Rubor y organización social
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Rubor y organización social social* Erving Goffman
En: DÍAZ, Félix (ed.), Sociologías de la situación . Madrid, La Piqueta, 2000, pp. 39-58; traducción de Félix Díaz.
RESUMEN: El rubor, una posibilidad en todo encuentro cara a cara, muestra algunas propiedades genéricas de la interacción. El rubor se manifiesta siempre que se siente que un individuo ha proyectado definiciones incompatibles de sí mismo ante los presentes. Estas proyecciones no suceden aleatoriamente o por razones psicológicas, sino en ciertos lugares, en entornos sociales en los que prevalecen principios de organización social incompatibles. El rubor tiene como función social poner de relieve que existen conflictos entre estos principios. Un individuo puede reconocer un rubor extremo en otros, e incluso en sí mismo, a través de los signos objetivos de alteración emocional: sonrojo, balbuceos, tartamudeos, un tono de voz inusualmente alto o bajo, habla temblorosa o quiebra de la voz, sudar, s udar, palidecer, parpadear, temblor en las manos, movimientos de duda o vacilación, despistes y despropósitos. Como señaló Mark Baldwin en relación con la timidez, se puede "bajar los ojos, inclinar la cabeza, poner las manos a la espalda, toquetear la ropa nerviosamente o retorcer los dedos, y tartamudear, todo ello bañado de algo de incoherencia en las ideas expresadas en el habla "[1] [1]..También hay síntomas de tipo subjetivo: constricción del diafragma, sentimiento de vacilación, con ciencia de gestos forzados y poco naturales, una sensación de ofuscación, sequedad en la boca y tensión en los músculos. Si la frustración es menor, estas inquietudes visibles e invisibles suceden pero de un modo menos perceptible. En la perspectiva popular, lo natural es estar cómodo durante la interacción, siendo el rubor una lamentable desviación del estado normal. De hecho, el individuo podría decir que se sintió "natural" o "antinatural" en la situación, significando que se sintió cómodo o ruborizado en la interacción. Si alguien se siente ruborizado frecuentemente en presencia de otros, se considera que sufre un sentido de inferioridad injustificado y estúpido, o que necesita terapi a[2] [2].. Para utilizar el síndrome de tensión en el análisis del rubor, primero hay que q ue distinguir entre los dos tipos de circunstancias en que ocurre. En primer lugar, el individuo puede llegar a inquietarse al realizar una tarea que en sí misma no tiene especial valor para él, sólo que sus intereses a nivel general requieren que la haga con seguridad, competencia c ompetencia o prontitud, y teme no realizarla adecuadamente. Se sentirá con incomodidad en la situación, pero en cierto sentido no por ella; de hecho, a menudo el individuo no será capaz de enfrentarse a ella porque estará ansiosamente absorbido por las eventualidades que conlleva. Así, el individuo puede "aturullarse" aunque no haya otros presentes. Este artículo no se interesará por estas ocasiones de mortificación instrumental, sino más bien por las que se dan en clara relación con la presencia real o imaginada de otros. Al margen de todo lo demás, el rubor tiene que ver con la ilustración que el individuo hace de sí mismo ante otros que se consideran presentes en ese momento [3] [3]..El interés crucial es la impresión que uno deja en otros en el presenté; al margen de la base a largo plazo o inconsciente de este interés. Esta configuración fluctuante de los presentes es un grupo de referencia importantísimo.
