¡Rogad Por Los Difuntos!
May 28, 2022 | Author: Anonymous | Category: N/A
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Depósito Legal: MA – 836 – 1992 1
A los que nos precedieron en la fe; para que rueguen por los que aún militamos en este valle de lágrimas y alcancemos el Paraíso eterno. Paraíso de delicias inimaginables, superiores a toda ponderación e imaginación humanas, pues todo lo que digamos de hermoso, bello, bueno, fantástico, siempre se quedará corto, pues aquello, el Paraíso, es más, muchísimo más y mejor de lo que nunca podríamos pensar.
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PRÓLOGO En este libro quiero insistir en la necesidad de pedir por nuestros difuntos. Gracias a la labor destructiva de no – católicos, sectas e incluso progresistas desviados, dentro de la Iglesia Católica, es poco lo que se ruega por los difuntos, gimiendo éstos en horrores de fuego y purificación esperando unas oraciones, unas limosnas, unas misas, que no llegan. Procuremos nosotros no ser de los que se conforman con decirle a sus difuntos una sola Misa, la de funeral, "para que la gente no diga", y luego abandonemos a sus sufrimientos a nuestros familiares y amigos que ya partieron. Hoy por ellos, mañana por nosotros: no olvidemos a nuestros difuntos.
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EXISTENCIA DEL PURGATORIO Los católicos, para la existencia del Purgatorio nos basamos en: a) Antiguo Testamento: (2 Macabeos, 12, 43, 46), que dice: "Después, habiendo recogido en una colecta unas dos mil dracmas, las envió a Jerusalén, a fin de que se ofreciese un sacrificio por el pecado obrando en ello muy bien y noblemente con el pensamiento de la resurrección. Pues si no esperara que los que habían muerto habían de resucitar, habría tenido por cosa superflua e inútil EL ROGAR POR LOS DIFUNTOS. Y consideraba que muy hermosa recompensa está reservada a los que han muerto piadosamente; era éste un pensamiento santo y piadoso. Por eso MANDÓ HACER ESTE SACRIFICIO EXPIATORIO POR LOS MUERTOS, A FIN DE QUE FUESEN LIBRADOS DE SU PECADO". "Aún DEL PECADO EXPIADO, no vivas sin temor" (Eclo 5, 5). b) Nuevo Testamento San Pablo en (I Corintios 3, 15) hace mención a esta purificación para entrar en el Paraíso cuando dice: "Si la obra de alguien queda consumida, suyo será el daño; no obstante, él no dejará de salvarse, si bien COMO A TRAVÉS DEL FUEGO" "Quien hablare contra el Hijo del hombre será perdonado; pero quien hablare contra el Espíritu Santo no será perdonado ni en este siglo ni en el venidero." (Mt 12, 32) Luego, hay pecados que podrán ser remitidos en la otra vida. "Que en verdad te digo que no saldrás de allí hasta que pagues el último céntimo" (Mt 5, 26). Jesús habla de una prisión de la cual no se saldrá hasta haber cancelado totalmente la deuda. Los textos citados son suficientemente claros para afirmar que tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento se creía en un castigo no eterno después de la muerte, que podría ser aliviado por los sufragios de los fieles. c) La Tradición La existencia del Purgatorio es afirmada desde los primeros siglos de la Iglesia: "Hasta el más pequeño delito tendrá que expiar el alma antes de resucitar, sin que esto obste a la plenitud de la resurrección gloriosa con el cuerpo..." "En el día del aniversario hacemos oblaciones por los difuntos" (Tertuliano) "Más que llorar, es necesario ayudarla con oraciones. No la entristezcas con tus lágrimas, sino encomienda más bien a Dios con oblaciones su alma." (San Ambrosio) "Durante el tiempo que media entre la muerte del hombre y la final resurrección, las almas quedan retenidas en lugares recónditos, según es digna cada una de reposo o de castigo, conforme a lo que hubiere merecido cuando vivía en la carne. Y no se puede negar que las almas de los difuntos reciben alivio por la piedad de sus parientes vivos, cuando por ellas se ofrece el sacrificio del Mediador o cuando se hacen limosnas en la iglesia." (San Agustín) Uno de los primeros documentos relativos al Purgatorio lo hallamos en las Actas de las mártires africanas, Santa Felicidad y Santa Perpetua, que dieron su sangre por Cristo el 7 de Marzo del año 203.
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Santa Perpetua, estando en la cárcel, condenada al suplicio de las fieras en el anfiteatro, tuvo una visión. Se le había muerto poco antes un hermanito suyo, llamado Dinócrates. Y una noche, en sueños, lo vio atormentado por una gran sed, y haciendo esfuerzos para acercarse a una fuente, que estaba muy alta para él. Tenía abrasadas la boca y las entrañas, veía cerca la fuente; le llegaba a los oídos el rumor del agua fresca y cristalina y penaba de sed. Santa Perpetua comprendió entonces que su hermano estaba en gran tribulación y tormento y suplicó a Dios se compadeciese de él y lo aliviase. La noche siguiente cambió la visión: Perpetua vio a su hermanito resplandeciente de luz, rebosante de alegría y bebiendo en la fuente. "Yo me desperté entonces, cuenta ella, y comprendí que había pasado de un lugar de penas a un lugar de refrigerio". d) Razón teológica "La Justicia de Dios exige que una pena proporcionada restablezca el orden perturbado por el pecado. Luego, hay que concluir que todo aquel que muere contrito y absuelto de sus pecados, pero sin haber satisfecho plenamente por ellos a la Divina Justicia, debe ser castigado en la otra vida." (Santo Tomás de Aquino) Además, para ver a Dios es necesaria la purificación perfecta que, si no se logró en esta vida, habrá de realizarse en la otra. Isaías al tomar conciencia de la grandeza y santidad de Dios, siente la necesidad de una purificación que es realizada por el fuego (cf. Is 6,6). Y Pedro, al ver el poder divino de su Maestro, exclama: "Apártate de ni, Señor, que soy un pecador" (Lc 5, 8). Ante la santidad de Dios, el hombre por sí mismo se detiene... acepta, quiere, la expiación. La existencia del Purgatorio es dogma de fe (algo que debe aceptarse bajo pena de pecado mortal); fue definido como tal en los Concilios de Lyón, Florencia y Trento (DZ. Nº 464 – 693 y 983) y en el Catecismo de la Iglesia Católica, Números 1030 – 1031 – 1032.
¿QUÉ ES EL PURGATORIO? El Purgatorio es el lugar donde acaban de purificarse las almas que han de entrar en el Cielo, y que aún no han satisfecho la pena temporal acumulada. Pena temporal es la que queda por compensar cuando tras cometer un pecado mortal o venial nos arrepentimos y confesamos, quedando nuestra alma limpia, pero con una imperfección que purgar; es como cuando una prenda manchada queda limpia tras ser lavada pero con arrugas que hay que planchar para que desaparezcan: la pena temporal son las "arrugas" del alma que hay que "planchar", o sea, purificar; esta purificación puede realizase en esta vida mediante oraciones, buenas obras, limosnas, sacrificios, cumplimiento del propio deber, comunión, Misa, Rosario, etc.; pero si la persona muere sin haber purgado totalmente esta pena temporal, entonces, aunque su alma esté salvada, o sea, que no se condena en el Infierno, debe ir al Purgatorio para eliminar toda impureza por mínima que sea, pues en el Paraíso no puede entrar nada imperfecto. Dice Santa Catalina de Génova: "Dios me hace ver que por su parte a nadie cierra las puertas del Cielo y todos los que quieran entrar, entran; pero su Divina Esencia es de una pureza tan grande y tan incomparable que el alma que en sí tiene el más pequeño átomo de imperfección antes se precipitaría en mil infiernos que 5
presentarse así ante tan Santa Majestad. Por eso viendo que el Purgatorio fue establecido por Dios para purificar las almas de sus manchas, gustosa se arroja a él y considera una gran misericordia el encontrar este medio de destruir el obstáculo que le impide echarse en los brazos divinos". Conocer que Dios es el último fin de la criatura racional, y no poder amarlo, por desgracia, es la pena de daño que padece el condenado en el Infierno; amar a Dios libre y necesariamente, y no poder gozar de Él por sus culpas, es la pena de daño propia del Purgatorio, y si el odio, que por carecer de la gracia nutren por necesidad contra Dios los condenados, forma una gran parte del Infierno, la vehemencia del amor con que la almas del Purgatorio, animadas de la gracia, suspiran por Dios, añade tanta intensidad a sus penas, que las hace casi superiores a las del mismo Infierno. Así, pues, como el amor no satisfecho es el más cruel tormento del corazón humano, meditemos cuál será el martirio de las almas que, conociendo a Dios con perfección, se reconocen indignas todavía de pasar a poseer su Gloria. Por el grandísimo amor que las almas del Purgatorio profesan a Dios, desean a cada instante unirse con Él, mas con Él no pueden unirse si no quedan plenamente purificadas en la llamas. Por lo cual, cuanto más suspiran por ver a Dios llevadas de la caridad, tanto más desean no verse culpables por su demérito. El amor, pues, al mismo tiempo las mueve y las detiene, las eleva y las abate, las enciende y las hiela; y con alternarse de continuo los efectos contrarios, hiere y despedaza de tal suerte su ánimo, que es más despiadado el fuego que las quema en lo interior que el que las abrasa por fuera. Atendido el perfecto amor de Dios, deben las almas del Purgatorio estar resignadas en su padecimiento. Este amor hace también que la resignación en la tierra, si no desacerba la pena enteramente, la endulza, sin embargo, de tal modo, que es menos sensible, y a las veces se hace aún suave lo mismo que se padece, mas en el Purgatorio no es así. Por lo mismo que están aquellas almas más resignadas a la voluntad de Dios, son también más atormentadas, mientras en virtud de su misma conformidad, desearían hacerse enteramente dignas de ser amadas por Él; y el conocer que no lo son todavía, se deshacen por serlo lo más pronto posible a fuerza de sufrimientos. Por consiguiente, cuanto más padecen, más desean padecer, y no se sacian jamás de tormentos, deseando cuanto antes unirse a Dios en la Gloria eterna. A continuación pondremos lo que la Beata Ana Catalina Emmerick, religiosa agustina alemana estigmatizada, muerta en 1832, vio en revelación sobe el Purgatorio y los difuntos: "Las almas del Purgatorio más abandonadas son las que no tienen quien rece por ellas. Muchos parientes olvidan a sus difuntos. Los que son más alabados en este mundo sufren más en el Purgatorio, porque no se pide por ellos y se les cree ya en el Cielo. Veo muchas almas tenidas en la tierra por santas que están aún en el Purgatorio y no gozan por tanto de la visión beatífica. Vi una oscura y extensa bóveda donde las almas parecían ya libres de su pasión. Había allí una luz roja de un cirio en una especie de altar y vi venir un ángel y consolar a las almas, con un presente. Esto sucede algunas veces al año; pero desapareciendo el ángel desaparece con él todo lo que hay de eclesiástico. Entendí que las pobres almas, que no pueden hacer por sí, ruegan por la Iglesia. El Purgatorio está en el Polo Norte. Debajo del Purgatorio está el Infierno, en el centro de la tierra. El Infierno se muestra exteriormente como una laguna oscura y profunda, donde no hay rayo de sol alguno. Triste cosa es que las almas benditas del Purgatorio sean ahora tan pocas veces socorridas. Es tan grande su desdicha que no pueden hacer nada por su propio bien. Pero cuando alguno ruega por ellas o padece o da una limosna en sufragio de ellas, en
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este momento cede esta obra en bien de ellas y se ponen tan contentas y se ven tan dichosas como aquel a quien dan de beber agua fresca cuando esta ya a punto de desfallecer de sed. Se muestran muy agradecidas y ruegan por los que las favorecen ¡Cuánto tienen que padecer las pobres almas a causa de su flojedad y tibieza en esta vida, de su piedad relajada, de su falta de celo en promover la gloria de Dios, y la salud del prójimo! ¿Qué otro medio hay de socorrerlas si no es la caridad satisfactoria que ofrece por ellas aquellos mismos actos de virtud con relación a los cuales se descuidaron ellas durante su vida en la tierra? Los santos del Cielo nada pueden hacer en la expiación y satisfacción de las culpas que están purgando las almas benditas, todo lo tienen ellas que esperar de la Iglesia militante, o sea, nosotros. ¡Cuán vivamente suspiran estas almas por esta expiación! Saben muy bien que no hay sobre la tierra ningún pensamiento bueno, ningún buen deseo a favor de ellas que no dé algún alivio a sus penas, pero ¡qué pocos son los que toman parte en su aflicción! El sacerdote que rece devotamente las Horas con intención de satisfacer por las negligencias que tienen que expiar las almas, puede procurarles increíbles consuelos. La virtud de la bendición sacerdotal penetra hasta el Purgatorio, y consuela, como rocío del cielo, a las almas a quienes con fe firme bendice un sacerdote. El que viera todas estas cosas, como yo las veo, de seguro que procuraría con todas sus fuerzas socorrer a las almas del Purgatorio. Debemos orar por ellas. En el valle de Josafat nos volveremos a juntar todos tras el Juicio Final y se acordarán de los que hemos rezado por ellas. Dios dé a esas almas el eterno descanso y las ilumine. Algunos moribundos mueren completamente abandonados. Por la violencia que experimento en mí, cuando veo huesos humanos, aún los más cortos residuos de algún cadáver, morada de un alma, siempre he creído que hay cierta relación entre todas las almas y sus cuerpos, pues los huesos que veo en las sepulturas y cementerios, producen en mí diversos sentimientos y afectos. Al ver ciertos cadáveres siento una impresión de luz, bendición y salud, mientras que en otros he experimentado distintos grados de pobreza y necesidad, limosnas y ayunos. Otras veces fui presa de terror y espanto: estaban condenados. Cuando iba a orar al cementerio por la noche, sentía en tales sepulcros una oscuridad más profunda que la de la misma noche; esto me parecía más negro que lo enteramente negro, como sucede cuando se abre un agujero en un paño negro, que el agujero parece aún más negro que el mismo paño. A veces veía salir de ellos un humo o vaho negro, que me estremecía. También me sucedía que cuando el deseo de ayudar me impulsaba a penetrar en estas tinieblas, me sentía repelida hacia atrás. En estos casos la idea de la santísima Justicia de Dios era para mía como un ángel que me libraba de lo que hay de espantoso en tales sepulcros. En otros veo como una columna sombría de color gris más clara o más oscura; en otros una columna luminosa de un resplandor más o menos intenso; pero en muchos no veo absolutamente nada y esto es lo que más me aflige. Los rayos más o menos claros, más o menos oscuros, son señales que indican el mayor o menor grado de necesidad de las almas. Los que no pueden dar señal alguna son las almas más necesitadas, no tienen quien las socorra ni quien se acuerde de ellas, y como nada pueden hacer por su bien, son las últimas en la comunicación con el Cuerpo de la Iglesia. Cuando me acerco en oración a estos sepulcros suelo oír una voz penosa y confusa que sale de lo profundo y suspira diciendo: -¡Socórreme y sácame de aquí! Entonces experimento claramente en mí la misma angustia que sentiría el que se encontrara enteramente sólo y desvalido. Por estos pobres abandonados pedía yo siempre con mayor fervor y constancia que por otros; entonces veía salir poco a poco de
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tales sepulcros solitarios y vacíos una columna de sombra que se iba aclarando mediante el auxilio constante de la oración. Los sepulcros en que veo una columna de sombra más o menos clara son los que contienen cuerpos cuyas almas no están enteramente abandonadas, ni del todo ligadas y por el grado de su tormento o por los sufragios y oraciones de sus amigos vivos, están en cierta relación más o menos consoladora con la Iglesia militante. Estas almas poseen todavía la gracia de dar señal de sí en la comunidad; están en una corriente nueva hacia la luz y hacia la bienaventuranza y nos ruegan que les ayudemos, ya que ellas no pueden valerse. Lo que hacemos en su obsequio ellas lo ofrecen a Nuestro Señor por nosotros. Me parecen pobres cautivos que pueden mover la compasión de sus semejantes ya con algún grito, ya con alguna súplica, ya extendiendo las manos fuera de la cárcel. Desde niña, y adolescente, era muchas veces turbada, asustada y maltratada en mi oración en los cementerios, por los espíritus malditos y aún por el mismo demonio. Me cercaban espantosos ruidos y apariciones: con frecuencia era derribada a los sepulcros y sacudida fuertemente; a veces me querían sacar violentamente del cementerio. Pero con la gracia de Dios nunca he llegado a acobardarme ni a ceder al enemigo un palmo de terreno, antes bien redoblaba mis oraciones allí donde era más turbada. ¡Cuántas gracias he recibido de las benditas almas del Purgatorio! ¡Ojalá quisieran todos participar conmigo de esta alegría de socorrer a las almas! ¡Qué abundancia de gracias hay sobre la tierra! Sin embargo, ¡cuánto se olvida a las almas y se malogran las gracias, mientras que las almas benditas suspiran por ellas! Allí, en lugares distintos, padeciendo diferentes tormentos, están estas almas llenas de angustia y deseo de ser socorridas y salvadas. Pero, por grande que sea su aflicción y necesidad, ellas alaban a Nuestro Señor y Salvador. Todo lo que hacemos por ellas les causa infinita alegría. Saben bien las almas del Purgatorio que no hay sobre la tierra ningún pensamiento bueno, ningún deseo en favor de ellas que no dé algún alivio a sus penas. En una visita que hice al Purgatorio, con mi ángel de la guarda, llegué a un oscuro sitio donde había muchas almas. Habiendo penetrado en aquel lugar, las consolé. Aquellas almas estaban sumergidas en las tinieblas, unas hasta el cuello, otras hasta la cintura. Hallábanse unas junto a las otras, cada una en su propia cárcel. Unas padecían sed, otras, frío, otras, calor; no podían valerse a sí mismas; sufrían indecibles tormentos y sentían gran deseo de salir de allí. Vi que muchas consiguieron su libertad: su alegría era inexplicable. Elevándose a un lugar más alto, en gran número, en forma espiritual meramente gris, recibían, durante este breve tránsito, los vestidos e insignias propias del estado de cada una de ellas, lo mismo que cuando vivían en la tierra. Mientras duraba esta elevación perdían sus insignias terrenas y recibían un resplandeciente vestido de gloria. Entre las almas más abandonadas del Purgatorio he visto a aquellas pobres de quienes nadie se acuerda y cuyo número es grande, pues muchos hermanos nuestros en la fe no hacen oración por ellas. Por estas pobres almas olvidadas ruego yo siempre. He visto en el Purgatorio muchos estados de purificación. En particular he visto castigados aquellos sacerdotes aficionados a la comodidad y al descanso, que suelen decir: "Con un rinconcito en el Cielo me contento; yo rezo, digo Misa, confieso, etc. Pero sin meterme en muchos líos"... etc. Estos sentirán indecibles tormentos y vivísimos deseos de buenas obras y verán a todas las almas a quienes han privado de su auxilio, ante su vista, y tendrán que sufrir un desgarrador deseo de socorrerlas. Toda pereza se convertirá en tormento para el alma, su quietud en impaciencia, su inercia en cadenas, y todos estos castigos no son invenciones, sino que proceden del pecado, como la enfermedad de la causa que la produce. Lo que siempre veía con certeza es que todo lo
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bueno que hay en el alma o en el cuerpo, conduce a la luz, y que lo malo conduce a las tinieblas, mientras no sea expiado y borrado; que la justicia y la misericordia son perfecciones de Dios y que la divina misericordia satisface a la justicia divina por los inagotables méritos de Jesucristo y de los santos, mediante la cooperación, y la obras de la fe, esperanza y caridad de los miembros de su Cuerpo espiritual. Siempre vi que nada se pierde de cuanto se hace en la Iglesia en la unión con Jesús, que todo deseo piadoso, todo pensamiento bueno, cualquier obra de caridad hecha por amor de Jesús, cede en bien de todo el Cuerpo de la Iglesia, y que el que no haga otra cosa que rogar a Dios en plena caridad por sus hermanos, ése hace una gran obra saludable. Las almas benditas son instruidas por los ángeles acerca de lo que sucede en el Cielo y en la tierra en orden a su felicidad. Ningún pensamiento o buen deseo queda sin efecto si se ofrece por las almas del Purgatorio. Los ángeles reparten entre las almas del Purgatorio los sufragios que se hacen en la tierra cuando no se pone intención particular. En el Purgatorio no hay naturaleza, ni árboles, ni frutos. Todo es incoloro, claro u oscuro, según el grado de purificación de las almas. Los lugares donde están las almas guardan cierto determinado orden. Hay almas que antes de ir al Purgatorio vagan o sufren en la tierra. En el Purgatorio actúan los espíritus planetarios, o sea, diablos que vienen de los planetas, quienes reprochan a las almas sus pecados. Hay otros lugares de purificación peores que el Purgatorio. Puede ser un lugar determinado en la tierra o situación especial. Hay un lugar donde las almas, privadas de ayuda, son tentadas por lo espíritus planetarios para apartarlas de la paciencia y las celestiales aspiraciones. El juicio que se pronuncia sobre las almas lo veo instantáneamente en el mismo lugar en que mueren los hombres. Allí veo a Jesús, a María, al santo patrón de cada uno de ellos, y a su ángel custodio. Aún en el juicio de los protestantes, veo presente a María Santísima. El juicio concluye en breve tiempo. Las almas del Purgatorio están ciertas del cumplimiento de su esperanza, mientras que los malos corren peligro de perderse. Esta consideración me indujo a rogar por estos últimos. Entonces se me apareció San Ignacio. A un lado suyo estaba un hombre orgulloso, libre y sano, a quien yo conocía. Ignacio me preguntó: -¿A favor de cuál de estos dos prefieres pedir auxilio: en favor de este joven orgulloso, que puede hacer penitencia, si quiere, o a favor d este otro, que no puede valerse? Temblé de espanto en todos mis miembros y lloré amargamente. Fui conducida al Purgatorio por un camino muy trabajoso y rogué por las almas que había allí detenidas. Estuve además en muchos lugares y cárceles debajo de la tierra, donde había gentes de larga barba. Hallábanse sus almas en buen estado expiando sus culpas; y las consolé. Vi estos lugares como si fueran Purgatorios en la tierra. He visto el lugar de purificación y he notado un aire de indecible contento en los rostros de algunas almas como signo de su próxima liberación. Fue para mi causa de gran alegría verlas libres de sus tormentos. Así he reconocido las almas de dos sacerdotes que fueron ya admitidos en el Cielo. Tuvieron que sufrir muchos años, el uno a causa de su negligencia en cumplir las obligaciones de su estado en las pequeñas cosas, el otro, por su inclinación a burlas y chanzas exentas de caridad. Otra vez he estado esta noche en el Purgatorio. Me parecía que era conducida a un abismo profundo. Había allí un gran espacio. Causa lástima ver cuán triste están las pobres almas en aquel lugar. Pero en su semblante hay algo que revela la alegría de sus corazones cuando consideran la misericordia del Señor. Vi también a la Madre de Dios en un magnífico trono, tan hermosa como nunca la había visto. Es necesario rogar por las almas del Purgatorio. Ellas, muy agradecidas, de seguro rogarán mucho por sus
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bienhechores. La oración por las almas es muy agradable a Dios, pues por este medio se les anticipa el gozar de la presencia divina. La mayor parte de los hombres están allí expiando la indiferencia con que miran ordinariamente los pecados veniales; esto les impide practicar actos de bondad, mansedumbre y conseguir victorias sobre sí mismos. La relación de las almas del Purgatorio con la tierra es tan sensible que con solo desear su bien y aliviarlas y consolarlas desde la tierra, reciben ellas gran consuelo. ¡Cuánto bien hace aquél que constantemente está haciendo actos de vencimiento de sí mismo en favor de ellas, deseando vivamente ayudarles! He visto a un sacerdote muy piadoso y muy caritativo que murió anoche a las nueve. Ha pasado tres horas en el Purgatorio, por haber perdido el tiempo con todo género de bromas, incumpliendo algo de sus deberes. Este sacerdote tenía que permanecer allí algunos años, pero ha sido socorrido con fervientes oraciones y muchas misas. Vi los tormentos que padeció por espacio de tres horas y cuando salió de allí le oí decir a su ángel una cosa que me causó risa: - Ahora veo que aún los ángeles pueden engañar a uno: me había dicho el ángel que yo tenía que estar sólo tres horas en el Purgatorio; sin embargo, ¡he estado tanto tiempo!... Hay en el Purgatorio un espacio oscuro y muy vasto, dentro de un mundo de tinieblas, y en él muchos círculos. Allí las almas se encuentran en privaciones y penas que necesariamente derivan de sus terrenas imperfecciones y faltas. Los espacios en que se encuentran son turbios, como envueltos de nieblas, a veces más claros, húmedos, secos, fríos, sofocantes, ardientes y también diversos en luz y color. He visto allí, no obstante, la vislumbre de amarillenta luz matutina. Los niños estaban próximos al borde de aquel círculo. Los no bautizados sufren mucho más a causa de su correlación con los pecados y la impureza de sus padres. Los bautizados están libres y limpios. No se puede ayudar a aquellas almas sino por medio de la gracia, la meditación, la oración, las buenas obras, los méritos de los santos y con los frutos que pueden derivarse de alguna buena cualidad espiritual y de la vida terrena de las almas mismas. Si alguna de estas almas pudiera venir de nuevo a la tierra, aunque fuera por un cuarto de hora, podría cancelar mucho de castigo en el Purgatorio, ya que aquí con leves sufrimientos aceptados con paciencia ante Dios y en unión con Él se saldan grandes deudas de Purgatorio. He recorrido muchas veces el Purgatorio en compañía de los santos. Los lugares de expiación no están en un mismo espacio, sino en varios diferentes y hay que ir de unos a otros. Los santos se acercan fácilmente a mí. Tienen un pedestal como una nube luminosa que se mueve con ellos. Estos pedestales son de diversos colores, según la clase de consuelo que los santos han procurado con sus obras mientras vivían. Siempre debo andar por caminos tristes; pero acepto este trabajo en expiación de los pecados de las benditas almas y voy orando por ellas. Aquí recuerdo los padecimientos de los santos y los ofrezco, juntamente con los de Jesús, por las benditas ánimas. Los lugares donde están las almas son muy diferentes, según el estado de ellas Al llegar a estos lugares veo rayos de luz que caen sobre algunos puntos o un crepúsculo alrededor del horizonte, estos son los mejores. En ninguno de ellos se ve el cielo azul, pues en todas partes están más o menos turbado y oscurecido. En muchos lugares están las almas muy juntas y esto les causa grave angustia. Unos son más oscuros y profundos, otros más claros y elevados. Los espacios donde se hallan encerradas las almas, separados unas de otra, son también de diferentes formas. Aquellas almas que estuvieron unidas en la tierra, permanecen unidas sólo en caso de que necesiten ser purificadas en el mismo grado. En ciertos lugares está la luz teñida con un tinte de fuego turbio o rojo. No puede
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expresarse la grana alegría y el consuelo de las almas que se quedan cuando las otras son rescatadas. Hay asimismo lugares donde las almas deben trabajar por penitencia. La naturaleza es allí pobre, marchita y sin vigor, y los frutos se asemejan a ella. He visto en el Purgatorio a protestantes que están abandonados porque carecen de oraciones. He visto almas a las cuales, cuando salían, subían de su grado inferior a otro más elevado. A otras he visto que podían andar errantes de un lugar a otro y gozar de mutua comunicación y consuelo. El poder aparecerse para pedir sufragios es una gracia señalada. He visto lugares donde se purifican las almas que habían sido proclamadas santas, pero que al salir del mundo no habían perfeccionado su santidad. Por la parte de fuera me parece el Purgatorio como un baluarte oscuro, humeante, en forma de media luna; por dentro tiene innumerables calles que conducen arriba y abajo, y espacios altos y bajos. En la entrada aquel espacio es mejor, pues las almas pueden ir de un lugar a otro, y deslizarse por los contornos, las de dentro están más duramente encarceladas, de trecho en trecho se ve a una de ellas en una cueva, dentro de una fosa y con frecuencia se ven muchas almas juntas en un mismo espacio, en diferentes, unos más altos y otros más profundos. A veces está un alma sentada en un lugar alto, como sobre una piedra. Más adentro, en el fondo, todo es mucho más espantoso. Allí los demonios tienen poder y es como un Infierno temporal. Las almas son atormentadas y espectros espantosos y larvas diabólicas recorren esos sitios atormentando y angustiando a las almas. Veo en el Purgatorio un lugar destinado a los ejercicios de piedad, una especie de iglesia donde son a veces consoladas las almas; éstas la miran como nosotros a nuestras iglesias. Las almas no reciben allí inmediatamente auxilio del Cielo: todo lo obtienen de la tierra, de los vivos que ofrecen por ellas al Juez oraciones y buenas obras, sacrificios y mortificaciones y, sobre todo, el santo sacrificio de la Misa. Este Purgatorio es el de la Iglesia Católica. Las sectas están allí separadas, como aquí, y padecen mucho más, porque no reciben de la tierra sufragios de oraciones y misas. Acercándose a las almas se conoce si son de hombres o mujeres. Se ven figuras más o menos claras, cuyos rostros están infinitamente afligidos y doloridos, aunque en ellos se echan de ver la paciencia con que llevan sus penas. No es posible explicar la compasión que me causa el verlas. Nada hay más consolador que contemplar su paciencia y ver cómo se alegran las unas de la salvación de las otras y cómo se duelen a la vista de los dolores de los demás que allí moran y de la aflicción de las que van llegando. He visto también a niños en este lugar. En el Purgatorio las almas padecen indecibles tormentos, pero están todas consagradas a Dios y no pecan. Vi vehementes deseos, hambre y sed de redención. Todas podían ver lo que a cada una de ellas le faltaba y esperaban con ansiedad. Sus dolores, soportados con paciencia y conciencia de sus culpas, y la imposibilidad de ayudarse a sí mismas eran cosas inefablemente conmovedoras. He visto también todos sus pecados. Estaban sentadas en diferentes profundidades, en medio del dolor y el desamparo, unas hasta el cuello, otras hasta el pecho y hacían súplicas pidiendo socorro. Las indulgencias tienen gran valor, pues con ellas se alcanza la remisión de las penas que tenemos que pagar en el Purgatorio después de la vida. Mas, para ganar las indulgencias no basta rezar las oraciones y practicar las buenas obras que están prescritas con este fin: es necesario, además, recibir los santos sacramentos con verdadera contrición y propósito de enmienda. Sin verdadera contrición y propósito de enmienda, sin verdadero arrepentimiento y firme propósito de enmendarse no es dado ganar indulgencia alguna; a toda obra meritoria va unida una indulgencia.
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Las buenas obras de los hombres son tan varias como los números, hasta la que valga menos debe estimarse en mucho si con ella va unida alguna parte de los merecimientos de Cristo. Todo lo que ofrecemos a Dios en unión con los méritos infinitos, aunque en apariencia carezca de valor, nos será descontado del castigo que hemos merecido. No me canso de lamentar la ceguera d tantas almas en cuyos ojos se ha oscurecido la luz de la fe. Siguen viviendo tranquilamente en sus pecados acostumbrados y se engañan a sí mismas creyendo ganar indulgencias con sólo decir algunas oraciones. Alguna vez entenderán que los paganos y los moros, que procuran vivir virtuosamente según la ley natural, serán juzgados más favorablemente que ellos en presencia de Dios. Nosotros tenemos la gracia y no la estimamos; la gracia nos solicita y nosotros la rechazamos. Inclínanse hasta el suelo para recoger una moneda que brilla, pero tienen delante de sí la gracia de la salvación eterna y pasan sobre ella para ir en pos de las quimeras del mundo. A éstos no les valdrán las indulgencias y aún serán juzgados por las obras de piedad que hubieran practicado por cierta costumbre". Santa Catalina de Génova bajó al Purgatorio y vio que era una mezcla inefable de tormento y de amor, el exceso del dolor y el amor sin medida, y con el amor, el júbilo íntimo, el contentamiento supremo, que sólo con el del Paraíso se puede comparar, la inmensa alegría de cumplir la voluntad del Dios amado y adorado sin desmayo, sin vacilación. - Al salir las almas de esta vida- dice la Santa - ven de una vez para siempre las causas del Purgatorio, que ellas llevan consigo, para no volver a recordarlas jamás. Y no descubriendo en sí mismas toda la pureza necesaria para ver a Dios, y viéndose con un impedimento que sólo el Purgatorio puede hacer desaparecer, arrójanse al punto en sus llamas, si no encontrasen este lugar del Purgatorio, sufrirían allí instantáneamente un Infierno mucho más cruel, al ver que se les quitaba toda esperanza de vivir en compañía de Dios, su último fin. Y si pudiesen dar con otro Purgatorio más terrible y que obrase con más rapidez, se lanzarían a él con todo el ímpetu del amor.
SUFRIMIENTOS DEL PURGATORIO La más pequeña pena del Purgatorio es mayor que la más grande de este mundo. Aparecióse al venerable Estanislao Cholcoca, dominico de Polonia, un alma del Purgatorio rodeada de vivísimas llamas, gimiendo y suspirando de una manera increíble. La violencia del fuego le penetraba y traspasaba de tal modo, que no pudo menos el buen siervo de Dios que pedirle le trajese alguna comparación o prueba que le hiciese comprender su actividad y fuerza. - Si me pides comparación – respondió aquella alma – te diré que las llamas más encendidas de la tierra son una suave y agradable brisa si se compara con el ardor que yo sufro; si quieres una prueba extiende la mano. Al decir esto, hizo caer sobre la palma del siervo de Dios una gota de sudor desprendida de aquella voracísima llama, con la que le produjo tan excesivo dolor que al grito lanzado despertaron todos los hermanos, que dormían, y no pudiéndolo resistir más, cayó en tierra desmayado y casi muerto; así lo encontraron los otros religiosos que corrieron a su celda a ver qué ocurría. Allí, al verlo postrado en el suelo lo auxiliaron con las más eficaces medicinas, pero aún así apenas pudieron hacerle volver en sí.
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Preguntado por la causa, mostró la llaga producida por la gota dolorosa, de la cual se resintió después toda su vida... Si una sola gota de aquel sudor fue tan penetrante y tan cruel, ¿qué hubiera sido una chispa, una llama, un incendio del fuego devorador?... Si un alma, al salir del Purgatorio, se pusiera sobre un fuego de la tierra, creería pasear por un delicioso jardín. A continuación ponemos lo que dicen algunos santos obre el Purgatorio. "Más vale sufrir los tormentos posibles hasta el fin del mundo que pasar un solo día en el Purgatorio" (San Cirilo de Alejandría). "La menor quemadura del fuego del Purgatorio es más cruel que todos los males de la vida" (Santo Tomás de Aquino). Los tormentos del Purgatorio son mayores que los que sufrieron así los criminales como los santos mártires. "Entre el fuego material de este mundo y el del Purgatorio hay una diferencia tan grande como la que hay entre el fuego verdadero y la imagen o pintura" (San Bernardo). "Aunque el fuego del Purgatorio deba salvar a los que sufren, es sin embargo seguro que es para ellos más terrible que todos los tormentos que un hombre pueda sufrir en este mundo" (San Agustín). "El alma encadenada en aquellos bajos lugares se abrasa en un deseo tan vivo de transformarse en Dios, que este su deseo hace su Purgatorio; porque no es el lugar lo que purifica al alma, sino la pena producida por el impedimento, que detiene su instinto de unión con Dios". (Santa Catalina de Génova). "Es verdad que los tormentos son en el Purgatorio tan grandes que los más terribles dolores de esta vida no se pueden comparar con ellos; pero también son tan grandes las satisfacciones interiores que no hay prosperidad ni contento en la tierra que se les pueda igualar " (San Francisco de Sales). En el Purgatorio los minutos son horas, las horas días y los días, años. Como dice Tomás de Kempis es más insoportable una hora de Purgatorio, que un siglo entero de áspera penitencia. En 1618, el P. Hipólito de Scalvo, capuchino, pasó a Flandes en calidad de comisario general para fundar algunos conventos de su Orden, con los cuales se pusiese algún reparo a los progresos de la herejía, que extendiendo su veneno cada día, infestaba nuevos países. Concluido su trabajo se fijó en uno de ellos con el cargo de guardián y maestro de novicios, en cuya época, enfermando uno de éstos, pasó a mejor vida sin haber concluido el primer año de noviciado, y en ocasión que el maestro se hallaba ausente. Vuelto al convento sintió vivamente la muerte del discípulo, no sólo porque sus bellas prendas le habían hecho concebir grandes esperanzas respecto a su vocación, sino muy particularmente por no haberse hallado presente para darle su bendición. En la noche siguiente, orando en el coro después de Maitines (según su costumbre) se le presentó de improviso una sombra rodeada de llamas que lo llenó de terror, y más cuando con tristísima voz, que conoció, oyó que se le pedía la absolución de cierto defecto, el cual confesó, y que atendida su santa vocación y vida no debía ser grave. - Dadme - decía - oh piadosísimo Padre, vuestra bendición y absolvedme con ella del reato de pena, por la que en vida no satisfice a la Divina Justicia. Imponedme la penitencia debida a mi falta, que la cumpliré gustoso ya que el Eterno Juez me ha concedido por su infinita misericordia que venga a pedírosla. Sudor frío le corría al guardián por todo su cuerpo con tal espectáculo y demanda; y deseando salir cuanto antes del paso, le dijo:
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- Yo te absuelvo, hijo mío, de tu falta en cuanto puedo, y por penitencia te impongo que permanezcas en el Purgatorio hasta la hora Prima, así, Dios te ayude. Apenas oído esto empezó a agitarse la sombra con ademanes de la más aflictiva pesadumbre, y apartándose de su presencia discurría por la iglesia con paso incierto, y gritando con doloroso acento: -¡Oh penitencia sin misericordia! ¡Oh penitencia sin misericordia! ¡Volvedme al Purgatorio, Padre mío amantísimo, por una falta que en vida apenas habríais juzgado digna de seis golpes de disciplina. Y diciendo esto desapareció. El espanto del guardián se convirtió entonces en vivísima aflicción, porque los lamentos del discípulo le demostraban bien que había cometido un gran error, pues mientras juzgaba haber sido clemente en su sentencia, realmente fue despiadado. No sabía como remediarlo, hasta que al fin se le ocurrió, y llevó a efecto, el tocar la campana, aunque hubiera de causar este trastorno en la Comunidad a la cual reunida en el coro, dijo: - Cantemos la hora de Prima con la mayor devoción posible, y después daré la razón. Hízose así, y concluida, refirió el caso como había pasado. La Comunidad agradeció el que su caridad hubiese contado con ella para hacer tan gran obra de misericordia. En cuanto al guardián, que ya se distinguía por su tierna devoción a las almas del Purgatorio, se aumentó con este suceso en tal grado, que parecía no vivir sino para hacer bien por ellas. Concibió sobre todo tal idea de la vehemencia de aquellas penas, que temblando todos sus miembros cuando pensaba en ello, sin habérsele disminuido la impresión en los veinte años que sobrevivió, y durante los cuales repetía frecuentemente aquellas palabras de San Anselmo: - El dolor más pequeño de la otra vida es mayor que todo lo que en ésta se puede padecer. - Las almas del Purgatorio sufren mucho. Si nunca me desearon- dijo Jesús en una de sus muchas revelaciones- mientras estaban en la tierra, ahora aprenden a desearme en el Purgatorio. Allí no ven mi Rostro y arden en deseos de verlo. - Mi amor por vosotros- dice Jesús- es eterno, no comprenderéis sus profundidades y su plenitud sino cuando estéis en el Cielo. Sentid mi Presencia. Yo os bendigo a todos. Meditad mi presencia. Hijos a quienes amo con amor eterno, sed gratos a Mí recordando mi Presencia real. Hacedme participar en vuestras actividades, en vuestras discusiones y en vuestros pensamientos. Respetad mi Presencia sin jamás olvidar que Yo soy el Santo. Uniéndome a vuestro pensamiento, vosotros pecaréis menos sabiendo y recordando que Yo estoy con vosotros. Creed en mi Presencia entre vosotros. ¡Permitidme entrar en vuestro corazón para que pueda sanaros a todos! Siendo el fuego del Purgatorio corpóreo y material, ocurrirá tal vez a alguno el preguntar cómo puede actuar en las almas despojadas de cuerpo. De la misma manera, dice San Gregorio, que Lucifer y los ángeles rebeldes, si bien son puros espíritus, no dejan de ser eternamente atormentados con el fuego material del Infierno, así también antes del Juicio Universal lo pueden ser, y lo son, en efecto, los espíritus humanos sin cuerpo condenados al Infierno o al Purgatorio. El fuego de los abismos es un instrumento de la justicia de Dios, la cual puede castigar a un espíritu por medio de un cuerpo, como su Omnipotencia anima a un cuerpo por medio de un espíritu. A nosotros es inconcebible y sorprendente el modo, pero no menos verdadero, concluye San Bernardino de Sena, pues imperdonable presunción será el querer comprender con nuestras cortas luces las obras maravillosas del divino poder. Esforzándose los Santos
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Padres y Doctores a darnos alguna explicación del modo con que el fuego del Purgatorio atormenta a las almas encerradas en aquella cárcel, nos dicen que sucede por compenetración, es decir, aquellas almas no tienen ya el cuerpo que tenían en la vida pero el fuego del Purgatorio se une y se pega a aquellos espíritus, sirviéndoles de cuerpo tormentosísimo. Es una idea que nos llena de espanto y horror, mas nuestra idea es siempre menor que la verdad. ¡Qué inexplicable es e tormento que experimentan aquellas almas benditas! Santa Catalina de Génova dice que el suplicio de estas almas es espantoso, tanto, añade, que ningún entendimiento puede comprenderlo ni ninguna lengua expresarlo; en cuanto a la pena de sentido, es como la del Infierno, aunque por supuesto con la esperanza de ir al Cielo, esperanza que no tienen los condenados cuya desgracia será eterna. Un novicio difunto reconvino al venerable Dionisio el Cartujano por no haber rezado por su alma los Oficios que le había prometido. Procurando Dionisio excusarse por semejante falta, el espíritu del novicio, que se le hubo aparecido, respondióle con profundos gemidos: -¡Ay, si tú padecieses la mínima parte de los tormentos que yo sufro, no admitirías tantas excusas! Dionisio no sólo rezó los dos oficios con sumo fervor, sino que añadió otras muchas preces para reparar su negligencia. La pena de daño que sufren las almas del Purgatorio es la mayor de todas, como también constituye la pena peor de los condenados del Infierno, a pesar de ser tan inmensos los demás tormentos que sufren. Por esta causa, Santa Catalina, después de afirmar que el suplicio del Purgatorio, en cuanto al sentido, es el Infierno, añade: - Con todo, estas penas le parecen al alma suaves, en comparación de aquellas que sufren al retardar su unión con Dios. San Juan Crisóstomo dice que "un millón de infiernos, comprendiendo en ellos solamente la pena de sentido, no son, ni de lejos, como la pena de daño, que es la privación de Dios" No hay comparación, ni ejemplo, ni manera de dar a entender la impetuosidad y la fuerza de la atracción de Dios que Él comunica a las almas y que es causa de la pena de daño. En este sufrimiento de la pena de daño, pena muy cruel entre todas las penas, es cosa maravillosa que, aunque se acerque la hora de verse libre de ella y volar a la Gloria, no disminuye, pues, como explica Santa Catalina, según el fuego va purificando un alma en el Purgatorio, Nuestro Señor le va comunicando mayor luz de paz y gozo, de manera, que, merced al fuego, va aumentando su tranquilidad, pero no sucede lo mismo con lo que se deriva de la tardanza en ver a Dios, porque ésta no disminuye, aunque se acerque a su término, por el contrario, antes bien, aumenta. Las penas de sentido, insiste San Juan Crisóstomo, no pueden compararse con el consentimiento de parecer indigno a los ojos de la Divina Majestad y ser desechado de su presencia. Un alma lejos de Dios es un alma fuera de su centro; y aunque lo esté por poco tiempo, sin embargo, el ser por culpa suya hace su estado tan amargo, que no hay lengua creada que lo pueda explicar. Para ciertas almas no hay otro Purgatorio que la pena de daño, no ver a Dios, apoyando su modo de pensar, aparte de las razones teológicas que se dan, en una revelación que la Santísima Virgen hizo a Santa Brígida, a la cual manifestó haber un Purgatorio llamado de deseo, para hacer purgar en él la frialdad de afecto para con Dios, pues como Sumo Bien que es, quiere que mientras vivimos lo deseemos. Pero esto no es mucha pena, dirá alguno. Y yo digo que no lo ha pensado bien el que tal dice. Porque habiendo visto a Dios, aunque sólo haya sido un momento, se enciende en el alma un
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deseo tan ardiente de unirse a aquel inmenso piélago de hermosura, y siente tal ímpetu de irse hacia Él, que el estorbárselo es el mayor tormento que sufre entre todos los que forman su Purgatorio. El fuego encarcelado en las entrañas de la tierra busca camino por donde salir, y no encontrándolo conmueve la tierra en todas direcciones y causa los terremotos. Pero lo han revelado también las almas, y es memorable a este intento lo que ocurrió en Luxemburgo, por haber merecido que formándose sobre ello las competentes indagaciones, quedase en debida forma autentificado por el Vicario General del Arzobispo efector de Tréveris. En el día de Todos los Santos apareció a una doncella una señora muerta pocos días antes, y le confesó que su mayor Purgatorio consistía en estar privada de la visión de Dios. Frecuente eran las visitas que le hacía, presentándose siempre con velo y vestido blanco y con la corona en la mano, por no dejar ni aún entonces la señal de su tierna devoción a la Santísima Virgen. Cuando oía Misa, y principalmente cuando comulgaba, rara era la vez que no la viese a su lado, y con tal modestia y profundo respeto, que se veía bien no haber para ella otra cosa que la majestad de Dios, en cuya presencia se hallaba. A la elevación de la hostia consagrada se inflamaba su rostro de manera, que la joven se quedaba arrobada contemplando la belleza de quien a su vez adoraba al más hermoso entre los hijos de los hombres. Sus apariciones eran siempre en la iglesia, porque ya que le estaba vedado el ver a Dios cada a cara, gozaba al menos de su presencia en el Santísimo Sacramento. Hallábase en una ocasión en la iglesia con otras jóvenes de su edad, ocupadas todas en mudar el vestido a una imagen de la Virgen, a la que sucesivamente fueron besando el pie; cuando ya estaba cada una en su puesto, dijeron a nuestra joven que diese un abrazo a la Santísima Virgen en nombre de aquella alma que se le aparecía. Hízolo así, y cuando hubo ocupado otra vez su lugar la vio venir con alegrísimo semblante, y hacerle al acercarse, una amorosa reverencia en señal de gratitud. Enseguida se puso con amable familiaridad a su lado, y le pidió que hiciese celebrar tres misas en un altar de la Madre de Dios que designó, porque habiendo muerto sin hacerlas decir, como había prometido con voto, era ésta una de las causas que la privaban de la visión de Dios. Las mandó celebrar sin tardanza, y luego que concluida la última, salía la joven de la capilla, se encontró con el alma que la esperaba, la cual toda resplandeciente y los brazos abiertos la estrechó entre ellos, manifestando así su tierna gratitud por haberse abreviado su destierro del Cielo. Viendo la joven de cuánto provecho eran sus devociones a la misteriosa amiga, le vino la idea de adorar en sufragio suyo las llagas de Nuestro Señor, rezando cinco padrenuestros, v avemarías y glorias con los brazos en cruz; y no tan pronto los extendió, cuando se presentó el alma a sostenérselos. A tales beneficios correspondía el alma dándole consejos tan prudentes como cristianos, y entre ellos los siguientes: Primero: Que nunca hiciese voto sino de cosas que fácilmente pudiera cumplir, porque la promesa que yo hice a Dios – añadió - y no cumplí, es una de las causas de este mi aflictivo Purgatorio. Segundo: Que se guardase mucho de la mentira, pues aún las que se llaman leves son castigadas con severidad por el eterno Juez. Tercero: Que fuese muy devota de la Santísima Virgen, honrándola especialmente en sus dolores al pie de la cruz; que meditase con frecuencia las llagas de nuestro amantísimo Redentor, su divino Hijo, y pensase cuál sería entonces el dolor de la Madre, que se hallaba presente; y que siempre que pasase por delante de alguna imagen de la Señora la saludase con las tres siguientes alabanzas, que le eran sumamente gratas: Madre Admirable, Consoladora de los afligidos, Reina de todos los Santos. Te aseguro – le dijo – que en el momento de la muerte la encontrarás propicia, bondadosa y tiernísima Madre, en proporción a lo que la honres y ames mientras vivas.
