Romo, Fernando - La Retórica

November 27, 2017 | Author: quandoegoteascipiam | Category: Rhetoric, Plato, Dialectic, Truth, Aristotle
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Femando Romo Feito - LA RETÓRICA UN PASEO POR LA RETÓRICA CLÁSICA Este paseo por la retórica clásica está concebido co...

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F ern an d o Rom o Feito (Madrid, 1950) estudió Filología Románica en la Universidad de Zaragoza, por la que se doctoró en 1987. Ha sido profesor de los antes colegios uni­ versitarios de Soria y Huesca y hoy facultades, y de diversos institutos de enseñanza secundaria en Aragón y Andalucía entre 1972 y 1998. Ac­ tualmente es profesor titular de Teo­ ría de la Literatura de la Univer­ sidad de Vigo. Es autor de Miguel Labordeta, una lectura global, PUZ, 1989; Retórica de la paradoja, Octaedro, 1995; ha contribuido a diversos proyectos co­ lectivos de investigación, como el de edición digital de retóricas del Re­ nacimiento en latín (Digibis, 2004), o de obras retóricas de Giambattista Vi­ co (de próxima aparición), o la Idea de la lírica en el Renacimiento (Mi­ rabel, 2004); y es autor de numerosas reseñas, contribuciones a congre­ sos y artículos en revistas científi­ cas, especialmente sobre retórica y sobre cervantismo.

Este paseo por la retórica clásica está concebido como una introducción breve y sencilla a la retórica antigua. La retórica constituye una potente teoría del discurso que, sin excesivas modificaciones, permite abordar he­ chos contemporáneos como el lenguaje de la política, del periodismo o de la publicidad. En el mercado edi­ torial abundan los títulos sobre esta materia, pero no hay tantos que la presenten de forma concisa y par­ tiendo de un conocimiento directo de las fuentes anti­ guas. Estructurado en forma de historia sumaria que permite hacerse una idea del mundo que vio nacer la retórica, mundo que ha producido la idea de democracia que to­ davía hoy nos representamos como ideal político, in­ cluye los supuestos básicos de la retórica, y capítulos dedicados a cada una de las partes en que se dividía la materia en la Antigüedad: invención, disposición, elo­ cución, memoria, y pronunciación con ejemplos de ri­ gurosa actualidad.

Fernando Romo Feito

LA RETÓRICA UN PASEO POR LA RETÓRICA CLÁSICA

M O N T E S I N O S

Colección dirigida p o r Salvador López Arnal

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Este obra ha sido publicada con una subvención de la Dirección DSCum“>AGeneral del Libro, Archivos y Bibliotecas del Ministerio de Cultura

© Femando Romo Feito, 2005 Edición propiedad de Ediciones de Intervención Cultural Diseño: Elisa N. Cabot Imagen portada: L’Arringatore (El orador), bronce, 90-70 a.C. ISBN: 84-96356-30-2 Depósito legal: B-21756-2005 Imprime Novagràfik, S. A. Impreso en España Printed in Spain

ADVERTENCIA DEL GUÍA

Lo que propongo al lector es exactamente eso, un paseo. La Antigüedad ha dejado formidables parques arqueológicos en tomo al Mediterráneo, que atestiguan la grandeza de una cultura que para Occidente mantiene, en muchos aspectos, su valor nor­ mativo (y desde luego, prestigio turístico). Nadie que haya subido los escalones que conducen a la podero­ sa mole del templo de Segesta podrá olvidarlo, ni los templos de Paestum al atardecer, ni el ritmo de las columnas dóricas de Seli­ nunte o Agrigento, para no hablar de la Acrópolis de Atenas, o de Pompeya y Herculano, por citar ejemplos conocidos y heterogé­ neos. Si el viajero es curioso quizá se haya acercado a los versos en que Píndaro celebra las ciudades sicilianas, o haya recreado entre Sicilia, el estrecho de Mesina, y la costa de Amalfi, los via­ jes de Odiseo: la costa de los Cíclopes, Escila y Caribdis, los escollos de las Sirenas. Desde Delfos se adivina, velada por la bruma, la isla de ítaca; desde Micenas se adivina la costa a la que volvió Agamenón, tras tantos trabajos, para morir a manos de Egisto, según nos cuenta Esquilo. Al extremo occidental del Imperio, en la modesta Baelo Claudia, se aprecia aún el foro en que los notables de la ciudad celebraban sus sesiones. En la pro­ pia Atenas, además de la Acrópolis no estará de más acercarse al Ágora donde discutían las escuelas o a la Pnix donde se reunían los atenienses en asamblea. Y en Roma, en S. Juan de Letrán no es difícil reconocer una de aquellas basílicas en las que abogados como Cicerón defendían con voz tonante sus causas. 7

En pocas palabras, ese espacio cultural que fue el Mediterrá­ neo antes del cristianismo y del Islam no sólo nos ha dejado res­ tos de ciudades que expresan un grado de civilización que costó mucho recuperar una vez arruinado; no sólo unas literaturas que, aun perteneciendo a un mundo perdido, todavía fascinan a quie­ nes se molestan en acercarse a ellas. En el centro de aquellas ciudades siempre había un espacio público en el que se podía tomar la palabra y discutir cualquier cuestión de interés común: el sistema político de invención griega que corresponde a ese espacio, la democracia, sigue siendo aspiración ideal de nuestras sociedades, y la retórica fue el instrumento que permitía mane­ jarse con palabras en la democracia. No hará falta recordar, por mencionar lo obvio, que Platón y Aristóteles se cuentan entre los pensadores más poderosos de nuestra civilización, y, antes de encarar casi cualquier problema, quien no sea un frívolo hará bien en preguntarse qué dijeron los griegos. Sin olvidar que el derecho romano sigue siendo una asignatura de las facultades correspondientes. Pues bien, la retó­ rica es uno de esos campos monumentales que el viajero difícil­ mente podrá recorrer sin plano, guía o indicación. El guía per­ mite perder menos tiempo y fijarse en lo más relevante, que, de otra manera, quizá pudiera pasar desapercibido. Esa es la misión de este libro. Actualmente, los manuales de retórica no escasean en espa­ ñol. Como es inevitable, todos se parecen, entre otras cosas por­ que tienen como destinatarios a estudiantes de filología. Pues bien, he intentado contar del modo más ameno posible lo que el lector curioso, ni filólogo ni estudiante y no sobrado de tiempo debería saber. Curioso, es decir, que se hace preguntas y está dispuesto a gastar un tiempo en buscar respuestas, algo más del necesario para salir del paso por medio de comprimidos, da igual que sean de una enciclopedia o de Internet. Conocer la retórica clásica permite entender la contemporánea resurrección de la retórica; la inversa no es cierta o al menos no

es tan simple. De ahí la primacía que se reconoce aquí a la exposición sintética del modelo clásico. Pero sintética no nece­ sariamente quiere decir falsa. Aunque sea en forma de esbozo, no hemos querido pasar en silencio algunas cuestiones que jalo­ nan la evolución de la retórica, sobre todo su enfrentamiento con la filosofía, que es una clave de nuestra historia cultural. Por otra parte, secciones enteras de la retórica siguen vigentes, como el inventario de las figuras, o bien han inspirado moder­ nos desarrollos de la teoría del texto. Y no faltan las adaptacio­ nes para el mundo de la empresa o comercial que enseñan a hablar en público; el auge de los modernos medios despierta igualmente el interés por las técnicas de la comunicación oral; hay incluso una dirección de Internet con recetas para la mejor redacción de artículos científicos. Todo esto, en efecto, lo cubría la retórica antigua, y sus normas y consejos mantienen en no pocos casos su validez-, tan inteligente y minuciosa era aquella cultura que creía en el uso público de la palabra (lo que no quita para que nuestros antepasados se destruyeran unos a otros con el fervor que siempre ha caracterizado a la raza humana). Para que el lector se haga una idea más clara de lo que habla­ mos, he insertado algunos ejemplos tomados de discursos cele­ bérrimos de la Antigüedad, otros de tratadistas de retórica, y otros del tratamiento que la prensa da a la actualidad política nacional: lamentablemente, la guerra de Irak, la tragedia del 11 M y las discusiones subsiguientes ofrecen una preciosa cantera de ejemplos. Con ello no se persigue defender una permanenencia intemporal y ahistórica de las técnicas de la antigua oratoria, sino sencillamente hacer ver que sus esquemas marcaron pode­ rosamente nuestra cultura, tanto como para poder reconocerse todavía hoy en muchos casos. Y para aquél, y ojalá sean muchos, que quiera enterarse de más cosas y leer a los rétores de primera mano, me he permitido añadir al final una relación comentada de posibles lecturas. A cambio, he suprimido casi todas las notas y referencias biliográ9

ficas, a fin de hacer más cómoda nuestra excursión. No hace falta decir que ninguna idea de las que siguen es original. Sin embargo, confío en ser un guía discreto y en suscitar la curiosi­ dad. A aquél que descubre a los clásicos, éstos no le abandonan nunca.

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1. La retórica y su mundo

Es imposible comprender correctamente una configuración cultural sin referirla al mundo que la ve nacer. Por configura­ ción entenderemos un conjunto organizado de normas, valores, y textos inseparable de una actividad que se transmite a lo largo del tiempo. De hecho, la tradición de la retórica se mantiene viva desde la Antigüedad Clásica —del s. V a. J. C. son los tes­ timonios primeros— hasta 1800, decae durante el Romanticis­ mo, y resurge con fuerza a lo largo del s. XX. Una historia tan larga conoce altibajos, claro está. En Roma, bajo el Imperio, la quiebra de la supuesta libertad republicana no deja espacio para la retórica política, que se reduce a los panegíricos del empera­ dor, aunque sí para la judicial. La Edad Media conoce artes predicatorias y para escribir las cartas de las cancillerías; en el Renacimiento, los humanistas, intentando revivir el mundo clá­ sico, se encargarán de hacer de la retórica el centro de la educa­ ción, lo que se mantiene ya prácticamente sin interrupción. Hoy es moda, se puede decir sin exageración alguna, y no sólo en la investigación literaria, sino, como ya dijimos, en forma de manuales y recetarios para enseñar a hablar y redactar mejor y convencer de forma más eficaz en el mundo de los medios, de la empresa, de la técnica, de la ciencia, desde la física hasta la sociología (publicaciones, proyectos y subvenciones dependen de ello). Pues bien, el surgimiento de la retórica es inseparable de una 11

determinada estructuración social de la Antigüedad y, a partir de ella, alcanzó durante siglos un peso decisivo en la educación de quienes ejercían el poder o constituían su aparato: letrados, secretarios, funcionarios... Esa influencia se mantiene incluso durante el Romanticismo (en la enseñanza), de forma que, en conjunto, se puede decir que la retórica, no menos que la filoso­ fía, su gran antagonista, constituye uno de los rasgos más carac­ terísticos de la cultura occidental. Definamos ésta, aunque sea de un modo provisional: tiene por centro al individuo, se basa en el capitalismo que se expresa políticamente mediante la democracia parlamentaria, cree en la ciencia y ejerce el consu­ mo sin restricciones, y se piensa a sí misma como la forma más perfecta de organización humana, a la que deben tender todos los pueblos. Naturalmente, el mundo no siempre ha sido así, pero no deja de ser significativo que nuestra cultura se siga reco­ nociendo en estructuras como el parlamento o el sistema judi­ cial, inseparables de la retórica elaborada en la Antigüedad. A pesar de lo que pretende G. Kennedy, es más que dudoso que se pueda encontrar en otras culturas una teoría y técnica de la comunicación humana tan altamente elaborada. ¿Cómo era el mundo que produjo la retórica, y qué es lo que enlaza uno y otra de forma tan inextricable? Por mucho que se hable de retórica en la Ufada y la Odisea, la verdad es que en las asambleas de los aqueos los que hablan, y sólo entre ellos, son los héroes, y cuando Tersites, el hombre del común, se atreve a decir lo que —fuera del mundo de la épica, claro está— dicta la voz del buen sentido (Iliada II 212-270), Odiseo le arrebata el cetro que es signo de que se está en el uso de la palabra, le da un palo con él, y lo arroja fuera del espacio libre que dejan los guerreros a quien va a hablar, a que se pierda en medio de la masa sin nombre de la que surgió. No vuelve a aparecer en todo el poema. Según Vemant, hay que esperar a los siglos oscuros que median entre la época homérica (ss. IX-VIII a. J. C.) y el esplendor de las ciudades griegas (ss. V-IV a. J. C.) 12

para que la guerra en carro entre señores feudales que se enfren­ tan en combate singular, se vea sustituida por el choque entre grupos compactos de guerreros (los hoplitas), que son, sencilla­ mente, los ciudadanos en armas. Y los que se juegan la vida juntos, es fácil que discutan juntos y en igualdad de condicio­ nes, y que algo tenga que ver con esto el surgimiento de la de­ mocracia. Por otra parte, es de esos años una transformación económica que explica las migraciones griegas de fundación de ciudades, y la sustitución del feudalismo homérico y las tiranías subsiguientes por el enfrentamiento entre grupos sociales por la propiedad y el poder político, es decir, por la democracia. La tradición antigua quería que la retórica hubiera nacido para entrenar a los litigantes en los conflictos por los repartos de tierras originados a la caída de los tiranos, en las ciudades grie­ gas de la Sicilia del s. VI: “Y así, según Aristóteles, cuando se abolió la tiranía en Sicilia y los procesos entre particulares fue­ ron de nuevo sometidos a jueces, entonces, siendo los sicilianos gente aguda y amante de la controversia [...] Córax y Tisias escribieron un arte [retórica] y unos preceptos para ellos” (Cice­ rón, Brutus X II46). Como historia está bien, y muestra el nexo entre retórica y enfrentamiento (verbal); pero es indemostrable. Lo que resulta indiscutible, no obstante, es la relación entre retórica y democracia, de un lado, y, más polémico, entre retóri­ ca y escritura. La difusión de ésta empieza, al parecer, alrededor del s. VIII a. J. C., y aunque Platón la critique en el Fedro, no faltan los autores como Esquilo, el trágico, que celebren su poder para conservar el recuerdo. Y pruebe el lector a analizar minuciosamente un discurso largo que haya oído o a recordar un texto extenso leído: retendrá, todo lo más, una idea, más o menos compleja, acerca de qué se ha dicho, le habrán llamado la atención frases o momentos en particular... Difícilmente logrará el análisis articulado y preciso propio de los rétores anti­ guos, que presupone, precisamente, la posibilidad de disponer de textos escritos sobre los que poder volver, una y otra vez, 13

hasta afinar una técnica de hablar definida. Quien se haya acer­ cado al ágora de Atenas, sabe cuántos óstraka (esos trozos de cerámica en los que se escribía el voto, como nuestras actuales papeletas electorales) se han encontrado, lo que testimonia que la población, al menos la que contaba políticamente, era letrada. Pues ni hay que idealizar una sociedad que, además de ser rigu­ rosamente misógina, negaba el voto a las mujeres y los escla­ vos, sumados unas y otros la mayoría con mucho de la pobla­ ción, ni prestarse a la frecuente incapacidad para comprender y valorar a Platón convirtiéndolo en adelantado de dictaduras con­ temporáneas nuestras. Retórica y escritura, retórica y democracia. Si se puede votar, uno cuenta para la decisión de los asuntos públicos, y si además sabe leer y tiene acceso a la ley, no se dejará convencer de cualquier manera por quien quiera ganarse su opinión en la asamblea. La polis ateniense constituye una experiencia única en la historia: una democracia directa al menos para todos los varones libres y mayores de edad, y nada semejante a una casta sacerdotal determinante de la vida social. No nos escandalice, ya lo advertimos, la exclusión de mujeres y esclavos. Es sin duda una aberración; pero si no se hace abstracción de la histo­ ria, era el régimen político más avanzado de su tiempo, y aún podemos aprender de él: cualquiera, realmente cualquiera, puesto que había magistraturas por sorteo (y nótese qué grado de confianza en el ciudadano supone), podía participar en el gobierno de la ciudad, al menos por un tiempo, y todo podía discutirse; a cambio, claro está, de que cada ciudadano dedica­ se a los asuntos públicos un tiempo que hoy, en plena apoteosis de lo privado, nos resultaría insoportable. Lo privado, ponerse a sí mismo al margen de lo público, era lo inconcebible para un griego. Pocas veces se ha expresado con más vigor que en la famosa “Prosopopeya de las leyes”, en el Critón platónico, donde las leyes de la ciudad se personifican y se dirigen a un Sócrates injustamente condenado a muerte y al que sus discípu­ 14

los dan la posibilidad de escaparse. Veamos como les responde éste, fingiendo hablar con las leyes de Atenas: Quizá dijeran las leyes: “¿Es esto, Sócrates, lo que hemos con­ venido tú y nosotras, o bien que hay que permanecer fiel a las sentencias que dicte la ciudad?” Si nos extrañáramos de sus palabras, quizá dijeran: “Sócrates, no te extrañes de lo que de­ cimos, sino respóndenos, puesto que tienes la costumbre de ser­ virte de preguntas y respuestas. Veamos, ¿qué acusación tienes contra nosotras y contra la ciudad para intentar destruimos? En primer lugar, ¿no te hemos dado nosotras la vida y, por medio de nosotras, desposó tu padre a tu madre y te engendró? Dinos, entonces, ¿a las leyes referentes al matrimonio les censuras algo que no esté bien” “No las censuro”, diría yo. Entonces, ¿a las que se refieren a la crianza del nacido y a la educación en la que te has educado? ¿Acaso las que de nosotras estaban esta­ blecidas para ello no disponían bien ordenando a tu padre que te ducara en la música y en la gimnasia?” “Sí disponían bien”, diría yo. “Después que hubiste nacido y hubiste sido criado y educado, ¿podrías decir, en principio, que no eras resultado de nosotras y nuestro esclavo, tú y tus ascendientes? Si esto es así, ¿acaso crees que los derechos son los mismos para ti y para nosotras, y es justo para ti responder haciéndonos, a tu vez, lo que nosotras intentamos hacerte? [...] ¿Acaso eres tan sabio que te pasa inadvertido que la patria merece más honor que la madre, que el padre y que todos los antepasados, que es más venerable y más santa y que es digna de la mayor estimación entre los dioses y entre los hombre de juicio? ¿Te pasa inadver­ tido que hay que respetarla y ceder ante la patria y halagarla, si está irritada, más aún que al padre; que hay que convencerla u obedecerla haciendo lo que ella disponga; que hay que padecer sin oponerse a ello, si ordena padecer algo; que si ordena reci­ bir golpes, sufrir prisión, o llevarte a la guerra para ser herido o para morir, hay que hacer esto porque es lo justo, y no hay que

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ser débil ni retroceder ni abandonar el puesto, sino que en la guerra, en el tribunal y en todas partes hay que hacer lo que la ciudad y la patria ordene, o persuadirla de lo que es justo; y que es im pío hacer violencia a la madre y al padre, pero lo es mucho más aún a la patria?” (Critón 50c 5 - 51c 2; trad, de Emilio Lledó).

Ese mundo conoció un enfrentamiento severo —a la altura del s. IV a. J. C.— entre retórica y filosofía, que es tanto teórico como práctico, ya que lo que está en juego es a quiénes siguen los jóve­ nes de las mejores familias, esos que están en condiciones de acu­ dir a clases para aprender a hablar y ganar influencia en el debate político. Poco sabemos de los sofistas que no nos haya sido trans­ mitido por fuentes indirectas, y el peso en éstas de Platón, su ene­ migo, es indudable. Sin embargo, sí se puede afirmar que la anti­ nomia entre nomos (convención) y physis (naturaleza) está en el centro de su pensamiento. La naturaleza es lo previo, lo que nos es dado, la convención es humana. De cualquiera de esas cosas que —se dice— son por naturaleza se puede afirmar lo contrario, si se piensa en un grupo humano o un sujeto distinto: por ejem­ plo, algo indiscutiblemente bueno como la libertad, es malo si se piensa en la libertad de los delincuentes. Conque si el hombre es la medida de todas las cosas, el ser perderá toda fijeza, de nada se podrá afirmar sin restricciones que es, y no habrá más ley que la del que sea capaz de imponer la suya. La retórica es, simplemente, el órganon (instrumento) de esas convicciones, puesto que ella permitirá convencer de cualquier cosa, si se es lo bastante experto en el arte de argumentar. De hecho, la retóri­ ca misma es un arte, una téchne (origen de ‘técnica’) que perfec­ ciona eso que nos da la naturaleza y nos distingue de los anima­ les: el lógos, estupenda palabra griega que engloba la capacidad de pensar, su expresión verbal, y el discurso mismo como plasmación acabada del pensamiento. En la página contigua tene­ mos un ejemplo de los Razonamientos dobles (III2-5). 16

Razonamientos dobles

(1) Razonamientos dobles se dicen también sobre lo justo y lo injusto; unos dicen que una cosa es lo justo y otra lo injusto. Otros, por el contrario, afirman que la misma cosa es justa e injusta. También yo intentaré defender esta última posición. (2) Y para empezar afirmaré que mentir y engañar es justo. Se dirá que hacer esto a los enemigos es bello y justo, pero a los amigos feo y malo. ¿Por qué a los enemigos y no a los más queridos? Por ejemplo los padres. Pues si fuese preciso que el padre o la madre bebiese o tragase una medicina, y no quisiese, ¿no es lícito darlo en el caldo o en la bebida sin decirle que está? (3) Así pues, es justo mentir y engañar a los padres, y también robar las cosas de los amigos y hacer violencia a los más queridos. (4) Por ejemplo, si algún familiar, lleno de dolor y de aflicción, tuviese la inten­ ción de suicidarse con una espada, con una cuerda o con cual­ quier otra cosa, ¿no es justo robarle esto, si se puede, y si se llega tarde y se le encuentra con esto en la mano, arrebatárselo por la fuerza? [...] (10) Ahora pasaré a las artes y las obras de los poe­ tas. En efecto, en la tragedia y en la pintura aquél que engaña mejor haciendo creaciones semejantes a la verdad, éste es el mejor. Texto anónimo (Trad, de A. Piqué Angordáns)

Isocrates (436-338 a. J. C.), sin comprometerse con una con­ cepción de los valores explícita y radicalmente ontológica como la platónica (para éste sólo existe de verdad lo que es bueno, verdadero o bello al menos en algún aspecto), sin llegar a tanto, defiende una retórica al servicio de los intereses patrióticos de Atenas, es decir, al servicio de unos valores que encaman el acuerdo social de los atenienses y gozan de su respaldo. Por consiguiente Isócrates atacará a la vez el relativismo de los sofistas (Contra los sofistas', Antídosis ) y las exigencias filosófi­ cas de Platón, pero será éste el que nos legue un pensamiento profundo y de huella más duradera. Para Platón (429-347 a J. C.), se puede afirmar sin restriccio­ nes la existencia de los valores: lo bueno, lo verdadero y lo be­ llo, que son algo en sí, es más, son el verdadero ser, de forma indiscutible y para cualquiera, aunque accesibles sobre todo a la contemplación del filósofo, que es al que debe corresponder la dirección de la ciudad, si es que se quiere que ésta conviva en paz y justicia. Lo que sólo es posible si la ciudad justa se cons­ truye previamente en el alma de los ciudadanos, hombres y mujeres —Platón no discrimina—, tarea para la que el filósofo es, de nuevo, el pedagogo adecuado. La empresa a la que se enfrenta la ciudad griega es inmensa, la construcción de un esta­ do capaz de organizar la convivencia en una sociedad de clases, y la polémica entre Platón y los sofistas atestigua el genio grie­ go. Para Platón no hay más retórica digna que la que se ciña a la dialéctica o arte de encontrar la verdad a través del análisis de las ideas, conozca bien las almas, y sea capaz de conducirlas correctamente. Platón censura, como Isócrates, a los sofistas, pero no puede aceptar la desatención de éste por la búsqueda de una verdad trascendental, ni contentarse con su ideal panhelénico o con que unas verdades prácticas y parciales dieran suficiente sentido a la retórica. La crítica platónica fundamental se centra en que los sofistas, ignorando ellos mismos qué cosas sean buenas o malas, 18

elogian su saber para vendérselo a cualquiera, por lo que un público ignorante resulta el más adecuado para ellos (Protágoras 312e-314c). El hecho de que se pueda persuadir tanto de lo justo como de lo injusto -se trata, al fin, de persuadir de creen­ cias, no de verdadera ciencia-, es lo que permite a Platón defi­ nir la retórica como “una adquisición experimental, una rutina” (Gorgias 461d-463a), que forma parte de la adulación. Y viene entonces la conocida ecuación: si, en cuanto al cuerpo, la cocina es a la medicina como la cosmética a la gimnasia -y aquéllas son adulación y éstas artes-, en cuanto al alma, la sofística es a la legislación como la retórica a la justicia -y también en este caso, las primeras forman parte de la adulación, y sólo las segundas merecen el nombre de artes (Gorg., 464d-466b). Ahora bien, sólo éstas son racionales, en tanto procuran el bien al alma, bien que consiste en la virtud, o, lo que es lo mismo, en obrar la justicia y conocer la verdad. Así, sólo se aceptará aquel orador cuyos discursos hagan nacer la justicia en el alma de los ciudadanos (Gorg., 504c-505e). Se bromea con frecuencia en los diálogos respecto de la “incapacidad” de Sócrates para enhebrar un discurso seguido, su necesidad de hacer que el discurso progrese mediante pre­ guntas y respuestas. Pero el Fedro, diálogo de madurez datado por muchos como posterior a la República, revela en su discu­ sión el conocimiento y dominio, por parte de Platón, de las téc­ nicas de la retórica (Fedr., 235a-237a; sobre todo, en 266c y sigs., donde se aluden y enumeran muchas de esas técnicas, tal como fueron formuladas antes de Aristóteles). Y no sólo en la teoría sino en la práctica, como lo prueba el hermoso discurso central sobre la naturaleza del alma (Fedr., 244a-257c), una de las más bellas páginas de toda la literatura helénica. Desde 267a hasta el final concluye Platón con la necesidad de que, si el dis­ curso debe estar al servicio de la verdad, se subordinen los pre­ ceptos y reglas técnicas de la retórica al verdadero conocimien­ to científico, que se alcanzará mediante el método dialéctico 19

(266d; 270d); sólo después vendrá el estudio de los procedi­ mientos propiamente elocutivos. Y así, el que tiene el conoci­ miento de las cosas bellas, buenas y justas, el amante de la sabi­ duría, se entretendrá componiendo discursos mediante el método dialéctico, unidos al conocimiento, y capaces de defen­ derse a sí mismos; pues otra de las conclusiones del diálogo es la primacía de la palabra hablada, porque la escrita parece viva, pero, si se le pregunta algo, calla, repite siempre lo mismo, y es susceptible de difusión entre los ignorantes tanto como entre los sabios (Fedr., 275d). Conclusión ésta que se explica si se atien­ de a que el método de las preguntas y respuestas, de la lengua hablada, es el que verdaderamente se ciñe a la dialéctica, tal como Platón la entiende. En conclusión, la retórica constituye, para Platón, por así decir, la forma de expresión de la dialéctica (Aristóteles dirá: su antistrofa) —en el sentido de clasificación de lo existente y desenvolvimiento progresivo del contenido de verdad de las ideas. Si la virtud no puede enseñarse porque es innata, sino revelarse, el instrumento de la paideia será la Filosofía, y la retórica sólo alcanzará la consideración de téchne si se subordi­ na a ese conocimiento, como expresión suya. De modo que, como dice Jaeger, de la crítica de la retórica anterior irá brotan­ do un ideal nuevo, el de la síntesis entre el arte de la palabra y la formación filosófica del espíritu que, a través de Cicerón, llegará aunque diluido a Quintiliano. El otro gran pilar del edificio de la retórica es el aristotélico. Lo primero es precisar de qué modo responde Aristóteles en su obra a los retos platónicos, en concreto a la pregunta de si la retórica es un arte. Si se acepta que está discutiendo a Platón, lo hace ofreciendo su examen de cómo retórica y poética pueden practicarse más o menos racionalmente. Potente respuesta, pero que deja en pie, aún hoy, las preguntas platónicas. Aristóteles mantiene la vinculación entre retórica y dialéctica y sigue una forma de retórica que es, en buena parte, la que lue20

go expondremos como canónica: él aporta la doctrina de los tres géneros, iudiciale, deliberativum, demonstrativum (epidictico), y son centrales para él los conceptos de tó prépon, el decorum latino, y lo verosímil. Conviene precisar el lugar de la retórica en el sistema aristo­ télico, la distinción entre el razonar demostrativo mediante silo­ gismos, que, partiendo de premisas verdaderas, conduce de forma segura a la verdad, frente al que parte de la opinión gene­ ralmente admitida, cuyo ámbito es lo verosímil. Sólo el prime­ ro, que es objeto de la lógica, merece la consideración de cientí­ fico; el segundo es el dialéctico y retórico (que son téchnai). Y todavía hay un nivel inferior, el de la erística o controversia, el reino de la ilusión y la falacia. A la lógica consagró Aristóteles sus Analíticos, Primeros y Segundos·, al razonamiento sobre lo probable, sus Tópicos y su Retórica·, a la erística, sus Refutaciones sofísticas, consideradas hoy como noveno libro de los Tópicos. De hecho, la materia de ambos saberes —no ciencias— es idéntica, y lo que varía es el enfoque, el punto de vista: la retórica es “la facultad (dynamis) de descubrir especulativamente lo que, en cada caso, es adecua­ do para persuadir” (Retórica 1355b 25); es “como una ramifica­ ción de la dialéctica” llega a decir Aristóteles (1356a 25). El ámbito de la retórica es el de la opinión general (éndoxa) y lo verosímil, definido como “lo que se produce más a menu­ do... lo que, en el dominio de las cosas que podrían ser de otro modo —que no son necesariamente, como en la lógica— está, relativamente a la cosa respecto de la cual es verosímil, en la relación de lo universal a lo particular” (1357a 34-37). De este modo, el caso realmente sucedido, contingente e irrepetible, cae bajo el dominio de lo cognoscible por la razón y el discurso. No faltan los puntos controvertidos del pensamiento aristoté­ lico en la materia. Algunos son técnicos, por ejemplo, el proble­ ma de la concepción del entimema (sobre el cual volveremos), no como silogismo abreviado sino como una deducción relaja­ 21

da, en que, a diferencia de lo que ocurre en lógica, la conclusion no se sigue con necesidad de las premisas, sino la mayor parte de las veces. Pero otros problemas son de principios. Tras un pórtico que insiste en la moralidad del orador y de la retórica misma, Aristó­ teles desarrolla a fondo una preceptiva del convencer que servi­ ría para defender o aniquilar cualquier causa, con absoluta inde­ pendencia de su justicia. Así que se da un auténtico conflicto entre el primer capítulo y el resto, de rasgos sin duda sofísticos. Un contraste entre una retórica ideal y el estudio de los medios de persuasión con independencia de cualquier exigencia, incluso de su propia moralidad. Desde luego, Aristóteles se enfrenta tanto a Platón como a Isócrates. Para el primero la retórica no es un arte, y si es algo se levanta hasta ser filosofía. Para el segundo el arte de hablar que descubre lo que es patriótica y socialmente verdad es lo funda­ mental. Pero entonces todo es retórica, la verdad está mediada por el lenguaje, y el contexto social es determinante. El método de Aristóteles frente a ambos consistirá en considerar la retórica como arte sistematizable: ni es mera filosofía aplicada ni mera persuasión de los valores admitidos por Atenas, sino que hace falta conocer la verdad, aunque la mayoría de los hombres, de forma natural, no la alcanzan. Así que Aristóteles acepta la retó­ rica realmente existente aunque le conceda la posibilidad de ser­ vir a los ideales. La polémica entre retóricos y filósofos (en otras palabras: las distintas concepciones de la relación entre retórica y verdad, que se reactiva una y otra vez a lo largo del tiempo), es esencial para la historia de la retórica e intrínseca a la estructuración que alcanza. De un lado, se afina un instrumental susceptible de ser empleado para convencer a cualquiera de cualquier cosa (pues cualquier acusado tiene derecho a ser defendido). De otro, se exige formación filosófica, moralidad, y sentido cívico al ora­ dor, para que jamás haga un uso indebido de arma tan formida­ 22

ble. Es el conocido argumento de que las armas no son más que instrumentos y que es quien las usa el que las hace malas o bue­ nas (olvidando el sabio dicho homérico de que el hierro atrae al hombre). Naturalmente, frente a la defensa que los oradores hacían de su arte, los filósofos de todos los tiempos han descon­ fiado siempre del carácter engañoso que atribuyeron a ese mismo arte y han empleado el adjetivo ‘sofístico’ en la peor acepción posible. En vano buscaremos en la retórica romana la potencia especu­ lativa de Platón o Aristóteles. Lo que no significa que no le die­ ran la mayor importancia. Cicerón afirma en De Oratore (I, 10) que las artes mayores para un romano son la elocuencia, la políti­ ca, y la guerra; para un griego: la filosofía, las matemáticas, la música, la gramática y la poesía. A cambio de un espíritu menos filosófico, comprobaremos en muchos de sus tratados, siempre sobre el trasfondo de la influencia griega, una notable minucio­ sidad, aplicada a la práctica viva del foro. De hecho, la primiti­ va retórica romana toma una forma artística cuando oyen a los griegos. La única forma de discurso nativa en Roma es al pare­ cer la laudatio funebris, el elogio del difunto que se practica en los funerales. Catón sintetiza el primitivo espíritu romano: “Sé dueño del asunto y vendrán las palabras” (rem teñe, verba se­ quentur). Los primeros tratados en latín, el De inventione de Cicerón y la retórica Ad Herennium, mucho tiempo atribuida a aquél, reflejan doctrinas corrientes en el mundo helenístico; y garantizaron, junto con la Institutio oratoria de Quintiliano, la continuidad de la tradición retórica hasta el mundo medieval. En el Ad Herennium, la teoría de la stasis, no conocida previa­ mente en latín, demuestra que esta doctrina ya era clave a mitad del s. I a. J.C. Además, por primera vez hay distinción de los tropos frente a las demás figuras. Con Cicerón (106 a. J. C.-43 a. J. C.) se recupera el maridaje entre retórica y filosofía, en último término de raíz platónica, 23

como sabemos. Además, Cicerón, junto con Horacio, contribui­ rá a acentuar igualmente la proximidad entre oratoria y poesía. Ambas cuestiones pueden verse en Orator —a la busca del ora­ dor perfecto—, y sobre todo en De Oratore —exposición en forma de diálogo del sistema entero de la retórica en conexión con la moral y la filosofía. Y nos proporciona en el Brutus, pri­ mer esbozo histórico, una fuente de información de primer orden para conocer la retórica de la Antigüedad. Pero Cicerón es tan escritor como orador y a diferencia de Demóstenes, su con­ trafigura en el mundo griego, del que no conservamos tratado teórico alguno, su obra nos permite comparar la retórica con la oratoria, es decir, con los discursos realmente pronunciados, muchos de los cuales son auténticas obras de arte destinadas a marcar durante siglos la prosa artística europea. Ya en el Imperio, Tácito (Dialogus de oratoribus, 81 d. J. C.) señalaría la falta de libertad como causa del declive de la retóri­ ca, aunque la oratoria judicial y epidictica siguió viva durante mucho tiempo. El suyo es un diálogo muy interesante si es que deseamos oír la voz de un protagonista y testigo a la vez, que discurre sobre las causas del declinar de la elocuencia: XXXVI. La gran elocuencia, como la llama, se alimenta de madera y se anima con el movimiento y brilla consumiendo. La misma causa también en nuestra ciudad desarrolló la elocuencia de los antiguos. Pues aunque también los oradores de estos tiempos han conseguido lo que es lícito con un gobierno orde­ nado, tranquilo y feliz, sin embargo, parecía que con aquella perturbación y licencia podían conseguir muchas cosas, cuan­ do, con todo revuelto y carentes de un moderador único, se valía tanto como orador cuanto se podía convencer a un pueblo sin guía. De allí las continuas proposiciones de ley y el nombre popular; de allí las asambleas de magistrados que casi pasaban la noche en las tribunas; de allí las acusaciones contra los pode­ rosos y las enemistades que se fijaban incluso a las familias; de

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allí las facciones de los proceres y las luchas constantes del senado contra la plebe. Cosas cada una que, aunque desgarra­ ban la república, ejercitaban sin embargo la elocuencia de aquellos tiempos y parecían acumularle grandes premios, por­ que cuanto más podía uno con sus palabras, tanto más fácil­ mente conseguía honores, tanto más fácilmente con esos m is­ mos honores aventajaba a sus colegas, tanto más favor conseguía ante los principales, más autoridad ante el Senado, tanta más notoriedad y renombre ante el pueblo. (Trad. mía).