Vocabulario del rubor
Un encuentro social es una ocasión de interacción cara a cara, que empieza cuando los individuos reconocen que han entrado en la presencia inmediata uno del otro y que termina con una retirada señalada de la participación mutua. Los encuentros se distinguen unos de otros en su propósito, función social, tipo y número de participantes, entorno físico, etc., y, si bien aquí s ólo se considerarán los encuentros conversacionales, obviamente hay encuentros en los que no se pronuncia ni una palabra. Y aun así, al menos en nuestra sociedad anglo-americana, parece no haber encuentro social que no pueda hacerse embarazoso para uno o más de sus participantes, dando lugar a lo que a veces se llama un incidente o paso en falso. Buscando esta disonancia, el sociólogo puede hacer generalizaciones sobre las formas en que la interacción se puede desencaminar y, por implicación, sobre las condiciones necesarias para que la interacción vaya bien. A la vez, obtiene una evidencia firme de que todos los encuentros son elementos de una sola clase natural, susceptibles de un solo esquema de análisis. ¿Quién causa el incidente embarazoso? ¿A quién le ruboriza? ¿Por quién se siente este rubor? Los participantes no siempre sienten rubor por los apuros de un individuo; puede ser por pares de participantes que están pasando dificultades juntos o incluso por el encuentro como tal. Además, si el individuo por el que se siente rubor resulta que es percibido como representante responsable de alguna facción o subgrupo (como suele ser el caso en la interacción entre tres o más personas), entonces es probable que los miembros de esta facción se sientan turbados por sí mismos. Pero, si bien una metedura de pata puede significar que un sólo individuo es a la vez la causa del incidente, el que se siente turbado por él, y aquél por quien se siente rubor, es muy posible que éste no sea el caso típico, ya que en estos asuntos las fronteras del ego parecen ser especialmente débiles. Cuando un individuo se encuentra en una situación que le debería sonrojar, lo normal es que otros presentes se sonrojen con y por él, aunque él pueda no tener suficiente sentido de la vergüenza o de apreciación de las circunstancias como para sonrojarse por sí mismo. Las palabras "rubor", "desconcierto" e "incomodidad" se usan aquí en un continuo de significado. Algunas ocasiones de rubor parecen tener un carácter abrupto y orgásmico; la introducción repentina de un acontecimiento molesto es seguida por un techo inmediato en la experiencia de rubor y después por un lento retorno a la tranquilidad precedente, estando todas las fases incluidas en el mismo encuentro. Así, un mal momento estropea una situación que de otra manera habría sido eufórica. En el otro extremo encontramos que algunas ocasiones de rubor se mantienen al mismo nivel a lo largo del encuentro, empezando cuando empieza la interacción y durando hasta que el encuentro se termina. Los participantes hablan de una situación incómoda o difícil, no de un incidente embarazoso. En ese caso, por supuesto, para una o más de las partes todo el encuentro se convierte en un incidente que provoca rubor. A menudo, el rubor repentino puede ser intenso, mientras que la incomodidad sostenida suele ser más bien suave, consistiendo en alteraciones apenas notables. Un encuentro que probablemente ocasione un rubor repentino puede, por ello mismo, cernirse como una sombra de incomodidad sostenida sobre los participantes, transformando todo el encuentro en un incidente por sí mismo. Al hacernos una idea del individuo turbado, nos apoyamos en imágenes de la mecánica: se puede perder el autocontrol, se puede acabar con el equilibrio. Sin duda, el carácter físico de la tensión evoca en parte estas imágenes. En cualquier caso, un individuo completamente tenso no puede de momento movilizar sus recursos musculares e intelectuales para la tarea que le ocupa, aunque le vendría bien; no puede ofrecer a los que le rodean una respuesta que les permita continuar suavemente con la conversación. Él y sus acciones inquietas bloquean la línea de actividad que los otros han estado persiguiendo. Está presente con ellos, pero no está "jugando". Los otros pueden ser forzados a parar y volver su atención hacia el impedimento; se abandona el tema de