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A todos ama, pero su amor es incomparablemente mayor con los que por amor suyo se abstienen de ofender a su Santísimo Hijo: ten esto bien presente. Cuarto: Que aplicase en sufragio de las ánimas todas sus oraciones, penitencias y obras buenas; y estuviese segura de que le corresponderían con muchos y grandes beneficios que le alcanzarían del Cielo. Estando en esto sonó la campanilla de una Misa que se decía en un altar algo apartado de donde estaban, y tomando de la mano a la doncella se acercaron al altar. Se arrodillaron; y a la elevación de la hostia y cáliz hizo una inclinación profunda la cual repetía siempre que el sacerdote pronunciaba las palabras "Jesús" o "María". Se acercaba entretanto el 3 de Diciembre, en que la Iglesia celebra la fiesta de San Francisco Javier, y nuestra joven, conociendo cuánto agradaba al alma estar en presencia de Jesús sacramentado, la convidó para que asistiese aquel día a la iglesia de la Compañía de Jesús, donde en la comunión general se acercaría ella también a participar del pan de los ángeles. Asistió puntualísima, y poniéndose al lado de su bienhechora no la dejó un instante durante la función, ni se retiró sino después de haberle dado afectuosísimas gracias por la oración que sabía haber hecho por ella, y de advertirle que volvería a verla el día de la Inmaculada Concepción. Dicho y hecho: estando en Misa la doncella se presentó su amiga, pero tan llena de alegría y despidiendo tal resplandor, que no podía mirarla al rostro. Asistió a la Misa, y recomendándole de nuevo la devoción a la Madre de Dios, se retiró diciéndole: - Pasado mañana volveré a verte; se acerca el día deseado. En efecto, mientras el 10 de Diciembre se decía Misa de la Concepción se presentó a nuestra joven más resplandeciente que el sol; hizo una inclinación profunda al altar, abrazó a su fiel amiga, y prometiéndole que tendría en el Paraíso una fidelísima abogada se elevó hacia el Cielo, de donde vino a su encuentro un celestial enviado, sin duda su ángel de la guarda, que abrazándola en la forma que una madre abraza arrebatada de amor a su tierno hijo, la condujo a la presencia de la Trinidad Santísima. Dice Santa Catalina de Siena acerca de una visión que tuvo: - Vi los tormentos del Infierno y los del Purgatorio: no hay palabras que puedan explicarlos. Si los pobres hombres tuvieran de ellos la más pequeña idea, preferirían sufrir mil veces la muerte más espantosa antes que soportar la más ligera pena del Purgatorio durante un sólo día. La Venerable María Rafols también dice: - Todos los males juntos de este mundo no pueden compararse con la pena más pequeña que se padece en el Purgatorio. En una ocasión se le apareció a Santa Faustina Kowalska su ángel de la guarda y le indicó que le siguiera. Explica ella: "Al momento me encontré en un lugar tenebroso lleno de fuego en el que se hallaba una multitud de almas en pena (el Purgatorio). Oraban fervientemente por sí mismas, pero en vano; sólo nosotros podíamos acudir en su ayuda. Las llamas que las abrasaban a ellos no llegaban ni siquiera a tocarme a mi para nada. Y el ángel de mi guarda no me dejó nunca sola. Pregunté a aquellas almas cuál era su mayor tormento. Y me respondieron al unísono que su mayor castigo era estar apartadas de Dios. Vi también a Nuestra Señora cuando visitaba a las almas del Purgatorio. La llamaban "Estrella del Mar". Ella les brindaba un especial refrigerio. Quise hablar con ellos por más tiempo pero mi ángel de la guarda me hizo señas para que marchara. Y salimos de aquella prisión de tormentos. Oí una voz interior (Jesús), que me decía: - Mi Misericordia abomina tener que hacer esto, pero la Justicia me lo exige.
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En las apariciones de Medjugorje los videntes visitaron el Purgatorio y hablan así de él: "En el Purgatorio hay diferentes niveles. El más bajo es el que está cerca del Infierno y el más alto se va acercando gradualmente al Cielo. No es en la fiesta de todos los Santos cuando el mayor número de almas salen del Purgatorio sino en la fiesta de Navidad. En el Purgatorio hay almas que ruegan ardientemente a Dios sin que ningún pariente o amigo en la tierra ruegue por ellas Dios hace que se beneficien de las oraciones de otras personas, y a veces Dios permite que se manifiesten de distintas maneras palpables a sus parientes en la tierra con el fin de recordar al mundo la existencia del Purgatorio y pedirles que recen por ellas a Dios que es justo pero es bueno. La mayoría de la gente (que se salva) va al Purgatorio. Muchos otros van al Infierno. Y un número reducido va directamente al Cielo". Sólo un número pequeño de gente entra directamente al Cielo. La mayoría van al Purgatorio, lugar de purificación oscurecido por una niebla gris como de ceniza; y aunque los videntes no vieron allí a nadie, pudieron escuchar el ruido que hacían como si golpearan una puerta queriendo salir, lanzando gritos y gemidos en medio de la niebla. Dios no se olvida de aquellas almas que padecen y así hace todo lo posible para que nosotros oremos por ellas, poniendo en nuestras manos muchos medios para librarlas: misas, rosarios, limosnas, etc. Incluso resucitó a Santa Cristina, la "Admirable", para que dedicara toda su vida en trabajar por las almas del Purgatorio, llegando a cumplir tan a la perfección esta misión divina, que incluso, tomándola por loca llegaron a encarcelarla, pero ella, pese a todo, siguió con la tarea encomendada hasta su muerte. Dice San Agustín "que la pena del Purgatorio, sufrida por solo el tiempo de un cerrar y abrir de ojos, es más grave que la que sufrió San Lorenzo todo el tiempo que estuvo en las parrillas"... Los fieles difuntos conocen la vivísima tortura de haber ofendido a Dios, y piensan y sufren bajo esta carga. Es pena de destierro y nostalgia de la patria, insaciable apetito de Dios, a Quien no pueden ver ni abrazar todavía. Tienen preparada cerca una mesa de espléndidos manjares, ventean los divinos olores que de ella emanan; llégales a los oídos la música dulcísima del convite y fiesta de los amigos de Dios; pero sienten el tremendo veto de sus culpas no expiadas que los rechazan inexorablemente. Entre ansias largas esperan el día en que se les diga: "Entrad en el gozo del Señor, en el palacio de sus soberanos deleites y hermosura. Y ¿qué los detiene allí a las puertas mismas de la morada de los bienaventurados? Los vínculos, ligaduras y cadenas de los pecados; el apego desordenado a las cosas, personas, cargos y honores, la falta de pureza de intención; las negligencias en el cumplimiento de los deberes profesionales, los pecados de la lengua, la pereza para el servicio de Dios, la dureza de corazón para con los pobres, el descuido de la limosna, las conversaciones indecentes, las complacencias de la vanidad propia, los pensamientos y deseos impuros perezosamente rechazados, las desobediencias y faltas de respeto, las irreverencias en el templo, las descortesías a la Majestad Divina, allí presente, las impaciencias y asperezas de carácter, los resentimientos, venganzas y maldiciones contra el prójimo, los malos ejemplos y escándalos... , éstos y otros pecados van amontonando en esta vida la terrible pólvora, cuyas llamas abrasarán y purificarán a las almas en el Purgatorio. San Agustín dice que el mismo fuego que atormenta a los condenados purifica a los elegidos. Un gran número de hechos innegables demuestran la existencia real del fuego en el Purgatorio. He aquí lo que a este propósito refiere M. Segur:
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"En el mes de Abril de 1870 vi, dice, y tuve ocasión de tocar con mis manos, en Foliño, cerca de Asís (Italia), una de aquellas señales de fuego, estampadas algunas veces por las almas que sufren, y que atestiguan que el fuego de la otra vida es esencialmente un fuego real. El 14 de Noviembre de 1859 falleció de apoplejía fulminante, en el convento de Terceras Franciscanas de Foliño, una excelente religiosa, llamada Sor Teresa Gesta, la cual durante muchos años desempeñó el cargo de maestra de novicias, al mismo tiempo que estaba encargada del exiguo guardarropa del convento. Había nacido en Bastia, isla de Córcega, en 1797, ingresando en el convento en 1826. Excuso decir que estaba siempre muy bien dispuesta y preparada para la muerte. Dos días después de sucedido su fallecimiento, o sea el 16 de Noviembre, una monja, llamada Ana Felicitas, que la había sucedido en sus cargos, se dirigió al guardarropa, y al entrar en él oyó unos gemidos que le hicieron detenerse en la puerta. Aunque con el miedo consiguiente, abrió la puerta, registró y no vio a nadie; otro nuevo gemido se hizo oír más fuerte, y la monja, a pesar de ser valiente, se llenó de espanto. -¡Jesús, María y José!- ¿Qué será esto? No había acabado de hablar, cuando volvió a oír una voz llorosa que decía: ¡Dios mío, Dios mío, cuánto sufro! La monja, estupefacta, conoció claramente la voz de Sor Teresa: al mismo tiempo la habitación se llenó de intensísimo humo y la sombra de Sor Teresa apareció deslizándose por la pared hacia la puerta; cerca de ella, con una voz fuertísima, dijo: -¡He aquí una señal de la misericordia de Dios! Y diciendo esto, puso su mano sobre el dintel alto de la puerta, que se carbonizó en un instante, dejando perfectamente marcada la mano, y desapareció. Sor Ana Felicitas, llena de pavor y medio muerta de miedo, empezó a pedir socorro: acudió una de las hermanas, después otra y por último la comunidad entera; todas la rodearon, haciéndole mil preguntas respecto a sus gritos y al fuerte olor a madera quemada que se sentía en el convento. Refirió Sor Ana lo ocurrido y enseñó sobre la puerta la terrible señal, en la que reconocieron todas la mano de Sor Teresa, notable por su extremada pequeñez, quedando anonadadas y muertas de miedo: un tanto repuestas, se fueron al coro a orar, en el que pasaron la noche entera pidiendo al Señor por la difunta, recibiendo al día siguiente la sagrada Comunión con la misma intención. La noticia del suceso traspasó las tapias del convento, y diversas comunidades unieron sus oraciones a las de las Franciscanas. Al día siguiente, 19 de Noviembre, estaba Sor Ana en su celda para descansar, cuando se oyó llamar por su nombre, reconociendo otra vez la voz de Sor Teresa, a la vez que un globo de vivísima luz iluminaba la estancia, viendo en medio de él a Sor Teresa, que le dijo: "Yo fallecí en viernes, día dedicado a la Pasión del Señor, y he aquí que en viernes voy a la Gloria; sed constantes en llevar vuestra cruz; sufrid con valor y amad la pobreza; y terminó diciendo: Adiós, adiós", transformándose en ligerísima nube que se elevó hacia el cielo. El Obispo de la diócesis y las autoridades civiles incoaron al mismo tiempo procesos para comprobar el hecho, y el 23 de Noviembre fue descubierto, a presencia de mucha gente, el cadáver de Sor Teresa, y se comprobó que la mano estampada en la puerta era exactamente igual a la de la difunta, resultando de esto una declaración oficial del hecho plenamente probado. La puerta, con la señal de la mano, se conserva con veneración, y a mí se dignó enseñármela la madre abadesa, testigo del suceso".
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CAUSAS DE LAS PENAS DEL PURGATORIO La Venerable Sor Paula de Santa Teresa, religiosa dominica, del convento de Santa Catalina de Nápoles, era sumamente caritativa con las almas del Purgatorio. Para premiar esta virtud, se dignó el Señor favorecerla con algunas visiones que en gran manera la consolaban de los trabajos que se tomaba por el Purgatorio. En una ocasión, justamente en un sábado, en que como día consagrado a la Madre de Dios lo santificaba más particularmente, para que el obsequio hecho a la Madre de Misericordia redundase en beneficio de las ánimas, arrebatada en éxtasis se encontró en las lúgubres cárceles del Purgatorio; y cuando más afligida estaba por hallarse en presencia de tales padecimientos, cambiado todo de repente lo vio convertido en un Paraíso abreviado: las tinieblas se convirtieron en clarísima luz, y el luto y llanto en gozo inefable. Y era que el Consuelo de los afligidos, la Virgen Santísima, había descendido acompañada de legiones de ángeles para poner término a las penas de un gran número de almas que en vida le fueron particularmente devotas. Ordenó a los ángeles que las sacaran, y ellos, obedeciendo y presentándolas ante la que, nunca más que entonces, fue para ellas Madre de misericordia, volaron en su compañía para el Cielo. Pero las que quedaban en el Purgatorio siguieron con sus tristes lamentos. Sor Paula fue informada de la intensidad de la pena de cada una. Deseando saber por qué unas fuesen mucho más atormentadas que otras le respondió su ángel custodio: - Conforme es el pecado, así es el castigo. Al que mucho se ensoberbeció con los honores y prepotencia, le corresponde sufrir mayores oprobios. Al que vivió encenagado en los placeres de los sentidos, le toca en proporción arder en fuego más intenso, etc. Los ángeles consolaban a las almas del Purgatorio, incluso cantaban los Salmos de la Iglesia en sufragio de ellas. Sólo una minoría de almas difuntas va al Paraíso directamente, como dijo la Virgen en Medjugorje, la gran mayoría de los que se salvan van al Purgatorio porque mueren sin preparación. La operación purificadora del Purgatorio puede ser muy larga por varias causas. La primera, por la pureza inconcebible que ha de tener necesariamente el alma para estar en la presencia de Dios, que es la misma santidad y pureza, y a nadie admite en la gloria si no es tan puro como el mismo Cielo. Y estamos tan lejos de esta pureza, que, como dice Santa Catalina, lo que es perfecto a los ojos del hombre, está lleno de defectos a los ojos de Dios. ¿Por qué culpas son condenadas las almas a las atroces penas del Purgatorio?. Si las considerase el mundo las llamaría tonterías, juegos, fragilidades de fácil perdón o ningún cuidado, pero no así Dios que conoce su intrínseca malicia y los castiga a medida de su verdadera gravedad. Nosotros juzgamos según nuestros caprichos, o a la medida de las pasiones que nos dominan, Dios juzga con su inalterable Justicia, la cual no está sujeta a prevención o a error. Entre los copiosos torbellinos de llamas apareció un día a un siervo de Dios un amigo suyo difunto, el cual, con extremo desconsuelo, le dijo que estaba privado de la vista de Dios por la poca frecuencia y por la frialdad con que se había acercado a la sagrada mesa durante la Misa, por lo cual le suplicaba que recibiese por él la comunión con el mayor fervor posible, esperando, en virtud de la misma, ser libre de sus penas. Correspondió el siervo de Dios prontamente a la piadosa súplica, y obtuvo la gracia deseada, dejándose ver después de la comunión el alma del difunto, rodeada de luz, elevarse a la Gloria. 20
No nos dejemos, pues, engañar de las falsas ilusiones del mundo. Las culpas de aquellas almas comúnmente se cree que consiste en pecados llamados veniales, las cuales son culpas ligeras en comparación de los mortales, aunque se podrían llamar culpas gravísimas, comparadas con la ofensa hecha a Dios, Bondad infinita. Pues si las culpas veniales son castigadas con tanto rigor en el Purgatorio, ¿por qué hacemos de ellas tan poco caso que nos las bebemos casi como agua, y tengamos casi por "beato" (en sentido despreciativo) a quien procura evitarlas? Hicieron algunos santos tal penitencia para satisfacción de sus culpas a la Divina Justicia, que no puede leerse sin cierto horror, y, no obstante, no pudieron librarse de ir a acabar de purificarse en el Purgatorio. Célebre es en la Orden de los Capuchinos el nombre de Fray Antonio Corso, por haber hecho tal penitencia, que, no contento con la prescrita por su Regla, de suyo tan austera, añadió tantas y tales, que sin especial iluminación de la gracia no se habrían juzgado prudentes, por no bastar a sufrirlas la debilidad de la naturaleza. Llevó por muchos años un cilicio de cerdas, cuya dureza era proporcionada a lo muy cortas que eran. En el rigor del invierno no se abrigaba sino con una sola parte del hábito, y ésta rota y raída. Sólo dormía tres horas, y éstas sobre una tabla, para dedicar a la oración lo restante de la noche. Vivía sólo con pan y agua, y por largo tiempo sólo comió unos 145 gramos de higos al día. Avanzado en años, creció su abstinencia hasta tal punto de no tomar el pan y el agua sino tres veces a la semana. Todas las noches se disciplinaba en memoria y honra de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, y una vez cada año gastaba cinco horas en disciplinarse, hasta completar el número de seis mil doscientos sesenta y seis golpes, que según algunos santos, fue el número que sufrió Nuestro Señor. ¡Penitencia verdaderamente extraordinaria y tan terrible al Infierno, que no pocas veces se dejó ver el enemigo para estorbarlas! A pesar de tan duras penitencias esta alma sacrificada y austera no pudo librarse de pasar por el crisol del Purgatorio... Y no fue porque hubiera cometido faltas graves porque si fue penitente también fue inocente, y, sobre todo, tan rígido observante de la pobreza, que, no poseyendo nada, sólo tuvo el uso de una mala túnica, de una cuerda para ceñírsela y de un breviario. ¡Gran patrimonio, por cierto! Su humildad fue tan profunda, que, lejos de desear la preferencia en nada, aborrecía hasta la sombra de tal distinción, sólo amaba estar humillado en presencia de todos. Su obediencia fue siempre exacta y sencilla, su caridad, pronta y ardiente, y su celo, eficaz y fervoroso. ¿Y qué diremos de su oración? Favorecíale la Divina Bondad con un don tan alto de ella, que frecuentemente se le vio extasiado, y tan encendido en amor, que solía decir: -¡Jesús mío! ¡Buen Jesús! ¿Cómo, pues, y por qué fue al Purgatorio un alma tan adornada de virtud? Helo aquí. Después de su feliz tránsito, apareció Antonio al enfermero del convento, y, preguntándole éste acerca de su estado, dijo: - Estoy salvo por la misericordia de Dios y los méritos de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, aunque, a causa de una culpa, estuve en peligro, pero he sido destinado al Purgatorio para purificarme. -¡Ay de mí!- replicó el enfermero- ¡Vos, de vida tan penitente y tan perfecta, purificaros! Pues ¿qué será de nosotros, que tanto distamos de tal vida? ¿Y por qué culpa habéis merecido esto? - Mi culpa – respondió Antonio- fue cometida contra la santa pobreza, tan recomendada de nuestro seráfico San Francisco. Cuando se fundaba el convento de San José, me empeñé, buscando cierta provisión con menos cautela de la que era debida, y, aunque no creía haber cometido falta, tenía siempre cierta duda. Pues bien: mi falta ha
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estado en no haberme informado sobre lo lícito o ilícito de la acción, y salir de la duda. El Juez Eterno, hermano mío, es sumamente sutil en el examen y riguroso en el castigo de los defectos, por leves, que, mientras vivimos, nos parezcan. El enfermero le preguntó, por último, si era muy grave la pena que sufría, y si debería ser por mucho tiempo. A lo que respondió que la pena de sentido era llevadera; pero la de daño era intolerable, porque le privaba de la visión de Dios, que deseaba ardientemente; y que esperaba de la Divina Piedad verse pronto libre de la una y de la otra. Conviene que en esta vida nos preocupemos de nuestra suerte en la eternidad. Hay muchos que pasan por la vida despreocupados, desdeñosos con el más allá. Y no es que sean malos, sino que no les importan las penas del Purgatorio, piensan que con salvarse ya tienen bastante. Estos, por permiso de Dios, obtienen pocas ayudas espirituales, una vez muertos, como castigo por su desprecio hacia las penas de la otra vida, penas que podemos evitar en mucho si en ésta ponemos de nuestra parte acudiendo a los innumerables remedios que la Iglesia tiene a nuestra disposición: Misa, Rosario, Escapulario del Carmen, etc. Arcángela Panigarola, priora del convento de Santa Marta de Milán, era devotísima de las almas del Purgatorio: hacía mucho para aliviarlas, y procuraba además con gran solicitud que la ayudasen todos en tan buena obra. Y con todo esto, muerto su padre Gotardo, de quien era muy querida y a quien correspondía mientras vivió con tierno amor, se olvidó enteramente de él en sus oraciones, pues aunque tenía voluntad de rogar por él, al querer hacerlo, por una u otra razón se le iba de la memoria; ni hubiera cumplido nunca con este deber si un admirable suceso no se lo hubiera advertido. Habíase retirado a su celda el día de las Ánimas para poder orar allí por ellas con más fervor que de ordinario, cuando arrebatada en espíritu fue conducida por un ángel al Purgatorio, donde entre las almas que vio y conoció se hallaba la de su padre, sumergida en un profundo lago de agua helada. Este a su vez, conociendo también a su hija, dando un tristísimo grito, exclamó: - ¡Oh hija mía! ¿Cómo has podido olvidarte así de tu padre, dejándolo padecer por tanto tiempo horribles tormentos? Has tenido grandísima caridad con las almas de los extraños, de las cuales he visto salir de aquí una multitud y volar al Cielo por la eficacia de tus oraciones, ¿y para tu padre, que tanto te favoreció, que tan tiernamente te amaba, no has tenido un solo sentimiento de piedad? ¿No ves el espantoso tormento de hielo que sufro en este lago en castigo de mi culpable frialdad en el servicio de Dios, en la observancia de su santa Ley y en procurar la salvación de mi alma? ¡Oh, siquiera esta vez, hija mía, compadécete de mí, procúrame, con el fervor de tus oraciones el perdón de tantas penas para que al fin pueda yo también acompañar a los que por tus oraciones van a gozar de Dios! Tal fue su súplica, la cual en tal manera sobrecogió y estremeció las piadosas entrañas de Arcángela, que con trabajo pudo articular las breves palabras siguientes: - Cumpliré, padre mío amantísimo; inmediatamente voy a hacer lo que me pedís. Dicho esto, el ángel, apartándola de tan triste espectáculo, la trasladó a otra parte, donde volviéndose a él, le dijo: - ¿Cómo ha sido que habiendo tenido intención muchas veces de rogar por mi padre, siempre me he olvidado de llevarlo a efecto? Y aún más: me acuerdo que habiendo una vez empezado a rogar por él, fui arrebatada en espíritu, y pareciéndome que le ofrecía un pan blanquísimo veía también que lo rehusaba, mirándome con ojos sumamente desdeñosos, y causándome esto tal aprensión sobre la suerte de su alma, que
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no me dejaba sosegar; y fue lo peor, que ya no pensé más en ofrecer por su alma los sufragios que ofrecía por las de otros a quienes no estaba tan obligada. - Tu olvido- contestó el ángel- ha sido permitido por Dios mismo para que tuviese lugar el castigo que tu padre merecía por lo descuidado que vivió en procurar su salvación. Era de buenas costumbres, es cierto, pero no procuraba esforzarse en hacer las buenas obras que Dios le inspiraba, y las pocas que hacía estaban llenas de imperfecciones por la falta de la debida atención: que tal es el castigo que Dios suele dar a aquellos que durante su vida fueron negligentes en obrar bien. La medida de Dios es justa: al que fue negligente para con Él, permite que con ellos lo sean otros, olvidándose de ofrecer sufragios con que su alma sería aliviada; castiga olvido con olvido: y esto significa principalmente la repulsa que sufriste al ofrecerle el pan. Desde hoy conviene que ruegues con fervor, para que inclinando hacia él la misericordia de Dios, pueda después de tan largo tormento ir al eterno descanso. Dicho esto, Arcángela volvió al uso regular de sus sentidos; pero quedó tan impresionada, que parecíale oír siempre el grito lamentable de su padre. Así es que se aplicó a rogar por él sin interrupción, acompañando sus plegarias con todo género de mortificaciones. Mas pareciéndole que nada de esto alcanzaba, pedía a Dios su libertad por los méritos de la Sangre preciosísima del Redentor, por la ardentísima caridad que mostró muriendo en la Cruz, y por los méritos de su Santísima Madre, principalmente por los que contrajo padeciendo con su Hijo al pie de la Cruz. Al fin, llegada también su hora a esta pobre alma, se apareció a su hija Arcángela, resplandeciente, y con tales demostraciones de gratitud hacia la amantísima y caritativa hija, que volando al Cielo le dejó el corazón tan lleno de dulcísimo consuelo, cuanta había sido su amargura después que lo vio padecer. Si es doloroso el haber de padecer por méritos propios, por deméritos más bien, es sobremanera duro el sufrir tormentos por los ajenos. ¿Cuántos hay entretanto en el Purgatorio, que, por haber sido ocasión de que otros pecasen, pagan con gravísimas penas este pecado, tan grave y trascendental como poco considerado de gran número de cristianos? Veámoslo en el siguiente suceso. Un pintor, célebre por su gran habilidad en el arte, y apreciadísimo por sus buenas y cristianas costumbres, entre las muchas imágenes de santos y asuntos sagrados con que perpetuó su nombre, había pintado también un gran cuadro para la iglesia de un convento de Carmelitas descalzos, concluido el cual con la perfección que era de esperar de su acreditado pincel, enfermó gravemente y murió. Pero al arreglar su testamento hizo llamar al prior por cuyo encargo pintara el último cuadro, y presente que fue, le manifestó su deseo de que el precio estipulado por su trabajo, del cual nada había recibido todavía, se emplease en sufragios por su alma, y que las misas fuesen dichas por los religiosos de la casa, dando así a su trabajo el mérito de una limosna hecha a una Comunidad pobre. Todo se cumplió puntualmente como había dispuesto. Pasados pocos días de su muerte oraba un religioso en el coro a deshora de la noche, cuando de repente se le presentó el pintor, que tristísimo y rodeado de vivísimas llamas, se le postró de rodillas, suplicándole le aliviase en la continua muerte que estaba padeciendo. El religioso, grandemente admirado de o que veía, porque conocía bien a fondo las excelentes virtudes cristianas que en vida adornaban su alma, le preguntó la causa de tales padecimientos, y la respuesta fue la siguiente: - Conducido, así que expiré, al tribunal de Dios, comparecieron algunas almas a acusarme, diciendo que una pintura que yo hice medio desnuda y que por su inmodestia provocaba a obscenidad, había sido causa de que mirándola incurriesen en delectación y deseos lascivos, por lo que habían sufrido agudísimas penas en el Purgatorio. Además (y esto es peor), que otros con ocasión de tal pintura, habiéndose depravado en sus
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costumbres se habían condenado, y que por lo mismo merecía yo ir a escuchar sus eternas maldiciones en el Infierno. Cuando decían esto se presentaron muchas almas de bienaventurados, que tomando mi defensa dijeron que aquella pintura la hice cuando aún era joven y principiante en el arte, y que conociendo el yerro que había cometido me arrepentí, e hice por ello penitencia, lo que era verdad. Además, que en desagravio de aquella culpa había pintado innumerables imágenes de santos y asuntos sagrados que inspiraban devoción y habían servido para provecho espiritual de infinitos devotos que las habían contemplado y contemplarían; y que por lo mismo, y siendo ellas de cuyas imágenes yo me había ocupado..., era deber suyo acudir a mi defensa y suplicar fuera perdonado. Y por último, que el precio del último cuadro lo había cedido en cierto modo al convento para el que fue hecho, por haber ordenado se emplease en misas por mi alma y para remisión de mis pecados. Así, que interponían su mediación para que fuese perdonado, y no permitiese la Majestad Divina que los infernales espíritus hicieran presa en mi alma. Oída esta acusación y defensa, el Soberano Juez, movido por la súplica de los santos, sentenció que, absuelto de las penas eternas, fuese destinado a purgarme del resto de mis culpas en este terrible fuego, en el cual debo permanecer hasta que, quemada aquella infame pintura, deje de servir de incentivo de la concupiscencia. Os suplico, por tanto, me hagáis la caridad de decir a N. (y nombró al caballero por cuyo encargo lo pintó) que arroje al fuego la pintura para que no sirva más de incentivo al amor impuro; que así lo quiere Dios y lo manda; y que en prueba de que esto no es ninguna ilusión, dos de sus hijos morirán dentro de poco, a los que no tardará en seguir él mismo si despreciase vuestro aviso. Dócil el caballero a la extraordinaria embajada, no tardó más en arrojar al fuego la pintura que lo que tardó en escuchar al religioso. Los dos hijos murieron en el término de un mes; y el padre, libre de la muerte amenazada por la puntualidad con que llevó a efecto la disposición de Dios, no por esto quedó tranquilo. Reformó su vida, y en desagravio de los males que había causado la deshonesta pintura, hizo pintar varios devotísimos asuntos sagrados, cuyos buenos efectos en los que mirasen, pudieran contrapesar en el día de la muerte los depravados que por su causa había dado la otra pintura; y los santos además venerados en aquellas imágenes, le fueran abogados en el Tribunal de Dios. El arrepentido pintor, luego que el lienzo fue quemado voló al Paraíso. Indudablemente el lienzo pintado por este pintor sería de tipo pornográfico, ya que un simple desnudo no habría tenido las dramáticas consecuencias que vemos tuvo este cuadro. Decimos esto con tal de clarificar el hecho. Un desnudo puede ser decente o indecente. Es decente si sólo presenta la belleza humana que indudablemente tiene el cuerpo humano Es indecente un desnudo cuando está hecho para provocar en quien lo contemple deseos lascivos de lujuria (como sería el cuadro pintado por el pintor que comentamos). Tal es así lo que decimos que hay desnudos incluso en el Vaticano (Capilla Sixtina, etc.). Pero este hecho nos demuestra la gran responsabilidad que tendremos en la otra vida de las consecuencias negativas que puedan tener nuestros actos en ésta. La pornografía está actualmente muy extendida y ya casi se considera normal ver a un niño viendo una revista pornográfica...cuando es grandísimo el mal, el daño, que se le hace a una mente infantil (y también adulta) el ver estas cochinadas, no ya en revistas, sino en películas, televisión, vídeos, Internet, etc. ¡Qué gran cuenta tendrán que pagar los artistas que hacen películas y revistas pornográficas! ¡Y los productores y directores de estas películas y revistas! ¡Y los técnicos y demás empleados que colaboran en la producción de estos fÍlmenes y revistas negativas! ¡'Y tampoco se escapan quienes en
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sus tiendas o kioscos venden basura pornográfica, así como tampoco las autoridades y partidos políticos que debiendo perseguir, prohibir e impedir la libre circulación de pornografía no hacen nada por impedirlo, o incluso la promocionan (como hacen algunos canales públicos de televisión: Gobierno, Autonomías, etc.)... Procuremos eliminar la pornografía de nuestras vidas, y tengamos una mente limpia de suciedades lujuriosas que rebajan el cuerpo humano de rey de la creación, de templo del Espíritu Santo, a estiércol hediondo, grosero, chabacano, infame. Y sobre todo procuremos que en nuestras bibliotecas, en nuestras videotecas, en nuestras hemerotecas, en nuestras pinacotecas, no haya nada que pueda escandalizar a nadie, pues será muy estrecha la cuenta que tendremos que pagar por el escándalo que produzcan aquellas obras negativas y pornográficas en los demás, como hemos visto en esta historia del pintor. No sólo a la cantidad, sino también respecto a la calidad, así es el premio o el castigo en el más allá. O sea que a mayores sacrificios, abnegaciones, renunciamientos, sufrimientos, generosidades, piedad, vida cristiana en general, mayor gloria en la otra vida; y a mayor pereza, cobardía, condescendencia con el pecado, etc. mayor castigo en el Purgatorio, si se logra evitar felizmente el Infierno... San Corpreo, obispo irlandés, oraba una tarde después de vísperas. En ese momento se le presentó un hombre que era un verdadero espectro, porque a lo brusco y pálido de su semblante se juntaba lo muy extravagante del vestido, que consistía en la camisa con una sola manga, y en un cerco ardiendo que le ceñía el cuello. Preguntóle el santo quién era, y él respondió: - Soy un alma del Purgatorio. -¿Y por qué tenéis tan malas trazas? - Las culpas- contestó- que cometí en vida piden una pena correspondiente, y por esto me veis reducido a tal desventura; que aunque me veis así, debéis saber que soy Malaquías, el que siendo poco hace rey de Irlanda tuve comodidad y tiempo para hacer muchas obras buenas, y no las hice. -¿Y cuál es lo malo que hicisteis?- replicó el Santo. - Que no quise obedecer a mi confesor, pues lejos de ello pretendí y alcancé de él que fuese condescendiente a mi desarreglada voluntad, y en premio le regalé un anillo de oro, que es justamente la causa de que me veáis con este aro de hierro candente al cuello, atormentándome de un modo que no sabré explicaros, y sujetándome de manera que no puedo socorrer de modo alguno al confesor, que está conmigo, y lleva asimismo otro hierro como el mío, pero que por ser más ardiente lo atormenta mucho más, y lo sujeta para no poderme auxiliar. Maravillado el obispo de la exacta proporción que había entre la culpa y la pena, entró en deseo de saber a qué culpa correspondería el andrajo de que iba cubierto, y a la pregunta que sobre ello le hizo, respondió: - La Divina Justicia premia o castiga según la calidad de las obras. Una vez entre otras se me acercó un pobre a pedirme un socorro, yo lo remití a la reina para que lo socorriese; pero ella, que no era más caritativa que yo, no encontró en su guardarropa otra cosa que darle que esta camisa rota que veis, y que yo llevo ahora para mi tormento y confusión. -¿Y por qué venís aquí ahora?- preguntó de nuevo el obispo. - Porque así debe ser la voluntad de Dios. Los diablos me traen y me llevan por estos aires, agitándome de una manera tan penosa que no sabré explicaros; sólo os diré que pasándome por aquí a tiempo que vos con vuestros canónigos cantabais en el coro, los diablos, que detestan las divinas alabanzas, me soltaron, huyendo con precipitación, y encontrándome tan cerca de vos me he atrevido a acercarme para suplicaros
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intercedáis con Dios por mí. ¡Ay de mí- exclamó al decir esto- que vuelven para llevarme al lugar del tormento! Venid, venid conmigo, que antes os haré ver el lugar donde escondí, durante el sitio que tuve puesto a Dublín, una suma considerable de oro y plata. - Mi tesoro – contestó el santo obispo - está en el Cielo: no quiero ser rico con estas ni otras riquezas: estad seguro que rogaré y haré rogar por vuestro descanso. -¡Ay, ay del que no obra bien mientras puede- dijo el aparecido al tiempo que desapareció. El obispo, reuniendo a los doce canónigos de que constaba el cabildo, les refirió puntualmente el suceso; y acordando dedicarse al socorro de ambos con todo género de sufragios, convinieron al mismo tiempo en que el obispo rogase más particularmente por el rey, mientras el cabildo lo haría por el confesor. Al cabo de seis meses en que sin interrupción se ofrecían ayunos y oraciones por el descanso de ambos, se apareció de nuevo el rey, en parte resplandeciente y alegre, y en parte triste y oscuro, y preguntándole el obispo cómo se hallaba, respondió: - Muy aliviado, pero todavía padezco mucho, y mi pena se parece a la que sufriría uno que puesto en pie sobre una altísima columna, hubiese de sufrir allí todo el rigor del frío y del calor alternativamente y sin descanso alguno. Finalmente, concluido el año se apareció por tercera vez el alma de Malaquías resplandeciente como el sol, y con regocijado y amabilísimo semblante dijo al santo obispo: - En ese instante, por vuestros eficaces ruegos y sufragios, salgo del Purgatorio y marcho al Paraíso: el confesor sale mañana. -¿Y por qué no sale con vos?- preguntó el obispo. - Porque vuestras oraciones son más eficaces, por vuestro carácter de prelado, que las de todos los canónigos juntos, que sólo son ministros inferiores de la Iglesia. En el Cielo no puede entrar nada que esté manchado y el Purgatorio es el lugar donde todo se purifica, todo lo que sea inmoral, ilegal (con respecto a los Mandamientos de la Ley de Dios), de mala voluntad. Incluso las deudas no pagadas en esta vida, pudiéndose hacer, se pagan en la otra vida... O bien porque padeciendo los acreedores no deben gozar los deudores, o bien porque no acepta Dios sufragios hechos en favor del que es causa de que otros padezcan, el hecho es que en el Purgatorio están las almas hasta que son satisfechas las deudas que dejaron en esta vida; y de aquí las apariciones tan frecuentes de almas para hacer que se paguen sus deudas. Entre éstas es muy notable lo que ocurrió al P. Agustín Espinosa, de la Compañía de Jesús. En premio de su gran devoción a las ánimas, disponía el Señor frecuentemente que se le apareciesen implorando el poderoso socorro de sus oraciones, y merece ser referida la siguiente historia por lo singular e instructiva que es. Presentándosele el alma de un hombre rico en bienes de fortuna, y preguntándole si lo conocía contestó el P. Espinosa: - Os conozco muy bien, pues me acuerdo que os administré el sacramento de la Penitencia pocos días antes de vuestra muerte. - Así es- contestó el difunto- y no os maravilléis ahora de volverme a ver, porque el Señor me ha concedido por su infinita misericordia que puedo presentarme a vos, para que me hagáis la caridad de rogar por mí, y para que os sirváis hacer lo que ahora os diré, como indispensable que es para que pueda salir del Purgatorio: os ruego, por tanto, que vengáis conmigo no muy lejos de aquí. El sacerdote contestó que no pudiendo hacer lo que le pedía sin pedir permiso al superior, esperase en su aposento mientras iba a obtenerlo.
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Fue, en efecto a referir al P. Rector la aparición, y lo que el aparecido requería de él. Tras una negativa, accedió al final el superior a la extraña petición del P. Espinosa. Vuelto a la celda, el difunto, que esperaba tranquilo, lo tomó de la mano, y lo condujo hasta un puente no muy distante de la ciudad, y allí lo dejó, suplicándole antes que esperara algunos minutos mientras iba a proveerse de cierta cosa que necesitaba. No tardó en volver, trayendo consigo un talego, y no mediano, de dinero. -Tomad- dijo al Padre- una punta de vuestro manteo, y pondré en ella parte de este dinero, que lo demás yo lo llevaré hasta vuestra habitación. Hízose así, y entregándole en ella lo que él llevaba, le hizo con la mayor humildad la siguiente súplica: - En este papel – le entregó una nota- constan mis deudas y las personas a quien deben ser satisfechas: os suplico por amor de Dios que las paguéis con la mayor brevedad. Lo restante queda todo a vuestra disposición para que lo empleéis en sufragios por mí y en la forma que mejor os pareciere, que siempre lo haréis mejor que yo pudiera desear: no os olvidéis de los pobres. Dicho esto desapareció. El buen jesuita fue inmediatamente a participar al superior el resultado del asunto, y hecha diligente investigación de los deudores, fueron pagados con puntualidad, y con no poca sorpresa de ellos, que considerando perdido su dinero les parecía verlo bajado del Cielo. Lo sobrante lo empleó el sacerdote en hacer celebrar misas y en socorro de muchos pobres, imponiéndoles la obligación de rogar por el bienhechor. Aún no había pasado ocho días cuando el P. Agustín se vio otra vez delante del difunto, pero muy transformado. Le dio infinitas gracias por la prontitud con que había verificado la restitución, y principalísimamente por la solicitud con que desde el primer momento procuró que se dijesen misas en sufragio suyo, en virtud de las cuales, absuelto de sus penas, pertenecía ya a los dichosos ciudadanos de la celestial Jerusalén, donde le prometió que no dejaría un instante de pedir a Dios le aumentase la gracia para ser cada día más y más perfecto en la vida religiosa; y dicho esto voló al Cielo. La negligencia en la recepción de los sacramentos, instituidos en la Iglesia para aumento de la gracia y perfección cristiana en nuestro camino hacia Dios, se paga también muy duramente en el Purgatorio. En el año 1589 murió en el convento de Nuestra Señora de los Ángeles, de Florencia, una monja de notables prerrogativas, que poco después de muerta se apareció a Santa María Magdalena de Pazzis, suplicándole se compadeciese de los tormentos que padecía en el Purgatorio. Orando la Santa ante el altar donde estaba la Eucaristía se apareció de repente este religiosa difunta., arrodillada ante el Santísimo Sacramento, y ardiendo toda ella, a excepción de la parte que defendía una blanquísima faja que hacia el pecho la rodeaba. Sorprendióse la Santa de ver a una de sus monjas en tal tormento; y deseando saber la causa, a la pregunta que le hizo contestó la aparecida que padecía aquel Purgatorio en castigo de su tibieza con la Sagrada Eucaristía, pues por negligencia, y contraviniendo a lo prevenido en su santo Instituto, había dejado muchas veces de acercarse a la Sagrada Mesa con gran detrimento de su espíritu. Que por tanto, y para castigar su frialdad, debía venir todos los días a adorar al Santísimo Sacramento, ardiendo en aquellas llamas las que grandemente la atormentaban, si bien le servía de no poco refrigerio aquella faja que la rodeaba, y que el Señor le había concedido en premio de la fidelidad con que guardó la flor de la virginidad.
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Enternecida la Santa con esa declaración, se aplicó con todo el fervor de su espíritu a rogar por ella. Ni cesó en esta obra de caridad hasta que vio que cambiadas las llamas en resplandor celestial, se subió al Cielo gloriosa. Entretanto, como celosa, discreta y gran maestra de espíritu, se aprovechó bien de tal suceso para enfervorizar a las tibias y encender a todas las monjas de su obediencia en amor a la Sagrada Eucaristía. Un eclesiástico, próximo a morir, y no haciendo caso de las amonestaciones que se le hacían para que recibiese el último sacramento, la Extremaunción, contra las acechanzas de los enemigos, murió sin recibirlo. Y no porque fuese flaca su fe ni sintiese mal del Sacramento, porque era buen católico, sino que temiendo la muerte más tal vez de lo normal, el enemigo le metió en la cabeza que moriría indudablemente si recibía el Sacramento, porque mueren todos los que lo reciben. Tal era la razón que daba para no acceder a las amonestaciones de la caridad y de la amistad, y en la que se ve clara la maligna sugestión del enemigo, pues no le dejaba ver que por un orden regular deben morir todos los que reciben este sacramento, porque los médicos sólo avisan de ser llegada la hora de administrarlo cuando ven que no hay recursos en su ciencia para salvar la vida del paciente. Que por lo demás, la Extremaunción sirve también para que el enfermo recobre la salud corporal, si esto conviniese para la salud espiritual. Este clérigo, que, pudiendo, no quería recibir la Extremaunción, pecó por falta de fe en el sacramento que él, como clérigo, debía respetar más que nadie. Ordenáronse las exequias por el difunto, y el Señor, que quería dar una lección importante, dispuso que el difunto alzando la cabeza dijese las siguientes palabras: - Porque me resistí a recibir la Santa Unción, me ha sentenciado la Divina Justicia a cien años de Purgatorio, donde estaré si no soy ayudado de vuestra caridad y la de otros fieles. Si hubiese accedido a recibir aquel Santo Sacramento, consuelo y alivio de los enfermos, habría sanado de mi enfermedad, porque de su propia virtud, lejos de acelerar la muerte, alarga la vida. Y diciendo esto calló para siempre, dejando tan maravillados a los circunstantes como deseosos de aliviarlo con sus sufragios. Un caso ocurrido en Inglaterra, nos puede ilustrar perfectamente sobre la importancia que para Dios tienen defectos que nosotros no hacemos nada para corregir por pereza, descuido, o respeto humano. La baronesa Sturton llamó al sacerdote Juan Cornelio, de la Compañía de Jesús, gran siervo de Dios, para mandarle celebrar una Misa en sufragio de su perdido esposo, por nombre Juan. A la mitad de la Misa, después de la consagración, cuando se pide por los difuntos, quedóse aquel sacerdote arrebatado en estática visión por largo rato. Veían sensiblemente los circunstantes en la pared lateral de la capilla un resplandor que flameaba como el reverbero de una llama encendida que ardiese en el fondo del altar. Concluido el Santo Sacrificio desearon con impaciencia la baronesa y los que la acompañaban que el buen religioso les hiciese saber la causa de tan larga suspensión, y del resplandor que reverberaba en la pared. Dijo entonces el siervo de Dios: - He visto un vasto espacio lleno de vivo fuego, en medio del cual el alma del barón hacía, con los más dolorosos gemidos, la confesión de su vida pasada, particularmente de los respetos humanos de que se dejó llevar en la Corte, y que tan rigurosamente pagaba, llorando sin consuelo el bien espiritual omitido por tan vil motivo, y cuyo incalculable daño entonces desconocía, e imploraba, con los gestos más penetrantes, la piedad de los fieles para obtener de la misericordia de Dios la pronta remisión de sus defectos.
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Siguió el buen religioso, con más lágrimas que palabras, su narración, y así los que le oyeron sacaron de ella ejemplo para evitar en lo sucesivo toda clase de culpas y fervor para avanzar en la carrera de la perfección. Tampoco Otón IV, emperador muerto en gran opinión de santidad, pudo librarse de las llamas y dolores del Purgatorio y así, por especial designio y favor de Dios, se apareció a una tía suya, abadesa, suplicándole que hiciese rezar en su monasterio y en los otros varias oraciones acompañadas de penitencias y sacrificios, para librarlo de las atrocísimas llamas que sufría en el Purgatorio. Se rezaron las preces y se hicieron las penitencias pedidas, y su alma, después de pocos días, voló desde aquel abismo de dolores al centro de las delicias del Cielo. La multitud de pecados veniales que cometemos en esta vida y a los que no hacemos caso, son pasto que han de arder en las llamas horrorosas del Purgatorio y constituyen la segunda causa de purificación en aquel lugar. La tercera causa de castigo es la poca penitencia que hacemos por los pecados mortales ya confesados y perdonados, pero cuya pena temporal no hemos satisfecho. Fray Ivón, oriundo de Bretaña, prior provincial de Tierra Santa, humilde y devoto, orando en cierta ocasión después de Maitines en la iglesia de los frailes, al levantar los ojos hacia la lámpara que ardía en el coro, vio una sobra como si fuera de un fraile vestido de un hábito sucio y muy negro. Preguntándole quién era, respondió: - Yo soy el fraile que falleció hace poco y que en la vida estuvo ligado a ti por especial amistad.. Interrogándole Fray Ivón cómo se encontraba, contestó: - Muy mal y angustiado, porque debo padecer una durísima pena durante quince años. Preguntado nuevamente por qué durante tanto tiempo y con tal dureza había de ser castigado, pues había vivido tan religiosamente y con tanta devoción y fervor, replicó: - No busques el por qué, pues según el juicio de Dios, que es justísimo, he merecido bien tan duro castigo, pero te ruego me ayudes. Prometió el fraile que había sido amigo suyo cuando vivía, que lo haría de buen grado en cuanto le fuera posible. Al romper el día, comenzó Fray Ivón a ofrecer a Dios por el mencionado difunto la hostia pura y santa. Cuando ya tuvo en las manos la hostia consagrada, comenzó a rogar al Señor, con estas palabras: -¡Señor Jesucristo! Si el sultán de Babilonia tuviera un esclavo suyo cautivo en prisiones, y su camarero, después de haberle servido durante veinte años, al levantarse y al acostarse, en pago de los servicios prestados, pidiera que le entregase dicho cautivo, es indudable que el rey no se negaría. Señor, no res Tú más duro que el sultán de los sarracenos, soy tu servidor hace muchos años y te he sido fiel devotamente. Tienes un esclavo cautivo, aquel fraile querido amigo mío; mas, por los servicios que he cumplido te ruego que me lo des. Como dijera con lágrimas estas palabras no sólo una vez o dos, sino muchas, después de muchos gemidos concluyó la Misa. A la noche siguiente, estando dicho fraile en oración después de Maitines, vio a una persona que estaba junto a él vestido de un blanco y hermoso hábito. Preguntándole quién era, respondió: - Yo soy el fraile que se te apareció ayer. Interrogándole cómo se encontraba, contestó: - Bien, por la gracia de Dios me pediste al Señor, y me entregó a ti y ya estoy libre del Purgatorio; ahora me voy a la compañía de los espíritus bienaventurados. Y al punto desapareció.