Quintiliano nos aporta con su Institutio Oratoria (95 d. J. C.) la auténtica enciclopedia de la retórica romana: con menor énfa­ sis filosófico que Cicerón, pero con la formulación de un plan global de formación del orador que será de enorme trascenden­ cia. Es interesante su discusión de la definición aristotélica: no sólo pide Quintiliano que su orador, de acuerdo con Platón, ten­ ga conocimiento de la justicia; se muestra de acuerdo, así mis­ mo, con definiciones estoicas como scientia recte dicendi y per­ suadere quod oporteat (“ciencia del hablar lo justo”, “persuadir de lo adecuado”, Π 15.34-35). Según las cuales, no parece tratar­ se sólo de hablar según la moral, sino también de decir lo conve­ niente a la situación, en un sentido que nos recuerda la doctrina del prépon helénico y el decorum latino. Si hay que creer a Tácito, el discurso político era poco menos que imposible bajo el Imperio, lo que no ocurre con el llamado género epidictico. La fuente más expresiva que el mundo anti­ guo nos ha legado sobre el tal género es Menandro el Rétor, cuyos tratados constituyen manuales para la confección de dis­ cursos de alabanza o censura para los más variados eventos de la vida pública. Sabemos, además, que el género epidictico desempeñaba un papel relevante en la educación antigua. Si el ejercicio superior, ya bajo la dirección del rétor, consistía en la controversia o discusión de casos legales ficticios, previamente, bajo el grammaticus, los alumnos se ejercitaban en la refutación 25

y confirmación de fábulas o historias (chria), alegando que eran inconsistentes, increíbles, imposibles... así como en el encomio y el vituperio de los más variados temas *Conservamos manua­ les estándar (progymnasmata), como el de Hermógenes, traduci­ do al latín por Prisciano —lo que aseguraría su influencia—, o el de Aftonio de Antioquía, de los s. VI y IV d. J. C., respectiva­ mente. En muchos casos, no hay que ocultarlo, se trataba de dis­ cutir casos por completo alejados de la vida. Finalmente se precisa aludir a la Segunda Sofística: término originado en el segundo cuarto del s. III, en las Vidas de los So­ fistas de Filóstrato de Lemnos. Esta corriente expresa muy bien la lucha contra el cristianismo en nombre de la cultura griega, con una doble tradición: una más filosófica, otra más declamato­ ria. Pero los propios Padres de la Iglesia, ya en la Antigüedad tardía, eran o habían sido, como Agustín de Hipona, profesores de retórica. Es el mundo de los Rhetores Latini Minores, edita­ dos por C. Halm en la Biblioteca Teubneriana, pertenecientes, unos, a las últimas escuelas romanas que florecieron en la Galia (la actual Francia), entre los s. IV y VII d. J. C.; otros, a la época carolingia. El examen de sus escritos, junto cort los de Marciano Capela e Isidoro de Sevilla nos proporciona una cierta perspecti­ va sobre la continuidad de la retórica hasta la Edad Media. Pero no se trata aquí de resumir la historia de la retórica, sino de dar una ojeada al mundo que conoció su desarrollo mayor. Y en él, a través de nombres y obras, hay una contradicción que se mantiene: la que se da entre el desarrollo de un instrumental téc­ nico que se puede poner al servicio de cualquier causa, y las repetidas exigencias de moralidad y respeto a la verdad por parte del orador. Este conflicto sigue vivo hoy, pero aunque desborde los lími­ tes históricos que nos hemos trazado, mencionaremos uno de sus episodios más significativos, el que se da a fines del Renaci­ miento entre el Humanismo y la nueva ciencia. Aquél había re­ cuperado la retórica como eje de la educación; ésta se indepen­ 26

diza desde sus primeros pasos de la tutela de cualquier autori­ dad, sin excluir la del mundo clásico. A la altura del s. XVII ha quedado claro (para los filósofos) que la verdad debe expresarse en un lenguaje tan inequívoco y transparente como el matemático. Por ejemplo, John Locke, en su Ensayo sobre el entendimiento humano, en III, 10, § 34, de expresivo título: “Las expresiones figuradas también constitu­ yen un abuso del lenguaje”, apartado en que se desecha la retó­ rica siempre que se trate de la verdad y el conocimiento, se con­ sidera monstruoso que siga formando parte de la enseñanza, y se termina con esta estupenda declaración: “La elocuencia, como el bello sexo, tiene atracciones demasiado prepotentes para que permita que jamás se hable en su contra, y es vano señalar los defectos de aquellas artes del engaño, por las cuales los hombres derivan placer en ser engañados”. En III, 11, §14 había llegado a proponer como remedio para los malos entendi­ dos que se muestren las cosas de las que se está hablando, lo que motivó que Jonathan Swift presentase en sus Viajes de Gulliver a los sabios de Laputa cargados con sacos de los obje­ tos acerca de los cuales querían hablar. Aunque la risa de Swift no consiguió evitar que la filosofía se embarcase en la búsqueda de un lenguaje perfecto (distinto de la lengua ordinaria, que no es de fiar), lo cual ha constituido la ocupación preferida de una parte no despreciable del pensamiento en el s. XX; no obstante, no faltarían quienes, tal el pensador italiano Giambattista Vico, siguieran defendiendo la retórica como centro del programa del humanismo y vínculo necesario para la vida cívica; o como Gadamer, ya en pleno s. XX, cuya filosofía de la cultura reivindica una sabiduría moral volcada a la vida en sociedad, de raigambre aristotélica e inseparable una vez más de la retórica. Pero estamos ya en condiciones de asomamos a la estructura­ ción clásica de nuestro arte.

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2. Definición de la retórica

Creo que será bueno empezar contraponiendo tres definicio­ nes clásicas, las de Platón, Aristóteles y Quintiliano, porque expresan muy bien la dialéctica interna de la evolución de la retórica. Para Platón la retórica es psicagogia o arte de con­ ducción de las almas a la verdad, y por consiguiente, deberá subordinarse a la dialéctica, que es el arte susceptible de ele­ varse a la verdad mediante el análisis del movimiento de las formas. Acérquese el lector al Sofista o al Teeteto platónicos y verá la dialéctica en acción. Todo en Platón tiene, si no me en­ gaño, una vertiente política, y él llegará a darse cuenta de que no basta su idea de ciudad —la expuesta en su Politeía o ‘con­ vivencia política en el ámbito de la ciudad’, según la mala tra­ ducción latina: la república—, es decir, no basta con las ‘leyes’ por sí mismas para construir esa convivencia según justicia. Es preciso, además, hacer un esfuerzo de persuasión de la necesi­ dad y justeza de esas mismas leyes, de donde los preámbulos a las leyes en el diálogo del mismo nombre, Nómoi, leyes, si es que es auténtico. De manera semejante, podríamos decir, la verdad necesita de un esfuerzo de persuasión, y ése es el lugar de la retórica, si no disparato al despachar en estas líneas una cuestión muy complicada; lugar, pues, necesario pero subordi­ nado. Mientras que para Aristóteles, que ha criticado en el libro ΠΙ de la Metafísica la filosofía platónica porque sus ideas —como la de ciudad— duplican el mundo sin explicarlo, la retórica es la 28

contrapartida —la antistrofa1 dice él— de la dialéctica, que viene a consistir en el análisis lógico de todas las nociones creí­ bles y verosímiles que manejamos en la vida corriente. Donde contrapartida no es subordinación, porque la retórica tiene su propio ámbito: a ella no le basta con un discurrir y argumentar especulativos de cara a las almas, sino que ha de hacerlo de cara a un auditorio apasionado con vistas a convencerlo. De ahí la famosa definición: “Capacidad para contemplar en cada caso los medios apropiados para persuadir” (Retórica 1355b 25-26). Porque, como se diría más adelante, podríamos hacer un buen discurso y no llegar a convencer (no será la primera vez que se alaba un discurso determinado pero no se vota a favor). Y con­ vencer, persuadir, significa exactamente que los demás abando­ nen sus puntos de vista para sustituirlos por los que el orador quiere inculcarles: como cuando en las campañas electorales se dice que hay que ir a por el voto de los indecisos, incluso a ara­ ñar el voto de los seguidores de otros partidos. Que abandonen, repetimos, su posición para abrazar la nuestra; por consiguiente, no hay espacio aquí para dialogismo alguno, si es que se entien­ de por tal escuchar y estar dispuesto a hacer valer la posición ajena. No, el arte retórica no tiene nada que ver con eso (más bien se relaciona con lo que hace la publicidad o la propagan­ da), de modo qué, sin exageración, quienes hablan de dialogis­ mo a propósito de la retórica, simplemente no se han enterado de lo que es ésta. Tampoco se trata de capacidad comunicativa en general, de que hay quienes se explican mejor que otros. No vamos a hablar de una capacidad difusa, que puede incluso mejorar a fuerza de ejercicio y de experiencia profesional o vital. El sentido clásico 1. En la tragedia, los coros se desplazan en tomo al altar de Dionisio que ocupa el centro de la orchestra, ese espacio circular que, rodeado por las gra­ das, está al pie de la escena. Sus movimientos de danza se llaman estrofa y antistrofa, lo que sugiere precisamente contrapartida sin subordinación.

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de ‘retórica’ refiere a una doctrina, es decir, a un conjunto arti­ culado de principios y preceptos, que, si se estudia sistemática­ mente y se practica, produce sin falta un incremento sensible en la capacidad de persuadir a cualquier auditorio. Por cierto que ‘retórica’ es el nombre griego de lo que en latín se llama ‘orato­ ria’, y, aunque las distinciones terminológicas no siempre son precisas, se puede afirmar que el uso de ‘retórica’ se especializó para la teoría cuya práctica era la ‘oratoria’. Ambas condiciones podían coincidir en la misma persona, pero no siempre. En general, el rétor era el profesor que enseñaba a componer y pro­ nunciar discursos, y con frecuencia se dedicaba a esta actividad después de abandonar la práctica forense. Pues bien, es interesante contraponer a la definición aristotéli­ ca arriba citada, centrada en el convencimiento, como propia de un lógico, la de Quintiliano, representativa de los rétores y ora­ dores romanos, que también hemos mencionado antes. La retóri­ ca, dice en su Institutio Oratoria (alrededor de 93-95 d. J. C.) es el ars bene dicendi, una ‘técnica de hablar bien’, donde hay que entender en ‘bien’ tanto un componente técnico como uno moral. Quintiliano critica la definición de Aristóteles por olvidar que la retórica, sólo con argumentos pero sin palabras, se queda en nada: “Aristóteles dice: “la Retórica es la capacidad de encontrar todo lo que hay de persuasivo en el discurso”. Lo que tiene aquella limitación y aquel vicio de que hablamos arriba [que se ocupa sólo de los argumentos], y además que no abarca sino la invención, la cual sin elocución no es discurso” (Inst. Or. II 15.13). Y precisamente otra de las tensiones de esta historia es la que se da entre quienes se quedan con la parte argumentati­ va o subrayan su importancia —los aristotélicos, para entender­ nos— y quienes, como Petrus Ramus en el s. XVI, pensaron que era materia de lógicos y dialécticos, por lo que la retórica sólo debía ocuparse de las palabras, las figuras, la parte denominada elocutio, elocución. En cualquier caso, la definición que preva­ leció y se convirtió en estándar fue la de ‘arte o facultad de 30

hablar’, donde no hay que entender ‘hablar’ en el sentido de la frase ‘hablar por hablar’ sino como ‘decir’ y no cosas cuales­ quiera, sino las que tienen que ver con la ‘salvación de la repú­ blica’, es decir, las que constituyen el cemento de la vida públi­ ca, política y jurídica, diríamos hoy. No en vano la retórica se consideraba un ‘arte liberal’, es decir, propia y específica de ciudadanos libres. Ni hay que olvidar que junto con la gramáti­ ca y la dialéctica, la retórica constituyó el trivium, uno de los pilares de la educación que traspasaría los límites de la Antigüe­ dad y fundamentaría la cultura europea durante siglos. 2.1. Naturaleza, arte y ejercicio Estamos ante un arte, ars en latín, palabra cuyo sentido dife­ ría del actual en “bellas artes” o “el arte de la pintura” pero coincidía con el de “el arte de la conducción deportiva”. Ars quena traducir el griego téchne. En la versión aristotélica, nos hemos referido ya a que no hay ciencia más que cuando es posi­ ble un razonar demostrativo mediante silogismos, que partiendo de premisas verdaderas, conduzca a la verdad, lo que produciría como resultado que fueran ciencias la metafísica y las matemá­ ticas, pero no la física de hoy después del “principio de indeter­ minación de Heisenberg”, por poner un ejemplo. Pero además hay técnicas, o si se prefiere artes, los saberes que permiten ela­ borar productos útiles para los humanos a partir de elementos naturales. Por eso, para los antiguos el arte perfecciona a la naturaleza en vez de contraponerse a ella, a diferencia de la conciencia actual. Y dentro de las téchnai, frente a las ‘prácti­ cas’, por ejemplo la del recitador —o la del que conduce un coche—, están las poietikai, que producen cosas que antes no existían, por ejemplo el par de zapatos a partir de la piel, o el discurso o el poema a partir de la facultad de discurrir y hablar. Los retóricos no se contentaban con nociones generales como las anteriores, sino que las aplicaban al caso del orador. Así éste 31

debía estar dotado de unas condiciones naturales específicas. En palabras de un retórico del Renacimiento, que glosa a Cicerón: “La Naturaleza y el ingenio aportan la máxima energía para hablar. Pues debe haber algunos rápidos movimientos del ánimo y del ingenio, que deben ser agudos para que se nos ocurran cosas, fecundos para explicar y adornar, firmes y constantes para recordar. Lo que puede ser encendido y sugerido por el arte, sin duda no puede ser implantado y entregado totalmente por el arte: pues son dones de la naturaleza” (Cipriano Suárez, De arte brhetorica libri tres, I, 8). Pero no bastaba con lo que hoy llamaríamos inteligencia penetrante, inventiva, facilidad de palabra, buena memoria. Además precisaba cualidades corpora­ les. No olvidemos que se hablaba sin electrónica alguna, sin más medios que las cuerdas vocales y, eso sí, la excelente acús­ tica que la arquitectura clásica tan bien sabía conseguir, y que cualquiera que haya estado en Epidauro, o, sin ir más lejos, en Mérida, recuerda bien. En cualquier caso, era preciso enfrentar­ se a cuerpo limpio con centenares de personas cuya atención había que ganarse y mantener. Una buena voz, una buena figura, un buen físico no eran despreciables. A todo lo cual se sumaba la necesidad de completarse además con un ejercicio asiduo, a fin de perfeccionar de acuerdo con el arte lo que es previo: la capacidad de hablar. Porque no se trata de conseguir la capacidad de explicarse de palabra y por escrito propias de la persona culta, el orador venía a ser algo así como el político profesional o el abogado en ejercicio. Si la educación empezaba en la escuela del gramático, que enseñaba a leer y entender a los buenos autores, y a escribir imitándolos, la escue­ la del rétor era el grado superior. De ahí la reflexión acerca de la necesidad de celo y ejercicio constante, dado que aunque es ver­ dad que algunos buenos oradores lo han sido sin ejercicio, por sus dotes naturales, es más verdad aún que el arte, decían los rétores, “es a no dudar guía más segura que la naturaleza”. Quizá el lector recuerde cómo Josep Borrell, proclamado candi­ 32

dato socialista después de las primeras elecciones que ganó José Ma. Aznar, perdió completamente los papeles en su primera intervención en un “Debate sobre el estado de la Nación” (el 12 de mayo de 1998), mientras que después del entrenamiento que le dio Albert Boadella, director de Els Joglars, consiguió salir bastante más airoso. Y ya los rétores antiguos recomendaban el teatro y los buenos actores como escuela y maestros para el que ha de hablar en público. Ni siquiera es de despreciar la experien­ cia vital, que enseña el sentido de la situación y de la oportuni­ dad para hablar, eso que los griegos llamaban kairós. Así que, en conclusión, se trata de una técnica que se perfecciona por el ejercicio y no es nada prudente fiar en la espontaneidad o la ocu­ rrencia del momento.

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3. Los supuestos de la retórica

La actividad compositiva de la retórica descansa en un par de supuestos y un principio, de los cuales supuestos el primero es implícito y el segundo explícito. El implícito es que, en el dis­ curso, es posible distinguir entre res y verba, esto es, cosas de las que se trata y palabras con las que se exponen. La misma cosa se puede decir mejor o peor: sólo si se puede perfeccionar la exposición sacando partido del asunto mediante las mejores palabras mejor dispuestas merece la pena estudiar retórica. Este análisis en palabras y cosas, en cómo se dice y qué se dice, en apariencia tan simple y probablemente incluso anterior a Platón, ha sido de una trascendencia incalculable. Todavía hoy deci­ mos: eso son sólo palabras, como si las supuestas cosas no fue­ ran también palabras. Pues bien, el discurso perfecto dirá bue­ nas cosas con las mejores palabras, y adaptará las unas perfectamente a las otras. Para lo cual el arte retórica deberá ocuparse ordenadamente de unas y otras. En cuanto al segundo supuesto, los rétores se dieron cuenta de que para convencer no basta con argumentos racionales, sino que, ya que se trata de decisiones que implican valores, es decir, preferencias, además hay que apelar a los afectos o sentimien­ tos, y no sólo eso, para garantizar el resultado es preciso hablar bien, el discurso tiene que gustar. De ahí la triple finalidad cice­ roniana: docere, delectare, movere, o enseñar, deleitar y con­ mover. Se trata, pues, de apelar a la razón, al sentido de lo bello y a las emociones. Pues se entiende que cualquiera es capaz de 34

distinguir y preferir al que emplea los mejores argumentos y de la mejor manera posible. Será elocuente, pues, [...] el que en el foro y en las causas civi­ les hable de tal modo que pruebe, que deleite, que conmueva. El probar es propio de la necesidad; el deleitar, del agrado; el conmover, de la victoria, pues de todas las cualidades ésta sola tiene el mayor poder para ganar las causas. Y cuantos son los deberes del orador tantos son los estilos: el sencillo en el pro­ bar, el templado en el deleitar, el vehemente en el conmover, condición esta última que por sí sola resume toda la esencia del orador. De gran criterio, por consiguiente, también de la mejor disposición, deberá ser el que regule y por así decir temple esta triple variedad: pues juzgará qué es necesario en cada caso y podrá hablar de cualquier modo que exija la causa. (Cicerón, Orator 69. 1 - 70. 3; trad, de Antonio Tovar). Hemos hablado también de un principio, verdaderamente omnipresente, que es el del decorum latino (también lo apturrí), en griego to prépon, el decoro. Se trata de un principio de ade­ cuación, que rige tanto para lo lingüístico como para lo social. En el primer aspecto, el estilo del discurso ha de ser adecuado a la materia, y cada una de sus partes entre sí y con respecto al conjunto; en el segundo, el discurso entero ha de ajustarse a la situación social, lo que es lo mismo que decir que el orador ha de tener en cuenta, y regular su arte en función de su público: ni puede alargarse más de la cuenta, ni elevar el tono cuando se trate de una cuestión de poca importancia, ni servirse de térmi­ nos inadecuados por demasiado técnicos, o a la inversa, vulga­ res, etc.

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4. La materia de la retórica

La materia del arte retórica es aquello sobre lo que versa el discurso, es decir que se identifica con las res, los asuntos de que se trata. Ahora bien, rétores y filósofos eran muy conscien­ tes de que esto equivalía a hacer de la retórica un arte formal, sin objeto definido, puesto que se puede tratar y discutir de cual­ quier cosa. Precisamente ésa era la crítica platónica al retoricismo universal de los sofistas: a la hora de curar a un enfermo, ¿a quién se llama, al médico o al sofista que entiende de discursos pero no sabe medicina? De ahí que, dado que cualquier asunto constituía una quaestio, dividieran las quaestiones en infinitae y finitae. Las primeras (théseis) tienen un carácter general, bien cognitivas (especulativas) o bien prácticas, referentes a la ac­ ción; las segundas, a las que propiamente se denomina causas, carácter definido (hypothéseis). No hace falta decir que las pri­ meras caían más bien en el ámbito de la filosofía. Recurriendo a un ejemplo de desgraciada actualidad: sería una cuestión cognitiva preguntarse si hay hoy más violencia contra las mujeres que en otras épocas; una cuestión práctica cómo se puede atajar la violencia contra las mujeres; una causa la que se sigue en el ca­ so en que un hombre concreto ha atacado a una mujer concreta. Para los rétores, la materia más propiamente retórica viene dada por las cuestiones definidas (finitae) o causas, ya que lo habitual es que el orador, que venía a identificarse, al menos en la Repú­ blica romana, con lo que llamaríamos el abogado, actúa a peti­ ción de una parte. Lo que no quita que, a la hora de defender o 36

explicar su causa, pudiera elevarse de lo particular a lo general siempre que lo creyera oportuno. A eso se llamaba amplificatio. Finalmente, no escapó a la sagacidad de los rétores —parece que fue Aristóteles el primero en afirmarlo, o tal vez la Retórica a Alejandro (hacia 335 a. J. C.), que se le atribuía falsamente— que los componentes de la situación discursiva, orador y audito­ rio, se sitúan mutuamente y en relación con la materia del dis­ curso de formas distintas, lo que determina lo que se .llamaba los genera causarum, géneros, tipos o clases de causas (quaes­ tiones finitae). Estos genera eran tres: deliberativo (genus deli­ berativum), el discurso político en que se ventila el futuro de la ciudad ante la asamblea de los ciudadanos, o si se prefiere, ante el parlamento (en un caso hay democracia directa, en el otro no), cuyo fin es la utilidad pública; judicial o forense (genus iudiciale), en el que se defiende o acusa a alguien como autor de hechos supuestamente delictivos, naturalmente ya sucedidos, ante un juez o un jurado, en el foro, y su fin es la justicia; y epi­ dictico (genus laudativum), en el que el orador, ante los ciuda­ danos, evoca aquellas figuras y hechos dignos de loa (o censu­ ra) cuya celebración (o denigración) sirve para reforzar los lazos entre ciudadanos, al confirmarles en unos valores compar­ tidos, eso que hoy llamamos ‘identidad’. La perspectiva tempo­ ral, futura o pasada, define muy bien los dos primeros tipos. El epidictico evoca el pasado para animar en el presente con vistas al futuro. En conclusión, que el buen orador, que no puede saber de todo pero sí estar dispuesto a adaptarse a cada causa, tiene que, primero, comprender bien el carácter del auditorio, la naturaleza de la causa, y la situación en la que va a tener que hablar para adoptar una posición adecuada; y segundo, prepararse el discur­ so, parte por parte, teniendo en cuenta las divisiones del arte que sean de aplicación a cada una (pues, por ejemplo, como veremos, en la peroración no se narra).

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5. Partes de la retórica y partes del discurso

La retórica se organiza en unas cuantas divisiones generales de las cuales la primera y más general es la distinción en partes artis, partes del arte que, previa la intellectio, es decir, la com­ prensión de la naturaleza de la causa: hasta qué punto y de qué manera es defendible, nos ayudan en el tratamiento de la materia hasta convertirla en discurso elaborado. Un interesante ejemplo es la posición del Partido Popular ante el llamado 11 M: para hacer defendible lo que cualquiera podía haber visto por las pantallas de televisión (cómo seguía defen­ diendo la autoría de ETA cuando nadie en el mundo creía ya en ella), recurrió a la negación de la evidencia: se remitió a la auto­ ría de una inteligencia misteriosa, desde luego de existencia indemostrada hasta la fecha, lo que le permite acusar a los que la niegan de no querer investigarla. Igual que cuando alguien pre­ tende que la existencia de Dios es de evidencia racional, por lo que han de ser los que la niegan los que carguen con el peso de la prueba negativa (y siempre el que niega es sospechoso de ocultación interesada). Naturalmente, no basta con llegar a una determinada comprensión de la causa, además hay que defen­ derla. Una defensa cerrada de la propia postura, como la que hizo el ex ministro Acebes ante la comisión de investigación parlamentaria del 11 M —“sin fisuras”— puede lograr al menos que se piense que lo que sé defiende se defiende de buena fe, sea lo que sea. Y la convicción de la honestidad personal puede hacer pasar a segundo plano, siquiera sea para los propios parti38

darios, el problema de la verdad. Para el tratamiento de la materia, se distinguían las cinco par­ tes de la retórica: inventio, dispositio, elocutio, memoria y actio, que equivalen a: ‘invención, disposición, elocución, memoria y pronunciación’. Dicho sumariamente, la invención enseña a encontrar argumentos a fin de hacer convincente la propia posi­ ción ante el tema del discurso; se ocupa, pues, de las res. La dis­ posición los estructura en un orden perceptible, y tiene que ver con res y verba. La elocutio busca las palabras, la mejor expre­ sión, es decir, redacta el discurso, y tiene que ver sobre todo con las verba. Hasta aquí el aspecto textual de la operación. Luego es preciso memorizar el discurso, y, finalmente, pronuciarlo atemperando los gestos del cuerpo y la expresión de la cara con lo que se está diciendo. Todos sabemos lo demoledor de los micrófonos abiertos por descuido que cogen al orador con un gesto, tono y expresión que no son los estudiados. La retórica an­ tigua repetía con lucidez que el ideal es dar la impresión de que nada está preparado, lo que sólo se consigue a fuerza de prepara­ ción.

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6. La invención

La invención (del verbo latino invenire) enseña a encontrar pruebas para convencer al auditorio. Nótese que se dice ‘encon­ trar’ porque la cosa no va, dicho coloquialmente, de lo que lla­ mamos ‘creatividad’: las pruebas están potencialmente ahí, en la causa misma, término jurídico que designa el asunto de que nos vamos a ocupar, y hay que saber verlas y elaborarlas. Aristóteles se queja de que los rétores anteriores apelaban exclusivamente a la compasión del auditorio para salvar al acusado, es decir, se servían sólo de los afectos o pasiones, esto es, de las alteraciones del ánimo. Frente a ellos, distingue por primera vez entre pruebas técnicas y extra-técnicas. Las últimas nos las encontramos hechas ya, como ocurre con los testimonios, obtenidos o no por medio de la tortura, o con documentos (como los testamentos), o con los juicios previos: la jurisprudencia, etc. Pero las verdaderamente importantes, y en las que se prueba el talento del orador, son las técnicas o construidas con auxilio de la téchne, esto es, los argumentos, que hablan a la razón. Subyace a la valoración aristotélica de los argumentos la convicción de que la verdad tiene más fuer­ za que su contraria y acaba siempre por prevalecer. Ya sabe­ mos que esta convicción, digamos ontológica por cuanto tiene que ver con cómo se piensa el ser de las cosas, suele entrar en conflicto en la práctica con otra convicción retórica, que es la de que no hay causa, por débil que sea, que no se pueda hacer fuerte mediante el discurso. 40

Retórica

En cuanto a las pruebas por persuasión unas son ajenas al arte y otras son propias del arte [técnicas]. Llamo ajenas al arte a cuan­ tas no se obtienen por nosotros, sino que existían de antemano, como los testigos, las confesiones bajo suplicio, los documentos y otras semejantes; y propias del arte, las que pueden prepararse con método y por nosotros mismos, de modo que las primeras hay que utilizarlas y las segundas inventarlas. De entre las pruebas por persuasión, las que pueden obtenerse por el discurso son de tres especies: unas residen en el talante del que habla, otras en predisponer al oyente de alguna manera y, las últimas, en el discurso mismo, merced a lo que éste demuestra o parece demostrar. Pues bien, se persuade por el talante, cuando el discurso es dicho de tal forma que hace al orador digno de crédito. Porque a las per­ sonas honradas las creemos más y con mayor rapidez, en general en todas las cosas, pero, desde luego, completamente en aquéllas en que no cabe la exactitud, sino que se prestan a duda, si bien es preciso que también esto acontezca por obra del discurso y no por tener prejuzgado cómo es el que habla. Por lo tanto, no es cierto que, en el arte, como afirman algunos tratadistas, la honradez del que habla no incorpore nada en orden a lo convincente, sino que, por así decirlo, casi es el talante personal quien constituye el más firme medio de persuasión. De otro lado, se persuade por la disposición de los oyentes, cuan­ do éstos son movidos a una pasión por medio del discurso. Pues no hacemos los mismos juicios estando tristes que estando ale­ gres, o bien cuando amamos que cuando odiamos. De esto es de lo que decíamos que únicamente buscan ocuparse los actuales tratadistas. Y de ello trataremos en particular cuando hablemos de las pasiones.

De otro lado, en fin, los hombres se persuaden por el discurso, cuando les mostramos la verdad, o lo que parece serlo, a partir de lo que es convincente en cada caso. Aristóteles, Retórica 1355d 35-1356a 22 (Trad, de Q. Racionero)

Hay que notar la gradación que va de la verdad a lo que pare­ ce verdad, porque es claro que ante la evidencia no cabe más que la absolución o la condena: ante el in fraganti delito no cabe el adjetivo ‘presunto’. Poco hay que discutir ante la afir­ mación de que dos y dos son cuatro, pero sabemos que la vida civil no se basa en reglas de cálculo, algoritmos o demostracio­ nes matemáticas, sino que se mueve más bien en el ámbito de lo argumentable, de lo que, como diría el propio Estagirita, siendo de una manera, podría también ser de otra. De modo que lo que parece verdad porque sucede generalmente, lo ‘verosímil’, puede tener tanta fuerza como la verdad, puede incluso prevale­ cer sobre ésta y es obligación del orador presentar su causa como verdadera, lo sea o no lo sea. Y es importante notar la concepción de la situación enunciati­ va propia de la retórica: hay que encontrar pruebas a partir del que habla, en el discurso, y a partir del auditorio. El orador debe estar revestido de lo que en latín se llama auctoritas, aunque, como sostiene Q. Racionero, no se trata de que se tenga cons­ tancia de la moralidad del orador previa al discurso, sino de que hay que producir esa impresión por medio del propio discurso. Como ya dijimos arriba, encerrarse en una posición, por desca­ bellada que sea, produce impresión de auténtica convicción... o de cinismo absoluto o desequilibrio mental, pero siempre proce­ de lo que se llama ‘principio de caridad’ interpretativa. La prác­ tica judicial del careo se basa precisamente en la creencia de que se puede valorar el grado de convicción de quien habla. Un ejemplo de actualidad. Después dé la Segunda Guerra de Irak, las armas de destrucción masiva que la habían justificado no aparecen y las opiniones públicas se inquietan. Un periodista pregunta a un representante del PP si no teme que eso perjudi­ que electoralmente a su partido. El personaje, de cuyo nombre no voy a acordarme, viene a decir que no cree que la opinión pública española vaya a descontar nada al PP, ya que nunca se creyó lo de las armas de destrucción masiva. Quien así habla, o 43

bien no se lo creía tampoco él, y entonces al apoyar la guerra había mentido conscientemente; o bien se lo creía y le es indife­ rente el hecho de haberse equivocado (y en materia gravísima). En uno y otro caso ha destruido su propio crédito, y ello con independencia de que pueda llevar una vida privada intachable, vestir habitualmente con corbata y no meter los dedos en el plato al comer. Otro ejemplo expresivo: “Cuando un moro, por muy notable que sea, te agarra del brazo, algo busca: o quiere desvalijarte, o quiere llevarte al huerto o te conduce, engañado, a una embosca­ da” (Jaime Campmany, “Política exterior”, ABC de 19 de agosto de 2004, p. 7). Basta leer una frase así para, sin saber nada de la persona del autor, hacerse una idea de su ideología y su moral, así como de quien admite en sus páginas semejante declaración. Ese perfil ideológico y moral es lo que cuenta a efectos de retórica. Pero están además las pruebas que miran al auditorio. Hay que presuponer en éste una capacidad de valorar la racionalidad de los argumentos correlativa de la del orador al exponerlos. Pero está formado por seres humanos que, al hilo de la com­ prensión racional, se verán afectados por sus sentimientos, es decir, se sentirán movidos a simpatía con el orador y con su causa, o bien a aversión, o bien se aburrirán... De modo que una parte no pequeña de la elaboración retórica estará consagra­ da, además de a las pruebas racionales, al análisis de los afectos o sentimientos y a cómo hacerlos jugar a nuestro favor. 6.1. Argumentos y lugares El tipo más importante de prueba técnica, no el único, es el argumento. La invención debe enseñarnos cómo es posible encontrarlos. El argumento implica una relación entre la cosa que se trata de explicar o probar y un lugar, más bien lógico o más bien semántico, que se aplica a la cosa en cuestión para confirmarla o demostrarla. El lugar lógico que se relacionaba 44

con la cosa se llamaba precisamente lugar, locus, en griego topos, probablemente del lugar del rollo de papiro en el que los rétores antiguos los localizaban. El orador debía memorizar toda una serie de esquemas argumentativos que le permitieran tratar cualquier cuestión. Pongamos un ejemplo de actualidad. El argumento parte siempre de algo que se da como seguro, sobre lo cual construye una conclusión que se pretende creíble y que sirve a la propia causa, siempre teniendo en cuenta como valor supremo la vero­ similitud. En nombre de tal principio, un orador podía defender que no era creíble que X hubiera atacado a Y, dada su poca fuerza física; y otro que precisamente por eso le atacó, porque nadie le tomaría por culpable. Traducido a la actualidad: acep­ tado que a) Irak poseía armas de destrucción masiva y tenía relación con Al Qaeda\ b) Sadam Hussein era un tirano que, por consiguiente, debía odiar al paladín de la libertad, EEUU, y c) que ya Sadam había estado en guerra con EEUU y ya Al Qaeda había atacado a éstos, aceptado todo eso, era creíble que Irak representase una amenaza para EEUU. ¿Cuál es el lugar en este caso? La retórica antigua elaboró no pocas series de lugares. Según una de ellas, la preferida por Lausberg (la de Quintiliano), se distinguen los loci a persona de los loci a re, y entre los primeros figuran el habitus corporis, animi natura, studia, ante acta dictaque... es decir: la fuerza, el espíritu, los estudios, los precedentes de palabra y obra. En otros términos, la combinación de (pretendida) fuerza militar de Irak, espíritu dictatorial, condición de militar y amenazas antiamericanas de Sadam, todo ello sumado debía hacer vero­ símil un ataque inminente contra EEUU. Estamos ante un tópico más bien semántico, que como todos los de su especie presupone unos valores compartidos por el orador y su audito­ rio: sin anteponer la seguridad a la libertad merced a un clima estimulado de forma constante, una argumentación como la anterior se viene abajo por sí sola. Además de que todo gene­ 45

ral, como todo entrenador de fútbol, exagera la fuerza del contra­ rio: si vence deprisa su victoria quedará revalorizada, si tarde dis­ culpada por la dificultad del obstáculo. Se comprende que Platón, que creía que el culpable no debía defenderse sino más bien recla­ mar su propio castigo de los jueces, estuviera enemistado con la retórica, que le parecía pariente de la cosmética o arte de enmas­ carar lo real. Y se comprende que los rétores romanos reclamasen la honradez del orador para emplearse luego a fondo en la expli­ cación de los artificios que permitían dar la vuelta al rival. Hay también tópicos más bien lógicos, como, por ejemplo, el de la paradoja, de mucho Uso en la polémica política, ya que consiste en llevar al contrario a la contradicción entre lo que dice y lo que hace. El País del 8 de agosto de 2004 inserta en su página 10 un editorial de título “El fuego no tiene patria”, que empieza refirién­ dose al incendio en Huelva y Sevilla como el mayor registrado en España desde 1991. Ahora bien, dado que el PP pensaba interpelar en el Parlamento a la ministra de medio ambiente (del PSOE) a propósito de su política anti incendios, el editorial citado recuerda^ que en 1989 Fraga, del PP, accedió a la presidencia autonómica de Galicia “con la promesa de terminar con los montes en llamas”; que en los siguientes mandatos “alardeó de haberlo logrado”; pero que, sin embargo, “en los últimos diez [años], Galicia ha figurado siempre entre las tres comunidades con mayor superficie quema­ da”. No venía a cuento acordarse de Fraga pero es una forma efi­ caz de contrapesar el caso que de hecho se discute. La publicidad proporciona otra cantera de ejemplos, porque no hay anuncio en el que no se reconozca algún esquema argumenta­ tivo. El mismo número del mismo periódico, en su página 29: Estas olimpiadas cuélgate más medallas que nadie. Guía Atenas 2004. Todo lo que necesitas para no perderte nada de estas olimpiadas. Atletismo, natación, fútbol, baloncesto, judo... As te ofrece una oportunidad única para que disfrutes al máximo

