueblos. En relación o, más bien, en oposición a estos acontecimientos, Dios inspira el libro de Rut. Dios no se deja enjaular en los límites de su pueblo. El Dios de Israel es el Dios de todas las naciones. Dios rompe el aislamiento de su pueblo y le abre a todos los pueblos, con una misión de salvación universal. La elección de Israel no es un privilegio, sino una misión para llevar la salvación a todos los hombres de la tierra. Más aún, Dios salva a Israel a través de los paganos. Ciro, el rey pagano, ha sido el siervo que Dios ha elegido para poner fin al exilio. Y el gran rey de Israel, el hombre según el corazón de Dios, desciende de Rut, una moabita. El hijo de Rut salva a la familia de Noemí. Las naciones paganas entran en el pueblo de la alianza con Dios y la salvación del antiguo Israel depende de las naciones paganas, convertidas en el nuevo Israel. Pablo así lo ha entendido y proclamado en la carta a los romanos (Rm 9-11). Mientras Israel reconstruye Jerusalén, la ciudad de David, y purifica al pueblo para instaurar el reino de David, expulsando a las esposas extranjeras, Dios levanta su voz y
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despierta la memoria del pueblo: ¡David desciende de una extranjera! Con Jonás la salvación llega, desde Israel, a los extranjeros. Con Rut es aún más escandaloso: la salvación le llega a Israel a través de una extranjera, a través de Moab, el pueblo detestado por Israel. La sangre del Mesías, hijo de David, lleva sangre moabita. Rut lleva, pues, en su seno la esperanza de Israel, la esperanza del mundo entero. El hijo de la promesa no es fruto de la carne ni de la sangre, sino de la fe de Abraham. Y este hijo de David, no es fruto de la carne ni de la sangre, sino del amor de Rut. Muerto el marido y los hijos, a Noemí no le queda ninguna esperanza. Y Rut ha aceptado seguir la suerte de Noemí. Pero Dios de la muerte saca la vida y no una vida cualquiera, sino una vida que se convierte en la esperanza de todo el pueblo de Israel, en salvación para todos los hombres. De una familia extinguida nace David y, después de él, Cristo, el salvador de la humanidad. La creación de Dios surge de la nada. La resurrección brota de la muerte. Allí donde no queda esperanza interviene Dios y muestra su gloria comenzando una historia nueva. Del seno seco de Sara nace Isaac. De la esterilidad de tantas mujeres de la Escritura, Dios hace surgir el comienzo de una salvación siempre nueva. De la virginidad de María brota el fruto bendito de Jesús. Obed, el hijo de Rut, será el tronco seco de Jessé, del que nace David, y el hijo de David. Jesús, hijo de David, es hijo de Tamar, de Rut, de Rajab y de Betsabé, las cuatro mujeres, además de María, que incluye Mateo en la genealogía. Cada una de ellas tiene un significado. Tamar es una mujer cananea que se finge prostituta y seduce a su suegro Judá, de quien concibe dos hijos: Peres y Zéraj; a través de Peres, Tamar queda incorporada a los antepasados de Jesús (Gn 38,24). Rahab es una prostituta pagana de Jericó, que llega a ser ascendiente de Jesús, como madre del bisabuelo de David (Jos 2,1-21; 6,22-25). Rut es una extranjera, descendiente de Moab, uno de los pueblos surgidos de la relación incestuosa de Lot y sus hijas y, por ello, despreciado por los hebreos; pero de Rut nace Obed, abuelo de David, entrando así en la historia de la salvación, como ascendiente del Mesías. Betsabé, la mujer de Urías, el hitita, lleva al adulterio a David (2S 11), pero se hace ascendiente de Jesús, dando a luz a Salomón. Son los designios misteriosos del Santo, que salva y lleva adelante la historia por vías insondables, por encima de los pecados del hombre. Si Rut es moabita, hija del incesto de la hija mayor de Lot, también Booz es descendiente de Peres, el hijo de la unión medio incestuosa de Tamar con su suegro, Judá, hijo del patriarca Jacob. Así es la genealogía del rey David, que va desde Peres a Booz, que engendró a Obed, padre de Jesé, del que nació David. En Israel se hará clásica la bendición de los ancianos, incorporando a Rut a las madres del pueblo elegido: “Haga Yahveh que la mujer que entra en tu casa (Rut) sea como Raquel y como Lía, las dos que edificaron la casa de Israel” (Rut 4,11). Con tales uniones cumplió Dios su promesa y llevó adelante su plan de salvación. Tamar fue instrumento de la gracia divina para que Judá engendrase la estirpe mesiánica; Israel entró en la tierra prometida ayudado por Rahab; merced a la iniciativa de Rut, ésta y Booz se convirtieron en progenitores de David; y el trono davídico pasó a Salomón a través de Betsabé. Las cuatro mujeres comparten con María lo irregular y extraordinario de su unión conyugal. Nombrándolas Mateo en la genealogía llama la atención sobre María, instrumento del plan mesiánico de Dios, pues fue “de María de quien nació Jesús, llamado Cristo” (Mt 1,16). Esto sucede, dice Lutero, porque Cristo debía ser salvador de los extranjeros, de los paganos, de los pecadores. Dios da la vuelta a la cosas. María, en el Magnificat, canta este triunfo de lo despreciable, que Dios toma para confundir lo que el mundo estima. San Juan Crisóstomo nos dice: Desde el comienzo mismo del evangelio, advierte cuántas cosas se ofrecen a nuestra consideración. Conviene averiguar por qué, recorriendo el evangelista la línea genealógica
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por el lado de los varones, sin embargo intercala el nombre de varias mujeres; y ya que le pareció bien nombrarlas, por qué no las enumera a todas, sino que, dejando a un lado las más honorables, como Sara, Rebeca y otras semejantes, sólo menciona a las que se hicieron notables por algún defecto, por ejemplo a la que fue fornicaria o adúltera, a la extranjera o a la de bárbaro origen. Levanta tu mente y llénate de un santo escalofrío con sólo oír que Dios ha venido a la tierra. Porque esto es tan admirable, tan inesperado, que los ángeles en coro cantaron por todo el orbe las alabanzas y la gloria de semejante acontecimiento. Ya de antiguo los profetas quedaron estupefactos al contemplar que “se dejó ver en la tierra y conversó con los hombres” (Ba 3,38). En realidad, estupenda cosa es oír que Dios inefable, incomprensible, igual al Padre, viniera mediante una Virgen y se dignara nacer de mujer y tener por ancestros a David y a Abraham. Pero, ¿qué digo David y Abraham? Lo que es más escalofriante: a las meretrices que ya antes nombré... Tú, al oír semejantes cosas, levanta tu ánimo y admírate de que el Hijo de Dios, que existe sin haber tenido principio, haya aceptado que se le llamara hijo de David, para hacerte a ti hijo de Dios... Se humilló así para exaltarnos a nosotros. Nació él según la carne para que tú nacieras según el Espíritu.
El libro de Rut pone, sobre todo, de relieve el carácter universal del Dios de Israel. Yahveh acoge complacido a cuantos se refugian bajo sus alas (2,12), aunque sean extranjeros, como Rut, miembro del pueblo moabita, adversario de Israel (Lv 18,16; Dt 23,4-7). Rechazado el politeísmo (tu Dios será mi Dios), la moabita se convierte no sólo en miembro de pleno derecho del pueblo elegido, sino también en madre de la descendencia de David, a la que Yahveh promete el reino eterno. Este aire universalista alienta en las dos joyas del Antiguo Testamento: el libro de Jonás y el libro de Rut. Son dos pequeños libros en los que alienta ya algo del mensaje universal de Cristo. El libro de Rut nos presenta una historia en la que resplandecen el amor y la providencia divina. El actor principal es Dios. Yahveh elige los miembros de su comunidad no sólo en Israel, sino también de todas las naciones paganas. El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob es el Dios de todas las gentes. Hebreos y paganos son llamados por Dios a formar una comunidad santa. San Pablo lo proclama abiertamente: “No hay distinción entre el judío y el griego “ (Rm 10,12). Pues “los gentiles son coherederos y miembros de un mismo cuerpo y partícipes del Evangelio” (Ef 3,6). Rut, en nombre de todos los pueblos paganos, afirma frente a Noemí su fe en el único y verdadero Dios de Israel (1,16ss). A esta confesión de fe de Rut, responde Booz, en nombre del pueblo de Israel: “Que Yahveh te pague tu acción y que tu recompensa sea grande ante Yahveh, Dios de Israel, bajo cuyas alas has venido a cobijarte” (2,12). El pueblo de Dios no se funda sobre la sangre o la tierra. Dios llama a su comunidad de salvación “no sólo de entre los judíos, sino también de entre los gentiles” (Rm 9,24).
2. HUBO HAMBRE EN LA TIERRA
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a) Diez grandes hambres “En tiempo de los jueces hubo hambre en el país y un hombre emigró, con su mujer y sus dos hijos, desde Belén de Judá a los campos de Moab” (1,1). La historia de Rut se sitúa en la época de la débil unión de las tribus, anterior al establecimiento de la monarquía, en torno al año 1020 a. C. Este período comprende el tiempo en que los hebreos, llegados a la tierra que Dios había prometido a sus padres (Gn 2,7; 13,3), venciendo a los cananeos, filisteos y demás pueblos, van tomando posesión de ella. La promesa de Dios era magnífica: Canaán es “una tierra que mana leche y miel” (Ex 3,17). Con la esperanza de esta tierra se han mantenido en camino durante la larga peregrinación del desierto (Lv 20,24). El tiempo de los jueces es el tiempo del cumplimiento de la promesa. La esperanza se va haciendo realidad. La felicidad les hace valorar la tierra con su prosperidad simbolizada en la leche y su alegría simbolizada en la miel. Pero, de pronto, en el tiempo de los jueces, irrumpe la carestía. Con un dejo amargo de crítica dice el cronista de los jueces: “En aquel tiempo no había rey en Israel y cada uno hacía lo que le parecía bien” (Jc 17,6). Un levita deja Belén de Judá y se va a vivir a la montaña de Efraín (Jc 17,7-13). Poco después acontece el horrible crimen de Guibeá (Jc 19). También por entonces la tribu de Dan anda aún buscando un territorio donde habitar (Jc 18). El Midrás traduce el comienzo del libro de Rut: “Y sucedió en el tiempo en que juzgaban a los jueces”. Si un juez le decía a alguien: quítate esa raspa de los dientes, éste le respondía: Quítate tú la viga de tus ojos. Otra traducción posible: “Y sucedió en el tiempo en que Dios juzgó a los jueces, porque eran ellos la causa de la carestía”. De aquí el Midrás concluye con dos exclamaciones: “¡Ay de aquella generación que juzga a sus jueces!” y “¡Ay de aquella generación en que hay que juzgar a los jueces!”. El Tárgum coloca el hambre del libro de Rut en tiempos del juez Ibsán (Jc 12,8-9). Es una de las diez grandes hambres que Dios ha decretado como castigo del pecado de los hombres: “Y sucedió en los días cuando gobernaban los jueces. Y hubo una recia hambre en el país de Israel. Diez recias hambres se decretaron desde los cielos para que aconteciesen en el mundo, desde el día en que fue creado el mundo hasta el tiempo en que venga el rey Mesías, para castigar con ellas a los habitantes de la tierra. Hambre primera: en los días de Adán (Gn 3,17). Hambre segunda: en los días de Lamek (Gn 5,29). Hambre tercera: en los días de Abraham (Gn 12,10). Hambre cuarta: en los días de Isaac (Gn 26,1). Hambre quinta: en los días de Jacob (Gn 45,6). Hambre sexta: en los días de Booz, que se llamó Ibsán, el justo, que era de Belén (Rt 1,1). Hambre séptima: en los días de David, rey de Israel (2S 21,1). Hambre octava: en los días del profeta Elías (1R 17,1). Hambre novena: en los días de Eliseo, en Samaría (2R 6,25). Hambre décima: ha de ser no hambre de comer pan, y no será sed de beber agua, sino de oír la palabra de profecía de delante de Yahveh (Am 8,11). Y cuando hubo esta hambre recia en el país de Israel, salió un gran hombre de Belén de Judá, y fue a habitar al campo de Moab, él, y su mujer, y sus dos hijos”. El Targum inserta la historia de Rut en el amplio contexto histórico de las relaciones de Dios con su pueblo, desde los días de Adán hasta los tiempos del Mesías, en que se manifiesta la verdadera hambre: hambre no de pan, sino de escuchar la palabra de Dios. El hambre de pan es, en definitiva, signo del hambre de la palabra. En cada generación en la que aparece el hambre es señal de la ausencia de la Palabra de Dios, que el hombre ha dejado de escuchar. Las carestías llegan como consecuencia de la infidelidad del pueblo a los designios de Dios. Dios ha pedido a su pueblo que le ofrezca “las primicias mejores de su suelo” (Ex 23,19; 34,26). Yahveh dijo a Moisés: “Habla a los israelitas y diles: Cuando, después de entrar en la tierra que yo os doy, seguéis allí su mies, llevaréis una gavilla, como primicias de vuestra cosecha, al sacerdote, que mecerá la gavilla delante de Yahveh, para alcanzaros su
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favor. El día siguiente al sábado la mecerá el sacerdote. Ese mismo día en que mecieres la gavilla, sacrificaréis un cordero de un año, sin defecto, como holocausto a Yahveh, junto con su oblación de dos décimas de flor de harina amasada con aceite, como manjar abrasado de calmante aroma para Yahveh. Su libación de vino será un cuarto de sextario. No comeréis pan ni grano tostado ni grano tierno hasta ese mismo día, hasta traer la ofrenda de vuestro Dios. Decreto perpetuo será éste de generación en generación dondequiera que habitéis. Contaréis siete semanas enteras a partir del día siguiente al sábado, desde el día en que habréis llevado la gavilla de la ofrenda mecida; hasta el día siguiente al séptimo sábado, contaréis cincuenta días y entonces ofreceréis a Yahveh una oblación nueva” (Lv 23,10-16). Cuando Israel olvida la ofrenda de sus primicias, Yahveh cierra el cielo y cesan las lluvias. Los sabios de Israel han espigado en la Escritura los textos en que aparecen unidos el culto a Dios y las bendiciones de Dios sobre la tierra. Según ellos el culto a Dios es uno de los tres pilares sobre los que se apoya el mundo. Durante todo el tiempo en que se mantuvo el culto del Templo, el mundo era una bendición para sus habitantes y la lluvia caía a su debido tiempo, según se dice: “Amando a Yahveh, vuestro Dios, y sirviéndole con todo vuestro corazón y toda vuestra alma, daré a vuestro país lluvia a su tiempo, la lluvia primera y la tardía y tú podrás cosechar tu trigo, tu mosto y tu aceite” (Dt 11,13-14). Mientras se mantuvo el culto del Templo, había bendición en el mundo: lo barato abundaba, el grano y el vino eran copiosos, los hombres comían y se saciaban, y hasta los animales comían y se saciaban, según se dice: “Daré hierba a tu campo para tu ganado” (Dt 11,15). Pero, al cesar el culto se cierra el cielo. Desde que el Templo fue destruido, la bendición se alejó del mundo, según se dice: “Tened mucho cuidado no sea que, seducido vuestro corazón, os descarriéis y sirváis a otros dioses y os prosternéis ante ellos; porque la cólera de Yahveh se encendería contra vosotros y cerraría los cielos: no habría lluvia y el suelo no daría su fruto, y pereceríais pronto sobre el excelente país que Yahveh os entrega” (Dt 11,16-17). Y la Escritura también dice: “Prestad atención, por favor, desde este día en adelante. Antes de que se pusiera piedra sobre piedra en el Templo de Yahveh, durante ese tiempo, cuando uno llegaba a un montón de grano de veinte medidas, había diez; cuando uno iba al lagar para extraer cincuenta medidas, había veinte” (Ag 2,15-16). Dijo Israel ante el Santo: Señor del universo, ¿por qué nos has hecho esto a nosotros? El Espíritu Santo les respondió: “Esperasteis mucho y he aquí poco... ¿Por qué? Porque mi Casa está en ruinas, mientras que vosotros corréis cada uno a su casa” (Ag 1,9). También dice la Escritura: “Habéis sembrado mucho y habéis recogido poco; comisteis y no os habéis saciado; bebisteis pero sin quitaros la sed; os vestisteis pero no habéis sentido calor; y el asalariado ha echado el jornal en bolsa agujereada” (Ag 1,6): “Sembrasteis mucho y habéis recogido poco”, desde que desapareció la ofrenda de la gavilla (Lv 23,10ss). “Comisteis y no os habéis saciado”, desde que desapareció el pan de la proposición (Lv 24,5-9). “Bebisteis pero sin quitaros la sed”, desde que desaparecieron las libaciones (Lv 23,37). “Os vestisteis y no habéis sentido calor”, desde que desaparecieron las vestiduras sacerdotales. “Y el asalariado ha echado el jornal en bolsa agujereada”, desde que desaparecieron los siclos del Templo (Ex 30,11-16). Y también dice la Escritura: “Pues la higuera no rebrotará ni habrá frutos en las viñas; será falaz el producto de los olivos; los campos no producirán alimento; desaparecerá del aprisco el ganado menor y no habrá reses vacunas en los establos” (Ha 3,17). “La higuera no rebrotará”, desde que cesó la ofrenda de los primeros frutos (Lv 23,9-14). “Ni habrá frutos en las viñas” desde que cesaron las libaciones (Lv 23,37). “Será falaz el producto de los olivos”, desde que cesó el óleo de las lámparas (Lv 24,2-4) y el óleo de la unción (Ex 30,22-33; 29,79). “Los campos no producirán alimento”, desde que desapareció el balanceo de las ofrendas (Lv 23,11). “Desaparecerá del aprisco el ganado menor”, desde que cesaron los sacrificios
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diarios (Nm 28,3-8) y los adicionales (Nm 28,9ss). “Y no habrá reses vacunas en los establos” desde que cesaron los sacrificios pacíficos (Lv 3; 7,11). b) La sequía descrita por Jeremías Jeremías nos ha dejado una descripción impresionante de una carestía, fruto de una sequía. Jeremías ve la naturaleza agostada y quiere salvar las cosas, que ve languidecer. Con plasticidad escenifica la sequía, que ha abrasado la tierra y las gargantas de hombres y animales. El se hace voz de los seres que, en su resecura, no pueden cantar ni susurrar a Dios su oración: -Judá está de luto, desfallecen sus ciudades; están sórdidas de tierra, y Jerusalén lanza su alarido al cielo. Los nobles mandan a sus pequeños por agua: llegan a los aljibes y no la encuentran, vuelven con sus cántaros vacíos. Confundidos y avergonzados, se cubren la cabeza. El suelo está consternado por la falta de lluvia en la tierra. Confusos andan los labriegos, se han cubierto la cabeza. Hasta la cierva pare y abandona sus crías en el campo, porque no hay pastos. Los onagros se paran sobre los calveros, aspiran el aire como chacales, tienen los ojos consumidos por falta de hierba (14,1-6). Los poblados de Judá hacen duelo y, por encima de todos, se levanta el grito de Jerusalén. Los nobles buscan agua en vano y los labradores esperan en vano la lluvia. La cierva y el asno salvaje se hermanan. Jeremías hace del duelo una plegaria penitencial; el llanto de todos se hace en su boca intercesión compasiva. El pueblo, ciertamente, no tiene méritos que presentar a Dios: -Si nuestras culpas nos acusan, Señor, intervén por amor a tu nombre, pues son muchas nuestras rebeldías, hemos pecado contra ti (14,7). Los animales buscan un poco de alivio aspirando el aire, abriendo sus gargantas abrasadas. Sus ojos languidecen de debilidad, agotados de buscar un hilo de hierba verde. La creación entera gime junto con los hombres, como si los seres participaran del pecado de los hombres. La lamentación de Jeremías es incontenible. Dolorido, rompe en llanto frente a la visión de Jerusalén, doncella hermosa y mancillada. Su llanto se vuelve grito desesperado de intercesión. No pudiendo contenerse, entre lágrimas, derrama su súplica apasionada. Confiesa el pecado del pueblo, incluyéndose en él, pero, sobre todo, aduce los argumentos definitivos para mover el corazón de Dios: su nombre, su fama personal, su trono y su alianza están en juego: -Mis ojos se deshacen en lágrimas, noche y día, sin parar, por la terrible desgracia de la doncella de mi pueblo, por su herida incurable. Si salgo al campo encuentro heridos de espada; y si entro en la ciudad, encuentro desfallecidos de hambre. Profetas y sacerdotes andan errantes por el país y nada saben. ¿Es que has desechado a Judá? ¿o acaso se ha hastiado tu alma de Sión? ¿Por qué nos has herido y no tenemos cura? Esperábamos paz, y no hubo bien alguno; al tiempo de la cura sobreviene el miedo. Reconocemos, Yahveh, nuestras maldades, la culpa de nuestros padres; hemos pecado contra ti. Por amor de tu nombre no deshonres el trono de tu Gloria. Recuerda y no anules tu alianza con nosotros. ¿Hay entre las vanidades de los gentiles uno que haga llover? ¿o acaso los cielos sueltan por sí mismos la llovizna? ¿No eres tú mismo, oh Yahveh, Dios nuestro, quien hace todas estas cosas? ¡Nosotros esperamos en ti! (14,17-22). Todo el pueblo se ha dejado arrastrar a la idolatría. Los sacerdotes se ocupan del culto, pero no buscan a Dios, ya no se preguntan “¿Dónde está Yahveh?” (2,6); los doctores de la ley no le reconocen; los profetas, en vez de profetizar en nombre de Yahveh, lo hacen en nombre de Baal; y los pastores se rebelan contra Dios, desoyendo a sus enviados. Israel ha abandonado a su Dios, lo ha engañado. Israel, esposa del Señor, le debe fidelidad absoluta; al adorar a los ídolos, de leña y piedra (2,27), se ha hecho infiel, adúltera (3,1). Peor aún,
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contando con el amor de Dios, se siente fuerte y segura en su infidelidad (3,5). La falsa conversión, interesada e insincera, agrava el pecado (3,10). El Señor se presenta a pleitear contra Israel, que ha superado en maldad a los demás pueblos, que jamás cambian de dios, y eso que sus dioses no son nada: -Doble mal ha hecho mi pueblo: Me dejaron a mí, manantial de aguas vivas, para cavarse cisternas, cisternas agrietadas, que no retienen el agua (2,13). Al abandonar a Yahveh, el pueblo ha cambiado el manantial de aguas vivas, que sacia realmente la sed del hombre, por las aguas que no sacian; cada día es necesario ir en su búsqueda, de Baal en Baal, pues son inútiles para saciar la sed de Dios que hay en el corazón humano. Jeremías contrapone un manantial de agua viva a una cisterna rota y fangosa. En una tierra árida y agostada, la frescura del agua, que mana y fluye de un manantial como el de Jericó o el del oasis de Engadí, es, más que un tesoro, un milagro. Todos sus alrededores están abrasados y en medio de la aridez se alza una franja de frescura verde, fruto del milagro de la fuente. Las cisternas, en cambio, se agrietan y pierden el agua o permiten las infiltraciones de fango y sus aguas ya no son potables, llegando hasta volverse venenosas. Increíblemente, el pueblo ha abandonado la fuente de agua viva por las cisternas agrietadas: -¡Pasmaos, cielos, de ello, erizaos y espantaos! (2,12). Israel se ha perdido, dejando al Señor, para correr detrás de espejismos. Al abandonar su gloria, se ha labrado su ruina: -¿No te ha sucedido todo esto por haber dejado a Yahveh, tu Dios, que te guiaba en tu camino? Y entonces, ¿por qué corres hacia Egipto para beber las aguas del Nilo?, o ¿ por qué corres hacia Asiria para beber las aguas del Eúfrates? (2,17-18). Jeremías, con su estilo poético y apasionado, desvela la ingratitud de Israel y la tragedia del pecado. Una vez que Dios ha abandonado a Israel, éste continúa en su pecado. Este es el verdadero castigo: -Tus iniquidades te castigan, tus infidelidades te condenan (2,19). c) La sequía en tiempos de Elías La sequía más famosa es la del tiempo de Elías, cuando Dios cierra los cielos durante tres años, por haber introducido en Israel el culto a Baal. Durante el reinado de Ajab (874853) y de su esposa Jezabel, hija del rey de Tiro, la fidelidad del pueblo a la Alianza del Señor se vio amenazada por la introducción del culto a Baal en Samaría. Entonces surge, de improviso, el profeta Elías. Su nombre Eli Yahu (Yahveh es mi Dios) indica su misión; suena como un grito de arenga a la guerra santa contra la idolatría. Elías, “el hombre de Dios”, se alza para defender la fe de Israel, enfrentando al pueblo con el dilema de servir a Yahveh o a Baal: “Si Yahveh es Dios, seguidle; si lo es Baal, seguidle a él” (1R 18,21). Elías comienza su ministerio presentándose ante el rey Ajab para anunciarle, en nombre de Yahveh, que “no habrá ni rocío ni lluvia sino cuando la palabra de Dios lo diga” (1R 17,1). La sequía será total. Baal, dios de la lluvia y de la fecundidad de la tierra, entronizado por Ajab, no podrá hacer nada frente a Yahveh, de quien en realidad depende la lluvia que fertiliza la tierra. “Por tres años y seis meses se cerró el cielo y hubo gran hambre en todo el país” (Lc 4,25). Una vez anunciado el mensaje al rey, Elías se escondió en una cueva del torrente Querit, al este del Jordán. Allí Dios proveyó a su sustento: “los cuervos le llevaban por la mañana pan y carne por la tarde, y bebía agua del torrente” (1R 17,6). Al cabo de un tiempo, habiendo cesado totalmente las lluvias, se secó el torrente. Dios entonces indica al profeta que se traslade a Sarepta. Allí vive con el milagro de la harina y del aceite de una viuda, a quien Elías anuncia en nombre de Dios: “No faltará la harina que tienes en la tinaja ni se agotará el aceite en la alcuza hasta el día en que Yahveh haga caer de nuevo la lluvia sobre la tierra”. La viuda hizo lo que le dijo el profeta y se cumplió “lo que había
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dicho Yahveh por Elías”. “Muchas viudas había en Israel en los días de Elías y a ninguna de ellas fue enviado sino a una mujer viuda de Sarepta de Sidón” (Lc 4,26). Los milagros confirman la autenticidad de su palabra. Pasados los tres años de sequía, Dios saca a Elías de su ocultamiento y le envía de nuevo a Ajab. Apenas Ajab vio a Elías, le dijo: “¿Eres tú, ruina de Israel?”. Y Elías le respondió: “No soy yo la ruina de Israel, sino tú y la casa de tu padre, apartándoos de Yahveh para seguir tras los baales”. Elías indica a Ajab que convoque en el Carmelo a todos los profetas de Baal. Ante ellos Elías habla a todo el pueblo: “Hasta cuándo vais a estar cojeando con los dos pies, danzando en honor de Yahveh y de Baal?” (1R 18,21). Elías, único profeta fiel a Yahveh, se enfrenta en duelo con los cuatrocientos cincuenta profetas de Baal. Pero no tiene miedo: el duelo es entre Yahveh y Baal. La prueba, que Elías propone, consiste en presentar la ofrenda de un novillo, él a Yahveh; los otros, a Baal. Colocarán la víctima sobre la leña, pero sin poner fuego debajo. “El dios que responda con el fuego, quemando la víctima, ése es Dios” (1R 18,24). Con gritos, danzas y sajándose con cuchillos hasta chorrear sangre estuvieron invocando a Baal sus profetas, de quienes se burlaba Elías. Al atardecer tocó el turno a Elías. Levantó con doce piedras el altar de Yahveh, que había sido demolido, dispuso la leña y colocó el novillo sobre ella, derramando agua en abundancia sobre él y la leña... Luego invocó al Señor: “Yahveh, Dios de Abraham, de Isaac y de Israel, que se sepa hoy que tú eres Dios en Israel y que yo soy tu servidor y que por orden tuya he hecho estas cosas” (1R 18,36). Al terminar su oración cayó el fuego de Yahveh que devoró el holocausto y la leña. Todo el pueblo lo vio y cayeron rostro en tierra y dijeron: “¡Yahveh es Dios, Yahveh es Dios!” (1R 18,39). Y, a una indicación de Elías, el pueblo se apoderó de los profetas de Baal y los degolló en el torrente Cisón, al pie del Carmelo. Elías dice a Ajab: “Sube a comer y a beber, porque ya suena gran ruido de lluvia” (1R 18,41). Elías ora al Señor y el cielo se cubre de nubes y cae gran lluvia. “La oración ferviente del justo, comenta Santiago, tiene mucho poder. Elías era un hombre de igual condición que nosotros; oró insistentemente para que no lloviese, y no llovió sobre la tierra durante tres años y seis meses. Después oró de nuevo y el cielo dio lluvia y la tierra produjo su fruto” (St 5,17). d) El agua fuente de vida El agua es fuente de vida. Sin ella la tierra no es más que un desierto árido, sin vida. El salmo 104 resume maravillosamente el dominio de Dios sobre las aguas: El fue quien creó las aguas de arriba y las del abismo; El es quien regula el suministro de sus corrientes, quien las retiene para que no aneguen la tierra, quien hace manar las fuentes y descender la lluvia, que produce la prosperidad en la tierra, aportando gozo al corazón del hombre (Sal 104,3-18). El agua es signo de la bendición de Dios a sus fieles (Gn 27,28; Sal 113,3). Y, cuando el pueblo es infiel, haciéndole “un cielo de hierro y una tierra de bronce” (Lv 26,19; Dt 28,23), Dios le llama a conversión con la sequía (Am 4,7). Dios, abriendo las compuertas del firmamento, deja caer sobre la tierra el agua en forma de lluvia (Gn 1,7; Sal 148,4; Dn 3,60) o de rocío que por la noche se deposita sobre la hierba (Jb 29,19; Ct 5,2; Ex 17,13). Dios cuida de que caiga regularmente, “a su tiempo” (Lv 26,4; Dt 28,12); si viniera demasiado tarde, se pondrían en peligro las siembras, como también las cosechas si cesara demasiado temprano, “a tres meses de la siega” (Am 4,7). Por el contrario, las lluvias de otoño y de primavera (Dt 11,14; Jr 5,24), cuando Dios se digna otorgarlas, aseguran la prosperidad de la tierra (Is 30,23ss). Cuando Dios cierra el cielo la primera en experimentar la sequía es la tierra. Los campos pierden su verdor, se vuelven amarillos, secos, áridos. Los ríos se secan y, poco después, los pozos. Las nubes no descargan agua, sino sólo desencadenan vientos, que queman los pastizales. El ganado siente la sed y el hambre, peleándose por una brizna de
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hierba. Los graneros se agotan. Y, finalmente, los hombres experimentan el hambre, la miseria y la muerte. El hambre de pan, la sed de agua es consecuencia del olvido de Yahveh, fuente de aguas vivas (Jr 2,13; 17,13). Pero Yahveh, Dios clemente y misericordioso, no busca la muerte con la sequía, sino suscitar el hambre y la sed de su palabra: “He aquí que vienen días - oráculo de Yahveh - en que yo mandaré hambre a la tierra, no hambre de pan, ni sed de agua, sino de oír la palabra de Yahveh. Entonces vagarán de mar a mar, de norte a levante andarán errantes en busca de la Palabra de Yahveh, pero no la encontrarán. Aquel día desfallecerán de sed las muchachas hermosas y los jóvenes” (Am 8,11-13). “En aquel tiempo era rara la palabra de Dios” (1S 3,1), pues Israel había caído en el sopor: “La pereza hunde en el sopor, el alma indolente pasará hambre”(Pr 19,15). Entonces, según el Midrás, hubo dos carestías: primero, carestía de la Palabra de Dios y, después, como consecuencia, carestía de pan. Así se lo había anunciado el Señor: “Por no haber servido a Yahveh tu Dios en la alegría y la dicha de corazón, cuando abundabas en todo, servirás a los enemigos que Yahveh enviará contra ti, con hambre, sed, desnudez y privación de todo” (Dt 28,47-48). El pueblo, en vez de recurrir a la Palabra de Dios para descubrir en ella sus designios, cada uno actúa según su parecer. Entonces Yahveh se dijo: “Mis hijos son rebeldes y como me resulta imposible destruirles o hacerles volver a Egipto, pues soy un Dios fiel y no puedo tomar otro pueblo, ¿qué haré con él? Les purificaré con la carestía, fruto de su indolencia”. La palabra de Dios es fuente inagotable de vida, como dice San Efrén: “¿Quién hay capaz, Señor, de penetrar con su mente una sola de tus palabras? Como el sediento que bebe de la fuente, mucho más es lo que dejamos que lo que tomamos. Porque la palabra del Señor presenta muy diversos aspectos. El Señor pintó con multiplicidad de colores su palabra, para que todo el que la escrute pueda ver en ella lo que más le plazca. Escondió en su palabra variedad de tesoros, para que cada uno de nosotros pudiera enriquecerse con ella. La palabra de Dios es el árbol de vida que te ofrece el fruto bendito desde cualquiera de sus lados, como aquella roca que se abrió en el desierto y manó de todos lados una bebida espiritual. Aquel, pues, que llegue a alcanzar alguna parte del tesoro de esta palabra no crea que en ella se halla solamente lo que él ha encontrado, sino que ha de pensar que, de las muchas cosas que hay en ella, esto es lo único que ha podido alcanzar. Ni por el hecho de que él solo ha podido entender esa pequeña parte, tenga esta palabra por pobre y estéril y la desprecie, sino que, considerando que no puede abarcarla toda, dé gracias por la riqueza que encierra. Alégrate por lo que has alcanzado, sin entristecerte por lo que te queda por alcanzar. El sediento se alegra cuando bebe y no se entristece porque no puede agotar la fuente. La fuente ha de vencer tu sed, pero tu sed no ha de vencer la fuente, porque si tu sed queda saciada sin que se agote la fuente, cuando vuelvas a tener sed podrás volver de nuevo a beber de ella; en cambio, si al saciarse tu sed se secara también la fuente, tu victoria sería en perjuicio tuyo. Da gracias por lo que has recibido y no te entristezcas por la abundancia sobrante. Lo que has recibido y conseguido es tu parte, lo que ha quedado es tu herencia. Lo que, por tu debilidad, no puedes recibir en un determinado momento lo podrás recibir en otra ocasión, si perseveras. No te esfuerces avaramente por tomar de un solo sorbo lo que no puede ser sorbido de una vez, ni desistas por pereza de lo que puedes ir tomando poco a poco”. e) La carestía purifica la esperanza Dentro de la tierra prometida, Belén y sus alrededores, con sus colinas quemadas por el sol y las torrenteras secas, no es una tierra especialmente favorecida por el clima. El desierto de Judá, precisamente entre Belén y el mar Muerto, es una prueba de ello. Para los pobres de la región, la menor sequía se traduce en verdadera hambre. Se sienten, por ello,
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fácilmente atraídos por los suaves declives occidentales del país de Moab, acariciados por la brisa del mar. “Y cuando hubo esta hambre recia en el país de Israel, salió un gran hombre de Belén de Judá, y fue a habitar al campo de Moab, él, y su mujer, y sus dos hijos”. Elimélek según el Targum es un hombre rico, lo mismo que Booz. A él correspondía, en aquel momento, proveer con una palabra y con sus bienes a los pobres de Belén. El prefiere huir dejando en la desesperación los corazones de Israel. Los habitantes de Belén eran efrateos, todos ellos de alguna manera emparentados. Por ello, la familia de Elimélek, ante el temor de ver invadida su casa por tantos familiares, abandona Belén y huye de la tierra prometida, para establecerse en los campos de Moab con su familia. La decisión la toma Elimélek y su esposa e hijos le siguen, condescendiendo con él. El egoísmo le lleva a dejar la tierra que Dios le ha dado en herencia para ir a Moab, el pueblo reprobado. Aunque Dios ha dicho a sus hijos que no se preocupen de la paz y bienestar de los moabitas (Dt 23,4.7), Elimélek emigra entre ellos, dispuesto a saludarles cada día con el Shalòm santo. Es incomprensible cómo se puede abandonar Belén, “la casa del pan”, para buscar el pan en los campos de Moab, cambiar el lugar de la abundancia, como don de Dios, por un lugar donde hay que arrancar el pan con la fatiga del trabajo. Y no sólo va al encuentro de la fatiga, sino que se expone a tantas tentaciones y peligros, como ya sufrió Abraham al emigrar a Egipto (Gn 12,10-20) o a Gerar (Gn 20,1-18), lo mismo que Isaac (Gn 26,1-14). Elimélek ni piensa en el riesgo que corre de exponer a su mujer al adulterio o a sus hijos, como se expuso José, al ser llevado a Egipto (Gn 39,7-20). Y la tentación peor a la que se expone quien emigra de la tierra santa es la de ser seducido por los “dioses” del pueblo donde emigra (Jr 10,1-16; Ba 6), renegando de Yahveh, el Dios de Israel. La “tierra prometida” no es siempre y en todas sus regiones una tierra fértil. En Palestina son frecuentes las épocas de hambre (1R 17-18; 2R 8), que ocasionan varias migraciones bíblicas (cf Gn 12,10; 26,1; 42-46). La carestía dimensiona siempre la esperanza y la alegría de la tierra prometida. La precariedad encierra un mensaje. Cuando el creyente se aferra a la tierra, instalándose en ella, Dios interviene con la carestía para abrirle a nuevos horizontes. La tierra prometida es un don de Dios, pero sólo como símbolo de una esperanza mayor. La historia de la salvación culmina en el acontecimiento de Cristo y en la persona misma de Jesucristo. Todo hecho precedente o subsiguiente está en una de las dos laderas de esta cumbre, que las ilumina y da plenitud de sentido. A esta plenitud de salvación apunta toda la historia de Israel. Después de la liberación de Egipto, después de recibir el don de la tierra prometida, después del establecimiento del reino de David y Salomón, todavía queda algo por esperar; por otra parte, esto significa que también en el exilio, en medio de los enemigos, frente a la muerte, todavía queda una esperanza. La salvación es una paz total, una vida plena, definitiva y para siempre. Esta espera de la salvación empapa la vida, la oración y la fe de Israel. Se acerca en el sufrimiento mismo, en el fracaso, en la prueba acrisoladora, que prepara el día del Señor, terrible y fascinante. Este es el dinamismo interno de toda la historia, según la visión del Concilio Vaticano II: “Como a la Iglesia se ha confiado la manifestación del misterio de Dios, que es el fin último del hombre, la Iglesia descubre con ello al hombre el sentido de la propia existencia, es decir, la verdad más profunda acerca del ser del hombre. Bien sabe la Iglesia que sólo Dios, al que ella sirve, responde a las aspiraciones más profundas del corazón humano, el cual nunca se sacia plenamente con solos los elementos terrenos" (GS 40). "Con esto la Iglesia sólo pretende una cosa: el advenimiento del reino de Dios y la salvación de toda la humanidad. El Verbo de Dios, por quien todo fue hecho, se encarnó para que, hombre perfecto, salvara a todos y recapitulara todas las cosas. El Señor es el fin de la historia humana, punto de convergencia hacia el cual tienden los deseos de la historia y de la civilización, dentro de la humanidad, gozo del corazón humano y plenitud de todas las aspiraciones. El es Aquel a quien el Padre resucitó, exaltó y colocó a su derecha, constituyéndolo juez de vivos y
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muertos. Vivificados y reunidos en su espíritu, caminamos como peregrinos hacia la consumación de la historia humana, la cual coincide plenamente con su amoroso designio: restaurar todo lo que hay en el cielo y en la tierra (Ef 1,10). He aquí que dice el Señor: Vengo presto y conmigo mi recompensa, para dar a cada uno según sus obras. Yo soy el alfa y la omega, el primero y el último, el principio y el fin (Ap 22,12-13)” (GS 45).
Al ser Dios el Señor de la historia, la historia de la salvación siempre queda abierta a realizaciones nuevas de la promesa divina, a una salvación siempre mayor. Israel no da un nombre a Dios ni se lo figura (Ex 34,17), no cree en un Dios a su medida. Vive, por ello, pendiente, abierto a la revelación, a la manifestación de Dios. Esta esperanza de que Dios crea siempre algo nuevo, se funda en su misma palabra, en la promesa que hace, primero, a Abraham y, luego, a Moisés, a David y al pueblo que ellos representan. La promesa de “una tierra que mana leche y miel” (Dt 8,7-10; 11,9) y la de “constituir con ellos un reino estable” (2S 7,12-16), es una promesa que, al cumplirse, se dilata en una nueva promesa. La paz, fecundidad, salud, abundancia de bienes, larga vida, vejez tranquila y muerte serena (Dt 28,114), en la medida en que se cumplen, se manifiestan incompletas y se abren a una nueva realidad, a la esperanza de lo “nuevo” prometido. En realidad la promesa va despertando la esperanza, no tanto de las promesas, cuanto del Dios de las promesas. Esta esperanza la explicitan los profetas. En ellos se anuncia la irrupción de Dios en la historia, creando una tierra nueva y unos cielos nuevos (Is 65,17), transfigurando la realidad presente. Esta esperanza se abre a lo radicalmente nuevo, a lo que viene; no es el hombre quien va a Dios, sino Dios quien viene al hombre. La experiencia del exilio, la pérdida de “la tierra”, la destrucción del templo, no hace otra cosa que purificar y alargar la esperanza. El contenido último de la esperanza, objeto de la promesa de Dios, no podía limitarse a unos bienes materiales, terrenos, caducos. El cumplimiento de la promesa no podía estar en el más acá de la historia, sino en el más allá del tiempo y del espacio, en la escatología. Es el anuncio de la apocalíptica bíblica del final del Antiguo Testamento. El libro de Daniel, el libro de los Macabeos y de la Sabiduría, a las puertas del Nuevo Testamento, proclaman abiertamente la esperanza en la resurrección de los muertos y en la vida del mundo futuro (Dn 12,2-3; 2; Mc 7,9-36; 14,46; Sb 3,1-9; 4,7-14; 5,15). La precariedad de la tierra es una constante en todo el Antiguo Testamento. La posesión tranquila de la tierra prometida sólo tiene dos breves momentos: “Durante todos los días de Salomón Judá e Israel vivieron en seguridad, cada uno bajo su parra y bajo su higuera, desde Dan hasta Berseba” (1R 5,5). Y también durante el tiempo de Simón Macabeo: “El país de Judá gozó de paz durante todos los días de Simón. Cultivaban en paz sus tierras; la tierra daba sus cosechas y los árboles del llano sus frutos. Los ancianos se sentaban en las plazas, todos conversaban sobre el bienestar y los jóvenes vestían galas y armadura. Estableció la paz en el país y gozó Israel de gran alegría. Se sentaba cada cual bajo su parra y su higuera y no había nadie que les inquietara” (1M 14,4-12). Los profetas no cesaron de anunciar la paz, pero siempre como promesa para el futuro (Za 3,8.10; Mi 4,4). Esta esperanza vale, incluso para los cristianos, que siguen en este mundo como peregrinos en busca de la verdadera patria. Es la lectura de la historia que nos hace la carta a los Hebreos: “Por la fe, Abraham, al ser llamado por Dios, obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber a dónde iba. Por la fe, peregrinó por la Tierra Prometida como en tierra extraña, habitando en tiendas, lo mismo que Isaac y Jacob, coherederos de las mismas promesas. Pues esperaba la ciudad asentada sobre cimientos, cuyo arquitecto y constructor es Dios. Por la fe, también Sara recibió, aun fuera de la edad apropiada, vigor para ser madre, pues tuvo como digno de fe al que se lo prometía. Por lo cual también de uno solo y ya gastado nacieron hijos, numerosos como las estrellas del cielo, incontables como las arenas de las orillas del mar. En la fe murieron todos ellos, sin 23
haber conseguido el objeto de las promesas: viéndolas y saludándolas desde lejos y confesándose extraños y forasteros sobre la tierra. Los que tal dicen, claramente dan a entender que van en busca de una patria; pues si hubiesen pensado en la tierra de la que habían salido, habrían tenido ocasión de retornar a ella. Más bien aspiran a una mejor, a la celestial” (Hb 11,8.16). El tiempo en este mundo es un tiempo de peregrinación (1P 1,17). El cristiano siempre se siente como peregrino y extranjero (1P 2,11) El creyente vive la antinomia de poseer una tierra en la que halla habitación, pero no residencia; una tierra en la que vive como en patria propia, pero no es su patria; en ella encuentra una morada, pero no una casa estable; es más bien una tienda que se planta en un lugar y se recoge para trasferirse a otro lugar; su domicilio es siempre provisional, pues está a merced de la palabra de Dios, que le dice: “¡Levantaos, marchad, que esta no es hora de reposo!” (Mi 2,10). El cristiano, en continuidad con la fe de Israel, se siente siempre “extranjero y peregrino sobre la tierra”, siempre en busca de una patria” (Hb 11,13-14), y “como no tiene aquí en el mundo una habitación estable” camina siempre “en busca de la ciudad futura” (Hb 13,14), “la de fundamentos firmes y cuyo arquitecto y constructor es Dios” (Hb 1,10). El cristiano está siempre en camino hacia “la patria que está en el cielo” (Flp 3,20), siguiendo las huellas de Jesucristo, que le precede como guía (Hb 2,10) y precursor (Hb 6,20). La precariedad de la vida presente proyecta al creyente hacia la morada estable de la ciudad eterna, construida no por manos humanas, sino por Dios: “Porque sabemos que si esta tienda, que es nuestra morada terrestre, se desmorona, tenemos un edificio que es de Dios: una morada eterna, no hecha por mano humana, que está en los cielos” (2Co 5,1). La vida en la tierra es corta, como una obra de teatro, que baja el telón. Las velas ya han sido amainadas, pues el puerto está ya cercano: “Os digo, pues, hermanos: El tiempo es corto. Por tanto, los que tienen mujer, vivan como si no la tuviesen. Los que lloran, como si no llorasen. Los que están alegres, como si no lo estuviesen. Los que compran, como si no poseyesen. Los que disfrutan del mundo, como si no disfrutasen. Porque la apariencia de este mundo pasa” (1Co 7,29-31). El cristiano está en el mundo de paso, como pároikos, extranjero, pues es ciudadano del cielo (1P 2,11).
3. DE BELÉN A MOAB
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a) Belén, casa del pan “Un hombre emigró, con su mujer y sus dos hijos, desde Belén de Judá a los campos de Moab. Se llamaba Elimélek; su mujer Noemí, y sus hijos, Majlón y Kilyón. Eran efrateos, de Belén de Judá. Llegados a los campos de Moab, se establecieron allí” (1,2). Otras veces, idénticas causas provocaron el éxodo de la población, unas veces hacia Egipto (Gn 12,10; 4246), hacia Guerar (Gn 26), hacia Siria (1R 17,7-24) o a la tierra de los filisteos (2R 8,1). Belén, la aldea de casas blancas como palomas, anida en la falda de las montañas de Judá. En ella, al aire y libremente, las gentes gozan de una paz larga y tendida, fruto de la bendición del Señor, que alegra a su pueblo con el gozo que produce la abundancia de trigo y de vino. Con razón canta el salmista de Belén: “En paz me acuesto y en seguida me duermo, porque Tú, Señor, me haces vivir tranquilo” (Sal 4,9). Belén, sobre los montes de Judea, es el corazón de la Tierra Santa. Está a menos de diez kilómetros al sur de Jerusalén (Jc 19,10). La tradición sitúa allí la tumba de Raquel (Gn 35,19; Rt 4,11). La anchura de la tierra se dilata en el Valle del Terebinto, con el asombro del oro en las mieses de sus latitudes. Tras los rebaños de ovejas, los pastores de Belén recorren los valles y las colinas, suben a la cumbre de las montañas, desde donde sus ojos hacen la ronda en torno hacia Hebrón, Engadí, Nob... Y en la noche, el sueño les dilata el horizonte hacia atrás y hacia adelante. Belén significa “la casa del pan”. Las colinas de Belén, aunque estén rodeadas de los montes áridos y ásperos, quemados por el sol, son fértiles, cubiertas de campos de cebada y de trigo. El autor distingue esta localidad de Belén de Zabulón (Jos 19,15). El trata de Belén de Efratá, que etimológicamente significa “tierra fértil”. Los rebaños de ovejas, con sus esquilas, alegran sus campos: “Tú visitas la tierra y la haces rebosar, la colmas de riquezas. El río de Dios va lleno de agua, tú preparas los trigales. Así la preparas: riegas sus surcos, allanas sus glebas, con lluvias la ablandas, bendices sus renuevos. Tú coronas el año con tu benignidad, de tus rodadas cunde la grosura; destilan los pastos del desierto, las colinas se ciñen de alegría; las praderas se visten de rebaños, los valles se cubren de trigo; y se oyen gritos de gozo y canciones!” (Sal 65,10-14). Y también se cubren de llanto y lamento cuando faltan las lluvias, que provocan la sequía y el hambre. Entonces, en esos días de nubes vacías, que se lleva el viento, los pobres miran al cielo y visitan a los parientes ricos, esperando recibir de ellos una ayuda. Según el Midrás, Elimélek es uno de estos ricos de Belén, al igual que su pariente Booz (2,1). “Siempre que la Escritura habla de un hombre se debe entender un gran hombre”. Y este gran hombre, Elimélek, que posee campos y tiene provisiones, por egoísmo, deja su casa, abandona a sus parientes, amigos y pobres de Belén, la ciudad de sus padres, y huye lejos, emigrando con su mujer e hijos más allá del Jordán, hasta instalarse en los campos de Moab. Por miedo a que todos los pobres llamen a su puerta prefiere dejar la tierra prometida. El Targum presenta a los hijos como maestros de Belén de Judá y, luego, como oficiales reales en la corte de Moab. Esta familia que huye en la hora del aprieto no es una familia cualquiera. Los cuatro componentes de la familia de Elimélek son efrateos, es decir, miembros del clan Efratá, que se instaló en Belén de Judá (1S 17,12; Mi 17,12; 1Cro 2,51; 4,4; Gn 35,16; 48,7). Se les llama efrateos porque descienden de Miriam, la hermana de Moisés, llamada también Efratá, según narran las Crónicas: “Caleb, hijo de Jesrón, engendró a Yeriot, de su mujer Azubá. Estos son sus hijos: Yéser, Sobab y Ardón. Murió Azubá y Caleb tomó por mujer a Efratá, de la que tuvo a Jur” (1Cro 2,18-19). Por las venas de los efrateos corre sangre de profetas. Como indica su nombre, son personas dignas de ser coronadas, personas distinguidas entre las gentes de Belén. Efratá significa la fecunda o también la coronada. Los sabios de Israel dicen que el
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nombre de Efratá anuncia ya el nacimiento del Mesías. El profeta Miqueas lo canta en sus versos: “Y tú, Belén Efratá, aunque eres la menor entre las ciudades de Judá, de ti me ha de salir aquel que ha de dominar en Israel, y cuyos orígenes son de antiguo, desde los días de antaño” (Mi 5,1). Efratá se sentirá fecunda y coronada cuando nazca en ella el Esperado de todas las naciones: “Nacido Jesús en Belén de Judea, en tiempo del rey Herodes, unos magos que venían del Oriente se presentaron en Jerusalén, diciendo: ¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Pues vimos su estrella en el Oriente y hemos venido a adorarle. En oyéndolo, el rey Herodes se sobresaltó y con él toda Jerusalén. Convocó a todos los sumos sacerdotes y escribas del pueblo, y por ellos se estuvo informando del lugar donde había de nacer el Cristo. Ellos le dijeron: En Belén de Judea, porque así está escrito por medio del profeta” (Mt 2,1-5). Entonces Belén será realmente “casa del pan”. Cristo, nacido en una gruta de Belén, proclama: “Yo soy el pan de la vida. El que venga a mí, no tendrá hambre, y el que crea en mí, no tendrá nunca sed” (Jn 6,35). Esto ahora está en el futuro. Elimélek abandona Belén por falta de pan. Abandona a su pueblo en lugar de darle una palabra como profeta y un pedazo de pan como hombre rico. Los nombres de los que acompañan a Elimélek son sugerentes por su valor simbólico. Ya comenzando por el nombre del cabeza de familia, Elimélek significa “El es rey”, Yahveh es mi rey. Lleva el nombre de un verdadero creyente, pero con su actitud está tomando el nombre de Dios en vano. La esposa se llama Noemí, “la amada, la bella”, “mi consuelo”. Demasiado complaciente con su marido, le sigue en silencio en su huida. Más tarde confesará su culpa y la llorará con amargura. Sus dos hijos, Majlón significa “enfermizo”, y Kilyón significa “consunción”. El Targum dice que los hijos de Elimélek, al llegar a Moab, fueron nombrados oficiales reales. Pero ya en el nombre llevan marcada la pronta muerte que les espera. b) Descenso a Moab Desde las estepas de Moab Moisés subió al monte Nebo, cumbre del Pisgá, frente a Jericó. Desde allí Yahveh le mostró la tierra prometida, diciéndole: “Esta es la tierra que bajo juramento prometí a Abraham, Isaac y Jacob, diciendo: A tu descendencia se la daré. Te dejo verla con tus ojos, pero no pasarás a ella. Allí murió Moisés, servidor de Yahveh, en el país de Moab, como había dispuesto Yahveh. Le enterró en el valle, en el país de Moab, frente a Bet Peor. Los israelitas lloraron a Moisés treinta días en las estepas de Moab” (Dt 34,1-8). Moisés se queda con el deseo de pasar de Moab a la tierra prometida. Elimélek ahora hace el camino opuesto: deja la tierra que Dios ha dado a su pueblo y va a los campos de Moab y se instala en la llanura que se extiende a los pies de los montes de Moab. Aunque quizás no se trate de las llanuras bajas y bien regadas que se extienden inmediatamente al este del delta del Jordán (Nm 22,1; 26,3.63; 31,12; Jos 13,32), sino de la meseta paralela a la costa este del mar Muerto, que se eleva gradualmente desde 500 hasta más de 1.200 metros. El hambre lleva a Elimélek, con toda su familia, a abandonar la alta tierra de la promesa de Dios para descender a las bajas llanuras de Moab, más allá del Jordán, instalándose junto a los paganos cananeos, descendientes de Moab. Triste historia, pues si abandonan la tierra prometida a los padres es, sobre todo, porque han perdido la esperanza en Israel y en el Dios de Israel. No han dejado la tierra de Israel transitoriamente, mientras pasa la carestía, sino que “llegados a los campos de Moab, se establecieron allí” (1,2). El glorioso Elimélek ha decidido dejar tras de sí, en el pasado, la patria de Israel. ¡Qué bien expresan los nombres de los hijos la situación a que ha llegado esta familia: Majlón, el enfermizo, y Kilyón, el anonadado! Esta es la situación de Israel al final de la época de los jueces. El pueblo elegido, enfermo y anonadado, se está arruinando. De aquí la necesidad de instaurar un rey, que salve a Israel.