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La cuarta causa de la permanencia y necesidad de las almas en el Purgatorio es su absoluta incapacidad para socorrerse a sí mismas. Por eso necesitan de nuestras oraciones y sacrificios, para poder redimirse de aquel lugar de fuego y tormentos. La santa paz nocturna del monasterio limbergense, erigido en los confines de la Vormacia, era muchas veces turbada por el estruendo de hombres armados que, a pie y a caballo, corrían por aquellos campos. Pasaban, por el contrario, tranquilos los días, y no se divisaba indicio alguno de aquel militar fragor ni en las crecidas mieses, ni en las añejas plantas, ni en el inmediato camino. Por estos cambios, de la noche al día, comenzaron a sospechar los monjes que la cosa fuese, más que natural, misteriosa, sobrenatural. Suplicaron por ello al Señor que se dignase descubrirles tal misterio. Animados por el espíritu de Dios, al caer el día se dirigieron a la falda del monte cercano, de cuyo seno comenzaron a salir las escuadras armadas que alteraban el reposo nocturno. Saliéndoles al encuentro el monje más animoso les dijo: -¡En nombre de Dios yo os mando que declaréis quienes sois y por qué turbáis nuestra quietud! Paráronse a tal intimidación los soldados, y el capitán, en nombre de todos, respondió: - Nosotros somos almas de soldados aquí muertos en batalla, sepultados en este mismo lugar y sentenciados a padecer en el Purgatorio. Toda la armadura que nos cubre es de fuego, y ésta, que fue la ocasión de nuestras culpas, se ha convertido ahora en instrumento de nuestras penas. -¿Qué podemos hacer nosotros- respondió el monje- en vuestro favor? -Todo- añadió el capitán- lo podéis hacer por nosotros, incapaces de obrar cosa alguna a favor nuestro. Nosotros padecemos sin fruto y vosotros, con grandísima ventaja, podéis aplicarnos ayunos, oraciones, limosnas y sacrificios que nos alivien las penas y nos envíen al Cielo. -¡Orad, pues! – prorrumpió entonces la multitud de aparecidos en confusa voz, repitiendo por tres veces toda aquella turba en tono humilde- ¡Orad por nosotros!. Y entre un torbellino de vivos relámpagos de fuego, desaparecieron. Entonces los buenos monjes, movidos de temor no menos que de compasión, rogando por ellos se retiraron al claustro, y no cesaron de hacer copiosos sufragios hasta que con la libertad de las almas aparecidas recobró la paz aquella región. Otro caso también nos ilustra sobre la necesidad de oraciones y sufragios que tienen las almas del Purgatorio, incapaces de hacer nada por sí mismas. Fray Bertrán, varón santo, y compañero del bienaventurado Santo Domingo y primer prior provincial de los frailes de Provenza, casi todos los días celebraba la Misa por sus pecados. Advirtiendo esto en el convento de Montpellier Fray Benito, varón bueno y prudente, le preguntó por qué tan pocas veces ofrecía la Misa por los difuntos y la celebraba con tanta frecuencia por sus pecados. El aludido respondió: - Los difuntos por quienes ora la Iglesia ya están seguros y es cierto que llegarán a la Gloria. Mas nosotros, pecadores, nos vemos en muchos peligros y azares. - Dígame – contestó el fraile- si aquí hubiera dos mendigos igualmente pobres, pero uno de ellos tuviera los miembros sanos y el otro careciese de todo, ¿a quién auxiliaría primero? -A aquél que se pudiera valer menos- respondió. Así son los difuntos- añadió Fray Benito- los cuales no tienen boca para confesar, ni oídos para oír, ni ¡ojos para llorar, ni manos para obrar, ni pies para
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caminar, sino que solamente esperan vuestra ayuda; los pecadores, además de los sufragios, se pueden valer de los demás miembros. Como ni aún así quedase conforme el prior, a la noche siguiente se le apareció un difunto terrible, que con un féretro de madera le golpeó duramente, despertándolo y atormentándolo durante toda la noche, por lo menos diez veces, para que por propia experiencia sintiera algo de lo que sufren las almas benditas del Purgatorio. Al amanecer llamó el prior al mencionado Fray Benito, y acercándose devotamente al altar, ofreció entonces la Misa por los difuntos. La quinta causa de la duración de las penas de esas pobres almas en el Purgatorio, es la tibieza y el descuido de la mayor parte de los cristianos en rogar y justificar con buenas obras por ellas. Era loable costumbre en el monasterio de Santa Catalina, Nápoles, el poner fin a las obras hechas en todo el día rezando las Vísperas de difuntos para implorar del Señor paz y descanso a las almas antes de dar reposo al propio cuerpo. Tan devota práctica complacía al Purgatorio no menos que al Cielo, mas una noche, por las extraordinarias ocupaciones del monasterio, prolongadas hasta deshoras, se recogieron las monjas sin hacer el acostumbrado sufragio a los difuntos. Pero, en lo más dulce de su sueño, bajó del Cielo una multitud de ángeles los cuales, puestos en ordenado coro donde solían orar las religiosas, cantaron con melodía verdaderamente celestial las omitidas Vísperas. La única que velaba en aquella hora era la Venerable Sor Paula de Santa Teresa, la cual, oído aquel canto, salió presurosa para unirse a las que cantaban, creyendo fuesen sus hermanas. Pero ¡qué maravilla fue la suya cuando vio tantos ángeles cuántas eran las religiosas del monasterio hacer las veces de éstas para que no quedasen defraudadas de tanto bien las almas del Purgatorio! Inflamóse entonces la venerable sierva de Dios en la devoción a los fieles difuntos, a quienes se dignan socorrer los celestiales no menos que los terrestres ciudadanos, y referido el suceso a sus compañeras, se resolvieron a no permitir jamás en adelante por circunstancia alguna, aunque fuera extraordinaria, el piadoso ejercicio en sufragio de las almas de los difuntos. Al subir Nuestro Señor al Cielo a los cuarenta días de su Resurrección, abriendo las puertas del Limbo hizo que le acompañasen los millones de almas que desde el principio del mundo estaban allí encarceladas, para llevar con ellas las prendas de su inmensa victoria contra el enemigo del género humano; esta gloria también la tiene María, la Virgen Santísima, Madre de Dios misericordioso, todos los años el día de su Asunción a los cielos, en que suele la Virgen Santísima librar absolutamente a muchos del Purgatorio, como quien dice, que si a todos no los libra, libra a muchísimos; y a los que no, los alivia. El pueblo romano acostumbraba obsequiar a la Santísima Virgen en el día de su dichosa Asunción, visitando sus iglesias la noche anterior, yendo en procesión con candelas en las manos. En una de estas procesiones iba una devota mujer, que al subir a la Basílica dedicada a la Madre de Dios en el Capitolio (hoy se llama Santa María de Ara Coeli), advirtió entre la multitud a otra que le pareció ser su madrina en el bautismo; y tan de veras le pareció ser ella, que a no haber muerto el año anterior, sin género de duda hubiese creído ser la misma. No obstante, habría deseado que la multitud apretada no la estorbara acercarse para hablarle. Mas no siéndole posible tomó la resolución de colocarse en un ángulo de la puerta del templo, segura en su cálculo de que al salir podría verla y hablarle. Así fue. Al salir la cogió de una mano, y mirándola maravillada le dijo:
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-¿Será posible que seáis Marozia, mi madrina en el santo bautismo? - Justamente, yo soy- le respondió. -¿Y cómo, si hace un año que asistí a vuestro entierro? - Escucha- le contestó- Hasta hoy he estado sumergida en atrocísimas llamas, en justo castigo de la vanidad y liviandad de mi juventud. Me holgué en conversaciones indecentes con otras de mi edad, y correspondí a impuros amores. Me confesé bien, no callando nada al sacerdote, y obtuve la remisión de mis culpas; pero no de toda la pena merecida por ellas, y que por tanto he debido descontar en un largo y espantoso Purgatorio, que larguísimo ha sido aunque todavía no haga un año; y aún estaría en él si no hubiera llegado este día, en que la Madre de Misericordia, movida a compasión, ha intercedido ante el Juez Supremo y librado una multitud de almas, entre las que dichosamente he sido incluida, para que la acompañen a celebrar en el cielo su gloriosa Asunción. Somos tantas las liberadas, que no es mayor el número de habitantes de Roma. Todas vamos aquí acompañándoos a obsequiar a tan amantísima Madre, pero entre tantos miles, sólo a ti se te ha concedido el ver una. Atónita y perpleja al mismo tiempo quedó la mujer al oír tales razones y, advirtiéndolo Marozia, la difunta, añadió. - Para que te convenzas de que es certísimo lo que has oído, te anuncio que morirás dentro de un año, en este mismo día. Y desapareció. La mujer, que vivía con mucha comodidad, no despreció el aviso. Arreglo su vestir y su mesa, reduciendo lo primero a un vestido muy sencillo, pero decente, y la segunda, a lo que sólo permite la sobriedad cristiana. Fidelísima en aquel año en la observancia de los preceptos de Dios y de la Iglesia, no lo fue menos en el cumplimiento de sus deberes como madre de familia. Gozó de perfecta salud hasta la víspera de la Asunción, en que sintiéndose enferma, y no dudando que era llegada su hora, recibidos los últimos sacramentos entregó tranquilamente su espíritu en la mañana del gran día de la Reina de los cielos. Melania, la pastorcilla a quien se le apareció la Virgen en La Salette, cuenta: "Un día en la iglesia, vi al pie del altar mayor a un sacerdote que parecía que rezaba con gran humildad. Por respeto, me quedé al final de la iglesia, pero no sé cómo, me encontré muy cerca del altar mayor y muy próxima a ese sacerdote, y vi que su hábito estaba todo roto, su cara triste, pero tranquilo y resignado. Y me dijo: - Sea para siempre bendito Dios de la justicia e infinita misericordia. Hace más de treinta años que estoy condenado con toda justicia en el Purgatorio por no haber celebrado con el debido respeto el Santo sacrificio que continúa el misterio de la Redención y de no haber tenido el cuidado que debería por la salvación de las almas que me estaban confiadas. Me ha sido hecha la promesa de mi liberación para el día en que oigas la Misa por mí, en reparación de mi culpable tibieza. Ahora te pido que hagas por mi alma treinta y tres genuflexiones cada día, con la ofrenda al Padre Eterno, en nombre de Jesucristo y de los méritos de su vida"... Se puede dar por hecho que a partir del día siguiente quise ir a Misa; pero mis pecados eran demasiado grandes, y no tuve esa suerte; mi padre no me dejaba salir de casa a la hora que me hacía falta... ¿Qué hacer? ¿Podía dejar el alma de ese santo sacerdote en el horror del Purgatorio? ¿Podía ser yo la causa de su retraso para entrar en la alegría perfecta, del perfecto amor de Dios? Y desobedecer, no podía. Durante esos tres días que no me fue permitido ir a Misa, hice todo lo que sabía por obtener la liberación de esa alma, ofreciéndome a sufrir por ella en unión con mi Jesús, ya que este santo sacerdote sufría sin ganar méritos. El Señor al fin permitió que fuese al tercer día cuando la segunda Misa se dijo a las diez en vez de a las ocho. Mi
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madre no sabía nada. Obtuve el permiso para salir y fui a oír Misa por el alma suplicante. Yo no sabía rezar. Me contenté con estar de rodillas con la cabeza entierra a los pies de la Cruz en ese Calvario renovado durante el sacrificio incruento del Hombre Dios y de meditar sobre los méritos de toda su sangre derramada el género humano. No quería interponerme como un objeto corrompido en los designios de Dios. Así que me serví de la voz, de la boca y del amor de Jesucristo para hacer mi ofrenda al Padre Eterno. Ofrecí, una después de otra, todas las virtudes practicadas por mi querido Jesús, en reparación del amor escaso, de la falta de celo, de la fe tibia, de la débil caridad de esta alma; ofrecí los desprecios sufridos por el Santo de los Santos, en compensación de la búsqueda de los honores de la tierra; y así, enseguida, presenté a Dios toda la vida del Divino Reparador y Salvador del mundo. Después de la Misa, vi al santo sacerdote vestido con hábito nuevo, adornado con brillantes estrellas; su alma, completamente embellecida y resplandeciente de gloria, volaba hasta el Cielo." El Señor le dijo a una religiosa: - Tu solicitud, hija mía, no debe solamente extenderse a todas las almas que pueblan la tierra, sino que debe abrazar además la inmensa muchedumbre de las almas del Purgatorio, cuyo número es más grande que las estrellas del cielo y que los granos de arena de la playa: almas que deberían estar ya en posesión de la gloria del Cielo y cantar las alabanzas al Señor, pero que negligentes y despreocupadas han dejado transcurrir su vida en caprichos, como si la hora del rendimiento de cuentas no hubiera de llegar nunca. Tu sed de almas no sería completa si no se extendiese tu solicitud a ese océano de almas que están en espera de su liberación, La gloria de mi Padre lo reclama. Te he dicho que mis más acerbos dolores me vienen de las almas sacerdotales y religiosas de la tierra; perpetua pena se extiende también para esas mismas almas, y son numerosísimas, que, por las múltiples gracias de su vocación, deberían estar ya en el Paraíso alabando a Dios. Ha cambiado en la Iglesia el modo de enseñar las más esenciales verdades de la fe. Poco o nada se habla hoy del Infierno, del Purgatorio y del Cielo, y estos lugares no han dejado de existir. La vida religiosa es un cuchillo de doble filo: vivida con empeño y amor, abre el Cielo; al contrario, aumenta las penas y tormentos. Muchas de esas almas están en el Purgatorio hace ya siglos, no días, ni mese, ni años. Algunas quedarán allí hasta el día del Juicio. ¡Con todo lo que Yo he hecho por vosotras, almas sacerdotales y religiosas, qué pena cuándo debo alejaros por años del rostro de mi Padre!. Para hablar un lenguaje accesible a ti, te diré que tengo "vergüenza" del fracaso de ciertas almas. Las mando al fuego del Purgatorio y les digo: Id ahora, recorred el mundo mendigando el rescate de estas llamas purificadoras, pues no os bastó mi Redención y mi Sangre. Así están destinadas a andar errantes pidiendo limosna de oraciones a almas generosas y compasivas. Para estas almas consagradas la Divina Justicia es siempre más dura. ¡Oh, si se pudiera ver lo que se pierde, perdiendo mis gracias y dones! Estas almas son como hijos que a pesar de todos los sacrificios del padre para hacerlos estudiar, a fin de año llevan a casa suspenso. ¿Para qué todos mis dolores y mi Pasión? Esta tremenda advertencia quiero lanzar al mundo para esa particular categoría de almas. El fuego del Purgatorio no es de leña ni de carbón, pero es mucho más fuerte que éstos. Ni siquiera el sol es de leña o carbón. Este fuego está destinado a consumir en el alma, con el deseo ardiente de poseer a Dios, toda culpa por mínima que sea, la más pequeña imperfección, por ser tan grande la santidad de Dios. Si mis santos y mis elegidos pudieran comunicar con los hombres de la tierra, les dirían que el fuego del Purgatorio es tormento tan grande que debe ser evitado a toda costa. A María Valtorta le dijo Jesús:
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- El pecado es carencia de caridad, y, por eso, debe expiarse con el amor. El amor que no supisteis darme en la tierra, debéis dármelo en el Purgatorio. Y aquí tenéis por qué digo que el Purgatorio no es sino sufrimiento de amor. Durante toda vuestra vida amasteis poco a Dios en su Ley. Os echasteis a la espalda su pensamiento. Vivisteis amando todo menos a Dios. Justo es pues que, no habiendo merecido el Infierno ni el Paraíso, os ganéis ahora este último encendiéndoos con la caridad y ardiendo en ella en la medida que fuisteis tibios sobre la tierra. Justo es que suspiréis de amor durante miles y miles de horas de expiación por las miles y miles de veces que dejasteis de suspirar sobre la tierra por Dios, fin supremo de las inteligencias creadas. A cada vez que volvisteis vuestras espaldas al amor corresponden años y siglos de nostalgia amorosa. Años o siglos, según la gravedad de vuestra culpa. Seguros ya de la posesión de Dios, conocedores de su suprema Belleza por aquel fugaz encuentro del primer juicio cuyo recuerdo se os renueva haciéndoseos más viva el ansia de amor, suspiráis por Él, lloráis vuestro alejamiento y os hacéis cada vez más permeables a aquel fuego encendido por la caridad para vuestro Supremo Bien. Cuando, por obra de las plegarias de los vivientes que os aman, llegan hasta vosotros los méritos de Cristo lanzados como ardorosas esencias en el fuego santo del Purgatorio, os penetra mucho más fuerte y profundamente la incandescencia del amor, y, entre el rutilar de las llamas va haciéndose cada vez más diáfano en vosotros el recuerdo de Dios al que visteis en aquel instante. Al igual que sucede en la vida de la tierra que, a medida que crece el amor, tanto más tenue se hace el velo que oculta al viviente la Divinidad, otro tanto ocurre en el segundo reino: que, cuanto más aumenta la purificación y, por tanto, el amor, tanto más próximo y visible se muestra el rostro de Dios. Se trasluce y sonríe ya por entre el rutilar del fuego santo. Es como un Sol que por momentos se va acercando y su luz y su calor van anulando progresivamente la luz y el calor del fuego purgativo hasta que, pasando del merecido y bendito tormento del fuego purgativo al conquistado y feliz refrigerio de la posesión, os desplazáis de la llama a la Llama, de la luz a la Luz, elevándoos hasta alcanzar a ser luz y llama en Él, que es el Sol eterno, al modo de una chispa absorbida por una hoguera o una candela arrojada a un incendio. ¡Oh gozo de los gozos, cuando veáis que subís a mi Gloria, que pasáis de aquel reino de espera al Reino del triunfo! ¡Oh conocimiento perfecto del Perfecto Amor! Este conocimiento es un misterio que, sólo por benevolencia de Dios puede la mente conocer pero no con palabras humanas describir. Merece la pena sufrir durante toda la vida a trueque de poseer a Dios a la hora de la muerte. No se da más subida caridad que procurarlo con la oración a quienes amasteis sobre la tierra y dan ahora comienzo a su purgación mediante el amor, ese amor al que, en vida, tantas y tantas veces cerraron las puertas de su corazón. Deja que el Amor vaya consumiendo la urdimbre de tu vida. Vierte tu amor sobre el Purgatorio para abrir las puertas del Cielo a los que amas. Feliz de ti si aciertas a amar hasta lograr la consunción de todo aquello que es débil y que pecó. Al encuentro del espíritu purificado por la inmolación del amor vienen los Serafines que le enseñan el "Sanctus" eterno que ha de cantar a los pies de mi trono".
CARIDAD CON LAS ALMAS DEL PURGATORIO Como dice San Buenaventura, son muy desvalidas estas almas que no cuentan con ningún medio con que satisfacer por sus deudas; no pueden hacer ninguna obra
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meritoria ni ganar indulgencia alguna. Nosotros podemos aliviarlas, y tenemos a nuestro alcance medios fáciles de practicar y de valor infinito, de los que los mismos ángeles carecen. Una misa que oigas, una pequeña mortificación que hagas, una limosna que des, un Padrenuestro que reces, una indulgencia que ganes, todo esto puede aliviarlas muchísimo, y aún librarlas completamente de aquellas terribles penas y hacerlas entrar enseguida en el Cielo, ¡y te cuesta tan poco! Además, ¿sabes acaso si tienes algún pariente o amigo allí que aguardan tu oración?. Ayúdales, ya que puedes, y darás un gran gozo a sus ángeles, que al instante irán a consolarlas y les dirán que has hecho una buena obra por ellos, para aliviarlos en sus penas. Murió una vez un jovencito que había profesado una devoción singular a San Bernardino de Sena. Este santo, para recompensarlo, obtuvo del Señor el poder restituirle la vida. Mas antes quiso informarle bien de las cosas del otro mundo, por lo cual, haciéndose guía suyo, lo condujo a las regiones infernales, donde, entre los torbellinos de densísimo humo y de fuego amenazador, le hizo ver una turba casi infinita de condenados, carcomidos de eterna desesperación. Para quitarle el horror de tan triste espectáculo, lo transportó después al Cielo donde, dispuesto en bello orden los coros de los ángeles y santos, gozaban de una felicidad superior a todo concepto. Y, por último, le hizo observar la prisión del Purgatorio, donde, en medio de voracísimas llamas, se purificaban las almas de los difuntos hasta que fuesen dignas de la gloria celestial. Fue un espectáculo que lo movió a gran compasión, al ver cómo aquellas almas, suspirando, se le acercaban para suplicarle que, cuando volviese al mundo, refiriese a los mortales sus crueles tormentos, y los moviese a socorrerlas con abundantes sufragios, lo que él hizo con fruto grandísimo de aquellos infelices. Luego que volvió a la vida, a cuantos encontraba hablaba del Purgatorio. - Tu padre - decía a uno - está en aquellas llamas abrasadoras esperando los efectos de tu piedad filial. - Tu hijo - anunciaba a otro – se encomienda a tu amor paterno. - Tu bienhechor - echaba en cara al heredero - te recuerda la ejecución de sus legados piadosos. - Todas aquellas almas - decía a todos- recurren a vuestra fe, a vuestra caridad, por un generoso y pronto socorro. Apareció al Beato Conrado de Ofida, religioso de la Orden de San Francisco, otro religioso de la misma Orden, que había muerto poco antes, rodeado de vivísimas llamas, suplicándole que le aliviase con sus oraciones de las gravísimas penas que sufría. Él rezó inmediatamente en sufragio suyo un Padrenuestro, añadiendo: - Concédele, Señor, el descanso eterno y brille para él la luz perpetua. Sintiendo el difunto gran alivio, suplicó al caritativo sacerdote que lo repitiese, quien, al momento le complació; y aumentándose cada vez más su descanso dijo: -¡Por las llagas de Jesús, continuad esta oración que me proporciona descanso y alivio en mis tormentos! El siervo de Dios la repitió hasta cien veces, y a la centésima, el difunto cambió el tono de súplica en el de hacimiento de gracias y júbilo, sintiéndose ya libre de toda pena y llamado a la gloria del Cielo. "Sed misericordiosos como lo es vuestro Padre celestial". Sobre estas palabras dice divinamente San Gregorio el Teólogo: "Procura imitar la misericordia de Dios, que así serás Dios para el desventurado". ¿Y quién hay más desventurado ni más digno de compasión que el que grandemente padece y en nada absolutamente puede auxiliarse a sí mismo? Tales son las almas del Purgatorio, grandemente amadas de Dios porque son hijas suyas, y como tales herederas de su reino, en el que infaliblemente entrarán un día. Demuestra Santo Tomás con
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indeclinables razones que las obras de misericordia espirituales exceden incomparablemente a las corporales. Conque si vemos tanto y tan justamente alabado el mérito de dar pan a un hambriento, de vestir a un desnudo, de visitar a un enfermo o a un encarcelado, ¿cuánto mayor deberá ser el de romper las cadenas que tienen sujeta a un alma en el Purgatorio, dándole libertad para volar a extinguir en el Cielo el hambre y sed ardientes que tiene de ver a Dios y vestirse de su misma divinidad? Demuestra en segundo lugar un amor grande para con el prójimo. Pues si San Pedro Nolasco mereció el distinguido titulo de "amante de sus hermanos" conque el Espíritu Santo distinguió a Jeremías (2 Macabeos, 15) porque con sus propias riquezas e incansable afán, inspirado por un gran amor a sus semejantes, libertó multitud de hombres de la esclavitud, ¿habrá exageración en honrar con el mismo título al que con sus limosnas, oraciones, penitencias y otras obras piadosas rompe las cadenas que sujetan a las pobres almas a una esclavitud mucho más dura que la de los mahometanos?... Concedemos que es obra de gran caridad el socorrer las necesidades de los vivos y más si son graves; pero esto no impide el que conozcamos que el socorrer a los difuntos es un acto de amor fraterno más fino, más eminente y más bien ordenado. Conviene, dice Santo Tomás, que al practicar la caridad guardemos bien el orden que ella misma prescribe, esto es, que atendamos al mérito, a la obligación y otras circunstancias. Y en cuanto a lo primero, ¿qué mérito puede ponerse al lado del de personas escogidas, confirmadas en gracia, que pronto ocuparán en el reino de Dios un trono, algunas de ellas tal vez superior al de muchos santos? ¿Dónde mayor obligación, que donde la necesidad es tal que no se conoce otra más urgente? Es, no lo dudemos, un acto de gran misericordia el emplearnos en proporcionar a nuestros semejantes un bien, que por la desventura que acaba y la felicidad que empieza no tiene igual. Pero hemos de considerar también nuestro propio interés, porque la piedad con los difuntos es de tal naturaleza, que mirándola por este lado hallamos que acaso no hay obra más meritoria, ya que no hay ninguna que más nos haga propicia la divina misericordia. Pues se observa que a los perseverantes en tal género de caridad los premia Dios visiblemente, no sólo con aumento de dones espirituales, como mayor firmeza en la fe, mayor viveza en la esperanza y en la caridad más fervor, sino también con bienes temporales, aliviando sus males y dispensándoles protección en los peligros. San Bernardo dice: "Ea, pues, hacéos amigas a las almas del Purgatorio, ofreciendo por ellas oración, limosnas, ayunos y sacrificios, y no dudéis que os corresponderán, auxiliándoos de mil maneras en vuestras necesidades, así temporales como espirituales"; porque al fin es de fe que el que hace bien al justo hallará gran recompensa, y la almas del Purgatorio son justos que un día, tras su purificación en el Purgatorio, brillarán en el Cielo". Toda buena acción, toda buena obra, es aplicable a las almas del Purgatorio: Misa, Rosario, oraciones, sacrificios, ayunos, limosnas, etc. Gran argumento es de la excelencia de la limosna el haberla recomendado tanto el arcángel San Rafael en el Santo Tobías, al mismo tiempo que igualmente recomendaba su caridad con los difuntos, porque al fin son virtudes que se dan mucho la mano. En la historia de los Padres Agustinos Descalzos se lee que el P. Hilarión de San Antonio presidía la construcción del convento de Santa María de Aversa, y, mientras, habitaba en un hospicio no muy distante, y próximo asimismo a la iglesia de San Francisco donde acostumbraba celebrar misa. Quiso ayudarle una vez a misa un buen hombre llamado Juan Bautista, el cual comulgó en ella en sufragio de las almas del Purgatorio, que era también la intención del P. Hilarión.
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Concluida la misa convidó el celebrante a su ayudante a comer con él en el hospicio. Al entrar en él halló en el patio a un joven de bello aspecto y bien vestido, el cual preguntaba por el P. Hilarión porque tenía algo importante que comunicarle. Juan Bautista comunicó el recado al sacerdote, quien se excusó de recibirlo pretextando hallarse ocupado. Insistió el joven, y el religioso lo admitió al fin, quedando muy sorprendido de lo que le pedía: que le diera algo de comer. Díjole tuviese a bien esperar algunos minutos mientras iba a procurarse algo que darle. Acudió a la cesta del pan, y viniéndole a la mano uno muy blanco y bien cocido, pareciéndole demasiado bueno lo apartó para su mesa, pero sintió que su corazón le reprendía diciendo: ¿y por qué no ha de ser éste? - Sea éste- se dijo a si mismo, que al fin el tal joven... ¿quién sabe quién será? Ha entrado a puerta cerrada... Diciendo esto, preparó un canastillo, donde poniendo el pan y parte de la comida con que iba a obsequiar a su huésped, se lo hizo entregar con la súplica de que le perdonase, pues si no lo socorría según su mérito, culpa era de su pobreza. Pusiéronse a comer el P. Hilarión y el buen Juan Bautista, discurriendo, como era natural, sobre la aventura del joven, pues les llamaba sobremanera la atención la gracia y buen porte de su persona, y sobre todo haberle hallado en el claustro sin que nadie le abriera la puerta. -¿Quién sabe- decía el religioso- si era un ángel? -¿Y por qué no ha de ser- replicaba el compañero- alguna alma del Purgatorio, ya que la misa que ha dicho usted y la comunión que yo he hecho todo ha sido en sufragio suyo? Concluida la comida fue el procurador a darle el buen provecho; y levantándose el joven al verlo le dijo: - Hermano mío, demos gracias a Dios por el sustento que nos ha dado, y añadamos un Padrenuestro y un Avemaría en sufragio de las almas del Purgatorio. Hiciéronlo así arrodillados, y al ponerse de pie, tomando la mano de Juan Bautista, le dijo: - Id ahora mismo al P. Hilarión, y decidle que su padre no necesita más sufragios, que ya se sube al Cielo. Y diciendo esto, brilló y desapareció como un relámpago. Sorprendido el buen hombre de terror gritó llamando al religioso, y acudiendo éste prontamente lo encontró postrado en el suelo. Vuelto en sí después de algún tiempo refirió lo ocurrido, y ambos se confirmaron en que atendidas todas las circunstancias, y principalmente el haber querido, el misterioso joven que se rezase un Padrenuestro y Avemaría por las ánimas, y por último acabar con el feliz anuncio para el P. Hilarión, se confirmaron en que era un alma que entonces salía del Purgatorio, si es que no era la de su mismo padre. Con ello el religioso sintió grandísimo consuelo con lo sucedido, y mucho más cuando los platos en que comió el joven no sólo parecían después de mejor calidad, sino que habiendo suministrado en uno de ellos una medicina un hijo moribundo de los fundadores del convento, recuperó la salud repentinamente. Así manifestó el Señor cuán grata le había sido la limosna que en ellos y por amor suyo había hecho el buen religioso. Las oraciones alivian a las almas del Purgatorio, pero se dobla, se centuplica su eficacia cuando son acompañadas de la mortificación. El ayuno, la limosna, la
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abstinencia de tal o cual bocado o bebida, que agradarían pero de que no hay necesidad; con privarse de una diversión, con sufrir un genio contrario, con tolerar con paciencia un contratiempo, un dolor, cumplir el propio deber, etc. pues tales mortificaciones, sobre ser al espíritu utilísimas, son grandemente aceptas a Dios. Incluso las pequeñas oraciones sirven a las almas del Purgatorio. Dios más que nosotros, ama aquellas almas y así les aplica todo lo que hacemos por ellas, incluso un leve pensamiento: todo. En una ocasión Santa Teresa de Jesús, cuyas oraciones eran tan eficaces, que la serpiente infernal se valía de todos los medios posibles para estorbarle que orase por los difuntos, dice ella misma lo siguiente: "En cierta ocasión me retiré a mi oratorio el día de Difuntos, a rezar por ellos el Oficio, y apenas abrí el Breviario se puso sobre él un deforme monstruo que me estorbaba el leer. Me defendía con la señal de la cruz, y el maligno se fue; pero cuando volvía a empezar los Salmos tornaba él también a darme la misma incomodidad, y así ocurrió por tres veces. Ni fue posible alejarlo hasta que con agua bendita rocié el Breviario, y dirigí contra él algunas gotas. ¡Oh, entonces echó a huir precipitadamente y me dejó acabar el Oficio! Y vi en el mismo instante salir del Purgatorio algunas almas a las cuales sólo faltaba aquel escaso sufragio, que el enemigo procuraba impedir” La oración involuntariamente distraída, sirve, tiene valor, pero lo tiene más si nos esforzamos en poner atención en lo que estamos haciendo. Decía Santa Gertrudis el Oficio de difuntos en unión con las monjas por un converso del monasterio, y vuelta a Nuestro Señor le suplicó se dignase decirle, que una vez que aquellas preces habían sido ordenadas por la Iglesia para rogar por todos los difuntos, qué parte correspondía al converso por quien las decían. Y el Señor, con la admirable ordinaria familiaridad que, como es sabido, acostumbraba tener con esta Santa, contestó: - Aunque todo esto valga por la salud de las almas difuntas, sin embargo, sacan provecho incomparablemente mayor siempre que se ruegue por ellas con afecto devoto, aunque sea con pocas palabras. Si una persona, teniendo cubiertas las manos de un lodo pegajoso, se hiciese echar agua en ellas para limpiarlas, no hay duda que con el tiempo y la mucha agua se limpiarían; pero si al mismo tiempo que echan el agua se frota una con otra las manos, poco tiempo y poco agua bastarían para dejarlas bien limpias. El efecto de la oración distraída y tibia, aunque continuada, es semejante al primer caso; el de la atenta y devota, aunque corta, es semejante al del segundo. Y así, ten entendido que una sola palabra que nazca de un ardiente afecto es más a propósito para obtener la remisión de las penas de un difunto, que oficios enteros y muchas oraciones dichas con distracción y tibieza. Las oraciones dispuestas por la Iglesia alivian a los difuntos cuando se dicen, pero el afecto caritativo que acompaña a la intención que dirige estas preces, es la medida para conocer el fruto que saca de ellas el alma por quien se ofrece. ¿Puede haber necesidad mayor que la de estar uno sumergido en un mar de tormentos donde el afán, la congoja, las penas, son atrocísimas? Llaman al Purgatorio alambique de cuantas penas se sufren en el mundo; porque a la manera de los químicos, que de muchos elementos reunidos, por medio de este instrumento sacan uno que contiene la fuerza y vigor de todos los otros, así Dios, reuniendo las enfermedades naturales, los suplicios violentos, las penas de los ajusticiados, los tormentos de los mártires, todas las penalidades de este valle de lágrimas, forma una sustancia de fuego en el Purgatorio, el cual atormenta con dolor más penetrante que lo haría la quintaesencia de todos aquellos males, porque aquel fuego, por ser instrumento de la Divina Justicia, tiene una afinidad, una fuerza de la que el nuestro no es ni la sombra.
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Tertuliano llama al Purgatorio "Infierno temporal", porque no hay otra diferencia de uno a otro que la de tener o no tener fin, que por lo demás, igual es en ambos el fuego que atormenta; con el mismo, dice San Agustín, es purgado el justo y atormentado el réprobo. He aquí por qué se considera de grandísimo precio la caridad ejercida con aquellas pobres almas, porque no se trata de consolar a un enfermo, cubrir a un desnudo o dar pan a un hambriento, sino de librar a un alma, a un prójimo, de tan acerbos males. Es tanta más grande esta piedad cuanto mayor es el bien que impetra, aunque nosotros no podamos tener idea de él, porque no la tenemos de la felicidad de que gozan los bienaventurados, las almas entretanto la tienen bien cabal, mientras que viendo cara a cara a Dios, su principal y último fin, y unidas estrechísimamente con este objeto infinitamente amable, hacia el cual son atraídas por el mismo con dulcísima vehemencia, gozan de la felicidad que nadie será capaz de turbar por toda la eternidad. Es tal el deseo de ellas de llegar a este término, que las atormenta incomparablemente más que el fuego que las abrasa. Así justamente es tan intolerable a un alma del Purgatorio la falta de la visión divina, que todas las demás penas le parecen nada en comparación de esta sola. No hay duda, pues, que es de infinito precio una caridad que les hace entrar en posesión de tal y tanto bien. No sólo es esto amor al prójimo sino también directa y muy principalmente amor de Dios, porque desea Nuestro Señor en gran manera tener consigo y hacer participantes de su gloria a estas amadas almas. ¡Como si su compañía le añadiese algún bien! ¡Como si no fuese completamente feliz mientras no las haga participantes de su propia bienaventuranza! Son estas almas hermanos que redimió, e hijos que adoptó el Salvador por medio de su preciosísima Sangre; y no es posible dudar del gran servicio que le hace quien por su caridad es causa de que cuanto antes, libertadas de la deuda esclavitud que sufren, sean restituidas a los brazos de su Padre. Porque si sería indecible el consuelo que recibiera un rey en abrazar en su Corte a un hijo qu ,penando largo tiempo entre cadenas de bárbaros, le fuese restituido por el valor y fidelidad de un buen amigo, si sería igualmente inexplicable el gozo de un esposo que vuelve a recobrar a la esposa que la muerte estaba para arrebatarle, y tanto el rey al fiel amigo como el esposo al hábil médico, no sabrían cómo manifestar su profunda gratitud a tales servicios, ¿cuál no deberá ser el contento del Divino Padre y Hermano en recibir en su seno las almas rescatadas, y la benevolencia que en su Corazón queda impresa a favor de los que con su caridad le hicieran el servicio de elevarlas hasta obtener la perfecta libertad de hijos de Dios? Con esto, además, enviamos al Cielo verdaderos amantes de Dios, y perfectos adoradores de su infinita Majestad. Entre las tinieblas y miserias de esta vida no podemos nosotros conocer ni amar dignamente la bondad de Dios; está esto reservado a las almas que, libres ya del cuerpo, al ver a Dios cara a cara y sin velo se encienden en tal amor de este objeto amabilísimo, cuanto es el conocimiento que les comunica de sus infinitas perfecciones. ¡Qué dulces deben ser los actos de gratitud que al entrar en el Cielo hacen las almas a la infinita misericordia de Dios! ¡Qué obsequiosos los actos de adoración al reverenciar sus incomprensibles perfecciones! ¡Qué ardiente, en fin, el acento con que clamarán: ¡Bendición, honor, gloria y gracias a nuestro Dios por los siglos de los siglos! Pues bien, de estos actos de amor perfectísimo, de estas acciones de gracias, de estas bendiciones que se anticipan, son causa aquéllos que, librando las almas del Purgatorio con sus sufragios, oraciones, limosnas, rosarios, misas, etc. aceleraron su entrada en el Cielo. Sígase de aquí qué grata es a Dios la caridad que se usa con las almas del Purgatorio. Así no es de extrañar que le dijese Dios a Santa Brígida: "Siempre que
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libráis un alma del Purgatorio hacéis al Señor tal servicio como si a Él mismo lo libraseis de la esclavitud. Seréis recompensados en tiempo oportuno"". Difícil es resolver a quién sea más provechosa, si a los vivos o a los difuntos, la mutua correspondencia de caridad que hay entre unos y otros, porque si grandes son los beneficios que obtienen los que pasan a mejor vida, no son menores los que éstos procuran y consiguen para los que les ayudan, rezan y se sacrifican por ellos. La vida de la Venerable Madre Francisca del Santísimo Sacramento, carmelita descalza, es muy a propósito para formar de esto cierta idea, y de ella tomaremos algunas particularidades acerca del asunto. Era llamada, y con razón, la "Devota de las almas del Purgatorio", pues toda su vida fue una continua y admirable solicitud en auxiliarlas. Todos los días ofrecía por ellas el Santo Rosario, al cual llamaba el "Limosnero del Purgatorio", ofrecía todos los sacrificios, mortificaciones y penalidades que sufría a favor de las almas del Purgatorio. No contenta aún con todo esto, hablaba a las monjas, y hacía con ellas santos compromisos con el fin de procurar sufragios en común para el Purgatorio. Exhortaba a los sacerdotes que iban a su iglesia a que, mientras lo permitiese el rito, no dejasen de celebrar misas de difuntos; y a los seglares que diesen largas limosnas por los difuntos. Tal era, en suma, su premura por aliviar a la iglesia purgante, que se privó de todas sus obras satisfactorias, ofreciendo por ellas las penitencias que hacía, la Regla que observaba y las indulgencias que pudiera ganar. El enemigo en medio de esto no descansaba, valiéndose de este mismo género y altamente caritativo desprendimiento, procuró afligirla con la idea de que hallándose al fin de la vida sin méritos para satisfacer por sus propias culpas por haberlos imprudentemente cedido a otros, habría de padecer duros y prolongados tormentos en el Purgatorio. Pero sobre que no hizo mucha impresión en su generosa alma este argumento, fundado todo en interés propio, las almas del Purgatorio tuvieron buen cuidado de acudir a decirle que estuviese tranquila, porque ellas en el Cielo serían sus abogadas para impetrar la exención de toda pena; que pensase sólo en el gran cúmulo de gracia y de gloria que sin cesar iba adquiriendo con tan heroica caridad. Así correspondieron en este lance a su generosa bienhechora. Digamos algo más sobre esto. Frecuentísimas eran las visitas que recibía de las almas del Purgatorio, ya para pedir auxilio, ya para darle gracias por el bien recibido. Unas veces se llegaban a la puerta de su celda y allí esperaban como el mendigo a la puerta del rico, a que saliese por la mañana para pedirle la limosna de sus oraciones. Otras entraban en ella, y si la hallaban durmiendo se estaban en silencio hasta que despertaba; y, como al abrir ella los ojos se quejase amorosamente de esta consideración, contestaban, que sabiendo muy bien que necesitaba de reposo, no habían querido interrumpirla; además de que, añadían, no nos es molesto el esperar, porque recibimos alivio con sólo estar a tu lado". Si al entrar la hallaban despierta, para que no sospechase que fuera ilusión del diablo la saludaban diciendo: - Dios te salve, sierva de Dios y Esposa de Cristo: Jesús sea contigo. Y acercándose a una cruz que tenía con varias reliquias, la besaban y reverenciaban con gran respeto. Si por acaso estaba rezando el Rosario se lo tomaban de las manos, y lo besaban y estrechaban en su corazón, dando así a entender que no en vano la llamaban a ella, como dejamos dicho: "El Limosnero del Purgatorio". Cuando estaba enferma o padeciendo alguna tribulación de espíritu, redoblaban sus cuidados; visitándola con más frecuencia y procurando aliviarla con oficiosidad amorosa. Cuando, finalmente, había de sufrir algún fuerte ataque del enemigo (que bramaba contra ella por las muchas almas que arrebataba de sus manos), se anticipaban
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ellas a advertirle que venía la tempestad, que estuviera alerta, y acogiéndose a la oración se armase de paciencia. Notable es sobre todo, la forma con que se presentaban para moverla a compasión, pues se le ponían delante con los mismos instrumentos que las atormentaban, y fueron la causa de la pena que merecieron. A veces eran obispos con mitra, báculo y ornamentos pontificales, todo de fuego. - He aquí, sierva de Dios - le decían- lo que padecemos por la ambición de haber solicitado esta dignidad y no haber correspondido a las grandes y santas obligaciones que lleva consigo. A veces sacerdotes arrojando llamas de la tonsura, atormentados con horrible cadena de fuego en forma de estola, con las vestiduras sagradas puestas, atormentándoles cada una en particular modo, y con las manos llenas de úlceras tan extrañas como los dolores que causaban. - Todo esto padecemos - decían - por haber manejado con irreverencia el divino Cuerpo y Sangre de Jesús en el altar, y por no haber administrado los Sacramentos como era debido. Se le presentó, entre otros, un religioso rodeado de ricos escritorios, sillas, mesas, cuadros y otros muebles, todos preciosos, pero todos de fuego; porque con ellos, y contra el santo voto de pobreza, tenia adornada su celda. Es peregrino, finalmente, el atavío con que se presento un escribano de Soria, pues no pudo menos la Madre Francisca de preguntarle: -¿Qué clase de instrumentos son esos que os atormentan? - Este tintero- dijo – y estas plumas de fuego son los instrumentos de que me serví para cometer infidelidades en mis escritos, y fomentar así los pleitos con solo el fin de ganar más; esta baraja hecha ascua que tengo en la mano es una pena de la desmedida afición que tuve al juego, y sobre todo por las trampas que hacía para llevarme el dinero de los compañeros; esta bolsa ardiendo es en la que guardaba el dinero mal adquirido. Dios por su misericordia me iluminó a la hora de mi muerte para arrepentirme de corazón de mis pecados, y esto me salvó; pero fui sentenciado a un largo y atroz Purgatorio, en el que estoy y seguiré padeciendo si vos, sierva de Jesucristo, no me aliviáis con vuestras oraciones. Gran amargura causaban a la sierva de Dios tales apariciones; pero quedaba bien recompensada cuando, liberadas por su caridad, volvían a darle las gracias y prometerle su protección en el Cielo. Digamos, por último, algo de lo que pasó con Don Cristóbal de Rivera, obispo de Pamplona. Tuvo noticia este prelado de la extraordinaria devoción de la Madre Francisca para con las almas del Purgatorio, y como había tenido revelación de que padecían en el Purgatorio tres obispos antecesores suyos, atendida la pena que esto le causó procuró aliviarlos con buen número de sufragios; y porque concurría en aquellos días la publicación de la Bula de la Santa Cruzada, le vino el pensamiento de remitir a la Sierva de Dios catorce, con encargo de aplicar tres por los tres obispos, y las restantes a voluntad de la misma. A la noche siguiente se presentaron los tres obispos a darle gracias por su caridad, suplicándole además que en su nombre las diese al piadoso obispo de Pamplona. Infinidad de almas acudieron a pretender alguna de las once bulas restantes, y aunque se deja bien conocer la solicitud que cada una pondría para obtener la gracia, no por eso se quejaban, ni de la bienhechora, ni de las afortunadas que fueron preferidas. Supo esto el obispo, y sin más le mandó Bulas en buen número, a cuya pretensión fue asimismo extraordinario el número de almas que concurrió, pues acudían a su celda a la manera que el pueblo acude a la iglesia en día de jubileo. Hecha al fin la aplicación de
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las Bulas y retirándose todas las almas solicitantes, sobrevinieron dos almas suplicando se les aplicase una Bula. La bienhechora les dijo que las socorrería con otros medios, que en cuanto a Bulas no había quedado ninguna. - Registrad bien - replicaron ellas - que estamos seguras de que aún quedan dos por aplicar. Registró, y halló que efectivamente habían quedado dos de ellas en un lugar apartado. La grave necesidad y la eficacia del socorro habían dado luz a las pobres almas para descubrir las dos Bulas, que aplicadas les sirvieron de pasaporte al Paraíso. No siempre las almas del Purgatorio exigen de nosotros grandes sufragios, cuantiosas limosnas, rigurosos ayunos, ásperas penitencias ni devociones arduas; sólo nos piden y se contentan con facilísimas obras, con breves oraciones, y ni aún ésta consiguen, pudiendo decir con razón: - Lo que más nos aflige es el ver que si no entramos en la Gloria no es porque de ella nos separe algún inmenso Océano, sino el ligerísimo arroyuelo de una pequeña limosna, de una oración breve y facilísima de decir, con lo cual seríamos poco a poco aliviadas, hasta salir al fin de este lugar de tormentos Y en prueba de que esto es así, lo manifiesta bien el testimonio que nos dejó un santo obispo, el cual soñando vio que un niño sacaba a una mujer de una grandísima profundidad por medio de un hilo de plata en cuya extremidad había un anzuelo de oro. Levantándose por la mañana y mirando por la ventana de su habitación vio un niño de diez a doce años que rezaba arrodillado en una sepultura del cementerio. Hecho venir a su presencia y preguntado qué hacía, respondió "que rezaba un Padrenuestro y un Miserere por el alma de su madre, que estaba allí enterrada. El obispo comprendió entonces que el Señor le había manifestado con el sueño la eficacia del Padrenuestro significado en el anzuelo de oro, y del Miserere, indicado en el hilo de plata, para librar aquella alma del Purgatorio por medio de la caridad de aquel buen hijo. La devoción que en esta vida tenemos a determinados Santos, es también muy provechosa para cuando estemos en el Purgatorio (muy pocos se libran de ira él: sólo los grandes Santos y los mártires). De cuánto provecho sea a las almas del Purgatorio la intercesión de los Santos que en vida reverenciaron de un modo particular, lo demuestra bien la admirable visión que tuvo la bienaventurada Juana de la Cruz, religiosa franciscana muy amada de Jesús. Le tuvo un gran afecto a esta santa religiosa un prelado constituido en insigne dignidad; pero después la despreció y aborreció con no menor odio, a causa sin duda de alguna saludable advertencia que le hiciera, como hace creer lo que después diremos. Porque olvidando ese eclesiástico lo que debía a su estado, cometía graves defectos en el habla, en su porte arrogante y en el descuido que tenia de las almas sometidas a su cuidado: por donde no es de maravillar que después de muerto padeciese en el modo extraordinario que vamos a ver. Así que la caritativa Juana supo su muerte, volviéndole bien por mal se aplicó a rogar por su descanso eterno con todo el fervor que le sugería su presentimiento de lo que habría de padecer. Y, en efecto, orando por él una noche, he aquí que se ofrece a sus ojos una figura sobremanera deforme y horrible: era el prelado con una mordaza en la boca, y cubierto de andrajos y funesto luto. Andaba como las bestias, y no pudiendo hablar, rugía como toro agarrotado: en la cabeza y en la frente tenia ciertas manchas, que indicaban pecados particulares; sobre sus espaldas había algunas almas que penaban por el mal ejemplo que él les diera, y sobre sí mismo tenia algunos infernales espíritus que le golpeaban por todas partes, y particularmente en la cara, los cuales quitándole la mordaza le pusieron en la boca una trompa, de la que salió un sonido tan espantoso que aterró a la santa, ya grandemente afligida por lo horrible del espectro, y más todavía por
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ignorar si tal padecer pertenecía al Purgatorio o al Infierno. Volvióse, pues, a su ángel custodio, que estaba allí presente para saberlo, y éste le contestó: - Dios te lo revelará a su tiempo. La Santa, presintiendo por esto sólo quién sería, empezó a implorar la divina clemencia a favor del desdichado; y para inclinarla a su favor recordaba algunas obras buenas que sabía había hecho, y en especial la devoción que profesó a un Santo, cuyo nombre no dice el historiador. -Señor- decía – no ignoráis la devoción que profesaba a vuestro Santo, el culto particular con que lo honraba, los sentimientos de piedad con que a él se encomendaba, y cuya confianza en él era tanta que hizo pintar su imagen para siempre honrarlo y tenerlo presente. ¡Señor, válgale su intercesión para librarlo de tales tormentos! Así rogaba y continuó rogando hasta que al cabo de algunos días vio entrar en su celda un toro, entre cuyas astas se veía la imagen del Santo hecha pintar por el atormentado, no de otro modo que a San Eustaquio apareció el ciervo llevando la imagen del Salvador entre sus astas. Al lado del toro y junto a la imagen venía el difunto, pero no ya en el miserabilísimo estado que antes, el cual saludando a la Sierva de Dios le dijo: - Yo soy aquel por quien tanto te has interesado. Por tus ruegos y los de este santo, mi protector, me ha concedido la inefable misericordia de Dios la singularísima gracia de que esta misma imagen me haya servido de escudo contra los asaltos más fieros del enemigo, de fortaleza en mis mayores padecimientos y de alivio en los penosísimos suplicios por donde he pasado, muchos de los cuales ya no me atormentan. Y así como por el devoto afecto que siempre profesé a mi Santo, y aún a vos, antes del tema imprudente y temerario que contra vos tomé, se ha servido el Señor aligerar mis tormentos, así espero por su protección y vuestra caridad hallar pronto el fin de mis penas. -¡Así sea! - contestó Juana- Y aún también por el consuelo que tengo en saber con certeza que os halláis en lugar de salvación, que me ha afligido en gran manera el temor de no ser así al veros en tantos y tales suplicios como los que padecíais la vez primera que os vi. -¡Oh! – replicó el difunto – Lo que me habéis visto padecer no es ni la sombra de lo que realmente he sufrido: es inexplicable e incomprensible. Dicho esto, y después de haberle pedido perdón de los agravios que le hizo, le manifestó su gratitud por los sufragios que debía a su caridad, y se aparto de su vista. La Santa, empero, no lo olvidó, y continuó rogando por él, y aún se presentó en el Purgatorio a consolarlo, hasta que finalmente le reveló el Señor haber sido liberado y conducido al Cielo. Este suceso que la Santa tuvo oculto por algún tiempo, juzgó después ser conveniente manifestarlo, y lo contó en efecto a las monjas, tanto para que se formasen alguna idea de las penas del Purgatorio, como para que sirviese de estímulo a su caridad para rogar por los que en él padecen. Jesús dijo a Vassula (vidente ortodoxa que predica por la unificación entre católicos y ortodoxos): -¡Si supieras cuántas almas sufren en este momento en el Purgatorio!. Líbralas del Purgatorio, para que puedan venir a Mí, ellas desean ardientemente estar conmigo, pero son incapaces a causa de las manchas de sus almas. Líbralas con oraciones y con sacrificios, líbralas amándome, adorándome; líbralas encadenándote a Mí y a mi Cruz, líbralas en actos de amor, líbralas compartiendo mis sufrimientos. Vassula, esas almas suspiran por Mí y por estar de nuevo unidas a Mí y para siempre, pero deben primero purificarse antes de estar en mi Presencia.