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El rétor antiguo, además de un ejemplo de metonimia, figura que se basa en la asociación por contigüidad ■ —entre la guía de Aí y las medallas olímpicas— reconocería aquí un ejemplo del locus a minore ad maius, “que hace creíble lo mayor por lo me­ nor” (Lausberg § 397): si me creo que con la guía de .As no voy a perderme nada de estas olimpiadas, podré creerme que voy a colgarme (figuradamente) más medallas que nadie. Las relaciones de tópicos o lugares en los tratados de la Anti­ güedad son variadas. Nos referiremos a dos. Aristóteles empie­ za por ocuparse de unos lugares comunes a los tres géneros de causas (Retórica 1391b 22 ss): primero, lo posible y lo imposi­ ble, por ejemplo, si puedo llevar el coche al chapista, es porque puedo o pueden darme un golpe (pero, en una versión más grave: si reúne armamento, podrá utilizarlo contra nosotros); segundo, las cosas o son hechos o no lo son (si hay armas de destrucción masiva es porque se pensaba usarlas, pero ¿y si no las hay?); tercero, la amplificación y la depreciación (no es lo mismo hablar de armas, todos los países las tienen, que de armas de destrucción masiva). A esta serie de tópicos generales añade el Estagirita una segunda (Retórica 1397a 6 ss), la de los veintiocho tópicos propios de los entimemas (luego definiremos éstos). Se trata de una relación desordenada en la cual aparece el tópico de la paradoja, arriba citado; el de lo mayor y lo menor; los contrarios; la flexión gramatical (lo que es verdad de ‘justicia’, ¿debe serlo también de ‘justo’ y ‘justamente’?...). De los tópicos o lugares aristotélicos es de los que más propiamente se puede afirmar que constituyen esquemas argumentativos que 47

hemos de aplicar a la materia que nos ocupe para darle forma. Lausberg (§§ 376-399) sintetizó de forma útil la relación de lugares de Quintiliano, probablemente la más influyente junto con la ciceroniana de Topica. Para hacemos una idea, digamos que como lugares a persona, el orador hará bien en investigar el linaje, la identidad cultural, la patria, el sexo, la edad, la educa­ ción recibida, el físico, la fortuna, el estado civil, el talante, la profesión, las aspiraciones, los antecedentes de palabra y obra, incluso el nombre... Haciendo valer el o los que sean pertinen­ tes al caso concreto de que se trate, se logrará hacer creíble que quien sea haya hecho o no, vaya a hacer o no, lo que sea. Sa­ dam ha sido alternativamente un aliado de Occidente ante el Irán islámico, y poco menos que la encamación del mal. Con lo que no se dice que no exista la verdad, y que, en consecuencia, todo vale, etc., sino que del continuum de estímulos, imágenes, sonidos y datos que nos rodean, seleccionamos unos y otros en función de nuestros intereses, por lo que el auditorio hará bien en preguntarse por la posición del orador tanto como por el sen­ tido de su discurso. Porque ni es imposible decir la verdad ni llegar a determinarla, siempre dentro de las limitaciones propias de la posición del que investiga, claro está, ni tampoco es tarea fácil y que se despache en un momento. En cuanto a los lugares a re, los relacionados con el asunto, con el hecho, tenemos: la causa y el efecto, en ocasiones con­ vertible (Quintiliano dice que si la sabiduría hace bueno al hom­ bre, el hombre bueno habrá de ser sabio); el argumento a loco: dónde esté uno —y qué características reviste ese lugar— tiene que ver con lo que haya podido o no hacer; a tempore, tanto en el sentido general del momento histórico como en el específico de la ocasión —el kairós, como se dice en griego— ; a modo, modo físico o psíquico dejlevarse a cabo la acción (baste pen­ sar en cómo cambia la actuación, deliberada, imprudente, en un estado de locura pasajera...); a facultate, si se tiene o no la capacidad e instrumentos necesarios para la acción; a finitione o 48

necesidad de poner nombre al hecho, no es lo mismo hurto que robo, una explosión puede ser accidente o atentado, etc.; a simili y a contrario', se puede argumentar echando mano de casos simi­ lares, o a la inversa,,como cuando decíamos que siendo X menos fuerte que Y, no era creíble que le hubiera atacado; a comparatio­ ne, que incluye las dos posibilidades a maiore ad minus y a mino­ re ad maius, ya ejemplificadas; a fictione, que consiste en apoyar­ se en un caso hipotético; a circumstantia, que refiere a las propias circunstancias del proceso (recuérdese, por ejemplo, las discusio­ nes a propósito de la licitud del procedimiento Guantánamo). Hay que notar que, mientras que los lugares aristotélicos eran propia­ mente esquemas para la argumentación, los de Quintiliano se denominaron más bien sedes, es decir, lugares en que residen los argumentos. Y aún podríamos notar que de aquí se pasaría fácil­ mente al valor semántico, es decir al de ‘significado que se repite hasta hacerse consabido’, que es como se entiende en historia lite­ raria y en el cine: por ejemplo, son tópico del cine del Oeste los espacios abiertos, el héroe solitario y así siguiendo. Naturalmente, el orador que domine la relación de lugares será capaz, ante un hecho o asunto cualquiera, de seleccionar cuáles son pertinentes y reunir materiales para basar en ellos su discurso, que es a lo que apunta la inventio. Ya hemos ofrecido arriba varios ejemplos y estoy seguro de que otros vendrán a la mente del paciente lector. Por cierto que no escapará a la saga­ cidad de éste que tanto los loci a persona como los loci a re encuentran en la arena política y en la forense su ámbito ideal. 6.2. La amplificación Los fines ciceronianos de la oratoria hablan a la convicción racional, pero también al deleite estético (el ‘qué bien habla’) y, para que la eficacia del discurso sea máxima, a los afectos. Cualquiera que haya prestado un mínimo de atención a una campaña electoral sabe a qué nos referimos. Pues bien, el proce­ 49

dimiento por excelencia para mover los afectos, lo que hoy llama­ mos los sentimientos, era la amplificación. Por ejemplo, en De Oratore Cicerón no se limita a mencionar la historia, sino que dice: “La historia, testigo del tiempo, luz de la verdad, vida de la memoria, maestra de la vida, mensajera de la antigüedad, por la cual no otra voz sino la del orador se confía a la inmortalidad” (De Or. Π 36). Los procedimientos eran variados. De nuevo es aquí útil Lausberg (§§ 401-406), que recoge cuatro procedimien­ tos básicos. Hay la posibilidad de recurrir al ‘incremento’, como cuando se llama ‘asesino’ al que ha matado a alguien prescindiendo de que ‘asesinato’ y ‘crimen’ son calificaciones bien diversas; o, y a esto son muy aficionados los periodistas, se llama ‘niña’ a la adoles­ cente o la joven víctima de una agresión buscando la mayor indig­ nación y no pocas veces incluso el morbo del lector o el televiden­ te. Para el ex ministro Arias Salgado la situación del aeropuerto de Barajas al final del período socialista era un “atentado de lesa patria”; y para los socialistas Fernández Marugán y López Garrido (pronto corregidos por Solbes), en informe al Congreso, el apoca­ lipsis económico está a la vuelta de la esquina. En general, la me­ sura en la expresión no es el fuerte de la política española Se puede recurrir a comparaciones, como la que se estableció entre el 11 S y el ataque japonés a Pearl Harbour, haciendo abs­ tracción de no pocas diferencias. Se puede amplificar por conjetura, por ejemplo de la fuerza del adversario. La insistente conjetura de ataques terroristas consigue, como sabemos, un estado de tensión en la opinión pú­ blica que la llevaría a admitir recortes en sus derechos de otro modo inaceptables. Los ejemplos están a la vista, y claro está, los modernos medios de comunicación permiten una capacidad de actuación sobre el público que el orador antiguo, que sólo disponía de su talento, su experiencia, y sus cuerdas vocales, no podía imaginar. Finalmente está lo que llamaban la congeries o acumulación 50

de sinónimos: el ejemplo ciceroniano arriba aducido entraría perfectamente en esta categoría. Claro que es imposible conmover si no se tiene una concien­ cia clara de los valores compartidos por el auditorio, por ejem­ plo, la libertad y la seguridad, en relación hoy tan problemática. Aristóteles, en su Retórica estableció una relación completa de los valores en que creían los atenienses del s. IV, su concepto de felicidad, entre otras cosas como las pasiones y la valoración de las edades de la vida. Un solo ejemplo: “Sea pues la felici­ dad el bien vivir que acompaña a la virtud, o la autarquía en cuanto a medios de vida, o la vida más agradable con seguridad, o la prosperidad de bienes y cuerpos junto con la capacidad de conservar unos y servirse de otros: pues casi todos los hombres concuerdan en hacer consistir la felicidad en una o varias de estas cosas” (1360b 14-18). La retórica posterior no se atrevió a tanto, aunque la romana sí sabía muy bien a quienes y de qué estaba hablando. Parece que es la Modernidad la que separa ética y retórica. Hoy la publicidad es, sin duda, el ámbito ideal para estudiar no lo que los encuestadores del CIS opinan o pre­ tenden que pensamos y sentimos, sino lo que realmente pensa­ mos y sentimos. Un interesante ejemplo lo constituye lo que se puede llamar “la revancha del cuerpo”. La misma sociedad que dice creer en la libertad como valor supremo se reconoce en una publicidad en la que se repite el “no podrás resistirte” ante estí­ mulos de lo más variado, pero todos referidos al cuerpo. 6.3. La invención y los géneros de causas La invención contenía preceptos generales para la elaboración de discursos, pero no descuidaba tampoco los particulares, pensa­ dos con vistas a cada uno de los tres géneros que ya conocemos. Aristóteles considera al oyente como árbitro o como espectador, lo que permite separar la oratoria judicial y política de la epi­ dictica; a su vez el árbitro puede juzgar hechos pasados o futuros, 51

que es lo que separa a la judicial de la política. Lo propio de la ora­ toria jurídica o forense es el conflicto entre defensa y acusación a propósito de la calificación de justicia o injusticia de un hecho; en la política se trata de aconsejar o persuadir de lo que se considera útil y digno, o de disuadir de lo contrario; en la epidictica la alter­ nativa es entre alabanza y vituperio. No es difícil comprender que cuando bajo el Imperio (a partir del s. I d. J. C.) deja de haber lugar para la oratoria política, pueden pervivir la judicial y la epidictica. Es más, esta última florecerá a favor del culto a los emperadores. Por otra parte, la oratoria judicial es la que mejor expresa el carác­ ter dialéctico de la retórica, por lo que se convirtió prácticamente en el modelo o paradigma de la totalidad y es la que recibió un desarrollo más fino. Nos referiremos a ella en último lugar, tras presentar sendos ejemplos de las otras dos (los preceptos de la judi­ cial se dejaban trasladar bastante bien a la deliberativa o política). El historiador Tucídides, en su Historia de la guerra del Peloponeso, aporta dos impresionantes ejemplos de oratoria delibe­ rativa y epidictica, respectivamente. Tucídides el ateniense (antes de 454-398? a. J. C.) narró la guerra que enfrentó a Ate­ nas y Esparta, potencias respectivamente naval y marítima, entre los años 431 y 401, y que terminó con la victoria espartana. Pues bien, en el libro V (84-116) se encuentra la historia de la destrucción de Melos, que enmarca el famoso diálogo de los melios: Melos era una colonia de Esparta, pero que venía mante­ niéndose neutral. Así las cosas, una escuadra ateniense se presen­ ta ante la isla y sin consideración para la probada neutralidad de los melios, los invita a someterse a Atenas; en caso contrario, será la guerra. Tucídides nos ha legado en forma de diálogo la conver­ sación entre atenienses y melios, que oponen sus argumentos res­ pecto de una decisión de la que depende el futuro de la ciudad. Atenienses: “La esperanza, que es un estimulante del riesgo para quienes recurren a ella con efectivos de sobra, aunque les cause daños, no los aniquila; pero quienes se juegan todo su

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haber, y suele ser derrochadora, la conocen sólo cuando han fracasado y ya no queda la posibilidad de precaverse de ella una vez conocida. Esto, vosotros, que sois débiles y estáis con el fiel de la balanza inclinado, debéis procurar que no os pase ni que os suceda como a muchos que, a pesar de ofrecérseles la posibilidad de salvarse con medios humanos, cuando en su apuro les abandonan las esperanzas evidentes, se entregan a las inciertas, a la adivinación, a los oráculos y a cuantas son simi­ lares y causan la perdición junto con la esperanza”. Melios: “Habéis de saber que también nosotros consideramos difícil luchar contra vuestro poderío y contra la suerte, a no ser que ésta se muestre imparcial. Sin embargo, ponemos nuestra confianza en la suerte, por pensar que en lo que atañe a la divi­ nidad no seremos postergados, ya que nosotros, respetuosos para con los dioses, nos enfrentamos a quienes no son justos. Y respecto a la diferencia de efectivos, quedará suplida por nues­ tra alianza con los lacedemonios, quienes forzosamente han de ayudamos aunque no sea por otra razón que la del parentesco y la del honor. Con tal planteamiento, en absoluto resulta tan irracional nuestra confianza.” Atenienses: “Bien. En lo que atañe al favor divino tampoco nosotros creem os quedarnos atrás, y a que ni juzgam os ni actuamos fuera de los cauces de lo que los hombres piensan respecto a la divinidad ni de lo que desean en sus relaciones recíprocas; pensamos de la divinidad — por conjetura— y de los hombres — de modo palpable— que según una ley natural imponen siempre su dominio sobre los que tienen poder. Y nosotros, que no hemos establecido esta ley, ni la hemos apli­ cado los primeros una vez establecida; sino que la heredamos cuando ya estaba en vigor y la dejaremos para que continúe estándolo siempre, la aplicamos convencidos de que tanto vosotros como cualquier otro que tuviera un poderío similar al nuestro haría lo mismo. Como es de esperar, con tal plan­ teamiento no tememos ser postergados en lo que atañe a la

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divinidad [...] (V, 103 - 105; trad, de F. Romero Cruz, Madrid: Cátedra, 1994)).

El final es conocido: los atenienses arrasaron Melos, mataron a todos los hombres sin excepción y vendieron a mujeres y niños como esclavos. En la epidictica, en particular, eran de especial aplicación los tópicos semánticos (de hecho se constituyeron en ella), puesto que se trataba de componer discursos de elogio de personas, hechos o lugares —a veces incluso por broma, paradoja o demostración de habilidad retórica, de cosas insignificantes como la mosca o la enfermedad. La oratoria epidictica se basa­ ba en aplicar los lugares que ya conocemos a aquello que se tra­ tase de alabar, de acuerdo con los principios del honor, la justi­ cia y la gloria, y siguiendo un orden que podía ser el histórico, por ejemplo, siguiendo el orden cronológico de los hechos del homenajeado, o bien el temático. Se prestaba especialmente a la r amplificación. De hecho, seguimos asistiendo a ejemplos de este tipo de oratoria casi a diario, por ejemplo los elogios a los bomberos y la policía de Nueva York el 11 S, o al pueblo de, Madrid el 11 M. Otro ejemplo estupendo del mundo clásico es el elogio a los caídos en la guerra del Peloponeso, pronunciado por Pericles según afirma Tucídides. Pericles alaba a la ciudad de Atenas de acuerdo con una serie de apartados, para concluir que es justo dar la vida por ella. De hecho, ya hemos dicho que la ruina de la oratoria política no impide que la epidictica se desarrolle, dado que toda ciudad encarga encomios del emperador, de funcionarios o gobernantes locales. Pero progresivamente, sin la vida que le proporcionaba el enfrentamiento entre partidos, la retórica se convierte en una enseñanza del arte de escribir, y acaba por confundirse con la poética y por cubrir el espacio de lo que hoy llamamos literatura. Al fin y al cabo la retórica enseñaba a escribir en el estilo —ele54

Elogio a los caídos en la guerra del Peloponeso

Tenemos un sistema político que no imita las leyes de otros sitios sino que servimos más de modelos para unos que imitadores de otros. En cuanto a su nombre, al no ser objetivo de su administra­ ción los intereses de unos pocos sino los de la mayoría, se denomi­ na democracia y, de acuerdo con las leyes, todos tienen derechos iguales en sus pleitos privados; en lo que hace a la valoración de cada uno, en la medida en que se goza de prestigio en algún aspec­ to, no es preferido para intervenir en los asuntos públicos más en razón de pertenecer a un grupo determinado que por sus méritos, ni tampoco, en lo que hace a la pobreza, es un obstáculo lo oscuro de su reputación, si puede beneficiar a la ciudad. [...] Desde luego, hemos dedicado a nuestro espíritu muchísimas pau­ sas de nuestro trabajo, consagrándole certámenes y fiestas sagra­ das a lo largo de todo el año y lujosas instituciones privadas, con cuyo cotidiano deleite se aparta lo penoso. [...] Respecto a los ejercicios militares destacamos de los enemigos por lo siguiente: ofrecemos una ciudad abierta a todos y nunca impedi­ mos, expulsando a los extranjeros, que sepan o vean — con lo que al no ocultarlo se beneficiaría de su vista el enemigo— por confiar no tanto en las medidas preventivas y engaños cuanto en nuestro pro­ pio arrojo a la hora de actuar; en cuanto a los sistemas educativos, mientras unos desde la temprana juventud intentan conseguir el valor con un fatigoso ejercicio, nosotros con un modo de vida des­ preocupado no somos más remisos en ir a peligros similares. [...] Gustamos de la belleza con sencillez y de la especulación sin in­ currir en molicie, recurrimos a la riqueza por la oportunidad que da de actuar más que por vanagloria, y en cuanto a la pobreza, para nadie es vergonzoso confesarla sino que es más vergonzoso no intentar salir de hecho de ella.

En las mismas personas es posible el interés por los asuntos públicos y privados, y el que, a pesar de dedicarse a distintas ocupaciones, no conozcan de un modo deficiente los públicos, pues somos los únicos que a quien no participa en ninguno de esos le consideramos no despreocupado, sino inútil, y lo cierto es que sólo nosotros decidimos o examinamos con rectitud los asun­ tos, sin considerar un daño para la acción las palabras, sino más bien el no informarse mediante debate antes de emprender lo que se debe ejecutar. [...] En resumen, digo que la ciudad entera es la escuela de Grecia [...] Que esto no es pompa retórica propia del momento más que una realidad basada en hechos, lo pone de manifiesto el mismo poderío de la ciudad, poderío que consegui­ mos gracias a esta forma de ser. [...] Al presentar este poderío con grandes pruebas y que desde luego no carece de testimonios, seremos admirados por los de ahora y los de después, sin necesi­ tar para nada de un Homero que nos elogie, ni de quien con sus versos deleitará el instante presente, pero cuya interpretación de los hechos será destruida por la verdad, sino bastando con obligar a todo el mar y la tierra a hacerse accesibles a nuestra osadía, dejando en todas partes monumentos imperecederos de nuestros infortunios y éxitos. En fin, por una ciudad de tales características, éstos, juzgando noblemente que no debían quedar privados de ella, murieron luchando, y es de esperar que cualquiera de los que quedan, quie­ ran esforzarse por ella. (II 37-41) Tucídides, Guerra del Peloponeso (Trad, de F. Romero Cruz, Madrid: Cátedra, 1994)

vado, medio o humilde— adecuado a cada género discursivo. Es lo que se llama retorización de la poética, fenómeno que, con variantes y altibajos, se mantiene hasta el s. XVIII. 6.3.1. La teoría de los status Hemos dejado para el final la oratoria judicial o forense, la más desarrollada, y por ello destinada a convertirse en modelo para las otras. Pues bien, hay un aspecto de ella que constituía el nervio mismo de la inventio y al que los rétores antiguos dedicaron mucha atención. Se trata de la teoría de la stásis en griego, o en latín, de los status causae. El término stásis no tie­ ne traducción posible. Designa, por ejemplo, la postura de los púgiles, uno frente al otro, que se enfrentan en el boxeo y que deben estudiarse con toda atención para saber por dónde atacar. La figura que componen ambos en ese momento de tensión pre­ vio al ataque es la stásis. En efecto, es imprescindible compren­ der bien (intellectio, para algunos la sexta operación retórica) cómo enfocar la defensa —o la acusación— para llevar la dis­ cusión al terreno que sea más favorable para la propia posición. El resultado del enfrentamiento entre las posiciones es lo que se llama el ‘punto en litigio’ (judicatio), lo que de hecho se trata de discutir. Los status son varios. El primero, el status coniecturae se pregunta por los hechos. El defensor los negará, y el acusador los afirmará. Pues si no hay forma de demostrar que el acusado haya cometido lo que sea, no hay caso. Naturalmente, en el caso del género deliberativo la cuestión es qué hay que hacer y si hay que adoptar o no una medida determinada; y en el epidic­ tico no se plantea esta cuestión puesto que lo que hay que ala­ bar o censurar es ya un hecho: que hubiera caídos atenienses en el primer año de guerra no se discute. El status finitionis se pregunta por la definición jurídica justa del hecho, por ejemplo, cuando la defensa pretende que se trata 57

de hurto de uso, pongamos por caso, y la acusación de robo, lo que agrava la pena. En el caso de la deliberativa es la cuestión de que hay que hacer algo, pero no esto. Pues, volviendo al ejemplo de la guerra de Irak, cambia bastante definirla como ‘agresión contra el pueblo iraquí’ y como ‘lucha para defender­ nos de una posible agresión y liberación del pueblo iraquí del tirano Sadam’. Lo que implicaba que, con respecto a la guerra de Irak, o bien había que hacer tal o cual cosa, o bien retirar las tropas. Para una de las partes enfrentadas, esta medida era aban­ donar a nuestros aliados, para la otra, desentenderse de una gue­ rra injusta. El status qualitatis discute si la acción que sea se ha cometido o no de acuerdo con la ley, lo que en el caso de la oratoria deli­ berativa se define como la cuestión de la utilidad de la medida que sea (que puede entrar en conflicto con lo justo y lo digno), y en la epidictica se centra en lo honorífico y digno de alabanza de la acción. De nuevo, se podría admitir que se ha matado a alguien, pero defenderse aduciendo que era en legítima defensa, lo que está de acuerdo con una ley natural por encima de cual­ quier ley positiva: todos recordamos que el enfrentamiento entre ley natural y leyes humanas es utilizado regularmente por la Igle­ sia para atacar el divorcio o el aborto. Y, en la deliberativa, en el caso de la guerra de Irak, se ha discutido su legalidad de acuerdo con el derecho internacional, su utilidad para combatir el terroris­ mo, su carácter honorable o vergonzoso: podía ser muy útil la ocupación de Irak de cara a aumentar el suministro de crudo a Occidente, pero ello chocaba con el derecho y la justicia. La discusión de la cualidad de un hecho se puede subdividir, a su vez, en un genus rationale, cuando nos centramos en el hecho en sí y su valoración de acuerdo con la ley, y un genus legalis, cuando lo que se discute es el sentido mismo de la ley, para llevarlo al terreno que nos interesa. En tal discusión los rétores distinguían entre lo que llamaban ‘leyes contrarias’, la letra y el sentido, el razonamiento, la ambigüedad y la trasla­ 58

ción. Por ejemplo, a propósito del proyecto de ley contra la vio­ lencia de género, se ha enfrentado el principio que lleva a prote­ ger al particularmente desfavorecido con el de igualdad ante la ley, contra el cual —según algunos— atentaría la protección particular al colectivo de las mujeres. Otra posibilidad es, dado el inevitable desfase entre el momento de redacción de las leyes y la evolución social, atacar la letra de la ley en nombre del principio de equidad, o, al contrario, agarrarse a la letra argumen­ tando que la voluntad del legislador ya quedó clara y alejarse de ella un punto es amenazar el sistema jurídico completo. También puede plantearse —es a lo que se llamaba ratiocinatio— un caso no previsto por ninguna ley específica pero que se concluye de la aplicación de varias, por ejemplo, la extensión de los derechos de propiedad intelectual, pensados para la letra impresa, a Internet. O bien puede atacarse la ley pretendiendo que es ambigua. O final­ mente, y es el status traslationis, se puede impugnar el proceso mismo, rechazando que el juez o el jurado —en el caso de la ju­ rídica— o el orador o la asamblea misma, en los demás supues­ tos, sea competente para entender en el asunto de que se está tratando. No es difícil ver que se puede establecer una cierta gradación de situaciones. Un ejemplo judicial, basado en posibilidades ya mencionadas: la mejor defensa es cuando se puede argumentar que no se ha hecho lo que sea (status coniecturae), porque entonces la absolución es segura. Pero si no se puede seguir esa línea de defensa, se podrá discutir que lo que se ha hecho, se ha hecho con justicia, por ejemplo, que se ha matado en legítima defensa (status qualitatis). Si no queda más remedio que reco­ nocer el carácter delictivo del hecho, siempre se podrá discutir la calificación jurídica, puesto que, por ejemplo, no se pena igual el hurto que el robo (status finitionis). Y finalmente, queda el recurso de argumentar que el tribunal no es competente e intentar un retraso o incluso suspensión de la vista (status tras­ lationis). Las prolongaciones interminables de los procesos son 59

práctica habitual (siempre que se disponga de medios para con­ tratar un abogado no incapaz) y la prensa proporciona ejemplos a diario. En conjunto, se puede decir que la teoría de los status consti­ tuye la clave misma de la teoría de la invención, o mejor dicho, del trayecto dialéctico que enlaza la intellectio y la inventio, puesto que abarca desde la comprensión de la naturaleza de la causa hasta la búsqueda de argumentos para defender nuestra posición en ella.

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7. La disposición

La disposición enseña a dar un orden a lo encontrado. La inte­ ligencia funciona como un torbellino, como saben bien los que practican el brainstorming, esa técnica de apuntar de forma caó­ tica todo lo que se nos ocurra sobre un tema. Pero tanto para decirlo como para escribirlo hemos de darle un orden lineal, bien sea la sucesión de momentos del tiempo, cuando hablamos, bien sea la línea de la escritura. Hace falta algún criterio para organizar lo que hemos de decir: qué antes y qué después, cómo empezar y acabar, qué extensión darle a cada parte... Para los antiguos, operaba aquí la vieja metáfora del Fedro pla­ tónico que considera el discurso según el modelo del cuerpo humano: “Pero creo que me concederás que todo discurso debe es­ tar compuesto como un organismo vivo, de forma que no sea acé­ falo, ni le falten los pies, sino que tenga medios y extremos, y que al escribirlo, se combinen las partes entre sí y con el todo” (Platón, Fedro 264c 2-6), así le dice Sócrates a Fedro, y éste asiente. El mismo canon se repite en otros diálogos, en Aristóteles, y es gene­ ral en la Antigüedad. Recordemos a los escultores para los que la estatura del cuerpo, para guardar la debida proporción, había de medir siete cabezas y media. Ha de haber, pues, una proporción en­ tre el todo y las partes, principio este que debe regir la disposición general del discurso y la extensión relativa de sus partes integrantes. En cuanto a éstas, se puede distinguir entre un exordium (en griego prólogo o proemio)', palabras introductorias; una narratio o exposición de los hechos (en griego prothesis); probatio o argu61

inentatio, argumentación, y confutatio, la refutación de los argu­ mentos del contrario (en griego el conjunto es la pístis); y perora­ tio o conclusio, conclusión y exhortación final (en griego epílo­ gos). Claro que este orden cuatripartito podía enriquecerse con una propositio y partitio (después del exordio o de la narración), como una especie de índice de los argumentos o asuntos que se van a tra­ tar. Todo lo cual resulta bastante natural, puesto que siempre, al tratar cualquier cosa, nos presentamos y decimos unas pocas pala­ bras introductorias; exponemos los hechos; damos nuestros argu­ mentos procurando desmontar los del contrario; y sintetizamos lo que queremos que se quede principalmente en el auditorio. Y nadie dudaba de que el exordio debía ser breve; la narración y argumentación, como partes centrales, extensas; y la peroración, de nuevo breve. En caso contrario se caería en el ridículo del que no sabe despedirse, o da vueltas y más vueltas sin atreverse a en­ trar en el asunto que verdaderamente justifica el discurso. Pero no hay más criterio objetivo que el de extenderse lo necesario para decir todo lo que se debe decir. La medida de lo cual revela el cri­ terio del orador y está sujeta al juicio del público. El decorum o de­ coro, es decir, el principio de la adecuación, de un lado al tema, de otro a la situación y al auditorio, es aquí la ley, y el iudicium, la ca­ pacidad de discernimiento de lo adecuado, la clave para el orador. Los antiguos consideraban ordo naturalis al que dibuja la sucesión expuesta: exordio-narración-argumentación-perora­ ción. Parece como que resulte natural, como parece lo natural el contar algo de principio a fin, siguiendo la línea del tiempo, o disponer miembros de frase o series de palabras de menor a mayor extensión. Era lo habitual cuando la causa que se exponía parecía defendible. Pero también había un ordo artificialis, puesto que una causa o un asunto difíciles podían llevar a pres­ cindir de exordio, a acortar o interrumpir la narración, a narrar de atrás adelante (lo que él cine llama flash back), a repetir la argumentación, en fin, a cortes, alteraciones o intensificaciones variadas. Y aquí venía el ejemplo de la poesía, y sobre todo de 62

Homero, que había empezado la Iliada transcurridos siete años de la guerra de Troya, y había preferido mostrar ésta a través de la cólera de Aquiles y sus consecuencias, en vez de seguir el proce­ dimiento de los anale?, la narración año por año de muchos histo­ riadores antiguos. En cuanto a Virgilio, en el mundo romano, había hecho que Eneas narrase la destrucción de Troya en el libro II de la Eneida, en vez de empezar por ella. De donde se deduce que lo aparentemente natural puede ser más difícil que las elipsis y saltos temporales que permiten omitir lo no deseado. No sólo hay normas para la composición general, sino que cada una de las divisiones del discurso tenía las suyas propias. Es difícil separar aquí lo que corresponde a invención y a dispo­ sición, puesto que, por definición, componer bien es cuestión tanto de argumentos o ideas cuanto de palabras; de hecho, la disposición suele ser la parte menos desarrollada en los tratados antiguos. Pero echemos una ojeada a esas normas. 7.1. El exordio Empecemos por el exordio. Se suele comparar con el pórtico de un palacio o de una casa, y como tal, sus dimensiones deben ajustarse a la peculiaridad del discurso: no imaginamos el pala­ cio de la Zarzuela sin vestíbulo, o con un vestíbulo diminuto. Comoquiera que sea, el orador no debe perder de vista que, con el exordio, ha de ganarse la atención, la benevolencia, y la receptividad del juez o jueces y del público para la propia causa, lo que viene muy facilitado si se los gana uno para la propia per­ sona. Lo segundo se subordina a lo primero, claro está, pero es muy conveniente. Pensemos en la centralidad del ‘talante’ en la campaña del PSOE en las últimas elecciones (marzo de 2004) y período subsiguiente, y en el decidido empeño, por parte de Mariano Rajoy, de apartarse de la imagen construida por José María Aznar en esos mismos tiempos. El exordio es el lugar ideal para que el orador emplee argumentos morales, construidos a par63

tir de sí mismo. Es el conocido tópico de la captatio benevolen­ tiae, la pretendida humildad que finge atreverse a hablar sólo por­ que el auditorio será comprensivo y no mirará a quien habla sino la justicia de la posición que defiende. Aristóteles precisaba muy bien, ya lo hemos visto, que no se trata de que el orador hable de moral, o de que lleve una vida intachable, sino de que la moral debe desprenderse de los argumentos que emplea. Es evidente que conviene huir de la arrogancia, y no está de más la crítica a la parte contraria —las frecuentes acusaciones a Rodríguez Zapate­ ro de falta de preparación a lo largo del período citado—; así como la alabanza discreta de los jueces o del público. De la importancia de la construcción de la propia imagen da una idea el llamado ‘caso Wanninkhoff’. La juez acordó el 12 de agos­ to de 2004 el sobreseimiento de la causa contra la en un principio acusada principal, Dolores Vázquez, anteriormente condenada en un juicio con jurado. Quien recuerde el caso, no habrá olvidado que los medios de comunicación consiguieron dar una imagen ate­ rradora de la ahora exculpada, y que es evidente que ni ella ni su defensa consiguieron contrarrestar semejante construcción. El siguiente es un ejemplo de exordio que Giambattista Vico, catedrático de retórica de la Universidad de Nápoles hasta 1741, puso de modelo en su propio manual, la Institutio oratoria (1711). Se trata del ciceroniano del Pro Sexto Roscio Amerino (disculpe el lector la longitud del ejemplo, pero sólo copiándolo entero es posible dar una idea de la elocuencia ciceroniana). Cicerón recorre en él su propia persona, la naturaleza de la causa y las figuras de los jueces, con lo que consigue construir un exordio adecuado. Pues el mayor defecto de esta parte del discurso radica en no ajustarse bien al resto, en resultar despro­ porcionado, o en ser trivial, es decir, en servir para cualquier dis­ curso y no ser específico del que se trata. [1.1] Creo, jueces, que os maravillaréis de cómo es posible que, cuando están sentados tantos oradores eminentes y nobilísimos,

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me levante antes yo, que no puedo compararme con ellos ni por edad, ni por ingenio, ni por autoridad. Pues todos los que veis presentes en esta causa juzgan que es preciso defenderse de una injusticia maquinada por un nuevo crimen; pero ellos mismos no se atreven por la iniquidad de los tiempos. A sí ocurre que están presentes porque siguen su deber, pero callan, porque evitan el peligro. 2. ¿Qué, pues? ¿Es que soy yo el más audaz de todos? En abso­ luto. ¿O más propicio a cumplir mi deber que los demás? No deseo tanto esta alabanza como para querer que se les arrebate a otros. A sí ¿qué razón me ha empujado, más que al resto, a hacerme cargo de la defensa de Sexto Roscio? Es que, si habla­ se alguno de esos que veis presentes, que tienen la suma autori­ dad y dignidad, si dijera una palabra acerca de la cosa pública — lo que en esta causa es necesario que se haga— , se pensaría que había dicho mucho más de lo que había dicho. 3. Mientras que si yo dijere libremente todo lo que hay que decir, de ningu­ na manera surgirá mi discurso del mismo modo ni podrá llegar hasta el público. Luego, porque ni una palabra de los demás puede quedar oculta a causa de su nobleza y dignidad, ni puede concederse que se haya dicho a la ligera, en vista de su edad y prudencia. Si yo dijere algo más libremente, o bien pasará desa­ percibido a causa de que todavía no he entrado en la vida públi­ ca, o bien se podrá perdonar a mi juventud; aunque no sólo el hábito de perdonar, sino incluso el de investigar se ha perdido en la ciudad. 4. Se añade también la razón de que a los demás quizá se les haya pedido que hablasen de modo que pensaran que podían hacerlo o no sin faltar a su deber; pero a m í me han insistido quienes ante mí pueden mucho en amistad, en beneficios y en dignidad, cuya benevolencia hacia mí no debo ignorar, ni recusar su autoridad, ni descuidar su voluntad. [Π.5] Por estas razones me he presentado como abogado de esta causa, no elegido por ser el de mayor ingenio, sino porque de

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todos era el que quedaba que pudiese hablar con el menor peli­ gro; y no para que Sexto Roscio fuera defendido con una defen­ sa bastante fuerte, sino para que no quedase abandonado por completo. Acaso preguntéis: ¿qué terror es éste, y a qué tanto miedo, que paraliza a tantos y tales varones, para que no quieran hablar en favor de la vida y la fortuna de otro, según tienen acostumbra­ do? No es sorprendente que lo ignoréis hasta ahora, ya que los acusadores deliberadamente no han mencionado lo que motivó el juicio. 6. ¿Qué hecho es éste?: los bienes del padre de Sexto Roscio, aquí presente, que ascienden a seis millones de sestercios, que de un varón valentísimo y muy ilustre, L. Sila, al que nombro con respeto, afirma haber comprado por dos mil sestercios L. Comelio Crisógono, joven el más poderoso de nuestra ciudad en este tiempo. A vosotros corresponde, jueces — esto reclama él— que, puesto que ha invadido con ningún derecho la fortuna tan plena y preclara de otro, y puesto que la vida de Sexto Roscio parece obstaculizar y ser impedimento a su disfrute, eliminéis de su espíritu toda sospecha y le quitéis el miedo: [Crisógono] no piensa poder obtener el patrimonio tan amplio y abundante de un inocente con este incólume; pero condenado y desterrado espera que podrá disipar y consumir por la lujuria lo que ha conseguido por el crimen. Pide que le quitéis esta preocupación del espíritu, que le aguijonea y punza día y noche, para que os confeséis cóm­ plices de su tan criminal botín. 7. Si os parece justa y honesta esta petición, jueces, yo traigo por contra una petición breve, y según estoy convencido, un poco más justa. [HL] Primero pido a Crisógono que se contente con nuestra for­ tuna y nuestra propiedad; que no pida la sangre y la vida. En segundo lugar, a vosotros, jueces, que resistáis la audacia de los desvergonzados, liberéis de la calamidad a los inocentes, y rechacéis en la causa de Sexto Roscio el peligro que nos ame­ naza a todos.

