Roldán Hervás J. M. La Republica Romana

April 5, 2017 | Author: Mr. Rankku | Category: N/A
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! José Manuel Roldán Hervás!

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La República Romana! ! ! ! ! ! ! Editorial OCÉANO! 1976

I. LA CIVILIZACIÓN DE LA ROMA PRIMITIVA INTRODUCCIÓN La Italia primitiva Las civilizaciones itálicas, de las que Roma forma parte, jugaron

un

importante papel en el desarrollo de los rasgos específicos de la ciudad del Tíber. Pero el proceso de formación de estas civilizaciones sigue presentando numerosas dificultades, no obstante las nuevas aportaciones en los campos de la arqueología y de la lingüística. Sólo a partir del siglo VIII a.C., cuando los primeros colonos griegos desembarcaron en las costas de Italia, puede trazarse con cierta seguridad, aunque fragmentariamente, la historia de los pueblos que han habitado la Península. Antes de esta fecha, la investigación se enfrenta, sobre todo, al viejo problema de la relación entre población autóctona y eventuales invasiones, que, en su mutua interrelación, han conformado los rasgos constitutivos de los pueblos de la protohistoria italiana.

La indoeuropeización de Italia El problema clave en este proceso es el de la indoeuropeización de Italia, esto es, el de la entrada en la Península de nuevos elementos de población, procedentes de Europa Central y del área del Egeo, que, más dinámicos y con nuevos aportes culturales, desplazaron o se superpusieron en amplias regiones a la población autóctona. Con el Bronce final y la transición a la Edad del Hierro, desde finales del siglo XIII a.C., se produjeron en la Península, como en otros ámbitos del Mediterráneo y del Oriente Próximo, importantes cambios, ligados a desplazamientos de pueblos. Por toda Italia se extendió un nuevo tipo de enterramiento: la inhumación fue sustituida por la incineración. Recipientes de cerámica, que contenían las cenizas de los cadáveres, se enterraban en pequeños pozos, formando extensos cementerios, los llamados campos de urnas., difundidos por toda Europa, desde Cataluña a los Balcanes. El nuevo rito se pone en relación con la llegada a Italia, en diferentes momentos, de nuevos elementos de población, procedentes de Europa central y del área de Egeo, que se expandieron por distintas regiones en un proceso mal conocido, pero decisivo para la configuración del mapa étnico y cultural italiano.

Con la Edad del Hierro, se presenta en Italia una enorme variedad de elementos culturales mezclados, algunos de carácter nuevo, como revela la documentación arqueológica. Sin duda, su manifestación más importante y rica es el la cultura de Villanova, llamada así por una aldea, cercana a Bolonia, donde se individualizaron sus primeros rasgos específicos. Su núcleo fundamental se encuentra en las regiones de la Emilia y Toscana, aunque se expandió por otras regiones de Italia. Sus características fundamentales son las tumbas de cremación en grandes urnas de cerámica negra, de forma bicónica, y el desarrollo de la metalurgia. Los villanovianos construían sus aldeas de cabañas en lugares elevados. Estos núcleos fueron evolucionando, como consecuencia del crecimiento demográfico, la mejora de la tecnología y el desarrollo de los intercambios, hasta convertirse en el germen de auténticas ciudades. Las restantes culturas de la Edad del Hierro presentes en Italia tienen menos interés, ya que su característica más acusada es su apego a viejas formas heredadas de la Edad del Bronce. A partir del 1400 a.C., en el Bronce pleno, se había afirmado en el Apenino central una civilización llamada precisamente apenínica, de pastores seminómadas, que practicaban la inhumación para enterrar a sus muertos, vivían en cabañas o en cavernas y utilizaban una cerámica, hecha a mano, de color negro, con decoración en zigzag y punteado. Estos pastores trashumantes se extendieron por el Lacio y por las regiones meridionales de Apulia y Campania. Lentamente con la afirmación de la Edad del Hierro, desde comienzos del I milenio a.C. y en contacto con nuevos elementos culturales y de población, darían lugar a las civilizaciones itálicas históricamente conocidas. La civilización etrusca El período orientalizante En el siglo VIII a.C., en los asentamientos villanovianos de la Toscana, tuvo lugar una evolución que condujo a la aparición de las primeras estructuras urbanas, proceso ligado a un importante crecimiento económico y a una mayor complejidad en la estructura social. La agricultura, dotada de nuevos adelantos técnicos, como la construcción de obras hidráulicas, produjo cultivos más rentables; se incrementó la explotación de los yacimientos mineros de la costa y de la vecina isla de Elba, que favoreció el desarrollo de la

industria metalúrgica, y se potenciaron los intercambios de productos con otros pueblos mediterráneos. Paralelamente, la población de las antiguas aldeas villanovianas se concentró en ciudades, tanto en la costa (Cerveteri, Tarquinia, Vulci, Vetulonia...), como en el interior (Chiusi, Volsinii, Perugia, Cortona...). En el marco de la ciudad, la primitiva sociedad, asentada sobre bases gentilicias, sufrió un proceso de jerarquización, manifestado en el nacimiento de una aristocracia, acumuladora de riquezas, que pasó a ejercer el control sobre el resto de la población. Todo este proceso coincidió con una transformación de los rasgos característicos de la cultura villanoviana, que se abrió a influencias orientalizantes, es decir, a elementos culturales procedentes de Oriente, predominantes en toda la cuenca del Mediterráneo desde finales del siglo VIII a.C. A partir de esta fecha

se sedimentaron las características propias

del pueblo etrusco.

El “problema” etrusco: orígenes y lengua La brusca aparición de un pueblo, con una cultura muy superior a la de las restantes comunidades itálicas,

hizo surgir, ya en la Antigüedad (Heródoto, Dionisio de

Halicarnaso), el llamado “problema etrusco”, polarizado fundamentalmente en dos cuestiones, sus orígenes y su lengua, sobre los que la ciencia moderna aún discute. Incluso el propio nombre del pueblo no está bien determinado: los griegos los conocían como tirsenos o tirrenos; los romanos, como tusci ; ellos, a sí mismos, se daban el nombre de rasenna. El problema de los orígenes se centra fundamentalmente en el dilema de considerar a los etruscos como un pueblo procedente de Oriente, con rasgos definidos, que emigró a la península Itálica en una época determinada, o suponer que la cultura etrusca es el resultado de transformaciones internas de la población autóctona villanoviana, al entrar en contacto con las influencias culturales orientalizantes, que manifiesta la comunidad (koiné) mediterránea a partir de finales del siglo VIII a.C. No puede negarse el paralelismo de muchos rasgos artísticos, religiosos y lingüísticos de los etruscos con Oriente y, más precisamente, con Asia Menor. Pero, en todo

caso, el pueblo etrusco sólo alcanzó su carácter de tal en Etruria, donde la incidencia de factores económicos y sociales precisos, hizo surgir un conglomerado de ciudades-estado, que, a partir de finales del siglo VIII a.C., crearon una unidad cultural a partir de distintos elementos, étnicos, lingüísticos, políticos y culturales. En cuanto a la lengua, aunque conocemos más de 10.000 inscripciones etruscas, escritas en un alfabeto de tipo griego, y, por ello, sin dificultades de lectura, no ha sido posible hasta el momento lograr un satisfactorio desciframiento.

En el estado actual de la

investigación, sólo es posible constatar que no está emparentada con ninguna de las lenguas conocidas de la Italia antigua y, aunque su estructura básica parece preindoeuropea, contiene componentes de tipo indoeuropeo. Así, la lengua etrusca, en la que se unen rasgos autóctonos con otros procedentes del Mediterráneo oriental, vendría a ser un producto histórico, resultado también del complejo proceso de formación del propio pueblo etrusco.

La expansión etrusca El comienzo de la historia etrusca está ligado a la aparición en la Toscana de los motivos de decoración, ricos y complejos, de la koiné orientalizante mediterránea, que sustituyen a la decoración geométrica lineal villanoviana. Su explicación se encuentra en el súbito enriquecimiento del país, ligado a la explotación y al tráfico del abundante metal -cobre y hierro- de la Toscana. Gracias a esta riqueza, las ciudades etruscas estuvieron pronto en condiciones de competir en el mar con los pueblos colonizadores del Mediterráneo occidental, fenicios -sustituidos a partir del siglo VI a.C.

por los cartagineses - y griegos, mientras

extendían por el interior de la Península sus intereses políticos y económicos fuera de sus propias fronteras. Su fuerza de expansión

llevó a los etruscos hasta las fértiles tierras de

Campania, donde fundaron nuevas ciudades como Capua, Pompeya o Nola. También por el norte,

los etruscos alcanzaron la llanura del Po hasta la costa adriática, donde fundaron

numerosas ciudades, entre las que sobresalen Mantua, Módena, Rávena, Felsina (Bolonia) y Spina. Pero en la primera mitad del siglo V a.C., las nueva coyuntura de la política internacional significó el comienzo de la decadencia etrusca. El tirano de Siracusa, Hierón,

derrotó a los etruscos en aguas de Cumas, lo que significó el desmoronamiento de la influencia etrusca en el sur de Italia. En Campania, el vacío político dejado por la debilidad etrusca fue aprovechado por los pueblos del interior, oscos y samnitas, que ocuparon la fértil llanura. Más tarde, a comienzos del siglo IV a.C., la invasión de los galos puso fin a la influencia de los etruscos en el valle del Po y la costa adriática. Por esta época, ya habían comenzado los conflictos con la vecina Roma, que fue anexionando una a una las ciudades etruscas. Cien años después, toda Etruria había perdido su independiencia y, a comienzos del siglo I a.C., Roma anexionó todo el territorio etrusco, que fue perdiendo su identidad cultural y olvidó incluso su lengua, suplantada por el latín.

Organización política Cuando se produjo el proceso de urbanización que transformó las antiguas aldeas villanovianas en auténticas ciudades fortificadas, el sistema político dominante en Etruria fue el de la ciudad-estado, es decir, núcleos urbanos con un territorio circundante, políticamente independientes unos de otros y, en ocasiones, incluso rivales. No obstante, con el tiempo, se introdujo un principio de federación, que congregaba a las ciudades etruscas en un santuario, cerca del lago de Bolsena, el Fanum Voltumnae, bajo la presidencia de un magistrado, elegido anualmente por los representantes de la confederación, el praetor Etruriae. Pero esta liga tuvo un carácter fundamentalmente religioso y sólo en contados momentos logró una eficaz unión política y militar. A la cabeza de cada ciudad en las épocas más primitivas estaba un rey (lucumo), con atribuciones de carácter político, religioso y militar. Estas monarquías evolucionaron hacia regímenes oligárquicos, con magistrados elegidos anualmente, los zilath o pretores, presididos por un zilath supremo. Como en otros regímenes oligárquicos, las magistraturas se completaban con un senado o asamblea de los nobles de la ciudad, y, sólo en época tardía y tras violentas conmociones sociales, se inició una apertura de las responsabilidades políticas al conjunto del cuerpo ciudadano.

La sociedad La sociedad etrusca era de carácter gentilicio. La pertenencia a una gens, es decir, a un grupo de individuos que hacían remontar sus orígenes a un antepasado común, era condición fundamental para el disfrute de los derechos políticos y abría un abismo social

frente a aquellos que no podían demostrarla. Las gentes se articulaban en familias, que constituían un núcleo no sólo social sino económico, puesto que se integraban en ellas, además de los miembros emparentados por lazos de sangre, los clientes, es decir, individuos libres, ligados a la familia correspondiente por vínculos económicos y sociales, y los esclavos. En el sistema social originario, un grupo de gentes, se elevó sobre el resto de la población libre para constituir la nobleza, que terminó monopolizando el aparato político a través del control de los medios de producción y de su prestigio social. De esta población libre, que constituía la base de la sociedad etrusca, apenas contamos con datos. Sólo es posible suponer que el artesanado, ligado a una economía urbana, jugó un importante papel, a juzgar por la cantidad y calidad de los trabajos en cerámica, bronce, hierro y orfebrería que ha rescatado la arqueología. Finalmente, frente a la sociedad de hombres libres, la verdadera clase inferior estaba representada por un elemento servil, numéricamente importante, adscrito a las distintas ramas económicas: agricultura, minas, servicio doméstico... Estos siervos tenían la abierta la posibilidad de alcanzar el estatuto de libres mediante su manumisión, los llamados lautni . En su conjunto, pues, la sociedad etrusca se estructuraba en una pirámide, cuya cúspide estaba constituida por unas pocas familias nobles, que ejercían su control sobre la masa libre, gracias al monopolio de la riqueza y del poder político, y cuya base descansaba en la población servil, que, con su trabajo, garantizaba el poder económico de esta nobleza. Las evidentes tensiones que una sociedad así generaba, produjo en algunas ciudades etruscas, hacia mitad del siglo III a.C., revueltas populares, que condujeron a la transitoria democratización de las instituciones políticas y a la superación de algunos de los privilegios de la nobleza.

La cultura etrusca: religión y arte De las manifestaciones culturales etruscas, hay dos, la religión y el arte, especialmente interesantes por la huella que marcarán en la civilización romana y por los problemas que plantean.

Los etruscos consideraban su religión como “revelada”, es decir, transmitida a los hombres por la propia divinidad: un geniecillo, Tages, se habría aparecido un día a un campesino de Tarquinia para dictar a toda Etruria las reglas fundamentales de la religión. Esta ciencia religiosa se contenía en libros sagrados, divididos en tres series: los haruspicini, que trataban del examen de las vísceras de las víctimas; los fulgurales o interpretación del rayo, y los rituales, en los que se contenían los preceptos y cláusulas que debían regir la religión del individuo o colectivo con la divinidad. El conjunto de rituales y prácticas, de doctrina y teología, se englobaba bajo el nombre de disciplina etrusca y era tan complejo que exigía la dedicación de sacerdotes especializados. El aspecto más importante de esta disciplina es, sin duda, la preocupación obsesiva por desvelar el futuro, por penetrar en los misterios del destino y, por supuesto, prevenirse en el caso de que este futuro fuera desfavorable. La figura del haruspex, que, con el conocimiento de unas técnicas precisas, puede desvelar este destino, especialmente, mediante el examen del hígado de animales, es clave en la comprensión de la religión etrusca y gozó de enorme prestigio, no sólo en el mundo propiamente etrusco, sino en las culturas vecinas y, especialmente, en Roma. Las divinidades etruscas, poco conocidas, fueron precisándose a través de los contactos con el mundo griego . Estaban presididas por una tríada, Tinia, Uni y Menrva, asimilada a Júpiter, Juno y Minerva, a la que se veneraba en templos tripartitos, de los que el más famoso es, sin duda, el romano del Capitolio, construido en el período de influencia etrusca. Otras divinidades importantes eran Sethlans (Vulcano), Thurms (Mercurio), Maris (Marte) y Turan (Venus), entre otros. Pero, junto a los dioses principales, destaca en la mitología etrusca la enorme proliferación de semidioses y potencias demoníacas, genios y espíritus de ultratumba, que conocemos bien por su continua representación en tumbas y sarcófagos y que desvelan la concepción etrusca sobre el destino tras la muerte. Esta obsesión por el más allá condujo a cuidar con especial esmero el lugar de reposo del difunto, rodeándolo de todo lo necesario para asegurar la continuidad de su vida. Las cámaras funerarias, excavadas en la roca y alineadas en auténticas ciudades de los muertos, son aún hoy la más impresionante manifestación de la cultura etrusca y fuente inagotable de documentación. Estas tumbas, que reproducen en piedra la vivienda con su mobiliario, fingido en relieve o pintado, atesoran en sus paredes el impresionante testimonio

de sus frescos, que nos abren plásticamente aspectos de la vida cotidiana y del largo viaje del alma más allá de la muerte. El arte etrusco, del que contamos con manifestaciones en los campos de la arquitectura, pintura, escultura, cerámica y artes menores, manifiesta un fuerte influjo griego, que alcanza a todos los campos, temas, tipos y esquemas y que convierten a Etruria en el elemento portador e irradiador del mundo cultural helénico a los pueblos itálicos.

No

obstante, esta influencia griega no llega a anular por completo la originalidad etrusca, que se manifiesta, por ejemplo, en el uso del arco y de la bóveda en las construcciones, o en la cruda realidad, incluso grotesca o caricaturizadora, de los rasgos humanos en las esculturas, frente a las tendencias idealizadoras griegas. En conclusión, el papel esencial de Etruria en la historia de la Italia primitiva consiste en haber organizado, definido y transmitido a otros pueblos itálicos -y, sobre todo, a Roma- un tipo de civilización, elaborada directamente en la Península a partir de elementos orientales y con la fuerte influencia del más evolucionado mundo griego, que aceleró el desarrollo histórico de estos pueblos y dió un carácter más homogéneo a sus respectivas culturas. Los griegos en Italia La presencia de griegos en Italia es consecuencia del vasto movimiento de colonización que, a partir del siglo VIII a.C., abarcó a todas las costas del Mediterráneo. La colonización griega encontró su ámbito principal de expansión en el sur de Italia y en Sicilia y fue obra de ciudades castigadas por la crisis agraria, potencias comerciales como Rodas, Corinto, Calcis o Eretria, o regiones predominantemente agrícolas como la Megáride, Acaya o Laconia. La cronología de las primeras fundaciones es incierta. Al parecer fueron los calcidios los pioneros de una ruta comercial hacia las riquezas metalúrgicas de Etruria con su instalación, hacia 770, en la isla de Pithecussai (“isla de los monos”, en Isquia), a la que siguieron las colonias de Cumas, Zancle, Region, Naxos, Leontinos y Catania. El ejemplo de los calcidios fue seguido por otras ciudades griegas, que fueron fundando colonias en las costas sicilianas y de la Italia meridional hasta transformar estas regiones en una nueva Grecia, la

Magna Grecia, con sus mismas fórmulas político-sociales evolucionadas y su avanzada técnica y cultura, aunque también con sus mismos problemas políticos, económicos y sociales: los aqueos fundaron Síbaris, Crotona y Metaponte, tres poleis que alcanzarían una gran prosperidad. A los dorios se debe Mégara; Siracusa fue fundada por Corinto, y en Tarento se instalaron exiliados de Esparta. Otras colonias fueron Gela y Agrigento, en Sicilia, fundadas por los rodios; Mégara Hiblea y Selinunte, obra de los megarenses. La aportación de estos “griegos occidentales” para el desarrollo histórico de Italia se cumplió, sobre todo, en el campo cultural. Sus huellas se aprecian en los campos de las instituciones político-sociales, como la propia concepción de la polis; en la economía, con la extensión de cultivo científico de la vid y el olivo, y en diversas manifestaciones de la cultura: religión, arte y escritura. Los pueblos de la Italia primitiva Frente a las culturas anónimas que pueden rastrearse en la Edad del Bronce y primera parte de la Edad del Hierro, a partir del siglo VII a.C., gracias a la civilización etrusca y a la presencia estable de griegos, es posible ya individualizar en Italia una serie de pueblos, con rasgos culturales y lingüísticos precisos, decantados como consecuencia de la incidencia de distintos elementos étnicos, lingüísticos y culturales, a lo largo de varios siglos, sobre la base autóctona de la población.

La Italia septentrional En el norte, en la costa tirrénica, entre el Arno y el Ródano, a lo largo del golfo de Génova y en los Alpes Maritimos, encontramos a los ligures, como resto de una etnia más amplia anterior, divididos en distintas tribus. Los testimonios linguísticos evidencian un sustrato preindoeuropeo, sobre el que incidió un elemento indoeuropeo;

la arqueología, por

su parte, indica la falta de uniformidad inherente a la heterogeneidad de sus componentes. La presión posterior etrusca por el sur y celta por el norte contribuyeron a restringir aún más su área de expansión, que quedó limitada a regiones montañosas de los Alpes y de los Apeninos septentrionales, mientras otros grupos se fundieron en una mezcla céltico-ligur. Más al oriente, al norte del valle del Po, los cursos del Trentino y del alto Adigio albergaban a los retios, posiblemente también preindoeuropeos, sobre los que ejercerá más

tarde su influencia la cultura etrusca. Hasta muy tarde no fueron absorbidos por la cultura romana. Finalmente, el ámbito nordoriental con fachada al Adriático, estaba ocupado por los vénetos, que darán nombre a la región de Venecia. Se trata de una población claramente indoeuropea, cuyos rasgos culturales se emparentan con los pueblos ilirios del otro lado del Adriático, cuya lengua conocemos bien por un gran número de inscripciones y que mantendrá su personalidad frente a las presiones etruscas y celtas hasta su romanización a partir del siglo III a.C.

Los protolatinos Aparte de los etruscos, el resto de Italia aparece habitada por poblaciones que tienen en común la utilización de lenguas de tipo indoeuropeo. Estas lenguas están divididas en un gran número de dialectos, en muchos casos muy distantes entre sí, lo que indica la complejidad de circunstancias que llevaron a su formación. Un primer grupo, el más antiguo, es el que recibe convencionalmente el nombre de protolatino. Es, sin duda, indoeuropeo, pero muy anterior a las distintas civilizaciones itálicas de época histórica, lo que hace pensar en una primera emigración indoeuropea en la península, en torno a comienzos del II milenio a.C.. Las áreas ocupadas por estas poblaciones fueron el Lacio, donde se individualizan latinos y faliscos, el valle del Garigliano, con los auruncos, y el oriente de Sicilia, habitada por sicanos y sículos.

Los pueblos itálicos Un fondo cultural común, con caraterísticas particulares de desarrollo en sus correspondientes sedes históricas, tienen las numerosas poblaciones que, bajo el nombre de itálicos, se extienden a lo largo de la cadena apenínica. Se trata de poblaciones montañesas, pobres y primitivas, que vivían de la caza y del pastoreo. Sus áridos terrenos impedían el desarrollo de la agricultura y los problemas de subsistencia y superpoblación les empujaban a hacer incursiones sobre las tierras de la llanura. En época histórica, en muchos casos, aún no se encontraban fijados, lo que originó traslados de población, tanto pacíficos como violentos, que mantienen el eco de las conmociones que debió sufrir Italia desde finales de la Edad del Bronce. Una institución peculiar, el ver sacrum o “primavera sagrada” contribuía a su

expansión: según un antiquísimo ritual, una determinada generación era consagrada a la divinidad y, en primavera, guiada por su tótem sagrado, emigraba en busca de nuevas tierras. Los diversos dialectos que hablaban pertenecen a dos grupos, el osco, en el que se incluyen los samnitas y otros pueblos de la Italia meridional, ligados a ellos, y el umbro septentrional, al que pertenecen los propios umbros, los volscos y quizás los sabinos. Entre los siglos VIII y IV a.C., estos grupos de población crearon estados, ocuparon territorios y pusieron las bases para la colaboración y el enfrentamiento con las otras civilizaciones de la Península. En el norte, lindantes con Etruria, el grupo más importante es el de los umbros, que dieron nombre a la región de Umbria. Estamos bien informados de su idioma y de algunos de sus rasgos sociales gracias al testimonio de un magnífico documento de índole religiosa hallado en Gubbio, las Tablas Iguvinas. Entre el Apenino y el Adriático se hallaban establecidos picenos, pretuttios, vestinos, marrucinos y marsos. Más al sur y también en la costa adriática, se desplegaban frentanos, apulios, yápigos y mesapios , gran parte de cuyos rasgos culturales convergen con los de pueblos asentados al otro lado del Adriático. En la vertiente tirrena, alrededor del Lacio y empujándolo contra el mar, se individualizan los grupos de ecuos, volscos, hérnicos y sabinos, cuya belicosidad y fuerza expansiva les llevará a largas guerras contra sus vecinos, que llenan los dos primeros siglos de la historia exterior de la república romana. También las tribus itálicas del Apenino meridional comenzaron a partir del siglo V a.C. una enérgica actividad migratoria hacia el sur, Lucania y el Bruttium, y hacia el oeste, hacia la llanura campana, donde pusieron fin a la influencia etrusca y arrinconaron en Nápoles a los griegos. Pero, instalados en la llanura campana, las influencias etrusca y griega les empujsron a una simbiosis cultural característica, que diferenció profundamente su cultura de la de los grupos samnitas del interior. Aquí, en la agreste geografía de los Abruzzos, se formó también por la misma época una confederación de tribus -hirpinos, caudinos, pentros y

caracenos- que, englobados bajo el nombre de samnitas, pronto se convertiría en una de las fuerzas más expansivas de la Italia meridional, luego, enemigos encarnizado de Roma.

La civilización itálica Común a todas estas poblaciones fue la fragmentación política, favorecida por las condiciones del territorio. Sólo el santuario representaba un elemento de cohesión, aunque, en caso de guerra, se unían en confederaciones muy elásticas. Probablemente, como en el caso de Roma, la forma originaria de gobierno fue la monarquía, que dio paso con el tiempo a modificaciones institucionales: el mando unitario del rey fue sustituido por magistrados de carácter colegial, con nombres distintos: en Lucania y Campania, se atestiguan los medices; en las comunidades umbras, los marones; entre los sabinos, los ostoviri. Apenas si tenemos huellas de instituciones asamblearias y no es mucho mayor nuestro conocimiento sobre los respectivos ordenamientos sociales. Obras de arte dispersas, como el famoso Guerrero de Capistrano del siglo VI a.C., el Marte de Todi, del V, las terracotas o las pinturas funerarias samnitas de los siglos V y IV,

muestran, dentro de sus límites, la capacidad de asimilación que desarrollaron estas

poblaciones itálicas de elementos culturales y modos de vida procedentes de civilizaciones más evolucionadas como la griega o la etrusca. Es en este mundo donde se insertan los orígenes de Roma, cuyos modestos comienzos están unidos al horizonte itálico. 1. La formación de Roma como ciudad El área lacial Entre Etruria y la Campania, la llanura del Lacio, cuyo corazón está constituido por los montes Albanos, se extiende frente a la costa tirrena, limitada al este por los contrafuertes del Apenino, al norte por el curso de los ríos Tíber y Anio y al sur por el promontorio Circeo. La escasez de recursos del Lacio -una pobre agricultura y ausencia de minerales en su subsuelo- se compensa por su privilegiada situación, en el cruce de caminos entre las dos regiones más desarrolladas de la Italia antigua, Etruria y Campania.

La cultura lacial Aunque el territorio del Lacio estuvo habitado desde la Edad del Bronce, con restos materiales que se adscriben a la cultura apenínica, el periodo clave en la conformación de su poblamiento estable lo representa el periodo de transición del Bronce al Hierro, en torno a los siglos XI-X a.C. Es entonces cuando la llanura se cubre de aldeas, que dan origen a una manifestación cultural denominada lacial, dividida por los arqueólogos en cuatro fases. La evidencia arqueológica del primitivo Lacio no permite sacar conclusiones de tipo etnológico. Sin embargo, el súbito aumento de población con que se abre la cultura lacial, la adscripción indoeuropea de la lengua latina y el carácter de las instituciones políticosociales y religiosas coinciden en la suposición de un asentamiento de grupos de ascendencia indoeuropea sobre el fondo mediterráneo, para conformar con el tiempo, de forma estable, la etnia y cultura del Lacio. Las aldeas latinas, extendidas en la ladera occidental y meridional de los montes Albanos y a lo largo de la campiña romana, contenían una población de pastores y agricultores, cuya conciencia de pertenecer a un tronco común, el nomen Latinum, se conservó en una liga, constituida por las primitivas comunidades, los prisci Latini, cuya organización, según un sistema de división tripartita, evidencia su procedencia indoeuropea. Las comunidades latinas, los vici, se acomodaron en sus relaciones a las exigencias de una liga, compuesta de formaciones políticas independientes, mediante el aglutinante de la veneración a una divinidad como Iuppiter Latiaris, en la falda de monte Albano. Como consecuencia de su proximidad al santuario común, la aldea de Alba Longa tomó una preeminencia religiosa sobre las demás, que, al correr del tiempo, se trasladó a otras comunidades, con nuevos lugares de culto, como el santuario de Venus, en Lavinium, y los de Diana, en Aricia o en el Aventino, que, en cualquier caso, no consiguieron desterrar el tradicional respeto por el venerable santuario lacial. La

influencia de la cultura etrusca en el Lacio marcó su impronta en la liga, que

evolucionó según el modelo de la constitución de la liga etrusca, produciéndose el paso del derecho consuetudinario a tratados escritos y a una legislación precisa. En la fiesta anual de la

liga, las Feriae Latinae, se celebraba una comida religiosa a la que cada miembro aportaba algo, y el último día se sacrificaban víctimas por el bienestar de todos los latinos. También se elegía el magistrado ejecutivo anual, el dictator latinus, y el consejo de la liga, el concilium, y se discutía y decidía sobre circunstancias comunes vitales, en especial, cuestiones de guerra y paz, con los problemas relativos al reclutamiento del ejército federal e incluso la instalación de mercados. Pero igual que en la liga etrusca, la nueva constitución federal llevaba en su seno gérmenes de descomposición, que permitieron alianzas parciales entre distintos miembros de la liga y rivalidades entre las comunidades, que forman el trasfondo de la creciente afirmación de Roma sobre el resto de la federación. Los orígenes de Roma Roma, en sus orígenes, no puede considerarse aislada de la historia primitiva del Lacio, del cual es una aldea o conjunto de ellas y, ni siquiera, de las más importantes. So pena de perder perspectiva histórica es necesario tener siempre en cuenta estos humildes orígenes. El sitio de Roma se levanta en el extremo noroeste del Lacio, en su frontera con Etruria, marcada por el Tíber, a unos 25 kilómetros de la costa. El río excava su curso en un conjunto de colinas frente a una isla, la Tiberina, que permite el vado del río y constituye, por ello, el paso natural desde Etruria a la llanura latina. Desde el punto de vista topográfico, una colina, el Palatino, ocupa una posición central, rodeada por otras: Capitolio, Quirinal, Viminal, Esquilino, Celio y  Aventino. Entre estas colinas se extendían depresiones atravesadas por pequeños cursos de agua. La principal era el valle del Foro, por donde discurría un arroyo, el Velabro, que desembocaba en el Tíber por el Foro Boario. Estas depresiones eran pantanosas y, en consecuencia, insalubres. Por ello, la población hubo de concentrarse en las alturas, que ofrecían una fácil defensa, en aldeas independientes, separadas unas de otras por las zonas pantanosas. El problema de los orígenes de Roma no es otro que el de penetrar, con garantías científicas, en el proceso de transformación de esas primitivas aldeas del Tíber en un aglutinamiento ciudadano, lo que, desde el punto de vista social, se plasma en la transición de una estructura tribal a una sociedad articulada en clases, en el marco de una ciudad-estado.

La tradición literaria

La documentación literaria antigua pertenece a una época posterior en siete u ocho siglos al periodo que describe. Son, fundamentalmente, los relatos de Livio, Virgilio y Dionisio de Halicarnaso, que tratan de armonizar las leyendas

griegas y romanas con que la fantasía

adornó los primeros tiempos de una ciudad que se había convertido en la primera potencia del mundo conocido. Pero, frente a las tendencias, que aún no hace mucho tiempo dominaban en la investigación, de eliminar de la historia de Roma este conjunto de leyendas por considerarlas en conjunto falsas y fantásticas, un paso adelante ha sido el aprovechar este material elaborado de antiguas tradiciones, para entreabrir el panorama de la época primitiva romana, sobre todo, mediante su comparación con otros documentos no manipulados, como son los restos arqueológicos, considerablemente aumentados gracias a las excavaciones recientes, y otros elementos interesantes como la topografía, el folklore, la religión, el derecho y la onomástica. Veamos, en primer lugar, los datos de la tradición. Tras la caída de Troya, Eneas, hijo del troyano Anquises y de la diosa Venus, tras un largo y accidentado viaje, arribó, con su hijo Ascanio y otros compañeros, a las costas del Lacio, donde se estableció y murió. Tras su muerte, Ascanio fundó la ciudad de Alba Longa, que se convirtió en la capital del Lacio y fue cabeza de una dinastía, de cuyo tronco surgieron Rómulo y Remo, fundadores de Roma. Una disputa entre los dos hermanos acabó con la muerte de Remo a manos de Rómulo, a quien los dioses habían señalado como gobernante de la naciente ciudad. Rómulo creó las primeras instituciones y, después de reinar treinta y ocho años, fue arrebatado al cielo. Tras su muerte, se sucedieron en el trono de Roma seis reyes, hasta el año 509 a.C., fecha de instauración de la República. Se trata de un período de alrededor de 250 años, un lapso de tiempo excesivamente largo para considerarlo digno de crédito. Sin duda, los reyes romanos fueron más de siete, aunque en las figuras que recuerda la tradición, más bien símbolos de determinadas virtudes que personajes concretos, existen algunos elementos reales que pueden ser tomados en consideración. Rómulo, el fundador, es, sin más, una creación legendaria, al que se atribuye la conducción de una guerra contra la vecina población de los sabinos, concluida con la asociación al trono de su rey Tito Tacio. Es, además del fundador de la ciudad, el creador de

las primeras instituciones políticas y del primitivo ordenamiento social. A su sucesor, el sabino Numa Pompilio, se le considera el creador de las instituciones religiosas, con la fundación de los principales colegios sacerdotales y la organización del calendario. El tercer rey, Tulo Hostilio, es el paradigma de guerrero, a quien se atribuyen las primeras guerras de conquista, que culminan con la destrucción del viejo centro latino de Alba Longa. El cuarto rey, Anco Marco, último de la fase preurbana latino-sabina, reúne los elementos característicos de Rómulo y Numa, como rey conquistador pero también como organizador religioso. Los últimos tres reyes señalan un cambio decisivo en la historia de la Roma arcaica: la entronización de monarcas que la tradición considera etruscos, a finales del siglo VII a.C., y la definitiva urbanización de la ciudad. El primero, Tarquinio Prisco, es recordado por su política de conquista en el horizonte exterior latino, por sus reformas políticas y por su labor urbanística.

Le sigue Servio Tulio, a quien se atribuyen dos importantes iniciativas

político-constitucionales, la creación de distritos territoriales, las tribus, y el ordenamiento centuriado. Cierra la serie Tarquinio el Soberbio, prototipo de tirano que, con su crueldad y violencia, precipitará la caída de la monarquía.

Los testimonios arqueológicos Esta tradición literaria apenas concuerda con los testimonios arqueológicos. Es muy poco lo que puede salverse del relato tradicional sobre los orígenes de Roma, pero tampoco ha de rechazarse por completo, sobre todo,

por lo que respecta a la segunda fase de la

monarquía, la etrusca. Con la ayuda de otros documentos, en especial los arqueológicos, es posible entreabrir el panorama de estos orígenes con ciertas garantías, todavía más si los insertamos en el contexto arqueológico del Lacio contemporáneo, del que Roma constituye una parte integrante. El territorio que ocuparía Roma aparece habitado desde el Paleolítico, aunque los primeros objetos hallados dentro de los posteriores muros de la ciudad proceden del Calcolítico, entre 1800 y 1500 a.C. Desde estas fechas e intermitentemente siguen restos de la Edad del Bronce. Es evidente su adscripción a la llamada cultura apenínica, que se extiende por la península Itálica durante esta época.

A partir del siglo X a.C., con el Bronce final y el comienzo de la Edad de Hierro, se observan una serie de rasgos que permiten imaginar el comienzo de una larga etapa de transformación, que lleva a las aldeas, en principio aisladas y con una economía predominantemente pastoril, a un proceso de aglutinación en un recinto más amplio, gracias al catalizador que supone la fuerte influencia de la vecina cultura avanzada de Etruria. Étnica y culturalmente, este proceso ha de adscribirse a una población formada por la superposición, en la Edad del Bronce, de un estrato indoeuropeo, los latino-faliscos, a un substrato preindoeuropeo, sobre el que se difunden, como en el resto del Lacio, elementos de la cultura de Villanova y de la vecina Campania. Este proceso se encuentra terminado hacia comienzos del siglo VI, y ello autoriza a considerar el periodo comprendido entre ambas fechas (1000-780/75) como época preurbana. Es a partir del siglo X a.C., en la fase lacial I (1000-900 a.C.), cuando se produce el

asentamiento definitivo de poblaciones en el lugar de Roma: grupos de tumbas en el

Palatino y en el valle del Foro prueban la existencia, durante esta fase y la siguiente, II A (900-830 a.C.), de pequeños asentamientos, posiblemente de carácter parental, esparcidos por el valle del Foro y por las alturas cercanas del Capitolio, Palatino y Quirinal. El panorama arqueológico atestigua importantes cambios en las fases siguientes, II B (830-770) y III (770-730/720). Continúa el poblamiento en el Palatino, pero se interrumpe el del valle del Foro, y en el Quirinal apenas si se atestiguan exiguos grupos de habitación diseminados, mientras los restos funerarios se concentran en el Esquilino.

La

interpretación unitaria consideraba estos datos como expresión de la dilatación del poblamiento desde el núcleo del Palatino, que terminó por dotarse de un sistema defensivo, un agger: Roma habría iniciado así su fase proto-urbana. No obstante, si comparamos los datos arqueológicos con la situación contemporánea en el Lacio, se deduce una interpretación distinta. La fase II B es en todo el Lacio una época de violencia de la que no escapan los asentamientos romanos. Puede suponerse la llegada de nuevas gentes, que introducen un factor de desestabilización y de violencia con enfrentamientos entre distintas comunidades. Hasta el final de la fase III, los restos arqueológicos que afloran en las colinas romanas no manifiestan un carácter homogéneo: es evidente el aferramiento a la tradición, con industrias caseras, de las aldeas aisladas. En la religión romana ha quedado un recuerdo

de estos tiempos de aislamiento en la procesión de los sacra Argeorum. Esta procesión discurría a través de una serie de capillas, levantadas en algunas de las colinas, pero, en lugar de describir un único contorno a lo largo de todas ellas, progresaba irregularmente en cuatro círculos distintos, correspondientes a las fronteras de los distintos asentamientos preurbanos. Sólo con el comienzo de la fase IV A (730/720-630/620) el panorama se estabiliza: vuelve a reocuparse el Foro, pero ya no como cementerio sino como núcleo de habitación. También vuelve a habitarse el Quirinal y se mantiene la necrópolis del Esquilino. Posiblemente tenemos un reflejo religioso de esta nueva situación en la tradición referente al Septimontium, una fiesta que celebraba la población de los siete montes (Palatual, Germal, Velia, Subura, Fagutal, Cispio y Oppio) independientemente, pero en el mismo día. La limitación de la fiesta al ámbito citado, con exclusión del Quirinal, Viminal y Capitolio, parece indicar la unificación de unos cuantos poblamientos para constituir una realidad más amplia, que no obstante no incluye la totalidad de los poblamientos romanos. A partir de la tradición que refleja el Septimontium, la población se extiende, no sólo al resto de las colinas, sino a los valles intermedios, al tiempo que se evidencian progresos en la industria, más homogénea, gracias a la apertura de sus habitantes a influjos externos, especialmente de Etruria. La consecuencia más importante de esta apertura es el crecimiento de las posibilidades económicas que conlleva la diferenciación de fortuna, evidente en las necrópolis de las colinas. Paralelamente a esta formación de clases socialmente diferenciadas por sus medios económicos, las antiguas chozas de barro se transforman en casas y se organiza la ciudad, mediante un sinecismo de las aldeas en torno al Foro. Este se llevaría a cabo cuando en la comunidad se incluyen las colinas restantes, alcanzándose con ello la unidad topográfica sobre la que se cimentaría la Urbs en la última fase lacial, la IV B (630/620-580/575). Pero importa llamar la atención sobre el hecho de que la aparición de la ciudad romana no es un suceso aislado, sino inserto en un contexto histórico mucho más amplio en el que participan otras ciudades del Lacio, que no es otro que la formación de una koiné cultural etrusco-latina.

2. La civilización durante la monarquía romana a) La Roma preurbana El ordenamiento gentilicio Como en el resto del Lacio, la organización político-social de la Roma primitiva era gentilicia: sus elementos básicos originarios, la gens y la familia, constituían el núcleo de la sociedad. La propia estructura y el ordenamiento histórico de la gens confirman su carácter arcaico y su preexistencia al Estado. La gens estaba formada de un complejo de grupos menores, ligados por un vínculo mítico a un progenitor común. Se trataba de un organismo cerrado, y la admisión en su seno se producía por medio del voto de los gentiles, directamente (cooptatio) o de modo indirecto, a través de la inclusión en una familia de la misma. La gens tenía su territorio en el pagus o aldea y estaba dirigida por un jefe, cuyos poderes no es posible precisar. La solidaridad gentilicia se manifestaba en distintos campos y, en primer lugar, en el religioso. Cada gens contaba con una divinidad particular y rendía culto a sus difuntos, de forma exclusiva. La economía de esta primitiva comunidad de gentes era muy simple y rudimentaria, si tenemos en cuenta los datos arqueológicos. Los bosques y pastizales con abundante agua eran favorables a la atracción de grupos que tuvieran en la ganadería y el pastoreo su fundamental actividad económica. Por el contrario, la agricultura apenas tiene al principio importancia, dada la escasa fertilidad del suelo y la limitación de cultivos. La misma producción de utensilios indica que la población de las colinas vivía aislada de las grandes corrientes de tráfico. Sólo paulatinamente progresó una agricultura de tipo extensivo, al compás de la estabilización de la población de las aldeas. La propiedad era de carácter colectivo; pertenecía, por tanto, al grupo: constituía su sede y el instrumento imprescindible para el pastoreo de los rebaños. La gens no era un grupo estático; evolucionó, paralelamente al proceso de transformación de los grupos tribales primitivos, como organización política. Este proceso estuvo conectado no sólo con motivos de índole económica —la necesidad de defensa contra la

rapiña de otros grupos—, sino también de organización interna. La gens, con sus cultos e instituciones propias, se configuró así como un pequeño estado, que impuso a sus miembros unas normas de conducta, en parte heredadas del pasado (mores) y, en parte, impuestas por común acuerdo (decreta). Las instituciones políticas El rey La investigación ha demostrado que, antes de la fundación de la ciudad, ya hay testimonios de reyes, es decir, régulos de las distintas comunidades aldeanas cuyos nombres, naturalmente, no conocemos, pero que están probados por testimonios linguísticos, como el propio término indoeuropeo de rex , y sacrales, en fiestas cuyos nombres no derivan de una divinidad, sino que indican un acto sacral, como por ejemplo, el regifugium. En cambio, es hipotético su carácter, fundamentos de poder, prerrogativas y funciones. Su evolución, desde los orígenes, puede, sin embargo, rastrearse a través del estudio de algunos elementos de la religión romana, que lleva a la idea de una dirección de las aldeas reunidas, en sus comienzos por colegios religiosos, especialmente por el de los pontífices, cuyo rector, el pontifex maximus, aún aparece en época histórica investido de las dos cualidades inherentes al rey, el imperium y los auspicia. Esta situación debió cambiar pronto por razones de defensa, cuando hubo que recurrir a un comandante, elegido por sus cualidades personales. Este primer rex ductor no sabemos si fue un jefe accidental o permanente, pero, en una segunda fase, asumió también funciones religiosas. El reconocimiento de las relaciones entre rey y divinidad contribuyó a consolidar su posición, lo que no quiere decir que no siguieran manteniendo una influencia notable los jefes de los grupos gentilicios y familiares, que, reunidos en un senado, constituían el consejo real. En su origen, la monarquía estaba basada en un principio contractual. El conjunto de los patres investía de poderes al rey, que puede considerarse desde ese punto de vista como un magistrado, un primus inter pares, cuyos poderes y prerrogativas aunque vitalicios, no eran absolutos, ya que estaba sometido al control de la clase aristocrática, cuyo órgano de representación política era el senado. Es cierto que, una vez determinado, el rey se convertía en el jefe absoluto de la comunidad en los campos político, militar, judicial y religioso.

