April 24, 2017 | Author: Néstor Carvajal Reyes | Category: N/A
Obra del jurista italiano que contiene un análisis muy minuicioso acerca de los derechos dentro del contexto que ...
Stefano Rodotà
Stefano Rodotà
El derecho a tener derechos
Es profesor emérito de Derecho civil de la Universidad de Roma «La Sapienza». Diputado en el Parlamento italiano y europeo desde 1979. Ha sido presidente de la Autoridad italiana para la protección de datos personales, del Grupo de coordinación de garantes de la privacy de la Unión Europea, y miembro del Grupo europeo de ética en ciencias y nuevas tecnologías. Ha participado en la redacción de la Carta de los derechos fundamentales de la Unión Europea. Entre sus obras cabe destacar: Il terribile diritto. Studi sulla proprietà privata (21990; ed. cast. 1987); Tecnologie e diritti (1995); Repertorio di fine secolo (21999); Tecnopolitica (22004); Dal soggetto alla persona (2007); Perché laico (2009) y La vida y las reglas. Entre el derecho y el no derecho (2010), publicada en esta misma Editorial.
ISBN 978-84-9879-538-7
9 788498 795387
Stefano Rodotà
el derecho a tener derechos Editorial Trotta
En el mundo globalizado de hoy la histórica apelación a la «lucha por el derecho» se conjuga como lucha por los derechos. Una innegable necesidad de derechos se manifiesta por doquier, desafiando cualquier forma de represión. Ya no son solo derechos que extraen su fuerza de una formalización o de un reconocimiento desde lo alto, sino derechos que germinan en la materialidad de las situaciones fuera de los ámbitos institucionales acostumbrados, en lugares de todo el mundo que son «ocupados» por hombres y mujeres que reclaman el respeto por su dignidad y por su misma humanidad. Esta nueva llamada a los derechos fundamentales supone una mutación en la naturaleza de la ciudadanía. Nuevas modalidades de acción y nuevos actores se contraponen a la supuesta ley natural del mercado y a su pretensión de incorporar y definir las condiciones para el reconocimiento de los derechos. El «derecho a tener derechos» construye así un modo distinto de entender el universalismo, haciendo hablar el mismo lenguaje a personas alejadas entre sí y poniendo en marcha una revolución de los bienes comunes.
El derecho a tener derechos
El derecho a tener derechos Stefano Rodotà Traducción de José Manuel Revuelta
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La traducción de esta obra ha sido financiada por el SEPS Segretariato Europeo per le Pubblicazioni Scientifiche
Via Val d'Aposa 7 - 40123 Bologna - Italia
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COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOS Serie Derecho
Título original: Il diritto di avere diritti © Editorial Trotta, S.A., 2014 Ferraz, 55. 28008 Madrid Teléfono: 91 543 03 61 Fax: 91 543 14 88 E-mail:
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ISBN: 978-84-9879-538-7 Depósito Legal: M-24821-2014 Impresión Cofás, S.A.
El derecho a tener derechos, o el derecho de cada individuo a pertenecer a la humanidad, debería estar garantizado por la humanidad misma. Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo [1951], trad. esp. de G.€Solana, Taurus, Madrid, 1998, pp.€248-249.
CONTENIDO
Prólogo..................................................................................................
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Primera parte RELATO DE LOS DERECHOS I. El espacio y el tiempo de los derechos.......................................... II. El espacio de Europa.................................................................... III. El nuevo mundo de los derechos.................................................. IV. Mundo de las personas, mundo de los bienes...............................
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Segunda parte LA PERSONA V. Del sujeto a la persona................................................................. VI. Homo dignus................................................................................ VII. Llegar a ser indignos.................................................................... VIII. El derecho a la verdad.................................................................. IX. El derecho a la existencia............................................................. X. Autodeterminación...................................................................... XI. Cuatro paradigmas para la identidad............................................
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Tercera parte LA MÁQUINA XII. Hombres y máquinas................................................................... XIII. Pos-humano................................................................................. XIV. Una red para los derechos............................................................
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Índice general........................................................................................
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PRÓLOGO
Hay derechos que vagan sin tierra por un mundo global en busca de un constitucionalismo, también global, que les ofrezca anclaje y garantías. Huérfanos de un territorio en el que echar raíces y de una soberanía nacional a la que confiar su tutela, van por un mundo sin confines en el€que actúan unos poderes al parecer incontrolables. Hubo un tiempo en el que€un puñado de sans-souci, ante el prepotente soberano, podía recordar a los jueces que tomaron asiento en Berlín. Pero ¿dónde están hoy los jueces y quién es el soberano1? ¿Deberemos resignarnos a la constatación de que «no teniendo el recurso de apelar en la tierra a alguien que les haga justicia» están condenados a ser «abandonados al único remedio que queda en casos de este tipo, es decir, la apelación a los cielos»2? En el espacio global los derechos se multiplican y se reducen, se esparcen y se contraen, ofrecen oportunidades colectivas y se encierran en lo individual, redistribuyen poderes y son sometidos a sujeciones, sobre todo a los imperativos de la seguridad y a la prepotencia del mercado. Contradictorias circunstancias que no son más que señales de un tiempo que no conoce trazados lineales y que vive de agudísimos conflictos. En las diversas dimensiones institucionales que contribuyen a componer la galaxia de la globalización, el catálogo de los derechos está some 1. S.€Cassese ofrece un convincente análisis de este problema en el que muestra que los jueces tienen capacidad para dar respuestas, pero que el valor general de estas queda limitado por el carácter fragmentario de su acción, por el hecho de que «en el espacio global no existe unidad, tanto en el sentido de que son€192 los Estados que lo componen, como porque existen casi dos mil diversos regímenes reguladores» (I tribunali di Babele. I giudici alla ricerca di un nuovo ordine globale, Donzelli, Roma,€2009, p.€92). Volveré más adelante sobre este tema para destacar las peculiaridades y las dificultades de la tutela de los derechos fundamentales en este contexto, para subrayar el papel esencial de los jueces en la construcción de un sistema jurídico global y, además, para resaltar el hecho de que la efectividad de los derechos se topa con vías que no son reducibles a la intervención judicial. 2. J.€Locke, Segundo tratado sobre el Gobierno Civil [1690], par.€20.
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tido a una incesante remodelación. Se reinterpretan los ya reconocidos, se añaden otros nuevos, hay quien pretende negarlos todos, sin posibilidad de cobijarse tras la estrechez de las fronteras históricas porque se impone la circulación y la confrontación entre los diversos modelos; sobre todo con la prepotente emergencia de necesidades materiales comunes, con la aunada influencia de la innovación científica y tecnológica, con la violencia de unas finanzas desregladas, es decir, con todo ese entramado de relaciones y dependencias, con esa nueva distribución de los poderes, con esa continua obligación de saldar las cuentas con otros, con todos los otros, que en el fondo es lo que llamamos globalización. Este es el nuevo mundo de los derechos. Un mundo no pacificado sino surcado por perennes conflictos y contradicciones, por negaciones, a veces más fuertes que los reconocimientos. Un mundo demasiado doloroso, marcado por abusos y abandonos. Decir hoy que «los derechos hablan» no deja de ser sino el espejo y la medida de la injusticia y un instrumento para combatirla. Sin embargo, llevar el minucioso registro de las violaciones no autoriza a extraer conclusiones liquidadoras. Porque sabemos que hay un derecho violado es por lo que podemos denunciar esa violación, desvelar la hipocresía de quien lo proclama en el papel pero lo niega con los hechos, de quien hace coincidir la negación con la opresión, podemos actuar para que las realizaciones se correspondan con las palabras. La histórica apelación a la «lucha por el derecho»3 se conjuga hoy como lucha por los «derechos». Y precisamente esa ampliación de horizontes temporales y espaciales, junto a la percepción cada vez más difundida de que la persona no puede ser separada de sus derechos, es lo que desactiva a la ciudadanía como proyección y custodia de una identidad opositora, feroz, excluyente, que separa más que une4. La ciudadanía cambia de naturaleza y se presenta como conjunto de derechos que constituyen el patrimonio de cada persona, como si fuera el lugar del mundo en el que mejor encaja, ofreciendo a la igualdad una nueva y más rica dimensión, que acerca y no separa. Es reveladora esta mutación de significado al referirnos a la ciudadanía, pues su connotación «exclusiva» viene ahora acompañada, y a veces benéficamente ofuscada, por su versión «inclusiva», que es precisamente la de los derechos de la ciudadanía. Esta mutación de la idea de ciudadanía deja cada vez más en entredicho la tesis que pretende que cada discurso sobre los derechos no es sino una larga coda de la pretensión hegemónica, irremediablemente colonialista, de un Occidente que quiere imponer sus valores a culturas y tradiciones diferentes, negándoles sus razones y sus peculiaridades, siguiendo 3. R. von Jhering, La lucha por el derecho [1872], trad. de A.€Posada, Victoriano Suárez, Madrid,€1881. 4. F.€Remotti, Contro l’identità [1996], Laterza, Bari,€62012.
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con la práctica de un imperialismo que se tiñe con los colores de la democracia y que, sin embargo, legitima el uso de la fuerza. Debemos mirar hoy con más profundidad e ir más allá de las hipótesis e investigaciones de quien, como Amartya Sen, se empeña en mostrar que existen raíces culturales comunes en el entorno de los valores fundacionales de los derechos5. Estamos asistiendo hoy a prácticas comunes de los derechos. Las mujeres y los hombres de los países del África mediterránea o del Próximo Oriente se movilizan a través de las redes sociales, ocupan las plazas, se rebelan precisamente en nombre de la libertad y de los derechos, desbancan regímenes políticos opresivos; el estudiante iraní o el monje birmano, con su teléfono móvil, siembran el universo de Internet con las imágenes de la represión de unas libres manifestaciones, aun a riesgo de feroces sanciones; los disidentes chinos, y no solo ellos, piden el anonimato en la red como garantía de la libertad política; las mujeres africanas desafían los azotes en nombre del derecho a decidir libremente sobre su vestimenta; los trabajadores asiáticos rechazan la lógica patriarcal y jerárquica de la organización de la empresa reivindicando derechos sindicales, haciendo la huelga; los habitantes del planeta Facebook se rebelan cuando alguien pretende expropiarles del derecho a controlar sus propios datos personales; lugares de todo el mundo son «ocupados» para defender derechos sociales. Y así podríamos continuar el relato. Todos estos individuos ignoran lo que a finales del siglo€xviii dio inicio en ambas orillas del «Lago Atlántico», no están sometidos a ninguna «tiranía de los valores», pero interpretan, cada cual a su modo, la libertad y los derechos del tiempo que vivimos. Aquí no interviene la «razón occidental» sino algo más profundo que hunde sus raíces en la condición humana. Una condición histórica, sí, pero no una naturaleza en la que anclar las esencias de los derechos. ¿Por qué ahora tantos parias de la tierra los reconocen, los invocan, los impugnan? ¿Por qué son ellos ahora los protagonistas, los zahoríes de un «derecho que encontraron por la calle»6? Una innegable necesidad de derechos, y de derecho, se manifiesta por doquier, desafía cualquier forma de represión, crispa la política. Y así, con la acción cotidiana, sujetos diferentes sacan a escena una ininterrumpida declaración de derechos que extrae su fuerza, no de una formalización o de un reconocimiento desde lo alto, sino de la convicción profunda de unas mujeres y unos hombres que solo así pueden hallar reconocimiento y respeto por su dignidad y por su misma humanidad. Nos hallamos ante una inédita conexión entre la abstracción de los derechos y la concre 5. A.€K.€Sen, Desarrollo y libertad, trad. de E.€Tabasco y L.€Toharia, Planeta, Buenos Aires,€2000. 6. J. G. de Sousa (ed.), O Direito achado na rúa, Universidade de Brasilia, Brasilia,€1990.
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ción de las necesidades que unos sujetos reales sacan a la luz. Por supuesto, no unos «sujetos históricos» de la gran transformación moderna, sean estos la burguesía o la clase trabajadora, sino una pluralidad de sujetos conectados entre sí por las redes planetarias. No un general intelect ni una multitud indeterminada, sino una activa multiplicidad de hombres y mujeres que encuentran, y sobre todo crean, ocasiones políticas para no ceder a la pasividad y a la subordinación. Todo esto debe ser objeto de una nueva reflexión capaz de ir más allá de las palabras, de descubrir consonancias tras las diversidades culturales,€de no rendirse ante la fuerza simbólica de categorías y ritos ya superados, de coger al vuelo ese algo inédito que aparece en los itinerarios unificadores a los que pertenece el futuro y que no puede describirse recurriendo únicamente a un esquema que sería como el revés del pasado. Ya no son solo derechos que descienden de las alturas, octroyés por el soberano, ni tampoco un logro del poder constituyente democrático, sino más bien derechos que germinan casi espontáneamente entre el infinito pulular de iniciativas diversas, de una multiplicidad siempre cambiante de individuos, con una espontaneidad y un vitalismo que mal soportarían su adscripción a alguno de los esquemas institucionales. En el tiempo del gran cambio, tal vez alguien sigue creyendo que la regla jurídica debe ser considerada como un instrumento temible que extirpa a los individuos la posibilidad de extraer del cambio todas sus potencialidades, que congela sus iniciativas y toda la política en un tiempo y en un texto determinado. ¿Pretenden de nuevo la abstracción y las reglamentaciones desde arriba ocupar el espacio de la variedad de las iniciativas y de los individuos? Todo esto no sería más que un reflejo producto de malentendidos, de la percepción de la regla jurídica como puro vínculo y no como consolidación de espacios de libertad y de oportunidad que crean incluso las condiciones para un futuro enriquecimiento, que se convierten en una referencia, incluso en un fundamento del que la acción política podría beneficiarse con creces. Podría decirse que asistimos al nacimiento de un nuevo constitucionalismo que lleva al primer plano la materialidad de las situaciones y de las necesidades, que localiza nuevas formas de relación entre las personas y que las proyecta hacia una escala diferente a aquellas que hemos conocido hasta ahora. No deberíamos confundir la dificultad de esta empresa con su íntima imposibilidad. En un tiempo que ha querido celebrar el fin de las ideologías (y en el que, sin embargo, pesa como una losa desde hace decenios la ideología del mercado como única salvación), en un tiempo en el que todo se expande en lo global aunque todo se empequeñece en lo local, en un tiempo revolucionario por la fuerza invasora de la tecnociencia, en un tiempo en el que la decimonónica promesa de la igualdad se ha descompuesto en un piélago de desigualdades, en un tiempo que ha querido registrar el 14
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hundimiento de cualquier tipo de relato general y ampuloso capaz de unir personas y lugares, pues bien, en este tiempo tan alterado, retorna con fuerza la apelación a los derechos fundamentales, una llamada que recorre el mundo con formas inéditas, que siempre encuentra nuevos sujetos, que construye un modo diverso de entender el universalismo, que hace hablar el mismo lenguaje a personas alejadas entre sí y que de esa manera va descubriendo un mundo nuevo en el que aparece el verdadero, grande, dramático relato común de nuestro presente. El «derecho a tener derechos» implica la dimensión misma de lo humano y de su dignidad, se erige en salvaguarda contra cualquier forma de totalitarismo. La actitud de los derechos fundamentales para crear un código de comunicación, un instrumento capaz de poner en relación a unas personas con otras, se ha ido difundiendo progresivamente gracias a la creciente disponibilidad de oportunidades tecnológicas que favorecen las iniciativas comunes, reforzando de esta manera la tutela misma de los derechos individuales7. La lucha por los derechos ni ha desaparecido ni puede ser descrita como una estafa, como una trampa en la que caen los ciudadanos que creen ingenuamente que todavía son titulares de verdaderos derechos y verdaderos actores en la escena política. En realidad, esta escena se ha ampliado a todo el mundo globalizado, ha construido nuevas modalidades de acción y nuevos actores que la encarnan y va más allá de la tradicional e indispensable defensa contra todo poder opresivo, porque se presenta como la única capaz de contraponerse a la voluntad de imponer al mundo una nueva e invencible ley natural, la del mercado, con su añadida pretensión de incorporar y definir las condiciones para el reconocimiento de los derechos8. Queda así bien trazada la vía para sustraerse al efecto devorador de un formal empire9 que se otorgan las propias instituciones, al margen de cualquier procedimiento democrático. Una vía que debe recorrerse con el pleno convencimiento de que ese «imperio» ha sacrificado principios fundacionales, en primer lugar el de la igualdad, que debe ser repensado y colocado en el centro de la atención si se quiere perseguir todavía el objetivo de una «democracia integral»10. 7. Véase al respecto D.€Rousseau, «La démocratie ou le vol de ‘La Joconde’», en A.€Delcamp, A.-M.€Le Pourhiet, B.€Mathieu y D.€Rousseau, Nouvelles questions sur la démocratie, Dalloz, París,€2010, p.€145. 8. Bien resaltado queda este punto esencial en H.€Muir Watt, «Private International Law Beyond the Schism»: Transnational Legal Theory€3 (2011), pp.€347-427. Frente a una legalidad transnacional ligada al poder privado, y que por eso mismo deja abiertas esenciales cuestiones de garantía, «human rights theories and methods, however imperfect, appear to be the only contender to fill these gaps» (p.€354). Cf. M.€M.€Salah, L’irruption des droits de l’homme dans l’ordre économique international: mythe ou réalité?, LGDJ, París,€2012. 9. Véase H.€Muir Watt, «Private International Law», cit., p.€349. 10. «Le temps est ainsi venu du combat pour une démocratie integrale» (P.€Rosanvallon, La société des égaux, Seuil, París,€2011, p.€23).
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De todo esto vamos a ocuparnos, rastreando sus variadas formas por los senderos aparentemente menores que a menudo proporcionan la más directa evidencia, en las contradicciones en absoluto resueltas, en el juego entre continuidad y ruptura. No se trata de construir modelos acogiendo pasivamente tal o cual experiencia del pasado. Pero cuando se entra en un mundo nuevo hay que tener presentes los testimonios de más larga duración del pasado, por ejemplo, ese oportuno descubrimiento de un camino por el que ya se había empezado a transitar y que la fatiga de la historia y de la política interrumpió demasiadas veces. En el origen de la construcción de nuestro estado nacional, en€1865, en un clima en el que la anhelada unidad no dejaba de mirar de reojo a Europa y al mundo, se redactó así el art.€3 del Código civil: «El extranjero es admitido y podrá disfrutar de los mismos derechos civiles que el ciudadano». El disfrute de los derechos civiles no estaba vinculado con la ciudadanía y se le reconocía al extranjero, aun sin esa condición, por entonces obligatoria, de la reciprocidad (principio después abandonado por la codificación fascista). «Los derechos civiles afectan al hombre como tal, no solo al ciudadano: este es el principio, grande y generoso en su simplicidad, acogido y puesto en marcha por nuestro legislador»11. Un principio inspirado en la amplitud de miras de Pasquale Stanislao Manzini y que, como dijo el€15 de abril de€1866 el ministro de Gracia y Justicia Giuseppe Pisanelli, estaba «destinado a dar la vuelta al mundo ya que las tendencias de los tiempos nuevos invocan a gritos la solidaridad de la familia humana». Estos recuerdos, hasta hace poco cargados de esperanza, anticipan una sensibilidad hoy muy a flor de piel. Hacen emerger una permanente tensión hacia la universalidad y la igualdad de derechos, hacia la inclusión de todas las personas, y no puede satisfacerse más que rasgando el velo de los intereses y de las sutilezas culturales, liberándose de la rigidez de las estratificaciones jurídicas que querrían seguir pastoreando la realidad y que, lo que han conseguido, más bien, es perder legitimidad al no aceptar que nos movemos en un contexto marcado por la aproximación constitucional del conjunto de los derechos reconducidos hacia la persona. Debemos huir siempre de los reduccionismos; evitemos la simple conclusión de que «nosotros somos nuestros derechos». La gramática de los derechos es realmente pobre y no nos permite decirlo todo sobre nosotros o sobre el mundo. Sin embargo, deberíamos haber aprendido ya que los derechos, aun con su inevitable parcialidad cuando quieren describir a 11. Así B.€ Dusi, «Addizione. Cenni sul diritto obbiettivo e il subbietto del diritto secondo la legge italiana», en G.€Baudry-Lacantinerie y M.€Houques-Fourcade, Trattato teorico-pratico di diritto civile I.€Delle persone, trad. it. de P.€Bonfante, G.€Pacchioni y A.€Sraffa, Vallardi, Milán, s.f., p.€789.
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la persona en su integridad, son un hueso duro de roer que no puede ser alterado si no es negando al mismo tiempo nuestra misma humanidad. Eso es lo que nos dicen los derechos negados, en cualquier momento y en cualquier lugar. Pero esta negación puede encontrar formas más insidiosas y sutiles que el explícito desconocimiento de la violación declarada. Los derechos fundamentales pueden ser reducidos con falsos equilibrios de intereses que hacen prevalecer las exigencias de la seguridad y las lógicas del mercado como si fuesen valores ante los que cualquier otro principio o derecho debe ceder. El sentido de los derechos fundamentales puede ser puesto del revés desde la raíz con su simple reducción a títulos de cambio en el mercado que los devuelve precisamente a la lógica propietaria que choca con la dimensión constitucional adquirida por la persona. Hoy, de hecho, uno de los puntos clave de la discusión en torno a los derechos fundamentales afecta precisamente a lo que puede estar en el mercado y lo que debe quedar fuera de él, es decir, qué puede ser representado en términos de propiedad y qué, por el contrario, debe ser adscrito a la dimensión de la personalidad, a una relación con los bienes caracterizada por la inclusión y no por la exclusión del otro. Hablar de «constitucionalización» de la persona no es recurrir a una fórmula enfática. Es el modo directo y jurídicamente más intenso para mostrar un trayecto antropológico que va del burgués propietario y contratante a la persona considerada como tal, irreducible a cualquier otra cosa que no sea el reconocimiento de su individualidad, su humanidad, su dignidad social: medida del mundo y, por tanto, persona no prisionera de otras medidas, del mercado o de la razón pública, por ejemplo. ¿Un trayecto ya concluido o un estado en permanente tensión? El destino de la libertad y de los derechos, sea cual fuere el criterio para su reconstrucción, parece pertenecer al mundo montaliano: «agli occhi sei barlume che vacilla, / al piede, teso ghiaccio che se incrina; / e dunque non ti tocchi chi più t’ama» («a la vista eres tenue luz vacilante, / al pie, tenso hielo que se funde; / que no te toque, pues, quien más te ama»)12. ¿Limitarse a contemplarlos para no perderlos de vista? ¿Que no actúen para que no se desgasten? No, justamente porque debemos tomarlos en su perenne fragilidad, pese a la insidia que contra ellos ejerce cualquier poder, los derechos no nos hablan de «consolidación» sino de empeño. Quien sea su titular debe ser consciente de que tiene el deber de hacerlos valer. En este inconcluso proceso de equilibrios entre los diversos intereses en liza, quien cumple esta operación debe saber que la primera de las referencias sigue siendo la que remite a la persona y a sus derechos. Los valores «tiranos» deben ceder ante el primado de los derechos de la persona. 12. E.€Montale, «Felicidad alcanzada, se camina», en Huesos de sepia [1925], trad. de F.€Ferrer Lerín, Alberto Corazón, Madrid,€1973.
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Pero en los hechos no siempre es así y, con frecuencia, la reconstrucción histórica muestra que la violación es más fuerte que la afirmación; lo cual lleva al desencanto y a pensar que la dimensión de los derechos esta hipertrofiada. Sucede que nos sumergimos en una singular situación, analíticamente débil y políticamente insidiosa, que nos lleva a ser inconscientemente indulgentes con quienes violan los derechos, porque no estaría en ellos, en sus comportamientos, la responsabilidad de lo que acontece, sino en la inadecuación del instrumento que hemos forjado. La buena «retórica» de los derechos, sin embargo, nos dice que históricamente estos se han mostrado como eficaces instrumentos de la lucha política, como desveladores de la verdadera naturaleza de un régimen político cuando ha superado con sus violaciones determinados límites. Siguiendo en esta línea de análisis, los derechos fundamentales no pueden ser vistos exclusivamente como algo atribuible a un sujeto singular, bien que sigue siendo evidente que este es el intocable punto de encuentro de toda reflexión. Considerados en su conjunto, y sobre todo en la situación histórica en la que estamos viviendo, se muestran como un punto clave de la distribución del poder en el seno de una organización institucional y social en la que marcan los límites infranqueables. Todo esto nos lleva más allá de la tripartición o del equilibrio de los poderes ya que, el alcance asumido por los derechos fundamentales y su disposición en el sistema, los colocan a un tiempo, tanto como indicadores políticos, o como vínculos para la acción de los poderes constitucionalmente existentes, y como instrumentos de control de su acción. ¿Fin de la historia, esta vez no bajo el prisma del triunfo definitivo del mercado, sino por obra de unos derechos insaciables13 que devoran incluso la soberanía popular al presentarse con el carácter de inmodificables? La experiencia concreta de los derechos fundamentales nos dice que no es así, que la intensa dinámica que los ha acompañado y que los sostiene, se cruza intensamente con el consenso civil, con la acción política y con la innovación institucional. Precisamente el hecho de que se hable con tanta frecuencia de «nuevos derechos» es señal de que la historia no se ha detenido. El malentendido viene de superponer dos órdenes diferentes de consideraciones. La relevancia asumida por los derechos fundamentales hace de ellos un elemento que implica un orden político e institucional, que sin embargo mantiene la capacidad de desarrollarse iuxta propia principia, delineando de esta manera, no solo el perímetro dentro del que pueden legítimamente actuar los diferentes sujetos, sino indicando además la dirección del legítimo cambio. Lo que no significa que sea de he 13. A.€Pintore, «Derechos insaciables», en L.€Ferrajoli (ed.), Los fundamentos de los derechos fundamentales, trad. y ed. de A. de Cabo y G.€Pisarello, Trotta, Madrid,€42009, pp.€243-267.
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cho imposible el abandono de principios y derechos que históricamente conforman un ordenamiento. Solo que, cuando esto sucede, se determina el tránsito de un régimen a otro, justamente por el cambio de lo que se ha puesto como fundamento. Al poner el acento sobre los principios y derechos fundamentales se materializa ese precipitado histórico de las vicisitudes políticas, sociales, humanas, y de las elaboraciones culturales que las han acompañado. ¿Conviene invertir ahora, cultural y políticamente, en los derechos, o en esa «edad de los derechos», como la definió Norberto Bobbio14, que no casualmente está conociendo su ocaso, incluso su «ocaso global»15? No sería la primera vez que, caídos en el desencanto o bajo el empuje del realismo político, se considerara la inversión en derechos como inapropiada y fuera de lugar, espejo de una reducción del mundo a esta sola dimensión que impediría una comprensión más amplia y nos alejaría de la búsqueda de instrumentos más eficaces. Cuando los tiempos son adversos y la disparidad de fuerzas es grande, esta conclusión podría parecer tentadora. Ante nosotros se hallan novísimos cahiers de doléance, en la forma de documentos de organizaciones nacionales e internacionales, de resultados de búsqueda llevados a cabo en los más diversos lugares del mundo, que constantemente nos dan cuenta del auge de las desigualdades, que llega a veces hasta la negación de la humanidad misma de las personas, que nos hablan de una tal flaqueza de los derechos que acaba convirtiendo a las personas en prisioneras de una lógica del consumo que acaba por consumirlas. Frente a esta realidad se registran reacciones diversas, muchas de ellas ligadas a espíritus radicalmente negativos, en las que se produce un choque de posiciones desde análisis e intentos absolutamente opuestos. Los derechos, así se dice, producen economías negativas mientras que los sistemas autoritarios, sobre todo en esas versiones más edulcoradas de la «democracia autoritaria», seducen, aparecen como los más capaces€de€garantizar la buena eficacia económica. Aparentemente más atractiva€se presenta la versión que propone los derechos como un lujo que no nos podemos permitir en tiempos de crisis, de recursos escasos, de tránsito de un orden económico a otro. Es este un velo que encubre estrategias diversas: el cambio de muchas operaciones que estiran los derechos sociales por la cancelación de los civiles y políticos, típico de los regímenes autoritarios; la negación de los derechos sociales como verdaderos derechos por su necesaria conexión con la distribución de los recursos 14. N.€Bobbio, L’età dei diritti, Einuadi, Turín, 1990 [trad. esp. de R. de Asís, El tiempo de los derechos, Sistema, Madrid, 1991]. 15. Véase D.€Zolo, Tramonto globale. La fame, il patibolo, la guerra, Firenza University Press, Florencia,€2010.
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disponibles, asunto que sigue siendo constante tema de discusión de estudiosos y de prácticas concretas en sistemas, diríamos que ungidos con el santo óleo de la democracia; la eterna política de los «dos tiempos» que nunca llega a conocer el advenimiento del segundo. Común a estas diversas posiciones, y a otras semejantes, es la sustancial «suspensión» de garantías constitucionales, precisamente de aquellas que guardan relación con los límites de la actividad económica y de las políticas sociales. Una operación, esta, que parece más aceptable que las suspensiones clásicas, las que, por razones de orden público, interno e internacional, tienen sin embargo como objeto los derechos civiles y políticos. En estas últimas se advierte de inmediato una sustancial incompatibilidad con los principios democráticos, de manera que se ven obligados a introducir instrumentos que atenúen, al menos en apariencia, los aspectos más negativos, subordinando la legitimidad de la suspensión o de la atenuación con la presencia de situaciones especialmente graves (inquietantes oxímoros como «guerra infinita», «emergencia permanente», «tortura humanitaria» son los que han erosionado este tipo de garantías). Nada parecido acaece con los derechos sociales para los que la categoría de «suspensión» acaba en una especie de constatación de su naturaleza perenne, siempre remitida a la mutación de las relaciones de fuerza y a la distribución de los recursos, negando de esta manera su verdadero enraizamiento en la dimensión del derecho. De bien diversa matriz son las críticas, incluso las más radicales, que se mueven desde la constatación de que la marcha de las desigualdades€se ha hecho irresistible pues responde a factores estructurales; de manera que la inversión en derechos está destinada a convertirse en una opción perdedora, una ilusión, o aún peor, en una deliberada estrategia tendente a distorsionar la condición real de las personas. La ideología de los derechos fundamentales acabaría enmascarando la perpetuación de las injusticias y seguiría manifestándose como la pretensión del Occidente capitalista por imponer su propia hegemonía y sus propios valores, exportándolos incluso con la fuerza de las armas. Se vuelve así al rechazo radical que, pese a todo, entra siempre en conflicto con un sentimiento que se difunde, que acepta la dramaticidad de los tiempos y que, precisamente por eso, considera que los derechos no son un fardo del que hay que liberarse, ni una oportunidad residual, sino que son un tema, un problema si se prefiere, que no puede cancelarse con impunidad desde una movida ideológica o voluntarista. Como ya se ha recordado, la dimensión de los derechos no puede ser algo imposible de sustraer a la hipoteca histórica que habría caracterizado su construcción en la modernidad. «Os arrepentiréis del silencio sobre los derechos [...]. Si los derechos fundamentales son cancelados por el dinero y la democracia cede a la dictadura, nadie dentro de poco será 20
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libre»16. Esto no es solo el grito de dolor del disidente, el arquitecto Ai Weiwei (conocido por haber realizado el proyecto «Nido de pájaro», el estadio para las Olimpiadas de Pekín), cuyo alcance quedaría limitado al país del que proviene, China. Expresa un amplio sentir, es resultado de una reflexión acerca de las interdependencias del mundo de hoy que hacen que los riesgos sean comunes y que también sea común la necesidad de que los derechos sean «tomados en serio», como nos ha recordado Ronald Dworkin17. Pero no es un simple reclamo a las responsabilidades de los países que apelan sin sinceridad a la retórica de los derechos. Se trata de la reivindicación de otro modo de entender los derechos fundamentales del que se sigue la nueva aventura del mundo, del que se deduce la evidencia de la necesidad de despojarlos de las mil instrumentalizaciones que los han acompañado en la historia, con un ímpetu tal vez ingenuo, aunque políticamente muy fuerte, de poner patas arriba todo el planeta, mondos de sus tantos pecados, restituidos a una especie de fuerza primigenia. Los derechos fundamentales se convierten de esa manera en el trámite de otra conexión posible por la que se debe trabajar políticamente, que se encierra en la fórmula «globalización a través de los derechos, no a través de los mercados». ¿Es posible otro universalismo? Dicho de otra manera, podemos registrar el hecho de que en el mundo globalizado según las reglas del mercado, los derechos son siempre percibidos como un elemento de desorden «en un mundo que sin ellos sería gobernado con más armonía»18, precisamente porque marcan otro modo, no solo de ver, sino de regular la globalización. Es otro realismo, pues, el que sugiere el difícil relato de los derechos. Para definir sus caracteres habría que recurrir a esa palabra tantas veces rechazada y usurpada — revolución—. Siguiéndola encontramos las dinámicas que caracterizan el presente y marcan el futuro. La «revolución de la igualdad», nunca realmente cumplida, difícil herencia, promesa inalcanzada en el «siglo breve», y acompañada hoy por la «revolución de la dignidad». Juntas han dado vida a una nueva antropología que fija su centro en la autodeterminación de las personas, en la construcción de las identidades individuales y colectivas, en los nuevos modos de entender las relaciones sociales y las responsabilidades públicas. No son dos desafíos perdidos, son dos permanentes campos de batalla que definen, a un tiempo, el objeto del conflicto y los sujetos que lo encarnan. En octubre de€1847, cuatro meses antes de la publicación del Manifiesto comunista, 16. Entrevista de G.€Visetti a Ai Weiwei en La Repubblica,€9 de noviembre€de 2010, p.€15. Más en general, véase H.€U.€Obrist, Ai Weiwei parla, Il Saggiatore, Milán,€2012. 17. R.€M.€Dworkin, Los derechos en serio, trad. de M.€Guastavino, Ariel, Barcelona,€1995. 18. H.€Muir Watt, «Private International Law», cit., p.€395.
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el derecho a tener derechos
Alexis de Tocqueville lanzaba una mirada, presagio del futuro, de nuevas dinámicas, y escribía: «Muy pronto la lucha política se entablará entre los que poseen y los que no poseen. El gran campo de batalla será la propiedad, y las principales cuestiones de la política girarán en torno a las modificaciones más o menos profundas que habrán de introducirse en el derecho de los propietarios»19. Aquí encuentra sus orígenes la «revolución de los bienes comunes» que va mucho más allá de la dicotomía propiedad privada/ propiedad pública: nos habla del aire, del agua, de los alimentos, del conocimiento; nos muestra la conexión cada vez más fuerte entre las personas y el mundo exterior, de las personas entre sí; nos revela la conexión necesaria entre derechos fundamentales e instrumentos indispensables para su actuación. Forma ya parte del acerbo cotidiano la «revolución de la tecnociencia», que no solo rediseña la relación entre lo humano y lo no-humano sino que nos hace entrar en los territorios de lo pos-humano y de lo trans-humano, de las nuevas interacciones entre cuerpos y máquinas, de la expansión de las capacidades de cada cual y de los riesgos de la sociedad de castas: de nuevo se materializa ante nosotros una nueva antropología. En fin, la «revolución de Internet», que diseña el mayor espacio público que la humanidad haya conocido jamás, que produce sin cesar nuevas formas de relaciones institucionales y que marca de esta manera las nuevas vías para un constitucionalismo global posible. Y la revolución que atraviesa a todas las restantes, la que llega del pensamiento y de la práctica de las mujeres. En todo esto está profundamente implicado el derecho, más allá de los roles que históricamente le han sido atribuidos. La discusión sobre los derechos produce efectos unificadores. Muchos son los que así lo reconocen aun proviniendo de campos y culturas diversas, como ha hecho, por ejemplo, el cardenal Angelo Scola subrayando que «el derecho constituye hoy la lengua franca de los pueblos y de las culturas [...]. El derecho se ha convertido, por así decir, en uno de los lenguajes con que se expresa el universo», y en los sistemas plurales «las diferentes opciones políticas tienen gran influencia en los equilibrios de los Estados»20. Una lengua, sin embargo, que debe encontrar las palabras de la libertad y del respeto, no de las imposiciones. Hablando precisamente de democracia y derechos, Dominique Rousseau recuerda el robo de la Gioconda, en€1911, cuando miles de parisinos se dieron cita en el Museo del Louvre para contemplar el espacio vacío de 19. A. de Tocqueville, Recuerdos de la Revolución de€ 1848, trad. de M.€ Suárez, Trotta, Madrid,€1995, p.€35. 20. A.€Scola, «Sinfonia dei diritti se sono sostenibili», en Il Sole€24 ore,€5 de septiembre€de 2010, p.€28.
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jado tras la desaparición del famoso cuadro. Probablemente, muchos de ellos nunca habían entrado en ese museo, nunca se habían interesado por la Gioconda. Fue la ausencia, la pérdida, lo que ahora les inquietaba. «La Joconde devenait une valeur à partir du moment où on l’avait perdu»21. Pero hay una conciencia que no nace con el descubrimiento ocasional o casual de una ausencia. Deriva de un sentimiento más profundo, que los realistas no perciben, pero que acompaña siempre en la lucha por los derechos y que la hace realmente posible aun cuando los tiempos y las contingencias parezcan adversos. Esta conciencia ha encontrado sus palabras en el Chant des partisans de la Resistencia francesa: «en la noche la Libertad nos escucha». No es retórico recordar este profundo sentimiento que no solo nos induce a no desesperar sino que constituye el factor vivificante de la acción individual y colectiva a favor de una «religión de la libertad». Hablemos de todo esto al tiempo que hacemos el relato de los derechos.
21. D.€Rousseau, «La démocratie ou le vol de ‘La Joconde’», cit., p.€143.
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Primera parte RELATO DE LOS DERECHOS
Capítulo I EL ESPACIO Y EL TIEMPO DE LOS DERECHOS
La nueva realidad de este mundo sin fronteras produce desorientación y desarraigo. Hay quien vuelve la mirada al Estado nacional intentando conciliar la relación histórica entre esa forma política y el reconocimiento y la garantía de los derechos fundamentales. Y hay quien, al sentirse desplazado en este nuevo mundo y desconcertado por este constante ir y venir de territorios y de categorías, sostiene la convicción de que habría que retornar allí, al antiguo solar, con el fin de recuperar tutelas perdidas, de volver a un nuevo reconocimiento de las fronteras para que, al amparo de ellas, pudiera volver a tener sentido la identidad y la alteridad que la ciega aceptación de la globalización estaría cancelando. ¿Una mirada realista, una utopía regresiva, un ejercicio teñido con los colores de la nostalgia? Del país de los «derechos del hombre», de los inventores de «Médicos sin fronteras» y de «Reporteros sin fronteras» —esto es, de la tutela sin fronteras de derechos fundamentales como la salud o la información—, nos llega una crítica distante basada en inequívocos neologismos. Sansfrontièrisme, droitsdelhommisme no son solo palabras que piden distanciarse de los excesos y de las improvisaciones sino también liquidar la referencia a la nueva dimensión del mundo y a la vieja garantía de los derechos. Se acabaron las distinciones, los farragosos análisis; todo queda envuelto ahora en un universo indistinto donde aparecen y se mezclan los más diversos confines, no solo los históricamente ligados a la lógica del territorio y a la soberanía de los Estados, sino también los ligados a los géneros, a las diferencias entre esfera pública y privada, entre humano y trans-humano, entre lo normal y lo desviado; la piel como confín del cuerpo, las divisiones generadas por las asimetrías, en primer lugar la que distingue entre guerras codificadas y guerras asimétricas, los infinitos muros que recorren la historia, de la Gran Muralla al Muro de Ber27
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lín1, cuya caída no casualmente ha sido considerada como el punto que separa dos épocas (un confín más); incluso las declaraciones de los derechos pues parece que basta con atravesar esa frontera para entrar en el mundo de las garantías; y tantas y tantas otras2. Frontera y confín se han convertido en todo y en nada: pierden todo valor cognitivo y toda fuerza reconstructiva cuando se los invoca de una manera genérica3. Para captar los signos del cambio y tratar de entender para qué sirven las fronteras, hay que dirigir la atención a su diversidad, a las modalidades y efectos de su determinación, a quién tiene el poder de definirlas4. «Los confines son el instrumento mediante el que reconocemos y clasificamos la multiplicidad con la que estamos constantemente obligados a interactuar»5. Pero el confín puede ser defensa y exclusión, protección y prisión, registro de una realidad o imposición artificial de un vínculo, demarcación de re o de dicto. «El confín es la expresión material de una cualidad del espacio. En general, en toda diferencia espacial se manifiesta el orden del ser que el pensamiento acepta y refleja: es el espacio, naturalmente cualificado, quien tiene en sí la medida que legitima la política»6. Veamos algunas situaciones concretas, empezando por la ciudadanía, cuyo devenir histórico se caracteriza en ir más allá de las fronteras, concebidas precisamente como dispositivo de exclusión de quien no es ciudadano. Cuando los derechos de ciudadanía son los mismos que los de la persona, sea cual fuere el lugar donde esta se encuentre, la delimitación de este espacio infinito, de este nuevo common, lleva implícita una manera de estar en el mundo que ciertamente desafía a la ciudadanía que se opone, la nacional, la puramente identitaria. Frente a situaciones como 1. Una analítica reconstrucción del modo con el que se ha recurrido, sobre todo en los últimos años, a los muros, a las barreras, a los obstáculos físicos, haciendo renacer con ello formas premodernas en la tarda modernidad, se halla en W.€Brown, Walled States Waning Sovereignty, Zone Books, Nueva York,€2010. 2. El último producto de este género literario es de R.€Debray, Éloge des frontières, Gallimard, París,€2010. 3. Acerca de la distinción entre frontera y confín véanse, entre muchas, las puntuales observaciones de S.€Mezzadra, Diritto di fuga. Migrazioni, cittadinanza, globalizzazione, Ombre Corte, Verona,€2002; y «Confini, migrazioni, cittadinanza», en Íd. (ed.), I confini della libertà. Per un’analisi delle migrazioni contemporanee, Derive Approdi, Roma,€2004, p.€112. Para una reflexión histórica, véase F.€J.€Turner, La frontera en la historia americana [1920], Castilla, Madrid,€1961. 4. W.€Doise, Confini e identità. La costruzione sociale dei diritti umani, trad. it. de R.€Ferrara, Il Mulino, Bolonia,€2010. pp.€17-44. Véanse las esenciales investigaciones de M.€R.€Ferrarese, en especial Diritto sconfinato. Inventiva giuridica e spazi nel diritto globale, Laterza, Bari,€2006. 5. A.€ C.€ Varzi, «Teoria e prattica dei confini»: Sistemi intelligenti,€ 17/3 (2005), p.€399. Del confín que «ordena», referido al de Carl Schmitt, G.€Preterossi, La politica negata, Laterza, Bari,€2011, p.€63. 6. C.€Galli, Spazi politici. L’età moderna e l’era globale, Il Mulino, Bolonia,€2001, p.€19.
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esta, la reacción no puede ser la de un imposible retorno al pasado pues, cuando se alcanza, se revela como fuente de nuevos y tal vez dramáticos conflictos. La lógica debe ser más bien la de la convivencia, la de una dialéctica distinta, la que convive con ese constante cruce de fronteras, como se ve, por ejemplo, en la nueva relación entre global y local y en su relación no necesariamente excluyente, que está ahora describiéndose con el término «glocalismo». El derribo de los confines, en esta dimensión, es una práctica antigua, siempre difícil, que nos remite al bíblico «tratad al extranjero que habita en medio de vosotros como al indígena de entre vosotros» (Lv€19,€34). Hoy nos habla del fundamento de la ciudadanía y halló civilizado eco en el recordado, y ciertamente revolucionario, art.€3 del Código civil italiano de€1865, inspirado en el principio del acogimiento, donde se afirmaba que «el extranjero podrá gozar de los derechos civiles atribuidos al ciudadano». El camino de la igualdad, en sustancia, no es más que un infinito derribo de fronteras, una superación de confines que encerraban, y que siguen encerrando, a las personas en los estatus personales, en la etnia, la lengua, la religión, y así sucesivamente según los tiempos y los lugares. El art.€21 de la Carta de los derechos fundamentales de la Unión Europea, bajo el título «No discriminación», afronta la cuestión con un elenco significativo y abierto además a futuras integraciones, es decir, tendente al derribo de otras barreras: Está prohibida toda forma de discriminación basada, en especial, en el sexo, la raza, el color de la piel o el origen étnico o social, en las características genéticas, la lengua, la religión o las convicciones personales, en las opiniones políticas o de cualquier otra naturaleza, en la pertenencia a una minoría nacional, en el patrimonio, el nacimiento, las deficiencias, la edad o las tendencias sexuales.
Vemos, pues, que todo esto no es más que una largo e inconcluso camino que ilustra bien la relación existente entre identidad, libre construcción de la personalidad, derechos y fronteras culturales y sociales, y que muestra que solo la superación de la frontera como separación puede implicar el respeto por una igualdad que no niega la diversidad sino que la sitúa como su propio fundamento7. Se neutraliza así el confín como instrumento de exclusión, de discriminación, de estigmatización social. Otros espacios sugieren otras consideraciones. Si se toma la dimensión tiempo como «algo sin confines», nos sirve para introducir una crítica contra la dictadura del «periodo breve», convertido en argumento por 7. Véanse las reflexiones de G.€Hottois, Dignité et diversité des hommes, Vrin, París,€2009.
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los malabaristas de los intereses que sacrifican los derechos a la lógica del mercado, sustrayéndose de esa manera a las valoraciones y a las responsabilidades ligadas a la más larga duración8. Pero el abandono del confín temporal es algo que ha caracterizado a la modernidad jurídica, al menos desde€1793, cuando el art.€28 de la Constitución del año I estableció que «un pueblo tiene siempre el derecho de revisar, reformar y cambiar su Constitución. Ninguna generación puede atar con sus leyes a las generaciones futuras»9. Una indicación, esta, que se generaliza en el Preámbulo de la Carta de los derechos fundamentales de la Unión Europea, donde se afirma que «el disfrute de estos derechos implica también responsabilidades y deberes para con los otros y para con las generaciones venideras». La reducción del espacio temporal, su «confinamiento», puede llegar a ser instrumento anulador de estas responsabilidades, especialmente cuando se habla de principios como la tutela del medioambiente, el desarrollo sostenible, la prevención y la precaución, que expanden su radio de acción para garantizar otros tiempos y otros sujetos. Principios que, además, se refieren a situaciones irreductibles a cualquier confín, como demuestran los efectos de una serie de fenómenos, de la lluvia ácida a los incidentes nucleares, por ejemplo. Principios que nos hablan también de una «finitud» diferente, la de la «Tierra finita», cuyos recursos no pueden confiarse a la infinita lógica del disfrute. Otro tanto podría decirse de la desconfianza en el carácter ilimitado, sin confines, del espacio de Internet, que podría propiciar intentos de encerrar en nuevos recintos el conocimiento allí disponible. Si así se hiciera, se reproducirían de alguna manera las vicisitudes de las enclosures, que en Inglaterra hicieron posible, entre el siglo€ xvii y el xix, la transformación de tierras libres en propiedades privadas. Hoy podría suceder, de hecho está sucediendo, algo parecido, pero sin las justificaciones más o menos aceptables de aquella época, que sacaban a la luz la exigencia de una mayor productividad de la tierra, su carácter de bien escaso, la necesidad de evitar la así llamada «tragedia de los commons», resultante de un uso egoísta del bien que conducía a su «ruina»10. Nada
8. Sobre la relación entre democracia y tiempo, eficaces son las páginas de C.€Donolo, Il sogno del buon governo. Apologia del regime democratico, Milán,€2011, pp.€172€ss. 9. Ilustra bastante bien este tema P.€Persano, La catena del tempo. Il vincolo generazionale nel pensiero politico francese tra Ancien régime e Rivoluzione, Eum, Macerata,€2007, en especial pp.€151-207. En general R.€Bifulco y A D’Aloia (eds.), Un diritto per il futuro. Teoria e modelli dello sviluppo sostenibile e della responsabilità intergenerazionale, Jovene, Nápoles,€2008. Sobre la relación entre tiempo y derecho, L.€Cuocolo, Tempo e potere nel diritto costituzionale, Giuffrè, Milán,€2009. 10. Véase G.€ Hardin, «The Tragedy of Commons»: Science,€ 162/3859 (1968), pp.€1243-1248, esp. p.€1244. Muchas han sido las justas críticas a esta, por lo demás afortunada teoría, bien sintetizadas en C.€Hess y E.€Ostrom (eds.), La conoscenza come bene co-
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que ver todo esto con el conocimiento como «bien público global»11, cuya misma cualidad contradice la idea de confín. Encerrarlo en la inaccesibilidad o ponerle un acceso mediatizado por una pura lógica economicista «constituye uno de los mayores riesgos de ‘división’ y ‘fragmentación’ de nuestras contemporáneas sociedades informacionales. Este ‘jardín amurallado’, este ‘recintado’ de los contenidos digitales, constituye una amenaza cada vez mayor contra el principio democrático del derecho a la información de los ciudadanos y contra el principio científico de la acumulabilidad del saber»12. Más que sobre el fin de la historia deberíamos preguntarnos sobre el «fin de la geografía» y preguntarnos qué sentido puede tener todavía la señal del finis terrae. Solo era el fin de la tierra, porque tras el litoral no venía el vacío; más allá de este, estaba el mar sin confines. El mar es la gran metáfora, no la nueva. La libertad de los mares se confronta con el nomos de la tierra, por eso la acción de quien se mueve en Internet queda descrita como «navegar». Otro debe ser, evidentemente, el modo de analizar el tema de los confines cuando se trata de las relaciones entre esfera pública y privada. De entrada nos topamos con el antiguo tema de la tiranía política, la que quería adueñarse de la persona entera del súbdito sin reconocerle derecho alguno a un espacio privado, y el nuevo, el de un sistema de información y de comunicación que tiende a una transparencia total en la que se advierte la necesidad del singular de dejarse ver, algo que ya no es privilegio del «hombre público», y los tránsitos constantes desde la «intimidad» a la «externidad»13. No obstante, el derribo de la frontera, la eliminación del confín, puede caer en la prepotencia de lo privado, en el retorno al Estado patrimonial, en el uso privado de los recursos públicos, esto es, en una expansión de lo privado que quiere imponerse como regla única. Este posible doble efecto de la desaparición del confín nos muestra un camino diferente, una tarea en la que se requiere un fuerte empeño: pensar el confín en una dimensión sin confines. Y las primeras distinciones que hay que tener presentes se producen entre la libre construcción de la personalidad y la construcción democrática de la ciudad política, entre aquello que se caracteriza como «común» y lo que puede ser confiado a otras formas de apropiación, entre lo que pertenece a una singularidad irremune. Dalla teoria alla pratica, trad. it. de I.€Katerinov, Bruno Mondadori, Milán,€2009, pp.€13-14, que hablan de «tragicomedia». 11. L.€Gallino, Tecnologia e democracia. Conoscenze tecniche e scientifiche come beni pubblici, Einaudi, Turín,€2007. 12. P.€Ferri, «La conoscenza come bene comune nell’epoca della rivoluzione digitale», introducción a C.€Hess y E.€Ostrom, La conoscenza..., cit., p. xxxiv. 13. Cf.€J.€Lacan, El Seminario. Libro€7: ética del psicoanálisis [1959-1960], ed. de J.-A.€Miller, Paidós, Buenos Aires,€1990. Cf. mis observaciones en La vida y las reglas, trad. de A.€Greppi, Trotta, Madrid,€2010, p.€136.
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ducible y lo que remite a una múltiple serie de relaciones. Confín y no confín muestran, pues, conexiones que no pueden ser canceladas. Hechas estas consideraciones que insisten en la invalidez de algunas simplificaciones, habría que considerar la dimensión global sin tintes totalizadores y sin minusvalorar la necesidad de seguir viendo la dimensión nacional como el lugar donde se encuentran todavía instrumentos y oportunidades que permiten tutelas intensas a los derechos fundamentales. Que es algo bien diferente a cualquier pretensión de restaurar una imposible «oferta» del Estado nacional, el cual, entre otras cosas, parte de una premisa incorrecta, esto es, que existe una radical discontinuidad que cierra el paso al más mínimo espacio para las iniciativas nacionales. Peligrosas simplificaciones e indebidas contraposiciones de nuevo. De igual manera que la pretensión de ver la globalización con el criterio de «nada nuevo bajo el sol» (¿no fue acaso global el Imperio romano?), que sería demasiado forzada y resultado además de diversos malentendidos, así parece inapropiada la presentación de la globalización, de sus modalidades y de sus efectos, como una tabula rasa sobre la que habría que escribir una nueva historia sin querer saber nada del pasado. Se perdería así la posibilidad de entender el sentido del redescubrimiento de lo local y de la relación de este con lo global. Además, no se puede hacer una nueva reflexión sobre los confines pensándolos como si la globalización no hubiese cambiado su sentido y su alcance. Lo que no quiere decir que con la globalización estemos entrando en un espacio «liso», siempre fluido y penetrable14. Por una parte, los territorios se reorganizan según una lógica «multinivel», que implica la definición de unos confines proyectados más allá del Estado nacional, como testimonian las experiencias de las uniones regionales, la de la Unión Europea, por ejemplo, y de los diversos sujetos que ejercen soberanía en el espacio global. Por otra, se erigen nuevas barreras para activar controles, cada vez más directos y capilares, sobre personas, grupos, colectividades, precintando espacios públicos y reduciendo los privados. Las políticas del miedo provocan la necesidad de la walled democracy, de una democracia que se refugia en enclaves físicos, étnicos, religiosos, culturales15. Para evitar estos riesgos, que harían inútil la buena intención de quien pretende preservar una adecuada tutela de los derechos fundamentales, valdría un ejercicio de realismo que debería partir de la constatación de las trasformaciones que se están produciendo desde hace algún tiempo. 14. S.€Mezzadra, «Confini, migrazioni, cittadinanza», cit., p.€103. 15. Véase, por ejemplo, T.€Judt, Algo va mal, Taurus, Madrid,€2010. La obsesión por la seguridad y la necesidad de «clausuras» la cuenta bien H.€Böll, Asedio preventivo, trad. de V.€Canicio, Bruguera, Barcelona,€1979.
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No solo la globalización sino la relevancia institucional cada vez más asumida por las dimensiones internacionales y supranacionales, que han llevado al cierre del «territorio jacobino»16, circundado por seguros confines y gobernado por un centro único. Un «fin de los territorios»17 más generalizado nos obligaría a reflexionar no tanto acerca de un desorden mundial, determinado por la crisis del Estado moderno incardinado precisamente sobre el territorio como su elemento constitutivo, sino más bien sobre la aparición de un «mundo sin centro»18, que encontraría en la red su única manera posible de organización. La revolución de Internet, de hecho, ha contagiado el lenguaje de la política, que cada vez se describe más a sí misma con las palabras tomadas del léxico de la red, que es propuesta como la nueva, la ineludible forma de organización social19. Puesto que Internet es la gran metáfora de la globalización, este factor de disolución de los antiguos asertos debería llevar insertas las instrucciones de salida. Pero una tan mecánica transposición de la lógica de la red a la organización política y social, valoraciones generales aparte, no traería consigo necesariamente una adecuada garantía de los derechos fundamentales. Exigiría, más bien al contrario, una reconsideración acerca del modo de inscribir los derechos fundamentales en un contexto tan profundamente cambiado. Es este un tema que será analizado más adelante, pero ya, en este momento, puede decirse que la garantía de los derechos no puede venir de un renovado enclaustramiento en los confines nacionales, ni tampoco que brotará como un automatismo, como una «naturaleza» libertaria, de la red, el nuevo «cielo» al que mirar cuando se pierdan las referencias habituales. Los hechos son tozudos y constantemente nos presentan casos de inadecuación o de inexistencia de tutelas nacionales y de violaciones de derechos perpetradas precisamente en la red. El acecho del reduccionismo —tanto de los angostos espacios de la nación como del ciberespacio sin fin— produce no realismo político e institucional, sino distorsionamento de la realidad. Basta una simple mirada para constatar espacios donde existen derechos que son proclamados y al mismo tiempo acechados por desconocimiento o por violación. 16. J.-P.€Balligand y D.€Maquart, La fin du territoire jacobin, Albin Michel, París,€1990. 17. B.€Badie, La fin des territoires. Essai sur le désordre international et sur l’utilité sociale du respect, Fayard, París,€1995. 18. Es la fórmula repetidamente utilizada por M.€Castells, por ejemplo en «Globalizzare la política»: Lettera internazionale,€70 (2001), pp.€2-7. 19. Baste recordar los títulos de algunos de los muchísimos libros dedicados a este problema: P.€Mathias et al., La Polis Internet, Angeli, Milán,€2000; D.€Morris y G.€Delafon, Vote.com, Plon, París,€2002; E.€Ciulla Kamark y J.€S.€Nye, Governance.com, Brooking Institution Press, Washington,€2002; C.€Sunstein, Republic.com 2.0, Princeton University Press, Princeton,€2007.
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Para hacer esto, hay que ir «más allá del sentido del lugar»20, captar el alcance más general de una amplia reconfiguración de los lugares tradicionales y de las distinciones que los sostienen —nacional/global, público/privado, individual/social, identidad/alteridad/, interno/externo, real/virtual—. El fenómeno más aparente es el de los constantes transvases o la cancelación/redefinición de los confines, tanto para individualizar las condiciones de los sujetos, como para establecer cómo las continuas «deslocalizaciones» inciden tanto en la definición, como en el alcance y la garantía de los derechos. Esto es bastante evidente cuando se transfieren, por ejemplo, a la esfera pública hechos y comportamientos que antes estaban en la esfera privada: se verifica una menor y diferente «expectativa de privacidad», por un lado por razones conexas a una cualidad del sujeto (persona «pública», colocada por tanto en un espacio diferente a aquel en el que se hallan las personas «comunes»), por otro por la naturaleza misma de la información (es decir, por una cualidad suya «objetiva», no determinada por el sujeto al que se refieren). Lo mismo sucede con el cuerpo electrónico: está formado por un conjunto de informaciones que afectan a un sujeto, pero que, cuando salen al exterior, se transforman: se distribuyen por el mundo, quedan a disposición de una multiplicad de sujetos los cuales, a su vez, contribuyen a la definición de las identidades de otro, construyendo y difundiendo perfiles individuales, de grupo, sociales. Este juego interno/externo acaba afectando incluso al mismo cuerpo físico. La unidad física, el perímetro delineado por la piel, ya no define el espacio del cuerpo, pues este se dilata en otra cosa que exige un constante y paciente trabajo de reconocimiento: ¿quién gobierna las partes del cuerpo situadas en ese «otro lugar», constituido por los bancos de sangre, el cordón umbilical, los gametos, los embriones, las células, los tejidos? ¿Diríamos que es el cuerpo el que ocupa el mundo? Y el significado de los derechos y de su garantía cambia a medida que estas dinámicas se entienden, bien como un desmembramiento que debe estar bajo control, en primer lugar por los propios interesados, bien como un modo de «poseer» el mundo a través de la extensión en él del propio cuerpo21. Al mismo tiempo, los diversos instrumentos gracias a los que el cuerpo es «protegido» o «mejorado», siguiendo una dinámica que es cada vez más intensa, pueden presentarse como «objetos-fronte 20. J.€Meyrowitz, Oltre il senso del luogo, trad. it. de N.€Gabi, Baskerville, Bolonia,€1993. Véase además, en sentido contrario, A.€Magnaghi, Il progetto locale. Verso il senso del luogo, Bollati Boringhieri, Turín,€2010. 21. He discutido este punto en el escrito «Il corpo ‘giuridificato’», en S.€ Rodotà y P.€Zatti (eds.), Trattato di biodiritto II.€Il governo del corpo, Giuffrè, Milán,€2011, pp.€51â•‚76, y especialmente pp.€62-72. Véase también B.€Magni, «I confini del corpo», ibid., pp.€29-49.
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ras humanas», precisamente allí donde se produce la conjunción entre cuerpo y tecnología22. El cuerpo mismo, pues, plantea un problema de confines y muestra que es imposible concebir derechos y garantías teniendo como referencia los espacios del pasado, precisamente esos que las dinámicas sociales, culturales y tecnológicas han modificado de manera tan radical. A esta diferente dimensión de los derechos, a estos nuevos espacios y «territorios», no le valen operaciones de restauración ni utopías regresivas que muestran una enorme incapacidad para «prender fuego» al mundo23.
22. K.€Hoeyer, «Anthropologie des objetcs-frontières humains»: Sociologie et Societé,€2 (2010), p.€67. 23. A.€C.€Varzi, Il mondo messo a fuoco. Storie di allucinazioni e miopie filosofiche, Laterza, Bari,€2010.
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Capítulo II EL ESPACIO DE EUROPA
Más allá de la hegemonía de los mercados En este enmarañado terreno, en este turbulento mar de problemas, ha decidido adentrarse la Unión Europea cuando en el año€2000 se otorgó una Carta de derechos fundamentales, la primera del nuevo milenio, vinculante jurídicamente desde el€2009, que ha convertido a Europa en la región del mundo con el más elevado reconocimiento de derechos y libertades. Un nuevo lugar, un nuevo espacio ha emergido junto a otra idea de confín espacial y temporal. En el preámbulo de la Carta, como ya se ha dicho antes, se afirma que el disfrute de los derechos en ella contenidos «implica responsabilidades y deberes para con los demás y también para con la comunidad humana y con las generaciones futuras». Una idea esta, explícitamente invocada en una Comunicación de la Comisión del€19 de octubre de€2010, en la que se afirma que «la acción de la Unión en materia de derechos fundamentales va más allá de las políticas internas», ya que la Carta afecta también a su «acción exterior»1. «Responsabilidades», «deberes», «acción» que se sustraen al vínculo del espacio, dado que se hace explícita referencia a «los demás» (a otros sujetos que no están comprendidos en el espacio de la Unión), a la «comunidad humana» en su conjunto, a su acción «externa»; y también se sustrae al vínculo del tiempo dado que la responsabilidad se extiende incluso a las «generaciones futuras». Es esta una lógica que pone de manifiesto la plena conciencia de la profunda indivisibilidad de los derechos, que resultan ser el nexo necesario entre todos los lugares del mundo y una proyección hacia el futuro. 1. Comisión Europea, Comunicación de la Comisión. Estrategias para una efectiva actuación de la Carta de derechos fundamentales de la Unión Europea, COM (2010)€573.
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No se trata, pues, de una aceptación pasiva de la «globalización», sino de la asunción de las diversas perspectivas y de las nuevas responsabilidades que este fenómeno impone. Y, al mismo tiempo, la adecuación de la dimensión de los derechos a esa «cancelación» de los vínculos del tiempo y del espacio que caracterizan la revolución electrónica y el ciberespacio que de allí ha surgido. Vale la pena recordar el origen de ese documento. La señal de salida del proceso para la elaboración de la Carta se produjo en el Consejo europeo de Colonia, en junio de€1999, con una decisión que se abre con palabras especialmente comprometidas: La tutela de los derechos fundamentales constituye un principio fundador de la Unión Europea y el presupuesto indispensable de su legitimidad. La obligación de la Unión de respetar los derechos fundamentales la confirma y la define el Tribunal de Justicia europeo en su jurisprudencia. En el actual estado de desarrollo de la Unión, es necesario elaborar una Carta de esos derechos con el fin de sancionar de modo visible la importancia capital y el alcance que estos tienen para los ciudadanos de la Unión.
Se subraya explícitamente la inadecuación del cuadro institucional construido hasta entonces recurriendo a una palabra de hondo calado como «legitimidad». No solo había en la Unión un «déficit de democracia», como ya se había dicho, sino un mucho más radical déficit de legitimidad. Retorna a la memoria, irresistible, el art.€16 de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de€1789: «La sociedad en la que no está asegurada la garantía de los derechos y en la que no se ha establecido la separación de poderes no tiene Constitución». La Unión Europea toma conciencia de esta situación y, aunque es largo el camino por recorrer, la señal de salida ha quedado inequívocamente manifiesta. El mercado, las libertades económicas que lo acompañan, la moneda única no han sido considerados suficientes para atribuir legitimidad a una construcción difícil, con muchos riesgos, cual es la europea. El tránsito de la «Europa de los mercados» a la «Europa de los derechos» se hace, pues, ineludible, condición necesaria para que la Unión pueda alcanzar una plena legitimación democrática. Es este un objetivo formalmente subrayado en la ya recordada Comunicación de la Comisión en la que la Carta es señalada como el parámetro que «garantiza el sistemático control de la compatibilidad con la Carta de las propuestas legislativas y de los actos»2, adoptados por la Comisión, que deben ser sometidos a una «valoración de impacto con la Carta». Esta es la premisa de un control ejercido por el Tribunal de Justicia que de ese modo se convierte en tribunal constitucional de la Unión Europea.
2. Ibid.,€1.1.
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Redefinición de los principios fundacionales Este específico itinerario europeo pone de relieve un conflicto que incluye a todos los demás en la dimensión global y afecta al modo de distribuir los poderes, a los sujetos que son titulares, a los controles que pueden ejercerse. Este modelo está hoy presente en otros espacios, además del europeo, de manera que el rechazo radical a la globalización, sintetizado en el eslogan «No global», está siendo sustituido por una vía distinta que habla de globalización, pero a través de los derechos y no solo del mercado. La institución de un explícito nexo entre transformaciones globales y derechos en la sociedad-mundo refuerza un principio del moderno constitucionalismo, el recordado antes con referencia al art.€16 de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano. Con lo cual, no solo se certifica una continuidad o permanencia histórica, sino que se delimita sobre todo una cuestión ineludible en ese trenzado político e institucional, señalado con la palabra «multinivel», que describe una situación en la que conviven dimensiones nacionales, supranacionales, internacionales, globales. Aquí, la garantía de los derechos no es solo fuente de legitimidad de las diversas instituciones presentes en la escena. Atañe también a otras funciones: la de permitir formas de control bastante difundidas y basadas en criterios que anulan la autorreferencialidad de la acción económica, considerada como la actividad concreta preeminente, y legitimada por eso a ser sustancialmente la fuente de la regla; y la de una redistribución de los poderes que no puede resolverse con su concentración en unas solas manos, casualmente las de los sujetos económicos. La estructura de la Carta de los derechos fundamentales confirma esta línea renovadora. Sus seis capítulos llevan por títulos la dignidad, la libertad, la igualdad, la solidaridad, la ciudadanía y la justicia. Estos son ahora los principios fundacionales del sistema constitucional europeo, con una innovación significativa respecto a la Europa de los viejos tratados en los que no se nombraba ni la dignidad, ni la igualdad ni la solidaridad, que aparecen, sin embargo, en el art.€2 del Tratado de Lisboa, entre los valores fundacionales de la Unión. Si se considera además que en los principios del Tratado ha sido tachada la competencia, citada solamente en el protocolo n.€27 acerca del mercado interno y la competencia, el cambio del contexto queda mucho más nítido y, sobre todo, se abre una línea de desarrollo dinámico del sistema entero que hace imposible la interpretación basada solo en criterios del pasado, es decir, una lectura basada en lógicas reduccionistas ancladas en la preeminencia del dato económico. Lo cual equivale a decir que la Carta no es de hecho ningún punto de llegada sino un comprometido punto de partida. Su destino, y con él el de la Unión, no se basa en una identidad cualquiera que congela sus espíritus, que se encierra en una lógica opositora en la relación 38
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con los otros, precisamente esos «otros» que, sin embargo, como ya se ha recordado, el Preámbulo señala como referencias necesarias, inseparables del mundo que la Unión quiere contribuir a edificar, proyectándose más allá de sus mismos egoísmos. La apertura que allí se atisba, las tareas comprometidas que marca reclaman más bien la suma virtud del carácter europeo, que Paul Hazard ha sintetizado con extraordinaria eficacia hablando de «un pensamiento que nunca se sacia»3. Añadiendo luego que la novedad puede consistir en «una cierta voluntad de mirar al futuro más que al pasado, de separarse del pasado aun sirviéndose de él»4. En tiempos bastante difíciles, cuando surgen dudas acerca de la continuidad de la construcción europea, bien estaría no olvidar las grandes oportunidades que han acompañado al hecho de que la Unión haya querido darse una propia declaración de derechos, que no es una mera «puesta al día» de los ya existentes, sino la voz de las regiones del mundo en las que historia y actualidad parecen unirse de nuevo, bien que tras muchos retrasos y condicionamientos, para proponer los derechos fundamentales como ineludible referencia. Grandes son las responsabilidades que esta opción impone a la política y a la cultura, a las instituciones y a las personas que se hallan en esta parte del mundo. Como su historia nos dice, los derechos nunca han sido adquiridos de una vez por todas. Siempre han sido acosados, su itinerario nunca ha sido pacífico. Su formal reconocimiento nos habla de una batalla ganada, pero a continuación se abre la cuestión de su eficacia, de su enraizamiento, de su respeto. Los derechos se convierten así en instrumentos de la lucha por los derechos. Y, desde el momento en que se invoca una mayor integración, también política, la Carta de los derechos está ahí para advertirnos que esta integración no puede resolverse por entero en la dimensión de la economía sino que exige una relevancia semejante para los derechos fundamentales como condición indispensable para la democraticidad de la Unión y para su legitimación ante los ciudadanos. Todo esto lo sabemos pero tenemos que insistir en ello para no quedarnos en la superficie de las cosas con fáciles autocomplacencias. Yendo, pues, al fondo de la Carta de los derechos fundamentales y del sistema del que forma parte, encontramos una serie de normas que muestran que los derechos fundamentales constituyen un paso necesario para afrontar difíciles coyunturas de democracia. En general, y para aclarar mejor el contexto en el que se inserta la Carta, hay que subrayar que el Tratado de Lisboa ha puesto junto al reconocimiento de la democracia repre 3. P.€Hazard, La crise de la conscience européenne (1680-1715) [1935], Fayard, París,€1961, p.€414; trad. de J.€Marías, La crisis de la conciencia europea, Revista de Occidente, Madrid,€1946. 4. Ibid., p.€420.