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8. Porque si se encontrara base para la acusación, sospecha del hecho, o cualquier cosa, en fin, por mínima que sea, por donde parezca que aquellos han ido detrás de algo al anunciar la que­ rella; finalmente, si encontráis algún motivo además del botín que he dicho, no rechazamos que se entregue la vida de Sexto Roscio al apasionado deseo [de sus enemigos]; pero si no se trata de nada sino de que nada falte a quienes nada basta; si por esto sólo se lucha en este momento, porque se añada la conde­ na de Sexto Roscio como coronación de aquella rica e ilustre presa, ¿acaso no es indignísimo, sobre muchas cosas indignas, que se os tenga por idóneos para conseguir por medio de vues­ tras sentencias y por medio del derecho que habéis jurado aquello que antes han acostumbrado conseguir por el crimen y el hierro? A vosotros, que habéis sido elegidos de la ciudad para el senado por vuestra dignidad, del senado para este tribu­ nal a causa de vuestro sentido estricto de la justicia, ¿os piden unos sicarios y gladiadores no sólo evitar el castigo por el que deben temer de vosotros y estremecerse a causa de sus fecho­ rías, sino incluso abandonar el juicio enriquecidos y adornados con los despojos de Sexto Roscio? [IV.9] De estos tan grandes y tan atroces crímenes, entiendo que ni puedo hablar con suficiente adecuación, ni reclamar con suficiente energía, ni dar voces con suficiente libertad, pues me sirven de impedimento para estar a la altura el ingenio, para la energía la edad, para la libertad los tiempos que vivimos. Unese a esto el sumo temor que me añade la naturaleza y mi modestia, y vuestra dignidad, y la fuerza de los adversarios, y el peligro de Sexto Roscio. Por ello os ruego, jueces, y os conjuro a que oigáis mis pala­ bras con benevolencia. 10. Confiado en vuestra rectitud y sabi­ duría, he tomado más carga de la que comprendo que podía lle­ var. Esta carga, si me la aliviáis en alguna parte, la llevaré como pudiere con celo y con industria, jueces; pero si me aban­ donáis, lo que no espero, no m e faltará el ánimo, sin embargo,

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y lo que empecé, lo llevaré a término en lo que pueda. Si no pudiere llevarlo a término, prefiero que me oprima el peso del deber antes que abandonar por deslealtad, o deponer por debili­ dad de ánimo lo que se ha encomendado una vez a mi buena fe. 11. A ti también, Marco Fannio, te ruego con insistencia que, como ya antes te mostraste al pueblo romano, cuando presidiste como juez este mismo tribunal, te nos ofrezcas así ahora a no­ sotros y al pueblo romano. [V] Ves qué multitud se ha congregado para este juicio; com­ prendes qué expectación, qué deseo hay de que haya sentencias estrictas y severas. Tras un largo intervalo es éste el primer jui­ cio sobre una acusación de asesinato que se emprende, aunque entre tanto haya habido muertes indignísimas y muy grandes; todos esperan que, siendo tú pretor, este tribunal será el más adecuado a los crímenes manifiestos y la sangre cotidiana. 12. D el levantar la voz que los acusadores han acostumbrado ser­ virse en los restantes juicios, de ese nos serviremos ahora noso­ tros, que llevamos la defensa. Te pedimos a ti, Marco Fannio, y a vosotros, jueces, que castiguéis crímenes con la mayor ener­ gía, que resistáis a hombres audacísimos con la mayor fortale­ za, que penséis que si no mostráis en esta causa cuál sea vues­ tro ánimo, de tal modo irrumpirán la pasión y el crimen y la audacia humanos que habrá asesinatos no sólo a escondidas, sino incluso aquí, en el foro, ante tu tribunal, Marco Fannio, a vuestros pies, jueces, entre esos mismos escaños. 13. Pues ¿qué otra cosa se intenta en este juicio sino que sea lícito cometer crímenes? Acusan los que han invadido la fortu­ na de éste, se defiende él a quien no han dejado más que la calamidad; acusan ésos a quienes ha beneficiado que el padre de Sexto Roscio fuera muerto, se defiende él a quien la muerte de su padre le ha llevado no sólo el llanto, sino también la pobreza; acusan ésos que han deseado intensamente degollarle a él mismo; se defiende él, que hasta a este mismo juicio viene con escolta, para que no sea asesinado aquí mismo, ante vues-

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tros ojos; acusan ésos, en fin, a quienes el pueblo reclama, se defiende él, el único que ha quedado de su matanza abominable. 14. Y para que podáis comprender más fácilmente, jueces, que los hechos son más vergonzosos de lo que hemos dicho, os expondremos desde el principio cómo han sido las cosas... Cicerón, Pro Sexto Roscio Amerino. (Trad. mía).

Naturalmente, no será lo mismo la causa honesta, que va a contar con el apoyo de todos y permite al orador proceder direc­ tamente, que aquella en que se defiende algo que va contra el sentir general, caso en el que es mejor proceder indirectamente. Al exordio adecuado a esas situaciones difíciles se le llamaba insinuatio, puesto que procede insinuándose en el ánimo de los jueces o del auditorio. Hay todavía otras posibilidades, como el exordio correspondiente a temas modestos, en el que a fin de evitar el aburrimiento se asegurará que se van a presentar cosas de interés, pero la diferencia entre el exordio digamos natural y la insinuatio es la más relevante. Otro interesante ejemplo de la Antigüedad, que también gus­ taba a Giambattista Vico. En la Conjuración de Catiliria, de Salustio, César defiende a los conjurados, pero siguiendo un ca­ mino indirecto: LI. Todos los hombres que han de juzgar de cosas dudosas, Padres Conscriptos, conviene que estén libres de odio, amistad, ira y misericordia. No discierne el espíritu fácilmente la verdad cuando aquellas obstaculizan: y no hay hombre que haya obe­ decido a la vez a su deseo y a la utilidad. Cuando lo pones en tensión, el ingenio tiene fuerza; si lo posee el deseo, lo domina, y nada vale el espíritu. Muy largo de recordar es para mí, Padres Conscriptos, qué reyes o qué pueblos decidieron mal, empujados por la ira o la misericordia. Pero prefiero decir lo que han hecho recta y ordenadamente nuestros mayores contra

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el deseo de su espíritu. En la guerra de Macedonia que lleva­ mos contra el rey Perseo, la grande y magnífica ciudad de los rodios, que había crecido con la ayuda del pueblo romano, nos fue infiel y enemiga. Pero después de que terminada la guerra se deliberó acerca de los rodios, nuestros mayores, para que nadie dijera que se había iniciado una guerra más a causa de las riquezas que de la injuria, los dejaron sin castigo. Igualmente en todas las guerras púnicas, como los Cartagineses cometieran múltiples crímenes abominables, incluso en época de paz y en plena tregua, en ningún momento los nuestros aprovecharon la ocasión para hacer lo propio: buscaban más lo que fuera justo que lo que podía hacerse contra aquellos en derecho. Esto mismo debéis procurar vosotros, Padres Conscriptos, que no tenga más fuerza ante vosotros el crimen de Publio Léntulo y de los otros que vuestra dignidad; y que no decidáis por vuestra ira más que por la fama. (Trad. mía).

Hay otro ejemplo memorable en el Julio César de Shakespea­ re, cuando, asesinado César, Bruto y los demás conjurados, que desean mantener una imagen de justicia, autorizan a Antonio, amigo de la víctima, para hacer su elogio fúnebre. Antonio empieza a pronunciar el exordio, admirable ejemplo de insinua­ ción, demoledora para los conjurados, que pretendían haber ase­ sinado a César para salvar a Roma de una dictadura: Amigos, romanos, compatriotas, prestadme atención: vengo a enterrar a César, no a alabarlo. El mal que hacen los hombres vive después de ellos, el bien a menudo es sepultado con sus huesos; sea así con César. El noble Bruto os ha dicho que César era ambicioso. Si fue así, era una grave falta, y gravemente ha pagado por ella. Aquí, con la venia de Bruto y los demás

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— porque Bruto es un hombre de honor; como son todos ellos, todos hombres de honor— vengo a hablar en el funeral de César. Él era mi amigo, fiel y justo para mí; pero Bruto dice que era ambicioso, y Bruto es un hombre de honor. Él ha traído muchos cautivos a Roma cuyos rescates llenaron las arcas públicas; ¿parecería esto ambición en César? Cuando el pobre se quejaba, César lloró: la ambición debería ser de una pasta más dura. Todavía, Bruto dice que era ambicioso y Bruto es un hombre honrado. Visteis que en las Lupercales por tres veces le presenté una real corona que por tres veces rehusó. ¿Era esto ambición? Todavía, Bruto dice que era ambicioso; Y, no hay duda, es un hombre honrado. No hablo para censurar lo que Bruto ha dicho, pero estoy aquí para decir lo que sé. Todos le habéis amado alguna vez, y no sin causa; ¿Qué causa os detiene, así pues, para llorarle? Oh discernimiento, te has fugado a los brutos animales, y los hombres han perdido la razón. Perdonadme, mi corazón está en en ese féretro, con César y he de detenerme, hasta que vuelva en mí.

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(acto III, escena 2a; trad, mía)

Hábilmente, Antonio, en vez de defender abiertamente a Cé­ sar y atacar a sus asesinos, contrasta las afirmaciones de éstos, que no pone en duda, con su propia experiencia personal, de la cual se eleva, mediante amplificación, hasta los beneficios que la ciudad ha recibido del supuesto dictador, tangibles para to­ 71

dos. En un momento dado finge renunciar a leer el testamento de César que declaraba herederos a todos los ciudadanos: el efecto es tan eficaz que, sin abrirlo, ya ha conseguido sublevar­ los contra Bruto y los suyos. No está de más reflexionar en cuántas veces hemos asistido en la vida política a discursos que, fingiendo respetar la honorabilidad del contrario, de hecho lo estaban atacando. Añadamos finalmente que, mientras que en el género judicial se había de cuidar el exordio especialmente, a veces era prescin­ dible en el deliberativo —la posición de cada uno puede ser ya conocida—, y en el epidictico especialmente libre. 7.2. La narración La segunda parte del discurso clásico es la narratio o narra­ ción. También en este caso el género deliberativo tiene sus peculia­ ridades: si se discute la adopción de una medida política la narración será prescindible, aunque pueda tener lugar si nos remontamos al pasado que justifica la medida en cuestión. Y en el género epidictico, basta recordar cómo tendió a identificarse con lo que hoy llamamos literatura para comprender que, a su vez, la narración literaria —la novela— se rigiera en sus prime­ ros pasos por los preceptos de la retórica (lo que no significa que desde un punto de vista estético e histórico se explique por ellos, claro está). Pero de nuevo el paradigma es el discurso judicial (aunque incluso en éste sería prescindible si se tratase de una discusión legal): se comprende que, tras introducir la cuestión, hay que exponer los hechos que se van a juzgar. Es preciso ser conscien­ tes de que los mismos hechos darán lugar a narraciones muy diferentes según hable el fiscal o la acusación, en otros términos, toda narración es necesariamente parcial —coloreada—, porque está destinada a servir de fundamento a la argumentación que la 72

sigue. La parte contraria pasará por alto o minimizará cuanto nos favorezca. De ahí que no se pueda soslayar esta parte del discurso, aunque nos toque hablar en segundo lugar. Habrá que procurar no repetir lo ya dicho, pero sí contrarrestar cuanto pueda perjudicamos. Cualquiera que recuerde las sesiones de la comisión parlamentaria de investigación del 11 M encontrará abundantes muestras de lo que digo. Por lo demás, la teoría de la narración, como todo en retórica, comprendía una serie de virtudes y vicios, y admitía varias posibilidades. La relación de virtudes estándar, por así decir, postula que la narración ideal debe ser breve, clara, verosímil, y a ser posible agradable. La brevedad tiene que ver con la parcialidad: no es correcto remontarse más allá de dónde la causa toma cuerpo. Recuérdese la discusión acerca de dónde debían comenzar los trabajos de la mencionada comisión del 11 M : si se trataba de examinar la reacción ante el atentado la cosa era bastante diferente a si se pretendía demostrar que éste constitutía un eslabón en una cadena de manipulaciones destinadas a desalojar al PP del gobierno. En el género judicial, siempre podrá el juez llamar al orden a la defensa y la acusación para que se atengan a los hechos; en el deliberativo no hay más solución que la negocia­ ción y el juego de las mayorías; en el epidictico, la voluntad libérrima del que escribe empieza por donde le parece (¿qué sabemos de los cincuenta primeros años de la vida del que luego se llama don Quijote de la Mancha?). Y lo que vale para el comienzo, vale para la necesidad de ceñirse a lo relevante para la causa. En el Quijote —por ejemplo, en Π, xxxi— hay varias muestras de narración folklórica en las que Sancho desespera a don Quijote al contar cuentos con proliferación de detalles superfluos. Claridad y verosimilitud se relacionan con la sencillez del lenguaje, con que haya un orden perceptible que siga la línea del tiempo, y con que palabras, comportamientos, hechos y 73

reacciones resulten creíbles, donde creíble no es lo mismo que verdadero. Por ejemplo, era creíble la autoría de ETA en el aten­ tado del 11 M, hasta el extremo de que el Gobierno Vasco se la creyó. Lo fue menos después de la declaración pública de Amaldo Otegi, y mucho menos después de las reacciones inter­ nacionales y de las bolsas de todo el mundo a lo largo de la mis­ ma mañana. La diferencia entre credibilidad y verdad inspira aquella profunda tesis aristotélica de que la poesía es más filosó­ fica que la historia, ya que la primera se ocupa de lo que suele suceder, es decir de universales, y la historia de hechos que, por definición, sólo han ocurrido una vez. Precisamente la contin­ gencia de lo histórico ha inspirado no pocas reflexiones acerca de la validez de su conocimiento, y la posibilidad de extraer de hechos contingentes categorías y leyes generales funda la filoso­ fía misma de la historia. Si nos preguntamos, con David Pujante, si es lo mismo la verosimilitud retórica que la poética, es decir, si no hay auténti­ ca diferencia entre realidad y ficción pues lo que hay en uno y otro caso son perspectivas retóricamente construidas, habremos de contestamos que —contra Baudríllard— la guerra de Irak sí ha tenido lugar, y se comprenda como se quiera, ahí están muer­ tos y destrucción para atestiguarlo. Y recordando a Cicerón, narrase como narrase en su Pro Milone que ahora recordaremos, el cadáver de Clodio era un hecho, como lo fue que él no consi­ guió convencer, y que su defendido Mitón marchó al exilio. Dicho sea todo ello provisionalmente, pues la discusión no es tri­ vial, y está en el centro mismo de varios problemas de actualidad. La retórica discurrió un patrón de análisis destinado a asegu­ rar la claridad y la credibilidad de las narraciones. Es el inventa­ rio de lo que se llama elementa narrationis, que cumple para el orador una función semejante a la de los lugares en la argumen­ tación. Ya sabemos que en cualquier causa lo que se juzgan son acciones humanas. Ahora bien, ¿qué es una acción? La retórica clásica se dio cuenta de que en toda acción, alguien hace algo, 74

para conseguir algo, en un momento y en un lugar, por unos motivos y valiéndose de unas ayudas... Para razonar así, al fin y al cabo, sólo hay que extrapolar los elementos de cualquier ora­ ción gramatical: sujeto, verbo, objeto, complemento indirecto y complementos circunstanciales. Basta con que, ante un hecho, repasemos quién actuó (quis?), qué hizo (quid?), por qué (cur?), dónde (ubi?) y cuándo (quando?), de qué manera (quem ad modum?), y con qué ayudas (quibus auxiliis?), para que, al explicarlos, tengamos bastante que decir que resulte ordenado y convincente para que pueda ganarse al juez. Es ya tópico recor­ dar que tales circunstancias (circum stantia', lo que rodea al hecho) de la retórica antigua coinciden punto por punto con las Wh-questions del periodismo moderno ante cualquier noticia. Como es lógico, se trata de un recordatorio de lo que no puede faltar en una narración creíble y bien compuesta, pero además habrá que atender, como dice Vico, “a la naturaleza de las cosas, las costumbres humanas y el sentido común, de modo que lo que se diga que se ha hecho, parezca que necesariamente se ha hecho de forma natural”. Y ya sabemos que lo que nos pa­ rece natural nos lo parece porque concuerda con los valores que admitimos. Pero se une a esto la conveniencia de hacer la narración agrada­ ble, a fin de que además de enseñar, deleite. Entra aquí la posibi­ lidad de dramatizar, es decir, de hacer hablar a las personas de acuerdo con lo que se espera de cada una (práctica esta también frecuente en el periodismo actual); de describir lugares, personas y cosas de la forma más plástica posible: de hacerlos ver, a lo que se llamaba de forma significativa evidentia, en griego enárgeia... No se excluye la posibilidad de digresiones, como los ejemplos, pongamos por caso, siempre que se liguen con el hilo del discur­ so y contribuyan al efecto de conjunto. No sería admisible la falta de transiciones entre digresión y narración ni el apartarse más de la cuenta hasta llegar a perder el hilo. Pero este método admitía alteraciones, sobre todo temporales y en poesía (todavía en pleno 75

siglo XVin se denominaba poesía lo que hoy llamamos literatu­ ra). En definitiva que las leyes de la narración tienden a identifi­ carse con los preceptos de la clásica poética. El que sigue es un ejemplo del Pro Milone de Cicerón, sij obra maestra. En los tumultuosos años finales de la República, con una Roma sometida a las ambiciones de quienes luchaban por el poder al frente de bandas armadas, Milón había matado a Clodio, pero Cicerón se las arregla para presentar los hechos de forma que parezca justo lo contrario. En la práctica, Cicerón se vio obligado a hablar rodeado de las tropas dispuestas por Pompeyo para evitar desórdenes, no estuvo bien, perdió el juicio, y Milón fue desterrado. Lo que conservamos es su redacción pos­ terior al juicio, que según parece, supera con mucho las palabras realmente pronunciadas: [9.24] Como se hubiera propuesto Publio Clodio atribular a la República en su pretura con toda clase de crímenes, y viera que los comicios del año anterior se retrasaban de tal modo que no podría desempeñarla muchos meses, él que no miraba la cate­ goría del cargo, como los demás, sino que quería evitar como colega a L. Paulo, ciudadano de singular virtud, y buscaba un año entero para desgarrar la República, retiró de súbito su can­ didatura y la pasó al año siguiente, no por escrúpulo religioso alguno, sino para tener un año entero y verdadero, cosa que él mismo decía, para desempeñar la pretura, esto es, para subvertir la República. [25] Pensaba que, con Milón como cónsul, su pretura quedaría defectuosa y débil: veía que éste iba a ser cónsul con el consen­ so del pueblo romano; se unió a sus competidores, pero de modo que él solo dirigía toda la candidatura incluso contra la voluntad de ellos, de modo que toda la elección, según repetía, la sostenía sobre sus hombros; convocaba a las tribus, se inter­ ponía: inscribía una nueva colonia con la elección de los ciuda­ danos más depravados. Cuanto más revolvía las cosas Clodio,

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tanta más fuerza ganaba Milón de día en día. [...] Cuando ve el hombre, el más preparado para todo crimen, que [Milón] era segurísimo cónsul, y esto lo comprende no sólo por rumores, sino porque muchas veces se declara por los votos mismos del pueblo romano, empezó a actuar a las claras y a decir abiertamente que había que matar a Milón. [26] Había hecho descender del Apenino unos esclavos salvajes y bárbaros — los habéis visto— , con los cuales había talado los bosques públicos y devastado la Etruria; la cosa no era nada oscura, pues iba repitiendo abiertamente que no se le podía arrebatar el consulado a Milón, pero la vida sí: esto dio a entender a menu­ do en el senado, esto dijo en la asamblea. Incluso preguntándo­ le Favonio, varón excelente, qué esperanza le consumía siendo Milón cónsul, respondió que iba a perecer al tercer, a lo sumo al cuarto día, palabras de Clodio que Favonio transmitió al punto a Marco Catón, aquí presente. [27] Sabiendo entre tanto Clodio — pues no era difícil saber­ lo— que Milón tema que hacer por necesidad, antes del día 13 de las calendas de febrero2, el viaje de todos los años a Lanuvio marcado por la ley para nombrar un flamen3, porque era dicta­ dor de Lanuvio, él mismo de repente dejó Roma el día antes a fin de organizar una emboscada, según hay que colegir por los hechos, delante de una finca suya; y de tal manera dejó Roma que abandonó una tumultuosa asamblea que se tuvo aquel día en la que se echaba de menos su furor, y que nunca hubiese dejado si no hubiera querido encontrar el momento y el lugar del crimen. [28] Milón, al contrario, habiendo permanecido en el senado ese día hasta que se disolvió, se fue a su casa, se cambió de vestimenta y de calzado, esperó un momento mien­ tras que su esposa, como suele ocurrir, se prepara: luego parte en ese momento cuando ya Clodio, si en realidad ese día fuera 2. El 18 de enero. 3. Un sacerdote.

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a volver a Roma, hubiera podido volver. Le sale al encuentro Clodio, desembarazado a caballo, sin carro, sin bagaje, sin acompañamiento griego (como solía) alguno, sin su esposa, lo que nunca hacía; cuando este emboscado nuestro, que había preparado este viaje para cometer un crimen, iba en carro con su mujer, abrigado, y con el gran impedimento, delicado y fem enil, del acompañamiento de criadas y esclavos jóvenes. [29] Clodio le sale al encuentro ante su finca, casi a la hora undécima4 o no mucho más tarde. A l punto muchos le atacan con dardos desde un lugar elevado; de frente matan al cochero. Como Milón saltase del carro y, librándose del abrigo, se defen­ diera con gran valor, los que estaban con Clodio, desenvainadas las espadas, parte se dirigió por detrás al carro para atacar a Milón por la espalda, parte, creyendo a éste ya muerto, empieza a matar a sus esclavos, que estaban detrás; de éstos, los que eran fieles a su señor, parte fueron muertos, parte, como vieran que se luchaba junto al carro, no pudieran socorrer a aquél, no sólo oye­ ran del mismo Clodio que Milón estaba muerto, sino que pensa­ sen que era verdad, hicieron (pues lo diré abiertamente, no para derivar [en otros] el crimen, sino como sucedió) sin mandarlo su señor, ni saberlo, ni estar presente, lo que cada uno hubiera queri­ do que sus esclavos hicieran en tal ocasión. (Trad. mía).

7, 3. La argumentación La argumentación (argumentatio o confirmatio) constituye verdaderamente el eje del discurso, puesto que por ella demos­ tramos la justeza de nuestra posición; es la sede por antonoma­ sia de los argumentos racionales, y por tanto, donde se concen­ tra el docere del discurso, sin excluir que haya además, como sabemos, argumentos orientados a conmover. Pues, en efecto, al mismo tiempo que se acusa a X de atentar contra la vida de Y 4. Algo m ás tarde de las cuatro de la tarde, pero solares, claro está.

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ρ3Γ3 apoderarse de sus riquezas, el orador se empleará a fondo acerca de la inmoralidad de la vida previa de X a fin de hacerlo odioso y creíble como acusado. Los ejemplos de actualidad no escasean: es táctica habitual repasar los precedentes a fin de defender o destruir a un acusado o a un testigo. Se distinguía en ella dos partes, la positiva, argumentatio, probatio, o confirmatio, y la confutatio, o refutación de los argumentos del contrario. Venía a veces la argumentación precedida de una propositio en la que el orador sintetizaba la quaestio o quaestiones que defendía procedentes de la narratio previa, y de una partitio o divisio, es decir, de una especie de sumario en el que el orador enunciaba de forma esquemática, por mor de que se le pudiese seguir más fácilmente, los puntos que iba a tratar a continuación por extenso. El siguiente ejemplo, ya clásico, es del Pro Publio Quinctio de Cicerón (sólo hay que tener en cuenta que Horten­ sio es el abogado de la parte contraria, encarnada en Sexto Nevio, y Cayo Aquilio, el juez): Me fijaré unos límites y términos fuera de los cuales no podré salir por mucho que quiera; de modo que yo tenga presente de qué voy a hablar, y Hortensio a qué va a responder, y tú, Cayo Aquilio, puedas ver ya por adelantado ante tu espíritu qué cosas vas a oír. Negamos que tú, Sexto Nevio, hayas poseído los bie­ nes de Publio Quintio de acuerdo con el edicto del pretor. Sobre esto se ha estipulado una garantía. Mostraré primero que no ha habido causa por la que pudieras pretender del pretor poseer los bienes de Publio Quintio; luego que no has podido poseer de acuerdo con edicto [alguno]; finalmente que no has poseído. Te pido, Cayo Aquilio, y a vosotros que estáis en el consejo, que confiéis a la memoria con diligencia lo que he prometido. Pues entenderéis más fácilmente todo el asunto si lo recordáis; y me retiraréis fácilmente vuestra estima si intento franquear estos límites con que yo mismo me he rodeadq. Niego que haya habi-

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do causa por la cual pretendiera [poseer]. Niego que haya podido poseer según edicto. N iego que haya poseído. Cuando haya explicado estas tres cosas, concluiré. (Pro Publio Quinctio 10. 35-36). (Trad. mía).

Como sabemos, Aristóteles introduce la distinción entre prue­ bas atécnicas y técnicas. Las primeras: deposiciones de testigos, sentencias previas, documentos como los testamentos, que tan aficionados son a discutir los rétores romanos, se las encuentra el orador hechas ya, aunque ha de saber integrarlas en la causa. En cuanto a las técnicas, según Aristóteles, que es quien funda la argumentación retórica, se debe distinguir entre silogismos retóricos o entimemas, indicios (tekmeria), y ejemplos. Todos recordamos esquemas como: ‘Si todos los hombres son mortales, y todos los australianos son hombres, entonces todos los australianos son mortales’5. El silogismo es algo así como una regla de cálculo encaminada a pasar de lo conocido a lo des­ conocido, de modo que si se aplica rectamente producirá resul­ tados fiables. Siempre que se parta de premisas ciertas, la con­ clusión será verdadera. Y ello porque si el sujeto ‘todos los australianos’, está incluido en el de ‘todos los hombres’, le será aplicable el predicado ‘son mortales’, por aquello de que si A es predicado de todo B y B es predicado de todo C, A será predica­ do de todo C. La lógica formal moderna no procede de otro modo. En el silogismo tenemos que ver con enlaces entre un par de premisas tales que necesariamente se siga una conclusión. Y dado que para Aristóteles el modelo de ciencia es un saber por causas según relaciones de necesidad, el silogismo es sin más el instrumento de la ciencia. 5. Sigo un ejemplo del Diccionario de Filosofía de Ferrater Mora (Madrid: Alianza, 1986IV: 3034), que critica el ejemplo tradicional ‘Todos los hombres son mortales’, ‘Sócrates es hombre’, ‘Sócrates es mortal’, como falso silogismo.

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Pero ¿qué ocurre cuando lo que se discute no son premisas indudables sino tesis o hipótesis (latín: quaestiones), esto es, afirmaciones problemáticas acerca de las cuales se puedan dis­ cutir posiciones enfrentadas? En muchos casos no podremos alcanzar una conclusión indubitable, sino, todo lo más, convin­ cente y creíble por apoyarse en lo que sucede las más de las veces, que es a lo que llamamos lo verosímil. Al silogismo que trabaja con premisas sólo probables y que produce conclusiones verosímiles (y con frecuencia saltándose algún paso) se le llama entimema6, nombre del silogismo retórico más frecuente: “No fumes, que te vas a matar”. Donde lo que de verdad se quiere decir es: (1) ‘Fumar produce cáncer’, (2) Έ1 cáncer es una enfermedad mortal’, (3) ‘Luego fumar es suicidarse’. No hace falta ser un genio para ver que mientras que el silogismo de Sócrates es irrefutable, éste se refuta fácilmente arguyendo que no necesariamente fumar produce cáncer, y que dado que en la vida hay muchos otros riesgos que asumimos, no es ninguna locura preferir el placer que proporciona fumar a un riesgo puramente hipotético. Recuérdese el divertido argumento de hace unos años de Femando Savater: a nadie se le ha ocurrido prohibir circular en automóvil, a pesar de que la conexión entre tráfico y accidentes es indiscutible, y, sin embargo, hay toda una cruzada antitabaco basada en una relación tabaco-cáncer mucho menos segura. En conclusión, si un argumento viene a ser un planteamiento, el método correspondiente es el silogismo como forma perfecta de razonamiento, y el entimema, también llamado epiquerema, su forma imperfecta. Pero una cosa es el mundo de los ejemplos esquemáticos y otro el del discurso retóri­ 6. Aunque la tradición quiere que se entienda por entimema el silogismo al que falta una premisa, según Bumyeat tal definición procede del estoicis­ mo y lo ortodoxamente aristotélico es la distinción apuntada entre silogis­ mo de premisas ciertas y silogismo retórico — el entimema— de premisas sólo probables.

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co, en el que los rétores advertían que el entimema de tres partes podía, o bien hacerse conciso y de miembros contrapuestos, como el ejemplo del tabaco citado, o bien enriquecerse y complicarse con otras hasta llegar al esquema de cinco partes, algo así como esto: “A la Iglesia se la quema callada en todo, muda, que se plegase a los poderes de este mundo, que no inquietase a estos mismos poderes, bajo el pretexto de que han recibido una legitimidad de apoyos más o menos mayoritarios. ¿Qué, si no, indican reaccio­ nes de personas y medios públicos ante determinadas homilías y escritos o declaraciones recientes de Obispos? ¿Qué, si no, indi­ can las amenazas al mantenimiento o sostenimiento de la Iglesia por parte de algunos, de todos conocidas?” (De una homilía del arzobispo de Toledo, según ABC de 16 de agosto de 2004, p. 32).

El autor de la crónica, Jesús Bastante, no reproduce el texto completo de la homilía pero sí abundantes citas, que vienen a concluir en el pasaje citado. En el conjunto, se reconoce la estructura: P roposición: Los poderes de este mundo quieren acallar a la Iglesia y que se pliegue a ellos. Demostración de la proposición: Para lo cual se apoyan en la legitimidad de apoyos más o menos mayoritarios.

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Asunción: Pero la Iglesia representa otra legitimidad7, inquie­ tante para esos poderes. 7. Que no hace falta decir que no es la democrática, sometida al juego de las mayorías. Aunque es fácil contraargumentar, y lo hizo en el ABC del día siguiente Manuel Martín Ferrand, nada sospechoso, que es una extraña persecución la que tolera tan apocalípticos pronunciamientos. Aparte de que en la propia Iglesia hay no pocas voces que no se reconocen en ese dis­ curso, para la sociedad civil no puede haber otra legitimidad que la inma­ nente de los “apoyos más o menos minoritarios”, es decir, la democrática,

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Confirmación de la asunción: De ahí las reacciones de perso­ nas y medios públicos contra determinadas homilías y declara­ ciones de los obispos (contra el aborto, el matrimonio entre homosexuales, y ,1a experimentación con células embrionarias, citados anteriormente). A m plificación de la confirmación·. Por eso las amenazas al mantenimiento de la Iglesia, que confirman una campafia enca­ minada a “despedazar a la Iglesia”, “cuando proclama la ver­ dad, aun a costa de persecución, cuando lo apuesta todo por el hombre y señala que su camino es el hombre”. “Esto no se tolera y, en consecuencia, viene el acoso, la descalificación o la persecución misma”. Conclusión·. La Iglesia no debe callar ante la sociedad actual que “ha implantado una cultura de muerte que trata de secar las fuen­ tes de la vida humana o de eliminarla legalmente antes de nacer o si se considera inútil, o de manipularla con otros fines”.

Dado que el ámbito de la retórica es el de lo discutible, fá­ cilmente el entimema se desliza para convertirse en falacia o sofisma: (1) ‘La virginidad produce cáncer’, (2) ‘vacúnate’, de parecida forma gramatical y parecidas presuposiciones al enti­ mema del tabaco, pero claramente un chiste, porque si el nexo entre ‘fumar’ y ‘cáncer’ es probable, el que hay entre ‘virgini­ dad’ y ‘cáncer’ sólo existe porque lo pone el que emplea la frase. Por cierto que hay un verbo griego títhemi que significa ‘colocar’, ‘poner’, de donde viene precisamente tesis, aquella afirmación que se pone en el discurso para defenderla o reba­ tirla; como la quaestio latina se relaciona con el verbo quaero, ‘preguntar’, ‘investigar’. Algunas retóricas clásicas o posteriores añadían a este trata-

en nombre de la cual se ha de legislar para la totalidad de los ciudadanos y no según el particular criterio de creencia específica alguna.

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miento diferentes tipos de argumentos además del entimema, como la inducción, el dilema, o el sorites. La inducción generaliza a partir de casos particulares, lo que los antiguos llamaban ‘de las especies al género’, aquellas afir­ maciones de alcance limitado de las que, sumadas, se puede extraer una conclusión que las reúne todas. Si nada como un pato, vuela como un pato y se alimenta como un pato, proba­ blemente es un pato. En la inducción siempre hay un salto, como aprendió muy bien el pavo inductivista en el ejemplo de Russell, que del hecho de que durante años a medio día llegase el granjero y le diera de comer, indujo que medio día es la hora de comer. Se llevó el gran susto cuando el 24 de diciem­ bre el granjero llegó pero para torcerle el cuello y convertirlo en cena. El siguiente es un ejemplo clásico, en el que una serie de casos particulares confirma la afirmación general que rema­ ta el fragmento: Cumple por tus virtudes tu triste papel, la difícil gloria progresa por un camino abrupto. ¿Quién conocería a Héctor si Troya hubiese sido feliz? Por las desgracias públicas se abre el camino de la virtud. Tu arte, Tifis8, es superfluo, si la mar no está agitada; si los hombres están sanos, tu arte, Febo9, está de más. Escondida, desconocida de los buenos tiempos, la virtud se manifiesta y se afirma en la desgracia (Ovidio, Tristes, IV 3, 73-80; trad, mía)

En el dilema se acorrala al contrario mediante una disyunción excluyente igualmente negativa para él, de forma que si preten­ de eludir un lado, caiga en el otro. El ABC del 16 de agosto de 8. Prim er piloto de los argonautas. 9. Apolo, patrono de los médicos.

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2004 titula uno de sus editoriales “Un análisis muy poco sol­ vente” (p. 4), y termina su penúltimo párrafo con un buen ejem­ plo. Se trata de un informe socialista presentado en el Congreso en el que se augura un importante deterioro de la situación eco­ nómica, y dice: “Quizá los socialistas se estén poniendo la venda antes de la herida por si se produce un empeoramiento de la economía española achacable a su propia política. Por otra parte, y si tan pésimo es el panorama, la opinión pública debería preguntarse cómo el Gobierno no suspende sus vacaciones y se pone inmediatamente a trabajar en una solución que pueda paliar los efectos de la subida del precio del petróleo”. El sorites es un tipo de razonamiento que se atribuía a los estoicos, y que va avanzando por medio de pasos pequeños, de manera que si se concede cada uno de ellos, inevitablemente se habrá de conceder el final. El siguiente es un ejemplo ciceronia­ no, de la quinta Tusculana: “Que sólo es bueno lo que es hones­ to, de esta manera se prueba: sea lo que sea lo que es bueno, eso hay que buscar; pero lo que hay que buscar, eso hay que apro­ bar, y lo que hay que aprobar, eso sin duda hay que tener como grato y acepto: así que también hay que atribuirle la dignidad. Así pues todo lo bueno es digno de loa. De lo que se sigue que lo que sea honesto, sólo eso es bueno”. En cuanto a los indicios o tekméria (en términos aristotélicos, en general sémeia, latín signa) son, como muchas pruebas atécnicas, objetos perceptibles por los sentidos que acompañan a un estado de cosas (Lausberg § 358). El orador no los crea, pero, a diferencia de las pruebas atécnicas, no dicen de por sí relación con la causa, que debe ser justificada por el orador. El ejemplo de Quintiliano, traducción del aristotélico, es brutal y directo: haber parido la mujer es signo indudable de que no es virgen. Claro que hay signos dudosos y discutibles, y hace bien Laus­ berg (§ 365) en recordar cuánto juego ha dado en la literatura europea la observación de las reacciones físicas como signos de la pasión amorosa. De nuevo hay ejemplos de inversión humo­ 85

rística muy interesantes en el Quijote, en I, xxxi, y de nuevo y sobre todo en Π, x. Los ejemplos constituyen el tercer tipo aristotélico de prueba. La doctrina clásica los considera como un caso de inducción imperfecta, que procede de lo singular a lo singular. En efecto, es un caso exterior a la causa cuya relación con algún hecho o momento de ésta debe ser justificada por el orador, pero que si está bien escogido reviste indudable valor persuasivo. Otro ejemplo clásico, de Cicerón en el Pro Milone: “Niegan que sea lícito ver la luz a aquél que diga que ha matado a un hombre: pero ¿en qué ciudad hay hombres tan estúpidos que discutan esto? ¿no es en ésta que vio el primer juicio de pena capital con­ tra M. Horacio, fortísimo varón, que, aún no libre la ciudad10, fue liberado, sin embargo, por los comicios del pueblo romano, aun­ que dijo que por su propia mano había matado a su hermana?” El material de los ejemplos se toma de fuentes históricas, como en el caso de Cicerón citado, que recurrió a Tito Livio; o de fuentes literarias. No lejos del ejemplo se halla el recurso a las auctoritates, en otros términos a las citas. La cita es tanto respal­ do de la propia posición por medio de autores valorados como ostentación de cultura. No escasean los diputados que suplen su carencia de lecturas con el diccionario de citas, o que se creen obligados a incursiones por terrenos literarios que no practican por lo general, lo que ha producido a veces efectos chuscos que no hace falta recordar aquí. Veamos ahora el comienzo de la argumentación o confirma­ ción del Pro Milone que ya conocemos, en el que se puede apre­ ciar el encadenamiento de los argumentos de Cicerón. Dado que es imposible negar que Milón haya matado a Clodio, Cicerón 10. Aún no libre de la monarquía, es decir, antes de la República, Hora­ cio mató a su propia hermana, enamorada de uno de los Curiados, enemi­ gos de Roma. La ciudad le absolvió de su crimen porque no vio en él sino patriotismo.