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Elimélek significa “mi Dios es rey”. Pero, al abandonar la tierra prometida, deja de reconocer a Dios como su rey. Es lo que reprocha Samuel al pueblo cuando pide un rey para ser “como los otros pueblos”: “Cuando Samuel se hizo viejo, puso a sus hijos como jueces en Israel. Pero sus hijos no siguieron su camino: fueron atraídos por el lucro, aceptaron regalos y torcieron el derecho. Se reunieron, pues, todos los ancianos de Israel y se fueron donde Samuel a Ramá, y le dijeron: -Mira, tú te has hecho viejo y tus hijos no siguen tu camino. Pues bien, ponnos un rey para que nos juzgue, como todas las naciones. Disgustó a Samuel que dijeran: Danos un rey para que nos juzgue, e invocó a Yahveh. Pero Yahveh dijo a Samuel: -Haz caso a todo lo que el pueblo te dice. Porque no te han rechazado a ti, me han rechazado a mí, para que no reine sobre ellos. Todo lo que ellos me han hecho desde el día que los saqué de Egipto hasta hoy, abandonándome y sirviendo a otros dioses, te han hecho también a ti. Escucha, sin embargo, su petición. Pero les advertirás claramente y les enseñarás el fuero del rey que va a reinar sobre ellos. Samuel repitió todas estas palabras de Yahveh al pueblo que le pedía un rey, diciendo: -He aquí el fuero del rey que va a reinar sobre vosotros. Tomará vuestros hijos y los destinará a sus carros y a sus caballos y tendrán que correr delante de su carro. Los empleará como jefes de mil y jefes de cincuenta; les hará labrar sus campos, segar su cosecha, fabricar sus armas de guerra y los arreos de sus carros. Tomará vuestras hijas para perfumistas, cocineras y panaderas. Tomará vuestros campos, vuestras viñas y vuestros mejores olivares y se los dará a sus servidores. Tomará el diezmo de vuestros cultivos y vuestras viñas para dárselo a sus eunucos y a sus servidores. Tomará vuestros criados y criadas, y vuestros mejores bueyes y asnos y les hará trabajar para él. Sacará el diezmo de vuestros rebaños y vosotros mismos seréis sus esclavos. Ese día os lamentaréis a causa del rey que os habéis elegido, pero entonces Yahveh no os responderá. El pueblo no quiso escuchar a Samuel y dijo: -¡No! Tendremos un rey y nosotros seremos también como los demás pueblos: nuestro rey nos juzgará, irá al frente de nosotros y combatirá nuestros combates. Oyó Samuel todas las palabras del pueblo y las repitió a los oídos de Yahveh. Pero Yahveh dijo a Samuel: -Hazles caso y ponles un rey” (1S 9,1-22). Elimélek ha llevado a su familia a residir en Moab. El término hebreo gur significa residir en calidad de extranjero (ger), como alguien que es libre y capaz de adquirir propiedades, pero sin la plenitud de derechos civiles propios de un nativo. El derecho israelita protegía a los extranjeros, apelando a la condición de gerim que los hijos de este pueblo tuvieron en Egipto (Ex 22,20; Dt 24,14-18, etc.). No siempre sirvió esto para que los extranjeros se vieran libres de toda opresión (Jr 7,1-7; Ez 22,6-7; Za 7,8-11). Llegan, pues, a Moab como fugitivos, como gente sin raíces, que van de un sitio a otro, buscando por los campos un refugio. Después se establecen en un país extranjero, echando raíces, como quien no piensa moverse del lugar. Según el Midrás, sólo Majlón protesta contra la decisión del padre: “Esperemos que pase el hambre en Belén y volvamos a nuestra tierra”. Pero nadie escucha al enfermizo Majlón. Se encuentran bien en Moab. Sólo Dios escucha el deseo de Majlón y se lo recompensa, inspirando al rey de Moab darle por esposa a su hija Rut, la princesa. De este modo su nombre no quedará cancelado de la historia. A causa de este matrimonio el rey de Moab nombra a Elimélek y a Kilyón, lo mismo que a Majlón, sus oficiales. De este modo Elimélek se instala realmente en Moab. Participan
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y aceptan el modo de comer y vestir de los moabitas, terminando por aceptar su modo de pensar y su fe en Kamós, dios de Moab. En realidad Elimélek tenía corazón de moabita. Desde el momento en que decide abandonar Belén muestra la dureza de su corazón. Con razón se siente atraído por los moabitas. Como ellos cerraron sus entrañas a los israelitas, negándoles el pan y el agua (Dt 23,6), así él ha cerrado su corazón, más duro que el de los moabitas, a los habitantes de Belén, que eran sangre de su sangre. c) La instalación corrompe al hombre La familia de Elimélek, al abandonar Belén, la tierra que Dios ha dado a su pueblo, para buscar el pan en Moab, repite la historia de los descendientes de Noé, que un día se dijeron: “Dejemos el oriente” (Gn 11,2), donde nos puso el Señor del cielo. Se pusieron en camino, hallaron una vega en el valle de Senaar y allí se instalaron. Todo el mundo, entonces, hablaba una misma lengua. Así, pues, todos se pusieron manos a la obra, como si fueran un sólo hombre. Se dijeron el uno al otro: “Ea, vamos a fabricar ladrillos y a cocerlos al fuego”. Así el ladrillo les servía de piedra y el betún de argamasa. Trabajaban de día y de noche, incansablemente. La torre subía, a ojos vista, de altura. Contaba con dos rampas, una a oriente para subir y otra a occidente para bajar. Era tal la altura, que, mirando desde arriba, hasta los árboles más grandes parecían simples hierbas. En su afán por alcanzar el cielo, nadie se fijaba en nadie; cada uno iba a lo suyo. Si un hombre, exhausto, caía en el vacío, nadie se preocupaba por él; era sustituido por otro en su labor. No ocurría lo mismo cuando alguien se descuidaba y dejaba caer algún material, ladrillos o instrumentos de trabajo. Entonces se encendía toda la furia de los capataces, por la perdida que suponía de tiempo y de dinero. El Señor vio todo esto y sintió dolor por el hombre, obra de sus manos. Pero, después de la experiencia del diluvio, el Señor no pensó ya en destruirlos. El arco iris en el cielo le recordaba el “aroma de los holocaustos de Noé y la palabra de su corazón: Nunca más volveré a herir al hombre como ahora he hecho” (Gn 8,21). El Señor se limitó a interrumpir su loca empresa, confundiendo sus lenguas. El Señor dijo: “¡Ea, bajemos y confundamos su lengua!”. La torre, vista desde los hombres, era altísima. Pero, desde el cielo, el Señor, para darse perfectamente cuenta de lo que ocurría, tuvo que “descender para ver”. Es la ironía de las grandes obras del orgullo humano que, ante el Señor, no son más que sueños fatuos. ¡Cuanto más pretende subir a los cielos más se precipita en el abismo! Así, pues, descendiendo hasta el hombre, el Señor vio el corazón de los hombres e hizo que saliera por la boca lo que llevaban dentro, confundiendo su lenguaje. Al no entenderse, se dividieron y desperdigaron por toda la haz de la tierra. “Una sola lengua les había llevado a la locura; la confusión de lenguas les serviría para tomar conciencia de su pecado y anhelar la conversión”, pensó el Señor, siempre solícito en ayudar al hombre, incluso pecador. Aquel lugar se llamó Babel, porque en él el Señor confundió la lengua de toda aquella gente (Gn 11,1-9). “Llegados a los campos de Moab, se establecieron allí”. Dios sabe que el hombre, cuando se instala, se corrompe. El hombre siempre tiene la tentación de echar raíces en la tierra donde se asienta. Desde el principio los hombres dejaron el oriente e intentaron instalarse en el valle de Senaar, construyéndose una torre que llegase al cielo. El hombre, en su necedad, quiere alcanzar el cielo, la felicidad, enfrentándose a Dios. Pero, como eso es imposible, Dios se abaja hasta los hombres y desbarata sus planes, les confunde para desinstalarles y ponerles en camino. Les arranca las raíces para dejarles los pies libres para la marcha. La gratuidad de la promesa y la fidelidad son una manifestación de la presencia de
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Dios en la historia. Y Dios es un Dios de vida. Nunca su presencia es estática, que instale al hombre en su mundo y en sus inestables seguridades. Su presencia es pascua, paso, irrupción, que pone al hombre y a la comunidad en éxodo. Dios no promete a Abraham la posesión de la tierra de Ur de los Caldeos, sino una tierra desconocida: “Sal de tu tierra, de tu patria, de tu familia y ve a la tierra que te mostraré” (Gn 12,1). Esta misma irrupción pondrá en éxodo a todo el pueblo, siempre tentado por sus “seguridades” de Egipto, tentado de renunciar al futuro prometido (Ex 16,3). Pero la bendición del futuro es incompatible con las “lentejas” del presente (Gn 25,29-34), como dirá la carta a los Hebreos: “Que no haya ningún fornicario o impío como Esaú, que por una comida vendió la primogenitura. Ya sabéis cómo luego quiso heredar la bendición, pero fue rechazado y no lo logró aunque lo procuró con lágrimas” (12,16-17). El hombre que se atiene a lo que tiene, a lo que posee, a lo que él fabrica, a sus máquinas, a sus sistemas científicos o políticos, pierde a Dios, el “Incontenible”, que no se deja enjaular entre paréntesis de tiempos o actividades ni domesticar según nuestros deseos. Ciertamente, Yahveh aparece en la Escritura bajo imágenes tangibles; se le llama roca, refugio, protección, cayado, balaustrada que preserva de la caída en el abismo, alas que abrigan y protegen a su sombra. Pero estas expresiones de fe no hacen a Dios aprehensible. El es el inasible, que promete un futuro imprevisible. Un Dios que lleva al desierto, donde el pueblo no puede agarrarse a nada tangible, siguiendo siempre una nube que día y noche le precede. No hay imágenes que apresen lo que Dios es: “¡Bienaventurados los ojos que no ven y creen!”, dice Jesús. Según los rabinos, la shekiná, la presencia de Dios entre los hombres, es una presencia itinerante, que acompaña al pueblo en su peregrinación y comparte sus sufrimientos y la miseria de su extranjería. Este dinamismo aparece y marca toda la historia. La creación en el principio apunta ya más allá de sí misma a la historia de la promesa de Abraham, Isaac y Jacob. La promesa apunta a la liberación de la esclavitud y, más lejos, a la salvación mesiánica del evangelio de Cristo y, finalmente, hacia el Reino venidero, plenitud escatológica de la historia, que renueva el cielo y la tierra, llenándolo todo con el resplandor de Dios Creador, Salvador y Vivificador. La creación está orientada a la historia, pero el sentido último de la historia es la nueva creación, como consumación de toda la obra de Dios Uno y Trino. Por eso la creación en el principio mira, a través de la historia de la salvación, a su plenitud en el reino de la gloria, liberada del pecado y de la muerte por la pascua de Cristo y la acción vivificadora del Espíritu. La condición de extranjero es típica del cristiano. En este mundo el cristiano experimenta que su vida transcurre “en medio de una generación perversa y malvada” (Flp 2,15), pues está rodeado de hombres “llenos de toda injusticia, perversidad, codicia, maldad, henchidos de envidia, de homicidio, de contienda, de engaño, de malignidad, chismosos, detractores, enemigos de Dios, ultrajadores, altaneros, fanfarrones, ingeniosos para el mal, rebeldes a sus padres, insensatos, desleales, desamorados, despiadados, los cuales, aunque conocedores del veredicto de Dios que declara dignos de muerte a los que tales cosas practican, no solamente las practican, sino que aprueban a los que las cometen” (Rm 1,2932). Y no les queda más remedio que vivir con estos hombres, pues “de lo contrario, tendrían que salir del mundo” (1Co 5,10). “Su patria es el cielo” (Flp 3,20), por lo que “habitan en su misma patria como extranjeros, pues toda patria es para ellos extranjera” (Carta a Diogneto). Están en este mundo de paso.
d) El salario del pecado es la muerte
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Los campos de Moab, donde Elimélek espera encontrar la solución para su familia, se convierten en lugar de dolor y muerte: carestía, emigración y muerte se siguen los pasos. Al poco tiempo, Elimélek muere y Noemí queda viuda. El narrador sumerge a sus lectores en un panorama tétrico. La perspectiva se hace cada vez más sombría. El hambre conduce al destierro, lejos de la tierra prometida. Y buscar la vida a toda costa, lejos de Dios, conduce a Elimélek a la muerte. Visto que Elimélek ha cerrado sus oídos al grito de sus parientes y vecinos de Belén, sin escuchar la voz de Dios, Dios le habla con la muerte prematura, llamándolo a comparecer ante su trono de gloria. Según los sabios de Israel, Elimélek es el responsable del hambre de Belén. El, un hombre grande en medio de su generación, habría debido orar, implorando misericordia para su generación, pero sólo pensó en sí mismo. Por ello es borrado de la faz de la tierra. En adelante pasa a no ser nada en sí mismo, se le llama simplemente “el marido de Noemí”. Noemí ocupa el puesto que le correspondía a él. Ella, quizás contra su voluntad, le ha seguido hasta Moab. Ahora se queda viuda con sus dos hijos huérfanos. Ella es la única que llora la muerte de Elimélek. Aunque ha sido una persona importante en Belén, ningún betlemita le llora, pues para ellos ha muerto en el mismo momento en que abandonó su tierra. Noemí, afligida por el dolor, no entiende aún la llamada de Dios a volver a su país. Se queda en Moab con sus dos hijos. Con razón Isaías dice que Israel es un pueblo de sordos y ciegos: “¡Sordos, oíd! ¡Ciegos, mirad y ved! ¿Quién está ciego, sino mi siervo? ¿y quién tan sordo como el mensajero a quien envío? Por más que has visto, no has hecho caso; mucho abrir las orejas, pero no has oído” (Is 42, 18-20). “Elimélek, el marido de Noemí, murió y quedaron con ella sus dos hijos, que se casaron con dos mujeres moabitas: una se llamaba Orpá y la otra Rut” (1,4). Privados del apoyo del padre, los huérfanos buscan el apoyo en la corte de Eglón, rey de Moab (Jc 3,12ss), que les da como esposas a sus dos hijas: las princesas Orpá y Rut. Majlón se casó con Rut (4,10) y Kilyón con Orpá. El autor no manifiesta por ello escándalo alguno. Algunos patriarcas y el mismo Moisés se casaron con extranjeras (Gn 41,45; Ex 2,21), y David y Salomón incluyeron mujeres extranjeras en sus harenes (2 Sm 3,3; 1 Re 11,1-8). En un principio, ninguna ley prohibía a los israelitas emigrar a una tierra extrajera, y menos aún a Moab. Yahveh mismo, por consideración para con Lot, sobrino de Abraham, había ordenado a Israel que respetara a los habitantes de Moab y de Ammón. De hecho los moabitas no forman parte de ninguna lista de pueblos de Canaán que Israel debe destruir y con los que no se debe unir en matrimonio (Ex 23,23.28; 34,11-16; Dt 7,1-4). Sin embargo, más tarde, por haber inducido a los israelitas a la idolatría (Nm 25), las mujeres moabitas no pueden casarse con los hijos de Israel (Esd 9-10; Ne 10,31;13,23-31). Se trata de salvar la fe en su único Dios, amenazada por la tentación de seguir a las mujeres en sus idolatrías. Moab, junto con Ammón, al este del Jordán, son dos pueblos que viven sin espíritu, en la más cruda exterioridad. Son los descendientes del incesto de las hijas de Lot, cuando pensaban que en toda la tierra no quedaban más que ellos tres (Gn 19,30-38). Es un pueblo maldito, que causa horror a los hijos de Israel. La enemistad es recíproca. Cuando Israel sale de Egipto, después del duro caminar por el desierto, al llegar a las fronteras de Moab, los moabitas les cierran el paso. Por ello Israel les trató siempre como bastardos: “El bastardo no será admitido en la asamblea de Yahveh; ni siquiera en su décima generación será admitido en la asamblea de Yahveh. El ammonita y el moabita no serán admitidos en la asamblea de Yahveh; ni aún en la décima generación serán admitidos en la asamblea de Yahveh, nunca jamás. Porque no vinieron a vuestro encuentro con el pan y el agua cuando estabais de camino a la salida de Egipto, y porque alquiló para maldecirte a Balaam, hijo de Beor, desde Petor, Aram de Mesopotamia” (Dt 23,3-5; Nm 20,14-21). El episodio de Balaam, en el que Yahveh se cubrió de gloria, queda grabado
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igualmente en la memoria de Israel. Balaq, hijo de Sippor, rey de Moab, aterrado al ver los ejércitos de Israel, dijo a los ancianos de Madián: “Ahora veréis cómo esa multitud devasta todo a nuestro alrededor, como devasta el buey la hierba del campo”. Balaq entonces envía mensajeros a buscar a Balaam, hijo de Beor, para decirle: “He aquí que el pueblo que ha salido de Egipto ha cubierto la superficie de la tierra y se ha establecido frente a mí. Ven, pues, por favor, maldíceme a ese pueblo, pues es más fuerte que yo, a ver si puedo vencerle y lo arrojo del país. Pues sé que el que tú bendices queda bendito y el que maldices, maldito”. Fueron los ancianos de Moab y los ancianos de Madián, con la paga del vaticinio en sus manos. Llegaron donde Balaam y le dijeron las palabras de Balaq. El les contestó: “Pasad aquí la noche y os responderé según lo que me diga Yahveh”. Los jefes de Moab se quedaron en casa de Balaam. Entró Yahveh donde Balaam y le dijo: “¿Qué hombres son ésos que están en tu casa?”. Le respondió Balaam a Dios: “Balaq, hijo de Sippor, rey de Moab, me ha enviado a decir: El pueblo que ha salido de Egipto ha cubierto la superficie de la tierra. Ven, pues, maldícemelo, a ver si puedo vencerlo y expulsarlo”. Pero dijo Dios a Balaam: “No vayas con ellos, no maldigas a ese pueblo porque es bendito”. Se levantó Balaam de madrugada y dijo a los jefes de Balaq: “Id a vuestra tierra, porque Yahveh no me deja ir con vosotros”. Se levantaron, pues, los jefes de Moab, volvieron donde Balaq y le dijeron: “Balaam se ha negado a venir con nosotros”. Balaq envió otra vez jefes en mayor número y más ilustres que los anteriores. Fueron donde Balaam y le dijeron: “Así dice Balaq, hijo de Sippor: No rehúses, por favor, venir a mí, que te recompensaré con grandes honores y haré todo lo que me digas. Ven y maldíceme a ese pueblo”. Respondió Balaam a los siervos de Balaq: “Aunque me diera Balaq su casa llena de plata y oro, no podría traspasar la orden de Yahveh mi Dios en nada, ni poco ni mucho. Quedaos aquí también vosotros esta noche y averiguaré qué más me dice Yahveh”. Entró Dios donde Balaam por la noche y le dijo: “¿No han venido esos hombres a llamarte? Levántate y vete con ellos. Pero has de cumplir la palabra que yo te diga”. Se levantó Balaam de madrugada, aparejó su asna y se fue con los jefes de Moab. Oyó Balaq que llegaba Balaam y salió a su encuentro hacia Ar Moab, en la frontera del Arnón, en los confines del territorio. Dijo Balaq a Balaam: “¿No te mandé llamar? ¿Por qué no viniste donde mí? ¿Es que no puedo recompensarte?”. Respondió Balaam a Balaq: “Mira que ahora ya he venido donde ti. A ver si puedo decir algo. La palabra que ponga Dios en mi boca es la que diré”. A la mañana, tomó Balaq a Balaam y lo hizo subir a Bamot Baal, desde donde se veía un extremo del campamento. Yahveh entonces puso una palabra en la boca de Balaam y le dijo: “Vuelve donde Balaq y esto le dirás”. Volvió donde él y entonó su trova: “De Aram me hace venir Balaq, el rey de Moab, desde los montes de Quédem: Ven, maldíceme a Jacob; ven, execra a Israel. ¿Cómo maldeciré, si Dios no maldice? ¿Cómo execraré, si Yahveh no execra? De la cumbre de las peñas lo diviso, de lo alto de las colinas lo contemplo: es un pueblo que vive aparte; no es contado entre las naciones. ¿Quién contará el polvo de Jacob, quién numerará la polvareda de Israel? Muera mi alma con la muerte de los justos. Sea mi paradero como el suyo”. Dijo Balaq a Balaam: “¿Qué me has hecho? ¡Para maldecir a mis enemigos te he traído y los has colmado de bendiciones! Le respondió diciendo: “¿No tengo yo que esmerarme en hablar todo lo que Yahveh me pone en la boca?”. Le respondió Balaq: “Ven, pues, a otro sitio conmigo porque lo que ves desde aquí no es más que un extremo, no lo ves entero. Maldícemelo desde allí”. Y le llevó al Campo de los Centinelas, hacia la cumbre del Pisgá. El entonó su trova diciendo: “Levántate, Balaq, y escucha, préstame oídos, hijo de Sippor. No es Dios un hombre, para mentir, ni hijo de hombre, para volverse atrás. ¿Es que Él dice y no hace, habla y no lo mantiene? He aquí que me ha tocado bendecir; bendeciré y no me retractaré. No he divisado maldad en Jacob, ni he descubierto infortunio en Israel. Yahveh su Dios está con él, y en él se oye proclamar a un rey. Dios le hace salir de Egipto, como
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cuernos de búfalo es para él. No hay presagio contra Jacob, ni sortilegio contra Israel. Según se le está diciendo a Jacob y a Israel: ¿Qué hace tu Dios?, he aquí que un pueblo se levanta como leona, se yergue como león: no se acostará hasta devorar la presa y beber la sangre de sus víctimas”. Balaq dijo a Balaam: “Ya que no le maldices, por lo menos no le bendigas”. Respondió Balaam y dijo a Balaq: “¿No te he dicho que hago todo lo que me dice Yahveh?”. Dijo Balaq a Balaam: “Ven, por favor, que te lleve a otro sitio, a ver si le place a Dios que me lo maldigas desde allí”. Llevó Balaq a Balaam a la cumbre del Peor, que domina la parte del desierto. Y al alzar los ojos, vio Balaam a Israel acampado por tribus. Y le invadió el espíritu de Dios. Entonó su trova y dijo: “Oráculo de Balaam, hijo de Beor, oráculo del varón clarividente. Oráculo del que oye los dichos de Dios, del que ve la visión de Sadday del que obtiene respuesta, y se le abren los ojos. ¡Qué hermosas son tus tiendas, Jacob, y tus moradas, Israel! Como valles espaciosos, como jardines a la vera del río, como áloes que plantó Yahveh, como cedros a la orilla de las aguas. Sale un héroe de su descendencia, domina sobre pueblos numerosos. Se alza su rey por encima de Agag, se alza su reinado. Dios le hace salir de Egipto, como cuernos de búfalo es para él. Devora el cadáver de sus enemigos y les quebranta los huesos. Se agacha, se acuesta, como león, como leona, ¿quién le hará levantar? ¡Bendito el que te bendiga! ¡Maldito el que te maldiga!”. Se enfureció Balaq contra Balaam, palmoteó fuertemente, y dijo a Balaam: “Te he llamado para maldecir a mis enemigos y he aquí que los has llenado de bendiciones ya por tercera vez. Lárgate ya a tu tierra. Te dije que te colmaría de honores, pero Yahveh te ha privado de ellos”. Respondió Balaam a Balaq: “Ahora, pues, que me marcho a mi pueblo, ven, que te voy a anunciar lo que hará este pueblo al cabo del tiempo. Lo veo, aunque no para ahora, lo diviso, pero no de cerca: de Jacob avanza una estrella, un cetro surge de Israel. Aplasta las sienes de Moab, el cráneo de todos los hijos de Set. Será Edom tierra conquistada, tierra conquistada Seír. Israel despliega su poder, Jacob domina a sus enemigos, aniquila a los fugitivos de Ar”. Luego se levantó Balaam, y se fue de vuelta a su país. También Balaq se fue por su camino (Nm 22-24). A partir de aquel día hubo enemistad entre los hijos de Israel y los moabitas. Por ello, aunque el libro de Rut no reprueba los matrimonios de los hijos de Elimélek con las dos moabitas, el Targum dice: “Y quebrantaron el decreto del Verbo de Yahveh, y tomaron para sí esposas extranjeras, de entre las hijas de Moab. El nombre de una era Orpá, y el nombre de la segunda era Rut, hija de Eglón, rey de Moab. Y se establecieron allí como unos diez años. Y porque quebrantaron el decreto del Verbo de Yahveh, y se casaron con pueblos extranjeros, les fueron acortados sus días. Y murieron ambos, Mahlón y Kilyón, en un país impuro. Y la mujer quedó privada de los dos hijos, y viuda de su marido”. Al casarse con Orpá y Rut, moabitas no convertidas, no tienen hijos. El dedo de Dios, que conduce la historia, les cierra el seno, haciéndoles estériles. La descendencia de Elimélek y Noemí se ha terminado en Moab; parece cancelada para siempre su existencia. En el Midrás, en cambio, los rabinos discuten entre sí y concluyen que la ley que prohíbe admitir a los ammonitas y moabitas en la asamblea de Israel se refiere a los hombres y no a las mujeres. Fueron los hombres quienes no dieron hospitalidad a Israel, negándoles pan y agua en su camino de Egipto a Canaan. Las mujeres, en cambio, se conmovieron ante el llanto de los niños de Israel, que lloraban de hambre y sed. Ellas quisieron ayudarles y se lo impidieron los hombres. Por ello las mujeres, sin culpa alguna, pueden entrar a formar parte de la asamblea de Israel y casarse con los hijos de Israel. De todos modos la hostilidad entre Israel y Moab era tan grande que ningún moabita, hombre o mujer, pensaba en unirse a Israel. Parar romper esta barrera Dios permitió el pecado de Elimélek, que lo llevó a los campos de
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Moab. Y la paradoja es que el rey futuro que divisa Balaam surgirá de Rut, la moabita. Hubiera sido de esperar que el matrimonio de sus hijos viniera a mejorar la suerte de Noemí, pero en realidad sólo sirvió para hundirla aún más en la desgracia: “Al cabo de diez años de residir allí, murieron también los dos hijos, Majlón y Kilyón, y la mujer se quedó sin marido y sin hijos” (1,4-5). Mueren los hijos sin dejar descendencia. Queda sola Noemí, resto digno de compasión de aquella familia tan cruelmente herida. La soledad de Noemí es absoluta. Sin hijos, queda sin futuro; sin esposo, queda sin protección y sin posibilidad de engendrar una nueva vida. Si no “es bueno que el hombre esté solo” (Gn 2,18), es aún más triste la situación de la mujer que está sola. Esa es la situación de Ester en la corte persa del rey Asuero, según su oración angustiada al Señor: “Líbranos con tus manos y acude en mi socorro, que estoy sola, y a nadie tengo, sino a ti, Señor” (Est 4,17t). La soledad, sin embargo, crea un estado interior de vacío, de virginidad, que abre el alma a Dios, cuya palabra resuena con fuerza en el silencio. Dios se conmueve ante la soledad de Adán e inmediatemente decide llenar el vacío con el don de “una ayuda adecuada” (Gn 2,18). Dios acude igualmente a socorrer al huérfano, al extranjero y a la viuda, las tres categorías de personas que experimentan la mayor soledad (Ex 22,21-22; Dt 10,18...). Dios está cerca de quien se siente solo y no tiene otro apoyo más que él. Si Noemí no hubiera tocado el fondo existencial de la soledad no hubiera sentido la voz de Dios que la invitaba a alzarse y volver a la tierra de la promesa. Si Elimélek hubiese seguido vivo, Noemí se hubiera establecido definitivamente en Moab, convirtiéndose en una moabita. Si sus hijos hubieran sobrevivido, Noemí quizás hubiese tenido una descendencia numerosa, pero hubiera quedado fuera de la cadena genealógica del Mesías. Si hubiera seguido en Moab nunca se hubiera dado el encuentro ni el matrimonio de Rut y Booz. Dios, ahondando la soledad de Noemí, hasta dejarla vacía de todo, actuaba su designio providencial con ella. Desde la situación en que se encuentra comprende que su sitio no está en Moab. La fe, quizás adormecida por diez años, despierta en ella y le da una luz para discernir los signos de Dios en su historia. Así, pues, “se alzó para abandonar los campos de Moab”. e) Esperanza contra toda esperanza Este cuadro inicial describe la situación de muerte en que se encuentra el pueblo en la época en que se escribe el libro de Rut. Al mismo tiempo que explica las causas del sufrimiento del pueblo, le abre el oído para que siga la historia y halle una salida a su situación. La historia de Rut se hace espejo del futuro, creando razones de esperanza para toda situación de desgracia en que se encuentre el pueblo y todo oyente de esta palabra de Dios. Al narrar la triste historia de la familia de Elimélek y Noemí, el pueblo que la escucha se identifica con ella en el momento de crisis y desánimo, tentado por el hambre a emigrar de la tierra en busca de pan lejos de Dios, fuera de su pueblo. Es la tentación a desandar el camino recorrido por Abraham y Sara, que salen de la tierra de la idolatría para ir a la tierra prometida. Elimelek y Noemí dejan la tierra prometida para ir a instalarse en los campos de Moab, tierra de la idolatría. Abraham recibe la promesa de una descendencia numerosa como las estrellas del cielo; Elimelek, el padre de familia, muere y, tras él, mueren también sus hijos. El camino hacia Dios engendra vida; el alejamiento de Dios se traduce en muerte. La fe hace fecunda la esterilidad; la incredulidad apaga las fuentes de la vida. El pueblo, que se vuelve a los ídolos, pierde la tierra, la familia y la bendición de Dios. Elimelek es símbolo del Pueblo, que ha acogido a Dios como su rey. Israel confiesa su fe en Dios, como lo proclama el nombre de Elimelek: “Mi Dios es rey”. Mientras tiene a Dios por rey, el pueblo prospera (Jc 8,22-23). Si deja a Dios, se hunde en la muerte. Es lo que sucede al final del tiempo de los jueces, cuando el pueblo de Dios desea ser como los demás
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pueblos y pide a Samuel que les dé un rey (1S 8). Dios, rechazado por el pueblo, le concede el rey según sus deseos (1S 12,12-17). Pero la historia de los reyes, salvo pocas excepciones, es desastrosa para la fe del pueblo. En la mayoría de los reyes se extinguió totalmente la fe en Yahveh. Por eso en la historia de Rut se dice: “Murió Elimelek” (1,3), murió al no aceptar a Dios como su rey. Noemí, la esposa, significa gracia, graciosa. Es la otra cara del pueblo. Por gracia de Dios que ama fielmente al pueblo de su elección, Israel es la esposa que halla gracia a los ojos de Dios: “Por amor de Sión no he de callar, por amor de Jerusalén no he de estar quedo, hasta que salga como resplandor su justicia, y su salvación brille como antorcha. Verán las naciones tu justicia, todos los reyes tu gloria, y te llamarán con un nombre nuevo que la boca de Yahveh declarará. Serás corona de adorno en la mano de Yahveh, y tiara real en la palma de tu Dios. No se dirá de ti jamás ‘Abandonada’ , ni de tu tierra se dirá jamás ‘Desolada’, sino que a ti se te llamará ‘Mi Complacencia’, y a tu tierra, ‘Desposada’. Porque Yahveh se complacerá en ti, y tu tierra será desposada. Porque como se casa joven con doncella, se casará contigo tu edificador, y con gozo de esposo por su novia se gozará por ti tu Dios” (Is 62,1-5). Pero, arrastrado por sus reyes, Israel, la esposa amada, se alejó de Dios, su Reyesposo, rompiendo la alianza con sus adulterios. Así, la vida del pueblo perdió la gracia de Dios y se llenó de amargura (1,13). El nombre de Noemí se cambió en Mara (1,20). Los dos hijos, enfermedad y fragilidad, son símbolo de Israel y Judá, los dos hijos nacidos de la alianza de Dios con el pueblo. Pero los dos olvidan que Dios es su Padre, rey y señor, yéndose detrás de otros dioses y señores. Por ello les llega la enfermedad y la fragilidad, perdiendo uno tras otro la tierra. En el exilio se mezclan con otros pueblos, se casan con mujeres extranjeras e idólatras, como Orpá y Rut. Pierden la memoria, las raíces y la fe. Por ello se dice en el libro de Rut: “También Majlón y Kilyón murieron los dos” (1,5). Al final queda sola Noemí, convertida en Mara, “sin hijos y sin marido” (1,5). Sin hijos, es decir, sin futuro, sin herederos y sin herencia. Sin marido, es decir, sin Dios, con la fe debilitada, sin fuerza para abrirse a la esperanza del futuro. Sin embargo el cuadro inicial no cierra la puerta a la esperanza. La mirada al pasado se vuelve memorial de las intervenciones salvadoras de Dios. Dios es fiel a sus promesas por encima de todas las infidelidades del pueblo. Al colocar la historia “en el tiempo en que gobernaban los jueces” (1,1), el libro despierta en los oyentes la esperanza de un nuevo juez como Sansón, Gedeón, Debora y tantos otros, a través de los cuales Dios ha liberado al pueblo de la opresión: “Entonces Yahveh suscitó jueces que los salvaron de la mano de los que los saqueaban” (Jc 2,16). El juez, a través del cual Dios salvará a Noemí, aparecerá en la historia de Rut en la persona de Booz. Repitiendo dos veces “quedó la mujer” (1,3.5), se evocan las profecías del pequeño resto, que se convertirá en germen del nuevo pueblo de Dios (Is 4,3; 6,13; 10,21; 11,16; 37,31; Esd 9,8.15...). Noemí, imagen del pueblo, en su pobreza será el germen de la nueva nación. Y, al decir que “eran Efratitas de Belén de Judá” (1,2), se evoca la conocida profecía de Miqueas (Mi 5,1-4). En el vacío de Noemí, la viuda pobre de Belén, sin hijos y en tierra extraña, se incoa la promesa del Mesías, del nuevo David, que salvará al pueblo. María, recogiendo la historia de Israel, que culmina en ella, canta: “Ha exaltado a los humildes. A los hambrientos ha colmado de bienes y despidió a los ricos con las manos vacías” (Lc 1,5253).
4. DE MOAB A BELÉN
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a) La cruz, primera visita de Dios Diez años de permanencia en los campos de Moab suponen un tiempo de instalación. La familia de Noemí ha echado raíces como para no volver a Belén. El matrimonio de los dos hijos con dos mujeres moabitas es un lazo casi irrompible. Sólo Dios, en su designio amoroso, es capaz de desligar a Noemí. Dios interviene como siempre, metiendo al creyente en el crisol del sufrimiento. Noemí siente la amargura de la pérdida del marido y de los hijos. Se siente vieja, viuda y sola en una tierra extrajera, sin ninguna defensa ni protección. En esa situación cerrada, Dios abre un camino de salida. Dios hizo lo mismo con Abraham, Isaac y Jacob (Jdt 8,26) y con todo el pueblo “cuando permitió que los egipcios les amargaran la vida” (Ex 1,14). Así es como el hombre se abre a Dios, que le rescata de toda esclavitud. Puesta en esta situación, Noemí se levanta para ponerse en camino hacia la tierra de Belén, hacia la casa del pan. La cruz es un don de Dios. Dios la planta en el camino del hombre, para que no se pierda en su peregrinación por el mundo. Sin la cruz el hombre no sabe si coger el camino de la derecha o el de la izquierda. La cruz es la señal que Dios le pone en su misma carne para que siga o vuelva al designio original de Dios sobre él. El hombre, con su miopía, apenas puede decir: “Hoy o mañana iremos a tal ciudad, pasaremos allí el año, negociaremos y ganaremos”, pues “no sabe qué será de su vida el día de mañana” (St 4,13). No puede hacer planes para el día de mañana, “porque no sabe siquiera lo que deparará el día de hoy” (Pr 27,1). Los planes del Señor no suelen coincidir con los del hombre: “Porque no son mis pensamientos vuestros pensamientos, ni vuestros caminos son mis caminos -oráculo de Yahveh-”. Pero el creyente tiene en su interior la certeza de que el plan del Señor sobre él es mejor que todos sus proyectos: “Porque cuanto aventajan los cielos a la tierra, así aventajan mis caminos a los vuestros y mis pensamientos a los vuestros” (Is 55,8-9). Aunque le toque pasar por un túnel oscuro, al final, el creyente, que se pone en manos de Dios, canta con el salmista: “Pueblos, bendecid a nuestro Dios, haced resonar la voz de su alabanza, porque él ha devuelto nuestra alma a la vida y no dejó que vacilasen nuestros pies. Oh Dios, tú nos pusiste a prueba, nos refinaste como refinan la plata; nos prendiste en la red, pusiste una correa a nuestros lomos, dejaste que cabalgaran sobre nuestra cabeza, atravesamos por el fuego y el agua, pero luego nos sacaste para cobrar aliento” (Sal 66,8-12). Nuestro Padre “sabe de qué tenemos necesidad” (Mt 6,8.32; Lc 12,30). Han pasado diez largos años lejos de la tierra prometida, lejos de la bendición de Dios. Noemí ha experimentado el descendimiento cada vez más hondo en la desgracia. Lejos de Dios no hay vida. David, en los salmos, evocando la historia, canta: “Todos de ti esperan que les des a su tiempo su alimento; tú se lo das y ellos lo toman, abres tu mano y se sacian de bienes. Escondes tu rostro y se anonadan, les retiras su soplo, y expiran y retornan al polvo. Envías tu soplo y son creados, y renuevas la faz de la tierra” (Sal 104,27-30). “El Señor es clemente y misericordioso, tardo a la cólera y rico en amor” (Sal 103,8). Dios espera diez años, para dar a Noemí y sus hijos la posibilidad de convertirse y volver a Israel. Incluso la muerte de Eglón, rey de Moab, padre de Orpá y Rut, es una palabra de parte de Dios. Pero ellos no comprenden. Entonces, según el Midrás, el Señor empieza a golpearles en su bienes y luego en sus personas. Se quedaron pobres y finalmente mueren también los dos hijos. Ni siquiera les han nacido hijos de sus matrimonios. El profeta Amós describe la ceguera de Israel, que no sabe leer los signos que Dios le envía para llamarle a conversión: “Yo os he dado dientes limpios en todas vuestras ciudades, y falta de pan en todos vuestros lugares; ¡y no habéis vuelto a mí! También os he cerrado la lluvia, a tres meses de la siega; he hecho llover sobre una ciudad, y sobre otra ciudad no he hecho llover; una parcela recibía lluvia, y otra parcela, falta de lluvia, se secaba; dos, tres ciudades acudían a otra ciudad a beber agua, pero no calmaban su sed; ¡y no habéis vuelto a mí!. Os he herido con tizón y
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añublo, he secado vuestras huertas y viñedos; vuestras higueras y olivares los ha devorado la langosta; ¡y no habéis vuelto a mí! He enviado contra vosotros peste, como la de Egipto, he matado a espada a vuestros jóvenes, mientras vuestros caballos eran capturados; he hecho subir a vuestras narices el hedor de vuestros campamentos, ¡y no habéis vuelto a mí! Os he trastornado como trastorné a Sodoma y Gomorra, habéis quedado como un tizón salvado de un incendio; ¡y no habéis vuelto a mí! Por eso, prepárate, Israel, a afrontar a tu Dios” (Am 4,6-12). b) Visitas de Dios Noemí, que ha quedado “sola, sin sus dos hijos y sin marido, decidió regresar de los campos de Moab con sus dos nueras, porque oyó en los campos de Moab que Yahveh había visitado a su pueblo y le daba pan. Se levantó, pues, para volver con sus nueras del país donde habían vivido y se pusieron en camino hacia la tierra de Judá” (1,6-7). Según el Midrás Noemí ha oído a los vendedores ambulantes de Israel que el Señor les ha visitado. En el mercado de Moab están estos vendedores con sus asnos cargados con los frutos de la tierra de Israel: higos maduros, racimos de uvas pasas, dulces y pasteles de trigo. Con estos frutos y con sus palabras difunden la noticia de que Dios ha perdonado a su pueblo, ha cesado la carestía y de nuevo hay pan en Belén. Noemí, ahora que ha quedado viuda y sola, recuerda que es una hija de Israel y siente en sus entrañas el reclamo de su tierra, de su pueblo. Según el Targum es un ángel quien anuncia a Noemí que Dios ha visitado a su pueblo: “Y se levantó ella y sus dos nueras y volvió del campo de Moab; porque se le había anunciado en el campo de Moab, por medio de un ángel, que se había acordado Yahveh de su pueblo, de la casa de Israel, para darles pan, por causa de los méritos de Ibsan, el juez, y por las oraciones con que había orado delante de Yahveh; él fue Booz, el justo”. Una desgracia tras otra han despojado a Noemí de todo. Había salido de Belén “con las manos llenas” y ahora se ve “con las manos vacías” (1,21). Antes, aunque sin bienes de fortuna, con un campo que no daba a la familia para vivir, tenía a su marido y a sus dos hijos. Ahora carece de todo. Al fin se decide a abandonar la tierra en la que “el Omnipotente la ha afligido” (1,21) y regresar a Belén para olvidar sus penas. Son tres mujeres viudas, Noemí, Orpá y Rut. Tres mujeres solas, sin un hombre que las defienda, expuestas a ser devoradas, como corderos entre lobos. La historia de Israel es la historia de las continuas visitas de Dios a su pueblo. La “visita” a su pueblo, de la que le llega la noticia a Noemí, es una visita de benevolencia, como la que en otro tiempo hizo a Sara: “Yahveh visitó a Sara como lo había dicho, e hizo Yahveh por Sara lo que había prometido” (Gn 21,1) o la que más tarde hace a Israel, según la profecía de Zacarías: “Bendito el Señor Dios de Israel porque ha visitado y redimido a su pueblo y nos ha suscitado una fuerza salvadora en la casa de David, su siervo, como había prometido desde tiempos antiguos, por boca de sus santos profetas, que nos salvaría de nuestros enemigos y de las manos de todos los que nos odiaban haciendo misericordia a nuestros padres y recordando su santa alianza y el juramento que juró a Abraham nuestro padre, de concedernos que, libres de manos enemigas, podamos servirle sin temor en santidad y justicia delante de él todos nuestros días” (Lc 1,68-75). En la resurrección del hijo de la viuda de Naím la gente reconoce que, en Jesús, “Dios ha visitado a su pueblo” (Lc 7,16), restituyéndole la alegría y la vida. Ahora Dios ha visitado a su pueblo con la bendición del pan. Ha cesado la carestía. En esa visita de Dios a su pueblo, Noemí descubre el significado de su vida presente y se le abre una puerta a la esperanza para el futuro. Proclamando que “Dios ha visitado a su pueblo” (1,6) se evoca el Éxodo, la liberación de la esclavitud de Egipto: “Dios dijo a Moisés: Ve, y reúne a los ancianos de Israel, y diles: Yahveh, el Dios de vuestros padres, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, se me apareció
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y me dijo: Yo os he visitado y he visto lo que os han hecho en Egipto. Y he decidido sacaros de la tribulación de Egipto al país de los cananeos, los hititas, los amorreos, perizitas, jivitas y jebuseos, a una tierra que mana leche y miel” (Ex 3,15-17). “El pueblo creyó, y al oír que Yahveh había visitado a los israelitas y había visto su aflicción, se postraron y adoraron” (Ex 4,31). La palabra de Dios a Moisés y a Aarón les trae a la memoria las palabras de José antes de su muerte: “Yo muero, pero Dios se acordará sin falta de vosotros y os hará subir de este país al país que juró a Abraham, a Isaac y a Jacob. José hizo jurar a los hijos de Israel, diciendo: Dios os visitará sin falta, y entonces os llevaréis mis huesos de aquí” (Gn 50,2425). La visita de Dios a su pueblo significa para Noemí el comienzo de un nuevo Éxodo. Noemí, rumiando los rumores, piensa que en su patria y entre sus parientes puede resolver sus problemas personales mejor que en Moab, que sólo le hace presente la muerte de sus seres queridos. Nada le ata ya a Moab. La nostalgia o el amor de su tierra aflora con fuerza en su corazón. El Señor ha visitado a su pueblo. Esta sección termina con los preparativos de Noemí para regresar a su pueblo. El retorno de la prosperidad a Judá significa que Yahveh ha dejado sentir allí de nuevo su presencia poderosa. La visita de Dios significa que Dios se ha acordado de su pueblo y ha vuelto hacia él su rostro benévolo. En Noemí resucita la misma fe que el pueblo experimentó en Egipto. Al escuchar la buena noticia de que Dios ha visitado a su pueblo, todo cambia. Noemí “se levantó” (1,7). Hasta ahora todo ha sido un descender continuo. Ahora se levanta y se pone en camino. Es como si hubiera escuchado la voz del Amado que le dice: “Levántate, amada mía, hermosa mía, y vente. Porque, mira, ha pasado ya el invierno, han cesado las lluvias y se han ido. Aparecen las flores en la tierra, el tiempo de las canciones ha llegado, se oye el arrullo de la tórtola en nuestra tierra. Echa la higuera sus yemas, y las viñas en cierne exhalan su fragancia. ¡Levántate, amada mía, hermosa mía, y vente!” (Ct 2,10-13). Rut, la amiga, siente en su interior esta misma voz, que la pone en pie, para caminar con Noemí hacia Belén, la casa del pan. La fe de Noemí y el amor de Rut se unen indisolublemente. Como el hijo pródigo, Noemí se había alejado de la casa del padre “y se marchó a un país lejano donde malgastó su hacienda”. Entonces, desde la angustia de su miseria, “entrando en sí mismo, el hijo se dice: ¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, mientras que yo aquí me muero de hambre! Me levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y ante ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros. Y, levantándose, partió hacia su padre” (Lc 15,17-20). Todo comienza con el “levantarse”. Levantarse para volver es el camino de la conversión. Se trata de dejar el lugar y el estado en que se encuentra y ponerse en camino. La sed alumbra el camino de la fuente. Diez años ha pasado Noemí instalada, quieta, postrada lejos de la tierra prometida (1,4). Ahora se levanta y se pone en camino. La buena noticia de que Dios ha visitado a su pueblo la levanta de la postración, da fuerza a sus pies, reaviva en ella la esperanza. La fe en Dios y el hambre guían sus pasos. Volver a Palestina es volver a la tierra prometida por Dios a Abraham y a su descendencia como “una tierra santa” (Ex 3,5; 2M 1,7; Sb 12,3), tierra donde él habita (Za 2,16), tierra de sus bendiciones y promesas (Is 60,21), “la tierra del vergel”, donde Yahveh llevó a su pueblo “para comer su fruto y su bien” (Jr 2,7). c) El beso de Orpá Después de la larga y triste permanencia de diez años en Moab, Noemí se pone en camino hacia Belén. Las dos nueras la acompañan. Son tres mujeres pobres, viudas y dos de ellas extranjeras. No es posible imaginar un grupo más débil e insignificante. Sólo Dios, que elige lo que no es nada para confundir a lo que es algo, puede pensar en reconstruir su pueblo
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a partir de ellas. A Dios le agrada la pequeña semilla de mostaza para edificar su viña. La narración hasta aquí ha sido precisa, pero deliberadamente rápida e introductoria, pues al autor no le interesan las desgracias de esta familia, sino su maravillosa salvación. A partir de este momento, su ritmo se hace más mesurado; cada escena se llena de descripciones detalladas y de diálogos. La tres viudas se ponen en camino. Pero antes de atravesar la frontera que separa su país de los otros, Noemí se detiene para interrogar a sus dos nueras. Noemí mira a una y otra a los ojos, cara a cara. Ella ya no es la consolación sino la amargura, pues “tus ciudades santas han quedado desiertas, Sión ha quedado desierta, Jerusalén desolada” (Is 64,9). Ella está vieja y vacía, no puede ofrecerles ninguna promesa temporal. Su patria le ofrece cuanto ella puede esperar de la vida, pero apenas ofrece algo a Orpá y a Rut, que son jóvenes y todavía están en condiciones de esperar muchas cosas más. Noemí deja que la acompañen parte del camino, pero luego apela al buen sentido de las mujeres. Como ella siente el reclamo de la sangre, que la encamina hacia Belén, así invita a las nueras a volver a su tierra. Noemí dijo a sus dos nueras: -Andad, volveos cada una a casa de vuestra madre. Que Yahveh tenga piedad con vosotras como vosotras la habéis tenido con vuestros maridos difuntos, pues os habéis negado a tomar maridos después de su muerte, y conmigo, pues me habéis alimentado y sostenido. ¡Que Yahveh os conceda una recompensa completa por lo que hicisteis conmigo! Y que en esa recompensa Yahveh os conceda a cada una encontrar una vida apacible en la casa de su marido, pues aún sois jóvenes. Noemí toma generosamente la iniciativa, liberando a las dos mujeres de cualquier compromiso que pudieran tener con ella o con la memoria de los esposos muertos. Con afecto sincero teje el elogio agradecido de ambas. Reconoce todo lo que han hecho por ella y por sus hijos. Han sido buenas esposas, la delicia de sus maridos, y también de la suegra. Pero, con realismo, les dice que aún son atractivas y fecundas; no tienen por qué cerrarse a una vida más llena. Es necio mantener los vínculos que las une a una familia de muertos. Con solicitud les invita a volver a casa de su madre. La viuda normalmente regresaba “a casa de su padre” (Gn 38,11; Lv 22,13; cf. Dt 22,21; Jc 19,2-3). Pero las madres tenían de hecho su propia residencia y ejercían probablemente un control directo sobre las hijas de la familia; en consecuencia, nada de extraño tendría aquí la advertencia de Noemí (Gn 31,33; Jc 4,17; Ct 3,4; 8,2). Noemí reconoce agradecida el hesed o lealtad inquebrantable que han demostrado hacia ella y sus hijos, y ruega a Yahveh que les corresponda en igual medida para el futuro. La invitación de Noemí a que vuelvan a su familia va acompañada de una oración a Dios, que expresa su acción de gracias al mismo tiempo que implora la bendición de Dios sobre sus nueras: “El Señor muestre su hesed (bondad fiel) con vosotras, como vosotras la habéis mostrado con los muertos y conmigo”. Noemí pide para sus nueras lo que ni ella tiene: casa, marido, descanso e hijos. El Señor, a quien hace referencia Noemí, es Yahveh, el Dios en quien ella cree. La hesed es propia de Dios, que nutre hacia el hombre sentimientos de benevolencia, de ternura; expresa los cuidados amorosos de Dios en relación al hombre, al que ama sin que él haya hecho nada para merecer ese amor: “En efecto, cuando todavía estábamos sin fuerzas, en el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos; -en verdad, apenas habrá quien muera por un justo; por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir-; mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” (Rm 5,6-8). “En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene; en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados” (1Jn 4,9-10). Este amor gratuito de Dios suscita en el hombre el amor agradecido, reflejo del amor recibido: “Queridos, si Dios nos amó de esta