conversación y las energías se dirigen a la tarea de restablecer al individuo tenso, de ignorarle calculadamente, o de apartarse de su presencia. Conducir el propio yo cómodamente en la interacción se opone directamente a estar inquieto. En términos generales, cuanto más de lo uno, menos de lo otro; de manera que, a través del contraste, cada modo de conducta puede iluminar las características del otro. La interacción cara a cara en cualquier cultura parece requerir precisamente esas capacidades cuya destrucción parece garantizar la tensión. Por lo tanto, los acontecimientos que conducen al rubor, y los métodos para evitarlo y disiparlo, pueden aportar un marco transcultural de análisis sociológico. El placer o displacer que un encuentro social proporciona a un individuo, y la afección u hostilidad que siente hacia los participantes, pueden estar relacionados en más de una manera con su serenidad o su carencia de ella. Una felicitación, aclamación o recompensa inesperada pueden llevar al receptor a un estado de alegre confusión, y una acalorada discusión se puede provocar y mantener, aunque en todo momento el individuo se sienta sereno y en pleno con trol de sí mismo. Más importante aún, hay un tipo de agrado que parece ser una propiedad formal de la situación y que tiene que ver con la coherencia y la decisión con que el individuo asume un p apel bien integrado y persigue objetivos incidentales que no tienen nada que ver con el propio contenido de las acciones. El propio sentimiento de desconcierto siempre parece desagradable, .pero las circunstancias que lo generan pueden tener consecuencias agradables inmediatas para el que está desconcertado. A pesar de esta relación variable entre el displacer y el desconcierto, parecer inquieto, al menos en nuestra sociedad, se considera una evidencia de debilidad, inferioridad, bajo estatus, culpa moral, derrota y otros atributos nada envidiables. Y, como hemos sugerido previamente, la tensión amenaza al propio encuentro al corromper la suave transmisión y recepción que sustenta los encuentros. Cuando el desconcierto brota de cualquiera de estas fuentes, es comprensible que el individuo inquieto haga algún esfuerzo para ocultar su estado a los otros presentes. La sonrisa de postín, la risa nerviosa y falsa, las manos ocupadas, la mirada hacia abajo que oculta la expresión de los ojos, han adquirido fama como signos de intentar ocultar el rubor. Como dice Lord Chesterfield: "En compañía están avergonzados, y tan desconcertados que no saben lo que hacen, y ensayan mil trucos para mantenerse serenos; trucos que después se convierten en habituales. Algunos se llevan los dedos a la nariz, otros se rascan la cabeza, otros hacen girar sus sombreros; en resumen, todo cuerpo desgarbado y grosero tiene sus trucos "[4]. Estos gestos ofrecen al individuo pantallas tras las cuales ocultarse mientras intenta recuperar el ritmo de sus sentimientos y reubicarse en el juego. Dado el deseo del individuo por ocultar su rubor, dado el entorno y su habilidad para manejarse, el individuo puede parecer equilibrado según algunos signos obvios y aun así resultar turbado según signos menos aparentes. Así, mientras que pronuncia un discurso público, puede conseguir controlar su voz y dar una impresión de soltura, pero los que se sientan a su lado en la tarima pueden ver que tiemblan sus manos o que algunos tics faciales están traicionando su serena presentación. Puesto que al individuo no le gusta sentirse o parecer turbado, las personas cuidadosas evitarán colocarle en esa posición. Además, a menudo simularán no saber que ha perdido la serenidad o que tiene razones para perderla. Pueden intentar suprimir cualquier signo de haber reconocido su estado o encubrirlo tras el mismo tipo de gesto que él emplearía. Así protegen su imagen pública y sus sentimientos, y probablemente le hagan más fácil recuperar la serenidad o al menos mantener