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sentativa, como fundamento del funcionamiento de la Unión (art.€10), una modalidad de intervención directa de los ciudadanos que introduce un significativo elemento de democracia participativa. En el art.€11 se prevé que «ciudadanos de la Unión, en número de al menos un millón, que sean ciudadanos de un número significativo de Estados miembros, puedan tomar la iniciativa de invitar a la Comisión Europea, en el ámbito de sus atribuciones, a presentar una propuesta apropiada en algunas materias sobre las que esos ciudadanos consideran necesario un acto jurídico de la Unión a los fines de la actuación de los tratados». Es solo un primer paso, una innovación cuyo destino depende obviamente de la capacidad de iniciativa de los ciudadanos europeos. Es un paso que va en€la dirección justa porque se hace cada vez más evidente que el futuro de la democracia representativa depende ahora de su capacidad para encontrar modalidades de integración dentro de la multiplicidad creciente de formas de democracia participativa que puedan revigorizarla y restituirle legitimación. Más específicamente, el tránsito de la participación individual a la colectiva trae a colación un instrumento institucional que puede contribuir a la construcción de ese demos europeo cuya falta ha hecho dudar de la posibilidad de dar a la Unión Europea un fundamento diferente al de la dinámica de los mercados. Dos son, pues, las referencias del Tratado de Lisboa que contribuyen a precisar el contexto general, a destacar los elementos relevantes del «sistema constitucional europeo» en este nuevo relato de los derechos. Ambos, sin embargo, están mejor definidos mediante el modo, directo e indirecto, con que aparecen en la Carta de los derechos fundamentales. La cuestión de la democracia halla en sus artículos una puntual enumeración de las precondiciones sin las que quedaría vacío de sentido el proceso democrático en su conjunto. Y la indicación de los valores fundadores de la Unión, que se halla en el art.€2 del Tratado de Lisboa y que asume un tono programático, cuando no declamatorio, encuentra su concreción cuando la Carta los traduce en axiología que va calando después en las específicas disposiciones de cada uno de sus capítulos. Este sistema de relaciones entre los dos documentos, sin embargo, no debería hacernos perder de vista el dato institucional constituido por el hecho de que la Carta de los derechos fundamentales está fuera del Tratado. Considerada esta ubicación por algunos como una especie de debilidad, en realidad lo que hace es que la Carta asuma un significado que permite verla como un verdadero Bill of Rights. La autonomía de la Carta la deja fuera de las mutables vicisitudes de una política que puede llevar a modificaciones de los Tratados, a praxis restrictivas, y le otorga la potencialidad de actuar como elemento estabilizador de todo el sistema constitucional. No se trata de una «roca granítica», como se dijo del Code civil francés de€1804, imposible de modificar por una legislación enten40
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dida siempre como excepcional u ocasional. Pero con toda seguridad es un dato institucional fuerte. Antes incluso de que la Carta fuese jurídicamente vinculante, con el reconocimiento de un «mismo valor jurídico que los tratados» (art.€6 del Tratado de Lisboa), las dos Comunicaciones de la Comisión, la de€2001 y la de€2005, habían establecido que los actos normativos de la Unión habían de estar sometidos a un test de compatibilidad con las disposiciones de la Carta, y este criterio ha sido corroborado en la recordada Comunicación de€2010. Convertida, pues, en «medida» de la normativa europea, la Carta es un paso ineludible en la reconstrucción del sistema y en la definición de los principios que deben guiar su funcionamiento. Indivisibilidad de los derechos y respeto por los principios La operación de política del derecho llevada a cabo mediante la Carta puede descomponerse de la siguiente manera: abandono de la distinción de los derechos por «generaciones»; consecuente afirmación de la indivisibilidad del derecho; tránsito del sujeto abstracto a la persona situada en un contexto caracterizado por las condiciones concretas de su existencia; acentuación de las precondiciones necesarias para que se dé un efectivo proceso democrático y no una democracia meramente procedimental. La progresiva aparición y consolidación de los derechos sociales, en la primera mitad del siglo€xx, ha sido la causa de que se acentuara la división de las diversas categorías de los derechos, definidas como «generaciones», de manera que a las tres primeras —civil, política y social— se les han ido añadiendo después otras, sustancialmente ligadas a las situaciones determinadas por la nueva conciencia medioambiental y por los efectos de las innovaciones tecnológicas y científicas. El hecho de hablar de «generaciones», con una terminología propia del mundo de la informática, podría inducir a pensar que cada nueva generación de instrumentos condena a la obsolescencia y al abandono definitivo de las precedentes; pero esto es una evidente falacia nacida de la voluntad de traducir una división cronológica, por lo demás controvertida, en una jerarquía que atribuye a alguna de estas generaciones un estatuto teórico más fuerte5. El verdadero problema, dejando a un lado falacias e incomprensiones, siempre ha sido el de entender la cualidad de lo nuevo; más que interrogarnos sobre si hay continuidades o rupturas, la cuestión sobre la naturaleza de los nuevos derechos está en si hay que sacarlos fuera del consolidado cuadro de los derechos, o bien si hay que poner en tela de juicio su naturaleza, la posibilidad misma de incorporarlos a los derechos.
5. Cf.€R.€Bin, «Diritti e fraintendimenti»: Ragion pratica (2000), pp.€15-25.
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Bueno sería recordar que la aparición de la categoría de derechos sociales debe mucho a la reflexión de Thomas B.€Marshall, un sociólogo, no un jurista, que trató de sistematizar y legitimar las posiciones subjetivas que habían emergido de la experiencia del Welfare State6. Habría que añadir que no pretendía separar los derechos sociales de los otros, sino integrarlos en un contexto en el que se presentaban como portadores de igualdad sustancial y como elementos fundacionales de una ciudadanía social. Las vicisitudes históricas y la nunca relajada discusión política y teórica acerca de la naturaleza de los derechos sociales es algo que se ha de tener en cuenta, sin lugar a dudas, pero el punto ineludible ahora está en la opción hecha por quienes elaboraron la Carta de los derechos fundamentales. En su preámbulo se afirma que «la Unión se funda en valores indivisibles y universales de dignidad humana, de libertad, de igualdad y de solidaridad». Esta afirmación está confirmada y hasta más destacada que la estructura misma de la Carta, pues abandona las jerarquías precedentes y comprende en la indivisibilidad, no solo los derechos sociales, sino también aquellos que han sido señalados como derechos de cuarta o de quinta generación —los ligados a las innovaciones científica y tecnológica, a la tutela del medioambiente, al desarrollo sostenible—. A propósito de la indivisibilidad, sin embargo, ha habido críticas que apuntan a que sigue existiendo una subordinación de los derechos sociales a la pura lógica del mercado, como parece deducirse de algunas controvertidas sentencias del Tribunal de Justicia. Habría que preguntarse entonces si es cierto que el sistema de la Carta legitima un libre equilibrio entre los diversos valores proclamados, es decir, si existe entre ellos una equivalencia jerárquica. La opción de afirmar la indivisibilidad de los derechos hallaba su primera razón en la voluntad de replicar, incluso formalmente, a un estatuto teórico y a una disposición operativa que confinaba los derechos sociales a una condición de subordinación con respecto a los otros derechos, negando incluso que pudiera hablarse en sentido estricto de derechos. Pero ¿implica esto que la actual ubicación «horizontal» de los€derechos sociales va a anular la posibilidad de concederles una tutela reforzada, como sucede, por ejemplo, con el fundamento en el trabajo de nuestra República democrática? Dejando a un lado la posibilidad de encontrar sentencias del Tribunal de Justicia en las que parece que se establece una jerarquía diferente de aquella que se funda en la preeminencia de lo económico, no se puede separar la opción de la indivisibilidad de esa otra más general que se manifiesta en la axiología y en la sistemática de la Carta de los derechos fundamentales. Si, como se ha dicho en el Preámbulo, la
6. T.€B.€Marshall, Ciudadanía y clase social [1950], Alianza, Madrid,€1998.
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Unión «pone a la persona en el centro de su acción»; si la solemne afirmación de la inviolabilidad de la dignidad humana es la que da inicio a la Carta y la que se traduce después en la concreta reafirmación de la «existencia digna», de la que habla el art.€34; si la igualdad y la solidaridad son los valores fundacionales de la Unión, entonces, no solo es posible, sino que es conforme con estos elementos estructurales, considerar que todos los derechos sociales están dotados de un estatuto fuerte y no solo aquellos directamente referidos al trabajo. Su rango y su tutela se extraen de esta nueva sistemática en la que es posible encontrar la posibilidad de atribuirles formas más intensas de garantía y una preeminencia en el equilibrio de intereses que no puede dejarse a la discrecional valoración del juez. Las controvertidas cuestiones acerca de la huelga y de las negociaciones colectivas, por ejemplo, habrá que considerarlas a partir de la dignidad, la igualdad y la solidaridad, que ciertamente son parámetros relevantes desde el momento en que el derecho a la huelga y la fijación contractual de las modalidades de prestación del trabajo pueden afectar a aspectos que inciden profundamente en la persona en cuanto tal, en sus relaciones privadas o sociales. Un ejemplo nos viene de la experiencia alemana. Al afrontar el tema de las ayudas sociales y de los subsidios por desempleo, tal y como se estableció en el€2005, el Bundesverfassungsgericht (Tribunal constitucional federal) lo declaró parcialmente inconstitucional, según sentencia de€9 de febrero de€2010, por violación de los artículos€1 («la dignidad del hombre es inviolable») y€ 20 («la República alemana es un Estado democrático y social») del Grundgesetz, de la Constitución federal7. La violación guarda relación con el menschenwürdiges Existensminimum, la garantía de un mínimo existencial adecuado a la dignidad de la persona, que se presenta como ineludible criterio de referencia y medida de la obligación social, cuyo cumplimiento debe asegurar el Estado. Estamos frente a una de esas situaciones en las que es necesaria «una protección real y concreta de la persona», como está escrito en la sentencia Airey del Tribunal europeo de los derechos del hombre8, que de este modo ha extendido su competencia al control de las condiciones materiales del ejercicio de los derechos sociales. Las cuestiones referidas al «derecho a la existencia» las dejamos para más adelante9. Los ejemplos mencionados, sin embargo, confirman la posibilidad, incluso el deber, de seguir un camino diferente al empleado 7. Sobre esta sentencia, véanse las puntuales notas de G.€Bronzini, «Europa e Regioni: la sussidiarietà come criterio di decisione in UE e il diritto a un reddito garantito», en Bin Italia, Reddito minimo garantito. Riflessioni sulla lege del Lazio, «QR€1», Basic Income Network, Roma,€2001, pp.€27-29. 8. Airey c. Irlanda,€9 de octubre€de 1979. 9. Cf. infra, el capítulo «El derecho a la existencia».
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por quien utiliza la indivisibilidad de los derechos para sustraerse al respeto a los principios imponiendo de esta manera una jerarquía «implícita» que choca con la innovación constitucional realizada a través de la Carta de los derechos fundamentales. Cuando se entra en una fase nueva, y si esta no es el efecto de una ruptura revolucionaria, suelen arrastrarse escorias del pasado, sedimentaciones y resistencias frente a las que hay que reaccionar con una adecuada reflexión cultural y una convincente acción política. La Carta de los derechos fundamentales ha abierto precisamente una de estas fases difíciles. Las dos sentencias recordadas antes están alejadas entre sí en el tiempo y pertenecen a dimensiones institucionales diferentes, pero ambas testimonian cuál es la dinámica que se ha de seguir, es decir, la de tener siempre presentes las ineludibles referencias a la persona y a su dignidad. No es este un relato de los derechos que se deje caer en la trampa de la abstracción. Existencia, protección concreta, son cosas que remiten a la condición material de la persona, que en la Carta de los derechos fundamentales halla pleno reconocimiento. Baste reflexionar sobre la inédita propuesta de los artículos€24,€25 y€26, en los que el sujeto abstracto queda cesante dando lugar a la concreción de los ancianos, de los niños, de los débiles. De este nuevo espíritu está también impregnada la Carta. En el tiempo transcurrido entre el texto de origen, el proclamado en Niza el año€2000, y su revisión de€2007, el término «individuo» ha sido sustituido por el de «persona». No es solo un asunto de coherencia interna de la Carta sino una adecuación a cuanto se dice en el Preámbulo donde precisamente es la persona la referencia central. Es la confirmación de que la abstracción queda superada, de que la «deformalización» pone a la Carta en sintonía con las dinámicas del más reciente constitucionalismo, con el constitucionalismo de las necesidades, de la vida material, que es lo que hoy distingue a las cartas constitucionales más recientes que hablan de la vida concreta de las personas. La fórmula del constitucionalismo de las necesidades habla de una persona situada en un contexto en el que no solo asume relevancia el reconocimiento formal de los derechos, según las modalidades históricamente consolidadas. Resalta ante todo la necesidad de un tránsito hacia una forma institucional que acompañe ese reconocimiento general con la puesta a punto «de un marco de las capacidades entendido como el espacio más idóneo en el que poder evaluar la calidad de la vida»10. Considerada desde este punto de vista, la atribución 10. M.€ Nussbaum, Crear capacidades: propuesta para el desarrollo humano, trad. de A.€Santos, Paidós, Barcelona,€2012. La referencia a las capacidades nos lleva también a los trabajos de A.€Sen, en concreto Nuevo examen de la desigualdad [1992], Alianza, Madrid,€1995; Desarrollo y libertad [1999], Planeta, México,€2000; La idea de justicia [2009], trad. de H.€Valencia, Taurus, Madrid,€2010. A la «calidad de la vida» está dedicado un número de Filosofía política€3 (2009), pp.€353-452.
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de derechos no se agota en su formal reconocimiento pero avala un proceso institucional y social necesario para su puesta en práctica. Legitimidad: Europa contra sí misma La deformalización nos lleva más allá de la democracia meramente procedimental. La emergencia de la concreción de lo real ha hecho que aparezcan nítidas en la Carta las precondiciones del proceso democrático. Este proceso, ya integrado con la apertura a la democracia participativa, como dice el art.€11 del Tratado, se presenta como inseparablemente ligado al efectivo reconocimiento de los derechos al trabajo y a la salud, a la educación y a la información, a la seguridad y a la asistencia social, al acceso a los servicios económicos de interés general. En torno a la persona es donde se forja esta inseparabilidad de los derechos, y la especificidad de algunos de ellos para un proceso democrático confirma que la Carta va a hacer cada vez más inadmisible ese libre equilibrio entre los valores fundacionales de la Unión Europea. Siguiendo la trama de los derechos podemos descubrir otra Europa, bastante diferente de la prepotente Europa económica y de la evanescente Europa política. Precisamente la de los derechos, aunque muchas veces sea relegada y como aparcada a la sombra. Una Europa que molesta a quien todo lo quiere reducir a la dimensión del mercado, pero que debería ser valorada en tiempos en los que los vientos del antieuropeísmo soplan con fuerza, mostrando a los ciudadanos que es en el terreno de los derechos donde la Unión Europea puede ofrecerles un «valor añadido» y, por tanto, un rostro bastante diferente de aquel, desagradecido e inadmisible, que la identifica con la constante imposición de sacrificios. Esta es, o debería ser, una vía obligada por todas las razones políticas y jurídicas antes enumeradas. Una vía que han dejado más impracticable, sobre todo en estos últimos tiempos, las vicisitudes que han agravado el ya recordado doble déficit que aqueja a la Unión Europea, el de legitimidad y el de democracia. La aprobación del fiscal compact, por ejemplo, con el correspondiente aumento de poder de la Comisión Europea y del Tribunal de Justicia, deja en una situación marginal a la única institución europea democráticamente legitimada, el Parlamento. Y puesto que vuelve a hablarse de una revisión de los tratados y de la reapertura de una fase constituyente, la nueva agenda europea haría bien en situar en primer lugar el reforzamiento del Parlamento, proyectándolo en una dimensión donde podría finalmente ejercer una función de control sobre los otros poderes y un papel significativo en el reconocimiento y la garantía de los derechos. Se trataría de una medida coherente con lo que ya ha demostrado saber hacer el Parlamento; por ejemplo, rechazar el Tratado Acta que, en nombre de la tutela del derecho de autor, introducía con45
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troles y censuras, y restringía de manera inadmisible derechos fundamentales de las personas. Habrá que seguir insistiendo en que el horizonte europeo no es solo el del mercado y la competencia, como ya se ha dicho al mostrar cuál es la estructura de la Carta. Y habrá que añadir que el desarrollo al que la Carta se refiere es solo el «sostenible», lo cual pone límites al derecho mismo de propiedad y evidencia la ilegitimidad de la preeminencia absoluta de la dimensión económica, insostenible a la luz de la adquirida indivisibilidad de los derechos. En esta dirección van algunas normas específicas, como la que afirma que el trabajador tiene derecho «a la tutela contra cualquier despido injustificado», «a condiciones de trabajo sanas, seguras y dignas», a la protección «en caso de pérdida del puesto de trabajo». Más en general y con palabras bastante significativas, se subraya la necesidad «de garantizar una existencia digna a todos los que no dispongan de recursos suficientes». Una referencia, esta última, que abre la vía a la institución de un subsidio de ciudadanía y ratifica el estrecho nexo de unión entre las diversas políticas y el pleno respeto a la dignidad de las personas. Todas estas indicaciones son «jurídicamente vinculantes» y como tales no pueden ser excluidas de la discusión pública ni infravaloradas en la reconstrucción del sistema diseñado por la Carta de los derechos fundamentales. Se abre así una cuestión que no es solo jurídica sino política en su más alto grado. El reduccionismo económico no solo pone a la Unión Europea contra derechos fundamentales de las personas, sino contra sí misma, contra los principios que deberían fundarla y darle un futuro democrático, legitimado por la adhesión de los ciudadanos. De aquí es de donde debería nacer el nuevo camino constitucional. Si Europa debe ser «redemocratizada», como sostiene Jürgen Habermas, no basta con una ulterior transferencia de soberanía rematada con la realización de un gobierno económico común, porque una Unión Europea desmembrada, vaciada de derechos, inevitablemente asumiría la forma de una «democracia sin pueblo».
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Capítulo III EL NUEVO MUNDO DE LOS DERECHOS
La edad de los derechos La cuestión de la democracia parece estar condenada al enfrentamiento perenne con los derechos. ¿Derechos contra democracia porque el carácter «fundamental» de estos exige no depender de la lógica del principio de mayoría, y porque al hacerlo atenta contra el corazón de la soberanía popular? ¿Derechos contra democracia porque su efectividad y las modalidades de su reconocimiento, quedan bajo la custodia de los jueces y liberadas del legislador, alterando así el equilibrio entre poderes? La desconfianza en los derechos, por la incapacidad de su gramática para comprender el mundo, por su carácter insaciable que erosiona espacios políticos y sociales, no es nueva. Pero libertad y derechos son los que han acompañado el nacimiento del hombre moderno, los que han definido un orden político y simbólico completamente nuevo. Entre resistencias y vacilaciones, sin lugar a dudas; los nostálgicos y los teóricos de cualquier tipo de orden comunitario o jerárquico los repudian. Y aunque lo hacen por motivos diversos, la repulsa viene de quien profesa un neto realismo político que rechaza el señorío de los «pseudoconceptos» jurídicos, poniendo en guardia contra la seducción de las declaraciones de derechos. A pesar de todo esto, los derechos se han convertido en la marca de una edad, justamente «la edad de los derechos»1; las definiciones ya no hablan solo de un «Estado de derecho» sino de un «Estado de derechos». La institución de un «espacio de derechos» es lo que esencialmente distingue al Estado constitucional2; y la fundación misma de la democracia, 1. N.€Bobbio, L’età dei diritti, Einuadi, Turín, 1990 [trad. esp. de R. de Asís, El tiempo de los derechos, Sistema, Madrid, 1991]. 2. M.€Fioravanti, Constitucionalismo. Experiencias históricas y tendencias actuales, trad. de A.€Mora y M.€Martínez Neira, Trotta, Madrid,€2014.
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tras el descrédito en el que han caído las soberanías populares con la experiencia de las democracias «populares», debería buscarse hoy únicamente en la categoría de los derechos fundamentales del hombre3. La dimensión de los derechos, sin embargo, se nos aparece como fundacional, eso es cierto, pero también como muy frágil, constantemente hostigada por restauradores y represores que tienden a cancelar o limitar el conjunto de los instrumentos que deberían garantizar al ciudadano las máximas posibilidades de su desarrollo autónomo. Retorna, pues, la cuestión radical. ¿Está en su ocaso la edad de los derechos? ¿Sería el final de un proceso que aúna pretensiones ideológicas junto a una inflación de situaciones garantizadas, la suma individualización de las tutelas junto a la erosión de la vida pública? ¿Qué ponemos, sin embargo, en el lugar de los derechos? Aquí las respuestas se diversifican, se hacen ingenuas o prepotentes, nostálgicas o culturalmente regresivas. Es ingenua, y en muchos aspectos sorprendente, la tesis que ve los derechos como algo inservible en un mundo prisionero hoy de la lógica económica. ¿Y si fuese cierto lo contrario, que justamente la pretensión de reducir todo a lo económico solo puede encontrar un contrapeso, una vía para replicar a la legitimidad de ese reduccionismo, en una reinventada dimensión de los derechos? ¿Pero hablar de «reinvención» no es ya admitir que esa tradición de los derechos se ha hecho inadecuada, por no decir inservible, en el tiempo que estamos viviendo y en el futuro que se anuncia? La observación de la realidad nos lleva sin embargo por otro camino. Esa reinvención ya está en curso, y a ella se opone una coalición curiosa entre quien quiere aprovechar la ocasión para librarse finalmente del peso de los derechos y quien piensa poderlos defender todavía encerrándolos en su antigua fortaleza. Es válida, pues, la reflexión histórica que induce a concluir que no debemos hablar de una única edad de los derechos, sino de unas edades de los derechos en plural, y no solo en sentido diacrónico sino sincrónico. Sabemos que la invención de los derechos pertenece a la modernidad occidental y que es muy estrecha su conexión con las reivindicaciones individualistas y propietarias de la burguesía victoriosa, pero que la evolución posterior, especialmente en el continente europeo, está ligada a la irrupción de otro sujeto, la clase trabajadora, que impone la modificación del marco constitucional que conduce hacia una nueva forma de Estado que, dado el papel que en él asumen los derechos sociales, ha sido etiquetado como Welfare State, Stato sociale, Sozialstaat, État providence. En la modernidad, pues, las presiones y la fuerza de los derechos son partes integrantes de las vicisitudes de los «sujetos históri 3. A.€Touraine, Crítica de la modernidad, trad. de M.€Armiño, Temas de Hoy, Madrid,€1993.
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cos» de la transformación política, económica y social, que cifran la innovación y la consolidación precisamente en los derechos. Pero ¿qué sucede cuando esos sujetos se transforman, cuando interpretan otro papel en otra función, cuando ya no dan el tono del tiempo vivido? ¿Cuando es el rostro anónimo de la economía quien marca los rasgos del mundo global, cuando se insiste en el hecho de que los mercados «votan» y las instituciones financieras «juzgan», y se apropian, en consecuencia, de funciones que pertenecen a la democracia y parecen reducir todos los derechos a su medida? ¿Cuando la tecnología nos lleva hacia las fronteras del pos-humano y nos pregunta si pueden sobrevivir unos derechos, no casualmente definidos, incluso en el lenguaje jurídico, como «humanos»? Una amplia respuesta podría darse desde la constatación de que los derechos se han ido separando en cierto modo de los derroteros históricos de la modernidad, que la han atravesado encontrando una legitimidad sin precedentes, que manifiestan una plena autonomía, casi una insultante autosuficiencia. Hoy estarían en condiciones de seguir su camino sin volver la vista a su mismo pasado, que expresaba una cierta parcialidad social, para alcanzar esa universalidad que antes podía ser considerada como el resultado de una imposición, de una prepotencia incluso ideológica. ¿Los derechos como «patrimonio común de la humanidad»? Aparece, pues, un nuevo sujeto con la ambición de unirlo todo y, pese a ello, portador de nuevas dudas y de latentes ambigüedades. La nueva y obvia cuestión es quién está legitimado para hablar y actuar en nombre de la humanidad. Si a esta la presentan como el nuevo sujeto histórico, esta impostación no se libra del peligro de convertirse en la expresión de una porfía donde la fuerza sería la única vía para seleccionar quién puede establecer (¿imponer?) las reglas necesarias para que se satisfaga la condición de la universalidad, como nos enseña el devenir, incluso semántico, de la «guerra humanitaria». Si, por el contrario, en nombre de la humanidad están legitimados a hablar todos y ninguno, el problema sería el de la fragmentación y entonces el relato de los derechos correría el riesgo de perderse en la babel de los lenguajes. Un patrimonio común Todas estas dificultades provienen del origen histórico de los derechos, de su matriz originaria, que sigue mostrando con insistencia caracteres monoculturales, protegidos incluso más allá de su momento fundacional, y que mantienen en vida la tentación según la cual cada cultura produce su propia carta de derechos como señal fuerte de identidad: de esta manera, o se insiste en las distancias o se introduce un explícito elemento de división. Esta pluralidad, sin embargo, va evolucionando poco a poco hacia 49
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una amplia plataforma a la que llegan aportaciones diversas, es decir, hacia un territorio común, un punto de encuentro de una confrontación entre culturas. Una confrontación hoy muy presente, sobre todo en eso que ha dado en llamarse global community of courts: los tribunales de justicia de muchos Estados andan empeñados en un diálogo cada vez más intenso, con una circulación de modelos que acerquen soluciones, aun en ambientes políticos e institucionales bastante diferentes entre sí y que, precisamente por eso, generan a veces reacciones de rechazo, como cuando se quiere impedir que las sentencias de los tribunales nacionales puedan invocar jurisprudencia en sentencias de tribunales extranjeros (así lo han propuesto en Estados Unidos). Pero la construcción común es un hecho y la existencia de cartas de derechos «regionales» en Europa, América Latina, África y Asia favorece estas aproximaciones. Se ha ido así sedimentando, mediante múltiples referencias a derechos fundamentales, un patrimonio en el que se van delineando trazos comunes y que, por eso, tiene efectos unificadores gracias al creciente número de personas que con él se identifican y del que extraen garantías cada vez más intensas o, al menos, las únicas utilizables en las situaciones más marcadamente afectadas por las dinámicas globales. Se están transformando categorías históricas de la política y del derecho. Bien se puede decir que la nueva dimensión de los derechos fundamentales ha barrido la antigua barrera de la ciudadanía: hablar hoy de derechos de la ciudadanía quiere decir lo opuesto a la exclusión del otro, que siempre fue la función que se atribuía a esa categoría. Y aunque sigue siendo dramáticamente cierto que la ciudadanía es invocada como arma identitaria para imponer distancias y fomentar la exclusión, la legitimidad de esta pretensión puede ser constantemente rebatida a través de la construcción de la persona en torno a un núcleo de derechos del que no puede ser separada. Esta es la vía para el enraizamiento de cada uno en el común del mundo. La construcción de ese núcleo de derechos es asunto que debe ser históricamente indagado, adentrándose por ejemplo, entre los muchos senderos posibles, por el que nos lleva a la situación del refugiado. En el art.€10 de nuestra Constitución está escrito que «el extranjero al que en su país de origen se le impida el efectivo ejercicio de las libertades democráticas garantizadas por la Constitución italiana tendrá derecho de asilo en el territorio de la República con las condiciones establecidas por las leyes. No está admitida la extradición del extranjero por motivos políticos». De lo que habla esta norma es del asilo político, un derecho radicado en la historia y en las culturas que llega a considerar la protección del refugiado como algo perteneciente a la esfera de lo sagrado. Para los romanos, asilo era un dios. La referencia vaga, a veces genérica, a las razones de la política viene posteriormente precisada en la norma mediante la referencia a las «libertades democráticas» que, de este modo, constituyen un núcleo 50
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fuerte de los derechos de la persona, aunque sea medido y definido con el metro constitucional italiano. Hemos ido saliendo de un tiempo en el que el derecho de asilo era casi siempre político y reconocido casi en exclusiva a una élite intelectual. Hoy sabemos que no es así, que nos hallamos frente a un fenómeno de masas que lleva las razones del refugio más allá de ese elenco recogido en la Convención de la ONU, en el estatuto del refugiado de€1951, que habla de «justificado temor de ser perseguido por su raza, su religión, su ciudadanía, su pertenencia a un determinado grupo social o sus opiniones políticas». Son las mismas referencias que se hallan en constituciones y declaraciones de derechos a propósito de la igualdad y que de esta manera alcanzan al refugiado en la universal, y todavía no cumplida, promesa igualitaria. Y aquel elenco, de hecho, se ha ampliado: lo muestra el art.€21 de la Carta europea de derechos; lo confirman las decisiones con las que se ha reconocido el asilo político a mujeres que, de vuelta a su patria, habrían corrido el riesgo de sufrir mutilaciones sexuales; lo dice un documento como la Declaración de Cartagena, en el que la condición de refugiado hace referencia a quien huye del propio país porque la violencia generalizada amenaza vidas, seguridades, libertades, y, en general, porque se puede ser víctima de agresiones extranjeras, conflictos internos, violaciones masivas de los derechos humanos, graves disturbios de orden público. Y otras nuevas figuras de refugiados se avistan en el horizonte planetario, como, por ejemplo, los «ecoprófugos»4, obligados a huir por culpa de los cambios climáticos, por la progresiva condición de invivibles de los territorios en los que se habían asentado históricamente. El refugiado político, a quien debe garantizársele el ejercicio de sus libertades democráticas, se convierte casi emblemáticamente en la persona a la que hay que asegurar el acceso a los derechos fundamentales. «No solo asilo», se afirma, y se subraya que existe un deber de los Estados en no detenerse en el reconocimiento formal del estatuto del refugiado, desinteresándose de su situación material. El acceso tiene que ver también con esenciales bienes de la vida como la instrucción, el trabajo, la salud, que, al mismo tiempo, identifican las precondiciones necesarias para «el efectivo ejercicio de las libertades democráticas»; de modo que la indicación constitucional se presenta como la base jurídica para una reformulación de lo que debe reconocerse al refugiado. Y no todo acaba en los derechos tradicionalmente consolidados sino que hay que integrarlo en una posterior serie de derechos, reconocidos por su autónoma cualidad y por la función instrumental que asumen a la hora de garantizar el contexto de las libertades democráticas. No solo hay que superar la 4. V.€Calzolaio, Ecoprofughi. Migrazioni forzate di ieri, di oggi, di domani, NdA Press, Cerasuolo Ausa di Coriano,€2010.
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barrera de los derechos sociales, sino también la de los derechos llamados de última generación. Para garantizar el efectivo ejercicio de las libertades democráticas, al refugiado debe serle reconocido, por ejemplo, el derecho al anonimato en Internet, condición necesaria para que pueda manifestar libremente sus opiniones sin exponerse a represalias hacia él o hacia otros. Se rompe de nuevo la formalización de la dimensión político-institucional, ya que la emersión de los derechos fundamentales y su reconocimiento son expresión directa de la condición material de las personas. La progresiva sedimentación de los derechos fundamentales en torno a la condición del refugiado, presentada aquí porque en ella se manifiesta la dimensión global, pone de relieve modalidades y criterios de la construcción concreta de un patrimonio de derechos de la persona, indispensable para que la existencia pueda realmente ser libre y digna. Y esto no es, como podría parecer, el efecto de una condición excepcional, es decir, limitada. Es más bien la proyección sobre una figura particular, humana y social, de eso que históricamente se expresa como la connotación peculiar de cada persona. Es de nosotros, de nuestra condición humana y de nuestra fisonomía jurídica de lo que estamos hablando cuando hablamos del refugiado. No es un simple juego de espejos. Estamos pasando de una situación en la que el reconocimiento de los derechos se fiaba siempre a las constituciones y a las declaraciones de derechos, que todavía siguen teniendo su gran valor, incluso simbólico, a otra en la que cuentan menos las clásicas «instituciones de la normatividad» y mucho más las «instituciones del respeto y de la actuación». Del tiempo de los códigos al de las constituciones Retorna, pues, la cuestión de la relación entre democracia y derechos, visto que estas modalidades de construcción de un patrimonio común y global de derechos fundamentales se presentan con formas que parecen no querer saber nada de los procedimientos de la democracia representativa, ni de las instituciones normativas, para concentrarse más bien en su dimensión judicial, es decir, en el área presidida por instituciones del respeto y de la actuación. No es solo el sistema de las fuentes el que está siendo profundamente modificado con la pérdida de peso específico de la legislación parlamentaria, sino que aparece vulnerado el equilibrio entre poderes mediante el «remonte del poder de los jueces»5. Pero de nuevo el problema es saber si es posible analizar la realidad presente con las categorías históricamente constitutivas, y consecuentemente consideradas como irrenunciables, de un pasado del que no parece posible distanciarse sin dañar con ello los fundamentos mismos del orden democrático.
5. M.€Delmas-Marty, La refondation des pouvoirs, Seuil, París,€2007, pp.€41-67.
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Interrogantes ineludibles y de fuerte compromiso los que se nos abren y que afectan, cada uno de ellos, al relato mismo de los derechos. ¿Se ha alterado tanto la relación entre legislación y jurisdicción como para que se hable de una equitativa reordenación de los dos sectores, con una marcada preeminencia de la jurisdicción en el ámbito de los derechos fundamentales? ¿Está sustituyendo la jurisdicionalización al constitucionalismo? ¿Esa insaciabilidad de los derechos fundamentales llega a cancelar la soberanía popular? ¿Qué orden político puede nacer de una pretensión institucional que, al atribuir a los derechos fundamentales un absoluto centralismo, puede traducirse en ideología? Las preguntas son ineludibles porque remiten a una edad de los derechos que se ha descrito no solo como plenamente compatible con la consolidada división y equilibrio de poderes, sino como un componente esencial de estos, como un desarrollo coherente y en absoluto «perturbador». La referencia a los derechos fundamentales, cada vez más intensa, más que efecto de una prepotencia ideológica es el resultado de una angustiosa necesidad de agarrarse a un dato institucional fuerte en un tiempo en el que un nuevo «derecho natural», el de las leyes económicas, tiende a absorber el espacio entero de la regulación. Por eso, la regulación, esta inédita y no democrática regulación, inquieta, alimenta desconfianzas hacia las instituciones que la encarnan y, por contraste, hace que se vuelva la mirada confiada hacia las instituciones de la garantía. Modificado el sistema de las fuentes, dada la multiplicidad de sujetos nacionales, supranacionales e internacionales que incesantemente producen reglas; cambiada la cualidad de la regla jurídica, sea analítica o de principio, hard o soft, dura o blanda; puesta en tela de juicio la legitimidad de la regla jurídica de invadir cualquier aspecto de la vida; redimensionado el poder mismo del legislador; generalizado el control sobre la constitucionalidad de las leyes; incrementada la necesaria flexibilidad de los sistemas jurídicos para afrontar las múltiples dinámicas que constantemente transforman la sociedad: frente a este nuevo mundo resulta impensable que la arquitectura institucional democrática quede inmune a tanto vaivén. El tema verdadero, pues, no puede ser el de un puntilloso control del respeto al modelo tripartito del poder, por lo demás, adaptado de diversas maneras al cambio de los tiempos y a las diferenciaciones de los sistemas institucionales, sino la verificación del respeto a las condiciones fundamentales y a la finalidad otorgada a ese modelo en una situación en la que el gobierno, la administración y la jurisdicción, aun con sus necesarias distinciones, emprenden unas relaciones nuevas o, al menos, diferentes a las del pasado. No es el modelo en sí lo que debe ser discutido sino el cómo. A esto habría que añadir esa irrupción de la realidad que altera los calibrados niveles de abstracción en los que se confiaba para obtener equili53
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brios institucionales. El hecho de invocar instituciones que se dejan atravesar por la realidad no debe tomarse como un alegre posmodernismo al que hay que darle ahora la brújula. No es una «ligereza» de la regla jurídica la que ahora hay que tomar en consideración. Es a las funciones que concretamente cumplen las instituciones a las que hay que dirigir la atención. La dimensión de los derechos no puede ser separada de las condiciones materiales de las personas, es decir, de la constante confrontación entre la promesa de los derechos y los efectos que produce. Lo que no quiere decir que la garantía de la abstracción vaya a caer en un sustancialismo sin principios que permitiría al legislador, al administrador o al juez, entregarse a cualquier interés, necesidad o contingencia, descuidando el rasero de la igualdad o la obligación de seleccionar las demandas sociales. Es exactamente lo contrario, como demuestra otro modelo institucional que debería ser tomado siempre en consideración: el que encontramos en el apartado segundo del art.€3 de la Constitución. Aquí queda clara la relación entre el principio de igualdad, la condición material de las personas, y los sujetos llamados a intervenir. La solidez del marco de los principios es la garantía de que su concreción debe resultar conforme a la legalidad constitucional. Al seguir los derechos en su concreción, esto es, al hacer su relato, constatamos que los arduos problemas ahora recordados se pueden analizar mejor teniendo en cuenta no solo los modelos teóricos, sino, y sobre todo, las categorías histórico-políticas. Marcel Gauchet, por ejemplo, muestra con claridad que el correcto funcionamiento de la democracia solo es posible si se mantiene un adecuado equilibrio en las relaciones entre política, derecho e historia: entendida la primera como el marco en cuyo seno se coloca una colectividad y gobierna su propio destino; entendido el derecho como la fuente que legitima ese marco, al que la historia confiere el sentido del pasado y la perspectiva del porvenir6. A lo largo del siglo pasado, sin embargo, hemos asistido a un «remonte del poder de los jueces», a una «judicialización de lo político»7, en definitiva, a una «política tomada por el derecho»8, con inevitables repercusiones sobre aquel equilibrio. ¿Fin, pues, no solo de la historia, sino también de la política misma, y prepotencia del «imperio de la justicia»9? No 6. Esta reflexión está presente sobre todo en los dos volúmenes de M.€Gauchet, L’avenir de la démocratie I: La Révolution moderne, y II: La crise du libéralisme, Gallimard, París,€2007. 7. J.€ Commaille, L.€ Dumoulin y C.€ Robert (eds.), La juridicisation du politique, LGDJ, París,€2000. 8. L.€Favoreu, La politique saisie par le droit: alternances, cohabitation et conseil constitutionnel, Economica, París,€1988. He elegido algunos textos franceses por la peculiaridad con que reacciona esta cultura a los temas aquí propuestos. 9. Este es el título del conocido libro de R.€M.€Dworkin, El imperio de la justicia, Gedisa, Barcelona,€1988.
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solo la edad de los derechos estaría llegando a su ocaso, sino también la democracia. Sorprende en uno de los más sutiles analistas de la revolución de los derechos del hombre, que ante el análisis del nuevo relieve del derecho y de los derechos, en un contexto histórico-político más amplio y complejo, se ponga tan inflexible como para llegar casi a la renuncia a investigar, no solo y no tanto las razones históricas del cambio, sino incluso las nuevas formas de equilibrios tras haber obviado cuestiones que ciertamente no pueden ser soslayadas. En estudiosos menos escrupulosos estas sugerencias se resuelven en intentos de restituir al legislador en un trono que ya no existe, con una actitud antihistórica y nostálgica que se alimenta con las mismas pulsiones que inducen a considerar los derechos fundamentales como algo tan estrechamente unido a la forma del Estado nacional que cualquier desfallecimiento de este último no solo les privaría de una adecuada protección, sino que les impediría escoger otro camino que no fuera el de la destrucción de la democracia. ¿Deslegitimación de los derechos fundamentales fuera de su territorio histórico, de la fundación que les ofrece un derecho concedido al legislador y solo a él? De nuevo una cuestión de confines, con una relevante consecuencia para la dimensión global, en la que los derechos no podrían estar presentes por unas razones de origen que los enraíza en otro lugar y que, si lo hicieran, sería a riesgo de hacerse impuros, contaminados por la irresistible ascensión de la lógica económica que posee aquella dimensión. En este caso, el análisis cede ante la ideología porque, pese a las muchas contradicciones, muchos son los casos que muestran que son los derechos fundamentales los que constituyen un factor de posible, de parcial equilibrio frente a los imperantes poderes económicos, restituyendo su espacio incluso a la lógica de la democracia. La estructura de la Carta de los derechos fundamentales de la Unión Europea, como ya se dicho insistentemente, recoge estas indicaciones y construye un orden jurídico en el que comparecen, unidos, los principios, las reglas y las decisiones de los tribunales, con referencia explícita y significativa al Tribunal europeo de los derechos del hombre. Estamos, pues, frente a un modelo que permite dilucidar con claridad, en un contexto bien determinado, la cuestión de la separación de poderes y la de la legitimación democrática de los sujetos que ponen la regla. Para examinar estos temas clásicos de la teoría política y jurídica, hay que hacer una referencia, aunque sea somera, al modo con el que se ha ido transformando la relación entre dinámicas sociales y respuestas jurídicas, no configurable ya en términos clásicos, por lo demás nunca definidos con transparencia, por un legislador que cierra la historia con su decisión, y que, con el único procedimiento democráticamente legitimado, concede a esos derechos una ciudadanía que, después, la jurisdicción tendrá el deber de hacer respetar. 55
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El mismo arquetipo de aquella idea de legiferar, el Code civil des Français, de€1804, que podía ser descrito como una «roca granítica»10 inserta en el corazón de la sociedad francesa, no quedaba al margen de las dinámicas de la sociedad y de la historia. Se cuenta de Napoleón que, al enterarse de que las universidades empezaban a dar cursos sobre el Código civil, exclamó: «¡Mi Código está perdido!». En realidad, ni esa roca granítica era tan inalterable ni estaba tan perdida porque estaba estructurada para ir precisamente más allá de la rigidez legislativa. Su capacidad dinámica y adaptativa estaba confiada en primer lugar al burgués contratante, es decir, a un sujeto dinámico que llevaba la acción jurídica más allá de la posible inmovilidad o mezquindad del burgués solo propietario, como demuestra la fórmula que lapidariamente equipara los efectos del contrato con los de la ley. El art.€1134 del Code civil afirma que «las convenciones legalmente realizadas tienen valor de ley para quienes las han hecho» (art.€1134 del Code civil11) y, de modo aún más directo y sintético, en el art.€1372 de nuestro Código civil se dice que «el contrato tiene fuerza de ley entre las partes». Confluyen aquí diversas ideas, del contractualismo político a la legitimación «natural» del encuentro de las voluntades, emblemáticamente resumido en la afirmación «quien dice contractual dice justo», repetidamente usada como proverbio aunque con alguna no pequeña distorsión respecto a lo que dice su autor12. Se construía así un orden jurídico de los privados, ciertamente a la sombra de la ley, pero que se convertía en constitutivo de la funcionalidad del sistema. No era, sin embargo, algo así como una «extra-estatalidad del derecho civil», casi como un mundo paralelo, libremente construido por la voluntad de los privados junto al fundado por la voluntad del legislador. Era más bien algo que Jean Carbonnier, reflexionando sobre el Code civil, ha llamado con precisión «la constitución civil de los franceses», o sea, no una cárcel en la que el estrecho positivismo jurídico encerraba al actor privado y al juez, sino un contexto que, partiendo de la decisión legislativa, estaba destinado, no solo a transformarse de cara al futuro, sino a encontrar una propia actitud homeostática para mantener el equilibrio entre lo dicho por el 10. L.€Madelin, Histoire du Consulat et de l’Empire IV.€Le Consulat, París,€1939, p.€181. Véase también mi Il terribile diritto. Studi sulla propietà privata, Il Mulino, Bolonia,€21990. 11. Reproducido literalmente en el artículo€1123 del Código civil italiano de€1865. 12. A.€Fouillée había escrito: «En définitive, l’idée d’un organisme contractuel est identique à celle d’une fraternité réglée par la justice, car qui dit organisme dit fraternité, et qui dit contractuel dit juste» (La science social contemporaine, Hachette, París,€21885, p.€410). Sobre este punto, el examen crítico de L.€Rolland, «‘Qui dit contractuel dit juste’ (Fouillée)... en trois petits bonds, à reculons»: McGill Law Journal/Revue de Droit de McGill,€51/4 (2006), pp.€777€ss.
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legislador y lo que se hace en la sociedad. El juez sería el garante de la inserción en el tejido jurídico de los productos de la actividad creativa de los privados, reconociendo la «meritoriedad» del interés perseguido mediante la invención de nuevas formas contractuales. No se trataba de una confianza ciega en la virtud del mercado, sino de un filtro formado conjuntamente por principios jurídicos y por valoraciones sociales13. Se podría discutir, es obvio, acerca de los criterios históricamente utilizados para justificar la invención privada de unas formas jurídicas asimiladas, en la potencia formal y en la legitimación social, a la ley misma. Esta reflexión encuentra, sin embargo, su punto incuestionable en el modo con el que se reconstruye en su conjunto el instrumento contractual, partiendo de la exacta relevancia del carácter económico de las operaciones realizadas gracias a él, como dice explícitamente el art.€1321 del Código civil14. Pero ¿significa esto que el contrato está «natural» y exclusivamente regido por la lógica del mercado, lo que supondría una reduccionista lectura del art.€1322, donde se dice «que las partes pueden determinar libremente el contenido del contrato dentro de los límites impuestos por la ley», añadiendo que «pueden también hacerse contratos que no pertenezcan a los propios de una disciplina particular, siempre que estén destinados a cumplir meritorios intereses de tutela de acuerdo con el ordenamiento jurídico»? Al analizar la referencia al ordenamiento jurídico no se puede prescindir del hecho de que las normas sobre el contrato y sobre el poder autónomo de los privados para determinar el contenido y para crear nuevas formas deben ser interpretadas como parte de un sistema gobernado por principios constitucionales. Estos, en aquello que afecta a la iniciativa económica de los privados, en la que se coloca la actividad contractual, explícitamente prevén que esta «no puede desarrollarse en contra de la utilidad social o de manera que origine daños a la seguridad, a la libertad o a la dignidad humana» (art.€41 de la Constitución [it.]). Por otra parte, en el mismo Código civil están comprendidos principios, como el de la buena fe, que atribuyen al juez un poder integrador del reglamento 13. La complejidad de estas relaciones halla uno de sus mejores análisis en P.€S.€Atiyah, The Rise and Fall of Freedom of Contract, Clarendon Press, Oxford,€1979. Véase también G.€Alpa, Le stagioni del contratto, Il Mulino, Bolonia,€2012. La discusión italiana ha estado marcada especialmente por dos escritos significativos: W.€Cesarini Sforza, Il diritto dei privati [1929], Giuffrè, Milán,€1963, y F.€Vassalli, Estrastatualità del diritto civile [1951], en Íd., Studi giuridici III/2, Giuffrè, Milán,€1960, pp.€753-765. Por último, desde ángulos bastante diversos, M.€Grondona, L’ordine giuridico dei privati, Rubettino, Soveria Mannelli,€2008; L.€Nivarra, Diritto privato e capitalismo, ESI, Nápoles,€2010. Acerca de la relación entre autonomía privada y Constitución, véase M.€Esposito, Profili costituzionali dell’autonomia privata, Cedam, Pádua,€2003, pp.€210-260. 14. «El contrato es el acuerdo entre dos o más partes para constituir, regular o extinguir una relación jurídica patrimonial».
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predispuesto por los privados; y límites específicos, como el orden público y las buenas costumbres, que autorizan al juez a denegar la entrada en el orden jurídico a reglas privadas no conformes con esos principios. Estas consideraciones hacen evidente la irreductibilidad del instrumento contractual a la pura lógica económica, y la función del juez como único capaz de legitimar «contratos nuevos», junto a la obligación de hacer que los criterios del mercado sean transitorios en los contratos. La función propia de la jurisdicción, en primer lugar, es la de asegurar la compatibilidad de la acción privada con el sistema en su conjunto, partiendo para ello de sus principios fundacionales: la libertad y la dignidad, la solidaridad y la igualdad. Por lo demás, numerosos son los casos en los que los jueces no solo no se han limitado a levantar acta de la relevancia patrimonial del acuerdo entre las partes, sino que han declarado su nulidad o lo han integrado de manera que se garantice la coherencia con el conjunto del sistema15. Debemos, pues, concluir que el instrumento principal del ejercicio del poder privado en materia patrimonial, el contrato, no puede sustraerse a las lógicas no propietarias presentes en el ordenamiento, y que el control de esta conformidad está reservado al juez. Nos hallamos ante una distribución de los poderes jurídico y social entre tres sujetos —legislador, privados y juez16—. De esta manera, con el discurrir del tiempo y al afinarse la instrumentación jurídica, puede decirse que progresivamente se ha ido poniendo a punto un corpus normativo que puede ser denominado «derecho de homeostaticidad», garantía democrática del mantenimiento de lo nuevo en una dimensión todavía sellada por el gobierno de las leyes y no del único y siempre rapaz gobierno de los hombres. ¿Hay un salto de cualidad, un cambio de paradigma, cuando desde la legitimación judicial de instrumentos contractuales se entra en otra dimensión de garantía y de desarrollo de los derechos fundamentales? Sin lugar a dudas. Y no porque esto sea el logro de un forcejeo voluntarista, sino el efecto del paso del tiempo de los códigos al de las constituciones, de la legislación puntillosa a la de los principios, es decir, de un nuevo modo de ser de los sistemas jurídicos democráticos que incorporan la «herejía» del juez de las leyes, la «extravagancia»17 de los tribunales 15. Puede verse, por ejemplo, una sentencia que afecta a un contrato de maternidad sustitutiva, cuya nulidad (antes incluso de que tales contratos fuesen prohibidos por la ley€40) provenía del hecho de que el tal contrato entraba en discrepancia con algunas normas constitucionales y del Código civil: Tribunal de Monza€27 de octubre€de 1989, en S.€Rodotà, Tecnologie e diritti, Il Mulino, Bolonia,€1995, pp.€340-349. 16. Sobre este punto me remito a mi trabajo Le fonti di integrazione del contratto, Giuffrè, Milán,€22004. 17. Como es bien sabido, así es como fue definido el Tribunal constitucional por el honorable Palmiro Togliatti en su discurso a la Asamblea constituyente en la sesión del€11 de marzo de€1947: «[...] de aquí la extravagancia del Tribunal constitucional, órgano que
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constitucionales, y que dan un nuevo sentido a un esquema que, de lo contrario, solo se centraría en el inmóvil clasicismo de la división de poderes. Los poderes entre legislación y jurisdicción ¿Autoriza esta renovación de categorías políticas y jurídicas algún tipo de inflación, incluso jurídica, de los derechos fundamentales como para llegar al punto de conseguir su reconocimiento (¿su creación?) por parte de los tribunales? ¿Hay algún límite que los derechos fundamentales no deberían sobrepasar so pena de incidir de manera destructiva en el núcleo mismo de la democracia, de la soberanía popular, contradiciendo, dada su declarada inmodificabilidad, la exigencia de mantener fluidas relaciones entre el orden social y el jurídico? ¿Cuál es el límite que una democracia puede soportar en el creciente auge de derechos fundamentales para que no mermen la presencia fuerte del sistema judicial18? Si este es el núcleo de la controversia, habrá que volver a la relación entre legislación y jurisdicción. Mauricio Fioravanti, a propósito de la función del Tribunal constitucional, escribe: La configuración y la extensión de su función no debe [...] ser considerada como el resultado de la voluntad de un poder desorbitado, que causa perjuicio a otros, sino como fruto de una tendencia objetiva que ha llevado a término progresivamente la experiencia del Estado liberal de derecho del siglo€xix sustituyéndolo por el Estado constitucional que, como nueva forma de Estado, se caracteriza por la igual dignidad constitucional de legislación y jurisdicción, ambas directamente conectadas a la Constitución, aun con sus respectivas particularidades19.
Una vez más, la evidencia empírica confirma impostaciones como la citada. El Tribunal de Justicia de la Comunidad europea ha innovado el sistema desde el momento en que se ha atribuido la competencia en materia de derechos fundamentales, incrementando de esta manera la tasa de democraticidad del sistema, precisamente porque así ha podido introducir algunas limitaciones y formas de control al poder normativo. El «déficit no se sabe bien qué es y gracias a cuya institución algunos ilustres ciudadanos estarían por encima de todas las asambleas y de todo el sistema del parlamento y de la democracia, para convertirse en sus jueces. ¿Quiénes son estas personas? ¿De dónde extraen su poder si el pueblo no ha sido convocado para elegirlos?». 18. Véanse, entre otros, los relevantes «Derechos fundamentales», en L.€ Ferrajoli (ed.), Los fundamentos de los derechos fundamentales, trad. y ed. de A. de Cabo y G.€Pisarello, Trotta, Madrid,€42009, pp.€19-57; M.€Delmas-Marty, La refondation des pouvoirs, cit., pp.€61-67. 19. M.€Fioravanti, «Per una storia della legge fondamantale in Italia: dallo Statuto alla Costituzione», en Íd. (ed.), Il valore della Costituzione. L’esperienza della democrazia repubblicana, Laterza, Bari,€2009, p.€32.
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democrático», que todavía aflige a la construcción europea, ha empezado a reducirse al iniciar un recorrido que, como consecuencia obligada de la vigencia de la Carta de los derechos fundamentales, podrá asentar al Tribunal de Justicia como un verdadero Tribunal constitucional europeo. Al Bundesverfassungsgericht, el Tribunal constitucional alemán, se debe la «creación» de un derecho general a la tutela de la personalidad, cuyo reconocimiento es el origen de ulteriores e importantes especificaciones, la primera de ellas ese «derecho a la autodeterminación informativa», convertido en referencia obligada para la tutela de los datos personales. También el Tribunal constitucional italiano ha llegado a conclusiones significativas, como cuando ha establecido que la autodeterminación constituye un derecho fundamental de la persona. Todo esto es el efecto de un imprescindible tránsito histórico e institucional de la mera garantía legislativa de los derechos a la dimensión de los derechos fundamentales. Pero, junto a la reconstrucción antes recordada, aparece otra diferente que muestra con evidencia el conflicto entre «el papel y las prerrogativas de la representación» y el «papel y las prerrogativas de la jurisdicción». Un conflicto que genera «una tensión entre los ‘derechos’ de la democracia y los ‘derechos’ de la tradición de pensamiento —el constitucionalismo— que representa el presupuesto intelectual y la condición cultural de efectividad de la democracia representativa»20. ¿Pueden los datos históricos y algunas evidencias empíricas hacer pensar que este conflicto ha sido reabsorbido por unas nuevas dinámicas, de manera que los graves riesgos para la democracia deberían considerarse, si no desaparecidos del todo, sí al menos no marcados ya con el carácter rupturista con el que han sido descritos? He esquematizado las diversas posiciones recurriendo a dos escritos que se enfrentan casi físicamente, situados como están, uno detrás de otro, en el mismo volumen. ¿Se puede decir, esquematizando de nuevo, que el primero nos ofrece la representación histórica y el otro un programa constitucional? ¿Cuál de los dos, pues, debe someterse a la prueba de resistencia que el otro le impone? La primera consideración afecta al hecho de que el devenir de la Constitución, y no solo de la italiana, permite ver los derechos por ella explícitamente reconocidos, no ya como simples expresiones de una reserva moral, sino como producto de la historia, es decir, del devenir humano, de la fecundidad de la lucha política. Pero también en ella se refleja una historia de prepotencias, de tiranías de las mayorías, de una dialéctica entre la ley y su juez que una particular visión de la democracia había ya alejado de sí. ¿Hasta qué punto, sin embargo, la conjunción del incremen 20. M.€Dogliani, «I diritti fondamentali», en M. Fioravanti (ed.), Il valore della Costituzione, cit., p.€45.
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tado peso de la jurisdicción y la «insaciabilidad» de los derechos fundamentales es compatible con las estructuras de la democracia, con el papel de la política incluso? En la perspectiva que aquí se ha delineado estas dos cuestiones no pueden realmente separarse. De nuevo recurrimos a lecturas bastante críticas: Hay que huir de nuevo [...] de los riesgos de un constitucionalismo irénico que se limita a celebrar los triunfos de los derechos fundamentales, gracias a la jurisdicción (o a las jurisdicciones), y regresar a un constitucionalismo polémico que se mida con el poder21.
Con más incisividad aún se ha denunciado la actitud de esos estudiosos «intoxicados por los tribunales y casi ciegos para todo lo que sea contrario a las delicias del juicio de constitucionalidad»22. La anotación sobre el constitucionalismo político toca un punto esencial e introduce una cuestión o, al menos, abre la puerta a una duda. ¿Cuáles son hoy los cánones, las categorías que hacen posible un efectivo análisis del poder? Entre los diversos indicios utilizados para medir la democraticidad de los Estados23, la tutela de los derechos fundamentales ha asumido una importancia creciente, se han multiplicado los informes internacionales en esta materia24, ha aumentado el peso de las organizaciones25 para la tutela de los derechos. La demanda de una política internacional que incorpore la dimensión de los derechos fundamentales, presentados como condición esencial para la legitimidad de las relaciones entre los Estados, como límite a la supremacía de los intereses económicos, casi como una seria revocación de la pura política de la potencia, se hace cada vez más apremiante. Es cierto que nuevas y viejas desconfianzas acompañan siempre a esta relevancia de los derechos, su demanda está salpicada con frecuencia de inconveniencias, a veces clamorosamente instrumentales, y reproponen la idea de su «exportación». Sin embargo, la insistencia en los derechos fundamentales, su constante invocación, es un dato que no debe echarse en saco roto. Repasando estos aspectos, vemos que no se limitan a reforzar la histórica, y además obvia, asociación entre democracia y derechos, que data al menos del inicio de las declaraciones de derechos, sino que constatan un 21. M.€Luciani, «Costituzionalismo irenico e costituzionalismo político»: Giurisprudenza costituzionale,€2 (2006), p.€1668. 22. J.€Waldron, Law and Disagreement, OUP, Oxford/Nueva York,€1999, p.€9. 23. Véanse por ejemplo el Democracy Index del Economist Intelligence Unit, el índice de la Freedom House, el Polity Proyect. 24. Todas, o casi todas, las grandes organizaciones internacionales, de la ONU a la Comisión Interamericana, publican anualmente informes sobre esta materia. 25. Como la American Civil Rights Union o la Human Rights Watch, especialmente atentos a la dimensión internacional.
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cambio cualitativo, también obvio, que se hace particularmente evidente en una dimensión global en la que no aparece ninguno de los índices adoptados como medidores de democraticidad, excepción hecha de los derechos fundamentales. Allí, en esa dimensión, no hay triunfo alguno que celebrar. Sucede, de manera más modesta y realista, que los derechos fundamentales se presentan como el único instrumento jurídico que se puede oponer a los poderes que realmente no encarnan ninguna lógica democrática. ¿Sería demasiado decir que en ellos se ha refugiado la única€democracia posible en tiempos de globalización? Lo que hay que explorar, por tanto, es el modo de ser que estos derechos asumen, asociado casi «naturalmente» a la existencia de tribunales internacionales, a la capacidad de tribunales supranacionales y nacionales de proyectar su competencia más allá de los confines que tradicionalmente se les han asignado, en busca de una «competencia global» que pueda asegurar intervenciones, al menos en los casos más clamorosos y dramáticos de violaciones de derechos individuales y colectivos. Las características propias del espacio global, por otra parte, conocen hoy la presencia de otros sujetos y otras técnicas de garantía, que van de la acción de organizaciones sociales, como las asociaciones no gubernamentales, a la producción de instrumentos de más baja intensidad jurídica, como el soft law, cuando este se presenta como el resultado de un proceso de producción de reglas en el que prevalece el papel de los titulares de los derechos, y no como un modo subrepticio de dar cobertura a quienes detentan el poder y que quieren sustraerse a cualquier control o procedimiento democrático. Pero, incluso en presencia de estas diversas oportunidades, el tema de la actuación jurisdiccional de los derechos sigue siendo ineludible. Pero este itinerario, justificable a escala planetaria precisamente por la ausencia de otras condiciones de democracia, ¿puede recorrerse con la misma seguridad en los Estados nacionales o en estructuras supranacionales en los que, por el contrario, estas condiciones están presentes? Retorna el temor a un gobierno de los jueces, al uso de la vía jurisdiccional que neutraliza la política y la relega a dar asentimiento técnico a las decisiones esenciales, a una «jurisprudencialización del derecho constitucional, con una progresiva marginación de los órganos políticos a favor del activismo de los órganos de garantía»26. ¿Y si no fuese así? ¿Si la alterada relación entre jurisdicción y legislación fuese, por el contrario, el efecto conjunto de un estado de necesi 26. Extraigo estos diversos elementos de crítica de un hermoso ensayo de G.€Azzariti, «Verso un governo dei giudici? Il ruolo del giudici comunitari nella costruzione dell’Europa política»: Rivista de Diritto costituzionale (2009), pp.€3-28, después en Scritti in onore di Alessandro Pace I, ESI, Nápoles,€2012, pp.€367-396.
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dad€y de una diversa adaptación del marco democrático? El proceso en curso, y ya ampliamente consolidado, no puede ser descrito como el del avasallamiento de un poder sobre el otro, como la política que sucumbe a los jueces. Es más bien la superación de una dificultad de la política, y de las categorías jurídicas que la han acompañado, para encontrar la medida adecuada a la nueva era descrita, aunque solo sea con aproximaciones, como aquella otra que quedó fuera de la adaptación definida en tiempos de la paz de Westfalia. Piénsese por ejemplo en la categoría de soberanía, a la que Hans Kelsen había dirigido una dura crítica allá por los tiempos de la primera guerra mundial, y que reaparece ahora, como una engorrosa herencia, cuando se la utiliza, por ejemplo, para defenderse del mundo nuevo creado por la tecnología, como resulta evidente en todas las cuestiones ligadas a Internet. Cambiado el espacio político, los sistemas democráticos han mostrado una notable capacidad de adaptación redistribuyendo en su seno poderes y funciones, con inevitables incursiones al otro lado de los confines. Es cierto que el espacio de la política se ha visto reducido, más evidentemente cuando a este se le ha identificado con el espacio de la legislación. Pero aquí está precisamente el meollo. Aquella legislación, y por tanto aquella política que en ella confiaba, se han mostrado menos practicables en este tiempo mutante. No es que hayan sido expropiadas sino que han tenido que buscar otras vías. ¿Lo han logrado? Consideremos todavía por un momento la difícil peripecia europea. En el decenio transcurrido tras la proclamación en Niza de la Carta europea de derechos fundamentales y la atribución a estos del mismo valor jurídico que los tratados, se ha producido una gran actividad de los tribunales que ampliamente y de manera cada vez más incisiva han hecho referencia a la Carta. Y no se han producido expropiaciones ni abusos y menos aún suplencias. Los jueces hacían su trabajo dentro del espacio diseñado por la política, es decir, de la Carta, gozando de los márgenes de valoración y de apreciación típicos de un sistema construido ante todo en torno a principios. Para reconstituir su espacio, pues, la política no puede andar persiguiendo una legislación imposible, hecha de normas detalladas que «frenarían» la presunta voluntad de hegemonía de los jueces, pero que ni se podría proponer ni aplicar porque supondría un legislador a la búsqueda constante de cualquier novedad, operación incompatible con los tiempos parlamentarios, y que estaría destinada a perder el insostenible desafío ante el cambio constante; lo que podría implicar que una norma quedara superada en el momento mismo de su aprobación. La fuerza de la política reside en la capacidad de diseñar con nitidez el marco de los principios para que con él, otros sujetos, los jueces en primer lugar, puedan operar legítimamente. Dicho así, la respuesta puede parecer simplista, un mero juego formal para dar un rodeo a los verdaderos problemas. Las dificultades de 63
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la política, de hecho, no son solo reguladoras sino más bien representativas, hunden sus raíces en la cada vez más ardua selección de las demandas sociales y en los problemas encontrados por unos sujetos a los que se les ha encomendado esta tarea. Frente a estos obstáculos, la magistratura cuenta con su propia especificidad. Las omisiones del legislador, consideradas en cualquier caso como resultado de una opción política, pueden no ser sancionadas más que con los modos propios de la política. El juez, sin embargo, se halla frente al problema de la denegada justicia, de la inadmisibilidad del non liquet. Y, sin embargo, este tema clásico debe ser repensado en un contexto en el que las dinámicas, cargadas por diversos factores, el primero de todos la innovación científica y tecnológica, hacen llegar al juez muchas e imperiosas demandas sociales que se añaden a las que el mismo legislador ha transferido a la magistratura con un consciente y silencioso proceso de delegación que en muchos casos la convierte en «el basurero de los conflictos sociales». Sea como fuere, en la frontera entre derecho y sociedad, el primer sujeto que encontramos, cada vez más compacto, es la magistratura. Se llega así a una situación en la que es el juez quien debe proceder a la selección de las demandas asumiendo de esta manera también la función representativa. Esto no quiere decir, evidentemente, que el juez tenga que dar cabida en la dimensión jurídica a cualquier demanda; pero su filtro selectivo no es como el de la política. La consecuencia es que mientras la política, aun en presencia de demandas sociales a las que se les reconoce relevancia y fuerza, puede decidir no tomarlas en consideración, al juez le está vedada esta posibilidad dado que en el sistema, se puede, y por tanto se debe, hallar una base legal para la respuesta. Precisamente esta diversidad es la que otorga a la magistratura como institución la capacidad de encontrar lo «nuevo», aunque este hallazgo sea juzgado por la política como intempestivo, improcedente o inmaduro, tal vez por una inadecuación cultural de la misma política. Y aun cuando el juez considere imposible la respuesta, por inexistencia de un adecuado fundamento jurídico, la demanda ya ha entrado en el circuito institucional y ha sido socialmente, antes incluso que jurídicamente, legitimada. El sí del político y la vía de la legislación parlamentaria como la única democráticamente transitable, por tanto, son dos proposiciones que deben ser consideradas en el contexto de los procesos institucionales que no toleran vacíos ni silencios. De lo contrario, el bloqueo de la política puede llegar a transmutarse en el bloqueo de la democracia. Esto es lo que hay que tener en cuenta cuando se está frente a situaciones en las que la necesidad de una regla jurídica debe ajustar cuentas con la existencia de formas más o menos acentuadas de disenso político, social o religioso. La propuesta de volver al reconocimiento de la única 64
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legitimación admisible, la del legislador27, es viciosa precisamente por su distancia de la realidad institucional y por la falta de previsión de un doble riesgo político —el de la parálisis legislativa y el que puede provenir de la existencia de profundas disensiones que pueden llevar a intervenciones legislativas traumáticas, sobre todo cuando, en las grandes cuestiones, las decisiones se toman con mayorías parlamentarias muy exiguas—. La intervención del juez puede evitar situaciones de bloqueo que contribuyen a deslegitimar al legislador. Una correcta argumentación de jurisprudencia, sobre todo la que se basa en principios constitucionales, puede llegar a reducir el riesgo de fracturas sociales y de una definitiva deslegitimación de una de las posiciones en litigio mediante laboriosos esfuerzos mayoritarios. Democracia y derechos fundamentales Podría también analizarse esta situación como un conflicto entre la razón político-representativa y la razón hermenéutica. Las consideraciones que acabamos de ver muestran que la relación, o más bien el equilibrio, entre estas dos razones se reconstruye considerando las modalidades de su recíproca comunicación e interacción. En aquellos análisis que resaltan el peso creciente de la jurisdicción está siempre presente, directa o indirectamente, la consideración de una ausencia, o de un declive, el de la política. Lo ha dicho bien Mario Dogliani: «Solo el atento ejercicio de la razón político-representativa puede reequilibrar la relación entre los poderes, siempre que se trate de elaborar los derechos fundamentales. Y siempre que el Parlamento no siga siendo el peor enemigo de sí mismo»28. Sería impropio, sin embargo, atribuir el «remonte del poder de los jueces» a la que se ha llamado, y sigue llamándose, «suplencia judicial». Una expresión como esta solo podría ser correctamente utilizada en casos muy limitados y excepcionales, mientras que en su uso corriente se produciría una renuncia, una traición, al no querer ver la cambiante realidad y al cultivar la esperanza (¿ilusión?) de que llegará un día en que el titular se apropiará de lo que el suplente le ha sustraído, con mayor o menor arbitrariedad. Sería correcto, por el contrario, razonar en términos de redistribución de poderes. De esta manera, incluso la antigua fórmula de «gobierno de los jueces» podría ser empleada, pero ya no con el acento de quien señala un riesgo, sino como realista constatación del hecho de que existen procesos que precisamente la presencia del juez 27. Véase en este sentido, entre muchos, J.€Waldron, Law and Disagreement, cit., cuya incomprensión de las efectivas dinámicas constitucionales aparece, por ejemplo, en el tipo de crítica que dirige a la posición de R.€Dworkin. 28. M.€Dogliani, «I diritti fondamentali», cit., p.€58.