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quiere demostrar que aquél no ha hecho más que defenderse, puesto que es éste el malvado y el que pensaba beneficiarse de la muerte de Milón; más adelante añadirá que se debe incluso agra­ decer a Milón que haya liberado a la patria de la amenaza que para ella representaba Clodio. Todo lo cual, si se recuerda, viene ya preparado por el sesgo —el color— de la anterior narración: 32. Pero, ¿cómo se puede probar que es Clodio el que há pre­ meditado la agresión contra Milón? Basta con enseñar (docere) que, tratándose de un monstruo tan audaz, tan criminal, tenía un gran motivo, que concebía una gran esperanza en la muerte de Milón, que le sería de gran provecho. Valga así lo de Casio — ¿a quién beneficia la acción? (cui bono fuerit)— para estas perso­ nas, aunque los buenos no son impelidos por ningún beneficio al delito, a menudo los sinvergüenzas por uno pequeño. Ahora bien, muerto Milón, Clodio conseguía esto: no sólo no ser pretor con aquél como cónsul que le impediría crimen alguno, sino incluso ser pretor con aquellos cónsules de los que, aun no ayu­ dándole, esperaba su connivencia para eludirles en los furores que meditaba; cuyos intentos — según él calculaba— no desea­ rían reprimir si pudiesen, cuando pensasen que le debían un tán gran beneficio, y si quisiesen, a duras penas podrían quebrantar la audacia ya corroborada por larga práctica de un hombre tan criminal. 33. En verdad, jueces ¿sois los únicos en ignorar, vivís en esta ciudad como extranjeros, se pasean vuestros oídos y no ha llegado a ellos noticia tan difundida, qué leyes :—si hay que llamarlas leyes y no antorchas incendiarias para la ciudad, peste para el estado— iba a imponemos a todos y a marcamos? [...] 34. Habéis oído, jueces, cuánto interesaba a Clodio que Milón fuera muerto; volved ahora vuestros espíritus hacia M ilón. ¿Qué le interesaba a Milón de la muerte de Clodio? ¿Qué era aquello por lo que, no diré cometería, sino deseaba Milón el crimen? “Clodio era un obstáculo para la ambición de Milón al

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consulado”. Pero Milón iba a ser elegido incluso con esa oposi­ ción, incluso iba a ser elegido más todavía por eso, y yo no era para él mejor agente electoral que Clodio". Recomendaba a Milón ante vosotros, jueces, el recuerdo de sus méritos hacia el estado y hacia m í mismo, le recomendaban nuestras lágrimas y preces que entonces sentí que os conmovían vivamente, pero mucho más le recomendaba el temor de los peligros que nos amenazaban. Pues ¿quién de los ciudadanos podía representar­ se la pretura de Clodio sin el máximo temor de una revolución? Ahora bien, veíais que sería así si no hubiera un cónsul que se atreviese y pudiese ponerle freno. Puesto que el pueblo romano entero creía que ese sólo podía ser Milón, ¿quién dudaría en librar al estado del miedo y del peligro con su voto? Pero ahora, suprimido Glodio, Milón ha de apoyarse en los medios acostumbrados para mantener su dignidad; aquella gloria sin­ gular y reservada a él solo, que cotidianamente crecía al que­ brantar los furores clodianos, ha caído ya con la muerte de Clo­ dio. Vosotros habéis ganado al no haber ningún ciudadano a quien temer; éste ha perdido la ocasión de ejercitar su valor, un sufragio seguro para el consulado, la fuente inagotable de su gloria. Y así el consulado de Milón, que vivo Clodio no podía venirse abajo, sólo después de muerto éste ha empezado a intentarse. A sí que no sólo no aprovecha en nada a Milón la muerte de Clodio, sino que incluso le perjudica. (Trad. mía).

La parte negativa de la argumentación era la confutatio, lo que hoy llamaríamos refutación de la argumentación del contra­ rio. Se consideraba, en general, que es más fácil acusar que de­ fenderse, puesto que a pesar del principio de que se es inocente en tanto que no se demuestre lo contrario, parece que el mero 11. Recuérdese el comentario, en las últimas elecciones catalanas, de que la mejor campaña a favor de Carod Rovira, el candidato de ERC, la hizo el PP a raíz de la entrevista de aquél con ETA.

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hecho de ser acusado siempre deja una cierta huella. Mejor que un repaso a lo dicho será presentar cómo veía el asunto Giam­ battista Vico, excelente conocedor de los clásicos: Atacamos el punto principal si los restantes argumentos depen­ den de él como los anillos de una cadena; muchos a la vez, cuando son débiles; de uno en uno los más fuertes, aunque muy a menudo desembaraza al acusador acumular argumentos, al acusado disolverlos. Lo que se acostumbra a considerar en la refutación de cada argumento vuelve aquí todo junto: que el orador se indigne por las falsedades, desprecie las cosas dudo­ sas, retuerza las contrarias, se admire de las absurdas, insulte las presunciones, traiga las comunes a su terreno, se ría de las inadecuadas, remueva las que no vienen a cuento, rechace las vanas, se burle de las débiles, desmonte las inconsistentes, pase a través de las demasiado sutiles. Y debilite las verdaderas con otras verosímiles; si no puede, les oponga otras igualmente ver­ daderas; si ni para esto hay lugar, oculte las que tiene en contra y se detenga en lo que le ayuda. Si ni esto se presenta en su auxilio, vea si puede dispersar con la risa las cosas que no puede romper seriamente, com o hizo Cicerón en el discurso P ro C aelio (Giambattista V ico, Institutiones O ratoriae, 32; trad. mía).

Todavía habría una última cuestión que abordar aquí y es en qué orden disponer los argumentos. El problema consiste en que unas veces es preferible poner los argumentos más fuertes por delante, y proteger tras ellos los débiles; otras, al contario, se trataba de escalonar los argumentos débiles hasta culminar en los más fuertes; finalmente, cabía la posibilidad de lo que llama­ ban ‘orden nestóreo’ o ‘nestoriano’, tomado supuestamente del orden de batalla que propone el anciano y sabio Néstor en la Ili­ ada, y que dispone a los más fuertes al principio y al final, y encierra a los débiles en medio, como apoyo de los fuertes. 89

7.4. La peroración La peroración o epílogo es el cierre del discurso y su función es doble, de una parte garantizar que quedan en el espíritu de los oyentes los principales argumentos —que quede el aguijón, en expresión ciceroniana—, lo cual se lograba mediante Una breve recapitulación de los principales argumentos, breve, porque en caso contrario arriesgaría repetir el discurso y producir tedio. Una recapitulación no es un resumen. De otra parte, la perora­ ción es el lugar ideal para dar rienda suelta a los afectos, tanto para intentar emocionar a favor de nuestra posición como para indignar por la contraria. En el siguiente ejemplo, del Pro Milo­ ne, Cicerón recurre abiertamente al patetismo, sin excluir la fic­ ción de un diálogo con el acusado (reproduzco la selección de pasajes que hizo Vico en su manual de retórica): 92. Pero ya es bastante sobre la causa, e incluso demasiado quizá fuera de la causa ¿Qué resta sino que os ruegue y os suplique, jueces, que concedáis a un varón fortísimo esa miseri­ cordia que él mismo no implora, y que yo, a pesar de su repug­ nancia, imploro y solicito con insistencia? [...] 93. A mí, jueces, me matan, me producen mortal angustia estas palabras de Milón, que oigo continuamente y a las que asisto cada día.: “Prosperen, dijo, prosperen mis conciudada­ nos; estén a salvo, florezcan, sean felices; permanezca en pie esta ciudad preclara, para mí patria carísima, no importa lo que haya merecido de mí; disfruten de una república tranquila mis conciudadanos sin m í (puesto que a m í no me es lícito con ellos), pero gracias a mí. Yo cederé y me iré. Si no me es lícito gozar de una patria benévola, al menos estaré privado de una ingrata, y en la primera ciudad que toque, libre y de buenas cos­ tumbres, allí descansaré”. [94] ¡Oh trabajos míos — dice M i­ lón— en vano emprendidos! ¡Falaces esperanzas! ¡Cavilacio­ nes inanes! [...] Habiéndote yo devuelto a la patria (pues

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conmigo lo comenta muy a menudo), ¿iba yo a pensar que en la patria no habría lugar para mí? ¿Dónde está ahora el senado al cual hemos apoyado? ¿dónde aquella clase de los caballeros, aquella, digo, la tuya12? ¿dónde el favor de los municipios? ¿dónde las voces de Italia? ¿dónde, en fin, Marco Tulio, aquella voz y defensa tuya, que ha sido auxilio de tantos? ¿Acaso a m í solo, que tantas veces por ti m e ofrecí a la muerte, en nada puede ayudarme? [...] 100. Sólo un consuelo me sostiene en este momento, Tito Annio, que no te ha faltado de mi parte ninguno de los debreres del amor, de la aplicación, de la piedad. [...] ¿Qué resta ya? ¿qué tengo que decir? ¿qué hacer por tus méritos hacia mí, sino llevar como mía esta fortuna tuya, sea la que sea? N o la recha­ zo, no la deniego, y os pido, jueces, que los beneficios que me habéis concedido, o los acrecentéis con la salvación de éste, o los veáis extinguirse con su ruina. [...] 101. Vosotros, jueces, ¿de qué espíritu seréis? ¿conservaréis la memoria de Milón y le rechazaréis a él mismo? ¿Será expulsada de la ciudad una vir­ tud tan grande? ¿exterminada? ¿desterrada? [...] 102. ¡Desgra­ ciado de mí! ¡Infeliz! Tú pudiste, Milón, volverme a llamar por medio de éstos a la patria, ¿no podré yo retenerte a ti en la patria por medio de estos mismos?¿Qué responderé a mis hijos, que te tienen por otro padre? ¿y a ti, Quinto, hermano, que ahora estás lejos, que compartiste mi suerte de aquellos tiem­ pos? ¿que no he podido conseguir la salvación de Milón por medio de aquéllos por los que él consiguió la nuestra? ¿Y en qué causa no lo he conseguido? En una que es grata a todos. ¿De quiénes no he podido? D e esos que han descansado más con la muerte de Publio Clodio. ¿Y con quién como abogado? Conmigo. [...] 103. ¡Ojalá hicieran los dioses inmortales (lo diré con tu permiso, patria) que no sólo viviera Publio Clodio, 12. Cicerón pertenecía al orden ecuestre o de los caballeros. El orador finge que Milón le está hablando.

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sino que fuera incluso pretor, cónsul, dictador, antes de que viera yo este espectáculo! 104. ¡Oh dioses inmortales, qué hombre fuerte y digno de que vosotros lo salvéis, jueces! “En absoluto”, ha dicho; “aquél13habrá pagado el castigo que debía; soporte yo, si es necesario, el que no debo”. ¿Este hombre, naci­ do para la patria, dónde, si no en la patria, va a morir, o en qué azar, si no es por la patria? ¿Retendréis los recuerdos de su ánimo, y sufriréis que no haya en Italia sepulcro alguno de su cuerpo? ¿Expulsará de la ciudad cada uno con su sentencia a Milón, a quien, expulsado por vosotros, todas las ciudades lo lla­ marán para sí? 105. ¡Oh tierra feliz aquella que acoja a tal hom­ bre! ¡Ingrata ésta, si lo expulsase! ¡Desgraciada, si lo perdiera! (Trad. mía).

13.

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Se refiere a Clodio, de cuya muerte, como se recordará, se le acusa.

8. La elocución

La elocución se ocupa de vestir con palabras los argumentos o ideas que hemos encontrado y organizado convenientemente. Pues hablar es expresar lo pensado y si no hay tal manifestación externa, todo lo anterior queda en nada. Aparte ya de que según se habla o se escribe vienen a la mente cosas antes no pensadas, como sabe todo aquél que lo haya intentado alguna vez. Hablar o escribir es lo definitorio, y sin palabras no hay orador. Era un lugar común relacionar elocutio con el verbo loquor, ‘yo ha­ blo’, y concluir que la elocuencia lleva su nombre sobre todo de la elocución. Porque cualquier hombre sensato —decían— sería capaz de encontrar algo que decir y de ordenarlo, pero sólo el orador de decirlo con las palabras justas. En conjunto, y eri tér­ minos actuales, las cuestiones más relevantes de que se ocupaba la elocución eran el ornato mediante figuras, el ritmo de la prosa, y la teoría de los estilos. La elocución se estructura en forma de virtudes y vicios. Si se trata de hablar bien, hay que hacerlo con corrección, claridad, or­ nato y adecuación (latinitas, perspicuitas, ornatus, aptum). Na­ turalmente, lo que los rétores latinos llamaban latinitas —para nosotros sería ‘buen castellano’ o ‘correcto castellano’— , pa­ ra los griegos era ellenismós. Este era un ideal común con la gra­ mática, que para los antiguos no pretendía describir o explicar el funcionamiento de la lengua sino que era el ars recte dicendi (arte de hablar correctamente), como la retórica el ars bene dicendi, en el sentido que ya conocemos. De ahí que, dado que 93

consideraban este ideal previo a la retórica propiamente dicha, no se extendieran mucho en él, y reservasen la mayor atención al ornatus. Pues tenían claro que hablar gramaticalmente no es lo mismo que hablar en buen latín, y que esto último no se aprende a fuerza de reglas gramaticales sino de leer a los bue­ nos autores. Por ejemplo, ‘estoy hambriento’ es tan acorde con la gramática como ‘tengo hambre’, pero lo castellano es lo segundo, mientras que lo primero se extiende como traducción pedestre del inglés introducida por vía cinematográfica. Y no menos pedestre calco, pero gramatical, es decir ‘tengo veinti­ cinco’ por ‘tengo veinticinco años’; para no hablar de extraños posesivos y pasivas como ‘fue herido en su mano’ en vez de ‘se hirió en la mano’. Como el pie de foto de El País (9 de agosto de 2004, pág. 49): “Edume Pasabán acciona sus manos mien­ tras narra su aventura”, en vez de ‘acciona las manos’, porque ¿de quién van a ser las manos, del vecino, cuando la foto mues­ tra sin discusión que son las suyas? Se entiende que el ideal lingüístico de la retórica es conserva­ dor y muy selectivo en cuanto a innovaciones, que debían regir­ se por el criterio de los autores consagrados como modelos. Así, desde muy pronto, la escuela antigua fijó un canon de oradores, poetas e historiadores a los que leer. Hoy en día, y visto lo que estamos haciendo con el idioma precisamente los cultos o supuestamente cultos, la corrección no se puede dar sin más por supuesta. Dado que al lector los ejemplos del latín le dirán poco o nada, usaremos otros más familiares. Veamos algunos, que darían escalofríos a los antiguos. Todos sabemos que hay gente que nunca descubre nada, porque sola­ mente lo ‘detecta’, o a la que nunca le impresiona nada porque sólo le ‘impacta’, que no ve, porque más bien ‘visualiza’. Nada se mejora, sino que se ‘optimiza’, y las medidas políticas no se ponen en práctica sino que se ‘implementan’, por lo mismo que las frases no expresan ideas sino que las ‘vehiculan’ (desafío al lector a decir la primera persona del presente de indicativo del 94

verbo de marras). La Junta de Andalucía podría tener una Secre­ taría de Medio Ambiente, pero prefiere tener una ‘Agencia’ de lo mismo, en inglés traducido· Imbuidas de parecido entusiasmo por los idiomas, en las universidades españolas hay, de nuevo a la inglesa, ‘áreas de conocimiento’. Para que no salga sólo el inglés a relucir, no subrayaremos sino que ‘remarcaremos’, en francés, y emplearemos materiales en ‘nido de abeja’, como si no hubiera panales. España no se desertiza, es poco, sino que se ‘desertifica’ (creo que hay científicos a los que ha gustado el doblete y lo emplean incluso como distinción técnica). Nótese que en todos estos casos Se atenta contra el idioma por emplear términos innecesarios más o menos extraños o superfluos, pero se trata siempre de palabras aisladas. Porque hay una segunda posibilidad. Quizá su hijo o hija coja ttiaí él bolígrafo eh el instituto, pues podrá encontrarse un infor­ me del pedagogo de acuerdo con el cual padece de “deficiente aprensión del util gráfico”. Y si despega de Barajas con un par de horas de retraso, como es preceptivo, y después de aguantar los malos modos del personal de tierra de Iberia, podrá oír la voz del comandante diciendo que “va a optimizar sus niveles de vuelo” para intentar ganar tiempo. Claro que también puede ocurrir que no le den café “porque la cafetera está inoperativa”, en vez de estropeada o fuera de servicio. En estos casos ya no es cuestión de una palabra sino de una frase o de una construcción completa. Los rétores se dieron cuenta muy bien de la doble posibilidad de disparatar. Contra la pureza del lenguaje se puede atentar, afirmaron, de dos maneras: in verbis singulis, esto es ‘en pala­ bras aisladas’, y ‘en construcciones’, in verbis coniunctis. El pri­ mer tipo es lo que se llama ‘barbarismo’, puesto que para los griegos, que no se andaban con bromas en esta materia, eran bárbaros cuantos no hablaban como ellos; los romanos practica­ ron un mayor ecumenismo debido a la extensión de su imperio. A las faltas de construcción se las llamaba ‘solecismos’. Como 95

pasa siempre, la frontera entre una y otra categoría no es clara; en general, entran en los solecismos además de los ejemplos citados los errores de construcción gramatical. Por ejemplo, los pleonasmos o palabras innecesarias, eso de que no pueda haber levante fuerte en el Estrecho, sino en el ‘área’ del Estrecho; o barbaridades como lo del Plan nacional sobre drogas, que debería ser contra las drogas, ya que sobre las drogas, en buena lógica, sería para su mejor distribución y consumo. Hemos oído a Hilario Pino decir sin pestañear que “el embajador fue disparado al salir”, en vez de “al embajador le dispararon al salir”, y hay en Zaragoza una comarca que ha decidido llamarse, de nuevo en inglés, ‘Altas Cinco Villas’, en vez de ‘Cinco Villas Altas’, sin acordarse de que no se nos ocurre contrastar el *Central Banco con el *Popular Banco. Y la Junta de Andalucía hace unos años remataba en el BOJA los nombramientos con la cho­ cante fórmula “Vengo a nombrar”, en vez de “Vengo en nom­ brar”. Pero hay que hacer una observación, y es que el pensa­ miento retórico es dialéctico, y los vicios pueden convertirse en virtudes. Así que cuando Elvira Lindo, escritora que sabe lo que se hace, dice: “La quiero mucho, oyes, pero también tengo que defenderme, y la dije”, no hay que ver allí solecismo alguno, sino recreación intencionada de un supuesto madrileñismo coloquial. Cuando Sofía Mazagatos confundió “estar en el candelera” con “estar en el candelabro”, los mismos periodistas que dicen “ataque sobre Bagdad” en vez de “atacar Bagdad” o “ataque contra Bagdad”, se apresuraron a despellejarla —figuradamen­ te— , ignorando que una inocente prevaricación lingüística deja intacta la estructura del idioma, mientras que los atentados con­ tra su gramática lo dañan seriamente. Hasta ese extremo hemos perdido el sentido de lo correcto. Una institución como la Aca­ demia debería luchar por mantenerlo, pero ha admitido en el DRAE anglicismos puros y duros tan innecesarios como ‘implementar’, al tiempo que era incapaz de producir una gramática normativa, por lo que en esta materia el lector hará bien en acu96

dir al tan celebrado como poco respetado El dardo en la pala­ bra, de Femando Lázaro Carreter. Para lo que sabemos del mundo antiguo, el problema era bas­ tante diferente, dado que el latín era la lengua dominante en el Mediterráneo, las clases cultas eran bilingües (hablaban indistin­ tamente griego y latín, sobre todo en el Mediterráneo oriental), y el gusto idiomático, sobre todo en latín, era más bien conserva­ dor. Por eso hablamos hoy de latín vulgar, el hablado corriente­ mente, de donde proceden romances como el portugués, el cata­ lán, el castellano, el francés, el italiano, o el rumano, frente a la lengua culta fijada por escrito, que es la lengua de los rétores. ¿Cómo resolvían éstos el problema de la elocución? En cuan­ to a la corrección, la gran polémica era entre analogistas y anomalistas. Los defensores de la primera postura preferirían decir regular pero incorrectamente andé, de ‘andar’, y se estrellarían con la consideración de ‘anduve’ como forma correcta, por lo que de hecho se impuso el compromiso entre regirse por el uso (usus o consuetudo, costumbre) y por la auctoritas, lo que hoy llamamos el uso de los buenos escritores. Lo que no prohibía apartarse de lo habitual para introducir arcaísmos, neologismos o extranjerismos, pero por razón de ornatus. La segunda virtud de la elocución era la perspicuitas, lo que también llamaban escribir plane, es decir, con claridad, basada en el uso del verbum proprium y de la correcta construcción grama­ tical. Se suponía, de acuerdo con la consuetudo, que a las cosas les correspondía una palabra que las nombraba con justeza. De modo que hablar o escribir con propiedad es emplear aquellas palabras que dan la impresión de ser insustituibles. Es lo que Machado atribuye a su Juan de Mairena, que cito de memoria: — A ver, Martínez, ponga en lenguaje poético: “Los ejemplos consuetudinarios que acontecen en la rúa”. — “Lo que pasa en la calle”. — Sobresaliente.

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O lo de nuestro Cervantes: “Llaneza, muchacho, no te encum­ bres, que toda afectación es vana” (DQ II, xxvi). Es claro que, mientras que, volviendo a Juan de Mairena, la primera versión de la frase pide a gritos sencillez, es decir, sustitución de lo afectado por las palabras propias, difícilmente se puede sustituir nada en la segunda versión, como no sea para, huyendo de la propiedad, complicarla. Naturalmente, la impropiedad puede combinarse con el barbarismo, como por ejemplo en la manía de hablar de ‘puntos de venta’ en vez de ‘tiendas’ o ‘comer­ cios’, que es lo que pide el idioma. Por otra parte, no sólo se atenta contra la claridad en palabras sueltas sino por mala cons­ trucción, lo que no necesariamente ocurre siempre por extranje­ rismo. Todo el mundo sabe que el lenguaje jurídico es aficionado al gerundio, a la subordinación y a la acumulación de precisiones que convierten los escritos en auténticas muestras de una jerga incomprensible para el profano. Aunque si de jerga incompren­ sible se trata, pruebe el lector a hablar o a leer a la mayor parte de los informáticos. 8.1. El ornato ¿Cómo se compaginan los ideales de corrección y claridad con el ornato, necesario para la dignidad del discurso? La res­ puesta aristotélica es la más clara: que el discurso sea claro sin ser pobre, y adornado sin ser oscuro (1404b 1-5). En efecto, el uso constante del verbum proprium evitará cualquier oscuridad pero acabará por resultar pobre; además de que hay otro criterio retórico, el de lo aptum, lo adecuado, que nos enseña que hay situaciones y géneros discursivos que piden mayor elevación que otros (de ahí lo inadecuado del preciosismo seudocientífico del informe pedagógico, frente a lo adecuado a sus ideas del tono de la homilía arriba citado). A cambio, el ornato, que ga­ rantiza la elevación, produce oscuridad, como sabían muy bien los enemigos de Góngora. Con que la solución es encontrar el 98

punto que cumpla el requisito arriba enunciado: claridad sin pobreza y ornato sin oscuridad. Es sabido que la ética aristotéli­ ca es una moral de la mesotés, del justo medio, y ese criterio se proyecta también en,el ámbito del estilo. La función del ornato se relaciona con el deleite, uno de los fines del orador, de ninguna manera independiente del efecto de persuasión que se quiere conseguir. Pues el que habla bien es más fácil que se gane al auditorio. Los rétores sabían bien que a la posibilidad misma de convencer no le era indiferente la forma de decir las cosas: pertenece a la esencia misma de la retórica la con­ vicción de que el mejor discurso triunfa con más facilidad. Lógi­ camente la siguiente pregunta sería entonces: ¿cómo adornar? La respuesta es compleja. En primer lugar, no son indiferen­ tes las res, los asuntos de que se trata. Recordemos el discurso de Pericles: está en juego la salvación misma de Atenas en la guerra contra Esparta, que Tucídides presenta como la mayor vista hasta entonces. En consecuencia, eleva el tono para justifi­ car la idea de que Atenas es la escuela de Grecia y, como tal, merece que se dé la vida por ella (nótese que Pericles no apela a la identidad tan en boga hoy, sino que justifica su tesis por el hecho de que en Atenas es posible la vida mejor y más libre para los ciudadanos). Es claro que temas de discurso como el “Elogio de la mosca”, practicado como ejercicio por los rétores de la Antigüedad tardía no revestían las mismas características (si el título suena raro, basta recordar el poema de Machado a las moscas). Pero además de la dignidad del tema en sí —el ornatus espiritual, que dice Lausberg (§ 539)— se recomendaba proveerse de abundancia de ideas y argumentos, en la confianza de que a más argumentos disponibles, más palabras vendrían. En conjunto, pensaban, hay cualidades como “un cierto color y savia propios” que no son de un lugar específico, sino del con­ junto, y ahí entraban series de calificaciones como “que sea grave, agradable, culto; que sea noble, admirable, adornado; que tenga pensamientos y patetismo”. 99

En cuanto a las palabras, la cuestión se puede descomponer en dos aspectos: selección léxica y figuración. El primer aspecto se relaciona directamente con el decoro. No empleamos el mismo léxico en unas circunstancias que en otras, y no era ni es lo mismo —no debería serlo al menos— la taberna que la tribuna del orador. No es lo mismo, aunque digan lo mismo, ‘mentir’ que ‘faltar a la verdad’, ya bastante fuerte, y el insistente y mutuo cruce de acusaciones de mentira en la vida política reciente y en ámbitos que merecerían un respeto no consiguen más que ahu­ yentar al ciudadano de esa misma vida política. Ahora bien, ya sabemos que en nombre del ornato se puede alterar el verbum proprium, siempre que se haga con iudicium, con discernimiento. Pues si se procede dentro de ciertos límites, para los que no hay más criterio que el mencionado iudicium conseguido a su vez a fuerza de práctica y de lecturas, si se procede así, lo que eran vicios pasan a convertirse en virtudes. Y así se permite echar mano de arcaísmos, neologismos y tropos, que mal usados cae­ rían bajo los rótulos del barbarismo o el solecismo. El propio idioma funciona así, pues ya que hay —pensaban— más cosas que palabras propias, necesariamente el léxico habrá de extender­ se mediante creación de nuevas palabras o mediante préstamo lingüístico. Según ese criterio, un neologismo como ‘telebasura’ resulta perfectamente aceptable mientras que nunca debió acep­ tarse el innecesario ‘implementar’ que dice en inglés lo que ya se podía decir en español. Aspecto este del préstamo lingüístico en el que los latinos disponían del griego como lengua que sentían próxima y de la que, por su prestigio, estaban dispuestos a admitir toda clase de incorporaciones, más o menos como hoy hacemos con el inglés, con la salvedad de que la lengua del imperio no era el griego sino el latín, y la superioridad reconocida al primero era puramente cultural. De hecho la Retórica a Herennio, en el s. I a. J. C., intentó latinizar la terminología retórica; en cambio la que cien años después emplea Quintiliano es en buena parte griega.

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8.2. El ornato: tropos y figuras Pero el principal modo de adornar el discurso consiste en la figuración, que abarca los tropos y las figuras propiamente dichas, de dicción y de pensamiento. Es más, a partir del Rena­ cimiento y merced a la obra de Pierre de la Ramée, Petrus Ramus, la retórica tendió a reducirse a un inventario de figuras organizado con más o menos talento y a desgajar éste del apara­ to argumentativo, esencial para la retórica clásica. Aunque ya la griega, por ejemplo Hermógenes, había mostrado una especial propensión a ocuparse de los problemas del estilo. Obras como la de Dumarsais (1757) o la posterior de Fontanier (1820) ates­ tiguan esa tendencia; en cambio la de Vico (1711) la resiste y se mantiene fiel al espíritu antiguo, y con ejemplos también anti­ guos, de Cicerón y Virgilio en su mayor parte. Posteriormente, y frente al espíritu filológico de reconstrucción del sistema clá­ sico de Lausberg, el estructuralismo francés de la década de 1960 favorecerá una resurrección y difusión de lo que se llamó ‘retórica restringida’, restringida a las figuras, claro está. Por otra parte, los manuales y síntesis al uso, en su mayoría, ilustran tropos y figuras con ejemplos literarios, lo que justamente atesti­ gua la otra cara de la tendencia a reducir la retórica a figuración: la identificación entre retórica y literatura o lenguaje literario. Dumarsais decía aquello de que se oyen más figuras en un día de mercado que en todas las obras de los poetas, pero ese rasgo de lucidez no impidió una práctica machacona que llega hasta hoy mismo. Desde luego, como pretendemos paseamos por la retórica antigua, pero sin hacer estrictamente arqueología, recurriremos siempre que sea posible a ejemplos tomados de la prensa diaria, expresión ideológica de la vida política y de las manifestaciones públicas de la jurídica, que sería, salvadas inmensas distancias, el equivalente al ámbito ideal de la retórica en la Antigüedad. Uno de los problemas mayores respecto de las figuras es el de la distinción entre categorías y su clasificación. Los antiguos 101

disponían para ello de la quadripartita ratio, un sistema que abarcaba también barbarismos y solecismos pero que se aprecia mejor en el ámbito de las figuras. El estructuralismo reconoció encantado en este método un antecedente y produjo no pocas variaciones y taxonomías. En su forma clásica consiste en dis­ tinguir entre adiectio, detractio, transmutatio, e immutatio·, es de­ cir que hay figuras que proceden añadiendo elementos, otras suprimiendo, otras cambiando de sitio, y otras, en fin, sustituyen­ do unos por otros. Sobre esta base, cabía distinguir los tropos, que proceden por immutatio, de las figuras, que recurren a los otros tres principios, y dentro de éstas a su vez las figuras de dicción de las de pensamiento, distinción esta última en la que se reconocerá la que se da entre verba y res y que funda la retórica entera. Pero empecemos ya con los tropos, con la advertencia de que en cuanto recurren a varias palabras se pueden ver también como figuras de pensamiento. 8.2.1. La metáfora El más importante de los tropos es la metáfora, para ejemplifi­ car la cual no hace falta recurrir a las rosas de sus mejillas ni las perlas de sus dientes. El ABC de 23 de agosto de 2004, en su página 24 titula: “Mas le reprocha a Zapatero sus múltiples novias”. Extrañados ante la promiscuidad del actual presidente del gobierno, al que se supone felizmente casado —por más que no veamos contradicción entre poder ser un buen presidente y tener varias novias—, acudimos al cuerpo del texto y leemos: El líder de CiU en el Parlament, Artur Mas, afirmó ayer que tras las vacaciones de verano “ya será hora” de que el Gobierno socialista “concrete sus alianzas” con otras fuerzas políticas en el Congreso y “deje de salir con cinco o seis novias a la vez” (ABC 23-08-2004, p. 24).

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Luego “novias” se ha empleado en el título con el sentido de ‘fuerza política’. Pues bien, a este trasladar la palabra de su senti­ do propio —‘persona que mantiene una relación amorosa con otra’— al figurado —‘fuerza política con la que se buscan acuer­ dos’—, traslación que condensa una especie de semejanza o ana­ logía —la promiscuidad política se equipara a la erótica— es a lo que se llama metáfora, y propiamente, si se me permite el juego de palabras, puesto que metáfora significaba y sigue significando en griego moderno ‘transporte’. Nunca sabríamos qué reprocha en realidad Artur Mas a Rodríguez Zapatero si no dispusiésemos del contexto que lo aclara, pero la teoría de la metáfora, en la versión que acuñó la retórica clásica, se centraba en el cambio de signifi­ cado de la palabra. Hoy la teoría de la metáfora hace correr ríos de tinta; en la propia Antigüedad la versión aristotélica es diferente a la latina —el Estagirita incluye bajo el rótulo ‘metáfora’ la meto­ nimia—, pero aquí nos limitaremos a dar una idea del estándar de la retórica clásica. La teoría de Quintiliano se centra más bien en el carácter de comparación —similitudo— abreviada. Según el cual, de la frase de Anasagasti ante la cumbre de presidentes de comunidades autónomas: “Nosotros preferimos una relación bila­ teral a una multilateral, que es como una especie de arroz con pollo” (ABC de 23 de agosto de 2004, pág. 13), de esa frase, que es ejemplo de comparación, basta con suprimir el ‘como’ para obtener la metáfora “una multilateral es un arroz con pollo” (que se apoya además en la presuposición de que un arroz con pollo no es una verdadera paella). Este aspecto del símil abreviado tam­ bién lo recoge Aristóteles, aunque no es para él el único. Para Aristóteles estaba claro que la metáfora “es lo único que no se puede tomar de otro y es signo de talento14; pues metafori14. El texto griego dice euphuías, que proviene, si no me engaño, del adverbio eu y el verbophúo: ‘engendrar’, es decir que el sustantivo signifi­ caría la ‘facultad de engendrar o producir felizmente buenos resultados’, algo así como nuestra ‘creatividad’.

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zar bien es apreciar la semejanza” (Poética 1459a 6-8) por lo que constituye la principal virtud de la elocución. Y ello porque metaforizar es ‘ver algo como algo’, movimiento del espíritu que es el mismo que nos permite formar conceptos. Pero la teo­ ría antigua huía de lo que se llamó luego la metáfora atrevida, que en todo caso se podía permitir a los poetas; los oradores deberían limitarse a semejanzas próximas. Cuando el mismo ABC titula en la página siguiente: “El regre­ so del fin de semana ocasiona colas en vías de Tarragona y Girona” recurre de nuevo a la metafóra (‘colas’), con la diferen­ cia de que ésta nos resulta muy familiar, tanto que no llama la atención. De hecho, si acudimos al DRAE encontraremos la acepción ‘hacer cola’ con el sentido citado. A estas metáforas desgastadas llamaba la tradición ‘catacresis’, y las consideraban forzadas por el hecho citado de que, al haber más cosas que palabras, hay que extender o modificar el sentido de estas últi­ mas para hacer posible la comunicación. Por lo demás, los rétores clasificaban las metáforas bien fiján­ dose en la transferencia entre lo inanimado y lo animado, bien en la estructura gramatical, es decir, en si la palabra metafórica es nombre o verbo, o si en vez de una palabra se recurre a varias en cuyo caso se habla de ‘perífrasis’. El ejemplo más conocido de lo primero es la llamada ‘personificación’ o ‘prosopopeya’, así cuan­ do se dice “la situación habla por sí sola”, atribuyendo un rasgo animado y humano a un nombre abstracto, o “Las ventas de coches baten récords” (El País 9 de agosto de 2004, pág. 52), o “Fuga de empresas” (mismo periódico, p. 10). En cuanto a lo segundo, y sin salir del ABC del 23 de agosto ni de la página 25, cuando Omnium Cultural defiende que las misas en el Baix Camp sean en catalán y afirma que “donde nos quieran pisar nuestra per­ sonalidad, allá estaremos”, entendemos ‘pisar’ como una metáfo­ ra verbal, pues sólo metafóricamente se podría pisar semejante cosa. En cambio, cuando Manuel Martín Ferrand llama a Diego López Garrido (ABC de 18 de agosto de 2004, p. 6) “oficial de 104

guardia veraniega en los altavoces de la propaganda sociata”, recurre a la perífrasis. Se incluía en la metáfora a la hipérbole o metáfora despropor­ cionada —una formá de amplificación— como ‘poner el grito en el cielo’. En el ABC del 21 de agosto (pág. 19), y citando a un diario israelí, se denomina ‘avalancha’ a veinte soldados israelíes que, no siendo judíos, han decidido convertirse al juda­ ismo. Se trata, no cabe duda, de una hipérbole, seguramente iró­ nica, pero hipérbole. Volvamos a las declaraciones de Artur Mas. Se ve que la metáfora le gustó, porque la continúa: En declaraciones a Efe, Mas aseguró que, desde que el PSOE se impuso en las pasadas elecciones generales, “ha podido tener más de una novia” porque “cualquier paso que daba para dejar atrás la última etapa del PP era perfectamente defendible” por la mayoría de fuerzas en la cámara baja, pero “llega un momento en que esto ya no se aguanta”. “Cuando las novias se dan cuenta de que está saliendo con todas al mismo tiempo, dejan de confiar en él porque ven que no es un tipo recomenda­ ble”, prosiguió Mas.

