Ruiz de La Peña, J. L. - La Otra Dimensión

November 17, 2023 | Author: Anonymous | Category: N/A
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Juan L. Ruiz de la Peña

La otra dimensión Escatología cristiana Sal lerrae

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LA OTRA DIMENSIÓN Escatología cristiana

Colección «PRESENCIA TEOLÓGICA» 29

Juan Luis Ruiz de la Peña

LA OTRA DIMENSIÓN Escatología cristiana 3 . edición corregida y actualizada a

Editorial SAL T E R R A E Santander

© 1986 by Editorial Sal Terrae Guevara, 20 39001 Santander Con las debidas licencias Impreso en España. Printed in Spain ISBN: 84-293-1020-7 Dep. Legal: BI-1.309-86 Impreso por Gráficas Ibarsusi, S. A. Camino de Ibarsusi, s/n 48004 Bilbao

índice Presentación Nota a la tercera edición Siglas y Bibliografía general

Págs. 9 10 11 13

abreviaturas

INTRODUCCIÓN I.-ESCATOLOGIA: CATEGORÍAS PREVIAS, CONCEPTO Y MÉTODO 1. 2. 3. 4. 5.

Temporalidad y futuro del La esperanza, vivencia cristiana El concepto de escatología Las reducciones de la escatología Los problemas de

del

hombre futuro

método

17 18 23 28 30 40

1.· PARTE: TEOLOGÍA BÍBLICA II.-ORIGEN Y DESARROLLO DE LA ESCATOLOGÍA EN EL ANTIGUO TESTAMENTO

49

1. Concepción histórica del tiempo y primado del futuro 50 2. La promesa, dispositivo de apertura al futuro; sus prime­ ras etapas 55 3. Ultimas etapas de la promesa: profetismo y apocalíptica canónica 62 III.-EL PROBLEMA DE LA RETRIBUCIÓN EN EL ANTIGUO TESTAMENTO 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7.

I

Valoración bíblica de la vida La muerte, los muertos, el scheol Retribución: la tesis tradicional La crisis de la doctrina tradicional En busca de una solución: los tres salmos místicos La fe en la resurrección La doctrina de la inmortalidad: el libro de la sabiduría

69 70 73 78 83 89 95 100

6

índice Págs.

IV.-LA ESCATOLOGÍA DEL NUEVO TESTAMENTO

105

1. El problema hermenéutico 106 2. Presente y futuro en la escatología del Nuevo Testamento .. 119 3. La tensión presente-futuro, nota especifica de la escatología neotestamentaria 130 4. Elproblema de la proximidad de la parusía 140

2.· PARTE: TEOLOGÍA SISTEMÁTICA A) ESCATOLOGÍA COLECTIVA* V.-LAPARUSIA 1. La 1.1. 1.2. 1.3. 1.4. 1.5. 2.

La

153

parusía

en

el

Nuevo

Testamento

Parusía Día del Señor Epifanía, apocalipsis, manifestación Los signos de la parusía Existencia cristiana y parusía fe

de

la

Iglesia

154 156 157 158 160

en

la

parusía

3. Reflexiones teológicas

4.

161 164

3.1. ¿Acontecimiento o dimensión estructural? 3.2. La interpretación del acontecimiento

164 171

3.3.

175

El significado de los signos

El 4.1. 4.2.

juicio El El

juicio

como juicio

final momento como

de

177 la parusía crisis

VI.-LA RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS

177 179 183

1. La doctrina del Nuevo Testamento

2.

153

184

1.1.

La resurrección en los evangelios y en Hch

184

1.2.

La doctrina paulina de la resurrección

186

Doctrina 2.1. 2.2. 2.3. 2.4.

de

los

Padres

Los apologistas La lucha contra la gnosis Orígenes La fe de la Iglesia

y

símbolos

de

fe

196 197 199 200 203

7

índice Págs. 3. Reflexiones teológicas

4.

204

3.1. La dimensión antropológica 3.2. La dimensión cristológica 3.3. La identidad corporal: ¿un problema mal planteado?

204 207 210

La nueva creación

215

4.1. La nueva creación en la Escritura 4.2. La enseñanza del Vaticano II 4.3. Problemática teológica

216 219 221

VII.-LA VIDA ETERNA

227

1. La doctrina de la Escritura

228

1.1. La predicación de Jesús 1.2. La visión de Dios 1.3. La vida eterna 1.4. Ser con Cristo 2. La

tradición

y

la

229 230 234 236 fe

de

la

Iglesia

238

2.1.

Doctrina de los Padres

239

2.2.

La fe de la Iglesia

241

3. Reflexiones teológicas

243

3.1. La función de Cristo en la vida eterna 3.2. Visión-divinización 3.3. La eternidad 3.4. Socialidad y mundanidad VIII.-LA MUERTE ETERNA

243 246 247 249 251

1. La doctrina bíblica

252

1.1. El evangelio, mensaje de salvación 1.2. La revelación de la muerte eterna 2. La tradición y 3. Reflexiones teológicas

la

fe

de

253 254 la

Iglesia

258 262

3.1. El infierno, creación del hombre

263

3.2.

268

La esencia de la muerte eterna B) ESCATOLOGÍA INDIVIDUAL

I X . - L A MUERTE 1.

Muerte y escatología en ¡a Escritura 1.1. La muerte, término del tiempo de prueba 1.2. La muerte, comienzo de la retribución definitiva

275 276 276 277

8

índice Págs. 2.

3.

4.

Doctrina de la tradición y del magisterio

283

2.1. La época patrística

284

2.2.

289

La doctrina del magisterio

Reflexiones teológicas

291

3.1.

La muerte, realidad humana

291

3.2.

Teología de la muerte

294

La hipótesis de la opción

final

298

4.1. Exposición: Glorieux, Troisfontaines, Boros

299

4.2.

302

Observaciones críticas

X . - E L PURGATORIO

307

1. La doctrina de la Escritura

308

2.

Historia del dogma

312

3.

Reflexiones teológicas

317

XI.-EL PROBLEMA DEL ESTADO INTERMEDIO 1. El

problema

en

la

Escritura

2. La discusión teológica

y

el

323 magisterio

325 334

2.1. La teología protestante

335

2.2.

340

La teología católica

3. Reflexiones conclusivas 3.1. 3.2. 3.3. 3.4.

Los cuatro modelos Evaluación crítica de los modelos Las áreas de consenso Una propuesta final

348 348 350 354 355

Presentación Este libro ha nacido con la precisa intención de ofrecer a sus lec­ tores una visión sistemática de la escatología cristiana. La redacción de un manual de teología nunca ha sido empresa fácil, y hoy bien puede ser calificada de ardua, máxime en el sector de la escatología, uno de los más vivamente agitados del horizonte teológico actual. El autor es consciente de los riesgos que entraña una obra de este gé­ nero; se considerará satisfecho si su trabajo contribuye, en alguna medida, a una mejor comprensión del contenido de la esperanza cris­ tiana. La bibliografía que encabeza cada capítulo se ha elegido (con las obligadas excepciones) en función de su accesibilidad al público de lengua española, reservando la de carácter más técnico para las no­ tas en pie de página. Cuando en éstas se menciona tan sólo el nombre del autor, el título correspondiente se encontrará en la bibliografía inicial del capítulo o en una nota anterior del mismo capítulo. Siempre que ha sido posible, se han preferido las traducciones a los originales, con vistas a facilitar la consulta de las obras citadas; en varios casos, se indica la existencia de una versión castellana. El autor dedica este libro a la memoria de sus padres, que «le han precedido en el signo de la fe y duermen el sueño de la paz» y cuyo recuerdo le ha acompañado en muchas de sus páginas. Con ello, no sólo cumple un deber de gratitud, sino que da testimonio de una común esperanza en la resurrección y la vida eterna.

Nota a la tercera edición Han transcurrido diez años largos desde la aparición de este libro en su primera edición. A la hora de preparar la tercera, entre la simple reimpresión del texto y su completa refundición he optado por una vía media. Consiste en revisar la bibliografía, tanto la general como la que encabeza cada capítulo, y en redactar de nuevo la práctica totalidad de las notas y el último capítulo, que, al versar sobre un problema de máxima actualidad (el estado intermedio), demandaba ser reescrito por entero. Desde 1975 hasta la fecha, he seguido publicando trabajos sobre escatología. Permítaseme destacar dos de ellos: Muerte y marxismo humanista. Aproximación teológica, Salamanca 1978, que examina monográficamente la esperanza laica y el modelo de futurologia secular elaborados por los pensadores neomarxistas, y El último senti­ do, Madrid 1980, en donde trato con especial atención los aspectos existenciales y sociopolíticos de la temática escatológica. A ambos libros (sobre todo al segundo) reenviaré aquí con cierta frecuencia; aunque pueda parecer un fastidioso ejercicio de narcisismo, ello me dispensa de aumentar excesivamente el volumen de estas páginas. La escatología se ha recuperado en nuestros días de la marginación de que fue objeto en otras épocas por parte de la teología sistemática. Espero que este libro pueda ser de alguna utilidad a quienes se interesan por su estudio. Oviedo, junio de 1986

SIGLAS Y A B R E V I A T U R A S MAS U S A D A S An Bibl BiblZeits CFT Conc DivThom DS DTC DTNT EstEcl ET EThL EvTh Greg GL JBL JThSt LTK LV MSR MThZ NRTh NT NTD NTSt Or PG PL R

Anima. Bíblica. Biblische Zeitschrift (Neue Folge). Conceptos Fundamentales de Teología I-IV, Madrid 1966 ss. Concilium. Divus Thomas (Piacenza). DENZINGER-SCHOENMETZER, Enchiridion Symbolorum, Barcelona-Freiburg-Roma 1965. Dictionnaire de Théologie Catholique. Diccionario Teológico del Nuevo Testamento I-IV, Salamanca 1980 ss. Estudios Eclesiásticos. RAHNER, K., Escritos de Teología I-VII, Madrid 1961 ss. Ephemerides Theologicae Lovanienses. Evangelische Théologie. Gregorianum. Geist und Leben. Journal of Biblical Líterature. The Journal of Theological Studies. Lexikonfür Théologie undKircheI-X, Freiburg 1957 ss . Lumiére et Vie. Mélanges de Science Religieuse. Münchener Theologische Zeitschrift. Nouvelle Revue Théologique. Novum Testamentum. Das Neue Testament Deutsch, Góttingen 1932 ss. New Testament Studies. Orientierung. MIGNE, J. P., Patrología Graeca. MIGNE, J. P., Patrología Latina. ROUÉT DE JOURNEL, M. J., Enchiridion Patristicum, Barcelona-Freiburg-Roma 1958 . 2

20

12 RCI RET RevBibl RGG RHPhR RScPhTh RScR RThL Salm ScEc Schol SDB SM ST SzTh ThGl ThQ TLZ TWNT ThZ VD VS VT ZKhT ZNtW ZThK

Siglas y abreviaturas más usadas Revista Católica Internacional Communio. Revista Española de Teología. Revue Biblique. Die Religión in Geschichte und Gegenwart I-V, Tübingen 1957 ss'. Revue d'Histoire et de Philosophie Religieuse. Revue des Sciences Philosophiques et Théologiques. Recherches de Science Religieuse. Revue Théologique de Louvain. Salmanticensis. Sciences Ecclésiastiques. Scholastik. Dictionnaire de la Bible (Supplément). Sacramentum Mundi I-VI, Barcelona 1972. Sal Terrae. RAHNER, K., Schrften zur Théologie VIII-XV, Einsiedeln 1967 ss. Théologie und Glaube. Theologische Quartalschrift. Theologische Literaturzeitung. Theologisches Wórterbuch zum Neuen Testament, Stuttgart 1933 ss. Theologische Zeitschrift (Basel). Verbum Domini. LaVie Spirituelle. Vetus Testamentum. Zeitschriftfür katholische Théologie. Zeitschrift für die neutestamentliche Wissenschaft. Zeitschrift für Théologie und Kirche. Para los libros de la Biblia se utilizan las abreviaturas de la Biblia deJerusalén.

BIBLIOGRAFÍA G E N E R A L ALONSO, J., J acob lucha con Elohim, Santander 1964. ALTHAUS, P., Die letzten Dinge, Gütersloh 1964'. BETZ, O., Die Eschatologie in der Glaubensunterweisung, Würzburg 1965. BRUNNER, E., Das Ewige ais Zukunft und Gegenwart, München 1965 . BULTMANN, R., Histoire et eschatologie, Neuchátel 1959. CONGAR, Y. M., Amplio mundo mi parroquia, Estella 1965. CULLMANN, O., Immortalité de l'áme ou résurrection des morts?, Neu­ chátel 1959 . FERNÁNDEZ, Α., La escatología en el siglo II, Burgos 1979. GRELOT, P., De la mort a la vie éternelle, París 1971. GRESHAKE, G., Auferstehung der Toten, Essen 1969. ID., Más fuertes que la muerte, Santander 1981. GRESHAKE, G. ­ LOHF INK, G., Naherwartung­Auferstehung­Unster­ blichkeit, F reiburg 1976 , 1982 . HEINZMANN, R., Die Unsterblichkeit der Seele und die Auferstehung des Leibes. Eine problemgeschichtliche Untersuchung der frühscholas­ tischen Sentenzen— und Summenliteratur von Anselm von Laon bis Wilhelm von Auxerre, Münster 1965. HOFMANN, P., Die Toten in Christus, Münster 1966. KÜNG, H., ¿Vida eterna?, Madrid 1983. LIBANIO, J. B. ­ BINGEMER, M. C, Escatología cristiana, Madrid 1985. MANARANCHE, Α., Celui qui vient, París 1976. MARTELET, G., L'au­dela retrouvé. Christologie desflns derniéres, París 1975. MARTIN­ACHARD, R., De la mort ά la résurrection d'aprés VAnden Testament, Neuchátel 1956. MAURY, P., L'eschatologie, Genéve 1959. MOLTMANN, J., Teología de la esperanza, Salamanca 1969. NOCKE, F. J., Escatología, Barcelona 1980. POZO, C, Teología del mas allá, Madrid 1981 . RAHNER, K., Sentido teológico de la muerte, Barcelona 1965. RUDONI, Α., Introduzione alia escatología, Torino 1980. 2

2

2

4

2

14

Bibliografía general

RUIZ DE LA PEÑA, J. L., El hombre y su muerte. Antropología teológica actual, Burgos 1971. ID., «El esquema alma­cuerpo y la doctrina de la retribución. Reflexiones sobre los datos bíblicos del problema», en RET (1973), 293­338. ID., Muerte y marxismo humanista. Aproximación teológica, Salamanca 1978. ID., El último sentido, Madrid 1980. SCHELKLE, Κ. H., Teología del Nuevo Testamento IV, Barcelona 1978. SCHMAUS, M., Teología dogmática VII, Madrid 1964 . SONNEMANS, H., Seele. Unsterblichkeit. Auferstehung, F reiburg i.B. 1984. THIELICKE, H., Vivir con la muerte, Barcelona 1984. VORGRIMLER, H., El cristiano ante la muerte, Barcelona 1981. WEBER, H. J., Die Lehre von der Auferstehung der Toten in den Haupt­ traktaten der scholastischen Théologie. Von Alexander von Hales zu Duns Skotus, F reiburg i.B. 1973. WIEDERKEHR, D., Perspektiven der Eschatologie, Einsiedeln 1974. WINKLHOFER, Α., Das Kommen seines Reiches, F rankfurt a.M. 1962 . WOHLGSCHAFT, H., Hoffnung angesichts des Todes. Das Todespro­ blem bei Karl Barth und in der zeitgenóssischen Théologie des deuts­ chen Sprachraums, München 1977. WOSCHITZ, Κ. M., Elpis. Hoffnung. Geschichte, Philosophie, Exegese, Théologie eines Schlüsselbegriffs, Wien 1979. ZEDDA, L'escatologia bíblica I­II, Brescia 1972­1975. VV. AA., Christus vor uns. Studien zur christlichen Eschatologie, F rank­ furt a.M. 1966. VV. AA., «La consumación escatológica», en Mysterium Salutis V, Madrid 1984. VV. AA., Le mystére de la mort et sa célébration, París 1956. VV. AA., XV Semana Bíblica Española. En torno al problema de la esca­ tología individual del AT, Madrid 1955. VV. AA., XVI Semana Bíblica Española. La escatología individual neotes­ tamentaria a la luz de las ideas de los tiempos apostólicos, Madrid 1956. VV. AA., XXX Semana Bíblica Española. La esperanza en la Biblia, Ma­ drid 1972. 2

2

Introducción

Capítulo I Escatología; categorías previas, concepto y método BIBLIOGRAFÍA: HOF F MANN, P.­PIEPER, J., «Espe­ ranza», en C FT I I ; KERSTIENS, F ., «Esperanza», en SMII, 792­803; DARLAP, Α., «F uturo», en SM III, 247­252; AL­ FARO, J., Esperanza cristiana y liberación del hombre, Bar­ celona 1972; PIEPER, J., Esperanza e historia, Salamanca 1968; MOLTMANN, J., Teología de la esperanza, Salaman­ ca 1969; ID., Esperanza y planificación del futuro, Salaman­ ca 1971; BALTHASAR, H.U. von, «Escatología», en VV. AA., Panorama de la teología actual, Madrid 1961,499­ 518; WIEDERKEHR, D., Perspektiven der Eschatologie, Einsiedeln 1974; LAIN ENTRALGO, P., Antropología de la esperanza, Barcelona 1978; WOSCHITZ, K., Elpis­Hoff­ nung, Wien 1979; RUIZ DE LA PEÑA, J. L., El último sen­ tido, Madrid 1980, 15­31; 157­179. Quien trate de precisar hoy el significado del término «escatolo­ gía» en el ámbito de la reflexión teológica, tendrá que habérselas con más de una posible inteligencia del mismo. La definición, en este ca­ so, entraña ya una opción. Parece, pues, oportuno fijar, al comienzo mismo de un libro sobre el tema, el punto de arranque de lo escatoló­ gico: ¿por qué la teología ha de ocuparse de «las cosas últimas»? Si se respondiese apelando a la Escritura, en cuanto contenedora de abundante material escatológico, no se haría sino diferir la contesta­ ción. Pues podría instarse: ¿y por qué la Escritura contiene ese mate­ rial? La respuesta debe buscarse tanto en la peculiar estructura del existente humano (apertura al futuro) como en el modo específico con que el cristiano la vive (esperanza). Estas dos categorías previas delimitan el concepto de escatología y nos permitirán descartar aque­ llas versiones del mismo que no las tengan suficientemente en cuenta.

18

La otra dimensión

Será menester después abordar los problemas de método. ¿Qué lenguaje puede utilizar la escatología cuando habla de realidades metahistóricas, no sujetas a la verificación empírica? ¿Qué relación existe entre las ultimidades de la persona singular y el fin de la historia humana? ¿Cómo coordinar la escatología individual y la colectiva, de forma que ninguna de ellas sea sacrificada en pro de la otra?

1.

Temporalidad y futuro del hombre

El hombre, ser corporal y mundano, está sometido a esa coordenada, característica (junto con el espacio) de los seres materiales, que es el tiempo. La criatura humana es en el tiempo con la misma inderogable necesidad con que es en su cuerpo (espíritu encarnado) y es en el mundo, para ser realmente hombre. El tiempo, duración específica de los seres materiales, se articula en una triple dimensión: pasado, presente y futuro. Es conocida la distinción bergsoniana entre tiempo pensado y tiempo vivido. El primero, el tiempo de las ciencias exactas o tiempo físico, se despliega en sus tres dimensiones con un fluir continuo de instantes, todos ellos idénticos entre si. Es éste un tiempo en el que sólo existe realmente el presente, pues el pretérito ya fue y el futuro todavía no es. Se trata, pues, de una magnitud puntual, un punctum mathematicum inextenso, inasible, el puro tránsito del «todavía no» al «ya no». La índole infinitesimal de esta realidad, que la arrincona prácticamente en la frontera de lo irreal, ha atormentado desde siempre al hombre. Hay algo tremendo y desolador en la secuencia fatal de los instantes fugaces que constituyen lo que llamamos «presente» y que no son, en apariencia, sino la articulación en que el futuro se hace pretérito. «El presente no puede ser capturado, siempre ha huido. Parece, pues, que no tengamos nada que sea real; ni el pasado, ni el futuro, ni siquiera el presente». Esta visión pesimista del tiempo no responde, con todo, a la experiencia que el hombre se hace de él. En el hombre, ser material y, a la vez, espíritu que trasciende la materialidad bruta, eso que hemos llamado «tiempo pensado» o tiempo físico se transforma en «tiempo vivido». La vivencia del tiempo modifica a éste y le otorga ciertas sin1

2

3

MOUROUX, J., El misterio del tiempo, Barcelona 1965, 61-68. Recuérdense las reflexiones de San Agustín, Confesiones, XI, 15. TILLICH, P., Se conmueven los cimientos de la tierra, Barcelona 1968; cf. BARTH, K., Dogmatique II/2, 203-207. 1

2 3

Categorías previas, concepto y método

19

gularidades. Por de pronto, los instantes que el hombre vive no son ya iguales entre si; están animados por una pulsación que los dilata o los comprime. Todo ser humano tiene conciencia de este latido del tiempo, que hace a unos momentos más largos o más cortos que otros, según el talante con que son vividos. Por encima y a despecho de su inexorabilidad cronométrica, el tiempo en el hombre no es simple fluencia, irrefrenable y homogénea, de instantes efímeros. Tiene una estructura; se percibe como articulado. Deja de ser el tiempocantidad para asumir una cualidad que lo humaniza. Esta primera transformación del tiempo nos conduce a otra, de la más grande importancia. El tiempo en el hombre adquiere consistencia. Mientras que el tiempo físico es, como vimos, una sucesión de ahoras (el pasado no es, fue; el futuro no es, será) que lo configura como magnitud puntual, sin espesor, en el tiempo vivido el pasado, el presente y el futuro se imbrican mutuamente. El pasado no queda anulado por el presente, de suerte que cese simplemente de existir; más bien es asumido y conservado en el ahora. El futuro no es, sin más, lo que todavía no existe; está pre-sentido en el momento actual y le pertenece en cierta medida como proyecto. «Lo que pasa, nos pasa, es decir, nos toca, nos atañe. Por eso, lo que pasa se queda», observaba recientemente un pensador español. El pasado va constituyendo nuestro presente. Si él no fuese real aho­ ra, este ahora sería vacio; sin la vigencia real del pretérito, no habría un yo que conjugase el presente. No se trata tan sólo de una permanencia intencional, en el orden del recuerdo; la virtualidad del pasado rebasa ampliamente la capacidad retentiva de la anamnesis. El hombre posee (y es poseído por) su pasado, aun en el caso de que no lo recuerde; lo que fue no le puede ser arrebatado, aunque se borre de su memoria. El presente aparece, de esta forma, como condensador y totalizador del pasado. La dispersión y multiplicidad de éste desemboca en la unicidad de aquél. El hombre estructura su tiempo siempre a partir del presente; vive en él y desde él reivindica su pasado como propio. Ahora bien: no es ésta la única función del presente. A más de conservar y dejar actuar al pasado como su propia realización, el presente encara al hombre con el futuro como su propia posibilidad. La posteficacia del pasado se abre en el presente a la preeficacia del futuro. El hombre es ahora por algo (por lo que ha sido) y para algo 4

4

MARÍAS, J., Antropología metafísica, Madrid 1970, 247.

20

La otra dimensión

(para lo que será). Se da así la paradoja de que el presente es la forma más real de ser y, al mismo tiempo, la más enajenada de ser propio. Si es cierto que el hombre no puede vivir sino en el presente, no lo es menos que el presente no puede ser vivido sino como fruto del preté­ rito y anticipación del futuro. En consecuencia, también el porvenir —no menos que el pretéri­ to— pertenece constitutivamente al ser que el hombre es ahora. Más aún; si el ser humano, en cuanto sujeto al tiempo, es en devenir, ha­ brá que reconocer entonces que pasado y presente están en función del futuro. Si, en base a su ser espíritu encarnado, no puede resignar­ se a soportar el tiempo como destino, sino que debe estructurarlo como tarea, es forzoso reconocer el primado de la dimensión «futuro» sobre las otras dos, en la comprensión de su existencia en el tiempo. El futuro ejerce hoy una fascinación universal. Desde que la filo­ sofía existencial describió al hombre como el ser que se confunde con su proyecto , no se ha cesado de invocar al futuro desde las más va­ riadas perspectivas. En el hombre, la presencialidad es vista cada vez más ahincadamente como potencialidad. Se acuñan incluso neologis­ mos que recogen esta peculiaridad del fenómeno humano: el hombre es el ser «futurizo», proclive al futuro, dirá un autor antes citado. Es innegable el papel que ha jugado aquí la técnica. Por primera vez en la historia, el hombre contemporáneo se halla en grado de dominar la naturaleza y planificar su desarrollo. No es ya el esclavo sometido al imperio de los imponderables cósmicos; el mundo es, cada vez más, «la obra de sus manos». Proyectar pudo ser otrora adentrarse en el reino de la utopía; hoy aparece a muchos como la única forma legíti­ ma de vivir la realidad. La técnica ha entronizado al hombre como señor de su destino y dueño de su futuro. En realidad, la emergencia de la dimensión de futuro en la huma­ nidad de nuestros días no ha hecho más que tematizar, con indudable lucidez, un dato de experiencia que trasciende la coyuntura histórica: la conciencia que el ser humano tiene de su finitud. Conciencia que le impele y le protende hacia una incansable autosuperación. Si la ima­ 5

6

7

RUIZ DE LA PEÑA, J. L., El hombre y su muerte. Antropología teológica actual, Burgos 1971, cap. 3, passim. MARÍAS, J., 23, 25, 97, 248; LAIN, P., 81 ss., 87 ss.; ASKIN, Y. F ., «El concepto filosófico del tiempo», en VV. AA., El tiempo y las filosofías, Salamanca 1979, 155 ss.; WIEDERKEHR, D., 138 ss. BRUNNER, E., Das Ewige ais Zukunft und Gegenwart, München 1965\ 7­15; RAHNER, Κ., ET VI, 354 s. 5

6

7

Categorías previas, concepto y método

21

gen y el estímulo del futuro es capaz de reactivar las energías del pre­ sente, ello es debido, en último análisis, a que el hombre se capta en su autopresencia como entidad inconclusa, deficitaria, en camino ha­ cia una plenitud oscuramente presentida desde la raíz de su contin­ gencia absoluta. El futuro, según cuanto venimos apuntando, es por una parte la realización de lo que el pasado ha hecho posible. Es lo de alguna ma­ nera ya existente, en forma de proyecto o planificación; lo virtual­ mente presente en la potencia dinámica del momento actual. Es, en suma, el desarrollo planificable o evolutivo de lo real. Por eso hemos podido hablar antes de la consistencia del tiempo humano, es decir, de la mutua imbricación de las tres dimensiones que lo componen. 8

Por otra parte, empero, al aludir a la finitud humana como dispo­ sitivo impulsor hacia el futuro, se está sugiriendo otro tipo de futuro. Un futuro­plenitud, que, en cuanto tal, es imprevisible, improyecta­ ble, no evolutivo. Si, en efecto, el futuro del hombre se agotase en lo prospectivamente pronosticable o en lo potencialmente presente, tal futuro no entrañaría ninguna auténtica novedad. El devenir del hom­ bre, el tránsito del ser al ser más, sería un espejismo; en verdad sólo habría, a lo sumo, un desvelamiento de lo in nuce existente. Una defi­ nición del futuro limitada a lo que la técnica logrará mañana, o a lo que está inscrito en la ley evolutiva de la naturaleza, dejaría al hom­ bre del porvenir tan clausurado en su indigencia, en su déficit de ser, como lo está —y se percibe— hoy. La tecnología puede incrementar el tener del hombre, pero no su ser. Y aquello por lo que clama el hom­ bre finito, tácita o reflejamente, es por un ser más, como decíamos antes. Así, pues, so pena de degradar el futuro al rango de presente­aún­ no­acontecido­pero­ya­actual, hay que postular su carácter de aper­ tura a la novedad. La planificación tiene la misión de vencer al desti­ no casual, haciendo que la existencia sea algo más que un puro juego de azar y responsabilizando al hombre con el mañana. Mas «el mo­ mento fascinante de la diferencia del futuro radica en lo 'nuevo' que ese futuro nos abre en perspectiva. Si el futuro tiene un sentido para el hombre... es... por lo que pueda ofrecer de nuevo». Y no es nuevo 9

8

ALF ARO, J., Esperanza cristiana..., 17'. ' MOLTMANN, J., Esperanza y planificación..., 424. Cf. en el mismo sentido RAHNER, K., SzTh VIII, 555­560 («F ragment aus einer theologischen Besinnung auf den Begriff der Zukunft»); DARLAP, Α., 248­250.

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La otra dimensión

lo ya incluido en el potencial tecnológico o en el código biológicogenético; nuevo es lo histórico. La diferencia específica del futuro auténtico se debe a la libertad del ser personal. Historia es más que tiempo; es el tiempo vivido por la libertad. Lo histórico jamás podrá ser previsto en la planificación, porque propio de la libertad es su impronosticabilidad. El futuro de ese ser histórico que es el hombre está puesto bajo la reserva de lo imprevisible porque la libertad (no el tiempo) es esencialmente creadora. No podemos olvidar, además, que no sólo el hombre sino también Dios interviene en la historia. A la libertad no planificable de la criatura hay que sumar, cuando se piensa en el futuro, la soberana y absolutamente indisponible libertad del creador. Nos hallamos asi ante un concepto de futuro que se despliega en dos niveles. El futuro, para ser auténticamente humano, debe contener un elemento de continuidad; de lo contrario no podría ser mi futuro; el yo sería absorbido en un tiempo uni- o bidimensional. Y debe entrañar, a la vez, un elemento de novedad; de otra forma, la persona se volatilizaría en la naturaleza, el tiempo sería una magnitud cíclicamente recurrente y se ignoraría la creatividad propia de la libertad. Por un lado, pues, futuro es lo que viene tras el pasado y el presente, procede de (y está precontenido en) ambos. Por otra partcfuturo es lo que las decisiones de Dios y el hombre harán mañana y que, en cuanto originadas en la libertad personal, no podemos anticipar hoy. No hay por qué oponer antinómicamente estos dos niveles; uno y otro constituyen el futuro humano en su totalidad. Más bien han de ser vistos en relación: el futuro proyectable es el horizonte categorial, la mediación creada, del futuro imprevisible. No podemos detenernos ahora en la explicitación de esta tesis, que será desarrollada al hablar del mundo futuro y su relación con el mundo presente. Pero es menester apuntar desde este momento a la dialéctica continuidad-ruptura, identidad-diversidad, de la que estos dos niveles del futuro humano son un caso más, y que traspasará los varios contenidos de la escatología. 10

FEUERBACH, L., La esencia del cristianismo, Salamanca 1975, 214: una discontinuidad absoluta entre mi futuro y mi presente acaba cotí mi identidad, con «la unidad de la conciencia». A lo largo de la presente obra, esta dialéctica asoma en casi todos los capítulos: tensión entre el ya y el todavía no de la salvación en la escatología neo test amentaría; identidad y diversidad del cuerpo resucitado respecto del terreno; de la nueva creación respecto de esta creación; de la vida eterna respecto de la gracia; de la muerte eterna respecto del pecado; etcétera. 1 0

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El hombre, en suma, se encuentra abocado a un futuro que, visto en su integridad, podría ser designado como «futuro absoluto». Su temporalidad constitutiva lo inserta en un acontecer que no fluye hacia el vacío, ni tan sólo hacia las posibilidades latentes en la estructura intramundana de la realidad, sino hacia una consumación que le ofrezca un plus de ser. (No se olvide, en efecto, que la libertad divina ha de ser entendida como liberalidad; su actuación en la historia es tan creadora como la puesta en marcha de la historia misma). Es este futuro el que da razón de la permanente inquietud del ser humano, el único que justifica su carácter de homo viator. La condición itinerante del hombre sería absurda si lo condujese hacia su propia finitud, es decir, hacia lo mismo que pretende rebasar en su peregrinación. La existencia humana, perennemente tendida a su autotrascendencia, tiene sentido únicamente en el encuentro con un futuro absolutamente último, más allá del cual no hay nada digno de prolongar el camino. 11

2.

La esperanza, vivencia cristiana del futuro

Que el futuro sea lo que acabamos de decir es una firme convicción del creyente. La Palabra de Dios contiene una promesa que garantiza el futuro humano como futuro absoluto y plenificador; la forma originalmente bíblica de vivir hacia él es la esperanza. Tal futuro, cubierto por la garantía divina, no es, por consiguiente, proyección subjetiva de las frustraciones humanas, sino el fin de una historia puesta bajo la tutela del designio salvífico de Dios (en quien, repitámoslo, libertad ts sinónimo de liberalidad). El conocimiento de este designio, comunicado por la revelación, hace nacer en el creyente la esperanza, que, a diferencia del concepto homónimo griego, no es mera expectación de un futuro neutro, sin ulterior cualificación, sino del futuro consumador. En hebreo la idea de esperanza se expresa en un campo semántico variable y rico en matices, que incluye: la expectación anhelante de la intervención salvífica de Dios por parte del justo (Sal 27, 13-14; 130, 5-7; Is 25, 9); la confiada certidumbre con que el creyente se pone en manos de Dios (Sal 22, 5-10; 31, 25; 37, 5-7); la percepción de Dios como refugio seguro (Sal 7, 2; 18, 1-3; 3 1 , 2-7; 9 1 , 2-9); la visión optimista de un desenlace final de la historia que cumple las

" RAHNER, K., ET VI, 78-81; ID., SzTh VIII, 559 s., 598; ID., SzTh IX, 519-540 («Die Frage nach der Zukunft»); WIEDERKEHR, D., 75 ss.

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promesas (Jer 3 1 , 31­34; 32, 37­43; Is 6 1 , 1­11; 65, 17­25; 66, 22; Ez 16, 59­63; 36, 25­29). El fundamento de este talante de serena confianza ante el porvenir es: el mismo Yahvé (que puede incluso ser llamado «esperanza»: Sal 7 1 , 5); la Palabra (la promesa) de Yahvé (Sal 149, passim; Gn 15, 1­6; 17, 1­20); el hesed Yahvé, su graciosa misericordia (Sal 52, 10; 130, 7); o bien su emeth, es decir, su fideli­ dad (Sal 3 1 , 6­8; 9 1 , 4). En el NT volvemos a encontrar la misma fluctuación terminológi­ ca. Las referencias al futuro de los creyentes se significan con verbos como elpídsein (esperar), gregoreín (vigilar), hypoménein (perseverar pacientemente). La expectación de la salvación escatológica es vivísi­ ma (1 Co 1, 7­8; 1 Ts 1, 10; Rm 8, 23­25; F lp 3, 20­21); ha de ser sostenida con paciencia (Hb 10, 32­37) y vivida en vigilancia (Mt 24, 42­44; 25, 13) y confianza (2 Co 1, 10; 3, 12; 1 Ρ 1, 21). Todo lo cual es posible en Cristo (Ef 3, 16; 1 Tm 1, 1), porque en él Dios ha cumplidora su promesa (2 Tm 1, 1) y nos ha mostrado su amor y fi­ delidad (Rm 5, 8­10; 1 Co 1, 8­9). Así pues, el fundamento de la es­ peranza neotestamentaria (he ahí la novedad respecto al AT), es no ya una palabra divina o una inconcreta promesa, sino la propia histo­ ria personal y singular de Jesús. Más que una deducción de los atri­ butos divinos, lo que está en juego aquí es una constatación de las ac­ ciones obradas por Dios en la existencia de Cristo. En su resurrec­ ción quedan patentizados el poder y la fidelidad de Dios (1 Co 15, 20) como cumplidor de la promesa (2 Co 1, 18­20). La esperanza no es ahora expectación de una novedad sin precedentes, sino que tiende a acentuar lo que falta en ese proceso abierto en y por Cristo. De ahí las exhortaciones a la paciencia y la vigilancia a que nos referíamos antes, que otorgan una coloración peculiar a la expectación, descono­ cida para el A T . 12

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BULTMANN, R.­RENGSTORF , Κ. H., «Elpís», en TWNTII, 515­531; SAUTER, G., Zukunft und Verheissung, Zürich 1965, 50­55, 149, 160; ALF A­ RO, J„ F ides, Spes, Caritas, Romae 1964, 520­525, 534­535; SCHLIER, H., Pro­ blemas exegéticos fundamentales en el Nuevo Testamento, Madrid 1970 («Sobre !a esperanza»); VAN DER PLOEG, J., «L'espérance dans l'Ancien Testament», en RevBibl (1954), 481­507; GROSSOUW, W., «L'espérance dans le Nouveau Testa­ ment», en RevBibl (1954), 508­532; ZIMMERLI, W., Der Menseh und seine Hoff­ nung im Alten Testament, Góttingen 1968; WOLF F , H. W., Anthropologie des Al­ ten Testaments, München 1973, 221­230 (hay trad. esp.); HOFFMANN, E., «Espe­ ranza», en DTNTII, 129­136; WOSCHITZ, K., 219­331. Los capítulos siguientes se ocuparán del concepto bíblico de promesa y su evolución en la historia de Israel, así como de la expectación de la parusía. Por el momento nos interesaba tan sólo

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Es claro que este concepto bíblico de la esperanza está muy marcado por la ilimitada apertura a la trascendencia, junto con el total abandono y entrega confiada a Dios. Nos hallamos ante una idea fuertemente teocéntrica: Dios mismo es el fundamento y el objeto de la esperanza. Todo lo cual implica, al mismo tiempo, la renuncia a las seguridades inmanentes. El creyente situado frente al futuro, lejos de poner su confianza en sus propios recursos, la alimenta con la certidumbre de la fidelidad divina. Se ha observado, con razón, que los momentos históricos señalados por la euforia de «la fe en el progreso» han supuesto una notable mengua de esperanza. El sentimiento de autosuficiencia, al inculcar la idea de que el porvenir está en manos del hombre, la hace inútil, hasta el punto de que tal fe en el progreso ha funcionado a menudo como auténtico sucedáneo secular de la esperanza. Por otra parte, y en el extremo opuesto, no hay duda de que una errada comprensión de la esperanza puede conducir —ha conducido de hecho—a la renuncia o el desinterés frente a las tareas intramundanas. Vuelve así a plantearse, respecto a la esperanza, la antinomia que encontrábamos al hablar del futuro: ¿futuro planificable, inmanente, o futuro indisponible, absoluto? Trasladada a nuestro tema, la antinomia reza así: ¿espera o esperanza? Pues en este caso el lenguaje vulgar, probablemente estimulado por la experiencia religiosa, distingue terminológicamente dos niveles de expectación. Esta distinción conlleva una serie de atinadas matizaciones. La espera puede ser referida a objetivos fácil o seguramente alcanzables. La esperanza, en cambio, remite a «un bien arduo», como ya notó la teología medieval, a algo que escapa al control de quien espera. El objeto de la esperanza no puede ser fabricado por su sujeto: «la única esperanza auténtica es la que se dirige hacia algo independiente de nosotros». Hay esperas que se frustran sin reducir al hombre a la desesperanza; la espera atañe al ámbito de lo trivial, de lo sustituible o, en todo caso, de lo no decisivo. La esperanza mienta, por el contrario, el sustrato último de todas las esperas; su pérdida es la des13

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una descripción no detallada de la actitud con que el creyente bíblico se sitúa frente al porvenir. BRUNNER, E., 8 ss. LAIN, P., 161-170. MARCEL, G., Position et approches concretes du mystére ontologique, París 1949, 73. 13

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esperación. Al par que cada espera cuenta con un objeto nítidamente definido, la esperanza es impotente para trazar los contornos precisos de su término. Únicamente se advierte en ella una orientación al ser, y no al tener. Con lo cual tornamos sobre la distinción de los dos niveles de futuro y la dificultad de conciliar espera y esperanza, futu­ ro categorial y futuro trascendental. De modo semejante a como se dijo antes que el futuro absoluto no tiene por qué desplazar del horizonte existencial los futuros relati­ vos, la esperanza no es incompatible con las esperas, ni debe evacuar el interés por los logros al alcance del hombre. Con otras palabras: espera­esperanza no suponen, como correlatos respectivos, actividad­pasividad. Así como las obras son inseparables de la fe en cuanto momento activo, «corporal» y real de la misma, y no en cuan­ to mero apéndice o consecuencia extrínseca, «la confianza total en sólo Dios y el empeño radical de la libertad cumplido en la acción... se armonizan profundamente en la experiencia vital de la existencia cristiana». El único modo como el creyente puede «dar razón de su esperanza» (1 Ρ 3, 15) es verificándola en la historia, esto es, hacién­ dola veraz: «el presente carece de futuro, si el futuro no actúa en el presente». Reflexión tanto más válida cuanto que la esperanza cris­ tiana vive de una salvación ya iniciada, si bien todavía no consuma­ da. De suerte que se privaría de toda atendibilidad una vivencia de la esperanza que se conformase con aguardar pasivamente el advento de una promesa aún no cumplida en absoluto. El cristiano, en suma, que vive el futuro proyectable como media­ ción del futuro absoluto, ha de testificar ante el mundo su esperanza participando activamente en lo que el mundo espera. Cierto que la es­ peranza relativiza la espera, de forma semejante a como el futuro ab­ soluto desvela la relatividad de los futuros contingentes. Mas es obvio que el creyente no puede ejercitar su temple de «esperante» en otro lu­ gar que no sea el de la expectación intramundana. Es seguro que si la esperanza ha emigrado, en las masas contemporáneas, de la religión 16

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PIEPER, J., Esperanza..., 21 ­30; MOLTMANN, J., Esperanza y planifica­ ción..., 307 s., 422 s.; LAIN, P., 163­168. ALF ARO, J., Esperanza cristiana..., 99 s., 175; MARDONES, J. M., Es­ peranza cristiana y utopias intrahistóricas, Madrid 1983; RUIZ DE LA PEÑA, J. L.,El último sentido, Madrid 1980, 155­178 («F uturologías, escatología y pregun­ ta por el sentido»). MOLTMANN, J., Esperanza y planificación..., 305; ID., Teología..., 32 s., 39; SCHILLEBEECKX, E., Dios, futuro del hombre, Salamanca 1971, 197­201. 11

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a las ideologías seculares, ello se ha debido en buena parte a una manifiesta incapacidad de los cristianos para resolver la antinomia entre «las esperanzas» que sus coetáneos nutrían y la esperanza que ellos proclamaban. En el fondo de este trágico malentendido operaba una visión docetista de la relación Dios-hombre, que olvidaba que es el mundo el único posible horizonte de esa relación, en tanto la historia discurra hasta su fin. Quien no niegue que al hombre le es posible y necesario encontrarse, ya ahora, con Dios, no podrá negar que ese encuentro necesario tan sólo es posible en los encuentros con su analogatutn creado. De forma paralela, los cumplimientos inmanentes han de ser vistos por el cristiano como etapas hacia el cumplimiento trascendente que nos ofrece la esperanza. Tal cumplimiento trascendente, por­ que es real, opera retroactivamente desde el futuro absoluto, en el marco de los futuros contingentes. De lo contrario habría que pensar que el objeto de la esperanza es radicalmente heterogéneo a la constitución de Su sujeto, el ser espiritual encarnado; o, lo que es equivalente, que dicho objeto no tiene, ni puede tener, ninguna afinidad con el susodicho sujeto. Pero, entonces, ¿cómo podría predicarse lógicamente de tal sujeto tal cumplimiento? Por otra parte, es menester reafirmar con vigor que el cumplimiento trascendente no es mera suma de los cumplimientos inmanentes. Por ello, sólo la esperanza responde a las expectativas últimas del hombre; el testimonio de la Escritura es inequívoco a este respecto. Hemos mostrado antes que, sin un futuro absoluto, el futuro humano quedaba fatalmente absorbido por el presente, y al hombre se le desposeía de verdadero futuro. Pues bien: sin una esperanza, todo lo que el hombre espera resulta irreparablemente erosionado por «la melancolía de los cumplimientos» ; se convierte al hombre en un ser desesperado. Es la esperanza la que evita que las esperas se corrompan en el absurdo. La serie concatenada de éstas pende, en última instancia, de aquélla, sin la cual toda la serie se encuentra como suspendida en el vacío, privada de significado. La cuestión aparece en toda su gra19

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RAHNER, K., SzTh VIII, 593-609. Es claro que tocamos aquí el debatido problema en torno al binomio natural-sobrenatural, cuyo tratamiento no es de este lugar. Vid. en WIEDERKEHR, D., 86 s., los temas escatológicos que exigen una escatología no espiritualista y acósmica. Cf. también LAIN, P., 128 s., (todo esperante ha de ser operante en la dirección de lo que espera). MOLTMANN, J., Teología..., 136; cf. LAIN.P., 10. 19

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vedad cuando se la formula precisamente en términos de Sinnfrage: ¿tiene sentido el mundo, la humanidad, el j o personal? La esperanza permite responder afirmativamente, mientras que las perspectivas ri­ gurosamente cerradas a la trascendencia tropiezan, como se verá más adelante (infra, 4b), con obstáculos insuperables.

3.

El concepto de escatología

Una vez clarificadas las categorías previas de temporalidad, futu­ ro y esperanza, estamos en situación de responder a la pregunta so­ bre el concepto de escatología. En una primera aproximación, pode­ mos adelantar que la escatología versa sobre el futuro del hombre. Mas no sobre cualquier futuro, sino sobre el futuro absoluto, sobre lo último del hombre. Hablando con mayor precisión, la escatología es la reflexión creyente sobre el futuro de la promesa aguardado por la esperanza cristiana. Tal reflexión es ineludible para el cristiano no sólo en base a su creencia en las Escrituras, que le anuncian una consumación de la historia terrena, sino también en razón a su constitución ontológica, que lo proyecta constantemente hacia los límites de su presente. Un hombre anclado en el presente, cumplidor del lema epicúreo del carpe diem, es un irresponsable; un hombre vuelto al pasado se convierte, como la mujer de Lot, en estatua, se cosifica y despersonaliza. La ín­ dole personal y responsable del hombre sólo puede ser mantenida en la apertura al futuro. La pregunta en torno al futuro se hace, pues, acuciante para el ser humano, si quiere dar sentido a su actual existencia. Sin un cierto saber acerca del futuro, el presente carece de significado. El saber es­ catológico le interesa, por consiguiente, al hombre, no ya para saciar su curiosidad sobre lo que suele llamarse «el más allá», sino más bien para interpretar su «más acá». La escatología cumple la función her­ menéutica de dilucidar el presente en la prognosis esperanzada del futuro. Si la escatología es esto, parece claro entonces que la acusación de ideología evasiva que se le dirige a menudo no es legítima, aunque en ocasiones haya sido merecida. La escatología no se evade del pre­ sente, puesto que se ocupa: a) de lo que da sentido al presente (ayu­ dándonos así a comprenderlo y vivirlo responsablemente); b) de lo 11

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RAHNER, Κ., ET IV, 420­422.

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que se está gestando en el presente. Es este punto el que ha de retener ahora nuestra atención. Se ha hablado más arriba de la dialéctica continuidad-ruptura. Por una parte, el futuro es novedad improyectable e indescriptible; habrá que tener esto muy en cuenta cuando señalemos la diferencia entre escatología y apocalíptica (infra, 5). Por otra parte, empero, se ha dicho también que la salvación, objeto de nuestra esperanza, no es para el NT una magnitud exclusivamente futura, puesto que en Cristo tenemos ya su real anticipación. Lo que esperamos como fin de la historia está esbozado, en sus líneas esenciales, en la historia de Jesús de Nazaret. Más aún: el futuro trascendente, si verdaderamente nos atañe, ha de ser percibido por el hombre en la mediación categorial de los futuros históricos, que ciertamente no lo agotan, pero sí lo profetizan en cuanto analogata del absoluto. La escatología no tiene, en consecuencia, por qué desalentarse ante la naturaleza indescriptible e implanificable de su objeto. Pues cuenta con dos buenas razones (que en el fondo se complementan mutuamente) para justificar su existencia: la salvación en Cristo y el elemento de continuidad propio (con todas las salvedades pertinentes) de la relación futuros contingentes-futuro absoluto, espera-esperanza. La escatología, lejos de abonar el desinterés por la historia terrena, inquiere en ella los rasgos que configuran su consumación: «El ésjaton posterrestre es tan sólo cuestión de la forma en que aquello que ya se va desarrollando en la historia de este mundo recibirá su cumplimiento final». Por eso la escatología —como veremos en seguida— puede contar con un lenguaje inteligible; porque «no habla del futuro en general. Arranca de una determinada realidad histórica y enuncia el futuro de ésta... La escatología cristiana habla de Jesucristo y del futuro de éste». Sobre esta base, la escatología debe rechazar tanto el cargo de evasión como el de utopía: «ni la esperanza, ni el modo de pensar que a ella corresponde pueden aceptar la acusación de que son utópicos». Más bien es el presunto «realismo de los hechos desnudos, de los datos..., es ese aferrarse... a la realidad que está ahí, el que debe merecer el reproche de utópico, puesto que para él no tienen 'ningún lugar' lo 22

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SCHILLEBEECKX, E., «Algunas ideas sobre la interpretación de la escatología», en Conc 41 (enero 1969), 55. MOLTMANN, J., Teología..., 22; el subrayado es mío. 22

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posible, lo nuevo futuro, ni, por tanto, la historicidad de la reali­ dad». * La escatología, en suma, es un sector ineludible de la antropolo­ gía teológica desde el momento en que ésta comprende al hombre como ser histórico. En efecto, a un ser de este tipo le es propio el pronóstico del futuro en cuanto momento interno de su presente. «El saber escatológico es el saber sobre el presente escatológico... El hombre tiene que saber su futuro porque es en devenir hacia lo futu­ ro. Pero justamente de forma que ese saber sobre el futuro pueda ser un elemento del saber sobre su presente. Y sólo asi». La escatología es, además, una «cristología desarrollada»: cuan­ to pueda decirse sobre el futuro absoluto desde la esperanza está pre­ figurado en el acontecimiento central de la historia que es Jesucristo. El es, en verdad, como leíamos en Pablo, «nuestra esperanza». Y ello por partida doble: él es el fundamento de nuestra esperanza y, simul­ táneamente, el contenido de la misma, puesto que es el lugar donde todas las promesas de Dios han tenido su sí y su amén. 2

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4.

Las reducciones de la escatología

Una vez precisado positivamente el concepto de escatología, será útil fijar este concepto negativamente. Lo que la escatología no es puede ayudarnos a penetrar más profundamente en lo que acabamos de decir que era. Nos referiremos a dos reducciones, a nuestro juicio erróneas, de este concepto: a) la escatología se ocupa del futuro. Por tanto, no es escatolo­ gía la reducción del futuro a un presente atemporal, tal y como acon­ tece en Bultmann; b) la escatología se ocupa del futuro absoluto. Por tanto, no es escatología la reducción del futuro a un futuro intramundano, ensa­ yada en los diversos modelos de futurologia inmanentista. a) La escatología se ocupa del futuro. Ahora bien: el futuro po­ dría ser entendido, no ya temporalmente, sino existencialmente. En esta dirección se encamina el concepto de escatología propuesto por Bultmann. Para Bultmann, que el hombre sea un ser histórico signi­ 27

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Ibid., 32; el subrayado es mío. RAHNER, Κ., ET IV, 422. ΒALTHASAR, H.U. von, 504­512. Cuanto sigue toca muy de cerca el núcleo de la teología bultmaniana, al que hacen referencia todas sus obras. Vid. sobre todo Histoire et eschatologie, Neuchá­ 25

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fica que le es posible moverse hacia un horizonte distinto de aquel en el que, en el momento actual, se halla encuadrada su existencia. Posibilidad radicada en su poder de decisión responsable. Esta decisión acontece cuando el hombre escucha la llamada de Dios. La respuesta afirmativa a esa llamada, que tiene lugar en la fe, supone un éxodo del pasado (del pecado) y un ingreso en la esfera de lo totalmente otro; del auténtico futuro que es Dios, en cuanto radicalmente distinto del hombre. La apertura del existente humano hacia el más allá, hacia el futuro (ontológico, no temporal), hacia Dios en definitiva, permite designarlo como «ser escatológico»; la acción por la que Dios interpela al hombre y le incita a una respuesta en forma de decisión creyente, es «el suceso escatológico». El adjetivo «escatológico» está justificado en esta acepción, piensa Bultmann, pues: la palabra de Dios pone término al mundo viejo del hombre; ese Dios percibido en su interpelación es el horizonte extremo de la existencia humana (con otras palabras, es nuestro futuro); la interpelación misma es «lo último», por cuanto que es lo decisivo, de suerte que, ante este acuciante «ahora o nunca», pierde relieve todo antes y todo después. Por el contrario, entender por escatología una eventual doctrina de las ultimidades, del final de la historia y del mundo, obligaría (continúa nuestro autor) a tomar en serio una imagen del mundo y de la historia fuertemente mitológica y, por ende, inaceptable para el hombre actual. Es cierto que Jesús y los escritos del NT han hablado desde estas categorías mitológicas. Pero el interés de su mensaje no radica en tan cuestionable esquema representativo, sino en la viva urgencia con que hacen presente la llamada de Dios. El suceso escatológico no es un cataclismo cósmico que pondrá fin al mundo visible; es algo que tiene lugar dentro de la historia, en la existencia de Jesús, en la predicación apostólica, en la fe de los creyentes. El fin del mundo al que alude Jesús nada tiene que ver con la cosmología; es el término

tel 1959. Pueden consultarse SAUTER, G., 115-120; GRESHAKE, G., Auferstehung der Toten, Essen 1969, 96-125; GABÁS, R., Escatología protestante en la actualidad, Vitoria 1964, 185-213; GRESHAKE, G.-LOHFINK, G., Nahenvartung, Auferstehung, Unsterblichkeit, Freiburg i.B.1976 , 16 ss.; MOUROUX, J., El misterio del tiempo, Barcelona 1965, 131 ss.; WOHLGSCHAFT, H., Hoffnung angesichts des Todes, München 1977, 105 ss., 113-116; WOSCHITZ, K., 50-54. Vid. además de este libro, infra, cap. IV, 1, donde se analizará la interpretación bultmaniana de la escatología del Nuevo Testamento. 2

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del mundo­esfera­del­pecado, que esclaviza al hombre y lo ata a su pasado pecador. Bultmann cree que la desmitificación de un ?«™roloeismo cosmológico­temporal fue ya iniciada en el mismo N T , sobre todo por Pablo y Juan. El leit motiv del primero es la idea de que el sentido y el término de la historia están en la gracia de Dios, que pondrá fin al mundo de pecado. Junto a esto, la pervivencia de las viejas imáge­ nes apocalípticas (parusía, resurrección, juicio, transformación del mundo) ha de ser considerada como marginal. Pablo no pretende ha­ cer crónica histórica; su intención es describir la historicidad del hombre, en el sentido antes señalado: su facultad de opción en el en­ cuentro con Dios. La tarea desmitificadora es aún más visible en el cuarto evangelio. El juicio, la resurrección, la vida eterna, tienen lu­ gar, según Juan, en el ahora de la decisión. Si esta interpretación existencial de la escatología fue pronto ab­ sorbida por la interpretación temporal, ello se debió, ajuicio de Bult­ mann, a la creciente importancia de lo sacramental, que hizo de la comunidad escatológica una comunidad cultual (los ritos confieren los bienes del mundo futuro y lo anticipan) y al fuerte ascendiente del mito gnóstico de la entrada de un salvador celeste en la historia. Con­ tra tales desviaciones de la auténtica escatología neotestamentaria, Bultmann opone a una presunta «última hora» el ahora de la llamada y la respuesta; a un éschaton espacio­temporal, el instante crítico de la decisión. La tesis de Bultmann suscita de inmediato una reserva obvia, ya adelantada más arriba: ¿es admisible una escatología que liquida el éschaton en sentido estricto, en la que el futuro es tan sólo una moda­ lidad intencional del presente? Nadie discutirá la razón que le asiste al tratar de depurar las afirmaciones bíblicas de todo residuo mítico. Pero no se ve por qué la desmitificación del futuro haya de consistir en su pura y simple anulación. Es más bien la ausencia de referencia a un futuro real del hombre lo que suena a mitificación del existente humano. Si el fin de la historia, ha llegado hoy, el tiempo se diluye en la eternidad de Dios; la salvación deviene algo situado al margen del curso histórico del mundo, que no nos traerá nada nuevo, cuya fluencia es, por tanto, irrelevante. «La solución de la incógnita de la historia no consiste aquí en un fin de la historia del mundo, sino en 28

RAHNER, Κ., ET IV, 421.

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una desmundanización... Una escatología presentista... consume la historia, ...hace innecesaria y superflua toda pregunta acerca de la historia, de su futuro y de su fin». Pero tal vez la consecuencia más grave de esta reducción presentista de la escatología sea que a la desmundanización del hombre sigue lógicamente el desinterés por la colectividad, la drástica privatización de la existencia cristiana. En lugar de la pregunta por el sentido de la humanidad, surge la pregunta por el sentido del yo singular: éste queda liberado de su responsabilidad frente a la totalidad de la historia, para ser responsable únicamente de su decisión frente a Dios. No parece, pues, que el proyecto de Bultmann sea viable. En realidad, sus deficiencias se remontan al sustrato antropológico de su teoría, en el que se insinúa un subrepticio dualismo (atemporalidad, desmundanización) que concentra masiva y unilateralmente en «la situación de decisión» las notas constitutivas del ser humano. A este respecto, se ha indicado que el influjo de Heidegger sobre nuestro autor no ha logrado eliminar la vigencia en él de la filosofía hegeliana. 29

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b) Otra de las reducciones de la escatología es la que suplanta el futuro absoluto por un futuro intramundano. Muy relacionada con la «fe en el progreso», esta concepción tiene sus antecedentes en el optimismo racionalista del siglo XVIII, y algunos de sus más distinguidos precursores en los filósofos idealistas de la historia. K a n t , por ejemplo, cree poder asentir a la pregunta de si la humanidad avanzará, de forma constante, hacia una suerte de estado de perfección. La experiencia, según él, muestra que existe en el hombre una innata 32

MOLTMANN, J., Esperanza y planificación..., 407; cf. en el mismo sentido ALTHAUS, P., Die letzten Dinge, Gütersloh 1964 , 3 s.; RATZINGER, J., Teología e historia. Salamanca 1972, 47; GRESHAKE, G., Atferstehung..., 132 s.; MARLÉ, R., Bultmann y la interpretación del Nuevo Testamento, Bilbao 1970, 8390. SOELLE, D., Teología política, Salamanca 1972, 52 ss., 100; SAUTER, G., 118 s.; MOLTMANN, J., Esperanza y planificación..., 406-409; ID., Teología..., 87-89; NÉDONCELLE, M., «Bultmann ou l'individualisme eschatologique», en EThL (1961), 579-596; WIEDERKEHR, D., 86 s. GRESHAKE, G., Auferstehung..., 128. ALTHAUS, P„ 22 s.; PIEPER, J., Esperanza..., 56-60; MOLTMANN, J., Esperanza y planificación..., 434-436; HENRICI, P., «Del progreso al desarrollo: historia de las ideas», en VV. AA., La teología al encuentro del progreso, Bilbao 1973, 85 ss.; NISBET, R., Historia de la idea de progreso, Barcelona 1981, 310-314. 2 9

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proclividad al progreso, puesta de relieve en las entusiásticas adhesiones conquistadas por la revolución francesa. El progreso se realiza, indudablemente, en sectores parciales de la actividad humana (la técnica, el arte, el pensamiento); pero se alcanzará también (piensa Kant) a un nivel más profundo y significativo: a nivel de la estructura moral de la humanidad. Pues también en el terreno de la ética es perceptible un avance respecto a épocas pasadas. La historia experimentable, por consiguiente, delata la existencia, como constante irreversible, del progreso hacia lo mejor («el más alto bien»), alcanzable en principio por el dinamismo ínsito en los postulados de la razón práctica. A ese «más alto bien» Kant no vacila en darle un nombre religioso, el de «reino de Dios», aunque no se trate de la irrupción de un poder trascendente, sino del desarrollo autónomo de la naturaleza humana. Asimismo califica de «quiliasmo» esta integración de una historia orientada hacia el bien, esto es, al reino espiritual de la razón, la virtud, la paz y la libertad universales. Ideas y expresiones muy semejantes aparecen igualmente en Fichte, Lessing, Hegel, etcétera, de suerte que se ha escrito, a propósito de su respectivas filosofías de la historia, que tienen «el carácter de un quiliasmo filosófico, ilustrado: la 'terminación de la Historia en la Historia' es su meta». Con el materialismo histórico, el proyecto de una escatología secular cobra un inédito relieve; se pretende haber dado, al fin, con la clave del enigma de la historia. Marx, heredero directo del hegelianismo, no aspira tan sólo a formular las leyes que explican la historia pasada y a aventurar un juicio sobre su ulterior desarrollo; cree poseer el secreto de la historia futura. No todas sus apreciaciones han podido resistir el paso del tiempo, pero la vigencia de la futurología marxista, en sus lineas generales, se hace evidente en el impacto producido hoy por la obra capital de E. Bloch. 33

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MOLTMANN, J., Teología..., 343; cf. HENRICI, P., 83 ss. El principio esperanza, 3 vol., Madrid 1978-1980. Sobre el pensamiento de Bloch vid. SAUTER. G., 277-284 (con abundante bibliografía, 279, nota 6); PIEPER, J., Esperanza..., 73-83; MOLTMANN, J., Teología..., 437-466; ZIMMERLI, W., 163-178; SONNEMANS, H., Hoffnung ohne Gott?, Freiburg i.B. 1973; RUIZ DE LA PEÑA, J. L., Muerte y marxismo humanista. Aproximación teológica, Salamanca 1978, cap. 2 («La muerte en el horizonte de una esperanza materialista»); ID., «La escatología neomarxista», en VV. AA., ¿Tiene sentido la historia de la humanidad?, Madrid 1986, 97-116; ALFARO, J., «Esperanza marxista y esperanza cristiana», en VV. AA., Antropología y teología, Madrid 1978, 83-123; MOLTMANN, J.-HURBON, L„ Utopia y esperanza. Salamanca 1980. 33 34

Categorías previas, concepto y método

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El pensamiento de Bloch puede sintetizarse en las tesis siguientes: a) el mundo en cuanto materia patentiza en su devenir un carácter dinámico-teleológico, que sólo se dejará captar por una ontologia del todavía-no; b) dicha ontologia se expresa en el mito del éxodo, que alcanza envergadura histórica en la forma de la lucha por la libertad; c) el éxodo concluirá con la entrada en «la patria de la identidad», en la que el hombre se naturalizará y la naturaleza se humanizará. El sustrato común a todas las cosmovisiones religiosas, que encierra una intuición perennemente válida, es la esperanza. Si despojamos a ésta de sus connotaciones evasionistas, si desciframos el concepto «Dios» por su significado real («el hombre escondido») y si, consecuentemente, traducimos el regnum Dei por el reino humano, habremos logrado una meta-religión que responde tanto a las estructuras inmanentes del mundo como a las aspiraciones universales del hombre, sin necesidad de apelar al escatologismo mitológico del reino de Dios. El dinamismo teleológico que atraviesa toda la realidad tiene su razón de ser en la diferencia óntica entre lo que es y lo que aún no es. Con otros términos, lo que hace del mundo una materia en proceso abierto es la posibilidad (la dynamis aristotélica), la tendencia radicada en el fondo del mundo a realizarse a sí mismo, no mediante una mecanicista reacción en cadena, sino a impulsos de la acción-pasión del hombre. Este ha de obrar en el espacio entre la realidad presente y la añorada «patria de la identidad», que ha dejado vacío la eliminación de la hipótesis «Dios». Ese topos abierto es la esfera de la acción, que deberá alcanzar lo que hoy es reino de la utopía y mañana será el mundo finalmente creado como cosmos (como orden). Bloch, al igual que Marx, rehusa describir con precisión ese estadio terminal. Pero lo esboza con abundancia de imágenes: constitutio in integrum, cielo en la tierra, reino de la libertad... Que esta meta final no sea ilusoria, le parece a Bloch demostrable por lo ya alcanzado en las revoluciones socialistas: éstas han comenzado a realizar la utopía del regnum humanum. El autor de El Princi­ pio Esperanza no se limita a proponer, por consiguiente, una teoría abstracta sobre el futuro, sino que lo diseña desde las posiciones concretas de la praxis marxista. «Ubi Lenin, ibi Jerusalem», afirma rotundamente. Es preciso llamar la atención sobre este punto, por cuanto entraña la tácita aceptación de una muy precisa organización estatal en el trayecto que conduce de la utopía soñada a la patria conquistada. Dicho trayecto —admite Bloch— no puede recorrerse con una disciplina liberal, sino a base de autoridad, ortodoxia, fidelidad a la línea

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La otra dimensión

marcada por el Estado, etc. Si se arguye que, con ello, se renuncia a la libertad, se responderá que también la perfecta libertad es utopía, mientras no se llegue al término del devenir. «Libertad total» es un concepto inseparable del de «orden radical»; se dará cuando el homo absconditus emerja en el horizonte de una sociedad sobre la que ya no pesa ninguna suerte de alienación. ¿Qué decir de este ensayo de escatología intramundana? En él se plantea la pregunta de si el futuro absoluto, o el objeto último de la esperanza, puede o no ser una realidad histórica; la respuesta es afirmativa. Aunque hemos señalado ya algunas de las aporías de estas versiones inmanentistas del futuro y la esperanza, es ineludible una toma de postura frente a tan severa reducción de la escatología. Parece innecesario evidenciar, por de pronto, la distancia que separa a tal ideología de la visión bíblica del porvenir humano, netamente orientada a una consumación trascendente, ultramundana. Más aún: según una apreciación muy difundida entre los teólogos, la inmanentización de la esperanza y la mundanización del éschaton son tesis nacidas de la contracción de la fe bíblica, de la que han tomado, reconózcanlo o no, elementos sustantivos (linearidad del tiempo, teleología del devenir, consumación final de la historia), para despedirse de ella en el umbral de la trascendencia. No deja de ser significativo a este respecto que, de Kant a Bloch, todas las visiones intramundanas del futuro recurran a enunciados de inconfundible raigambre escriturística (reino, quiliasmo, esperanza...). Ahora bien: la amputación del término bíblico del proceso (Dios) deja a éste en situación muy precaria, incluso en su vertiente histórica. En primer lugar, difícilmente podrá garantizarse el éxito del mismo. La libertad humana confiere (como se ha apuntado más arriba) un carácter muy aleatorio a todo ensayo de prospección del futuro; cuánto más si se trata del futuro último. La experiencia (pese a lo que opinaba Kant) abona la necesidad de tomar en serio este coeficiente de variabilidad que es la opción libre del hombre en la historia, so pena de exponerse a fatales decepciones. La entusiástica fe en el progreso de los siglos XVIII y X I X ha sido pulverizada por la cruel evidencia de los hechos en el siglo X X ; las utopías del «paraíso del proletariado» («Ubi Lenin, ibi Jerusalem») se han visto sometidas a ruda 35

ALTHAUS, P., 23 s., 231; BRUNNER, E., 10; MOLTMANN, J., Teología..., 343. 35

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prueba por la realidad opresiva de los regímenes que las sostenían; los deslumbrantes avances tecnológicos han propiciado el surgimiento de totalitarismos desintegradores del más elemental humanismo y ofrecen hoy a una eventual «voluntad de poder» fantásticos recursos de opresión y aniquilación. En estas condiciones, profetizar una continua marcha ascensional hasta el final feliz parece demasiado ingenuo, puesto que cierra los ojos a esa realidad, típicamente humana, que es el mal moral, el uso pervertido de la libertad. Naturalmente, las ideologías seculares ignoran (al menos en el plano especulativo) el fenómeno de la culpa; si lo tuviesen en cuenta, sus cálculos serían probablemente más cautos. Con todo, la crítica a las utopías del progreso inmanente no debe hacerse en base a sus fracasos (en los que el creyente tiene que asumir la parte alícuota que le corresponde, ó desentenderse hipócritamente de sus deberes de solidaridad), sino en nombre de una esperanza mejor y mayor que la que ellas ofrecen. Cabe, por tanto, formular a sus fautores algunas preguntas, de las que depende en definitiva la validez de sus promesas. Ante todo, no se ve cómo la consumación que proponen alcance a todos los hombres. En la lógica de tales ideologías hay que dar por sobreentendido el sacrificio de incontables generaciones, en aras de un estadio final del que disfrutará sólo una parte del género humano. En rigor se podría decir que, fuera de esta porción privilegiada, ningún hombre tiene futuro. ¿Cómo puede iluminar mi presente y sostener mi acción un futuro inconmensurablemente alejado de mis límites vitales? ¿Con qué derecho se puede inmolar al hombre actual en nombre del homo absconditus que se está gestando? Una esperanza no universal es una.esperanza sin futuro y sin promesa, puesto que sólo cumple su palabra fragmentariamente. Más concretamente, las escatologías seculares se muestran incapaces de armonizar los intereses del individuo y los de la colectividad. La pregunta por el sentido es totalizante: ¿tiene sentido el yo singular, la humanidad, el mundo? ¿Tienen sentido las generaciones intermedias? Pues el hombre no es sólo un yo, ni un ser social, ni un ser mundano; es, simultáneamente, las tres cosas. Mientras que las filo36

BRUNNER, E., 8 s., 21-24, 68-70; MOLTMANN, J., Esperanza y planificación..., 439-441. Vid. en PIEPER, J., Esperanza..., 89-92, los abrumadores vaticinios de Jaspers, Marcel, Thomas Mann, A. Huxley y otros sobre el futuro de la humanidad. 3 6

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sofías idealistas optaban por la consumación del ser personal y relegaban a un segundo plano sus conjeturas quiliastas (ya hemos advertido en Bultmann la misma limitación), el materialismo histórico da sentido a la sociedad y al mundo y deja sin solución el destino del individuo. O lo que es peor, postula explícitamente, en la praxis concreta, una mediatízación de la persona por los intereses de la especie. Pues bien: hay algo monstruosamente incongruente en un proceso que rebaja al hombre anónimo a mero momento genético en el devenir del prometido homo absconditus; lo cualitativamente idéntico —el hombre— funciona primero como material de construcción (es decir, como cosa) y después como remate del entero edificio (como perso­ na), en gracia a una simple diferencia cuantitativa: el diacronismo del proceso. Contra tales deformaciones de lo humano, la auténtica escatología cristiana es la única en proponer un fin común y universal: el yo, la humanidad, el mundo, tienen sentido, y ese sentido es el mismo para todos. La esperanza cristiana hace coincidir en uno la meta del individuo singular y la meta de la humanidad; la trágica alternativa (o lo abstracto-universal o lo concreto-particular) es superada en una visión integradora, tan universalista como personalista. Esta original e irrepetible coherencia asegura la superioridad de la escatología cris tiana sobre las futurologías seculares. 37

Otra pregunta, que cuestiona la solidez de todo proyecto cerrado a la trascendencia, es la que se interesa por la índole personal del proceso y de su término. Si, en efecto, a lo que se apunta es a una radical integración del hombre en el mundo, parece inevitable la absorción de la persona en la naturaleza. Un mundo acabado por obra y gracia del hombre es un mundo sin estímulos para la acción. No ya «la patria de la identidad», sino un espacio sin lugar para la libertad creado ra del hombre, sería el resultado: «el hombre habría construido con sus propias manos la prisión de su libertad». La clausura del mundo sobre sí mismo, con la consiguiente oclusión de todo futuro, sitúa al ser humano en una atmósfera enrarecida, que termina por ahogarlo. El fin del proceso es la deshumanización del mundo, con lo que el entero proceso se desvela como génesis de lo cósmico a costa de la entropía de lo humano. 38

ALTHAUS, P., 25 s.; BRUNNER, E., 30 s., 91-94. * ALFARO, J., Esperanza cristiana..., 26, 184 s. Vid. del mismo autor Hacia una teología del progreso humano, Barcelona 1969, 51-53, donde se profundiza con vigor este punto. A las mismas conclusiones llega BRUNNER, E., 102-106. 3 7 3

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Queda, por fin, en pie un último interrogante, al que las teorías que criticamos dejan en suspenso. Se trata de la muerte. Es sabido que Marx la ignoró como problema. Bloch intenta dilucidarla con la tesis de su «exterritorialidad», que no hace en realidad otra cosa sino renovar el célebre sofisma de Epicuro: la muerte no tiene por qué preocupar al hombre, pues, mientras éste sea, ella no será, y cuando ella sea, aquél no será. La cuestión es de tal envergadura que se resiste a ser despachada frivolamente con una frase ingeniosa. La misma frase podría ser parafraseada: ¿qué me importa el novum ultimum, el advento de la edad dorada, si cuando ella sea, yo no seré, y mientras yo sea, ella no será? En verdad, la banalización de la muerte es una consecuencia de la deshumanización del proceso histórico que denunciábamos antes. La muerte cesa de ser instancia crítica cuando el individuo queda absorbido en la sociedad. Pues ella afecta al individuo, no a la especie. Pero entonces la misma absorción debería concederse (aunque Bloch se resista a tal concesión) respecto de la esperanza: no es el individuo quien tiene esperanza, sino la especie. En otros términos: una esperanza que no sobrepuje la angustia de la muerte es una muy pequeña esperanza. O, en el mejor de los casos, será una «esperanza impersonal». ¿Tiene esto algún sentido? Una escatología intramundana prometerá en vano la patria de la identidad, mientras siga en pie esta última y absoluta contradicción que es la muerte. La sola posible respuesta es la esperanza cristiana en la resurrección; aquí sí que «el último enemigo será vencido», como se lee en 1 Co 15, 2 6 . En resumen: el futuro esperado ha de trascender la historia para ser: victoria, al alcance de cada hombre, sobre la culpa, sobre el mundo, sobre la muerte, plenitud de la persona, de la sociedad y del mundo. La escatología cristiana posee la certidumbre de esta consumación universal y, desde tal certidumbre, desautoriza las promesas parciales de las futurologías seculares. 39

MOLTMANN, J., Teología..., 451-458; P1EPER, J., Esperanza..., 83-89. No se diga, como hace algún teórico marxiste, que la muerte puede llegar a ser vencida por la ciencia. Pues esta eventualidad —que la teología no tiene por qué apresurarse a desautorizar— valdrá a lo sumo para la muerte natural, pero no para la muerte inferida desde fuera. Lo que deja en pie el problema, retrotrayéndolo a su raíz más profunda: la libertad humana, o (en términos teológicos) la culpa. Vid. RUIZ DE LA PEÑA, J. L., Muerte y marxismo..., 166-174. 3 9

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5.

Los problemas de método

Las páginas anteriores han determinado los supuestos previos, el objeto y el contenido de la escatología. Queda p o r tratar la metodolo­ gía utilizable en el desarrollo de la misma. En primer término, puesto que la escatología se ocupa del futuro absoluto, trascendente, no cog­ noscible en si mismo desde la historia y, por t a n t o , irrepresentable en su figura concreta, surgen dos problemas: el de los límites impuestos al saber escatológico por la naturaleza de su objeto y el del lenguaje apto para tematizar dicho saber. Hemos adelantado ya que la escatología sólo puede hablar del fu­ turo desde el presente; o, lo que es lo mismo, ha de utilizar una me­ diación histórica para hablar de lo transhistórico, dado que el objeto que le es propio resulta, por definición, directamente inaccesible. Aquí ha de jugar un papel decisivo la analogía. La ciencia de lo últi­ mo se construye a base de «analogías que quieren aludir a algo que es lo absolutamente no­análogo». La positividad de la consumación es captable, por de pronto, «a partir de la negación de lo negativo». Esta via negationis correspon­ de al momento «discontinuidad» o «novedad absoluta» que hemos rei­ vindicado para el futuro trascendente. La Escritura avala la licitud de tal analogía por negación, que ella misma utiliza abundantemente: «herencia /«­corruptible, in­maculada, /n­marcesible» (1 Ρ 1, 4); «ya no tendrán hambre ni sed; ya no les molestará el sol ni bochorno al­ guno» (Ap 7, 16); «no habrá ya muerte, ni habrá llanto, ni gritos, ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado» (Ap 2 1 , 4 ) ; «en la resurrec­ ción ni ellos tomarán mujer, ni ellas marido» (Mt 22, 30); etc. Junto a la via negationis, está también la via affirmationis. A pe­ sar y dentro de la ruptura, hay una continuidad, decíamos más arri­ ba. La salvación escatológica se ha hecho histórica, en cierta medida, con el acontecimiento Cristo, de manera que lo sucedido en él suce­ derá en nuestra existencia y la del mundo, y la consumación plena se anuncia en las experiencias intramundanas de parcial plenitud. Tam­ bién esta vía es usada a menudo por la Escritura: Cristo resucitado es «primicia» (1 Co 15, 20) de nuestra resurrección; los que ahora cono­ cen a Dios por la fe, «verán a Dios» (Mt 5, 8); la alegría de la cena 40

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MOLTMANN, J., Teología..., 169; ¿no habría que mitigar un tanto ese «ab­ solutamente no­análogo»? Ibid., 171. 41

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pascual presagia el gozo de la cena escatológica (Me 14, 25); las vivencias terrenas de felicidad son imágenes de la bienaventuranza celestial (parábolas del Reino). La dialéctica negación-afirmación corresponde, en suma, a la de discontinuidad-continuidad explicada más arriba. La escatología ha de hablar, no sólo de semejanza, no sólo de diversidad; sino de semejanza en la diversidad, y viceversa. Cuando se abandona esta doble vía, se incide o en el agnosticismo escatológico (vía negationis) o en la apocalíptica (via qfflrmationis). Aun a sabiendas de la fluctuación que registra su significado, designamos aquí con el nombre de apocalíptica el género literario que pretende ofrecer un «reportaje anticipado» del éschaton. Pretensión basada en el supuesto de una total oposición entre el mundo presente y el futuro, y de la preexistencia de éste en la esfera de la divinidad. Justamente porque el mundo que vendrá es ya una realidad terminada en todos sus elementos, puede ser descrita con detalle. Cuando advenga, el mundo actual será aniquilado en un cataclismo cósmico y sustituido por ella. La historia, por consiguiente, no merece ningún interés; el momento de la continuidad desaparece totalmente, a beneficio del de ruptura. La información sobre el porvenir procede, en consecuencia, de un apocalipsis que levanta el velo del misterio es condido y lo hace perceptible al vidente. La depreciación de lo histórico infiere la abrogación de la reserva escatológica a que nos obligaba el juego imprevisible de la libertad; el éschaton es desconocido, pero no porque sea el resultado de un diálogo de voluntades libres, sino porque es el misterio; deja de ser incógnito e indescriptible cuando la visión lo revela. Por este camino, la apocalíptica puede configurarse como una cosmología del mundo futuro; puede «leer retrospectivamente los decursos históricos del mundo desde su final contemplado»; puede, en resumen, devaluar la historia a proceso fatalmente mecanizado, y la consumación, a cuadro predeterminado y, por ende, minuciosamente describible. Los peligros de una concepción de este género son evi42

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ALTHAUS, P., 80-82. FREY, J. B., «Apocalyptique», en SDB I, 326-354; RUSSELL, D. S., The Method and Message of Jewish Apocalyptic, London 1964; GRELOT, P., «Apocalíptica», en SM I, 322-329; COX, H., «El progreso evolucionista y la promesa cristiana», en Conc 30 (junio 1967), 374-387; SAUTER, G., 229-251; BARTH, C, Diesseits und Jenseits im Glauben des spaten Israel, Stuttgart 1974, 35-63. MOLTMANN, J., Teología..., 176. 4 2 4 3

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dentes y la escatología sucumbe ante ellos cuantas veces olvida sus límites y se convierte en una especie de geografía del más allá o «física de las ultimidades». Desde el punto de vista metodológico es, por tanto, de la mayor importancia no esperar de la escatología el tipo de saber sobre el futuro que es propio de la apocalíptica. Todas estas consideraciones nos conducen al problema del lenguaje específico de la escatología. El único posible, dentro de los límites que acabamos de señalar, es el lenguaje de la profecía, siempre que se dé por sobreentendido que profetizar no es vaticinar el futuro. Aunque frecuentemente se identifique la profecía con la predicción, la adivinación o el vaticinio, «nada hay más alejado de la verdad. Es cierto que los profetas hebreos usaron con frecuencia los recursos retóricos de su tiempo, incluso el de la visión del futuro... Pero su propósito era totalmente distinto... Los profetas hablaban del futuro para hacer que el pueblo cambiara su conducta presente. Hacían esto porque creían que el futuro no estaba predeterminado, sino que podía ser cambiado». La profecía se ocupa del futuro, mas no para describir lo que va a suceder absolutamente, sino para mantener abierta la historia a la libre determinación de sus actores, Dios y el hombre; no para «privar al porvenir de su futuridad», sino para «iluminar la oscuridad del presente». De este modo se ofrece como el solo lenguaje susceptible de empleo en la escatología, cuando ésta es consciente de las diferencias que la separan de la apocalíptica. Un medio expresivo típico de la profecía es el símbolo, que por ello es de esperar que se utilice en la escatología como recurso para describir lo que es en sí mismo indescriptible. En efecto, las afirmaciones escatológicas de la Escritura usan con profusión el lenguaje simbólico en sus múltiples variantes. Lo que plantea el problema de la distinción entre forma y contenido significativo. Puede ayudarnos a resolverlo, por cuanto que proporciona un criterio negativo, la diferencia que acabamos de establecer entre escatología y apocalíptica. Las imágenes del éschaton no deben ser absolutizadas, como lo prueba el hecho de que la misma Escritura utiliza, no uno, sino varios es45

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La expresión está tomada de un boletín bibliográfico sobre escatología de CONGAR, Y., RSPhTh 1949, 463. COX, H., 385. PIEPER, J., Esperanza..., 99. Es innecesario advertir que el término «profecía» se toma aquí en sentido genérico, y no remite tan sólo a los escritos proféticos del Antiguo Testamento. 45

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quemas representativos, a menudo inconciliables entre si. Quien, en base a un biblicismo fundamentalista (por fortuna ya abandonado en la actual exégesis), se crea obligado a entender a la letra, por ejemplo, las representaciones del final de la historia que aparecen en diversos lugares de la Escritura, habrá de efectuar una selección y eliminación de elementos, si quiere obtener un cuadro coherente. Este hecho bas­ taría para mostrar que «la Escritura no tiene ninguna intención de querer describir la fenomenalidad de los ésjata mismos» y que la plas­ ticidad de los relatos «no está tomada de la fenomenalidad de lo futu ro en sí mismo». Por otra parte, el símbolo tiene en su ambigüedad la inmensa ven­ taja de preservar la índole inefable del éschaton y el carácter mediato y aproximativo de las afirmaciones que lo conciernen. De donde se sigue que seria un error de método liquidar el ingrediente imaginativo de las expresiones simbólicas, para ir en pos de una pura objetividad, puesto que ésta, como venimos afirmando repetidamente, es, en nues­ tro caso, inaprehensible en sí misma. En cuanto al criterio positivo de interpretación de los símbolos escatológicos, tal criterio no puede ser otro que Jesucristo, dado que en él la palabra prometida deviene promesa cumplida. El es la piedra de toque que verifica la autenticidad y realidad de la profecía y dis­ cierne lo que es forma y lo que es contenido en las imágenes del futu­ ro. Pues qué es y en qué consiste la salvación que esperamos, se nos ha revelado definitiva e irrevocablemente en su persona. «Cristo mis­ mo es el principio hermenéutico de todas las afirmaciones escatológi cas. Lo que no puede ser entendido y leído como afirmación cristoló­ gica, tampoco es una auténtica afirmación escatológica, sino adivina­ ción y apocalipticismo». Una ulterior cuestión metodológica es la de la relación entre las dos dimensiones de la escatología: la colectiva y la personal. Pues la esperanza se orienta en una doble dirección: esperanza para el yo sin­ gular, más allá de la muerte; esperanza para la humanidad y el mun­ 49

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RAHNER, Κ., ET IV, 426, con la nota 12; ID., ET II, 216 s. ID., ET IV, 426 s. Las consideraciones de RAHNER, K. («Para una teología del símbolo», en ET IV, 283­321) sobre la inevitabilidad del símbolo en el lenguaje teológico valen a fortiori para la escatología. RAHNER, K„ ET IV, 435. Ya anteriormente ALTHAUS, P., 67­69, se ha­ bía expresado de la misma manera. 4 9

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do, más allá del final de la historia. Como se señalaba más arriba (supra, 4b), para ser auténtica, la esperanza ha de ser universal y totalizante. La existencia de estas dos dimensiones de «lo último» plantea un dilema insoluble a las escatologias seculares. En ellas, o bien se atiende a la consumación del espíritu personal en una inmortalidad individualística (idealismo), o bien se escamotea el destino del individuo para hablar de la consumación de la sociedad (marxismo). Ya ha quedado dicho que la esperanza cristiana conoce una plenitud de la que participan el hombre, la humanidad y el cosmos. Hay que admitir, sin embargo, que el dilema antes mentado afecta también a esta versión creyente del fin. En efecto, la plenitud postmortal del individuo parece restar importancia al término de la historia: ¿qué puede significar todavía la parusia, la resurrección, el juicio, la renovación cósmica, a quien haya entrado ya, por la muerte, en la perfecta bienaventuranza? Si, a la inversa, se opta por mantener la primacía del éschaton, la suerte de la persona puede dar la impresión de estar como suspendida en una problemática tierra de nadie, desde su muerte hasta el fin del mundo. No hay duda de que nos hallamos ante uno de los más difíciles interrogantes de la escatología cristiana. El último capítulo de este libro tratará de mostrar que los dos niveles* en los que se despliega la esperanza son sustancialmente compatibles. En realidad, este problema no es sino el reflejo sobre la escatología de la tensión entre dos notas constitutivas de lo humano que registran los diversos planteamientos antropológicos: el hombre es, simultáneamente e indisolublemente, ser personal y ser social. Visto desde el ángulo metodológico, el único que por ahora nos interesa, el problema se reduce a una cuestión de prioridad: ¿cuál de los dos aspectos ha de ser tratado primero, el social o el individual? Como se verá seguidamente, la Biblia desarrolla su doctrina escatológica en el marco de la entera historia de salvación, cuyo protagonista es siempre una comunidad; la prioridad, por tanto, corresponde (y por cierto, muy netamente) a la dimensión social-universal de¡ éschaton. Siguiendo esta pauta, los tratados modernos de escatología han abandonado el esquema tradicional, que comenzaba con la 52

Sorprendentemente dos obras recientes, cuyos autores encarnan posiciones teológicas bien diversas, convienen en retornar a este esquema tradicional: RATZINGER,J., Escatología, Barcelona 1980; KÜNG, H., ¿Vida eterna?, Madrid 5 2

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muerte para terminar con la parusía, y prefieren plantear inicialmente la cuestión del fin en su radicalidad. En rigor, el mismo término «es­ catología» remite a lo absolutamente último; la muerte es lo último en sentido relativo y a escala restringida. Si las exposiciones clásicas de «los novísimos» le concedieron una muy discutible prioridad, ello fue posible gracias al perceptible deslizamiento de la teología de entonces hacia posiciones antropológicas individualistas y espiritualistas, en las que la corporeidad, la socialidad y la mundanidad del hombre me­ recían poca (cuando no reticente) atención. En cualquier caso, importa tener presente que la esperanza cris­ tiana es tan universal como personal. Sus promesas atañen al hombre en su totalidad. La consumación que aguarda plenificará todas las di­ mensiones de lo humano y alcanzará los límites de todo lo creado, de forma que se cumpla la palabra de la Escritura: «Dios será todo en todas las cosas» (1 Co 15, 28). 53

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1983. Cf. VERWEYEN, H., «Eschatologie heute», en Theologische Revue (1983), 1­12. " MOIOLI, G., «Dal 'De Novissimis' all'escatologia», en La Scuola Cattolica (1973), 553­576; RAST, T., «La escatología en la teología del siglo XX», en VV. A Α., La teología en el siglo XX III, Madrid 1974; TORNOS, Α., «Escatolo­ gía», en VV. AA., La teología sistemática en el ciclo institucional III, Madrid 1978, 111­146; LIBANIO, J. B., Escatología cristiana, Madrid 1985, 17­72. RUIZ DE LA PEÑA, J. L., El hombre y su muerte..., 59­64. 5 4

1. Parte a

Teología bíblica

Capítulo II Origen y desarrollo de la escatología en el Antiguo Testamento

BIBLIOGRAFÍA: SCHARBERT, J., «Promesa», en CF T III, 545­554; XXX Semana Bíblica. La esperanza en la Bi­ blia, Madrid 1972; GRELOT, P., Sens chrétien de l'Ancien Testament, Tournai 1962; ZIMMERLI, W., DerMensch und seine Hqffhung Un Alten Testament, Gottingen 1968; LOH­ FINK, N., Exégesis bíblica y teología, Salamanca 1969,163­ 187 («Escatología en el Antiguo Testamento»); MUELLER, Η. P., Ursprünge und Strukturen alttestamentlicher Eschato­ logie, Berlín 1969; MOLTMANN, J., Teología de la esperan­ za, Salamanca 1969; ZEDDA, S., L'escatologia bíblica I, Brescía 1972; BARTH, C, Diesseits undJ enseits im Glauben des spaten Israel, Stuttgart 1974; VV. AA., Eschatologie im Alten Testament, Darmstadt 1978; WOSCHITZ,K., Elpis­ Hoffnung, Wien 1979; RUIZ DE LA PEÑA, J. L., El último sentido, Madrid 1980, 33­52 («Palabra de Dios y escatología: el Antiguo Testamento»); GROSS, H., «Escatología del Anti­ guo Testamento y judaismo primitivo», en Mysterium Salutis V, Madrid 1984, 665­685.

Hemos visto en el capítulo anterior que el hombre existe en el tiempo como ser histórico, abierto al porvenir y en expectación de un futuro absoluto y consumador. Nos toca ahora estudiar si, y en qué medida, la revelación patrocina esta visión del hombre y de su tempo­ ralidad, por qué camino se abre paso en el pensamiento bíblico la idea de un fin de la historia y cuáles son las etapas que han configura­ do la esperanza en el mismo.

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Teología bíblica

1.

Concepción histórica del tiempo y primado del futuro

La influencia de la fe bíblica en la civilización occidental nos ha habituado hasta tal punto a interpretar el tiempo como estructura lineal y teológica que hemos perdido de vista la revolucionaria novedad que tal visión implica. Fuera del ámbito bíblico, en efecto, el tiempo suele ser percibido como duración cíclica. El hombre de las religiones de la naturaleza, como el de la antigüedad clásica y el de las grandes y milenarias culturas orientales, es ajeno a la concepción del tiempo que hoy resulta connatural en Occidente. Viviendo sometido al ritmo recurrente de los procesos de la naturaleza (día y noche, verano e invierno, nacimiento y muerte...), comprende su tiempo como inmerso en el mismo ritmo inexorable. Para las religiones naturales, el mundo y sus fenómenos astronómicos y biológicos son la epifanía de lo divino. I * divinización de la naturaleza consagra la circularidad del tiempo. El hombre, fragmento de este cosmos en movimiento cíclico, trata de insertarse en la sacralidad de la naturaleza, reconociendo a su tiempo la propiedad de reactualizar el tiempo original por medio de las celebraciones cúlticas. Los ritos de las religiones prebíblicas o extrabíblicas, sujetas a la fascinación de los ciclos cósmicos, tienen cabalmente la finalidad de propiciar el tránsito de la duración ordinaria a ese otro tipo de duración sacra, en la que el tiempo es «indefinidamente recuperable, indefinidamente repetible»; es decir, un tiempo «que no transcurre, que no constituye una duración irreversible». La metafísica griega mantiene inmutada esta visión: «en el pensamiento griego, el tiempo no es concebido como una línea ascendente..., sino como un círculo... El tiempo transcurre según un ciclo eterno donde todas las cosas se reproducen». En cuanto a las civilizaciones orientales, el hinduismo ha creado toda una compleja teoría de los ciclos cósmicos, presidida por el esquema creación-destrucción-creación, reproducido hasta el infinito. 1

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ELIADE, M., Lo sagrado y lo profano, Madrid 1967, 71; BULTMANN, R., Histoire et eschatologie, Neuchátel 1959, 37 s. CULLMANN, O., Christ et le temps, Neuchátel 1966 (hay trad. esp.), 37 (vid. todo el cap. 2 de esta obra); BOMAN, T., Das hebraische Denken im Ven gleich mit dem griechischen, Gottingen 1954, 109-120; BULTMANN, R., 38-40. ELIADE, M., 108. 1

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Origen y desarrollo de la escatología en el AT

Como el círculo no tiene principio ni fin, así es pensado en todas estas cosmovisiones el decurso de la existencia humana, tanto a escala individual como colectiva; como el movimiento circular no conduce a ninguna parte, sino que torna siempre, incansable, sobre sí, describiendo una eterna repetición de lo mismo, asi el hombre es un ser sin destino, un existente desprovisto de teleología. El círculo mágico de un tiempo anhistórico, eternamente recurrente, en el que no puede haber un término porque no hay un comienzo, ha sido roto por la fe bíblica en la creación. El mundo causado por un Dios creador postula un principio. Y si el Dios creador es, a la vez, el salvador de su creación, ésta ha de dirigirse a una meta que no es la vuelta al principio, sino la consumación de la obra de Dios. Entre el principio y el fin se extiende, por consiguiente, la historia como duración rectilínea y teleológica. El relato sacerdotal de la creación (Gn 1, 1-2, 4a) sanciona este cambio radical en la comprensión del tiempo. En él se habla de un mundo desacralizado, cuya creación responde al designio salvífico divino, siendo el primer acto de una serie de acontecimientos que se orientan a la alianza. En efecto, las obras van surgiendo según una cadencia que alcanza su climax en el séptimo día, el sábado, señal de la alianza (Ex 31, 13. 16.17), y todo el relato está anudado al acontecimiento de la vocación de Abraham (comienzo de la historia de salvación y preludio del pacto entre Dios y su pueblo) por medio del recurso artificioso de las genealogías. Génesis 1, además, no conoce un principio perfecto: la perfección está al final de la actividad creadora; el ritmo hebdomadario asegura no sólo la sacralidad del sábado, recordatorio de la alianza, sino también el carácter progresivo del tiempo, cuya secuencia no es ya susceptible de involución o regresión. El arché está en función de un télos; la protología cósmica se orienta dinámicamente hacia una escatología salvifica. El mundo ha dejado de ser pura y simple naturaleza; es también, y sobre todo, historia. Como tiene un principio, tendrá un fin. El transcurso de las generaciones es movimiento hacia la consumación iniciada por el gesto creador, y no huera repetición de lo mismo. 4

En el origen de este abrupto viraje en la interpretación del tiempo está la experiencia de Dios en .la historia. Israel ha captado a Yahvé

SCHMIDT, W. H., Die Schdpfungsgeschichte der Priesterschrtft, Neukirchen 1964, con la bibliografía (exhaustiva) recogida por el autor; ZIMMERLI, 70 ss. Cf. RUIZ DE LA PEÑA, J. L., Teología de la creación, Santander 1986, 31-49. 4

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Teología bíblica

no en los fenómenos cósmicos, ni en una naturaleza hierofántica, sino en el acontecer de su existencia como pueblo. El curso del tiem­ po humano recibe, de vez en vez, el impacto de la irrupción de Dios con su obrar salvífico. Los kairoí de estas intervenciones divinas es tan reservados a la absoluta libertad de Yahvé; inquietan permanen­ temente el tiempo humano y lo dejan abierto a la indisponibilidad de sucesivas acciones de Dios. Por otra parte, esta verticalidad de la li­ bertad divina no pulveriza el tiempo en un actualismo discontinuo, pues está equilibrada por la horizontalidad de su fidelidad salvífica. De esta forma, puede el tiempo ser concebido como un continuum li­ neal y abierto. La distinción establecida por Moltmann entre «religión de epifa­ nía» y «religión de promesa» tiene el mérito de señalar la profunda di­ ferencia que divide a la religiosidad extrabíblica, sobre todo la de las culturas agrarias, de la fundada en la revelación del Dios de Israel. Incluso cuando el pueblo abandonó su estructura nómada para insta­ larse en el sedentarismo de Canaán, su religión siguió conservando el rasgo específico de la religiosidad del nomadismo, en la que el dios transmigra con sus adoradores, es un dios en camino, y donde, por consiguiente, «se siente la existencia como historia... La meta es lo que da sentido a la peregrinación y a sus penalidades; y la decisión actual de confiar en el Dios que llama está preñada de futuro». No se niega con ello que Yahvé sea un theós epiphanés; lo que ocurre es que sus epifanías no son interpretadas como sanción de un lugar o un tiempo al que haya que volver, sino como anuncio o ratificación de una palabra que remite al futuro. La orientación hacia el futuro está también netamente implicada en la creación del hombre como imagen de Dios (Gn 1, 26). El hom­ bre, según el documento sacerdotal, es imagen de Dios en cuanto que «preside» el mundo. Y su presidencia se ejerce en la medida en que «domina» al resto de la creación. Pero este dominio es más una con­ quista gradual y progresiva que una propiedad adquirida desde el co­ mienzo. Tal conquista exige un multiplicarse y llenar la tierra: «sed 5

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Teología de la esperanza, 124­133. Ibid., 126 (citando a V. Maag). GELIN, Α., Vhomme selon la Bible, París 1968, 27­44; BARTHÉLÉMY, D., Dieu et son image. Ebauche d'une théologie biblique, París 1964 (con bibliogra­ fía); VV. AA., Der Mensch ais Bild Gottes, Darmstadt 1969; WOLF F , H. W., Anthropologie des Alten Testaments, München 1973 (hay trad. esp.), 233­242. 6

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fecundos y multiplicaos y llenad la tierra y sometedla; dominad...» (Gn 1, 28). No hay aquí nostalgia del pasado, consagración del mo­ mento original; sí hay, en cambio, una vigorosa invitación a com­ prender el tiempo como eje de una marcha ascensional y no como medida de degradación o alejamiento de la perfección fontal. El tiem­ po le es necesario al hombre para cumplir su vocación: nuevamente aparece la mutua imbricación de arché y télos. La concepción del tiempo que acabamos de esbozar ha sido te­ matizada por Israel tras un largo período de reflexión y profundiza­ ción en su experiencia religiosa. Von Rad muestra cómo el calendario festivo israelita denota la influencia de una religión agrícola; sin em­ bargo, «Israel ha historizado unas fiestas que eran antes puramente agrarias», relacionándolas con acontecimientos precisos (la salida de Egipto, la marcha por el desierto...), y no con fenómenos periódicos de la naturaleza : Ex 23, 15; Lv 23,42­43. Esta modificación del sen­ tido de las celebraciones originalmente agrícolas es el primer paso en la comprensión del tiempo como historia. Un segundo paso consistirá en montar sobre una única línea temporal los diversos acontecimien­ tos significativos de su pasado: la época de los patriarcas, la salida de Egipto, la entrada en Canaán, etcétera. «De este conjunto de actos salvíficos sucesivos nació una secuencia histórica». No un único su­ ceso, sino una serie de actos coordinados es lo que hace que Israel tome conciencia de la historicidad de su devenir. Antes de llegar a tal constatación, seguramente hubo un tiempo en que los diversos eventos del pasado eran celebrados independientemente unos de otros y en distintos lugares. La certidumbre de que es Dios quien diri­ ge los acontecimientos, con vistas a un fin, ha sido determinante en orden a la ordenación y unificación de éstos en una historia. Textos como Dt 26, 5­10 y Jos 24, 2­13 atestiguan la preocupación de Israel por abarcar su pasado en una síntesis coherente, teológicamente in­ terpretada. 8

9

Cuando, en fin, el documento sacerdotal retrotrae dicha síntesis hasta la creación del mundo y liga ésta con la historia de los patriar­ cas por medio de las cadenas de generaciones, Israel está dando ex­ presión a la versión revolucionaria de un tiempo que discurre, desde su comienzo, por el cauce que Dios le señala y en el que se está ges­

8

VON RAD, G., Théologie de VAncien Testament II, Genéve 1963 (hay trad.

esp.), 92. '

Ibid., 93. Cf. MUELLER, Η. P., 49­68; WOSCHITZ, K., 231­244.

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tando progresivamente su plan de salvación. Se elimina así, además, el más fuerte reducto del pensamiento cíclico (anhistórico), el mito de los orígenes, que en todas las religiones extrabíblicas da lugar a una concepción circular de la temporalidad, al excitar el deseo de recuperar cúlticamente el momento absolutamente privilegiado, más aún, sagrado, del inicio del mundo; concepción en la que no hay espacio para una intervención de Dios al interior del devenir, puesto que tal devenir no hace sino marcar un ritmo prefijado, que no tolera la introducción de un elemento de novedad. Por el contrario, en el momento en que la fe de Israel inserta el hecho de la creación en la línea del acontecer histórico-salvífico, su pensamiento está maduro para ver en el tiempo el lugar de emergencia de lo nuevo. Repetidamente se ha llamado la atención sobre la importancia que la categoría de novedad tiene en la Biblia. Se trata de una idea que depende esencialmente de la fe en la creación. El tiempo historizado por la irrupción en él de Dios puede Í.Í marco de novedades porque su curso, la historia de salvación, está en las manos del ser que lo creó todo. La creación no sólo posibilita la puesta en marcha de la historia, sino la expectación de nuevos actos creadores, productores de lo nuevo, de lo distinto y mejor que lo antiguo. Y esa expectación impone la apertura al futuro y el primado de éste sobre el pasado y el presente en la vivencia creyente del tiempo humano. Israel espera del futuro un nuevo nombre (Is 62, 2); un cántico nuevo (Sal 33, 3; 40, 4; 96, 1; Is 42, 10); una alianza nueva (Jer 31, 31); un espíritu o un corazón nuevo (Ez 11, 19; Sal 5 1 , 12). El Nuevo Testamento incrementará notablemente este catálogo de novedades: nueva Jerusalén (Ap 3, 12; 2 1 , 2); vino nuevo (Me 14, 25); vida nueva (Rm 6, 4); mandamiento nuevo (Jn 13, 34; 1 Jn 2, 7); nueva creación (2 Co 5, 17; Ga 6, 15); nuevo hombre (Ef 2, 15; 4, 24; Col 3, 10). 10

Todas estas novedades, que orientan al hombre de la Biblia hacia el futuro de Dios, se condensan genéricamente en la promesa emitida por su palabra y cubierta por su Fidelidad. La escatología bíblica, que tiene su punto de partida en la concepción del tiempo como historia que acabamos de reseñar, resulta inexplicable si no se apela a la idea de promesa, una de las más ricas teológicamente de todo el AT.

BEHM, J., «Kainós», en TWNT III, 451 ss.; KASPERS, W., Dogma y Palabra de Dios, Bilbao 1968, 113-116; MOLTMANN, J., Esperanza y planificación del futuro. Salamanca 1971, 287-311. 10

Origen y desarrollo de la escatología en el AT

2.