la que todavía conserve. Sin embargo, al igual que el individuo tenso puede no lograr encubrir su rubor, los que perciben su incomodidad pueden no tener éxito en el intento de ocultar que se dan cuenta de ella, en cuyo caso todos notarán que el rubor ha sido visto y que esa visibilidad se estaba ocultando. Cuando se llega a este punto, la participación normal en la interacción puede alcanzar un doloroso final. En toda esta danza entre el encubridor y los engañados, el rubor presenta el mismo problema y se maneja de las mismas formas que cualquier otro atentado contra la propiedad. Parece haber un momento crítico en el que el individuo inquieto deja de intentar encubrir o rebajar su incomodidad: estalla en lágrimas o en paroxismos de risa, le da un ataque de mal humor, asciende a una ira ciega, se desmaya, sale corriendo por la puerta más cercana o se queda rígidamente inmóvil como en un ataque de pánico. Después de eso le es muy difícil recuperar la serenidad. Responde a una nueva serie de ritmos, característicos de una profunda experiencia emocional, y apenas puede dar siquiera una ligera impresión de estar a tono con los otros en la interacción. En otras palabras, abdica de su papel como alguien que participa en un encuentro. Por supuesto, el momento de la crisis está determinado socialmente: el punto de ruptura del individuo es el del grupo a cuyos criterios afectivos se adhiere. Es poco común que todos los participantes en un encuentro pasen de este punto y no consigan mantener juntos siquiera algo parecido a una interacción común. El pequeño sistema social que crearon en interacción se derrumba; se retiran o intentan rápidamente asumir una nueva serie de roles. Los términos "equilibrio", "sangre fría" y "aplomo", referidos a la capacidad para mantener la propia serenidad, deben distinguirse de lo que se llama "gracia", "tacto" o "habilidad social", es decir, la capacidad para evitar causar rubor a uno mismo o a otros. El equilibrio juega un importante papel en la comunicación, ya que garantiza que los presentes no dejarán de tomar parte en la interacción, sino que continuarán recibiendo y transmitiendo comunicaciones disciplinadas cuando estén uno en presencia del otro. Con razón el juego de las provocaciones es un a prueba por la que pasa toda persona joven hasta que desarrolla una capacidad para mantener la serenidad[5].Tampoco debería sorprender que muchos de nuestros juegos y deportes conmemoren los temas de la serenidad y el rubor: en el póker, un farol puede significar dinero para el jugador que sepa presentarlo calmadamente; en el judo, se lucha específicamente por el mantenimiento o la pérdida de la serenidad; en el cricket, se espera que los jugadores mantengan el autocontrol o el "estilo" a pesar de la tensión. Es probable que el individuo sepa que ciertas situaciones especiales siempre le incomodarán y que tiene ciertas relaciones "problemáticas" que siempre le producen intranquilidad. Su ronda diaria de encuentros sociales está determinada en buena medida, sin duda, por sus obligaciones sociales principales, pero se sale un poco de ese esquema para encontrar situaciones que no sean embarazosas y para pasar de largo por aquellas que lo sean. Un individuo que crea firmemente que tiene poco equilibrio, tal vez incluso exagerando su defecto, será vergonzoso y tímido; asustado ante todos los encuentros, siempre busca acortarlos o evitarlos directamente. El tartamudo es un doloroso ejemplo de esto que nos muestra el precio que el individuo puede estar dispuesto a pagar por su vida social[6]. Causas del rubor
El rubor tiene que ver con expectativas no satisfechas, pero no de tipo estadístico. Dadas las identidades sociales y el entorno, los participantes percibirán qué tipo de conductadebería mantenerse como la apropiada, por mucho que puedan echar en falta que ocurra realmente. Un individuo puede esperar firmemente que ciertos otros le pongan en dificultad, y aun así ese conocimiento puede aumentar su desconcierto en vez de disminuirlo. Una irrupción completamente inesperada de ingeniería social puede salvar una situación si, de una manera mucho más efectiva al poder ser anticipada.