La característica esencial de la monarquía de los tres primeros reyes, Numa Pompilio, Tulo Hostilio y Anco Marcio, es la de estar fundada sobre una base sacral proporcionada por los auspicia. Los jefes de las gentes, los patres, reunidos en consejo real, el senado, tenían el derecho de practicar la ceremonia y determinar al rey. Durante el intervalo entre dos reyes, el poder supremo era ejercido por grupos de diez senadores, que se turnaban de cinco en cinco días, en virtud de la institución del interregnum, que aseguraba la continuidad de la comunidad por la fuerza de los auspicia:, caracterizada por la fórmula auspicia ad patres redeunt .

El senado El desarrollo del senado, una de las más enraizadas instituciones políticas de la historia de Roma, arranca, pues, de época preurbana, y está en íntima relación con el progresivo desenvolvimiento de la estructura social de la comunidad. Originariamente constituían el senado los patres familiae —de ahí el nombre de patres que llevarán los senadores—, pero no todos, puesto que, desde el comienzo, quedó limitado su número por un principio de selección, el de la edad. Formaban, pues, parte del senado los patres seniores, sinónimo de senes, «anciano», de donde procede el nombre de senatores. El senado era, pues, una asamblea de ancianos y tenía un origen muy anterior al rey. En la primitiva organización política de las primeras aldeas hubo de ser el órgano político decisivo, pero a medida que el rey afianzó su autoridad, el senado se convirtió en un mero órgano consultivo. Más aún, era el propio rey el que decidía sobre el reclutamiento de sus miembros entre los más caracterizados patres familiarum, los pertenecientes a la clase económicamente dominante. De todos modos, el senado, aunque con un poder limitado, siempre mantuvo una gran autoridad, la auctoritas patrum, cargada de contenido religioso, como manifiesta la institución del interregnum. Las curias Junto al senado, y paralelamente a la ampliación de la aldea primitiva, la comunidad romana se organizó sobre la base de las curias, el más antiguo ordenamiento político de la comunidad romana. Como tal, las curias servían también para fines militares, como base del reclutamiento y como unidades tácticas. En un principio, habría una curia por aldea, lo que llevaría a un aumento progresivo de su número al compás del aglutinamiento de las aldeas en un organismo unitario más grande. Sólo en un segundo estadio, como consecuencia de una

profunda reforma del sistema administrativo, en la fase etrusca de la monarquía, se limitaría su número a treinta. Cada presidente de curia, el curio, junto a su competencia en la esfera sacral y legal, detentaba el mando militar del cuerpo de ejército formado por su curia, a las órdenes del comandante supremo de la tropa de las aldeas, el rex. Gracias a esta función militar, las curias cumplían también un papel político, que evidencia la voluntad del rey de integrar el conjunto de la población romana en un cuerpo político unitario, por encima de la organización gentilicia. Reunidos en asamblea, los comitia curiata, aún muy rudimentarios, puesto que su papel se reducía a aclamar y no a discutir, cumplían la función de proclamar la entronización del rey con la aprobación de la lex curiata de imperio, mediante la cual los varones armados reconocían en el rey a su nuevo jefe. Su función era también de carácter sacral y podían ser convocadas por el rey para asuntos de naturaleza sacro-judicial, en concreto, la proclamación del calendario, los llamados comicia calata.

Las tribus gentilicias La complejización del ejército y su articulación hizo necesario un rudimento de leva, que, a su vez, sólo podía conseguirse mediante una distribución racional de la población. No otra explicación puede tener la división de la población romana en tres tribus, Ramnes, Tities y Luceres, cuyo origen y primitivo carácter tantas teorías ha suscitado. Lo único seguro es que las tribus son más recientes que las curias y no anteriores a la formación de la comunidad del Septimontium, a partir de la fase IV A. Cada una de las tres tribus debía proporcionar un escuadrón de jinetes al mando de un tribunus celerum. Pero no es tanto una función táctica la que cumple la caballería, como social. Lo mismo que en otras sociedades primitivas, la posesión de un caballo es una cuestión de prestigio y, en consecuencia, la caballería se presenta en sus orígenes como expresión de la clase aristocrática. Evolución económica y social de la Roma preurbana En la transformación de las estructuras sociales de esta comunidad primitiva de pastores tuvo una importancia decisiva el horizonte exterior vecino y su evolución a partir de la segunda mitad del siglo VIII a.C., caracterizado por la expansión de la vecina Etruria a lo largo de la costa tirrena, hacia Campania. La apertura de una vía terrestre hacia Campania significó la inclusión del Lacio en el horizonte etrusco, pero lo decisivo es que esta vía debía

cruzar necesariamente el Tíber, y el paso más adecuado estaba, sin duda, muy cerca de su desembocadura, allí donde el río puede vadearse fácilmente por la existencia de una isla en su último recodo, frente a las colinas romanas. La propia vecindad de las comunidades aldeanas del Tíber al territorio etrusco, aún antes de la apertura de esta ruta terrestre, debió influir en la ruptura de las condiciones inmovilistas y dio lugar a importantes transformaciones en la vida económica. La arqueología demuestra cómo, frente a las monótonas industrias locales, a partir del finales del siglo VIII a.C., se observan trabajos de metal etruscos y cerámica de bucchero, junto a imitaciones de cerámica griega de estilo protocorintio y corintio. Las uniformes tumbas muestran ahora, en sus ajuares, categorías en cuanto a riqueza, lo que indica una diferenciación de fortuna. Desde el punto de vista social, las nuevas posibilidades económicas de desarrollo, el aumento de población consiguiente, la diferenciación de fortuna producida por el libre juego de la actividad económica y el establecimiento de individuos procedentes de otras regiones, entre otras causas, tenían que diferenciadas.

producir necesariamente la formación de clases sociales

Algunas gentes supieron aprovecharse en mayor medida de las nuevas

posibilidades y comenzaron a monopolizar la mayor parte de la riqueza disponible con la intención de convertirse en clase dominante.

La clientela Esta nueva situación de poder que experimentan algunas de las gentes se evidencia en el fenómeno de la inclusión en su seno de una verdadera clase de sometidos, los clientes. La institución de la clientela

supone en la historia primitiva de Roma el primer

fenómeno limitado de división en clases. La clientela aparece siempre en el interior de la gens como una categoría de sometidos, que tiene una serie de obligaciones frente al patronus y que, en correspondencia, son protegidos y asistidos por éste a través de un vínculo recíproco de fidelidad que liga a ambos, la fides. La defensa y asistencia al cliente por parte del patronus están contrarrestadas por la obligación de obediencia (cliens viene de cluens, «el que obedece») y prestación de operae o días de trabajo al patrón, lo que pone en evidencia cómo un vínculo de subordinación

económica constituía la base de esta relación, cuyo fundamento era de carácter social y ético, y no estrictamente jurídico. El desarrollo de la clientela muestra, así, por una parte, la ruptura de una sociedad igualitaria, de la que emergen familias destacadas por su poder económico, que pueden permitirse prescindir de parte de sus medios de producción para dárselos a individuos desclasados, los clientes. Pero también significael punto de arranque de la formación de una aristocracia, con una superioridad no sólo económica, sino también social -el prestigio que le proporcionan el conjunto de sus clientes- , una aristocracia, que tiende a convertirse en hereditaria. Esta aristocracia conseguirá del rey un reconocimiento de derecho de su situación preeminente. Sus cabezas, los patres, que proporcionan los cuadros del senado, presionarán para conseguir el privilegio de perpetuar hereditariamente su condición de senadores. Así nacerá el patriciado, constituido por los patricios, los hijos de los patres más eminentes por poder económico y por prestigio social, directamente ligados con las gentes depositarias de las tradiciones, de las normas consuetudinarias de vida, de los procedimientos y ritos cultuales.

La plebe En una ciudad en desarrollo como Roma, la inmigración se convirtió en un fenómeno cada vez más importante, no asimilable socialmente en la estructura gentilicia de la clientela. Los inmigrantes, dedicados a actividades comerciales y artesanales, permanecían marginados, aislados, sin una integración válida en los cuadros tradicionales de la sociedad, conocidos y designados sólo por su carácter de multitud: es la plebs, término que tiene la misma raíz que pleo o plus, o que el griego plethús, “muchedumbre”. Su núcleo, en continuo crecimiento, dará lugar a la formación y desarrollo de un nuevo componente social,

no

vinculado a las viejas tradiciones gentilicias y abierto a las sugerencias culturales que viene de Etruria y Campania. Roma es todavía, no obstante, un modesto núcleo en el contexto del primitivo Lacio, extendido en un área de unos cien kilómetros cuadrados, limitada entre el Tíber y el Anio, con una población no superior a los tres mil habitantes. b) La Roma etrusca En la segunda mitad del siglo VII a.C., cuando comienza en la cultura lacial el período IV B , Roma avanza por el camino de la urbanización. Desaparecen del Foro romano

los rastros de habitación y se convierte en centro de la vida pública. Una vez cumplida la unificación de las colinas de la mano de la monarquía preurbana, el cambio decisivo en la transformación de Roma en una ciudad-estado tiene lugar con la subida al poder de reyes de procedencia etrusca, a partir de finales del siglo VII. No se trata sólo de una transformación material. Paralelamente a la monumentalización de la naciente ciudad, tiene lugar la redefinición de sus habitantes como ciudadanos de una comunidad política unitaria. Los reyes “etruscos” Tres son los reyes que la tradición adscribe a la fase etrusca, Tarquinio Prisco, Servio Tulio y Tarquinio el Soberbio. Aunque existen dudas sobre su autenticidad, no sólo en sus nombres, sino en el número y orden de sucesión, lo importante es que esta época, que cubre la mayor parte del siglo VI a.C., tiene importantes consecuencias para el desarrollo material, político y social de Roma. Durante mucho tiempo, se consideró que, con Roma, todo el Lacio, desde finales del siglo VII a.C., había sido conquistado por los etruscos. Esta dominación

habría sido el

resultado de la existencia de intereses etruscos en Campania y de la necesidad de control de uno de los pasos fundamentales en la vía terrestre hacia el sur. La creciente significación de Roma como punto de apoyo en la línea de comunicación con Campania, habría impulsado a las potencias a rivalizar en la posesión de este nudo de tráfico y a arrebatárselo, según las circunstancias, unas a otras. Según esta teoría, la dominación etrusca en Roma no habría sido obra de caudillos guerreros, sino consecuencia de la posición dominante de unas ciudades etruscas sobre otras, que trataban de asegurar, mediante el control de Roma, la llave de la vía de Campania.

Así la dominación etrusca sobre Roma no habría evolucionado pacífica y

linealmente, sino en forma de violentas conmociones con las que varias ciudades etruscas impusieron sucesivamente su dominación, como Tarquinia, Cerveteri, Vulci, Veyes o Chiusi. Hoy este punto de vista se encuentra casi unánimemente abandonado. Roma nunca fue sometida a una conquista militar; permaneció como una ciudad latina, aunque abierta a las influencias de sus poderosos vecinos del norte, como cultural etrusco-latina.

Tarquinio Prisco

parte de una gran koiné

La llegada al poder del primer rey etrusco, Tarquinio Prisco, no fue consecuencia de una empresa militar ni conllevó acto alguno de violencia. Tarquinio, oriundo de Tarquinia, es presentado en la tradición como hijo de un griego de Corinto, Demarato, que, solicitado por los exponentes de los nuevos estratos en formación, comerciales y artesanales, fue aceptado por el patriciado y elegido rey a la muerte de Anco Marcio. Al nuevo rey se le atribuyen importantes iniciativas en el campo urbanístico. La ciudad se dota de calles regulares, como la Sacra Via, y de importantes obras públicas y se organiza en torno al valle del Foro, que se convierte en el centro político y comercial de la urbs. Con ser importantes las huellas materiales de la nueva monarquía, es todavía más trascendental la incidencia de la monarquía en el desarrollo de las instituciones políticosociales de la ciudad antigua, que ayudaron a completar el proceso de formación del estado y marcaron, con ello, un punto de partida para la propia constitución romana a lo largo de su historia. Tras la monarquía de los tres primeros reyes, la llamada etapa etrusca está caracterizada en la tradición por la ausencia de una base sacral en la realeza.

El rey se

seculariza y pierde parte de sus atributos religiosos; su poder está fundamentado en la fuerza, en detrimento del papel del senado. Pero más bien se trata de un distanciamiento de la base sacral que hasta ahora los patres venían transmitiendo al monarca. En efecto, en el campo religioso, el rey se esfuerza en elevar el papel de Júpiter Óptimo Máximo a la categoría de divinidad protectora de toda la comunidad política, de la que él se erige en jefe y busca en esta divinidad suprema la fuente de su imperium personal. En lugar de recibir los auspicios de los patres, los toma directamente del propio Júpiter y el populus se limita a aclamarlo como rey de designación divina. No es pues a través de los patres cómo el rey recibe el poder, sino mediante una investidura sacra. Con ello, la tradición ha reflejado de alguna manera las consecuencias del proceso de constitución de un estado unitario en el marco de la ciudad, bajo la autoridad del rey, en detrimento de la primitiva organización gentilicia. A Tarquinio Prisco se le achaca una política de conquista: sus empresas guerreras trataron de extender la influencia romana por el territorio al otro lado del Anio,

donde llevó a cabo la incorporación de viejos centros de los Prisci Latini, cuyos habitantes, trasladados a Roma, reforzaron el componente étnico latino. La expansión romana exigía una radical reforma de la milicia, que Prisco acometió con el objetivo de crear un auténtico ejército ciudadano, eliminando su primitivo carácter gentilicio. Para ello, trató de adaptar la estructura de las curias a la de las tribus, en razón de diez a una. Cada una de las treinta curias así obtenidas debían proporcionar cien infantes y diez jinetes, con lo que se constituyó un ejército de tres mil infantes y trescientos jinetes, bajo el mando de tres tribuni militum y otros tantos tribuni celerum, respectivamente. Prisco procuró también reforzar los lazos entre rey y ejército, desarrollando los componentes de la noción de imperium, expresada con signos visibles de impronta etrusca: los doce lictores, que acompañaban al monarca portando las fasces con la doble hacha y las varas, símbolo del derecho del monarca a castigar incluso con la pena de muerte, la silla de marfil sobre el carro (sella curulis), el cetro rematado por el águila, el manto de púrpura o la corona de oro. Las reformas de Prisco atentaban a los principios de la aristocracia gentilicia y no se produjeron sin contrastes. Precisamente para disminuir su influencia, Prisco emprendió también una reforma del senado, base del patriciado, incrementando su número hasta la cifra de trescientos miembros con la inclusión de los patres minorum gentium, es decir, exponentes de familias no pertenecientes a la aristocracia y con menor poder económico. Pero también se apoyó en las nuevas clases urbanas, dedicadas a actividades comerciales y artesanales, establecidas en la ciudad al calor del desarrollo económico. Roma se extiende ya por una territorio de unos ochocientos kilómtros cuadrados, con una población de ochenta mil habitantes, de los que quince o veinte mil tienen su domicilio en el casco urbano. Este espectacular incremento de población impuso nuevos problemas a la defensa de la ciudad. El agger de tierra o murus terreus, construido, según la tradición por Anco Marcio, fue sustituido por otro de piedra, lapideus. Servio Tulio Según la tradición, Tarquinio fue asesinado por los hijos de Anco Marcio. Sin duda, en el relato subyace el eco del enfrentamiento del rey con el patriciado. Fue Servio Tulio quien ocupó el trono, un personaje, incluso misterioso por el nombre -no etrusco-, del que tenemos referencias en la propia tradición etrusca. En efecto, en una tumba de Vulci, está

representado un personaje, Macstrna , en el acto de liberar a Celio Vibenna y matar a un Tarcbunies Rumach (Tarquinio Romano). Sabemos por un discurso del emperador Claudio que este Macstrna, sin duda, etrusquización del término latino magister o “comandante”, era, efectivamente, un etrusco de Vulci, que expulsado de su ciudad, tras los hermanos Celio y Aulo Vibenna, consiguió ser rey de Roma. La representación de la tumba manifiesta el enfrentamiento entre Servio Tulio y los Tarquinios, sin duda, en relación con la propia muerte de Prisco. A Servio Tulio se le atribuyen importantes iniciativas político-institucionales, polarizadas esencialmente en una doble reforma, que se engloba bajo la etiqueta de “constitución serviana”: la creación de distritos territoriales, que suplantan a las antiguas tribus, como base de la organización político-social de la población romana, y el perfeccionamiento de la organización militar, a través del ordenamiento centuriado de base timocrática, es decir, fundamentado en la distinta capacidad económica de los ciudadanos. Las tribus territoriales La necesidad de unificar a la población libre de todo el espacio romano (ager Romanus) -residente tanto en el núcleo urbano como en el campo circundante-, en un núcleo político homogéneo, llevó a Servio a dividir este espacio en distritos territoriales, denominados tribus , y adscribir a los ciudadanos romanos en uno u otro, de acuerdo con su domicilio. Así, el núcleo urbanizado fue dividido en cuatro distritos o regiones, en las que se incluyeron las cuatro tribus urbanas, y el territorio circundante, en un número indeterminado de tribus rústicas (dieciséis, según la tradición). Con ello, la primitiva organización gentilicia es decir, fundamentada en criterios de sangre- del cuerpo ciudadano fue sustituida por otra de carácter territorial, basada en el lugar de residencia. Desde ese momento, la condición de ciudadano, es decir, de individuo dotado de derechos políticos reconocidos, estuvo unida a su pertenencia a una tribu. Con la reforma, las tribus vinieron a sustituir a las curias en las principales funciones que éstas cumplían y, aunque no desaparecieron, perdieron toda su importancia como base de la organización ciudadana y unidades de reclutamiento militar. El ejército hoplítico

En cuanto a la reforma militar, a Servio se le atribuye la organización de un ejército de carácter hoplítico, ordenado en su armamento y funciones de acuerdo con el poder económico de sus componentes, y en la paralela participación política de los ciudadanos romanos, según los mismos criterios, en unas nuevas asambleas, los comitia centuriata. Pero su esencia va más allá de una simple reforma del ejército o de las asambleas: es el punto de llegada de un largo proceso constitucional, en el que la base del estado deja de ser la gens, frente al cives o ciudadano. Indica, por tanto, la superación del fundamento gentilicio de la sociedad por la constitución de la ciudad-estado. En el siglo VI a.C., Roma conoció la nueva táctica militar, desarrollada en Grecia en el siglo anterior, conocida como hoplítica, y basada en la sustitución del antiguo combate individual "caballeresco", por choques de unidades compactas, uniformes en armamento, que basan su fuerza precisamente en la cohesión de la formación. Naturalmente, la táctica requiere la participación de mayor número de combatientes, que, en correspondencia con las cargas militares, aspiran a una mayor representación política. Por consiguiente, esta táctica no fue sino la consecuencia de profundos cambios en una sociedad, que, debido al desarrollo económico, se hacía cada vez más compleja. La constitución centuriada La reforma del ejército presupone la formación y el afianzamiento de clases sociales capaces de soportar la obligación de las armas y, al propio tiempo, interesadas en asumirla para tener acceso a la responsabilidad política. Estas clases ya no se ordenarán según su base gentilicia, sino por su poder económico, que constituye el fundamento de la llamada constitución centuriada, atribuida a Servio. Aunque la constitución centuriada, tal como la conocemos, corresponde al estadio final de un proceso que culmina en época posterior, no hay duda de que sus cimientos se insertan en las nuevas condiciones políticas, económicas y sociales de la Roma de la segunda mitad del siglo VI a.C. La constitución se basaba en una nueva distribución de los ciudadanos en dos categorías, classis

e infra classem, según sus medios de su fortuna,

divididas en centuriae. No se trataba sólo de una organización política, sino militar: los ciudadanos contribuían con sus propios recursos a la formación del ejército y, por ello, de acuerdo con su fortuna, se les exigía un armamento determinado. Quedó así constituido un

ejército homogéneo, compuesto de un núcleo de infantería pesada, la classis, articulado en sesenta centurias, base de la legión romana, que, en caso de necesidad, era apoyado por contingentes provistos de armamento ligero, reclutados entre los infra classem. Por encima de la classis, existían 18 centurias de caballería, los supra classem, designados por el rey entre la aristocracia. La constitución centuriada suponía un nuevo esquema social. El teórico igualitarismo de la organización en curias quedaba superado ahora por la división de los ciudadanos en propietarios (adsidui), que constituían, de acuerdo con la mayor o menor extensión de sus tierras de cultivo, la classis y la infra classem, y los proletarii, es decir, quienes por no contar con propiedades inmuebles, eran considerados sólo por su prole, su descendencia. Estos últimos, en los que se incluían no sólo los privados de fortuna, sino aquellos cuyos recursos económicos no procedían de la tierra -comerciantes, artesanos-, estaban excluidos del servicio en el ejército, pero también de derechos políticos. Se constituía así una pirámide social, en cuya cúspide se encontraban los supra classem, los caballeros, seguidos, en segundo y tercer lugar, respectivamente, por los ciudadanos encuadrados en la classis y en la infra classem, y, en último lugar, los proletarii. El reflejo político de esta nueva organización del ejército quedó plasmado en una nueva asamblea ciudadana, los comicios por centurias (comitia centuriata), en los que participaban sólo los ciudadanos que contribuían decisivamente a la formación del ejército, es decir, las centurias ecuestres y las de la classis. Las infra classem y los proletarios estaban excluidos. Frente a la monarquía de Tarquinio Prisco, interesado en dar una base popular a su poder frente a las ambiciones de la aristocracia patricia, la obra de Servio descubre unos componentes aristocráticos de fortalecimiento de la nobleza, aunque adaptados a las nuevas circunstancias de la época y a las necesidades del estado: fortalecimiento de las familias patricias con el incremento de las centurias de caballería, derechos políticos plenos sólo para los grandes propietarios, marginación de los medianos y pequeños propietarios participantes en las cargas militares, pero no en los derechos políticos- , y exclusión de los proletarios.

Tarquinio el Soberbio: el final de la monarquía Si tenemos en cuenta el carácter conservador y aristocrático de la tradición romana, no debe extrañar que, frente a la figura de Servio Tulio, considerado padre de la constitución romana y nuevo fundador de la ciudad, el último rey romano aparezca como el paradigma de todos los vicios y crueldades, como un tirano, que, con sus injusticias y crímenes, concitó tal odio hacia la realeza que Roma prescindió de esta institución a lo largo de toda su historia. Esta tradición sólo puede ser explicada desde el odio del patriciado hacia un monarca, que, tras las huellas de su antecesor, Tarquinio Prisco, trató de apoyar su gobierno en bases populares, beneficiando a sus componentes, en contra de los intereses de la aristocracia. Con una política personalista, al margen de los consejos del senado, Tarquinio dedicó su atención a la población marginada por la constitución de Servio Tulio, favoreciendo en especial el desarrollo de las actividades mercantiles y artesanales, con medidas como la construcción de grandes obras públicas, entre ellas el monumental templo de Júpiter sobre el Capitolio, o la extensión de los intereses comerciales de Roma en el mar Tirreno, que documenta el tratado firmado en 509 a.C. con la potencia marítima de Cartago. Al destronamiento de Tarquinio ese mismo año por una conjura palaciega, siguió, según la tradición, la abolición de la monarquía y su substitución por una nueva forma de gobierno: la res publica. La religión arcaica El siglo de la monarquía de procedencia etrusca modificó profundamente en Roma mentalidad y estructuras. Es especialmente notable el influjo en el campo religioso de la religión griega. La religión romana, desde sus inicios, se desarrolló como una típica religión de campesinos. La palabra latina religio no designaba originariamente el culto a la divinidad ni el sentimiento de la fe, sino la relación general de los hombres con la esfera de los “sagrado” y, especialmente, la impresión de encontrarse continuamente ante una serie de peligros de orden sobrenatural.

Esta actitud, típica de una mentalidad agrícola, dominada por la idea de un universo incomprensible y sometido al capricho de fuerzas invisibles y misteriosas, se basaba en la creencia de fuerzas sobrenaturales, los numina o 'espíritus”, presentes por todas partes, que actuaban sobre la tierra, a veces, para ayudar a los hombres y, más a menudo, para atormentarlos. Por ello, las formas de expresión religiosa, en forma de ritos, sacrificios y plegarias, con un rígido formalismo, tenían como finalidad la protección contra estas fuerzas. La actitud religiosa fundamental de los romanos estaba dictada por la pietas, el reconocimiento del poder de los dioses y de los lazos que los unían con los hombres. Era necesario concer su voluntad y tratar de mantener su favor con sacrificos y plegarias. Pero la relación del indiviudo con la divinidad no se producía de modo directo, sino a través de intermediarios. En el seno de la familia, la célula fundamental de la sociedad, el pater familias era el responsable de esta relación; en el estado, sacerdotes oficiales se encargaban de llevar a cabo este contacto con los doses. Son de época monarquica los principales colegios sacerdotales que encontramos en Roma, fundados, según la tradición, por Numa Pompilio. El más importante de ellos era el de los pontifices, presidido por el pontifex maximus. Este sacerdote estaba considerado como el lugarteniente del rey para todas las cuestiones relativas a la organización de la religión pública, depositario e intérprete de las tradiciones y del derecho divino. El colegio de los augures tenía como misión fundamental la consulta de los auspicios en nombre de la ciudad y, por ello, disfrutaban de un protagonismo muy destacado en la vida pública. Los flamines, por su parte, eran sacerdotes especializados en el culto a una divinidad concreta; existían quince flamonia, pero los principales eran los flamines Dialis, Martialis y Quirinalis, dedicdos respectivamente al culto de Júpiter, Marte y Quirino. Los Fetiales cuidaban de las relaciones de Roma con el exterior, sobre todo en lo respectivo a la declaración de guerra y los tratados de paz. El colegio de las Vestales, el único sacerdocio estrictamente femenino, por su parte, tenía como función principal el mantenimiento del fuego sagrado. Otras cofradías de época monárquica era la de los Salios, un sacerdocio de carácter militar, cuy actividad se movía en relación a la preparación ritual de las campañas de guerra, y los Fratres Arvales, sacerdocio de gran antigüedad, cuya acción se enmarcaba en el ámbito de los rituales agrarios. La cultura: los primeros foros de Roma

Durante el siglo de la monarquía etrusca, a pesar de la fuerte influencia de los poderosos vecinos del norte y del establecimiento en Roma de un buen número de inmigrantes etruscos (existía incluso un barrio

etrusco o vicus Tuscus

cerca del Tíber), Roma siguió

siendo una ciudad latina, incluso en la lengua. Las inscripciones más antiguas que conocemos, el Lapis Niger, un texto de época monárquica de carácter religioso, y el vaso de Duenos, están en latín con letras del alfabeto griego, no sabemos si directamente importado de los griegos de Cumas o a través de la mediación etrusca. Así pues, el mundo cultural greco-etrusco fue el que enseñó a los romanos a leer y a escribir. Desde comienzos del siglo VI a.C., coincidiendo con el reinado de Tarquinio Prisco, el panorama arqueológico de Roma es excepcional, caracterizado por una gran riqueza arquitectónica y monumental.

La ciudad se puebla de edificios levantados con las nuevas

técnicas arquitectónicas ensayadas poco antes en Etruria, y las antiguas cabañas de tapial y paja se sustituyen por casas con cimientos de piedra, paredes de ladrillo y cubrimiento de tejas, de acuerdo con un plan urbanístico previamente concebido. El Capitolio y el valle del Foro se convierten en las principales áreas públicas. En el primero, domina el gran templo de tres cellae consagrado a la Tríada Capitolina, Júpiter, Juno y Minerva, el mayor del mundo itálico, para cuya decoración los reyes hicieron venir de Etruria grandes artistas, entre ellos, el célebre Vulca de Veyes. A los pies de Capitolio, el valle del Foro, atravesado por la Via Sacra, se fue cubriendo de edificios públicos, de los que el más importante era la Regia, la “casa del rey”, un conjunto donde se encontraba la residencia real, el complejo de Vesta, con el templo dedicado a la divinidad y la casa de las Vestales, y las capillas de Ops y Marte, los dioses de la abundancia agrícola y de la guerra, respectivamente. En otro lugar de Foro, estaba el Comitium, con la Curia Senatus, el centro político de la ciudad. Junto a él, el Volcanal estaba dedicado al culto en honor de Vulcano, un dios del fuego, luego asimilado al griego Hefesto, y no lejos se hallaba el mundus, uno de los monumentos más arcaicos de Roma, una fosa incluida dentro de un templete, dedicada a los dioses infernales, Dis Pater y Proserpina, vía de comunicación entre el cielo, la tierra y los infiernos. Con el Foro del Capitiolio, el Foro Boario, área portuaria al lado del Tíber dividida por el arroyo del Velabro, se configuró en época etrusca como un segundo gran

espacio público, donde se daba culto a Hércules, en el ara maxima, y al par de diosas Fortuna y Mater Matuta, en dos templos gemelos, construidos en época de Servio Tulio. Finalmente, en el Aventino, también en la misma época, se construyó un templo a Diana, con la intención de presentar a Roma ante los latinos como una ciudad con pretensiones de hegemonía, si tenemos en cuenta la importancia de este culto en el antiguo Lacio. Y, en efecto, con sus 285 hectáreas de extensión, provista de un recinto murado de siete kilómetros de diámetro, el llamado murus servianus, y adornada con importantes monumentos civiles y religiosos, la “Grande Roma dei Tarquinii” era, a finales del período monárquico, una de las principales ciudades del Lacio. Bibliografía TORELLI, M., “Le popolazioni dell’Italia antica: società e fore del potere”, Storia di Roma , I, Turín, 1988, 53-74; DOMÍNGUEZ  MONEDERO, A.J., La polis y la expansión colonial griega. Siglos VIII-VI, Madrid, 1991; ELVIRA, M.A., El enigma etruco, Madrid, 1988; TORELLI, M., Storia degli Etrusci, Roma, 1984; MARTÍNEZ PINNA, J., La Roma primitiva, Madrid, 1988; MANGAS, J.-BAJO, F., Los orígenes de Roma, Madrid, 1989; OGILVIE, R.M., Roma arcaica y los etruscos, Madrid, 1984 II. LA CIVILIZACIÓN DE LA ROMA REPUBLICANA La república romana y el dominio del Mediterráneo El sometimiento de los pueblos de Italia La política de afirmación del poder real y el apoyo a los estratos de población al margen de la organización gentilicia determinó una revuelta del patriciado romano, que, en la fecha de 509 a.C., según la tradición, consiguió expulsar al último rey, Tarquinio el Soberbio, y sustituyó la monarquía por un nuevo régimen, la libera res publica.

Las guerras del siglo V a.C. La joven república patricia hubo de hacer frente a una comprometida situación interior contra la presión simultánea de etruscos, latinos y pueblos montañeses vecinos. La victoria sobre los latinos en la batalla del lago Regilo y el posterior pacto con la liga (el foedus

Cassianum) permitieron a Roma detener las correrías sobre la llanura latina de los ecuos y volscos en una guerra federal, mientras combatía en solitario en su frontera septentrional contra la poderosa ciudad etrusca de Veyes por el control del bajo valle del Tíber. Ecuos y volscos fueron vencidos hacia el 430 a.C.

y en sus territorios se establecieron romanos y

latinos en colonias federales para prevenir nuevas incursiones, que facilitaron a la larga el proceso de fusión entre los viejos enemigos. Tras la caída de Veyes, después de un legendario sitio de diez años, a comienzos del siglo IV (396 a.C.), Roma era, con un territorio de unos 2.500 kilómetros cuadrados de extensión, la ciudad más fuerte del Lacio.

La lucha de estamentos: patricios y plebeyos Pero paralelamente Roma hubo de modificar profundamente sus estructuras político-sociales como consecuencia del agrio enfrentamiento entre los dos estamentos que conformaban la sociedad romana: patricios y plebeyos. La aristocracia patricia que había suplantado al rey, ejercía un control absoluto sobre la política, la religión y el derecho, dado que sólo sus miembros podían acceder a las magistraturas, al senado y a los cargos sacerdotales. La plebe, acaudillada por sus estratos más acomodados, se rebeló contra esta situación, reclamando igualdad de derechos políticos y jurídicos y, para interesar a las capas humildes, añadió luego también reivindicaciones de carácter económico. La plebe,

para una mayor eficacia en la acción reivindicativa, se dio una

organización con unos jefes reconocidos, los tribunos de la plebe, dotados de poderes extraordinarios; una asamblea propia, los concilia plebis tributa,

y un cuartel general, el

Aventino, en el que se levantaba el templo donde se honraba a la tríada plebeya, Ceres, Líber y Líbera y se custodiaban los archivos plebeyos. Poco a poco la vieja estructura gentilicia fue cediendo ante una nueva constitución de carácter timocrático, el llamado ordenamiento centuriado, que concedía el poder ya no sólo a los patricios sino a las clases acomodadas en general y, por tanto, también a los plebeyos enriquecidos. Con la aparición de los comicios por centurias, la república patricia fue sustituida por una nueva república oligárquica, en la que la contraposición entre patricios y plebeyos, se sustituyó lisa y llanamente por la de pobres y ricos. Sobre todo, tras la aprobación de las leyes Licinio-Sextias, en 367 a.C., el proceso de lenta fusión entre patriciado

y plebe acomodada dio un gigantesco paso, al asegurar a los plebeyos ricos la posibilidad de alcanzar las máximas magistraturas, incluido el consulado.

La conquista de la Italia centro-meridional: las guerras samnitas Gracias a la pacificación social lograda en el interior, Roma pudo enfrentarse con éxito a la comprometida situación exterior:

una primera guerra contra la confederación

samnita (343-341), complicada con la rebelión contemporánea de las ciudades de la liga latina (340-338). Si la primera apenas fue otra cosa que una serie de escaramuzas, seguidas de una apresurada paz, con los latinos Roma consiguió un definitivo éxito: tras la victoria, la liga fue disuelta y sus ciudades, obligadas a suscribir pactos, cuya moderación significó un factor de cohesión y de fidelidad, del que Roma sacó nuevas e inagotables reservas de energía moral y material. El interés de Roma por Campania

suscitó una segunda guerra contra los

samnitas (326-304), antes como ahora deseosos de obtener una salida

al Tirreno. Tras

diversas vicisitudes, como el descalabro romano en las Horcas Caudinas (321), los samnitas se vieron finalmente obligados a pedir la paz. La extensión del poder de Roma por la Italia centro-meridional terminó por alarmar a todos los pueblos itálicos, que se aliaron en una gran confederación: galos, etruscos, umbros y samnitas se enfrentaron simultáneamente a Roma en un último duelo por el predominio en Italia central en la llamada Tercera Guerra Samnita (298-290), que terminó con una brillante victoria romana en Sentino. Como antes con los latinos, Roma reorganizó los nuevos dominios en una flexible confederación, con una sabia combinación de derechos y deberes para estos nuevos socii o aliados, que fortalecieron todavía más su ya preeminente posición.

La conquista de la Magna Grecia: Pirro La expansión romana no podía dejar de alarmar a las ciudades griegas del sur de Italia, lideradas por Tarento, que incapaz de defenderse con sus solas fuerzas, recurrió a la ayuda militar de Pirro, el rey del Epiro. Las victorias de Pirro no lograron un resultado definitivo. Consciente de las dificultades de una larga guerra contra Roma, Pirro abandonó a

los tarentinos a su suerte y regresó a Grecia. Tarento, sometida a sitio, hubo de capitular en el 272 a.C.. La guerra contra Pirro significó para Roma la aceleración del proceso de unificación de Italia. En los años siguientes, se produjo la definitiva sedimentación de las conquistas y el ensamblaje de las distintas piezas en una unidad política bajo hegemonía romana. Con ello, la ciudad del Tíber se convertía en potencia mediterránea. Las Guerras Púnicas La Primera Guerra Púnica La extensión de sus intereses y los de sus aliados más allá de la península itálica, enfrentó a Roma con la fenicia Cartago, la mayor potncia marítima de la zona, por la posesión de Sicilia. Este fue el origen de la Primera Guerra Púnica (264-241 a.C.), cuyo desenlace puso en manos de Roma no sólo Sicilia, sino también Córcega y Cerdeña.

La conquista púnica de la península Ibérica Mientras Roma organizaba las nuevas posesiones ultramarinas como provincias y extendía su control al valle de Po y a la costa oriental del Adriático, Cartago buscaba una compensación a los perdidos territorios y nuevas fuentes de explotación, que se concretaron en la ocupación de la península Ibérica. El mapa político de gran fragmentación que ofrecía la Península a la llegada de los púnicos, daba grandes posibilidades al proyecto de conquista: la región meridional -las costas atlántica y mediterránea, el valle del Guadalquivir y Sierra Morena- era la más densamente poblada, con una población concentrada a lo largo de los principales ríos, en las zonas mineras y en la costa. Los pueblos que la habitaban -turdetanos, bastetanos, oretanos y libiofenicios- eran herederos del reino de Tartessos, el primer estado peninsular, constituido a comienzos del I milenio a.C. Entre estos pueblos dominaban ya los principios de organización territorial, materializados en la existencia de centros urbanos y en una organización del estado de base real u oligárquica. El carácter de la producción era muy heterogéneo: una próspera agricultura en el valle del Guadalquivir y ricas zonas mineras en Sierra Morena y en el sureste. El comercio, poco desarrollado, se basaba aún en relaciones primitivas de don y trueque. Por lo que respecta a la estructura social, se habían formado

aristocracias indígenas, beneficiarias de los medios de producción, que dominaban sobre una población, cuya situación cabe calificar entre la libertad y la esclavitud. Los pueblos de la costa oriental eran muy semejantes a los de la mitad meridional y su cultura había sido fuertemente influida por los griegos, que contaban con asentamientos en la costa. Al sur del Ebro, los pueblos principales eran los contestanos y edetanos; al norte del río, en Cataluña, había un buen número de tribus, entre las que destacaba la de los ilergetas, alrededor de Lleida.   Aunque menos rica que el sur, la región contaba con buenos recursos económicos procedentes de la agricultura, en ocasiones, de regadío. Apenas sabemos algo de la organización social de estos pueblos: en el interior se conservaban formas sociales más arcaicas, con una aristocracia de tipo gentilicio; en la costa, la organización política fundamental era la ciudad-estado, con órganos de gobierno, asambleas populares, senado y magistraturas. La realeza en la zona estaba basada fundamentalmente en la jefatura de carácter militar. En la Meseta y en el occidente de la Península, frente al componente ibérico de los pueblos citados, vivían poblaciones de origen celta, que habían traído consigo su lengua, una agricultura de secano, una ganadería desarrollada y el uso del hierro. Los pueblos más importantes, de oste a este, eran los lusitanos, vacceos y celtíberos. Estaban organizados en tribus y clanes y sus grandes núcleos de población eran ya ciudades en embrión. Su economía estaba basada en la agricultura y la ganadería, que había ido produciendo una concentración de la riqueza en manos de aristocracias gentilicias. La desigualdad en el reparto de la riqueza había generado fenómenos de carácter social como el bandolerismo y el mercenariado. La organización política se basaba en la social. Había asambleas populares, consejos de ancianos y magistrados. Merece la pena señalar dos instituciones peculiares, el hospitium o pactos de hospitalidad entre grupos gentilicios e individuos, y la devotio o consagración personal al jefe guerrero, con el compromiso de no sobrevivirle, llegado el caso. Finalmente, las regiones septentrionales contaban con los pueblos de nivel de vida más primitivo: galaicos, astures, cántabros, vascones...eran poblaciones celtas o habían sufrido su influencia. Sus formas económicas eran muy primitivas y estaban basadas en la recolección de alimentos y en un pastoreo poco desarrollado. Fuente de riqueza era el pillaje organizado sobre los pueblos de la Meseta. Aunque seminómadas, contaban con poblados

fortificados, los castros. Su organización social estaba basada en lazos de sangre,

y se

articulaban en gentes y gentilitates. Un rasgo peculiar era la importancia de las mujeres en la vida social. Había, pues, profundas

diferencias entre los distintos pueblos peninsulares.

Mientras en el sur, oriente y valle de Ebro se habían desarrollado, en contacto con los pueblos colonizadores griegos y púnicos, formas de vida urbana, en el centro y norte conservaban su vigencia las organizaciones tribales, con una vida urbana inexistente o en embrión. Bajo la dirección de miembros de la poderosa familia militar de los Barca, primero, Amílcar y, luego, Asdrúbal, los púnicos se lanzaron, a partir del 237, a la conquista de Hispania, ocupando sucesivamente el valle del Guadalquivir y el sureste, donde fue fundada la capital de los nuevos dominios, Cartago nova (Cartagena).