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La promesa, dispositivo de apertura al futuro; sus primeras etapas

El AT no posee un término especifico correspondiente a «promesas». Sin embargo, y contrariamente a lo que ocurre en las religiones circundantes, que desconocen una promesa de salvación en la que la divinidad empeñe su palabra, Israel interpreta su historia en base a la esperanza provocada por un decir de Yahvé en el pasado, por el que se garantiza el futuro salvífico. Pues el Dios de Israel es cumplidor de su palabra (Dt 9, 5; 2 S 7, 25), mantenedor, en su fidelidad, de la alianza pactada con los padres (Lv 26, 9; Dt 8, 18), ejecutor del juramento proferido en tiempos pasados (2 S 3, 9; Sal 89, 4; 132, 11). En todos estos giros está involucrado el concepto de promesa, estrechamente ligado en el AT a la idea de alianza; allí donde Yahvé se compromete libremente con un personaje (Gn 15 y 17) o con el pueblo (Lv 26; Dt 28; 30, 15ss.), esa decisión gratuita entraña, supuesta su veracidad inconmovible, una auténtica promesa para el porvenir. Es posible que los hombres no cumplan por su parte lo pactado. Pero ello no es óbice para que Yahvé se mantenga fiel a la palabra dada (Lv 26, 40-45; Dt 4, 28-31; 30, 2-5). 11

A la luz de la promesa implicada en la alianza, Israel comprende su historia como un todo unitario, en el que se van cumpliendo gradualmente los contenidos de aquélla. Incluso al margen de la historificación sistemática obrada por los movimientos proféticos al interpretar el devenir del pueblo israelita teológicamente, los hagiógrafos veterotestamentarios contemplan los hechos como ensartados en el hilo conductor del designio divino, que arranca de Abraham y la historia de los patriarcas para llegar, a través de Moisés y los sucesos del éxodo, la alianza y la entrada en Canaán, hasta la promesa mesiánica hecha a David. Asi el yahvista, que escribe probablemente en tiempos de Salomón, pretende mostrar en su obra cómo la promesa de la tierra, dirigida antaño a Abraham y reiterada a Moisés, ha recibido su cumplimiento en la grandeza del reino del descendiente davídico. Más tar de, el deuteronomista, aun escribiendo bajo el peso de la tragedia de

SCHNIEWIND, J. - FRIEDRICH, G., «Epanghéllo», en TWNT II, 573783; VON RAD, G., «Verheissung», en EvTh (1953), 406-413; SCHARBERT, J., «Promesa», en CFTIII, 545-553; ZIMMERLI, W., «Verheissung und Erfüllung», en Probleme alttestamentlicher Hermeneutik, München 1968, 69-101. 11

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su pueblo, conserva viva la esperanza en la perennidad de la palabra otorgada a David, acerca de la estabilidad de su linaje (1 R 11, 32.36), que ni siquiera el destierro podrá obstaculizar, como lo im sinúa el énfasis con que el autor destaca el suceso, aparentemente irrelevante, de la liberación del rey Joaquín por parte del monarca ba­ bilonio (2 R 25, 27­30). La misma idea de la perennidad de la prome­ sa hecha a David constituye la clave de la obra del cronista, que no duda en modificar la historia en favor de la teología con tal de mante­ ner la primacía de la perspectiva davídica en el horizonte de expecta­ ción del pueblo (1 Cro 17, 23­27). Asi pues, la promesa, aunque subordinada teológicamente a la alianza (los autores inspirados sitúan aquélla en función de ésta), la precede cronológicamente, puesto que se remonta a la vocación de Abraham: Gn 12, 1­3; 13, 14­17. Estos textos marcan su primera etapa; la conexión con la alianza es visible en Gn 15, donde la pro­ mesa se renueva solemnemente con el ceremonial de 'i.i pacto (vv. 17­18) que anticipa la alianza sinaítica. En el estadio subsiguiente, la misma promesa es reiterada, incluso más detalladamente, en el mar­ co de la alianza propiamente dicha: la posteridad de los patriarcas se ha convertido ahora en el pueblo de las doce tribus (Ex 24, 4), al que Dios garantiza la fecundidad y la posesión de la tierra (Ex 23, 30­31). Por último, y en una tercera etapa, conquistado el país de Canaán y afirmada la posteridad de las tribus, la promesa se alarga con un ele­ mento nuevo: el anuncio de un rey mesías que llevará a su culmina­ ción la oferta salvífica de Yahvé a su pueblo (2 S 7, 8­16). Examine­ mos más detenidamente estas tres etapas: ellas son, hasta la apari­ ción del profetismo, la expresión primera de la fe escatológica de Is­ rael. 12

Abraham es elegido y sacado de su tierra por la palabra de Dios, que le pone en marcha hacia adelante (Gn 12, 1­4). El contenido de la promesa es doble: será padre de un pueblo y se le dará una patria nueva. Esta doble promesa es «muy antigua y se remonta hasta el tiempo de los patriarcas mismos», como lo muestra el texto de Gn 15, 7ss., cuya antigüedad parece p r o b a d a . " En su origen, empero, la do­ ble promesa apuntaría a un cumplimiento a corto plazo: la ocupación

12

JACOB, E., Teología del Antiguo Testamento, Madrid 1969, 185 s.; cf. PI­ KAZA, X., La Biblia y la teología de la historia. Tierra y promesa de Dios, Madrid 1972; MUELLER, Η. P., 49­68; ZIMMERLI, W., Der Mensch..., 58 ss. VON RAD, G., Théologie... I, 150. 13

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de Canaán. Mas la versión que de ella dan el yahvista y el elohísta la refiere a un acontecimiento mucho más lejano en el tiempo: no ya la instalación en Canaán de la pequeña comunidad patriarcal, sino la conquista y el establecimiento en el país por parte del pueblo de las doce tribus. En la época de los patriarcas, éstos no poseen en exclusiva la tierra prometida; los cananeos la cohabitan con ellos (Gn 12, 6). Abraham, pues, no verá el cumplimiento de la promesa (Gn 15, 13-16); a él toca tan sólo caminar en la oscuridad, conducido por Dios, e iniciar así el proceso histórico de salvación contenido en la palabra que promete. La versión del documento sacerdotal añade a la promesa de la tierra y la posteridad un elemento importante: el Dios que promete al pueblo será Dios suyo y de sus hijos (Gn 17, 19). Esta relación única con Dios indica que la promesa rebasa los contenidos estrictamente materiales (tierra, descendencia): por ella, Yahvé llama a la vida, que, en sentido plenario (como se verá más tarde), sólo se posee en la comunión con El. La preocupación, connatural al hombre, de asegurarse su futuro, es puesta ahora bajo la garantía de la palabra de promesa emitida por un Dios que quiere ser propiedad de aquéllos a los que se dirige. En el momento en que escucha esta palabra, Abraham es un hombre sin futuro, puesto que no tiene descendencia (Gn 15, 2-3). Es la promesa lo que le ofrece un porvenir, con la invitación a «mirar el cielo y contar las estrellas» (Gn 15, 5), es decir, con una exhortación a confiar en la grandeza incalculable del futuro que Dios abre, mucho mayor que cualquier expectativa humana. No se nos transmite ninguna respuesta de Abraham; sólo el silencio creyente («él creyó en Yahvé»: v. 6) puede ratificar una aceptación incondicional. Este texto, en suma (que.tiene su centro de gravedad en el v. -5, con la invitación a un «mirar» hacia lo indefinido), significa ya con extraordinaria eficacia la estructura trascendente de la promesa y la actitud libre y confiada que debe encontrar en el hombre para constituirse realmente en su futuro. 14

Con Moisés, la marcha hacia el futuro de Dios cumple un nuevo paso, decisivo en la historia de salvación: el éxodo y la alianza, que lo tienen como protagonista, serán constantemente evocados más tarde como arquetipos del futuro absoluto, es decir, del éschaton. Imagen 15

SAUTER, G., Zukunft und Verheissung, Zürich 1965, 43-46. ZEDDA, S., 30-32; JACOB, E., 182-184; ZIMMERLI, W„ Per Mensch..., 61 ss. 14

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de esta marcha es la que Israel realiza por el desierto, conducido por Yahvé. Moisés, como Abraham, ha sido objeto de la elección de Dios para capitanear a su pueblo (Ex 3, 1-10; 6, 2-8). Se renueva la promesa de la tierra (Ex 3, 8), rememorando la que había sido hecha a los patriarcas (Ex 6, 8), y se insiste en que Yahvé será el Dios propie­ dad de Israel, como éste es el pueblo propiedad de Yahvé (Ex 6, 7). La alusión a la historia de los patriarcas es importante: cumple la función de conectar el pasado con el futuro en el presente de la promesa, de suerte que se logre una línea histórica continua. A la promesa ahora renovada se le pone como fundamento la promesa a los padres (Ex 6, 3-4.8): la palabra de Yahvé es inconmoviblemente firme, y esta firmeza propicia la confianza en el porvenir. La conquista y posesión de Canaán verifican la fidelidad de Dios a su promesa. Para el deuteronomista, este don de la tierra parecería suponer el cumplimiento exhaustivo de la promesa divina: «ninguna ha quedado sin efecto» (Jos 2 1 , 43-45). Se tiene la irro^-oión de que la historia ha llegado a su término. Pero es menestéj no perder de vista el carácter abierto del contenido complexivo de la promesa: como antes se señalaba, éste no se reduce tan sólo al don material de un país que mana leche y miel, sino que entraña también el que Yahvé sea para el pueblo un Dios suyo. Las estipulaciones de la alianza prometen otras muchas cosas, además de la posesión estable de la tierra (Dt 11, 10-17; 28, 1-14). El sedentarismo de Canaán, lejos de clausurar la historia, es la condición de posibilidad de su ulterior desarrollo; cuando aparentemente aquélla se cierra, el horizonte se desplaza hacia nuevas perspectivas, en las que juega un papel importante la libre opción humana (Dt 28, 1-46). El que Dios sea fiel a su promesa no impide que la percepción de ésta pueda frustrarse por la prevaricación del hombre. Buen ejemplo de ello es el caso del mismo Moisés; al igual que Abraham, Moisés «verá» una extensión indefinida, que sugiere la índole incalculable y trascendente del don prometido (Dt 34, 1 -4), pero (también como Abraham) no disfrutará de su posesión «por haber sido infiel» (Dt 32, 48-52). Finalmente, la profecía de Natán (2 S 7, 4-16) hace alcanzar a la promesa un nuevo estadio. C o m o en las fases anteriores, se habla aquí de la elección de un hombre (v. 8) y de lo obrado por Yahvé en el pasado (vv. 6-7); se revalida asimismo la promesa de la tierra 16

16

ZIMMERLI, W„ Der Mensch..., 88 ss.

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(v. 10) y la descendencia (v. 12). La novedad consiste en que las pala­ bras de bendición y promesa, dirigidas otrora al pueblo, se conden­ san ahora en la casa real; el destino del reino terrestre de Dios queda ligado al de la monarquía davídica. La apertura al futuro viene im­ puesta por las garantías de estabilidad perpetua otorgadas al trono y por el hecho de que David (como Abraham y Moisés) no verá la pro­ mesa cumplida (v. 12). La alianza («yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo») adopta la forma de relación paternidad­filiación entre Dios y el rey («yo seré para él padre y él será para mí hijo»: v. 14), de suerte que la institución regia aparece como depositaría de la promesa, convirtiéndose así en institución de salvación y, por ende, en objeto de esperanza. El rey es, en este estadio, el mediador de la alianza, y el éschaton adopta la figura del reino de Dios; con la profe­ cía de Natán se inaugura en el AT un nuevo tipo de expectación, la esperanza mesiánica. El mesías­rey de los salmos mesiánicos (Sal 2, 72, 89, 110, 132), alusivos a la profecía de N a t á n , concentra en su persona los dones de Yahvé y las esperanzas del pueblo. La estructura de las tres fases que acabamos de examinar es siempre la misma: elección, promesa remitida a un futuro, fe (en el caso de Moisés y David) en lo obrado antes por Yahvé, que posibilita la esperanza en el porvenir, inasequibilidad del objetivo prometido para los primeros destinatarios de la promesa (ni Abraham ni Moisés ni David lo disfrutarán). Yahvé ha ido indicando metas futuras que se van alcanzando paulatinamente: la descendencia de Abraham, la ocupación (transitoria) de Canaán por los patriarcas, la salida de Egipto, la instalación definitiva en la tierra prometida, la consolida­ ción de la monarquía davídica. A medida que se consiguen los sucesi­ vos objetivos, el horizonte se ensancha y aparecen otras facetas de la promesa. Esta es tan incondicional, tan generosamente rica, que las realizaciones históricas no parecen agotarla. La fidelidad de Dios funda remotamente la confianza del creyente para el futuro. Mas el fundamento próximo son los acontecimientos significativos del pasa­ do, que, conectados sin solución de continuidad, hacen emerger un designio salvífico que se despliega gradualmente, en progresión inde­ fectiblemente creciente. Si la mirada hacia atrás descubre la fidelidad 17

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"

ZEDDA, S., 32 s.; ZIMMERLI, W., Der Mensch..., 63 s., 94­98. COPPENS, J., «Le messianisme royal», en NRTh (1968) 227­251. GELIN, Α., «Messianisme», en SDB V, 1178.

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de Yahvé como promesa, la mirada hacia adelante la tipifica como esperanza basada en los continuos cumplimientos. Es innegable, por consiguiente, que la promesa ha funcionado en Israel como dispositivo de apertura al futuro. El creyente capta en ella (si bien oscuramente, en una intuición que va más allá de su tematización concreta) una trascendencia «que no permite contentarse con un presente que no está lleno». Sólo así se explica que los cumplimientos, antes aludidos, no la hayan liquidado en la conciencia de los creyentes, sino que la van reinterpretando y ampliando; en ninguna de las etapas señaladas arriba se detecta el relajamiento de la actitud expectante provocado por la toma de posesión de lo hasta entonces esperado. Con otras palabras: la promesa no se deja amortizar por ninguna realización histórica; late en ella «una constante plusvalía» y un «permanente exceso por encima de la historia». La razón no puede ser otra, sino que el Dios de la promesa se promete a Sí mismo como don último: «Yo seré vuestro Dios». La tierra, la descendencia, el trono sempiterno son las encarnacione- Imrahistóricas de un don más alto, que se ofrece parcialmente en la mediación categorial de lo finito, que, por serlo, no puede agotar su contenido. Tal mediación se sitúa en un horizonte móvil que se ensancha con el discurrir del tiempo; los cumplimientos, a la vez que certifican la veracidad de la promesa, tienen un carácter proléptico; no cierran la historia, sino que (como se señalaba antes) la mantienen abierta y anticipan figurativamente su término. 20

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Esta visión de la historia, dominada por la fe en la promesa, ¿tiene algo que ver con la escatología? Hasta el momento no hemos encontrado ninguna afirmación rigurosamente escatológica. Sin embargo, parece claro que cuanto hemos visto atañe de algún modo a la escatología. Pues nos hallamos ante una concepción indiscutiblemente teleológica del devenir que, en cuanto tal, postula un fin, al menos en

SCHILLEBEECKX, E., «Algunas ideas sobre la interpretación de la escatología», en Conc 41 (enero 1969), 50. MOLTMANN, J., Teología..., 132. Ibid., 137. GRELOT, P., Sens chrétien..., 331: «Tras cada realización del objetivo asignado, el horizonte se alarga de nuevo y aparece otro objetivo... Sin embargo, más allá de estos objetivos parciales se abre siempre una perspectiva indefinida, que deja el campo libre a todas las esperanzas posibles, de modo que el cumplimiento histórico de las promesas no agota jamás su contenido total». Comparar estas frases con MOLTMANN, J., Teología..., 136 s.; la identidad de puntos de vista es completa. 2 0

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el sentido de finalidad, si no en el de término. De ahí que pueda ha­ blarse de «escatología embrionaria», del carácter escatológico de una promesa que apunta «a lo histórico­futuro en el sentido de hori­ zonte último»; de una «teología de las tradiciones históricas y de la alianza» que «entraña ya una escatología». «Dentro de este concep­ to de la historia, el presente mismo fue considerado como una nueva promesa, una nueva puerta que se abría hacia un nuevo futuro. En última instancia, toda la historia terrena se convierte en despliegue de una expectación escatológica». Así pues, aun prescindiendo de lugares cuya interpretación estrictamente escatológica puede ser dis­ cutible, es lícito afirmar que en los estadios anteriores a la revelación profética Israel cuenta ya con una innegable mentalidad escatológica, todavía no formulada explícitamente, pero ya presente en las expec­ tativas despertadas por la promesa y en la interpretación creyente del curso de la historia. Podemos soslayar, por ello, el examen de textos como Gn 49, 1, en el que la fórmula «al fin de los días» es objeto de controversia: ¿se trata de una expresión escatológica, o bien es más aceptable la lectura de de Vaux («dans la suite des temps»)? En el primer caso, nos hallaríamos ante una sentencia explícitamente esca­ tológica de notable antigüedad; mas en cualquier hipótesis el texto se sitúa en el marco antes descrito de un futuro abierto y finalizado por el designio divino. La tensión promesa­cumplimiento pleno es la razón de posibilidad de un espacio escatológico. 24

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GRELOT, P., 330. MOLTMANN, J., Teología..., 164. GRESHAKE, G., Aitferstehung der Toten, Essen 1969, 192. SCHILLEBEECKX, E., 50; el subrayado es mío. En la misma opinión de los autores apenas citados abundan MUELLER, Η. P., 222 ss. y GROSS, H., 668 s. (cf. ID., «Die Eschatologie im Alten Bund», en An [1965], 213­219). ZEDDA, S., 25; JACOB, E., 299. Biblia de Jerusalén, in loco; cf. BARTH, C, 68. La bendición de Jacob contiene elementos seguramente anteriores a la mo­ narquía. La teoría de Mowinckel (Psalmenstudien II, Oslo 1922) sobre el origen de la escatología bíblica en motivos psicológicos de decepción, a más de haber sido aban­ donada por el propio autor {He that cometh. The Messiah Concept in the Oíd Testa­ ment and later Judaism, Oxford 1956,138­143), ha sido siempre muy criticada; vid. en ZEDDA, S., 39 ss. su exposición. 25

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3.

Ultimas etapas de la promesa: profetismo y apocalíptica canónica

Con el profetismo, la teología israelita de la promesa conoce una nueva etapa. Desde el libro de Amos, se introduce en la literatura ins­ pirada el elemento explícitamente escatológico. Es menester advertir, con todo, que lo «escatológico» no tiene que ser concebido aquí, nece­ sariamente, como lo situado más allá de la historia. En efecto, que el fin sea intrahistórico o metahistórico es accidental en este momento de la evolución de las ideas. El acento reposa sobre la índole de cum­ plimiento definitivo de la promesa: he ahí lo que el profetismo procla­ ma. Algo que es realmente lo último, el éschaton, porque consuma el curso de los tiempos, al tratarse de la intervención definitiva e irrevo­ cable de Dios sobre la historia, sea dentro, sea fuera de ella. Von Rad ha llamado la atención atinadamente sobre la nota de deflnitividad como cualificativa de lo escatológico en los profetas, al margen de su trascendencia o inmanencia respecto al tiempo. De '¿jal modo que no sería exacto negar al mensaje profético su c&iacter escatológico, seria un error de perspectiva transferir a dicho mensaje contenidos que la idea del éschaton recibirá sólo en una etapa subsiguiente. Es lí­ cito, pues, hablar de una escatologización de la promesa en los profe­ tas sin reclamar un anuncio del término temporal de la historia, y sin entrar en la discusión de si el profetismo clásico conoció o no tal tér­ mino. Pues a la noción de télos es esencial la idea de objetivo alcan­ zado, de promesa cumplida —y eso es lo que leemos en los profetas—, mientras que el dato de la supratemporalidad no bastaría, por sí solo, para definir el fin. 32

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Por consiguiente, el elemento inédito que aporta esta etapa es el de novedad absoluta e irrevocable. Novedad que se introduce a costa

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VON RAD, G., Théologie..., II, 99­105. Cf. GRESHAKE, G., 201­208; MOLTMANN, J., Teología..., 163­173; VRIEZEN, T. C, Prophecy and Eschato­ logy, Leiden 1951, 199­229 (vid. sobre todo 223 s.); F OHRER, G., «Die Struktur der alltestamentlichen Eschatologie», en TLZ (1960), 401­420 (ahora en VV. AA., Eschatologie im Alten Testament, 147­180); LINDBLOM, J., «Gibt es eme Escha­ tologie bei den alttestamentlichen Propheten?», en Eschatologie im Alten Testament, 31­72; MUELLER, Η. P., 222­224. . BARTH, C, 78: el «más acá» y el «más allá» no tienen por qué estar dividi­ dos por un «fin de los tiempos»; pueden estarlo por la intervención salvífica definiti­ va de Dios en la historia. Hoy parece prevalecer la opinión de que «nada hay en los profetas acerca de un final del mundo o de la historia» (GRESHAKE, G., 202, quien cita en nota autores favorables a esta tesis). 33

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de una discontinuidad con lo precedente. «Lo que impulsaba a los profetas a obrar es precisamente el hecho de que Yahvé anunciaba una hora enteramente nueva para su pueblo»; su representación del porvenir se basa en «una ruptura total del orden presente como con­ dición del orden futuro». Concepto base de esta interpretación profética del futuro es el de «el día de Yahvé». Con esta expresión se designa una decisiva manifestación e inter­ vención de Dios. Aparece por vez primera en Am 5, 18, aunque «en tiempos de Amos, el día de Yahvé formaba parte, sin duda desde ha­ cía ya tiempo, de la esperanza de Israel». En el pasaje citado se tra­ ta de los que, fiados en su estatuto de pueblo elegido, aguardaban la acción salvífica divina. El profeta advierte, contra su confianza des­ medida, que dicha acción será punitiva; pero no supondrá «el aniqui­ lamiento de la fidelidad de Yahvé a Sí mismo. Por ello, puede ser en­ tendida como juicio que prepara algo nuevo final»; cf. Am 9, 11 ss. El horizonte de expectación se ha agrandado, adquiriendo dimensio­ nes universales. La misma proporción cósmica de la intervención di­ vina se refleja en Is 2, 10­21; 13, 6 ss.; Mal 3, 19­21; Sof 1, 14­18; Ez 30, 1 ss.; Jl 1, 15­2, 11. El elemento negativo de la acción divina (des­ trucción, castigo...) no es fin en sí mismo; sirve para preparar el don definitivo de la salvación. Pese al carácter de ruptura que indudable­ mente asumen los oráculos del día de Yahvé, la dimensión positiva del mismo se describe en analogía con las intervenciones salvíficas del pasado: «Oseas predice una nueva conquista; Isaías, un nuevo David y una nueva Sión; Jeremías, una nueva alianza, y el deutero­ Isaías un nuevo éxodo». El denominador común de todas estas imá­ genes del éschaton es la recobrada intimidad del hombre con Dios: «Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo» (Jr 3 1 , 33; cf. Is 55, 3; Ez 36, 28; etc.). 34

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VON RAD, G., Théologie..., II, 100. GRELOT, P., 336. GRESSMANN, H., Urspriinge der israelitisch­jüdischen Eschatologie, 1905, 141 ss.; VON RAD, G., «Heméra», en TWNT II, 945­949; ID., Théologie... II, 105­110; ZEDDA, S., 47­49; JACOB, E., 298­300; GRELOT, P., 347­352; MUELLER, Η. P., 69­87; GROSS, H., «Escatología...», 670 ss. JACOB, E., 298; cf. VON RAD, G., Théologie... II, 108 s.; GRELOT, P. 347. MOLTMANN, J., Teología..., 168; cf. ZIMMERLI, W., Der Mensch..., 101­103. VON RAD, G., Théologie... II, 104; WOLF F , H. W., 135 s. 35

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De esta forma, el tema del día de Yahvé es, fundamentalmente, portador de esperanza, al evocar los «días» históricos en los que Dios reveló su poder para salvar a Israel. Las experiencias del pasado se transponen y condensan en la representación concreta del éschaton; éste es finalmente imaginado de manera que abrace todo el curso de la historia desde su iniciación. Será «nueva creación» (Is 65, 17-18), retorno a la situación paradisíaca del comienzo (Os 2, 23-24; Is 4 1 , 18-19; Ez 36, 35); tal representación no entraña, por supuesto, una visión cíclica del devenir, sino «una concepción muy precisa de la historia: el gesto creador de Dios ha manifestado desde el origen lo que será el término de su designio». En el capítulo precedente se ha hablado ya del género literario denominado «apocalíptica». También la revelación contiene escritos pertenecientes a ese género. En realidad, es todo el pensamiento judío postexílico el que evoluciona hacia una expresión de su esperanza en los moldes de la apocalíptica. El entusiasmo suscitado en el pueblo por los vaticinios proféticos del retorno contrasta cruelmente con la realidad que viven los repatriados. Se aguardaba la plenitud de la salvación en el marco de una restauración de las instituciones nacionales y, por el contrario, la reorganización de Israel se llevará a cabo en condiciones decepcionantes. En tal contexto, era forzoso que la escatología sufriese una profunda modificación, y se fuese separando paulatinamente del eje temporal de la historia intramundana: «el éschaton tiende a situarse más allá de la historia que viene a cerrar». Se llega así a la última etapa de la evolución de las ideas escatológicas de Israel: la promesa será cumplida en una dimensión metahistórica; el tiempo conocerá un punto terminal, que importa a la vez el punto culminante del don de Dios. Es necesario advertir que las reservas manifestadas en nuestro anterior capítulo sobre el género apocalíptico han de entenderse referidas a una concepción de la escatología unilateralmente apocalíptica. Estas reservas desaparecen frente a lá apocalíptica inspirada, cuando se la integra (como tratamos de hacer) en el contexto general de la escatología veterotestamentaria, a la que contribuye, junto a 40

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GRELOT, P., 388; cf. ZIMMERLI, W., Der Mensch..., 142 ss.; WOSCHITZ, K., 245-285. GRELOT, P., 339 s.; cf. VON RAD, G., Théologie... II, 263-277; MOLTMANN, J., Teología..., 174-179; ZEDDA, S., 69-87; RUSSELL, D. S., The Method and Message of Jewish Apocalyptic, London 1964. 4 0

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otras, con la decisiva aportación del elemento conclusivo de la his­ toria terrena como integrante de la escatología revelada. Se despeja así la incógnita planteada acerca de la escatología profética: si el éschaton implica no sólo una finalidad, sino también un fin. Dentro de la literatura inspirada —única que interesa ahora a nuestro objeto—, el ejemplo acabado del género apocalíptico es el li­ bro de Daniel. Al término de la sucesión de los reinos temporales, Dios instaurará el suyo, un reino eterno y liberador (2, 44; 4, 3 1 ; 6. 27), que constituye la culminación del que había fundado en Israel, al tiempo de la dinastía davídica. Se subraya la índole trascendente del mismo: es un imperio venido de lo alto, puesto que es instaurado por el Hijo de Hombre que viene «en las nubes del cielo» (7, 13­14), y preexiste en las alturas celestes «como el arquetipo del mundo terres­ tre»: 7, 9­10. Al igual que el del reino davídico, el motivo de la alianza se conserva: el pueblo que Dios ha elegido participará direc­ tamente en este imperio del Hijo de Hombre: 7, 2 7 . Por otra parte, éste presenta rasgos que lo emparentan con la tradición mesiánica; en cuanto a la escatología profética, la voluntad de continuidad con ella se pone de manifiesto en la exégesis del oráculo de los setenta años (Jr 25, 12; 29, 10): 7, 25; 9, 24­26; 12, 7 . En resumen, el libro de Daniel recapitula las sucesivas etapas de la esperanza de Israel (alianza, reino de Dios, mesianismo, oráculos proféticos) en un grandioso cuadro sintético que contempla «la histo­ ria ya pasada... como un proceso histórico predicho por Dios» que se cierra con la intervención decisiva «al final de los días» (11, 40­12, 13; aquí la expresión tiene ya un evidente sentido estrictamente esca­ 43

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Vid. en MOLTMANN, J., Teología..., 177­179, una valoración positiva de la apocalíptica canónica; cf. en la misma línea GRESHAKE, G., 329; GROSS, H., «Escatología...», 675 s. Cf. VV. AA., Introducción a la Biblia I, Barcelona 1965, 634­644, con la bibliografía allí indicada; VON RAD, G., Théologie... II, 277­283; GRELOT, P., 340­342; ZEDDA, S., 83­87; ZIMMERLI, W., Der Mensch..., 156­162; BARTH, C , 82 ss. GRELOT, P., 341. Para la discusión sobre el carácter singular o colectivo de la figura «Hijo de hombre», cf. DE FRAINE, J., Adam et son lignage, Bruges 1959, 172­178; GELIN, Α., «Messianisme», en SDB V, 1200­1202; FEUILLET, Α., «Le Fils de l'homme de Daniel et la tradition biblique», en RevBibl (1956), 170­202; 321­346. JACOB, E., 317 s. VON RAD, G., Théologie... II, 281 s. Ibid., 282. 4 3

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tológico). Singularmente importante es la insistencia en el carácter trascendente, respecto al tiempo, de la consumación; el don de Dios no pertenece a la historia, aunque se haya comunicado parcialmente en ella. Procede de lo alto. Se explícita así la intuición latente en la fe de Israel en la promesa, nunca amortizada (ni amortizable), como se notaba más arriba, por cumplimientos intrahistóricos. En el don que viene «entre las nubes del cielo» se descubre finalmente que «la razón de la constante plusvalía de la promesa y de su permanente exceso por encima de la historia reside en el carácter inexhaurible del Dios de la promesa: ésta no se agota en ninguna realidad histórica, sino que sólo se aquieta en una realidad que esté en total concordancia con él». Con otras palabras: la promesa y el Dios de la promesa coinciden. Al término del secular proceso de desarrollo de la escatología bíblica, se constata que el objeto de la palabra promisoria de Dios no es un cierto número de bienes exteriores, materiales o terrenos. Su elemento medular es la relación religiosa Dios-hombre: a ella se orientaba la alianza y ella es la que ha ido destacándose cada vez más nítidamente en el transcurso de las diferentes etapas. Dios será el Dios de los hombres, como éstos son el pueblo de Dios: esta estipulación del pacto de alianza subyace a todas las épocas y todas las teologías de la promesa, se va desplegando en la conciencia de Israel y constituye el motivo conductor y la meta final de su dinamismo religioso. En rigor podría decirse que, para la esperanza de Israel, el propio Dios es su éschaton; «fe en Yahvé y esperanza en el futuro» son «dos factores interdependientes». Por lo demás, conviene no olvidar que este polo magnético de la historia, localizado más allá de ella, no devalúa los contenidos inmanentes de las aspiraciones humanas; más bien los utiliza una y otra vez, y por cierto no tan sólo como revestimiento simbólico de un don 49

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MOLTMANN, J., Teología..., 137. Vid. sobre este punto GRELOT, P., De la morí a la vie eternelle, París 1971, 133-166; cf. del mismo autor, Le monde á venir, París 1974, 17-21. La expresión es de PREUSS, H. D., Jahweglauben und Zukunftserwartung, Stuttgart 1968, 206 s. Cf. KAISER, O'., «Geschichtliche Erfahrung und eschatologische Erwartung», en VV. AA., Eschatologie im Alten Testament, 444-461. Sobre el carácter presuntamente «materialista» de la esperanza veterotestamentaria, así como sobre la índole temporal, y no espacial, de la ruptura escatológica (que permite hablar de un antes y un después, pero no de un más acá y un más allá), vid. RUIZ DE LA PEÑA, J. 1., El último sentido, 49-52. ! 0

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distinto, sino más bien como permanente concreción real del don último y definitivo. El estudio del origen y evolución de la escatología bíblica verifica el principio (señalado en la introducción de este libro) de la necesaria conjunción inmanencia-trascendencia y confirma el carácter antibíblico de una supuesta oposición entre escatología e historia.

Capítulo III El problema de la retribución en el Antiguo Testamento BIBLIOGRAFÍA: ALONSO, J., Jacob lucha con Elohim, Santander 1964; VAN IMSCHOOT.P., Teología del Antiguo Testamento, Madrid 1969; GARCÍA CORDERO, M., Teología de la Biblial, Madrid 1970; MARTINACHARD, R., De la morí a la résurrection d'aprés l'Ancien Testament, Neuchátel 1956; SUTCLIFFE, E.F., The Oíd Testament and the Future Life, London 1946; GRELOT, P., De la mort á la vie éternelle, París 1971; ZEDDA, S., L'escatologia bíblica I, Brescia 1972; WAECHTER, L., Der Tod im Alten Testament, Berlín 1967; WOLFF, H. W., Anthropologie des Alten Testaments, München 1973 (hay trad. esp.), 150-170; KAISER, O.-LOHSE, E., Tod undLeben, Stuttgart 1977; RATZINGER, J., Escatología, Barcelona 1980,83-94.

El capítulo precedente ha mostrado que la fe de Israel es, fundamentalmente, una religión de esperanza, que interpreta la historia a la luz de la clave hermenéutica de la promesa; ésta garantiza a aquélla una consumación final de alcance universal. Pero el hombre no se interroga únicamente por el sentido del mundo y de la historia; en realidad, el fin de la historia acontece para cada hombre en el fin de su existencia. Al hombre singular le concierne también, por consiguiente, la pregunta sobre el sentido de su propia vida, radicalmente cuestionado por la muerte. En la medida en que la promesa se cumpla a nivel personal, le será posible al hombre la esperanza; ambas, promesa y esperanza, habrán de resistir victoriosamente (para ser veraces) el asedio de esa realidad inexorable que es la muerte. Al igual que la teología de la promesa y su cumplimiento escatológico ha sido elaborada a lo largo de sucesivas etapas, el problema de la muerte y la retribución va a dilucidarse en un prolongado y

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Teología bíblica

doloroso proceso de reflexión, que sólo llegará a su término en el umbral mismo del NT. Todo el proceso está determinado por la idea que Israel se hace de la vida; es de aquí de donde hay que partir para comprender su actitud ante la muerte y la respuesta final al misterio de la misma.

1.

Valoración bíblica de la vida

En nuestro anterior capítulo se ha visto cómo la palabra promisoria de Yahvé orienta hacia unos objetivos inmediatos que se distinguen por su carácter de realismo terrestre acentuado. La promesa comprende, en primer término, la posesión de un país rico, la fecundidad, el disfrute estable de los bienes materiales; el hombre de la fe bíblica está indisolublemente unido a su mundo; la esperanza fija la mirada de los fieles sobre la tierra, no sobre el cielo. El Sal 115, 16 expresa con eficaz sencillez esta verdad: lo que atañe al hombre está aquí abajo, en «la tierra que ha sido dada a los hijos de Adán»; al contrario, «los cielos son los cielos de Yahvé». De ahí que Israel exprese el concepto de vida con un plural intensivo (hayyim) que significa también «felicidad»; a ella pertenecen la fuerza, la firmeza, la seguridad, el bienestar, la salud. Vivir y existir no son sinónimos; la vida es más que la mera existencia, al implicar una idea de plenitud existencial. Es el bien supremo, por el que el hombre está dispuesto a dar todo lo que posee (Jb 2, 4), que merece ser conservado a costa de cualquier cosa, incluso del honor, pues «vale más perro vivo que león muerto» (Qo 9, 4). Esta interpretación «luminosa» de la vida aflora elocuentemente en el paralelo vida-luz (Jb 3, 20; Sal 36, 10). Para el israelita, el ideal más querido es la preservación y prolongación de la vida; a ello alude constantemente la predicación deuteronómica y profética: Dt 5, 16; 16, 20; 30, 19.21; Am 5, 4.6.14; Ez 18, 23.32. 1

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En la base de este amor apasionado por la vida no está tanto una concepción materialista de la existencia cuanto la convicción de que ella es don de Dios, es decir, tiene el mismo origen que la promesa. Yahvé es «el viviente» por antonomasia (Dt 5, 26; Sal 42, 3; 84, 3; Ji 10, 10; etc.), hasta el punto de que la expresión se ha convertido en BAUDISSIN, «Alttestamentliches 'hayyim', Leben, in der Bedeutung von Glück», en VV. AA., Festschr(fl E. Sachau. Berlín 1915, 143-161; VON RAD, G., «Záo», en TWNTII, 844 s. PEDERSEN, J., Israel, its Ufe and its Culture, London 1926, 153; MARTIN-ACHARD, R. 12. 1

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fórmula de juramento (1 S 14, 39; Jr 4, 2; 12, 16); en él está «la fuente de la vida» (Sal 36, 10; Jr 2, 13; 17, 13), la cual, por consiguiente, participa en cierta medida de su santidad. Estando así las cosas, se comprende que la noción de vida, lejos de ser religiosamente neutra o puramente fisicista, sea un concepto teológico que desborda los límites estrictamente biológicos. Ella es para Israel esa plenitud existencial antes señalada porque es Yahvé quien la otorga, la conserva y la prolonga, como presupuesto y parte integrante de la promesa y como comunicación de su propio ser viviente (Gn 2, 7). Que la vida de los hombres dependa de la divinidad, es un dato común en la historia de las religiones. Pero mientras el contorno religioso de Israel localiza su fuente en divinidades que son simples hipóstasis de las fuerzas impersonales de la naturaleza (periódicamente recurrentes en el ciclo biológico nacimiento-muerte), la fe bíblica sabe que la vida está en manos de un ser personal, fluye de una voluntad libre, de una relación dialógica, y no de la fatal sucesión de los ciclos naturales. La alianza pactada entre Yahvé y su pueblo condiciona la vida a la observancia de la voluntad divina manifestada en los mandamientos (Dt 30, 15-20; cf. 5, 33). Permanecer en la vida es obedecer a Yahvé: «el hombre vive de la palabra de Yahvé» (Dt 8, 3). Los profetas insistirán repetidamente en el nexo justicia-vida (sobre todo Ezequiel: 18, 1 ss.; 20, 1 ss.; 33, 1 ss.); los libros sapienciales, en la correspondencia sabiduría-vida (Pr 3, 11-18; 4, 22; 5, 6; 6, 2 3 ; 10, 17; Si 2 1 , 13; Sb 6, 17-18). De cuanto antecede es claro que la vida se concibe aquí como una realidad dinámica (como lo es toda relación interpersonal), susceptible de variaciones que van de un máximum a un mínimum, según se viva más o menos en la fidelidad a Yahvé. El punto máximo de vitalidad se alcanza cuando la relación hombre-Dios es actuada como comunión. Es entonces cuando el israelita piadoso puede confesar: «tu gracia vale más que la vida» (Sal 63, 4); no porque los conceptos que se comparan sean experimentados como antinómicos, sino más bien porque se comprueba su identidad de fondo. Puede darse entonces la vida que es plenitud existencial incluso en medio de dificultades, penurias y tribulaciones. Los salmos ofrecen los mejores ejemplos de una existencia que es vida, a despecho de las circunstancias adversas, porque está radicada en Dios: el peregrino que afronta un fatigoso viaje por el gozo que le produce «la casa de Yahvé» (Sal 122), en cuyos atrios «un día vale más que mil» (Sal 84, 11); el fiel que experimenta en su interior la alternancia de la serenidad religiosa

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más profunda y la prueba más dolorosa (Sal 119; comparar los vv. 47.92.103.165 con los vv. 23.38.41­42.61.143, etc.); el pecador que implora el perdón para recobrar con él «el gozo y la alegría» (Sal 51). Estos ejemplos, que se podrían multiplicar fácilmente, obligan a extremar las cautelas a la hora de enjuiciar el aprecio de la vida como manifestación de apego superficial a los bienes puramente materiales. Sería ésta una consideración demasiado simplista. Aunque en las fór­ mulas de bendición divina que cierran las estipulaciones de la alianza el tenor literal no parece ir más allá de lo que constituye un bienestar material (Ex 23, 30­31; Lv 26, 3­45; Dt 28, 1­14: éxito temporal, prosperidad agrícola, fecundidad, salud, larga vida, potencia militar), sería injusto pasar por alto la profunda intuición religiosa que subya­ ce en los textos: todo esto lo promete Dios a quien escucha su pala­ bra y observa sus mandatos porque la relación Dios­hombre confiere una plenitud vital integradora de todos los aspectos de la existencia? Cuando esa relación ha calado profundamente en la persona, las vici­ situdes temporales pasan a un segundo plano; la vida es digna de aprecio, pues la relación con Dios basta para colmarla de gozo: «es­ tando contigo, no hallo gusto ya en la tierra» (Sal 73, 25). Llegados a este punto podemos concluir: la vida es el valor supre­ mo porque es el lugar de la comunión con Dios. «La observancia de su ley y la práctica de su culto son las fuentes de una alegría a la que nada puede compararse. Se encuentra allí una dulzura (Sal 27, 4; 34, 9), un encanto deseable (Sal 42, 2­3; 84, 2­3), una felicidad (Sal 63, 8­9; 1, 1­2; 112, 1) que el cantor del Sal 119 se complace en meditar largamente». Como se verá más adelante, es en el desarrollo de esta intuición donde se encontrará un principio de respuesta al trágico problema de la muerte. Por el extremo contrario, la vida se reduce a un mínimum cuando el hombre ha roto su relación con Yahvé. Una vida que se desarrolla al margen de la alianza no es la auténtica vida, sino un «invocar la muerte con obras y palabras» (Sb 1, 16). Transgredir el precepto divi­ no es hacer la experiencia de la propia condición mortal (Gn 2, 17). 4

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GRELOT, P., 141 s. Ibid., 159 s.; cf. VON RAD, G., «Gerechtigkeit und Leben in der Kultspra­ che der Psalmen», en VV. A Α., F estschrift A.Bertholet, Tübingen 1950, 431 ss.; FRANKEN, H. J., The mystical Communion with JHWH in the Book o/Psalms, Leiden 1954. 4

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La muerte, negación de la vida, es a la vez excomunión, expropiación del ámbito de relación con el Dios vivo, como se verá a continuación.

2. La muerte, los muertos, el scheol La visión positiva de la vida no podía menos de condicionar la concepción de la muerte, imponiendo una valoración radicalmente negativa de ella. Para Israel resulta desconocido un «sentimiento trágico de la vida» en sí misma, como acabamos de ver; tal sentimiento, en cambio, le corresponde a la muerte. Porque la vida es la suma de todos los bienes, la muerte sólo puede ser el compendio de todas las desgracias. Es cierto que algunos textos la presentan como el remate natural de la existencia. Así la muerte de los patriarcas es «irse en paz con los padres» (Gn 15, 15), morir «en buena ancianidad, lleno de días» (Gn 25, 8), «juntarse con su pueblo» (Gn 35, 29), «con los suyos» (Gn 49, 29.33); la muerte es la resolución natural de los elementos constitutivos del hombre (Gn 3, 19); es la ley universal de toda carne (Si 4 1 , 4; Sb 7, 1). Parece, pues, que debiera ser vista como algo sobreentendido. En cambio, el tono de resignada serenidad con que estos textos aluden a la muerte no logra acallar otra nota dominante: la muerte es el mal por excelencia. Al carácter «luminoso» de la vida se oponen los trazos más sombríos para describir la muerte: ella es la del «amargo recuerdo» (Si 4 1 , 1; cf. 14, 12.16) que suscita lágrimas (Si 22, 11); la «espesa noche» es «imagen de las tinieblas» que esperan a los que van a morir (Sb 17, 20), de forma que «tinieblas» y «muerte» pueden ser usados como sinónimos (Sal 88, 7.13); la muerte hace que los hijos de Adán sean «bien poca cosa» (Sal 89,48), que la existencia sea efímera como la flor y huidiza como la sombra (Jb 14, 2). 5

La vida es don de Dios, impartido por la comunicación del ruaj, es decir, del espíritu vivificante que Yahvé ha infundido en la criatura para que ésta sea un ser viviente (Gn 2, 7; cf. Sb 15, 11). Cuando Dios retira su ruaj, la carne vuelve al polvo: Jb 34, 14-15; Qo 12, 7; Sal 104, 29. El mismo dinamismo que es propio de la realidad «vida» lo es también de la realidad «muerte». Esta puede penetrar en aquélla,

VAN IMSCHOOT, P., 383-386; GRELOT, P., 51 ss.; MARTINACHARD, R., 21 ss.; VON RAD, G., Théologie de l'Ancien Testamentl, Genéve 1963, 335-338; 349-353; GARCÍA CORDERO, 497-500; DINGERMANN, F., «Tod im AT», en LTK X, 218 s. 5

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de suerte que la frontera entre ambas no resulta de una neutra objetivación biológica; vida y muerte son situaciones existenciales fluidas, en las que se da una graduación. Así la enfermedad, la desgracia, la debilidad, el sueño, son formas incipientes de muerte; al perseguido le asedian «las olas de la muerte» (Sal 18, 5-6; 69, 2-3), el hombre angustiado está «prisionero de los lazos de la muerte, de las redes del scheol» (Sal 116, 3), el peligro de muerte es ya un estar muerto (Jon 2, 6-7)... Vida y muerte se oponen, pues, en la existencia humana como dos fuerzas antinómicas, una procedente de Dios y otra que es su antítesis y, por ende, antítesis de Dios mismo. La potencia hostil a la vida es enemiga de Dios, autor de la vida; es el poder del mal. Al igual que la vida, la muerte es para Israel un concepto teológico, no meramente físico o biológico, una realidad que comienza a hacer su aparición en la existencia del hombre cuando la relación teologal se debilita; de esta suerte se la transfiere, en el pensamiento bíblico, del reino impersonal de la naturaleza al reino de la libertad histórica y del diálogo interpersonal hombre-Dios. Cuando el autor sagrado asevera con firmeza que «Dios no hizo la muerte», sino que «todo lo creó para que subsistiera» (Sb 1, 13-14), está asentando la premisa de otra afirmación («la muerte entró en el mundo por envidia del diablo»: Sb 2, 24) que conecta en la tradición bíblica la muerte con el pecado. Tal conexión aparece ya en el relato yahvista de los orígenes (Gn 2-3), al que remite el texto de Sb antes citado. Ciertamente la muerte-pena del pecado no es la muerte únicamente física, ni la inmortalidad paradisíaca consistiría en una exención de ésta; de lo contrario, volveríamos a una comprensión de la muerte puramente biológica que, como se apuntó antes, no alcanza la envergadura que el concepto tiene en la revelación. El parentesco entre pecado y muerte ha de situarse, por el contrario, a mayor profundidad, en el estrato personal de donde brota la decisión libre del hombre. En la opción de éste contra Dios (pecado) va implicada una recusación de la vida que es don de Dios (muerte). Pecado y muerte son dos aspectos de esa única realidad que es el misterio del mal. Así se explica la tranquila 6

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GRELOT, P., 60 s.; MARTIN-ACHARD, 41-43; WOLFF, H. W., 170 s. GOOSENS, W., «Immortalité corporelle», en SDB IV, 298-313; HUMBERT, P„ Eludes sur le récit du paradis et de la chute dans la Genése, Neuchatel 1940, cap. 4; VOLLBORN, W., «Das Problem des Todes in Génesis 2 und 3», en TLZ (1952) 710 ss. Para la discusión sobre el tema con bibliografía, cf. el cap. 11 de mi libro El hombre y su muerte. Antropología teológica actual, Burgos 1971, 351 ss. 6 7

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seguridad con que Sb 1, 13 afirma que «no fue Dios quien hizo la muerte», como no fue Dios quien hizo el pecado. Como consecuencia lógica de su conexión con el pecado, la muerte infiere la incomunicación con D i o s ; ni los muertos pueden alabar a Yahvé (Is 38, 11.18-19; Sal 6, 6; 30, 10; 88, 11-13; 115, 17), ni Yahvé se preocupa de los muertos (Sal 88, 6.11). La muerte supone, por tanto, una especie de verdadera excomunión. Los intentos de algunos exegetas para mitigar la crudeza de esta ruptura de relaciones, reduciéndola por parte del muerto a su imposibilidad de tomar parte en el culto litúrgico de la comunidad, y por parte de Dios a «una providencia no tan activa como la que tiene con los vivos», parecen nacer de escrúpulos dogmáticos y no atienden suficientemente a la coherencia del pensamiento bíblico en este punto. Por otra parte, es claro que la no-relación de hecho, afirmada en estos lugares, nada tiene que ver con un dualismo ontológico que pretendiese emancipar el reino de la muerte (o del mal en general) del poder de Dios sobre toda la creación, incluso sobre la muerte misma. Yahvé conserva siempre su capacidad de intervención cerca de ella; nadie puede esconderse en el scheol, pues hasta allí llega su mano (Am 9, 2; cf. Sal 139, 7-8; Jb 34, 22), o allí puede hacer sus prodigios (Is 7, 11; Sal 135, 6). En realidad, la excomunión respecto de Dios en que coloca la muerte al hombre es un aspecto particular —aunque sin duda el más significativo teológicamente— de una condición general: el estado de muerte se describe como situación de «silencio» (Sal 3 1 , 18; 94, 17; 115, 17) y de «olvido» (Sal 88, 13; Qo 9, 5-6), es decir, de soledad existencial. 9

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Los muertos, en efecto, sobreviven; la muerte significa la pérdida de la vida, pero no necesariamente la cesación de toda forma de existencia, dado que (como se adelantó más arriba) la vida es más que la existencia. Ahora bien; esa supervivencia posmortal entraña una tan categórica reducción del dinamismo propio del ser vivo que se puede hablar del difunto como del no-existente (Jb 7, 2 1 ; Sal 39, 14), sin que se quiera insinuar con ello que todo el hombre ha sido aniquila-

' Por lo demás, que en la muerte; en tanto es término de la existencia terrena, haya una dimensión natural, viene reconocido por aquella serie de textos citados al comienzo de esta sección, y en los que el morir se presenta como un hecho normal. SUTCLIFFE, E. F., 63-67; WOLFF, H. W., 160 s. ZEDDA, S., 104 s. Ibid., 105. 10 11 12

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d o , y sin que esa supervivencia pueda asimilarse a una supuesta inmortalidad del alma. Entre estos dos extremos hay que situar la designación hebrea de los muertos como refaim. La etimología del término es incierta. La mayoría de los autores se inclina por derivarlo del verbo rafah = ser débil, derivación que cuadra bien con el contexto en que aparece el sustantivo que nos ocupa: Is 14, 9-10 (los refaim reciben al rey de Babilonia con las palabras: «también tú te has vuelto débil como nosotros»); Sal 88, 11; Is 26, 14. Martin-Achard opina que los refaim serían originariamente divinidades agrícolas, a las que sus funciones de propiciadores de la fertilidad habrían conducido al subsuelo, para terminar siendo asimilados con el común de los muertos: seres impotentes e inertes, dotados tan sólo de una existencia umbrátil. El Eclesiastés describe insuperablemente la miseria de esta vida dimidiada, en la que «nada se sabe... ni hay obra ni razones ni ciencia ni sabiduría» (Qo 9, 6.10). 13

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Esta descripción del estado de los muertos ha de ser completada con la del lugar que ocupan, puesto que la Denkform hebrea (que discurre con imágenes, no con abstracciones) gusta de plasmar en términos locales lo que otro tipo de lenguaje, más especulativo, definiría en clave de situación o condición existencial. El lugar de los muertos es el scheol. * También aquí se discute sobre la etimología de la palabra. Puede provenir del verbo schaal = requerir, interrogar; el scheol seria el lugar del requerimiento, es decir, del juicio o el punto de partida de los oráculos de los difuntos. Otra hipótesis lo hace derivar de 1

QUELL, G., Die Auffassung des Todes in Israel, Leipzig 1925, 13-22; SUTCLIFFE, E. F., 24-29; MARTIN-ACHARD, R., 22 s.; GARCÍA CORDERO, 500-503. Idea, como es bien sabido, totalmente extraña a la antropología hebrea, en la que el término nephesch nada tiene que ver con nuestra noción de «alma». Una curiosa obra reciente (HEIDLER, F., Dle biblische Lehre von der Unsterblichkeit der Seele, Gottingen 1983), tanto más sorprendente cuanto que su autor, teólogo protestante, pretende recuperar la auténtica posición al respecto de Lutero, sostiene la tesis de la inmortalidad del alma como doctrina genuinamente bíblica, ya presente en el Antiguo Testamento. VAN IMSCHOOT, P., 394-397; ZEDDA, S., 102 s. ZORELL, F., Lexicón Hebraicum, sub voce, 784. " MARTIN-ACHARD, R., 35 s. CRIADO, R., «La creencia popular del Antiguo Testamento en el más allá: el seol», en XVSemana Bíblica Española, Madrid 1955, 21-56; DHORME, E., «Le séjour des morts chez les Babyloniens et les Hébreux», en RevBibl (1907), 59-78; MARTIN-ACHARD, R., 36-43; VAN IMSCHOOT, P., 391-394; ZEDDA, S., 100-108; GARCÍA CORDERO, M., 504-514; WOLFF, H.W., 155 ss. 13

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schol'— el país del Oeste, a saber, el lugar donde se pone el sol, entrada en el mundo inferior. Kohler y Baumgartner proponen la derivación de schaah = ser desierto; el scheol es la tierra sin vida. La etimología más adherente al sentido del término en numerosos pasajes es la de schohal = ser profundo. ' El scheol, en efecto, a semejanza del Hades griego o el Arallu asirio-babilonio, es un mundo subterráneo; los que van a él han de descender (Gn 37, 35; 42, 38; N m 16, 30.33; 1 R 2, 6; Is 14, 15; etc.), de suerte que a los muertos se les designa tópicamente como «los que bajan a la fosa» (Sal 28, 1; 30, 4; 88, 5; 143, 7). Esta ubicación del reino de los muertos en las regiones inferiores de la tierra, «en las profundidades del abismo» (Sal 63, 10; 86, 13; 88, 7; Is 14, 15; Lm 3, 5), no está desprovista de intención teológica: el scheol está en el extremo opuesto del cielo, lo más lejos posible de la morada de Dios. Se refuerza así plásticamente la idea de excomunión a que aludíamos más arriba: entre Dios y los muertos se interpone una distancia insalvable; los refaim quedan fuera de la esfera de acción de Dios. Distancia, además, que imposibilita una vuelta al mundo de los vivos; el scheol es el lugar sin retorno, la condición de los muertos es irreversible. Es sobre todo en el libro de Job donde se insiste repetidamente sobre este punto (7, 9-10; 10, 2 1 ; 16, 22; 38, 17), aunque a él aludan igualmente otros textos (2 S 12, 2 3 ; 14, 14; Sb 16, 13-14; Is 38, 10-11; Jon 2,7). 1

El scheol aparece, en general, como residencia indiscriminada de todos los muertos; pequeños y grandes, esclavos y señores (Jb 3, 19), necios y sabios (Qo 2, 15), reyes y subditos (Is 14, 9-15; Ez 32, 17ss.). Una suerte común, en suma, es lo que el scheol ofrece a todos los vivientes: «hay un destino común para todos» (Qo 9, 3), «todos caminan hacia una misma meta; todos han salido del polvo y todos vuelven al polvo» (Qo 3, 20; cf. Sal 89, 49). A esta nivelación del destino posmortal no obstan algunos textos (probablemente residuos de una tradición más antigua) en los que parece establecerse una diferencia de rango entre los difuntos, que conservarían su jerarquía social: Is 14, 18.20; Ez 32, 22-27. Pues la desigualdad, a más de ser puramente accidental, no se debe a consideraciones de orden moral, sino más bien al reflejo postumo de la gloria que rodeó al difunto en la tierra. 20

" Cf. para las referencias bibliográficas MARTIN-ACHARD, R., 37; SUTCLIFFE, E. F., 36; ZORELL, F., sub voce. MARTIN-ACHARD, R., 38 s. 2 0

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El scheol, en resumen, es la morada de todos los muertos, no el ámbito de retribución de cierta categoría moral de muertos. Si la situación de sus habitantes es penosa, hasta el punto que algunos textos lo llaman «lugar de perdición» (Sal 88, 12; Jb 26, 6; 28, 22; 3 1 , 12), ello se debe no tanto a una disposición de la justicia distributiva como a la concepción bíblica de la vida y la muerte. Esta concepción, por otra parte, puede parecer en exceso simplista y religiosamente decepcionante. Sin embargo, en ella se recogen con notable exactitud algunas notas específicas de la existencia humana: la vida terrena es un bien precioso, porque el hombre es un ser-en-el-mundo y porque Dios es quien la otorga como don; la muerte en sí misma es un mal, porque desmundaniza al hombre y lo priva del don de Dios; ha de tener, por tanto, alguna conexión con el pecado. Con estos presupuestos, el estado de los muertos tiene que resistirse a todo ensayo de idealización y las aspiraciones del hombre han de versar realísticamente sobre objetivos intramundanos. ¿Quién podrá negar el acierto de tales intuiciones? Es claro, con todo, que la visión de la muerte expuesta hasta el momento plantea graves interrogantes. Si el destino postrero es idéntico para todos, ¿cómo retribuye Dios el bien y el mal? La comunión vital del hombre piadoso con Yahvé, de la que se hablaba en la sección precedente, ¿no exige una continuidad, incluso más allá de la muerte? La respuesta a estas preguntas se buscará en un tenso forcejeo de la fe con el misterio, que por su dramática intensidad ha sido parangonado a la épica lucha de Jacob con Elohim (Gn 32, 23-33). El término de este proceso de búsqueda modificará sustancialmente las ideas sobre la muerte, los muertos y el scheol que acabamos de presentar. 21

3.

Retribución: la tesis tradicional

El tema de la retribución es insoslayable para Israel, dado que Yahvé es un Dios justo. Ya en las tradiciones más antiguas está presente la idea de que Yahvé tutela el orden moral, premiando el bien y castigando el mal. Es verdad que el concepto hebreo sedaqah no coincide exactamente con nuestra idea de justicia, pero es igualmente innegable que la sedaqah divina comprende también lo que po12

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ALONSO, J., Jacob lucha con Elohim. Sobre la «justicia de Dios», vid. VAN IMSCHOOT, P., 108-117.

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dríamos llamar justicia distributiva, según la cual las acciones buenas y malas reciben de Yahvé adecuada respuesta: Adán es castigado por su pecado (Gn 3); Noé es salvado por su inocencia (Gn 7); la fe de Abraham merece un premio (Gn 15, 16); la corrupción de Sodoma y Gomorra merece un castigo (Gn 19); etc. ¿Dónde y cómo se actúa esa justicia distributiva? Los supuestos que condicionan la respuesta son, como se apuntó antes, las ideas sobre la vida y la muerte. A base de estas ideas, la retribución ha de ser pensada en términos de premio y castigo temporales. En efecto, si la existencia terrena es el único ámbito de la vida, si la muerte es un estado de extrema indigencia ontológica, si el scheol es sede indiscriminada de todos los difuntos, que sobreviven en una existencia umbrátil, dimidiada, el lugar de la justicia de Yahvé será la tierra, y su tiempo, la historia. A lo cual hay que añadir todavía otro elemento previo y determinante de la respuesta al problema de la retribución. La antropología hebrea carga el acento sobre la dimensión social del hombre y sobre la solidaridad que hermana en un común destino al individuo con su familia, su clan, su nación. La crítica racionalista del siglo X I X ha exagerado unilateralmente la preponderancia del grupo sobre el individuo en el pensamiento hebreo, olvidando que tanto la legislación mosaica como la predicación de los profetas anteexílicos reconocen expresamente la responsabilidad de la persona singular: «al que peque contra mí, le borraré yo de mi libro» (Ex 32, 33; cf. Lv 20, 3; Nm 15, 30-31; etc.); «decid al justo... que el fruto de sus acciones comerá. Ay del malvado..., el mérito de sus manos se le dará» (Is 3, 10-11; cf. Os 14, 10; Am 9, 10; etc.). Ahora bien: hasta el exilio, «la mención del individuo como objeto de la atención divina o como sujeto de la relación religiosa, está largamente superada por la mención de la nación como objeto o sujeto religioso». El principio de solidaridad se reconoce formalmente en la legislación (Ex 20,15; Nm 15,18; Dt 5,9) y funciona de hecho en numerosos episodios de la historia de Israel: la rebelión de Coré, Datan y Abirón es castigada en los culpa23

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SCHARBERT, J., Solidaritat in Segen und Flucht im A líen Testament und in seiner Umwelt I, Bonn 1958; DE FRAINE, J., Adam et son lignage, Bruges 1959; ID., «Individu et société dans la religión de l'Ancien Testament», en Bibl (1952), 234-255; 445-475. DE FRAINE, J., Individu..., 325-332. Ibid., 445. 23

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bles y en sus parientes, servidores y amigos (Nm 16); el anatema en que ha incurrido Akán revierte sobre todo el pueblo (Jos 7); los hijos de Eli sufrirán las consecuencias de los abusos de su padre (1 S 2, 27-36); el pecado de David atrae la peste sobre su nación (2 S 24, 1-17); la santidad de Noé lo salva a él y a «toda su casa» (Gn 7,1.13); lo mismo ocurre con Lot y su familia (Gn 19, 12-16); en Abraham «se bendecirán todos los linajes de la tierra» (Gn 12, 3). Asi pues, y aun cuando en algún texto se evidencia una cierta vacilación entre la responsabilidad colectiva y la singular, la primera respuesta que da Israel al problema de la retribución podría formularse en estos términos: Dios sanciona el bien o el mal con premios o castigos temporales y colectivos. La dimensión comunitaria no es tan sólo un hecho cultural común en el horizonte antropológico de los pueblos semitas. Para Israel es un hecho religioso, puesto que es el pueblo el objeto de la elección divina (Dt 7, 6-8) y es con el pueblo con quien Dios ha pactado la alianza (Ex 19, 3-8; 24, 3-8). Será, pues, el pueblo el sujeto de la retribución, el mediador entre el individuo y la justicia distributiva de Yahvé; a aquél le alcanzará ésta en razón de su pertenencia a la comunidad de alianza. Este principio está codificado en Dt 28 (cf. Lv 26), dedicado enteramente a estipular las bendiciones y maldiciones que recaerán sobre el pueblo si éste obedece o desobedece a los preceptos divinos (otros lugares de Dt que recogen el mismo principio: 5, 32-6, 3; 8, 18-20). Tanto los premios como los castigos son de orden temporal: vida larga, fecundidad, prosperidad, riqueza; o bien muerte, enfermedad, opresión, pobreza. El libro de los Jueces utiliza reiteradamente el esquema pecado-castigo-conversión-salvación, perceptible en las historias de Otniel (3, 7-11), Débora (4, 1-15), Gedeón (6, 1-7, 25) y Jefté (10, 6-11,33). Oseas (8, 11-13; 13,4-15), Amos (2,4-16; 4,6-12), Miqueas (3, 9-12) e Isaías (1, 21-28) explican los desastres nacionales como el pago que da Yahvé a la idolatría del pueblo, a las injusticias de magistrados y sacerdotes. Cuando el castigo sobreviene a gentes aparentemente inocentes, se deja a salvo la justicia de Dios invocando la solidaridad de los hijos en las culpas de los padres. De esta forma llegó 26

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LOHFINK, N„ «Wie stellt sich das Problem Individuum-Gemeinschaft in Deuteronomium 1,6-3,29?», en Schol (1960), 403-407; hay en este texto una tensión no resuelta entre los dos términos del dilema: Caleb queda exento del castigo que sufrirá el pueblo. ALONSO, J., 17-20. 2 Í

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a hacerse popular el refrán: «los padres comieron agraces y los hijos sufren la dentera» (Jr 3 1 , 29; Ez 18, 2). Se trataba, sin embargo, de una solución poco satisfactoria. Ya Jeremías protesta contra este hundimiento de la responsabilidad personal en la colectividad, y apela a un tiempo en el que «cada cual morirá por su culpa; quienquiera que coma el agraz, tendrá la dentera» (31, 30). Yahvé explora el interior del hombre «para dar a cada cual según su camino, según el fruto de sus obras» (17, 10). El oráculo sobre la nueva alianza tiene su centro de gravedad en la inscripción de la ley en los corazones de cada hombre y no en las tablas de piedra, de forma que todos y cada uno conozcan a Yahvé: 31, 31-34. En estos textos resalta la preocupación por interiorizar y singularizar la relación Dios-hombre, como reacción a un colectivismo excesivo que debía de gravar pesadamente sobre la autenticidad del comportamiento religioso. Pero el viraje más decidido hacia una religiosidad personal y la llamada más incisiva a la responsabilidad de los individuos proviene de Ezequiel, el profeta del destierro. El desastre nacional ha debilitado los vínculos comunitarios. A falta de sus elementos aglutinantes (la monarquía, el culto del templo...), el pueblo se atomiza y el individualismo se abre camino en las conciencias. Contra la fácil coartada de responsabilizar a las generaciones pasadas de los desastres actuales («los padres comieron los agraces...»), el profeta echa en cara a sus contemporáneos los mismos pecados de sus antecesores: «vosotros os mancháis, conduciéndoos como vuestros padres» (20, 30). De suerte que la situación presente no se debe a las culpas pretéritas; es hora de olvidar el viejo refrán y aceptar la propia responsabilidad: «¿por qué andáis repitiendo en la casa de Israel ese proverbio...? Por mi vida, dice Yahvé, que nunca más diréis ese proverbio en Israel... El que peque, ése morirá» (18, 1-4). La justicia del padre no salvará al hijo, ni el pecado del padre condenará al hijo (18, 5-20). El malvado que se convierta, vivirá; el justo que se extravíe, morirá (18, 21-24). 28

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Ibid., 22. Ibid., 22-25; LINDARS, B., «Ezechiel and Individual Responsibility», en TN (1965), 452-467, llama la atención sobre los paralelismos del lenguaje de Ez, al referirse a la retribución, con las fórmulas usuales en los procesos judiciales profanos para hablar de la responsabilidad penal del individuo. 28

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El sentimiento de la responsabilidad colectiva había calado tan hondamente en el pueblo que se murmura contra esta nueva concep­ ción de la justicia: «no es justo el proceder del Señor» (18, 25.29). La respuesta no se hace esperar y parece desautorizar severamente la te­ sis colectiva: «¿no es más bien vuestro proceder el que no es justo?» (18, 29). Como conclusión se formula el nuevo principio: «yo os juzgaré a cada uno según su proceder» (18, 30; cf. 33, 12­20). Pero la perspec­ tiva de premios y castigos continúa siendo temporal: 28, 24­26; 33. 25­29; etc. La tesis de una retribución temporal e individual se mantiene igualmente en el libro de los Proverbios. Quien sigue la sabiduría, encuentra la vida (4, 13; 7, 2; 9, 6) y la felicidad (3, 18); quien se aparta de ella, va a la muerte y la desgracia (1, 23­32; 7, 24­27). Jun­ to con la sabiduría están «la riqueza y la gloria» (8, 18.21); el que honra a Yahvé tendrá sus graneros repletos y sus lagares rebosantes (3, 9­10); gozará de bienestar durante una larga vida (3, 16­17). Por el contrario, la existencia del pecador será breve: «para el malvado no hay un mañana» (24, 20). En la misma linea se sitúan algunos salmos; el Sal 1 contrapone la suerte del justo a la del impío con las consabidas antinomias vida­ muerte, prosperidad­desgracia. La misma contraposición es el argu­ mento del Sal 112: mientras que la existencia del que teme a Yahvé se describe detalladamente con los colores más risueños (vv. 2­9), la del pecador se sintetiza en el único rasgo del furor impotente (v. 10). El Sal 128 constituye un cuadro idílico de la felicidad del justo: la bendi­ ción de Yahvé se resuelve en larga vida, fecundidad, prosperidad. Pero la expresión más elocuente de la protección con que Yahvé re­ compensa a sus fieles durante la vida es el Sal 9 1 : sean cuales fueren los peligros que puedan sobrevenir a su existencia, quedan todos des­ cartados por la tutela divina. Dios es para el justo «abrigo» (ν. 1), «re­ fugio y fortaleza» (v. 2), «escudo y adarga» (v. 7); en estas manifesta­ ciones conmovedoras de confianza y entrega total se descubre el mó­ vil profundamente religioso de la tesis retribucionista que venimos co mentando: la fidelidad de Yahvé no puede defraudar a los que espe­ ran en él. 30

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ALONSO, J., 25­27; SUTCLIF F E, E. F., 118­121; ZEDDA, S., 109­112; DUBARLE, A.­M., Les Sages d'Israel, París 1946, 46­53. SUTCLIF F E, E. F „ 92 s. 31

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4.

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La crisis de la doctrina tradicional

Por muy firmemente enraizado que estuviese en la conciencia de Israel el principio de la retribución temporal, no podía sortearse du­ rante mucho tiempo el test de la experiencia. La confrontación con la realidad había de imponerse forzosamente a la atención de los cre­ yentes. Y los resultados de tal confrontación conducían, de modo ine­ vitable, a una crisis del principio mismo. En la vida real, en efecto, no siempre los justos son felices y los pecadores desgraciados; más bien sucede con frecuencia lo contrario. Mientras se sostuvo la concep­ ción colectivista de la retribución, cabía recurrir a la solidaridad en el pecado o la justicia de los padres para explicar el desajuste de la rea­ lidad y el principio («los padres comieron los agraces y los hijos su­ fren la dentera»). Mas al tomar cuerpo la conciencia de la propia res­ ponsabilidad ante la justicia de Dios («yo daré a cada cual según sus acciones»), la coherencia realidad­principio comienza a resultar ame­ nazada. Los primeros síntomas de la crisis surgen en unas cuantas voces aisladas, profetas y salmistas, a los que seguirán dos libros in­ tegramente dedicados al tema: Job y Eclesiastés. En ellos la crisis se transforma en crítica devastadora, que acabará con la credibilidad de la tesis tradicional. 32

Jeremías plantea el problema en estos términos: «¿por qué tienen suerte los malos y son felices los traidores?» (Jr 12, 1; cf. Ha 1, 13; MI 3, 14­15). Para el profeta la pregunta no es una cuestión académi­ ca, puesto que ha vivido en su propia carne la suerte del justo perse­ guido (Jr 15, 10­18), que «ha servido bien» a Yahvé (ν. 11), pese a lo cual sufre «un penar perpetuo» y «una herida incurable» (v. 18a). En esta situación, Jeremías se pregunta angustiado si Dios será «un espe­ jismo, aguas no verdaderas» (v. 18b). Pues su palabra, de la cual es fiel portavoz, sólo le ha servido «de oprobio y befa cotidiana» (20, 8). Varios salmos recogen las mismas cuestiones inquietantes: ¿por qué Yahvé está lejos en la hora de la angustia?; ¿hasta cuándo triun­ farán los impíos y sufrirán los justos? (Sal 6 , 4 ; 10, 1; 13, 1­3; 74, 10; 94, 3), La solución se busca en una intervención de Dios que desvela el carácter efímero de la prosperidad de los pecadores. En este senti­ do es característica la actitud del Sal 37; los que hacen la injusticia no son dignos de envidia, pues su felicidad aridece como el heno (vv. 2.9.10.20.36). El autor apela incluso a la experiencia: «fui joven.

3 2

ALONSO, J., 29 ss.

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soy ya viejo y nunca vi al justo abandonado» (v. 25). Esta confianza en una intervención de Dios que restablezca el orden aparece igualmente en Sal 6, 9-11; 10, 17-18; Ha 2, 1-4; MI 3, 17-18. Se insinúa también como solución inmediata, hasta que Yahvé haga valer el derecho, la paz interior de que goza el justo: «cuando digo 'vacila mi pie', tu amor, oh Yahvé, me sostiene; en el colmo de mis cuitas interiores, tus consuelos recrean mi alma» (Sal 94, 18-19). Pero sin renunciar a que los malvados reciban un día su merecido (ibid., vv. 22.23; Sal 38, 12-18). El libro de Job, tal y como ha llegado hasta nosotros, presenta una curiosa dualidad. Se trata de un largo poema (3, 1-42, 6) enmarcado por un prólogo (1, 1-2, 13) y un epílogo (42, 7-17) en prosa. Mientras el Job de la sección en prosa es el personaje que ha hecho proverbial su paciencia y resignación (1, 2 1 ; 2, 10), el protagonista del poema es un hombre que se revuelve furiosamente contra sus calamidades, en un sobrecogedor estallido de protesta ante una existencia y un Dios que le resultan incomprensibles. Aún más importante para nuestro asunto es el diverso enfoque del problema de la retribución. El prólogo y el epílogo se mantienen fieles a la doctrina tradicional: Job es un hombre justo ( 1 , 1) y, por consiguiente, rico ( 1 , 2-4). Los males que le sobrevienen tienen por objeto poner a prueba su justicia (1, 9-2, 10). Comprobada ésta (2, 10), Dios le devuelve con creces todos sus bienes (42, 10-17). Muy al contrario, el poema constituye la más violenta requisitoria contra este principio retribucionistico. Es aquí donde reside la originalidad e importancia del libro. 33

El poema comienza con un desesperado monólogo del justo acosado por la pobreza y el dolor moral (1, 13-19), por la enfermedad y el dolor físico (2, 4-10). A Job se le ha despojado de todo: bienes, familia, honor, salud. Su caso es, pues, un caso-límite. La vida en esta situación es intolerable y Job maldice el día de su nacimiento (c. 3). A partir de aquí se sucederán los discursos de los amigos y del propio Job, en un dramático forcejeo por hacer luz sobre tan imprevisto giro de fortuna. La tesis de aquéllos es la ya conocida: Dios reparte bienes

" Para lo que sigue, vid. BRATES, L., «Job», en VV. AA., La Sagrada Escrituralll, Madrid 1969; STEINMANN,J., Le livre de Job, París 1955; FOHRER,G., Studien zum Buche Hiob, Gütersloh 1963; ALONSO, J., 33-45; DUBARLE, A.M., Les Sages..., 65-94; MARTIN-ACHARD, R., 140-143; VOGELS, W., «Job a parlé correctement», en NRTh (1980), 835-852, con la bibliografía reciente.

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y males a los hombres según su conducta. Así lo prueba, según ellos, la experiencia: «recuerda; ¿qué inocente jamás ha perecido?; ¿dónde han sido los justos extirpados? Así lo he visto: los que labran maldad y siembran aflicción, de ellas cosechan» (4, 7-8; cf. 8, 8-20). Toda desgracia encuentra su justificación en la voluntad torcida del hombre. Lo sucedido a Job le acusa como culpable: 36, 5.17-21. Que se arrepienta de su pecado y Dios le restituirá su dicha: 22, 21-30. Pero Job refuta apasionadamente esta explicación. También él se funda en la experiencia que sus amigos habían invocado. La experiencia ajena; Job no ve que se cumpla el principio «los buenos son felices y los malos desgraciados». Antes bien constata lo contrario; los malvados medran, se divierten, ven cómo sus bienes se multiplican (21, 1.13), despojan al inocente impunemente (24, 1-17). Se trata de hechos tan conocidos y generales que Job desafia a sus amigos a desmentirle: «¿no es así?; ¿quién me puede desmentir?» (24, 25). Las razones de éstos son, en consecuencia, vanas: «pura falacia son vuestras respuestas» (21, 34). Pero, sobre todo, el protagonista invoca su propia experiencia; ésta es la prueba irrefutable de la sinrazón de sus amigos. El está seguro de su justicia; el c. 31 contiene un prolijo examen de conciencia, al final del cual Job blande triunfalmente su inocencia ante Dios y lo invita a un juicio imparcial (vv. 35-37). Una conclusión, pues, se impone: no hay justicia sobre la tierra. Dios contempla impasible los desafueros de los malvados y el sufrimiento de los indefensos: «se ríe de la angustia de los inocentes..., pone un velo en el rostro de los jueces» (9, 23-24); al grito de Job «no hay respuesta; por más que apelo, no encuentro justicia» (19, 7; cf. 30, 20-21). Toda la médula del poema está aquí, en el encarnizado enfrentamiento de dos posturas irreconciliables. El lector se ve conducido por la secuencia pendular de los discursos a dos juicios extremos sobre la situación. La voz de Job y la de sus amigos se alzan cada una por su cuenta, en un grandioso diálogo de sordos. Ninguno de los interlocutores puede ceder un palmo de lo que considera su razón, pues está en juego la imagen misma de Dios. Los amigos de Job ven periclitar esta imagen si no se acepta el lugar común sobre la retribución. Para salvarlo, cierran los ojos a la realidad. Es esto cabalmente lo que Job no puede tolerar; contra todas las apelaciones a la experiencia está su experiencia. El desea una explicación que cuente también con ella, porque de lo contrario la teoría de nada valdrá y la justicia de Dios desaparecerá.

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En el fondo, y pese a sus estallidos blasfemos, Job está convenci­ do de la justicia y la bondad de Dios. Aquí es donde la figura del pro­ tagonista alcanza su impresionante grandeza; en su tenaz adhesión a la idea de Dios y su rotunda repulsa a cualquier forma de ateísmo. Así lo muestra la patética insistencia con que, una y otra vez, Yahvé es llamado ajuicio (6, 29; 9, 15.32­33; 13, 3.13­19.22; 31, 35­37) y la docilidad con que, al fin, Job se plegará a las palabras divinas. El final del poema, en efecto, lo constituye un largo discurso de Dios (ce. 38­41) en el que éste despliega ante Job, con aplastante ironía, los títulos de su grandeza. ¿Cómo se atreve un hombre a pedirle cuentas? La escena concluye con la imagen del protagonista rendido ante la evidencia del misterio, retractando sus palabras y hundiéndo­ se «en el polvo y la ceniza» (42, 1­6). Leído retrospectivamente a la luz de este desenlace, parece claro que el verdadero asunto del drama no es tanto el del dolor humano cuanto el de la justicia divina. El misterio del dolor queda sin respuesta, una vez que se ha pulverizado el viejo mecanismo culpa­castigo. La justicia de Dios, no obstante, resta intacta, aunque sus caminos sean inaccesibles. También la fe de Job ha sobrevivido a su tragedia: una fe despojada de toda apoyatura inmanente, que cree en Dios por Dios mismo. Desechada la explica­ ción común, se mantiene en pie el enigma de la retribución. Job no ha logrado, en este punto, hacer salir a Dios de su mutismo. 34

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Con el Eclesiastés asistimos a un cambio de clima, mas no de horizonte. Este continúa abierto sobre el interrogante planteado por el libro de Job. Pero lo que en Job era una apasionada explosión de rebeldía contra las soluciones convencionales, se ha mutado aquí en sereno escepticismo e ironía desencantada. Ahora bien: lejos de amortiguarse por ello, la crítica se radicaliza. Job creía aún en la feli­ cidad: riqueza, rectitud, paz, larga vida. Todo eso, incluso la sabidu­ ría, es, según el Eclesiastés, «vanidad»: «vanidad de vanidades, todo vanidad». La frase, que ha alcanzado vasta celebridad, abre (1, 2) y

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STAMM, J. J., «Gottes Gerechtigkeit, das Zeugnis des Hiobbuches», en Der Grundriss 5 (1943), 1­13. Los discursos de Elihú (ce. ­32­37) propondrían como explicación la del sentido medicinal del dolor. Pero forman un cuerpo extraño en el contexto general del poema. DUBARLE, A. M., Les Sages..., 95­128; STEINMANN, J., Ainsi parlait Qohélét, París 1955; LAUHA Α., Die Krise des religiósen Glauben bei Kohelet, Leiden 1955, 183­191; ALONSO, J., 47­58. 33

3 6

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cierra (12, 8) la entera meditación de este viejo sabio, sintetizándola con suprema concisión y justeza. La vanidad de que aquí se habla no es otra cosa sino la ausencia de valores, que convierte a la vida en algo sin sentido. Todo es monótona repetición de lo mismo (1, 4-11): «lo que fue, eso será; lo que se hizo, eso se hará; nada nuevo hay bajo el sol» (1, 9). N a d a hay que merezca la pena: ni la sabiduría (1, 13-18), ni el placer (2, 1-3), ni la riqueza (2, 4-10; 5, 9-14), ni el amor (7, 26; 9,1). Mas donde el absurdo de esta existencia vacia de contenidos alcanza su climax es en la carencia de una justa retribución. El autor conoce la doctrina tradicional: «yo tenía entendido que les va bien a los temerosos de Dios... y que no le va bien al malvado» (8, 12-13). Pero ha comprobado que no es cierta: «hay justos a quienes sucede cual corresponde a las obras de los malos, y malos a quienes sucede cual corresponde a las obras de los buenos» (8, 14). No se da, por tanto, una retribución en esta vida (cf. 2, 14-16.21; 3, 16; 8, 11-12) que, por lo demás, es la única vida. El scheol es para el Eclesiastés lo que hemos visto que era para la tradición judia, la negación de la vida: «no existirá obra ni razones ni ciencia ni sabiduría en el scheol adonde te encaminas» (9, 10). La muerte es «volver el polvo al polvo» (12, 7); los muertos «nada saben» (9, 5). Por eso «vale más perro vivo que león muerto» (9, 4). Siendo la suerte de los difuntos idéntica («hay un destino común para todos, para el justo y para el malvado»: 9, 2.3; cf. 3, 19-21), no se puede esperar en una justicia ultraterrena: «no hay paga para los muertos» (9, 5). Ciertamente es esto «lo peor de todo cuanto pasa bajo el sol», pues la ausencia de retribución hace que «el corazón de los humanos esté lleno de maldad» (9, 3). La sola cosa segura es vivir mientras hay tiempo (9,4) y gozar en lo posible de la vida: ésa es «la única paga del hombre» (3, 22). De ahí las continuas exhortaciones del autor a disfrutar de los bienes terrenos: 2, 24; 3, 13.22; 5, 17-19; 8, 15; 9, 7-9. Tan crudo materialismo se salva in extremis del calificativo de hedonista porque el autor lo ve legitimado por el beneplácito divino: los parcos placeres que el hombre puede arrancar de la vida son, en su opinión (que es, pese a todo, la de un creyente), un don de Dios (2, 2 5 ; 3, 13; 7, 14; 9, 7) y como tales hay que recibirlos. Junto a este escepticismo corrosivo, la más amarga pintura de la existencia humana de toda la Biblia, encontramos esporádicas insinuaciones de un juicio: «dije en mi corazón: Dios juzgará al justo y al impío» (3, 17; cf. 11, 9; 12, 14 entraría en consideración si el epílogo

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fuese de la misma mano, cosa poco probable). La incoherencia con el resto de la doctrina, así como la reticente formulación de la idea del juicio («dije en mi corazón...»), hacen pensar que lo que el autor expresa aquí es más una aspiración o un postulado de su razón práctica (recuérdese que ha lamentado la falta de sanción adecuada como «lo peor de cuanto pasa bajo el sol») que una certidumbre. En resumen, el problema de la retribución llega, a través de Jb y Qo, a un punto muerto. La vieja esperanza en una sanción temporal ha sido demolida por la objetividad insobornable de ambos sabios, quienes empero se muestran incapaces de proponer una solución de recambio. Su obra podría parecer, por consiguiente, trágicamente negativa. Sin embargo, hay dos puntos sobre los que debe llamarse la atención, a la hora de hacer el balance de su doctrina. En primer lugar, el realismo con que aceptan los hechos. Un realismo no lastrado por aprioris dogmáticos, que impone una dramática revisión de criterios hasta entonces intangibles. ¿Pueden los valores inmanentes —la vida, la riqueza, el honor, el placer— dar sentido a la existencia humana? ¿No ocurrirá que la búsqueda de sentido fracasa cuando se circunscribe a la esfera puramente intramundana? Con otras palabras: Jb y Qo plantean a la conciencia religiosa de Israel la necesidad inaplazable de abrir su esperanza a una dimensión trascendente, so pena de condenar la existencia a un absurdo, o de hacer a Dios responsable de una injusticia universal. Después de ellos no es posible continuar refugiándose en la beata exaltación de los valores temporales. Es menester explorar otras vías. En segundo término, hay en estos dos libros, destructores de la clásica teodicea israelita, algo sorprendente para sus lectores: ¿cómo no ha naufragado la fe en Dios, junto con el naufragio de aquella teodicea? Dios puede parecer lejos de Job, mientras él clama por su presencia. Pero a la postre resulta que está escuchando y le deja oír su voz. Dios puede parecer que se desentiende de las cosas que ocurren bajo el sol; mas el Qohelet reconoce que la corta dicha reservada al hombre es dádiva suya. Es decir: la incomprensibilidad de Dios (y del mundo y la existencia) no infiere su negación. Para estas dos conciencias críticas no ha quedado en pie ninguna certidumbre; ninguna fuera de Dios. La realidad de Dios es, en ellos, más fuerte que su angustia o su escepticismo. ¿Cómo es posible esto? Hemos hablado antes de realismo. Tanto Jb como Qo hacen gala de un supremo respeto por la realidad que registra su experiencia. Para ser fieles a ella, son capaces de desencadenar una crisis sin pre-

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cedentes en el pensamiento israelita. Tiene que haber, entonces, un género de experiencia de Dios que no llega a expresarse con nitidez en sus libros, pero que, como una corriente subterránea, riega secretamente estos paisajes desolados, nutriendo una fe indestructible, no contaminada ni por la iconoclastia de Job ni por el escepticismo del Eclesiastés. Hemos encontrado antes testimonios de esta experiencia de Dios. La fe bíblica en Dios no nació de una consideración racional acerca de la contingencia del mundo, ni de una exigencia ética de retribución. El Deus creator et remunerator no es un dato primero del concepto bíblico de D i o s . Este se apoya fundamentalmente en una vivencia existencial de la comunión con él en el tiempo y en la historia. Vivencia que hará exclamar al salmista: «tu gracia vale más que la vida», pero que no tiene por qué ser sentida, siempre y necesariamente, como fuente de alegría, sino que puede darse en el dolor o la decepción más profundos. Nuestros dos autores no aluden reflejamente a ella, mas difícilmente ese silencio podría ser interpretado como ignorancia. Pues si tal fuese el caso, su fe sería tan absurda como los mismos valores cuya absurdidad proclaman. Llegados a este punto, es preciso por tanto reanudar el hilo que habíamos interrumpido al término de la primera sección de este capítulo. Las primeras luces sobre el enigma que Jb y Qo han planteado nacerán de la reflexión creyente sobre la comunión con Dios durante la vida, y su extrapolación más allá del término intramundano de la existencia. 37

38

5.

En busca de una solución: los tres salmos místicos

La meditación sobre la naturaleza de la relación Dios-hombre alcanza en ciertos salmos un altísimo grado de exaltación religiosa. Tres de ellos, que bien merecen el apelativo de «místicos» nos interesan ahora: son los Sal 16, 49 y 7 3 . 39

40

"

Vid. en este capítulo el final de la sección primera. La función creadora de Dios es proclamada en Israel, como es sabido, en una fecha relativamente tardía; cf. RUIZ DE LA PEÑA, J. L., Teología de la creación, Santander 1986, cap. 1 («La creación en el Antiguo Testamento»). Cf. la obra de Franken citada supra, nota 4. MARTIN-ACHARD, R., 119-133; VAN IMSCHOOT, P., 404-410: ZEDDA, S., 114-116; ALONSO, J., 63-67; TOURNAY, R., «L'eschatologie individuelle dans les Psaumes», en RevBibl (1949), 481-506; RINGGREN, H., «Einige Bemerkungen zum LXXIII Psalm», en VT (1953), 265-272. 3 8

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4 0

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El Sal 16 es un canto de fidelidad a Yahvé y confianza en él, que contrastan con la actitud de los que han cedido ante la sugestión del culto idolátrico (vv. 1­4). El salmista describe lo que Dios significa para él con imágenes tomadas de la tradición litúrgico­jurídica de Is­ rael. Yahvé es «la parte de su herencia» (a la tribu sacerdotal no le co­ rresponderán tierras porque el mismo Dios será su heredad: Nm 18. 20) y «de su copa» (v. 5; compartir el cáliz con alguien es participar de la misma suerte). Esta intimidad con Dios es para el salmista «un recinto de delicias, la más preciada herencia» (v. 6), el apoyo más fir­ me y seguro (v. 8). La última estrofa del salmo contiene expresiones sobre cuyo sen­ tido discuten los comentaristas. La experiencia de la presencia de Dios hace nacer en el fiel sentimientos de alegría y de tranquila sere­ nidad para el porvenir (v. 9). Un porvenir sobre el que se cierne la muerte; respecto a ella, el salmista dice: v. 10 ν. 11

Pues no abandonarás mi alma (= mi vida) al scheol, ni dejarás a tu amigo ver la fosa. Me enseñarás el camino de la vida, hartura de goces delante de tu rostro, a tu derecha, delicias para siempre. 41

¿Qué significan estos versos? Según unos, el autor espera de Yahvé una larga vida; su fidelidad le da derecho a excluir la hipótesis (odiosa para todo israelita) de una muerte prematura. Las expresio­ nes «el camino de la vida», «delicias para siempre», no exigen necesa­ riamente una vida ultraterrena (cf. Pr 2, 19; 5, 6; 15, 24; Sal 2 1 , 5­7). Otros autores, empero, aun reconociendo la justeza de estas observa­ ciones, atribuyen al salmista una intención más profunda : la comu­ nión con Yahvé es tan fuerte que el temor a la muerte parece supera­ do. Ciertamente no porque se tenga la seguridad de una inmortalidad bienaventurada. Sino más bien porque la presencia del Dios vivo rele­ ga a un plano secundario toda preocupación, incluso la de la muerte. Esa presencia es sentida con tal intensidad que no se ve cómo podría ser interrumpida. Ahora bien: introducir en este contexto la distin­ ción entre un más acá y un más allá es forzar el alcance del salmo a 42

41

SUTCLIF F E, E. F ., 79; TOURNAY, R., 491 s.; VAN IMSCHOOT, P.,

405 s. 4 2

VON RAD, G., «Gerechtigkeit...», 435; MARTIN­ACHARD, R., 122 s.

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base de un lenguaje que, sin duda alguna, resultaría extraño a su autor. El Sal 49 desarrolla el tema de la felicidad de los impíos y el sufrimiento de los justos; es el conocido dilema entre el principio de la retribución temporal y el dato de experiencia. Después de una introducción tan extensa como solemne, en la que el autor convoca a «todos los habitantes de la tierra» para que asistan al descubrimiento de un «enigma» (v. 5), se proclama la fragilidad de los bienes terrenos: la riqueza y la sabiduría son cualidades efímeras (vv. 6-12). El justo perseguido ha de consolarse con el pensamiento de que los malvados son como un rebaño pastoreado por la muerte (v. 15). Cuando ésta los conduzca al scheol, de nada les valdrá su dinero (vv. 17-18). ¿Pero acaso no es también la misma muerte lo que espera a los justos? El centro de gravedad de todo el salmo se halla en el v. 16. Mientras que el scheol será la residencia de los pecadores, Dios rescatará mi alma (= mi vida), de las garras del scheol me tomará. Aunque no faltan quienes piensen de nuevo que se nos habla tan sólo de la esperanza en una prolongación de la vida terrena, las razones en pro de una perspectiva nueva son aquí más poderosas que en el Sal 16. En primer lugar, la grandilocuencia de la introducción no tendría objeto si el autor se limitase a reproducir ideas sobradamente conocidas. En segundo término, la lógica del discurso parece exigir una discriminación entre la suerte de los malvados y la de los inocentes; la secuencia de los vv. 15-16, ¿no insinúa la dialéctica de una contraposición de destinos? De no ser así, la marcha de las ideas es oscura: «el pensamiento no avanza y su pobreza contrasta con las declaraciones solemnes del salmista». Está, en fin, el verbo que hemos traducido por «tomar»: laqaj. En Gn 5, 24 y en 2 R 2, 3 ss., este mismo verbo es el que se emplea para describir la acción por la que Dios asume a sus elegidos (Henoc y Elias), sustrayéndolos al común desenlace de la existencia humana. El caso de estos dos destinos sin43

44

43

TOURNAY, R., 496. MARTIN-ACHARD, R., 124-127; ZEDDA, S., 114; DUBARLE, A. M., Les Sages..., 136; es significativo que Sutcliffe (p. 102) y van Imschoot (pp. 406406), poco propensos a ver en el Sal 16 algo más que las ideas tradicionales, admitan para el Sal 43 un alargamiento de horizonte. MARTIN-ACHARD, R., 125. 4 3 4 4

4 3

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guiares impresionó fuertemente la imaginación popular. No es impro­ bable que el salmista, al utilizar este verbo, esté expresando, por me­ dio de la evocación de tan misteriosos precedentes, la esperanza de que con él (es decir, con los justos) ocurra algo semejante a lo ocurri­ do con Henoc y Elias. Si éste es el caso, entonces el v. 16 se entiende bien como réplica al v. 15; la explicación del «enigma» (v. 5) resulta satisfactoria y el entusiasmo del salmista por su hallazgo (vv. 1­5), comprensible; mientras que los malvados corren hacia el scheol, la vida de los fieles está asegurada por una intervención liberadora de Dios. De no admitirse esta interpretación, la antítesis justos­injustos, en torno a la cual gira todo el poema, no se sostiene, puesto que la muer­ te nivelaría toda polaridad. Pero es justamente en la muerte donde el autor parece situar la clave de su descubrimiento; ahi es donde se re­ vela la inanidad de la existencia pecadora y, por consiguiente, lo bien fundado de la esperanza del creyente. La interpretación propuesta se corrobora por el examen del Sal 73. También aquí se trata del problema de la retribución, pero planteado con tal intensidad que ha llegado a provocar una auténtica crisis de fe en su autor. Contemplando la prosperidad de los impíos (vv. 4­12), el salmista llegó a dudar del sentido de su adhesión a Yahvé (vv. 2­3) y de la utilidad de su inocencia (vv. 13­14). Esta si­ tuación le mueve a reflexionar (v. 16), hasta que al fin un día se hace la luz (ν. 17), probablemente por una iluminación interior. A partir de aquí, el autor opone al bienestar de los impíos otra especie de feli­ cidad, fundada en la comunión con Dios. Hay, en efecto —dice el sal­ mista—, una prosperidad efímera, corruptible, que es la de los malos (vv. 18­22.27), y hay la verdadera felicidad, fruto de la vida compar­ tida con Yahvé y reservada por tanto a sus fieles (vv. 23­26.28). En este contexto se sitúan las afirmaciones más importantes del salmo: 46

4 6

«Hasta el día en que penetré en los santuarios divinos». Ringgren interpreta la expresión refiriéndola a una acción cultual en cuyo transcurso se representaba la victoria de Dios sobre las potencias maléficas. Tournay (p. 497) piensa que «los san­ tuarios divinos» simbolizan la doctrina de la Escritura (cf. Sal 119; 130; Pr 9,1 ss.; Si 14, 23­27; en estos textos la sabiduría es asimilada a una mansión en la que el fiel penetra). Alonso (p. 64 s.), apoyándose en el verbo laqqj del v. 24 b, apunta que los textos de Escritura a los que aludiría el salmista son aquéllos en los que se habla de la asunción de Henoc y Elias.

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El problema de la retribución en el AT v. 23 v. 24

Pero a mí, sin cesar junto a ti, de la mano derecha me has asido, me guiarás con tu consejo, y al fin en la gloria me tomarás.

Nuevamente estamos ante el verbo laqaj. ¿Se refiere el autor a una simple prolongación de la vida terrena? Es verdad que la expresión «al fin en gloria» (ahar kabod) no tiene de suyo un significado necesariamente ultraterreno, como no lo tiene tampoco el v. 26b: «mi porción, Dios para siempre» (leholam). Pero es indudable que la vivencia de la unión gozosa con Dios alcanza aquí una de las cotas más altas de todo el AT. El autor siente que la cercanía de Yahvé y su intimidad con él bastan para llenar su vida; ellas son para él el bien supremo, que relativiza radicalmente cualquier otro tipo de felicidad: 47

v. 25

¿Quién hay para mí en el cielo (sino tú)? Estando contigo no hallo gusto ya en la tierra. v. 26 Mi carne y mi corazón se consumen; roca de mi corazón, mi porción, Dios por siempre. v. 28a. Para mí, mi bien es estar junto a Dios. La solución al problema de la retribución que angustiaba al autor se encuentra en la comunión con Yahvé. Al menos esto es indiscutible. ¿Se sugiere además en el v. 24b que Dios tomará al fiel consigo en la hora de la muerte? Las razones expuestas al comentar el sentido del verbo laqaj en el Sal 49 valen también aquí. Aún más claramente que en el Sal 49, se exterioriza en este poema una confianza ilimitada en el carácter indisoluble de la unión amorosa hombre-Dios. ¿Por qué la muerte va a tener más poder que este amor indestructible?; ¿cómo podría ella romper esta relación tan firme? La seguridad que otorga a la condición humana el amor de Dios no parece limitada por ninguna contingencia. Los términos en que se expresa el salmista son tan rotundos que resultarían inadecuados si la muerte asimilase el destino de los justos al de los impíos. En este caso, la dramática congoja del autor seria irrebasable, y el enigma que lo atormentó, insoluble. 48

4 7

SUTCLIFFE, E. F., 107; VAN IMSCHOOT, P., 408; TOURNAY, R.,

499. ALONSO, J., 66 s.; ZEDDA, S., 115; VON RAD, G., Théologie..., 351 s.; MARTIN-ACHARD, R., 130-133, quien observa cprno «la mayoría (de los comen4 8

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Los salmos examinados han de ser leídos como expresión variable de una intuición única e indescriptible en su cabal profundidad. No enuncian una teoría abstracta; tratan de comunicar una experiencia tan rica de contenido que se resiste a ser vertida en moldes conceptuales precisos. La dimensión que se descubre en estos poemas místicos otorga a la vida con Dios una exigencia de perennidad. Los salmistas presienten que su relación con Dios ha de trascender todo condicionamiento, puesto que posee, ya ahora, una densidad suficiente para plenificar la existencia. A la fidelidad del creyente ha respondido la fidelidad de Yahvé, el Dios que tiene poder sobre la vida y la muerte. ¿No postula este diálogo de fidelidades la continuidad? ¿Sería Yahvé fiel hasta el fondo (como el salmista lo es con él) si dejase a la muerte interrumpir el diálogo? Ella ha sido hasta ahora la encrucijada que dividía los caminos de Dios y los del hombre; mas todos los indicios que hemos recogido están a favor de un giro de pensamiento en torno a este punto. Tomados en su conjunto, los tres salmos dan testimonio de una actitud nueva, en la que la esperanza no claudica ni siquiera ante la muerte. Por lo demás, quien buscara en la lectura de estos salmos concepciones precisas (inmortalidad del alma, resurrección, bienaventuranza ultraterrena en la visión de Dios...) se vería sin duda defraudado. Los autores que se inclinan por una interpretación minimista parecen estar, en el fondo, condicionados por un determinado módulo representativo de la situación posmortal que no encuentran en el tenor literal de los textos.*" La doctrina de los tres salmos se mueve en el terreno de los atisbos no tematizados, donde la intuición va más allá de una expresión formal que no encuentra todavía la terminología inequívoca. No pasará, empero, mucho tiempo sin que la fe dé con estas fórmulas: resurrección-inmortalidad. Pero ellas resultan difícilmente explicables desde la crítica radical de Job y Qo, mientras que su emergencia se hace comprensible con la mediación de textos como los que acabamos de estudiar.

taristas) cree que el autor anuncia que la retribución divina se cumplirá no antes de la muerte, sino a través y después de ella» (p. 131). Las cautelas de Sutcliffe y van Imschoot respecto a esta interpretación del Sal 73 parecen tanto menos justificadas cuanto que ambos se han mostrado más afirmativos —como ya se observó— frente al Sal 49. A este respecto puede ser ilustrativa la reflexión de van Imschoot (p. 408) sobre el Sal 73: «Si el salmista hubiera pensado en la vida eterna junto a Dios, habría expresado probablemente su pensamiento más claramente». Pero ¿es evidente que el salmista podía en realidad expresarse más claramente, cuando lo cierto es que está explorando una especie de térra incógnita? 4 9

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6.

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La fe en la resurrección

Junto a los salmos místicos, otra serie de textos preparan el camino a la fe en la resurrección. Nos referimos a ciertos oráculos proféticos en los que, con un lenguaje fuertemente simbólico, se habla de la potestad de Yahvé sobre la muerte y del retorno de los muertos a la vida por su intervención. Os 6, 1-3 contiene palabras de arrepentimiento y esperanza del pueblo sojuzgado por una potencia extranjera. Ha sido Yahvé quien ha entregado Israel a los sirios (v. 1); pero él mismo «hará vivir» y «levantará» a su pueblo (v. 2). Ambos verbos apenas si pueden ser comprendidos más que con el concepto de resurrección; la hipótesis que los interpreta en un sentido débil (curación, alivio de la enfermedad) no parece sólida. Ahora bien: es claro que no se habla de una resurrección de los individuos, sino del pueblo en cuanto tal. Es el reino del norte el que expresa su confianza en la proximidad de la hora de su liberación. Con todo, importa destacar el hecho de que un escritor del siglo VIII conozca la noción de resurrección, por más que la aplique a una realidad política, no escatológica: Yahvé tiene el poder de devolver la vida a un organismo muerto. El conocido oráculo de Ez 37, 1-14 describe con impresionante realismo la reviviscencia del inmenso osario que simboliza todo lo que queda de Israel. La esperanza de hacer vivir esos huesos es apenas posible, pues están «completamente secos» (vv. 2.4.); hace tiempo que la vida se ha alejado de ellos. El profeta, sin embargo, no se atreve a limitar la omnipotencia de Yahvé («¿podrán revivir estos huesos?... Señor Yahvé, tú lo sabes»: v. 3); sólo Dios sabe si en verdad los restos miserables son susceptibles de reanimación, puesto que 50

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MARTIN-ACHARD, R., 64-118; ZEDDA, S., 131-144; GARCÍA CORDERO, M., 524-529; VAN IMSCHOOT, P., 410-419; ALONSO, J., 78-81; LARCHER, F. C, «La doctrine de la résurrection dans l'Ancien Testament», en LV (1952), 11-34; BIRKELAND, H., «The Belief in the Résurrection of the Death in the Oíd Testament», en Studia Theologica (1959), 60-78; ALFRINK. B. J.. «L'idée de résurrection d'aprés Dn 12, 1-2», en Bibl (1959), 355-371; DUBARLE, A. M., «La esperanza de una inmortalidad en el AT y en el judaismo», en Conc 60 (diciembre 1970), 30-42. Vid. la discusión en MARTIN-ACHARD, R„ 68 s. La expresión «al tercer día», que ha pasado al NT, se explicaría como reminiscencia de ciertos cultos agrarios. Asi lo cree MARTIN-ACHARD, R., 71; otros (cf. NOETSCHER, B. F., «Zur Auferstehung nach drei Tagen», en Bibl [1954], 313-319) rechazan esta teoría. 3 0

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sólo él es el dador de la vida. La cauta respuesta del vidente insinúa que en su época la idea de la resurrección de los muertos se contemplaba con escepticismo. Pero el milagro se cumple, en un doble tiempo que evoca la doble operación de la creación del hombre (Gn 2, 7); de esta suerte, los huesos «revivieron» y «se levantaron» (v. 10). Hasta aquí, la visión. Los vv. 11-14 la interpretan como una parábola de la restauración de Israel. Mas «la frontera entre la realidad y la imagen es mucho menos precisa para un israelita que para nosotros». El auditorio del profeta comprendió que éste hablaba del final del exilio; pero las poderosas metáforas de los huesos que se juntan y yerguen y de las tumbas que se abren para dejar salir a sus ocupantes han tenido que producir un fuerte impacto en su imaginación. El Dios creador es capaz de recrear; el Señor de la vida puede rescatar de la muerte. De hecho, la tradición judía ha relacionado estrechamente a Ezequiel con la resurrección escatológica. Además, y como se ha notado ya, es justamente este profeta el que apela con acentos más incisivos (cf. Ez 18) a la dimensión personal, singularista, de la relación Dios-hombre, abriendo brecha en la ideología colectivista hasta entonces preponderante. A la luz del c. 18, la parábola que comentamos puede haber suscitado en sus lectores la idea de una superación de la muerte física, no sólo para la comunidad, sino incluso para sus miembros. 53

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Dentro del llamado «apocalipsis de Isaías» (Is 24-27), fragmento interpolado probablemente hacia el siglo IV, se encuentra un texto sobre el que se dividen las opiniones de la crítica: 26, 19.

Revivirán tus muertos, sus cadáveres se levantarán, despertarán y gritarán jubilosos

los moradores del polvo (= del scheol); la tierra dará a luz las sombras (= los muertos).

MARTIN-ACHARD, R., 83. RIESENFELD, H., The Résurrection in Ezechiel 3 7 and in the Dura-Europos. Paintings, Uppsala 1948. Vid. supra, 3. Sobre la incidencia del personalismo de Ez en la fe resurreccionista, cf. GRESHAKE, G., Auferstehung der Toten, Essen 1969, 198 s. SUTCLIFFE, E.F., 131. 53

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«La opinión general de los exegetas» ve aquí el primer anuncio formal de una resurrección de los individuos, si bien no faltan quienes interpreten el oráculo en la linea de Os 6, 1­3 y Ez 37, 1­14, es decir, como profecía de la restauración nacional. Al margen de esta discu­ sión, es interesante constatar de nuevo la presencia de los dos verbos («revivir»; «levantarse») que hallábamos en Os 6, 2 y Ez 37, 10. Junto a ellos, la grandiosa imagen de la tierra cual matriz grávida de los re­ faim, que se abre para devolverlos a la luz, otorga a la idea de resu­ rrección un acentuado matiz físico, casi biológico. Así pues, y aun­ que no pueda excluirse la posibilidad de que el texto se refiera a la re­ construcción del pueblo, el dinamismo de las imágenes orienta el pen­ samiento hacia una concepción realista de la resurrección. Es cierto que el autor «expresa más un deseo que una certeza»; pero tal deseo supone ya un avance respecto a la reticente postura de Ez 18, 3. Con Is 52, 13 y 53, 10­11 nos encontramos ante un precedente muy cercano de los textos capitales de Dn 1 2 y 2 Μ 7 y 12. Lo mis­ mo que éstos, en efecto, el cuarto canto del siervo de Yahvé anuncia que la muerte martirial será seguida de una rehabilitación. Después de sufrir la muerte expiatoria y de ser sepultado, 58

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mi siervo... será levantado (52, 13) verá descendencia, alargará sus días (53, 10) ...verá la luz... (53, 11). ¿Significan estas fórmulas la resurrección del mártir? Su variabi­ lidad sugiere una cierta dificultad, por parte del autor, para dar con la expresión cabal de su pensamiento: Yahvé vendrá en favor de su sier­ vo, incluso a pesar de la muerte. Pero la forma concreta de esta inter­ vención se le escapa al hagiógrafo, probablemente porque no dispone todavía de la noción de un acontecimiento (la resurrección) presenti­

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MARTIN­ACHARD, R., 106; el subrayado es mío. Por ejemplo LARCHER, F . C, 19: los «resucitados» son los deportados que vuelven a su país. MARTIN­ACHARD, R., 107. Sobre las conexiones de Dn 11 y 12 con Is 53, vid. GINSBERG, H. L., «The Oldest Interpretation of the Suffering Servant», en VT (1953), 400­404. Para nuestro objeto es indiferente que la figura del Siervo represente a una colectividad, a un individuo o a una persona corporativa (cf. ZIMMERLI, W., «País Theoü», en TWNT V, 655­676, con bibliografía). En cualquier caso se trata de un destino martirial. 5 9

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do en la certeza de que Dios está tan absolutamente de parte del már­ tir que la muerte queda relativizada. Hasta aquí, la prehistoria de la idea de resurrección. El primer testimonio categórico de una creencia en la resurrección de los muer­ tos se contiene en el libro de Daniel. En el c. 12, y en un contexto cla­ ramente escatológico (cf. 11, 40­12, 1), se afirma: 62

v.

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Muchos de los que duermen en el polvo de la tierra (o: en la tierra del polvo = en el scheol) se despertarán (o: se le­ vantarán), unos para la vida eterna; otros para el opro­ bio, para el horror eterno. v. 3 Los sabios brillarán como el fulgor del firmamento, y los que enseñaron a muchos la justicia, como las estrellas, de eternidad en eternidad. v. 13 Y tú, vete a descansar; te levantarás para recibir tu suer­ te al fin de los días.

Dos puntos quedan oscuros en el texto. En primer lugar, se discu­ te acerca del significado de la partícula mín («muchos de los que duermen...»); supuesto que se está tratando exclusivamente de los ju­ díos (cf. ν. 1), para unos dicha partícula tiene un sentido partitivo, re­ forzado por el término rabbim (muchos). Es decir: no todos, sino una parte de los muertos de Israel resucitará. Otros comentaristas prefieren extender la afirmación a todos los judíos. La primera interpretación, la más probable, plantea otra pregun­ ta: ¿habla el texto de una doble resurrección, «para la vida eterna» y «para el horror eterno»? ¿O la resurrección es sólo «para la vida»? En este caso, los que son «para el oprobio, para el horror eterno», perte­ necerían al grupo de los que no resucitan. Se ha hecho notar que, si bien ambas lecturas son gramaticalmente posibles, la lógica interna de los símbolos está en favor de la última interpretación; ¿qué sentido tendría un levantarse de la muerte que conduce a una recaída en la muerte eterna! 63

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ZIMMERLI, W., 672. VAN IMSCHOOT, P., 415, nota 118; MARTIN­ACHARD, R. 116. SUTCLIF F E, E. F ., 138­140; sobre la ecuación muchos = todos, cf. JERE­ MÍAS, J., Die Abendsmahlsworte Jesu, Gottingen 1960 , 219­221; ID., «Polloí», en TWNT VI, 536. GRELOT, P., 184, nota 4. Para todo el texto, vid. BARTH.C, Diesseits und Jenseits im Glauben des spáten Israel, Stuttgart 1974, 82­88. 63

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En cualquier hipótesis, la resurrección se predica ciertamente de los mártires; de aquéllos que han entregado la vida, en la persecución de Antioco Epífanes, por permanecer firmes en la fe. Para ellos, el destino es «la vida eterna», concepto que se ilustra con imágenes astrales (v. 3), acaso para subrayar la índole trascendente, metahistórica, del mismo. Su reverso es «el horror eterno»; no se explica en qué consiste, pero puede entenderse, como hemos apuntado antes, que se trata de una ratificación irrevocable de la muerte, del scheol en cuanto lugar ya especializado como estancia exclusiva de los reprobos. Así pues, el final de los tiempos (v. 13) entraña un juicio discriminatorio, en el que cada cual recibirá según su conducta. El segundo libro de los Macabeos, posterior en algunos años al libro de Daniel, presenta un cuadro de ideas muy semejantes a las que acabamos de examinar. También aquí se habla de resurrección de los mártires (los sacrificados en la persecución: capítulo 7; los que sucumben en la guerra santa: c. 12) para una «vida eterna» (7, 9; cf. vv. 11.14.23.29.36). Queda asimismo en suspenso el destino de los impíos; para el tirano «no habrá resurrección a la vida» (7, 14), lo que puede significar, o bien que resucitará «para el oprobio» (hipótesis, como se advirtió ya, poco plausible), o bien que no resucitará en absoluto. La naturalidad y concisión con que se expresa, por boca de una sencilla mujer, la esperanza de la resurrección, sin que el texto se detenga en explicaciones más detalladas, hace suponer que la idea gozaba en este momento de amplia difusión. Sin embargo, otro lugar del mismo libro (12, 43-45) ofrece una glosa del autor alabando esta creencia con un indisimulado matiz polémico; seguramente no todos los judíos eran de la misma opinión. El NT nos informa de la hostilidad al respecto de la poderosa secta de los saduceos. Lo que no resta un ápice a la importancia trascendental de los textos examinados: se ha hallado una respuesta al misterio de la muerte —aunque se trate, por el momento, de una respuesta controvertida y de alcance limitado—: Dios resucitará a quienes hayan muerto por el honor de su nombre. 66

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HOFFMANN, P., Die Toten in Christus, Münster 1966, 92 s.; KELLERMANN, K., Auferstanden in den Himtnel. 2 Makkabáer 7 un die Auferstehung der Martyrer, Stuttgart 1979; STEMBERGER, G., Der Leib der Auferstehung, Roma 1972, 5-25. SUTCLIFFE, E. F., 121-125, 151. 6 6

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Conviene señalar, en fin, que esta fe en la resurrección no surge de una elucubración conceptual, sino de la reflexión de los creyentes sobre una circunstancia histórica. Dicha fe «no ha sido elaborada por los teólogos, sino impuesta por los mártires». La resurrección es la única respuesta digna de Dios al sacrificio total de sus fieles. Los que, por su amor, le han entregado la vida, ¿no tienen derecho a esperar recuperarla? 2 Μ 7, 11 es, a este respecto, sumamente ilustrativo: «por don del cielo poseo estos miembros, por sus leyes los desdeño y de él espero recibirlos de nuevo». Supuesto, además, el carácter mar­ cadamente unitario de la antropología hebrea, la única posible vida es la vida encarnada de la resurrección. Ahora bien: una tal esperanza no se apoya primariamente en un pensamiento retribucionístico, sino en el respeto de Dios a sí mismo, en su fidelidad a la alianza. Los tex­ tos de Os 6, Is 53 y Ez 37 muestran que sus autores son gentes preo­ cupadas ante todo por la justicia de Dios, y no por el destino de la existencia humana en sí. En Dn y 2 Μ es Dios quien está luchando contra los poderes malignos; la resurrección es la proclamación de su victoria. En el fondo, es la misma preocupación que latía en el libro de Job (como se patentiza en sus últimos capítulos), es la misma con­ fianza expresada en los salmos místicos: la justicia y el amor de Yahvé son más fuertes que la muerte. Se trata, en suma, de una con­ cepción teocéntrica, no antropocéntrica, que lucha no tanto por «dar al hombre lo que es del hombre» cuanto por «dar a Dios lo que es de Dios». 68

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7.