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permite mantenerlos «a la sombra de la ley» evitando así que caigan en el área gobernada solo por la fuerza. Las modalidades concretas de este «gobierno» deben ser constantemente valoradas críticamente, lo mismo que debe hacerse con los productos del legislador. La actuación del orden democrático exige cooperaciones adecuadas ante los desafíos lanzados contra la democracia. Si se pasa, pues, de la abstracta relación entre legislación y jurisdicción a la más concreta entre democracia y derechos fundamentales, se advierte que las implicaciones de esta última relación son especialmente fuertes. Se podría decir que la democracia necesita imperiosamente de los derechos fundamentales para su supervivencia. Bobbio había captado con su habitual perspicacia la irreversibilidad de este tránsito. «La concreción de la democracia es hoy inseparable de la de los derechos humanos»29. Habría que añadir que esta inseparabilidad ha sido reforzada por el tránsito€de una democracia meramente procedimental, indiferente a la condición del ciudadano, a un contexto en el que asumen relevancia las precondiciones del proceso democrático —educación, información, trabajo, vivienda—, es decir, los derechos fundamentales reconducidos a derechos de ciudadanía. De manera que cuando los jueces contribuyen a asegurar la efectividad de estos derechos, no estamos frente a una neutralización de la política sino frente al mantenimiento de las condiciones básicas de la democracia. Por otra parte, el sistema democrático en su conjunto está hoy marcado por la constitucionalización de la persona, lo que no es asunto para encerrarlo en el estrecho perímetro de la individualidad, dado que es más bien el elemento que funda y que hace posible «la efectiva participación de todos los trabajadores en la organización política, económica y social del país» por usar el lenguaje del art.€3 de nuestra Constitución. Palabras que presagian, que anticipan la reflexión sobre otra cara de la democracia, la de la democracia participativa; ni más ni menos. Podría decirse sobre este punto que la atención por los derechos fundamentales, y por los diversos sujetos que contribuyen a activarlos, no es algo divergente del ineludible tema del poder, pues consiente llegar al meollo mismo del modo con el que el poder se organiza y manifiesta. Punto de referencia obligado es el de la legalidad constitucional, esto es, de una organización que gira en torno a principios directivos de la acción política, social e institucional. La pregunta, pues, que resume todas las demás podría formularse de la siguiente manera: ¿a quién corresponde la última palabra30, la palabra en sí, en materia de derechos fundamentales? Así formulada, sin embargo, 29. N.€Bobbio, L’età dei diritti, cit. 30. J.-L.€ Halpérin, Profils de la mondialisation du droit, Dalloz, París,€ 2009, pp.€276€ss.
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la cuestión estaría distorsionada porque la historia, la política y el derecho nos dicen que siempre hemos estado, y seguimos estándolo, frente a complejas operaciones, a un conjunto de relaciones, que aun tendentes a mantener firmes las distinciones necesarias para los equilibrios democráticos, proceden a distribuir las funciones capaces de asegurar que el sistema en su conjunto no se haga tan rígido que nos aleje de la sociedad, pues si así lo hiciera, veríamos desvanecerse peligrosamente las connotaciones mismas de la democracia. Debemos huir de la palabra vana del legislador y contrastar la prepotente palabra del juez. Y debemos siempre interrogarnos sobre la manera con que las palabras se entrecruzan en el discurso común. Aquí viene en nuestro auxilio la historia, la de los derechos fundamentales en particular, que en su constante redefinición muestran que el sentimiento del pasado y la percepción del futuro se aúnan, incluso en las oposiciones que surgen cuando el acento sobre los derechos fundamentales nos habla de la entrada en un mundo nuevo y del abandono necesario de pasados esquemas constrictores. Es en estos trances donde la política muestra su fuerza ya que para la construcción/reconstrucción de un orden al que el derecho da la forma necesaria, su presencia se hace imprescindible. Y en este punto es donde la dimensión jurídica inviste de funciones y responsabilidades a sujetos que no son reducibles al simple legislador. En la crítica acerca de la ausencia de la política, deberíamos distinguir los casos en que ella, efectivamente, abandona el campo, con efectos que quiebran los equilibrios institucionales, de aquellos en los que nos hallamos frente a una fisiología que reclama otras voces, en primer lugar la€de los jueces, cuya legitimación no deriva de una investidura procedente de€la soberanía popular, sino del hecho de que ellos contribuyen al mantenimiento del orden democrático en su conjunto. Pero siempre es la historia la que dice que la reflexión no debe detenerse aquí porque son las mudables modalidades de los diversos equilibrios las que deben ser tomadas en consideración. La cuestión central puede retomarse refiriéndonos a lo que se ha llamado el tránsito de la «judicial review» a la «judicial legislation», del control de constitucionalidad a la creación jurisprudencial de la norma. Yendo más a fondo, más allá de la dimensión de la justicia constitucional, habría que preguntarse si el espacio de los principios, constitutivo del orden constitucional, no deja demasiado margen a la interpretación judicial, si no es demasiado lábil y por tanto inadecuado para el mantenimiento de la legalidad constitucional. Suele usarse hoy la referencia a la interpretación «constitucionalmente orientada», que debe entenderse como vínculo para el juez pero también como una especificidad de la subordinación del juez a la ley, como quiere el art.€101 de la Constitución. Durante mucho tiempo, en la era de la Constitución inactiva o congelada y de la distinción entre sus normas 67
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programáticas y las preceptivas, se persiguió una desvitalización de la Constitución amputándole al ordenamiento jurídico uno de sus componentes fundamentales y desligando así al juez de la obligación de «someterse» a la Constitución. El «deshielo constitucional», desde la vertiente política, y el «descubrimiento» de la Constitución por parte de la magistratura han permitido reconstruir el ordenamiento en su integridad vinculando a los jueces con el programa constitucional y explícitamente con sus principios y normas. Interpretación constitucionalmente orientada como vínculo, pero también como deber. Se delimita, pues, el perímetro de lo que es «decidible» por parte del juez, obviamente más restringido que el de la legislación, lo que no implica que su actividad deba ser meramente cognoscitiva. «Una esfera de lo decidible está siempre conectada al ejercicio de cualquier poder, incluso al ejercicio del poder judicial, consistente siempre en una actividad decisional además de cognoscitiva»31. Conclusión esta sumamente evidente para la justicia constitucional, no casualmente objeto de dudas radicales32, aunque convertida hoy en referencial de los sistemas democráticos: Estados constitucionales, ya no ordenados verticalmente, sino aquellos en los que la legislación y la jurisdicción están igualmente ligadas a la Constitución, «norma primaria y suprema tanto para los jueces como para el legislador»33. Si aún podemos esperar que la democracia no sea una causa perdida34, se lo debemos en buena medida a este cambio de paradigma que ha traído consigo, no la prepotencia de los derechos fundamentales, sino la construcción de una democracia cada vez más profundamente impregnada de derechos individuales y colectivos. De todos ellos cabría resaltar la historicidad, no tanto para que al amparo de ella puedan sustraerse de las pretensiones de los iusnaturalistas ni tampoco para confinarlos en el mundo del relativismo, sino para que quede patente que estos derechos son el producto de la historia y de la política, que configuran un régimen político y un ordenamiento institucional, que se presentan como piedra de toque y criterio de legitimidad de un sistema. Una vez más merece subrayarse ese tránsito «constitucional» que ha permitido la Carta de los derechos fundamentales de la Unión Europea, cuya necesidad se deducía de la exigencia de que la Unión consiguiera esa legitimidad que no 31. L.€Ferrajoli, Principia iuris. Teoría del derecho y de la democracia II.€Teoría de la democracia, trad. de P.€Andrés Ibáñez et al., Trotta, Madrid,€2011, p.€74. 32. Véanse, por ejemplo, las páginas «no actuales», así definidas por el autor, de F.€Di Donato, La rinascita dello Stato. Dal conflitto magistratura-politica alla civilizzazione istituzionale europea, Il Mulino, Bolonia,€2010, pp.€490€ss. 33. M.€Fioravanti, «Per una storia della legge fondamentale in Italia», cit., p.€32. 34. A.€Mastropaolo, La democrazia é una causa persa? Paradossi di un’invenzione imperfetta, Bollati Boringhieri, Turín,€2011.
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podía conferirle ni el mercado ni los vínculos, todos políticos, contenidos en los tratados. El hecho, pues, de que los derechos fundamentales contribuyan a definir una esfera de «lo que no es decidible» pertenece a la distribución de poderes en el sistema, incluso para delimitar las esferas de libertad de cada uno allí donde no pueden penetrar los poderes externos35. Innovaciones y globalización: ¿amenazas u oportunidades? Las constituciones se amplían, los catálogos de derechos fundamentales se hacen más extensos, el imperio de los derechos alarga sus confines. Los efectos de este proceso, siempre abierto y siempre expuesto al riesgo de quedar revocado por las dudas, más o menos radicales, son múltiples. Al menos formalmente se amplía el área de lo que no es decidible. El poder de decisión queda vetado para algunos sujetos, al menos en aquellas materias en las que el legislador sale de escena y el poder se concentra en manos de las personas interesadas. Se agilizan procedimientos de garantía incluso allí donde permanece la competencia del legislador, con la intención primordial de sustraer los derechos fundamentales de la tiranía de cualquier mayoría. Se articulan las instituciones de garantía y de efectividad, haciendo entrar en escena, además de a la magistratura, a otros sujetos, como por ejemplo, autoridades independientes, con consecuencias ambiguas en algunos casos porque la apariencia de la tutela no va acompañada de una adecuada consistencia. Se ensancha la nómina de sujetos legitimados para intervenir en la tutela de los derechos desvinculando su acción del interés puramente individual. La sombra benéfica de los derechos se hace más larga. Pero, esta multiplicidad, que los proyecta más allá de la competencia exclusiva de los legisladores y de los jueces, los entrega también a la ambigüedad de la gobernanza. Si se quiere afrontar «el misterio de la gobernanza global», habría que atender a su composición o, cuando menos, evitar la consideración de que todos los portadores de funciones y de intereses que allí comparecen, llamados hoy en la jerga global stakeholders, tienen el mismo estatuto jurídico y político. El verdadero problema, pues, no es el hecho de devolver las relaciones entre legislación y jurisdicción a los conocidos paradigmas, utilizados muchas veces con usura, pero tampoco el tener siempre bajo sospecha la dimensión de los derechos fundamentales. El contexto actual es más bien el de una realidad en la que la comunidad de los negocios está produciendo un derecho común propio, apresuradamente identificado como una nueva lex mercatoria, comisionada a los profe 35. He analizado estos problemas en La vida y las reglas, trad. de A.€Greppi, Trotta, Madrid,€2010.
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sionales de la técnica jurídica que han convertido la regla en una de las tantas mercancías que se pueden adquirir en el mercado. Este modo de producción muestra que los grandes intereses económicos ya no buscan la mediación de las instituciones políticas, sino que actúan en riguroso directo incluso en el terreno de la producción de reglas. Engañosa resulta, pues, una medida de la democracia que se concentra casi exclusivamente en el riesgo que proviene de la jurisdicción, mientras que la experiencia, a veces dramática, nos muestra que la verdadera redistribución de los poderes proviene de unos sujetos que carecen de la más mínima legitimación democrática (piénsese, por ejemplo, en el papel asumido por las agencias de rating, de auténticos reguladores)36. El intento de relativizar, cuando no de dejar como marginal, el papel de legisladores y jueces, avanza hoy a marchas forzadas. Ante esta pretensión hay que reaccionar siendo conscientes, en primer lugar, de la necesidad de una adecuada reacción por parte de la política, que debe moverse desde la constatación realista de que su vaciamiento o su expropiación no nacen de la invasión del derecho o de los derechos fundamentales, sino de una distribución del poder hecha por unos sujetos sustancialmente al margen de cualquier vínculo jurídico. La nueva extraestatalidad de las reglas privadas se construye marginando cualquier cuadro institucional de referencia, a diferencia de cuando existía un nexo necesario con un mínimo conjunto de principios. El camino a seguir, pues, es el de una renovada alianza entre legislación y jurisdicción que defina el tránsito de la libertad de los modernos a la de los contemporáneos. La pretensión del legislador de regular todo y a todos con normas analíticas, pensando que así se garantizarán a un tiempo su primacía y la certeza del derecho, debe diluirse en la capacidad de delimitar principios, de definir el marco constitucional del conjunto en cuyo seno puedan luego los jueces materializar la concreción de las reglas. ¿Una alianza imposible cuando la dimensión global cancela precisamente la presencia del legislador? La experiencia nos dice que no es así, que la garantía jurídica se puede encontrar en la capacidad de intervención de los tribunales, cuya acción es tanto más concreta y legitimada cuanto más consigue hacer hincapié en los diversos elementos o fragmentos que contribuyen a construir los trazos de un constitucionalismo global. La insignificancia de los derechos fundamentales, por su ineficacia o porque están eternamente prisioneros de un primordial vicio de origen, viene desmentida por la historia, por la miríadas de luchas por los€derechos, especialmente vigorosas en aquellas áreas del mundo que los estu 36. Véanse, por ejemplo, los articulados análisis y las diversas referencias de H.€Muir Watt, «Private International Law Beyond the Schism»: Transnational Legal Theory,€3 (2011), pp.€347-427.
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dios poscoloniales habían descrito como víctimas de una prepotencia occidental, atribuida incluso a la ideología de los derechos fundamentales. La crisis de aquel modelo histórico es evidente, aunque se pretenda reimplantarlo por la fuerza, como si se pudiese volver a los tiempos en que los ejércitos de Napoleón introducían en los territorios conquistados el Código civil con las armas. Deslumbrados por los intentos de exportar con la fuerza libertad y democracia, con los desastres subsiguientes que conocemos, corremos el riesgo de no captar el molecular trabajo de construcción de un nuevo tejido de derechos allí donde en el pasado había vasallaje o negación, con una alianza entre parlamentos y tribunales, con la proyección hacia cartas regionales de derechos en cuyo fundamento aparece evidente el signo de la política. Si todo esto nos va a llevar a «una comunidad de valores»37 o no, es cuestión discutible, empezando por el sentido mismo de un término cargado de implicaciones «tiránicas» como es la palabra «valores». Pero lo cierto es que la incesante redacción de nuevas constituciones y de cartas de derechos revela lo opuesto al pasado: la voluntad de liberarse de las antiguas dependencias culturales y de los nuevos abusos de los regímenes totalitarios. Los derechos fundamentales encarnan, pues, una soberanía popular exigente, no una deriva que los quiere insaciables y destructivos precisamente de los poderes democráticos. En torno a los derechos se hace, pues, posible la construcción de una «identidad constitucional» que no implica clausura, que no aísla a las personas, sino que produce lazos sociales; no presenta los derechos como factor de división38, como fuente de simple negociación o de conflicto, como sucede cuando se los presenta como simples títulos de cambio en el mercado. Muchas son las oportunidades ofrecidas a la vía de los derechos y conveniente sería revisar algunas de sus poliédricas facetas. Revisemos dos escritos no jurídicos pero que han influido en la reflexión política y jurídica mucho más que otros trabajos especializados, hasta el punto de convertirse en un inquietante lugar común. En€1932, Aldous Huxley escribió Un mundo feliz (este es el título que se le dio a la traducción española39), tal vez la mayor utopía negativa del siglo pasado por su capacidad para adentrarse en las profundidades de la manipulación con los humanos (cinco años antes, su hermano Julian, al escribir Religión sin Revelación, ponía el acento sobre el problema del trans-humanismo, de la modificación de la forma humana a través de la tecnología40). Brave 37. M.€Delmas-Marty, Vers une communauté de valeurs?, Seuil, París,€2011. 38. R.€M.€Dworkin, Los derechos en serio, Ariel, Barcelona,€1965. 39. A.€ Huxley, Un mundo feliz, trad. de R.€ Hernández, Plaza-Janés, Barcelona,€1969. 40. Cf. infra, p. 315.
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new world eran las palabras del título original, las que Miranda pronuncia en la escena final de la Tempestad, admirada por las «maravillosas criaturas» que pueblan el mundo al que se asomaba: palabras que Huxley introduce en la pesadilla de una organización social en la que la biología se ha convertido en el vehículo de discriminación y de sometimiento. Hoy nos movemos en un mundo que nos aparece ininterrumpidamente nuevo, poblado no ya de criaturas maravillosas, sino de€maravillosos objetos e invenciones, el mundo de la ciencia y la tecnología, sobre el que posamos la mirada pasando de la maravilla a la atónita preocupación. Esa utopía negativa ha sido considerada como una hipoteca sobre el futuro, pero no ya confinada en la premonitoria fantasía de un escritor, sino en algo que está entrando en nuestra vida cotidiana. Huxley buscaba en el amor entre las personas la posible salida, como hará más tarde el autor de la otra inquietante distopía del siglo€xx, George Orwell con su€198441. En el nuevo mundo de la ciencia y de la tecnología, en el que un cambio radical está alterando la milenaria antropología del género humano, la atención debe dirigirse siempre hacia la persona, pero no solo a sus sentimientos, refugio último y casi imposible de un mundo sin corazón, poseído por la razón tecnológica. Al destino totalitario apuntado por Huxley y Orwell, los sistemas democráticos deben oponer una lógica diferente, la de los derechos, que puede permitir a todos y a cada uno conservar su libertad, su autonomía y su dignidad, transformando en oportunidad lo que de otra manera solo sería una agresión de la invencible técnica. Esto es hoy un dato real, no una mera y atrevida hipótesis. Mientras los grandes asertos políticos e ideológicos que marcaron todo el siglo pasado se tambalean o desaparecen, mientras los Estados nacionales muestran sus debilidades, debemos repetir que el relato de los derechos recorre el mundo con una amplitud e intensidad sin precedentes, por el número de personas protagonistas, por la velocidad con que se propaga, por el desafío constante que lanza a los variados poderes, por los conflictos que suscita. Si la innovación científica y tecnológica nos obliga a recorrer territorios hasta ayer inexplorados o de los que ni siquiera conocíamos su existencia, las novedades no se acaban en la tecnociencia considerada en sí misma, sino que implican la dimensión misma del mundo, las transformaciones de las sociedades y de las personas, las relaciones entre las culturas. La idea misma de los derechos fundamentales debe ser avalada por todas estas situaciones, constantemente sometida a prueba porque el derecho se queda sin fronteras, porque la ciudadanía se incardina en derechos que pertenecen a cada uno en cuanto persona, alejándose así de la soberanía
41. G.€Orwell,€1984, trad. de O. de Miguel, Círculo de Lectores, Barcelona,€1998.
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nacional a la que estaba ligada de un modo que a alguien le parece todavía necesario. Las instituciones se relacionan con las personas a través de los derechos dando origen a nuevos conflicto y abusos que, a su vez, darán lugar a una percepción más aguda y profunda de lo que quiere decir ser titular de un derecho y de lo que significa que se lo nieguen. Respondiendo a una pregunta que le hacía una entrevistadora acerca de si tenía intención de volverse a casar, Martha Nussbaum mostraba con lucidez una perspectiva que no podemos olvidar: «Si pensara en casarme estaría preocupada por el hecho de que estaría disfrutando de un privilegio que le está negado a las parejas del mismo sexo»42. Hasta las más íntimas decisiones están conectadas con los demás, no podemos separarnos de los otros, cerrarnos en una dimensión exclusivamente aurorreferencial y precipitarnos en el egoísmo. Los otros, los demás, no pueden ser solo «el infierno» del que nos hablaba Jean-Paul Sartre43. Son como un espejo donde nuestra imagen se mezcla con la de los demás —«mi semejante, hermano mío»44. La transformación es radical. No cambia solo la dimensión externa, el catálogo de los derechos reconocidos, sino la manera misma con la que son percibidos, sentidos, practicados. Este es el mundo nuevo de los derechos en el que su simple narración no basta para comprenderlo ni para reconstruirlo. Un tiempo cambiado, no un simple ejercicio de contabilidad ni el registro de algo que se añade a lo que había. La expresión «nuevos derechos» es a un tiempo seductora y ambigua. Nos seduce con la promesa de una dimensión de los derechos capaz de renovarse siempre, de encontrar en todo momento una realidad en continuo movimiento. El corazón de la historia civil, si así se quiere. Pero al mismo tiempo, deja entrever una contraposición entre viejos y nuevos€derechos, como si el tiempo tuviera que agostar aquellos más lejanos para dejar luego el campo libre a un producto más actualizado y deslumbrante, peligrosa y deliberadamente travestido sobre el que ya hemos llamado la atención45. El mundo de los derechos vive de acumulación, no de sustitución, pese a que la historia y la actualidad estén llenas de ejemplos que muestran cómo programas deliberados de violación de la libertad pasan a través de la contraposición entre diversas categorías de derechos. Se enfatizan algunos para cancelar otros. Las dictaduras conceden a menudo ventajas materiales a costa de suprimir derechos civiles y políticos, chalanean entre algún «nuevo» derecho social a cambio de los «viejos» derechos de libertad: estos últimos serían un lujo insostenible cuando hay necesida 42. M.€Nussbaum, «Gross National Politics», entrevista en€The New York Times,€10 de diciembre€de 2009. 43. Son las palabras con las que acaba Huis clos [A puerta cerrada,€1944] de J.-P.€Sartre. 44. Así concluye «Al lector», en Las flores del mal [1857], de Charles Baudelaire. 45. Cf., supra, p. 41.
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des elementales que satisfacer. Por otra parte, los derechos sociales —la «tercera generación» de derechos, nacida en la temperie solidaria, redistributiva e igualitaria del siglo€xx, en los años del «compromiso» socialdemócrata y keynesiano— han sido objeto de una crítica feroz (y siempre rediviva, como ya se ha recordado) que ha querido negarles la cualidad misma de derechos por la dependencia que muestran respecto de las decisiones políticas y de la disponibilidad de los recursos financieros. En este rechazo, en este reiterado reduccionismo es donde se capta el desafío que los derechos lanzan constantemente contra la política y contra la pura lógica económica. En un «Estado constitucional de derecho», el perímetro legítimo de la acción política está diseñado por los principios fundamentales, por el conjunto de los derechos individuales y colectivos que delimitan incluso los criterios con los que debe ser efectuado el reparto de los recursos. Este principio de legitimación tiene una doble valencia. Por un lado se presenta como límite a la discrecionalidad política que no puede ejercerse en contra de los derechos fundamentales reconocidos. Por otro, funda la acción política de los ciudadanos tendente a conseguir que estos derechos puedan obtener respeto y formas de actuación diferenciadas: la inmediata efectividad garantizada por la intervención del juez; la declaración de inconstitucionalidad de una norma; las iniciativas, informales pero socialmente fuertes, de grupos organizados que trabajan para que los derechos vivan en la vida cotidiana haciendo posible de esta manera una nueva y concreta efectividad, diferente a aquella otra asegurada por la vía judicial, por la «justiciabilidad» formal, cuya ausencia sería señal de que es imposible definir una situación como verdadero derecho. En la reconstrucción del sentido y del alcance de cualquier ordenamiento jurídico entran con plena validez todos los derechos, justamente para definir su carácter al margen de las específicas valencias de cada uno. Los derechos, todos los derechos, contribuyen a definir una axiología, delimitan valores no «tiranos», principios definidos mediante procesos históricos que encuentran su validez en la «constitucionalización». Procesos, estos, que volvemos a encontrar hoy incluso en las dimensiones supranacional y global, con modalidades seguramente inéditas, con frecuencia incomprendidas o infravaloradas de quien sigue siendo prisionero de desconfianzas ideológicas o de retrasos culturales. El mundo nuevo de los derechos no puede ser comprendido con las viejas categorías. La proyección de la persona más allá de cualquier confín, acompañada por un núcleo inclasificable de derechos, configura una situación constitucional que escapa a quien sigue usando únicamente las categorías de la soberanía nacional o de la tradicional intervención judicial. Los derechos, sean nuevos o viejos, hay que verlos siempre desde una perspectiva histórica que condiciona su reconocimiento y su actuación. 74
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Norberto Bobbio nos lo ha recordado infinitas veces, con palabras fuertes, porque a los derechos les sienta bien el lenguaje de la pasión civil: La cuestión de una mayor protección de los derechos del hombre va ligada al desarrollo global de la civilización humana. Es un problema que no puede aislarse so pena, no digo de no resolverlo, sino de no comprender siquiera su verdadero alcance. Quien lo aísla, ya lo ha perdido. No puede plantearse el problema de los derechos del hombre abstrayéndolo de los dos grandes problemas de nuestro tiempo que son la guerra y la miseria, del absurdo contraste entre el exceso de potencia, que ha creado las condiciones para una guerra exterminadora, y el exceso de impotencia, que condena a grandes masas humanas al hambre46.
Esta es la condición con la que, también hoy, encaramos los derechos. La guerra siempre ha sido considerada como una situación que legitima suspensiones de muchos derechos. Pero ¿qué sucede cuando la guerra se hace «infinita»? ¿Serían también infinitas las limitaciones de los derechos? La miseria ha sido siempre percibida como el mayor impedimento para el efectivo disfrute de los derechos. ¿Qué sucede, sin embargo, cuando la miseria ya no se entiende como un obstáculo que hay que eliminar, y sí como la justificación de la negación de un derecho —del niño a no trabajar, del trabajador a no ser explotado— con el argumento de que, de lo contrario, se dañaría la competitividad de los países en vías de desarrollo? No es casual que se haya hablado polémicamente de un «imperialismo de los derechos humanos» al que recurrirían los países avanzados justamente para limitar la fuerza económica de la competencia. Hablamos de nuevos derechos, sí, pero también de una contradicción inédita. Guerra y pobreza, por un lado, nos hablan de que la negación de los derechos se confirma y se consolida. Por otro, las pacíficas revoluciones de estos años —de las mujeres, de los ecologistas, de la ciencia y de la técnica— nos ponen frente a una muy fuerte expansión de la categoría de los derechos, de una prolongación de su catálogo. ¿Cómo se ajustan estos desarreglos? ¿Qué edad de los derechos tenemos por delante? No siempre son bienvenidos los nuevos derechos. A algunos de ellos se les ve como una inadmisible violación de la naturaleza. A otros como una intolerable rémora para el libre funcionamiento del mercado. El campo de batalla, que la aguda perspicacia de Alexis de Tocqueville había situado en el derecho de propiedad, antes incluso de que lo dijera Marx, hoy lo abarca todo, hasta la vida misma, en un mundo que exige, cada vez con más fuerza, ser considerado como una unidad. Ante nosotros se presentan alternativas radicales. ¿Globalización mediante el mercado o mediante los derechos? ¿Cuáles son los derechos destinados a unificar el
46. N.€Bobbio, L’età dei diritti, cit., p. 43.
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mundo, que deben ser considerados como patrimonio inalienable de la persona, sea cual fuere su sexo, su nacionalidad, su religión, su origen étnico? El milenio se abrió con un hecho que puede ser considerado simbólico —la recordada proclamación en Niza, el€7 de diciembre del€2000, de la Carta de los derechos fundamentales de la Unión Europea, el primer documento en el que derechos viejos y nuevos conviven sin jerarquía—. En la Carta, no solo se refleja la fuerte tensión que en estos años ha dado a los derechos fundamentales una relevancia sin precedentes. Se manifiesta, sobre todo, la convicción de la imposibilidad de una construcción institucional que prescinda de la dimensión de los derechos. La invocación de derechos fundamentales no nace de una voluntad de permanecer fieles a una tradición cultural o a una idea abstracta de constitución. En un mundo en el que la potencia de la economía y de la técnica ha cancelado los confines, cada vez son más débiles las tutelas ofrecidas por los gobiernos nacionales, lo que lleva a buscar un lugar supranacional donde las garantías puedan ser reconstruidas. En este clima, la tenaz insistencia de los derechos fundamentales se presenta como el intento de dotar de un punto de referencia fuerte que haga emerger la imagen de una persona que debe ser respetada sin tener en cuenta su lugar de nacimiento o el lugar en el que se halla. Nace así una idea diferente de ciudadanía, ya no ligada a un territorio, sino expresión de una serie de atribuciones de las que nadie puede ser despojado. Y la creación de nuevos derechos, instalados allí donde es más intensa la influencia de la economía y de la ciencia y de la técnica, se presenta como una vía donde aprovechar las oportunidades ofrecidas por este nuevo mundo, sin tener que sufrir las tiranías y los riesgos, tratando de dejar bajo el control del derecho y de los ciudadanos unos procesos que de otra manera podrían arrastrar, de una sola tacada, a las personas y a la democracia. Modelos y representaciones de los derechos Nadie podría afirmar que en los derechos está realmente la única salvación. Pero, dado que la hipótesis de un único gobierno mundial no parece posible, sobre todo porque se presenta como la proyección ingenua a escala mundial de una idea de soberanía construida sobre la dimensión nacional, la construcción molecular desde abajo, de una red de derechos, sería la opción que trataría de tejer un soporte jurídico que pudiera ofrecer a todos la posibilidad de ser reconocidos como ciudadanos y de no ser confinados a la condición de súbditos, clientes o víctimas. Proclamar un derecho, ya lo sabemos, no significa asegurar ni su aplicación, ni su efectividad, ni su respeto. Hacen falta instituciones que garanticen estas funciones. Y algún paso se está dando en esa dirección con 76
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la aparición de uniones regionales, como la europea, y sobre todo con la construcción de una red de convenciones, protocolos y acuerdos que van transfiriendo a la dimensión supranacional poderes y responsabilidades ligados a la tutela de los derechos, que deberían desembocar en la creación de tribunales internacionales ante los que hacerlos valer. Es un camino duro, se avanza con lentitud. Pero no debemos ceder a la tentación, travestida de realismo, de afirmar que un derecho es como inexistente hasta que no es plenamente realizable. ¿Cuántas veces, justamente porque un derecho seguía en el papel, ha sido posible denunciar su incumplimiento, escandalizarse por su violación, provocar la mala conciencia de quien lo negaba, creando así la condición política para demandar con fuerza su efectiva tutela? Solo porque tenemos plena conciencia de que el niño tiene el fundamental derecho a no trabajar ha sido posible levantar una campaña de denuncias y de boicoteos contra las empresas multinacionales que recurren a esta violencia obteniendo, al menos, su conversión «ética». Solo porque reconocemos que el trabajador tiene derecho fundamental a no ser explotado, se han traducido cláusulas sociales en acuerdos y contratos que garanticen a los trabajadores en los países en vías de desarrollo un decent work, aceptables condiciones de trabajo. Hay acciones colectivas, formales o no, que han sido posibles gracias a que un derecho estaba allí, escrito en un papel y, por eso mismo, legible y reconocible por una opinión pública enterada, por una organización combativa, por una persona de buena voluntad. Hay que tener el coraje de los derechos, sean estos nuevos o viejos. No dejarse intimidar por quien denuncia su incremento y hasta su prepotencia, por quien los considera como un desafío a los valores constituidos. Vivimos tiempos de grandes dificultades pero estas no deben justificar las inercias. Debemos ser conscientes de que hoy se halla en marcha una compleja operación de fundación, redefinición, extensión, multiplicación de los derechos, que no cede a las voces del oportunismo, que no es esclava de una dictadura de los deseos, sino que responde a la necesidad de dar vida a la dimensión de los derechos en tiempos profundamente cambiantes. Siempre hay rechazos que acompañan a las innovaciones. Para vacunarse contra muchas críticas de hoy, se pueden leer duras invectivas contra aquel «catálogo» que fue la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano de€1789; o recordar las mofas que alguien reservó para unos artículos, que luego se revelaron como fundamentales de nuestra «présbite» Constitución, como aquellos que tratan sobre el paisaje o sobre la salud; o revisar escritos más recientes que de manera perentoria afirmaban que nunca, jamás, la Carta de los derechos fundamentales iba a servir para fundamentar una decisión judicial. Al hablar de derechos hay que mirar siempre a lo lejos, frecuentar el futuro, no quedar prisioneros del 77
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pasado. Y tener en ellos una fe apasionada, tal vez ingenua, que sostenga el esfuerzo constante de una construcción de derechos siempre incompleta, siempre acechada por los enemigos de la libertad. Vista más de cerca, y más analíticamente, la dimensión de los derechos muestra el tránsito de la libertad abstracta a la libertad concreta, del individuo a la persona. Leamos de nuevo a Bobbio: «Con respecto al abstracto sujeto hombre, que había encontrado una primera especificación en el ‘ciudadano’, cobra valor ahora la exigencia de responder con una ulterior especificación a la pregunta: ¿qué hombre, qué ciudadano?»47. Los derechos nos sumergen en la realidad y nos liberan de un modo de proceder que, a los ojos de Tocqueville, acercaba la Revolución francesa a las revoluciones religiosas: «esta ha considerado al ciudadano de una manera abstracta, al margen de cualquier organización específica; las religiones consideran al hombre en general, sin referencia a un tiempo o a un lugar». Esta abstracción de las situaciones concretas, sin embargo, era la condición para liberar al hombre de las garras feudales, de la tiranía de los estatus personales inmutables, para afirmar la igualdad. La crítica posterior a los límites de esta igualdad formal y a la distorsión que el tiempo determinaba al ocultar las profundas desigualdades materiales, ha hecho emerger a la persona en su total concreción, ya no instalada en un ambiente aséptico y carente de contradicciones, sino viviendo en una realidad caracterizada por «obstáculos de orden económico y social que, al limitar de hecho la libertad y la igualdad de los ciudadanos, impiden el pleno desarrollo de la persona humana y la efectiva participación de los trabajadores en la organización política, económica y social del País». Así está escrito, está bien repetirlo una vez más, en esa obra maestra institucional que es el art.€3 de nuestra Constitución, que asigna a la República la tarea de eliminar los obstáculos y obliga a considerar los derechos no como atributos de un individuo abstracto, sino inmersos en el flujo de las relaciones y de las contradicciones sociales. Este resultado fue posible gracias a las grandes fracturas sociales y políticas que abrieron el siglo pasado y que luego se agudizaron en sus últimas décadas. La primera ruptura se produce en el mundo del trabajo, afirmado ahora como derecho y no como mercancía o moneda de cambio. A la vera de los derechos civiles y políticos, nacen nuevos derechos, los sociales. No es una novedad circunscrita al mundo del trabajo sino que incide en el sistema íntegro de los derechos, donde nace una «idea social» que injerta lógicas de solidaridad en el tronco individualista y que conecta derechos individuales con un aglutinante social reconocido por todas las constituciones europeas a la estela de aquella primera, la Constitución de Weimar de€1919.
47. Ibid., p. 62.
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Tal vez convendría partir de estos modelos de organización social de los derechos para entender las razones de unas disonancias que, con el tiempo, se han hecho más sonoras y evidentes. Se ha ido delineando un modelo europeo, posibilitado por la presencia de un nuevo sujeto histórico, la clase trabajadora, que ha completado la revolución de los derechos iniciada en los siglos€xviii y€xix por la burguesía, abriendo así el camino a una visión de los derechos que, especialmente en las relaciones económicas, incorporaba una función social. La diferente vicisitud histórica de los Estados Unidos, donde el peso de la clase trabajadora no ha sido ciertamente comparable con el europeo, ha hecho que la idea individualista de los derechos fuese considerada como la única o al menos como la más importante. Con dos consecuencias. Considerados como instrumentos para utilizar en el propio y exclusivo interés, sin valorar explícitamente el de los demás o el colectivo, los derechos han empleado modos agresivos que han determinado su «insularidad». Cada cual se separa de los demás, se retira a su propia isla y empuña los derechos como una maza; lo cual ha llevado a más de uno en los Estados Unidos, con algún que otro remedo en Europa, a afirmar que es en la comunidad y no en los derechos donde reside la única salvación para las personas. Por otra parte, la creciente presión de los mercados ha privilegiado la consideración de los derechos como meros títulos de cambio debilitando su perfil de inviolabilidad. Mantener, pues, con firmeza el modelo europeo significa proponer una idea más rica de derechos, tanto en la dimensión individual como en la social, aun teniendo presentes las obvias necesidades de adecuación al cambio de los tiempos. La segunda ruptura, tan radical como la anterior, viene determinada por las pacíficas revoluciones del siglo pasado: de las mujeres, de los ecologistas, de la ciencia y la técnica. La libertad concreta se reencarna en la diferencia sexual, en la atención al cuerpo, en el respeto por la biosfera, en el uso no agresivo de las innovaciones científicas y tecnológicas. De todo esto nace, no una simple reivindicación de nuevos derechos, sino el problema de la trascripción al orden jurídico de una realidad que apremia con tal fuerza que es imposible ignorarla y que no autoriza operaciones de neutralización: negando su ingreso en la dimensión jurídica con el recurso a la técnica del prohibir o tratando de «domesticarla» mediante el uso de categorías tradicionales. La vida olvidada, se decía en el siglo€xviii, se venga. Muchas de las dificultades actuales descienden de un déficit de adecuada atención política e institucional que se manifiesta en el reiterado intento de esquivar las cuestiones difíciles en las que se reflejan divisiones culturales, sociales, religiosas. Se llega así a un punto crucial de la reflexión sobre el derecho y sobre los derechos: qué debe entrar en la dimensión jurídica y qué, y cómo, debe quedar fuera de ella. Pues dado que ese «dejar fuera» ha sido siempre el resultado de una opción política 79
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y cultural, los criterios de la decisión deben ser explícitos. Estos no pueden prescindir del conjunto de las innovaciones a las que constantemente asistimos, que nos consignan un mundo marcado estructuralmente por fuertes dinámicas en el que no basta con redefinir los confines entre derecho y no derecho, ya que hay que partir precisamente del reconocimiento y de la reconstrucción del objeto de estas operaciones de regulación de los confines. Y desarrollando este análisis se llega a la otra discriminación con la que el derecho y los derechos se están midiendo, cada vez con más intensidad, en esta fase: qué es lo que puede entrar en el mercado y qué «debe» quedar fuera de él. El dinámico caleidoscopio de la realidad muestra categorías de derechos que están en contacto con las situaciones concretas que paulatinamente van apareciendo: derechos reproductivos; derechos genéticos; derechos de las personas lesbianas, gays, bisexuales, transexuales (Lgbt); comunication rights; derecho a la protección de datos personales, que va más allá de la dimensión tradicional de la privacidad y que implica el conjunto de relaciones entre la esfera pública y la privada; derecho a la existencia. Casi una síntesis de los problemas y de las dificultades del vivir. Esta articulación de derechos se corresponde con la ampliación de la lista de causas de discriminación, ya recordada a propósito del art.€21 de la Carta de los derechos fundamentales de la Unión Europea, y que contribuye a dar testimonio de la actitud del derecho de seguir a la persona siempre más de cerca, a considerarla en su integridad, a hacer que emerja con más nitidez su unicidad. El patrimonio de los derechos y la ilegitimidad de las discriminaciones hacen que sea inadmisible la pretensión de conformarse con modelos de normalidad. Es este conjunto de criterios, que remite a los principios que dan título a los capítulos de la Carta, el que define el proceso mediante el que se llega a calificar una situación como derecho, sin necesidad de la mediación mecánica de los datos de la realidad. En la escena del mundo comparece así una nueva representación de los derechos en la que la vida verdadera saca a la luz sus razones y el cuerpo irrumpe con toda su fisicidad, empequeñeciendo una dimensión de derechos referida exclusivamente a un sujeto abstracto, a un individuo descarnado. Pero estas dos diversas visiones pueden integrarse si se mira a la persona en su realidad e integralidad, como hace la Carta de los derechos fundamentales de la Unión Europea. En su Preámbulo se afirma que la Unión «sitúa a la persona en el centro de su acción». Aquí lo viejo y lo nuevo se imbrican porque el catálogo de los derechos mira a una persona situada en su tiempo y en su condición concreta, inmersa en la realidad sin olvidar su historia. Si la Carta se abre con la afirmación de que «la dignidad humana es inviolable» y que «debe ser respetada y tutelada», es porque la nueva Europa debe mantener viva la memo80
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ria de las diversas barbaries del siglo pasado contra las que se reacciona en primer lugar reafirmando la inviolabilidad de los derechos de la persona. «Para vivir —nos recordaba Primo Levi— se necesita una identidad, esto es, una dignidad»48. La «muerte de Dios» en Auschwitz estuvo determinada por la radical negación de lo humano y de su dignidad. Desde aquí, desde la raíz misma de la humanidad, parte el camino de los derechos. Volviendo a la Carta de los derechos fundamentales, que bien puede verse como un documento en el que el espíritu del tiempo se expresa de modo semejante a ese otro tan vivo que vemos en algunas constituciones latinoamericanas, la realidad cambiada comparece en sus primeros artículos, en el marco de los derechos fundamentales, con la atracción de los temas impuestos por la reflexión bioética y de las tecnologías electrónicas. Se tutela el cuerpo «físico» afirmando que todos tienen derecho al respeto a la integridad física y psíquica prohibiendo en consecuencia la eugenesia masiva, la clonación reproductiva, los usos mercantiles del cuerpo. Se tutela el cuerpo «electrónico» considerando la protección de los datos personales como un autónomo derecho fundamental, diferente a la tradicional idea de privacidad. Normas, estas, que parecen querer ahuyentar las fantasmas evocados por las dos grandes utopías negativas del siglo€xx hace poco recordadas: el íncubo de la producción programada de los seres humanos, que se encuentra el Mundo feliz de Aldous Huxley, y la sociedad vigilada y manipulada de la que habló George Orwell en€1984. Siguiendo la trama de la Carta vemos que las novedades institucionales están siempre conectadas con datos de la realidad. El derecho a constituir una familia con diferentes formatos supone que a todas se les reconoce la misma dignidad que al matrimonio heterosexual. Junto a las prohibiciones tradicionales de discriminación por razones de sexo, raza, religión u opinión, aparecen las referidas a las deficiencias o a las tendencias sexuales. La abstracción en la referencia al individuo como titular de derechos se disuelve en la concreción de la afirmación de derechos del niño, de los ancianos, de los discapacitados. La Carta de los derechos fundamentales de la Unión Europea lleva, pues, a cumplimiento un proceso y da un fundamento más sólido a la constitucionalización de la persona. A medida que pasa el tiempo, este proceso ha hecho emerger una persona «inviolable», respetable en todo momento y en todo lugar. Los derechos penetran también en instituciones «totales» —el manicomio, la cárcel— y no solo sirven para restituir un mínimo de dignidad a quienes están forzados a vivir en esos lugares, sino que están consiguiendo incluso que se discuta su existencia. Los derechos de los locos desmontan la lógica de la separación que justificaba los manicomios, y la tenacidad y valía de 48. P.€Levi, Los hundidos y los salvados, trad. de P.€Gómez Bedate, El Aleph, Barcelona,€1989.
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un visionario, el psiquiatra Franco Basaglia, han obtenido que una ley decrete su abolición. Los derechos, distribuidos antes en «generaciones» que remitían a su origen histórico, se reunifican ahora en torno a la persona y se presentan como indivisibles: no se pueden reconocer los derechos políticos o los civiles y negar los sociales o esos otros «nuevos»; lo mismo vale a la inversa. Siguiendo los títulos de las diversas partes de la Carta de derechos fundamentales de la Unión Europea, se puede rastrear el hilo que los liga a todos: dignidad, libertad, igualdad, solidaridad, ciudadanía, justicia. Son los principios los que definen la posición de cada uno y también las modalidades del proceso democrático. Ni siquiera este puede ser indiferente a la concreta situación de las personas. El reconocimiento del derecho de voto libre e igual para todos no puede hacer abstracción de las condiciones materiales con que se ejerce. Instrucción, trabajo y vivienda se convierten en precondiciones de la participación efectiva de los ciudadanos, es decir, de la misma cualidad de la democracia. Pero, junto a los derechos de los singulares aparecen con fuerza creciente los grandes derechos colectivos y, con ellos, nuevos sujetos a los que hacer referencia. Aquí el catálogo se enriquece con inéditos trazos de novedad. Encontramos los derechos de los pueblos a la autodeterminación, a su lengua, a la libre gestión de sus recursos; el derecho a la tutela del medioambiente que reclama la necesidad de un desarrollo sostenible; el derecho al alimento que se convierte en derecho a la vida para enteras poblaciones prisioneras del drama del hambre; el derecho al conocimiento que pone radicalmente en tela de juicio la lógica propietaria, el copyright y los derechos de autor, tanto si se trata de asegurar medicinas a los africanos enfermos de sida como de descargar música libremente de Internet. Aparece el derecho de injerencia humanitaria, que suscita el temor de que se trate de un nuevo disfraz del derecho del más fuerte. Y sobre todos planea, difícil pero ineludible, el derecho a la paz. Todos estos son derechos que se «oponen» con fuerza al orden y a las lógicas dominantes, que se proyectan hacia el futuro y en los que late una deliberada, a veces desmesurada, ambición de rediseñar las coordenadas del mundo. Marcan la necesidad de crear espacios y bienes comunes a los que todos puedan acceder libremente incidiendo en el tema de las modalidades de distribución de los bienes: ¿a través del mercado o a través de los derechos? De nuevo profundas contradicciones: ¿cómo resolver, por ejemplo, el conflicto entre un país que, ejerciendo el derecho a la libre gestión de sus propios recursos y el de la supervivencia de los ciudadanos, destruye recursos naturales que, como las grandes selvas, contribuyen al equilibrio ecológico del planeta entero? ¿A qué sujetos hacen referencia estos diversos derechos? Vuelven a la carga las entidades abstractas y descarnadas: la humanidad, las generacio82
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nes futuras, la naturaleza, el mercado. Pero ¿quién habla en nombre de la humanidad y de las generaciones futuras? ¿Qué peso debería atribuírseles a las leyes de la naturaleza y del mercado? Una vez que la conquistada concreción de la persona había hecho perfectamente identificables los actores del devenir de los derechos, retorna el riesgo de dejar espacio libre a las lógicas autoritarias, a sujetos que se apropian del poder de representar a la humanidad o a la naturaleza. La referencia a las generaciones futuras no es un invento de nuestros tiempos. Ya se ha dicho que en la Constitución francesa de€1793 se decía explícitamente que «una generación no tiene el poder de someter a sus propias leyes a las generaciones futuras». Esta limitación de poder se traduce en una más directa aceptación de responsabilidades con respecto al futuro en el sugerente dicho de los indios de América: «No hemos recibido la tierra como una herencia de nuestros padres sino como un préstamo de nuestros hijos». Pues bien, siguiendo a un tiempo la lógica del poder limitado y de la responsabilidad colectiva es posible tratar de salir de los equívocos que la referencia a las generaciones futuras puede determinar. Cuando se toman decisiones irreversibles o difícilmente reversibles, por ejemplo, modificando de manera radical el medio ambiente, el simple respeto del principio de mayoría no es suficiente. Nos hallamos ante uno de los principios de la democracia política que se funda también en la posibilidad de que una mayoría diferente, expresada por el voto de los ciudadanos, modifique las opciones tomadas por la precedente. Para evitar que esto se transforme en un bloqueo del proceso decisional, se han puesto a punto diversas técnicas que pueden evitar o reducir el riesgo de graves prejuicios para las generaciones futuras: procedimientos técnicos, como las consultas a expertos o las valoraciones de impacto ambiental o de impacto de privacidad; procedimientos democráticos, como la imposición de mayorías cualificadas para algunas categorías de decisiones y las consultas a los ciudadanos, atribuyéndoles incluso, en algunos casos, el poder final de la decisión mediante referéndum; respeto a los principios de prevención y de precaución autorizando la utilización de innovaciones tecnológicas o de productos específicos cuando estén claros sus efectos a largo plazo. La humanidad se persona cuando se trata del genoma o de especiales ambientes naturales, históricos o artísticos, como la Antártida o el espacio atmosférico, definidos precisamente como «patrimonio de la humanidad». Se quiere así poner un límite al poder de ocupación de los Estados, para que no puedan apoderarse de una porción de la Luna o de la Antártida; hay que poner límites a la rapacidad de los intereses económicos que quieren destruir un ambiente o patentar alguna secuencia del genoma humano. Pero no siempre la apelación a la humanidad es una protección suficiente. Así sucede cuando algunas leyes nacionales permiten saquear am83
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bientes declarados por la Unesco como patrimonio común de la humanidad. Lo vemos cuando países como Islandia o Estonia venden a sociedades farmacéuticas los datos genéticos de sus ciudadanos. En estos casos, la humanidad somos todos nosotros, las individualidades singulares, que con las posibles acciones colectivas viables podemos exigir, en nombre de un principio simbólicamente fuerte, el respeto de esos bienes comunes. Hay otras muchas ambigüedades que surgen cuando se habla de la humanidad o de sus derechos. Mucho se ha hablado en estos años pasados de la selva amazónica, tomada como símbolo de un ambiente que hay que proteger por la esencial función que desempeña en el equilibrio ecológico del planeta. Pero ¿quién debe sufragar los costes de esta operación? Si las ventajas son para todos, los costes no pueden endosarse por completo a los brasileños, o a los indonesios que destruyen sus propias selvas para obtener recursos comerciando con maderas preciosas. Si se quieren vencer los egoísmos nacionales y no dar la sensación de que se quiere expropiar a un pueblo del derecho a disponer libremente de sus propios recursos, se necesitan políticas compensatorias a escala mundial. En este sentido, la humanidad se convierte en la comunidad de los Estados que debe contribuir, sobre todo con la intervención de los países más ricos, a la conservación de los recursos existentes con transferencias a favor de otros países y adoptando políticas tendentes a reducir las actividades destructivas del medio ambiente, como se ha tratado de hacer con el tratado de Kioto, prisionero hoy del egoísmo nacional, del unilateralismo, del rechazo de políticas comunes. Detrás de la abstracción de la noción de humanidad hay derechos, obligaciones y responsabilidades de sujetos concretos. El punto álgido de estos asuntos lo constituye el derecho de injerencia humanitaria, nacido de un amplio movimiento que expresa la voluntad de no permanecer como espectadores pasivos ante las tragedias del mundo; también es cierto que de inmediato se hizo sospechoso por su inequívoca actitud a transformarse en vehículo de las políticas de fuerza desvelando así su arriesgada ambigüedad. La apelación a la humanidad se ha entendido desde el principio como una afirmación de la responsabilidad de la comunidad internacional que, ante violaciones especialmente graves de derechos fundamentales, podía superar el obstáculo de la soberanía nacional e intervenir justamente en defensa de esos derechos. De la misma manera que en el pasado se había teorizado y reconocido a los ciudadanos el «derecho a la resistencia» contra los comportamientos opresivos del Estado, así hoy, la concreta posibilidad de resistir a la opresión interna, puede reclamar el apoyo activo de sujetos de la comunidad internacional. ¿Qué sujetos, sin embargo? La experiencia de estos últimos años muestra que el riesgo autoritario que acompaña siempre a la indeterminación del sujeto de referencia es casi una constante, es decir, que cualquiera podría arrogarse el título de hablar en nombre de la humanidad. Algunas po84
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tencias incluso, aun careciendo de cualquier forma de legitimación, se han erigido en policía internacional, lo cual demanda una profunda reflexión de la comunidad internacional, y siempre desde las Naciones Unidas. No es fácil rescatar este nuevo y valioso derecho; no hay que darlo por perdido ni oponer una desconfianza ideológica porque con él se quiere evidenciar la necesidad de asumir responsabilidades comunes en un mundo global que conoce demasiadas formas de violencia. Si queremos seguir adelante con él, el derecho de emergencia humanitaria debería colocarse ante todo en una dimensión que no fuera la bélica; debería ser un deber de intervención en situaciones de hambre, enfermedad, explotación. Pues mientras se dilapidan gigantescos recursos en empresas militares, pretendiendo exportar la democracia con las armas, la tacañería es absoluta cuando se trata de suministrar medicinas, alimentos, tutelas para el trabajo y para los derechos, que serían modos bastante más eficaces de abrir espacios a la libertad concreta. Pero los intereses de las empresas farmacéuticas se oponen a que una parte de los enfermos de las extensísimas áreas pobres del mundo accedan a las medicinas. Y es que el dinero sigue careciendo de olor y se comercia sin escrúpulo alguno con regímenes autoritarios. Tratando de refundar el derecho de injerencia humanitaria en esta otra dimensión, no habría que huir de los dilemas que propone cuando nos encontramos con situaciones que no son controlables sin la fuerza. ¿Renunciar a él para siempre y en cualquier situación si ello implica el recurso a las armas, o someterlo a condiciones que impidan su utilización como instrumento solo de una potencia o de un grupo de potencias? En muchos sectores, como los de la biotecnología, se recurre al instrumento de la moratoria: se pospone el empleo de nuevos instrumentos hasta que haya certeza de que se pueden excluir o controlar las eventuales consecuencias negativas. Lo mismo debería hacerse con las intervenciones humanitarias armadas hasta que no se hayan puesto a punto convincentes procedimientos internacionales, con reformas incluso de la ONU. Y que no se diga que esto va a retrasar o impedir intervenciones necesarias. La prohibición de que cada cual haga justicia por su cuenta ha constituido un paso esencial hacia la civilización del mundo. Naturaleza y orden jurídico La cuestión de los derechos siempre se cruza de lleno con la historia individual y también con los destinos del mundo. Alguien podría pensar que a este mundo lo están arrancando de sus propios fundamentos y que la naturaleza está dejando de ser su referencia fuerte. El conflicto a este respecto es áspero y asume los rasgos de un choque frontal de la civilización en el seno de Occidente. La pregunta es si el res85
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peto a la naturaleza no debe constituir el límite infranqueable en la expansión de los derechos. Las innovaciones científicas y tecnológicas desafían cada día más la intangibilidad de los procesos naturales: el nacer, el vivir, el morir. Pero ¿puede admitirse cualquier elección procreativa? ¿Pueden modificarse las características genéticas de las personas? ¿Se pueden dejar a la libre elección individual decisiones sobre la propia muerte, sobre cómo y cuándo morir? ¿Se puede ceder a la «dictadura de los deseos» individuales, que alguien los asemeja a las pretensiones de los sujetos económicos que persiguen su propio interés, y que se resuelven en la destrucción o en el grave daño de los ambientes naturales? Naturaleza e historia vuelven de nuevo a chocar. Pero este antiguo conflicto se manifiesta hoy con formas que revelan más bien ideológicas instrumentalizaciones, pretensiones fundamentalistas, donde la invocación a la naturaleza es un pretexto, no una reflexión acerca de lo humano con formas adecuadas a las vicisitudes que vivimos. Cada vez es más fuerte la demanda de un orden único que se libere de la difícil confrontación con la diversidad, cuyo valor, pese a todo, es hoy aceptado por un número creciente de documentos nacionales e internacionales. Resulta fatigosa, insoportable, la confrontación constante con el otro, el reconocimiento de un mundo en el que la aceptación «natural» y compartida de los valores ha dado paso al pluralismo. Por eso se hace tan fuerte la demanda de certezas a cualquier precio y, por tanto, de atajos que conduzcan a la imposición de una verdad indiscutible mediante una norma jurídica. La apelación a la ética se tiñe con los colores del autoritarismo cuando quiere imponer una moral de Estado pretendiendo sustituir las vivencias individuales precisamente allí donde la vida expresa con fuerza sus razones. El tema de la procreación asistida ilustra mejor que cualquier otro el modo con el que la naturaleza, la innovación científica y los poderes individuales componen un cuadro de nuevos derechos. Aquí está en juego la libertad femenina, la disponibilidad del propio cuerpo por parte de la mujer, «el poder de procrear» que solo a ellas compete naturalmente. Es una larga historia de liberación de los vínculos naturales, culturales y jurídicos. Sus primeras etapas se referían a la libertad de recurrir a la contracepción, que separa sexualidad de reproducción. La despenalización del aborto no solo representa la liberación de la esclavitud mortal del aborto clandestino, sino una ocasión para moverse hacia la procreación responsable, como demuestran los datos referentes a la disminución de interrupciones de embarazos y su permanencia, relativamente elevada solo en grupos de mujeres menos informadas o culturalmente inconscientes (inmigrantes, menores). En la procreación asistida el proceso de liberación ha cumplido casi su objetivo desde el momento en que el recurso a estas técnicas separa la reproducción de la sexualidad y, al poner el acento 86
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en el hijo «deseado», se pone remedio a la esterilidad de la pareja, se impide la transmisión de enfermedades genéticas o, más generalmente, permite establecer libremente si, cómo y cuándo procrear. El enriquecimiento de las técnicas disponibles ha dejado a las claras que muchas normas escritas cuando el proceso procreativo obedecía solo a leyes «naturales» son ahora inadecuadas. La paternidad puede ser el fruto no de un proceso biológico, sino de la decisión de la mujer, que consiente la inseminación, y de quien la acompaña con el semen de donante. La maternidad ha de someterse a la posibilidad de que la mujer dé a luz a una persona que no tenga nada que ver con su material genético. Y aquí surge la revisión de esas normas sobre el desconocimiento de paternidad o la necesidad de tener que recurrir siempre a la fórmula «mater semper certa est» (la madre es siempre conocida). Estos ejemplos muestran hasta qué punto es razonable la demanda de reglas que, sobrias y circunscritas, permitan adecuar el marco de los derechos a una realidad cambiada por la innovación científica. Pero, la vía de adecuación de la legislación no siempre ha sido recorrida con humildad y con respeto hacia las opciones que afectan a la procreación. La ocasión que ofrecía la indudable necesidad de algunas normas ha sido tomada en más de un caso como pretexto para poner bajo control la libertad femenina, y el poder de procrear, para volver a considerar el cuerpo de la mujer como un «lugar público» sobre el que legiferar, sobre el que ejercer de nuevo el poder de la «disciplina». Es lo que ha sucedido en Italia con la ley sobre la procreación asistida donde, en una especie de teatro del absurdo jurídico, se han sumado un prohibicionismo completamente ideológico, la previsión de obligaciones en contraste con elementales principios de libertad (la imposición del implante de los embriones contra la voluntad de la mujer), violaciones de las normas constitucionales sobre el derecho a la salud y sobre la no discriminación basada en la condición personal (la exclusión de la mujer, si no está acompañada, a la hora de acceder a la procreación asistida). El Tribunal constitucional ha intervenido para declarar ilegítimas algunas de estas normas, sancionando de esta manera que no se puede proponer este modelo de disciplina de los derechos que pretende imponer un modelo que imite a la naturaleza y que impone a su vez límites a la discrecionalidad del legislador49. Fruto de una superficialidad semejante son las propuestas que invocan el total respeto a la «lotería genética», que prohíben cualquier intervención tendente a «programar» seres vivos a los que debería reconocerse el «pleno derecho a un patrimonio genético no manipulado». ¿Deberemos prohibir también intervenciones de terapia génica que eviten la transmisión de madre a hija de la propensión a desarrollar un cáncer de mama?
49. Cf. infra, p. 248.
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¿Deberemos, en nombre de la naturaleza, condenar a las generaciones futuras a sufrir unas enfermedades que podrían desaparecer, o al enfermo terminal a un infinito sufrimiento? ¿Se pueden evocar los fantasmas de una producción masiva de infrahumanos, destinados a realizar las actividades más serviles, con una estrategia del miedo semejante a la empleada para justificar las limitaciones de las libertades con el argumento de la lucha contra el terrorismo que anula todo posible análisis racional? Echemos de nuevo una mirada sobre la realidad. Las crónicas italianas registran un «turismo procreativo» que empuja a muchas mujeres, a muchas parejas, a ejercer en otros países los derechos procreativos negados en Italia. Prueba evidente del previsto rechazo social de la ley. Y prueba evidente de sus consecuencias discriminatorias, dado que la posibilidad de tener un hijo queda reservada a quien tiene los medios para poder realizar estos nuevos «viajes de la esperanza». Renacen así formas de ciudadanía discriminante que subordinan la efectividad de un derecho a la condición económica de quien quiere ejercerlo. Más allá de estas y otras deformaciones, hay que partir de la premisa de que el «turismo de los derechos»50 se ha convertido en una característica de nuestros tiempos en los que la movilidad de las personas se junta con una información capilar que no solo muestra la desigualdad que existe en las oportunidades, sino la disparidad de trato, los diversos niveles de tutela de los derechos que cambian de un lugar a otro. Muestra también la concreta posibilidad de huir de las condiciones del lugar propio cuando la comparación con otros lugares hace que se perciba como un derecho lo que en casa propia es negado. Esta especie de diálogo planetario, que un número creciente de personas mantiene con el mundo que le rodea, caricaturiza no un derecho a la carta, sino la concreta situación de un orden jurídico extraestatal, basado, sin embargo, en algo que los Estados por separado están en condiciones de ofrecer. No nos hallamos, pues, al menos no exclusivamente, frente a repetidos ejercicios de un «derecho de fuga»51, frente a continuas demandas de un provisional «derecho de asilo». Nos hallamos, a un tiempo, frente a la libre construcción de la personalidad, liberada de unos vínculos vividos como una imposición, y a la difusión de unos instrumentos que transforman necesidades en derechos. Derechos que las personas viven como algo que se puede utilizar con libertad, como algo «común», como el lugar propio de una ininterrumpida declaración de derechos. Partiendo de historias de personas de carne y hueso recorremos una historia de derechos que se materializa en una pre 50. He analizado ampliamente este tema en La vida y las reglas, cit., en especial en pp.€73-81, donde, aun subrayando las dinámicas universalistas que van anexas al turismo de los derechos, sin embargo no se capta el cambio estructural que todo esto está determinando. 51. S.€Mezzadra, Diritto di fuga. Migrazioni, cittadinanza, globalizzazione, Ombre Corte, Verona,€2002.