De manera que las expectativas relevantes para el rubor son morales, pero el rubor no emerge de la ruptura de cualquier expectativa moral, ya que algunas infracciones dan lugar a una resuelta indignación moral sin ninguna incomodidad en absoluto. Más bien, deberíamos observar las obligaciones morales que rodean al individuo sólo en una de sus capacidades, la de alguien que lleva a cabo encuentros sociales. Por supuesto, el individuo está obligado a mantenerse sereno, pero esto nos dice que las cosas van bien, no por qué van bien. Y las cosas van bien o mal por lo que se percibe sobre las identidades sociales de los presentes. Durante la interacción se espera que el individuo posea ciertos atributos, capacidades e información que, tomados en su conjunto, encajen con un yo que sea a la vez coherentemente unificado y apropiado a la ocasión. A través de las implicaciones expresivas de este flujo de conducta, a través de la propia participación, el individuo proyecta efectivamente este yo aceptable en la interacción, aunque puede no ser consciente de ello, y los otros pueden no ser conscientes de haber interpretado su conducta en este sentido. A la vez, debe aceptar y respetar los yoes proyectados por los otros participantes. De manera que los elementos de un encuentro social consisten en afirmaciones de un yo aceptable efectivamente proyectadas, y en la confirmación de afirmaciones similares por parte de los otros. Las contribuciones de todos se orientan hacia estas afirmaciones y se construyen sobre ellas. Cuando un acontecimiento arroja duda o descrédito sobre estas afirmaciones, el encuentro queda atrapado en supuestos que ya no se sostienen. Las respuestas que las partes han preparado están ahora fuera de lugar y deben reprimirse; hay que reconstruir la interacción. En esos momentos, el individuo cuyo yo ha sido amenazado (el individuo por quien se siente rubor) y el individuo que le amenazó pueden sentirse avergonzados de lo que han producido juntos, compartiendo este sentimiento justo cuando tienen una razón para sentirse separados. Y esta responsabilidad compartida es así de real. Según los criterios de la sociedad en general, tal vez sólo debería sentirse avergonzado el individuo desacreditado; pero, según los criterios del pequeño sistema social que se mantiene a lo largo de la interacción, el desacreditador es tan culpable como la persona a quien desacredita; a veces más, pues, si ha estado manteniendo el equilibrio como un hombre de tacto, al destruir la imagen del otro destruye la propia. Pero, por supuesto, el problema no termina con la pareja culpable o con aquellos que se han identificado empáticamente con ellos. Sin tener un objeto establecido y legítimo sobre el cual conjugar su propia unidad, los otros se encuentran desarreglados y desconcertados. Es por esto que el rubor parece ser contagioso, extendiéndose, una vez que empieza, en ondas expansivas de desconcierto. Hay muchas circunstancias clásicas en las que el yo que proyecta un individuo puede desacreditarse, causándole vergüenza y rubor por lo que ha hecho o parece haber hecho contra sí mismo y contra la interacción. Experimentar un cambio repentino de estatus, a través del matrimonio o la promoción por ejemplo, significa adquirir un yo que otros individuos no admitirán plenamente por su apego persistente al antiguo yo. Pedir un empleo, un préstamo de dinero o una mano en matrimonio es proyectar una imagen del yo como valioso, bajo condiciones en las que aquel que puede desacreditar esa imagen puede tener buenas razones para ello. Incidir en el estilo de las virtudes ocupacionales o sociales de uno es hacer afirmaciones que bien pueden ser desacreditadas por la propia falta de familiaridad con el rol. La propia estructura física de un encuentro suele tener asignadas ciertas implicaciones simbólicas, que a veces llevan a un participante a proyectar, contra su voluntad, afirmaciones de sí mismo que son falsas y embarazosas. La cercanía física suele implicar cercanía social, como sabe cualquiera que haya aparecido por casualidad en una reunión familiar a la que no estaba invitado, o que haya tenido que participar en una "conversación de circunstancias" con alguien de demasiada altura o bajeza o demasiado extraño como para ser tan solo un hermano. De manera similar, si va a haber