La doctrina de la inmortalidad: el libro de la Sabiduría

El Libro de la Sabiduría™ introduce en el canon veterotestamen­ tario una terminología nueva: ya desde el comienzo se utiliza como

M

MARTIN­ACHARD, R., 117. ' GRESHAKE, G., 201; cf. en el mismo sentido MARTIN­ACHARD, R., 97, a propósito de Is 53. GRELOT, P., 187­199; HOF F MANN, P., 84­86; VAN IMSCHOOT, P., 419­424; GARCÍA CORDERO, M., 519­524; ZEDDA, S., 125­131; LARCHER, F. C, Études sur le Livre de la Sagesse, París 1969. BUECKERS, H., Die Unster­ blichkeitslehre des rVeisheitsbuches. Ihr Ursprung und ihre Bedeutung, Münster 1938; SCHUETZ, R., Les idees eschatologiques du Livre de la Sagesse, París 1935; TAYLOR, R. J., «The Eschatological Meaning of Life and Death in the Book of Wisdom (I­V)», en EThL (1966), 72­137; BARTH, C, 46­50. 6

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referencia antropológica el binomio sóma-psyché (1, 4) o, excepcionalmente, su homólogo soma-pneüma (2, 3). Dentro de este esquema conceptual, aparece en el libro la idea de inmortalidad-incorruptibilidad (athanasía-aphtharsía), dos términos que se usan prácticamente como sinónimos, desconocidos en la Biblia hebrea e inusitados en el griego de los L X X : «la justicia es inmortal» (1, 15); «Dios creó al hombre incorruptible» (2, 23); la esperanza de los justos «estaba llena de inmortalidad» (3,4); «la inmortalidad acompaña el recuerdo de la virtud» (4, 1); etc. (cf. 6, 18-19; 8, 13.17; 15, 3). C o m o se puede comprobar por los textos apenas citados, esta inmortalidad nada tiene que ver con la tesis filosófica del alma naturalmente inmortal. En nuestro libro, ella es el fruto de la justicia, o de la sabiduría (cf. el sorites de 6, 17-19), es decir, de la santidad. Aunque el autor conoce una supervivencia de los impíos (y no sólo de los justos), jamás aplica a tal supervivencia los términos athanasía-aphtharsía. En lógica correspondencia, la noción de muerte (thánatos) no se emplea para significar única o principalmente la muerte física (a no ser en contados lugares, sin interés teológico); allí donde el autor quiere precisar el contenido ideológico del término «muerte», ésta aparece como una realidad ético-religiosa: ella es lo que se buscan los impíos con la mentira (1, 11), con su vida extraviada (1, 12). No fue Dios quien la hizo (1, 13); son los pecadores los que la llaman (1, 16) y ha entrado en el mundo «por envidia del diablo» (2, 24; alusión a Gn 3). En consecuencia, el fin terreno de la vida del justo es descrito, no con el término thánatos —que resta circunscrito a los pecadores—, sino como un «ser trasladado» por Dios (4, 10.11.14; se conjeturaría aquí el verbo laqaj), como una «salida» (3, 2.3) de este mundo, o (más aún) como una simple apariencia de muerte (3, 2). La inmortalidad que esperan los justos es un «estar en las manos de Dios» (3, 1), una vida eterna que tiene al mismo Señor por recompensa (5, 15), que es descanso (4, 7), coronado por el honor y la belleza (5, 16), en la gracia y la misericordia divinas (3, 9). A los pecadores, en cambio, les aguarda una postexistencia trágica, que se describe detalladamente en una larga sección (4, 18-5, 23), en la que se acumulan los trazos más sombríos. Nuestro libro, en suma, no hace más que explicitar, al término de un secular proceso de reflexión, la rica médula ideológica implicada 71

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LARCHER, F. C, 280, nota 1; BUECKERS, H.,49 s.

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en la concepción bíblica de la vida y la muerte. La vida es vida con Dios; el pecado es ya un comienzo de muerte. La intuición latente en los salmos místicos aflora ahora en su adecuada expresión: quien vive de y para Dios, quien experimenta durante su existencia tempo­ ral la presencia vivificante de Yahvé, ve confortada su esperanza con la certidumbre de una vida inmortal. Basta comparar Sb 3, 1.9 y 5, 15­16 con Sal 16, 9­11 y Sal 73, 23.25­26; Sb 4, 10­11 con Sal 49, 16 y Sal 73, 24; el parentesco de ideas, pese a la distancia que separa a los autores en el tiempo y en el vocabulario, es demasiado obvio para que pase desapercibido. ¿Qué relación existe entre esta doctrina de la inmortalidad, exclu­ siva del libro de la Sabiduría, y la fe en la resurrección que estudiába­ mos en las páginas precedentes? La resurrección no se menciona, al menos explícitamente, en Sb. ¿Significa esto que su autor pertenece a aquel circulo de judíos que rechazaban la tesis resurreccionista? ¿La ha sustituido en su concepción por la creencia en la inmortalidad? ¿O acaso ésta es la única versión atendible de aquélla en el medio hele­ nístico al que se destina el libro? Difícilmente podrá responderse a es­ tas cuestiones sin haber solventado antes una serie de interrogantes previos. ¿Cuál es el trasfondo ideológico del esquema­alma­cuerpo utilizado en Sb?; ¿se trata de un mero empréstito terminológico, pedi­ do a la antropología griega, o ha suplantado, en la mente del autor, a la concepción hebrea, típicamente unitaria? De la respuesta a esta pregunta depende otra, de no menor importancia para nuestro tema, la que concierne al sujeto de la inmortalidad: ¿es el alma separada o todo el hombre? Y todavía: ¿cuándo surten efecto los premios y los castigos de que nos hablan los ce. 3­5?; ¿inmediatamente después de la muerte o en ese final de los tiempos en que Dn y 2 Μ sitúan la re­ surrección? Es evidente que todas estas preguntas están mutuamente imbrica­ das, de forma que la contestación a cualquiera de ellas condiciona la de las restantes. Por eso no parece acertada la postura de quienes las 72

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Para un examen y un ensayo de respuesta a estas cuestiones, con referencias bibliográficas, vid RUIZ DE LA PEÑA, J. L., «El esquema alma­cuerpo y la doctri­ na de la retribución. Reflexiones sobre los datos bíblicos del problema», en RET (1973), 293­338 (por lo que atañe a Sb, vid. las páginas 294­308). Una tesis opuesta es la de BOISMARD, Μ. E., «Nuestra victoria sobre la muerte según la Biblia», en Conc 105 (mayo 1975); al autor de Sb, «fiel al pensamiento platónico, únicamente le interesa la inmortalidad del alma» (p. 260). Mucho más matizada es la postura de RATZINGER J., 92 s.

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El problema de la retribución en el AT

tratan por separado, con soluciones que terminan por componer un cuadro absolutamente incoherente de la escatología del libro. Por el momento, bástenos haber recogido el precioso testimonio de la fe paleotestamentaria en una vida más allá de la muerte. Fe que encuentra su expresión categorial en una doble formulación; resurrección-inmortalidad. Ambas categorías coinciden en la afirmación de una retribución posmortal, personal, bien diferenciada, y hacen caducar definitivamente las viejas ideas sobre la muerte como limite extremo de la vida y, consiguientemente, sobre el scheol como morada indiscriminada o destino común de todos los mortales. 73

* * * Se ha hecho finalmente la luz en torno al enigma de la muerte o. lo que es equivalente, acerca del misterio de la retribución, es decir, de la justicia de Dios y su fidelidad a los que guardan la alianza. En esta dilucidación, y como hacíamos al final del capítulo precedente, importa destacar el elemento esencial de todas las representaciones, que recorre y anima, de un extremo a otro, la evolución del pensamiento: es el ideal de la comunión con Dios. Habíamos visto que es también en este punto donde vienen a confluir las distintas concepciones de la promesa, desde el «Yo seré vuestro Dios» del pacto sinaítico; ahora podemos prolongar la línea que arranca de dicho pacto hasta el texto de Sb 5, 15: los justos «tienen en el Señor su recompensa». A través del dolor de su silencio (Job), la decepción de su lejanía (Qohelet) o el gozo de su presencia (salmos místicos), es Dios quien se va abriendo camino en el alma de Israel. Todo gira alrededor de la re lación vital con él. Porque esa relación no es, no ha sido nunca para los israelitas fieles, una realidad exclusivamente futura, sino más bien algo experimentado en el tiempo de la existencia terrena, ha sobrevivido una esperanza capaz de estimular el desarrollo doctrinal, superador de sucesivas y dolorosas crisis sobre la base de las vivencias de cada momento histórico.

Tal es el caso de Zedda: el sujeto de la inmortalidad es «no ya el hombre, sino el alma», o más precisamente, «el alma separada» (p. 126, en el texto y en nota 75), aunque más tarde se advierta que «la incorruptibilidad o la inmortalidad... incluyen también la vida resucitada del cuerpo» (p. 130); la retribución, «el juicio», ha de colocarse «en el momento de la muerte» (p. 128), pero luego se dirá que «la discriminación definitiva» sucede en un juicio que es «el juicio final» (p. 130). 73

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Teología bíblica

La teología de la promesa y la teología de la retribución —o, si se prefiere, la escatología colectiva y la individual —aparecen así como las dos dimensiones complementarias de un movimiento cuya única meta es Dios. Se ha señalado ya que «la promesa y el Dios de la promesa coinciden». La solución del misterio de la muerte verifica la exactitud de este aserto: la esperanza encuentra su cumplimiento en la comunión eterna de la vida divina. 74

74

Vid. la conclusión del capítulo anterior.

Capítulo IV La escatología del Nuevo Testamento BIBLIOGRAFÍA: MEINERTZ, M., Teología del Nuevo Testamento, Madrid 1963; CULLMANN, O., La Historia de la salvación, Barcelona 1967; SCHNACKENBURG, R., Reino y reinado de Dios, Madrid 1967; ID., «Eschatologie im NT», en LTKIII, 1088­1093; ZEDDA, S., L'escatologia bí­ blica, I­II, Brescia 1972­1975; VV. AA., La venue du Messie. Messianisme et Eschatologie, Bruges 1962; MOLLAT, D., «Jugement dans le Nouveau Testament», en SDBIV, 1344­ 1394; F EUILLET, Α., «Parousie», en SDB VI, 1331­1419; GRAESSER, E., Die Naherwartung J esu, Stuttgart 1973; GRESHAKE, G., LOHF INK, G., Naherwartung­Aufer­ stehung­Unsterblichkeit, F reiburg i. Β., 1976 ; RATZIN­ GER, J., Escatología, Barcelona 1980; RUIZ DE LA PEÑA, J. L., El último sentido, Madrid 1980,53­68 («Encarnación de la palabra escatológica: el Nuevo Testamento»); SCHEL KLE, Κ., H., «Escatología del Nuevo Testamento», en Myste­ rium Salutis V, Madrid 1984, 686­739. 2

Al abordar la exposición de la doctrina escatológica del NT, un problema se impone de inmediato a nuestra atención; es el problema hermenéutico. El mensaje neotestamentario es, en lo que atañe a la escatología, sumamente complejo y ha dado pie a interpretaciones no sólo diversas, sino contradictorias. Una información acerca de tales interpretaciones (que no cuentan en castellano con exposiciones sufi­ cientemente detalladas, lo que nos obligará a extendernos un tanto en ellas) parece el punto de partida más obvio del presente capítulo, en cuanto que señalan las dificultades inherentes a una visión sintética de la doctrina. Sin entrar en la crítica pormenorizada de las distintas teorías, tratará de mostrarse después que sus antinomias pueden su­ perarse en una interpretación coherente. Tal interpretación defiende

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Teología bíblica

como nota especifica de la escatología cristiana la tensión entre el ya de la salvación presente en Cristo y el todavía no de su consumación. Se tocará por último el difícil problema de la fecha de la parusía en la enseñanza de Jesús y de los escritores inspirados.

1.

El problema hermenéutico

¿Cuál ha sido la doctrina original de Jesús sobre la escatología? La comunidad primitiva, ¿nos ha transmitido de forma fidedigna esta doctrina, o bien la ha modificado en base a sus propias convicciones y necesidades? ¿En qué relación están las escatologías de Pablo y Juan con la de Jesús y la primera comunidad? La mayor parte de los exegetas coincide en atribuir a la predicación de Jesús sobre el éscha­ ton un carácter sustancialmente temporal. Mas las opiniones se divi­ den a la hora de señalar el momento de la temporalidad sobre el que recae el calificativo de «escatológico». Una primera teoría sostiene que Jesús anunció el reino de Dios (concepto­cifra que contiene todos los bienes escatológicos) como magnitud estrictamente futura: es la teoría de la llamada «escatología consecuente». Diametralmente opuesta a tal interpretación es la que se propone bajo el nombre de «escatología realizada»: Jesús anunció el reino como actualmente presente y no predijo en absoluto una dimensión futura del mismo. A partir de estos presupuestos, ambas teorías valoran diversamente los restantes escritos del NT. Una tercera opción hermenéutica es la representada por Bult­ mann y su escuela: la temporalidad no pertenece a la esencia del mensaje escatológico cristiano. Este no se centra en el presente o el futuro del reino, sino en la situación de decisión, que trasciende la ca­ tegoría de la temporalidad pura y que, por consiguiente, origina una escatología que podría calificarse de atemporal o supratemporal. La teoría de la escatología consecuente se remonta a A. Schweit­ zer y su más conocida obra, escrita en los primeros años del presente siglo, pero que se ha mantenido en el favor de algunos críticos desde 1

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ZEDDA, S., L'escatologia...,l, 149­162; CULLMANN, O., 29­65; BRAUN, F . M , «Oú en est l'eschatologie du Nouveau Testament», en RevBibl (1940), 33­54; KNOCH, O., «Die eschatologische F rage, ihre Entwicklung und ihr gegenwartiger Stand. Versuch an knappen Uebersicht», en BiblZeits (1962), 1 Π­ Ι 20; CAIRD, G. B., «Les eschatologies du Nouveau Testament», en RHPhR (1969), 217­227. SCHWEITZER, Α., Geschichte der Leben­Jesu F orschung, 1913 (6." ed., Tübingen 1951). Cf. GRAESSER, E., 40 ss.; RATZINGER, J., 39 ss. 2

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entonces hasta nuestros días. Entre ellos destaca M. Werner, a quien seguimos a continuación, por ser la mejor muestra de la actualidad de que goza todavía esta teoría. Según Werner, la idea clave de la predicación de Jesús es la del reino de Dios, idea que no es definida por él, sino que está tomada de la apocalíptica judía contemporánea, y que se asienta sobre un dualismo irreductible entre los dos eones: viejo-nuevo, terreno-celeste, natural-sobrenatural, demoníaco-divino, temporal-eterno. «Entre el mundo presente y el futuro no hay camino, sino ruptura; el paso de uno a otro sólo puede realizarse a través de una catástrofe, de un fin y de un nuevo comienzo». Jesús asumirá las representaciones apocalípticas del tiempo final: tribulaciones, aparición del Señor celeste, juicio, resurrección, nueva creación. De cara a estos sucesos finales, el reino de Dios es para él algo aún meramente futuro. Jesús comienza su actividad con lo que Werner llama un «anuncio alarmante»: el reino de Dios está cerca (y no: está presente; o: ha llegado): Mt 4, 17; Me 1, 15. Es esta cercanía del reino el contenido esencial de su mensaje y la razón de su ministerio público: quiere preparar al pueblo para la próxima llegada del éschaton; quiere continuar la tarea del Bautista donde éste la ha interrumpido (Me 1, 14). Desde el sermón del monte (Mt 5-7) hasta los discursos de Jerusalén, días antes de su muerte (Mt 23-25), su predicación es una acuciante llamada a la penitencia, en vista del juicio inminente (Mt 23, 13-16). Las parábolas vegetales (Me 4: el sembrador, la semilla, el grano de mostaza...) no pueden entenderse como si hablaran de una progresiva instauración del reino de Dios; en este caso desaparecería la radical oposición que separa este mundo del que se espera para el futuro próximo. La primera misión de los discípulos (Mt 9, 35-11, 1) se explica por la necesidad de correr de un pueblo a otro con el urgente anun3

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Escogemos de este autor su obra más reciente: Derprotestantische Weg des Glaubens I, Bern 1955; cf. del mismo Die Entstehung des christlichen Dogmasproblemgeschichtlich dargestellt, Bern 1941. Sobre la teoría de Schweitzer (la exposi ción de Werner es, pese al tiempo transcurrido, sustancialmente idéntica a la de su antecesor), cf. KUEMMEL, W. G., «L'eschatologie conséquente d'Albert Schweitzer jugée par ses contemporains», en RHPhR (1957), 58-82. Sobre la justificación del adjetivo «consecuente», vid. BRAUN, F. M., 36 s., y SCHNACKENBURG, R., «Interimsethik», en LTK V, 727 s. WERNER, M., Der protestantische..., 106-108. Ibid., 108. Ibid., 108-110. 3

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cío: «el reino de los cielos está cerca» (Mt 10, 7). A las ciudades que no se conviertan les espera en el juicio inminente una sentencia mucho más rigurosa que la que recaerá sobre Sodoma y Gomorra (Mt 10, 15). La hora presente es la de la gran tribulación (Mt 10, 1623) que precede al fin; los sufrimientos de los discípulos en la misión que se les encomienda es la última prueba: «el que persevere hasta el final, se salvará» (Mt 10, 22). Mas en realidad, el final está tan cercano que no acabarán su recorrido por las ciudades de Israel «antes que venga el Hijo del Hombre» (Mt 10, 23). Pero he aquí que los discípulos vuelven y el reino no viene. La crisis por la dilación de la parusía estalló, pues, ya en vida de Jesús. Este, según Me, se había retirado con los discípulos y un grupo de seguidores galileos a la región de Tiro y Sidón (es decir, a una tierra de gentiles) para esperar allí la llegada del reino (Me 6, 7-7, 31). ¿Cómo se resolvió esta crisis? En la conciencia de Jesús se abre camino la idea de su mesianidad. Hasta ahora, su identificación con el Mesías había permanecido inédita: se le consideraba como un profeta o un personaje de los últimos tiempos; los mismos discípulos parecen dar esto por sobreentendido (Mt 16, 13-14). Sólo Pedro descubre su mesianidad, mas por revelación de lo alto, que ilumina incluso al propio Jesús: Mt 16, 16-17. Este asume como arquetipo mesiánico la figura apocalíptica del Hijo del hombre. En cuanto personaje terreno, Jesús no es todavía el Hijo del hombre; lo será merced a un acontecimiento sobrenatural que lo transformará: la resurrección, anticipada milagrosamente en su transfiguración. Hasta entonces, los discípulos habrán de mantener el secreto, pues un Hijo del hombre terreno carecería de credibilidad. Sólo cuando resucite se manifestará en Jesús su cualidad de mesías apocalíptico y podrán los discípulos proclamarlo como tal (Me 9, 9). Muerte y resurrección son, pues, para Jesús la condición previa de la irrupción del reino. A la observación de los discípulos («Elias debe venir primero»), responde que éste «ha venido ya» (en el Bautista): Me 9, 11-13. El proceso de Jerusalén se monta sobre la acusación de mesianismo basada en la denuncia de Judas, que ha traicionado el secreto que Jesús había impuesto a los suyos. A esa acusación responde la admisión de su carácter de Hijo del hombre, que se revelará palmariamente con su resurrección (Mt 26, 24). Horas antes, durante la cena con sus discípulos, Jesús se había ratificado en la certidumbre acerca de la inminencia del reino, al tiempo 7

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Ibid., 114.

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que reafirmaba la relación entre dicha inminencia y su propia muerte: «no volveré a beber del fruto de la vid hasta que lo beba de nuevo con vosotros en el reino de mi Padre». Los acontecimientos posteriores a la Pascua no siguieron el curso así previsto. Es verdad que los discípulos gozaron de las apariciones del resucitado. Mas ninguna de ellas es la última; ninguna es la final venida en majestad del Hijo del hombre. Lo cual tenía por fuerza que cuestionar la realidad misma de la resurrección, pues ésta difícilmente resultaba comprensible a la mentalidad judía del tiempo fuera del marco de los éschata: la actitud reticente de los discípulos frente al resucitado tiene aquí su explicación, asi como las notorias e importantes divergencias en las tradiciones sobre las apariciones. Textos como Mt 27, 51-53 (donde se habla de fenómenos típicamente escatológicos), Hch 1,6-11 (los ángeles y la nube aluden al cliché estereotipado de la parusía del Hijo del hombre) y Mt 28, 18-20 (con la referencia a un poder universal del resucitado y al fin del mundo) han sido dictados por la preocupación de bosquejar las lineas maestras de la nueva situación: con la resurrección de Jesús, los discípulos, en vez de sentarse en doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel, habrán de predicar, bautizar y dar testimonio de la mesianidad del resucitado, hasta que éste vuelva: Hch 1, l l . La dispensación del Espíritu en Pentecostés es interpretada por la comunidad como un cumplimiento de las profecías mesiánicas, esto es, como muestra de que el tiempo final comienza a emerger en la historia (Hch 2, 17 ss.). Asi pues, las experiencias del contacto con el re.sucitado son susceptibles de recibir un sentido escatológico: Jesús ha sido consagrado Mesías por su muerte y resurrección (véanse los discursos programáticos de Hch 2-5) y Esteban lo contemplará como Hijo del hombre en su trono celeste (Hch 7, 55-56). Pero en lo que se insiste es, ante todo, en la espera de su próxima parusía, que (esta vez sí) será la venida final; en vista de ella se practica un bautismo que, conforme a la nueva situación, no sólo otorga el perdón de los pecados, sino también el don del Espíritu (Hch 2, 38) como anticipo de los bienes del reino inminente. El problema planteado por la dilación de la parusía se resuelve, en resumen, reteniendo en lo posible la concepción original de Jesús (el reino, magnitud futura e inminente, cuyo portador será el Hijo del hombre), e introduciendo en ella los factores 8

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Ibid., 115-125; cf. GRAESSER, E., 91 ss. Ibid., 129-135.

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correctivos impuestos por el imprevisto desarrollo de los acontecimientos. Pablo conserva la esperanza en una próxima parusía (1 T s 4 . 15 ss.; 1 Co 15, 51 ss.). Acepta igualmente la interpretación que la comunidad de Jerusalén ha dado a la muerte y resurrección de Jesús, como entronización de éste en el rango de mesías (Rm 1,4; Flp 2, 811). Pero va a reflexionar más profundamente en las virtualidades escatológicas de la resurrección; ésta, según él, inaugura el eón nuevo. Con la muerte de Cristo es el viejo mundo el que ha muerto (Ga 6. 14); todo lo que a éste concierne, ha pasado (2 Co 5, 17; 1 Co 7, 31); la ley sinaítica ha caducado (Rm 10, 4), las potencias seculares están vencidas (Rm 8, 38-39); la resurrección ha comenzado (1 Co 15, 20; Rm 6, 5). Justamente por esto, la parusía tiene que estar ya cerca. El tiempo que discurre entre la resurrección de Cristo y su venida final es el plazo concedido al giro de los eones, durante el cual el viejo se va desvaneciendo, a la vez que el nuevo se va manifestando; tal estado intermedio apremia, en su brevedad (1 Co 7, 29), a la decisión definitiva que deben tomar los creyentes. También en el interior de éstos se opera la mutación de lo viejo a lo nuevo y urge acelerar el proceso de transformación (2 Co 4, 10). Se llega asi a la misma «ética de interim» característica del sermón de la montaña: 1 Co 7, 2 9 - 3 1 . La interpretación paulina del tiempo que sigue a la resurrección como breve estado intermedio se vio desautorizada de nuevo por la dilación indefinida de la parusía. La generación de los santos del último día no sobrevivió a tan prolongado aplazamiento. La crisis resultante y sus primeros ensayos de solución aparecen ya en los escritos tardíos del NT y van a determinar, según Werner, todos los sucesivos desarrollos y metamorfosis de la doctrina cristiana. En rigor, y como Cullmann ha observado, si la sustancia del mensaje cristiano (y la ética inherente a tal sustancia) reside en el anuncio del reino de Dios inminente, no se comprende muy bien qué validez cabe reconocer todavía al NT en general y a la enseñanza de Jesús en particular. De las premisas exegéticas de la escuela de Schweitzer «debería sacarse propiamente la conclusión de que toda la doctrina de Jesús se mantiene y cae junto con la convicción de la pro10

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Ibid., 136-139. Ibid., 140-147. Ibid., 156 s.

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ximidad de la parusía, y por consiguiente hay que abandonarla». ¿No puede ofrecerse otra interpretación, científicamente válida, de la escatología neotestamentaria que nos ahorre tan desalentadores re­ sultados? La expresión «escatología realizada» sirve para designar la teoría hermenéutica de C. H. Dodd sobre la escatología del N T . La tesis de esta teoría es la siguiente: el reino de Dios está ya presente en la vida, muerte y resurrección de Cristo, que no son el preludio del reino, sino su misma y única realidad total, incompatible con cualquier tipo de espera para el futuro. La expresión citada aparece por primera vez en 1935. Años más tarde, Dodd alude a las sugerencias que se le han hecho en pro de una designación más matizada: «escatología inaugu­ rada» (G. F lorovsky) o «escatología realizándose» (J. Jeremías). No obstante, ha seguido utilizando la ya generalmente admitida; su em­ pleo aquí está, por tanto, justificado, al margen de la discusión sobre su exactitud. Los motivos que han influido en Dodd para la elaboración de su tesis son, en primer lugar, la necesidad de hallar una salida al punto muerto en que Schweitzer había situado la interpretación del NT con la teoría de la escatología consecuente. La versión de Dodd será po­ larmente opuesta a la del sabio alemán. En segundo término, nuestro autor ha querido reaccionar contra una «interpretación evolucionista del reino de Dios» que presenta a éste como «etapa final de un proce­ so inmanente», es decir, como una utopía intramundana. El punto de partida de Dodd será, en consecuencia, una presentación de la fi­ losofía de la historia subyacente a la escatología inspirada. Según Dodd, el cristianismo es una religión histórica, que recono­ ce la relevancia de los acontecimientos temporales, niega su recurren­ cia cíclica y defiende su índole ideológica. Mas, supuesta tal teleolo­ gía, son posibles dos interpretaciones de la misma: la historia puede 14

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CULLMANN, O., 32; el mismo autor señala a continuación, con fina iro­ nía, que a esta teoría escatológica le cuadraría mejor el apelativo de «inconsecuen­ te». Cf. GRAESSER, E., 44 s. En la obra de DODD, C. H., The Parables of the Kingdom, London 1961. Sobre la posición de Dodd, cf. GRAESSER, E., 66 ss.; RATZINGER, J., 63 ss. DODD, C. H., The Interpretaron of the F ourth Gospel, Cambridge 1947 (hay trad. esp.), 447, nota 1. WOLF ZORN, Ε. E., «Realized Eschatology. An Exposition of Charles H. Dodd's Thesis», en EThL (1962), 44­62; las frases entre comillas están tomadas de la p. 46. 14

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ser vista como proceso evolutivo que camina hacia su consumación gradualmente, o como una corriente que llega repentinamente a su consumación, como el alba irrumpe en la oscuridad. Esta última interpretación es, cree Dodd, la peculiar a la escatología. En ella caben todavía dos versiones: la apocalíptica, que localiza la plenitud de la historia en la esfera de lo supratemporal y supramundano, y la profética, que patrocina su culminación dentro del m u n d o . Tanto la religión judía como la cristiana están, a juicio de nuestro autor, a favor de una filosofía de la historia profético-escatológica, que acepta la singularidad rectilínea de los acontecimientos y ve en éstos el vehículo de la revelación de Dios. Asimismo ambas religiones creen que la acción divina sobre el mundo tiene su lugar propio en la historia, y no fuera de ella. Esa operatividad intrahistórica de Dios no se manifiesta con la misma nitidez en todos los acontecimientos: hay algunos cuya índole teofánica se impone con evidencia y constituyen la clave para interpretar los restantes. En el AT pertenecen a esta categoría la vocación de Abraham, la salida de Egipto, el exilio, etc. Para el cristianismo, hay un evento único e irrepetible en el que Dios consuma definitivamente la revelación y comunicación de Sí: es la vida, muerte y resurrección de Cristo. Aquí la historia alcanza su nivel supremo, lo que equivale a decir que ella llega, de esta manera, a su fin. No en el sentido de que haya tocado un punto terminal, sino en cuanto que el designio divino se revela y cumple acabadamente. El éschaton es, según esto, un suceso histórico, si bien su contenido trasciende el tiempo y el espacio; es la revelación temporal, intrahistórica, de una realidad absoluta, metahistórica, eterna. El fin de la historia no entraña, por consiguiente, la cesación temporal de la sucesión de eventos, sino su remate culminante, que da sentido a la entera serie de los acontecimientos. No necesitamos llegar al término absoluto del tiempo para descubrir el significado de la historia, puesto que éste se nos revela, de una vez por todas, en el suceso único que es Cristo, su vida y su pascua; es así como Dios establece su reino. Postular además un punto final temporal es capitular ante la sugestión de la imaginería apocalíptica que recubre el dato esencial; Cristo, y sólo él, es el éschaton. 17

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DODD, C. H., History and the Gospel, London 1938, 19-25. " The Apostolic Preaching and its Developments, London 1944 , 80 s. (hay trad. esp.). History..., 165. The Apostolic..., 79-96; The Parables..., 82 s. 17

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Dodd piensa que no todas las fuentes neotestamentarias conservan con igual exactitud la doctrina original de Jesús sobre el fin de la historia. En realidad solamente los últimos escritos de Pablo y el evangelio de Juan nos ofrecen una versión fidedigna de la auténtica escatología cristiana, mientras que la expectación de la parusía, tal y como aparece en la actual redacción de los sinópticos y en las primeras cartas paulinas, representa una desviación del pensamiento de Jesús. Un examen atento del material escatológico que proporcionan el evangelio de Marcos y la tradición presinóptica comúnmente designada por Q, permitirá desembarazarse de las adherencias secundarias y alcanzar el auténtico mensaje escatológico proclamado por el Maestro. Dodd aspira, por consiguiente, a convalidar su teoría de la escatología realizada con el análisis de las tradiciones evangélicas más antiguas y dignas de crédito. Dicho' análisis mostrará que Jesús no ha enunciado proposiciones escatológicas en tiempo futuro; o que, si se emplea el futuro en alguna, su significado auténtico remite al presente. Entre los textos no pertenecientes al género de las parábolas, destacan para nuestro objeto Me 1, 15; 9, 1; Mt 12, 28 (= Le 11, 20); Le 10, 11. Tanto el énghiken de Me 1, 15 (y Le 10, 11) como el éphthasen de Mt 12, 28 (y Le 11, 20), significan que el reino de Dios ha venido, y no —como se traduce frecuentemente— está cerca. En cuanto a Me 9, 1, la traducción exacta sería: «...hasta que vean que el reino de Dios ha venido (ten basileían toü Theoü elelythuían) con poder». De los textos proféticos sobre la suerte de Jesús y sus discípulos o el destino de Jerusalén (Me 10, 35-40; 13, 9-13; Mt 10, 17-22; 23, 34-38; Le 13, 1-5; etcétera), textos en los que el futuro es filológicamente ineliminable, Dodd piensa que las predicciones que contienen caen dentro del orden histórico, aunque no siempre lo haya entendido así la primera comunidad, que proyectaba sobre ellas las luces de la apocalíptica judía tardía. En la intención de Jesús, tales oráculos son la expresión de su juicio sobre la situación en que se encuentran actualmente él, sus discípulos y el mundo. La profecía acerca de la destrucción del Templo (Me 13, 2; 14, 58) hería la sensibilidad de los judíos, por lo que el segundo evangelista la hace seguir del discurso apocalíptico (Me 13,4 ss.). Tal discurso no procede del mismo Jesús, sino del interés de Me por diluir la predicción sobre el fin 21

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The Parables..., 28-30.

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Ibid., 37.

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del Templo en la descripción cataclismática del fin del mundo. Es decir; el evangelista transfiere a la esfera apocalíptica el anuncio de un suceso histórico. En otros textos que emplean el futuro (Mt 8, 11 = Le 13, 28-29; Mt 10, 32-33 = Le 12, 8-9; Mt 12, 4 1 42 = Le 11, 31-32; Me 13, 24-27; 14, 25; etc.) no se trata, según Dodd, de un futuro real, sino de un recurso estilístico que Jesús utiliza para destacar la índole trascendente del reino ya presente con su venida histórica. Buena parte de la doctrina escatológica de Jesús se contiene, según nuestro autor, en las parábolas. Algunas de éstas, sin embargo, han sido modificadas respecto a su intención original por las preocupaciones prevalentes en la primitiva comunidad. La fijación del Sitz im Leben en que fueron pronunciadas nos restituye su sentido propio. La modificación más importante, en lo que a nuestro tema atañe, es la consistente en una escatologización de ciertas parábolas, para hacerlas reflejar la expectación parusíaca en que vivía la Iglesia naciente; se trata de las parábolas de los talentos (Me 25, 14-30), de las diez vírgenes (Mt 25, 1-12), del mayordomo (Mt 24, 45-51), de los siervos vigilantes (Me 13, 33-37), y alguna otra. Dodd sostiene que su contenido originario era el reino escatológico de Dios ya introducido en la persona de Jesús, el cual, por tanto, interpela a los oyentes para incitarlos a tomar postura ante esa presencia del reino. Se produce así una crisis que divide a los espíritus y que provocará, en última instancia, la muerte de Jesús. La parábola de los viñadores homicidas (Me 12, 1-8) es una buena ilustración de la crisis desatada por el advento del reino y las reacciones que suscita, e implica un juicio moral sobre la situación del pueblo judío en el momento en que fue pronunciada. Finalmente, Dodd cree que la escatología futurista de los sinópticos —en la redacción llegada hasta nosotros—, de los Hechos y de los primeros escritos paulinos, aunque suponga una desfiguración del mensaje auténtico de Jesús, ha cumplido, con todo, una función positiva: la de salvaguardar el sentido teológico de la historia. La Iglesia ha sido preservada de este modo de una evasión hacia la mística atemporal y se ha mantenido fiel a la valoración positiva del acontecer histórico. 23

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The Parables..., 43-45. Ibid., caps. 4-5. WOLFZORN, E. E„ 62. Por lo demás, también Dodd cuenta con acontecimientos que tendrán lugar en el porvenir (así lo admite lealmente CULLMANN, O., 23 24

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Hemos hablado ya del concepto bultmaniano de escatología. Frente a los sistemas de la escatología consecuente y de la escatología realizada, la tesis de Bultmann se singulariza por su desinterés en lo que concierne a la infraestructura temporal del éschaton, a la pregunta por el cuándo de la venida del reino de Dios. Según el teólogo alemán, en efecto, la esencia del mensaje escatológico neotestamentario rebasa la índole presentista o futurista de la salvación consumada, la cual se sitúa en una decisión de fe cuya hora no puede circunscribirse ni al presente ni al futuro de su sujeto, porque es más bien el constitutivo trascendental del hombre en cuanto existencia histórica. Nos toca ahora mostrar cómo se justifica exegéticamente esta interpretación de la escatología del NT. Bultmann, de acuerdo con la escuela de la escatología consecuente, piensa que Jesús ha centrado su predicación en el concepto de reino de Dios, entendido como régimen que pone fin al curso de una historia dominada por el poder del mal; en este punto participa de la expectación apocalíptica judía, que aguardaba la salvación no de una mutación intratemporal de la situación histórica, sino de una castástrofe cósmica destructora del orden presente, que da paso al nuevo status inaugurado por la venida del Hijo del hombre, el juicio, la resurrección y la retribución. Para Jesús, el curso temporal de la historia ha llegado a su término; el fin del mundo se acerca. Me 1,15 («el reino de Dios está cerca») sintetiza perfectamente la esencia de la predicación de Jesús. Este espera la venida inminente del Hijo del hombre como juez y portador de la salvación: Me 8, 38; Mt 24, 27.37.44; Le 12, 8; 17, 30. Espera igualmente la resurrección de los muertos (Me 12, 18-27) y participa de la creencia en un fuego punitivo para los malos (Me 9, 43-48; Mt 10, 28) y un convite celeste para los buenos (Mt 8, 11). Con todo, su lenguaje es mucho más sobrio que el de los apocalipsis judíos de la época; el núcleo de su mensaje es la idea de la soberanía de Dios. Los rasgos apocalípticos que acompañan a este núcleo son adjetivos. Textos como Mt 11, 5; Le 10, 23 ss.; 11, 20; etc., podrían sugerir que Jesús anunció la presencia actual del reino. En realidad tales tex26

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411, nota 14). Mas, según él, tales acontecimientos están desprovistos de interés teológico. Vid. supra, cap. 1, 4. Cf. RATZINGER, J., 57 ss. BULTMANN, R., Théologie des Neuen Testaments, Tübingen 1968 , 3-6 (hay trad. esp.). 2 6 2 7

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tos dicen únicamente que el reino va a irrumpir de un momento a otro. La parábola de la semilla que crece por si misma (Me 4, 26-29) no enseña que el reino sea una dimensión creciente en la historia, sino que su venida es un milagro independiente de toda acción humana. Lo mismo hay que decir de las parábolas del grano de mostaza y la levadura (Mt 13, 31-33); su doctrina remite ai contraste sorprendente entre la pequenez inicial (la predicación del reino) y la grandeza final (la realidad del reino), y no a un supuesto proceso de crecimiento. Todo cuanto el hombre puede hacer frente a la venida de la salvación es prepararse: «ahora es el tiempo de la decisión, y la llamada de Jesús es la llamada a la decisión». Jesús se concibe a sí mismo como el que prepara el advenimiento del Hijo del hombre, como la última palabra que Dios dirige a su pueblo antes del fin. De ahí la unidad registrable en su predicación entre el mensaje escatológico y la doctrina ética: el cumplimiento de la voluntad de Dios es conditio sine qua non para poder formar parte del reino inminente. Este exige del hombre una decisión absolutamente incondicional: Mt 5 s s . La convicción de tal inminencia habría nacido en Jesús, como generalmente en toda conciencia profética, de la idea clave a que antes nos referíamos: la soberanía de Dios, frente a la cual el mundo se desvanece y parece llegar a su fin. La palabra divina que el profeta está encargado de pronunciar, se le impone a éste como la última palabra por la que Dios llama a una decisión definitiva. Por consiguiente, lo sustantivo en la predicación escatológica de Jesús no es tanto el anuncio del término temporal del mundo cuanto su concepción de Dios como magnitud transhistórica, que «desmundaniza» al hombre cuando lo interpela, que lo sitúa ante el fin, desconectándolo de los condicionamientos circunstanciales para someterlo a una confrontación inmediata con su majestad soberana. La persuasión de Jesús acerca de la proximidad del fin no ha sido confirmada por la realidad. Mas no por ello —piensa Bultmann— queda devaluado su mensaje escatológico, puesto que éste se condensa en la urgencia de la decisión ahora. De esta forma, la predicación de Jesús difiere sensiblemente de la doctrina apocalíptica, al poner el énfasis en la opción existencial más que en la irrupción futura del reino celeste. 28

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Ibid., 8; cf. BULTMANN, R., Histoire et eschatologie, Neuchatel 1959,47. Theologie..., 19. Ibid., 22-26. Histoire..., 47 s.; como se ve, Bultmann se separa aquí netamente de la tesis de Schweitzer. 28 29 30

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La comunidad primitiva ha identificado a su maestro con el Hijo del hombre, esto es, con el mesías apocalíptico que aquél había anunciado como próximo a venir para clausurar la historia. La proclamación de la mesianidad de Jesús acontece, por tanto, en el marco de las esperanzas escatológicas judías. Los primeros cristianos forman un grupo que se autodefine como comunidad escatológica: los discípulos juzgarán a las tribus de Israel cuando el reino de Dios llegue (Mt 19, 28); por eso se les llama «los doce» —es decir, los jueces escatológicos de las doce tribus—, y no «los apóstoles» —designación tardía—. Por eso también esperan el cumplimiento de las promesas en Jerusalén, capital del reino divino, y no en Galilea. En esta comunidad, la fe pascual en el Resucitado, con la consiguiente identificación entre Jesús y el Hijo del hombre, y la autocomprensión de sí misma como comunidad escatológica, prepara el camino a la certidumbre de que Jesús es el acontecimiento escatológico decisivo. La tradición sinóptica apunta tal convicción en la serie de logia que hablan de Jesús como «el que ha venido» o «el que ha sido enviado» (expresiones que sugieren la preexistencia): Me 2, 17; Mt 15, 24; Le 12, 49; etc. No obstante, se sigue esperando una consumación final, que tendrá lugar con la venida en majestad del Hijo del hombre. Será Pablo quien inicie el retorno a la mentalidad original de Jesús con su tesis de la actualidad de la salvación. El concepto de justicia era en la teología judia un concepto escatológico: el juicio de Dios constituirá a los hombres piadosos en justos. Pablo cree, por el contrario, que la justificación se otorga ya ahora a los que creen: Rm 5, 1.9; 8, 10; 1 Co 6, 11; etc. El evento escatológico, el juicio de Dios, se cumple, pues, en el presente de los agraciados por la fe. Y ello porque, en Cristo, Dios ha puesto término al mundo pecador e introducido el nuevo eón: Ga 4, 4; 2 Co 3, 6; 5, 17; 6, 2; etc. La diferencia entre Pablo y el judaismo no estriba tanto en un diverso concepto de justicia cuanto en el hecho de que, para Pablo, es una realidad actual algo que para el judaismo es mero objeto de esperanza. La fe, respuesta a la palabra interpelante de Dios, es un «evento escatológico» porque es portadora de la salvación. Sólo en ella puede darse la decisión por Dios y sólo en la gracia es dicha fe (y, por ende, dicha decisión) posible. La gracia implica la participación en la vida de Cristo, en su muerte y su resurrección (Rm 6, 1-11), si bien en una 32

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Théologie..., 35-46.

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modalidad dialéctica que está exigiendo la consumación: 1 Co 15, 20-27. El apóstol comparte, en efecto, la expectación de la parusía, tal y como se daba en la comunidad-primitiva: 1 Ts 4, 16 ss.; 1 Co 15, 51 s s . Pero la teología paulina insiste mucho más en el peso salvífico de la decisión (la justicia por la fe) que en lo que pueda aportar el esperado drama final. No es la historia de las naciones o del mundo lo que interesa, sino la historicidad del hombre, que éste va construyendo en la decisión. Mas la decisión no es posible sino en una libertad que, como se apuntó antes, es el don escatológico de la gracia. La presencialización del éschaton, iniciada por Pablo, es radicalizada por Juan en su evangelio. Jesús es, también para Juan, el suceso escatológico; la venida de Cristo al mundo cumple las promesas (1, 45; 5, 39) y realiza el juicio (3, 19; 9, 39). Quien cree en El «tiene (en tiempo presente) la vida eterna» (3, 36; 6, 47); su hora es la de la resurrección de los muertos (5, 25; 11, 23-26). La concentración de lo escatológico en la decisión alcanza así la expresión más depurada de todo residuo apocalíptico. La fe es ya «existencia escatológica»; el cuarto evangelio contiene la formulación más precisa del auténtico pensamiento escatológico peculiar al cristianismo. Cuando la expectación de una parusía inminente hubo de ser abandonada por la evidencia de los hechos, la única solución válida al gravísimo problema teológico que esta decepción entrañaba para una comunidad que se calificaba a sí misma de escatológica, era la versión joannea, extremadamente desmitificada, de un éschaton que adviene en la decisión de la fe. El juicio, la justificación, la resurrección, la vida eterna, en una palabra, todo lo que la esperanza apocalíptica aguarda para el futuro, está dado en Cristo. Quien se anexiona a él en la hora crítica de la decisión ha llegado al fin, puesto que él, y no un suceso cósmico, es el verdadero éschaton. No naturalmente en cuanto hecho pretérito, cronológicamente datable en el calendario, sino en cuanto acontecer permanentemente presencializado en la proclamación de la 33

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Ibid., 276-279; 330-353. Histoire..., 49 s. Ibid., 57-65; 128-131. Théologie..., 389-392; Histoire..., 65-68; «Die Eschatologie des Johannesevangelium», en Glauben und Verstehen I, Tübingen 1965 , 134-152. En esto se distingue el actualismo escatológico de Bultmann del de Dodd y su escatología realizada. 33 34

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palabra y la decisión del oyente de la palabra. Por su fe el cristiano está más allá del tiempo y de la historia comprendida como memoria del pasado; o mejor, vive una existencia histórica en la que, gracias a la fe, «cada instante puede ser escatológico». 38

2.

Presente y futuro en la escatología del NT

De las tres posiciones reseñadas en las páginas precedentes, la de Bultmann ha sido ya comentada en el primer capítulo de este libro: considerar el factor tiempo como revestimiento mitológico del éschaton es despojar a éste de uno de sus elementos esenciales. Los otros dos proyectos hermenéuticos son hasta tal punto contrastantes que se refutan mutuamente. Cada uno de ellos ha de negar en globo la autenticidad de los textos en que se apoya el otro. Se plantea de esta suerte una irreductible antinomia en el horizonte complexivo del N T , en nombre de la cual ambas escuelas se creen autorizadas a mutilar a éste de una parte sustantiva de su totalidad. Así, los partidarios de la escatología consecuente repudian los lugares donde se habla de una presencia actual del reino como deformación del pensamiento original de Jesús; los defensores de la escatología realizada dicen lo mismo de toda afirmación que se refiera al futuro escatológico. No sólo textos aislados, sino libros enteros caen bajo el veredicto de inautenticidad; el evangelio de Juan y las dos obras de Lucas concentran sobre sí la crítica o la admiración de los sistemas antagónicos. Los límites del presente libro no permiten tratar en detalle la autenticidad de los textos cuestionados. Las páginas que siguen habrán de contentarse, en consecuencia, con ofrecer una síntesis de lo que los autores del NT presentan como doctrina auténtica de Jesús sobre la escatología; se verá que en esta doctrina se dan cita tanto las afirmaciones presentistas como las futuristas. Tratará de mostrarse, asimismo, que, lejos de ser incompatibles, las dos series de afirmaciones constituyen, en su mutua complementariedad, la nota específica de la escatología neotestamentaria, y asi han sido comprendidas e incluidas en los escritos de Pablo y Juan. El reino de Dios se hace presente en Jesús: he ahí la primera y fundamental afirmación escatológica de los evangelios. Antes aún de 39

Histoire..., 201-205. El lector podrá encontrar análisis de este tipo en la bibliografía que se irá indicando en nota. 38

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que Jesús haga su aparición, la enigmática figura del Bautista califica el momento histórico que está viviendo Israel como el que precede a la era escatológica. La cita de Is 40, 3 («preparad el camino del Señor...»: Me 1, 2.3; Mt 3, 3) propone a los oyentes el tema del nuevo éxodo: el pueblo repetirá en los últimos días el tránsito por el desierto hacia la tierra prometida. Esa es la razón de que la actividad de Juan se realice en el desierto. Su vestido (Mt 3, 4) recuerda el de Elias (2 R 1, 8), el profeta precursor del día de Yahvé (MI 3, 1.23: cf. Me 1, 2a). No es él quien introduce el reino, sino el que lo prepara en su inminencia (Me 1, 7). Por eso su predicación se centra en la exhortación a la penitencia, significada en la recepción de un bautismo purificador (Me 1, 4) que ha de sustraer a los que lo reciben de «la ira venidera» (Mt 3, 7), es decir, del juicio escatológico, al que se alude con las imágenes del hacha y el bieldo (Mt 3, 10.12). El llamamiento de Juan reviste un inusitado carácter de urgencia porque el reino «está cerca» (énghiken): Mt 3, 2 . Todos los evangelistas relacionan a Jesús con la predicción de Juan sobre la cercanía del reino. Es preciso preguntarse, por tanto, si aquél ha ratificado la enseñanza del Bautista. Con otras palabras: ¿tiene Jesús conciencia de que con él irrumpe en la historia el reino de Dios anunciado por Juan como inminente?. Son los discípulos del mismo Juan quienes plantean la cuestión a Jesús: «¿eres tú el que ha de venir o esperamos a otro?» (Mt 11, 3). La respuesta remite a varios pasajes de Isaías (26, 19; 35, 5-6; 6 1 , 1) que describen el estatuto paradisíaco del éschaton. En verdad, se trata de una respuesta que no se ajusta exactamente al tenor de la pregunta. Esta versa sobre la identidad de Jesús, mientras que la contestación notifica que el reino se ha hecho perceptible en sus efectos. Son éstos los que dan testimonio de Jesús como el esperado, «el que había de venir». Su actuación no es simple anuncio o presagio; es cumplimiento.* 40

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ZEDDA, S., L'escatologia... I, 165-174; TREVIJANO, R., Comienzo del Evangelio. Estudio sobre el prólogo de San Marcos, Burgos 1971, 27-32, 97-99, 116-120. Señalemos ya desde ahora, y contra ia traducción de Dodd, que enghídsein significa «en la mayoría aplastante de los casos» (SCHNACKENBURG, R., Reino..., 126) «acercarse», y no «llegar». Volveremos sobre esto más adelante. Para lo que sigue, vid. MEINERTZ, M , 30-33; ZEDDA, S., L'escatologia...,!, 174-212; CULLMANN, O., La Historia..., 217-223; SCHNACKENB U R G ^ . , Reino..., 101-128. DELLING, G., «Pleróo», en TWNT VI, 289-296; cf. SCHNACKENBURG, R., «Eschatologie...», 1089; TREVIJANO, R., «La escatología del evangelio de S. Mateo», en Burgense (1968), 9 ss. 4 0

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En una línea semejante a la de este texto hay que situar el discurso de la sinagoga de Nazareth (Le 4, 16-21): la profecía de Isaías «se ha cumplido» (peplérotai: v. 21) en el hoy de la actuación de Jesús. Volvemos a hallar el concepto de cumplimiento en el pregón de Marcos: «se ha cumplido (peplérotai: Me 1, 15a) el tiempo», esto es, el plazo señalado por Dios para realizar su plan salvífíco. El primer evangelio interpretará toda la vida de Jesús como un cumplimiento de las Escrituras (1, 22; 2, 15; 4, 14; 8, 17; 12, 17; 13, 35; 2 1 , 4 ) ; el propio Jesús confesará que «ha venido a cumplir (plerósai) la ley y los profetas» (Mt 5, 17). La instauración del reino de Dios en la persona de Jesús se evidencia sin ambages en su actividad exorcista. En efecto, la presencia del reino implicaba en la teología judía la derrota de Satanás. A ella apela Jesús como demostración de la autenticidad de su misión: la acusación de que arroja los demonios con la complicidad del príncipe de los demonios es absurda. La sola explicación posible es que aquél ha sido maniatado, y que su reino se cuartea ante la ofensiva del reino de Dios (Me 3, 22-27). Contra la calumnia de los escribas se esgrime aquí como argumento ad hominem la común convicción judía de que Satanás será encadenado al final de los tiempos (Test. Levi 18, 12; Jub 10, 8; Ass Moss 10, 1; etc.). En Le 10, 18 Jesús afirma haber visto «caer a Satanás desde el cielo como un rayo». Su derrota es, pues, un hecho; correlativamente, es un hecho la llegada del reino de Dios: «si yo expulso los demonios con el dedo de Dios, es que el reino de Dios ha venido (éphthasen) a vosotros» (Le 11, 20 = Mt 12, 28). En este texto, «el verbo phthainein en aoristo sólo puede entenderse como ha llegado». Otro texto del tercer evangelio (Le 17, 20-21) afirma que «el reino de Dios está entre vosotros» (entós hymón). Si bien entós puede significar «dentro de, interiormente», la traducción «entre», «en medio de», encaja mejor en el contexto inmediatamente antecedente: no necesitáis andar de acá para allá; el reino se halla ya a vuestro alcance. La versión espiritualista de un reino interior no se ajusta a la mentalidad de Jesús. 44

SCHNACKENBURG, R., Reino..., 111 (contra la opinión de MEINERTZ, M., Teología..., 32). Vid. además CULLMANN, O., La Historia..., 221, 231; MUSSNER F., «Wann kommt das Reich Gottes? Die Antwort Jesu nach Lk 17, 20b-21», en BiblZeits (1962) 107-111; RATZINGER, J., 43 s.; TREVUANO, R., «La escatología del evangelio de Tomás (Logion 3)», en Salm (1981), 415 ss. 4 4

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Hemos visto antes que Jesús aduce las curaciones milagrosas como argumento probativo de la presencia del reino, puesto que la edad escatológica desconocerá, según las profecías paleotestamentarias, los fenómenos de la enfermedad y la muerte; «a los milagros podría denominárselos algo así como reino de Dios en acciones». * Igualmente se ha llamado la atención sobre un hecho «indiscutible y raramente discutido» : Jesús se arroga la potestad de perdonar los pecados. No se limita a transmitir la noticia del perdón divino de los pecados; los perdona él mismo. El escándalo de los judíos es comprensible, puesto que sólo Dios puede hacer esto (Me 2, 5-7). Si Jesús osa atribuirse tal potestad, ello se explica en base a «una peculiar y única conciencia de misión», que es más que la de un simple anunciador del reino futuro. Conciencia diáfanamente patentizada en las afirmaciones de su superioridad sobre Jonás y Salomón (Mt 12, 4 1 42 = Le 11, 31-32) y en el lógion que presenta sus palabras y obras como la meta de la esperanza de los profetas y justos del AT (Mt 13, 17). Que la existencia histórica de Jesús inaugura el éschaton, ha querido significarlo el primer evangelista (Mt 27, 45.51-53) con la escenografía que enmarca el momento de su muerte: las tinieblas cubriendo la tierra, el desgarramiento del velo del Templo y, sobre todo, la apertura de los sepulcros y las resurrecciones, son elementos que componen, en la literatura apocalíptica, las imágenes del fin. Ese fin, por consiguiente, se ha anticipado en la muerte de Jesús. Los otros dos sinópticos (Me 15, 33.37-38; Le 23,44-46) mantienen sustancialmente esta interpretación escatológica del suceso del Calvario, aunque mitigando el cariz fuertemente apocalíptico de M a t e o . En resumen, el cotejo entre Juan y Jesús marca la diferencia que media entre el pronóstico y su verificación. El primero anunciaba la venida inminente del reino. El segundo manifiesta el cumplimiento de la promesa; su actuación se mueve en la línea de los oráculos mesiánicos realizados: Dios ha entrado ya en la historia, el poder del de4

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SCHNACKENBURG, R., Reino..., 108; MUSSNER, F., Los milagros de Jesús, Estella 1970, 36-45. CULLMANN, O., La Historia..., 221. Ibid., 222. TREVIJANO, R., a. c. en Burgense, 10 s. Sobre el carácter estrictamente escatológico de las resurrecciones de «los santos» en Mt., vid. ZELLER, H., «Corpora sanctorum. Eine Studie zu Mt 27, 52-53», en ZKTh (1949), 385-465. Cf. AGUIRRE, R., Exégesis de Mateo 27, 51b-53, Vitoria-Valencia 1980. 4 !

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monio se tambalea, la enfermedad y el pecado (signos de ese poder) retroceden. Contra la escuela de la escatología consecuente, no parece hacer justicia a los textos examinados la consideración de la actividad de Jesús como mera propedéutica al advento cercano del reino. De tal forma se suprimiría la frontera que le separa de Juan y ambos quedarían del mismo lado; evidentemente no es ésta la convicción de los evangelistas ni la del mismo Jesús. Tampoco sería suficiente hablar de una existencia potencial o virtual del reino en la persona y operación de Jesús; aquí «el reino de Dios aparece como un reino eficaz»; está presente con un dinamismo que es preciso tomar «en un sentido absolutamente real». Esta es la parte de verdad que incumbe al sistema de la escatología realizada, al que corresponde el no pequeño mérito de haber sabido reaccionar contra la muy parcial versión de la escuela de Schweitzer. El reino de Dios se consumará en el futuro: éste es otro de los asertos sustantivos de la doctrina evangélica en torno a la escatología. La persona y la obra de Cristo hacen presente un reino que es cumplimiento de las promesas, pero que no está consumado. La consumación del cumplimiento ha de ser esperada para el porvenir? En la dimensión futura del reino juega un papel importante el término «eón» (aión), que traduce el hebreo holam. Al igual que holam, aión tiene primariamente un sentido temporal: significa el tiempo relativo a un ser —en contraposición a chrónos, que es el tiempo absoluto— o más concretamente, el tiempo del mundo, limitado por la duración de éste: Mt 13, 39.40.49; 24, 3; 28, 20 (synteleia toü atónos). Bajo el influjo helenista, reviste secundariamente una significación espacial: mundo (Me 4, 19 = Mt 13, 22). En el lenguaje de la apocalíptica judía, el término se utiliza para componer una antítesis tópica: «siglo presente-siglo futuro». En general, «este siglo», o «el siglo presente, designa el tiempo del mundo entre la creación y la consumación: «aquel siglo», o «el siglo futuro», la eternidad ultramundana, la duración que se inicia tras el fin de la historia. En torno a ésta, giran las restantes antítesis características —como notaba Werner— del pensamiento apocalíptico. 49

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SCHNACKENBURG, R., Reino..., 114 s. ZEDDA, S., L'escatologia...!, 213-225; CULLMAN, O., La Historia..., 223-226; SCHNACKENBURG, R., Reino..., 145-195. SASSE, H., «Aión», en TWNT I, 197-207; CULLMANN, O., Christ et le temps, Neuchátel 1966*, 32-34 (hay trad. esp.); ZEDDA, S., L'escatologia...\l, 73 s.; 77 ss. 4 9

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Jesús ha asumido el vocabulario de los dos siglos: Mt 12, 32 ( = Me 3, 29); Le 20, 34-35; Me 10, 30 ( = Le 18, 30). No hay razón para pensar aquí en una creación de la comunidad: ambos siglos aparecen netamente divididos por el juicio (Mt 12, 32) o por la resurrección (Le 20, 34-35), sin que el siglo futuro se anticipe de algún modo en el presente (como ocurrirá más tarde en los escritos de Pablo y Juan, con estas o semejantes palabras). «El arcaísmo de la concepción depone en favor de la autenticidad de los textos en boca de Jesús». El siglo presente está a la espera de su consumación: la expresión synteleía toü aiónos, antes recordada, es inequívoca. Pero su autenticidad ha sido impugnada en Mt 13, 39.40 (parábola de la cizaña) y 49 (parábola de la red); según algunos, la referencia al fin escatológico procedería del propio evangelista ; Jesús habría propuesto las parábolas para describir la situación del reino de Dios en el momento actual, el escándalo del mal entre los suyos. Podemos admitir que la explicación de las parábolas, donde se encuentra nuestra expresión, no procede literalmente del mismo Jesús. Con todo, de ahí no se sigue la legitimidad de una reducción de su sentido escatológico. En la parábola de la cizaña, su lógica interna comprende la alusión al juicio, implícito en la conocida metáfora de la mies; en la de la red, la idea clave es la de separación o crisis (esto es, juicio irrevocable) entre buenos y malos. Así pues, aunque sea discutible el carácter auténtico de la expresión «consumación del siglo», no hay duda de que transmite fielmente el pensamiento de Jesús acerca de un juicio futuro que acabará con la promiscuidad de justos y pecadores que se da en el siglo presente. El mismo pensamiento emerge, en el término télos, que designa inequívocamente el fin de este siglo: Me 13, 13 ( = Mt 24, 13); Me 13, 7 ( = Mt 24, 6; Le 21, 9); Mt 24, 14; así como en la frase «el cielo y la tierra pasarán» (Me 13, 3 1 ; Mt 5, 18), que refleja la conocida idea de la sustitución de este mundo por una nueva creación. 52

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ZEDDA, S., L'escatologia... I, 222. JEREMÍAS, J., Die Glekhnisse Jesu, Góttingen 1962 , 79-84; DODD, C. H., The Parables..., 147-152. SCHNACKENBURG, R„ Reino..., 141-143; ZEDDA, S., L'escatologia... I, 223 s.; GOEDT, M. De, «L'explication de la parabole de l'ivraie (MtXIII, 36-43), création mattbéenne ou aboutissement d'une histoire littéraire?», en RevBibl 1959, 32-54. MOLLAT, D., «Jugement...», 1348. 5 2 53

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Al siglo futuro corresponden los elementos que integran la consumación del reino: juicio, resurrección, vida eterna, muerte eterna. La doctrina evangélica del juicio, que aparece frecuentemente en boca de Jesús (Me 8, 38 y par.; Mt 10, 15 y par.; 11, 22 y par.; 12, 41 y par.; 19,48 y par.; 2 4 , 4 0 y par.; 25, 31), prolonga la idea profética de el día de Yahvé, con su doble vertiente de castigo y victoria, y la connotación de una retribución. De la resurrección Jesús habla raramente, pero su polémica con los saduceos (Me 12, 18-27) muestra la convicción con que ha tomado partido en una cuestión todavía disputada entre sus coetáneos. Muy numerosas, en cambio, son las indicaciones sobre el estado definitivo de buenos y malos. Las imágenes del convite mesiánico (Mt 22, 1-10; Le 14, 16.24; Mt 8, 11-12), de la vida, en su sentido escatológico (Me 9, 43-48; 10, 30; cf. en este texto el acoplamiento de los conceptos «siglo futuro» - «vida eterna»), de la gehenna (Mt 5, 22; Me 9, 43 ss.), ratifican los últimos desarrollos de la doctrina de la retribución en el AT, que veían en la comunión de la vida divina (o en una definitiva excomunión) el término de la existencia terrena. Todos estos conceptos, estrictamente escatológicos, suponen y corroboran la distinción «siglo presente-siglo futuro». Su exposición ocupa —tanto cualitativa como cuantitativamente— un lugar tan destacado en la predicación de Jesús que no se ve cómo pueda impugnarse su autenticidad sin cuestionar automáticamente la consistencia de dicha predicación. A la teología del reino propia de Jesús pertenece la dimensión futura del mismo entrañada en el juicio, resurrección, premio y castigo; sin ella el carácter salvífico de la presencia actual del reino resulta difícilmente explicable y convincente. Así pues, sobre la base de esta distinción de los dos siglos han de ser entendidas las restantes indicaciones futuristas que nos proporcionan los sinópticos. Hemos recogido más arriba el lema inaugural de la predicación de Jesús, transmitido en Me 1, 15: «el tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca». Hemos indicado también que el verbo enghídsein ha de ser traducido por «acercarse». Las razones en favor de esta significación ofrecen muy escaso margen a la versión de Dodd. De 56

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La doctrina bíblica sobre cada uno de estos conceptos será expuesta en los capítulos correspondientes de la parte sistemática. Baste por ahora una sumaria enumeración de los mismos. " CULLMANN, O., La Historia..., 224. s (

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los treinta y seis lugares en que aparece el verbo en el N T , sin referen­ cia al reino de Dios (veintidós de ellos en los sinópticos), su significa­ do es, sin lugar a dudas, «acercarse», y no «llegar». El examen del ad­ jetivo engys conduce al mismo resultado. Un cotejo con el doble de Me 1, 15 en Mt 3, 2 parece zanjar la cuestión, pues «ciertamente Ma­ teo no pensó que el reino había venido con Juan». La lectura que proponemos es, en fin, la más difícil, al establecer una paradójica tensión entre los dos miembros del lógion: el cumplimiento del tiempo no entraña la llegada del reino, sino sólo su cercanía. Este sigue con­ servando una dimensión de futuro. Jesús ora, y enseña a orar a sus discípulos, por la venida del reino (Mt 6, 10 = Le 11, 2). La variante «a nosotros» del códice D en Le 11,2 puede ser síntoma de una intelección espiritualista de esta peti­ ción, que piensa en un progreso carismático del reino en su figura ac­ tual; pero en sus orígenes la expresión sólo podía referirse a esa fase futura del reino implicada en la distinción de los dos siglos, como lo muestran otros lugares semejantes: Le 17, 20; Me 9, 1 (= Mt 16, 28). Las parábolas de los sinópticos contienen abundante material es­ catológico, como advirtió ya Dodd. Entre ellas nos interesan ahora las que exhortan a la vigilancia. Le 12, 36­38 nos habla de los siervos que esperan a su señor y que serán «dichosos» si éste los encuentra a su regreso velando. (En Me 13, 34­36 el cuadro es semejante, con la diferencia de que aquí se trata sólo del portero de la casa señorial). La vigilancia se encarece, por de pronto, debido al carácter incierto del momento de la venida (cf. Me 13, 33­37). Pero además porque el señor puede tardar: v. 38 (la tercera vigilia es la hora cercana al ama­ necer). Es este último rasgo el que le parece sospechoso a D o d d ; 58

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TREVIJANO, R., Comienzo..., 227; CULLMANN O., La Historia..., 223; SCHNACKENBURG, R., Reino..., 126 s.; WOLF ZORN, Ε. E., p. 54, nota 27, ofrece abundante bibliografía sobre el significado de este verbo. Todavía hay quie­ nes se inclinan por el significado de «llegar»: MIRANDA, J. P., El ser y el mesias. Salamanca 1973, 87 s., quien cita en su apoyo a M. Black y a Joüon. Como lo demuestra la actitud de ZEDDA, S., L'escatologia... I, 106, nota 25, quien en este punto sigue a Dodd, impresionado por el perfecto peplérotai. Dos cuestiones quedan pendientes aquí: la misma tensión cumplimiento pre­ sente del tiempo­advento futuro del reino, y el carácter cercano de éste en su forma definitiva. Volveremos sobre ambos puntos. SCHNACKENBURG, R., Reino..., 145 s.; CULLMANN, O., La Histo­ ria..., 224. The Parables..., 128­132; cf. JEREMÍAS, J., Die Gleichnisse..., 50­52, 57. 3 9

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habría sido introducido por el evangelista, ya seguro de la dilación in­ definida de la parusia. En boca de Jesús, la parábola se dirigía a los discípulos para prevenirlos ante la crisis de la pasión. Contra tal re­ construcción es menester observar que tanto la imagen del convite (v. 37) como la doble apelación «dichosos» (vv. 37­38) pertenecen a! vocabulario convencional que describe la vida eterna en el siglo futu­ ro. La insistencia sobre la vigilancia cobra así un matiz de escatolo­ gía futurista difícilmente eliminable, máxime si se atiende a M e 13, 33 ss. La idea de vigilancia ante una venida inopinada se desarrolla en otras dos parábolas de la misma sección de Le, pero procedentes de la fuente Q: Le 12, 39­40 ( = Mt 24, 43­44) y 41­46 (= Mt 24, 45­51). En cuanto a la primera, la imagen del ladrón para describir el día del Señor encuentra un eco en otros lugares del N T : 1 Ts 5, 2.4; 2 Ρ 3, 10; Ap 3, 3; 16, 15. Semejante popularidad indica que la idea era conocida como proveniente del mismo Jesús. La parábola del admi­ nistrador fiel o infiel hace depender esta fidelidad de su actitud de es­ pera. El v. 45 ( = Mt 24, 48), que constata la existencia de un retraso («tarda en venir mi señor») repropone la cuestión de la autenticidad; la que en su origen era una parábola de crisis habría sido modificada para advertir acerca del retraso de la parusia. Pero la situación del texto no es ahora la misma que en Le 12, 36­38; el v. 45 no está al fi­ nal de la parábola (como lo estaba el v. 38), donde puede ser explica­ do fácilmente como adición, sino que justifica la idea de incerteza ex­ presada a continuación en el v. 46. Por otra parte, no estamos ya ante un material propio del tercer evangelista: la misma expresión aparece en Mt 24, 48 y es, por tanto, atribuible a la tradición pre­ sinóptica. El retraso no es sólo un motivo secundario de tentación para el administrador; es, en sí mismo, la ocasión de tentación. Con otras palabras: la fidelidad se prueba no sólo en la vigilancia, sino en la paciencia.* Vuelve a aflorar así uno de los problemas a que nos 63

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SCHNACKENBURG, R., Reino..., 224. Que en Le 12, 36 ss. el v. 38 sea adición del evangelista, ya parece menos improbable, y respondería a una conocida tendencia de su evangelio; cf. CONZELMANN, H., DieMitte der Zeit. Studien zur Theologie des Lukas, Tübingen 1964', 99 s. Pero la orientación futurista de la pará­ bola no pende de dicho verso. DODD, C. H., The Parables..., 127; JEREMÍAS, J., Die Gleichnisse..., 54 s. SPICQ, C, «La parabole de la veuve obstinée et du juge inerte, aux déci­ sions impromptues (Le XVIII, 1­8)», en RevBibl (1961), 87. Sobre Mt 24,48, vid. la 6 4

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hemos referido antes : el de la distancia cronológica de la parusía. No nos detendremos en él por el momento; a nuestro objeto basta haber mostrado la índole futurista del texto que comentamos. Una parábola de vigilancia propia de Mateo es la de las diez vír­ genes (Mt 25, 1­12). Su sentido general es claro: se trata, una vez más, de inculcar la necesidad de la actitud de expectación ante el su­ ceso escatológico, inequívocamente señalado en los vv. 10.12 por la imagen del banquete y por la expresión «no os conozco», característi­ ca de la sentencia condenatoria del juicio (Mt 7, 2 3 ; Le 13, 25.27; Me 8, 38; etc.). Aparece también aquí el rasgo de la tardanza (v. 5), pero, en contraste con la parábola del administrador, lo que ésta su­ braya no es que el señor viene antes de lo esperado, sino más tarde; a las vírgenes necias se les reprocha el no haber previsto esta contin­ gencia. En todo caso la enseñanza es siempre la misma: hay que mantenerse en tensa expectación ante la venida del señor. Este puede llegar pronto o tarde; por ello, la vigilancia no puede descuidarse. Todas estas parábolas presentan el mismo cuadro: la expecta­ ción ante una venida que consumará la historia; el desconocimiento del momento de tal venida; la exigencia de una constante vigilancia. Pero ¿quién es el señor cuya llegada se aguarda?; ¿qué relación exis­ te entre Jesús y el protagonista de la venida que él anuncia con tanta insistencia? Hemos visto ya que las afirmaciones presentistas del rei­ no conectaban la actualidad de éste a la persona y la actividad de Jesús. ¿Sucede lo mismo con las afirmaciones futuristas? La primera comunidad identificó en Jesús al Hijo del Hombre cuya parusía aguardaba. Pero ¿procede esta identificación de la misma comunidad o de la autoconciencia propia de Jesús? De las tres clases de logia en que aparece el título, nos interesan ahora los referentes a su función escatológica. Es claro que el texto inspirador de tales logia es Dn 7, 13 ss., como se evidencia en M e 13, 26; 14, 62 y Mt 25, 3 1 ; Jesús predice la venida en majestad de una fi­ 67

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observación de CULLMANN, O., La Historia..., 412 s., contra CONZEL­ MANN H., Die Mitte..., 99. Supra, nota 60. MEINERTZ, M., «Die Tragweite des Gleichnisses von der zehn Jung­ frauen», en VV. A Α., Synoptische Studíen. F estschrtft A. Wikenhauser, München 1954, 94­106; SCHNACKENBURG, K.,Reino..., CULLMANN, O.,La Historia..., 229 s.; GRAESSER, E., 17 ss. Más alguna otra que nada añade de nuevo: Le 19, 11­27; Mt 25, 14­30. Vid. BULTMANN, R., Theologie..., 31 s. 66

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gura cuyo nombre y atributos coinciden con los del protagonista de la visión de Daniel. Mas el problema reside en saber si, al anunciar esta venida, está pensando en sí mismo o en otra persona. Ya la constatación de que el título aparece en el NT siempre y sólo en boca de Jesús (la única excepción sería Hch 7, 56), y que los autores neotestamentarios no lo utilizan nunca cuando hablan ellos u otros interlocutores, indica que este título no se acomodaba a los intereses y teología de la comunidad, contrariamente a lo que ocurre con otros (Hijo de Dios, Señor, Cristo...) abundantemente usados en sus escritos. Se impone, pues, la conclusión de que los hagiógrafos lo han conservado porque guardan el recuerdo preciso de que era ése el modo preferido por Jesús para autodesignarse. Por otra parte, si Jesús se está refiriendo en estos logia a alguien distinto de él, su relación respecto al que «ha de venir» sería semejante a la del Bautista (Mt 3, 11-12), es decir, una relación de sumisión y subordinación. Ahora bien: nada de esto se encuentra en la actitud de Jesús, quien, como vimos, actúa con la firme persuasión de que el reino de Dios está indisolublemente unido a su persona, en la que no se registra ningún síntoma de una presunta conciencia de precursor. Sobre la base de estas consideraciones generales, que no favorecen absolutamente la tesis crítica de Bultmann, tiene gran importancia el lógion de Me 8, 38 (Mt 10, 32-33; Le 9, 26). A primera vista parecería que la versión de Marcos corrobora la no identificación entre Jesús y el Hijo del Hombre («quien se avergüence de mí... también el Hijo del hombre se avergonzará de él...»). Pero la suerte final de los juzgados depende en tan estrecha medida de su actitud frente a Jesús que la única explicación razonable del lógion es la que supone una real identidad entre éste y el Hijo del hombre. Sólo que la condición presente de Jesús no manifiesta todavía tal identidad, que ha de quedar custodiada por el secreto mesiánico. La versión de Mt 10, 32-33 («quien se declare por mí... yo también me declararé por él...») traduce, por consiguiente, con fidelidad el pensamiento original. 70

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CULLMANN, O., Chrístologie du Nouveau Testament, Neuchátel 1966, 131-134; DUQUOC, C, Chrístologie I, París 1968, 188-195 (hay trad. esp.); SCHNACKENBURG, R., Reino..., 151. SCHNACKENBURG, R., Reino..., 150. CULLMANN, O., Chrístologie..., 135 y nota 3; SCHNACKENBURG, R., Reino..., 153 s., quien cita en su apoyo a ROBINSON, J. A. T., Jesús and his Corning. 7 0

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En resumen: el carácter futuro del reino de Dios predicado por Jesús está avalado por un tal número de textos que, de admitirse la teoría de la escatología realizada, buena parte del contenido de los sinópticos tendría que rechazarse como espúreo. A nadie se le oculta la gravedad de semejante veredicto. El examen, forzosamente sintético y apresurado, del material en cuestión no convalida la tesis de Dodd. En base a la sola crítica literaria, no hay razones de peso para dudar que Jesús haya hablado de un siglo futuro que consumará al siglo presente; en vista de esa consumación enseña a orar por la venida del reino, a estar preparados para recibir al Hijo del hombre, título con el que desvela su autoconciencia de consumador escatológico del mismo reino que él ha inaugurado en su actividad salvifíca.

3.

La tensión presente-futuro, nota específica de la escatología neotestamentaria

Una vez admitidas como auténticas las dos series de afirmaciones estudiadas sucesivamente en la sección precedente, se plantea ahora la cuestión de su compatibilidad. En realidad, se tiene la sensación de que las escuelas de la escatología consecuente y realizada han llegado a posiciones antitéticas movidas por la misma convicción: las dos series son incompatibles y, por tanto, se impone la opción en favor de una de ellas. Cabe sospechar que el enfrentamiento no se debe a motivos puramente exegéticos y que la exégesis se ha visto, en este caso, fuertemente mediatizada por una toma de postura previa. Por el contrario, la aceptación de la doble dimensión presente-futuro en el horizonte común de una única escatología impone el deber de inquirir si (y de qué modo) el presente y el futuro componen en el NT una doctrina escatológica coherente. De ser éste el caso, estaríamos ante 73

«Como investigadores protestantes no pretendemos una exégesis 'oficial' y nos sentimos orgullosos de la multiplicidad de las interpretaciones. Pero... deberíamos sentirnos por lo menos intranquilos ante el hecho opresor de que hoy en día, muchas veces con los mismos métodos, una escuela, en virtud de 'cuidadosos análisis', considera como construcciones de la comunidad las afirmaciones presentistas de Jesús, y la otra las afirmaciones futuristas» (CULLMANN, O., La Historia... 215 s.). Merecen ser leídas con atención las pp. 211-217, que hablan de las parcialidades en que puede incurrir una exégesis aparentemente «objetiva», pero en realidad influida por preocupaciones ideológicas. Vid. la misma crítica a una exégesis unilateral en KUEMMEL, W. G., «Futurische und prásentische Eschatologie im áltesten Urchristentum», en NTSt (1959), 113-126 (pp. 113-120). 1 3

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una escatología cuya originalidad reside cabalmente en la tensión entre los dos momentos de la irrupción del éschaton, y la admisión de las dos series de afirmaciones, lejos, de responder a una tendencia concordista (que infiera violencia a los textos) o a motivos puramente exegéticos (la autenticidad de los textos mismos), sería la condición previa de su correcta comprensión. De hecho ésta ha sido, hasta la aparición de la teoría de Schweitzer, la interpretación unánime de la escatología neotestamentaria, y sigue siendo hoy la más generalmente aceptada, tanto a nivel de exégesis como de teología sistemática. En la predicación de Jesús, la yuxtaposición de los dos momentos (presente y futuro) del reino se remonta a su pregón inaugural. Me 1, 15, en efecto, contiene dos verbos (peplérotai — énghiken) que otorgan a la frase un cariz paradójico. El tiempo cumplido parece esgrimirse aquí como fundamento de la proximidad del reino, y no como demostración de su llegada pura y simple. De esta forma, la presencia del cumplimiento, lejos de derogar la tensión hacia el porvenir, la reactiva. Y viceversa, la cercanía del futuro confirma la actualidad del cumplimiento. Jesús parece poseer la certidumbre de que el reino va a venir porque tiene conciencia de que el tiempo se ha cumplido. En el evangelio de Marcos, toda la introducción ( 1 , 1-15) está en función de esta paradoja: la proclama precursora del Bautista, la apertura de los cielos en el bautismo de Jesús, la tentación de éste en el desierto, son indicios del comienzo del combate escatológico entre Dios y Satanás. La soberanía divina ha penetrado en el mundo; su victoria no se hará esperar. En este contexto, Me 1,15 resume con justeza la situación en el ya del peplérotai y el todavía no del énghiken. En cuanto al evangelio de Mateo, también hemos llamado la atención más arriba sobre la importancia que en él recibe el concepto de cumplimiento, aplicado a la persona y la obra de Jesús. Pese a lo 74

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Entre los exegetas actuales es Cullmann quien se ha manifestado con mayor vigor y originalidad en este sentido; cf. RATZINGER, J., 59 ss.; GRAESSER, E., 55. Vid. para cuanto sigue SCHUERMANN, H., Traditionsgeschichtliche Untersuchungen zu den synoptlschen Evangelien, Dusseldorf 1968, 13-35 («Das hermeneutische Hauptproblem der Verkündigung Jesu»); ID., Ursprung und Gestalt. Erorterungen und Besinnungen zum Neuen Testament, Dusseldorf 1970, 279-298 («Eschatologie und Liebensdienst in der Verkündigung Jesu»). SCHNACKENBURG, R., Reino..., 127. TREVIJANO, R., Comienzo..., 224 s., 227. Sobre Me 1,15 como conclusión del prólogo del segundo evangelio, vid. ibid., 189-201. 7 4

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cual —o mejor, en base a tal cumplimiento—, el Jesús del primer evan­ gelio habla de una synteleía toü aiónos que rematará el plazo cumpli­ do, poniendo fin a este siglo y dando paso al futuro. Las llamadas parábolas de crecimiento, contenidas en Me 4 y Mt 13, corroboran nuestra interpretación, al ilustrar con nitidez la simul­ taneidad presente­futuro del reino escatológico anunciado por Jesús. De ellas, la del sembrador y la del grano de mostaza son comunes a ambos evangelistas. En la parábola del sembrador (Me 4, 3­8 = Mt 13, 3­8; cf. Le 8, 5­8) nos topamos de nuevo con el antagonismo her­ menéutico de los propugnadores de la escatología consecuente y los de la escatología realizada. Una lectura objetiva basta, creemos, para poner en evidencia lo insuficiente de una y otra interpretación. Prescindamos, por ahora, de la exégesis que los evangelistas atribu­ yen al propio Jesús (Me 4, 13­20 y par.). Por una parte, la parábola magnifica hiperbólicamente la abundancia del fruto allí donde la se­ milla cayó en buena tierra, lo que sólo puede entenderse del reino de Dios consumado. Por otra, empero, el símil de la semilla no sólo sig­ nifica el contraste de esta plenitud final con la pequenez inicial; la ló­ gica de la imagen exige que los oyentes piensen en un crecimiento. La idea del desarrollo se confirma con la minuciosa ilustración de los ca­ sos en que la semilla no llegó a su estado final de plenitud. La parábo­ la del sembrador, pues, tiene su nudo en la descripción del proceso de instauración del reino, que va desde su implantación actual hasta su plenitud final, a través de un crecimiento sujeto a variadas vicisitu­ des. La certeza del triunfo final del reino, pese a las contingencias ad­ versas, radica en la realidad de su presencia: el todavía no se apoya en el ya. Es evidente que la parábola contenía, en la intención de Jesús, una vigorosa intimación a la decisión ahora. Mas las conse­ cuencias de tal decisión se manifestarán en el futuro, puesto que, ob­ viamente, todavía «no es visible la plenitud de frutos». En la explica­ ción que añaden los evangelistas, el motivo escatológico parece ab­ sorbido por el interés parenético. Pero no completamente, puesto que sigue resonando la nota dominante de la plenitud? La parábola del grano de mostaza (Me 4, 30­32) está asociada en β a la de la levadura (Mt 13, 31­33 = Le 13, 18­21). Ambas ejempli­ 77

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Vid. las diversas interpretaciones en SCHNACKENBURG, R., Reino..., 132­134; GRAESSER, E., 64 s. SCHNACKENBURG, R., Reino..., 135. Ibid., 136 s. 7 1

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fican la misma tesis de la parábola del sembrador: la continuidad en­ tre un comienzo real, si bien modesto, y un final espléndido en su ple­ nitud; «una continuidad tal como existe entre la siembra y la cose­ cha». Propia de Marcos es la parábola de la semilla que crece por si misma (Me 4, 26­28). El símil de la siega certifica, como ya es sabi­ do, su índole escatológica. Hasta ese momento, la semilla va madu­ rando y la parábola enfatiza en la actitud del labrador la necesidad de la espera y la seguridad del buen final, garantizado por la propia y actual virtud de la semilla misma. Más claramente aún que en la pa­ rábola del sembrador, asoma aquí la tensión entre lo ya dado y lo por venir, junto con la sensación de tranquila serenidad frente al futuro, basada en lo existente ahora? La parábola de la cizaña (propia, con la de la red, de Mateo: 13, 24­30; 47­50) carga el acento sobre el es­ tadio escatológico del reino; de ahí que la hayamos situado antes en­ tre las afirmaciones futuristas. Pero «tampoco hay que olvidar que en ella se habla de un crecimiento» (v. 30): el reino del mal tiene, ya ahora, su contrapartida en el reino de Dios, aunque la discriminación se difiera hasta la siega. La misma tensión entre el ya y el todavía no, presente como leit motiv común en estas parábolas de crecimiento, aparece otra vez en el lógion de Me 8, 38 y par. al que nos referíamos más arriba. El jui­ cio, que llevará a cabo el Hijo del hombre al final de los tiempos, se basa en un juicio que se está produciendo ahora en la actitud de los hombres frente a Jesús. Ambos juicios, el terreno y el futuro, no se excluyen, sino que se implican mutuamente. Una idea semejante se deduce de Mt 25, 31 ss.: la discriminación escatológica sanciona la condición de «benditos» o «malditos» que los hombres han adquirido en el presente de su relación interpersonal. Por lo demás, en Mt 25, 80

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Ibid., 140; cf. KUSS, O., «Zum Sinngehalt des Doppelgleichnisses vom Senfkom und Sauerteig», en Bibl (1959), 641­653. " SCHNACKENBURG, R., Reino..., 137 s. Ibid., 141: esta parábola «tiene una contextura mucho más escatológica» (que las anteriores). Cf. el artículo ya citado de GOEDT. " SCHNACKENBURG, R., 141. Sobre estas parábolas de crecimiento, vid. DAHL, Ν. Α., «The Parables of Growth», en Studia Theologica (1951), 132­166, quien insiste en retener como núcleo doctrinal el de un desarrollo temporal del reino. Vid. asimismo la magnífica interpretación que del entero cap. 13 de Mt ofrece GER­ HARDSSON, B., «The Seven Parables in Matthew XIII», en NTSt (1972­73), 16­ 37. CULLMANN, La Historia..., 224 s. Tanto Me 8,38 como Mt 25,31 ss. an­ ticipan la teología joánica del juicio, a la que nos referiremos más adelante. 82

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37-40 asoma la concepción de que la comunidad escatológica se está fraguando ahora, no sólo en la persona de Jesús, sino en las de sus discípulos, por cuanto éstos lo representan hasta el punto de que el propio Jesús se identifica con ellos: «lo que a éstos hicisteis... a mí'me lo hicisteis» (vv. 40.45). Se ha señalado en páginas precedentes que la ética de Jesús es, según Schweitzer, una ética de interim, orientada vigorosamente hacia la escatología. Podemos aceptar esta orientación, a condición empero de que no se silencie la referencia existente en dicha ética al momento presente. En efecto, como ha notado Bultmann, la doctrina de Jesús impone la urgencia de la decisión ahora, decisión que es posible gracias a una acción de Dios en el hombre o, con otras palabras, a la presencia operante del reino. Sólo que la tesis bultmaniana prescinde de la prueba a que ha de ser sometida la decisión en el tiempo que falta hasta el fin. Sin embargo, las parábolas de vigilancia insisten en el momento de la perseverancia como componente sustantivo de la seriedad de la opción. La ética de Jesús, en suma, manifiesta y confirma la estructura tensional de la realidad del reino: su presencia capacita para (empuja a) la decisión en el ahora salvífico de la predicación; mas la decisión se orienta, a través de la perseverante firmeza, a la plenitud futura. De lo dicho hasta aquí se deduce que la escatología de los sinópticos fusiona las dos series de afirmaciones escatológicas en un cuadro unitario, en el que se articulan, como componentes esenciales y mutuamente referidos, la presencialidad y la futuridad del reino de D i o s . Queda ahora por ver si los restantes escritos del NT (Pablo y Juan) participan de esta misma concepción; no será necesario alargar excesivamente la exposición, puesto que nuestro objetivo se limita a mostrar un acuerdo fundamental con el sistema ya descrito, y a desechar, en consecuencia, las interpretaciones unilaterales que proyectan sobre estos dos autores condicionamientos implicados en las respectivas teorías escatológicas. 83

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CULLMANN, O., La Historia..., 245 s. Nos hemos apoyado en Me y Mt. Que Lucas propugne el esquema escatológico que venimos exponiendo es convicción común de la exégesis, sea de la escuela que sea; vid. CONZELMANN, H., o. c, para quien es justamente el tercer evangelista el creador de esta escatología, en el marco de una periodización de la historia salvífica. 1 3 M

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Una primera aproximación a P a b l o basta para captar la impor­ tancia decisiva que tienen en su teología los acontecimientos pascua­ les. La muerte y resurrección de Cristo son el núcleo de su evangelio y la razón que mueve al apóstol a firmar que ha llegado «el fin de los eones» (1 Co 10, 11) o «la plenitud del tiempo» (Ga 4, 4). En Cristo penetra un ahora que es comienzo de la nueva creación: «ahora es el tiempo favorable» (2 Co 6, 2); «ahora se ha manifestado la justicia de Dios» (Rm 3, 21). De suerte que lo «viejo pasó, todo es nuevo» (2 Co 5, 17). Y todo ello acontece en Cristo resucitado, que es el «espíritu vivificante» (1 Co 15, 44) que derrota a la muerte y es principio de la nueva vida (Ga 2, 10; F lp 1, 2 1 ; Col 3, 4). El bautismo, que nos asi­ mila a la muerte de Cristo, nos hace participar de su resurrección (Rm 6, 4). Ahora es cuando se ha abolido la ley (Rm 7, 6) y la conde­ na (Rm 8, 1), cuando tenemos ya la salvación (Rm 3, 26; 11, 5; Ef 2, 8) y nos hallamos trasladados al reino del Hijo (Col 1, 13). Pero este ahora de la decisión y de la posesión de los bienes salví­ ficos no puede ser entendido sino en su orientación al futuro, del que Pablo se ocupa con no menor interés y frecuencia. El viejo eón sub­ siste todavía, aunque los que son en Cristo hayan sido sustraídos a él (Ga 1, 4); pero subsiste como pasajero (1 Co 7, 31). De ahí que la mirada del apóstol se dirija ansiosamente hacia la consumación que nos traerá «el día del Señor» (1 Co 1, 8; 5, 5; 2 Co 1, 14; F lp 1, 6.10; 2, 16; 1 Ts 5, 2; 2 Ts 2, 2), es decir, la parusia o la revelación de Cris­ to (1 Ts 4, 15; 2 Ts 2, 1; 1 Co 15, 2 3 ; 1, 7; 2 Ts 1, 7). En este mo­ mento tendrá lugar la resurrección (1 Co 15, 51­52; 1 Ts 4, 14­17), la renovación cósmica (Rm 8, 19­22), el juicio (2 Co 5, 10), y el mundo llegará a su fin (1 Co 15, 24­28). 88

" Para lo que sigue vid. GOGUEL, M., «Le caractere á la fois actuel et futur du salut dans la théologie paulinienne», en VV. AA., The Background of the New Testament and its Eschatology, Cambridge 1964, 322­341; STUHLMACHER, P., «Erwágungen zum Problem von Gegenwart und Zukunft in der paulinischen Escha­ tologie», en ZThK (1967), 423­450; SMALLEY, S. S., «The Delay of the Parousie», en JBL (1964), 41­54 (pp. 47­51); MEINERTZ, M., Teología..., 470­483; CULL­ MAN, O., La Historia..., 227­297; ZEDDA, S., L'escatologia... II, 33­57, 80 ss.; SCHELKLE, K.H., 713­723. " VIARD, Α., «Expectatio creaturae (Rom 8, 19­22)», en RevBibl (1952), 337­354. SCHNACKENBURG, R., Reino..., 252 s., contra los partidarios de la es­ catología realizada, nota que esta fe en la parusia no puede explicarse recurriendo a un influjo de la apocalíptica judía del siglo I. Pues tal fe aparece en los más antiguos escritos paulinos: en 1 Ts y en 1 Co. En esta carta, además del cap. 15 ya citado, es decisivo 16,22; la expresión maranatha «hunde sus raices en la Iglesia palestina de

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Por eso los bienes salvíficos se poseen ahora en la dialéctica del ya y el todavía no; el cristiano no camina «según la carne», aunque vive aún «en la carne» (2 Co 10, 3; Ga 2, 20; Flp 1, 22); posee el Espíritu, pero como arrabón (arras: 2 Co 1, 22; 5, 5; Ef 1, 14) y aparché (primicias: Rm 8, 23) de la existencia espiritual propia del éschaton. El mismo Cristo resucitado es «primicias de los que duermen» (1 Co 15, 20,23); su resurrección abre el proceso escatológico de las resurrecciones, pero no lo agota: durante la existencia terrestre todavía «gemimos... deseando ser revestidos» del cuerpo resucitado (2 Co 5, 2-3). La tensión hacia la parusía y la esperanza en la resurrección se conserva incluso allí donde Pablo ha renunciado a llegar vivo al día del Señor; en la carta a los Filipenses, en efecto, se contempla con serenidad la muerte antes del fin porque ella supone el «ser con Cristo» ( 1 , 23). Mas no por ello se depone el talante de expectación frente a ese fin que «consuma la buena obra» (1, 6.10; cf. 2, 16), en el que Cristo transfigurará nuestro cuerpo a semejanza del suyo (3, 20-21). En la carta a los Efesios se habla, como en los sinópticos, del «mundo venidero» ( 1 , 21), del crecimiento de la comunidad (4, 12-13) hasta «el día de la redención» (4, 30); mientras tanto, los cristianos han de vivir velando, en estado de guerra contra las asechanzas del maligno (6, 10-18). Todos estos temas evocan correspondencias sinópticas: la antítesis siglo presente-siglo futuro; las parábolas vegetales; las exhortaciones a la vigilancia. A la vista de estos pasajes, parece en suma insostenible atribuir a Pablo una escatología existencial que se agota en el momento de la decisión. Al igual que en los sinópticos, se da en él la típica fusión de elementos presentistas y futuristas, sin que ninguno de ellos pueda adscribirse a una determinada etapa del pensamiento paulino, puesto que ambos se encuentran desde 1 Ts hasta Ef. La escatología paulina es, como la de Jesús, históricosalvífica: la edad presente es escatológica no sólo porque ofrece una nueva forma de existencia en la fe (el ser en Cristo), sino sobre todo porque Dios ha obrado un comien89

habla aramea». Así pues, y por lo que atañe a Pablo, la esperanza parusíaca no es creación suya, sino adopción de una creencia de la primera comunidad. Sobre el maranatha, cf. CULLMANN, O., Christologie..., 180-186. *' KUEMMEL, W. G., «Futurische...», 122 s.; SMALLEY, S. S., 52-54; GOGUEL, M., 339-341. Para Ef hay que admitir, por lo menos, la indiscutible inspiración paulina de sus contenidas doctrinales.

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zo de la nueva creación, que tiende a consumarse en la plenitud del télos p a r u s í a c o . La eucaristía —dentro de la vida de la c o m u n i d a d ­ anuda inseparablemente los dos momentos culminantes de la historia (pascua y parusia), puesto que, por una parte, «anuncia la muerte del Señor», y por otra, se celebra «hasta que él venga»; 1 Co 11, 2 6 . El evangelio de Juan representa, como ya sabemos, la pieza maestra de la argumentación de Bultmann en pro de su concepto de escatología. Asimismo Dodd ve en él la comprobación de que la es­ catología cristiana original es una escatología realizada. Indudable­ mente la visión escatológica de Juan se distingue de la de los restan­ tes escritos del NT por la constante y ostensible acentuación del ca­ rácter actual de los bienes salvíficos. El concepto sinóptico de «reino de Dios» es sustituido en el cuarto evangelio por el de «vida» o «vida eterna» (ambas expresiones son sinónimas: 3, 36), y la vida se posee ya ahora por la fe en Cristo: 3, 15­16.36; 5, 21.24.40; 11, 25­26; 17, 3; etc. Esta penetración de la vida eterna en la existencia temporal del creyente atrae hacia el interior de la historia los acontecimientos específicos del éschaton. La parusia parece haber tenido lugar en la manifestación gloriosa de Cristo resucitado: 14, 3.18­20. El juicio se realiza ahora, en la aceptación o repulsa de Cristo y su palabra: quien no crea en él «ya está juzgado» (3, 18­19) y el que escucha la palabra y cree «no incurre enjuicio» (5, 24). En cuanto a la resurrec­ ción, se afirma en 5,25: «llega la hora, y es ahora, en que los muertos (v. 28: «los que están en los sepulcros») oirán la voz del Hijo de Dios, y los que la oigan vivirán». En el diálogo con Marta, ésta manifiesta su creencia en la resurrección «el último día» (11, 24). A lo que Jesús 90

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SCHNACKENBURG, R., Reino..., 256. CULLMANN, O., La Historia..., 288 s. Vid. supra, nota 36. Vid. supra, nota 15. Sobre la escatología de Jn, además de las obras citadas de Bultmann y Dodd, cf. ZEDDA, S., L'escatologia... II, 297­426; SCHELKLE, Κ. H., 724­727; SCHNACKENBURG, R., Reino..., 256­260; ID., «Das eschatolo­ gische Denken im Johannesevangelium», en Das Johannesevangelium II, F reiburg i.B. 1971, 530­544, exc. 14 (hay trad. esp.); CULLMANN, O., La Historia..., 299­ 323; ID., Eludes de théologie biblique, Neuchatel 1968, 144­156; MEINERTZ, M., Teología..., 540­544; VAN HARTINGSVELD, L., Die Eschatologie des Johannes­ Evangeliums, Assen 1962 (con bibliografía); BOISMARD, Μ. E., «L'évolution du théme eschatologique dans les traditions johanniques», en RevBibl (1961), 507­524; RICCA, P.,Die Eschatologie des vierten Evangeliums, Zürich 1966; F ERNAN­ DEZ RAMOS, F., «Escatología existencial. El cuarto evangelio», en Salm (1976), 163­216. "

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opone el presente de una resurrección que se confunde con su propia persona: «yo soy la resurrección» (11, 25). Por otra parte, y pese a la importancia indiscutible de estos tex­ tos, sería injusto ignorar otros pasajes del evangelio en los que se mantiene la índole futura de los eventos escatológicos. Jn 14, 3, antes citado, es interpretado por Boismard como referencia a la venida al fin de los tiempos, dado su parentesco con 1 Ts 4, 17 (en ambos luga­ res, el Señor que viene toma a los suyos consigo). La palabra que se anuncia ahora «juzgará el último día» (12, 48): este carácter terminal del juicio se apunta igualmente en 5, 27, donde aparece como función del Hijo del hombre, esto es, como elemento integrante de la escena final de la historia (cf. Dn 7, 13 ss). De la resurrección se afirma repe­ tidamente que sucederá «el último día» (5, 29; 6, 39.40.44.54). ¿Cómo explicar esta superposición, a menudo dentro de las mis­ mas secciones, del carácter presente­futuro de la parusia, el juicio, la resurrección?. Conocemos ya la teoría de Bultmann; para ser con­ secuente con ella, éste —al igual que Dodd— se ve forzado a conside­ rar los textos futuristas como creación eclesiástica posterior a la re­ dacción original. Pero tal veredicto de inautenticidad no se apoya en motivos exegéticos; así lo han demostrado diversos comentaris­ t a s . Boismard llega incluso a invertir los términos de la cuestión: el estrato más antiguo de la tradición joannea sería el que contiene las afirmaciones futuristas, mientras que la escatología presentista cons­ tituiría un añadido posterior, resultado de la «relectura» de los pasajes futuristas por un discípulo o por el mismo autor, cuyo pensamiento ha evolucionado desde la primera redacción. 94

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«L'évolution...», 522 s.; cf. ZEDDA, L'escatologia... II, 413 ss., 416 ss.; BECKER, J„ Auferstehung der Toten im Urchristentum, Stuttgart 1976, 117­119, 141. «Dentro de las mismas secciones»; parusia presente/futura en 14, 18­19 y 14, 3; resurrección presente/futura en 5, 24 y 29. En cuanto al juicio, su ser presente y futuro se afirma en dos secciones distintas (3,18 y 12,48, respectivamente), pero construidas en riguroso paralelismo: BOISMARD, Μ. E., 507­514. Vid sobre todo Das Evangelium des Johannes, ad loca (respecto a 5, 28 s., pp. 196 s.; respecto a 12, 48, p. 262, nota 7). Cf. sobre ello F ERNANDEZ RA­ MOS, F., 200 ss. Vid. las razones en pro de la autenticidad y bibliografía sobre la discusión en VAN HARTINGSVELD, L., 200 ss.; cf. también KUEMMEL, W. G., Die Theolo­ gie des Neuen Testaments nach seinen Hauptzeugen Jesús, Paulus, Johannes, NTD­ Ergánzungsreihe Bd. 3, 1972 , 243, 262. ' Vid. la critica a Boismard en SCHNACKENBURG, R., Das Johannes­ evangelium I, F reiburg i.B. 1967 , 57 s. (hay trad. esp.). 9 5

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En verdad, el recurso a la inautenticidad vuelve a parecemos una solución por demás expeditiva y simplista. En 1 Jn reaparece con vigor inesperado la escatología típicamente futurista: junto a 2, 18 («es la última hora»), en 2, 28 se habla de «la manifestación» y «la parusía» de Cristo con los términos clásicos de dicha escatología; 3, 2 sostiene que la consumación aún no ha llegado y que llegará con la manifestación final de Cristo; en 4, 17 se exhorta a la confianza «en el día del juicio». Aunque el autor de la carta no sea el mismo del evangelio, su dependencia respecto de éste es reconocida unánimemente por la critica. ¿Es verosímil que dicho autor pretenda contradecir a su maestro en lo referente a la escatología?" Si no se prejuzga de antemano la autenticidad de los asertos futuristas, la escatología resultante nos traslada de nuevo a la familiar concepción del ya y el todavía no, por más que —según se ha admitido antes— el momento del ya se destaque con mayor énfasis. El juicio actual quiere subrayar la urgencia inaplazable de la decisión frente a Cristo; algo semejante encontrábamos en autores tan poco sospechosos de escatologismo presentista como los dos primeros sinópticos: Mt 25, 31 ss.; Me 8, 38. La actitud del hombre ante la interpelación de la palabra infiere una real discriminación que, con todo, no evacúa la crisis definitiva del final de los tiempos. Que la resurreción esté sucediendo ahora es una tesis gnóstica (1 Co 4, 8; 2 Tm 2,18), no joannea; en el diálogo con Marta, las palabras de Jesús pretenden corregir una visión de la salvación exclusivamente futura (que es propia de la escatología judía) con la visión cristiana de una salvación ya iniciada por la fe en el Hijo. El sacramentalismo del cuarto evangelio (3, 5-8; 6, 27.53-58.62-63; 19, 34-35; 20, 22-23), sus reiteradas alusiones a la tarea misional de la comunidad de creyentes (4, 38; 10, 16; 11, 52; 17, 18-21), las instrucciones del discurso de despedida (ce. 14-15), son elementos que encajan sólo en el horizonte de una escatología futura. En resumen: sean cuales fueren las razones que han movido a Juan a resaltar el ya sobre el todavía no, lo que importa en todo caso es constatar que no ha eliminado el segundo momento de la tensión; lo ha retenido, conservando así el rasgo característico y común a la escatología de los demás autores neotestamentarios. Añadamos todavía una última observación. Si en Juan, como en Pablo y los sinópticos, la tensión entre los dos elementos constituti-

SCHNACKENBURG, R., Das Johannesevangelium II, 540.