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sencia, no solo opositora frente a las clausuras nacionales, sino expresiva de una manera diferente de ser del derecho en la globalización, por sus contenidos, y sobre todo por la cualidad de los sujetos que se hallan en su origen: la interminable serie de personas que lucha por los derechos frente a potentados económicos transnacionales. Una representación en absoluto ideológica sino que refleja dinámicas reales, que tienen en la emigración su manifestación más antigua, una cualidad que cambia el significado y la incidencia, obligando a reflexionar sobre las razones que llevan a las personas al peregrinaje planetario en busca de los derechos, y proponiendo el tema de la universalidad de manera completamente diferente a la del pasado. Ya no es en la abstracción de las declaraciones de derechos sino en la concreción de itinerarios de vida donde descubrimos la emergencia de una universalidad no impuesta, sino manifiesta, construida a través de comportamientos y destinada por tanto a una más fácil aceptación social, a un enraizamiento más profundo. Una red invisible aunque bien concreta de sujetos envuelve el mundo y cada uno de ellos contribuye, sin una intencionalidad precisa, a la creación de una carta común de derechos que no proviene de ningún poder superior. Se trata de un proceso arduo, de una lucha realmente «asimétrica». Por lo demás, el lenguaje de los derechos no puede pretender describir todo el mundo: no todo puede entrar en la dimensión de los derechos y no todos los derechos pueden ser calificados como «fundamentales». Pero son precisamente los derechos fundamentales los que dan hoy una contribución esencial a la hora de definir la condición humana y, al mismo tiempo, las modalidades de funcionamiento de los sistemas jurídicos. Existe una integración a través de los derechos que exige su colocación en el área de «lo que no es decidible», en el sentido de que deben sustraerse a las mudables voluntades de la política y a las pretensiones del mercado. Es erróneo, sin embargo, considerar que este fuerte rango atribuido a los derechos fundamentales, esta «insaciabilidad» suya, ataca a la política. Solo un ciudadano fuertemente provisto de derechos y razonablemente seguro de su permanente tutela puede llegar a ser protagonista de la vida pública y a practicar las virtudes republicanas. Pero la confianza en las oportunidades que ofrecen los derechos no puede cegarnos ante una realidad donde, junto a constantes violaciones, crece la intolerancia hacia la cultura de los derechos y de las libertades. A nueve siglos de la Carta Magna y de su habeas corpus, no solo ha vuelto la tortura, sino que el cuerpo, en todas sus acepciones, el cuerpo físico y el electrónico, está siendo transformado en un dócil instrumento que hace más fácil y más constante el control de la persona. Políticas de seguridad pública y lógicas del mercado disponen hoy de medios de una amplitud sin precedentes que les permiten empadronarse de la más mínima faceta de la vida de una persona, «despersonalizarla» mediante la negación de€la 89
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unicidad para reconvertir a cada uno en un «perfil». Salimos, pues,€de un mundo compuesto de mujeres y hombres, y se nos fuerza a entrar en lugares donde todos están reducidos a la medida de quien los gobierna, descomponiéndolos, despiezándolos, sumergiéndolos en dinámicas seriales, expropiándoles su misma individualidad. Un proceso nunca cumplido Entre estas contradicciones y estas amenazas vive hoy la «edad de los derechos». La dimensión de los derechos se nos aparece a un tiempo como fundacional y como muy frágil, perennemente acechada por restauraciones y represiones tendentes a cancelar o a limitar el conjunto de instrumentos que deberían garantizar al ciudadano las máximas posibilidades de desarrollo autónomo. El marco de los derechos, especialmente el de los sociales, está constantemente modificado por las políticas cotidianas. Las dificultades económicas están determinando una reducción en la «dotación» de los derechos, para todos o para determinadas categorías de ciudadanos. El resultado es el tránsito de una serie de situaciones, del área de los derechos a la del mercado, con el riesgo de una nueva discriminación ciudadana, no en materia de derechos políticos, sino en la de los sociales, donde el acceso a la plenitud de la ciudadanía queda condicionado por las disposiciones financieras de cada cual. Con el argumento de la lucha contra el terrorismo todos los ciudadanos somos ahora sospechosos. ¿Nos hallamos en el ocaso de la edad de los derechos o acaso estos deberán refugiarse en áreas en las que pesen menos las compatibilidades económicas o los miedos por la seguridad? Vivimos ciertamente unos tiempos en los que no son muchos los que ven lozanía en la edad de los derechos sino más bien vigilancia52, control53, registros54, valoración55, prevención56, miedo57, terror58, con todas las consecuencias que estas etiquetas comportan para el régimen de las libertades. Pero, tal vez palabras menos agresivas como globalización nos hablan de distanciamiento, de la entrada en un mundo en el que se pier 52. D.€Lyon, La società sorvegliata, trad, it. de A.€Zanini, Feltrinelli, Milán,€2001; Íd., Surveillance after September€11, Polity, Cambridge,€2003. 53. He hablado de ello ampliamente en Tecnopolitica. La democrazia e le nuove tecnologie della comunicazione, Laterza, Bari,€22004. 54. M.€Ferraris, Documentalità. Perché è necessario lasciar tracce, Laterza, Bari,€22010. 55. M.€Perinola, Miracoli e trauma della comunicazione, Einaudi, Turín,€2009. 56. T.€Pitch, La società della prevenzione, Carocci, Roma,€2006. 57. B.€ R.€ Barber, El imperio del miedo. Guerra, terrorismo y democracia, Paidós, Barcelona,€2004. 58. Al día siguiente de los atentados del€11 de septiembre, en el número del€5 de noviembre€de 2001, Business Week publicó una cover store titulada precisamente «Privacy in an Age of Terror».
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den las referencias que habían fundado y acompañado aquella edad de los derechos en la que ya había madurado la idea de una necesaria superación de los confines, ligado, como advertía Norberto Bobbio, a «una extensión gradual del reconocimiento y de la protección de los derechos del hombre por encima de los Estados singulares»59. A esto hay que añadir la constatación de la criba que se hace entre tantos derechos proclamados, entre esa inflación de derechos, y las constantes violaciones aun de aquellos que deberían ser más inviolables que los demás, empezando por el de la vida. Guerras, hambre, enfermedades, crecientes agresiones racistas y homófobas nos rodean. En la introducción al Informe€2009 de Amnistía Internacional, Irene Kahn escribe: [...] en estos años, los derechos humanos han pasado a un segundo plano frente a esa especie de búfalo de la calle que ha sido la globalización, carente de reglas, que ha arrastrado al mundo a un frenesí de crecimiento. Las consecuencias las tenemos a la vista: aumento de la desigualdad, marginación e inseguridad; supresión, con modalidades arrogantes e impunes, de las voces de protesta; falta de arrepentimiento o de castigo para los responsables de los abusos cometidos por los gobiernos, por las grandes empresas o por las instituciones financieras internacionales. Vemos cómo se incrementan las señales de enfrentamiento y de violencia política que se añaden a la inseguridad global ya existente a causa de esos conflictos morales que la comunidad internacional no sabe o no quiere resolver. En otras palabras, estamos sentados sobre un barril de una mezcla explosiva compuesta de desigualdad, injusticia e inseguridad. La mezcla está a punto de estallar60.
En estos análisis, como en muchos otros, anida no una paradoja sino un dato significativo de realidad sobre el que ya hemos llamado la atención. La dramática y sistemática violación de derechos fundamentales no demuestra la inutilidad de su reconocimiento sino su radical necesidad, si de verdad queremos afrontar las cuestiones derivadas de una visión inclemente del mundo y sus tragedias. Sobre este tipo de argumentos se ha opuesto siempre el antiguo realismo de la crítica al formalismo de los derechos, inspirado sobre todo en las razones de la política con una apelación que puede estar teñida de ambigüedad. La apelación a la necesidad de la política podría resolverse, sin embargo, en la exigencia del cumplimiento de sus responsabilidades, precisamente en la actuación de los derechos proclamados. Pero puede también asumir significados diferentes. Puede expresar la voluntad de la política de sentirse desvinculada de la obligación de tener en los derechos fundamentales una constante e ineludible referencia. Puede manifestar la preocupación de quien en el recono 59. N.€Bobbio, L’età dei diritti, cit., p. vii. 60. Amnistía Internacional, Informe€2009. La situación de los derechos humanos en el mundo.
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cimiento formal de los derechos ve una estrategia tendente a debilitar la lucha política apagando sus ardores. Antiguo es este tipo de desconfianzas. Para valorar su alcance valdría la pena recordar lo que escribía en€1864 un gran crítico de las leyes, de los derechos y de su innegable formalismo, Karl Marx, respondiendo a€los opositores de una ley acerca del trabajo: «La ley de las diez horas no solo fue una gran éxito práctico, fue también el triunfo de un principio. Por primera vez la economía política de la burguesía había sido derrotada por la economía política de la clase obrera»61. Aquí tenemos dos elementos esenciales del reconocimiento legislativo de los derechos: su fuerza simbólica y el nexo entre lucha política y logro de los umbrales de garantía, entendida esta, bien como consolidación de una conquista, que de haber sido confiada solo a la política habría sido fácilmente revocada, bien como adquisición necesaria para apuntar a ulteriores objetivos. De esto han sido siempre bastante conscientes, por ejemplo, los estudiosos del derecho del trabajo que han reaccionado con formas variadas a las tesis de quien creía que la intervención legislativa en materia de reconocimiento de derechos era una violación de la autonomía sindical, aunque, como parece obvio, el cambio de los tiempos exige análisis más atentos a ese «derecho del trabajo atrapado por la mundialización» de la que hablaba Alain Supiot62. Los derechos, y sus dinámicas, hay que verlos siempre como un proceso nunca acabado, sobre todo en el sentido de que los derechos están perennemente acechados, siempre bajo sospecha, por lo que exigen estrategias de defensa y de actuación pues constituyen un campo donde se confrontan una multiplicidad de sujetos. Muchos son los enemigos de la sociedad de derechos entre los que no faltan aquellos que se proclaman sus aliados. Lo cual significa que, cuando se analiza el sentido de los derechos en un determinado contexto histórico, no es posible verlo solo como un producto legislativo, considerado estáticamente aquí y ahora, del que hay que medir su grado de actuación. Una edad de los derechos arrastra siempre consigo una capacidad de movilización, de individuación y de selección de sujetos que en ellos se reconocen y confían. A los derechos hay que mirarlos sin impaciencia, para no tener luego que declararse precozmente desilusionados63. Retorna, pues, la cuestión inicial. ¿Qué sucede con los derechos cuando desaparecen las grandes historias que en la modernidad occidental han constituido su premisa y su fundamento? Este es su punto débil. ¿Realmente no tenemos otro modo de ver los derechos que no sea con la vista 61. K.€Marx, Manifiesto inaugural de la Asociación internacional de los trabajadores (18 de octubre€de 1864). La ley había sido aprobada por el Parlamento inglés el€8 de junio de€1847. Sobre ella había intervenido en diversas ocasiones F.€Engels. 62. A.€Supiot, Critique du droit du travail, PUF, París,€2002, pp. x-xliv. 63. M.€Flores, Storia dei diritti umani, Il Mulino, Bolonia,€2009, p.€311.
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vuelta al pasado, recogiendo los antiguos vestigios, lo que queda del tiempo de la crisis de la soberanía nacional, del mercado como nueva ley de la naturaleza, de la desaparición de los grandes sujetos históricos a los que se había confiado su destino? Otros derechos, sin embargo, recorren el mundo, emergen otros modos de ser en sintonía con la nueva dimensión en la que vivimos. La edad presente es denominada como la del conocimiento, la del acceso, la de la emergencia de inteligencias colectivas, la de la constante superación de cualquier confín, la de la incesante construcción de subjetividad y de relaciones sociales. Esta mirada a un futuro que es ya presente, con una vertiginosa e incesante carga de novedades, no trae aparejada consigo, sin embargo, ninguna ideología nueva de «magníficas y progresivas suertes» que nos lleve a apartar la atención de aquella dramática realidad de violaciones antes recordada. Los derechos han convivido siempre con sus violaciones. Hoy, sin embargo, esta convivencia asume semblanzas nuevas porque estamos asistiendo a la emergencia de una capacidad de reacción que incluye, en todo el mundo, a un número creciente de sujetos, que da transparencia planetaria a casi todas las violaciones de los derechos fundamentales, gracias sobre todo a las oportunidades ofrecidas por el sistema de comunicaciones, por una red que envuelve al mundo entero. ¿La edad de las comunicaciones sin fronteras abre las puertas a una nueva edad de los derechos? Una edad que no solo produce sus propios derechos, los communication rights, sino que consiente la consolidación de los derechos en su conjunto. Aun cuando la lucha parece desigual, dando la sensación de que hay un gran escoramiento, no hay que perder la fe en este nuevo y conjunto recurso que alimenta ahora la lucha política. Constitucionalismo de las necesidades Podemos, pues, formular ahora de manera más clara la hipótesis analítica, radical en su simplicidad, a la que desde el principio hemos hecho referencia. La lucha por los derechos es la única, la verdadera, la gran historia del milenio apenas estrenado. Se extiende por todo el mundo globalizado, construye nuevas modalidades de acción y aparecen nuevos sujetos que las encarnan, va más allá de la tradicional e indispensable defensa contra todo poder opresivo, porque se presenta como la única con capacidad de oponerse a la voluntad de imponer al mundo una nueva e invencible ley natural, la del mercado, con su pretensión de incorporar y definir hasta las condiciones mismas del reconocimiento de los derechos. Para captar en la realidad estas dinámicas, hay que volver la vista hacia los lugares donde ya se manifiestan. Son las áreas del mundo que las interpretan traduciéndolas en nuevas y «amplias» constituciones nacionales (es 93
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el caso de algunos países de América Latina), en cartas de derechos regionales, en la trabajosa vigilancia de los tribunales constitucionales e internacionales. A este movimiento que podemos llamar constitucionalismo de las necesidades, le dan forma diversos sujetos que tratan de escapar de los ataques del pluralismo genérico, de ese conjunto de quienes, de manera precipitada, son etiquetados como stakeholders, portadores de una multiplicidad de intereses para los que hay que encontrar un difícil acuerdo. La situación actual tiene la forma de un conflicto que exige una delimitación precisa de las fuerzas presentes, de los actores en que se encarna y de las responsabilidades de cada cual. Y siempre de manera realista hay que registrar las fracturas que atraviesan el frente de los que se alinean en la lucha por los derechos. La primera de ellas está originada por la posición de quienes defienden los derechos históricos fundamentales, extenuados hoy tras la larga fase de dominio del neoliberalismo, utilizando este criterio interpretativo con la Carta de los derechos fundamentales de la Unión Europea. Esta actitud se ha reflejado de manera práctica en la hostilidad que ha llevado, por ejemplo, a muchos estudiosos, a inclinarse por el voto negativo con ocasión del referéndum francés sobre la ratificación del Tratado constitucional europeo. La segunda fractura se fragua en el terreno de una crítica a la naturaleza jurídica misma de la Carta, considerada débil por pertenecer este texto a la dimensión de lo político. Desmentida por los hechos desde el momento en que la Carta se hizo vinculante, adquiriendo el mismo valor jurídico que los tratados, esta línea interpretativa ha generado una doble actitud reduccionista€de sus principios y de sus normas: se ha puesto en duda la posibilidad de€que la Carta pudiera realmente liberar todas sus energías en la dimensión de la efectividad; sus normas han sido con frecuencia interpretadas a la luz de aquella lógica neoliberal respecto a la cual, ya lo hemos dicho, se presenta como una discontinuidad. El efecto de esta actitud, en términos de política del derecho, es bastante singular, por no decir que es como la manifestación de una incomprensible lógica suicida cuando es asumido por quien, en general, critica el neoliberalismo y sus proyecciones en el ámbito político-institucional. No por una abstracta coherencia personal sino por el rigor intelectual que debe acompañar cualquier operación reconstructora de la lógica de un sistema, las eventuales excepciones hay que interpretarlas, hay que disolver las posibles aporías, a partir de los principios explícitamente enunciados, y no tergiversar el recorrido lógico interpretando los principios a la luz de las excepciones. Pero esta actitud, en sus singularidades y en sus contradicciones, confirma la existencia de un conflicto que va más allá de la dimensión jurídica en sentido estricto. En los nueve años transcurridos desde la proclamación de Niza, en diciembre del€2000, y el reconocimiento de su pleno valor jurídico con la entrada en vigor del Tratado de Lisboa, de€1 de diciembre de€2009, la 94
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Carta de los derechos fundamentales no ha vivido en un limbo, en una espera incierta acerca de su destino. En ese decenio, la Carta ha sido ampliamente utilizada por los tribunales nacionales e internacionales64 que le han atribuido una validez sustancial, a la espera de la formal, de manera que bien se podía decir que, «en el silencio y la incomprensión de€la política, son los jueces los que hacen Europa, y lo hacen precisamente sobre ese terreno de los derechos que el Consejo de Colonia señala como constitutivo de la legitimidad democrática de la Unión»65. No se trata de una anotación ligada a una contingencia. Lo que se evidencia es la necesidad de ver el derecho y su aplicación más allá de los tradicionales esquemas formales, lo cual hace emerger una «Global Community of Courts», jueces de todo el mundo que construyen la dimensión global de los derechos66. Más allá de la discusión siempre abierta sobre las relaciones entre legislación y jurisdicción, es indudable que los tribunales se presentan como actores especialmente significativos para la construcción de un nuevo orden jurídico, en un contexto caracterizado en muchos aspectos por el obligado abandono de la soberanía nacional y por la consiguiente ocupación del espacio global por parte de nuevos soberanos, encarnados en el sistema transnacional de las empresas. Los tribunales nacionales dialogan entre sí, la naturaleza de muchos conflictos obliga a los jueces a superar las fronteras nacionales, las personas buscan en el gran océano de las normas, localizables en los diversos niveles del orden jurídico, aquellas más adaptadas para ofrecer significativas, aunque parciales, formas de resistencia al irresistible orden jurídico global de los privados. En la dimensión global, la voz del derecho consigue no ser apagada del todo gracias a la presencia de los tribunales y a su activismo. Muchas investigaciones empíricas muestran que esto sucede así, lo cual desmiente, entre otras cosas, la tesis que presenta a la Carta de los derechos fundamentales como la puerta de entrada a la catedral liberal. Los principios que delinean la axiología de la Carta se hacen concretos e irreducibles a la lógica del mercado. Muchas decisiones afectan a los derechos sociales, por tanto al principio de solidaridad; otras a la integridad de la esfera privada, por tanto al principio de dignidad; otras al reconocimiento de la identidad, por tanto al principio de igualdad. Las indicaciones en términos de política del derecho o de política sin especificaciones se convierten así en especialmente significativas. 64. Véase G.€Bisogni, G.€Bronzini y V.€Piccone (eds.), La Carta dei diritti fondamentali dell’Unione europea. Casi e materiali, Chimienti, Taranto,€2009. 65. S.€Rodotà, «Nel silenzio della politica i giudici fanno l’Europa», en G.€Bronzini y V.€Piccone (eds.), La Carta e le Corti. I diritti fondamentali nella giurisprudenza europea multilivello, Chimienti, Taranto,€2007, p.€27. 66. A.-M.€Slaughter, «A Global Community of Courts»: Harvard International Law Review,€44 (2003), pp.€191-219.
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La lenta marcha de Europa, siempre fatigosa y siempre expuesta a continuos rechazos, como es el destino de cualquier empresa que tenga que ver con los derechos, sirve a la creación de la más amplia región de derechos hoy existente, establecida más allá de la dimensión estatal, que abre una nueva perspectiva y crea una nueva responsabilidad para la Unión. Si Europa es capaz de reconocerse hasta el fondo en la Carta, renovará una antigua vocación suya y ofrecerá un sólido punto de referencia sin pretensiones hegemónicas a todos aquellos que en los más diversos países luchan por los derechos. Un momento esencial de la política, aunque muy problemático, es hoy el de la libertad y el de los derechos. Si la Unión Europea es capaz de identificarse profundamente con él, encontrará una vía de salida a su declarada minoría, dejará de ser el «enano político», y lo hará, no gracias a nostalgias imperiales o militares que le están vedadas en esta nueva dimensión del mundo, sino presentándose como protagonista de esta gran historia. En la construcción del nuevo mundo de los derechos podrá reivindicar no tanto una primacía cuanto una actitud para abrir caminos que todos podrán recorrer. Un dato cultural que en los tiempos que corren se convierte de inmediato en un dato político. Razonar así no significa cerrar los ojos a una realidad en la que la lógica del mercado sigue representando un obstáculo, a veces insuperable, para la política de los derechos. La voz de los representantes de los países democráticos en sus encuentros, bilaterales o no, con los gobernantes de Estados autoritarios, casi siempre es débil y marginal, bien por culpa de€la Realpolitik, bien por el temor a perder un buen negocio o un buen intercambio comercial. No puede sorprender, por tanto, que las otras potencias presentes en la escena del mundo, que las grandes empresas que, más que los Estados, gobiernan la globalización y le dictan sus reglas, estén prestas a aceptar las demandas de gobiernos intolerantes con los derechos. Solo dos ejemplos: Yahoo! revela al gobierno chino el nombre de un periodista que había enviado a los Estados Unidos, él o por mediación suya, una noticia considerada como no grata: Shi Tao es condenado a diez años de prisión; Google retira de You Tube dos vídeos a petición de los gobiernos de Tailandia y Turquía. Frente a las críticas, esos dos grandes sujetos, que encarnan el modo de ser del mundo globalizado hasta convertirse casi en su metáfora, responden con un argumento jurídico (tenemos que respetar las normas de los países en los que operamos) y con un imperativo económico (no podemos perder un mercado como el chino). ¿Fin del discurso? ¿Ya no crepúsculo sino brutal ocaso de la edad de los derechos justamente en el momento en que el nuevo mundo de la red prometía su total y planetario cumplimiento? Muchas circunstancias, que serán mejor analizadas más adelante, dan testimonio de una multiplicidad de iniciativas y de proyectos que no solo devuelven a la Red al seno de un marco institucional conocido, partiendo 96
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de la afirmación de que «lo que es ilegal offline, también es ilegal online», sino que secundan la puesta a punto de un marco jurídico que partiría justamente de las características de la red. Aquí, en este novísimo lugar, constantemente aparecen conflictos entre poderes y derechos que no pueden resolverse en una nueva recaída en el naturalismo, insistiendo en la naturaleza libertaria de la red que le atribuiría una infinita capacidad de autorregularse, de ser promotora de libertades y de derechos, de modo que cualquier intervención desde fuera sería considerada como una violación que habría que rechazar. Esta especie de autorreferencialidad acabaría con cualquier tipo de intervención de los derechos en la red como no fuera la realizada por la acción directa de quien en ella «navega». Pero la experiencia de estos últimos años ha desplazado progresivamente el eje del análisis de las visiones naturalistas hacia una consideración puntual y diferenciada de las vicisitudes que la red constantemente propone y que hablan de un conflicto real sobre las reglas con los grandes sujetos económicos que se avalan a sí mismos como únicos posibles legisladores. En este conflicto se hacen presentes unos sujetos antagonistas que ven el uso del instrumento jurídico, no con la versión de unos derechos embridados y reducidos al preferente o exclusivo recurso a las normas administrativas o penales, sino a la lógica de suministrar para ellos unas adecuadas y fuertes garantías. Nace así una extendida sensibilidad constitucional y bien sabemos que una edad de los derechos es también una edad del constitucionalismo. No obstante, en esta temperie surge un modo diferente de afrontar el tema de la deriva individualista al que una historia centrada en los derechos no podría escapar. Manuel Castells, por ejemplo, dice que hemos entrado en la edad del networked individualism, forma adaptada a un mundo sin centro. Pero el oxímoro de un individualismo, caracterizado por la presencia en una red, remite a un sistema de relaciones. Estar en la red representa un antídoto frente a una total fragmentación y, sobre todo, puede producir efectos acumulativos ligados a una incesante producción de comportamientos, que se repiten con modalidades idénticas en tiempos y lugares diversos, mostrando una adhesión a valores y principios comunes, y determinando eso que toscamente podría definirse como un «universalismo desde abajo» que, justamente por su naturaleza, no solo no autoriza la sumaria conclusión que entiende la actual atención por los derechos fundamentales como una persistente pretensión colonialista por parte del Occidente, sino que más bien confirma que «el universalismo de los derechos es, al mismo tiempo, un proceso en desarrollo y la constatación de una posible condivisión de intereses»67.
67. M.€Flores, Storia dei diritti umani, cit., p.€301.
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De esta especie de «mano invisible» que caracterizaría la edad de los derechos en la que vivimos, se puede pasar a la consideración de una particular categoría de comportamientos que determinarían la efectividad de los derechos con formas absolutamente inéditas. Cuando se tuvo noticia de que algunas sociedades transnacionales empleaban a niños indios y paquistaníes como mano de obra para coser zapatillas o balones de fútbol, se movilizaron asociaciones por los derechos civiles amenazando con el boicot si esas sociedades no cesaban en su explotación de los niños. La acción tuvo éxito, por diversas razones, pero vale la pena subrayar que la efectividad de los derechos de los niños fue garantizada con modalidades diferentes a las que se centraban en los mecanismos jurídicos tradicionales, en concreto en la posibilidad de recurrir a juicios. Esta constatación es significativa porque el crepúsculo de la edad de los derechos también hace referencia a un déficit de efectividad que hoy, al menos en algunos casos, puede ser rellenado con las acciones informales de unos sujetos que extraen su fuerza y su legitimidad de la capacidad de desarrollar a escala global actividades de confrontación ante las violaciones de derechos fundamentales, gracias a movilizaciones en la red y a un sistema de sanciones informales, como son por ejemplo el boicot, que dañarían esa imagen que las sociedades transnacionales consideran necesaria para su actividad económica. Como en el caso del turismo de los derechos también aquí asistimos a la emergencia de subjetividades colectivas que se convierten en protagonistas de la lucha por los derechos con una intensidad de la que carecen los sujetos históricos de la tutela, los Estados nacionales en primer lugar, como ha destacado el ya citado Informe de Amnistía Internacional. No hay que permanecer, pues, prisioneros de una imagen de los «derechos a la carta» y de su consiguiente desvalorización por una consideración solo estadística o sociológica de su efectividad. Las anotaciones precedentes dejan claro que la medida de la efectividad no puede ser confiada solo a la «justiciabilidad», esto es, «al juez de Berlín». Los derechos «a la carta» han sido siempre un fuerte instrumento de movilización política y de acción institucional con una efectividad diferente a la tradicional. Un cualificado ejemplo lo tenemos en la Italia de los años del «obstruccionismo de la mayoría», con respecto a la Constitución, cuando a la deliberada voluntad de no permitir efectividad alguna a las instituciones clave del nuevo ordenamiento se opuso una rica reflexión cultural y una cotidiana lucha política68, determinantes para alcanzar aquel «des 68. El espíritu del tiempo en su más alta expresión se encuentra en el ensayo de P.€Calamandrei, «La Costituzione e le leggi per attuarla», en Dieci anni dopo:€1945-1955. Saggi sulla vita democratica italiana, Laterza, Bari,€1955, pp.€209-316.
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hielo constitucional» que hizo posible la recuperación del conjunto de las instituciones republicanas69. Estas realistas anotaciones no contradicen cuanto se ha dicho a propósito de la función de los tribunales. Es cierto que esta función encuentra un límite en la naturaleza misma de la actividad jurisdiccional y en el hecho de que, en muchos casos, son los jueces los que no están a la altura de las nuevas circunstancias. Pero, de nuevo se trata de un tejido común que se va construyendo, que encuentra su legitimación en la capacidad de elaborar y conectar una multiplicidad de principios. Nos hallamos frente a un cambio estructural que hace de los tribunales el epicentro de la garantía de los derechos fundamentales70 y que confina al pasado el reiterado temor al antidemocrático gobierno de los jueces, mientras que ahora es su presencia la que asegura condiciones de funcionamiento democrático de los sistemas71, especialmente cuando se hace referencia a situaciones que, en caso contrario, estarían gobernadas únicamente por las férreas leyes de la economía. Hurgando en esta dirección puede seguirse un hilo a lo largo del cual se va anudando al detalle el gran relato de los derechos: relevancia creciente de los derechos fundamentales, ensanchamiento de la categoría de ciudadanía, constitucionalización de la persona, que se presenta como la aproximación a ese «agrandamiento de los derechos del hombre en el tránsito del hombre abstracto al hombre concreto», tan oportunamente señalado por Bobbio como característica propia del tiempo nuevo72. Pero, se pregunta Roberto Esposito, «¿es suficiente esta apelación a la persona para reactivar la atascada dinámica de los derechos del hombre?»73. Retorna, pues, la objeción que mide el gran relato de los derechos con la vara de la persistencia de sus violaciones, lo cual es una justa apelación al realismo y a las responsabilidades de la política, pero que no puede vadear el desconocimiento de que el continuum derechos fundamentales-ciudadanía-persona no solo diseña una «esfera de lo que no es decidible»74, sino 69. L.€Elia, «L’attuazione della Costituzione in materia di rapporti tra partiti e istituzioni», en Il ruolo dei partiti nella democrazia italiana. Atti del convengo di studi (Cadenabbia,€18-19 septiembre€1965), Comitato lombardo Dc, Novecento grafico, Bérgamo,1966, par.€8. 70. Véase S.€P.€Panunzio (ed.), I diritti fondamentali e le Corti in Europa, Jovene, Nápoles,€2005; M.€Cartabia (ed.), I diritti in azione. Universalità e pluralismo dei diritti fondamentali nelle Corti europee, Il Mulino, Bolonia,€2007. 71. S.€Cassese, Il diritto globale. Giustizia e democrazia oltre lo Stato, Einaudi, Turín,€2009, pp.€152-153; Íd., I tribunali di Babele. I giuduci alla recerca di un nuovo ordine globale, Donzelli, Roma,€2009. 72. N.€Bobbio, L’età dei diritti, cit., p. ix. 73. R.€Esposito, Terza persona. Politica della vita e filosofia del impersonale, Einaudi, Turín,€2007, p.€91. 74. L.€Ferrajoli, Principia iuris II.€Teoría de la democracia, cit., p.€21 passim.
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que debe constituir un punto de referencia firme para la manera de establecer el orden de los poderes75. Los poderes son, en efecto, quienes testimonian los conflictos que caracterizan la actual lucha por los derechos. De estos conflictos, vale la pena subrayarlo una vez más, se pueden ofrecer dos lecturas. Una que da cuenta de la persistente negación de los derechos de las mujeres, la permanente fuerza de las lógicas del mercado y del «terrible derecho» de propiedad, los obligatorios imperativos de la seguridad, las pretensiones de€los fundamentalismos, el uso agresivo de categorías como el derecho€de injerencia humanitaria, las seducciones del ordenador-liberalismo, la irresistible marcha de una tecnociencia que produce sus mismos fines. De todo esto, de la conjunción de todos estos diversos factores, deducen el definitivo ocaso de una época, más que su crepúsculo, incluso cuando esta desconfianza debería medirse con una fuerza de las cosas que constantemente remite a vicisitudes que precisamente en los derechos encuentran su razón de ser. Hay otra lectura, bien conocedora de todo esto, pero también del hecho de que los derechos siguen siendo un potente instrumento, tal vez el único, para decir que otro mundo es posible, para indicar el camino por donde poder disolver estas antinomias que están ante nosotros. Persona y no propiedad; ciudadanía inclusiva y no regresiones hacia una ciudadanía discriminante que confía la efectividad de los derechos a la disponibilidad de recursos económicos; medio ambiente y no uso destructivo de los recursos; conocimiento como bien común y no como objeto de apropiación privada; salud como libertad de gobierno de la vida y no como objeto de poderes externos; trabajo y existencia libre y digna y no regresión hacia el trabajo como mercancía. Y la igualdad, para la que no estaría de más volver a Montesquieu: «lo que llamo virtud en la república es el amor a la patria, es decir, el amor a la igualdad»76. De esta conexión debemos ser siempre conscientes: precisamente desde la igualdad se había teorizado el ocaso en años bastante cercanos, mientras que ahora retorna como ineludible piedra de toque, como instrumento de análisis del mundo globalizado y como criterio de inspiración y de juicio de la acción política, justamente porque debe ser afrontado el dramático crecimiento de las desigualdades.
75. He desarrollado este punto en La vida y las reglas, cit., pp.€317-326. 76. Montesquieu, El espíritu de las leyes [1748], trad. M.€Blázquez y P. de Vega, Tecnos, Madrid,€ 21980, «Advertencia del autor», p.€49. Estas palabras son tomadas al pie de la letra de uno de los protagonistas de la Asamblea constituyente, Pierre-Louis Roederer: «l’affection qui a dédidé le premier éclat de la révolution [...] c’est l’amour de l’égalité» (cf. P.€Rosanvallon, La sociedad de los iguales, trad. de M.€Pons, RBA, Madrid,€2009).
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Política como política de los derechos Pero ¿quién encarna hoy este sentimiento de los derechos, hoy que los grandes sujetos históricos, la burguesía y la clase trabajadora, que en la modernidad han sido los protagonistas de su ascenso, han sido desbordados y rebasados? Los exégetas de la sociedad de la comunicación han tratado de buscarlos en una clase creativa o en una clase hacker, en la inteligencia colectiva o conectiva que ella encierra. Pero, prisioneros de estas abstracciones, no consiguen captar las dinámicas reales que precisamente en torno a los derechos se están manifestando, esas que, como se ha recordado antes, hacen que las instituciones tradicionales descubran nuevas funciones, que ofrecen oportunidades crecientes para la acción individual y colectiva, que pueden acercarse a un universalismo inédito que rescata la fragmentación individualista. Los derechos no se pierden en el mundo global. Si a menudo es difícil encontrarlos, más frecuente es la fatiga de quien se afana en que puedan ser reconocidos. La edad de los derechos no es un tiempo pacífico, un lugar en el que vivir al reparo de las acechanzas, un depósito de reserva al que acudir cuando hay necesidad. Conscientes de todo esto, como de las dificultades que siempre se encuentran en un tiempo nuevo, no es de un crepúsculo de la edad de los derechos de lo que debemos hablar: si acaso, de un eclipse del espíritu público capaz de «tomarse los derechos en serio»77, de reconocerse en ellos y luchar por ellos. Tal vez debamos llegar a la conclusión de que cada tiempo ha conocido su particular edad de los derechos y que solo una cierta soberbia de la modernidad la ha llevado a generalizar su modelo de manera que la más mínima desviación la considera como una pérdida, un colapso, un declive. Visto con mayor amplitud de tiempo, el tema de los derechos permite contemplar un horizonte más dilatado, permite un relato que destaca la diversidad de los contextos que parecen marcar distancias insalvables, pero también recurrencias y similitudes que nos hablan de una duración más larga y de universalidades imprevistas. Si, por hacer una sola referencia, reflexionamos sobre la controvertida fortuna del habeas corpus, nos topamos de lleno con una categoría, de la que nos aprestamos a celebrar su noningentésimo aniversario, que es a un tiempo el cumplimiento de una historia anunciada y la intuición del fundamento de los derechos en el cuerpo de la persona, es decir, en lo que más inmediatamente representa lo humano. En tiempos de globalización, cuando para legitimarla se invocan con frecuencia inadecuados e interesados precedentes, la reconstrucción de una trama también global de los derechos no puede ser confiada solo a los
77. R.€Dworkin, Los derechos en serio, cit.
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continuos impulsos de las innovaciones científicas y tecnológicas que a su manera unifican el mundo imponiendo, sin embargo, sus particulares lógicas, su propio «código». En la emergencia planetaria de referencias comunes, que se encarnan en una multiplicidad de prácticas tendentes a la afirmación de los derechos, se capta la otra cara de la globalización€que exige una capacidad de conectar con lo que sucede en un mundo que€es nuevo, sí, pero que ninguna decisión autoritaria puede reducir a una sola cifra. Si queremos mantener una secuencia que empieza con la Ilustración, tenemos que volver a ese diálogo con otras culturas que precisamente la Ilustración cultivó, como lo testimonian Les lettres persanes, de Montesquieu, o Zadig, de Voltaire, y que poco a poco se fue olvidando tal vez por el éxito de la construcción que Occidente había conseguido con las declaraciones de los derechos, que luego también se fueron separando del contexto mismo que los había generado. El código de esta empresa tiene un nombre: política. Los derechos son débiles cuando caen en manos de poderes incontrolados que se apoderan de ellos, que los vacían, y que, incluso cuando dicen respetarlos, lo que hacen es acompañarlos en una melancólica despedida. Los derechos se hacen débiles porque la política los abandona. Y lo que consigue es perderse ella misma, porque en tiempos difíciles, y así son los que vivimos, su salvación radica en convertirse con convicción en política de los derechos, de todos los derechos.
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Capítulo IV MUNDO DE LAS PERSONAS, MUNDO DE LOS BIENES
Lo contrario de la propiedad En€1964, un profesor de la Facultad de derecho de la Universidad de Yale, Charles Reich, publicó un artículo titulado «The New Property»1, que tuvo una cierta influencia en la discusión científica y en la orientación de los tribunales. El asunto es simple y parte de la constatación del papel del Estado como directo dispensador de riqueza, no solo porque distribuye recursos financieros sino, además, porque concede determinadas ventajas económicas —desgravaciones fiscales, subsidios, incentivos, licencias, autorizaciones para el ejercicio de una actividad, concesiones de servicios— a algunos sujetos determinados. Todo este conjunto de largess, de atribuciones provenientes de lo público, formaba parte de la esfera de las «prebendas», confiadas a la discrecionalidad política y administrativa en la que se reflejaba, distorsionado, ese tránsito de la propiedad del trabajo, a «ese nuevo perno de la estratificación social que es el empleo», indagado con tanta profundidad como sutileza por Wright Mills2. La parecía a Reich que en ese tránsito «de la propiedad a la no propiedad»3 se habían perdido las garantías que deben acompañar a la persona cuando esta confía sus propias opciones y su propio futuro a «bienes» de incierta estabilidad, que pueden serle arrebatados por una decisión del poder público. El camino empleado para afrontar las «no propiedades» fue atribuirles las mismas prerrogativas existentes en el histórico modelo propietario. Y de 1. C.€A.€Reich, «The New Property»: Yale Law Journal,€73 (1964), pp.€733-787. Examiné analíticamente estos problemas allá por€1981 en la introducción a Il terribile diritto. Studi sulla propietà privata, Il Mulino, Bolonia,€21990. 2. C.€Wright Mills, White-collar. Las clases medias en Norteamérica, Aguilar, Madrid,€1973. 3. Ibid.
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aquí «la nueva propiedad», proyección en el mundo nuevo de aquel pasado seguro. Se trataba de una decisión institucional, ni nueva ni imprevisible. El modelo propietario, dado su enraizamiento histórico y social, ha acabado siendo la más intensa forma de protección jurídica a la que recurrir siempre que se quiera disponer de una tutela fuerte. En Italia, por ejemplo, la sustitución de la propiedad por la empresa, en el corazón del sistema económico, ha supuesto la reconstrucción del derecho de empresa con un transvase de la categoría propietaria4. Para reforzar las garantías del empleo, en el Estatuto de los trabajadores se habla de una tutela «real», considerando el puesto de trabajo como un bien que va acompañado por una tutela precisamente de tipo propietario. En€2003, otro estudioso estadounidense, James Boyle, abría un número de la revista Law and Contemporary Problems proponiendo una cuestión radical: «The Opposite of Property?»5. En el centro de su análisis ya no se proponía el modelo propietario sino que la atención se desplazaba hacia una diferente gestión de los bienes, ni individualista ni exclusiva. No de todos los bienes, claro está. Pero un cambio tan profundo determinaba una cesura porque el modelo de propiedad solitaria ya no se refería a todos los intereses que quieren estar amparados por una garantía jurídica especialmente cualificada. ¿Qué había sucedido en esos cuarenta años que separan un estudio de otro? En el mundo había comenzado a difundirse eso que Franco Cassano ha llamado la «razonable locura de los bienes comunes»6. La locura, elogiada por Erasmo y reconocida como método en Hamlet, se colaba en€el ordenado mundo del derecho y se la señalaba como una característica del nuevo homo civicus, liberado de la obligación de entregarse a la obsesión propietaria, que lo separaba y lo alejaba de sus semejantes, reencontrando en su lugar el filón de los lazos sociales. Pero, en ese oxímoron que asocia razón y locura, hay una clara indicación de método. Los bienes comunes exigen una forma diferente de racionalidad, capaz de asumir los profundos cambios que estamos viviendo y que afectan a las dimensiones social, económica, cultural y política. Nos vemos, pues, obligados a ir más allá del esquema dualista, más allá de la lógica binaria que ha dominado en los dos últimos siglos la reflexión occidental: propiedad pública o privada. Y todo esto se proyecta en la dimensión de la ciudadanía por la 4. R.€Nicolò, «Riflessioni sul tema dell’impresa e su talune esigenze di una moderna dottrina del diritto civile»: Rivista del diritto commerciale, I (1956), pp.€186€ss. 5. J.€Boyle, «Foreword: The Opposite of Property?»: Law and Contemporary Problems,€66 (2003),€1-2, pp.€1-32. Cf. también Íd., «The Second Enclosure Movement and the Construction of the Public Domain», ibid., pp.€33-74. 6. F.€ Cassano, Homo civicus. La ragionevole follia dei beni comuni, Dedalo, Bari,€2004.
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relación que se instituye entre las personas, entre sus necesidades, entre los bienes que pueden satisfacerlas, modificando de esta manera la configuración misma de los derechos, definidos precisamente por la ciudadanía, y de las modalidades de su ejercicio. No se trata de una iluminación repentina. Es el resultado de una reflexión que afecta a los «bienes primarios», necesarios para garantizar a las personas el disfrute de los derechos fundamentales, y para delimitar los intereses colectivos, las modalidades de uso o gestión de esos mismos bienes. «Los intereses colectivos y un entorno no propietario han hecho ganar al mundo institucional una tercera dimensión en la que se mueven con torpeza los defensores de la geometría institucional plana»7. Emerge un entorno no propietario que se manifiesta concretamente en la exigencia de garantizar situaciones ligadas a la satisfacción de las exigencias y de las necesidades de la persona8. La vía hacia el descubrimiento de los bienes comunes queda, pues, abierta. A primera vista, la Constitución parece entregada al esquema binario ya que el art.€42 se abre con las palabras «la propiedad puede ser pública o privada». Pero la tercera dimensión aparece en el art.€43 donde se prevé, en concreto, que pueden ser confiadas «a comunidades de trabajadores o de usuarios determinadas empresas o categorías de empresas que afecten a servicios públicos esenciales o a fuentes de energía o a situaciones de monopolio que tengan un interés general preferente». Se adopta así una lógica institucional que, para determinados bienes, desvincula el interés no individual de la obligada referencia a la propiedad pública, a la técnica de las nacionalizaciones. Se abre, pues, una tercera vía entre la propiedad privada y la pública cuyo alcance se esclarece analizando las dos referencias esenciales contenidas en el art.€42: la afirmación según la cual la propiedad debe ser «accesible a todos» y el papel atribuido a su «función social». Haciendo referencia al tiempo en que se redactaba la Constitución, es razonable pensar que con la referencia al acceso se quisiera aludir a la necesidad, de todos y cada uno, de poder ser titulares del derecho sobre un bien según el modelo de la propiedad solitaria. «Ya no todos proletarios, sino todos propietarios». Así se decía, con evidente espíritu polémico, en el Programa de la Democracia Cristiana para la nueva Constitución9 (cuyos representantes en la Asamblea constituyente tuvieron una decisiva importancia, para nada conservadora, en la redac 7. Así escribía yo en€1981, cf. Il terribile diritto, cit., p.€44. 8. Ibid., pp.€ 39-42. Véase también P.€ Rescigno, «Disciplina dei beni e situazioni della persona»: Quaderni fiorentini per la storia del pensiero giuridico moderno, II/5-6 (1976-77), p.€872. 9. [G.€Gonella], Il Programma della Democrazia Cristiana per la nuova Costituzione al I.º Congresso nazionale della D.C. (24-27 aprile€1946), en Atti e documenti della Democrazia Cristiana,€1943-1959, Cinque Lune, Roma,€1959, p.€201.
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ción del art.€4210). La reflexión más reciente, sin embargo, ha ido sacando a la luz una noción sobre el acceso que no está ligada, ni instrumental ni necesariamente, a la adquisición de un título de propiedad. Acceso y propiedad se presentan como categorías autónomas11 y, en algunas situaciones, como potencial o realmente en conflicto. Se puede acceder a un bien, disfrutar de su utilidad, sin asumir la cualidad de propietario. En este sentido, el acceso constitucionalmente previsto, bien puede ser entendido como un instrumento que permite satisfacer el interés de uso del bien, con independencia de su exclusiva apropiación. Estamos, pues, más allá de las oportunidades que ofrece el art.€43. Igual que en el pasado se distinguía entre propiedad y gestión, en la perspectiva de una contraposición entre propiedad formal y sustancial, así ahora la distinción entre propiedad y acceso es un rasgo que caracteriza la discusión pública12. Cambia la visión sobre la propiedad. «La propiedad [...] no necesita ser confinada, como ha hecho la teoría liberal, en el derecho de excluir a otros del uso o disfrute de algunos bienes, sino que puede consistir en un derecho individual a no ser excluido, por obra de otros, del uso y disfrute de algunos bienes»13. Usando la vieja terminología podría decirse que se pasa de una propiedad «exclusiva» a una «inclusiva». Más correctamente esta situación podría ser descrita como el reconocimiento de la legitimidad de que a un mismo bien puedan acceder sujetos e intereses diversos. El discurso sobre la exclusión queda cambiado por el de la accesibilidad. Esta necesaria adecuación de las categorías en las que puede reflejarse la nueva racionalidad antes recordada, encuentra un posterior desarrollo en la consideración de la histórica, y siempre controvertida, categoría de la función social. Concebida esta en su origen como conjunto de límites y vínculos para el ejercicio del poder propietario, ha sido entendida después también como instrumento para definir el contenido mismo del derecho, para circunscribir desde su origen las facultades que puede ejercer el propietario. Pero también ha sido configurada más tarde como poder de 10. Se llegó incluso a proponer que no fueran reconocidas ni garantizadas las propiedades «malformadas»: sobre este asunto me remito a la reconstrucción del trabajo de la Asamblea constituyente en Il terribile diritto, cit., pp.€273€ss. (también en S.€Rodotà, s. v. «Art.€42», en Commentario della Costituzione, ed. de G.€Branca, Zanichelli, Bolonia,€1982, pp.€69€ss.). 11. Volveré más analíticamente sobre este punto. Por ahora, no obstante, bien estaría ponerse en guardia frente a las simplificaciones que han pronosticado una especie de progresiva irrelevancia de la propiedad y del mercado, como en algunos escritos de J.€Rifkin, La era del acceso. La revolución de la nueva economía, trad. de J.€F.€Álvarez, Paidós, Barcelona,€2000. 12. Lo señalaba en Il terribile diritto, cit., p.€16. 13. C.€ B.€ Macpherson, «Liberal-Democracy and Property», en Íd. (ed.), Property. Mainstream and Critical Positions, OUP, Oxford,€1978, p.€201.
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una multiplicidad de sujetos para participar en las decisiones que afecten a determinadas categorías de bienes14. Desde el momento en que algunos bienes constituyen el centro de una «constelación» de intereses, esta particularidad implica que, de maneras obviamente diferentes, se dé voz a quien los representa. Emerge, pues, un modelo participativo. La revisión de las categorías propietarias, por tanto, arrastra tras de sí la revisión de las categorías de bienes, dando lugar a los bienes comunes que asumen características también irreducibles a los modelos históricamente conocidos. Pero no solo nace una nueva categoría de bienes. La abstracción propietaria se disuelve en la concreción de las necesidades, que surgen para conectar los derechos fundamentales con los bienes indispensables para su satisfacción. El cambio es realmente profundo. Derechos fundamentales, acceso a la propiedad, bienes comunes, diseñan una trama que define de manera novedosa la relación entre el mundo de las personas y el mundo de los bienes. Esto, al menos en los dos últimos siglos, había sido confiado a la mediación propietaria, a las modalidades con las que cada uno podía llegar a la apropiación exclusiva de bienes necesarios. Y esta mediación es la que ahora se pone en tela de juicio. La propiedad, sea pública o privada, ni puede abarcar ni agotar la complejidad de la relación persona/bienes. Un conjunto de relaciones queda hoy confiado a lógicas no propietarias. Propiedad y acceso a la propiedad Para comprender mejor este asunto es indispensable conocer las elaboraciones que en los últimos años han articulado las formas propietarias redefiniendo las categorías de bienes. Conviene también remitirse a un pasado más lejano, por ejemplo a la ya recordada reflexión de Alexis de Tocqueville, que aquí debe completarse con una anotación final referida al hecho de que, en el gran campo de batalla de la propiedad también estarán presentes «las grandes agitaciones públicas y los grandes partidos». Es importante destacar que el liberal-conservador que fue Tocqueville no se encerró en la ecuación «propiedad igual a libertad», es decir, en la dimensión puramente individualista. Desde el momento en que la institución propietaria se convertía en un asunto de sociedad, advertía que el momento del conflicto era inevitable ya que esto es lo que caracteriza las dinámicas de la institución propietaria. No es casual que aquel gran analizador de la sociedad francesa que fue Honoré de Balzac, tres años antes, en€1844, titulara una de sus novelas Les paysans. Qui propieté a, guerre a, quien tiene propiedad, guerra tiene. 14. Es la conclusión a la que llegué en Il terribile diritto, cit., p.€27, y que creo que ha sido confirmada por los sucesivos desarrollos.
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De nuevo la imagen bélica, la única posible para describir la aspereza del conflicto15. Aquel conflicto ha continuado, ininterrumpidamente, y el campo de batalla, que para Tocqueville era sustancialmente el de la propiedad de la tierra, se ha ido progresivamente incrementando. Hoy son, sobre todo, los bienes comunes —del agua al aire, al conocimiento— los que están en el ojo del huracán de un conflicto realmente planetario, del que nos hablan las crónicas confirmando su directa naturaleza política, y que no se deja enclaustrar en el tradicional esquema de la relación entre propiedad pública y propiedad privada. Nuevas palabras recorren el mundo: software, acceso libre, no copyright, acceso libre al agua, al alimento, a los fármacos, a Internet; y todas estas nuevas formas de acceso asumen la condición de derechos fundamentales. La Asamblea general de las Naciones Unidas ha aprobado una resolución que reconoce el acceso al agua como un derecho fundamental de todas las personas de la misma manera que ha subrayado el derecho€de cada cual a una «adecuada alimentación». Y es en torno a estos bienes donde el conflicto se agudiza. Las señales son continuas. En muchas áreas del mundo se hallan en curso verdaderas «guerras por el agua»16; las previsiones para el futuro hablan de un riesgo concreto de sed para€las€personas y de dificultades para una serie de producciones, en primer lugar las agrícolas; en Italia la cuestión se ha vuelto ineludible ya que, en€2011, veintiséis millones de personas han dicho no en un referéndum a la privatización de la gestión del agua porque quieren que siga en la dimensión de los bienes comunes. Diversos países han reconocido ya el acceso a Internet como derecho fundamental de la persona y lo han hecho con diversos instrumentos —constituciones (Estonia, Grecia, Ecuador); decisiones de órganos constitucionales (Consejo constitucional francés, Tribunal Supremo de Guatemala), legislación ordinaria (Finlandia, Perú)—. Por otra parte, el plan 15. Sobre los conflictos de aquellos años, puede verse, entre otros muchos, R.€Magraw, Il secolo borghese in Francia.€1815-1914, trad. it. de E.€Joy Mannucci, Il Mulino, Bolonia,€1983, que aquí cito no solo para destacar que tras la represión de€1848 «la propiedad fue elevada a religión», añadiendo que «los socialistas eran ateos y caníbales; la masacre era una guerra santa a favor de la civilización» (p.€148); sino, sobre todo, por la anotación relativa al hecho de que el Código forestal de€1827 «facilitaba la venta de los bosques comunales a privados y propietarios de fundiciones, y endurecía el control de los guardias forestales estatales sobre los derechos de pastos y de recogida de leña». Esta «erosión de derechos comunitarios constituía una amenaza grave para las comunidades campesinas» (p.€117), con un fuerte efecto de exclusión determinado justamente por estos «cierres» y por la consiguiente polarización entre propiedad privada y pública, dimensiones ambas a las que los campesinos y sus comunidades eran absolutamente ajenos. 16. V.€Shiva, Las guerras del agua: privatización, contaminación y lucro, Siglo XXI, Madrid,€2003.
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Obama acerca de las comunicaciones contiene una significativa reinterpretación del servicio universal; la Unión Europea y el Consejo de Europa ya se han expresado a favor del derecho de acceso; de todo esto se discute intensamente en la red y asuntos como el de la «primavera árabe», donde se produjo un intenso uso de la red que luego degeneró en movimientos represivos y censores contra sus usuarios, inducen a demandar que la utilización libre de Facebook sea reconocida como un derecho fundamental de la persona. En documentos oficiales, como el Informe presentado por el relator especial Frank La Rue al Comité para los derechos humanos de la ONU, en mayo de€2011, se afirma explícitamente el carácter de derecho fundamental del acceso a Internet. Por lo demás, el hecho de calificar el acceso a Internet como derecho fundamental no es más que un reflejo de la función asignada a tal derecho como condición necesaria para la efectividad de otros derechos fundamentales, en especial para el derecho a la libre construcción de la personalidad y para la libertad de expresión. La atención especial al acceso se ha ido generalizando y ha pasado de ser algo meramente instrumental en determinados casos (acceso a documentos administrativos, a datos personales), a hacerse poco a poco algo autónomo, pues define una modalidad de acción, a ser reconocido como un derecho necesario para definir también la posición de la persona en el contexto en el que vive. El acceso, entendido como derecho fundamental de la persona, se configura como un trámite necesario entre los derechos y los bienes, libre de la hipoteca propietaria. No es casual que esta dinámica vaya acompañada de otras acciones institucionales dirigidas a liberar de vínculos el conocimiento y su circulación, como ha sucedido con la ley islandesa que ha hecho de Internet un verdadero espacio libre, el lugar de una libertad total, donde es legítimo hacer públicos incluso documentos clasificados como secretos. La tendencia es clara. La delimitación cada vez más obvia de una serie de situaciones como derechos de la ciudadanía, más bien, como derechos inherentes a la constitucionalización de la persona, implica la puesta a punto de una instrumentación institucional capaz de identificar los bienes directamente necesarios para su satisfacción. Y esos son, ante todo, los esenciales para la supervivencia (el agua, el alimento) y para garantizar igualdad y libre desarrollo de la personalidad (el conocimiento). Cada vez hay más acuerdo en considerarlos como «bienes comunes», pues señalan ante todo su conexión con la persona y con sus derechos. De manera que cuando se habla del acceso a estos bienes se está realizando una doble operación: la efectiva construcción de la persona «constitucionalizada» se adscribe a otras lógicas diferentes a la propietaria, es decir, al margen de la dimensión puramente mercantil; el acceso se configura, no como una situación puramente formal, como una llave que da paso a una estancia 109
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vacía, sino como el instrumento que hace inmediatamente utilizable un bien por parte de los interesados sin ulteriores mediaciones. Bienes comunes y nexo social Estos ejemplos, entre otros muchos que podrían citarse, nos indican que hay elementos de continuidad y de discontinuidad con respecto al análisis de Tocqueville. Cuando este autor se refería a la tierra, a sabiendas de su escasez, sabía que la tierra no admite usos «rivales», que con la tierra no caben utilizaciones análogas y simultáneas por parte de sujetos diversos. También en el caso de un bien vital como el agua se da la situación de escasez. Diferente, sin embargo, es la situación de otros bienes, como el conocimiento, que en la red no tiene ese carácter y que, por tanto, es susceptible de usos no rivales, configurándose como un common. Si dirigimos la atención a las diversas categorías de bienes en propiedad y los consideramos en clave histórica y no ideológica, tal vez nos sea posible rastrear un análisis más adecuado de la realidad que tenemos delante. Todos sabemos que los diversos éxitos de la propiedad privada en la modernidad occidental individual han sido solo algo más que «reliquias» de otros tiempos17, dado que nunca han sido eliminadas del todo las áreas en las que es posible buscar gestiones públicas o colectivas de los bienes. Sin embargo, la imposición de un régimen de propiedad de Estado o comunitario no ha podido cancelar del todo la atribución exclusiva de algunos bienes a sujetos singulares, aunque solo fueran los ligados a la vida cotidiana. Pero es precisamente esta alternativa lógica binaria la que resulta hoy inadecuada, ya que cada vez es mayor el número de bienes afectado por su inclusión en la categoría de propiedad común. Lo que no significa que deba ser vista con la mirada nostálgica de quien ve en este fenómeno un retorno a los tiempos que precedieron, en Inglaterra, a las enclosures de las tierras comunes, y en otras partes al predominio de la propiedad solitaria. No es tanto el retorno a «otro modo de poseer»18 cuanto la necesaria construcción de lo «opuesto a la propiedad». Es este un punto que hay que analizar con atención no para liberarse del pasado, sino porque una reconstrucción en materia de bienes comunes arrastra consigo, explícita o implícitamente, claras referencias a la premodernidad, esa que a veces alguien se propone revitalizar. «En el nuevo Medievo, los tiempos parecen maduros para revueltas e insurrecciones»19. Se da aquí una consonancia con el «neomedievalismo institucional» al que 17. G.€Venezian, «Reliquie della propietà collettiva», en Íd., Opere giuridiche II.€Studi sui diritti reali, Athenaeum, Roma,€1919. 18. P.€Grossi, Un altro modo di possedere, Giuffrè, Milán,€1977. 19. U.€Mattei, Bienes comunes, trad. de G.€Pisarello, Trotta, Madrid,€2013, p.€41.
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se ha referido con insistencia y con más determinación que otros Manuel Castells20, partiendo de la premisa de que «la red, por definición, tiene nudos pero no un centro»21, tiene efectos de policentrismo, de dispersión «de los poderes soberanos entre actores diversos, no jerarquizados entre sí y que no inciden en el mismo territorio»22. La genealogía de este asunto nos lleva a constatar que la categoría «Nuevo Medievo» fue acuñada en los años de la guerra fría y que ha conocido una creciente fortuna en años más recientes, en especial al hacer referencia al proceso de construcción de la Unión Europea23. Ahora, sin poder examinar aquí con detalle una cuestión tan compleja y culturalmente tan poliédrica, habría que advertir, sin embargo, que ha constituido la referencia fuerte para una reconstrucción de las dinámicas de la globalización en términos de pluralidad de «constituciones civiles»24, con dos posibles indicaciones para quien contempla los bienes comunes solo en sus aparentes contradicciones. Si el neomedievalismo induce a cargar el acento en la existencia de una pluralidad de centros, irreducibles a lógicas «comunes», donde cada uno de ellos está gobernado por portadores de intereses diversos, el riesgo de que sea imposible fundar unitariamente el «común» es evidente. Pero, si la multiplicidad de contextos en cuyo seno se sitúan los diversos bienes consiente que cada uno tenga su especificidad, este análisis realista permite liberar la potencialidad de la que cada cual es portador. Se ha dicho con acierto que un uso sumamente amplio de la expresión bienes comunes «puede comprometer su eficacia expresiva y banalizar su sentido», de manera que «es indispensable tratar de captar los caracteres comunes que atraviesan los usos heterogéneos del término para entender después en qué medida, en torno a la definición de bienes comunes, sea posible construir una categoría unitaria de recursos»25. Un trabajo, pues, de análisis y de recomposición que lleva a examinar de maneras diferenciadas la relación entre acceso y gestión, esto es, el significado mismo de la participación. 20. M.€Castells, La era de la información III.€Fin de milenio, Alianza, Madrid,€2001. 21. Ibid. Sobre el problema de las redes véase el amplio análisis, incluso histórico de P.€Musso, Critique des réseaux, PUF, París,€2003 (incluye una discusión con las tesis de Castells, pp.€335-346); y P.€Musso (ed.), Réseaux et société, PUF, París,€2003. 22. D. D’Andrea, «Oltre la sovranità. Lo spazio politico europeo tra post-modernità e nuevo medioevo»: Quaderni fiorentini per la storia del pensiero giuridico moderno, I (2002), p.€103. 23. Ibid., pp.€77-108, para una reconstrucción eficaz de esta historia con persuasivas anotaciones críticas. 24. G.€Teubner, La cultura del diritto nell’epoca della globalizzazione, trad. it. y ed. de R.€Prandini, Armando, Roma,€2005. 25. M.€R.€Marella, «Il diritto dei beni comuni. Un invito alla discussione»: Revista critica del diritto privato,€1 (2011), p.€110.
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Si, por ejemplo, se considera el conocimiento en la red como uno de los temas centrales de la discusión, se percibe de inmediato su especificidad. Luciano Gallino lo ha considerado con razón como un bien público global26. Pero justamente esta globalidad es la que hace que sea problemático y casi imposible de proponer un esquema institucional de gestión que sirva a una comunidad de usuarios, cosa, por lo demás, necesaria y posible en otros casos. ¿Cómo podría rastrearse esta comunidad entre los millones de sujetos que constituyen el pueblo de Internet? De nuevo un desafío a las categorías habituales. La tutela del conocimiento en la red no pasa por la individuación de un gestor, sino a través de la definición de las condiciones de uso del bien, que debe ser directamente accesible a todos los interesados aunque nada más sea con esas condiciones mínimas necesarias con las que se produce el conocimiento. Aquí, pues, no opera el modelo participativo y, además, la posibilidad de disfrutar del bien no exige políticas redistributivas de recursos para que las personas puedan usarlo. Es la manera misma con la que se «construye» el bien la que lo hace accesible a todos los interesados. Son, pues, las características de cada bien, no su «naturaleza», las que deben tomarse en consideración, porque son las que hacen aflorar su capacidad para satisfacer necesidades colectivas y las que hacen posible la intervención de los derechos fundamentales. Los bienes comunes son «de titularidad difusa», pertenecen a todos y a ninguno, en el sentido de que todos deben poder acceder a ellos y nadie puede alardear de tener pretensiones exclusivas sobre ellos. Deben administrarse partiendo del principio de solidaridad. Incorporan la dimensión de futuro y, en consecuencia, deben gobernarse también en el interés de las generaciones venideras. En este sentido son propiamente un «patrimonio de la humanidad» y cada cual debe estar en condiciones de defenderlos incluso tutelando un bien alejado del lugar en el que vive. Se ha iniciado una partida clave sobre la distribución del poder. Un gran estudioso, Karl Wittfogel, ha descrito el despotismo oriental a partir de una «sociedad hidráulica»27, que consentía un control autoritario de la economía y de las personas. Poderes públicos y privados contienden hoy por el gobierno de un recurso escaso y precioso como es el agua y, con la misma determinación, por el control de un recurso abundante y no menos precioso como es el conocimiento. Frente a los nuevos despotismos se alza la lógica no propietaria de los bienes comunes, es decir, de «lo contra 26. L.€Gallino, Tecnologia e democrazia, Einaudi, Turín,€2007. 27. K.€A.€Wittfogel, Despotismo oriental: estudio comparativo del poder totalitario [1957], Guadarrama, Madrid,€ 1966. Acerca de la relación entre soberanía y enclosure véase el capítulo dedicado a este tema en W.€Brown, Walled States Waning Sovereignty, Zone Books, Nueva York,€2010.
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rio de la propiedad». Sobre esta reflexión pueden prestarnos su ayuda algunos recuerdos históricos, como las experiencias de Roma, donde la gestión del agua, con la construcción de las infraestructuras necesarias —los restos de los acueductos nos remiten a aquellos momentos—, era concebida como un instrumento para mantener la cohesión social; hasta la edad imperial estuvo prohibido a los privados tener el agua en sus casas. Muchas son las desviaciones que hay que considerar en su historicidad huyendo de las trampas ideológicas con las que está sembrada la reflexión sobre los bienes comunes. Entre utilización del bien y el logro de beneficio. Entre disponibilidad de un bien y una «clausura» que impida su utilización a otros. Entre derechos de propiedad y creatividad intelectual. Entre bienes materiales y bienes comunes virtuales. Entre valor económico y su reducción a mercancía. Entre interés local y proyección global. Un punto clave de la discusión lo representa el conocimiento, bien común «global»28, del que se sigue repitiendo que no puede ser objeto de «clausuras» propietarias repitiendo en nuestro tiempo lo que, entre los siglos€xvii y€xviii, sucedió en Inglaterra, cuando se recintaron tierras cultivables sustrayéndolas del disfrute común para darlas a propietarios particulares. Para justificar aquel asunto lejano se utilizó el argumento del incremento de productividad de la tierra. Pero hoy, el nuevo territorio común, representado por el conocimiento que puede obtenerse a través de Internet, no puede ser objeto de un ansia desmesurada que quiera transformarlo de recurso ilimitado en recurso escaso, con progresivas clausuras, permitiendo el acceso solo a quien esté dispuesto a pagar y esté en condiciones de hacerlo. ¿El conocimiento, bien común o mercancía global? Los bienes comunes nos hablan de la irreductibilidad del mundo a€la lógica del mercado, marcan un límite, iluminan un nuevo aspecto de la€sostenibilidad: que no es solo ese cúmulo de riesgos proveniente de un inconsciente consumo de los bienes naturales (aire, agua, ambiente), sino algo que está ligado a la necesidad de impedir que las oportunidades ofrecidas por las innovaciones científicas y tecnológicas les sean arrebatadas a las personas. De lo contrario, se cumpliría esa profecía que dice que «la tecnología abre puertas y el capital las cierra». Y, si todo debiese responder exclusivamente a la racionalidad económica, el efecto bien podría ser el de «una erosión de las bases morales de la sociedad», como ha escrito Carlo Donolo29. En este horizonte más dilatado aparecen palabras desaparecidas u olvidadas. El bien común, del que se había perdido su rastro en la vorágine de los particularismos y en la suma individualización de los intere 28. L.€Gallino, Tecnologia e democracia, cit. Cf., además y obviamente, C.€Hess y E.€Ostrom (eds.), La conoscenza come bene comune. Dalla teoria alla prattica, trad. it. de I.€Katerinov, Bruno Mondadori, Milán,€2009. 29. C.€Donolo, «Sviluppo-parolechiave»: Lo straniero,€66/67 (2005).
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ses, se encarna ahora en la pluralidad de los bienes comunes. Pues estos bienes ya no pertenecen a la lógica del uso exclusivo sino, al contrario, muestran con claridad que su característica es la de la condivisión, se manifiesta con renovada fuerza en el nexo social, en la posibilidad de iniciativas colectivas de las que Internet nos da continuos testimonios. El futuro, cancelado por la mirada corta del periodo breve, se nos impone por la necesidad de garantizar la permanencia de los bienes comunes en el tiempo. Retorna de manera ineludible el tema de la igualdad, porque los bienes comunes no soportan discriminaciones en el acceso como no sea al precio de una dramática caída en divisiones que realmente darían lugar a una nueva sociedad de castas, donde retornaría la ciudadanía segregada visto que los bienes fundamentales para la vida, como por ejemplo la salud, se estarían convirtiendo o seguirían siendo más o menos accesibles según las disponibilidades financieras de cada cual. En torno a los bienes comunes se propone además la cuestión de la democracia y de la dotación de derechos de cada persona. En la dimensión global es donde estas consideraciones asumen particular relevancia. La lógica de lo privado, dominante hasta ahora en esta dimensión, ha producido un doble efecto: la commodification of sovereignty y la ausencia del global good. La posibilidad de confiar en una lógica diferente, está, pues, ligada a la plena conciencia de que debe ser garantizada una protection of planetary commons30, justamente de aquellos bienes comunes no reducibles a la medida del mercado y que ya no pueden ser encerrados en los confines nacionales. Público, privado, común La opción, obligada y obvia, de este punto de partida diferente no implica una especie de reductio ad unum del mundo entero de los bienes. Impone, más bien, una nueva clasificación, una taxonomía más rica que la impuesta por la lógica público/privado, que como mucho toleraba distinciones dentro de alguna de estas categorías. Si queda más resaltada la importancia de la finalidad a la que debe referirse cada una de las categorías de bienes, es porque este tipo de revisión impone una renovada atención hacia los sujetos en función de los que se establecen las variadas finalidades. En sustancia, no basta con referirse a la calificación formal del sujeto al que se le atribuye la titularidad del bien. Desde los años treinta, gracias al giro dado a los estudios sobre la propiedad por Adolf Berle y Gardiner Means31, ha quedado evidente la escisión entre propiedad y control 30. Se reafirma en estos temas H.€Muir Watt, «Private International Law Beyond the Schism»: Transnational Legal Theory,€3 (2011), pp.€358,€382 y€427. 31. A.€A.€Berle jr. y G.€C.€Means, Societá per azioni e propietà privata [1932], trad. it. de G.€M.€Ughi, Einaudi, Turín,€1966.