conversación, alguien debe iniciarla, alimentarla y terminarla; y estos actos pueden sugerir embarazosamente estratificaciones y relaciones de poder que no son acordes con los hechos. Diversos tipos de encuentros recurrentes en una sociedad dada pueden compartir el supuesto de que los participantes han obtenido cierto nivel moral, mental y fisionómico. La persona que se quede corta puede encontrarse en todo lugar inadvertidamente atrapada en la situación de realizar afirmaciones implícitas de identidad que no puede satisfacer. Comprometida en cada encuentro en el que participe, verdaderamente lleva la campana del leproso. Entonces, el individuo que se aísle más de los contactos sociales será el menos aislado de las exigencias de la sociedad. Y, si sólo imagina que posee un atributo descalificador, su juicio sobre sí mismo puede ser erróneo, pero a la luz de ese atributo su retirada del contacto es razonable. En cualquier caso, al decidir si las razones de la timidez de un individuo son reales o imaginarias, uno no debería buscar descalificaciones "justificables" sino la mucho más amplia variedad de características que de hecho turban los encuentros. En todos estos entornos sucede el mismo fenómeno fundamental: los hechos expresivos en curso amenazan o desacreditan los supuestos que un participante cree haber proyectado sobre su identidad[7]. A partir de ahí, los presentes encuentran que no pueden deshacerse de los supuestos ni basar sus propias respuestas en ellos. La realidad inhabitable se encoge hasta que todos se sienten "pequeños" o fuera de lugar. Hay que añadir una complicación. Es frecuente que surjan ocasiones cotidianas de rubor importantes cuando el yo proyectado se confronta de alguna manera con otro yo que, si bien es válido en otros contextos, no puede sostenerse aquí en armonía con el primero. Entonces, el rubor nos lleva a la cuestión de la "segregación de roles". Cada individuo desempeña más de un rol, pero se libera del dilema de rol por la "segregación de la audiencia", ya que, normalmente, aquellos ante quienes juega uno de sus roles no serán los individuos ante los cuales juega el otro, permitiéndole ser una persona distinta en cada papel sin desacreditar ninguno de los dos. Sin embargo, en todo sistema social hay momentos y lugares en los que la segregación de la audiencia suele romperse y en los que los individuos se enfrentan mutuamente con yoes que son incompatibles con los que manejan en otras ocasiones. En esos momentos, el rubor, especialmente el más ligero, demuestra claramente estar localizado no en el individuo sino en el sistema social en el que desempeña sus diversos yoes. Dominio del rubor
Tras empezar con consideraciones psicológicas, hemos llegado por etapas a un punto de vista sociológico estructural. Hay precedentes en los antropólogos sociales y en sus análisis de las bromas y la evitación. Uno supone que el rubor es una parte normal de la vida social normal, cuando el individuo se siente incómodo no porque personalmente esté desadaptado sino más bien porque no lo está; presumiblemente, cualquiera en su posición de estatus se comportaría igual. En un estudio empírico de un sistema social concreto, el primer objetivo sería saber qué categorías de personas se turban y en qué situaciones recurrentes. Y el segundo objetivo sería descubrir qué sucedería con el sistema social y el entramado de obligaciones si el rubor no hubiera llegado a estar incorporado sistemáticamente a él. Podemos encontrar una ilustración en la vida social en los espacios de las grandes instituciones sociales: oficinas, escuelas, hospitales, etc. Aquí, en los ascensores, vestíbulos y cafeterías, en puestos de prensa, máquinas expendedoras, barras de bar y entradas, todos los miembros suelen estar formalmente en una orientación mutua igual aunque distante [8].
En palabras de Benoit-Smullyan, se expresa el situs, no el status ni el locu s[ 9]. Atravesando estas relaciones de igualdad y distancia hay otra serie de relaciones, que surgen en equipos de trabajo cuyos miembros están jerarquizados debido al prestigio y la autoridad, y sin embargo están unidos por una empresa común y por el conocimiento personal que tienen unos de otros. En muchos grandes establecimientos, las horas de trabajo distribuidas, las cafeterías segregadas y otras regulaciones similares ayudan a asegurar que los que están jerarquizados y cercanos en una serie de relaciones no tengan que encontrarse en situaciones físicamente íntimas en las que se vean obligados a mantener