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vos de la escatología se puede mantener sin que el cuadro se disuelva en una antinomia irreconciliable, es porque hay un centro unificador de los dos polos: Cristo. Hemos visto que en la conciencia de Jesús se daban cita la convicción de la presencia del reino en sus acciones y palabras y la certidumbre de su consumación futura en la venida del Hijo del hombre. Para Pablo las fórmulas «en Cristo»—«con Cristo» remontan la dialéctica «en la carne»—«no según la carne» y amortizan su aparente contradictoriedad. Juan proyecta sobre el Jesús prepascual la gloria del Cristo resucitado, de quien hace el centro de todas las acciones salvíficas divinas. De esta forma, la escatología del NT es, en último análisis, una cristología. Si al final de los dos capítulos precedentes señalábamos que Yahvé es el auténtico éschaton de la esperanza paleotestamentaria, hemos de decir ahora lo mismo de Cristo en el marco del N T . Porque Cristo ha venido, la escatología neotestamentaria es presentista; porque Cristo ha de venir, es a la vez futurista. El futuro recibe su confirmación del presente y el presente alcanza su profundidad en el futuro. Tan original comprensión de la historia no es producto de consideraciones especulativas, sino de la experiencia de Jesús sobre su propia persona y la de la comunidad sobre Jesús, el Señor de la historia. 1 0 0

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El problema de la proximidad de la parusía

A propio intento hemos dejado para el final de este capítulo uno de los más espinosos problemas de la escatología neotestamentaria: el que se refiere a la proximidad de la parusía. C o m o nota Schnackenburg, es en este punto donde la tentación de considerar como creación de la comunidad textos incómodos es más aguda, y de ella participan tanto defensores de los puntos de vista tradicionales, como partidarios de la escatología consecuente. 102

KUEMMEL, W. G., «Die Eschatologie der Evangelien. Ihre Geschichte und ihr Sinn», en Heilsgeschehen und Geschichte, Marburg 1965, 57 s. ID., «Futurische...», 125 s.; cf. en el mismo sentido SCHWEIZER, E., «Gegenwart des Geistes und eschatologische Hoffnung bei Zarathustra, spátjudischen Gruppen, Gnostikern und den Zeugen des Neuen Testamente», en The Background..., 482-508 (pp. 501-508). Reino..., 179. Vid, para cuando sigue RATZINGERJ., 46-53; AGUIRRE, R., Reino, parusía y decepción, Madrid 1984; GRAESSER, E., 28 ss., 34 ss.; ZEDDA, S., L'escatologia...ll, 176-192; SINT, J.A., «Parusie-Erwartung und Parusie-Verzógerung im paulinische Briefcorpus», en ZKhT (1964), 47-79. 1 0 0

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Dado que a nivel exegético se está muy lejos de un acuerdo (siquiera fuese sobre puntos no sustanciales) en la interpretación de los textos, en el marco del presente libro sólo cabe una consideración global del problema, a partir de los resultados obtenidos hasta ahora y de los datos exegéticamente más fundados, para concluir que la tesis de la escatología consecuente no se impone como la única solución científicamente válida a las cuestiones que, en torno a nuestro tema, nos plantea el NT. Es posible, en efecto, entender los textos en la perspectiva de una escatología centrada sobre la tensión del ya y el todavía no, y no sobre la expectación exclusiva de un fin inminente. Comencemos preguntándonos cuál era la mente de la Iglesia primitiva, tal y como se manifiesta en las epístolas paulinas. Es evidente que los primeros cristianos esperaron una parusia próxima, dentro de su generación. Textos como 1 Ts 4, 15-17 y 1 Co 15, 51-52 son taxativos a este respecto; suponen que no todos los miembros de la comunidad habrán muerto antes de «la venida del Señor Jesús»: «no todos morirán» (1 Co 15, 51); «nosotros, los supervivientes...» (1 Ts 4, 17). Pablo está seguro, en este momento, de contarse él mismo entre ese grupo privilegiado de testigos de la parusia. El hecho de que morían cristianos antes del día del Señor fue sentido por estas fechas como problema: 1 Ts 4, 13-15; 1 Co 11, 30. En 1 Co 7, 29-31, el verbo systéllo ( = encoger, replegar) está tomado del vocabulario marinero; con el tiempo sucede ahora lo que con las velas de la embarcación llegada a puerto, que se recogen una vez acabado el viaje. Romanos 13, 11-12 insiste todavía en la creciente aproximación de «el día» portador de «la salvación» (consumada); cf. igualmente 8, 19-23. El problema, sin embargo, no se resuelve con la simple verificación de la existencia de una espera a corto plazo. Más importante es fijar qué grado de interés teológico se atribuía a dicho plazo. Con otras palabras: ¿entendió la comunidad primitiva que su esperanza escatológica dependía esencialmente del advento próximo del fin? Observemos, por de pronto, que esta tesis —defendida hasta nuestros días por no pocos exegetas, y no todos defensores de la escatología consecuente— hace de la comunidad cristiana una secta judía más de las muchas que proliferaron en la Palestina del siglo I, fuertemente sacudida por las corrientes apocalípticas. Si la esperanza de los primeros cristianos se ha centrado, exclusiva o sustancialmente, en la resolución inminente de la historia, en nada difiere de la esperanza judaica. Ahora bien; a esta reducción se opone lo que se ha dicho anteriormente sobre el ya de la salvación como elemento constitutivo de

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la escatología en la Iglesia primitiva. ¿No será más cierto que es cabalmente la certidumbre de la salvación ya acontecida lo que funda la intensidad y vivacidad de la expectación? ¿Y no será precisamente esa nueva apreciación cualitativa del tiempo (lo decisivo ya ha tenido lugar) lo que, intensificando el talante de la espera, facilitó la transposición del mismo a una escala cuantitativa (la espera será corta porque lo decisivo ya ha tenido lugar)? Pero entonces este tipo de precisación cronológica es teológicamente secundario, puesto que un eventual alargamiento del plazo no introduciría ninguna mutación sustancial, ni en la comprensión del tiempo ni en la actitud misma de expectación. Quienes opinan, por el contrario, que el elemento «inminencia cronológica» pertenece a la médula de la escatología cristiana primitiva, tropiezan con el hecho, inexplicable desde sus supuestos, de que no sólo la comunidad ha sobrevivido a la ruina de lo que constituiría su persuasión fundamental (la parusía próxima), sino que —cosa aún más sorprendente— ha sobrevivido sin renunciar a su actitud característica de expectación. A partir de Romanos, Pablo no vuelve a tocar el tema del fin dentro de su generación. Es posible que haya renunciado a esta idea; es, en todo caso, seguro que ha renunciado a contarse él mismo entre los que vivirán hasta entonces (Flp 1,21-23; quizá también 2 Co 5, 1-10). Y sin embargo, continúa alimentando él mismo, y predicando a sus cristianos, la esperanza en la parusía: Flp 1, 6.10; 2, 16; 3, 20-21. Escritos de fecha tardía mantienen inmutada esta actitud: Col 3, 4 remite a una súbitaphanérosis de Cristo; 2 Tm 4, 1.8 exhorta a la esperanza en la epifanía del Señor; lo mismo ocurre en Tit 2, 13. De la primera carta de Juan se ha hablado ya. Más notable todavía —y más significativo— es otro dato que nos ofrecen estos escritos tardíos. Pese a que en el momento de su redacción ha debido demostrarse infundado el cálculo cronológico de los primeros tiempos, se continúa hablando en términos de cercanía: Flp 4, 5 sostiene que «el Señor está cerca» (ho kyrios engys); 1 Tm 4, 1 ss. y 2 Tm 3, 1 ss. mencionan «los últimos tiempos/días» refiriéndose obviamente al presente. Ap 22, 20 («vendré pronto»; cf. v. 7) reproduce el maranatha de 1 Co 16, 22. Es decir: el concepto de «cercanía», que se remonta a 1 Ts y 1 Co (cuando se esperaba la parusía dentro de la primera generación cristiana), sigue utilizándose cuando este cómputo ha sido amortizado por la realidad. Es claro que a di103

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tología cristiana (la tensión entre sus dos momentos constitutivos) no ha sido reabsorbido por las situaciones cambiantes. El problema aquí no es tanto el de la Parusieverzógerung (= retraso de la parusia), cuanto el de una recta comprensión de la Naherwartung (= espera próxima), como alguien ha apuntado agudamente. Una vez examinado nuestro tema en el ámbito de la comunidad primitiva, queda ahora por dilucidar cómo se planteó en la conciencia y la predicación de Jesús. Recordemos por de pronto que ni el presente solo ni el porvenir solo integran su concepción escatológica, sino la combinada tensión de ambos: el cumplimiento actual de la promesa y la proximidad futura de la consumación. Desde esta perspectiva, hemos rechazado ya la tesis de la escatología consecuente, por cuanto elimina en Jesús el dato de la presencia del reino. Lo que tenemos que examinar ahora es el otro extremo de la teoría de Schweitzer (al que en este punto sigue Bultmann), a saber, si Jesús previo el esperado futuro como coincidente con su muerte; si, por tanto, no previo ningún margen de tiempo entre su muerte y la parusia. Esta hipótesis no parece demostrada ni demostrable. Lo que se deduce de un examen desapasionado del material sinóptico más verosímilmente auténtico es que Jesús contó con un entretiempo antes del fin, suficientemente largo para que tenga sentido hablar, también en su caso, de tensión entre el ya de su vida terrena (con su muerte y resurrección) y el todavía no de su parusia gloriosa. Muy sintéticamente, mostraremos a continuación que Jesús ha hablado de: a) la proximidad de la parusia; b) la imprevisión de su hora; c) la previsión de un tiempo intermedio. 107

a) La proximidad de la parusia. Además del anuncio inaugural («el reino de Dios está cerca»: Me 1,15) entran en consideración aquí los célebres logia que han constituido desde siempre una crux interpretum: Mt 10, 23; Me 9, 1; 13, 30; 14, 62. No podemos entrar en

GNILKA, J., «Parusieverzógerung und Naherwartung in der synoptischen Evangelien und in der Apostelgeschichte», en Catholica (1959), 277-290 (pp. 281 s.). En términos parecidos se expresa SMALLEY, S. S.: en la proclamación kerigmática de la proximidad, no es tanto la ubicación temporal de la parusia lo que cuenta, cuanto la aserción de que «ya estamos en el último eón». Pensar el fin en términos de décadas o de siglos es una cuestión marginal, y en ningún caso devalúa la tesis de su proximidad, que ejerce «una permanente presión moral» sobre los cristianos (a. c , pp. 52 ss.). 107

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2 Ρ 3 contiene un alegato contra los que ridiculizan la actitud cristiana de espera basados en que lo esperado no acaba de llegar: «desde que murieron los padres ( = los cristianos de la primera gene­ ración), todo sigue como al principio de la creación» (v. 4). La res­ puesta se articula en dos fases: a) relativización del tiempo de espera, que no puede ser computado según los comunes módulos humanos, pues «ante el Señor un día es como mil años y mil años como un día» (v. 8). De suerte que no puede hablarse de un retraso de la promesa (v. 9). Por lo demás, b) «el día del Señor llegará como un ladrón» (v. 10); es decir: la nota característica de la parusía es su imprevisibi­ lidad. Como en 2 Ts, la propensión al cálculo cronológicamente pla­ nificado es desautorizada por el autor, quien apela a las conocidas exhortaciones de Jesús sobre la vigilancia. La parusía está cerca, puesto que puede acontecer en cualquier momento; su cercanía no puede medirse en días o años humanos, porque esa medida es extra­ ña a Dios; lo único que resta, y eso es lo esencial, es vigilar y estar preparados. A la vista de estos textos, apenas puede dudarse razonablemente de que la Iglesia apostólica vivió esperando la parusía; calculando su fecha en términos de corto plazo; precaviendo contra una excesiva valoración del elemento puramente cronológico de la cercanía; ex­ hortando a la constante preparación, porque el fin puede sobrevenir en todo momento; más aún, llegará de improviso. Lo esencial aquí no es la determinación del plazo, sino la certidumbre de que con Cristo ha penetrado la salvación y, por consiguiente, estamos en «los últi­ mos días»; la parusía se producirá cuando menos se piense. Nada hace pensar que el problema fundamental al que hubieron de enfren­ tarse los autores del NT haya sido el creado por el aplazamiento de la parusía, como afirma la escuela de la escatología consecuente. En los escritos examinados no hay rastro de una grave decepción de la co­ munidad a causa de tal aplazamiento (sólo 2 Ρ 3 podría indicar algo de esto, y tal vez Jn 2 1 , 23); sí hay en cambio una constante actitud esperanzada hacia el todavía no del télos, capaz de remontar, de de­ cenio en decenio, el progresivo desplazamiento del horizonte parusía­ co. En suma; lo que señalábamos como nota específica de la esca­ 105

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CULLMANN, O., La Historia..., 242. Esta misma línea interpretativa es, con mucho, la predominante en la teología sistemática; vid. BRUNNER, E., Das Ewige ais Zukunft und Gegenwart, München 1965, 140­143. CULLMANN, O., La Historia..., 268­289. 106

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tología cristiana (la tensión entre sus dos momentos constitutivos) no ha sido reabsorbido por las situaciones cambiantes. El problema aquí no es tanto el de la Parusieverzógerung (= retraso de la parusia), cuanto el de una recta comprensión de la Naherwartung (= espera próxima), como alguien ha apuntado agudamente. Una vez examinado nuestro tema en el ámbito de la comunidad primitiva, queda ahora por dilucidar cómo se planteó en la conciencia y la predicación de Jesús. Recordemos por de pronto que ni el presente solo ni el porvenir solo integran su concepción escatológica, sino la combinada tensión de ambos: el cumplimiento actual de la promesa y la proximidad futura de la consumación. Desde esta perspectiva, hemos rechazado ya la tesis de la escatología consecuente, por cuanto elimina en Jesús el dato de la presencia del reino. Lo que tenemos que examinar ahora es el otro extremo de la teoría de Schweitzer (al que en este punto sigue Bultmann), a saber, si Jesús previo el esperado futuro como coincidente con su muerte; si, por tanto, no previo ningún margen de tiempo entre su muerte y la parusia. Esta hipótesis no parece demostrada ni demostrable. Lo que se deduce de un examen desapasionado del material sinóptico más verosímilmente auténtico es que Jesús contó con un entretiempo antes del fin, suficientemente largo para que tenga sentido hablar, también en su caso, de tensión entre el ya de su vida terrena (con su muerte y resurrección) y el todavía no de su parusia gloriosa. Muy sintéticamente, mostraremos a continuación que Jesús ha hablado de: a) la proximidad de la parusia; b) la imprevisión de su hora; c) la previsión de un tiempo intermedio. 107

a) La proximidad de la parusia. Además del anuncio inaugural («el reino de Dios está cerca»: Me 1,15) entran en consideración aquí los célebres logia que han constituido desde siempre una crux interpretum: Mt 10, 23; Me 9, 1; 13, 30; 14, 62. No podemos entrar en

GNILKA, J., «Parusieverzógerung und Naherwartung in der synoptischen Evangelien und in der Apostelgeschichte», en Catholica (1959), 277-290 (pp. 281 s.). En términos parecidos se expresa SMALLEY, S. S.: en la proclamación kerigmática de la proximidad, no es tanto la ubicación temporal de la parusia lo que cuenta, cuanto la aserción de que «ya estamos en el último eón». Pensar el fin en términos de décadas o de siglos es una cuestión marginal, y en ningún caso devalúa la tesis de su proximidad, que ejerce «una permanente presión moral» sobre los cristianos (a. c , pp. 52 ss.). 1 0 7

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los complicados análisis exegéticos a que estos textos han dado lu­ g a r . En principio, no hay razones de peso para impugnar su auten­ ticidad; su accidentada historia en la tradición sinóptica no favorece la hipótesis de que estemos ante «creaciones de la comunidad», pues la comunidad los ha sentido como problemáticos. Admitamos además que los nuevos planteamientos de la dogmática católica en torno al saber humano de Cristo insisten, con buenos motivos, en la limitación e historicidad ( = permeabilidad respecto a las ideas del tiempo) del mismo, superando el docetismo psicológico o el neoapoli­ narismo larvado de las teorías tradicionales. E n este punto, pues, la exégesis no tendría que sentirse vinculada por escrúpulos sistemáti­ cos. Jesús bien pudo sostener, a título de conjetura, que la parusía advendría pronto, no más tarde de los límites de su generación. Este es el sentido obvio de Me 9, 1 y 13, 30; así se pueden entender tam­ bién Me 1, 15; Mt 10, 2 3 ; M e 14, 62, y el llamado apocalipsis sinóp­ 108

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La bibliografía es prácticamente inabarcable. Como orientación general, vid. SCHNACKENBURG, R., Reino..., 187­190; CULLMANN, O., La historia..., 234­241; SCHELKLE, Κ. H., 690 ss.; LOHF INK, G., en GRESHAKE, G.­LOH­ FINK, G., 38­81; GRAESSER, E., 17 ss.; FEUILLET, Α., «Parousie», 1340­1343. Una recensión de las distintas interpretaciones entre los católicos la ofrece ZED­ DA, S., L'escatologia... I, 311­320. Para Mt 10, 23, vid. DUPONT, J., «Vous n'au­ rez pas achevé les vüles d'Israél avant que le Fils de l'homme ne vienne (Mt X, 23)», en NT (1958), 228­244; SCHUERMANN, H., «Zur Traditions­ und Redaktionsges­ chichte von Mt 10, 23», en BiblZeits (1959), 82­88; FEUILLET, Α., «Les origines et la signification de Mt 10,23b», en Cath. Bibl. Quart. (1961), 182­198. Para Me 13,30, MEINERTZ, M., «'Dieses Geschlecht' im Neuen Testament», en BiblZeits (1957), 283­289; MUSSNER, F., «Christus und das Ende der Welt» en VV. AA., Christus vor uns, F rankfurt a. M. 1966, 12­18. Sobre Me 14, 62, F EUILLET, Α., «Le triomphe du F ils de l'homme d'apres la déclaration du Christ aux Sanhédrites», en La venue du Messie..., 149­171; GLASSON, T. F ., «The Reply to Caiphas (Mark XIV, 62)», en NTSt (1960­61), 88­93. Los artículos citados sobre Me 13, 30 y 14, 62 se ocupan también de Me 9, 1. Entre los católicos, VOEGTLE, Α., «Exegetische Erwagungen über das Wissen und Selbstbewusstsein Jesu», en VV. AA., Gott in Welt. Festgabe K. Rahner I, F reiburg i.B. 1964, 608­667, admite la autenticidad de Me 13, 30 (pp. 652 ss.), pero atribuye a la comunidad Mt 10,23 y Me 9, 1 (pp. 641­650). Ha sido Rahner quien dio un impulso decisivo al tema; vid. su artículo «Ponderaciones dogmáticas sobre el saber de Cristo», en ET V, 221­243. Una buena monografía sobre la cuestión es la de RIEDLINGER, H., Geschichtlichkeit und Vollendung des Wissens Christi, F reiburg i. B., 1966. Esta es la sensación que se percibe leyendo no pocos comentarios católicos a los pasajes que nos ocupan. Una excepción la constituye RIGAUX, B., «La se­ conde venue de Jésus», en La venue du Messie..., 173­216. Cf. también el artículo de Voegtle antes citado. 109

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tico. En 1 Ts 4, 15, Pablo introduce sus consideraciones sobre la parusía dentro de la generación contemporánea con una alusión a un «dicho del Señor», que podría ser el de Me 9, l . El embarazo de la exégesis al pretender sortear este sentido obvio es puesto de manifiesto por la variedad de interpretaciones. Las dificultades desaparecen si se acepta en principio la posibilidad de que Jesús haya aventurado su opinión sobre uno de los temas más apasionadamente debatidos en su medio ambiente: ¿cuándo será el fin? Pero el interés teológico no reside en el hecho de una especulación de Jesús en torno a este tema. Como decíamos antes a propósito de Pablo, lo teológicamente relevante es la verificación del peso que otorgaba a su opinión al respecto. ¿Consideró Jesús como dato esencial de su escatología esta determinación cronológica del cuándo de la parusía? m

b) La imprevisión de la hora de la parusía. A la pregunta anterior ha de responderse negativamente. Cuantas veces le fue planteada formalmente a Jesús la cuestión de la fecha del fin, rehusó dar una respuesta. Y no sólo esto: Jesús habla del fin acentuando sistemáticamente el carácter imprevisible de su advento, «sin hacer revelaciones apocalípticas y sin predecir acontecimientos susceptibles de cómputo». Los lugares en que Jesús desautoriza la legitimidad del cálculo o el conocimiento de la fecha como elemento esencial de la esperanza escatológica son Le 17, 20 y Me 13, 32. Ambos textos tienen de común el contener una respuesta a la pregunta precisa sobre el cuándo: la respuesta, en uno y otro caso, subraya lo improcedente de la pregunta. En Le 17, 20 (sobre cuya autenticidad no se registran discrepancias), Jesús, contra la opinión de los fariseos, asevera que la 113

DAVIES, J. G., «The Génesis of Belief in an Imminent Parousia», en JThSt (1963), 104-107, interpreta el en logo Kyríou como término técnico para designar un oráculo profético. Esta interpretación no ha prosperado; cf. HOFFMANN, P., Die Toten in Christus, Münster 1969 , 218 s. SCHNACKENBURG, R., Reino..., 182; cf. GOGUEL, M., «Eschatologie et apocalyptique dans le chrístianisme primitif», en RHR (1932), 383 («el pensamiento de Jesús ha sido escatológico, no ha sido apocalíptico»); GRAESSER, E„ 29 («sencillamente Jesús no era un apocalíptico»); BRAUN, H., Jesús, el hombre de Nazaret y su tiempo. Salamanca 1975, 73 («Jesús no quiere instruir sobre el fin inminente, quiere apelar ante el fin próximo»); BLAZQUEZ, R., Jesús, el evangelio de Dios, Madrid 1975, 387 ss., GONZÁLEZ DE CARDEDAL, O., Jesús de Nazaret, Madrid 1975, 387 ss. 1 1 2

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venida del reino no está sujeta a «observación» (paratéresis), es decir, no es susceptible de cómputo como lo son los movimientos astral e s . La pretensión apocalíptica de predecir el momento del fin con ayuda de señales y cálculos encuentra en este lógion un neto mentís; el diálogo plantea la oposición entre dos actitudes frente al futuro escatológico, y la respuesta tiende a erradicar el fundamento mismo de la pregunta, esto es, la involución de la escatología en apocalipsis. En cuanto a Me 13, 32, las sospechas sobre su autenticidad se estrellan contra el hecho palmario del carácter escandaloso del lógion. Que éste creó problemas a la comunidad se evidencia en la mutilación a que ha sido sometido en algunos códices del primer evangelio (Mt 24, 36) y en su supresión en el tercer evangelio. Ello excluye la creación eclesiástica del lógion. Respecto a su interpretación, una cosa es clara: Jesús hace una diáfana confesión de ignorancia acerca del cuándo de la parusía. Pero la ignorancia puede ser relativa: sobre la base de que el fin acaecerá dentro de la presente generación (v. 30), se ignoraría la fecha. O bien se trata de una ignorancia absoluta: la determinación de «el día» antonomástico está reservada al conocimiento exclusivo del Padre. Como nota Schnackenburg, esta última interpretación es la que se impone; por una parte, la vecindad de los vv. 30 y 32 es redaccional (no se remonta a Jesús); además, el tono categórico de la afirmación cuadra mejor con un no saber absoluto; por último, el contexto general de las declaraciones de Jesús abunda en este sentido. En efecto; además de Le 17, 20, las parábolas de vigilancia confirman la impresión de una indeterminación absoluta en cuanto al momento de la parusía; en ellas se especula indiferentemente con la doble posibilidad de una llegada más pronta (parábola del mayordomo infiel) o más tardía (parábola de las diez vírgenes) de lo que se esperaba. El lógion «no sabéis ni el día ni la hora» (que se repite continuamente en la predicación de Jesús sobre las ultimidades) subraya, en fin, de modo elocuente que Jesús proclama, consciente y reiteradamente, la imprevisión del cuándo como una de las constantes de su escatología, en contra de la tendencia dominante que otorgaba a este dato un rango prioritario. El no saber de Me 13, 32 aparece, en su114

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Paratéresis es el vocablo que designa la observación de los astros, el cálculo de sus revoluciones. SCHNACKENBURG, R., Reino..., 121 s.; 190 s. Ibid., 191 s. 114

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ma, como una declaración de principio e incluye, por tanto, una indefinición general, a cuya luz ha de ponderarse el valor teológico de los logia sobre la parusia dentro de una generación. 117

c) La previsión de un tiempo intermedio. Dentro de esta imprevisibilidad genérica del fin, de la que acabamos de hablar, hay que hacer una salvedad. Es seguro que, aun desconociendo el momento preciso de la parusia y desinteresándose de su cálculo, Jesús previo un tiempo intermedio entre su muerte y la consumación. O dicho negativamente (contra la escatología consecuente): Jesús no pensó que su muerte sería el prólogo de un final de la historia inmediatamente subsiguiente. Ya las parábolas del crecimiento postulan el entretiempo: la vida de Jesús es el momento de la siembra, de la puesta en marcha de un proceso; se necesita paciencia y perseverancia para disfrutar de su plenitud. La creación de un discipulado, las instrucciones al mismo sobre sus modos de comportamiento en el mundo y, sobre todo, la asignación de una tarea misional a esos discípulos están suponiendo en Jesús la certeza de que el fin no vendrá con su muerte, pues entonces nada de esto tendría sentido. Como no lo tendrían los constantes llamamientos a la vigilancia, con la ética escatológica en ella implicada, que constituyen uno de los rasgos más característicos de la predicación de J e s ú s . Al mismo resultado (previsión de un tiempo intermedio) nos conducen los logia antes citados sobre la proximidad de la parusia; en ellos se supone, al menos, el espacio de una generación antes del fin. A este respecto, se ha llamado la atención principalmente sobre Me 9, 1: sólo algunos de la presente generación verán el reino viniendo en poder. Este «algunos» (que nos recuerda el «no todos moriremos» de 1 Co 15, 51) parece indicar que Jesús conjeturaba el fin en el límite extremo de su generación. Otros logia que excluyen la tesis del escatologismo consecuente son el de la unción en Betania («pobres tendréis siempre con vosotros...; a mí no me tendréis siempre»: Me 14, 7) y el del ayuno (los discípulos «ya ayunarán cuando el esposo 118

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CULLMANN, O., La Historia..., 230; GNILKA, J., 285-290. Puede recordarse, en fin, Hch 1, 7: el conocimiento del momento final incumbe en exclusiva (como en Mt 13, 32) a la exousia del Padre. CULLMANN, O., La Historia..., 244-246. De modo distinto opina GRAESSER, E., 89 s., 102-124, 127, quien no nos explica cómo entender entonces la legitimidad de los orígenes de la Iglesia y su radicación en la persona de Jesús. CULLMANN, O., La Historia..., 236. 1 1 1

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les sea arrebatado»: Me 2, 19-20). Ambos suponen la prolongación del tiempo más allá de la muerte de Jesús. No hay razones para rechazar la autenticidad de estos dos pasajes. Sintetizando los resultados conseguidos, podemos afirmar: la tensión entre el ya y el todavía no deriva del mismo Jesús; no hay ruptura en este punto entre su doctrina y la de la comunidad primitiva. La persuasión de la presencia operativa del reino en su persona no ha impedido a Jesús dirigir la mirada al futuro, del que aguarda la consumación. En cuanto a éste, encontramos en él las mismas notas que recogíamos de los escritos apostólicos: proximidad de la parusía, irrelevancia teológica de la cuestión de su fecha, necesidad de una continua vigilancia. Es asimismo irrenunciable la función de un tiempo intermedio, puesto que sin él no se darían elementos sustantivos de la doctrina evangélica: una comunidad escatológica, una tarea misional, una ética exigente, un talante de expectación. Que ese tiempo intermedio se haya ampliado más allá de lo previsto por la ciencia humana de Jesús no modifica la estructura de su concepción escatológica, como no la ha modificado en Pablo o en los restantes autores del N T . Salvado un plazo suficiente para que esos elementos sustantivos se realicen históricamente, el alargamiento de la perspectiva escatológica (hecho, por lo demás, comprobable en el AT, según hemos visto en otro capítulo) deja intacta a la escatología misma; tal alargamiento es, diríamos, un fenómeno cuantitativo, no cualitativo. En todo caso, y garantizada la previsión de un cierto tiempo intermedio, el hecho de la presencia actual del reino, la aseveración reiterada del desconocimiento de la hora, la tenaz insistencia en su índole repentina que obliga a una vigilancia indeclinable, son factores que habían de relativizar, en la misma conciencia de Jesús, eventuales manifestaciones sobre un fin dentro de su generación; por otra parte, esas mismas razones justifican —e incluso imponen— el lenguaje de «proximidad» con que se habla de la parusía. Pues la certidumbre de que el destino de la historia se ha decidido ya en la persona, la vida y la muerte de Jesús implica que nada importante nos separa todavía del fin; por consiguiente, éste puede acaecer en cualquier momento. Los días presentes están marcados, de forma indeleble, para «el día del Señor»; ellos constituyen, en rigor, «los últimos tiempos». 120

CULLMANN O., ibid., 247 s. Sobre la importancia del tiempo intermedio en la conciencia escatológica de Jesús, vid. ID., «Parusieverzógerung und Urchristentum», en TLZ (1958), 1-12, y GNILKA, J., 284 s., quien insiste en la idea de «pueblo de Dios» como concepto clave del entretiempo. 1 2 0

2 . Parte a

Teología sistemática Escatología colectiva

Capítulo V La parusia BIBLIOGRAFÍA: BRAUMANN, G.­MUNDLE, W., «Pa­ rusia», en DTNTIII, 295­304; SCHELKLE, Κ. H., Teología del Nuevo Testamento IV, Barcelona 1978, 96­123; 145­169; RUIZ DE LA PEÑA, J. L., El último sentido, Madrid 1980, 71­85; POZO, C, Teología del más allá, Madrid 1981 , 93­ 164; RATZINGER, J., Escatología, Barcelona 1980, 182­ 200; KÜNG,H., ¿Vida eterna?, Madrid 1983, 331­351; «Juzgará á vivos y muertos» (número monográfico), en RCI (enero­febrero 1985); BREUNING, W., «La parusia: Cristo, fundamento, contenido y fin de la escatología», en Mysterium Saiutis V, 743­763; 801­818; BRUNNER, E., Das Ewige ais Zukunft und Gegenwart, München 1965*, 126­155; DU­ QUOC,C,, Cristología II, Salamanca 1972, 375­424; RAH­ NER, K., «Iglesia y parusia de Cristo», en ETVI, 338­357; ALTHAUS, P., Die letzten Dinge, Gütersloh 1964', 231­255; 256­318; DURRWELL, F . X., «Mystére pascal et Parousie», en NRTh (1973), 253­278. 2

Hemos visto en el capítulo precedente cómo la expectación esca tológica de la comunidad cristiana se orienta a un acontecimiento fl­ nalizador de la historia en un doble sentido: finalizador porque otor­ ga a ésta una finalidad y porque le impone un término. La palabra comúnmente usada para designar este acontecimiento es parusia. Examinaremos sucesivamente el testimonio de la Escritura y la fe de la Iglesia en torno a este concepto, para concluir con unas reflexiones teológicas sobre el mismo.

1.

La parusia en el NT

No una, sino varias son las expresiones con que el NT alude al acto final de la historia. La ausencia en algunos libros del vocablo pa­ rusia no implica, pues, un desconocimiento del concepto. Antes al

Teología sistemática. A) Escatología colectiva

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contrario, la variedad terminológica acredita la envergadura y rique­ za significativa que dicho concepto alcanza en la literatura neotesta­ mentaria. Esa misma variedad, por otra parte, dará lugar a diversas estimaciones teológicas del acontecimiento en sí, por lo que parece oportuno presentar, ante todo, la terminología usada, prestando aten­ ción, en todo caso, al matiz específico que cada expresión comporta. 1.1.

Parusia

Se trata de una palabra griega, derivada del verbo páreimi ( = es­ tar presente; llegar), y que significa, consiguientemente, bien la pre­ sencia, bien la llegada de (en ambos casos) personas, cosas o suce­ sos. Lo que más puede interesar a nuestro objeto es el uso técnico de la palabra en un contexto cultual­litúrgico o ceremonial. En efecto, el helenismo emplea el vocablo parousía para referirse tanto al des­ censo o la manifestación de personas divinas en la tierra (con ocasión de una fiesta ritual, de una intervención milagrosa, etc.) como a las visitas que reyes y príncipes hacen a las ciudades sometidas a su im­ perio. Dado que las figuras regias alcanzan en el ámbito cultural hele­ nista un rango divino, los usos profano y sagrado de la palabra se aproximan sensiblemente: en cualquier caso, se trata de una manifes­ tación triunfal, de un despliegue de poder en un ambiente solemne y festivo. En la época imperial, la parusia del cesar puede incluso dar lugar a una nueva era, es decir, supone un viraje decisivo en la histo­ ria; el emperador es saludado en su parusia como Señor y portador de salvación. El pueblo aguarda con expectación su venida, puesto que de la misma espera conseguir beneficios excepcionales. Todas es­ tas circunstancias dan a la parusia un carácter netamente jubiloso y festivo. El hebreo no posee un vocablo equivalente al que nos ocupa, si bien los verbos que significan «venir» adquieren una coloración sacral muy próxima a la del término parusia cuando tienen a Yahvé o al Mesías por sujeto. Hemos visto ya cómo la venida del día del Señor ha jugado un papel decisivo en la génesis de la escatología veterotes­ tamentaria. Sin embargo, tampoco los libros del AT escritos en grie­ go registran un uso técnico de la palabra parusia; cuando la utilizan 1

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ΟΕΡΚΕ, Α., «Parousía», en TWNT V, 857­859; F EUILLET, Α., «Parou­ sie», en SDB VI, 1331­1333; CERF AUX, L., Jesucristo en San Pablo, Bilbao 1960 , 34 s.; ZEDDA, S., L'escatologia biblicall, Brescia 1975, 171 ss. Vid. supra, cap. 2, 3; cf. ΟΕΡΚΕ, Α., 859 s. 2

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La parusía

(Jdt 10, 18; 2 Μ 8, 12; 15, 21), le dan una.significación puramente profana. En el griego de los L X X es desconocida. En el judaismo he­ lenístico, los pasajes que podrían citarse en favor de un empleo técni­ co del término son escasos y controvertidos (acaso se trate de inter­ polaciones cristianas). En contraste con estas constataciones negativas, los escritores del NT utilizan la palabra en su acepción técnico­religiosa; salvo en una ocasión (2 Ts 2, 9), designan con ella el advento glorioso de Cristo al final de los tiempos. Que haya sido o no Pablo el introductor de este uso en el vocabulario cristiano tomándolo del lenguaje helenístico, es una cuestión secundaria. Lo cierto es que el eventual empréstito del término se ha puesto al servicio de un horizonte de representaciones genuinamente bíblicas; éste es el punto que nos interesa más directa­ mente. En efecto, la parusía se conecta inmediatamente con el fin del mundo (Mt 24, 3.27.37.39; 1 Ts 2, 19; 3, 13; 2 Ts 2, 1.8; 2 Ρ 3,4.12: aquí el fin del mundo presente es seguido de una nueva creación), con la resurrección (1 Ts 4, 15; 1 Co 15, 23) y con el juicio (1 Ts 5, 23; St 5, 7.8; 1 Jn 2, 28). El texto de 1 Ts 4, 13­18 es (da descripción más di­ recta y completa de la parusía» ; la inspiración bíblica es evidente, con la profusión de rasgos típicos de la apocalíptica judía (la voz del arcángel, el toque de trompeta, las nubes, la resurrección de los muer­ tos). Lo mismo podría decirse de los cuatro lugares que en Mt 24 em­ plean el término (apocalipsis sinóptico), así como de 2 Ts 2, cuyo contexto describe las tribulaciones y el combate previos al fin de la historia. Pero donde la inseparabilidad de la parusía respecto de los demás elementos integrantes del éschaton aparece más ostensible­ mente es en 1 Co 15: la venida de Cristo (v. 23) pone en marcha el entero proceso de la consumación; la resurrección de los muertos (objeto del entero capítulo), el juicio que comporta la destrucción de los enemigos (vv. 24­26), el fin (télos) del mundo presente (v. 24) y la nueva creación en la que Dios será «todo en todas las cosas» (v. 28). Así pues, y sin negar el posible influjo del helenismo en la adop­ ción del término, su significación en los autores del NT es original y 3

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El uso no se circunscribe a un autor o una época determinada: Mt 24, 3.27.37.39; 1 Ts 2, 19; 3, 13; 4, 15; 2 Ts 2, 1.8; 1 Co 15, 23; St 5, 7.8; 2 Ρ 1,16; 3, 4.12; 1 Jn 2, 28. La paternidad paulina es sostenida, entre otros, por CERFAUX, L., 35; vid. en F EUILLET, Α., 1334 s., la opinión contraria. CERF AUX, L., 38. 4

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específicamente cristiana. Esta venida de Cristo concluye y consuma la historia en cuanto historia de salvación. Por eso se enlaza invariablemente con los diversos aspectos del reino de Dios llegado a su plenitud. Es, con toda verdad, una venida en poder; de ahí que entrañe automáticamente la derrota de las potestades adversas, la glorificación de los que ya ahora pertenecen a Cristo, el juicio, el fin del mundo actual y la renovación cósmica. Los restantes términos utilizados en el NT para nombrar este acontecimiento acentuarán uno u otro de sus aspectos, mas sin perder la referencia a la totalidad. 1.2.

Día del Señor

La fórmula «el día del Señor» (1 Ts 5, 2; 2 Ts 2, 2; 1 Co 5, 5) se emplea con numerosas variantes: «el día de nuestro Señor Jesucristo» (1 Co 1,8); «el día de nuestro Señor Jesús» (2 Co 1, 14); «el día de Cristo» (Flp 1, 10; 2, 16); más sencillamente, «el día» (1 Co 3, 13; Rm 2, 16; 2 Tm 1, 18; 4, 8; etc.). Es, con mucho, la expresión que con mayor frecuencia designa la parusía y sobre su origen no cabe discusión; ha nacido de la transposición cristológica de «el día de Yahvé»: Le 17, 24; Jn 8, 56. Transposición sumamente significativa, por cuanto patentiza irrefutablemente la continuidad del concepto neotestamentario de parusía con la esperanza escatológica del AT y, a la vez, la novedad, frente a ésta, de la esperanza cristiana, centrada ahora en la figura de Cristo. El elemento que se acentúa con esta designación es, consiguientemente a sus raíces paleotestamentarias, el juicio escatológico. Tal sentido aparece en 1 Co 1, 8; 3, 13; 5, 5; Flp 1, 10; 2, 16; 2 Tm 1, 18; etc. Con todo, el aspecto de consumación de la obra salvífica ya incoada está igualmente presente en otros lugares (Flp 1, 6; 2 Tm 4, 8; etc.), así como el de manifestación triunfal (Le 17, 24), digna de ser aguardada con gozosa expectación (2 Co 1, 14; Rm 13, 12; Hb 10, 25). Como variante de nuestra fórmula puede considerarse la expresión, propia de los sinópticos, «venida del Hijo del hombre» (Me 13, 26; 14, 62; Mt 10, 23; 16, 27; 24, 44; 25, 3 1 ; Le 12, 40; 18,8), puesto que también aquí el precedente inmediato es una idea veterotesta6

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DELLING, G., «Heméra», en TWNTII, 950-957; CERFAUX, L., 37; ZEDDA, S., 159-161. DELLING, G., 954. 6

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La parusia

mentaría (Dn 7), y el elemento que se evoca preferentemente es el del juicio. Sin embargo está asimismo muy acentuado el carácter mayes­ tático de la venida, en cuanto manifestación de poder y de gloria, so­ bre todo en los textos que dependen directamente de Dn 7, 13; Me 13, 26 s.; 14, 62; cf. Ap 1, 7. La escenografía del cortejo de ángeles y las nubes (que nos recuerdan el cuadro de 1 Ts 4) es el símbolo de la aparición «en potencia y/o majestad». Este testimonio de los sinópticos alcanza una particular impor­ tancia porque garantiza la antigüedad y originalidad del tema en la primera comunidad cristiana. Se ha escrito que «la fuente Q no puede comprenderse sin el pensamiento de la parusia», lo que nos retrotrae a la tradición presinóptica, acercándonos al Jesús histórico y descar­ tando la tesis de que haya sido Pablo el introductor de la idea de pa­ rusia en el cristianismo, bajo el influjo de su homónimo helenista. 8

1.3.

Epifanía, apocalipsis, manifestación

Esta triada de palabras pertenece también al vocabulario neoste­ tamentario de la parusia. El término epiphaneía sustituye, en las car­ tas pastorales, al de parousía, que no se encuentra en ellas. Usado muy frecuentemente en el helenismo para referirse a las manifestacio­ nes de las divinidades paganas, o a personajes reales que se presentan como revelación de esas divinidades, fue utilizado más tarde en el culto imperial (como sucedía con parousía): los emperadores son dis­ tinguidos con el titulo epíphanes, junto a los de señor, dios, salvador. Su epifanía puede relacionarse con la fecha de su nacimiento, la del comienzo de su mandato imperial o con su visita a una de sus ciuda­ des. Como se ve, el parentesco entre epiphaneía y parousía es muy estrecho. En las pastorales, epiphaneía se refiere indistintamente (y en esto se distingue de parousía) a la primera aparición histórica de Cristo, es decir, a la encarnación y subsiguiente existencia terrestre (2 Tm 1, 10; Tt 2, 11; 3, 4, donde se emplea el verbo correspondiente), o a su venida final: 1 Tm 6, 14; 2 Tm 4, 1.8; Tt 2, 13. Esta bivalencia del término (patente en Tt 2, 11.13) constituye el antecedente escriturísti­ co de la distinción que harán más tarde los Padres entre una doble venida del Salvador, e insinúa el carácter escatológico del tiempo, a partir de su nacimiento hasta su última manifestación. Por otra parte,

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ΟΕΡΚΕ, Α., 864.

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Teología sistemática. A) Escatología colectiva

la acumulación de títulos cristológicos en algunos de los pasajes que emplean esta palabra (1 Tm 6, 14­16; Tt 2, 13) ha hecho pensar a los comentaristas en una utilización polémica de la misma frente al sin­ cretismo del culto pagano o imperial. En todo caso, el elemento de expectación gozosa sigue siendo dominante, y en Tt 2, 13 es califica­ da de «feliz esperanza». Por lo demás, que exista una continuidad en­ tre los términos parousía y epiphaneia lo muestra 2 Ts 2, 8, que ha­ bla de «la epifanía de su (de Cristo) parusía»; a este respecto es me­ nester notar que el griego de los L X X designa frecuentemente como epifanía la teofanía de Yahvé. Como variantes de epifanía pueden ser entendidos otros dos tér­ minos: el sustantivo apocalipsis y el verbo manifestarse (phaneroün), en voz pasiva. Apocalipsis aparece ya en 1 Co 1, 7 como objeto de la esperanza cristiana, es decir, como sinónimo de «el día de nuestro Se­ ñor Jesucristo» del que habla el v. 8. En el mismo sentido se emplea el término en 1 Ρ 1, 7.13; 4, 13. El carácter glorioso y plenificador de esta «revelación» es evidente: cf. todavía 1 Ρ 1, 5; 5, 1 (donde el verbo apokalyptein sustituye al sustantivo). El texto últimamente citado es particularmente significativo, pues el autor de la carta se define a sí mismo como «partícipe de la gloria a punto de revelarse»; la existen­ cia cristiana se singulariza por la esperanza en la gloria de la parusía. Respecto al verbo phaneróo, no añade nada nuevo a cuanto ya sabe­ mos: vid. Col 3, 4 (la manifestación de Cristo implicará una paralela manifestación en gloria de los cristianos); 1 Jn 2, 28 (y quizá, dada la proximidad de ambos textos y la identidad verbal — eán phaneróthe—, también 3, 2), etc. 9

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1.4.

Los signos de la parusía

El NT no se limita a proclamar y esperar la parusía de Cristo; en diversos lugares alude a los signos que la precederán. Estos signos son: el enfriamiento de la fe (Le 18, 8), la aparición del anticristo (2 Ts 2, 1 ss.), la predicación del Evangelio a todas las naciones (Mt 24, 14) y la conversión de Israel (Rm 11, 25 ss.). De todos ellos, el que ha merecido la mayor atención de la exégesis es el del anticristo, al que hacen referencia varios textos, entre los que son particular­ mente importantes el ya citado de 2 Ts y los pertenecientes a las dos

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F EUILLET, Α., 1382­1384. CERF AUX, L., 36.

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La parusia

primeras cartas de Juan (1 Jn 2, 18­22; 4, 1­4; 2 Jn 7­9), por cuanto la versión que nos ofrecen uno y otro autor del anticristo no parece coincidente. En 2 Ts 2, 4­12, esta figura es un personaje singular y todavía por venir; Juan, en cambio, lo identifica con una colectividad ya presente, en la que se encarna el espíritu de oposición a Cristo: la secta gnóstica. Ap 13, 1­10 parece describir al anticristo con los ras­ gos del Imperio romano. Esta fluctuación en las caracterizaciones y en la localización temporal da pie para interpretar al anticristo como símbolo hipostasiado de los poderes que, a lo largo de la historia, se oponen al reino de Dios. El signo del enfriamiento de la fe es recogido por Lucas al final de la parábola de la viuda y el juez inicuo (18, 1­8). En este contexto, más que una descripción del término de la historia, el lógion quiere ser una exhortación a la perseverancia en la fidelidad, incluso aunque parezca que la justicia divina se retrasa demasiado. En cuanto al anuncio del evangelio a todo el mundo y la conver­ sión de los judíos, su misma índole postularía un significado más rea­ lista que el de los dos signos precedentes; se trata, en efecto, de datos susceptibles de interpretación histórica. No obstante, al menos por lo que atañe a la predicación de la buena nueva a las naciones, es difícil precisar cómo haya de entenderse tanto la notificación del evangelio como la extensión del concepto «todas las naciones» (Mt 24, 14). Em­ pero queda en pie el deber misional como tarea ineludible del tiempo intermedio; determinar ulteriormente cuándo y cómo pueda conside­ rarse cumplida, es cuestión a la que no responden los datos escrituris­ ticos. La conversión de Israel es objeto de un largo desarrollo en Rm 11. El pueblo judío continúa siendo, pese a su oposición al evan­ gelio, el pueblo elegido; la fidelidad de Dios es más fuerte que la infi­ delidad del hombre (vv. 28­29). Pero se ha notado que Pablo estable­ ce aquí una dialéctica «naciones­Israel» que es remontada por el uni­ versalismo de la voluntad salvífica divina: la unidad original del géne­ ro humano ha sido potencialmente restablecida en Cristo y se consu­ mará en el éschaton, en el que ya no habrá sino un solo pueblo (cf. Rm 15, 7­12). Desde esta óptica, «la idea de una conversión en masa o de una conversión progresiva parece quedar fuera de la pers­ pectiva paulina». 11

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F EUILLET, Α., 1393; SCHNACKENBURG, R., Die Johannesbriefe, Freiburg i.B., 1963 , 145­149; ZEDDA, S., 154 ss., 397 s. VICENTINI, J. I., La Sagrada Escritura. Nuevo Testamento II, Madrid 1965, 293 (con bibliografía). 2

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160

7.5.

Existencia cristiana y parusía

El capítulo precedente ha verificado el alto grado de escatologización de la primera comunidad cristiana: ésta se concibe como sociedad irresistiblemente atraída por la esperanza en el futuro último de Cristo. La gravitación escatológica traspasa todas las manifestaciones vitales de la Iglesia apostólica; así nos lo muestran, sobre todo, los escritos paulinos. En primer lugar ha de señalarse el color escatológico de la celebración eucarística, ya sugerido en los relatos de institución (Mt 26, 29; Me 14, 25; Le 22, 16-18) y en «la alegría» de la fracción del pan de la comunidad de Jerusalén (Hch 2, 46), y confirmado explícitamente en las importantes palabras de 1 Co 11, 26: la eucaristía se celebra como memorial de Cristo «hasta que él venga». Es muy probable, además, que en ese culto eucarístico resonase la venerable plegaria aramea maranatha («ven, Señor»: cf. 1 Co. 16, 22; Ap 22, 20): la celebración litúrgica era vista en la Iglesia primitiva como anticipación mística del reino de Dios, por cuanto lo que en ella acontece produce ya algo que será realidad permanente al fin de los tiempos. El maranatha eucarístico se explica por el paralelismo de las situaciones: como el Señor ha venido (ahora) entre nosotros, respondiendo a la oración sacramental, del mismo modo vendrá al término de la historia, respondiendo a la invocación de la Iglesia que anhela su presencia gloriosa y manifiesta. La otra interpretación posible de la fórmula maranatha (maranatha = «el Señor viene») haría de ella no una plegaria, sino una confesión de fe. En todo caso, el marco de la misma sería cultual y acreditaría el lugar preeminente que la primera liturgia eclesial reconocía a la parusía. Preeminencia manifestada igualmente por el hecho de que, entre las razones que han movido a los tesalonicenses a «abandonar los ídolos» y «convertirse a Dios» se cuenta la esperanza en «Jesús, que ha de venir de los cielos» (1 Ts 1, 9-10). Tal esperanza, por consiguiente, es, a la vez, objeto de la fe y fundamento de la conversión a dicha fe. Se ha dicho ya en otro capítulo que la ética de la primitiva comunidad es una ética escatológica. Las actitudes del cristiano en el mun13

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CERFAUX, L., 54-60; ZEDDA, S., 15 ss. CULLMANN, O., Christologie du Nouveau Testament, Neuchátel 1966, 181-184; ZEDDA, S., 18 s. KUHN, K. G., «Maranatha», en TWNTIV, 470-475. 13

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La parusía

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do son normadas en referencia a la esperanza de la parusía. De la ne­ cesidad de vigilar y orar para que su venida no nos sorprenda, Pablo deduce una serie de actitudes fundamentales, desarrolladas a partir de las antítesis día (del Señor)­noche, luz­tinieblas; la sobriedad, la templanza, el ejercicio de la fe, el amor y la esperanza (1 Ts 5, 4­8). Una exhortación muy semejante se encuentra en Rm 13, 11­14: la proximidad del día (v. 12) impone la práctica de las virtudes propias de la luz y el abandono de «las obras de las tinieblas». Esta índole escatológica de la ética cristiana podría propiciar un desentendimiento del mundo. El pasaje de 1 Co 7, 29­31, en efecto, parece una invitación a la evasión de las tareas y deberes temporales. Pero el pensamiento de Pablo es mucho más matizado; él mismo ha tenido que reaccionar contra la tentación de evasionismo presente en algunos miembros de la Iglesia de Tesalónica, quienes, so pretexto de la inminencia de la parusía, se inhibían del trabajo diario para vivir a costa de sus hermanos; el apóstol les ordena que «trabajen... para co­ mer su propio pan» (2 Ts 3, 6­12). La clave interpretativa de 1 Co 7, 29 ss. se halla en el v. 32: «yo os quisiera sin preocupaciones». La es­ peranza de la parusía ha de ser vivida como liberadora, en cuanto re­ lativiza los valores intramundanos. Pero sin que tal «ausencia de cui­ dados» exima a los cristianos de cumplir con sus responsabilidades. Tal función liberadora de la esperanza se revela en aquellos lugares en los que Pablo asocia la idea de la parusía con la del gozo: 1 Ts 2, 19; Rm 12, 12, y, sobre todo, F lp 4, 4­5: «estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres... El Señor está cerca». Ε igualmen­ te en los pasajes en que se exhorta a los cristianos a encarar con arro­ jo las tribulaciones actuales; esos sufrimientos les hacen partícipes de los de Cristo y presagian una participación paralela en su glorifica­ ción definitiva: 2 Ts 1,4­10; 1 Ts 1, 3; Rm 5, 3­5; 2 Co 1, 3­7. Es no­ table, en este sentido, el texto de Rm 8, 18: «...los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de mani­ festar en nosotros». Los versículos siguientes definen la gloria que se espera como «la liberación de la servidumbre» que tendrá lugar en la parusía con la resurrección y la nueva creación.

2.

La fe de la Iglesia en la parusía

El anuncio de la venida de Cristo al final de los tiempos se contie­ ne en todas las manifestaciones de la fe de la Iglesia (testimonio de los Padres, liturgia, doctrina del magisterio), si bien hay épocas en

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Teología sistemática. A) Escatología colectiva

que es preciso reconocer una inflexión de la esperanza escatológica en la conciencia eclesial. La Didaché conserva el maranatha cúltico (10,6) y se cierra con la evocación de la venida del Señor «en las nubes del cielo». Para designar esa venida, sólo el Discurso a Diogneto (7, 6) y Hermas (Sim V, 5, 3) utilizan el término parousía en su sentido técnico. Ignacio de Antioquía lo usa para significar la encarnación: el evangelio se ocupa de «la venida (parousía) del Salvador..., de su pasión y resurrección» (Fld 9, 2). Este es también el sentido que más frecuentemente le otorga Justino (Dial 88, 2; 120, 3; Apol I, 48, 2; 54, 7), quien sin embargo conoce igualmente la significación técnica de «venida gloriosa» (Dial 31, 1; 49, 8). Para distinguir ambos significados, Justino es el primero en usar las expresiones «primera/segunda venida», o bien «venida sin gloria/en gloria»: Apol I, 35, 8; 52, 3; Dial 14, 8; 49, 2.7; 53, 1; 54, 1; etc. Distinción conocida también por Ireneo (Adv Haer IV, 22, 1 - 2 - P G 7, 1046 s . - ; 33, 11 - P G 7, 1079—) y otros. La fe en la venida gloriosa de Cristo queda registrada en los símbolos desde sus primeras recensiones con la fórmula «ha de venir a juzgar» (DS 6, 10 ss.). Tal fórmula puede producir la impresión de que la parusía está en función exclusiva del juicio. En realidad, la yuxtaposición venida-juicio se explica, como se verá más adelante, desde el sentido bíblico de «juicio» como manifestación de poder, y no como acción judicial. «Venir a juzgar» equivale, pues, a «venir en poder». Sólo más tarde, cuando se perdió esta dimensión triunfal de la idea de juicio, se hizo necesario interpolar entre ambos verbos el inciso «con gloria»: «ha de venir con gloria a juzgar» (DS 150). Esta fe en la parusía aparece notablemente purificada de elementos accesorios en San Agustín. En la Epístola 199, que lleva por título De fine saeculi (PL 33, 904-925), se extreman las cautelas sobre los dos puntos más expuestos a las especulaciones de índole apocalíptica: la interpretación de los signos precursores y la cuestión de la fecha. En lo tocante a los signos, el obispo de Hipona llama la atención sobre su oscuridad, que convierte en «temeraria» la empresa de «definir algo sobre ellos» (Ep 199, 9, 26). Por lo que respecta a la fecha de la parusía, «no me atrevo —confiesa— a calcular el tiempo. Ni creo que ningún profeta haya fijado sobre este asunto el número de años. Más bien ha de prevalecer lo que el mismo Señor dijo». Y cita Hch 1, 7 y Mt 24, 36 (Ep 197, 1.2-PL 33, 8 9 9 - ) . Por todo lo cual, «quien dice que el Señor vendrá pronto, habla según una opción en la que podrá engañarse peligrosamente» (Ep 199, 54—PL 33, 925—).

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La parusía

La perspectiva parusíaca ha sido conservada por la Iglesia en sus diversas liturgias eucarísticas, siguiendo la pauta marcada por el NT y reflejada ya, como hemos visto, en la Didaché. Tal impregnación escatológica del acto central de todo el culto cristiano es sumamente significativa, al mostrar el carácter irrenunciable que la Iglesia reconoce de esta suerte a la parusía de su Señor. En toda celebración eucarística, la comunidad de creyentes reafirma su esperanza en la venida gloriosa de Cristo, a la vez que confiesa su fe en su actual presencia bajo las especies sacramentales. Es innegable, con todo, que el pensamiento de la parusía ha sufrido una progresiva neutralización, de la patrística a la teología medieval, y de ésta a nuestros días. Bastaría para probarlo el hecho de que, desde la Edad Media hasta el Vaticano II, sólo dos veces aparece en documentos del magisterio: en el Concilio IV de Letrán (DS 801) y en la profesión de fe del emperador Miguel Paleólogo (DS 852); en ambos casos se trata de simples alusiones rutinarias. Ha sido menester aguardar a la Constitución Lumen Gentium para que la parusía volviera a recuperar el lugar privilegiado que el NT le otorgara. Los números 48 y 49 recogen, dentro de su concisión, los más importantes elementos de la doctrina neotestamentaria: la existencia cristiana como vigilancia; la índole triunfal de la venida que se aguarda y, por consiguiente, el talante de expectación gozosa y confiada que conviene a los cristianos; la parusía como plenificación de la obra ya comenzada, tanto a nivel de los individuos como al de la propia comunidad eclesial, que «no alcanzará su consumación» sino al final de la historia. Sobre este punto se vuelve en la Gaudium et Spes, número 39: el reino ya presente «se consumará en la venida del Señor.». La contraposición «primera/segunda venida» se recoge en el Decreto Ad Gentes, 9: la actividad misional discurre «entre la primera y la segunda venida del Señor, en la que la Iglesia será congregada, como la mies, en el reino de Dios desde los cuatro vientos». Del carácter escatológico de la liturgia eclesial se hace mención en la Constitución Sacrosanctum Concilium, 8: la participación en el culto litúrgico entraña la expectación de la manifestación final de Cristo, nuestra vida. Por lo demás, los nuevos textos eucarísticos han recuperado la aclamación escatológica maranatha («ven, Señor Jesús»), presente, como se ha indicado, en los más antiguos documentos. 16

Vid. textos en SCHMAUS, M., Teología Dogmática VII, Madrid 1964 , 129-131. 16

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3.

Teología sistemática. A) Escatología colectiva

Reflexiones teológicas

Los datos examinados hasta el momento nos hacen percatarnos de la importancia absolutamente excepcional que el pensamiento de la parusía reviste en la conciencia escatológica de la fe cristiana. Desgraciadamente la teología se había limitado, por lo común, a repetir el artículo de fe sin ahondar en su significado. La parusía no ha ejercido, hasta una época reciente, ningún serio influjo, ni en la vivencia religiosa de los creyentes, ni en las elaboraciones doctrinales de los teólogos. Sin embargo, la idea de la venida del Señor no es uno más entre otros temas bíblicos. Que el Señor viene, que la salvación viene, que la historia conocerá un cumplimiento, «es el tema que domina a todos los demás». La ausencia de una reflexión teológica a la altura de su trascendencia constituía un lamentable vacío. Hoy la situación ha cambiado. La renovada atención prestada a la escatología en general, así como la preocupación que suscita cuanto se refiere al futuro, ha reactivado el interés por la parusía. La interpretación de la misma es actualmente objeto de animadas discusiones, tanto en la teología protestante como en la católica. Importa, pues, partir de este actual estado de la cuestión para fijar después el significado de los contenidos revelados y profesados en la fe de la Iglesia. 17

3.1.

¿Acontecimiento o dimensión estructural?

Las tres teorías hermenéuticas sobre la escatología del N T , reseñadas en nuestro anterior capítulo, no pueden menos de reflejarse en la interpretación del dato de la parusía. Si bien por distintos caminos, todas ellas coinciden en una reducción de ésta, que de acontecimiento pasa a ser simple expresión simbólica de «una cualidad de la existencia creyente», esto es, elemento permanente, estructural, del ser cristiano. Para Schweitzer, la tesis de una parusía desplazada indefinidamente sería el expediente de una expectación frustrada para mantener todavía el sentido de la confesión de fe; el último lazo que ata el misticismo de Pablo con el apocalipticismo de Jesús. Según Dodd, la parusía cumple la función de representar a nivel de colectividad algo que es real a nivel de individualidad singular: el encuentro de la per18

BRUNNER, E., 149. Cf. SCHUETZ, P., Was heisst 'Wiederkunfí ChristV? Freiburg i.B. 1972, 9-33. " DUQUOC, C, 401 ss. 17

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sona con Dios al término de su existencia. Bultmann cree posible liquidar los elementos apocalípticos (entre los que cuenta la parusía), manteniendo un válido núcleo escatológico: la continua inminencia de la crisis que la Palabra de Dios provoca en el hombre invitado a la decisión. Se ha n o t a d o que, al menos en lo que atañe a Dodd y Bultmann, la reducción de la parusía se logra a base de separar tajantemente el hecho del sentido, el acontecimiento de la interpretación, como ocurre también en la problemática de la resurrección de Cristo. Por otra parte, tanto la escuela de la escatología realizada como la de la escatología existencial se ven conducidas, al negar el hecho de la parusía, a una radical privatización y destemporalización de lo escatológico, como ya hemos observado en otro lugar. La desconexión entre el hecho y su significado, el interés exclusivo por éste a costa de la realidad objetiva de aquél «suprime la historia y tiende hacia una gnosis o un docetismo» En contraposición a tales ensayos de interpretación reductiva, son varios los teólogos que señalan cómo no se puede ir a una liquidación de la parusía en cuanto acontecimiento sin poner en peligro el carácter objetivo que reviste la resurrección de Cristo. Esta, al no ser verificable en su realidad por vía empírica, está pidiendo una comprobación; entre tanto, sigue siendo (para nosotros) promesa. Que Cristo haya resucitado, o dicho de otro modo, que Cristo es el Señor y que la muerte ha sido vencida, lo confiesan los creyentes desde la oscuridad de la fe, lo aguardan desde la promisoriedad de la esperanza. Pero si la parusía no va a tener lugar nunca, nunca se despejará la oscuridad y la promesa perseverará indefinidamente como promesa, eludiendo así la exigencia de cumplimiento implícita en toda promesa veraz. La resurrección de Cristo promete nuestra resurrección y, con ella, nuestra victoria sobre la muerte. Ahora bien: la realización de la promesa no pertenece al orden del testimonio (en este orden se sitúa, por su propia naturaleza, la promesa misma, no su cumplimiento), sino al de la comprobación. Por consiguiente, «si la resurrección es un dato objetivo..., la parusía, que es su comprobación última, tiene que ser un dato objetivo, con el carácter de un 19

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Ibid., 377. Ibid., 403. La resurrección de Jesús es un hecho real, objetivo, aunque en sí misma no pueda calificarse, sin incurrir en equívocos, de hecho histórico o de acontecimiento. 20

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acontecimiento». El mínimum de sentido que es preciso reconocer a la doctrina del NT sobre la parusía es que se trata de la manifestación evidente, inmediata y universal del señorío que compete a Cristo desde su resurrección. El resucitado terminará por imponerse al mundo y a la muerte como lo que es: como Señor de ambos. Este imponerse es «la venida en poder» que llamamos parusía. Si en lugar de partir de la resurrección de Cristo partimos de su encarnación, llegaremos al mismo resultado, esto es, a la necesidad de que la parusía sea un acontecimiento real. Cristo ha entrado realmente en la historia, en el espacio y el tiempo. Pero ha entrado bajo la figura de siervo, en la condición de kénosis. ¿No postula esa kénosis, histórica e históricamente comprobable, una vindicación no restringida al ámbito de la fe —la resurrección—, sino igualmente comprobable? Con otras palabras: la fe en el Jesús-siervo de Yahvé es inseparable de la esperanza en el Cristo-Hijo del Hombre, Señor del Universo. El realismo de la encarnación impone el realismo de la parusía. Si la parusía es mero símbolo de una dimensión supratemporal, metahistórica, de la existencia, no se ve por qué no pueda decirse lo mismo de la encarnación y la resurrección de Cristo. Y no es simple coincidencia que en Bultmann se juzgue teológicamente irrelevante no sólo la realidad de la parusía, sino también la de la encarnación y la resurrección. 22

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DUQUOC, C , 411; cf. MOLTMANN, J., Teología de la esperanza. Salamanca 1969, 297. BRUNNER, E., 152: «la fe en Jesús sin la espera de su parusía es un cheque que nunca será pagado... Una fe en Cristo sin una esperanza parusíaca es como una escalera que no conduce a ninguna parte, sino que termina en el vacío». Vid. ideas semejantes en KUENNÉTH, W., Theologie der Auferstehung, München 1968 , 282. ALONSO, J., («Cómo explicar la esperanza cristiana en la segunda venida de Cristo», en La esperanza en la Biblia. XXX Semana Bíblica Española, Madrid 1972, 203-214) propone una interpretación de la parusía sustancialmente idéntica (si he entendido bien su pensamiento) a la de Dodd. Como la del pecado original, la formulación «segunda venida» es mitológica, a saber, ambas «ponen en forma de historia unas verdades abstractas, sólo que una proyectando la historia hacia el pasado, otra hacia el futuro. Pero ninguna de ellas está propiamente interesada ni con el pasado ni con el futuro en cuanto que es algo puramente temporal, sino con la situación presente. Describen... lo que está sucediendo» (p. 213). «El mito de la segunda venida, con todos sus concomitantes (resurrección, milenio, juicio, etc.), no hace sino explicitar todos los elementos contenidos en la venida de Cristo en el Espíritu. Son realidades presentes, que están teniendo lugar aquí y ahora» (p. 214). «Cristo cumplió plenamente con su muerte y resurrección y su efusión del Espíritu... lo profundo 2 2

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Desde un ángulo diverso, y por parte católica, se ha ensayado recientemente una interpretación del éschaton en la que la parusía no sería un acontecimiento real al término de la historia. G. Greshake sostiene que en la muerte-resurrección de cada hombre es un fragmento de mundo y de historia lo que llega hasta Dios, quien de este modo «va extendiendo su reino». La idea de un punto terminal de la historia del mundo está ligada a una apocalíptica mitológica hoy inviable. La pregunta por el futuro del mundo es la pregunta «por la meta que el hombre se propone, para sí y para el mundo, libre y creativamente»; la cuestión de una consumación del mundo es la cuestión de «la consumación de la libertad humana». Luego si la cuestión de un futuro consumado de la realidad sólo tiene sentido como cuestión sobre la consumación de una historia de libertad, entonces el futuro consumado es algo que atañe no ya a un supuesto sujeto universal «humanidad», sino a la libertad subjetiva de los individuos. ¿En qué queda entonces el acontecimiento universal-final que llamamos «último día»? Greshake piensa que el dato «último día» no es doctrina vinculante de fe, sino simple theologoúmenon. Hay que pasar de su versión apocalíptica a una versión existencial: el último día es el de la muerte de cada cual. Un último día sería necesario si se comprendiese la historia como «caída, deficiencia o inautenticidad» frente al auténtico mundo de la eternidad. Y eso es lo que ocurre en la tradición greco-occidental. Pero, según la Escritura, la historia no puede interpretarse «entrópicamente», sino «biogenéticamente». Si Dios funda la historia, lo hace para llevarla adelante con el hombre; ¿es esto compatible con un término de la m i s m a ? Hay que distinguir, pues, entre «consumación» (Vollendung) y «término» (Ende). Es necesaria una consumación, sin que se vea que, 25

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de las promesas»; la segunda venida trata de «instantaneizar» lo que será el resultado de «la acción lenta del Espíritu a través de los siglos» (p. 211). Auferstehung der Toten, Essen 1969. Vid. la exposición y critica del libro en ALFARO, J., «La resurrección de los muertos en la discusión teológica sobre el porvenir de la historia», en Greg (1971), 537-554. Auferstehung..., 356; cf. ibid., 384-393: lo que llamamos «resurrección» acontece en la muerte, de suerte que en cada muerte se consuma no sólo una «subjetividad individual», sino «a la vez la historia universal» (p. 396). Ibid., 379-384. Cf. ibid., 396: «el mundo... encuentra su futuro definitivo en la sucesiva consumación definitiva de los individuos en la muerte». Lo mismo piensa LOHFINK, G., en (GRESHAKE, G., LOHFINK, G.) NaherwartungAuferstehung-Unsterblichkeit, Freiburg i.B., 1976 , 61 s., 70 ss. " Auferstehung..., 399-403. 25

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por lo mismo, sea necesario un término. Lo sería si, sin él, la historia degenerase en perpetuo retorno, si no pudiera ser el lugar de una constante e ilimitada revelación de Dios. Pero la irrupción de la libertad divina (y su diálogo con la libertad humana) en la historia garantiza la permanente apertura de ésta a la novedad creadora. La victoria de Dios en Cristo puede realizarse en «una sucesión ilimitada», que no equivale a un «nunca-llegar-al-fin», o a un «nunca-ser-consumada». De cada hombre, de cada suceso histórico, ha de decirse que en ellos se muestra la victoria de Dios. Y, por más que la historia no termine nunca, la relación con ella del hombre consumado no será relación a lo no consumado sin más, sino a lo que está en perpetuo trance de consumación. Greshake concluye: las afirmaciones de fe sobre una consumación de la historia y del mundo «no son idénticas con la afirmación de un término del mundo». Si se entiende la consumación como «un indefinido y dinámico proceso de tránsito de este a aquel eón, entonces no es menester postular un término». Sobre la tesis de Greshake es preciso tener en cuenta, ante todo, que el autor la presenta a título de conjetura. Además, y pese a algunas semejanzas obvias, se distingue tanto de la teoría de Dodd como de la de Bultmann. Del primero lo separa su persuasión de que la historia precisa todavía una consumación (cosa que la escatología realizada no admitiría). Respecto a Bultmann, el mismo Greshake ha criticado la depreciación que tiempo e historia sufren en su teología, atribuyéndola a la irrefleja raíz hegeliana que informa todavía su pensamiento. Pese a lo cual, hay algo en Dodd y Bultmann que volvemos a encontrar en Greshake: la privatización del éschaton. Si se atomiza la llegada de la consumación en la multiplicidad de las consumaciones individuales, desaparece la dimensión colectiva de la escatología, tan marcada empero en el NT. Si ni el mundo ni la historia ni la humanidad, en cuanto tales, tienen una consumación, tampoco la Iglesia la tiene, lo que no parece estar de acuerdo con la doctrina bíblica ni con su interpretación auténtica en el Vaticano I I . 29

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Ibid., 403-408. Ibid., 410. Al comienzo (p. 402) y al final (p. 410) de su excursus sobre el último día, Greshake subraya este punto. Vid infra, nota 40. Aitferstehung..., 125-132. «Ecclesia... consummabitur quando adveniet tempus restitutionís omnium» (LG 48; la Iglesia, pues, conocerá una consumación). Vid. más textos conciliares 29 30

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Se ha echado de menos en Greshake una exégesis más rigurosa de 1 Co 15, 20­28 (donde se habla formalmente de un télos de la his­ toria) y su omisión de textos como Rm 8, 19­24, Ef 1 y Col 1, en los que aparece claramente el alcance cósmico de la función salvífica de Cristo y «la visión totalizante y unificada de la humanidad como un todo y de la historia como totalidad en un solo centro unificador: Cristo... La humanidad y la historia están redimidos por Cristo preci­ samente como totalidades». Es más que dudoso, por tanto, que la doctrina de un término (Ende) de la historia pueda verse como simple theologoúmenon, y no como dato revelado, integrado sustancialmen­ te no ya en la escatología y la interpretación bíblica del devenir histó­ rico, sino incluso en la cristología neotestamentaria. Desde un punto de vista especulativo, la teoría que nos ocupa se enfrenta igualmente con serios inconvenientes. El mismo Greshake expone las razones, aducidas por Rahner, que postulan un final del tiempo. Porque el hombre es, indivisiblemente, individuo y ser social, «la escatología tiene que tener en si necesariamente el mismo dualis­ mo...: tiene que ser escatología general e individual... sin que lo uno pueda desaparecer absolutamente en lo otro y sin que en una sola afirmación pueda ser dicho todo lo que hay que decir». Además, «porque el hombre es esencialmente una única e irrepetible (einmali­ ge) historia, por eso tiene también la naturaleza infrahumana una his­ toria, un comienzo por la creación y un término definitivo... La histo­ ria universal y la historia particular de cada uno, es decir, el tiempo, no es un reflejo de lo eterno... No. El tiempo es un proceso único e 34

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con la misma idea en MOLINARI, P., «La Iglesia escatológica», en BARAU­ NA,G., La Iglesia del Vaticano II, Barcelona 1966, 1158­1161. ALF ARO, J., «La resurrección...», 550 s. Desde el terreno de la exégesis, se afirma que «el hecho del fin del mundo es enseñado en la Escritura con una claridad que no deja nada que desear. No podría ser puesto en duda sin que se cuartease el sentido de la entera historia de salvación, tal como la concibe la Biblia» (F EUILLET, Α., 1336). ALF ARO, J. (a.c, p. 552) añade una motivación soteriológica, a mi juicio sin posible respuesta: «considerar la historia como ilimitadamente abierta al futuro sin etapa final, ¿no es considerarla únicamente en su dimensión creatural de avance indefinido, es decir, como no redi­ mida...?». En la tesis de Greshake, «el tiempo y la historia quedan en su condición natural (creatural) de proceso sin fin: no son finalizadas en Cristo». Barth ha escrito algo semejante (Esquisse d'une dogmatlque, F oi Vivante 1968, 210): «un fin sin fin es atroz. Es la imagen de la perdición humana... Por ello, ha sido impuesto a este tiempo un limite». ET IV, 433. 3 4

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irrepetible (einmaliger)... Camina... hacia un punto final, definitivo e irrevocable». El paralelismo que aquí establece Rahner entre el tiempo del hombre (con un inicio y un término) y el de la historia en general (que es el mismo), ha sido tácitamente rechazado por Greshake, quien paradójicamente exige y justifica un final temporal de la historia del individuo, en base a un razonamiento que a cualquier lector se le antojaría igualmente válido para la historia de la colectividad: «el tiempo del obrar humano exige un término (Ende), la muerte. El ahora abierto al futuro sería indiferente (gleich-gültig), y con ello perdería su incesante función de estímulo, si no se ofreciera como posibilidad de lo definitivo (Endgültiges). Sólo se puede presentar como lo posiblemente definitivo si puede esperarse incondicionalmente un ahora realmente definitivo»?* En realidad es este mismo argumento el que Alfaro hace valer contra la posibilidad de una historia auténtica despojada de un auténtico término. Un proceso histórico «caminando indefinidamente hacia una plenitud que no llegaría nunca...; plenitud potencial, siempre en hacerse, nunca hecha»; ¿es ésta una concepción admisible?. En resumen, la tesis de Greshake nos presenta un mundo, una humanidad, una Iglesia, sin futuro, sin meta ni consumación, porque las categorías meta, futuro y consumación conciernen en exclusiva (según afirmación de nuestro autor) a la libertad del individuo, no a la colectividad. Nos hallamos así ante un pensamiento que, en último análisis, involuciona hacia las posiciones típicamente bultmanianas: privatización de la salvación, desmundanización del ser humano, desconexión de historicidad y tiempo, del protón y el éschaton? 37

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Sentido teológico de la muerte, Barcelona 1965, 30 s.; me he permitido rectificar la traducción española, inexacta en algún momento. ' Auferstehung..., 384. A.c, 548. Auferstehung..., 379. Greshake ha rectificado recientemente su posición sobre este punto: la consumación no puede ser individualizada «centrándola en la muerte del individuo»; es «un acontecimiento universal. No se trata de una consumación del individuo al margen del mundo y de la historia, sino de la consumación de la realidad entera... La consumación del hombre individual en la muerte... no puede ser la consumación última mientras toda la humanidad y la realidad entera no hayan llegado al estado definitivo» (SCHULTE, R., GRESHAKE,G„ RUIZ DE LA PEÑA, J. L., Cuerpo y alma. Muerte y resurrección, Madrid 1986, 150 s.). Hay que notar que, en la historia del pensamiento, cuantas veces se ha negado un término del tiempo, tal negación iba acompañada de la del inicio; se trata de la vieja teoría del eterno retorno. Naturalmente Greshake rechaza esta concepción. 37

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La parusía

Añadamos que la renuncia a un término real de la historia acabaría con la tensión «ya-todavía no»; ese «todavía no», singularización de la actitud escatológica, seria sustituido por un incesante «cada vez más». Pero «no hay redención a través de una historia progresiva: la redención es también redención de (von) la historia». Así pues, la existencia de un acontecimiento final, de un «último día», no puede ser revocada como elemento mitico-apocalíptico sin comprometer toda la escatología. No habrá tan sólo consumación; habrá además término. O mejor: porque habrá una consumación, habrá un término consumador.* 42

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3.2.

La interpretación del acontecimiento

Una vez reivindicado para la parusía su carácter de acontecimiento, y no mero símbolo de una situación permanentemente actual, la cuestión que se plantea seguidamente es la de su interpretación. Hemos visto cómo el NT la designa frecuentemente con términos como apocalipsis, epifanía, manifestación. ¿Quiere esto significar que la parusía consistirá simplemente en un descubrimiento o revelación de lo ya ahora ocultamente presente? ¿O el acontecimiento que cierra la historia ha de importar, además, un coeficiente de novedad inédita hasta entonces? La primera interpretación (parusía como el simple desvelarse de una realidad escatológica existente ahora, si bien mistéricamente velada) se encuentra a menudo en la teología protestante. Así opinan Barth y Kreck, por ejemplo: «la vuelta de Cristo... es denominada en el NT la revelación... ¿Qué trae el futuro? No, una vez más, un giro histórico, sino la revelación de aquello que es... De aquello que, de 44

Pero podemos preguntarnos si no es arbitraría la limitación a parte ante de un tiempo concebido linealmente cuando no se admite la misma limitación a parte post. En la idea de proceso con principio ¿no se incluye ya el fin? ALTHAUS, P., 248 s. A propio intento se ha prescindido de buscar una confirmación de la índole real del término a base de sugerencias extrabíblicas o extrateológicas (la posibilidad de una conflagración atómica, la ley de la entropía, la inclinación de la ciencia contemporánea a reconocer en el tiempo y el espacio magnitudes limitadas, etcétera). Teólogos de renombre (vid. BRUNNER, E., p. 13, nota 1; 138-140; KÜNG, H., pp. 331 ss.) no desdeñan tales sugerencias. GRESHAKE (o.c, p. 403, nota 14) señala, creo que con toda razón, el alcance discutible de estos argumentos. Es MOLTMANN, J., Teología..., 295-198, quien propone este planteamiento. Cf. WIEDERKEHR, F., Perspektiven der Eschatologie, Einsiedeln 1974, 65 ss.; BREUNING, W„ 745-750. 4 2

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una vez por todas, ha acontecido ya». «El cumplimiento no puede ser en el fondo otra cosa que la desvelación de aquello que ya es realidad en Jesucristo». De forma semejante se expresan Oepke, Künneth, Brunner, M a u r y y otros. No podemos negar a la parusía este carácter revelador. A él se ha aludido más arriba, cuando se defendía su realidad como exigencia del realismo de la encarnación y la resurrección de Cristo. El Cristo Señor tiene que patentizarse como tal, el velo que cubre su realeza tiene que rasgarse alguna vez, la oscuridad de la fe habrá de dar paso a la inmediatez de la visión, para que el Jesús siervo obtenga su vindicación. Pero todo esto no parece agotar el contenido del anuncio neotestamentario de la parusía. Esta «trae algo nuevo con respecto a lo que ahora puede experimentarse... La esperanza cristiana aguarda del futuro de Cristo no sólo desvelamiento, sino también cumplimiento definitivo... Algo que hasta ahora no ha acontecido todavía». De no ser así, no podría justificarse el tiempo que media entre la resurrección y el éschaton; la historia quedaría neutralizada (puesto que se limitaría a «encubrir» lo «revelable») y la escatología se acercaría peligrosamente a la apocalíptica. Para comprender en qué consiste concretamente la consumación en cuanto portadora de novedad, conviene recordar que el NT presenta la parusía como íntimamente conectada a los restantes elementos que concurren en el éschaton: resurrección, juicio, nueva creación. Al ser comprobación de la resurrección de Cristo («primicias» de la nuestra) y realización de la promesa en ella implicada, la parusía entraña necesariamente la resurrección de los cristianos; la revelación del triunfo de Cristo no puede menos de repercutir en sus miembros. Es así como en 1 Co 15, 20-28, Pablo relaciona estrechamente 45

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Citados por MOLTMANN, J., Teología.... 296. 46 y w N T V, 868: «la parusía es la revelación conclusiva de lo ya presente como realidad escatológica». . 0.c, 282 s.: «el suceso de la parusía puede ser comprendido teológicamente sólo como la irrupción manifiesta del nuevo eón del reino de Cristo...; el revelarse del resucitado como rey en majestad, y el revelarse de la victoria sobre el poder de Satanás». O.c, 150 s.: la parusía es el acontecimiento donde se muestra que «la muerte de cruz del Gólgota no ha sido una tragedia, sino una victoria». L'eschatologie, Genéve 1959, 50: «el Cristo encarnado anuncia su retorno en gloria, es decir, su presencia sin incógnito, el fin del enigma». MOLTMANN, J., 295, 297. 4 3

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la resurrección de Cristo, la resurrección de «los que son de Cristo», su venida triunfal y el fin; y, aún más claramente, en Col 3, 4, donde la «aparición de Cristo» se hace consistir en un «aparecer nosotros gloriosos con él». A su vez, la resurrección connota necesariamente una nueva creación; en Rm 8, 19-23, la «liberación de la servidumbre» aguardada por la creación se articula con nuestra esperanza de resurrección, de «rescate de nuestro cuerpo». En cuanto a la relación parusía-juicio, se puede argumentar de forma semejante a como se hacía en torno al binomio parusía-resurrección: tiene que evidenciarse que hay acciones y opciones que no conducen a nada más que a la muerte, y que «sólo el amor y la justicia conducen a la vida. Si no se manifiesta esta consecuencia en la historia real, nunca será revelado lo que permanece oculto: la identidad entre la causa de los hombres y la causa de Dios». Es decir: la «venida en majestad» no puede menos de importar una discriminación de la causa de la justicia y la injusticia; a la luz de la gloria manifiesta de Cristo, se manifiesta también la verdad oculta de cada ser. En este sentido cabe entender el texto de 2 Ts 2, 8 (la aparición de Cristo es la aniquilación de las fuerzas adversas; confróntese 1 Co 15, 24-28) y los lugares ya citados en que se habla de la parusía como reivindicación de los que ahora son atribulados. Es imprescindible, en suma, evitar la impresión de que lo aguardado al final de los tiempos es un conjunto de sucesos plurales (parusía, resurrección, juicio, nueva creación), independientes entre sí, que se dan de hecho, lo mismo que podrían darse otros. No se trata de una multiplicidad de eventos distintos e inconexos; la célula generadora del entero éschaton es la parusía, a saber: la epifanía de la realeza de Cristo, por una parte, y la consumación de su obra, por otra, o dicho diversamente, la resurrección, el juicio y la renovación cósmica, entendidos no ya como otros tantos sucesos, sino como dimensiones o concreciones del único acontecimiento que es «la venida de Cristo en majestad», llevando el reino de Dios a su plenitud. Así se evidencia que, a la postre, nuestro éschaton es Cristo; que la esperanza cristiana aguarda no algo, sino a alguien. 51

DUQUOC, C, 421; cf. ibid., 423: «al ser promesa cumplida, la parusía revela lo que todavía está oculto en la historia: el vinculo absoluto entre la victoria de Cristo sobré la muerte con el amor a los demás y la defensa de la justicia». Cf. MOLTMANN, J., El Dios crucificado, Salamanca 1975, 243 s., 248. 51

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Este carácter cristocéntrico del éschaton permite no descartar ninguna de las dos interpretaciones propuestas más arriba, sino armonizarlas en un todo coherente. La parusía será ciertamente «revelación», desvelamiento de lo, en parte, ya actual: la capitalidad cósmico-salvífica de Cristo. A este propósito importa llamar la atención sobre el hecho, repetidamente notado, de que el NT no hable nunca de «retorno» o de «vuelta» de Cristo. En rigor, Cristo no se ha marchado; la resurrección no ha inaugurado un vacío cristológico en la historia. Muy al contrario, la fe confiesa una presencia real y actual de Cristo en el mundo, significada por los sacramentos y por la comunidad (Mt 18, 20: «donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos»; Mt 28, 20: «yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo»), aunque se trata obviamente de una presencia mistérica, no manifiesta. No hay, pues, dos venidas, sino una única venida, la encarnación, a partir de la cual la presencia de Cristo se va desplegando históricamente, de la kénosis del Jesússiervo al señorío de Cristo resucitado, hasta la «epifanía» o «apocalipsis» de esa condición señorial en la parusía. El uso patrístico, antes constatado, del término parousía para designar tanto la encarnación como la manifestación final de Cristo (bivalencia que recoge el NT en el término epiphaneía: vid. supra) no es probablemente ajeno a la idea de que, en el fondo, se trata siempre de una misma y única venida, aunque diversamente articulada en el tiempo. El aspecto de manifestación remite al momento continuidad inherente a la auténtica escatología cristiana, según ha quedado dicho en otro lugar, y que ha de corresponderse dialécticamente con el momento novedad. En cuanto tal novedad, la parusía no es otra cosa sino la resurrección, el juicio y la nueva creación; es decir, la anulación de la distancia que media todavía entre Cristo y el mundo. Distancia que, evidentemente, no es espacio-temporal (cuantitativa), sino ontológica (cualitativa). La humanidad, el mundo, no son aún lo que llegarán a ser, según la promesa incluida en la resurrección de Cristo. La parusía, más que ser una venida de Cristo al mundo, es una ida del mundo y los hombres a la forma de existencia gloriosa de Cristo resucitado. Recordábamos antes el texto de Col 3, 4: «cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis gloriosos con él»; la parusía és descrita aquí como el último estadio de nuestra transformación en Cristo. Dicho esto, es claro que las representaciones espaciales de la «venida en poder», con el aparato cósmico que la acompaña, son el ro-

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paje simbólico de su índole mayestática," y que por consiguiente no autorizan a concebir la parusía como un movimiento local. En reali­ dad, y como se adelantaba ya en el primer capítulo del presente libro, el único lenguaje representativo de un acontecimiento como éste es el simbólico, puesto que, en sí mismo, tal acontecimiento es indescripti­ ble. El término del tiempo, como su comienzo, escapa, en efecto, a nuestra experiencia sensible, que no conoce más acontecimiento que los que se desarrollan en la temporalidad tridimensional. Un evento a encuadrar sin la dimensión de futuro desafia todo ensayo de concre­ ción imaginativa. La parusía concierne todavía a la historia, en cuan­ to que la clausura; pero, por lo mismo, es, simultáneamente, meta­ histórica. La categoría «acontecimiento» que hemos reconocido a la parusía tiene que soportar esta p a r a d o j a , que hace de ella un Jano bifronte: al ser el límite extremo del tiempo, le pertenece y le trascien­ de a la vez. En tanto que fin de la historia, es histórica ella misma, pues de otra forma no podría acabarla; en tanto que revelación inme­ diata, evidente, del resucitado, hace saltar definitivamente el marco espaciotemporal que constituye la historia y la posibilidad de nues­ tras representaciones, pues lo histórico no puede ser nunca el lugar de la percepción inmediata e intuitiva de lo divino, esto es, de lo eterno. 53

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3.3.

El significado de los signos

Del modo como son presentados los signos de la parusía en el NT, se deduce la imposibilidad de utilizarlos como indicaciones cro­ nológicas. Lo cual se hace especialmente claro en lo tocante al anti­ cristo, a quien las cartas joanneas identifican entre sus contemporá­ neos. Por lo demás, la tentación de afirmar la proximidad cronológi­ ca del fin apelando al supuesto cumplimiento de los signos es una constante en la historia del cristianismo. Un espíritu tan avisado como Newman no se ha librado de tal tentación. Lutero juzgaba cumplida la profecía del anticristo en el p a p a d o . En realidad, todas 55

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" Sobre el desciframiento de estos símbolos, vid. MUSSNER, F., «Christus und das Ende der Welt», en VV. AA., Christus vor uns, F rankfurt a.M; 1966, 10 s. " BRUNNER, E., 143­145. " ALTHAUS, P., 250­253; cf. OEPK.E, Α., 868: «la parusía... es el punto en que la historia es sobrepasada por la eterna soberanía de Dios»; MAURY, P., 52­ 58. En sus homilías de adviento de 1835 (cit. por WINKLHOF ER, Α., Das Kommen seines Reiches, Frankfurt a.M., 1962 , 210). Cf. RATZINGER, J., 182 ss. ALTHAUS, P., 256. 5 5

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las épocas podrían rastrear en su experiencia la presencia de los signos. Esto es posible porque el momento presente es ya escatológico. Los presagios de la parusía pertenecen, por derecho propio, a este es­ tadio final de la historia. Por tanto, su incerteza cronológica no los invalida; cumplen la función de recordarnos permanentemente la ín­ dole ultima de nuestros tiempos, «inquietan» nuestra existencia, impi­ den a la Iglesia autocomprenderse como institución definitiva y po­ nen ante sus ojos la provisoriedad inherente a su historicidad. El tiempo que resta hasta el fin no es un paréntesis de pasividad: el evangelio ha de ser predicado a los gentiles, Israel habrá de convertir­ se, la fe sufrirá los ataques de poderes enemigos... Este tiempo, lejos de ser un tiempo muerto, es el escenario que empeña nuestro último esfuerzo. Tanto de parte católica como protestante, se ha dado la voz de alarma sobre el peligro latente en una no percepción actual de los sig­ nos; es decir, en la sustitución de la Naherwartung (espera próxima) de la parusía por una F ernerwartung (espera lejana). La pérdida de sensibilidad escatológica va inexorablemente acompañada de una mengua en la ética específicamente cristiana. Esta pierde su agresivi­ dad y su independencia, comienza a ser hipotecada por solicitaciones y compromisos, cuando la conciencia cristiana olvida la real inmi­ nencia de la parusía. Asimismo, en la medida en que la Iglesia­institu­ ción se despreocupa de su futuro escatológico, crece en ella la preo­ cupación por su futuro intramundano, con las consiguientes graves li­ mitaciones en el ejercicio de su ministerio. La índole escatológica de la Iglesia debería funcionar como liberadora, en orden a su oficio profético y de animación de la realidad temporal, más de cuanto lo es normalmente. En esta dirección es donde conviene situar el significado perenne­ mente actual de los signos de la parusía. Rectamente entendidos, sir­ ven para discriminar la actitud apocalíptica (que hoy encontramos en las sectas que manipulan los signos como índices cronológicos) de la esperanza escatológica, puesto que, lejos de proporcionar falsas se­ 57

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RAHNER, K., ET VI, 339­341. . » WINKLHOF ER, Α., 186­188; ALTHAUS, P., 275 s. Sobre la relevancia de la fe en la parusía para la praxis cristiana y su incidencia en la esfera sociopólíti­ ca, vid. RUIZ DE LA PEÑA, J. L., El último sentido, 77­80: los cristianos no pode­ mos proclamar impunemente la venida en poder del Reino sin actuar los valores de ese Reino. 5

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guridades, promotoras de un distanciamiento de las responsabilida­ des históricas, reactivan y liberan las energías de la Iglesia y los cris­ tianos en correspondencia con la gravedad de la hora presente. 59

4. El juicio final Ya antes hemos adelantado que la parusía conlleva como una de sus dimensiones el juicio escatológico. Cuando se comprende éste como acontecimiento diverso, en si mismo, de aquélla, surge una se­ rie de graves inconvenientes, fácilmente constatables a lo largo de la historia: la idea de la parusía tiende a oscurecerse en favor de la del juicio, y termina por ser desplazada.de la atención de los creyentes, quedando reducida a simple formalidad; la actitud de expectación go­ zosa y esperanzada se ve suplantada por otra de signo contrario, en la que dominan el temor y la incertidumbre; la retribución implicada en el juicio abre el camino a la emergencia de un individualismo parti­ cularista, en virtud del cual un presunto «juicio particular» termina ocupando el lugar del único juicio del que hablan las fuentes, esto es, del juicio escatológico. Por todas estas razones parece conveniente tratar del juicio en el contexto de la reflexión sobre la parusía, y no en un capítulo propio. Comenzaremos insistiendo en su conexión con la parusía, para exa­ minar luego el aspecto estrictamente judicial (el juicio como discrimi­ nación). 4.1.

El juicio como momento de la parusía

Es sabido que el verbo hebreo safat significa indiferentemente «juzgar» y «gobernar». Cuando Dios interviene en la historia, Dios juzga. Y su intervención tiene siempre una doble vertiente: salvífica y judicial. La prioridad corresponde, con todo, al aspecto salvífico. El juicio de Dios es, fundamentalmente, para la salvación. Las victorias de Israel, manifestaciones de la soberanía de Yahvé, pueden así ser llamadas «juicios»: el Yahvé juez es el auxilio de su pueblo (cf. Je 11, 60

5 9

SCHILLEBEECKX, E., El mundo y la Iglesia, Salamanca 1969, 292­300. Vid. PAUTREL, R., «Jugement dans l'Ancien Testament», en SDB IV, 1321­1344; HERNTRICH, V.­BUECHSEL, F ., «Kríno», en TWNTIII, 921 ss. (sobre todo pp. 921­924, 932); GEORGE, Α., «El juicio de Dios. Ensayo de inter­ pretación de un tema escatológico», en Conc 41 (enero 1969), 11­23; BREUNING, W., 803 («la idea del juzgar divino presupone la unidad de poderes vigente en la anti­ güedad. Entonces juzgar... era casi sinónimo del ejercicio de la soberanía»). 6 0

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27; 2 S 18, 3 1 ; Dt 33, 2 1 ; etc.). Esta concepción del juicio como des­ pliegue de la potestad regia se conservará en el N T ; textos como Mt 25, 31 ss.; Le 10, 18; 2 Ts 2, 8; 1 Co 15, 24­28, etc., muestran que el juicio será la victoria definitiva y aplastante de Cristo sobre los pode­ res hostiles. Se comprende así que parusía y juicio aparezcan, tanto en el N T como en los símbolos, indisolublemente unidos. Dado que la parusía es la instauración consumada del reino de Dios, es a la vez el juicio antonomástico. Y la idea de juicio connota aquí el summum impe­ rium, el gozo del triunfo. Cuando la Iglesia primitiva confesaba su fe en el Cristo juez (ventúrus judicare), lo que resonaba en el fondo de ese artículo de fe era el mensaje confortante de la gracia vencedora, tal y como había sido anunciado en Un 4, 17­18: «en esto ha llegado el amor a su plenitud con nosotros; en que tengamos confianza en el día del juicio... No hay temor en el amor, sino que el amor perfecto expulsa el temor». Más tarde, y probablemente ante la presión de la mentalidad fo­ rense típica del pensamiento latino, esta actitud esperanzada frente al juicio­acto de salvación irá cediendo terreno en la medida en que se contempla el juicio como acto de decisión. Al término de la evolución nos encontramos con un dies Domini transformado en el dies irae de la secuencia medieval; la parusía, absorbida por un juicio en el que destaca hegemónicamente el aspecto judicial, no evoca ya la confian­ za y certidumbre del triunfo, sino la angustia e inseguridad ante una sentencia incierta. La más acendrada expresión plástica de esta teolo­ gía del juicio la ha forjado Miguel Ángel en el Cristo juez de la Capi­ lla Sixtina, que separa con el puño crispado a los buenos de los ma­ los. Nada tiene de extraño, bajo tales supuestos, que se haya dejado perder el expectante y gozoso maranatha de las primeras liturgias eu­ c a r i s t í a s , y que la cristiandad de la época haya sumergido la escato­ logía en un moralismo sobrecogido, desprovisto del poderoso aliento que animaba a las comunidades primitivas. 61

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MOLLAT, D., «Jugement dans le Nouveau Testamenta, en SDBIV, 1246 s.; cf. Mt 19,28 (= 22,30), donde krínein «no significa juzgar, sino gobernar» (BUECHSEE, F., 922); en Mt 25,34 el juez es el rey. Vid. TOURÓN, E., «Juicio de Dios como liberación», en RCI (1985), 49­54; ANDRÉS, Α., «Del 'maranatha' al 'dies irae'; del 'dies irae' al'sine die'», ibid., 36­48; TORNOS, Α., La esperanza y el juicio de Dios, Madrid 1984, 13­21. BARTH, K., Esquisse..., 216. MUELLER­GOLDKUHLE, P., «Desplazamiento del acento escatológico en el desarrollo histórico del pensamiento postbíblico», en Conc 41 (enero 1969), 6 2

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Frente a tales deformaciones, es menester recuperar la comprensión original del juicio cual intervención decisiva y consumadora del Cristo salvador. Dios ha creado el mundo no sólo como naturaleza, sino como historia. El acto terminal de esa historia la finaliza, muestra cómo el devenir temporal se encamina hacia un télos que da sentido al entero trayecto recorrido por la creación. Que ello sea asi, que los diversos acontecimientos que componen la historia posean un significado, dista mucho de ser evidente; se han señalado como características de lo histórico su opacidad y ambigüedad, que permitirían pensar más en un destino ciego y absurdo que en una orientación teleológica. Los hechos, las acciones libres proceden de un pasado oscuro o desconocido y se extienden en repercusiones subterráneas que se pierden en la lejanía del futuro. Las apariencias nunca revelan nítidamente la interioridad de los seres, cuyo sentido último permanece, las más de las veces, incógnito o sólo parcialmente desvelado. Pues bien: la parusía revela a la postre la verdad de las cosas y las perso ñas. Finalizando la historia, hace comprobable que todo tenía un sentido; es así como justifica la creación y, desde este ángulo, es equivalentemente el juicio, donde la primera palabra, «por la que fueron hechas todas las cosas» (Gn 1, Jn 1), halla su correspondencia en una palabra última y definitiva, que es el «sí» y el «amén» de la creación a la gloria de Dios (2 Co 1, 18-20) manifestada en la epifanía de Cristo. 64

4. 2.

El juicio como crisis

A más del aspecto revelador que acabamos de esbozar, el juicio comporta una discriminación. Ahora bien: el NT, sobre todo por medio de los evangelios de Juan y Mateo, ha operado una neta desmitificación de las escenografías apocalípticas del juicio. Este, en cuanto significa decisión o discriminación, es algo inmanente a la historia, y no lo sobreañadido a ella desde el exterior; puede incluso ser entendido como autojuicio. En efecto, no es la sentencia divina la que constituye al hombre en salvado o condenado, la que le emplaza en un estatuto jurídico de inocente o culpable. Es más bien la actitud del hombre el principio constitutivo de su situación definitiva. La Palabra de Dios constata (no constituye) esa situación.

24-42 (pp. 30-32); RATZINGER, J., Introducción al cristianismo, Salamanca 1971, 285 s. GUARDINI, R., Les Fins derniéres, París 1951, 73-75. 6 4

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Así en Jn 3, 17­19 se dice que «Dios no. ha enviado su Hijo al mundo para juzgarlo, sino para salvarlo. El que cree en él no es juz­ gado, pero el que no cree ya está juzgado... Y el juicio está en que... los hombres amaron más las tinieblas que la luz». En Jn 5, 24 se afir­ ma que el que cree «no incurre en juicio». Según Jn 12, 47­48, Cristo no juzga; el juicio se realiza en la no recepción de la palabra. Por otra parte, en Mt 25, 31 ss. el juez se limita a publicar que unos son «los benditos» porque han reconocido a Cristo en sus hermanos; otros son «los malditos» por cuanto se han cerrado a tal reconocimiento. Estas dos versiones (Jn­Mt) del juicio, aunque coincidentes en considerarlo como autojuicio, difieren en su aspecto formal: para Juan lo que decide es la fe o la incredulidad; para Mateo todo se con­ densa en el amor o el desamor. La discrepancia, con todo, es más aparente que real; en ambos casos el juicio es el desvelamiento de la postura asumida en la historia frente a Cristo (fe­incredulidad) y fren­ te al prójimo, sacramento de Cristo (amor­desamor). F e y amor se complementan mutuamente, supuesto que el test irrefutable de la au­ tenticidad de la fe consiste en que ella nos haga descubrir a Cristo en su imagen. La posibilidad de ser reconocidos en el juicio por el Cristo futuro (el Señor de la parusía) depende de que ya ahora reconozca­ mos al Cristo presente en los hermanos. La epifanía del Kyrios glo­ rioso verifica su identidad con el Jesús Siervo, identificado a su vez con los más pequeños de los hombres. Quienes han sellado con las obras del amor esa ardua identificación son, del modo más verdadero y cabal, los creyentes: «todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios» (1 Jn 4, 7). Por el contrario, si en el prójimo maltratado y hu­ millado no se ha descubierto la figura kenótica del Señor, «si Dios no ha sido reconocido en su debilidad histórica, tampoco puede ser aco­ gido en su poder». El juicio en cuanto decisión acontece, pues, en el ahora de la res­ ponsabilidad; de esta forma, tal juicio posibilita y funda la índole per­ sonal del hombre. Persona, en efecto, es el ser responsable, el dador de respuesta. No puede concebirse la personalidad al margen de la responsabilidad; y sólo se da la auténtica responsabilidad allí donde 65

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Vid. F EUILLET, Α., «Le caractére universel du jugement et la chanté sans frontiéres en Mt 25», en NRTh (198Ó), 177­196. El sentido del juicio como autojui­ cio está presente también en Pablo: Rm 8,31­34; 1 Co 3,12­15. Sobre la doctrina del juicio en la primera Patrística, vid. F ERNANDEZ, Α., La escatología en el siglo II, Burgos 1979. DUQUOC, C, 417. 6 6

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se impone la rendición de cuentas: «ser-responsables es tener siempre alguna responsabilidad para con alguien». La idea del juicio otorga a la idea de la responsabilidad su último fundamento. Sin el horizonte del juicio, el hombre capitulará ante la tentación de interpretar su libertad como ilimitada, cuando lo cierto es que dicha libertad se constituye como tal en el preciso límite de la responsabilidad. En última instancia, aquél ante quien el hombre responde es Cristo. Pero lo singular de la parábola de Mt 25 está en que muestra con una diafanidad inédita que la causa de Cristo es la propia causa del hombre. Y de esta suerte se rebasan definitivamente tanto una comprensión autonómica de la responsabilidad ( = de la personalidad) humana, según la cual cada hombre es para sí mismo la ultima ratio de su obrar, como una versión de la responsabilidad exclusivamente teonómica, evasora de sus obligaciones para con el prójirno y negadora —en la praxis— de la encarnación de Dios en el hombre. Ser persona significa vivir responsablemente cada hora como la hora de la decisión. El juicio consiste en esta permanente confrontación con la presencia interpelante del Kyrios, lo que significa que el fundamento radical de la responsabilidad humana se sitúa en la trascendencia: «sin un testigo divino, sin un Dios que se dirija a nosotros, no existe responsabilidad alguna». Mas, al mismo tiempo, el Señor que sale al encuentro del hombre no lo hace en la figura del «totalmente Otro», sino en la que es propia del interpelado. El juicio-crisis no es, en suma, un proceso jurídico a celebrar en el éschaton; se está llevando a cabo en la respuesta de la persona a sus responsabilidades históricas. Con todo, este elemento crítico del juicio tiene todavía algo que ver con la parusía. Que la gloria de Cristo ponga en evidencia —como se señalaba antes— lo que latía en la opacidad y ambigüedad de la historia significa también que, a su resplandor, todo ser se encuentra con su propia verdad; esta manifestación gloriosa hace que se polaricen en torno a Cristo los que son suyos, y patentiza por ende la no pertenencia de los que le rechazaron. Así pues, el juicio escatológico, que es primariamente acto de salvación, importa secundariamente un aspecto judicial, por cuanto la epifanía del señorío de Cristo constituye la pública revelación del contenido real de la historia y del alcance irreversible de las opciones en ella operadas. 67

68

SCHILLEBEECKX, E., 416; la misma idea se encuentra muy subrayada en BRUNNER, E., 195 s. SCHILLEBEECKX, E., 417. 6 1

6 8

Capítulo VI La resurrección de los muertos BIBLIOGRAFÍA: COENEN, L., «Resurrección», en DTNT IV, 88­96; BARBAGLIO, G., «Resurrección e inmor­ talidad», en DTIIV, 140­165; SCHELKLE, Κ. H„ Teología del Nuevo Testamento IV, Barcelona 1978, 124­144; RAT­ ZINGER, J., Escatología, Barcelona 1980, 104­181; RUIZ DE LA PEÑA, J. L., El último sentido, Madrid 1980, 87­ 111; P O Z O . C , Teología del más allá, Madrid 1981 , 324­ 377; KÜNG, H., ¿Vida eterna?, Madrid 1983, 129­164; BREUNING, W., «Resurrección de los muertos», en Myste­ rium Salutis V, 819­845; BECKER, J., Auferstehung der To­ ten tm Urchristentum, Stuttgart 1976; DIEZ MACHO, Α., La resurrección de J esucristo y la del hombre en la Biblia, Madrid 1977; BOF F , L., La resurrección de Cristo. Nuestra resurrección en la muerte, Santander 1980; «Inmortalidad y resurrección» (n.° monográfico), en Conc 60 (diciembre 1970). 2

1

En otro lugar de este libro se ha mostrado cómo la fe del AT ha­ bía hallado respuesta al misterio de la muerte, con el interrogante que ella abre sobre el amor y la fidelidad de Dios, en la esperanza de la resurrección de los muertos. La resurrección de Cristo ha significado la ratificación categórica de esta esperanza: Dios no abandona a sus elegidos al poder de la muerte. Lo acontecido en Cristo ha marcado de forma indeleble a la comunidad de sus discípulos; el NT proclama como esperanza específicamente cristiana la resurrección, que el au­ tor de la carta a los Hebreos enumera entre «los temas fundamenta­ les» de la catequesis (6, 1­2).

1

Vid. supra, cap. III, 6.

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Si esta doctrina ha dejado de ser para muchos cristianos una verdad con contenido, suplantada en amplios sectores de creyentes por la convicción de la inmortalidad del alma , el hecho puede explicarse como manifestativo de la fuerte oposición que dicha doctrina ha encontrado siempre en los espíritus, pero tiene que ser juzgado como uno de los más graves malentendidos a que se expone el cristianismo. Con todo, últimamente se asiste a una vigorosa reacción, preparada por el actual aprecio del cuerpo y la corporeidad, y consolidada por una relectura más atenta del N T . Ambos factores recuperan hoy para la resurrección el puesto que le corresponde en la prospección cristiana del futuro. 2

1.

La doctrina del NT

Entre los autores del NT es Pablo quien se destaca por la frecuencia y profundidad con que trata nuestro tema. Pero antes de exponer su doctrina, conviene recoger los testimonios de otros libros neotestamentarios, que aportan elementos de interés. 1.1.

La resurrección en los evangelios y el libro de los Hechos

La creencia en la resurrección de los muertos se había abierto camino en Israel desde sus primeras manifestaciones explícitas en Dn y 2 M, de forma que, en tiempos de Jesús, era doctrina ampliamente divulgada y sostenida. Jn 11, 24 la pone en boca de una mujer del pueblo; Hch 23, 6-8 y 24, 14-15 nos presentan a Pablo utilizando la fe en la resurrección para patentizar su acuerdo con las esperanzas Sobre la dialéctica inmortalidad del alma-resurrección de los muertos, habremos de ocuparnos al tratar el problema del estado intermedio (infra, cap. XI). Pero es indudable, y se ha comprobado a todos los niveles, el receso práctico de la esperanza en la resurrección, «entropizada» a favor de la creencia en el alma inmortal: LIBANIO, J. B., Escatología cristiana, Madrid 1985, 181 ss.; CULLMANN, O., Immortalité de l'áme ou résurrection des morís?, Neuchátel 1959, 5 ss.; sumamente reveladoras resultan igualmente las encuestas recogidas en VS (1963) II, 167-176, y en VV. AA., La résurrection de la chair, París 1962, 7-19: Sobre la creencia actual en la supervivencia, vid. GREELEY, A. M., «Opinión pública y vida después de la muerte», en Conc 105 (mayo 1975), 169-186; cf. la sorprendente postura de un teólogo que ve en la fe resurreccionista una mera proyección: POHIER, J. M., «¿Un caso de fe postfreudiana en la resurrección?», ibid., 278-298, con mi comentario en El último sentido, 100 s. (tampoco KUNG, H., nota 13 del cap. 5, parece estar muy de acuerdo con esta postura de Pohier). 2

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judías. En el primero de estos textos busca, además, la alianza con los fariseos sobre la base de una persuasión común, frente al podero­ so partido de los saduceos. El fariseísmo, en efecto, como sector más progresivo de la intelectualidad israelita, se había erigido en defensor de la resurrección, en apoyo de la cual había construido toda una complicada apologética, con vistas sobre todo a vencer la oposición saducea, aferrada a la letra de los escritos paleotestamentarios ante­ riores a Dn. Importa notar que la teología farisaica de la resurrección no restringía comúnmente ésta a los justos, sino que conocía también una resurrección de los impíos para el juicio, esto es, para el castigo eterno. El Jesús de los sinópticos, si bien no habla frecuentemente del te­ ma, lo hace en un inequívoco contexto polémico, justamente contra los saduceos (Me 12, 18­27 y par.), lo que da a su testimonio una evi­ dente trascendencia. Argumentando desde las escrituras admitidas por sus antagonistas (Ex 3, 6), les hace ver que el Dios en quien éstos creen «no es un Dios de muertos, sino de vivos». El argumento con­ cluye en la resurrección desde los supuestos antropológicos del AT, que no pueden concebir una vida verdadera que no sea vida encarna­ da. En Me 9,43­47 se da por descontado este estado de encarnación incluso en la gehenna (cf. Mt 5, 29­30); la misma idea se encuentra en Mt 10, 28, donde el sujeto de la perdición es el hombre entero («alma y cuerpo»). No es improbable una alusión a la resurrección en Mt 12, 41­42 ( = Le 11, 31­32); los verbos anistemi y egeíro parecen insi­ nuarla. En el cuarto evangelio las menciones de la resurrección son más reiteradas y poseen mayor densidad teológica. En Jn 5, 28­29 se afir­ ma formalmente una resurrección universal: «todos los que están en los sepulcros» oirán la voz del Hijo; de ellos, unos resucitarán «para la vida», otros «para el juicio ( = la condenación); cf. en el mismo 3

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BONSIRVENT, J., Le Judaisme palestinien au temps de Jésus­Christ 1, Pa­ rís 1934, 468­485. DREYF US, F ., «L'argument scripturaire de Jésus en faveur de la résurrec­ tion des morts (Marc XII, 26­27)», en RevBibl (1959), 213­224; RATZINGER, J., 112 s. Por el contrario, BECKER, J., pp. 12 y 149, opina que Jesús, polarizando su expectación en una parusía inminente, no habría considerado el hecho de la resu­ rrección; Me 12, 18 ss. sería, en su opinión, creación de la comunidad. SCHMIDT, J., El Evangelio según San Mateo, Barcelona 1967, 311; de ad­ mitirse esta interpretación, es claro que no se trataría tan sólo de la resurrección de los justos; cf. en la misma linea DIEZ MACHO, Α., 174 s. 4

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sentido Hch 24, 15 («la futura resurrección de los justos y de los impíos»). Las restantes aserciones sobre la resurrección se refieren a la resurrección de los justos. Jesús mismo es «la resurrección y la vida» (11, 25); quienes acojan su palabra vivirán (5, 25). «Vivir», «no perderse», «tener vida eterna», vienen a ser sinónimos de «ser resucitados el último día» (6, 39.40.44.54). Y este resucitar para la vida es efecto de la participación en la vida (del comer la carne y beber la sangre) del propio Cristo (5, 54). De suerte que la creencia común en la resurrección, tal y como la manifestaba Marta (11, 24), recibe el decisivo complemento de la motivación cristológica (11, 25); la importancia de la resurrección deriva del hecho de que ella es la emergencia escatológica de la vida de Cristo, ahora misteriosamente oculta, aunque ya operante, en los creyentes. 1.2.