En este caso, que se puede considerar como una metáfora continuada, se habla de alegoría, lo que etimológicamente sig­ nifica ‘hablar de una cosa para decir otra’. Y eso es lo que hace Mas, extenderse en su símil erótico para referirse a la política de alianzas del gobierno socialista. No hace falta recordar aquí la importancia de este tropo, cuyo origen remonta al mundo griego y que, en oposición al literalismo, constituye una cons­ tante en la historia de la interpretación de textos: llegó a carac­ terizar a la Contrarreforma católica, en el s. XVI, frente al lite­ ralismo de la Reforma luterana; no nos extenderemos en las implicaciones teológicas del asunto, que en esencia y en su aspecto retórico consiste en lo dicho, en ver en el discurso un 105

sentido diferente del que aparece a primera vista. Tal vez el lector recuerde que en la enseñanza la alegoría solía emparentarse con el símbolo, en el que alguna realidad percepti­ ble por los sentidos se toma como representante de algo inmate­ rial y complejo, como la media luna del Islam o la cruz del cris­ tianismo. La iconografía católica está plagada de símbolos: el agua lo es del bautismo, el fuego del Espíritu Santo, etc. Sin embargo, la teoría del símbolo, que recibió un amplio desarrollo por parte del clasicismo de Weimar —Goethe es de los primeros en contraponerlo a la alegoría1— y de la poética romántica, merece mucha menor atención en la retórica antigua. Por ejem­ plo, en la Institutio Oratoria de Quintiliano, la más extensa de las que conservamos, figura en relación con la concepción del lenguaje como nombre griego de la etimología, y no en los inventarios de tropos y figuras. De ahí que, pomo objeto de la poética más que de la retórica, no le dediquemos más atención. 8.2.2. La metonimia En el caso de la metonimia el cambio de significado no se basa en la analogía, como en la metáfora, sino en alguna forma de relación o contigüidad real. De ahí el cuidado de especificar posibilidades, según un orden más o menos lógico. Lausberg (§ 568) se ha cuidado de sistematizarlas todas, y así distingue relaciones persona-cosa, continente-contenido, causaconsecuencia, abstracto-concreto, y lo que llama ‘relación de símbolo’. Pero dentro de las primeras, a su vez, cabe diferenciar entre relaciones de persona y cosa, la relación de autoría, la divinidad por la esfera de sus funciones, el poseedor y la cosa poseída, el dueño y el instrumento. De modo que tan metonimia es ‘motor diesel’, que lo nombra por su inventor, como ‘motor de e x p lo s ió n y otras muchas como ‘ir de copas'·, ‘gozar de los placeres de Venus’·, ‘han roba­ do un Munch’·, ‘la alta velocidad llegará a Valladolid en 2007’; 106

‘ofrecer a los potenciales clientes la nieve, la naturaleza y el patri­ monio histórico artístico’; ‘el primer espada'·, ‘vestir la toga’·, ‘los nuestros han conseguido pocas medallas’; ‘Conchita Martínez y Vivi Ruano no lograron el oro en dobles’; y otras muchas frases que usamos o podemos leer corrientemente. El lector puede entre­ tenerse si lo desea en situar los ejemplos de acuerdo con las cate­ gorías enunciadas, o en encontrar otros nuevos. 8.2.3. La sinécdoque Aunque los modernos, sobre todo en Francia, hayan tendido a incluir la sinécdoque como una clase de metonimia, la tradición no dudaba en distinguirla como tropo específico, que se basaba en relaciones del todo y la parte y a la inversa; o del género y la especie; o del singular y el plural. Así que cuando en el titular Artur Mas criticaba a Zapatero, y en el cuerpo del texto era el gobierno socialista el criticado, había un claro ejemplo de sinécdoque. Es claro que de aquí se pasa fácilmente a là antonomasia, como cuando se habla de ‘los socialistas andaluces’, como si sólo lo fueran los militantes del PSOE, o del ‘partido de Pablo Iglesias’. Y sinécdoque son expresiones como ‘una ciudad de un millón de almas’, que Dámaso Alonso transformó en “Madrid es una ciudad de un millón de cadáveres”, u otras numéricas como ‘el tripartito catalán’. El énfasis es otra forma de sinécdoque, por ejemplo, en el muy empleado ‘es una señora’, ‘es un caballero’; o cuando una canción de moda emplea para una experiencia perfectamente tri­ vial un término como “sobreviviré”. O cuando, refiriéndose a la fotografía de las ministras socialistas en Vogue, “Rajoy dice que se ha pasado ‘de la política de gestos al ridículo’” (ABC de 21 de agosto de 2004, pág. 1). El énfasis consiste en designar me­ diante un término impreciso pero amplio un contenido más pre­ ciso. 107

8.2.4. La ironía

La ironía es un tropo esencial en retórica. Es tropo porque emplea una palabra o una expresión con un significado contrario al propio; luego hay cambio, en concreto inversión, en la signifi­ cación. La ironía apela a la complicidad del auditorio para que, apoyándose en el contexto lingüístico y en la situación, entienda el sentido de acuerdo con la intención del orador. En caso con­ trario podría entenderse todo o nada como irónico. Es un pro­ blema clásico en la historia de la interpretación literaria. Ante declaraciones que no nos gustan de escritores clásicos —por ejemplo, ante casos de antisemitismo o ante los pronunciamien­ tos de personajes cervantinos favorables a la expulsión de los moriscos— tendemos a suponer una intención irónica, una disi­ mulación ante los poderes de su tiempo a fin de hacer de los héroes de la cultura contemporáneos nuestros. Un caso delirante es la suposición de que haya una muestra solapada de anticleri­ calismo en el “con la iglesia hemos topado” de don Quijote. La filología debe encargarse de deshacer ilusiones y orientar hacia una comprensión que no escamotee los problemas. Veamos un ejemplo ciceroniano que ya conocemos: 7. Si os parece justa y honesta esta petición, jueces, yo traigo por contra una petición breve, y según estoy convencido, un

poco más justa. [III] Primero pido a Crisógono que se contente con nuestra for­ tuna y nuestra propiedad; que no pida la sangre y la vida. En segundo lugar, a vosotros, jueces, que resistáis la audacia de los desvergonzados, liberéis de la calamidad a los inocentes, y rechacéis en la causa de Sexto Roscio el peligro que nos ame­ naza a todos.

Cicerón acaba de afirmar que Crisógono se ha apoderado de la fortuna de su defendido, Sexto Roscio, y que lo acusa injusta108

mente para, una vez condenado, poder disfrutarla sin impedi­ mento alguno. En ese contexto las palabras en cursiva sólo se pueden interpretar si se admite que Cicerón está ironizando: lo justo es lo que él propone, y lo contrario es injustísimo, como atestigua el desvergonzados que aplica inmediatamente a los acusadores de Sexto Roscio; es más la audacia de éstos se amplifica para convertirla en peligro y amenaza para el estado. La ironía puede combinarse con otros tropos; con la metáfora perifrástica, aquello de López Garrido como oficial de guardia veraniego de los socialistas, o con la metonimia: “la derechona” de Umbral, de hace unos años. Y admite grados: a la ironía moderada contra uno mismo se le llama ‘asteísmo’; a la san­ grienta que raya en lo insultante, ‘sarcasmo’. ‘Antífrasis’ se llamó a la ironía de una sola palabra como el “Amigo, ¿a qué has venido?” de Jesús contra Judas en el Evangelio (Mt 26, 50). ‘Litotes’ a la negación de lo contrario de lo que deseamos afir­ mar, así cuando tenemos un problema ‘no pequeño’. No hace falta decir que la ironía es frecuente en la política contemporánea; desde luego es un signo de inteligencia, a dife­ rencia de la agresión directa con la que no debe confundirse. Irónico fue por parte de Mariano Rajoy preguntar sonriente en sesión parlamentaria, poco después de las elecciones, y tras cri­ ticar al gobierno: “¿Acaso tengo mal talante?” Y fuera de la política no escasea. Por ejemplo se puede ver ironía y asteísmo combinados en la frase de Savater: “En contra de lo que dicen ingenuos bienintencionados, jamás he tenido vocación de héroe, ni muchísimo menos de mártir” (“Exámenes patrióticos”, El País, 9 de agosto de 2004, pág. 11). O ironía sin más en el mismo diario, pág. 33, hablando de la soprano Angela Gheorgiou, a la que se ha calificado de prima donna y diva'. “No ha exigido nada excéntrico en el hotel Real. Ni leche de burras ni flores frescas cada media hora”. No habría ironía si se dijese lo mismo de la antigua Cleopatra, pues la clave siempre estriba en el contexto, en este caso la expresión “nada excéntrico”. Pero 109

cuando falta el contexto lingüístico hay que recurrir a la entona­ ción y el gesto. En ausencia de ambos, surgen problemas como los de sobreinterpretación arriba aludidos. 8.3. El ornato: figuras de dicción Las figuras, vestidura del discurso —la desnudez garantizaría la máxima claridad pero también sería pobre—, expresan afec­ tos, y se consideran de dicción cuando juegan con elementos gramaticales mediante adiectio, detractio y transmutatio, es decir, mediante las categorías que dejan libres los tropos. Se supone, por consiguiente, que basta una alteración verbal para que la figura desaparezca. En efecto, si hay figura en la repeti­ ción “no, no vengas”, basta suprimir una de las dos negaciones para que desaparezca la figura. Pero nótese que no hay tropo: no significa ‘negación’ sin cambio significativo alguno; ni hay figura de pensamiento, que se mantendría aunque variásemos las palabras: el titular de un artículo de ABC (19 de agosto de 2004, pág. 7), “Por qué ha ganado Chávez”, seguiría siendo interrogación retórica si dijéramos “Por qué ha vencido Chá­ vez”, o “Cómo ha podido ganar Chávez” etc. El inventario de las figuras es extensísimo y si se piensa que se las nombraba de forma indistinta en griego y en latín, y que cuando la misma figura se nombraba en las dos lenguas, los rétores tendían a asociar matices distintos a cada nombre hasta producir de lo que era una sola cosa dos diferentes pero próxi­ mas, si se repara en eso se comprenderá que la exposición exhaustiva de la figuración sobrepasa con mucho este libro, por lo que nos limitaremos a algunos ejemplos ordenados de acuer­ do con el criterio clásico, que es el que sigue Lausberg. 8.3.1. Figuras de dicción per adiectionem Dado que adiectio es ‘suma’ o ‘adición’ de elementos, el cri­ 110

terio para clasificar éstas es qué posición ocuparán los elemen­ tos repetidos en la frase. La figura más simple, el conocido polisíndeton, es el resulta­ do de sumar conjunciones copulativas entre palabras o frases. Un ejemplo del bienpensante ABC, de 21 de agosto de 2004 (pág. 81), hablando de un espectáculo de La Fura deis Baus denunciado en Alemania por escándalo: “El diario Bild se hace eco del escándalo a toda página sobre15 ‘las perversiones en escena’, que enumera como ‘micciones públicas y simulacros de violación y sexo oral’”. En sentido estricto aquí sería discuti­ ble el polisíndeton, puesto que “violación y sexo oral” se subor­ dinan y no se suman a “simulacros”. Con la modificación “mic­ ciones públicas y violación y sexo oral” el ejemplo pasaría a ser indiscutible. Otro más claro, también de ABC (18 de agosto, pág. 66), hablando de las Olimpíadas: “De momento, los com­ pañeros del metal brillan por su ausencia, y de medallas, la de la Virgen del Pilar o la del Carmen, y vamos que chutamos, y que no se entere el COI”. Naturalmente, hay otras figuras que proceden por acumula­ ción. Si acumulamos términos significativos en vez de conjun­ ciones tendremos la enumeración, como cuando en la misma crónica citada se dice que los espectadores de La Fura deis Baus han denunciado “indecencia, sexo explícito y bestialisrno”. O en Heraldo de Aragón de 22 de agosto (pág. 22), a pro­ pósito de los atentados de ETA: “La acción policial, la firmeza política ante los intentos de cesión, la cooperación con Francia y las medidas legislativas de asfixia a los “satélites” de los terroristas han dado sus frutos y deben seguir dándolos”. Donde se aprecia bien que los integrantes de una enumeración consti­ tuyen las partes de un todo. Cuando los términos que se enume15. El paciente lector se dará cuenta del ‘sobre’ tan querido de periodis­ tas, en vez del sencillo ‘de’: “Se hace eco a toda página del escándalo de las perversiones...” sería lo correcto.

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ran van ganando en intensidad, se establece una gradación, como en la carta a El País de Juan Ignacio Redondo, publicada el 9 de agosto de 2004 (pág. 11), que compara Ruanda con Irak: “Resultado: cerca de 750.000 muertos en el genocidio y 150.000 en los campos (quizás entre los no contados estén Mariane y su bebé, dando nombre a esta barbarie)”. La grada­ ción es numéricamente decreciente pero no afectivamente, pues­ to que reserva el único nombre propio, y de una madre y su hijo pequeño, para el final. Se incluye también como forma de acumulación el epíteto, al fin y al cabo suman o intensifican una noción ya incluida en el sustantivo al que acompañan. Los ejemplos escolares son los de ‘la blanca nieve’, etc., pero es posible encontrar casos como “Entre los problemas tradicionales de las socialdemocracias europeas figura esa eterna división entre bienpensantes y prag­ máticos” (El País 9 de agosto de 2004, pág. 10). Compárese con, en la misma página: “El SPD [...] se condena a convertirse en un partido marginal”. ‘Marginal’ —el SPD no lo es en Ale­ mania— contrasta con, por ejemplo, ‘mayoritario’, luego tiene un valor distintivo. Mientras que en el primer ejemplo, en el contexto de ‘tradicionales’, eterna carece de valor distintivo alguno y hay que entenderlo como una intensificación enfática de ‘permanente’, algo implícito ya en la frase. Eso justamente es un epíteto. Otro conjunto sería el de las figuras que repiten elementos. Entre ellas, la anáfora sigue siendo hoy la figura más frecuente. Recordemos un momento la homilía del arzobispo de Toledo: A la Iglesia se la querría callada en todo, muda, que se plegase a los poderes de este mundo, que no inquietase a estos mismos poderes, bajo el pretexto de que han recibido una legitimidad de apoyos más o menos mayoritarios. ¿Qué, si no, indican reac­ ciones de personas y medios públicos ante determinadas homi­ lías y escritos o declaraciones recientes de Obispos (sic)l ¿Qué,

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si no, indican las amenazas al mantenimiento o sostenimiento de la Iglesia por parte de algunos, de todos conocidas?” (De una homilía'del arzobispo de Toledo, según ABC de 16 de agosto de 2004, p: 32).

A la repetición del mismo elemento sintáctico al comienzo de dos o más miembros de frase sucesivos se le llama anáfora. Es el esquema ‘/x... /x...’ que se puede apreciar en: “/que.../que...” y también en “/¿Qué, si no... /¿Qué, si no”. El recurso contribuye al ritmo amplio de la frase y eleva el tono del discurso. Pero también aquí hay otras posibilidades de repetición a dis­ tancia, como la epífora (/...x/...x/), que es justo lo inverso a la anáfora (un ejemplo del Gradus, p. 194: “Las bromas cortas son las mejores, señor. La justicia tendrá la última palabra, señor”). Y todavía tenemos la complexio (/x...y/x...y), que combina ambas (“¿quieres tener trabajo?: estudia; ¿quieres disponer de dinero?: estudia; ¿quieres vivir bien?: estudia”). Lausberg incluye en la repetición a distancia unas cuantas figuras de repetición relajada, es decir, inexacta. Por ejemplo, la aliteración, el clásico ejemplo de Garcilaso: “En el silencio sólo se escuchaba/ un susurro de abejas que sonaba”, donde la repetición es de sonidos o, si se prefiere, de fonemas, con una función de onomatopeya. La paronomasia juega con palabras de significado diferente pero cuerpo fónico semejante. Por ejemplo, cuando Jaime Campmany, atacando al ministro Moratinos dice: “Como es algo mofletudo y bastante sonrosado, parece un hombre entregado a deberes tranquilos, al estudio de la poesía bucólica o a la traducción de salmos desde lenguas lentas y antiguas, probablemente lenguas muertas” (ABC de 19 de agosto de 2004, pág. 7; curioso efecto el que produce com­ parar el ataque de Campmany con su propia foto de mofletudo, que encabeza su columna). Y el poliptoton, repetición de la misma palabra con funciones gramaticales diversas, como en “tú eras el que tenía que hacerlo, a ti se te dio el encargo, y el 113

conferenciante debía haber llegado c o n tig o , así que no hay ahora más responsable qu e tú ”. En el poliptoton entendido con amplitud se pueden incluir casos como éste de E l P a ís (9 de agosto de 2004, pág. 2/Cataluña): “Hay mucha gente que tiene ideas n ovedosas·, n u evo s productos, n u e v o s procesos, n u evo s mercados”. Podemos encontrar además la repetición de elementos conti­ guos, como la g em in ación ( / . . .xx.../) del coloquial “casi casi” y del evangélico “en verdad, en verdad os digo...”; la a n a d ip lo sis (/.. .x/x.../) del también coloquial “te he dicho que no, que no se te ocurra hacerlo”; o la ep a n a d ip lo sis (/χ.,.χ) del “verde que te quiero verde” lorquiano. Aunque es más fácil encontrar ejemplos coloquiales o litera­ rios, ni siquiera ahora faltan en la información política, en cuan­ to cita ésta textualmente el discurso de sus protagonistas. El siguiente sería un caso de reduplicación: “Además, el ciudadano lo ve claramente como una m isió n h u m an itaria, una m isió n qüe se inició hace dos años y que goza de todo el respaldo interna­ cional” (E l P a ís 9 de agosto de 2004, pág 17, hablando del envío de tropas a Afganistán). 8 .3 .2 . F ig u ra s d e d icció n

per detractionem

Se trata de figuras que proceden por supresión de miembros. Así, el asín d eto n es lo primero que nos viene a la cabeza, puesto que consiste sencillamente en lo contrario del polisíndeton, es decir, en suprimir las necesarias conjunciones de coordinación copulativas. Tomemos cualquier ejemplo de polisíndeton de los citados y se verá: “La acción policial, la firmeza política ante los intentos de cesión, la cooperación con Francia, las medidas legislativas de asfixia a los ‘satélites’ de los terroristas, han dado sus frutos y deben seguir dándolos”. Se usa sobre todo para dejar abiertas las enumeraciones, como Enrique Badosa en: “Un idealista, un caballero, un soñador... esto sería el Quijote, de 114

acuerdo con el lugar común” (“¿Somos Quijotes?”, ABC de 23 de agosto de 2004, pág. 24). Otra forma bien conocida de esta clase de figuras es la elipsis, en la que se suprime un elemento que pediría una construcción regular. Por ejemplo, cuando Ferran Adriá define ‘deconstruc­ ción’ dice: A l comensal le llega un plato que visualmente no sabe qüé es, pero al probarlo lo reconoce, siempre que el plato sea de su cul­ tura, claro. Es decir, un chino con la tortilla de patatas en deconstrucción (que tantos ríos de tinta ha hecho correr), ni fu, n ifa (El País de 9 de agosto de 2004, pág. 34).

La regularidad gramatical pediría algo así como ‘no lo reco­ nocería’, que se ve sustituido por el coloquial ni fu, nifa. Otro ejemplo, de ABC (18 de agosto de 2004, pág. 60, hablando de los Juegos Olímpicos): Se decretó una tregua política para “congelar” las guerras, se crearon unas disciplinas y un código deportivo y deontológico. Habían nacido los Juegos. Estos de la Antigüedad comenzaron a disputarse regularmente en el año 884 antes de Cristo...

Está además el ceugma o zeugma que consiste en la supresión de un término de un conjunto coordinado o sintácticamente rela­ cionado. Don Quijote le dice a Sancho: “¿Es posible, ¡oh San­ cho!, que haya en todo el orbe alguna persona que diga que no eres tonto, aforrado de lo mismo, con no sé qué ribetes de mali­ cioso y de bellaco?” (DQ II, lviii). Otro ejemplo, éste del Gra­ dus (pág. 473): “El inspector. —La cabeza está tibia, las manos frías, las piernas heladas”, es más radical, puesto que el verbo que enlaza con el primero el segundo y tercer miembros ha desaparecido sin dejar rastro. Y no lejos del ceugma está la 115

en la que se toma un término a la vez en dos sentidos, cosa que hacíamos con los coches — ‘tengo un m il q u in ie n ­ to s ’— y que hacemos hoy además con los aviones: “He volado en un siete cuatro siete”. El ejemplo de manual es aquel pasaje de E l B u scón de Quevedo, que cito de memoria, en que el prota­ gonista va a caballo por el mercado; cuando su montura empieza a comerse lo que encuentra y las placeras a tirarle lo que tienen a mano, él se apea porque “vi que aquella era batalla n a b a l y no había de librarse a caballo”. Donde n a b a l vale por derivado de ‘nabo’ y a la vez de ‘nave’. sile p sis,

8 .3 .3 . F ig u ra s d e d icció n

per immutationem

Finalmente, las figuras por tran sm u tatio o p e r o rd in em alteran el orden sintáctico habitual para conseguir ciertos efectos. Y en este caso lo primero de lo que nos acordamos es del h ip érb a to n , aunque muchas veces se da este nombre a lo que la tradición clásica llamaba a n á stro fe , que consiste sencillamente en una inversión del orden de dos palabras sucesivas. Es lo de Bécquer de la R im a VII: “Del salón en el ángulo oscuro.. Y si el lector es perspicaz habrá notado que en mi frase anterior a la cita hay otro ejemplo. En efecto, el orden normal hubiera sido: “Es lo de la R im a VII de Bécquer”, así que no se trata sólo de rarezas de poetas. Una frase posible como: “De Cervantes el Q u ijo te nos resulta más familiar que el P e r s i le s ” no suena muy extraña, supongo. En cuanto al, ahora sí, hipérbaton —su plural es ‘hipérbatos’ y no el malsonante hipérbatones— separa dos palabras que deberían ir juntas por medio de uno o varios elementos que no son de allí, algo así como lo que quedaría si suprimiéramos los guiones largos del inciso primero de este párrafo. Un ejemplo de manual: “Responderé a las, sin duda, numerosas objeciones...” (tomado de Mortara Garavelli). En cambio, en el ejemplo de Enrique Badosa (“¿Somos Quijotes?”, A B C 23 de agosto de 116

2004, pág. 24): “Y el caso es que fuera de España no son pocas las personas [...] que en más de una ocasión nos dicen, halaga­ dores, que los españoles somos ‘unos quijotes’”, ‘halagadores’, aunque separa el yerbo ‘dicen’ de su complemento ‘que los españoles...’, se entiende como predicativo que modifica a ‘dicen’, por lo que no hay propiamente hipérbaton. En segundo lugar tenemos el isocolon o paralelismo, que yux­ tapone miembros de frase de longitud semejante y con semejan­ te orden gramatical. Es lo que hace el arzobispo de Toledo en el fragmento de homilía que hemos citado (cfr. 8.3.1), por el sim­ ple hecho de que suele combinarse con la anáfora. Es más claro en el caso del “¿qué si no...?, ¿qué si no...?” que en el del “que..., que”, donde monseñor prefiere una eficaz amplificación que extiende el segundo miembro más allá que el primero. Otro ejemplo, que muestra la complejidad que puede alcanzar el pro­ cedimiento: Las dificultades para poner en práctica esas ideas son muchas, pero sobre todo se centran en dos ejes: encontrar financiación (nadie quiere arriesgar su dinero en un negocio que, por ser radicalmente nuevo, tiene muchas posibilidades de acabar en quiebra) y encontrar ayuda (consejo, experiencia, m odelos... para organizar la empresa, para estudiar los nuevos mercados, para montar el equipo humano...) (Antonio Argandoña, “Em­ prendedores sociales para el siglo XXI”, El País de 9 de agosto de 2004, pág. 2/Cataluña).

El paralelismo viene dado por la secuencia ‘encontrar + com­ plemento + inciso extenso/ encontrar + complemento + inciso extenso’. A su vez el segundo inciso se estructura en un nuevo paralelismo que contrapone tres sustantivos en asíndeton a tres frases con para, de nuevo paralelísticas. Una variedad interesante del paralelismo, más bien una inver­ sión, es el quiasmo, que justamente invierte el orden del parale­ 117

lismo en una disposición cruzada que recuerda la letra griega que da nombre a la figura. Es lo que mostraremos a partir de ; una carta a ABC (23 de agosto de 2004, pág. 24), cuyo autor, indignado porque Amaya Valdemoro, pivot de la selección es­ pañola de baloncesto, haya saltado a la cancha sin su habitual cinta con la bandera española recogiéndole la melena, se pre­ gunta si la decisión del atentado de lesa patria habrá sido “de los mandos dé TVE o, en definitiva, de cualquier decisión ras­ treramente servil o servilmente rastrera de quienes nos gobier­ nan (?) para no quedar mal con los nacionalismos que les están dando soporte en el multipartito nacional y en el tripartito cata­ lán”. En “rastreramente servil o servilmente rastrera” tenemos una disyunción paralelística (adverbio + adjetivo/ adverbio + adjetivo); si el orden fuera “rastreramente servil o rastrera ser­ vilmente” (adverbio + adjetivo/ adjetivo + adverbio), es decir, con inversión del orden, entonces habría quiasmo, reforzado además por la repetición léxica. Las dichas no agotan las posibilidades de jugar con el orden. Se suma a ellas el homeoteleuton o similicadencia, que consiste en que rimen los finales de varios miembros de frase consecuti­ vos. Esto que para los antiguos era figura, nosotros lo huimos con la frase “sin haberlo pensado me ha salido un pareado”, que es precisamente un caso de similicadencia, pero ocurre con fre­ cuencia en forma de rima asonante, es decir, de coincidencia aproximada de las vocales. Puede verse en la siguiente frase de una sentencia del Tribunal Constitucional, citada en El País (9 de agosto de 2004, pág. 22); “Ni el ejercicio de la libertad ideo­ lógica ni la de expresión pueden amparar manifestaciones o expresiones destinadas a menospreciar o a generar sentimientos de hostilidad contra determinados grupos étnicos, de extranjeros o inmigrantes, religiosos o sociales”. El homeoptoton busca la coincidencia de finales pero en cuan­ to a la función sintáctica en la frase. Tratándose de lenguas flexivas —con declinaciones— como el latín y el griego, esta figu­ 118

ra se asociaba de forma natural con la anterior, pues con harta frecuencia la igualdad de finales suponía igualdad de funciones. En las lenguas modernas es más complicado, pero es posible encontrar casos como éste, de una entrevista a Berta Riaza en la que la actriz define su trabajo en el teatro de la siguiente forma: “Es una profesión bellísima, interesantísima, pero durísima” (El País de 9 de agosto de 2004, pág. 56), donde hay similicadencia, puesto que los tres miembros riman, y en consonante, y además hay coincidencia en que se trata de tres adjetivos en superlativo que califican a un mismo sustantivo. La lengua hablada, que el redactor no ha querido desfigurar, y el énfasis de la actriz permiten sin duda este ejemplo. Los casos citados no agotan la figuración, puesto que se puede modelar la frase con toda clase de adjunciones y disyun­ ciones, que pueden combinarse variadamente con las restantes figuras de dicción; sin embargo, puede tenerse con lo dicho una idea de la frondosidad de la materia. Como curiosidad, digamos que en la edición de Jean Cousin de la Institutio Oratoria de Quintiliano, los tropos ocupan las cincuenta últimas páginas del libro VIH, y las figuras el libro IX íntegro, que abarca 117 pági­ nas. Y en el manual de Lausberg, tropos y figuras ,se extienden desde la pág. 57 hasta la 300. 8.4. Figuras de pensamiento En cuanto a las figuras de pensamiento o sententiae, se com­ prende que se relacionan claramente con la inventio. Ya sabe­ mos que son más bien independientes de la literalidad del dis­ curso; se trata de configuraciones del pensamiento, es decir, de presentar las res, aquello de que hablamos, de una cierta forma perceptible, porque si no se aprecia no hay figura. Teniendo en cuenta que implican tanto a orador y público como a los asuntos en sí, y recordando que la pragmática estudia los signos en rela­ ción con sus usuarios, se las puede considerar pragmáticas. 119

De hecho, los antiguos las dividían en figuras frente al asunto/ o figuras frente al público; Lausberg advierte de lo borroso de su separación de las anteriores, por un lado, y de los tropos, por otra; y también de las dificultades para clasificarlas. Seguiremos una vez más a Lausberg pero simplificando. Entre las figuras frente al público contamos con el a p o stro fe, la in terro g a ció n re tó ric a , la su b je ctio o sujeción, y la d u b ita tio o dubitación. Dirigirse a algo o a alguien en pleno discurso, que eso es el apostrofe, es un recurso patético bien conocido. Ya hemos visto cómo lo hace Cicerón en el exordio del P r o S exto R o sc io cuan­ do se vuelve directamente a los jueces, y cómo repite el procedi­ miento de nuevo en la p e r o r a tio del P ro M ilo n e. La definición dice que el recurso consiste en apartarse por un momento del público normal para dirigirse a otro elegido por el orador: es precisamente lo que hace Cicerón cuando en vez de hablar para los jueces y el auditorio interpela a Milón y a los dioses. Empa­ rentada con el apostrofe está la o b se c ra tio , por la que se introdu­ ce una apelación que frecuentemente se dirige a los dioses. De nuevo hay que decir que no se trata sólo de antiguallas: todos recordamos a Escarlata en L o q u e e l vien to s e lle v ó poniendo a Dios por testigo de que nunca volvería a pasar hambre. Y si tuviéramos a mano el diario de sesiones del Congreso no falta­ rían los ejemplos de esas apelaciones patéticas que se reservan como golpes de efecto. Sin duda, la más conocida de las figuras frente al público es la interrogación retórica, que no consiste, como pretenden algunos, en una pregunta sin respuesta, sino en una pregunta que no es una auténtica pregunta por la simple razón de que la respuesta se conoce de antemano. De modo que la forma interrogativa es sencillamente un recurso de variación en la redacción y en el tono y una llamada de atención al auditorio. Así, las preguntas de Segismundo en L a v id a es su eñ o —¿qué delito cometí/ con­ tra vosotros naciendo?— son retóricas, puesto que se contestan 120

inmediatamente después: “El delito mayor/ del hombre es haber nacido”; mientras que las de Hamlet en el monólogo famoso no lo son, puesto que el príncipe de Dinamarca es incapaz de res­ ponderlas. El ejemplo más famoso de la Antigüedad es el comienzo de la primera Catilinaria·. “¿Hasta cuándo, Catilina, seguirás abusando de nuestra paciencia?” Donde es claro que Cicerón no pregunta nada sino que ataca directamente a su adversario. En la vida política actual se multiplican los ejem­ plos: “¿Acaso los hijos no tienen derecho a tener una cuenta de ahorros? [...] Es este tipo de preguntas, más o menos existenciales, las (sic) que se están debatiendo con visos de histeria en los titulares de la prensa...” (El País 9 de agosto de 2004, p. 9, hablando de las reacciones en Alemania frente al nuevo régi­ men de desempleo, que incluye un formulario con preguntas como la citada). Ciertamente, el que se sirve de tal pregunta con carácter polémico da por supuesto que, para él y para quienes le escuchan o le leen, no cabe duda de que los hijos sí tienen dere­ cho a una cuenta de ahorros. Y ya nos hemos referido a artícu­ los de opinión con titulares como “¿Somos Quijotes?” o “Por qué ha ganado Chávez”, que son preguntas retóricas en tanto que sus autores las contestan en el cuerpo del texto. La subjectio o sujeción consiste en fingir un diálogo consigo mismo o con el contrario. Es una forma, semejante a la anterior y que puede incluirla, de dramatizar el discurso con el fin de disminuir la posible aridez o tedio de la argumentación. Un buen ejemplo es el siguiente, de un artículo de opinión de X. Pericay que discute la presencia del PP en la ponencia encarga­ da de redactar el nuevo estatuto catalán (ABC de 21 de agosto de 2004, pág. 22): A sí las cosas, lo que no logro entender es qué gana el Partido Popular catalán con este juego. Votos, es evidente que no; al paso que va, lo más probable es que en Cataluña acabe per­ diendo un buen puñado en las próximas citas electorales. Posi­

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bilidad de influir en las líneas maestras del nuevo Estatuto que salga del Parlamento — a lo sumo, puede que le permitan intro­ ducir alguna acotación al margen— , seguro que tampoco. ¿Entonces? ¿Qué necesidad tenía Josep Piqué de aceptar que un diputado de su partido ocupara un sillón en la ponencia? A juzgar por las declaraciones que ha venido realizando en estos últimos tiempos el presidente del PP catalán, su máxima preo­ cupación es “reconstruir el diálogo con los demás partidos”, así en Cataluña como en el resto del Estado.

Finalmente, mediante la dubitación (dubitatio) el orador finge no saber cómo proseguir su discurso y apela a la complicidad del auditorio. Son esas fórmulas del tipo ‘no sé cómo decirlo’, ‘no sé cómo explicarlo’, y las demás por el estilo, que pueden referirse tanto a las cosas como a las palabras. Por ejemplo, Manuel Vicent en su crónica “De Siracusa a Olimpia” (El País de 9 de agosto de 2004, pág. 13), para contar que se perdió y se vio en pleno caos circulatorio de Catania en viernes por la noche, empieza diciendo: Ignoro qué transgresión cometería en Taormina o en las islas Eolias para merecer el quebranto que me sobrevino de regreso a Siracusa. Imaginaba que allí ya estaba U lises en brazos de la diosa Calipso, reina de Ortigia. Después de desembarcar en Milazzo tomé la ruta hacia el sur por la comisa oriental de Sici­ lia y era ya de noche cuando en lugar de rodear Catania por la autopista de circunvalación quisieron los dioses que confundie­ ra una señal y me adentrara en el corazón de esta ciudad.

Lausberg clasifica las figuras frente al asunto en semánticas, relacionadas con los afectos, dialécticas, y explicables mediante la quadripartita ratio que ya conocemos (§ 780). Las compleji­ dades de su taxonomía ya indican la de la materia. Nos limita­ mos también en este caso a mencionar algunas figuras recordan122

do la casilla en que aparecen para dar una idea de su carácter. La más importante de las figuras semánticas es la antítesis, que contrapone ideas, bien sea condensadas en palabras o expresiones, bien en frases completas. Los ejemplos de antíte­ sis se multiplican y muy frecuentemente combinados con el paralelismo como forma de realzar el efecto, ya que, como notó el Estagirita con su característica penetración, conoce­ mos mucho mejor por contraste. “Menos ideología y más ciencia”, empieza la carta de M. Vera a El País (9 de agosto, pág. 11). En el mismo diario y misma página, Savater afirma: “Siempre he sentido y siento como un fracaso personal en tanto educador que jóvenes perfectamente dotados para de­ sempeñar tareas útiles en la sociedad democrática, por críti­ cos que fuesen con ella, languidezcan embrutecidos o empon­ zoñados por crímenes cuyo horror y superfluidad quizá descubran demasiado tarde”. Un pariente de la antítesis es el oxímoron, que coincide con la antítesis en cuanto a la contraposición o, mejor aún, contradic­ ción, pero añade que ésta debe darse en forma de estrecha uni­ dad sintáctica. Son las definiciones del amor como “fuego hela­ do”, o la “soledad callada” de Juan de la Cruz. No vamos a ocultar que la tradición del oxímoron es la del lenguaje poético y que corren malos tiempos para la lírica. Sin embargo, es posi­ ble encontrar algunos en la prensa diaria, como éste de Alvaro Pombo, de hace unos años: “D e puta m adre” [titular...] toda una fascinante sentimentalidad contradictoria se manifiesta en el uso que ahora comenta­ mos. Una estupidez elevada hasta tal punto, sin duda, es fas­ cinante. ¿Qué se quiere decir? Dado que la madre es lo mejor y la puta lo peor, cuando se dice de, supongamos, un almuer­ zo de trabajo, kilo y medio de caviar de Beluga o de un nego­ cio que es o que nos salió ‘de puta madre’, ¿qué quiere decir? Se quiere expresar, obviamente, una emoción intensa, y para

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hacerlo el español se sirve de una carga de fiera dinamita: puta-madre, empleadas como calificativo de algo, garantiza la explosión perfecta... (“De puta madre”, El Mundo de 5 de enero de 1992)

Y otro, aproximado y más reciente, de Savater, cuando habla de la “reivindicación humanísima del derecho a la embriaguez” (“El delito de Alcibiades”, El País 15 de septiembre de 2004, pág. 13). Un segundo pariente, más lejano, es la paradoja. Realmente el término designaba más bien en la Antigüedad un esquema argumentativo y un tipo de exordio; sólo en la época moderna pasa a designar una figura de pensamiento, que, por su carác­ ter, debería figurar entre las que Lausberg denomina semánti­ cas. Para las definiciones modernas se concreta como contra­ dicción aparente. Es lo de Teresa de Jesús: “Muero porque no muero”, que se interpreta como ‘muero de impaciencia, por­ que no abandono esta vida mortal para alcanzar la eterna’. No es difícil notar que la definición moderna se basa, en rea­ lidad, en una formalización de las antiguas, que definían el argumento paradójico como el que contradice la común opi­ nión. Perdido ese sentido que los antiguos tenían de saber cuál es la opinión común, la definición prescinde del conteni­ do de las afirmaciones que la paradoja enfrenta y se queda sólo con el hecho mismo del enfrentamiento. Comparemos un momento un par de ejemplos, el primero de Fernando Schwartz: Resulta paradójico que, en el mundo democrático, la incertidumbre respecto de la figura del líder iraquí haya desaparecido precisamente por culpa de una catatástrofe ecológica en el Golfo provocada por él y no, por ejemplo, por su llamamiento al terrorismo. (“Robín de los bosques”, El País de 2 de enero de 1991)

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Y el segundo de Savater: Cuánto más se persigue a borrachos y drogatas, más se fomenta la aparición de nuevos adictos a la cacharrería electrónica, aun­ que esta última desde luego no lleve visos de prohibirse... Hoy vale para el pueblo casi cualquier opio, menos el opio propia­ mente dicho (“El delito de Alcibiades”, E l País 15 de septiem­ bre de 2004, pág. 13).