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en las sociedades por acciones, con un trayecto que va del control de una minoría (cada vez más exiguo porcentualmente a medida que crecen las dimensiones societarias y la difusión de las acciones entre el público, aunque siempre anclado en el dato propietario) al poder de los manager32 (a los que se ha tratado de integrar progresivamente en el capital mediante la atribución de participaciones y stock options). Analizada en clave de la efectiva atribución del poder, la propiedad privada se divide en una propiedad formal y otra sustancial: quien efectivamente gestiona el bien puede ser alguien diferente a quien tiene el título formal de propietario. Esta situación ha sido captada por la realista mirada de los juristas que se han liberado de incrustaciones dogmáticas y, además, han analizado de manera diferente el significado político y estratégico del modelo propietario. Se ha empezado, pues, a hablar no solo de una propiedad, sino de más propiedades33, con un modelo plural que, pese a todo, no puede ser analizado de manera simplista como si se tratase de un retorno a la pluralidad de los regímenes propietarios anteriores a la reunificación operada por los códigos y por las doctrinas científicas del siglo€xix. Del lado público, el asunto ha sido bastante más turbulento. La definición de los regímenes políticos en términos propietarios no pertenece a los tiempos recientes, ni siquiera a la modernidad, como enseñan los caracteres del Estado patrimonial y la relación directa entre el soberano y el territorio que, en Gran Bretaña, aunque solo formalmente, ha permanecido inmutable hasta las leyes de€1925. Pero la propiedad estatal de los medios de producción ha configurado los Estados socialistas del siglo€xx y algunas experiencias comunitarias en el seno de algunos Estados, como el caso de los kibbutz israelíes; han circunscrito radicalmente el perímetro de la propiedad personal exaltando el de la propiedad indivisa. Estas grandes experiencias, a veces trágicas, deben recordarse aunque no puedan ser examinadas en detalle. Un dato, sin embargo, merece extraerse de un magma todavía no analizado por completo que guarda relación con la categoría de la propiedad «personal», entendida como ese conjunto mínimo de bienes, indispensables para la satisfacción de unas exigencias también mínimas. Un doble e inquietante reduccionismo que, no obstante, muestra un nexo entre persona y bienes que nunca puede ser rescindido por completo pero que puede recuperarse, más allá de cualquier medida mínima, cuando la persona se reconstruye en su plenitud constitucional. Lo cual implica de hecho la integral recuperación de esos derechos fundamentales que, a su vez, delimitan los bienes funcionalmente ligados a 32. Se puede retornar a J.€Burnham, La revolución de los gerentes, Sudamericana, Buenos Aires,€1967. 33. Véase especialmente S.€ Pugliatti, La propietà nel nuovo diritto, Giuffrè, Milán,€1954.
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esos derechos y a su satisfacción, sin que sea necesario pasar por el modelo propietario privado. Por tanto, en primer lugar, los bienes comunes. Reconstruyendo, aunque sea de manera sumaria, una intrincada vicisitud histórica, bien se puede decir que los bienes comunes han conquistado un terreno que los convierte en ineludible referencia. Y sin embargo, como ya se ha recordado, esta renovada importancia puede pagarse, es su riesgo, con una ampliación de su catálogo, que puede privarles de fuerza analítica y reconstructiva (si todo es común, no vale la pena la especificación de los bienes comunes) y con la asunción de vetas casi fundamentalistas que desembocan en ideología. A los juristas corresponde, pues, en primer lugar, la tarea de definir las condiciones de uso de esa expresión, especialmente cuando se le atribuye un valor normativo. Por lo demás, el acento puesto sobre los bienes comunes es más semejante a un cambio de paradigma que al descubrimiento de algo que nunca ha dejado de estar presente en los sistemas jurídicos —una propiedad colectiva, o bien contemplada como una reliquia, o bien como una potencialidad no expresada—. Si se quiere rastrear alguna genealogía histórica, política e institucional, la mirada debería dirigirse a los muchos, y no muy afortunados, intentos, especialmente durante los años setenta, de construir un espacio no propietario mediante nacionalizaciones «invertidas» y planes para una gradual transmisión de la propiedad de la empresa a sus dependientes34. En esta clave, esos intentos podrían ser considerados como el símbolo que mejor revela la posibilidad de cerrar un paréntesis, el de la moderna propiedad privada, que una operación política ha convertido en un arquetipo del que no se podría salir35, el corazón de esa nueva versión del derecho «natural» que funda la religión del mercado de los últimos tiempos. Pero, más concretamente y con más rigor, debemos ver los bienes comunes en primer lugar como elemento inseparable de una persona liberada de la exclusiva dependencia de la propiedad, en una perspectiva que, siguiendo todavía las palabras del art.€3 de la Constitución, conjuga «el pleno desarrollo de la persona humana y la efectiva participación de todos los trabajadores en la organización política, económica y social del País». El punto más significativo, cultural y políticamente, de esta renovada fundación no propietaria consiste en que devuelve centralidad a las relaciones sociales, cuestionando el modelo individualista sin negar por ello la libertad de las personas que conquistan más eficaces condiciones de ex 34. Recuerdo el «plan», que suscitó atención y discusiones, del sueco R.€Meidner, Il prezzo dell’eguaglianza. Piano di riforma della propietà industriale in Svezia, trad. it de A. y G.€Malm, Lerici, Cosenza,€1976. También J.€Meade, Agathotopia, trad. it de L.€Borro, Feltrinelli, Milán,€1989. 35. Véase la clara toma de posición de M.€S.€Giannini, «Basi costituzionali della propietà privata»: Politica del diritto,€4-5 (1971), p.€443 y passim.
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pansión y de veracidad por su conexión con los derechos fundamentales. Pero la luz de los bienes comunes podría deslumbrarnos como dándonos a entender que podemos desentendernos de las propiedades públicas o privadas. Si se contempla solo su horizonte podemos dejar de ver el efecto de sistema que producen. Por un lado, la propiedad pública debe estar liberada de los tradicionales esquemas abstractos que todavía la aprisionan, dominios y patrimonios, en beneficio de una clasificación que vaya desde las funciones propias del Estado y de sus articulaciones hasta llegar a bienes a los que haya que garantizar la mejor utilización económica posible36. La propiedad privada, por su parte, no solo ha sido relativizada con respecto a esquemas que excluyen cualquier interés que no sea el del propietario. Debe ser entendida y regularizada en función de las actitudes de los bienes que la constituyen sin olvidar, aunque sea de modo peculiar, que también ella «vive en sociedad», dando especial relieve a sus componentes «públicos» y «comunes», sacados a la luz por una multiplicidad de instrumentos jurídicos, desde los planes reguladores a las disciplinas sobre el medio ambiente. La proyección de la persona en el mundo no pasa solo por los bienes comunes, así como la relevancia de los derechos fundamentales, por cuanto hace referencia a su relación con los bienes, no se agota en esa única dimensión. La especialidad de la relación instituida por los bienes comunes, como ya se ha recordado, reside en la actitud de estos bienes, históricamente asegurada por su concordancia con los derechos fundamentales, para satisfacer necesidades de la persona constitucionalizada, es decir, no de un sujeto abstracto construido en la indiferencia por la materialidad del vivir. Se va pues más allá de esa especie de contemplación del horizonte de los derechos fundamentales, lejano y tal vez inalcanzable. La imbricación de los bienes comunes con los derechos fundamentales produce un enriquecimiento concreto de la esfera de los poderes personales que, a su vez, realizan precondiciones necesarias para la efectiva participación en un proceso democrático. Se podría decir que de esta manera se fomenta una nueva oportunidad de conjunción entre hombre y ciudadano. Se delimita un espacio, justamente «común», más allá del individuo y del Estado. «Es esta dimensión meta-estatal y meta-individual el elemento característico de un espacio común o colectivo cuya importancia y expansividad son cada vez más crecientes y evidentes»37. Pero los bienes comunes se extienden también en una dimensión más amplia en la que, junto a la referencia a los derechos fundamentales, está 36. Cf.€U.€Mattei, E.€Reviglio y S.€Rodotà (eds.), I beni pubblici. Dal governo democratico dell’economia alla riforma del codice civile, Accademia Nazionale dei Lincei, Roma,€2010. 37. Son las penetrantes consideraciones de P.€Costa, Democrazia e beni comuni, de próxima aparición.
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también la que afecta a un gobierno del cambio entendido como la salvaguarda del ecosistema y de la supervivencia misma de la humanidad. También aquí, evidentemente, aparecen derechos, como el de la tutela del medio ambiente, y sujetos a los que se refieren —la humanidad, las generaciones futuras. «Los procesos hipermodernos y globales están empapados en bienes virtuales, cognitivos y normativos»38. No todos necesariamente comunes, como parece obvio. Sin embargo, en esta dimensión, el «común» es una referencia ineludible para identificar los recursos necesarios para gobernar el cambio global, el «global change» —un proceso en constante devenir, no un aserto consolidado—. También estos recursos pueden presentarse a sí mismos como bienes que hay que salvaguardar: las diversas formas del conocimiento, producidas no solo por la innovación tecnológica, sino como una precipitado histórico de culturas, tradiciones, experiencias y «saber hacer» sedimentado durante siglos; los recursos naturales; los bienes culturales, medioambientales, arqueológicos, paisajísticos. Todo este conjunto de bienes plantea problemas de tutela, para evitar nuevas «clausuras», para aislarlos de lógicas que fomentan las condiciones institucionales para su entrada en el circuito mercantil; y problemas de «puesta en valor», para evitar la tragedia de los anticommons, para impedir la infravaloración de su potencialidad. Más allá de la soberanía nacional Muchas son, pues, las dimensiones de los bienes comunes y todas ellas marcan las modalidades de la existencia. Sin embargo, esta íntima relación que tienen con la vida de cada cual no equivale a decir que vaya a transformarlos en un componente de la «sociedad de los individuos», cerrada y segmentada. Así como encarnan lo opuesto a la propiedad, de igual manera delinean lo opuesto al individualismo —una sociedad en la que son constantes los intercambios y las interacciones entre lo individual y lo social, donde la reconstrucción de los nexos sociales es precisamente el tema central—. Al mismo tiempo, sin embargo, la palabra «común» puede llevar a un equívoco que consiste en considerar que su dimensión propia es la comunitaria. Sigue aquí presente la histórica imagen de la relación entre la pequeña comunidad y esos bienes que permitían a los pertenecientes a un grupo el ejercicio libre del derecho a los pastos, a la leña, al agua. En la fase que estamos viviendo, un rasgo característico de los bienes comunes es que se ha producido un movimiento ascensional que los ha llevado desde la periferia al centro del sistema, haciendo casi 38. C.€Donolo, Sui beni comuni virtuali e sul loro ruolo nella governabilità dei processi sociali, de próxima aparición.
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imposible la propuesta del retorno a los modelos pasados. Su innovador alcance, que parte desde la persona y desde sus derechos, va más allá€de este confín, proyecta a la persona más allá del lugar en el que vive, debido a las interdependencias que condicionan el acceso a los bienes de la vida —las modalidades de producción, las lógicas del comercio internacional, la salvaguarda de los ambientes y de las tradiciones—. Es la lógica del «común»39 y no la de la «comunidad» la que funda el espacio de los bienes comunes, cada vez más globales: a menos que con este último término se quiera hacer referencia a la «comunidad humana», es decir, a algo opuesto a la clausura de fronteras, en apariencia protectoras pero€que en sustancia están peligrosamente ligadas a una idea de pertenencia que puede producir conflictos con quien tenga otra diferente y oponga intereses competitivos sobre un mismo bien. Recuérdese, por ejemplo, que impedir que el agua dependa de alguna soberanía, pública o privada, es la condición, no solo para una equitativa distribución de los recursos, sino para evitar lacerantes conflictos, como esa «guerra del agua» de la que ya hemos hablado y que empieza a convertirse en un lugar común del presente y una anticipación del futuro. Forzando un poco las cosas, ¿podría decirse que los bienes comunes, considerados retóricamente desde este punto de vista, podrían contribuir al inalcanzable derecho a la paz? Lo que se observa, con mucha más modestia es que las dinámicas de estos bienes, como protección de los derechos fundamentales y como recursos que hay que poner en el común, van en la dirección no autoritaria ni instrumental de los valores compartidos. La búsqueda de raíces más profundas, más lejanas, que supongan una continuidad con el pasado, suscita otro equívoco. La relevancia y la tutela de los bienes comunes se derivarían de una especie de naturaleza propia,€de una especie de esencia que los caracterizaría al margen de cualquier contingencia. Esta manera suya de aflorar, impetuosa y expansiva, no puede hacer abstracción de la historia y de sus movimientos. La atención por el ecosistema es hija de las violaciones perpetradas por el desarrollo industrial, de la misma manera que la invención cultural del paisaje parte de la demanda de una tutela que lo sustraiga de la lógica propietaria. El cambio de los asentamientos territoriales, el desarraigo de las personas de los lugares en que vivían, la imposición de patentes en la agricultura y su dimensión industrial dan un nuevo sentido al derecho al alimento. La apropiación de lo viviente y del conocimiento, como bienes comunes, son impensables fuera del innovador contexto científico y tecnológico. Y podríamos continuar. Pero un punto unificador «natural» no puede encontrarse ni siquiera en una referencia genérica a la persona o 39. Dilatada con frecuencia con formas ambiguas y palingenésicas. Cf.€M.€Hardt y A.€Negri, Imperio. Ni público ni privado sino común, Paidós, Buenos Aires,€2002.
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a sus exigencias porque, incluso estas, más allá de la obvia importancia atribuida a su supervivencia, están estrechamente ligadas a su construcción cultural e institucional, a su transferencia desde el indeterminado mundo de las necesidades al más exigente de los derechos fundamentales. Si se une el bien común a algún tipo de esencia o de naturaleza, en apariencia se le daría un fundamento más seguro, pero en sustancia se introduciría un vínculo que haría difícil su calificación como bien común de algo que solo es el fruto de la cultura y de la historia, no de una visión metafísica. Gracias a esta diferente concepción impuesta por los bienes comunes se puede ir realmente más allá del modelo occidental, más allá de su «individualismo propietario», relativizándolo a través de una reflexión histórica y comparativa que deje bien claro que esta idea diferente puede ser considerada como una de las posibles variantes de la relación entre la persona y el mundo externo. Bien se adivinan aquí los complejos y peligrosos entresijos entre propiedad y soberanía que podrían desembocar en empresas destructivas de los bienes comunes. Retorna la referencia a la selva amazónica para insistir en que las intervenciones especulativas ponen en riesgo, no solo un ecosistema local sino un elemento esencial del ecosistema global. Se le pide a Brasil que salvaguarde un bien que la humanidad considera «global», entrando de esta manera en conflicto con esa versión de la soberanía nacional que comprende el derecho de todo Estado a disponer libremente de los recursos propios. Para disolver esta contradicción es indispensable sobrepasar las nociones de propiedad y de soberanía para llegar a la de una solidaridad que ponga en evidencia que el beneficio común de la salvaguarda de un elemento constitutivo del ecosistema global debe ir acompañado de la construcción de un contexto en el que emerjan responsabilidades «comunes» de todos los sujetos interesados en que ese bien sea considerado como uno de los necesarios para garantizar derechos fundamentales, que no son solo los de los ciudadanos de un Estado singular. Solo así, como ya se recordado, podría la humanidad salir de las nieblas de una subjetividad indistinta y asumir el rostro de la comunidad de los Estados; y tendrá que asumir también el deber de destinar a la salvaguarda de ese bien recursos justamente «comunes», para mostrar con nitidez los límites y los peligros de la proyección en el mundo de la categoría de soberanía nacional, a la que la fuerza de las cosas puede poner en graves apuros. En casos como este no es posible seguir la vía de la calificación de un bien como patrimonio de la humanidad, precisamente para evitar la rapacidad propietaria y soberana, como ha sucedido ya con el fondo de los mares, con el espacio extra-atmosférico, con la Antártida, porque habría que ajustar cuentas con una pertenencia nacional ya formalizada con lo que eso implica de cancelaciones de un derecho contemplado en documentos internacionales. 120
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De nuevo la lógica del «común» obliga a proyectos institucionales adecuados a las características del bien considerado, y ratifica la necesidad de políticas adaptadas a la realidad de un mundo en el que las interdependencias crecientes delimitan espacios ya completamente comunes que esperan instituciones que los sustraigan de empresas variadamente destructivas. Vida y bienes comunes Los bienes comunes tienden, pues, a configurarse como lo opuesto a la soberanía, además de a la propiedad. Destinados como están al logro de objetivos sociales y al disfrute de derechos fundamentales, crean una condición institucional de indiferencia con respecto al sujeto que resulta ser su titular formal. Pertenecen a todos y a ninguno: todos pueden acceder a ellos pero nadie puede jactarse de disponer de derechos exclusivos. Se hacen compatibles en sí mismos y, por tanto, deben ser gestionados sobre la base de los principios de igualdad y de solidaridad, haciendo efectivas unas formas de participación y de control de los interesados e incorporando la dimensión de futuro en la que se refleja una solidaridad intergeneracional, una obligación con respecto a las generaciones futuras. En este sentido tienden a constituir un verdadero «patrimonio de la humanidad» cuya tutela está confiada a una difusa legitimación, al derecho de todos a actuar para que sean efectivamente conservados, protegidos, garantizados. A través de esta múltiple atribución de poderes, los bienes comunes promueven una ciudadanía activa e igual. El caso del agua, que hoy forma parte de la agenda política planetaria debido a la fuerza de los acontecimientos, asume particular relevancia en sí misma y por el modo con que sirve de modelo a otros bienes comunes, respecto a los cuales se convierte en una premisa necesaria. El derecho al agua es una condición básica en relación con otros derechos fundamentales esenciales, como el derecho a la salud, el derecho al alimento, en una palabra, el derecho a la vida misma. Las interacciones entre vida y bienes son evidentes. Se ven en el derecho a la salud cuando se concretizan en el derecho a acceder a los medicamentos, algo que desafía constantemente las lógicas propietarias, arropadas sobre todo por el derecho a las patentes. Aquí, como siempre que se afronta el tema de los bienes comunes, nos hallamos frente a procesos no lineales. Cualquier avance es laborioso, problemático. Es un juego que tiene lugar en muchos niveles y en el que participan muchos actores. Personas y Estados, sujetos nacionales e internacionales, sociedades farmacéuticas y organizaciones de ciudadanos se confrontan a diario y muchas veces en forma de conflicto. Pero la salud, pese a la persistencia de algunas resistencias consolidadas, se presenta como un derecho funda121
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mental reconocido en un sentido cada vez más amplio e intenso, como un punto de partida ineludible, como una referencia esencial. Cada vez es más marcada la impostación no propietaria, especialmente en los países donde el conflicto entre la tutela de la vida y de la salud y la lógica del mercado es más evidente y dramático. En este constante conflicto nos hallamos frente a muchas posibles impostaciones, a veces diversas, a veces complementarias. Nuevas utilizaciones de instrumentos, como las licencias obligatorias, o prácticas, como las importaciones paralelas. Recurso constante al poder político. Emergencia informal de coaliciones de Estados, testimoniada por los casos de países como Brasil, Sudáfrica o Tailandia, y sostenida por incisivas intervenciones de sus tribunales supremos. El derecho fundamental a la salud topa así con el conocimiento y el derecho a las patentes se transforma en un campo de batalla. Países como Brasil, Sudáfrica o la India invocan el derecho a producir fármacos a bajo coste (y de exportarlos bajo determinadas condiciones), indispensables para curar a millones de enfermos de sida o de malaria, violando si es preciso los derechos de los que son titulares las grandes multinacionales farmacéuticas. El acceso al conocimiento, desde esta perspectiva, se convierte en una condición necesaria para impedir que la salud esté gobernada exclusivamente por quien la considera una mercancía que se compra en el mercado y no un derecho fundamental de la persona. La cuestión capital pasa por una posible metamorfosis de un saber que ahora se resuelve exclusivamente en la lógica propietaria, como es el caso de la producción farmacéutica. El resultado de este proceso, que además implica al conocimiento en su conjunto, es su transformación, total o parcial, en un bien común. No estamos, pues, frente a una simple asociación entre derechos fundamentales y bienes comunes sino frente a la producción de bienes comunes a través de los derechos fundamentales. El derecho al alimento «adecuado» La cuestión de los bienes comunes asume dimensiones diferentes cuando encaramos el derecho al alimento. Este derecho —en sus especificaciones como alimento seguro, sano y adecuado— se presenta como el componente más específico de la ciudadanía global. Lo demuestra el largo camino que empieza en€1948 con la Declaración de los derechos del hombre de la ONU y llega hasta documentos recientes como el brasileño sobre las Políticas por la seguridad alimentaria (25 de agosto€de 2010) y la nueva Constitución de Kenia (27 de agosto€de 2010), que son manifestaciones concretas de un movimiento más general, testimoniado entre otras cosas por las propuestas de introducir en la Constitución india una medida concreta de lo que supone el derecho al alimento (una cantidad mensual 122
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de arroz). Se está pasando de una impostación desde arriba hacia abajo, que ha tenido su más notable manifestación en la fórmula «lucha contra el hambre en el mundo», a un tipo horizontal donde son los Estados directamente interesados los que se convierten en protagonistas de los procesos, sin olvidar las responsabilidades sociales compartidas de una más amplia gama de actores nacionales e internacionales. Bien se puede decir que nos hallamos frente a una constitucionalización «universal» de este derecho que se corresponde con ese otro proceso de constitucionalización de la persona que constituye uno de los desarrollos más significativos de los diversos sistemas jurídicos. Desde esta perspectiva, la progresiva especificación del significado y la amplitud del derecho al alimento tienen especial relevancia. Al principio, en el art.€25 de la Declaración de la ONU, se lo consideraba como uno de los elementos constitutivos del derecho más general a un estándar de vida adecuado. Después, en especial en el art.€11 del Protocolo internacional sobre los derechos económicos, sociales y culturales, queda mejor calificado como alimento «adecuado» y alcanza un primer nivel de autonomía en la versión mínima que lo califica como «derecho fundamental de cada cual a quedar libre del hambre». Las discusiones y las sucesivas evoluciones normativas darán vida a un derecho fundamental de la persona que afecta a la existencia en toda su complejidad, convirtiéndose de este modo no solo en un componente esencial de la ciudadanía sino en una precondición de la democracia misma. Las diversas etapas de este proceso pueden esquematizarse de la siguiente manera: —╇ de una genérica lucha contra el hambre en el mundo a un específico derecho a acceder al alimento; —╇ de una impostación paternalista a la directa responsabilidad de los organismos públicos; —╇ de su condición de formar parte de los principios a su concreto reconocimiento basado en disposiciones puntuales; —╇ de derecho construido en torno a los worst off, para los más desfavorecidos, al derecho que afecta en su conjunto a la condición humana. La estrategia para el reconocimiento de este derecho se ha ido dilatando progresivamente hasta llegar a considerar el modo de producción de los alimentos: o bien entregado solo a una economía turbo-charged, supercapitalista40, o bien respetuoso con los derechos de todos los productores y consumidores, incluso en la forma del show food, que quiere respetar por igual la efectiva tutela de la salud y del medio ambiente. La seguridad alimentaria se configura, pues, como un límite a la libertad de empresa siguiendo la ejemplar indicación contenida en el art.€41 de la Constitución
40. R.€Reich, Supercapitalismo, Fazi, Roma,€2008.
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donde se afirma que la iniciativa económica privada «no puede desarrollarse en contra de la utilidad social o de manera que dañe la seguridad, la libertad y la dignidad humana». De manera que el derecho al alimento abre una perspectiva más amplia para la tutela de los derechos fundamentales e incluye entre los actores a tener presentes a las generaciones futuras. El acceso a este bien se presenta como un instrumento necesario para que esté asegurado el alimento adecuado. No obstante, llegados a este punto de la discusión, la referencia a la adecuación debe ser reinterpretada. Adecuación significa ir más allá de la impostación minimalista, pese a ser esencial, de la simple liberación del hambre. Mediante el alimento adecuado y seguro no se nutre solo el cuerpo sino también la dignidad de la persona. La adecuación no puede ser considerada como un criterio cuantitativo sino cualitativo. Jean Ziegler, en su informe para la ONU sobre el derecho al alimento, ha subrayado que las personas tienen derecho «a un alimento adecuado y suficiente, correspondiente a las tradiciones culturales del pueblo al que pertenece la persona, y que asegure —desde un punto de vista físico y psíquico, individual y colectivo— una vida plena y digna, libre del miedo»41. Si realmente queremos construir un mundo multicultural, esta indicación es de especial importancia. El derecho al alimento se cruza con la dignidad de la persona y el respeto a la diversidad cultural (mencionadas, por ejemplo, en los arts.€1 y€22 de la Carta de los derechos fundamentales de la Unión Europea); con el principio de no discriminación (art.€21 de la misma Carta); con el derecho al libre desarrollo de la personalidad (tal y como lo considera el art.€2 de la Constitución italiana y el parágrafo€2 de la alemana); con la amplia definición de la salud elaborada por la Organización mundial de la salud como «estado de completo bienestar físico, psíquico y social, y no solo como ausencia de enfermedades»; con la integridad de la persona (de nuevo la Carta europea en su art.€3). El derecho al alimento confirma pues su actitud para ser ineludible punto de convergencia de múltiples principios jurídicos, dándoles particular concreción y contribuyendo a la fundación de un nuevo contexto político-institucional. Considerado desde esta actitud de ser referencia de una serie de derechos fundamentales, el derecho al alimento se presenta también como un fuerte instrumento para contrarrestar cualquier forma de reduccionismo, en especial el que quiere transformar a las personas en meros consumidores pasivos, o en seres «consumidos», como bien ha propuesto Benjamin Barber en su análisis sobre el tránsito de ciudadanos a clientes42. 41. Véase, entre los escritos más recientes, J.€Ziegler, Destruction massive. Géopolitique de la faim, Seuil, París,€2011. 42. B.€Barber, Consumati. Da cittadini a clienti, trad. it de D.€Cavallini y B.€Martera, Einaudi, Turín,€2010.
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El cumplimiento integral del derecho al alimento en los términos con que hemos venido precisándolo es necesario para evitar este destino y para defender efectivamente la integridad y la autonomía de la persona. El acceso al alimento se confirma, pues, como parte integrante de la ciudadanía de manera que el derecho al alimento debe ser considerado como un criterio para comprender la condición de una sociedad y la manera de distribuir y respetar las responsabilidades políticas, económicas y sociales. Esto quiere decir también que el derecho al alimento, en sus diversas especificaciones, participa inevitablemente de las dificultades de garantizar los derechos de las personas en la dimensión global. Un problema que debe ser considerado haciendo referencia siempre al modo con que pueda realizarse la conexión entre determinados bienes y específicos derechos fundamentales que, pese a todo, como ya se ha dicho, no pasa necesariamente a través de procedimientos jurídicos formalizados ni se basa necesariamente en normas vinculantes. Cada vez aparecen dinámicas más complejas que pueden basarse, en principio, en documentos internacionales que ven como protagonistas a unos sujetos sociales capaces de ejercer eficaces presiones informales, que primero sacan a la luz y luego garantizan efectivamente bienes públicos y globales. Conocimiento y ciudadanía Entre todos estos bienes ha adquirido recientemente especial relevancia el conocimiento, en la versión conexa al funcionamiento en la red, a la realidad de Internet, en la que no solo se detecta una cancelación de confines, sino la creación del más amplio espacio público que nunca la humanidad haya conocido. El acceso a este mundo, al conocimiento que produce y contiene, se convierte en un momento capital para entender la cuestión de los bienes comunes, proyectada a todo el planeta y expresiva del modo con el que el poder se crea y se redistribuye en el mundo global. En este espacio, todos y cada uno adquieren la posibilidad de tomar la palabra, de adquirir conocimientos, de producir ideas y no solo informaciones, de ejercer el derecho de crítica, de discutir, de participar€en la vida pública, construyendo de esta manera una sociedad diferente en la que cada cual puede reivindicar su derecho a ser ciudadano en plena igualdad43. Pero eso se hace más difícil, por no decir imposible, si encierran al conocimiento, si lo entregan a la pura lógica del mercado, si lo atenazan con mecanismos de exclusión que ignoran su verdadera naturaleza, amenazando un ascenso que ha hecho del conocimiento en la red 43. Para una valoración fuertemente crítica de la «retórica» democrática de la red, que llega hasta su rechazo, C.€Formenti, Cybersoviet. Utopie democratiche e nuovi media, Cortina, Milán,€2008; Íd., Se questa è democrazia. Paradossi politico-culturali dell’era digitale, Manni, San Cesario di Lecce,€2009.
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el más evidente de los bienes comunes. La importancia de considerar el acceso a Internet como un derecho fundamental de la persona lo confirma de modo constante el papel que desempeñan las tecnologías de la información y de la comunicación en un número creciente de significativos acontecimientos políticos y sociales, como ha sucedido con enorme evidencia en la «primavera árabe», por el papel asumido por las redes sociales. Los modos con que se está desarrollando la participación popular en la vida política, con la emergencia progresiva de una verdadera ciudadanía global, exigen que Internet deba ser considerado como un common, un espacio común donde debe ser rechazada cualquier forma de desigualdad digital, control externo o censura. No obstante, en fase reciente, se ha evidenciado una seria contradicción. Contra más aumenta y se hace accesible el conocimiento, más se recurre a instrumentos que, como los derechos de autor, limitan la utilización de conocimientos antes libremente disponibles44. Refiriéndose a lo que sucede en la industria cinematográfica, como un ejemplo bastante elocuente, Lawrence Lessig ha recordado los nuevos límites encontrados a la hora de rodar una película debido a las reivindicaciones basadas en el derecho de autor, acompañadas de demandas de tipo económico por parte del diseñador de un mueble, del arquitecto de una fachada, del escultor de una obra, objetos que aparecían en las secuencias de la película. La conclusión puede ser la que un director de prestigio daba a un joven autor: «eres completamente libre de rodar la película que te parezca, ahora bien, hazlo en una habitación vacía y con dos amigos»45. Ejemplos como este muestran que al dilatarse las referencias a los derechos de autor, por no decir a un verdadero abuso, se limitan las oportunidades de uso de unos bienes que antes eran comunes en el sentido de que podían ser usados libremente. Lo que quiere decir que no basta con enfatizar la llegada de la «era del acceso», como si la centralidad de esta nueva referencia fuera a liberarnos de las constricciones impuestas por la propiedad. La expansión de la lógica de acceso, hasta configurarse como un derecho autónomo, afecta sustancialmente a bienes que no sean escasos y que permitan usos no rivales. Pero hasta en esta dimensión se insinúa la lógica propietaria pues, al producir «artificialmente» escasez, transforma bienes comunes en productos accesibles solo mediante las reglas del mercado. Los parlamentos, los legisladores se ven ante nuevos desafíos que no se agotan en la necesidad de encontrar puntos de equilibrio entre la lógica excluyente de la propiedad y la incluyente de los bienes comunes. La 44. Para un eficaz análisis del conjunto de estos problemas, véase G.€Resta (ed.), Diritti esclusivi e nuovi beni immateriali, Utet, Turín,€2011. 45. L.€Lessig, La forza delle idee, trad. it. de L.€Clausi, Feltrinelli, Milán,€2006, p.€11.
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afectada es la categoría misma de ciudadanía. La verdadera novedad democrática de las tecnologías de la información y de la comunicación no consiste en dar a los ciudadanos la falsa ilusión de participar en las decisiones mediante el constante recurso a algún referéndum electrónico, como se dijo durante mucho tiempo y como alguien sigue todavía diciendo. La novedad consiste en el poder de todos y cada uno de utilizar la extraordinaria «riqueza de las redes»46, la enorme cantidad de saber disponible gracias a la tecnología, que permite controlar directamente los modos con los que se ejerce el poder, elaborar propuestas autónomas, en definitiva, experimentar y definir nuevas formas de organización social. En este amplio mundo, en el que se hacen concretas algunas modalidades inéditas de democracia «directa», que sin embargo no cancelan la representativa, los parlamentos tienen como tarea primaria propia la salvaguarda de este océano de oportunidades y, al mismo tiempo, la adopción no solo de nuevas técnicas de comunicación, sino, y sobre todo, utilizar Internet en sus múltiples configuraciones para solicitar la opinión de los ciudadanos abriendo de esta manera el camino a procedimientos que den la posibilidad de intervenciones directas en el procedimiento legislativo, revitalizando además la iniciativa legislativa popular. No se trata tanto de superar la contraposición entre democracia representativa y democracia directa, sino de delimitar nuevas modalidades de integración. La democracia parlamentaria saldría revitalizada y ganaría una nueva y más fuerte legitimación si asumiese las funciones de interlocutora permanente de la sociedad en su conjunto. En esta perspectiva, la expresión «democracia como proceso» asume concreción en el espacio público diseñado por Internet. Sin embargo, parece que el público se inclina más hacia el «común», donde la interacción social y la producción de discurso público pueden tener como resultado un verdadero «espace citoyen», el lugar de otra ciudadanía. Este modo de concebir y de utilizar Internet es atacado constantemente por las lógicas del mercado que se hacen tanto más fuertes cuanto los usos comerciales de la Web prevalecen cuantitativamente sobre los no comerciales. Esto da como resultado una no equilibrada utilización de las redes desde dos puntos de vista. En primer lugar, si la red es considerada y utilizada como un espacio invadido por la incitación al consumo, una especie de «World Wide Supermarket», debería estar organizada de manera que garantizara seguridad a sus usuarios. Lo que no equivale a asegurar solamente certeza y fiabilidad en las transacciones comerciales efectuadas en la red. Exige que la Web se presente como un espacio pacificado, 46. Es el título, discutible en muchos aspectos, de Y.€Benkler, La riqueza de las redes. Cómo la producción social trasforma los mercados y la libertad, trad. de F.€Cabello, Universidad de Málaga, Málaga,€2007.
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aséptico, donde nada pueda alterar los comportamientos orientados al consumo. Los argumentos esgrimidos para justificar esta orientación no se limitan al más conocido de la lucha contra la pornografía. Es posible también una tendencia que excluya la presencia de situaciones «desagradables» o de actitudes de disenso más o menos agresivas, es decir, que no acepte todo aquello que se presenta, o que es presentado, como un alejamiento de un modelo de «normalidad». De lo que resulta una especie de «censura de mercado» que ataca la naturaleza del common de la red. En segundo lugar, el acceso mediante formas de pago abre la vía a la más injusta entre las desigualdades digitales, la que instituye una relación entre el dinero y el acceso al conocimiento. Todo esto impone que volvamos al tema de la igualdad, al modo con el que este tema aparece en el mundo de la red: es muy difícil lograr que la impostación basada únicamente en la igualdad de oportunidades se imponga sobre la que se basa en los resultados. Una igualdad que haga abstracción de la efectiva condición de las personas corre el riesgo de proponer el equívoco «patrimonio del proletario» y de esa engañosa igualdad centrada en la abstracta posibilidad de que cada cual, reconocido como sujeto de derecho, puede convertirse en propietario de un bien sin tomar en consideración las desigualdades generadas por los diversos niveles de recursos disponibles. Contradice sobre todo la especificidad del conocimiento en la red, la inmediatez de su relación con el acceso, no casual y ampliamente reconocido como un derecho fundamental de la persona. Siguiendo la línea analítica y reconstructiva antes propuesta, precisamente el reconocimiento de este nuevo derecho fundamental plantea de inmediato el problema de cuáles son los bienes necesarios para su concreta realización que, en el caso aquí considerado, conduce a la construcción del conocimiento como «bien público global»47. No estamos frente a una simple afirmación de principio sino frente a la premisa necesaria para reconsiderar una serie de instrumentos jurídicos, a empezar por las patentes y los derechos de autor. En síntesis, se trata de delimitar un nuevo y más adecuado equilibrio entre los intereses de los autores, de los inventores y de la industria en su conjunto, y los intereses colectivos, no solo al libre acceso al conocimiento, sino a la salvaguarda del ser humano y de la sabiduría cultural acumulada por la comunidad. Por otra parte, la pretensión de mantener intacto el expansionismo sin límites del individualismo propietario está hoy puesto en tela de juicio, incluso por estudiosos que, partiendo de una consideración de las efectivas modalidades de funcionamiento del mercado, subrayan la ineficacia de las tradicionales reglas que gobiernan la producción y la apropiación del saber llegando a pedir incluso el abandono del
47. L.€Gallino, Tecnologia e democracia, cit.
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sistema del derecho de autor. A partir de este punto de vista, no se entra necesariamente en la dimensión de una economía de no-mercado, de un don que, justamente en la red, reproduce muchas de las ambigüedades que históricamente lo han acompañado y han dañado su pureza. Si, por ejemplo, un escritor o un grupo musical deciden colgar en la red una obra propia y autorizar su libre descarga a quien quiera, es posible que esto responda al interés por una mayor difusión de esa obra y, en consecuencia, a la influencia social, cultural y política que esa obra pueda ejercer. Pero es más probable que esa opción corresponda a una lógica diferente, dado que al llegar a un incomparablemente mayor número de personas del que se podría obtener con la venta en librería o en una tienda de música, el valor de «mercado» del autor experimenta un alza que se traduce en el incremento de las retribuciones del escritor como conferenciante, o en la recaudación en conciertos de un grupo musical, que superaría con mucho los beneficios obtenidos por derechos de autor. Antes de llegar a soluciones tan radicales, sin embargo, es posible encontrar proyecciones internacionales que afronten de modo abierto el acceso y la circulación del conocimiento, entre ellas la técnica de los creative commons, que permite al autor fijar el grado de tutela de su obra. El «común» manifiesta así una tendencia a satisfacer intereses que, en la dimensión tradicional, se presentan como inevitablemente conflictivos. Pero el libre acceso al conocimiento incluye también la posibilidad de quedar «expuestos» a las más diversas opiniones, permitiendo su comparación e incrementando así la difusión y el refuerzo del espíritu crítico. Rasgos estos característicos de la democracia que, por una parte, exigen el rechazo de la censura y de las posiciones monopolísticas o dominantes en el sistema de la comunicación y que, por otra, imponen transparencia y acceso directo a las fuentes. El conocimiento cambia de cualidad y cambia el sistema en su conjunto. Lo confirma el cambio del lenguaje: cada vez se habla menos de la sociedad de la información y cada vez más de la sociedad del conocimiento, que permite ir más allá del rumor producido por una avalancha de informaciones hasta acercarnos al pluralismo informativo y a la independencia de juicio. Sucesos como el de Wikileaks lo confirman al desvelar noticias tradicionalmente cubiertas por el secreto, que empiezan a poner en tela de juicio los arcana imperii, consintiendo formas más directas y expandidas de control sobre el poder. Libertad de conocimiento para todos y democracia son conceptos que van de la mano. Las referencias tradicionales adquieren un sentido más profundo. La de Luigi Einaudi y su «conocer para deliberar». La de un gran juez del Tribunal Supremo de los Estados Unidos, Louis Brandeis, y su «la luz del sol es el mejor desinfectante». El conocimiento se confirma con fuerza como fundamento del proceso democrático de decisión y como precondición para la participación y el control. 129
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Las lógicas oligárquicas sufren desafíos y, como ya se ha dicho, la idea misma de democracia está sometida a discusión. Pero ya no valen las contraposiciones netas, las lógicas binarias: democracia directa contra democracia representativa, transparencia contra control, mundo sin centro contra territorio jacobino. Ante nosotros surgen nuevos cruces, sintetizados, por ejemplo, en el título de un libro que hablaba de «Orwell en Atenas»48, donde se destacaba, no la ambivalencia, no las dos caras de la tecnología, sino la presencia compartida de lógicas que no se excluyen entre sí y para las que habrá que encontrar modalidades de convivencia y renovados puntos de equilibrio. La cuestión central, en cualquier caso, parece ser la conexión entre derechos civiles y políticos y el acceso al bien «conocimiento» que contribuye de manera determinante a garantizar el cumplimiento de aquellos y que, por eso, se configura como bien común. Nuevamente vamos en busca de una relación, no de una esencia. La secuencia es clara. Son los derechos y su cualidad de garantes los que llevan a la calificación de un bien como «común» y al ulterior y necesario acercamiento, en el ámbito de los derechos, al acceso a tales bienes. En la necesaria renovación de las categorías conceptuales, impuesta justamente por la «razonable locura» de los bienes comunes, no hay espacio para residuos iusnaturalísticos que acaban atribuyendo a la propiedad común un fundamento sustancialmente análogo, solo que con las partes invertidas, al de una propiedad privada de la que se predica precisamente una esencia inmodificable e incalificable. Desde el momento en que se hace abstracción de los sujetos y de las necesidades a las que están ligados los bienes comunes, se entra en un callejón peligrosamente vecino al que ha llevado a la construcción de la naturaleza como «sujeto moral», con los consiguientes interrogantes acerca de quién está legitimado para hablar en su nombre y dando así pábulo a las tentaciones autoritarias de quien considera que su tutela debe quedar al margen de cualquier procedimiento democrático. Problemas estos que se agudizan en presencia de los bienes calificados como «patrimonio común de la humanidad»: categoría no homogénea, tanto desde el punto de vista de los bienes considerados (desde el espacio extra-atmosférico al genoma humano, a la cocina francesa o a lo que fuere), como desde los documentos que atribuyen esta calificación (un tratado internacional o una declaración de la Unesco). Habría que añadir, además, que «humanidad» es una referencia que va más allá de las consideraciones de determinados bienes, adaptada como está para legitimar formas de intervención en situaciones de emergencia o para€delimitar una categoría de crímenes. 48. W. B. H. J. van de Donk, I.€ Th.€ M.€ Snellen y P.€ W.€ Tops (eds.), Orwell in Athens. A perspective in Informatization and Democracy, Ios Press, Washington,€1995.
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Si queremos señalar un razonable trazo unificador podríamos encontrarlo en la voluntad de sustraer los bienes comprendidos en los patrimonios de la humanidad de la lógica de la soberanía nacional, del dominio del mercado, de las prepotencias individuales, para así salvaguardar sus caracteres y para que puedan disfrutar de ellos una pluralidad de sujetos, en la mayor parte de los casos indeterminada. Los patrimonios de la humanidad contribuyen a difundir y legitimar, con significativos rasgos premonitorios, la lógica de los bienes comunes, reforzando de esta manera aún más su razonable locura y el desafío que lanza a dos categorías fundadoras de la modernidad, la soberanía y la propiedad. El éxito, por lo demás nada definitivo, de este proceso se manifiesta en nuevas formas de distribuir los poderes incidiendo directamente en los caracteres de los sistemas democráticos. Algunos de estos caracteres pueden sintetizarse de la siguiente manera. Uno de los principales efectos de la calificación de un bien como «común» puede consistir en el hecho de que su accesibilidad no esté necesariamente subordinada a la disponibilidad de recursos financieros, porque no entra en el ámbito del cálculo económico. Esto se inserta en el marco de las responsabilidades y de las tareas específicas, cada vez más relevantes, de los reguladores públicos que deben delimitar qué bienes pueden ser accesibles mediante los ordinarios mecanismos del mercado y cuáles, por el contrario, deben sustraerse a esta lógica. El punto es esencial porque afecta a las complejas modalidades de construcción de la sociedad, delimitadas a través de la relevancia asumida por unos derechos no construidos como títulos de cambio en el mercado sino como elementos constitutivos de la persona y de la ciudadanía. Considerados desde este punto de vista, los bienes comunes permiten que los derechos de ciudadanía queden liberados de las políticas redistributivas. Sobre esta última consideración, sobre la relación entre bienes comunes y derechos fundamentales, lanza sus dardos quien dirige la crítica contra la «retórica de los derechos». Pero las vicisitudes de una edad de los derechos indeterminada y las dinámicas presentes de nuestro tiempo, confirman que esa «retórica» ha sido y sigue siendo un instrumento poderoso en manos de quien quiere más libertades individuales, lazos sociales más fuertes, una más intensa presencia democrática. Mediante la conexión entre derechos fundamentales y bienes comunes se puede salir de otra dicotomía abstracta y hoy culturalmente estéril, la que hay entre derechos y deberes; en su lugar encontramos ahora la relación entre plenitud de la vida individual y responsabilidades sociales compartidas. La solidaridad halla su función de principio constitutivo de la convivencia. Esta mutación del marco conceptual llega cuando aparece la emergencia de la materialidad del vivir, el «descubrimiento» de la persona concreta y de la realidad de sus necesidades, ya no anulada por la abstracción. Otra 131
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mutación conceptual: en el lugar del sujeto abstracto de la modernidad occidental surgen la persona y el constitucionalismo de las necesidades. Proyectada a escala global, como hoy sucede, la relación entre derechos fundamentales y bienes comunes se presenta como una decisiva oportunidad para afrontar la radical cuestión de la human divide, de una desigualdad radical que incide sobre la humanidad misma de las personas poniendo en tela de juicio su dignidad y la vida misma.
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Segunda parte LA PERSONA
Capítulo V DEL SUJETO A LA PERSONA
Realidad y abstracción Hay un momento en la reflexión de los juristas en el que el sujeto abstracto, dada su fuerte formalización, deja de ser instrumento apto para comprender la realidad. Se convierte en un impedimento, en un obstáculo. Ya no hay abstracción sino anulación del sujeto que pierde su rostro reconocible, como sucede en los cuadros de Francis Bacon. El cuerpo está allí, visible, pero con un rostro deforme, difuminado. Hay una figura que permanece, sí, pero el problema viene cuando queremos ponerle una cara, hacerla reconocible, llevarla a la realidad. Esta es la razón de ese progresivo deslizamiento de atención que va del sujeto a la persona. Y de ello da fe la preferente utilización de esta última palabra en la mayor parte de la literatura jurídica reciente. La persona tiende a ocupar el centro de la escena casi con prepotencia, con la fuerza que le viene de su inmediata capacidad para expresar la materialidad de las relaciones. ¿Realidad contra abstracción? De inmediato se aprecia, al menos en apariencia, que aquí hay una paradoja. «Persona», en el lenguaje del derecho, es un término que remite a un proceso de abstracción de las condiciones materiales, como bien puede verse en la ficción que rige la persona «jurídica». Como quiere su etimología, persona es prosopon, máscara, es decir, un medio que oculta un rostro real y lo sustituye con una convención, con un doble jurídico que permite moverse en el mundo real como si nada le distinguiese de los demás, o mejor, como si de esta manera su propia naturalidad pudiera evitarle formalmente las selecciones, las discriminaciones, las estigmatizaciones. Y el precio es justamente el alejamiento de la realidad, por no decir la supresión, como el actor griego que, una vez endosada la máscara, sale a escena y les dice a todos que él es diferente a la persona real que pueden encontrar en la escena ordina135
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ria del mundo. Y al contrario, cuando la referencia a la persona se asume como connotación realista, la que la hace aparecer como lo que en realidad es, el discurso jurídico se esfuma ante esa histórica ficción. ¿Cuál es pues el sentido de esta separación del sujeto con respecto a la persona? «La máscara empieza donde la persona queda abolida», observa Alessandro Pizzorno discutiendo de mitos y de muerte1. El problema, en el mundo y en las relaciones con los otros, es el del reconocimiento, lo que implica la necesidad de definir el criterio, la medida de este reconocimiento. El punto es crítico porque se trata de salir de la prisión de la abstracción sin caer en la «prisión de la propia carne»2. Hay que considerar, pues, cuando se habla de persona, ese doble registro y también la diversa fortuna de la palabra. Mientras que en el léxico jurídico su empleo permanece más o menos estable, «la modernidad empieza con el eclipse de este término, ofuscado por el resplandor del nuevo astro naciente: el individuo»3. De hecho, durante mucho tiempo, persona ha sido «el término preferente para designar al ser humano»4. ¿Es este el camino que ha de recorrerse de nuevo? ¿Cuál es el «valor añadido de la identidad individual que se concentra en el término ‘persona’»?5. La aventura conceptual y lingüística que lleva a enfatizar la fuerza realista de la referencia a la persona debe ser reconstruida abandonando la simplificación polémica que, con un ansia de «desmitificar» las estructuras jurídicas, había dejado al sujeto como materia de puro deshecho, listo para su desguace. Se puede entender que, frente a los excesos de la dogmática, que habían esterilizado poco a poco la fuerza histórica y teórica de la invención del sujeto y que lo habían reducido a puro esqueleto que aislaba al individuo y lo separaba de todo contexto, se advirtiese la necesidad de hacer comparecer en la dimensión jurídica la vida con sus protagonistas, rechazando la abstracción y la trascendencia del sujeto que, 1. A.€Pizzorno, «Saggio sulla maschera»: Studi culturali,€1 (2005), p.€91. El intrincado tema del concepto y uso de «persona» —por un lado «sustancia» y por otro «máscara»— es analizado por A.€Prosperi, Dare l’anima. Storia di un infanticidio, Einaudi, Turín,€2005, pp.€295-296. Sobre la historia del término «persona», desde las fuentes romanas hasta el siglo€ xvi, véase R.€Orestano, Azione, diritti soggettivi, persone giuridiche, Il Mulino, Bolonia,€1978, pp.€193€ss., donde se advierte que el término «desde muy temprano se hizo equivalente a ‘hombre’» (pp.€194-195); al sujeto de derecho están dedicadas en este volumen reflexiones muy lúcidas. Debe verse también el análisis, tan fino como el ensayo entero, de Y.€Thomas, «Le sujet de droit, la personne et la nature»: Le Débat,€100 (1998), pp.€85-107. También, sobre la historia de la persona y la subjetividad, R.€Spaemann, Persone. Sulla differenza tra «qualcosa» e «qualcuno», ed. de L.€Allodi, Laterza, Bari,€2005. Al tema del sujeto ha dedicado la revista Filosofia politica los números€3 (2011) y€1 (2012). 2. W.€Gibson, Neuromante, Minotauro, Barcelona,€2007. 3. A. F. [Alessandro Ferrara], Presentazione del fascículo dedicado a «Persona» por la revista Parolechiave,€10/11 (1996), p.€10. 4. Ibid. 5. A.€Prosperi, Dare l’anima, cit., p.€297.
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en las más diversas sistematizaciones de los conceptos, habían cumplido una especie de «inmaculada concepción» (son las palabras empleadas por Langdell6 a propósito de la teorización estadounidense) o, dicho de otra manera, habían intentado con sumo empeño su fundación metafísica. La crítica radical, pues, se manifiesta en los más diversos ambientes culturales. Hace casi medio siglo, Ricardo Orestano había analizado este punto para subrayar que, al querer reducir toda la experiencia a «sistema», se negaba «unas veces un aspecto de la realidad histórica, otras veces otro, para dejar sanos y salvos los conceptos, constriñendo, amputando, sacrificando lo concreto de la vida —que es vida del hombre en la sociedad y de la sociedad en el hombre— en nombre de un esquematismo rígido que pretendía suplantar la realidad inmolada ante las exigencias de un pretendido ‘análisis científico’»7. Pero la invención del sujeto de derecho, la institución del hombre como sujeto, no solo en el mundo jurídico, sigue siendo uno de los grandes éxitos de la modernidad cuando se comprenden mejor sus caracteres y su función histórica. «La antimodernidad concentra hoy sus críticas sobre una construcción jurídica muy antigua a la que endosan el peso de todos los males atribuidos a la hipertrofia del sujeto»8. Indagando sobre el sujeto nos adentramos en una selva de signos, símbolos, relaciones. Si su noción no tiene nada de natural entonces es como mínimo artificial, pero lo cierto es que su institución está orientada precisamente hacia el rescate de lo humano, a impedir un uso de datos de la realidad que podría encerrarnos, a todos, en una especie de jaula. El recorrido es largo y no puede banalizarse: encuentra sus raíces en aquella apología de la dignidad del hombre que da título a la Oratio de hominis dignitate, de Pico della Mirandola, y nos lleva, con una progresiva laicización y secularización del concepto, hasta la Carta de los derechos fundamentales de la Unión Europea, donde en el Preámbulo se afirma que la Unión «sitúa a la persona en el centro de su acción» y el primer artículo establece que «la dignidad humana es inviolable». Sin embargo, entre la afirmación de la dignidad del hombre y la «invención del sujeto de derecho»9 no hay un recorrido lineal sino una discontinuidad en la que se refleja la transformación de la noción renacentista de dignidad en otra, del si 6. Sobre este punto P.€J.€Schlag, «The Problem of Subject»: Texas Law Review,€69 (1991), en particular p.€1632. La referencia, obviamente, es a C.€C.€Langdell, A Selection of Cases on the Law Contracts, Little Brown, Boston,€1871. 7. R.€ Orestano, «Diritti soggetivi e diritti senza soggetto», en Íd., Azione..., cit., pp.€187-188. 8. Y.€Thomas, «Le sujet de droit», cit., p.€86. 9. Este es el título del primer capítulo del trabajo de Y.€C.€Zarka, La otra vía de subjetividad, trad. esp. de M.€Benegas Grau, Dykinson, Madrid,€2006. Acerca de la tesis de Zarka véanse los apuntes críticos de V.€Descombes, Le complément du sujet. Enquête sur le fait d’agir de soi-même, Gallimard, París,€2004, pp.€499-500.
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glo€ xviii, del hombre como titular de derechos10. Todo esto hay que€tenerlo presente para evitar propuestas de reconstrucción del sujeto€que, en su confrontación con la persona y olvidando este giro de la modernidad, lo presentan de una manera simplista como «dócil instrumento del derecho objetivo, de poderes privados, estatales, internacionales, sujetos todos de la (o a la) globalización»11. Y también para no caer, en sentido contrario, en la deformación de quien rechaza la noción de sujeto porque ve encarnada en ella las pulsiones de un deseo ilimitado del individuo, del «sujeto-rey»12. La afirmación de la subjetividad es la manera de atribuir plenitud a la persona. No es casual que Leibniz usara, con moderna y fuerte intuición, la expresión «subjectum juris», ni que escribiera que «subjectum qualitatis moralis est persona», pero «qualitas moralis personae» nos lleva a Grozio, que así es como definía el derecho. Al mismo tiempo, la moderna «invención» del sujeto no nace con el estigma del aislamiento, como polémicamente se ha querido decir a veces. Su complejo desarrollo llevará después a esta categoría hacia los bajíos de un individualismo extremo que construirá la relación entre sujeto y derecho subjetivo como «atributo del hombre aislado»13, poniendo así las premisas a una crítica dirigida a una noción de sujeto portadora de abstracción y aislamiento. Pero en la construcción de Leibniz ya aparece la necesaria reciprocidad entre un sujeto y los otros, de manera que se puede decir que estamos frente a una «primera formulación de la intersubjetividad jurídica»14. Esta apelación nos sirve para recordar que la construcción del sujeto de derecho con procedimientos abstractos no implica necesariamente su aislamiento ni la interrupción de la relación de intersubjetividad, ya que otorga al derecho la función de «incrementar la finalidad del otro». Con más propiedad debe subrayarse que el sujeto designa a un tiempo al individuo en sí y al fundamento universal que expresa. De hecho, si fue posible liberar formalmente a la persona de la servidumbre de la clase social, del oficio, de la condición económica, del sexo, datos que fundaban la sociedad de la jerarquía y de la desigualdad, fue gracias a la construcción del sujeto abstracto. Y así se ha dicho con acierto que «el sujeto de derecho es una invención del mismo código 10. Así Y.€C.€Zarka, La otra vía, cit., p.€5. 11. P.€ Catalano, «Diritto, soggetti, oggetti. Un contributo alla pulizia concettuale sulla base di D.€1,€1,€12», en Iuris vincula. Studi per Mario Talamanca II, Jovene, Nápoles,€2001, pp.€98€ss. También G. Oppo, «Declino del soggetto e ascesa della persona»: Rivista de diritto civile,€48/6 (2002), p.€829. 12. Y.€Thomas, «Le sujet de droit», cit., pp.€87,€89 y€97. 13. M.€ Villey, La formation de la pensée juridique moderne, PUF, París,€ 2003, p.€243. Cf. también las analíticas consideraciones de V.€Descombes, Le complément du sujet, cit., pp.€418-420. 14. Y.€C.€Zarka, La otra vía, cit., pp.€7 y€30.
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que el de la igualdad»15: esa idea de que se nace y se permanece libres e iguales con que se abre la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano y que acompañó el constitucionalismo de los Estados Unidos. No es el registro de un dato de naturaleza sino la transposición al orden jurídico de otra idea del individuo. Precisamente por este motivo, en la Francia de la Tercera República, la «Republique des instituteurs», se impuso el uso de la bata colegial que cubría los signos de desigualdad directa y visiblemente expresados por el modo de vestir. El privilegio no desaparecía pero se hacía menos humillante16, el espacio escolar no reflejaba a la vista las diferencias sociales, obstaculizando de esa manera la espontaneidad de las relaciones sociales y la libertad misma del conocimiento. Se convertía más bien en un lugar en el que se intentaba, al menos de forma provisional, la neutralización de esas diferencias. Es justo, pues, destacar que «la idea del sujeto no contiene esos oscuros tintes de decadencia, de olvido y de dominio en los que alguien ha querido encerrarla»17. Muy oportunamente se ha recordado que La tematización del sujeto no es un procedimiento previsto y constante; es, por el contrario, un procedimiento sumamente sensible a las variables histórico-culturales, aunque solo esté presente en algunos momentos de la parábola de la ciudadanía. El discurso medieval no ignora al sujeto sino que, simplemente, lo capta en su relación con el cuerpo político-social. Hablar del descubrimiento «moderno» (iusnaturalístico) del sujeto es una expresión solo aceptable si se quiere abusar de la brevedad, pero es confuso si se toma demasiado en serio: el iusnaturalismo no descubre el sujeto, descubre otro sujeto, elabora un esquema original, ajeno a la tradición aristotélico-tomista, para ofrecer imágenes diferentes del individuo y de su relación con el orden18.
En la modernidad, sin embargo, los procedimientos abstractos, no solo el del sujeto, habían asumido la deliberada finalidad de la neutralización que se resolvía en el uso de conceptos y de categorías jurídicas que ocultaban los conflictos, es decir, la realidad19. Pero, el marcado interés 15. E.€Resta, Potere e diritti, Giappichelli, Turín,€1996, p.€91. 16. Es el asunto analizado, con específica referencia al derecho de propiedad, por A. de Tocqueville, L’Ancien régime et la Révolution, en Íd., Œuvres complètes, ed. de G. Lefebvre, Gallimard, París, 1952, vol. II, p. 260 [trad. esp. de D. Sánchez Aleu, El Antiguo Régimen y la Revolución, Alianza, Madrid,€2004]. 17. Y.€C.€Zarka, La otra vía, cit. 18. P.€Costa, Civitas. Storia della cittadinanza in Europa IV. L’età dei totalitarismi, Laterza, Bari,€2002, p.€486. 19. Bien conscientes eran de este asunto algunos estudiosos como F. K. von Savigny, Sistema de derecho romano actual I, Analecta, Pamplona,€2004, donde escribía que el hecho de reconocer la propiedad como «el ilimitado y exclusivo dominio de una persona sobre una cosa [...] tiene como efecto la posibilidad de la riqueza y de la pobreza, ambas sin límites». Más apuntes sobre este tema en mi Il terribile diritto. Studi sulla propietà privata, Il Mulino, Bolonia,€21990, p.€140.
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por, o la denuncia de, estas operaciones, no justifica una lectura negativa de todo un acontecer histórico y conceptual, y menos aún la revalorización (como de hecho ha sucedido) de la estructura jurídica y social del Antiguo Régimen, expresiva ciertamente de datos de realidad no ignorados, pero cuya presencia y prepotencia fundaban un orden que negaba libertad e igualdad produciendo exclusión e imposibilidad de salir del hoyo de un estatuto que definía la efectiva condición de la persona. El realismo€del derecho, en aquella fase, se limitó a reproducir y sancionar la estratificación social. Es cierto que en el tránsito desde la figura abstracta y unitaria del sujeto hacia su concreta articulación en un mismo sistema jurídico se advertía una desviación, una contradicción. La realidad arrancaba la costra formal y aparecían algunas figuras subjetivas que amenazaban la unidad y la comprensión de la categoría. Durante largo tiempo, el beneficiario único de la plenitud de la subjetividad fue el burgués varón, mayor, alfabetizado, propietario. La subjetividad de la mujer estaba anulada ya que se la excluía de la esfera pública, con una reducida capacidad patrimonial de la que estaba casada y con la mortificación de su sexualidad. Y la categoría de los actos propios del comercio, al sustraer del Código civil la parte más significativa de la actividad económica, dañaba en parte su hegemonía pero reforzaba la figura del comerciante, lo que equivalía a romper la referencia exclusiva a un sujeto jurídico del que se predicaba la indiferencia hacia las actividades que efectivamente realizaba. Véase en esto el reflejo de un «realismo» típico del derecho mercantil o la señal de una larga controversia acerca de la posibilidad de meter en una misma horma las normas civiles y las comerciales, lo cierto es que el Código de comercio italiano de€1882, por ejemplo, se presentó como el instrumento más adecuado en un momento de despegue económico que reforzaba las posibilidades de la iniciativa autónoma de los sujetos más activos y dinámicos20. Al mismo tiempo, sin embargo, introducía un elemento de disparidad, cuando no de desigualdad, desde el momento en que el ciudadano común estaba sometido a leyes diferentes según tuviese relaciones con comerciantes o bien con otros ciudadanos corrientes, dando vida así a la que fue etiquetada como «una ley de clase» que favorecía los intereses de una categoría restringida en lugar de los de la colectividad21. Y que mostraba que la abstracción del sujeto cedía ante la lógica de la economía. Otros itinerarios pueden parecer menos lineales. En la Alemania de Bismarck, mientras se llevaba a buen fin una construcción como la de los 20. Volvemos a lo que escribía T.€Ascarelli, «Natura e posizione del diritto commerciale», en Íd., Studi di diritto comparato e in tema de interpretazione, Giuffrè, Milán,€1952, pp.€247-279. 21. C.€Vivante, Trattato di diritto commerciale I. I commercianti, Vallardi, Milán, 1906, pp.€14-20.
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negocios legales, categoría formal y abstracta que ocultaba la realidad de las contrataciones, la legislación social dejaba bien a las claras la realidad de las condiciones materiales. La contradicción se disolvía, sin embargo, teniendo en cuenta el común intento político de aquellas operaciones, tendentes todas al mismo fin de neutralizar los conflictos. Estas dinámicas han ido evolucionando después de diversas maneras, no solo ganando paulatinamente para la subjetividad los muchos aspectos que estaban excluidos de ella, el de las mujeres en primer lugar, sino planteando por esta razón el problema de la compatibilidad entre sujeto abstracto y reconocimiento de las diferencias. Si partimos de la conexión histórica entre sujeto abstracto e igualdad, el modelo representado por el art.€3 de la Constitución italiana se presenta como especialmente útil para resolver la cuestión. No se abandona la referencia a la igualdad formal, como se dice en su apartado primero, adscrita a la necesaria indiferencia del sujeto con respecto a una serie de datos que de otra manera lo tratarían con formas discriminatorias, sino que se permite que, en el marco de la igualdad formal, pueda irrumpir la realidad, representada por los que en el segundo apartado son definidos como «obstáculos de hecho», esto es, circunstancias materiales que ponen a prueba la adecuación del esquema formal respecto del resultado, no solo sustancial, que se quiere obtener. La subjetividad abstracta se confronta y se mide desde la concreción de la real. De aquí a la necesidad de una legislación desigual en nombre de la realización efectiva de la igualdad, el paso es obligado. No se trata de un expediente para salvar al sujeto abstracto ni tampoco el cierre de un paréntesis de la modernidad. Es la señal, a un mismo tiempo, de la necesidad de un esquema y de su insuficiencia. El sujeto abstracto mantiene su función pero ya no está en condiciones de comprender en su integridad la realidad a la que hace referencia. Se plantea, pues, la cuestión sobre cuál es el estatuto epistemológico del sujeto, que es algo que va más allá de discurso jurídico y que se convierte en tema de reflexión filosófica y sociológica, de la ética y del psicoanálisis. El sujeto ya no se presenta como algo compacto, unificador, resuelto. Más que problema es un enigma22. Se hace nómada23. Expresa una realidad móvil y quebrada. No se trata de un acercamiento sino de€un proceso. La constitucionalización de la persona El sujeto, que ya no es la única y segura sujeción, deja campo libre a una investigación que no se limita a desvelar la verdadera naturaleza de los 22. C.€Castoriadis, El enigma del sujeto, Tusquets, Barcelona,€1998. 23. R.€Braidotti, Sujetos nómadas. Feminismo y crisis de la modernidad, Paidós, Barcelona,€2000.
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muchos sujetos que ocupan ahora el lugar del uno, sino que debe basarse, mediando una transición, en la necesidad de dar a los dispersos miembros de la realidad una referencia que sea, a un tiempo, explicación y fundamento. En el discurso jurídico, el registro de un dato debe ir acompañado de una reflexión acerca del sentido de la transición hacia una nueva dimensión, esto es, de una tarea necesariamente reconstructiva. Podría pensarse que la sustitución de una referencia por otra no debería originar especiales trastornos ya que, en el arsenal del jurista, sujeto y persona ya convivían. Pero lo hacían justamente en el terreno de la abstracción. En un famoso curso francés de derecho civil del siglo€xix, el de Aubry y Rau, con la mirada puesta evidentemente en la discusión por entonces viva sobre el «patrimonio del proletario», se escribe que «toda persona tiene necesariamente un patrimonio aunque no posea de hecho ningún bien»24. Esta afirmación podría parecer insensata si no se tuviera en cuenta que la argumentación habla en términos de capacidad jurídica y€en la que se hace patente una idea del sujeto como puro centro de imputación de derechos y de deberes25 que se traduce en la abstracta potencialidad de cada cual de acceder a cualquier bien en la condición formal, de actuar con pleno derecho en el mercado, sean cuales fueren sus recursos materiales. Otra visible e ingenua operación de neutralización que trataba de desactivar los cada vez más candentes conflictos sociales. Para salir de este impasse, había que reinventar la persona26. Si se echa un vistazo al sistema jurídico italiano fácilmente se comprenderá la dificultad de llevar a buen puerto este empeño. Y, sin embargo, el trazo personalista estuvo muy presente desde€1948 en normas especialmente significativas de la Constitución republicana. Pronto aparece la persona en la referencia al libre desarrollo de la personalidad, contenida en el art.€2, donde de inmediato se advierte el distanciamiento de toda abstracción dada la relevancia atribuida al nexo social, a la realidad de las «formaciones sociales» en cuyo seno se produce la construcción de la personalidad. 24. C.-M.€ Aubry y C.€ F.€ Rau, Cours de droit civil français d’après la méthode de Zachariae VI, París,€ 41873, p.€229 (véase la relectura que hace de este curso P.€Esmein, en Íd., Droit civil français IX, ed. de P.€ Esmein, Librairies Techniques, París,€ 91953, pp.€305€ss.; la primera edición del Cours se publicó en Estrasburgo, entre€1839 y€1846). Acerca de la noción de patrimonio en la teorización de Aubry y Rau, D.€Hiez, Étude critique de la notion de patrimoine en droit privé actuel, Librairie Générale de Droit et Jurisprudence, París,€2003, pp.€18-45. 25. La construcción más rigurosa, en términos formales, se debe a A.€Falzea, Il soggetto nel sistema dei fenomeni giuridici, Giuffrè, Milán,€1939. 26. Otros han hablado de «redescubrimiento» o de «retorno», identificando las más recientes vicisitudes con la cuestión bioética, seguramente importante pero que no agota los términos de la cuestión. Véanse a este respecto, con referencias incluso a la compleja reflexión histórica sobre la persona, L.€Palazzani, Il concetto di persona tra bioetica e diritto, Giappichelli, Turín,€1996, pp.€16-25.