La doctrina paulina de la resurrección

No es exagerado afirmar que la resurrección es uno de los temas cardinales de la teología de Pablo. Con una notable particularidad: mientras que los sinópticos, el cuarto evangelio y el libro de los Hechos hablan, explícita o implícitamente, de una resurrección de justos y pecadores, el apóstol se ocupa en sus cartas exclusivamente de la resurrección de los cristianos. Se ha querido deducir de aquí que Pablo no conocería una resurrección de los impíos. Aun prescindiendo de Hch 24, 15, donde Lucas le atribuye la persuasión en la resurrección de unos y otros, el valor de este argumento ex silentio se hace problemático cuando se recuerda la filiación farisaica de nuestro autor y se piensa que los fariseos conocían probablemente una resurrección universal. Ello no obsta para qué tengamos en cuenta que cuanto sigue se refiere tan sólo a lo que Juan llamaba «la resurrección para la vida». El texto más antiguo es el de 1 Ts 4,13-17. La temática de este pasaje le viene impuesta a Pablo por una preocupación muy concreta de sus cristianos de Tesalónica. Estos, viviendo a la espera de una parusía inminente que se les ofrecía como la hora del triunfo y de la salvación consumada, temen que sus hermanos muertos («los que duer6

HOFFMANN, P., Die Toten in Christus, Münster 1969 , 207-238; GRESHAKE, G., Auferstehung der Toten, Essen 1969, 288-291; BECKER, J., pp. 46 ss.; ZEDDA, S., L'escatologla bíblica II, Brescia 1975, 195 ss. KIEFFER, R., «Résurrection du Christ et résurrection genérale. Essai de structuration de la pensée pauli nienne», en NRTh (1981), 330-344. 6

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men»), al no alcanzar este acontecimiento, queden fuera del influjo salvifico del Cristo glorioso. El apóstol pretende salir al paso de este temor, más propio de «los que no tienen esperanza» (ν. 13), es decir, de los que no aguardan de Cristo la salvación, aunque puedan pensar en una inmortalidad del alma. Para iluminar el problema, el punto de partida es la muerte y resurrección de Cristo. La fe en esta resurrec­ ción —en la que indudablemente creen los destinatarios de la c a r t a ­ debe hacerse extensiva «a los que murieron en Jesús», pues de la mis­ ma manera que Dios resucitó a éste, «llevará consigo» a los que son solidarios con él (v. 14). La expresión «llevará consigo» no significa explícitamente la resurrección, pero la supone (cf. v. 16). No olvide­ mos que el interés doctrinal gira en torno a la real participación de los muertos en el reino de Dios; lo que preocupa a los tesalonicenses es saber si los que no han llegado vivos a la parusía podrán disfrutar de sus beneficios, como disfrutarán «los que restan» (ν. 17). La respues­ ta de Pablo quiere dejar fuera de duda que el hecho de vivir en el mo­ mento de la parusía no implica especiales ventajas. «Los muertos en Cristo resucitarán primero» (v. 16), de suerte que una eventual infe­ rioridad de los muertos respecto de los vivos queda amortizada por la resurrección, que sitúa a aquéllos en el mismo plano que éstos: «des­ pués nosotros, los vivos...» (v. 17). La sucesión adverbial próton­épei­ ta tiene, por tanto, la función de señalar el papel aglutinante de la re­ surrección; ésta hace que todos, muertos y vivos, participen, simultá­ nea y solidariamente, de la gloria de la parusía: «nosotros...junto con ellos... seremos arrebatados al encuentro del Señor» (v. 17). Este es. pues, el «consuelo» (ν. 18) que la esperanza cristiana ofrece a los cre­ yentes, impidiéndoles entristecerse por los muertos: la certeza de la resurrección. El texto contiene numerosos rasgos de la apocalíptica judía: la voz del arcángel, el sonido de la trompeta, el cortejo de los santos en las nubes, etc. Pero toda esta escenografía no sofoca el absoluto cris­ tocentrismo del pasaje: el razonamiento parte, como vimos, de la re­ surrección de Cristo (v. 14) para desembocar en el «asi estaremos 7

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Efectivamente Pablo no se refiere aquí a los escépticos radicales, que niegan cualquier forma de futuro ultramundano, sino a aquéllos a quienes falta la esperanza específicamente cristiana: HOF F MANN, P., pp. 209­212. Sigo la exégesis más común, que hace despender el día tbü Iesoü del partici­ pio toús koimethéntas, y no de áxei. Vid. la opinión contraria en HOF F MANN, P., pp. 213­216. 8

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siempre con el Señor» (ν. 17), pasando por una doble alusión a la so­ lidaridad con él («los muertos en Jesús», v. 15; «los que murieron en Cristo», v. 16). Lo único que en última instancia le interesa aquí a Pa­ blo es resaltar el nexo entre la resurrección de Jesús y la suerte de los difuntos; aquélla es la sola respuesta válida al misterio de la muerte. La voluntad divina de resucitar a Jesús abarca igualmente a los que son en Jesús. Por otra parte, la resurrección escatológica suprime la diacronía del proceso histórico, las diferencias temporales que sepa­ ran a los cristianos, y reconstruye la comunidad cristiana según la totalidad de sus miembros para la hora triunfal de la parusía. El lugar central de la teología paulina de la resurrección es 1 Co 15? También aquí, como en 1 Ts 4, el texto responde a dificultades doctrinales de la comunidad a la que se dirige la carta. ¿Cuáles eran estas dificultades? La exégesis concuerda en que tenían su origen en influjos gnósticos, con las repercusiones consiguientes en la temática de la resurrección. A partir de este consenso, las opiniones sobre el contenido preciso del error que Pablo refuta se dividen. Podría tratar­ se de la negación del carácter encarnatorio y escatológico de la resu­ rrección, que sería entendida según el esplritualismo presentista refle­ jado en 2 Tm 2, 18: «la resurrección ya ha acontecido». Los corin­ tios, embargados por el entusiasmo de una perfección «neumática» y marcados por el desprecio dualista hacia la corporeidad,­ rechazarían la concepción corporalista de la resurrección (admitiendo la idea mis­ ma), a la vez que desdeñaban la importancia de la historicidad y, por consiguiente, de la expectación de futuro. Según otra conjetura, el error consistía en la negación pura y simple del concepto «resurrec­ ción»: «no hay resurrección de muertos» (v. 12; la misma expresión se repite, con ligeras variantes, en los vv. 13.15.16.29.32). Por eso Pablo puede argumentar ad absurdum en el v. 29: si los muertos no 10

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BECKER, J., 66 ss.; BUCHER, T. G., «Auferstehung Christi und Auferste­ hung der Toten», en MThZ (1976), 1­32; KAESEMANN, E., La llamada de la li­ bertad. Salamanca 1974, 77 110; HOF F MANN, P., 239­252; GRESHAKE G., 274­288; CERF AUX, L., El cristiano en San Pablo, 1965, 150­155; DIEZ MA­ CHO, Α., 202­207. RUSCHE, H., «Die Leugner der Auferstehung von den Toten in der korin­ tischen Gemeinde», en MThZ (1959), 149­151; SCHMITHALS, W., Die Gnosis in Korinth, Eine Untersuchung zu den Korintherbriefen, Góttingen 1956; LENGS­ FELD, P., Adam et le Christ, París 1970, 55­69; HOF F MANN, P., 239­244. LENGSF ELD, P., 55 s.; KAESEMANN, E., 82. SCHMITHALS, W., 71­74. 10

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resucitan en absoluto, ¿qué significa vuestra praxis del bautismo por los difuntos? La tesis que Pablo combate sería, pues, la de una inmortalidad del alma, es decir, la creencia en una consumación desencarnada como forma definitiva de la existencia ultraterrestre; contra esta tesis, el apóstol insinúa en el v. 29 una tajante alternativa: o hay resurrección o no hay salvación. Sea cual fuere la postura heterodoxa, lo que importa es cómo la entendió Pablo. La segunda interpretación parece entonces la más adherente al texto, que repite constantemente una frase en la que sintetizaría la tesis a refutar: «no hay —en absoluto— resurrección de los muertos». En cualquier caso, el pensamiento del apóstol es claro: la negación de la resurrección corporal desintegra los fundamentos mismos de la fe y acaba con la auténtica esperanza de la salvación; que no puede ser más que una salvación encarnada y escatológica. Una diversa interpretación de la salvación (sea en una versión espiritualista y presentista de la resurrección, sea en la forma de una inmortalidad del alma) es denunciada como ajena a la fe y la esperanza cristianas. En efecto, los presupuestos gnósticos entrañan un error cristológico (el olvido o la depreciación de la muerte y resurrección de Cristo, como acontecimientos difuminados en un pasado ya indiferente), un error antropológico (sólo vale lo que concierne a la esfera de lo espiritual, no lo pertinente a la esfera de lo somático) y un error teológico (pues la fidelidad de Dios se nos revela cabalmente en el acontecimiento que los corintios ponen en duda: la resurrección de los muertos). A este triple error responden los extensos desarrollos del entero capitulo. Pablo comienza su argumentación (vv. 1-11) revalidando el significado de sucesos del pasado: Cristo murió y fue resucitado. Este es el evangelio del apóstol, el único por el que se puede llegar a la salvación (v. 2). La singular insistencia en los testigos de la resurrección mira a preparar un sólido fundamento de credibilidad a cuanto seguirá: ha habido una resurrección, corroborada por el testimonio plural de personas dignas de crédito, a muchas de las cuales todavía se puede acudir (v. 6); el mismo Pablo ofrece su propia experiencia (v. 8). Una segunda sección (vv. 12-19) aprovecha polémicamente el hecho, verificado y verifícable, de esta resurrección. Si los muertos no resucitan, si la resurrección es imposible, lo mismo valdrá en el caso de Cristo (vv. 12.13.15b). Las consecuencias entonces son devasta13

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BECKER, J., 71 s.; HOFFMANN, P., 241-243.

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cloras: no estamos salvados (vv. 14. 17), pues la salvación tiene lugar en el hecho histórico de la pascua de Cristo; no somos testigos veraces de Dios (v. 15), pues le atribuimos una acción no realizada; no hay esperanza más allá de la muerte (vv. 18-19), pues la única respuesta satisfactoria a ésta es la resurrección, y no la inmortalidad del espíritu. Así pues, no sólo no hay ninguna esperanza para el futuro, sino que incluso el presente está vacío. Somos, en suma, «los más desgraciados de todos los hombres» (v. 19). Como se ve, ya desde este momento Pablo establece un nexo indisoluble entre el destino de Cristo y el de los cristianos, entre el futuro de su muerte y de la nuestra. Si en Cristo ese futuro no ha sido la resurrección, ello significa que no hay futuro en absoluto para nadie. Deducidas de esta suerte hasta el absurdo las consecuencias de la tesis contraria, Pablo inicia la tercera sección con un brusco y rotundo giro. «Pero no; Cristo resucitó de entre los muertos como primi­ cias de los que durmieron» (v. 20). El pensamiento dominante no es tanto la resurrección de Cristo cuanto sus consecuencias para los cristianos. Cristo no sólo resucita para sí; resucita como primicias. El término aparché, a más de indicar una prioridad temporal, expresa la idea de relatividad y solidaridad entre la resurrección de Cristo y la nuestra ; la liturgia israelita practicaba un sacrificio de primicias, en las que Dios aceptaba y bendecía el resto de los frutos. La conexión entre el destino de Cristo y el de los cristianos, señalada en la sección precedente, se sostiene y corrobora ahora. Cristo resucita como primero de una serie; su resurrección abre el proceso de las resurrecciones. Esta idea de solidaridad en el destirio de Cristo es aún confirmada en los vv. 21-22 por el paralelo Adán-Cristo: como fuimos solidarios del uno en la muerte, así lo seremos del otro en la resurrección de los muertos. Nuestro futuro es el mismo de Cristo. O, con otras palabras: porque la muerte de Cristo conoció un futuro, también lo conocerá la nuestra. Es preciso insistir en la índole futurista de la concepción paulina, pues las indicaciones temporales menudean en esta sección : aparché (vv. 20.23); éschatosiy. 26); télos (v. 24); épeita, etta, hótan (cuatro veces), tote, áchri; los verbos en futuro (vv. 22.28). La consumación no ha llegado todavía para nosotros, lo que significa que no hay consumación fuera de la resurrección escatológica. 14

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DELLING, G., «Aparché», en TWNT I, 484; KREMER, J., «La resurrección de Jesús, fundamento y modelo de nuestra resurrección según San Pablo», en Conc 60, 76-87 (p. 78). LENGSFELD, P„ 56 y nota 6; GRESHAKE, G., 279 y nota 20. 14

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La cuarta sección (vv. 29-34) desarrolla esta idea de una salvación aún no consumada; el bautismo por los difuntos (v. 29), la vida de renuncias y de lucha continua (vv. 30-32) muestran la necesidad de la esperanza en la resurrección, sin la que nada de eso tendría sentido y sólo cabría el recurso desesperado del «comamos y bebamos» (v. 32b), es decir, el aferrarse a un presente carente de futuro. En este caso se daría además «la ignorancia de Dios» (y. 34),.pues su poder y fidelidad emergen justamente en la resurrección de los muertos. Hasta aquí no se ha tocado todavía el motivo más profundo del rechazo de la resurrección: la repugnancia por la corporeidad. La siguiente secciónala más larga del capítulo (vv. 35-49), afronta esta dificultad, recogida en el v. 35: ¿cómo resucitan los muertos; con qué cuerpo? En esta objeción late la representación dualista del sóma-séma, del cuerpo como receptáculo corruptible de la auténtica esencia humana. La imagen de la semilla trata de ilustrar la necesidad de la muerte en orden a la transformación definitiva, necesidad que las ideologías dualistas sobrevuelan, al no considerar importante nada de lo que ocurre en el ámbito de lo somático. El cuerpo actual es «el grano desnudo» (v. 37); no es todavía el cuerpo definitivo. No se puede, por tanto, argüir desde la experiencia actual de encarnación contra la corporalidad resucitada. Por otra parte, prosigue Pablo (vv. 39-41), hay distintas cualidades de carne, de las que puede inferirse una real diversidad entre el modo de existencia encarnada en el presente y en el futuro. En este horizonte variable de los distintos modos de encarnación es donde Pablo fija las diferencias entre el cuerpo de la existencia temporal y el de la resurrección en cuatro antítesis: corrupción-incorrupción; vileza-gloria; debilidad-fortaleza; cuerpo psiquico-cuerpo espiritual (vv. 42-44). N o es preciso detenerse en el examen de todas las antitesis ; basta atender a la última, con la que el apóstol responde finalmente a las preguntas planteadas en el v. 35: resucitaremos con un «cuerpo espiritual». Es claro que la fórmula no puede ser entendida en el sentido de una corporeidad inmaterial: en este caso, Pablo habría terminado por dar la razón a sus oponentes. Lejos de pensarse en un espíritu liberado finalmente del cuerpo, lo que se trata de significar es la uni­ dad, en el soma pneumatikón, -de lo espiritual y lo corporal. Pneüma, opuesto a psyché, designa no un principio ontológico rival del cuerpo, 16

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LEÓN-DUFOUR, X., Jesús y Pablo ante la muerte, Madrid 1982, 209-

214; CARREZ, M., «¿Con qué cuerpo resucitan los muertos?», en Conc 60, 88-98.

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sino la dynamis procedente del Espíritu e informante de toda la reali­ dad humana; por tanto, también de la corporeidad. La antítesis opo­ ne, pues, dos modos de existencia del hombre uno y entero: la exis­ tencia basada en las virtualidades inmanentes del hombre (que arran­ can de su psyché = de su principio vital) y la existencia invadida por la fuerza trascendente del Espíritu vitalizador. Los vv. 45­49 tipifican esta antítesis recurriendo de nuevo al paralelo Adán­Cristo. El carác­ ter corruptible, efímero, de la existencia terrestre responde a nuestra solidaridad con Adán; la solidaridad con Cristo, «espíritu vivifican­ te», nos hará rebasar este modo de existencia caduca y alcanzar la forma de existencia definitiva. A propósito de esta sección, es menester hacer notar que el com cepto paulino de soma, que aparece en los vv. 35­44, no responde en absoluto al esquema de la antropología dicotómica. Los exegetas coinciden .en que soma significa, no una parte del hombre, sino el hombre entero. Cuando, por consiguiente, Pablo habla del cuerpo resucitado, no está pensando en una reanimación del cadáver; ni la identidad entre el cuerpo presente y el futuro se basa en la continui­ dad de un idéntico sustrato material, sino en la permanencia del mis­ mo yo en las dos formas de existencia, la terrestre y la celeste, la* psí­ quica y la neumática. Es e s t e l o idéntico el que primero se manifies­ ta como «cuerpo psíquico» y después se manifestará como «cuerpo espiritual». En ambos casos se trata,, por supuesto, de una existencia encarnada, somática. Pero el nexo no consiste en la pura materiali­ dad bruta de lo que entiende por soma una antropología dualista, sino en la identidad personal del mismo y único sujeto de los dos ti­ pos de existencia, informado sucesivamente por la psyché y. por el pneüma. 17

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La justificación de este significado no corresponde a la escatología, sino a la antropología neotestamentaria o paulina. Vid. GNILKA, J., «La resurrección cor­ poral en la exégesis moderna», en Conc 60,126­135 (pp. 130­134); MORISSETTE, R., «I,'expression SOMA en 1 Co 15 et dans la littérature paulinienne», en RSPhTh (1972), 223­239; SCHWEIZER, E„ «Soma», en TWNT VII, ­1024­1091; MEHL­ KOEHNLEIN, H., L'homme selon ¡'apotre Paul, Neuchatel 1951, 9­12; BULT­ MANN, R., Theologie des Neuen Testaments, Tübingen 1958 , 193­203 (hay trad. esp.); ROBINSON, J. A. T., Le corps. Étude sur la theologie de saint Paul, Lyon 1966, 45­54. Una voz discordante: GRUNDRY, R. H., Soma inBiblical Theology, with Emphasis on Pauline Anthropology, Cambridge 1976. GRESHAKE, G., 283; CARREZ, M., 89­92; GRABNER­HAIDER, Α., «Resurrección y glorificación», en Conc 41 (enero 1969), 67­82 (pp. 76­78). 5

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La última sección (vv. 50­58) versa sobre una posible reserva, na­ cida de la necesidad de la muerte —a la que se ha aludido en los vv. 36­37—, como preludio de la resurrección. Puesto que se esperaba una parusía inminente, los que vivan a su llegada ¿cómo revestirán el cuerpo espiritual? La respuesta es sencilla: aunque no todos mueran, todos serán transformados (vv. 51­52), pues «la carne y la sangre no pueden heredar el reino de los cielos» (v. 50). Entre la situación pre­ sente y la consumación hay que admitir una ruptura (la muerte o la «transformación»), si bien sobre la base de la continuidad del yo («nosotros seremos transformados»: v. 52b; es «este ser corruptible», «este ser mortal», el que se revestirá de incorruptibilidad e inmortali­ dad: v. 53). El v. 58, en fin, es importante; indica cómo toda esta ex­ tensa disertación se orienta a la praxis cristiana, esto es, a la justifica­ ción de los trabajos presentes con la esperanza futura. Con el anun­ cio de la resurrección, Pablo ofrece a los corintios un estímulo y una iluminación para la existencia temporal, saliendo al paso tanto de las ilusorias exaltaciones espirituales como del desesperanzado epicureis­ mo de un presente sin porvenir. El texto de 2 Co 5, 1­5 confirma la doctrina expuesta hasta el momento. De nuevo nos hallamos ante una polémica antignóstica. El error que Pablo quiere refutar consiste en una concepción desen­ carnada de la salvación: la «desnudez» del alma como bien supremo. Contra esta teoría, el apóstol insiste en la necesidad de revestir el cuerpo celeste, de ser sobrevestidos, y no desvestidos, de suerte que «lo mortal sea absorbido por la vida» (vv. 2­4). No la liberación del soma, sino su transformación: he ahí la esperanza cristiana. El paren­ tesco de ideas y lenguaje con 1 Co 15, 20 ss. es evidente, aunque aho­ ra se hayan abandonado los rasgos apocalípticos presentes en 1 Co 15, 5 2 . El resto de la literatura paulina, muy rica en referencias a nuestro tema, incide sobre el núcleo de la teología de la resurrección: ésta es, por una parte, consecuencia de la resurrección de Cristo y, por otra, conformación con Cristo resucitado. Ya desde el bautismo, la exis­ 19

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" F AUX, J. M., Le chrétien face a la mort et a la résurrection, Louvain 1964; HOFFMANN, P., 253­285; LEÓN­DUF OUR, X., 259­262; DIEZ MACHO, Α., 207­219. SCHMITHALS, W., 223 ss.; HOF F MANN, P., 276­278; GRESHAKE, G., 291. HOF F MANN, P., 273­275. El cristocentrismo de la doctrina paulina de la resurrección está ampliamen­ te tratado en los ya citados artículos de Kramer y Kieffer. 2 0

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tencia cristiana es un proceso de asimilación a la figura de Cristo, que va operando en nosotros el Espíritu, y que se rematará, a través de la participación en su muerte, con una resurrección semejante a la suya (Rm 6, 4-11). El paralelo entre la resurrección de Cristo y la nuestra aparece reiteradamente: 1 Co 6, 14; 2 Co 4, 14; Rm 8, 11; Col 1, 18 (donde la expresión «primogénito de entre los muertos» evoca la de «primicias de los que durmieron», de 1 Co 15, 20); etc. La conformación de nuestro cuerpo con el cuerpo glorioso de Cristo es objeto igualmente de la atención del apóstol: Cristo «transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo» (Flp 3, 2 1 ; cf. Rm 8, 23; Ef 2, 5-7.10; 4, 22-24; Col 3, 4; etc.). El cristocentrismo absoluto en la comprensión paulina de la resurrección implica otra importante característica de ésta: su índole cor­ porativa. Es el cuerpo de Cristo quien resucita, alcanzando así su plenitud. Los individuos singulares llegan a la resurrección en cuanto miembros de ese cuerpo. El carácter comunitario de la resurrección ya se sugería en 1 Ts 4, 15-17: los vivos no aventajarán a los muertos; sino que habrán de esperar a que éstos resuciten para salir, todos juntos, al encuentro del Señor. Las indicaciones temporales de 1 Co 15, 20-28 no son simples rúbricas de una ceremonia protocolaria; tienden a ordenar y articular un decurso histórico que sólo alcanzará su consumación en un acontecimiento colectivo-escatológico, en el que se reconstituirá la unidad de la familia humana, dispersada en las distintas edades, bajo el imperio de su cabeza. La solidaridad Cristocristianos, puesta de manifiesto en los vv. 20-23, impide entender la doctrina del entero capítulo desde un planteamiento de matiz individualista. Según Robinson, «el lenguaje de Pablo ha de tomarse en su sentido físico, sin compromiso alguno, cuando nos describe a los cristianos como parte componente del cuerpo resucitado de Cristo»: 1 Co 12, 12 ss:; Rm 7, 4; Ef 1, 20-23. Cristo no es el salvador sin más; es «el salvador del cuerpo» (Ef 5, 23; cf. 5, 25). La idea «el Señor es para el cuerpo» se conecta inmediatamente con la frase «y Dios, que resucito al Señor, nos resucitará también a nosotros», para concluir en la afirmación que justifica esta confianza: nuestros cuerpos «son miembros de Cristo» (1 Co 6, 13-15). La esperanza de los cristianos no 23

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La tercera parte de la obra de Robinson (pp. 83 ss.) analiza detalladamente este aspecto. Ibid., 87; el autor cita en nota a otros comentaristas que piensan lo mismo. 23

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puede ser, por consiguiente, la de una consumación puramente individual; sólo en «el hombre perfecto», en el nuevo estatuto corporativo que es el cuerpo de Cristo, se alcanza «la madurez de la plenitud de Cristo» (Ef 4, 13), puesto que es ahí donde «corporalmente» (somatikós = corporativamente) se localiza la plenitud de la divinidad (Col 2, 9). Desde tales presupuestos, hay que juzgar como extraña a la doctrina de Pablo la idea de resurrecciones individuales a guisa de sucedáneo de la resurrección, como si ésta pudiera entenderse cual suma de multitud de actos, o como si pudiera darse una consumación del yo singular al margen de la consumación del organismo uno y total del que ese yo es miembro. El concepto paulino de cuerpo no se mueve en la perspectiva de la individuación (como sucede en el pensamiento griego y en el occidental moderno), sino en la de la solidaridad. Por eso «es un error —sostiene Robinson— abordar los escritos paulinos con la idea moderna de que la resurrección corporal tiene algo que ver con el momento de la muerte... En ningún lugar del NT se establece una relación esencial de la resurrección con el momento de la muerte. Los momentos clave... son el bautismo y la parusía». Cuando se comprende que el cuerpo de la resurrección es el cuerpo de Cristo resucitado y que este cuerpo de Cristo es una realidad corporativa a la que los cristianos pertenecemos como miembros, se comprende a la vez por qué la resurrección de los muertos no puede ser pensada en términos de unidad individual, sino a nivel de unidad social. Y ésta es la razón última de su carácter necesariamente escatológico, sobre el que Pablo insiste incansablemente, desde 1 Ts 25

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Ibid., 122: «la transformación final de nuestro cuerpo actual y la toma de posesión del nuevo cuerpo constituyen un evento que ha de aguardar a la parusía». Ibid., 124 s. BLENKINSSOP, J., en el articulo «Síntesis teológica y conclusiones hermenéuticas», que cierra el número monográfico de Conc 60,112-125, observa cómo esta dimensión social de la resurrección está muy presente desde sus primeros testimonios bíblicos: en Ez 37, Dn 7 y 2 M, la resurrección es «la recreación de la comunidad... El objeto primario de atención es la comunidad creyente» (pp. 120 s.). Y concluye: «no podemos separar el destino individual del de la comunidad —cuerpo de Cristo—... La resurrección corporal expresa primaria y esencialmente el destino de la nueva comunidad... La resurrección... no puede tomarse exclusivamente en el sentido de un acontecimiento puntual» (pp. 124 s.). Cf. asimismo RIGAUX, B., Les Epttres aux Thessaloniciens, París 1956, 241; DURRWELL, F, X., La résurrection de Jésus, mystére de salut, París 1954, 300-302 (hay trad. esp.). Volveremos sobre este punto más adelante. 25

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hasta F lp, Ef y Col. La constitución del cuerpo de Cristo se consuma comunitariamente, una vez completado el número de sus miembros, en el acontecimiento que, llevando a su término la salvación total, ter­ mina y finaliza la historia: «cuando aparezca Cristo, vida vuestra, en­ tonces también vosotros apareceréis gloriosos con él» (Col 3, 4).

2.

Doctrina de los Padres y símbolos de fe

Pocas verdades de la fe cristiana han sido objeto de mayor in­ comprensión que ésta que nos ocupa. Ya en el NT encontramos cla­ ros indicios de este fenómeno de rechazo: la controversia de Jesús con los saduceos, las indicaciones del libro de los Hechos (17, 32; 26, 24), las desviaciones en el seno de las comunidades paulinas. En la época patrística, la oposición será tan vigorosa y persistente que los escritores cristianos habrán de multiplicar sus esfuerzos en defensa de este artículo de fe: de Justino a Agustín se cuentan al menos diez monografías sobre el t e m a , en polémica tanto ante las deformacio­ nes intraeclesiales (docetismo, gnosticismo) como ante las críticas de la sabiduría profana del tiempo. La batalla, librada en este doble frente (heterodoxia, paganismo), se polariza en torno a dos puntos: por una parte, el hecho mismo de la resurrección; por otra, la identidad y contextura del cuerpo resuci­ tado. En rigor ambos puntos no se consideraron nunca por separado, pues las dificultades contra el hecho se reducían, en la práctica, a la cuestión de la corporeidad de los resucitados, bien porque se juzgase imposible la reconstitución y mantenimiento en el ser de algo ya co­ rrompido y naturalmente corruptible, bien porque la simple idea de un retorno al estado de encarnación repugnaba a una mentalidad an­ tropológica fuertemente dualista. 28

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Vid. en POZO, C, 351 y notas 82­91, las referencias. Sobre la resurrección en la Patrística, vid F ERNANDEZ, Α., La escatolo­ gía en el siglo II, Burgos 1979; MICHEL, Α., «Résurrection», en DTC XIH/2, 2520­2548; los estudios de CORNELIS, H., y CAMELOT, Ρ. T., en La résurrec­ tion de la chair, 165­262 y 279, respectivamente; F IERRO, Α., «Las controversias sobre la resurrección en los siglos II­V», en RET (1968), 3­21; TRESMONTANT, C, La métaphysique du christianisme et la nalssance de la philosophie chrétienne, Paris 1961, 613­649; CROUZEL, H., «Les critiques adressées par Méthode et ses contemporains á la doctrine origénienne du corps ressuscité», en Greg (1972), 679­ 716; VAN EIJK, Τ. H., La résurrection des morís chez les Peres Apostoliques, Pa­ ris 1974. POZO, C, 353 ss. 2 9

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La resurrección de los muertos 2.1.

Los apologistas

Los apologistas del siglo II —en los que cabría distinguir una ten­ dencia más conciliadora y otra más agresiva — defienden contra los paganos, por de pronto, el hecho de la resurrección, con un argumen­ to que, en síntesis, se resume así: no se puede negar lo posible en nombre de lo real; lo que hoy es real no lo fue en el pasado y pudo entonces parecer imposible; la aparente imposibilidad de un hecho puede quedar desmentida por la omnipotencia de Dios. En esta línea se mueve un texto de J ustino: «¿qué cosa pudiera parecer más increí­ ble que, de no estar nosotros en nuestro cuerpo..., nos dijeran que de una menuda gota del semen humano sea posible nacer huesos, tendo­ nes y carnes...? Pues de la misma manera, por el hecho de no haber visto nunca resucitar un muerto, la incredulidad os domina ahora... No sabríamos decir de qué potencia digna de Dios hablan los que di­ cen que todo ha de volver allí de donde procede, y que Dios mismo no puede nada contra esa ley... Lo que yo veo es que no hubieran éstos creído posible haber nacido tales cuales a sí mismos y al mundo se ven haber nacido». De forma semejante se expresa Taciano: «porque a la manera que, no existiendo antes de nacer, ignoraba yo quién era... pero una vez nacido yo, que antes no era, creí en mi ser por el nacimiento, así yo, que fui y que por la muerte dejaré de ser..., nuevamente volveré a ser... Dios, cuando quiera, restablecerá en su ser primero mi sustancia». 31

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En cuanto al segundo punto (la composición del cuerpo resucita­ do), los apologistas afirman unánimemente la identidad del mismo con el cuerpo terreno, entendiéndola como identidad de la materia corporal actual, que Dios puede convocar de nuevo para reconstruir el cuerpo tal cual e r a . A las objeciones de que la misma materia puede haberse aniquilado, o pertenecer a distintos sujetos, se respon­ de apelando a los atributos divinos de sabiduría y omnipotencia. Teó­ filo describe a Dios como un alfarero que vuelve a modelar, entero y sin tacha, el mismo vaso, esto es, el cuerpo destruido por la muerte. 34

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CORNEOS, H., 302. Apología 1,19 (RUIZ BUENO, D., Padres apologistas griegos, Madrid 1954, 202 s.). Adv. Graecos, 6 (RUIZ BUENO, D., 580); cf. Atenágoras, De res. morí., 2­ 3,12­13 (ibid., 711­714, 726­730), que usa el mismo ejemplo de la gota de semen y el argumento de! poder creador. F IERRO, Α., 5 s. AdAutol. II, 26 (RUIZ BUENO, D., 818). 32



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Más tajante todavía se muestra Taciano: «aun cuando el fuego destruya mi carne... o sea despedazado por las fieras, depositado quedo en los tesoros de un dueño rico». La idea de que Dios conoce dónde se localiza cada partícula y cada miembro de nuestro cuerpo está presente en el entero tratado de Atenágoras sobre la resurrección; baste citar un párrafo: «a la misma potencia que corresponde informar la materia que se supone informe... corresponde reunir otra vez lo disuelto... Y al mismo corresponde sin duda... distinguir y reunir en sus propias partículas y miembros lo que, despedazado, fue a parar a muchedumbre de animales». Atenágoras no renuncia a su idea ni siquiera en el caso de la antropofagia, para el que sostiene que no todo lo que es comido queda asimilado, por lo que se cree autorizado a suponer que la sustancia de un cuerpo humano es inasimilable e intransferible a o t r o . En el fondo de esta rigurosa defensa de la identidad material laten dos preocupaciones muy legítimas. En primer lugar, los apologistas quieren dejar bien claro que su fe en la resurrección no tiene nada que ver con las entonces conocidísimas especulaciones sobre la reencarnación de las almas (o metempsícosis) y el perpetuo retorno. Taciano advierte expresamente que «la resurrección de los cuerpos ha de darse», pero «no a lá manera como dogmatizan los estoicos, según los cuales las mismas cosas nacen y perecen en períodos cíclicos»? Por otra parte, la profesión de una identidad corporal material se relaciona muy probablemente con la defensa del cuerpo como parte integrante de la verdad del hombre, contra la general devaluación de lo somático propio de la época. A este respecto, son notables los pasajes de los apologistas en los que se habla del hombre como la unión de alma y cuerpo: «¿Qué es el hombre sino un ser... compuesto de un alma y un cuerpo? ¿Es que el alma es el hombre? No. Sino que 36

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Adv. Graecos, 6 (ibid., 580). De res. mort., 3 (ibid., 713 s.). Ibid. 4-6. Desde aquí podría haberse desarrollado la idea —que aparecerá más tarde— de una forma corporal que trascendiese la corpuscularidad material. Adv. Graecos, 6 (ibid., 579). Sobre la antítesis reencarnación-resurrección, vid. RUIZ DE LA PEÑA, J. L., «¿Resurrección o reencarnación?», en RCI (1980), 287-299; SCHEFFCZYK, L., «Die Reinkarnationslehre und die Geschichtlichkeit des Heils», en MThZ (1980), 122-129. Para la polémica de los Padres contra la metempsícosis, vid. CORNELIS, H., 169, 175, 212 s.; WEBER, H. J., Die Lehre von der Auferstehung der Toten in den Haupttraktaten der scholastischen Theologie. Von Alexander von Hales zu Duns Skotus, Freiburg i.B., 1973, 69,83 ss. 36

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ella es el alma del hombre. ¿El cuerpo será, pues, el hombre? No. Sino que se le llama el cuerpo del hombre. Si, pues, ninguna de estas dos cosas es por si misma el hombre, sino que se llama hombre al compuesto de ambas, y si Dios ha llamado a la vida... al hombre, en­ tonces no es la parte, sino el todo lo que él ha llamado». «Como no fue el alma por sí sola, ni separadamente el cuerpo, a quienes destinó Dios la creación y la vida... sino a los hombres, compuestos de alma y cuerpo..., necesario es que... todo este conjunto se refiera a un solo fin». Teniendo en cuenta esta doble preocupación (distinción entre resurrección y metempsícosis; reacción contra el desprecio de lo cor­ poral), se comprende la necesidad de sostener una identidad corporal, aunque su explicación sea indudablemente demasiado simplista para resultar satisfactoria. 40

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2.2.

La lucha contra la gnosis

La defensa de la corporeidad se hace urgente ante el peligro que el gnosticismo representaba a intramuros de la comunidad cristiana. Ireneo y Tertuliano se han distinguido en esta tarea. «Si no hubiese de salvarse la carne, no se habría encarnado en absoluto el Verbo de Dios», afirma Ireneo.* Al ser total la salvación ofrecida, «nuestros cuerpos, depositados en la tierra y disueltos en ella, resucitarán a su tiempo, porque el Verbo de Dios les dará por gracia el levantarse, para la gloria de Dios Padre». La posibilidad de la resurrección se funda, como en los apologistas, en la omnipotencia creadora de Dios: «que Dios sea poderoso en todo, hemos de comprenderlo observando nuestro comienzo: tomando barro de la tierra, Dios hizo al hombre. Cuánto más difícil es... crear un ser animado y dotado de razón que restablecer de nuevo este ser creado». En cuanto a Tertuliano, su polémica contra el gnosticismo ha co­ menzado donde comienza este error, como ya mostrara Ireneo: en 2

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JUSTINO, De résurrection..., 8 (PG 6, 1585); según PRINGENT, P., Jus­ tin el l'Ancien Testament, París 1964, 50­61, esta obra pertenece seguramente a Jus­ tino. ATENÁGORAS, De res. mort., 15 (RUIZ BUENO, D., 733). Sobre las ca­ tegorías antropológicas de los apologistas, vid. ORBE, Α., «La definición del hom­ bre en la teología del siglo II», en Greg (1967), 522­576. Adv. Haer., 5,14,1 (PG 7, 1161). Ibid., 5,2,3, (PG 7,2, 1127); que la salvación concierne al hombre entero se subraya en otro pasaje: 2,29,3. Ibid., 5,3,2 (PG 7,2, 1130). 4 1

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torno al realismo de la encarnación del Verbo. De ahí su libro De carne Christi, donde se sientan las bases de una recta comprensión de la corporeidad. En efecto; creado el cuerpo del primer hombre, Dios preveía la encarnación de su Hijo. Una vez que los heréticos reconozcan que Dios es el creador de la carne y que su Hijo ha tomado una carne verdadera, habrán de reconocer también la resurrección de esta misma carne. Pues la sola inmortalidad del alma sería «llevar medio hombre a la salvación», lo que es indigno de Dios. Puesto que toda la energía de los adversarios se condensa en el desprecio de lo corporal, Tertuliano emprende su apasionada apología, en frases que se han hecho célebres: «caro salutis esl cardo... La carne es lavada para que el alma sea purificada; la carne es ungida para que el alma sea consagrada; la carne es santiguada para que el alma se fortifique; la carne recibe la imposición de manos para que el alma se ilumine por el Espíritu; la carne se alimenta del cuerpo y sangre de Cristo para que el alma se nutra de Dios». Mostrada de esta suerte la índole encarnada de toda la economía sacramental, nuestro autor puede concluir triunfalmente: «así pues, no puede separarse en el premio lo que la obra (de salvación) ha unido». En cuanto a la posibilidad de la resurrección, vuelve a utilizarse el proverbial argumento de la creación: «pregúntate quién eras antes de existir... Tú, pues, que no eras nada antes de existir... ¿por qué no podrás salir una segunda vez de la nada por la voluntad del mismo que lo ha querido una primera vez?». Tertuliano concluye, después de haber comentado el texto de 1 Co 15 y de hacer ver que nuestra resurrección es a imagen de la de Cristo, confesando la identidad del cuerpo resucitado: «resucitará, pues, la carne, y ciertamente toda, la misma e íntegra carne». Ahora bien: se tratará entonces de una carne espiritualizada, «devuelta al espíritu». 45

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2.3.

Orígenes

La doctrina de Orígenes sobre la resurrección es, con mucho, la más compleja y difícil de interpretar de toda la Patrística. Prescin«Quodcumque enim limus exprimebatur, Christus cogitabatur, homo futurus»: De carnis resurrectione, 6 (PL 2, 802). De carne Christi, 2,6 (PL 2, 758). Ibid., 2,6 (PL 2, 842). Ibid., 8 (PL 2, 806). Apologeticus, 48,4-7 (PL 1, 527); cf. De carnis..., 11 (PL 2, 809). De carnis..., 63 (PL 2, 885). 4 5

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diendo de sus elementos oscuros y discutibles, que dieron lugar a ruidosas polémicas, nos fijaremos en los dos puntos que se encuentran ya planteados en los apologistas. El hecho de la resurrección es defendido contra la incomprensión de intelectuales como Celso (quienes no siempre argumentan de buena fe) con las viejas razones del poder de Dios y de la ilegitimidad de una negación de lo posible en base al limitado conocimiento de lo real ; este hecho se presenta, además (contra desviaciones intraeclesiales), como perteneciente a los fundamentos de la fe cristiana predicada por los apóstoles: «habrá un tiempo para la resurrección de los muertos, cuando el cuerpo que ha sido sembrado en la corrupción resucitará en la incorrupción». Pero es sobre todo en lo que atañe al modo de la resurrección donde el genio del alejandrino se esfuerza por liberar a la verdad cristiana de presentaciones desmañadas, que pueden hacerla inaceptable para los no creyentes. Nuestro autor denuncia como falsas y ridiculas las doctrinas de una identidad material del cuerpo resucitado respecto de su estadio terreno, tal y como había sido propugnada por los apologistas. Orígenes establece una distinción entre «cuerpo» y «carne»: debe negarse que Dios resucite «la carne» ; debe afirmarse que rescuita los cuerpos como cuerpos espirituales" La identidad entre el cuerpo presente y el futuro no se basa en la continuidad de la misma mate­ ria, puesto que ni siquiera en la presente existencia se da tal identi­ dad; nuestra sustancia carnal de hoy no es la de hace a ñ o s ; la identidad del cuerpo resucitado se funda en la sostenida permanencia del eidos ( = la figura), que ya ahora salvaguarda la posesión de un mismo y propio cuerpo a través de las incesantes mutaciones de su materia. Tal eidos no debe confundirse con la morphé (forma) ni con el 51

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Vid. el artículo de CROUZEL, H., citado supra, nota 29; cf. ID., «La doctrine origénienne du corps ressuscité», en Bull. Litt. Ecclés. (1980), 175-200, 241265; TREVIJANO, R., «Á propos de l'eschatologie d'Origéne», en Studia Patrística XVI (1985), 265 ss. Retorna aquí el conocido ejemplo del semen: «consideremos, si queréis, el origen del hombre; henos en presencia de un germen humano. Si se os dijera: este germen será un hombre..., ¿no acusaríais de locura al que usase de parecido lenguaje?» (In 1 Co 15,23, citado por TRESMONTANT, C, 631). Perí Archón , praef., 5 (PG 11, 118). Contra Celso, 6,29 (ed. RUIZ BUENO, D., Madrid 1967, 414). Ibid., 4,57 (RUIZ BUENO, D., 293 s.); 5,18.19.23 (RUIZ BUENO, D., 345-347,350). Sel. Ps. 1 (PG 12, 1092-1096). 51

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schéma, o figura externa. Es más bien «una cierta virtud» (lagos tis) «que no se corrompe y de la que resucita el cuerpo». Orígenes apo­ ya esta explicación en 1 Co 15, 35 ss., con el símil de la semilla y la expresión «cuerpo espiritual». Hasta aquí, la tesis origeniana sobre la identidad corporal apare­ ce como muy superior a la de los apologistas, demasiado rígida y ru­ dimentaria, y anticipa sorprendentemente puntos de vista que se ha­ rán comunes en la teología moderna. Sin embargo, el marcado esplri­ tualismo del alejandrino le ha conducido en este terreno a posturas inaceptables: «se nos promete un cuerpo espiritual y etéreo, que ni subyace al tacto, ni se ve con los ojos, ni se agrava con el peso...» . Aquí estamos ya en una pura y simple negación de la auténtica cor­ poreidad, que había de escandalizar a otros escritores cristianos, ha­ ciendo sospechosas las atinadas observaciones sobre la razón de la identidad corporal en la pervivencia del etdos, y no en la recupera­ ción del sustrato material. Con Orígenes y las controversias a que dio lugar su peculiar con­ cepción del cuerpo resucitado, se cierra el ciclo creador de la Patrísti­ ca acerca de nuestro tema. En un primer tiempo, se ha presentado el hecho de la resurrección como manifestación del poder creador de Dios, frente a las objeciones de imposibilidad aducidas por los no cristianos. Más tarde, con ocasión de la controversia antignóstica, se reflexionará sobre la dimensión salvífica de este hecho, y su conexión con la encarnación, muerte y resurrección de Cristo, salvador del hombre entero. El problema de la identidad del cuerpo será percibido en un tercer momento, sin que se logre una solución adecuada; con todo, es claro que ha de tratarse del mismo cuerpo, si es el mismo e Íntegro hombre quien va a ser salvado. La insuficiencia y variabilidad de las antropologías al uso harán imposible una coincidencia sobre el modo de explicar la continuidad somática en las dos formas de exis­ tencia. 58

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F IERRO, Α., ρ. 7 y nota 8. * Contra Celso, 5,23 (RUIZ BUENO, D., 350). Vid. la interpretación del et­ dos origeniano en CROUZEL, H., «Les critiques...», 690­692. F rag. Res. (PG 11, 98 C­D); cf. CROUZEL, H., «Les critiques...», 692., 712. Incluso San Agustín «no aportará nada verdaderamente nuevo sobre la cuestión» (CORNELIS, H., 252). Esta ausencia de novedad se puede comprobar en las páginas (274­279) que CAMELOT, Ρ. T., dedica al doctor de Hipona. 3

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La resurrección de los muertos 2.4.

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La fe de la Iglesia

El artículo de la resurrección de los muertos ( = de la carne) se contiene en los símbolos más antiguos (DS 2, 10 ss.) y en las profesiones de fe de concilios provinciales (DS 190, 200, 462, 540) y ecuménicos (DS 8 0 1 ; LG 48). Tales expresiones de la fe eclesial presentan el hecho acompañado de tres precisiones : a) la resurrección es un evento escatológico, a saber: tendrá lugar «el último día» (DS 72), «a la llegada de Cristo» (DS 76), «el día del juicio» (DS 859, 1002), «al fin del mundo» (LG 48). b) La resurrección es un evento universal: resucitarán «todos los hombres» o «todos los muertos» (DS 76, 540, 801, 859, 1002). La universalidad asi afirmada tiene su razón de ser en el dato neotestamentario de una resurrección de justos y pecadores; a este propósito es significativa la redacción de LG 48: «al fin del mundo saldrán los que obraron el bien para la resurrección de vida; los que obraron el mal, para la resurrección de condenación (Jn 5, 29; cf. Mt 25, 46)». Tal universalidad, por tanto, no obsta a la existencia de excepciones (los que ya han resucitado; los hombres de la última generación); pretende más bien atajar la idea de que sólo los justos resucitarán, c) El concepto de resurrección incluye la identidad somática: los muertos resucitan «con sus cuerpos» (DS 76, 859, 1002); «en esta carne en la que ahora vivimos» (DS 72); «con sus propios cuerpos, los que ahora poseen» (DS 801); es una resurrección «de esta carne... y no de otra» (DS 797). Para captar el sentido de esta insistencia en la identidad «del cuerpo» o «de la carne» es sumamente ilustrativo un texto del Concilio XI de Toledo: «creemos que resucitaremos no en una carne aérea o de cualquier otro ti­ po, como algunos deliran, sino en ésta en la que vivimos, subsistimos y obramos» (DS 540). La identidad es exigida por la fe de la Iglesia, no sólo porqué ha de ser el mismo hombre de la existencia terrestre quien resucite, sino también como reacción a la condena dualista de «la carne» y el menosprecio de la corporeidad humana. La fe en la resurrección, al entrañar —a diferencia de las teorías de la metempsícosis una pervivéncia del mismo sujeto de la vida temporal, conlleva la identidad corporal. No basta, por consiguiente, admitir que resucita un cuerpo humano (identidad específica); es menester creer que resucita el mismo cuerpo humano (identidad numérica); de lo contrario se niega la identidad personal (con lo que se versaría en la tesis de la 61

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Vid. POZO, C, 364 ss.

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metempsícosis) o se condena la actual condición somática como mala (con lo que se nos remite a las tesis dualistas). La fe de la Iglesia no precisa, en cambio, qué es lo que se requiere para que se dé esta identidad numérica del cuerpo resucitado; en este punto há de entender, pues, no la fe sino la teología. 62

3.

Reflexiones teológicas

Un ensayo de sistematización de los datos recogidos hasta ahora habrá de partir de las dos dimensiones que la resurrección presenta en las fuentes: la antropológica y la cristológica. Sólo a la luz de lo que significan ambas dimensiones del hecho, pueden abordarse los problemas concernientes al modo: la extensión universal de la resurrección, su carácter escatológico, y la llamada cuestión de la identidad corporal de los resucitados. 3.1.

La dimensión antropológica

Una antropología unitaria, que ve en la corporeidad un momento constitutivo del auténtico ser-hombre, tiene que pensar el futuro hum a n a definitivo en términos de encarnación. Ahora bien: no hay duda de que la Escritura y, por tanto, la fe cristiana, patrocinan esta antropología y rechazan todo intento de dividir al hombre uno en un sector auténtico, perennemente válido (el espíritu) y otro inauténtico y transitorio (la materia). El espíritu, en el hombre, deviene alma, esto es, espíritu informador de la materia; ésta, a su vez, deviene cuerpo, es decir, materia informada por el espíritu; de suerte que el binomio alma-cuerpo no mienta la contraposición de dos realidades adecua­ damente distintas, sino la mutua interpenetración de una por otra en la contextura de la única realidad-hombre. Querer ver en la inmortalidad del alma la última palabra sobre el destino humano es desconocer esta realidad o disolverla en la abstracción de un análisis tan distante de la experiencia como de la consistencia objetiva de los he63

Los medievales se ocuparon extensamente del problema: WEBER, H. J., 78 ss., 217-262. Cf. RATZINGER, J„ «Auferstehungsleib», en LTK I, 1052. " Suponemos suficientemente conocidos estos principios;, cf. RUIZ DE LA PEÑA, J. L., Las nuevas antropologías. Un reto a la teología, Santander 1983, 219229; FIORENZA, P.-METZ, J. B., «El hombre como unidad de cuerpo y alma», en Mysterium Salutis II/2, 661-711. 6 2

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chos. Si el hombre tiene realmente un futuro más allá de la muerte, éste no puede ser el de una subjetividad espiritual y acósmica, sino el de un espíritu encarnado, para el que cuerpo y mundo son otros tantos elementos constitutivos de su ser, y no simples complementos circunstanciales de su estar. Sobre estas bases, puede entenderse ya qué quiere decir la fe cristiana cuando proclama su esperanza en la resurrección de los muertos. Con ella no se aguarda la supervivencia de una parte del hombre; ni se piensa en «una restitución de los cuerpos a las almas». Lo que se trata de expresar con este artículo de fe es la restitución de la vida al hombre entero. La fe en la resurrección (específica y exclusivamente bíblica) tenía que ser fatalmente violentada al revestirse de categorías antropológicas y hábitos mentales extraños a los de su solar nativo. Es cierto que los Padres, incluso los más «griegos», se esfuerzan por asimilar la noción bíblica del hombre como unidad. Pero en ellos (y generalmente en la tradición teológica) la unidad es el momento segundo de un proceso de composición. En rigor, lo que se suele ver en el hombre, más que la unidad, es lo unido. Y sin embargo, una antropología realista e intuitiva —como lo es la bíblica y como vuelve a serlo la de algunas filosofías actuales— captará al hombre, ante todo, como unidad psicosomática, como libertad y conciencia encarnadas. Y sólo en un segundo tiempo procederá, por vía de análisis, a detectar en esta unidad una dualidad. Dualidad (no dualismo) que se sitúa, con todo, en el estrato metafisico de los principios de ser, y no en el nivel fisico de la realidad concreta. A este nivel, lo que se muestra, lo que actúa, lo que existe en suma, es el hombre uno. Al mundo helenizado, en que resonó por vez primera la idea cristiana de resurrección, ésta hubo de resultarle tanto más ardua e in64

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Se ha notado (CULLMANN, O., Immortalité..., 35) que el concepto inmortalidad es negativo, niega el hecho de la muerte, o lo restringe al campo de lo corporal, y no de lo humano. Pero el cristianismo no puede negar la muerte; antes bien, sostiene que ha sido una muerte humana el acto salvífico por excelencia. Por el contrario, ei concepto resurrección es una afirmación positiva: sin negar ia muene, significa que su sujeto es devuelto a la vida. Cuando, por tanto, la teología habla de «inmortalidad del alma», debería resultar obvio que esta expresión comporta un sentido distinto del que recibe en otras disciplinas o ideologías extrateológicas. Así lo comprendieron ya los teólogos medievales; además de la obra de Weber, vid. HEINZ MANN, R., Die Unsterblichkeit der Seele und die Auferstehung des Leibes, Münster 1965, que estudia el tema en la primera escolástica (vid. sobre todo las conclusiones, 246-249). RATZINGER, J., Introducción al cristianismo, Salamanca 1971, 313. 6 4

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comprensible cuanto que se formulaba en los términos de la antropo­ logía helenística. Habría que preguntarse si la situación no sigue sien­ do (al menos para muchos cristianos), todavía hoy, la misma. . Es preciso, en todo caso, devolver la idea de resurrección a su contexto originario, pues sólo entonces aparece claro y libre de equívocos lo que significa: Dios, creando al hombre, lo quiere como hombre (y no como simple fase estacional en el devenir del espíritu); lo quiere como interlocutor perennemente válido, es decir, como persona (ser respon­ sable = dador de respuesta); lo' quiere, en suma, para siempre. «Aquél a quien Dios habla, sea en ira, sea en gracia..., le habla para toda la eternidad». La resurrección verifica la eficaz seriedad del propósito creador, al prometer, más allá de la muerte, la reconstitu­ ción del sujeto de diálogo en todas las dimensiones de su ser y, por tanto, también en la corporeidad. Desde esta perspectiva se comprende que la antropología unitaria de Santo Tomás se haya planteado la pregunta por la resurrección natural. No es, como pudiera parecer, una pregunta meramente es­ peculativa: afirmando la exigencia natural de la resurrección, el Angélico hace ver hasta qué punto es impensable el hombre fuera de su condición de existencia encarnada. Es ésta, además, la única (y suficiente) razón para entender las aserciones del NT sobre una resu­ rrección universal, que comprende a justos y pecadores. Para éstos, en efecto, no vale la fundamentación cristológica que nos ofrecen las cartas paulinas. Y, sin embargo, no podemos descartar el hecho de que también los impíos resucitarán, no ciertamente por la acción del Espíritu de Cristo, pero sí «por la común acción creadora de Dios». . Podría discutirse sobre la oportinidad de utilizar el mismo térmi­ no para dos realidades tan diversas (resurrección para la vida­para la condena); evidentemente la idea de resurrección sólo tiene pleno sen­ 66

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Sólo así se explica que se hable todavía de «gloria accidental» para referirse a lo que supone la resurrección para la bienaventuranza (PALA, G., La nsurrezio­ ne dei corpi nella teología moderna, Roma 1963, 118). O que se proponga una re­ leclura del dato resurrección que no es sino una reproposición del dato inmortalidad del alma; así TRESMONTANT, C, Le probléme de l'áme, París 1971, 202­220. La frase es de Lutero; vid. la cita completa y referencias en ALTHAUS, P., Die letzten Dinge, Gütersloh 1964', 110. PALA, G., 28­66. " ALTHAUS, P., 116; cf. ibid., 122. WINKLHOF ER, Α., Das Kommen sei­ nes Reiches, F rankfurt a.N. 1962 , 272, se muestra disconforme con Althaus y sos­ tiene que la resurrección de Cristo es también «modelo, aunque amortiguado» de la de los impíos. No veo cómo pueda justificarse esta opinión. 6 7

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tido cuando se trata de la primera, mientras que la segunda se significaría más adecuadamente con otro vocablo. Pero la dificultad terminológica no debe propiciar la negación de un aserto contenido en la revelación y los símbolos de fe: los pecadores recobrarán también su existencia encarnada. Lo contrario equivaldría a afirmar su aniquilación como seres humanos y a negarles su condición de personas, creadas por Dios «para toda la eternidad»; «aquél a quien Dios habla...» (aunque sea «en ira»). 70

3.2.

La dimensión cristológica

Supuesta la dimensión antropológica que acabamos de esbozar, el análisis de los textos paulinos nos ha hecho ver en la resurrección el punto culminante de la acción salvífica de Dios. La resurrección propiamente dicha («la resurrección para la vida») es la respuesta de Dios al interrogante de la muerte humana, decíamos arriba. Así la ve la Escritura, tanto en sus primeras manifestaciones como en el caso arquetípico de Cristo. La muerte es la crisis suprema de la existencia del hombre. Pero esa crisis alcanza también a Dios, en cuanto que pone a prueba su fidelidad y su amor, planteando la cuestión de si una y otro son o no más fuertes que la muerte. Se ha visto que tal es el planteamiento que recogían ya los salmos místicos. El amor auténtico entraña una promesa de perennidad. La resurrección cumple esa promesa; en cuanto tal cumplimiento, «resurrección es el amor que es-más-fuerte-que-la-muerte». . 71

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Hablando de la dimensión antropológica de la resurrección, no puede silenciarse cómo ésta es condición de posibilidad de una justicia para todos, de una libertad para todos y de todas las alienaciones. Lo que ha hecho decir a Garaudy que el postulado de la resurrección es el supuesto previo de toda opción revolucionaria coherente y éticamente solvente. Vid. al respecto RUIZ DE LA PEÑA, J. L., Muerte y marxismo humanista. Aproximación teológica, Salamanca 1978,101-106; más concisamente, ID., El último sentido, 104-106 («Credibilidad de la resurrección»). Decimos «supuesta la dimensión antropológica». En efecto, si se desatiende ésta, se correrá el peligro de ver en «la resurrección para la vida» ese mero incremento accidental de la bienaventuranza al que me referí en la nota 66. Uno de los personajes dramáticos de Gabriel Marcel, el Arnaud Chartrain de La sotf, formula esta idea (muy querida del pesnsador francés) con las siguientes palabras: «amar a un ser equivale a decirle: no morirás». La misma idea se encuentra en JASPERS, K., Immortalita, Torino 1961, 36 s. A propósito de esta apreciación de Jaspers, cf. PFEIFFER, H., «'Dass Gott ist, ist genug'. Erwágungen Karl Jaspers zu Tod und Unsterblichkeit des Menschen», en ZKTh (1979), 38-52. POHIER, J. M., 281 ss., rechaza este punto de vista. RATZINGER, J., Introducción..., 264. 7 0

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Es mérito de Bultmann haber fijado nítidamente la correlación «resurrección­Dios que nos sale al encuentro» (incluso en la muerte), de suerte que, en coincidencia con Barth, puede afirmarse que «la pa­ labra resurrección de los muertos es una perífrasis de la palabra Dios» *; en efecto, uno de los nuevos nombres que el NT otorga a Dios es: «el que resucitó a Cristo de entre los muertos» (1 Ts 1, 10; 1 Co 6, 14; Rm 8, 11; 10, 9; 2 Co 4, 14; etc.). Partiendo de este ángulo /eo­lógico es como podemos abarcar adecuadamente la dimensión cristológica de la resurrección; primero desde Dios, y luego desde Cristo. Desde Dios: Dios nos resucita por­ que ha resucitado a Cristo; el amor manifestado en este caso no se agota en la individualidad singular, puesto que Cristo es «la cabeza del cuerpo» y resucita como «primicias»; ha de extenderse al cuerpo de Cristo, del que los cristianos somos miembros; eso es lo que per­ mite a Pablo escribir que «en Cristo Jesús Dios nos ha conresucita­ do» (Ef 2, 6). Y también desde Cristo: si es el amor lo que postula y fundamenta la resurrección, aquél que ha muerto por amor a todos, ha postulado y fundado para todos los que aceptan su amor la resu­ rrección. Esta acontece, por consiguiente, en base a una iniciativa personal de Cristo; su acción salvífica tiene una incidencia directa de orden causal en la resurrección de los cristianos, al ejercerse desde los principios de una solidaridad con nosotros que se transmuta, co­ rrelativamente, en una solidaridad de nosotros con él. Puede decirse incluso que Cristo resucitado no está completo hasta que los suyos no resucitan, de modo similar a como el yo amante no está completo fuera de la relación actual e inmediata con el tú amado en el nosotros de la comunión interpersonal. El cristocentrismo de la resurrección puede, en suma, sintetizarse en estas proposiciones: resucitamos a) porque Cristo ha resucitado; b) a imagen de Cristo resucitado; c) como miembros del cuerpo resu­ 1

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" Glauben und Verstehen I, Tübingen 1933, 56 (hay trad. esp.); BARTH, K., Die Λμ/ersrehung der Toten, Ziirich 1924, 115. Si se arguyese que tal relación interpersonal puede darse, sin la resurrección, entre Cristo y el alma separada, habría que responder con Santo Tomás que el alma sola «nec est homo nec persona» (I q. 75, a.4; III q.50,a.4; Suppl. q.75,a.l ad 4; In III Sent. d.5,q.3,a.2). Admitimos, con todo, la interpretación de Robinson (p. 111), según la cual el concepto paulino de pléroma tiene a Cristo como sujeto activo (el que comunica la plenitud al cuerpo). Mas no por ello queda invalidada la idea ex­ puesta, máxime cuando el propio Pablo entiende el sufrimiento en su carne como compleción de la pasión de Cristo. 1 5

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citado de Cristo. Se ha señalado más arriba, como consecuencia de esta última precisión, el carácter necesariamente escatológico del acontecimiento que nos ocupa, al que apunta la Escritura conectan­ do, reiterada y sistemáticamente, parusía y resurrección. En la actua­ lidad, la postura largamente mayoritaria de la exégesis y de la dog­ mática mantiene como vinculante esta índole escatológica de la re­ surrección. Al margen de los argumentos de Escritura, ya expuestos, parecen singularmente atinadas en este punto las observaciones de Althaus: una consumación del individuo es posible únicamente en el horizonte de la consumación de la sociedad y del mundo, dado que el individuo mismo es, por definición, ser social y mundano. «La indivi­ dualización de la resurrección significa, si es pensada coherentemente hasta el fondo, el abandono del mundo. Una doctrina individualista de la resurrección es esencialmente acósmica». En el capítulo anterior nos hemos referido a la tesis de Greshake, para el que la resurrección tendría lugar inmediatamente después de la muerte. En un contexto diverso —en el que se mantiene la expecta­ ción de la parusía como acontecimiento final objetivo—, la simultanei­ dad muerte­resurrección es defendida, entre otros, por L. Boros. Este admite el dato de la Escritura (resurrección al final de los tiem­ pos) como obligatorio; para salvarlo, opina que la resurrección que sigue a la muerte no está completa hasta que no tiene lugar la trans­ formación del mundo en nueva creación. No creemos que esta solu­ ción resuelva la dificultad. Por otra parte, la hipótesis supone que, fuera de la historia, se da una sucesión de momentos paralela a la que constituye nuestro tiempo. La problematicidad de tal representación será tratada en otro lugar de este libro. Bástenos, por el momento, 76

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Vid. supra, notas 23 a 27. Sólo a titulo de ejemplo, para no hacer la lista interminable, vid, ALT­ HAUS, P., 141; BRUNNER, E., Das Ewige ais Zukunfl und Gegenwart, München 1965 , 167; RAHNER, K.., «La resurrección de la carne», en ETII, 209 ss.; ID., ET IV, 432 s.; WINKLHOF ER, Α., 241, 275; RATZINGER, J., Escatología, 170 ss.; PANNENBERG, La fe de los apóstoles. Salamanca 1975, 193­201. La cues­ tión está estrechamente vinculada con la del estado intermedio (vid. infra, cap. 11). Mysterium mortis. Der Mensch in der letzten Entscheidung, Olten­F reiburg i.B. 1964 , 108 (hay trad. esp.); ID., «Der neue Himmel und die neue Erde», en VV. AA., Christus vor uns, F rankfurt a.M. 1966, 22. «Grundsátzliche Ueberlegungen zur F euerbestattung», en Orientierung (1964), 233 ss. BOF F , L., pp. 156­165, no hace sino repetir esta tesis de Boros. En realidad, las razones en pro de una simultaneidad muerte­resurrección derivan (en el caso de Boros y algún otro autor) de las dificultades que plantea un 1 7

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señalar con Boros que la revelación enseña una resurrección en el éschaton, y que por tanto esta doctrina es ineliminable. Debe añadirse, además, que si la revelación se expresa de este modo es porque sólo así se respeta (como mostraba Althaus) la estructura inmanente del hombre. La resurrección no acontece al término de la historia porque ésta precise (al igual que los movimientos sinfónicos) de una suntuosa coda conclusiva; o porque Dios lo haya decretado así, pudiendo ser de otro modo. N o ; resucitamos como cuerpo de Cristo ( = cuando el cuerpo de Cristo está completo) porque nuestra suerte está ligada, por naturaleza, a la de la comunidad eclesial y a la del en tero cosmos. 81

3.3.

La identidad corporal; ¿un problema mal planteado?

La fe de la Iglesia exige para la resurrección la identidad corporal numérica: el mismo y propio cuerpo de la existencia terrena es el de la existencia resucitada. Como se ha visto, las razones de esta exigencia son, por una parte, la necesidad de salvar la identidad personal (frente a una posible confusión con la doctrina de la metempsícosis) y la reacción contra la visión del cuerpo como ajeno a la verdad del hombre (dualismo en general) o como malo (gnosticismo). El problema de la identidad corporal se complica desde el momento en que la concepción del cuerpo no es univoca; varía en los distintos esquemas antropológicos. Para Pablo (siguiendo el concepto hebreo de basar) el término designa al hombre entero; por tanto, en 1 Co 15 la dialéctica identidad-diversidad no remite a una parte del hombre, sino a su totalidad: todo el hombre será, a la vez, el mismo y distinto (esto es, transformado). Los apologistas no tienen la misma noción de cuerpo que Orígenes; de ahí que entiendan la identidad corporal como reconstitución de la materia, mientras que el alejandrino piensa que esta opinión es demasiado burda y simple. La teoría escotista de la forma corporeitatis se distancia de la comprensión tomista del cuerpo como materia animada, lo que conduciría a

estado de alma separada. Creemos que se puede responder a esas dificultades manteniendo el carácter escatológico de la resurrección; cf. al respecto infra, cap. XI. Como, por lo demás, el propio Boros reconoce; cf. PANNENBERG, W., Was ist der Mensch?, Góttingen 1964 , 38. Vid. SONNEMANS, H., SeeleXJnsterblichkeit-Auferstehung, Freiburg i.B. 1984 (sobre todo las pp. 407-465). 81

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planteamientos diversos de nuestra cuestión. Esta, en suma, depende absolutamente del modo de pensar la unión y la distinción de los elementos constitutivos del ser humano. Tomando como punto de partida una antropología dicotómica, en la que prevalece la visión analítica (el hombre es el compuesto de alma más cuerpo) sobre la sintética (el hombre es la unidad del espíritu encarnado o de la carne animada), las opiniones de los teólogos se dividen en dos grupos. Según unos, la identidad numérica se logra únicamente si el cuerpo resucitado consta de la misma materia que componía él terreno. Tal opinión es difícilmente defendible, dado que ni siquiera durante la existencia temporal se verifica esa identidad, como notara agudamente Orígenes. Por ello, la teoría suscrita por la mayoría de los autores actuales es la de una identidad numérica for­ mal, no material. Según Santo Tomás, el cuerpo es el resultado de la información de la materia prima por el alma. Esto significa que es el alma-forma de la materia la que otorga a ésta todas las determinaciones. Una materia indeterminada deviene cuerpo y cuerpo mío al ser informada por mi alma; deja de ser cuerpo y cuerpo mío al cesar la función informante de mi alma. La identidad del cuerpo es, pues, independiente de su composición celular o molecular; reside exclusivamente en la identidad del principio formal. A estas teorías hay que añadir últimamente otras dos. Winklhofer cree que existe «una forma (Gestalt) sustancial de la materia», «una sustancia corporal-material» que sobrevive al cuerpo y garantiza la identidad del de la resurrección; se trataría, en este caso, de una 82

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. Para los antecedentes de la cuestión en la teología medieval, vid. los trabajos ya citados de Heinzmann y Weber. Para la teología moderna, vid. PALA, G., 71104. Esta concepción, que nos evoca la del etdos origeniano, ha sido popularizada por Durando, aunque antes de él la habían defendido otros teólogos (WEBER, H. J., 76, 241 s.; HOCEDEZ, E., «La théologie de Pierre d'Auvergne», en Greg [1930], 551: SEGARRA, F., «Un precursor de Durando: Pedro d'Auvergne», en EstEcl [1933], 114-124). El actual interés por su tesis se remonta a BILLOT, L., De Novissimis, Romae 1924, 136-170. El texto de Durando {In IV, d.44,q.l) dice así: «sea cual fuere la materia a la que se une el alma de Pedro en la resurrección, supuesto que se da la misma forma numérica, se dará el mismo Pedro, numéricamente idéntico». No faltan quienes sostienen fundamentalmente una identidad formal y requieren además, por razones estrictamente teológicas, una cierta identidad material. Así pensaba, por ejemplo, RATZINGER, J., «Auferstehungsleib», 1052 s., quien ahora rectifica su postura (Escatología, 165 ss.). 8 2

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«identidad sustancial». Hengstenberg distingue (como ya lo hicie­ ra Scheler) entre «soma» (Leib) y «cuerpo» (Korper): el primero es una constitución estructurada, jerarquizada y orgánica, que se man­ tiene invariable a través del flujo continuo de la materia corporal; el segundo es la simple agregación aditiva de átomos. La resurrección lo será del soma, pero no necesariamente del cuerpo; el principio de identidad de aquél será el que ya ahora asegura su continuidad, pese a los cambios materiales operados por el metabolismo. ¿Qué decir de todas estas explicaciones? No puede evitarse la im­ presión de que los partidarios de las diversas teorías (identidad mate­ rial, formal, sustancial, somática) no aciertan a despegarse de una comprensión del cuerpo como realidad física a se stante, adecuada­ mente distinta del alma y del yo. La misma impresión se recibe cuan­ do se leen las páginas que todavía hoy se escriben sobre las «propie­ dades del cuerpo resucitado». El esquema alma­cuerpo, válido y ne­ cesario a nivel analítico (el de los principios metafisicos del ser), ter­ mina por invadir la esfera de la realidad física concreta, oscureciendo lo que debería ser el dato primario: el hombre es unidad. Desde esta visión sintética, la cuestión de la identidad del cuerpo no puede ser tratada sin conexión alguna con la de la identidad del único y mismo yo. Es esta identidad personal la que estaba a la base de las preocu­ paciones del N T , de la tradición y de los símbolos. Toda la cuestión cambia de sentido si se la enfoca desde la óptica «ser (y no tener) cuerpo» ; entonces resulta claro que lo que promete la esperanza cris­ tiana no es la recuperación de una parte de mi ser humano, sino un 87

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WINKLHOF ER, Α., 252­257, 343 s.; esta doctrina recuerda la del eidos origeniano o la de la forma corporeitatis de Escoto; en todo caso, se aparta sustanti­ vamente de la concepción tomista, acentuando la dicotomía alma­cuerpo. No creo que sea ésta la orientación más prometedora para la antropología teológica. Vid. RUIZ DE LA PEÑA, J. L., El hombre y su muerte. Antropología teológica actual. Burgos 1971, 184­190; HENGSTENBERG, Η. E., Soma y esca­ tología, Barcelona 1961, 128­136, 164­167. WINKLHOF ER, Α., 267­272; SCHMAUS, M., Teología Dogmática VII, Madrid 1964 , 217­226; GENEVOIS, Μ. Α., en La résurrection de la chair, 334­ 346; PALA, G., 108­113. Nótese que la teología tomista contaba con buenas razo­ nes para sortear este escollo. Mas, de hecho, no lo consiguió. Es ésta la orientación de fondo de la antropología bíblica, de la tomista y de las corrientes antropológicas actuales; baste recordar a Marcel (cf. RUIZ DE LA PEÑA, J. L., El hombre y su muerte..., 104 ss.). Dentro de esta línea de pensamien­ to, «el cuerpo es el fenómeno del alma» (MASSET, P., «Immortalité de l'áme, résu­ rrection des corps», en NRTh (1983), 321­344 p. 335). 8 6

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ser hombre para siempre; ser «yo mismo». Ese yo es cuerpo: el cuerpo es la totalidad del hombre uno asomándose al exterior, mostrándose (como el alma es esa misma totalidad una e indivisa en su interioridad y profundidad). Resucitar «con el mismo cuerpo» significa en consecuencia, y por de pronto: recobrar la propia vida en todas sus dimensiones auténticamente humanas; no perder nada de todo aquello que ahora constituye e individualiza a cada hombre. El hombre patentiza, en y por su cuerpo, lo que es, en la expresividad de la figura y del gesto, en la palabra corporalmente articulable y perceptible. Durante la existencia terrestre, esa automanifestación no alcanza nunca la claridad sin ambages; es, o puede ser, ambigua, equívoca. Bien porque el hombre se enmascara con la mentira o el disimulo, bien porque no ha llegado aún a forjarse un semblante definitivo. Resucitar «con el mismo cuerpo» significará por tanto, además de lo ya dicho: resucitar con un cuerpo propio, esto es, un cuerpo que transparenta la propia y definitiva mismidad, ya sin posible equívoco; un cuerpo que es más mío que nunca, por cuanto es supremamente comunicativo de mi yo. El cuerpo glorioso (soma pneumatikón) del que habla Pablo es el yo irradiando la vida del Espíritu, libre de todo automatismo inconsciente, depositario de una plenitud integral que nace en el núcleo más íntimo de la persona y alcanza y transfigura su corporeidad. Puede así entenderse bajo una nueva luz la dialéctica identidaddiversidad peculiar a la resurrección, tal y como Pablo la expresaba en 1 Co 15. Será resucitado el mismo yo de la existencia terrestre. Pero en él será evacuada la ahora irrebasable y dolorosa antinomia entre el ser y el parecer ; de donde se sigue, paradójicamente, que el S9

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Por otra parte, habría que pensar con más flexibilidad la materialidad del cuerpo resucitado. Si cuerpo es la materia espirítualidada, personalizada, y si hoy la noción de materia se ha ampliado considerablemente (vid. RUIZ DE LA PEÑA, J. L., Teología de la creación, Santander 1986, 249-255), la corporeidad resucitada no es reducible a una noción ingenuamente masiva de lo material. Cuáles sean las condiciones mínimas para que sea real un ser material, es cuestión en la que la teología no tiene competencia. Luego el problema de cómo sea la corporeidad resucitada es asunto en el que la teología debe limitar con la definición física de materia y la definición filosófica de cuerpo. Sobre el cuerpo como expresión o «símbolo», vid. MARTELET, G., Résurrection, eucharistie et genése de l'homme?, París 1972, 39-44; ULRICH, F., «El hombre y la palabra», en Mysterium Salutls II/2, 737-794. NOSSENT, G., «Mort, immortalité, résurrection», en NRTh (1969), 614630 (p. 628). 8 9

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elemento «diversidad» consiste aquí en la conquista de la última e irrevocable identidad. Tal identidad, en efecto, si se la persigue en su figura consumada, sólo le es dable al hombre como puro don, a sa­ ber, como «nueva creación». Durante la existencia temporal, el hom­ bre no consigue nunca integrar en su persona todas las dimensiones de su naturaleza ; esto vale a fortiori en lo que atañe a su corporei­ d a d , jamás totalmente «personalizada», es decir, jamás neta palabra expresiva del yo. Pues bien: «en la resurrección el hombre no deviene más que lo que es... Deviene plenamente hombre, más de cuanto no lo ha sido jamás... En la resurrección el hombre adquiere su plena identidad personal». Habría, además, que poner esto en relación con la enseñanza paulina de que resucita «el cuerpo de Cristo». El cuerpo (el yo) dé la resurrección es la total coincidencia del hombre con su destino: Cristo, el hombre nuevo, a cuyo organismo la resu­ rrección demuestra que pertenece el resucitado. Llegaríamos así a la misma conclusión antes avanzada: la postrera y cabal identidad de una persona creada es don graciosamente acordado de lo alto. Tal vez sea posible ahora ensayar la reducción a un común deno­ minador de las diversas fórmulas que expresan el articulo de fe: resu­ rrección del cuerpo, resurrección de la carne, resurrección de los muertos. Todas ellas pueden ser aceptables si se las entiende en su exacta significación. Pero las dos primeras se exponen a ciertos ma­ lentendidos. «Resurrección del cuerpo» es, en rigor, una fórmula pau­ lina ; con todo, una antropología distinta a la del apóstol le ha dado un sentido ajeno a su pensamiento: resurrección como reanimación del cadáver. La fórmula «resurrección de la carne», que Pablo re­ chazaría seguramente, puesto que en su vocabulario «la carne» desig­ na lo que concierne a la esfera del pecado, jugó sin embargo un im­ portante papel en la defensa de la corporeidad contra los gnósticos; 91

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" Vid. RAHNER, K., «Sobre el concepto teológico de concupiscencia» en ET I, 379­416. ALTHAUS, P., 129, 134. ' MAURY, P., L'Eschatologie, Genéve 1959, 75; WEBER, H. J., 220: como premisa para responder a la cuestión de la identidad de los resucitados, los escolásti­ cos plantean esta otra: quid de veritate humanae naturas? Algunos responden: «ve­ ritas humanae naturae est id quod apparebit in die resurrectionis». 1 Co 15, 35 ss.; cf. ROBINSON, J. Α., 52, quien nota que «Pablo no pro­ mete una resurrección de la carne», supuesto el sentido que en él tiene el término sarx, «pero proclama una para el cuerpo». Cf. en la misma línea CONZEL­ MANN, H., Théologie du Nouveau Testament, Genéve 1969, 201. TRESMONTANT, C, La métaphysique..., 613. 9 2

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ésa es la razón de su inclusión en los más antiguos símbolos de fe. No obstante, la distinta significación del término «carne» en el uso paulino y en el eclesiástico hacen de ella una fórmula ambigua. Resta, por último, la que parece idónea: «resurrección de los muertos». A más de ser, con mucho, la comúnmente utilizada por la Escritura y por el magisterio (desde el símbolo nicenoconstantinopolitano reemplaza a «la resurrección de la carne»), es la que hoy comunica con mayor nitidez el contenido de la verdad de fe; las otras dos fórmulas serán válidas en la medida en que signifiquen lo que ésta quiere decir: la muerte ha sido vencida porque «Dios es un Dios de vivos, no de muertos». 96

4.

La nueva creación

La doctrina de la resurrección de los muertos plantea, si es pensada coherentemente, la problemática de una estructura cósmica ajustada a la nueva corporeidad de los resucitados. El hombre, en efecto, no puede ser concebido, sea cual sea su forma de existencia, fuera del marco de lo mundano; el ser-en-el-mundo es uno de los momentos constitutivos de toda auténtica humanidad. La solidaridad hombrecosmos está fuertemente subrayada, como veremos a continuación, en la Escritura, pero es además una de las tesis centrales de la antropología extrateológica. El hecho de que la emergencia del fenómeno humano hunda sus raíces en el proceso del devenir de la materia otorga a esta solidaridad una base empíricamente constatable ; el hombre no pudo haber nacido al margen del mundo, sino en el mundo; la historia de éste es prehistoria de aquél; esta unidad nativa liga a ambos inseparablemente en cualquiera de las etapas de su existencia. Si el hombre no puede ser sin el mundo, y si el mundo se polariza dinámicamente hacia el hombre, es claro que la consumación del uno ha de repercutir en el otro; el cosmos alcanza su destino al ser alcanzado por el destino de la humanidad. Tan impensable resulta una 97

Son, pues, exageradas las prevenciones de ciertos autores (ALTHAUS, P., 132; BRUNNER, E., 164) contra esta fórmula. Vid. GRESHAKE, G., Auferstehung..., 355 y nota 14; GRESHAKE, G.-LOHFINK, G., NaherwartungAtrferstehung-Unsterbllchkeit, Freiburg i.B.1976 , 86 y nota 10; RATZINGER, J., Escatología, 161 ss.; AUER, J., «Auferstehung des Fleisches. Was kann mit dieser Aussage heute gemeint sein?», en MThZ (1975), 17-37. RAHNER, K., Das Problem der Hominisation, Freiburg i.B. 1963 , 49-55 (hay trad. esp.); ID., ETVI, 181-209. 9 6

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consumación autónoma de lo m u n d a n o como una consumación acósmica de lo humano; la doctrina de una nueva humanidad entraña la de una nueva creación. Un mundo cristalizado en su figura actual no sería ya el topos connatural a la humanidad transfigurada; ésta no hallaría en él su Lebensraum, su espacio vital, lo que significa que tal humanidad sería, en el más riguroso sentido, utópica. Cuando, por consiguiente, la fe nos habla de los cielos nuevos y la tierra nueva, no está haciendo otra cosa que formular hasta sus últimas consecuencias la verdad y realidad de la esperanza en la resurrección. No se piense, sin embargo, que sea lícito reducir tales afirmaciones cosmológicas a mero símbolo de las afirmaciones antropológicas; semejante reducción haría involucionar la antropología hacia el dualismo. Lo que se quiere decir, más bien, es que, siendo el hombre expresión y sentido del mundo, y siendo el mundo (según la conocida frase) «el cuerpo ensanchado del hombre», habrá de darse necesariamente una correlación reciproca en el estadio final de ambos. La tierra no es tan sólo el escenario indiferente e inmutable de la historia humana. Como ha participado en la gestación, nacimiento y desarrollo del hombre, participará asimismo en su consumación. 98

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4.1.

La nueva creación en la Escritura

La solidaridad hombre-cosmos es una de las grandes constantes de la antropología bíblica. Las intervenciones históricas de Dios no se dejan circunscribir a ese sector de su creación que es la especie humana; alcanzan siempre una resonancia cósmica. Al igual que en Gn 3, 17-18 el pecado del hombre contamina la tierra y hace que ésta sea objeto de una maldición divina, de forma semejante la alianza con la humanidad postdiluviana abarca el universo material: Gn 8, 21-22; 9, 9-13. Las abominaciones del pueblo profanan su mundo ambiente, que ha de sufrir por ello la cólera de Yahvé (Lv 18, 27-28; Jr 7, 20; 9,

" RAHNER, K., SzTh VIII, 594 ss. Greshake ha hecho hincapié acertadamente en este punto. " Este es uno de los serios inconvenientes de la escatología de Bultmann, para quien la doctrina de la nueva creación es un simple derivado mitológico eliminable. Por el contrario, ¿no resultará mucho más mítica la idea de una humanidad despojada de toda relación efectiva con lo mundano? Degradar la escatología cósmica a mito es «una mera expresión y justificación de una cultura individualista cristianoburguesa» (O'COLLINS, G., El hombre y sus nuevas esperanzas, Santander 1970, 70 s.).

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1 0 ­ l l ; E z 6 , 14;Is 13,9­11); en justa correspondencia, el mensaje de salvación se dirige también a la tierra, que será beneficiaría de las bendiciones divinas (Ez 36, 1­15; Is 11, 6­9; 30, 23­26; 35, 1­2.6­7; Am 9, 13; etc.). El anuncio profético de la nueva creación (Is 65, 17­21; 66, 22) se inserta coherentemente en este cuadro de una crea­ ción a la que Dios trata como totalidad unitaria en el desarrollo de sus designios salvíficos; la consumación escatológica de la historia importa una dimensión cosmológica, plasmada en la promesa del cie­ lo y tierra nuevos. Aun concediendo que en estas profecías del éschaton hay una buena dosis de recursos imaginativos, cuyo valor simbólico no permi­ te una inteligencia literal de todas y cada una de las afirmaciones, pa­ rece excesivo liquidar los contenidos propiamente cosmológicos de las promesas en pro de una interpretación «espiritual» de las mismas. Hay que dar la razón a G. Gutiérrez cuando, polemizando con P. ­ Grelot , protesta por la masiva espiritualización de los oráculos es­ catológicos del AT. Si no se les reconoce un mínimun de realidad, su género literario se convierte en un puro enigma. Para que tengan algún sentido es preciso retener en ellos al menos la aserción de una plenitud final en la que el entero universo está llamado a participar. La interpretación exclusivamente espiritual de esta escatología cósmica paleotestamentaria queda cuestionada además por el hecho de que también el NT incluye el mundo material en el cuadro de la salvación final. El «nuevo cielo y la nueva tierra» del tritolsaías vuel­ ven a aparecer en 2 Ρ 3, 13 y Ap 29, 1. Según Mt 19, 28 Jesús anun­ cia para el momento de la parusía una «palingénesis» o regeneración, que puede entenderse en sentido universal si se compara este texto con Hch 3, 2 1 , donde se habla de una «restauración» (apokatástasis) de todas las cosas. Por su parte, Pablo desarrolla sistemáticamente toda una teología en torno a la unidad de creación y redención en Cristo. Este, que es el mediador de la creación (1 Co 8, 6; Col 1, 16­17; cf. Hb 1, 2­3), es igualmente mediador de la salvación, de suerte que su acción salvifica tiene las mismas dimensiones que su acción creadora. Asi, Cristo ha de «reconciliar» o «recapitular» todas las co­ sas (Ef 1,10; Col 1, 20); puesto que está «por encima de todo» (Ef 1, 100

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Vid. BEAUCAMP, E., La Biblia y el sentido religioso del universo, Bilbao 1966, 188­205. Teología de la liberación, Salamanca 1973, 220 ss. Sens chrétien de l'Ancien Testament, Tournai 1962, 392 ss. 101

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21­22), en todo debe alcanzar una posición «capital» (Col 2, 10.19; Ef 4, 15). Cosmología y antropología encuentran de esta forma en la cristología su última síntesis. Particular trascendencia para nuestro tema reviste el pasaje de Rm, 8, 19­23: «Pues la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios. La creación, en efecto, fue someti­ da a la vanidad, no espontáneamente, sino por aquél que la sometió, en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Pues sabe­ mos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior, anhelan­ do el rescate de nuestro cuerpo». Según Lyonnet, en este importante texto se contienen tres afirma­ ciones: a) la suerte del universo está ligada a la del hombre; éste arrastró a aquél en su destino de corrupción (vv. 20­21) y lo hará partícipe de su liberación (v. 21); por eso la creación «desea vivamen­ te la revelación de los hijos de Dios» (v. 19). b) Más concretamente la redención del universo pende del «rescate de nuestro cuerpo» (v. 23), es un corolario de la resurrección; a ésta alude ya el v. 18 cuan­ do habla de «la gloria que se ha de manifestar en nosotros», es decir, de la transfiguración de nuestra corporeidad a imagen de la de Cristo resucitado; será entonces, en efecto, cuando se revele (v. 19) nuestra condición filial, porque nuestros cuerpos reproducirán la gloria del Hijo (cf. v. 29 y 2 Co 3, 18). c) Con todo, la redención del Universo no consiste simplemente en la resurrección de los muertos; atañe al 103

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Para la cristología cósmica de Pablo, vid. GONZÁLEZ RUIZ, J. M., «Di­ mensiones cósmicas de la soteriologia paulina», en XIV Semana Bíblica Española, Madrid 1954, 79­102; BEINERT, W., Chrlstus und der Kosmos, Freibrug i.B.1974. Vid. GONZÁLEZ RUIZ, J. M., «Gravitación escatológica del cosmos en el Nuevo Testamento», en XIVSemana Bíblica..., 103­128 (pp. 125­127); DE LA CALLE, F., «La esperanza de la creación según el apóstol Pablo (Rom 8,18­22)», en La esperanza en la Biblia. XXX Semana Bíblica Española, Madrid 1972, 169­ 186; DUBARLE, A. M., «Les gémissements des créatures dans l'ordre du Cosmos», en RSPhTh (1954), 445­465; LYONNET, S., «La Rédemption de l'Univers», en LV (1960), 43­62; ID., La Storia della salvezza nella lettera ai Romani, Napoli 1966, 221­240. VOEGTLE, Α., Das Neue Testament und die Zukunft des Kosmos, Dus­ seldorf 1970, niega todo contenido cósmico a la escatología neotestamentaria, redu­ ciendo sus enunciados cosmológicos a metáforas de género apocalíptico; vid. la crí­ tica a su tesis en MARTELET, G., Laúdela retrouvé, París 1975, 68 y nota 4; RATZINGER, J., Escatología, 155 ss.; SCHILLEBEECKX, E., Cristo y los cris­ tianos, Madrid 1983, 517 y nota 54. 104

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universo mismo, que «será liberado» de lo que hay en él actualmente de vanidad, esclavitud y corrupción (v. 21). El realismo con que se predica de la creación entera esta transformación futura es acentuado enfáticamente por Pablo con la vigorosa imagen del v. 22, que nos presenta un universo gimiendo en dolores de parto; la nueva creación se está gestando ahora y será alumbrada por el mundo presente. A esta aserción, el apóstol le antepone un «sabemos en efecto» (oidamen gar) que, en el vocabulario paulino, introduce generalmente una doctrina de fe, y no una mera opinión del autor. 4.2.

La enseñanza del Vaticano II

La significación excepcional del Vaticano II para nuestro tema se comprende fácilmente si se tiene en cuenta que éste nunca había sido abordado antes por el magisterio extraordinario. Ya en LG se encuentran importantes referencias a la nueva creación que corrigen la exposición, demasiado individualista y desencarnada, del lextus prior. * Se habla de «la restauración de todas las cosas»; de «la perfecta instauración en Cristo del universo mundo», tras una clara aserción de la solidaridad hombre-cosmos. Se señala que «la renovación del mundo está irrevocablemente decretada»; en tanto llegan «los nuevos cielos y la nueva tierra», anticipados ya «de un modo real en el presente siglo», «la creación gime y está en trance de dar a luz». Más adelante, la cita de 2 Co 5, 9 («nos esforzamos por agradar al Señor en todo») fue introducida para evitar dar la impresión de que la espera de la nueva creación desinteresase a los cristianos de la construcción del m u n d o . Este último punto retendrá la atención (reiteradamente) de la Gaudium et Spes. Antes y después de su número 39, dedicado integramente a la nueva creación, se sale al paso de la acusación de evasión a que podría dar pie la esperanza cristiana en una renovación cósmica: «la esperanza escatológica no merma la importancia de las 10

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POZO, C , 138 y nota 164. Ibid., 552 s. Para la doctrina de GS sobre nuestro tema, vid. SCHILLEBEECKX, E., «Fede cristiana ed aspettative terrene», en VV. AA., La Chiesa nei mondo contemporáneo, Brescia 1967 , 103-135; este trabajo ha sido reproducido en la obra del mismo autor La misión de ¡a Iglesia, Salamanca 1971, 71-114; FLICK, M., «L'attivitá umana nell'universo», en VV. AA., La Costituzione Pastoraie sulla Chiesa nel mondo contemporáneo, Torino 1966 , 581-631; ALFARO, J., Hacia una teología del progreso humano, Barcelona 1969, 27-36, 96-104; GUTIÉRREZ, G., 226-232. 1 0 i

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tareas temporales, sino que más bien apoya su cumplimiento en nuevos motivos» (n. 21); «el mensaje cristiano no aparta a los hombres de la edificación del mundo, ni los lleva a despreocuparse del bien de la humanidad, sino que, al contrario, les impone como deber el hacerlo» (n. 34); «se apartan de la verdad quienes, sabiendo que no tenemos aquí una ciudad permanente, pues buscamos la futura, juzguen que por tanto pueden desdeñar sus obligaciones terrestres, sin percatarse de que por su misma fe están más obligados a cumplirlas» (n. 43); «los cristianos, peregrinantes hacia la ciudad celeste, han de buscar y gustar las cosas de arriba; lo que en nada disminuye, antes por el contrario incrementa, la importancia de su misión de trabajar junto con todos los hombres para la edificación de un mundo más humano» (n. 57). El n. 39 se articula en tres párrafos lógicamente concatenados por un discurso progresivo. En el primero se afirma el hecho de la nueva creación («Dios nos prepara una nueva morada y una nueva tierra donde habita la justicia»); la certeza de este hecho es compatible con la incertidumbre acerca del cuándo y el cómo del mismo («ignoramos el tiempo en que la tierra y la humanidad serán consumadas, y no conocemos de qué modo se transformará el universo»). Es esta paladina confesión de ignorancia de las circunstancias lo que separa radicalmente a la auténtica escatología cristiana del apocalipticismo visionario, todavía hoy vigente en ciertas sectas cristianas. El párrafo segundo repite la advertencia de los números apenas citados: «la expectación de una nueva tierra no debe agotar, sino más bien estimular, la solicitud por perfeccionar esta tierra... Por ello, aunque el progreso temporal ha de distinguirse cuidadosamente del crecimiento del reino de Cristo, sin embargo... interesa grandemente al reino de Dios». El último párrafo trata, en fin, de mostrar por qué la esperanza cristiana no ha de funcionar como mecanismo de alienación: «en efecto..., los buenos frutos de la naturaleza y de nuestro esfuerzovolveremos a encontrarlos finalmente limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados». Este párrafo plantea la cuestión de máximo interés: ¿cómo entender la continuidad aquí afirmada entre «los frutos de nuestro esfuerzo» y el mundo futuro?; ¿influye en alguna medida la actual actividad humana en el advento y configuración concreta de la Jerusalén celestial? Notemos de nuevo que la continuidad manifiestamente sostenida en estas expresiones quiere, en la mente del Concilio, dar razón de la obligatoriedad del compromiso temporal de

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los cristianos, para desautorizar de esta suerte las imputaciones ad­ versas de desinterés, a las que la constitución ha dedicado, como vi­ mos, no menos de cinco alusiones explícitas. En el fondo se trata de la gravísima cuestión del sentido último del progreso humano, cues­ tión que se plasmaba al comienzo del capítulo (n. 33) con una serie de interrogantes: «¿qué sentido y valor tiene la actividad humana?... ¿A qué fin deben tender los esfuerzos de individuos y colectividades?» Tales interrogantes competen ya a la discusión teológica, en lo tocan­ te a su profundización. 4.3.

Problemática teológica

Comencemos por reseñar brevemente una cuestión previa, que en otro tiempo preocupó a los teólogos: el mundo de la nueva creación, ¿será este mismo, transformado, o bien se tratará de otro mundo que reemplace a éste? A nadie se le ocultan hoy las raíces dualistas de la tesis cataclismática, que se imagina el fin del mundo como destruc­ ción del mundo presente y creado ex nihilo del mundo futuro. Este esquema sustitutivo, propio de la apocalíptica, en el que de­ saparece cualquier rastro de continuidad en favor de una total ruptu­ ra, carece en absoluto de viabilidad. Los supuestos antropológico y cristológico de la nueva creación, tal y como los hemos visto conteni­ dos en la Escritura y la fe de la Iglesia, postulan una identidad básica entre el cosmos actual y los cielos y tierra nuevos. E1 hombre, en efecto, es solidario de este mundo, no de otro; Cristo es creador, sal­ vador y cabeza de este mundo, no de otro. Su humanidad gloriosa, principio renovador de toda la materia, está biológicamente emparen­ tada con este mundo, no con o t r o . 108

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"" El texto príncipe de la tesis cataclismática es 2 Ρ 3,5­13 (cf. ZEDDA, S., L'escatologia bíblica, Brescia 1975, 289 ss. y nota 8, con bibliografía). Sin insistir en el carácter contingente del lenguaje apocalíptico aquí empleado, el alcance del ele­ mento ruptura —indudablemente muy acentuado en todo el pasaje— se encuentra re­ lativízado ya en el mismo texto, cuando habla (w. 5­7) de una primera creación des­ truida (!) por el diluvio, a la que sucedió la creación actual, y presenta esta ruptuta en paralelo con la que acontecerá al fin de la historia. Es decir: como la creación postdiluviana no ha sido una creado ex nihilo, sino una restauración de la primera creación, los cielos y la tierra nuevos serán, a pari, los cielos y la tierra actuales res­ taurados. Tratar de legitimar con este texto la opinión de una aniquilación del mun­ do es extrapolar su sentido. Todavía en 1953, Congar no osaba presentar como común y cierta la tesis de una identidad ontológica entre el mundo presente y el mundo futuro; se limitaba a 109

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Es significativo constatar que la teoría de la total ruptura, nacida del pesimismo cosmológico propio de los sistemas dualistas (apocalíptica, gnosis, maniqueísmo, etc.) volvió a encontrar un propicio caldo de cultivo en el pesimismo antropológico de Lutero y la ortodoxia reformada de los siglos XVII y X V I I I . Superado el trasfondo de esos diversos pesimismos, el esquema annihilatio-creatio ex nihilo ha perdido toda credibilidad. Supuesta, por consiguiente, una continuidad de base entre el mundo presente y el mundo futuro, la cuestión a solventar es la que versa sobre el alcance escatológico de la actividad humana. El problema viene circunscrito por la reprobación conciliar de dos posturas extremas. Por una parte se condena el escatologismo radical, patrocinador de una fuga saeculi que rehusa toda participación en el esfuerzo común por edificar la ciudad terrena; en el fondo se trata de una variante de la teoría cataclismática. Hemos visto con cuánta insistencia pone en guardia el Concilio contra esta tentación de evasionismo. Por otra parte se advierte (vid. n. 39, al final del 2° párrafo), frente a un encarnacionismo igualmente radical, que es preciso distinguir entre progreso temporal y crecimiento del reino; no se puede sostener una relación causa-efecto o una correspondencia de proporción directa entre aquél y éste; ello equivaldría a reverdecer el mito de la torre de Babel y liquidaría la índole gratuita y trascendente de la consumación de la historia. Descartados ambos extremismos, quedan en pie dos posibilidades. Puede afirmarse que la actividad humana ejerce tan sólo un in­ flujo indirecto sobre la nueva creación. Lo que en ésta se conserva (o, como dice el texto conciliar, «lo que volveremos a encontrar») de aquélla no son sus productos tangibles y concretos, las realizaciones mismas del trabajo y la inteligencia, sino «los valores morales (sobrenaturales) desplegados por cumplir ese deber cristiano de luchar por hacer la vida más humana. La fe, la esperanza y la caridad que se po110

defender tal identidad como opinión más probable; vid. sus Jalones para una teología del lateado, Barcelona 1961, 112: «la salvación final tendrá lugar mucho más por una puesta a flote milagrosa de nuestra embarcación terrena que por un trasborde de los pasajeros a otra nave construida totalmente de piezas divinas». Cf. igualmente ID., Amplio mundo mi parroquia, Estella 1965, 234). ALTHAUS, P., 351-359; cf. MAURY, P., 77 s. Sobre las diferencias entre Lutero y Calvino en este punto, vid. HAMILTON, W., La nueva esencia del cristianismo, Salamanca 1969, 230-233. 1 1 0

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nen en la empresa, es verdaderamente lo que cuenta delante de Dios». Esta respuesta, que tiene sus antecedentes en la corriente teológica que podríamos designar como «escatogismo moderado», localiza el momento continuidad en un destilado espiritual-sobrenatural de la actividad humana. Esta, en sí misma —considerada objetivamen­ te—, es irrelevante de cara al mundo futuro. Su valor consiste en ofrecer la ocasión de adquirir méritos de orden sobrenatural. Aun admitiendo que el Concilio (como es usual en el magisterio extraordinario) no quiso dirimir las cuestiones discutidas dentro de la teología católica, y que, por tanto, esta opinión es compatible con su doctrina, hemos de preguntarnos si la enseñanza conciliar, tomada en su contexto, no exigirá más de cuanto tal opinión ofrece. En primer lugar, hemos notado ya que una de las preocupaciones más notorias de la Gaudium et Spes es responder a la acusación de que el cristianismo no valora suficientemente las tareas temporales. Si no se admite una incidencia efectiva de nuestro trabajo presente en el mundo futuro y si los resultados de ese trabajo no merecen, en sí mismos, ninguna consideración, difícilmente podrá alcanzar alguna credibilidad ante los no cristianos el compromiso de los creyentes para la construcción del mundo. La pasión por la obra bien hecha, la dolorosa tensión que entraña la creatividad, son apenas concebibles cuando no están alimentadas por el amor a la obra misma. La sola respuesta convincente a la objeción de alienación no creemos que pueda prescindir del franco reconocimiento de su valor propio, junto con la es­ peranza o el anhelo de su permanencia. El ejemplo de la creación artística (reconociendo su carácter excepcional) es muy iluminador a este respecto. El artista trabaja sostenido por el ideal de producir algo permanentemente vigente, al margen de los intereses e intenciones personales y de la valoración que la obra merezca a sus contemporáneos. No parece aventurado conjeturar que, si le faltase a la humanidad la conciencia colectiva (oscura o nítida) de estar empeñada en empresas objetivamente valiosas y dignas de perdurar, se produciría automáticamente un brutal colapso, y sobre el mundo planearía una catastrófica huelga de brazos caídos. 111

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Así se expresaba POZO, C, en la primera edición de su Teología del más allá, Madrid 1968, 128. Vid. una descripción de dicha corriente, con sus rtás destacados defensores, en NICOLÁS, A. de, Teología del progreso, Salamanca 1972, 130-149. Cf. WIEDERKEHR, D., Perspektiven der Eschatologie, Einsiedeln 1974, 235-266. 1 1 1

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Si la razón por la que el cristiano debe comprometerse en la edifi­ cación del mundo es la misma por la que el arquitecto debe levantar un andamiaje provisorio, es de temer que sus declaraciones de interés por el progreso sean escuchadas con general escepticismo. La línea argumental del texto conciliar se quiebra en este punto irremediable­ mente y la objeción capital a la que trata de responder sigue en pie. Cabría preguntarse, incluso, si por «los frutos de nuestro esfuerzo» hay que entender la gracia y las virtudes, qué necesidad tenía el Con­ cilio de advertir que «volveremos a encontrarlos», puesto que la conti­ nuidad gracia­gloria está (al menos en este contexto) fuera de discu­ sión. Por otra parte, la misma Gaudium et Spes sienta dos principios en los que se implica el reconocimiento del valor propio de los frutos del trabajo humano. Ese trabajo es, en primer término, cooperación en la creación de Dios; en cuanto tal, «responde al propósito divino» (n. 34). Nótese que es de este principio de donde el Concilio deduce, en el mismo número, el deber de contribuir a la edificación del mun­ do. El hombre, con su actividad, es concreador de la tierra. Dios, con su acto creador, no ha hecho una obra acabada y perfecta. La activi­ dad humana acaba y perfecciona la creación. ¿Cómo pensar enton­ ces que tal actividad perfectiva sea desechada cuando Dios imparta a su creación el definitivo acabamiento? Se daría en este caso una cla­ morosa incoherencia. La salvación no implicaría la consumación de todo lo creado, puesto que buena parte de ello (justamente aquello por lo que el hombre es colaborador del Creador) sería neutralizado, como simple material de derribo. Y en este caso, ¿cómo concebir la operación de rechazo de lo concreado por el hombre, tan profunda­ mente insertado ya en la textura de la creación? ¿Por una aniquila­ ción? Por este camino, desembocaríamos de nuevo en la tesis del ca­ tastrofismo cósmico, antes descartada. Otro de los principios a tener en cuenta es el formulado en el η. 36, «sobre la justa autonomía de la realidad terrena». El orden de la creación (y por tanto el que surge de la actividad creadora del hom­ bre) goza de un valor propio: «las cosas están dotadas de una propia firmeza, bondad y verdad». Si esto es así, ¿por qué no habrían de po­ der participar (naturalmente «limpias de toda mancha, iluminadas y transfiguradas») en la nueva creación? ¿Se respeta hasta el fondo, en la teoría del ififlujo indirecto, este «valor propio», objetivo, de los fru­ tos del trabajo humano?

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A la luz de estas consideraciones creemos más adherente a la doctrina conciliar la teoría del influjo directo; la tesis teilhardiana de la correlación entre «un cierto punto crítico evolutivo» y la venida del reino no merece las numerosas (y a veces implacables) críticas que se le han dirigido, supuesto que Teilhard no piensa en una relación causa-efecto, sino en una preparación dispositiva. Dado que la doctrina católica de la justificación sostiene la necesidad de que el hombre coopere activamente en la recepción de la gracia, hasta el punto de que tal actividad es conditio sine qua non de la justificación, no se ve por qué la consumación del mundo (don trascendente, es decir, gracia) no haya de requerir ese cierto grado de preparación intramundana. Y si las disposiciones que en el individuo preceden a la gracia son después asumidas y perfeccionadas por ésta, es lícito suponer, a parí, que lo mismo ocurrirá con el dispositivo intramundano de la nueva creación. En resumen: la esperanza escatológica cristiana escoge un justo medio entre el esplritualismo dualista, para el cual el mundo es malo y debe ser destruido, y el materialismo monista, que ve en el cosmos una fuente de progreso permanente e inmanente y piensa en una humanidad prometeica, capaz de llegar por sí misma al vértice de su consumación. Frente a la tesis espiritualista, el cristiano cree que el mundo y el progreso no están consagrados a la destrucción, sino a una última y definitiva promoción. Frente a la utopía del progreso indefinido, el cristiano afirma que la consumación supera las virtualidades inmanentes, es don de Dios. En base a esta trascendencia del éschaton, se siente autorizado a ejercer una constante función crítica de las realizaciones intramundanas, puesto que ninguna de ellas se identifica con el futuro que le promete su esperanza. Esta «reserva escatológica» no ha de empañar, sin embargo, la sinceridad y operatividad de su compromiso temporal, como repeti113

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Vid. textos en RIDEAU, E„ La pensée du Pére Teilhard de Chardin, París 1965, 430 ss. Cf. BAUDRY, G. H., «Les grandes axes de l'eschatologie teilhardienne», en MSR (1977), 213-235; (1978), 37-71. Tal futuro no viene, por tanto, ni por evolución técnica ni por revolución social. Vid. METZ, J. B., Teología del mundo. Salamanca 1971 ; ID., «L'Eglise et le monde», en VV. AA., Théologie d'aujourd'hui et de demain, París 1967, 139-154; TAMAYO, J. J., «Utopias históricas y esperanza cristiana», en VV. AA., El Vaticano II, veinte años después, Madrid 1985, 295-330. Que no siempre ha sabido ser guardada por las tendencias teológicas encarnacionistas, en las que el pathos revolucionario conduce a veces a una tácita identifi113

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damente enseña la Gaudium et Spes; el creyente sabe que el inmenso esfuerzo de transformación del mundo, lejos de caer en el fondo per­ dido de una pretendida conflagración cósmica, dispone los materiales con que Dios levantará la nueva creación. La dialéctica identidad­di­ versidad, propia de todo enunciado escatológico, encuentra aquí su más crítico planteamiento, como se evidencia en la paradójica formu­ lación de Schillebeeckx: «el cristianismo radicaliza y relativiza a la vez la construcción de la ciudad h u m a n a » . 116

cación del ideal histórico perseguido con el reino de Dios. Convendría recordar a este propósito la amarga reflexión de POPPER, Κ., A la búsqueda de sentido, Salaman­ ca 1976, 31: «el intento de realizar el cielo en la tierra ha producido siempre el infier­ no». La misión..., 107; cf. WIEDERKEHR, D., 90 s. No quisiera terminar este tema sin reconocer la justicia de una observación de GUTIÉRREZ, G. (pp. 232 ss.) a su planteamiento: en él se habla de la relación progreso temporal­nueva creación, y por «progreso» se entiende el conjunto de avances científicos y técnicos. En reali dad, «el trabajo del hombre, la transformación de la naturaleza, sólo prolonga la creación si es hecho humanamente, es decir, si no está alienado por estructuras socio­económicas injustas» (p. 234). Sería, pues, de desear que la problemática teológica de la nueva creación atendiese no sólo al sentido de una actividad humana considerada en sus efectos, sino además a los supuestos socio­políticos sobre los que se despliega. Creo, con todo, que los aspectos aquí estudiados son los únicos que plantea el n. 39 de la GS y, por consiguiente, a ellos tenían que ceñirse las páginas precedentes. 116

Capítulo VII La vida eterna BIBLIOGRAFÍA: SCHELKLE, Κ. H., Teología del Nue­ vo Testamento IV, Barcelona 1978, 170­175; RATZIN­ GER, J., Escatología, Barcelona 1980,217 ss.; RUIZ DE LA PEÑA, J. L., El último sentido, Madrid 1980, 113­125; PO­ ZO, C, Teología del más allá, Madrid 1981 , 378­422; KÜNG.H., ¿Vida eterna?, Madrid 1983, 351 ss.; TROIS­ FONTAINES, R., «Le Ciel», en NRTh (1960), 225­246 (ar­ tículo recogido en la obra del mismo autor «..J 'entre dans la vle», París 1963, 207­238, que es la que aquí se citará); SCHOONENBERG, P., «Creo en la vida eterna», en Conc 41 (enero 1969), 97­113; AYEL, V., «Der Himmel», en VV.AA., Christus vor uns, F rankfurt a.M. 1966, 38­48; APARICIO, Α., «El logro de la utopia cristiana», en Misión Abierta (1976), 620­629; RUIZ DE LA PEÑA, J. L., «El ele­ mento de proyección y la fe en el cielo», en Conc 143 (marzo 1979), 370­379; STOCKMEIER, P., «Modelos de cielo en la fe cristiana», ibid., 338­350; RAHNER, K., «Ewigkeit aus Zeit», en SzTh XIV, 442­434. 2

Con este tema se pretende dar respuesta a los interrogantes sobre el objetivo último de la Alianza, la configuración definitiva de la pro­ mesa o, con otras palabras, el estadio escatológico de los bienes salví­ ficos que Cristo nos ha otorgado. La parusía, decíamos en un capítu­ lo precedente, impone un término a la historia, llevándola a su pleni­ tud: la nueva creación es el marco de una nueva humanidad, surgida de la resurrección de los muertos. Pero ¿cuál es, en concreto, el con­ tenido vivencial de esa existencia transfigurada? ¿En qué consiste la novedad de la relación Dios­hombre en el reino perfectamente instau­ rado? El tema responde a estas cuestiones en términos­de estado o si tuación, siguiendo la pauta marcada por los símbolos de fe: resucita­ remos para la vida eterna. En términos de lugar o espacio la expre­

228

Teología sistemática. A) Escatología colectiva

sión consagrada por el uso es «el cielo». Mas, sea cual fuere el lengua­ je empleado, es menester dilucidar qué elementos, según la revelación y la fe de la Iglesia, constituyen el fin señalado por Dios a la historia de la salvación.

1.