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- Señor, Tú has dicho: "...y de estar de nuevo unidas a Mí". ¿Han estado contigo algún tiempo después de la muerte? - Yo he liberado sus almas y sus cuerpos, Yo les he mostrado mi Santo Rostro sólo un instante, y sus ojos, liberados al punto de su velo, inmediatamente se han puesto en presencia de la Verdad, viéndome cara a cara en mi Pureza y mi Luz. Comprobando cuán manchadas están sus almas por el pecado, a pesar de su ardiente deseo de echarse en mis brazos abiertos y seguirme, comprenden que esto es imposible antes de purificarse. Entonces en su inmenso dolor de arrepentimiento, se preparan a ser purificadas. Esto les duele y las consume, más allá de lo que puede decirse, porque no pueden verme. Mi ausencia las consume. En el Purgatorio, la causa de su mayor sufrimiento es mi ausencia. Con el fuego experimentan también otras formas de sufrimientos, según sus pecados. Preparad vuestras almas por anticipado. No esperéis que la muerte os eche en las sombras, guardad vuestra alma limpia y sin tacha, alimentáos de mi Cuerpo y bebed mi Sangre lo más a menudo que podáis. Arrepentíos muchas veces, estad dispuestos para ese día. Ayunad. El ayuno os ayuda. Escuchad mi Voz y preparad vuestra alma como si nuestro encuentro debiera ocurrir hoy mismo. No esperéis. Esperar es dormirse, esperar es dejar vuestras lámparas sin aceite. Estad prestos a encontrar a vuestro Salvador. Yo os amo a todos hasta la locura. Comprended que por mi Misericordia infinita, quiero prepararos a todos. Cada gota de amor es utilizada para liberar a las almas del Purgatorio. Amándome con fervor extingues sus llamas y las liberas de ellas y de su agonía. Después, Yo, el Señor, puedo por fin recibirlas. - Aquí - habla Vassula - he comprendido que Jesús sufre por no ver todavía a estas almas del Purgatorio junto a Sí. Los parientes son los más obligados a pedir por los suyos: se lo deben por lazos de sangre, de amor, de caridad. Juan Gerson, canciller de la Universidad de París, nos dejó constancia en sus obras de una carta enviada desde el Purgatorio por una madre a su hijo. Dice así: "Hijo mío amadísimo, ¿cómo no piensas en tu pobre madre? Escucha mis ruegos; oye los ayes que me arrancan estas ardentísimas llamas, estos tormentos con que me aflige la divina Justicia. ¡Ay! Tú me amabas: apresúrate, por el amor que me tuviste te lo ruego, apresúrate a dar algún alivio a esta agonía, porque ella es tal que no hay lengua para explicarla, ni entendimiento que pueda concebirla. Ruego a la divina Misericordia que se compadezca de mí: haz limosna a los pobres, haz tú mismo alguna penitencia, que todo esto me aliviará en mis penas y disminuirá el tiempo de ellas. ¡Oh si pensases en tus propios pecados, y arrepentido de ellos te volvieras a Dios, ofreciéndole por mí tu venturosa conversión; esto equivaldría a sacarme con tu mano de este penosísimo lugar y acercarme a los umbrales del Cielo, o abrirme sus puertas de par en par. Cuando vivía, siempre estabas amable conmigo y obediente aún a mis insinuaciones. ¡Oh!, decía yo, tal docilidad sólo puede tenerla un hijo que tiene muy presentes los días que lo llevé en mis propias entrañas, los dolores con que le di el ser, la sangre con que lo alimenté, y los cuidados con que atendí a su educación. ¿Cómo, pues, has podido volverte tan negligente y aún desamorado? ¿Qué se ha hecho de la promesa que con lágrimas me hiciste, de que la muerte no sería bastante para borrarme de tu memoria, en especial porque siempre tendrías presente que ya no te quedaba otro camino para continuar tus oficios de buen hijo que el rogar a Dios por mí? Pues bien, hijo mío; todavía soy tu madre y tú el hijo mío. Sirvan estos gemidos a despertar el amor filial que siempre en ti experimenté, y la promesa con que me consolaste en la separación. Piensa, hijo mío, que si te afligía lo que entonces me veías padecer, aquellos no son dolores que sólo son el término ordinario de la vida; lo que hoy padezco es lo
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que merece el nombre de dolor, y para el que no hay otro remedio que las oraciones de los fieles vivos. ¡Ay! Una madre ¿a quién ha de acudir sino a su propio hijo? De la cárcel del Purgatorio. Tu afligidísima madre"... Desgraciadamente, los parientes sólo se limitan a decirles a sus difuntos la misa de funeral, y ya está... Después se olvidan de ellos, no les rezan, no les dicen misas... ¡Triste! Sobre todo teniendo en cuenta de que con la misma medida que ellos traten a sus difuntos serán ellos tratados a la hora de su muerte. Y al revés, los que piden mucho por los difuntos, cuando ellos estén en el Purgatorio, serán ayudados abundantemente por los demás, como así han hecho ver muchas revelaciones de Dios, la Virgen y los Santos, y las mismas almas del Purgatorio. Si tenemos nosotros alguna devota práctica a favor del Purgatorio, procuremos no omitirla; y si no la tuviéramos, abracémosla, pues mucho importa al Purgatorio, al Cielo y a la tierra que sean socorridas aquellas infelices. En el convento de Clermont, Francia, una noche, en que el prior paseaba rezando salmos por el claustro, un fraile converso del mismo convento que había fallecido por aquellos días le sujetó la mano diciendo: - Padre prior, decid a los frailes que están obrando mal, porque no me pagan la deuda. Entendiendo el prior la voz y sintiendo inmóvil la mano, no vio a nadie, y estupefacto, convocó a los frailes en Capitulo y les refirió lo que había oído, enterándose de que muchos frailes aún no habían satisfecho sus sufragios al difunto hermano, por lo cual los amonestó a que no aplazasen el pagar la deuda del atormentado. Las almas del Purgatorio sufren horrorosamente segundo a segundo nuestros descuidos y negligencias. Un fraile llamado Mateo, lector, devoto predicador y tenido por los demás frailes en concepto de piadoso cuando era estudiante en París, murió más tarde desempeñando el cargo de lector en su provincia. A los nueve días de su fallecimiento se apareció a cierto fraile que estaba rezando. Preguntándole ésta cómo se encontraba, respondió: - Bien, porque ahora, después de purgado, me voy a Cristo. Extrañado el fraile, dijo: -¿Cómo habéis permanecido tanto tiempo en el Purgatorio? - Por la negligencia de los frailes- dijo- pues si hubiesen rogado por mí, al tercer día hubiera volado al Cielo. Es pura caridad lo ue hacemos por las almas del Purgatorio y desean encarecidamente cualquier sufragio que podamos hacer por ellas. Un buen religioso acostumbraba rezar alguna oración siempre que pasaba delante de un cementerio. Un día iba tan distraído, que no se acordó de hacerlo. Los muertos que en él había, entristecidos por semejante omisión, salieron de sus sepulcros y entonaron aquel versículo de David que dice: "Y los transeúntes no dijeron la bendición de Dios sea con vosotros"... Asombrado el monje con semejante espectáculo, se detuvo, y, pesaroso de su falta, añadió al instante lo que sigue en el mismo versículo de David: - Os bendecimos en nombre del Señor. Y, como si, en efecto, hubiesen recibido la bendición del Señor, aquellos aparecidos difuntos, inclinando sus cabezas, mostraron su agradecimiento al religioso, y enseguida desaparecieron. Esta visión hizo que el siervo de Dios se animara grandemente a seguir con tan piadosa costumbre. Siempre que pasemos cerca de una sepultura o divisemos algún cementerio, recemos alguna oración en sufragio de los
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difuntos, sin olvidar nunca esta devota práctica para no incurrir en la otra vida de negligentes o descuidados. San Francisco de Sales solía decir que en sola la obra de misericordia de rogar a Dios por los difuntos se encierran las otras trece, y se expresaba así: "¿No es en algún modo visitar a los enfermos el alcanzar con oraciones, y buenas obras, el alivio de las pobres almas que están padeciendo en el Purgatorio? ¿No es dar de beber al sediento, el dar parte en el rocío de nuestras oraciones a aquellas pobres almas, que tanta sed tienen de ver a Dios, y que se abrasan en vivas llamas? ¿No es dar de comer al hambriento, el contribuir a su libertad por los medios que la fe nos enseña? ¿No es esto verdaderamente redimir cautivos y encarcelados? ¿No es vestir al desnudo el procurarles un vestido de luz, y de luz de gloria? ¿No es hospedar al peregrino el solicitar a aquéllos pobres desterrados la entrada en la celestial Jerusalén, y hacerlos conciudadanos de los santos, y familiares de Dios en a eterna Sión? ¿No es mayor obsequio llevar almas al Cielo, que amortajar y sepultar cuerpos en la tierra? Y en cuanto a las obras de misericordia espirituales, el rogar a Dios por los muertos, ¿no es obra cuyo mérito puede compararse con el de enseñar al que no sabe, dar buenos consejos al que los ha de menester, corregir al que yerra, perdonar las injurias, y sufrir con paciencia las adversidades y flaquezas de nuestros prójimos? ¿Y qué consuelo, en fin, se puede dar a los tristes de esta vida, que pueda compararse con el que nuestras oraciones dan a aquellas pobres almas en tan gran aflicción y penas? Creo que no se puede presentar un motivo más fuerte para invitar al alma piadosa a rogar por los difuntos, visto que esta sola razón es un haz de testimonios y una aglomeración de todas las obras de misericordia. Una viuda noble y rica de Bolonia tenía un solo hijo, que era la pupila de sus ojos. Acostumbraba este joven entretenerse con otros de su edad en un juego que hacían ordinariamente en el camino real, por el cual acertó a pasar un forastero armado, que con algunas indiscreciones perturbó a los jóvenes en su juego. El de la viuda, que era un poco vivo, le reprendió con alguna aspereza, y el forastero tan pronto a encolerizarse como a echar mano a la espada, desenvainando la que llevaba lo atravesó, dejándolo muerto a sus pies. Pocos instantes le duró la satisfacción de la "victoria", porque asaltado inmediatamente de los remordimientos, comenzó a correr con la espada ensangrentada en la mano, entrando en la ciudad aturdido, y tomando refugio en la primera casa que sus ojos le mostraron abierta. Era justamente la de la viuda, hasta cuya habitación entró, no creyéndose libre de la justicia en el portal. Refirió lo que le había ocurrido, suplicándole lo ocultase lo mejor posible para poder evadirse de las manos de la Justicia, que no podría menos de ocuparse pronto de él. La santa mujer, llena de caridad, buscó el lugar más secreto de la casa y lo escondió en él lo mejor que supo. Avisada la Justicia del suceso y de la casa donde había entrado el asesino, no tardó en presentarse en ella. Preguntada la dueña si estaba allí, y contestando negativamente, los ministros, no creyendo en la respuesta, antes bien confirmándoles hallarse allí el semblante todavía pálido de la señora, pues aún no había vuelto en sí del terror que le causara la vista del asesino con la espada ensangrentada en la mano, visitaron toda la casa, registrando con cuidado las habitaciones y rincones de ella. Cansados de registrar sin fruto, al retirarse dijo en voz alta uno de los ministros: - Esta señora debe ignorar que el asesinado es su propio hijo, porque de lo contrario, en vez de ocultar al asesino lo delataría. Ya pueden imaginarse la impresión que tales palabras, confirmadas muy en breve con otro aviso, harían en el corazón de la madre... Volvió en sí, y fijando su
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pensamiento en Jesús crucificado, encontró allí el bálsamo para curar la cruelísima llaga que la fatal noticia había hecho en su espíritu. Sometióse resignada a la disposición de Dios, y el Señor premió este gran acto de virtud inspirándole que perdonase al asesino de su hijo, como lo hizo de todo corazón: y aumentándosele la luz y fervor del Espíritu Santo, procedió a lo que todavía es más heroico, a hacer bien a su enemigo; pues con magnanimidad verdaderamente cristiana, resolvió y llevó a efecto instituir heredero al asesino de una buena parte de los bienes que pertenecían a su hijo. Hecho y manifestado esto al interesado, y después de haberlo provisto de medios y de consejo, le entregó el mejor caballo de los de su hijo, con el que en tiempo oportuno salió de la ciudad y se salvo. Hasta aquí el suceso. Vengamos ahora al que hace a nuestro intento, es decir, al premio que el Cielo acordó a tan sublime virtud. Habíase retirado esta santa mujer a una habitación donde tenía la imagen del Salvador, para hacer oración por el descanso de su hijo, cuando he aquí que, apenas arrodillada, se presenta éste alegre, vestido con blanquísimo manto, y rico con todas las dotes del cuerpo glorioso, y acercándosele le dijo: -¡Enjuga esas lágrimas, que no es día de llanto, sino de regocijo, ni yo soy digno de lástima, sino de santa envidia! ¡Heme aquí glorioso y eternamente bienaventurado! El acto de generosa virtud con que no sólo has perdonado, sino, lo que es mucho más meritorio, has beneficiado además al que me quitó la vida, me ha liberado inmediatamente de la cárcel del Purgatorio. ¡Oh madre mía! Te debo infinitamente más por la vida eterna que me has dado, que por haber nacido hijo tuyo: tu virtud ha borrado el justísimo decreto con que la justicia de Dios me había sentenciado al prolongado Purgatorio que merecían mis muchos y antiguos pecados. Me voy a la Gloria, ¡tu incomparable piedad es la autora de tanto bien!... La Justicia de Dios es inflexible, pero jamás se deja vencer de nosotros en liberalidad. Si queremos que perdone la deuda de sus penas a las almas del Purgatorio y las reciba en su seno, perdonemos a nuestros enemigos las injurias, haciéndoles participes de nuestro amor, que no dejará Dios de pagar perdón con perdón y amor con amor. César Costa, arzobispo de Capua, mirando al sacerdote Julio Mancinello con un vestido tan destrozado que apenas podía resguardarse del frío, le regaló una capa de invierno, con la cual, saliendo un día aquel religioso, después de la muerte del arzobispo, vio salirle al encuentro al prelado difunto, quien, rodeado de vivo fuego, le pedía por caridad aquella capa. Se la quitó prontamente de las espaldas el buen siervo de Dios y se la dio al espíritu aparecido, el cual embozándose en ella, en vez de quedar ésta toda consumida por el fuego, detenía y extinguía de tal manera las ardientes llamas, que sintió gran alivio el difunto. Todas las obras de caridad aplicadas a las almas del Purgatorio repercuten en aquellos hermanos nuestros tan necesitados. Un sacerdote muy devoto de las almas del Purgatorio fue transportado en espíritu al templo de Santa Cecilia, en Transtíber (Roma); donde, en medio de un crecido número de ángeles y santos, se le apareció María Santísima, sentada en trono resplandeciente, y mientras que en derredor reinaba un profundo silencio, vio que en medio de aquél sublime congreso se postraba hacia la augusta Virgen, en ademán humilde, una mendiga cubierta de un vestido andrajoso, pero que llevaba sobre los hombros una piel de rarísimo precio, la cual con copiosas lágrimas imploraba la piedad por el alma de un ciudadano romano muerto pocos momentos antes. Era éste Juan Patricio, señor de gran caridad, pero condenado por algunos defectos al Purgatorio.
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- Esta preciosa piel que yo llevo encima - exclamaba la piadosa mujer- me la dio el difunto, ¡oh María!, por amor tuyo, en el umbral de tu basílica, en ocasión que yo me moría de frío. Un don tan sublime no puede quedar sin premio; un acto tan generoso no puede menos de mover tu corazón a socorrerlo. Socórrelo, pues, Madre de las misericordias, en esta hora en que se encuentra en la mayor necesidad; dale la vestidura de la Gloria, pues él me dio a mí esta otra, tan rica, por tu amor. Tres veces repitió esta fervorosa plegaria la piadosa mujer, y, haciendo eco a sus súplicas el coro de ángeles y de santos allí presente, ordenó María que le fuera presentado Juan al momento, el cual llegó cargado de pesadas cadenas. Y mientras esperaba el éxito de la llamada, le hizo señal de gracia la Reina del Cielo, y se vio en un momento libre de sus ataduras, y recibido y acogido por Ella cual hijo querido y como hermano y compañero por aquella dichosa Corte de habitantes de la Gloria, que entre aplausos y voces de regocijo, lo condujeron a tomar posesión de su reinado en el Cielo. En esto desapareció la visión, quedando para nosotros el fruto, y si lo queremos, copioso, del ejemplo de la piadosa mendiga de rogar a María y a interponer la mediación de los ángeles santos para impetrar la libertad de las almas del Purgatorio, con oraciones, sacrificios y limosnas. Es este mundo un reino en el cual tiene cabida no menos la Bondad que la Justicia de Dios, y donde si una vez se hace sentir el azote de la Justicia divina, campean mucho más los rasgos generosos de la amable Misericordia. Mas en el otro mundo no será así. Serán divididas y separadas las regiones de la Misericordia y de la Justicia, la primera triunfará completamente en el Cielo, y la segunda hará sufrir los más terribles suplicios en el Infierno. Y en el Purgatorio, ¿cuál de los dos divinos atributos reinará, la Misericordia o la Justicia? Siendo el Purgatorio una habitación del abismo, reina en él igualmente aquel atributo que hace tan espantoso el Infierno: la inflexible Justicia Divina. La Santidad, la Justicia, el amor mismo de Dios hace inexorable su brazo en castigar a las almas del Purgatorio. La Santidad, porque siendo ésta esencialmente contraria a toda imperfección defecto, no puede absolutamente permitir que entre en la Gloria ninguna alma manchada. La Justicia, porque debiéndose resarcir todo derecho ultrajado de la Divinidad, no puede menos de castigar a aquellas almas hasta que haya exigido de ellas por completo su deuda. El amor, porque, deseándola muy semejantes a Sí mismo, las purifica en las penas hasta que se hagan una copia de la Suprema Bondad. De aquí es que, a pesar de ser Dios rico en piedad y misericordia y de amar entrañablemente a aquellas almas, no puede, sin embargo, en su presente providencia, conceder la más leve remisión, ni de los defectos ni de las penas, de sus hijos en el Purgatorio, sino que debe sacar enteramente la gloria de su santo nombre, aún de aquellas mismas penas que, no por placer de verlas padecer, sino por el purísimo fin de hacerlas dignas de Sí, les aplica la Divina Justicia con una acerbidad sin igual, pues exigiéndonos no tanto la pena cuanto la perfección de aquellas almas, y no siendo ellas capaces de obtenerla por faltarles la libertad, que es la fuente de todo mérito en vida, conviene que sea compensada y suplida por la acerbidad del suplicio, que sólo la Omnipotencia y la Justicia de Dios pueden decretar con proporcionada medida. Deduzcamos, por tanto, qué intensidad de penas domina en el Purgatorio, capaces de superar casi el rigor del mismo Infierno. La Iglesia cristiana es un cuerpo moral cuya cabeza es Jesucristo, dividida en tres particulares Iglesias como en otros tantos miembros que la componen: la Iglesia triunfante, que reina en el Cielo; la purgante, que padece en el Purgatorio, y la militante, que combate sobre la tierra. Ha entre estas Iglesias una mutua comunicación de caridad que se llama Comunión de los Santos en virtud de la cual se ayudan mutuamente y se socorren. Por consiguiente, si Dios por la Ley que se ha impuesto a Sí mismo, no puede
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socorrer a las almas del Purgatorio, lo pueden, no obstante, las otras dos Iglesias, y en esto es digna de admiración la economía de la Divina Providencia, la cual, mientras reserva para Sí la parte de la rigurosa Justicia, confiere a otros la de la piadosa misericordia en sufragio de las almas del Purgatorio. Los bienaventurados del Cielo, en medio de su felicidad, no se olvidan de las almas del Purgatorio, y si bien no les es dado merecer por sí mismos, pudiendo, sin embargo, rogar por otros, no cesan de implorar la divina clemencia a favor de la Iglesia militante; para que nosotros merezcamos por las almas del Purgatorio. En nuestras manos están, pues, las llaves de aquella cárcel profunda, y poseemos abundancia de aguas prodigiosas para apagar aquellas llamas tan ardientes. Arrebatada en espíritu la Beata Mariana de Quito, vio en una plaza una mesa llena de oro, plata, diamantes, perlas y todo género de piedras preciosas, y oyó una voz que decía fuertemente: -¡El tesoro está a disposición de todos, quien quisiere, coja y aprovéchese de él! Era este tesoro imagen del don mucho más precioso de las santas indulgencias (Misa, Rosario, limosnas, sacrificios, etc.) expuesto todos los días en la Iglesia a común beneficio de los fieles. Quien desee, pues, valerse de él para sí o para los otros, dése a ganar estos privilegios, y no dejemos de aplicarlos por las almas del Purgatorio a quienes acarrean tanto bien, y que con tanta ansia las esperan de nuestra caridad. Sólo los mortales podemos librar a aquellas almas benditas de sus atrocísimas penas con todo género de sufragios y buenas obras. ¡Qué vasto campo se abre a nuestra caridad para que la despleguemos en alivio de aquellos infelices! Apliquemos la hoz a tan rica mies, y hagamos que nuestras obras, hechas con el más ardoroso empeño, correspondan a la facultad de que nos vemos revestidos. Hay una práctica muy hermosa que podemos hacer en favor de las almas del Purgatorio. Esta práctica devota se deriva de las promesas hechas por Jesús a Sor María Marta Chambón: "Concederé todo lo que se me pida por la invocación de mis Santas Llagas". "Cada vez que miréis al Divino Crucificado con corazón puro, obtendréis la libertad de cinco almas del Purgatorio, una por cada llaga". Es decir, que si nosotros con toda devoción, ante un crucifijo pedimos a Jesús: "Señor por tus cinco llagas saca a las almas del Purgatorio", cinco almas subirán al Paraíso gracias a nuestra oración recurriendo a los méritos infinitos de Nuestro Señor en la Cruz. De dos maneras se puede procurar alivio a las almas de los difuntos: por gracia y por justicia. Por gracia, cuando por pública o privada intercesión la Iglesia implora para ellas del Altísimo la libertad; y entre las públicas intercesiones, la más eficaz es cuando Nuestro Señor Jesucristo, Cabeza de la Iglesia, se pone por Medianero en el Santo Sacrificio de la Misa, pues entonces se renueva el sacrificio del Calvario y se ofrece la Sangre, la Carne, la Humanidad y la Divinidad del Salvador para romper las ataduras de los pecados y hacerlas felices en el Cielo. Y siendo este sacrificio, por razón de la Víctima, de un valor infinito, una sola Misa sería por sí misma suficiente para librarlas a todas del Purgatorio, mas porque el fruto se aplica a medida de la intención del que ofrece el sacrificio, de la aceptación del Señor y de la disposición de las mismas almas, por eso apresurémonos a ofrecer las más que podamos para su rescate, en lo cual experimentarán ellas gran alivio. Otro modo de pública intercesión es cuando los fieles, reunidos en un Cuerpo, imploran en las sagradas solemnidades, piedad para los difuntos. ¡Qué eficaces son las oraciones hechas en común para el Purgatorio! A la eficacia de la pública oración, el ángel de la paz y de la luz desciende a aquella profunda caverna para romper las cadenas que las oprimen y conducirlas al gozo eterno de la Gloria. Dice el Señor, por boca de David, que si el pueblo fiel le invocare en favor de ellas, Él no podrá menos que escuchar sus oraciones. Alcemos, pues, todas las manos a
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Dios para alcanzar a aquellos desgraciados la libertad que tan ardientemente anhelan. También las oraciones privadas de los fieles sirven para procurar al Purgatorio refrigerio y salvación. Nosotros ofrecemos a Dios plegarias fervorosas, y como nuestra oración sube a lo alto, así desciende la Divina Misericordia a aquella prisión. La oración es la llave del Cielo, el medio más eficaz para mover el corazón de Dios. Por las oraciones de los vivos se conmueven de tal modo las entrañas misericordiosas del Señor, que derrama a manos llenas sobre las almas de los difuntos las gracias, los perdones, la gloria. ¡Qué fácil es socorrer al Purgatorio! ¿Quién podrá alegar sinceramente impotencia o ignorancia de orar o hacer alguna que otra limosna en su favor? Roguemos, pues, ya privadamente, ya reunidos en las públicas iglesias, oremos con fervor y con frecuencia al Señor para que se mueva a piedad de nuestros difuntos. El emperador Teófilo, aunque había sido en vida gran perseguidor de las sagradas imágenes, no obstante, habiéndose arrepentido antes de morir, detestó sinceramente sus culpas; mas no pudo en aquel último trance hacer debida penitencia de ellas, por lo que hubo de pagar la deuda del Purgatorio. Su piadosa consorte, Teodora, que tanto había trabajado por su conversión, hizo mucho más para librarlo de las penas de la otra vida. No sólo con ella toda su Corte se desahogaba en lágrimas y fervorosísimas oraciones, sino que mandó, además, ofrecer sacrificios y plegarias en todos los monasterios, y recurrió también al gran patriarca de Constantinopla, Metodio, para que con su clero multiplicase las públicas y privadas oraciones en sufragio del alma de su difunto esposo. No pudo resistir el corazón de Dios a la fuerza de tantas oraciones, por lo cual, en medio del fervor de las súplicas comunes, apareció a aquel venerable prelado, en el templo de Santa Sofía, un ángel resplandeciente de celestial luz, que dijo: - Han sido oídas tus oraciones, y, en virtud de las mismas, fue perdonada a Teófilo toda deuda. La misma Teodora tuvo en este tiempo una visión prodigiosa, en la cual el eterno Juez le aseguró que por sus súplicas y por las de sus sacerdotes, Teófilo salía libre del Purgatorio. Por lo cual, las oraciones y las plegarias, no sólo en la Corte, sino también en toda la ciudad de Constantinopla, se convirtieron en hacimiento de gran júbilo por la glorificación conseguida al emperador difunto. He aquí el efecto de las oraciones de los fieles por las almas de los difuntos, hagámoslas también nosotros con tal fervor que experimenten los nuestros lo más pronto posible el deseado socorro. Se socorre a las almas del Purgatorio por justicia cuando se redimen de su pena con limosnas o se descuenta con ayunos. La limosna es un precio desembolsado para compensar los derechos de la Divina Justicia, da una satisfacción equivalente a la pena, libra de los lazos del pecado y admite a la participación de la divina gracia. Es como un agua que cae sobre el Purgatorio, mitiga y extingue las llamas de aquel terrible fuego, y es una de las obras de caridad más eficaces que pueden ejercer los vivos en favor de los difuntos para granjearles la felicidad de la Gloria. Mas no considera tanto el Señor la cantidad de la limosna sino el afecto con que se hace. Ya seamos, pues, ricos, ya pobres, procuremos todos dar la limosna que podamos, según nuestras posibilidades, para bien del Purgatorio, pues cuanto fuere mayor el mérito de hacerla, tanto más copioso será también el rescate de aquellas almas benditas. Las donaciones que se hacen a la Iglesia en sufragio de los difuntos, les causa alivio y salvación, pues son contadas como limosna, sirviendo al culto de la religión y al refrigerio de los fieles. Entran igualmente en la clase de limosnas todas las demás obras de caridad corporales y espirituales para con el prójimo, y cuantas veces se hacen con intención de socorrer a las almas del Purgatorio se recoge un doble fruto: el de socorrer a un mismo tiempo a los necesitados de esta vida y a los más pobres de la otra. Se descuenta, finalmente, la
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pena debida a la Divina Justicia con los ayunos, y bajo el nombre de ayuno se comprende todas las especies, no solamente de voluntarias penalidades, sino también de las tribulaciones inevitables de la vida, siendo todas obras satisfactorias por los pecados. ¿Quién hay que no pueda de alguna manera mortificarse a sí mismo, ya en las potencias del alma, ya en los sentidos del cuerpo? ¿Quién es aquel a quien no aquejan muchos males en el curso de la vida, ya generales, ya particulares? ¿Por qué no negociamos con las aflicciones en beneficio de aquellas almas? Cada padecimiento nuestro es para ellas un verdadero alivio, como si las mismas lo sufriesen, cuando lo ofrecemos a Dios en descuento de sus penas. Nada perdemos de mérito orando de este modo; antes bien, lo acrecentamos, pues al sobrellevar los males con paciencia añadimos el ayudar caritativamente a otros. Tomemos, pues, la costumbre de tolerar y de ofrecer todos nuestros trabajos en sufragio de las almas del Purgatorio, de esta manera agradaremos más a Dios, mereceremos más nosotros y socorreremos mucho más a aquellos infelices prisioneros. Las almas del Purgatorio fueron en vida obedientes a la Ley de Dios, justas en sus obras y victoriosas de sus enemigos. De aquí que el Señor las ama y quiere con indecible transporte, y les tiene preparadas en el Cielo coronas de gloria, mas, entretanto, debe portarse inflexible y severamente. Por esto, estimulado igualmente por los rigores de la Justicia y por los tiernos impulsos de la Misericordia, dirige alternativamente sus miradas a aquellas almas que penan, y a nosotros, que podemos darles la libertad, y al paso que se mueve severo hacia aquellas, por exigirlo así la inmutable Ley eterna, se nos muestra a nosotros todo piedad y Misericordia, y llega hasta a rogarnos que le libremos del tan penoso contraste, que le hagamos una dulce violencia, que detenga su diestra armada, que arrebatemos de ella el azote con que hiere y atormenta a aquellas almas. Queriendo Don Bernardino de Mendoza mostrar un rasgo de generosa piedad para con el Purgatorio, en el día de la conmemoración de los Fieles Difuntos hizo solemne donación a Santa Teresa de Jesús de una casa con jardín sita en Valladolid, para que se erigiese en ella sin demora un monasterio en honor a la Santísima Virgen María. Mas ocupada la Santa en la fundación de otras casas religiosas, iba dilatando la ejecución de la empresa, cuando el caballero, sorprendido por mortal accidente, fue arrebatado de este mundo. Sintió muy al vivo Teresa este golpe, y no dejaba de dirigir fervorosísimas plegarias por él al Altísimo, que se dignó revelarle hallarse Mendoza libre del Infierno, pero no del Purgatorio, de donde no saldría antes que en el nuevo monasterio se hubiese celebrado por primera vez la Santa Misa. Aunque con esto se apresuraba la Santa grandemente por ponerse lo más pronto posible en camino para Valladolid, y allí dar principio a la obra, se vio obligada a detenerse todavía en Ávila, por negocio de gran interés, y puesta un día en oración, se le apareció de nuevo el Señor, que del modo más eficaz la incitó a desembarazarse cuanto antes y llevar a debido efecto la piadosa intención del caballero, para rescatarlo así de las atrocísimas penas del Purgatorio. Movida por tan piadoso impulso, expidió al punto Teresa a Valladolid al sacerdote Julián de Ávila para que fuese disponiendo las cosas de la nueva fundación, y de allí a poco llegó ella misma para dar principio a la obra. Mas porque la grandiosidad de ésta requería largo tiempo, mandó fabricar una capilla interinamente para comodidad de aquellas religiosas que había llevado consigo. Sentía no poco no pudiese poner término con prontitud a la gran iglesia del monasterio, por temor de que se retardase el rescate del alma del caballero hasta el término de la misma; mas su temor fue vencido por la generosidad del Señor, porque con la primera Misa celebrada en la susodicha capilla, mientras el sacerdote Julián presentaba la sagrada forma, Teresa, arrebatada en espíritu, vio el alma de Mendoza que volaba del Purgatorio al Cielo.
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"El Purgatorio es semejante a un campo, en donde la gloria de Dios está en pie, como una mies ya madura. No se dice una sola oración para las almas benditas, sin que Dios sea glorificado por los sentimientos de fe, esperanza y caridad que han dictado esta oración. Ninguna de esas almas recibe el más tenue alivio a sus sufrimientos sin que Dios encuentre inmediatamente un acrecentamiento de gloria, en la honra rendida a la preciosa Sangre de su Hijo y en el progreso que el alma ha hecho hacia la felicidad eterna" (P. Faber) Apenas estas almas, que nosotros habremos rescatado, entren en el Cielo, empezarán a alabar a Dios de manera tan sublime, cual no nos podemos hacernos idea. ¡Qué alegría poder contribuir así a todos estos actos de amor, que sin duda no se hubieran producido sin nuestra mediación! ¡Qué satisfacción también poder pensar que esos elegidos que nos deben su felicidad ruegan por nosotros mientras luchamos todavía sobre la tierra! "Bienaventurados los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia", ha dicho Nuestro Señor Jesucristo. Aliviar a las almas del Purgatorio es practicar en conjunto todas las obras de misericordia y darnos lugar a oír al Salvador decirnos un día: "Venid, benditos de mi Padre, a poseer el reino que os ha sido preparado...porque lo que habéis hecho a estas almas que sufrían es a Mí a Quien lo habéis hecho". Si todos los cristianos oyesen como debieran las voces de lamento de las almas del Purgatorio, sería tal la muchedumbre de los sufragios que cual copiosa lluvia bajaran al Purgatorio, que se apagarían aquellas ardientes llamas. Mas la tierra es muy avara de socorros, y son escasos los consuelos que se proporcionan a las afligidas almas que padecen en aquella profunda mazmorra de dolor. Auméntase su pena con nuestro cruel olvido, tanto más reprensible cuanto mayor es la obligación que tenemos de socorrerlas. San Cirilo dice que la tierra y el Purgatorio forman un singular contraste. En aquella profunda cárcel del Purgatorio padecen las almas todo género de tormentos, y en la tierra apenas hay quien vuelva a ellas los ojos para compadecerse de su amargura. De allá se pide con lúgubres gemidos algún socorro, y aquí apenas hay quien se ponga a escucharlas. De allá se reclaman los sufragios prometidos y el cumplimiento de las mandas piadosas, y aquí, apenas hay quien se mueva a prestarles auxilio. Allá todo es lágrimas y desolación, y aquí apenas hay en los corazones una sombra de la ternura y compasión que se deberían empeñar se en abrir las puertas de aquella prisión de fuego. ¿Quién creería que hallase en los hombres tanta insensibilidad, en los cristianos tanta crueldad, en los amigos y parientes tanta ingratitud y perfidia? Y en nosotros, ¿qué es lo que hay? Y las almas del Purgatorio, ¿se portan con los hombres con igual dureza? ¿Dan gritos de venganza? ¡Ay de nosotros si así lo hicieran! La Divina Justicia está encendida en una santa ira por la crueldad con que miramos a aquellas almas justas encomendadas a nuestra misericordia, y si ellas se quejasen de nosotros, sin duda que caería sobre nuestras cabezas el rayo de su indignación. Pero son hijas e imitadoras fieles de aquel Dios que desde su Cruz pedía perdón para los que lo crucificaban, lo mismo hacen ellas en favor de aquel hermano, de aquel hijo, de aquel esposo que, olvidando su antiguo cariño, prolongan su martirio por no socorrerlas. Las almas del Purgatorio ruegan por nosotros, detienen el brazo del Omnipotente, y, en vez de castigos, nos alcanzan mercedes, favores. Si no nos mueven sus gemidos, conmuévanos su piedad y solicitud a favor nuestro, y correspondámosles con iguales sentimientos de caridad, trabajando por ellas hasta librarlas de su angustia y tormentos. No tan sólo es bueno, sino que es también muy justo rogar por los difuntos, ya que es uno de los grandes deberes de todo cristiano. Exige la caridad que socorramos a nuestros prójimos cuando tienen la necesidad de nuestra ayuda y nosotros por nuestra parte no tenemos grave impedimento en hacerlo. Pensaremos que es cierto que aquellas
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ánimas benditas son prójimos nuestros, pues aunque murieron y ya no están en la presente vida, no por eso dejan de pertenecer, como nosotros, a la Comunión d los Santos. Así lo afirma San Agustín con estas palabras: "Las almas santas de los difuntos no son separadas de la Iglesia". Y más claramente lo afirma Santo Tomás, el cual, tratando esta verdad, dice que la caridad que debemos a los difuntos, que pasaron de esta vida a la otra en gracia de Dios, no es más que la extensión de la caridad que tenemos en este mundo a los vivos. La caridad, dice, que es un vínculo de perfección y lazo de la Santa Iglesia, no solamente se extiende a los vivos, sino también a los muertos que murieron en la misma caridad. Por donde debemos concluir que debemos socorrer en la medida de nuestras fuerzas a las ánimas benditas, como prójimos nuestros, y pues su necesidad es mayor que la de los prójimos que tenemos en esta vida, saquemos en consecuencia que mayor es la obligación que tenemos de socorrerlas. Porque, en efecto, ¿en qué necesidad se hallan aquellas santas prisioneras? Es verdad innegable que sus penas son inmensas. San Agustín no duda en afirmar que el fuego que las atormenta es más cruel que todas las penas que en este mundo nos pueden afligir. Lo mismo piensa Santo Tomás y añade que su fuego es el mismo del Infierno. En el mismo fuego en el que el condenado es atormentado, dice, es purificado el escogido. Si ésta es la pena de sentido, mucho mayor y más horrorosa es la pena de daño que consiste en la privación de la vista de Dios. Es que aquellas almas santas amigas de Dios, no tan sólo por el amor natural que sienten hacia el Señor, sino principalmente por el amor sobrenatural que las consume, se sienten arrastradas hacia Él, mas como no pueden llegarse por las culpas que las retienen, siente un dolor tan grande que, si fueran capaces de morir, morirían de pena a cada momento. De tal manera, dice San Juan Crisóstomo, esta privación de la vista de Dios las atormenta horriblemente más que la pena de sentido, que mil infiernos reunidos no les causarían tanto dolor como la sola pena de daño. Y es esto tan verdadero que aquellas almas, amigas del Señor, con gusto escogerían todas las penas antes que verse un solo momento privadas de la vista y contemplación de Dios. Por eso se atreve a sostener el Doctor Angélico que las penas del Purgatorio exceden todas las que en este mundo podemos padecer. Dionisio el Cartujo refiere que un difunto, resucitado por intercesión de San Jerónimo, dijo a San Cirilo de Jerusalén que todos los tormentos de la presente vida comparados con la pena menor del Purgatorio, parecen delicias y descanso, Añadió que si uno hubiera experimentado las penas del Purgatorio, no dudaría en escoger los dolores que todos los hombres juntos han padecido y padecerán en este mundo hasta el Juicio Final, antes que padecer un día sólo la menor pena del Purgatorio. Por eso escribía el mismo San Cirilo a San Agustín que las penas del Purgatorio, en cuanto a su gravedad, son lo mismo que las penas del Infierno: en una sola cosa principalísima se distinguen, en que no son eternas. Son por tanto espantosamente grandes las penas de las ánimas benditas del Purgatorio, y además ellas no pueden valerse por sí mismas. Reinas son y destinadas al reino eterno, pero no podrán tomar posesión de él, y tendrán que gemir desterradas hasta que queden totalmente purificadas. Tendrán que quedar presas entre aquellas cadenas hasta que hayan pagado cumplidamente a la Justicia divina. Así lo decía un fraile cisterciense, condenado al Purgatorio, al hermano sacristán de su monasterio: - Ayúdame- le suplicaba- con tus oraciones, que yo por mi nada puedo. Y esto mismo repite San Buenaventura con aquellas palabras. Tan pobres son aquellas benditas ánimas, que por sí mismas no pueden pagar sus deudas.
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Lo que sí es cierto y dogma de fe es que podemos socorrer con nuestros sufragios y sobre todo con nuestras oraciones a aquellas almas santas. La Iglesia alaba estas plegarias y ella misma va delante con su ejemplo. Siendo esto así, no sé como puede excusarse de culpa aquél que pasa mucho tiempo sin ayudarles en algo, al menos con sus oraciones. Si a ello no nos mueve este deber de caridad, muévanos el saber el gozo grande que proporcionamos a Jesucristo, cuando vea que nos esforzamos en romper las cadenas de aquellas sus amigas para que vayan a gozar de su amor en el Cielo. Muévanos también el pensamiento de los muchos méritos que por este medio adquirimos, puesto que hacemos un acto de caridad tan grande con aquellas benditas ánimas; y bien seguros podemos estar que ellas a su vez, agradecidas al bien que les hemos procurado, sacándolas con nuestras oraciones de aquellas penas y anticipándoles la hora de su entrada al Cielo, no dejarán de rogar por nosotros cuando ya se hallen en medio de la bienaventuranza eterna. Decía el Señor: "Bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia. Pues si el bondadoso Galardonador promete misericordia a los que tienen misericordia con sus prójimos, con mayor razón podrá esperar su eterna salvación aquél que procura socorrer a almas tan santas, tan afligidas y tan queridas de Dios, como son las almas del Purgatorio. A sí mismo considera Nuestro Señor todo lo que hacemos por las almas del Purgatorio... Cuando Santa Catalina Tomás tenía cinco años murió su padre. Terminada la Misa que le dijeron se le apareció con aspecto dolorido. Catalina rezó entonces por su padre durante varios días ente sollozos y de rodillas. De pronto, vio que alguien bajaba del Cielo y le decía: - No te preocupes ya por tu padre; alza los ojos y lo verás. Y lo vio, efectivamente, rodeado de resplandores, entre un coro de bienaventurados. Y se oía un canto tan suave, que la pequeña corría por la calle diciendo: -¡Mi padre está en el Cielo, venid a verlo! Melania, la pastorcilla a quien se le apareció la Virgen en La Salette (Francia), cuenta acerca del Purgatorio: "Un día, que guardaba las vacas de mi patrona, pensaba en la infinita misericordia de mi Soberano Bien y me vino un ardiente deseo de salvación de todas las almas; aspiraba a sufrir por todos los pecadores a fin de que saliesen del pecado y estuviesen con Jesucristo para amarle únicamente. No sé cómo pasó esto; mientras estaba postrada con la cara en la tierra, me encontré absorta, y como en sueños, vi al ángel de mi guarda que me dijo: - Hermana, ven conmigo, te haré ver a las almas amigas de Dios que lo aman sin poder unirse a Él, porque manchadas con el pecado, deben ser purificadas, pero si quieres ofrecer por ellas al Padre Eterno la Sangre y la Pasión de Jesús, serán limpias de sus pecados e irán a unirse con Dios. De repente, salimos como volando, después descendimos, la tierra se abrió, entramos en un oscuro subterráneo que parecía cavernoso en su interior; en un tercer vuelo alcanzamos la puerta, si se puede llamar puerta, de la terrorífica visión de toda clase de sufrimientos y tormentos en un fuego líquido mezclado con llamas y del sufrimiento horrible del hambre, la sed, los deseos insatisfechos... En toda esta gente, una multitud de almas caídas en el más horroroso sufrimiento, no vi dos cuya pena fuese semejante; todos sus castigos eran diferentes, dependían de la malicia con que habían cometido el pecado y del conocimiento con que lo habían hecho. La vista de todo esto me resultaba insoportable, recé, recé por todas las almas resignadas y santas, pedía a Dios que por la Pasión y Muerte de Jesús concediese un alivio a todas esas almas y
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librara a setenta y dos por el amor de María, Virgen y Cooperadora de la Redención del género humano. Al instante vi acudir al ángel de Dios, tenía en su mano un cáliz lleno de la preciosa Sangre del Cordero que quita los pecados del mundo. Derramó algunas gotas sobre las llamas que enseguida disminuyeron de altura e intensidad, después sobre las almas que esperaban la caridad de las oraciones de los cristianos para volar al seno de Dios, y así fueron liberadas... ¡Si los pecadores!... ¡Si las personas consagradas al servicio de Dios pudieran darse cuenta o figurarse el agudo dolor, las terribles y devoradoras llamas, producidas por la Justicia divina!...Los sentidos sin freno en esta vida, cada uno tiene su tormento. Vi un gran número de almas con la boca llena de un fuego líquido que bebían... ¡Oh blasfemos del loable y santo nombre de Dios, del Santo Sacramento, de María Inmaculada!...Todas las almas no se purifican con el fuego. Vi que sufrían de apatía. Allí existen todos los sufrimientos, de todas las clases, especies y formas...Pensé para mis adentros: Dios quiere que su atributo de Justicia sea glorificado...Ciertamente me hará falta venir a este lugar oscuro par expiar las manchas de mis pecados, estaré privada de contemplar a mi amado Jesús, a causa de mis imperfecciones, y, con el sufrimiento, ya no podré merecer más... ¿Me desperté? No, volví en mí; y me vi en el sitio donde estaba antes de este traslado, con mis vacas... Con plena lucidez, guardaba el vivo retrato de lo que había visto, y que se me había explicado sin proferir una sola palabra"...