La Segunda Guerra Púnica Pero esta expansión cartaginesa en Hispania tenía que provocar una nueva guerra con Roma, que explotó finalmente en el año 218 a.C. después de que Aníbal, el nuevo general púnico encargado de los asuntos de Hispania, asaltara la ciudad ibérica de Sagunto, presunta aliada de los romanos. Aníbal invadió Italia, donde infligió a los romanos las aplastantes derrotas de Tesino, Trebia, Trasimeno y Cannas. Pero, gracias sobre todo al genio militar de Publio Cornelio Escipión, Roma consiguió, en el año 202, la victoria sobre Cartago en Zama, en tierra africana. El imperialismo romano: la conquista de Oriente El peso fundamental de la política romana se inclinaría desde comienzos de siglo II a.C. hacia el Mediterráneo oriental, donde los grandes problemas político-geográficos, el juego de relaciones entre los estados helenísticos y las inagotables posibilidades materiales interesaron a las clases dirigentes romanas, decidiendo una intervención directa.

Las guerras contra Filipo V y Antíoco III Hacia 200 a.C., el viejo equilibrio entre las tres grandes potencias helenísticas, parecía resquebrajarse por las ambiciones territoriales de Macedonia y Siria, que pretendían expandirse a expensas del debilitado Egipto. La amenaza alarmó al mundo griego y, sobre

todo, a los estados de Rodas y Pérgamo, que decidieron recurrir a Roma. El senado romano aprovechó la oportunidad y abrió las hostilidades contra Filipo V , el viejo aliado de Aníbal, en la llamada Segunda Guerra Macedónica, que, tras la batalla de Cinoscéfalos (197 a.C.), dio el triunfo a Roma. Poco después, el artífice de la victoria, el cónsul Flaminino, proclamaba en un teatral acto propagandístico, en Corinto, la libertad de todos los griegos y evacuaba Grecia. La noción de libertad no definía si se trataba de una auténtica independencia o sólo de una cierta autonomía con respecto al reino macedonio. En todo caso, la incapacidad de los griegos para administrara esta libertad obligó a Roma, apenas unos años después (192), a intervenir de nuevo, en esta ocasión contra el rey Antíoco III de Siria, reluctante a “liberar” a las ciudades griegas de Asia Menor, incluidas en su esfera de intereses. La victoria de Magnesia y la sucesiva paz de Apamea, en el 188 a.C., señalaron la exclusión de Siria del ámbito mediterráneo y su conversión en una potencia secundaria oriental.

El fin de la independencia griega Una tercera guerra contra la Macedonia de Perseo, sucesor de Filipo V, significó, tras la victoria de Pidna, la abolición del viejo reino y su conversión en cuatro repúblicas independientes, tributarias de Roma. Pero el desenlace de la guerra tuvo otras graves consecuencias. La república romana hizo patente un nuevo talante de desconfianza y brutalidad hacia amigos y enemigos,

en un clima sofocante de caos social, mientras los

empresarios itálicos (negotiatores) extendían sus negocios en detrimento de los orientales. El odio contra los romanos cristalizó en Macedonia en una revuelta conducida por un supuesto hijo de Perseo, Andrisco. Al aplastamiento de la rebelión siguió la transformación de Macedonia en provincia romana, la primera de Oriente (148). Dos años después, el resto de Grecia perdía también su libertad, tras la programática y cruel destrucción de Corinto. La conquista de Occidente Esta brutalidad envolvió también a Occidente. Las suspicacias del sector más conservador, encabezado por Catón, empujaron al senado a precipitar injustamente una tercera guerra contra Cartago, que terminó con la destrucción de la ciudad transformación del territorio púnico en la provincia romana de Africa (146).

y la

Mientras, la incapacidad y avaricia de los gobernadores romanos desencadenó, a partir del año 154 a. C., una larga guerra en la península Ibérica, que condujo a la ocupación permanente de interior de la Meseta. Las tribus que la poblaban -celtíberos, en ambas orillas del Duero, y lusitanos, en el curso inferior y medio del Tajo- resistieron durante veinte años en una guerra feroz, con vergonzosos episodios de crueldad e ineptitud por parte romana, que pusieron al descubierto las limitaciones del imperialismo y de su instrumento, el ejército. Tras el asesinato del caudillo lusitano, Viriato, pagado por agentes romanos (139), remitió la virulencia en el frente sur y los esfuerzos romanos pudieron concentrarse en la lucha contra los celtíberos, en torno a su centro principal, Numancia, que logró resistir año tras año al ataque enemigo. Finalmente, en el 134 a.C., Publio Cornelio Escipión Emiliano, el destructor de Cartago, obtuvo el mando en Hispania y, con un ejército reclutado entre sus clientes, logró conquistar la ciudad (133 a.C.). La conquista de las Baleares por el cónsul Cecilio Metelo y la contemporánea (125-121) de la Galia Narbonense, el extenso territorio costero entre los Pirineos y Génova, convertido en provincia, completaron la sistematización del occidente mediterráneo sometido al poder romano. Las consecuencias del imperialismo El sometimiento de amplias zonas del Mediterráneo, conseguido por Roma en la primera mitad del siglo II a.C., no se acompañó de una paralela adecuación de las instituciones republicanas, propias de una ciudad-estado, a las necesidades de gobierno de un imperio. Tampoco el orden social tradicional supo adaptarse a los radicales cambios económicos producidos por el disfrute de las enormes riquezas, obtenidas gracias

a las

conquistas y a la explotación de los territorios sometidos. Este doble divorcio entre medios y necesidades políticas, entre economía y estructura social, precipitará una múltiple crisis política, económica, social y cultural, que, iniciada hacia la mitad de siglo II a.C., sólo se concluirá, a finales del siglo siguiente, con la liquidación de la República y con la fundación de un régimen monárquico.

La crisis del ejército Fue en la milicia, el instrumento con el que Roma había construido su imperio, donde más pronto se hicieron sentir estos problemas. El ejército romano era de composición ciudadana y para el servicio en las legiones se necesitaba la cualificación de propietario

(adsiduus). El progresivo alejamiento de los frentes y la necesidad de mantener tropas de forma ininterrumpida sobre un territorio rompieron la tradicional alternancia cíclica del campesino-soldado y dieron origen a una crisis del ejército. La solución lógica para superarla -una apertura de las legiones a los no propietarios (proletarii) - no se dio; el gobierno prefirió recurrir a medidas parciales e indirectas, como la reducción del censo, es decir, de la capacidad financiera necesaria para ser reclutado.

Transformaciones socio-económicas Las continuas guerras del siglo II a.C., no sólo transformaron la realidad del ejército, sino las propias bases socio-económicas del cuerpo cívico. Las riquezas del imperio, desigualmente repartidas, contribuyeron a acentuar las desigualdades sociales. Sus beneficiarios fueron las clases acomodadas y, en primer término, la oligarquía senatorial, una aristocracia agraria. Y estas clases encauzaron sus inversiones hacia una empresa agrícola de tipo capitalista, más rentable, la villa, destinada no al consumo directo, sino a la venta, y cultivada con mano de obra esclava. Los pequeños campesinos, que habían constituido el nervio de la sociedad romana, se vieron incapaces de competir con esta agricultura y terminaron por malvender sus campos y emigrar a Roma con sus familias. Pero el rápido crecimiento de la población de Roma no permitió la creación de las necesarias infraestructuras para absorber la continua inmigración hacia la ciudad de campesinos desposeídos o arruinados. La doble tenaza del alza de precios y del desempleo, especialmente grave para las masas proletarias, aumentaron la atmósfera de inseguridad y tensión en la ciudad de Roma, con el consiguiente peligro de desestabilización política. En una época en la que el Estado tenía necesidad de un mayor contingente de reclutas, éstos tendieron a disminuir como consecuencia del empobrecimiento general y de la depauperación de las clases medias, que empujaron a las filas de los proletarii a muchos pequeños propietarios. Así, a partir de mitad del siglo II a.C., se hicieron presentes cada vez en mayor medida dificultades en el reclutamiento de legionarios.

Por otra parte, la explotación de las provincias favoreció la rápida acumulación de ingentes capitales mobiliarios, cuyos beneficiarios terminaron constituyendo una nueva clase privilegiada por debajo de la senatorial, el orden ecuestre. En posesión de un gran poder económico, especialmente como arrendatarios de las contratas del Estado y, sobre todo, de la recaudación de impuestos (publicani), estos caballeros, sin embargo, no consiguieron un adecuado reconocimiento político y, por ello, se encontraron enfrentados en ocasiones contra el exclusivista régimen oligárquico senatorial, aunque siempre dispuestos a cerrar filas con sus miembros cuando podía peligrar la estabilidad de sus negocios.

Problemas políticos: las facciones nobiliarias Los problemas políticos y sociales que comienzan a manifestarse hacia mediados del siglo II a.C., afectaron a la cohesión interna de la clase dirigente y dividieron el colectivo senatorial en una serie de grupos o factiones, enfrentados por intereses distintos. La pugna trascendió del seno de la nobleza y descubrió sus debilidades internas, porque estos grupos buscaron la materialización de sus metas políticas

-una despiadada lucha por las

magistraturas y el gobierno de las provincias, fuentes de enriquecimiento- fuera del organismo senatorial, con ayuda de las asambleas populares y de los magistrados que las dirigían, los tribunos de la plebe. La crisis de la República El tribunado revolucionario de los Graco Problemas económicos, egoísmos personales y de clanes, desajustes políticos e inquietud social vinieron a coincidir trágicamente para desatar la primera crisis revolucionaria de la República en el año 133 a.C. Un tribuno de la plebe, Tiberio Sempronio Graco, hizo aprobar con métodos revolucionarios una ley que intentaba reconstruir el estrato de pequeños agricultores para poder contar de nuevo con una abundante reserva de futuros legionarios. La ley imponía que ningún propietario podría acaparar más de 250 hectáreas de tierras propiedad del estado (ager publicus), y que las cuotas excedentes

serían distribuidas en

pequeñas parcelas entre los proletarios. La ley suscitó una encarnizada oposición por parte de la oligarquía senatorial (nobilitas), usufructuaria de la mayor parte de estas tierras. El asesinato del tribuno puso un fin violento a la puesta en marcha de esta reforma agraria, que fue reemprendida por su hermano Cayo, diez años después, desde una plataforma política mucho más ambiciosa, dirigida contra la nobilitas.

Cayo, además de la ley agraria, hizo aprobar, desde su magistratura de tribuno de la plebe, un paquete de medidas tendentes a satisfacer las exigencias del proletariados urbano, de los caballeros y de los estratos comerciales y empresariales. Pero cuando intentó hacer pasar una ley que ampliaba la ciudadanía romana a los itálicos, sus enemigos supieron azuzar demagógicamente los instintos egoístas de la plebe, que le privó de su apoyo y le libró a una sangrienta venganza.

Optimates y populares Los proyectos de reforma de los Graco no consiguieron ninguna mejora positiva en la dirección del estado, donde se afirmó todavía más la oligarquía senatorial, pero en cambio sí consiguieron romper para siempre la tradicional cohesión en la que esta oligarquía había basado desde siglos su dominio de clase. Por un lado quedaron los tradicionales partidarios de mantener a ultranza la autoridad absoluta del senado, como colectivo oligárquico, los optimates; por otro, y en el mismo seno de la nobleza, surgieron políticos individualistas, que, en la persecución de un poder personal, se enfrentaron al colectivo senatorial y, para apoyar su lucha, interesaron al pueblo con sinceras o pretendidas promesas de reformas y, por ello, fueron llamados populares.

Mario y la proletarización del ejército Durante mucho tiempo aún, el contraste político se mantuvo en la esfera de lo civil. Pero un elemento, cuyas consecuencias en principio no fueron previstas, iba a romper con esta trayectoria de contraste político estrictamente limitado a la esfera de lo civil y a las instituciones tradicionales. Fue, a finales del siglo II a.C., la profunda reforma operada por un advenedizo, Cayo Mario, en el esquema tradicional del ejército romano. Si hasta entonces el servicio militar estaba unido al censo, es decir, a la calificación del ciudadano por su posición económica —y, por ello excluía a los proletarii, aquellos que no alcanzaban un mínimo de fortuna personal—, Mario logró que se aceptase legalmente el enrolamiento de proletarii en el ejército.

Las consecuencias no se hicieron esperar. Paulatinamente desaparecieron de las filas romanas los ciudadanos cualificados con medios de fortuna —y, por ello, no interesados en servicios prolongados, que les mantenían alejados de sus intereses económicos— para ser sustituidos por ciudadanos que, por su propia falta de medios económicos, veían en el servicio de las armas una posibilidad de mejorar sus recursos de fortuna o labrarse un porvenir. Fue precisamente esa ausencia de ejército permanente, que condicionaba los reclutamientos a las necesidades concretas de la política exterior, el elemento que más favoreció la interferencia del potencial militar en el ámbito de la vida civil. Si el senado dirigía la política exterior y autorizaba en consecuencia los reclutamientos necesarios para hacerla efectiva, el mando de las fuerzas que debían operar en los puntos calientes de esa política estaba en manos de miembros de la nobilitas, que, en calidad de magistrados o, en todo caso, investidos por los órganos constitucionales con un poder legal — el imperium- , apenas si tenían un casi siempre débil e ineficaz control senatorial por encima de su voluntad, última instancia en el ámbito de operaciones confiado a su responsabilidad, en su provincia. Lógicamente, el soldado que buscaba mejorar su fortuna con el servicio de las armas se sentía más atraído por el comandante que mayores garantías podía ofrecer de campañas victoriosas y rediticias. La libre disposición de botín por parte del comandante, de otro lado, era un excelente medio para ganar la voluntad de los soldados a su cargo, con generosas distribuciones. Y, como no podía ser de otro modo, fueron creándose lazos entre general y soldados que, trascendiendo el simple ámbito de la disciplina militar, se convirtieron en auténticas relaciones de clientela, mantenidas, aun después del licenciamiento, en la vida civil. Mario y los populares Con un ejército de proletarios Mario logró terminar, a finales del siglo II a.C., con una vergonzosa guerra colonial en África contra el príncipe númido Yugurta, que había logrado, corrompiendo a un buen número de senadores, llevar adelante sus ambiciones incluso en perjuicio de los intereses romanos. No bien concluida esta guerra, que le reportó un

triunfo, concedido a regañadientes por la oligarquía senatorial, el general popular aniquiló en las batallas de Aquae Sextiae y Vercellae a las hordas celto-germanas de cimbrios y teutones, que en sus correrías amenazaban el norte de Italia. Estas victorias le valieron a Mario su reelección año tras año como cónsul (107-101). Pero la necesidad de atender al porvenir de sus soldados con repartos de tierra cultivable, que el senado le negaba, echó al general en los brazos de un joven político popular, Saturnino, que aprovechó el poder y prestigio de Mario para llevar a cabo un ambicioso programa de reformas. Esta ofensiva de los populares alcanzó su punto culminante en las elecciones consulares del año 100 a.C., desarrolladas en una atmósfera de guerra civil. Mario, obligado por el senado en su condición de cónsul de poner fin a los disturbios hubo de volverse contra sus propios aliados y el nuevo intento popular acabó otra vez en un baño de sangre: Saturnino fue linchado con muchos de sus seguidores y Mario, odiado por partidarios y oponentes, hubo de retirarse de la escena política. El movimiento popular de finales del siglo II a.C. introdujo en la crisis republicana un nuevo elemento de vital importancia: la inclusión del ejército en los problemas de política interior. La cuestión de los repartos de tierra, suscitada por los Gracos, fue ahora asumida por el ejército proletario rural, que se separó cada vez más de las reivindicaciones de la plebe urbana, insensible a la cuestión de la tierra. Pero Mario, que había creado con el ejército proletario un nuevo factor de poder, no entrevió sus consecuencias, al reaccionar en el último instante más como senador que como jefe revolucionario. En todo caso, el nuevo instrumento sería decisivo para la posterior evolución de la crisis.

La Guerra Social La victoria de la reacción tras los tumultos del año 100 a.C. no restablecieron la paz interna: los optimates generaban un nuevo

volvieron a sus tradicionales luchas de facciones mientras se

problema

que comprometía

la estabilidad del estado. Fue este la

exigencia de los itálicos a ser reconocidos como ciudadanos romanos. La negativa del senado provocó la Guerra Social, que ensangrentó durante tres años el suelo de Italia (91-89). Bastó que el gobierno romano cediera en el terreno político y aceptara integrar en la ciudadanía romana a todos los itálicos que así lo solicitaran para que el movimiento se deshiciera.

El golpe de estado de Sila Pero la guerra había obligado a relegar a un segundo plano la política exterior: no sólo se redujeron las fuentes de ingresos provinciales; más grave todavía fue que enemigos exteriores de Roma creyeran ver el momento oportuno para una política antirromana de largo alcance. Este fue el caso de Mitrídates del Ponto, un dinasta de Anatolia, que intentó sublevar toda Asia Menor contra el dominio romano. En estas condiciones, en el año 88 a.C. un joven tribuno de la plebe, P. Sulpicio Rufo, presentó una serie de propuestas legales, que pretendían reformas políticas y sociales. La recalcitrante oposición de la nobilitas senatorial, acaudillada por el cónsul L. Cornelio Sila, obligó a Sulpicio a la utilización de métodos revolucionarios: movilización de las masas y alianzas con personajes y grupos de tendencia popular, y entre ellos y sobre todo con el viejo Cayo Mario. Como medida de presión y gracias a sus prerrogativas de tribuno, Sulpicio consiguió arrancar a la asamblea popular un decreto que quitaba a Sila el mando de la inminente campaña que se preparaba contra Mitrídates —campaña que prometía sustanciosas ganancias — para transferirla a Mario.

Sila se hallaba en esos momentos en Campania, al frente de un ejército, y con sutiles argumentos demagógicos hizo ver a los soldados que la transferencia del mando de la campaña de Oriente a Mario les privaba de la posibilidad de enriquecerse, puesto que serían los soldados de Mario los que coparían gloria y ganancias. Los soldados se dejaron conducir hacia Roma: con la entrada de fuerzas armadas en la Urbe se cumplía el último paso de un camino que llevaba a la dictadura militar (88 a.C.). Por primera vez se había violado el marco de la libertad ciudadana.

La dictadura silana Sila sólo tuvo tiempo de tomar algunas medidas de urgencia en la ciudad, puesto que urgía la guerra contra Mitrídates. Apenas fuera de Roma, los populares volvieron a tomar las riendas del poder y desataron un baño de sangre entre los senadores prosilanos. Pero el estéril régimen tenía sus días contados cuando Sila, después de vencer a Mitrídates,

desembarcó en Brindisi en el 83 a.C., al frente de un ejército de veteranos, enriquecido y fiel a su comandante. E Italia no pudo ahorrarse los horrores de dos años de encarnizada guerra civil, que finalmente dieron al general el dominio de Roma. Dueño absoluto del poder por derecho de guerra, Sila consideró necesario remodelar el estado apoyado en dos pilares fundamentales: la concentración de poder y la voluntad de restauración del viejo orden tradicional. Autoproclamado Dictador para la Restauración de la República, Sila procedió primero a una eliminación sistemática de sus adversarios, con las tristemente célebres proscriptiones o listas de enemigos públicos, reos de la pena capital, mientras emprendía una gigantesca colonización que proporcionó tierras de labor a más de cien mil veteranos de su ejército. La reforma del estado aplicada por el dictador estaba dirigida a garantizar la autoridad del senado contra las presiones populares y contra eventuales golpes de estado de generales ambiciosos, con una serie de medidas legales: remodelación del senado, debilitamiento del tribunado de la plebe, desmilitarización de Italia, fijación estricta del orden y coordinación de las magistraturas, restricciones al ámbito de jurisdicción de los gobernadores provinciales... Pero el rígido orden sistemático de esta obra constitucional no podía eliminar las causas profundas de una crisis social y política que estaba destruyendo la República. Devolvió a una oligarquía, incapaz de hacer frente a los problemas del imperio, el control del estado, pero no logró atajar el problema fundamental, los personalismos y ambiciones individuales de poder. La agonía de la República La era de Pompeyo Este débil gobierno senatorial, no bien desaparecido Sila en el 79, hubo de enfrentarse a un buen número de dificultades: a los continuos ataques a su autoridad por parte de elementos populares,

vino a sumarse la reanudación de la guerra en Oriente contra

Mitrídates del Ponto, la revuelta de un partidario de Mario, Q. Sertorio, que consiguió rebelar la península Ibérica contra Roma, y una gigantesca revuelta de esclavos, dirigida por el gladiador tracio Espartaco.

El senado, impotente para sofocar tantas amenazas, hubo de recurrir a personajes, provistos de reales medios de poder. Uno de ellos era Pompeyo, un joven comandante que había hecho con Sila sus primeras armas y que, gracias a su enorme fortuna y al control sobre extensas clientelas, estaba en condiciones de proporcionar una ayuda efectiva al gobierno. Mientras Pompeyo combatía con éxito a Sertorio en Hispania (77-71), Craso, otra criatura de Sila, enriquecido fuera de toda medida gracias a la compra de los bienes confiscados a los proscritos por Sila, aniquilaba a las fuerzas de Espartaco (71 a.C.). La liquidación de los dos graves problemas hizo de Pompeyo y Craso los hombres más fuertes del momento. Y el odio que mutuamente se profesaban no fue obstáculo para una cooperación temporal con la meta de lograr juntos el consulado, magistratura desde la que desmontaron parte de las reformas de Sila para barrer los obstáculos que se interpusieran en su ascensión política.

A partir de ahora, en la vida política romana,

prevalecerían el oportunismo y las ambiciones personales de quienes contaran con medios reales de poder y, en concreto, con ejércitos fieles. Fue Pompeyo quien mejor uso hizo de estas oportunidades. En el año 67 a.C., logró que se le concedieran poderes extraordinarios para luchar contra la piratería y un año después, con recursos aún mayores, el mando de la guerra contra el viejo enemigo de Roma, Mitrídates. Vencido el rey del Ponto, Pompeyo cumplió la ingente obra de reorganizar todo el dominio romano en Oriente sobre nuevas bases. Mientras, en Roma acababa de abortarse, gracias al cónsul Cicerón, un descabellado golpe de estado dirigido por un intrigante silano, Catilina. El senado, creyéndose fuerte después de haber conjurado el peligro con sus solas fuerzas, se atrevió a negar a Pompeyo, que acababa de regresar a Italia, la ratificación de sus medidas en Oriente y la concesión de tierras cultivables a sus veteranos.

El “primer triunvirato” La resuelta actitud del senado no dejó a Pompeyo otro recurso que retornar a la vía popular, intentando conseguir, a través de la manipulación de pueblo y de las asambleas, lo que el senado le negaba. La operación pasaba por un entendimiento con su enemigo Craso: un tercer personaje, que por entonces comenzaba su carrera política, Cayo Julio César, sirvió de intermediario entre ambos líderes. El resultado fue un acuerdo privado, el llamado “Primer

Triunvirato”, con fines políticos inmediatos: César, como cónsul, debía conseguir la aprobación de las exigencias de Pompeyo y procurar facilidades financieras a Craso. Fue César el más beneficiado. Tras cumplir el año de magistratura consular (59), en el que atendió a los compromisos de su alianza con Pompeyo y Craso, consiguió para él mismo el gobierno de la Galia Cisalpina, el Ilírico -la costa oriental del Adriático- y la Narbonense, con cuatro legiones. Con estas fuerzas llevaría a cabo una increíble gesta militar: la conquista de la Galia.

La conquista de la Galia Hacia el año 1000 a.C., inmigrantes procedentes de las regiones danubianas habían acabado con la cultura del Bronce Atlántico, extendida por Armórica, Bretaña, Irlanda y la península Ibérica, e impuesto la civilización llamada hallstática. Su evolución condujo, a partir del 500 a. C., a la época de La Tène, en la que el poder celta conoció su apogeo. Pero, desde el siglo III a.C., los celtas de la Galia estaban a la defensiva: los estados del sureste fueron conquistados por los romanos -la provincia de la Galia Narbonense-;

los belgas,

procedentes del oriente del Rhin, ocuparon el norte de la Galia y, a finales del siglo II a.C., la invasión de cimbrios y teutones preparó la instalación de pueblos germanos en la orilla izquierda del río. En la época de César, el país, falto de uniformidad, estaba dividido en tres regiones muy diferentes: la Galia céltica, Aquitania y Bélgica. En el siglo I a.C., la cultura material de la Galia mostraba un desarrollo de la vida urbana y una actividad artesanal notable. La agricultura era próspera

y el comercio estaba

facilitado por excelentes vías fluviales y por un sistema de buenas calzadas. Numerosas monedas -imitaciones romanas, tipos originales y viejas imitaciones griegas- atestiguan la actividad comercial del período. La religión de los galos sólo nos es conocida en parte. Los dioses importantes Teutatis, Esus, Taranis, Belenus- fue probablemente introducida por los celtas, que, a su vez, adoptaron de los primitivos habitantes los cultos a los innumerables espíritus tutelares de la fuentes, ríos, lagos y montañas. No practicaban el culto en templos hechos por la mano del hombre, sino en bosques sagrados y, al parecer, no contaban con imágenes antropomorfas. En Aquitania era común el culto de los árboles y la encina era considerada sagrada.

Los druidas conservaban las tradiciones religiosas: sabían inmensos poemas, sin duda, teogonías; enseñaban la doctrina celta de la inmortalidad y, aparte su autoridad absoluta en materia de religión, gozaban de un gran poder político. Una vez al año celebraban una gran asamblea, presidida por un sacerdote supremo vitalicio, en un lugar sagrado del país de los carnutos (Chartres). Allí,

erigidos en corte suprema, juzgaban casos importantes

procedentes de toda la Galia. El desarrollo político de los celtas evidencia su tendencia a unirse en unidades más grandes y reagruparse en pagi y civitates , sobre todo en la Galia central. Aquí, las más poderosas civitates, eduos y arvernos, habían incluido en sus respectivas esferas de influencia a otros estados, con relaciones que variaban de la alianza a la sumisión. Las viejas monarquías estaban siendo sustituidas por gobiernos aristocráticos, muy inestables y frecuentemente amenazados por las ambiciones de jefes poderosos. Esta inseguridad política estaba potenciada por la estructura de la Nobles y

druidas

sociedad.

se dividían el poder político y la riqueza; los campesinos libres y los

artesanos estaban reducidos a una posición apenas algo mejor que la de los esclavos y, a menudo, se ligaban en una especie de servidumbre de la gleba a los ricos, a cambio de su protección. Los nobles rivalizaban constantemente entre sí; sus ejércitos, cuya fuerza principal era la caballería, se debilitaban en interminables guerras civiles. En la época de César, la región de Borgoña, el país de los eduos, gozaba de primacía. César hábilmente, inmiscuyéndose en los asuntos internos de esta Galia independiente, logró conquistarla en pocos años, procurándose prestigio, dinero y las fuerzas militares necesarias para imponer su poder personal. Mientras tanto, en Roma, los otros dos triunviros se distanciaban cada vez más hasta amenazar con la ruptura. César, que necesitaba tiempo para terminar la conquista, logró un nuevo acuerdo en Luca, en el año 56 a.C., por el que Pompeyo y Craso revestirían el consulado del 55 y, a su término, poderes proconsulares; a César, por su parte, se le prorrogaría el mando por el mismo período.

La guerra civil

El pacto quedaría en entredicho muy pronto con la muerte de uno de los aliados, Craso, en una descabellada campaña en Mesopotamia contra los partos (53 a.C.). El ambiente en Roma, con un senado falto de autoridad, un trasfondo social de hambre y miseria y una atmósfera de terror y violencia creada por las bandas políticas, era favorable a un acercamiento del senado a Pompeyo, que fue nombrado consul sine collega para restablecer el orden público. Pompeyo utilizó su posición para reafirmar su poder y neutralizar el de César, empujándole a la grave decisión de atravesar el Rubicón, la frontera que marcaba el límite de Italia al frente de sus tropas, mientras Pompeyo huía con parte del senado a Grecia. Comenzaba así una nueva guerra civil (49 a.C.), que se concluyó sólo en el 45 con la definitiva derrota de los pompeyanos en Munda (cerca de Montilla, Córdoba).

La dictadura de César Pompeyo había muerto en el 48 a.C. y desde ese año César había sido proclamado dictador. En el curso de los años siguientes, sumó en su persona las principales magistraturas republicanas, pero su poder se basaba en el apoyo de sus ejércitos, de los veteranos y de la plebe romana. La conquista del poder enfrentó a César con la difícil tarea de reordenar el estado, atacando con energía los múltiples problemas que pesaban sobre Roma y su imperio. Hay que subrayar sobre todo sus medidas sociales, consistentes en una fecunda y original política de colonización en beneficio de sus veteranos y de un gran número de proletarios de la Urbe, y la concesión del derecho de ciudadanía romana a comunidades extraitalianas como premio a su lealtad y a sus servicios. En contraste con la múltiple actividad del dictador en el campo social y administrativo, no existió una regulación institucional de su papel sobre el estado, que culminó en el ejercicio de un poder totalitario. La evidencia de que César aspiraba a crear sobre las ruinas del orden tradicional una posición monocrática precipitó su asesinato el 15 de marzo del 44 a.C. a manos de un grupo de senadores conjurados.

El Segundo Triunvirato Muerto César, sus

lugartenientes, Marco Antonio y Lépido, al mando de un

ejército profundamente cesariano, trataron de continuar su línea política, pero pronto hubieron de contar con un factor inesperado: la llegada a Roma del joven Cayo Octavio, que,

nombrado por su tío-abuelo César hijo adoptivo y heredero, venía resuelto a asumir la herencia. El senado, dirigido por Cicerón, en su pretensión de restaurar plenamente la República, creyó poder utilizar a Octavio para combatir a Antonio. Pero cuando este mismo senado rechazó su insólita pretensión de ser investido cónsul, no tuvo escrúpulos en marchar contra Roma al frente de su ejército y forzar la elección (43 a.C.). Era lógico un acercamiento entre el joven César -que, mientras tanto, había logrado por ley que se le reconociera su adopción- y Marco Antonio, gracias a los oficios de Lépido, materializado en una dudosa magistratura legal por la que los tres jefes cesarianos se convertían en tresviri rei publicae constituendae, una híbrida componenda entre dictadura y pacto privado, que colocaba a sus titulares durante cinco años por encima de todas las magistraturas, con un reparto de las provincias y sus correspondientes legiones. El nuevo régimen, una vez exterminados los adversarios con los métodos terroristas de las proscripciones -una de las muchas víctimas fue el propio Cicerón-, venció en la batalla de Filipos al ejército republicano acaudillado por losa asesinos de César, Bruto y Casio, acabando así con cualquier posibilidad de restauración republicana. Tras la victoria, Antonio y Octaviano acordaron remodelar los objetivos y las provincias a espaldas de Lépido. Se decidió que Antonio se ocupara de Oriente mientras Octaviano, en Italia, trataría de materializar los prometidos repartos de tierra a los veteranos. En Oriente, la relación sentimental y política iniciada por Antonio con la reina de Egipto, Cleopatra, tensó al máximo las relaciones con Octaviano hasta el límite del enfrentamiento directo. Una serie de crisis, con intervalos de precarios acuerdos, abocaron finalmente a un encuentro decisivo en Accio (31 a.C.), que se concluyó con la derrota y el suicidio de Marco Antonio y Cleopatra. Octaviano, en la larga lucha por el poder, consiguió así monopolizarlo en su persona. Quedaba la gigantesca tarea de institucionalizarlo.

Los órganos de gobierno de la Roma republicana Desde el final de la lucha de patricios y plebeyos, el estado romano quedó constituido como una comunidad de ciudadanos libres -el populus Romanus-, que, como las poleis griegas, tenía los caracteres de una ciudad-estado. Pero en Roma, comunidad y estado no se identificaban, porque a esta comunidad concreta se superponía el concepto abstracto de res publica, es decir, el conjunto de intereses del populus. En consecuencia, no era el pueblo el que tomaba en sus manos directamente los negocios de estado; éstos eran objeto de un delicado reparto de competencias entre distintas instancias públicas, agrupadas en tres ámbitos: las magistraturas, el consejo o senado y las asambleas populares. Las magistraturas Concepto Magistrado era llamado todo aquel que ejercía una función pública civil en la ciudad. Como portador del poder estatal, no existía en la Roma republicana ningún poder por encima del que ejercía el magistrado correspondiente: como consecuencia de ello, el concepto romano de magistrado implicaba la unidad de mando civil y militar. Las magistraturas estaban definidas por una serie de principios, caracterizadas por un conjunto de poderes y limitadas por distintos requisitos y reglamentaciones. Pero para poder comprender la esencia de la magistratura romana es preciso detenerse previamente en los dos conceptos fundamentales de potestas e imperium, que se encuentran entre los más originales aspectos del derecho público romano, para los que no existen paralelos modernos. La potestas era el poder estatal concedido a un magistrado legalmente, es decir, la competencia en su función. La potestas regulaba las relaciones de jerarquía entre las distintas magistraturas, con sus distinto carácter de maior, minor o par, es decir, mayor, menor o igual en poderes a las demás. Frente al concepto abstracto de potestas, con el término de imperium se señalaba el poder de mando concreto, restringido a las más altas magistraturas, consulado y pretura. Sólo el magistrado provisto de imperium tenía derecho a “recibir los auspicios”, es decir, de convertirse en intérprete de la voluntad divina, y a ser aclamado como imperator por sus

soldados después de una victoria. Comportaba, entre sus prerrogativas, la de dirigir el ejército en campaña, realizar el reclutamiento de las tropas, imponer los tributos necesarios para su mantenimiento y castigar, incluso con la pena de muerte y sin posibilidad de apelación, la indisciplina de los soldados. Pero estos ilimitados poderes sólo podía ejercerlos el portador de imperium

en campaña; dentro de los sagrados límites de la ciudad (pomerium),

todo

ciudadano condenado por un magistrado tenía derecho de apelación ante el pueblo.

Principios generales Eran tres los principios fundamentales de la magistratura romana: la anualidad, la colegialidad y el derecho de veto o intercessio. Todo magistrado romano ejercía su función durante el término de un año. Pero la complicación de competencias desarrollaron pragmáticamente la costumbre de la prorrogatio o prolongación de la función, no de la magistratura, a su antiguo titular, por el tiempo que se estimase conveniente hasta la solución de un asunto. En cuanto a la colegialidad, con excepción del dictador, todos los magistrados romanos formaban colegios de, al menos, dos miembros. Sin embargo, esto no significaba que, para obrar, hubieran de estar completos o funcionar como conjunto, ya que, en el interior de los mismos, cada miembro estaba en posesión por sí solo de la competencia correspondiente a su función, de forma total e ilimitada, sin vinculación alguna a una hipotética decisión del correspondiente colegio. Precisamente del hecho de que todos los miembros de un colegio tuvieran el mismo poder se desprende el tercer principio fundamental de la magistratura, la intercessio o veto que cada miembro de un colegio tenía sobre las decisiones de sus colegas, individual o colectivamente. No se trataba tanto de repartir las competencias, sino de dejar abierta una válvula que permitiera paralizar la acción de un magistrado cuando se temiera contraria a los intereses del estado.

Derechos, poderes y prerrogativas

Para cumplir su función, los magistrados romanos contaban con una serie de derechos, poderes y prerrogativas que se traducían en unos correspondientes honores con los que se reconocía la superioridad del magistrado. El magistrado es en toda ocasión el representante de la comunidad ciudadana, para la que actúa. Esta representacion del estado romano es usada por los magistrados en los ámbitos más variados, tanto frente a los dioses, como en el exterior o ante el pueblo en general o el ciudadano en particular. Más importante es el derecho de los auspicios. Todos los magistrados desde el rango de cuestor tenían el derecho a dirigir el servicio tradicional ritual de los auspicios (ius auspicii), la ceremonia mágico-religiosa con la que se imprecaba el favor de los dioses antes de emprender una acción cualquiera. Se entiende que el magistrado, como portador del poder estatal, durante el periodo de su cargo, no estaba sujeto a responsabilidad, ni necesitaba dar cuenta de sus actos. Esta inmunidad se perdía, sin embargo, al tiempo que la propia magistratura, y abría la posibilidad de entablar proceso al ex magistrado, exigiéndole cuentas sobre las eventuales irregularidades de su administración. A la idea de que los magistrados personificaban el poder estatal correspondían los honores a los que tenían derecho y el respeto de que gozaban por parte del ciudadano común. Los honores u ornamenta , en ciertos casos, permanecían incluso después de entregar, tras el año de función, la magistratura; así, entre otros, la utilización de la toga praetexta, orlada de púrpura; la sella curulis o silla adornada de marfil (sólo en el caso, claro está, de los magistrados curules); el derecho de proedría o asiento especial en teatros y espectáculos, y el acompañamiento de líctores, portadores de las fasces (el hacha de doble hoja y las varas, símbolos del derecho de vida o muerte), para el caso de los magistrados con imperium. El cursus honorum Si tenemos en cuenta que la magistratura era un honor gratuito y que su cumplimiento exigía, en ciertos casos, enormes gastos, es evidente que el ejercicio del poder sólo podía recaer en las manos de una clase privilegiada, la nobilitas, que terminó por

monopolizarlo, hasta convertirse en una verdadera clase política, cuyos miembros contemplaban el ejercicio de la magistratura como la máxima aspiración vital. Con el tiempo, se fueron desarrollando una serie de normas que terminaron por establecer un orden y correlación en el conjunto de las magistraturas y en el modo de cumplirlas. Así se fijó una auténtica carrera, que podía llevar, grado por grado, hasta la dignidad suprema de cónsul. Esta carrera o cursus honorum , regulada por decreto en el año 180 a.C., fijaba, entre otras cosas, los distintos escalones de la magistratura, de menor a mayor, y establecía la limitación mínima de edad para cada uno de los grados. Era la cuestura el grado más bajo de la magistratura. Su función fundamental consistía en la administración del tesoro público y en la protección del archivo del estado, guardados en el templo de Saturno. Su número originario de dos fue aumentado paulatinamente hasta alcanzar, a comienzos del siglo I a.C., la cifra de veinte. Seguía en rango la edilidad, un colegio compuesto por cuatro miembros, los dos ediles patricios y los dos plebeyos. Sus tareas, fundamentalmente, eran de naturaleza policial en el interior de Roma, lo que incluía el control de las calles, edificios y mercados y la responsabilidad del abastecimiento de víveres a la ciudad. También estaban encargados de la organización, con sus correspondientes gastos, de los juegos públicos del estado. Paralelo en el cursus honorum a la edilidad era el tribunado de la plebe, compuesto de diez miembros de origen plebeyo, que, si en su origen tuvo un carácter revolucionario, pasó a incluirse como magistratura pública del estado. Los amplios poderes desarrollados en favor de los plebeyos durante la lucha de estamentos, fueron mantenidos y extendidos a todo el cuerpo ciudadano, como protectores del pueblo contra posibles abusos de los otros magistrados. Más arriba estaba el colegio de pretores, especializados en el campo de la administración de justicia. Estaban investidos, como los cónsules, de imperium, aunque, frente al de aquellos, era de categoría menor y, por tanto, subordinado. La expansión de Roma fuera de Italia y la necesidad de gobernar los nuevos territorios incluidos bajo la soberanía de Roma multiplicaron su número con nuevas funciones: el encargo de la directa administración de estos nuevos ámbitos de competencia o provincias.

Los magistrados supremos de la República eran los dos cónsules, a quienes estaba encomendada la dirección del estado y el mando del ejército. Poseían en plenitud el imperium con todas sus prerrogativas, y su ámbito de competencia apenas tenía limitaciones: convocaban las asambleas populares y el senado y juzgaban causas de carácter civil y penal. Como cabezas visibles del estado, eran magistrados epónimos, es decir, daban su nombre al año en que cumplían su cargo. Una posición especial ocupaban los censores. Formaban un colegio de dos miembros, elegidos cada cinco años para un período activo de año y medio. La razón estaba en la función fundamental que cumplían: confección y control de la lista de ciudadanos, así como su reparto, en orden al servicio militar y al tributo, en clases censitarias y tribus. Más tarde, entre el 318 y el 312 a.C., se les otorgó la competencia de confeccionar la lista de senadores. De este control sobre el cuerpo ciudadano y sobre el órgano superior del estado derivaría su función de supervisores de las costumbres y guardianes de la moral, así como el control de las finanzas, de las obras públicas y de las fuentes de ingresos del estado. Se comprende así el alto prestigio del que gozaba esta magistratura, para la que se elegía, en general, a antiguos cónsules. Finalmente, como magistratura extraordinaria, hemos de considerar la dictadura. En casos de grave peligro exterior o interior, los cónsules podían nombrar un dictador, cuya función no podía sobrepasar un período de más de seis meses. La concentración de poder del dictador era tan fuerte que, contra él, no tenía validez el derecho de veto de los tribunos de la plebe, ni, durante mucho tiempo, el de apelación ante el pueblo. Pero, precisamente por estos desmesurados poderes, sólo en casos excepcionales se hizo uso de la dictadura. El senado Era el senado la institución que agrupaba a la aristocracia patricio-plebeya, detentadora del poder político.

Originariamente compuesto por los jefes de los clanes, el senado fue

desarrollándose a lo largo de la República como un consejo supremo destinado a asesorar a los magistrados. En el 216 a.C., la institución acabó por convertirse en la reunión de todos los ex magistrados. El nombramiento era vitalicio, y el número de trescientos miembros se mantuvo invariable hasta el siglo I a.C.

La significación del senado en la vida pública se elevó muy por encima de su real función jurídica. Como reunión de ex magistrados, el senado personificaba la tradición pública romana y toda la experiencia de gobierno y administración de sus componentes. Así, frente a los magistrados anuales, el senado se destacaba como el núcleo permanente del estado, el elemento que otorgaba a la política romana su solidez y continuidad. No es extraño, por tanto, que, a pesar de su función puramente consultiva, el senado se superpusiera, sobre la magistratura y sobre las asambleas populares, como el auténtico gobierno, ante cuya experiencia y prestigio aquellos se plegaban.