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manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros” (1Jn 4,11). “Como yo os he amado, así amaos vosotros los unos a los otros” (Jn 13,34). La fidelidad del amor de Dios produce en el creyente el fruto del amor fiel. Un amor humano, en sí mismo, es siempre precario, voluble, pero asentado en la fe cobra la firmeza de la hesed de Dios: “Es eterno su amor”, repite el salmo 136. Los hijos de Dios participan del amor de Dios, alcanzando la plenitud y perfección del amor: “Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener? ¿No hacen eso mismo también los publicanos? Y si no saludáis más que a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de particular? ¿No hacen eso mismo también los gentiles? Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial” (Mt 5,44-48). Noemí especifica la petición de su plegaria: os conceda reposo. Espera que las mujeres encuentren pronto, no una simple seguridad pasajera, sino algo permanente, una auténtica plenitud: casa, marido y reposo. La palabra tiene un sentido de término. Palestina era considerada como la menuhah de Israel, su morada predestinada, el término de todas sus peregrinaciones (Dt 12,9; Sal 95,11); de manera semejante, el templo era descrito como lugar de la menuhah de Yahveh, pues allí descansó finalmente el arca (Sal 132,8.14). Dado este carácter definitivo, el término sirvió también para significar la era mesiánica (Is 32,18). Y las besó. Pero ellas, rompiendo a llorar, le dijeron: -No volveremos a nuestro pueblo ni a nuestro dios, volveremos contigo a tu pueblo para hacernos prosélitas. El estilo de Noemí, reposado y directo, pudo oscurecer momentáneamente el pleno significado de sus palabras, pero sólo momentáneamente. Sorprendidas y angustiadas, Orpá y Rut hacen una viva protesta. Es evidente que Noemí se llevó mejor con sus nueras extranjeras que Rebeca con las suyas (cf Gn 26,35; 27,46). Noemí respondió: -Volveos, hijas mías, ¿por qué vais a venir conmigo? ¿Acaso tengo yo aún hijos en mi seno que puedan ser maridos vuestros? Volveos, hijas mías, andad, porque yo soy demasiado vieja para casarme otra vez. Y, aunque dijese a un hombre: “Yo soy joven, tengo esperanza”, e incluso si estuviese casada con un marido esta noche, y tuviese posibilidad de engendrar hijos, ¿es que ibais a esperar vosotras a que creciese, como una mujer que aguarda a un redentor (es decir, levir) que es menor de edad, para que la tome como marido? ¿Acaso es por esas razones por las que vosotras permanecéis privándoos de ser tomadas por un hombre en matrimonio? Os lo suplico, hijas mías, no amarguéis mi alma, porque estoy muy amargada por vosotras; pues la mano de Yahveh ha caído sobre mí. Os lo suplico, hijas mías, no amarguéis más mi alma, haciendo que viva angustiada por mí y por vosotras (1,8-13, Targum). Sobre el corazón de Noemí pesa el recuerdo de sus muertos. Su marido ha muerto, por haber abandonado Israel y haberse instalado en el exilio, en los campos de Moab. Los dos hijos han muerto por haberse casado con mujeres extranjeras y haber deseado de esa manera enraizarse en Moab. Por eso, Noemí confiesa su culpa, causa de todas esas desgracias: “La mano del Señor pesa sobre mí”. Reconociendo su pecado, Noemí descarga a sus nueras de toda culpa por la muerte de sus hijos: “No, hijas mías, no penséis que estoy afligida por culpa vuestra. Es la mano del Señor la que se ha alzado contra mí por mis pecados”. Noemí aprecia la buena voluntad de sus nueras, pero les pide que sean realistas. Les explica que sería absurdo este empeño de seguir viviendo con ella. Al igual que todas las mujeres de su época, es normal que también ellas deseen la consideración social, las satisfacciones y la seguridad que acompañan al matrimonio y a la posesión de los hijos (Gn
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30,1). ¿Realmente estarían dispuestas a perder todo esto a cambio de una vida al lado de una anciana, en medio de un pueblo extraño? Ella no tiene nada que ofrecerles. No pueden contar con el levirato, pues Noemí no tiene más hijos y, por ser ya anciana, no le quedan esperanzas de engendrar otros. Y aun suponiendo que se casara inmediatamente y que por un milagro de la naturaleza diera a luz dos mellizos, ¿iban a gastar Rut y Orpá unos años preciosos de su vida esperando a que los hijos se hiciesen mayores?. Llama la atención que Noemí se olvide de mencionar otra alternativa mucho menos fantástica. En aquella época parece que, a falta de hermanos del difunto, los otros parientes tenían una cierta obligación, o al menos derecho a casarse con la viuda y suscitarle así un heredero, lo cual ocurre de hecho en el caso de Rut. ¿Dejó de mencionar Noemí esta posibilidad porque ignoraba la existencia de otros parientes suyos en Judá? Tal cosa es inverosímil, a pesar de la reacción de 2,20. Quizá ella ignoraba esta posibilidad porque los parientes, fuera de los hermanos, no estaban tan estrictamente obligados al levirato, y Noemí había perdido el contacto con su clan desde hacía muchos años. Se negó a someter a Orpá y Rut a un futuro tan incierto, cuando tenían a la vista mejores perspectivas en Moab. La única esperanza de inmortalidad que un hombre podía tener en el AT consistía en que unos hijos y unos nietos llevaran su nombre (Gn 48,15-16; 1 Sm 20,14-16; Sal 72,17); en cierto modo sobrevivía en ellos. Si un hombre no tenía un hijo natural, su supervivencia podía quedar asegurada consiguiéndose un hijo mediante una ficción jurídica, el matrimonio errebu, el levirato, etc. Al decir a Orpá y Rut que vuelvan a casa, a la espera de conseguir nuevos maridos, Noemí anula toda esperanza de supervivencia después de la muerte para sus propios hijos. Pero justamente esto es lo que el autor quiere destacar. La linea que lleva de Elimélek a David estuvo detenida en un punto muerto, y al parecer todo estaba en contra de su continuidad. Ya en el pasado se habían producido otras crisis semejantes, y fueron maravillosamente resueltas (Gn 19,30-38; 22,1-19; 38,1-30). La pregunta angustiosa era ésta: ¿intervendrá de nuevo la Providencia, y en qué forma? Es posible que el autor tuviera aquí muy en cuenta Génesis 38, pasaje que ofrece una sorprendente mezcla de contrastes y semejanzas con Rut (cf 4,12). En ambos casos, los varones mueren sin herederos naturales. En Génesis, Judá, el suegro, tiene un hijo que todavía no está en edad de casarse, pero que en su día podría cumplir con Tamar las exigencias del levirato. Judá dice a Tamar que marche a su casa y que espere hasta que el muchacho crezca. Noemí dice a sus nueras que vuelvan a sus casas y se casen de nuevo, para crearse una nueva vida. En Gn 38, Judá tiene a Tamar por una mujer desdichada, y no tiene intención de consentir que su hijo la tome por esposa; la envía a su casa realmente para librarse de ella. En Rut, es Noemí la que se considera desdichada, y despide a las viudas para evitarles un posible contagio. Tal vez el autor quiere que sus lectores comparen la franqueza de Noemí con el engaño de Judá y se sientan impresionados. Al mismo tiempo al decir que Noemí es vieja, desesperanzada y sin hijos (1,11-13) evoca a Sara, también ella vieja, sin hijos ni esperanza (Gn 18,9-12). Es una velada insinuación, que anticipa el futuro. Como Sara, en su vejez, llegó a ser madre del pueblo de Dios, también hay un futuro para Noemí. Hay un futuro para todo elegido de Dios. Siempre queda la “esperanza contra toda esperanza” (Rm 8,18) “pues dice la Escritura: Regocíjate estéril, la que no das hijos; rompe en gritos de júbilo, la que no conoces los dolores de parto, que más son los hijos de la abandonada que los de la casada” (Ga 4,27). Ellas levantaron sus voces y lloraron de nuevo. A Orpá se le agotan las lágrimas, sólo le queda un beso seco. Orpá besa a su suegra, le vuelve la espalda y se marcha por su camino. Vuelve a su pueblo y a su dios Kemós. Noemí contempla a Orpá que se da la vuelta y se encamina hacia Moab, viendo como con Orpá desaparece para siempre el nombre de su hijo Kilyón. Pero Rut “se adhirió a ella” (1,14). El corazón de Rut, abrazada a Noemí, susurra en
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silencio: “Encontré el amor de mi vida, lo agarré y no lo soltaré” (Ct 3,4). Orpá llora, le une un lazo filial y nupcial con Noemí, le cuesta abandonarla. Pero Orpá es como el joven del Evangelio a quien Jesús propone la renuncia a todos sus bienes para seguirle, “y él se marchó con tristeza” (Lc 18,23). Orpá es una de esas personas que “reciben la palabra con alegría, pero no tienen raíz; creen por algún tiempo, pero a la hora de la prueba desisten” (Lc 8,13). Noemí le da el más amargo de los besos y Orpá se vuelve a su pueblo y a sus dioses, permaneciendo para siempre en la idolatría del dios Kemós, considerado por los hebreos como “monstruo abominable” (1R 11,7).. Orpá “vuelve la espalda a Noemí”, según el significado de su nombre. A pesar de su apego a la anciana, prefiere volverse a casa. El autor no le reprocha a Orpá esta decisión. Su conducta es correcta a nivel humano. Pero, precisamente por esto, hace que destaque más aún el gran carácter de Rut, pues ésta va más allá de la sensatez. Orpá se rige por la razón y no por la fe. Y la razón hace sus cálculos humanos con los datos que el presente le ofrece. Aferrándose al presente Orpá pierde el futuro y la esperanza. El horizonte de su vida queda reducido a su pueblo, la casa de su madre, un posible marido, que morirá como el anterior, y la vanidad de los ídolos. Por ello su nombre desaparece en este momento. En la Escritura no se vuelve a hablar de ella. Aunque ha oído hablar de la visita de Dios a Israel, se pierde el encuentro con él. Se comporta como los necios, “se va a unir a la estirpe de sus padres, que nunca ya verán la luz” (Sal 49,20). d) Orpá es como Lot y Esaú Orpá se comporta como Lot y Rut sigue los pasos de Abrahán: “De Egipto subió Abram al Négueb, junto con su mujer y todo lo suyo, y acompañado de Lot. Abram era muy rico en ganado, plata y oro”. Caminando de acampada en acampada se dirigió desde el Négueb hasta Betel, hasta el lugar donde estuvo su tienda entre Betel y Ay, el lugar donde había invocado Abram el nombre de Yahveh. También Lot, que iba con Abram, tenía ovejas, vacadas y tiendas. Ya la tierra no les permitía vivir juntos, porque su hacienda se había multiplicado, de modo que no podían vivir juntos. Hubo riña entre los pastores del ganado de Abram y los del ganado de Lot. Dijo, pues, Abram a Lot: -Ea, no haya disputas entre nosotros ni entre mis pastores y tus pastores, pues somos hermanos. ¿No tienes todo el país por delante? Pues bien, apártate de mi lado. Si tomas por la izquierda, yo iré por la derecha; y si tú por la derecha, yo por la izquierda. Lot levantó los ojos y vio toda la vega del Jordán, toda ella de regadío -era antes de destruir Yahveh a Sodoma y Gomorra- como el jardín de Yahveh, como Egipto, hasta llegar a Soar. Eligió, pues, Lot para sí toda la vega del Jordán, y se trasladó al oriente; así se apartaron el uno del otro. Abram se estableció en Canaán y Lot en las ciudades de la vega, donde plantó sus tiendas hasta Sodoma. Los habitantes de Sodoma eran muy malos y pecadores contra Yahveh. Dijo Yahveh a Abram, después que Lot se separó de él: -Alza tus ojos y mira desde el lugar en donde estás hacia el norte, el mediodía, el oriente y el poniente. Pues bien, toda la tierra que ves te la daré a ti y a tu descendencia por siempre. Haré tu descendencia como el polvo de la tierra: tal que si alguien puede contar el polvo de la tierra, también podrá contar tu descendencia. Levántate, recorre el país a lo largo y a lo ancho, porque a ti te lo he de dar. Y Abram vino a establecerse con sus tiendas junto a la encina de Mambré, que está en Hebrón, y edificó allí un altar a Yahveh (Gn 13). Rut se aventura por encima de los horizontes humanos. Manifiesta poseer el mismo espíritu de Abrahán que también saltó por encima de los límites de la seguridad inmediata y tangible, encontrando así no el desastre, sino la prosperidad y una vitalidad recuperada, al fiarse de la palabra de Dios, que le decía: “Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu
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padre, a la tierra que yo te mostraré. De ti haré una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre; y sé tú una bendición. Bendeciré a quienes te bendigan y maldeciré a quienes te maldigan. Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra” (Gn 12, 1-3). Lo mismo que Abrahán, Rut va en contra de la estéril tendencia de Adán -el propio interés, el encerrarse en si mismo-, y lo mismo que la fe de Abrahán invirtió el curso de una historia humana en franco declive, así también la fe desinteresada de Rut con Noemí hace que la historia, tenebrosa hasta este momento, se vea invadida por un tenue rayo de esperanza. Los lectores aprenden que estas personas, generosas y desinteresadas, son cauce de bienes inconmensurables de parte de Dios. En Abraham son bendecidas todas las naciones (Gn 12,3; Ga 3,8s). Rut es figura de la Iglesia, del “pueblo adquirido, para anunciar las alabanzas de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz , vosotros que en un tiempo no erais pueblo y que ahora sois el Pueblo de Dios, de los que antes no se tuvo compasión, pero ahora son compadecidos” (1P 2,9-10).. Orpá, la mayor, se asemeja también a Esaú, que vende su primogenitura por un plato de lentejas, y Rut a Jacob: “Isaac suplicó a Yahveh en favor de su mujer, pues era estéril, y Yahveh le fue propicio, y concibió su mujer Rebeca. Pero los hijos se entrechocaban en su seno. Ella se dijo: -Siendo así, ¿para qué vivir? Y fue a consultar a Yahveh. Yahveh le dijo: -Dos pueblos hay en tu vientre, dos naciones que, al salir de tus entrañas, se dividirán. La una oprimirá a la otra; el mayor servirá al pequeño. Cumpliéronsele los días de dar a luz, y resultó que había dos mellizos en su vientre. Salió el primero, rubicundo todo él, como una pelliza de zalea, y le llamaron Esaú. Después salió su hermano, cuya mano agarraba el talón de Esaú, y se llamó Jacob. Isaac tenía sesenta años cuando los engendró. Crecieron los muchachos. Esaú llegó a ser un cazador experto, un hombre montaraz, y Jacob un hombre muy de la tienda. Isaac quería a Esaú, porque le gustaba la caza, y Rebeca quería a Jacob. Una vez, Jacob había preparado un guiso cuando llegó Esaú del campo, agotado. Dijo Esaú a Jacob: -Oye, dame a probar de lo rojo, de eso rojo, porque estoy agotado. - Por eso se le llamó Edom. Dijo Jacob: -Véndeme ahora mismo tu primogenitura. Dijo Esaú: -Estoy que me muero. ¿Qué me importa la primogenitura? Dijo Jacob: -Júramelo ahora mismo. Y él se lo juró, vendiendo su primogenitura a Jacob. Jacob dio a Esaú pan y el guiso de lentejas, y éste comió y bebió, se levantó y se fue. Así desdeñó Esaú la primogenitura” (Gn 25,21-34). El autor quizá no atribuyó especial relieve etimológico a los nombres, pero los intérpretes rabínicos posteriores sí lo hacen; así, por ejemplo, parece que Orpá tiene relación con orep, “cuello” o “nuca”. Según esto, el nombre expresa finamente el carácter íntimo de Orpá: la que vuelve el cuello, la que muestra la cerviz, la que da la espalda. Orpá es voluble. Con facilidad vuelve la espalda a la familia de su padre para entrar en una familia hebrea y luego vuelve la espalda a Noemí, regresando a su casa. Orpá mira hacia atrás, como la comunidad de Israel en el desierto añora las ollas de carne de Egipto (Ex 16). “El que pone la
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mano en el arado y vuelve la mirada atrás no es apto para el reino de Dios” (Lc 9,62). “Lo sembrado en terreno pedregoso son los que, al oír la Palabra, al punto la reciben con alegría, pero no tienen raíz en sí mismos, sino que son inconstantes; y en cuanto se presenta una tribulación o persecución por causa de la Palabra, sucumben en seguida” (Mc 4,16-17). Rut significa la amiga, es decir, “la que ve la verdad en el corazón del otro” (Talmud). Para los sabios de Israel Rut es la convertida por excelencia. Con su matrimonio con Majlón, se convierte en israelita de corazón. Escucha la catequesis de Noemí y “ve la verdad en las palabras de su suegra” y se convierte en una verdadera hija de Israel. Por otra parte los mismos sabios observan que la misma palabra tórtola (tur=paloma) se escribe con las mismas letras que Rut, por lo que dicen de ella, que es apta para el sacrificio del altar. Puede, pues, entrar a formar parte de la asamblea de Israel y escuchar la palabra del Cantar de los cantares: “Mientras dormía, mi corazón velaba. ¡La voz de mi amado que llama!:¡Abreme, hermana mía, amiga mía, paloma mía, mi perfecta!” (Ct 5,2). En la lectura alegórica de los escritores cristianos Rut, “la que ve” y “se pone en camino” es símbolo de la obediencia y disponibilidad de los paganos a abandonar la vaciedad de los ídolos para seguir el camino de la fe. El panorama de Belén, dibujado por Noemí a las dos viudas, con su pobreza, sin esposo, ni alegrías ni la gloria de la maternidad, desalienta a Orpá y se vuelve a su tierra. Rut sigue aún fiel. Pero Noemí insiste una tercera vez. Según el Midrás, para convertirse y entrar a formar parte de la comunidad de Israel, el prosélito debe ser desanimado tres veces. Hay que ponerle tres veces frente a las consecuencias de la conversión. No se puede entrar en el pueblo de Israel a la ligera, pues “muchas son las pruebas que aguardan al justo, pero de todas lo libra el Señor” (Sal 34,20). Jesús también, antes de confiar a Pedro las llaves de la Iglesia, le pregunta por tres veces: “Pedro, ¿me amas?” (Jn 21,15ss). “Y dijo Noemí a Rut: Mira, tu hermana ha regresado a su pueblo, y a sus dioses. Vuélvete tú en pos de ella a tu pueblo y a tus dioses” (1,15). Orpá cede a la segunda invitación (vv. 11-14). Rut, sin embargo, resiste incluso al tercer intento. Este recurso es frecuente en la literatura bíblica; (cf. Gn 18,22-33; 1S 3,1-19 y, en un paralelo más estricto, las escenas evangélicas de las tentaciones y de Getsemaní Mt 4,111; 26,36-46.16).
5. EL CAMINO DE LA CONVERSIÓN
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a) Tu Dios será mi Dios Rut llora con Orpá. Pero no duda ni un momento. Ante el consejo que le da su madre... ella sonríe. Vence toda la oposición de Noemí. ¿Dónde vamos a ir lejos de ti?, le dicen a Cristo los apóstoles, cuando les pregunta si también ellos le quieren abandonar. Quizás están pensando y deseando abandonarlo, pero ¿dónde ir? No tienen otra alternativa: “Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6,68). Es la respuesta de Rut. Su fe se mantiene firme y decidida. Su casa será la Casa del Pan. Apagando la voz de la sangre, sigue la voz de Dios, que resuena en el silencio de su interior, llamándola al amor y a la fidelidad. Así “dos mujeres, moliendo en el mismo molino, una es tomada y la otra dejada” (Mt 24,41). Orpá retorna a su pueblo. Ante el atractivo de lo bienes temporales, su corazón se ha conmovido y su voluntad ha cedido. Rut, en cambio, vence. El amor y devoción han triunfado. Ahora, realmente unidas, madre e hija emprenden el camino hacia Belén. Rut y Noemí son modelos de constancia en la adversidad. Sobre los frágiles hombros de estas dos viudas reposa el futuro de una familia: una renovación posible, un destino sin igual. Rut no solamente tiene en cuenta el cariño de su suegra, sino también su obligación con el pueblo y con el Dios de Israel. El camino de retorno a Belén es duro, como es duro todo retorno con las manos vacías y el alma en pena. Reconocer el propio fracaso y el propio pecado hace pesado el corazón y el camino. Sólo la luz de Dios que se filtra en el interior por las rendijas que deja abiertas el corazón roto, contrito y humillado, da fuerzas para seguir adelante. El salmista canta y con su arpa ayuda a todo hombre que emprende el camino de la conversión: Dichoso el que encuentra en ti la fuerza y decide en su corazón el santo viaje. Pasando por el valle del llanto, lo convierte en oasis, como si la lluvia temprana lo cubriera de bendiciones. Crece en el camino su vigor hasta ver a Dios en Sión (Sal 84,6-8). Hasta ahora sólo se ha oído la voz de Noemí. Ahora habla por fin Rut. El autor solemniza este momento poniendo su intervención en estilo poético. Rut contestó: No insistas en que te deje y me vuelva; a donde tú vayas iré yo; donde tú vivas, viviré yo; tu pueblo será mi pueblo; tu Dios será mi Dios; donde tú mueras, moriré yo y allí seré enterrada. Que Yahveh me dé este mal y añada otro más si no es tan sólo la muerte lo que nos ha de separar (1,16-17). El Targum y el Midrás amplían la respuesta de Rut en un diálogo de catequista y discípulo. Para los sabios de Israel “ponerse en camino” significa emprender el camino de la conversión. A lo largo del camino, en el diálogo de Noemí y sus nueras, en sólo 17 versículos, aparece 12 veces el verbo hebreo sûbh, que significa volver, volverse, convertirse. Aunque Rut nunca ha estado en Belén, se dice de ella que “volvió de los campos de Moab”
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(1,22) a Belén. Se convirtió “de Moab a Belén”, del pan de los campos de Moab a la “casa del pan” del cielo. A lo largo del camino, Noemí se dedica a exponer las leyes de los prosélitos, que regulan la conversión de los paganos al Dios de Israel y su entrada en la asamblea del pueblo de Dios. Aunque estaba prohibido a los moabitas hacerse prosélitos, esto era sólo para los hombres y no para las mujeres. Los sabios también han establecido que, para entrar a formar parte del pueblo de Israel, es necesario vencer una triple prueba. Primero hay que desaconsejárselo y desanimarle por tres veces, para que tome conciencia clara de lo que significa la conversión. Debe saber que son muchas las pruebas que le esperan: “Muchas son las pruebas que aguardan al justo, pero de todas le libera Yahveh” (Sal 34,20). También hace lo mismo Jesús, “mientras iban caminando” con él tres que le querían seguir (Lc 9,57-62).Y a sus discípulos Santiago y Juan, que desean sentarse en su gloria, uno a su derecha y otro a su izquierda, Jesús les dijo: “No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber la copa que yo voy a beber, o ser bautizados con el bautismo con que yo voy a ser bautizado?” (Mc 10,38). Y a Pedro, que le ha negado tres veces, le pregunta también por tres veces: “¿Pedro, me amas?” (Jn 21,1517). Noemí se ha dirigido igualmente tres veces a sus nueras, desanimándoles a seguir con ella. Orpá le ha vuelto la espalda, pero Rut ha resistido y le replica: -No me presiones para que te abandone, para que me vuelva y deje de ir en pos de ti; pues yo te pido que me hagas prosélita. Y Noemí dijo: -Hemos recibido orden de observar el sábado, día consagrado a Dios, y los días festivos. Para santificar el sábado prestamos atención a los caminos que emprendemos y contamos nuestros pasos, para no caminar más de dos mil codos. Rut replicó: -A donde tú vayas, iré yo. Dirige mis pasos hacia el Señor. Noemí dijo: -Hemos recibido el mandato de no habitar en compañía de las naciones (es decir, gentiles). Respondió Rut: -En donde tú habites, habitaré yo. Dijo Noemí: -Se invoca la paz del Señor sobre la casa donde habitamos. Para recordarlo, ponemos en las jambas de la puerta la mezuzá, con las palabras de la Torá. Respondió Rut: -Tu casa será mi casa. Me basta un lugar junto a ti, para reposar la cabeza. -Yahveh ha establecido su alianza con nosotros, dándonos seiscientos trece preceptos. Rut replicó: -Lo que tu pueblo observe, lo observaré yo, como si hubiese sido mi pueblo desde el principio. Quiero entrar en el pueblo de la alianza. Noemí dijo: -Hemos recibido la orden de no servir a dioses extraños. Respondió Rut: -Tu Dios será mi Dios. Dijo Noemí: -Tenemos cuatro clases de penas para los culpables: la lapidación, la cremación por el fuego, la muerte por la espada y la crucifixión en el madero. Rut replicó: -Del mismo modo que tú mueras, he de morir yo. Noemí añadió: -Tenemos dos clases de sepulturas.
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Respondió Rut: -Donde tú seas sepultada, yo seré sepultada. -Una última cosa, concluyó Noemí. Para nosotros la fidelidad al Señor vale más que la vida. Ni la persecución, ni la tortura, ni la muerte nos hará renegar de El. Replicó Rut: -Donde tú mueras moriré yo. No quiero otra muerte que la muerte del justo (Nm 23,10). Y Noemí ya no continuó su discurso. Pero Rut añadió: -¡Que esto me haga Yahveh y esto otro añada sobre mí, si nos separare alguna otra cosa que no sea la muerte! Con este juramento Rut sella su profesión de fe. Invoca al Señor como testigo de la verdad de cuanto ha dicho. Al juramento añade una imprecación sobre sí misma. Si no cumple la palabra dada, sobre sí caerá la maldición. Noemí vio lo decidida que estaba, y cesó de hablar con ella. Pero, desde su interior, imploró la bendición de Dios sobre su nuera, recitando las palabras del salmo: “Escucha, hija, mira, inclina el oído. Olvida tu pueblo y la casa de tu padre, prendado está el rey de tu belleza, póstrate ante él, que él es tu Señor. Quiero hacer memorable tu nombre por generaciones y generaciones, y los pueblos te alabarán por los siglos de los siglos” (Sal 45,11ss). El amor de Rut a Noemí puede en ella más que todo lo que podía esperar regresando a su pueblo. El lazo del amor es más fuerte que todos los lazos de sangre o nación. Rut se entrega del todo. Deja de buena gana la patria de su familia, renuncia a los derechos que en ella le asisten y hace suyos la tierra y el pueblo de Noemí. Tu Dios será mi Dios. Rut se pone totalmente en manos del Dios de Israel. No quiere abandonar a Noemí ni siquiera en la muerte. Se compromete a compartir la tumba de su suegra, asegurando así que seguirán juntas incluso en el seol. Recuérdese cómo insistía Jacob en ser enterrado junto con sus padres (Gn 47,30; 49,29). Los antiguos creían que los lazos familiares se mantenían incluso más allá de la tumba. Rut manifiesta la vehemencia de su determinación de permanecer junto a Noemí invocando sobre sí misma una maldición en el caso de que llegara a abandonarla. Que el Señor me haga esto y añada esto otro: Acaba de declarar que Yahveh es su Dios; ahora lo pone por testigo. Entonces se tomaba muy en serio la eficacia de una maldición; imprecaciones como ésta no se hacían a la ligera. Este juramento imprecatorio, con el que ratifica su incorporación a la familia de Noemí, se inspira en la visión de la víctima que se inmolaba en el momento de hacer el juramento: Que me suceda lo mismo que a estos animales partidos en dos si no cumplo el pacto. Noemí queda ahora completamente desarmada y no se atreve a insistir. Tampoco se solían consignar las imprecaciones por escrito: es probable que Rut pronunciara una fuerte maldición, pero el autor deja tímidamente en la penumbra esta cuestión (cf. una tendencia semejante en 1 Sm 14,44; 2 Sm 3,9; 1 Re 2,23). La respuesta tajante de Rut equivale a un voto. Para apreciar la fuerza con que ligaba un voto en aquella época, téngase presente Jc 11,35. Si bien Rut es una extranjera por nacimiento, los lectores israelitas no podrán por menos que recibirla de buena gana entre ellos. Su vida está en claro paralelo con la de Abraham, el patriarca que con una mujer estéril a su lado abandonó su propio hogar de Harán para seguir a Yahveh en Canaán. La fe de Abraham mereció como premio el ser padre de toda una nación. No menos fecunda será la fe de Rut, pues entregará a esta nación una dinastía real. Rut, como Abraham, sale de su tierra sin saber dónde va, sin saber qué le espera. Pero, para ella, caminar hacia lo desconocido, arrastrada por el amor, es caminar hacia la luz. Caminar hacia donde no se conoce, dice Gregorio de Nisa, es obedecer a Dios, fiarse de él. Es el camino de la fe, en la que se
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descubre a Dios. El amor es el aceite que mantiene encendida la lámpara de la fe, de la confianza en Dios. Quien ama no extravía el camino. Entrando en las tinieblas descubre la luz y halla la vida. El amor lleva al encuentro del Amor. “Tu Dios será mi Dios”. Rut se cobija bajo las alas del Dios de Israel y, con El, entra en la nube de su misterio, en el silencio de lo desconocido, en la oscuridad del futuro. Dios le ofrece un camino de pobreza, de muerte, sin marido ni descendencia. Pero el Dios de Israel es el Creador, que suscita la vida de la nada y resucita a los muertos. El amor vence la muerte. Rut, renunciando a todos sus bienes por el amor, entra a formar parte del pueblo de la alianza. Es bendecida con un hijo, del que nacerá David y el hijo de David, el Mesías. b) Rut, fiel como Jonatán y Eliseo Rut “se adhiere a Noemí” con un amor semejante al que siente Jonatán por David: “Cuando David acabó de hablar a Saúl, el alma de Jonatán se apegó al alma de David, y le amó Jonatán como a sí mismo. Hizo Jonatán alianza con David, pues le amaba como a sí mismo. Se quitó Jonatán el manto que llevaba y se lo dio a David, su vestido y también su espada, su arco y su cinturón” (1S 18,1-4). Jonatán, penetrando en el alma de David, descubre el resplandor del ungido del Señor y le da los emblemas de su dignidad real, reconociendo en David al futuro rey de Israel. “Hicieron ambos una alianza ante Yahveh” (1S 23,18) y se amaron como hermanos. Rut se adhiere a Noemí y la sigue como Eliseo a Elías. Por más que Elías prueba a Eliseo, éste le sigue hasta el último momento: “Esto pasó cuando Yahveh arrebató a Elías en el torbellino al cielo. Elías y Eliseo partieron de Guilgal. Dijo Elías a Eliseo: -Quédate aquí, porque Yahveh me envía a Betel. Eliseo dijo: -Vive Yahveh y vive tu alma, que no te dejaré. Y bajaron a Betel. Salió la comunidad de los profetas que había en Betel al encuentro de Eliseo y le dijeron: -¿No sabes que Yahveh arrebatará hoy a tu señor por encima de tu cabeza? Respondió: -También yo lo sé. ¡Callad! Elías dijo a Eliseo: -Quédate aquí, porque Yahveh me envía a Jericó. Pero él respondió: -Vive Yahveh y vive tu alma, que no te dejaré. Y siguieron hacia Jericó. Se acercó a Eliseo la comunidad de los profetas que había en Jericó y le dijeron: -¿No sabes que Yahveh arrebatará hoy a tu señor por encima de tu cabeza? Respondió: -También yo lo sé. ¡Callad! Le dijo Elías: -Quédate aquí, porque Yahveh me envía al Jordán. Respondió: -Vive Yahveh y vive tu alma que no te dejaré. Y fueron los dos. Cincuenta hombres de la comunidad de los profetas vinieron y se quedaron enfrente, a cierta distancia; ellos dos se detuvieron junto al Jordán. Tomó Elías su manto, lo enrolló y golpeó las aguas, que se dividieron de un lado y de otro, y pasaron ambos a pie enjuto. Cuando hubieron pasado, dijo Elías a Eliseo: -Pídeme lo que quieras que haga por ti antes de ser arrebatado de tu lado. Dijo Eliseo:
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-Que tenga dos partes de tu espíritu. Le dijo: -Pides una cosa difícil; si alcanzas a verme cuando sea llevado de tu lado, lo tendrás; si no, no lo tendrás. Iban caminando mientras hablaban, cuando un carro de fuego con caballos de fuego se interpuso entre ellos; y Elías subió al cielo en el torbellino. Eliseo le veía y clamaba: -¡Padre mío, padre mío! Carro y caballos de Israel! ¡Auriga suyo! Y no le vio más. Asió sus vestidos y los desgarró en dos” (2R 2,1-12). El amor de Rut a Noemí, al caminar juntas, participa del amor de Abraham e Isaac caminado juntos hacia el Moria (Gn 22,6-8). Es fiel como el amor de Isaac y Rebeca, como el de Jacob a Raquel. El amor de Rut a Noemí la introduce en la alianza de Dios con su pueblo: “Yo seré tu Dios y tú serás mi pueblo” (Ex 37,27; Jr 31,33). Esta es la profesión de fe de Rut: “Tu Dios será mi Dios y tu pueblo será mi pueblo”. Este amor, garantizado por Dios, es eterno e irrevocable, más fuerte de lo que cree Rut al afirmar: “Sólo la muerte me separará de ti”. No, ni la muerte la separará de Noemí, pues “el amor es más fuerte que la muerte” (Ct 8,6). “Pasarán las profecías, se desvanecerá la ciencia, pero el amor no tiene fin” (1Co 13,8). El amor de Rut se hace fidelidad, pues está sostenido por Dios, de donde procede el amor, “pues Dios es amor” (1Jn 4,7-8). Rut ama hasta la muerte: “tu muerte será mi muerte”. Este es el amor en su plena dimensión: “Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos” (Jn 15,13). Este es el amor de Jesús, que “nos amó hasta el fin” (Jn 13,1), hasta el máximo y hasta el extremo final, hasta dar la vida por nosotros. Así el amor de Rut alcanza, en su gratuidad, el culmen de la oblatividad de sí misma a su suegra Noemí. Yahveh, el Dios de Israel, es el garante de esta alianza. Rut lo invoca en su juramente como testigo de su decisión de seguir a Noemí. Con su juramento solemne e irrevocable, Rut muestra que elige, no sólo a Noemí, su tierra y su pueblo, sino también a su Dios. Rut, a diferencia de Orpá, no escucha las razones insistentes de Noemí. No escucha tampoco a su razón. Le mueve la fe, esa luz del corazón, que tiene sus razones más fuertes que las de la mente. Se trata de una fe oscura, sólo iluminada por el amor. Aún no conoce realmente al Dios de Abraham, Isaac y Jacob, pero se acoge a él, va tras él, le busca. Y en ella se cumple la promesa: “Me buscaréis y me encontraréis; me dejaré encontrar de vosotros cuando me busquéis de todo corazón” (Jr 29,13-14). San Agustín, después de recorrer todos los caminos del conocimiento, concluye: “Creemos para conocer, no esperamos a conocer para creer”. Esta será también toda la sabiduría de San Anselmo: “No trato de entender para creer, sino que creo para entender”. La fe es la luz verdadera que lleva al verdadero conocimiento de Dios. Dice Jesús a Tomás: “Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído” (Jn 20,29). “Noemí comprendió” (1,18). ¿Qué comprendió?, se pregunta el Midrás. Comprendió que todo lo que Dios había hecho, todo lo que le había acontecido, había sido una preparación para este momento. La carestía, la huida de Belén, la pobreza, la muerte de Elimélek y de sus dos hijos, el perdón del pecado del pueblo, la visita de Dios a su pueblo, volviendo a darle pan... todo tenía un sentido. De pronto comprendió que todo era gracia. El Señor había hecho de ella instrumento para introducir a Rut en el pueblo elegido. c) Vocación de los gentiles Las palabras de Rut, en su simplicidad y profundidad, describen la puerta de ingreso en el pueblo de Dios. “Pues no todos los descendientes de Israel son Israel. Ni por ser descendientes de Abraham, son todos hijos. Sino que ‘por Isaac llevará tu nombre una descendencia’; es decir: no son hijos de Dios los hijos según la carne, sino que los hijos de la
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promesa se cuentan como descendencia” (Rm 96-7). Son hijos de Abraham “los que siguen las huellas de la fe que tuvo nuestro padre Abraham” (Rm 4,12). Sobre Rut desciende la bendición de Dios proclamada por el profeta Isaías: “Que el extranjero que se adhiera a Yahveh, no diga: ¡De cierto que Yahveh me separará de su pueblo! No diga el eunuco: Soy un árbol seco. Pues así dice Yahveh: Respecto a los eunucos que guardan mis sábados y eligen aquello que me agrada y se mantienen firmes en mi alianza, yo he de darles en mi Casa y en mis muros monumento y nombre mejor que hijos e hijas; nombre eterno les daré que no será borrado. En cuanto a los extranjeros adheridos a Yahveh para su ministerio, para amar el nombre de Yahveh, y para ser sus siervos, a todo aquel que guarda el sábado sin profanarle y a los que se mantienen firmes en mi alianza, yo les traeré a mi monte santo y les alegraré en mi Casa de oración. Sus holocaustos y sacrificios serán gratos sobre mi altar. Porque mi Casa será llamada Casa de oración para todos los pueblos” (Is 56,3-7). En el libro de Rut nos encontramos con el misterio de la vocación de los gentiles a la fe. Por gentiles se entiende los no creyentes, por ignorancia, por pereza e indiferencia, por la fascinación de los ídolos. Elimélek, que sale, como han anunciado los profetas, de Belén, lleva un nombre que significa “Dios es Rey” (Elí es el nombre con que Cristo interpela a su Padre desde la cruz). Elimélek es Jesucristo, empujado por el hambre de las almas, que muere fuera de los muros, como Elimélek muere en el seno de Moab. Noemí, cuyo nombre significa “Mi consolación”, es su esposa, la Iglesia que continúa la misión de Cristo. Se puede recordar que Jesús en la última cena promete a sus discípulos “un Consolador”. Sus dos hijos llevan los nombres de Enfermedad y Consunción. Se trata de los misioneros que buscan sus esposas, es decir, las nuevas Iglesias, en medio del paganismo. Ellos son los elegidos de Dios: “Ha escogido Dios más bien lo necio del mundo para confundir a los sabios. Y ha escogido Dios lo débil del mundo, para confundir lo fuerte. Lo plebeyo y despreciable del mundo ha escogido Dios; lo que no es, para reducir a la nada lo que es. Para que ningún mortal se gloríe en la presencia de Dios” (1Co 1,27-29). Pero ambos mueren. La Iglesia en ellos pierde su forma visible y su poder de engendrar. No hay más sacerdotes, ni sacramentos; la comunión y la comunicación se interrumpe con la Consolación, que retorna a su propia tierra. Es la situación de las Iglesias cristianas en tantas partes de Europa. La Iglesia se queda viuda, anciana y desconsolada, extranjera en el mundo. Elimélek lleva en su nombre inscrita su misión: proclamar “Dios es mi rey”. El es el apóstol, el predicador del Evangelio, que parte desde Belén, la casa del Pan, la Iglesia. Empujado por el hambre de justicia (Mt 5,6), impulsado por el amor a los hombres se pone en camino hacia Moab, en busca de los paganos. El amor de Dios, su Rey, le impulsa a anunciar el reino de Dios a los hombres. El reino de Dios es su única aspiración; sólo su anuncio mueve sus pies. Cuando entréis en una ciudad decidles: “El reino de Dios está cerca de vosotros” (Lc 10,9). Sólo desea que “toda la tierra sepa que tú eres el Señor Dios nuestro y que tu nombre se invoca sobre Israel y sobre su raza” (Ba 2,15). El sabe que únicamente “da gloria a Dios el alma colmada de aflicción, el que camina encorvado y extenuado, los ojos lánguidos y el alma hambrienta, esos son los que dan gloria al Señor” (Ba 2,18). Elimélek, el apóstol enviado a las naciones, no parte solo. Con él va Noemí, su esposa, la Iglesia, su consolación. El la ama, la nutre, la cuida como su propia carne (Ef 5,29). Por ella, se expone al odio del mundo, más aún, por ella pierde su vida (Jn 12,25), entrega su cuerpo a la cruz, “pues los que son de Cristo Jesús, han crucificado la carne con sus pasiones y sus apetencias” (Ga 5,24). Está dispuesto a todo con tal que los paganos “lleguen a confesar a Yahveh como único Dios” (2M 7,37). La esposa, la Iglesia, más fuerte que él, le sobrevive. Ella recoge su último suspiro y en sus manos deja su descendencia, sus hijos, a los que también ella sobrevive. Los hijos, como el apóstol que les engendró a la fe, mueren proclamando la palabra del profeta: “Toma mi vida, pues no soy mejor que mis padres” (1R 19,4). La enfermedad y debilidad del apóstol le acompañan siempre. Pero en ellas se muestra
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la fuerza de Dios: “Pues Cristo fue crucificado en razón de su flaqueza, pero está vivo por la fuerza de Dios. Así también nosotros: somos débiles en él, pero viviremos con él por la fuerza de Dios” (2Co 13,4). Sin embargo, a pesar de toda su flaqueza, o mejor, gracias a su debilidad, los frutos de la misión apostólica del enviado de Dios permanecen para siempre: “Mas, por la gracia de Dios, soy lo que soy; y la gracia de Dios no ha sido estéril en mí. Antes bien, he trabajado más que todos ellos. Pero no yo, sino la gracia de Dios que está conmigo” (1Co 15,10). Su vida es realmente fecunda para los demás, que “alcanzan la meta de la fe, la salvación de sus almas” (1P 1,9). Así, débiles y enfermos, pues no son más que hijos empujados al extranjero por el hambre, los hijos de Elimélek gozan del poder de Dios para llevar a la asamblea de Israel a una hija de un pueblo extranjero y enemigo. En su flaqueza se muestra la fuerza de Dios. Todo apóstol puede repetir la palabra de Pedro: “¿por qué os admiráis de esto, o por qué nos miráis fijamente, como si por nuestro poder o piedad hubiéramos hecho caminar a éste?” (Hch 3,12). No es él, sino la palabra de Dios, que proclama, la que atrae a las almas, como canta la esposa del Cantar de los cantares: “Mejores son que el vino tus amores; mejores al olfato tus perfumes; ungüento derramado es tu nombre, por eso te aman las doncellas” (Ct 1,2-3). Son sus obras las que dan testimonio de su ministerio, lo mismo que dice Cristo de sí mismo: “Las obras que el Padre me ha encomendado llevar a cabo, las mismas obras que realizo, dan testimonio de mí, de que el Padre me ha enviado. Y el Padre, que me ha enviado, es el que ha dado testimonio de mí” (Jn 5,36-37). Y más tarde añade: “Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo Soy, y que no hago nada por mi propia cuenta; sino que, lo que el Padre me ha enseñado, eso es lo que hablo. Y el que me ha enviado está conmigo: no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que le agrada a él” (Jn 8,28-29). Si bien el apóstol experimenta siempre su debilidad, sin embargo contempla el fruto de sus acciones en los demás, en los hombres que gracias a su misión se convierten a Dios. Así, una hija de Moab se convierte al Dios de Israel. En Rut nos encontramos con el camino que lleva de la idolatría a la fe. El amor de Rut a Noemí le abre el paso a la fe: “Tu Dios será mi Dios”. Rut es la primicia de cuantos, “tras haber abandonado los ídolos, se convierten a Dios, para servir a Dios vivo y verdadero, y esperar así a su Hijo Jesús que ha de venir de los cielos, a quien resucitó de entre los muertos y que nos salva de la Cólera venidera” (1Ts 1,910). Rut vive lo que los profetas anuncian para tiempos futuros: “Yo entonces volveré puro el labio de los pueblos, para que invoquen todos el nombre de Yahveh, y le sirvan bajo un mismo yugo. Desde allende los ríos de Etiopía, mis suplicantes, mi Dispersión, me traerán mi ofrenda” (So 3,9-10). Esta profecía se cumple en Cristo, que ha dejado abierta la puerta del Reino de Dios, para que puedan entrar en él judíos y paganos: “Y vendrán de oriente y occidente, del norte y del sur, y se pondrán a la mesa en el Reino de Dios” (Lc 13,29). El destierro de una “madre” israelita sirve para atraer a una extranjera a la familia, a la tierra prometida, al Dios de Israel. Es la presencia misionera de Israel en medio de todas las naciones. d) Salir-caminar-entrar “Noemí y Rut caminan juntas hasta Belén”. Juntos caminan Abraham e Isaac hacia el monte santo (Gn 22,6-8); juntos caminan Tobías y Rafael, Tobías y Sara (Tb 6,6; 10,13); juntas caminan Judit y su sierva (Jdt 13,10); y juntos corren a ver el sepulcro vacíoa Juan y Pedro (Jn 20,4). Ahora una mujer anciana y otra joven hacen el camino de Moab a Belén, desde la ciudad pagana a la ciudad creyente. El camino de conversión es siempre un pasar del paganismo a la fe. Salir de un lugar y caminar hacia otro. Dios llama a Abraham a salir, primero, de Ur de los caldeos (Gn 11,31) y, luego, de Jarán hacia Canaán. Y de hecho
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Abraham “salió” (Gn 12) de su tierra y de su parentela. También Israel “salió” de Ramsés (Ex 12,37) y se dirigió al Sinaí; y de nuevo “partió del desierto del Sinaí” (Nm 10,12) hacia la tierra prometida. Este caminar de una situación a otra es típica de la vida de fe: “Salgamos, pues, del campamento”, dice la carta a los Hebreos (13,13) y vayamos a Cristo, o hacia la ciudad futura, pues la que ahora habitamos no es estable. La vida del hombre es un éxodo, un atravesar el desierto de la existencia bajo la gloria de Dios hasta entrar en el Reino. El itinerario del desierto en precariedad lleva al hombre a seguir al Señor en la fe hasta la alianza con El. El desierto es un lugar de paso, no un lugar ideal permanente; es el paso, el camino de la esclavitud a la libertad, de Egipto a la tierra prometida: “Halló gracia en el desierto el pueblo que se libró de la espada: va a su descanso (tierra) Israel” (Jr 31,2). Salir-caminar-entrar sintetizan la experiencia de la vida humana. Salir es una experiencia fundamental; en primer lugar está el salir de un lugar espacial: de un lugar a otro; y, luego, por derivación, de una situación a otra. Al comienzo de la vida de todo hombre encontramos el salir del seno materno como experiencia fundamental, como salida del lugar cerrado, que supone, al mismo tiempo, pérdida de la seguridad, para poder comenzar la vida. Polaridad en la que se encontrará frecuentemente el hombre, tentado, por ello, de renunciar al riesgo de la libertad por temor a la inseguridad. Esta experiencia del salir, al nacer, se repetirá en las fases sucesivas del crecimiento humano: salir de la propia familia para formar una nueva, salir de un ambiente conocido, de una situación dada... Particularmente interesantes son las trasposiciones al campo de la experiencia espiritual: salir de sí mismo. La mística la ha usado frecuentemente: “En una noche oscura... salí sin ser notado” (Juan de la Cruz). El salir está orientado al entrar. Si al salir no correspondiese un entrar, se trataría de un vagar sin meta y sin sentido. La finalidad del salir es entrar. En el plan de Dios (Dt 6,27-28), el salir de Egipto es para entrar en la tierra prometida (Ex 3,8;6,3-8), es entrar en alianza con Dios, verdadero término de la liberación. Como aparece en Dt 26,3, el hecho de entrar en el lugar del culto, con las primicias de la tierra, es el cumplimiento del Éxodo. Pero entre el salir y el entrar está el desierto, el camino, el tiempo intermedio. La vida humana está llena de tiempos intermedios, que crean una tensión dinámica entre el pasado y el futuro, como por ejemplo el noviazgo. Características del tiempo intermedio son la provisoriedad y la tensión al término final, sin que esto signifique que el tiempo intermedio no conserve su valor. Dios ha querido asumir esta realidad humana fundamental y ha hecho del desierto una etapa privilegiada de la salvación. Así el camino se convierte en experiencia humana primordial, cargándose de simbolismo: ir por el camino recto o extraviarse, seguir a Cristo, cambiar de dirección o convertirse, seguir los caminos del Señor o caminar según sus designios. El desierto, camino de la existencia del pueblo de Dios, es una prueba para saber si Israel cree en Dios, única meta auténtica de la vida: “Yahveh vuestro Dios os pone a prueba para saber si verdaderamente amáis a Yahveh vuestro Dios con todo el corazón y con toda vuestra alma” (Dt 13,4). El desierto es la prueba de la fe; como lugar árido y estéril, “lugar donde no se puede sembrar, donde no hay higueras ni viñas ni granados y donde no hay ni agua para beber” (Nm 20,5). Es inútil la actividad humana; el desierto no produce nada, símbolo de la impotencia humana y, por ello, de la dependencia de Dios, que manifiesta su potencia vivificante dando el agua y el maná, juntamente con su palabra de vida. El tiempo del desierto es, pues, emblemático de la vida del hombre sobre la tierra. En él Dios se revela como salvador de las aguas de muerte de Egipto y conduce al pueblo a las aguas de una vida nueva en la tierra de la libertad. Entre el salir y el entrar está el desierto, el camino, el itinerario de la existencia con sus pruebas, combates, tentaciones, dudas, rebeliones, murmuraciones..., toda una pedagogía divina para llevar al pueblo a ser “pueblo de Dios”, pueblo elegido, consagrado a Dios, con una misión sacerdotal en medio de las
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naciones. El Deuteronomio nos da una visión global del tiempo del desierto, diciendo: “Acuérdate de todo el camino que Yahveh tu Dios te ha hecho andar durante estos cuarenta años en el desierto para humillarte, probarte y conocer lo que había en tu corazón: si ibas o no a guardar sus mandamientos. Te humilló, te hizo pasar hambre, te dio a comer el maná que ni tú ni tus padres habíais conocido, para mostrarte que no sólo de pan vive el hombre, sino que el hombre vive de todo lo que sale de la boca de Dios. No se gastó el vestido que llevabas ni se hincharon tus pies a lo largo de esos cuarenta años. Reconoce, pues, en tu corazón que, como un padre corrige a su hijo, así el Señor tu Dios te corregía a ti. Guarda, por tanto, los mandamientos del Señor tu Dios siguiendo sus caminos y temiéndolo” (8,2-6). El verbo hebreo halakh (caminar) significa trasladarse de un lugar a otro, pero se carga frecuentemente de un significado existencial más profundo. “El hombre justo camina derecho” (Pr 15,2) en fidelidad a la voluntad de Dios, sin desviarse a la derecha o a la izquierda (Dt 5,32; 17,11.20; 28,14; Jos 1,7; 23,6; 1M 2,22; Pr 4,27). Por ello el salmista proclama: “Dichoso el que camina a la luz del rostro del Señor” (Sal 89,6). Isaías contempla en visión profética a Israel y a los pueblos paganos caminando hacia la altura de Sión: “Sucederá en días futuros que el monte de la Casa de Yahveh será asentado en la cima de los montes y se alzará por encima de las colinas. Confluirán a él todas las naciones, y acudirán pueblos numerosos. Dirán: Venid, subamos al monte de Yahveh, a la Casa del Dios de Jacob, para que él nos enseñe sus caminos y nosotros sigamos sus senderos. Pues de Sión saldrá la Ley, y de Jerusalén la palabra de Yahveh. Juzgará entre las gentes, será árbitro de pueblos numerosos. Forjarán de sus espadas azadones, y de sus lanzas podaderas. No levantará espada nación contra nación, ni se ejercitarán más en la guerra. Casa de Jacob, andando, y vayamos, caminemos a la luz de Yahveh” (Is 2,1-5). San Lucas presenta toda la vida de Jesús como un único camino. Jesús parte de Nazaret y, atravesando toda la Palestina, llega a Jerusalén, donde es crucificado, muere, resucita y culmina su camino con la ascensión al cielo. Y en los Hechos de los apóstoles, Lucas presenta la vida cristiana como un camino: los cristianos son los seguidores del Camino (Hch 9,2), son instruidos en el Camino del Señor (18,25), anuncian el “camino de salvación” (16,17; 19,9.23; 22,4; 24,14.22). Jesús mismo, al llamar a sus discípulos, les invita a “seguirle”, pues él es “el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6). Noemí y Rut caminan las dos juntas hasta Belén. Entre las dos se ha creado una verdadera comunión de fe, esperanza y amor, que las une en el caminar. Cada creyente hace su propio camino en libertad absoluta ante Dios. Pero, al mismo tiempo, el camino se hace en comunidad, en comunión de amor con los hermanos en la fe. Pues, “aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, como único es el Pan del que todos participamos” (1Co 10,17).