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Esta nueva dimensión queda de nuevo resaltada en el sucesivo art.€3 con un nuevo tinte, por no decir ruptura, del esquema de la igualdad formal ya que la dignidad allí mencionada es la social27. Y la importancia de la persona, y la obligación de respetarla, aparecen en el segundo apartado del art.€32 dedicado al derecho a la salud, con una intuición reveladora que pone de relieve la relación entre persona y cuerpo. La inviolabilidad de la dignidad de la persona se materializa en la inviolabilidad del cuerpo. Habría que esperar un tiempo para que se entendieran estos importantes rasgos y para que se aclarara que la Constitución, cuando habla de la persona, no se refiere al individuo abstracto sino a la «persona social»28. A la inicial falta de atención, por no decir al rechazo, de esta indicación concurrían factores políticos y culturales. Muchos llegaron a identificar la importancia atribuida a la persona como una concesión a una parte política, la católica, que se había erigido en paladín de la cultura personalista. Se alimentaba así una desconfianza, justificada con el argumento del carácter contingente de esa referencia, que la madurez histórica se encargaría de redimensionar29. Esta actitud, más propiamente política, por no decir ideológica30, se convertía en el soporte, tal vez inconsciente, de una cultura jurídica en la que la categoría «sujeto» aparecía como una referencia casi natural, ineludible. No es casual que la primera manera de tratar orgánicamente la posición del individuo en el sistema constitucional, la de Paolo Barile, siga siendo titulada como la del sujeto31. Las referencias directas a la persona vendrán de estudiosos del derecho civil, no todos proclives al antiformalismo, como G.€Giampiccolo32 y P.€Rescigno33. Se produce, pues, la transición del individuo a la persona34, del sujeto de derecho al sujeto «de carne»35 que permite dar progresiva relevancia al 27. G.€Ferrara, «La pari dignità sociale», en Studi in onore di Giuseppe Chiarelli II, ed. de G.€Zangari, Giuffrè, Milán,€1974, pp.€1089€ss. 28. Véanse las consideraciones de A.€Baldassarre, Diritti della persona e valori costituzionali, Giappichelli, Turín,€1997. 29. Sobre las posiciones y las discusiones en la Asamblea constituyente, P.€Pombeni, «Individuo/persona nella Costituzione italiana. Il contributo del dossettismo»: Parolechiave,€10/11 (1996), pp.€197-218. 30. Una singular y significativa excepción es la representada por la posición de Lelio Basso, atento desde el inicio al tema de la persona para recuperar todas sus potencialidades constitucionales, en especial su actitud en resaltar su nexo social. Véase «La persona umana negli interventi di Dossetti e Basso all’Assemblea costituente»: Parolechiave,€10/11 (1996), pp.€305-313. 31. P.€Barile, Il soggetto privato nella Costituzione italiana, Cedam, Padua,€1953. 32. G.€Giampiccolo, «La tutela della persona umana e il cosiddetto diritto alla personalità»: Rivista trimestrale di diritto e procedura civile,€2 (1958), pp.€458-473. 33. P.€Rescigno, Persona e comunità. Saggi di diritto privato, Il Mulino, Bolonia,€1966. 34. M.€C.€Nussbaum, Las fronteras de la justicia, Paidós, Barcelona,€2007. 35. D.€Salas, Sujet de chair et sujet de droit: la justice face au transsexualisme, PUF, París,€1994.
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«destino de socialización» de la persona y al «destino de naturaleza» de su organismo36. Pero no nos hallamos frente a una transición inspirada siempre en la misma lógica. Para captar mejor el significado de esta transición conviene recordar que en la tradición del derecho positivo, es decir, de las codificaciones civiles sobre todo, hay variadas impostaciones y acentos. Junto a la superposición de los dos términos, de manera que sujeto y persona se entienden como sinónimos37, hay otra manera de ver el problema que parte de la definición de la persona como «el hombre considerado desde el punto de vista del derecho»38. Simplificando bastante, se podría rastrear una tradición de matriz alemana que hace prevalecer una noción abstracta de sujeto y que asigna a la persona la función de consentir una distinción entre persona física y persona jurídica. Distinción que más tarde será disuelta en el punto de llegada, representado por la reflexión de Kelsen quien, tras haber subrayado que «la así llamada persona física no es [...] un hombre, sino la unidad personificada de las normas jurídicas que atribuyen deberes y derechos al hombre mismo», concluye destacando que «la así llamada persona física es una persona jurídica», un puro centro de imputación de situaciones jurídicas39. En la tradición francesa emerge más bien la consideración según la cual «hay que basarse en el cuerpo humano y en la vida humana para reconocer la existencia de una persona física», de manera que «el cuerpo humano es el sustrato de la persona»40. La preferencia por una impostación de carácter abstracto ha supuesto la reducción del sentido y del alcance de la noción de persona, esto es, «una despersonalización del sujeto»41. ¿Podría definirse la fase actual 36. H.€Arendt, La condición humana [1958], trad. esp. de R.€Gil, Paidós, Barcelona,€1993, cap. I. 37. «[...] ein Rechtssubjekt, oder was in der Rechtssprache gleichbedeutend ist eine Person» (L.€Enneccerus y H.€C.€Nipperdey, Allgemeiner Teil des Bürgerlichen Rechts I, Mohr, Tubinga,€ 151959, p.€ 477); «Les personnes, au sens juridique du terme, sont les êtres capables de juir de droits; ce sont, d’une expression équivalente, les sujets de droit» (J.€Carbonnier, Droit civil I, PUF, París,€ 71967, p.€163). La identificación entre sujeto y persona es habitual en los manuales italianos aunque, a veces, se pone de relieve que «la doctrina recurre al término sujeto (más que al de persona) cuando se ocupa del fenómeno subjetividad en términos de estructura, mientras que a la persona le reserva un significado más de contenidos» (P.€Perlingieri y P.€Stanzione, «Persone fisiche», en P.€Perlingieri, Manuale di diritto civile, ESI, Nápoles,€1997, p.€115). 38. G.€Baudry-Lacantinerie y M.€Houques-Fourcade, Trattato teorico-pratico di diritto civile. Delle persone I, trad. it. de P.€Bonfante, G.€Pacchioni y A.€Straffa, Vallardi, Milán, s.d., p.€271. 39. H.€Kelsen, Teoría pura del derecho, trad. de R.€J.€Vernengo, UNAM, México, 1982, pp.€182€ss. 40. J.€Carbonnier, Droit civil I, cit., p.€167. 41. Véase el buen trabajo de P.€Zatti, Persona giuridica e soggettività, Cedam, Padua,€1975, pp.€100€ss.
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como aquella en que se asiste a una radical inversión de tendencia, a una fuerte «personalización del sujeto» que devuelve a este al ostracismo? Dos recientes y significativas modificaciones de grandes codificaciones civiles, la alemana y la francesa, permiten captar las diversas inspiraciones, en el fondo divergentes, que pueden guiar la transición del sujeto a la persona. La sección primera del Bgb (Bürgerliches Gesetzbuch), el Código civil reformado, en relación a las personas, dedica el Título I a las «Personas físicas, consumidores y empresarios». La modificación es significativa y relevante ya que testifica la visible irrupción de la realidad en un texto que, en precedencia, se anclaba en la tradición y solo hacía referencia a las personas físicas consideradas en su abstracción. Pero, la innovación afecta exclusivamente al homo oeconomicus, de manera que la fuerza renovadora del nuevo modo de referirse a la persona no va en la dirección de abarcarla en su plenitud: opera más bien una reducción ya que se queda en la mera dimensión de la producción y del consumo, es decir, del mercado. Este reduccionismo económico podría resultar incluso más perverso que la versión puramente abstracta de la subjetividad ya que formaliza la existencia de una persona fragmentada. Un reconocimiento explícito e intenso de esta nueva visión jurídica y social se aprecia, por el contrario, en el nuevo art.€16 del Código civil francés. Aquí la referencia, que proviene de las leyes de€1994 sobre la bioética, habla del «respeto al cuerpo humano» y la formulación conjunta del artículo es bastante elocuente: «la ley asegura la primacía de la persona, prohíbe cualquier atentado contra su dignidad, y garantiza el respeto al ser humano desde el inicio de su vida». Esta línea se desarrolla posteriormente en el art.€16.1 donde, junto al derecho al respeto por el propio cuerpo y por su inviolabilidad, se habla de la prohibición de hacer del cuerpo, de sus partes y de sus productos, «objeto de derecho patrimonial alguno». Se advierte pues un nítido distanciamiento de la impostación alemana pero, sobre todo, la aparición de otro orden conceptual en el que la importancia reconocida a la persona plantea de inmediato la cuestión capital sobre qué puede entrar a formar parte legítimamente del mercado y qué, por el contrario, precisamente por coherencia con el nuevo modo de considerarla, debe necesariamente quedar fuera. La persona se convierte en el rasgo, incluso formal, que permite realzar la materialidad de las relaciones en las que cada cual se instala y de las relaciones sociales que lo caracterizan. Al mismo tiempo, la realidad de esas relaciones ya no es percibida únicamente en la dimensión de lo económico42, como había sucedido con la brecha abierta por la autono 42. Es reveladora la reflexión de Bruno Trentin que ve el límite de la acción sindical justamente en la atención casi exclusiva a los perfiles económicos, esto es, solo en la política redistributiva; hubiera podido ser más rica y de mayor amplitud de miras si hubie-
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mía de la figura del comerciante. Si el dato económico sigue asumiendo inevitable relevancia cuando aparece la concreción de la condición de cada cual, deja de servir como medida de la persona y de su existencia. Siguiendo siempre con la trama constitucional, no solo la italiana, advertimos una indicación de signo opuesto cuando la persona y su inviolable dignidad se convierten en la medida jurídica de la legitimidad de la acción económica. No obstante, este proceso no conduce a que una nueva figura unitaria y conclusa en sí misma sustituya a la precedente. A través de la referencia a la persona entran en el orden jurídico, y asumen autónoma relevancia, otras figuras subjetivas que expresan la condición humana y que están cargadas, a su modo, de una notable fuerza disruptiva en el sentido de que transfieren las articulaciones y las contradicciones de la realidad a una dimensión común formalizada. La más fuerte de estas articulaciones de la persona es la del trabajador, a la que precisamente se le atribuye valor fundacional en el art.€1 de la Constitución. Junto a esta hay otros estatutos diferenciados, como el del consumidor, o puntuales reconocimientos de la «vida misma». Con un carácter no previsto aunque expresivo de las convicciones que van más allá del espíritu de los tiempos, la Carta de los derechos fundamentales de la Unión Europea, en sus arts.€24,€25 y€26, concede importancia al hecho de ser niño, anciano, portador de deficiencias, alejando del proceso jurídico de construcción de la persona la indiferencia por la realidad de las condiciones materiales. Es de destacar el punto de tensión entre igualdad y diversidad respecto al que la referencia a la persona se presenta como un instrumento tanto de reconocimiento como de resolución. Gracias a esa multiplicación y a la consolidación de las referencias normativas, se confirma que estamos ante una verdadera «constitucionalización de la persona». Y esta plena asunción en el orden constitucional se refleja en los diversos modos con los que la persona se manifiesta en concreto. Podría decirse que se pasa de la consideración kelseniana del sujeto como «unidad personificada de normas», de la persona física resuelta en «unidad de deberes y de derechos»43, a la persona como vía para la recuperación integral de la individualidad y para la identificación de los valores fundadores del sistema, esto es, de una noción que predicaba indiferencia y neutralidad a otra que exige atención por la manera con que el derecho entra en la vida y lo hace mediante un diferenciado conjunto de criterios de referencia. La superación de esta concepción abstracta del sujeto implica también la disolución de una de sus funciones: la que se asumido como referencia la persona del trabajador en su integridad (cf. B.€Trentin, La città del lavoro. Sinistra e crisi del fordismo, Feltrinelli, Milán,€1997). 43. H.€Kelsen, Teoría pura del derecho, cit., pp.€182€ss.
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un crítico decidido, como Hans Kelsen, había visto en la garantía de la propiedad: No resulta difícil ver la función ideológica de toda esta contradictoria concepción del sujeto jurídico como titular del derecho subjetivo: sirve para sostener la concepción de que el sujeto jurídico, titular del derecho subjetivo, esto es, de la propiedad privada, es una categoría trascendente, contrapuesta al derecho objetivo, es decir, positivo, humano y cambiante, una institución en la que la determinación del contenido del ordenamiento jurídico encuentra un límite insuperable [...]. La idea de un sujeto jurídico, independiente en su existencia del derecho subjetivo, que no solo no es menos, sino que posiblemente es más «derecho» que el derecho objetivo, debe proteger la institución de la propiedad privada para que no sea abolida por el ordenamiento jurídico44.
Libres de la tiranía de un sujeto que resolvía la garantía de la libertad en la tutela de la propiedad, podemos ver ahora una realidad que ya no se centra exclusivamente en el orden económico del mercado del que el derecho se hace instrumento. Entre libertad y dignidad Llegados a este punto hay que retomar el hilo de la emergencia de la persona a través de su «constitucionalización». Ya hemos visto que este es un rasgo que puede rastrearse en el pasado y que la Constitución italiana es testimonio visible de ello. Un testimonio, sin embargo, que se percibe mejor con los ojos de hoy, no solo porque estamos libres de unos esquemas culturales que ocluían su plena comprensión, sino, y sobre todo, porque aquel texto, del que se alaba su presbicia45, ha revelado con el tiempo su capacidad para comprender viejos y nuevos datos de realidad. En la Constitución no aparece el término «sujeto» mientras que de la «persona» hay referencias bastante significativas (arts.€3,€32,€111,€119), además de las referencias a la personalidad (art.€2), a la libertad «personal» (art.€13), a la prestación «personal» (art.€23), a la responsabilidad penal «personal» (art.€27). En este reconocimiento merece una atención especial el hecho de que el apartado quinto del nuevo art.€119, como resulta de la reforma 44. Ibid., pp.€180-181. Discutiendo sobre el pensamiento kelseniano, R.€Orestano, «Diritti soggettivi e diritti senza soggetto» [1960] en Íd., Azione..., cit., p.€160, observa que Kelsen, «aunque parezca que es uno de los más profundos elaboradores del derecho subjetivo, en realidad es uno de los juristas contemporáneos que más graves daños le ha infligido». 45. «La Constitución debe ser présbite, debe ver a lo lejos y no ser miope»: así dice P.€Calamandrei, Intervento (4 de marzo€de 1947), en Assemblea costituente. Atti e discorsi politici II.€Discorsi parlamentari e politica costituzionale, ed. de N.€Bobbio, La Nuova Italia, Florencia,€1966, p.€40.
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constitucional de€2001, renueva la atención por la persona y por sus derechos. de los que, dice, hay que favorecer «su efectivo ejercicio». En la reconstrucción del sistema constitucional, más allá del registro de los datos formales, la importancia atribuida a la persona exige también la consideración de la relación instituida con el principio de dignidad, como se deduce en concreto de los arts.€3,€32,€36 y€41. Hoy es posible una lectura de los dos apartados del art.€3 que, centrados sobre todo en la dialéctica entre igualdad formal y sustancial, muestran también un desarrollo y una integración que pueden entenderse como referidos a la persona. Al razonar así no se pretende restar fuerza política a un esquema al que no solo se le encargaba que cumpliera con una «revolución prometida»; se suponía que el legislador constituyente era consciente de que se enfrentaba a dos modelos de sociedad, uno que se presentaba como obstáculo que había que eliminar, y para ello el apartado segundo habla del «criterio ordenador de la transformación social»46. En sustancia, el art.€3 nace considerando «dos modelos contrapuestos de estructura socioeconómica y socioinstitucional»47, «uno para rechazarlo, el otro para instaurarlo»48. Esta tensión introducida en el sistema político-institucional permanece todavía hoy. Pero no por eso se agota el alcance del art.€3 en su conjunto. Ya se ha dicho que en el primer apartado del artículo aparece una novedad, por no decir una ruptura, cuando la dignidad es calificada como «social». Tal calificación no puede ser interpretada en clave reduccionista, como si solo se tratase de resaltar las condiciones materiales de la existencia, pues lo cierto es que nos hallamos frente a una modalidad esencial de la situación de la persona en el seno de un sistema conjunto de relaciones en las que opera, es decir, ante su misma calificación jurídica. Bien puede decirse, pues, que esta formulación puede leerse como un trámite hacia una toma de posición más marcada, la contenida en el segundo apartado, en la que se insiste en la obligación institucional de proseguir sin demora en la tarea de transformación. La reconstrucción de la igualdad formal no puede salir adelante ignorando las situaciones efectivas, el sistema de relaciones en que se hallan los sujetos de la igualdad. La relación entre los dos apartados del art.€3 va en una dirección que, por una parte confirma la importancia y los límites de la igualdad formal para la constitución del sujeto y, por otra, saca a la luz las condiciones 46. U.€Romagnoli, «Art.€3, secondo comma», en G.€Branca (ed.), Commentario della Costituzione. Principi fondamentali, Zanichelli/Foro italiano, Bolonia/Roma,€ 1975, p.€178. 47. Ibid., p.€162. 48. Véase A.€Predieri, «Significato della norma costituzionale sulla tutela del paesaggio», en Studi per il ventesimo anniversario dell’Assemblea Costituente II, Vallecchi, Florencia,€1969, p.€339.
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materiales de la existencia de las personas concretas. Las modalidades de una transición desde el sujeto hacia la persona quedan perfectamente definidas al atribuir a la República la tarea de «suprimir los obstáculos de orden económico y social que, al limitar de hecho la libertad y la igualdad de los ciudadanos, impiden el pleno desarrollo de la persona humana». La conexión con lo que prevé el art.€2 es evidente. Las constituciones de la segunda mitad del siglo€xx han empezado a hablar del derecho a la libre construcción de la personalidad49. Lo dice con claridad el art€2.1 de la Ley fundamental alemana, el Grundgesetz, afirmando que «cada cual tiene derecho al libre desarrollo de la propia personalidad siempre que no viole los derechos de los demás y no transgreda el ordenamiento constitucional y la ley moral». Menos directa, y en muchos aspectos más significativa, es la línea indicada en el art.€2 de la Constitución italiana: «la República reconoce y garantiza los derechos inviolables del hombre, bien como singular, bien en formaciones sociales donde se desarrolla su personalidad, y requiere el cumplimiento de los inderogables deberes de solidaridad política, económica y social». El clima y el espacio jurídico definidos en estos dos textos son bastante diferentes. En la norma alemana se aprecia aislamiento y en la italiana un poderoso nexo social, esa idea de «conexión» expresada después con especial fuerza en el pensamiento de las mujeres. La «no violación» de la que habla el Grundgesetz parece construir el derecho al libre desarrollo de la personalidad con un distanciamiento de los demás. El art.€2 de la Constitución italiana habla de un diálogo entre asociados, de un individuo social en el que la alternativa y la separación entre derechos y deberes se superan (y se engloban) con el nexo entre derechos inviolables y principio de solidaridad: la República «reconoce y garantiza los derechos» y, además, «reclama el cumplimiento de los deberes inderogables de solidaridad». La referencia kantiana a la ley moral se resuelve aquí en una tesitura más analítica de los poderes y de las responsabilidades de cada cual. Se puede concluir, pues, que sobresale nítido el nexo individualidad/sociabilidad. La reflexión antropológica nos ayuda a apuntalar este asunto. «Es aquí donde se decide si la persona es una realidad individual, no escindible (como así lo consideramos «nosotros»), o si por el contrario es una realidad compuesta, ‘dividual’, formada, por ejemplo, mediante las relaciones con las que la persona está estructurada»50. Una posterior confirmación de la importancia que la Constitución concede a los datos de realidad en la consideración de la persona y de las 49. Sobre la dimensión psicológica del problema, véase F.€Perussia, Storia del soggetto. La formazione mimetica della persona, Bollati Boringhieri, Turín,€2000. 50. F.€Remotti, Noi primitivi. Lo specchio dell’antropologia, Bollati Boringhieri, Turín,€2009. p.€333.
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redes de relaciones en las que esta se instala, puede verse en el art.€36 donde se afirma el derecho del trabajador «a una retribución proporcionada a la cantidad y calidad de su trabajo, en cualquier caso suficiente para asegurar, a él mismo y a su familia, una existencia libre y digna». El alcance general de esta previsión, sobre todo tras ser rechazada una interpretación reductora que quería limitar el alcance de la norma a la simple garantía de la supervivencia biológica, es bastante significativa y va más allá del específico ámbito del artículo, justamente porque el trabajo está señalado en el art.€1 como fundamento de la República, esto es, como constitutivo de la relación social. La Constitución no se detiene en el dato material, no se contenta con dar relieve a cualquier forma de existencia, sino a la que da plenitud a la libertad y a la dignidad. Nos hallamos frente a un complejo nudo gordiano, frente a un juego de toma y daca que no solo prohíbe abstraerse de las condiciones materiales, sino que establece una relación necesaria entre existencia, libertad, dignidad (no solo individual sino «social»), desarrollo de la personalidad (en una dimensión señalada por la igualdad). Siguiendo esta estela, la vida ya no es «desnuda» pues encuentra en el léxico jurídico las palabras que pueden ayudar a captar su sentido, pese a que la organización del trabajo vuelve a proponer con fuerza unas condiciones que convierten al hombre en un ser «flexible»51 y «precario»52. Al mismo tiempo, en el art.€36 hay una preciosa indicación sobre cómo afrontar la cuestión de la relación entre libertad y dignidad, que a veces parece como algo inalcanzable, con la primera como portadora del valor de la autonomía de la persona, mientras que la dignidad sería como un vehículo de imposición autoritaria de los valores que limitan la autonomía. Como se verá más adelante, la dignidad puede escapar al riesgo de su reducción como instrumento de imposición autoritaria53, justamente con su explícita asociación con la libertad de la persona. A lo largo de este camino encontramos también el art.€32, en el que el tema de la constitucionalización de la persona se manifiesta con singular intensidad. Tras haber considerado la salud como derecho fundamental del individuo, se prevé que los tratamientos obligatorios solo puedan ser previstos por la ley, si bien «en ningún caso» podrán violar el límite impuesto por el «respeto a la persona humana». El límite radical impuesto a la intervención del legislador se traduce en una renovada declaración de habeas corpus y abre la vía a una más intensa considera 51. R.€Sennett, La corrosión del carácter, Anagrama, Barcelona,€2003. 52. J.€Arriola y L.€Vasapollo, L’uomo precario. Nel disordine globale, Jaca Book, Milán,€2005. 53. Cf. infra, pp. 221-222.
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ción de la autodeterminación de la persona que asume de esta manera los rasgos del derecho fundamental54. Este proceso de constitucionalización encuentra confirmación elocuente en la Carta de los derechos fundamentales de la Unión Europea. Ya se ha recordado aquí varias veces que en su Preámbulo se afirma que la Unión «sitúa a la persona en el centro de su acción», que el principio de dignidad se halla al inicio del texto y que se concede plena relevancia a condiciones particulares de la existencia, como son las de los niños, las de los ancianos, las de los minusválidos. Pero es la nueva dimensión del cuerpo la que da especial relieve al modo con que la persona entra en la dimensión del derecho, con la afirmación conjunta del principio del consentimiento y del respeto a la integridad de la persona. El reconocimiento de la importancia de la persona sería incompleto si se limitase a corroborar y a colocar en el determinado contexto de la innovación científica y tecnológica la no escindible condición entre cuerpo y alma olvidando la dimensión del «cuerpo electrónico». Mientras que resulta reductivo y peligroso afirmar que «somos nuestros datos», lo cierto es que nuestra vida es hoy un constante intercambio de informaciones, que vivimos en un flujo ininterrumpido de datos, de manera que construcción, identidad y reconocimiento de la persona dependen de modo inseparable de cómo se considere el conjunto de datos que la afectan. Aquí no hay abstracción de lo real, atracción por la pura virtualidad. En la dinámica de las relaciones sociales y también en la percepción de uno mismo, la verdadera realidad es la definida por el conjunto de las informaciones que nos afectan, organizadas electrónicamente. Este es el cuerpo que nos sitúa en el mundo. La evolución es bien visible en la Carta de los derechos fundamentales donde se advierte una distinción entre el tradicional derecho «al respeto€de la propia vida privada y familiar» (art.€7) y el «derecho a la protección de los datos personales» (art.€8), que se configura como un derecho fundamental nuevo y autónomo. El problema no es solo el de una persona que quiere proteger de interferencias externas una cerrada esfera privada. El problema estriba en no confiar exclusivamente la construcción de nuestra persona a otros que quieren organizar nuestros datos según sus propios fines, expropiándonos del derecho a mantener el control sobre este nuevo cuerpo. El reconocimiento de la protección de datos como derecho fundamental cumple con el objetivo de mantener la relación entre la persona y su cuerpo, ya no enclaustrado en los confines de la fisicidad y en el secreto de lo psíquico, sino realmente dislocado, entregado a los infinitos bancos de datos que dicen al mundo quiénes somos. El hecho 54. Para una reconstrucción más analítica, cf. infra, el capítulo «Autodeterminación».
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de que otros posean legítimamente una cuota mayor o menor de nuestros datos no les concede el poder de disponer de ellos libremente. La soberanía sobre el cuerpo se concreta en el derecho a acceder a los propios datos, estén donde estén, en exigir para ellos un tratamiento conforme a algunos principios (necesidad, finalidad, pertenencia, proporcionalidad), en poder obtener su rectificación, su cancelación, su integración. El cuerpo electrónico y su gestión pertenecen a la esfera jurídica de la persona. Por otra parte, precisamente en la referencia a la persona no faltan algunos vínculos legislativos cuando los datos tratados lo son «para fines exclusivamente personales» (art.€5.3, Código en materia de protección de datos personales, decreto legislativo€de 30 de junio, n.€196) o cuando algunas violaciones de la propiedad intelectual son realizadas «por un usuario privado para fines personales, no de lucro» (art.€2.b, «Posición del Parlamento Europeo acerca de la Directiva€2007 relativa a las medidas penales tendentes a asegurar el respeto de los derechos de propiedad intelectual»). La constitucionalización de la persona se cumple, pues, en la importancia atribuida a un cuerpo reconstruido en su unicidad, justamente para que la persona quede garantizada en su plenitud. No nos hallamos frente a una simple regla de convivencia entre tres dimensiones —física, psíquica, electrónica—. Lo que se delimita es un sustrato que actúa sobre la construcción misma de la noción de persona. El hombre ya no es un ser descarnado sino un ser reconducido hacia las múltiples valencias que le atribuyen su ser en sociedad, empezando por la física. Se confirma así que la persona remite a un sistema de relaciones, y tal vez la mejor aclaración sobre este punto la encontramos en una página de Jung donde se dice que «la persona debe entenderse como una necesaria mediación entre la existencia individual y la colectiva [...]. La Persona representa para el individuo la doble tarea de separarlo de las imágenes colectivas y, al mismo tiempo, la incrementada capacidad para saberlas gestionar y controlar»55. Entramos así decididamente en el tema de la autonomía y de la responsabilidad, que implica las cuestiones sobre lo que no se puede disponer ni decidir por parte del interesado mismo. Reconstruida en su unidad y recuperada su complejidad, la persona encuentra sus confines, los límites de su libertad de acción. La soberanía sobre el cuerpo La situación que acabamos de describir no es un asunto propio ni exclusivo de la cultura jurídica. Si así fuera, no se explicaría el hecho de que unos 55. Véase L.€Pavone, «Appunti sul concetto di persona nella psicologia analitica de Jung»: Parolechiave,€10/11 (1996), pp.€109-115.
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materiales constitucionales presentes en nuestro sistema desde€1948 hayan tenido que esperar hasta tiempos relativamente recientes para adquirir un diseño que les dé sentido y nueva fuerza y una capacidad disolvente de categorías antiguas que antes no tenían. No era solo la presbicia de los juristas la que ocluía en el pasado lecturas que vieran en la Constitución una perspectiva más comprensiva y rica del tema del sujeto y de la persona. La realidad era otra y otras eran las culturas con las que debía ser medido el sentido de las normas constitucionales. El enclaustramiento de todas sus potencialidades esperaba nueva madurez. Tres han sido las fracturas que paulatinamente han cambiado el contexto y se han manifestado en el terreno del estado del bienestar, en el de la tecnología y la ciencia, y en el pensamiento de las mujeres. El sujeto abstracto halló un poderoso soporte en el bienestar universalista, ya que la concesión de una serie de prestaciones pasaba por alto situaciones particulares en las que podía encontrarse el ciudadano concreto. La prestación era generalizada. Pero en el momento en que el Estado, como consecuencia de su «crisis fiscal», pasó a un bienestar selectivo en el que las concesiones eran cada vez más individualizadas, la materialidad de las condiciones se convirtió en el criterio de legitimación para acceder a ellas. La unicidad del ciudadano del bienestar cae hecha pedazos y en su lugar comparece una clasificación que incide, con fuerte énfasis social, en la concreta diversidad de las «carencias» del sujeto. En lugar del bienestar inclusivo lo que importa es poner límites a la exclusión. De esta manera, la abstracción del sujeto se disuelve en la concreción de las necesidades de una persona «singular», cargada con las dificultades de la existencia y subjetivamente incapaz de afrontar los obstáculos que la organización social le pone delante. Por lo demás, ni siquiera la reducción, o incluso la desaparición del bienestar, han impedido que se vean con ojos universalistas las condiciones de las personas. Este es el significado que tiene hoy el art.€3 de la Constitución, y en especial su innovador y agitado apartado segundo donde el universalismo queda desenganchado de la abstracción y donde aparece una condición general, encarnada por todos aquellos para los que la República tiene el deber de eliminar los obstáculos que impidan el pleno desarrollo de la persona humana. La fórmula del lenguaje constitucional merece resaltarse una vez más ya que la referencia a la «persona humana» aparece como un vínculo doblemente importante. Como meta para la acción pública, que debe asegurar su desarrollo. Como límite infranqueable para la acción legislativa que «en ningún caso» puede ignorar el respeto que le es debido (art.€32). Este principio se traduce después en unas indicaciones específicas. Aparecen los «indigentes», a los que deben garantizárseles cuidados gratuitos (art.€32); «los que tienen capacidad y méritos» que, aun careciendo de medios, «tienen derecho a alcanzar los más altos grados de los estu153
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dios» (art.€34); la madre y el niño, a los que hay que asegurar la debida protección (art.€37). Las poliédricas caras de la existencia dan importancia a unas condiciones particulares que concurren a la común finalidad de reconocer a la persona en toda su plenitud, más allá del elemento diferencial que no debería servir para diferenciar a una ciudadanía igual (es la lógica que inspiran las normas, ya recordadas, de la Carta de€los derechos fundamentales de la Unión Europea sobre los derechos de los€niños, de los ancianos, de los discapacitados). Tras la estela de una materialidad de las condiciones, que ni la más radical de las crisis ni el rechazo del bienestar puede ya alejar del horizonte del derecho, se opera una nueva conceptualización de la universalidad que lleva a la construcción de categorías generales, aunque ya no abstractas. El punto de vista adoptado en la Carta de los derechos, sin embargo, no debe confundirse con las posiciones de quienes, desde la diferenciación de los cuerpos, extraen argumentos para la atribución de derechos de intensidad decreciente. Negando, por ejemplo, el acceso a determinados bienes a quienes hayan superado una determinada edad. La explícita consideración de la Carta de las diversas «condiciones personales» tiende más bien a impedir lecturas clasistas con una impostación que prohíbe, en el art.€3 de la Constitución, la discriminación de las personas justamente por sus específicas condiciones. La constitucionalización de la persona sale, pues, de todo ello posteriormente reforzada. Las innovaciones científicas y tecnológicas producen una posterior, y aún más visible, fractura. La posibilidad de resolver el sujeto en la abstracción de la capacidad jurídica hallaba un decidido soporte externo en el hecho de que algunas situaciones de la vida, esenciales y diversificadas, tenían su propia regla en la naturaleza. El sujeto, que carecía de poder sobre ellas, no podía ser calificado a partir de ellas. Cuando el nacer, el vivir o el morir son resultado de opciones posibles y no asuntos dependientes de la casualidad o el destino; cuando el cuerpo mismo se descompone en la multiplicidad de sus partes, la protección natural se debilita y la tradicional construcción del sujeto tiene que vérselas con una realidad profundamente transformada. La invasión de la artificialidad científica y tecnológica pone totalmente en cuestión la artificialidad jurídica del sujeto. Pero, de nuevo, la relevancia atribuida a la persona en cuanto tal, no produce, en la dimensión jurídica, ninguna disolución de referencias, sino un desplazamiento de la atención hacia categorías construidas sobre datos que expresan la nueva realidad, como son el consentimiento informado, la integridad de la persona, su irreductibilidad al mercado. Más radical aún es la fractura determinada por el pensamiento feminista. El rechazo del sujeto abstracto es total. En él solo se ve un instrumento tendente sustancialmente a cancelar la diferencia de género, esto es, a la total ocultación de la verdadera realidad del mundo. La persona 154
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se halla inmersa en el flujo de las relaciones que es donde puede encontrar su plenitud y una garantía no centrada exclusivamente en la «gramática de los derechos». Este benéfico cuestionamiento de la actitud del derecho de regular la existencia en su conjunto, que ha llegado muy lejos, llevaba implícito el riesgo de empujar la crítica del sujeto abstracto hacia una antihistórica recuperación de situaciones anteriores a la formalización del sujeto moderno, como podían ser aquellas típicas del Antiguo Régimen. La actitud de aquel sistema jurídico, que hizo evidentes las modalidades concretas de la existencia, exige ahora una valoración de sus características reales que son las de una organización social que en apariencia se preocupaba por las relaciones entre las personas, tejida como estaba de deberes hacia los superiores y súbditos, pero que en sustancia era jerárquica y constrictiva en aquella jaula del status, en cuyo centro se hallaba una propiedad privada constituida en magistratura familiar y social. Liberada de estas cadenas, la crítica a la abstracción, en nombre de una diferente descripción del mundo, hace emerger la peculiaridad del cuerpo femenino que impone el hecho de dar importancia al cuerpo considerado en sí mismo; transfiere al terreno de las relaciones lo que antes estaba cerrado en la consideración del sujeto como entidad separada; delimita también el campo del derecho mismo que no puede doblegar a su lógica cualquier aspecto de la existencia56; enriquece, en fin, los instrumentos que permiten ver a la persona en su complejidad y consiente una reflexión más madura sobre el papel mismo del sujeto abstracto. En el origen de toda esta compleja vicisitud de la reconstrucción de la persona sobre nuevos fundamentos se sitúa, como pasaje decisivo, la Carta de Núremberg de€1946, que se abre con las palabras «el consentimiento voluntario del sujeto humano es absolutamente necesario». Nos hallamos ante un giro copernicano radical con el abandono de la histórica subordinación de la persona al poder médico, deslegitimado en su autonomía por el uso que de él habían hecho los médicos nazis57. Mediante el consentimiento informado la persona queda investida de la soberanía sobre su propio cuerpo58, a través de un proceso que halla la manera de estructurar la relación entre la persona y quien trata sus datos. Relación esta modificada también radicalmente al atribuir directamente a la persona el poder de gobernar sus propias informaciones. 56. Sobre este punto, de manera más articulada, mi La vida y las reglas, Trotta, Madrid,€2010. 57. Más detalladas informaciones en R.€ De Franco, Dall’olocausto medico nazista all’etica della sperimentazione contemporanea, Franco Angeli, Milán,€2001; y P.€Weidling, «Health, Race and German Politics between National Unification and Nazism»: Bulletin of Medical History,€2 (1991), pp.€273-304. 58. P.€Zatti, «Il corpo e la nebulosa dell’appartenenza»: La nuova giurisprudenza civile commentata, I (2007), pp.€1-18.
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Considerando el conjunto de estas relaciones se deducen las dinámicas que han hecho posible este difícil tránsito: —╇ del sujeto como mero centro de imputación de situaciones jurídicas a la persona como vía para la recuperación integral de la individualidad y para la identificación de los valores fundacionales del sistema; —╇ de una noción que predicaba indiferencia, más que neutralidad, a otra que se realiza mediante datos de la realidad; —╇ de un concepto fijado de una vez por todas a una estructura jurídica que acompaña el desarrollo de la personalidad; —╇ de una situación de separación a otra de condivisión; —╇ de una fundación metafísica a otra basada en la realidad. Entre igualdad y diversidad La observación del mundo nos restituye no un sujeto desarticulado, sino una persona reconocible por la manera concreta de posicionarse y de ser considerada. Esta última referencia es esencial. El hecho de que el sujeto abstracto ya no sea reconocido como el único protagonista de lo jurídico no tiene como consecuencia que el derecho se posicione, frente al modo con que la realidad penetra y estructura la persona, con una actitud al estilo Duchamp, como si se tratara de transferir a la dimensión jurídica, sin mediaciones, una especie de ready-made, un dato ya definitivamente estructurado en el exterior. Asistimos más bien, como ya se ha señalado, a formas diversas de conceptualización y de construcción de las categorías que van más allá del juego de las representaciones simbólicas, como sucede con los objetos de Marcel Duchamp. Nos hallamos frente a un replanteamiento de la relación entre abstracción, generalidad y universalidad, y además en un contexto profundamente marcado por la ineludible tensión entre igualdad y diversidad, entre una artificialidad necesaria y una realidad que no se puede cancelar. Por eso no existe una medida única sino que convive una medida objetiva, que hace emerger la generalidad de la regla, con una medida subjetiva, que consiente la concreción. Un proceso, este último, en el que es el interesado quien toma la palabra ejerciendo libertad y responsabilidad. Pero esta manera de restituir un rostro a una identidad desfigurada no se asemeja al juego que encontramos en los parques de atracciones donde una inerte silueta sin rostro permite, a quien quiera poner el suyo propio en la oquedad correspondiente, dejarse fotografiar dándose a sí mismo y al símbolo una subjetividad solo diversa en apariencia. Se trata más bien de un constante cambio que permite que el dispositivo de la persona permanezca en el pleno control de cada interesado. La consideración jurídica de la persona pasa a través de la atribución de algunas cualidades, como la dignidad o la humanidad, declaradas 156
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inviolables y asistidas de un vínculo que impone el absoluto respeto; a través del surgimiento de la materialidad de la existencia, que nada tiene que ver con un fundamento naturalista, sino que comprende las nuevas artificialidades que acompañan o que estructuran el cuerpo; a través de diferentes conformaciones de institutos jurídicos tradicionales. Así por ejemplo, la violencia sexual, con la evidente influencia del pensamiento feminista, ya no es tratada en el apartado que el Código penal dedica a los «delitos contra la moralidad y las buenas costumbres», sino en el de€los€delitos contra la persona. El sistema de la responsabilidad civil ha salido de su prisión patrimonial, alargando sus horizontes gracias al principio constitucional de la solidaridad59, para insertarse en el capítulo «daños a la persona» como categoría general, especificándose posteriormente como daño «biológico», o en el capítulo «vida de relación»60, asumiendo la función de instrumento general de tutela de la salud. La progresiva marcha hacia el sistema jurídico del derecho a la salud puede considerarse como la señal tal vez más evidente de otro modo diverso de ver a la persona. Esto no ha sucedido solo por mostrar la insostenibilidad de las tesis de quienes criticaban la pertenencia del derecho a la salud, igual que otros derechos sociales, a la categoría de los derechos€fundamentales. Para ello se han cumplido tres operaciones y todas significativas. La reconstrucción de la unidad de la persona en torno a su identidad física y psíquica (que tiene su más reciente puntal en el art.€3 de la Carta de los derechos fundamentales, ya recordado). La consideración de la salud, no como ausencia de enfermedad, sino como «estado de completo bienestar físico, psíquico y social», según la definición de la Organización mundial de la Salud, acogida en nuestro sistema y en otros: eso implica el paso de una condición excepcional a otra de normalidad en la vida de la persona. La eliminación de la discrecionalidad del legislador a la hora de determinar categorías diferenciadas para el resarcimiento del daño, siempre que «entren en consideración situaciones subjetivas constitucionalmente garantizadas, como es el derecho a la salud recogido en el apartado primero del artículo€32 de la Constitución»61. Estamos, pues, frente a un «interés positivo por una protección activa de la total vida psicofísica del hombre», más que a un «mero interés negativo por la intangibilidad de la simple integridad física»62. Una operación como esta ha 59. Me remito a lo que escribí en Il problema della responsabilità civile, Giuffrè, Milán,€1967, en concreto pp.€89€ss., retomando un análisis del principio de solidaridad ya desarrollado en€1960 en materia de propiedad (este en Il terribile diritto, cit., pp.€190€ss.). 60. P.€G.€Monateri, La responsabilità civile, Utet, Turín,€1998, pp.€474€ss.; G.€Alpa, La responsabilità civile, Giuffrè, Milán,€1999, pp.€357€ss. 61. Tribunal constitucional,€1991, n.€356. 62. M.€Luciani, s. v. «Salute», Enciclopedia giuridica XXVII, Istituto dell’Enciclopedia italiana, Roma,€1991.
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sido posible por el abandono del puro dato de la fisicidad, residual en un contexto connotado por la abstracción del sujeto, en beneficio de un concepto de persona comprensivo de todos sus componentes. Pero ¿hasta dónde puede o debe llevar una noción de persona tan reconstruida? La cuestión se plantea con mayor intensidad y con bien concretas intenciones cuando se trata del embrión, como si la novedad de la referencia a la persona hiciera casi ineludible el problema. Lo cierto es que fue precisamente la abstracción del sujeto la que permitió admitir como centro de imputación de situaciones jurídicas a cualquier entidad a la que el derecho reconocía esta actitud. De hecho, tanto el concebido como el no concebido son objeto de atención en el Código civil (arts.€1 y€462). Esta previsión no es generalizable porque responde únicamente a la lógica de la transmisión del patrimonio, a una capacidad para heredar que queda subordinada al hecho de nacer, excluyendo precisamente la paridad del concebido (embrión, feto) con la persona. Y, sin embargo, contiene una indicación útil en el sentido de que muestra que es posible satisfacer determinadas exigencias derivadas de la irreductibilidad del embrión a un simple amasijo de células atribuyéndole un estatuto jurídico que no debe coincidir necesariamente con el general de la persona. Ni siquiera la tan discutida innovación introducida en la ley sobre la procreación clínicamente asistida (ley€19 de febrero de€2004, n.€40) puede ser considerada como un obstáculo insalvable en esta dirección, aunque se proponga una paridad entre el concebido con los otros sujetos considerados. En el art.€1, de hecho, se afirma que la ley «asegura los derechos de todos los sujetos implicados, incluido el concebido». Pero esta afirmación, una vez despojada de su pesada carga ideológica, abre el problema de cuáles son los derechos concretamente reconocibles al concebido. Dado que es evidentemente imposible atribuir a este último el conjunto de las situaciones jurídicamente relevantes que afectan a las personas ya nacidas, resulta confirmada la legitimidad, incluso la necesidad, de llegar a un estatuto diferenciado. Este modo de afrontar el específico problema de la subjetividad del embrión, en cualquier caso, nada tiene que ver con el uso de la referencia a la persona como dispositivo de exclusión, adoptando una lógica análoga a la que recurren, por ejemplo, Peter Singer o Tristram Engelhardt para trazar el confín entre personas y no personas63. Pues mientras que esta distinción trata de reducir el área de reconocimiento de la persona, justamente con una lógica de exclusión de lo que ya estaba incluido, en el caso del embrión se trata de explorar la posibilidad de ir más allá de los confines trazados. 63. R.€Esposito, Terza persona. Politica della vita e filosofia dell’impersonale, Einaudi, Turín,€2007.
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La experiencia histórica nos ha mostrado que incluso la referencia al sujeto ha tenido fuertes connotaciones como dispositivo de exclusión. La abstracta capacidad jurídica, formalmente unificadora e igualitaria, se ha mostrado inadecuada como instrumento efectivo de tutela frente a las nuevas y terribles pretensiones de regímenes que discriminaban y se apoderaban brutalmente del cuerpo mismo de las personas. En el art.€1 del Código civil, durante el periodo fascista, junto al reconocimiento de la capacidad jurídica se añadía la posibilidad de limitarla por la «pertenencia a determinadas razas», lógica que el régimen nazi llevó a sus más extremas consecuencias. En Auschwitz, además de Dios, murieron muchas otras cosas, y el orden jurídico conoció una de sus más extremas perversiones64. El sujeto ha sido frágil pantalla cuando, mediante las normas jurídicas, se han querido llevar a cabo formas radicales de exclusión, como sucedió por ejemplo con las leyes raciales que despojaban a las personas «de los diversos aditamentos jurídicos que las convertían en sujetos de derecho»65. Se podría afirmar que la delimitación de una categoría de «no sujetos» puede tener efectos excluyentes aún más radicales que los de la calificación de «no persona», puesto que queda eliminado cualquier criterio «objetivo» de control. Si el sujeto no es más que una «unidad personificada de normas», eso equivale a decir que no es más que el conjunto de deberes jurídicos y de derechos subjetivos de los que es titular; por tanto, es evidente la imposibilidad de buscar para él una fundación diferente de la que resulta de la variabilidad de criterios, de vez en cuando asumidos para proceder a la atribución de derechos y deberes, que pueden inspirarse incluso en la lógica de la exclusión. Y así, en la figura y en la etimología del sujeto se alza la sujeción a una norma más que la atribución de una soberanía66. Una estrecha asociación entre persona y biología, como algo aislado, implica siempre riesgos de exclusión. Una renovada reflexión sobre la persona debe, pues, partir del rechazo de cualquier reduccionismo, sea cual fuere su forma, y debe asumir la simple naturalidad del individuo, de manera que dentro de esta área ninguna exclusión sea posible en virtud de la asociación, ya mencionada, con el código de la igualdad. Contra el reduccionismo Las tecnologías someten el concepto de persona a cruzados vaivenes de dilatación y de compresión. La electrónica llega a la conclusión de que€«somos nuestras informaciones»; la genética por su parte insiste en que 64. F. von Hippel, Die Perversion von Rechtsordnungen, Mohr, Tubinga,€1955. 65. A.€Supiot, Homo juridicus. Saggio sulla funzione antropologica del diritto [2005], trad. it. de X.€Rodríguez, Bruno Mondadori, Milán,€2006, p.€80. 66. Ibid., pp.€2,€38,€59.
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«somos nuestros genes». Habrá que mitigar el énfasis tecnológico para evitar que la biología se coma a la biografía y que la virtualidad arrastre a la persona por nuevos caminos de abstracción. La persona siempre será algo más que el conjunto de datos físicos y virtuales que la componen. La discusión sobre la clonación ha permitido repudiar la inadmisible «mística del ADN» e impedido que el gen sea un «icono cultural»67. La total identificación del individuo con su patrimonio genético choca con una evidencia científica que muestra que la construcción de la personalidad es el resultado de una compleja interacción entre datos genéticos y datos ambientales, de manera que la situación de derecho y la correspondiente garantía deberían atender más bien este aspecto y no la simple salvaguarda de un dato biológico. La preeminencia de la biografía sobre la biología garantizaría la autonomía y la unicidad de la persona. Pero unicidad no equivale a identidad. Esta se manifestaría «de manera visible a través de la apariencia del cuerpo y del rostro». En el caso de la clonación, sin embargo, «el valor simbólico del cuerpo y del rostro humano, considerado como soporte de la persona en su unicidad, tendería a desaparecer»68. Y el consiguiente giro en las relaciones entre identidad€genética e identidad de la persona afectaría a los derechos y a la dignidad del hombre convirtiéndose en un obstáculo para la personalidad. Siguiendo este razonamiento, sin embargo, vemos que se superponen, con poca propiedad, cuestiones distintas: la instrumentalización de la persona con la igualdad entre nacidos con diferentes modalidades, la percepción de sí mismo con la percepción que los demás tienen de uno. Esquematizando bastante podría decirse que Jonas se centra en la percepción que el individuo clonado tiene de sí mismo; habla de hecho de «un derecho de la esfera subjetiva, no de la objetiva»69. Atlan, sin embargo, parece atribuir mayor importancia al reconocimiento, por parte de los demás, del individuo como único, es decir, a su percepción social: no es casual que la referencia no sea la de un dato subjetivo, el derecho de ignorar, sino la de uno objetivo, el conjunto de cuerpo y rostro70. En este último caso se podría concluir que la atención se centra más en las condiciones de derecho que pueden favorecer la aceptación social de la persona «duplicada» que en una pura hipótesis de inhibición, como la que 67. D.€Nelkin y M.€S.€Lindee, The Dna Mystique. The Gene as Cultural Icon, Freeman, Nueva York,€1995. 68. H.€Atlan, «Clonazione: posibilita biologiche, imposibilita social»: Rivista critica del diritto privato,€4 (1999), pp.€571-586. 69. H.€Jonas, Tecnica, medicina ed etica, trad. it. de P.€Becchi y A.€Benussi, ed. de P.€Becchi, Einaudi, Turín,€1997, p.€145. 70. Sobre el papel del rostro para la identidad de la persona, véase el hermoso ensayo de M.€Bettini, «‘Guardarsi in faccia’ a Roma. Le parole dell’aparenza fisica nella cultura latina»: Parolechiave,€10/11 (1996), pp.€177-195.
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se deduce de la posición de Jonas. Pero así, la identidad, y en consecuencia la persona, será más bien el resultado de una operación en la que son los demás los que juegan la parte principal, será una construcción basada en la manera que tienen los demás de vernos y de definirnos: «el judío depende de la opinión de los demás para ejercer una profesión, para ejercer sus derechos, para vivir»71. Por otra parte, el problema de la duplicación se plantea hoy más en la dimensión de la virtualidad que en la biológica, en ese espacio ocupado por las redes sociales, que con excesivo énfasis, pronto desmentido por los hechos, fue definido, en un caso singular, como Second Life: la construcción de dobles o personas virtuales, de avatar, a los que se quería reconocer derechos propios con un específico Bill of Rights. La referencia a la clonación se presenta no solo como un ejercicio intelectualmente estimulante para repensar la definición de persona y los nuevos sistemas de relación en los que puede verse implicada, sino como una ocasión para interrogarse sobre la relación entre sujeto y persona. La prohibición ampliamente generalizada de la clonación reproductiva de humanos ha llevado a hablar de «seres ilegales», en referencia a quienes€hubieran de nacer mediante este procedimiento prohibido72. Es evidente que definiciones de este tipo solo pueden tener sentido si están referidas a una subjetividad resuelta en la abstracción del dato material, mientras que la estructura jurídica de la persona, connotada como está de otra forma de conceptualización conexa con la igualdad, hace que sea imposible definir como ilegal al mero ser en el mundo. El violento prohibicionismo de la ley italiana acerca de la procreación asistida, por ejemplo, se derrumba ante el hecho de que el nacimiento de una persona, aunque se haya producido tras la violación de alguna de las normas, no la excluye de tener los mismos derechos que los nacidos «legales». Hay, pues, datos concretos que imponen reflexiones más directas sobre los mecanismos sociales que pueden activarse con el uso «popular» de la genética, mediante múltiples pruebas, en concreto la de la paternidad. De esto puede extraerse una reconfortante interpretación. Depurado de desagradables prejuicios, el recurso a las pruebas que certifican la paternidad permitiría resolver mejor las múltiples controversias judiciales en esta difícil materia y, más en general, darían un sólido fundamento de verdad biológica a las relaciones entre padre e hijos. Pero esta deslumbrante luz biológica es portadora de un inconveniente: la irrupción en las relaciones sociales de la «mística del ADN», 71. J.-P.€Sartre, Reflexiones sobre la cuestión judía [1946], trad. de J.€Salabert, Seix Barral, Barcelona,€2005. 72. K.€ L.€ Macintosh, Illegal Beings. Human Clones and the Law, CUP, Nueva York,€2005.
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el reduccionismo biológico que cancela la legitimidad de cualquier relación no basada en eso que antes se llamaba los «lazos de sangre». La biología quiere cancelar la biografía con una peligrosa regresión cultural y social. En años pasados se ha ido afirmando con grandes fatigas una cultura de las relaciones interpersonales y de la organización familiar que se centraba en la lógica de los afectos, en la paciente construcción de las relaciones basadas en la voluntad de querer estar juntos, en la recíproca dedicación. Maternidad y paternidad «sociales» o «de los afectos» no eran solo palabras nuevas. Eran el fundamento de profundos cambios de las legislaciones en los países más diversos, testimoniadas por ejemplo con las reformas acerca de la adopción. Hoy asistimos a una revancha de la fisicidad que quiere arrinconar, en nombre de la certeza biológica, relaciones que se han construido a base de años, sustituyéndolas con la nuda trama de los genes. Una «limpieza genética», argumentada con la rotundidad del derecho a conocer el propio origen, puede cancelar relaciones en las que se encarnan la comunidad de vida y la incesante y fecunda renovación de las razones para estar juntos. Puede llevar a un dramático empobrecimiento: encontrarse solos con la propia historia genética pero no ya en la relación con los otros. La verdad biológica a toda costa ¿es una conquista o una prisión? De nuevo la persona y su sistema de relaciones que no puede prescindir de los datos genéticos, es cierto, pero que tampoco debe ver en ellos un vínculo invencible. Estas reflexiones apenas esbozadas ponen de manifiesto la importancia de la mediación jurídica en la construcción de una persona no entregada ciegamente al registro que propone una nueva alianza entre naturaleza y ciencia. Mediación tanto más necesaria por cuanto los datos genéticos nos ponen frente a la realidad de personas estructuralmente «conectadas» por el hecho de compartir justamente un patrimonio común constituido por «caracteres genéticos transmisibles en el ámbito de un grupo de individuos ligados por vínculos de parentela»73. El tema de la condivisión se manifiesta con idéntica evidencia cuando se considera el cuerpo electrónico, la persona virtual, no solo dispersa en tantos lugares cuantos son los bancos de datos que tratan las informaciones personales, sino expuesta también a los ataques del reduccionismo, de una prepotencia del dato electrónico que asumiría en sí mismo cualquier carácter de la existencia. Estamos ante fenómenos que nos muestran el riesgo de una progresiva pérdida, no solo del control de uno mismo, sino de su misma construcción. La persona virtual, de hecho, es la 73. Cf.€Garante para la protección de datos personales, Autorizzazione generale relativa al trattamento dei dati genetici, febrero de€2007.
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que resulta de una incesante intervención de sujetos diferentes a aquel a quien se refieren las informaciones. La diseminación en una multiplicidad de lugares no solo hace correr a la persona el riesgo de la «desintedidad», sino de una irremediable fragmentación. Esta exagerada imagen se cruza con frecuencia con el uso cotidiano de la tecnología. Inexactitudes y representaciones parciales, incluso auténticas falsificaciones, son una característica constante de muchas biografías libremente construidas por sujetos diferentes al interesado, que luego entran a formar parte de complejos informativos socialmente acreditados (como Wikipedia). Estamos además ante una identidad «dispersa» por el hecho de que las informaciones que afectan a una misma persona están contenidas en bancos de datos diferentes y donde cada uno de ellos ofrece solo una parte o un fragmento de la identidad. Arriesgamos entrar en el tiempo de la identidad «incognoscible» por parte del interesado, dislocada como está en lugares de arduo, cuando no de imposible, acceso, de los que desconocemos incluso su existencia misma. Nuestra identidad es, pues, el resultado de una operación en la que son otros los que llevan la voz cantante en un proceso de elaboración o difusión constantes. Estamos frente a una identidad «inestable», a la merced de humores ajenos, de prejuicios o de intereses de quien recoge, conserva o difunde los datos personales. Se crea así una situación de dependencia que determina la construcción de una identidad «externa» con formas que reducen el poder de control por parte del interesado. ¿Tantas personas cuantos son los sujetos que utilizan nuestros datos? De nuevo topamos con la vida en su aspecto más poliédrico, en la multiplicidad de imágenes que transmitimos, construidas todas con los mismos materiales, aunque articulados de maneras diferentes, según el punto de vista del observador, de la selección de las noticias utilizadas. La identidad y, junto a ella, la persona se declinan en plural. Justamente porque somos esa multiplicidad, porque la vida es un movimiento multiforme, no podemos ejercer un poder de reducción de esta complejidad que se transforme en la imposición a todos del modo único con que nos vemos o con el que queremos ser vistos. Lo que tenemos derecho a pedir es que los diversos modos de representarnos no se transformen en una especie de montaje descoyuntado de fragmentos de nuestra historia. La proyección hacia fuera de la vida privada debe respetar un criterio fundamental: no ser juzgados y representados fuera de contexto74. De esta manera, la persona trata de volver a entrar en sí misma sustrayéndose a la tiranía de la «exterioridad»75. 74. Así, por ejemplo, J.€ Rosen, The Unwanted Gaze, Random House, Nueva York,€2000, p.€20. 75. Sobre este punto, más ampliamente, véase mi La vida y las reglas, cit.
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Pero la posible construcción de una persona por parte de otros sujetos no se detiene aquí. Este poder es cada día más osado a medida que se concretan las posibilidades de estructurar los cuerpos según un proyecto predeterminado o, dicho de otra manera, la capacidad de reproyectar los seres humanos76. Dirigimos nuestra atención hacia personas futuras y nos cuestionamos acerca de la legitimidad de unas intervenciones que pueden liberarlas del riesgo de transmisión de una enfermedad genética: no es el «hijo perfecto» lo que se persigue, sino la posibilidad de extender las oportunidades que ofrece la innovación científica, siguiendo la lógica habitual a la hora de recurrir a la medicina o a la cirugía. Pero la lógica de una normalidad inspirada en una idea de perfección, o de una continua y radical mejora al menos, se topa con una actitud opuesta que concede valor a una diferencia que se expresa como deficiencia física. Es célebre una causa que tuvo como protagonistas a dos lesbianas sordas que, gracias a la donación de semen de un amigo, también sordo, tuvieron una niña sorda. Explicaron esta decisión diciendo que si el nacimiento de una persona que siente es ya una bendición, la de una persona sorda es una bendición «doble», porque va a encontrar una comunidad presta a acogerla con una intensidad que en el mundo «normal» no existe77. Algunos estudios avalan esta actitud: que en casos de diagnósticos prenatales que revelaban alguna deficiencia, en tres de cada diez casos la aceptación venía determinada por el hecho de que esa deficiencia se correspondía con características de uno o de ambos progenitores. Pero esta nueva circunstancia de reproyectar a un ser humano no afecta solo a los que han de venir. Afecta también a las personas existentes; por ejemplo, para recuperar funciones perdidas, para superar deficiencias, para controlar debilidades físicas mediante implantes electrónicos en el cuerpo. Aquí la persona topa con la concreta posibilidad de beneficiarse de enormes oportunidades pero también con la concreta posibilidad de quedar atrapada en formas que inciden a fondo sobre su autonomía y que pueden llevarla más allá de las fronteras de lo humano. Se hace, pues, evidente la necesidad de definir las condiciones de legitimidad jurídica de estas intervenciones y establecer con precisión quién puede legítimamente gobernarlas. La primera y esencial cuestión tiene que ver con una eventual situación de dependencia irreversible, como podría suceder, por ejemplo, con el implante en el cerebro de un dispositivo electrónico; con finalidades terapéuticas, sí, pero gobernado por completo desde el exterior. ¿Puede un mayor bienestar intercambiarse con la expropiación de la libertad y de la humanidad misma? 76. G.€ Stock, Riprogettare gli esseri umani, trad. it. de E.€ Servalli, Orme, Milán,€2004. 77. Cf. infra, pp. 264-265.
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Volvemos a uno de los atributos de la persona que hoy se declina en términos de pos-humano y de trans-humano. Como se dirá más adelante al analizar justamente la perspectiva pos-humana, se torna problemática la manera de afrontar la definición misma de persona, escindida entre continuidad y discontinuidad, preguntándonos si el tránsito a la condición de pos-humano y de trans-humano deberá traer consigo una nueva articulación de los derechos de la persona o si, al contrario, marcará un declive inevitable de los que han sido llamados hasta ahora derechos «humanos». Pero la medida de lo humano no puede ser solo la naturalista ni tampoco la meramente tecnológica. Habrá que buscarla a través de la dimensión jurídica y en la nueva reconstrucción que en ella encuentra sus referencias, es decir, en la posibilidad de proyectar en este incierto futuro los principios de igualdad, autonomía y dignidad, haciendo que la persona no tenga que separarse de sí misma, irremediablemente escindida entre atributos antiguos y una humanidad perdida. Responsabilidad con el futuro y «patrimonios de la humanidad» Para afrontar el conjunto de estos y otros problemas, que remiten con fuerza y constancia a referencias naturalistas, se ha intentado fabricar un nuevo paradigma que instituya a la naturaleza como sujeto de derecho78, evocando ulteriores subjetividades a las que poder imputar intereses y necesidades cada vez más formuladas en términos de derecho. Aparecen así derechos de «última generación», como los de la tutela global del medio ambiente o del genoma humano, clasificados como objetos que constituyen el patrimonio de una humanidad a la que se le imputa incluso el poder/deber de ejercer una injerencia, justamente «humanitaria». El pos-humano no se circunscribe solo a la dimensión de la integración tecnológica del cuerpo físico, sino como expansión de una subjetividad que quiere abarcar a todos los seres vivos79. ¿A qué sujetos pueden referirse estos otros derechos, estas situaciones? Retornan las entidades abstractas y desencarnadas: la humanidad, las generaciones futuras, la naturaleza, el mercado. Pero ¿quién habla en su nombre? Una vez que la conquistada concreción de la persona había hecho perfectamente identificables a los actores de la historia de los derechos, nos llega ahora el riesgo de una recaída en la abstracción que podría dar rienda suelta a sujetos que se apropien del poder de repre 78. G.€E.€Rusconi, Non abusare di Dio, Rizzoli, Milán,€2007, pp.€74-105. 79. La extensión de la subjetividad al mundo animal es la cuestión más indagada. Véase, entre otros, S.€Castiglione (ed.), I diritti degli animali, Il Mulino, Bolonia,€1988, y la posición bastante más radical de R.€Marchesini, Post-umano, Bollati Boringhieri, Turín,€2005.
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sentar a la humanidad o a la naturaleza. Las acechanzas del autoritarismo son evidentes. Ya se habían manifestado cuando, para tutelar el medio ambiente, erigieron a la Naturaleza como sujeto moral y, ante el riesgo de catástrofes ecológicas, se pidió explícitamente el abandono de la lógica democrática y la adopción de medidas urgentes, fueran quienes fuesen los sujetos y los procedimientos que las harían concretas. Subjetividad y legitimación son dos problemas imbricados. Con la sugerente pregunta sobre si «los árboles pueden actuar en juicio»80, se trataba de hacer posible una legitimación general, una acción popular por la tutela de la biosfera que superara el esquema clásico de la relación entre quien actúa en juicio y su interés actual y directo. El hecho concreto de que este «nuevo sujeto» se manifestara se remitía a la iniciativa de los sujetos tradicionales, depositarios sin embargo de un nuevo poder e investidos de una ulterior responsabilidad. Ya no hablan por sí, sino por todos, encarnan más que un interés colectivo y extendido, el de la humanidad entera, haciendo de esta manera más compleja la figura misma del sujeto por la manera de intuir su relación con el mundo. La persona y su acción se proyectan hacia una comprensión del mundo, que exalta su dimensión social, enriquecida por la ampliación de los intereses de los que se hace portadora, pero también dilatada en esa transición que va desde la consideración de las otras personas hasta el conjunto de entidades que constituyen todo lo vivo. Se mezclan palabras antiguas con otras nuevas. La permanente y reforzada referencia a las generaciones futuras, junto a la ampliación de la noción de humanidad, parecen alejarnos de la concreción de la persona para meternos de nuevo en abstracciones. Pero, al razonar sobre estas categorías en la dimensión propiamente jurídica, vemos que solo en las apariencias se desvanece la fuerte referencia a la persona, porque la dimensión realista, en la que se llega hasta lo más hondo, la define como portadora de esos derechos y deberes, unidos a la posibilidad de hacer pasar esas categorías de la consideración abstracta a la garantía concreta. Lo que no significa que haya que restar valor a la fuerza simbólica de cada una de estas nuevas referencias que reestructuran el orden jurídico y reproponen la cuestión de la subjetividad. No obstante, la consideración analítica de las diversas situaciones muestra que no nos hallamos en presencia, como se ha dicho, de «nuevos derechos para nuevos sujetos», sino ante la emergencia de derechos y bienes que ponen en tela de juicio el modo mismo con que el sujeto ha sido históricamente construido, exi 80. C.€ D.€ Stone, «Should Trees Have Standing? Towards Legal Rights for Material Agents»: Southern California Law Review,€ 45 (1972), ahora también en Should Trees Have Standing And Other Essays on Law, Morals and Environment, Oceana, Nueva York,€1996.
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giendo no solo una diferente entidad de referencia, justamente la persona, sino también un modo diferente de construir los criterios de imputación. La insistencia, pues, en hablar de humanidad o de generaciones futuras no puede presentarse como un renacimiento o una relegitimación de la categoría del sujeto. Un reto para la persona ¿Diremos, pues, que la fuerza de las cosas, más que la de la argumentación, impone concluir que el original esquema del sujeto abstracto no está ya en condiciones de comprender una realidad que por un lado evoca con insistencia y por otro cuestiona sin ambages la diferente y realista referencia a la persona? El realismo es lo opuesto a la fijación y por eso la persona está constantemente retada por este modo suyo de ser, por su íntima actitud a hacerse mediadora de la complejidad de la existencia y de los criterios de valoración que a ella se refieren. Pero la persona, como ya se ha visto, es una noción fuertemente construida y tiene una artificialidad que le impide presentarse con los desnudos atributos de la naturalidad, que le negarían autonomía. Es un punto de convergencia de valores reconocidos, no a través de la intuición o del consenso social, sino basados en la importancia que esos valores asumen en un contexto constitucional que va más allá de las fronteras nacionales y que prolonga las tutelas ofrecidas, pues estas no son atributo del «ciudadano» solo: descienden, más bien, del «ajuar» de derechos y deberes reconocido justamente al ser persona. Por eso, la persona aparece como irreducible a esa medida de «normalidad» que acompaña al sujeto abstracto, incapaz de enfrentarse a la variabilidad individual y social, necesitado de regularidad para llegar a una serie de referencias que pretenden ser objetivas, por cuanto serían el reflejo de una media estadística o de un sentir común, como un buen padre de familia o el común sentido del pudor, pero que en concreto se convierten en mediadoras de un reduccionismo que quiere imponer un filtro único para la consideración de los datos de la realidad. La constatación de la artificialidad que acompaña a la persona no debería servir para llegar a la conclusión de que, así, no es que se haya abandonado el sujeto, sino que simplemente se ha construido otro, también connotado por el hecho de presentarse como una unidad de derechos y deberes. Pero a la consideración de este otro se llega a través de procedimientos y generalizaciones que, como ya se ha recordado, distinguen modalidades de construcción de la persona diferentes a las que, en la modernidad, han fundado el sujeto. Como la vicisitud histórica enseña, la transición de un paradigma a otro no debe estar dominada por la obsesión de la discontinuidad, pero debe tener una actitud capaz de entender 167
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el cambio como lo que realmente es. Siendo siempre conscientes de que una hipertrofia en la relación con la persona puede conducir a un rechazo análogo al conocido por el sujeto, determinando de esta manera una «crisis paradoxal»81 justamente en un momento en que el instrumento persona se presenta como especialmente adecuado para la comprensión de fenómenos y, además, para la construcción de la dimensión jurídica a ellos referida.