Competencias No es fácil expresar de modo concreto las competencias del senado, que prácticamente entendía en cualquier asunto de interés para la dirección del estado, en los ámbitos de la religión, política exterior, finanzas, administración y orden interno. En el ámbito de la religión, era el senado el guardián de los cultos de la ciudad y decidía sobre la dedicación de los templos, admisión de nuevos dioses, fijación de fiestas. Pero era, sin duda, en el ámbito de la política exterior donde su papel se manifestaba más relevante. Decidía las operaciones militares y proporcionaba los medios necesarios para llevar a cabo las campañas; ratificaba los acuerdos que los magistrados estipulaban en el extranjero; distribuía las provincias y, en definitiva, llevaba de manera cotidiana los diversos aspectos de la diplomacia, con el envío de embajadas y recepción de delegaciones procedentes del exterior. En el ámbito interno, una función fundamental era la relativa a las finanzas públicas, en la que ejercía el papel de gestor del Tesoro, así como la administración de los bienes del estado, en especial, del ager publicus o tierras comunales y de los arrendamientos de los recursos estatales: tributos, minas, bosques... Las asambleas El tercer elemento institucional del estado romano era el populus, es decir, la comunidad de ciudadanos con plenitud de derechos, cuya vía de participación pública se encauzaba a través de las asambleas, los comitia.

Como en la mayor parte de los estados antiguos, en las asambleas populares romanas no existía el principio de la representación: la presencia física era imprescindible. Pero además, la reunión de ciudadanos en asamblea no era tumultuaria, sino que, invariablemente, estaba compuesta por la suma de un conjunto de partes o grupos, en los que todo el pueblo se ordenaba según unos principios. La República mantuvo los distintos criterios de ordenación que se había dado a lo largo de su historia y, como consecuencia, la existencia paralela de distintas asambleas: aunque cada una de ellas representaban al conjunto del populus, lo hacía desde distintos puntos de vista.

Comicios curiados Las más antiguas eran los comicios por curias, procedentes de época real, en las que el pueblo se ordenaba en treinta curias. En época republicana, esta asamblea quedó reducida a un simple símbolo, aunque cumplía un acto formulario de importancia crucial: la concesión del imperium al magistrado correspondiente, mediante votación de la lex curiata de imperio, sin el que no podía legalmente ejercer sus funciones.

Comicios centuriados Los comitia centuriata eran, por muchos aspectos, la asamblea fundamental del pueblo romano. Su principio de organización eran las centurias, agrupadas en clases censitarias de acuerdo con la fortuna personal, según el propio ordenamiento del ejército. Sus orígenes oscuros se remontan a la llamada "constitución serviana", que dividió a la población en una classis o clase, con medios de fortuna suficientes para poder hacer frente a las cargas que imponía el servicio en el ejército, y una infraclassem, que, por su falta de medios económicos, ni estaba sujeta al servicio militar, ni gozaba de derechos políticos. A lo largo de la lucha de estamentos, la classis unitaria fue articulándose en varias, para poder medir con precisión tanto la riqueza y las correspondientes cargas para con el estado como los derechos políticos acordes con esta contribución. En su forma evolucionada y definitiva, desde finales del siglo IV a.C., el orden centuriado serviano constaba de 193 centurias: 175 de infantes, agrupadas en cinco clases censitarias, y 18 centurias de caballeros (equites). A la primera clase, correspondían ochenta

centurias; veinte, de la segunda a la cuarta; treinta, a la quinta, y cinco centurias, al margen de la clasificación censitaria: cuatro de ellas constituían el elemento auxiliar del ejército carpinteros, herreros, músicos...-, y la quinta la formaba la gran masa de individuos, que, al no disponer de medios de fortuna, sólo podían contribuir al estado con sus hijos (proletarii) o con su persona (capite censi). Si, como hemos dicho, era la estimación que los censores hacían de los bienes de fortuna de cada ciudadano (censo) la base de esta clasificación, se comprende que había muchos más individuos en las clases inferiores -y, consecuentemente, en las correspondientes centurias- que en las superiores. La razón de este ordenamiento era evidente: bajo una apariencia formalmente democrática, el poder de decisión descansaba en los más ricos, ya que, en los comicios centuriados, la unidad de voto no era el individuo, sino la centuria. Así, al ser 193 las centurias y, por tanto, los votos, la mayoría absoluta se alcanzaba con 98, que era precisamente la suma de las centurias de los equites (18) más las de la primera clase (80). Si tenemos en cuenta que la votación se realizaba por riguroso orden de las clases, de superior a inferior, y que, una vez alcanzada la mayoría, se paralizaba la votación, pocas ocasiones se ofrecían a las centurias de las clases inferiores para ejercer su derecho de voto. Comicios por tribus Junto a la organización centuriada, basada en el censo, el populus romano estaba repartido, por su lugar de residencia, en distritos territoriales, las tribus, fundamento de los concilia plebis y de los comitia tributa. Estos distritos fueron divididos en urbanos, correspondientes al recinto de la ciudad, y rústicos, el resto del territorio considerado como ager Romanus. El número de estos últimos -y, como consecuencia, el de las tribus- fue creciendo al compás de la expansión de Roma en Italia hasta alcanzar, en el año 241 a.C., el definitivo de 31, que, sumado a los cuatro urbanos, fijó el número de las tribus en 35. A partir de entonces, cualquier nuevo territorio englobado dentro del ager Romanus fue adscrito a una de las 35 tribus existentes. Durante la lucha de estamentos, la plebe utilizó este principio de residencia para ordenar sus propias reuniones, los concilia plebis tributa. Tras el final de la lucha, los concilia plebis fueron mantenidos, con sus tradiciones plebeyas, aunque se convirtieron en una asamblea popular estatal, cuyos acuerdos (plebiscita) obligaban al conjunto del populus. Pero,

paralelamente, se organizó una asamblea general de todo el cuerpo ciudadano, sin distinción de estamentos, basado en el mismo principio de las tribus, los comitia tributa, que, desde finales del siglo IV a.C., compartió con la asamblea por centurias el conjunto de las actividades políticas del populus romano. La votación en los comicios por tribus tampoco era tumultuaria, ni individual: la tribu era la unidad de voto; se alcanzaba, por tanto, la mayoría cuandos se obtenía el acuerdo de 18 tribus. También en los comicios por tribus el principio democrático era más aparente que real. La división en cuatro tribus urbanas y 31 rústicas proporcionaba una mayoría aplastante a los propietarios sobre los ciudadanos desligados de la tierra.

Funciones de las asambleas Las asambleas romanas eran una pieza imprescindible del mecanismo del estado, con funciones vitales para el desarrollo de la vida política. En ellas se elegía a los magistrados: los superiores -cónsules, pretores y censores-, en los comitia centuriata; los restantes, en los comitia tributa. Votaban también las leyes, en su mayor parte, en forma de plebiscitos y, por tanto, en los concilia plebis, aunque era en los comicios por centurias donde se decidían las declaraciones de guerra y la conclusión de tratados. Finalmente, las asambleas tenían competencia en materia penal para crímenes contra el estado, como máximo tribunal de apelación. Si la condena entrañaba la pena capital, eran los comitia centuriata los que entendían en el juicio; los tributa quedaban para los crímenes castigados sólo con multas.

Sus limitaciones Pero el principio de soberanía del populus, expresado en las asambleas, era en muchos aspectos más formal que real, al estar sometidas a una serie de cortapisas, que aseguraban el control del senado y de los magistrados. Así, para ser válidas, las asambleas habían de ser convocadas por un magistrado, en días hábiles -sólo 195 al año-, tras una serie de prescripciones religiosas y en lugar adecuado. Era el magistrado competente el que presidía y dirigía los comicios y, en ellos, el populus sólo podía expresar su voluntad sobre la cuestión propuesta, sin posibilidad de discutirla. La auctoritas del senado, con su derecho de ratificación sobre toda decisión comicial, y el sistema de voto, oral hasta el siglo II a.C. y, por tanto, sometido a todas las presiones imaginables, eran otras tantas restricciones a la soberanía de las asambleas. Pero, sobre todo, la ausencia de un principio de representación,

que obligaba a la presencia física del ciudadano en las votaciones, terminó por convertir las asambleas en la simple reunión de la plebs urbana, es decir, de los ciudadanos residentes en Roma, blanco fácil de la ambición de los políticos, que, con los más diversos modos de corrupción, desprestigiaron la institución. La práctica política Preeminencia del senado: la nobilitas El delicado equilibrio entre las tres instituciones básicas de la res publica -senado, magistrados y asambleas populares- no se mantuvo inmutable a lo largo de la República. El desenlace de la Segunda Guerra Púnica significó un aumento del papel rector del senado, que había guiado al estado en los terribles años de la invasión de Aníbal. Tras la victoria, Roma se lanzó a una política de expansión por el Mediterráneo, para la que no contaba con una infraestructura idónea. Fue el senado el que condujo la expansión, como único elemento estable de una constitución basada en el cambio anual de los magistrados. Efectivamente, la magistratura no estaba en condiciones de elaborar una política de largo alcance, pero, además, todos los magistrados entraban a formar parte del senado y, por ello, se plegaban, normalmente, a las directrices emanadas de la alta cámara, que aumentó así su prestigio, su auctoritas. Incluso el tribunado de la plebe perdió su carácter “revolucionario” para convertirse en un instrumento más de poder de la institución. En cuanto a las asambleas, existían fuertes limitaciones al ejercicio de su teórica soberanía -voto no secreto, medios de corrupción, control sacerdotal...- , que permitían convertirlas en dóciles instrumentos del poder del senado. Pero, sobre todo, la dispersión de los ciudadanos, en un régimen no representativo, hacía muy difícil el ejercicio del voto para quienes vivían fuera de Roma o se encontraban lejos de la ciudad, sirviendo en el ejército. Su composición quedó restringida al proletariado urbano, que, al estar ligado por vínculos de clientela y dependencia económica a la nobleza senatorial, podía ser fácil objeto de control y manipulación. De este modo, el senado, aunque sólo era un consejo asesor, se elevó sobre asambleas y magistraturas, para decidir en todos los ámbitos de política interior y exterior, así como en el decisivo campo de las finanzas.

Necesidades e intereses de esta oligarquía política, llevaron, en el curso del siglo II a C., a encasillarla como aristocracia de propietarios inmuebles. Una lex Claudia, del año 219 a.C., excluyó a los senadores de las actividades ligadas al comercio marítimo y a los negocios de capital mueble, por considerarlas indignas de su rango, fijándolos así a la economía agraria. De este modo, el estamento senatorial (ordo senatorius) se destacó netamente del resto de la sociedad romana, con rasgos típicos: el monopolio del poder político y la limitación de la actividad económica a la propiedad inmueble. Estos rasgos todavía se subrayarían, a comienzos del siglo II a.C., con signos externos característicos: túnica orlada con una franja ancha de púrpura (laticlavius), sandalias doradas, anillo de oro, derecho a exhibir en las ceremonias los bustos de sus antepasados (ius imaginum), asientos especiales en los teatros...Con esta diferenciación, los miembros del orden senatorial se separaron también del resto de las clases más acomodadas, los caballeros (equites), en las que hasta entonces estaban incluidos. Pero incluso, dentro del propio estamento senatorial, se produjo, en la primera mitad del siglo II a.C., un proceso de restricción, que limitó el efectivo control del poder a un número reducido de familias. Esta oligarquía, la nobilitas, extremadamente cerrada y muy pequeña en número, monopolizó la investidura de la más alta magistratura -el consulado- e impidió casi por completo la entrada en su estrecho círculo de nuevos miembros, los llamados homines novi. Entre el 200 y el 146 a.C., sólo cuatro individuos, ajenos a la nobilitas, lograron acceder al consulado e incluirse, así, en esta cúspide oligárquica. Esta clase política, cada vez más cerrada, contaba para gobernar con instrumentos inadecuados, que no cesó de defender para preservar su poder. Pero el pueblo aceptó el sistema, al que se sentía ligado por vínculos de dependencia social y moral con los miembros de la aristocracia, como las relaciones de clientela y patronato o el respeto al mos maiorum, las sagradas costumbres de los antepasados.

Senado y magistratura En el interior del senado, el modo de hacer política estaba regulado por un juego variable de alianzas entre individuos, familias y grupos del propio estamento, movidos por

intereses personales, familiares y sociales, que intentaban hacer prevalecer con el apoyo de fuerzas sociales exteriores a la nobleza, como la plebe urbana, los propietarios agrícolas o los grupos comerciales y mercantiles. Así, una clase restringida, convertida en oligarquía cerrada, puso a su servicio los instrumentos constitucionales del estado para materializar sus intereses particulares. El canon de virtud, la virtus, de los miembros de la nobleza romana se fundamentaba en la aspiración a ver reconocidos sus servicios a la res publica , a través de la investidura de las más altas magistraturas. La lógica competencia de los nobiles para lograr su elección en las asambleas populares convirtió esta carrera por las magistraturas en un juego sucio e interesado, en el que era necesario invertir enormes fortunas para arrancar el voto favorable de los electores. Esta competencia, desatada entre los nobles, para acceder a responsabilidades políticas y militares rentables, tuvo efectos negativos sobre la solidaridad de clase que exigía el sistema de gobierno oligárquico. El senado, como corporación, no dejó de percibir los peligros derivados de estas tendencias e introdujo una serie de medidas, dirigidas a controlar las conductas de sus miembros y, sobre todo, a frenar la posibilidad de “carreras” espectaculares, que pusieran en peligro la cohesión y la necesaria igualdad del grupo. Personajes como Escipión el Africano, con su actitud abierta a las corrientes de pensamiento del mundo griego, su carisma personal y su postura independiente, eran un revulsivo para el núcleo más tradicional del senado, decidido a combatir posibles amenazas “monocráticas”, derivadas de un excesivo culto a la personalidad. Un ejemplo de esta oposición, en los años 80 del siglo II a.C., fue el frente común, dirigido por Catón, contra el Africano, hasta eliminarlo políticamente. Poco después, en el año 180 a.C., la lex Villia regulaba el acceso a las magistraturas, para intentar contener los apresuramientos en la escalada de los altos puestos. Estas medidas de protección corporativa fueron extendidas a otros campos, como el de la corrupción electoral (leges de ambitu) o la ostentación incontinente en el ámbito de la vida privada (leges sumptuariae ). Pero esta política interior de los grupos oligárquicos, basada en el conservadurismo y en el rígido aferramiento a los valores tradicionales, no pudo extenderse al ámbito de la política exterior, con sus ilimitidas posibilidades de promoción personal, difícil de controlar.

El gobierno de las provincias Era, sin duda, la actividad pública fuera de Italia -encargos diplomáticos, comandos del ejército, gobierno de las provincias- la meta política más ambicionada. Las posibilidades de enriquecimiento, prestigio y gloria que la política exterior abría a los aristócratas, dio un fuerte impulso al militarismo de la clase senatorial. Todas las cortapisas legales y morales que podían imponerse a los miembros de la aristocracia en el interior de Roma, desaparecían en el exterior, donde los magistrados, revestidos de un ilimitado imperium, escapaban al control senatorial e, impunemente, podían imponer su voluntad para lograr sus intereses particulares. Se emprendieron así muchas campañas, provocadas sólo por la ambición de un triunfo o por las considerables ganancias de botín. Pero fue, sobre todo, el sistema de gobierno provincial el que más claramente puso de manifiesto la discrepancia entre la estructura político-social de Roma y el inmenso ámbito de dominio del imperio. El sistema de gobierno provincial no sólo rompió la solidaridad de la sociedad aristocrática que daba estabilidad al estado, sino, lo que es más grave, fue causa de su militarización. La unidad de mando civil y militar de los magistrados portadores del imperium y las continuas exigencias en el ámbito de la milicia desde la segunda guerra púnica en los campos de decisión bélica y en la misma gestión gubernamental, acuñaron lentamente el ideal de caudillo como única forma de articulación del ideal aristocrático de poder y prestigio. La aristocracia romana quedó atrapada entre una doble alternativa: o ver amenazada su posición si renunciaba a responder a las exigencias de la política exterior, o poner en peligro los propios fundamentos de su dominio de clase si, al responder a estas exigencias, sus miembros, en la persecución de una posición personal, atentaban a la igualdad y a la cohesión de clase, ignorando o pasando sobre las reglas tradicionales de moral política y social que las sustentaban. La elección de la segunda alternativa llevaría al estado indefectiblemente, por un tortuoso y sangriento camino, a la dictadura militar. El ejército Como otras ciudades-estado de la Antigüedad, el sistema militar romano estaba unido al político y, por ello, el disfrute de los derechos civiles estaba ligado a la obligación del servicio militar. Todo ciudadano, entre los 17 y los sesenta años de edad, era potencialmente

un soldado, lo que procuraba a Roma una gigantesca disponibilidad de hombres y explica su potencial bélico.

El ejército romano arcaico El primitivo ejército romano, ordenado según la base de las gentes, se transformó radicalmente, a la par que la sociedad, para organizarse según los principios de la constitución serviana, es decir, de acuerdo con una base censitaria. Frente a la tajante distinción entre gentiles y resto de la población libre, en el nuevo sistema, el pueblo romano se distribuye en cinco clases de ciudadanos con capacidad de llevar armas, según su fortuna personal, y una “no armada”, la de los proletarii, excluida del servicio militar por su carencia de medios económicos. La inclusión en el ejército es así un “privilegio” para aquellos que cuentan un mínimo de fortuna personal, lo que se explica por la obligación del soldado de armarse a sus propias expensas, al menos, en un principio. Es cierto que, desde el 406 a.C., se introdujo en Roma el stipendium o soldada, para aligerar las cargas militares de los ciudadanos con menos recursos, aunque se mantuvo la exclusión de los proletarii.

El sistema manipular La primitiva formación hoplítica, en orden de batalla, compacta y cerrada, que los romanos tomaron de los griegos, fue dando paso a la unidad táctica clásica, la legión, compuesta de cuatro mil hombres, articulados en centurias de sesenta soldados. Pero su capacidad restringida de maniobra, en terrenos abruptos contra enemigos más móviles, como fue en el caso de las guerras samnitas, dio lugar a la introducción del ordenamiento manipular. La legión fue dividida en unidades tácticas menores, tanto en sentido longitudinal como en profundidad, llamadas manípulos, que permitían un despliegue en forma de “tablero de ajedrez”, más flexible y articulado. Desde entonces, la legión estuvo compuesta de treinta manípulos, cada uno de ellos compuesto de 120 hombres (dos centurias), formados en tres líneas, con armamento desigual.

Los soldados de la primera línea (hastati) constituían la

infantería pesada, protegidos con yelmo, coraza, escudo y espinilleras y armados con dos jabalinas y una espada. La segunda (principes), armada casi igual, servía de refuerzo. La tercera, por su parte, con lanza pesada (triarii), constituía la reserva y cumplía funciones de apoyo en la batalla. Cada legión contaba además con un cuerpo de trescientos jinetes.

La oficialidad, como el propio ejército, no era profesional. Una característica que el ejército romano mantuvo a lo largo de su historia fue la unión del poder civil y militar. Los comandantes supremos eran los magistrados dotados de imperium, es decir, de poder general de mando: en primera instancia, los cónsules, luego también los pretores, y en casos excepcionales, el dictador. Los comandantes estaban asistidos por los tribuni militum, seis por legión, oficiales superiores pertenecientes a los órdenes privilegiados de la sociedad -senatorial y ecuestre-, y por “suboficiales”, los centuriones, al mando de las correspondientes centurias, sobre los que descansaba la tarea de entrenar y dirigir a las tropas y que, sin duda, constituían el nervio de la legión.

Principios de reclutamiento El servicio militar, obligatorio para los ciudadanos, no era en cambio efectivo y se basaba en una elección limitada tanto de los sujetos movilizados como del tiempo de movilización. Esta elección, dilectus, era en Roma sinónima de reclutamiento. Del dilectus estaban exentos los proletarii y capite censi , es decir, aquellos ciudadanos que no alcanzaban el censo minimo para ser considerados como adsidui, fijado en una renta anual entre 11.000 y 12.500 ases es decir, de 1.100 a 1.250 denarios, aproximadamente un séxtuplo de la cantidad establecida como stipendium o soldada. La necesidad de compaginar deberes militares y ocupaciones privadas desarrolló una serie de usos que, si no con la categoria definitiva de leyes, regulaban el sistema del dilectus, reduciendo los 44 años teóricos de servicio activo —de los 17 a los sesenta— a sólo 16 o veinte campañas anuales. En el primer siglo y medio de la República, estas campañas estacionales coincidian generalmente con el periodo de obligado reposo en la agricultura y permitía al cives-miles compaginar su trabajo habitual como campesino con sus deberes militares. Pero el progresivo alejamiento de los frentes y las crecientes complicaciones de la política exterior rompieron esta ecuación y fueron el origen de una crisis del ejército. El gobierno, en lugar de abrir las legiones a los proletarii, prefirió recurrir a medidas parciales e indirectas, de las que la más evidente fue la reducción del censo serviano, es decir, de la capacidad f1nanciera necesaria para ser reclutado, primero de once mil a cuatro mil ases, hacia el 214 a.C., y posteriormente hasta incluso los mil quinientos.

El cuerpo cívico romano hubo de acostumbrarse a soportar las consecuencias del imperialismo, y las crecientes exigencias de sangre descargadas sobre un núcleo de agricultores arruinados a los que se privaba de medios y tiempo para rehacer sus haciendas, no sólo transformaron la realidad del ejército sino las propias bases socioeconó micas del cuerpo civico. Así, se produjo un continuo deterioro de las condiciones económicas de los adsidui que tendieron a disminuir como consecuencia de la regresión demográfica ocasionada por las guerras, el empobrecimiento general y la depauperacion de las clases medias que empujó a las filas de los proletarii a muchos pequeños propietarios. La anexión de los primeros territorios ultramarinos como consecuencia de la victoria de la primera guerra púnica, enfrentó al estado romano con la necesidad de mantener ejércitos, permanentes de hecho, en plazas alejadas. Si en los diez últimos años de la segunda guerra púnica Roma puso en pie de guerra a cincuenta mil legionarios —de un número total de adsidui calculado en unos 75.000 ciudadanos—, la complicada politica exterior después del 202 a.C. exigió fuerzas bélicas no menos importantes. Así, entre 200 y 168 a.C., el promedio anual fue de ocho a diez legiones, es decir, de 44.000 a 55.000 soldados ciudadanos, de un censo inferior a trescientos mil varones adultos, por tanto, una sexta parte del mismo.

Aliados y auxiliares Ante la escasez y repugnancia de los ciudadanos a la conscripción, el gobierno recurrió cada vez más a un incremento de la cifra de aliados itálicos, exigida en los correspondien tes pactos de alianza (formula togatorum). Estos contingentes de aliados, los socii, sin embargo, no se ensamblaban en el ejército en las unidades regulares romanas, las legiones, divididas en manípulos y centurias, sino en alae, integradas por un número impreciso de cohortes, de igual efectivo humano que las legiones, bajo el alto mando romano, aunque los cuadros inferiores eran elegidos por los propios aliados. También la caballeria se ordenaba en alae de trescientos jinetes. En los primeros tiempos, hasta mitad del siglo IV a.C., estos aliados eran latinos y su designación era la de auxilia nominis Latini et socii. Con la conquista de Italia, a los latinos se añadieron otros contingentes de pueblos itálicos que, del mismo modo, aceptaban la obligaclón de servir como socii en el ejército romano mediante un foedus. Durante la época de la expansión, a partir de siglo II a.C.. Ios aliados proporcionaban normalmente al ejército el

mismo número de infantes que los romanos y tres veces más de caballeria. A lo largo del tiempo estos socii tendieron a equipararse en organización y armamento a los legionarios ciudadanos y terminarán, a comienzos del siglo I a.C.. con la unificación política de Italia, por integrarse en las legiones. Finalmente y a partir de las guerras púnicas Roma comenzó a hacer uso cada vez en mayor escala de auxilia extranjeros, procedentes de los pueblos sometidos extraitálicos, que llegaban por diferentes caminos a las filas del ejército romano: mercenariado, pactos o coacción. Estos auxilia no se destinaban a la infantería pesada —las legiones— sino a la caballería y la infantería ligera, con su equipo, armamento y modo nacional de combatir.

La reforma militar de Mario El ejército imperialista, que la politica exterior romana desde comienzos del siglo II a.C. necesitaba, requería una transformación radical del ejército cívico en cuanto a la naturaleza del mando, reclutamiento, composición de la legión y, sin duda también, estructura y técnicas propiamente militares. Es en esta crisis del ejército donde se inserta la llamada reforma militar de Mario, a la que hemos hecho alusión más arriba. Mario amplió la base para el reclutamiento en las legiones, al aceptar como voluntarios también a los capite censi, es decir, ciudadanos sin los recursos económicos mínimos para ser censados en la categoria de adsidui. Con ello, Mario abrió una puerta al callejón sin salida de una organización militar obsoleta y contradictoria, que inmediatamente se convertiría en el fundamento irreemplazable de la nueva milicia, de la que irán desapareciendo los propietarios, sustituidos por los proletarios, para quienes no era obstáculo una larga permanencia en el ejército, a condición de contar con los estímulos necesarios: era el nacimiento del ejército profesional. A esta innovación en los reclutamientos, añadió Mario reformas técnicas y organizativas, sistemáticamente planeadas y llevadas a la práctica, que perdurarán hasta las parciales modificaciones introducidas por César. Con Mario, se da el último y definitivo paso de un importante cambio en la organización táctica de la legión, que sustituye al manípulo por la cohorte como subunidad fundamental. A

partir de ahora, en lugar de los treinta manípulos de la infantería pesada, la legión se ordena en diez cohortes, compuestas cada una por los tres manípulos del mismo número, uno detrás del otro, en una triple línea (triplex acies). Al entrar en combate en un mismo frente los hastati, principes y triarii, desaparece toda diferenciación entre ellos y, por consiguiente, la diversidad del armamento. La legión adquiere así una estructura homogénea: su efectivo normal se eleva a seis mil hombres, en diez cohortes, compuesta cada una de tres manípulos de doscientos infantes pesados, y cada manípulo, dividido en dos centurias. Otras de las innovaciones, cuya atribución a Mario está atestiguada, es la asignación de un emblema o enseña a cada legión, el aquila de plata. El águila supone la conversión de la legión en un cuerpo, con un espíritu colectivo y una continuidad de tradición. La nueva organización trajo un incremento de la disciplina y una intensificación de la instrucción, con medidas como la preparación de los legionarios para la esgrima, según el modelo de las escuelas de gladiadores, y la modificación del equipaje individual del soldado, en el sentido de aumentar su carga para disminuir el tren o impedimenta colectiva: de ahí, la proverbial expresión de mulus Marianus, aplicada al legionario.

El ejército de César En el ejército republicano, las últimas reformas importantes son obra de César, que pondrá

los presupuestos de la ulterior reorganización de Augusto y del ejército de época

imperial. Fundamentalmente afectan a las tropas auxiliares, elemento débil del ejército desde la integración de los socii itálicos en la ciudadanía romana y, con ello, en el servicio en las legiones, a partir del 89 a.C. Los elementos esenciales de esta reforma serán la profesionalización de las tropas auxiliares y su organización homogénea en alas y cohortes. Con César aparece una utilización masiva y esencial de la caballería y una uniformación de las tropas auxiliares de infanteria. Desde la época del bellum civile las unidades auxiliares ya no son nombradas por su misión especial y su étnico únicamente —sagittarii Cretae, equites Numidae, funditores Baleares... .—, sino que por primera vez reciben un apelativo y un nombre común, que señala su forma de organización dentro del ejército: cohortes Hispanae, turma Cassiana, ala Longiniana...

Con César, arranca, pues, la organización de los auxilia imperiales en cohortes de infantería y alas de caballeria, divididas en turmae, cuya denominación se hace generalmente por el étnico de donde proceden, y quedan así sistematizados los dos elementos esenciales del ejército romano profesional y permanente de época imperial: el legionario, dotado de la ciudadanía romana, encuadrado en una de las 25 a treinta unidades con que contará el ejército, y el soldado auxiliar, procedente de los territorios incluidos en el Imperio y peregrinus, es decir, no ciudadano. que a través de un servicio de 25 o treinta años en una de las alas o cohortes auxiliares del ejército puede lograr el derecho de ciudadanía y, con ello, la ocasión de una promoción social.

La administración local durante la República

Durante la República romana se produjo una profunda transformación de las formas de organización de los diversos pueblos que conformaban la península Italiana. El elemento dinamizador estaba constituido por la difusión de un tipo de organización que reproducía el de la ciudad, modelo que había consolidado durante los siglos viii al vi a.C. en los alrededores de la isla Tiberina, es decir, el que había propiciado la propia constitución de Roma. El elemento fundamental de su configuración lo constituye su componente sociopolítico, es decir, la comunidad de ciudadanos iguales ante la ley. En un mundo tan formalizado como el romano, la igualdad de la comunidad ciudadana tenía su proyección en el ámbito jurídico en la atribución a los ciudadanos romanos de un conjunto de derechos civiles, entre los que se encontraban el acceso a la propiedad de bienes y la creación de una familia de características patriarcales- en ella, el jefe familiar (paterfamilias) era tanto el progenitor como el propietario que controlaba el correspondiente patrimonio. Pero, también, en el conjunto de privilegios se incluían los derechos políticos, es decir, la participación en el proceso electoral y la posibilidad de ser elegido como magistrado.

Estatutos jurídicos La conquista por Roma de la heterogénea realidad histórica de Italia a partir del siglo v a.C. propició su transformación o su adecuación al modelo sociopolítico y material romano.

Ambas dinámicas se hallaban presentes en los diversos métodos que Roma puso en práctica durante la conquista de Italia. Éstos se materializaron bien por la anexión territorial o bien por la federaciónlas diversas condiciones de esta última se derivaban de las peculiaridades de la sumisión o de la derrota militar y se proyectaban en acuerdos específicos que vinculaban a Roma con los diferentes pueblos y ciudades itálicos.

El origen de las colonias romanas El tipo de ciudad que reproducía por antonomasia el modelo romano era el de las colonias. La tradición literaria las define como imagen reducida de Roma, lo que puede rastrearse en todos los planos de su conformación; socialmente, estaban integradas por ciudadanos romanos que poseían la totalidad de los privilegios inherentes a este estatuto; administrativamente, reproducían los principios y elementos fundamentales que informaban la constitución romana con la presencia de una asamblea (comitíum), un senado local (decuHonum ordo), unos magistrados supremos colegiados (duoviri) y los colegios sacerdotales (Pontífices y flamines). La reproducción puede rastrearse, así mismo, en la realidad material de las colonias, donde su urbanismo dibujaba una organización geométrica, en la que las calles se cruzan en ángulo recto; el espacio central del entramado en damero está ocupado por el foro, en el cual se ubicaba todo un conjunto de edificios relacionados con la organización de la comunidad con funciones administrativas, como la curia sede del senado local, o jurídicas y económicas, como la basílica. A dichas funciones deben sumárseles las de contenido religioso, concretadas en los correspondientes templos. Entre ellos, el fundamental está dedicado a la tríada capitolina, es decir, a las divinidades supremas de la ciudad de Roma: Júpiter, Juno y Minerva, que poseían en el Capitolio su correspondiente santuario central. Éste era reproducido en todas la colonias romanas y su presencia la de la ciudad del Tíber, al mismo tiempo que su soberanía. La tradición legendaria remonta su difusión en Italia a la época monárquica, a la que se adscribe la fundación de una serie de colonias que poseen carácter eminentemente mítico, como ocurre, concretamente, con la supuesta fundación de Ostia en la desembocadura del Tíber por Anco Marcio, último de los reyes latinosabinos; en contraste, las colonias históricamente

docu~ mentadas en la península Italiana se enmarcan en el período comprendido aproximadamente entre los inicios del siglo iv y los comienzos del siglo ii a.C.

Desarrollo de las colonias Durante estos dos siglos, se modificó el carácter de las correspondientes fundaciones. Concretamente, hasta comienzos de la Segunda Guerra Púnica en el año 218 a.C., las colonias se fundaban para controlar militarmente una zona anexionada y poseían una dimensión reducida tanto en lo que se refería al número de colonos asentados en la nueva ciudad, que no superaban los trescientos, como en lo que afectaba a la realidad material de la ciudad y del territorio que se le adscribía. Parte de éste se asignaba a los habitantes de la nueva colonia en un régimen de propiedad de pequeñas dimensiones: las parcelas no superaban la media hectárea. Estas colonias solían ubicarse sobre la línea costera; de ello se derivaba su consideración como marítimas. Entre ellas, se deben mencionar Ostia, fundada en el año 380 a.C., Minturnae y Sinuesa, en el año 296 a.C., o Pyrgi (Santa Severa), en el 264 a.C . Tras la Segunda Guerra Púnica, las colonias romanas adquirieron nuevas características: su proyección se reahzó, también, en el interior; la tierra asignada adquiriría mayores dimensiones y el número de colonos aumentó con respecto al restringido número de fundaciones anteriores. Tal se aprecia en las seis colonias fundadas en el año 194 a.C.: Puteoli (Pozzuoli), Volturnum, Liternum, Salernum, Buxentum, Sipontum (norte de Apulia), Tempsa y Crotona, en cuya creación participaron dos mil cuatrocientos colonos.

Los municipios Frente a las fundaciones coloniales, que poseían un carácter eminentemente militar, los municipios constituyeron un instrumento de integración tanto del centro urbano existen te como de la comunidad que lo habitaba. Su carácter integrador se diferenciaba por su fle xibilidad frente al orden político y adminis trativo no romanos, cuyas magistraturas e instituciones subsistían en el contexto de la autonomía propia del sistema municipal. Precisamente, la flexibilidad en la adapta ción e integración de realidades diversas ex plica que esta fórmula adquiriera una ampli difusión en los territorios de la península itálica, donde antes de la Guerra Social (91 89 a.C.) ya se observaba la existencia de do variantes del régimen municipal que impli caban estatutos jurídicos diferentes para la respectivas comunidades.

La primera, a la que se conoce como muní cipío de derecho romano, permitía la integra ción en la comunidad ciudadana romana de los habitantes de una ciudad anexionada, con la plenitud de derechos civiles y políticos. Su difusión se inició en el año 381 a.C., cuando Roma premió con estos privilegios la fidelidad de determinadas ciudades latinas, como fue el caso de Tusculum. A la segunda fórmula se la conocía en la terminología latina como municípíum o civitas sine suffragío. Implicaba limitaciones en los privilegios que se les concedían a sus habitantes, ya que carecían, como su propio nombre indica, de derechos políticos, es decir, de la participación en las elecciones y de la posibilidad de ser candidato a cualquiera de las magistraturas romanas; semejante limitación afectaba a la totalidad de la población, exceptuando a los individuos que ejercían las magistraturas locales, quienes obtenían a continuación la plena ciudadanía romana, De esto se derivaba la integración plena de las elites locales. La fórmula se aplicaba a determinadas ciudades etruscas, como Caere (Cerveteri), y tuvo especial importancia histórica, pues se plasmó en el sistema de alianzas propiciadas por Roma a mediados del siglo iv a.C. con las colonias griegas establecidas en la Campania.

Estructura organizativa de los municipios Pese a sus variantes, los municipios poseían una estructura organizativa similar a las colonias; su ordenamiento político se vertebraba en torno a tres elementos: las asambleas, el senado o consejo local y las magistraturas. Su adaptación a las peculiaridades locales se observa, en especial, en el sistema de magistraturas documentado en los mismos; concretamente, en numerosas ciudades del Lacio, como Aricia, Lanuvio, Nomentum (Mentana), o etruscas, como Caere (CerveterQ se constata la presencia del dictador, que constituía una magistratura electa, de origen arcaico, que poseía funciones jurídicas y religiosas. En otras ciudades, como Laurentum (costa del Lacio), Anagnia (Anagni), Cumas, etcétera, los magistrados supremos de la ciudad se conocían como pretores, mientras que en Arpinum (Arpino), Fondi o Forni eran tres ediles y en varias ciudades sabinas, un colegio de ocho individuos.

Las colonias latinas Las colonias latinas se ubicaban, originariamente, en territorio no anexionado y solían encontrarse en zonas alejadas de la metrópoli. Normalmente, se fundaban en una posición estratégica, vinculada al control de un nudo de comunicaciones, de un territorio o de un pueblo. Esto explica la importancia numérica de los contingentes que integraban su fundación y que podían oscilar entre los cuatro mil y los seis mil individuos. Este modelo de ciudad se originaba en el contexto de las alianzas que Roma estableció con las ciudades del Lacio a principios del siglo v a.C.; disuelta la alianza en el año 338 a.C. con la sumisión definitiva de las ciudades del Lacio, Roma continuó utilizando esta fórmula, que presentaba diversas variantes con respecto a las colonias romanas. Entre ellas se encontraba su diversa composición social, ya que las ciudades latinas permitían la integración de contingentes de población diferenciados, tanto por su estatuto jurídico como por su procedencia étnicocultural; pero, además, significaba para sus habitantes un conjunto de privilegios que se ceñían exclusivamente al ámbito civil. El total de colonias latinas creadas en Italia ascendía a 48; una parte importante de ellas, especialmente las fundadas con anterioridad al año 338 a.C., tuvo un carácter legendario. Con posterioridad a la disolución de la alianza con los latinos se crearon 38, entre las cuales estaban Fregellae (Ceprano), Alba Fucens, Hadria, Venosa, Cosa (Ansedonia), etcétera. Pese a su mayor entidad demográfica y, en consecuencia, territorial, las colonias latinas reprodujeron el tipo de organización política ya observado en las colonias romanas, aunque con algunas peculiaridades, tales como la presencia de una mayor diversidad de magistrados, entre otras.

Pueblos y ciudades federados La importancia adquirida por el fenómeno di- la colonización y de la municipalización de la península Itálica contrasta con la situación en la mayor parte del territorio con sus correspondientes pueblos y ciudades, que quedó al margen del conjunto de privilegios adscritos a los estatutos jurídicos mencionados. Su situación se englobó dentro de lo que se conoce, de forma genérica, como federados, es decir, una situación regulada por un pacto establecido en el momento de la conquista o de la aceptación de la hegemonía romana.

Las condiciones estipuladas afectaban a sus relaciones con Roma en ámbitos diversos; entre ellos, el administrativo, donde podrá oscilar desde el respeto a la independencia, la autonomía o el control romano. En las cláusulas pactadas se proyectaban, así mismo, las obligaciones de los aliados, concretadas en el ámbito fiscal -pago de determinados impuestos personales y territorialesy en el militar, obligación de proporcionar al ejército romano contingentes humanos en calidad de tropas auxiliares. La situación extrema dentro de este apartado estaba constituida por la de aquellos pueblos y ciudades que, tras su derrota, se entregaban sin condiciones. Entre las consecuencias que se derivaban estaba la fragmentación de su territorio, que, expropiado entre uno y dos tercios, pasaba a ser propiedad pública del pueblo y del senado romano.

La integración de los itálicos La jerarquización de los privilegios presentes en el ordenamiento local de Italia subsistió, con modificaciones puntuales, hasta comienzos del siglo i a.C. A partir de la Segunda Guerra Púnica se intensificaron las reivindicaciones de los aliados itálicos para acceder a la plenitud de privilegios inherentes a la ciudadanía romana; la actitud contraria de Roma provocó, finalmente, el estallido de la llamada Guerra Social (91-89 a.C.), en la que los itálicos, aunque derrotados militarmente, consiguieron acceder a la ciudadanía romana. La consecuencia inmediata para la administración local fue la reducción de la totalidad de los estatutos previamente existentes a los de colonias romanas y municipios de derecho romano. En consecuencia, a partir de entonces Italia quedó organizada en función de un modelo urbano que, aunque poseía variantes locales que a veces se reflejan en las fragmentarias leyes municipales conservadas, obedecía a las características esenciales propias de la ciudad romana, como realidad vertebradora del privilegio. Organización de la economía La evolución económica del mundo romano durante el período republicano estuvo condicionada, en gran medida, por las vicisitudes históricas que marcaron el proceso expansionista. En realidad, puede considerarse que la guerra victoriosa se convirtió, directa o indirectamente, en el elemento dinamizador de las grandes transformaciones económicas que

se produjeron en el mundo romano entre las postrimerías del siglo vi a.C. y los inicios del Principado. Semejante importancia de la guerra como motor de los cambios económicos se comprende en el contexto del significado de la victoria militar en el mundo antiguo, donde ésta constituía un fenómeno económico en sí mismo, ya que aportaba al vencedor beneficios directos en forma de botín y de indemnizaciones; pero, además, propiciaba un trasvase de la propiedad de la tierra y una circulación de riquezas vinculada a los impuestos que, normalmente, los vencidos debían soportar tras su derrota. Evolución económica El punto de partida de todas las transformaciones de la economía romana en época republicana lo constituye la crisis que se produjo a finales del siglo vi a.C. y durante gran parte del v a.C. Una de sus manifestaciones esenciales fue la reducción a su mínima expresión de las actividades artesanales y comerciales, que habían alcanzado un importante desarrollo durante la Roma etrusca. Entre las actividades comerciales se constata, a lo largo de todo el siglo v a.C., una escasa presencia de productos importados y, especialmente, de cerámica, lo que contrasta con las importaciones de diversos productos que se realizaban durante el siglo precedente. La ausencia de relaciones comerciales con el exterior no era ajena a la nueva situación geopolítica del mundo romano tras la expulsión de los reyes etruscos y de la instauración de la República, que la tradición literaria, de forma artificiosa, data en el 509 a.C.; la principal preocupación de la naciente república se centraba en sus relaciones conflictivas con los vecinos pueblos del Lacio, con los que tan sólo a inicios del siglo v a.C. consiguió una alianza en paridad de condiciones, que le permitiría afrontar las presiones de los diversos pueblos que habitaban en el inmediato piedemonte de los Apeninos. En realidad, la limitada esfera territorial de los intereses romanos puede rastrearse en el primer tratado cartaginés que, conservado por el historiador griego Polibio, se adscribe al mismo año en el que se fundaría la República; en él se contemplaba como hecho excepcional la posibilidad del comercio ultramarino romano, lo que contrastaba con la explícita prohibición de que los cartagineses se injiriesen en los problemas del Lacio.