6. LLEGADA A BELÉN
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a) ¿Es Noemí? La vida de fe es una vida de constantes retornos. Se camina de conversión en conversión. Noemí había dejado la tierra de Israel, alejándose de su Dios, en busca de pan. Lejos de Dios, las desgracias han caído sobre ella una tras otra. Ahora retorna a Belén, a su Dios, y el Dios de la alianza, rico en perdón y misericordia, la acoge en la casa del pan. El pecado paga siempre con la muerte. Pero la muerte no es la última palabra. El amor de Dios es más fuerte que la muerte. Dios hace de la muerte camino hacia él, llamada a la conversión. Se puede cantar: ¡Feliz culpa, que nos mereció tan gran redentor! El hambre da fuerzas al hijo pródigo para volver a la casa paterna (Lc 15,11-32). En la cruz brilla la gracia de la salvación. La sed nos alumbra el camino de la fuente. El hambre mueve los pies hacia la casa del pan. Noemí vuelve a Belén de donde se había alejado. También José y María vuelven a Belén, el lugar de origen de la familia de David. Siempre es necesario retornar a los orígenes, volver a las fuentes para recobrar la vida, para que Dios nazca en nuestra tierra, en nuestra vida. Dios colma de bendiciones a “quien retorna a él con todo su corazón y con toda su alma” (Dt 30,10). Los patriarcas bajan a Egipto, Israel baja a Egipto, pero no para instalarse allí. Dios les invita a volver a la tierra de bendición, les saca de Egipto para que vuelvan a él, para hacer alianza con él. Jesús también desciende a Egipto, pero “de Egipto llamé a mi Hijo” (Mt 2,15), cumpliéndose en él la profecía de Oseas: “Cuando Israel era un niño, yo le amé y de Egipto llamé a mi hijo” (Os 11,1). La experiencia de Egipto, de esclavitud, de muerte es una experiencia que nunca puede olvidarse (Dt 6,12), no para añorarla, como Israel en el camino del desierto (Nm 11,5), sino para estrechar la alianza con Dios, que “te ha sacado de Egipto, de la casa de servidumbre” (Ex 20,2; Dt 5,6). Es algo que los padres están llamados a transmitir a sus hijos: “Dirás a tu hijo: Eramos esclavos de Faraón en Egipto, y Yahveh nos sacó de Egipto con mano fuerte. Yahveh realizó a nuestros propios ojos señales y prodigios grandes y terribles en Egipto, contra Faraón y toda su casa. Y a nosotros nos sacó de allí para conducirnos y entregarnos la tierra que había prometido bajo juramento a nuestros padres” (Dt 6,21-23). En la vuelta a la casa del padre está la vida y la alegría: “El padre dijo a sus siervos: Traed aprisa el mejor vestido y vestidle, ponedle un anillo en su mano y unas sandalias en los pies. Traed el novillo cebado, matadlo, y comamos y celebremos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado. Y comenzaron la fiesta” (Lc 15,22-24). Ante la incomprensión del hermano mayor, el padre replica: “Convenía celebrar una fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto, y ha vuelto a la vida; estaba perdido, y ha sido hallado” (Lc 15,32). Con toda su fuerza proclama Jesús, ante el escándalo de los fariseos: “Os digo que hay más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierte que por noventa y nueve justos que no necesitan de conversión” (Lc 15,7.10). Noemí y Rut hacen juntas su camino. Al alcanzar la cima de una colina aparece Belén con sus campos de cebada y de trigo. Las esquilas de los rebaños de ovejas alegran sus declives. Ya se divisan las primeras casas y Noemí, señalándoselas a Rut, no puede contener el llanto de emoción. Se le agolpan los recuerdos. Y cuando llegan a Belén se conmueve toda la ciudad por ellas (1,19). La llegada de Noemí con Rut suscita en la ciudad la misma conmoción que la llegada del arca de la alianza al campamento de los filisteos: “El pueblo envió a Silo y sacaron de allí el arca de Yahveh Sebaot que está sobre los querubines; acompañaron al arca Jofní y Pinjás, los dos hijos de Elí. Cuando el arca de Yahveh llegó al campamento, todos los israelitas lanzaron un gran clamor que hizo retumbar las tierras. Los filisteos oyeron el estruendo del clamoreo y dijeron: ¿Qué significa este gran clamor en el campamento de los hebreos? Y se enteraron de que el arca de Yahveh había llegado al campamento” (1S 4,4-6).
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Muchos años después, dos descendientes de Rut llegarán también a Belén y se armará igualmente un revuelo, esta vez entre los ángeles y los pastores de los alrededores de Belén: “Iban todos a empadronarse, cada uno a su ciudad. Subió también José desde Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de David, que se llama Belén, por ser él de la casa y familia de David, para empadronarse con María, su esposa, que estaba encinta. Y sucedió que, mientras ellos estaban allí, se le cumplieron los días del alumbramiento, y dio a luz a su hijo primogénito, le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en el alojamiento. Había en la misma comarca unos pastores, que dormían al raso y vigilaban por turno durante la noche su rebaño. Se les presentó el Ángel del Señor, y la gloria del Señor los envolvió en su luz; y se llenaron de temor. El ángel les dijo: No temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor; y esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. Y de pronto se juntó con el ángel una multitud del ejército celestial, que alababa a Dios, diciendo: Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres en quienes él se complace. Y sucedió que cuando los ángeles, dejándoles, se fueron al cielo, los pastores se decían unos a otros: Vayamos, pues, hasta Belén y veamos lo que ha sucedido y el Señor nos ha manifestado. Y fueron a toda prisa, y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre. Al verlo, dieron a conocer lo que les habían dicho acerca de aquel niño; y todos los que lo oyeron se maravillaban de lo que los pastores les decían. María, por su parte, guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón. Los pastores se volvieron glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto, conforme a lo que se les había dicho” (Lc 2,3-20). Diez años ha durado la ausencia de Noemí. De pronto corre la voz de que ha regresado acompañada de una joven moabita. La pequeña ciudad de Belén se conmueve. Con la llegada de Noemí y Rut “toda la ciudad se conmovió”, “se alegró por ellas”, según la versión siríaca. Se trata del mismo verbo hebreo usado para expresar el gozo y emoción que experimentó la asamblea de Israel con la llegada del arca de la alianza: “Cuando el arca de Yahveh llegó al campamento, todos los israelitas lanzaron un gran clamor que hizo retumbar las tierras” (1S 4,5). Las mujeres de Belén expresan su gozo y emoción exclamando: -¡Es Noemí! ¡Es Noemí! Sin embargo, la exégesis de los rabinos prefiere puntuar la frase con un punto interrogativo en lugar del exclamativo. Al verlas llegar solas, sin que las acompañe ningún hombre, se preguntan: “¿Es ésta Noemí?”. No la reconocen. Lo mismo le sucede a Job, cuando los tres amigos fueron a consolarle: “Tres amigos de Job se enteraron de todos estos males que le habían sobrevenido, y vinieron cada uno de su país: Elifaz de Temán, Bildad de Súaj y Sofar de Naamat. Y juntos decidieron ir a condolerse y consolarle. Desde lejos alzaron sus ojos y no le reconocieron. Entonces rompieron a llorar a gritos. Rasgaron sus mantos y se echaron polvo sobre su cabeza” (Jb 2,11-12). Le sucede también al Siervo de Yahveh, “el hombre de dolores”, desfigurado por el sufrimiento (Is 53,2-3) Los años y los sufrimientos han hecho mella en el rostro de Noemí. Los diez años de ausencia han cargado de arrugas su bella faz. Las mujeres, acostumbradas a contemplar, en los tiempos pasados, a Noemí yendo en espléndida carroza sentada en medio de cojines, ahora se dan cuenta de lo que significa “abandonar la tierra de Israel” y cuchichean entre ellas: -¿Es ésta Noemí, aquella mujer agradable y graciosa? -¿Cómo llega tan pobre, vestida de harapos y tan desmejorada? -¡Cómo ha envejecido! -¿Cómo es que vuelve sin el marido y sin los hijos?
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-¡Sólo una moabita es su compañera! Noemí se siente acosada por estas preguntas y exclamaciones. Y, entre sollozos, cuenta las incidencias de su vida en Moab. Hace el elogio de su nuera Rut. Pero la alusión a su nombre, Noemí, mi consolación, en aquellas circunstancias le llega al alma. Para que entre su nombre y la desagradable situación actual se dé una correspondencia prefiere que le llamen Mara, la amarga, la que ha bebido el cáliz de la amargura. El Omnipotente la ha afligido: -No me llaméis Noemí. No penséis que yo era justa y que mi actuar era agradable al Señor y que él me haya castigado injustamente. Llamadme “Amarga”, pues mis acciones eran amargas y el Todopoderoso me ha colmado de amargura. Partí colmada con mi marido y mis hijos, pero Yahveh me ha hecho volver vacía, sin ellos. ¿Por qué me llamáis aún Noemí, cuando Yahveh testimonia mi culpa contra mí y el Todopoderoso me ha hecho desgraciada? Noemí no se reconoce en su nombre, no se siente la esposa amada y agraciada de Dios, sino que el Señor se ha declarado contra ella “y el Omnipotente la ha hecho infeliz” (1,21). “Llamadme amargura del alma”, traduce el Targum. Para la mentalidad semita el nombre expresa la realidad de la persona, manifestando su condición presente y futura. Por eso, cuando una persona cambia profundamente, también cambia su nombre. Así a Abram, “grande en cuanto a su padre, es decir, de noble linaje”, Dios le cambia el nombre, al unirse en alianza con él: “Por mi parte he aquí mi alianza contigo: serás padre de una muchedumbre de pueblos. No te llamarás más Abram, sino que tu nombre será Abraham, pues te he constituido padre de una muchedumbre de pueblos. Te haré fecundo sobremanera, te convertiré en pueblos, y reyes saldrán de ti” (Gn 17,4-6). A Jacob, después de la lucha del Yabok, Dios le da el nombre de Israel: “En adelante no te llamarás Jacob sino Israel; porque has sido fuerte contra Dios y contra los hombres, y le has vencido” (Gn 32,29; 35.10). La bendición de Dios le hace partícipe de su fuerza. Israel es fuerte con Dios. Cristo, al constituir a Simón piedra sobre la que edificará su Iglesia, le cambia el nombre, llamándole Pedro (Mt 16,18). Es lo que quiere dar a entender Noemí a las mujeres de Belén. Noemí significa amabilidad, gracia, dulzura. No corresponde, pues, a su situación. El único nombre que va de acuerdo con su estado es el de Mara, pues la amargura llena su alma, “pues el ¡Omnipotente me ha amargado tanto!”. Es casi idéntica a la expresión de Job: “El Omnipotente me ha amargado el alma” (Jb 27,2). La aflicción y la consternación en que se encuentra han hecho de ella otra persona, a la que corresponde otro nombre. ¿Qué tienen en común la mujer que partió hace diez años y la que ahora vuelve a Belén?: “Partí colmada y vacía me devuelve Yahveh”. Partí joven y vuelvo anciana; partí con marido y vuelvo viuda; partí con hijos y vuelvo sin ellos y sin esperanza de tener otros. Noemí ve su familia sin futuro, abocada a extinguirse con su muerte. Una viuda sola, sin hijos, se siente privada de la bendición de Dios, ligada a la maternidad. Noemí se siente, pues, humillada, (1S 1,6), con el peso del “deshonor” (Is 54,4) o de la “vergüenza” (Is 4,1). Noemí reconoce que Dios, siempre justo en su proceder, la ha castigado por su desconfianza y huida de la tierra de sus padres. El pecado deja sus huellas en el corazón del hombre y éstas aparecen inevitablemente en el rostro: “Aunque nuestras culpas atesten contra nosotros, Yahveh, obra por amor de tu Nombre. Cierto, son muchas nuestras apostasías, contra ti hemos pecado” (Jr 14,7). Hay un dejo de reproche a Dios en el lamento de Noemí. Diez años lejos de la tierra prometida, viviendo entre paganos, han sacudido en ella la fe genuina de Israel. Una sola vez da a Dios el nombre de Yahveh. Le sale espontáneo llamarle Sadday, el Omnipotente, que ha descargado todo su poder contra ella, privándola del marido y de los hijos. Dios usa con Noemí la misma pedagogía usada con su pueblo para llevarlo a la conversión, donde puede hallar la salvación: “Aquel día - oráculo de Yahveh - yo recogeré a la oveja coja, reuniré a la perseguida, y a la que yo había maltratado” (Mi 4,6). El salmista
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también experimenta que “día y noche, tu mano pesa sobre mí” (Sal 32,4). Y Job lo repite una y otra vez: “es la mano de Dios la que me ha herido!” (Jb 19,2). Cuando Moisés le pide a Dios que le revele su nombre, Dios le dice, según el Midrás: “Mis nombres son innumerables, como mis potencias. Cuando yo muestro mi fuerza, yo me llamo Sabaoth; cuando yo manifiesto mi paciencia, yo me llamo Sadday; cuando yo muestro mi justicia, yo me nombro Elohim; cuando yo doy mi perdón, yo me llamo Adonay. Pero mira los cuatro signos impronunciables que yo he grabado en tu cayado de zafiro: ellos contienen todos mis nombres y todas mis potencias, porque significan: Yo soy el que es. Ve y di a los hebreos: El que es está conmigo”. Al reconocer en Dios la causa última de sus desgracias, Noemí no eleva contra Dios lamentos ni reproches, como Job (3,1-26) o Jeremías (20,14-18), sino que ve su historia a la luz de la fe, interpretando los acontecimientos de su vida en relación a Dios, aunque no comprenda sus designios misteriosos. Su fe se muestra en la aceptación humilde de cuanto proviene de la mano de Dios, autor del bien y de la desgracia: “Yo soy Yahveh, no hay ningún otro; fuera de mí ningún dios existe. Yo te he ceñido, sin que tú me conozcas, para que se sepa desde el sol levante hasta el poniente, que todo es nada fuera de mí. Yo soy Yahveh, no ningún otro; yo modelo la luz y creo la tiniebla, yo hago la dicha y creo la desgracia, yo soy Yahveh, el que hago todo esto” (Is 45,5-7). Noemí, en su fe, recoge la sabiduría de Israel: “Bienes y males, vida y muerte, pobreza y riqueza vienen del Señor” (Si 11,14). Pero también es verdad que Dios saca el bien del mal, la vida de la muerte. Quien confía en él no queda defraudado: “Así dice Yahveh: Maldito sea aquel que confía en el hombre, y hace de la carne su apoyo, y de Yahveh se aparta en su corazón. Pues es como el tamarisco en la Arabá, y no verá el bien cuando viniere. Vive en los sitios quemados del desierto, en saladar inhabitable. Bendito sea aquel que confía en Yahveh, pues no defraudará Yahveh su confianza. Es como árbol plantado a las orillas del agua, que a la orilla de la corriente echa sus raíces. No temerá cuando viene el calor, y estará su follaje frondoso; en año de sequía no se inquieta ni se retrae de dar fruto” (Jr 17,5-8). Pronto se cumplirá esta palabra en Rut y, a través de Rut, Noemí verá el fruto de un hijo, al que estrechará en su seno. Dios cambia las lágrimas amargas en manantial de alegría. Israel, en su camino de Egipto a Canaán, pasa el mar Rojo y se interna en el desierto. Pronto siente sed y camina tres días sin encontrar agua. Por fin, llegan al oasis de Mará, donde había agua, pero no la pudieron beber porque era amarga. Por eso se llama aquel lugar Mará. El pueblo murmuró contra Moisés, diciendo: ¿Qué vamos a beber? Entonces Moisés invocó a Yahveh, y Yahveh le mostró un madero que Moisés echó al agua, y el agua se volvió dulce. Después llegaron a Elim, donde hay doce fuentes de agua y setenta palmeras, y acamparon allí junto a las aguas (Ex 15,22-27). Amargas son las aguas del pecado, del sufrimiento y de la muerte. Pero, como el Señor mostró a Moisés un madero que las volvió dulces, así con el madero de la cruz de su Hijo hace dulces y gloriosas las aguas amargas de la vida. A pesar de sentir la mano de Dios pesada sobre ella, Noemí se ha decido a volver a la tierra en busca de Dios y del pan con que Dios bendice a su pueblo. La gente no mira sólo a Noemí, sino que también mira con curiosidad a la joven extranjera que la acompaña. Las mujeres, que acuden a saludar a Noemí, le preguntan a Rut: -¿Quién eres?. Y, conocido su nombre, entre ellas surgen los comentarios: -Ninguna de nosotras recuerda que se haya convertido nunca una moabita. b) El omer del balanceo En Belén ha comenzado ya la siega de la cebada. Se trata de la cosecha más
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importante. La cebada es el alimento de la mayoría. Sólo los ricos comen pan de trigo. Cuando Jesús multiplique el pan para dar de comer a 5000 hombres lo hará con cinco panes de cebada, como signo de que él viene a saciar el hambre de los pobres. El Targum, con sus traducción actualizada, nos da un dato interesante: “Y regresó Noemí y con ella su nuera Rut, la moabita, que había habitado en el campo de Moab. Y ellas entraron en Belén el día antes de la Pascua. Y en aquel mismo día comenzaron los hijos de Israel a cosechar el omer del balanceo, y era de cebada”. El Midrás se pregunta retóricamente: ¿Cuándo se empieza a segar la cebada? En Pascua, naturalmente. Cuando Noemí y Rut llegan a Belén encuentran reunida a toda la gente de la ciudad. ¿Por qué? Con un sobresalto en el corazón, Noemí se da cuenta de que con el cansancio del camino se ha olvidado de contar los días. La gente está reunida para las fiestas de la Pascua. Rut pregunta a su catequista: -¿Qué fiesta están celebrando? -Es la fiesta de Pascua, hija mía. Desde los tiempos antiguos la Pascua es la fiesta de primavera. La primera cebada cosechada en los campos, los primeros corderos nacidos en el rebaño son ofrecidos al Señor, que concede pan a su pueblo. Después Moisés transformó la Pascua, le dio un nuevo significado. Así, la Pascua se ha convertido hoy para nosotros en la fiesta del paso de la esclavitud de Egipto a la libertad de la Tierra Prometida. Dicen los Sabios que el día en que Noemí y Rut llegan a Belén era el segundo día de la Fiesta, cuando se presenta a Dios el omer, la cesta repleta de la primera cebada. Rut abre bien los ojos, queriendo entender todo lo que hace el pueblo que ha elegido como su pueblo. Y he aquí lo que hacen los ancianos de Belén. Uno por cada familia lleva su omer, su cesta con los primicias de los frutos del campo, la presenta al sacerdote y dice: “Yo declaro hoy al Señor nuestro Dios que he llegado a la tierra que Él juró a nuestros padres que nos daría”. El sacerdote toma la cesta y la deposita ante el altar de Yahveh, mientras el oferente recita esta profesión de fe: “Mi padre era un arameo errante que bajó a Egipto y residió allí como inmigrante siendo pocos aún, pero se hizo una nación grande, fuerte y numerosa. Los egipcios nos maltrataron, nos oprimieron y nos impusieron dura servidumbre. Nosotros clamamos al Señor, Dios de nuestros padres, y el Señor escuchó nuestra voz; vio nuestra miseria, nuestras penalidades y nuestra opresión y el Señor nos sacó de Egipto con mano fuerte y tenso brazo en medio de gran terror, señales y prodigios. Nos trajo aquí y nos dio esta tierra, tierra que mana leche y miel. Y ahora yo traigo las primicias de los productos del suelo que tú, Señor, me has dado”. Cuando el último anciano ha presentado su omer, todos prorrumpen en gritos de alegría, forman círculos de danza y se ofrecen alimentos, dulces y bebidas a todos, incluidos los extranjeros (Dt 26,1-11). También, pues, a Noemí y a Rut. Esta es la acogida festiva que Dios, en su bondad, había preparado para Rut y Noemí a su llegada a Belén.
7. LA SIEGA DE LA CEBADA
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a) Booz, el juez salvador Es el mes de mayo. En Belén se comienza la siega de la cebada, que precede a la del trigo. Durante la siega se ven en los campos a los segadores, a las muchachas que siguen a los segadores atando en haces las gavillas de grano, al aguador, a las espigadoras y al dueño del campo. El dueño del campo es Booz, de la tribu de Judá, pariente de Noemí. Con Booz entra en escena el segundo protagonista de la historia, junto con Rut, la espigadora. “Tenía Noemí por parte de su marido un pariente de buena posición, de la familia de Elimélek, llamado Booz” (2,1). Según el Midrás, Booz es hijo del hermano mayor de Elimélek; es, por tanto, sobrino de Noemí. Al llegar a Belén, a pesar de la necesidad en que se encuentra, Noemí evita encontrarse con Booz por vergüenza. Ella había huido con Elimélek para no compartir sus bienes con el pueblo, mientras que Booz se había quedado para ayudar a los pobres durante la carestía. Y Booz, ¿cómo no va al encuentro de Noemí? El Midrás busca una justificación diciendo que precisamente ese día había muerto su mujer. Y comenta: En un mismo día una fue tomada (la mujer de Booz) y otra fue dada (Rut). Así nos da a entender que es el Señor quien conduce la historia con sabiduría. Booz está ocupado todo el día con el luto y la sepultura de su esposa y, por eso, no se halla presente para dar la bienvenida a Noemí, ni encuentra a Rut. El Midrás nos dice que Booz significa “con la fuerza”. Por medio de Booz, con su fuerza, el Señor prepara la salvación para su pueblo. Booz es un hombre rico, poderoso y acomodado, generoso y fuerte, y sobre todo un hombre justo a los ojos del Señor. Son las características de los jueces que, en el pasado, han salvado a Israel (Jc 6,12; 11,1). Booz posee las cualidades que, según la sugerencia de Jetró a Moisés, corresponden a los jueces de Israel: “Elige de entre el pueblo hombres capaces, temerosos de Dios, hombres fieles e incorruptibles, y ponlos al frente del pueblo como jefes” (Ex 18,21). Así interpreta el Midrás el texto “un hombre muy rico”, es decir, un hombre de peso, que no se deja halagar por los elogios ni corromper por los regalos. Booz es un hombre magnánimo, que no se deja dominar por el deseo de ganancias ilícitas. Estas son también las características que Isaías atribuye al Mesías, el nuevo David que, en el futuro, salvará al pueblo (Is 9,5; 10,21). Booz, según el Midrás, es el juez preparado por Dios para salvar a aquella generación y abrir el camino al futuro Salvador. El Señor ha visto la bondad del corazón de Booz, le ha elegido como Juez, ha escuchado sus oraciones y puesto fin a los años de carestía. A Booz se le llama en las Escrituras con un nombre secreto: Ibsán, el juez de Belén (Jc 12, 8). La hesed de Dios, que ha visitado con la lluvia la tierra de Belén, se desborda en la hesed de Booz para con Rut y en la hesed de Rut para con Noemí. Es la hesed de Dios que prepara el nacimiento de David, el rey conforme al corazón de Dios. Dios es el verdadero protagonista del libro, aunque actúa veladamente a través de todos los personajes de la historia, cuyos pasos mueve hasta hacer que “casualmente” se encuentren. Por casualidad Rut y Noemí llegan en el momento en que comienza la siega de la cebada. Por casualidad llega Booz al campo, mientras Rut está espigando. Por casualidad pasa el pariente más cercano por la puerta. Todo parece pura coincidencia. En realidad Dios, escondido, está presente en todos los incidentes de la vida. En Noemí, Dios muestra su solicitud amorosa; en Booz su generosidad; en Rut, su amor indefectible. Las “alas” bajo las que se cobija Rut son las alas de Dios (3,12) o las de Booz (3,9). Según los sabios de Israel nada está más lejos del pensamiento bíblico que el concepto pagano de casualidad. Cuando aparece en la Escritura “y sucedió” nunca se trata del azar sino de acontecimientos de la vida que la persona ni ha planeado ni dirigido, sino que los ha ordenado Otro. Se trata, pues, de acontecimientos inesperados, sorprendentes, que nadie podía imaginar que sucedieran, pero Alguien, es decir, Dios, que dirige todas las cosas, ha
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hecho que acontezcan. Así esos hechos, en los que no interviene la voluntad del hombre, son palabra, mensaje de Dios, Señor de todas las coincidencias. Así cuando Rut llega, “por casualidad”, al campo de Booz se realiza el designio de Dios, que desea edificar la casa real de Israel. Booz es el nombre de una de las columnas del templo (1R 7,21). La Morada del Señor en la tierra es la casa de su Consagrado, el Mesías. Con mano fuerte conduce el Señor la vida de Booz para hacer de él una columna de su casa. El Señor elige a Booz junto con Rut y los constituye como columnas de la Casa de David. En todas las generaciones se habla de las dos columnas de la Casa de Dios. Salomón, el Rey sabio, hijo de David, descendente de Booz, construye en Jerusalén la Morada del Altísimo, el Templo. Para sostener la entrada, a ambos lados, coloca dos altísimas columnas de bronce, ricamente esculpidas. En recuerdo de los dos antepasados las llamó: a la columna de la derecha Yakín, que significa con solidez, y a la columna de la izquierda Booz, que significa con fuerza. De este modo, las columnas de la entrada del Templo recuerdan la fuerza de Booz y la solidez de la conversión de Rut. Después, cuando Nabucodonosor destruye el Templo, las columnas son abatidas y los trozos de bronce se los llevan como botín. Pero después el Señor hace volver a Zorobabel, príncipe de la casa de David, para reconstruir la Morada. Encuentra tantas dificultades que Dios le manda el profeta Zacarías para darle ánimo. Mientras duerme Dios envía a su ángel a despertar a Zacarías, para darle una Palabra con la que alentar a Zorobabel. Zacarías se despierta y ve un enorme candelabro de oro con siete llamas encendidas; junto a éste se encuentran dos olivos, uno a la derecha y otro a la izquierda, que vierten un aceite purísimo y alimentan las siete llamas. Zacarías profeta va, pues, a anunciar al príncipe: “Esta es la Palabra del Señor a Zorobabel: No con el poder ni con la fuerza (Booz), sino con mi Espíritu”. El Señor mismo, con su Espíritu, se construye una Morada en la casa de Booz y de David. En efecto, el Señor no desea casas de piedra y de bronce, sino que busca adoradores en espíritu y verdad. ¿Y los dos olivos? Son los dos Consagrados que asisten al Dominador de toda la tierra. Cuando llega el Mesías, Jesús, Hijo de David, ofrece su cuerpo como nuevo Templo de la Morada de Dios: “Destruid este Templo, dice, y en tres días lo volveré a levantar”. También Él quiere junto a sí dos lámparas, dos olivos, como sostén de su Cuerpo, que es la Iglesia. Son los Dos Testigos, Pedro y Pablo, que sellan su testimonio con su sangre, y viven para siempre en la gloria de Dios. b) Rut, la espigadora La historia de Rut nos sumerge en la creación. Dios se revela en la historia. El, Señor de la historia, guía los pasos de Rut. Pero Dios se comunica también a través de la creación. El brotar de la vida en la primavera nos descubre la acción de Dios, que hace crecer la semilla. Rut nos pone en contacto con el gozo de la siega, de la recolección de los frutos. Es el don del pan con que Dios sostiene la vida de sus hijos. Luego seguirá la alegría de la vendimia. Es el sucederse de las estaciones con sus momentos de gracia. Es cierto que el hombre no vive sólo de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios (Dt 8,3), pero esa palabra de la boca de Dios resuena en la historia y en la creación. Quien tiene ojos en el corazón y oídos de fe escucha el paso de Dios hasta en el susurro de la brisa. En el Sinaí, para Moisés y el pueblo, la voz de Dios se deja oír en el trueno y los relámpagos (Ex 19,16); y para Elías, en el viento ligero de la brisa (1R 19,12). Rut, la espigadora, nos introduce ahora en un ambiente sugestivo y pintoresco. El texto usa once veces el verbo espigar, como invitándonos a no pasar por alto esta experiencia de Rut. El idilio agreste de una joven que va a espigar en los campos calcinados de Belén,
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que sigue a los segadores, permanece en pie toda la mañana, come granos tostados y moja el pan duro en vinagre para apaciguar la sed es algo que emociona por su poesía. Pero la fantasía nos puede engañar. La experiencia de Rut, que sale temprano a espigar y vuelve a casa al anochecer, no es nada romántica. Espigar es para el profeta Miqueas la imagen de la pobreza espiritual del pueblo: “¡Ay de mí, que he venido a ser como un espigador de verano, como un rebuscador de la vendimia! ¡Ni un racimo que comer, ni una breva que tanto desea mi alma!” (Mi 7,1). Salir a espigar en los campos o a rebuscar entre los viñedos es la expresión suprema de pobreza. Rut acaba de llegar a Belén. No conoce a nadie más que a su suegra Noemí. Pero se ambienta en seguida. La piedad le da ánimos para salir de casa y entrar en contacto con la nueva tierra y con las gentes de Belén, sin encerrarse a llorar la suerte amarga de Noemí, a quien pide que le permita salir al campo a espigar un poco de grano para las dos: - Déjame ir al campo a espigar detrás de aquél a cuyos ojos halle gracia. Noemí, obligada por la necesidad, desde la amargura de su corazón, cede ante la insistencia de Rut y le responde: -Vete, hija mía. “Así fue como regresó Noemí, con su nuera Rut, la moabita”. Rut ha elegido el pueblo de Israel: “Tu pueblo será mi pueblo”. Pero sigue siendo “la moabita”. Así la llaman todos. Rut permanece por siempre extranjera. Pero, como extranjera, le asiste el derecho de espigar en los campos de Israel. En su pobreza y desamparo está protegida por las alas de Yahveh. Dios, defensor del huérfano, la viuda y el extranjero, le concede el derecho de recoger las espigas caídas durante la siega, las aceitunas que quedan en los olivos después del vareo y los racimos olvidados en las vides. Para ello el Señor ordena repetidamente a los dueños: -Cuando cosechéis la mies de vuestra tierra, no siegues hasta el borde de tu campo, ni espigues los restos de tu mies. Tampoco harás rebusco de tu viña, ni recogerás de tu huerto los frutos caídos; los dejarás para el pobre y el forastero. Yo, Yahveh, vuestro Dios (Lv 19,910; Lv 23,22). -Cuando siegues la mies en tu campo, si dejas en él olvidada una gavilla, no volverás a buscarla. Será para el forastero, el huérfano y la viuda, a fin de que Yahveh tu Dios te bendiga en todas tus obras. Cuando varees tus olivos, no harás rebusco. Lo que quede será para el forastero, el huérfano y la viuda. Cuando vendimies tu viña, no harás rebusco. Lo que quede será para el forastero, el huérfano y la viuda. Recuerda que fuiste esclavo en el país de Egipto. Por eso te mando hacer esto (Dt 24,19-22). El pueblo de Dios, que ha experimentado lo que significa vivir como extranjero, ahora que, por la bondad de Dios, vive en la libertad, no puede olvidar los apuros del extranjero, del huérfano y de la viuda. Dios es el protector del pobre: “Si hay junto a ti algún pobre de entre tus hermanos, en alguna de las ciudades de tu tierra que Yahveh tu Dios te da, no endurecerás tu corazón ni cerrarás tu mano a tu hermano pobre, sino que le abrirás tu mano y le prestarás lo que necesite para remediar su indigencia” (Dt 15,7-8). Los pobres tienen derecho a espigar detrás de los segadores. Pero su derecho está supeditado al dueño del campo. Los ricos son poderosos y los pobres débiles. Detrás de los segadores quedan muchas espigas, que los pobres pueden recoger siempre que el dueño no se enfade y les eche fuera del campo. ¿Encontrará Rut a alguien de buen corazón, a cuyos ojos ella, extranjera, pueda encontrar gracia y le permita espigar en sus campos? Con la confianza puesta en el Dios a quien se ha convertido espera que alguien le permita recoger el alimento para ella y para Noemí, que implora al Señor: Todos ellos de ti están esperando
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que les des a su tiempo su alimento; tú se lo das y ellos lo toman, abres tú la mano y se sacian de bienes (Sal 104,27-28). Hay dos clases de extranjeros. Está el ger, que, perteneciendo a otro pueblo, decide instalarse definitivamente entre los hebreos y que, por tanto, se le designa como “indígena”: “Os repartiréis esta tierra, según las tribus de Israel. Os la repartiréis como heredad para vosotros y para los forasteros que residan con vosotros y que hayan engendrado hijos entre vosotros, porque los consideraréis como al israelita nativo. Con vosotros participarán en la suerte de la heredad, en medio de las tribus de Israel. En la tribu donde resida el forastero, allí le daréis su heredad, oráculo del Señor Yahveh” (Ez 47,21-23). Este es el caso de Rut, que ha elegido pertenecer de modo definitivo al pueblo de Noemí, acogiendo su mismo Dios. Sin embargo, de momento, Rut se califica a sí misma con otro nombre, nok’rí, que también significa extranjero, pero con la connotación de que sigue siendo extraño, sospechoso. Este término está cargado de desprecio, porque recuerda el influjo pernicioso de las religiones extranjeras que tientan a los israelitas con la seducción de las “mujeres extranjeras” (1R 11,12). Rut se siente así, pobre en extremo, partícipe de todo el peso de ser una moabita. Aunque no es propiamente “huérfana”, pues en Moab tiene a su madre, con quien le invitaba Noemí a regresar, en realidad se siente “huérfana”, sin apoyo alguno, según la expresión de Job: “Yo libraba al pobre que clamaba, y al huérfano que no tenía valedor” (Jb 29,12). Y es viuda, la tercera categoría de pobres, de quienes Dios sale defensor, porque no tiene a nadie más a quien recurrir. Los profetas, en nombre de Dios, se alzan constantemente contra los ricos y poderosos que ultrajan a estos indefensos: “Próximos y lejanos, se reirán de ti, ciudad de nombre impuro, llena de desórdenes. Ahí están dentro de ti los príncipes de Israel, cada uno según su poder, sólo ocupados en derramar sangre. En ti se desprecia al padre y a la madre, en ti se maltrata al forastero residente, en ti se oprime al huérfano y a la viuda” (Ez 22,5-7). Esta condición de la viuda, expuesta a la injusticia, se refleja en la predicación de Jesús, aunque señala la diferencia de actuación de Dios Padre: “Había un juez en una ciudad, que ni temía a Dios ni respetaba a los hombres. Había en aquella ciudad una viuda que, acudiendo a él, le dijo: ¡Hazme justicia contra mi adversario! Durante mucho tiempo no quiso, pero después se dijo a sí mismo: Aunque no temo a Dios ni respeto a los hombres, como esta viuda me causa molestias, le voy a hacer justicia para que no venga continuamente a importunarme. Dijo, pues, el Señor: Oíd lo que dice el juez injusto; y Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos, que están clamando a él día y noche, y les hace esperar? Os digo que les hará justicia pronto” (Lc 18,2-8) Rut se presenta, pues, como “extrajera, huérfana y viuda”, compendiando en sí misma todas las componentes de la mujer pobre, necesitada de espigar, es decir, de mendigar, de recoger los sobras dejadas por los segadores, como los perritos que recogen las migas que caen de la mesa de sus dueños, según la expresión de la Cananea, otra extranjera, del Evangelio (Mt 15,21-28). En el Antiguo Testamento la mendicidad es una de las mayores desgracias que le pueden acaecer a una persona. Jesús Ben Sira rechaza la indigencia como afrenta para el hombre sabio, pues le quita la independencia y, con ella, pierde su dignidad. Dar limosna, sí, pero pedirla no: “Hijo mío, no lleves una vida de mendicidad, más vale morir que mendigar. Hombre que mira a la mesa de otro, vive una vida que no merece el nombre de vida. Comida mendigada mancha su boca, al hombre instruido le sienta mal. El hambriento pide con dulzura, pero por dentro se abrasa con fuego” (Si 40,28-30). La mendicidad expone al hombre a continuas humillaciones y desprecios. El salmista afirma que jamás ha visto abandonado al justo, ni a sus hijos mendigando el pan (Sal 37,25). El pobre, cuyo corazón no es ambicioso ni pretende grandezas que superan su capacidad,
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acalla y modera sus deseos, con lo que experimenta la paz del niño amamantado en el regazo de su madre (Sal 131). Espera en Yahveh, se acoge a él y nunca queda confundido: “En ti, Yahveh, me cobijo, no quede yo nunca defraudado. Tú, que eres justo, ponme a salvo, tiende hacia mí tu oído. Sé para mí la roca de refugio, el alcázar donde me salve; pues tú eres mi roca y mi fortaleza. Tú que has visto mi miseria, y has conocido las angustias de mi alma, no me has entregado en manos del enemigo, y has puesto mis pies en campo abierto. Ten piedad, Yahveh... Yo confío en ti y te digo: ¡Tú eres mi Dios! En tus manos está mi destino, líbrame de las manos de mis enemigos, que me persiguen; haz brillar tu semblante sobre tu siervo, ¡sálvame, por tu misericordia! ¡Qué grande es tu bondad, Yahveh! Tú la reservas para los que te temen, se la brindas a los que a ti se acogen a la vista de todos. Bajo el techo de tu tabernáculo los pones a cubierto de las lenguas pendencieras. ¡Bendito sea Yahveh que me ha brindado maravillas de amor en la ciudad fortificada! Amad a Yahveh, todos sus fieles, a los que él siempre protege” (Sal 23). El pobre, falto de toda seguridad, está abierto a poner su confianza en Dios. Jesús, por ello, proclama: “Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios” (Lc 6,20). Según Mateo declara dichoso a todo el que tiene “espíritu de pobre”, es decir, quien no pone su confianza en las riquezas, sino en Dios: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos” (Mt 5,3). En realidad ambos evangelistas dicen la misma cosa. El Evangelio recoge la espiritualidad veterotestamentaria de los anawin, los pobres que se abandonan confiadamente en las manos de Dios, esperándolo todo de él, pues “Yahveh es bueno, justo y compasivo; Yahveh protege a los anawin” (Sal 116,5). Esta bondad de Dios, en la revelación definitiva de Jesucristo, le muestra como Padre, que conoce cuanto sus hijos necesitan (Mt 6,32). Rut, pobre, extranjera y viuda, experimenta esta providencia de Dios, bajo cuyas alas se ha cobijado. Dios no la defrauda. c) Encuentro de Booz y Rut La Escritura es palabra de Dios en sus hechos: “El plan de la revelación se realiza con palabras y gestos intrínsecamente relacionados entre sí, de forma que las obras realizadas por Dios en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y los hechos significados por las palabras; y las palabras, por su parte, proclaman las obras y esclarecen el misterio contenido en ellas” (DV 2). Rut y Booz, distantes y desconocidos, se encuentran en el campo. El es el dueño del campo, ella, una simple espigadora. La palabra irá acortando la distancia, les acercará, al revelar el uno al otro, hasta hacer que se conozcan y amen. Con el permiso de Noemí y de Yahveh, cuya fe ha abrazado, Rut sale temprano de casa y se pone a espigar detrás de los primeros segadores que encuentra. “Por casualidad” va a parar al campo de Booz, de la familia de Elimélek. Rut ni conoce a Booz ni sabe que es pariente de su suegro difunto, ni tampoco sabe a quien pertenece el campo. A Noemí no se le ha ocurrido sugerirla nada. Es una pura casualidad, una simple coincidencia. Es en realidad una delicadeza de la providencia de Dios, que guía escondidamente los pasos de la historia, los pasos de Rut. Nada ocurre sin que en ello intervenga la mano de Dios: “¿No se venden dos pajarillos por un as? Pues bien, ni uno de ellos cae en tierra sin el consentimiento de vuestro Padre. En cuanto a vosotros, hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados” (Mt 10,29-30). En forma poética y expresiva presenta el libro de la sabiduría la providencia de Dios que abre un camino al hombre hasta en medio de las olas del mar. Frente al ídolo, que no puede salvar al hombre por ser más frágil que él, Dios en su providencia puede salvar en cualquier circunstancia: “Otro, preparándose a embarcar para cruzar el mar bravío, invoca a un leño más frágil que la nave que le lleva. Que a la nave, al fin, la inventó el afán de lucro, y la sabiduría fue el artífice que la construyó; y es tu Providencia, Padre, quien la guía, pues
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también en el mar abriste un camino, una ruta segura a través de las olas, mostrando así que de todo peligro puedes salvar para que hasta el inexperto pueda embarcarse. No quieres que queden inactivas las obras de tu Sabiduría; por eso, a un minúsculo leño fían los hombres su vida, cruzan el oleaje en una barquichuela y arriban salvos a puerto. También al principio, mientras los soberbios gigantes perecían, se refugió en una barquichuela la esperanza del mundo (Cf Gn 6,1-5), y, guiada por tu mano, dejó al mundo semilla de una nueva generación” (Sb 14,1-6). Aunque la palabra providencia en el Antiguo Testamento sólo aparece en este texto del libro de la Sabiduría, la fe de Israel en la providencia de Dios se halla en toda la historia de la salvación. Baste citar el mensaje del libro de la consolación de Isaías (c. 40-55). A los interrogantes del pueblo en el exilio acerca de los cuidados de Dios, que lleva a Sión a decir: “Yahveh me ha abandonado, el Señor me ha olvidado” (Is 49,14), Dios le responde: “¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella llegase a olvidar, yo no te olvido. Míralo, en las palmas de mis manos te tengo tatuada, tus muros están ante mí perpetuamente” (Is 49,15-16). El profeta consuela al pueblo desconsolado, invitando al pueblo a hacer memoria de la providencia de Dios que no sólo ha creado el mundo y el hombre, sino que lo mantiene en vida y lo guía: “Alzad a lo alto los ojos y ved: ¿quién ha hecho esto? El que hace salir por orden al ejército celeste, y a cada estrella por su nombre llama. Gracias a su esfuerzo y al vigor de su energía, no falta ni una” (Is 40,26). Nada escapa a la mirada de Dios: “El está sentado sobre el orbe terrestre, cuyos habitantes son como saltamontes; él expande los cielos como un velo, y los despliega como una tienda donde se habita” (Is 40,22). Y de los cielos, el profeta desciende a la tierra, invitando al pueblo a hacer memoria de su historia. Dice el Señor: “¿Acaso se ha vuelto mi mano demasiado corta para rescatar o quizá no habrá en mí vigor para salvar? He aquí que con un gesto seco el mar, convierto los ríos en desierto; quedan en seco sus peces por falta de agua y mueren de sed” (Is 50,2). Dios, que salvó al pueblo, abriendo un camino en el mar, le dice ahora en el exilio: “Yo, yo soy tu consolador. ¿Por qué tienes miedo del mortal y del hijo del hombre, que es como el heno? Olvidas a Yahveh, tu hacedor, el que extendió los cielos y cimentó la tierra; y estás despavorido todo el día ante la furia del opresor, que se aplica a destruir. Pues ¿dónde está esa furia del opresor? Pronto saldrá libre el que está en la cárcel, no morirá en la hoya, no le faltará el pan. Yo soy Yahveh tu Dios, que agito el mar y hago bramar sus olas; Yahveh Sebaot es mi nombre” (Is 51,12-15). La fe en la providencia de Dios se hace canto en los salmos de los sufrientes que esperan de él la salvación. Con su fe testimonian la actuación providente de Dios en la creación (Sal 104) y en la historia (Sal 33), incluso en los acontecimientos más angustiosos del justo (Sal 37). Dios, en su providencia, procura el alimento no sólo a los hombres (Sal 145,15), sino “a las crías del cuervo que graznan” (Sal 147,9). Jesús se hace eco de esta providencia de Dios para con todos los seres en las parábolas que recoge el Evangelio (Mt 6,25-34; Lc 12,22-31). Con relación a las necesidades más elementales, -como el alimento, el vestido, la vida, el mañana-, Jesús invita a contemplar la presencia providente de Dios Padre. El Padre cuida de que no falte alimento a las aves del cielo, el vestido elegante a las flores del campo, ¿cómo no cuidará de la vida y del mañana del hombre? Sólo los paganos, huérfanos de Padre, se inquietan por todas esas cosas que el Padre da a sus hijos sin que se las pidan, como añadidura al pan imperecedero de su palabra y demás dones de su Reino. El creyente, hijo de Abraham, aunque pase por situaciones absurdas, como Abraham al ir a sacrificar al hijo de la promesa, puede sentir la certeza de que en el monte “Dios provee” (Gn 22,14). Dios se sirve de acontecimientos, tiempos y personas que contribuyen a realizar sus designios con una pedagogía no siempre comprensible para el hombre en un primer momento, pero de esta manera lleva al hombre a la certeza de que sus planes, no
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obstante las apariencias, son planes de amor y vida. Sus tiempos a veces desconciertan al hombre, pero su aparente lentitud es expresión de su condescendencia para con el hombre: “Una cosa no podéis ignorar, queridos: que ante el Señor un día es como mil años y, mil años, como un día. No se retrasa el Señor en el cumplimiento de la promesa, como algunos lo suponen, sino que usa de paciencia con vosotros, no queriendo que algunos perezcan, sino que todos lleguen a la conversión. La paciencia de nuestro Señor juzgadla como salvación” (2P 3,8-9.15). Dios se sirve de los hombres para llevar a cabo su plan providencial. El hombre es frecuentemente un instrumento inconsciente de la providencia de Dios. Los hermanos de José actúan aparentemente contra la providencia de Dios, pero Dios saca del mal el bien. Así convierte hasta los planes malvados de los hombres en camino de salvación. Los hermanos de José, para librarse de él y de los sueños con los que Dios le muestra sus planes, le venden a “unos mercaderes madianitas, que le llevan a Egipto” (Gn 37,11ss). No saben ni sospechan que de esa manera contribuyen a realizar los designios de Dios, que ellos pretenden romper. José mismo se lo explica: “Aunque vosotros pensasteis hacerme daño, Dios lo pensó para bien, para hacer sobrevivir, como hoy ocurre, a un pueblo numeroso” (Gn 50,20). En la historia de Rut aparece Booz como instrumento de la providencia divina. “Por casualidad”, al mediodía, llega también Booz al campo. La llegada de Booz es la forma concreta de manifestarse la providencia de Dios con Rut, que se ha refugiado bajo sus alas. El ángel del Señor ha puesto en el corazón de Booz el deseo de ir en persona a ver cómo va la siega. Llega de Belén, donde vive y ha cumplido el período de luto por su esposa. Booz saluda a los segadores: -Yahveh con vosotros. Booz saluda a sus siervos en el nombre de Dios, para que nunca olviden que Dios está en medio de ellos y recuerden que todo bien procede de él. Los segadores se enderezan, levantan la cabeza y responden al saludo del dueño: -Que Yahveh te bendiga. Los segadores desean que Dios bendiga a su señor con una cosecha abundante. Pero, este saludo puede tener también otro significado. Booz se ha quedado viudo y, según los sabios de Israel, “quien vive sin una esposa es como uno que vive sin la bendición de Dios” (Gn 1,28). Por eso, el saludo de los siervos expresa el deseo de que Dios le bendiga con una esposa digna de él. Lo normal es que los segadores se hubieran adelantado a saludar a su señor, pero no lo hacen porque en Israel no se saluda a una persona que está de luto, si él no lo hace primero. Sólo después que Booz les saluda, ellos le devuelven el saludo. Mientras saluda a los segadores, que han interrumpido la siega y se han reunido con el dueño a la sombra de la choza de cañas y ramas construida en un ángulo del campo, Booz echa una ojeada al campo y descubre a la espigadora desconocida. Booz pregunta al criado que está al frente de los segadores: -¿De quién es esta muchacha? El criado le dice: -Es la joven moabita que vino con Noemí de los campos de Moab. Ella me dijo: “Permitidme, por favor, espigar y recoger detrás de los segadores”. Ha venido y ha permanecido en pie desde la mañana hasta ahora. El targum traduce: “Y respondió el criado, el que estaba como jefe de los segadores, y dijo: La joven es del pueblo de Moab; es una que ha regresado de la campiña de Moab y se ha hecho prosélita de Noemí”. El Midrás, ampliando las palabras del criado, hace un nuevo elogio de la modestia de Rut: “Las otras espigadoras, al inclinarse para recoger las espigas, se arremangan la falda;
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ella no. Las otras, para romper la monotonía del trabajo, bromean con los segadores; ella no. Mientras las otras se meten a espigar entre las gavillas, ella va detrás, recogiendo las espigas que está segura que han sido abandonadas. Es una moabita, pero es evidente que Noemí la ha catequizado bien. Su conversión es sincera, se nota en su comportamiento: ha pedido con toda humildad el permiso de espigar, y lo hace con solicitud y amor, espigando para ella y para Noemí, no se ha detenido a descansar en toda la mañana”. Y añade el Midrás que Booz tiene 80 años, mientras que Rut es una viuda de 40, a la que el Señor ha otorgado la belleza y lozanía de una muchacha joven. Rut, la moabita, recoge las espigas que los otros dejan caer. Ella hace suyas las palabras de otra extranjera, la cananea del Evangelio: “También los perritos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos” (Mt 15,27). Ella es una sierva entre las siervas, según el consejo de Noemí, que ella acepta: “Es mejor que tú vayas con las siervas de él, para no exponerte a ser molestada” (2,22). Booz, favorablemente impresionado, llama a Rut y entre los dos se entabla un diálogo admirable. A la generosidad de Booz, cargada de delicadeza y humanidad, responde la inocente humildad de la moabita. Booz se dirige a ella, -Escúchame, hija mía. No vayas a espigar a otro campo ni te alejes de aquí; quédate junto a mis muchachas. Fíjate en la parcela que sieguen los segadores y vete detrás de ellos. ¿No he mandado a mis criados que no te molesten? La acogida de Booz es exquisita. Se dirige a Rut, acortando toda distancia, con el apelativo de “hija mía”. Al llamarla “hija mía”, rompe todas las barreras, aunque Rut no sea para él más que una extranjera. Es la acogida que ofrecen los maestros de sabiduría a sus discípulos (Pr 1,8; 4,1.19; Si 6,23). Esta acogida inicial no se acaba en un amor de palabra, sino que se traduce en hechos, poniendo en práctica la palabra de Santiago: “Poned por obra la Palabra y no os contentéis sólo con oírla, engañándoos a vosotros mismos. Porque si alguno se contenta con oír la Palabra sin ponerla por obra, ése se parece al que contempla su imagen en un espejo: se contempla, pero, en yéndose, se olvida de cómo es. En cambio el que considera atentamente la Ley perfecta de la libertad y se mantiene firme, no como oyente olvidadizo sino como cumplidor de ella, ése, practicándola, será feliz” (St 1,22-25). Booz no quiere que Rut vaya espigando de campo en campo como mendiga una pobre muerta de hambre. “Hija mía, que tus ojos se vuelvan al campo donde están cosechando mis segadores”. La versión aramea del libro de Rut entiende alegóricamente el término “campo” y lo traduce por pueblo, convirtiendo la palabra de Booz en la invitación paterna de Dios a no abandonar el pueblo que ha elegido. Sólo en él espigará en paz, sin ser molestada, y su cosecha será sobreabundante. No vayas, pues, a espigar e ningún otro campo, que “Yo, Yahveh, soy tu Dios, que te he sacado del país de Egipto, de la casa de servidumbre. No habrá para ti otros dioses delante de mí. No te harás escultura ni imagen alguna ni de lo que hay arriba en los cielos, ni de lo que hay abajo en la tierra, ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra. No te postrarás ante ellas ni les darás culto, porque yo Yahveh, tu Dios, soy un Dios celoso, que castigo la iniquidad de los padres en los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me odian, y tengo misericordia por millares con los que me aman” (Ex 20,2-6). No te alejes de mí, “sigue con los justos” (Jb 20,29) y canta con ellos: “Mi fortaleza y mi canción es Yahveh. El es mi salvación. El, mi Dios, yo le quiero glorificar” (Ex 15,2). Este coloquio entre Booz y Rut, después del coloquio entre Noemí y Rut en el camino hacia Belén (1,15-17), marca el segundo momento crucial de la historia. El Targum, por ello, lo amplía. En el precedente coloquio Rut reniega de sus dioses para aceptar al Dios de Israel. Ahora Booz confirma que Dios ha concedido a Rut, la moabita, el ingreso pleno en la asamblea santa de Israel, uniéndola a las “madres” del pueblo. El Targum presenta a Booz como profeta que habla en nombre de Dios, que le revela el secreto de sus designios:
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“Rut cayó rostro en tierra y dijo: -¿Cómo es que he encontrado gracia a tus ojos, de modo que te hayas interesado de mí, cuando yo soy de un pueblo extranjero, perteneciente a las hijas de Moab, un pueblo que no es puro para entrar en la asamblea de Yahveh? Y Booz respondió y le dijo: -Ciertamente he sido ilustrado sobre la palabra de los sabios: pues cuando Yahveh decretó acerca de vosotros, no lo decretó acerca de las mujeres, sino solamente respecto a los varones. Y se me ha comunicado a mí proféticamente que de ti han de salir reyes y profetas, por razón del bien que hiciste a tu suegra; pues la alimentaste después de que murió tu marido. Y has dejado a tu dios y a tu pueblo y la casa de tu padre y de tu madre, y la tierra de tu nacimiento; y has venido a un pueblo que antes no conocías. ¡Que Yahveh te recompense grandemente en este mundo por tu buena obra, y que tu recompensa sea perfecta delante de Yahveh, Dios de Israel, en el mundo venidero; pues has venido a convertirte y a cobijarte bajo la sombra de la Sekiná de su gloria! ¡Y que por este mérito te veas salvada del juicio de la Gehenna, de modo que tu porción esté con Sara, Rebeca, Raquel y Lía! Y ella replicó: -Encuentre yo gracia a tus ojos, señor mío, porque tú me has confortado a mí, cuando me has considerado digna de ser aceptada en la asamblea de Yahveh. Y porque has proferido palabras consolatorias al corazón de tu sierva cuando me has dado esperanza de poseer el mundo venidero como si fuese justa. Pero yo no soy digna de que mi porción esté en el mundo venidero, ni siquiera como una de tus siervas”. Booz reconoce que Rut es una mujer justa, cuyo ojo generoso acarreará las bendiciones de Dios sobre el campo donde se pose, según está escrito: “El de ojo generoso aporta bendiciones” (Pr 22,9). Booz se siente, pues, bendecido en sus campos por la presencia de Rut. Le sugiere que se una a las muchachas, que van detrás de los segadores atando las gavillas. Al lado de ellas se encontrará más a gusto. Con ellas puede ir a beber en los mismos recipientes de los segadores el agua mezclada con vinagre, para hacerla más refrescante: -Si tienes sed vete a las vasijas y bebe de lo que saquen del pozo los criados. El pozo, de donde los criados sacan el agua, nos evoca los pozos del encuentro de Rebeca y Eliezer, de Jacob y Raquel. Booz no quedará sin recompensa por este gesto de bondad. La bendición de Dios le acampañará más allá de su vida: “Quien a vosotros recibe, a mí me recibe, y quien me recibe a mí, recibe a Aquel que me ha enviado.Quien reciba a un profeta por ser profeta, recompensa de profeta recibirá, y quien reciba a un justo por ser justo, recompensa de justo recibirá.Y todo aquel que dé de beber tan sólo un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños, por ser discípulo, os aseguro que no perderá su recompensa” (Mt 10,40-42). Rut cae sobre su rostro, se postra en tierra y le dice: -¿Cómo he hallado gracia a tus ojos para que te fijes en mí, que no soy más que una extranjera? Es la respuesta agradecida de Rut, que le brota espontánea de su humilde corazón. En las palabras de Rut resuena anticipadamente el Magnificat de María: “Glorifica mi alma al Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava, por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso, Santo es su nombre y su misericordia alcanza de generación en generación a los que le temen” (Lc 1,46-50). Rut se siente sorprendida por la bondad de Dios, que se le muestra propicio en la acogida de Booz: -¿Cómo es que he hallado gracia a tus ojos si no soy más que una extranjera, una hija de Moab, la nación indigna de entrar a formar parte de la asamblea de Israel? d) Las alas de Dios
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Rut no tiene nada que suscite el amor de Booz. El amor es gratuito o no es amor. “El amor no busca su interés” (1Co 13,5). Este es el amor de Dios, fuente de todo verdadero amor. Dios ama al hombre sin que éste presente nada que le haga digno de ser amado. “Dios nos ha amado primero” (1Jn 4,19), antes de que nosotros le amemos; más aún, nos ha amado “siendo nosotros todavía pecadores” (Rm 5,8). Así es siempre el auténtico amor: gratuito de parte de quien ama e inmerecido de quien es amado. Este es el amor de Booz a Rut. Con relación al amor del hombre a Dios, sin embargo, hay que afirmar que nosotros le amamos porque él nos ha amado antes. Nuestro amor a Dios es un amor responsorial, le amamos como respuesta a su amor, con el que nos capacita para poder amarle. La iniciativa es de Dios y la respuesta es igualmente don de Dios. El amor de Booz a Rut es igualmente fruto del amor de Dios, bajo cuyas alas se ha cobijado Rut. Booz descubre la acción de Dios en todo el camino de Rut desde Moab hasta Belén, desde Kamos al Dios de Israel. El amor gratuito de Rut a Noemí es el signo de esa actuación de Dios en ella. Booz no ha visto antes a Rut, pero sí ha oído hablar de ella. Conmovido, le responde contando lo que ha oído: -Me han contado al detalle todo lo que hiciste con tu suegra después de la muerte de tu marido, y cómo has dejado a tu padre y a tu madre y la tierra en que naciste, y has venido a un pueblo que no conocías ni ayer ni anteayer. Que Yahveh te recompense tu obra y que tu recompensa sea colmada de parte de Yahveh, Dios de Israel, bajo cuyas alas has venido a refugiarte. Iluminado por la palabra de Dios, Booz descubre en Rut la fe de Abraham, pues como él “ha abandonado padre, madre y patria para dirigirse a una tierra desconocida” (Gn 12,1). Rut, contra las exigencias de Esdras, es una verdadera hija de Abraham, hija del pueblo de Dios, “bajo cuyas alas se ha refugiado” para hallar protección lo mismo que el pueblo liberado de la esclavitud de Egipto. Así Booz, expresión de la bondad de Dios, en un arranque de exultación, habla al corazón de Rut, abriéndola a la confianza en el amor gratuito de Dios, de la que brota la alabanza de su pueblo, que “ha visto lo que el Señor ha hecho con los egipcios, y cómo a ellos les ha llevado sobre alas de águila y les ha atraído a él” (Ex 19,4). Las alas de Dios son las alas del águila (Dt 32,11) o las alas de la gallina (Mt 23,37), el ave que vuela más alto y el ave que vuela más bajo. El águila, al volar más alto que las demás aves, lleva a sus polluelos “sobre sus alas”, pues el peligro sólo les puede venir desde abajo. Así el águila interpone su cuerpo entre sus polluelos y el enemigo. Nadie podrá herirles sin atravesar su cuerpo. La gallina, en cambio, al volar a ras de tierra, cobija a sus polluelos “bajo sus alas”, pues el peligro sólo les viene de arriba. Las alas de Dios defienden a quien se refugia en él de todo peligro, venga de abajo o de arriba. Por eso sus fieles no se cansan de cantar: Oh Dios, ¡qué precioso tu amor! En el lecho me acuerdo de ti y velando medito en ti, porque fuiste mi auxilio, y a la sombra de tus alas canto con júbilo; mi alma está unida a ti, y tu diestra me sostiene (Sal 63,8). Por eso los hijos de Adán, a la sombra de tus alas se cobijan. Se sacian de los bienes de tu casa, en el torrente de tus delicias sacias su sed. En ti está la fuente de la vida
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y en tu luz vemos la luz (Sal 36,8; 17,8; 57,2; 61,5; 91,4). Rut, emocionada, responde con la sinceridad de su humilde alma: -Halle yo gracia a tus ojos, mi señor, pues me has consolado y has hablado al corazón de tu sierva, cuando yo no soy ni siquiera como una de tus siervas. Hablar al corazón es mucho más que decir una palabra amable. Hablar al corazón es el lenguaje del amor, que renueva la vida desde el interior. Dios lleva al pueblo fuera de Egipto para, en el desierto, poder hablarle al corazón (Os 2,16). Y, al final de la esclavitud del exilio, Dios invita al profeta Isaías: “Consolad, consolad a mi pueblo -dice vuestro Dios. Hablad al corazón de Jerusalén y decidle bien alto que ya ha cumplido su milicia, ya ha satisfecho por su culpa, pues ha recibido de mano de Yahveh castigo doble por todos sus pecados” (Is 40,1-2). Con las palabras de Booz, Dios toca el corazón de Rut, le consuela y renueva la vida, abriendo un camino de esperanza ante ella. La vibrante respuesta de Rut, plena de sentimiento y finura, llega al corazón de Booz, que invita a Rut a participar de la comida con él y sus segadores: -Acércate aquí, puedes comer pan y mojar tu bocado en el vinagre. Sentarse a la misma mesa, comer el mismo pan y beber en el mismo cáliz es un rito de comunión. Con este gesto, Booz acoge a Rut, la moabita, en el pueblo de Israel, le hace partícipe de la alianza de Dios con su pueblo. Dios rompe todas las barreras. El rico come con el pobre, el hijo de Israel con la extranjera. Booz supera todos los reparos, que tanto le costará vencer a Pedro para entrar en casa del pagano Cornelio (Hch 10). Cristo, descendiente de Booz, supera este gesto de amor, “pues en su generosidad, siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza” (2Co 8,9). Rut se sienta junto a los segadores, y Booz, a quien Rut ha tocado el corazón con la juventud renovada que le da el Señor, le ofrece un puñado de grano tostado, que es un alimento exquisito (1S 17,17; 25,18). Come ella hasta saciarse y aún le sobra. En Belén, la casa del pan, se anticipa el banquete mesiánico, al que está invitada, junto a Israel, toda la humanidad (Lc 13,29). Cristo dará de comer a los hambrientos, que se saciarán y sobrará (Mt 8,11; Lc 13,20). María lo celebra, cantando: “exaltó a los humildes y colmó de bienes a los hambrientos” (Lc 1,52-53). Booz no sólo acepta el derecho del pobre a espigar, consagrado por el Levítico y el Deuteronomio, que no todos respetaban, sino que comparte el pan y la mesa con Rut. Pronto mostrará que también es un fiel cumplidor de otros mandamientos de la ley. Se ofrecerá para comprar el campo que pone en venta Noemí. Booz, en nombre del Dios de Israel, acoge a Rut en su pueblo. San Pablo recomienda a los cristianos: “Acogeos mutuamente como os acogió Cristo para gloria de Dios” (Rm 15,7). Con la solicitud de Dios Booz invita a Rut a quedarse junto a sus criados, sin sentirse extranjera o huésped, sino miembro de la asamblea del pueblo de Dios. Booz reconoce en Rut una elegida de Dios, alguien en quien Dios ha fijado sus ojos de benevolencia, pues se ha refugiado bajo sus alas protectoras. Aconseja, pues, a Rut que siga a sus siervos de parcela en parcela, pues sabe que el campo donde entre Rut, por ella, recibirá la bendición de Dios. Dar pan al débil es abrirse a la bendición de Dios: “El de buena intención será bendito, porque da de su pan al débil” (Pr 22,9). “Quien se apiada del débil, presta a Yahveh, el cual le dará su recompensa” (Pr 19,17). Jesús, descendiente de Booz y Rut, dirá un día: “Cuando des una comida o una cena, no llames a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a tus vecinos ricos; no sea que ellos te inviten a su vez, y tengas ya tu recompensa. Cuando des un banquete, llama a los pobres, a los lisiados, a los cojos, a los ciegos; y serás dichoso, porque no te pueden corresponder, pues se te recompensará en la resurrección de los justos. Habiendo oído esto, uno de los comensales le dijo: ¡Dichoso el que pueda comer en el Reino de Dios!” (Lc 14,12-15). Booz sabe que, acogiendo a Rut, pobre viuda extranjera, la bendición de Dios descenderá sobre sus cosechas, aunque no puede ni sospechar que de ella
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descenderá Aquel que es Bendito por los siglos y Bendición para todos los hombres. Dios, en sus inescrutables designios, permite grandes males para purificar en el crisol de la prueba a sus elegidos. Dolorosa fue la experiencia de la familia de Elimélek, numerosas las desgracias familiares, pero Dios recompensó copiosamente la piedad y devoción de Noemí. El Dios de Israel no limita su protección a los israelitas que viven dentro de los límites de la tierra prometida, sino que acompaña a sus fieles adondequiera que vayan, y toma bajo su protección a los extranjeros que se confían a él y se refugian bajo sus alas. En Dios no hay acepción de personas. Cuando se levanta ella para seguir espigando, Booz ordena a sus criados: -Dejadla espigar también entre las gavillas y no la molestéis. Sacad incluso para ella espigas de las gavillas y dejadlas caer para que las espigue, y no la riñáis. La bendición de Yahveh, bajo cuyas alas se ha cobijado Rut, le llega a través de la palabra y la generosidad de Booz, que manda a sus siervos que dejen caer las espigas para que ella las recoja. Booz es signo de Dios Padre, que provee a las necesidades de sus hijos. El Midrás subraya la delicadeza de la caridad de Booz que no humilla a Rut. La caridad que brota del corazón no liga al otro, le deja libre. Jesús, descendiente de Booz, explicita esta actitud al decir: “Cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace la derecha” (Mt 6,3). e) La luz de la esperanza Rut estuvo espigando en el campo hasta el atardecer y, cuando desgranó lo que había espigado, había como una medida de cebada, un efa, que equivale a diez omer, que es la ración de comida de una persona. Cargada con la abundante cosecha recogida, Rut regresa a Belén al anochecer. Al entrar en la ciudad, su suegra ve, con sorpresa, lo que ha espigado y le pregunta: -¿Dónde has estado espigando hoy y qué has hecho? Rut, antes de hablar, saca el grano tostado y el pan empapado en aceite, que le ha sobrado después de haberse saciado y se lo da gozosa a su suegra, que ya no puede contenerse y exclama: -¡Bendito sea el que se ha fijado en ti! Rut, con simplicidad, cuenta a su suegra con quién ha estado trabajando y, sencilla como una paloma (Mt 10,16), sin ninguna intención doble, añade: -El hombre con quien he trabajado hoy se llama Booz. El amor de Noemí a su nuera, convertida en hija, enciende una luz en su corazón, como una chispa de esperanza que cruza por su mente. Noemí intuye que Booz es la persona que Dios ha puesto providencialmente en el camino de Rut. La abundancia de la cosecha, el alimento sobrado de la comida sorprende a Noemí, pero más aún le llena de alegría el oír el nombre de Booz. Se le escapa por los labios la exclamación eucológica del corazón: -Bendito sea Yahveh que no deja de mostrar su bondad hacia los vivos y los muertos. Noemí descubre a Dios detrás o delante de los pasos de su nuera. Dios, a través de Booz, había auxiliado a la familia de Noemí, mientras vivían su esposo y sus hijos, y sigue haciéndolo ahora, aunque ellos hayan muerto. La benevolencia de Dios no se ha apagado, aunque ella haya sido infiel, alejándose de la tierra de sus promesas. A Noemí le brotan seguidas dos bendiciones: a Booz (2,19) y a Dios (2,20). Una pequeña luz en el oscuro horizonte de la vida devuelve la esperanza y la alegría cuando “la fe y la esperanza están puestas en Dios” (1P 1,21). Pasado, presente y futuro se unen en la fe y el amor “que espera todo” (1Co 13,7). Noemí se da cuenta inmediatamente de que alguien ha favorecido a Rut. Sus observaciones revelan su excitación. Complacencia, curiosidad femenina y deseo de bendecir
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a alguien se expresan a un tiempo. El nombre de Booz viene a aumentar la alegría de Noemí. Esta hace aún más intensas sus bendiciones y alaba no ya a Booz, sino a Yahveh, pues ahora sabe que ha empezado a actuar en su favor. Hay una intensidad progresiva en los vv. 19-20. Una explosión de júbilo sigue a otra: la vista del grano estimula la alegría y una bendición general; el nombre de Booz provoca una nueva bendición, reconocimiento de Yahveh, gratitud y la visión de mayores posibilidades para el futuro, pues se trata de un pariente que quizá esté obligado con respecto a Noemí y el difunto Elimélek. Noemí renueva su confianza en la fidelidad de Dios, después de haber llegado casi a la desesperación (1,20). Noemí, con la cara transfigurada por la esperanza, aclara a su nuera: -Ese hombre es nuestro pariente, es uno de los que tienen derecho de rescate sobre nosotros. Rut, la moabita, que comienza a entender las atenciones de que ha sido objeto durante la jornada, da más noticias a su suegra: -Hasta me ha dicho: Quédate con mis criados hasta que hayan acabado toda mi cosecha, la de la cebada y la del trigo, ofreciéndome no sólo el pan de los pobres, sino también el de los ricos. ¡Gracia tras gracia! El Midrás se fija en que el texto sigue llamando a Rut la moabita. Se ha convertido a la fe de Israel, pero sigue siendo moabita, hija de un pueblo de costumbres ligeras; aún necesita ser catequizada, para llevar a la vida la nueva fe. Noemí, que ya no piensa en la cebada ni en le trigo, le dice a Rut, su nuera: -No te quedes junto a los siervos, pues eso no está bien; es mejor que salgas con sus muchachas, hija mía, así nadie te molestará. Rut, obedece sin replicar y en adelante se queda con las muchachas de Booz para espigar hasta que acaba la recolección de la cebada y la cosecha del trigo. Y en la noche no se queda a dormir en el campo, sino que regresa a casa con su suegra y a la mañana temprano vuelve a los campos de Booz. Los campos de Booz son el campo de la Providencia divina. “Ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios que hace crecer. El que planta y el que riega son una misma cosa; si bien cada cual recibirá el salario según su propio trabajo, ya que somos colaboradores de Dios y vosotros, campo de Dios” (1Co 3,7-9). Con la esperanza del amor, Noemí invita a Rut a seguir el consejo de Booz. Es bueno que siga espigando en sus campos hasta que termine la siega de la cebada y la del trigo. Noemí oculta la secreta intuición que le sugiere su fe y su amor. Las atenciones de Booz a Rut harán madurar el amor entre ellos, para llevarles a lo que ella desea, que Booz sea realmente lo que ya es: “nuestro pariente”. La fe enciende el amor y el amor hace realidad la fe. El tiempo de la siega de la cebada y del trigo dura tres meses. Es el tiempo, según el Midrás, necesario para que una nueva convertida se prepare al matrimonio con un hijo de Israel. Tres meses de trabajo, de obediencia y servicio a Noemí son el tiempo de noviciado para consolidar la conversión. Al final de ese tiempo Noemí piensa en preparar el matrimonio de Rut. Noemí le dice: -Hija mía, ¿es que no debo procurarte una posición segura que te convenga? Ahora bien, ¿acaso no es pariente nuestro Booz con cuyos criados has estado espigando? Durante los largos meses de la recolección, en los que Rut ha pasado el día en los campos de Booz, Noemí, sola en casa, ha pasado las horas dando vueltas en su cabeza a los planes de futuro para su nuera. A veces esperaba que Booz en persona se presentase ante ella como el que rescata, para salvar las propiedades abandonadas de Elimélek y para casarse con Rut. Pero ahora, que ha terminado la siega y Rut debe pasar los días en casa con ella, sin posibilidad de encontrarse de nuevo con Booz, a Noemí le viene la duda de si deberá ir ella
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misma al encuentro de Booz y proponerle el rescate. Pero un cierto pudor la frena. Booz es rico, juez del pueblo y jefe de su generación, mientras que ella no es más que una pobre viuda con el corazón lleno de amargura. ¿Y Rut? Aunque bella y llena de espíritu, no deja de ser forastera, la moabita, como todos la llaman. El corazón materno de Noemí está repleto de preocupaciones por Rut. ¿Qué futuro le espera? Y la memoria de sus muertos, que ha dejado enterrados en los campos de Moab, le amarga aún más. ¿Podrá seguir vivo el nombre de la familia? ¿Qué hacer? En las largas horas del día y de la noche sin dormir Noemí eleva su oración al Señor y le pide que le inspire lo que debe hacer. Y la oración de una viuda llega siempre al corazón de Dios. Un día lo proclamará el hijo de Rut, contando la parábola de la “viuda inoportuna”: “Y Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos, que están clamando a él día y noche? ¿Les hará esperar? Yo os digo que les hará justicia pronto” (Lc 18,1-8).
8. EN CASA
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a) Lavate, úngete y vístete Mientras dura la siega, Rut sale cada día al amanecer y vuelve a casa al atardecer. Terminada la siega, sigue la trilla y, finalmente, se pasa a aventar la cosecha, aprovechando el viento propicio del oeste, que sopla sobre la meseta de Judá desde las dos de la tarde hasta la puesta del sol. El día de aventar la parva es día de fiesta para todos: para los segadores y las agavilladoras que ven terminada su fatiga, para el patrón de los campos y su familia, que ven culminada su esperanza y asegurado el alimento para todo el año. La cosecha de ese año es, además, la primera cosecha abundante desde hacía más de diez años. En la era de Booz se organiza una gran fiesta con cantos, música, alegría. La era de Booz ocupa una amplia explanada. En ella han ido amontonando toda la cosecha, ya trillada, y ahora ha llegado el momento de ventear la parva. En la tarde se levanta un viento que sube del valle al monte. Es el momento oportuno para ventear el grano. Se cogen los bieldos y con ellos se lanza al aire el grano mezclado con la paja. El viento se lleva la paja, mientras que el grano cae en la era, limpio. Noemí sabe que ese es el momento oportuno, el kairós de la gracia de Dios. A Noemí, sin marido y sin hijos, para que no se extinga su familia, sólo le queda una esperanza: su nuera Rut. Noemí se abre a Rut y le revela el deber que tiene Booz de desposarla y suscitar un hijo a su marido e hijos muertos, para que su nombre no quede borrado del todo. La fecundidad ha sido anhelo y preocupación constante en el pueblo de Israel desde la primera invitación a llenar la tierra, como fruto de la bendición de Dios a Adán y Eva (Gn 1,28), bendición repetida después del diluvio a Noé y sus hijos: “Dios bendijo a Noé y sus hijos, diciéndoles: Sed fecundos, multiplicaos y llenad la tierra” (Gn 9 1). Ser rico en hijos es sentirse depositario de la promesa hecha a Abraham: “Mira al cielo; cuenta las estrellas si puedes. Y añadió: así será tu descendencia” (Gn 15,5). De aquí la dimensión de fe de las genealogías. El que no llega a ser padre rompe la cadena de la historia salvífica, que desborda de una a otra generación. En este contexto, la esterilidad es considerada como una maldición -lo contrario de la bendición- y la fecundidad es el don supremo de Dios, que es quien “cierra y abre el seno materno”. Así lo viven las esposas de los patriarcas antes de sentirse bendecidas por Dios: Sara con Abraham (Gn 11,30; 16,2); Rebeca con Isaac (Gn 25,21); Lía y Raquel con Jacob (Gn 29,31; 30,1); Ana, la madre de Samuel (1S 1,5-8); la misma Isabel en el Evangelio (Lc 1,7). Absalón hace un monumento con su nombre, “pues se había dicho: no tengo hijo para perpetuar mi nombre” (2S 18,18). Para conseguir descendencia, Tamar llega a la estratagema de presentarse como prostituta ante Judá (Gn 38,15). La ley del levirato busca esta finalidad; cuando un hombre ha muerto sin descendencia, uno de sus hermanos procura darle un hijo a la viuda, pues “así su nombre no se borrará de Israel” (Dt 25,5-10; Gn 38,11; 16,1-16). La esterilidad es vista como una ignominia, que amarga la vida: “Vio Raquel que no daba hijos a Jacob y, celosa de su hermana, dijo a Jacob: Dame hijos o me muero. Jacob se enfadó con Raquel y le dijo: ¿Estoy yo acaso en el lugar de Dios, que te ha negado el fruto del vientre?” (Gn 30, 1-2). Luego, más tarde, “se acordó Dios de Raquel. Dios la oyó y abrió su seno, y ella concibió y dio a luz un hijo. Y dijo: Dios ha quitado mi afrenta. Y le llamó José, como diciendo: añádame Yahveh otro hijo” (Gn 30,22-24). Ana, la madre de Samuel, vive la misma experiencia: “El día en que Elcaná sacrificaba, daba sendas porciones a su mujer Peninná y a cada uno de sus hijos e hijas, pero a Ana le daba solamente una porción, pues, aunque era su preferida, Yahveh había cerrado su seno... Ana lloraba de continuo y no quería comer. Elcaná su marido le decía: Ana, ¿por qué lloras y no comes? ¿Por qué estás triste? ¿Es que no soy para ti mejor que diez hijos? Pero después de comer, Ana se levantó... y llena de amargura oró a Yahveh llorando sin consuelo: Oh Yahveh Sebaot, si te dignas mirar la aflicción de tu sierva y te acuerdas de mí y me das un
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hijo varón, yo te lo entregaré por todos los días de su vida... Volvió con su marido a casa. Y Elcaná se unió a su mujer Ana y Yahveh se acordó de ella. Concibió Ana y llegado el tiempo dio a luz un niño a quien llamó Samuel, porque, se dijo, se lo he pedido a Yahveh” (1S 1,4ss). Y, en exultación, canta ante Dios su Magnificat (1S 2,1-10). A la lamentación de las madres sin hijos Dios responde prometiéndoles un hijo.2 Y los salmos cantan que los hijos son un don y bendición de Dios: Don de Yahveh son los hijos, es merced suya el fruto del vientre (Sal 127,3). Dichosos los que temen a Yahveh, los que van por sus caminos. Dichoso tú, todo te irá bien, tu esposa será como parra fecunda en el secreto de tu casa. Tus hijos, como brotes de olivo en torno a tu mesa (Sal 128, 1-3). Y he aquí el parabién clásico dirigido a la joven desposada: ¡Que crezcas en millares de millares! (Gn 24,60). Así la historia bíblica es en primer lugar una genealogía. Concepción de la existencia, en la que el hombre entero está orientado hacia el porvenir, hacia aquel que ha de venir. Es el impulso puesto en el hombre por el Creador: no sólo sobrevivir, sino contemplar un día en un hijo de hombre la imagen perfecta de Dios. Israel ha vivido el matrimonio como una misión: la de fundar una familia. La “unidad de carne”, la unidad de vida, establecida por Dios entre hombre y mujer en el matrimonio, no puede dar sino “hijos de Dios”. Así lo proclama Malaquías: “¿No ha hecho El un sólo ser que tiene carne y soplo de vida? Y este único ser, ¿qué busca? Una posteridad dada por Dios” (2,15-16). Pensando en el futuro, Noemí busca una posición segura y tranquila para su hija. Y los rabinos repiten en sus comentarios que una mujer no encuentra la paz y tranquilidad hasta que se casa. Buscar un marido para la hija o una esposa para el hijo corresponde normalmente al padre, como Abraham con Isaac, Labán con Rebeca (Gn 24) y Judá con su hijo (Gn 38,6); pero si falta el padre se encarga de ello la madre, como hace Agar con su hijo Ismael (Gn 21,21). Así, pues, Noemí, inspirándose en la historia de Tamar, sugiere sabiamente a Rut cómo comportarse: -Hija mía, ¿es que no debo procurarte una posición segura que te convenga? Ahora bien: ¿Acaso no es pariente nuestro Booz con cuyos criados has estado? Pues mira: Esta tarde estará aventando la cebada en la era. Lávate, perfúmate y ponte encima el manto, y baja a la era. b) Las dos palomas: Rut y Tamar San Agustín, después de proclamar el relato evangélico de la unción de María de los pies de Jesús, comienza su predicación diciendo: “Hemos escuchado el hecho, busquemos ahora su significado”. Lo mismo hacen los rabinos con este texto de Rut. Los perfumes de aceite oloroso simbolizan la buena reputación de quien los usa (Jdt 10,3; Ct 1,3). En cuanto a los vestidos, parece que el texto hebreo se refiere al “simlah”, especie de abrigo que solía usarse para protegerse del frío de la noche. Pero el Midrás carga de significado estas instrucciones. Noemí no se limita a decir a Rut: Ponte bella, ponte el traje de fiesta. Invita a Rut a prepararse para la misión que le espera. El mismo Señor ha puesto en el corazón de 2
Gn 17,19; 18,10; 24,36; 25,21; Jc 13,3.5.7; Is 7,14; 54,1... 73
Noemí la certeza de que esa es la ocasión oportuna. Por eso le dice: lavate, es decir, toma el baño ritual que sella la conversión, lávate de toda la idolatría que aún te queda encima, y confía sólo en el Señor. Después le dice: perfúmate. Se trata de un perfume que sale del corazón, que procede de una conducta santa. Por último, le dice: ponte encima el manto. Eso significa ponerse el vestido del sábado, de la fiesta santa. Noemí sueña con sacar a Rut del luto y tristeza de su vida. Por ello expone a su nuera los planes que ha hecho en los largos días de soledad: -Ve a la era y que no te reconozca ese hombre antes de que acabe de comer y beber. Cuando se acueste, mira el lugar en que se haya acostado, vas, descubres sus pies y te acuestas; y luego él mismo te indicará lo que debes hacer. Noemí conoce bien las costumbres del lugar. El dueño sigue la cosecha deseoso de ver el grano amontonado en la era. Cuando lo tiene limpio lo celebra con un buen banquete y una copa de más del mejor vino. Esa noche no regresa a dormir a casa, sino que se queda a dormir en la era con los siervos, para defender la cosecha de posibles ladrones o animales. Con un capote se cubre hasta los pies, para protegerse del rocío de la noche. Noemí espera que Booz duerma en paz toda la noche, sin descubrir a Rut, hasta que al alba sienta el frío en los pies descubiertos por ella. Experta, Noemí ha pensado en todo y goza imaginando la sorpresa de Booz al encontrarse a la luz de las estrellas con Rut echada a sus pies. Rut, en su entrega obediente, no pone ningún reparo a cuanto le sugiere su suegra. Con toda su simplicidad le responde: -Haré cuanto me has dicho. El Midrás, según su estilo, se pregunta: ¿Qué propone Noemí a Rut? Realizar una acción arriesgada. Rut debe permanecer escondida durante la fiesta y esperar a que llegue la noche, para acercarse a Booz dormido, deslizarse bajo su manta y... esperar. ¿Qué debe decir? ¿Qué debe hacer? ¡ Fiarse del Señor! “Él mismo te dirá lo que debas hacer”. Rut, sencilla como una paloma, obedece, dispuesta a arriesgar su honor y su futuro. Los Sabios de Israel, impresionados por el gesto de Rut, comentan, cantando: “Gracias a las dos palomas santas, el Santo, bendito sea, ha tenido misericordia. De la semilla de Judá viene la descendencia del Mesías por medio de dos mujeres: Tamar y Rut. De ellas viene David el rey, Salomón el magnifico y el rey Mesías. Porque ambas, Tamar y Rut, hicieron exactamente lo que es justo respecto al marido difunto”. Judá, después de la venta de José a los ismaelitas (Gn 37), se separa de sus hermanos y se va con sus rebaños a vivir a otra parte, entre los cananeos. Entonces se casa con una mujer cananea, llamada Sua, de la que tiene tres hijos: Er, Onán y el pequeño Selá. Cuando Er se hace mayor, se casa con la bella Tamar, la Cananea, alta y delgada, como una palmera, según el significado de su nombre. Pero Er se hace odioso a los ojos del Señor, y el Señor apartó de él su mirada. Así Er muere sin dejar hijos. Entonces Judá dice a Onán, su segundo hijo: -Cásate con Tamar y engendra hijos de ella, para que el nombre de tu hermano no muera con él. Pero Onán, sabiendo que la descendencia no va a ser suya, cuando se acuesta con la mujer de su hermano, se niega a engendrar hijos y derrama su semen por tierra. Onán peca contra la memoria y el nombre de su hermano y contra la viuda; niega la existencia a un ser que está esperando, que es esperado y que podría vivir, gozar y cumplir una misión. Retraerse de la mujer para derramar el semen por tierra es apagar la esperanza de un hijo, es matar antes de que nazca el hijo esperado, es como arrancar el hijo del seno de la madre y arrojarle por tierra, contaminando la misma tierra, a la que se priva de un habitante. Esta vida, como sangre enterrada, grita al cielo. El delito de Onán contra la vida le acarrea la muerte. Desagrada a Dios, que le hace
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morir. Entonces Judá, pensando que Tamar ejerce algún maleficio sobre los maridos, dice a su nuera: -Quédate como viuda en casa de tu padre, hasta que crezca mi hijo Sela. Con el pretexto de la inmadurez del hijo menor, la remite a su casa paterna. El modo de despedirla es un fraude: por una parte la retiene, por otra no la mantiene; la entretiene con una promesa que no piensa cumplir, pues teme que muera también el hijo menor como sus hermanos. Hubiera podido despedirla, dejándola en libertad, pero al prometerla el hijo menor, la engaña con falsas esperanzas y la liga con deberes de prometida. ¡Judá, hijo de Jacob y nieto de Labán, sigue sus pasos tramposos! Tamar, pues, se va y vive en casa de su padre. El tiempo pasa y Judá, por miedo a perder a su tercer hijo, olvida la promesa. Tamar comienza a sospechar, vislumbra el engaño. Pero no se deja consumir por la amargura. Vive en la casa paterna, públicamente en condición de viuda, llevando el vestido característico de las viudas. Hasta que decide actuar para responder al clamor de la vida. Como si en su vientre sintiera el molde vacío que no se llenó de una vida nueva, para la que fue formado. Como un árbol que sintiera en sus ramas el hueco del fruto que no llegó, porque el cierzo heló la flor. “Mi marido se quedará sin apellido, sin descendencia en la tierra. Y los designios futuros del Señor no se cumplirán”. Son los dos clamores armónicos de Tamar. Por la fuerza nada puede. Tiene que actuar y enredar al responsable, al suegro que, por cierto, ha quedado viudo también él. Y se dispone a realizar su plan. Viuda desvalida, recurre a una estratagema peligrosa, arriesgada. Elige el momento oportuno. Cuando Judá termina el luto por su esposa, se dirige a Timna en compañía de Hira, su compañero adulamita, a esquilar el rebano. El esquileo es siempre una gran fiesta, que se festeja alegremente. Alguien avisa a Tamar de este viaje: -Tu suegro está subiendo a Timna a esquilar el rebaño. Entonces ella se despoja de su vestido de viuda y se cubre con un velo, disfrazándose de prostituta. Se sienta a la entrada de Enaún, en el camino de Timna. Es el cruce del camino, donde los viajeros se detienen a beber en una de las dos fuentes del pueblo. Al verla Judá la toma por una ramera. Se desvía hacia ella y, sin más rodeos, le propone: -Anda, vamos a tu casa. Ella le pregunta: -¿Qué me vas a dar por acostarme contigo? Le responde, sin pensar: -Te enviaré un cabrito del rebaño. Ella no actúa tan inconscientemente y quiere atar bien todos los cabos. Le pregunta: -¿Y qué me dejarás en prenda hasta que me le mandes? El no está para pensar en esas cosas, que lo decida ella: -¿Qué prenda quieres que te deje? Y ella, que se lo tiene bien pensado, le responde sin dudarlo: -El anillo del sello con su cordón y el bastón que llevas en la mano. El, que tiene prisa, se lo entrega sin titubeos. Se une con ella y la deja encinta. Tamar se levanta. Y, cuando él ha desaparecido, se quita el velo y se viste de nuevo el traje de viuda. Una vez llegado a Timna, Judá manda a su compañero Hira, el adulamita, con el cabrito para retirar las prendas, que ha dejado a la mujer; pero éste no la encuentra. Judá, prepotente y desconsiderado, cree pagar un servicio profesional; cree dejar unas prendas personales y recuperables, cuando en realidad ha dejado una prenda mucho más personal. ¿Pues dónde se graba un sello más personal que en un hijo? Con qué inocencia ha solicitado sus servicios. Con qué facilidad ha ofrecido un cabrito. Con qué tranquilidad ha dejado en prenda el bastón de su autoridad, labrado y, por ello, reconocible, y el anillo de sellar, que lleva colgado al cuello con un cordón.
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Los sabios de Israel, hijos de Judá, se recrean imaginando la sonrisa maliciosa y complacida de Tamar tras el velo. Se imaginan su alegría sintiendo palpitar en su seno una -o dos- criaturas de la estirpe de Judá. Ella ha vuelto a su viudez reconocida. Pero, ahora, esperar es distinto. Puede envanecerse de su astucia, felicitarse por su buena fortuna, regocijarse con el desquite; y puede saborear por primera vez el gozo de la maternidad. La burla se prolonga y la ironía se duplica, cuando Hira pregunta a los hombres del lugar: -¿Dónde está la ramera, la que se ponía junto al camino, entre las dos fuentes? Y las gentes, entre molestos y burlones, le contestan: -Ahí nunca ha habido ninguna ramera. Molesto, Hira vuelve con el cabrito al hombro e informa a Judá: -No la he encontrado y unos hombres del lugar me han dicho que allí no ha habido ninguna ramera. Judá, seco, replica: -Que se quede con ello, no se vayan a burlar de nosotros. Yo le he enviado el cabrito y tú no la has encontrado. Judá, inocente él, da por cerrado el incidente de la prostituta y se hubiera olvidado del asunto. Pero, pasado el tiempo, el embarazo de Tamar se hace público en la vecindad. Y, a los tres meses, alguien va a delatarla a Judá: -Tamar, tu nuera, se ha prostituido y en el vientre lleva el fruto de la prostitución. Y el ¡honesto! Judá dicta la sentencia lacónica: -¡Que la saquen y la quemen viva! El desenlace se retrasa hasta el último momento. Cuando la llevan al suplicio, Tamar juega su baza, enviando este mensaje a su suegro: -Estoy embarazada del hombre a quien pertenecen estas cosas. A ver si reconoces de quién es este sello, este cordón y el báculo. Judá, corrido de vergüenza, admite su falta: -Ella es inocente y no yo, porque no le he dado a mi hijo Sela. Judá se había empeñado en conservar la vida, guardándola, cuando la vida se salva dándola, comunicándola. La vida se continúa, no en el afán de seguridad, sino en el riesgo. La nuera le ha salvado y le dará descendencia, duplicada. Pues cuando llegó el parto, tenía mellizos. Al dar a luz, uno sacó una mano, la comadrona se la agarró y le ató a la muñeca una cinta roja, diciendo: -Este salió primero. Pero él retiró la mano y salió su hermano. Ella contestó: -¡Buena brecha te has abierto! Y le llamó Peres. Después salió su hermano, el de la cinta roja a la muñeca, y ella le llamó Zéraj. De ambos mellizos desciende la tribu de Judá. Pero Dios derramó su bendición sobre Peres, de su descendencia nace Booz, Jesé, David y el Mesías. En Israel se felicitan con este augurio: Que por los hijos que el Señor nos dé, nuestra casa sea como la de Peres, el hijo que Tamar dio a Judá. Tamar, lo mismo que Rut, no ha vacilado en arriesgar su honor y su misma vida, para que se cumpliera el designio de Dios sobre la casa de Judá. El Midrás aún añade un comentario sobre el cabrito que Judá prometió a Tamar y que nunca le llegó. El Señor mismo se encargó de pagar la deuda. De la descendencia de Judá y Tamar sacó el Señor un Cordero, el Mesías, el cordero que paga toda deuda del mundo. Los sabios de Israel nunca han cesado de preguntarse por qué el Señor, para llevar
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adelante su designio complica tanto las cosas, incluyendo acciones vergonzosas, como la visita nocturna de Rut en la era de Booz o el que Tamar se tenga que vestir de prostituta para engendrar una descendencia de su suegro. Y aquí introducen un personaje secreto, al que Dios ha dotado de una gran astucia: Satanás. Y a Dios le gusta cazar a los astutos en su astucia (1Co 3,19). A través de la debilidad de Judá, que se acerca a Tamar disfrazada de prostituta, Satanás se alegra y ríe, lo mismo que los cananeos, ante la vergüenza del gran patriarca. Pero no sabe que en su triunfo está su derrota. En los hijos engendrados por Judá y Tamar se enciende una chispa de vida que, al final, se convertirá en el sol del Mesías. El árbol genealógico del Mesías, hijo de David hace evidente la estrategia del Señor, que hace pasar la salvación a través del pecado. En efecto, el Mesías desciende de Judá precisamente a través de su unión con Tamar la cananea; de Salmón, que engendró a Booz a través de su unión con Rajab, la prostituta de Jericó; de Booz, a través de su unión con Rut la moabita; de David rey, a través de su unión con Betsabé, mujer de Urías el hitita. He aquí la confirmación de que el Señor saca la salvación del pecado de los hombres. El Mesías, el más Santo y el más Justo, procede de una descendencia de vergonzosas debilidades.
9. EN LA ERA a) Como Judit y Ester
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Rut, adornada con sus mejores vestidos, “con su traje de fiesta”, baja a la era y hace cuanto su suegra le ha mandado. Rut va como una joven emocionada y decidida a la cita que decidirá su futuro, sencilla y elegante como una esposa. Así se preparó Judit para el encuentro con Holofernes: “Acabada su plegaria al Dios de Israel, y dichas todas estas palabras, se levantó Judit del suelo, llamó a su sierva y bajando a la casa donde pasaba los sábados y solemnidades, se quitó el sayal que vestía, se desnudó de sus vestidos de viudez, se bañó toda, se ungió con perfumes exquisitos, se compuso la cabellera poniéndose una cinta, y se vistió los vestidos que vestía cuando era feliz, en vida de su marido Manasés. Se calzó las sandalias, se puso los collares, brazaletes y anillos, sus pendientes y todas sus joyas, y realzó su hermosura cuanto pudo, con ánimo de seducir los ojos de todos los hombres que la viesen” (Jdt 10,1-4). “De reina” se viste Ester para presentarse ante el rey Asuero: “Al tercer día, una vez acabada la oración, se despojó de sus vestidos de orante y se vistió de reina. Recobrada su espléndida belleza, invocó a Dios, que vela sobre todos y los salva, apoyada en dos siervas, Ester iba resplandeciente, en el apogeo de su belleza, con rostro alegre como de una enamorada, aunque su corazón estaba oprimido por la angustia” (Est 5,1ss). Los vestidos de Rut seguramente no alcanzan el esplendor de los de Judit y Ester, pero su corazón tiembla de esperanza como el de ellas. Espera suscitar en Booz la pregunta del Cantar de los Cantares: “¿Quién es esa que sube del desierto, como columna de humo, como nube de mirra y de incienso, y de aromas exóticos?” (Ct 3,6). Como la esposa del Cantar, Rut sale de casa en la noche en busca de Booz, el amor que le dé una vida nueva. Judit y Ester, adornadas con sus mejores joyas y perfumadas con los más exóticos aromas, no ponen su confianza en el esplendor de su belleza, sino que antes de su arriesgado encuentro con Holofernes o Asuero confían su suerte, mediante la oración, a Dios que guía sus pasos. Y es Dios quien guía los pasos de Rut. En Dios ponen Noemí y Rut su esperanza. Y es Dios quien da a la fragilidad femenina el poder y la belleza para conquistar el corazón de los hombres. Dios se complace en adornar a la esposa con todo el esplendor de una reina. El profeta Ezequiel contempla a Dios revistiendo a Israel con sus mejores galas para hacer de su pueblo su esposa: “Pasé yo junto a ti y te vi. Era tu tiempo, el tiempo de los amores. Extendí sobre ti el borde de mi manto y cubrí tu desnudez; me comprometí con juramento, hice alianza contigo - oráculo del señor Yahveh - y tú fuiste mía. Te bañé con agua, lavé la sangre que te cubría, te ungí con óleo. Te puse vestidos recamados, zapatos de cuero fino, una banda de lino fino y un manto de seda. Te adorné con joyas, puse brazaletes en tus muñecas y un collar a tu cuello. Puse un anillo en tu nariz, pendientes en tus orejas, y una espléndida diadema en tu cabeza. Brillabas así de oro y plata, vestida de lino fino, de seda y recamados. Flor de harina, miel y aceite era tu alimento. Te hiciste cada día más hermosa, y llegaste al esplendor de una reina” (Ez 16). Desde el momento en que Yahveh extiende el borde de su manto sobre Israel, Israel se convierte en esposa de Yahveh. Pablo se enorgullece de su misión de embellecer a la Iglesia para presentarla radiante ante su esposo Cristo: “Celoso estoy de vosotros con celos de Dios. Pues os tengo desposados con un solo esposo para presentaros cual casta virgen a Cristo” (2Co 11,2). Cristo mismo se complace en embellecer a la Iglesia, su esposa: “Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada” (Ef 5,25-27). Con vestidos resplandecientes se presenta la esposa a las bodas celestiales con el Cordero: “Alegrémonos y regocijémonos y démosle gloria, porque han llegado las bodas del Cordero, y su Esposa se ha engalanado y se le ha concedido vestirse de lino deslumbrante de blancura” (Ap 19,7-8). b) Soy Rut, tu sierva
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El plan de Noemí se desenvuelve sin contratiempo hasta la medianoche. Booz comió y bebió y su corazón se puso alegre, “con la alegría de quien cosecha” (Is 9,2). ¿Por qué se alegró el corazón de Booz? El Midrás no se contenta con el motivo obvio, que es la gran comida y la buena bebida. La alegría verdadera viene del Señor. Al concluir la cosecha Booz se alegra en el Señor y le bendice por que ha puesto fin a la carestía. Entonces fue a acostarse junto al montón de cebada para hacer personalmente la guardia. Y enseguida se durmió. Entonces Rut sigilosamente se acerca, descubre sus pies y se acuesta a su lado. A media noche Booz siente un escalofrío (en el Cantar es ella quien se estremece al sentir la cercanía del amado: Ct 5,4), se da media vuelta y nota que hay una mujer acostada a sus pies. Despertado de sobresalto, Booz descubre a Rut a sus pies, pero no la reconoce, sólo distingue una silueta, acurrucada a sus pies, envuelta en la oscuridad de la noche. Asustado, grita: -¿Qué es esto? El Targum traduce “Y sucedió que mediada la noche, el hombre sintió un escalofrío, y empezó a temblar. Y su carne se reblandeció como un nabo cocido a causa del temor. Y se fijó, y he aquí que había una mujer acostada junto a sus pies. Y él fue dueño de su inclinación, y no se acercó a ella, como hizo el justo José, que se negó a acercarse a la egipcia, mujer de su señor; y como hizo Paltiel, hijo de Lais, el piadoso, que fijó la espada entre su carne y la de Mikal, hija de Saúl, la mujer de David, pues se había negado a acercarse a ella”. Booz, despertado de sobresalto, no sabe si lo que ve a sus pies es un hombre, una mujer o un animal. Pero Rut, con un hilo de voz, le responde: -Soy Rut, tu sierva. Extiende sobre tu sierva el borde de tu manto, porque tienes derecho de rescate. Rut, bien catequizada por Noemí, no se limita a decir “soy yo, Rut”, sino que con la sumisión de su entrega, cargada de delicadeza, se ofrece a Booz como esposa, motivando su entrega: “porque tú eres mi goel”. Rut pide a su defensor protección y refugio bajo sus alas, pues él desde el primer momento le ha anunciado las alas protectoras de Yahveh. Las alas de Yahveh se le muestran ahora en la protección que implora de parte de Booz, el pariente de Elimélek, y de su esposo, muertos y enterrados en Moab. En el texto bíblico el nombre de Rut aparece acompañado de una serie de apelativos. Rut es una “joven” (2,5), “una joven moabita” (2,6), “una mujer moabita” (1,4), o simplemente “moabita” (1,22; 2,21; 3,1; 4,5.10) y, por tanto “una extranjera” (2,10) en Israel. Por otro lado, es “mujer del difunto” Majlón (4,5), “nuera” de Noemí (1,22; 2,20; 4,15), “cuñada” (1,15) de Orpá, viuda (2,11). Para Noemí es “hija” (2,2.22; 3,1.16.18), lo mismo que lo es para Booz (2,8; 3,10.11). Al final, será “madre”, consuelo de Noemí. Hay un sucederse de momentos en los que la realidad presente se supera, hasta alcanzar su culmen en la genealogía final, en que Rut aparece como ascendiente de David (4,18-22) y, en la plenitud de los tiempos, como ascendiente del Mesías (Mt 1,5). Pero, refiriéndose a sí misma, Rut se declara “esclava” (2,13), o menos que una esclava. Así se presenta en su primer diálogo con Booz (2,10). En cambio, en el segundo diálogo, en la era, a la pregunta de Booz “¿Quién eres?”, Rut responde declarándose por dos veces “sierva” (3,9). Este término sierva (ammah) es diverso del anterior “esclava” (shif’ah) (2,13). Rut se va acercando cada vez más a Booz hasta que llegue a ser su esposa. En el Antiguo Testamento se reconocen siervas del Señor Ana, madre de Samuel (1S 1,11) y Ester (Est 4,17) y el salmista se reconoce “hijo de tu sierva” (Sal 86,16; 116,16). Israel mismo es, ante todo, “siervo de Yahveh” (Is 41,8...). María canta las maravillas que Dios ha hecho con su “siervo Israel”, “poniendo los ojos en la pequeñez de su sierva” (Lc
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1,48.49). Para ello ha dado su fiat: “hágase en mí según tu palabra”. Con esta expresión recalca el carácter personal de la aceptación. María expresa el deseo de que suceda en ella lo que el ángel le ha anunciado. Ofrece su persona a la acción de Dios. “Dijo María: He aquí la sierva del Señor: hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38). Con esta respuesta, comenta Orígenes, es como si María hubiera dicho a Dios: “Heme aquí, soy una tablilla encerada, que el Escritor escriba lo que quiera, haga de mí lo que quiera el Señor de todo”.3 Compara a María con una tablilla encerada que es lo que, en su tiempo, se usaba para escribir. Hoy diríamos que María se ofrece a Dios como una página en blanco sobre la que El puede escribir lo que desee. Sierva del Señor es el único título que María se atribuye a sí misma. Este título significa obediencia al Padre y aceptación de su plan de redención a través de la encarnación del Hijo. La vocación de María es el servicio al Padre y al Hijo. María, como sierva de Dios, responde al plan de Dios personalmente y en nombre del nuevo Israel, que es la Iglesia de Cristo. Lo que Israel no llevó a cabo debido a su incredulidad y desobediencia, lo lleva a cabo María por su fe y obediencia al Padre. Lo mismo que el primer Israel comenzó con el acto de fe de Abraham, así el nuevo Israel comienza con el acto de fe de María, sierva de Dios. Dios Padre quiso que la encarnación del Hijo estuviera precedida de la aceptación de la madre, de manera que lo mismo que la primera mujer, en el orden de la creación, contribuyó a la muerte, así esta primera mujer, en el orden de la redención, contribuyera a la vida. La misión de esta sierva -lo mismo que la del siervo del Señor- será oscura y también dolorosa. El camino que el Padre le ha trazado al Hijo, lo ha trazado también para María, su madre. Y María, lo mismo que el Hijo, se abandona obediente a la voluntad del Padre. En su pequeñez, María es la “mujer fuerte”, que persevera en su fidelidad hasta la cruz de su Hijo, invitando a todos los discípulos a esperar la manifestación de la gloria prometida en su Hijo: “Cuando hayan acabado nuestros esfuerzos terrenos, nuestras ‘puertas’ serán ver y alabar a Dios. Ya no se le dirá a la mujer fuerte: levántate, trabaja, escarda la lana, atiende a la lámpara, sé diligente, levántate de noche, abre las manos a los pobres, maneja el huso y la rueca. No tendrás que hacer nada de esto, ya que entonces mirarás a Aquel a quien tendía tu corazón y cantarás sin cesar sus alabanzas. Porque allí, en las puertas de la eternidad, se celebrará a tu Esposo con alabanza eterna”. 4 Pasarán las obras de los hombres, cuando pase la escena de este mundo (1Co 7,31), pero no pasará la acogida fecunda de la mujer fuerte, que se mantiene siempre junto al Hijo. Ella vivirá eternamente. María es la síntesis del antiguo pueblo de la alianza y la expresión más pura de su espiritualidad. Ella es realmente la “propiedad particular” (Ex 19,5) del Señor, consagrada enteramente a su servicio. Pero, al mismo tiempo que compendia en sí misma la fe de la antigua alianza, María es la primera creyente del nuevo testamento, la primera de aquel pueblo de “corazón nuevo y de espíritu nuevo que caminará en la ley del Señor” (Ez 36,2627). Sobre ella, criatura sin pecado y llena de gracia, desciende el Espíritu que plasma todo su ser y la hace templo de Dios vivo, después de haber dado su consentimiento libremente: “He aquí la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38). Con esta palabra, en respuesta al anuncio del ángel, María, “se consagró enteramente como sierva del Señor a la persona y a la obra de su Hijo” (LG 56). Rut se declara “sierva” y Booz la proclama “hija”, más aún, “bendita del Señor”. El dijo: -Bendita seas de Yahveh, hija mía. También María de Nazaret se declara “sierva del Señor” y luego Isabel, llena del Espíritu santo, la proclama “bendita entre todas las mujeres” (Lc 1,33.41-42). María es el anillo final de la larga cadena de mujeres aclamadas en la Escritura como “benditas del 3
ORÍGENES, Comentario al evangelio de Lucas, 18.