Conviene reparar en que el esquema paradójico propiamente dicho se ve precedido de términos que lo marcan explícitamente como ‘paradójico’, mientras que la figura acentúa lo contradicto­ rio de la expresión y puede pasarse sin marcador alguno. Lo que demuestra el carácter de argumentación condensada de la figura. La correctio o corrección mejora la expresión, pero lo hace a la vista del público, lo cual es un medio para ganárselo. Así en la crónica de la visita a Santander de la soprano Angela Gheorgiou (El País de 9 de agosto, pág. 33): “Atrás quedaron salidas de tono —metafóricas, claro, tiene una voz prodigiosa—, como la del teatro Real en Madrid al inicio de la pasada temporada”. Un segundo subconjunto era el de las figuras afectivas. La pri­ mera y más sencilla es la exclamatio o exclamación, que no escasea en las sesiones del Congreso, pero tampoco en las sec­ ciones de cartas al director o en las más variadas crónicas. Por ejemplo, J. Pauner termina así su carta a ABC (19 de agosto, pág. 8): “A este paso, la célebre frase de los italianos del “¿Piove? ¡Porco goberno!”, en España lo (sic) tendremos que traducir por “¿Hay sequía? ¡Culpa de la oposición!” Pero se incluía además en este capítulo un conjunto de recur­ sos como la enárgeia o evidentia, ese modo de describir que pretende poner las cosas ante la vista del auditorio (lo que haría superflua la descripción); y la sermocinatio o ficción de perso­ najes hablando y actuando, en sus variantes de prosopopeya o descripción más bien física, y etópeya, o retrato más bien moral. 125

Tampoco aquí estamos ante antiguallas: la ya citada crónica de la visita a Santander de Ángela Gheorgiou no es sino una etopeya de la famosa soprano; las entrevistas pretenden eso mismo; y no faltan los ejemplos como “Ángela Molina arrabatadora y sentimental”, de Vicente Molina Foix (El País de 9 de agosto, pág. 30), orientados a hacer física y moralmente presente al per­ sonaje ante los ojos del lector. También se recurre a veces en el discurso político a retratos mejor o peor intencionados de perso­ najes públicos a los que se cita o se parafrasea: César Alonso de los Ríos se pregunta bajo el título “Los Maragall” (ABC de 19 de agosto, pág. 6) si Pasqual Maragall “goza [...] de una espe­ cial credibilidad como nacionalista catalán”, para lo cual exami­ na algunos rasgos de la biografía y personalidad de su abuelo, el poeta Joan Maragall, y concluye negativamente: “Lo maragalliano en Pasqual Maragall [...] no pasa de ser una sinergia casual, sin base política alguna. Un apellido”. A sabiendas o sin saberlo ha recurrido a uno de los tópicos de la invención en el género epidictico, el linaje, para criticar a su hombre. La más importante de las figuras dialécticas es la concessio o concesión, que, como su nombre indica, concede al contrario una parte de su argumento para reafirmarse en la argumentación propia. Así se consigue dar sensación de ecuanimidad —no se encierra uno por completo en sí mismo, está dispuesto a escu­ char al contrario— pero para enfrentar a la parte que se ha acep­ tado la propia, de más peso. Un ejemplo, de una carta de P. Ignacio Fernández Baños al ABC de 21 de agosto: “Tiene razón Narbona al afirmar (ABC 17-08-04) que la moratoria a la ener­ gía nuclear de 1982 fue una “decisión política”, pues si en vez de política hubiera sido técnica, nunca se hubiera decretado”. De manera semejante empieza otra, ésta a El País (9 de agosto, pág. 11): “Sin ánimo de señalar la quiebra de ningún código moral estricto y lejos de ofrecer una visión ejemplarizante de nada, me gustaría mostrar mi preocupación sobre un aspecto de la vida que nos rodea: la educación en su sentido más amplio”. 126

Se trata de un comienzo en insinuatio que concede a un posible objetor para avanzar el propio punto de Vista. Pero había una última serie de figuras organizadas según la quadripartita ratio. La sententia, es decir, el recurrir a pensa­ mientos ajenos de cárácter general, procede per adiectionem, puesto que añade con intención de amplificar (es procedimiento emparentado con el uso de ejemplos, cfr. 7.3.). Es lo que llama­ mos uso de citas que tanto pueden ser de autoridades como del sufrido refranero. Savater remata su “Exámenes patrióticos” (El País de 9 de agosto, p. 12) con un “Buena ocasión para volver a recordar al clásico castellano y su ‘arrojar la cara importa/ que el espejo no hay por qué’”. En cambio, la praeteritio es per detractionem. Afirma que no va a hablar de ciertas cosas mientras que por lo menos las men­ ciona, lo que la convierte en arma dialéctica por excelencia. Recuérdese el discurso de Antonio en versión shakespeareana (cfr. 7.1.): “He venido a enterrar a César, no a alabarlo”, que es de hecho lo que hace a continuación, hasta el punto de sublevar a los ciudadanos. Un ejemplo de una entrevista de radio, que adapto del Gradus: “¿Tengo derecho a señalar que esta interpre­ tación es de un disco Decca? ¿No? ¿No puedo decir que es el disco Decca nQ2001? Lástima... No lo diré”. Las fórmulas del tipo ‘no hace falta decir que’, ‘no me extenderé sobre este punto’ pertenecen a este procedimiento. También per detractionem es la reticentia o reticencia, que interrumpe y deja en suspenso el hilo del discurso por cálculo o por causas afectivas, pero deja claro de una forma o de otra lo que iba a decir. El País de 9 de agosto entrevistó a Costas Karamanlís, primer ministro de Grecia: P. ¿Cuál es el primer objetivo de Grecia después de 2004? R. En el pasado reciente tuvimos dos grandes éxitos: tenemos una democracia que funciona y estamos en la UE. Nuestro objetivo hoy es emprender las reformas que harán de Grecia un

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país altamente competitivo y ubicarla aún más en el centro de Europa. P. ¿Desde un punto de vista geográfico? R. Es difícil... P. Con la posible adhesión de Turquía... R. Aun así, Grecia no estará en el centro de Europa, pero que­ remos estar en la vanguardia de la UE, a través de las coopera­ ciones reforzadas. E stoy a favor de la ampliación, pero no puedo imaginar que en una gran Europa todos avancen a la misma velocidad. Los países que creen en una Europa fuerte deben formar una vanguardia.

La primera respuesta de Karamanlís es clara pero se vuelve reticente cuando se plantea la cuestión geográfica, pues no sólo es claro que Grecia no está en sentido geográfico en el centro de Europa, sino que además hay un viejo enfrentamiento con Tur­ quía; el verdadero sentido de ‘centro de Europa’ se aclara en la siguiente respuesta, así como, indirectamente, la posición ante Turquía. Por lo demás, la reticencia se puede encontrar hasta en titulares, como, hablando de los Juegos Olímpicos: “Del 92 al 2004... cómo hemos cambiado” {ABC de 19 de agosto, pág. 25). Si quisiéramos ser exhaustivos, en las figuras per immutatio­ nem nos encontraríamos con los mismos rótulos que hemos visto como tropos. Porque no es difícil ver que igual que se puede hablar de ironía refiriéndose a una palabra aislada —el ejemplo evangélico del “amigo, ¿a qué has venido?”—, puede hacerse respecto de miembros de frase o de frases enteras, es decir, de configuraciones más amplias del pensamiento. Por ello nos ahorraremos la repetición. 8.5. Composición y ritmo El ornato no se agota en las figuras y tropos; se aprendía ade­ más cómo disponer las palabras, para lo cual acuñaron el tecni­ 128

cismo stru ctu ra que habría de hacer historia veinte siglos des­ pués. Pues bien, para conseguir una buena estructuración de las palabras había que atender al orden (ordo)·, a la iunctura, que Lausberg traduce de forma sólo aproximada por ‘eufonía’; y al ritmo o num erus. Pero, a su vez, estos aspectos varían según se trate de o ra tio solu ta, p e rp e tu a , o p e rio d u s. La o ra tio so lu ta la atribuía la retórica clásica a la a rg u m en ta ­ tio'. véase la del P ro M ilon e (cfr. 7.3.) y compárense sus frases con las de la n a rra tio (cfr. 7.2.). Para entendemos, el estilo de las colaboraciones de Elvira Lindo en E l P a ís es una exacerba­ ción de la o ra tio so lu ta , es decir, el estilo de la prosa que desea mantenerse cerca de la lengua hablada en su registro coloquial. Algo parecido se puede decir de las columnas de Umbral. Claro que no necesariamente se trata de descuido o espontaneidad sino que puede haber, como ocurre en los casos citados, cada uno en su estilo, un alto grado de elaboración. La o ra tio so lu ta sería también hoy el estilo de las cartas y hasta de los mensajes de correo electrónico, de los que no tiene por qué verse proscrita la sintaxis. Desde luego lo que no admite es la jerga de móvil, fenómeno digno de estudio —hay hasta diccionarios— pero que dejaremos para otra ocasión. No se puede confundir la o ra tio so lu ta con el estilo conciso, entrecortado, de las preguntas y res­ puestas de los interrogatorios y las entrevistas, y también de la dialéctica socrática (o ra tio co n cisa ). Los antiguos la admiraban pero no la encontraban apropiada para el discurso retórico. Nuestro Cervantes ponía la o ra tio so lu ta como el estilo propio para los nuevos libros de caballerías (D Q I, xlviii), los verdade­ ramente artísticos que se había de escribir para superación de la progenie de A m a d ís, y quien se haya acercado al Q u ijo te podrá hacerse una idea del asunto, siempre que sea capaz de descontar los abundantes pasajes paródicos del estilo adornado y por períodos. La prosa que avanza rectilínea, que prefiere la frase corta, y que los antiguos situaban como especialmente adecuada para la 129

narratio es lo que se llama oratio perpetua. Reléase la narratio del Pro Miloné arriba copiada y se encontrarán algunos perío­ dos, pero en general una escritura cuidada aunque más bien sen­ cilla (cfr. 7.2.). De nuevo para entendemos, sería la prosa de los editoriales y de la mayor parte de los artículos de opinión en los periódicos. Realmente Se define por rasgos más bien negativos: prefiere la yuxtaposición 0 la coordinación como la oratio solu­ ta, pero se aleja de lo coloquial. Aunque lo que más admiraban los antiguos era el periodus, la escritura tan típica de Demóstenes y Cicerón por amplios perío­ dos de una sintaxis compleja, subordinada, que va lanzando conceptos o ideas y los Va redondeando hasta el cierre. La circularidad era, pues, su característica principal. Además del exor­ dio del Pro Sexto Roscio (cfr. 7.1.), el comienzo del Pro Milone nos proporciona un excelente ejemplo: Aunque tem o, jueces, que sea vergonzoso tener m iedo al empezar a hablar a favor de un varón tan valeroso, y mínima­ mente conveniente, cuando el propio T. Annio está más inquieto por la salvación de la República que por la suya propia, no poder defender su causa con uña fortaleza de ánimo equiparable, sin embargo, esta forma sin precedentes de un juicio sin precedentes aterra la mirada que, dondequiera que se vuelva, busca el foro de siempre y el antiguo procedimiento judicial. (Trad. mía).

En él se ve muy bien la circularidad señalada, que se mani­ fiesta en la bipartición en protasis (hasta “sin embargo”) y apo­ dosis, desde “sin embargo”: hay que decir o leer la primera con un tono ascendente —pero rtó lineal porque ha de ceñirse a las diversas pausas que lo articulan— que se corresponderá con el descendente de la segundas también abundante en pausas. La sintaxis del griego y del latín favorecía este modo de construir, que tuvo su descendencia en la oratoria castelarina, y que hoy se emplea tanto con carácter paródico como en serio. Porque no 130

hay que confundir período con frase larga, esas que se prolon­ gan más por impericia del que escribe que porque sea capaz de prever a dónde quiere realmente ir. Sin estar mal escrita, la siguiente frase, no mucho más corta que el período ciceroniano, va sumando información sin redondearla: En principio, el grupo mayoritario considera que no debe haber problema para que todos estampen su firma, pues, con estos cambios legislativos “no se violenta ninguna opinión”, ya que la campaña institucional sólo llamará a la participación y, desde luego, explicará el contenido de la Constitución europea. (El País 9 de agosto de 2004,15).

Esto que hemos intentado explicar intuitivamente —y que no sé si hemos dejado muy claro, aunque las propias retóricas antiguas tampoco son del todo claras— para los rétores no ofrecía dificul­ tad alguna, y los ejemplos se multiplican. Lucas, que es un médico helenizado y escribe en griego, comienza su Evangelio así: Ya que muchos han emprendido ordenar la narración de los sucesos que se han cumplido entre nosotros, conforme nos los tienen referidos aquellos mismos que desde su principio han sido testigos de vista y ministros de la palabra, parecióme tam­ bién a mí, después de haberme informado de todo exactamente desde su primer origen, escribírtelos por su orden, ¡oh dignísi­ mo Teófilo!, a fin de que conozcas la verdad de lo que se te ha enseñado (Lucas I, 1-4). (Trad, de F. Torres Amat, Barcelona: Casulleras, 1920).

Estilo que contrasta con el mucho más lineal y de frase corta de las demás narraciones evangélicas. Pero saltemos a la actua­ lidad y nos encontramos con que, al comienzo de “la presente edición”, advertencia que antepone Francisco Rico a la suya del Quijote, escribe: 131

La edición del Instituto Cervantes no tiene distinto objeto del que en rigor debiera tener cualquier otra edición del Quijote, cualquier otra edición de cualquier otra obra: ofrecer un texto tan correcto como lo permitan los conocimientos disponibles, un texto fiel a la intención del autor (a veces tornadiza), diáfa­ no para el lector y verificable para el estudioso (Vol. I, cclxxiii).

Sin excluir la posibilidad de muestras narrativas: Cuando me asomo a este septiembre lleno de autobuses escola­ res con niños durmientes, aún puedo verme tal como era un otoño lejano con un anorak azul y la mochila al hombro, en cuyo fondo palpitaban los versos de Walt Whitman: ¡Oh capi­ tán, mi capitán! (Susana Fortes, “Aulas”, El P aís 15 de sep­ tiembre de 2004, contraportada).

O en la misma columna: Algunos corazones pintados con rotulador continúan sangran­ do a la puerta de los lavabos, pero los escolares de ayer son ahora unos tipos duros que sólo escuchan a Los violadores del verso igual que nosotros escuchábamos a Pink Floyd.

Sin excluir la posibilidad de la ironía o la parodia de la propia escritura periódica (una esposa y madre de la alta burguesía madrileña, de veraneo en la sierra, tras un cierre de secuencia en el que una amiga le dice: “Había olvidado cómo eres”): ¿Cómo era? Sin la referencia que le daba el espejo del cuarto de baño de Goya, los comentarios relativos a su persona o al mundo entraban en el refugio de San Rafael con la mansedum­ bre del verano, traídos por correos que desde la tierras de pan llevar o procedentes de La Mancha socarrada, a lomos del tren

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pintoresco o del automóvil rapidísimo, escalaban la cordillera, traspasaban la alambrada de pinos que inmunizaba de influen­ cias al residente y contrastaban al fin su certeza con el espejis­ mo del oasis (Manuel Longares, Romanticismo, Madrid: A lfa­ guara, 2001, pág. 271).

En todos los casos, la misma rotundidad al rematar la frase. Se habrá observado que el recurso se basa en la contraposición y equilibrio entre los miembros del período. A éstos se los lla­ maba en griego cola, que vendrían a corresponder a cada parte comprendida entre pausas. En el ejemplo del Pro Milone se puede apreciar que algunos de estos miembros, como “jueces” y “sin embargo”, son muy breves, y se les llamaba ‘incisos’. Había toda una serie de recomendaciones a favor de que los miembros tuvieran una extensión media, y acerca del efecto de la asimetría entre miembros: se prefería el período de cuatro miembros —lo que en general se cumple en los casos vistos—, cuando había menos o más breves el estilo se hacía más nervio­ so, y con término significativo: incisivo... Nunca se debe olvi­ dar que la retórica no estudiaba desinteresadamente el discurso sino que su finalidad era siempre que el orador pudiera compo­ ner los suyos propios. Y ya hemos visto a qué partes del discur­ so se reserva cada tipo de escritura. Esto no excluía que filóso­ fos o historiadores —y hoy incluso narradores— pudieran escribir también por períodos, pero los más exigentes en cuanto a construcción, complejidad y circularidad eran desde luego en la Antigüedad los del discurso oratorio. Pues bien, dejamos dicho que, en cualquier caso aunque con más rigor en el de la escritura por períodos, había que cumplir además con unas exigencias de orden de palabras, iunctura y ritmo. La estructura fonológica de las lenguas clásicas era muy diferente de la nuestra por lo que no será siempre fácil dar una idea de lo que representaba cada principio. El orden se regía por la ley de los miembros crecientes y el 133

orden natural. La primera dicta que, a no ser que se busque algún especial efecto rítmico o de estilo, lo normal sería escribir (hablando de cómo se ha convertido el deporte en fenómeno social, El País de 9 de agosto, pág. 45): “Primero, con la pode­ rosa ayuda de la televisión; después, con el auge mediático que auspiciaron las nuevas tecnologías de la información y la comu­ nicación”, donde es claramente más breve el primer miembro (hasta el punto y coma) que el segundo. En ese orden y no al revés. En la misma página del mismo periódico, un anuncio dice: “Por encima de todo, somos una compañía española”, y en letra pequeña: “En definitiva, potenciar el desarrollo de la indus­ tria aeroespacial española”, frase que remata un párrafo y que podría haberse escrito: “Potenciar el desarrollo de la industria aeroespacial española, en definitiva”. Pero no se ha hecho y es adonde apunta la ley citada, que puede contrapesarse por otras tendencias o, simplemente, por el deseo1’de variación. Más aún. El 8 de septiembre de 2004, Mariano Rajoy, a la salida de su entrevista con el presidente Rodríguez Zapatero declara estar “Preocupado y muy preocupado”, no “muy preocupado, preocu­ pado” (compárense los efectos de uno y otro orden: el primero intensifica, el segundo atenúa); una película se titula Ser y tener, no a la inversa... De acuerdo con el orden ‘natural’, lo natural es para Quintiliano decir ‘hombres y mujeres’, ‘por tierra y mar’, ‘desde el alba hasta el ocaso’. No hace falta discurrir mucho para imaginar situaciones en que lo correcto para nosotros sería ‘señoras y caballeros’, aun­ que indistintamente ‘compañeras y compañeros’ o ‘compañeros y compañeras’, etc. Es decir que lo ‘natural’ vale más bien por lo acostumbrado, por la convención del momento. Se supone que también hay un orden natural para lo cronológico, es decir, narrar de principio a fin evitando saltos y retrocesos temporales, y que no menos natural resultaba dejar el verbo al final, lo cual si estaba muy bien en latín, resultaría bastante extraño en español (incluso el griego clásico prefería el verbo en posición central de la frase). 134

El segundo capítulo de la composición lo constituía la junctu­ ra, a la cual eran muy sensibles. Tiene que ver sobre todo con el contacto y sucesión de palabras, sílabas y sonidos. Por ejemplo, era de mal efecto la secuencia de monosílabos, el ideal era la variación en cuanto a longitud y clase morfológica de palabras. Se censuraban sucesiones como la del verso arcaico latino O Tite tute Tati, tibi tanta tyranne tulisti. Se censuraban igualmen­ te repeticiones de la misma sílaba que dieran lugar a cacofonías como Dorica castra, así como las series de palabras con la misma desinencia, vicio que es el reverso de la figura de la similicadencia, que ya conocemos: figura si es consciente, vicio si inconsciente. En cuanto a sonidos, se huía del hiato o encuentro de vocales —en latín no hay diptongos— y de los encuentros de consonan­ tes ‘ásperas’ como, por ejemplo, rex Xerxes. El hiato podía evi­ tarse mediante la sinalefa, lo cual ha pasado al español. En con­ junto, quien se acerque a Quintiliano o a quienes lo resumieron en el Renacimiento se encontrará una legislación minuciosísima que demuestra una sensibilidad para el aspecto sonoro del hablar bastante superior a la nuestra. Finalmente, el tercer aspecto de la composición es el numerus o ritmo. Es el que resulta más difícil de comprender hoy, porque las lenguas clásicas distinguían entre sílabas largas y breves, que pronunciaban con tonos distintos. Ellos eran muy conscien­ tes de que el hablar espontáneo ya supone un cierto ritmo, pero de lo que se ocupaba la retórica era del ritmo artístico, es decir, del conseguido por el arte. Y dentro de éste diferenciaban con claridad entre el ritmo de la poesía, que designaban con la pala­ bra derivada del griego metrum, y el de la prosa, o numerus. El ritmo se basaba en cualquier caso en unidades breves que com­ binaban sílabas largas y breves, a las que llamaban pedes, pies. Por ejemplo, la combinación o pie más conocido, el dáctilo, constaba de una sílaba larga y dos breves, y el verso más cono­ cido, el hexámetro dactilico, se compone de cinco dáctilos y un 135

espondeo (pie de dos sílabas largas). Ahora bien, el ritmo de la poesía se caracterizaba por la regularidad, por lo que el proble­ ma se centra en conseguir que haya ritmo más allá del natural y espontáneo, y quien dice ritmo dice regularidad, pero a la vez evitando la regularidad propia del verso. Y como las leyes de éste le afectan en su totalidad —cinco dáctilos y un espondeo abarcan todo el verso—, el discurso oratorio permitirá bastante libertad a lo largo de la frase —siempre que se eviten varias sí­ labas largas o breves seguidas— pero se volverá exigente al fi­ nal. En estos finales —lo que llamaban cláusulas— estudian mi­ nuciosamente, primero Cicerón y luego Quintiliano, las combi­ naciones de largas y breves autorizadas, siempre con el cuidado de evitar finales que pudieran sonar a verso (nuestra prevención contra los pareados finales es sin duda un eco lejano de tal pre­ ceptiva). Pero en esta materia es imposible ofrecer ejemplos actuales que vayan más allá de lo dicho; espero haber dado al menos una idea del problema que sé planteaban y de cómo lo resolvían. 8.6. Los estilos La totalidad de la teoría del ornatus iba encaminada a conse­ guir una elocución eficaz. Ahora bien no escapaba a la perspica­ cia de los antiguos que se puede hablar de muchas maneras, en función de la materia y del auditorio; incluso la misma materia se puede presentar de formas diferentes, según la situación. En un ABC pocos días posterior al que recoge la homilía del arzo­ bispo de Toledo, el mismo Jesús Bastante del cual hemos entre­ sacado la cita de 7.3., firmaba un reportaje sobre las posibilida­ des de autofinanciación de la Iglesia en España, en el que un entrevistado afirmaba que la legitimidad de la Iglesia no depen­ de de los votos, por lo que los poderes públicos no tienen dere­ cho a intentar que ésta calle ante las cuestiones que exigen su pronunciamiento. Es decir, lo mismo que el arzobispo, pero sin 136

énfasis ni paralelismos ni elevación del tono, como corresponde a una conversación entre dos personas. Se trata, pues, de una aplicación del principio del decoro, lo aptum, al aspecto elocutivo del discurso. Y como ya sabemos que los rétores son aficionados a las taxonomías memorizables, en este punto llegaron a una escala, simple y eficaz, de tres esti­ los o genera elocutionis o dicendi, como se prefiera: el humilde, esto es, subtile, tenue o humile', el medio: medium, modicum o mediocre', y el elevado o sublime, grande o vehemens. A fin de caracterizarlos —por cierto que character, por ‘forma de estilo’, es un helenismo que introduce Cicerón en el Orator— se esta­ bleció además una correlación de cada uno con una materia, un deber del orador, un lugar del discurso, una figuración, y una amenaza o vicio posible. Así que al estilo humilde, que pretende enseñar (docere), es el adecuado para narrar y demostrar, es decir, para la narratio y la argumentatio y sobre todo en causas de poca importancia; su virtud será la agudeza y la claridad; prescindirá.de figuras o será parco en ellas; y se verá amenazado por la pobreza y la aridez. El estilo medio, adecuado para causas medianas, se propone deleitar, se puede encontrar también en las narraciones, admite figuración moderada, su virtud es la elegancia y se ve amenaza­ do de tibieza o de afectación. Y el estilo elevado, propio para las materias más graves, se propone conmover y ganarse al auditorio; admite las figuras más llamativas —las invocaciones a los dioses o las personifica­ ciones más llamativas, como la de las leyes en el Critón (cfr. 1.)—; tiene por virtudes la energía y el patetismo; y se ve ame­ nazado de hinchazón. Recurriendo a nuestras acostumbradas referencias periodísti­ cas, el estilo del primer periodismo norteamericano, que aconse­ jaba la objetividad informativa a base de prescindir de adjetivos y palabras valorativas en general, correspondería bastante bien con el estilo humilde. Mientras que hoy, que se ha impuesto la 137

noticia-comentario, se introduce un cierto ornatus y se podría decir que el estilo medio predomina en la mayor parte de la prensa diaria, tanto en su parte informativa como en la de opi­ nión. Pero cuando sus señorías en el Congreso ven o pretenden ver la patria amenazada, o cuando el arzobispo de Toledo cree que está en juego la misión profética de la Iglesia, es claro que elevan el tono con mejor o peor fortuna y se acercan o pretenden acercarse, sabiéndolo o sin saberlo, al estilo grande o sublime. De ahí las fórmulas del tipo “el/la x más grande de la historia de y”, amenazadas, como todo énfasis, de rápido desgaste (nada se seca más deprisa que las lágrimas, observaban con cinismo nuestros antepasados). Volviendo a los antiguos, en concreto a Cicerón, que es él que da a la teoría —en De Oratore— la forma destinada a perpetuar­ se, si se repasan los fragmentos de él que hemos leído, se verá que exordio y peroración son las partes del discurso en que más fácil es econtrar el estilo sublime, mientras que, en efecto, narra­ ción y argumentación son más propias para el estilo medio. Con la salvedad de que la tendencia al patetismo es clara en todo el Pro Milone, pero incluso en éste, sobre todo en la peroración. Puesto que había un par de preceptos complementarios de la teoría expuesta: que es conveniente variar de estilo a lo largo de una misma causa, y que el mejor orador será el capaz de sobre­ salir en los tres, no el que se encastille en uno solo. Pues es claro que, en tal caso, perdido el sentido de lo variable de la situación, estaría faltando contra el decoro. Con esta teoría de los estilos ocurrió algo muy curioso, que sobrepasa con mucho nuestros límites, pero a lo que no podemos dejar de aludir. Servio, un gramático del s. IV de. J. C. —recorde­ mos que el gramático enseñaba a leer comentando a los poetas— comentando a Virgiliorel mayor poeta de la latinidad, puso en relación la teoría de los estilos con sus obras poéticas. El resulta­ do fue la asignación a cada estilo de unos personajes, temas, y hasta objetos característicos, y la conversión de lo que era un plan 138

retórico en preceptiva para la escritura literaria: la llamada rota Vergilii, la “rueda de Virgilio”. Según ella, el mundo de las Bucólicas, con sus pastores, campos y ganados, y quejas amoro­ sas es el del estilo humilde; el de las Geórgicas, el poema didáctico sobre el trabajo de la tierra, el del medio; el de la Eneida, con sus héroes y guerras, el sublime. No es difícil apre­ ciar en ese sistema uno de los elementos de la evolución de los estilos en la literatura europea: el mismo Cervantes que, en el Quijote, hace amanecer en estilo humilde en I, iv, con “La [hora] del alba sería, cuando salió don Quijote”, ha parodiado la elevación retórica en: Apenas había el rubicundo A polo tendido por la faz de la ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos, y apenas los pequeños y pintados pajarillos con sus harpadas lenguas habían saludado con dulce y meliflua armo­ nía la venida de la rosada aurora, que, dejando la blanda cama del celoso marido, por las puertas y balcones del manchego horizonte a los mortales se mostraba, cuando eí famoso caba­ llero don Quijote de la Mancha, dejando las ociosas plumas, subió sobre su famoso caballo Rocinante y comenzó a caminar por el antiguo y conocido campo de Montiel (D Q I, ii).

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9. La memoria

La teoría de la memoria, como la del ornato, llegó a estar muy elaborada. Pero es preciso empezar por hacerse una cierta com­ posición de lugar. El texto del Pro Milone supera las cien pági­ nas; el Pro Rabirio Postumo las cuarenta y cinco, por citar sólo dos discursos reunidos en la colección Guillaume Budé. El Pro Arquia, así como las Catilinarias, es más breve, pero las Verri­ nas o las Filípicas, también largas; en el mundo griego, tanto los discursos de Isócrates como los de Demóstenes alcanzan una extensión considerable (el Pro Corona supera las cien páginas en la traducción de López Eire). Y hablar con los folios —ni con el texto entero ni con un simple guión—, o con una pantalla delante, la llamada lectura televisiva, era sencillamente impen­ sable: “Es un vicio hacerse soplar o mirar al manuscrito, porque da libre curso a lo que es negligencia; y nadie cree que no domi­ na lo que no teme que se le escape” dice Quintiliano (Institutio Oratoria XI, ii, 45-46) quizá previendo que hay que ser capaz de seguir incluso cuando se ha perdido el guión. Se hablaba, pues, de memoria, y por mucho que la redacción de los discur­ sos clásicos que nos han llegado sea por lo general posterior a la sesión en que se pronunciaron, y que la tal redacción tendiera a alargar lo realmente dicho, era preciso confiar a la memoria tex­ tos de considerable extensión, que hoy nos admira se pudieran aprender con éxito. Ahora bien, no es sólo eso, sino que, como dice Quintiliano (Inst. Or. XI, ii, 1), omnis disciplina memoria constat, toda dis140

ciplina se funda en la memoria: no aprenderíamos nada, por mucho que se nos enseñase, si pasase a través de nosotros sin dejar huella, es decir, recuerdo. Y justamente el abogado ha de retener no sólo lo que ha preparado de antemano, sino cantidad de cosas que ha de registrar sobre la marcha a fin de responder e improvisar si lo necesita. No es de extrañar que los antiguos —en la retórica romana, pues nada hay en Aristóteles al respecto— distinguieran entre una memoria natural y otra artificiosa, basada en una auténtica preceptiva, la mnemotecnia, la que a ellos les interesaba, capaz de ayudar al poder de la natural y multiplicarlo. La Rhetorica ad Herennium contiene en su libro III el primer tratamiento extenso del asunto, que se basa en servirse de loci e imagines, es decir, en representarse lugares a los cuales asociar aquello que deseamos recordar, cosas (res) o palabras (verba), reforzadas unas y otras mediante imágenes. Pero el más minu­ cioso es con mucho Quintiliano, que nos transmite una anécdo­ ta, de ésas a que tan aficionada era la Antigüedad, que sirve para hacerse una idea bastante exacta del asunto (hay que recordar que el comedor de gala de los antiguos era el triclinio, y que comían, al menos en las grandes ocasiones, recostados): 11 Se dice que el primero que descubrió la menotecnia fue Simónides, cuya historia se ha divulgado: como, acordado un precio, hubiese compuesto un poema — según suele hacerse para los vencedores— para un atleta coronado, se le negó parte del dinero porque de acuerdo con la costumbre muy frecuente de los poetas se había extendido en digresiones en alabanza de Cástor y Pólux. Por lo que se le llamaba a reclamar lo que fal­ taba a aquellos a quienes había celebrado. Y lo pagaron ínte­ gro, según se cuenta. 12 Pues como se diese un gran banquete en honor de la victoria de aquél y se hubiese invitado a Simóni­ des, le vino a buscar un mensajero, porque dos jóvenes llega­ dos a caballo deseaban verle con el mayor interés. Y sin duda

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no los encontró, pero comprendió gracias a su salida que era grato a los dioses. 13 Pues apenas traspasado el umbral el tri­ clinio se derrumbó sobre los invitados, y de tal manera confun­ dió a unos con otros que sus parientes, que deseaban sepultar­ los, no sólo no podían reconocer los rostros de los enterrados sino ni siquiera los miembros. Entonces, se dice, Simónides, que recordaba el orden en que estaba recostado cada uno, se los restituyó a los suyos. [...] 17 D e este sucedido de Simónides se ha notado que la memoria se ve ayudada por lugares mentales señalados, lo que cada puede acreditar con su propia experiencia. Pues cuando volvemos después de algún tiempo a ciertos lugares, no sólo los reconocem os sino que nos acordamos de lo que hemos hecho en ellos y nos vuelven las personas; alguna vez incluso pensamientos no expresados vuelven a nuestra mente. Como en tantos casos, el arte ha nacido, así pues, de la experiencia (Ins­ titutio Oratoria XI, ii; trad. mía).

El método derivado de este episodio —que al propio Quinti­ liano no le merece mucho crédito histórico— consistía en repre­ sentarse un espacio, real o imaginario, subdividido en lugares articulados como las habitaciones de una casa o los intercolum­ nios del peristilo, para situar en cada uno una idea o una palabra intensificadas además por una imagen. De modo que si asocia­ mos el arte militar, dice Quintiliano, con una espada, y localiza­ mos la espada en el atrium, la entrada de la casa, al pasar revista en la memoria a la susodicha casa iremos recuperando los obje­ tos, como la espada, y con ellos, las ideas conexas. Claro que este método, aprendido en la Rhetorica ad Herennio y en Cice­ rón, tiene un alcance limitado pues, por ejemplo, para las con­ junciones, dice Quintiliano, no hay signo o imagen posible. Y siguen consejos variados, como aprender el discurso por frag­ mentos, proceder mediante asociaciones, ejercitarse siempre, y, sobre todo, estructurar bien lo que se ha de aprender, pues un 142

buen orden facilita el recuerdo. Ni falta el anecdotario que se repite de unos rétores a otros: que Temístocles llegó a hablar en menos de un año la lengua de los persas; Mitrídates sabía veinti­ dós, tantas como pueblos gobernaba; Craso podía impartir justi­ cia en las cinco variedades del griego de los pueblos del Asia Menor que regía; Ciro se sabía de memoria el nombre de todos sus soldados... Admiración que descansaba en el principio arri­ ba expuesto, que viene a coincidir con uno retórico general: que el arte y el mucho ejercicio perfeccionan la naturaleza.