La crisis económica puede entreverse, así mismo, en sus efectos sociales. Concretamente, uno de los fenómenos que determinaron las relaciones internas de la comunidad ciudadana romana durante el siglo v a.C. fue el desarrollo de la esclavitud por deuda, con tal fuerza que provocaría su regulación en la primera codificación romana de las leyes de las Doce Tablas. La situación resultante se definió en la terminología latina como nexum; éste implicaba la garantía, en última instancia, de la propia persona del deudor por la deuda contraída. En contraste, la recuperación económica se inició con su proyección agraria y, especialmente, con el desarrollo de las actividades artesanales y comerciales, efectuado durante el siglo iv a.C.

Expansión de la economía Entre sus manifestaciones debe mencionarse la constatación arqueológica en Roma de vasos importados, procedentes especialmente de la Campania, y los inicios de la economía monetaria con las primeras acuñaciones en bronce. A esta nueva situación no era ajena la expansión territorial de Roma, que procedió a la fundación de diversas colonias marítimas en la costa del Tirreno que posibilitaran sus relaciones con la Campania. El segundo tratado romanocartaginés, que la tradición literaria data en el 348 a.C., reflejaba la nueva situación al incluir las zonas septentrionales del Mediterráneo central y occidental al este de la actual Cartagena como esfera de influencia protegida por Roma, en la que se desarrollaron tanto sus intereses comerciales como los de sus aliados griegos, entre los cuales se encontraban los campanos y la importante colonia focense de Massalia (la actual Marsella). La conquista del Mediterráneo, iniciada con la Primera Guerra Púnica (264-241 a.C.), incentivó aquella dinámica mediante la correspondiente circulación de riquezas que, a la postre, generó un nuevo sistema económico, definido como mercantil con base esclavista. Ambas caracterizaciones, es decir, la producción mercantil y el uso de esclavos, se proyectaron sobre los sectores fundamentales de la producción: las actividades agrarias y las artesanales o «industriales», provocando la quiebra de los sistemas productivos arcaicos del pequeño campesino y del limitado taller artesanal; el nuevo sistema requería una intensificación de la circulación monetaria y el desarrollo del capital financiero.

La agricultura Constituyendo la tierra la base fundamental de su economía, las transformaciones que en ella se operaron propiciaban la de los restantes sectores artesanales y comerciales. El punto de partida lo definía la situación existente en Roma tras la caída de la monarquía, cuya situación puede entreverse en las reivindicaciones que jalonan el desarrollo del conflicto entre los patricios y los plebeyos, en las reivindicaciones de distribución de tierras y de anulación de deudas. Asuntos sobredimensionados debido a la importancia que había adquirido la agricultura en el ordenamiento económico, a causa de la crisis de las actividades artesanales y, consiguientemente, comerciales. Los beneficios que generaba la guerra y, específicamente, la ampliación territorial conllevaban la doble consecuencia de satisfacerlas reivindicaciones sociales de la plebe de acceder a la propiedad agraria y de crear un nuevo marco que permitiese la transformación de las correspondientes explotaciones. En concreto, la victoria militar implicaba una ampliación del territorio romano en una proporción que oscilaba según las condiciones en las que se había producido la rendición del enemigo. Usualmente, Roma se apropiaba de un tercio o dos tercios de la tierra de la ciudad o del pueblo sometido; por derecho de conquista, ésta pasaba a ser propiedad pública, bajo la denominación jurídica precisa de ager publícus, lo que implicaba que su propiedad correspondía al pueblo y al senado romano.

La distribución de tierras Su explotación se realizaba mediante diversos procedimientos, presentes, así mismo, en las definiciones específicas del correspondiente suelo. Parte del mismo queda catastrado como propiedad pública y era explotado en régimen de arrendamiento mediante su concesión a particulares, que debían compensar económicamente al Estado. En otra parte del territorio se producía un trasvase de la propiedad de titularidad pública a la privada; los procedimientos que permitían esta transformación eran de diferente índole: entre ellos, la compra del ager publícus por parte de la elite social romana y las distribuciones de tierras a los sectores menos privilegiados de la ciudadanía romana. Los instrumentos mediante los cuales se canalizaban las distribuciones de tierra estaban constituidos, bien por las concesiones individuales, bien por las fundaciones coloniales. El primer sistema permitía el asentamiento de campesinos, con pequeñas propiedades, en la

parte afectada del suelo público sin que ello diera lugar a la creación de nuevas ciudades- en cambio, el segundo método implicaba la fundación de una ciudad, que podía poseer el estatuto de colonia romana o de colonia latina. Pese a que los privilegios de las mismas diferían, ambos tipos de colonia requerían la delimitación del territorio que quedaba adscrito a la nueva ciudad. Respecto al territorio, se producía una clara distinción entre la propiedad que se asignaba a cada uno de los ciudadanos que participaron en la fundación y la que permanecía como propiedad pública de la nueva ciudad. Las distribuciones viritanas se documentan a inicios del siglo iv a.C., cuando Roma puso fin al enfrentamiento secular que había llevado a cabo contra Veyes. La consecuencia inmediata del asedio y conquista de esta ciudad etrusca se plasmó en la expropiación de su territorio en una cantidad que la tradición literaria cifra en cerca de un millón y medio de hectáreas, las distribuciones individuales a los sectores plebeyos «hambrientos de tierra» estaban formadas por pequeñas parcelas que no alcanzaban las dos hectáreas, pero que servían para paliar la conflictividad social existente.

La utilización del suelo público Los diversos usos del agerpublicus generaron, en la práctica, dos sistemas diferentes de explotaciones agrarias: el primero se materializó en la pequeña propiedad campesina, que tenía su fuente fundamental de alimentación en la política colonial, su régimen de producción se caracterizaba por el policultivo, que tendía a satisfacer las necesidades fundamentales de la correspondiente familia y a proporcionar un pequeño excedente que permitiese adquirir el instrumental y los restantes productos básicos que necesitaba el campesino. En cambio, la compra de tierra pública o su arrendamíento generaron un tipo de propiedad o de explotación de dimensiones mayores, que propició un sistema productivo, agrícola o ganadero, de características diferentes. Este otro tipo de propiedad o de explotación se desarrolló a partir de la ocupación que la aristocracia romana realizó sobre otra parte de la tierra anexionada por derecho de conquista que, no encontrándose catastrada, había quedado al margen del control de los magistrados romanos. La magnitud que adquirió esta práctica puede observarse en la aprobación, en el año 367 a.C. y en el contexto del conflicto patricioplebeyo, de una ley restrictiva, propuesta por los tribunos de la plebe C. Licinio y L. Sextio, que imponía un límite de 125 hectáreas a la acaparación del ager publícus y una restricción a la actividad ganadera, cifrada en cien cabezas de ganado mayor y quinientas de menor.

La villa romana Las condiciones de la propiedad agraria derivadas de la compra o de la ocupación del territorio anexionado, junto con la nueva situación económica de carácter mercantil que se desarrolló a partir del siglo iv a.C., favorecieron la aparición de un nuevo tipo de explotación agraria, en exclusiva romana, conocida como vílla. La importancia de su difusión puede rastrearse arqueológicamente durante el período republicano en gran parte de Italia y, en especial, en la costa del mar Tirreno entre el río Arno y la Campania; su relevancia también se observa en la tradición literaria antigua, generadora de un tipo de literatura «técnica» cuyo contenido reflejaba la realidad, al mismo tiempo que ofrecía una serie de consejos prácticos para la organización de la explotación agraria. Del período republicano se conservan, entre otras obras, De agri cultura escrita por Marco Porcio Catón a principios del siglo ii a. C. y el tratado De re rustíca, que Varrón dedicó al mismo tema a mediados del siglo i a. C. La villa apareció a finales del siglo iii a.C. y se difundió durante los restantes siglos que ocupó el período republicano; a ella se vinculaban una determinada superficie de tierra y unas instalaciones que evolucionaron a lo largo de su existencia. Su extensión puede considerarse, al menos durante los siglos ii y i a.C., como de mediana dimensión; en la literatura agronómica se observa que ésta oscilaba en función del sistema de cultivo: Marco Porcio Catón reseña una explotación de 60 hectáreas para el olivo, mientras que reduce la explotación de la vid a 25 hectáreas. Junto con la tierra, este sistema de explotación agraria incluía, también, una parte edificada cuya configuración evolucionó durante los siglos ii y i a.C.; el tipo de edificación que se realizaba en las explotaciones agrarias del siglo ii a.C. estaba vinculado, en exclusiva, a la actividad económica; concretamente, dominaban los espacios identificados en la literatura agronómica como pars frumentaria, que estaba destinado al almacenamiento de la cosecha y a la elaboración de productos derivados, y como pars rustíca, dedicado al alojamiento de los esclavos que estaban encargados del trabajo.

Evolución de las villae Esta situación se modificó a lo largo del transcurso del siglo i a.C.: en las explotaciones agrarias se desarrolló un conjunto de edificios que permitían la residencia estacional de los

propietarios; en eflos se reproducían los modelos de las complejas casas aristocráticas existentes en la ciudad. Tanto el sistema de cultivo como, en general, el sistema de explotacíón estaban dominados por concepciones mercantiles que buscaban la mayor rentabilidad de la producción, concretamente, los cultivos de las villae tendieron hacia la especialización en determinados productos sin que ello implicase la implantación del monocultivo en cada una de las explotaciones; en realidad, trataban de producir todo aquello que exigía su funcíonamiento y a semiespecializarse en una producción cuya venta pudiera proporcionar notables beneficios. Precisamente la búsqueda de la rentabilídad condicionó la ubicación de las villae- las limitaciones del transporte terrestre en el mundo romano condicionaban el desarrollo del sístema esencialmente a los alrededores de los centros urbanos, en cuyos mercados podían comercializar su producción sin un coste excesivo. Cuando se localizaban en zonas que estaban alejadas de los centros de consumo, el lugar escogido solía poseer con diciones que facilítasen la comercialización a través de la navegación fluvial o marítima.

Propiedad y producción agraria Pese a las transformaciones que supuso la difusión de la vílla, la pequeña propiedad campesina no desapareció; no obstante, su relevancia se vío afectada por la difusión de los nuevos sistemas de propiedad, hasta el punto de que generó una nueva dinámica de conflictívidad social, en la que las reivindicaciones de distribución de tierras se convírtieron en uno de los factores presentes a lo largo de toda la crisis de la República. Ocasionalmente, determinadas leyes agrarias favorecieron el establecimiento de campesinos en parcelas que no superaban las siete hectáreas y media, como ocurría, por ejemplo, con las propuestas por Tiberio y Cayo Graco, respectivamente, en los años 133 y 123 a.C.

Aparición del latifundismo El nuevo sistema de propiedad dominante se estructuró en función de las villae y, como éstas constituían una unidad de explotación, lo usual era que un número determinado de ellas fuese propiedad de un solo individuo, tal ocurría, concretamente, con Q. Roscio que, en el año 81 a.C., poseía trece dominios en el valle del Tíber, lo que implicaba una extensión global de sus propiedades agrarias de mil quinientas hectáreas.

En realidad, constituyendo la tierra la base de la organización económica, el ordenamiento social romano estaba en relación con el sistema de propiedad- lo usual era que la elite social romana, conformada por senadores y caballeros, poseyese propiedades cuyo valor oscilaba entre uno y veinte millones de sestercios. A finales de la República, la concentración de la propiedad agraria generó situaciones excepcionales: los dominios de P. Craso Muciano, que alcanzaban las veinticinco mil hectáreas, o las fortunas de Pompeyo y Licinio Craso, valoradas en unos doscientos millones de sestercios. Junto a la dinámica de concentración de la propiedad y, en consecuencia, de las Hllae, el desarrollo de la ganadería y, especialmente, de la trashumancia favoreció la progresiva aparición de grandes propiedades, que desembocaron en el latifundismo. Este proceso provocó una serie de conflictos sociales con los campesinos y propició fenómenos históricos de gran trascendencia, como la despoblación de las zonas afectadas por su desarrollo: la trashumancia se concentró en las zonas montañosas de los Apeninos centrales y meridionales- era usual, como ocurrió con la cabaña glanadera de Varrón, que el ganado invernase en la Apulia y pasara el verano en los alrededores del Lacio o en la Umbría. En principio, la explotación ganadera utilizó para su desarrollo el agerpublicus, por cuyo arrendamiento se pagaba una de terminada tasa, no obstante, las limitaciones que los magistrados romanos tenían para su control favoreció la progresiva ocupación de hecho de estas propiedades públicas que, poco a poco, se integraron en las extensas propiedades de la aristocracia.

La especialización de las explotaciones Muy relacionado con los nuevos modelos de propiedad y de explotación de la tierra se encontraba el de la producción. En la pequena propiedad campesina, que sobrevive o que se restaura mediante distribuciones de tierras, predominaba un régimen de subsistencia que estaba basado en el policultivo. Por el contrario, como ya se ha avanzado, la vílla tendía a especializarse en determinados productos específicamente mediterráneos, dentro de la tríada clásica: cereales, vino y aceite; la producción itálica se centró sobre todo en la vid y en el olivo, en detrimento del cereal. Este fenómeno se explica por los recursos que proporcionaban al Imperio los territorios provinciales, explotados inmediatamente después de su conquista, como Sicilia y las provincias hispanas, cuyas posibilidades cerealísticas fueron objeto de la correspondiente atención fiscal en la naciente administración provincial.

Las producciones artesanales La evolución y las transformaciones de la producción artesanal estuvieron vinculadas a la urbanización propiciada por Roma como forma de control. La fundación de colonias y municipios favoreció el desarrollo de productos artesanales que debían satisfacer, esencialmente, las necesidades locales; a su vez, las transformaciones de la agricultura propiciaron el desarrollo de producciones «industriales», que incrementaron las reducidas dimensiones y las limitadas producciones tradicionales de las actividades artesanales. La evolución de la producción artesanal se observó sobre todo en sectores como la cerámica, o en la fabricación de objetos de hierro o en los materiales que se utilizaban en la construcción, donde se produjo una transformación en las técnicas edilicias, concretamente, los bloques de piedra tallados de forma regular denominados opus quadratum fueron sustituidos por el opus caementicium, es decir, por una argamasa realizada mediante una mezcla de cal, arena y piedras, que permitió una cierta estandarización de las construcciones. Semejantes transformaciones no afectaron a la totalidad de la península Itálica; se produjeron, esencialmente, en la vertiente del mar Tirreno de la Italia central, entre el Arno y la Campania. A esa zona se le deben añadir algunos puntos aislados, como Brindis¡, con producciones muy apreciadas de espejos de bronce, Regio, famosa por sus lucernas, Siracusa, reputada por su cerámica, o Módena y Aquileia (Venecia), cuya cerámica de barniz negro poseía un amplio mercado en el ámbito regional inmediato. En consecuencia, en la Italia de finales de la República romana coexistían dos sistema artesanales; uno, territorialmente dominante, que era una supervivencia del pasado y se caracterizaba por las producciones tradicionales; el otro, con proyección geográfica limitada, estaba dominado por la producción en serie y por la estandarización de sus productos.

La economía monetaria Aunque el desarrollo de la conquista de la península Itálica y, especialmente, la expansión mediterránea condicionaron las transformaciones de todos los ámbitos económicos, tal vez su mayor incidencia se produjo en el de las relaciones comerciales. La anexión territorial romana favoreció la circulación de productos con diversos procedimientos de índole administrativa o

mercantil. Uno de los ámbitos donde puede rastrearse gráficamente el desarrollo de las actividades comerciales lo constituye la difusión de la economía monetaria. En este aspecto, resulta paradójica la evolución del mundo romano que, pese a sus éxitos militares, tan sólo tardíamente comenzó a emitir moneda propia. Esta situación se explica por las limitadas actividades comerciales romanas durante la etapa anterior a los inicios de la expansión por la cuenca del Mediterráneo. Las primeras acuñaciones se emitieron en bronce, en el año 338 a.C.; con anterioridad, habían existido diversos sistemas premonetales conformados por determinadas masas de metal, que en sus últimas fases llevaban una marca de identificación y garantía. En realidad, la primera moneda acuñada por Roma en la fecha indicada fue el as libral, con un peso equivalente a una libra romana de 327 gramos, lo que limitaba ostensiblemente su circulación. De época muy posterior son las primeras emisiones en plata. Pese a que la tradición literaria data las primeras acuñaciones de denarios en el año 269 a.C., las primeras monedas de este tipo son del año 211 a.C.; con anterioridad, Roma había utilizado monedas de plata, que se acuñaban en la Campania y que obedecían a los sistemas metrológico y tipológico propios de las ciudades griegas allí existentes. La única modificación introducida en las nuevas monedas fue la leyenda que las identificaba como romanas. El nuevo contexto económico y las propias necesidades del Estado, vinculadas a la ex~ pansión en el Mediterráneo, impulsaron la creación de una moneda propia, cuya circu~ lación se intensificó al final del siglo in a.C. El incremento del uso propició la devaluación monetaria, que puso en circulación un denario de plata de cuatro gramos y medio y un as de bronce de 27,25 gramos. De forma paralela se desarrolló el capital financiero. Su función originaria fue la de facilitar los cambios de moneda y, como tal, apareció en Roma la banca, vinculada a los argentaffi, que desarrollaban su actividad en el foro. Con posterioridad, la intensificación de la economía monetaria impulsó la aparición'de sociedades financieras, cuya importancia fue favorecida por el sistema que Roma puso en práctica a fin de explotar los recursos públicos; concretamente, el régimen de concesiones propició la aparición de. sociedades de publicanos que procedían

tanto a la recaudación de impuestos como a la explotación de las propiedades del Estado, tales como los yacimientos mineros.

Las actividades comerciales La depredación romana de la riqueza de los vencidos generó una circulación de riquezas en todo el Mediterráneo, cuyo destino era Italia en general, y especialmente Roma. Tras la conquista, la progresiva normalización administrativa implicó, también, la explotación de los recursos de los pueblos sometidos que, en parte, se produjo mediante los correspondientes impuestos personales y territoriales; algunos gravaban producciones específicas, como la del cereal; determinados materiales de importancia estratégica, como las explotaciones de minerales, propiciaron sistemas de arrendamientos a concesionarios que favorecieron el desarrollo de las actividades comerciales. La importancia de la riqueza minera de los territorios provinciales anexionados debe valorarse en el contexto de la escasez que de este tipo de recursos tiene la península Itálica, con la excepción del mons Argentarius (isla de Elba). La preferente atención romana por este tipo de bienes durante el período republicano se centró en la parte anexionada de la península Ibérica; sus riquezas argentíferas y auríferas fueron explotadas desde finales del siglo u a.C. mediante un sistema de concesiones a particulares que permitían la explotación de las minas de propiedad pública. Las dimensiones que tal fenómeno alcanzó pueden apreciarse en las anotaciones que la tradición literaria antigua ha legado sobre las extracciones que se realizaron en el distrito minero de Cartago Nova, donde el trabajo de hasta cuarenta mil hombres rendían al Estado veinticinco mil dracmas diarios.

El comercio colonial Sin embargo, junto a este tipo de actividad comercial vinculada a la guerra, a la recaudación de los impuestos o a la explotación de los recursos públicos, se desarrolló otra de marcado carácter colonial, en la que los comerciantes romanos e itálicos consiguieron fuerza de trabajo esclava y materias prirnas a cambio de casi nada; entre ésta se encuentra la propia vajilla de barniz negro conocida como campaniense, que proliferó por los territorios anexionados y las zonas limítrofes, como ocurre con la Galia: se sabe que los talleres de Nápoles exportaron hasta nueve millones de objetos en el curso de siglo y medio.

Las zonas con mayor actividad de este tipo de comercio fueron las costeras y las que tenían acceso por via fluvial, especialmente a través del Ródano, del Ebro o del Guadalquivir. En el norte de África y en el 146 a. C., la destruida Cartago cedió su carácter de centro comercial a Otica, donde se establecieron numerosos comerciantes itálicos. En el Mediterráneo oriental se produjo, también, una transformación en el mapa comercial: decayó la importancia que Rodas poseía en los siglos precedentes a la conquista y, en su lugar, Delos se convirtió en un puerto franco donde se instalaron numerosos comerciantes itálicos, que pusieron en marcha la circulación de riqueza en dirección a los principales centros de la península Italiana. Para afrontar la intensidad de la circulación de riquezas y productos que convergían en Italia, Roma procedió a la creacíón de una infraestructura elemental. En el año 194 a.C. se fundó la colonia de Puteolí, en las proximidades de Nápoles- sus correspondientes instalaciones portuarias permitieron la exportación de las producciones itálicas y la afluencia de importaciones de los principales centros del Mediterráneo. En la propia Roma, cuya población aumentó ostensiblemente durante estos siglos, se crearon determinadas instalaciones, que permitían el abastecimiento de la ciudad y las transacciones comerciales; de hecho, a partir del año 193 a.C. se construyó un puerto en la isla Tiberina y la basílica Emilia, en el centro de la capital de la República imperial. La sociedad y la religión Entre la tierra y el cielo Durante los casi quinientos años de evolución histórica de la República romana (509-31 a.C.), su estructura social sufrió una profunda transformación de carácter cualitativo, que se encuentra en estricta relación con las que paralelamente se desarrollaron en el plano politicoterritorial y económico. En su punto de partida se encuentra un ordenamiento social con las limitaciones y características inherentes a los modelos de ciudades-estado que se extendían por amplias zonas del Mediterráneo. A finales del siglo I a.C., su complejidad era proporcional a la estructura imperial que la política de conquista había generado y que propició la integración de gran parte de los territorios limítrofes con el Mare Nostrum. En este proceso histórico se produjeron cambios cualitativos, apreciables en la importancia que adquirió, a partir del siglo iii a.C., el desarrollo de la esclavitud o de las poblaciones libres

y carentes de privilegios, que genéricamente se incluían bajo el denominador común de «peregrinos». Sin embargo, también subsistieron elementos de referencia en el ordenamiento social, tales como su conformación aristocrática o la importancia que poseía el estatuto de ciudadano romano en la materialización de los privilegios civiles y políticos. En la evolución histórica de la consolidación de la ciudadanía se produjo un momento de inflexión, constituido por la crisis que se operó en el mundo romano a finales del siglo vi e inicios del v a.C., cuando se instauró el ordenamiento republicano.

Cambios en el ordenamiento social El contexto social del nacimiento del nuevo sistema político lo constituyó la reacción de la aristocracia patricia contra las innovaciones que se habían introducido en el ordenamiento sociopolítico durante el reinado del sexto rey etrusco, Servio Tulio (579-534 a.C.), el cual había cuestionado el ancestral ordenamiento gentilicio de la aristocracia romana. La reacción triunfante contra la reforma hoplítica, que identifica al campesino con el ciudadano y el soldado, generó una polarización en el ordenamiento social romano, en el que la aristocracia patricia se identificaba con el privilegio y con el Estado, mientras que los plebeyos quedaban marginados política y económicamente. La inevitable conflictividad condicionó el proceso histórico romano durante los siglos v y iv a.C.

Los patricios La clase social de los patricios debe identificarse con la aristocracia romana consolidada en el proceso de formación de la ciudad-estado, cuando, de forma paralela a la delimitación territorial y a la fusión de las distintas aldeas, se produjo una apropiación de los correspondientes recursos agrarios. Su organización social específica se define en función del ordenamiento gentilicio y de la familia patriarcal. El primero implica la presencia de la gens como elemento de referencia, es decir, de un grupo suprafamiliar que se define por la existencia de lazos de consanguinidad materializados en la aceptación de un ancestro común que, en general, suele poseer carácter mítico y encontrarse heroizado. La relación consanguínea tiene su proyección en el plano religioso-ritual; de hecho, cada gens poseía sus cultos privados, que se perpetuaron, incluso, con posterioridad a la fundación de la ciudad y a la aparición de la religión política, patrimonio de la comunidad

ciudadana. Por ejemplo, la gens Aurelia tributaba culto a una divinidad solar; los Politios y los Pinarios lo hacían a Hércules; los Julios tenían a Venus como divinidad protectora. Algo similar se observa en las prácticas funerarias, donde se aprecia en plena época histórica la subsistencia de rituales específicos y de necrópolis propias de una determinada gens; tal ocurre en el caso de los Valerios, que practicaban un tipo peculiar de ceremonia de incineración al pie del montículo Velia.

La importancia de la gens Esta se proyecta tanto en el plano económico como en el político, es decir, en relación con los recursos económicos, conformados por la propiedad de la tierra, y en el de la organización y toma de decisiones. La vigencia de estos elementos puede apreciarse en determinados acontecimientos de inicios de la República romana; tal sucedió, concretamente, con la gens Claudia: según la tradicíón literaria, los Claudios, dirigidos por su jefe Atta Clausus, habían emigrado a Roma en el año 505 a.C. desde el país de los sabinos- el senado romano les cedió como territorio propio el curso del Anio, afluente del Tíber, cuya tierra fue distribuida entre sus miembros. Otra manifestación de su importancia fue la decisión de los Fabios de enfrentarse con la ciudad etrusca de Veyes, con cuyo territorio era limítrofe el específico de aquella gens; el resultado del conflicto fue el desastre de Cremera en el 477 a.C., en el que los Fabios, conjuntamente con sus clientes, sufrieron la pérdida de más de trescientos miembros. La importancia de la gens se plasmó, desde el punto de vista formal, en el sistema onomástico latino- de hecho, los dos elementos más antiguos de la normatizada onomástica del ciudadano romano estaban constituidos por el nombre individual, al que se conoce como praenomen, y por el gentilicio, denominado nomen; las terminaciones de los gentilicios constituían indicativos de relaciones étnico-culturales. De esta forma, mientras que los sufijos en ¡us (Cornelius, lulius, Aemilius, Valerius, etc.) eran de origen latino, otros, como los formados por ama, enas, ína, eran etruscos (Caecina, Mecenas, etcétera). La diversidad de la procedencia de los nomína del patriciado se explica por la caracterización de Roma como ciudad abierta; en cualquier caso, también su conformación explicitaba la

vinculación a un ancestro común, cuyo nombre más una terminación específica conformaba el de la correspondiente gens.

El poder del pater famílias Junto al ordenamiento gentilicio, el patriciado se definía por su forma de organización familiar, poseedora de características patriarcales- su elemento esencial estaba constituido por los poderes omnímodos que ostentaba el paterfamilías. Su identificación no cabe hacerla con el progenitor, como podría pensarse desde una óptica moderna, sino con el jefe o propietario que ejercía su autoridad sobre el conjunto de personas y bienes que constituían el correspondiente ordenamiento familiar. Subordinados a su autoridad se encontraban la esposa, los hijos (casados o no), los esclavos y, originariamente, los clientes y libertos. De hecho, la subordinación de la esposa se formalizó jurídicamente en los tres tipos de matrimonios existentes en Roma desde sus inicios; de ellos, la confaerratio, es decir, el matrimonio religioso delante del Pontífice Máximo, era la ceremonia nupcial propia de los patricios, mientras que la coemptío, que ritualizaba una falsa compra, o el usus, es decir, la cohabitación durante un año, pueden considerarse como originariamente plebeyos. Todos ellos llevaban imphcito lo que la terminología jurídica romana conocía con el nombre de manus, es decir, la transmisión al marido sobre la esposa de la misma potestad que el padre ejercía sobre los hijos; ésta se proyectaba, incluso, en el ámbito jurisdiccional en la posibilidad de imponer castigos.

La clientela Vinculados al ordenamiento gentilicio de los patricios estaban sus clientes; la relación que éstos mantenían con la aristocracia no se derivaba de la consanguinidad, sino de una relación social con compromisos de orden económico y político por ambas partes. Originariamente, aquéllas poseían una formalización religiosa vinculada al culto a Fides, divinidad que consagraba el respeto a las obligaciones mutuas, con posterioridad, la regulación de los deberes y derechos se plasmó en el ámbito jurídico; ocurrió en la primera codificación del derecho en Roma, conocida como leyes de las Doce Tablas, donde se recogía, incluso, la antigua fórmula religiosa que declaraba anatema a quien no respetase la fidelidad.

La clientela constituía una relación social que poseyó una amplia proyección histórica en el mundo romano, integrando situaciones como la del esclavo manumitido transformado en liberto. Su formación debe relacionarse, originariamente, con el proceso de control territorial y de distribución de los correspondientes recursos- de hecho, entre las fórmulas que se registran en el derecho romano vinculadas a la relación clientelar se encuentra lo que técnicamente se conoce como applícatio ad patronum, es decir, la posibilidad de que un individuo solicitase la adscripción a una gens, de la que recibía en régimen de posesión una determinada parcela de tierra que le permitiera subsistir y con la que contraía una relación de vinculación personal. Este fenómeno se registraba, por ejemplo, en el territorio del río Anio, que el senado adjudicó a los Claudios en el 505 a.C.; su jefe, Atta Clausus, ingresó en el senado con el nombre de T. Claudio y sus clientes recibieron lotes de tierras en el territorio que se le asignó.

Los plebeyos En clara contraposición organizativa se encuentran los plebeyos; su propia denominación, emparentada etimológicamente con términos que definían a la multitud, contrasta con el nombre de patricios, claramente relacionado con el correspondiente ordenamiento gentilicio y familiar. El elemento común que definía a los plebeyos era su no integración en el ordenamiento gentilicio; en realidad, plebeyo era el que no poseía gens. La explicación de su formación suscita divergencias. La tradición historiográfica clásica pretendía remontar su origen a la propia fundación mítica de la ciudad; actualmente, se acepta que su formación no es anterior a la propia consolidación como República romana y, específicamente, a la reacción de las familias aristocráticas que instauraron un tipo de ordenamiento político que excluía a todo el que no se identificara con la organización gentilicia; en consecuencia, posiblemente, su conformación se realizó a partir de las poblaciones sometidas o que emigraron hacia la ciudad del Tíber en el contexto de las transformaciones artesanocomerciales de la monarquía etrusca.

El conflicto patricio-plebeyo El enfrentamiento entre los dos sectores de la sociedad romana se documenta en la iradición literaria a principios del siglo v a.C. y se polarizó en torno a tres cuestiones fundamentales; de

ellas, dos poseen un contenido económico y estaban relacionadas con el problema de las deudas y del acceso a la propiedad de la tierra- la tercera era la reivindicación plebeya de la igualdad política y de acceso a las magistraturas del Estado, junto al carácter normativo de la asamblea de la plebe. Las vicisitudes de la correspondiente conflictividad social fueron múltiples. En realidad, puede aceptarse que su momento álgido coincidió, en gran medida, con la primera mitad del siglo v a. C. y con el primer tercio del siglo iv a.C., en clara relación con las consecuencias económicas que se derivaron de la crítica situación exterior romana derivada de la crisis de la monarquía etrusca y de la destrucción de la ciudad por los celtas galos en el año 3 91 a. C. A mediados del siglo v a.C., el momento álgido de la conflictividad y de la reacción patricia se reflejó en el contenido de la primera codificación del derecho romano, la que se conoce como leyes de las Doce Tablas, elaboradas en los años comprendidos entre el 452 y el 450 a.C. En ellas se estipulaba la explícita prohibición de los matrimonios mixtos patricio-plebeyos y se regulaba el problema de los deudores insolventes mediante la disposición plena del acreedor, que podía proceder incluso al asesinato si la deuda no se satisfacía. Semejantes disposiciones provocaron en los años siguientes una acentuada contestación por parte de los plebeyos, que consiguió de forma inmediata la derogación de la prohibición de los matrimonios mixtos, la participación política en las nuevas magistraturas del ordenamiento republicano y determinados derechos individuales, como el de la apelación a la asamblea ante la imposición de cualquier castigo que implicara pena corporal. Este derecho fue vulnerado en años posteriores, por lo que tuvo que ser aprobado de nuevo. El segundo momento álgido de la conflictividad se enmarcó dentro de la crisis padecida por Roma tras la destrucción de la ciudad por los celtas galos; en concreto, en los años 376-367 a.C., los magistrados que representaban de forma específica a la plebe propusieron, y finalmente hicieron aprobar, tres leyes relacionadas con las tradicionales reivindicaciones plebeyas: la primera implicaba una limitación en la ocupación que el patriciado había ejercido sobre la tierra pública procedente de la conquista (ager publícus); de este modo, se estipulaba un máximo de 125 hectáreas y un pastoreo limitado de ganado. Las dos leyes restantes permitieron solucionar el problema de los deudores insolventes y el acceso a las nuevas

magistraturas del Estado, constituidas por los dos cónsules, de los que al menos uno sería plebeyo en lo sucesivo. En los años posteriores a la aprobación de las leyes del 367 a.C., propuestas por los tribunos de la plebe C. Licinio y L. Sextio, toda una serie de disposiciones menores permitieron el acceso de los plebeyos al resto de las magistraturas romanas, la prohibición de la esclavitud por deuda y la adscripción a los ciudadanos de un conjunto de derechos, que superaban la antigua discriminación patricio-plebeya. De forma paralela, la evolución económica vinculada al desarrollo de la conquista favoreció la consolidación de una nueva elite social, conocida como la nobílitas romana; en la misma se integraban las antiguas gentes patricias y la elite plebeya enriquecida, que establecían frecuentes relaciones familiares a través de matrimonios mixtos.

La sociedad romana en la época de la expansión Frente a la simplicidad del ordenamiento social romano de inicios de la República, polarizada en patricios y plebeyos, su conformación social a mediados del siglo iv a.C. poseía una gran complejidad. Ello a consecuencia de la conquista itálica y la ulterior anexión de amplias zonas del Mediterráneo; el sometimiento de aquellas poblaciones generaba una jerarquía de estatutos que iban desde los privilegios inherentes a la ciudadanía romana hasta la reducción del individuo a su completa negación, como ocurría en el caso del esclavo, definido como instrumento parlante (instrumentum vocale), que podía adquirirse por varios procedimientos. A su vez, la riqueza que la conquista puso a disposición de Roma propició una mayor complejidad en el ordenamiento de la comunidad ciudadana. Concretamente, su explotación favoreció el desarrollo de nuevos grupos privilegiados en la cúspide de la pirámide; pero, también, su circulación promovió transformaciones que afectaron al régimen de propiedad agraria donde, de nuevo, se desarrollaban tensiones sociales protagonizadas por el campesinado romano.

La ciudadanía romana

La ciudadanía romana no permaneció como fenómeno social en una quietud ahistórica. Su conformación se realizó de forma progresiva y fue producto de la conflictividad patricioplebeya; a su vez, la evolución ulterior del Imperio Romano introdujo modificaciones sustanciales en el conjunto de privilegios que se le adscribieron, en su relevancia social y en su virtualidad práctica. Pero, además, se debe tener en cuenta que durante su período de mayor vigencia, su proyección afectaba a una minoría en relación con el conjunto de la población. Pese a su realización periódica cada cinco años desde mediados del siglo v a.C. por los censores, los correspondientes censos de población que se han conservado son puntuales. Su objetivo y, en consecuencia, su contenido varió desde los censos militares de época republicana, que inventarían los contingentes movilizables, a los de población del Principado con finalidades eminentemente fiscales. De cualquier forma, los datos son indicativos de las limitaciones que la ciudadanía romana poseía en su proyección social durante la República. Por ejemplo, para el 340 a.C., el conjunto de los varones movilizables se evaluó en 165 mil ciudadanos; a principios de la Segunda Guerra Púnica, en el año 218 a.C., su cifra alcanzó los 260 mil; a mediados del siglo ii a.C. aumentó a 325 mil y en el año 115 a.C. llegaba a los 395 mil. Como consecuencia de la Guerra Social (91-89 a.C), provocada por la sublevación de los aliados itálicos que exigían su integración plena en la comunidad romana, se produjo un aumento ostensible del número de ciudadanos. No se poseen cifras fehacientes para los años inmediamente posteriores, pero el aumento se registró en el censo del año 70/69 a.C., en el que existían 910 mil ciudadanos. La proporción del número de ciudadanos resulta bastante difícil de evaluar. La población de lla Italia de época republicana era de tr es a cuatro millones de habitantes. Los datos conocidos para los inicios del Principado pueden considerarse como paradigmáticos de la restringida proyección social que poseía la ciudadanía en el conjunto del Imperio Romano; concretamente, en el censo realizado p or Augusto en el año 28 a.C. se constató la existencia de algo más de cuatro millones de ciudadanos dentro de un conjunto de población que la historiografía moderna ha evaluado en unos 54 millones de personas para todo el Imperio.

Derechos y deberes

En el derecho romano, la ciudadanía implicaba la igualdad jurídica de sus integrantes, expresada a través de la explícita atribución a sus ciudadanos de un conjunto de derechos civiles y políticos. Los primeros se materializaban en el derecho a la propiedad (íus comercíi) y en el de constitución de una familia conforme al derecho romano (íus connubií); se trataba de dos privilegios estrechamente relacionados, Jebido a que la propiedad es inherente a las prerrogativas del jefe familiar (pater famílias). Los derechos políticos estaban constituidos por el de participación en las elecciones (íus suffragíi) y el de ser candidato (ius honoris); dado que el ejercicio de ambos privilegios se efectuaba en las correspondientes instituciones existentes en la ciudad de Roma, su virtualidad poseía menor relevancia.

El reparto de las cargas Por otra parte, la ciudadanía romana también constituyó una comunidad de intereses; su práctica se formalizaba en la constitución censitaria, que implicaba una distribución de los derechos y de los deberes en función de la capacidad económica de cada uno- en el plano político, se plasmaba en los comicios centuriados, en cuya asamblea los ciudadanos se organizaban en cinco clases censitarias definidas por la capacidad económica de cada individuo, en una gradación que oscilaba desde los cien mil ases de la primera clase a los once mil de la quinta; la correspondiente proyección de la capacidad de decisión implicaba que la mayoría de votos se le adjudicaba a la primera clase hasta tal punto que, si había consenso en ella en torno a la cuestión que se le estuviera sometiendo, no procedía la continuación del proceso electoral. Semejante desigualdad política tenía su compensación en el plano fiscal y militar. En concreto, el ordenamiento impositivo romano concebía que el pago de impuestos ordinarios era inherente a la condición de los súbditos- en consecuencia, debía recaer en exclusiva sobre las poblaciones sometidas, que fueron obligadas al pago de determinados impuestos de carácter territorial o personal. El ciudadano estaba exento del pago de estos gravámenes, que expresaban de forma simbólica la situación de servidumbre de las personas o pueblos vencidos por Roma.

El único impuesto que gravaba a los ciudadanos romanos era el tributo. Se trataba de una contribución de carácter extraordinario, que tan sólo se recaudaba con motivo de los gastos generados por las operaciones militares; la cantidad necesaria se distribuía entre los ciudadanos de forma proporcional a su fortuna, suponiendo una carga del uno o del dos por mil. La naturaleza excepcional de este impuesto se reflejaba en su devolución en el caso de que la guerra reportase beneficios.

La contribución al ejército La comunidad de intereses se proyectaba también en elordenamiento militar. En concreto, su concepción era la propia de las formaciones hoplíticas, también presentes en las ciudades griegas desde época arcaica; entre sus elementos destacaban la preponderancia de los contingentes de infantería, que combatían en formación cerrada, y la identificación entre el soldado, el ciudadano y el propietario de tierras. Este componente sociológico se relacionaba con la obligatoriedad de que cada soldado del ejército hoplítico se costease con sus propios medios su equipo militar; de él formaba parte el escudo redondo, de cuyo nombre griego hoplon deriva el concepto de hoplítico con el que se conoce a este ejército. Semejante ordenamiento militar se concebía para las necesidades limitadas de una ciudad estado, cuyo territorio se ceñía, en la mayoría de las ocasiones, a varios centenares de kilómetros cuadrados. De hecho, la movilización era estacional y para operaciones rrííLtares concretas, cuyo desarrollo marcaba, incluso, el propio calendario romano que, considerando marzo como el mes de inicio de las operaciones militares, se lo denomina con un nombre derivado de Marte, divinidad guerrera. Las crecientes necesidades militares romanas introdujeron, progresivamente, modificaciones: las compensaciones económicas por las prestaciones militares, que originariamente eran gratuitas, o determinadas ayudas para la compra del equipo militar. La transformación más transcendental se dio a finales del siglo ii a.C., con la modificación del sistema de reclutamiento que generó la aparición de un nuevo tipo de ejército de carácter profesional.

La aristocracia romana

La cúspide de la pirámide de la comunidad ciudadana estaba constituida por las familias aristocráticas que integraban lo que se conoce en la terminología latina como la nobilítas. Su común denominador era la existencia de algún miembro que hubiera ostentado alguna magistratura curul, es decir, el consulado, el tribunado militar, la pretura, la censura o el edilato; en consecuencia, su definición se vinculaba al ejercicio de lo que se consideraban las magistraturas supremas del Estado. Su composición sociológica se relacionaba con las grandes transformaciones operadas en la conformación de la comunidad ciudadana romana con la equiparación jurídica de los plebeyos durante los siglos v y iv a. C. y la integración, puntual en principio y general tras la Guerra Social (91-89 a.C.), de las poblaciones itálicas. En consecuencia, la aristocracia romana de los últimos siglos del período republicano estaba integrada por tres sectores originariamente diferentes. Su base estaba constituida por las antiguas familias patricias que habían superado las diversas vicisitudes históricas de la República romana; entre ellas debe recordarse a los Julios, Cornelios, Valerios, Claudios, etcétera. A ellas se les había sumado la elite plebeya enriquecida en la evolución económica romana de los siglos iv y iii a.C. e integrada, jurídica y políticamente, en el desarrollo del conflicto con el patriciado; tal ocurría con los Menios, Publilios o Decios. Por último, en la nobílitas también pudieron integrarse las aristocracias locales del Lacio y de Italia, como los Fulvios, procedentes de Tusculum, o los Plautos, originarios de Tibur. El caso del propio Cicerón puede considerarse representativo, ya que, procediendo del modesto municipio de Arpino, fue el primer miembro de su familia que accedió al consulado. En un mundo tan formalizado como el romano, la pertenencia a la nobilitas se expresaba públicamente mediante determina os atributos formales; tal ocurría con el privilegio exclusivo de llevar anillo de oro o el de tener en sus casas las mascarillas de sus antepasados y poder ostentarlas en las grandes ceremonias públicas.