La doctrina de la Escritura

En los capítulos correspondientes a la escatología del Antiguo Testamento indicábamos que la promesa de Dios a su pueblo ha fun­ cionado como dispositivo de apertura de la historia a un futuro que se despliega paulatinamente en una serie de objetivos intramundanos, pero cuyo contenido complexivo no se deja amortizar nunca por ta­ les cumplimientos categoriales. En este permanente desajuste entre lo prometido y lo alcanzado descubríamos la intuición de una postrera identidad entre el Dios que promete y la propia promesa: «Yo mismo seré tu recompensa» (Gn 15, 1). El análisis del concepto veterotesta­ mentario de «vida» conducía a una conclusión semejante: la vida en sentido estricto es la existencia colmada por las bendiciones de Yahvé: sólo se disfrutará en plenitud si se comulga en la vida de Dios por medio de una relación de amistad íntima y constante. Los salmos místicos y el libro de la Sabiduría tematizan con admirable pureza el anhelo de una cercanía inmediata a Dios como el único bien capaz de dar sentido a las aspiraciones del creyente. Por una tal inmediatez suspiraba ya Moisés («déjame ver, por favor, tu gloria»: Ex 33, 18; cf. Ex 33, 20), sin advertir que ella no es posible durante la existencia temporal; el salmista, empero, goza con la certeza de poder disfrutar­ la más allá de la muerte (Sal 16, 11; 73, 23­26). En el umbral del Nuevo Testamento, el israelita piadoso está convencido de que el «Señor será su recompensa» (Sb 5, 15; cf. 3, 1.9) o de que resucitará «para la vida eterna» (Dn 12, 2; cf. 2 Μ 7, 9.14). Es, con todo, en el Nuevo Testamento donde el contenido último de la promesa se describe con rasgos más firmes y concretos. No po­ día ser de otro modo, dado que Cristo es la promesa cumplida y que en sus palabras y acciones el reino de Dios se hace ya presente. A la luz de la revelación que acontece en Cristo, se confirman y perfilan con inédita nitidez las oscuras y fragmentarias intuiciones del AT en torno a nuestro tema.

La vida eterna

1.1.

229

La predicación de Jesús

Los sinópticos atestiguan la frecuencia con que Jesús ha tratado de la fase futura del reino de Dios. Denominador común de su enseñanza es la riqueza y variabilidad de las imágenes que describen la plenitud escatológica y de los términos empleados para significarla: reino, reino de Dios, reino de los cielos, paraíso, gloria, cielo, visión de Dios, etc. Las parábolas hablan del éschaton utilizando símbolos cambiantes, adaptados cada vez a las peculiaridades de los diversos auditorios, de forma que la bienaventuranza es presentada a partir de las experiencias de plenitud constatables en la existencia histórica: a los mercaderes, Jesús les habla de la perla fina; a los pescadores, de la red repleta; a los campesinos, de la mies abundante... Tales símbolos, si bien pueden parecer excesivamente ingenuos o banales, evocaban (sin duda con suma eficacia) a los destinatarios del mensaje el gozo supremo de una vida consumada. Sería, por otra parte, no menos ingenuo pretender expresar lo indecible sin la ayuda del símbolo: «¿cómo decir en palabras humanas el contenido de esta vida con Dios, sin recurrir a las imágenes suministradas por el lenguaje analógico, figurativo o mítico?» . Entre los símbolos empleados por Jesús, el del banquete mesiánico o el convite nupcial tiene una especial importancia (Mt 22, 1-10; 25, 1-10; Le 12, 35-38; 13, 28-29; 14, 16-24) y se remonta al profetismo paleotestamentario (cf. Is 25, 6). La boda y el banquete tipifican dos instintos prioritarios: el de la conservación de la especie y el de la propia conservación. Sexualidad y nutrición son las realidades que más inmediatamente se asocian con la idea de la vida consolidada y a salvo, y que el hombre ha espiritualizado, humanizándolas, en ceremonias rituales, mediante las cuales lo puramente biológico se trasciende y dignifica. Es también importante en estas imágenes el carácter comunitario de la plenitud en ellas reflejada. Dicha índole se subrayará más tarde en los símbolos de la ciudad celestial o la nueva Jerusalén (Ap 21, 9 ss.); la ciudad, en efecto, «representa la supera1

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ZEDDA, S., L'escatologia bíblica I, Brescia 1972, 262-272; MUSSNER, F., «La enseñanza de Jesús sobre la vida futura, según los sinópticos», en Conc 60 (diciembre 1970), 43-51. GRELOT, P., De la mort a la vte éternelle, París 1971, 131, nota 37; cf. AYEL, V., 45-47; TROISFONTAINES, R., 214-217. RATZINGER, J., «Resurrección y vida eterna», en VV.AA., Muerte y vida. Las ultimidades, Madrid 1962, 165-182 (pp. 173-177). 1

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230

Teología sistemática. A) Escatología colectiva

ción de la soledad y da cobijo al hombre allí donde únicamente puede éste encontrarse cobijado: en la comunidad de los prójimos, de los otros hombres». La denominación «reino de Dios» (aunque no pueda ser entendi­ da en un sentido espacial) importa asimismo un alcance que desbor­ da el mero individualismo de la bienaventuranza y sugiere una com­ prensión de la vida eterna como la presencia triunfante de Dios que llena con su majestad toda la creación. Con esta denominación se pone en evidencia que el fin de la historia ha de ser, primariamente, teocéntrico, no antropocéntrico: que en él «se trata más de la gloria de Dios que de la nuestra». Justamente por eso, la perspectiva ade­ cuada para concebir la consumación es la de una sociedad humana (un reino) que alcanza su fin en la participación de la gloria de Dios, y no la de unos destinos singulares llegados a la felicidad individual. De ahí la insistencia de Jesús en las imágenes del banquete o de las bodas, que sugieren el gozo de los individuos en la comunión de un grupo congregado en torno a una personalidad sobresaliente: la idea del reino de Dios «mienta no sólo el señorío de Dios, sino el señorío de Dios en una humanidad unida y coaligada por su voluntad». De esta forma se patentiza cómo «es la Ekklesía del NT el análogon más próximo del reino de Dios, o mejor aún, su comienzo germinal». El lenguaje simbólico, preponderante en la predicación de Jesús, se hace más sobrio en las otras denominaciones comúnmente utiliza­ das por el N T : visión de Dios, vida eterna, ser con Cristo. En todas ellas, además, se resalta, sin negar su carácter comunitario, el aspecto personal­singular del reino anunciado. 4

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6

1.2.

La visión de Dios

«Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5, 8). La súplica de Moisés aparece constantemente repeti­ da en el AT. Los creyentes son «la raza de los que buscan a Dios», los que «van tras su rostro» (Sal 24, 6), los que ruegan que alce sobre ellos «la luz de su semblante» (Sal 4, 7), los que «contemplarán su ros­

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é

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Ibid., 171; cf. SCHMAUS, M., Teología Dogmática VII, Madrid 1964 , 268­287; MUSSNER, F ., 47. WINKLHOF ER, Α., Das Kommen seines Reiches, F rankfurt a.M. 1962 , 137. BRUNNER, E., Das Ewlge ais Zukunft und Gegenwart, München 1965 , 174, 176.

La vida eterna

231

tro» (Sal 11, 7), etc. El anhelo latente en estas oraciones, la visión de Dios, es prometido por Jesús a los limpios de corazón y será objeto de dos textos clásicos del N T : 1 Co 13, 12 y 1 Jn 3, 2. Para captar con fidelidad el contenido de la idea, conviene situar la visión de Dios en el horizonte de la esperanza en el reino de Dios. En efecto, acaso la interpretación teológica, fuertemente influida por los hábitos mentales propios de Occidente, destaque demasiado uni­ lateralmente en el hecho de ver a Dios un elemento cognoscitivo­inte­ lectivo (la theoría, o «contemplación») que sin duda está presente en el concepto, mas englobado en un contexto relacional más rico. Para el semita, ver al rey es participar de su vida, vivir en su presencia. El común de los mortales apenas si lo percibe raramente, en la confusa lejanía del ceremonial palatino. Sólo los cortesanos, los que gozan de su intimidad, los que se sientan a su mesa y son distinguidos por su familiaridad, ven al rey. En este orden de ideas se comprende bien Mt 18, 10: los ángeles (los personajes que, ya según el AT, compo­ nen la corte de Dios) «ven continuamente el rostro de Dios», es decir, viven de modo estable en su cercanía y favor, de suerte que pueden vengar la ofensa inferida a sus protegidos. Ver a Dios, según esto, apunta menos a una relación noética que a una comunión existencial. Y es en este sentido en el que debe ser entendida la idea bíblica de la visión de Dios, tal y como aparece en los textos citados. En / Co 13, 8­13* contrapone San Pablo el carácter imperfecto de los dones y carismas propios de la existencia temporal a la perfec­ ción que nos aguarda en el éschaton: «cuando venga lo que es perfec­ to (tó téleion), lo imperfecto desaparecerá» (v. 10). La fase presente y la fase futura de los bienes salvífícos se relacionan entre sí como la edad infantil y la adulta (ν. 11). La diferencia entre ambas la emplaza Pablo en el modo del conocimiento de Dios: «ahora vemos por un es­ pejo, confusamente. Entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de un modo imperfecto, pero entonces conoceré como soy conocido» (ν. 12). De notar, por de pronto, la sinonimia de los verbos ver­cono­ cer; supuesto el sentido peculiar que recibe en la Escritura el verbo conocer, la visión de Dios a la que se refiere el texto ha de ser entendi­ 7

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TROISF ONTAINES, R„ 211; cf. SCHOONENBERG, P. 109. * LEAL, J., La Sagrada Escritura. Nuevo Testamento II, Madrid 1965 , 440 ss.; CONZELMANN, H., Der erste Briefan die Korinther, Góttingen 1969, 268­ 270 (contra los carismáticos gnósticos, Pablo reserva la visión de Dios al éschaton metahistórico). 1

Teología sistemática. A) Escatología colectiva

232

da como se indicaba más arriba; como la mutua compenetración del cognoscente y el conocido en la esfera de un intercambio vital. Por lo demás, la antítesis «visión por un espejo»-«visión cara a cara» indica, de una parte, el acceso a Dios mediatizado por una creación que revela y vela al tiempo a su creador (cf. Rm 1,19 ss.), por lo que el conocimiento de éste no puede ser sino «confuso»; y, de otro lado, un género de inmediatez sólo posible en la intimidad de un encuentro directo, de persona a persona («cara a cara»), en el que Dios ya no está velado por nada, sino definitivamente des-velado. La índole perfecta de este conocimiento escatológico de Dios se refuerza en la segunda parte del verso: al actual conocimiento parcial (ek mérous) sucederá un conocer tal y como (kathos kai) Dios conoce. Que la inmediatez del conocimiento intelectivo se subordine aquí a la comunión en una vida participada aparece claro de la comparación de este texto con 2 Co 5, 6-8. El modo de conocimiento «por la fe» (v. 7) tiene lugar en la lejanía del Señor (v. 6), mas llegará el momento en que este conocimiento acontecerá «por la realidad vista» (diá eídous), cuando «nos domiciliemos junto al Señor» (v. 8). Es esta familiar intimidad lo que el apóstol anhela y lo que, en último análisis, hace deseable el «conocer a Dios en visión». El otro texto clave sobre la visión de Dios es el de 1 Jn 3, 2: «ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es». A nuestro propósito interesa sobre todo la última frase, en la que se afirma categóricamente que «le veremos tal cual es». Supuesto el sentido escatológico del texto, evidente en la contraposición «ahora»-«aún no», así como en los verbos en futuro, importa precisar cuál es el antecedente del pronombre autón; ¿a quién veremos: a Cristo o a Dios? La duda surge por el hecho de que el sujeto de la oración «cuando se manifieste» (eán phanerothé) no está expreso. Puede sobreentenderse como sujeto a Cristo. En favor de esta conjetura se alega que el verbo phaneróo es —como ya sabemos— uno de los términos técnicos para designar la parusía; exactamente la misma expresión (eán phanerothé) es empleada en el contexto inmediatamente anterior (2, 28), y en este caso no hay duda de 9

ZEDDA, S., L'escatologia bíblica II, Brescia 1975, 417 s,; RODRÍGUEZ MOLERO, F., La Sagrada Escritura. Nuevo Testamento III, Madrid 1962,432 ss.; SCHNACKENBURG, R., Die Johannesbriefe, Freiburg i.B., 1965 , 169-174 (hay trad. esp.). 9

3

La vida eterna

233

que se refiere al Cristo de la parusía, «en cuya venida» (en téparousía autoü) no seremos confundidos; en 3,5 vuelve a utilizarse el mismo verbo, teniendo también como sujeto a Cristo (aunque ahora no se trata de la parusía, sino de la encarnación). El sentido de nuestro pasaje sería entonces: «cuando (Cristo) se manifieste (en su parusía)..., le veremos tal cual es». La estructura gramatical de la frase permite otra lectura. El sujeto del verbo phanerothé podría ser el de este mismo verbo en la oración anterior (ephaneróthe): «lo que seremos». El sentido sería el siguiente: «todavía no se ha manifestado (ephaneróthe) lo que seremos. Cuando se manifieste (phanerothé) lo. que seremos...». En este caso el único posible antecedente del pronombre autón (le veremos...) es Dios («ahora somos hijos de Dios...») y, por tanto, seria Dios el término de la visión: «le veremos (a Dios) tal cual es». En realidad, y desde el punto de vista teológico, la discusión entre ambas posibilidades exegéticas no modifica la doctrina del pasaje. Aun en el caso de que se trate de la visión de Cristo (hipótesis que nos parece la más probable), el acento recae sobre el modo de esa visión: «le veremos tal cual es». Ver a Cristo «tal cual es» es verlo como el Hijo de Dios, es decir, como persona divina; al menos en el corpus joánico esta inferencia se impone ineludiblemente. Es, pues, la visión de la divinidad lo que aquí se nos promete. Por otra parte, y argumentando con razones especulativas, la lectura «veremos a Cristo» ofrece la posibilidad de un importante desarrollo teológico, como se mostrará más adelante. El texto contiene todavía otra precisión. A más de afirmarse el hecho de la visión, se afirma que tal visión engendra la semejanza (con Dios o con el Hijo de Dios): «seremos semejantes a El (a Dios o a Cristo) porque le veremos» (referir esta oración causal al oídamen del comienzo de la frase, como piensa, con algún otro, Schnackenburg, fuerza innecesariamente el sentido). No se nos aclara la relación causa-efecto entre «ver» y «asemejarse», sobre la que hemos de volver en breve. Bástenos por ahora registrar el dato de que la visión es divinización, y que la divinización se sitúa verosímilmente en la línea de la actual filiación divina a la que hace mención el comienzo del pasaje («ahora somos hijos de Dios»). Lo cual confirma sin duda la lectura cristológica del texto: el ser, ya al presente, hijos de Dios nos es concedido por Cristo, el Hijo unigénito, pero no hemos llegado aún a la forma perfecta de filiación. Parece obvio que la alcancemos igualmente por Cristo: la visión tal cual es ( = el conocimiento per-

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Teología sistemática. A) Escatología colectiva

fecto) del Hijo consumará perfectamente nuestra propia condición filial. En cualquier caso, este pasaje conecta inmediatamente el elemen­ to «visión de Dios» con el de «participación en su ser» (semejanza con el ser personal de Dios); con otras palabras: también aquí el hecho de ver a Dios es entendido primariamente en clave de comunión de vi­ da. Todo lo cual nos conduce a la designación del estadio escatológi­ co como «vida eterna». 1.3.

La vida eterna

Esta designación es utilizada ya por los sinópticos (en continui­ dad con el sentido veterotestamentario de vida) como sinónimo de la fase final del reino. Así en el texto sobre el escándalo (Me 9, 43­48), donde «vida» está en paralelo con «reino de Dios», obviamente en su estadio escatológico: «...es mejor para ti entrar en la vida...» (vv. 43.45); «...es mejor para ti entrar en el reino de Dios...» (v. 47). El jo­ ven rico pregunta a Jesús qué ha de hacer para «obtener la vida eter­ na» (Me 10, 17). Los discípulos que hayan dejado todo por seguir al Señor reciben la promesa, «para el siglo futuro», de « la vida eterna» (Me 10, 30). En la gran parábola del juicio final (Mt 25, 31 ss.), la «vida eterna» (v. 46) coincide con «el reino preparado desde la crea­ ción del mundo» (v. 34). Pero es sobre todo Juan quien profundiza en este concepto. Si en los sinópticos significaba siempre el futuro escatológico, según el cuarto evangelista (y de acuerdo con su peculiar presencialización del éschaton) la vida eterna es ya poseída actualmente por la fe: quien cree en Cristo «tiene la vida», o «la vida eterna» (vida y vida eterna son absolutamente equivalentes): Jn 3, 36; 5, 24; 6, 47.53­54; 1 Jn 3, 14; 5, 11.13; etc. Cristo es la fuente de esta vida, que «estaba en él» desde su preexistencia como Verbo (Jn 1, 4; 1 Jn 1, 1). La encarna­ ción no le hace perder esa cualidad de depositario y dispensador de la vida: Jesús dice de sí mismo que «posee la vida» (Jn 6, 57; 14, 19) o, 10

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MUSSNER, F ., ZOÉ. Die Anschauung vom 'Leben' im vierten Evangelium, München 1952; SCHNACKENBURG, R., «Der Gedanke des Lebens in Johev», en Das Johannes­Evangelium II, F reiburg i.B. 1971, 434­445 (hay trad. esp.); ID., Existencia cristiana según el Nuevo Testamento II, Estella 1971,155­187; WIKEN­ HAUSER, Α., El Evangelio según San Juan, Barcelona 1967, 331­336; ROMA­ NIUK, K., «'Yo soy la resurrección y la vida'», en Conc 60 (diciembre 1970), 66­75; BULTMANN, R.­VON RAD, G.­ BERTRAM, G., «Záo», en TWNT II, 833­877.

La vida eterna

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todavía más, que él mismo «es la vida» (Jn 11, 25; 14, 6; 1 Jn 5, 20). Antes bien, ha venido al mundo para «darle la vida» (Jn 6, 33; 10, 10; 1 Jn 4, 9). El don de la vida tiende, por su propia naturaleza, a la definitividad (es vida eterna). Sin embargo, durante la existencia temporal puede perderse, por desaparición de la fe o por atentado contra el amor fraterno (1 Jn 3, 14-15; 5, 16). De ahí que la vida eterna no alcance su consumada perfección sino en el futuro, cuando el creyente sea asumido en la gloria del Cristo resucitado y esté donde él mismo está (Jn 14, 3; 17, 24). Propio del dinamismo inherente a la vida es su capacidad de trascender la muerte y alcanzar una existencia que dura siempre (Jn 6,50.51.58; 8, 5 1 ; 10, 28; 11, 25). ¿En qué consiste la vida eterna? «Esta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo» (Jn 17, 3). El conocimiento de que aquí se habla, lo mismo que el propio de la visión de Dios, «no puede en modo alguno ser entendido en un sentido racional o teorético, sino que designa, al viejo estilo semítico, una Íntima captación y participación, en definitiva una comunión». La comparación de este texto definitorio con Jn 10, 14-15 es, a este propósito, iluminadora (cf. igualmente Mt 11, 27). La posesión de la vida, que es don del Padre a través del Hijo (1 Jn 5, 11), opera en el creyente la comunidad vital con el Padre y el Hijo: «lo que hemos visto y oído os lo anunciamos para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1 Jn 1, 3); «quien confiesa al Hijo posee también al Padre... Si permanece en vosotros lo que habéis oído desde el principio, también vosotros permaneceréis en el Hijo y en el Padre» (1 Jn 2, 23-24). Así pues, «la categoría de la relación y participación personal es... la expresión adecuada para esta nueva existencia». En última instancia, Juan identifica la vida eterna con la plenitud del amor: «yo les he dado a conocer tu nombre... para que el amor con que tú me has amado esté en ellos, como yo estoy en ellos» (Jn 17, 26). Nada tiene de extraño tal identificación; desde el momento en que Dios es definido como amor (1 Jn 4, 8), si la vida eterna es la comunión en su ser, no puede tener otro contenido que el amor. Y viceversa; allí donde se da el amor fraterno, allí se localiza la presen11

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SCHNACKENBURG, R., «Der Gedanke...», 444. Ibid., 438.

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cia de Dios: «si nos amamos unos a otros, Dios permanece en noso­ tros» (1 Jn 4, 12). En Pablo se encuentra también el concepto de vida, y con un significado muy próximo al que le otorga Juan, aunque la expresión «vida eterna» parece ser reservada en exclusiva por aquél (como en los sinópticos) para la consumación escatológica: Rm 2, 7; 5, 2 1 ; Ga 6, 8; Tt 1, 2 . Con todo, la actualidad de la vida, efecto de la dispensación del Espíritu, es señalada frecuentemente por el apóstol: Rm 8, 2.10: Ga 2, 20; 5, 25; etc. Dicha vida es participación en la vida de Cristo resucitado (Ga 2, 20) y se manifestará en su plenitud con la parusía: Col 3, 3-4. De suerte que ahora somos «herederos, en espe­ ranza, de vida eterna» (Tt 3,7). 13

1.4.

Ser con Cristo

Tanto la categoría «visión de Dios» como la de «vida (eterna)» están animadas, como acabamos de constatar, por un vigoroso cristocentrismo: ver-conocer a Dios es ver a Cristo tal cual es (1 Jn 3, 2) o estar presentes al Señor (2 Co 5, 8). Tener la vida es creer en Cristo, escuchar su palabra o comer su carne (passim en Jn y 1 Jn). La participación del ser de Dios, en suma, que constituye el ver a Dios o po­ seer la vida eterna, se nos da en la participación del ser de Cristo. Desde estos supuestos, parece obvio esperar, como designación apropiada del estadio escatológico, simplemente la de «ser con Cristo». Y en efecto, es esta categoría expresamente cristológica una de las más comunes en el NT, que hace resonar así una nota específica en la expectación bíblica del éschaton. En los sinópticos encontramos varias indicaciones de la comunidad con Cristo constitutiva de la bienaventuranza. La parábola del convite de bodas (Mt 22, 1-14) trata de las nupcias del hijo del rey. De forma semejante, en la de las diez vírgenes (Mt 25, 1-13) el esposo es el Señor de la parusía: las vírgenes prudentes entran con él al banquete (v. 10). En Le 12, 35-38, donde se trata de la venida final del Señor, éste es el anfitrón de la cena con que premia a los siervos fie les. La alusión de Jesús en la última cena al convite escatológico («...no beberé del fruto de la vid hasta el día en que lo beba de nuevo con vosotros en el reino de mi Padre»: Mt 26, 29) sugiere que tal 14

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Ibid., 436. MUSSNER, F., «La enseñanza de Jesús...», 48 s.

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La vida eterna

banquete será la prolongación de la cena eucarística, en la que los discípulos (la Iglesia) participan de la carne y la sangre (= de la vida) de Cristo. El siervo bueno y fiel de la parábola de los talentos es in­ vitado a «entrar en el gozo de su Señor» (Mt 25, 21.23). El diálogo de Jesús con el buen ladrón (Le 23,42­43) reviste sin­ gular importancia. El término parádeisos, que aparece otras dos ve­ ces en el NT (2 Co 12, 4 y Ap 2, 7), designa en los tres casos la con­ dición propiamente escatológica: es, en un lenguaje mítico, expresión de la definitiva bienaventuranza, aunque en la apocalíptica judía pue­ da significar el lugar intermedio de los justos en espera de la resurrec­ ción. Pero lo notable en nuestro texto es la yuxtaposición «conmigo­en el paraíso»; el acento, según todos los comentaristas, re­ cae sobre el conmigo (met'emoü)} «La preposición empleada eri griego (meta) no expresa solamente el acompañamiento (como syn en los casos ordinarios), sino la asociación estrecha, la vida compartida, la comunión en el mismo destino». Al tema veterotestamentario del ser con Dios, del Dios con nosotros, como síntesis de la salvación es­ catológica, sucede así el ser con Cristo. «Estar en el paraíso» o gozar del reino («acuérdate de mí cuando vengas en tu reino»: v. 42) equiva­ le, a la postre, a «ser con Cristo»: la yuxtaposición de ambas fórmu­ las permite iluminar la una por la otra; el lenguaje existencial inter­ preta el lenguaje mítico. El relato de la muerte de Esteban (Hch 7, 54­60), redactado por Lucas en paralelo ­con el que ha hecho de la muerte de Jesús en su evangelio (Le 23, 34 ss.), alcanza su climax en el versículo 59 («Señor Jesús, recibe mi espíritu»). Si era el Padre el receptor del espíritu de Jesús («Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu»: Le 23, 46), ahora es el propio Jesús el que recibe la vida de los cristianos más allá de la muerte. En cuanto a Pablo, es bien conocida la trascendencia que en él al­ canzan las fórmulas «con (en) Cristo». Nos hemos referido y a al 15

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GRELOT, P., 201­222, CULLMANN, O., Immortalité de l'áme ou résu rrection des morts?. Neuchátel 1957, 67, nota 1; MENOUD, Ρ. H., Le sort des tré­ passés, Neuchátel 1966 , 75 s. STRACK­BILLERBECK II, 264­269; ibid. VI, 1118­1175; JEREMÍAS, J., «Parádeisos», en TWNT V, 766. CONZELMANN, H., Die Mitte der Zeit, Tübingen 1964', 194; GRELOT, P., 213 s.; CULLMANN, O., 68; MENOUD, Ρ. H., 76; etc. " GRELOT, P., 213. " Supra, cap. IV, 3; cap. VI, 1. 2

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cristocentrismo de la escatología paulina, que permite superar la tensión ya-todavia no en la síntesis «ser con Cristo». Los escritos de las diversas épocas coinciden en fijar como elemento determinante de la consumación este ser con Cristo: «...estaremos siempre con el Señor» (1 Ts 4, 17); «preferimos salir de este cuerpo para vivir con el Señor» (2 Co 5, 8); «deseo partir y estar con Cristo» (Flp 1, 23). Todos estos textos confirman, como se ve, la doctrina sinóptica apenas expuesta, y anticipan las tajantes afirmaciones de los escritos joánicos: «Padre, quiero que donde yo esté, estén también conmigo los que me has dado, para que contemplen mi gloria» (Jn 17, 24); «si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él con­ migo» (Ap 3, 20); «cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo, estéis también vosotros» (Jn 14, 3). A la vista del número y la importancia de todos estos textos, repartidos a lo largo del entero N T , se impone la conclusión del cristocentrismo absoluto del estado de consumación. Lo que se denomina reino de Dios, paraíso, visión de Dios, vida eterna, no es sino esto: ser con Cristo, en la forma de existencia definitiva. Allí donde está Cristo, allí está el reino. El es, en el más riguroso y preciso de los sentidos, nuestro éschaton. La promesa hecha a los patriarcas se ha per sonalizado: toda la suma de los bienes mesiánicos se condensa en la figura del Hijo y en el consorcio de su vida gloriosa. Despojado finalmente de todos los símbolos, reducidos a lo esencial todos sus elementos míticos, el anuncio de la bienaventuranza futura cobra en el NT su suprema esencialidad y justeza. 20

2.

La tradición y la fe de la Iglesia

No es posible resumir, siquiera sea brevemente, todos los aspectos en que la reflexión eclesial ha profundizado, a propósito de nuestro tema. Nos limitaremos, por tanto, a indicar tan sólo algunos de ellos, los que juzgamos más importantes, antes de pasar al análisis de los documentos del magisterio.

ZEDDA, S., L'escatologia... II, 23 ss.; GRESHAKE, G., Auferstehung der Toten, Essen 1969, 253 ss.; HOFFMANN, P., Die Toten in Christus, Münster 1969 , 301 ss. 2 0

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La vida eterna 2.1.

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Doctrina de los Padres

Uno de los elementos en que la tradición insiste más sostenidamente es en el del cielo como sociedad. El símbolo escrituristico de la ciudad cuenta con numerosos comentarios. Los elegidos, dice San Agustín, participan «contigo en el reino perpetuo de tu santa ciudad» ; según Gregorio Magno, el cielo «se construye con la congregación de los santos ciudadanos» ; Beda llegará incluso a definir le vida eterna como «el gozo de la sociedad fraterna» ; ya antes, San Cipriano había afirmado que la bienaventuranza consiste no sólo en la visión de Dios, sino en «el disfrute de la inmortalidad con los justos y los amigos de Dios». En realidad, el sujeto primero de la gloria celeste es esa «unidad transpersonal» que es la Iglesia; en ella y por ella llega a las personas singulares el gozo eterno: «ciudad santa, nuestra madre, mansión radiante..., templo de la divinidad, casa de Dios...» ; es ella quien recibe la luz de Dios y por quien nosotros somos iluminados. Hasta tal punto ha calado en los Padres el carácter social de la vida eterna que es ésta una de las razones que motivaron las incertezas reinantes hasta el siglo XIV sobre el momento en que comienza la bienaventuranza esencial (si inmediatamente después de la muerte, o sólo a partir de la parusía). Que la vida eterna sea la visión de Dios se afirma explícitamente desde San Ireneo; después de señalar la imposibilidad de tal visión en base a las solas fuerzas del hombre, el obispo de Lyon advierte que, sin embargo, «lo imposible para el hombre es posible para Dios... Este es visto por los hombres porque quiere, cuando y como quiere... Será visto en el reino de los cielos»; la vida eterna consiste cabalmente «en ver a Dios». Esta visión de Dios nos otorga la divinización: «a los que hayan sido limpios de corazón les concierne, elevados a la cercanía de Dios, su perpetua contemplación. Así son llamados con 11

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Vid. el rico material recogido por DE LUBAC, H., Catolicismo, Barcelona 1963, 81 ss. Confesiones, 11, 3 (PL 32, 810); cf. STOCKMEIER, P., 342-346 In Ezech., 2,1.2 (PL 76, 938). De Tabernáculo et vasis ejus, 2,13 (PL 91, 457). Epist. 58,10 (CAMPOS, J.,-Obras de S. Cipriano, Madrid 1964, 562). DE LUBAC, H., 83. SAN AGUSTÍN, Confesiones, 12,20.21.24 (PL 32, 830. ss.). SAN ISIDORO, De ordine creaturarum, 15,7 (PL 83, 951). DE LUBAC, H., 87 ss. Adv. Haer. 4,20,5 (PG 7, 1035). 21

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el nombre de dioses». En el texto antes citado de San Cipriano se dice: «cuál será le gloria y cuánta la alegría en ser admitidos a ver a Dios». Habrá que esperar al siglo XIV, con Gregorio Palamas, para encontrar una voz discordante. Palamas distingue entre la esen­ cia y la gloria divinas: los bienaventurados perciben ésta, mas no aquélla, que es (dada la trascendencia de Dios) absolutamente inaccesible para el hombre. Esta teoría, que dejó alguna huella en ciertas iglesias orientales, pasó casi totalmente desapercibida en Occidente. La índole cristológica de la vida eterna aparece tempranamente. San Ignacio de Antioquía, en un texto lleno de resonancias paulinas, escribe a los fieles de R o m a : «que ninguna cosa, ni visible ni invisible, se me oponga, por envidia, a que yo alcance a Jesucristo. Fuego y cruz, manadas de fieras, quebrantamientos de mis huesos... vengan sobre mí, a condición sólo de que yo alcance a Jesucristo. De nada me aprovecharán los confines del mundo... Para mí mejor es morir en Jesucristo que ser rey de los términos de la tierra. A aquél quiero que murió por nosotros y por nosotros resucitó». En la carta de Ber­ nabé: «así, dice el Señor, los que quieren verme y alcanzar mi reino, han de pasar por tribulaciones y sufrimientos antes de apoderarse de mí»? El pasaje antes citado de Ireneo sobre la visión de Dios contiene una explícita mención del papel mediador de Cristo en la misma: «Dios... será visto en el reino de los cielos..., conduciendo el Hijo al Padre». En la patria celeste, escribe San Agustín, «están todos los justos y santos, que disfrutan del Verbo de Dios». «Quienes hicieron el bien, resplandecerán como el sol... con nuestro Señor Jesucris­ to», nota San Juan Damasceno. San Cipriano presenta la gloria como configuración acabada con Cristo y participación en su reino: «¿quién no deseará ser transformado y transfigurado lo antes posible a imagen de Cristo...? Cristo el Señor... ruega por nosotros para que estemos con él y podamos alegrarnos con él en la morada eterna y en 31

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CLEMENTE ALEJANDRINO, Stromata, 7,10,55 (R 432). CAMPOS, J., 562. JUGIE, M., «Palamas», en DTC XI, 735 ss. Ad Rom., 5,3-6,1, en RUIZ BUENO, D., Padres Apostólicos, Madrid 1965, 478. Ep. Barn. 7,11 {ibid., 787). Adv. Haer., 4,20,5 (PG 7, 1035). En. in Psal. 119,6 (PL 37, 1602). De flde orthodoxa, 4,27 (PG 94, 1228). 31 32

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La vida eterna

el reino celestial. Quien quiera llegar al trono de Cristo... tiene que manifestar sólo alegría en razón de la promesa del Señor». 39

2.2.

La fe de la Iglesia

Los primeros símbolos de fe recogen la esperanza cristiana en «la vida eterna» (DS 15, 19 21 ss.). Diversos documentos del magisterio consideran la bienaventuranza como un «reinar con Cristo» (DS 540, 575, 1821, 2187, etc.). Pero sin duda la más importante de las declaraciones magisteriales en torno a nuestro tema, hasta el Vaticano II, es la constitución dogmática de Benedicto XII Benedictus Deus (DS 1000) ; la atención se dirige a la visión de Dios como constitutivo esencial de la vida eterna, acerca de la cual se hacen una serie de precisiones: a) El hecho de la visión: los bienaventurados («los que estuvieron, están y estarán en el cielo») «vieron y ven la esencia divina», b) El modo de la visión: se trata de una «visión intuitiva» (no es un conocimiento discursivo), «facial» (resuena aquí el «cara a cara» de 1 Co 13,12), «no mediando ninguna criatura en razón de objeto visto» (se excluye el conocimiento mediato, a través de la analogía de las criaturas), «sino mostrándose inmediata, clara y abiertamente la esencia divina», c) Las consecuencias de la visión: el gozo («con tal visión gozan de la misma esencia divina»), la bienaventuranza («son verdaderamente felices») y la vida eterna («tienen el descanso y la vida eterna»), d) La duración de la visión: ésta, una vez comenzada, permanece «sin interrupción... hasta la eternidad». Es de notar el carácter marcadamente intelectual que en este documento reviste la vida eterna. Llama la atención que no se mencione explícitamente el amor; en cambio se insiste en el conocimiento y se asigna como término del mismo «la esencia divina». Se alude al elemento cristológico muy de pasada (los bienaventurados «están en el cielo... con Cristo»). La doctrina, en suma, notable por su precisión y rigor conceptual, no recoge (ni tampoco lo pretende) todos los aspectos bíblicos de la realidad que denominamos «vida eterna». La misma visión de Dios, objeto central de la definición, es entendida (legitima, pero unilateralmente) en un sentido secamente cognoscitivo, sin los 40

"

Citado por SCHMAUS, M., 533. En el cap. 9 se estudiará la coyuntura histórica en que vio la luz esta constitución, así como ciertos aspectos de su doctrina, que por el momento no nos interesan. 4 0

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densos matices vivenciales que alcanza en la Escritura. La dimensión social, tan destacada en la revelación y la tradición, no juega ningún papel. Todas estas limitaciones, explicables por las circunstancias concretas en que surgió el documento y por sus insoslayables condicionamientos epocales, no disminuyen la trascendencia del mismo. Expresión auténtica de la fe de la Iglesia, en él se contiene una nítida declaración sobre la esencia de la bienaventuranza, que si bien no agota todos los contenidos de ésta, ofrece un seguro punto de referencia para ulteriores desarrollos. En una línea muy semejante se mueve el Concilio de Florencia: en el cielo «se ve intuitivamente al mismo Dios, trino y uno, como es» (DS 1305). Se valorará como se debe el alcance de estas intervenciones del magisterio extraordinario si se piensa que tanto en Occidente (con la tesis de la dilación de la visión de Dios) como en Oriente (con el error de Gregorio Palamas) existían serias divergencias sobre los puntos que en ellas se dirimen. La constitución Lumen Gentium ha aportado a la doctrina del magisterio sustanciales complementos. El n. 48 recoge el dato «visión de Dios»: «en la gloria... seremos semejantes a Dios, porque lo veremos tal como es». Pero inmediatamente añade el de «ser con Cristo», «reinar con Cristo glorioso», «entrar con él a las bodas»; en el n. 49 se afirma que «los bienaventurados están íntimamente unidos con Cristo», el cual «vendrá para ser glorificado en sus santos y mostrarse admirable en todos los que creyeron» (n. 48). Como se ve, el acento cristológico se recalca aquí con firmeza. Por otra parte, se hace también patente la Índole social de la vida eterna en las frecuentes alusiones a la Iglesia cual sujeto de la misma (ya desde el comienzo del n. 4 8 : «La Iglesia... se consumará en la gloria celeste»; cf. los nn. 49.50; el n. 51 concluye el capítulo hablando de «la ciudad celestial» y «la Iglesia de los santos») y en la cualificación de su actual sta­ tus como transitorio (n. 48, párrafo tercero). La doctrina conciliar, en suma, incorporando precedentes enseñanzas, ha ensanchado el hori41

Con esta lectura es obvio que el Concilio no quiere zanjar el debate exegético a propósito de 1 Jn 3,2. Sobre la visión de Dios, vid. asimismo el n. 49, que cita al Concilio de Florencia: «otros, finalmente, gozan de la gloria contemplando claramente a Dios mismo, uno y trino, tal como es». No deja de llamar la atención el hecho de que se cite, en orden a la visión de Dios, a Florencia, y no a la constitución «Benedictus Deus». ¿Tal vez para soslayar el matiz impersonal de la expresión «visión de la esencia divina»? En todo caso, la LG no menciona dicha exprexión, ciertamente poco afortunada. 41

La vida eterna

243

zonte de la temática y recuperado con una rica documentación bíblica aspectos de la vida eterna muy destacados por el NT.

3.

Reflexiones teológicas

Varios de los elementos expuestos precisan de una ulterior dilucidación. Ante todo, importa reflexionar sobre la función que compete a Cristo en la existencia de los bienaventurados: apriori podría pensarse que su papel mediador se restringe al ámbito de la historia terrena. Otra cuestión es la que planteaba el texto de 1 Jn 3, 2: la visión de la divinidad nos diviniza. ¿Por qué precisamente la visión? La definitividad de ésta lleva anejo un modo de duración que las fuentes designan como eternidad: se trata de la vida eterna. Más ¿en qué sentido es lícito atribuir a un ser creado esta cualidad divina? Todos estos interrogantes versan sobre esa nota constitutiva de lo humano que es la apertura a la trascendencia, la relación a Dios: la vida eterna entrañará el supremo acabamiento de la misma. Pero el hombre está constituido además por otras dos relaciones, que lo refieren indeclinablemente al tú humano y al mundo. La consumación de la relación a Dios ¿es compatible con estas otras? ¿En qué forma se actuará en la vida eterna la socialidad y la mundanidad del ser humano? 3.1.

La función de Cristo en la vida eterna

Las aseveraciones del NT acerca del carácter cristológico de la bienaventuranza son, como hemos visto, demasiado reiteradas para que podamos ignorarlas. Sin embargo, las declaraciones del magisterio anterior al Vaticano II hablan de «visión de la esencia divina» o «del Dios uno y trino», es decir, se expresan en un tono exclusivamente teo-céntrico. No sólo no mencionan directamente a Cristo, sino que ese teocentrismo de su lenguaje dificulta la comprensión cristológica de la vida eterna. Cristo, en efecto, es, sí, persona divina, pero permanece para siempre como hombre auténtico. ¿No afectará tam bien a su humanidad la categórica exclusión de toda mediación creada en la visión de Dios que se contiene en la constitución de Benedicto X I I ? Una comprensión intelectualista de la categoría visión hace insoluble el problema: si la visión de Dios es la contemplación o el cono42

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«Nulla mediante creatura in ratione objecti visi se habente» (DS 1000).

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cimiento de su esencia, no resta espacio disponible para la humanidad de Cristo en el acto mismo de la visión, puesto que la definición antes citada prohibe que se interponga una criatura (cualquiera que sea) entre el sujeto (el hombre bienaventurado) y el objeto (la esencia divina) de la misma. En este marco de ideas sólo es posible colocar el «conocimiento» de Cristo entre los elementos componentes de la llamada «bienaventuranza accidental». Ahora bien: si —como ya señalábamos— la categoría visión se entiende primariamente en un sentido existencial, como un modo de expresar el misterio de la vida compartida en la esfera de una comunión interpersonal, entonces todo el problema cambia de aspecto. Desde ese momento, en efecto, podemos preguntarnos si hay en realidad otro modo de llegar a la visión de Dios que no sea la visión ( = la participación) de Dios en el hombre Jesús. ¿No es obvio por demás que la relación de tú a tú presupone necesariamente una cierta connaturalidad de los dos sujetos? ¿Puede darse auténticamente una forma perfecta de participación mutua en el ser sin una mínima homogeneidad en ese mismo ser? El diálogo de Jesús y Felipe (Jn 14, 8-9) nos parece, a este respecto, decisivo: «el que me ha visto a mí, ha visto al Padre». Esta afirmación, respuesta a la pretensión de ver al Padre, podría parafrasearse así: «el único modo de ver al Padre es verme a mí». En Mt 11, 27 y Jn 1, 18 se expresa, con otras palabras, la misma idea. Es, pues, el ser-con-Cristo lo que se significa con la denominación «visión de Dios»; es la plena comunicación del don de su vida lo que hace al hombre partícipe (vidente) de la esencia divina, esto es, del ser de Dios, cuya plenitud se localiza y se hace comunicable exclusivamente en el Verbo encarnado (Col 2, 9; cf. Jn 1, 14.16-17). Según la conocida frase paulina, es en Cristo resucitado donde está permanentemente emplazada «toda la plenitud de la divinidad corporalmente» (somatikós: humanamente). La bienaventuranza no se dará sin la captación inmediata e intuitiva del propio ser de Dios, que, justamente para darse, ha adquirido figura humana (¡somatikós!). ¿Basta el ser-con-Cristo que acabamos de describir para dar razón de la inmediatez a la divinidad misma? Si a partir de la ecuación visión = cono43

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Vid. nota anterior. Y a la vez decididamente lamentable; es uno de los casos en que la teología ha terminado por suplantar a la Escritura, imponiéndole su propia lógica. SAGÜÉS, J., Sacrae Theologiae Summa IV, Matriti 1961 , 938. 4 3

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La vida eterna

cimiento intelectual hallábamos dificultades para admitirlo, las dificultades se despejan cuando se plantea el problema en términos de comunión interpersonal. Pues entonces el aspecto cognoscitivo queda englobado en la totalidad de una relación simbiótica que alcanza, en cada uno de sus polos, el más íntimo núcleo del otro. El bienaventurado comulga con una subjetividad no humana, sino divina, aunque indudablemente la comunión es posible sólo porque esa subjetividad se expresa en una estructura auténticamente humana, en la que, con todo, «reside la plenitud de la divinidad». La realidad humana del Hijo de Dios no es el tertium quid interpuesto entre la persona humana y la persona divina (como el cuerpo del hombre no es lo que se interpone entre él y el otro), sino el lugar (el único lugar) del encuentro entre el hombre y Dios: «el que me ha visto a mi, ha visto al Padre». El don del ser de Dios, que las fuentes llaman «visión de Dios», es en realidad don del ser del Hijo de Dios encarnado: la gracia es participación de la vida de Cristo resucitado y la gloria no es otra cosa que la consumación de la gracia. La comunión personal con Cristo (el ser-con-Cristo) es comunión personal con el Hijo. Y porque el Hijo es lo que es exclusivamente en base a su relación con el Padre y el Espíritu, la relación personal inmediata con él es, simultáneamente y por sí misma, relación inmediata al Padre y al Espíritu, quienes a su vez son lo que son por su relación al Hijo. De esta forma los bienaventurados «ven a Dios uno y trino como es» (DS 1305). Desde estas consideraciones resulta comprensible «la eterna significación de la humanidad de Jesús para nuestra relación con Dios» : «Jesús hombre no sólo fue por una vez de decisiva importancia para nuestra salvación..., sino que es ahora y por toda la eternidad... la permanente apertura de nuestra finitud al Dios vivo de le vida eterna e infinita... En la eternidad sólo se puede contemplar al Padre a través del Hijo; y se le contempla inmediatamente precisamente de ese modo, pues la inmediatez de la visión de Dios no niega la eterna mediación de Cristo-hombre». 46

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Este es el titulo de un luminoso articulo de RAHNER, K., ET III, 47 ss. Ibid., 56 s. Vid. el importante trabajo de ALFARO, J., «Cristo glorioso, revelador del Padre», en Greg 1958, 222-270 (reproducido en ID., Cristología y antropología, Madrid 1973, 141-182). 4 6 47

246 3.2.

Teología sistemática. A) Escatología colectiva Visión-divinización

Lo dicho hasta ahora hace fácilmente inteligible la frase de 1 Jn: seremos semejantes a Cristo porque le veremos tal cual es. Sólo el hombre que participa del ser de Dios puede ser admitido en la intimidad de su vida; el conocimiento (en el sentido bíblico del término) de Dios es propio y exclusivo de Dios mismo: «nadie conoce al Hijo sino el Padre...» (Mt 11, 27). Y viceversa: quien ve intuitivamente la divinidad, no puede menos de participar de ella, puesto que ver aquí significa, en su sentido complexivo, comulgar en la vida de la persona vista. De nuevo hemos de subrayar en este punto el elemento cristológico: es el ser-con-Cristo (el ser uno con el Hijo) lo que nos otorga ahora la filiación divina, que es auténtica divinización. Lo mismo ha de valer, por consiguiente, para la fase consumadora del proceso temporal de configuración con Cristo. Al apropiarnos acabadamente de su forma de ser, al término de nuestra existencia terrestre, lo vemos («nos domiciliamos junto al Señor»: 2 Co 5, 8; «deseo morir y ser con Cristo»: Flp 1, 23) y nos asemejamos irrevocablemente a él. A propósito de este ser asimilados a Dios, es menester insistir igualmente en la categoría «relación interpersonal»; de lo contrario la divinización celeste podría ser interpretada, al modo de las místicas panteistas, como una pérdida del propio yo por absorción en la divinidad, con lo que la vida eterna sería, no ya el coronamiento de la creación, sino su aniquilación. Lejos de representar una enajenación de la propia personalidad, la participación inmediata de Dios es personalizante en grado sumo. Esto ocurre ya en el misterio trinitario, donde la comunión en una misma y única esencia no anula a las personas, sino que las funda como tales. De forma semejante, la relación al tú divino supone para el yo humano su plena e irrebasable autoposesión como persona. «El amor borra las distancias entre el yo y el tú, pero no anula su mismidad». De otro lado, es aquí donde cabe apoyar le comprensión del dato revelado sobre la desigualdad de la bienaventuranza (1 Co 3, 8; 2 Co 5, 10; etc.; cf. DS 1305): tal desigualdad es la consecuencia de la índole personal de la visión, sobre la que revierten las singularidades inalienables de cada uno de sus sujetos. La diferencia en el modo de ver a Dios es el reflejo de la propia e intransferible personalidad en su 48

ALTHAUS, P., Die letzten Dinge, Gütersloh 1964', 322; cf. RAHNER, K., ET III, 52 s.; ALFARO, J., Cristología..., 355. 4 8

La vida eterna

247

modo concreto de relacionarse. Puede, por tanto, concebirse como algo inmanente al mismo bienaventurado, y no como determinación extrínseca consiguiente a una sentencia retributiva. 3.3.

La eternidad

La visión de Dios es la vida eterna. Una real participación en el modo de ser propio de Dios implica, como es lógico, participar paralelamente en su modo de persistir en el ser. Así pues, la duración inherente al que es, ya definitivamente, con Cristo, es la eternidad par­ ticipada. Con este adjetivo tratamos de señalar la diferencia entre la eternidad propiamente dicha, sólo predicable de Dios, y la que atañe al hombre bienaventurado. Aunque no nos detengamos en ensayar una descripción más precisa de esta eternidad participada, es demasiado evidente que carece de sentido nivelar ambas formas de eternidad, a no ser incidiendo en la concepción panteísta antes criticada, que hace tabla rasa de la insalvable diferencia ontológica entre Dios y el hombre. A nuestro objeto basta seguramente explicar la eternidad participada como la entiende la fe de la Iglesia en la constitución de Benedicto X I I : como duración sin interrupción ni término; como situación definitiva e irrevocable. Este es el mínimum de sentido atribuible al concepto «vida eterna»? La banal objeción del hastío se funda en un grosero malentendido, que confunde el consorcio interpersonal con la contemplación indefinida del mismo espectáculo. De mayor entidad es la cuestión de si la visión de Dios entraña la total inmovilidad del bienaventurado, o bien es susceptible de un constante progreso. Quienes se inclinan por la primera opinión lo hecen desde una inteligencia de la visión dominada por la categoría 49

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Para la historia del concepto en la teología, vid. PETER, K. J., Participated Eternity in the Vision of God, Roma 1964. Una buena reseña de los diversos modos de concebir la eternidad con relación al tiempo en la teología actual la ofrece BETZ, O., Die Eschatologie in der Glaubensunterweisung, Würzburg 1965, 51-71. Vid. además TROISFONTAINES, R., 218-224; GUARDINI, R., Les Fins derniéres, París 1951, 94-100; PANNENBERG, W., Was ist der Mensch?, Góttingen 1962, 49-58; BRUNNER, E., 46-64; CULLMANN, O., Christ et le temps, Neuchátel 1966 , 43-48. De la que se hace eco incluso Unamuno (vid. la cita en POZO, C, 406, nota 90). Sobre las dificultades del hombre actual para admitir una «eternidad», vid. RAHNER, K., SzTh XIV, 422 ss. Vid., por ejemplo POZO, C, 419 s. 4 9

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«contemplación» (a la que se asocia instintivamente la idea de «quietud»). Los que defienden la posibilidad de un progreso hacen valer la categoría «comunión existencial». Tal vez les diferencias entre ambas posturas sean más verbales que reales. En todo caso, nos permitimos sugerir algunas acotaciones. En la noción misma de vida eterna se incluye: a) un permanente dinamismo (de lo contrario no sería vida); b) que no puede extenderse a lo largo de una duración idéntica a nuestro tiempo (de lo contrario no sería eterna). Lo «eterno» parece implicar una densidad tal que descarta la alternancia de lo transitorio a lo definitivo; densidad de la que ahora sólo poseemos una cierta predisposición y una recurrente nostalgia. Lo «vital», a su vez, excluye toda petrificación, es decir, conlleva un continuo coeficiente de autosuperación. Sólo que esa superación, supuesto que acontece sobre la base de una colmada plenitud de ser, no debe imaginarse como movimiento del mismo ser desde su potencia (desde su carencia) a su acto; eso sería transferir a la vida eterna, por simple inercia mental, las categorías propias de la existencia histórica. 53

De acuerdo con Alfaro, hay que concluir, por tanto, que la vida eterna representa la abolición del tránsito potencia-acto: justamente por eso es, como ha mostrado penetrantemente Alfaro, divinización del hombre. Pero es menester añadir, además, que tal abolición no consagra un estado de absoluta inmutabilidad, sino que es compatible con un permanente acrecentamiento de la densidad vital; en la vida eterna «cada plenitud es un nuevo comienzo». En rigor, es esto lo que ocurre ya en toda relación amorosa; cuando es auténtica, está postulando la eternidad, pero no se vive como magnitud estática, sino como algo que se enriquece incesantemente con nuevos descubrimientos, con una cada vez mayor y mejor compenetración mutua. A fortiori, dada la inexhaurible infinitud del ser divino («videtur Deus totus, at non totaliter», reza un viejo adagio teológico), la relación del 54

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BETZ, O., 265-267; TROISFONTAINES, R., 223 s.; BOROS, L., «Der neue Himmel und die neue Erde», en VV.AA., Christus vor uns, 19-27 (pp. 20 s.); ALTHAUS, P., 334-336; SCHOONENBERG, P., 111; ALFARO, J„ Cristología..., 180 («en lugar de un concepto estático de la bienaventuranza como contemplación de la esencia divina», hay que pensar en «una progresiva penetración en el dinamismo jerárquico de la divina comunicación»). «Trascendencia e inmanencia de lo sobrenatural», en Greg 1957, 5-50 (sobre todo las pp. 19-23, 41-48). BOROS, L., 20; cf. MOLTMANN, J., El futuro de la creación, Salamanca 1979, 158 s.; ALTHAUS, P., 331 ss. 33

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bienaventurado con Dios «puede ser entendida como pura dynamis que nunca conocerá el término». 36

3.4.

Socialidad y mundanidad

Al igual que, durante la existencia histórica, la relación trascen­ dental a Dios no sólo no deroga, sino que funda y afianza las relacio­ nes categoriales, la vida eterna sostendrá, consumándola, la índole social y mundana del hombre. Por de pronto, y como hemos detecta­ do en las fuentes, el sujeto primero de la bienaventuranza es el pueblo de Dios, la Iglesia en su estadio escatológico. La vida eterna, comu­ nión con Cristo, es además sanctorum communio,' en cuyo seno se experimentará la verdad —ahora escondida— de que todos somos hermanos de todos. Y de nuevo hemos de precavernos contra una errada inteligencia de la socialidad, como si ella implicase la renuncia a la propia personalidad a través de su absorción en una forma de su­ peryo hiperpersonal. Junto con la relación a Dios, esta relación a los hermanos contribuirá a la máxima personalización de los indiviuos singulares. «...La propia persona... alcanza su ser más propio... en la más estrecha comunidad con los demás, en una comunidad a la que podemos denominar bienaventuranza... Encontrarse bajo el dominio de Dios significa vivir en comunidad con El y con la asamblea». * 1

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BETZ, O., 267; cf. GRESHAKE, G.­LOHF INK, G., Naherwartung­ Auferstehung­Unsterblichkeit, F reiburg i.B. 1976 , 68 s. ¿No es esto lo que intuía San Agustín cuando hablaba de «la insaciable saciedad» con que viviremos la exis­ tencia gloriosa? (vid. la cita en CAMELOT, T., La résurrection de la chair, París 1962, 278). Sobre la objeción que ve en el cielo una simple proyección ilusoria, objeción que se remonta a Feuerbach y que luego ha sido reiterada por los maestros de la sospe­ cha, vid. mi artículo en Conc 143. Tanto este aspecto como el de la mundanidad de la vida eterna son tratados más ampliamente en RUIZ DE LA PEÑA, J. L., El último sentido, 122­125; la so­ cialidad de los bienaventurados refuta el dogma naturalista del homo homini lupus; si estamos llamados a un destino de comunión, ésta es ya posible y hacedera. De modo análogo, la mundanidad del hombre resucitado se erige en instancia critica de una hybris tecnocrática que no ve en la naturaleza más que el objeto de un dominio despótico o el pretexto para el saqueo desconsiderado. Vid. además BONHOEF F ER, D., Sociología de la Iglesia. Sanctorum commu­ nio, Salamanca 1969, 213­219; SCHOONENBERG, P., 108­110; WINKLHO­ FER, Α., 146­151; WIEDERKEHR, D., Perspektiven der Eschatologie, Einsiedeln 1974, 82 ss., 91 ss.; LAIN ENTRALGO, P., Antropología de la esperanza, Barce­ lona 1978, 180 ss., 220­223. BONHOEF F ER, D., 218; LAIN, P., 175. 2

5 7

3 8

250

Teología sistemática. A) Escatología colectiva

La dimensión social de la vida eterna viene a refrendar que no puede darse una auténtica consumación del hombre al margen de la consumación de la humanidad, y viceversa: la doctrina cristiana del reino de Dios consumado se distancia de este modo tanto de una mística individualista como de un colectivismo abstracto e impersonal, haciendo patente que el punto álgido de la personalidad coincide con el de la comunicabilidad, y que este último se logra al insertarse el hombre en el circuito vital de las relaciones personales trinitarias. La relación al mundo (a la creación transfigurada) es más difícilmente tematizable. Y, sin embargo, no podemos prescindir de ella: el mundo no es únicamente infraestructura o soporte de la existencia humana; es además el espacio abierto a su creatividad y el entorno connatural a su corporeidad. Si Dios destina al hombre entero a la vida eterna, si hay no sólo resurrección, sino nueva creación, habrá igualmente una conexión hombre-tierra, y la bienaventuranza no se reducirá a «recibir en pura pasividad un influjo beatificante redundante del alma»; importará también «una verdadera actividad de todo el hombre, actividad totalitaria y unitaria del espíritu y del cuerpo». Para concebir rectamente tal actividad, conviene recordar que Dios obra incesantemente (Jn 5, 17), y ello no denota carencia de algo, sino plenitud que se desborda. La actividad celestial será un obrar que es descansar y un descansar que es obrar. Actividad que brota del amor, es decir, del gozo de comunicar la riqueza e intensidad de una vida rebosante y que por ello supondrá la más alta expresión del poder creador del hombre, de su capacidad (evidenciada ya ahora en la producción de la obra de arte) para espiritualizar a la materia o, con otras palabras, de humanizar al mundo imprimiendo en él la forma de su interioridad. Por lo demás, apenas puede diseñarse con mayor precisión un género de actividad hasta ahora inédito sin bordear el ridículo de las extrapolaciones fantásticas. También aquí es menester tomar en serio el carácter inefable de la existencia transfigurada, explícitamente advertido por Pablo (1 Co 2, 9), y que se remonta, en definitiva, a la inefabilidad misma de Dios: la vida eterna, en su núcleo esencial y en cualquiera de sus manifestaciones, es el misterio, porque es el don que Dios hace de sí mismo. 59

60

ALFARO, J., Cristología..., 172; cf. ibid., 180. ALTHAUS, P., 333, 336; SCHMAUS, M., 606-610.

Capítulo VIII La muerte eterna BIBLIOGRAFÍA: ZEDDA, S., L'escatologia bíblica 1, Brescia 1972, 232­262; RATZINGER, J., Escatología, Bar­ celona 1980, 201­204; RUIZ DE LA PEÑA, J. L., El último sentido, Madrid 1980, 125­129; POZO, C, Teología del más allá, Madrid 1981 , 423­462; KÜNG, H., ¿Vida eterna?, Madrid 1983, 216­240; BREUNING, W., «Juicio, retribución y condenación», en Mysterium Salutis V, Madrid 1984, 811­ 817; LIBANIO, J. B.­BINGEMER, M. C, Escatología cris­ tiana, Madrid 1985, 249­268; VV. AA., L'enfer, Paris 1950; JOURNET, C, «Das Nein zur Liebe», en VV. AA., Christus vor uns, F rankfurt a.M., 1966, 63­74; ROGUET, A.M., «Hollenpredigt?», ibid., 84­89; RONDET, H., «Les peines de l'enfer», en NRTh (1940), 392­427; GARCÍA PAREDES, J., «Condenación eterna, enigma y evangelio», en Misión Abierta (1976), 630­639; TORNOS, Α., Esperanza como riesgo y perdición definitiva, Madrid 1984. 2

Después de haber desarrollado el tema de la vida eterna, un capí­ tulo dedicado a la muerte eterna puede dar la impresión de que am­ bos enunciados se sitúan, dentro del mensaje cristiano, al mismo ni­ vel, como si el cristianismo fuese una suerte de «doctrina de dos ca­ minos». Pero esto dista mucho de ser exacto: según la fe cristiana, la historia no tiene dos fines, sino uno: la salvación. Esta es, por consi­ guiente, el objeto propio de la escatología. Mientras que el triunfo de Cristo y de los suyos es una certeza absoluta, predicable en cuanto tal, y en general, de la historia y de la comunidad humana, la conde­ nación es una posibilidad, factible tan sólo en casos particulares. La concepción simétrica del juicio (tan frecuente en las representaciones plásticas del éschaton y en la predicación), que otorga el mismo peso 1

RAHNER, K., ET IV, 432.

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específico a los enunciados sobre la vida eterna y a los que versan sobre la muerte eterna, desnaturaliza el fondo y la intención de la escatología cristiana. Así pues, cuanto se diga en el presente capítulo ha de ser leído desde esta advertencia previa, y no como el correlato equilibrador de lo dicho en el capítulo precedente. Por otra parte, pocos contenidos de fe suscitan más interrogantes que el que ahora nos ocupa. Respecto a la muerte eterna, las dificultades no proceden, exclusiva o primariamente, de formulaciones poco felices o de esquemas representativos rebasados por una mentalidad postmitológíca. Es indiscutible que la teología y la predicación tienen que abandonar un modo de abordar la cuestión que la priva de toda atendibilidad; el gusto por las descripciones morbosas de los tormentos físicos, la insistencia sobre el carácter real del «fuego», etc., a más de apartar la atención de lo esencial, ignoran la espectacular evolución que ha experimentado la sensibilidad humana en torno a la justicia punitiva; castigos que en otra época pudieron parecer apropiados y útiles, son hoy vistos, con razón, como auténticas aberraciones. Con todo, el problema de fondo es otro: lo que se cuestiona en la idea del infierno es la posibilidad de conciliar la existencia de una situación de perdición total e irrevocable con la revelación de un Dios que viene definido como amor y que se nos descubre en Cristo como Padre. Planteado en tales términos, el problema atañe a la médula misma de la fe cristiana; es la idea de Dios la que entra en crisis, junto con la del infierno. Y para salvar aquélla, no faltan quienes opinan que debe sacrificarse ésta. El desarrollo de nuestro tema, en suma, ha de sortear dos tentaciones extremas: la de considerar la muerte eterna como una verdad de rango idéntico a la de la vida eterna (simetría absoluta de una historia que puede ser de salvación o de condenación) y la de entropizar toda posibilidad real de condenación a favor de una salvación sin excepciones (asimetría absoluta de la historia, o tesis de la apocatástasis). 2

1.

La doctrina bíblica

En consonancia con el planteamiento que acabamos de hacer, una exposición de las enseñanzas de la Escritura sobre la muerte

BRUNNER, E., Das Ewige ais Zukunft und Gegenwart, München 1965 , 197; WIEDERKEHR, D., Perspektlven der Eschatologie, Einsiedeln 1974, 127 s.. 171 s. 2

2

La vida eterna

253

eterna no debe limitarse a los textos que tratan de la misma, sino que ha de ser situada en un contexto más amplio, que permita reconocer cuál es exactamente el lugar teológico que corresponde a las afirma­ ciones bíblicas sobre el infierno. 1.1.

El evangelio, mensaje de salvación

Una de las más firmes persuasiones del AT es la de la bondad de Dios y sus obras. Dios vio que era bueno cuanto había hecho (Gn 1); no ha creado nada para la muerte, ni aborrece nada de lo que existe (Sb 1, 13; 11, 24); no quiere la muerte del pecador, sino que se con­ vierta y viva (Ez 18, 2 3 ; 33, 11). El NT define a Dios, pura y simple­ mente, como amor (1 Jn 4, 8) y le atribuye el propósito, serio y efi­ caz, de que todos los hombres se salven y conozcan la verdad (1 Tm 2, 4); a tal fin, usa de paciencia, prolongando la historia, puesto que no quiere que alguien perezca, sino que todos se conviertan (2 Ρ 3, 9). En la predicación de Jesús, la originalidad de su concepción del reino de Dios frente a la que es propia de los profetas que le precedie­ ron consiste en que se anuncia y promete sólo la salvación, no la sal­ vación y la condenación. Compárese su pregón inicial («convertios, porque el reino de Dios está cerca»: Mt 4, 17) con el del Bautista: «convertios, porque el reino de Dios está cerca... Ya está el hacha puesta a la raíz de los árboles; y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego» (Mt 3, 2.10). Aquí la proximidad del rei­ no es interpretada como la inminencia del castigo divino; el desplaza­ miento de acento operado por Jesús cobra mayor relieve ante la identidad literal de la primera parte del anuncio. El discurso programático en la sinagoga de Nazaret (Le 4, 16 ss.) provoca una violenta reacción en el auditorio (vv. 25 ss.). El evangelista comenta que «todos testimoniaban contra él (emartyroun auto) y se extrañaban de las palabras de gracia que salían de su bo­ ca» (v. 22), hasta el punto que quisieron matarlo (vv. 28­30). El furor de los judíos se debe a que Jesús ha citado un conocido oráculo de Isaías (61, 1­2), pero la cita es incompleta: en ella se ha suprimido el anuncio del «día de la venganza de nuestro Dios». Los oyentes de Nazaret se percataron de la variación del tono; un mensaje en el que no hay lugar para el castigo, sino sólo para «las palabras de gracia», 3

3

SCHNACKENBURG, R., Reino y reinado de Dios, Madrid 1967, 78 s.

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4

es inusitado y les suena a novedad sacrilega. Novedad que Jesús mantendrá hasta el final; las parábolas del perdón (el hijo pródigo, el fariseo y el publicano, la dracma y la oveja perdidas: Le 15, 1 ss.; 18, 9­14) son otras tantas expresiones plásticas de que «Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva». El Jesús del cuarto evangelio se autodefine, aún con mayor clari­ dad, como salvador: «porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Jn 3, 17); «si alguno oye mis palabras y no las guarda, yo no lo conde­ naré, porque no he venido para condenar al mundo, sino para salvar al mundo» (Jn 12, 47). Tampoco Pablo piensa que el evangelio sea un anuncio bivalente de salvación o condenación: «la palabra que os dirigimos no es sí y no. Porque el Hijo de Dios, Cristo Jesús, a quien os predicamos... no fue si y no; en él no hubo más que si» (2 Co 1, 18­19). No hay duda, a la vista de estos textos y de otros muchos que podrían aducirse todavía, de que la doctrina de la muerte eterna no pertenece al evangelio, que es, en su significado literal, «la buena no­ ticia»: anuncio de salvación, y no de salvación o condenación. 5

6

1.2.

La revelación de la muerte eterna

Sin embargo, y pese al sentido inequívoco de los pasajes que aca­ bamos de recorrer, la Escritura contempla también otra posibilidad, al hablarnos de una situación de fracaso absoluto del hombre, de un destino cuyo horror sobrepuja cualquier experiencia límite de esta vi­ da. El tema de la muerte eterna se insinúa en el AT ya desde los sal­ mos místicos, en los que —como hemos visto— el scheol comienza a delinearse como morada especializada de los impíos. Un texto del tri­ tolsaías en el que se describe a los pecadores como cadáveres yacen­ tes a extramuros de la Jerusalén escatológica, probablemente en el valle de Hinnom, perpetuamente atormentados por el gusano y el fue­ go (Is 66, 24), constituye el antecedente próximo de las imágenes neotestamentarias del infierno (la gehenna). Recordemos, en fin, que

* 547. 3

Ibid., 77; JEREMÍAS, J., Las parábolas de Jesús, Estella 1970, 263, nota

Vid. las diferencias en el uso neotestamentario de los verbos sódso y apollyo en MENOUD, Ρ. H., Le sorr des trépassés, Neuchátel 1966, 80 s. La doctrina aquí apenas esbozada se estudia más detenidamente en otras disciplinas teológicas. ROGUET, A. M., 85. 6

255

La vida eterna

Dn 12, 2 habla formalmente de un «oprobio» u «horror eterno», y que el libro de la Sabiduría contiene un largo pasaje sobre el destino de los impíos (5, 14-23; cf. 3, 10; 4, 19-20). En el NT la idea de condenación se formula en una serie de expresiones que significan, dentro de su variabilidad, la negación de aquella comunión con Dios que constituye la bienaventuranza. Así. se habla de «perder la vida» (Me 8, 35; cf. Mt 10, 28: «perder alma y cuerpo en la gehenna»; Jn 12, 25); «no ser conocido» (Mt 7, 2 3 ; recuérdese que «conocer» es comunicarse íntimamente en la esfera de una relación interpersonal), fórmula que invierte la que designa la vida eterna como «conocimiento»; «ser echado (o quedar) fuera» (Le 13, 23-24; en los vv. 25-27 la frase «no sé de dónde sois» equivale al «no os conozco» de Mt 7, 23, cuyo significado —negación de la comunión con Cristo— aparece claro en el v. 27b: «apartaos de mí»). En correspondencia con la imagen del reino como banquete, los pecadores son «echados fuera» de la mesa (Le 13, 28-29; Mt 22, 13); las vírgenes necias quedan fuera del convite de bodas (no son conocidas por el novio) mientras que las vírgenes prudentes «entraron con él» (Mt 25, 10-12). Pablo hablará de «no heredar el reino» (1 Co 6, 9-10; Ga 5, 21) y Juan de «no ver la vida» (Jn 3, 36). Como se ve, todas estas fórmulas tienen en común el presentar el estado de condenación como consistente, ante todo, en la exclusión de aquel acceso inmediato a Dios o a Cristo en el que los hombres alcanzan la vida eterna. Parece claro que, contrariamente a lo que ocurría con la bienaventuranza, el infierno no se describe en sí y por sí (como magnitud a se stante), sino que se llega a él en un segundo momento, a base de anteponer una negación a las descripciones de la salvación consumada. Con otras palabras: el infierno es, fundamentalmente, la imagen invertida de la gloria; la eventual frustración de lo anunciado en primer término. Al ser con Cristo responde el ser apartados de (o no ser conocido por) él; al entrar en el reino, el quedar fuera; al sentarse en el banquete, el ser arrojado de él; etc. Y así como el misterio de la salvación escatológica puede expresarse simplemente por la palabra vida (o vida eterna), el de la perdición alcanza su apelación más rotunda y concisa en la idea de muerte (o muerte eterna): Le 13, 3; Jn 5, 24; 6,.50; 8, 5 1 ; 1 Jn 3, 14; 5, 16-17; Ap 20, 14; Rm 5, 12; 6, 2 1 ; 7, 5.11.13.24; 8, 6; 1 Co 15, 21-22; Ef 2, 1-5; 1 Tm 5, 6; etc. 7

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ZEDDA, S., 236-245.

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Por lo demás, es demasiado evidente que este estado de muerte es tan definitivo e irrevocable como el de la vida: la lógica del discurso importe la absoluta sinonimia del adjetivo «eterno», tanto cuando se aplica al estado de salvación como cuando califica el estado de con­ denación. El texto de Ap 14, 11, que habla de un tormento que dura «por los siglos de los siglos», certifica le eternidad ( = la duración sin término) del infierno. Además del lenguaje negativo, el NT (sobre todo en los sinópti­ cos) contiene numerosas descripciones, en términos positivos, de la muerte eterna. A propósito de ella se habla de «gehenna de fuego» (Mt 18, 9), «horno de fuego» (Mt 13, 50), «fuego inextinguible» (Me 9, 43.48), «llanto y crujir de dientes» (Mt 13, 42), «estanque de fuego y azufre» (Ap 19, 20), «gusano que no muere» (Is 66, 24; Me 9, 48), etc. Se trata, como lo atestigua la oscilación de las imágenes, de un lenguaje simbólico, con el que se pretende subrayar que la privación eterna de Dios supone para el hombre el trágico fracaso de su vida y, por ende, el mayor de los sufrimientos. Podría, en efecto, pensarse a priori que una simple privación no tendría por qué inferir, de suyo, el carácter atormentado de la existencia. Pero estos lugares no dejan lu­ gar a dudas, al interpretar elocuentemente la pérdida de la unión con Dios como la total bancarrota del hombre. La preponderancia de la imagen del fuego ha dado pie a que so­ bre ella se concentrase la atención de exegetas y teólogos. Más ade­ lante volveremos sobre la cuestión de una eventual pena causada por un agente material y exterior al condenado. Pero es menester señalar aquí que entender el fuego de que nos hablan estos pasajes a la letra, como si se tratase de un fuego real o como si constituyese una de las penas en que consiste el infierno, es exegéticamente tan improbable como tomar literalmente el banquete mesiánico como uno de los ele­ mentos constitutivos de la bienaventuranza. Se ha observado que en el vocabulario sinóptico del estado del perdición el fuego significa, no una parte del mismo, sino ese propio estado. Así en Mt 25, 34.41, donde a la expresión «reino de Dios» (que designa sin duda la biena­ venturanza), se contrapone «el fuego eterno» (que, de modo semejan­ 8

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* Para el significado de los términos aión, aloraos, vid. SASSE, H., TWNT I, 197 ss. Ibid., 199. MICHEL, Α., «F eu de l'enfer», en DTC V, 2196­2246. 9

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te, designará sin más la perdición). La misma correspondencia en paralelismo antitético se observa en Mt 18, 9 («entrar en la vida»-«ser arrojado a la gehenna de fuego»); vid. además Mt 13, 50 (donde el castigo de los malvados es descrito como un «ser echados en el horno de fuego»; confróntese Mt 13, 42) y Ap 19, 20 (el destino de los idólatras es «el estanque de fuego y azufre»). En consecuencia, no parece legítimo postular por razones exegéticas la distinción entre una pena privativa (a la que se referirían los pasajes antes citados, que usan un lenguaje negativo) y otra diversa de índole positiva (que estaría enseñada por los textos recién citados). Tal distinción, que podrá justificarse por vía especulativa, fuerza el sentido de los textos, de los que resulta más obvio suponer que hablan siempre de lo mismo (esto es, de la muerte eterna), si bien con distintos recursos estilísticos. Puede ser significativo señalar que el lenguaje extremadamente plástico de los sinópticos desaparece, casi por completo, en el resto del N T , que prefiere fórmulas más sobrias, de carácter negativo. Creemos, en suma, que la doctrina de la muerte eterna aparece en el NT a través de una doble serie de lugares: en unos se la describe bajo el aspecto de exclusión de la vida con Dios; en otros, se prefiere insistir en el aspecto doloroso que tal exclusión entraña; ambas series no remiten a elementos distintos y complementarios de la perdición, sino al mismo y único estado de muerte eterna, considerado siempre globalmente. Cabe preguntarse, con todo, por qué la imagen del fuego ha prevalecido (en las fórmulas de tipo positivo) sobre las demás. ¿Tal vez porque sugiera un dolor sumamente penetrante y agudo? Esa es, sin duda, la asociación de ideas más inmediata para nuestra cultura. Pero varios lugares de los sinópticos apuntarían a otra explicación, seguramente más próxima al mundo ambiental palestino, donde el uso del fuego como destino de lo ya inservible era un gesto habitual de la vida diaria. En el mensaje conminatorio del Bautista, el árbol que no da fruto «será echado al fuego» (Mt 3, 10); lo mismo sucederá con la paja, una vez separada del trigo (Mt 3, 12 = Le 3, 17). Jesús se expresa de modo semejante: «Todo árbol que no da buen fruto... es 11

REMBERGER, F. X., «Zum Problem des Hóllenfeuers», en VV.AA., Christus vor uns, 78-80; resulta sorprendente que una observación tan simple y bien fundada como ésta haya pasado prácticamente desapercibida. Vid. por ejemplo en ZEDDA, S., 257 ss., la interpretación del fuego como pena distinta de la separación de Dios. 11

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arrojado al fuego» (Mt 7, 19); también eso es lo que se hace con la ci­ zaña (Mt 13, 30.40­42). El símbolo del fuego valdría, pues, para ilus­ trar no precisamente un dolor físico que acompaña a la exclusión del reino, sino la vaciedad de una vida sin la comunión con Dios: fuera de esta comunión, la existencia humana resta totalmente frustrada; es tan inútil y sin sentido como el árbol sin fruto o la paja sin grano, y por eso su destino es el mismo de todo aquello que no sirve para na­ da. Que el estado de muerte eterna sea llamado fuego responde a la intención de resaltar el carácter de total desastre (de perdición, en el más riguroso sentido de la palabra) de la vida alejada para siempre de Dios, la fuente de la vida. ¿Cómo hacer compatible esta doctrina de la muerte eterna con aquellos otros lugares de la Escritura que enseñan la bondad de Dios y la naturaleza exclusivamente salvífica de la misión de Cristo? Sin perjuicio de volver sobre la cuestión en las reflexiones teológicas, ya a nivel de dato revelado se encuentra una valiosa sugerencia, que he­ mos utilizado en otro lugar, a propósito del juicio como autojuicio. Los textos de Jn 3, 17­19 y 12, 47­48 señalan que el juicio condena­ torio procede del condenado mismo, en cuanto que no cree («el que no cree, ya está juzgado/condenado»: Jn 3, 18) o no acoge la palabra de salvación («la palabra que yo he hablado, ésa le juzgará/condena­ rá el último día»: Jn 12, 48). De suerte que no es preciso que Cristo condene a nadie («si alguno oye mis palabras y no las guarda, yo no le condenaré, porque no he venido para condenar al mundo, sino para salvar al mundo»: Jn 12, 47); el hombre se basta por sí solo para perderse, cuando se sustrae voluntariamente a la oferta de sal­ vación. De forma semejante, los reprobos de Mt 25, 32 ss. lo son no porque el Señor los coloque en tal estado, sino porque se han labrado su propio destino de condenación cerrándose a las obras del amor fraterno. 12

2.

La tradición y la fe de la Iglesia

La doctrina del infierno aparece en los más antiguos documentos de la época patrística. En un primer momento los textos se limitan a 13

12

El verbo krinein y el sustantivo derivado /crisis significan en la terminología joánica el juicio reprobatorio: BUECHSEL, F ., en TWNT III, 942. Para la doctrina de los Padres, vid. FERNÁNDEZ, Α., La escatología en el siglo II, Burgos 1979, passim; BARDY, G., en L'enfer, 145­239; RICHARD, M., «Enfer», en DTC V, 20­120, sobre todo col. 47­83. 13

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seguir de cerca los lugares más conocidos del NT. «No os hagáis ilu­ siones, hermanos míos. Los que corrompen una familia, no hereda­ rán el reino de Dios»; el corruptor de la fe «irá al fuego inextingui­ ble». En la segunda carta a los Corintios, atribuida a San Clemente Romano, se aplica a los incrédulos el texto de Me 9, 4 8 : «Su gusano no morirá y el fuego de ellos no se extinguirá». Con los apologistas se inicia un proceso de justificación racional de las penas infernales; San Justino presenta el infierno de la fe cristiana como la más eficaz contribución a la pacífica convivencia y al orden social, al implicar esa doctrina que existe una justicia eterna que no dejará impunes los crímenes de los malvados. Atenágoras sostiene que el pensamiento de un castigo eterno es un estímulo para la observancia de las normas morales. San Ireneo y Minucio F élix comentan la eternidad de las penas. La unanimidad de la primera patrística se rompe con Orígenes. El teólogo alejandrino se apartará en dos puntos de lo que venia sien­ do comprensión generalizada del dato revelado. En primer lugar (es el punto de mayor importancia), Orígenes pone en duda el carácter eterno de la condenación: los textos escrituristicos acerca de una muerte eterna cumplen una función conminatoria y las penas preten­ didamente eternas son, en realidad, medicinales y, por tanto, tempo­ rales. La razón de esta postura se encuentra en la tesis origenista de la permanente capacidad de opción, propia del alma en cuanto prin­ cipio espiritual, que da lugar, lógicamente, a una visión cíclica de la historia en la que el destino de los individuos nunca puede estar defi­ nitivamente fijado. No obstante, la concepción de Orígenes no es en­ teramente coherente: en otros lugares parece inclinarse por la tesis de la apocatástasis. En todo caso, el propio Orígenes confiesa: «Todas estas cosas las trato con gran temor y cautela, más teniéndolas por 14

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S. IGNACIO DE ANTIOQUIA,^d£pA., 16, 1­2 (RUIZ BUENO, D., Pa­ dres Apostólicos, Madrid 1965, 456); cf. 1 Co 6,9; Me 9,43. Ep. ad Cor II, 17,5 (RUIZ BUENO, D., 370). " Vid. Apología 1,12 y Apología II, 9 (RUIZ BUENO, D., Padres Apologis­ tas griegos, Madrid 1954, 191 s., 271 s.). Legatio, 31 (RUIZ BUENO, D., Padres Apologistas..., 700­702). " Adv. Haer., 4, 28,2; Octayius, 35. " Contra Celso, 5,15; 6,26 (ed. RUIZ BUENO, Madrid 1967, 343 s., 410 s.); cf. PeríArchón, 2,10,6 (PG 11, 238 s.); vid. al respecto TREVIJANO, R„ «Á pro­ pos de l'eschatologie d'Origéne», en Studia Patrística XVI (Γ985), 268 s. PeríArchón, 1.6, 1.3; 3,6,6 (PG 11, 165, 169, 338); cf. DANIÉLOU, J., Message évangelique et culture hellénistique, Tournai 1961, 381­390. 15

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discutibles y revisables que estableciéndolas como ciertas y definitivas». Su testimonio en lo concerniente a esta doctrina no es tanto el del creyente cuanto el del filósofo. Con todo, la inmensa autoridad de que disfrutaba hizo que sus reservas influyesen sobre otros autores, principalmente sobre San Gregorio de Nisa. La condena del llamado «sínodo endemousa» (DS 411) puso fin, el año 543, a la propagación de las opiniones origenistas, con lo que se restablece la unanimidad en lo tocante a la duración eterna del infierno. El otro elemento nuevo se refiere a la naturaleza del fuego. Reaccionando (como lo ha hecho en otros sectores de la doctrina) contra una inteligencia literalista de los textos bíblicos, Orígenes se opone a la concepción masivamente material de la pena del fuego. En un célebre pasaje se expresa de este modo: «¿Qué significa... la amenaza del fuego eterno?... Todo pecador enciende para si mismo la llama del propio fuego. No que sea inmerso en un fuego encendido por otros y existente antes de él, sino que el alimento y materia de este fuego son nuestros pecados...». Así pues, el fuego infernal de que habla la Escritura es símbolo del tormento interior del condenado, afligido por su propia deformidad y desorden. Lo que pueda haber de excesivamente restrictivo en esta interpretación no impide reconocer en ella un saludable contrapeso a las concepciones hasta entonces dominantes, que se fijaban casi exclusivamente en el aspecto de tormento físico, descuidando el dato esencial: la pérdida de Dios. Según Bardy, en efecto, habrá que esperar hasta San Juan Crisóstomo para hallar una mención explícita del estado de perdición como exclusión del reino de D i o s : «desde el momento en que alguien es condenado al fuego, evidentemente pierde el reino, y ésta es la desgracia más grande. Sé que muchos tiemblan ante el solo nombre de la gehenna, mas para mi la pérdida de aquella gloria suprema es más terrible que los tormentos de la gehenna». Que sea ésta, en verdad, la esencia de la muerte eterna, y no los castigos sensibles, ha21

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Peri Archón, 1,6,1. Vid. BARDY, G., 231-235. Peri Archón, 2,10,4 (PG 11, 236). Veremos más adelante que no es posible reducir la situación del condenado a un mero conflicto interior, puramente espiritual, sin ninguna resonancia en su entorno material. BARDY, G., 165. In Matth. Hom. 23,7.8 (PG 57, 317). 21

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La vida eterna

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bía sido ya sugerido por San Agustín: «se dará la muerte sempiterna cuando el alma no podrá vivir, al no tener a Dios». En los documentos del magisterio, la doctrina del infierno no aparecerá sino en época tardía. El hecho de que no se contenga en los antiguos símbolos de fe (mientras que la vida eterna es uno de los artículos más pronto insertados en ellos) corrobora cuanto se ha dicho más arriba sobre la no pertenencia de la muerte eterna al «evangelio» y la Índole no simétrica de la escatología cristiana. La primera recensión se encuentra en el símbolo «Quicumque», redactado probablemente en la segunda mitad del siglo V o a comienzos del siglo VI: «los que hicieron el mal (irán) al fuego eterno» (DS 76). El canon 9 del antes citado sínodo endemousa condena a quien piense que «el suplicio de los demonios y de los impíos es temporal o tendrá fin alguna vez» (DS 411). En época medieval el Concilio Lateranense IV emitió una profesión de fe contra la herejía albigense, en la que se estipula que los pecadores «recibirán... con el diablo una pena perpetua» (DS 801); esta declaración fue hecha necesaria porque los albigenses no admitían otro estado penal sino el de la encarnación; las almas pecadoras sufrirán tantas encarnaciones cuantas sean precisas para librarse de sus culpas; la apocatástasis pondrá fin a estas encarnaciones sucesivas y entrañará la aniquilación de la materia. Como se ve, tales puntos de vista pueden considerarse como un neoorigenismo, y proceden (lo mismo que en Orígenes) de una cosmovisión dualista. Un siglo más tarde, la constitución dogmática Benedictus Deus vuelve a tratar la doctrina del infierno, después de haber expuesto en detalle lo concerniente a la visión de Dios: «las almas de los que mueren en pecado mortal actual... descienden al infierno, donde son atormentadas con penas infernales» (DS 1002). Teniendo en cuenta que en el contexto precedente se ha definido la vida eterna como visión inmediata de Dios, es lícito suponer que las «penas infernales» mencionadas por el documento, y que constituyen el estado de muerte eterna, consistirán (fundamentalmente, al menos) en el completo y definitivo distanciamiento de Dios. La constitución Lumen Gentium del Vaticano l l ha tocado el tema del infierno transcribiendo diversos textos del N T : «Es necesa21

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De Civ. Dei, 21,3,1 (PL 41, 710). Que la pena del pecado sea «la carencia de la visión de Dios» había sido ya señalado por Inocencio III (DS 780); el pecado a que se refiere es el pecado original; lo mismo valdrá, a fortiort, del pecado personal. POZO, C, 451 s., 554 s. 27

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rio... que velemos constantemente para que... no se nos mande, como a siervos malos y perezosos (cf. Mt 25, 26), ir al fuego eterno (cf. Mt 25, 41), a las tinieblas exteriores, donde habrá llanto y rechinar de dientes (Mt 22, 13 y 25, 30)... Al fin del mundo saldrán... los que obraron el mal para la resurrección de condenación (Jn 5, 29; cf. Mt 25, 46)» (LG 48). El textus prior no mencionaba la muerte.eterna; ésta se introdujo en el texto definitivo a petición de varios Padres y es presentada como una posibilidad que ha de estimularnos a la constante vigilancia. Que en la mente del concilio se trate de una posibilidad real consta por la respuesta que la comisión teológica dio a un Padre (quien pedía que se afirmase la existencia de hecho de condenados), remitiéndole a «la fórmula gramatical futura (y no condicional) que poseen los textos evangélicos que se aducen en el número 48 al hablar del infierno». 30

3.

Reflexiones teológicas

El examen de la doctrina del infierno en la Escritura y la fe de la Iglesia creemos que confirma la aseveración sentada al comienzo del presente capítulo: ejjínico fin de la historia es la salvación; ésta es, p_or consiguiente, el objeto propio de la escatología. Quien equiparase i la promesa del cielo con la amenaza del infierno, como si ambas co- ¡ sas, la vida y la muerte eternas, gozasen de los mismos derechos de ciudadanía en el ámbito de la fe cristiana, deformaría el horizonte; evangélico. Fiel a este horizonte, la Iglesia, que se cree autorizada para sancionar con su testimonio la salvación definitiva de muchos de sus fieles (las canonizaciones no son otra cosa), no ha osado jamás emitir paralelamente un veredicto de condena definitiva. El punto de partida para una concepción teológica de la muerte eterna, ajustado tanto a la revelación como a la fe y la praxis eclesiales, ha de ser su no procedencia de la voluntad de Dios; desde aquí habrá de verificarse la posibilidad de comprender el infierno como la sanción inmanente de la culpa. De esta suerte se hace justicia a las enseñanzas de la revelación y se alcanza, a la vez, una mayor credibilidad en la presentación de la doctrina. 31

Ibid., 555. TROISFONTAINES, R., «..J'entre dans la vie», París 1963, 156; CROUZEL, H., «Apocatástasis», en SM I, 331 s. 30

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La vida eterna 3.1.

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El infierno, creación del hombre

Hemos examinado anteriormente una serie de declaraciones bíblicas en las que se alude a la bondad de Dios y de su creación, así como a su voluntad salvífica. Tales aserciones prohiben atribuir a Dios responsabilidad directa en la existencia de un estado de perdición o, todavía más, de una criatura cuya única razón de ser consista en servir de instrumento de tortura. _£7 Infierno no es creación de Dios. La voluntad divina respecto a él es idéntica a su voluntad respecto al pecado, supuesto que la muerte eterna no es sino el fruto del pecado. Ahora bien; es evidente que Dios no puede crear ni querer el pecado. No se ve entonces cómo pueda crear o querer el infierno. La Iglesia ha rechazado la tesis del predestinacionismo cuantas veces ha aparecido en la historia (desde el siglo V, con Lúcido, hasta el calvir nismo y el jansenismo), es decir, ha condenado como herética la atribución a Dios de una voluntad positiva de condenación. Por consiguiente, si no queremos vaciar de todo contenido real los textos bíblicos acerca del infierno, hay que buscar en el hombre la causa de su existencia. En efecto, según Jn 3, 17 ss. y 12, 14 ss., la muerte eterna brota de las profundidades de la opción humana: el juicio de condenación es siempre autojuicio. Lajobjeción tan extendida de que «Dios es demasiado bueno para que el infierno exista» es superficial en extremo; olvida que, «para que el infierno exista», no es preciso que Dios lo haya creado o querido; basta que exista el hombre que opta, consciente y voluntariamente, por una vida sin Dios. \ Con otras palabras:,sólo habrá infierno para quien haya querido, de ; modo lúcido y reflejo, edificar su vida al margen de Dios, quien lej vanta acta de esta voluntad y la ratifica. Y como Dios es la vida, lo i que resulta de la repulsa humana es la muerte eterna. La pregunta sobre la facticidad del infierno se resuelve, pues, en otra equivalente : ¿es el hombre suficientemente libre para pecar mortalmente? ¿Puede el hombre cometer acciones mortales de necesidad, realizar su existencia como un no inconmovible a la interpelación de Dios? Pues, como acabamos de señalar, únicamente en esc caso es factible (para él) el infierno. Indudablemente, es difícil concebir una negativa explícita y radical del hombre a la oferta divina de amistad. El que no cree en él, no incurrirá normalmente en la incongruencia de rechazarlo de este mo32

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CONGAR, Y. M., Amplio mundo mi parroquia, Estella 1965, 121 ss.

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d o . " Y el que cree, ¿cómo se atrevería a hacerlo? Pero el NT conoce otra forma de negación de Dios, que es la negación del hombre, ima­ gen de Dios. Los condenados de Mt 25, 31 ss. se sorprenden al verse acusados de no haber socorrido al Señor («Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento...?»); la respuesta es: «cuanto dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños, también conmigo dejasteis de hacerlo. Ε irán éstos a un castigo eterno». Así pues, la suerte del hombre no se decide sólo en una opción explícita y reflejamente teo­ lógica (fe­incredulidad), sino también en la postura ante el que es imagen de Dios y sacramento de Cristo, a saber, ante el prójimo (amor­desamor). Vistas las cosas desde este ángulo, la cuestión que hemos plantea­ do (si se dan o no esa clase de acciones y actitudes, libres y responsa­ bles, que conducen a la muerte) tiene que responderse afirmativa­ mente. No se puede negar la existencia de situaciones objetivas de pe­ cado (social e individual); la necesidad, hoy tan urgida por parte de los cristianos más comprometidos, de la denuncia profética así lo de­ muestra. Tales situaciones objetivas postulan una responsabilidad subjetiva, únicamente localizable en la personalidad creada (de lo contrario, el responsable sería Dios). Pues bien: ese sujeto responsa­ ble está afirmando su yo frente a (y contra) Dios, atemática e implíci­ tamente alcanzado en la mediación del prójimo. O dicho de otro mo­ do: esa persona está optando por una existencia sin Dios. Una ojeada a cualquier época de la historia (y la de nuestros días no es una ex­ cepción) mostrará que hay hombres animados por una voluntad (en ciertos casos, auténticamente demoníaca) de negación del prójimo; hombres que no dudan en construir su vida sobre la violencia inferi­ da, en sus más diversas manifestaciones, al que debería ser tratado 34

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Sin poder excluir taxativamente la posibilidad de una pretensión satánica de autonomía, creo que las diversas formas de ateísmo hoy imperantes coinciden, por lo regular, en no contemplar la hipótesis Dios con la suficiente seriedad y precisión conceptual como para justificar el hecho de una opción directamente dirigida contra él (vid. GS 19­21). Lo que se esconde bajo las actuales negaciones de Dios es, en muchos casos, repulsa de algo que nada tiene de divino, e incluso afirmación pa­ radójica de valores auténticamente religiosos. Un caso emblemático de tal actitud seria el de Bloch; vid. RUIZ DE LA PEÑA, J. L., «Ernst Bloch: un modelo de cris­ tología antiteísta», en RCI (julio­agosto 1979), 66­77. Vid. supra, cap. V, 4; cf. LIBANIO, J. B.­BINGENER, M. C , 250 ss: en América Latina, el cúmulo de injusticias e indignidades hace nítidamente perceptible la realidad del no a Dios. 3 4

La vida eterna

265

como hermano. En el laberinto de las responsabilidades interdependientes, los tribunales de la historia no siempre podrán individuar su rastro. Mas tales responsabilidades existen, o lo que es lo mismo, el pecado (la negación culpable de Dios) existe. Por otra parte, si se duda de que el hombre sea suficientemente libre para elegir el infierno, ¿con qué lógica le reconoceremos libertad en absoluto? Más concretamente: ¿cómo afirmar que sea libre para elegir el cielo? Hemos dicho antes que el infierno de la revelación es la imagen invertida de la gloria, sólo admisible en una economía sobrenatural, en la que la propuesta de amistad que Dios hace al hombre es rigurosamente veraz y se dirige, por hipótesis, a un ser capaz de estar a la altura de lo que la propuesta implica: una toma de postura firme, responsable, que Dios sanciona (para bien o para mal). La oferta divina es la de «una salvación total, de manera que rehusarla... significa una pérdida total». La amistad, en efecto, no se impone; es algo que se ofrece y se acepta libremente. Por lo mismo, le es connatural el riesgo de ser desdeñada, un riesgo con el que Dios ha querido contar al establecer una economía de alianza. Por eso la escatología cristiana tiene que hablar del infierno (aunque no sea éste el tema de su mensaje); porque en ella «no se nos revela una teoría, sino que se "nos convoca a una decisión». Con lo cual está dicho también que cuanto la escatología afirme sobre el infierno vige únicamente a nivel de las personas singulares, no a escala comunitaria; a esta escala, la fe cristiana sólo puede proclamar la salvación. 35

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Vid. en JOURNET, C, Le mal. Essai théologique, Bruges 1962 , 205, un penetrante texto de Berdiaev en el que, entre otras cosas, se lee lo siguiente: «si afirmamos sistemáticamente la personalidad y la libertad, desembocamos en la posibilidad del infierno. Es fácil sobrevolar la idea del infierno, pero de este modo nos son retiradas la personalidad y la libertad». Cf. asimismo TILLICH, P., Teología sistemática II, Barcelona 1973, 52, 88; BREUNING, W„ 811; DÍAZ, C, Corriente arriba, Madrid 1985, 135 («el rechazo de la culpabilidad es una manifestación palmaria del rechazo de la dimensión completa de la persona»). CONGAR, Y. M., 108 s. Hemos de dar aquí por supuesto (la cuestión concierne a la antropología teológica; cf. RAHNER, K., ET VI, 234-247) que las opciones humanas, tomadas en su conjunto, van acuñando en la persona un talante indeleble, que tiende a la definitividad y que es sellado por la muerte. En el próximo capítulo se encontrarán ideas sobre este asunto. MAURY, P., L'eschatologie, Genéve 1959, 84; cf. MARTELET, G.,L'audelá retrouvé, París 1975, 182: «¿quién puede garantizar, sin destruir el mismo amor, que el amor realmente ofrecido no puede convertirse en un amor libremente rehusado?» 35

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Justamente por eso creemos que la teoría de la apocatástasis adolece de una grave ambigüedad, al extrapolar ilegítimamente el dato revelado de la salvación universal; lo que es válido para el conjunto de la humanidad como todo unitario, no tiene por qué serlo necesariamente en todos y cada uno de los individuos, so pena de lesionar sin remedio la objetividad de un orden fundado sobre la facultad de respuesta libre y responsable. Es cierto que el tenor de los textos bíblicos, e incluso la praxis de la Iglesia antes recordada, nos invitan a hablar de la muerte eterna como admonición sobre el propio destino, y no como teoría sobre el destino ajeno (lo que no acontece en el caso de la vida eterna). Mas toda intelección del infierno que lo reduzca a posibilidad meramente especulativa, a más de despojar al hombre del poder de forjar su propia suerte (con lo que cesaría de ser 38

Para una orientación general vid., SCHEFFCZYK, L., «Apocatástasis: fascinación y aporia», en RCI (1985), 85-95; CROUZEL, H., «Apocatástasis», en SM I, 329-332; ADAM, K., «Zum Problem der Apokatastasis», en ThQ (1951), 129138. En la sistemática protestante son importantes las tomas de postura de BRUN NER, E., 197-202, y ALTHAUS, P., Die letzten Dinge, Gütersloh 1964', 187-196, quienes convienen en que la apocatástasis significaría la absorción del poder humano de decisión en una arbitraria decisión divina y la negación práctica, por ende, de la gravedad y seriedad del juicio de Dios. Igualmente MAURY, P., 85 s.: «tenemos que rechazar la doctrina falsamente evangélica, como aquélla de Orígenes, del restablecimiento de todas las cosas, que sería en último análisis el restablecimiento de todo pecado». El pensamiento de BARTH, K., (Die kirchliche Dogmatik U/2, Zürich 1946 , 498-508), es más difícil de precisar. He aquí un texto representativo: «¿apokatastasis pontón? No, pues la gracia que a la postre alcanzase y abrazase a todos y cada uno no sería la gracia libre, no seria la gracia divina. Pero ¿podría serlo si nosotros pudiésemos impedirle en absoluto hacer esto?» (reconciliar a todos) (Die Botschaft von der freien Gnade Gottes, Zollikon 1947, 8). Como contraste, véase este otro texto: «quien no cree en la apocatástasis es un buey, pero quien la enseña es un asno» (Dogmatik im Dialog I, Gütersloh 1973, 314). Vid. sobre todo esto WOHLGSCHAFT, H., Hoffnung angesichts des Todes, München 1977, 71-73 y nota 22; 95 s. Desde una perspectiva exegética, defiende la apocatástasis MICHAELIS, W., Die Versohnung des Álls, Bern 1950; vid. por el contrario GRELOT, P., Le monde a venir, París 1974, 120: «ningún texto de Escritura aporta el menor fundamento» (a la tesis de la apocatástasis). Últimamente KÜNG, H., 236-240 parece inclinarse por reconocer a Dios una potestad sobre «la eternidad de las penas del infierno». No veo cómo puede sostenerse esta opinión sin responsabilizar a Dios de la situación-infierno y sin reincidir en la vieja concepción de la pena como algo extrínseco y sobreañadido a la culpa; el infierno deja así de ser creación exclusiva del hombre, contrariamente a cuanto venimos exponiendo. 31

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persona para convertirse en un autómata), ignora el hecho constata­ ble del pecado. En este hecho emerge nítidamente él carácter real, no especulativo, de la posibilidad del infierno. O mejor, en el hecho del pecado, la posibilidad se realiza ya como facticidad (a la que sólo fal­ ta Ta consolidación para convertirse en lo que las fuentes llaman «muerte eterna»), de modo semejante a como la gracia es ya incoa­ ción real de la vida eterna. En cuanto a la hipótesis de la aniquilación, la ausencia de parti­ darios entre los teólogos de nota sugiere ya su incompatibilidad con la antropología cristiana. La Escritura ve en el hombre una magnitud absoluta, perennemente válida ; la aniquilación de una persona re­ sulta un enunciado contradictorio. Dios no puede renegar de su crea­ ción (eso sería, en el fondo, la aniquilación); él hombre no puede dis­ poner de su ser en orden a la existencia (que ha recibido como don). Por ese doble motivo (constantemente presente en la Escritura), la aniquilación del pecador es una hipótesis teológicamente insosteni­ ble. En resumen; tanto la teoría de la apocatástasis (entendida como certeza absoluta de una salvación predicable universalmente de la co­ lectividad humana y de sus singularidades) como la eventualidad de una aniquilación de los pecadores, privan de significado la revelación de la muerte eterna; convierten la historia en un proceso mecánico de 39

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Vid. exposición y critica en ALTHAUS, P., 188 ss.; cf. SCHMIED, Α., «Ewige Strafe oder endgültiges Zunichtwerden?», en Theologie der Gegenwart (1975), 178­183. Un defensor de esta teoría sería LACAN, M. F ., «Le mystére de l'enfer», en Rev. Cath. Intern. Communio (julio­agosto 1979, 76­81). TORNOS, Α., parece simpatizar también con la hipótesis, aun reconociendo las dificultades para conciliaria con las declaraciones del magisterio eclesiástico. Vid. en fin PERRIN, J., «Á travers la mort l'Esprit nous recree pour la vie sans fin», en NRTh (1981), 58­75 («el dogma del infierno podría significar esto; ... el hombre... puede disponer libre­ mente de sí mismo, y por tanto puede rehusarse a Dios... La muerte terrestre seria entonces muerte para siempre»). De parte protestante defiende la hipótesis JÜN­ GEL, E., tod, Stuttgart 1974, 117­120, duramente refutado por HEIDLER, F., Die biblische ehre von der Unsterblichkeit der Seeie, Góttingen 1983, 122­139. • Esta versión de una aniquilación como suicidio metafisico parece más digna de ser tomada en consideración que la que adjudica a Dios la acción positiva y directa de aniquilación del pecador. Recuérdese la frase de Lutero: «aquél a quien Dios habla, sea en ira...». Adviértase que una exégesis teológica no tiene por función explorar todas las posibilidades interpretativas latentes en un texto aislado. Acaso ciertos pasajes bíblicos admitiesen en absoluto la interpretación de una aniquilación de los pecado­ res. Pero ¿sería congruente tal interpretación de un texto con su contexto general y con la lectura que, consiguientemente, hace de él la Iglesia? 4 0

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Teología sistemática. A) Escatología colectiva

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divinización de la criatura, en el que Dios es el único autor y actor responsable; erosionan la cabal envergadura de la índole personal del hombre. Por otra parte, la atribución a Dios de la existencia del in* fiemo incide en un predéstinaciónismo extraño al evangelio; sólo el hombre (no Dios) puede darse a sí mismo la muerte eterna (a la inversa, sólo Dios —y no el hombre— puede darle al hombre la vida eterna); el infierno puede existir sólo como fabricación humana (de forma semejante, el cíelo puede existir sólo como autodonación divina); de ahí (y ésta es la parte de razón que debe reconocerse a la teoría de la apocatástasis) la naturaleza asimétrica de la escatología, a la que nos referíamos al comienzo, y el carácter dialéctico de un mensaje que, proclamando la salvación como certeza absoluta, habla también de la condenación como posibilidad real. 3.2.

La esencia de la muerte eterna

Cuanto acabamos de decir impone ya una determinada concepción de la esencia del infierno. La vida eterna es descrita en la Escritura como un «ver a Dios» que es, en realidad, un «vivir junto a Dios», en la participación de su ser. P_ues bien: la muerte eterna, negación de la vida, será la irreparable lejanía de Dios, el vacío incolmable de su ser; en esto consiste su esencia. Las representacionesj imaginativas del infierno cual cúmulo de tormentos sensibles deterio-¡ ran su terribilidad, banalizándola y dislocándola de lo sustantivo; ignoran además las profundidades alcanzables por el ser humano, ca- \ paz de resistir serenamente todo género de sufrimientos mientras posea una razón de vivir* y pasan por alto el teocentrismo dominante en la visión bíblica del hombre. El hombre, imagen de Dios, es la criatura sustancialmente referida a su creador, de suerte que se logra o se malogra en la medida en que lo alcanza en la esfera de una relación de comunicatividad vital. El lenguaje negativo (infierno como exclusión de la vida) se ha plasmado, como vimos, en una serie de textos repartidos por el entero NT, pero aunque tal lenguaje no se recogiese explícitamente en dicha serie, podría deducirse de toda afirmación es criturística sobre la muerte eterna, con sólo proyectar ésta sobre el 1

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Los relatos alucinantes de los campos de exterminio y de los refinamientos a que ha llegado hoy la técnica de tortura han descubierto, con impresionante eficacia, esas profundidades. 4 2

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horizonte de la antropología bíblica. No es, pues, por simple oportunismo por lo que debe insistirse en lo que la teología tradicional llamó «poena damni», éno por fidelidad al dato revelado. En esta concepciórTáparece clara, además, la continuidad pecado-muerte eterna. Esta no es más que lo virtualmente contenido en aquél: la repulsa de Dios. El infierno, por consiguiente, ha de ser el resultado de tal repulsa: la existencia sin Dios. Sin duda un infierno así descrito no impresionará demasiado a la imaginación. Y ello porque todavía no tenemos experiencia de lo que significa. Durante nuestra existencia terrena, Dios no está nunca tan lejos que no podamos darle alcance; incluso para el pecador, él es aquél que no quiere su muerte, «sino que se convierta y viva». Esa constante disponibilidad divina para la oferta de salvación hace que la experiencia de su lejanía en el tiempo sea inconmensurable con la que se dará en la eternidad; el infierno inaugura una vivencia rigurosamente inédita. En realidad, todavía no sabemos lo que es vivir sin\ Dios; ser hechos para él y no poder llegar a él; percibir lo que representa el centro de atracción del entero dinamismo humano como fuerza repulsiva; perder, de este modo, el sentido de una existencia que ya no tiene objeto. Es este no saber actual lo que obliga a la revelación a ilustrar el escueto lenguaje negativo con los símbolos del lenguaje positivo. Por otra parte, lo que solía nombrarsé/?oena sensus,~ty existencia de una pena sensible proveniente de una clTusa material, no hace más que poner de relieve que el hombre sigue siendo, en las más diversas situaciones, un ser-en-el-mundo. Lo mismo que hablábamos de esta nota constitutiva de lo humano al reflexionar sobre la vida eterna, hemos de hacerlo ahora a propósito de la muerte eterna, pues el condenado no puede perderla; necesita desplegar su existencia en la esfera de una infraestructura material, mundana. Pues bien: en la nueva creación, centrada en Dios y ordenada en torno a ese centro unificador, el impío no encontrará su sitio; experimentará el mundo, no como albergue acogedor de la existencia, sino como medio inhóspito, que lo asedia y oprime sin tregua y del que no puede, empero, evadirse, porque a él lo liga su mundanidad constitutiva. La poena sensus sólo puede entenderse así, como la resonancia en el condenado de la inversión (causada por su pecado) del orden natural de la creación. Según este orden, el hombre ha de someter el mundo material a su dominio. Mas en el estado de perdición será la materia la que esclavice al hombre; de ahí la nueva designación que propone Journet: «pe-

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na cósmica», con la que se manifiesta más claramente que la «pena de sentido» no es un incremento convencional yuxtapuesto a la esen­ cia del infierno, sino uno de los momentos de su realidad. Desde aquí podría ensayarse una respuesta a otro de los interrogantes clásicos sobre el infierno, el que atañe a su localización. Todos los intentos de trazar un «mapa del más allá» han naufragado en su puerilidad. El infierno­lugar, más que una circunscripción espacial, es una relación; algo así como un pervertido ser­en­el­mundo. Siendo el pecado, en sustancia, ruptura de comunión (la negativa al diátogo con Dios y con el prójimo), el infierno, su fruto consuma­ do, es la total soledad, la incomunicación absoluta. El egoísmo pe­ cador atomiza la existencia, aislando al hombre de sus semejantes y de Dios. Y también aquí Dios respeta escrupulosamente la opción hs­ mana. El que se había elegido a si mismo tiene a la postre lo que que­ ría: se tiene sólo a sí, en el egocentrismo perfecto de una inviolable clausura; «quien rehusa el amor, rehusa ser amado». La soledad in­ fernal conlleva el silencio; la imagen sobrecogedora del único lengua­ je posible en el infierno es «el crujir de dientes» de los textos sinópti­ cos, el sonido inarticulado, no significativo, no comunicativo. Nadie habla con nadie, nadie conoce a nadie; ha cesado todo diálogo. El in­ fierno es, en verdad, el «no pueblo», la anticiudad, la negación de la comunidad. Todo lo que antecede acerca de la esencia del infierno y la natu­ raleza de los elementos que lo forman (lejanía de Dios, vecindad opresiva del mundo, soledad) podría sintetizarse en la afirmación si­ guiente: la muerte eterna es la sanción inmanente de la culpa. Con­ cebirlo como una serie de penas impuestas desde fuera no sólo volve­ ría a plantear la cuestión de una causalidad positiva de Dios en su 44

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JOURNET, C, Le mal..., 224. Esta interpretación del «fuego» se va hacien­ do cada vez más común; vid. SCHMAUS, M., Teología Dogmática VII, Madrid 1964\ 454 s.; CONGAR, Y. M., 117; REMBERGER, F . X., 80 s.; WINKLHO­ FER, Α., Das Kommen seines Reiches, F rankfurt a.M., 1962', 101­103; RATZIN­ GER, J., «Hollé», en LTK V, 449, etc. En realidad es la única interpretación capaz de sustituir la insostenible tesis de que Dios ha creado algo exclusivamente para tor­ turar. RATZINGER, J., Introducción al cristianismo, Salamanca 1971, 261 s., 273; JOURNET, C, «Das Nein...», 64; WINKLHOF ER, Α., 91; RONDET, H., 397 ss. NICOLÁS, J. H., citado por JOURNET, C, Le mal..., 203. MARITAIN, J., citado por JOURNET, C, ibid., 204 s., 225 s.; RAHNER, K., ET VI, 252­255. 4 4

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existencia, sino que significa una concesión a antropomorfismos inaceptables, basados en la analogía del castigo-venganza infligido por un juez que fija penas discrecionales, extrañas al delito mismo. En estos modelos, «culpa y castigo son diversos no sólo formalmente, sino también real y materialmente»; una correcta interpretación teológica puede mostrar, en cambio, que lo que suele llamarse castigo divino es la «consecuencia connatural de la culpa, de cuya propia esencia dimana, sin que tenga que ser añadido por Dios especialmente». En definitiva (repitámoslo todavía una vez), el infierno está latente en la estructura misma de quien lo sufre, como una de las posibles dimensiones de lo h u m a n o ; es el hombre el único ser capaz de crearse un infierno, y creárselo a su medida. La magnitud del mismo es la parábola de su grandeza. 47

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RAHNER, K., ET VI, 253 s. RATZINGER, J., Introducción..., 272.