81. B.€Edelman, La personne en danger, PUF, París,€1999, p.€1.
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Capítulo VI HOMO DIGNUS
Una nueva antropología El derecho ha contribuido desde siempre a la creación de figuras sociales, de verdaderas antropologías1; y cuando lo ha hecho, les ha dado una consistencia que desbordaba sus propios orígenes. Toda gran operación jurídica, antes incluso de que esta función le fuese otorgada por las cartas constitucionales, ha diseñado un modelo propio de persona que no era la simple constatación de una naturaleza «humana», sino un sabio juego de claro-oscuros, de selecciones de cuanto podía encontrar acogida en el espacio del derecho y de lo que debía quedar fuera, de lo que podía entrar en ese espacio con sus connotaciones «naturales» y de lo que exigía una metamorfosis que solo se la podía dar el artificio jurídico. Al reflexionar de una manera general sobre el papel del derecho se ha subrayado que «hacer de cada uno de nosotros un homo juridicus ha sido el modo más propiamente occidental de unir entre sí la dimensión biológica y la dimensión simbólica constitutivas del ser humano»2. Consideremos para empezar el título de uno de los grandes documentos fundadores de la modernidad: la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano de€1789. Esta Declaración muestra la clara controversia de quien ha sostenido, y sostiene, que los derechos del ciudadano no son más que los derechos naturales formalmente reconocidos, y de quien ve en ellos «la mutación de una humanidad indistinta a una ciudadanía bien 1. Aquí nos referimos, obviamente, a la antropología como forma de «conocimiento del derecho»: cf. R.€Sacco, Antropologia giuridica, Il Mulino, Bolonia,€2007, p.€22. 2. A.€Supiot, Homo juridicus. Saggio sulla funzione antropologica del Diritto [2005], trad. it. de X.€Rodríguez, Bruno Mondadori, Milán,€2006, p.€3.
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delimitada»3. Locke o Rousseau, por simplificar. Pero sigamos adelante y siempre simplificando. Ante nosotros hay dos figuras, el hombre y el ciudadano: de la primera podemos hablar como de una «cualidad», de la segunda, de un «estatuto». Ahora bien, sea cual fuere el alcance que queramos darle a estos dos términos, lo que es indudable es que estamos hablando de «civilización», de secularización, de laicización de unos derechos considerados como naturales, gracias a la intervención de ese instrumento exquisitamente artificial que es el derecho. No es ninguna novedad. Cuando se declararon los derechos de los «hombres libres», con el habeas corpus, en€1215, no se trataba de algo así como de la aparición de un derecho natural de la persona sino del éxito de una negociación entre el rey y los nobles, los obispos, los abades. Se pasaba más bien de un dato, «natural» a su manera, encarnado por una soberanía a la que se le reconocía incluso el ejercicio arbitrario del poder, a otra cosa, a la atribución de un derecho, no a la persona en cuanto tal, sino a los contrayentes del pacto4. Será este un recorrido muy común en otras situaciones que, en la modernidad, llevarán a formas diferentes de reparto del poder entre público y privado mediante la atribución de derechos. Largo, pues, es el recorrido que nos lleva hasta la Declaración del€89 y al surgimiento, desde la naturalidad del hombre, de una figura sumamente artificial como es la del ciudadano, remitiendo a la ley, y solo a la ley, la definición de su contorno. Por eso justamente es legítimo hablar de una nueva antropología. Nos acercamos a nuestros tiempos y leemos lo que escribía, en€1982, Luigi Mengoni: El modelo antropológico del individualismo propietario ha sido corregido por el derecho del trabajo que empieza a desarrollarse a mediados del siglo€xix, o a finales del mismo siglo, en países como Italia con un retardado crecimiento capitalista. Por cuanto supone un hombre que trabaja y no simplemente un propietario de fuerza-trabajo que la ofrece al mercado, el derecho del trabajo instaura la antropología definitiva del derecho moderno, fijada en el artículo€1 de la Constitución del€47 que proclama que nuestro ordenamiento está «basado en el trabajo»5.
Queda así descrito el éxito de un proceso histórico, irreducible a una simple cuestión ideológica, que marca un claro distanciamiento de 3. S.€ Rials, La Déclaration des droits de l’homme et du citoyen, Hachette, París,€1988, p.€352. Esenciales son los análisis y reconstrucciones de P.€Costa, Civitas. Storia de la cittadinanza in Europa II. L’età delle rivoluzioni (1789-1848), Laterza, Bari,€2000. 4. Sobre este tema, más analíticamente tratado, véase infra, pp. 238-239. 5. L.€Mengoni, «La tutela giuridica della vita materiale nelle varie età dell’uomo»: Rivista trimestrale di diritto e procedura civile (1984), pp.€1117-1136, en Íd., Diritto e valori, Il Mulino, Bolonia,€1985, p.€127.
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aquella antropología ligada al individualismo propietario que acompañó durante todo el siglo€xix y buena parte del xx al derecho civil. Este último, sin embargo, no fue entendido como un simple sector de la disciplina jurídica sino como la fundación constitucional de las relaciones privadas. No es casual que Jean Carbonnier haya hablado del Code civil como de «la constitución civil de los franceses»6, destacando algo ya visto con nitidez por Gioele Solari desde€1911, cuando decía que «la Codificación responde en el campo del derecho privado a lo que fueron las Declaraciones de derechos y las Constituciones en el campo del derecho público»7. Si ahora volvemos al clima y al asentamiento institucional de los tiempos que siguieron a la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, podemos percatarnos de la incidencia que tuvo el Code civil a la hora de modificar profundamente la antropología salida de la revolución. Al exponer los motivos de la codificación, el mayor de sus tres artífices, Jean-Étienne-Marie Portalis, escribe: «al ciudadano corresponde la propiedad, al soberano el imperio»8. He aquí señalados, con admirable simplicidad, el sentido y el alcance de la operación política realizada mediante el Code, individualista y patrimonialista. La propiedad es la que da sentido al código. Lo había dicho con absoluta claridad Cambacérès cuando escribía que «la legislación civil regula las relaciones individuales y atribuye a cada cual sus derechos en relación con la propiedad»9. Bien lo sabía Napoleón quien, en su proclama del€18 Brumario, se presentaba justamente como defensor de «la libertad, la igualdad y la propiedad», reinterpretando, mediante la cancelación de la fraternidad, la triada revolucionaria. Al llevar este diseño a su cumplimiento, el Code Napoléon define el estatuto de la burguesía victoriosa y la trama completa de las relaciones entre ciudadanos, siendo al mismo tiempo la guía de las relaciones sociales. Las consecuencias de esta radical mutación son evidentes. «Tengo entre mis manos el Code Napoléon. No es para nada el producto de la sociedad burguesa. Es más bien la sociedad burguesa, nacida en el siglo€ xvii y desarrollada en el xix, la que encuentra en el Code su forma jurídica»: así 6. J.€Carbonnier, «Le Code civil», en P.€Nora (ed.), Les lieux de mémoire II.€La Nation, Gallimard, París,€1986, p.€293. La expresión se hizo habitual (por ejemplo, Y.€Gaudemet, «Le Code civil, constitution civile de la France», en Y.€Lequette y L.€Leveneur [eds.],€ 1804-2004. Le Code civil. Un passé, un présent, un avenir, Dalloz, París,€ 2004, pp.€305€ss.) y tiene una lejana primogenitura en la «Constitution de la societé civile française» de J.-C.€F.€Demolombe, Cours de Code Napoléon I, Durand, París,€1880, p.€45. 7. G.€Solari, Individualismo e diritto privato [1911], Giappichelli, Turín,€1959, p.€57. 8. J.-E.-M.€Portalis, «Discours au Corps législatif,€26 Nevoso, an XII», en P.-A.€Fenet, Recueil complet des travaux préparatoires du Code civil XII, Videcoq, París,€ 1836, pp.€259€ss. 9. J.-J.-R. de Cambacérès, en Ibid. I, p.€141.
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dice Karl Marx en€184910. Y Antonio Scalza añade: «El nuevo Estado, que necesitó del€18 de Brumario para convertirse en una burocracia organizada apoyada en el militarismo victorioso, este Estado que cerraba la revolución desde el momento en que la negaba, no pudo prescindir de su texto propio, y lo tuvo en el Código civil, que es el libro de oro de la sociedad que produce y vende mercancías»11. La importancia atribuida a la propiedad, derecho exclusivo, no solo oscurece la fraternidad: reinterpreta también las otras dos referencias de la triada revolucionaria mediante la unión entre libertad y propiedad y la consiguiente, inevitable, mutación del sentido de la igualdad. Una vez entendida la propiedad como fundamento de la libertad, según la clásica lectura del liberalismo, es evidente que se convierte en la condición de la igualdad desde el momento en que solo la igualdad en la posesión se presenta como factor decisivo para la superación de la disparidad. El individualismo propietario implica la sistematización económica e instituye además una antropología diferente, la del burgués moderno, que es casi como una constitucionalización de la desigualdad. Entre la originaria constitución, la Declaración de los derechos y el Código civil se manifiesta con precocidad eso que hoy llamaríamos una asimetría. El propietario tiende a cancelar al ciudadano, o mejor, a concentrar a la ciudadanía bajo el dominio del propietario, con una consecuencia evidente cual es la ciudadanía discriminada. Realmente se enfrentan dos antropologías, podríamos decir dos personas diferentes, si bien este conflicto queda neutralizado con la invención del sujeto abstracto, verdadero invento de la modernidad, y con la consiguiente creación de otros instrumentos jurídicos que permitían hacer abstracción de la concreción de las relaciones económicas. Ya se ha dicho que la abstracción del sujeto fue indispensable para salir de la sociedad del estatus y para abrir así la vía al reconocimiento de la igualdad. Lo que se rechaza de esa abstracción es el uso político que ha ido esterilizando la fuerza histórica y teórica de aquella invención, reduciendo al sujeto a un puro esqueleto que aislaba al individuo, que lo separaba de cualquier contexto, que hacía abstracción de sus condiciones materiales. Por eso fue necesario iniciar un nuevo camino. De aquí la necesidad de retomar el hilo roto de la igualdad, sustrayéndola, no a los beneficios de una forma que sigue siendo instrumento contra la institucionalización de las discriminaciones, sino a una indiferencia hacia la realidad del ser, que ha diseñado nuevas jerarquías y nuevos abandonos basados en la fuerza política y en la prepotencia del mercado. De aquí 10. K.€Marx, En defensa de la libertad: los artículos de la «Gaceta Renana», F.€Torres, Valencia,€1983. 11. A.€Labriola, Del materialismo storico: dilucidazione preliminare [1896], en Íd., Scritti filosofici e politici II, ed. de F.€Sbarberi, Einaudi, Turín,€1973, p.€588.
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la necesidad de construir un contexto en el que la libertad y la igualdad puedan volver a dialogar tras las grandes tragedias del siglo€xx. De aquí la necesidad de unos fundamentos capaces de dar a la igualdad la plenitud exigida por la mutación de los tiempos. De aquí la necesidad de pasar del sujeto a la persona, entendiendo esta última como la categoría que mejor permite evidenciar la vida individual y su inmersión en las relaciones sociales. De aquí, en definitiva, una nueva antropología que se expresa mediante la constitucionalización de la persona. La revolución de la dignidad Con estos dilemas, y con otros que emergen de la complejidad teórica del tema y de la aspereza de una historia llena de sobresaltos, debieron medirse los constituyentes italianos, y con ellos todos los demás constituyentes de nuestro tiempo, los que modificaron la Constitución alemana y los presentes en la Asamblea general de las Naciones Unidas. No nos hallamos frente a una reposición de antiguas temáticas, como si todo se redujera al cierre de un largo y trágico paréntesis de las dictaduras y de la guerra con un nuevo como decíamos ayer que solo centra su atención en la doble vertiente de la Declaración de los derechos del€89 y en las declaraciones de derechos de los Estados americanos —todos nacemos «libres e iguales»—. La atención por la libertad y por la igualdad ha vuelto en tiempos recientes para reconstruir el resquebrajado vínculo que priorizaba el individualismo propietario y para restituir plenitud a la figura del ciudadano, acuñando a propósito un nuevo término —la «égaliberté»12—. No obstante, aun tocando un punto relevante del problema, impostaciones como esta no captan todas las novedades contenidas en el constitucionalismo de la última posguerra. La innovación más significativa consiste en el principio de dignidad13. La Constitución italiana, aprobada el€22 de diciembre€de 1947, hace explícita referencia a este principio en los arts.€3,€36 y€41, y más concretamente en el€32. Un año después, el€10 de diciembre€de 1948, la Asamblea general de las Naciones Unidas aprueba la Declaración universal de derechos del hombre, cuyo art.€1 integra de manera significativa la antigua fórmula del siglo€ xviii de la Declaración francesa («los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos») afirmando que «todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos». El€8 de mayo de€1949, la Ley fundamental alemana se abre con las palabras: «La dignidad humana es intocable. Es deber de todo poder estatal respetarla y protegerla». La vuelta de tuerca se ha cumplido y la dignidad se presenta 12. E.€Balibar, La proposition de l’égaliberté, PUF, París,€2010. 13. En general, véase G.€Resta, «La dignità», en S.€Rodotà y P.€Zatti (eds.), Trattato de biodiritto I.€Ambito e fonti del biodiritto, Giuffrè, Milán,€2010, pp.€259-296.
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como un ineludible denominador común que diseña un nuevo estatuto de la persona y un nuevo marco de los deberes constitucionales. En el terreno de los principios este es el verdadero legado del constitucionalismo de la posguerra. Si la «revolución de la igualdad» había sido la connotación de la modernidad, la «revolución de la dignidad» sella un tiempo nuevo, es hija del trágico siglo€xx y abre la era de la relación entre persona, ciencia y tecnología14. La importancia constitucional de la dignidad nos ofrece una ulterior indicación. Al describir el trayecto que condujo a la aparición de la igualdad como principio constitucional, se habló del tránsito del homo hierarchicus al aequalis15. Ahora ese trayecto se ha alargado y nos ha llevado al homo dignus; la importancia asumida por la dignidad nos lleva a verla como síntesis entre libertad e igualdad, reforzadas al ser ambas fundamento de la democracia. El camino constitucional de la libertad ha continuado hasta llegar a la Carta de los derechos fundamentales de la Unión Europea del año€2000 que se abre precisamente con la enseña de la dignidad reproduciendo casi a la letra el artículo primero de la Constitución alemana. ¿Por qué esta opción? ¿Se ha querido que justamente la dignidad fuese la seña de identidad fuerte de la primera declaración de derechos del nuevo milenio? Volvamos a los años que siguieron a aquellos dramáticos de la segunda guerra mundial. En un tiempo ciertamente constituyente, hay dos constituciones, la italiana de€1948 y la alemana de€1949, que no se basan en el modelo fundado en el código de la libertad y de la igualdad que€había acompañado el constitucionalismo moderno hasta Weimar y que había sido reconfirmado por la Constitución francesa de€1946. Dignidad y trabajo son ahora los dos puntos clave; no es que cancelen los fundamentos de la libertad y de la igualdad sino que renuevan y refuerzan su sentido situándolos en un contexto en el que asume importancia capital la condición real de la persona, por aquello que la caracteriza en lo más profundo, la dignidad, y por aquello que la sitúa en la dimensión de las relaciones sociales, el trabajo. El sujeto abstracto se hace carne en la persona concreta. Y aquí se manifiesta una nueva antropología que hallará después múltiples expresiones, especialmente en la nueva temperie cultural e institucional marcada por la tecnociencia. 14. «Tras el ‘principio esperanza’ de Ernst Bloch y el de la ‘responsabilidad’ de Hans Jonas, un tercer principio se ha impuesto en los últimos años en el debate filosófico: el ‘principio de la dignidad humana’» (P.€Becchi, Il principio di dignità umana, Morcelliana, Milán,€2009, p.€5). 15. La referencia es a los bien conocidos trabajos de L.€Dumont, Homo hierarchicus. Il sistema delle caste e le sue implicazioni [1966], trad. it. de D.€Frigessi, Adelphi, Milán,€1991; Íd., Homo aequalis I.€Genesi e trionfo dell’ideologia economica, trad. it. de G.€Viale, Adelphi, Milán,€1989; también Íd., Essais sur l’individualisme. Une perspective anthropologique sur l’ideologie moderne, Seuil, París,€1983.
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En la mente de los constituyentes alemanes estaba muy presente y muy evidente la voluntad de reaccionar ante la destrucción de lo humano y la «muerte de Dios», ante todo lo que representaba Auschwitz, todo cuanto acompañó la experiencia nazi y que había llevado a la «perversión» del orden jurídico en su totalidad. Se sentía la necesidad de un fundamento más sólido. De aquí ese «cripto-iusnaturalismo» de la Constitución alemana, la conciencia «de la propia responsabilidad ante Dios y los hombres» declarada por el pueblo alemán en el Preámbulo de aquel texto. Cuando, en el año€2000, se discutía acerca de las palabras y principios que, como inicio de la Carta de los derechos fundamentales, dieran la primera imagen constitucional de Europa, con la decisión de hacerlo por encima de todo con la palabra «dignidad», no solo se quería expresar la renovada apelación a unos riesgos no del todo eliminados, sino la necesidad de querer custodiar una memoria de la que la conciencia europea no podrá separarse nunca. La experiencia de muchos decenios iba más allá de un dato de naturaleza. Se estaba frente a la construcción consciente, histórica, que debía hacer posible que el horizonte dominante no fuera el de una lógica sustancialmente «reactiva», «opositora», como la que figuraba al inicio de la Constitución alemana. La dignidad era un instrumento que, aun siendo objeto de críticas y desconfianzas, podía ser valorado por la manera con que había sido empleado y que le había reportado una aceptación, incluso en ambientes culturales que le habían sido históricamente hostiles, como el francés16. Se había determinado una dinámica que parecía certificar lo que está escrito en la apertura del Preámbulo de la Declaración de la ONU, reconduciendo datos verificables de realidad con el énfasis que la caracteriza: «el reconocimiento de la dignidad inherente a todos los miembros de la familia humana y€de€sus derechos, iguales e inalienables, constituye el fundamento de la libertad, de la justicia y de la paz en el mundo». Una mirada realista, sin embargo, obligaba al mismo tiempo a darse cuenta de que la dignidad conocía nuevos desafíos, que seguía siendo violada incluso con formas inéditas, haciendo pues indispensable no solo una reafirmación de orden general, sino su consideración como vínculo para la política y las instituciones: del respeto a la tutela, de la advertencia que llegaba del pasado a una indicación para el futuro, de€la estática a la dinámica. Una dignidad no solo opositora sino fundadora. Bien lo había intuido Carlo Esposito cuando subrayaba que el régimen democrático previsto en la Constitución republicana «no afirma solo el principio de la igual dignidad de todo ciudadano, sino de la soberana 16. Véanse las múltiples indicaciones de M.€Di Ciommo, Dignità umana e Stato costituzionale, Passagli, Florencia,€2010. Sobre la situación francesa, C.€Girard y S.€HennetteVauchez (eds.), La dignité de la personne humaine. Recherche sur un processus de juridicisation, PUF, París,€2005; S.€Hennette-Vauchez, «Une dignitas humaine? Vieilles outres, vin nouveau»: Droits,€48 (2008), pp.€59-85.
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dignidad de todos los ciudadanos»17. Soberana, pues, la dignidad; como dirá después de la igualdad, Ronald Dworkin18: «virtud soberana». En este clima surge la opción que conducirá al art. 1 de la Carta de los derechos fundamentales: la persona es inseparable de su dignidad. Esta conclusión exige una larga historia, la de la invención de otra humanidad, desde la dignidad de los cristianos a la del hombre moderno, renacentista, como un descubrimiento que hizo decir: «magnum miraculum est homo»19. Pero, la manera de tratar la dignidad en los tiempos que vivimos ya no es como una esencia o naturaleza del hombre, sino como una modalidad de su libertad e igualdad. No es casual que el principio de dignidad haya llegado a la cabecera del constitucionalismo en el momento en que ha aparecido ineludible el rechazo a la imposición exterior, a la constricción en cualquiera de sus formas, a la negación misma de lo humano. Habrá que repetir que «para vivir se necesita una identidad, esto es, una dignidad»20. Lo mismo debe decirse de los sistemas jurídicos. Si la persona no puede ser separada de su dignidad, tampoco el derecho puede prescindir de ella o abandonarla. Justamente este reconocimiento es el eje de otra opción que se encuentra en la Carta de los derechos fundamentales, donde, en su Preámbulo se afirma que la Unión Europea «pone a la persona en el centro de su acción». Una reconstrucción general del sistema constitucional italiano permite llegar a análogas conclusiones, en el fondo anticipadoras y casi más claras en lo que se refiere a la centralidad de la persona. Si este reconocimiento ha tardado en manifestarse, se debe a ese conjunto de factores culturales y políticos de los que hemos hablado. El punto significativo, en cualquier caso, está representado por el hecho de que la importancia atribuida a la persona, incluso su real constitucionalización, halla un fundamento esencial en la relación instituida con el principio de dignidad, muy evidente en la trama constitucional y que confirma la necesidad de una lectura del art.€3 que vaya más allá de la dialéctica entre igualdad formal y sustancial. Para hacer esta lectura de una manera adecuada nos es muy útil la clara indicación que se halla en el mismo incipit de este artículo: «Todos los ciudadanos tienen la misma dignidad social». Precisamente en la importancia concedida a la dignidad, por encima incluso del elenco tradicional de causas de no discriminación, y en su calificación como «social»21, 17. C.€Esposito, La Costituzione italiana. Saggi, Cedam, Padua,€1954, p.€9. 18. R.€ Dworkin, Virtud soberana: la teoría y la práctica de la libertad, trad. de F.€Aguiar y J.€Bertomeu, Paidós, Barcelona,€2003. 19. E.€Garin, El hombre del Renacimiento, trad. de M.€Rivero-Rodríguez, Alianza, Madrid,€1999. 20. P.€Levi, Si esto es un hombre: la tregua. Los hundidos y los salvados, trad. de P.€Gómez Bedate, Círculo de Lectores, Barcelona,€2004. 21. G.€Ferrara, «La pari dignità sociale (Apunti per una ricostruzioni)», en Studi in onore de Giuseppe Chiarelli II, ed. de G.€Zangari, Giuffrè, Milán,€1974, pp.€1089€ss.;
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percibimos no solo la novedad sino el rasgo unificador de la norma. Podríamos decir que se trata de una norma con dos caras: una que mira hacia la conservación de la herencia, la igualdad formal; la otra hacia la construcción del futuro, la igualdad sustancial. Que la dignidad social quede así destacada nos lleva más allá de este esquema pues hace evidente un sistema de relaciones, un contexto en el que se hallan los sujetos de la igualdad, explícitamente considerado después en la segunda parte de la norma. Esta lectura conjunta del artículo no merma su fuerza «rupturista» pero nos dice que la reconstrucción de la igualdad formal no puede hacerse con indiferencia hacia la materialidad de la vida de las personas, de su intacta dignidad, de los lazos sociales que la acompañan. Llegados a este punto, tratemos de analizar las múltiples tramas que se deducen de las relaciones que se establecen entre libertad, igualdad y dignidad. En el art.€3, reconstruido en su carácter unitario gracias a la referencia a la dignidad, aparece la explícita asociación entre libertad e igualdad, dos principios que una tradición crítica y muchas trágicas experiencias del siglo pasado trataron de ver como cosas opuestas e incluso como excluyentes. Más adelante, en el art.€36, la «existencia libre y digna» del trabajador y de su familia describe la condición humana y la liga a la creación de una situación de libertad y dignidad. Y cuando el art.€41 excluye que la iniciativa económica privada pueda desarrollarse en oposición a la seguridad, a la libertad y a la dignidad humana, aparecen de nuevo estos dos principios como inseparables. ¿Podríamos concluir que la imborrable asociación con la libertad es la vía que inmuniza contra los excesos de la igualdad y de la ambigüedad de la dignidad, que tanto inquietaron en el siglo pasado y que todavía proyectan sombras en las discusiones de nuestros días? Esta reconstrucción del sistema permite ver el art.€36 como una norma que da sentido y alcance concreto a la nueva antropología ya advertida en el art.€1 y en su referencia al trabajo. La Constitución no considera el trabajo como una abstracción y no se detiene en el dato material del existir. Establece que «el trabajador tiene derecho a una retribución proporcionada a la cantidad y cualidad de su trabajo que en cualquier caso habrá de ser suficiente para asegurar a él mismo y a su familia una existencia libre y digna». No una forma cualquiera de existencia, pues, sino aquella que da plenitud a la libertad y a la dignidad. Estamos frente a un complejo trenzado, frente a un toma y daca que no solo impide abstraerse de las condiciones materiales, sino que establece una relación necesaria entre existencia, libertad y dignidad (que ha de ser «social» y no solo individual, como ya se ha dicho), desarrollo de la personalidad M.€R.€Marella, «Il fondamento sociale della dignità umana»: Rivista critica del diritto privato (2007), pp.€67-103.
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(en una dimensión marcada por la igualdad). Siguiendo esta estela, la vida ya no es algo «desnudo» pues encuentra en el léxico jurídico las palabras justas que pueden ayudar a captar su sentido. El trabajador, pues, es la figura que da directa concreción al homo dignus. Pero esta antropología de la modernidad jurídica es la que ahora se pone en tela de juicio, y hasta es desafiada y radicalmente negada por una lógica del mercado que, en nombre de la productividad y de los imperativos de la globalización, anula los derechos y nos devuelve a aquella «gestión industrial de los hombres» que ha sido el rasgo más angustioso de los totalitarismos del siglo€ xx. El nexo entre trabajo y dignidad cae hecho pedazos ante una nueva reducción de las personas a cosas, a «objetos» compatibles con las exigencias de la producción. De la existencia libre y digna se tiende a pasar a una especie de «grado cero» de la existencia, a la retribución como mero umbral de supervivencia, como garantía únicamente del «salario mínimo biológico», del «mínimo vital». Retorna una cuestión tan capital como antigua: si el trabajo puede entenderse como mera mercancía, si la determinación de su precio puede ser solo un asunto de mercado, ¿por qué la tutela del trabajo y la ciudadanía social que eso implica interfieren sobre el valor de cambio?22 La respuesta constitucional, contenida en el art.€36, del que se ha dicho que es preceptivo de modo inmediato, corre el riesgo del más absoluto rechazo. Con ello se oscurecería el amplio nexo entre respeto a la libertad y a la dignidad y la libre construcción de la personalidad, que es lo que caracteriza al art.€2, y que es donde se asienta la garantía misma de los derechos fundamentales, dando lugar además al nexo con la solidaridad, el componente más olvidado de la histórica triada revolucionaria, la fraternidad23. Sin embargo, habría que tenerla bien presente en un sistema que pretende estar atento a las relaciones, a una dignidad no individual, sino social, en una Constitución que, al hablar de la persona, no entiende el individuo abstracto sino la «persona social»24. Esta reconstrucción conjunta del sistema constitucional nos remite al art.€1 de la Constitución y a su innovación antropológica mediante el carácter fundacional atribuido al trabajo. Partiendo de esta constatación se ha concluido que «mientras en la Constitución alemana ‘dignidad’ es un 22. M.€V.€Ballestrero, «Le ‘energie da lavoro’ tra soggetto e oggetto», en S.€Rodotà y P.€Zatti (eds.), Trattato di biodiritto II/1, Il governo del corpo, Giuffrè, Milán,€2010, pp.€855-872. 23. La referencia a la fraternité habría sido relegada y no casualmente porque «entre la liberté y la égalité, por un lado, y la fraternité por otro» no existe «un estatuto equivalente. La dos primeras son derechos; la tercera, una obligación moral»: así vemos en M.€Ozouf, «Fraternité», en F.€Furet y M.€Ozouf (eds.), Dizionario critico della Rivoluzione francese, Bompiani, Milán,€1988, p.€657. 24. Véase A.€ Baldasarre, Diritti della persona e valori costituzionali, Giappichelli, Turín,€1997.
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valor absoluto que afecta abstractamente a la persona in se y per se, en nuestra Constitución es un valor relativo que afecta a su concreta posición en el tejido social»25. Y esto es así porque la República italiana está basada en el trabajo y no en la dignidad, como prevé, en sentido contrario, el artículo primero de la Constitución alemana. En realidad, esto que aparece como una relativización y como algo redimensionado, es más bien un fundamento sólido de la dignidad en la realidad de una persona ya no dependiente del engañoso absolutismo de las categorías abstractas. La dignidad no depende de la abstracción sino que está construida de manera que deba medirse siempre con la concreción de las situaciones; la posibilidad de hacer referencia a ella y de exigir su cumplimiento es más directa y más estrecha. Se desata así el farragoso nudo formado por absolutismo, universalismo y abstracción, que había subordinado la posibilidad de atribuir alcance general a un principio a la técnica de la abstracción. Una vez más podemos concluir que la referencia a la persona, y no ya a un sujeto abstracto, es lo que confiere a los principios constitucionales un fundamento teórico más sólido y una más intensa operatividad. Un asunto este que confirma cuanto se ha observado a propósito de la libre construcción de la personalidad, que en el ordenamiento italiano, a diferencia de lo que prevé la Constitución alemana, viene enriquecido justamente por su inserción en un sistema de relaciones que escapa a la abstracción, que no aísla a la persona, que delimita las responsabilidades públicas para la construcción de un contexto que permita pasar de la proclamación de un derecho a la efectividad de su puesta en práctica. La dignidad como principio Habría que preguntarse al llegar a este punto, si la dignidad, debilitada por su propia polisemia, por su íntima ambigüedad, no será un fundamento demasiado frágil, dada su indeterminación, para afrontar tantos desafíos. Esta última sería la más antigua de las críticas que incluye desde las cláusulas generales a la normatividad por principios, a los conceptos «elásticos». Pesa sobre estas técnicas un viejo prejuicio, basado en su indeterminación, y que revela una persistente miopía cultural; si estuvieran más difundidas y más consolidadas, encontrarían plena legitimación, gracias al relieve asumido por su dimensión constitucional y por la aplicación directa de sus principios. Justamente su flexibilidad es lo que hace que estas técnicas se presenten como la respuesta más adecuada no solo a las dinámicas inducidas por cambios e innovaciones constantes y vertiginosas, sino a las exigencias de una sociedad líquida, cada
25. P.€Becchi, Il principio di dignitá umana, cit., p.€37.
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vez más definida por la incertidumbre, por el riesgo, necesitada de un derecho homeostático capaz de seguirla tempestivamente en sus imprevisibles dinámicas26. Esta constatación, sin embargo, no nos exime de la obligación de saldar cuentas con la indeterminación; y son muchos los instrumentos para entenderla. Hablando de dignidad y procediendo por sucesivas aproximaciones, se puede partir de una afirmación de carácter general: la dignidad pertenece a todas las personas, de manera que deben ser consideradas como ilegítimas todas las tentativas que traten de considerar algunas vidas como no dignas, o poco dignas de ser vividas, o que lleguen incluso a negarles su capacidad jurídica, como hacen las legislaciones racistas que han confinado a millones de seres humanos a la categoría de «no personas». En esta primera acepción, la dignidad se presenta como fundamento concreto de la nueva acepción de ciudadanía, entendida como patrimonio de derechos que pertenecen a la persona, sea cual fuere su condición o el lugar en que se halle. La negación de estos principios viola el principio de dignidad. Es cierto que habría que saldar también cuentas con eso que se ha llamado «el abuso del concepto de vida», que nos lleva a la cuestión del embrión, no reducible ciertamente a la pura dimensión biológica de un conjunto de células, pero cuya condición jurídica solo puede ser definida mediante una distinción entre los diversos estados del cuerpo, valorando su «recíproca adecuación»27, y no con operaciones de mera yuxtaposición sobre la figura de quien ya ha nacido. Una segunda especificación ve en la dignidad el principio que prohíbe considerar a la persona como medio, instrumentalizarla. Con dos ulteriores precisiones: no puede ser reducida a mera categoría de mercado —el cuerpo como fuente de beneficio—, y debe respetarse su autonomía —nunca puede ser «instrumento de fines y objeto de decisiones ajenas»28—. Una tercera especificación podría hacerse recurriendo a determinadas situaciones específicas o a figuras sintomáticas. Es el caso del decent work, del trabajo digno de que hablan los documentos de la Organización Internacional del Trabajo, donde se dice que el trabajo no puede ser reducido a mercancía ni el trabajador a objeto, que es el fundamento de las «cláusulas sociales» previstas a nivel interno e internacional y en las que se ma 26. He llamado la atención sobre estos temas en diversas ocasiones, a partir del escrito sobre Ideologie e tecniche della riforma del diritto civile [1966], reeditado ahora en ESI, Nápoles,€2007. Cabe señalar que en la discusión sobre el artículo€1 de la Constitución alemana, el consejero Schmid observó que «ese artículo establece, por así decir, las cláusulas generales para un completo ordenamiento del derecho fundamental» (la cursiva es mía) (E.-W.€Böckenförde, Dignità umana e bioetica, Morcelliana, Milán,€2010, p.€43). Véanse sobre este tema las páginas de G.€Zagrebelsky, Intorno alla legge. Il diritto come dimensione del vivere comune, Einaudi, Turín,€2009, pp.€85-116. 27. P.€Zatti, Maschere del diritto, volti della vita, Giuffrè, Milán,€2009, p.€176. 28. Ibid., p.€46.
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nifiesta no solo una exigencia de tutela de categorías particulares€de€las personas, sino sobre todo una indicación general sobre la necesidad de construir una decent society29 en la que nadie deba perder el respeto a sí mismo y tenga derecho al respeto de los demás30. Sería el caso de los criterios de definición de la dignidad social deducibles de la experiencia jurisprudencial31. Sería el caso de las particulares categorías de contrato como las que afectan al comercio equitativo y solidario. En estas últimas situaciones, la dignidad asume la función de medida de qué es lo que puede responder a la lógica económica y qué es incompatible con este tipo de cálculo. Emerge de esta manera el problema fundamental del control jurisprudencial sobre la compatibilidad de la actividad empresarial con la dignidad de la persona, que ha tenido una significativa manifestación en una sentencia del Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas donde se ha hecho prevalecer justamente la tutela de la dignidad sobre la libertad de prestación de servicios, una de las cuatro libertades económicas a las que se hace referencia en sede europea32. Habría que añadir que la atención prestada a tal decisión no debería hacernos olvidar que este criterio de valoración ya había sido tratado de manera explícita en el art.€41 de la Constitución italiana donde se prevé que la iniciativa económica privada no podrá desarrollarse «de manera que dañe la seguridad, la libertad y la dignidad humanas». Una anticipadora indicación que viene de una norma constitucional, ahora objeto de críticas, internas, pero que una coherente atención a las dinámicas europeas debería hacernos ver en ella justamente un refuerzo de la línea marcada por los constituyentes italianos. Este control de las actividades económicas mediante el principio de dignidad ha suscitado la crítica de quien ha visto en el principio en cuestión un «orden moral opresivo», la transformación de la dignidad en vehículo de imposición autoritaria de valores limitadores de la libertad y de la autonomía de las personas. Crítica esta que parece concordar con la agresiva tesis de un estudioso estadounidense que ha enfatizado de tal manera el conflicto entre libertad y dignidad que ha llegado a ver en esta última una versión del «honor nazi»33. El malentendido es clamoroso pero revela la existencia de un problema. 29. A.€Margalit, La sociedad decente, trad. de C.€Castells, Paidós, Barcelona,€2013. 30. R.€ Sennett, Rispetto. La dignità umana in un mondo di disiguali, trad. it. de R.€Falcioni, Il Mulino, Bolonia,€2009. 31. M.€R.€Marella, «Il fondamento sociale...», cit. 32. Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas, Omega Spielhallen- und Automatenaufstellungs- GmbH/Oberbürgermeisterin der Bundesstadt Bonn,€ 18 de octubre de€2004. 33. J.€Q.€Whitman, From Nazi «Honor» to European «Dignity», Paper for a Workshop at the European University Institute,€29-30 de septiembre€de 2000, ahora con el títu-
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A este respecto, los arts.€36 y€41 de la Constitución ofrecen una preciosa indicación para afrontar la cuestión de la relación entre libertad y dignidad partiendo de una indispensable distinción. El art.€41 ve en la dignidad una barrera infranqueable para la iniciativa económica privada; el art.€36 señala el criterio para la construcción de la dignidad y para la individuación del sujeto al que afecta este poder. Recuerdo de nuevo que este último artículo habla de «existencia libre y digna»: y el Tribunal constitucional alemán, en€1983, decía que «el perno sobre el que actúa el ordenamiento constitucional es el valor y la dignidad de la persona que actúa con libre determinación como miembro de una sociedad libre»34. Justamente la indisoluble asociación entre libertad y dignidad excluye la versión autoritaria, impositiva, de esta última35. La construcción del homo dignus no puede realizarse fuera de la persona, pues su fundamento está in interiore homine. La dignidad no es indeterminada pues encuentra en la persona el lugar de su determinación, pero no para construir una esencia, sino para poner a cada uno en la condición de determinar libremente su propio proyecto de vida. Luhmann ha sintetizado este modo de ver la dignidad considerándola como algo que hay que construir socialmente mediante las «prestaciones» de la persona36. Y así, en la antropología moderna de la persona, la dignidad conduce a la autodeterminación que el Tribunal constitucional ha calificado como derecho fundamental de la persona. En la sentencia n.ºÂ€438 de€2008, se lee: «la circunstancia de que el consentimiento informado halle su fundamento en los arts.€2,€13 y€32 de la Constitución sirve para resaltar su función de síntesis de dos derechos fundamentales de la persona: el de la salud y el de la autodeterminación». Y recordemos las palabras con las que se cierra el art.€32 sobre el derecho a la salud: «la ley no puede en ningún caso violar los límites impuestos por el respeto a la persona humana». Se confirma de esta manera que la definición de la dignidad pertenece a un proceso en el que la persona es la protagonista. ¿Una subjetivización inaceptable y extrema de la dignidad? ¿La negación de todo nexo social, un aislamiento sustancial de la persona, una lo «On Nazi ‘Honor’ and the New European ‘Dignity’», en C.€Joerges y N.€Singh Ghaleigh (eds.), Darker Legacies of Law in Europe: The Shadow of National Socialism and Fascism over Europe and its Legal Traditions, Hart Publishing, Oxford,€2003, pp.€243-266. Las argumentaciones son posteriormente desarrolladas en Íd., «The Two Western Cultures of Privacy: Dignity versus Liberty»: Yale Law Journal,€113 (2004), pp.€1151€ss. Sobre el problema véase G.€Resta, «La dignità», cit., pp.€274-277. 34. Cf.€P.€Häberle, «La dignità umana come fondamento della comunità statale», en Íd., Cultura dei diritti e diritti della cultura nello spazio costituzionale europeo. Saggi, Giuffrè, Milán,€2003, pp.€1-79. 35. M.€R.€Marella, «Il fondamento sociale», cit., p.€77. 36. N.€ Luhmann, I diritti fondamentali come istituzione, ed. de G.€ Palombella y L.€Pannarale, Dedalo, Bari,€2002, pp.€98€ss.
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exagerada individualización? A estos interrogantes no creo que pueda responderse con una genérica asociación entre derechos y deberes de la que la dignidad sería partícipe; ni siquiera proponiendo el tema de la autonomía diciendo que «es la cualidad misma de persona la que exige la indisponibilidad de los elementos que componen la dignidad común»37. ¿Cuáles son de hecho los caracteres de esta dignidad «común» que define los «elementos»? ¿Respecto a quién sería responsable el homo dignus? Pero también es posible hacer un camino diferente que haga emerger las diversas dimensiones de la dignidad considerando en primer lugar las decisiones que la persona puede tomar. Si estas agotan sus efectos en la esfera del propio interesado, el derecho a la autodeterminación está destinado a prevalecer sin posibilidad de superponerle «un ‘orden moral institucional’, sinónimo de una ‘antropología alternativa’ e incompatible con toda la filosofía moderna sobre los derechos del hombre»38. Si, por el contrario, las decisiones inciden en la esfera del otro, entonces debe prevalecer el respeto a ese otro, que es lo que hace surgir justamente el aspecto relacional de la dignidad. Por otra parte, la dimensión del poder de decisión individual no lleva aparejada la autorreferencialidad de la persona. Considerando el nexo ya recordado entre dignidad y remoción de los obstáculos reales entre dignidad y libre construcción de la personalidad, aparece con nitidez un deber público de construir un contexto dentro del cual las decisiones de la persona puedan ser efectivamente libres: de este modo, la intervención exterior no se traduce en una compresión, en una subordinación de la dignidad a una moral externa, sino que construye las condiciones para su plena manifestación. Esta perspectiva «implica una institución que sea algo más que una administración de cosas, que se tome muy en serio la amistad, la que penetra hasta lo más hondo, y la fraternidad, esa cosa tan difícil»39. Junto a este deber público tan comprometido se halla el de los privados: el del emprendedor que no puede desarrollar su actividad en contra de la dignidad; el de quien da trabajo, que debe dar la retribución necesaria para llevar una existencia libre y digna; el de los sujetos que gobiernan las «formaciones sociales» cuyas reglas no pueden violar la dignidad de quien forma parte de ellas. Un deber que afecta también a las instituciones públicas obligadas como están a eliminar obstáculos, por ejemplo, en forma de normas que hay que abrogar o en ausencia de innovaciones legislativas, como ha sucedido con la reforma del derecho de familia que ha restituido su dignidad a la mujer; y como debe suceder 37. G.€Piepoli, «Tutela della dignità e ordinamento secolare»: Rivista critica del diritto privato, (2007), p.€27. 38. Ibid., p.€28. 39. E.€Bloch, Derecho natural y dignidad humana, trad. de F.€Serra, Dykinson, Madrid,€2011, pp.€299€ss.
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con las uniones de hecho, incluso entre personas del mismo sexo, según una indicación que se halla en la Carta de los derechos fundamentales de la Unión Europea y que ha encontrado explícito reconocimiento en decisiones del Tribunal de Casación y en el Constitucional, que serán examinadas más adelante. No es posible, pues, entender la estrecha asociación existente entre persona y dignidad si se niega el nexo social que constituye el trazo más característico de la construcción de la dignidad en el sistema constitucional. Un nexo o una relación con el otro que, sin embargo, no pueden traducirse en subordinación o expropiación de prerrogativas que siguen siendo individuales. Pero también aquí surge el equívoco cuando se presenta como inaceptable individualismo lo que simplemente remite al respeto de la conciencia de cada cual. Así pues, el homo dignus vive en un sistema de relaciones y adquiere la dignidad social que la Constitución prescribe. Y esta reconstrucción nos permite sobrepasar las contraposiciones entre dignidad subjetiva y objetiva, entre dignidad como poder o como límite, por la compartida presencia en el mismo principio de estas diferentes dimensiones que sacan a la luz los criterios sobre los que se pueden delimitar las situaciones en las que el principio de dignidad es el límite a la autodeterminación misma40. Con este bagaje podemos entrar en un mundo ahora global marcado por las innovaciones científicas y tecnológicas. Hay desafíos para el cuerpo, la persona se hace digital41, comparece el homo numericus42, entramos en la dimensión del pos-humano. La profunda antropología del género humano se transmuta gracias a las técnicas procreativas que alteran los sistemas de parentesco, a la perspectiva de la clonación, al útero artificial. ¿Sigue siendo todavía la dignidad un viático? ¿Puede este hombre nuevo seguir siendo dignus? La plena conciencia de la necesidad de situar la dignidad, con fuerza directiva, en esta nueva dimensión, se manifiesta al inicio de documentos internacionales, como la Convención del Consejo de Europa sobre derechos humanos y biomedicina de€1977 (art.1) y la Declaración universal de la UNESCO sobre bioética y derechos humanos de€2005 (art.€3), y en leyes nacionales, como el Código para la protección de datos personales (D.L.€30 junio€2003, n.€196, art.€2). El «cuerpo electrónico», el conjunto de informaciones que construyen nuestra identidad, queda adherido al cuerpo físico: la dignidad se convierte en el trámite fuerte para recons 40. Véase infra, el capítulo «Autodeterminación». 41. Esta expresión, hoy ya de uso, se remonta a R.€Clarke, «The Digital Person and its Application to Data Surveillance»: Information Society, (1994), pp.€77€ss. Cf. D.€J.€Solove, The Digital Person, New York University Press, Nueva York/Londres,€2004. 42. Véase la colección de ensayos titulada precisamente «Homo numericus»: Esprit,€3 (2009), pp.€68-217.
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truir la integridad de la persona (Carta de los derechos fundamentales de la Unión Europea, art.€3), para evitar que la persona sea considerada como una especie de explotación a cielo abierto en la que cualquiera puede recoger información y construir perfiles individuales, familiares, de grupo, que convierten a la persona en objeto de poderes externos que pueden falsificarla, construirla de formas coherentes con las necesidades de una sociedad vigilada, de la selección social, del cálculo económico. La Carta de los derechos fundamentales de la Unión Europea ha insistido en la prohibición de hacer del cuerpo un objeto de mercado. Previsto para el cuerpo físico, este principio puede extenderse también al cuerpo electrónico, como ya hacen algunas normas, por ejemplo las que prevén una autorización pública para tratar los llamados datos sensibles, que guardan relación con los aspectos más íntimos de la vida o con la situación social de la persona. Aquí el principio de dignidad se une al de la igualdad para evitar discriminaciones o estigmatizaciones sociales. Pero son las acciones directas sobre el cuerpo las que originan los mayores problemas. Se puede intervenir sobre el cuerpo para hacer más fácil su control a distancia, alterando su fisicidad mediante la inserción de elementos electrónicos, o construyendo su dimensión electrónica con la obligación de llevar consigo documentos o instrumentos que hagan que la persona esté siempre controlable. La referencia en este caso a la dignidad es realmente importante para consentir que solo sean admisibles las intervenciones que beneficien a la persona, a su salud en primer lugar. ¿Qué sucede, sin embargo, cuando la innovación científica y tecnológica permite mejorar las prestaciones físicas e intelectuales? Si estas nuevas oportunidades se ofrecen de manera selectiva, si el acceso a ellas depende de los recursos económicos, se llegaría a una sociedad de castas;€habría una ciudadanía reducida a causa de las discriminaciones; más dramáticamente podría llegarse a la human divide, a un mundo que aceptaría la realización de personas estructuralmente diferentes materializando de esta manera la utopía negativa de Aldous Huxley en Un mundo feliz43; donde, sin embargo, se abrirían perspectivas positivas de asociación entre personas y máquinas, aquel trans-humano o pos-humano que tanto fascinó desde finales de los años veinte a su hermano Julian44. ¿Deberemos concluir que el «hombre se ha quedado anticuado», como nos ha sugerido Günther Anders45? ¿O deberíamos más bien retomar el hilo de la asociación entre dignidad e igualdad, la única que puede evitar la separación radical entre humanos y pos-humanos, portadores de cualidades diferentes? 43. A.€Huxley, Un mundo feliz, trad. de R.€Hernández, Planeta-Agostini, Barcelona,€2005. 44. J.€Huxley, Religion without Revelation, Benn, Londres,€1927. 45. G.€Anders, La obsolescencia del hombre, trad. de J.€Monter, Pre-textos, Valencia,€2011.
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Otros dilemas tenemos ante nosotros, otras inquietudes nos asaltan. Una persona prisionera de la lógica del consumo que produce una antropología regresiva46. Una persona cuya identidad ya no se define por la autonomía y la conciencia personal sino que parece entregada a procedimientos automáticos, a la tecnología del algoritmo y del automatic computing. ¿Nuevamente la persona cercada por la abstracción, desencarnada, reducida a fantasma tecnológico? Frente a todo esto se eleva la antropología del homo dignus que obliga a mantener como centro la dimensión de lo humano, su riqueza, la imprevisibilidad y la libertad. Se dice que es al derecho a quien corresponde defender las categorías antropológicas fundamentales47, la estratificación de las experiencias humanas48. Pero para alcanzar esta finalidad el derecho no puede volver las espaldas al mundo. Justamente el principio de dignidad le permite seguir sus movimientos, entrar en los recovecos del cambio, ser medida sin dejarse avasallar. Para que todo esto pueda suceder se necesita mucha convicción, una actitud que no pierda de vista la realidad, que no se aleje en busca de algo trascendente que no le va a ofrecer fundamentos más sólidos pero que sí puede hacerle perder su fundamento humano. La dignidad no es un derecho fundamental entre otros49, ni una supernorma. Siguiendo la historia de su avatar jurídico, advertimos que ha venido a integrar principios fundamentales ya consolidados —libertad, igualdad, solidaridad—, formando cuerpo con ellos e imponiéndoles una reinterpretación en una lógica de indivisibilidad. Como quiere la buena ciencia, la reconstrucción conjunta de un sistema exige que se entiendan las dinámicas, las modalidades mediante las que cada componente redefine a las demás dando a cada uno una nueva fuerza y nexos más sólidos con la sociedad. El homo dignus no se entrega a ningún principio que esté por encima de la libertad y de la fraternidad, y de esta manera, en cierta forma, las redimensiona. De los constantes cruces de estos principios, todos fundacionales, de su recíproca iluminación, este homo recibe mayor plenitud de vida y, por tanto, más intensa dignidad humana. 46. B.€ Barber, Consumati, trad. it. de D.€ Cavallini y B.€ Martera, Einaudi, Turín,€2010. 47. P.€Legendre, «Revisiter les fondations du droit civil»: Revue trimestrielle de droit civil,€89/4 (1990), p.€641. 48. P.€Barcellona, Critica della ragion laica, Città Aperta, Enna,€2006. Sobre estos temas cf. G.€Cricenti, I diritti sul corpo, Jovene, Nápoles,€2008. 49. La dignidad como principio es explícitamente afirmada en el parágrafo€34 de la sentencia del Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas, Omega, cit. Véase sobre esta cuestión la preciosa reseña de M.€Di Ciommo, Dignità umana, cit., pp. 207-213; P.€Becchi, Il principio di dignità umana, cit. En los muchísimos escritos dedicados al tema se advierte que con frecuencia se pasa de un término a otro, con una notable imprecisión conceptual que, sin embargo, testimonia la dificultad de reconducir la dignidad al exclusivo ámbito de los derechos fundamentales.
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Capítulo VII LLEGAR A SER INDIGNOS
Solidaridad, diversidad, elección La dignidad siempre va en compañía de un riesgo: el de su pérdida. De muchas maneras se puede perder la dignidad. Por renuncia propia o por el rechazo del otro, por elección, expropiación, agresión, desesperación, sumisión, aceptación, ingratitud, renegación. La indignidad se esconde, se confiesa, se airea, se sufre. Conoce recorridos diversos. Pertenece a la cultura, a la política, a la fe. Y, sobre todo, parece inseparable del mundo de las relaciones sociales, de la relación con el otro. No basta con decir «non sum dignus». Para que este íntimo sentimiento tenga sentido, necesito dirigirme a alguien, proclamarlo, confesarlo: «Domine, non sum dignus». Si nacemos iguales en dignidad y derechos, conservar la dignidad en plenitud es un proceso constante en el que siempre se corre el riesgo de caer del otro lado, del lado de la indignidad. En el Discurso de la servidumbre voluntaria, Étienne de la Boétie dice: [...] si hay algo claro y evidente en la naturaleza y ante lo cual no nos esté permitido hacernos los ciegos, es esto: que la naturaleza, ministro de Dios, gobernante de los hombres, nos ha hecho a todos de la misma forma y, según parece, con el mismo molde, a fin de que nos reconozcamos todos por compañeros o más bien como hermanos. Y si al repartir los presentes que la naturaleza nos ha dado, esta ha dado mejor parte de su bien a unos que€a otros, sea al cuerpo o al espíritu, no obstante, no ha pretendido ponernos en este mundo como en un palenque, y no ha enviado aquí abajo a los más fuertes ni a los más avisados como a salteadores armados en un bosque para devorar a los más débiles, sino que debemos creer más bien que al hacer así a unos los miembros más grandes, a otros más pequeños, [la naturaleza] ha querido hacer sitio al afecto fraternal, a fin de que tuviera donde emplearse, teniendo unos el poder de prestar su ayuda y otros la necesidad de recibirla. [...] Ha procurado por todos los medios estrechar y apretar tan fuer-
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te el lazo de nuestra alianza y sociedad; puesto que ha mostrado en todas las cosas que no ha querido tanto unirnos a todos cuando hacer de todos uno..., no cabe duda entonces de todos seamos naturalmente libres, pues todos somos compañeros, y no puede caber en el entendimiento de nadie que la naturaleza haya puesto a alguien en servidumbre, habiéndonos puestos a todos en compañía1
En un texto tan lleno de sugerencias culturales, y también de premociones, la referencia a la naturaleza quiere hacer normativo un orden social que tenía en la fraternidad su más fuerte fundamento, la condición misma de la igualdad y de la libertad. Pero en él se refleja además una forma concreta de organización social, en la que a través del derecho de propiedad, proyección máxima en el mundo real de la concreción de la desigualdad, se buscaba una especie de neutralización construida como «magistratura familiar social»2, en un contexto caracterizado por los deberes hacia los superiores y los subordinados. La debilidad «en el cuerpo o en el espíritu» no se percibe socialmente como disminución de igualdad en un ambiente en el que el reconocimiento y la ayuda recíproca se presentan como reglas ineludibles. También, pues, la dignidad, evocada emblemáticamente mediante la «no naturalidad» de la condición de esclavo, queda inmune al riesgo de cancelación. Esta idea de sociedad naturalmente armónica, pero destinada en los hechos a estar sometida a la jerarquía, no fue capaz por sí sola de soportar el peso de las desigualdades y tomó el camino de confiar a la artificialidad del derecho, más que a la naturaleza, los principios de libertad, igualdad y fraternidad. A lo largo de este camino, sin embargo, se encontró con una propiedad «naturalizada», pues fue proclamada como sagrada e inviolable. Y así se hizo concreto el riesgo, temido por Étienne de la Boétie, del «palenque» donde los hombres se enfrentan como bandidos y donde la propiedad es como el «campo de batalla» descrito por Alexis de Tocqueville. Este último, sin embargo, en aquel cambio de régimen propietario que sobrevino al fin del Antiguo Régimen, percibía un elemento que podía disipar la pérdida de dignidad que había presidido los mortificantes trabajos forzados y las obligaciones impuestas por el régimen feudal a quien gestionaba la tierra, en beneficio del señor que seguía siendo formalmente el propietario. Con las leyes revolucionarias, los vínculos personales quedaron anulados, los deberes del propietario quedaban descabalgados de ese régimen de cosa poseída, aunque no así la dependencia de la persona del poder de otro sujeto: «el privilegio, transvasado de las personas a las cosas, era aún más absurdo si cabe, pero también menos sentido porque, aun 1. É. de la Boétie, Discurso de la servidumbre voluntaria, trad. de P.€Lomba, Trotta, Madrid,€2008, pp.€32-33. 2. J.€Carbonnier, Droit civil II, París,€41964, p.€87.
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siendo todavía oprobioso, era menos humillante»3. En el rasgo de la humillación, tan sutilmente captado por Tocqueville, más allá de su forma jurídica, se reconoce la pérdida de dignidad, la formación de una condición humana que empuja a la persona hacia la indignidad. Estamos del lado de quienes, en el marco de la definición de la dignidad, la reconocen como el acto que ofende el respeto que la persona tiene de sí misma4. Pero en el papel que Étienne de la Boétie atribuye a la naturaleza podemos ver otro significado. Si las desigualdades en el cuerpo y en el espíritu son producto de la naturaleza, es decir, inevitables, mayor aún es la propensión individual y social a aceptarlas. Sin embargo, a medida que crecen las oportunidades que la ciencia ofrece para liberarse de esas desigualdades naturales, la atención individual y social abandona la lógica de la aceptación y del socorro y se escora hacia el acceso a esos medios que hacen posible alcanzar tal resultado. La obligación social se ralentiza, la fraternidad cede a la tecnología. Podría parecer de lo más obvio, llegados a este punto, que todo el problema se cerrara con la construcción de unos derechos que permitieran a la persona disfrutar de los beneficios de la ciencia. Pero la insistencia, cuando se centra solo sobre este aspecto, lleva consigo el riesgo de convertir en normativa, no ya la naturaleza, sino la innovación científica. Si una persona se halla en una condición física o psíquica deteriorada, pese a la existencia de instrumentos técnicos que podrían aliviarla o hasta curarla, el hecho de no recurrir a ellos podría suponer la estigmatización de quien decide no aceptar esa propuesta o de quien se encuentra en la imposibilidad de llevarla a cabo. Es el tema, sobre todo, de las minusvalías, pues habría que recordar cuanto está escrito en el art.€26 de la Carta de los derechos fundamentales de la Unión Europea: «La Unión reconoce y respeta el derecho del minusválido a beneficiarse de medidas tendentes a garantizar su autonomía, su inserción social y profesional y su participación en la vida de la comunidad». El derecho del minusválido, pues, es ante todo el derecho a ser reconocido y respetado en su condición personal, sin que por ello tenga que ser considerado como destinatario de una obligación: la de entrar en la «normalidad». Este tema ha sido especialmente discutido al tratar la técnica de los implantes cocleares, el llamado oído biónico. Cuando el gobierno australiano anunció en el año€2011 un programa de screening de todos los recién nacidos5, con el fin de detectar precozmente una condición de sor 3. A. de Tocqueville, L’Ancien régime et la Révolution, en Íd., Œuvres complètes, ed. de G. Lefebvre, Gallimard, París, 1952, vol. II, p. 260 [trad. esp. de D. Sánchez Aleu, El Antiguo Régimen y la Revolución, Alianza, Madrid,€2004]. 4. K.€Seelmann, «La tutela della dignità umana»: Ragion prattica,€34/1 (2012), pp.€45-60. 5. Programas análogos se han presentado en otros países, como en Italia desde el año€2000.
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dera y para poder intervenir al efecto de la manera más rápida y eficaz, el grupo Deaf Australia reaccionó de un modo absolutamente crítico con una argumentación que resume eficazmente las preocupaciones relativas al respeto por los derechos de las personas. El implante del oído biónico, dice este grupo, «supone que las personas sordas son enfermas o incompletas, aisladas e infelices, incapaces de comunicarse con los demás y que, en consecuencia, deben buscar desesperadamente una cura para su condición. Con ello no se hace más que humillar a las personas sordas, desacreditar su lenguaje y su cultura, reconocer su diversidad y sus consecuencias»6. Compartiendo esta preocupación, algunos padres han rechazado el implante para sus hijos sacando a relucir el problema de la tutela de los derechos del «otro». ¿Quién, y en qué situaciones, puede tomar decisiones consideradas como necesarias para tutelar la personalidad del otro? La multiplicidad de factores que hay que tener en cuenta al referirnos a la dignidad de la persona y a la calidad de la vida es tan evidente que hace imposible la existencia de una normalidad «normativa». La necesaria individualidad remite al argumento de Alan Turing quien, discutiendo sobre el modo de saber si las máquinas piensan y afirmando que la respuesta solo puede venir haciéndose máquina, afirmaba que «el único modo de saber que un hombre piensa es haciéndose ese particular hombre»7. En la transición de las leyes de la naturaleza a las leyes de los hombres, o sea, de la necesidad a la elección, el marco de los derechos se articula y se delimita, y con él, se clarifican las necesidades para legitimar socialmente las innovaciones científicas y tecnológicas. El criterio general es el que desciende de la consideración conjunta del principio de igualdad y del derecho fundamental a la autodeterminación. El acceso concreto a las oportunidades ofrecidas por la ciencia no puede traducirse en un privilegio determinado por la posición social o por los recursos económicos, so pena de que los excluidos caigan en esa humillación subrayada por Tocqueville, y significativamente retomada en el documento australiano que se resuelve en una degradación de la dignidad. No eres digno del «progreso», eso queda reservado solo para algunos. Pero la disponibilidad social e institucional tampoco puede transformarse en la obligación de tener que servirse de la oferta. Aquí entran en juego las consideraciones culturales ligadas a la imposición de modelos, 6. Deaf Australia, Policy on Cochlear Implants,€ 20th Annual General Meeting on€ 3rd November€ 2006 (disponible en www.deafau.org.au/info/policy_cochlear.php). Cf., en general, J.€B.€Christiansen e I.€V.€Leigh, Cochlear Implants in Children. Ethics and Choices, Gallaudet University Press, Washington,€2002. 7. A.€ M.€ Turing, «Computer Machinery and Intelligence»: Mind,€ 59 (1950), pp.€433-460; sobre el test de Turing véase B.€Christian, Essere umani, Che cosa ci dice di noi el test de Turing, trad. it. de M.€Capocci, Le Science, Roma,€2012.
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respecto a los cuales la regla jurídica no puede ir más allá de la salvaguarda de un contexto en el que cada cual pueda tomar libremente sus decisiones, sin convertirse en objeto de tensiones paternalistas o autoritarias que quieren imponer valores haciendo gala además de una pretendida conformidad con la naturaleza. La cultura de la diversidad, y de los derechos en los que esta se manifiesta, juega un papel fundamental, justamente para impedir que algunas opciones puedan determinar situaciones de rechazo o de estigmatización que privarían a la persona de la «dignidad social» afirmada en el art.€3 de la Constitución. Indignidad y pérdida de derechos Existen verdaderas y auténticas instituciones de la indignidad, formalizadas, que hallan su base en la Constitución y en el Código civil. En el apartado cuarto del art.€48 de la Constitución se dice explícitamente que «el derecho al voto no puede quedar limitado sino en casos de incapacidad civil o como consecuencia de una sentencia penal irrevocable o en casos de indignidad moral señalados por las leyes». El Código civil dedica a la indignidad los arts.€463,€464 y€465, donde se detallan pormenorizadamente las situaciones en las que se es culpable de estas formas de indignidad. La condición de indigno incide sobre los mismos derechos que los de ciudadanía ya que, con la exclusión del derecho al voto, se cierra el acceso al proceso democrático. La Constitución llega a esta conclusión tan comprometida apelando a la «moral», y es la única vez que en el texto constitucional aparece esta palabra. Se deposita así en el sistema institucional una reserva de moralidad pública a la que el legislador puede recurrir cuando considera que la participación de algunas personas podría contaminar el proceso democrático. Una actitud que se vuelve a encontrar en el art.€54 donde, una vez establecido el deber de los ciudadanos «de ser fieles a la República y de observar la Constitución y las leyes», va más allá y establece que «los ciudadanos a los que se les confían funciones públicas tienen el deber de cumplirlas con disciplina y honor». Considerando esta norma, se puede entender que la violación del deber de disciplina y honor, aparte la posibilidad de específicas sanciones, produce una «indignidad social» que habrá que tener en cuenta cuando se pretenda proponer al transgresor como candidato a otras funciones o cargos, especialmente si son electivos. La exclusión del indigno es, pues, un elemento necesario para que el proceso democrático mantenga sus características propias. Una crítica realista a hipótesis como esta dejaría al desnudo su escasa operatividad y también el riesgo de subordinar derechos de ciudadanía a indicaciones genéricas como las que hacen referencia a la disciplina y al honor. La preocupación por el respeto a los derechos es sacrosanta. Pero 191
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lo que aquí se quiere resaltar es la posibilidad de constituir para la opinión pública, como hace explícitamente para el legislador el art.€48 de la Constitución, recursos informales de moralidad utilizables cuando se quiere hacer un juicio a quien se mueve por la escena pública. Esto implica, por ejemplo, que el voto a favor del «indigno» no pueda ser considerado como una especie de rehabilitación pública frente a la que cualquier memoria del pasado, cualquier crítica, deberían callar. Se hace evidente que el espacio para la valoración de indignidad se dilata más allá del de la juridicidad. Esto quiere decir que podemos toparnos frente a «otras dignidades»8 que sin embargo deben ser consideradas como un continuum que las adjunta a la dimensión propiamente jurídica. Pasando de la esfera pública a la privada, el tema de hacerse indignos se cierra en el restringido círculo de las relaciones entre personas determinadas, a las que se les atribuye el poder de hacer desaparecer los efectos de la indignidad, cosa que no parece legítima en los procesos sociales. Descendiendo de razones objetivas, la persistencia de la indignidad entre sujetos privados está subordinada a la valoración de la persona que se pretende tutelar. No obstante, el marco diseñado para la indignidad por el Código civil supone una contribución importante para definir las condiciones sociales a las que debe referirse la indignidad. La exclusión por indignidad de la sucesión de los bienes de una determinada persona está ligada a situaciones que, en concreto, inciden sobre la integridad física y sobre la libertad de la persona. El art.€463 del Código penal prevé la exclusión de la herencia «por indigno» a quien haya cometido actos especialmente graves contra el difunto o sus familiares, como un atentado contra su vida, una denuncia calumniosa, acciones tendentes a influir sobre la voluntad testamentaria. El marco social delineado por la indignidad entre privados tiene dos visibles referencias, la familia y la propiedad, y la presenta como institución tendente a garantizar la «moralidad» en la circulación de bienes que no deben llegar a quien ha tenido comportamientos considerados deplorables. Una moralidad, sin embargo, que no adquiere rasgos vinculantes ya que siempre es posible la rehabilitación del indigno por parte de la persona de la que debería heredar. Una indignidad, pues, disponible y, por eso, tendencialmente negociable, remitida a la valoración de la persona interesada. En la óptica de la circulación de bienes y de las valoraciones morales que la acompañan, aparece luego una figura que, aun no siendo técnicamente calificable como indignidad, sin embargo responde a una lógica análoga, dado que está sometida a las mismas disposiciones previstas en 8. El tema se hace candente en U.€ Vincenti, Diritti e dignità umana, Laterza, Bari,€2009, p.€149.
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caso de indignidad para suceder. Se trata de la revocación de las donaciones por «ingratitud», lo que legitima al donante a obtener la restitución del bien donado. El ingrato no es «digno» de conservarlo. ¿Quién es el indigno? Estas rápidas anotaciones confirman la calidad esencialmente relacional de la indignidad que, sin embargo, en algunos casos es tendenciosamente considerada por el derecho como una situación reversible, ya que es posible revocar las causas a iniciativa de un sujeto implicado en las relaciones sociales (es el caso de la rehabilitación prevista por el Código civil) o fijar un límite, transcurrido el cual la dignidad se recupera (es el caso de las «limitaciones temporales» al derecho de voto previstas «para los jefes responsables del régimen fascista» en la disposición transitoria XII de la Constitución). Pero no es en esta versión «débil» en la que pensamos cuando comparecen ante nosotros historias de indignidad que sobrepasan con mucho los estrechos límites marcados por los artículos ahora recordados de la Constitución y del Código civil. En estos casos, de hecho, la condición de indigno remite a un comportamiento individual específico, circunscrito a momentos particulares de la vida y a determinados derechos y que, en consecuencia, no produce verdadera exclusión social y, menos aún, persecución. Responde solamente a una precisa exigencia de moralidad en el inicio del proceso democrático o en la circulación de bienes. La otra vía de la indignidad, la que sigue acompañándonos dramáticamente, parte de un tan radical rechazo del otro que prescinde de cualquier comportamiento suyo y que conduce a una «muerte civil», a una progresiva expropiación de todos los derechos, que acaba construyendo categorías de «indignos» frente a los cuales cualquier agresión se torna legítima. ¿Indignas las víctimas o los perseguidores? Muchas prácticas sociales, acompañadas o favorecidas por instrumentos jurídicos, han creado una «acción paralela» a la indignidad, que ha pasado por encima de principios y de derechos, convirtiéndose ella misma en principio que imponía la degradación del humano. De excepción codificada y circunscrita, la atribución de la calidad de indigno se ha convertido en regla general que legitima la constante agresión de enteras categorías de personas. Frente a esta situación, el derecho no ha sido inocente sino más bien cómplice. La persecución, hasta el exterminio físico, de rumanos, disidentes políticos, pertenecientes a minorías étnicas o lingüísticas, homosexuales, discapacitados, enfermos mentales, el exterminio de los judíos, han sido posibles gracias incluso a minuciosas normas jurídicas. Recuerdo solo el decreto «Nacht und Nebel», del€7 de diciembre de€1941, con el que Hitler establecía que los judíos debían ser transferidos a países 193
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ocupados por Alemania donde quedarían exactamente «desvanecidos en la noche y en la niebla». Sombras, pues, ya no personas. Seres destinados solo a ser eliminados. La privación de los derechos equivalía a la cancelación de su humanidad. Las tragedias del siglo€xx han sacado a la luz otra terrible casuística, una barbarie moderna, que se convertido en advertencia. Al inicio de la Constitución francesa de€1948 se recuerda que ese texto ha sido escrito «tras la victoria de los pueblos libres sobre los regímenes que han tratado de someter y degradar a la persona humana». Pero también los vencidos, los alemanes, se han movido en la misma dirección y han querido marcar la distancia con su pasado abriendo su Constitución declarando inviolable la dignidad humana. En este intento de inmunizarse frente al retorno de la indignidad, de nuevo se ha invocado el derecho, aunque dando un serio giro a su función, abandonando el paradigma persecutorio. Nace así otra casuística tendente a individuar analíticamente las agresiones y a volcar la indignidad sobre los perseguidores. Se han construido múltiples catálogos de actos de barbarie contra el inerme «indigno», hasta llegar al último, aunque ciertamente no definitivo, que se halla en el Estatuto del Tribunal penal internacional de€1988. Aparecen aquí cuatro categorías de crímenes: de guerra, de genocidio, de agresión, contra la humanidad, que a su vez se descomponen en una muy detallada casuística de sesenta y seis modalidades en que pueden concretarse esos crímenes. La experiencia acumulada, visible en ese elenco, permite delimitar los criterios sobre los que han sido identificados aquellos que, destituidos de humanidad por obra de los agresores, debían desaparecer, precisamente por «indignos», de ese mundo que se pretendía construir. Un elenco destinado a ser ampliado siempre que, en la realidad que nos circunda, se manifiesten nuevas agresiones contra el ser humano, nuevas formas de arrastrarse hacia la indignidad. El derecho, pues, se prepara para esa permanente llegada de bárbaros, de verdaderos «indignos» que siempre están a la puerta. La reflexión sobre la indignidad saca a la luz también una relación entre víctimas y perseguidores. ¿Quién es el verdadero indigno, cómo se hace alguien indigno? Frente a la imposición de la indignidad, sin embargo, no basta con hacer un giro semántico, con un juego de nuevas definiciones. Cuando a una persona se le cuelga la etiqueta de la indignidad, esta puede apoderarse de su vida y no desaparece por el simple hecho de que el cambio de la situación haya permitido transferir al perseguidor el estigma de indigno. Lo ha explicado a todos, tal vez de modo definitivo con su propia vida, Primo Levi9. 9. P.€Levi, Si esto es un hombre, trad. de P.€Gómez Bedate, Círculo de Lectores, Barcelona,€2004.