LA MISA ES EL MEJOR SUFRAGIO PARA LAS ALMAS DEL PURGATORIO La oración más importante que se puede aplicar por los difuntos es la Santa Misa. La Misa no sólo alivia a las almas del Purgatorio como sacrificio propiciatorio para satisfacer las penas, sino que les ayuda también como sacrificio impetratorio, para obtener el perdón. Así se desprende y aparece de manifiesto por la atención que pone la Iglesia en esto, ya que no sólo ofrece la Misa por las almas del Purgatorio, sino que ruega en todas las misas por su liberación. Murió en un convento de los Frailes Menores de París un religioso llamado, por su pureza de vida, el Angélico. Un maestro de Teología que había sido su gran confidente, aunque sabía bien la costumbre de aquel sagrado asilo, es decir, la obligación que tenía cada sacerdote de celebrar tres misas por el alma de cada difunto de la Orden, sin embargo, dejó de ofrecerlas esta vez por el alma de dicho religioso, pues, por la alta perfección de santidad a que había llegado éste, creyó su compañero que sería admitido sin demora en el número de los celestes bienaventurados. Pero, ¡qué engañosos son los juicios de los hombres!...Aquel religioso, creído tan perfecto, cayó en el Purgatorio, donde esperaba en vano los acostumbrados sufragios de su amigo, de quien se los prometía aún mayores. Se le apareció una noche, quejándose amargamente de tal descuido. Sorprendióse el teólogo y quiso excusarse diciendo que no había jamás pensado que perfección tan sublime hubiese debido ser refinada en el fuego del Purgatorio. - No se puede comprender humanamente - dijo el fraile difunto - qué rigurosos son los juicios de Dios y qué severamente castiga todo defecto. Los cielos no son
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limpios en su presencia, encuentra en los humanos espíritus de qué reprenderlos, y purifica toda mancha y defecto con tanto rigor de justicia, que emplea toda la fuerza de su Omnipotencia para purificar con el más vivo fuego las almas y hacerlas dignas del Cielo. A estas palabras, arrepentido de su negligencia el teólogo, ofreció en los tres días siguientes el augusto sacrificio del altar en sufragio de aquella alma, con tanta devoción, que consiguió librarla del Purgatorio. Mas la lección recibida, si fue favorable al difunto, no fue de menor eficacia al mismo religioso, el cual se dedicó después tan de veras a santificar su vida, que de sublime teólogo de los divinos misterios pasó a ser un vivo modelo de perfección cristiana. Si vieras a tu padre o a tu madre a punto de ahogarse en un estanque, y su salvación no te costara mas esfuerzo que el de alargar la mano, ¿no estarías obligado, por justicia y caridad, a alargar aquella mano para socorrerlos? ¿Por qué no lo haces? Con los ojos de la fe veis tantas pobres almas, tal vez las de vuestros más próximos parientes, abrasándose en un estanque de llamas, ¿y no queréis padecer una insignificante incomodidad para oír, en su alivio, una sola misa con devoción? San Jerónimo dice que cuando se celebran las misas por algunas almas del Purgatorio, aquel fuego, que para las otras almas tiene una cruelísima e invariable voracidad, suspende para ésta su terrible rigor, de manera que no padecen ninguna pena mientras dura la Santa Misa, además, dice también este Santo, por cada misa que se celebra salen del Purgatorio muchas almas. A una madre que por largo tiempo había derramado lágrimas inconsolables por la muerte de su hijo sin socorrerlo con oraciones, misas y limosnas, dignóse el Señor, para dirigir su ternura a objeto más provechoso, mostrarle en espíritu una procesión de jovencitos, los cuales, engalanados con cándidas vestiduras enriquecidas con varios adornos, se dirigían alegres hacia un magnífico templo. El templo era el Cielo; las blancas vestiduras, la fe; los varios y preciosos adornos eran las obras de caridad. Aquella desolada madre, que tenía siempre fija la mente y el corazón en su perdida prenda, andaba en busca de él ansiosa y afanada en medio de aquella turba escogida, mas a pesar e la atención con que fijó por todas partes la vista, no le fue posible descubrirlo sino allá el último de todos, cubierto de un vestido oscuro, humedecido de pies a cabeza, y que apenas podía dar libremente un paso. Derramó a tal vista la madre un copioso torrente de lágrimas, con voz anhelante e interrumpida por los suspiros, dijo: -¿Por qué, hijo mío, te hallas tan distinto de los demás y tan abatido? ¿Por qué te quedas tan atrás del camino? El triste joven respondió: -¿Ves esta vestidura tan lúgubre y mojada? Ese es el beneficio del luto que conservas por mí y de las lágrimas que derramas continuamente. El llanto y el luto me agravan, y no me permiten seguir el paso de mis compañeros. ¡Pon término de una vez al doloroso desahogo de la naturaleza, y si de veras me quieres y deseas verme feliz, anima tu fe, y con obras de caridad socórreme! Haz por mí piadosos sacrificios, oraciones y misas como tienen por costumbre las otras madres, no menos amantes que tú, pero sabias y religiosas, y entonces podré caminar al mismo paso de mis compañeros y llegar así alegre y consolado al término suspirado de la Gloria. En esto desapareció la visión, y quedó la madre tan deseosa en procurarle de allí en adelante socorros espirituales, cuanto había sido antes liberal en derramar por él incesantes lágrimas. Entre todos los sufragios que se ofrecen por las almas del Purgatorio, ninguno es más eficaz, ya para mitigar sus penas, ya para abreviar el término de ellas, como la
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Sangre de Jesucristo que en el Sacrificio de la Misa se ofrece al Eterno Padre par satisfacer su Divina Justicia. En la Universidad de Colonia, estudiaban dos religiosos de la Orden de Santo Domingo, célebres ambos por su saber y virtudes: el Beato Enrique Susón, y otro de no menor perfección., El hábito, la igualdad de ciencia que estudiaban y la virtud los unían en la más estrecha amistad. No había entre ellos secreto, ni aún de los dones sobrenaturales que Dios les comunicaba; y así es que Enrique manifestó al otro el secreto ignorado de muchos, de llevar sobre su corazón el nombre santísimo de Jesús grabado a fuego, y de lo que quedó tan conmovido el buen religioso, que no contento con tocar aquellos sagrados caracteres, los besó y bañó con sus lágrimas. Concluidos los estudios y debiendo partir cada uno para su convento, hicieron antes el santo contrato de que muerto el uno, el otro debería auxiliar al difunto con dos misas cada semana, el lunes de Réquiem y el viernes de Pasión, mientras el rito lo permitiese. Hecho este acuerdo se abrazaron y partieron. Pasados algunos años supo Enrique haber pasado a mejor vida su buen compañero, a quien desde luego encomendó a Dios y continuó haciéndolo todos los días, y no una sola vez, sino varias en cada uno; pero en medio de esto nunca le vino a la memoria lo pactado en Colonia respecto a las dos misas cada semana. Oraba Enrique una mañana en una capilla interior del convento, cuando he aquí que se le presentó el amigo antiguo, quien con palabras propias de sus padecimientos y de la justísima causa que tenía para quejarse de su amigo, le echó en cara el haber olvidado el santo acuerdo que la cordial amistad de ambos había firmado y sellado al despedirse en Colonia. El Beato Enrique Susón se defendió lo mejor que pudo, culpando a su memoria y asegurándole que fuera de esto le había ayudado con oración continua y otros sufragios. - Lo sé, hermano mío – replicó el difunto – pero no basta - ¡Sangre, Enrique – exclamó levantando la voz –Sangre es lo que yo necesito para refrigerarme en las ardentísimas penas que padezco, y para abreviar el tiempo de ellas! No bastan a mis graves necesidades ni tus oraciones, aunque fervorosas, ni tus penitencias, aunque rigurosísimas; se necesita que la Sangre de Jesucristo que se ofrece en el Sacrificio de la Misa, baje a templar la vehemencia de las llamas que me atormentan ésta es el agua que refrigera y al fin apaga el fuego. - Está bien hermano mío – contestó Enrique enternecido – Misas tendrás, y las tendrás en mucho mayor número que el que te prometí. En efecto, Enrique suplió la falta haciendo celebrar un número muy considerable de misas en poco tiempo; de manera que aún continuaban celebrándose cuando el poco antes afligidísimo amigo se presentó de nuevo rodeado de luz y colmado de gozo, y después de abrazarlo afectuosamente y de besar el santísimo nombre de Jesús que llevaba grabado en el pecho, se elevó hacia el Cielo, para ir a ver cara a cara a aquel Dios, escondido bajo las especies sacramentales, por Quien había obtenido el fin de sus padecimientos. Las almas del Purgatorio sufren mucho y cuando se aparecen para solicitar oraciones y misas por sus almas, es porque tienen un especial privilegio de Dios: todas no pueden aparecerse. San Nicolás de Tolentino descollaba entre sus virtudes la caridad para con las almas del Purgatorio, en cuyo sufragio aplicaba sus frecuentes penitencias y misas. El Purgatorio experimentaba tan gran alivio por su caridad, que le enviaba de cuando en cuando embajadas para animarle a redoblar sus caritativas obras. Hallábase en el santo retiro de Vallimani, cerca de Pisa (Italia), cuando habiéndose retirado a descansar la noche de un sábado, se le presentó en sueños una
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persona afligida, que con voz compasiva le suplicó que al día siguiente celebrase por él y por otros que padecían atrocísimos tormentos en el Purgatorio. Parecióle a Nicolás reconocer la voz del suplicante, mas para mejor asegurarse le preguntó: -¿Y quién eres tú? - Soy – contestó – el alma de tu amigo Fray Peregrino de Osino, que libre por la misericordia de Dios de las penas eternas, pago el resto de mis culpas entre cruelísimas llamas, y vengo a suplicarte en nombre de multitud de almas, que a la mañana siguiente, y lo más pronto que puedas, nos hagas la caridad de ofrecer la misa en sufragio nuestro, porque esperamos acabar nuestras penas con tu auxilio, o cuando menos, en gran manera aliviarlas. A lo que el Santo, con toda suavidad contestó: - Ayúdeos el Salvador por los méritos de la preciosísima Sangre con que os redimió, que en cuanto a mí me es imposible, ni celebrar temprano, porque he de decir la misa conventual, ni celebrar por vuestra intención, porque debo aplicar el sacrificio por la Comunidad. El alma, dando un suspiro, dijo entonces: -¡Ay! Venid conmigo, venid, os pido por amor de Dios, que si yo os hago ver lo que padecen las almas, seguro estoy que vuestro piadoso corazón no me dejará desconsolado. Dicho esto le pareció haber sido conducido a una inmensa llanura hacia la parte de Pisa, donde le hizo ver innumerables almas de toda edad, condición y sexo, que padeciendo diversos y durísimos tormentos, al verlo todas se dirigieron a él, suplicándole con voz dolorosa y ademanes compasivos que no les negase los sufragios del Santo Sacrificio que le pedían. - He aquí – dijo entonces el alma de Fray Peregrino – En vuestra presencia tenéis las almas que me han enviado a implorar vuestra piedad, porque estamos firmemente persuadidos que vuestras súplicas harán tal violencia a la Divina Misericordia, que no podrá menos de concedernos la suspirada indulgencia. No pudo el siervo de Dios ver tal espectáculo sin sentirse fuertemente conmovido, de manera que despertándosele una dolorosa impresión se puso de rodillas, y con fervorosas lágrimas imploró la misericordia de Dios para mitigar las penas que había visto sufrir; ni cesó de orar hasta que, apuntando el alba se fue a referir al Prior, tanto la aparición de Fray Peregrino como el Purgatorio que le había hecho ver, y las súplicas que desde él se le hacían de decir misa por los difuntos en aquella misma mañana. Oído el suceso, conmovido el Prior no menos que el Santo con tal relación, juzgó que no sería faltar a las Reglas del monasterio si por aquella vez, y caso tan extraordinario, permitía que otro celebrase en su lugar y aplicase la misa conventual, para que él celebrara a la hora y por la intención que deseaba, y que continuase haciendo lo mismo todos los días de la semana. El Santo, sin detenerse un momento, se preparó, y dijo la misa con la devoción y ternura que se podría uno imaginar, después de aquella aparición y espectáculo del Purgatorio. Se ocupó además toda la semana en continua oración y ejercicios de penitencia para aumentar los sufragios, los cuales en tal manera desesperaban al diablo, que usó de mil artes para estorbarlo en su continuación, aunque sin poderlo conseguir. Llegó el último día de la semana, y he aquí el alma de Fray Peregrino, que cándida y radiante de esplendor celestial se le presentó a manifestarle la infinita gratitud de que le era deudor; pero no venía sólo, venían también una multitud de almas que, liberadas con él y pasando gloriosos por delante de su bienhechor, marchaban al Cielo cantando con dulcísimo acento, dándole las gracias.
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Refiere el Beato Luis Blosio, sapientísimo y gran maestro de espíritus, que a un siervo de Dios, gran amigo suyo, se le apareció un difunto hecho una llama, y le manifestó pasar aquel tormento en justa pena de haberse acercado a la Sagrada Mesa Eucarística y recibido el Sacramento sin la debida disposición, sufriendo el fuego en que lo veía sumergido en castigo de la tibieza con que albergó en su pecho el Sacramento del Amor. - Os suplico, pues – añadió - amigo mío, que hagáis por mí una comunión con devota preparación, esforzándoos en amar a Quien tanto os ama, y estad seguro de que con esto sólo me libráis del atrocísimo fuego con que es castigada mi frialdad. Prometió el Siervo de Dios lo que le pedía, y cumpliéndolo a la mañana siguiente fue recompensada su caridad con una nueva aparición de su amigo, que presentándose inmediatamente después de haber comulgado, lo vio tan sumergido en luz celestial como lo estaba el día anterior en el fuego del Purgatorio. He aquí, pues, un bello y auténtico caso que debe animar nuestra caridad para comulgar con frecuencia en sufragio de las pobres almas del Purgatorio. Nada hay tan eficaz para proporcionar descanso a los que padecen en el Purgatorio. Orando un día la Beata Juana de la Cruz, religiosa de la Orden de San Francisco, fue arrebatada en éxtasis, y entrando en ese momento en su celda una hermana familiar suya se puso a registrar en un canastillo, buscando en él cierto objeto. En el acto mismo vuelta repentinamente en sí acudió al canastillo, y tomando de un brazo a la hermana le dijo: -¡Guárdate bien de tocar la reliquia envuelta en ese blanquísimo lienzo! ¡Es el Santísimo Sacramento traído por los ángeles! -¿Cómo puede ser esto?- replicó la lega asombrada. - Un pecador impío – le contestó la Santa – habiendo vivido siempre en desgracia de Dios ha sido condenado al Infierno, murió teniendo en la boca la hostia consagrada, y los ángeles, no pudiendo sufrir que la Majestad de Dios estuviese en tan execrable cadáver, tomando la forma con gran reverencia me la han traído a mí, indignísima sierva del Señor, ordenándome que mañana comulgue con esta hostia para liberar del Purgatorio a un alma que fue devotísima del Santísimo Sacramento. Te diré más, y sírvate de prueba de la verdad: en el momento en que te pusiste a registrar en el canastillo me dieron un golpe haciéndome volver en mí, y avisándome acudiese a impedir que tocases la sagrada partícula. Al día siguiente, tras comulgar con la sagrada hostia que guardaba en el canastillo, quedó en profundo recogimiento. En ese momento la sacó de él la presencia del alma dichosa por quien comulgó, porque recibido con aquella comunión el premio de su amor a Jesús sacramentado, después de dar afectuosísimas gracias a su bienhechora voló a gozar y ver cara a cara en el Cielo a Quien en la tierra había creído y adorado oculto en la sagrada hostia. Todo el que ruega, mucho más el que comulga, por las almas del Purgatorio con ánimo de aliviarlas, las obliga a la gratitud y a la remuneración. (Adriano VI). Pero cuán grata es a Dios la caridad usada por las almas por medio de la santa comunión se comprueba, en primer lugar por el testimonio de los sagrados escritores, y en segundo por la aparición de algunas almas, que al salir del Purgatorio han acudido a dar las gracias a sus bienhechores. Pero también lo ha comprobado la Divina Providencia con gracias prodigiosas dispensadas con tal ocasión. No hemos dicho poco hasta aquí de la incomparable virtud expiatoria del Santo Sacrificio de la Misa; pero es ella tal, que por mucho que se diga siempre queda por decir.
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Viviendo aún San Bernardo había en Claraval un monje tan poco amante de la observancia y en particular de la clausura, que faltaba a ella con frecuencia. Ni es de admirar que entre tantas monedas de oro puro hubiese una con mezcla. Murió este monje, y cuando en presencia de su cadáver decían los otros frailes el Oficio de difuntos, uno de ellos, venerable por sus canas y virtud, sintió la algazara y oyó los gritos de una legión de diablos que, agitándose alrededor del cadáver, decían: -¡Al fin hemos podido coger uno de los que habitan en este maldito valle! A la noche siguiente, y cuando ya descansaba el santo anciano, se le apareció el difunto, y con tristísimo semblante y más lúgubre acento le dijo: - Pues que sentiste ayer la diabólica algazara que hacían los malignos espíritus de mis penas, ven y verás el terrible tormento a que por mis graves culpas me ha condenado la Divina Justicia. Y habiéndolo conducido a un pozo de gran anchura y desmesurada profundidad, añadió: - En este pozo está mi tormento. Aquí es permitido a lo diablos arrojarme y volverme a sacar para precipitarme otra vez, sin descansar en esta fatiga y sufriendo tales pasmos y golpes, que preferiría el ser hecho pedazos cien veces por manos de un verdugo a uno sólo de estos viajes por manos de los diablos. Despertóse el buen fraile a tan formidable aparición, y no dejándole descansar el espanto fuese a buscar algún alivio al lado de su santo abad, a quien refirió el suceso. San Bernardo le dijo haber sentido el mismo estrépito y tenido la misma visión, causándole tal aflicción, que sólo había podido obtener algún consuelo llorando las culpas del difunto ante el Señor, e implorando para él su misericordia, pues se veía claro que no debían ser ligeras las faltas del monje cuando a tan grave tormento había sido sentenciado. El santo abad reunió inmediatamente el Capítulo, y referido el caso, tomó de aquí ocasión para hacer una seria y patética amonestación a sus monjes a fin de que redoblasen la vigilancia para no ser cogidos en los lazos de Satanás y sus ministros, porque son otros tantos títulos que adquiere para venir un día a sus manos, pues debían tener entendido que eran incomparablemente más astutos y de mucha más eficacia los medios que adoptaban para arruinar a los monjes que los que emplea con el común de los fieles. Enseguida recomendó el alma del difunto a sus oraciones y austeridad, y muy particularmente a sus santos sacrificios, a fin de que aplacada la Divina Justicia se dignase usar de misericordia con su hermano difunto, librándolo cuanto antes de tan espantoso tormento. Concluido el Capítulo, todos, según su estado y con diligente caridad, se dedicaron a dar cumplimiento a la voluntad de su santo prelado, en especial los sacerdotes, que a sus ordinarias oraciones y penitencias añadieron el Santo Sacrificio, ofreciendo por él buen número de misas de Réquiem, para que la Hostia propiciatoria convirtiese en clemencia la justicia que pesaba sobre el atormentado monje. Muy pocos días después quedó el santo anciano bien compensado de la angustia que le causó la aparición, porque de nuevo se volvió a presentar el fraile difunto, pero ¡en cuán distinto estado!. Alegre y resplandeciente estaba esta vez en su presencia. Preguntado cómo le iba, respondió: -¡Bien! ¡Bien! ¡Gracias infinitas a Dios y a la caridad de mis hermanos! Preguntado nuevamente cuál había sido el sufragio que más contribuyera para sacarlo de los tormentos, en vez de contestar, tomando de la mano al venerable monje, le dijo: - Ven y lo verás.
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Lo condujo a la iglesia, donde en aquel momento había algunos sacerdotes celebrando: - Estas son las armas – le dijo - conque he sido librado del poder de los enemigos infernales; esta es la virtud de la Divina Misericordia; esta es la hostia de salud que borra los pecados del mundo. A tales armas, a tanta misericordia, a la eficacia de esta hostia, no hay nada que pueda resistir, si se exceptúa la obstinación de un corazón perverso. Al decir esto despertó el buen anciano, y fuera de si por el gozo de que rebosaba su corazón, salió de su celda para participar la buena nueva a los monjes, particularmente lo que había dicho acerca de la eficacia infinita del Santo Sacrificio de la Misa; lo que todavía aumentó en ellos la gran idea que la fe y doctrina de la Iglesia nos dan del tesoro inestimable que nos dejó en él la caridad infinita de nuestro Redentor. San Gregorio, Papa, un día en que estaba celebrando Misa rodeado de fieles, al elevar el cáliz, se quedó con las manos levantadas y la vista en alto, y no podía seguir la Santa Misa. Así permaneció largo tiempo hasta que vuelto en sí, continuó el Santo Sacrificio. Preguntado después por un discípulo de confianza, le explicó: - Es que al levantar el cáliz vi que todas las almas del Purgatorio descansaban de sus penas. Este Pontífice fue uno de los grandes entusiastas de la devoción a la Santa Misa, y uno de los que más se han preocupado por hacerla apreciar por la gente. "Hoy por mi mañana por ti". San Agustín dice: "¿Quieres saber cuántas misas ofrecerán por ti cuando mueras, y cuántas oraciones? Dime cuántas son las misas y oraciones que ofreces por los difuntos, y yo te diré cuántas serán las que por ti van a ofrecer, porque con la medida con que regales a otros, con esa medida te regalarán".
MISAS GREGORIANAS Al morir en Roma un monje que no tenía mucha fama de ser buen religioso, su superior, San Gregorio, ordenó que fuera sepultado en el basurero del convento. Sin embargo al Santo le remordía la conciencia, y para compensar un poco tan drástica medida tomada con el difunto, dijo por él treinta misas seguidas en otros tantos días. Al cabo de estas treinta misas, el difunto se apareció en sueños al Santo y le dijo: - Yo no era tan malo como se imaginaban pero sí tuve que ir a penar al Purgatorio. Sin embargo, las misas que por mí ha ofrecido usted me han conseguido una rebaja tan grande de mis penas que ya muy pronto iré al Paraíso. - Desde entonces el Santo tomó como suyo el propagar esta costumbre de celebrar treinta misas seguidas por el mismo difunto. Fue tan entusiasta de esta devoción que a las treinta misas seguidas se les llamó "Misas Gregorianas". Tenía San Vicente Ferrer una hermana llamada Francisca, cuyas virtudes la hacían tan amable al Santo hermano como respetable a todos sus conciudadanos de Valencia. Pero el diablo, que contra nadie trabaja más que contra el virtuoso, le armó acechanzas y la envolvió en ellas. Retirada en su casa en una larga ausencia del marido, y conservando sin mancha su buen nombre, un esclavo suyo, instigado de Satanás, se arrojó a empañar el honor de su honesta señora, dándole a escoger entre el puñal que llevaba en la mano o ceder a su depravado intento.
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Inconsolable la señora por la afrenta pasó encerrada tres días sin tomar bocado; y consultando sólo con el odio implacable que concibió contra el malvado, tomó la desesperada resolución de quitarle la vida con un veneno, como lo hizo. Aquietada con esto pasaba los días más tranquilos, por juzgar que su honor estaba en parte resarcido; pero pasado algún tiempo se sintió embarazada, y cayó en mayor angustia. Decidida a evitar aquel embarazo abortó. No pararon aquí los males, porque avergonzándose de descubrir en el tribunal de la penitencia el estado de su conciencia, calló todo esto por espacio de algunos años. Todo su deseo era encontrar algún confesor de quien no fuese conocida; pero era dificultoso tratándose de la hermana de un religioso que tenía lleno del mundo de su nombre. Al fin se le presentó un sacerdote que le pareció forastero y de lejanas tierras; y preguntándole si era confesor, y si quería consolarla oyéndola en confesión, a la respuesta afirmativa del supuesto sacerdote fuéronse a una iglesia, donde descargada, no sin muchas lágrimas, su enredada conciencia, se volvió a su casa, aliviada de un peso que la hacía insoportable a si misma. No mucho después enfermó y pasó a mejor vida, de modo que su santo hermano, volviendo de Italia a Valencia, su patria, se halló sin la hermana que tanto amaba. Consolábale en su dolor la confianza que tenia de que estaría gozando de Dios, como merecían sus virtudes; pero como si presintiera haber algo de siniestro en lo que era objeto de su confianza, deseaba, y pidió al Señor, le diese alguna señal que lo tranquilizase. Celebrando un día el Santo Sacrificio de la Misa, pedía con instancia esa gracia, y arrebatado en espíritu vio una mujer que ardiendo en horribles llamas tenía entre sus manos un niño negro y deforme, al cual despedazaba con furor. Estremecido el Santo la conjuró en nombre de Jesucristo que le dijese quién era, y qué significaba aquella espantosa escena. - Soy - dijo - tu hermana Francisca, condenada a este suplicio por haber cometido... (y refirió lo sucedido); todo lo confesé con buena disposición a uno que se fingió religioso y sacerdote; pero apenas expiré, presentándoseme el diablo, me dijo: eres mía, porque no estás absuelta de tus pecados. Yo soy aquel religioso que te confesó, pero la absolución está por venir. Presentada después al Tribunal tremendo de Dios instaba Satanás para que le fuese adjudicada, y mi ángel custodio, grandemente solícito por mi, saliendo en mi defensa, dijo: Señor, esta alma tuvo verdadera contrición de sus pecados, y si no fue absuelta, no fue culpa suya; hizo su deber disponiéndose en buena manera a merecer vuestra clemencia: no permita vuestra piedad que un alma contrita, como fue ésta, salga sin consuelo de vuestra presencia. Entonces el Salvador, que todo es entrañas de misericordia, usándola conmigo me absolvió de la pena eterna, pero me destinó al Purgatorio hasta el día del Juicio, y aquí en tal tormento estaré si tú, amadísimo hermano mío, no me alivias con tus oraciones. Sobre todo te ruego que celebres por mí las Misas de San Gregorio (Gregorianas), que no sólo me aliviarán, sino que espero también que el Señor revocará la sentencia de este infinito Purgatorio". Dicho esto desapareció Ignoraba San Vicente Ferrer lo que eran las Misas Gregorianas, pero el vivísimo deseo de aliviar a la hermana le hizo tan solicito, que no tardando en averiguar lo que fuesen, tampoco dilató un solo día el empezarlas, teniendo el inexplicable consuelo, al concluir la última, de ver a su hermana, que acercándosele gloriosa y acompañada de ángeles, después de darle entrañables gracias, subió triunfante al Cielo. Definió el Concilio de Trento, que entre todos los sufragios que se ofrecen por las almas del Purgatorio, ninguno les es de mayor provecho que el Santo Sacrificio de la
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Misa. No digamos si en vez de una misa, se dicen las treinta misas seguidas prescritas como "Misas Gregorianas". Ciertos pescadores que en el otoño se ocupaban en su oficio, al sentir un peso más que de ordinario en la red la sacaban a tierra, contentos con la esperanza de haber hecho una buena captura; pero se hallaron burlados al ver que en vez de pescado sólo había en la red una gran masa de hielo. La novedad entretanto (por ser tan ajeno a la estación), y la idea que les ocurrió de hacer con ella un regalo a su buen obispo Teobaldo, les compensó en parte del chasco. Fue muy grato al prelado el obsequio que se le hizo, porque padeciendo gota no podía ofrecérsele un remedio más oportuno para mitigar los vehementes dolores que padecía. Aplicó inmediatamente al hielo los pies inflamados por el ardor de la gota y experimentó gran alivio. Continuó repitiendo esta operación, experimentando siempre gran refrigerio, y sin que por esto el hielo, compacto como un bronce, destilase una sola gota. En una de estas veces y bien de mañana, oyó salir del hielo una voz como de quien sumamente afligido pedía misericordia y socorro. Atónito el paciente obispo con tal novedad, preguntó quién fuese y qué quería. - Soy un alma - contestó – condenada a pagar en el centro de este durísimo hielo las penas que merecen mis culpas. -¿Y con qué género de sufragios podremos aliviarte? – le preguntó el obispo. - Si por espacio de treinta días continuos – dijo el alma – se ofreciere por mí el Santo Sacrificio de la Misa, al concluirse la última concluirán también mis acerbos dolores. Accedió Teobaldo a tan justa demanda y la puso en ejecución tan pronto como se lo permitieron sus fuerzas, pero no pudo verificarlo en la forma exigida por los estorbos que interpuso el enemigo de las almas. El primero fue que hallándose ya con la mitad de las misas dichas sin interrupción, se vio obligado a suspenderlas para atender a la guerra civil que repentinamente se encendió entre los ciudadanos. Empezada segunda vez la tarea y cuando ya llevaba dichas dos tercios, se vio imposibilitado a continuar por una inesperada irrupción de enemigos que se presentaron ante los muros de la ciudad. Emprendida, finalmente, a continuación por tercera vez, y cuando estaba ya preparado para salir al altar, le dieron la noticia de que estaba próximo a incendiarse el palacio episcopal a causa del fuego vehemente con que ardía la casa inmediata. El santo obispo se detuvo un momento a reflexionar, y dirigiéndose al altar dijo: - Que arda enhorabuena el palacio, quiero concluir estas Misas, suceda lo que suceda. ¡Santa resolución! Porque ella sola bastó para que desapareciera el fuego, que no tenía de tal sino la apariencia, pues lo había suscitado el enemigo para retardar con la conclusión de las Misas la libertad de aquella alma. El globo de hielo se derritió, y el alma libre se presentó gloriosa a dar afectuosísimas gracias a su liberador, cuya caridad lo había sacado de la potestad del enemigo para volar al seno de su Creador.
IMPORTANCIA DEL ROSARIO PARA LAS ALMAS DEL PURGATORIO El rezo del Santo Rosario es uno de los medios más eficaces para alcanzar la salud eterna a los difuntos, derramando sobre el Purgatorio un tesoro inmenso de
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gracias. El Santo Rosario no sólo santifica a sus devotos, sino que además los redime y cura de la culpa y de la pena. Alejandra Arazonas, noble doncella aragonesa, que tuvo la dicha de oír predicar a Santo Domingo sobre la devoción al Santo Rosario, alcanzó otra mayor, resolviéndose por la doctrina del Santo a alistarse en la Cofradía por él fundada. Mas en medio de esto, ella, idólatra de sí misma por los singulares dones con que la favoreció la naturaleza, lejos de atender al cumplimiento de las obligaciones, aunque leves, que había contraído alistándose en la Cofradía, sólo se ocupaba de hacer ver que con sus adornos sabía aumentar su natural belleza. Rica y agraciada, no le faltaron jóvenes que le sirviesen, y entre ellos dos, que por ser más poderosos que los demás al fin quedaron solos, y, por consiguiente, rivales. Después de algunos altercados que no pasaron al principio de razones, llegaron, por último, a desafiarse. Acometiéndose en la presencia de su dama quedaron ambos heridos de lanza, y tan gravemente, que murieron en el puesto con corta diferencia de tiempo. Sobremanera irritados contra Alejandra los deudos de las víctimas, por cuanto no ignoraban que por su loca vanidad era la causa única de la doble tragedia, se volvieron contra ella, y en la primera ocasión la hirieron mortalmente, dejándola tendida y bañada en su sangre. Gritó entonces la infeliz pidiendo confesión; y como si esto fuera una nueva injuria, los asesinos, que ya se retiraban, acometieron de nuevo contra su víctima, separaron la cabeza del cuerpo, y para mejor ocultar su delito, arrojaron aquellos restos a un pozo profundo. Entretanto, la Santísima Virgen, Madre de misericordia, que quería socorrer a la infeliz doncella, reveló el trágico acontecimiento a Santo Domingo; pero el Santo, aunque la inspiración lo llamaba al lugar del suceso, de donde se hallaba no poco distante, hubo de diferir el trasladarse por no permitir otra cosa los intereses de la Religión que entonces le ocupaban. Partió, en fin, y aunque sin guía se encontró sobre el brocal del pozo, donde a la sazón había bastante número de personas. Llamó a Alejandra, y en presencia y con inexplicable asombro de los circunstantes, compareció la cabeza animada y fresca de la difunta. Seguíale el cuerpo, al que se unió con doble prodigio, y Alejandra viva abrió la boca para repetir: -¡Confesión! Confesóla el Santo, y le dio luego la Santa Comunión. Interrogóla Santo Domingo acerca del trágico suceso, y ella, después de habérselo narrado, dijo tres cosas dignas de memoria. La primera, que por los méritos de la Cofradía del Rosario había obtenido la gracia de la contrición, sin la cual se habría perdido para siempre. La segunda, que en el momento de ser decapitada se vio asaltada de horribilísimos demonios, que amenazando apoderarse de su alma la habrían arrebatado a no haber sido poderosamente defendida por la Madre de Dios. La tercera, y que más hace a nuestro propósito, y a otros quinientos más porque con sus inmodestos adornos e incesante afán de procurarse adoradores fue causa de infinitos pensamientos y deseos impuros en los incautos jóvenes que la rodeaban, y hasta de los que la veían; pero que había en su corazón una esperanza no menos firme que tan largo tiempo lo reducirían a muy poco los sufragios de la Cofradía del Rosario. Dicho esto, dio afectuosísimas gracias al Santo por haberla alistado en la Cofradía, y después de dos días de su admirable resurrección, que empleó en rezar los Rosarios que por penitencia le impuso su Santo Fundador, durmió plácidamente en el Señor. Hiciéronle solemnísimas exequias, las cuales con las oraciones del Santo y de la Cofradía pudieron tanto en la balanza de la Justicia Divina, que al cabo de sólo quince
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días se apareció al Santo, alegre, más resplandeciente que la estrella de la mañana, y mucho más hermosa de lo que era en vida. Suplicó al Santo diese cordialísimas gracias a sus caritativos bienhechores, por cuyas oraciones y sufragios había obtenido tanta gracia. Y que viniendo, como venía, encargada de las almas del Purgatorio, le rogaba encarecidamente continuase en predicar y extender la devoción al Rosario, que sólo ellas sabían el refrigerio que recibían de esta devoción; pero que en especial exhortase a los cofrades a que aplicasen sus buenas obras y el tesoro de indulgencias que ganaban rezando el Rosario a favor de los cohermanos difuntos, prometiéndoles en recompensa mil bendiciones del Cielo. Añadió, por último, que la devoción al Rosario alegraba a los espíritus celestiales, y que la Reina de los Ángeles y de todos los Santos se declaraba Madre benévola de todos sus devotos. Dicho esto voló al Cielo, dejando inundado de dulcísimo consuelo el corazón del Santo Fundador, Santo Domingo. Dijo la Virgen al Beato Alano: - Quiero que sepas que quien persevere en la devoción del Rosario, Yo le obtendré el perdón de la culpa y de los castigos de todos sus pecados al final de su vida. Eso es muy fácil para Mí porque Yo soy la Madre del Rey del Cielo, y Él me llama Llena de Gracia... Yo puedo repartir libremente a mis hijos. Santa Teresa de Jesús decía a sus religiosas: "Un Avemaría pido por amor de Dios a quien esto leyere para que sea ayuda a salir del Purgatorio y llegar a ver a Jesucristo Nuestro Señor, que vive y reina con el Padre y el Espíritu Santo por siempre jamás.". Miguel Ángel, en uno de los frescos de la Capilla Sixtina, representa a un alma que sale del Purgatorio asiéndose a un rosario que le alarga una persona devota. Con este bendito lazo del Rosario de María, se libran innumerables almas de fieles difuntos. Sor Francisca del Santísimo Sacramento llamaba al Rosario "El Limosnero", por ser uno de los medios eficaces para el alivio de los tormentos del Purgatorio. El Santo Rosario es una lluvia de flores frescas y agradables en el ardor de la purificación temporal, con que se disponen para ver a Dios quienes están impedidos por alguna culpa. Con todo esto podemos decir, que después de la Santa Misa, el Rosario es la oración, el acto religioso más importante para sacar almas del Purgatorio.
DIOS CASTIGA A LOS INCUMPLIDORES CON LAS ÁNIMAS La mayor entre todas las virtudes del Cristianismo es la caridad, dice San Pablo; y nosotros ejercitamos la caridad en el grado más perfecto cuando procuramos socorrer a las almas del Purgatorio en sus miserias. Gran acto de caridad es alimentar al hambriento que desfallece, vestir al desnudo que se hiela de frío, visitar al enfermo a quien aquejan los más vivos dolores; mas el objeto de tal caridad es el cuerpo, mientras que el de los piadosos es el alma; así, cuanto el alma sobrepuja en dignidad al cuerpo, tanto excede la caridad con los muertos a la que se practica con los vivos. No se pretende excluir la una con el ejercicio de la otra; antes bien, la mira de todo buen cristiano debe constituir en hermanar a entrambas, socorriendo con una mano al pobre y sufragando con la otra al Purgatorio, puesto que con la doble caridad se ayuda a unos y a otros más copiosamente, y más nos asemejamos a Jesucristo, Autor divino de nuestra religión sacrosanta. Esforcémonos, pues, por llenar tan noble empresa, y alcanzaremos copiosas bendiciones en la tierra y en el Cielo. Cuando nos decidimos a socorrer las 65
necesidades de nuestro prójimo, nos mueve, por lo común, un espíritu de suyo piadoso y sensible. La vista de una necesidad presente hiere grandemente los sentidos y asalta nuestro corazón; por manera que no queda, por decirlo así, en nuestra mano el rehusar socorrerla, y brotan de nuestros ojos las lágrimas casi sin quererlo nosotros, la mano se nos mueve casi espontáneamente a hacer el bien, y cuanto un corazón esté mejor formado, tanto mayormente se afecta por compasión sensible y ternura. Pero cuando dirigimos nuestros afectos bienhechores al Purgatorio, ningún objeto se nos presenta bajo el dominio de los sentidos, nuestro ánimo está purificado de toda emoción terrena, nuestra caridad es del todo espiritual. Por lo mismo se acrecienta siempre su mérito, lo que debería animarnos a practicarla con todo esmero. La caridad, finalmente, reconoce un orden, y exige que se provea, ante todas las cosas, a quien está unido a nosotros con más estrecho lazo, y más sólida y constantemente arraigado en la amistad de Dios. Pero, ¿y cuáles miserias, por grandes que sean en esta tierra, pueden compararse con las penas tan graves del Purgatorio? ¿Quién es más incapaz de ayudarse por sus propias fuerzas que las almas arrojadas en aquella lóbrega prisión, pues, que nada pueden merecer por si mismas? ¿Dónde se hallan más íntimas relaciones con nosotros que las suyas, si cuanto hay en la sociedad, en la Iglesia, en el orden de la naturaleza y de la gracia nos une a ellas con dobles vínculos? ¿Y quién, finalmente, puede sobrepujarlas en el carácter de la santidad y en la amistad con Dios, cuando ya están confirmadas de los dones y en la gracia de su Señor?. Todo, pues, conspira a hacernos que empleemos en ellas los afectos de nuestra caridad. ¿Y será posible que, a pesar del vehemente impulso que recibimos por tantos lados, permanezcamos pasivos e indolentes?... El amor es la vida de todo corazón, y la naturaleza ha impreso de tal modo este sentimiento en todos los vivientes, que no sólo lo experimentan las criaturas racionales hacia sus semejantes, sino también las bestias hacia la propia especie, y este sentimiento no se extingue en los hombres con la muerte, sino que dura más allá del sepulcro. No hay sobre la tierra pueblo tan bárbaro que no se tome cuidado de sus difuntos, que no sientan piedad de sus almas y que no procure en algún modo ayudarles después de la muerte. La naturaleza, pues, nos lleva por si misma a tener compasión del infelicísimo estado de las almas que penan en el Purgatorio, a las cuales estamos unidos por humanidad, y sería antinatural resistir a un sentimiento tan vivo del corazón humano. La Religión no rompe los vínculos de la naturaleza; antes bien, los estrecha, los refuerza, los perfecciona. El vínculo de hermandad universal que reina entre todos los hombres por razón de la descendencia del primer padre, Adán, es mucho más íntimo y perfecto entre nosotros, los cristianos, por motivo de la Religión, que ante todo nos une a Jesucristo; Él es la Cabeza de los fieles, y cada uno de éstos, miembros de su Cuerpo místico, la Iglesia. Debemos, pues, mirar en general a las almas del Purgatorio como a una parte del todo, como una porción de nosotros mismos; porque no están ellas separadas de la iglesia, sino que, antes bien, forman la porción más escogida, que presto será glorificada en el Cielo. El corazón humano es naturalmente inclinado a la compasión, y así vemos con harta frecuencia que no sabe resistir a sus piadosos impulsos, y hay circunstancias en que de tal suerte se conmueve, que da y promete todo cuanto está a su alcance, particularmente a la hora de la muerte. En la despedida para la eternidad, suplicamos apasionadamente a los que nos dejan que no se olviden de nosotros en el Cielo; ellos nos dan la palabra de no olvidarnos, y nosotros les prometemos que nunca han de faltarles nuestros sufragios y oraciones. Pero, ¡ay!, con la terminación de la Misa de difuntos, la única que hoy día se suele decir, si se la dicen... de funeral, por el difunto, suele perecer la memoria de nuestros seres queridos que nos dejaron, y, concluidos aquellos oficios públicos, que la costumbre y la Religión nos prescriben a favor de ellos,
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no vuelven a recibir sufragio alguno, y en su extrema desolación en vano reclaman de nosotros, en medio de las llamas que los devoran, el cumplimiento de las promesas que les hicimos... No faltemos a nuestros difuntos. Cuanto mayor es una tribulación en el Purgatorio, tanto más activa y piadosa debe ser nuestra caridad para con ellos, tanto más indeleble su memoria, y más amorosa y constante nuestra fidelidad en cumplirles lo que les debemos por ser de nuestra misma sangre. Un buen soldado, que hasta la vejez había servido honradamente a Carlomagno, viéndose próximo a morir, llamó a un sobrino suyo, y no teniendo más bienes que un caballo con sus arreos, le encargó que lo vendiese después de su muerte y que emplease el producto en hacerle sufragios. Aceptó el sobrino el encargo de cumplir la voluntad de su tío, quien habiendo muerto a las pocas horas, se vio lastimosamente burlado. Bellísimo era aquel caballo, y principió el joven a servirse de él en algunos viajes; le gustó tanto, que se le hacía muy duro desprenderse del animal. Iba, por tanto, alargando la venta, hasta el punto de olvidar enteramente a su tío y la obligación que le había dejado, de tal modo, que ya miraba al caballo como propio. Disfrutaba de él tranquilamente, cuando una noche vino a turbar su paz la voz de su tío, reprendiéndolo por su cruel descuido. -¿Por qué has violado así la obligación que te impuse y la fe que me juraste? Por ti he debido padecer en el Purgatorio largos y penosos tormentos; pero, por la misericordia de Dios, ya estoy libre de ellos, y en este instante vuelo a la Gloria eterna. Pero a ti, por tu delito, te espera una muerte próxima y después un singular castigo; y no sólo por tus culpas, sino también por las mías serás castigado y pagarás por mí lo que aún me quedaría por pagar a la Divina Justicia. A tal intimación desfalleció el sobrino, y pensando arreglar sus cosas para la otra vida, cumplió sin más tardanza lo dispuesto por su tío; hizo cuanto pudo por evitar la muerte eterna de su alma, y al cabo de pocos días bajó al sepulcro, conforme el pronóstico que se le había hecho. Si Dios hará juicio sin misericordia al que no usó de misericordia con su prójimo, ¡cuán duro y severo juicio hará a los herederos que dejando de cumplir las mandas y legados píos, son por el mismo caso crueles con las almas de sus bienhechores! Claro es por cierto este argumento, sobre todo para hacer ver cuán detestable impiedad es ésta de olvidarse así de los que al morir nos dieron tales pruebas de su amor. Pero no trato de detenerme en hacer ver lo monstruoso del proceder de éstos, a quienes el Concilio Cartaginense IV llama "Asesinos de las almas necesitadas", quiero solamente referir algún castigo de su ingratitud e injusticia. Porque ¿cuántas veces ha ocurrido que de las fincas mismas que heredaron, no cogieron otro fruto que disgustos y trabajos? En Milán, y en una posesión no muy distante de la ciudad, se vio con admiración de todos que frecuentemente caían espesísimas granizadas que la asolaban, al paso que quedaban intactas las tierras con que limitaban. Nadie sabía ni jamás se habría sabido dar razón de tan extraño fenómeno, si un alma del Purgatorio no hubiese manifestado ser castigo que la Divina Justicia enviaba contra ciertos ingratísimos hijos que no cumplían con los legados que había dejado el padre al morir. En otras ocasiones se ha visto que las almas de los difuntos hacían extraños ruidos en ciertas casas, y otras que todo se encontraba en ellas trastornado, siendo la única causa de esto el no cumplirse con las obligaciones que sobre ellas o sobre los moradores pesaban en sufragio de los difuntos. Fue célebre lo ocurrido en Ferrara, en uno de los más bellos palacios de la ciudad, el cual fue forzoso abandonar por el espantoso ruido que todas las noches se sentía en él. Quejábase el dueño con frecuencia de que tan bello y magnífico palacio hubiese de estar en tal manera abandonado. Sabido esto por un estudiante de Leyes, al
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cual le parecían espantajos los tales ruidos, se ofreció a habitar en él para quitar a otros el miedo, pero pactando al mismo tiempo que si hacía desaparecer el ruido o averiguaba la causa, se le había de dar habitación en él por espacio de diez años y libre de todo gasto. Gustosísimo admitió el trato el dueño; y el estudiante, tomando sus libros y pocos muebles, se acomodó inmediatamente en la habitación que más le gustó. Era cerca de la media noche del día en que se trasladó, y nuestro universitario, sin género de aprensión y alumbrado con una vela bendita revolvía sus libros, preparándose para sostener al día siguiente una cuestión importante, cuando he aquí que siente un ruido espantoso en las habitaciones inmediatas. No por esto se asustó ni apartó la vista del libro, aunque acercándose el ruido se sentía en el aposento que ocupaba. Alzó al fin la vista, y vio que una como estatua gigantesca, que arrastraba largas cadenas, se le acercó, tomó una silla, y sin otro cumplimiento se sentó a su lado, fijándole sus tristísimos y torvos ojos. El estudiante, pagándole en la misma moneda, volvióse impávido a sus libros, dejando uno y tomando otro, según le hacía falta, hasta que rompiendo el aparecido el silencio le dijo: -¿Qué buscas con tanto afán? - Busco – respondió el estudiante – una ley que me hace falta para apoyar en ella mi dictamen, en un punto de Derecho que he de sostener mañana. - Muy bien – replicó el otro – pero también necesitas buenas razones, y éstas las hallarás en aquel autor - indicándole el Baldo. Tocaron en esto a Maitines, y levantándose el aparecido se volvía arrastrando sus cadenas por el mismo camino que trajo; el estudiante entonces tomó el candelero y se fue en pos de él perdiéndolo luego de vista, porque llegado a cierta zona desapareció penetrando por la tierra. El impávido estudiante tomó otra luz, y dejando la vela bendita en el punto por donde penetró la sombra, se volvió tranquilo a su estudio, contando con que al día siguiente se podría hacer alguna indagación en el lugar señalado, y encontrar algún indicio de la causa de la extraña aparición y del ruido. En efecto, contándole el suceso a algunos compañeros, fueron al lugar donde dejó por señal el candelero, y haciendo una excavación hallaron un cadáver. Lo extrajeron, y con honrosas exequias lo sepultaron en la iglesia, haciendo además celebrar cierto número de misas por su descanso eterno. No volvió a sentirse ruido alguno en el palacio, de lo que se infirió con toda evidencia que aquella era un alma dueña de la casa que exigía los debidos sufragios, obtenidos los cuales, y pasando al eterno descanso, dejó también en paz a los moradores de ella. Los sufragios (oraciones, rosarios, misas, limosnas, etc.) debidos a las almas del Purgatorio son sagrados, de manera que quien debiendo auxiliar a un difunto, o difuntos, no lo hace, por negligencia, codicia o por cualquier otra causa no excusable, se atrae el castigo divino. Mauro, abad de Fulda y después arzobispo de Maguncia, había ordenado que fueran socorridos los pobres y que, cuando un monje muriera, que la ordinaria ración que a éste tocaba se distribuyese a los pobres por espacio de treinta días, a fin de que esa limosna sirviese al difunto de sufragio. El procurador del monasterio llamado Edelardo, poco solícito de la ajena indigencia, disminuía con frecuencia los socorros a éstos destinados. En cuanto a los frailes difuntos desatendía con frecuencia el cumplimiento del mandato establecido de repartir su ración a los pobres durante treinta días o bien lo difería hasta después del trigésimo día, dejando así pasar un tiempo consagrado al alivio de los difuntos, conforme estaba establecido. Acaeció el año 830 una epidemia que se llevó buen número de individuos del monasterio; y el abad, redoblando su caridad, recomendó nueva y encarecidamente al
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procurador el cumplimiento de la antedicha disposición, prometiendo éste su puntual observancia. Pero Edelardo, avaro, de estrecho corazón y mezquino, desobedeció al Superior: fue cruel con los pobres y más aún con sus hermanos difuntos. ¡Qué perjudicial es la avaricia, sobre todo en el religioso! Por temor que faltase a los vivos defraudó a los muertos de los sufragios, y a los pobres de las limosnas. Entretanto la Justicia divina no dejó impune semejante codicia, porque muy afanado un día en intereses temporales, muy de noche y cuando los monjes se habían entregado al ordinario reposo, le ocurrió haber de pasar por el Capitulo llevando una linterna en la mano. Allí vio al abad con un número mayor de religiosos de los que había en aquel momento en el monasterio, y que ocupando cada uno su silla parecía que deliberaban sobre algún negocio. Quedóse asombrado a la vista de tan inesperada reunión capitular; y esforzándose un tanto se atrevió a observar los semblantes, y sin más reconoció a los que habían fallecido en la epidemia. Entonces, helándosele la sangre, se quedó como una estatua. Pero el terror fue nada comparado con el castigo que se siguió, porque levantándose el abad y los demás se le echaron encima, y dejándolo desnudo descargaron sobre él tales y tan duros azotes que quedó medio muerto, máxime que los flagelantes, acompañando con gritos los azotes, le decían con amarguísimo acento: -¡Toma, infeliz, toma el premio de tu codicia, que cuando pasado tres días te cuentes entre nosotros, recibirás algo más; y ten entendido que los sufragios de limosnas que deberían aplicarse a tu alma te serán quitados y aplicados a nosotros a quienes tú has defraudado! Y diciendo eso no fueron vistos más, quedándose sólo tendido y medio muerto el fraile incumplidor y codicioso. Levantándose a media noche los monjes para ir a Maitines y viéndolo tendido en la sala capitular, lo tomaron en brazos y lo condujeron a la enfermería, donde procuraron suministrarle los remedios que pedía su lastimoso estado; pero él, rompiendo el silencio, dijo con voz lastimera: -¡Por Dios! ¡Llamadme inmediatamente al Padre abad, porque mi alma es la que necesita de medicinas más que el cuerpo, al que ya no alcanzan! Y hallándose presente aquél con todos los monjes refirió lo que le había acaecido, de cuya verdad eran buen testimonio las llagas de que estaba cubierto su cuerpo. Mas por cuanto en el término de tres días debía comparecer ante el Tribunal de Dios, con gran arrepentimiento de sus culpas pidió los santos sacramentos, que sin dilación le fueron administrados, recibiéndolos él con extraordinaria devoción. Comenzó luego a debilitarse, hasta que entre las palabras de consuelo que le dirigía el abad y las fervorosas oraciones que sus hermanos hacían por él, entregó el espíritu justamente al concluir el tercer día. El abad dispuso que inmediatamente se cantase por él Misa de Réquiem, que conforme a la práctica, se distribuyese a los pobres por treinta días la porción que le correspondía, estando vivo. Mas no por eso concluyeron sus penas, porque pasados los treinta días se apareció al abad en penosísima actitud; asustado éste y conjurándole le dijere cuál era su suerte, respondió: - Buena, por la misericordia de Dios, pero todavía estoy sumergido en penosísimos tormentos, porque aunque me han aliviado mucho las oraciones hechas por mi en el monasterio, no puedo obtener pleno perdón hasta que primero hayan ido a gozar de Dios aquellos nuestros hermanos a quienes yo defraudé por mi dureza de corazón, pues aún el mérito de la porción que en mi nombre habéis dado a los pobres, por justa disposición de Dios ha sido a ellos adjudicado. Ruégote, pues, Padre mío, que hagas distribuir una porción doble, que con esto confío quedará satisfecha la Divina Justicia y tendrán fin mis padecimientos.
