Romano Guardini La Madre Del Senor
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de fe y amor es mayor que la anticipación de cosas que en la orientación de Dios sólo tienen lugar más tarde. Darse cuenta de que el niño, el muchacho, el adolescente, el hombre que vivía junto a ella era Hijo de Dios, en el sentido en que Él se hizo patente después de Pentecostés, la hubiera puesto en una situación insoportable. Su proximidad a Él hubiera perdido toda su inmediatez. Hubiera desaparecido esa seguridad sin la cual es imposible una vida vi da de madre. Israel estaba habituado desde siempre a la presencia de Dios; su piedad era la vida en esa presencia. Pero hubiera significado algo situado incomparablemente más allá el vivir conscientemente junto al Hijo de Dios hecho hombre, más aún, el poder decir: Es mi Hijo. Si reunimos, pues, lo que nos es conocido sobre la vida de María antes de Pentecostés, con lo que se dice expresamente sobre su falta de comprensión, entonces deberemos interpretar la relación de María con Jesús igualmente sobre el principio básico de su vida: ella cree, entregándose a algo incomprensible, a algo venidero. En esa fe crece ella; y ese crecer tiene una plenitud de sentido cristiano y una belleza que no podría igualar ninguna situación excepcional. A través de los largos años de la vida en Nazaret, a través del tiempo de la actividad pública de Jesús y a través del horror de los últimos días ella crece hasta una madurez en que luego entra el acontecimiento de Pentecostés. Entonces es cuando se puede desvelar el misterio de Dios, en cuanto ello es posible en este mundo. Ella ya no necesita protección ninguna contra lo enorme, pues ha cesado la presencia corporal e histórica de Jesús. Puede pensar a la vez estas dos frases: ³Es el Hijo del Padre eterno´ y ³Es mi Hijo´, sin aniquilarse así, ni aun solamente confundirse. Más aún, en esa unidad reconoce ella el contenido indecible de su vocación. Pero quien realiza eso es el Espíritu Santo. El debe realizar en el ser de María una inmensa apertura, dándole una fuerza y una amplitud que no podemos compartir nosotros: Las ³llamas´ del relato se encendieron con mayor claridad en ese más puro ser que en todos los demás. Y por lo que toca a las ³lenguas´, al poder decir lo hasta entonces indecible, la fuerza y autoridad de la manifestación, todo ello vuelve a encerrarse en ese ocultamiento que forma parte de la naturaleza de María. Nunca quedará abierto. Ya no oímos nunca de un modo de hablar tal como se cuenta en el Magnificat . Pero por sí sola se nos impone la idea de que en el resto de su vida habrá sido Aquélla a quien iba a, ver todo el que quería saber de Jesús algo más cercano, más entrañable, y no se comete un error si se piensa que en el Evangelio se han marcado las huellas de tal información; pues, ¿quién, si no ella, había de ser quien hablara en el relato de lla a infancia de Jesús? III El acontecimiento de Pentecostés dio a María la claridad sobre su Hijo: que era Hombre auténtico y auténtico Hijo de Dios, y que no sólo como Hombre, sino también como Dios, era Hijo suyo. Asimismo la claridad sobre sí misma y sobre su posición respecto a El: que era su madre y a, la vez la primera persona redimida por Él. Y ambas cosas no en yuxtaposición, sino en compenetración, como unidad perfecta. Luego Él se marcha al Padre y deja abierto tras de Sí ese ámbito de la gran expectación en que la Historia aguarda su retorno. Por una necesidad, dijéramos, dramática, de conclusión triunfal, se malentiende frecuentemente la escena de la Ascensión (Hechos 1,4-11). Ésta no constituye una apoteosis final, sino algo que se abre hacia adelante. Por lo pronto hacia Pentecostés; pero luego, a través de Pentecostés, hacia el acontecimiento terminal de la Segunda Venida. Por tanto, no forma el acorde final, que cierra, sino el central, que queda abierto y forma un ámbito de espera en que se realiza la historia cristiana. Esta espera la vive María de un modo a ella reservado: como espera de un retorno del Señor de toda la Historia, que a su
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