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SAN AGUSTÍN, Sermo 37,20: PL 38,235. 80
Señor”: “Llegando a su presencia, todos a una voz la bendijeron (a Judit), diciendo: Tú eres la exaltación de Jerusalén, tú el gran orgullo de Israel, tú la suprema gloria de nuestra raza. Al hacer todo esto por tu mano has procurado la dicha de Israel y Dios se ha complacido en lo que has hecho. Bendita seas del Señor Omnipotente por siglos infinitos” (Jdt 15-9-10). En esta cadena está también Rut. c) La espiga de oro Rut responde a Booz medio dormido: “Soy Rut, tu sierva. Extiende sobre tu sierva el borde de tu manto”. Algunos manuscritos hebreos en vez del “borde” del manto en singular, usan el plural, que da lugar a la traducción: “extiende tus alas sobre tu sierva”. Rut le recuerda a Booz las palabras que él le ha dirigido en su primer encuentro (2,12). Esto significa que Rut invita a Booz a hacer realidad su parabién, introduciéndola en la alianza divina, mediante el matrimonio con ella. Con esta expresión Rut evoca la grandiosa alegoría de Ezequiel: “Entonces pasé yo junto a ti y te vi. Era tu tiempo, el tiempo de los amores. Extendí sobre ti el borde de mi manto y cubrí tu desnudez; me comprometí con juramento, hice alianza contigo - oráculo del señor Yahveh - y tú fuiste mía”. (Ez 16,8). Así Rut se abre a la alianza de Dios con su pueblo, en la que resplandece el gran amor de Dios, siempre fiel al pueblo que gratuitamente ha elegido, siempre fiel con “quienes se refugian a la sombra de sus alas” (Sal 36,8). En su lectura alegórica, los escritores cristianos comentan así el texto: “Rut pide a Booz que extienda sobre ella su manto, deseando que quien le ama atraiga a sí a quien le ama, para que sean una sola cosa, cabeza y cuerpo, esposo y esposa, Cristo y el alma. De ese modo él se dará a conocer realmente como ‘pariente cercano’, al hallarse los dos unidos en la carne del recíproco amor y en la comunión de la Eucaristía, que les transforma en un solo espíritu. Pues quien se une al Señor se hace un solo espíritu con él (1Co 15,10)”. En la oscuridad de la “medianoche”, en la era solitaria de Belén, reinaba un “profundo silencio, que envolvía todas las cosas” (Sb 18,14). De repente saltó del cielo una palabra “como espada afilada” que desgarró el sueño de Booz. Un escalofrío recorrió sus huesos desde los “pies descubiertos” hasta su frente sudorosa. La sorpresa irrumpe con toda la fuerza de Dios, que dirige la vida de Rut hacia la luz de la esperanza. El diálogo de Booz y Rut llena la noche de estrellas: -¿Quién eres tú?, pregunta Booz. -Soy yo, Rut, responde ella. Y la noche, que envuelve en el sueño a todos los siervos de Booz, sigue su curso oscuro, pero para Booz y Rut se ha encendido la luz del futuro próximo y lejano: -Cúbreme con el borde de tu manto y sé mi goel. Rut ha cumplido su papel. Ahora espera ansiosa la respuesta de Booz. Las estrellas lejanas son testigo del diálogo de estos dos, hasta poco antes desconocidos y que Dios, Señor de la historia, ha hecho encontrarse bajo las alas de su presencia. La respuesta de Booz, ya bien despierto, es una exclamación de bendición, seguida del elogio emocionado de Rut: -Bendita seas de Yahveh, hija mía; tu último acto de piedad filial ha sido mejor que el primero, porque no has pretendido a ningún joven, pobre o rico. Haré por ti cuanto me pides. Descansa en paz hasta el amanecer. La versión del Targum es, como siempre, más amplia: “Y Booz le dijo: ¡Bendita seas tú, hija, delante de Yahveh! ¡Tu último acto de bondad ha sido más grande que el primero! El primero fue que te convertiste; y el último es que te has portado como una mujer que espera a su redentor hasta el tiempo en que crezca, y no has andado detrás de los muchachos para realizar la prostitución con ellos, fuesen ricos o pobres. Y ahora, hija mía, no temas. Yo haré en favor tuyo todo lo que me digas. Porque está patente ante todos los que se sientan a la
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puerta -el gran Sanedrín de mi pueblo- que tú eres una mujer justa, y que en ti hay energía para soportar el yugo de los mandamientos de Yahveh”. Tamar, que se hizo pasar por prostituta, fue elogiada por Judá: “Ella es más justa que yo” (Gn 38,26). También Booz elogia a Rut. Las dos mujeres se merecen el elogio porque han observado la ley que pone los intereses de la familia por encima de sus intereses personales. Rut ha renunciado a un marido joven para dar un heredero a la familia de Noemí. Rut, con el corazón trepidante, se serena. Booz, despertado de repente y sobresaltado con su presencia, no la ha rechazado. Las palabras de su boca llevan el calor de su corazón. En su mente bailan de gozo las estrellas. El sobresalto de Booz, al despertar, es el sobresalto de Adán al salir del sueño profundo y encontrarse cara a cara con Eva, “carne de su carne y hueso de sus huesos” (Gn 2,23). La luna, alta en el cielo nocturno de Belén, ilumina la cara de Rut en la era. Con un susurro Rut explica a Booz que Noemí se encuentra en la miseria y se ve obligada a vender su propiedad, casa y campos de su esposo Elimélek. Por eso le ha enviado a ponerse en manos de su redentor. Booz en voz baja le susurra al oído: -Ahora, hija mía, no temas; haré por ti cuanto me digas, porque toda la gente de mi pueblo sabe que tú eres una mujer virtuosa. Ahora bien: es verdad que tengo derecho de rescate, pero hay un pariente más cercano que yo con derecho de rescate. Pasa aquí esta noche, y mañana, si él quiere ejercer su derecho, que lo ejerza; y si no quiere, yo te rescataré, ¡vive Yahveh! Acuéstate hasta el amanecer. El Midrás amplía la información, diciéndonos que eran tres hermanos: Salmón, Elimélek y Tob, el Bueno. Salmón era el padre de Booz y había muerto ya muy anciano. Tob vivía aún y era, por eso, el pariente más cercano de Elimélek. Booz lo conocía bien: sabía que el nombre de Tob, el Bueno, era desmentido por su comportamiento. Tob era mezquino y egoísta como lo había sido también Elimélek. Era muy difícil que Tob aceptara ser el goel, pero Booz estaba obligado a dejarle la prioridad, por si acaso deseaba rescatar la heredad de su hermano. Por eso le dijo a Rut: “Pasa aquí la noche”. Será la última noche que pases sin marido: o él o yo, la próxima noche tendrás marido. Víctor Hugo, en su obra “Booz dormido”, comenta el sobresalto de Booz a medianoche: “Lo primero que se ofreció a su somnolienta mirada es, sin duda, lo que para nosotros da a la historia de Rut un evidente tono poético: Dios, el segador del verano eterno, había olvidado, al irse, una hoz de oro en un campo de estrellas”. Booz, que ha permitido a Rut espigar en sus campos, es invitado por Dios a recoger la espiga de oro, que El ha dejado caer a sus pies. c) Extiende tu manto sobre mí “Extenter el borde del manto” sobre una persona (en hebreo paras) no es lo mismo que “levantar el borde del manto” (gillah, en hebreo) de una persona. Esta última expresión lleva consigo un significado fornicatorio o adulterino, que condena el Deuteronomio (Dt 23,1; 27,20). El término usado por Rut es el primero (paras) y así entiende Booz el gesto. Los comentaristas hebreos lo explicitan con las paráfrasis de sus traduciones: “No he venido aquí con intención de fornicar, sino de casarme contigo”, “tómame como esposa para dar un hijo a mi marido”, “haz que tu sierva pueda ser llamada con tu nombre tomándome por esposa”. El Targúm da ya en su tradución el significado del gesto: “Y ella respondió:Yo soy tu sierva Rut. ¡Que se pronuncie tu nombre sobre tu sierva, y sea yo tomada como esposa! Porque tú eres mi redentor”. Extender el manto sobre una persona es asegurar su protección. Cuando la protegida es una mujer, también significa la unión matrimonial. Extender el manto sobre la mujer es el gesto primero de un esponsalicio. El futuro marido ofrece su manto como signo de protección
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de su futura esposa. En la historia de amor de Oseas con Gomer, al verse obligado a separarse de ella, Oseas dice: “Quitaré de ella mi manto y quedará desnuda”, sin mi protección (Os 2,5). Según el profeta Ezequiel, Dios mismo pasa junto a una joven mujer desnuda, chapoteando en su propia sangre, la cubre con su manto, la limpia, la protege, la alimenta y, cuando llega a la edad del amor, la desposa (Ez 16). La escena del manto con que Booz cubre a Rut es un reflejo de la relación de Dios con Israel. Un solo manto cubre a Booz y a Rut, uniéndoles en el sueño. Booz es figura de Dios y Rut, joven viuda, es figura de Israel, no del Israel de la carne, sino del Israel del espíritu, el pueblo de los pobres de Yahveh. En la casa de Noemí, a la que se ha unido indisolublemente Rut, donde parece que es sólo morada de muertos, florecerá nuevamente la vida. No sólo nacerá un hijo, sino el hijo de la promesa, de quien descenderá el hijo mismo de Dios. Una familia extinguida resucita por la potencia del Altísimo. Rut entra en la cadena de la historia de la salvación. Su gesto actualiza los anuncios de los profetas. Puede hacer suya la palabra de Isaías: “Canta de júbilo, estéril, que no dabas a luz, rompe en gritos de júbilo y alegría, tú, que no has tenido los dolores; porque los hijos de la abandonada serán más que los hijos de la casada, dice Yahveh. Ensancha el espacio de tu tienda, despliega sin miedo las cortinas, alarga tus cuerdas, asegura bien tus clavijas; porque te expandirás a derecha e izquierda, porque tu estirpe heredará las naciones y poblará ciudades desiertas. No temas, no te avergonzarás, ni te sonrojes, que no quedarás afrentada, pues olvidarás la vergüenza de tu mocedad, y nunca más recordarás la afrenta de tu viudez. Porque te tomará por esposa tu Hacedor, Yahveh Sebaot es su nombre. Tu redentor es el Santo de Israel, se llama Dios de toda la tierra” (Is 54,1-5). Rut olvidará su esterilidad y viudez. El Señor la hará madre fecunda. En su seno llevará la esperanza de Israel, pues de ella nacerá el Mesías. Rut podrá cantar con Isabel: “Esto es lo que ha hecho por mí el Señor en los días en que se dignó quitar mi oprobio entre los hombres” (Lc 1,25). Y también con María: “Exulta mi alma en el Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador porque ha puesto sus ojos en la humillación de su sierva. Desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso, Santo es su nombre y su misericordia alcanza de generación en generación a los que le temen. Desplegó la fuerza de su brazo, dispersó a los que son soberbios en su propio corazón. Derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humildes. A los hambrientos colmó de bienes y despidió a los ricos sin nada. Acogió a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia - como había anunciado a nuestros padres - en favor de Abraham y de su descendencia por los siglos” (Lc 1,46-55).
10. SÉ MI GOEL a) Ley del rescate Los hebreos tenían un fuerte sentimiento de solidaridad familiar. Todos los individuos
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del mismo clan son considerados como una prolongación del patriarca que le dio origen, miembros de un cuerpo en desarrollo, que tiene los mismos huesos, la misma carne y la misma sangre (cf Gn 29,14; 37,27; Jc 9,1-2; 2S 5,1; 19,11-13). Todos, por consiguiente, se interesan de la continuidad e integridad del clan. Si un hombre es asesinado, la sangre derramada no es únicamente la suya; todo el clan sangra en él. Como la vida reside en la sangre (Gn 9,4; Lv 17,11), toda la vitalidad del clan sufre una cierta pérdida. Por consiguiente, un miembro del clan herido persigue y mata al ofensor, tomando así algo de la vida del clan ofensor a fin de restablecer el equilibrio social (Nm 35,19-21; Dt 19,6-13). El pariente que lleva a cabo esta obligación recibe el nombre de “vengador de sangre” (haddam) o “redentor” del clan. En el pequeño libro de Rut, el término goel aparece siete veces en el capítulo tercero y catorce en el cuarto. Puesto que las posesiones materiales de un individuo, -campo, casa, etc.-, son como prolongaciones de su misma persona, también éstas son consideradas como pertenecientes al clan. En este contexto se entiende la negativa de Nabot a enajenar la viña familiar. Ante la pretensión del rey que desea ampliar su huerto con el campo de Nabot, el pobre Nabot le responde: “Líbreme Yahveh de darte la herencia de mis padres” (1R 21,3). La propiedad, que Dios ha dado a una familia, es inalienable. El rey Acab, instigado por Jezabel, usurpa el campo de Nabot y Dios manda a su profeta al rey para anunciarle la muerte por semejante crimen: “Así habla Yahveh: Has asesinado ¿y además usurpas? Por esto, en el mismo lugar en que los perros han lamido la sangre de Nabot, lamerán también los perros tu propia sangre” (1R 21,19). Toda pérdida de estos bienes materiales significa también un menoscabo para el mismo clan, una amenaza para su continuidad y su fuerza vital. Así, cuando un pariente empobrecido se ve forzado a vender o abandonar su propiedad, otro pariente está obligado a mantener la propiedad dentro del clan, comprándola o redimiéndola de manos del extraño a quien ha ido a parar (Lv 25,25; Jr 32,6-9). También el pariente que cumple este deber recibe el nombre de goe1, “redentor”. Esta ley del rescate en primer lugar establece que cuando uno, obligado por la pobreza, vende su tierra, entonces su pariente más próximo está obligado a rescatar aquella tierra, es decir, comprarla, no para sí, sino para el familiar pobre que corre el riesgo de perderla (Lv 25,23-25). Los bienes de familia no deben salir de ella. Si alguno, forzado por la necesidad, pone en venta esos bienes, algún pariente debe comprarlos para que queden en la familia o rescatarlos para que vuelvan a la familia. La ley del rescate establece en segundo lugar que cuando uno, obligado por la pobreza, se vende como esclavo, entonces su pariente más próximo está obligado a rescatarlo, debe pagar para que su hermano recobre la libertad (Lv 25,47-49). La finalidad de esta ley es defender y fortificar la familia y el clan familiar. El familiar, que rescata la tierra o al pariente vendido como esclavo, recibe el nombre de goel, el salvador, redentor, liberador, defensor, protector, abogado, consolador. Con todos estos significados se aplica a Dios, que salva, redime, libera, defiende, protege, consuela a su pueblo (Is 41,14; 43,14; 14,54; 63,16...). La familia de Noemí y Elimélek, aunque pobre, poseía campos, que ninguno podía quitarles. Han pasado más de diez años desde que Elimélek los había vendido, antes de emigrar a Moab. Ahora, que Noemí retorna, busca el goel que los rescate. Sólo si la familia se extingue pueden pasar a otro. Es el pecado del pariente más próximo de Noemí: prefiere que la familia se extinga antes que dar un descendiente a Noemí, desposando a su nuera viuda. Seguramente, en su egoísmo, pensaba que, al morir Noemí, la propiedad sería suya, sin hacer nada por salvar la familia de su pariente. b) Ley del levirato La continuidad y la integridad del clan eran amenazadas también por la falta de hijos.
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En una época en que los hombres no tenían idea de la resurrección, buscaban la inmortalidad, la perennidad de su nombre, a través de los hijos y los nietos. Si un hombre moría sin haber engendrado un hijo, moría por completo, y el clan quedaba como mutilado. Por ello, junto a la ley del rescate, aparece la ley del levirato. El hermano del difunto está obligado a tomar para sí a la viuda, y el primer hijo que nace de esta unión es considerado hijo del muerto, heredero de sus pertenencias y sostén de su nombre y su linaje (Dt 25,5-6). El hermano que cumple este cometido recibe el nombre de “yabam” que significa “progenitor” o “procreador”. El término latino para designar al cuñado es levir, de donde viene el término “levirato” para designar esta práctica. En los tiempos antiguos, cuando el espíritu de clan o familia era más intenso, parece que esta costumbre tenía mayor fuerza obligatoria. Nótese el destino de Onán en Gn 38. En Rut 1,11 parece suponerse que, si Noemí hubiera tenido otros hijos, sus nueras viudas habrían podido esperar de ellos que cumplieran con su deber. Cuando el muerto no tenía más hermanos, la solidaridad del clan podía exigir que otro pariente próximo cumpliese las funciones de yabam, si bien es probable que en este caso la obligación no fuese tan perentoria y pudiera pasar a otro pariente sin ninguna dificultad. La norma del levirato (yabam) aparece en forma narrativa en el libro del Génesis (38,6-11) y en el texto jurídico del Deuteronomio: “Si unos hermanos viven juntos y uno de ellos muere sin tener hijos, la mujer del difunto no se casará fuera con un hombre de familia extraña. Su cuñado se llegará a ella, ejercerá su levirato tomándola por esposa, y el primogénito que ella dé a luz llevará el nombre de su hermano difunto; así su nombre no se borrará de Israel. Pero si el cuñado se niega a tomarla por mujer, subirá ella a la puerta donde los ancianos y dirá: Mi cuñado se niega a perpetuar el nombre de su hermano en Israel, no quiere ejercer conmigo su levirato. Los ancianos de su ciudad llamarán a ese hombre y le hablarán. Cuando al comparecer diga: No quiero tomarla, su cuñada se acercará a él en presencia de los ancianos, le quitará su sandalia del pie, le escupirá a la cara y pronunciará estas palabras: Así se hace con el hombre que no edifica la casa de su hermano; y se le dará en Israel el nombre de Casa del descalzado”. (25,5-10). La finalidad de la legislación es doble: busca dar al difunto y a su mujer una descendencia “para que el nombre del difunto no se extinga en Israel” (Dt 25,6) y, en segundo lugar, conservar el patrimonio dentro de la familia. El primer hijo nacido de esta nueva unión pertenece al difunto (Dt 25,6) y recibe los derechos de la primogenitura, por lo que le corresponde una parte doble de la herencia (Dt 21,17) y la autoridad sobre la familia (Gn 27,33-36). El pariente más cercano es un familiar (qarôt : 2S 19,43; Jb 19,14; Ne 13,4), cuyo grado de parentesco aparece en las prescripciones sobre el derecho hereditario: “Si un hombre muere y no tiene ningún hijo, traspasará su herencia a su hija. Si tampoco tiene hija, daréis la herencia a sus hermanos. Si tampoco tiene hermanos, daréis la herencia a los hermanos de su padre. Y si su padre no tenía hermanos, daréis la herencia al pariente más próximo de su clan, el cual tomará posesión de ella. Esta será norma de derecho para los israelitas, según lo ordenó Yahveh a Moisés” (Nm 27,8-11). c) Ley del rescate y del levirato juntas La familia de Noemí es imagen del pueblo al retorno del exilio. Como la familia de Noemí, el resto de Israel se encuentra necesitado de un goel. Las familias pobres y disgregadas son incapaces de defenderse de la ambición de los ricos. Se ven obligadas a vender sus tierras, hijos e hijas (Ne 5,1-5). La ley del rescate y del levirato, buenas en sí mismas, son limitadas y han caído en desuso. Incluso algunos se sirven de la ley del rescate para adquirir las tierras de los parientes pobres. Observan la ley, contemplando solamente el
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rescate de la tierra del pobre y no el rescate del pobre y su familia, como hace el tal de la historia de Rut (4,5-6). Transforman la ley en un instrumento de mentira (Jr 8,8). Como reacción a esta situación desesperada, Zorobabel, Esdras y Nehemías exhortan al pueblo a conversión. Nehemías al oír las quejas de los pobres se indigna: “Tomé decisión en mi corazón de reprender a los notables y a los consejeros, y les dije: ¡Qué carga impone cada uno de vosotros a su hermano! Congregué contra ellos una gran asamblea, y les dije: Nosotros hemos rescatado, en la medida de nuestras posibilidades, a nuestros hermanos judíos que habían sido vendidos a las naciones. ¡Y ahora sois vosotros los que vendéis a vuestros hermanos para que nosotros los rescatemos! Ellos callaron sin saber qué responder. Y yo continué: No está bien lo que estáis haciendo. ¿No queréis caminar en el temor de nuestro Dios, para evitar los insultos de las naciones enemigas? También yo, mis hermanos y mi gente, les hemos prestado dinero y trigo. Pues bien, condonemos estas deudas. Restituidles inmediatamente sus campos, sus viñas, sus olivares y sus casas, y perdonadles la deuda del dinero, del trigo, del vino y del aceite que les habéis prestado. Respondieron ellos: Restituiremos y no les reclamaremos ya nada; haremos como tú has dicho. Entonces llamé a los sacerdotes y les hice jurar que harían seguir esta promesa. Luego sacudí los pliegues de mi manto diciendo: ¡Así sacuda Dios, fuera de su casa y de su hacienda, a todo aquel que no mantenga esta palabra: así sea sacudido y despojado! Toda la asamblea respondió: ¡Amén!, y alabó a Yahveh” (Ne 5,6-13). Sin embargo ninguno llega a dar una respuesta como la del libro de Rut, que alarga la ley del levirato más allá del propio hermano y une la ley del rescate de la tierra a la ley del levirato para salvar realmente a la familia. El libro habla siempre de rescate, pero piensa en el levirato. De todos modos, en ambos casos se trata de salvaguardar la familia, fundamento de la vida del pueblo. d) Rut y Job Aún queda por delante toda la noche. Pero Rut duerme con el corazón sosegado. La esperanza no es posesión, pero alumbra la certeza de la posesión, carga el presente de la noche con la luz del alba anunciada: “Sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo. Porque nuestra salvación es en esperanza; y una esperanza que se ve, no es esperanza, pues ¿cómo es posible esperar una cosa que se ve? Pero esperar lo que no vemos, es aguardar con paciencia” (Rm 8,22-25). “Habiendo, pues, recibido de la fe nuestra justificación, estamos en paz con Dios, por nuestro Señor Jesucristo, por quien hemos obtenido también, mediante la fe, el acceso a esta gracia en la cual nos hallamos, y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios. Más aún; nos gloriamos hasta en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación engendra la paciencia; la paciencia, virtud probada; la virtud probada, esperanza, y la esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rm 5,1-5). La noche va pasando y el día se acerca también para Rut. La esperanza es la sala de espera de la alegría. Rut vive aún en la esperanza, pero ya descansa en paz a los pies de Booz, su goel. Confiada espera que su goel se levante “antes de que un hombre pueda distinguir a otro”. Pues “Dios llega con su auxilio antes de que llegue la mañana” (Sal 46,6), pues “el miedo del anochecer desaparece antes de que amanezca” (Is 17,14). En realidad “el Señor que creó las Pléyades y el Orión, convierte las sombras en aurora” (Am 5,8). La esperanza acerca la luz del día: “La noche avanza y el día se acerca, la salvación está ya cerca” (Rm 13,11-12). Job, en medio de su noche, espera con la certeza de la fe que su goel se levante. Y no le cabe la menor duda de que se levantará, pues él está vivo: “Yo sé que mi Defensor está vivo, y que
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él, el último, se levantará sobre el polvo. Tras mi despertar me alzará junto a él, y con mi propia carne veré a Dios. Yo, sí, yo mismo le veré, mis ojos le mirarán, no ningún otro. ¡Dentro de mí languidecen mis entrañas!” (Jb 19,25-27). Desde lo hondo de su abandono le brota a Job una palabra que atraviesa los cielos y el tiempo. Una palabra que llega hasta Dios y hasta nosotros. Es una palabra incrustada con plomo en la roca, imperecedera, “escrita para la generación futura” (Sal 102,19). Será la última apelación y convicción de Job: “¡Ojalá se escribieran mis palabras, ojalá se grabaran en cobre, y con punzón de hierro y plomo se esculpieran para siempre en la roca!” (19,2324). La confesión triunfal de Job merece ser grabada para siempre en la memoria de Dios, como esperanza para todos los hombres. A Job sólo le queda la esperanza de que el goel divino se levante y le defienda de la muerte, justificándole ante todos. En el continuo lamento de Job permanece siempre un hilo de esperanza ligado a la memoria de su pasado de fe e intimidad con Dios. Es la esperanza pura de Dios, sin ningún lazo con bienes terrenos. Job no quedará defraudado. Con gozo podrá confesar: “Ahora te han visto mis ojos” (42,5). Dios no abandona la obra de sus manos, sino que, siendo justo, mantiene su fidelidad al hombre. Dios será “el último” en hablar en el proceso y hará justicia a su siervo, que sufre el sarcasmo de los satisfechos. Cuando se manifieste, Job mismo descubrirá el sentido de su sufrimiento y de toda su vida. Jesucristo es la respuesta viva al hondo deseo de Job: “Ahora bien, sabemos que cuanto dice la ley lo dice para los que están bajo la ley, para que toda boca enmudezca y el mundo entero se reconozca reo ante Dios, ya que nadie será justificado ante él por las obras de la ley, pues la ley no da sino el conocimiento del pecado. Pero ahora, independientemente de la ley, la justicia de Dios se ha manifestado, atestiguada por la ley y los profetas, justicia de Dios por la fe en Jesucristo, para todos los que creen - pues no hay diferencia alguna; todos pecaron y están privados de la gloria de Dios - y son justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús, a quien exhibió Dios como instrumento de propiciación por su propia sangre, mediante la fe, para mostrar su justicia, habiendo pasado por alto los pecados cometidos anteriormente, en el tiempo de la paciencia de Dios; en orden a mostrar su justicia en el tiempo presente, para ser él justo y justificador del que cree en Jesús” (Rm 3,1926). Dios ha constituido a Cristo sabiduría, justicia, santificación y redención nuestra (1Co 1,30). Redimido, Job, el hombre, podrá ser recibido favorablemente por Dios y ver su rostro. Lo verá, ya no como enemigo o extraño, sino como familiar, como amigo o cercano. Sus ojos se saciarán de su semblante. Lo contemplará con sus ojos y no por el testimonio de otros, como hasta ahora, que le conoce sólo de oídas (42,5). Esta profesión de fe le conmueve las entrañas, con ansias de ver cumplida su esperanza. El verbo ga’al o el nombre goel (el que rescata) supone un parentesco de sangre. Aplicado a Dios evoca todas sus intervenciones redentoras. Yahveh, que rescata, es el que llama a Israel por su nombre (Is 43,1), el que se acerca a él (Sal 69,19) para alentarle (Is 52,9), el que disipa como una nube sus transgresiones (Is 44,22-23), el que lleva a Israel (Is 63,9), su pueblo adquirido desde el origen (Sal 74,2), para abrevarlo en el desierto árido (Is 48,20), el que descubre a los ojos de las naciones su brazo de santidad (Is 52,10; Sal 77,16), librando a su pueblo de la esclavitud (Is 52,3) y de la mano del enemigo (Sal 106,10). Al proclamarse goel de Israel, Yahveh reivindica una especie de parentesco con él y considera la alianza como un vínculo de sangre. Yahveh go’el se proclama el fuerte de Jacob (Is 49,26; 60,16), la roca (Sal 78,35), el rey (Is 44,6), el santo de Israel (Is 41,14;43,14; 54,5), su creador y esposo (Is 54,5). Formó a su pueblo desde el seno materno (Is 44,24), le enseña lo que es saludable, le hace caminar por el camino que él recorre (Is 48,17), acude en su ayuda (Is 41,14) cuando es despreciada su vida (Is 49,7), siempre está dispuesto a vengarlo (Is 47,3-4), disputando con el que quiera disputar con Israel (Is 49,25). Tiene piedad de su pueblo porque le ha dedicado un amor eterno (Is 54,8); perdona a cada uno de sus fieles,
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rescata su vida de la fosa y le corona de amor y de cariño (Sal 103,4). Por todo esto, cuando Israel habla de su go’el, su respeto va matizado con un afecto filial: “Tú, Yahveh, eres nuestro padre, nuestro go’el; ese es tu nombre desde siempre” (Is 63,16). Cuando Job apela a Dios como go’el está apelando a un salvador, al Dios go’el de la tradición profética y sálmica. La Vulgata latina ve en este texto la confesión de fe en la resurrección corporal: “Sé que mi redentor está vivo y que el último día yo me levantaré de la tierra”. Esta traducción de San Jerónimo ha pasado a la liturgia, en donde el texto de Job se lee a la luz de su cumplimiento en Cristo. Job sabe que Dios está vivo y es fuerza de vida y salvación. Ignora lo que va a hacer para eternizar su amor, pero sabe que él tiene la última palabra y que, como go’el, su amor es eterno. En Cristo se desvelará lo que Job anuncia y espera. Apelando al viviente como su go’el, su vida queda ligada a la vida de Dios. Restablecida su relación con Dios, la vida triunfará sobre la muerte. Dios “no es un Dios de muertos, sino de vivos” (Mt 22,32). El amor y fidelidad de Dios son más fuertes que la muerte. Job concluye advirtiendo a los amigos, aliados con Dios contra él, que estén atentos y vigilen sus palabras contra él, “pues hay un juez que al final intervendrá”: “Y si vosotros decís: ¿Cómo atraparle, qué pretexto hallaremos contra él?, temed la espada por vosotros mismos, pues la ira se encenderá contra las culpas y sabréis que hay un juicio” (19,28-29). Dios ahora me persigue y se ensaña conmigo, tratándome como enemigo, vosotros me perseguís con vuestras acusaciones, creyendo estar de la parte de Dios. No os hagáis ilusiones. Dios dejará de actuar como enemigo de Job y no será para él como un extraño. Reconciliado con él, entablará un juicio contra quienes han perseguido injustamente al inocente. Job les anticipa el final, en donde él se mostrará como verdadero amigo, intercediendo por los que ahora le acosan con sus acusaciones. e) Dios, goel de los pobres El término goel, que usa Rut, es un término técnico del lenguaje jurídico de Israel, que se repite otras cinco veces en los versículos siguientes. La palabra tiene diversos significados. Goel es el vengador de sangre, cuando se trata de dar muerte al asesino de un familiar; es el redentor encargado de rescatar con sus bienes una propiedad vendida o una persona entregada como esclava; es el encargado de suscitar una descendencia a un familiar muerto sin hijos, casándose con la viuda (Gn 38,6ss). Es evidente que Rut, al dar este título a Booz, le está pidiendo que se case con ella, para dar descendencia a su pariente Elimélek. El goel es el rescatador, que referido a Dios se traduce por redentor. Se trata del pariente más próximo por consaguineidad. El primer goel es el padre para los hijos, el esposo para la esposa, luego sigue el hermano y después los parientes más próximos según los grados de parentesco. Dios invita a Moisés a referir al pueblo, esclavo en Egipto, que va a intervenir para rescatar a Israel de la esclavitud del faraón, porque “Israel es su hijo primogénito” (Ex 4,22). Es la relación de paternidad y filiación que existe entre Dios e Israel la que le mueve a intervenir en la historia. Dios es el primer gran goel, el gran redentor. El piadoso israelita, cada día, en la oración de la mañana y de la tarde, entre la plegaria del Shemà y la Amidah recita una oración llamada G’ullah, implorando la redención. Esta oración comienza con una profesión de fe, en la que se enumeran los milagros de la redención de Israel de la esclavitud de Egipto, y se concluye con la invocación al Redentor de Israel para que lo libere ahora y siempre. Toda la Escritura es un canto a Dios como goel del hombre. El salmista se dirige a Dios llamándolo “Yahveh, roca mía, redentor mío” (Sal 19,15). Los cantos del Siervo de Yahveh de Isaías celebran a Dios que rescata y salva. Todo el mensaje que Isaías anuncia a Israel consiste en certificarle que “no tema, pues Dios le dice: Yo te ayudo y tu redentor es el
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Santo de Israel” (Is 41,14; 43,14): “No temas, que no te avergonzarás, ni te sonrojes, que no quedarás confundida, pues la vergüenza de tu mocedad olvidarás, y la afrenta de tu viudez no recordarás jamás. Porque tu esposo es tu Hacedor, Yahveh Sebaot es su nombre; y el que te rescata, el Santo de Israel, Dios de toda la tierra se llama. Porque como a mujer abandonada y de contristado espíritu, te llamó Yahveh; y la mujer de la juventud ¿es repudiada? - dice tu Dios. Por un breve instante te abandoné, pero con gran compasión te recogeré. En un arranque de furor te oculté mi rostro por un instante, pero con amor eterno te he compadecido - dice Yahveh tu Redentor” (Is 54,4-8). Dios actúa sobre la tierra, negando la lluvia o mandando las lluvias oportunas. La tierra, bendecida por Dios, tira de los emigrantes para que vuelvan a ella. El don de Dios se actualiza en la generosidad de Booz para con su pariente pobre. Booz es la expresión humana de la bondad de Dios: acoge a Rut como espigadora de sus campos. Comienza dando el fruto del campo, para luego pasar a dar un hijo a su pariente Noemí. Dios es “el protector de viudas”. El Deutero Isaías llama a Dios el “redentor de Israel”. Es el Dios que se acerca a rescatar a Sión, la viuda que ha perdido a sus hijos y vive en el destierro. Le llama para un nuevo desposorio, para que tenga numerosos hijos, para que disfrute de nuevo de la tierra. Pablo canta la redención de Dios en Cristo, que nos “ha liberado de la ley, del pecado y de la muerte” (Rm 8,1). Y “nos ha librado para que permanezcamos libres” (Ga 5,1). Por tanto “ya no soy esclavo” (Ga 3,28), “sino libre” (1Co 9,1) y puedo “comportarme como hombre libre” (1P 2,16). En Cristo se crea una realidad nueva. Ya no hay esclavo ni libre (Col 3,11), pues “todos son uno en Cristo Jesús (Ga 3,28). En Cristo somos “hijos del Padre” (Ef 1,5), “todos, pues, hermanos” (Mt 23,8). Cristo, en su encarnación, se ha convertido en “nuestro pariente próximo”, como Booz, por lo que ha sido constituido nuestro Goel, Redentor nuestro.
11. DE VUELTA EN CASA Rut duerme tranquila, sin preocupación por su futuro. Acostada a los pies de Booz, duerme hasta la madrugada. El primero en despertarse es Booz, que abre los ojos apenas le llegan los tenues resplandores del alba, en esa hora en que todavía un hombre no puede
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reconocer a otro, pues se decía: “Que no se sepa que la mujer ha venido a la era”. Booz despierta a Rut y le manda que guarde silencio sobre su encuentro nocturno. Pero antes de marcharse, con un gesto de la mano, le dice que se acerque: -Trae el manto que tienes encima y sujeta bien. Sujeta ella el manto, y él mide seis medidas de cebada y se las pone sobre la cabeza, y Rut entra en la ciudad. Según el Midrás, Booz pone primero en la palma de Rut seis granos de cebada, diciéndole: “Esta es la prenda que te doy. De ti saldrán seis justos ricos en seis virtudes excepcionales: David, Daniel, Ananías, Azarías y Misael, y el Mesias”. Después le vierte seis medidas en el manto, como regalo de bodas para llevarlo a Noemí. Quizás el Mesías tenga presente la historia de Rut al hablar de la generosidad del Padre celestial. “Dad y se os dará; una medida buena, apretada, remecida, rebosante pondrán en el halda de vuestros vestidos. Porque con la medida con que midáis se os medirá” (Lc 6, 38). El hecho de que le dé seis medidas de cebada y no siete, que es el número de la perfección, tiene su significado escondido. La séptima medida la recibirá cuando Booz tome a Rut como esposa, conviva con ella y ella conciba y dé a luz un hijo. El don actual de Booz son las primicias del don del hijo que sembrará en su seno. Dios, que “abre el seno materno” para hacer brotar la alegría en la tierra, está a punto de culminar la obra iniciada: “Antes de tener dolores dio a luz, antes de llegarle el parto dio a luz un varón. ¿Quién oyó tal? ¿Quién vio cosa semejante? ¿Es dado a luz un país en un solo día? ¿O nace un pueblo todo de una vez? Pues bien: Tuvo dolores y Sión dio a luz a sus hijos. ¿Abriré yo el seno sin hacer dar a luz o lo cerraré yo, que hago dar a luz? Alegraos, Jerusalén, y regocijaos por ella todos los que la amáis, llenaos de alegría por ella todos los que por ella hacíais duelo; de modo que maméis y os hartéis del seno de sus consuelos, de modo que chupéis y os deleitéis de los pechos de su gloria. Porque así dice Yahveh: Mirad que yo tiendo hacia ella, como río la paz, y como raudal desbordante la gloria de las naciones, seréis alimentados, en brazos seréis llevados y sobre las rodillas seréis acariciados. Como uno a quien su madre le consuela, así yo os consolaré (y por Jerusalén seréis consolados). Al verlo se os regocijará el corazón, vuestros huesos como el césped florecerán, la mano de Yahveh se dará a conocer a sus siervos” (Is 66,6-14). Ahora todo corre veloz. Dios arregla el proyecto de Noemí con su sabiduría que supera la humana como el cielo supera la tierra. Rut ha dormido en la era, pero Noemí no ha dormido en toda la noche. Impaciente espera en casa el regreso de Rut. Al verla llegar, exclama: -¿Cómo te ha ido, hija mía? Y Rut cuenta cuanto el hombre ha hecho por ella, y añade: -Me ha dado estas seis medidas de cebada, pues dijo: “No debes volver con las manos vacías donde tu suegra”. Noemí da gracias a Dios cuando Rut, con sus palabras, le presenta el don de Booz, como prenda de la fidelidad de sus promesas. Y, con un suspiro de alivio, dice a su nuera: -Quédate tranquila, hija mía, hasta que sepas cómo acaba el asunto; este hombre no parará hasta concluirlo hoy mismo. Nosotras hemos cumplido nuestra parte, ahora toca a Dios cumplir la suya. Si Booz ha dicho que concluirá el asunto, puedes esperar tranquila. El sí del hombre justo es sí y su no es no. La respuesta de Noemí es una profesión de fe en Dios, que es quien conduce la historia. De él depende el desenlace. El Targum lo pone de manifiesto: “Noemí replicó: Permanece conmigo, hija mía, en casa, hasta que tú sepas qué es lo que ha sido decretado desde los cielos y cómo ha de resolverse la cuestión. Porque ese hombre no descansará hasta que el asunto se haya resuelto favorablemente hoy”.
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Las seis medidas de cebada son para Noemí un mensaje profético sobre la próxima maternidad no sólo de Rut, sino también de ella. Noemí comprende el signo e invita a Rut a aguardar con calma y esperanza. Los signos, como la zarza ardiente de Moisés, hablan, pero para percibir su mensaje es necesario quitarse las sandalias. De lo contrario no se escucha nada, como dice Orígenes: “Quien no se quita las sandalias y no admite con todo el corazón que el lugar en que se encuentra y por donde camina es una tierra santa, lo único que logra es pisotear el camino viviente y sensible”. Jesús invita frecuentemente a sus oyentes a discernir los signos de los tiempos, las señales con las que Dios marca el camino de su presencia, el kairós de su actuación (Mt 16,3). Seis medidas de cebada o el brotar de las hojas en la higuera son un signo de que Dios está cerca: “De la higuera aprended esta parábola: cuando ya sus ramas están tiernas y brotan las hojas, sabéis que el verano está cerca. Así también vosotros, cuando veáis todo esto, sabed que El está cerca, a las puertas” (Mt 24,32-33). Si los campos blanquean es que llega la siega: “¿No decís vosotros: Cuatro meses más y llega la siega? Pues bien, yo os digo: Alzad vuestros ojos y ved los campos, que blanquean ya para la siega. Ya el segador recibe el salario, y recoge fruto para vida eterna, de modo que el sembrador se alegra igual que el segador” (Jn 4,35-36). Los signos anticipan el futuro y abren el corazón a la esperanza. Pero sólo el amor ilumina la fe para discernir el mensaje del signo. Juan, “el discípulo a quien Jesús amaba” (Jn 20,2) corre con Pedro hacia el sepulcro de Cristo en la mañana de la resurrección. Entró en el sepulcro “vio las vendas en el suelo y el sudario que cubrió su cabeza, no junto a las vendas, sino plegado en un lugar aparte... vio y creyó” (Jn 20,6-8). Noemí comprende e invita a Rut a abrirse a la esperanza con paciencia: “Es bueno esperar en silencio la salvación de Yahveh” (Lm 3,26), pues “no quedará fallida la paciencia del piadoso” (Si 16,13). “Mirad: el labrador espera el fruto precioso de la tierra aguardándolo con paciencia hasta recibir las lluvias tempranas y tardías. Tened también vosotros paciencia; fortaleced vuestros corazones porque la Venida del Señor está cerca” (St 5,7-8).
12. EN LA PUERTA DE BELÉN a) Un hombre sin nombre Desde la era, donde Rut y Booz han pasado la noche, el relato nos traslada a la puerta
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de la ciudad. Al alba Rut ha vuelto a casa. Y ahora, con el sol en lo alto, Booz se encuentra aguardando en la puerta de la ciudad. En Israel, los asuntos públicos y privados se ventilan en la puerta de la ciudad,5 lugar por donde salen y entran todos los ciudadanos (Dt 25,7). La puerta es el centro de la vida de la ciudad, rodeada de murallas. Adosados a las murallas están los asientos de piedra para los jueces del pueblo. Junto a la puerta se reúne la gente para seguir los juicios de los ancianos (Dt 21,18-20; Za 8,16; Am 5,12), es donde se concluyen los contratos (Gn 23,3-20) y tienen lugar las disputas de los sabios (Jb 24,7; 29,7-12). Allí se enseña también la Torá. Muy cerca de la puerta, en Belén, está el pozo (2S 23,8-17), donde las mujeres van cada día con sus cántaros a buscar el agua. No se ha engañado Noemí. Booz es un hombre de palabra. Mantiene la promesa y no deja correr el tiempo. En la mañana misma sube a la puerta de la ciudad. En medio del ajetreo de gentes, que entran y salen, Booz, vestido con las insignias de juez, fija los ojos sobre todos los que pasan ante él; como el león aguarda la presa, Booz aguarda al pariente de Noemí, el goel a quien corresponde en primer lugar desposar a Rut. Y, he aquí que acertó a pasar por allí el goel, el pariente más cercano de Elimélek de quien Booz había hablado a Rut. Es otra “casualidad” de las que llenan la historia de Rut. Dios no duerme y guía los pasos de la historia. Al ver al goel, Booz lo llama: -Acércate y siéntate aquí, Fulano. Según el Midrás, con Booz, ha llegado a la puerta de la ciudad el ángel del Señor, que impulsa los pasos de Tob, el Bueno, hacia el lugar. Aunque Tob hubiera estado en el extremo opuesto de la tierra, Dios lo habría llevado volando hasta allí, para no dejar ansioso un minuto más al justo Booz. Booz había cumplido su parte, Rut la suya, como también Noemí. Entonces el Señor se dijo: También yo cumpliré mi parte. Aquel día perdería Tob su nombre de Bueno. Por eso Booz le llama Fulano, que es como se llama a un hombre sin nombre. No tiene nombre. No forma parte de la historia de la salvación. Es un tal, un fulano y nada más. Su egoísmo le hace desaparecer con su muerte. Ante la invitación de Booz, el fulano de tal fue y se sentó. Con él Booz, con su autoridad de juez, toma un minian de diez ancianos de la ciudad con los que constituye el sanedrín, la corte de justicia. Los diez ancianos serán testigos y garantes de cuanto se diga y haga, pues la sabiduría es propia de los ancianos: “¡Qué bien sienta el juicio a las canas, a los ancianos el tener consejo! ¡Qué bien parece la sabiduría en los ancianos, la reflexión y el consejo en los ilustres!” (Si 25,5-5). Booz les llama: -Sentaos aquí. Y ellos se sientan, pendientes de los labios de Booz, quien sin rodeos se dirige al que tenía el derecho de rescate: -Noemí, que ha vuelto de los campos de Moab, vende la parcela de campo de nuestro hermano Elimélek. He querido hacértelo saber y decirte: “Adquiérela en presencia de los aquí sentados, en presencia de los ancianos de mi pueblo. Si vas a rescatar, rescata; y si no vas a rescatar, dímelo para que yo lo sepa, porque fuera de ti no hay otro que tenga derecho de rescate, pues voy yo después de ti”. Los tres hermanos, Elimélek, Tob y Salmón han recibido como herencia de los abuelos efrateos un gran campo en la zona más fértil del valle y lo han dividido en partes iguales entre ellos. Booz ha heredado la parte de su padre Salmón, mientras que Noemí, por su miseria, se ve obligada a vender la parte de Elimélek, su marido. Tob es el pariente más próximo, le toca a él, en primer lugar, el derecho de rescate. Y ya le brillan los ojos codiciosos: de un solo golpe podrá duplicar sus campos. Sin pensarlo, dice: -Yo rescataré. El campo le interesa. Sin dudarlo un momento acepta ampliar sus posesiones. Cegado por su avaricia sólo mira al aspecto económico del trato, olvidándose por completo de las 5 Cf Gn 34,20; 2S 19,9; 15,2; Jb 29,7ss; Pr 8,1-3; 24,7; 31,23; Sal 127,4-5; Dt 21,18ss. 92
personas. En base a la ley del rescate, está dispuesto a rescatar la tierra, sin preocuparse de la familia de Noemí y de Rut. De este modo la ley del rescate, creada para garantizar a los pobres la propiedad de la tierra, sirve para acrecentar la propia riqueza y dejar al pobre en la miseria. Este tal se limita a observar la letra de la ley, contradiciendo el espíritu de la ley. Pero Booz añade: -El día que adquieras la parcela para ti de manos de Noemí tienes que adquirir también a Rut, la moabita, mujer del difunto, para perpetuar el nombre del difunto en su heredad. Booz está dispuesto a ceder al pariente más próximo el derecho de adquirir los campos de Noemí, pero con la condición de que tome por esposa a la nuera. La tierra en Israel es un bien inalienable, pertenece a la familia. El primer deber del goel, para que la propiedad no pase a otras manos, es suscitar un descendiente al familiar difunto, “para perpetuar el nombre del difunto en su heredad”. Booz une la ley del rescate y la del levirato. La tierra sin un hijo, que la herede, no garantiza la continuidad de la familia. El hombre se queda perplejo. Si redime la propiedad de Elimélek y al mismo tiempo suscita un heredero de Elimélek y Majlón, que en su día recibirá esta misma propiedad como herencia (Dt 25,6-7), resulta que en resumidas cuentas para él no queda nada, sino una esposa más, Rut, y la posibilidad de que vengan nuevas bocas que alimentar, más herederos de sus pertenencias, pues los restantes hijos que puedan venir estarán bajo su responsabilidad. Prevé la posible desintegración de su hacienda. Queda de manifiesto el verdadero carácter de este fulano. Es igual que Orpá; no quiere poner en peligro sus propios intereses. Su mezquindad sólo sirve para poner más de relieve la grandeza de Booz, como ocurría cuando Orpá era puesta en contraste con Rut. Ahora al fulano de tal ya no le interesa rescatar la tierra. Tiene su familia y no quiere dividir la herencia con una segunda mujer y sus hijos. Es el razonamiento egoísta, que le brota espontáneo: -Así no puedo rescatar, porque podría perjudicar mi herencia. Usa tú mi derecho de rescate, porque yo no puedo usarlo. En ese momento desapareció su nombre de la historia de la salvación y se volvió en un Fulano, un hombre sin nombre. Siendo el goel más próximo cede todos los derechos y obligaciones a Booz. Al no discernir los signos “el tal” se quedó sin futuro, aferrado al presente. Como Esaú, por un plato de lentejas, perdió la primogenitura. “Que no haya ningún impío como Esaú, que por una comida vendió su primogenitura. Ya sabéis cómo luego quiso heredar la bendición; pero fue rechazado y no logró un cambio de parecer, aunque lo procuró con lágrimas” (Hb 12,16-17). Esaú se perdió las promesas mesiánicas lo mismo que el pariente más cercano de Noemí se autoexcluye de la posibilidad de tener un hijo de Rut, que sería un anillo de la cadena que llega hasta el Mesías. Como Orpá se volvió con su viudez estéril a la casa materna, el pariente más cercano, por intereses familiares, renuncia a Rut y no funda una dinastía real, la de David. El “pariente más cercano” rechaza a Rut, la moabita, San Pablo se encontrará más tarde con los judíos que rechazan al Hijo de Rut, el Mesías. Con dolor les despide, diciendo: “Era necesario anunciaros a vosotros en primer lugar la Palabra de Dios; pero ya que la rechazáis y vosotros mismos no os juzgáis dignos de la vida eterna, mirad que nos volvemos a los gentiles” (Hch 13,46). Es el misterio escondido de la revelación de Dios dado a conocer a los sencillos y oculto a los inteligentes, que con su razón hacen los cálculos del “fulano de tal”, que no desea “perjudicar su herencia”. Jesús, exultante, exclama: “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito” (Mt 11,25-26). Ya desde su aparición en el mundo Jesús, Palabra del Padre, es rechazado por los suyos, por los más cercanos: “Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a todos los que le recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre” (Jn 1,11-12)
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b) Y sin sandalia Antes en Israel, en caso de rescate o de cambio, para dar fuerza al contrato, había la costumbre de quitarse uno la sandalia y dársela al otro (Dt 25,9). Esta era la manera de testificar en Israel. Se trata de un gesto simbólico para decir: renuncio a caminar sobre lo que sería propiedad mía. Pisando la tierra se toma posesión de ella. Con relación al territorio de Edom, el Señor dice: “Mío es Galaad, mío Manasés, Efraím, yelmo de mi cabeza, Judá, mi cetro. Moab, la vasija en que me lavo. Sobre Edom echo mi sandalia” (Sal 60,9-10) A la luz de este texto, el Midrás dice que es Booz quien se quita la sandalia y se la entrega al otro, para que vaya a tirarla al campo de Elimélek, como señal de que pasa a manos de Booz. El ha renunciado al derecho de rescate, diciendo: -Adquiérela para ti. Para dar un signo de su aceptación, Booz podía quitarse y entregar el anillo del dedo, pero no lo hizo; podía entregar el cordón bordado que llevaba en el cuello, pero no lo hizo; podía entregar su bastón de mando, pero no lo hizo. Son tres signos personales, inconfundibles (Gn 38,18.25). Con gesto solemne, a los ojos de todos, Booz se quita una sandalia y se la da al otro pariente. Con ese gesto toma posesión de la tierra y de Rut. El pariente próximo se aleja, avergonzado, con la sandalia que va a arrojar en el campo de Elimélek, en señal de que el dueño de esa sandalia, pisará ese campo como dueño de él. Según otras versiones es el fulano de tal quien se quita la sandalia y se la da a Booz, que dice: -Pues bien, yo adquiero tu derecho de rescate. Si Noemí y Rut hubieran estado presente le habrían escupido en la cara, devolviéndole el desprecio que supone su renuncia: “Si el pariente se niega a tomarla por mujer, subirá ella a la puerta donde los ancianos y dirá: ‘Mi cuñado se niega a perpetuar el nombre de su hermano en Israel, no quiere ejercer conmigo su levirato’. Los ancianos de su ciudad llamarán a ese hombre y le hablarán. Cuando al comparecer diga: ‘No quiero tomarla’, su cuñada se acercará a él en presencia de los ancianos, le quitará su sandalia del pie, le escupirá a la cara y pronunciará estas palabras: ‘Así se hace con el hombre que no edifica la casa de su hermano’; y se le dará en Israel el nombre de ‘Casa del descalzado’” (Dt 25,7-10). El Targum y el Midrash nos ilustran ampliamente el rito de la sandalia, llamado halîsâ: “Se acercará a él un pariente, en presencia de los doctores; habrá una sandalia en el pie del cuñado, una sandalia con talones, sujeta con correas, en la abertura de la sandalia estarán atadas las correas; pisará con el pie el suelo. La mujer se levantará, desatará las correas y le quitará la sandalia del pie; después escupirá con abundancia para que lo vean los doctores, y dirá...” El rito de “quitarse la sandalia”, según el Deuteronomio, tiene un carácter infamante para el hombre que no acepta cumplir la ley del levirato. En Rut “quitarse la sandalia” significa renunciar, despojarse de un derecho y transferírselo a otro. La sandalia es el símbolo del derecho de propiedad y con este sentido es entregada a Booz, diciéndole: -Adquiérela para ti. Sólo el propietario de un terreno tiene derecho a poner los pies en él. Entonces Booz declara solemnemente ante los diez ancianos y a la vista de todo el pueblo, que se ha ido reuniendo en torno, es decir, en la puerta de entrada y de salida de la ciudad: -Testigos sois vosotros hoy de que adquiero todo lo de Elimélek y todo lo de Kilyón y Majlón de manos de Noemí y de que adquiero también a Rut, la moabita, la que fue mujer de Kilyón, para que sea mi mujer a fin de perpetuar el nombre del difunto en su heredad y que el nombre del difunto no sea borrado entre sus hermanos y en la puerta de su localidad.