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El abad se lo prometió. Y he aquí que concluido el segundo mes se le aparece de nuevo Edelardo, vestido de blanquísima túnica, rodeado de luz y con celestial gozo y serenidad en el semblante. Dio afectuosísimas gracias por la caridad que le habían hecho, y prometió que en el Cielo, cuya puerta le estaba ya abierta, no dejaría de procurar a sus bienhechores las divinas bendiciones. ¡Cuántos y qué sabios consejos suministran este suceso! El primero, que si bien las almas tienen atadas las manos de manera que en nada pueden ayudarse a sí mismas, las tienen muy sueltas, si conviene, para castigar a un delincuente, y principalmente a los que les defraudan los sufragios. Segundo, que en la aceptación de sufragios, tal vez por justo juicio de Dios quedan algunos exceptuados por un demérito especial, y muy principalmente aquellos que en vida defraudaron a los difuntos de los que les eran debidos, porque así se hacen indignos de que después de muertos se les apliquen los sufragios que otros hacen por ellos. Tercero, en fin, que esto debe animarnos a socorrer con más diligencia a las pobres almas del Purgatorio, así como animó a aquellos buenos monjes; porque desde entonces, no sólo atendían a los pobres con más solicitud, sino que, quien más, quién menos, todos entonces se abstenían de una parte de su ración ordinaria para aumentar con ella la limosna de los pobres, como sufragio de los difuntos. Humberto, señor feudal, escribe de un soldado suyo, Gaufredo, que murió a su lado de una lanzada peleando contra sus enemigos, y poco después se apareció a otro camarada suyo, Milón, y le dijo: - Ve a Humberto de mi parte, y de todos los soldados que morimos en su defensa, y dile que, cómo lo hace tan mal con nosotros, pues debiéndonos la vida no ha ofrecido por nosotros una Misa, ni dado una limosna por nuestras almas. Que mire por sí mismo y se enmiende, así de sus malas costumbres, como del descuido que tiene de nosotros; porque, si no, yo mismo iré a reprenderle y decírselo. Obedeció Milón, aunque con no pequeño sentimiento suyo; pero Humberto estaba tan enraizado en sus vicios que no hizo caso de la amenaza, y siguió adelante en sus malas costumbres, sin acordarse de las almas de sus difuntos. Conque mereció que Gaufredo viniese del otro mundo a requerirle. Apareciósele estando echado en la cama, en la misma postura con que había muerto a su lado, la herida corriendo sangre; como si entonces la hubiera recibido, y reprendióle ásperamente el descuido que tenia de su alma y de las de sus difuntos, amenazándole con muerte y penas eternas, si no se enmendaba enseguida. Humberto quedó tan escarmentado que al punto mudó de vida. Hizo decir muchas misas, repartió gran cantidad de limosnas, e hizo otras buenas obras, y fue en peregrinación a Jerusalén, y vivió tan ejemplarmente cuanto escandalosamente había vivido antes, conque sacó las almas de sus vasallos del Purgatorio, y preservó la suya de las llamas del Infierno a que estaba condenado. Cuenta Cesáreo que habiendo enfermado un peregrino llamó a un sacerdote con quien se confesó para morir y dispuso las cosas de su alma. Y no teniendo otras riquezas más que la esclavina con que andaba vestido, se la dio para que se la dijese de misas en muriendo. Recibióla el sacerdote con ese pacto; pero muerto el peregrino murió él también a su memoria, porque no se acordó más de él ni de hacer bien por su alma, no obstante que le servía la esclavina para abrigarse y de manta. Pasado algún tiempo se hizo monje, y siendo novicio tuvo en sueños la visión siguiente: parecióle que era llevado al Infierno, donde se halló cercado de infinitos demonios, de los cuales unos traían almas, otros las recibían y todos las atormentaban con horribles fuegos y penas infernales. Estaba Satanás enmedio sentado en un trono de majestad, ordenando y disponiendo a cada uno lo que había de hacer. Sintió tanto miedo el sacerdote de ver aquellas penas y oír a los espíritus infernales, que, deseando huir y
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no viendo por dónde, se escondió a su parecer detrás de una puerta... Satanás vio cerca de él la esclavina que había recibido del pobre el sacerdote, y preguntó de quién era. Respondieron los demás demonios: - De aquél sacerdote que está detrás de la puerta, quien la recibió del peregrino para decirle misas y no las ha dicho. - ¡Pues dénle el pago de su descuido mientras que se ordena otra cosa! Tomaron los diablos la esclavina, la mojaron en un lago de pestilencial agua y cieno asquerosísimo y diéronle con ella por el rostro, cubriéndole los ojos y cabeza con que sentía tan extraño tormento, que no pudiéndolo sufrir dio voces, a las cuales despertaron los monjes y el volvió en sí, pero con tales dolores como si se abrasase en vivas llamas. Dio mayores gritos, y más de veras diciendo: -¡Venid, padres, y ayudadme, y favorecedme, por amor de Nuestro Señor Jesucristo, que me abraso en vivo fuego! Trajeron luz y acudieron todos a consolarlo y a ayudarle, y hallaron su rostro abrasado y su cabeza chamuscada, quemada, como si la hubieran metido en algún fuego... Refirió lo que le había sucedido, y conocieron todos que no había sido sueño, sino ejemplar castigo, para que así él como todos los demás, escarmentásemos en no descuidarnos con las almas del Purgatorio, sino que con todo cuidado cumplamos los sufragios y misas que debemos. Otro sacerdote, este pío y muy devoto de las benditas ánimas, decía todos los días misas de Réquiem por ellas, para darles mayor sufragio. Fue acusado de esto delante de su obispo, el cual le suspendió por la dicha falta. Quedó el sacerdote tristísimo, hallándose privado de poder socorrer a sus difuntos, los cuales, como agradecidos e interesados en su causa, la tomaron por suya, y volvieron por él en la forma siguiente: Pasaba el obispo una noche por el cementerio de la iglesia para entrar a Maitines, y en un instante se abrieron las sepulturas y se levantaron los difuntos, cada uno en el hábito y forma que usaban en vida, y lo cercaron, huyendo los criados despavoridos. A una voz dijeron los difuntos aparecidos: - Este obispo no solamente no dice misas por nosotros, sino que, en lugar de hacernos bien, nos ha privado de nuestro capellán, quitándole la licencia de decir Misa. ¡Muera o enmiéndese! ¡Enmiéndese o muera! Estaba el pobre obispo temblando, haciendo actos de contrición en medio de aquel ejército de difuntos, de cuya mano esperaba la muerte. Mas oyendo que le pedían enmienda, la prometió con lágrimas ofreciéndola firmísimamente, así en rogar por ellos, como en favorecer al sacerdote. Con esta palabra lo dejaron, y él la cumplió puntualmente, volviendo la licencia al sacerdote, y haciéndose él mismo perpetuo capellán de ánimas. Aconteció morir un fraile en deuda con los difuntos, el cual después de mucho tiempo se apareció en sueños a un familiar con aspecto triste y quemado. Preguntado cómo después de tanto tiempo todavía no estaba limpia, confesó: - Porque no e recibido socorro alguno, pues otros difuntos recibieron los sufragios que yo le debía; por consiguiente, aún espero la misericordia de Dios y la vuestra. Estas omisiones para con los difuntos repercutirán sobre nosotros mismos, por la falta de caridad que implica hacia las almas que sufren terriblemente en aquel lugar de expiación. En el convento de la Concepción de las Islas Canarias, habiendo pasado a mejor vida el gran Siervo de Dios Fray Juan de Vía, en el año 1641, el buen lego Ascenso que
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como enfermero le había asistido con mucha caridad en su última enfermedad, estaba haciendo algunos sufragios por su alma, cuando en el mayor fervor de su oración fue sobrecogido por a aparición de un religioso de su Orden, todo rodeado de muy resplandecientes rayos que le ofuscaban la vista. Dos veces se dejó ver, y dos desapareció aquel espíritu maravilloso sin romper el silencio; pero a la tercera, animándose el enfermero dijo: -¡En nombre de Dios os pregunto!: ¿Quién sois vos y qué deseáis de mí? El espíritu respondió: - Yo soy el alma de Fray Juan, por quien pedís, y vengo con divino permiso a revelaros que he sido elegido por el Cielo, del cual son los resplandores que me rodean. Bendigo y doy gracias al Señor por su infinita misericordia para conmigo; mas, entretanto, sufro el más cruel martirio de una larga dilación, en pena de haber omitido algunos oficios de Réquiem que debía haber rezado en vida por mis hermanos difuntos. Por tanto, os ruego que por aquella bondad que habéis siempre usado conmigo, procuréis que con la mayor solicitud posible se supla mi falta, para que, quitando el impedimento, llegue lo más pronto que sea posible al goce del Sumo Bien, que es el colmo de mis deseos. No bien había acabado estas palabras el espíritu aparecido, cuando el enfermero voló al Padre guardián para informarle de la visión; y apresurándose éste en cumplir los deseos del difunto, convocó a Capítulo a todos los religiosos del convento, y habiéndoles referido brevemente el suceso, ordenó que cada uno fuese a la iglesia a rezar aquellos Oficios cuya omisión tenía detenido a su hermano en el Purgatorio. Así se hizo, y de alli a poco volvió rodeado de los más vivos resplandores y lleno e júbilo el espíritu, a dar gracias al enfermero y a la religiosa Comunidad, por el favor recibido, mediante el cual se iba a gozar eternamente de Dios.
LAS ALMAS DEL PURGATORIO SON MUY AGRADECIDAS Las almas del Purgatorio pueden rogar por nosotros, puesto que están continuamente entregadas a piadosos pensamientos y deseos. Pueden rogar por nosotros porque por una parte nos aman por caridad y por otra conocen que nos hallamos en muchos peligros y necesitamos del auxilio divino. Y aún pueden conocer que nosotros roamos por ellas, y así en fuerza de la gratitud procuran rogar por nosotros, y como son amadas de Dios, nada impide que sus oraciones sean escuchadas favorablemente. Las almas del Purgatorio están continuamente enviando al trono del Eterno abrasados suspiros y ardorosas súplicas para que nos mire con ojos propicios. Puede decirse que ésta es la ocupación de aquellas almas: rogar incesantemente por nosotros. No sólo en vínculo de la Religión y de la caridad, en que consiste la Comunión de los Santos, sino muy especialmente la gratitud, impele a aquellas almas a pagar los sufragios de los hombres con variada multiplicidad de auxilios. En el Purgatorio no hay tanta diversidad de afectos ni tanta distracción de pensamientos como en el mundo. Allí el único pensamiento es Dios; allí todos los afectos van a parar a Dios; y aquellas almas fervorosísimas no tienen más blanco para todos sus deseos y afecciones que su Divino Creador, y cuanto puede concurrir a satisfacerle tan santa y viva ansia; por lo cual, si los sufragios de los hombres les aceleran la dicha de poseer a su Dios, es tan vehemente la ternura con que corresponden a sus bienhechores, que hasta se olvidan de sí mismas, no atendiendo sino a conseguirles las más dulces bendiciones del Padre de las
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misericordias. ¡Dichoso quien llegue a merecer la gratitud de las almas del Purgatorio!. Librarnos de desgracias, aumentarnos los bienes, prolongarnos los días de la vida, tales son las principales bendiciones que nos alcanzan las almas del Purgatorio. Viviendo en un destierro, jamás creamos vernos libres de todo género de males; pero de muchos nos preservamos por la piedad divina y merced a la intercesión de aquellas almas benditas. Dámosle como uno y ellas nos retribuyen como ciento; unas veces visiblemente, y otras sin que lo percibamos: bien haciendo prosperar nuestros intereses, o consiguiéndonos el inapreciable beneficio de la concordia doméstica y el buen nombre en público. De modo que el hombre piadoso para con las almas del Purgatorio nadará en abundancia y en la paz, y gozará, dice David, de larga vida, y le conservará el Señor la salud, y le vivificará en medio de la mortandad de los pueblos, y le hará dichoso, no sólo durante los días de su peregrinación sobre la tierra, sino hasta en su descendencia. Ved, pues, un medio de hallar la felicidad que cabe en este valle de lágrimas, ved lo que se consigue con la piedad para con las almas del Purgatorio, las cuales, sumamente agradecidas, no dejarán de alcanzarnos las gracias que nos sean más necesarias. Entre los muchos rasgos de la generosa beneficencia de Eusebio, duque de Cerdeña, se cuenta el haber destinado para socorro de las almas del Purgatorio todas las rentas de una de sus más ricas ciudades. Cayó ésta en poder de Ostorgio, poderoso rey de Sicilia, que, codiciando gloria y riquezas, marchó contra ella con respetable ejército, y logró sojuzgarla. Tan infausta conquista sintió Eusebio más vivamente que si hubiese perdido la mejor parte de su ducado; y alentado, más que por su valor militar, por su santo entusiasmo, hijo de su radiante piedad, voló a recuperarla con la gente de guerra que le fue posible reunir. Muy inferior al contrario era el ejército del duque; sin embargo, marchaba valeroso con la confianza de que la desigualdad de las fuerzas quedaría compensada con la santidad de la causa que iba a defender. Llegó el día de la batalla, y mientras ambos ejércitos se disponían para el combate, se dio parte a Eusebio de que además del de Ostorgio, había aparecido un nuevo ejército vestido de blanco y con banderas del mismo color. Tan inesperado suceso desconcertó al principio al piadoso duque, quien, haciendo alto le envió cuatro de a caballo a saber si venía como amigo o como enemigo. Pero al mismo tiempo partieron de las filas de aquel ejército misterioso otros cuatro caballos, los cuales declararon que eran milicia del Cielo que acudía en socorro del duque para recuperar la ciudad de los sufragios; y poniéndose de acuerdo los dos ejércitos aliados, marcharon contra el usurpador. Pasmóse Ostorgio al ver al doble ejército, y habiendo llegado a sus oídos que el que vestía de blanco era milicia celestial, al momento pidió la paz, ofreciendo la restitución de la ciudad y el resarcimiento duplicado de todos los daños que hubiese hecho. Concertóse la paz con muy ventajosas condiciones, y mientras el duque daba gracias al prodigioso ejército por su oportunísimo socorro, su jefe le manifestó que todos aquellos soldados eran almas que él había sacado del Purgatorio, las cuales velaban incesantemente por su felicidad. Este prodigio no podía menos que encender el corazón del buen duque en más viva caridad para con las almas del Purgatorio, por cuyo medio alcanzó siempre señaladas mercedes, las cuales no nos faltarán, por cierto, tampoco a nosotros, si en socorrerlas ponemos toda nuestra solicitud. Es indecible el agradecimiento con que las almas del Purgatorio pagan a sus bienhechores en esta vida y sobre todo en el momento de su muerte. Entre las grandes virtudes de Santa Margarita de Cortona se distinguía la entrañable compasión que sentía hacia las almas del Purgatorio, de las que libró infinitas con sus oraciones, ayunos y lágrimas, mereciendo así que en la hora de su muerte compareciesen legiones enteras de ellas para acompañarla y hacer triunfante su entrada en el Cielo, pues para honra suya y estímulo contra nuestra tibieza, dispuso el Señor que
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este tránsito triunfal fuese visto por una gran sierva de Dios desde Citá di Castelo, y en términos que quedase formalmente autentificado el suceso. La caridad bien ordenada pide que con preferencia sean atendidos los parientes conforme los respectivos grados de consanguinidad, y así lo hacía Santa Margarita de Cortona. Muertos sus padres nunca sintió tanto amor hacia ellos como entonces, porque la idea de que estarían padeciendo en el Purgatorio absorbía en tal manera su piedad filial, que apenas quedaba lugar al dolor tan natural de haberlos perdido. Así que de tal modo se enlazaban unos con otros los sufragios, que entre la oración, la abstinencia, las comuniones y misas que ofrecía por ellos formaban una cadena que nunca se cortaba, y con la cual mereció tanto que en breve, apareciéndosele Nuestro Señor, le dijo: - Consuélate, que aunque por sus culpas merecían mayores y más duros tormentos, los he perdonado por tus ruegos: ya están en el Cielo. Tampoco quedó sin consuelo el fervor con que rogó por el descanso de una criada suya llamada Julia, pues apareciéndosele el ángel del Señor le manifestó que Julia no estaría más que un mes en el Purgatorio, y esto entre leves padecimientos en atención a que sus virtudes excedían mucho a sus defectos. Añadió, además, que porque sus ruegos no habían de quedar sin premio, tenía dispuesto el Señor en el día solemne de la Purificación de la Santísima Virgen que fuesen cuatro ángeles a tomarla y conducirla al Cielo, donde sería colocada en sublime grado de gloria. Ni se limitaba la caridad de Santa Margarita a sus parientes y conocidos porque eran objeto de su caridad todos los que como hijos de la Iglesia eran miembros de Jesucristo; y así venían con frecuencia toda clase de personas difuntas a pedirle el eficacísimo socorro de sus oraciones. Viajando dos comerciantes, que iban de uno a otro mercado, fueron bárbaramente asesinados en el camino, y apareciéndose muy en breve a Margarita le manifestaron que aunque no pudieron confesarse antes de morir, viendo, sin embargo, que su muerte era inevitable atendida la clase de hombres en cuyas manos habían caído, imploraron la misericordia de Dios, y muy particularmente la de su Santísima Madre, por cuyos ruegos el Salvador les había concedido un verdadero acto de contrición, con que se salvaron, liberándose de las penas del Infierno. - Pero hemos sido sentenciados - añadieron - a padecer terribles penas en el Purgatorio, en castigo de nuestra poca fidelidad en obras y palabras, y aún de las injusticias cometidas en el desempeño de nuestro oficio. Os rogamos, por tanto, piadosísima sierva de Dios, que aviséis a nuestros parientes, encargándoles que hagan tales y tales restituciones (las nombraron) y que den limosnas a los pobres. Y a vos os suplicamos que nos auxiliéis con vuestras oraciones, porque estamos seguros que nos abrirán pronto las puertas de las terribles cárceles en que padecemos. Procuraba además que todos, y en especial los religiosos y religiosas, tuviesen celo por socorrer al Purgatorio; y era tan grata a Dios esta caridad, que en mérito de ella la escogió para advertir de su parte a los frailes menores que redoblaran su fervor para rogar por las ánimas, porque era tal el número de ellas, cual no podrían imaginarse los hombres (¿qué podríamos decir de nuestros tiempos tan corruptos, en que incluso, heréticamente, ya se está negando la existencia misma del Purgatorio, cuando está en la Biblia (2 Macabeos 12, 43 – 46) y además es dogma de fe en la Iglesia? Dogma de fe es aquello que la Iglesia ha definido como tal y que hay que creer bajo pena de pecado mortal, porque en esta definición el Espíritu Santo ilumina de tal forma a la Iglesia que no puede equivocarse, engañarse ni engañarnos)... Las palabras de Nuestro Señor para que las transmitieran fueron las siguientes:
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- Di a los frailes menores que tengan presentes a las ánimas, porque es tal su número cual nadie puede imaginarse, y están, o abandonadas, o muy poco socorridas de los suyos. No es pues de extrañar, que a la muerte de Santa Margarita de Cortona, fuese tan grande el número de almas que por disposición de Dios, y para empezar a premiar su gran caridad, acudieron a felicitarla y acompañarla triunfante al Paraíso, según refieren los historiadores de su vida. El siguiente hecho nos muestra cómo la intervención, con permiso de Dios, de las almas del Purgatorio, salvaron la vida a un gran devoto suyo, y las almas a dos asesinos. Viajando sólo el P. Luis Monaci, clérigo regular, le cogió la noche antes de llegar a una venta donde trataba de descansar. Devotísimo como era de las ánimas, entre los sufragios que por ellas ofrecía diariamente era uno el rezar una parte del Rosario, lo que aún no había verificado aquel día; pero los peligros que solía haber en las cercanías de tales casas, junto con la soledad y la hora, le pusieron en algún temor, y sacando su rosario empezó a rezarlo, para que le sirviese de escudo contra algún mal, caso que pudiera amenazarle. No se equivocó mucho, porque habiéndolo visto dos hombres, a quienes sus propios delitos habían alejado de la sociedad, le seguían en medio de la oscuridad hasta que llegase a paraje donde con menos peligro pudieran hacer su oficio de ladrones y asesinos. Pero no mucho antes de llegar, habiéndolo perdido de vista mientras doblaba la falda de un montecito, cuando volvieron a verlo advirtieron, y no sin miedo, que el sacerdote iba escoltado de buen número de soldados. Enseguida oyeron una trompeta, con lo que no les quedó duda alguna de que fuese la fuerza del ministro de la Justicia, cuyo oficio era proteger a los viajeros en los caminos y pasos peligrosos. Así que se alejaron rápidamente. El sacerdote, entretanto, caminando sólo y en realidad sin otra escolta visible que su rosario, llegó a la venta sin tropiezo. Una hora después entraron también los malhechores, cerciorados por sus espías de no haber en ella fuerza alguna. Entablaron conversación con el eclesiástico, y haciéndola recaer sobre su viaje, le preguntaron qué rumbo había tomado el comisario que le acompañaba. A tal pregunta juzgó el sacerdote que se burlaban, o que contenía algún enigma que no podía comprender. Mas insistiendo ellos y protestando que le hablaban con sinceridad, el clérigo les dijo que en la ocasión a la que se referían absolutamente nadie iba con él; que iba sólo, y rezando el Rosario en sufragio por las almas del Purgatorio, para que le librasen de los peligros que a tales horas y en tales parajes suelen ocurrir. Les fue entonces forzoso a los ladrones reconocer la milagrosa protección que las ánimas habían dispensando a su devoto, de tal manera que la evidencia misma les arrancó la ingenua declaración que hicieron al sacerdote, de las siniestras intenciones que contra él tenían. Y porque cuando el Señor dispensa tan extraordinarios favores no suelen ser limitados, a la gracia de reconocer ellos mismos la protección divina en favor de su víctima, añadió la más importante de querer ser también ellos devotos de las ánimas, pero empezando con hacer las paces con el Creador, reconciliándose con Él por medio del santo sacramento de la Penitencia. Así que haciendo oratorio de una pobre habitación, y confesionario de una silla en que sentado el sacerdote escuchaba al penitente, arrodillado y apoyándose en una mala mesilla, fueron uno después del otro confesando el veneno de sus culpas, y disponiéndose de este modo a ser buenos para sí y buenos para la sociedad, en lugar de ser dos asesinos de ella.
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Las almas del Purgatorio si son solicitas en defender a sus devotos contra las acechanzas de los enemigos corporales y visibles, lo son mucho más en protegerlos contra los espirituales e invisibles. Si en alguno se encuentra la verdadera gratitud, el verdadero agradecimiento, es en las almas del Purgatorio. Un ciudadano de Bretaña, no obstante los muchos e importantes negocios a los que se dedicaba, llevaba una vida de fervoroso y verdadero cristiano. Entre sus excelentes virtudes sobresalía la tierna y solícita devoción que profesaba a las almas de los difuntos, como lo hacían ver las continuas limosnas que, entre otros sufragios, ofrecía continuamente por ellas, y muy especialmente la práctica que siempre usaba de detenerse cuando pasaba por el cementerio a orar por ellas, en pie o arrodillado, y esto bien estuviese solo, bien a la vista de las gentes, pues tanto en esto como en otras cosas de la gloria de Dios nunca le importó la opinión ajena; y cuán agradable fuese todo a Dios y provechoso a las almas difuntas, el tiempo lo hizo ver de un modo no menos prodigioso que auténtico. Porque acometido de la última enfermedad y agravado, pidió con insistencia el Santo Viático para prepararse con el Pan de los fuertes al último trance y combate. Era de noche, y el párroco, por ser tal hora y no muy bueno el camino que debía andar, eludió la molestia, que hubo de tomar sobre sí el vicario, si bien con gusto por el alto concepto que tenia del enfermo. Llegado a casa del paciente y consolándolo con el Pan de los ángeles, le administró también el último sacramento en razón de la excesiva distancia a que se hallaba de la parroquia. Volvíase en paz a la iglesia con algún acompañamiento, cuando he aquí que al llegar al cementerio en que tantas veces oró el enfermo, se vio detenido por una fuerza invisible; y mientras, absorto, se perdía en juicios sobre la causa de tal hecho, sintió salir una voz del copón que llevaba consigo, y pronunciarse claramente estas palabras: -¡Huesos áridos, oíd la orden del Señor; levantáos! ¡Venid a la iglesia a rogar por el bienhechor que en este momento acaba de entregar el espíritu; exige la gratitud que le paguéis, ahora que él lo necesita, el mucho bien que os ha hecho; en especial porque nunca pasó por este cementerio sin orar por vosotros. Entonces se sintió el extraño ruido de multitud de huesos, que uniéndose unos a otros, y buscando sus junturas, formaban sus respectivos esqueletos, después los cuerpos en la forma misma que vio el Santo Profeta. Enseguida se vio salir un número grande de personas, las cuales se dirigían a la iglesia, donde volviendo también la vista el vicario observó, con no poca sorpresa, que no sólo se hallaba abierta de par en par, cuando él la había dejado bien cerrada, máxime siendo de noche, sino que además estaba iluminada con abundantes velas. Colocáronse en buen orden los resucitados, y acto seguido entonaron el Oficio de difuntos, que cantaron con aquella majestad que usan las catedrales con los grandes personajes. Concluidas las exequias se sintió otra vez el extraño ruido de los huesos, porque la voz que los reunió se volvió a oír, intimándoles que volvieran al lugar que ocupaban, y del que momentáneamente salieron, porque quiso el Señor dar a entender a los vivos lo que sabe hacer para premiar la caridad con los difuntos. Viéndose ya libre el sacerdote que había estado inmóvil todo aquel tiempo entró en la iglesia, y dejado el Sacramento en el tabernáculo, marchó apresurado a dar cuenta al párroco del suceso. No bien había empezado su relación, cuando llegó un mensaje de la casa del enfermo notificando que había entregado plácidamente el alma al Creador. El suceso, entretanto, produjo dos buenos efectos porque al párroco le hizo más diligente en el cumplimiento de su obligación, principalmente con los enfermos; pero el
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vicario pasó más adelante, porque volviendo al mundo las espaldas se encerró en el monasterio de Tours, fundado por San Martín, y del cual con el tiempo y por el mérito de las grandes virtudes que lo adornaban, fue dignísimo Superior. Eran muchas las prendas que le hacían merecedor de tal dignidad, como lo acreditó la grata memoria que por mucho tiempo se conservó de su prudencia y de la devoción que practicó y supo inspirar a los monjes a favor de las afligidas almas del Purgatorio. En un lugar de las cercanías de Fanjeaux, en el sur de Francia, vivía un caballero principal, que sólo conservaba de la educación cristiana que recibiera en el Colegio de Soreze, una tierna compasión hacia los pobres. Había perdido la fe, al soplo de la impiedad de su entorno, y, al morir su padre con el rico mayorazgo que heredó, vióse rodeado de los peligros en que suelen tropezar muchos jóvenes desamparados. Con todo, el noble caballero, de corazón generoso, atormentado por vivos deseos de recobrar la fe, elevó un día a Dios esta oración, donde se trasluce la angustia de su alma: - Señor Dios, si existes y oyes mis súplicas, dámelo a conocer, aunque incrédulo, quiero abrazar la verdad, si se descubre a mis ojos. En aquel tiempo, acababa de fallecer una criada suya. Sucedió, pues, que viniendo a pasar nuestro caballero cerca de las cuadras, vio de repente una cosa extraña. Apareciósele la criada, luciendo un vestido de fiesta, pero con señales de vivos padecimientos pintados en el semblante, clavándole en los ojos una larga mirada humilde y suplicante; luego, sin decir palabra, desapareció. Admirado el caballero de la visión misteriosa, entróse en casa del esposo preguntándole lo siguiente: - Me gustaría saber si has encargado para tu mujer los sufragios de costumbre. - Suelen hacer celebrar en este pueblo un novenario de misas por los difuntos, pero yo, por falta de recursos, no he podido encargárselas. - Bueno, tú te vas a decir al párroco que aplique por el alma de la difunta las consabidas misas. A los nueve días, en la misma cuadra, dejóse ver la criada difunta, pero esta vez on una sonrisa angelical y una felicidad sobrenatural en el rostro. Tampoco esta vez habló palabra; pero con gentil ademán risueño, la dichosa alma dio a su generoso bienhechor reconocidas gracias, y desapareció. Al ver el incrédulo con sus propios ojos el milagro que pidiera al Señor, cayó de rodillas, y vencido por la gracia se convirtió. Desde entonces, frecuentó la iglesia, oía Misa, y se acercaba a comulgar con admiración y alegría de todos sus servidores y renteros. Cierto devoto de las almas del Purgatorio, para hacer más seguros y eficaces sus sufragios por las benditas almas del Purgatorio procuraba rezar todos los días las Letanías de la Virgen con los brazos en cruz. Tenía este algunos enemigos que buscaban ocasión de tomar de él la última venganza: asesinarlo. Hallaron estos enemigos un día la ocasión en que pudieron entrar en su habitación, en el momento en que su víctima dormía plácidamente. Pero, una vez dentro de la habitación, por más que vieron la ropa cuidadosamente ordenada a un lado de la cama, no pudieron encontrar a su enemigo... La Providencia de Dios lo hizo invisible por su caridad hacia las ánimas.
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A este prodigo sucedió otro mucho más admirable y al mismo tiempo instructivo, porque nos enseña bien con cuánta exactitud son anotadas y apreciadas nuestras buenas obras. Algún tanto descuidado, sea por fatiga de su trabajo, sea por cualquier otra causa, retirábase a dormir un día sin haber rezado su ordinaria devoción y viniéndole ésta a la memoria, aunque molestado del sueño, hizo un esfuerzo, se arrodilló al pie de su cama, y empezó a decir las Letanías con los brazos en cruz. A la mitad de ellas, vencido enteramente del sueño, se echó sobre la cama. En la misma noche justamente volvieron sus enemigos a penetrar en su habitación, pero al acercarse a su cama se vieron detenidos por un espectáculo que los llenó de horror: vieron sólo la mitad de un hombre; espantados, y aún sintiendo cierta compasión de que así lo hubiesen matado, pues estaba en la misma forma que el emperador romano Diocleciano hacía poner a los mártires aserrándolos por medio, salieron precipitadamente de la casa. A la mañana siguiente lo vieron bueno y salvo en la calle, causándoles la sorpresa que se puede suponer; y deseando entender el misterio que encerraba este asunto, procuraron hacer las paces y las hicieron muy en breve, como sucede cuando no hay rencor en la una parte, y en la otra sincero deseo de reconciliación. Esto allanó el camino para que sin peligro pudieran hablar de los sucesos referidos, y saber cómo no lo encontraron la primera noche, y por qué lo vieron partido por medio la segunda. Pero el hombre, a quien todo cogía de nuevo, se quedó suspenso sin saber qué contestar: - Yo no sabré cómo explicar esto – dijo- a menos que tenga relación con la devoción que practico todos los días, de decir en cruz las Letanías en sufragio por las ánimas, y las que en esa noche, por haberme venido el sueño, no dije sino la mitad. Oído esto, comprendieron bien que no era necesario buscar otra causa, porque explicaba perfectamente por qué el día que las dijo entera se hizo enteramente invisible, y cuando las dijo la mitad solamente desapareció la mitad de su cuerpo. En verdad no discurrieron mal, y mejor todavía cuando, viendo con tanta claridad la cuidadosa protección que Dios dispensa a los caritativos con las ánimas, pues tan prodigiosamente le salvo de sus propios puñales, acabaron por practicar ellos mismos una devoción cuya eficacia quedaba tan bien comprobada. No todos pueden, como el piadoso Judas Macabeo, ofrecer una limosna de doce mil dracmas en sufragio por los difuntos, pero ¿quién hay que no pueda ofrecer un cuarto, como hizo la viuda del Evangelio, la cual con ofrecer tan poco, mereció, no obstante, que el Salvador del mundo fuese su admirador y su remunerador? Ni es de maravillar, porque al fin dio la pobre todo lo que tenía, y quien por amor de Dios da todo lo que tiene, obliga a Dios mismo a cuidar de él y a alabarlo. Imitadora de esta pobre viuda fue una mujer napolitana, no más rica que ella, pues no tenía otros medios para mantener a su familia que el escaso jornal de su marido. Llegó un día en que, preso éste por no poder pagar sus deudas, recayó sobre su buena mujer el mantenimiento de la familia, el del marido, y el cuidado además de procurarse medios con que ponerlo en libertad. Ella entretanto no tenía otros recursos que el escaso trabajo de sus manos, y la confianza en la Divina Providencia, que siempre escucha el gemido del pobre cuando éste la invoca con confianza y pureza de corazón. No faltó quien le indicara que acudiese a un notable caballero de la ciudad que con larga mano solía remediar las necesidades de los menesterosos.
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Fue a él y le manifestó su apurada situación, exponiendo brevemente los escasísimos medios con que podía contar atendido el número de sus hijos, a quienes había de mantener, y además a su marido, único apoyo de toda la familia, y sin cuya libertad habrían de perecer todos de hambre; y calló sin decir más, confiando en que la caridad del caballero leería en sus lágrimas el tanto que necesitaba para salir de sus apuros. El caballero le puso en la mano una pequeña cantidad y la despidió. No era ciertamente limosna proporcionada a sus esperanzas, y afligida nuevamente y sin saber qué hacer, entró en una iglesia a suplicar a aquel Dios que se gloría de ser Padre de los pobres, y de socorrerlos en los casos desesperados. Llorando ante el Señor le vino el pensamiento de hacer decir con aquella pequeñísima cantidad una Misa en sufragio por las almas del Purgatorio, confiando en lo agradecidas que son con sus bienhechores, especialmente si se ven en grave necesidad. Hízolo así, y concluida salió de la iglesia. Caminando hacia su casa se encontró con un anciano venerable, quien deteniéndola le preguntó por qué estaba tan afligida. Díjole la causa, y el interlocutor, sacando un sobre cerrado, le dijo que lo llevara a la persona a quien iba dirigido. Hízolo así, y el personaje, abriéndolo, quedó en gran manera maravillado al ver la letra y firma de su padre, tiempo hacia difunto. Preguntóle quién le había entregado aquel sobre. La mujer dijo que un venerable anciano; y mientras le daba señas de él, alzando casualmente los ojos, vio un retrato y dijo: - Ni más ni menos que quien está en esa pintura, pero aquí no está tan alegre. El personaje no preguntó más, y leyendo vio que decía las breves siguientes palabras: "Hijo mío, tu padre acaba de pasar del Purgatorio al Cielo. Lo debe a una Misa que ha hecho celebrar esta pobre mujer, que se halla en gran necesidad: creo que te digo bastante". El caballero leyó y volvió a leer las lacónicas palabras, las cuales de tal modo le conmovieron, que no fue dueño para contener las lágrimas. Volviendo a la pobre mujer le dijo: -¿Conque habéis tenido la dicha de abrir con una pequeña limosna las puertas del Cielo a mi buen padre?...Pues yo no puedo corresponder con menos que con asegurar vuestra subsistencia y la de vuestra familia. Una pequeña limosna sacó a un alma del Purgatorio, y una pequeña limosna sacó a un hombre de la cárcel, y aseguró la subsistencia a una familia necesitada...La generosa caridad de la pobre mujer, el desprendimiento y confianza al mismo tiempo en la Divina Providencia, merecieron bien una recompensa que en su caso fue completa. Con razón se nos recomienda ofrecer por las ánimas todo lo más que podamos, seguros de que será abundante la remuneración. El que pueda, que dé lo posible en sufragio de las menesterosas ánimas, porque aquello de que se desprenda será semilla de bendición, pues lo hará fructificar abundantemente Dios en beneficio del donador. El P. Juan Bautista Magnanti era tan devoto de las almas del Purgatorio que Dios le hacia saber con frecuencia cuándo era la salida del Purgatorio de aquellas por quienes ponía una especial dedicación. Siempre ofrecía misas por las almas del Purgatorio y hacía frecuentes sufragios por ellas. Era tan deudor de los beneficios de las almas del Purgatorio que solía decir que si algo bueno tenía se lo debía a ellas. Pero en especial confesaba serles deudor del don de ver y descubrir cosas muy lejanas, de conocer pecados ocultos, y principalmente de prevenir las acechanzas del enemigo.
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Volviendo en una ocasión de Loreto, y llegando a Norcia quiso detenerse, a pesar de la repugnancia de los compañeros de viaje, para celebrar el Santo Sacrificio en sufragio de las ánimas, en una iglesia célebre que allí hay dedicada a la Madre de Dios. Concluida la Misa y acción de gracias volvieron a emprender su camino, y al llegar a un paraje muy conocido por los robos y asesinatos que en él se cometían, ellos también hubieron de contribuir a aumentar su infausta celebridad con la desgracia de caer en las manos de los malhechores. Atados los compañeros a distintos árboles llegó a su vez al P. Magnanti, y mientras con dura violencia lo sujetaban al tronco, he aquí que en la cima de un cerro vecino aparecieron dos jóvenes que con toda su fuerza comenzaron a gritar: ¡Ladrones! ¡Ladrones! Los asesinos aunque en número de doce, se sobrecogieron; pero el capitán de ellos, un poco más sereno que los demás, ordenó a algunos que con los trabucos espantasen a aquellos importunos. Dirigiéronse contra los jóvenes; mas éstos, en lugar de huir, alzando más el grito y marchando de frente, se dirigían contra los asesinos, a los cuales de tal modo impuso esta audacia, que aturdiéndose huyeron precipitados a internarse en el bosque de donde habían salido, dejando todavía por atar a dos de los viajeros. Desatados todo se encontraron sin los ladrones y sin los jóvenes, a los que no pudieron descubrir por ningún lado. Tuvieron por seguro, además de una especial revelación que fue dada al sacerdote, haber sido un beneficio con que las benditas almas del Purgatorio correspondieron a la Misa que poco antes habían ofrecido por ellas. Dice San Ambrosio que todo lo que por caridad hacemos en sufragio de los difuntos se convierte en mérito nuestro, y lo recibimos después de muertos cien veces duplicado. Un soldado, tan noble y valiente como buen cristiano, mereció que las ánimas, en premio de la devoción que les tenía, acudiesen armados a defenderlo en un riesgo inminente. Era notable entre sus devociones la constante costumbre que tenía de detenerse cuando pasaba por algún cementerio a decir algunas devociones en sufragio de los alli enterrados, y a esto debió indudablemente el haber salvado su vida en la ocasión que vamos a referir. Paseaba sólo un día, y observado por ciertos enemigos que acechaban la ocasión de vengarse a razón de imaginarias injurias recibidas, juzgaron haber llegado la hora tan deseada, y se dirigieron contra él; pero advirtiéndolo el perseguido aceleró el paso, ganando no sin fatiga algún terreno, hasta que llegando al cementerio saltó la tapia y se ocultó en él. La santa costumbre de que hemos hablado y el riesgo en que se hallaba excitó en su ánimo una lucha de dos pensamientos encontrados: el primero pedía que se detuviese a rezar sus oraciones, y el segundo le aconsejaba salir de la prisión en que se había metido, y en donde, advertido que fue por los enemigos, no quedaba camino por donde huir. Después de algunos instantes de perplejidad, venció al fin el primero. - Aunque me cueste la vida - dijo entre sí - no quiero ni aún en esta ocasión dejar de decir mis oraciones. Dios, que todo lo pude, ve el peligro en que estoy y me salvará. Y diciendo así, empezó muy tranquilo su oración. Llegaron en esto los enemigos, observaron si habría entrado en el cementerio, y viéndolo inmóvil quedaron ellos también un tanto suspensos, creyendo que el miedo le hubiese hecho perder los sentidos u ocasionado algún otro más grave percance. Se miraron unos a otros, como consultando si sería bastante haberlo reducido al extremo de darse por muerto metiéndose en el cementerio. Pero disponiéndose uno de
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ellos a saltar la pared, fue para el otro la señal de pasar adelante. En tan cortos momentos había cambiado notablemente la escena, porque al mirar, puestos ya del otro lado, a su enemigo, y viéndolo rodeado de gente armada, atónitos de tal novedad, volvieron a repasar, rodando más que saltando, la pared, y encomendándose a los pies se alejaron a buen paso de su inocente e indefenso enemigo. Éste continuó rezando inalterable, y cuando concluidas sus oraciones miró por todas partes y no vio rastro alguno de los enemigos, admirado también de este prodigio, porque él no había visto la gente armada que vieron los asesinos, se volvió tranquilo a su casa, creyendo firmemente que la confianza que había puesto en Dios lo había salvado. En tal creencia estuvo siempre, hasta que mediando algunos conocidos y compuestas las partes, hicieron las paces. Hechos ya amigos, le preguntaron qué le pasaba cuando en tal peligro se estaba inmóvil en el cementerio; y sobre todo, quiénes eran los que en el momento de acometerle lo rodearon armados. Contestó a lo primero, que puesta su confianza en Dios rezaba tranquilamente sus acostumbradas oraciones a las ánimas; y en cuanto a lo segundo, que no había visto a nadie. Por donde se vino a descubrir y convencerse todos, de que por medio de las ánimas, por las cuales rogaba, había tenido efecto su confianza en Dios, a cuya guarda había encomendado su vida. Extendida la fama de esta solícita y amable protección de las ánimas, excitó en muchísimos un piadoso y vehemente deseo de auxiliarlas con sus oraciones, ya que saben mostrar en los peligros tan fiel y oportuna correspondencia. Muchas veces han salido las almas del Purgatorio con el fin de liberar a sus devotos de inminentes peligros, enderezarlos por el camino verdadero para su salvación, preservarlos de las acechanzas de pérfidos enemigos, consolarlos en sus graves aflicciones, y por último, curarlos también de graves enfermedades. En 1629, se hallaba gravemente enferma en Dol (Borgoña), una mujer de condición mediana, llamada Hugueta Voi. Al sangrarla el cirujano, juntamente con la vena le hirió en una arteria, con lo que agravó extraordinariamente el mal por los vehementes dolores y convulsiones que sobrevinieron a la enferma. A la mañana siguiente, y cuando se desesperaba de la salud de la paciente, se presentó en la habitación una joven vestida de blanco, que con tanta amabilidad como modestia se ofreció a servirle. Admitida la oferta preparó inmediatamente un regular fuego, abrigó bien a la enferma, y diciéndole que convenía se levantase para arreglarle bien la cama, al pedirle la mano para ayudarle a bajar de ella, cesaron repentinamente los agudísimos dolores, y desapareció la herida de la arteria. La enferma, estupefacta de tal suceso, clavó los ojos en la doncella sin acertar a decir una palabra; pero ésta, atenta en su obra de caridad, después de haberla vuelto a la cama, se despidió, diciendo que volvería a continuar su servicio. Fue grande la admiración y sorpresa que causó este hecho, y no menos la curiosidad que en la casa y en la ciudad se excitó en todos por saber quien fuese; mas no fue posible averiguarlo, ni sacar otro fruto de las indagaciones que las molestias que naturalmente ocasionaron a la enferma la multitud de curiosos que acudieron a cerciorarse por sí mismos de la verdad. Al anochecer se presentó de nuevo la joven, con el mismo traje y amabilidad que por la mañana, y entonces dijo claramente. - Sabed, querida sobrina mía, que soy vuestra tía Leonarda Colina, la que al morir hace diecisiete años os dejó heredera de sus pocos bienes. Estoy salva por la misericordia de Dios, y lo debo a la protección de la Santísima Virgen, de Quien siempre fui devota. La última hora, que vino repentinamente, me cogió mal dispuesta; y no teniendo, como no tenía, predisposición para confesarme, me hubiera perdido
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eternamente si la piadosísima Madre de Dios no me hubiese alcanzado un verdadero acto de contrición. Me libré así, del Infierno, pero fui condenada al Purgatorio, donde hace ya diecisiete años que padezco atrocísimos tormentos. Ahora se ha servido el Señor disponer que, acompañada de mi santo ángel de la guarda, venga a visitaros y serviros en vuestra enfermedad por espacio de cuatro días, al cual servicio me corresponderéis con ir a visitar tres templos de la Santísima Virgen, que están en esta provincia (se los nombró) y cuando hayáis concluido, pasaré yo del Purgatorio al Cielo. La enferma, no dando fe a tal relación, acudió a tomar consejo de su confesor el P. Antonio Orlando, de la Compañía de Jesús. Este le aconsejó que despreciara aquella aparente figura; que la conjurara, diciendo contra ella unos exorcismos que él le enseñaría, con los cuales y el agua bendita desaparecería, o bien haría ver más claramente que era en efecto su tía Leonarda. Hízolo así la sobrina; pero la doncella, escuchando muy serena los exorcismos, le dijo: - Los exorcismos de la Iglesia son buenos contra los diablos y los condenados, pero no contra mí, que soy predestinada y morí en gracia de Dios. Ni aún con esto se convenció la enferma. - Pero, ¿cómo es posible - replicó - que seáis mi tía? Ella era una vieja de bien mal aspecto, pues sobre ser muy arrugada y seca, era bizca de ambos ojos. Además era quisquillosa, y tan iracunda, que la menor contrariedad le hacía enfurecer. Vos, por el contrario, sois joven, vuestros ojos son tan bellos que atraen con su mirar dulce y amoroso; sois pacífica, cortés y llena de mansedumbre, de paciencia y de caridad. - Debéis saber, hija mía - replicó el alma - que esto que veis no es mi cuerpo, el cual está en el sepulcro, y allí estará hasta el día de la resurrección universal. Éste, por disposición de Dios, lo ha formado el ángel del aire, para que pueda venir a serviros y pediros sufragios, como heredera que sois mía. Respecto a mi genio bilioso, impaciente y colérico, sólo os diré, que si las ánimas no estuviesen confirmadas en gracia, y por consiguiente libres de pecados y malos hábitos, diecisiete años de Purgatorio son buena escuela para aprender la paciencia y la mansedumbre. La sobrina, al fin, se tranquilizó con esto, y creyendo que realmente era su tía, recibió sin repugnancia los buenos servicios que le hacía. Conversando ambas, la tía reveló cosas muy notables a la sobrina, contestándole además a muchas de las preguntas que le hacía; y sin que nadie hubiese tenido este privilegio, pues sólo ella veía y hablaba con la joven. Hugueta, entretanto, recobrando la salud, emprendió las tres y no cortas peregrinaciones que le pidiera Leonarda, las cuales concluidas, volvió a dejarse ver con la alegría y resplandor de los bienaventurados. Dio gracias a la sobrina por la solicitud y devoción con que había visitado los tres templos de la Madre de Dios, y prometiéndole qu a ella y a cuantos la habían aliviado con sus sufragios los tendría presentes en el Cielo, desapareció para no ser vista más. Es indudable que quien ruega por las almas del Purgatorio y por ellas ofrece sacrificios, limosnas, rosarios, y sobre todo la Santa Misa, se atrae las bendiciones de Dios y la poderosa protección de las benditas almas del Purgatorio. Santa Brígida, en una visión fue transportada en espíritu al Purgatorio y allí vio el lugar en que las almas eran purgadas como lo es el oro en el crisol. Allí oyó la voz de un ángel que con afectuosísima gratitud decía: - Sea bendito aquel que mientras vive socorre a las almas con buenas obras; porque exige la indeclinable Justicia de Dios que sean purgadas con las penas del Purgatorio, o redimidas estas penas por medio de los sufragios de fieles amigos.