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10. La pronunciación

A la hora de hablar de la pronunciación —pronuntiatio o actio, que de las dos formas se decía—, última operación retóri­ ca, conviene volver a la composición de lugar previa. Hay que imaginar la colina de la Pnix en Atenas con cientos, incluso miles de personas sentadas en torno, y al orador intentando hacerse oír; la grandiosa escalinata de Morgantina (Sicilia), pro­ bable lugar de asamblea ciudadana; los teatros griegos y roma­ nos con su admirable acústica; las basílicas romanas, reconoci­ bles en tantas iglesias... En cualquiera de estos ámbitos, el orador había de dominar al auditorio sin más instrumentos que su voz, y, consciente de concentrar en su gesto y en su cuerpo atención y miradas, servirse de ellos para hacer más eficaz su discurso. De cuánto ha cambiado la perspectiva —aunque en los últimos años hay una revalorización de la actio— da idea que el ya clásico manual de Lausberg le dedique un párrafo de menos de una página, mientras que Quintiliano, de nuevo el más minucioso, cincuenta. Desde luego, no cabe duda de que por más que la preparación facilite las cosas, lo decisivo es el momento de hablar. Hasta el extremo de que dice Quintiliano que “la cualidad de lo que hemos compuesto en nuestro interior cuenta menos que el modo como se profiera” (Inst. Or. XI, 3, 2). Y añade una anécdota: que, preguntado Demóstenes acerca de qué era lo más impor­ tante en el arte oratoria, dio la palma a la pronunciación, y le dio además el segundo y el tercer lugar, y así hasta que dejaron 144

de preguntarle, para que se viese que no la tenía por principal sino por única. Pues por muchas informaciones previas que se tenga, es entonces cuando hay que saber valorar la actitud del auditorio y pulsar, la temperatura de la sala para ajustar a ellas gesto, tono y ritmo. Aparece ya en Aristóteles con el nombre de hypokrísis (Retó­ rica 1403b 21), por analogía con la representación trágica y la rapsodia, “pues primero los poetas representaban ellos mismos sus tragedias”. Hay que suponer que lo que era en un principio espontáneo, es decir, natural, al representar otros debió conver­ tirse en técnica aprendible, y que los oradores vieron la conve­ niencia de dotarse igualmente de una técnica. Aristóteles la defi­ ne como el uso de la voz adecuado para cada alteración del ánimo, en sus tres aspectos de volumen, entonación y ritmo. Y aunque para el Estagirita sólo es justo luchar con hechos y argu­ mentos, reconoce que la pronunciación pone lo suyo —¿por la perversión de los ciudadanos, es decir, porque se dejan impre­ sionar fácilmente, como hoy con la publicidad?— y que, aunque sea un don natural, se puede acompañar de técnica. Los rétores latinos tienen menos escrúpulos. Tanto la Retórica a Herennio, como Cicerón, como Quintiliano, le dedican espacio, sobre todo el último que es, una vez más, minuciosísimo. El autor del Ad Herennium distingue entre lo referente a la modulación de la voz y al movimiento del cuerpo (ΠΙ xi) y en cuanto a lo primero, habla de volumen, firmeza y flexibilidad; la tercera atiende al tono, y de estos distingue el de conversación, el de debate y el de amplificación, cada uno con subdivisiones a su vez hasta un total de ocho, todos caracterizados con preci­ sión, asignados a cada parte del discurso, y relacionados con gestos y movimientos corporales hasta constituir un sistema bastante completo. Aunque en esta materia, Quintiliano resulta verdaderamente aplastante, puesto que parte de una convicción cercana al tópico de que una imagen vale más que mil palabras: “La pintura, obra 145

callada [...] de tal manera penetra en nuestros afectos más ínti­ mos que alguna vez parece superar la fuerza misma del hablar” (Inst. Or. XI 3, 67). Él diferencia entre voz y gesto; estudia la cantidad (el volumen) y la calidad de la primera, que debe ser correcta, clara, agradable y adecuada (emendata, dilucida, orna­ ta, apta), y relaciona la corrección con la pronunciación íntegra de las palabras, la claridad con el respeto de las pausas, el ador­ no con evitar la monotonía, todo lo cual conduce a un precepto: que se acomode la pronunciación a aquello que decimos (Inst. Or. XI 3, 61), donde reaparece el ideal del decorum o lo aptum, que rige la retórica entera. Y no menor es su cuidado en lo referente al gesto. Por ejem­ plo, respecto de la posición de la cabeza, se habrá de mantener derecha, ni baja porque sería signo de humildad, ni alta pues sería arrogancia; y con movimientos moderados, pues “volverla sacudiendo la cabellera es de exaltado o frenético (fanaticum IX 3, 71)”. Y siguen normas para los ojos (la conveniencia de las lágrimas, “índice del estado del espíritu”) y cejas; la nuca y el cuello; los hombros; brazos y manos (“que casi hablan por sí mismas), de las que distingue hasta seis gestos distintos; el cuer­ po entero; cuándo es lícito dar pasos mientras se habla y de qué forma; el modo de vestirse... Normas y preceptos, como siem­ pre: “El orador debe distar mucho del bailarín, de modo que su gesto se acomode al sentido más que a las palabras” (IX 3, 89), para que no se pase en la mímica; debe reflexionar en “quién es él y ante quién y con qué auditorio va a actuar” (IX 3,150); “en cuanto al método para emocionar hay que representar los senti­ mientos o que imitarlos” (IX 3, 155); el orador debe tener en cuenta la causa en conjunto, la diferencia entre las partes del discurso, los pensamientos y las palabras mismas. De nuevo todo conduce a la aplicación del decoro, que hay que observar incluso en lo referente a las diferencias individuales entre unos y otros oradores, pues “ni es posible pasarse sin arte, ni todo puede sacarse del arte” (IX 3, 177)... Creo que sólo un ejemplo 146

p u ed e dar una id ea d el cuidado que Q uintiliano pone e n estas cu estion es, que, recuérdese, habían d e aprenderse y asim ilarse hasta hacerlas propias y que parecieran espontáneas: 126 En lo que respecta a los pies, hay que tener en cuenta cuán­ do se está quieto y cuándo se marcha. Permanecer con el pie derecho adelantado y presentar la misma mano que el pie queda feo. 125 Inclinar el cuerpo sobre el pie derecho se permite a veces, pero con el cuerpo derecho, aunque este gesto es más de cómico que de orador. Si se detiene sobre el pie izquierdo, queda mal levantar el derecho o dejarlo en suspenso sobre la punta. Separar las piernas más de la cuenta permaneciendo inmóvil está feo, y si se agita al hablar, casi obsceno. 128 El avanzar es oportuno, si es con pasos cortos, moderados, pocas veces; se podrá incluso ir y venir a causa de de las pausas excesivas de los aplausos, aunque Cicerón no aprueba el movi­ miento más que ocasional y no amplio [...] 127 Se aconseja, lo sé, que no volvamos la espalda a los jueces, sino que marchemos en oblicuo y mirando al jurado [...] 128 Golpear con el pie es oportuno, como dice Cicerón, al comienzo o al final de las partes en que se disputa, repetido es de hombre inepto y deja de atraer la atención del juez (Institutio Oratoria IX 3; trad. mía). H asta la lo n g itu d de la toga, la fo rm a d e lo s p lie g u e s y el m od o de llevarlos, e l cab ello, reglam enta Q uintiliano. B a sta con recordar la apostura del esp lén d id o A rrin g a to re , la escultura de bronce que guarda e l P alacio Pitti d e Florencia, o los n o p ocos togados de lo s m u seos esp añ oles, para hacerse una id e a de lo que se esperaba d el orador, que había de hablar de m em oria, sin nada en las m anos, y sin protegerse tras estrado o atril alguno, sin o com pletam ente expuesto.

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11. Final

Todo parque arqueológico tiene una hora de cierre —nadie que haya estado en Paestum al ocaso, cuando el sol dora las columnas de los templos, podrá salir si no es a regañadientes—, pero el nuestro, verbal, es en este aspecto muy elástico. Sin embargo, hemos llegado al final de nuestro recorrido, al menos, de este primer paseo, y deberíamos ser capaces de comentar la impresión de conjunto. La retórica llegó a constituir un modelo complejo y refinadísi­ mo para la elaboración e incluso pronunciación del discurso. No es que sea el único posible —aunque hay quien afirma que la única cultura propiamente retórica es la grecorromana, dicho sea pace Kennedy16— pero no se puede discutir que ha marcado profundamente la cultura occidental. Es verdad que en época imperial los ejercicios para la formación de oradores degenera­ ron en repeticiones pedantescas alejadas de la vida, lo que ya denunciaron las mejores cabezas de la Roma de la época, por ejemplo, Tácito. Sin embargo, el legado retórico es inmenso. De hecho, en la actualidad no son pocos los estudios e investigacio­ nes que invocan como antecedentes suyos a la retórica clásica, 16. Bastante antes de la Comparative Rhetoric, de George A. Kennedy (1998), Ángel López García formuló la hipótesis de la universalidad de la retórica en su “Retórica y Lingüística: una fundamentación lingüística del sistema retórico tradicional”, M étodos de estudio de la obra literaria (coord. por J. Ma Diez Borque). Madrid: Taurus, p. 601-655.

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desde los que toman por objeto la publicidad hasta los que se ocupan del discurso político o de la teoría de la argumentación. No se debe ocultar que hay una diferencia esencial entre los estudios contemporáneos y la retórica antigua, a saber: que ésta revestía un carácter productivo y práctico, es decir, se encami­ naba íntegramente a capacitar al orador para hablar en público, mientras que la actual es analítica y teórica: estudia los discur­ sos y la propia retórica sin proyección pública alguna. Así que las obras actuales que realmente continúan —por lo general, sin saberlo— el espíritu antiguo son los múltiples manuales para aprender a hablar en público, aunque en su mayoría se compo­ nen de recetarios prácticos ignorantes del arsenal clásico y carentes de espíritu filósofico alguno. Así que, en cierto sentido, es como si hubiéramos retrocedido a la etapa pre-aristotélica. Sin embargo, en las formaciones discursivas en cuyo entra­ mado vivimos, de la publicidad a la propaganda política pasan­ do por el mundo jurídico, no es difícil reconocer formas y esquemas definidos por la retórica clásica. Eso es lo que admira de ésta: que sin pretender trabajar para la eternidad consiguiera elaborar un modelo de discurso aún aplicable en sus líneas generales. Pues lo que hemos intentado mostrar es que no son pocas las formas del discurso público que se dejan describir mediante categorías retóricas. Y ¿qué ha sido de la literatura en nuestro recorrido? Pues se habrá notado que hemos eludido los ejemplos literarios que se repiten en muchos manuales. A lo largo del s. XX ha habido una fuerte tendencia a, frente a la historia de la literatura proce­ dente del positivismo del s. XIX, identificar el estudio de la lite­ ratura con el del lenguaje literario, y reducir este último a elocu­ ción retórica. Así se pretendía resucitar la retórica antigua, pero restringida... y ni siquiera a la elocución completa, sino sólo al estudio de las figuras. Pero ¿de qué pretende convencernos Antonio en el Julio César de Shakespeare? Es cierto que pode­ mos estudiar los recursos compositivos de que se sirven los 149

autores para erigir sus mundos y hacérnoslos presentes, pero no es menos cierto que estos mundos no se dejan reducir a una trama de recursos. Así que el análisis compositivo debería ser sólo un momento de la comprensión histórica y —después de Kant— del análisis estético. De ahí nuestra preferencia por las alusiones políticas y de actualidad, porque consideramos que la retorización de la poética ha apartado a los estudios literarios de lo que debiera ser su orientación. Sin embargo, ¿quién duda de que el entrecruzarse de discursos que constituye una parte no pequeña de la vida de las sociedades actuales ofrece amplísimo campo para el estudio retórico? Sin olvidar que hacer su histo­ ria, recuperar plenamente un aspecto clave de nuestro patrimo­ nio cultural, es tarea que dista de estar agotada.

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12. Para saber m ás

No hay que excluir la posibilidad del lector curioso que quiera saber más cosas, por aquello de que puede haber visitantes que quieran volver más demoradamente, sobre en todo en nuestro caso, que no se trata propiamente de ruinas. Por eso incluyo aquí algunos títulos, muy pocos y principalmente en español, con carácter meramente orientativo y ceñidos sobre todo al mundo clásico. La aspiración mayor de todo guía que se respete es que sus acompañantes lleguen a apreciar por sí mismos el recorrido. En nuestro caso el ideal es leer los tratados antiguos, única forma de enterarse de verdad de cómo veían ellos el asunto. A este res­ pecto, aunque citaré a continuación varios títulos, lo mejor como introducción es la Retórica a Herennio, por razones que abajo se exponen, para llegar luego a la culminación del siste­ ma: la dialéctica entre el Fedro platónico y la Retórica aristoté­ lica, y como monumentos romanos el De oratore de Cicerón y la Institutio oratoria de Quintiliano. Como títulos que permiten un recorrido histórico, para los sofistas, disponemos de dos buenas antologías: Sofistas. Testi­ monios y fragmentos (edición de A. Piqué Angordáns, Barcelo­ na: Bruguera, 1985) y de la más reciente Los sofistas, de José Solana, con excelente introducción (Madrid: Círculo de Lecto­ res, 2000). La retórica platónica está contenida sobre todo en el Gorgias, el Protágoras, y el Fedro, traducidos en la edición de Diálogos de Emilio Lledó (siete vols., Madrid: Gredos, 1981151

1992). En la misma colección (la Biblioteca Clásica Gredos) se dispone de la Retórica de Aristóteles, en la importante edición, muy bien anotada, de Q. Racionero (1990); la Retórica a Ale­ jandro, único manual helenístico en griego que ha llegado hasta nosotros, la ha traducido J. Sánchez Sanz (Universidad de Sala­ manca, 1989). La preocupación griega por los problemas del estilo se puede ver en el tratado de Hermógenes, de larguísima influencia, Sobre las formas del estilo (ed. de Consuelo Ruiz Montero, Madrid: Gredos, 1993). Para completar esta ojeada, el lector debería acercarse a otro tratado influyente, en el que algu­ nos han querido ver notas prerrománticas. Se trata de Sobre lo sublime atribuido a Longino (edición de Josep F. Alcina Clota, Barcelona: Bosch, 1985). Y de época tardía, a Menandro el rétor, cuyos Dos tratados de retórica epidictica están traducidos en Gredos (Madrid, 1996). Recomiendo que se compare la teoría con la práctica. Son representativos de la oratoria griega los discursos de la Historia de la Guerra del Peloponeso, de Tucídides (edición de A. Guzmán, Madrid: Alianza Editorial, 1989; también en cinco volú­ menes en edición de Juan José Torres Esbarranch, Madrid: Gre­ dos; y todavía hay otras en Cátedra, Akal, etc.), apasionante lectura que ha sobrecogido a cuantos se han acercado a ella, y más aún si se piensa en el final de Atenas. Contemporáneos de Platón, merecen leerse los Discursos de Isócrates (ed. de Juan Manuel Guzmán, Madrid: Gredos, 1979-1980), probablemente más próximos que la obra del filósofo al promedio de la oratoria griega. De Demóstenes, el De la corona es la obra más repre­ sentativa y para muchos la más lograda de la oratoria griega, y se puede leer en traducción de Antonio López Eire (Madrid: Gredos, 2000). De la retórica latinarla Ad Herennium es el primer manual en latín, de doctrina helenística, que tiene la ventaja de ser abarca-

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ble y permitir hacerse una idea de lo que era la retórica real, es decir, no la de un filósofo sino de un rétor agudo pero no genial. Disponemos de la edición de Josep F. Alcina (Barcelona: Bosch, 1991). Pero el eje de la retórica romana es Cicerón, apa­ sionante personaje de cuyo Sobre el orador (De Oratore), su gran diálogo de madurez, que expone una concepción filosófica de la elocuencia que marcaría la cultura europea, hay la traduc­ ción de Javier Iso (Madrid: Gredos, 2002); del Orator, a la busca del orador ideal, más centrado en cuestiones de estilo, tenemos la versión de Antonio Tovar en Alma Mater (Barcelo­ na, 1968). El De Inventione, más técnico, es un tratado de juventud del que sólo conservamos dos libros acerca de la invención. Nadie debería dejar de asomarse a la labor del Cice­ rón ya no teórico sino orador, que fue su principal ocupación: su obra maestra pasa por ser el Pro Milone, del que hemos citado fragmentos; las Catilinarias son un estupendo ejemplo de orato­ ria política; de sus muchas defensas de personajes particulares, el Pro Archia contiene varias de las semillas del humanismo. Todos pueden encontrarse en la Biblioteca Clásica Gredos. La Institución Oratoria de Quintiliano es una especie de enci­ clopedia de la retórica clásica en la que además del sistema de ésta se expone el programa de estudios para la formación del orador. Hay una traducción reciente de A. Ortega Carmona en cuatro volúmenes (Universidad Pontificia de Salamanca, 19972001). Y no debemos olvidar el De oratoribus de Tácito (en Agrícola. Germania. Diálogo sobre los oradores, ed. de J. M. Requejo, Madrid: Gredos, 1988) breve documento de un obser­ vador inteligente de la retórica en la época imperial. Si desea el lector una historia de conjunto y minuciosa de la retórica clásica, lamentablemente no hay nada en español com­ parable al libro de George A. Kennedy, A New History of Clas­ sical Rhetoric (New Jersey: Princeton University Press, 1994). Aunque sí tenemos traducida la Sinopsis histórica de la retórica clásica preparada por Murphy (Madrid: Gredos, 1998), recopi­ 153

lación de estudios de varios autores ya clásica, valga la redun­ dancia. Y encontrará un primer acercamiento sintético en la H isto ria b reve d e la re tó ric a de José Antonio Hernández Gue­ rrero y Ma. Carmen García Tejera (Madrid: Síntesis, 1994), ade­ más de que las historias de las literaturas griega y latina —hay varias útiles— suelen incluir capítulos dedicados bien a la ora­ toria, bien a sus figuras más relevantes. Dado que retórica y educación eran inseparables en el mundo antiguo, recomiendo al lector la preciosa H isto ria d e la ed u ca ció n en la A n tig ü ed a d , de Henri Marrou (traducida por Y. Barja de Quiroga, Madrid: Akal, 1985). No escasean los libros de síntesis y citaré algunos, aun a sabiendas de que olvido otros y de que, si bien suelen exponer el sistema clásico, añaden cuestiones que lo desbordan, aparte ya de estar escritos para estudiantes de filología. Por ejemplo, el muy completo de Tomás Albaladejo, R e tó ric a (Madrid: Sínte­ sis, 1989), que abarca las continuaciones actuales de la teoría; el de Azaustre y Casas, M an u a l d e re tó ric a e sp a ñ o la (Barcelona: Ariel, 1997); el de López Eire, reputado helenista, E se n c ia y o b je to d e la re tó ric a (México: UNAM, 1996), y no está de más echar una ojeada a su R e tó r ic a y c o m u n ic a c ió n p o lític a , en colaboración con J. Santiago de Guervós (Madrid: Cátedra, 2000); el muy conocido M a n u a l d e re tó ric a de Mortara Garavelli (Madrid: Cátedra, 1988). El más reciente, y probablemente el mejor, con visión extensa y clara del sistema completo de la retórica e historia de los estudios retóricos en España, es el M a n u a l d e re tó ric a de David Pujante (Madrid: Castalia, 2003). En su bibliografía se podrán encontrar nuevas direcciones de lectura. Si se quiere una exposición técnica y exhaustiva que contiene la totalidad del paradigma clásico, siguiendo principalmente a Quintiliano, la obra de referencia sigue siendo el M a n u a l d e re tó ­ rica literaria de Heinrich Lausberg (trad, de J. Pérez Riesco en tres vols., Madrid: Gredos, 1966-1968). Advierto que es libro 154

más bien de consulta que de lectura, y que, si de verdad se quiere aprovecharlo, exige saber latín y algo de griego. Su tercer tomo proporciona un Indice de términos que es en realidad un comple­ tísimo glosario con entradas en latín, griego y francés. Para los interesados en la cuestión de las figuras, está Figuras retóricas de J. Antonio Mayoral (Madrid: Síntesis, 1994). Otras obras —no escasean— contienen más bien teorías personales. Y si a alguien le interesa una versión moderna del mundo de la argumentación, que me parece el auténtico nervio de la retórica, tiene traducido por J. Sevilla Muñoz el Tratado de la argumen­ tación. La nueva retórica, de Perelman y su colaboradora Olbrechts-Tyteca (Madrid: Gredos, 1989). Y hay una lectura muy estimulante que son los Escritos sobre retórica de Friedrich Nietszche (Madrid: Trotta, 2000), que alternan notas de clase puramente descriptivas con no pocas observaciones personales, agudas y muy profundas. Finalmente no está de más saber que la revista Rhetorica, órgano de la Sociedad Internacional para el estudio de la Histo­ ria de la Retórica (ISHR) se edita anualmente desde el año 1983 con artículos ya plenamente especializados.

155

13. Glosario

Sigue un glosario que busca aclarar de forma cómoda los tec­ nicismos retóricos que han aparecido a lo largo del texto. Las definiciones se basan en el DRAE, en Lausberg, y en el glosario que ha preparado Inmaculada Anaya para la edición de obras retóricas de Giambattista Vico Elementos de retórica (Madrid: Trotta, 2005) por Celso Rodríguez y el que suscribe, de donde tomo las traducciones latinas que nos han servido como ejemplos. acción / actio o pronuntiatio. Quinta parte de la retórica que se ocupa de los gestos del cuerpo, expresión de la cara y modu­ lación de la voz con que el orador debe acompañar su discur­ so a fin de dar mayor fuerza persuasiva a sus palabras, afecto / affectus. Viene a ser lo que nosotros llamamos ‘senti­ mientos’. alegoría. La alegoría es decir una cosa para significar otra: metáfora que se prolonga en una frase o en un texto, aliteración. Figura de dicción que consiste en una sucesión expresiva de sonidos lingüísticos en contigüidad, ambigüedad / ambiguum. El vicio del discurso en que, por admitir dos o más lecturas un texto o una parte de él surge la duda, confusión e imprecisión, amplificación / amplificatio. Es la intensificación afectiva del discurso mediante reeursos retóricos, anadiplosis. Figura de dicción que consiste en terminar un miembro de frase o período con el mismo término o elemento que inicia el siguiente. 156

anáfora. Figura de dicción que consiste en la repetición de la misma palabra al comienzo de varias frases sucesivas, anástrofe. Figura de dicción que consiste en la inversión del orden habitual de palabras, antífrasis. Figura de dicción que equivale a la ironía en el plano del pensamiento, antítesis. Figura de pensamiento que consiste en la contraposi­ ción de dos ideas que contrastan entre sí. antonomasia. Especie de sinécdoque que consiste en poner un apelativo en lugar de un nombre propio, o el nombre propio en lugar de la clase a la que se refiere dicho nombre, apódosis. Segunda parte del período que sigue a la prótasis. aposiopesis. Es el nombre griego de la reticencia, apostrofe. Apartarse del público normal y dirigirse a otro públi­ co elegido por el orador de manera sorprendente, argucias / argutiae. Argumentos falsos expuestos con habili­ dad. argumento / argumentum. Razonamiento que, enlazando dos o más proposiciones para probar una tesis, pretende convencer y lograr asentimiento para la verdad o falsedad de aquélla, argumentación / argumentatio. Es una de las partes del discur­ so, también llamada confirmatio o probatio. arte o téchne, en griego. Conocimiento reglado que transforma lo natural en productos necesarios para el ser humano, asíndeton. Figura que consiste en la supresión de las conjuncio­ nes. catacresis. Metáfora que se produce por inopia, es decir, a falta de una expresión propia, por lo que no resulta llamativa, causa. En sentido general cualquier tema del discurso y en sen­ tido jurídico el objeto del pleito, ceugma o zeugma. Figura de dicción que consiste en sustraer un elemento lingüísticamente necesario de un conjunto cordinado o unido de forma estrecha. 157

characteres / estilos. Helenismo introducido por Cicerón para

referirse al modo de expresarse característico de un orador. Los estilos se reducen a tres: el estilo humilde / te n u e , el sublime / su b lim is, y el temperado o medio / te m p e ra ta seu m ed io cris.

chría. Es uno de los ejercicios preparatorios para la formación

del orador, consistente en narrar una anécdota de un personaje histórico en la cual se hace hablar a éste de forma sentenciosa. complexio. Figura de dicción que consiste en la combinación de anáfora y epífora. color. En sentido general se empleaba como sinónimo de o rn a ­ tus, pero también para referirse al sesgo con que se presentan los hechos en la n a rra tio a fin de resaltar lo que nos favorece, composición / compositio. Parte de la elocución que consiste en una estructuración sintáctica de la frase que presupone la corrección sintáctica e idiomática y que tiene en cuenta el orden, la iunctura y el ritmo. concessio / concesión. Figura de pensamiento que consiste en reconocer de forma parcial que alguno de los argumentos con­ trarios es verdadero y desfavorable para la propia causa, pero para reafirmarse luego al rebatirlo con argumentos propios más fuertes. confutatio. Refutación de los argumentos del contrario, que algunos tratadistas distinguen dentro de la a rg u m en ta tio , congeries. Es una forma de amplificación que procede por acu­ mulación de argumentos, conmover / commovere. Uno de los tres deberes del orador consistente en dirigirse hacia los sentimientos del auditorio a fin de ganárselo en el aspecto emocional. correctio / corrección. Figura que consiste en mejorar una expresión cambiando una o más palabras por otras, o bien rec­ tificando lo dicho mediante alguna fórmula ya hecha. decir. Decir se distingue del simple hablar, que consiste en arti158

cular palabras sin más. Es un hablar que quiere decir algo y persuadir de ello, decoro / decorum o lo aptum. Principio que rige toda la retórica y que busca siempre adecuar moral y socialmente el discurso a la situación y al auditorio, definición / definitio. Explicación precisa y clara del significado de una palabra o de una expresión, deleitar / delectare. Una de las partes del oficio de orador que consiste en producir placer, dar gusto, entretener de forma agradable. deliberar. Reflexionar sobre un asunto, especialmente público, social o político, sopesando los pros y contras que conlleva. Es uno de los tres géneros de causas aristotélicos, demostraciones / apodixes. Tecnicismo, sobre todo aristotélico, utilizado para designar la demostración mediante silogismos, opuesta a la prueba por inducción; la demostración retórica es el entimema. digresión. Figura que consiste en apartarse del asunto principal para tratar otro, y que se admitía principalmente en la narra­ tio. dilema / dilegma. Argumento formado por dos proposiciones disyuntivas, de tal manera que si se quiere escapar de un extremo se cae sin remedio en el otro, discurrir / excogitare. Examinar, pensar y discernir las razones que hay a favor o en contra de algo, infiriéndolas de sus prin­ cipios. discurso/ oratio. Manifestación lingüística ponderada y dilatada sobre alguna cuestión, disposición / dispositio. Una de las cinco partes de la Retórica, mediante la cual el orador pone en orden las razones, argu­ mentos y pruebas que ha encontrado mediante la inventio, docere o enseñar. Uno de los deberes ciceronianos del orador que consiste en presentar estados de cosas y argumentos al auditorio. 159

dubitación. Figura por la que el orador finge no decidirse por uno u otro partido que debe adoptar necesariamente. elipsis. Figura de dicción que consiste en suprimir un término que pedía la construcción gramatical, elocuencia. Arte del buen decir, que consiste en exponer los temas del discurso con abundancia y propiedad de términos, usando con elegancia y artificio los colores retóricos, elocución / eloquutio, en griego léxis. Una de las partes de la retórica que enseña a vestir con las mejores palabras los argu­ mentos. La eloquutio plasma en palabras las ideas halladas en la inventio. énfasis. Especie de sinécdoque que consiste en nombrar me­ diante un término más general e impreciso un contenido más preciso. entimema. Silogismo imperfecto. Es imperfecto porque le falta una premisa, o porque consta de premisas verosímiles no necesariamente verdaderas, enumeración / enumeratio. Una de las partes del epílogo o peroración que consiste en una síntesis de los argumentos más relevantes. epanadiplosis. Figura de dicción que consiste en empezar y ter­ minar un miembro de período con el mismo término o ele­ mento lingüístico, epífora. Figura de dicción contraria a la anáfora, es decir, que remata varios miembros sucesivos de un período con el mismo término o elemento lingüístico, epiquerema. Se suele emplear como sinónimo de ‘entimema’ pero sobre todo cuando éste se compone de más de tres miem­ bros; generalmente se llama ‘epiquerema’ a la relación positi­ va mientras que se conoce como ‘entimema’ la relación con­ tradictoria. epíteto. Figura de dicción que consiste en sumar con fines deco­ rativos uno o varios adjetivos de significado ya incluido en el 160

del sustantivo al que acompañan, equidad. Principio que Aristóteles sitúa en el mismo género de cosas que la ley, pero superior a ella pues la supera en flexibi­ lidad y puede hacer frente así al inevitable desfase que el tiempo produce entre legalidad y sociedad, etopeya / sermocinatio. Figura relacionada con la evidentia por la que se traza el retrato moral de un personaje haciéndolo hablar de forma adecuada a su carácter. evidentia o en griego, enárgeia e hipotiposis. Descripción viva y detallada de algo, que pretende ponerlo ante los ojos del auditorio, como si lo pintase. exclamatio / exclamación. Figura de pensamiento que consiste en una manifestación fingida del afecto para conseguir un efecto patético. execración. Figura de pensamiento que consiste en maldecir, exordio. La primera de las partes del discurso, que debe atraer la atención, docilidad, y buena disposición del público. En causas difíciles puede proceder por insinuación. figura , en griego schema. Desvío lingüístico deliberado de la

expresión propia con el fin de dar una mayor fuerza expresiva al discurso. Las de dicción dependen de la literalidad del dis­ curso, las de pensamiento (sententiae) son relativamente inde­ pendientes de ella, puesto que dan forma al sentido. geminación / reduplicación. Figura de dicción que consiste en la repetición de la misma palabra, géneros de causas / genera causarum. División al parecer aris­ totélica que resulta de la relación que se establece entre el ora­ dor, el objeto del discurso y el oyente. Los géneros pueden ser de tres tipos: deliberativo / deliberativum , demostrativo, epi­ dictico o laudativo / demonstrativum, y judicial / iudiciale. gradatio o gradación. Figura que consiste en utilizar la misma palabra para relacionar las cosas que anteceden con las que 161

siguen, y en general para establecer una intensificación en una secuencia de varios miembros, gradación / gradatio. Repetición progresiva del último miem­ bro de un grupo sintáctico o métrico al comienzo del grupo sintáctico o métrico siguiente, que busca amplificar. hipérbaton. Figura de dicción que consiste en separar mediante un término ajeno otros dos que están sintácticamente unidos, hipérbole / superlatio. Figura que consiste en exagerar la reali­ dad de forma desmedida, bien por aumento o por disminu­ ción. homeoptoton. Figura de dicción por la que varias palabras se usan en el mismo caso o función sintáctica en una misma ora­ ción. inciso. Miembro breve de un período, que tiene cierta indepen­ dencia sintáctica y semántica con respecto al periodo en el que aparece. inducción / inductio, en griego epagoge. Método argumentativo que alcanza una conclusión general mediante comparación de casos particulares, interrogación retórica / interrogatio. Figura de pensamiento que formula el pensamiento de forma interrogativa pero que conoce de antemano la respuesta. inventio / invención. Parte de la retórica consagrada al encuen­ tro de las ideas y argumentos adecuados para persuadir, ironía / dissimulatio. Figura de pensamiento por la que se expresa algo contrario a lo que se piensa, de forma que el ver­ dadero sentido puede recuperarse a partir del contexto o la situación. iudicatio / punto en litigio. Cuestión decisiva para el juez en la que de hecho se enfrentan las partes de una causa. iudicium. Capacidad de discernimiento. iunctura /juntura. Encuentro o proximidad entre fonemas o 162

sílabas del final de una palabra y comienzo de la siguiente. Diversas leyes prohibían ciertos encuentros. latinidad. Forma de .expresarse con corrección idiomática. leyes contrarias / leges contrariae. Una de las subdivisiones de los status causae, que discute la ley que nos es desfavorable enfrentándola con otra, licencia / licentia. Situación en la que el orador abandona ante el público la mesura y contención que le son propias, litotes / extenuatio. Figura emparentada con la ironía que con­ siste en negar lo contrario de lo que realmente se piensa, lugar / locus, en griego topos, tópico. Depósito de esquemas argumentativos o ideas del cual se toman los argumentos que convienen en cada caso. También en plural, loci. materia. Asunto o tema del que se trata, memoria / memoria. Operación retórica basada en la facultad natural por medio de la cual se retiene el pasado, que el orador acrecienta mediante la mnemotecnia y el ejercicio, metáfora. Tropo por el que una palabra traspasa algo de su pro­ pio y verdadero significado a otro que no le es propio, pero cercano por la semejanza que guarda con el primero. Es el más importante de los tropos, el que no se aprende. Las metá­ foras pueden ser de muy diversos tipos. metonimia. Tropo por el que en lugar de la palabra propia se emplea otra con la que guarda una relación de causa / efecto, autor / obra, o cualquier otro tipo de contigüidad temporal, causal o espacial. narratio / narración. Parte del discurso en la que se exponen los hechos con un color favorable a nuestra posición. En algu­

nas formas de discurso es prescindible, número [oratorio]. Ritmo, en sentido amplio. Abarca tanto el 163

de la prosa como el del verso, que se especifica como metrum o ritmo regular. obsecratio / obsecración. Figura de pensamiento que consiste

en dirigir la palabra al público, a los dioses, a algún personaje, por lo general para realizar una súplica, onomatopeya. Palabra que trata de reproducir el sonido de algo. oratio / oración. Discurso y, aveces, oración gramatical. oratio soluta. Forma de discurso equivalente a la actual ‘prosa’, relajada y próxima a lo coloquial. oratio perpetua. Forma de discurso también prosística pero más elaborada que la soluta. En ella el sentido avanza linealmente hasta el final, ornatus. Adorno mediante figuras de la elocución, oxímoron. Figura que consiste en la unión sintáctica estrecha de conceptos contradictorios. palabra. Conjunto de sonidos articulados que expresan una idea. Las palabras pueden ser propias y trasladadas, neologis­ mos, arcaísmos. parábola. Una forma de alegoría que relaciona un ejemplo con el asunto del que se trata, paradoja. Figura de pensamiento que consiste en unir ideas aparentemente contradictorias e irreconciliables, paralelismo, en griego isocolon. Ordenación de los miembros del período en partes semejantes de modo que todas se corres­ pondan en la misma medida silábica y disposición sintáctica, paronomasia / annominatio. Figura de dicción que asocia palabras que coinciden en el aspecto sonoro pero difieren en sentido. partición / partitio. División y ordenación de las partes del dis­ curso a fin de que el auditorio lo siga con más facilidad, período. Forma de escritura del discurso que busca mediante la 164

disposición creciente y decreciente de sus miembros —el nú­ mero ideal es de cuatro— una especie de circularidad y redon­ deamiento del sentido. perspicuitas. Una de las virtudes exigibles al discurso: claridad, persuadir. Facultad de atraerse la voluntad del que escucha por medio de la palabra, y que llega hasta el extremo de que el persuadido haga lo que el orador quiere, poliptoton. Figura de dicción que consiste en repetir una misma palabra con diferentes variantes morfológicas o con distintas variantes sintácticas, polisíndeton. Figura de dicción que consiste en la repetición de una o varias conjunciones que aportan fuerza expresiva al dis­ curso. progymnasmata. Ejercicios de elocuencia preparatorios para la formación retórica, prolepsis / occupatio. Figura de pensamiento por la cual el ora­ dor puede prever y refutar lo que pueda decir el adversario, pronunciación / [recta] pronunciado o actio. Parte de la retóri­ ca que enseña a enunciar el discurso de forma correcta y efi­ caz, y acompañado de los gestos adecuados para persuadir, preterición / praeteritio: Figura de pensamiento que afirma que va a dejar de lado ciertas cosas que nombra más o menos extensamente, contradiciendo de hecho lo que dice hacer, prosopopeya / fictio personae. Figura por la cual se presentan cosas o seres irracionales con comportamiento y capacidad de seres humanos, prótasis. Primer miembro del período. quadripartita ratio. Método estructurador de vicios y virtudes

—las figuras y tropos— del discurso que procede distinguien­ do figuras por adiectio, detractio, transmutatio e immutatio, es decir, mediante suma, supresión, cambio de lugar, o trans­ formación de elementos. quaestio / cuestión. Cualquier asunto que se discute en la causa. 165

La cuestión puede ser entre otros tipos, finita (en griego hypothésis) cuando se refiere a una situación, personajes y hechos concretos y definidos en el espacio y en el tiempo; infi­ nita (en griego thésis) cuando tiene un carácter general y filo­ sófico. quiasmo. Figura de dicción que consiste en disponer dos miem­ bros del período con un orden de palabras inverso. raciocinio / ratiocinatio. Razonamiento, argumentación, repugnantes / a repugnantibus. Incompatibles, res. Asuntos, temas del discurso, por oposición a verba, las palabras que lo componen, reticencia. Figura de pensamiento que suspende intencionada­ mente el discurso dando a entender algo conjeturable a partir del contexto. rétor. Para unos es sinónimo de orador; para otros el tratadista de retórica, que enseña ésta, por oposición al orador. Por lo general, los rétores eran además o habían sido oradores, retórica. Arte de hablar de forma persuasiva. sarcasmo. Forma violenta de ironía que no perdona ni a muer­ tos o moribundos. scriptum et sententiam / letra y sentido. Uno de los estados de cualidad legal que se refiere a la diferencia que existe a veces entre la intención del escritor y lo escrito. El orador se apoya en la letra de la ley cuando el sentido le es desfavora­ ble, o desacredita la letra apoyándose en el sentido, sentencia. Figura de pensamiento que inserta en el discurso alguna afirmación general o de valor universal. signum I signos, en griego techméria. Una de las pruebas ex­ tra-técnicas. Indicio o señal de algo, silogismo / ratiocinatio. Enlace entre premisas que conduce a una conlusión. símil. Comparación. 166

similicadencia, en griego homeoteleuton. Figura de dicción por la que coinciden los sonidos finales de varios miembros o palabras de una oración, sinécdoque / comprehensio. Tropo por el que se pone el todo por la parte o la parte por el todo, sinonimia / interpretatio. Figura de pensamiento que consiste en repetir palabras de significado parecido o igual, sorites. Tipo de argumento que avanza a pasos menudos hasta llegar a la conclusión, de modo que si se concede uno inevita­ blemente se ha de conceder el siguiente y así hasta el final. status / estado, en griego stásis. Cada una de las posibilidades de enfrentamiento entre las partes de una causa. Se puede dis­ cutir el hecho en sí, sta tu s c o n iec tu ra e ; su definición, sta tu s d efin ition is-, y la legalidad del hecho, sta tu s q u a lita tis. El últi­ mo se subdivide en g en u s ra tio n a le y g en u s le g a le , y este último en leyes contrarias, letra y sentido, razonamiento, ambigüedad, y traslación. structura. Organización sintáctica de las palabras en el discur­ so. subjectio / sujeción. Figura de pensamiento por la cual se finge un diálogo consigo mismo en el que se refutan posibles obje­ ciones al propio discurso. técnica / artes. Conjunto de conocimientos y de doctrinas que perfeccionan la naturaleza y constituyen una rama del saber, traslación / traslatio. Se usa para la palabra metafórica, y tam­ bién cuando se desea cambiar, para hacerlos favorables, los elementos que intervienen en la causa: el acusador, el juez, la acción, el tiempo, el lugar, tropos. Figuras retóricas en las que se da un cambio de sentido de la palabra propia (verb u m p ro p riu m ). verba. Palabras que componen el discurso, por oposición a res. verdad. Conformidad de lo dicho con los hechos.

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verosímil. Lo que, sin llegar a estar en una relación necesaria, como en matemáticas, resulta creíble, porque se acepta social­ mente como lo que sucede las más de las veces vis. En retórica la intención significativa del discurso.

168

ín d ic e

Advertencia del guía

7

1. La retórica y su mundo

11

2. Definición de la retórica

28

3. Los supuestos de la retórica

34

4. La materia de la retórica

36

5. Partes de la retórica y parte del discurso

38

6. La invención

40

7. La disposición

61

8. La elocución

93

9. La memoria

140

10. La pronunciación

144

11. Final

148

12. Para saber más

151

13. Glosario

156 169

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