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Vosotros sois hoy testigos. Es obvio que ya se ha reunido una muchedumbre para seguir los acontecimientos. Todo el pueblo que está en la puerta, junto con los ancianos, responden: -Somos testigos. El rescate de la tierra tiene su importancia. La fe de Israel está fuertemente ligada a la historia, pero también está unida a la tierra, propiedad de Dios (Sal 24,1; 89,12). Canaán es la tierra buena (Nm 14,7). Es la tierra de la promesa (Gn 12,7), donde Israel entra después de haber estado en Egipto, tierra extranjera, de esclavitud (Gn 46,3). Canaán es la tierra fecunda, “en la que corre leche y miel” (Ex 3,8). Pero, sobre todo, es la tierra donde Dios se revela. Esta “tierra buena, tierra de torrentes, de fuentes y hontanares que manan en los valles y en las montañas, tierra de trigo y de cebada, de viñas, higueras y granados, tierra de olivares, de aceite y de miel, tierra donde el pan que comas no te será racionado y donde no carecerás de nada; tierra donde las piedras tienen hierro y de cuyas montañas extraerás el bronce” (Dt 8,79), es un don de Yahveh, que se la entrega a Israel en heredad (Dt 15,4). Por ello la tierra es para Israel un memorial de la fidelidad de Dios a sus promesas. Es un signo de la presencia de Dios, que sigue siendo su propietario; a él están dedicadas las primicias; y por deseo suyo pertenece a los pobres la décima parte de cuanto produce el suelo (Dt 14,29); por él se permite espigar en los campos al pobre y al extranjero (Dt 24,19-22). Si Israel se olvida de Dios y se siente dueño absoluto de sus bienes, apropiándose de las primicias y de los diezmos, corre el peligro de perder (Dt 28,63) una tierra tan rica y bella (Dt 6,10-12). Esta grave amenaza, repetida por los profetas (Am 5,27), se cumple con el exilio, donde Dios le conduce para purificar su fe y abrir a su pueblo a la esperanza de una “tierra santa” (Za 2,16), “tierra de delicias” (Ml 3,12), cuyo corazón será la ciudad santa de Jerusalén. Será una “tierra nueva” creada por Dios (Is 65,17; Am 9,13-15). Esta esperanza se cumplirá en el apocalipsis de la historia (Ap 21,1). c) La sandalia del Mesías Con leves variantes en el Nuevo testamento se repite cinco veces la frase de Juan Bautista: “Yo no tengo derecho a desatarle la correa de las sandalias” (Mt 3,11; Mc 1,7; Lc 3,16; Jn 1,27; Hch 13,25). Pocos textos aparecen tantas veces: en los tres sinópticos, en Juan y en el discurso de Pablo, recogido en los Hechos. Con su quíntuple presencia está reclamando la atención del oyente. En esta frase se encierra un misterio escondido. La misión primaria de Juan Bautista no es bautizar, sino alargar un brazo y apuntar con el dedo al Mesías presente entre los hombres. El Antiguo Testamento sube por su cuerpo, se alarga en su brazo para señalar al Mesías. “Hacia el fin de su carrera, Juan decía: Yo no soy el que vosotros os pensáis, sino que detrás de mí viene aquel a quien no soy digno de desatar las sandalias de los pies” (Hch 13,25). Antes de ser encarcelado, Juan quiere dejar claro, con palabras solemnes, como su testamento, lo que ha anunciado desde el principio de su misión: “Se suscitó una discusión entre los discípulos de Juan y un judío acerca de la purificación. Fueron, pues, donde Juan y le dijeron: Rabbí, el que estaba contigo al otro lado del Jordán, aquel de quien diste testimonio, mira, está bautizando y todos se van a él. Juan respondió: Nadie puede recibir nada si no se le ha dado del cielo. Vosotros mismos me sois testigos de que dije: Yo no soy el Cristo, sino que he sido enviado delante de él. El que tiene a la novia es el novio; pero el amigo del novio, el que asiste y le oye, se alegra mucho con la voz del novio. Esta es, pues, mi alegría, que ha alcanzado su plenitud. Es preciso que él crezca y que yo disminuya” (Jn 3,25-30). Juan, según el comentario de Teofilacto: “Oye al esposo que habla de amores con la esposa y, al oír su voz, se llena de gozo. Se alegra al ver cómo ama el esposo a la esposa y
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cómo es amado de ella”. Juan no siente celos de que “todos se vayan con él”, ese es su gozo, pues para eso ha sido enviado, para preparar, como amigo del novio, la boda del Mesías con Israel. Juan renuncia a sus discípulos, hijos en lenguaje bíblico, para que aumenten los de Jesús. Una vez que el esposo se lleva la esposa, el amigo del novio le desea muchos hijos y se retira. En el mensaje de Juan resuena el fondo profético de Jeremías, que anuncia por tres veces la catástrofe que se avecina al país de Judá. Muertos los habitantes, no hay esperanza de nueva vida, pues no habrá bodas: “Suspenderé en las ciudades de Judá y en las calles de Jerusalén toda voz de gozo y alegría, la voz del novio y la voz de la novia; porque toda la tierra quedará desolada” (Jr 7,34). Y para simbolizar con su vida la catástrofe, Dios prohíbe a Jeremías tomar esposa y asistir a banquetes festivos:“Y en casa de convite tampoco entres a sentarte con ellos a comer y beber. Que así dice Yahveh Sebaot, el Dios de Israel: He aquí que voy a hacer desaparecer de este lugar, a vuestros propios ojos y en vuestros días, toda voz de gozo y alegría, la voz del novio y la voz de la novia” (Jr 16,8-9; 25,10; Cf Ba 2,23; Ap 18,23). Pero ésta no es la última palabra. Jeremías anuncia con las mismas palabras la restauración de Israel a la vuelta del exilio: “Haré tornar a los cautivos de Judá y a los cautivos de Israel y los reedificaré como en el pasado, y los purificaré de toda culpa que cometieron contra mí, y perdonaré todas las culpas que cometieron contra mí, y con que me fueron rebeldes. Jerusalén será para mí un nombre evocador de alegría, será prez y ornato para todas las naciones de la tierra que oyeren todo el bien que voy a hacerle, y se asustarán y estremecerán de tanta bondad y de tanta paz como voy a concederle. Así dice Yahveh: Aún se oirá en este lugar, del que vosotros decís que está abandonado, sin personas ni ganados, en todas las ciudades de Judá y en las calles de Jerusalén desoladas, sin personas ni habitantes ni ganados, voz de gozo y de alegría, la voz del novio y la voz de la novia, la voz de cuantos traigan sacrificios de alabanza a la Casa de Yahveh diciendo: Alabad a Yahveh Sebaot, porque es bueno Yahveh, porque es eterno su amor, pues haré tomar a los cautivos del país, y volverán a ser como antes - dice Yahveh” (Jr 33,7-11). Sucederá como antes del exilio y como al principio de la creación, cuando Dios presentó a Adán, en el jardín del Edén, a Eva, la esposa sacada de una de sus costillas. Entonces Adán rompió a hablar por primera vez: “¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne. Esta se llamará Hembra, porque ha sido tomada del Hombre” (Gn 2,23). Son las primeras palabras que pronuncia el primer hombre en la Escritura: voz gozosa del esposo ante la presencia y figura de la esposa. La profecía de Jeremías se cumple con la vuelta del exilio, pero sólo en el tiempo del Mesías se cumplirá en plenitud. Jeremías mismo anuncia la venida “de un vástago legítimo de David, un sucesor que se siente en el trono de la casa de Israel” (Jr 33,15.17). La voz del esposo se oye en la plenitud de los tiempos. Juan Bautista la oye en el seno de su madre “y salta de gozo” (Lc 1,44). Con fuerza lo atestigua antes de ser encarcelado. Con la llegada de Cristo el gozo de las bodas resuena en la tierra de Belén (2,10). “La alegría que encuentra el esposo con su esposa, la encontrará Dios contigo” (Is 62,5). Se cumple el deseo del Cantar de los Cantares. Todo el Cantar es voz del esposo y voz de la esposa. Ella canta: “¡Voz de mi amado! Ya está llegando. Oigo a mi amado que me dice: Levántate, amada mía, hermosa mía, y ven a mí” (Ct 2,8.10). Y él le responde: “Déjame ver tu figura, déjame escuchar tu voz, porque es muy dulce tu voz y es hermosa tu figura” (Ct 2,14). La voz del amado atraviesa las puertas del oído cerradas y se abre paso en el sueño: “Mientras dormía, mi corazón estaba en vela, y la voz de mi amado oí: ¡Abreme, amada mía, amiga mía, paloma mía, mi perfecta!” (Ct 5,2). El esposo sigue repitiendo: “Mira que estoy a la puerta llamando. Si uno escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3,20). El
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apocalipsis se cierra con la voz del esposo que responde al deseo de la esposa: “El Espíritu y la Novia dicen: ¡Ven!” (Ap 22,17). “Sí, vengo pronto” (“2,20), responde el esposo. Juan no se cansa de testimoniar que Cristo, “el que viene detrás de mí existía antes que yo” (Jn 1,15), “yo no soy quien para desatarle la correa de la sandalia” (Jn 1,27). “De él dije yo: detrás de mí viene un varón que existía antes que yo, porque está antes de mí” (Jn 1,30), pues “yo no soy el Mesías, sino que he sido enviado por delante de él” (Jn 3,28). Cuando las autoridades judías quieren identificar a Juan con Elías o el profeta (Jn 1,21-23), Juan invoca al Isaías del retorno del exilio. Sabe que llega el Mesías y lo ve venir como anêr, el varón que se dirige a la mujer y sabe que es el esposo, nymfios. El Evangelista reserva la palabra anthrôpos, hombre, para Juan Bautista. El, el Bautista, confiesa: “Vosotros sois testigos de que dije: Yo no soy el Cristo, sino que he sido enviado delante de él. El que tiene a la novia es el novio; pero el amigo del novio, el que asiste y le oye, se alegra mucho con la voz del novio. Esta es, pues, mi alegría, que ha alcanzado su plenitud. Es preciso que él crezca y que yo disminuya” (Jn 3,28-30). Jesús es el Cristo, el esposo, el único que tiene pleno derecho a renovar la alianza esponsal con Israel. Jesús viene a cumplir la ley del levirato formulada en Deuteronomio 25,5-10 y ejemplificada en Rut 4. Juan no piensa en llevarse la esposa, no tiene derecho para llevarse las sandalias rituales, no siendo más que el amigo del novio. Los fariseos podrán confundirle con el Mesías que ha de venir. Es cierto que él ha llegado antes que Jesús, pero no le corresponde el derecho de tomar a la esposa. Booz también llega antes, pero el otro pariente “es el primero con derecho a rescatarla” (Rt 4,1-4). El Mesías, que viene detrás de él, no es un simple “hombre”, sino el “varón”, que en Isaías significa esposo: “Grita de júbilo, estéril que no das a luz, rompe en gritos de júbilo y alegría, la que no ha tenido los dolores; que más son los hijos de la abandonada, que los hijos de la casada, dice Yahveh. Ensancha el espacio de tu tienda, las cortinas extiende, no te detengas; alarga tus sogas, tus clavijas asegura; porque a derecha e izquierda te expandirás, tu prole heredará naciones y ciudades desoladas poblarán. No temas, que no te avergonzarás, ni te sonrojes, que no quedarás confundida, pues la vergüenza de tu mocedad olvidarás, y la afrenta de tu viudez no recordarás jamás. Porque tu esposo es tu Hacedor, Yahveh Sebaot es su nombre; y el que te rescata, el Santo de Israel, Dios de toda la tierra se llama” (Is 54,1-5). Una mujer abandonada y sin hijos, comparada con otra que tiene marido, no tiene por qué avergonzarse, porque viene el Señor como goel, rescatador, para renovar el matrimonio con ella. El texto de Isaías lo comenta Pablo en la carta a los Gálatas, tratando la cuestión de precedencia y sustitución de cónyuges y de alianza matrimonial: “Dice la Escritura que Abraham tuvo dos hijos: uno de la esclava y otro de la libre. Pero el de la esclava nació según la naturaleza; el de la libre, en virtud de la Promesa. Hay en ello una alegoría: estas mujeres representan dos alianzas; la primera, la del monte Sinaí, madre de los esclavos, es Agar, (pues el monte Sinaí está en Arabia) y corresponde a la Jerusalén actual, que es esclava, y lo mismo sus hijos. Pero la Jerusalén de arriba es libre; ésa es nuestra madre, pues dice la Escritura: Regocíjate estéril, la que no das hijos; rompe en gritos de júbilo, la que no conoces los dolores de parto, que más son los hijos de la abandonada que los de la casada. Y vosotros, hermanos, a la manera de Isaac, sois hijos de la Promesa. Pero, así como entonces el nacido según la naturaleza perseguía al nacido según el espíritu, así también ahora. Pero ¿qué dice la Escritura? Despide a la esclava y a su hijo, pues no ha de heredar el hijo de la esclava juntamente con el hijo de la libre. Así que, hermanos, no somos hijos de la esclava, sino de la libre” (Ga 4,22-31). Cuando las autoridades judías sugieren que Juan es el Mesías, él lo rechaza: arrogarse tal título sería suplantar al que tiene el derecho de esposo, sometiéndole al rito de la halîsâ. El
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no tiene ningún derecho para llevarse a la esposa. Al contrario, como Moisés y Josué, es él quien debería quitarse las sandalias. Como amigo del esposo, puede preparar a la novia, lavándola con agua (Cf Ef 5,26), pero toca a Cristo fecundarla con el don del Espíritu. Si él ha llegado por delante (Jn 3,28), no es porque tenga más derecho. Quien viene detrás de él le precede en derecho, es el único que tiene derecho a la esposa. d) La sandalia en los Padres Entre los Padres se dan dos interpretaciones del testimonio de Juan. Una moralizante, propuesta por Heraclión, que Orígenes califica de “superficial”, aunque luego la siguen y difunden San Juan Crisóstomo y San Agustín, que ven en “el no soy digno de desatar la correa de su sandalia” un gesto de humildad del Bautista. Esta es la interpretación corriente a partir del siglo XVI, que ha llegado hasta nuestros días. Pero ya San Jerónimo, en su comentario a Mt 3,11, cita a Juan y contrapone las dos interpretaciones: Aquí se muestra la humildad, allí el misterio, a saber, que Cristo es el esposo y Juan no merece desatar la correa del esposo, no sea que, según la ley de Moisés y el ejemplo de Rut, se llame su casa la casa del descalzado (CCSL 77,18).
Los Padres, gracias a su familiaridad con la Escritura, la conocen de memoria. Esto les permite una lectura contemplativa en la que descubren conexiones de una palabra con otras, más allá del texto o libro que leen. De este modo profundizan la relación de los dos Testamentos entre sí y en relación al misterio de Cristo. Jerónimo opone el sentido profundo, el misterio, a la simple interpretación moral. Le ayuda a ello su conocimiento de la ley y de la historia de la salvación. En su comentario a Mc 1,7 amplía aún su exposición: En estas palabras hay un indicio de humildad, como si dijera “no soy digno de ser su siervo”. Pero en estas palabras tan simples se encierra otro misterio. Leemos en el Deuteronomio y también en el libro de Rut que si había un cuñado y no quería tomar por esposa a su pariente y venía otro, segundo en el parentesco, y en presencia de jueces y ancianos decía... Dice Juan: “Quien toma la esposa es el esposo. El se lleva a la esposa, la Iglesia; yo soy el amigo del esposo y no tengo derecho a soltarle la correa de la sandalia” (CCSL 78,456).
San Cipriano relaciona Jn 3,29 con personajes que se tienen que descalzar, Josué y Moisés: El es el esposo que se lleva a la Iglesia como esposa, de la que nacerán hijos espiritualmente. Se muestra el misterio de esta realidad cuando Josué Nave recibe la orden de descalzarse, pues no era el esposo. Mandaba la ley que si uno rehusaba casarse, se descalzara y que el que iba a casarse se calzara (Jos 5,13-15). También en el Éxodo recibe Moisés la orden de descalzarse, puesto que no era el esposo (CCSL 3,55-56).
San Ambrosio, en un rico y penetrante comentario, continúa esta interpretación: Detrás de mí viene un varón cuyas sandalias no soy digno de llevar. Esto pertenece a la encarnación en cuanto que había adelantado el tipo entre los hombres del calzado místico. Según la ley, a un pariente o hermano del difunto tocaba casarse con la esposa viuda para dar descendencia al hermano o pariente. Por eso, como Booz vio a Rut y se enamoró, para tomarla como esposa, desató antes la sandalia del que por ley tenía derecho a casarse con ella. Sencilla es la historia, profundo el misterio: una era la acción, otro lo figurado. Señalaba un futuro descendiente de los judíos -de los que desciende carnalmente Cristo- que daría descendencia a su pariente, es decir, al pueblo muerto, con la semilla de la doctrina celeste, la
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cual, según las prescripciones espirituales de la ley, correspondía la sandalia de la Iglesia que había de desposar. No es Moisés el esposo, no es Josué Nave el esposo, no hay otro esposo. Sólo Cristo es el esposo, del que dice Juan “quien se lleva la esposa es el esposo”. Por eso, aquéllos se descalzan, a éste no se le puede desatar la sandalia, como dice Juan: No soy digno de desatarle la correa de la sandalia. ¿Quién podrá reclamar por esposa a la Iglesia, a la cual uno solo llamó diciendo: Ven desde el Líbano, esposa mía (CCSL 78,134-135).
Citemos, por último, a San Gregorio Magno, que recoge esta interpretación en sus Homilías sobre el Evangelio (I,7:3): Era costumbre entre los antiguos que, si uno rehusaba tomar por esposa la que le correspondía, el que iba a tomarla por derecho de parentesco le desataba al otro la sandalia. Pues el Mesías, ¿cómo apareció entre los hombres sino como esposo de la santa Iglesia? De él dice Juan: Quien se lleva la esposa es el esposo. Pero, como algunos creían que Juan era el Mesías, cosa que él niega, con razón declara no ser digno de desatarle la correa de la sandalia. Como si dijera abiertamente: Yo no puedo desnudarle las plantas de los pies, porque no usurpo el derecho de llamarme esposo (PL 76,1.101).
e) El apóstol engendra hijos para Cristo Juan Bautista ha identificado a Jesús como el esposo. El no tiene en la boda otro título que el de preparar a la novia con el rito purificatorio del agua. Y Juan Evangelista prolonga este testimonio. Es muy significativo el hecho de colocar al comienzo del evangelio la boda de Caná, donde Jesús realiza su primer signo para que sus discípulos crean en él. Toda boda judía hace presente la alianza y asegura la bendición de la fecundidad, dando continuidad al pueblo (Jr 33,11), hasta la llegada del Mesías. En la boda de Caná “el novio terrestre invita al novio celeste” (Diatessaron). Y el novio celeste, Jesús, pasa a primer plano. El es el verdadero esposo, capaz de transformar el agua de las purificaciones externas en el vino nuevo de la nueva alianza, que no se echa en odres viejos (Mt 9,15); el vino nuevo de la nueva boda que se celebrará, cuando “llegue la hora”, en la cruz; vino del Espíritu (Hch 2,15-16). La madre del esposo, María, está junto a él en esta prefiguración y estará junto a él en la hora de la consumación. Ella es quien convoca a los sirvientes y los pone al servicio inmediato de su Hijo. (En la historia de Rut es la anciana Noemí la discreta y decidida organizadora de la boda). El valor simbólico del vino es innegable. El vino o la vid inauguran eras nuevas. Después del diluvio Noé planta una viña e inventa el vino (Gn 9,20); antes de la conquista de la tierra prometida, ésta se presenta a los peregrinos como un gigantesco racimo de uvas (Nm 13,23); cuando se inaugure el reinado definitivo del Señor, éste ofrecerá a todos los pueblos “un festín de manjares suculentos, un festín de vinos añejos, vinos generosos” (Is 25,6). Refiriéndose a su resurrección, Jesús dice: “Os digo que desde ahora no beberé más de este fruto de la vid hasta que llegue el día en que lo beba con vosotros nuevo en el Reino del Padre” (Mt 26,29). La falta de vino es señal de desgracia (Is 16,10; 24,7-12; Jr 48,33; Jl 1,5.7.11-13). La presencia es signo de alegría y de abundancia (Sal 4,8; 104,15; Am 9,14; Is 25,6-8). El vino acompaña y expresa el amor (Ct 1,1.4; 2,4; 4,10; 5,1; 7,10; 8,2). El vino es figura de la sangre (Is 63,1-6; Za 9,15). El vino se llama “sangre de la uva” (Gn 49,11; Dt 32,14; Si 39,26). En Caná, en una boda, el primer signo de Jesús anuncia que ha llegado la era mesiánica. El esposo ya está presente, aunque la boda se difiere, porque será boda de sangre (Ex 4,25), cuando llegue la hora. Después de la boda de Caná (Jn 2,1-12), Jesús se dirige al templo para purificarlo antes de celebrar la Pascua (Jn 2,13-22). Tanto en Deuteronomio 25 como en Rut, con el
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levirato se trata de dar descendencia, es decir, de “construir una casa”. Jesús, el esposo, viene a construir en la tierra una casa a su Padre, no una casa material, sino viva, es decir, más que edificio, una familia, formada por los hijos del Reino, nacidos del agua y del Espíritu, según el anuncio hecho a Nicodemo (Jn 3). Ni siquiera el cuerpo actual sirve; tendrá que ser destruido y reedificado. Si Booz y Rut van a construir la casa o dinastía de David, Jesús, el hijo de David, va a construir la casa o familia del Padre a través de su cuerpo muerto y resucitado. Cristo, desde la cruz, dice a María: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Y al discípulo amado le dice: “Ahí tienes a tu madre” (Jn 19,26). Al morir el hermano, ¿quién tomará la esposa para darle hijos? La madre de Jesús no tiene más hijos. Es como Noemí cuando disuade a sus nueras: “Creéis que podré tener más hijos para que os caséis con ellos?” (1,11). En el momento de morir Jesús nombra un hermano, un hijo de María. Como el discípulo amado es designado hijo de su madre, se convierte en el hermano de Jesús. El discípulo recibe la misión de engendrar hijos para Cristo. Es lo que testimonia Pablo: “Con el evangelio yo os engendré para Cristo” (1Co 4,15). Pablo, como Juan Bautista, rechaza que los engendrados por él se consideren hijos de él y no de Cristo. Los Padres ven en la Iglesia esta obra de construción de la familia de Dios mediante la predicación de los apóstoles, a quienes Cristo llama hermanos (Mt 28,10). Mediante el anuncio del Evangelio suscitan hijos al “hermano muerto”, según la ley del levirato. San Agustín escribe: ¿Qué otra cosa muestra en figura, sino que cualquier predicador del Evangelio debe trabajar en la Iglesia de tal modo que procure descendencia al hermano muerto, o sea, a Cristo, que murió por nosotros, y que el descendiente lleve su nombre? Al cumplirlo el Apóstol, no carnalmente según la imagen precedente, sino espiritualmente con toda verdad, se enfada con los que engendró para Cristo (1Co 4,15) y los corrige y reprocha que quieran ser de Pablo. ¿Acaso Pablo fue crucificado por vosotros? ¿O habéis sido bautizados en nombre de Pablo? (1Co 1,13). Como si dijera: Para el hermano muerto yo os engendré; llamaos cristianos, no paulianos. Por tanto, quien elegido por la Iglesia rehusare el ministerio de evangelizar, con razón será despreciado por la Iglesia. Eso significa escupirle a la cara, como señal de oprobio y que le sea quitada la sandalia de un pie.6
San Gregorio Magno, en sus Reglas pastorales, dice a propósito de Jn 21,15-16: Si es prueba de amor el cuidado pastoral, el que dotado de cualidades rehusare apacentar el rebaño de Dios demuestra no amar al Pastor supremo. Por eso dice Pablo: Si Cristo murió por todos, todos murieron. Y murió por todos para que los que viven no vivan para sí, sino para quien por ellos murió y resucitó (2Co 5,15). Por eso manda Moisés que el hermano superviviente tome la esposa del hermano muerto sin hijos y engendre hijos con su nombre. Y que, si rehúsa tomarla, que la mujer le escupa a la cara y el pariente le descalce un pie (Liber I,5; PL 77,19).
San Cesáreo de Arlés, en su sermón De rubo et corrigia calceamenti, explica la función de Cristo como esposo legítimo y único de la Iglesia. Después añade: Esta figura se cumplió en los Apóstoles, pues muerto el hermano, es decir Cristo, tomaron la esposa, o sea, la Iglesia. Así dice el Apóstol Pablo: Por el Evangelio os he engendrado para Cristo (1Co 4,15). Sin embargo, cuantos nacieron de la Iglesia por la enseñanza de los apóstoles no se llaman Petrianos ni Paulianos, sino Cristianos. Así se cumple la figura de la esposa del hermano muerto anticipada en la ley. No obraron así los herejes: unos se llaman 6 Contra Fauso 32,10; CCSL 25,768-769; lo repite en el comentario al Sal 44,23, CCSL 38,510511; y en el sermón 380,8.. 100
Donatistas, otros Maniqueos o Arrianos o Fotinianos. Como los heresiarcas no son esposos legítimos, imponen a la gente sus nombres, no el de Cristo (CCLS 103,395-396).
13. BENDICIÓN SOBRE BOOZ Y RUT a) Augurios de fecundidad A coro, los ancianos, testigos de la renuncia del pariente más cercano y de la adquisición de Booz de la tierra y de Rut, hacen votos de felicidad para los nuevos esposos: -Haga Yahveh que la mujer que entra en tu casa sea como Raquel y como Lía, las dos
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hermanas, esposas de Jacob, que edificaron la casa de Israel. Hazte poderoso en Efratá y sé famoso en Belén. Sea tu casa como la casa de Peres, el que Tamar dio a Judá, gracias a la descendencia que Yahveh te conceda por esta joven. En su aclamación el pueblo pide que Rut sea como Raquel y Lía, las madres de las doce tribus de Israel (Gn 29;30). El amor de Booz y Rut es visto como el nuevo comienzo del pueblo de Dios; a partir de su unión serán reconstruidas las doce tribus. Rut, la moabita, es aceptada y presentada como la nueva madre del pueblo de Dios. Raquel, la pequeña, ocupa el primer lugar, por ser la preferida de Jacob y porque su sepulcro está entre ellos, en Belén (Gn 35,16). Los ancianos y mujeres de Belén evocan también a Tamar, que por su unión levirática con Judá, dio a su marido Er dos hijos mellizos, antepasados de Booz (1Cro 2,5.9-10). Tamar, la mujer que obligó a Judá a cumplir la ley del levirato, engendró la tribu a través de la que se transmite la esperanza mesiánica del pueblo de Dios y de la que nace el rey David. Esta esperanza ahora pasa a través de Booz y Rut y el hijo que nacerá de ellos. A Booz le desean que su casa sea como la de Peres, uno de los dos hijos de Tamar (Gn 38-28-29), de quien descienden los betlemitas, llamados también efratitas (Mi 5,1). El augurio que el pueblo hace a Booz, deseándole que tenga un nombre en Belén evoca la profecía de Miqueas (5,1), insinuando que el Mesías, anunciado como guía de Israel, nacerá del amor de Booz y Rut. Los habitantes de Belén conocen bien sus raíces particulares y también los fundamentos de todo el pueblo de Dios. Los padres, que les han engendrado en la fe, son los tres patriarcas: Abraham, el amigo de Dios; Isaac, el siervo, que se ofrece en sacrificio como un cordero; y Jacob, el fuerte con Dios, Israel. Junto a los patriarcas están sus esposas, las cuatro matriarcas, madres del pueblo: Sara con Abraham, Rebeca con Isaac, y las hermanas Raquel y Lía con Jacob-Israel. De Raquel y Lía proceden las doce tribus de Israel. Por eso se dice de ellas que “fundaron la casa de Israel”. Raquel y Lía proceden de un padre pagano, Labán el arameo, como Rut procede también de padres paganos, moabitas. Como Rut, también Raquel y Lía son extrajeras. Ambas dejaron, como Rut, la casa paterna para adherirse de corazón al Dios de su marido. Así es como Rut, por entrar en la casa de Booz, forma parte de las matriarcas. También ella es “formadora de la casa de Israel”. Ella funda de verdad la casa del rey de Israel, según el testimonio de Dios mismo a David, su descendiente: “El Señor te hará grande, porque él te construirá una casa, que permanecerá para siempre” (2S 7,11.16). San Ambrosio, comentando Lc 3,32, ve en Rut, como antepasada de Cristo, un miembro de la Iglesia: “Rut, olvidando, como Raquel y Lía, su pueblo y la casa de su padre, desligándose de los lazos de la ley ha entrado en la Iglesia” El Midrás, según su gusto de hacer preguntas para dar su respuesta, esta vez toma prestada la pregunta de Job: “¿Quién puede sacar lo puro de lo impuro? Nadie” (Jb 14,4). Sin embargo, Abraham, el amigo de Dios, procede de Teraj el idólatra. Ezequías, el rey devoto del Señor, procede del impío Acaz. Israel, el pueblo de Dios, procede de las naciones paganas (como Tamar y Rut). Así el mundo futuro vendrá de este mundo de pecado. ¿Quién puede hacer esto? Nadie, excepto Dios, que sabe sacar el bien del mal. En Israel es el padre o los familiares quienes pronuncian la bendición a la hora del matrimonio. Cuando Rebeca deja su familia para ir “con el siervo de Abraham y sus hombres” al encuentro de Isaac, su esposo, los familiares la bendicen: “¡Oh hermana nuestra, que llegues a convertirte en millares de miríadas, y conquiste tu descendencia la puerta de sus enemigos!” (Gn 24,59-60). La bendición augura a la esposa, como Dios había hecho al unir a Adán y Eva (Gn 1,28), una fecundidad que le dé un puesto de honor en la puerta de la ciudad.
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Entrañable es la bendición con que Tobías acoge a Sara como esposa de su hijo: “¡Bienvenida seas, hija! Y bendito sea tu Dios, hija, que te ha traído hasta nosotros. Bendito sea tu padre, y bendito Tobías, mi hijo, y bendita tú misma, hija. Bienvenida seas, entra en tu casa con gozo y bendición” (Tb 11,17). En la ausencia de familiares, son “los ancianos” quienes pronuncian la bendición sobre Booz y Rut. Según la bendición de los ancianos Rut entra en la casa, en la familia de Booz, como Sara en la de Tobías. Rut, la moabita, extranjera, entra en la descendencia de Abraham, como esposa y pronto “madre jubilosa” (Sal 113,9). Su fecundidad la elevará al rango de las grandes matriarcas de Israel: “Raquel y Lía”, madres de las doce tribus de Israel. Sobre Rut desciende la bendición de Dios, pronunciada por los ancianos: “Sea tu casa fecunda como la casa de Peres, que Tamar dio a Judá”. Esta bendición se cumple con el nacimiento de David y del Hijo de David, el Mesías, que nacen de su estirpe. Gracias a la unión con Rut, Booz “adquiere un nombre en Belén” y más allá de Belén en el espacio y en el tiempo. La bendición de los ancianos es un himno festivo a la fecundidad y la vida, en el que, como en una sinfonía, se trenzan palabras, nombres, memoria y profecías de futuro. La maternidad de Rut es la anticipación de la fecundidad de la historia de la salvación, en la que los “hijos son un don de Dios” (Sal 127,3), que cierra y abre el seno, según la confesión de la madre de los Macabeos a sus hijos: “Yo no sé cómo aparecisteis en mis entrañas, ni fui yo quien os regaló el espíritu y la vida, ni tampoco organicé yo los elementos de cada uno” (2M 7,22). La dimensión creadora de la sexualidad humana ha sido ampliamente proclamada por toda la Biblia. La fecundidad ha sido anhelo y preocupación constante en el pueblo de Israel desde la primera invitación a llenar la tierra, como fruto de la bendición de Dios a Adán y Eva. Esta bendición es repetida después del diluvio a Noé y sus hijos: “Dios bendijo a Noé y sus hijos, diciéndoles: Sed fecundos, multiplicaos y llenad la tierra” (Gn 9 1). Siempre, a la lamentación de la madre sin hijos, contesta Dios prometiéndole un hijo. 7 Y los salmos cantan que los hijos son un don y bendición de Dios: Don de Yahveh son los hijos, es merced suya el fruto del vientre (Sal 127,3). Dichosos los que temen a Yahveh, los que van por sus caminos. Dichoso tú, todo te irá bien, tu esposa será como parra fecunda en el secreto de tu casa. Tus hijos, como brotes de olivo en torno a tu mesa (Sal 128, 1-3). b) Israel, nación materna El seno de Rut es bendito, como el seno de Raquel y de Lía, de quienes salió el pueblo de Dios. En el seno de Rut Dios suscita la esperanza de Israel. Israel es una nación materna. La bendición de Dios es concedida a la descendencia de Abraham: “Haré surgir un descendiente tuyo, que saldrá de tus entrañas” (2S 7,12); “yo suscitaré a David un vástago” (Jr 23,5). Una “virgen encinta dará a luz un hijo” (Is 7,14). La espera se prolongará “hasta el tiempo en que dé a luz la que ha de dar a luz” (Mi 5,2). Las promesas mesiánicas se repiten, pues se hacen al “seno de la hija de Sión”. La nación lleva, pues, oculto en ella al 7
Gn 17,19; 18,10; 24,36; 25,21; Jc 13,3.5.7; Is 7,14; 54,1...
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Cristo futuro: “No dice a tus descendientes, como si fueran muchos, sino a tu descendencia, refiriéndose a Cristo” (Ga 3,16). La risa, que suscitó el nacimiento de Isaac (Gn 17,17), es interpretada por Juan como la expresión de la alegría que hace estremecer a Abraham la vista de Cristo: “Vuestro padre Abraham se alegró deseando ver mi día: lo vio y se regocijó” (Jn 8,56). En el nacimiento milagroso de Isaac, el patriarca se alegra por el nacimiento de su descendiente Cristo. Dios manifiesta a Moisés su Nombre: "El Señor, Dios misericordioso y compasivo, lento a la ira y rico de gracia y fidelidad" (Ex 34,6). El término "misericordioso" en hebreo se dice taraham, que procede de la raíz raham, que significa “seno materno”, “útero”, “matriz”. Dios se ha nombrado a sí mismo como “seno materno” que da la vida. Por ello, podemos decir que la imagen de Dios en la mujer se refleja en su misma fisiología, en todo lo que la hace capaz de concebir, llevar, nutrir y dar la vida física y espiritualmente. María, bendita entre las mujeres, es el gran signo de Dios Padre. María es el seno humano de Dios encarnado, icono del seno del Padre, que eternamente engendra al Hijo. Eva significa la “madre de la vida”. María, nueva Eva, es este icono viviente de Dios dador de vida. En María se unen la antigua y la nueva alianza, Israel y la Iglesia. Ella es “el pueblo de Dios”, que da “el fruto bendito” a los hombres por la potencia creadora de Dios. El Espíritu de Dios, que aleteaba sobre las aguas en la creación, desciende sobre María y la cubre con su sombra, para hacerla tienda de la presencia de Dios, tienda del Emmanuel: Dios con nosotros. El seno materno es el manantial de la vida y de la historia. Antes que fruto de la predicación apostólica, la Iglesia es fruto de la Virgen María. María, virgen y madre, es el icono materno de la paternidad de Dios, icono revelador de Dios dador de vida. El seno de María es el “tálamo” en el que Dios se ha unido al hombre. En María, bendita entre las mujeres, se refleja el misterio de toda mujer, de Israel, -hija, esposa y madre de Sión-, de la Iglesia, nueva asamblea del Señor. María muestra toda la capacidad de escucha y acogida, de entrega y donación que las mujeres, a lo largo de la historia de la salvación, han vivido bajo la fuerza del Espíritu de Dios. María está inserta en la nube de mujeres que jalonan la historia de la comunicación de Dios con los hombres. Desde Eva a María, la historia de la salvación discurre perpendicularmente bajo los hechos externos que la configuran. La mujer, seno de vida, mantiene ininterrumpida la cadena de generación en generación. Israel, nación materna, es bendita entre todas las naciones, pues lleva a Cristo en su seno. Mientras los paganos están “sin Cristo” (Ef 2,12), el pueblo judío lo posee. “Jesús era la sustancia de este pueblo” (San Agustín). María es el lazo de la historia de Israel con la Iglesia, como madre de Cristo, a quien introduce en la estirpe humana. María queda indisolublemente unida a Cristo, asociada a El en la obra redentora, como queda ligada a la Iglesia, cuyo destino anticipa como primer miembro que realiza la forma más perfecta de su ser, es decir, la comunión con Cristo. María, como todas las mujeres de la historia de la salvación, se ha dejado plasmar por el amor de Dios y por ello es “bendita entre todas las mujeres”, “todas las generaciones la llamarán bienaventurada”. En María se ha cumplido plenamente el designio creador y salvador del Padre para todo hombre. María ha recibido, anticipadamente, la salvación lograda por la sangre de Cristo. La singularidad de su gracia recibida sitúa a María entre las mujeres, en el corazón mismo de la humanidad. La singularidad propia de María es la de la plenitud y no la de la excepción. Dios le concede en plenitud la gracia impartida a la Iglesia entera, ofrecida a toda la humanidad. Ella es el icono de la salvación que Dios realiza para nosotros en Jesucristo. En la contemplación de esta imagen, cada cristiano tiene el gozo de descubrir la gracia que Dios le ofrece. “¡Bendita tú entre las mujeres!”, exclama Isabel. En la Biblia, la gloria de la mujer está en la maternidad. Isabel reconoce en María la maternidad más maravillosa que pueda
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haber: más que la suya y la de todas las mujeres agraciadas por Dios con la maternidad imposible. El Apocalipsis lanza sobre la historia del pasado una mirada de profeta y sondea el misterio escondido. Contempla a la Iglesia de la primera alianza bajo la imagen de una mujer que, desde siempre, llevaba a Cristo en su seno. La presencia de Cristo en la humanidad se remonta hasta el alba de los tiempos. La antigua serpiente colocada ante la mujer encinta y que acecha al niño que va a nacer para devorarlo es la del paraíso terrestre (Ap 12,4.9). La Iglesia de Cristo existía desde entonces, representada por la primera mujer, en quien estaba depositada, como una semilla, la promesa del Mesías (Gn 3,15). Ha llevado a Cristo en un adviento multisecular, gritando con los dolores del parto, a través de su historia atormentada. En la persona de Eva la promesa está destinada a la humanidad entera. Poco a poco la promesa se concentra y se dirige a una raza, la de Sem (Gn 9,26); a un pueblo, el de Abraham (Gn 15,4-6; 22,16-18); a una tribu, la de Judá (Gn 49,10); a un clan, el de David (2S 7,14). La promesa se precisa y el grupo se estrecha; se construye una pirámide profética en búsqueda de su cima: María, “de la que nació Jesús, llamado Cristo” (Mt 1,16). Como canta Proclo de Constantinopla: ¡Benditas son por ella todas las mujeres! El sexo femenino ya no está sujeto a la maldición; tiene un ejemplar que supera en gloria a los ángeles. Eva está curada. Alabamos a Sara, la tierra en que germinaron los pueblos; honramos a Rebeca, como hábil transmisora de la bendición; admiramos a Lía, madre del progenitor según la carne; aclamamos a Débora, por haber luchado contra las fuerzas de la naturaleza (Jc 4,14); llamamos dichosa a Isabel, que llevó en el seno al precursor, que saltó de gozo al sentir la presencia de la gracia. Y veneramos a María, que fue madre y sierva, y nube y tálamo, y arca del Señor... Por eso digámosle: “Bendita tú entre las mujeres”, porque sólo tú curaste el sufrimiento de Eva; sólo tú secaste las lágrimas de la que sufría; sólo tú llevaste el rescate del mundo; a ti sola se confió el tesoro de la perla preciosa; sólo tú quedaste encinta sin placer; sólo tú diste a luz al Emmanuel, del modo como él dispuso. “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre” (Lc 1,42). c) Y Yahveh hizo que concibiera La gente reunida en la puerta de la ciudad, al bendecir a Booz, le desea, no sólo posteridad, sino un gran nombre en la ciudad de Belén, para que se siga hablando de él por los siglos. Y en el augurio a los esposos incluyen a sus hijos y descendientes. El pueblo anuncia, en una suerte de visión profética, la grandeza de la raza que surgirá de Booz y Rut. El augurio del pueblo es un hecho gracias a la bendición de Dios. “Booz tomó a Rut, y ella fue su mujer; se unió a ella, y Yahveh hizo que concibiera, y dio a luz un niño”. La historia de Rut se desenvuelve en una geografía concreta. En los cuatro episodios de la historia, los personajes salen de un lugar, van a otro y vuelven al lugar de origen. La historia, perfectamente construida, se desarrolla en cuatro círculos concéntricos, cada vez más estrechos, conduciéndonos al centro. En la primera escena, la familia de Noemí parte de Belén (1,1), va hasta los campos de Moab y vuelve a Belén (1,22). En la segunda escena, Rut sale de casa de Noemí (2,2), va a los campos de Booz y vuelve a casa de Noemí (2,23). En la tercera escena, Rut sale de casa de Noemí (3,3), va a la era de Booz y vuelve a casa de Noemí (3,16). En la cuarta escena, Booz sale de casa y va a la puerta de la ciudad (4,1) y vuelve a casa (4,11-12). En la escena final (4,13-17), no hay ya ni salida ni vuelta. Todo transcurre en casa de Booz y Rut, donde la gente se congrega para festejar el nacimiento del niño. Este es el centro al que converge
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toda la historia. En todos los episodios anteriores se trataba de la vuelta a la patria, a la casa, a la familia. En cada una de las cuatro escenas hay una palabra dominante, que se repite una y otra vez, para centrar en ella la atención del oyente. En la primera escena la palabra clave es volver, que se repite doce veces. En la segunda escena la palabra que resuena como un eco continuo es espigar, repetida igualmente doce veces. En la tercera escena la palabra es rescatar, que se repite siete veces. Esta palabra clave vuelve a resonar otras siete veces en la cuarta escena. En total rescatar se repite catorce veces (dos veces siete). Y en la escena final la palabra dominante es nombre, ya oída en la cuarta escena; en total aparece siete veces. Esta repetición de una palabra, que no siempre recogen las traducciones, no es algo casual, sino que está cargada de significado. Israel es el pueblo del oído y la palabra repetida penetra por el oído hasta el corazón. Cada palabra repetida marca un hito en el camino espiritual de la conversión. Toda la historia culmina en cuatro verbos cargados de significación: Booz toma a Rut; Rut se convierte en esposa; los dos esposos se unen en el abrazo del amor; y Yahveh hace concebir a Rut. El don de Dios debe crecer en el seno de la madre hasta el momento de darle a luz, pero ya desde el momento de su concepción es una vida humana, fruto del amor de Dios, fuente de toda paternidad. El fruto es el hijo, reflejo de Booz y Rut, y sobre todo del amor de Dios, fuente de la vida y Señor de la historia. Es Dios quien “asienta a la estéril en su casa, madre de hijos jubilosa” (Sal 113,9). Incluso es capaz de dar un hijo a la virgen “que no conoce varón” (Lc 1,34-35). La Escritura se complace en presentar la historia de las situaciones en que Dios vence la imposibilidad de la fecundidad, mostrando así que sólo Dios enciende la chispa de la vida: “Yahveh visitó a Sara como lo había dicho, e hizo Yahveh por Sara lo que había prometido. Concibió Sara y dio a Abraham un hijo en su vejez, en el plazo predicho por Dios” (Gn 21,1-2). También “Isaac suplicó a Yahveh en favor de su mujer, pues era estéril, y Yahveh le fue propicio, y concibió su mujer Rebeca” (Gn 25,21). Con más claridad aún aparece la intervención de Dios en la vida de Raquel: “Vio Raquel que no daba hijos a Jacob, y celosa de su hermana dijo a Jacob: Dame hijos, o si no me muero. Jacob se enfadó con Raquel y dijo: ¿Estoy yo acaso en el lugar de Dios, que te ha negado el fruto del vientre?... Entonces se acordó Dios de Raquel. Dios la oyó y abrió su seno, y ella concibió y dio a luz un hijo. Y dijo: Dios ha quitado mi afrenta. Y le llamó José, como diciendo: Añádame Yahveh otro hijo” (Gn 30,1-2.22-24). Dios es quien da la vida y quien la conserva. Si infunde su espíritu el hombre recibe la vida: “Dios hizo al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente” (Gn 2,8). “Si él retirara a sí su espíritu, si hacia sí recogiera su soplo, a una expiraría toda carne, el hombre al polvo volvería” (Jb 34,14-15). Lo mismo reconoce el salmista: “Escondes tu rostro y se anonadan, les retiras su soplo, y expiran y a su polvo retornan. Envías tu soplo y son creados, y renuevas la faz de la tierra” (Sal 104,29-30). Pues “en ti está la fuente de la vida, y en tu luz vemos la luz” (Sal 36,10). Del seno de Lía y de Raquel Dios saca el pueblo de Israel. Y del Señor de Rut suscita la esperanza de su pueblo. Más que de Abraham es del seno de las mujeres de donde Dios hace brotar a su pueblo. Y, en la plenitud de los tiempos, la Iglesia es fruto, antes que de la predicación de los apóstoles, del seno bendito de María. La Escritura celebra siempre la alegría de un nuevo nacimiento. El libro de Rut es una celebración más de esta alegría. Las mujeres de Belén, que acogieron a Noemí y Rut con estupor a su retorno de Moab, ahora bendicen a Dios, experimentando la misma alegría que suscitará el nacimiento de Juan Bautista (Lc 1,58). Los rabinos, -aceptando una etimología
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particular del nombre de Rut, haciéndolo derivar del verbo rawah, “llenar con abundancia”-, explican que Rut se llenó plenamente al tener como descendiente al Mesías David, a quien Dios colmó de cantos y alabanzas. Teodoreto de Ciro completa esta explicación al decir: “El libro de Rut se ha escrito por el Mesías, Cristo, el Señor. Pues él ha nacido de ella según la carne”. El nacimiento de un hijo colma de alegría a la madre, compensando toda angustia y sufrimiento pasado: “La mujer, cuando va a dar a luz, está triste, porque le ha llegado su hora; pero cuando ha dado a luz al niño, ya no se acuerda del aprieto por el gozo de que ha nacido un hombre en el mundo” (Jn 16,21). El gozo de la madre es gozo para el mundo. Rebeca, estéril, al recibir en su seno el don de Dios de dos hijos, escucha la voz del mismo Dios que le anuncia que “lleva en su seno dos naciones” (Gn 25,23). La fecundidad de la mujer hace fecunda a la humanidad; la maternidad es signo de futuro. Jeremías contempla el retorno del exilio como una procesión a las fiestas de Sión: “Llega el día en que griten los centinelas en la montaña de Efraím: ¡Levantaos y subamos a Sión, adonde Yahveh, nuestro Dios!”. Entre los que regresan van “las preñadas y las paridas” (31,8), que sintetizan el dolor y la fecundidad del retorno. La preñez dificulta el caminar, pero es prenda de futuro; el parto, con sus dolores, frena el camino, pero lo acelera con el gozo de la nueva vida. Estas mujeres llevan dentro de sí el resto, la nueva asamblea del Señor. El Señor mantiene la cadena de la historia que desembocará en el nacimiento de su primogénito, el Mesías. Si la estéril, por gracia de Dios, “da a luz siete veces” (Is 2,5), “la virgen va a dar a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel” (Is 7,14), “que significa Dios-con-nosotros (Mt 1,23). d) El niño, que nace, es el goel Desde el momento en que Rut entra en su vida, Booz busca la forma de que se le reconozca el derecho de rescate. Pero cuando el otro familiar se retira y Booz obtiene, finalmente, el derecho de rescate (4,8), la palabra rescate desaparece de la narración. Booz no es llamado goel ni una sola vez. Mientras en los ocho primeros versículos del capítulo cuarto la palabra rescate aparece catorce veces (dos veces siete), ahora no se vuelve a usar. Surge la pregunta: ¿Booz ha obtenido el derecho de rescate? ¿Es él el goel de Noemí y Rut? El libro de Rut mantiene el suspense hasta el momento del nacimiento del niño. Para el Midrás, al no mencionarse más a Booz, esa es su última noche. Pero, antes de despedirle, hace el recuento de las obras de sus últimos días. Los días de Booz, cuenta, estaban contados y después de aquella primera noche de bodas llegaba para él el momento de la muerte. Casi todos, cuando sienten cercana la muerte, pasan sus horas inactivos, en su lecho, recordando y añorando la vida pasada. Sin embargo, el Señor permitió a Booz gastar las últimas energías de su cuerpo envejecido en realizar las obras más importantes de su vida. En pocos días, Dios le quitó la anciana mujer, le dio una nueva esposa y le hizo fundar una casa para siempre. El mismo día del funeral de la primera mujer, llegaron Noemí y Rut de Moab. Esa misma mañana reunió Booz el sanedrín para restablecer la antigua ley que permite la conversión a las mujeres de Moab, sin sospechar que sería él el primero en casarse con una moabita convertida. Más tarde, pasados tres meses, llegó la noche santa de la era, el tribunal matutino en la puerta de Belén para establecer quién sería el goel de Noemí, y por último el matrimonio con Rut y la noche nupcial en la que engendró un hijo. Majlón, mucho más joven y vigoroso que Booz, no había logrado hacer concebir un hijo a Rut en diez años de matrimonio. Ahora, en cambio, el Señor, al ver que los días de Booz llegaban a su término, concedió a Rut concebir en aquella única noche. Booz había cumplido el sagrado deber de hacer brotar la fuente del Mesías con la casta paloma (Rut) llegada de la inicua tierra de Moab. Como más tarde hará otro anciano, Booz pudo exclamar: “Ahora, Señor, puedes,
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según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz; porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel” (Lc 2,29-31). Booz se ha dormido en el Señor, rico de años y de consuelo. El Señor le ha mantenido sano hasta los ochenta años para llevar a cumplimiento en él su designio preparado desde todos los siglos. La chispa de santidad que había en la semilla de Lot y la santidad que había en la semilla de Judá y en la descendencia de Tamar se unieron aquella noche para engendrar al progenitor de David. Terminado el término del embarazo, Rut dio a luz un hijo, cuando Noemí era la cabeza de la familia. Las mujeres, que habían compadecido a Noemí a su llegada de Moab, ahora se congratulan con ella, le felicitan y alaban la piedad filial de Rut: -Será el consuelo de tu alma y el apoyo de tu ancianidad, porque lo ha dado a luz tu nuera que te quiere y es para ti mejor que siete hijos. Aunque Rut es la madre natural del niño, Noemí es su madre legal. Por ello Noemí toma al niño y le pone en su seno y se encarga de criarlo. La vecinas reconocen esta maternidad legal de Noemí y exclaman: -A Noemí le ha nacido un hijo. Cuando a Noemí le fallan todos los apoyos; cuando mueren sus hijos y decide abandonar los campos de Moab; cuando en su interior le brota el deseo de reencontrar sus raíces y decide retornar a Belén, a Noemí se le pega Rut como una sombra de fidelidad, de inflexible y delicada presencia. El amor de Rut a Noemí no se pierde en efluvios apasionados de ternura. Simplemente está allí, junto a ella, le lleva el pan, las espigas, y termina colocando en sus brazos al hijo Obed. Rut es fiel a Noemí. Da a luz un hijo, y con él da vida al seno muerto de Noemí: “Le ha nacido un hijo a Noemí”. Es la expresión de la suprema fidelidad. Como si el hijo no fuera fruto de las entrañas de Rut, fecundadas por Booz. Es el amor gratuito y total, hasta dar la vida por el otro. Rut se alegra con la felicidad de Noemí. Deja su casa, su patria, trabaja, recoge espigas, engendra un hijo y todo lo da a Noemí. La viuda, la pobre, la despreciada, lleva en sus brazos la esperanza del mundo. Noemí, alegre con su hijo en brazos, responde a las felicitaciones de las mujeres: -Ya no soy Mara, la Amargada; de nuevo soy Noemí, pues este hijo es mi consuelo. En la casa de Noemí se anticipa el gozo que estallará más tarde en otra casa de Israel, al nacer un hijo en la vejez de sus padres. Al nacer Juan, el precursor del Mesías, Zacarías exclama: -Bendito el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo. y nos ha suscitado una fuerza salvadora en la casa de David, su siervo, como había prometido desde tiempos antiguos, por boca de sus santos profetas (Lc 1,68-70). El hijo que, a través de Rut, le nace a Noemí le devuelve la vida. Es el consuelo, que le compensa de todos los sufrimientos pasados. Y como Rut ha mantenido viva en ella la esperanza, el niño será su sostén en la vejez. Un niño pequeño es la alegría de los ancianos. La maternidad de Rut constituía desde el principio la meta secreta de la historia. Todos los pasos de la narración han sido un lento retroceder de las tinieblas para dejar paso a la luz. La emigración de Noemí a Moab no tenía, en la mente de Dios, otra intención que ir a sacar a Rut de la oscuridad de Moab, como la huida de Moisés a Madián sólo fue para escuchar la voz de Dios, que había decidido sacar a su pueblo de las tinieblas de Egipto. El encuentro con Booz en el campo al mediodía no fue más que el alba que le encaminaba a la
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luz del encuentro radiante de medianoche, culminado con el alumbramiento del hijo, fruto del amor y la bendición de Dios. El nacimiento del hijo es la culminación del largo peregrinar por los caminos de Belén a Moab y de Moab a Belén. Pero el nacimiento no es más que el comienzo de la vida, que se abre al futuro cargado de esperanzas. Con el nacimiento no se agotan las promesas de Dios. Todo cumplimiento de una promesa de Dios se convierte en una nueva promesa hacia algo nuevo y superior. Esta es la línea interior, el río de vida subterráneo de toda la revelación. Por debajo de las palabras se abre cauce el designio de Dios sostenido por su amor y fidelidad. El Génesis discurre desde la creación, a través de las vicisitudes de la historia, hasta el Apocalipsis. Dios, de quien procede todo, al fin será “todo en todo”: “Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”, confiesa San Agustín. La creación salida de las manos de Dios “en el principio” es una creación abierta hacia la consumación, que consiste en convertirse en morada de la gloria de Dios. Según la narración del Génesis, la creación del mundo y del hombre está orientada al sábado, la “fiesta de la creación”. El sábado es la consumación y la corona de la creación (Gn 2,2-3). Así, en el plan de Dios sobre la creación se halla ya manifestado su plan de salvación como alianza con su pueblo, que celebra a Dios en el descanso de la fiesta sabática. Como día último de la creación, el sábado carece de límite; intencionadamente falta la fórmula conclusiva: “y atardeció y amaneció”. El designio de Dios, su plan acerca del hombre, como interlocutor y partícipe de su vida, preside, pues, su acción creadora. Dios nos ha creado para la fiesta, para llevarnos a la plenitud de su vida en una comunión vivificante con El: “Así nos eligió en Cristo desde antes de la creación para ser santos e inmaculados en su presencia mediante el amor” (Ef 1,4). La esperanza de que Dios crea siempre algo nuevo, se funda en su misma palabra, en la promesa que hace, primero, a Abraham y, luego, a Moisés, a David y al pueblo que ellos representan. La promesa de “una tierra que mana leche y miel” (Dt 8,7-10; 11,9) y la de “constituir con ellos un reino estable” (2S 7,12-16), es una promesa que, al cumplirse, se dilata en una nueva promesa. La paz, fecundidad, salud, abundancia de bienes, larga vida, vejez tranquila y muerte serena (Dt 28,1-14), en la medida en que se cumplen, se manifiestan incompletas y se abren a una nueva realidad, a la esperanza de lo “nuevo” prometido. En realidad la promesa va despertando la esperanza, no tanto de las promesas, cuanto del Dios de las promesas. Esta esperanza la explicitan los profetas. En ellos se anuncia la irrupción de Dios en la historia, creando una tierra nueva y unos cielos nuevos (Is 65,17), transfigurando la realidad presente. Esta esperanza se abre a lo radicalmente nuevo, a lo que viene. No es el hombre quien va a Dios, sino Dios quien viene al hombre. La historia de la salvación culmina en el acontecimiento de Cristo y en la persona misma de Jesucristo. A esta plenitud de salvación apunta como término la historia de Israel. Después de la liberación de Egipto, después de recibir el don de la tierra prometida, después del establecimiento del reino de David y Salomón, todavía queda algo por esperar. La salvación es una paz total, una vida plena, definitiva y para siempre. Se acerca en el sufrimiento mismo, en el fracaso, en la prueba acrisoladora que prepara el día del Señor. Así el nacimiento del hijo de Rut, cumplimiento de la historia, final de su camino desde la vaciedad de Kamos, dios de Moab, a Yahveh, Dios de Israel, se abre a horizontes nuevos e insospechados del plan de Dios, que superan toda esperanza del hombre “como el cielo supera la tierra” (Is 55,9). Booz y Rut, con el alumbramiento del hijo, han realizado toda su esperanza humana. Sobre ellos ha descendido la bendición de Dios, cumplida en el don del hijo. La alegría del nacimiento se hace canto agradecido a Dios. Pero Dios les sorprende con su creatividad. Noemí anuncia a Rut que Booz, como pariente cercano, es su
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goel. Rut se lo anuncia a Booz en la medianoche de la era. Booz se entrega con toda diligencia a identificar el goel más próximo, terminando por constituirse a sí mismo en el goel de Rut. Pero Dios tiene escondida una sorpresa para todos y la expresa en las palabras de las mujeres de Belén: el goel verdadero, suscitado por el Señor, es el hijo que la nuera de Noemí ha dado a luz. Las mujeres dicen a Noemí: -Bendito sea Yahveh que no ha permitido que te falte hoy uno que te rescate para perpetuar su nombre en Israel. Será el consuelo de tu alma y el apoyo de tu ancianidad, porque lo ha dado a luz tu nuera que te quiere y es para ti mejor que siete hijos (4,14-15). Esta exclamación de las mujeres recoge las profecías de los profetas que anuncian el verdadero goel que Dios ha dispuesto para rescatar a los hombres de la muerte y perpetuar eternamente su nombre. El es el verdadero consolador y sostén del hombre en su vejez, abriéndole la esperanza a una vida eterna. No es un adulto rico en poder y fuerza el que rescata, sino un niño pequeño, informe como un gusano o una larva. Así lo anuncia Dios con palabras de Isaías: “Porque yo, Yahveh tu Dios, te tengo asido por la diestra. Soy yo quien te digo: No temas, yo te ayudo. No temas, gusano de Jacob, gente de Israel: yo te ayudo - oráculo de Yahveh- y tu redentor es el Santo de Israel”. “Te llamarán la Ciudad de Yahveh, la Sión del Santo de Israel. En vez de estar tú abandonada, aborrecida y sin viandantes, yo te convertiré en lozanía eterna, gozo de siglos y siglos. Te nutrirás con la leche de las naciones, con las riquezas de los reyes serás amamantada, y sabrás que yo soy Yahveh tu Salvador, y el que rescata, el Fuerte de Jacob” (Is 60,14-16). El goel no es, por tanto Booz, sino el hijo de Rut, en cuanto ascendiente del Mesías. Booz, el hombre de fe, que ha vivido en la presencia de Dios todas las vicisitudes de la vida, fiel a la Torá del Señor, no es más que la figura perfecta del verdadero goel, el Redentor, que saldrá de sus entrañas. El anuncio profético de las mujeres de Belén se cumple, pues, en Jesucristo, “el cual se entregó por nosotros a fin de rescatarnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo que fuese suyo” (Tt 2,14), pues todos “son justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús” (Rm 3,24). Cristo es el verdadero consolador, con su poder de devolver a los muertos la vida, pasar de la amargura (Mara) a la consolación (Noemí). Con el niño Dios en sus brazos exultan los huesos del anciano Simeón, que “esperaba la consolación de Israel” (Lc 2,25-32). Noemí, vuelta a Belén vacía, seca y sin esperanza, hasta el punto de querer cambiar su nombre por el de Mara, con el hijo que le nace gracias a Rut, se siente revivir, como el tronco seco al que le llegan las aguas: “Una esperanza guarda el árbol: si es cortado, aún puede retoñar, y no dejará de echar renuevos. Incluso con raíces en tierra envejecidas, con un tronco que se muere en el polvo, en cuanto siente el agua, reflorece y echa ramaje como una planta joven” (Jb 14,7-9). El tronco reverdecido es el germen de la esperanza plena: “En los días que vienen arraigará Jacob, echará Israel flores y frutos, y se llenará la faz de la tierra de sus frutos” (Is 27,6).