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Después de esto oyó una inmensa gritería, en la que infinitas voces decían con el mayor sentimiento: -¡Oh Jesús, Señor Nuestro y Justísimo Juez, os suplicamos por vuestra misericordia que, no atendiendo a nuestros deméritos y sí solo a los méritos de vuestra preciosísima Pasión, infundáis espíritu de caridad en el corazón de los prelados, de los sacerdotes, de las religiosas, de los eclesiásticos y fieles de todas clases, para que alivien nuestras penas con sacrificios, con oraciones, ofrendas e indulgencias! ¡Oh, si hiciesen esto, cuan pronto, libres de estos suplicios, volaríamos al seno de Dios que tanto amamos!. Y después de unos momentos de silencio, sintió que del medio de aquel inmenso espacio se levantaron tres voces, que en ademán de súplica no menos que de profunda gratitud decían a una: -¡Merced grande sea concedida a aquéllos que procuran enviarnos auxilios que nosotros somos incapaces de procurarnos! Vio enseguida que de aquel dilatadísimo lugar se elevaba una claridad como de naciente aurora, a la cual seguía una nube oscura, como para dar a entender que en aquella oscura cárcel empezaba a nacer el alba de un día feliz, pero acompañado todavía de triste noche; y volviendo a sentir la primera multitud de voces, oyó que exclamaban: -¡Oh Dios de las misericordias, dad según vuestra incomprensible Omnipotencia el céntuplo de remuneración a aquellas almas misericordiosas, que con sus buenas obras nos levantan de estas tinieblas a la eterna luz y a la visión beatifica de vuestra Divinidad!. He aquí, pues, los grandes abogados que adquieren los que usan de piedad con los difuntos. Adquieren nada menos que la gratitud de infinidad de almas, las cuales no sólo interceden por ellos cuando se hallan ya en el Cielo, sino que del Cielo mismo, donde se ve la caridad con que se procura aliviar a aquellas almas tan necesitadas, descienden favores, no sólo espirituales, sino también temporales. "Las almas del Purgatorio que formaban parte de mi ejército mientras estaban en la tierra gozan ahora de una unión especial conmigo, sienten mi presencia de una manera especial, que endulza la amargura de sus sufrimientos y acorta el tiempo de su purificación. Soy yo misma la que voy a recibirlas en mis brazos para dirigirlas a la incomparable luz del Paraíso" (Palabras de la Virgen en 1992). Con dificultad se hallará persona señalada en la piedad y devoción con las benditas ánimas de los fieles que padecen en el Purgatorio, que no haya prosperado en esta vida con bienes temporales y en la otra con eternos; porque como reciben tan singular favor de sus bienhechores quedan en perpetuo agradecimiento; y como vuelan al Cielo y están delante de Dios no cesan de rogarle por ellos y alcanzar las mercedes de su mano. Y así, aunque no fuera más que por el interés, habían de abrazar los fieles esta devoción. Un hombre devoto de las ánimas, tenía la costumbre de, al pasar por delante de un cementerio, ofrecer algunas oraciones y responsos por ellas. Tenía enemigos, los cuales lo espiaron para matarlo, y sabiendo que había de pasar por allí lo esperaron armados en una encrucijada, no lejos del cementerio, a donde llegó y rezó a la hora acostumbrada, y luego vio delante de sí dos antorchas de cera ardiendo, y otras dos detrás que le iban alumbrando y como guardando los pasos y las espaldas, sin ver persona que las llevase. Causóle admiración y temor esta novedad, pero Dios, que le enviaba esta defensa se lo quitó y le dio ánimo para ir a su casa. Pasó por entre sus enemigos, los cuales quedaron pasmados viendo tan rara maravilla, y no se atrevieron a atacarle cortados de temor.
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Llegó a su posada, y, aunque no se descubrieron los que llevaban las antorchas, le hablaron y dijeron: Nosotros somos las almas por quien oras cuando llegas a nuestro sepulcro; como tú no te olvidas hacernos bien, nosotros no nos olvidamos de ti, y ahora venimos a defenderte de los enemigos que te querían dar la muerte. Prosigue en tu devoción, que nosotros proseguiremos en rogar por ti en el acatamiento de Dios. Con esto desaparecieron dejándolo consolado y animado a proseguir siempre en su devoción, y a todo el mundo ejemplo de su agradecimiento con sus bienhechores. Otro caso nos vuelve a mostrar el agradecimiento que las almas del Purgatorio tienen con sus devotos. Un sacerdote francés de santa vida, sobremanera devoto de las almas del Purgatorio, lo era a tal grado, que todos los días decía Misa de Réquiem por ellas, aunque fuese fiesta solemne o domingo. No faltó un "celoso" que lo denunció ante el obispo, acriminándole que iba contra las ceremonias y ritos santos de la Iglesia. Mandóle comparecer en su tribunal, y venido le reprendió agriamente, y mandó que en adelante guardase el orden de la Iglesia, y que lo jurase y diese fiador de que lo guardaría. En cuanto al juramento estuvo presto a darlo pero fiador no tuvo. El obispo no quería darle licencia de otra manera; el sacerdote se afligía por no hallar quien le fiase, cuando abrió Dios lo ojos al obispo, y vio encima y a los lados del buen clérigo infinidad de manos que extendiendo los brazos se ofrecían a firmar la fianza, que eran de las almas de los difuntos por quienes oraba. Entonces el prelado le dio gratísima licencia para proseguir en su devoción, animándole a perseverar en ella y rogándose se acordase de él. Había en Roma un mozo principal desde sus primeros años criado libremente, dado a entretenimientos, juegos y visión de su edad: mas entre tanta oscuridad de malas costumbres resplandecía en su alma una estrella de piedad para con las almas de los difuntos, a las cuales hacía todo el bien que le era posible de misas, sufragios y limosnas. Salió una noche en su caballo a divertirse por las riberas del Tiber, y salió al campo donde le iban espiando sus enemigos para quitarle la vida: quien descuida la propia alma, aunque cuide de las ajenas, nunca carece de enemigos. Llegó a la entrada de un monte, donde colgaba de una encina un malhechor hecho trozos, que poco antes había ido ajusticiado y puesto en el camino para escarmiento de todos. Al llegar a su altura el caballero, se desataron los trozos del cadáver y se unieron entre sí con su cabeza, y bajó vivo de la encina, y se vino para el joven jinete que estaba atónito y como fuera de sí a la vista de tan extraño prodigio. Llegó a él y tomándolo del brazo con una suave violencia lo bajó del caballo. No hizo resistencia alguna. Subió el ajusticiado al caballo y caminó a su vista por aquel monte; pero a pocos pasos le acometieron cuatro armados, los cuales dispararon contra él sus escopetas y lo hirieron de muerte. Cayó del caballo haciendo extremos como de hombre que moría violentamente. Los enemigos temiendo ser descubiertos con sus voces y gemidos huyeron, y él se levantó bueno y sano, y subió en el caballo y volvió al dueño del caballo, que estaba sorprendido de ver tales prodigios, y le dijo: - Estos enemigos te esperaban para quitarte la vida; pero Dios Nuestro Señor, atendiendo al bien que haces a las almas de los fieles difuntos, te ha librado de sus manos, mandándome a mí que recibiera las balas que venían contra ti. Yo te exhorto de su parte a que perseveres en la devoción comenzada, y a que mejores las costumbres y mudes la vida, si quieres participar de la gloria de las almas a quienes haces bien. Dicho ésto volvió a la encina y se partió en cuatro cuartos, colgados como estaban antes.
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El buen caballero quedó tan admirado como agradecido a Dios por esta singular merced, y en cumplimiento de su mandato se hizo luego religioso y perseveró en santa vida. Laurencio Rato, que después fue insigne músico y Maestro de Capilla en el Colegio Germánico, era de bonísimo natural y santas costumbres, inclinado a obras de devoción entre las que especialísima la tenía con las ánimas, por las que todos los días decía el Oficio de Difuntos y rezaba otras oraciones, oía misas, daba limosnas, y andaba las estaciones ganando las indulgencias que podía. Dios quiso premiar esta loable devoción y animarle a perseverar en ella por medio de la Reina de los Ángeles, con quien también tenía cordialísima devoción, de este modo. En una ocasión que iba a la fiesta del Carmelo, dentro de un cañaveral parecido a un laberinto, en lo más fragoso de él miró un coro de mujeres de rara hermosura y modestia, a las cuales presidía una Matrona que resplandecía como el sol entre las demás. Tenían en medio un difunto a quien hacían las exequias con el Oficio de la Iglesia. Llegóse cerca impelido de una dulce violencia, sintiendo en su corazón un consuelo inefable. Acabados los tres salmos del primer Nocturno le dio el libro la que presidía y le dijo que leyese la lección de Job: Parce mihi. Leyóla Laurencio, y luego las vírgenes que estaban en aquel coro celestial dijeron los responsorios en su compañía. Acabadas las tres lecciones, con una melodía suavísima entonó la Reina del Cielo, que era la que presidía: Subvenite, y las demás vírgenes abrieron un hoyo capaz para la sepultura, con sus propias manos lo enterraron en ella. Vuelta la Virgen Santísima a Laurencio, dijo: - Prosigue, hijo, en tu devoción de rezar el Oficio de difuntos todos los días y hacer las obras buenas que pudieres por las ánimas del Purgatorio, que Yo te ofrezco los mismos sufragios por tu alma, y que goces de las mismas honras que ha gozado este difunto, que tuvo la misma devoción que tú tienes. Dicho esto desapareció toda aquella celestial Capilla, lo que es más, la sepultura que habían hecho; por más que miró, no pudo hallar rastro de ella: indicio manifiesto de que no se dispuso la visión más que para declarar cuánta honra hacía Dios en la muerte a los que en vida se esmeran en hacer bien por las almas de los difuntos, en cuya devoción quedó Laurencio confirmado y perseveró toda su vida, esmerándose cada día más en ella, hasta pasar al puerto deseado de la Gloria. En la Corte de Madrid hubo un letrado noble, tan devoto de las almas del Purgatorio, que dijo en su vida por ellas más de doscientas mil misas, y esto fuera de una gran suma de limosnas que repartió, y otras muchas buenas obras que hizo para ayudarlas. Y habiendo empezado con moderada hacienda, dejó a sus hijos treinta mil ducados de renta, y vio su casa ennoblecida con hábitos, títulos y oficios honrosísimos, y llegó a 90 años de edad, alcanzando en su vida ver logrados sus nietos y biznietos hasta en la cuarta generación, como se escribe del Santo Job (Salmo 127) Porque esta bendición cae al hombre que sabe temer a Dios, y usar de caridad con sus prójimos que están cautivos en las penas del Purgatorio, extendiendo la mano para sacarlos de ellas, alcanzándole las mismas almas salvas vidas y copiosa hacienda, porque la gastaban en hacerles bien, y así son interesadas en ellas. Si quieres alcanzar esta bendición, y, lo que más importa, la eterna, sigue su ejemplo, y gasta el resto de tu vida en orar y hacer bien para ti mismo: porque, por un lado, harás a Dios Nuestro Señor un gratísimo servicio; y, por otro, harás a tus prójimos la obra de mayor caridad que se puede ejercitar con ellos, y un acto de sumo merecimiento, porque con él honrarás a Dios, dando crédito a su fe, que enseña que hay otra vida, y en ella Purgatorio, donde se purifican las almas de la escoria de sus culpas.
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Y merecerás auxilios espacialísimos de Dios, por el que das a tus hermanos, y ganarás aquella bendición eterna que ha de dar Dios el día del Juicio a los que usaren de misericordia con sus prójimos, dándoles de comer y de beber, vistiéndolos cuando estaban desnudos, visitando a los encarcelados y redimiéndolos cuando se hallaban cautivos, pues, como dice San Agustín, lo que lleva de valor el alma al cuerpo lleva la caridad que se usa con las almas y más con almas tan santas que pasan luego a ver a Dios y a ser cortesanos de su Gloria. Allí los ganas por abogados, y los ángeles y santos por amigos, por los compañeros que les has enviado. Y, finalmente, todos los bienes aplicados a los difuntos afectan a ti y a los tuyos. Oye lo que por Noemí dice el Espíritu Santo: "Bienaventurado y bendito sea el Señor: porque la misma misericordia que con los vivos guardó con los muertos. Esta te caerá a ti y a los tuyos por los siglos de los siglos. Si en medio de sus tormentos las almas del Purgatorio ruegan por nosotros y nos alcanzan gracias, ¿cuánto más eficaz será su intercesión cuando lleguen al Cielo? La gratitud de aquellas almas se aumenta y perfecciona con su traslación al Cielo, donde con una caridad más perfecta no cesan de rogar por sus bienhechores hasta alcanzarles todos los bienes temporales que les convienen, y especialmente la felicidad eterna. ¿Quién no querrá enviar al Cielo el mayor número posible de semejantes intercesores? La primera gracia que, como embajadores nuestros pedirán aquellas almas luego que lleguen al Cielo, será la eterna salvación de sus bienhechores. - Gran Dios - dirán postradas ante el trono del Altísimo - ten piedad de los que la tuvieron con nosotros. Ellos nos libraron de las cadenas del Purgatorio. Tú los tienes que librar de las de sus pecados. Ellos nos abrieron las puertas de los Cielos, ábrele, Señor, las de tu misericordia. ¿No se salvarán los que nos salvaron? Dales, Señor, a tus hijos, ya que tanto te complaces en nosotros, danos aquellas almas por cuyas oraciones nos has trasladado a tu Gloria a poseerte y gozar de tu presencia. Por lo cual, es común sentir de los Padres y Doctores que quien pone toda su solicitud en socorrer a las almas del Purgatorio, no se condenará. Para lograr tanta dicha no debía perdonarse medio alguno en rogar, aplicar misas y obras buenas en favor de los difuntos. Nuestro Señor Jesucristo nos aconsejaba que con nuestros bienes procurásemos granjearnos amigos que a nuestro fallecimiento nos recibieran en los tabernáculos de la Gloria. Estos amigos son los pobres, pero no todos los pobres de la tierra llegan a ser moradores del Cielo. Pues muchos de ellos no van por el buen camino. No así las almas del Purgatorio. Estas son en la actualidad verdaderamente pobres y muy menesterosas de nuestro socorro, pero hay completa seguridad de que en las mansiones de la eterna bienaventuranza llegarán a ser muy ricas y nada avaras de sus bienes y de su valimiento para con el Rey de los siglos, ansiarán que las acompañemos en su dicha y harán los mayores esfuerzos para llevarnos a su lado a gozar del premio sempiterno de nuestra generosidad para con ellas. La Gloria es el galardón de la piedad con los difuntos. Constancia, pues, en socorrerlas, que no pasará largo tiempo sin que veamos el fruto de nuestras fatigas y bendigamos una devoción que obtiene una corona de gloria eterna a quien la practica fielmente. De Santa Catalina de Bolonia se lee que cuando deseaba alguna gracia recurría a las almas benditas, y al punto era escuchada, y afirmaba que no pocas gracias que por la intercesión de los santos no había alcanzado, las había obtenido por medio de las ánimas benditas. Si, pues, deseamos nosotros su ayuda, bueno será que procuremos socorrerlas con nuestras oraciones y buenas obras. El ofrecimiento de San Pío de Pietrelcina como víctima y las oraciones que elevaba y que hacía elevar a Dios, obtenían a las almas del Purgatorio innumerables sufragios. Una noche, después de cenar, cuando el convento estaba bien cerrado desde
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hacia tiempo, los frailes oyeron algunas voces que provenían del corredor de la entrada, cerca del claustro. Aquellas voces gritaban repetidamente: -¡Viva el Padre Pío! ¡Viva el Padre Pío! El Superior llamó al hermano portero y le ordenó que bajara y que hiciera salir a toda aquella gente. El hermano portero obedeció y se dirigió al corredor de la entrada. Pero, con gran sorpresa vio que allí no había nadie, que el corredor estaba sumergido en la oscuridad y que el portón de entrada estaba cerrado y bien asegurado. Sorprendido, volvió a subir al primer piso y fue a referir al Superior el resultado de su inspección. El Superior quedó sorprendido no menos que el fraile portero, pero prefirió no decir nada. Al día siguiente pidió al Padre Pío una explicación de aquel hecho que le parecía verdaderamente extraordinario. Con la mayor sencillez el Padre Pío respondió que aquellas personas, cuyos gritos se habían oído en el corredor del convento, eran almas de lo soldados muertos, que venían a darle las gracias por sus oraciones... La devoción a los difuntos es provechosísima para nosotros, y muy agradable y gloriosa para el Señor. En efecto, es siempre provechoso para todos extender el número de los buenos amigos y bienhechores. ¡Cuánto se afanan y desviven los hombres para hacerse con amigos de influencia y de rango! Todos buscan el arrimo y el cobijo a la sombra de los grandes de este mundo para el tiempo de la necesidad o conveniencia. Ahora bien: no hay medio más fácil y eficaz, para aumentar muchos y nobles amigos, como la devoción a las ánimas benditas del Purgatorio. Todo el que con sus oraciones, limosnas, misas, rosarios y Vía - Crucis, libre a un alma del Purgatorio, puede contar con un amigo más, el más leal, el más poderoso e influyente en la Corte Celestial. Los difuntos que nos deben el alivio de sus penas, o la gracia de su liberación del Purgatorio, nos pagan con doblado amor el que les hemos tenido. Un lazo de eterna y dulcísima amistad será la consecuencia de nuestros sufragios. Sor Francisca del Santísimo Sacramento solía decir: "Mis almas me defienden de los peligros. Y me previenen de los lazos que me preparan los demonios; mucho les debo. ¿Qué sería de mí sin su ayuda?". Asimismo, la devoción a las ánimas glorifica a Dios, porque es un acto nobilísimo de caridad divina. Cuando un alma sube del Purgatorio al Paraíso, un nuevo lucero brilla y embellece el Cielo. Toda la Iglesia triunfante se alegra y festeja con la nueva conquista: la Iglesia militante se fortalece con un nuevo intercesor y defensor de la Ciudad de Dios. Cielos y tierra repiten al unísono: " Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén". Si esperando un poderoso rey a un gran príncipe, su hijo, a quien ama mucho, ése fuera hecho prisionero por sus enemigos, los cuales lo maltratasen indignamente, y un amigo suyo se ofreciese a expiar, pagar y redimir al cautivo y lo sacase de aquellas lóbregas mazmorras y lo condujese libre y sano a su padre, el rey, ¿con qué agradecimiento no lo colmaría de bienes aquel magnánimo rey y el mismo príncipe? Esto pasa con las almas del Purgatorio rescatadas de aquel centro terrible de purificación gracias a nuestras oraciones, misas, rosarios, obras piadosas, etc. No solamente el alma, hija de Dios, queda agradecida al que la saca del Purgatorio donde estaba detenida sino el mismo Cristo y toda la Corte del Cielo; y no sólo ella intercederá por su bienhechor y libertador, sino el mismo Dios, sin esperar ruegos, pagará y premiará aquel servicio!. San Agustín dijo: "Yo ruego por los difuntos, para que cuando ellos entren en posesión de la Gloria eterna, se interesen por mi salvación". Hacia el año 1555 se construyó en honor de San Nicolás de Tolentino, una suntuosa capilla en la ciudad de Leco, plaza fuerte de Italia, y por un decreto se acordó
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elevar su fiesta a la categoría de las más solemnes. El motivo fue el siguiente: Juan de Médicis, general de los venecianos, sitió la ciudad y la tuvo largo tiempo cercada por el ejército con el fin de rendirla por hambre. Llegó a tal grado la debilidad y agotamiento de sus habitantes, que se pensó dar el último asalto. Los sitiados, comprendiendo el peligro, acudieron San Nicolás de Tolentino, de quien eran devotos, y en la mañana misma en que debía verificarse el asalto decisivo, todos los sacerdotes de la ciudad aplicaron las misas en sufragio de las benditas almas del Purgatorio, porque discurrían así ellos:" El Santo, que en otra ocasión por su Septenario de Misas libró una gran muchedumbre de difuntos, también con el mismo medio, nos dará a nosotros la salvación y la victoria". No les falló la esperanza; cuando bajo las órdenes y mando del general se pretendió comenzar el asalto, se vio, con profunda sorpresa del enemigo, sobre las murallas de la ciudad cercada, un ejército muy numeroso de gente vestida de blanco. Y aquel ejército blanco lo componía las almas liberadas del Purgatorio con las misas celebradas en Leco aquél día, y con las oraciones que los sacerdotes y habitantes habían dirigido a San Nicolás de Tolentino para que los amparase. La temerosa visión sembró un gran pánico entre los enemigos. Juan de Médicis hizo al instante cesar todos los preparativos del combate y ordenó la retirada. Si Dios estaba en favor de los sitiados, ¿quién podía oponérseles? Cristianos devotos del Purgatorio: vosotros recogeréis siempre el mismo fruto que los habitantes de la ciudad amenazada de Leco. Los difuntos que enviéis con vuestros sufragios al Cielo serán vuestros defensores poderosos. Sobre todo cuando vuestra alma, en la hora de la muerte, se vea sitiada y aterrada por los enemigos de la salvación, recibirá su aliento y fuerza de los invisibles amigos de Dios, que tenéis en el otro mundo por vuestra devoción a las ánimas benditas; y entonces vuestra será la victoria final. El siguiente hecho ocurrió en Francia. Una mujer había hecho el voto de hacer una ofrenda para una Misa al mes por las ánimas del Purgatorio. Era una mujer modesta que trabajaba como doméstica en familias de cierto rango. Después perdió el puesto y permaneció sin trabajo por un período más largo del esperado. Había gastado ya casi todos sus ahorros para mantenerse cuando un día al salir de Misa, se acordó que tenía que dejar la ofrenda mensual. Pero ahora era un problema serio. Si daba esa ofrenda se encontraría en pocos días sin un quinto en la bolsa. Hubo un momento de reflexión, pero después encomendó su problema a Jesús, segura de que no la abandonaría en esa situación. Acudió con el sacerdote y le dio el dinero para la Misa a las santas ánimas. Salió de la iglesia para ir a su casa. Pero a la salida se encontró con un joven de buen aspecto que le dijo haber escuchado que estaba en busca de trabajo. Ella asintió preguntándose como se habría enterado el joven. Éste, muy cortés pero firmemente, le dijo que fuera a una cierta calle y que tocara en la tercera casa de la derecha. La mujer, aunque perpleja, decidió seguir el consejo. Encontró enseguida la casa, la cual le gustó a primera vista. Tocó el timbre. Salió a abrir la puerta una señora anciana muy gentil y cuando oyó que necesitaba trabajo y que tenía una cierta experiencia como doméstica, la hizo pasar de inmediato. No tardaron mucho en ponerse de acuerdo, felices ambas de descubrir que necesitaban la una de la otra. Mientras la nueva doméstica pasaba por la sala, vio encima de la chimenea una foto del joven que la había detenido en la entrada de la iglesia. -Señora – exclamó - ¿Quién es este joven? - ¡Oh - dijo la señora - Ese es mi hijo Enrico que murió hace 4 años…
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¿CÓMO PODEMOS EVITAR O ATENUAR EL PURGATORIO? Asegura San Agustín que aquellos que durante su vida hayan socorrido a las santas almas del Purgatorio con mayor fervor, recibirán, por una particular providencia de Dios, mayor auxilio por parte de los demás, si van al Purgatorio Del mismo modo que hayamos tratado a nuestros prójimos, seremos nosotros tratados. En la otra vida halla piedad quien en ésta la ha ejercitado con el menesteroso. Es la piedad una dichosa semilla que nos produce misericordia, y en el siglo futuro se recoge lo que en éste se ha sembrado. Por lo cual, si sembramos sufragios para el Purgatorio, allá los recogeremos abundantes si llegamos a entrar en aquella región de tormentos. Pero si en nuestro corazón no hay más que dureza y olvido, tristísimo será el fruto que nos produzcan. Experimentaremos la misma dureza y olvido que ahora tenemos con los difuntos, lo cual nos será tanto más sensible cuanto que no cabrá duda alguna que lo tenemos muy merecido por nuestra cruel conducta. Evitemos semejante desgracia, esforzándonos en ser piadosamente generosos con las almas del Purgatorio. A su divino gobierno, que nosotros llamamos Providencia, ha prefijado el Señor ciertas leyes, de las cuales nunca se aparta. Brilla su sol para malos y buenos, pero éstos tienen un no sé qué de más risueño y beneficioso, mientras que para los impíos parece que, como ministros de la Divina Justicia, se muestra menos sereno y apacible. Lo mismo sucede con las almas del Purgatorio, que, según la conducta que hubieren tenido en esta vida con las que ya padecían antes que ellas y bajaron a aquellas cavernas de expiación, así será la parte que les quepa con los sufragios que s hacen por ellas. Un personaje que había empleado toda su vida en la práctica de las virtudes, y particularmente en socorrer a las almas del Purgatorio, se vio en su agonía horrorosamente asaltado por el príncipe de las tinieblas. Pero con sus muchos sufragios había enviado del Purgatorio al Cielo un crecido número de almas, que viendo a su bienhechor en tal peligro, no sólo pidieron al Altísimo que le concediese mayor abundancia de gracias para hacerle triunfar, sino que también alcanzaron el poder socorrerlo y asistirlo personalmente en aquel decisivo momento. Bajando luego del Cielo, cual valerosos guerreros, unos se arrojaron contra el infernal enemigo para ahuyentarlo, otros rodearon el lecho del moribundo para defenderlo y otros, por último, pusiéronse a consolarlo, y animarlo. Él, lleno de admiración y gozo dijo: -¿Quiénes sois? Ellos contestaron: - Somos las almas que has sacado del Purgatorio con tus oraciones, sacrificios y limosnas y hemos venido a pagarte tus beneficios y a acompañarte al Cielo. Inmensa fue la alegría del moribundo ante tan feliz anuncio, y expresando su semblante suavísima placidez, voló su alma a la patria celestial entre las aclamaciones de las otras, que por su piedad ya estaban vestidas de gloria y resplandores. El que fue misericordioso alcanzará más pronto misericordia, y el que hubiere tenido duras las entrañas verá que el Señor lo trata de un modo más severo, haciendo que le toque menos en la distribución de los socorros de la tierra. Tengamos esto muy presente para obrar como en el Purgatorio quisiéramos haber obrado. En todas las edades ha sido el ejemplo un resorte muy poderoso, y su influjo se extiende a la larga distancia de unos hombres a otros. Si al pasar por este valle de lágrimas dejamos en él ejemplos de generosa piedad para con los difuntos, no faltarán corazones que nos imiten cuando nosotros hayamos bajado a aquella mazmorra de dolor. Pero si, por el contrario, los que formamos la generación presente no volvemos los ojos a nuestros amigos y
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parientes del Purgatorio, es muy probable que nuestros hijos y allegados tengan para con nosotros la perniciosa indiferencia de que le dimos ejemplo. Está, pues, en nuestra mano, el prepararnos frutos de piedad para el otro mundo, el granjearnos el favor divino y el disponer a los que nos sobrevivan a compasivos sentimientos de caridad para con nuestras propias almas. Es imponderable hacer ver el cúmulo de méritos y de gracias que consigue el que por una buena elección se resuelve a hacer sacrificio de sus propias obras satisfactorias para aliviar con ellas a las pobres almas del Purgatorio. Basta decir, que constituido poblador del Paraíso, se proporciona abogados que hacen su causa en el Cielo, para que en cuanto es posible sea feliz en la tierra, e intercesores que le impetrarán la bienaventuranza que por sus sacrificios gozan anticipadamente, y de la que sin ellos tal vez no gozarían ni antes ni después de la vida de su bienhechor. Los ángeles custodios de las almas le quedan obligados, porque a él deben el tener pronto en su compañía a quienes ellos acompañaron durante la vida, y con quien ardientemente desean unirse para no separarse jamás: los bienaventurados lo miran con dulcísima benevolencia, porque aumenta su número para bendecir con ellos a su Redentor. ¿Y la Madre de Dios? Sólo en el Cielo se podrá comprender todo el peso de amor y protección con que acogerá bajo su manto a los que así adelantan la dichosa transformación de las almas, que a su divino Hijo costaron el precio de toda su sangre. Jesucristo mismo, que es tan magnífico remunerador, ¿qué no hará? ¿Podrá nuestro escaso entendimiento alcanzar las bendiciones y favores que dispensa y reserva al cooperador de la paz eterna de aquéllos por quienes dio su propia vida? Dejó escrito Dionisio, por sobrenombre el Cartujano, que la admirable Santa Gertrudis, al levantar su corazón a Dios por las mañanas, hacía oferta en sufragio de las ánimas del mérito de sus oraciones, satisfacciones, penitencias y de todas sus obras satisfactorias; y para mejor emplearlas, aplicaba al Salvador se dignase manifestarle las almas que más lo necesitaban, para aliviarlas con preferencia. El Señor, que se complace en hacer la voluntad de los que le temen (Salmo 144, 19), le mostraba por orden las almas más afligidas, y sin más la caritativa Gertrudis se aplicaba a socorrerlas con vigilias, ayunos, todo género de mortificaciones, y principalmente con amorosas súplicas a su divino Esposo para inclinarlo a piedad, sin dejarlo, digámoslo así de la mano hasta que obtenía la gracia. Eficacísima era su oración, e inefable el consuelo que recibía cuando presentándose las almas, como ocurría con frecuencia, a darle gracias, cogía el fruto de sus lágrimas. Avanzada en edad y cercana ya a la muerte, fue asaltada del espíritu maligno con una tentación que la puso en gran congoja; porque el asalto fue tan fiero cuanta era su desesperación por verse arrebatar por una simple mujer tantas almas de las manos. Le metió en la cabeza que había hecho un lastimoso desperdicio de sus obras satisfactorias, y que estando ya próxima a partir de este mundo, pronto se vería en un durísimo Purgatorio, que podría haber evitado reservando para sí lo que tan inconsideradamente había cedido en beneficio de otros. -¡Infeliz de mí! - decía - Pronto daré exactísima cuenta de mis faltas, que juzgándolas como las juzgará Dios con su vista más clara y penetrante que el sol, ¿cuántas manchas no encontrará en esta pobre alma? ¿Y con qué satisfaré: si todo lo que ahora me podría servir lo he desperdiciado, cediéndolo a favor de los difuntos?. Hacía éstas y otras tan dolorosas exclamaciones, cuando he aquí que apareciéndosele su divino Redentor Jesucristo, le dijo: -¿Qué tienes, Gertrudis, que tanto te aflige?
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- Señor - respondió - Me aflijo porque estando próxima a morir y sufrir el juicio de mis pecados, me encuentro sin capital de buenas obras para satisfacer por ellos, porque, como sabes, las he cedido todas en beneficio de las ánimas. El Salvador entonces, consolándola, le dijo con amorosísimo semblante: - ¿Y así te olvidas, hija mía, de Quien soy Yo? ¿Crees tú que me has de vencer en generosidad? Pues para que veas cuán acepta me ha sido tu caridad con el prójimo, en premio de esto te perdono todas las penas que mereces por tus culpas. Además, porque he prometido el ciento por uno a los que acometen santas empresas, te quiero premiar ventajosamente, aumentándote la gloria en la eterna bienaventuranza; y sobre esto dispondré que en el instante en que tu espíritu salga de la prisión del cuerpo, comparezcan todas las almas que has rescatado con tu caridad, para que acompañada de todas ellas hagas entrada triunfal en el Cielo. La Santa, en lo que sobrevivió a esta consoladora aparición del Salvador redobló el fervor para rogar por las almas, de manera que hasta el último suspiro fueron objetos de su caridad. No temamos que se disminuya el caudal de nuestros merecimientos cuando los ofrecemos en auxilio de las almas del Purgatorio, porque con ello contribuimos al alivio de las benditas almas y estas obras de caridad no quedarán sin recompensa. El sufrimiento bien llevado en esta vida acorta o elimina las penas del Purgatorio. Aceptar la voluntad de Dios sobre nosotros manifestada por los acontecimientos que nos atañen, sin culpa nuestra y sin que hayamos podido hacer nada por evitarlo, nos sirve para aumento de méritos y purificación de culpas, de ahí por qué Nuestro Señor permite que los buenos sufran un poco antes de morir: así irán purificados al Cielo y no tendrán que pasar por el Purgatorio, o tendrán poco Purgatorio. El ser dócil a la voz de Dios libra del Purgatorio. E. P. Vicente Carafa, general de la Compañía de Jesús fue llamado en cierta ocasión para consolar a un principalísimo caballero, al que costaba mucho resignarse en su desgracia de haber de sufrir la última pena a que había sido sentenciado, por no poderse persuadir que la merecía. Y en verdad, que estando en tal persuasión es mucho más difícil la resignación que cuando la conciencia testifica ser bien merecida. Pero el celosísimo sacerdote supo proponerle con tal claridad los ocultos y justísimos juicios de Dios, haciéndole ver que por aquel extraordinario camino quería el Señor perdonarle sus culpas, y de tal manera que desde el cadalso se lo llevaría al Cielo, que el notabilísimo joven, haciendo acto de generosa virtud, abrazó la ignominiosa muerte, como justa pena merecida por sus culpas; y sin más, empezó a recibir el premio, porque no sólo recobró una completa tranquilidad de espíritu, sino que confesó no haber tenido en su vida momentos de gozo igual al que sentía entonces, próximo a semejante muerte. Y en efecto era así, porque más hubo de admirar el público la dulce serenidad y gozo con que compareció en el cadalso, que el que tal persona se viese en él. En el momento en que la fatal cuchilla separó del cuerpo la cabeza del joven, el P. Vicente vio ponérsele una corona de gloria y subir al Cielo su alma dichosa. Y tan cerciorado estaba de ello, que no sólo fue desde el cadalso a consolar a su afligidísima madre con tan feliz nueva, sino que cuando estaba sólo en su habitación se le oía exclamar con entusiasmo: -¡Feliz criatura! ¡Dichosísimo!. Como esta noticia se extendió con rapidez, se llegó al P. Vicente un sacerdote preguntándole si debería ofrecer por él tal sufragio; y contestó resueltamente que ninguno, porque no necesita sufragios el que está en el Paraíso. Y en otra ocasión, quedándose como extasiado, mirando lleno de gozo al cielo, exclamó: -¡Oh dichosa muerte!
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Y como fue esto en presencia de varias personas, se vio precisado a confesar que vio el alma gloriosa del joven decapitado. Tanto ayuda para librarnos del Purgatorio el escuchar y hacer con prontitud la voluntad de Dios cuando nos llama a penitencia y a la virtud. "El que escucha mi palabra tendrá la vida eterna y no incurre en el juicio, porque pasa de la muerte a la vida " (Juan 5, 24). Santa Catalina de Génova solía decir con frecuencia estas palabras, dignas por cierto de toda atención: "El que procura satisfacer en esta vida por sus culpas, con un cuarto paga mil ducados: el que (contento con procurar librarse dl Infierno) descuida el satisfacer aquí dejando para el Purgatorio, pagará mil ducados por un cuarto". Es decir, que mientras vivimos, con corta penitencia podemos satisfacer el reato de muchas culpas, cuando por el contrario en el Purgatorio se ha de padecer mucho para satisfacer aún por ligeros defectos. El tiempo de merecer es la vida, durante la cual si cometemos faltas, porque no somos impecables, ni perfectos, ha compensado bien la bondad infinita de Dios, concediendo a nuestras obras tal eficacia que con facilidad se satisfaga a la divina Justicia. Asimismo lo que das hallándote vivo y sano, es oro; lo que das próximo a la muerte, es plata, y lo que das después de muerto no es sino plomo... Esto implica que las buenas obras con plena lucidez y en vida, merecen ante Dios mucho más que cuando sabemos que nos queda poco tiempo o ya estamos muertos. Prudentísima fue la respuesta del emperador Mauricio, el cual preguntado por la milagrosa imagen del Salvador dónde quería purgar sus faltas, si en esta vida o en la otra, contestó: - Aquí, aquí quiero padecer la pena que merezcan mis pecados. Desacertado, por el contrario, fue el partido que tomó aquel religioso de la Orden de San Francisco, el cual habiéndole dado un ángel a escoger entre la alternativa de satisfacer a la Divina Justicia con larga y penosa enfermedad en la tierra o fuera de ella con breve Purgatorio, escogió esto con preferencia a aquello. Padecía en verdad una enfermedad tan dolorosa y molesta, que haciéndosele insufrible a sí mismo y sumamente gravosa a los demás religiosos, le pareció preferible la muerte; de manera que volviendo los ojos al Cielo suplicó la gracia de ser liberado de la prisión del cuerpo. -¡Oh Dios mío! - decía - Yo no encuentro descanso de día ni de noche; tantos son los dolores que me afligen, que hasta en las entrañas me atormentan; y creciendo cada día, disminuyen en proporción mis fuerzas: yo no puedo más. Si mis culpas no merecen la gracia de que me saquéis de esta prisión, la merecen a lo menos estos vuestros siervos, a quienes sirvo de tanta incomodidad y trabajo. Así oraba, cuando descendiendo un ángel se le presentó delante y le propuso lo siguiente: - Pues que tanto te aflige el padecer, Dios pone en tus manos, o el permanecer así por espacio de un año, concluido el cual volarás al Cielo, o compensar estos padecimientos con tres días en el Purgatorio: queda la elección a tu gusto. El enfermo, atendiendo sólo al mal presente, exclamó sin detenerse: - Venga enhorabuena la muerte, y tanto tiempo de Purgatorio cuanto el Señor fuere servido. - Pues bien – añadió el ángel.- Hágase como quieres; prepárate con los santos sacramentos, porque hoy mismo morirás. Un día escaso llevaba esta pobre alma de padecer en el Purgatorio, cuando el ángel bajó a consolarlo, y después de haberlo saludado con gran amor, le preguntó cómo se encontraba en su nuevo y apetecido estado.
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-¡Ay de mí – respondió – que he sido miserablemente engañado! Me prometiste que sólo estaría aquí tres días, y son ya tantos los años que padezco... ¿Cómo es posible que tú seas un ángel? ¿Así se engaña a una pobre alma? - Tú – contestó el ángel – eres el engañado. Aún no ha pasado un día desde que te hallas aquí, ¿y te quejas de lo largo del tiempo? ¿Y me acusas de haber faltado a lo que te prometí? El tiempo es todavía breve, pero no lo es la acerbidad de las penas, que hacen de cada hora un año y de cada día un siglo. Créeme, aún no hace un día que fuiste separado de tu cuerpo, el cual, expuesto en la iglesia, espera las ordinarias exequias. Por lo demás, si estás arrepentido de tu inconsiderada elección, te participo que Dios te concede la gracia de poder volver al cuerpo y continuar el curso de la enfermedad. -¡Sí, sí! - dijo el fraile - ¡Vengan sobre mí años de más dolorosa enfermedad, con tal que salga de este lugar de tormentos! En el acto se levantó del féretro. La admiración de los circunstantes se dejó conocer, pero creció en gran manera en cuanto refirió lo acaecido. La descripción por otra parte que hizo en la manera que pudo de las penas que sufrió en tan breve tiempo causó tal impresión, que no obstante que la Comunidad era observantísima, como que todavía la regía el espíritu del Santo Fundador, cambió de manera que era desconocida, porque todos se aplicaban a hacer rigidísimas penitencias, para librarse en todo, o en parte al menos, de las tremendas penas del Purgatorio. El enfermo por su parte continuó sufriendo con inalterable paciencia, y aún con alegría, las molestias de su enfermedad, hasta que concluido el año, y recibiendo otra vez la visita del ángel, fue por él conducido al descanso y gozo de los justos. Pero entre tanto aprendamos nosotros, de lo que este santo hombre padeció por ligeros defectos, cuán cierta sea la sentencia de San Agustín, a saber: "Que un día de padecer en el Purgatorio es tan acerbo, tan doloroso, que puede igualar a mil años de padecimientos en esta vida. Cuando alguna persona buena sufre mucho, antes de morir, todos la compadecemos, sin embargo no hay que olvidar que estos postreros sufrimientos son una obra de misericordia de Dios que quiere que el alma sufra aquí un poquito, con tal que se evite sufrir muchísimo más en el Purgatorio. El sufrimiento terrenal es una oferta en comparación con el sufrimiento del Purgatorio. La Venerable Sor Ángela Tolomei, de la Orden de Santo Domingo, educada desde niña en la virtud, adelantó mucho en el camino de la perfección, creciendo siempre en ella hasta que la sorprendió una peligrosa enfermedad. Llegó al fin a un punto en que, perdida toda esperanza de recobrar la salud, acudió al poderoso valimiento para con Dios de su santo hermano el Beato Juan Bautista Tolomei. Hizo éste fervorosa oración por la salud de su hermana, pero el Señor no se movió a darle la salud porque tenía el designio de resucitarla. Cercana ya al último aliento, fue abstraída de los sentidos, y su espíritu se vio presente en un espectáculo tan nuevo para ella como terrible. Parecióle hallarse en un espacio dilatadísimo, donde con varias figuras le fueron representadas las penas del Purgatorio y las almas que las padecían; porque vio algunas que ardían en vehementísimas llamas, otras arrecidas entre masas enormes de hielo, y algunas sumergidas entre borbollones de azufre. Estas despedazadas con peines de hierro, aquellas roídas por dientes venenosos de cruelísimas y extrañas fieras, y todas atormentadas con tales invenciones, que sola su vista era un verdadero suplicio. Entre éstas le fue mostrado el lugar y género de tormento destinado a su alma, que separada dentro de poco del cuerpo sería alli arrojada, para purgarse de ciertos defectos que no había lavado durante la vida. Fueron, en suma, tales las penas que vio padecer, y con particularidad las destinadas para ella, que vuelta en sí y temblando de horror se dirigió a su hermano, suplicándole por aquel Dios a Quien tanto él amaba y tan fielmente
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servía, que le alcanzase de su misericordia tantos días de vida cuantos fuesen necesarios para lavar con la penitencia aquellas manchas que aún había en su alma, y para las cuales estaba preparado aquel terrible purgatorio. No hay que decir si el hermano, oída la relación, rogaría con fervor, pero a pesar de esto dispuso el Señor que prevaleciendo la enfermedad muriese, porque quería hacer manifiesto que se le concedía la vida milagrosamente para que el alma pudiera purgarse de sus defectos. Conducían el cadáver al sepulcro, cuando el santo hermano, saliendo al encuentro y dirigiéndose al féretro, dijo inspirado de Dios: -¡En nombre de Jesucristo, levántate! Inmediatamente, y con asombro del acompañamiento, se movió el cadáver, alzó la cabeza y se puso en pie viva y sana. Y sabiendo bien con qué fin se le concedía la vida, empezó inmediatamente una rigurosísima penitencia, que la llevó al Cielo, sin pasar por el Purgatorio. ¿Quién es el que no se llena de un santo temor al ver este justísimo rigor de la Divina Justicia? Porque si tales y tantas fueron las penas que vio preparadas una religiosa que, aún andando por el camino de la perfección, no pudo o no supo preservarse de contraer algunos defectos, ¿cuáles serán los tormentos reservados en el Purgatorio para aquéllos que, habiendo cometido muchos y muy graves pecados, aunque confesados y arrepentidos de ellos, se les hacen duras aún las más ligeras penitencias para satisfacer por ellos? Hemos descrito la expiación terrible en el Purgatorio de aquellas faltas que nosotros en esta vida consideramos leves, pero que en la otra vida, como hemos visto, se castigan con gran rigor. ¿Cómo podremos evitar entonces esta futura desolación que nos espera en la otra vida? Daremos algunos consejos con los cuales podremos eliminar, o por lo menos, atenuar, en mucho, estos dolores futuros, ya que nadie es perfecto, y quién más, quién menos, todos tenemos faltas. Estos medios son los siguientes: * Evitar a toda costa, incluso al precio de la vida, todo pecado mortal. * Evitar también a toda costa, todo pecado venial, hecho con plena deliberación y consentimiento. * Evitar las faltas voluntarias. Faltas son actos u omisiones que no constituyen pecado venial, pero que sin embargo desagradan también a Dios, y se pagan caras en el Purgatorio. Para evitar estas faltas debemos luchar constantemente contra las inclinaciones viciosas de nuestro carácter procurando evitar las ocasiones de pecar y soportar con paciencia las situaciones, a veces desesperantes, en que nos colocan las circunstancias. * Ni que decir tiene que sin la recepción de los sacramentos bien poco podríamos hacer, ya que el mismo Jesús, Dios hecho Hombre, nos dice: "Sin Mí, nada podéis hacer", y, ciertamente, si nos apartamos de Él, fuente de toda nuestra salud espiritual, nuestras faltas irán aumentando y también el castigo que nos espera después de la muerte: en cambio, al recibir los sacramentos, expiamos las culpas. * No dejar nunca de hacer siempre el bien. * La oración. Es de todos conocido el gran valor de la oración. El Rosario tiene asignadas muchas e importantes prerrogativas que nos vendrán muy bien para poder salir cuanto antes del Purgatorio. Así, la Virgen dijo, en una de sus apariciones al Beato Alano: - Yo libro muy pronto del Purgatorio a las almas devotas del Rosario.
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* El Santo Escapulario del Carmen. Al aparecerse la Virgen al Papa Juan XXII le dijo: - Los que mueran llevando mi Escapulario serán librados del Purgatorio el sábado siguiente después de su muerte. El Escapulario del Carmen, una vez impuesto por el sacerdote facultado para ello, puede cambiarse por una medalla que tenga en un lado el Corazón de Jesús y en el otro la Virgen del Carmen. * Rogar en esta vida por los difuntos., "Todo lo que hagáis por los demás, lo harán con vosotros", nos dijo Jesús. Así, si ahora, en esta vida, rogamos por las almas del Purgatorio, cuando muramos nosotros también rogarán por nuestras almas. * Apuntarnos en alguna Asociación que pida por los difuntos. Hay varias, en las cuales, mediante un donativo, podemos suscribirnos nosotros, nuestros familiares, y a nuestros difuntos, así pedirán por nosotros, no sólo cuando muramos, sino desde el mismo momento de apuntarnos. Entre ellas se encuentran: - UNIÓN DE MISAS: Misioneras de San Pedro Claver / Travesía del Caño 10 / 28023 ARAVACA (MADRID) (España). - OBRA DEL REDENTOR: Misioneros Combonianos / Arturo Soria 101 / 28043 MADRID (España) - ORDEN SERÁFICA DE MISAS / Plaza de Jesús 2 / 28014 (MADRID) (España). - PÍA UNIÓN DE SAN JOSÉ / Carpintería 12 / 28037 (MADRID) (España). - AYUDA A LA IGLESIA NECESITADA / Ferrer del Río 14 / 28028 (MADRID) (España). * Misas Gregorianas.- Es un privilegio muy antiguo que hay en la Iglesia mediante el cual, tras decirse treinta misas seguidas por el mismo difunto, el alma, si estaba en el Purgatorio, va al Cielo, tras la conclusión de las treinta misas. Hay quienes se las mandan decir aún en vida, por si acaso después de muertos no se las dicen.. Si hay dificultades en tu parroquia para decir estas Misas Gregorianas, o cualquier otro tipo de misas, puedes solicitarlas a AYUDA A LA IGLESIA NECESITADA, cuya dirección hemos puesto anteriormente. Allí te pueden decir, mediante un donativo, todas las misas que quieras (su importe lo envían a sacerdotes necesitados, o para financiar Seminarios, construcción de nuevas iglesias, etc.). No olvidemos que la Misa es lo principal para salir del Purgatorio, y que todo lo que te gastes en tus difuntos, en misas por las almas del Purgatorio, te será devuelto al ciento por uno en esta vida, y en la otra, cuando mueras y seas tú el necesitado... * Una monja clarisa que acababa de morir se apareció a su Superiora que oraba por ella y le dijo: - Fui derecha al Cielo, pues por medio de esta Oración (que se pone a continuación) recitada todas las noches, pagué todas las deudas y fui preservada del Purgatorio... La Oración es la siguiente: "Padre eterno: te ofrezco el Corazón Sagrado de Jesús, con todo su amor, sus sufrimientos y sus méritos: Primero.- En expiación de todos los pecados que hubiese cometido hoy y durante toda mi vida. Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo. Como era en el principio, ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén. Segundo.- Para purificar el bien que hubiese hecho mal hoy y durante toda mi vida. Gloria...