igualdad y distancia. Sin embargo, la orientación democrática de algunos de nuestros establecimientos más recientes tiende a agrupar a miembros del mismo equipo de trabajo pero de distintas posiciones en lugares como la cafetería, provocándoles incomodidad. No tienen manera de actuar de forma que no perturbe una de las dos series de relaciones básicas en las que se enfrentan unos a otros. Estas dificultades ocurrirán con especial frecuencia en los ascensores, ya que ahí varios individuos que no están del todo en condiciones de charlar juntos tienen que permanecer juntos durante un tiempo demasiado largo como para ignorar la posibilidad de una conversación casual; un problema que, por supuesto, para algunos se resuelve con los ascensores especiales para ejecutivos. De manera que el rubor está construido ecológicamente en la institución. Por poseer múltiples yoes, el individuo puede encontrar que se le requiere a la vez que esté presente y que no esté presente en ciertas ocasiones. Como consecuencia, surge rubor: el individuo se ve desestabilizado, por muy suavemente que suceda esto. La oscilación de su yo corresponde con la oscilación de su comportamiento. Función social del rubor
Cuando el yo proyectado de un individuo es amenazado durante la interacción, puede suprimir con equilibrio todo signo de vergüenza y rubor. Ninguna inquietud ni esfuerzo realizado para ocultar haberlos visto obstruye el suave fluir del encuentro; los participantes pueden continuar como si no hubiera ocurrido ningún incidente. Sin embargo, cuando se salvan las situaciones, se puede perder algo importante. Al mostrar rubor cuando no puede ser ninguna de las dos personas, el individuo deja abierta la posibilidad de que en el futuro pueda ser una de las dos con efectividad [10]. Su rol en la interacción en curso puede ser sacrificado, e incluso el propio encuentro, pero él demuestra que, si bien no puede presentar en esta ocasión un yo estable y coherente, al menos está molesto por el hecho, y podrá mostrarse como valioso en otra ocasión. En este sentido, el rubor no es un impulso irracional que desgarre la conducta socialmente prescrita, sino que forma parte de esta misma conducta organizada. Las tensiones son un ejemplo extremo de ese importante tipo de actos que suelen ser bastante espontáneos y sin embargo no son menos requeridos y obligatorios que los que se efectúan con autoconciencia. Bajo un conflicto de identidad subyace un conflicto más fundamental, un conflicto de principios organizativos, ya que el yo, en muchos sentidos, consiste sencillamente en la aplicación de principios organizativos legítimos a uno mismo. Uno construye su identidad a base de afirmaciones que, si se niegan, le dan a uno el derecho a sentirse adecuadamente indigno. Tras la reivindicación de un aprendiz por compartir plenamente el uso de ciertas facilidades, hay un principio organizativo: todos los miembros de la organización son iguales en ciertas formas en tanto que miembros. Tras la demanda del especialista que pide un reconocimiento monetario adecuado está el principio de que el tipo de trabajo, y no sólo el hecho de trabajar, determina el estatus. Los
balbuceos del aprendiz y el especialista cuando llegan a la vez a la máquina de Coca Cola expresan una incompatibilidad de principios organizativo s[11] . Los principios de organización de cualquier sistema social pueden entrar en conflicto en ciertos momentos. En lugar de permitir que se exprese el conflicto en un en cuentro, el individuo se ubica entre los principios opuestos. Sacrifica su identidad por un momento, y a veces incluso el encuentro, pero se preservan los principios. Puede quedarse plantado entre supuestos opuestos, previniendo así una fricción directa entre ellos, o puede ser prácticamente destruido, de manera que unos principios que se relacionan poco el uno con el otro pueden operar juntos. La estructura social gana elasticidad; el individuo sólo pierde la serenidad. Notas