14. OBED, DAVID, CRISTO a) Obed, David, Cristo “Las vecinas le pusieron un nombre diciendo: ¡Le ha nacido un hijo a Noemí! y le llamaron Obed. Es el padre de Jesé, padre de David” (4,17). Con el nombre de Obed bendicen al niño con el augurio de que sirva a Dios con un corazón íntegro y fiel. El niño nace como hijo de Booz y Rut, pero no pertenece a Booz ni a Rut. Pertenece al pueblo,
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porque en él se encarna la esperanza del pueblo. Por ello no es la familia quien da el nombre al niño: ni Booz, ni Rut, ni Noemí, sino las vecinas del pueblo. Desde su nacimiento el niño supera los estrechos límites de la familia. Nace un niño en Belén y la amargura se transforma en alegría. La esperanza se hace realidad. La noche del hambre, de la emigración, del retorno de Noemí vacía y amargada, sin marido, sin hijos y sin futuro, y de Rut, viuda y extranjera..., todo se ilumina con el alumbramiento del hijo. Es la profecía de Isaías que se realiza. La profecía del niño, del nuevo David, que da alegría y esperanza al pueblo entero: “El pueblo que caminaba en las tinieblas ha visto una luz grande. Los que vivían en tierra de sombras, una luz brilló sobre ellos. Acrecentaste el regocijo, hiciste grande la alegría. Alegría por tu presencia, cual la alegría en la siega, como se regocijan repartiendo botín. Porque el yugo que les pesaba y la pinga de su hombro - la vara de su tirano - has roto, como el día de Madián. Porque toda bota que taconea con ruido, y el manto rebozado en sangre serán para la quema, pasto del fuego. Porque una criatura nos ha nacido, un hijo se nos ha dado. Estará el señorío sobre su hombro, y se llamará su nombre Maravilla de Consejero, Dios Fuerte, Siempre Padre, Príncipe de Paz. Grande es su señorío y la paz no tendrá fin sobre el trono de David y sobre su reino, para restaurarlo y consolidarlo por la equidad y la justicia” (Is 9,1-6). El niño que les nace a Booz y Rut no es aún el nuevo David. No es aún el Mesías. No lleva ninguno de los nombres anunciados por Isaías. Su nombre es Obed, que significa Siervo. Y su servicio será preparar la venida del Mesías, como antepasado suyo. Esdras, expulsando las esposas extranjeras, estaba expulsando a la madre del rey David, la madre del hijo de David, el Mesías. El libro de Rut, aceptando en el pueblo de Dios a Rut, la moabita, devuelve la vida a Noemí y a todo el pueblo. Hace renacer en el pueblo de Dios la profesión de fe que llevaba Elimélek grabada en su nombre: Mi Dios es rey. El camino de Rut culmina en el anuncio del ángel a los pastores de Belén: “Había en la misma comarca unos pastores, que dormían al raso y vigilaban por turno durante la noche su rebaño. Se les presentó el Ángel del Señor, y la gloria del Señor los envolvió en su luz; y se llenaron de temor. El ángel les dijo: No temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor; y esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (Lc 2,8-12). b) Las mujeres estériles de la historia de la salvación La Escritura contiene un número amplio de relatos, en los que Dios, maravillosamente, suscita y apoya una serie de herederos, elegidos de acuerdo a las promesas hechas a Abraham y a pesar de todos los obstáculos imaginables. En los casos de Sara, Rebeca y Raquel (Gn 15,3; 16,1; 25,21; 30,1-2), la esterilidad amenaza con romper una línea de descendencia. A veces interfieren los hermanos mayores, como por ejemplo Esaú, que hubiera podido desviar la promesa, haciéndola recaer sobre otro pueblo distinto de Israel. También el primogénito de Judá muere sin descendencia, y su hermano se niega a suscitarle un heredero (Gn 38). Pero Dios salva siempre la situación; con fuerza irresistible Dios preserva la descendencia que va de Abraham a Isaac, Jacob, Judá, Peres, que desemboca en David y su dinastía... y culmina en el Mesías En muchos de estos relatos se presta especial atención a las mujeres que en ellos figuran. Rebeca dispone una hábil estratagema para que la bendición solemne de Isaac recaiga sobre Jacob en vez de Esaú (Gn 27); Tamar vence su orgullo y arriesga su vida para conseguir un heredero a su esposo difunto... El libro de Rut tiene por tema una crisis semejante: ¿se salvará la descendencia de Elimélek? Los últimos versículos nos ofrecen la genealogía de David. Es la conclusión de la
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historia de Rut, donde se nos ofrece la finalidad del libro. Las vecinas felicitan a Noemí, diciendo: “Le ha nacido un hijo a Noemí” y le llaman Obed. Obed significa “siervo”, siervo de Dios, se sobreentiende. Es un título honorífico, que reciben los personajes elegidos por Dios para una misión. El hijo de Rut se llama Obed, comentan los rabinos “porque servía a Dios de todo corazón”, “porque es la raíz de muchos hijos semejantes a él”, como David tantas veces llamado en la Escritura “siervo de Dios” (2S 3,19; Sal 78,70; Ez 34,23...). Y añaden los Padres de la Iglesia: raíz de Jesús de Nazaret, el Siervo de Dios por antonomasia. El nacimiento de Obed parece el final feliz de la historia de Noemí. Así lo siente ella, estrechando al hijo entre sus brazos. Obed borra toda la amargura de su rostro y ella vuelve a ser Noemí, la graciosa. Obed colma su vida de alegría; puede dar por bien empleados los dolores de su existencia. Sin embargo Obed no ocupa el final del libro. La última palabra de la narración es David. “Obed es el padre de Jesé, padre de David” (4,17). Y en forma más desarrollada: “Estos son los descendientes de Peres. Peres engendró a Jesrón. Jesrón engendró a Ram y Ram engendró a Aminadab. Aminadab engendró a Najsón y Najsón engendró a Salmón. Salmón engendró a Booz y Booz engendró a Obed. Obed engendró a Jesé y Jesé engendró a David” (4,18-22). Las dos formas convergen en el mismo mensaje, el anuncio de la grandeza del hijo de Rut como ascendiente de David. Pero la última genealogía, en vez de partir directamente del hijo de Rut, retrocede hasta Peres, hijo de Judá (1Cro 2,2-3; 4,1), hijo de Jacob (Gn 35,23). De este modo el hijo de Rut no sólo queda incorporado al pueblo de Israel, el pueblo nacido de las entrañas de Jacob, sino que se entronca en la tribu de Judá, que, según la bendición de Jacob, es la destinataria de la promesa mesiánica (Gn 49,8-12), reconocida hasta en el Apocalipsis: “Uno de los Ancianos me dice: No llores; mira, ha triunfado el León de la tribu de Judá, el Retoño de David; él podrá abrir el libro y sus siete sellos” (Ap 5,5). El mismo Midrás sobre Ex 30,3 interprenta la descendencia de Peres en sentido mesiánico. Después de haber recordado que el pecado de Adán y Eva introdujo en el mundo la muerte, añade: “Pero cuando nació Peres las generaciones continuaron de nuevo plenamente, porque de él nacería el Mesías, en cuyos días Dios eliminaría la muerte, según las palabras de Isaías (25,8)”. Toda la maravillosa historia concluye en David. Todas las peripecias de Noemí y de Rut nos llevan a descubrir que por las venas del gran rey de Judá corre sangre extranjera, sangre moabita. Obed, hijo de Booz, pertenece legalmente a la descendencia de Elimélek y Noemí, a quienes Booz “ha suscitado una descendencia”. Booz y Rut aparecen unidos en la genealogía de Jesucristo de Mateo: “Booz engendró a Obed de Rut, Obed engendró a Jesé, Jesé engendró al rey David” (Mt 1,5-6). Obed es el tronco de Jesé, del que brota David y, al final, el fruto bendito del seno de María: Jesús. c) Las mujeres de la genealogía de Cristo Rut, la moabita, una extranjera entra en la casa de Judá, en la genealogía de David y, por lo tanto, en la de Cristo, descendiente de David. Por su matrimonio se convierte en “parecida a Raquel y a Lía, que construyeron, las dos, la casa de Israel”, como profetizan los ancianos. Y hay que evocar igualmente a esa otra mujer que, también gracias a un imprevisto de la historia, se inserta en el linaje de David, Rahab, madre de Booz, la prostituta que esconde en su casa a los enviados de Josué a explorar la tierra prometida. Ella dio a su esposo un hijo, Booz, el esposo de Rut, extranjera como ella. No es la sangre judía la que constituye el pueblo elegido. La elección del pueblo no se basa en la sangre de Abraham, sino en su fe, fundamento de la alianza con Dios. Mateo, al escribir la genealogía de Cristo, el hijo de David, confecciona un largo collar de nombres, entre los que incrusta unas cuantas joyas, que son las cinco mujeres que nombra:
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Tamar, siria, de la que Judá engendra a Peres. Rajab, cananea, la prostituta de Jericó, de la que Salmón engendra a Booz.8 Rut, la moabita, de la que Booz engendra a Obed. Betsabé, la adúltera mujer del hitita Urías, de la que David engendra a Salomón. Y, por último, la hija de Sión, María de Nazaret, la madre del Mesías. Los Padres de la Iglesia se han preguntado qué es lo que impulsó a San Mateo a incluir, además de María, el nombre de estas cuatro mujeres, pues en la mentalidad semita era algo insólito nombrar a las mujeres al trazar un árbol genealógico. ¿Por qué menciona a estas y no a otras más ilustres y célebres, como Sara, Rebeca, Raquel o Lía? La interpretación más antigua es la de Orígenes, a quien sigue San Jerónimo. Los dos reconocen en estas mujeres un lazo que les une en el hecho de que las cuatro son pecadoras. De este modo el evangelista muestra con toda evidencia que Cristo ha nacido de ellas porque venía a salvar a los pecadores, según la palabra de Pablo: “Es cierta y digna de ser aceptada por todos esta afirmación: Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores; y el primero de ellos soy yo. Y si encontré misericordia fue para que en mí primeramente manifestase Jesucristo toda su paciencia y sirviera de ejemplo a los que habían de creer en él para obtener vida eterna” (1Tm 1,15-16). Mateo podía firmar esta confesión de Pablo. El, el publicano, experimentó en su persona la misericordia de Cristo con los pecadores: “Al pasar, Jesús vio a un hombre llamado Mateo, sentado en el despacho de impuestos, y le dice: Sígueme. El se levantó y le siguió. Y sucedió que estando él a la mesa en casa de Mateo, vinieron muchos publicanos y pecadores, y estaban a la mesa con Jesús y sus discípulos. Al verlo los fariseos decían a los discípulos: ¿Por qué come vuestro maestro con los publicanos y pecadores? Mas él, al oírlo, dijo: No necesitan médico los que están fuertes sino los que están mal. Id, pues, a aprender qué significa aquello de: Misericordia quiero, que no sacrificio. Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores” (Mt 9,9-13). En esta línea dice San Juan Crisóstomo: “El evangelista recuerda la historia de Rut y de Rahab, una extranjera y una prostituta, para enseñarnos que Jesucristo ha descendido para curar todos nuestros males. Ha venido a la tierra para ser médico y no juez de los hombres”. Algo parecido afirma San Ambrosio: “El Señor no rehusó el oprobio de un origen contaminado. Por tanto tampoco la Iglesia se debe avergonzar de estar formada de pecadores, si el Señor nació de pecadores”. Algo semejante dice San Jerónimo: “Entre los ascendientes de Jesús no aparece ninguna santa mujer, sino aquellas que la Escritura reprueba, para que quien ha venido por los pecadores, al nacer de pecadores, destruyera todo pecado”. Según la interpretación de Lutero las cuatro mujeres mencionadas por Mateo coinciden en ser extranjeras, no israelitas, paganas. Con su mención en el evangelio se anuncia que Jesús viene a hacer partícipes de la salvación también a los paganos. También Pablo anuncia que “la salvación ha llegado a los paganos” (Rm 11,11). Es el cumplimiento de la profecía de Isaías: “En cuanto a los extranjeros adheridos a Yahveh para su ministerio, para amar el nombre de Yahveh, y para ser sus siervos, a todo aquel que guarda el sábado sin profanarle y a los que se mantienen firmes en mi alianza, yo les traeré a mi monte santo y les alegraré en mi Casa de oración. Sus holocaustos y sacrificios serán gratos sobre mi altar. Porque mi Casa será llamada Casa de oración para todos los pueblos” (Is 56,6-7). También los extranjeros están invitados al banquete mesiánico: “Hará Yahveh Sebaot a todos los pueblos en este monte un convite de manjares frescos, convite de buenos vinos: manjares de tuétanos, vinos depurados; en este monte quitará el velo que cubre a todos los pueblos y la cobertura que cubre a todas las gentes; consumirá la Muerte definitivamente. Enjugará el 8 Rahab, además de ser incluida en la genealogía de Cristo (Mt 1,5), es celebrada por su fe en la carta
a los Hebreos (Hb 11,11) y por sus obras en la carta de Santiago (St 2,25). 113
Señor Yahveh las lágrimas de todos los rostros” (Is 25,6-8). d) Rut, la moabita Israel, tantas veces sometido a los pueblos paganos, se resiste a acogerlos entre ellos. Sin embargo, los profetas anuncian la convocación de los paganos a formar parte del pueblo de Dios: “Que el extranjero que se adhiera a Yahveh, no diga: ¡De cierto que Yahveh me separará de su pueblo! En cuanto a los extranjeros adheridos a Yahveh para su ministerio, para amar el nombre de Yahveh, y para ser sus siervos, a todo aquel que guarda el sábado sin profanarle y a los que se mantienen firmes en mi alianza, yo les traeré a mi monte santo y les alegraré en mi Casa de oración. Sus holocaustos y sacrificios serán gratos sobre mi altar. Porque mi Casa será llamada Casa de oración para todos los pueblos” (Is 56,3-7). Rut es la moabita. El texto lo repite una y otra vez. Esta insistencia no es casual. En ello se encierra el significado íntimo del libro. La oposición entre Israel y Moab recorre la historia bíblica, desde el tiempo de Moisés (Dt 23,5) hasta el tiempo del exilio a Babilonia (2R 24,2) y del regreso del exilio (Esd 9,1-2; 10,10-11.44; Ne 13,23-30). La Biblia subraya la influencia perversa de las mujeres moabitas sobre el mismo Salomón (1R 11,1.4). La aversión de Israel hacia Moab ha quedado marcada a fuego en la narración de su origen incestuoso (Gn 19,30-38). La etimología hebrea de Moab es “salido del padre”. Todas estas referencias históricas se reflejan en las prescripciones legislativas: “El bastardo no será admitido en la asamblea de Yahveh; ni siquiera en su décima generación será admitido en la asamblea de Yahveh. El ammonita y el moabita no serán admitidos en la asamblea de Yahveh; ni aun en la décima generación serán admitidos en la asamblea de Yahveh, nunca jamás. Porque no vinieron a vuestro encuentro con el pan y el agua cuando estabais de camino a la salida de Egipto, y porque alquiló para maldecirte a Balaam, hijo de Beor, desde Petor, Aram de Mesopotamia. Sólo que Yahveh tu Dios no quiso escuchar a Balaam, y Yahveh tu Dios te cambió la maldición en bendición, porque Yahveh tu Dios te ama. No buscarás jamás mientras vivas su prosperidad ni su bienestar” (Dt 23,3-7). El rechazo de los moabitas aparece en la Escritura casi como un estribillo, que se repite una y otra vez. Por ejemplo, la Escritura presenta la infidelidad de Salomón como consecuencia de haberse rodeado y haber amado a muchas mujeres extranjeras (1R 11,1-4). Y, en concreto, precisa el texto: “Entonces edificó Salomón un altar a Kemós, monstruo abominable de Moab, sobre el monte que está frente a Jerusalén... Se enojó Yahveh contra Salomón porque había desviado su corazón de Yahveh, Dios de Israel, que se le había aparecido dos veces, y le había ordenado sobre este asunto que no fuera en pos de otros dioses, pero no guardó lo que Yahveh le había ordenado” (1R 11,7-10). Igualmente el sacerdote Esdras convoca al pueblo para denunciar su pecado: “Habéis sido rebeldes al casaros con mujeres extranjeras, aumentando así el delito de Israel. Ahora, pues, dad gracias a Yahveh, Dios de vuestros padres, y cumplid su voluntad separándoos de las gentes del país y de las mujeres extranjeras” (Esd 10,10-11). Les acusa de haber profanado la estirpe santa de Israel al casarse con las hijas de los pueblos extranjeros. Y, entre las mujeres extranjeras, no se olvida de señalar a las moabitas (Esd 9,1). En la misma línea continúa Nehemías: “Vi también en aquellos días que algunos judíos se habían casado con mujeres asdoditas, ammonitas o moabitas. Yo les reprendí y los conjuré en nombre de Dios: ¡No debéis dar vuestras hijas a sus hijos ni tomar ninguna de sus hijas por mujeres ni para vuestros hijos ni para vosotros mismos! ¿No pecó en esto Salomón, rey de Israel? Entre tantas naciones no había un rey semejante a él; era amado de su Dios; Dios le había hecho rey de todo Israel. Y también a él le hicieron pecar las mujeres extranjeras. ¿Se tendrá que oír de vosotros que cometéis el mismo gran crimen de rebelaros contra nuestro Dios casándoos con mujeres extranjeras” (Ne 13,23-27)
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Rut, la moabita, rompe todas estas tradiciones y leyes. No sólo entra en la comunidad de Israel, sino que entra en la genealogía de David y del Mesías. El pueblo entero de Belén es testigo de que Booz adquiere como esposa a Rut, “la moabita”. Jesús, en sus parábolas de la misericordia, proclama que se equivocan Jonás, Esdras, los amigos de Job y todos los fariseos que quieren encerrar a Dios dentro de los límites de una nación o de sus conceptos. El Dios de Israel es un Dios “de perdón, clemente y entrañable, tardo a la cólera y rico en bondad” (Ne 9,17) para todos los hombres y pueblos. En el designio de Dios el camino de Rut hacia Belén supera lo que ella o Noemí pueden imaginar. Dios les guía hacia el “Salvador, que es Cristo Señor, nacido en la ciudad de David” (Lc 2,11). El hombre que sigue los pasos de Dios, caminando por donde no sabe, llega donde no sabe, más allá de todas sus previsiones. Los caminos de Dios superan los del hombre como el cielo supera la tierra (Is 55,9). Eglón, padre de Rut, según los sabios de Israel, tuvo un gesto de reconocimiento de Yahveh, Dios de Israel, y Yahveh se lo tuvo en cuenta. Según el libro de los Jueces, Israel vivió cuarenta años en paz, bajo el juez Otniel, hijo de Quenaz. Pero, a su muerte, los israelitas volvieron a hacer lo que desagradaba a Yahveh; y Yahveh fortaleció a Eglón, rey de Moab, por encima de Israel, porque hacían lo que desagradaba a Yahveh. A Eglón se le juntaron los hijos de Ammón y de Amalec; salió y derrotó a Israel, y tomó la ciudad de las Palmeras. Los israelitas estuvieron sometidos a Eglón, rey de Moab, dieciocho años. Entonces los israelitas clamaron a Yahveh y Yahveh les suscitó un libertador: Ehúd, hijo de Guerá, benjaminita, que era zurdo. Los israelitas le encargaron que llevara el tributo a Eglón, rey de Moab. Ehúd se hizo un puñal de dos filos, de un codo de largo, se lo ciñó debajo de la ropa sobre el muslo derecho, y presentó el tributo a Eglón, rey de Moab. Eglón era un hombre muy obeso. En cuanto terminó de presentar el tributo, Ehúd mandó marchar a la gente que había llevado el tributo; pero él, al llegar a los ídolos que hay en la región de Guilgal, volvió otra vez y dijo: “Tengo un mensaje secreto para ti ¡oh rey!”. El rey respondió: “¡Silencio!”, y salieron de su presencia todos los que estaban con él. Ehúd se le acercó . El rey estaba sentado en su galería fresca particular. Ehúd le dijo: “Tengo una palabra de Dios para ti”. El rey se levantó de su silla. Ehúd alargó su mano izquierda, cogió el puñal de su cadera derecha y se lo hundió en el vientre. Detrás de la hoja entró incluso el mango, y la grasa se cerró sobre la hoja, pues Ehúd no le sacó el puñal del vientre. Luego escapó por la ventana. Ehúd salió por el pórtico; había cerrado tras de sí las puertas de la galería y echado el cerrojo. Después que se fue, llegaron los criados y vieron que las puertas de la galería tenían echado el cerrojo. Y se dijeron para sí: “Sin duda se está cubriendo los pies en el aposento de la galería fresca”. Estuvieron esperando hasta quedar desconcertados, porque no acababan de abrirse las puertas de la galería. Cogieron la llave y abrieron. Su amo yacía en tierra, muerto. Mientras esperaban, Ehúd había huido: había pasado los Ídolos y se había puesto a salvo en Hasseirá” (Jc 3,11-26). En los calores de Jericó, la ciudad de las palmeras, el rey Eglón, al decirle Ehúd que “tenía una palabra de Dios para él”, se levantó de su silla (Jc 3,15-23). Si bien ese gesto le costó la vida, Dios no lo dejó sin recompensa. En su agonía, Dios le dijo: “¡Tú te has levantado de tu trono en mi honor, Yo levantaré a tu hija Rut, la ensalzaré y haré que de ella salga un Descendiente, que se sentará sobre mi trono¡”. No importa que el hombre no conozca la meta. “Abraham partió sin saber a dónde iba” (Hb 11,8), pero confiando en Dios que sí sabía que con él empezaba la estirpe de “los hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús, descendencia de Abraham y herederos de la promesa” divina: “Pues todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. En efecto, todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni
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libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús. Y si sois de Cristo, ya sois descendencia de Abraham, herederos según la Promesa” (Ga 3,26-29). En Jesús, descendiente de Rut, la moabita, halla cumplimiento la promesa de una descendencia que Dios hace a David: “Yahveh te anuncia que él te edificará una casa. Y cuando tus días se hayan cumplido y te acuestes con tus padres, afirmaré después de ti la descendencia que saldrá de tus entrañas, y consolidaré el trono de su realeza” (2S 7,11-12). Así lo reconoce todo el Nuevo Testamento, en el que Jesús es nombrado como “hijo de David” (Mc 10,47.48; Mt 9,27; 21,9), “nacido de la estirpe de David según la carne” (Rm 1,3; 2Tm 2,8). San Juan Crisóstomo, comentando el evangelio de San Mateo (3,4), hace alusión a la genealogía de Jesús y compara a Rut con la Iglesia: “En los acontecimientos de Rut debéis contemplar la imagen de lo que nos ha sucedido a nosotros. Ella era extranjera y se hallaba en la más grave indigencia; pero, viéndola, Booz no despreció ni su origen ni su pobreza; así ha hecho Cristo, que ha tomado como esposa a la Iglesia y la ha colmado de bienes, a pesar de ser extranjera y pobrísima. Pero como Rut no habría tenido nunca el honor de este matrimonio si no hubiera dejado antes a su padre, si no hubiera renunciado a su casa, a su estirpe, a su patria y a sus parientes, tampoco la Iglesia habría agradado a su esposo si no hubiera abandonado la vida que llevaban sus padres. Por ello, le dice el profeta: Olvida tu pueblo y la casa de tu padre y el rey se prendará de tu belleza (Sal 44,11-12). Esto es lo que ha hecho Rut, y esto ha hecho de ella lo que después será la Iglesia, madre del rey. De su estirpe ha nacido el rey David”. Los paganos no son excluidos del nuevo Israel, la Iglesia (Ef 2,12-19). Rut es la figura de la Iglesia, el pueblo nuevo que nace para Dios de todos los pueblos (Hch 15,14), el nuevo Israel que, en Cristo, “Dios ha adquirido para alabanza de su gloria” (Ef 1,14).
EPÍLOGO: ESPIGAS CAÍDAS En un código latino9 se lee: “El libro de Rut es tan corto en su narración como relevante en cuanto a la profundidad de sus misterios escondidos. En cuanto al relato se sitúa en el tiempo de los Jueces, en cuanto a los misterios significados en la narración pertenece a aquel tiempo de gracia en que el Verbo se ha hecho carne y ha hecho de la Iglesia su esposa, tomándola primero de los judíos y después de los paganos”. La mies, donde espiga Rut, es la inteligencia espiritual de la Escritura. Las espigas que quedan sin recoger son las palabras de la Escritura que, permaneciendo ocultas en el misterio, se presentan mayormente llenas para que se ejercite en ellas la meditación. En todo 9 Publicado en Corpus Christianorum Continuatio Mediaevalis, vol 81, Turnhout 1990. 116
tiempo es útil la meditación de la Sagrada Escritura, porque en ella se recogen las espigas llenas de vida y alimento espiritual. Savonarola comentando la recomendación de Booz -“Sacad incluso para ella espigas de las gavillas y dejadlas caer para que las espigue” (2,16)- da esta interpretación alegórica: “Las espigas dejadas caer son las palabras de la Escritura, dejadas caer por los Doctores, que son los segadores. Hay algunos que, durante una predicación, recogen una espiga, una sentencia, una palabra que les da para comer durante toda su vida. De las espigas dejadas caer por los segadores, San Antonio, escuchando una predicación, recogió una: Si quieres ser perfecto, vende lo que tienes, dalo a los pobres y sigue a Cristo (Mt 19,21). San Antonio recogió esta espiga y con ella llegó a ser perfecto”. Como epílogo a la lectura del Libro de Rut, presento unas cuantas espigas, que he recogido en el campo de los Padres y escritores cristianos. a) Booz, figura de Dios En la lectura simbólica Booz es figura de Dios. Lo que Yahveh hace con su pueblo, Booz lo hace con Rut y Noemí. Booz, goel de Rut y Noemí, es imagen de Dios, el salvador de Israel: “Yo soy Yahveh; Yo os libertaré de los duros trabajos de los egipcios, os libraré de su esclavitud y os salvaré con brazo tenso y castigos grandes” (Ex 6,6). El amor gratuito de Dios se muestra en la creación, en la alianza y en la redención del pueblo de toda esclavitud: “Ahora, así dice Yahveh tu creador, Jacob, tu plasmador, Israel. No temas, que yo te he rescatado, te he llamado por tu nombre. Tú eres mío. Si pasas por las aguas, yo estoy contigo, si por los ríos, no te anegarán. Si andas por el fuego, no te quemarás, ni la llama prenderá en ti. Porque yo soy Yahveh tu Dios, el Santo de Israel, tu salvador” (Is 43,1-3; 44,22s). La acción salvadora de Dios comienza con la creación y se prolonga a lo largo de la vida de sus elegidos, ya desde el seno materno: “¡Lanzad gritos de júbilo, montañas, y bosques con todo su arbolado, pues Yahveh ha rescatado a Jacob y manifiesta su gloria en Israel! Así dice Yahveh, tu redentor, el que te formó desde el seno. Yo, Yahveh, lo he hecho todo, yo, solo, extendí los cielos, yo asenté la tierra, sin ayuda alguna” (Is 44,23-24). Yahveh libera a Israel de la esclavitud de Egipto. Pero la esclavitud de Egipto es símbolo de toda esclavitud, de la que Dios libera a sus fieles: “De la opresión, de la violencia, rescatará su alma, su sangre será preciosa ante sus ojos” (Sal 72,14). “Y fue él su Salvador en todas sus angustias. No fue un mensajero ni un ángel: él mismo en persona los liberó. Por su amor y su compasión él los rescató: los levantó y los llevó todos los días desde siempre” (Is 63,9). Yahveh es el redentor de su pueblo (Is 41,14; 49,26; 60,16); su roca, su salvador (Sal 78,35). Por ello el pueblo elegido es llamado “pueblo santo, rescatados del Señor” (Is 62,12). La liberación es el acontecimiento central de la experiencia de Israel: “Yahveh nos sacó de Egipto con mano fuerte y tenso brazo en medio de gran terror, señales y prodigios” (Dt 26,8). Jesús, anunciado como el salvador (Lc 4,18.21), es el liberador definitivo (Jn 1,1214), que libra a los creyentes del pecado (Rm 6,6), de la muerte (Col 1,12-14), de la carne (Rm 8,13-14), de la ley (Rm 7,1-6). Jesús llama a la libertad del amor, porque sus discípulos han sido rescatados y “justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús” (Rm 3,24). Booz, el goel de Rut, es figura de Yahveh que rescata a su pueblo, y figura de Cristo, salvador de la humanidad. Rut, en la noche, se postra a los pies de Booz. Es la extranjera que pide a Dios que la espose, que la acoja en el pueblo de la alianza. Es símbolo de cada uno de nosotros, que se dirige a Dios “con el corazón quebrantado y humillado” (Sal 51,19) y le pide refugio y protección, que extienda el borde de su manto sobre nosotros y nos cobije bajo sus
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alas. El hombre, cuyo pecado le ha alejado de Dios, necesita recorrer el largo camino de Moab a Belén, aceptar la propia debilidad y abandonarse a la bondad de Dios. Rut es figura de todo hombre alejado de Dios, que se acerca confiado a él en medio de la noche, con la esperanza de ser acogido bajo el manto de su piedad. Rut somos nosotros cuando, con el corazón lavado y purificado por el sufrimiento y la prueba, recurrimos al redentor y le pedimos la vida. Booz nos muestra el corazón de Dios, que acoge a la extranjera, a los lejanos. En él aparece la universalidad de la alianza, que Dios ha sellado en la sangre de Cristo para la salvación de todos los hombres. Es el amor delicado que acoge sin humillar. El amor que da confianza, el amor que salva y libera. Es el amor de Dios que dice: “Pasa aquí la noche... reposa hasta el amanecer, hasta el alba de la pascua, anticipo del amanecer escatológico”. San Isidoro de Sevilla escribe con relación a Booz: “Como ‘aquel tal’ renunció a ser el ‘pariente más cercano’ y, por ello, Booz pudo desposar a Rut, así Cristo, que es el verdadero esposo de la Iglesia cantado por todos los profetas, se ha dignado tomar por esposa a la Iglesia y ofrecer al Padre innumerables pueblos provenientes de todas las gentes de toda la tierra”. Y, refiriéndose a Rut como figura de la Iglesia, escribe: Rut es una extranjera, proveniente de un pueblo pagano, que, habiendo abandonado su patria y cuanto había en ella, se dirigió a la tierra de Israel. Y permaneció firme en su decisión no obstante los obstáculos que le muestra su suegra, respondiendo a Noemí: Tu pueblo será mi pueblo; tu Dios será mi Dios. Esta expresión muestra claramente que Rut es imagen de la Iglesia. Pues la Iglesia se ha congregado en torno al Señor después de haber abandonado su patria, es decir, la idolatría. También la Iglesia, abandonada toda relación con el mundo, confiesa que su Dios es el Señor en el que han creído los santos. También la Iglesia vive la fe, poniéndose en camino hacia el lugar en que ha ascendido la carne de Cristo después de su pasión, esperando ser acogida en la comunión del pueblo de los santos, es decir, de los patriarcas y profetas”. b) Rut, figura de Israel y de la Iglesia Ningún texto rabínico afirma que Booz sea figura o imagen de Dios. Esto es algo impensable dada la repetida prohibición en toda la Escritura de hacerse una imagen de Dios (Ex 20,4; Lv 19,4 y Dt 4,15-20). Pero los gestos y palabras de Booz hacen presentes las actitudes y palabras de Dios para con su pueblo. Rut, en cambio, personifica al pueblo de Israel, al resto de Israel. Al vivir el paso de la idolatría pagana a la fe de Israel, se hace figura e imagen de cuantos se injertan en la fe de Abraham, adoran al único Dios, se gozan y admiran de verse objeto de la elección divina. Hija de Israel por su fe en el Dios de Israel, Rut queda asociada a las madres de Israel: Sara, Rebeca, Raquel y Lía. Los rabinos han visto en Rut una alegoría de los prosélitos que, desde el paganismo, se convierten a la fe de Israel, entrando así a formar parte del pueblo de Dios. Dirigiéndose a Rut, Judá ben Simón le dice: “Ven y ve cuán preciosos son a los ojos del Omnipotente para los que se convierten a él”. Y añade: “Una vez que Rut ha decidido convertirse -tu Dios será mi Dios- la Escritura coloca a Rut en el mismo plano que a Noemí”. Los Padres de la Iglesia, a su vez, ven en Rut las primicias de la “Iglesia de los gentiles”, es decir, de la Iglesia que se va constituyendo mediante la adhesión de los paganos al cristianismo. San Isidoro de Sevilla escribe: “Iglesia de los gentiles es aquella que se congrega en torno al Señor después de haber abandonado la propia patria -la idolatría- y toda relación con las cosas de la tierra, profesando que el Señor es su Dios”. Para judíos y cristianos Rut es la mujer bendita que entra a formar parte del pueblo de Dios, pasando desde “la oscuridad que cubre la tierra, desde la espesa nube que cubre a los pueblos a la luz de la gloria de Yahveh que amanece sobre ella” (Is 60,1-2). La luz de la gloria de Dios brilla sobre Rut, porque a su confesión de fe en el Dios de Noemí, Dios le
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responde con el profeta Oseas y con San Pablo: “Llamaré pueblo mío al que no es mi pueblo: y amada mía a la que no es mi amada. Y en el lugar mismo en que se les dijo: No sois mi pueblo, serán llamados: Hijos de Dios vivo” (Rm 9,25-26; Os 2,25). Rut, ante Booz, figura de la bondad de Yahveh, repite los gestos y palabras de los más fieles hijos de Israel. Se “postra con el rostro en tierra” (2,10), como Abraham cuando Dios le ofrece la alianza (Gn 17,3), como Josué en la teofanía de Jericó (Jos 5,14), como David arrepentido de su pecado de orgullo al hacer el censo del pueblo (1Cro 21,16), el pueblo de Israel al constatar la presencia de Dios en el primer sacrificio en su honor (Lv 9,24) o en el libro de su Palabra (Ne 8,6) y también en el templo purificado (1M 4,40). Es el gesto con que el creyente fiel expresa su adoración a Dios (Si 50,17). Rut es la mujer sorprendida por “haber hallado gracia”. Es la sorpresa del creyente al ser acogido por Dios. Así lo vive Noé (Gn 6,8), Moisés (Ex 33,12-17), Gedeón (Jc 6,17), David (2S 15,25; Hch 7,46), el pueblo de Dios (Jr 31,2) y cada uno de los “pobres” (Si 3,18). Es lo que siente María ante el anuncio del ángel (Lc 1,30). Rut es imagen de los paganos, que antes servían a los ídolos, pero, una vez escuchada la palabra de vida, se han convertido al servicio del Dios vivo y verdadero. Rut representa la muchedumbre de paganos llamados a escuchar el Evangelio del Verbo encarnado. Esta es la interpretación de Orígenes (PG 12,989-990), de San Ambrosio (PL 16,604), de San Juan Crisóstomo (PG 57,35), de San Jerónimo (PL 22,559). Rut es la ecclesia ex gentibus, la esposa de Cristo que viene de lejos, pobre y carente de todo, abandonando los ídolos. Rábano Mauro, abad del monasterio de Fulda (PL 108), comentando el encuentro nocturno de Rut con Booz, que está durmiendo en la era (3,6-15) ve a Rut como imagen de la Iglesia que “se acerca al lecho del Redentor y levanta el manto que cubría sus pies, es decir, descubre el misterio de su Encarnación. Luego pide perdón e implora la salvación”. La Glosa Ordinaria recoge esta interpretación soteriológica: “Reconoce que Cristo ha padecido por ti. Acércate, pues, con mente devota a levantar el manto de la letra del Antiguo Testamento en el que se esconde el misterio de la Encarnación de Cristo. Y, reconociendo que de allí te llega la promesa de la salvación, busca humildemente la salvación en dicho misterio, y quédate allí por siempre”. La Glosa Ordinaria considera la fecundidad de la Iglesia como obra del Espíritu Santo: “La Iglesia siempre es fecundada por el don del Espíritu Santo. De este modo esta santísima madre recibe consolación en su vejez con sus nuevos hijos. Pues muertos los patriarcas y los profetas, le nacen los evangelistas y los apóstoles”. Esta fecundidad mantiene la perenne juventud de la iglesia: “Fecundada por la gracia del Espíritu Santo, dice Rábano Mauro, la madre Iglesia es siempre rica en hijos. Cuando algunos de ellos salen de este mundo y emigran hacia la luz eterna, enseguida otros ocupan su lugar. De este modo esta santísima madre recibe de los nuevos hijos la consolación de su vejez, viendo que su fecundidad se difunde y aumenta cada día más, sin agotarse nunca”. Pedro de Celle10, abad del monasterio francés de Montier-de la Celle, sintetiza el simbolismo de Rut como imagen de la Iglesia esposa de Cristo, con estas palabras: “Orpá simboliza la Sinagoga; Rut, la Iglesia, esposa de un único esposo, Cristo, mediante la fe en la regeneración por el agua y el Espíritu Santo después de haber acogido la predicación del Evangelio”. Rábano Mauro amplía esta interpretación diciendo que mientras Orpá es figura de aquellos cristianos que “después de haber recibido la gracia del bautismo y haber sido hechos partícipes de la fe, caen de nuevo en los errores precedentes. Rut, en cambio, es figura de aquellos cristianos que perseveran fielmente en la gracia que han recibido”. Pedro de Celle contempla los gestos y palabras intercambiados entre Booz y Rut viendo en ellos los gestos y palabras que se intercambian Cristo y su madre, la Virgen María, 10 Pedro de Celle, en el siglo XII, escribe dos comentarios al libro de Rut, publicados en Corpus Christianorum Continuatio Mediaevalis, vol. 54, Turnhout 1973. 119
o Cristo y la Iglesia, su esposa. Partiendo de la persona de Rut descubre algunos aspectos significativos del misterio de María, de la Iglesia y del alma cristiana. Meditando sobre las palabras de Rut: “¿Cómo es que he hallado gracia a tus ojos?” (2,10.13), escribe: “Cuanto más crece uno en ‘gracia’ tanto más crece en él la humildad. Pues la gracia ‘no engríe’ (1Co 13,4), y si engríe no es gracia. La sabiduría de la carne es enemiga de Dios: por eso hincha el odre del alma. Pablo, que se ha fatigado más que ningún otro, llega a decir que ‘no es digno de llamarse apóstol’ (1Co 15,9). Y la Madre de Jesús responde al ángel: ‘Heme aquí, soy la sierva del Señor’ (Lc 1,43). También ella se humilla al recibir la gracia y atribuye a la gracia cuanto acontece: ‘No soy yo, dice, quien lo ha hecho, si algo bueno se ha hecho, sino la gracia de Dios en mí” (1Co 15,10)”. Una expresión, que pasa casi desapercibida en el libro de Rut -grano tostado (2,14)- a Pedro de Celle le sugiere la contemplación de María que medita la Palabra de Dios, dándola vueltas en su corazón. Con ese grano tostado “Rut se hizo una hogaza. Buscó buenas espigas, buscó piedras preciosas y, -recogiendo en el campo del mundo los méritos de la virtud, los dones de la gracia del espíritu Santo, el conjunto de los diversos ministerios y carismas eclesiales, y empastándoles en la unidad de la fe católica- actuó y se coronó insignemente de muchas maneras. Pablo reconoce que su ‘hogaza’ está compuesta de las espigas de sus sufrimientos y de las fatigas de la predicación: ‘Tres veces he sido azotado con varas, una vez he sido apedreado, tres veces he naufragado, etc’ (2Co 11,25). Por su parte María ha empastado su hogaza cuando conservaba y meditaba en su corazón (Lc 2,19.51) la palabras y las obras de su Hijo”. En otro lugar de su comentario celebra al mismo tiempo a Rut y a María, que se sobreponen sin poder distinguirse a cual de las dos se refiere cada frase. La plegaria, que eleva a Dios, puede ser de Rut o de María o de cualquier creyente: “Extiende el borde del manto sobre tu sierva (3,9), para que se extienda sobre toda la tierra tu gloria y yo sea ‘revestida del sol’ y ‘ponga la luna bajo mis pies’ (Ap 12,1). Extiende el borde del manto sobre tu sierva, para que yo ya no sea una esclava postrada a tus pies, sino una ‘reina sentada a tu derecha, con vestidos de oro recamados’ (Sal 45,10) y no siga más a la cuadrilla de la esclavas. Que yo pueda ser para ti ‘la única paloma, la única esposa, la única amiga’ (Ct 5,2; 41)”.
INDICE PRESENTACIÓN a) El libro 3 b) El significado
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1. EL MARCO DEL LIBRO a) Vuelta del exilio 11 b) Ageo, Zacarías, Malaquías, Abdías y Joel c) Jonás 14 d) Rut 17
2. HUBO HAMBRE EN LA TIERRA a) Diez grandes hambres 21 b) La sequía descrita por Jeremías c) La sequía en tiempos de Elías24
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d) El agua, fuente de vida 25 e) La carestía purifica la esperanza
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3. DE BELÉN A MOAB a) Belén, casa del pan 31 b) Descenso a Moab 32 c) La instalación corrompe al hombre d) El salario del pecado es la muerte e) Esperanza contra toda esperanza
34 35 39
4. DE MOAB A BELÉN a) La cruz, primera visita de Dios b) Visitas de Dios 42 c) El beso de Orpá 44 d) Orpá es como Lot y Esaú 47
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5. EL CAMINO DE LA CONVERSIÓN a) Tu Dios será mi Dios 51 b) Rut, fiel como Jonatán y Eliseo c) Vocación de los gentiles 55 d) Salir-caminar-entrar 58
54
6. LLEGADA A BELÉN a) ¿Es Noemí? 61 b) El omer del balanceo 65
7. LA SIEGA DE LA CEBADA a) Booz, el juez salvador b) Rut, la espigadora 68 c) Encuentro de Booz y Rut d) Las alas de Dios 76 e) La luz de la esperanza
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8. EN CASA a) Lávate, úngete y vístete 81 b) Las dos palomas: Rut y Tamar
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9. EN LA ERA a) Como Judit y Ester 87 b) Soy Rut, tu sierva 88 c) La espiga de oro 90 d) Extiende tu manto sobre mí
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10. SÉ MI GOEL a) Ley del rescate 93 b) Ley del levirato 94 c) Ley del rescate y del levirato juntas d) Rut y Job 95 e) Dios, goel de los pobres 97
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11. DE VUELTA EN CASA99 12. EN LA PUERTA DE BELÉN 121
a) Un hombre sin nombre 101 b) Y sin sandalia 103 c) La sandalia del Mesías 104 d) La sandalia en los Padres 107 e) El apóstol engendra hijos para Cristo 108
13. BENDICIÓN SOBRE BOOZ Y RUT a) Augurios de fecundidad 111 b) Israel, nación materna 113 c) Y Yahveh hizo que concibiera 115 d) El niño, que nace, es el goel 117
14. OBED, DAVID, CRISTO a) Obed, David, Cristo 121 b) Las mujeres estériles de la historia de la salvación c) Las mujeres de la genealogía de Cristo 122 d) Rut, la moabita 124
EPÍLOGO: ESPIGAS CAÍDAS a) Booz, figura de Dios 127 b) Rut, figura de Israel y de la Iglesia
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