Β)

Escatología individual

Capítulo IX La muerte BIBLIOGRAFÍA: RATZINGER, J., Escatología, Barcelona 1980, 73-103; POZO, C, Teología del más allá, Madrid 1981 , 465-488; KÜNG, H., ¿Vida eterna?, Madrid 1983, 19-50; 247-288; RAHNER, K., «La muerte del cristiano», en Mysterium SalutisV, 439-466 (reproducido en SzThXIII, 269-305); ID., Sentido teológico de la muerte, Barcelona 1961; ID., «Zu einer Theologie des Todes», en SzThX, 181201; RUIZ DE LA PEÑA, J. L., El hombre y su muerte. An­ tropología teológica actual, Burgos 1971; ID., Muerte y mar­ xismo humanista. Aproximación teológica, Salamanca 1978; ID., El último sentido, Madrid 1980, 131-154; JÜNGEL, E., Tod, Stuttgart 1977 ; TROISFONTAINES, R., «Je ne meurs pas...», París 1960 ; BOROS, L., Mysterium mortis. Der Mensch in der letzten Entscheidung, Olten 1964* (hay trad. esp.); VV. AA., «La muerte y el cristiano», n.° monográfico de Conc 94 (abril 1974); VV. AA., «El dolor y la muerte», n.° monográfico de ST (octubre 1977). 2

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El giro antropológico de la filosofía contemporánea ha concedido una decisiva importancia a la inquisición sobre la muerte, descubriendo lo que ella representa para una cabal comprensión del hombre. No sólo la filosofía, sino también la teología, se ocupan hoy del tema con interés y profundidad desusados. En lo tocante a esta última, la muerte ha dejado de ser objeto exclusivo de la escatología (en donde había sido acantonada por la teología clásica de los manuales) para ocupar el puesto que le corresponde en la antropología teológica. El cambio de acento es ya perceptible en un texto conciliar: «ante la 1

He abordado el estudio de este cambio de perspectiva y de los nuevos contenidos de la filosofía y la teología de la muerte en mis libros El hombre y su muerte... y Muerte y marxismo... A ellos remito para ulterior información sobre los aspectos que no pueden ser desarrollados aquí. 1

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Teología sistemática. Β) Escatología individual

muerte, el enigma de la condición humana llega a su punto culminan­ te. Pues no sólo es atormentado el hombre por el dolor y la disolu­ ción progresiva de su cuerpo, sino también y sobre todo por el temor de su desaparición perpetua» (GS 18). No obstante, es el nivel propia­ mente escatológico de la temática en torno a la muerte lo que solicita ahora nuestra atención: el hecho de que el fin de la historia acontece para cada hombre en su muerte. Bajo ese aspecto examinaremos la doctrina de la Escritura y la tradición, mientras que en las reflexiones teológicas aparecerán algunas de las implicaciones antropológicas del tema.

1.

Muerte y escatología en la Escritura

La relación muerte­escatología se desarrolla en dos series de tex­ tos bíblicos. La primera está compuesta por todos aquellos lugares en los que se enseña que con la muerte termina el tiempo de la decisión: la suerte eterna de la persona depende de las opciones realizadas en la existencia histórica que acaba con la muerte. U n a segunda serie comprende los textos que hablan de la muerte como comienzo, del estado definitivo. Es obvio que tales textos confirman a fortiori la doctrina de la primera serie (muerte como término del tiempo de prueba), añadiéndole además una precisión sumamente importante: la no dilación hasta el éschaton de la situación de vida o muerte eter­ nas, que por tanto surte efecto a renglón seguido de la muerte. 1.1.

La muerte, término del tiempo de prueba

En otro lugar de este libro hemos estudiado la evolución que en el AT experimentó la idea de la retribución. Una persuasión común a todas sus fases es que son las obras de la existencia encarnada lo que determina el mérito o demérito de la persona. El scheol de las viejas concepciones es el lugar de la pasividad extrema, de suerte que resul­ ta impensable atribuir a sus habitantes cualquier tipo de actividad de­ cisoria. Cuando se llega a la solución de una retribución ultramunda­ na, ésta se presenta como respuesta de la justicia divina a las actitu­ des tomadas por el hombre durante su vida. En tal sentido destaca la doctrina de Sb 2­5, donde la muerte entraña el fin de los sufrimientos del justo y de las falsas ilusiones del impío, sin que en ninguno de am­ bos casos se pueda rehacer la existencia temporal. En el N T , las numerosas alusiones al juicio dan por sentado que éste versa sobre las obras actuadas en el tiempo (Mt 13, 37 ss.; 25,

La muerte

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34 ss.; Jn 3, 17 ss.; 5, 29; 12, 47 ss.). La parábola del rico epulón (Le 16, 19 ss.) ofrece la misma doctrina de Sb 2-5 respecto a la inversión de situaciones a partir de la muerte; cf. igualmente la versión lucana de las bienaventuranzas (Le 6, 20-26). Particularmente explícito es el texto de 2 Co 5, 10: «porque es necesario que todos seamos puestos al descubierto ante el tribunal de Cristo, para que cada cual reciba conforme a lo que hizo durante su vida mortal, el bien o el m a l » . De forma semejante se expresa Hb 9, 27: «está establecido que los hombres mueran una sola vez (hápax) y luego (meta toüto) el juicio»; aunque el juicio aquí mentado sea el universal-escatológico, el texto contiene una clara aserción de la irrepetibilidad y decisoriedad (há­ pax) de la vida que culmina en la muerte. 2

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1.2.

La muerte, comienzo de la retribución definitiva

La idea de que la muerte introduce al hombre en el estado defini­ tivo de vida o muerte eternas es probablemente desconocida para el AT, incluso en el último estadio del problema de la retribución. En efecto, aunque los pasajes antes citados de Sb 2-5 indican que la muerte supone ya una discriminación de buenos y malos, no es en modo alguno evidente que tal discriminación corresponda a la retribución esencial; puede tratarse de una situación transitoria en espera de la consumación escatológica. La opinión en contra de algunos comentaristas, que ven en Sb el primer testimonio de una retribución definitiva subsiguiente a la muerte , tropieza, a nuestro juicio, con serios inconvenientes. El libro no contiene un solo texto que apoye la idea de un juicio particular. Por el contrario, la creencia en un juicio , general escatológico aparece a menudo y el autor hace depender de él 4

Sigo le traducción de la Biblia de Jerusalén, que vierte atinadamente ta diá toü sámalos por «durante su vida mortal»; sama, en efecto, designa aquí la condición temporal-mundana del hombre, en contraposición a la que se inicia con la muerte. Cf. HOFFMANN, P., Die Toten in Christus, Münster 1969 , 281 s. Hápax (o ephápax) se usa en el contexto inmediato (9,12.26.28; 10,10) para señalar la irrepetibilidad y decisoriedad del sacrificio de Cristo. BUECKERS, H., Die Unsterblichkeitslehre des Weisheitsbuches, Münster 1938, 25-28; VOLZ, P., Die Eschatologie derjüdlschen Gemeinde im neutestamentlichen Zeitalter, Tübingen 1934, 117,266; HOFFMANN, P., 85; ZIENER, G., Die theologische Begriffsprache im Buche des Weisheit, Bonn 1956, 88. Vid. textos de estos autores en RUIZ DE LA PEÑA, J. L., «El esquema alma-cuerpo y la doctrina de la retribución. Reflexiones sobre los datos bíblicos del problema», en RET (1973), 293-338 (pp. 303 s.). 2

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la retribución de justos y pecadores; 3, 7­13; 4, 20; 5, 1­3.16­23 (to­ dos los verbos que se refieren a la retribución están en futuro). Büc­ kers se ve obligado a reconocer, en consecuencia, que las dos grandes ideas escatológicas de Sb (la de la inmortalidad del alma y la del jui­ cio) no guardan ninguna relación entre si ; tal constatación bastaría para hacer dudar de que el autor conozca una retribución definitiva postmortal. Por otra parte, la glorificación de los justos es descrita en 3, 7­9 con la simbología escatológica de los apocalipsis (cf. Dn 12, 3 y Mt 13, 4 3 : analámpsousin­eklampsousin) y el juicio es nombrado, las más de las veces, con el término episkopé (2, 20; 3, 7.13; 4, 15; 14, 11; 19, 15), que en el momento de ser redactado el libro ha asu­ mido en el judaismo el significado técnico de «juicio final». Todos estos indicios hacen pensar que la muerte establece, sí, una separación de buenos y malos, una retribución accidental, pero que el destino último se difiere hasta el final de la historia. En verdad, ca­ bria preguntarse en base a qué supuestos teológicos podía un judío del siglo I a. de C. esperar la salvación consumada antes del fin de los tiempos. En la interpretación que descartamos, ¿no se está proyec­ tando sobre el libro un dato que sólo posteriormente aparecerá en la revelación? La acentuación fuertemente escatológica de la esperanza de Israel, la expectación del reino de Dios como magnitud estricta­ mente futura, la concepción de una salvación que es promesa no cumplida hasta que el Mesías lleve la historia a su fin, son notas irre­ nunciables en el climax apocalíptico de la época ; ó bien se disocia a Sb del común horizonte del judaismo contemporáneo, presentando este libro como una obra totalmente desconectada del mismo, o la teoría que le atribuye la creencia en una retribución esencial post mortem ha de abandonarse. Observaciones semejantes pueden hacerse en torno a Le 16, 19 ss. El sustrato popular de los materiales de la parábola es común­ mente admitido por los comentaristas : Jesús no nos ofrece aquí su 5

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BUECKERS, H., 41. VOLZ, P., 164 s. Asi opina GRELOT, P., De la mort a la vie éternelle, París 1971, 126, 188­ 199. LARCHER, C, Études sur le livre de la Sagesse, París 1969, 302,309­315, deja la cuestión en suspenso. Vid. «El esquema alma­cuerpo...», 307, nota 52. ' GRESSMAN, H., «Von reichen Mann und armen Lazarus», en Abhandlun­ gen der Preussichen Akademie der Wissenschaften, n.° 7 (1918); JEREMÍAS, J., TWNTIV, 1020; BULTMANN, R., Die Geschichte der synoptischen Tradition, Gottingen 1967 , 2 1 2 s,; 221 s. 6

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versión sobre el destino de los muertos, sino que se limita a utilizar los esquemas convencionales del tiempo, no tanto para ilustrarnos acerca de la situación de los difuntos, cuanto para ejemplificar la tesis de la inversión de destinos, tan propia del tercer evangelista (cf. Le 6, 20 ss.). A este propósito es menester tener presente la distinción hades-gehenna, decisiva en orden a precisar si la situación postmortal descrita en la parábola es o no la definitiva. Hades es lugar de castigo, pero provisional, en espera de la irrupción escatológica de la gehenna ; lo mismo se diga del «seno de Abraham». No puede, pues, usarse ese texto como apoyo escriturístico de una retribución definitiva a raíz de la muerte; no sólo porque la intención de fondo apunta en otra dirección, sino también porque los elementos narrativos de la parábola pertenecen a un pensamiento orientado al éschaton cual incoación de la sentencia definitiva. Si Le 16, 19 ss. no añade nada nuevo a la doctrina de Sb sobre el estado de los difuntos, otro texto del tercer evangelista da al problema que nos ocupa un cariz absolutamente original, encaminándolo hacia su última solución: Le 23, 42-43. Según todos los indicios, no se trata de un diálogo histórico; más bien estamos ante una composición didáctica de L u c a s , que confronta en esta escena dos concepciones de la salvación. En el requerimiento del buen ladrón, el autor sintetiza la expectación judía de una salvación pendiente de la instauración mesiánica del reino en el éschaton (cf. Hch 1, 6). A tal expectativa se responde con un desplazamiento de acento en lo temporal (del futuro al presente del hoy) y una incardinación del reino en la persona de Jesús (conmigo); la salvación definitiva no es una realidad meramente escatológica, sino que surte efectos inmediatos para quien ha optado por la comunión con Cristo. El término parádeisos se encuentra otras dos veces en el N T : 2 Co 12, 4 y Ap 2, 7; en ambos lugares designa el estadio terminal de la vida con Dios, es el símbolo de 10

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JEREMÍAS, J., Las parábolas de Jesús, Estella 1970, 227; GNILKA, J., «Die biblische Jenseitserwartung: Unsterblichkeitshoffnung-Auferstehungsglaube?», en «Bibel und Leben» (1964), 110 («con la parábola Jesús quiere contar justamente una parábola, y no dar una lección sobre la suerte del hombre tras la muerte»). JEREMÍAS, TWNT I, 148. GRELOT, P., 80. Vid por el contrario HEIDLER, F., Die biblische Lehre von der Unsterblichkeit der Seele, Góttingen 1983, 17 s. GRELOT, P., 201-222, con bibliografía. Utilizo aquí lo escrito en «El esquema alma-cuerpo...», 317-319. «El esquema alma-cuerpo...», 317. 10

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la bienaventuranza. Lucas, que ha relacionado a Cristo con Adán en la primera parte de su evangelio (3, 23­38), evoca, al final del mis­ mo, esa relación: el paraíso clausurado por el pecado de Adán es abierto de nuevo por la muerte de Cristo. Ya hemos señalado, ade­ más, la reducción cristológica que opera en el concepto paraíso la aposición conmigo (met'emoü). Ciertos autores protestantes recortan el sentido del texto cuan­ do ven en la respuesta de Jesús el anuncio de un mero estado de espe­ ra, y no de la bienaventuranza esencial o definitiva. Pues de este modo no se comprende en qué difiere sustancialmente la demanda puesta en boca del buen ladrón de la promesa de salvación que Cristo le hace. Si Le ha contrapuesto, en este diálogo dos concepciones di­ versas de la esperanza (la típicamente judia, con su estricto escatolo­ gismo, en el v. 42; la específicamente cristiana, que reconoce en Cris­ to el «ya ahora» de la salvación escatológica, en el v. 43), es porque piensa que la muerte implica algo mucho más importante que un sim­ ple aguardar la salvación: la muerte de Cristo abre las puertas del paraíso y, por consiguiente, la muerte del cristiano supone la entrada en la vida eterna. El cumplimiento de la esperanza mesiánica no se demora hasta el éschaton; es realidad operante desde el hoy del sacri­ ficio de Cristo. O mejor: el éschaton portador de salvación ha entra­ do ya en la historia a partir de la hora nona del Calvario; como nota Jeremías, el hoy de nuestro texto apunta akdesde ahora» del cumpli­ miento frente al «algún día» de la promesa. En 2 Co 5,8 encontramos otro de los lugares clásicos sobre nues­ tro t e m a : «preferimos salir de este cuerpo para vivir con el Señor». Prescindiendo de las numerosas dificultades exegéticas del pasaje, las palabras citadas significan al menos que el término de la existencia terrena (ekdemésai ek toú sómatos) importa de inmediato el domici­ 16

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JEREMÍAS, J., TWNT V, 766; nótese empero que en la apocalíptica judía parádeisos puede significar el lugar de los justos que esperan la resurrección (STRACK­BILLERBECK II, 264­269; VI, 118­175). " MENOUD, P., Le son des trépassés, Neuchátel 1966', 75­78, al que sigue CULLMANN, O., Immortalité de lame ou résurrection des morts?, Neuchátel 1959 , 67­69. JEREMÍAS, J., TWNT V, 768 s.; cf. asimismo ELLIS, E., «Present and Fu­ ture Eschatology in Luke», en NTSt (1965), 28­41 (pp. 35­40). Compárese Le 23, 42 s. con otro texto lucano: Hch 7,59, donde es el «Señor Jesús» quien «recibe el espíritu» de Esteban, obviamente tan pronto como se consuma su martirio. Para una discusión más detallada, con bibliografía, vid. «El esquema alma­ cuerpo...», 327­330. 2

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liarse junto al Señor (endemésai pros ton Kyrion). Si los vv. 6-8 contienen realmente una digresión sobre la muerte, nos encontraríamos aquí con la declaración explícita y directa en torno a la suerte de los fieles que no llegan vivos a la parusía: ellos «viven con el Señor», alcanzando así una comunión inmediata con Cristo que es el punto culminante del futuro salvífico anhelado por los cristianos, esto es, la vida eterna. Flp 1, 21-23 ocupa en el corpus paulino una posición excepcional, al ser el único texto donde, indiscutiblemente, se exteriorizan las ideas de Pablo acerca del destino subsiguiente a la muerte. El apóstol, encarcelado (cf. 1, 7.14) y en espera de la sentencia de su proceso, sopesa las implicaciones de la misma: o la vida o la pena de muerte. Ante esta alternativa se halla perplejo: «vivir en la carne» (v. 22; cf. «permanecer en la carne», v. 24) se le aparece como necesario en orden a su comunidad y al servicio del evangelio. Mas personalmente preferiría con mucho (pollo mállon kreisson) morir (apothaneín), partir (analysai). Pero en última instancia lo que importa es que Cristo sea glorificado en él, «ya por la vida, ya por la muerte» (v. 20). El tema de la muerte-lucro (v. 21) es un tópico de la literatura helenista. Mas en nuestro texto la motivación es original. En el v. 21 el apothaneín kérdos ha de ser entendido, a la luz de la afirmación precedente, cristológicamente: «para mí vivir es Cristo». Es esta afirmación la que posibilita la siguiente. La muerte no es ganancia en si misma, sino sólo bajo el supuesto de que Cristo significa para Pablo la vida, sin más. Con otras palabras: el nexo que se establece entre ambas afirmaciones es inteligible únicamente a condición de que la muerte revalide y confirme la comunión vital con Cristo, que constituye la vida del apóstol. Una muerte que fuera separación de Cristo o que interrumpiera una unión que es la fuente de su vida, no sería «lucro» para Pablo. De esta suerte, el v. 21 prepara y exige el aserto central de nuestro pasaje: «deseo partir (=morir) y ser con Cristo» (v. 23). La muerte es deseable porque otorga esa comunión con Cristo que constituye el objetivo último de la esperanza escatológica. En 19

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Lo que no todos admiten; va imponiéndose la interpretación que considera todo el pasaje (vv. 1-10) como refiriéndose a la esperanza en una próxima parusía (cf. «El esquema alma-cuerpo...», 327 s.). «El esquema alma-cuerpo...», 330-333, de donde tomo lo que sigue. Cf. HEIDLER, F., 21 s., 153 s. DUPONT, }.,Syn Christó. L 'unión avec le Chrlst suivant saint Paul 1, París 1952, 174-177. 19

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efecto, en los otros siete lugares paulinos en que aparece el syn Chris­ tó la referencia escatológica es evidente: 1 Ts 4, 14.17; 5, 10; 2 Co 4, 14; 13,4; Rm 6, 8a.b; 8, 32. Al margen de la diversidad de matices que puedan recibir los llamados «syn­Aussage» en otros contextos, el consenso casi unánime de los estudiosos de esta fórmula reconoce en F lp 1, 23 la aseveración de una comunión con Cristo definitiva y perfecta a través de la muerte, idéntica a la esperanza ex­presada por 1 Ts 4, 17 («...estaremos siempre con el Señor») y tal vez por 2 Co 5, 8 («...para vivir con el Señor») en el marco de la expectación parusíaca. Realmente la muerte no sería deseable si este ser­con­Cristo no equivaliera a la salvación consumada, si en ella no se hiciera presente la vida escatológica. Como observa sagazmente Dibelius, si el ser­ con­Cristo fuese posible sólo en la parusía, no tendría sentido la alter­ nativa que provoca la perplejidad de Pablo: «ser con Cristo­ser con vosotros», puesto que en la parusía Pablo estará, simultáneamente, con Cristo y con sus cristianos de F ilipos. N a d a indica, por consi­ guiente, que el ser­cón­Cristo en la muerte, afirmado por F lp 1, 23, implique una comunidad cristológica, una felicidad o una salvación inferiores a la atribuida al ser­con­Cristo en la parusía de que hablan otros textos paulinos. En este punto, la exégesis de Menoud, Cull­ mann y otros protestantes (al igual que en lo tocante a Le 23, 42 s.) pasa por alto el carácter terminal que la fórmula syn Christó reviste en los textos citados. * Por otra parte, Pablo no parece decir aquí nada nuevo a sus lec­ tores, nada al menos que exija una explicación; se da por sobreenten­ 22

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En esta misma forma, o con variaciones que no afectan al significado. Pres­ cindo (salvo en Rm 6,8b) de los lugares en que syn aparece con un verbo o un adjeti­ vo, asi como de las cartas cuya autenticidad es objeto de discusión; en ambos casos, esos lugares no modificarían la conclusión. " Vid. bibliografía en HOF F MANN, P., 301 ss. Ibid., 310­314. Citado por HOF F MANN, P., 290, nota 17. MENOUD, P., 69­73; CULLMANN, O., 67­69. Vid. la refutación de sus tesis en MASSON, C , «Immortalité de l'áme ou résurrection des morts?», en RThPh (1958), 250­267, con su conclusión: «nada hace pensar que sea preciso en­ tender el ser con Cristo o junto al Señor (Flp 1; 2 Co 5) de otro modo que en 1 Tes 4,17» (p. 258); otro opositor de la tesis de Cullmann es BALLEY, R. E., «Is 'sleep' the proper biblical term for the intermedíate state?», en ZNtW (1964), 161­167. Últi­ mamente HEIDLER, F ., 171­176, rechaza con extrema energía la teoría del sueño de las almas como ajena a la doctrina neotestamentaria y extraña al propio Lutero, a quien más de una vez se le ha atribuido. 24

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dido que esta doctrina es conocida por los destinatarios de la epístola. Lo que hace verosímil (aun sin entrar en la discusión sobre las fechas de redacción de las cartas) la hipótesis de que tal doctrina ha podido estar ya presente en la mente de Pablo (y, por ende, en sus comunidades) desde el primer momento: las expresiones «los que murieron en Jesús» (toús koimethéntas dia toü Iesoü) y «los que murieron en Cristo» (hoi nekroí en Christó) de 1 Ts 4, 14.16 así lo mostrarían. En resumen , el NT introduce en el pensamiento bíblico un hecho nuevo, que acelerará el proceso de evolución de las ideas sobre el destino postmortal del hombre. El hecho nuevo es Cristo. Su resurrección de entre los muertos consagrará de forma imprescriptible el carácter escatológico de la esperanza ultraterrena, anunciada ya por el AT. Pero a la vez (y ésta es la novedad respecto a las creencias veterotestamentarias), Cristo proporciona la certeza de que la salvación no es un bien exclusivamente futuro, estrictamente escatológico, en el sentido temporal del término. Lo anunciado por el NT ya no es algo meramente por venir en un futuro indeterminado. Como subraya Le 23, 42-43, el pensamiento judío y el cristiano en torno a la situación de los difuntos difieren profundamente. Es extraño que Cullmann haya señalado con precisión tal divergencia en lo tocante a la interpretación de la historia sin inferir de ella las lógicas consecuencias en lo que atañe al destino de los muertos. Si la salvación ha pasado, en y por Cristo, del estadio de promesa al de cumplimiento, si ella es real ya para los vivos, ha de serlo igualmente para los muertos: «...ni la muerte... podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo» (Rm 8, 38-39). Por consiguiente, Le 23, 43, Flp 1, 23 y acaso 1 Ts 4, 14.16 y 2 Co 5, 6-8 enseñan que, a partir de Cristo, los que mueren en él gozan ya de esa perfecta comunión con él que es la vida eterna. 27

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2.

Doctrina de la tradición y del magisterio

Que la muerte sea el término del llamado status viae, esto es, de la condición peregrinante del hombre con su capacidad decisoria en orden al fin, no ha ofrecido duda en la tradición cristiana, si exceptua-

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«El esquema alma-cuerpo...», 324-326. Ibid., 335 s. Christ et le temps, Neuchátel 1966 , 57-65. 2

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trios a Orígenes con su tesis de una indefinida posibilidad de opción. Por el contrario, el hecho de que el estado definitivo de vida o muerte eterna siga a la muerte, sin esperar al final de la historia, ha sido am­ pliamente controvertido hasta bien entrado el siglo XIV. Será por tanto este aspecto de la cuestión el que desarrollaremos; su solución implica por lo demás (como ya hemos notado) el carácter terminal de la muerte en lo que toca a la facultad electiva del hombre respecto a su fin último. 2.1.

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La época patrística

San Ignacio de Antioquía ve su próxima muerte como el naci­ miento a la verdadera vida en la unión estrecha con Cristo: «para mí, mejor es morir en Jesucristo que ser rey de los términos de la tierra. A aquél quiero que murió por nosotros. A aquél quiero que por noso­ tros resucitó. Y mi parto es ya inminente... No me impidáis vivir; no os empeñéis en que yo muera... Dejadme contemplar la luz pura. Lle­ gado allí, seré de verdad hombre». El parentesco de estos párrafos con F lp 1, 21 ss. es evidente. San Clemente Romano se refiere a Pe­ dro y Pablo como a quienes están ya «en el lugar de la gloria», «en el lugar santo». San Policarpo afirma que varios mártires y los após­ toles «están ahora en el lugar que les es debido junto al Señor, con quien juntamente padecieron». El sentido obvio de todos estos testi­ monios es que el martirio supone el ingreso inmediato en la comunión con Cristo, es decir, en la vida eterna. Nada se dice, sin embargo, de otras muertes no martiriales, sobre las que se abrirá a partir de los Padres apostólicos un debate tan confuso como prolongado. Por lo menos durante los siglos II­IV, la tendencia predominante sostiene que la muerte inaugura una discriminación transitoria, con una retribución todavía no definitiva, hasta el momento del juicio fi­ 32

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Vid. supra, cap. 8, 2. F ERNANDEZ, Α., La escatologia en el siglo 11, Burgos 1979; FISCHER, J. Α., Studien zum Todesgedanken in der alten Kirche, München 1954 (la obra sólo se ocupa de los tres primeros siglos); RECHEIS, Α., Engel, Tod und Seelenreise, Roma 1958 (sobre los alejandrinos y capadocios); DANIELOU, J., «La doctrine de la mort chez les Peres de l'Eglise», en VV. AA., Le mystére de la mort et sa célébra­ tion, París 1956, 134­156 (es interesante el debate subsiguiente, pp. 157­163); DE LUBAC, H. Catolicismo, Barcelona 1963, 86­96. Ad Rom. 6,1­2 (RUIZ BUENO, D., Padres Apostólicos, Madrid 1965,478). Ad Cor. I, 5,4.7 (RÜIZ BUENO, D., 182). Ad PMl. 9,2 (RUIZ BUENO, D., 668). 31

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nal. El primer fautor de esta tesis es J ustino: «las (almas) de los pia­ dosos permanecen en un lugar mejor, y las injustas y malas en otro peor, esperando el tiempo del juicio»} En otro texto se descubre la razón por la que Justino piensa de este modo: «y si vosotros habéis tropezado con algunos que se llaman cristianos y... dicen que no hay resurrección de los muertos, sino que en el momento de morir son sus almas recibidas en el cielo, no los tengáis por cristianos» . Parece, pues, que la creencia en una retribución definitiva inmediata se aso­ ciaba a los conocidos prejuicios gnósticos contra la resurrección; este planteamiento del problema no cesará de aparecer a continuación. San Ireneo piensa como Justino: «las almas irán a un lugar invisi­ ble, fijado para ellas por Dios, y allí permanecerán hasta la resurrec­ ción...; una vez recibido el cuerpo... llegarán asi ante la presencia de Dios». Con todo, hace una excepción en favor de los mártires: éstos son admitidos de inmediato en la bienaventuranza. Tertuliano sos­ tiene lo mismo: «a nadie le está patente el cielo», fuera de los márti­ res; los demás «están detenidos en el infierno (en el lugar de espera) hasta el día del Señor». Lo característico de la escatologia del afri­ cano es, según F ischer, «la necesidad de la reunificación del alma con el cuerpo a ella ordenado para conseguir una retribución verdadera­ mente perfecta» ; sin el cuerpo, las almas separadas gozan o sufren sólo imperfectamente.* En la primera mitad del siglo IV, Lactancio niega la existencia de un juicio en la muerte; todos esperan en el mismo lugar (aunque en 6

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F ISCHER, J. Α., 240. Dial, cum Tryph. 5,3 (RUIZ BUENO, D., Padres Apologistas griegos, Ma­ drid 1957, 311). Ibid., 446. La postura de los restantes apologistas no es clara; vid. F ISCHER, J. Α., 242 s.; F ERNANDEZ, Α., 188­191. Adv. Haer., 5,31,2 (PG 7,1209). Ibid., 4,33,9 (cf. F ISCHER, i. Α., 245­247; F ERNANDEZ, Α., 244­248). De anima, 55 (PL 2,744); cf. De carnis resurrectione, 43 (PL 2,856); Adv. Marc, 4,34 (PL 2,444). Vid. VIC ASTILLO, S., Tertuliano y la muerte del hombre, Madrid 1980. F ISCHER, J. Α., 254; cf. F ERNANDEZ, Α., 323­326; F INÉ, H., «Der Ort der Erquickung. Eine friihchristliche Jenseitsvorstellung und ihre geschichtliche Entwicklung im Lichte der Sprache», en GL (1960), 334­348 (pp. 341 s.). De carnis resurr., 17 (PL 2,815). Sobre el repudio de todo dualismo antro­ pológico en Tertuliano, vid. KARPP, H., Probleme altchristlicher Anthropologie, Gütersloh 1950, 41­92; a cotejar con F ERNANDEZ, Α., 315­323. 3<

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distinto estado) el juicio final: «nadie crea que las almas son juzgadas después de la muerte; todas permanecen en un mismo y único lugar, hasta que llegue el tiempo en que el Juez supremo haga examen de sus méritos». Pues «los que cometieron los pecados en sus cuerpos, volverán a revestir la carne para sufrir el castigo en sus cuerpos». Por la misma época, Afraates defiende la teoría del sueño de las al­ mas, en el que éstas son incapaces de percepción, y por tanto de retri­ bución, la cual tendrá lugar «cuando llegue el Juez y constituya a los hombres a su derecha o a su izquierda (en el juicio final)» . San Agustín adopta en esta cuestión una postura poco congruen­ te con su antropología. Pese a que ésta adolece de un cierto dualis­ m o , el santo doctor se inclina a pensar que la retribución definitiva no tendrá lugar hasta la resurrección: «cuando haya acontecido la re­ surrección, tanto el gozo de los buenos como el tormento de los ma­ los serán mayores». La razón está en que al alma separada le es connatural un «apetito» de su cuerpo, que le impide «tender con toda su virtualidad hacia el cielo supremo» ; los «santos difuntos... toda­ vía esperan la redención de su cuerpo», por lo que no puede decirse que estén ya «en posesión de la bienaventuranza». No obstante, San Agustín cree en la existencia de un juicio postmortal, apoyándose en la parábola del rico Epulón; en el intervalo entre ese juicio y la resu­ rrección, «las almas o son atormentadas o descansan». Tal descan­ so es «una minúscula parte de la promesa», si se compara con lo que recibirá «el hombre entero» cuando «llegue el día de la retribución», de forma que «hay una gran diferencia entre los tormentos y gozos de los muertos y los de los resucitados». San Agustín no parece excluir de este tiempo de espera ni siquiera a los mártires. El punto de vista de San Ignacio de Antioquia (la inmediatez de la bienaventuranza) volvemos a hallarlo en San Cipriano, quien ense­ 44

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Div. Inst., 7,21,1 (PL 6,800); cf. KARPP, H., 132­171. Demonstr., 8,20 (R 688). KARPP, H., 243­252; DINKLER, E., Die Anthropologie Augustins, Stutt­ gart 1934, 187 ss. In Ιο. Ev. tr., 49,10 (PL 35,1). De Gen. ad lia., 12,35,68 (PL 34,483). Retract., 1,14,2 (PL 32,606). De praed. sanct., 12,24 (PL 44,977); cf. De Civ. DeL 13,8 (PL 41,382). Serm., 280,5 (PL 38,1283). Para toda la cuestión vid. DINKLER, E., 210­ 223. Ibid.: «ej haec quidem vita, quam nunc beati martyres habent, ...parva partí­ cula promissionis agitur». 45

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ña que «todos los justos, inmediatamente después de su muerte, son introducidos en la bienaventuranza celestial» ; estamos ante el pas­ tor que, en un tiempo de persecución, se esfuerza por presentar a sus fieles el estímulo de una esperanza concreta ante la muerte. Clemen­ te Alejandrino defiende en Oriente la misma idea, aunque con dife­ rentes motivaciones. La doctrina de una retribución inmediata, en efecto, viene impuesta en su caso por una antropología netamente platonizante, en la que la resurrección no tiene ningún relieve. El pensamiento de Orígenes es poco claro. Por una parte, pare­ ce sostener la opinión de una entrada inmediata en el premio o casti­ go: «como el alma tiene una sustancia y una vida propias, cuando sale de este mundo será recompensada según sus méritos, ya con la herencia de la vida eterna y la bienaventuranza..., ya con el fuego eterno y los suplicios» . En otros lugares, sin embargo, niega incluso a los apóstoles la posesión actual del cielo: la alegría sólo será com­ pleta «cuando no falte ningún miembro». Es esta socialidad de la vida eterna la que mueve también a San Ambrosio a pensar en una retribución diferida, si bien no faltan textos en los que se inclina por la no dilación de la misma. Es finalmente esta tesis la que acabará por prevalecer en la tradi­ ción. Para San Efrén, «el alma (de los justos) es conservada en la vi­ da..., vive... custodiada en el paraíso por su creador» . La misma in­ mediatez sostiene San Hilarlo en lo que atañe a la suerte de los im­ píos: «esta ira (divina) no es morosa... El infierno vengador nos recibe al instante, una vez separados del cuerpo... La pena afecta instantá­ 53

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" F ISCHER, J. Α., 264; cf. GRESHAKE, G.­LOH F INK, G., Naherwartung­Auferstehung­Unsterblickeit, F reiburg, i.B. 1976 , 90 s. Ibid., 268; vid. AdFortunatum, 13: «|qué dignidad y qué seguridad partir de aquí gozoso..., cerrar en un instante los ojos que veían a los hombres y al mundo, y abrirlos al punto para ver a Dios y a Cristo!... Súbitamente eres arrebatado a la tie­ rra para ser colocado en el reino de los cielos». Cf. Ad Demetr., 19,25; Epist., 10,5; 30,7; Ad Quirínum, 58; etc. " F ISCHER, J. Α., 273 ss. Ibid., 283; cf. KARPP, H., 92­131. KARPP, H., 186­229; F ISCHER, J. Α., 284­305; RECHEIS, Α., 84, 92. " PeriArchón, 1 praef., 5 (PG 11,118). Texto citado por SCHMAUS, M., Teología Dogmática VII, Madrid 1964 , 291; cf. DE LUBAC, H., 91. De bono mortis, 10­12 (PL 14,560 s.). In Luc, 1,10,82 (PL 15, 1827); DANIÉLOU, J., 155. " Necrosima, 1 (R 739). 2

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neamente al muerto». San Epifanio justifica la legitimidad del culto de los santos por el hecho de que, «aunque muertos, viven; no han sido aniquilados, sino que existen y viven junto a Dios». Según Ce­ sáreo de Arles, «mientras el cuerpo comienza a ser pasto de los gusa­ nos en el sepulcro, el alma es presentada a Dios por los ángeles en el cielo; y allí, si fue buena, es ya coronada, o, si fue mala, arrojada a las tinieblas». San Gregorio Magno piensa de igual m o d o . Dos si­ glos más tarde, Alcuino no duda en afirmar que tal doctrina es de fe. C o m o se ve, las enseñanzas de los Padres sobre nuestro tema es­ tán lejos de ser constantes y claras. Las indecisiones en punto de tan gran importancia se explican cuando se tiene en cuenta que la doctri­ na de la retribución inmediata suscita dos serias dificultades: una de carácter antropológico y otra de índole teológica. El problema antro­ pológico reside en la dificultad de concebir como sujeto apto de la re­ tribución, no al hombre entero, sino a una de sus partes (el alma); he­ mos visto cómo, de San Justino a San Agustín, esta tesis es sentida por los testigos de la tradición como próxima al gnosticismo. Ante la depreciación dualista de lo corporal, tan influyente en su medio am­ biente, a los escritores cristianos se les hace sospechosa la idea de un alma desencarnada como sujeto de la consumación escatológica. La dificultad teológica está en el peso que ejerce sobre los Padres la importancia de los acontecimientos finales (juicio, resurrección), tan insistentemente inculcada por la Escritura, así como la naturaleza co­ munitaria de la vida eterna: una bienaventuranza plena antes del éschaton, ¿no reducirá drásticamente la trascendencia de éste? A estos dos factores (la preocupación antignóstica y la voluntad de fidelidad a la Biblia) habría que añadir que los lugares escrituristi­ cos donde se enseña una retribución definitiva antes de la resurrec­ ción son —como pudimos comprobar— muy escasos; es comprensi­ ble que se haya necesitado tiempo para volver la atención hacia ellos. Es probable que el estímulo más eficaz para un recto plantea­ miento del problema haya sido no tanto la reflexión especulativa M

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Tract. super Ps 2, 49 (PL 9,290). Adv. haer. Pan., 75,8 (PG 42,513). Serm., 301,5 (PL 39,2323). Dial., 4,24.28 (PL 77,360 ss.). Epist., 113 (PL 100,342). San Ignacio de Antioquía, con su evocación de F lp 1,21 s., es una notable excepción. 64

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cuanto la praxis litúrgica, es decir, el culto que se tributó primero a los mártires y luego al resto de los santos, y que no tendría sentido si no se les atribuyese ya una glorificación definitiva. Por ello, los problemas de fondo (la compatibilidad de una escatologia individual con la escatologia colectiva) siguieron sin resolverse; la tesis de una dilación de la retribución esencial presentaba indudables ventajas en orden a su solución. Ello explica su reviviscencia en la época medieval, la que, a su vez, dará lugar a una declaración definitiva del magisterio sobre el tema. 69

2.2.

La doctrina del magisterio

Fue Juan XXII, en un sermón el día de Todos los Santos, el año 1331, quien volvió a plantear la cuestión, devolviéndole una actualidad tan viva como inesperada. Por esta época, en efecto, la tesis de una dilación de la visión de Dios hasta el día del juicio había sido casi totalmente abandonada, y es menester remontarse hasta San Bernardo para encontrarla en un autor de nota. El contenido del sermón papal es éste : siguiendo a San Bernardo, el pontífice distingue entre el seno de Abraham y el altar celeste. En el seno de Abraham esperaron los justos del AT y esperaremos todos, consolados por la visión de la humanidad de Cristo, hasta la entrada en «el gozo del Señor», que acontecerá con la resurrección y el juicio. Juan XXII funda esta doctrina no sólo en la autoridad de San Bernardo, sino en argumentos de Escritura (únicamente el juicio otorga la posesión del reino de Dios) y de razón (para la bienaventuranza perfecta el alma tiene necesidad del cuerpo). 70

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La cuestión de una dilación de la bienaventuranza en un estado postmortal de purificación arranca de premisas diversas a las examinadas hasta ahora, y será tratada en el próximo capitulo. Sigo el magnífico estudio de DYKMANS, M., Les sermons de JeanXXU sur ¡a visión beatifique, Roma 1973, que precede (pp. 9-74) a la transcripción de seis sermones papales sobre el tema. Cf. también LAKNER, F., «Zur Eschatologie bei Johannes XXII», en ZKTh {1950), 326-332. DYKMANS, M., 37-39. El mismo Juan XXII se había expresado anteriormente en el sentido de una retribución inmediata: vid. DYKMANS, M., 20-22. Ibid., 40 s.; cf. DE VREGILLE, B., «L'attente des saints d'aprés saint Bernarda, en NRTh (1948), 225-244. El abad de Claraval manifestó su opinión sobre el problema con cautela y muy raramente (PL 183,375 y 705). Vid. el análisis de DYKMANS, M., 51 s. 6 9

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Esta exposición dio lugar a un auténtico escándalo. En un se­ gundo sermón (15 de diciembre de 1331), el papa responde a las acu­ saciones que se le hacen, desarrollando largamente los argumentos de Escritura y confirmando su opinión con la autoridad de San Agustín; observa además que no puede aducirse contra esta tesis ninguna de­ cisión de la Iglesia (no faltaban a la sazón quienes lo tachaban de herético). Un tercer sermón (5 de enero de 1332) extiende la doctrina de una dilación de la retribución al caso de los reprobos, que habitan hasta el juicio en el aire tenebroso, junto con los demonios. Los res­ tantes sermones papales sobre el tema (de febrero de 1332 a mayo de 1334) no aportan nada nuevo. Juan X X I I declaraba formalmente que esta doctrina la sostenía como doctor privado, y él mismo pidió que los teólogos examinasen con detenimiento el problema, manifestándose pronto a cambiar de opinión si ésta resultaba incompatible con la fe ortodoxa. La víspera de su muerte revocó finalmente su parecer; a tal fin había redactado una bula, que publicará su sucesor, Benedicto XII (DS 990­991). El nuevo pontífice había sido hombre de confianza de su predece­ sor, por encargo del cual emprendiera un estudio sistemático del ente­ ro problema, fruto del cual sería su obra De statu animarum sanctOr rum ante genérale judicium, en la que sostenía, contra Juan X X I I , la no dilación de la visión de Dios. Elevado al solio pontificio, fue su propósito poner fin a la penosa controversia, para lo cual emitió la constitución Benedictus Deus (DS 1000­1002), en la que se enseña que tanto el estado de vida eterna como el de muerte eterna comienzan «inmediatamente (mox) después de la muerte». Por vida eterna la constitución entiende —como ya se expuso en otro lugar de este li­ bro— la visión intuitiva del ser divino. El Concilio de F lorencia con­ firma esta doctrina (DS 1305­1306) con palabras que hará suyas el Vaticano II: los justos muertos y ya purificados «gozan de la gloria 75

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«He aquí un sermón que ha escandalizado a toda la Iglesia de Dios», obser­ vará el teólogo dominico Thomas Waleys meses más tarde (DYKMANS, M., 9). Vid. los análisis de DYKMANS, M., 53­59. GIL, J., La benauranga del cel i l'ordre establert. Aproximado a l'escatolo­ gia de la Benedictus Deus, Barcelona 1984. WETTER, F ., Die Lehre Benedikts XII. vom intensiven Wachstum der Got­ tesschau, Roma 1958. " LE BACHELET, X., «Benoit XII», en DTC II, 653­704; cf. GIL, J., «Las categorías subyacentes a la 'Benedictus Deus'», en «Revista Catalana de Teología» (1983), 113­160. 75

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contemplando claramente a Dios mismo, uno y trino, tal cual es» (LG 4 9 ) . 79

3.

Reflexiones teológicas

Como indicábamos al comienzo del presente capítulo, la temática teológica en torno a la muerte desborda hoy los limites (evidentemente demasiado estrechos) de la escatologia, de suerte que no es posible abordarla aquí en toda su extensión. Trataremos de sintetizar sus más importantes aspectos, con especial atención a la vertiente específicamente escatológica. Para ello no será inútil examinar la muerte ante todo como realidad humana; las consideraciones a que, en cuanto tal, ha dado lugar, se revelan sumamente sugerentes para la reflexión teológica. 80

3.1.

La muerte, realidad humana

No es fácil fijar con alguna precisión lo que la muerte es o significa; el lenguaje vulgar sugiere ya la riqueza y ambigüedad del fenómeno muerte en el gran número de términos y eufemismos con que se la designa. El existencialismo alemán (Heidegger y Jaspers) ha contribuido decisivamente a crear, con sus lúcidos análisis, una hermenéutica de este «máximo enigma de la condición humana» ; sus resulta81

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Zanjada la cuestión en su vertiente dogmática, la problemática teológica, tal y como aflora en la Patrística y en los sermones de Juan XXII, dista mucho de haber hallado respuesta satisfactoria. De ella tratará el cap. XI. "° Para cuanto sigue uso abundantemente el material elaborado en El hombre y su muerte..., lo que me dispensa de recargar el texto con indicaciones bibliográficas que el lector puede encontrar en las páginas que cito de ese trabajo. Las aportaciones al tema de los pensadores neomarxistas son tan sugestivas como inesperadas. Vid. en Muerte y marxismo... la postulación de una victoria sobre la muerte en autores como Bloch (pp. 37-74) y Garaudy (pp. 75-118); sin tal victoria, en efecto, ningún proyecto utópico es sostenible y el proceso histórico se revela, a la postre, sin sentido. PIEPER, J., Muerte e inmortalidad, Barcelona 1970, 33 ss. JÜNGEL, E., 11, insiste en la radical indefinibilidad de la muerte: quien pudiera definirla podría dominarla; cf. ID., «Der Tod ais Geheimnis des Lebens», en VV/AA., Grenzerfahrung Tod, Graz 1976, 9 ss. El hombre y su muerte..., 79 ss. (Heidegger), 94 ss. (Jaspers). 7 9

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dos obtienen hoy un amplio consenso entre filósofos y teólogos, y a ellos parece aconsejable atenerse en una primera aproximación al te­ ma. Ante todo, es menester dejar bien sentado que la muerte es el fin del hombre enteroP El ser humano es unidad de dos principios de ser, espíritu y materia, los cuales, al consumar su unión sustancial, devienen respectivamente alma y cuerpo. El alma, informando la ma­ teria, crea el cuerpo que le es necesario para realizarse como espíritu humano; el cuerpo, materia informada por el alma, es la expresión vi­ sible de ésta, su autorrealización. Ser espiritual y corpóreo, el hombre es la criatura donde el espíritu se «materializa» al exteriorizarse y la materia se «espiritualiza» interiorizándose. Todo el hombre es, en su­ ma, cuerpo y alma, corporeidad traspasada por lo anímico y espiri­ tualidad que toma forma en lo corporal. Por otra parte, la corporei­ dad, insertando naturalmente al hombre en un contexto material y haciéndolo solidario del cosmos, posibilita su despliegue dinámico en el mundo; la mundanidad de la persona es —como ya tuvimos oca­ sión de advertir— uno de sus factores constitutivos. En fin, siendo el cuerpo patencia del alma y expresión de la interioridad humana, es el medio en que tiene lugar todo encuentro con el otro. Encuentro im­ prescindible para el autodevenir de la persona: ésta no puede llegar a sí misma en el solipsismo existencial; necesita de la comunidad, del diálogo con un tú situado a su mismo nivel, para ganar reflejamente su propio yo. Pues bien: todos estos elementos constitutivos de lo humano (uni­ dad sustancial de espíritu y materia, mundanidad, socialidad) son ra­ dicalmente afectados por la muerte. Ella es: disolución de la unidad (espíritu­materia) del ser; sustracción de la esfera de lo mundano; ruptura de las relaciones con el otro. Ningún otro evento incide tan categóricamente sobre la persona, la penetra con tan cortante impul­ so. La muerte no es sólo negación de la vida; es el eclipse del sujeto de la vida. Es, pura y simplemente, el fin del hombre. Si a esto se ob­ jetase que el alma es inmortal, habría que decir, con Santo Tomás, que ella «ni es hombre ni es persona». Al ser la muerte separación de alma y cuerpo, el sujeto que con­sistía en la unión sustancial de ambos no sub­siste. Hay que reaccionar contra la extendida banali­ zación de la muerte, que la reduce a fenómeno epidérmico, como si 84

Ibid., 366 s. Ibid., 10.

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ella aconteciese a un cuerpo adecuadamente distinto del alma o del hombre; es el hombre entero quien muere (aunque sobreviva el alma) y morir significa cesar de ser. En segundo lugar, la muerte es la posibilidad por excelencia del hombre.™ Si éste es un ser en devenir, si existe como proyecto, como el ser que anticipa constantemente su futuro, entonces se confunde, en cierto sentido, con sus posibilidades: es en la medida en que va actuando progresivamente éstas. Pero la posibilidad más propia y distinguida del hombre es la muerte. Ella es la única certeza ineludible que posee acerca de su futuro. Asimismo, es la sola posibilidad facti­ ble desde que comienza a ser. Es, en fin, la posibilidad absoluta; no sólo porque, siendo la última, relativiza a todas, sino también porque las demás refieren a otros seres, haciendo germinar nuevas posibilidades, mientras que ésta despoja a la persona de toda referencia; en lugar de relacionarla, la des-relaciona abruptamente. De ahí se sigue la caracterización del hombre como ser para la muerte. Los restantes seres vivos llegan al fin, mas no son para él; les falta esa ordenación intrínseca, dinámica, hacia la muerte, que singulariza al hombre. Todas estas consideraciones obligan a concluir que no se dará una existencia auténtica fuera del reconocimiento de la muerte como la posibilidad más peculiar, irreferible e intrascendible del poder-ser del hombre. En tercer lugar, la muerte goza de una constante presencia en la vida} La índole histórica del hombre, con su típica capacidad prospectiva —en virtud de la cual el futuro se hace intencionalmente presente—, unida a su natural finitud —que le hace apto para morir en cualquier momento—, otorga a la muerte un señalado carácter de inminencia. No basta considerarla como el evento terminal; su sombra se proyecta sobre el entero curso de la vida. Al final de ésta se en96

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Ibid., 83 ss.; cf. JÜNGEL, E., Tod, 12-17. La tensión que se establece en la tanatología de Heidegger entre esta afirmación y la anterior (la muerte es el ñn del hombre) ha sido inteligentemente explotada por Same (El hombre y su muerte..., 92 ss.) y sólo es posible remontarla en una dilucidación estrictamente teológica de la muerte: vid. infra. La expresión, creada por Heidegger (El hombre y su muerte..., 83), ha pasado a ser frecuentemente utilizada por los teólogos (ibid., 238, notas 103,104; 378, con referencias). Vid. asimismo LOTZ, J. B., Tod ais Vollendung, Frankfurt a. M. 1976, 19 ss. El hombre y su muerte..., 73 ss. (Scheler) y 83 (Heidegger); para los teólogos, cf. ibid., 298, nota 30. 83

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cuentra no el puro quid de la muerte misma, sino el remate de un proceso que el hombre ha iniciado tan pronto como comenzó a ser. Esa presencia de la muerte en la vida impone al hombre la obligación de tomar postura ante ella; la existencia situada frente a su límite irre­ basable, perennemente albergado en su entraña, puede y debe morir la muerte, y no sólo expirar; no soportarla pasivamente, sino obrar­ la. La muerte­acción, lejos de ser una actividad al interior del expirar mismo , es el hecho de la vida, encarnada en un existente que se reco­ noce como ser­para­la­muerte y que usa de su libertad en consecuen­ cia. En cuanto naturaleza, el hombre padece la muerte cual necesidad impuesta. En cuanto persona, ha de ser para él la acción de su liber­ tad. Tiene que optar ante ella: no puede rehuir la responsabilidad que le incumbe ante su posibilidad más propia y decisiva. La muerte­ac­ ción totaliza y consuma la vida; confiere al hombre su acabamiento y lo identifica con su destino. Todos estos elementos, detectados por la inquisición filosófica, son transferibles al plano teológico; el resultado de tal transposición (que entrañará, como es obvio, modificaciones no irrelevantes) es la interpretación cristiana de la muerte. 88

3.2.

Teología de la muerte

El hombre de la humanidad pecadora, según la Escritura, está so­ metido a una muerte que, en el orden de su realización concreta, es pena del pecado, ante la cual no es libre, sino esclavo, y que se le aparece como algo incomprensible, contra lo que no puede menos de rebelarse. Pero ha habido un hombre que murió la muerte humana de otro modo: como acto de suprema libertad («nadie me quita la vida; soy yo quien la da voluntariamente»: Jn 10, 18) y de liberalidad («na­ die tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos»: Jn 15, 13). Cristo murió la muerte con la angustia que le es propia en lo que 89

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Volveré sobre este punto cuando me refiera a la hipótesis de la opción final; nótese, con todo, que cuando hablo de la muerte­acción o del acto de morir, no lo hago desde tal hipótesis. JÜNGEL, E., «Der Tod ais Geheimnis...», 23­28. Adviértase que la natura­ leza penal de la muerte del pecador no reside en el puro hecho biológico: El hombre y su muerte..., 351­363. Barth insiste singularmente en este punto (WOHLG­ SCHAFT, H., Hqffnung angesichts des Todes, München 1977, 74), que había sido ya señalado nada menos que por Alain de Lille (HEINZMANN, R., Die Unster­ blichkeit der Seele und die Auferstehung des Leibes, Münster 1965, 35,46,49). 8 9

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tiene de necesidad impuesta, pero a la vez en la fe en el Dios vivo, en la esperanza de la resurrección y en la caridad para con los hermanos. De esta forma, la muerte ha cambiado de sentido. No es.y a, necesariamente, visibilidad de la culpa, pena del pecado; puede ser acto libre de fe, esperanza y amor. Decíamos antes que la muerte es el fin del hombre entero. La inversión de sentido operada por Cristo se patentiza sobre todo en este punto. Cristo ha muerto para resucitar; la resurrección es la recuperada existencia del hombre entero que había sucumbido en la muerte enteramente. Todo el hombre había cesado de ser ; todo el hombre recobra el ser, mas no ya en la vuelta a un período transitorio, de nuevo destinado a la muerte, sino en el estado definitivo de la existencia eterna. El ser-para-la-muerte se retrotrae a su original vocación —según el orden querido por Dios en la creación— de ser-para-la-vida. A partir de Cristo, cesa la cualificación unilateral de la muerte por el pecado. La muerte cristiana, por consiguiente, es (en sí misma, y no sólo en lo que está detrás de ella) una muerte distinta de la muerte-pena del pecado. No es fin, sino tránsito. Al igual que Cristo, el cristiano no muere para quedar muerto, sino para resucitar. La muerte sigue siendo, empero, la posibilidad señera de la existencia. Pablo describe al cristiano como aquél que reproduce en su carne los misterios de la vida de Cristo. En éste, la muerte ha sido —como acabamos de señalar— el acto supremo de su historia temporal. Así pues, la asimilación de ese acto en la propia existencia es tarea sustantiva del cristiano desde el comienzo de la misma en el bautismo, que obra la inserción del hombre en Cristo y lo hace solidario de su muerte. El bautizado ya no ve en la muerte la angustiosa cesación de su ser, sino la configuración con su modelo y, por tanto, el acto que debe ser vivido con voluntad de entrega libre y amorosa, en la esperanza (alentada por la fe) de la resurrección. La muerte para él no es pena, sino un conmorir con Cristo para resucitar con él. La muerte mística del bautismo ha de ser ratificada a diario en la mortificación (aceptación activamente libre de las pasividades impuestas) y en la participación de la eucaristía, memorial de la muerte del Señor. Como todo sacramento, la eucaristía obra lo que significa; 90

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Santo Tomás sostiene: «dicere Christum in triduo monis hominem fuisse, simpliciter et absolute loquendo, erroneum est» (III, q.50, a.4; cf. El hombre y su muerte..., 39 s.). El hombre y su muerte..., 372 ss.; RAHNER, K., Sentido teológico..., 29 ss. 9 0

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obra en el cristiano la interna apropiación de la muerte tal y como se dio en Cristo. De este modo, la presencia de la muerte en la vida —a que nos referíamos antes— adquiere un sentido peculiar para el cre­ yente, quien vive sacramentalmente en la cotidiana anticipación de la entrega completa. Así la muerte cristiana es, en verdad, la muerte­ac­ ción, la muerte aceptada y querida libremente a lo largo de la existen­ cia. Cuando llegue el instante mortal, no hará más que verificar sensi­ blemente un hecho de vida actuado desde el bautismo en la esfera de lo sacramental. A sellar este morir en el Señor contribuye la unción de los enfermos, consagración para la buena muerte y signo eficaz de la salud del hombre entero que concierne al hombre resucitado. El papel de las virtudes teologales en todo este proceso es decisi­ vo. Solamente la fe puede descubrir en lo que parece ser el fin un co­ mienzo, sólo la esperanza permite desplazar ante él la angustia para dar paso a la serena confianza, y sólo la caridad da el impulso preci­ so para la entrega total. Siendo objeto de la fe, nada tiene de extraño que sea un evento esencialmente oscuro, lo que explica el remanente de angustia que el cristiano (más aún: Cristo mismo) prueba cuando la afronta. Realidad dialéctica, la muerte se presenta como enemiga y amiga, como fin y comienzo, destrucción y consumación, pasión y acción. A la libertad personal, suscitada y sostenida por la gracia, le atañe optar entre estas alternativas, escoger la propia muerte y reali­ zarla. Esta muerte cristiana ¿se da únicamente en el cristianismo explí­ cito? Hemos dicho antes que la acción de morir totaliza y consuma la vida. Tal acción, por tanto, no puede ser algo religiosamente neu­ tro; será siempre una acción teologal, puesto que decide a la postre sobre el propio destino. Pues bien: allí donde la muerte es vivida como tránsito y no como término, con confianza y no con desespera­ ción (aunque bien podrá ser una esperanza oscura y asediada por la angustia), allí está presente —sépase o no— la gracia. Repitamos lo que decíamos antes: sólo la fe puede intuir un tránsito en lo que, según todas las apariencias, es un término; sólo la esperanza puede remontar la desesperación del no ser más; y sólo el amor puede dar la vida, no como derroche inútil o como pérdida trágica y absurda, sino como entrega con sentido y conquista de la definitiva plenitud. 92

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O, al menos, consagración de la enfermedad mortal; cf. F EINER, J., «En­ fermedad y sacramento de la unción», en Mysterium Salutis V, 499 ss.

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Podríamos añadir todavía: allí donde la muerte es vivida como cumplimiento de la existencia o como destino serena y resignadamente aceptado, allí acontece la muerte cristiana, es decir, la muerte que es confesión del Dios vivo. Dicha confesión tiene lugar: a) en el reconocimiento de que la vida tenía un significado (puesto que, por hipótesis, se acepta la muerte como lo que cumple la vida); b) en la sumisión obediente a los propios límites (esto es, en la aceptación del propio ser como ser creatural). El pecado es, en el fondo, la hybris del «seréis como dioses», la pretensión de autodivinización, de ¡limitación. Por eso el pecado es alienante y entraña la pérdida en la inautenticidad. El no-pecado es, en principio, identificación con el ser propio. Identificación que tiene lugar, a su nivel más radical, cuando el hombre se reconoce como el ser contingente, no necesario. Y esto sucede, también a su nivel más radical, cuando se acepta la muerte, con todo lo que ella conlleva de límite infranqueable y de revelación de la contingencia del yo humano. El acto de morir, en suma, es siempre y necesariamente un acto de fe (explícita o implícita) o un acto de incredulidad. En este último caso, lo que resulta es algo entitativamente diverso de la muerte cristiana recién descrita. El incrédulo sufre la que es castigo y emergencia de la culpa, la vive como pena durante su existencia pecaminosa (puesto que no la comprende ni la acepta), la muere en la desesperada servidumbre de su poder aniquilador. No apercibiéndose del valor salvífico de la resurrección de Cristo, no le es posible captarla de otro modo, ni la muerte puede ser para él otra cosa sino el vacio del ser y el total fracaso de la existencia, en el sentido explicado al tratar el tema de la muerte eterna. Ya hablando de la muerte en cuanto realidad humana hemos detectado como una de sus notas le de conducir a la persona a su definitividad. La muerte-acción (entendida como venimos haciéndolo) fija, en efecto, al hombre en su destino. Y ello por su misma naturaleza, no por un decreto convencional de D i o s . Si la libertad es disposición de la persona sobre sí misma en orden al fin; si en toda historia personal el pasado no se pierde, sino que va configurando el presente y el futuro, entonces, a medida que el tiempo transcurre, el hombre acumula en su interior los frutos de sus opciones, que pasan así a ser 93

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RAHNER, K., Sentido teológico..., 96-103. Como han pensado no pocos teólogos: El hombre y su muerte..., 19-28. Para lo que sigue, vid. RAHNER, K., Sentido teológico..., 32-35. 9 4

Teología sistemática. Β) Escatologia individual

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realidad dada, medio en el que la libertad se mueve hacia el porvenir. Y como esos frutos no son meros residuos estáticos, ni posesión ad­ yacente a la persona, sino su autodevenir, ésta llega, en ellos y por ellos, cada vez más a sí misma. Cuando el futuro se agote (puesto que una auténtica historia importa un auténtico término), el hombre se encontrará con el núcleo inmenso de sus realizaciones, de todas sus realizaciones; esa suma impresionante no será otra cosa que la fiel imagen de lo que el hombre ha querido ser: será el hombre llegado a sí mismo. El tránsito de lo cambiante a lo definitivo, que sucede en la muerte, no es, por tanto, efecto de un acto puntual (tesis de la op­ ción final); en la estructura inmanente de la existencia humana se ha­ lla inscrita la posibilidad de llegar algún día a la consumación. Si la vida tiene sentido, y no es el juego absurdo que pensaba Sartre, la muerte debe dar al hombre el permanecer durante la eternidad en lo que quiso ser durante el tiempo; y ello no en virtud de una nueva de­ cisión, que evacuaría irremediablemente la vida misma, sino en cuan­ to suma totalizante de las actitudes vividas y acumulación sin futuro del entero pasado, convertido ya, de forma irreversible, en presente eterno. Al ser la muerte —como se observó más arriba— anulación de toda posibilidad de devenir, es la facticidad consumada, o lo que es lo mismo, «término del estado de prueba por su naturaleza», según re­ zaba la fórmula escolástica al uso. 95

4.

La hipótesis de la opción final

96

Las páginas precedentes han tratado de mostrar que la muerte es, para la historia personal del hombre, un hecho de capital importan­ cia. Cabe preguntarse todavía si el instante mortal, en sí mismo, con­ tiene alguna peculiaridad que acreciente de modo particular esta im­

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El razonamiento, pues, supone, de una parte, una recta comprensión de la historicidad humana y, además, la presencia de la muerte en la vida, con la consi­ guiente toma de postura ante ella (lo que vengo llamando la muerte­acción); vid. RAHNER, K., en Mysterium Salutis V, 452 ss. He estudiado detenidamente la génesis y las diversas formulaciones de esta teoría en El hombre y su muerte..., 313­350; resumo aquí los aspectos más relevan­ tes de una cuestión que en el último decenio ha perdido actualidad. El libro de MOODY, R., Vida después de la vida, Madrid 1978 (cf. F LECHA, J. R., «¿Vida después de la vida?», en RCI [1980], 300­305) nos aproxima a la temática de la op­ ción final, pero acentuando, si cabe, su problematicidad. Resulta por ello un tanto sorprendente la atención que le dispensa KUNG, H., 27­48. 9 6

La muerte

299

portancia. Más concretamente, si al interior de la muerte se da una posibilidad excepcional de elección del fin último, bajo la moción de una oferta de gracia, y en tales condiciones psicológicas que, en ese acto, el hombre conquiste finalmente su definitividad. Así opinan los defensores de la iluminación u opción final, cuyo número ha crecido considerablemente en el presente siglo. Expondremos la hipótesis si­ guiendo a sus representantes más destacados y haremos una evalua­ ción crítica de la misma que nos dará ocasión para profundizar en las razones que hacen de la muerte el término del tiempo de prueba. 97

4.1.

Exposición: Glorieux,

Troisfontaines, Boros

A nuestro juicio, es P. Glorieux el teólogo que ha propuesto esta opinión con mayor rigor y originalidad. El teólogo francés trató por primera vez la cuestión en el contexto del problema de la obstinación de los condenados. Según Glorieux, Santo Tomás establece una pa­ ridad absoluta entre la muerte del hombre y la caída del ángel («hoc est hominibus mors quod angelis casus»). En uno y otro se da una in­ movilidad en la decisión tomada que depende del mismo motivo: per­ cepción intuitiva del fin y adhesión irrevocable de la voluntad. La obstinación del hombre y la del ángel tienen, pues, la misma causa. Mas, para que esto sea así, es preciso que el acto humano de obstina­ ción se realice cuando su sujeto versa en una situación semejante a la del ángel: la de «sustancia espiritual separada». En el estado de encar­ nación la tesis del Angélico no se sostendría, pues a dicho estado es inherente la capacidad de rectificación. La lógica del razonamiento 98

9 1

Cito los más conocidos: Demaret, Valéty, Chévrier (que no es teólogo, sino médico), Glorieux, Manya, Mersch, Winklhofer, Schmaus, Troisfontaines, Bo­ ros, Boff, etc. En cambio, la atribución a Rahner de esta opinión (ZIMARA, C, «Kinderlimbus und neuere Gegenhypothesen», en F ZThPh (1965), 308, nota 55; SCHELTENS, G., «La roort comme option finale», en Eludes Francisc. (1965), 23; WINKLHOFER, Α., «Zur F rage der Endentscheidung im Tode», en ThGl [1967], 202) nace de una equivocada lectura de la terminología rahneriana; vid. a este propósito RUIZ DE LA PEÑA, J. L., «La muerte­acción en la teoría de la opción final y en K. Rahner», en VV. AA., Teología y mundo contemporáneo. Homenaje a Karl Rahner, Madrid 1975, 545­564. Posteriormente el propio Rahner advirtió que «nunca había sostenido esta hipótesis» (SzTh XII, 41, nota 2; «La muerte del cristia­ no», en Mysterium Salutís V, 441 s.). Como antecedentes de la teoría pueden nom­ brarse, además de un oscuro anónimo del s. XIV, a Cayetano y, en el siglo pasado, a Klee. GLORIEUX, P., «Endurcissement final et gráces derniéres», en NRTh (1932), 865­891. 9 8

Teología sistemática. Β) Escatologia individual

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de Santo Tomás postula, por tanto, que la elección decisiva se actúe cuando se inaugura el estado de alma separada; de lo contrario, cae toda analogía hombre­ángel. Pero entonces —se pregunta Glorieux—, ¿no se traslada del último momento de esta vida al primer instante de la otra la decisión final, contra la doctrina de fe que atribuye a la muerte el término del estado de prueba? Santo Tomás, dice nuestro autor, previo la dificultad y resolvió problemas análogos. En toda mutación instantánea no es posible fijar un último instante del estado precedente y un primero del nuevo esta­ do; simplemente, el primer instante del estado nuevo termina por.si mismo al precedente. La muerte es más un separarse que un estar se­ parado. Ahora bien: para Santo Tomás —siempre según Glorieux—, separarse y estar separado son cosas que suceden en un mismo ins­ tante. Luego «la muerte será tan exactamente el primer momento en que el alma se encuentra separada como el último en que está uni­ da» ; supuesto que nos las habernos con un movimiento, una transi­ ción de un estado a otro (pero de carácter instantáneo, sin que pueda introducirse entre ambos términos una sucesión intermedia), no se puede distinguir aquí entre el fleri y el factum esse (entre el separan y el separatum esse). En síntesis: como es obvio, el instante de la muer­ te (el fieri de la separación alma­cuerpo) pertenece todavía a la exis­ tencia temporal y, por ende, al estado de prueba; es un instante en que el alma ya está separada; en él, consiguientemente, dicha alma hace una opción idéntica en claridad y fijeza inamovible a la del án­ gel (se decide «a la manera angélica»). Con todo, esta teoría (piensa el autor) no anula la significación de la conducta precedente ni induce al laxismo, puesto que las opciones temporales influyen sobre la deci­ sión a tomar. Cuando toda una vida se ha inclinado en una dirección, es psicológicamente muy improbable que el alma separada opte por la dirección contraria. 99

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Ibid., 881 s. Otros dos artículos de Glorieux —«F ieri est factum esse», en Divlhom (Piaz) (1936), 254­270; «In hora mortis», en MSC (1949), 185­216­ responden a las objeciones suscitadas por su primer estudio, sobre todo en lo tocante al emplaza­ miento de la decisión del alma separada en el status viae; la muerte, piensa Glorieux, es ciertamente el fin de ese estado, pero «inclusive», no «exclusive». Con otras pala­ bras, el teólogo francés sostiene que la pregunta sobre si la muerte es un momento de esta vida o de la otra está mal planteada; evidentemente no es momento de ninguna de las dos, pues es el punto límite entre ambas. Lo que hay que preguntarse es si ella forma parte todavía del estado de prueba o no; Glorieux responde afirmativamente. 100

La muerte

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Las sucesivas exposiciones de la hipótesis no añaden, en sustan­ cia, nada realmente nuevo, a no ser que, a partir de Mersch, se pre­ fiera hablar de «opción» o «decisión», más que de «iluminación», y la cuestión se presente en un marco más antropológico que escatológi­ c o . En este nuevo enfoque destacan las obras de Troisfontaines y B o r o s . Según Troisfontaines, el cuerpo es «la matriz indispensa­ ble, aunque provisoria», que debe «ser abandonada para que nazca la persona». Durante el tiempo de encarnación, la energía corporal de­ crece, porque se trasvasa a la vida psíquico­espiritual. En el instante mismo de la muerte, «la persona espiritual, separada de la materia que animaba, está en situación de ejercer sin estorbos su actividad propia». Más aún: el abandono del cuerpo es «la condición indispen­ sable de la plena actividad», que se realiza ahora con una claridad de conocimiento, una consciencia y una libertad imposibles en la exis­ tencia encarnada. Las opciones terrenas son sólo «ejercicios prepara­ torios» que «educan mi libertad a nacer». De esta suerte la muerte es «el acto capital» de la vida, en el que «el devenir cesa para dar paso al ser» y en el que se opta (en continuidad con las actitudes predomi­ nantes en la existencia temporal) por o contra Dios, para siempre, sin posibilidad de rectificación. «La muerte —concluye Troisfontaines— es el verdadero nacimiento del hombre». La teoría de la opción final ha alcanzado su máxima notoriedad con los trabajos de B o r o s . Debemos confesar, sin embargo, que di­ chos trabajos no se distinguen por su originalidad: en lo que respecta 101

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MERSCH, E., La Théologie du Corps Mystíque I, Bruges (4.' ed., sin fe­ cha), 315 s. Ibid., 315; WINKLHOF ER, Α., «Zur F rage...», 201. TROISF ONTAINES, R., «Je ne meurs pos...», 99­149. Antes había apare­ cido su articulo «La morí, épreuve de l'amour, condition de la liberté», en Cahlers Laennec (1946), 6­21 (reproducido en VV. AA., La mort, París 1948, 27­51). BOROS, L., Mysterium mortis... Las frases entrecomilladas están tomadas de «Je ne meurs pas...», 108,111,114,118s.,147. Además del libro ya citado, vid. del mismo autor: «Sacramentum mortis. Ein Versuch über den Sinn des Todes», en Or (1959), 61­65; 75­79; «Nochmals; Sa­ cramentum mortis», en Schweizerische Kirchenzeitung (1959), 573­575; 587­589 (respuesta a MENGIS, R., «Sacramentum Mortis», ibid, 433 s. 446 s.); «Mysterium mortis. Meditationen über Tod, Gericht, F egfeuer, Himmel und Auferstehung», en Lebendiges Zeugnis (1963), 3 ss.; «Zur Théologie des Todes», en VV. A Α., Christus vor uns, F rankfurt a.M. 1966, 90­109. Los artículos de 1959 contienen ya todos lo elementos del pensamiento de Boros, que no ha experimentado en lo sucesivo ningu­ na variación de fondo. 102

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a la hipótesis propiamente dicha, casi todo se encuentra ya en Glo­ rieux, Mersch y en el Troisfontaines de «Cahiers Laennec». La hipó­ tesis se formula en los siguientes términos: «En la muerte se da la po­ sibilidad del primer acto enteramente personal del hombre, de suerte que ella es el lugar privilegiado de la toma de conciencia, de la liber­ tad, del encuentro con Dios y de la decisión acerca del destino eter­ no». 1 0 7

4.2.

Observaciones críticas

Los argumentos favorables a la hipótesis son de dos clases: teoló­ gicos y filosóficos. Desde le teología se pone de relieve su capacidad de respuesta a difíciles cuestiones: la voluntad salvifica universal de Dios (patente en esa postrera y decisiva llamada de la gracia), la fija­ ción que la muerte importa, por sí misma, en el fin último (y por tanto la obstinación de los condenados), el caso de los niños no bautizados, etc. La hipótesis evita, además, la imagen de la muerte­emboscada, tan indigna de Dios como del hombre. En el plano filosófico, una op­ ción final parece exigida por el carácter personal que la muerte ha de poseer para ser realmente una muerte humana, así como por las limi­ taciones propias de la libertad y de sus actos durante la vida, que im­ pedirían al hombre consumar acabadamente su fisonomía interior y comprometerse por entero en un sí o un no decisivo frente a los últi­ mos valores. Es de justicia señalar la escasa ecuanimidad de algunos reparos teológicos opuestos a la hipótesis. No se puede, por ejemplo, acusar a sus defensores de laxismo, puesto que casi todos advierten con insis­ tencia que en la opción final pesan de modo sustantivo las acciones terrenas. Tampoco se debe objetar que la voluntad salvifica divina no es absoluta, sino general y condicionada, pues sigue siendo verdad que ella es universal y sincera, por lo que ha de ofrecer a todos me­ dios de salvación asequibles. El punto más problemático teológica­ mente de la teoría es el de la pertenencia de la muerte al status viae, pese a los esfuerzos de Glorieux en este sentido. Si se admite que el instante en que se produce la mutación es uno, y nó dos, y que en ese instante no coexisten los dos términos del movimiento (como Glo­ rieux mismo se ha visto forzado a reconocer), poco importa que no se pueda intercalar entre dichos extremos un lapso temporal, y que por

Mysterium..., 9.

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La muerte

tanto el instante de la muerte sea temporalmente inextenso. La muerte será un momento indivisible, inconmensurable físicamente, pero la instantaneidad no borra la sucesión entre los dos estados: a) el estado de unión, de temporalidad, de prueba, que es el del hombre vivo; y b) el estado de separación, de duración no temporal, de término, que es el del hombre muerto. Estas notas de cada estado son inseparables entre si e incompatibles, por contradictorias, con las del otro. Pensar un instante en que una nota de a) y otra de b) se den simultáneamente, es pensar en un circulo cuadrado. La muerte es el simple tránsito instantáneo del estado a) al estado b). En cuanto tal, no es: ni uno, ni otro, ni un tertium quid híbrido de uno y o t r o . Por tanto, la frase «fieri est factum esse», o se entiende de modo que resulta una mera tautología, o señala tan sólo la imposibilidad de descomponer empíricamente el instante del cambio en dos, sin que esto pueda significar que el fieri coincide otológicamente con el factum esse. Con todo, en nuestra opinión la objeción de fondo es de orden antropológico. Los defensores de la opción final han de propender a un dualismo inevitable, porque sin él la hipótesis se vería desprovista automáticamente de sus atractivos. Es el alma separada la que actúa, elige, decide. Y esto, que coloca a la teoría en posiciones de ventaja frente a complejos problemas, constituye al mismo tiempo su flanco vulnerable. En ella, la muerte es el naufragio exclusivo del cuerpo, y ese naufragio pone a flote el alma y posibilita la plena emergencia de la persona. Cuáles sean las posibilidades naturales del alma en un presunto estado de separación es ya cosa harto oscura para no poner en entre108

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Las aportas de la hipótesis en este punto (que Glorieux sortea hábilmente) se evidencian con claridad en Boros, para quien el instante de la opción final es, a la vez, el de la elección definitiva del fin (status viae) y el del purgatorio (satus termini); cf. Mysterium..., 138 ss. Debería añadirse que la frase de Santo Tomás se refiere a mutaciones instantáneas en las que el término a quo y el término ad quem pertenecen al mismo orden de duración (al tiempo). Mas no es esto lo que ocurre en la muerte, que marca la separación entre dos duraciones heterogéneas, entre las que no.es posible ningún punto de contacto; una coalescencia, sin solución de continuidad, de tiempo y eternidad es inconcebible. Los textos antes transcritos de Troisfontaines y Boros son, a este respecto, tan explícitos que descartan cualquier equívoco. Vid. la oposición a esta actividad en la muerte de JUNGEL, E., Tod., 116 s. y GRESHAKE, G., «Bemerkungen zur Endentscheidungshypothese», en GRESHAKE, G.-LOHFINK, G., NaherwartungAuferstehung-Unsterblichkeit, Freiburg i.B. 1976 , 127 ss. l M

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dicho la hipótesis. Lo único que el teólogo sabe a ciencia cierta es que el alma está ordenada, por su naturaleza, al estado de encarnación (DS 900, 902); por tanto, la separación la colocaría en una coyuntura ontológicamente precaria. Mas, incluso admitiendo lo que los partida­ rios de la teoría dicen sobre sus aptitudes operativas, continúa siendo indiscutible que ella no es el hombre, ni es persona. ¿Cómo entonces su eventual elección decidirá un destino personal? El periodo de prueba se predica del hombre, no de una de sus partes; la responsabi­ lidad frente al fin último atañe a la persona, no a su principio espiri­ tual (por lo demás no distinguible adecuadamente de la persona mis­ ma). De donde se sigue que una hipotética actividad del alma separa­ da sólo podría desplegarse —en el caso de que se dé de hecho y natu­ ralmente, no milagrosamente— en el ámbito creado por la decisión de la persona, del hombre entero. ¿Y la fijación en el fin último? Hemos visto ya que la muerte es verdaderamente el fin del hombre. La desaparición del sujeto que pe­ regrina ha de inferir, si se toma en todo su rigor, el término del tiempo de peregrinación, por sí misma. Siendo el fin del hombre entero, en todas sus dimensiones (unidad espíritu­materia, temporalidad, mun­ danidad, socialidad...), la muerte es el fin de su índole histórica; es su deflnitividad. Que el hombre sea un ser histórico significa que puede y debe alcanzar su autodefinición en el tiempo, o no significa nada. A lo largo de su vida, el hombre va dándose un semblante, adquiere en el curso de su historia personal unos rasgos cada vez más precisos; la muerte hace cristalizar ese talante. Si se objeta que toda decisión te­ rrena es provisoria y rectificable en segunda instancia, debe respon­ derse que la objeción es válida respecto a cada decisión, tomada en si misma, pero no de todas las decisiones, tomadas en conjunto. Los fautores de la opción final habrían de probar que la libertad de la per­ sona, es decir, las opciones realizadas durante la vida, no puede mo­ delar su estatuto definitivo. Suponer sin más esta incapacidad es in­ currir en una palmaria petición de principio. Desde un punto de vista estrictamente filosófico, se llega a con­ clusiones análogas. Únicamente si la muerte nos trae la definitividad, estamos en situación de reconocer a nuestros actos temporales una consistencia significativa, una validez. Cuando la filosofía existencia­ lista asevera que las acciones y opciones personales deben ser con­ frontadas cotidianamente con la muerte para ser auténticamente hu­ manas, está suponiendo que ella cierra, por sí misma, el ciclo de desa­ rrollo de la persona; de ahí su valor, tan certeramente subrayado por

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Heidegger y Jaspers, en orden a vivir la existencia con lúcida y comprometida intensidad. Mas si la muerte no basta por sí sola para consagrar las acciones de la vida con el sello de lo irrevocablemente válido, si es preciso todavía que en ella se realice un acto, pierde su carácter de instancia antropológica suprema. Los mismos patrocinadores de la hipótesis admiten, al menos en principio, el valor del complejo de opciones terrenas. Ahora bien: si tales opciones tienen un peso determinante en orden al fin último, la opción final es innecesaria. Si no se acepta ese peso, se devalúa por completo el contenido de la vida, el significado de la libertad y la historicidad humanas. Devaluación indisimulable en algunos de los más entusiastas defensores de la decisión final. Los actos de la existencia encarnada pasan a ser mera propedéutica del ejercicio de la libertad, hasta tal punto que la persona —dicen— nace en la muerte (Troisfontaines) y sólo en ésta se realiza el primer acto auténticamente humano (Boros). La persona nacida de este modo en la muerte se prepara a lo largo de su vida para jugárselo todo en aquélla; no puede hacer otra cosa, puesto que los condicionamientos que gravitan sobre la libertad histórica son tan graves —según la tesis que comentamos— que impiden al hombre autorrealizarse en el tiempo; el peso del pasado no basta a hacer precipitar en él la forma del futuro; éste no pertenece, por tanto, al proyecto del presente, que permanecerá siempre (e indiferentemente) abierto a cualquier alternativa. En este contexto tampoco parece significar nada la presencia de la muerte en la vida, puesto que la muerte-acción se cumplirá tan sólo en el límite puntiforme de la existencia. Con la acción de morir, con la muerte cual hecho de vida que postulábamos antes, nada tiene que ver este activismo espiritualista concentrado en el instante puntual de la muerte. Dicho de otro modo: una ontología de la muerte es cosa bien distinta de una ontología del instante mortal. Si a lo largo de la vida el hombre ha mirado cara a cara a su muerte y ha respondido a la exigencia de autenticidad que de ella se sigue, cuando llegue no hará más que desvelar la definitividad cobrada. Porque la muerte es, en efecto, la emergencia irreversible del propio destino, mas no en cuanto acto nuevo, sino en cuanto recapitulación de la historia personal. La muerte-acción traspasa esa historia palmo a palmo, desde el comienzo al fin, y el instante postrero congrega en su aparente pasividad los resultados de la misma; siendo el fin de la persona (y no su comienzo), consagra la obra acabada, sellándola irrevocablemente.

Capítulo Χ El purgatorio BIBLIOGRAFÍA: RATZINGER, J., Escatologia, Barcelo­ na 1980, 204­216; POZO, C, Teología del más allá, Madrid 1981 , 515­533; KÜNG, H., ¿Vida eterna?, Madrid 1983, 229 ss.; VORGRIMLER, H., «El purgatorio», en Mysterium SalutisW, 428­433; CONGAR, Y. M., «Le Purgatoire», en VV. AA., Le mystére de la morí et sa célébration, Paris 1956, 279­336; BETZ, O., «Purgatorium. Reifwerden für Gott», en VV. AA., Christus vor uns, F rankfurt a.M. 1966, 110­121; DE F UENTERRABIA, F ., «El purgatorio en la literatura ju­ dia precristiana», en XV Semana Bíblica Española, Madrid 1955; ID., «Doctrina del Nuevo Testamento y del judaismo contemporáneo sobre la remisión de los pecados más allá de la muerte», en XVI Semana Bíblica Española, Madrid 1956, 187­224; RAHNER, K., «Fegfeuer», en SzTh XIV, 435­449; LEHMANN, K., «Was bleibt vom F egfeuer?», en Internatio­ nale Kath. Zeitschrift (1980), 236­243; TENA, P., «'En las manos de Dios'. La oración de la Iglesia por los difuntos», en RCI (1980), 220­229. J

La doctrina del purgatorio reviste un indudable interés ecuméni­ co, dado que, contrariamente a lo que sucede con los restantes temas de la escatologia, es objeto de controversia interconfesional. Su expo­ sición deberá, por tanto, precisar cuáles son los elementos esenciales de la fe católica en torno a la misma y qué motivos impulsan a otras Iglesias cristianas a no admitirla. La consideración de estos motivos mostrará que el tema del pur­ gatorio no es, propiamente hablando, un tema de escatologia; un lu gar más adecuado para su exposición podría hallarse en el contexto de la doctrina de la gracia. En efecto, las divergencias registrables en­ tre las distintas Iglesias arrancan del modo de entender la justifica­ ción y el perdón de los pecados. Ε incluso (debemos añadir) entran en juego aquí otros presupuestos teológicos de carácter aún más gene­

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Teología sistemática. Β) Escatologia individual

ral, como son el concepto de revelación y la relación Escritura­tradi­ ción, en orden a clarificar cuáles son los enunciados revelados que exigen de los creyentes un asentimiento de fe. Esta densa problemática previa dificulta no poco la explanación del tema del purgatorio en la perspectiva del tema escatológico. Tal vez el planteamiento escatologista del mismo haya sido el causante de la deplorable hipertrofia que esta doctrina ha ido experimentando en la teología, la predicación y la mentalidad de los fieles, y de la falta de credibilidad de sus representaciones más popularizadas. En todo caso, es claro que cuanto se diga del purgatorio desde la escatologia habrá de ser integrado, para su cabal comprensión, en coordenadas doctrinales de otros sectores de la teología.

1.

La doctrina de la Escritura

Desde el siglo XVI, las exposiciones católicas del purgatorio se esforzaron por responder, dentro de una óptica netamente apologéti­ ca, a la opinión de Lutero: «el purgatorio no puede probarse por la sagrada Escritura canónica» (DS 1487). Se multiplicaron entonces las «pruebas de Escritura» por parte de los controversistas católicos, a base de textos aislados a los que se imponía una exégesis acomoda­ ticia, lastrada por el prejuicio dogmático. Puede valer como ejemplo la apelación a Mt 12, 32: «al que diga una palabra contra el Hijo del Hombre, se le perdonará; pero al que la diga contra el Espíritu Santo, no se le perdonará ni en este mundo ni en el otro». Se argüía: hay un pecado que no puede ser remitido en el mundo futuro; luego algunos pecados pueden serlo. Esta interpretación hace caso omiso del color semítico del texto, según el cual se designa la totalidad por los extre­ mos: «ni en este mundo ni en el otro» significa simplemente «nunca». La lógica de la frase, por lo demás, está exigiendo esta irremisibilidad de la palabra contra el Espíritu Santo, sin la cual desaparecería la graduación que se establece con la otra palabra contra el Hijo del Hombre. El paralelo de Le 12, 10 («al que blasfeme contra el Espíritu Santo, no se le perdonará») confirma categóricamente esta exégesis. Prescindiendo de otras citas de este tipo, uno de los pasajes clási­ cos en torno a nuestro tema es 2 Μ 12, 40­46 : en los cadáveres de 1

2

1

F UENTERRABIA, F ., XVI Semana..., 213­217. O'BRIEN, E., «The Scriptural Proof for the Existence of Purgatory from 2 Machabees 12,43­45», en ScEc (1949), 80­108; F UENTERRABIA, F ., XV Sema­ na..., 120­140; VORGRIMLER, H., 429 s. 2

El purgatorio

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los soldados muertos en la batalla contra Gorgias se encuentran obje­ tos del culto idolátrico, cuya tenencia estaba severamente prohibida por la Ley; no obstante, Judas hace una colecta y con su producto manda ofrecer un «sacrificio por el pecado» en el templo de Jerusalén, esperando que quienes han muerto «piadosamente» (en defensa de la religión y de la patria) hallen el perdón de Dios y participen en la re­ surrección. El hagiógrafo (vv. 43b ss.) aprueba la conducta del gene­ ralísimo judío, así como sus motivos para obrar como lo hizo. También aquí hay que precaverse contra una lectura anacrónica del texto que proyecte sobre él desarrollos doctrinales ajenos a la época en que fue redactado. De este estilo sería, por ejemplo, la inter­ pretación según la cual los soldados muertos habrían cometido «un pecado leve» y «no estaban, por consiguiente, en el infierno»; tampo­ co en el cielo (en ambos casos el rito sacrificial habría sido inútil); luego «la situación en que se encontraban... es precisamente la que nosotros designamos con la palabra purgatorio». Atendido el con­ texto de la teología judía del tiempo, el pasaje debe interpretarse de modo bien diverso. Los justos difuntos esperan «la resurrección para la vida» (2 Μ 7, 9.14), presumiblemente en el seno de Abraham. El pecado cometido por los soldados era objetivamente grave: se trata­ ba de un pecado de idolatría (cf. Dt 7, 25 s.). Con todo, Judas opina que su caso merece otra consideración, dado que se trata de muertes en cierto sentido martiriales. A fin de recomendar mejor la causa de estos difuntos, ordena que se ofrezca por ellos el sacrificio expiatorio. Es aquí donde reside la aportación original de nuestro texto: que el rito del Kippur (cf. Lv 4­5) aprovechase para redimir los pecados de los vivos, era cosa admitida comúnmente en Israel. Pero es ésta la primera vez que aparece su eventual eficacia también para los muer­ tos. Sin que el pasaje constituya un testimonio directo acerca de la existencia del purgatorio, es notable el progreso que este sacrificio por los difuntos insinúa en la poco diferenciada liturgia judía: una ac­ ción cultual puede ayudar a los creyentes muertos en una situación objetiva de pecado. De ahí a la idea expresa de expiación ultraterrena no había más que un paso; un texto rabínico de la escuela de Shammai (hacia la mitad del siglo I d. de Cristo) formula ya esta conclusión: «hay en el 3

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Así explica el texto todavía ROYO MARÍN, Α., Teología de la salvación, Madrid 1959 , 405; fue ésta una interpretación muy extendida en los manuales de escatologia. 2

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juicio tres categorías de hombres: unos son para la vida eterna; otros, los completamente impíos, para la vergüenza y oprobio eterno; los medianos (que no son ni del todo buenos ni del todo malos, y guar­ dan un lugar intermedio) descienden a la gehenna para ser estrujados y purificados; luego suben y son curados». Otro de los textos tradicionales aducidos en favor del purgatorio es 1 Co 3, 10­17': los apóstoles han de seleccionar cuidadosamente los materiales que emplean en la edificación de la Iglesia, pues «la obra de cada cual quedará al descubierto; la manifestará el día, que ha de manifestarse por el fuego» (v. 13). Aquél cuya obra resista al fuego «recibirá la recompensa. Mas aquél cuya obra quede abrasada sufrirá el daño. El, no obstante, quedará a salvo, pero como quien pasa a través del fuego» (vv. 14­15). En fin, «si alguno destruye el santuario de Dios, Dios le destruirá a él» (v. 17). El texto parece clasificar a los predicadores del evangelio en tres categorías: los que han usado buenos materiales recibirán recompen­ sa (v. 14); los que, en vez de edificar, han destruido, serán destruidos ellos mismos (v. 17); hay, por último, una tercera clase: la de aquéllos que, habiendo edificado, no han sido suficientemente escrupulosos en la elección de los materiales (v. 15). Es en esta tercera categoría don­ de se fija la atención de los comentaristas. A las tres clases de apostó­ les correspondería una triple retribución: el premio (la vida eterna), el castigo (la muerte eterna) y una corrección dolorosa (un «salvarse pa­ sando a través del fuego»), que implicaría la doctrina del purgatorio. ¿Qué decir de esta argumentación? Todo el pasaje está redactado en un estilo decididamente alegórico. Las expresiones el dia­el fuego pertenecen a bien conocidas imágenes apocalípticas del juicio final. Entender «el día» como designación de un presunto juicio particular, y «el fuego» como la expiación penal del purgatorio, es violentar el sentido del texto. Puesto que Pablo sitúa la escena en el éschaton (cuando, según la dogmática, ya no habrá purgatorio), parece poco fundado deducir del pasaje una enseñanza sobre un estado de purifi­ cación entre la muerte y el juicio final. El v. 15 bien puede significar simplemente el riesgo de condenación que corren los misioneros poco 4

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Citado por F UENTERRABIA, F ., XVSemana..., 145. GNILKA, J., Ist Kor 3,10­15 ein Schrtftzeugnis für das F egfeuer? Dussel­ dorf 1955 (cf. el comentario que hace a su exégesis RATZINGER, J., 212 s.); FUENTERRABIA, F ., XVISemana..., 217­220; ZEDDA, S„ L'escatologia bibli­ ca II, Brescia 1975, 227 y nota 6. 5

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celosos, y una diferencia de grado en su recompensa, comparada con la de los buenos apóstoles. En suma: ¿existe o no una base escriturística salida de la doctrina del purgatorio? Más que hacer hincapié en este o aquel texto cuestionable, sería preferible fijarse en ciertas ideas generales, clara y repetidamente enseñadas en la Biblia, y que pueden considerarse como el núcleo germinal de nuestro dogma. Una de ellas es la constante persuasión de que sólo una absoluta pureza es digna de ser admitida a la visión de Dios. El complicado ceremonial del culto israelita tendía a impedir que compareciesen ante Yahvé los impuros (incluso si se trataba de meras impurezas legales); el terror de «ver a Dios» (Ex 20, 18-19), tan común en el pueblo, procedía de una viva conciencia de indignidad e impreparación. Is 35, 8 y 52, 1 hablan de la imposibilidad en que se hallan los que no están totalmente limpios de transitar por la Jerusalén escatológica. Diversos pasajes del NT ratifican esta exigencia de total pureza para participar de la vida eterna: «bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5, 8); «sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5, 48); «nada profano entrará en ella (en la nueva Jerusalén)» (Ap 21, 27); etc. Otra idea, «la más importante, el verdadero lugar teológico de la doctrina», es la de la responsabilidad humana en el proceso de la justificación, que implica la necesidad de una participación personal en la reconciliación con Dios y la aceptación de las consecuencias penales que se derivan de los propios pecados; en 2 S 12 se recoge un caso típico de la separabilidad de culpa y pena; el perdón de Dios (v. 13) no exime a David de sufrir el castigo de su pecado (v. 14). Estas dos ideas nos descubren la posibilidad de que algún justo muera sin haber alcanzado el grado de madurez espiritual requerida para vivir en la comunión inmediata con Dios, lo que entrañaría, en consecuencia, un suplemento de purificación ultraterrena. A la luz de esta posibilidad debe ser contemplada la praxis de la oración por los difuntos a que se refiere la Escritura en diversos lugares. Además de 6

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El texto podría recuperar un valor indicativo si se admite la hipótesis —que se expondrá más adelante— del purgatorio como dimensión o momento del juicio; en esta dirección van las observaciones de Ratzinger a Gnilka. Aquí está latente, indirectamente, la problemática del estado intermedio; vid. capítulo siguiente. Este es el procedimiento señalado por CONGAR, Y. M., 285 s. Ibid., 285. 6

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2 Μ 12, 40 ss., ya examinado, hay que citar a este propósito dos tex­ tos paulinos. En 1 Co 15, 29 el apóstol argumenta a partir de un rito de bautismo por los muertos, sin que su alusión aclare el sentido pre­ ciso del rito ni el juicio que éste le merece. Probablemente los fieles de Corintio esperaban que un bautismo vicario favoreciese a miembros difuntos de sus familias o a catecúmenos a los que la muerte hubiese impedido recibirlo personalmente. En cualquier caso, esta enigmática referencia atestigua la convicción de que ciertas acciones litúrgicas pueden aprovechar a los muertos. 2 Tm 1,16­18 contiene una súpli­ ca del autor en favor de un cristiano, de nombre Onesíforo, que le ayudó en momentos difíciles y que, según todos los indicios, ha muer­ to, para que «encuentre misericordia ante el Señor aquel día» (el día del juicio); se trata, pues, de la intercesión de un cristiano vivo (Pa­ blo) por otro ya difunto. La legitimidad de los sufragios por los muertos está, en resumen, garantizada por un uso que se remonta al judaismo precristiano (2 Μ 12) y que la Iglesia apostólica conoció y practicó. Tal praxis es la consecuencia lógica de las ideas bíblicas antes comentadas; una y otras constituyen el más seguro fundamento bíblico del desarrollo dogmático que conducirá a la tematización formal de la doctrina. 9

2.

Historia del dogma

La tradición más antigua contiene abundantes testimonios de oraciones (litúrgicas o privadas) por los difuntos; indicaciones en este sentido se encuentran en las catacumbas y cementerios cristianos. El ejemplo más conocido es el célebre epitafio de Abercio, al final del cual se lee: «quien comprende y está de acuerdo con estas cosas, rue­ gue por Abercio». Tertuliano comenta la costumbre de celebrar el aniversario de los difuntos con «oblaciones», esto es, con una ora­ 10

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F UENTERRABIA, F ., XVI Semana..., 221 s., recoge una original interpre­ tación de B. F oschini, que modifica la puntuación del texto, de forma que éste ya no hablaría de un bautismo por los difuntos, sino de un bautizarse para la muerte, en el caso de que no haya resurrección. La conjetura parece demasiado sofisticada para gozar de alguna probabilidad. Vid MAURICE­DENIS, N., «Les GÍmetiéres chrétiens primitifs», en Le mys­ tére..., 164­181. CABROL, D., Dict. d'Archéol. Chr. I, 70. De corona, 3 (PL 2,79); cf. F ERNANDEZ, Α., La escatologia en el si­ glo II, Burgos 1979, 395­398. 1 0

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ción litúrgica. En otro lugar hace referencia a oraciones privadas, además de la celebración cultual: «(La mujer) ora por el alma (de su marido)... y ofrece un sacrificio en cada aniversario de su muerte». San Efrén recomienda a los hermanos que recuerden su memoria el trigésimo día de su muerte. Y justifica así la recomendación: «pues los muertos son auxiliados por la oblación que hacen los vivos», ase­ veración que apoya en el texto de 2 Μ 12. San Cirilo de J erusalén declara que los cristianos tienen fe en la utilidad que las oraciones de la comunidad y el sacrificio eucarístico reportan a los difuntos; a quienes no admiten tal utilidad, les responde con el ejemplo del rey que perdona a los que le han ofendido por intercesión de los que le son gratos. Así pues, ya en los cuatro primeros siglos era general la práctica de la oración por los muertos en las iglesias occidentales (Roma, África) y en las orientales (Siria, Jerusalén); particular importancia reviste la memoria de los fieles difuntos en la celebración eucarística, atestiguada por Tertuliano, Efrén y Cirilo de Jerusalén, que dará lu­ gar a una copiosa literatura litúrgica funeraria. Esta praxis es, por tanto, al igual que en el N T , la más antigua expresión de la fe de la Iglesia en el contenido doctrinal de nuestro tema. En el tránsito de esta fe implícita a la formulación explícita tie­ ne singular importancia un texto de San Cipriano: «una cosa es no salir el encarcelado de allí hasta pagar el último cuadrante y otra reci­ bir sin demora el premio de la fe y del valor; una purificarse de los pe­ cados por el tormento de largos dolores y purgar mucho tiempo por el fuego (purgari diu igne)... y otra ser coronado en seguida por el Se­ ñor». El texto pertenece a una carta en la que el obispo de Cartago se muestra favorable a reconciliar a los cristianos relegados en el ordo poenitentium aun antes de que hayan consumado la penitencia pú­ blica. En ésta, la Iglesia imponía penas que se suponían proporciona­ das a la gravedad de la culpa, y el pecador no era readmitido en la 13

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De monogamia, 10 (PL 2,942). R 741. " Catech., 23,9­10 (PG 33,1116). PHILIPPEAU, H. R., «Origines et évolution des rites funéraires», en Le mystére..., 186­206. Dentro del mismo estadio de fe implícita habría que considerar, según Con­ gar (Le mystére..., 322 ss.), la tesis (tan común en la época) de una dilación de la en­ trada en la vida eterna, expuesta en el capítulo anterior. Epist., 55,20,1 (CAMPOS, J., Obras de San Cipriano, Madrid 1964, 535). 14

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comunión eclesial mientras no hubiese expiado por entero su delito; conviene no olvidar este dato a la hora de enjuiciar la ausencia de tes­ timonios explícitos en favor del purgatorio. Cipriano encuentra difícil mantener en vigor esta rigurosa exclusión mientras no se cumpla to­ talmente la penitencia; en plena persecución no siempre resultaba aconsejable señalar penas ajustadas a la gravedad del pecado, y pare­ cía demasiado duro no reconciliar a los pecadores arrepentidos cuan­ do más necesitaban, por la amenaza persecutoria, del sostén de la co­ munidad y de los sacramentos. San Cipriano concluye, en conse­ cuencia, que para aquellos que no han podido purificarse antes de la muerte o por el martirio, habrá un «fuego purificador». La mención de este ignis purgatorius (que aquí parece ocasional y desprovista de todo énfasis) hará fortuna y no contribuirá, ciertamente, a clarificar las ideas en torno al estado de purificación postmortal, del que este texto es el primer testimonio explícito. A partir de este momento (mitad del siglo III), las referencias al purgatorio (lugar o, al menos, estado) se hacen cada vez más frecuen­ tes e inequívocas, tanto en los escritores latinos (sobre todo San Agustín) como en los griegos. Se explica así que la idea del purgatorio no se contase entre los te­ mas controvertidos con motivo del cisma de Oriente; ambas Iglesias parecían de acuerdo sobre este punto. Incluso Inocencio IV (año 1254) constata una fundamental identidad de fe; sólo les pide a los griegos que adopten el nombre de «purgatorio», dado que ya creen en la doctrina (DS 838) . Sin embargo, las divergencias no iban a tar­ dar en manifestarse. Son dos los factores determinantes de la crisis: 19

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Merece señalarse cómo —una vez más— es una concreta coyuntura histórica (la persecución de Decio) lo que actúa como catalizador del desarrollo dogmático de la fe, y cómo es un pastor (no un teólogo profesional) el que, sensible al estimulo de la circunstancia, expresa formalmente algo contenido hasta entonces sólo en un es­ tadio de fe virtual e implícita. El adjetivo «purgatorius» se va solidificando en el sustantivo «purgatorium». Vid. los textos citados por ROUET en el índice teológico número 587. El libro de LE GOF F , J., El nacimiento del purgatorio, Madrid 1985, tan sugestivo en lo to­ cante a la historia de las mentalidades, habla del nacimiento de lo que el autor (no la fe cristiana) entiende por purgatorio. Asi se explica que sitúe sus orígenes en el me­ dievo. Para cuanto sigue, vid. CONGAR, Y. M., 294 ss. y JUGIE, M., «Purgatoi­ re», en DTC XIII, 1326­1352. Vid. la atinada observación de CONGAR, Y. M., 296, nota 2, a esta impo­ sición papal. 2 0

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por parte de Occidente, el desarrollo teológico de la noción de satis­ facción penal, subrayada por la distinción que formulara P. Lombafdo entre el reatus culpae y el reatos poenae; por parte de Oriente, un recelo creciente de sus teólogos respecto a los hábitos mentales y al vocabulario de sus colegas latinos. La oposición a la concepción occidental del purgatorio (a raíz del concilio de Lyon, en 1274, DS 856) se concretó en tres de sus elementos: el carácter local del mismo (los griegos lo entendían como un mero estado, no como un lugar), la existencia del fuego (que les recordaba la herejía origenista de un infierno ad tempus) y, sobre todo, la índole expiatoria, penal, de un estado que ellos consideraban más bien como purificatorio, de suerte que los difuntos maduraban para la vida eterna por los sufragios de la Iglesia, y no por la tolerancia de una pena. Es este último elemento el que nos da la clave del desacuerdo; se trata, en última instancia, de un corolario del modo diverso de concebir la redención subjetiva. Para los orientales, en efecto, la justificación se piensa no tanto en clave de expiación de pecados, cuanto en clave de divinización progresiva, que va devolviendo al hombre la imagen de Dios por un proceso paulatino de purificación. La cuestión fue abiertamente afrontada en el concilio de Florencia. Largas discusiones mostraron que las discrepancias no eran insalvables; algunos de los componentes de la interpretación occidental del purgatorio, que desagradaban a los orientales, procedían de la especulación teológica, y podían por tanto ser considerados como no vinculantes. La definición conciliar (DS 1304), que sigue con mínimas variantes el documento antes citado del concilio de Lyon (DS 856), deja caer dos de estos componentes, reconociendo así la parte de razón que correspondía a la crítica de los griegos: a) que el purgatorio sea un lugar; b) que entre sus penas se cuente la del fuego. Se define, en cambio: a) la existencia de un estado en el que los difuntos no enteramente purificados «son purgados» (purgan); b) el carácter penal (expiatorio) de ese estado (los difuntos son purificados «poenis purgatoriis»); en este punto la Iglesia no ha creído poder ceder a los requerimientos de los orientales, si bien no se precisa en qué consisten concretamente las penas; c) la ayuda que los sufragios de los vivos 32

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CONGAR, Y. M., 302-304. Ibid., 316-318. Para todo el diálogo entre latinos y griegos en Florencia, vid. PETIT, L.-HOFMAN, G., De Purgatorio disputationes in Concilio Florentino habitué, Romae 1969. 23 24

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prestan a los difuntos en ese estado. Estas tres notas, en suma, y sólo éstas, integran la noción dogmática del purgatorio. El siglo XVI trajo con la Reforma otro período crítico para la doctrina que nos ocupa. Pudiera creerse que Lutero rechazó desde el principio de su enfrentamiento con R o m a tal doctrina, y sin embargo no es así. En 1519 se limitó a señalar, como hemos visto, que no se halla en las Escrituras canónicas (él admitía el valor probativo de 2 Μ 12, pero no su canonicidad), mas continuó creyendo en su existen­ cia, basándose principalmente en la tradición patrística, y sin captar, según parece, la incoherencia que introducía en su sistema. Hay que esperar a la Dieta de Augsburgo para verle asumir una posición taxa­ tiva, que cristalizará en su célebre manifiesto Widerruf vom Fegfeuer (Retractación del purgatorio), escrito en 1530. En realidad, la noción de purgatorio contrasta frontalmente con la concepción luterana de la justificación y con el principio de la sola Scriptura. Ante todo, ella pondría en cuestión —razonan los reforma­ dores— la suficiencia de la satisfacción de Cristo y atribuiría al hom­ bre la capacidad de operar por sí mismo la consumación del proceso salvífico. Si Dios nos salva es en tanto en cuanto nos imputa la justi­ cia de su Hijo; mas es claro que dicha justicia es sobreabundante y cubre con exceso los más graves pecados. ¿Cómo admitir, por consi­ guiente, que el justificado haya de purificarse todavía, antes de su in­ greso en el cielo? El defecto de su santidad sería el defecto de la santi­ dad que se le imputa, esto es, la misma santidad del Hijo. Es significativo que Trento aluda al purgatorio, desde el punto de vista doctrinal, sólo en un canon del decreto sobre la justificación (DS 1580). Este canon no representa ninguna novedad respecto a lo definido en F lorencia, pero sitúa la controversia interconfesional en el lugar que le corresponde, a saber, en la temática del proceso de remi­ sión de los pecados y santificación del hombre. Por lo demás, y en el plano disciplinar, Trento emitió un decreto animado por un sano es­ píritu de autocrítica, en el que se prohibe exponer la doctrina del pur­ gatorio recargándola de aditamentos inútiles, de «cuestiones sutiles que no contribuyen a la edificación ni a la piedad» del pueblo, y se sale al paso de los rasgos «curiosos o supersticiosos», en los que por desgracia abundan las representaciones populares (DS 1820). Sin duda estaban presentes en el ánimo de los Padres conciliares las durí­ simas y merecidas críticas de los protestantes a los propagandistas de 25

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CONGAR, Y. M., 280 ss.

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indulgencias y a cierto estilo de predicación que deformaba grotesca­ mente la verdad de fe. Debe reconocerse que la eficacia del decreto no fue muy grande, y que sus disposiciones no han perdido actuali­ dad todavía. En el Vaticano II, el c. VII de la Lumen Gentium contiene varias referencias al estado de purificación postmortal : hay fieles difuntos que «se purifican» (puriflcantur) (n. 49); la comunión de todos los miembros del cuerpo de Cristo fundamenta la costumbre, que se re­ monta a «los primeros tiempos de la religión cristiana», de guardar «con gran piedad la memoria de los difuntos» y ofrecer «sufragios por ellos»; a continuación se cita 2 Μ 12, 46 (versión de la Vulgata) (n. 50). En el número correspondiente a las disposiciones pastorales (n. 51), se insiste en la idea del «consorcio vital con los hermanos... que todavía se purifican (puriflcantur) después de la muerte» y se confirman los textos conciliares de F lorencia y Trento, antes citados. 26

3.