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Tercero.- Para suplir el bien que hubiera podido hacer y por negligencia no he hecho hoy y durante toda mi vida. Gloria..." * La Oración que vamos a poner a continuación fue aprobada por el Papa Inocencio IX concediendo la liberación de quince almas del Purgatorio cuantas veces se rece. Los Papas Clemente III y Benedicto XIV la aprobaron también con indulgencia plenaria; Pío IX, confirmó esas disposiciones y agregó 100 días de indulgencia. Esta Oración para la liberación de las almas del Purgatorio, se interna en los sentimientos de Nuestra Señora de los Dolores, cuando Ella recibió en sus brazos a su Divino Hijo, tras bajarlo de la Cruz: "¡Oh Fuente inagotable de verdad, cómo estás tan agotado! ¡Oh Santo Doctor de los hombres, cómo te has vuelto mudo! ¡Oh amor verdadero, cómo tu hermosa figura se ha deformado! ¡Oh Altísima Divinidad, cómo me haces ver a mí en una tan gran pobreza! ¡Oh amor de mi corazón, qué grande es tu bondad! ¡Oh delicia de mi corazón, qué excesivos y múltiples han sido tus dolores! Señor mío Jesucristo, Tú que tienes en común con el Padre y el Espíritu Santo una sola y misma naturaleza, ten piedad de toda criatura y principalmente de las almas del Purgatorio. Amén". * Nuestro Señor dijo a Santa Gertrudis que la siguiente Oración sacaría 1000 almas del Purgatorio cada vez que se rece. Además, la Oración fue extendida a los pecadores vivos: "¡Oh Padre Eterno! Te ofrezco la más preciosa Sangre de tu Divino Hijo Jesús, unida a las misas celebradas hoy y a los dolores de la Santísima Virgen: por las almas del Purgatorio, por los pecadores, por mi familia, amigos y enemigos, conocidos, por el mundo entero. Amén." * Hay un medio muy positivo para enmendar defectos, para corregir nuestras faltas, nuestros vicios, y al mismo tiempo ayudamos a las almas del Purgatorio. Cada vez que faltes en algo, que cometas un pecado, venial o mortal, además de confesarlo, si es mortal, reza una o varias veces varias veces, según la gravedad, la Oración de Santa Gertrudis, que hemos puesto antes. Te asombrarás cómo poco a poco vas dejando ese vicio, esa mala costumbre, ese mal hábito. Ellas intercederán por ti para que te corrijas de ese defecto, de esa mala costumbre, de ese vicio, y verás sus resultados asombrosos.
REGALO DE LA DIVINA PROVIDENCIA Esta devoción que ponemos a continuación tiene la promesa de Jesús de que quien la practique durante un año seguido gozará del privilegio de no pasar por el Purgatorio, yendo directamente al Paraíso. Tiene su raíz en la aparición de Jesús a Santa Brígida de Suecia, a la que dijo: - He recibido en mi Cuerpo cinco mil cuatrocientos ochenta azotes. Si queréis honrarlo con alguna veneración rezad 15 padrenuestros y 15 avemarías con las Oraciones que siguen a continuación durante un año entero. Así, al finalizar el año habréis venerado cada una de mis llagas. La persona que las rezare alcanzará los primeros grados de perfección y, antes de su muerte, llegará a tener un gran conocimiento de todos sus pecados, junto con una perfecta contrición de los mismos, y le daré a comer mi Cuerpo y a beber mi Sangre, a fin de que eternamente no tenga hambre ni sed. Pondré el signo de mi victoriosa Cruz delante de él para su amparo y defensa contra las acechanzas de sus enemigos.
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Antes de su muerte vendré a él con mi querida y bien amada Madre y recibiré benignamente su alma y lo llevaré a las delicias eternas, y, habiéndolo conducido allá, le daré a beber de la fuente de mi Divinidad, lo que jamás hago con otros que no recen mis Oraciones. Esta devoción fue aprobada por Pío IX, corroborando Dios, mediante numerosos hechos sobrenaturales, la veracidad de esta práctica piadosa al cumplirse fidedignamente en quienes la habían recitado debidamente lo que se promete en ella. PRIMERA ORACIÓN.- ¡Señor Jesucristo, eterna dulzura de todos los que te aman, alegría que sobrepasa toda alegría y deseo, salvación y amor de todos los pecadores, que has manifestado que era de tu mayor contento permanecer enmedio de los hombres, hasta el punto de haber tomado por amor nuestro la naturaleza humana! Acuérdate de todos los sufrimientos que has soportado desde el primer momento de tu concepción, y sobre todo durante tu sagrada Pasión, según fue ello decretado y ordenado desde la eternidad en la mente de Dios. Acuérdate del dolor y amargura que sentiste en tu alma tal y como Tú mismo lo manifestaste diciendo: "Mi alma está triste hasta la muerte"; y cómo cuando, en la Última Cena que celebraste con tus discípulos alimentándolos amorosamente, terminaste por anunciarles tu inminente Pasión. Acuérdate del temblor, de la angustia y del dolor que atormentó tu santísimo Cuerpo antes de ir al patíbulo de la Cruz, y de cuando, después de haber orado tres veces al Padre y de estar cubierto con sudor de sangre, te vistes traicionado por uno de tus apóstoles, apresado por tu pueblo elegido, acusado por falsos testigos, vilipendiado e inicuamente condenado a muerte por tres jueces en las comenzadas solemnidades de la Pascua, traicionado, burlado, escupido, despojado de tus vestiduras, abofeteado, vendado en tus ojos, amarrado a la columna, flagelado y coronado de espinas. Por la memoria que guardo de estas tus penas, te ruego me concedas, mi dulce Jesús, llegue a tener yo, antes de mi muerte, sentimientos de verdadera contrición, y que haga una sincera confesión y obtenga la remisión de todos mis pecados. Así sea. ¡Dulcísimo Señor Jesucristo, ten misericordia de nosotros pecadores! Padrenuestro, Avemaría y Gloria... SEGUNDA ORACIÓN.- ¡Jesús, verdadero júbilo de los Ángeles y Paraíso de delicias!. Acuérdate de la espantosa tristeza que te embargó cuando tus enemigos te rodearon como leones enfurecidos y te atormentaron con injurias, salivazos, bofetadas, arañazos y otras inauditas impiedades, afligiéndote además con descarados insultos, feroces golpes y durísimos malos tratos. Yo te suplico que, en virtud de estas ofensas sufridas por nuestro amor, te dignes librarme de mis enemigos visibles e invisibles y concederme que, bajo la sombra de tu protección, encuentre la salud eterna. Así sea. ¡Dulcísimo Señor Jesucristo, ten misericordia de nosotros pecadores! Padrenuestro, Avemaría y Gloria... TERCERA ORACIÓN.- ¡Verbo encarnado, Omnipotente Creador del mundo, que en tu inmensidad incomprensible puedes encerrar el Universo en un puño! .Acuérdate del intenso dolor con que fuiste torturado cuando tus santísimas manos fueron taladradas con agudos clavos en el leño de la Cruz. ¡Qué tormentos padecisteis, mi Jesús, cuando los pérfidos crucificadores dislocaron tus miembros y rompieron las coyunturas de tus huesos, al estirar tu Cuerpo de todos lados! Te suplico, por la recordación de estas penas sufridas por Ti en la crucifixión, hagas que yo te ame y tema hasta el fin de mi vida. Así sea. ¡Dulcísimo Señor Jesucristo, ten misericordia de nosotros pecadores!.
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Padrenuestro, Avemaría y Gloria... CUARTA ORACIÓN.- ¡Jesús, Médico celestial!. Acuérdate de que, en tus ya lacerados miembros, se te volvió a renovar el suplicio de tus dolores cuando fue colocada verticalmente la Cruz. Desde los pies hasta la cabeza ninguna parte de tu Cuerpo quedó exenta de padecimientos; pero no por esto dejaste de orar al Padre misericordiosamente, sino que lo invocaste a favor de tus enemigos diciendo: "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Por esta inmensa caridad y misericordia, y en atención a que evocamos tus trabajos y tus penas, haz que el recuerdo de tu muy dolorosa Pasión obre en nosotros una perfecta contrición y la remisión de todos nuestros pecados. Así sea. ¡Dulcísimo Señor Jesucristo, ten misericordia de nosotros pecadores! Padrenuestro, Avemaría y Gloria... QUINTA ORACIÓN.- ¡Jesús, espejo de eterna claridad!. Acuérdate de la angustia que experimentaste, cuando, tras ver con tu ciencia divina el número de aquellos elegidos que se habrían de salvar por los méritos de tu sagrada Pasión, supiste, sin embargo, al mismo tiempo, que a muchas otras personas no les habrían de servir tus sufrimientos y que, por su mala voluntad, serían objeto de eterna condenación. Pues bien, por tu insondable misericordia y la que usaste enseguida con el Buen Ladrón al decirle: "Hoy estarás conmigo en el Paraíso, te ruego, clementísimo Jesús, seas siempre misericordioso con nosotros hasta el día de nuestra muerte. Así sea. ¡Dulcísimo Señor Jesucristo, ten misericordia de nosotros pecadores!. Padrenuestro, Avemaría y Gloria... SEXTA ORACIÓN.- ¡Jesús, Rey amable y todopoderoso! Acuérdate del gran desconsuelo que contristó tu Corazón, cuando desnudándosete y siendo tratado como un malhechor, fuiste clavado en la Cruz, sin haber nadie, entre tantos amigos y conocidos de los que estaban a tu alrededor, que te consolasen con dulces palabras y ademanes, excepto tu amantísima Madre, a la cual encomendaste el discípulo predilecto, diciendo: "Mujer, he ahí a tu hijo"; y al discípulo: "He ahí tu Madre". Recuerda todo esto, benignísimo Jesús, pues te suplico lleno de fe que, en vista de aquel dolor desmesurado que entonces traspasó tu alma te compadezcas de mí en las desolaciones y cruces de la vida, tanto de cuerpo como de espíritu, dignándote ofrecernos gozosa consolación y generosa ayuda en las pruebas y adversidades. Así sea. ¡Dulcísimo Señor Jesucristo, ten misericordia de nosotros pecadores!. Padrenuestro, Avemaría y Gloria... SÉPTIMA ORACIÓN.- ¡Señor mío Jesucristo, fuente de dulzura inextinguible, que movido de íntimo sentimiento de amor dijiste en la Cruz: "Tengo sed", es decir: "Deseo intensamente la salud del género humano"!. Por éste tu infinito amor te pedimos enciendas en nosotros el deseo de obrar perfectamente, apagando del todo los estímulos de la concupiscencia pecaminosa y el atractivo de los placeres mundanos. Así sea. ¡Dulcísimo Señor Jesucristo, ten misericordia de nosotros pecadores!. Padrenuestro, Avemaría y Gloria... OCTAVA ORACIÓN.- ¡Señor mío Jesucristo, imán de corazones y suavidad de las almas!. En virtud de la amarga hiel y de la acritud del vinagre que probaste por nosotros en la Cruz, ten a bien dispensarnos a nosotros pecadores aquellas oportunas gracias y providencias especiales mediante las que, en todo tiempo, pero sobre todo en nuestra
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salida de este mundo tengamos la dicha de alimentarnos, no indignamente, sino con las mejores disposiciones, de tu Cuerpo y de tu Sangre para nuestro remedio y reconfortadora alegría. Así sea. ¡Dulcísimo Señor Jesucristo, ten misericordia de nosotros pecadores!. Padrenuestro, Avemaría y Gloria... NOVENA ORACIÓN.- ¡Señor mío Jesucristo, descanso y regocijo de nuestro corazón. ¡Acuérdate de la pesadumbre y aflicción angustiosa que te acongojaron cuando por causa de tu estado agónico en la Cruz y por las palabras blasfemas de tus enemigos, clamaste al Padre diciendo: "Eloi, eloi, lamma sabactani? "Te pido por ello, Señor mío y Dios mío, que tengas compasión de mí, y no me desampare en la hora de mi entrada en la eternidad. Así sea. ¡Dulcísimo Señor Jesucristo, ten misericordia de nosotros pecadores!. Padrenuestro, Avemaría y Gloria... DÉCIMA ORACIÓN.- ¡Señor mío Jesucristo, principio y fin de nuestro amor, que quisiste ser atribulado con un mar de sufrimientos!. Te ruego por los méritos de tus azotes, cardenales y hondas heridas de clavos y espinas, te dignes enseñarme a obrar con verdadera caridad guardando tus Mandamientos. Así sea. ¡Dulcísimo Señor Jesucristo, ten misericordia de nosotros pecadores! Padrenuestro, Avemaría y Gloria... UNDÉCIMA ORACIÓN.- ¡Señor mío Jesucristo, profundo abismo de piedad y misericordia!. Te pido por las cruentas laceraciones que traspasaron tus carnes y lastimaron tus huesos, me seas propicio en cuanto a otorgarme que recupere yo pronto tu gracia, cuando mi alma estuviere sumergida en el pecado, moviéndote además a esconderme espiritualmente dentro de esas tus santas llagas. Amén. ¡Dulcísimo Señor Jesucristo, ten misericordia de nosotros pecadores! Padrenuestro, Avemaría y Gloria... DUODÉCIMA ORACIÓN.- ¡Señor mío Jesucristo, espejo de verdad y signo de unidad y de amor!. Acuérdate de lo muy vulnerado que fue tu sagrado Cuerpo con tantos estigmas dolorosos, al ser brutalmente atormentado por los crueles verdugos, que motivaron fueras "bañado" por tu preciosísima Sangre. Graba, por favor, con esta misma Sangre tus llagas en mi corazón, a fin de que, en la meditación acerca de tus penas y de tu amor, brote cada día en mi alma una mayor ternura hacia Ti por tus sufrimientos, vaya en aumento mi caridad, y persevere yo continuamente en expresarte las más rendidas gracias hasta el último aliento de mi vida, es decir, hasta que yo llegue hasta Ti para tu Gloria, pero entonces ya colmado de todos los bienes y de todos los méritos que te dignasteis granjearme con el tesoro de tu Pasión salvadora. Así sea. Dulcísimo Señor Jesucristo, ten misericordia de nosotros pecadores! Padrenuestro, Avemaría y Gloria... DECIMOTERCERA ORACIÓN.- ¡Señor mío Jesucristo, Rey invencible y eterno!. Acuérdate de aquel dolor que enormemente te afligió, cuando, agotadas ya todas tus fuerzas de Cuerpo y Alma e inclinando la cabeza, exclamaste: "¡Todo se ha cumplido!". En vista de ello te ruego que, por lo que mereciste en esa tu situación angustiosa, tengas misericordia de nosotros en la última hora de nuestra existencia, al ser turbada el alma con las señales, temores, quebrantos y dolores propios de la agonía y del desenlace final. Así sea.
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¡Dulcísimo Señor Jesucristo, ten misericordia de nosotros pecadores! Padrenuestro, Avemaría y Gloria... DECIMOCUARTA ORACIÓN.- ¡Señor mío Jesucristo, Unigénito del Altísimo, Esplendor e Imagen de su sustancia! Acuérdate de aquellas tus últimas palabras con que humildemente te encomendaste al Eterno Padre, diciendo: " Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu", y de cuando después, reclinando tu cabeza y manteniendo abiertas las entrañas de tu misericordia para rescatarnos, exhalaste el último suspiro. Por esta preciosísima muerte, te imploro, Rey de los Santos, que me hagas fuerte para resistir al diablo, al mundo y a la carne, de manera que muerto yo a lo terreno, viva sólo para Ti y Tú recibas, en mi postrer instante, muy bien preparada mi alma, la cual, después de largo destierro y peregrinaje desea ardientemente retornar a Ti. Así sea. ¡Dulcísimo Señor Jesucristo, ten misericordia de nosotros pecadores! Padrenuestro, Avemaría y Gloria... DECIMOQUINTA ORACIÓN.- ¡Señor mío Jesucristo, verdadera y fecunda vida! Acuérdate de la Sangre que derramaste todavía, cuando, después de tu expiración y teniendo el rostro cabizbajo en la Cruz, Longinos te abrió el Costado con su lanza, brotando entonces de él tus últimas gotas de Sangre y Agua. Por esta pacientísima Pasión y Muerte, infunde, dulcísimo Jesús, una gran compunción en mi corazón para que, de día y de noche vierta yo lágrimas de penitencia y de amor. Conviérteme tan de veras a Ti, que mores perpetuamente en mi alma y te sea agradable mi oración, de modo que yo merezca ser recibido oportunamente en tu Reino, donde te alabe y bendiga con todos los Santos por los siglos de los siglos. Así sea. ¡Dulcísimo Señor Jesucristo, ten misericordia de nosotros pecadores! Padrenuestro, Avemaría y Gloria... ORACIÓN FINAL.- ¡Señor mío Jesucristo, Hijo de Dios vivo!. Dígnate aceptar este ejercicio con aquel grande y salvífico amor con que aceptaste y sufriste para redimirnos todas las llagas de tu Santísimo Cuerpo; ten misericordia de nosotros y de todos los seres racionales, vivos y difuntos, capaces de salvación; y concédenos benignamente tu gracia, la remisión de todas las culpas y penas, y la oportuna vida eterna. Amén. A los que propaguen esta devoción se les asegura, además, el privilegio de ser preservado durante la vida de todo accidente grave que pudiera ocasionarles la pérdida de alguno de sus cinco sentidos.
OFRECIMIENTO DE VIDA Mi amado Jesús: Delante de las Personas de la Santísima Trinidad, delante de Nuestra Madre del Cielo y toda la Corte celestial, ofrezco, según las intenciones de tu Corazón Eucarístico y las del Inmaculado Corazón de María Santísima toda mi vida, todas mis Santas Misas, Comuniones, buenas obras, sacrificios y sufrimientos, uniéndolos a los méritos de tu Santísima Sangre y tu muerte de Cruz: - Para adorar a la a la Gloriosa Santísima Trinidad. - Para ofrecerte reparación por nuestras ofensas. - Por la unión de la Santa Iglesia. - Por nuestros sacerdotes. 100
- Por las buenas vocaciones sacerdotales. - Y por todas las almas hasta el fin del mundo. Recibe, Jesús mío, mi Ofrecimiento de vida y concédeme gracia para perseverar en él fielmente hasta el fin de mi vida. Amén." Este Ofrecimiento, según la misma Virgen comunicó a Sor María Natalia Magdolna (1901 – 1992) religiosa húngara, tiene asignadas las siguientes promesas a quienes lo hagan: 1. - Nadie de sus familiares caerá en el Infierno, aún cuando las apariencias externas lo harían suponer, porque antes de que el alma abandone el cuerpo, recibirá la gracia del perfecto arrepentimiento. 2. - En el mismo día del Ofrecimiento, saldrán del Purgatorio todos los difuntos de su familia. 3. – En la muerte estaré a su lado y llevaré sus almas a la Presencia de Dios, sin pasar por el Purgatorio. 4. - Su nombre estará inscrito en el Corazón de Jesús y en el Corazón Inmaculado de María. 5. – Salvarán a muchas almas de la eterna condenación, por este Ofrecimiento, unido a los méritos de Cristo. El mérito de sus sacrificios beneficiará a las almas hasta el fin del mundo. Este Ofrecimiento sólo hay que hacerlo una vez en la vida. No obstante, si se quiere, se puede renovar con frecuencia cuantas veces se quiera. Este Ofrecimiento, no anula, impide o coarta otros ofrecimientos que se hayan hecho: son totalmente compatibles todos los ofrecimientos con éste, como el Mismo Jesús le dijo a la misma religiosa: "Aunque un alma haya hecho otro Ofrecimiento, éste lo compendiará doto y está por encima de ellos. Esta será, pues, la corona, el aderezo más precioso y el distintivo de su nobleza espiritual en el Cielo".
LAS INDULGENCIAS La Iglesia tiene un gran tesoro: las indulgencias. Es un deber de todo católico profundizar en su conocimiento y saber cuáles son las riquezas que nos ofrece. La Iglesia concede mediante el cumplimiento de ciertas condiciones, las indulgencias. Todo pecado perdonado lleva consigo una pena temporal que es preciso cumplir para satisfacer a la Justicia divina, ya en la tierra o después en el Purgatorio. Es sobre esta pena merecida, que la Iglesia, investida de la misión que Dios le ha encomendado, se muestra indulgente a imagen de Cristo. La indulgencia que la Iglesia nos ofrece es la remisión ante Dios de la pena temporal debida por nuestros pecados, estando la falta ya borrada; indulgencia que el fiel bien dispuesto obtiene cumpliendo ciertas condiciones determinadas por la Iglesia, dispensadora de la Redención, que distribuye y aplica por su autoridad el tesoro de reparaciones de Cristo y los Santos. La indulgencia es plenaria o parcial, según libere entera o parcialmente de la pena temporal merecida hasta aquel momento por el fiel. Puede ser aplicada a los difuntos a manera de sufragios, para liberar sus almas del Purgatorio. Pero no puede ser aplicada por otra persona viva. No se puede ganar más que una indulgencia plenaria por día, salvo una segunda vez cuando está en peligro de muerte. Las indulgencias parciales pueden ganarse varias veces al día y doblan el valor que el acto tendría en sí. Aprovechemos este caudal de riquezas que la Iglesia pone a nuestra disposición y ofrezcamos por nuestros difuntos, por todas las almas del Purgatorio, este acto de caridad que repercutirá en nuestro propio bien, según el dogma de la Comunión de los Santos: ese fluir maravilloso de la savia vivificante de 101
la gracia por todo el Cuerpo Místico de Cristo, que constituye la Iglesia militante, purgante y triunfante. Puede ser que las condiciones que impone la Iglesia parezcan a primera vista formalistas, pero no olvidemos que somos de carne y hueso y que tenemos necesidad de signos. Y ahí está la Iglesia para ser nuestra guía. Esta es la misión que San Pedro recibió de Jesús, Dios hecho Hombre: "Yo te daré las llaves del reino de los cielos, y cuanto atares en la tierra será atado en los cielos, y cuanto desatares en la tierra será desatado en los cielos (Mateo 16, 19). Para ganar indulgencias es necesario haber recibido el sacramento del bautismo, no estar excomulgado y estar en gracia de Dios. Es también preciso tener intención de ganarlas y que las acciones sean cumplidas en el tiempo y la forma establecidos para su concesión. Para ganar indulgencia plenaria se requiere la ejecución de la obra prescrita y la realización de tres condiciones: la confesión sacramental, la comunión eucarística y una plegaria por las intenciones del Sumo Pontífice, por ejemplo un Padrenuestro, Avemaría y Gloria, condiciones que pueden ser cumplidas algunos días antes o después de la ejecución de la obra, pero se recomienda que la comunión y la plegaria por las intenciones del Sumo Pontífice sean en el mismo día. Varias indulgencias plenarias pueden ser ganadas por una sola confesión sacramental, pero cada una requiere una comunión y oración por el Santo Padre. Se puede ganar indulgencia plenaria en muchos casos, entre ellos los siguientes: - Rezo del Rosario en una iglesia, en familia, en comunidad, o en una piadosa Asociación - Ejercicio del Vía Crucis. - Visitar el cementerio del 1 al 8 de Noviembre (los demás días se gana indulgencia parcial). - Asistir a la Acción Litúrgica del Viernes Santo y besar devotamente la cruz. - El niño que recibe la Primera Comunión y los fieles que asistan al acto... - El Jueves Santo y el día del Corpus asistiendo al canto solemne del "Tantum ergo" con su Oración correspondiente (parcial los demás días) - Visitar una iglesia el día de la conmemoración de los Fieles Difuntos. - Renovar las promesas del Bautismo en la celebración de la Vigilia Pascual, y en el aniversario del propio bautismo (parcial los demás días). Indulgencias parciales se pueden obtener entre otros muchos casos, en los siguientes: - Ganan indulgencia parcial aquellos que en el cumplimiento de sus deberes y en el sufrimiento de las penas de la vida, levantan su corazón hacia Dios con humilde confianza añadiendo, aunque sólo sea mentalmente, alguna invocación piadosa. - Aquellos, que llevado del espíritu de penitencia, se privan voluntariamente de alguna cosa lícita. - Rezar el Acto de Contrición. - Invocación al Espíritu Santo. - Invocación a San José. - Invocación al Ángel de la Guarda. - Rezar el Ángelus o "Regina Coeli". - Rezar el Credo. - Ganan indulgencia parcial los que enseñan o aprenden la Doctrina Cristiana. - Ganan indulgencia parcial aquellos que rezan las Letanías de la Virgen, de San José, de los Santos, del Sagrado Corazón de Jesús. - Rezando el "Acordaos". - Oración pidiendo por el Sumo Pontífice. - Escuchar la predicación sagrada. - Orar por la unidad de la Iglesia, etc.
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No despreciemos estos medios de remisión de pena temporal que tenemos a nuestra disposición y de nuestros difuntos: en esta vida se le hace poco caso, pero cuando estemos en la otra, veremos todo su profundo valor.
ALGUNAS ORACIONES INDULGENCIADAS ( APLICABLES A LOS DIFUNTOS) Acuérdate, Virgen María, que jamás se oyó de decir que uno sólo de los que acudieron a tu protección, implorando tu asistencia y reclamando tu socorro haya sido desamparado de Ti. Nosotros, pecadores, animados con esa confianza, acudimos a ti, Madre, Virgen de las vírgenes. A Ti, venimos, delante de Ti, nos presentamos implorando. No quieras, Madre de Dios, despreciar nuestras súplicas, antes bien óyelas y acógelas benignamente. Amén. (Esta Oración es también llamada "Acordaos"). *
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Trinidad Santa, un solo Dios, ten misericordia de nosotros. *
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Al Rey de los siglos, inmortal e invisible, a sólo Dios sea dado honor y gloria, por los siglos de los siglos. Amén *
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Dios mío, nuestro único Bien, Tú lo eres todo par nosotros, que seamos nosotros todo para Ti. *
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Santo Dios, Santo Fuerte, Santo Inmortal, compadécete de nosotros. *
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¡Oh Dios, ven en nuestro socorro! Apresúrate Señor a ayudarnos. *
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Señor, aumenta en nosotros la fe. *
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¡Jesús! *
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Sea alabado y adorado para siempre el Santísimo Sacramento del altar. 103
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Te saludamos Cruz, esperanza única. *
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Por la señal de la Santa Cruz, de nuestros enemigos líbranos Señor, Dios nuestro. *
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Te agradecemos Señor que hayas muerto en la Cruz por nuestros pecados. *
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Dulce corazón de nuestro Jesús, haz que te amemos siempre más y más. *
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Corazón de Jesús inflamado de amor por nosotros, inflama nuestro corazón en amor a Ti. *
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Corazón de Jesús, en Ti confío. *
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Jesús manso y humilde de Corazón, haz nuestro corazón semejante al tuyo. *
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Sagrado Corazón de Jesús, protege a nuestras familias. *
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Sagrado Corazón de Jesús, convierte a los pobres blasfemos. *
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Dígnate Señor, guardarnos sin pecado en el día de hoy. *
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Sacratísimo Corazón de Jesús, ten piedad de nosotros. *
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Virgen Santa, permítenos que te alabemos, danos fortaleza contra tus enemigos.
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Virgen María, Madre de Dios y Madre nuestra, ruega a Jesús por nosotros. *
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María, Madre de gracia, Madre de misericordia, defiéndenos de nuestros enemigos y recíbenos en la hora de nuestra muerte. Amén *
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Bendita sea la santa e inmaculada concepción de la gloriosísima Virgen María, Madre de Dios. *
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María, sin pecado concebida, ruega por nosotros que recurrimos a Ti. *
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Santa Madre, graba fuertemente en nuestro corazón las llagas de Jesús crucificado. *
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Dulce Corazón de María, sé la salvación mía. *
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Corazón purísimo de la Santísima Virgen María, alcánzanos de Jesús la pureza y humildad de Corazón. *
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San Miguel Arcángel, defiéndenos en la lucha para que no perezcamos en el terrible juicio de Dios. *
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Glorioso San José, haz que llevemos una vida impecable siempre seguros bajo tu patrocinio. *
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Envía, Señor buenos operarios a tu mies. *
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Jesús, José y María, os doy el corazón y el alma mía. Jesús, José y María, asistidme en mi última agonía. Jesús, José y María, descanse en paz con vosotros el alma mía.
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Señor, en tus manos encomiendo mi espíritu. *
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Hágase tu voluntad. *
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Nuestra Señora de Montserrat, ruega por nosotros. *
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Nuestra Señora de Fátima, ruega por nosotros. *
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Salve, Cruz, única esperanza. *
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Reina del Sacratísimo Rosario, ruega por nosotros. *
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Cristo vence, Cristo reina, Cristo impera. *
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Nuestra Señora de las Mercedes, ruega por nosotros. *
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Cordero de Dios que quitas los pecados del mundo, danos la paz. *
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Santa María, Virgen Madre de Dios, intercede por nosotros. *
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De todo pecado, líbranos, Señor. *
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Nuestra Señora del Pilar, ruega por nosotros. *
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María, Auxilio de los cristianos, ruega por nosotros. *
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María, Madre nuestra, nos consagramos a tu Corazón Inmaculado. Protégenos ahora y siempre como hijos tuyos. Amén. *
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Por tu Inmaculada Concepción, María, haz puros nuestros cuerpos y santas nuestras almas. *
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Reina del Sagrado Corazón, ruega por nosotros. *
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Lirio Blanco de la Santísima Trinidad, ruega por nosotros. *
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Rosa Brillante que embellece el Cielo, ruega por nosotros. *
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Nuestra Señora del Carmen, ruega por nosotros. *
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Nuestra Señora de los Dolores, ruega por nosotros. *
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Nuestra Señora de la Victoria, ruega por nosotros. *
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Virgen Santísima, inunda toda la Humanidad con las gracias de la llama de amor de tu Corazón, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén. *
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Inmaculado Corazón de María, ruega por nosotros ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.
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EPÍLOGO Vamos a acabar esta exposición del Purgatorio con un Sermón del Santo Cura de Ars a sus feligreses sobre aquel lugar de purificación: El Santo nos recuerda la naturaleza y sentido del Fuego Purificador, y los motivos que llevan a tanta gente a tener que sufrirlo a veces por cientos de años antes de ingresar en el Paraíso Celestial. "Vengo por Dios. ¿Para qué subiría hoy al púlpito, queridos hermanos?, ¿qué voy a decirles? Que vengo en provecho de Dios mismo. Y de vuestros pobres padres; a despertar en ustedes el amor y la gratitud que les corresponde. Vengo a recordarles otra vez aquella bondad y todo el amor que les han dado mientras estuvieron en este mundo. Y vengo a decirles que muchos de ellos sufren en el Purgatorio, lloran y suplican con urgencia la ayuda de vuestras oraciones y de vuestras buenas obras. Me parece oírlos clamar en la profundidad de los fuegos que los devoran: "Cuéntales a nuestros amados, a nuestros hijos, a todos nuestros familiares cuán grandes son los demonios que nos están haciendo sufrir. Nosotros nos arrojamos a vuestros pies para implorar la ayuda de sus oraciones. ¡Ah! Cuéntales que desde que tuvimos que separarnos, hemos estado quemándonos entre las llamas! ¿Quién podría permanecer indiferente ante el sufrimiento que estamos soportando?". ¿Ven, queridos hermanos? ¿Escuchan a esa tierna madre, a ese dedicado padre, a todos aquellos familiares que los han atendido y ayudado?, "Amigos míos - gritan líbrennos de estas penas, ustedes que pueden hacerlo". Consideren, entonces, mis queridos hermanos: a) la magnitud de los sufrimientos que soportan las almas en el Purgatorio; y b) los medios que ustedes poseen para mitigarlos: vuestras oraciones, buenas acciones y, sobre todo, el santo sacrificio de la Misa. Y no quieran pararse a dudar sorbe la existencia del Purgatorio, eso sería una pérdida de tiempo. Ninguno entre ustedes tiene la menor duda sobre esto. La Iglesia, a quien Jesucristo prometió la guía del Espíritu Santo, y que por consiguiente no puede estar equivocada y extraviarnos, nos enseña sobre el Purgatorio de una manera positiva y clara y es, por cierto y muy cierto, el lugar donde las almas de los justos completan la expiación de sus pecados antes de ser admitidos a la gloria del Paraíso, el cual les está asegurado. Sí, mis queridos hermanos, es un artículo de fe: Si no hacemos penitencia proporcional al tamaño de nuestros pecados, aún cuando estemos perdonados en el Sagrado Tribunal, estaremos obligados a expiarlos... En las Sagradas Escrituras hay muchos textos que señalan que, aun cuando nuestros pecados puedan ser perdonados, el Señor impone la obligación de sufrir en este mundo dificultades, o en el siguiente, en las llamas del Purgatorio. Miren lo que le ocurrió a Adán. Debido a su arrepentimiento Dios lo perdonó, pero aún así lo condenó a hacer penitencia durante novecientos años, esto supera lo que uno podría imaginar. Y vean también: David ordenó, contrariando la voluntad de Dios, el censo de sus súbditos, pero luego acicateado por remordimientos de conciencia, vio su propio pecado y, arrojándose sobre el piso, rogó al Señor que lo perdonase. Dios, conmovido por su arrepentimiento, lo perdonó, en efecto. Mas, a pesar de ello, le hizo saber que debería elegir entre tres castigos que le había preparado debido a su iniquidad: plaga, guerra o hambruna. Y David dijo: "Prefiero caer en manos del Señor (ya que muchas son sus gracias) que en las manos de los hombres". Eligió la plaga, que duró tres días, y se llevó a setenta mil súbditos suyos. Si el Señor no hubiera detenido la mano del Andel, que se extendía sobre toda la ciudad, ¡Jerusalén hubiese quedado despoblada! David, considerando los muchos males causados por sus pecados,
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suplicó a Dios que le diera la gracia de castigarlo solamente a él y no al pueblo, que era inocente. Consideren, también, el castigo a María Magdalena; tal vez esto ablande un poco vuestros corazones; ¿cuál será el número de años, mis queridos hermanos, que tendremos que sufrir en el Purgatorio, nosotros que tenemos tantos pecados y que, so pretexto de habernos confesado, no hacemos penitencia ni derramamos ninguna lágrima? ¿Cuántos años de sufrimiento debemos esperar para la próxima vida en el Cielo? Cuando los Santos Padres nos cuentan los tormentos que se sufren en tal lugar, parecen los sufrimientos que soportó Nuestro Señor Jesucristo en su pasión, ¿eso les describirá sensiblemente las torturas que estas almas padecen? Sin embargo, es cierto que si el más leve de los tormentos que padeció Nuestro Señor hubiese sido compartido por el género humano, este hubiese fenecido bajo tal violencia. El fuego del Purgatorio es el mismo fuego que el del Infierno, la única diferencia es que el fuego del Purgatorio no es para siempre. ¡Oh! Quisiera Dios, en su gran misericordia, permitir que una de estas pobres almas entre las llamas apareciese aquí rodeada de fuego y nos diese ella misma un relato de los sufrimientos que soporta; esta iglesia, mis queridos hermanos, reverberaría con sus gritos y sollozos y, tal vez, terminaría finalmente por ablandar vuestros corazones. "¡Oh! ¡Cómo sufrimos!", nos gritarían a nosotros; "sáquennos de estos tormentos. Ustedes pueden hacerlo. ¡Si sólo experimentaran el tormento de estar separados de Dios!... ¡Cruel separación! ¡Quemarse en el fuego por la justicia de Dios! ¡Sufrir dolores inenarrables al hombre mortal!, ¡ser devorados por remordimientos sabiendo que podríamos tan fácilmente evitar tales dolores!... Oh hijos míos, gimen los padres y las madres, ¿pueden abandonarnos así a nosotros, que los amamos tanto? ¿Pueden dormirse tranquilamente y dejarnos a nosotros yacer en una cama de fuego? ¿Se atreven a darse a ustedes mismos placeres y alegrías mientras nosotros aquí sufrimos y lloramos noche y día? Ustedes tienen nuestra riqueza, nuestros hogares, están gozando el fruto de nuestros esfuerzos, y nos abandonan aquí, en este lugar de tormentos, ¡donde tenemos que sufrir por tantos años!... y nada para darnos, ni una misa... Ustedes pueden aliviar nuestros sufrimientos, abrir nuestra prisión, pero nos abandonan. ¡Oh! qué crueles son estos sufrimientos... Sí, queridos hermanos, la gente juzga muy diferentemente en las llamas del Purgatorio sobre los pecados veniales, si es que se puede llamar leves a los pecados que llevan a soportar tales penalidades rigurosas. Qué desgraciados serían los hombres, proclamaron los Profetas, aún los más justos, si Dios no los juzgara con misericordia. Si Él ha encontrado manchas en el sol y malicia aún en los ángeles, ¿qué queda entonces para un hombre pecador? Y para nosotros, que hemos cometido tantos pecados mortales y sin hacer prácticamente nada para satisfacer la justicia de Dios, ¿cuántos años serán de Purgatorio?, "Dios mío", decía Santa Teresa, "¿qué alma será lo suficientemente pura para que pueda entrar al cielo sin pasar por las llamas purificadoras?". En su última enfermedad, gritó de pronto: "¡Oh justicia y poder de mi Dios, cuán terribles son!". Durante su agonía, Dios le permitió ver Su Santidad como los ángeles y los santos lo veían en el Cielo, lo cual la aterró tanto que sus hermanas, viéndola temblar muy agitada, le dijeron llorando: "Oh, Madre, ¿qué sucede contigo?, seguramente no temes a la muerte después de tantas penitencias y tan abundantes y amargas lágrimas..."No, hijas mías - replicó Santa Teresa - no temo a la muerte, por el contrario, la deseo para poder unirme para siempre con mi Dios". "¿Son tus pecados, entonces, lo que te atemorizan, después de tanta mortificación?", "Sí, hijas mías - les dijo - temo por mis pecados y por otra cosa más aún", "¿es el juicio, entonces?", "Sí, tiemblo ante las cuentas que es necesario rendir a Dios, quien en ese
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momento no será piadoso, y hay aún algo más cuyo solo pensamiento me hace morir de terror". Las pobres hermanas estaban muy perturbadas: "¿Puede ser el Infierno, entonces?". "No, gracias a Dios eso no es para mí, oh, mis hermanas, es la santidad de Dios, mi Dios, ¡ten piedad de mí! Mi vida debe ser puesta cara a cara con la del mismo Señor Jesucristo. ¡Pobre de mí si tengo la más mínima mancha! ¡Pobre de mí si aún hay una sombra de pecado!". "¿Cómo serán nuestras muertes?", gritaron las hermanas. ¿Cómo serán las nuestras, entonces, mis queridos hermanos, que quizás en todas nuestras penitencias y buenas acciones, nunca hemos purgado un solo pecado perdonado en el tribunal de Penitencia? ¡Cuántos años y centurias de castigo nos tocarían! ¡Cómo nos gustaría no pagar nada por nuestras faltas, tales como esas pequeñas mentiras que nos divierte, pequeños escándalos, el desprecio a las gracias que Dios nos concede a cada rato, las pequeñas murmuraciones sobre las dificultades que nos manda el Señor! No, queridos hermanos, nunca nos animaríamos a cometer el menor pecado, si pudiéramos comprender lo mucho que esto ofende a Dios y cuánto merece ser castigado aún en este mundo. Dios es justo, queridos hermanos, en todo lo que hace; y cuando nos recompensa por la más mínima buena acción, nos da con creces lo que podríamos desear. Un buen pensamiento, un buen deseo, es decir, el deseo de hacer alguna buena obra aún cuando no estemos capacitados para lograrlo. Nunca nos deja sin recompensa. Pero también, si se trata de castigarnos lo hace con rigor, aún las faltas leves, y por ellas seremos enviados al Purgatorio. Esto es verdad, pues vemos en las vidas de los santos que muchos de ellos no fueron directamente al Cielo, primero tuvieron que pasar por las llamas del Purgatorio. San Pedro Damián cuenta que su hermana debió pasar varios años en el Purgatorio por haber escuchado una canción maliciosa con cierto beneplácito de su parte. Y se dice que dos religiosos se prometieron uno al otro que el primero en morir le contaría al otro sobre el estado en que se hallaba. Dios permitió a uno morir primero y que se apareciera a su amigo. Le contó a este que había permanecido quince años en el Purgatorio por haberle gustado demasiado hacer las cosas a su manera, y cuando su amigo estaba felicitándole por haber permanecido allí tan poco tiempo, el fallecido replicó: "Yo hubiera preferido ser desollado vivo durante diez mil años seguidos en lugar del sufrimiento de las llamas". Un sacerdote contó a uno de sus amigos que Dios lo había condenado a permanecer en el Purgatorio durante varios meses por haber demorado la ejecución de un proyecto de buenas obras. Así que, queridos hermanos, ¿cuántos hay entre quienes me escuchan que tengan faltas similares que reprocharse a sí mismos? ¡Y cuántos, en el curso de ocho o diez años, han recibido de sus padres, o de sus amigos, el encargo de oír misa, dar limosnas, compartir algo!, ¡cuántos hay que por temor de encontrar que ciertas cosas deberían hacerse, no quieren tomarse el trabajo de considerar la voluntad de esos padres o amigos; estas pobres almas están aún detenidas en las llamas, porque nadie ha querido cumplir con sus deseos! Pobres padres y madres, que se sacrifican por la felicidad de sus hijos y de sus herederos. Tal vez ustedes hayan sido negligentes con su propia salvación para aumentar sus fortunas, y así sabotean las buenas obras que se les encargó en los testamentos... ¡pobres padres! ¡Cuán ciegos estuvieron en olvidarlos! Ustedes me dirán, quizás, "Nuestros padres vivieron buenas vidas, y eran buena gente. Necesitarían muy poco de esas llamas". Alberto el Grande, un hombre cuyas virtudes brillaron tanto, dijo sobre esta materia que él un día reveló a un amigo, que Dios lo había llevado al Purgatorio por haberse entretenido en cierta autosatisfacción envanecida sobre su propio conocimiento.
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Lo más asombroso es que aún habría santos allí, aún aquellos que fueron beatificados, haciendo su pasaje por el Purgatorio. San Severino, Arzobispo de Colonia, apareció ante un amigo suyo largo tiempo después de su muerte y le contó que estuvo en el Purgatorio por haber postergado para la noche las oraciones que debió decir a la mañana. ¡Oh! ¡Cuántos años de purgatorio habrá para aquellos cristianos que no tienen el menor inconveniente en diferir las oraciones para algún otro día con la excusa de tener trabajos más urgentes! Si realmente deseamos la felicidad de tener a Dios, debemos evitar tanto las pequeñas faltas como las grandes, ya que la separación de Dios es un tormento tan asustante para todas estas pobres almas..." No olvidemos esto que hemos leído sobre el Purgatorio. Nada más cierto que la muerte; nada más verdadero que el juicio, el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso. Seamos entonces conscientes con estas realidades y preparémonos para afrontar bien el juicio de Dios con la devoción a María, la Virgen, Nuestra Madre del Cielo, con la recepción de los sacramentos, con la oración, sobre todo el Rosario, y con todas las buenas obras que podamos realizar en nuestras vidas, cada día, cada mes, cada año, siempre, no perdamos nunca la oportunidad de hacer el bien, sabiendo que ese bien constituirá nuestro tesoro del Cielo que nadie nos podrá arrebata, y además nos librará de muchas penas en el Purgatorio. Pensemos también en nuestros parientes, en nuestro prójimo necesitado. ¿Nos gustaría que nuestros hijos estuvieran entre aquellas llamas y no ayudarles?... ¿Nos gustaría ver a nuestros padres o hermanos entre aquellas llamas y no ayudarles?... ¿O a nuestra esposa o esposo?... ¿O a nuestros amigos?... ¿O a nosotros mismos?... ¿O a personas necesitadas?... La misma medida que usemos con los demás, será usada con nosotros: hoy por ellos, por los que ya partieron, por los que ya se fueron, mañana por nosotros... No lo olvides Pongamos, pues, en orden nuestras vidas, pensando en lo que nos espera tras la muerte y no olvidemos nunca a las pobres almas que ahora mismo, en este mismo instante en que lees este libro, están sufriendo terriblemente en el Purgatorio sin poder auxiliarse a sí mismas, y que están esperando nuestras oraciones, nuestros rosarios, nuestras limosnas, nuestras misas... Acabamos con estas palabras de Jesús a María Valtorta: “En mi Iglesia habrá siempre sacerdotes, doctores, profetas, exorcistas, confesores, obradores de milagros, inspirados: todo lo que ella requiere para que las gentes reciban de ella lo necesario. El Cielo, la Iglesia triunfante, no dejará sola a la Iglesia docente, y ésta socorrerá a la Iglesia militante. No son tres cuerpos. Son un solo Cuerpo. No hay división entre ellas, sino comunión de amor y de fin: amar la Caridad; gozar de la Caridad en el Cielo, su Reino. Por eso, también la Iglesia militante deberá, con amor, aportar sufragios a la parte suya que, destinada ya a la triunfante, todavía se encuentra excluida de ésta por razón de la satisfactoria reparación de las faltas absueltas pero no expiadas enteramente ante la perfecta divina Justicia. En el Cuerpo místico todo debe hacerse en el amor y por amor, porque el amor es la sangre que por él circula. Socorred a los hermanos que purgan. De la misma manera que he dicho que las obras de misericordia corporales os conquistan un premio en el Cielo, también he dicho que os lo conquistan las espirituales. Y en verdad os digo que el sufragio para los difuntos, para que entren en la paz, es una gran obra de misericordia, por la cual Dios os bendecirá y os estarán agradecidos los beneficiarios del sufragio. Os digo que cuando, en el día de la resurrección de la carne, estéis todos congregados ante Cristo Juez, entre aquellos a quienes bendeciré estarán los que tuvieron amor por los hermanos purgantes ofreciendo y orando por su paz. Ninguna buena acción quedará sin fruto, y muchos resplandecerán
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vivamente en el Cielo sin haber predicado ni administrado ni realizado viajes apostólicos, sin haber abrazado especiales estados, sino solamente por haber orado y sufrido por dar paz a los purgantes, por llevar a la conversión a los mortales. También estas personas, sacerdotes a quienes el mundo desconoce, apóstoles desconocidos, víctimas que sólo Dios ve, recibirán el premio de los jornaleros del Señor, pues habrán hecho de su vida un perpetuo sacrificio de amor por los hermanos y por la gloria de Dios. En verdad os digo que a la vida eterna se llega por muchos caminos, y uno de ellos es éste, y muy apreciado por mi Corazón.” LAMENTOS DE LAS BENDITAS ALMAS DEL PURGATORIO Romped, romped mis cadenas; alcanzadme libertad: ¡Cuán terribles son mis penas! ¡Piedad, cristianos, piedad! Un chispazo que saliera de este fuego tenebroso, montes y mares furioso en un punto consumiera: ya que podéis, nuestras llamas compasivos apagad. ¡Cuán terribles son mis penas! ¡Piedad, cristianos, piedad! Con más acerbo dolor al réprobo en el Infierno no atormenta en fuego eterno la justicia del Señor: Vuestra deuda con la mia con tiempo cautos pagad. ¡Cuán terribles son mis penas! ¡Piedad, cristianos, piedad! Tendrán término mis males: ¡oh dulcísimo consuelo! Pero ¿cuándo alzaré el vuelo? ¡Ay! son siglos eternales los instantes que transcurren sin ver, oh Dios, tu beldad. ¡Cuán terribles son mis penas! ¡Piedad, cristianos, piedad! Mil veces ¡necio de mí! por un momentáneo gusto en tus manos, oh rey justo, y en esta prisión caí: ¡ah! siquiera con mi suerte, amigos, escarmentad.
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¡Cuán terribles son mis penas! ¡Piedad, cristianos, piedad! Mirad que no son extraños los que sufragios imploran: ¡ay! son amigos, y lloran sin alivio luengos años: ¿fue por ventura fingida nuestra primera amistad? ¡Cuán terribles son mis penas! ¡Piedad, cristianos, piedad! Soy tu padre, hijo querido, quien tu compasión reclama, penando en horrible llama: no me dejes en olvido; ¡no las ternezas me pagues con desamor y crueldad. ¡Cuán terribles son mis penas! ¡Piedad, cristianos, piedad! Ni tengas tú de bronce el pecho, hija infiel de madre tierna: a1 descanso y luz eterna acelérame el derecho. Te di el ser; ¿y no me libras de esta horrenda oscuridad? ¡Cuán terribles son mis penas! ¡Piedad, cristianos, piedad! Sacrificios, oraciones, piadosos ofrecimientos: limosnas y sacramentos, ayunos y humillaciones aceptará por rescate de Dios la inmensa bondad. ¡Cuán terribles son mis penas! ¡Piedad, cristianos, piedad! Tus huesos y tu memoria pronto también losa fría cubrirá; mas; qué alegría cuando, en los reinos de gloria ya felices, te alcancemos la celeste claridad! ¡Cuán terribles son mis penas! ¡Piedad, cristianos, piedad! Romped, romped mis cadenas;
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alcanzadme libertad: ¡Cuán terribles son mis penas! ¡Piedad, cristianos, piedad!
ÍNDICE EXISTENCIA DEL PURGATORIO ----------------------------- 4 ¿QUÉ ES EL PURGATORIO? -------------------------------- 5 SUFRIMIENTOS DEL PURGATORIO --------------------------- 12 CAUSAS DE LAS PENAS DEL PURGATORIO --------------------
20
CARIDAD CON LAS ALMAS DEL PURGATORIO ------------------
34
LA MISA ES EL MEJOR SUFRAGIO PARA LAS ALMAS DIFUNTAS --
55
MISAS GREGORIANAS ------------------------------------
61
IMPORTANCIA DEL ROSARIO ------------------------------
63
DIOS CASTIGA A LOS INCUMPLIDORES CON LAS ÁNIMAS -------
65
LAS ALMAS DEL PURGATORIO SON MUY AGRADECIDAS ----------
72
¿CÓMO PODEMOS EVITAR O ATENUAR EL PURGATORIO? ---------
89
REGALO DE LA DIVINA PROVIDENCIA -----------------------
96
OFRECIMIENTO DE VIDA ---------------------------------- 100 LAS
INDULGENCIAS ------------------------------------- 101
114
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