La base económica de la aristocracia Al margen de los signos externos, los fundamentos de la situación de la nobleza romana eran de índole económica, social e ideológica. Económicamente, la aristocracia estaba configurada por propietarios de tierras- en consecuencia, se encontraba relacionada con el tipo de

explotación agraria desarrollada a partir de las postrimerías del siglo iii a.C., la vílla, y con el proceso de concentración de la propiedad que, en parte, estaba relacionada con el desarrollo de la ganadería trashumante. La identificación de la aristocracia romana con los grandes propietarios de tierra fue favorecida por el control que ejercía sobre el Estado, lo que le permitía fiscalizar el uso que se realizaba de la tierra anexionada en calidad de propiedad pública del pueblo y del senado romano. Sin embargo, también conformaron su prosperidad económica las nuevas fuentes de riqueza relacionadas con el comercio. Es cierto que este tipo de actividad se consideraba sórdida por la mentalidad aristocrática y, en consecuencia, impropia de su situación social; en este sentido se aprobaron leyes que limitaban su ejercicio por parte de los senadores romanos, como ocurrió con la ley del 218 a.C., que prohibía a los senadores poseer naves de capacidad superior a las trescientas ánforas' es decir, unas ocho toneladas. Sin embargo, en la práctica, los miembros de la nobleza romana poseían suficientes medios, especialmente el de la interposición de representantes, que les permitían salvar de esta forma las limitaciones jurídicas y culturales; de hecho, nobles como Licinio Craso o Asinio Polión, de finales de la República, fundamentaban su prosperidad económica en este tipo de riqueza.

La influencia política de la nobilitas Culturalmente, la aristocracia se identificaba con la tradición, es decir, con las concepciones vinculadas a sus propios antepasados que, en el contexto del profundo conservadurismo romano, potenciaban su prestigio y reconocimiento social, lo que les permitía controlar las principales instituciones y magistraturas del Estado. Su influencia y actividad política se valían de dos instrumentos fundamentales: las alianzas y las clientelas. En el interior de la propia aristocracia, el juego político provocaba polarizaciones y divisiones, pero también generaba alianzas estables, que tenían como objetivo el desarrollo de las carreras políticas de sus miembros. La influencia de la nobilitas en la comunidad ciudadana se ejercía mediante las clientelas. Derivada de la antigua relación clientelar de inicios de la República, la nueva relación cliente-patrono vinculaba con obligaciones mutuas la plebe urbana y rústica a la aristocracia romana que, a cambio de protección, recibía los correspondientes apoyos políticos que le otorgaban el triunfo en los procesos electorales.

De carácter hereditario y garantizada por la diosa de la Fidelidad, su importancia se expresaba en la sobrevaloración de la correspondiente relación de gratitud. Cicerón afirmaba explícitamente que «no devolver un favor no le está permitido a un hombre bueno» y Séneca, años después, consideraba que el peor crimen era la ingratitud. Su importancia material puede rastrearse en los consejos que Cicerón daba en su Manual del candidato, donde muestra a la nobleza, en pleno proceso electoral, recibiendo el saludo de sus clientes y distribuyendo compensaciones materiales.

Los caballeros romanos Los caballeros (ordo equester) constituían el segundo grupo social en el ordenamiento jerárquico de la comunidad ciudadana. Su formación se vinculaba originariamente al ordenamiento militar y, concretamente, a la existencia de 18 centurias de caballería, adscritas a la primera clase censitaria. Semejante carácter continuó existiendo hasta inicios del siglo iv a.C. momento en el que, en la guerra contra la ciudad etrusca de Ve¡¡ (la actual Veyes), se constató la aparición de un nuevo sector que militaba en la caballería con un caballo costeado a sus propias expensas, en contraste con los anteriores, que lo hacían con un caballo público. Semejante vinculación militar dejó de ser exclusiva e, incluso, esencial a partir del siglo iv a.C., cuando la expansión territorial generó una mayor complejidad de la economía romana, proyectada, por un lado, en el ordenamiento financiero del Estado con el desarrollo de un sistema impositivo que gravaba, esencialmente, a los pueblos vencidos y, por otro, en el de las propiedades públicas, alimentadas a partir de las expropiaciones a las que fueron sometidos los vencidos. La propia naturaleza del ordenamiento político de Roma como ciudad-estado, con una estructura administrativa que carecía del mínimo desarrollo burocrático, propició la creación de un sistema de concesiones a privados en régimen de arrendamiento, que afectaba a la recaudación de impuestos y a la explotación de sectores económicos públicos. A este nuevo contexto económico se debe la consolidación de los caballeros como grupo privilegiado, diferenciado en el interior de la ciudadanía. Originariamente, en el siglo iv a.C., ya estaban vinculadas a la recaudación de determinados impuestos, como la scríptura, que debían pagar al Estado quienes utilizasen tierra pública para su ganadería; su actividad concesionaria aumentó ostensiblemente con la expansión mediterránea y el correspondiente ordenamiento provincial. El desarrollo del capital financiero propició la aparición de las

llamadas societates publícanorum, cuya actividad se extendía desde el tradicional arrendamiento de la recaudación de impuestos, a la explotación de los recursos mineros, especialmente, de los ricos yacimientos de plata existentes en Hispania. Su vinculación a este tipo de actividades no debe conducir a la identificación de los caballeros con una burguesía financiera; en realidad, las bases económicas del mundo romano fueron esencialmente agrarias durante todas las fases de su historia, por tanto, el fundamento económico de cualquier situación privilegiada se vinculaba a la propiedad agraria- tal ocurrió también con la riqueza acumulada por los caballeros, que era invertida en el bien más preciado y seguro de la economía romana: la tierra.

La plebe romana La tradición literaria romana, dominada por contenidos culturales de carácter aristocrático, ha transmitido a la posteridad una imagen negativa de la plebe, como sector ocioso que vivía esencialmente de «el pan y el circo» que le proporcionaban la guerra y el Imperio. En realidad, la plebe constituía el sector cuantitativamemte dominante de la ciudadanía romana, cuya actividad se vinculaba a las explotaciones agrarias y a las actividades artesanocomerciales. De ello se deriva una clara diferenciación entre la plebe urbana y la rústica. La plebe urbana habitaba en la ciudad de Roma, y su composición osciló a lo largo de la República. En un principio, no se diferenciaba del otro sector de la plebe rústica, ya que los campesinos romanos explotaban sus parcelas de tierras desde la propia ciudad de Roma; con posterioridad, a medida que la ticrra cultivada se alejaba de la ciudad, se vieron obligados a vivir en el campo. Simultáneamente, se estaban desarrollando las actividades artesanales y comerciales, que perdían su carácter familiar y ampliaban el número de sus operarios. Eso produjo una diferenciación entre estos sectores. A su vez, la crisis del pequeño campesino romano, como consecuencia de la difusión desde finales del siglo m a.C. de nuevos sistemas de propiedad y de explotación de la tierra, generó un movimiento emigratorio desde el campo a la ciudad de Roma, incrementando la plebe urbana. Así, en la misma se integraban sectores muy diversos, reflejo de situaciones que oscilaban desde posiciones relativamente privilegiadas hasta la completa ausencia de medios de subsistencia.

Estructura de la plebe urbana

La posición económicamente más privilegiada de la plebe urbana la ostentaban los sectores vinculados al comercio y a la economía monetaria: comerciantes y cambistas dedicados al comercio de productos básicos como el trigo, o a productos de lujo y al cambio de moneda. Su actividad se realizaba en Roma, en las ciudades itálicas o en los principales centros comerciales de las provincias; usualmente, sohan organizarse en agrupaciones profesionales, dotadas también de funciones religiosas. En un plano inferior, se encontraban los pequeños comerciantes, entre los cuales destacaban los propietarios de los comercios urbanos, conocidos en la terminología latina como tabernaríí. El sector inferior de este espectro de la comunidad ciudadana estaba integrado por los proletarios (proletaríi o infima plebs); su situación económica puede considerarse como límite; en realidad, como indica uno de los términos con los que se les conoce, no poseían nada, excepto sus hijos. Se trataba de un sector que ejercía su actividad como trabajadores libres, cuya compensación, según Cicerón, era de doce denarios al día; el valor de semejante salario se puede deducir si se tiene en cuenta que el precio del trigo subvencionado era entonces de seis ases por modio, medida equivalente a ocho litros. Un complemento, a veces sustancial, a los ingresos habituales procedía de los beneficios que las guerras victoriosas reportaban, concretadas en distribuciones de dinero o de productos en especie; ambos procedimientos permitían la subsistencia de la plebe urbana. De cualquier forma, se debe tener en cuenta que la actividad militar no siempre podía generar recursos suculentos, que estuvieran vinculados a la depredación y captura de botín. Las correspondientes vicisitudes condicionaban la situación de la plebe urbana, como se pone de manifiesto en la comparación de la importante actividad edilicia y de las acuñaciones monetarias que se realizaron en la primera mitad del siglo n a.C. con la falta de recursos del último tercio de ese mismo siglo, lo cual provocó la correspondiente conflictividad en el plano social.

La situación de la plebe rústica Durante el período que abarca la República, ésta se caracterizó por sufrir una profunda oscilación. En el siglo iv y gran parte del siglo III a.C. se debe considerar la plebe rústica como un sector consolidado y clave del ordenamiento sociopolítico- la nueva situación producida a

finales de este último siglo en las explotaciones agrarias, con la difusión de nuevas formas de propiedad y de explotación agropecuaria, propició su crisis, que se proyectó en otros planos históricos del mundo romano: la distribución territorial de la población fomentó un movimiento emigratorio con destino a la ciudad, donde el campesinado arruinado buscaba nuevos medios de subsistencia, sin demasiadas esperanzas; en el ámbito militar propició una modificación en los sistemas de reclutamiento que, con anterioridad, se encontraban condicionados por el ordenamiento censitario; la consecuencia más inmediata fue una paulatina evolución hacia un ejército profesionalizado. Pese a todas sus transformaciones, la plebe rústica continuó representado un sector muy impor- tante de la ciudadanía romana. Sus crisis se proyectaron en las correspondientes reivindicaciones agrarias que jalonaron la conflictividad social de los últimos siglos de la República; las distribuciones de tierras propiciaban su relativa restauración. En la plebe se daba una diversidad de situaciones, que abarcaba desde el pequeño campesino arrendatario hasta el que estaba arruinado, que participaba en las labores agrícolas como trabajador libre.

Esclavos y libertos Para la cultura occidental, que concibe el mundo grecorromano como paradigma de su civilización, la existencia de la esclavitud en Grecia y Roma constituye una paradoja que, en ocasiones, y especialmente durante el siglo xix, se intentó ocultar con el silencio. Su presencia en Roma es incuestionable, como fenómeno social relevante muy relacionado con los cambios que se produjeron en los principales sectores de la producción y, de manera especial, en la agricultura. La implantación de la esclavitud se enmarca cronológicamente en los siglos iv y in a.C. y, de hecho, su difusión puede documentarse a lo largo del siglo iv a.C.; en concreto, a mediados de aquel siglo se procedió a la creación de un impuesto especial que gravaba con un cinco por ciento la concesión de la libertad a los esclavos; no obstante, fue la expansión romana a través del Mediterráneo la que propició su propagación en importantes zonas de la península Itálica. La relación entre expansión territorial y esclavitud se proyectó en la importancia que adquirieron los prisioneros de guerra en su desarrollo. Los cálculos realizados para el período

comprendido entre el año 250 y el 56 a.C. arrojan una cifra aproximada de 516 mil esclavos. No obstante, junto con esa procedencia, que puede considerarse como dominante durante la República romana, también hubo otras complementarias y que, incluso a partir de mediados del siglo i a.C., fueron mejor consideradas por la literatura agronómica: y esto es lo que ocurrió, por ejemplo, con los hijos de esclavos, a los que se les denominaba vemae, recomendados por Varrón en su tratado De re rustica. Las diversas fuentes de alimentación, entre las cuales se encontraba la piratería, potenciaron el comercio de esclavos, convertidos en una mercancía más que podía adquirirse en grandes cantidades en los más importantes centros de mercado. El geógrafo griego Estrabón (63 a.C.-21 d.C.) consideraba que eran unos diez mil los esclavos vendidos diariamente en el gran mercado emplazado en la isla de Delos; la cifra puede considerarse hiperbólica, pero indica la importancia que alcanzó este comercio.

La manumisión Subsistiendo en condiciones frecuentemente infrahumanas, como las de las explotaciones mineras, el mundo romano fue permitiendo la superación de su condición mediante la manumisión. La consecución de la libertad podía obtenerse mediante diversos procedimientos de naturaleza pública, que iban desde la concesión por su propietario hasta la compra por el esclavo. Tras la manumisión, el esclavo se convertía en liberto y gozaba de la mayor parte de los derechos de ciudadanía, que más tarde serían ostentados de forma plena por sus hijos. En consecuencia, sus relaciones sociales se modificaban y a la antigua relación de propiedad le sucedía otra de carácter clientelar; el nuevo liberto contraía obligaciones económicas y políticas con su nuevo patrono y, en consecuencia, la aristocracia poseía una fuente de alimentación de su propia influencia social en las manumisiones. La religión romana Como las restantes religiones, la romana constaba de dos elementos estrechamente relacionados: un conjunto de concepciones religiosas y una serie de prácticas rituales con proyección temporal en el correspondiente calendario y social en los diversos ámbitos de

organización de la comunidad. De hecho, el propio término latino religio del que, obviamente, derivan los correspondientes en las lenguas románicas, es susceptible de una doble interpretación etimológica, ya que puede significar observación escrupulosa de sus prácticas o vinculación con la divinidad. Además de estos elementos comunes, la religión romana poseía peculiaridades, observables en sus concepciones y en sus rituales que, aunque afectadas por diversas transfor~ maciones históricas, se encuentran presentes a lo largo de toda su existencia y, especialmente, durante los siglos comprendidos entre la formación de la ciudad de Roma y el final de la República. Una de las características generales de la religión romana la constituye su profundo conservadurismo. En realidad, la religión romana puede compararse con un Jano bifronte que, dirigiendo su mirada hacia ambos lados, se encuentra atenta al pasado pero también abierta al futuro y sus innovaciones. Precisamente, este carácter antitético tiene proyecciones en diversos ámbitos de su ordenamiento. Su profundo conservadurismo se materializaba en las prerrogativas del Pontífice Máximo, que debía velar por la preservación de la tradición- de hecho, la contraposición conservación-innovación en el ordenamiento religioso se manifestó, incluso, en la existencia de una clara polarización clasificatoria de las divinidades. En concreto, se aprecia la presencia de dos tipos de dioses: unos eran los originarios y específicos de la ciudad -se les conocía como dí índigetes- y otros eran los nuevos dioses que habían sido integrados en el panteón romano, conocidos como di novensides.

Dos tipos de divinidades Las innovaciones generaban diferenciaciones rituales y cultuales, que se aprecian en la influencia de los dos tipos de divinidades en el territorio de la ciudad. En este espacio se constata la existencia de un área, delimitada mediante el arado en el ritual cereremonial de su fundación, conocida con el nombre de pomeñum que, de esta forma, marcaba un ámbito sagrado amurallado y habitado por la comunidad ciudadana. La importancia que adquirieron las innovaciones religiosas en el contexto de la expansión exterior romana generó toda una regulación institucional y ritual, que posibilitaba la adopción de los dioses ajenos; concretamente, la introducción de nuevas divinidades debía hacerse previa consulta de los líbros Sibílinos por parte del correspondiente colegio sacerdotal- éstos

habían sido escritos por la Sibila de Cumas, inspirada por los dioses, y se custodiaban en el templo supremo de la ciudad, dedicado a la Tríada Capitolina, desde el siglo vi a.C. hasta su destrucción parcial en el 83 a.C. Los dos procedimientos que ritualizaban la introducción de nuevas divinidades eran la evocación y la asimilación. Mediante el pri~ mero se invocaba a la divinidad de un pueblo enemigo para que abandonase a la comunidad que protegía y se integrase en el panteón romano; se trataba de un ritual que poseía una clara dimensión psicológica al privar a los enemigos de la protección divina. No obstante, también debe subrayarse su importancia en relación con la ampliación territorial de Roma: en efecto, la incorporación de estas divinidades al panteón romano facilitaba la de los pueblos y ciudades a los que en un origen habían estado vinculadas. Con el otro procedimiento, se equiparaba a las divinidades ajenas con las de Roma; este proceso fue especialmente relevante en relación con las divinidades griegas, pero también con respecto a los diversos contextos religiosos de la zona del Mediterráneo occidental.

Antropomorfismo divino En principio, la religión romana era completamente ajena a concepciones como elantropomorfismo y sus proyecciones hierogámicas es decir, el matrimonio sagrado, quese producían en la mayoría de las concepciones mitológicas del Mediterráneo oriental. En relación con esta «pureza» originaria,Varrón afirmaba, a mediados del siglo i a.C.,que los romanos carecieron de estatuas para sus dioses durante más de los ciento cincuenta años posteriores a la fundación de la ciudad. Algo similar se observa en otros planos, como el de la clasificación por género de las divinidades, que tan sólo se introdujo con la asimilación de las concepciones antropomórficas: se han conservado una serie de fórmulas religiosas originarias que expresan esta indistinción del sexo de la divinidad bajo la apelación de «tanto si eres dios como si eres diosa». La difusión de las concepciones antropomórficas y de su mitología está vinculada a la progresiva asimilacíón de concepciones orientales y, específicamente, griegas. Se trata de un proceso iniciado desde finales del siglo vil e inicios del VI a.C. y que estuvo presente durante

todo el período republicano. En esta progresiva asimilación de las concepcíones relígiosas y mitológicas griegas desempeñó un papel esencial el dominio etrusco, en el que esta influencia estuvo presente desde comíenzos del siglo viii a.C. Pese a las innovaciones, la religión romana conservó algunas características que denotaban su propia especificidad. Entre ellas, su funcionalídad, lo que implicaba que cada divínidad se vinculara a un determinado objetivo, cuyo desarrollo o cumplimiento protegía; esta partícularidad generó el que las divinidades supremas del Estado fuesen invocadas con apelativos específicos en relación con la actividad que se les asignaba. Tal fenómeno se aprecia, por ejemplo, en el caso de Júpiter que, como divinidad suprema, era adorado como óptimo y Máximo; no obstante, la proyección de su soberanía en ámbitos concretos generaba el que se le invocase como Júpiter Ilicio, es decír, como divinidad reguladora de las lluvias. En otras ocasiones, en cambio, los apelativos se relacionaban con la activídad militar o política: se le denominaba «pétreo» como garantizador de los tratados entre Roma y los demás pueblos, o se le calificaba como stator, en clara relación con su capacidad para detener a los soldados que huían.

Dioses para cualquier situación Semejante funcionalidad no sólo se aprecia en relación con la multiplicidad de funciones que se les adscribían a la divinídades supremas; también poseía su propia divinidad cualquier ámbito de la organización social, que protegía al grupo o garantizaba una actividad: desde la familia a los grupos profesionales sociales o a la actividad económica. La concreción de la funcionalidad puede apreciarse en la religión familiar o en la de divinidades específicas de la plebe y de la aristocracia, también se aprecia su presencia en cada una de las actividades agrícolas- de hecho, los romanos poseían un conjunto de divinidades menores en relación con ella, desde la que protegía el arado de los rastrojos (Veruactor) hasta la que lo hacía con el almacenamiento de la cosecha (Conditor). Junto a su funcionalidad, la religión romana poseyó un carácter eminentemente político, lo que implicaba una proyección cívica. No se trataba, pues, de una religión personal, destinada a la salvación de cada individuo en concreto: este tipo de religiosidad tan sólo se difundió en Roma a medida que lo hicieron los diversos cultos orientales. Semejante contenido es coherente con la naturaleza de la sociedad romana de este período, en la que el individuo sólo

contaba en la medida en que poseía la ciudadanía romana y se integraba en sus correspondientes cuadros. La misma connotación política se plasmaba en otro plano, como el de la soberanía que el Estado ejercía sobre su organización. Este fenómeno se aprecia en el carácter de los colegios sacerdotales, que se concebían como una magistratura más de la organizacíón de la ciudad, aunque con especifícidades que afectaban a sus atribuciones y su nombramiento. Semejante amalgama de la organización religiosa con la de Estado adquirió en el mundo romano una proyección aún más amplia que en las ciudades griegas, como se observa en la organización de la actividad oracular, que en Grecia se encontraba al margen de la estructura de la ciudad y en Roma, en cambio, constituía la actividad específica de un colegio sacerdotal.

El calendario Las dificultades de adscripción de las reformas en época monárquica a un solo rey, como era Numa Pompilio, resaltan en el caso concreto del calendario, porque los conservados son de época posterior y en eflos aún se constata la influencia de elementos etruscos y de inicios de la República. Tal ocurre con el descubierto en Ancio, grabado en piedra. Existen indicios que permiten aceptar la existencia de un calendario de diez meses, anterior a las reformas del segundo de los reyes romanos. La organización del calendario se realizó en función de un año lunar de doce meses, cada uno de ellos organizado en torno a tres fechas relacionadas con el ciclo lunar: las kalendas coinciden con su inicio- las nonas se vinculan al cuarto creciente, y, finalmente, los idus a la luna llena. Para la necesaria adaptación del año lunar al curso del Sol se intercalaba, cada dos años, un mes después del 23 de febrero. Su organización implicó una primera división en días «fastos» y «nefastos», cuyo carácter de hábiles o no se deriva de su naturaleza religiosa. El profundo contenido religioso de este calendario romano, que perduró hasta la introducción del calendario solar por Julio César, se aprecia tanto en las denominaciones de los meses como en determinados rituales vinculados a su desarrollo. La tradición literaria ha transmitido un conjunto de divinidades para los primeros momentos de la historia de Roma, cuyo carácter resulta dificil de dilucidar. No obstante, en la denominación de los meses se detectan algunos nombres de dioses, cuya posición fue preeminente en toda la historia

posterior. Tal ocurre con el mes inicial del año lunar, marzo, que se encuentra consagrado a Marte, dios de la guerra; semejante vinculación no es ajena a la realidad, ya que el inicio del desarrollo de las actividades militares se efectuaba en la primavera. La finalización del año coincidía con los meses de enero (ianuarius) y febrero, cuyos nombres también poseen una clara advocación divina; el primero era el mes de Jano, dios creador, que determinaba el correspondiente inicio de los procesos cósmicos; febrero era el mes de los muertos, consagrado al homónimo dios purificador. En una sociedad como aquélla, cualquier fenómeno colectivo estaba profundamente ritualizado. Tal relación se puede apreciar en el calendario, que no solamente lo fijaba el rey, sino que también lo ritualizaba en su propio comportamiento. Así, esta concepción se plasmaba en el regifugíum, cuya fiesta estaba fijada para el final de año, el 24 de febrero, cuando el rey protagonizaba una ceremonia en la que, tras celebrar un sacrificio en el comicio, procedía a huir. En las ulteriores concepciones religiosas romanas este ritual se interpretó como conmemorativo de la expulsión de los reyes etruscos- sin embargo, su existencia era anterior a este hecho histórico. Por ello, se debe considerar como conmemoración del final del año lunar, simbolizado en la huida del rey.

Los grandes ciclos festivos La ritualización también se hallaba presente en los grandes ciclos festivos, relacionados con las necesidades y exigencias de la vida de la comunidad. Dos de ellos poseían especial relevancia: marzo y octubre. El ciclo festivo de la guerra tenía sus rituales fundamentales durante los meses de marzo y de octubre, coincidiendo con los cambios climatológicos de las estaciones de primavera y de otoño. El inicio de la actividad militar se conmemoraba con un conjunto de fiestas que se iniciaban el 1 de marzo con la procesión de los salios. El correspondiente colegio sacerdotal realizaba en esa fecha un recorrido que, partiendo del Palatino, visitaba el resto de la ciudad, portando once escudos bilobulados, que habían sido fabricados por Numa Pompilio a imitación de uno caído del cielo; en su recorrido interpretaban una danza acompañada de cantos y de golpes sobre los escudos, significando una clara incitación a la actividad guerrera. En los días inmediatamente posteriores, otros rituales completaban las fiestas como las carreras de

caballos, la lustración de las armas y una danza guerrera que se realizaba en el comicio, donde se reunía el pueblo en armas. La finalización de las campañas mílitares también generaba fiestas religiosas, en las que se reproducían algunos de los rituales de sus inicios: una nueva procesión de los salios, celebrada en el monte Aventino, es decir, fuera del espacio sagrado de la ciudad, que exigía la correspondiente purificación de la sangre derramada; su culminación era el sacrificio del equus october, es decir, del caballo vencedor de las correspondientes carreras, cuya sangre derramada preservaba la victoria militar para el próximo año.

La invocación de la fecundidad También la actividad económica, vinculada a la subsistencia de la comunidad, poseía su propio ciclo festivo y su ritualización. En ambos aspectos se produce una integración de antiguas prácticas relacionadas con la ganadería y, especialmente, con el ciclo agrario del que dependía la vida de la comunidad. Las correspondientes festividades poseyeron dos aplicaciones en el calendario: la primera, en el mes de abril, incitaba a la reproducción del ciclo natural de la fecundidad; los correspondientes ritos y sacrificios se iniciaban con la fiesta de los Fordicidia, que se celebraba el 15 de abril. En ellas se procedía al sacrificio de una vaca pre~ ñada por parte de cada una de las treinta curias originarias- la tradición, recogida por Ovidio (43 a.C.-17 d.C.), consideraba que semejante ritual había sido instaurado por Numa Pompilio, a quien Fauno había inspirado tal remedio para acabar con las malas cosechas. El sacrificio evocaba la fecundidad mediante el derramamiento de la sangre que impregnaba la tierra. El ciclo agrario se cerraba mediante otra fiesta, cuya celebración tenía lugar en agosto: los días 21 y 25 se celebraban, respectivamente, los Consualia y la Opiconsívía. La primera estaba dedicada al dios Consu, protector de los silos; la diosa Ops, que se festejaba en la segunda, encarnaba la abundancia. Ambas festividades conmemoraban el éxito de la cosecha y su preservación en los correspondientes graneros. En el ciclo de festividades agrarias romanas no existían, originariamente, concepciones relacionadas con la muerte y resurrección de la semilla, presentes en la mitología griega.

Los colegios sacerdotales

Por último, dentro de la reorganización que la tradición vincula a Numa Pompilio, se encuentra la instauración de los colegios sacerdotales. Su aparición se relacionaba con la consolidación y desarrollo del Estado y con la mayor complejidad del ordenamiento religioso. La personificación del intermediario entre la comunidad y las divinidades se encarnaba en el rey, que asumía esta función religiosa junto a las de carácter militar o jurídico. Precisamente, estas funciones se ejemplificaban en algunos de los símbolos del poder real que con posterioridad se adscribieron a las magistraturas de la República. En concreto, en la conformación de las fasces -un haz de varas atadas, con la presencia o no de una hacha de doble filo-, se plasmaban simbólicamente las funciones religiosas y jurídicas, ya que sus varas se relacionaban con la aplicación del castigo, mientras que el hacha bifaz constituye un instrumento religioso relacionado con la celebración de sacrificios. En consecuencia, la creación de los distintos colegios sacerdotales debe explicarse en relación con esta delegación de funciones del rey, cuya primacía en el ordenamiento sacerdotal subsistió ti-as el período monárquico como rex sacrorum. También influyó en su formación la progresiva compleji_ dad del ritual, cuya escrupulosa obsevancia requería una gran especialización. En este sentido, la tradición literaria recuerda que el tercer rey romano, Tulo Hostilio, fue fulminado por un rayo por su equivocación en el desarrollo del ritual.

Pontífices, fiámines, vestales y augures Aunque con posterioridad se crearon nuevos colegios sacerdotales, los que existían a comienzos del período monárquico fueron los fundamentales: pontífices, flámines, vestales y augures. En su origen, el colegio de los pontífices, que después ocupó una posición jerárquica superior en el ordenamiento sacerdotal, debió de tener menor preeminencia; su denominación, incluso, resulta paradójica con su función religiosa, pues, literalmente, significa «hacer puentes» (pontem facere) y, de hecho, el mantenimiento del puente Sublicio de Roma se hallaba entre sus prerrogativas. Es muy posible que la explicación del nombre se encuentre en la función primigenia de estos sacerdotes, que guiaban las comunidades en todos sus desplazamientos migratorios. El número de integrantes del colegio de los pontífices aumentó desde los cinco iniciales, dirigidos por el Pontífice Máximo, hasta los quince definitivos. Sus funciones también se vieron notablemente incrementadas: a su esfera se adjudicó el control del calendario y del

ordenamiento religioso en general; pero también se proyectaron más ampliamente en el ámbito administrativo, acompañando a los magistrados, y en el jurídico, ya que eran los que conocían el derecho de la ciudad. Los flámines constituían un colegio sacerdotal con paralelos en otros contextos indoeuropeos, como es el caso de los brahmanes hindúes. Su composición definitiva la integraban quince sacerdotes con una organización interna jerárquica, en la que los tres flámines superiores eran los que se vinculaban a la tríada originaria de Júpiter, Marte y Quirino. Por su parte, el de Júpiter, conocido como flamen dialis, tualizaba en su propia vida toda una serie de tabúes, que expresaban los terrores de las primeras comunidades romanas: prohibición de ingerir alimentos o bebidas fermentadas, tocar a un muerto o asistir a un funeral, llevar armas o montar a caballo. Las vestales manifestaban su antigüedad en su vinculación al culto del fuego y al mantenimiento del hogar de la ciudad. Su colegio estaba formado por seis sacerdotisas, escogidas entre los seis y los diez años de edad y consagradas durante un período de treinta. Vestidas de blanco, debían mantenerse castas, en caso contrario, eran enterradas vivas. El colegio de los augures, compuesto originariamente por nueve sacerdotes y con posterioridad por dieciséis, poseía una gran importancia en el ámbito de la organización de la comunidad romana. Eran los encargados, en nombre del Estacio, de realizar los auspicios, que consistían en la observación de diversos signos en un espacio delimitado ritualmente en el cielo, entre los cuales se encontraban el vuelo o el canto de los pájaros. Su interpretación permitía cuestionar las decisíones de los magistrados romanos, que debían contar con la aquiescencia de los auspicios. La función augural de este sacerdocio incluía la elección de los enclaves para la fundación de ciudades.

Nuevos dioses para nuevos tiempos A partir de finales del siglo vii a.C., la influencia etrusca invadió Roma- en un primer momento poseía un carácter puntual, vinculada al comercio. Con posterioridad, su patrocinio es intenso y permanente, generando lo que en la tradición literaria se conoce como monarquía etrusca que, compuesta por Tarquinio Prisco, Servio Tulio y Tarquinio el Soberbio, ocupa el período comprendido entre el año 616 y el 509 a.C.

La etrusquización de la ciudad de Roma se plasmó en la realidad material de su urbanismo y, en el plano social, en la creación de nuevos cuadros censitarios de la comunidad ciudadana. En el plano religioso, las innovaciones se introdujeron en diversos planos- en relación con el carácter y materialización de las divinidades, se incorporó su concepción antropomórfica. La monarquía etrusca, y especialmente Servio Tulio (579-534 a.C.), fomentó la realidad urbana de Roma e impuso una determinada hegemonía sobre las ciudades del Lacio. En relación con estos fenómenos, se detecta una doble actividad: la construcción de templos en Roma y la introducción de nuevas divinidades. Es el momento de la instauración de una nueva tríada divina suprema, que sustituyó a Júpiter, Marte y Quirino: Júpiter, como dios supremo, su esposa Juno, representante de la capacidad reproductora femenina, y Minerva, diosa protectora inicialmente de las actividades artesanales que, con posterioridad, se asimiló a la griega Atenea y asumió, también, funciones militares.

Los primeros templos romanos Para estas nuevas divinidades se construyó el templo de la Tríada Capitolina, así llamado por ubicarse en el Capitolio, dentro del espacio sagrado y fortificado de la ciudad (arx). La construcción de este templo no sólo implicaba la potenciación de la religiosidad política, sino que también significaba una proyección externa de la ciudad de Roma. Con anterioridad a la monarquía etrusca, existía un templo dedicado a Júpiter Lacial, en los montes Albanos, al que rendían culto la globalidad de las ciudades del Lacio; la construcción del nuevo templo en Roma en una posición elevada y central simbolizaba su propia imagen hegemónica en el Lacio. Una situación similar supuso la introducción y construcción del templo dedicado a Diana en el monte Aventino. Antes, esta divinidad protectora de la naturaleza salvaje, de la caza y de los bosques, poseía un templo en un bosque situado en los alrededores de Aricia (Ariccia) y relacionado con el conjunto de las ciudades del Lacio que formaban la Liga Latina. La construcción de ese templo en el Aventino por Servio Tulio representa la misma imagen hegemonizadora; pero, además, en este caso se debe tener en cuenta que el templo, ubicado fuera del espacio sagrado de la ciudad (pomeríum), funcionaba como centro de refugio y de asilo de fugitivos. En relación con el desarrollo de las actividades comerciales, se introdujo el culto a Hércules y la construcción del correspondiente altar, el ara Maxíma, situada debajo o en los alrededores de la actual iglesia de Santa María in Cosmedin. Se ha discutido si su origen es griego o fenicio, donde se le identificaba con Melqartprobablemente tenía ambas

procedencias, ya que se vincularía a las transacciones comerciales que griegos y fenicios realizaban en el siglo vi a.C. con Roma, a la que abastecían por el Tíber del cereal de Campania y de Sicilia.

Los templos de Fortuna y Mater Matuta Otros espacios de la ciudad se vieron afectados también por la construcción de templos dedicados a nuevas divinidades en el antiguo mercado de ganado, ubicado frente a la isla Tiberina, al que se dio el nombre de foro Boario. Allí se construyeron dos temPlos dedicados a Fortuna y a Mater Matuta; el conjunto posee paralelos en otros centros comerciales de la costa del mar Tirreno, como el area sacra de Pyrgi (Santa Severa), uno de los puertos de Caere (Cerveteri), donde existían espacios religiosos similares en que se practicaba la prostitución sagrada conforme a los rituales orientales. La evolución posterior de la religión romana hasta la instauración del Principado registra dos procesos de signo diverso: uno de ellos tenía que ver con el conservadurismo romano y reproducía sus tradicionales concepciones, ritos y organización con las necesarias adaptaciones. El otro, en cambio, permitió la introducción de importantes innovaciones: entre ellas la asimilación de divinidades externas con las específicas romanas o su inclusión en el panteón tras la preceptiva consulta de los líbros Síbilinos. Ambos procesos fueron condicionados por las dinámicas históricas presentes en el mundo romano durante estos dos siglos: en el ámbito interno, la instauración de la República y la conflictividad patricio-plebeya de los siglos v y iv a.C. propiciaron una remodelación en el ordenamiento tradicional; en cambio, la expansión exterior supuso innovaciones que tuvieron el signo de la helenización.

Tensiones sociales y cambios religiosos La desaparición de la monarquía y la instauración de la República romana fueron acompañadas por tensiones sociales en el control del Estado por parte del patriciado y en la conse~ cuente conflictividad política con la plebe. Semejante contexto condicionó la evolución de la rehgión romana durante los siglos v y iv a. C.

El carácter de las reformas introducidas en el ordenamiento tradicional como consecuencia de la nueva conformación del Estado, se aprecia en la modificación de las funciones del rey, que perdió la totalidad de sus atribuciones en los planos militar, jurídico y administrativo, pero subsistió como magistratura religiosa en el nuevo ordenamiento republicano del Estado. Era el rex sacrorum y ocupaba una posición preeminente en el contexto de los diversos colegios sacerdotales, que sería cuestionada por el Pontífice Máximo a medida que se potenciaba su colegio. La subsistencia del rex sacrorum expresa de forma gráfica la continuidad de la religión romana en las nuevas condiciones políticas; la propia tradición literaria latina subrayó esta imagen en relación con dos de los principales templos de la ciudad de Roma: en el mítico año 509 a.C., en el que se instauró la República, se data la inauguración del templo dedicado a Júpiter Capitolino, y unos años después, en el 496 a.C., se procedió a reconstruir el de Saturno, divinidad agraria de origen etrusco, cuyo templo había sido edificado durante la monarquía etrusca, al igual que el de Júpíter.

Dioses patricios y plebeyos De cualquíer forma, el contexto social en el que se realizó la instauración de la República tuvo su reflejo tanto en el ordenamiento del panteón romano como en la vinculación sociológica de los sacerdocios. En el panteón se produjeron determinadas innovaciones que expresaban la polarización de la sociedad entre patricios y plebeyos- a la aristocracia patricia se le adjudicaron los Dioscuros como dioses propios. Procedentes de Tusculum (cerca de Frascati), Cástor y Pólux se introdujeron en Roma mediante su evocación; la tradición les atribuyó un papel fundamental en el desenlace de la batalla del lago Regilo (496 a.C.), donde la aparición de los dos jóvenes dioses al lado de su caballería permitió a Roma obtener el triunfo frente a la Liga Latina. La vinculación de una esfera específica de la organización del Estado a los sectores plebeyos tuvo su equivalente en el plano religioso. Así, en el 493 a.C., y entre las soluciones que se suscitaron tras el intento de segregación de la plebe de la ciudad de Roma, se procedió a la construcción en el monte Aventino de un templo específico para su tríada, compuesta por Ceres, Liber y Libera, dioses agrarios y relacionados con la fecundidad. Las reivindicaciones plebeyas persiguieron su participación en los colegios sacerdotales, a los que accederían sólo en el año 300 a.C., tras la aprobación de la lex Ogulnia.

La helenización El fenómeno de mayor trascendencia histórica en la evolución de la religión romana durante la República fue la asimilación de las concepciones, rituales y divinidades helenísticas. Su progresivo desarrollo se puede rastrear en el contexto de la influencia del mundo etrusco que, a su vez, se había gestado a partir de las divinidades griegas. La introducción de dioses griegos en el panteón romano se produjo en el año 433 a.C.: concretamente, se introdujo a Apolo como dios curador, para hacer frente a la epidemia existente. De ello derivó su advocación como Apollo medicus, al que se le dedicó un templo cerca del monte Capitolino. Circunstancias similares, es decir, la epidemia de peste, propició la introducción del culto a Esculapio en el año 293 a.C.: los libros Sibilinos prescribieron como remedio a la situación una embajada al santuario de este dios en Epidauro, que regresó con una de las serpientes sagradas. Según la leyenda, a su llegada a Roma, la serpiente se dirigió a la isla Tiberina; en la misma se le consagró un templo en el año 291 a.C. Al igual que se hacía en Grecia, los enfermos romanos acudían a este santuario y pernoctaban en él con la esperanza de que el dios les revelara la causa de su mal durante el sueño. Los inicios de la identidad cultural romana y del arte La expresión de una pujante civilización Uno de los fenómenos característicos de la evolución cultural del mundo romano desde la época monárquica fue la progresiva asimilación de elementos procedentes, en principio, de la cultura griega. Los procedimientos mediante los cuales se realizó esta aculturación fueron múltiples, pero destacan, sobre todo, las relaciones pacíficas de carácter comercial y los contactos directos generados por la política expansionista romana que, desde mediados del siglo iv a.C., inició un proceso de integración de las ciu_ dades griegas situadas al sur de Italia, que culminó en el siglo iii a.C. con la conquista de Sicilia y, en los siglos inmediatos, con la anexión del mundo griego y de los reinos helenísticos.

La omnipresencia de lo griego El proceso de aculturación se remonta a finales del siglo vii a.C., cuando la etrusquización de Roma difundió en la ciudad del Tíber los elementos propios de la cultura orientalizante, cuya asimilación por parte del mundo etrusco había permitido la transformación de las aldeas protohistóricas en ciudades. Sin embargo, su eclosión se produjo en las guerras de conquista

y, más concretamente, en la expansión mediterránea, cuando la cultura romana dejó de poseer los rasgos arcaicos que la habían defi~ nido con anterioridad y adquirió caracteres helenísticos. Esta asimilación no se realizó de forma mecánica, sino mediante un proceso, a veces conflictivo, en el que los elementos culturales griegos fueron adaptándose a las peculiaridades de Roma. La relevancia del fenómeno se advierte en todos los ámbitos de la realidad cultural; no obstante, uno de los planos donde se aprecia de forma gráfica el ritmo de la aculturación es el de la difusión de la lengua griega: su conocimiento por la aristocracia romana puede remontarse a la alianza que se estableció con las ciudades de la Campania a mediados del siglo iv a.C. Precisamente, este contexto permite comprender por qué Cineas, consejero y embajador de Pirro, rey del Epiro, pudo dirigirse al senado romano, en el año 282 a.C., sin necesidad de intérpretes. Sin embargo, su uso se acentuó durante la expansión mediterránea. A finales del siglo iii a.C. se usaba ya como lengua literaria en los primeros escritos históricos romanos, como los de Fabio Pictor, durante el siglo 11 a.C., la presencia de intelectuales griegos en Roma incentivaba su conocimiento, como ocurría en el círculo de los Escipiones, al que pertenecían el historiador Polibio o el filósofo Panecio. Como cualquier proceso de aculturación, también éste suscitó reacciones: como prototipo de ello puede considerarse a Marco Porcio Catón, que rechazó el uso del griego e, incluso, escribió una enciclopedia, titulada Librí ad Marcum filium, con la finalidad de que su hijo recibiera una educación romana ajena a la influencia de los pedagogos griegos. En claro contraste, eran griegas las vestiduras de la estatua erigida en el Capitolio en honor de Lucio Cornelio Escipión.

La formación de la literatura romana Dentro del contexto de la progresiva helenización de la cultura romana debe enmarcarse la aparición de una literatura específica, en la que se desarrollaron algunos de los géneros literarios que con anterioridad lo habían hecho en el mundo griego; en ella se observan, así mismo, especificidades romanas relacionadas no sólo con sus peculiares gustos y sensibilidades, sino también con sus propias tradiciones, que se perpetuaron a través de la nueva literatura escrita.