[*](Publicado originalmente en 1956 por la Universidad de Chicago en American Journal of Sociology) [1]James Mark Baldwin, Social and Ethical Interpretations in Mental Development (Londres, 1902), p. 212. [2]Una versión sofisticada es la opinión psicoanalítica de que la incomodidad en la interacción social es el resultado de expectativas de atención imposibles basadas en expectativas no resueltas en relación con el apoyo paterno. Se supone que uno de los objetivos de la terapia es llevar al individuo a ver sus síntomas a la luz verdadera de la psicodinámica, bajo el supuesto de que tal vez de ahí en adelante no los necesite (véase Paul Schilder, "The Social Neurosis", Psychoanalylitical Review, XXV (1938), 1-19; Gerhart Piers y Milton Singer, Shame and Guilt: A Psychoanalytical and a Cultural Study (Springfield, Ill.: Charles C. Thomas, 1953), esp. p. 26; Leo Rangell, "The Psychology of Poise", International Journal of Psychoanalysis, XXXV (1954), 313-32; Sandor Ferenczi, "Embarrassed Hands", en Further Contributions to the Theory and Technique of Psychoanalysis (Londres: Hogarth Press, 1950), pp. 315-16. [3]Los asuntos desarrollados en este artículo son extensiones de estos otros trabajos del autor: "On Face-Work", Psychiatry, XVIII (1955), 213-31; "Alienation from Interaction", Human Relations, X (1957); Y The Presentation of Self in Everyday Life (Universidad de Edimburgo, Social Sciences Research Centre, Monografía N° 2, Edimburgo, 1956). [4]L etters of Lord Chesterfield to His Son (Everyman´s ed.; Nueva York: E.P. Dutton & Co., 1929), p. 80. [5]Una forma interesante en la que se ha institucionalizado esta prueba en América, especialmente en la sociedad negra de las clases bajas, consiste en "jugar a las docenas" (véase John Dollard, "Dialectic of Insult", American Imago, I, 1939, 3-25; R.F.B. Berdie, "Playing the Dozens", Journal of Abnormal and Social Psychology, XLII, 1947, 120-21). Sobre las provocaciones en general, véase S.J. Sperling, "On the Psychodynamics of Teasing", Journal of the American Psychoanalytical Association, 1 (1953), 458-83. [6]Cf. HJ. Heltman, "Psycho-social Phenomena of Stuttering and Their Etiological and Therapeutic Implications", Journal of Social Psychology, IX (1938), 79-96. [7] Además de sus otros problemas, ha desacreditado su afirmación implícita de ser equilibrado. Entonces, sentirá que tiene razones para turbarse por su rubor, incluso aunque ninguno de los presentes haya percibido las fases tempranas de su inadecuación. Pero hay que hacer una salvedad. Cuando un individuo que recibe un cumplido se sonroja de modestia, puede perder su
reputación como equilibrado; pero confirmar una más importante, la de modesto. Sintiendo que su disgusto no es nada de lo que avergonzarse, su rubor no le llevará a turbarse. Por otra parte, cuando el rubor se espera claramente como una respuesta razonable, quien no se ruborice puede parecer insensible y por lo tanto ruborizarse por su apariencia. [8]Esta pertenencia igual y conjunta a una gran organización se suele celebrar anualmente en la fiesta de la oficina y en parodias dramáticas de aficionados, donde esto se logra excluyendo expresamente a los extraños y mezclando a los internos al margen de su rango. [9]Émile Benoit-Smullyan, "Status, Status Types, and Status Interrelations", American Sociological Review, IX (1944), 151-61. En cierto modo la afirmación de igual pertenencia institucional se refuerza con la regulación en nuestra sociedad de que los varones deban mostrar ciertas pequeñas cortesías a las mujeres; los demás principios, como las distinciones entre grupos raciales y categorías ocupacionales, deben suprimirse. El efecto es acentuar el situs y la igualdad. [10]Samuel Johnson presentó un argumento similar en su trabajo "Of Bashfulness", The Rambler (1751), N° 139: "Suele suceder que la seguridad se mantiene a un ritmo igua l que la habilidad; y el miedo al error, que dificulta nuestros primeros intentos, se disipa gradualmente a medida que nuestra capacidad avanza hacia la certeza del éxito. Por lo tanto, la timidez, que previene la desgracia, esa breve y temporal vergüenza que nos protege del peligro de los reproches duraderos, no se puede incluir adecuadamente entre nuestros infortunios". [11]En esos momentos a veces se hacen "gracias". Se dice que es una manera de relajar la tensión causada ya sea por el rubor o por lo que causó el rubor. Pero en muchos casos este tipo de burla es una manera de decir que lo que ahora sucede no es serio o real. La exageración, el insulto de broma, las afirmaciones en broma... todas ellas reducen la seriedad del conflicto al negar a la situación su estatus real. Y, por supuesto, esto es lo que hace el rubor de otra manera. Así, resulta natural encontrar al rubor y al humor juntos, ya que ambos ayudan a negar la misma realidad.
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