Reflexiones teológicas

Un modo tan extendido como errado de entender el purgatorio es concebirlo al modo de un infierno temporal. En verdad, su carácter penal no puede ser exagerado hasta el punto de otogarle la primacía o convertir este estado en un «universo concentracionístico». La li­ turgia dice de quienesjo integran que «duermen el sueño d e j a paz»; el elemento de expiación penal ha de ser equilibrado con la idea de pro­ ceso de madurez. Equilibrado, no anulado; la oposición de los grie­ gos a la idea de expiación (indiscutiblemente bíblica y patrística) nace de una inteligencia demasiado unilateral de la justificación como as­ census ad Deum, que sobrevuela apresuradamente los aspectos nega­ tivos del tránsito de un estado de pecado al de santidad y amistad di­ vina, pese a que «la idea de pena, y de pena expiatoria, no es descono­ cida a la tradición oriental». Es muy probable que la insistencia lati­ na en una pena positiva (el «fuego purgatorio») haya obrado como re­ vulsivo en los teólogos griegos, produciendo la reacción de rechazo de todo elemento expiatorio. 27

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POZO, C, 558 ss. WINKLHOF ER, Α., Das Kommen seines Reiches, F rankfurt a. Μ. 1962 , 115,121, ΒΕΤΖ,Ο., 113,115. « CONGAR, Y. M , 318. CONGAR, Y. M., 300; cf. LIBANIO, J. B., Escatologia cristiana, Madrid 1985, 242: «todo proceso de maduración es doloroso». 2 7

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Realmente, y como se ha señalado más arriba, la noción dogmá­ tica del purgatorio no conlleva ningún tipo de precisión sobre la índo­ le de las penas. Seria, por ejemplo, legítimo reducir éstas a la simple dilación de la visión de Dios. Por otra parte, no puede olvidarse que a todo proceso auténtico de purificación o madurez es inherente, por su misma naturaleza, un cierto coeficiente de sufrimiento, presente ya en la propia conciencia de imperfección cuando va acompañada por un sincero anhelo de perfeccionamiento. Como se ha apuntado en otro , Jugar de este libro, el pecado crea una situación real de desorden, cu­ j yas consecuencias (a menudo imprevisibles p a r a quien lo cometió) no pueden ser simplemente canceladas con el perdón de la culpa, puesto que han trascendido el nivel de las relaciones interpersonales (esto es, cuanto atañe a la esfera de la reconciliación) para inscribirse en el mundo de la realidad objetiva, desde donde han de incidir otra vez en "las subjetividades responsables del desorden. Dicho más brevemente: es menester recordar de nuevo que, en una concepción rigurosamente teológica, la idea de pena o castigo es inseparable de la de culpa o pe­ cado, pues fluye connaturalmente de éste, sin necesidad de ser so­ breañadido por una sanción convencional. Con estas premisas, es lícito concluir que los conceptos purificación­expiación, manejados en el ámbito "de las realidades "teológicas que denominamos pecado y reconciliación, lejos de ser an­ titéticos, constituyen dos momentos inseparables de un único proce­ "sb que da al hombre limitado e imperfecto su acabada perfección. •Esta es la verdad que correspondía a los latinos en su controversia con los griegos. Es preciso observar, con todo, que expresiones como «expiación penal», «purgación», etc., evocan un mundo de representa­ ciones imaginativas deformadoras de la realidad dogmática, máxime si se dejan permear por el significado que tales expresiones reciben en el vocabulario jurídico profano. Sorprende, a este respecto, que el verbo utilizado (dos veces) en los textos del Vaticano II que hablan del purgatorio sea «purificarse» Jpurificari) y) no «purgarse» o «ex­ piarK.(purgari)es el verbo que, por el contrario, se usa sistemática­ mente en los documentos anteriores del magisterio: DS 838, 856, 1000, 1304). Este cambio de vocabulario, en apariencia nimio, es se­ 30

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Sobre la distinción entre el realus poenae y el reatus culpae, vid. RAHNER, K., «Observaciones sobre la teología de las indulgencias», en ET II, 181­207 (pp. 200 ss.).

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guramente intencionado, y revela una sintomática mutación de acen­ to en torno a nuestro tema. El protestantismo actual mantiene la oposición de los viejos re­ formadores al purgatorio, por idénticos motivos: la tesis católica su­ pone un intento de autojustificación del hombre y deroga el mérito sobreabundante de Cristo, con cuya justicia somos justificados. Planteada en estos términos, la cuestión no tiene nada de marginal o secundaria; antes bien, «concierne al centro mismo del Evangelio». Como apunta Congar, «nos encontramos aquí ante el trágico contra­ sentido que pesa sobre el protestantismo: la idea de que no puede sal­ varse la eficacia soberana de Dios si no se afirma su eficacia exclusi­ va. Por el contrario, la verdad del purgatorio supone que «el hombre no se limita a ser salvado; también él se salva, debe obrar su salva­ ción». ^ Si la purificación le es necesaria, ella habrá de consistir no sólo en un ser purificado, sino también en un purificarse; «no nos puede ser dada más que haciéndola también nosotros». ^ Esto supuesto, cabría cuestionar todavía la tesis de una purifica­ ción ultraterrena. ¿Acaso no basta el marco temporal de la historia de la persona para que ésta alcance su madurez? Tocamos aquí uno de los casos en que más claramente se evidencia el carácter positivo —no meramente especulativo— del dogma y la teología cristianos. En efecto; discurriendo en abstracto, podría parecer obvio que la muerte, fijando al hombre en su destino y comunicándole su definitividad (co­ mo se ha visto en el capítulo anterior), implicase además su total ido­ neidad para acceder a la visión de Dios. Sin embargo, tanto la fe como la teología tienen que habérselas en este punto con el dato reve­ lado de la oración por los difuntos; la única explicación del mismo consiste en admitir la posibilidad del estado ultraterreno de purifica­ 31

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Vid, por ejemplo ALTHAUS, P., Die letzten Dinge, Gütersloh 1964', 209­ 220; MAURY, P., L'eschatologie, Genéve 1959, 45 s.; el mismo Althaus reseña (ibid., 210 s.) a los contados autores protestantes que no rechazan de plano la doc­ trina, a los que hay que sumar a Tillich (cf. su Teología sistemática III, Salamanca 1984,497­502), con su teoría de la gradual integración del hombre en Dios a través de la muerte; vid. al respecto WOHLGSCΗAFT, H., Hoffnung angesichts des To­ des, München 1977, 143, 146. Cf. en fin una justificación protestante de la oración por los difuntos en HEIDLER, F ., Die biblische Lehre von der Unsterblichkeit der Seele, Góttingen 1983, 189 s. ALTHAUS, P., 212. CONGAR, Y. M., 288 s. Ibid., 289. 3 2

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ción. A partir de aquí, y razonando, de algún modo, retroactivamen­ I ' te, el pensamiento teológico señalará cómo la libre decisión de la per­ ' sona humana (espíritu encarnado) construye, si, su destino, pero no tiene por qué alcanzar necesariamente todos los estratos del ser, como si la rica pluridimensionalidad del hombre se asumiese indefec­ tiblemente, de una vez y durante la existencia temporal, en aquella decisión ; la más sincera y auténtica conversión del centro nuclear de la persona puede haber dejado intacta esta o aquella zona de su , periferia. Si todo esto es exacto, «el purgatorio puede perfectamente ser pensado como la integración de todas las diversas dimensiones del hombre en la única... decisión fundamental», cuando tal integra­ ción no se ha verificado (por los motivos que sea) antes de la muerte. 35

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Si alguna experiencia intramundana puede servir de base para re­ presentarnos el purgatorio, la más próxima es, sin duda, la experien­ cia mística, en la que al sufrimiento inscrito en toda renuncia se une la íntima y reconfortante cercanía de Dios, de suerte que el elemento penal (procedente, como ya se apuntó, de la imperfección misma) queda contrapesado por el gozo profundo de quien se sabe «en la paz del Señor». En esta perspectiva de comunión en la vida divina se in­ serta la idea de la solidaridad eclesial entre todos los miembros del cuerpo de Cristo, que hace comprensible la eficacia de la oración de los vivos por los difuntos. Se ha dicho que «si el dogma del purgatorio tiene algún sentido..., es sobre todo un sentido social: implica que las almas no cumplen su destino de manera solitaria, sino ligadas a todo el cuerpo de Cristo, ayudadas por los sufragios de los fieles y de los santos». Los textos antes citados del Vaticano II insisten por tres veces (LG 49.50.51) en esta estrecha solidaridad del entero organis­ mo eclesial (la Iglesia que peregrina, la Iglesia que se purifica, la Igle­ sia celestial), solidaridad, como el amor de Dios que la nutre, más fuerte que la muerte y, por consiguiente, no vulnerable por ésta. 37

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RAHNER, K., «Observaciones...», 202­204; el teólogo alemán no hace más que aplicar a este caso su lúcida distinción entre persona y naturaleza; la libertad personal no siempre está en grado de abarcar por entero su naturaleza; cf. ET I, 379­416. RAHNER, Κ., ET III, 178; ID., SzThXIV, 438 s. CONGAR, Y. M., 319; BARRIENTOS, U., Purificación y purgatorio, Ma­ drid 1960. CONGAR, Y. M., 324; RATZINGER, J., 215 s.: «el hombre no es nunca él mismo solo, o mejor, es él mismo en los otros, con los otros, por los otros». 3 6

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El purgatorio

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La crisis del estado intermedio, de que se tratará en el siguiente capitulo, ¿no afectará también a la existencia misma del purgatorio? Independientemente de la respuesta que se dé a la cuestión de si hay o no almas separadas durante un presunto intervalo entre la muerte del individuo singular y la resurrección universal, no faltan teólogos de nota que conciben el purgatorio no como un estadio temporal­ mente extenso, sino como la experiencia revolucionaria del encuentro con Cristo. «Poco habríamos adelantado con reducir el purgatorio de ser un lugar­a ser un estado, si no nos decidiéramos a trasladar la realidad purificadora de este estado al encuentro del pecador aún no purifica­ do con el Kyrios que se le aparece para juzgarlo... El purgatorio es una dimensión del juicio en cuanto éste es el encuentro del pecador con el rostro de llamas y los pies de fuego de Cristo (Apc 1, 14 = Dan 10, 6)». Atribuir al estado de purificación una duración temporal es el resultado (explicable desde los habituales modos de discurso) de transponer a una dimensión de extensión lo que, de su­ yo, concierne a la dimensión de intensidad. En nuestra opinión, la «reducción» del purgatorio propuesta por von Balthasar respeta to­ dos los datos dogmáticos del mismo y es, por tanto, una opción teológica legítima. 39

" VON BALTHASAR, H. U., «Escatologia», en VV. AA., Panorama de la teología actual, Madrid 1961 (el original alemán es de 1956). Con esta hipótesis ocurre algo muy curioso: KÜNG, H., p. 234 s., atribuye la paternidad de la idea a Greshake; WOHLSCHAF T, H., p. 279, a Boros. En realidad es von Balthasar quien la propuso por primera vez. De otro lado, lo que dice Boros (vid. su Myste­ rium mortis. Der Mensch in der letzten Entscheidung, Olten 1964 , 138­150) poco tiene que ver con la propuesta de von Balthasar; responde a su propensión a acumu­ lar en el instante mismo de la muerte («ím Tode») toda la escatologia: juicio, resu­ rrección, vida eterna, muerte eterna... y, para no ser menos, también el purgatorio. Además de los autores que acaban de citarse, se suman a la interpretación de von Balthasar: RONDET, H., «Immortalité de l'áme ou résurrection de la chair», en Bull. Littér. Eccles. (1973), 53­65 (el purgatorio será «un pasaje instantáneo»: p. 61); MARTELET, G., L'au­dela retrouvé, París 1975, 140 ss.; LOHF INK, G., en GRESHAKE, G.­LOHF INK, G., Naherwartung­Auferstehung­Unsterblichkeit, Freiburg i. Β. 1976 , 138; RAHNER, K., SzTh XIV, 440 s.; RATZINGER, J., 213 s.; LIBANIO, J. B., 241­244; LEHMANN, K., 239 s. Si a esta hipótesis se objetara que las oraciones por los muertos corren en ella el peligro de resultar inútiles, deberá responderse que la objeción se funda en un para­ lelismo entre nuestro tiempo y la duración ultraterrena que es totalmente gratuito (como si a un instante del más acá correspondiese sincrónicamente otro del más allá); cf. BRISBOIS, E., «Durée du purgatoire et suffrages pour les défunts», en NRTh (1959), 838­845. 4

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Por lo demás, las dificultades del estado intermedio se plantean —como se verá— cuando se proyecta dicho estado sobre el horizonte de la bienaventuranza, esto es, del hombre llegado ya a la vida eterna. Esas dificultades no pueden esgrimirse, en cambio, con igual eficacia si se trata de una situación que es, por definición, transitoria, como ocurre en nuestro caso. Así pues, desde un punto de vista metodoló­ gico no sería acertado involucrar la problemática del purgatorio con la del estado intermedio, puesto que ambas arrancan de supuestos muy diversos, como diverso es también el rango dogmático de la afir­ mación de la existencia del purgatorio (verdad de fe) de la del esta­ do intermedio (cuestión, a nuestro juicio, libremente discutible).

Capítulo XI El problema del estado intermedio BIBLIOGRAFÍA: RATZINGER, J., Escatologia, Barcelo­ na 1980, 73­153; ID., «Entre muerte y resurrección», en RCI (mayo/junio 1980), 273­286; POZO, C, Teología del más allá, Madrid 1981 , 165­323; GRESHAKE, G., Auferste­ hung der Toten, Essen 1969; GRESHAKE, G. ­ LOHF INK, G., Naherwartung­Auferstehung­Unsterblichkeit, F reiburg i.B. 1982 ; RUIZ DE LA PEÑA, J. L., El hombre y su muerte. Antropología teológica actual, Burgos 1971; ID., «Die F rage des Zwischenzustandes. Die Diskussion um die 'anima sepa­ rata'», en TG (1972), 94­97; ID., «El esquema alma­cuerpo y la doctrina de la retribución. Reflexiones sobre los datos bíbli­ cos del problema», en RET (1973), 293­338; RAHNER, K., «Ueber den Zwischenzustand», en SzTh XII, 455­466; ZIE­ GENAUS, Α., «Auferstehung im Tod. Das geeignetere Denk­ modell?», en MThZ (1977), 109­132; ID., «Die leibliche Auf­ nahme Mariens in den Himmel im Spannungsfeld heutiger theologischen Stromungen», en Forum Katholische Théologie (1985), 1­19; RUINI, C, «Immortalitá e risurrezione nel Ma­ gistero e nella Teología oggi», en Rassegna di Teología (1980), 102­115; 189­206; SONNEMANS, H., Seele. Unsterblichkeit­Auferstehung, F reiburg i.B. 1984; HER­ NÁNDEZ, J. M., «La Asunción de María en el debate actual sobre la escatologia intermedia», en Ephemerides Mariologi­ cae (1985), 37­80. 2

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Como se señalaba en la introducción de este libro, la escatologia cristiana comprende una doble dimensión: la colectiva y la singular o personal. La coexistencia de estas dos dimensiones en el marco de una única esperanza escatológica plantea el problema de la relación entre ambas: si, por una parte, la historia no se consumará sino en el

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éschaton (con la parusía, el juicio, la resurrección de los muertos, la nueva creación), no es menos cierto que el individuo participa de la vida eterna (la forma de existencia definitiva) inmediatamente des­ pués de su muerte. Surge así una evidente tensión entre dos verdades de fe: resurrección escatológica­retribución postmortal. Esta polari­ dad ha generado, a su vez, la representación del llamado «estado in­ termedio»: un hiato temporal que separa la muerte de la resurrección y que tendría por protagonista al alma separada, receptora de la retri­ bución. Son dos, pues, los conceptos básicos que maneja esta representa­ ción tradicional: el concepto de alma separada; el concepto de una duración extensa, coextensiva y paralela al tiempo histórico, que se intercalaría entre la muerte y la resurrección. Tal representación, generalizada en la teología (tanto católica como protestante) hasta bien entrado el presente siglo, entraña sin embargo dos serias dificultades. En primer término, una dificultad de carácter antropológico: supuesto que es el hombre entero (espíritu encarnado) el sujeto del mérito o demérito durante el periodo de prueba, parece lógico inferir que el único sujeto apto de la retribución es ese mismo hombre, en su integridad personal. Una entidad incom­ pleta a nivel ontológico (el alma no es el hombre ni es persona; no es ser, sino principio de ser), ¿puede ser perfecta a nivel operacional? La respuesta afirmativa origina una segunda dificultad, de índole teológi­ ca: habrá que preguntarse qué significa entonces el éschaton para esa entidad llegada al término de su consumación (la vida eterna); la pa­ rusía, la resurrección, el juicio, la nueva creación, ¿suponen algo real­ mente sustantivo para quien se halla, ya desde la muerte, instalado en la perfecta bienaventuranza? Si se responde que el éschaton le de­ vuelve su integridad ontológica, torna a plantearse la primera obje­ ción: ¿cómo puede ser perfectamente bienaventurado sin dicha inte­ gridad? 1

La tesis tradicional suscita, pues, interrogantes de no fácil respuesta: ¿cuál es el sujeto de la retribución postmortal?, ¿cuál es su estatuto ontológico en el lapso que media entre muerte y resu­

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Me refiero a la bienaventuranza por estimar que es en ella donde se agudiza la cuestionabilidad del estado intermedio. En el caso de los condenados, las dificulta­ des de la concepción alma separada serían fácilmente resueltas por los defensores del mismo.

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rrección?; ¿cuál es la naturaleza de ese lapso, vistas las cosas (por decirlo de algún modo) «desde el lado de allá»?; ¿se trata de una duración continua, extensa, semejante (o incluso idéntica) a la que discurre «del lado de acá»? Comenzaremos inquiriendo si la Escritura o la fe de la Iglesia imponen como doctrina vinculante la teoría tradicional del estado intermedio. A continuación examinaremos la discusión teológica en torno al mismo, con las aportaciones más significativas de los teólogos protestantes y católicos. Finalmente propondremos, a modo de balance, una serie de reflexiones conclusivas sobre el tema.

1.

El problema en la Escritura y el magisterio

No es posible emprender aquí un análisis en profundidad de los textos bíblicos concernientes a nuestro tema. Se puede, sin embargo, sostener, con la mayoría de los exegetas y teólogos contemporáneos, que la Escritura en general, y el Nuevo Testamento en particular, profesan una antropología unitaria, en la que el mismo concepto «alma» —en cuanto realidad contrapuesta al «cuerpo»— es desconocido. La terminología antropológica bíblica sigue una trayectoria rectilínea, no ha evolucionado hacia formas de pensamiento diversas de la típicamente hebrea. El paso del idioma hebreo al griego ha supuesto tan sólo la mera traducción de los términos clave a sus correspondencias más aproximadas, no sin ocasionales desajustes, pero dentro de una ostensible fidelidad a una idéntica imagen del hombre. Donde sí se ha producido una evolución, y de la mayor importancia, es en lo que atañe al momento en que comienza la retribución esencial: la vida eterna se inicia con la muerte del justo. Deslindado de este modo el contenido revelado de los textos que se ocupan de los difuntos, surgen inevitablemente las preguntas sobre el modo de esta existencia bienaventurada, el perfil ontológico concreto de sus beneficiarios, la relación de tal bienaventuranza con la consumación escatológica. En los últimos años han visto la luz valiosos estudios sobre 2

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En mi estudio «El esquema alma-cuerpo...» he ensayado este análisis, con especial atención al libro de la Sabiduría, a los sinópticos y al material del corpus paulino. Creo que la bibliografía aparecida desde entonces (vid. infra, nota 4) no modifica sustancialmente las conclusiones del citado articulo. ' Vid. los escritos de Rahner, Lohfink, Sonnemans, Ruini y Hernández reseñados en la bibliografía que encabeza este capítulo. 2

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estas cuestiones, que completan monografías anteriores ya clásicas, como las de Volz, Russell, Hoffmann, Stemberger y otros. Con to­ do, la situación no parece haberse modificado sustancialmente. Repitámoslo una vez más: no consta que la revelación responda a ninguno de estos interrogantes inequívoca y formalmente. En este aserto conviene hoy una muy amplia mayoría de estudiosos. F uera de esa mayoría se sitúan las opciones, que podríamos llamar «maxi­ malistas», de quienes encuentran en la Escritura textos que avalan bien la tesis de una resurrección en la muerte, bien la doctrina del alma separada. Para ilustrar la precariedad de tales opciones, puede valer el hecho de que un defensor tan entusiasta de la tesis tradicional como es Ratzinger advierta que no se pueden proyectar sobre los tex­ tos bíblicos preguntas, sobre todo de carácter antropológico, que son ajenas a las preocupaciones de fondo de los mismos. Así las cosas, a quien opinase que la Biblia impone de forma vin­ culante una determinada respuesta le incumbiría la carga de la prue­ ba. No puede decirse que las posturas que hemos llamado maximalis­ tas hayan ofrecido hasta ahora argumentos resolutivos o hayan ga­ nado para su causa un número significativo de adeptos. 5

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Para el material veterotestamentario, vid. KELLERMANN, U., Auferstan­ den in den Hímmel. 2 Makkabaer 7 und die Auferstehung der Martyrer, Stuttgart 1979 (el texto estudiado enseñaría una resurrección inmediata); MARTIN­ ACHARD, R., «Résurrection dans l'Ancien Testament et le Judai'sme», en SDB X, 437­487. Sobre la literatura intertestamentaria, CAVALLIN, H.C.C., Life qfter Death I, Lund 1974. Para el Nuevo Testamento, BECKER, Auferstehung der Toten im Urchristentum, Stuttgart 1976; GRUNDRY, R. H., Soma in Biblical Theology, with Emphasis on Pauline Antropology, Cambridge 1976 (en el griego neotesta­ mentario, s6ma significaría la parte material del compuesto humano, dentro del es­ quema dicotómico cuerpo­alma típico del helenismo); HARRIS, M. J., Raised Im­ mortal. Résurrection and Immortality in the New Testament, London 1983 (en 2 Co 5,1­10 se enseñaría una resurrección inmediata; vid. precedentes de esta exégesis en ZEDDA, S., L'escatologia bíblica II, Brescia 1975, 215 s. y notas 31 s.). Para una visión de conjunto, vid. SONNEMANS, H., 293­354. VOLZ, P., Die Eschatologie derjüdischen Gemeinde im neutestamentlichen Zeitalter, Tübingen 1934; RUSSELL, D. S., The Method and Message ofJewish Apocalyptic, London­Philadelphia 1964; HOF F MANN, P., Die Toten in Christus, Münster 1966; STEMBERGER, G., Der Leib der Auferstehung, Roma 1972. Vid. los ensayos de Kellermann y Harris citados supra, nota 4. Así opinan, entre los protestantes HEIDLER, F ., Die biblische Lehre von der Unsterblichkeit der Seele, Góttingen 1983, y entre los católicos POZO, C, para quien el propio Jesús habría «hecho suya» esta doctrina (pp. 246, 248, 253 s.). * RATZINGER, J., Escatologia, 122­126; 158­161. 1

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Veamos ahora los documentos del magisterio relacionados con nuestro tema. Prescindiendo de los que se refieren al carácter escatológico de la resurrección, estudiados en otro lugar de este libro, son tres: el concilio de Vienne y su definición de la unión sustancial de alma y cuerpo (DS 901 s.); el concilio quinto de Letrán, que definió la inmortalidad del alma (DS 1440); la constitución Benedictus Deus sobre el comienzo de la retribución esencial (DS 1000 s.). También aquí cabe adelantar que, en ninguno de estos tres documentos, aparece como doctrina definida o vinculante la tesis del alma separada y el estado intermedio. El concilio de Vienne quiere salir al paso de una interpretación de la naturaleza humana en la que la unidad corpóreo-espiritual se desglosaba en dos esferas vitales, la racional y la sensitivo-vegetativa, apenas tenuemente unidas por la hegemonía del principio espiritual. La intención del concilio, por tanto, es no ya imponer una visión dicotómica del hombre, sino tutelar la unión sustancial de espíritu y materia. A tal fin se utiliza, conforme a los hábitos mentales de la época, un lenguaje tomado de la teoría hilemórfica («el alma es forma del cuerpo»), que evidentemente no es, en sí mismo, objeto de definición. La aserción de la inmortalidad del alma en el Lateranense V debe situarse en esta perspectiva de unidad psicosomática sustancial, a la que apela el mismo concilio citando la fórmula de Vienne. El error a recusar consistía en no conocer más inmortalidad que la de una supuesta alma universal. Lo que el concilio quiere salvaguardar, por el contrario, es la inmortalidad del individuo singular; para ello se habla del alma inmortal. Mas el alma de la que la definición predica la inmortalidad no es un espíritu puro; es el alma forma del cuerpo. No son pocos los teólogos protestantes que identifican el dogma del Lateranense V con la tesis filosófica del alma inmortal. Hecho lo cual, es fácil mostrar que dicha tesis es no sólo ajena, sino contraria a la Escritura, para concluir finalmente en la repulsa de la postura católica. 9

RUIZ DE LA PEÑA, J. L., El hombre y su muerte..., 9 s. A la bibliografía citada ibid., notas 13 a 15, hay que agregar: HOEDL, L., «Anima forma corporis. Philosophisch-theologische Erhebungen zur Grundformel der scholastischen Anthropologie im Korrektorienstreit 1277 bis 1287», en ThPh (1966), 336-356; SCHNEIDER, T., Die Einheit des Menschen. Die anthropologische Formel «anima forma corporis a, Miinster 1973. 9

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En este proceso discursivo se está homologando sin más la in­ mortalidad que enseña el concilio con una pretendida inmortalidad del alma separada a lo largo de un período cronológico extenso. Ahora bien, ambos conceptos no son necesariamente idénticos. La doctrina católica del alma inmortal se propone defender el dato reve­ lado de la inmortalidad personal de cada hombre, que es lo que nega­ ba el error que originó la definición; en cuanto tal, es verdad de fe. Queda por demostrar que esa doctrina infiera necesariamente la con­ cepción del alma separada en un estado intermedio. Con otras pala­ bras: está por ver que el dogma definido en Letrán sólo tiene sentido si se le hace derivar automáticamente a la problemática del status postmortal. Pero no es ésta la opinión de los estudiosos: «la intención de las palabras del Concilio no tiende primariamente a postular una inmortalidad del alma que la separe del cuerpo...; el Concilio nos dice que el alma es inmortal porque como forma del cuerpo es lo que constituye esencialmente al hombre individual». En todo caso, cuando el Lateranense V define la inmortalidad del alma, está refiriéndose a algo distinto de lo denotado con la misma expresión en el lenguaje filosófico no cristiano. El alma cuya inmorta­ lidad se afirma en el concilio no es un ser desencarnado en su origen y desencarnable en su término, al que la encarnación sobreviene como un accidente infeliz o una condena, sino uno de los principios del ser del hombre. Su inmortalidad no es, pues, la forma definitiva de su existencia, sino la condición de posibilidad de la resurrección. Fijémonos más atentamente en este punto. 10

La idea de resurrección implica la identidad del hombre resucita­ do con el hombre histórico. Es el mismo yo que ha muerto el que re­ sucita de entre los muertos. Ahora bien, para que tal identidad sea real, y no meramente verbal, tiene que haber en ese yo algo que so­ breviva a la muerte, que sirva de nexo entre las dos formas de exis­ tencia, sin lo cual no habría resurrección, sino creación de la nada.

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F IORENZA, F . P.­METZ, J. B., Mysterium Salutis II/2, Madrid 1969, 695; cf. DENEF F E, Α., «Die Abschicht des V. Laterankonzils», en Schol (1933), 359­379; ANDREA, M. DE, «II razionalismo di P. Pomponazzi», en Sapienza (1950), 48­59; SONNEMANS, H., 500 s; GRESHAKE, G.­LOHF INK, G., Na­ herwartung..., 109 ss; WOHLGSCHAFT, H., Hqffhung angesichts des Todes. Das Todesproblem bei Karl Barth und in der zeitgenossischen Théologie des deutschen Sprachraums, München 1977, 324­328; WEBER, H. J., Die Lehre von der Aufers­ tehung der Toten in den Haupttraktaten der scholastischen Théologie, F reiburg i.B., 1973, 162 s. y notas 252 s.

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Para que se dé verdaderamente lo que la Escritura llama resurrec­ ción, la acción resucitadora de Dios no puede ejercerse sobre el vacío absoluto, sobre la nulidad total del ser humano; ha de apoyarse sobre un elemento constitutivo del mismo. La muerte es el fin del hombre entero, mas no enteramente. Que el hombre, por la muerte, cese de ser no significa que sea succionado totalmente por la nada; persiste de él un quid, que ciertamente no es el hombre, pero que se impone a la atención de Dios, que se graba en su memoria y a partir de lo cual el amor divino reconstruye al ser humano en su integridad. De otro modo, y caso de dar por buena la hipótesis de la aniquilación total, habría que postular el absurdo metafisico de que Dios cree dos veces a un ser del que se dice que es único e irrepetible por definición. Nótese además que crear tal ser una segunda vez supondría no sólo replicar una determinada estructura singular, sino también introyectarle un banco de recuerdos, sentimientos, vivencias, experiencias...; sólo así se obtendría el mismo hombre. ¿Es esto concebible? Lejos, pues, de oponerse a la fe en la resurrección, la doctrina de la supervivencia del principio espiritual del hombre es, lisa y llanamente, su condición de posibilidad. Condición de posibilidad: tal doctrina es funcional —y secundaria— respecto a la fe en la resurrección. Pero es a la vez irrenunciable si por resurrección se entiende lo que la Biblia enseña con ese término. Cuan difícil resulte garantizar la identidad entre el hombre resucitado y el histórico sin contar con este supuesto, se manifiesta por ejemplo en un libro reciente de Léon-Dufour. Habiendo de explicar 11

En esta linea argumentativa convienen hoy la práctica totalidad de los autores católicos (y, como se verá luego, muchos protestantes). RATZINGER, J., Escatologia, 147 ss., ha demostrado brillantemente el carácter inédito, profundamente original, de esta concepción cristiana de la inmortalidad, que no debe ser entendida «substancialísticamente», sino «dialógicamente»: al hombre en cuanto creación de Dios le atañe una forma de relación que implica la inmortalidad. A esta misma interpretación se adherirá también GRESHAKE, G. en SCHULTE, R. GRESHAKE, G.-RUIZ DE LA PEÑA, J. L., Cuerpo y alma. Muerte y resurrección, Madrid 1985, 145 s. Otros católicos que se expresan de modo parecido son: KÜNG, H., ¿ Vida eterna?, Madrid 1983, 230 ss; BREUNING, W., Mysterium Salutis V, 833; WOHLGSCHAFT, H., 316-327; SONNEMANS, H., 370-406. Según WEBER, H. J., 343, ya la escolástica medieval habría comprendido la inmortalidad del alma «como supuesto previo de la resurrección». Vid. finalmente GRESHAKE, G., en Naherwartung..., 108-113; RATZINGER, J., «Entre la muerte...», 285 s.: «la inmortalidad no radica en el hombre mismo; ella descansa en una relación». 11

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«la continuidad... que une al resucitado con el hombre que vivió en la tierra», el ilustre exegeta francés recurre a «dos factores»: 1) «el mis­ mo Dios que da la vida y devuelve la vida»; 2) «el amor que a lo largo de mi vida se ha ido encarnando en mí». En cuanto al factor 1), hay que preguntarse si la acción divina de devolver la vida es la misma que da la vida; en tal caso, según ha quedado dicho antes, no hay re­ surrección, sino nueva creación, y ambas cosas distan de ser idénti­ cas. En cuanto al factor 2), ¿cuál es el sujeto del amor al que se alu­ de? Para que el amor sea «factor de continuidad», tiene que haber un soporte ontológico del mismo, ha de pertenecer a alguien; ni hay muecas sin rostro ni hay amor sin amante. Por todas estas razones, y como veremos más adelante, en la misma teología protestante que había recusado categóricamente la inmortalidad del alma se constata hoy un serio esfuerzo de recupera­ ción de la idea, de modo que las distancias que separaban en este punto a católicos y protestantes parecen hoy acortarse sensiblemen­ te, o incluso reducirse a problemas de terminología, más que a diver­ gencias de fondo. La constitución dogmática de Benedicto X I I supone ciertamen­ te la existencia de un estado intermedio. Mas el objetivo de la defini­ ción no es dicha existencia (que era admitida por la teoría errónea que provocó la definición), sino la condena de todo aplazamiento de la retribución esencial; lo que el documento quiere enseñar es la in­ mediatez de la consumación después de la muerte, puesta en duda por Juan X X I I . A tal fin se afirma que «las almas de todos los justos» gozarán de la bienaventuranza «inmediatamente (mox) después de su muerte..., incluso antes de recuperar sus cuerpos (etiam ante resump­ tionem suorum corporum)r>. La frase tiende indudablemente a preve­ nir el error de los que diferían la retribución esencial hasta el éscha­ ton, y utiliza el esquema representativo del alma separada, común a los teólogos de la época; esquema válido para quienes vivimos en el tiempo, separados del fin de la historia por un intervalo de duración continua y, en este sentido, verdadero, pero que no puede aplicarse 12

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"

LEÓN­DUF OUR, X., Jesús y Pablo ante la muerte, Madrid 1982, 293 ss. Para la bibliografía, vid. supra, cap. 9, notas 70 y 76. Cf. además WICKI, N., Die Lehre von der himmlischen Seligkeit in der mittelalterlischen Scholastik, von Petrus Lombardus bis Thomas von Aquin, F reiburg i.B. 1954; WEBER, H. J., 215 ss; GRESHAKE, G., Naherwartung, 183; GIL, J., La benauranga del cel i l'ordre establert, Barcelona 1984. 13

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sin más a las realidades que versan fuera de la esfera espacio-temporal. Para hacer valer el documento como dirimente en la cuestión que nos ocupa, habría que probar que su «suposición» (su esquema representativo) es también objeto de definición, esto es, que no sólo se define la inmediatez de la bienaventuranza, sino que el sujeto de la misma es el alma separada. O lo que es equivalente: habría que probar que el contenido de la definición exige como premisa irrenunciable, sin la cual la definición no tendría sentido, lo que hemos llamado su esquema representativo. Podríamos incluso avanzar un paso más y preguntarnos, dado que Benedicto XII quiso definir la inmediatez de la consumación bienaventurada, si, para sostener esa inmediatez, no es menester exigir como sujeto de la misma al hombre entero. Precisamente por esta razón, como ha demostrado Heinzmann, algunos medievales identificaron al alma con el hombre o con la persona. Es decir; no basta admitir que la resurrección entrañará un aumento intensivo, y no sólo extensivo, de la felicidad. Pues tanto en uno como en otro caso la retribución esencial (los elementos que componen la situación que denominamos «vida eterna») está ya dada, puesto que se da la visión intuitiva de Dios, con el amor y el gozo consiguientes. Que una tal retribución siga inmediatamente a la muerte es justamente lo que Benedicto XII (repitámoslo de nuevo) quiso definir. Ahora bien, ¿puede admitirse esa actividad perfectísima, plenamente saciativa, en el alma separada, a saber, en un sujeto distinto del que mereció, en una entidad incompleta, en algo que no es ser, sino principio de ser? ¿No ca14

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Así piensa POZO, C, 188: la pervivencia del alma separada «está definida en la constitución Benedictas Deus». Que yo sepa, Pozo es el único que afirma tal cosa. HEINZMANN, R., Die Unsterblichkeit der Seele und die A uferstehung des Leibes. Eine problemgeschichtliche Untersuchung der frühscholastischen Sentenzen —und Summenliteratur von Anselm von Laon bis Wilhelm von Auxerre, Münster 1965, 81, 102 s., 117, 163. El aumento extensivo aportado por la resurrección consistiría en un incremento accidental del gozo, debido a que en él participa también el cuerpo, pero sin que los actos constitutivos de la vida eterna (la visión, el amor, la felicidad) experimentasen en sí mismos un perfeccionamiento. Si fuese éste el caso, se trataría ya de un aumento intensivo, que era lo que patrocinaba Benedicto XII como teólogo privado; cf. WETTER, F., Die Lehre Benedikts XII. von intensiven Wachstum der Gottesschau, Roma 1958, 29-35. 1 4

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bría argüir así: porque se da inmediatamente la retribución esencial, se da el único sujeto capaz de recibirla, el hombre entero? Nótese que con estos interrogantes no se pretende en modo algu­ no negar la inmortalidad del alma, ni tanto menos eludir la definición dogmática que comentamos, sino más bien hacer comprensibles una y otra desde la antropología unitaria sancionada por el concilio de Vienne. Los teólogos medivales (Benedicto XII incluido) que defen­ dieron un aumento intensivo (o esencial) de la bienaventuranza a par­ tir de la resurrección, basaron su postura en los dos argumentos que, en mi opinión, cuestionan la credibilidad del estado intermedio: la in­ suficiencia operativa del alma separada y la superfluidad de una resu­ rrección que sólo signifique un aumento accidental del gozo. A lo cual respondían los partidarios de un aumento meramente extensivo que la resurrección no añade nada a los principios próximos de la vi­ sión beatífica: la potencia intelectiva y el lumen gloriae. Ambos prin­ cipios radican en el alma y son, por tanto, independientes del cuerpo, o lo que es lo mismo, de la resurrección. Todavía hoy, los mismos defensores del estado intermedio reconocen que no es posible indicar cómo el cuerpo contribuye a una posesión de Dios más intensa ; en esta situación, la teoría del aumento intensivo se afirma, no porque contribuya a clarificar las oscuridades del estado intermedio, sino «por ser el único modo de valorar debidamente la escatologia final». Es decir: se admite que la tesis de un alma separada comporta graves dificultades; para solventar éstas, se elabora una puntualización con­ ceptual necesitada a su vez de justificación. Pero, en definitiva, no se advierte que los defectos del discurso radican en la antropología sub­ yacente; como evidenciaría un somero análisis del lenguaje con que se discutía sobre el crecimiento extensivo o intensivo, tal antropología propende fatalmente hacia el dualismo, separándose así del punto de vista bíblico y de la doctrina de Vienne. 17

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A este propósito es preciso señalar que las dificultades que susci­ ta la idea de un alma separada a lo largo de una duración extensa

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GRESHAKE, G., Naherwartung..., 96; WEBER, H. J., 184 ss. WEBER, H. J., 202 ss. WETTER, F ., 217­228. Tal vez sea ésta la razón por la que Santo Tomás abandonó en la Summa Theologlca la tesis del aumento intensivo, por él defendida en su Comentario a las Sentencias; vid. PETER, J„ ParticipatedEternity in the Vision ofGod, Roma 1964, 273­280; WEBER, H. J., 203 ss. POZO, C, 319. " 19

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pueden rastrearse ya en el mismo Tomás de Aquino. Según el Angélico, en efecto, «el alma separada es una parte de la naturaleza racional, es decir, humana, pero no es toda la naturaleza humana racional»; justamente por ello «no es persona» (De Potentia, q.9, a.2 ad 14) y versa en un estado inconveniente (Summa Theol. I, q.86, a.l), o mejor, antinatural y violento (Summa Theol. I, q.118, a.3). Tomás llega a decir incluso que el alma separada no sólo no es persona, sino que ni siquiera es hombre (Summa Theol. I, q.75, a.4). Cómo en estas condiciones el alma separada (que «no es hombre ni persona») sea sujeto idóneo de la retribución esencial o sea perfectamente bienaventurada, es harto difícil de explicar. Ratzinger opina que Tomás de Aquino no se atrevió a aplicar rigurosamente a nuestro problema su principio antropológico del anima única forma corporis; Saranyana advierte que «toda la fuerza especulativa de santo Tomás es puesta a prueba en el presente asunto y... no con pleno éxito», pues el Angélico se encontraría «en evidente dificultad al tratar el tema del alma separada». Opiniones semejantes se pueden hallar en otros comentaristas; según Tresmontant, cuando Tomás retoma el lenguaje de alma y cuerpo (y no el de alma y materia prima) «gira de nuevo hacia el dualismo platónico» ; Weber hace notar que sólo la distinción entre el esse y la essentia permitió al Aquinatense hablar de una supervivencia del alma separada, en la que permanece «el acto de existencia». Mas con ello, observa Schneider, aflora en última instancia la identificación hombre-alma que con tanta explicitud había rechazado Tomás en otros textos. Algo semejante denuncia Greshake: «el pensamiento de Tomás... lleva a una serie de contradicciones: de una parte..., el alma separada del cuerpo se halla después de la muerte en un estado 'antinatural'; de otra, ...es tan 'plenamente bienaventurada' que la resurrección del cuerpo sólo lleva con22

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RUIZ DE LA PEÑA, J. L., El hombre y su muerte..., 10 s., con los textos y la bibliografía allí indicados; cf. PIEPER, J., Muerte e inmortalidad, Barcelona 1970, 57 ss.; MUNDHENK, J., Die Seele tm System des Thomas von Aquin, Hamburg 1980, 122-128: al alma separada le faltaría, según Santo Tomás, no sólo la personalidad, sino también la individualidad, al ser el cuerpo su principio de individuación. Escatologia, 168 ss. SARANYANA, J. I., «Sobre la muerte y el alma separada», en Scripta Theologica (1980), 593-616 (p. 610). TRESMONTANT, C, Le probléme de l'áme, París 1971, 116. WEBER, H. J., 145 s. SCHNEIDER, T., 27 ss. 2 2

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sigo un aumento accidental de la felicidad»; de esta suerte «el dualis­ mo griego estaría en él corregido, ...pero no sobrepasado», y este «dualismo residual» conduce a «considerables dificultades conceptua­ les». Todo lo cual hace decir a Masset que «la noción de alma sepa­ rada es retenida por Sto. Tomás, pero como a disgusto». En suma: ni la Biblia ni la fe eclesial imponen como única alter­ nativa la teoría tradicional, que ha de hacer frente además, en su in­ terpretación teológica más autorizada (Tomás de Aquino), a impor­ tantes oscuridades. 28

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2.

La discusión teológica

En realidad, tales oscuridades fueron percibidas muy pronto; así lo demuestran las indecisiones de la época patrística en torno a nues­ tro tema (supra, cap. IX, 2 ) . Justino, Ireneo, Tertuliano y otros difie­ ren la retribución esencial hasta la resurrección, en parte porque la te­ sis de un alma bienaventurada les parece sospechosa de gnosticismo, en parte porque de otro modo no ven cómo pueda tutelarse la enver­ gadura que el Nuevo Testamento reconoce al éschaton; son las dos dificultades que detectábamos al comienzo de este capítulo. Particularmente significativa es la postura de San Agustín ; la tendencia natural del alma al cuerpo impediría a las almas separadas disfrutar plenamente de la perfecta bienaventuranza. Postura que no cuadra con sus supuestos filosóficos, notoriamente influidos por el esplritualismo neoplatónico. Si, pues, en este caso opina como se aca­ ba de consignar, es por fidelidad al testimonio revelado acerca de la importancia de la resurrección y del carácter unitario del hombre. Con todo, y salvado el paréntesis provocado por Juan X X I I , la tesis tradicional se impuso universalmente; es preciso esperar a nues­ tro siglo para asistir a la reapertura de un debate sobre la cuestión. 30

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GRESHAKE, G., en SCHULTE, R.­GRESHAKE, G.­RUIZ DE LA PE­ ÑA, J. L., 145; ID., Naherwartung..., 95 s. MASSET, P., «Immortalité de 1'áme, résurrection des corps. Approches phi­ losophiques», en NRTh (1983), 321­340 (p. 331); cf. NOCKE, F . } . , Escatologia, Barcelona 1984, 143: «la dificultad de imaginarse el alma en el estado intermedio (sin cuerpo) fue un problema del que el mismo Santo Tomás tuvo conciencia». GRESHAKE, G., Naherwartung..., 88 s.; RATZINGER, J., Escatologia, 130 ss. Vid. supra, cap. IX, 2, con referencias de los textos agustinianos y biblio­ grafía. 2 9

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El problema del estado intermedio 2.1.

La teología protestante 32

En la dogmática protestante ha sido Althaus el primero en criti­ car de forma sistemática la tesis del estado intermedio, tras la señal de alarma desatada por un grupo de teólogos (Kliefoth y Schlatter principalmente) contra la inmortalidad del alma. Althaus piensa que el estado intermedio acaba con el auténtico significado de la muerte, de la corporeidad, de la resurrección, del jui­ cio, de la Índole comunitaria de la salvación. La muerte es banaliza­ da, pues deja intocada al alma. La corporeidad es reducida a fenóme­ no epidérmico, puesto que el alma separada puede no sólo continuar existiendo, sino ser sujeto activo y pasivo de las más perfectas opera­ ciones (ver y amar a Dios, gozar de esta visión, etc.). ¿Qué supone entonces para ella el cuerpo? La resurrección queda relegada al nivel de un suceso irrelevante y superfluo, que no cambia la situación en sus líneas esenciales; ¿por qué habría de echar de menos su cuerpo un alma que disfruta de la máxima felicidad? Ni se da tampoco una reavivación del hombre entero, sino la devolución al alma de un adi­ tamento exterior. En cuanto al juicio final, la importancia decisoria que la revelación le reconoce es completamente volatilizada: un alma que ya goza de la visión de Dios ¿cómo puede ser convocada seria­ mente a juicio? Si todo se decide en la muerte, no hace ninguna falta un juicio ulterior. El individualismo de la tesis criticada es palmario: yo, el individuo singular, soy ya feliz, mi alma es feliz; feliz al margen de la suerte que corra la comunidad. La depreciación del cuerpo trae consigo estas consecuencias: ruptura con el mundo, ruptura con la comunidad. 33

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La teoría del estado intermedio, en suma, «es espiritualista y acósmica; habla de una felicidad puramente espiritual, sin cuerpo y sin mundo, sin conexión con el cosmos, que entre tanto suspira aún bajo su destino mortal». La dogmática debe rechazar con decisión una tesis que ha servido de guarida secular a las desviaciones platóni­

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ALTHAUS, P., Die letzten Dinge, Gütersloh 1964', 141­159; cf. AHL­ BRECHT, Α., Tod und Unsterblichkeit in der evangelischen Théologie der Ge­ genwart, Paderborn 1964, 105­111; GABÁS, R., Escatologia protestante en la ac­ tualidad, Vitoria 1965, 38­41, 24 ss. A las obras de Ahlbrecht y Gabás hay que añadir ahora la de Wohlgschaft (supra, nota 10), que las complementa y actualiza. AHLBRECHT, Α., 11 ss; GABÁS, R., 32; WOHLGSCHAF T, H., 316 ss. Die letzten Dinge, 154­157. 33

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cas, dualistas e individualistas de la escatologia helenizante. Si se quiere acabar con estas desviaciones, es preciso despedirse para siempre del estado intermedio. Ahora bien, la refutación global de esa representación deficiente no resuelve —prosigue Althaus— el problema que plantea a la teolo­ gía la esperanza de la salvación individual, por una parte, y la expec­ tación del Reino de Dios, por otra. El cristiano ha de esperar el en­ cuentro con Cristo en su muerte y el final de la historia con la instau­ ración del Reino. La idea del estado intermedio, lejos de conciliar am­ bos polos, los enfrenta en abierta concurrencia; potenciando al máxi­ mo el objeto de la expectación inmediata, liquida la del éschaton. La solución (falsa solución) ofrecida por esta teoría consiste en duplicar las realidades escatológicas: un doble juicio (particular y universal), una doble vida (sin cuerpo y con el cuerpo resucitado), una doble consumación (la del alma separada y la del hombre entero). Una respuesta satisfactoria a la cuestión abierta debe sustituir esta contraposición competitiva por una esencial coincidencia. Alt­ haus propone la teoría siguiente: para los que vivimos todavía en la historia terrena, la muerte del individuo está separada del último día por un espacio temporal indeterminado. Pero más allá de la muerte, ¿existe aún el tiempo? ¿Por qué no pensar que el tiempo limita con el éschaton permanentemente, que cada uno de sus instantes equidista de éste? Si esto es así, el último día se cierne sobre cada uno de nues­ tros días y el morir nos conduce inmediatamente al término de la his­ toria, a la parusía, la resurrección y el juicio. Brunner acepta la idea de Althaus, aunque subrayando su carác­ ter hipotético. San Pablo, dice, no percibe ninguna oposición entre el «morir y ser con Cristo» del primer capitulo de su carta a los filipen­ ses y la proclamación de su esperanza en la parusía del capitulo ter­ cero; el acuerdo entre ambas representaciones no es un problema de fe, sino una cuestión especulativa, que se resuelve desde el momento en que reflexionamos sobre la pertenencia del tiempo al mundo. Aquí en la tierra hay un antes y un después, distancias temporales que se pueden medir en centenares de años o de siglos. Pero en el más allá, en la esfera de la resurrección, no existe la temporalidad, sino la eter­ nidad. «La fecha de la muerte es distinta para cada cual, pues el día 35

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Ibid., 157 s. Ibid., 158. Ibid., 158 s.

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en que se muere pertenece a este mundo. Pero el día de la resurrec­ ción es el mismo para todos y, sin embargo, no está separado de la muerte por ningún intervalo temporal... Nuestra muerte es la versión intramundana de un evento ultraterreno, del ir al encuentro del Se­ ñor». Esta teoría fue rechazada de plano por Künneth, que la hace pro­ ceder no de la escatologia bíblica, sino de los principios aprióricos de una metafísica intemporal. Thielicke aparece indeciso en el primero de sus libros sobre la muerte, aunque termina inclinándose por la conservación del estado intermedio, sin atreverse, con todo, a especi­ ficar en detalle cuál es su sujeto. Con Cullmann, en fin, el péndulo bascula hasta el extremo opuesto a Althaus: la eternidad no es sino una temporalidad indefinida, lo que conduce a la afirmación de un estado intermedio fuertemente diferenciado, en el que se da una espe­ ra de la resurrección en situación de sueño.* A esta hipótesis parece adscribirse finalmente Thielicke en un libro ¡rúente, citando unas pa­ labras de Lutero: «(los difuntos) duermen un sueño sin dolor algu­ no..., descansan en paz». «La resurrección final —comenta Thielicke— es el despertar de este sueño». Por último, una obra con un título deliberadamente programático («La doctrina bíblica de la inmortalidad del alma») reintroduce en la teología protestante de nuestros días la teoría tradicional del alma separada y el estado intermedio en su versión más rigurosa, apoyán­ dose en un fundamentalismo biblicista que se creería muerto y sepul­ tado en la exégesis contemporánea. Heidler sostiene además, contra una opinión bastante frecuente (que acabamos de ver recogida por Thielicke), que ésta, y no la del sueño de las almas, es la auténtica doctrina de Lutero. 38

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BRUNNER, E„ Das Ewige ais Zukunfl und Gegenwart, München 1965*, 167­169 (hay trad. esp.). De modo semejante pensó el primer Barth (Die Auferste­ hung der Toten, Zürich 1953 ), quien más tarde rectificará su postura (Kirchliche Dogmatik II/l, 716); cf. al respecto WOHLGSCHAF T, H., 60 ss; 99 ss. KUENNETH, W., Théologie der Auferstehung, München 1968 , 274 ss. THIELICKE, H., Tod und Leben. Studien zur Christlichen Anthropologie, Tübingen 1946, 218 ss. CULLMANN, O., Chrlst et le temps, Neuchátel 1957*, 43­48. ID., Immortaltté de l'áme ou résurrection des morís?, Neuchátel 1959 , 66; cf. GABÁS, R., 155­177. De modo parecido piensa MENOUD, Ρ. H., Le sort des trépassés, Neuchátel 1966, 77 s. THIELICKE, H., Vivir con la muerte, Barcelona 1984, 233­240 (p. 238). Vid. supra, nota 7. 4

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Notemos, en fin, que la explicación de Althaus y Brunner no de­ fiende, como algunos parecen pensar, una resurrección individual de cada hombre a renglón seguido de su muerte; la resurrección conti­ núa siendo un acontecimiento comunitario y rigurosamente escatoló­ gico. Lo que se cuestiona es la fiabilidad de una doctrina que se sos­ tiene sobre la extrapolación de la duración tiempo a una dimensión extratemporal de la existencia. Contra tal extrapolación, se señala que la duración propia de lo metahistórico no es el tiempo, sino la eternidad. No se precisa, empero, el concepto de eternidad así invo­ cado; ¿se trata de la duración inherente al ser de Dios o de una eter­ nidad analógica? Es esta ambigüedad la que ha originado la crítica de Künneth y la reacción de Cullmann; ambigüedad, por lo demás, característica de una teología dialéctica radical, que gusta de exaspe­ rar la oposición y la ausencia de mediaciones entre lo divino (eterni­ dad) y lo humano (tiempo). ¿Qué ha pasado, entretanto, con la negación de la inmortalidad del alma? En este punto, estamos asistiendo a un progresivo (y acele­ rado) reblandecimiento de la tajante recusación de esta tesis que dis­ tinguió a la dogmática protestante de la primera mitad de este siglo. La tesis de la «muerte total» (Ganztod), en el preciso rigor de la ex­ presión, es hoy muy minoritaria; como representante de la misma en la última generación de teólogos cabe citar a Jüngel, para quien «en la muerte el hombre es aniquilado»; la resurrección sería entonces nue­ va creación, aunque no ex nihilo, sino «desde la nulidad resultante de la autoaniquilación y la culpa del hombre». En el extremo opuesto se sitúa el ya citado Heidler, que cree poder demostrar apodíctica­ mente que la inmortalidad del alma es una doctrina formal y explíci­ tamente contenida en la Biblia, ya desde los estratos más antiguos de la tradición veterotestamentaria. Entre estos dos extremos se sitúa hoy una consistente mayoría de la dogmática y la exégesis protestante. Ya en el Barth de la Kirchli­ che Dogmatik el rechazo de la inmortalidad nada tenía que ver con la tesis de la total aniquilación; más que una posición ontológica, se tra­ ta aquí de una opción existencial­soteriológica, que no niega una con­ tinuidad (o identidad) entre el hombre histórico y el resucitado. Bultmann estima insostenible que «la estructura ontológica del ser 45

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JUENGEL, E., «Der Tod ais Geheimnis des Lebens», en VV.AA., Grenzer­ fahrung Tod, F rankfurt a.M. 1978, 9­40 (p. 28); ID., Tod, Stuttgart 1977 , 140. Cf. WOHLGSCHAF T, H., 82 ss. 4

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humano sea reducida a la nada, pues con ello no podría darse absolutamente ninguna continuidad entre el hombre antes de la muerte y el hombre resucitado». Por esta misma razón, Thielicke afirma por un lado que «me hundo totalmente en la muerte» y que, no obstante, «parece que ciertas afirmaciones teológicas no pueden prescindir del uso de la palabra 'alma'», sin la que «la resurrección seria una nueva creado ex nihilo», para concluir: «si, a pesar de todo..., utilizo la palabra 'alma'..., se trata de un uso de emergencia de este concepto para expresar algo negativo de forma muy inadecuada: esto es, mi yo en cuanto ya despojado y todavía no revestido del cuerpo». Tillich por su parte rechaza la inmortalidad como concepto y la defiende como símbolo; en cuanto tal símbolo, es tan válido como el de resurrec­ ción: «la teología cristiana no debe considerar sus criticas como un ataque al símbolo 'inmortalidad', sino al concepto de una sustancia naturalmente inmortal, el alma». Ideas parecidas se encuentran en otros sistemáticos actuales, como Ebeling, Trillhaas, Pannenberg, etc. «De cara a la problemática de la identidad personal del hombre entre su muerte y la futura resurrección... —opina este último—, es perfectamente comprensible que la iglesia católico-romana desde 1513 condene como herética la aceptación de la mortalidad del alma y considere como dogma vinculante su inmortalidad». Estas palabras de Pannenberg ilustran inmejorablemente hasta qué punto se han acortado hoy las distancias entre protestantes y católicos en la cuestión del alma inmortal. Las razones que dába47

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BULTMANN, R., Théologie des Neuen Testaments, Tübingen 1965 , 199. Vivir con la muerte, 166, 223, 233-240; cf. SONNEMANNS, H., 400-403. TILLICH, P., Teología sistemática III, Salamanca 1984, 491-496; cf. SONNEMANS, H., 393-396. EBELING, G., Dogmatik des christlichen Glaubens III, Tübingen 1979, 459 s. («el hombre es puesto en su ser ante el Dios de la eternidad, al que no puede sustraerse... En este ser interpelado por Dios puede verse el fundamento de una inmortalidad»). TRILLHAAS, W., «Einige Bemerkungen zur Idee der Unsterblichkeit», en Neue Zeitschrift für system. Théologie und Religionsphilosophie (1965), 143-160: que «la idea de la inmortalidad amenace la pureza de la fe en la resurrección» es «una representación sorprendente»; en realidad, dicha idea es «el lugar antropológico» de la fe resurreccionista. Cf. SONNEMANS, H., 396-399. PANNENBERG, W., La fe de los apóstoles, Salamanca 1975, 195. Conviene no olvidar que fue el propio Althaus quien inició este retorno, al retirar su repulsa a la doctrina del alma inmortal en su célebre artículo «Retraktationen zur Eschatologie», en TLZ (1950) 253-260: existe «una afinidad entre la filoso48

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mos en el apartado anterior para justificar lá definición del Latera­ nense V son hoy asumidas por la teología protestante, con lo que las eventuales divergencias en este asunto parecen ser, al día de la fecha, más terminológicas que conceptuales. 2.2.

La teología católica 54

Como he tratado de mostrar en otro lugar, creo que ha sido Teilhard el primero, por parte católica, en manifestar sus reservas so­ bre la doctrina tradicional del estado intermedio. La muerte, al inser­ tarnos en Cristo, entraña «una prolongación cósmica de nuestra per­ sonalidad» ; no es admisible que el alma sea desligada totalmente por la muerte del contacto con el mundo. Seguramente es innegable un cierto «desarraigo» (arrachement), pero no en la medida expresa­ da corrientemente por la noción tradicional de «alma separada». Des­ de sus primeros escritos, el sabio jesuíta declara su repugnancia para concebir el alma como privada, en algún momento de su existencia, de toda conexión actual con el cosmos. «Las almas —escribe en 1916— ni se forman en el Mundo ni lo abandonan, como si fueran centros discontinuos y autónomos»; «las almas no son un grupo de mónadas aisladas; forman con el universo... un bloque único, cimen­ tado por la Vida y la Materia»; «por acabada y autónoma que sea un alma espiritual, no existe aisladamente en el Mundo, y no ha sido he­ cha para subsistir jamás por separado». La crítica al concepto de alma separada vuelve a encontrarse en los últimos escritos, en términos inequívocos. «Para volver al proble­ ma de la supervivencia individual, comprenda que, como usted, yo no me detengo en la vieja idea de un alma separada. La muerte no sa­ bría aislarnos del cosmos; debe, por el contrario, insertarnos más profundamente en él... En este sentido, la corporeidad permanece, pero al margen de la corpuscularidad (átomos, moléculas, células, etc.)». Una tal dimensión cósmica del alma, despojada de su cuerpo por la muerte, le adviene de su anexión al Cristo Omega. «¿Cómo conce 55

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fía y la sabiduría bíblica acerca de la inmortalidad»; por ello, «la teología cristiana... no tiene por qué batirse contra la 'inmortalidad' en cuanto tal» (p. 256). El hombre y su muerte..., 163­175. Écrits du temps de la guerre, París 1965, 227. « Ibid., 37, 47, 424. Carta inédita a C. Cuénot, 2 de enero de 1953. 34

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bir, de acuerdo con las leyes experimentales de la Noogénesis, que el alma..., infraestructura de la Materia organizada, pueda separarse de esta matriz y subsistir en el estado separado, sin soporte corporal...? Pienso que basta contar con la existencia de un Foco divino, animador de la Cosmogénesis..., Centro divino de personalización cósmi­ ca».™ La relación trascendental del alma a la materia no queda, según esto, suspendida por la muerte, sino todo lo contrario; es agrandada y profundizada hasta adquirir una dimensión cósmica. La idea de la pancosmicidad del alma (el alma por la muerte deviene «no acósmica, sino pancósmica») será popularizada por Rahner, aunque había sido formulada antes no sólo por Teilhard, sino también por Mersch y Hengstenberg. Aun admitiendo que representa un avance respecto al platonismo encubierto de la doctrina tradicional, no basta para resolver todos los problemas que plantea el estado intermedio. En una antropología tomista (donde Rahner piensa poder fundar la tesis), la relación del alma al cuerpo es la de la forma a la materia; el alma en tanto es en cuanto que funciona como principio informante del cuerpo. Ahora bien, ni Teilhard ni Rahner se atreven a asimilar la pancosmicidad postmortal del alma a la unión sustancial entre espíritu y materia que especifica a la existencia encarnada. Por lo cual, y pese a lo bien intencionada que pueda resultar, la idea deja la dificultad en pie: ¿cómo puede un alma existir, más aún, ser perfectamente feliz, al margen de la relación sustancial al cuerpo que constituye su razón de ser? 59

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Tal vez por ello, Rahner se expresaba en otro lugar de este modo: «...estaría tentado de dar la razón a ese puñado de católicos (¿sería preciso llamarles heréticos?) que colocan en el cielo inmediatamente, en cuerpo y alma, a quienes han muerto en gracia de Dios». Confesión que pone de relieve el carácter hipotético de su tesis de la pancosmicidad del alma. En todo caso, el teólogo alemán fijaría definiti61

Carta inédita al P. Bordet, 21 de febrero de 1951. Vid. para esta cuestión El hombre y su muerte..., 232-235 (Rahner); 179 (Mersch); 189 y nota 121 (Hengstenberg). Cf. El hombre y su muerte..., 261-263. " RAHNER, K., Kleines Klrchenjahr, Freiburg i.B. 1958, 96. No es fácil adivinar en quiénes está pensando Rahner con la alusión al «puñado de católicos»; ¿tal vez en Karrer y Betz (vid. Infra, nota 67)7 Pero ninguno de estos dos autores negaba por esas fechas el estado intermedio como ley general; a lo más que llegaban era a sugerir su supresión en determinados casos, con carácter excepcional. 5 8

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vamente su postura en un estudio expresamente dedicado al tema, en el que ya de modo explícito renunciaba a la citada tesis y, «sin preten­ der negar la doctrina del estado intermedio», defendía que tal doctri­ na «no es ningún dogma y, por ello, «se debería dejar la cuestión abierta a la libre discusión de los teólogos». Rahner, pues, no opta por ninguna de las alternativas en curso; se limita a sostener que la teoría tradicional «podría no ser más que un modelo representati­ vo». Por este tiempo, Schmaus, que manifestaba su simpatía por la te­ sis rahneriana de la pancosmicidad del alma, estimaba que la supervi­ vencia de un alma separada es un profundo misterio, justificable úni­ camente en base a una intervención divina especial; el alma anhela su unión al cuerpo y sólo la resurrección satisfará esta tendencia esen­ cial. Entretanto, el estado intermedio es una «etapa previa» (Vorstufe) que exige la «etapa completiva» (Vollendungstufe) de la que será por­ tador el éschaton. Mas el talante vivencial de la espera del alma es di­ verso del de las esperas terrenas; en éstas hay una percepción refleja de la distancia que separa de lo esperado; en aquélla, la espera es vi­ vida con una tal intensidad vital que el alma «no experimenta psicoló­ gicamente el estado intermedio como duración». La resurrección se­ ria, pues, «la realización ontológica de algo ya poseído en cierto modo psicológicamente». Acerca de esta hipótesis se ha observado que en ella se invierte el orden de factores: si lo psicológico sigue a lo ontológico (y no vice­ versa), ¿cómo puede darse psicológicamente una consumación cuan­ do ésta no se ha alcanzado aún a nivel ontológico? Difícilmente po­ drá esquivarse esta objeción sin recurrir a la inexistencia objetiva del estado intermedio, del que Schmaus impugnaba la virtualidad viven­ cial, es decir, su realidad subjetiva. Posteriormente el teólogo de Mu­ nich se adheriría al rechazo de la teoría tradicional. En el decenio de los sesenta se asiste a la presentación de dos hipótesis llamadas a obtener amplia difusión: la de Boros y la de Greshake. A ambas se ha aludido ya en otros lugares de este libro 62

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RAHNER, K., «Ueber den Zwischenzustand», 455, 461 (con su retracta­ ción de la tesis de la pancosmicidad). SCHMAUS, M., «Unsterblichkeit der Geistseele oder Auferstehung von den Toten?», en Universitas (1959), 1241­1250. AHLBRECHT, Α., 139. Der Glaube der Kirche II, München 1970, 734­746; 773 ss. 6 1

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(supra, cap. VI, 3.2). Boros piensa que el evento muerte-resurrección sucede para los cristianos como sucedió en Cristo: sin solución de continuidad, en el mismo y único instante (resurrección en la muerte). Con tal conjetura no cree entrar en conflicto con el carácter escatológico de la resurrección; el fin del mundo importaría la transformación del cosmos, y mientras esa transformación cósmica no sea una realidad, los cuerpos resucitados no disfrutarán plenamente de su peculiar estatuto. Expuesta en estos términos, la hipótesis se distingue de la teoría de Althaus (con la que a veces ha sido confundida) en que sitúa la resurrección de cada cristiano, de forma incoativa, a lo largo de una duración temporal, que deja subsistir todavía el distanciamiento del éschaton; éste importaría la consumación de la resurrección incoada en la muerte. Boros parece, pues, suponer, que a las muertes sucesivas que acontecen a lo largo del tiempo corresponde paralelamente una secuencia de resurrecciones incoadas igualmente sucesivas, que encontrarán su plenitud, realizando asi acabadamente el concepto estricto de resurrección, en la resurrección escatológica universal. A esta propuesta de Boros, que había sido anticipada por Karrer y Betz, se sumaron posteriormente otros teólogos, entre los que cabe citar a Boff, Martelet, Schoonenberg y, como se verá más adelante, el último Greshake. La postura original de Greshake ha sido ya resumida y comentada en capítulos anteriores de este libro (supra, cap. V, 3.1; cap. VI, 66

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BOROS, L., Mysterium mortis. Der Mensch in der letzten Entscheidung, Olten 1964*, 105 s. (hay trad. esp.); ID., «Der neue Himmel und die neue Erde», en Wort und Wahrheit (1964), 263-279; ID., «Grundsatzliche Ueberlegungen zur Feuerbestattung», en Or (1964), 233-235; ID., «¿Tiene sentido la vida?», en Conc 60 (diciembre 1970), 7-16. Pero sólo en ciertos casos particulares, y partiendo del texto de Mt 27,52 ss.: KARRER, O., «Das neue Dogma und die Bibel», en Neue Zürcher Zeitung, 2611-1950 (citado por SCHEFFCZYK, L., «Das besondere Gericht im Lichte der gegenwártigen Diskussion», en Schol [1957], 529); ID., «Ueber unsterbliche Seele und Auferstehung», en An (1956), 332-336. Karrer fue seguido por BETZ, O., «Zwischen dem siebten und achten Tag. Ueber ein eschatologisches Probiem der Gegenwart», en Katechetische Blatter (1956), 481-484; ID., Die Eschatologie in der Glaubensunterwelsung, Würzburg 1965, 84 ss. BOFF, L., Vida para além da marte, Petrópolis 1976*, 42; ID., La resurrección de Cristo. Nuestra resurrección en la muerte, Santander 1980, 97 ss.; MARTELET, G., L'au-delá retrouvé, París 1975, 144-153; SCHOONENBERG, P., L'homme et le peché, Tours 1967,227; ID., «Creo en la vida eterna», en Conc 41 (enero 1969), 97-113. Respecto a Greshake, vid. infra, nota 75. 6 6

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3.2). Como en Boros, también aquí se sostiene la resurrección en la muerte, pero Greshake ha eliminado la objetividad del éschaton, que Boros mantenía. La consumación final no es un evento conclusivo de la historia; en su lugar, lo que se da es una serie de consumaciones in­ dividuales a lo largo de una temporalidad ilimitada. En rigor, según esta tesis no existe un problema del estado intermedio, puesto que no existe uno de los polos generadores del mismo. En mayo de 1970 defendió quien esto escribe su tesis doctoral en la Universidad Gregoriana de R o m a . En ella se asumían las críticas de Althaus y Brunner a la representación tradicional, a la vez que se denunciaba como insatisfactoria la tajante dialéctica tiempo­eterni­ dad que estos autores sustentaban; suprimir toda sucesión en la exis­ tencia del ser creado que sale del tiempo equivaldría a borrar la fron­ tera que separa a Dios de la criatura. Mas, por otro lado, la teología ha pensado siempre que la criatura trasciende en la vida eterna su modo de ser propio y, por ende, su específica temporalidad. El hom­ bre que muere sale del flujo ininterrumpido que medía su existencia terrena, el tiempo, para entrar en un nuevo modo de duración cuya naturaleza no podemos precisar, porque atañe a un género de vida del que no tenemos el menor atisbo: el de la persona corpóreo­espiri­ tual glorificada. Podremos decir seguramente que: a) esa duración no será paralela y conmensurable al continuum temporal; b) no será la eternidad estricta (el perpetuo presente sin sucesión), privativa de Dios. Mas todo ensayo de puntualización positiva de la duración me­ tahistórica daría al traste con la índole esencialmente misteriosa de la categoría vida eterna. Sin duda es lícito denominarla «eternidad parti­ cipada», pero tal denominación no nos lleva más lejos que las dos acotaciones negativas antes formuladas. 69

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En línea de hipótesis, no se ve por qué no pueda hablarse de una duración sucesiva, pero discontinua; sobre la base de esa discontinui­ dad, la idea de que el muerto, al trascender el tiempo, traspasa de gol­

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GRESHAKE, G., Auferstehung der Toten, Essen 1969. Publicada un año más tarde: El hombre y su muerte...; vid. un resumen de las conclusiones en «Die F rage des Zwischenzustandes...». Debo agradecer a Ruini la precisión y justeza con que señala reiteradamente las diferencias entre mi interpre­ tación y las de Althaus y el primer Greshake: «Immortalitá e risurrezione...», 109 («Ruiz de la Peña rechaza explícitamente la teoría de Greshake»), 204 (a diferencia de Althaus, «aparece razonable la posición de Ruiz de la Peña, que concibe la dura­ ción [postmortal] como no extensa y, al mismo tiempo, mantiene firmemente su dis­ tinción frente a ta eternidad propia de Dios»). 1 0

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cuidadosamente el término «separada») y a la no simultaneidad de la muerte y la resurrección; en cambio, el documento omite cualquier indicación sobre la naturaleza de la duración del estado que la muerte produce en el sujeto humano subsistente. No se impone, por tanto, que sea una duración extensa, paralela al tiempo histórico y homogénea con él. Adviértase además que el inciso «incluso desprovisto entretanto de su complemento corporal» faltaba en la versión original de la Carta (la versión enviada a las Conferencias Episcopales) y fue introducido más tarde en la versión publicada en AAS, lo que hace suponer a Greshake que tal inciso dio lugar a «discusiones internas y a opiniones contrastantes en la misma Congregación de la Fe». El último acto de este ya largo proceso al estado intermedio tiene como protagonista a Greshake. En un estudio publicado en 1982, el profesor de Viena abandona su tesis de una historia sin éschaton, indefinidamente abierta, y propone en su lugar una explicación prácticamente análoga a la sostenida por Boros. Pese a sus dimensiones, merece la pena citar in extenso las propias palabras de Greshake: «Ya desde sus orígenes..., la idea de resurrección caracteriza la consumación como un acontecimiento universal. No se trata de una consumación del individuo al margen del mundo y de la historia, sino de la consumación de la realidad entera, dentro de la cual las personas tienen relaciones esenciales con todas las demás y con todo lo restante en virtud de su corporeidad. Por eso, la consumación del hombre individual en la muerte (la resurrección individual de cada uno) no puede ser la consumación última mientras toda la humanidad y la realidad entera no hayan llegado al estado definitivo. Por consiguiente, si no se quiere suponer que —en virtud de la inconmensurabilidad entre el tiempo terreno y la consumación supratemporal— todo hombre muere 'el último día', es decir, en el acontecimiento de la consumación universal —así, además de varios teólogos evangélicos, algunos católicos como Ruiz de la Peña, Semmelroth, Lohfink—, es preciso suponer, entre la consumación del individuo en la muerte y la consumación universal, un 'estado intermedio' en el que la persona individual ya resucitada 'espera' que su 'cuerpo entero', es decir, la universalidad de sus relaciones con la historia (que todavía no ha pasado por la ruptura de la muerte), encuentre la consumación definitiva. El estado intermedio es, pues, una categoría —tal vez necesaria— 74

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Naherwartung..., 190.

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esta segunda objeción empalma así con la primera y refuerza el veto al abandono del estado intermedio. Contra la hipótesis del primer Greshake de una temporalidad ilimitada, Ratzinger observa que, sin un término de la historia, el mundo material resta sin consumación, y lo mismo la propia historia; habría además, simultáneamente, una historia terminada (en cada consumación individual) y una historia por terminar, lo que parece abiertamente contradictorio. En resumen, concluye Ratzinger, las teorías de una resurrección en la muerte, amén de no tener fundamento bíblico, no se pueden fundar ni lógica ni teológicamente. En 1979 la Congregación para la Doctrina de la F e hizo pública una «Carta a los Presidentes de las Conferencias Episcopales» sobre cuestiones actuales de escatologia (cf. AAS 71 [1979], 939­943). En lo tocante a nuestro tema, la Carta contiene la precisiones siguientes: a) resurrección real y corpórea de todo el hombre y de todos los hombres; b) «distinta y diferida» respecto a la condición propia de los hombres inmediatamente después de la muerte; c) «continuación y subsistencia tras la muerte del elemento espiritual, dotado de concien­ cia y voluntad, de modo que el mismo 'yo humano' subsista, incluso desprovisto entretanto de su complemento corporal»; d) «para desig­ nar ese elemento, la Iglesia usa el vocablo alma»; e) debe mantenerse la significación peculiar de la Asunción de María. Las cuatro primeras precisiones apuntan iriéquívocamente a la rehabilitación del concepto de alma separada (aunque el texto evite 72

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Vid. las referencias en la bibliografía que encabeza este capítulo. En su In­ troducción al cristianismo, Salamanca 1971 , 307­318, Ratzinger parecía simpati­ zar con la supresión del estado intermedio y el alma separada. A ello se refiere sin duda en el prólogo de su Escatologia, 12 s., donde confiesa haber cambiado de opi­ nión en este punto. Entre los comentarios a la Carta, además de los artículos ya citados de Rat­ zinger en RCI y de Ruini, véanse los siguientes: RUH, U., «Die letzten Dinge: eine Erklárung der Glaubenskongregation», en Herder Korrespondenz (1979), 436­438; RUDONI, Α., L'annuncio dei Novissimt oggi, Roma 1980; SCHMIED, Α., «Ró­ misches Lehrschreiben zur Eschatologie», en TG (1980), 50­55; SCHUETZ, C, «Eschatologische Kontroversen», en Mysterium Salutis. Ergánzungsband, Einsie­ deln 1981, 364­369; GRESHAKE, G., «Zum rómischen Lehrschreiben über die Es­ chatologie», en Naherwartung..., 185­192. Es obligado notar que la formulación adoptada por el documento al identificar «el alma» con «el mismo yo humano» es altamente problemática. Lo menos que pue­ de decirse de tal formulación es que no se compadece con el pensamiento de Santo Tomás, para quien ni siquiera Cristo «fue hombre en el triduo de la muerte» (Summa Theol. III, q. 50, a.4). 2

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cuidadosamente el término «separada») y a la no simultaneidad de la muerte y la resurrección; en cambio, el documento omite cualquier indicación sobre la naturaleza de la duración del estado que la muerte produce en el sujeto humano subsistente. No se impone, por tanto, que sea una duración extensa, paralela al tiempo histórico y homogénea con él. Adviértase además que el inciso «incluso desprovisto entretanto de su complemento corporal» faltaba en la versión original de la Carta (la versión enviada a las Conferencias Episcopales) y fue introducido más tarde en la versión publicada en AAS, lo que hace suponer a Greshake que tal inciso dio lugar a «discusiones internas y a opiniones contrastantes en la misma Congregación de la Fe». El último acto de este ya largo proceso al estado intermedio tiene como protagonista a Greshake. En un estudio publicado en 1982, el profesor de Viena abandona su tesis de una historia sin éschaton, indefinidamente abierta, y propone en su lugar una explicación prácticamente análoga a la sostenida por Boros. Pese a sus dimensiones, merece la pena citar in extenso las propias palabras de Greshake: «Ya desde sus orígenes..., la idea de resurrección caracteriza la consumación como un acontecimiento universal. No se trata de una consumación del individuo al margen del mundo y de la historia, sino de la consumación de la realidad entera, dentro de la cual las personas tienen relaciones esenciales con todas las demás y con todo lo restante en virtud de su corporeidad. Por eso, la consumación del hombre individual en la muerte (la resurrección individual de cada uno) no puede ser la consumación última mientras toda la humanidad y la realidad entera no hayan llegado al estado definitivo. Por consiguiente, si no se quiere suponer que —en virtud de la inconmensurabilidad entre el tiempo terreno y la consumación supratemporal— todo hombre muere 'el último día', es decir, en el acontecimiento de la consumación universal —así, además de varios teólogos evangélicos, algunos católicos como Ruiz de la Peña, Semmelroth, Lohfink—, es preciso suponer, entre la consumación del individuo en la muerte y la consumación universal, un 'estado intermedio' en el que la persona individual ya resucitada 'espera' que su 'cuerpo entero', es decir, la universalidad de sus relaciones con la historia (que todavía no ha pasado por la ruptura de la muerte), encuentre la consumación definitiva. El estado intermedio es, pues, una categoría —tal vez necesaria— 74

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Naherwartung..., 190.

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para expresar ta tensión entre consumación individual y universal en el acontecimiento de la resurrección». 75

3.

Reflexiones conclusivas

Es hora ya de hacer un balance conclusivo de cuanto llevamos di­ cho. A tal fin, y en vista de que el debate puede dar la impresión de abundar en sutilezas confusas y superfluas, no estará de más formu­ lar esquemáticamente las hipótesis hoy en liza, evaluarlas críticamen­ te, detectar las áreas de consenso y proponer finalmente el ensayo de solución más atendible. 3.1.

Los cuatro modelos

Las posturas de los teólogos participantes en nuestro debate no siempre han permanecido inmutadas. Bien al contrario, los corrimien­ tos de una a otra posición y las correcciones o matizaciones a las res­ pectivas opciones han sido frecuentes. Rahner y Schmaus han pasa­ do de la tesis tradicional (aunque con precisiones) a su contraria; la misma trayectoria, pero a la inversa, ha sido recorrida por Ratzinger. Greshake abandonó su propuesta primera para sumarse a la de Bo­ ros; Lohfink se distancia ahora de Greshake y se adscribe a una ex­ plicación análoga a la defendida por mí en 1970. Yo mismo he ofreci­ do no hace m u c h o algunas puntualizaciones a esta explicación, so­ bre las que volveré más adelante, al hilo de la Carta de la Congrega­ ción de la F e. Después de tan variados reajustes, parece que las posiciones han quedado fijadas ya con bastante nitidez; se reparten entre los cuatro modelos siguientes. Modelo 1.—Muerte y resurrección están separadas por una dura­ ción extensa (estado intermedio), cuyo sujeto es el alma separada. Es la explicación tradicional; entre sus actuales defensores se encuentran Ratzinger, Pozo, Ziegenaus y otros. Modelo 2.—Resurrección en la muerte e inexistencia de un térmi­ no de la historia y, por ende, de todo tipo de estado intermedio. La 76

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GRESHAKE, G., en Cuerpo y alma. Muerte y resurrección, 151; cf. tam­ bién ID., en Naherwartung... (la cuarta edición, de 1982), 177­180; 190­192. RUIZ DE LA PEÑA, J. L., La muerte, destino humano y esperanza cristia­ na, Madrid 1984, 59­75; ID., «Estado intermedio: breve historia de la cuestión», en SCHULTE, R.­GRESHAKE, G.­RUIZ DE LA PEÑA, J. L., Cuerpo y alma. Muerte y resurrección, 158­167. 7 Í

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hipótesis parte de una comprensión de la corporeidad como aquello que posibilita al sujeto humano su despliegue en el tiempo y el espacio y su relación interpersonal con los demás hombres. El espíritu se autorrealiza encarnándose en la materia; la materia, a su vez, alcanza su cumplimiento en el cumplimiento del espíritu encarnado. La muerte consuma este proceso de realización de la unidad espíritu-materia que el hombre es. No puede, pues, conllevar la separación de uno y otra, sino la consagración de su unidad en la forma de la resurrección. Así, en la muerte-resurrección de cada hombre, el mundo y la historia van siendo salvados. No es preciso contar con un punto terminal del tiempo: el dato «último día» no es doctrina vinculante para la fe. La realidad mundana, material, conoce una «consumación» (Vollendung) progresiva, dinámica e ilimitada, mas no un «término» (Ende). No habiendo un término del tiempo, tampoco puede haber un estado intermedio; tal representación queda superada. Esta era la hipótesis del primer Greshake, a quien se adhirió Lonfink hasta 1982, año en que cada uno opta por explicaciones distint a s . En este momento parecen continuar defendiendo esta hipótesis Breuning y Libanio, aunque, tras el abandono de la misma por su creador, tal defensa parece más que precaria. Modelo 3—Resurrección incoada en la muerte y consumada en el éschaton. El acontecimiento muerte-resurrección no es desdoblable en dos instantes sucesivos; ocurre sin solución de continuidad; es un evento único en el que los dos aspectos se dan simultáneamente. Ahora bien, la resurrección en sentido pleno es una realidad escatológica, indisociable de la transfiguración del cosmos en cielo y tierra nuevos y de la consumación comunitaria del entero cuerpo de Cristo. El hombre resucita, pues, en dos tiempos: en la muerte, por la asunción de una nueva corporeidad; y en el éschaton, por la consumación social y cósmica de esa corporeidad. La hipótesis, en suma, rechaza la idea de un alma separada, pero mantiene el esquema de un cierto 77

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Vid. supra, nota 71. BREUNING, W., Mysterium Salutis V, 820: «nos adherimos a la interpretación de Greshake»; vid. también ibid., 836 ss., el parágrafo titulado «Resurrección en la muerte y con la muerte»; LIBANIO, J. B.-BINGEMER, M. C, Escatologia cristiana, Madrid 1985, 217 ss.: «la parusía se da en el momento de la resurrección, en la hora de la muerte de cada hombre... Siempre está sucediendo... El misterio de Cristo surge como fin, como plenitud... en el momento de la muerte de cada uno... El mundo está siempre llegando a su final con la muerte y resurrección de cada persona». 1 7

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estado intermedio entre el momento histórico de la muerte y el mo­ mento escatológico del fin de la historia. Así piensan, entre otros, Bo­ ros, Schoonenberg, Martelet y el último Greshake. Modelo 4.—Resurrección en un «éschaton» distinto, pero no dis­ tante en sentido cronológico, de la muerte. La muerte supone para el hombre el término de su situación histórica y, por tanto, la salida de la doble coordenada espaciotemporal que caracteriza a aquélla y la entrada en una forma de duración que, ciertamente, no es ni el tiem­ po de la existencia histórica (duración continua y sucesiva) ni la eter­ nidad propia de Dios (duración del ser que se posee siempre en pleni­ tud, sin ningún tipo de sucesión). Podría conjeturarse que se trata de una duración discontinua y sucesiva, de forma que en ella no se per­ ciba el éschaton como algo cuantitativamente distante respecto de la situación del muerto. Saliendo del tiempo, el muerto llega al final de los tiempos, un final que, siendo inconmensurable según los paráme­ tros de la temporalidad histórica, equidista de cada uno de sus mo­ mentos. El instante de la muerte es distinto para cada uno de noso­ tros, pues se emplaza en la sucesividad cronológica de nuestros ca­ lendarios; el instante de la resurrección, en cambio, es el mismo para todos. Si, vistas las cosas desde el tiempo, ese instante está separado del de la muerte por el continuum temporal, del lado de allá de ese continuum no se daría tal distancia, puesto que, al no haber tiempo (por hipótesis), no tiene sentido un entretiempo. En suma: muerte y resurrección son acontecimientos sucesivos y distintos, pero no cuan­ titativamente distantes. La distancia entre ambos es computable des­ de el tiempo, pero es intransferible a ese modo de duración cualitati­ vamente diverso —y altamente enigmático— que es la duración pro­ pia del muerto y que llamamos no tiempo,'sino eternidad participada. En esta hipótesis coinciden hoy, además del autor de estas pági­ nas, Semmelroth, Biffi y el último Lohfink. 3.2.

Evaluación crítica de los modelos

La crítica al modelo 1 (la teoría tradicional) ya ha sido hecha en páginas anteriores. Baste añadir ahora algunas acotaciones a los ar­ gumentos de Ratzinger contra los detractores del mismo. En primer lugar, Ratzinger dirige sus objeciones especialmente contra la tesis del primer Greshake, pero junto con la concepción de 79

7 9

Vid. en Naherwartung..., 131­155; 156­184 y 193­207, las réplicas de Gres­ hake y Lohfink a las críticas de Ratzinger.

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éste parecen rechazarse también los modelos 3 y 4, sin distinguir entre ellos: todos quedan englobados por igual en la repulsa de la «resurrección en la muerte», lo que no parece hacer justicia, por ejemplo, al modelo 4 . En segundo término, cuando Ratzinger dice que, porque el cuerpo queda aquí, lo que sobrevive es el alma y, por tanto, las hipótesis criticadas terminan accediendo a una resurrección desencarnada, ¿no está postulando como requisito de la resurrección la recuperación del cadáver? Pero ésta es una opinión que dista de ser vinculante; la identidad numérica del cuerpo resucitado nada tiene que ver (supra, cap. VI, 3.3) con una identidad material o corpuscular. En fin, cuando Ratzinger emplea la expresión «tiempo-memoria» para designar la duración del muerto, ¿no está mentando lo mismo que en el modelo 4 se llama «eternidad participada», o lo que Lohfink denomina «tiempo transfigurado», esto es, una duración distinta y no homologable a la del tiempo histórico? Más aún, cuando Ratzinger entiende el purgatorio como el instante del encuentro con Cristo, un instante «que se sustrae a la medida terrena del tiempo», que es «un tránsito que sería ingenuo cualificar de corto o de largo según la medida del tiempo tomada de la física», ¿no está postulando en el fondo lo mismo que se postula en el modelo 4 para todos los muertos, y no sólo para los que se purifican? 80

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El modelo 2 tiene su talón de Aquiles en la eliminación pura y simple del éschaton. Estimar que la aserción de un término de la historia es un theologoúmenon no vinculante para la fe resulta harto aventurado. Por lo demás, cancelada la realidad objetiva del éscha­ ton, la historia, el mundo y la comunidad humana quedan sin consumación; sugerir que se van consumando a plazos, en la consumación sucesiva y parcial de cada historia individual, tiene todos los visos de ser un sucedáneo y deja sin respuesta muchas preguntas pertinentes sobre el real espesor y densidad del acontecer histórico. En pocas palabras, el modelo 2 adolece de reduccionismo individualista y conduce derechamente a una indeseable privatización de la escatologia, con

RUINI, 113: «Ratzinger rechaza, junto con la concepción de Greshake, también las de Althaus y Ruiz de la Peña, sin distinguir claramente entre ellas». En la nota 59 añade Ruini: «Ratzinger no dice una palabra sobre la oposición de Ruiz de la Peña a Greshake». RATZINGER, J., Escatologia, 213 ss. 8 0

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la amortización de sus dimensiones sociales, políticas y cósmicas. Desde esta perspectiva, la critica de Ratzinger al primer Greshake, amplificada en un segundo momento por Vorgrimler, merece ser atendida. Seguramente esa crítica tiene algo que ver con el abandono por Greshake de su primitiva posición. Todo lo cual hace aún más sorprendente que un teólogo de la liberación revalide últimamente este modelo. 82

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El modelo 3 se presta a dos observaciones. En primer lugar, es di­ fícil concebir cómo pueden ser simultáneas muerte y resurrección (tal simultaneidad es una pieza esencial de la interpretación que Boros da de la muerte, sobre todo con vistas a la opción final) sin poner en pe­ ligro tanto el realismo de la muerte como el de la resurrección: ¿es to­ davía la muerte algo realmente letal?; ¿es la resurrección escatológi­ ca algo más que un producto residual del pensamiento apocalíptico? El nuevo soma que el hombre cobra en la muerte ¿tiene alguna apo­ yatura bíblica o es una hipótesis ad hoc? Asi pues, si la expresión «re­ surrección en la muerte» quiere decir «simultaneidad muerte­resurrec­ ción» (y ciertamente eso dice Boros), tal expresión es indefendible. En segundo lugar, la hipótesis de Boros retiene el esquema lineal de un estado intermedio; la sucesión de las muertes en el tiempo histórico es proyectada al más allá para obtener así un exacto dupli­ cado en la sucesión de las resurrecciones. Tal proyección de un tiem­ po que discurre en la allendidad paralelamente a su decurso en la aquendidad parece una comprensión demasiado acrítica e ingenua de la duración propia del muerto. Así pues, el modelo 3 no negaría (¡bien a su pesar!) la existencia de un estado intermedio, temporal­ mente extenso; negaría tan solo la idea de alma separada como sujeto de dicho estado. El modelo 4 no afirma —aunque así lo crea Ratzinger— una resu­ rrección en la muerte. Sostiene más bien que muerte y resurrección componen una secuencia, no acaecen simultánea, sino sucesivamen­ te. La muerte es un suceso individual e histórico; la resurrección es un suceso comunitario y escatológico. No pueden, pues, coincidir en un mismo instante. Lo que este modelo cuestiona es que sea obligado 1 1

VORGRIMLER, H., El cristiano ante la muerte, Barcelona 1981,115­122. También Lohfink ha sido sensible a esta critica, cuya legitimidad reconoce en principio, y a la que trata de responder en Naherwartung..., 131­155, 193­207. Vid. supra, nota 78. 83

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intercalar entre los dos polos de la secuencia un continuum temporal, una duración extensa y paralela a la que, en el tiempo histórico, separa el momento de la muerte del momento de la resurrección escatológica. Tanto más cuanto que cada uno de estos dos polos se emplaza en sendos marcos ontológicos recíprocamente heterogéneos: la muerte, en la historia y el tiempo; la resurrección, en la metahistoria y la eternidad participada. ¿Cómo, pues, situarlos en un eje común, concebirlos como puntos de una misma línea, si pertenecen a dos órdenes de realidades distintos? La objeción de Ratzinger de que no puede haber simultáneamente una historia terminada y una historia por terminar incurre de nuevo en la ingenuidad acritica de homogeneizar dos formas heterogéneas de duración. Si ya a nivel de realidades fisicas el concepto de simultaneidad se ha revelado como altamente problemático, ¿qué decir de la pretensión de aplicarlo a formas de ser (y por tanto de duración) irreductibles y cualitativamente distintas? En otro lugar he escrito que no se pueden predicar unívocamente (incautamente) del muerto nuestros adverbios temporales o nuestros tiempos verbales (el muerto ¿ya ha resucitado?; ¿aún no?; ¿resucitará mañana!, ¿resucitó ayerl). Argüir con este tipo de preguntas contra la validez del modelo 4 es, simplemente, incurrir en una monumental petición de principio. Pues ese modelo trata precisamente de precaver contra la posible impertinencia de tales preguntas, que tienen sentido pertinente en su propio marco de referencias, pero que, fuera de él, nó se sabe con precisión qué puedan significar mientras: a) no se determine el nuevo marco; b) no se establezcan equivalencias fiables entre ambos marcos. Pero la condición a) —y consiguientemente la condición b)— sólo pueden cumplirse de forma negativa y aproximativa, a saber:-la duración propia del muerto no puede ser el tiempo y no puede ser la eternidad propiamente dicha. Pretender, en estas condiciones, forzar una equivalencia entre esa duración y nuestra duración (pretensión que está en la base de las preguntas antes formuladas) es pretender, 85

HEISENBERG, W., Más allá de la Física, Madrid 1974,112-114: «¿Cuándo podremos decir que dos sucesos que tienen lugar, el uno en la tierra y el otro a una gran distancia de ella, ...son simultáneos?... La palabra simultáneo ha perdido su sentido... Nos hemos acostumbrado a entender siempre (a propuesta de Einstein) la palabra simultáneo con la condición 'relativo a un determinado sistema de referencias'»; GARCÍA BACCA, J. D., Antropología filosófica contemporánea, Barcelona 1982, 69: «lo que nosotros creemos estar viendo no está siendo mientras lo estamos viendo». 1 5

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lisa y llanamente, que con la muerte nada ha cambiado y todo sigue igual.

3.3.

Las áreas de consenso

Por más que pueda parecer otra cosa, el debate que nos ocupa ha puesto de relieve la existencia de un amplio consenso sobre varios as­ pectos de la cuestión. Son los siguientes: 1) El problema del estado intermedio es un problema abierto; no está dirimido ni por la Escritura ni por el magisterio. Es modélica a este respecto la actitud de Ratzinger; en su polémica contra quienes rechazan la teoría tradicional, se limita a utilizar argumentos de razón teológica, sin esgrimir nunca como dirimentes el testimonio bí­ blico o las declaraciones del magisterio extraordinario. Que yo sepa, tan sólo el protestante Heidler y el católico Pozo se sustraen al con­ senso en este punto; el primero, sosteniendo que la inmortalidad del alma separada es doctrina revelada, y el segundo defendiendo que es no sólo doctrina revelada, sino también definida solemnemente. 2) En la actual teología católica la inmortalidad del alma es de­ fendida unánimemente, y sin ninguna suerte de complejo, como pre­ misa ineludible de la resurrección. El mismo proceso de rehabilita­ ción de la idea (los términos con que se expresa pueden ser variables) de inmortalidad se registra en la teología protestante. La dialéctica ya tópica inmortalidad­resurrección está dando paso a la necesidad ine­ ludible de una mediación entre ambos conceptos, mediación expresa­ da en las categorías de continuidad o identidad entre el hombre histó­ rico y el hombre resucitado. Así pues, la impugnación, muy extendi­ da, del alma separada no ha supuesto (como algunos temerían) la in­ validación de la fe en la inmortalidad del alma, sino su acrisolamien­ to. Hoy es convicción casi unánime de los teólogos cristianos (sean protestantes, sean católicos) que no sólo no se cree menos en la resu­ rrección por creer en la inmortalidad, sino que, de no creer en la in­ mortalidad, no se puede creer en la resurrección. 3) Se percibe cada vez con mayor claridad la necesidad de dis­ tinguir entre la duración de los muertos y la propia de la existencia histórica. El nombre con que se designe aquélla es indiferente: «evo» (Pozo), «tiempo transfigurado» (Lohfink), «tiempo­memoria» (Ratzin­ ger), «eternidad participada» (Ruiz de la Peña). No es, en cambio, in­ diferente percatarse de que ambas duraciones no son (no pueden ser) homologables. Tal vez en la exploración consecuente de este punto

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de acuerdo radique la posibilidad más prometedora de ulteriores coincidencias. 4) El primado absoluto del éschaton en el horizonte de la esperanza cristiana vuelve a ser patrimonio común de todas las explicaciones actuales, una vez caducado el experimento-Greshake de una escatologia sin éschaton. El hombre no puede decirse plenamente consumado (=plenamente resucitado) fuera de la consumación de la comunidad humana y de la entera realidad creada. 5) Se ha reforzado la comprensión cristocéntrica del anuncio de una victoria sobre la muerte. Tal victoria consiste esencialmente en un «ser con Cristo», «configurarse con la imagen de Cristo», «conresucitar con el Resucitado», etc. Tocamos aquí la entraña de la fe cristiana en el futuro postmortal del hombre; todo lo demás, en comparación con esto, es decididamente secundario; cualquier teorización que aborde este resto «no es doctrina de fe obligatoria, sino una interpretación teológica, a la que habrá que conceder tanta autoridad como sea capaz de demostrar». 86

3.4.

Una propuesta final

¿Cuál sería esta «interpretación teológica autorizada»? En mi opinión (que, a estas alturas, ya no sorprenderá a ningún lector), el modelo 4 sigue siendo preferible a los restantes. Como test de su validez, puede incluso confrontarse con los contenidos del documento romano sobre nuestro asunto. Recuérdese que éste afirma la sucesividad muerte-resurrección sin pronunciarse sobre la índole de la duración entre ambas; en rigor, es lícito conjeturar el carácter no extenso de tal duración, que es justamente lo que nuestro modelo sugiere; hasta aquí, pues, dicho modelo resulta conciliable con la Carta de la Congregación; así lo ha advertido algún comentarista. Pero queda aún por aclarar un aspecto del problema: el que se refiere al concepto de alma separada. El documento de la Santa Sede parece suponer la existencia del alma separada (aunque, eso sí, sin exigir su persistencia extensa). Reiterando algo ya escrito por mi en dos ensayos recientes, creo factible la integración de esta concepción en la hipótesis que sostengo. Veamos cómo. 87

88

Asi se expresa KASPER, W., «La esperanza en la venida definitiva de Cristo en gloria», en RCI (1985), 30. RUINI, C, 194. Vid. supra, nota 76. 8 6

8 7

8 8

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No podría hablarse de muerte real si no se produjera una inmuta­ ción ontológica en su sujeto; de modo análogo, no podría hablarse de resurrección real si no se registrará una reconstitución somática del mismo sujeto, su restitutio in integrum. Pues bien, supuesto que la muerte importa una ruptura real del sujeto, mas no la aniquilación de su núcleo personal, la idea de alma separada puede expresar tanto la afirmación de la ruptura como la negación de la aniquilación, dejan­ do así abierto el hecho muerte al hecho resurrección. La muerte ha afectado radicalmente al individuo mortal; es muerte del hombre; éste ha cesado de ser. La resurrección devuelve la vida al mismo hombre que había muerto realmente; representa la recuperación del sujeto humano en su integridad e identidad. Entre la muerte y la re­ surrección tiene que ciarse una situación que dé razón de ambas y certifique su verdad: a eso responde el concepto de alma separada. Habría, pues, un entre, una especie de «estado intermedio» sui gene­ ris: el tránsito o la articulación de la muerte a la resurrección. Otra cosa, empero, es adscribir a esa excepcional situación on­ tológica una dimensión cronológica, una persistencia extensa. Pues es entonces cuando cobran todo su vigor las reservas suscitadas por \a representación del alma separada. Si, por el contrario, se confiere a este status crítico sólo la duración necesaria y suficiente para que se dé la secuencia muerte­resurrección, la idea de alma separada no re­ sulta objetable; con ella se mienta exclusivamente el punto de articu­ lación de dos fenómenos distintos y sucesivos que se predican del mismo y único sujeto; resulta así pensable una muerte­tránsito, y no sólo una muerte­ruptura. Sin esta idea, en cambio, ya no se entiende muy bien^en qué consiste realmente tanto la muerte como la resurrec­ ción; la muerte pierde su temible incisividad; la resurrección, su ca­ rácter de auténtica novedad. Reformulado en estos términos, el modelo 4 parece poder solven­ tar las dificultades objetadas a los restantes sin pugnar con ninguna de las precisiones contenidas en el documento de la Congregación ro­ mana.

" La «unicidad» de la Asunción de María, recordada por el documento, estaría a salvo, en todo caso, porque en ella se da una auténtica «resurrección inmediata», incluso para el punto de vista de quienes la contemplan aún desde la historia; la Asunción sustrae la corporeidad de María de las leyes del tiempo y de la muerte. De otro lado, Rahner advierte sagazmente («Ueber den Zwischenzustand», 464 s.) que si el privilegio de la Asunción se entiende como prioridad cronológica exclusiva de la

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Permítaseme rematar este ya largo y tedioso capítulo con dos reflexiones conclusivas. La primera, de carácter meramente formal. La explicación clásica (el modelo 1) operaba con dos premisas: alma separada y estado intermedio (duración extensa del alma separada en­ tre muerte y resurrección). Ambas premisas se consideraban como indisociables y mutuamente involucradas. El debate ha mostrado lo contrario: el modelo 3 (al menos en su versión original, la de Boros) niega el alma separada y afirma el estado intermedio; el modelo 4, con las precisiones que acaban de hacerse, afirma el alma separada y niega el estado intermedio. Es ésta una constatación tan inesperada como sorprendente, que delata la necesidad de un mayor rigor terminológico en los ensayos dedicados al tema. Sea cual sea la explicación elegida, es discutible la exactitud de la denominación «estado intermedio» para significar la forma de existencia que se inicia con la muerte en Cristo. Esta terminología es rigurosamente exacta sólo cuando se piensa que la muerte se limita a abrir un compás de espera hasta la resurrección, otorgando tan sólo un comienzo de retribución, no la retribución esencial. Tal es la concepción dominante en el judaismo contemporáneo de Jesús; un típico ejemplo de la misma es la teoría del sueño de los muertos (Cullmann y Thielicke). Pero lo que enseña el Nuevo Testamento no es eso. En él, la comunión perfecta con Cristo, es decir, la vida eterna, se inicia ya con la muerte. No «estado intermedio», Zwischenzustand, sino «status termini», End-zustand; he ahí lo que afirma el Nuevo Testamento sobre la muerte de los difuntos. Luego, cuando la teología católica habla de «estado intermedio», está queriendo significar algo muy distinto de lo que significa la misma expresión en el judaismo o en teólogos protestantes como Cullmann, Menoud o Thielicke. Para éstos, lo que con ella se denota es la dilación de la retribución esencial hasta la resurrección, mientras que, por parte católica, un estado intermedio sólo se justifica —en sentido impropio— a partir de la concepción de una espera de la resurrección. Es decir, en la doctrina católica, la expresión se refiere no a la cualidad de la retribución post mortem, sino a la constitución del sujeto de esa retribución.

resurrección de María, sería difícil explicar Mt 27, 52 y su eco en la tradición, que naturalmente no han querido ser desautorizados por la Bula defínitoria del dogma asuncionista. Vid. RUINI, C, 192; HERNÁNDEZ, J. M., 77-80; AUER, J., «Auferstehung des Fleisches. Was kann mit dieser Aussage heute gemeint sein», en MThZ (1975), 17-37 (pp. 35 s.).

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En segundo lugar, sea cual sea el modelo por el que se opte, una cosa es cierta: el cuestionamiento de la existencia del a l m a separada a lo largo de una situación (cronológicamente) extensa es, hoy por hoy, y como rezaba una vieja censura teológica, longe communior apud theologos: la tesis más común con mucho entre los teólogos, y lleva camino de convertirse, pura y simplemente, en c o m ú n . En la historia de la teología no será fácil encontrar otro ejemplo de una tan rápida constitución de una nueva mayoría (en un tema discutido) como la que se verifica aquí. Atribuir este hecho a una información deficiente, a una evaluación incorrecta de los datos o, lo q u e es peor, a una reprobable novitatum cupiditas, esto es, a un progresismo irres­ ponsable, es tan gratuito como injusto. El problema del estado inter­ medio ha interesado a la teología contemporánea porque lo que ahí se juega, en última instancia, es el grado de convicción y coherencia con que la antropología cristiana sostiene la identidad del hombre como unidad sustancial de espíritu y materia. La muerte representa la situación­límite de esa unidad sustancial; lo que de ella (y del esta­ do que ella induce) se diga, operará retroactivamente como una espe­ cie de test sobre lo que se haya dicho antes acerca de la índole somá­ tica, encarnada, del ser humano, que es —no lo olvidemos— cuerpo con la misma verdad con que es alma. Las teorías alternativas a la doctrina tradicional quieren mantener esa verdad del hombre, para hacer así creíble no sólo la afirmación de la unidad psicosomática, sino también la esperanza en la supervivencia del ser humano en su cabal identidad e integridad. Por ello, el innegable ocaso de la repre­ sentación clásica lo es también de toda una concepción de la antro­ pología y (consiguientemente) de la escatologia. 90

Dicho esto, y aunque el oficio de profeta pueda resultar aventura­ do, no parece que quepa esperar del futuro nuevas aportaciones a nuestra problemática. Todas las cartas están ya sobre la mesa; el de­ 9 0

La nómina de autores católicos favorables a esta tesis es realmente impre­ sionante. Han sido ya citados Rahner, Karrer, Betz, Schmaus, Boros, Schoonen­ berg, Martelet, Boff, Semmelroth, Lohfink, Greshake, Breuning, Benoit, Rondet, Biffi, Líbanio. Sin ánimo de exhaustividad, pueden añadirse todavía los siguientes: GONZÁLEZ RUIZ, J. M., «¿Hacia una desmitologización del alma separada?», en Conc 41 (enero 1969), 83­96; F LANAGAN, D., «La escatologia y la Asunción», ibid.., 135­146; MOINGT, J., «Immortalité de l'áme et/ou résurrection», en LV (1972), 65­78; GRELOT, P., Le monde a venir, París 1974, 115­118; F INKEN­ ZELLER, J., Was kommt nach dem Tod?, München 1979 , 91­96; AUER, J., a. c , 29 ss.; KÜNG, H„ 231­234, con las notas a pie de página; SONNEMANS, H., 407 ss.; NOCKE, F . J., 144 ss. 2

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bate está prácticamente agotado. Es difícil pensar en explicaciones nuevas que no sean meras variaciones sobre algunas de las ya ofrecidas. Y más difícil todavía es suponer que la investigación exegética o histórica saque a la luz datos inéditos que diriman la discusión en uno u otro sentido. Donde si queda trabajo pendiente (y, por cierto, muy importante) es en la adaptación de las nuevas perspectivas a la catcquesis y a la pastoral, habida cuenta de qu^e el pueblo cristiano ha sido singularmente sensible desde siempre (¡1 Tes 4,13 ss; 1 C o 15, 35 ss!) al problema en cuestión.

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Presencia Teológica

Sal Terrae

A los diez a ños de su publica ción en la colección "Actua lida d Teológica Española", la presente obra no sólo no ha perdido su interés, sino que incluso ha ga na do a ctua lida d y ha demostra do ser una obra extra ordi­ nariamente útil a la hora de reformula r de un modo sistemático los con­ tenidos de la esca tologfa cristia na γ su tra nsmisión pa stora l, punto éste donde ta ntos desenfoques y deforma ciones ha experimenta do la fe. J u a n Luis Ruiz de la Peña, tra s a borda r los problema s de concepto y de método del estudio de la esca tologfa , divide su obra en dos pa rtes claramente diferencia da s: una Teología bíblica sobre el tema , en que se analiza el origen y desa rrollo de la esca tologfa en el A. T., el problema de la retribución — y su fina l en la fe en la resurrección— y la esca tologfa del Ν. T.; y una Teología sistemática , subdividida a su vez en una "Es­ catologfa colectiva " (pa rusfa , resurrección de los muertos, vida eterna , muerte eterna ) y una "Esca tologfa individua l" (muerte y purga torio), re­ matada con un último ca pítulo dedica do a l "problema del esta do inter­ medio" (ca pítulo que ha sido totalmente reela bora do, a l igua l que la bi­ bliografía y la s nota s de todo el libro). El conjunto constituye un ma nua l indispensa ble pa ra quien desee obte­ ner una visión moderna , profunda y sistemática (sin eludir ninguno de los muchos problema s que suscita ) de la esca tologfa cristia na , en orden a una mejor comprensión del contenido último de la espera nza en la supervivencia del ser huma no en toda su integrida d e identida d.

J U A N LUIS RUIZ DE LA PEÑA es profesor en la Universida d Pontificia de Sa la ma nca y ha publica do en la Editoria l Sa l Terra e otra s dos obras: Las nuevas antropologías. Un reto a la teología ( 2 . ed.) y Teología de la creación. Ta mbién es a utor de M u e r t e y m a r x i s m o h u m a n i s t a (Salamanca 1978) y El ú l t i m o sentido (Ma drid 1980). a

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