La aparición de la literatura se vincula, obviamente, a la difusión de la escritura. El alfabeto romano se formalizó bajo influencia etrusca y, de hecho, durante la correspondiente fase monárquica se produjo la asimilación de uno de los sistemas existentes en las ciudades griegas de Occidente. La difu~ sión de la escritura en el mundo romano no generó de forma inmediata la correspondiente literatura, ya que su uso quedó limitado a determinadas esferas de la vida social de índole religiosa o jurídica- en este contexto se enmarca la existencia, en época arcaica, de los anales de los pontífices, en los que se registraban los principales acontecimientos y la primera codificación, como las leyes de las Doce Tablas. A mediados del siglo in a.C., cuando se acentuó la influencia griega, se introdujeron en Roma los géneros literarios ampliamente difundidos por entonces en el mundo helenístico. Algunos precedentes pueden vislumbrarse a finales del siglo iv a.C., como ocurre con la actividad literaria de Apio Claudio el Ciego, patricio romano que ostentó la magistratura de censor en el 312 a.C. y la de cónsul en los años 307 y 296 a.C.. sus inquietudes lingüísticas le indujeron' a introducir cambios como el del paso del sonido s al r, que generó modificaciones como las de Valesíus por ValMus. Su actividad literaria se plasmó, específicamente, en determinados escritos de carácter jurídico, poético y, en especial, retórico, como el discurso pronunciado contra Pirro en el año 280 a.C.

Las Saturnales La ausencia de escritura no excluyó la existencia de una literatura oral que, aunque mal documentada, incidió en la posterior caracterización de la literatura latina. Consistía en canciones vinculadas a determinadas celebraciones como los banquetes, especialmente los fúnebres, donde se conmemoraba la vida del difunto, o de representaciones rituales vinculadas a las más importantes fíestas romanas, como las Saturnales que, en honor de Saturno, se desarrollaban durante siete días a partir del 17 de diciembre. En el transcurso de estas fiestas se producía una inversión de los papeles sociales: los ciudadanos abandonaban la toga y se cubrían la cabeza con el pílleus, símbolo de la libertad, mientras que los esclavos eran ser-vidos por sus dueños y ejercían como magistrados. Durante estas fiestas se realizaban pequenas representaciones, como las conocidas como atelanas por su procedencia de la ciudad de Atela (Campania): pequeñas piezas teatrales,

improvisadas, con algunos personajes fíjos que se reiteraban. En relación con estas fiestas y con las representaciones que en ellas se realizaban, se detecta tanto la exístencia de un verso específicamente romano por su ritmo, conocido como satumio, como la aparición de un género literario, también propio de Roma, como la sátira. Tito Livio vinculaba su aparición a las representaciones teatrales realizadas por actores etruscos en la ciudad de Roma en el año 364 a.C. Livio Andrónico, en los orígenes La aparición de la primera literatura latina escrita se desarrolló en el marco de la conquista romana de las ciudades de la Magna Grecia y, específicamente, de Tarento- en esta colonia griega había nacido Livio Andrónico (284-204 a.C.), quien, siendo aún niño, fue hecho prisionero y convertído en esclavo en el año 272 a.C., cuando Roma conquistó su ciudad. Su dueño, Marco Livio, que posiblemente deba identificarse con Livio Salinator, vencedor de Asdrúbal en la batalla de Metauro, le encargó la educación de sus hijos. La actividad literaria de Andrónico posee diversas facetas: fue traductor de obras esenciales de la literatura griega y autor de la versión latina en versos satumios de la Odisea, destinada a tener una amplia difusíón, pese a sus deficiencias literarias, hasta el punto de que en época de Augusto continuaba siendo el principal texto empleado en las escuelas. Semejante hecho influyó en la aculturación helenística del mundo romano, pues ese texto propició la identificación de las divinidades griegas (Zeus, Hermes, Cronos, etc.) con las romanas (Júpiter, Mercurio, Saturno, etc.). Andrónico cultivó, también, el teatro y la poesía. En el año 240 a.C. se le encargó la composición de una tragedia y de una comedia para celebrar los juegos seculares; en las correspondientes obras se advierte la influencia de las tragedias de Eurípides y de la comedia nueva de Menandro. Así mismo, y también por encargo oficial, compuso un himno en honor de Juno. El desarrollo de la literatura romana se vincula también a otros dos griegos de la Magna Grecia: el campano Cneo Nevio (270-200 a.C.) y el calabrés Quinto Ennio (239-169 a.C.). C. Nevio, además de escribir un poema épico en versos saturnios sobre la Primera Guerra Púnica (264-241 a.C.), en la que participó, adaptó tragedias y comedias griegas al mundo romano, en las que utilizó argumentos relacionados con la historia de Roma. Este mismo tipo de actividad

se aprecia en Quinto Ennio, miembro del círculo de los Escipiones, que, además de introducir el hexámetro, cultivó la sátira y la tragedia.

La comedia romana: Plauto y Terencio La amplia aceptación que poseía la difusión en Roma de algunos de los géneros literarios griegos se constata en el éxito de la comedia desde finales del siglo iii a.C. Sus principales representantes fueron Plauto y Terencio, cuyas obras se han conservado desigualmente. A lacomedia se vinculan también otros autores, de los que apenas si quedan fragmentos aislados, como ocurre, por ejemplo, con Cecilio Estacio, que llegó a Roma como esclavo procedente de la Galia Cisalpina; escribió al menos cuarenta comedias, de las que apenas si se conservan trescientos versos. Plauto (254-184 a.C) había nacido en Umbría y se trasladó a Roma, donde ejerció la profesión de actor y llegó a ser director de una compañía teatral; la tradición literaria posterior le atribuye un total de 130 obras, de las que se han conservado completas veinte, escritas en su gran mayoría en el período posterior a la Segunda Guerra Púnica, época en la que se había superado ya el terror que Aníbal consiguió infundir a la ciudad del Tíber. Entre estas obras se encuentran Aulularía, Anftttlón, Las Búquídes, Los cautivos, El soldado fanfarrón y El púnico. Sus contenidos derivan de la comedia nueva ática y, específi camente, de autores como Antífanes y, especialmente, de Menandro. en él se reiteran en hilos argumentales bastánte simples que se prestan a diversas variantes en sus soluciones y a una multiplicidad de situaciones. La labor de Plauto no se redujo a la mera reproducción de las representaciones griegas: su adaptación al mundo romano implicaba tanto la introducción en las condiciones de vida romana, como la traducción de las instituciones griegas a las correspondientes romanas. Una situación similar se aprecia en Terencio (195-159 a.C.), nacido en África y trasladado a Roma en calidad de esclavo. De su producción sólo se han conservado seis obras: Andña, El eunuco, La suegra, Los hermanos, Formión y El verdugo de sí mísmo, cuyo temario comparte con el de Plauto su vinculación con la comedia nueva ática y, especialmente, con Menandro; no obtante, se diferencia de él en el plano formal por su estilo más depurado y, en sus contenidos, por no interferir el modelo de comedia griega que utilizaba mediante contaminaciones procedentes de la realidad romana.

La poesía satírica y lírica Durante los dos últimos siglos de la República romana se desarrollaron, así mismo, otros géneros literarios, en los que se proyectaron las propias tradiciones de la literatura oral romana y la influencia cultural helenística. Concretamente, la sátira, cuya primera constatación en Roma documentó Tito Livio en el 364 a.C., fue cultivada con posterioridad por diversos autores, entre los que se encontraba el mencionado Ennio. No obstante, su mayor desarrollo durante el período republicano se vinculó a C. Lucilio (180-100 a.C.), caballero romano que escribió treinta libros de sátiras, de los que se conservan unos ochocientos fragmentos. La lírica, en cambio, inició su desarrollo a partir del siglo i a.C. en el contexto de nuevas influencias culturales helenísticas, que tuvieron un marcado carácter alejandrino, en contraste con el clasicismo ático, lo que en el plano de los géneros poéticos implicaba el desarrollo de las elegías y de los epigramas. Su aparición estuvo vinculada a la obra de Cayo Valerio Catulo (87-54 a.C.), nacido en Verona y miembro de una familia de la aristocracia local perteneciente al orden ecuestre. De su obra han sobrevivido 116 composiciones; una parte de las mismas posee un carácter culto derivado de los modelos alejandrinos y, especialmente, de Calímaco, con el que rivalizaba; tal ocurre, por ejemplo, en La cabellera de Berenice o en Tetis y Peleoen otra, domina el carácter satírico y crítico acerca de las costumbres de la época e, incluso, sobre determinados políticos, como César, a quien atacó ferozmente antes de su reconciliación. Su obra poética alcanzó su mejor expresión en los poemas evocadores de sus turbulentos amores con Lesbia, a la que debe identificarse con Clodia, hermana del tribuno de la plebe enemigo de Cicerón. El pensamiento histórico romano El carácter sincrético que poseyó la formación de la cultura romana y sus débitos respecto al mundo griego pueden observarse en la aparición de su historiografía como género literario. La invención de la Historia constituye una creación griega de ambiente jónico; precisamente, a ese dialecto se vincula su propia denominación, que significa «investigación» y que proyecta, en consecuencia, el tipo de actividad realizado al proceder a la descripción de los Estados y de los individuos.

Su vinculación con el mundo griego puede apreciarse en el mero contexto de su formación, que tan sólo se formalizó a partir de mediados del siglo iii a. C., es decir, cuando Roma ya se había anexionado las ciudades griegas del sur de Italia y había iniciado su proyecto de expansión mediterránea. De hecho, los primeros historiadores romanos, como Fabio Pictor y L. Cincio Alimento, que participaron en algunas operaciones militares de la Segunda Guerra Púnica, utilizaron el griego en sus escritos históricos. La influencia no sólo se aprecia en sus aspectos formales; también puede rastrearse en su contenido y, de hecho, la mayor parte de los historiadores romanos posteriores, que empleaban el latín, tendieron a aplicar modelos y métodos ya existentes en la historiografía griega. De cualquier forma, pese a que los modelos historiográficos fueron griegos, existen diversas peculiaridades específicas de la historiografía romana. Debe reseñarse la existencia de una tradición previa a su formalización, que no se constata en el mundo griego; concretamente, con anterioridad a la aparición a mediados del siglo ni a.C. de la Historia como género literario, existía una conciencia colectiva del pasado, cuya versión oficial podía encontrarse en los anales o crónicas que, sobre determinados acontecimientos o sobre un año completo, realizaba el colegio de los pontífices; a ello se debe añadir la propia tradición aristocrática, que registraba la actividad de sus antepasados en las oraciones fúnebres, que, a su vez, contribuían a fomentar el prestigio de las correspondientes familias. Pero, además, la Historia surgió en Roma en un contexto cultural que, en contraste con el individualismo griego, se caracterizaba por un cierto «oficialismo»; semejante impronta se explica, concretamente, en la vinculación de este género literario a los senadores romanos, como se ponía de manifiesto en la pertenencia al senado romano de sus primeros cultivadores, es decir, de Fabio Pictor y de L. Cincio Alimento. Esta connotación sociológica condicionaba la totalidad de sus contenidos, entre los cuales sobresalía el objetivo de justificación y de exaltación de Roma.

Los analistas

La especificidad del proceso de aculturación helenística, en el que surgió la Historia, se puede constatar en sus primeros escritos vinculados a lo que, genéricamente, se conoce como la analística romana. Era ésta una crónica extensa sobre un número determinado de años, que se atenía en su contenido al propio desarrollo de los acontecimientos. Los correspondientes anales difieren en diversos aspectos con las anotaciones que realizaba el Pontífice Máximo de los principales acontecimientos del año, éstos se registraban en una tabla blanqueada (album) y se depositaban en la Regia; la correspondiente crónica fue recopilada y publicada en el año 120 a.C. por el Pontífice Máximo Mucio Escévola. Las diferencias se observan tanto en los aspectos literarios como en su contenido- Cicerón, por ejemplo, criticaba la pobreza literaria de aquella crónica pontifical que, por su propia naturaleza, poseía uncarácter eminentemente religioso que contrastaba con el laico de la analística romana. Cneo Nevio y Fabio Pictor. La influencia griega puede apreciarse en la propia vinculación de Nevio(270-201 a.C.), autor, en torno al 220 a.C., de una Guerra Púníca (Bellum Punícum), a las ciudades griegas de la Campania, de donde era originario. Esta influencia puede constatarse, también, en las características de la obra del primer analista romano, es decir, de Fabio Pictor. Este senador romano participó enel desarrollo de la Segunda Guerra Púnica (218-201 a.C) y, tras la derrota de las legiones romanas en Cannas (216 a.C.), presidió una misión romana encargada de consultaral oráculo de Apolo en Delfos. SusAnales de Roma incluían los acontecimientos históricos desde la fundación de la ciudad hasta los inicios de la Segunda Guerra Púnica. Conservada tan sólo fragmentariamente por el uso que de ella se hízo en la historiografía clásica posterior, su obra nació en ambiente griego; tanto que la tradición aseguraba que la versión escrita de la fundación de Roma por los gemelos Rómulo y Remo que Fabio Pictor incluyó en Sus anales tan sólo habría sido una repetición de la realizada con anterioridad por el griego Diocles de Pepareto, en la que por primera vez se fijarían por escrito las correspondientes leyendas, hasta entonces transmitidas oralmente. Su obra puede considerarse como una continuación de la de Timeo, historiador griego del siglo iv a.C. y,

conforme a los cánones de la historiografía griega, prestaba especial atención a los problemas de los orígenes de Roma y a la realidad contemporánea. Aunque historiográfica y lingüísticamente la obra de Fabio Pictor denota la influencia griega, en el contenido se aprecia, también, una peculiaridad muy romana: la tendencia a la exaltación y glorificación de la ciudad, especialmente, en la justificación de la declaración de la Segunda Guerra Púnica y en la descripción de sus causas que se adaptan al modelo romano de la «guerra justa». Semejante interpretación, que provocó la crítica sistemática del historiador griego Polibio, puede explicarse por la existencia de otras versiones de aquellos acontecimientos contemporáneos, por ejemplo, la de Filino de Agrigento, historiador griego de Sicilia, que tenía un claro carácter antirromano.

Marco Porcio Catón y Lucio Calpurnio Pisón En la evolución posterior del género de los anales hasta el fin de la República romana se aprecian diversas modificaciones. La transformación formal afectó esencialmente a la lengua utilizada; desde inicios del siglo ii a.C., y especialmente desde que Marco Porcio Catón (234-149 a.C) escribió sus Oiígenes, en los que de nuevo retoma el tema de la fundación de Roma, la lengua utilizada por la analística romana fue el latín. También se aprecia una acentuación del tono moralizante que, en algunos casos, como en la obra de Lucio Calpurnio Pisón, se vinculaba a una de las funciones que desempeña la censura, como el cuidado de las costumbres. De cualquier forma, en la temática de la segunda generación de analistas, que vivieron a finales del siglo ii a.C., existía una acentuada preocupación por la crisis que la República romana padeció aquellos años, lo que les llevó a escribir sobre la República primitiva de los siglos v y iv a.C., que era idealizada como un paraíso perdido a recuperar. Sin embargo, junto a estas modificaciones, también se aprecia en la analística postrera de época republicana y, especialmente, en la llamada tercera generación que escribía a inicios del siglo i a.C., importantes cambios que afectaban a las concepciones de la historia de Roma que, tras la conquista de Italia, tendía a enmarcarse en el contexto más amplio de los correspondientes pueblos. Así, debe tenerse en cuenta la influencia que Polibio ejerció en el pensamiento histórico latino posterior de finales de la República.

Polibio, historiador del imperialismo romano

Nacido en torno al año 200 a.C. y muerto con posterioridad al 118 a.C., Polibio debe considerarse como el historiador por antonomasia del imperialismo romano- originario de Megalópolis y miembro de su aristocracia, fue deportado a Roma junto con otros mil aqueos eminentes como rehenes tras la derrota de los ejércitos macedónicos en Pidna (167 a.C.). Integrado en el círculo helenizante de la familia de los Escipiones, su pensamiento histórico es influido por los condicionantes culturales presentes en el desarrollo previo de la sofística griega; prueba de ello son los análisis que se constatan en su Historía, cuyo objetivo era la explicación de cómo Roma había obtenido el Imperio sobre el mundo conocido entre los años 264 y 144 a. C. La nueva perspectiva con la que se enfoca la investigación puede apreciarse en su crítica sistemática sobre las versiones que de las guerras púnicas habían realizado los analistas. La influencia del historiador griego puede apreciarse tanto en los fragmentos conservados de la obra de L. Celio Antipater, como en la de Sempronio Aselion. El primero vivió a finales del siglo ii e inicios del siglo i a. C. y su obra se vio influida por las concepciones de Polibio en la elección del tema, centrado en la Segunda Guerra Púnica y en la búsqueda de la objetividad histórica, que le obligaron a tener en cuenta fuentes menos favorables para la causa romana, como la de Sileno de Kale Acte, que había acompañado a Aníbal durante su expedición en Italia y había escrito la correspondiente historia para el público griego.

La aportación de Sempronio Aselion Mayor aún fue la incidencia de las concepciones de Polibio en la obra de Sempronio Aselion, que participó como tribuno militar en el asedio de Numancia. Su obra, a la que denominó Res Gestae, comprendía el período entre los años 146 y 90 a.C.; por ello, puede considerarse una continuación de la que había realizado Polibio- así, su propio título rompe la tradicional denominación de la literatura histórica en Roma, los Annales. Sempronio Aselion consideraba que no era suficiente decir lo que ocurría- había que proceder a explicar sus causas y objetivos, incluso cuando se trataba de los proyectos y leyes aprobados por el senado de Roma. Semejante visión se remonta a las concepciones de los sofistas griegos; la diferencia con ellos estribaba en que el autor romano mantenía una actitud positiva frente

al poder y difería, en consecuencia, en el posicionamiento crítico que los griegos adoptaban, como expresión de la conciencia individual, frente al contexto político.

La historiografla de finales de la República La obra de la totalidad de los historiadores de las diversas generaciones de analistas ha desaparecido en el contexto de la transmisión posterior de la tradición clásica; de la misma tan sólo se conservan algunos fragmentos, procedentes, en su mayoría, del uso que la propia literatura latina hizo de sus obras. De cualquier forma, tanto la recopilación de información como sus concepciones históricas, en las que están presentes la tradición romana y el racionalismo sofista, se plasmaron en la historiografía romana de finales de la República. Desde Fabio Pictor hasta la llamada tercera generación de la analística romana, a la que pertenecieron Valerio Antias y Claudío Cuadrigato, que escribieron en el período posteríor al golpe de estado de Sila del año 82 a.C., se habían generado dos típos de obras. Una de ellas se centraba en una historia general de la cíudad, desde sus orígenes hasta el período en el que vivía su autor; la otra poseía un carácter monográfico, que versaba sobre determinados acontecímientos o períodos. Esta dualidad del género también asumía contenidos distintos: en tanto que la mera descripción se vinculaba al primer tipo, el íntento de explicar los acontecimientos solía hacerse por un sistema analítico, conforme al modelo de Polibio. Esta duahdad de la historiografía romana se proyectó a finales de la República en la obra de Tito Lívio y de Cayo Salustio.

Tito Livio y Cayo Salustio Tito Livio (59 a.C.-17 d.C.) puede considerarse como el historiador romano en el que confluyeron las concepciones tradicionales de la analística; de hecho, los fragmentos conservados de todos los autores que le antecedieron proceden, en gran medida, de su obra Ab Urbe condíta, que narra en 142 libros la historia de Roma desde los orígenes hasta el año 9 a.C. De ella, tan sólo se han conservado 45 libros y un resumen desigual de los restantes. Pero Tito Livio procedió, también, a recopilar otro tipo de informaciones, como la que el propio Varrón (116-27 a.C.) había incluido en un nuevo género literario de contenido histórico, que, por influencia griega, se desarrolló durante el siglo i a.C., y al que se conoce como Antígüedades (Antíquítates o Archaeologia). El interés de este tipo de obras se centraba en

una institución, un personaje mítico o un rito sobre el que se recopilaba información al margen del devenir sincrónico de los acontecimientos. El género monográfico, centrado en determinados acontecimientos, tuvo su proyección en la obra de Cayo Salustio (86-35 a.C.) y, en concreto, en dos de sus obras: Guerra de Yugurta y La conjuracíón de Catílína. La información que proporciona en ellas se cen tra, respectivamente, en las guerras de finales del siglo ii a.C. en África, vinculadas a la sucesión del reino de Numidia, y en uno de los acontecimientos que jalonaron la crisis de la República, como fue la conjura de los populares del año 63 a.C. Los contrastes que en ella se observan en relación con la información del Ab Urbe condíta, de Tito Livio, superan las características específicas de los distintos géneros literarios. La visión histórica que Salustio proyecta en estas dos obras y en los fragmentos conservados de su Historia va más allá de la mera descripción de los acontecimientos para plantearse las causas de la crisis de la República romana, en cuyas guerras civiles él mismo participó como partidario de César; su explicación está impregnada de un fuerte tono moralizante.

Biograflas y relatos Al período final de la República romana, también, se vincula la difusión en el ámbito historiográfico de nuevos géneros literarios; entre ellos estaba la aparición de la biografía, que tuvo su principal exponente en la obra De Vizís Illustribus de Cornelio Nepote, nacido en torno al año 100 a. C. y muerto entre el 29 y el 25 a.C. En el contenido de los libros conservados, relativos a generales griegos, cartagineses o nobles romanos, se aprecia la influencia griega y, especialmente, la propia tradición romana, que mediante los elogios fúnebres había exaltado las virtudes de los miembros de la aristocracia. Acorde con ello, en las biografías de Cornelio Nepote domina el tono laudatorio sobre el rigor histórico. En este mismo contexto de innovaciones historiográficas debe enmarcarse la obra de César (102- 44 a.C.), constituida por los libros dedicados a la conquista de la Galia (De bello gallico), los que abordan el desarrollo de la guerra civil (De bello civile) y los que describen episodios concretos de la misma, como la guerra de África (De bello afticano) o la de Hispania (De bello

hispaníense). Los correspondientes comentarios que César realizó de estos acontecimientos tenían un precedente literario en los relatos (hypomnemata) de las monarquías helenísticas. La peculiaridad de los relatos cesarianos estriba en la información que proporcionan sobre el mundo celta o germánico, pero, especialmente en los dedicados a la guerra civil, en la deformación partidista de los acontecimientos que, sin embargo, deja traslucir la necesidad de construir un nuevo sistema político por parte del vencedor de la guerra que pusiera fin a la agonizante República romana.

La difusión de la filosofia La difusión de la filosofía en Roma se produjo, también, en el contexto de su helenización cultural. Su peculiaridad radica en el hecho de que, en contraste con otros géneros literarios, como el teatro, la poesía o la historia, los primeros escritos de carácter filosófico fueron tardíos, pues comenzaron a aparecer durante el siglo i a.C. Semejante desfase debe explicarse por las peculiaridades de la filosofía griega, que no sólo incluía un conjunto de concepciones específicas de cada una de las escuelas filosóficas existentes en el mundo helenístico, sino que también determinaba un tipo de conducta ajena a las tradiciones romanas y, especialmente, a las concepciones aristocráticas, que subrayaban, en contraste con el individualismo griego, la relación orgánica de la comunidad ciudadana con el Estado. Semejante contraste explica la tímida difusión de la filosofía durante los siglos precedentes al último de la República romana- de hecho, con anterioridad tan sólo se podía apreciar un interés por la filosofía griega en determinados círculos de la aristocracia, como ocurría, concretamente, con Emilio Paulo, vencedor de los macedonios en Pidna en el 167 a.C. Según la tradición clásica, tras su victoria y en el contexto de la declaración formal de la restauración de la libertad de los griegos, había solicitado a los atenienses un filósofo para educar a su hijo; y él mismo había transportado a Roma, como parte del botín de guerra, la biblioteca de Perseo, el derrotado rey macedónico.

La reacción antihelenizante Tales hechos tuvieron una proyección restringida e incluso suscitaron una reacción antihelenizante, que también se apreciaba en otros planos de la aculturación que sufrió el mundo romano: en el año 161 a.C. fueron expulsados todos los rétores y filósofos griegos de Roma- los que regresaron, de nuevo sufrirían el exilio en la reacción aristocrática que

suscitaron las reformas de Tiberio Graco, como ocurrió con el caso de los filósofos estoicos Blosio de Cumas y Diófanes de Mitilene. El intento de vincular la filosofía griega a la tradición romana suscitó la misma reacción: en el año 181 a.C. fueron descubiertos libros pitagóricos en la tumba de Numa Pompilio (715-673 a.C.), segundo de los reyes romanos, vinculado a la creación del ordenamiento religioso,- semejante artificio terminó con la destrucción, por el pretor Quinto Petilio, de los libros escritos en griego. Junto a los contactos directos estimulados tras la integración territorial del mundo helenístico, la filosofía griega se difundió en Roma en estrecha relación con la retórica, como se puso de manifiesto en la admiración suscitada por la oratoria de uno de los filósofos, el académico Carnéades (h. 215-h. 129 a.C.), que formaba parte de la embajada que Atenas envió a Roma en el año 155 a.C. para obtener la condonación de una multa. Su difusión fue incentivada por la crisis de la religión tradicional y de sus correspondientes concepciones; de ello se derivó la preocupación por temas tales como las concepciones pitagóricas de la transmigración de las almas (metempsícosis), o la relación de la religión con el poder de hombres excepcionales o de fuerzas naturales. De cualquier forma, la asimilación generó peculiaridades tales como el contenido eminentemente práctico de los correspondientes escritos y el carácter no profesional de los filósofos ' en claro contraste con Grecia. Precisamente, esta última peculiaridad provocó consecuencias en el plano de las concepciones, ya que la ausencia de la correspondiente vinculación a una determinada escuela filosófica favoreció líneas de pensamiento de carácter sincrético.

El epicureismo De las distintas escuelas filosóficas que se habían desarrollado en Grecia a partir del siglo iv a.C., la doctrina de Epicuro fue la que suscitaba una mayor animadversión en el mundo romano por su oposición frontal a las concepciones tradicionales. De hecho, en el panorama filosófico de los siglos m y ii a.C., en el que los límites entre las restantes escuelas platónicas, aristotélicas y estoicas se difuminaban, las concepciones epicúreas se presentaban como radicalmente opuestas a las restantes filosofías, tanto en el modo de vida que proponen como en su visión general del universo.

En sus jardines de Atenas, Epicuro (341270 a.C.) había defendido, como norma ética, que lo moralmente bueno consistía en el placer; lo bueno no constituía, según él, un principio objetivo sino que traducía, en el fondo, una relación con nuestros apetitos; de ello se derivaba la explícita afirmación de que «el placer es el principio y el fin de la vida feliz». Su concepción de la naturaleza era de marcado carácter materialista y se derivaba de las correspondientes teorías de Demócrito, para quien todos los cuerpos se componían de cierto número de átomos, es decir, de elementos sólidos, eternos e indivisibles, cuya combinación no estaba determinada ni condicionada por ninguna fuerza divinade ello se derivaba la correspondiente eliminación de cualquier providencia divina en el universo y el ataque sistemático a las concepciones mitológicas.

Contra los epicúreos Semejante filosofía, que alentaba el placer como norma de vida y la negación de la divinidad, fue considerada como socialmente peligrosa por la mentalidad romana, anclada, con anterioridad a su helenización, en la austeridad como forma de vida y en las creencias religiosas tradicionales. No obstante, la crisis apreciada en estas últimas desde finales del siglo m a.C. permitió la difusión de algunas concepciones helenísticas que negaban la divinidad de los dioses. Tal ocurría con la traducción que Ennio realizó de la obra de Evémero, quien interpretaba a los dioses griegos como seres humanos que, tras su muerte, habían sido honrados con la divinización. La reacción contra la introducción de la filosofía epicúrea se concretó en la expulsión de los filósofos en 173 y 154 a.C.; el propio Cicerón se hizo eco de la animadversión que suscitaba en los ambientes aristocráticos la traducción de los textos epicúreos al considerar su contenido como vulgar y, especialmente, apto para su difusión entre la plebe. Semejante oposición contrasta con la actitud que determinados círculos helenizantes adoptaron respecto a otras doctrinas filosóficas griegas, como el estoicismo; de hecho, uno de sus representantes, Panecio, (108-109 a.C.), formaba parte durante el siglo n a.C. del círculo de los Escipiones.

Lucrecio y los temores ancestrales Tan sólo durante el siglo i a.C. el epicureísmo se introdujo en Roma a través de Lucrecio, que vivió probablemente entre los años 99 y 55 a.C.; las noticias de su vida son escasas y algunas

de ellas, especialmente las que transmitió san Jerónimo referentes a que habría ingerido un filtro de amor que le su~ mió en la locura, deben considerarse como escasamente dignas de crédito. Se puede suponer que pertenecía a la nobleza romana y, de hecho, su obra Sobre la naturaleza (De rerum natura) se la dedicó a Memio, uno de sus miembros, identificable con el gobernador de Bitinia del año 57 a.C. En ella, Lucrecio intentaba convencer a Memio del interés de la nueva filosofía, abandonando los prejuicios existentes sobre el epicureísmo. En consecuencia, su obra no está destinada al público en general y presentaba como novedad su redacción en verso, lo que implica un lenguaje ajeno al de la filosofía. Semejantes condicionantes formales fueron potenciados, así mismo, por el uso del latín, cuya inadecuación a la terminología y a los propios conceptos filosóficos griegos generaba continuas transliteraciones y el uso de perífrasis. El objetivo esencial que se trazó Lucrecio en su obra fue el de disipar el miedo de la naturaleza humana, como perturbación que provocaba la infelicidad. Tal planteamiento lo proyectaba en diversas argumentaciones relativas a las divinidades y a la evolución del universo- en relación con los dioses negaba su intervención en la creación del mundo y su acción tras la muerte: el mundo era producto de la interacción de los átomos y éstos conformaban a los propios hombres, sin que en ninguno de ellos se produjese la intervención divina; consecuentemente, su evolución posterior no estaba determinada por el destino, y el progreso humano era interpretado como «supervivencia de los más aptos». En este último aspecto, la ciencia (sapíentía), que fue surgiendo en el proceso histórico tras haber satisfecho las necesidades primarias, permitía que los hombres se liberaran de sus temores ancestrales.

Cicerón, el orador La asimilación de las corrientes filosóficas helenísticas por el mundo romano durante el ocaso de la República encuentra su principal representante en la obra de Cicerón. Nacido en Arpino en el año 106 a.C., fue asesinado en diciembre del 43 a.C. por orden de los cesarianos, en medio de las proscripciones posteriores a la muerte de César. Su vida y su obra pueden considerarse como paradigmáticas de las peculiaridades que tuvo la difusión del pensamiento filosófico en Roma.

En contraste con los filósofos griegos, que no poseían ningún interés por la aplicación práctica y, especialmente, política de sus concepciones, en Cicerón confluyeron la participación en la gestión del Estado y la elaboración de un conjunto de escritos en los que abordó cuestione filosóficas de índole diversa; podría, incluso, considerarse que en él ambas actividades estuvieron estrechamente relacionadas. Mediante el ejercicio de las diversas magistraturas que desempeñó en su carrera política, que culminó en el 63 a.C. con la elección como cónsul, Cicerón actuó en los problemas sociales y políticos de la agonizante República- sus escritos poseen un objetivo similar, pues estaban destinados al mismo fin: el reforzamiento de los vínculos sociales, con una especial invocación de las tradiciones romanas y una llamada de atención a la necesaria concordia que permitiera superar la crisis mediante el consenso, especialmente de los órdenes privilegiados de la sociedad romana. Tal vinculación se aprecia en la relación que Cicerón estableció entre la retórica, y la filosofía, que se encuentra, incluso, teorizada en uno de sus diálogos, De oratore, escrito en torno al año 55 a.C.; en él se contraponen dos posiciones en la relación entre filósofo y orador: la primera, defendida por Antonio, entendía que ambas figuras eran completamente distintas y remitían como paradigma a la figura de Sócrates. En cambio, la identificación entre filosofía y práctica política era mantenida por Craso, otro de los personajes que participaban en el diálogo, quien remitía a ejemplos tomados del mundo griego, como el espartano Licurgo o el ateniense Solón, pero también a romanos del siglo precedente, como Catón o Escipión. En su carrera política, Cicerón osciló desde su inicial afinidad con los populares, con alguno de cuyos líderes estaba relacionado familiarmente, a la defensa de las posiciones políticas de la aristocracia, que se hace patente en su propio consulado con la represión de la conjura de Catilina, en el 63 a.C., y en su posterior vinculación a Pompeyo y al senado tras el desencadenamiento de la guerra civil, de la que sería víctima. En sus escritos filosóficos debe reseñarse su falta de originalidad: él mismo los consideraba como mera transcripción de ideas procedentes de la filosofía griega. En ellas se advierte la presencia de posiciones antiepicúreas, que le permitían plantear la difusión de los correspondientes escritos a los medios plebeyos. Pese a que el estoicismo estuviera presente en su pensamiento, en el plano de la ética su obra tan sólo es comprensible en el marco de su vinculación a la Academia, que a través de representantes como Arcesilao (315-241 a.C.),

Carnéades (214- 129 a.C.) y, sobre todo, Filón e Larisa, presente en Roma desde el 87 a.C., había estimulado el desarrollo del escepticismo, como expresión de una duda metódica, cuya presencia en la filosofía griega puede rastrearse en el propio Sócrates. Precisamente, una par-te de su obra, y en especial la escrita en los años de inactividad política, comprendidos entre 46 y 44 a.C., tiene la forma de diálogo. Tal ocurre, concretamente, con los escritos de contenido gnoseológico (Academica), de naturaleza teológica (De natura deorum y De dítdnatíone) o de carácter ético (Tusculanae y De finibus bonorum et malorum); en ellos se advierte la influencia formal de los correspondientes modelos griegos- pero, también, de las técnicas argumentativas desarrolladas por la retórica, empleados en los juicios en los que Cicerón participó como abogado, donde los respectivos discursos de acusación y defensa permitían la correspondiente aproximación a la verdad presente en el veredicto. Semejante técnica argumentativa era coherente con la correspondiente teoría del conocimiento, en la que practicaba el probabilismo como criterio para caracterizar la verdad, lo que, a su vez, fomentaba el eclecticismo doctrinal- de hecho, algunas de las concepciones generales, defendidas en los diálogos, eran de procedencia estoica, como ocurre con la existencia de dios o la inmortalidad del alma. Otros escritos, en cambio, como el De re publica, De legíbus o el De offlciis, poseen otra estructura formal- en ellos el diálogo como procedimiento argumental desaparece y en su lugar nos encontramos con el desarrollo de un cuerpo doctrinal referente a la constitución, a las leyes y a las ocupaciones o fun~ ciones que se desempeñan en la sociedad. El cambio de método expositivo se relaciona con el contenido, ya que en estos escritos no sólo abordaba las correspondientes problemáticas de forma abstracta, conforme a la tradición griega- en ellos, también, se proyectaba la propia realidad histórica de Roma, que no debía ser cuestionada, sino exaltada en su grandeza y propuesta como modelo.

El arte romano primitivo y de época republicana En medio de una península Itálica cruzada por influencias llegadas del mundo micénico, de la Europa continental y, más tarde, de los activos navegantes y colonizadores fenicios y griegos, Roma nació como un foco de la Uamada cultura lacial, al principio hacia comienzos del 1

milenio a.c., deudora de los centros más activos de la región vecina en tomo a los montes Albanos, lo que vino a coincidir con la tradición legendaria que, como se recordará, relaciona la fundación de Roma con la llegada de troyanos a las costas latinas encabezados por Eneas, su hijo Ascanio fundó el primer centro lacial imporante, Alba Longa, y de su dinastía proceen Rómulo y Remo. Desde el punto de vista arqueológico, la fundación de Roma, que los cómputos literarios sitúan hacia finales del siglo ix o comienzos del viii a.C., puede asociarse a la adquisición de la población de Roma por esas fechas de un puesto de primer plano en el ámbito de la cultura lacial: aumento de la población, liderazgo cultural y económico que no abandonó en adelante, y rasgos de cohesión que permiten hablar del comienzo de la ciudad de Roma, al menos desde el punto de vista jurídico, sacral, económico, social y político, aunque urbanística y arquitectónicamente no pasara de ser una poblacíón de cabañas. En pleno siglo viii a.C., el Lacio, ya bajo el liderazgo de Roma, experimenta un poderoso influjo de la cultura villanoviana, cultura de gran personalidad, que será la base de la importante civilización etrusca. A esta decisiva decantación hacia la órbita de lo etrusco, determinante del futuro de Roma, con signos de renovación cultural y tecnológica resumibles en la imposición creciente del uso del hierro, se añadió el comienzo de la influencia colonial de griegos y, en menor medida, de fenicios. El peso de estas dos corrientes, la etrusca y la colonial, señala la caracterización de la cultura romana y lacial en una fase de gran trascendencia, fijable cronológicamente hacia el último tercio del siglo viii a. C. y el primer tercio del vii a. C., en coincidencia con el llamado cuarto período lacial. Era un período culturalmente orientalizante, en el que Roma robusteció su estructura social y económica en el marco de una influencia etrusca cada vez más acentuada, que se reflejó en el enriquecimiento de su cultura material y sus manifestaciones artísticas. La Roma de cabañas fue convirtiéndose, al final de este período, en una aglomeración mejor ordenada urbanísticamente, una verdadera urbe desde el punto de vista formal, con calles pavimentadas y casas regulares cubiertas con tejas de barro cocido, de forma que, como ha señalado el arqueólogo italiano G. Colonna, empezaba a ser la Roma de barro que Augusto querrá transformar en una urbe de mármol.

El influjo de Oriente Las manifestaciones artísticas de este decisivo período de formación empezaron por ser muy modestas. Las tumbas romanolaciales más antiguas, no obstante, ofrecían ya en sus ajuares objetos de acusada personalidad, sobre todo urnas para recoger los restos de la cremación en forma de cabañas, muy cuidadosamente realizadas y de gran interés etnográfico, porque son la mejor documentación sobre las modestas viviendas de entonces. La relación mágica entre vivienda y tumba que en ellas se refleja será, por otra parte, una constante en la arquitectura funeraria posterior. Durante bastante tiempo, no puede hablarse de arte mayor ni de arquitectura, y los progresos en este ámbito hay que buscarlos en el campo artesanal de los objetos y adornos que se prodigaron, sobre todo, en los ajuares funerarios. Las cerámicas hechas a mano fueron sustituidas en el siglo viii a.C. por las fabricadas a torno y con decoración pintada, como resultado de una aportación técnica y de gusto de los colonos orientales, entre las que brillaban por su calidad las importadas directamente (por ejemplo, las corintias, de ricas formas y hermosa decoración polícroma). Por entonces empezaron también a menudear los objetos de bronce, muchos de matriz villanoviana y un creciente sabor colonial y orientalizante. Fueron la reputada expresión de prestigio de los grupos dominantes en una sociedad cada vez más jerarquizada, que pronto añadió a sus signos de preeminencia social las codiciadas preseas de oro, marfil, objetos de vidrio y todo lo que constituía la afamada mercadería orientalizante. Producto del comercio o del trabajo de artesanos griegos o fenicios desplazados a los nuevos centros de demanda de sus creaciones, estos objetos dieron tono a todas las culturas mediterráneas de entonces, manifestaron con rotundidad el liderazgo cultural y artístico de griegos y fenicios, y sirvieron de referencia elocuente a la formación de la primera gran koiné en el seno de la cual alcanzaron su madurez focos de civilización como el romano.

Una mirada a Etruria Al norte del Tíber, y con su zona nuclear en la ampha región que se extendía hasta el río Arno, Etruria configuraba definitivamente la más importante y personal civilización de la protohistoria italiana, junto a la griega del mediodía de la Península, de la Magna Grecia.

Sobre el rico sustrato vifianoviano, la cultura etrusca inició su fase de madurez en la etapa orientalizante, desde el siglo viii a.C., con la progresiva formación de una sociedad acusadamente aristocrática, que impuso su tono social y su actividad económica desde una organización centrada en poderosas ciudades. En su seno se activó una cultura formal y artísticamente muy compleja, con una vanguardia inicial en las ciudades del sur, Cerveteri, Veyes, Tarquinia, Vulci y otras, a las que seguirían no muy a la zaga las demás -Chiusi, Orvieto, Vetulonia, Populonia, Perusa, Arezzo, etcétera-; una cultura que, con raíces locales y un viejo poso orientalizante perceptible en las costumbres, los hábitos religiosos y en tantas cosas, se enriqueció rápidamente por la propia creatividad y por una probada disposición y capacidad para asimilar las aportaciones culturales foráneas, allegadas fundamentalmente por los colonos orientales. Se comprueba, incluso, una importante inmigración de artistas y artesanos al servicio de la pujante aristocracia del país. Las primeras manifestaciones de la escultura mayor en piedra deben explicarse no como tradicionalmente se pensaba, por la traslación a escala mayor de los motivos orientalizantes llegados con el arte menor, sino por la emigración de talleres expertos ' primero de extracción sirofenicia, como demuestran las figuras de notable tamaño y gusto orientalizante esculpidas en una tumba no hace mucho excavada en Ceri, cerca de Cerveteri, de comienzos del siglo vil a.C.; y lo mismo se percibe en las esculturas de estas fechas de Felsina (Bolonia), centro principal de la llamada Etruria padana, la importante zona de expansión septentrional de la cultura etrusca hacia el valle del Po. Más tarde, desde la segunda mitad del siglo vii a.C., el gusto escultórico y artístico en general fue acomodándose a las tendencias helenizantes, con una predilección por la plástica en barro que sería característica de Etruria y cierta correlación con la tradición relacionada con la llegada a Etruria del noble Demarato de Corinto acompañado de artesanos coroplastas.

Las ciudades modelo Esta Etruria de ciudades de gran porte tiene la mejor prueba de su alto nivel urbanístico en el conocido yacimiento de Marzabotto, un centro menor cercano a Bolonia y perteneciente a su órbita: tal vez una colonia de Felsina para el control del comercio con la zona nuclear etrusca. Tras la fundación hacia mediados del siglo vi a.C., materializada en un modesto hábitat de cabanas, la ciudad se organizó desde comienzos del siglo v a.C. con una trama ortogonal,

regida por rigurosos criterios urbanísticos. Una amplia calle de norte a sur queda atravesada a espacios iguales por otras tres, perpendiculares a la primera y de la misma anchura; así se forma la red básica de calles que delimitan manzanas alargadas repartidas en varias casas. En éstas se advierte la cristalización del tipo de casa itálica de atrio, un ambiente central iluminado y de tejado abierto, en torno al que se distribuyen las habitaciones- se ensancha al fondo en una característica disposición en forma de T para enfatizar la apariencia de fachada del fondo del atrio, a cuyo centro se abre la estancia doméstica principal, flanqueada por la cocina u otras secundarias. Esta estructura, que ofrecía ya fijado el tipo secular de la casa itálica, contenía en su organización y su acusada axialidad algunas de las tendencias básicas de la arquitectura itálica y romana, más allá del ámbito de lo estrictamente doméstico. La zona templaria de Marzabotto, por otra parte, permite comprobar la mayor prestancia que irían adquiriendo estos edificios en el marco de la ciudad, y ofrece, aunque muy mutilados, los restos de un templo mayor de planta casi cuadrada y disposición tripartita, tal vez para la configuración de tres cellae, o más seguramente de una cella y dos alas laterales, otra fórmula templaria etrusca que caracterizó a la tradición itálica y romana. No hace mucho que el panorama de la arquitectura etrusca se ha enriquecido colii el hallazgo de las ruinas de «palacios» como los de Acquarossa, cerca de Viterbo, y de Murlo, junto a la ciudad de Siena. Este segundo fue fundado como residencia aristocrática a mediados del siglo vii a.C., y completamente rehecho hacia el 580 a.C. a la manera de una amplia construcción muy regular, en la que se perciben modelos orientales- adoptó una planta cuadrada, de unos sesenta metros de lado, ocupada en gran parte por un espacioso patio porticado, al fondo del cual, en un lado sin columnas, se hallaba una estancia principal y abierta, antecedida por una cons~ trucción aislada e incluida en el patio, en la que se reconoce el lugar sagrado de la residencia, dedicado al culto a los antepasados. Los materiales eran muy modestos, madera y arcilla, pero el conjunto se ennobleció por la solemne disposición arquitectónica, y por el añadido de placas de terracota con decoración figurada de gran interés iconográfico, que ilustran ceremonias aristocráticas de banquetes y de bodas, e incorporan imágenes de dioses a la griega, que remiten a los señores de la residencia a un plano mítico y superior, así como figuras de notable tamaño, también de terracota, en la mejor tradición etrusca.

El arte funerario y la orfebrería Las tumbas de cámara a menudo bajo túmulo, como en la gran necrópolis de Cerveter¡, reproducen con detalle las residencias señoriales, incluido a menudo el mobiliario, e ilustran mejor que los restos de las casas mismas las características de la mejor arquitectura doméstica. Por lo demás, al resguardo de la intemperie y de otros peligros para la conservación, las cámaras funerarias han preservado el precioso tesoro de sus pinturas murales. Claramente deudoras de la pintura griega, lo que proclaman en la técnica, en los estilos y en los temas, a menudo mitos y leyendas helénicos, son también un ejemplo de la capacidad etrusca para asimilar y hacer suyo un préstamo artístico externo. La expresividad, el colorido, la presencia de personajes y temas legendarios propios, la ilustración de sus ritos y costumbres, y, por supuesto, la representación de sus indumentarias, utensilios y demás complementos tuscánicos, hacen de la pintura funeraria una de las manifestaciones más representativas y artísticamente atractivas de la civilización etrusca. El arte figurativo se movió siempre en Etruria entre las pautas marcadas por el arte griego y los gustos propios, tendentes a la expresividad y menos atentos, por tanto, a los imperativos de canon o de armonía, symmetiia, que fueron norma en las creaciones helénicas. Estas y otras razones estaban en la base de la preferencia etrusca por el modelado de barros y de bronces, y quizás en las causas que hicieron estrecho el cauce por el que discurrió el clasicismo, frente al ancho que se daría a las tendencias más expresivas y barrocas del posclasicismo y, sobre todo, del helenismo. Es un gusto que trasciende al ornato en todas sus manifestaciones y que se hace paradigmático en las fantásticas joyas etruscas. Destaca en esto la riquísima orfebrería orientalizante, un alarde de riqueza y la realización de decoraciones de finísimo ebnarroquismo, así como de dominio técnico granulado. Pero el gusto también se proyectó a la alfarería etrusca con su mejor ejemplo en los lustrosos vasos negruzcos, lisos o profusamente decorados, llamados de bucchero nero, a los productos de la toréutica y al conjunto de las artes menores.

Roma, en la órbita de Etruria La civilización etrusca se extendió ampliamente hacia el norte hasta constituir la citada Etruria padana y hacia el sur, englobando en su área de influencia el Lacio y la Campania. Es un hecho de importantes consecuencias para la configuración de la cultura itálica en la Antigüedad y, sin duda, determinante del perfil cultural de la propia Roma. La comentada

corriente de la influencia etrusca en el ámbito lacial se fue incrementando hasta dar como resultado que, en la segunda mitad del siglo vii a.C., las famosas tumbas orientalizantes de la ciudad lacial de Palestrina, las tumbas Bernardini y Barberini, con sus riquísimos ajuares, sugieren la presencia en la zona de una aristocracia dominante de origen etrusco. Roma, envuelta en este fenómeno cultural, económico y político, quedaría prácticamente incluida en la órbita de las poderosas ciudades vecinas de Etruria. Los datos arqueológicos y epigráficos lo confirman, y la ciudad, sin perder su carácter latino ni su lengua propia, fue en alguna medida etrusca y etruscófona. El hecho es que el dominio etrusco aceleró la consolidación de Roma como ciudad, y definió el tono urbanístico, arquitectónico y artístico de la Roma arcaica; en la memoria de los romanos, lo etrusco o tuscánico vino a significar lo antiguo, que es el sentido que tiene en la obra de Vitruvio cuando, al tratar de la antigua arquitectura de la ciudad, se refiere a las tuscanícae dispositiones. Ateniéndose aquí a las manifestaciones arqueológicas o artísticas, lo cierto es que no faltan datos para evocar la imagen de una Roma de apariencia etrusca por la tipología de sus edificios más representativos o por los testimonios de un arte figurativo de sabor etrusco. Las terracotas arquitectónicas, muy significativas y halladas en las excavaciones de numerosos lugares de Roma, prueban la existencia de construcciones de tipo etrusco desde el siglo ii a.C. En el Foro, el centro cívico y religioso de la ciudad, y aparte de muchos otros testimonios, es de destacar la evolución arquitectónica constatada en el edificio de la Regia. En un punto principal, junto a la Vía Sacra ' se halla la que, según la tradición, había sido residencia de Numa, segundo rey de Roma, y se mantuvo después, durante la República, como lugar de habitación del sacerdote que heredaba sus funciones religiosas como rex sacrorum. El estudio arqueológico del lugar demuestra la existencia de varias fases constructivas que se iniciaron a finales del siglo vii a.C., con un edificio de carácter sacro consistente en la delimitación de un espacio abierto con pórtico al fondo, que daba paso a dos estancias a manera de cellas templarias, lo que hizo pensar que se trataba de un antiguo e importantísimo santuario de Roma consagrado a Marte y Ops. La construcción recuerda modesta y lejanamente los «palacios» de Murlo y Acquarossa, y en sucesivas modificaciones en el siglo vi a.C. dignificó su humilde aspecto inicial con el añadido de terracotas arquitectónicas a la manera etrusca.

En la zona del foro Boario, otro ambiente pnncipal como zona portuaria abierta al Tíber, donde se encuentra la actual iglesia de San Omobono, se hallaron dos templos en batería identificados como los de Fortuna y Mater Matuta, que las fuentes escritas atribuyen a una fundación de Servio Tulio. Bajo las ruinas de los dos templos, datables en el siglo iii a.C., se haUaban los restos de otro muy anterior de tipo etrusco arcaico y de mediados del siglo vi a.C. Parece que fue voluntariamente destruido a finales de la misma centuria, en llamativa coincidencia con el derrocamiento de la monarquía. Sobre podio de piedra, con estructura de madera y arcilla, el templo disponía de las características terracotas arquitectónicas y estatuas también de barro.

El ejemplo ilustre del Capitolio Pero bastaría concentrar la atención en el templo de Júpiter óptimo Máximo Capitolino, santuario principal de la Roma antigua, para tener el más contundente testimonio de una Roma con indiscutibles débitos etruscos, aunque también sirva a los propósitos de comprobar cómo lo etrusco podía adquirir en Roma matices propios. El Capitolio fue encargado, según la tradición, por Tarquinio Prisco y terminado por Tarquinio el Soberbio, pero no sería dedicado sino inmediatamente después de instaurada la República, en el mismo año 509 a.C. Estaba llamado a ser el templo principal de Roma, su más destacada referencia visual, encaramado en lo alto del monte Capitolino y presidiendo, en primer término, el sagrado ámbito del Foro. Decía Vitruvio que los Capitolios, en las ciudades del Imperio y para seguir el modelo de Roma, debían estar en lugar elevado, ín exceLsíssímo loco, desde donde pudiera ser vista la mayor parte de la ciudad. El templo fue proyectado con dimensiones descomunales, con un podio de unos 53 m de ancho y 63 de profundidad. Sus peculiaridades, según la descripción de Vitruvio de los templos tuscánicos, no debían apartarlo de la concepción del templo etruscoitálico, la base en lo esencial del romano. De planta casi cuadrada (Vitruvio establece una relación entre ancho y largo de cinco a seis), el templo se elevaba sobre un alto podio, con escalera de acceso sólo en la parte anterior, un rasgo principal consecuente con una concepción radicalmente frontal del

templo, en lo que se apartaba sustancialmente del modelo griego, que repartía el protagonismo arquitectónico entre las cuatro fachadas. El romano antiguo o tuscánico -y así debió de ser el Capitolio- distinguía, en función de su concepción frontal, una amplia parte anterior del templo (la pars antica) ocupada por el pórtico, que enfatizaba la importancia de la fachada, y una posterior (pars postica) dedicada a la cella, generalmente adosada a un muro de fondo (la espalda, carente aquí de importancia). En el caso del Capitolio, era un rasgo principal la posesión de cella triple para dar cobijo a la tríada suprema que constituían Júpiter, Juno y Minerva. Esta disposición de triple cella y el correspondiente culto triádico se tenían por una aportación directa de Etruria, pero más bien parecen una innovación latina o romana, hasta el punto de que su particular disposición lo convertía, en cuanto que templo principal y distintivo de Roma, en un prototipo arquitectónico privilegiado como expresión de romanidad, de identificación o correlación con la Ciudad. Es lo que subyacía a la difusión por los territorios del Imperio de los Capitolios como templo nacional, con marcadas connotaciones políticas. El Capitolio se rehizo varias veces, aunque hasta la época flavia mantuvo su apariencia arcaica por prescripciones religiosas y en atención a la importancia adquirida por su imagen en la percepción de los ciudadanos. Tuvo estatuas de barro y una riquísima decoración de terracotas arquitectónicas, a la manera tuscánica. Según las fuentes escritas, a Vulca de Veyes y a su taller de coroplastas se debió la realización de la escultura de culto de Júpiter y una gran cuadriga destinada a decorar el tejado. Las limitaciones que para su conocimiento supone el hecho de haberse conservado muy poco de sus primeas , pocas, pueden en parte cubrirse gracias a otros Capitolios, hechos a su imagen y semejanza, conservados y excavados en mejores condiciones. Así ocurre con el de Cosa, ciudad costera al norte de Roma, que dispuso de un Capitolio todavía de clara apariencia tuscánica, con maderas y terracotas, construido en la segunda mitad del siglo ii a.C. Con alto podio y planta en línea con la proporción tuscánica de Vitruvio, tenía un espacioso pórtico, con cuatro columnas en la fachada, una sencilla estructura de tipo tetrástilo y, al fondo, las tres cellas, de las que, según la norma, era más ancha la central para realzar la superior jerarquía de Júpiter, al que estaba destinada.

La seducción de Grecia

La cultura de Roma, y en particular su cultura artística, tenía una sólida base, según acaba de verse, en el sustrato etruscoitálico. Era una raíz que alimentó siempre a Roma, con una presencia más evidente y más duradera en manifestaciones en las que tenían particular peso los valores tradicionales, como ilustra el ejemplo eminente del Capitolio, sea el de Roma, sean los de las otras ciudades del Imperio. Pero, desde muy pronto, en la evolución de la cultura y el arte romanos gravitó con fuerza el influjo de Grecia, que se imbricó, se superpuso o sustituyó según los tiempos y los casos al sustrato más propiamente itálico en un proceso de gran trascendencia para toda la Historia del Arte. El arqueólogo italiano Filippo Coarelli, gran conocedor de Roma y de su arte, ha subrayado con sólidos argumentos cómo la formación de la cultura romana fue un fenómeno inseparable de los modelos griegos, hasta el punto de resultar fuera de lugar el enojoso debate sobre la mayor o menor «helenización» del arte romano, con posiciones que oscilan entre una total negación del fenómeno y la defensa de una casi absoluta dependencia, por no decir identificación, con todos los grados intermedios. Aparte de que ingredientes helénicos fueron incorporándose a las culturas itálicas desde los comienzos de su configuración, desde el siglo vi a. C. y, de forma más notoria, desde el v a. C., Grecia se convirtió en líder indiscutible de las culturas mediterráneas más evolucionadas, que sintonizan en la onda de la creativa civilización griega dando lugar a una nueva koiné artística, ahora de color helénico. Roma no escapó a esta corriente, vehiculada entre otras cosas por los frecuentes contactos e intercambios comerciales, y muy directamente por la vecindad de las colonias y las pujantes ciudades griegas de la Magna Grecia o de Sicilia, así como por la comentada emigración de artistas a Italia y a la misma Roma. Es muy elocuente un pasaje de la Historía Natural de Plinio el Viejo (35, 154), en el que refería que dos artistas griegos, Damófilo y Górgaso, acudieron a Roma para decorar con esculturas de terracota y pinturas el templo de Ceres (lo que debió de ocurrir a comienzos del siglo v a.C.); unos versos griegos indicaban qué obras correspondían a cada uno de los artistas, y añadía el naturalista que, antes de ello, la decoración de los templos era etrusca, según indicación de Varrón. Los prestigiosos modelos de Grecia fueron inundando todos los campos del arte romano. Algunas significativas construcciones de época republicana son testimonio de una progresiva helenización de la arquitectura, lo que no significó siempre la desaparición de las

concepciones itálicas en la definición de aspectos sustanciales de la misma. Los templos proporcionan un estupendo laboratorio en el que comprobar cómo reaccionaban los modelos antiguos con los nuevos ingredientes helénicos, con el resultado de nuevas realidades en las que se reconoce lo propiamente romano. El proceso de síntesis a que se alude puede seguirse en los templos excavados en la Plaza Argentina, construidos en la importante zona de expansión de la ciudad del Campo de Marte. Son cuatro templos construidos en tiempos distintos y con muchos cambios, que quedaron alineados en batería en un área sagrada común en medio de otros edificios importantes (se denominan con las letras A, B, C y D de norte a sur).

Templos paradigmáticos El templo C, el más antiguo, del siglo iv 0 comienzos del ni a.C., es de planta tuscánica evolucionada, pero con perístasis de columnas en las fachadas, salvo la del fondo que, a la manera itálica, es un muro del ancho del temp o al que se adosa la cella y en el que mueren las hileras de columnas del porticado. Muestra ya una clara tendencia a revestir con el ropaje de los órdenes arquitectónicos griegos un templo itálico, lo que se ratifica en el inmediatamente posterior, el A, del siglo ni a.C., que ofrece la cella completamente rodeada por una perístasis de columnas; aquí la helenización afecta más profundamente a la concepción de la construcción, hasta imponerse a la fórmula tradicional del templo sin pórtico trasero (Sine postico), aunq es preciso indicar que esta disposición pudo ser resultado de una importante reforma del templo llevada a cabo a finales de la época republicana. Y aparte del templo D, el más grande y el peor conservado, en el espacio comprendido entre el C y el A, se construyó el B, seguramente en los últimos años del siglo n a.C. En este caso, responde a un modelo griego de templo de planta circular, con columnas de orden corintio (los fustes de tufo ' las basas y los capiteles de travertino). Pero es fundamental destacar la «romanización» del modelo al quedar elevado, no sobre grada escalonada como el propiamente griego, sino sobre podio con es~ calinata de entrada frontal, con lo que se incorpora a las exigencias de elevación, fronta~ lidad y axialidad íntimamente unidas a la concepción del templo italorromano.

Las artes figurativas

Los ejemplos de helenización en el terreno de las artes figurativas pueden resumirse en la más célebre escultura romana, la Loba Capítolina, verdadero símbolo de la ciudad. Se desconoce dónde estuvo, aunque es probable que fuera realizada para una tumba con función protectora, como las fieras que aparecen pintadas en cámaras funerarias etruscas, por citar algún parangón cercano. Se consideró que era una creación etrusca, por comparaciones superficiales con las esculturas de Veyes y por el prestigio de los broncistas etruscos; pero parece más probable que se trate de la creación de un artista de procedencia griega, que aplicó los reputados recursos de su escuela a la creación de una figura magnífica: llena de emotiva tensión, con un naturalismo contenido que combina sabiamente las formas lineales de la anatomía con los detalles figurativos del pelaje. Se considera una obra del siglo v a.C., aunque pudiera ser algo posterior. Otra magnífica pieza de bronce, y de talla artística excepcional aunque pertenezca al elenco de las llamadas artes menores, aporta una prueba indiscutible de la helenización de los talleres de Roma en el siglo iv a. C. Se trata de la cista Ficoroni, hallada en Palestrina, pero con una inscripción en latín antiguo que informa que fue reahzada en Roma por un tal Novios Plautios; es la primera obra firmada en Roma, en fecha situable por el estilo de la pieza a finales del siglo iv a.C. Consiste en una preciosa caja cilíndrica, con patas, tapadera y asa figurada, propia de un ajuar de alto nivel, y tal vez realizada como un distinguido regalo de boda. Lo más importante es su calidad y la raigambre de su arte, que brilla sobremanera, aparte de en los elementos plásticos, como el grupo de Dioniso entre sátiros de la tapadera, en la finura de su decoración incisa. El motivo principal, en una banda central del cilindro, ilustra una versión itálica del tema helénico del viaje de los Argonautas a la Cólquide en busca del vellocino de oro; describe concretamente el episodio en el que Pólux, uno de los Dioscuros, ha vencido en pugilato a Amicos, rey de los bébrices, tras lo cual los expedicionarios griegos pudieron acceder al agua que se les negaba. El dibujo, de temática griega, rezuma también la calidad helénica en el trazo y en la composición, y no es imposible que fuera obra de un artista campano asentado en Roma. Es, en cualquier caso, un espléndido testimonio del arte de inspiración griega que podía contemplarse en la Roma de su tiempo.

El triunfo de la corriente helenística

La evolución de la cultura y el arte griegos tenía lugar sin que faltaran tensiones entre las tendencias tradicionalistas, que apelaban a la necesidad de conservar el legado etruscoitálico, y las renovadoras, que contemplaban con admiración los modelos griegos. Como se decía, sin que se apagaran las primeras, los acontecimientos jugaron a favor de la corriente helenizante, empujada con nuevas fuerzas, además, por el poder de irradiación y de seducción que traía consigo la nueva etapa helenística. La adecuación de sus propuestas ideológicas, políticas, económicas o artísticas a las aspiraciones y necesidades de Roma en su papel de nueva potencia mediterránea, condujo a Roma a convertirse prácticamente en una parcela de la gran civilización helenística, sin duda con personalidad propia y con la particular energía que hizo de Roma la dueña del mundo. Fue determinante la apuesta de individuos y familias influyentes por la renovación y un deliberado acercamiento a los modelos culturales helenísticos, aunque el freno del conservadurismo fuera accionado por individuos tan prestigiosos como Catón el Censor (que luchó contra Aníbal y vivió entre los siglos iii y n a.C.). La actitud renovadora propugnada por la poderosa familia de los Escipiones -paradigmática en su línea, como Catón en la suya- tiene una atractiva expresión en el campo de las formas artísticas. Las tumbas, en Roma como en otras culturas, se habían convertido en privilegiado vehículo de expresión de la cohesión familiar, del papel social y político de las familias o los individuos, de la propia capacidad económica. La tumba de los Escipiones realizada a comienzos del siglo iii a.C. se ofrecía también como una cristalina expresión de la opción cultural e ideológica de sus dueños.

La tumba de los Escipiones Es una gran cámara excavada en la r.oca, situada a poca distancia al sur de la ciudad, junto a un camino que unía la vía Appia y la vía Latina y más cerca de la primera, ubicación que ha hecho pensar en una deliberada asociación a las vías de conexión con la Magna Grecia, como fue el propósito del constructor de la vía Appia. El primer enterrado en la tumba fue Escipión Barbato, cónsul en el año 298 a.C., y su espléndido sarcófago es un manifiesto de filohelenismo: presenta una hermosa decoración a base de un sobrio friso dórico, con rosetas en las metopas, rematado con cornisa y elementos jónicos, como las volutas de la cubierta. La mezcla de estilos era una nota característica del arte helenístico.

Más explícita, si cabe, es la fachada, que adquirió su aspecto definitivo en una remodelación hacia mediados del siglo ii a.C. Con basamento tallado en la roca y complementos para el alzado, puede recomponerse, ya que está muy mutilada como una fachada sobre podio, con un orden corintio de pilastras dispuestas simétricamente de modo que flanquean, de dos en dos, tres nichos en los que fueron instaladas las estatuas de Escipión el Africano, Escipión el Asiático y el poeta Ennio (preceptor y protegido de la familia, y su educador en la cultura griega). La fachada estaba pintada e incluía escenas figuradas, quizá con la representación de alguna de las batallas en que triunfaron los Escipiones. Por otra parte, la absorción de la cultura helénica tuvo su más rotunda expresión en la apropiación o la conquista misma de los territorios de su ámbito en el curso de los siglos in y ii a.C.: primero la Magna Grecia y Sicilia, después la Grecia misma. El reconocimiento de Roma como nueva potencia tutelar del mundo griego dio lugar a hechos como la cesión por Atalo III de Pérgamo, en el 133 a.C., de su reino en herencia a Roma. El enorme impacto que la conquista de Grecia supuso en el orden político y económico, pero también en las mentalidades y en el gusto artístico, puede resumirse en una célebre frase del poeta latino Horacio: Graecia capta ferum victorem cepit et artes intulit agrestí Latio («la Grecia cautiva cautivó a su fiero vencedor y llevó las artes al agreste Lacio»). Al sentido global de una proyección del arte, del pensamiento griego en su conjunto, al mundo latino o romano, puede añadirse una lectura casi literal en su sentido más material y directo, porque las obras de arte griegas inundaron Roma, entre otras cosas porque miles de ellas fueron llevadas como botín de conquista, de forma que numerosos lugares de la ciudad quedaron convertidos en verdaderos e improvisados museos que, amalgamada, casi caóticamente, mostraban los logros del arte griego.

Arquitectura y política La rampa que disparó a Roma a realizar una arquitectura de vuelo nunca repetido, y un arte en general de grandes ambiciones, estaba dada. Sobre la mezcla del más profundo sentimiento de orgullo y de una desapacible sensación de inferioridad, Roma se vio a sí misma dueña del mundo, dominadora de una civilización tan extraordinaria como la griega, pero depositaria al mismo tiempo de un acervo cultural linútado, habitante de una urbe que, comparada con las griegas de entonces, resultaba pobre y anticuada. Para colmo, las magníficas ciudades de la

Magna Grecia estaban tan cerca que hacían más evidentes las diferencias y más odiosa la comparación. La Roma triunfante era una ciudad incómoda, desordenada y, en lo monumental, inadaptada a su carácter de primera potencia del mundo. Mejorar la ciudad se convirtió, por ello, en una empresa política principal, en una vía para alcanzar la dignidad - la dignitas- adecuada a la propia consideración. Los poderosos, fueran los tñumphatores, generales victoriosos y enriquecidos por las campañas y los botines de guerra, o los negotiatiores, que amasaban grandes fortunas en el marco de un comercio internacional en el que desde Roma ocupaban una posición de privilegio, invirtieron grandes sumas en la construcción de edificios para la ciudad; asumieron, en una palabra, el papel de protectores evergetas de la misma. Patrocinar edificios era un signo de poder y una vía de prestigio que lo incrementaba, por lo que la arquitectura se convirtió en una materialización de la pugna política, de las ambiciones personales. Éste fue, pintado en grandes trazos, el fenómeno desencadenado en los últimos siglos de la República por el que la arquitectura de Roma quedó inserta en una dinámica que la lanzaría a dimensiones colosales. Sin esa poderosa carga política e ideológica no es posible entender la asombrosa arquitectura romana, se trate de los imponentes acueductos y puentes de su vertiente ingenieril, fuesen los templos, foros, termas, templos del ocio, edificios de reunión, o tantos otros que dieron a las ciudades romanas su paisaje característico. Por supuesto que, para el ennoblecimiento de los edificios, no se tenía mejor fórmula que adoptar las griegas. Durante un tiempo, carentes los romanos de capacidad técnica para producir la arquitectura que ambicionaban, no dudaron en apropiarse directamente de elementos arquitectónicos griegos para usarlos en las propias construcciones. Apar-te de casos menos relevantes, Plinio recuerda a este propósito que Sila, tras el incendio del templo de Júpiter Capitolino en el año 83 a.C., ordenó traer de Atenas columnas de mármol del inacabado templo de Zeus Olímpico (que no serían usadas porque se decidió reconstruirlo según su apariencia primitiva, como ya se comentó). Poco antes, a finales del siglo ii a.C., un rico mercader romano, dedicado seguramente al comercio del aceite levantó en el foro Boario un hermoso templo circular, con columnas corintias realizadas con mármol pentélico, importado de Grecia. Estaba dedicado a Hércules

Olivarius, cuya estatua fue realizada por un artista griego, Escopas. El templo, el más antiguo edificio en mármol conservado en Roma, es claro que representó una importación de modelos, materiales y obras de arte de Grecia, cuando de lo que se trataba era de dar prestancia a la ciudad.

La consolidación de los modelos arquitectónicos En una obra más funcional, sin embargo, pueden hallarse algunas de las claves de la verdadera revolución arquitectónica que Roma habría de lograr con mayor independencia de los modelos griegos. M. Emilio Lépido, a comienzos del siglo ii a.C., se propuso dotar al puerto fluvial de la ciudad de las instalaciones adecuadas a las necesidades del tráfico de mercancías y de almacenamiento propias de la inmensa aglomeración en que ya se había convertido Roma. Cerca del viejo puerto del foro Boario organizó el nuevo, que denominó significativamente con la palabra griega emporion, y lo dotó de un enorme almacén, el portícus Aemilia, que ocupaba un rectángulo de 487 metros de largo y 60 de ancho. Conformaban el almacén una sucesión de bóvedas yuxtapuestas realizadas en opus caementícíum, el horirnigón romano, en una fórmula arquitectónica que se aplicaba por primera vez y aportaba una solución sencilla y genial al problema de cubrir con seguridad un gran espacio. Eran respuestas y materiales nuevos: en las bóvedas, aisladas o combinadas, reside una de las esencias de la concepción de los espacios arquitectónicos romanos; el homiigón, por su parte, era la materia prima adecuada: un material relativamente barato, que no necesitaba de abundante mano de obra especializada, con una gran capacidad de adaptación a funciones diferentes, a lo que Roma sacaría un extraordinario partido. Poco después de acometida esta empresa, algunos altos magistrados de Roma comprendieron que era urgente dar cierto orden a los ámbitos más importantes de la ciudad, empezando por el principal, el Foro mismo, reducido a un espacio angosto y nada funcional entre mil construcciones y reliquias de la apretada historia de la ciudad. En los años ochenta y setenta del siglo ii a.C. se construyeron tres basílicas -la Porcia, la Fulvia Emilia y la Sempronia- para acabar con la anárquica disposición de la plaza, y disponer de ambientes adecuados para las actividades judiciales y civiles. Se sabe muy poco de cómo eran, pero los indicios apuntan a que consistían en edificios muy modestos, que todavía no monumentalizaban la zona, sólo le daban un orden urbanístico nuevo. Debían de aproximarse

al que se consagraría como tipo basilical romano, de lejana inspiracion gnega, pero distinto en cosas esenciales, como la insistencia en la disposición axial. Para tener más a mano los modelos ideales de lo que había de ser un foro con su o sus basílicas, hay que desplazarse a Pompeya. La próspera ciudad osca y samnita, influida por etruscos y griegos y dentro de la órbita romana, tenía ya en el siglo ii a. C. un espléndido foro de planta rectangular alargada y porticada, en cuyo fondo se alzaría, en rígida y solemne disposición axial, el templo principal dedicado a Júpiter. Junto a los pies se hallaba la basílica, la más antigua documentada y bien conservada, construida en la segunda mitad del siglo ii a.C. y organizada en planta rectangular, con tres naves separadas por columnas y cubiertas por un amplio tejado; en un lado corto, en línea con el eje mayor del edificio, se hallaba la tribuna.

La madurez de los arquitectos romanos También fuera y cerca de Roma, en Palestrina, la antigua Praeneste, se construyó a finales del siglo ii a.C. un soberbio santuario dedicado a la Fortuna Primigenia, en el que se comprueba la creciente capacidad arquitectónica romana y la adaptación a sus gustos de los prestigiosos modelos de la urbanística y la arquitectura helenísticas. Sobre un terreno en acusada pendiente se construyó un santuario en terrazas unidas por rampas y escaleras, la superior ocupada por una amplia plaza porticada, sobre la que, a su vez, se elevaba un hemiciclo escalonado, como el graderío de un teatro, y en el vértice más alto un templete circular para colocar la imagen de la diosa. Es obvia la evocación de las escenografías urbanas ensayadas en ciudades helenísticas como Pérgamo, pero en el tipo de materiales empleados con abundante utilización del opus caementicíum, en las técnicas y, sobre todo, en la estricta axialidad del conjunto señalada por la línea ascensional de las escaleras, dirigida al templete de la cúspide, se advierte la particular personalidad del carácter helenisticorromano. Algunos años después se erigió en la misma Roma un edificio cargado de significación: el Tabularíum. Fue obra de los años setenta del siglo i a.C., fruto de las reparaciones emprendidas tras el incendio del Capitolio del año 83 a.C. y obra del arquitecto romano L. Cornelio. En la vaguada entre el Capitolio mismo y el Arx se hizo construir este edificio destinado a servir de archivo público a la ciudad y, lo que era muy importante, a proporcionar una fachada monumental al fondo del Foro. Sobre un alto podio, el edificio se organizaba en

una serie de ambientes abovedados, en dos pisos, resueltos en fachada mediante series de arcos enmarcados en dos órdenes arquitectónicos a la griega, el inferior dórico, el superior, corintio. Los órdenes daban ritmo, y la prestancia de lo griego, a un edificio de concepción netamente romana. La modélica compenetración entre la arquitectura de espacios abovedados y la ornamentación sin función tectónica con los órdenes griegos se sintetizó en una fórmula arquitectónica que expresaba por sí sola el logro de la nueva arquitectura romana, que puede ser tomada como la partida de nacimiento de lo que se ha llamado la «Arquitectura de la Ciudad»: un arco inscrito en un orden gigante de columnas o pilastras, con su correspondiente entablamento. Era una «célula arquitectónica» capaz de multiplicarse indefinidamente, horizontal y hasta donde se pudiera verticalmente, que tendrá un éxito extraordinario en el futuro (en Roma y en la arquitectura posterior, hasta nuestros días). Su presencia cotidiana en teatros ' anfiteatros, basílicas y edificios de todo tipo hizo de esta fórmula un emblema arquitectónico de romanidad. Otros edificios de finales de los tiempos republicanos, entre los que pueden destacarse el gran teatro de Pompeyo, con su pórtico, o el nuevo foro de César, representan la madurez de los procesos experimentados durante la República, y prácticamente anticipan la trayectoria que seguirá la arquitectura durante el Principado.

La decoración de los suelos Es obvio que la arquitectura se componía de elementos que procuraban cuanto fuera posible contribuir a su ornato, responder a un tiempo a la utilitas y a la decor. Nada más expresivo que las columnas con el prodigio compositivo de sus capiteles para ejemplo de fusión entre la necesidad de disponer de un elemento de sostén y de hermosear un edificio. Pero las paredes y suelos eran también campos abiertos a la incorporación de elementos decorativos que aumentaran su prestancia, o que le añadieran referencias simbólicas o de otro carácter. Con ello se entra en un terreno de creaciones artísticas que se ha conservado muy desigualmente, aunque es preciso tenerlo presente para tratar de reconstruir en su justa dimensión los ambientes concebidos entonces, los escenarios de la civilización que se trata de reconstruir o, al menos, de evocar. Para los suelos, la tendencia a enriquecer los edificios por todos los medios, que se acentuó en los ambientes helenísticos, encontró una espléndida vía de manifestación en los mosaicos

pavimentales. En casos privilegiados, los pavimentos de teselas que irían con el tiempo haciéndose cada vez más abundantes se hacían como pinturas petrificadas. Con piezas pequeñísimas, con las que se componía el llamado Opus vermiculatum («que forma como gusanitos», se podría decir), se hacían complejas decoraciones, algunas asombrosas, como las de un tal Soso de Pérgamo, citado por Plinio como autor, entre otros, de un motivo que se hizo célebre, el de «la casa sin barrer»: un suelo que, para broma en el ambiente relajado de los triclinios, representaba los desperdicios de una comida con un realismo que se prestaba al engaño. En las casas de Pompeya han aparecido bastantes muestras de suelos de vermiculado, que solían hacerse sobre losas de tamaño abarcable y se ubicaban después en un lugar principal del pavimento, que se completaba con un sistema menos costoso. De entre todos los suelos de Pompeya se ha hecho justamente célebre el mosaico con la representación de una batalla de Alejandro, que decoraba una estancia principal de una lujosa mansión, la llamada Casa del Fauno. Con extraordinario virtuosismo, el mosaico reprodujo, hacia el año 100 a. C., un cuadro griego de finales del siglo iv a.C., tal vez de Filóxeno de Eretria. Este tipo de mosaico preciosista fue dejando paso a los de piezas más grandes, el opus tesellatum, para pavimentar con costes razonables superficies amplias. Pero hasta la gran divulgación de éstos en época imperial, y dado el difícil acceso a los ricos suelos de vermiculado, durante la República abundaban los suelos modestos y, en los tiempos tardorrepublicanos, se prodigó un tipo de notable prestancia y más asequible opus signínum, una especie de hormigón rojizo hecho con trozos de teja o ladrillo molido, decorado con teselas blancas que dibujaban motivos geométricos o figurados sencillos (también letreros, como algunos de este tipo hallados en España, con inscripciones griegas, ibéricas y latinas).

El arte mural La pared, por su parte, exigía un acabado acorde con la dignidad del edificio. Sin entrar en las soluciones sencillas, la dignificación arquitectónica que se solucionó por la vía de la helenización y, por tanto, inclusión de elementos, de órdenes arquitectónicos griegos, implicaba rimar las paredes en la misma línea, con placados de piedras más o menos nobles, o de mármol cuando fuera posible. Pero en ambientes en los que no abundaba el mármol, como

se ha indicado, y que en muchos elementos arquitectónicos se hacían con piedras más toscas cubiertas con estuco y pintura, los lienzos de pared iban a decorarse con el mismo sistema. Así surgió el llamado primer estílo pompeyano, también de origen grecohelenístico, que consistía en imitar con pintura y un sobrio modelado del estuco placas de mármol u otras piedras nobles; es lo que se conoce también como «estilo de las incrustaciones». A partir de comienzos del siglo i a.C., la decoración se hizo más compleja porque prendió la idea de desarrollar en la pared una imitación de formas arquitectónicas más complejas que el simple placado. Nació así el llamado segundo estilo o «estilo arquitectónico». La pintura pretendía hacer desaparecer la frontera física del muro, y con ilusionismo inicialmente moderado y luego más barroco, simulaba estructuras arquitectónicas, a veces enriquecidas con decoración figurada. Son famosas, dentro del segundo estilo, las pinturas con escenas relativas a los misterios dionisíacos de la Villa de los Misterios, de Pompeya, con figuras de porte escultórico que se mueven en un ilusorio escenario arquitectónico de escasa profundidad, todo sobre un fondo de hermoso y brillante «rojo pompeyano».

La escultura Los testimonios escultóricos, para aspectos y tiempos considerables de la época primitiva y republicana, son muy escasos, y para bastantes cosas apenas se cuenta con algunos datos literarios y unos pocos indicios arqueológicos. La plástica más antigua queda asociada a la tradición etruscoitálica. En tiempos más recientes fue determinante la irrupción del legado escultórico griego, en esto más arrollador, si cabe, que en los terrenos de la arquitectura. Las fuentes dan testimonio de la llegada de numerosos artistas griegos a Italia y a Roma, así como de la «emigración» de las obras de arte mismas, hasta el punto de convertir Roma y su ámbito en una parcela sembrada de obras de arte griegas. A Roma llegaban las corrientes de la plástica helenística, sea en sus contundentes formulaciones barrocas, en las manifestaciones del neoclasicismo o el neoaticismo triunfantes desde el siglo 11 a.C., que querían recuperar el prestigioso legado de la Grecia clásica, o en concepciones eclécticas tan del gusto del helenismo. El eclecticismo tendría una vía de expresión particular en la combinación de las tendencias estrictamente helenísticas con las itálicas y romanas. Es lo que ofrece uno de los escasos monumentos relivarios de interés conservados de la época tardorrepublicana: el llamado Altar de Domício Ahenobarbo, una

creación de hacia el año 100 a. C. Se trata de una gran basa rectangular con relieves en sus cuatro lados, que representa, en tres de ellos, una escena de carácter mítico: el cortejo marino de los dioses Poseidón y Anfítrite. El tema y la composición, de clara raigambre helenística, contrastan con la escena del cuarto lado, la cual se relaciona con el gusto por los relieves conmemorativos en Roma, muy escasamente documentados para la época que nos ocupa, y que tanto se prodigaron en la imperial. Se trata aquí de la representación de una escena de censo de la población o de licenciamiento de las tropas tras una campaña y la ofrenda a Marte de una suovetaurilia (sacrificio de un cerdo, un carnero y un toro). Si en la escena griega predomina la continuidad, la imbricación sinuosa de las figuras, en la romana reina la rigidez, la composición paratáctica con elementos yuxtapuestos, el uso de una escala jerárquica que concede mayor tamaño al dios Marte o a personajes o motivos principales.

La crónica social del retrato escultórico Pero en el terreno de las artes plásticas de época republicana tiene particular trascendencia la aparición del retrato, una de las más importantes aportaciones de Roma a las artes figurativas. Gracias a las fuentes literarias se sabe que en Roma hubo retratos desde tiempos muy antiguos, pero eran al principio retratos intencionales o tipológicos, inscritos en las tendencias y posibilidades de las esculturas de su tiempo. Del siglo in a.C. se ha conservado una obra magnífica, aunque sólo la cabeza: el retrato de bronce de un desconocido, atribuido tradicionalmente a Junio Bruto (el Pseudo Bruto). Pudo ser obra de un artista griego, quizá de la Magna Grecia, o de un taller itáhco adiestrado en la plástica griega. En todo caso, muestra rasgos de severidad gestual, de tratamiento de los detalles, que parecen anticiparse a lo que será el retrato tardorrepublicano. En efecto, diferentes tradiciones e impulsos sociales y artísticos coincidieron a finales de la República para hacer surgir lo que se conoce por antonomasia como retrato romano republicano. Existía la costumbre patricia del ¡us ímagínum, el derecho a mantener el recuerdo de los antepasados mediante la obtención de su mascarilla funeraria, que se hacía en principio de cera, y como imagínes maíorum se conservaban en los atrios de las casas asociadas a culto doméstico y de los Lares. Como expresión de alcurnia, adquirieron un prestigio social que incentivó el gusto por el realismo, subrayó la importancia del rostro y la

cabeza como expresión sintetizadora del individuo, y animó a trasladarlas a soportes y f'ormas más ar-tísticas y duraderas. Es este paso el que pudo darse por la incorporación de las tradiciones artísticas helenísticas, sin las que es imposible entender la consolidación del retrato republicano como obra de arte definida formal y estilísticamente. Es cierto que, en su desarrollo, afloró a veces de forma más acusada la tradición de las antiguas imagenes, con creaciones hiperrealistas, muy expresivas, como el Viejo Torlonia y obras por el estilo, que se avenían muy bien al propósito de resaltar el ideal del viejo patricio y la función del pater familías en la sociedad y en la estructura familiar romana. Pero se comprueba a menudo que el acento en las arrugas y todo lo que hace de los rostros largas y apretadas biografías, es tanto el seguimiento de un tipo, una cuestión de gusto o de época, como la captación de los rasgos individuales del retratado. Bibliografía ROLDÁN, J.M., Historia de Roma. Tomo I: la república romana, Madrid, 1993, 3a edición; ID., Historia de Roma, Salamanca, 1995; MANN, G.-HEUSS, A. (Eds.), Manual de Historia Universal IV. Roma, Madrid, 1983; ELLUL, J., Historia de las

Instituciones de la

Antigüedad, Madrid, 1970; ROLDÁN, J.M., Instituciones políticas de la república romana (Akal. Historia del mundo antiguo 45), Madrid, 1990; HARRIS, W.V., Guerra e imperialismo en la Roma republicana, 327-70 a.C., Madrid, 1988; ROLDÁN, J.M., El ejército de la República romana, Madrid, 1996

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