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¿Quién define la dignidad? No hay catálogos que contemplen los caminos cotidianos que conducen a la exclusión del inmigrado, considerado indigno de sentarse en los mismos bancos donde se sientan los nativos; de la mujer, indigna de establecer libremente sus propias relaciones personales y sociales; del homosexual, indigno de ver reconocida jurídicamente su relación con otras personas; del arrestado, indigno de ser respetado en sus derechos si apremia la emergencia de la seguridad pública; del trabajador, indigno de conservar los derechos considerados incompatibles con la emergencia económica. Estas son las políticas de la indignidad a las que deben oponerse las políticas€de los derechos, nunca como ahora constitutivos de la humanidad misma de€las personas. El mundo está lleno de estas indignidades, algunas nuevas, otras provenientes justamente de ese pasado que queremos borrar. El riesgo de la indignidad se hace aún más acuciante cuando afecta de inmediato a la existencia; tanto es así que se habla de «vida digna de ser vivida», de «morir con dignidad». Es posible por tanto una vida indigna, es posible un morir indigno. ¿Cómo se puede salir de estas indignidades? A esta pregunta no se puede responder remitiéndose a la distinción entre dignidad subjetiva y objetiva, delimitando así en la persona interesada, o en otros sujetos, quién es competente para definir la medida de la dignidad en cada situación. La dignidad se construye mediante un proceso en el que concurren el poder de gobierno de la persona interesada y el deber que incumbe a quien debe construir las condiciones necesarias para que las decisiones de cada persona puedan ser tomadas en condiciones de libertad y responsabilidad. En esta formulación aparece evidente cuál es la relación entre poder individual y deber institucional, político o social. Este último, de hecho, no puede resolverse en la definición, desde fuera, de la «calidad de la vida» de cada cual porque, como ya se ha visto, libertad y dignidad son inseparables. No es aceptable una dignidad normativa, no son admisibles los custodios de la dignidad legitimados para imponer a las personas su propio punto de vista. Nos alejamos tanto de una idea de dignidad como fundamento de derecho del que descienden todos los derechos fundamentales, como de una individualización de la dignidad que libera a las instituciones y a la sociedad de tomarla en consideración. La plenitud de la dignidad se hace posible cuando existen una serie de «prestaciones» sociales, idóneas ante todo para eliminar las condiciones de abuso y de degradación, y para recuperar esa idea de solidaridad, sobre la que hemos llamado la atención, y para satisfacer, en definitiva, una serie de esenciales necesidades humanas10. La 10. Sobre este punto, véanse las indicaciones, en especial sobre la discusión alemana, de P.€Becchi, Il principio di dignità umana, Morcelliana, Brescia,€2009.
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dignidad no puede consistir en la estática contemplación de un principio, sino que, precisamente porque es tal, es motor de un proceso en el que la persona ve reconocidos, en lo concreto, sus propios derechos. Así es como pueden quedar bien definidas las relaciones entre persona e instituciones políticas y sociales, sus respectivos territorios. La vida digna de ser vivida, entonces, es aquella que la persona autónomamente construye como tal. No hay vidas «indignas» salvo aquellas que otros pretenden construir en nuestro lugar violando así el derecho de auto-representación y de competencia para orientarse en el mundo11.
11. K.€Seelmann, «La tutela della dignità umana», cit.
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Capítulo VIII EL DERECHO A LA VERDAD
La necesidad de saber ¿Restituir la dignidad mediante la verdad? Los interrogantes sobre el derecho a la verdad acompañan desde siempre a la reflexión política y filosófica y ocupan un lugar destacado en las fuentes literarias. En los últimos decenios el asunto ha conocido, además, una renovada y muy intensa fortuna debido a su conexión con objetivos políticos de alto compromiso social que insisten en la cuestión de la conservación de la memoria, o incluso en la construcción de una memoria centrada justamente en el ejercicio del derecho a la verdad. ¿Pero cómo hablar de este derecho, quiénes son sus titulares, cuáles los contenidos? «Todos tienen el inalienable derecho a conocer la verdad sobre hechos pasados y sobre las circunstancias y las razones que, en especiales casos de graves violaciones de derechos humanos, desembocaron en la comisión de crímenes aberrantes. El ejercicio pleno y efectivo del derecho a la verdad es esencial para evitar que tales hechos puedan repetirse en el futuro»1. Una afirmación tan tajante lleva al derecho más allá de históricas controversias, como la que dividió a Inmanuel Kant y Benjamin Constant; tiene la fuerza propia de la verdad, tiene una universalidad que no deja espacio a la mentira de los gobernantes, y rompe el principio según el cual «ningún hombre tiene derecho a una verdad que dañe a otros». ¿De dónde viene esta imperiosa visión de un derecho reacio a los límites, que desquicia la convicción de quien pacientemente ha reconstruido la relación entre derecho y verdad en torno a una especie de inevitable re 1. L.€Joinet, Question of the Impunity of Perpetrators of Human Rights Violations (Civil and Political), Final Report, Annexe I, Principle€1, United Nations Documents, E/CN.€4/Sub.€2/1997/20/Rev.€1,€2 de octubre€de 1997.
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ducción de las pretensiones de verdad absoluta, recalcando incluso que el espacio propio del derecho es el de las verdades parciales, relativas, convencionales? Es la urgencia de reaccionar ante las tragedias lo que lleva a considerar que una mirada al pasado debe producir anticuerpos capaces de impedir su repetición en el futuro2. El énfasis sobre la verdad, pues, no nace solo de la exigencia de restituir la dignidad a las víctimas. Es la humanidad entera, sin confines espaciales ni temporales, la que comparece en escena, y es ella la que debe ser conducida hacia otros tiempos redimidos y aclarados por la fuerza de la verdad. Una legitimación tan intensa confiere al derecho a la verdad una capacidad expansiva en muchas direcciones, lo que exige una reflexión atenta que no se quede en el mero registro de las circunstancias originarias. La discusión, realmente planetaria, en torno al derecho a la verdad va unida con el paso a la democracia de algunos países tras una fase de regímenes dictatoriales, llenos de violencias y de conflictos. Para gobernar esta transición, en€1955, en la República Sudafricana, se constituyó una «Comisión para la verdad y la reconciliación», un modelo seguido después por diversos países. Surgía así una necesidad de verdad que debía «finalizar» en la reconciliación (Chile, Canadá, Condado de Greensbourg en los Estados Unidos, Islas Salomón, Liberia, Perú, Sierra Leona, Timor-Este), a la reconciliación y la unidad (Figi, Ghana, Timor-Este por la amistad con Indonesia), a la justicia (Kenya), a la justicia y a la reconciliación (Marruecos). En El Salvador y Panamá se ha hablado de una comisión para la verdad sin más especificaciones; en Argentina, la tarea oficial de la comisión tenía que ver con las personas desaparecidas; en Guatemala con la «aclaración histórica»3. Tras estas diversas fórmulas hay un sustancial denominador común, ya recordado, y que muchos documentos explicitan en la necesidad de «restituir la dignidad a las víctimas y a sus familiares». De hecho, en la Resolución€2005/66 de la Comisión para los derechos humanos de la€ONU, se habla del «derecho de las víctimas de graves violaciones de derechos€humanos y del derecho de sus familiares a la verdad sobre los hechos acaecidos, incluida la identificación de los responsables de los hechos que originaron la violación». Es un derecho de las víctimas, de las que poco a poco se delinea el contorno, identificando al mismo tiempo en el Esta 2. J.-M.€Chaumont, La concurrence des victimes. Génocide, identité, reconnaissance, La Découverte, París,€2002; A.€Forero, I.€Rivera Beiras y H.€C.€Silveira (eds.), Filosofía del mal y memoria, Anthropos, Barcelona,€2012. Sobre «cultura de la víctima», las observaciones de M.€Magatti, Libertà immaginaria. Le illusioni del capitalismo tecno-nichilista, Feltrinelli, Milán,€2009, pp.€307-310. 3. En general, G.€Illuminati, L.€Stortoni y M.€Virgilio (eds.), Crimini internazionali tra diritto e giustizia: dai tribunali internazionali alle Commissioni Verità e Riconciliazione, Giappichelli, Turín,€2000.
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do el sujeto que ha de llevar a cabo las acciones necesarias para que ese derecho pueda ser garantizado. Pero esto significa que deben precisarse el contenido de este derecho y sus modalidades de actuación. Y, aún antes, hay que preguntarse si realmente un derecho a la verdad así definido o bien un derecho general a la verdad son el mejor instrumento o el único posible para alcanzar los objetivos indicados —dignidad de las víctimas, reconciliación política y social, castigo de los responsables, elemento disuasorio contra repeticiones en el futuro de situaciones semejantes—. Conveniencia del olvido, necesidad de la memoria Puesto que en documentos internacionales y en constituciones y leyes nacionales se establece, explícita o implícitamente, una estrecha relación entre democracia y verdad, en el sentido que acabamos de expresar, sería oportuno recordar que justamente este nexo ha sido radicalmente negado, insistiéndose en que «el adiós a la verdad es el inicio y la base misma de la democracia»4, porque el acuerdo democrático quedaría hecho pedazos con la referencia «a una realidad externa, a ‘hechos’ que son, cuando menos, oscuros, controvertidos, reconstruidos»5. Volveremos más adelante sobre este punto al analizar el riesgo de una «dictadura de la verdad»6 o de la construcción de una verdad a la medida. Pero no se puede soslayar el€«realismo» de quien manifiesta que realidad y verdad han sido siempre€el instrumento de tutela de los débiles contra la prepotencia de los fuertes7, que es justamente el punto de vista del que parte la nueva e insistente necesidad de verdad producida a través de procesos institucionales e instituciones específicas como son precisamente las comisiones de la verdad. Hay, sin lugar a dudas, un derecho de todos los ciudadanos a cuestionar las verdades instituidas. Y esto implica, además, el derecho a ejercer la crítica y el control del poder, de cualquier poder, justamente por la irrupción de la «locomotora-realidad», cada vez más intensa gracias a las oportunidades que ofrece la Web, nuevo dato estructural de la democracia que pone «las funciones escéptico-críticas [...] en manos de los individuos», haciendo así posible «una nueva relación con la palabra ‘verdad’»8. La existencia actual de un paradigma conceptual y político basado en la exigencia de llegar a la verdad mediante una reconstrucción de la me 4. G.€Vattimo, Adiós a la verdad, Gedisa, Barcelona,€2010. 5. Así F. D’Agostini, Introduzione alla verità, Bollati Boringhieri, Turín,€ 2011, p.€332, sintetiza la posición de los críticos radicales con explícita referencia a G.€Vattimo y R.€Rorty. 6. H.€Arendt, «Verdad y política» [1967], en Íd., Entre el pasado y el futuro, trad. esp. de A.€Poljak, Península, Barcelona,€1996. 7. M.€Ferraris, Manifesto del nuovo realismo, Laterza, Bari,€42012. 8. Así, eficazmente, en F. D’Agostini, Introduzione alla verità, cit., pp.€339-340.
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moria no puede ser considerada, sin embargo, como la única técnica social aceptable a la que recurrir. Una mirada al pasado, aunque breve, permite asistir al tránsito de una idea de política que nos libera del odio y de las divisiones sociales con la cancelación del pasado, a un paradigma que, por el contrario, funda esta liberación en el máximo conocimiento posible, en la reconstrucción integral del pasado, es decir, en un ejercicio de la memoria que permita pronunciar la palabra «verdad». Un tránsito que implica otro más: el abandono de la técnica social de la damnatio memoriae y la llegada de la obligación de recordar, que puede convertirse en imposición tecnológica, y que habrá que controlar también con técnicas sociales adecuadas9. Se acostumbra a citar en casos como este a Plutarco: «la política es lo que quita al odio su carácter eterno». Política es, pues, al menos en los escritos, la decisión acerca del papel que hay que conceder a la verdad, cancelarla o convertirla en un derecho, dar preeminencia al olvido o a la memoria10. «A nadie le sea lícito vengarse de las ofensas pasadas». Así sintetiza Aristóteles el pacto «de no recordar», el «decreto al olvido», propuesto en el año€403 a.C. por Trasíbulo tras la expulsión de los Treinta Tiranos11. «Según el acuerdo estipulado nadie tenía derecho a ‘recordar’ a ningún otro el ‘mal’ que había recibido y del que le consideraba responsable. La pacificación pasaba a través de la explícita prohibición de recordar, aunque de esa prohibición estaban excluidos los delitos de sangre»12. Para los transgresores de este pacto estaba prevista la pena de muerte y Aristóteles recuerda que esta pena fue aplicada una vez con el argumento de que solo así sería posible salvar la Constitución y mantener fe en los pactos dando a todos un ejemplo. «Y sucedió exactamente así: una vez ejecutado el trasgresor nadie en adelante trató de vengarse»13. Ese pacto ha sido repetidamente recordado como modelo de preferencia del olvido sobre la memoria, expresión, pues, de realismo político pero no de atención por la verdad. Mauricio Bettini, sin embargo, subraya que el resultado político fue posible en gran parte gracias a una «fuerte reactivación de la memoria y del pasado». Cuando se pensaba en la prohibición de la venganza, de hecho se estaba apelando a todo cuanto unía a los atenienses. «La reconciliación promovida por Trasíbulo se realizó se 9. La cuestión será examinada más adelante, infra, pp. 310-311. 10. En un hermoso ensayo sobre este tema, M.€Bettini, «Sul perdono storico. Dono, identità, memoria e obblio», en M.€Flores (ed.), Storia, verità, giustizia. I crimini del xx secolo, Bruno Mondadori, Milán,€2004, p.€38, abunda en la propensión de Plutarco por el olvido. 11. Aristóteles, Constitución de los atenienses, trad. de M.€García Valdés, Gredos, Madrid,€1995. 12. M.€Bettini, «Sul perdono storico», cit., p.€39. 13. Aristóteles, Constitución de los atenienses, cit.
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leccionando, a través de la memoria de la ciudad, las conexiones identitarias que favorecían la unidad entre los atenienses y cancelando, en sentido contrario, por mediación del olvido, las conexiones identitarias que habrían perpetuado la división»14. Destacando, pues, que el recurso a la memoria o al olvido no implica una incompatibilidad entre las dos categorías, obviamente se relativiza el tema de la verdad ya que todo depende del modo con que se quiera buscar el fin de la reconciliación. ¿Cuánta verdad es compatible con este objetivo? ¿Cuándo y cómo es posible coordinar entre sí memoria y olvido? Otra circunstancia histórica, emblemática e infinidad de veces recordada, puede ayudar a clarificar estos puntos. El€13 de abril de€1598, Enrique IV promulga el Edicto de Nantes con el que se pretende poner fin al largo periodo de las guerras de religión, destacando que tras «turbulencias, confusiones y desórdenes [...] hemos llegado al puerto de la salvación y de la tranquilidad del Estado». La regla del olvido es lo fundamental del Edicto, como así se dice explícitamente en sus primeros artículos. En el art.€1 se establece «en primer lugar, que se extinga y agote el recuerdo de cualquier acción realizada por las dos partes desde el primero del mes€de marzo de€1585 hasta el día de nuestro acceso a la Corona, y durante los otros desórdenes precedentes y con ocasión de ellos como si nada hubiese sucedido. Y no estará permitido a nuestros procuradores, ni a ningún otro, sea público o privado, hacer referencia a ellos o iniciar proceso o indagación alguna en ningún momento, en ninguna ocasión». El art.€2 añade: Prohibimos a todos nuestros súbditos, de cualquier estado o condición, renovar la memoria, agredirse, resentirse, injuriarse, provocarse uno a otro recriminándose por cuanto hubiere sucedido, sea cual fuere la causa o el pretexto, y litigar, discutir, acusarse o defenderse con hechos o palabras, sino dominarse y vivir juntos en paz como hermanos, amigos y conciudadanos, previéndose para todos quienes contravinieren estas prohibiciones los castigos estipulados para quien viola la paz y perturba el sosiego público.
Valorando este documento con el criterio ya visto para el pacto de Atenas, se podría decir que también aquí, pese al tono decidido y a la amenaza de sanciones, la memoria del pasado no queda del todo cancelada, dado que el Edicto discurre reconociendo derechos a los protagonistas de los pasados conflictos, basándose justamente en las posiciones y en las identidades agresivamente enfrentadas en aquellas ocasiones. Se podría añadir que, a diferencia de lo visto en el pacto de Atenas, la reconciliación no sobreviene aquí apelando a una identidad común, sino legitimando la diversidad de súbditos que profesaban la «llamada religión reformada»
14. M.€Bettini, «Sul perdono storico», cit., pp.€41-42.
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(así dice el Edicto). La conclusión, pues, podría ser la que pone en evidencia que, en realidad, el resultado de la reconciliación, o de la creación de una memoria colectiva y compartida, se realiza «empleando tanto los recursos del olvido como los de la memoria»15. «Saber olvidar y recordar en el momento justo», se podría añadir con las palabras de Nietzsche16. Pero, aun superando el esquematismo de las contraposiciones, el problema sigue siendo el de establecer cuáles son las modalidades y la medida de la movilización de cada recurso, siendo evidente, por ejemplo, que la previsión de sanciones penales graves por la violación de la prohibición de recordar proyecta sobre la sociedad la afirmación del olvido como principio. Sea cual fuere, además, la conclusión sobre este punto, resulta evidente que al tema de la verdad no se le presta ninguna atención o, mejor, se constata que la verdad histórica es percibida y presentada como un peligroso obstáculo en el camino hacia la recuperación de la paz entre los ciudadanos. La obsesión por la verdad, por el contrario, es lo que parece que colma las recientes expectativas de las comisiones instituidas en su nombre, de manera que no parece arbitrario decir que se ha producido un giro radical en el paradigma y que lo inaceptable, ahora, es el olvido. La verdad se usa como recurso «militante», se convierte en derecho partidista, en condición para la libertad de otros. «Libertad contra verdad» es la fórmula que mejor sintetiza la creación de un contexto en el que los recursos movilizados son sustancialmente aquellos que permiten a las víctimas reconstruir los hechos y a los torturadores no atrincherarse tras sus temores o sus cómodas versiones. Se ha dicho que «los torturadores recuerdan el bien, las víctimas lo recuerdan todo». Para interrumpir este cortocircuito surge, con fuerza arrolladora, el derecho a la verdad, porque se quiere evitar que la construcción de lo nuevo pueda quedar prisionera de un pasado silenciado. Examinado más de cerca, este imperioso derecho puede tener inconvenientes, sobre todo a la vista de los trabajos de las comisiones latinoamericanas con todas las discusiones que han suscitado. Se habla de derecho a la verdad o de derecho a saber, como derecho colectivo y como modalidad del resarcimiento; como cesación de la violación del derecho a la integridad física y psíquica; como prevención; como memoria; como obligación de medio pero no de fin; como comprensivo del derecho a la justicia; y, en fin, como derecho al luto. Esta yuxtaposición de múltiples perfiles exige aclaraciones para evitar que una invocación del derecho a la verdad se convierta en retórico ins 15. Ibid., p.€39. 16. F.€Nietzsche, Segunda Consideración intempestiva,€1,€4, trad. de J.€Etorena, Libros del Zorzal, Buenos Aires,€2006, p.€19.
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trumento salvífico. Aparecen, en primer lugar, perfiles individuales y colectivos, derechos de particulares y de grupos, y obligaciones de las instituciones públicas. Los particulares se presentan como víctimas, como familiares, como conocedores de las violaciones. El aspecto colectivo hace referencia a grupos a los que se les reconoce el derecho a intervenir —familias, asociaciones—. Pero también a las instituciones públicas, que han de actuar para que esa tensión por apoderarse de la verdad pueda ser satisfecha y pueda transformarse en saber compartido; no es casual que el derecho a la verdad se sobreponga con frecuencia al derecho a saber, hasta el punto de hacerlo casi indistinto con este último. La obligación pública, de manera realista, es presentada con una terminología propia del derecho civil, como una obligación de medios pero no de fines: el esfuerzo requerido a las instituciones es instrumental y consiste en facilitar cuanto sea necesario para la búsqueda, sin garantizar con ello el resultado, consistente en el efectivo descubrimiento de la verdad. El derecho a la verdad, convertido según esta versión en deber de los Estados, se entrecruza con la historia y presenta un rasgo peculiar que no puede ser confiado a las instituciones existentes. Se necesita una institución nueva, esto es, una comisión para la verdad, sin la intervención de los tribunales. La causa de esta opción está ligada a múltiples razones. La historia recuerda que en las fases de transición política de un régimen a otro, la casta de los magistrados comparece con frecuencia con caracteres que hablan más de continuidad que de ruptura, excepción hecha de los casos en que se nombran tribunales especiales. No puede confiarse, pues, a los magistrados la tarea de corroborar oficialmente la llegada de otros tiempos; estos sienten la necesidad de construir sus propias «instituciones de la verdad». Además, no debe existir un juicio como tal, sino que hay que celebrar una especie de rito público, que puede exigir complejas negociaciones y no solo momentos procesales formalizados, que debe abrir procesos sociales y no resolverse solo en la proclamación de una responsabilidad o en la aplicación de una sanción. Se delinea así, claramente, una idea de verdad y de derecho, perentoria por un lado y «procesal» por otro, objeto de una construcción que se realiza a diversos niveles y con la participación de una multiplicidad de sujetos capaz de dar concreción al conjunto de principios señalados como guía en esta materia. El derecho a la verdad, en este intento de dotarse de una sólida fundamentación, en parte se descompone y en parte tiende a aliarse con una serie cada vez mayor de situaciones, que llega hasta proponerse como el epicentro de un verdadero y propio sistema de derechos. En un documento dedicado a los principios que hay que respetar para combatir la impunidad, el derecho inalienable a la verdad abre una secuencia que sigue reclamando el deber de preservar la memoria; el derecho a saber de las víctimas y el conjunto de garantías necesarias para que 203
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este sea efectivo; el derecho a la justicia, el derecho a la reparación. Se insiste, además, en las relaciones que unen el derecho a la verdad con otra serie de derechos, en especial con aquellos relacionados con la efectiva tutela judicial por parte de tribunales independientes; con la búsqueda y difusión de las informaciones; con la tutela de la vida familiar; con formas efectivas de resarcimiento. Esta insistente apelación a una variada constelación de derechos podría entenderse como fruto de la necesidad de asentar en el sistema institucional tradicional una novedad disruptiva susceptible por tanto de un rechazo más o menos explícito. La legitimación del derecho a la verdad se hace posible gracias a la conexión con derechos enraizados en la tradición que, a su vez, se ven transformados por el nuevo contexto del que ahora son parte. La referencia al derecho a la justicia se llena, pues, de ulteriores contenidos. La institución central está representada por las comisiones para la verdad pero, al mismo tiempo, se alarga la platea de sujetos legitimados a actuar ante los tribunales, se hace más fácil su intervención, se amplían las posibilidades de investigación directa con el fin de llegar hasta la verdad. Se modifica, en concreto, la posición de los responsables de las violaciones de los derechos que pasan a ser parte de las complejas negociaciones en las que se determinan equilibrios diferentes de los tradicionales. El esquema «libertad contra verdad» puede ser considerado como excesivamente forzado y cancela, además, el derecho del imputado a guardar silencio. Expresa, sin embargo, la particularidad del objetivo que se quiere alcanzar ya que diseña de modo diferente los derechos mismos del imputado. Se elimina, salvo para los delitos especialmente graves, la sanción jurídica, porque se considera que la sanción social es suficiente y, sobre todo, porque el bien de la memoria reconstruida y compartida es considerado como muy superior a la pena que pueda recibir un particular responsable. La construcción de una memoria compartida como vía para la reconciliación no puede saldarse con amputaciones, con indulgencias. No puede ser producto de compromisos, ni puede infravalorar las opciones tomadas, so pena de que víctimas y verdugos se hallen en una situación equívoca que ofusque la profunda diferencia entre los roles ejercidos en el pasado. Exige que se diga todo. En este contexto, el derecho a la justicia abarca esta perentoria invitación a la memoria y a la verdad y convierte ese mismo derecho en un paso necesario para la reparación. El derecho a la reparación, por otro lado, no se acomoda con el esquema clásico del resarcimiento del daño mediante el pago de una suma de dinero. En un eficaz documento de las madres y familiares de los uruguayos desaparecidos se dice explícitamente que «la reparación empieza con la verdad de los hechos. Por tanto, por cuanto hace referencia a las víctimas y a los familiares de los desaparecidos, la confirmación de la 204
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verdad y su oficial reconocimiento, ambas cosas, representan la premisa de cualquier forma de reparación, siendo ellas la reparación misma»17. De hecho, más que cualquier resarcimiento pecuniario, resultan suficientes, por ejemplo, la atribución del nombre de una víctima a una escuela, a una calle, a un edificio, a una institución. La comunicación pública de la verdad, pues, no solo como resarcimiento de la memoria individual, sino como construcción de una memoria colectiva que pueda aplacar el resentimiento. Podría invocarse, por su sintonía, la invitación dirigida a los «compañeros» que quedaban de las víctimas de la expulsión de Suiza en el canto Addio Lugano bella: «Propagad con fuerza las verdades sociales / esta es la venganza que os pedimos». A lo largo de este camino, en esa constelación de derechos, comparece el que tal vez mejor expresa la novedad y el distanciamiento del pasado: el derecho al luto. La reencontrada verdad, la restitución de la memoria remueven aquí lo que había sido indecible, lo escondido, lo invisible. La imposibilidad de llevar el luto porque se negó, o se impidió, o se amordazó cualquier palabra dicha en público, ha representado la forma más profunda de violencia, otra más entre las tantas negaciones de la humanidad de las personas que hemos conocido. Frente a una palabra tan cargada€de significado, cualquier pretensión formalista debe guardar silencio. Y en esta conjunción entre luto y derecho captamos el profundo sentido de la dignidad y la necesidad de verdad que a ella acompaña. Es un derecho que solo puede «actuar» en la modalidad del vivir. El derecho a la verdad se revela no como uno más que pueda añadirse a cualquier declaración o catálogo, sino como un necesario relato en el que la intimidad de cada cual halle el respeto de todos los demás18. Debemos ser conscientes, sin embargo, del riesgo, no de olvidar el pasado, sino de liquidarlo a la ligera concluyendo que «ahora hemos dejado «todo» a nuestras espaldas, que el significado está ya esclarecido y que debemos entrar, libres del peso de los errores del pasado, en una época nueva y mejor19. El mantenimiento de una memoria «liviana» produce un engañoso efecto de pacificación y contribuye más bien a su pérdida. ¿Verdad obligatoria? El derecho a la verdad, reconocido incluso en su matriz narrativa, pertenece a una dimensión más amplia que la delimitada por el modelo, bien significativo por cierto, de las comisiones para la verdad y la reconcilia 17. Informe de Madres y Familiares de Uruguayos Detenidos Desaparecidos, A todos ellos, Montevideo,€2004, p.€575. 18. Destaca este punto Y.€Naqvi, «The Right to the Truth in International Law: Fact or Fiction?»: International Review of the Red Cross,€88/862 (2006), p.€273. 19. T.€Judt, Sobre el olvidado siglo€xx, trad. de B.€Urrutia, Taurus, Madrid,€2008.
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ción. Afecta a la cotidianidad, expresa una tensión que se manifiesta en cada momento, implica el modo de gestionar la relación que se instituye entre la persona y las vicisitudes que le competen, en una perspectiva que, partiendo de la consideración de la esfera privada, acaba afectando a los caracteres mismos de la democracia. Jacque Le Goff nos ha recordado que «la memoria colectiva es uno de los elementos más importantes de las sociedades desarrolladas y de las sociedades en vías de desarrollo, de las clases dominantes y de las clases dominadas, todos en lucha por el poder o por la vida, para sobrevivir o para avanzar»20. La verdad, que se manifiesta en las más diversas situaciones, se especifica, bien como derecho que hay que respetar, bien como obligación que hay que cumplir, bien como pretensión que hay que obviar. Y retorna la cuestión acerca de quién es el titular de estas pretensiones, de estas obligaciones, de estos derechos. En una sociedad omnívora de información y constantemente productora de representaciones, la «verdad» de estas últimas asume una importancia particular. Surgen nuevos intercambios y, con ellos, nuevos equilibrios. Servicios a cambio de verdad, seguridad a cambio de verdad. Confianza a cambio de verdad. De esta manera, el mercado, las instituciones públicas, la política asaltan a la persona y modelan sus relaciones con ella en torno a representaciones «verídicas» construidas para ser funcionales en relación a los objetivos que se persiguen. El simple hecho de «estar en sociedad» no puede separarse de un ininterrumpido flujo de informaciones que desde la persona se desperdigan muy diversas direcciones consignando a los otros las múltiples verdades de que cada persona es portadora. ¿La verdad, pues, como camino hacia la dependencia, hacia la pérdida de la autonomía? Frente a la constante pretensión social por exteriorizarse, aparece una obligación de verdad que choca con el «coraje» mismo de la verdad porque, en estas situaciones, el verdadero coraje consiste en negarse a este constante e inhumano escrutinio. ¿A qué precio, sin embargo? Una vez más, la referencia a un sujeto abstracto cede ante la poliédrica realidad en la que están inmersas las personas, ante las imbricaciones€que marcan la existencia, en definitiva, ante los diferenciados modos con que€la persona «sale a escena». La verdad está constantemente puesta a prueba, inmersa en una serie de conflictos: memoria u olvido; transparencia o privacidad; libre construcción de la personalidad o subordinación a controles; identidad inclusiva o excluyente. Sin embargo, no estamos únicamente frente a una implacable lógica binaria, frente a alternativas donde solo cabe un sí o un no, sin posibilidad alguna de localizar puntos de conjunción, de construir tejidos que se desgarrarían si se tomase la verdad solo mediante su abstracta capacidad para separar.
20. J.€Le Goff, Storia e memoria, Einaudi, Turín,€1982, p.€397.
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El tema de la verdad que «reconcilia» debe ser de nuevo considerado al margen de los casos históricos y dramáticos que la han expuesto a€la atención del mundo. Si pierde esta virtud, ¿qué sentido social asume la€verdad? Si no restituye dignidad, como se ha querido para las víctimas de crímenes, ¿qué valor asume para cada persona? Construida en la dimensión jurídica como derecho que tutela un conjunto de derechos fundamentales, no se puede ignorar esta fuente suya de legitimación. Despojada de los atributos que la presentan como fuerza siempre disruptiva, con capacidad para trastocarlo todo y cancelarlo, la verdad entendida como derecho debe ser analizada preguntándose cuál es su medida compatible con la autonomía de la persona y con los caracteres de la democracia. Esta idea de una verdad «relativizada» parece estar en contradicción con el objetivo de las comisiones para la verdad que la exigen plena, incondicionada. Pero basten algunos ejemplos para mostrar que es peligroso el intento de extender ese esquema a cualquier situación. El «hombre de cristal» es la imagen que quiere describir a un ciudadano que, no teniendo nada que esconder, puede revelar cualquier detalle de su vida, hacerse visible mediante la verdadera y total descripción de lo que es. La verdad, así entendida, se convierte en una constante cesión de uno mismo a los demás, a las instituciones públicas en primer lugar, a un Estado totalitario, por decirlo claro. No olvidemos la matriz nazi de esa imagen que ha dado vida a un modelo adoptado después por todas las dictaduras, reforzado por la potencia tecnológica que facilita la recogida de datos personales, no desdeñado tampoco por las democracias siempre que alguna «emergencia» les presenta la ocasión. La obligación de la verdad total, la transparencia absoluta frente al Estado, puede activar un mecanismo por el que, cada vez que se reivindica aunque sea un mínimo de dignidad que tenga que estar protegida por la reserva, el buen ciudadano ya no es tal, porque siempre tiene algo que ocultar y, de esta manera, convertido en mal ciudadano, legitima el ejercicio de cualquier poder frente a él. Ninguna analogía, pues, puede establecerse con el deber de los Estados de ser sujetos activos en busca de la verdad, del que hemos hablado antes, porque en esos casos la finalidad era, más bien al contrario, la de devolver fuerza a los derechos fundamentales violados. En una democracia no se puede construir un derecho general a la verdad del que sean titulares las instituciones públicas frente a los ciudadanos. Hay casos específicos en los que al ciudadano se le exige la verdad, como al testigo o al contribuyente. Pero de ello no se puede deducir de ninguna manera un principio de atracción hacia la esfera pública de partes cada vez más consistentes de la esfera privada. Más bien son principios contrarios los que están en vigor, desde el que afirma «nemo tenetur se detegere», que legitima el silencio e incluso la mentira del imputado y que se expresa en la prohibición de la tortura. La autonomía 207
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personal, su integridad, la dignidad inviolable marcan el confín que no debe sobrepasar la pretensión de verdad del otro. Un derecho general e incondicionado a la verdad no puede construirse tampoco desde el lado de las personas. Más adelante se verán analíticamente los vericuetos que llevan hacia la identidad, la privacidad, la libre construcción de la personalidad. Pero si se tiene en cuenta el acercamiento entre derecho a la verdad y derecho a saber, que aparece en toda la experiencia de las comisiones para la verdad, queda evidente la imposibilidad de generalizar este modelo, de identificar siempre el derecho a la verdad con la pretensión de cada cual de conocer todo sobre todos. «Las vidas de los otros» no solo deben ser consideradas como intangibles por los servicios de la policía sino que merecen respeto por parte de todos. Vuelve así, junto a la relación entre esfera pública y esfera privada, también el de las relaciones entre las diversas esferas privadas. Si la regla es que nadie puede adueñarse de la «verdad» del otro sin su consentimiento, sin que el interesado de manera consciente acepte ceder sus propias informaciones, se marca un confín, se delimita un criterio para evitar que los anhelos de información se travistan de necesidad de verdad. Nos adentramos, una vez más, en un terreno donde no todo puede ser fiado a alternativas netas, ya que las relaciones entre las personas conocen un constante trasiego desde el total secretismo a la absoluta transparencia a través de pasos intermedios, zonas grises, legítimas reticencias. Honestos disimulos, hipocresía, mentiras, falsificaciones, son cosas que acompañan nuestras vidas. Pero estos son también paños con los que la política se ha vestido desde siempre, y los realistas de toda la vida dicen que no puede ser de otra manera. ¿Puede admitirse que la regla democrática no contemple la obligación de decir la verdad? La democracia no es solo gobierno «del pueblo», sino también gobierno «en público». Por eso la democracia debe ser el régimen de la verdad en el sentido de la plena posibilidad del conocimiento de los hechos por parte de todos. Solo así están los ciudadanos en condición de controlar y juzgar a sus representantes y de participar en el gobierno de la cosa pública. Pues esta es una de las sustanciales diferencias entre la democracia y los demás regímenes políticos, los totalitarios más concretamente, donde la oscuridad envuelve la vida política y son los gobiernos quienes definen cuál es la verdad. Esconden de este modo las verdades «oficiales» que son los instrumentos para distorsionar u ocultar las representaciones reales de lo que sucede. Por eso no les gustan las ciencias sociales a los regímenes totalitarios: no quieren prensa libre, consideran peligroso hasta el listín telefónico y tratan de controlar Internet por cualquier medio. Pero ¿puede ser identificada la democracia con la absoluta transparencia, con la obligación de decir la verdad en cualquier caso y a cualquier precio? Kant señalaba como un imperativo para los gobernantes la prohi208
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bición de mentir. Pero incluso los regímenes democráticos conocen casos en los que es admisible el secreto, que hasta puede ser considerado como necesario y como un deber. ¿Cuál es, pues, la tasa de secretismo y de falta de sinceridad que un sistema democrático puede soportar sin cambiar su propia naturaleza? Secretismo y mentira no son la misma cosa. Secreto, dicen los diccionarios, es el «hecho, realidad o noticia que no se quiere o no se debe revelar a nadie». Mentira es «afirmación contraria a lo que es o se cree correspondiente a la verdad, pronunciada con la intención de engañar». Así, las cosas parecen más claras: secreto es no decir, que es algo bien diferente de engañar. Pero cuando los arcana imperii, los secretos que afectan a la acción del soberano o incluso a los gobernantes democráticos cubren demasiadas materias o cuestiones esenciales para la vida pública, la distinción entre no saber y ser engañados puede resultar demasiado sutil. Si no saben, los ciudadanos no están en condiciones de controlar las decisiones de los gobernantes, caminan a tientas en la oscuridad. El conocimiento se convierte en dominio de un grupo reducido y la forma de gobierno, entonces, se convierte en oligárquica, no democrática. Dos situaciones, diferentes y hasta en ciertos aspectos opuestas, nos ayudarán a comprender los límites posibles del secreto en una sociedad democrática. En el art.€39 de la ley de€3 de agosto de€2007, n.€124, sobre el secreto de Estado, que lo admite en defensa de la libertad de los órganos constitucionales y por razones de defensa y política exterior, se dice que «en ningún caso podrán ser objeto de secreto noticias, documentos o cosas relativas a hechos de terrorismo o que puedan subvertir el orden constitucional, o a hechos constitutivos de delito según los arts.€285,€416-bis,€416-ter y€422 del Código penal». En esta fórmula encontramos significativas asonancias con la lógica que prevalece en las comisiones para la verdad: no es casual que la invoquen las asociaciones de víctimas de desastres. Las normas sobre la privacidad, por su parte, permiten a los ciudadanos dirigirse a la Autoridad que garantiza la protección de los datos personales para preguntar si los servicios secretos, ilegítimamente, han recogido informaciones que les afecten y sobre las que la Autoridad no puede alegar el secreto de Estado. Hay, pues, un punto más allá del cual, el orden del Estado y el íntimo de las personas exigen garantías que ninguna pretensión de secretismo público puede cuestionar. La obligación de verdad por parte de las instituciones se hace derecho de información por parte de los ciudadanos. En el art.€19 de la Declaración universal de derechos del hombre de la ONU se afirma que «todo individuo tiene derecho a buscar, recibir y difundir informaciones e ideas por cualquier medio y sin atender a fronteras». Este derecho individual a buscar la verdad a través de las informaciones aclara cuál es el significado de la verdad en las sociedades democráticas, que se presenta como el 209
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resultado de un proceso abierto de conocimiento que lo aleja de manera radical de esa producción de verdades oficiales típica del absolutismo político que justamente pretende excluir la discusión, la confrontación, la expresión de opiniones divergentes, las posiciones minoritarias. La plenitud de conocimiento para todos funda la verdad «democrática». Y una deliberación basada en informaciones engañosas o falsas sería pésima para el interés general. Hay que añadir que el conocimiento es necesario también para proyectar y controlar, esto es, para permitir la participación ciudadana en el proceso democrático. Este derecho a la verdad a través de las informaciones no puede confiarse solo a las iniciativas y a las fuerzas individuales. Exige «instituciones de la verdad». Los parlamentos no han sido concebidos exclusivamente para aprobar leyes, sino como lugares de confrontación y de control donde pueda emerger la realidad de las situaciones: cuando se ha hablado de su función «teatral» no se ha pretendido ridiculizar su cometido, sino que con ello se subraya la necesidad de representar en público la política para hacerla comprensible y controlable por todos los ciudadanos. El sistema de información y de comunicación cumple con la función esencial de proporcionar a los ciudadanos conocimientos de otra manera inaccesibles. El derecho a buscar, obtener y difundir informaciones se ha convertido en una posibilidad concreta para un número cada vez mayor de personas gracias a Internet. La verdad en democracia, pues, exige fuerza de los parlamentos, libertad de los sistemas informativos respecto a condicionamientos económicos y censuras, derecho de acceso a las redes. La democracia se presenta como un régimen de verdades «múltiples», no de verdades «reveladas». Y de verdades accesibles a todos. Cuando el cardenal Bellarmino interrogaba a Galileo, le recriminaba no solo el haber descubierto verdades científicas, sino haberlas comunicado a todos escribiendo en italiano y no en el latín que las habría hecho accesibles a muy pocos y, en consecuencia, política y socialmente menos explosivas. En democracia, la verdad es hija de la transparencia. Como ya se ha recordado, Louis Brandeis decía que «la luz del sol es el mejor desinfectante». Valórese como se quiera esta afirmación pero lo cierto es que cualquier empresa de lucha contra la corrupción, cualquier acción tendente a hacer posible el control de legalidad de las acciones individuales y colectivas, exige como condición preliminar la creación de un ambiente en el que no haya barreras protectoras a cuyo socaire la posibilidad del secretismo genere la estafa. Pero ¿hasta qué punto la irrenunciable transparencia del lado público puede transformarse para un ciudadano en obligación absoluta de verdad, en el deber de desnudarse en público? Aquí varían las respuestas en función de las posiciones sociales, y nos topamos con nuevos entramados como los existentes entre verdad y confianza. Las mentiras sobre la vida 210
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sexual de muchos políticos han sido consideradas como indicio de desconfianza política y han conducido a la exclusión de estos sujetos de la vida pública. No se trata solo de un trasfondo puritano que llega a concluir que mentiras acerca de algunas costumbres privadas es indicio de propensión a mentir también en la esfera pública. Es el estatuto que han ido asumiendo las figuras públicas y que implica que sus vidas tengan que estar dotadas de una menor «expectativa de privacidad»; cosa que proviene en primer lugar de ese deber de cumplir las funciones públicas «con honor y disciplina», como reza el art.€54 de la Constitución, y que pone la premisa para que todos los ciudadanos estén en condiciones de disponer de todas las informaciones necesarias para controlar si ese deber ha sido respetado. Pero «la salvación de la República» no puede producir la obligación de la verdad a cualquier precio y por cualquier medio. El imputado tiene derecho a mentir para defenderse, la tortura y los registros de fichados chocan frontalmente con la lógica de la democracia, aunque fuesen utilizados para buscar la verdad. Hay una violencia de la verdad que la democracia ha tratado siempre de domesticar para evitar que perturbe las libertades democráticas fundamentales. Verdad y negación ¿Cuáles son en definitiva las situaciones en las que la verdad puede y debe asociarse al derecho transformándose así en derecho específico? Y, una vez encajada en las reglas jurídicas, ¿hasta dónde pueden llegar estas? El derecho conoce sus límites pues sabe que no es más que un artificio, de manera que ha construido sistemas de reglas y técnicas para «acercarse» a la verdad y no instrumentos que pretendan comunicar verdades indiscutibles21. Sin embargo, es consciente de la responsabilidad de marcar puntos firmes, de ofrecer certezas a una sociedad que no puede estar dando tumbos sobre el significado de un asunto. Procede por «presunciones» deduciendo de un hecho la presencia de otro. Pospone la búsqueda de la verdad a procedimientos formalizados y la detiene cuando la sentencia es definitiva, salvo los casos excepcionales de revisiones del proceso. Y, sobre todo, no trata de identificar verdad judicial con verdad histórica. Conociendo, pues, estas especificidades del derecho, ¿puede hacérsele depositario de una verdad histórica? La actividad de las comisiones para la verdad ha consistido en la construcción de una memoria que, dicha y confirmada en público, acompañe y proteja la vida de una comunidad, de un país. ¿Debe sin embargo renovarse constantemente mediante «días de la memoria»? ¿Se hace «innegable»? ¿Impide la verdad oficial
21. N.€Irti, Diritto e verità, Laterza, Bari,€2011.
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que se pueda seguir buscando la verdad, puede convertirse en una barrera infranqueable para el historiador, puede limitar la libertad de expresión del pensamiento? Nos hallamos frente a la áspera cuestión del negacionismo, que se hace dramático frente al acontecimiento único, irreducible a ningún otro: la Shoah. No es esta una cuestión de la que una sociedad pueda librarse convirtiendo en delito el simple hecho de expresar una versión diferente u opuesta respecto a la que, mediante una norma jurídica, ha sido calificada como verdad indiscutible. El atajo jurídico puede convertirse en un expediente peligroso, la solución más expeditiva para eludir la responsabilidad de instituciones públicas o de sujetos privados. Ya lo sabemos: «matan más las palabras que la espada», «las palabras son como piedras», «los malos maestros». Pero el tránsito de la sabiduría popular, de la indignación civil, del rechazo cultural a la norma penal es complicado y puede resultar hasta violento. Tenían razón los historiadores italianos cuando escribieron un manifiesto contra la propuesta del ministro de Justicia de querer convertir en delito la negación de la Shoah: un problema social y cultural tan grave no se afronta con amenazas de cárcel. Es más necesaria la batalla cultural, la práctica educativa, la tensión moral. ¿Qué es lo que está en juego? La libertad de expresión del pensamiento, por supuesto; por tanto uno de los valores fundacionales de la democracia, basado en miles de textos y de normas, desde la Primera enmienda a la Constitución americana al art.€ 23 de nuestra Constitución, al art.€11 de la Carta de los derechos fundamentales de la Unión Europea. Pero nos hallamos también frente a interrogantes que guardan relación con el papel de la política, con la distribución de poderes y responsabilidades entre las instituciones, con la libertad de investigación, con las dinámicas sociales, con el correcto uso del instrumento jurídico. La introducción del delito (o del agravante) de negacionismo puede convertirse en estandarte de derivas prohibicionistas y censuradoras con respecto a otras opiniones consideradas socialmente como no aceptables. Las críticas de los historiadores no solo son oportunas al señalar los riesgos de una «verdad de Estado» que puede transformarse en instrumento para legitimar una ética de Estado y algo más. Están reforzadas por otros muchos elementos, empezando por los que se deducen de la experiencia de países que ya han introducido el delito de negacionismo y que, sin embargo, siguen conociendo graves manifestaciones de antisemitismo y presencias políticas de grupos diversamente expresivos del espíritu nazi. Austria ha condenado a David Irving pero no ha conseguido evitar Haider. Estamos ante una de esas medidas que son a un tiempo ineficaces y peligrosas porque valen poco o nada contra el fenómeno que quisieran eliminar y que además producen efectos colaterales fuertemente negativos. 212
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Las estrategias jurídicas por sí solas valen muy poco frente a fenómenos que tienen profundas raíces culturales y sociales, que no pueden ser borrados con un simple gesto formal. La aprobación de una norma puede transformarse más bien en una coartada, en una dilatación en el tiempo. ¿Que existe un problema grave, muy grave, como es el negacionismo? Pues la respuesta fácil es la que permite a la política presentarse con las cartas en regla y con la conciencia tranquila: el uso del más potente instrumento jurídico, la definición de un comportamiento como delito. De esta manera, lo que es la verdadera estrategia de choque o bien desaparece o se convierte en asunto de escaso interés. ¿Y cuál es esta estrategia? La información correcta e incesante en la escuela y fuera de ella, la discusión abierta, los comportamientos políticos consecuentes, aislando siempre y en cualquier lugar a quienes, de manera aislada o en grupo, cifran directa o indirectamente en el negacionismo su identidad pública. La verdadera lucha contra el negacionismo pasa por la renuncia al realismo político, a sus conveniencias y a la tentación de no condenar algunas manifestaciones, porque son «de escasa importancia», mediante la intransigencia moral y la responsable y constante refutación de cualquiera de sus argumentos. No valen las circunstanciadas quejas sino el compromiso cotidiano. Veamos la historia italiana. No ha sido la prohibición de reconstituir el partido fascista, la ley Scelba (que considera delito la apología del fascismo), lo que ha impedido que el fascismo encontrase condiciones para prolongar su supervivencia. Esto ha sucedido gracias a una acción política y cultural que ha tenido en el antifascismo una referencia fuerte, que lo ha convertido en un valor simbólico y en un criterio de valoración de los comportamientos, aislando a sujetos políticos e impidiendo incluso que sus contactos, más o menos velados o subterráneos con algunos de ellos, obtuviesen legitimación pública. Tal vez, hasta los herederos del Movimiento Social Italiano deberían estar agradecidos a quienes tenazmente los quiso fuera del «arco parlamentario», pues, al obrar así, les impidió sentirse parte del sistema político de pleno derecho, obligándolos a arrimarse de alguna manera a los remansos de la democracia. La política no puede alejar de sí la cuestión, y menos aún usando medios que corren el riesgo de hacer aparecer como víctimas a personas cultural y moralmente condenables. Ni los gobiernos ni los parlamentos pueden considerar que el problema se resuelve enviándolo a otra área institucional, convirtiéndolo en un asunto de la justicia. Ni dejaciones de la política, pues, ni infravaloración del negacionismo, ni miedo a la libertad. El compromiso de la búsqueda, la interminable fatiga de la crítica, la libre manifestación de las opiniones, nunca deben ser obstáculos que eliminar. Forman parte de los afanes de la democracia. Recordemos lo que T.€B.€Smith no se cansaba de repetir a sus conciudadanos americanos: «los males de la democracia se curan con más demo213
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cracia». Parecerá una banalidad pero es una responsable alerta contra las simplificaciones jurídicas de los problemas de la verdad y algo más. Podría parecer esta una conclusión demasiado precipitada y consoladora, justamente frente a la que ha sido llamada la «mentira de Auschwitz»22 que evoca, a un tiempo, el drama de la Shoah y la Schuldfrage, la cuestión de la culpa que acompaña al pueblo alemán. Vale la pena recordar que la fundación misma del «Reich eterno» podría «ser releída como una guerra contra la memoria»23, por su pretensión de hacer tabula rasa de todo, de hacer desaparecer cualquier verdad que pudiese contrastar con el modo con que se quería construir un Estado completamente nuevo, haciendo desaparecer incluso a las personas que, con su mera existencia, podían ser testigos de otra verdad. Es el contexto alemán el que debe valorarse para comprender la sentencia del Bundesverfassungsgericht24, el Tribunal constitucional alemán, que ha considerado el negacionismo como un delito, legitimando la posterior legislación sobre la materia. Sin pretender discutir aquí la cuestión, sería oportuno sin embargo destacar algunas palabras de esta sentencia: «Negar o poner en duda la persecución de los judíos durante la dictadura nacional-socialista constituye una lesión al honor de los judíos perseguidos durante esta dictadura. Dado que esta persecución no puede ser cuestionada, la circunstancia de que estos eventos sean cuestionados, sean objeto de duda o minimizados, ofende y humilla a quien los sufrió»25. La argumentación de la decisión halla su fundamento en la inviolabilidad de la dignidad humana, afirmada en el art.€1 de la Constitución alemana26. De nuevo la restitución de la dignidad mediante la verdad, como hemos dicho al inicio. Retorna, pues, un término que antes habíamos encontrado, humillación, insistiendo en la condición de indigno para quien es objeto de ella. Aquí, la razón de un respeto particular, asociado a la unicidad de la Shoah, es lo que hace asumir a la decisión de los jueces alemanes un significado fuerte, aunque no generalizable, ya que no puede ser invocado como referencia para considerar como delito cualquier otra forma de manifestación de negacionismo.
22. Llamo la atención sobre un hermoso libro, dentro de una literatura inmensa, de D.€Bifulco, Negare l’evidenza. Diritto e storia di fronte alla «menzogna de Auschwitz», Franco Angeli, Milán,€2012. 23. P.€Levi, Los hundidos y los salvados, trad. de P.€Gómez Bedate, El Aleph, Barcelona,€1989. 24. Bundesverfassungsgericht€13 de abril de€1994, en Giurisprudenza costituzionale,€1994, pp.€3379-3390. 25. Ibid., p.€3382. 26. Lo destaca D.€Bifulco, Negare l’evidenza, cit., p.€41.
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Capítulo IX EL DERECHO A LA EXISTENCIA
Pobreza y derechos El derecho a la existencia pertenece desde hace tiempo a la dimensión€institucional. Pero ¿no es acaso la existencia un hecho natural, biológico?€¿Qué quiere decir transformarla en derecho? Tratemos de seguir las señales que nos ofrecen los documentos jurídicos, aunque solo sea para formular un primer elenco de cuestiones que han de acompañar a la respuesta a estos interrogantes. El tema ya aparece en la «larga» Constitución de Weimar, en cuyo art.€151 se dice que «la organización de la vida económica debe corresponder a los principios fundamentales de la justicia, con el fin de asegurar a todos una existencia digna del hombre. Con estos límites debe garantizarse la iniciativa económica individual». En el constitucionalismo de los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, esa referencia aparece con singular nitidez en el art.€36 de la Constitución italiana («una existencia libre y digna»), en el art.€23.3 de la Declaración universal de los derechos del hombre de la ONU («una existencia conforme a la dignidad humana»), para ser retomado después en el art.€34.3 de la Carta de los derechos fundamentales de la Unión Europea («una existencia digna»). Se trata de normas que en algunos casos aparecen en el ámbito del mundo del trabajo pero que, especialmente en el contexto italiano, afectan a la condición humana en su conjunto. En primer lugar asocian la existencia con la dignidad, dando a esa una calificación que no solo enriquece su significado sino que la conecta con un principio de respeto integral a la persona. El artificio del derecho transfiere la existencia a una dimensión distinta a la de su definición en términos de biología o de naturaleza. Lo cual no quiere decir que la separe de sus condiciones naturales1. Quiere decir que 1. Sobre los múltiples usos jurídicos del término «existencia», W.€G.€Leisner, Existenzsicherung im Öffentlichen Recht. Minimum-Grundlagen-Forderung, Mohr-Siebeck,
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estas no agotan sus características y que la materialidad del existir exige que se tomen en consideración factores que guardan relación con la persona en su conjunta relación con los otros y con el mundo. En el contexto italiano, la hostilidad a todo reduccionismo queda explícita en las palabras iniciales del art.€3, donde la dignidad aparece de inmediato como dignidad «social», esto es, no como una cualidad innata de la persona, sino como resultado de una construcción que parte de la persona, examina e integra relaciones personales y lazos sociales, e impone la consideración del contexto total en el que se desarrolla la existencia. El derecho a la existencia impone sobrepasar el grado cero del existir, esto es, liberarse de un reduccionismo biológico que tiene como parámetro la garantía del mínimo vital. Cuando comparece en la dimensión constitucional, el derecho a la existencia nos habla de algo que va más allá de la desnuda vida y que se rellena con contenidos ulteriores. En la ya larga discusión que acompaña a reconocimientos y rechazos de este difícil derecho, encontramos con frecuencia una superposición, o una confusión, entre supervivencia y existencia. Esto es debido al hecho de que esa discusión nace en el terreno de la pobreza, a la que acompaña en sus variadas manifestaciones, cambiantes con el tiempo, variadas en los contextos culturales, dramáticamente ligadas a condiciones territoriales. Es comprensible que frente a verdaderas tragedias, que niegan la humanidad de las personas, se concentre, y siga concentrándose, la atención en las condiciones de la pobreza y en el modo de erradicarlas o, al menos, de aliviarlas, con una intensa referencia a un deber «moral» que caracteriza a muchas de las investigaciones teóricas sobre este tema. «¿Derechos de los pobres, pobres derechos?». Estas eficaces palabras dan título a un hermoso trabajo comparativo francés sobre la situación y las perspectivas de los derechos sociales2. Palabras elocuentes en las que se advierte una cierta carga ideológica pero que dan cuenta de un dato de realidad hoy indiscutible: el retorno de la pobreza y su manera de influir en la compleja dinámica de los derechos. Es cierto que la atención por los problemas de la pobreza nunca ha desaparecido, tampoco en la discusión jurídica. Pero se había concentrado en las pobrezas pos-materiales, en la pospobreza sin adjetivos (¡cuántos precipitados «pos» han distorsionado el análisis de fenómenos nuevos!), en la crítica o en la insistencia de la «poverty law scholarship». Si bien es justo señalar que las pobrezas no se reducían Tubinga,€2007, pp.€6-12. Sobre el debate alemán, U.€Sartorius, Das Existenzminimum in Recht, Nomos, Baden-Baden,€2000; V.€Neumann, «Menschenwürde und Existenzminimum»: Neue Zeitschrift für Verwaltungsrecht (1995), pp.€426€ss. 2. D.€Roman, «Droits des pauvres, Pauvres droits?». Recherches sur la justitiabilité des droits sociaux, Centre de Recherches sur les droits fondamentaux (CREDOF), Université Paris Ouest Nanterre la Défense (disponible en www.droitssociaux.u-paris10.fr.), noviembre€de 2010.
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a las carencias materiales, los cambiados tiempos inducían a escribir, por ejemplo, que «las nuevas pobrezas pos-materiales (ancianos sin compañía, deficientes, toxicodependientes, deprimidos psíquicos) están creciendo al tiempo que menguan las materiales»3, y este elenco se alargaba con referencias a la soledad, a la falta de relaciones sociales, a la pérdida de juicio, a los enfermos de sida, a las diversas formas de exclusión. Pero, hoy, aquella conclusión ya no puede proponerse en su perentoriedad porque son precisamente las pobrezas materiales las que han vuelto a la actualidad. Ciertamente, los nuestros son tiempos de vida precaria, de supervivencia difícil, de trabajo improbable, de renovadas formas de exclusión unidas a la condición de emigrado, a la etnia. Han vuelto los «pobres», un mundo que parecía desaparecido gracias a la difusión del bienestar material, o que al menos había quedado confinado a áreas sociales y geográficas que cada vez parecían más limitadas. Y con ellos ha vuelto, dramático e ineludible, el problema de asegurar la tutela de los derechos primarios —el trabajo, la salud, la casa, la educación—. Marco Revelli, con buenas razones, ha titulado un libro suyo como ¡Pobres de nosotros!4. En realidad, pobres todos: obviamente los que viven en concreto las condiciones de la pobreza, pero también los que sienten la desazón personal y la inaceptabilidad social de un mundo en el que, a través de la pobreza, se niegan la dignidad y la humanidad de las personas. Y gracias a este dato de realidad podemos comprender mejor el significado profundo de las palabras que abren nuestra Constitución: «Italia es una República democrática basada en el trabajo». Si no hay trabajo, si se lo niega o se lo desfigura, el fundamento mismo de la democracia es lo que se halla en peligro. No es casual que en estos últimos años, los habituales índices de bienestar vayan acompañados de otros tantos índices de pobreza, como el Multidimensional Poverty Index, elaborado en el€ 2010 por el Oxford Poverty Development Iniciative, que añade sus propias revelaciones a las que anualmente se hallan en el Human Development Report de la ONU. Aparecen condiciones de pobreza «extrema» en las que se hallan entre mil quinientos y dos mil millones de personas cuyas rentas son inferiores a dos dólares al día, llegando a alcanzar hasta el€92% de la población de un país, como es el caso de Níger. Los datos del Banco Mundial, aun registrando una disminución porcentual entre los años€1990 y€2008, sitúan un millón doscientos veintinueve mil millones de personas en la franja de quienes tienen una renta inferior a un dólar, veinticinco céntimos al día5. 3. R.€Spiazzi, Enciclopedia del pensiero sociale cristiano, Studio Dominicano, Bolonia,€1992, p.€602. 4. M.€Revelli, Poveri noi, Einaudi, Turín,€2010. 5. Una amplia serie de datos es analizada por L.€Gallino, La lotta di classe dopo la lotta di classe, entrevista realizada por P.€Borona, Laterza, Bari,€ 52012, en especial pp.€104â•‚122. Véase también P.€Rosanvallon, La société des égaux, Seuil, París,€2011, pp.€12-18.
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Conveniente sería recordar que las informaciones relativas al umbral de pobreza, cuando este se mide exclusivamente sobre la base de las rentas, han sido criticadas por su inadecuación a la hora de analizar las efectivas condiciones de depauperización de las personas, irreducibles a las pobrezas materiales. De ahí la incorporación de índices con datos relativos a posteriores dimensiones de la pobreza como son la salud, la educación y el estándar de vida (subdividido a su vez en condiciones higiénicas, disponibilidad de agua y electricidad, riesgo de aluviones, disponibilidad de combustible para cocinar). La impostación multidimensional es la que permite afrontar del modo más adecuado el tema de la pobreza, incluso en áreas diferentes a las de los países en vías de desarrollo donde, especialmente en estos últimos años, los procesos de depauperización se han acelerado vertiginosamente empujando hacia las condiciones de pobreza material a un número cada vez más grande de personas. Estas sumarias referencias aclaran las razones que han inducido a muchos estudiosos a situar la investigación sobre el derecho a la existencia en el marco de la lucha contra la pobreza, identificada como una pobreza extrema que ciertamente niega derechos y que, además, repitámoslo otra vez, niega también la humanidad. Nos hallamos, pues, frente a investigaciones que se sitúan en la frontera, también esta extrema, de la existencia, delimitan sus caracteres y de ellos extraen una categoría específica denominada la de los basic rights6. Una conexión tan fuerte entre la afirmación de un derecho y las condiciones efectivas de la existencia refuerza evidentemente una más general reconstrucción de los derechos fundamentales, justamente en torno a la persona reconocida en su materialidad del vivir. Y, sin embargo, esta descomposición del marco de los derechos fundamentales plantea algún problema que no podemos ignorar. Los basic rights son aquellos «cuyo disfrute hace posible el disfrute de todos los demás derechos»7, es decir, un conjunto de precondiciones para el ejercicio de todo derecho fundamental, una fórmula sintética para delimitar el «mínimo moral» que debe guiar la acción de singulares, de Estados, de empresas8. La referencia a un «mínimo» aparece insistentemente en los análisis de Henry Shue, pero no solo de este estudioso. Se habla de una «decencia mínima» que debe inspirar las acciones de los Estados si quieren ser respetados9; y se subraya que los basic rights constituyen «la mínima demanda razonable que cada cual dirige al resto de la sociedad»10. 6. A estos ha dedicado especial atención H.€Shue, Basic Rights. Subsistence, Affluence, and U.S.€Foreign Policy, Princeton University Press, Princeton,€21996. 7. Ibid., p.€19. 8. Ibid., p. xi. 9. Ibid., p.€174. 10. Ibid., p.€19.
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Pero de una «cuota mínimamente adecuada» de bienes de base habla también Thomas Pogge, siempre en un contexto ligado al tema de la pobreza11. Y en los diversos intentos de individualizar el derecho a la existencia se habla de un subsidio mínimo garantizado12, así como John Rawls nos habla de un «mínimo social»13 y Bruce Ackerman de «niveles mínimos de partida (minimum output levels) que debe recibir cada ciudadano so pena de un veredicto de inconstitucionalidad»14. Hay que recordar que, aun manifestando una fuerte ambición teórica, la tesis de Shue tiene una declarada intencionalidad política que parte de una crítica a la política exterior americana mostrando la falta de sinceridad y las contradicciones a las que conduce un realismo que no consigue justificar la distancia entre proclamaciones de principio y comportamientos concretos. Lo que se quiere fundamentar es una obligación política que se derive de la relación que debería ligar indisolublemente riqueza y responsabilidad, convirtiéndose en una obligación moral considerada en el ámbito de una teoría de la justicia. La sombra antigua de John Locke se extiende sobre muchas investigaciones acerca de esta materia con esa insistencia en destacar la responsabilidad de la riqueza: Dios no deja al hombre a la merced de otro hasta el punto de que este pueda, si así lo quiere, hacerle morir de hambre. Dios, el padre y señor de todos, no ha dado a ninguno de sus hijos una propiedad semejante sobre su particular porción de bienes de este mundo, y ha dado sin embargo a su necesitado hermano un derecho extra de sus bienes; de manera que esos no puedan serle justamente negados cuando sus urgentes necesidades lo requieran [...]. Igual que la justicia da a un hombre el derecho a la propiedad de lo que ha producido con su honesto trabajo [...]; así la caridad da derecho a cada hombre a esa parte de la riqueza de otro que le es necesaria para salir de una situación de suma necesidad cuando no tenga otros medios de subsistencia15. 11. T.€Pogge, Povertà mondiale e diritti umani. Responsabilità e riforme cosmopolite, trad. it. de D. Botti, ed. de L. Caranti, Laterza, Bari, 2010 [trad. esp.: La pobreza en el mundo y los derechos humanos, Paidós, Barcelona,€2005]. 12. Véase la excelente síntesis de G.€Bronzini, Il reddito di cittadinanza. Una proposta per l’Italia e per l’Europa, Gruppo Abele, Turín,€2011; Íd., «Il reddito minimo garantito nell’Unione europea: dalla Carta di Nizza alle politiche di attuazione»: Giornale di diritto del lavoro e di relazioni industriali,€130 (2011), pp.€225-245. 13. J.€Rawls, Teoría de la justicia [1971], trad. esp. de M.ª D.€González, FCE, Madrid,€1979. 14. B.€A.€Ackerman, La justicia social en el Estado liberal, ed. esp. de L.€Rodríguez, CEPC, Madrid,€1993. 15. J.€Locke, Ensayo sobre el gobierno civil, trad. de A.€Martínez Paraíso, Alba, Madrid,€1987, par.€42. Para un análisis de esta posición en el marco del «derecho de subsistencia», J.€Shearmur, «The Right to Subsistence in a ‘Lockean’ State of Nature»: The Southern Journal of Philosophy,€27/4 (1989), pp.€561-568. Cf. también L.€Ferrajoli, Principia iuris. Teoría del derecho y de la democracia II.€ Teoría de la democracia, trad. de A.€Perfecto Ibáñez et al., Trotta, Madrid,€2011, pp.€390-391.
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Este sigue siendo el camino para analizar las condiciones de pobreza extrema que caracterizan a las personas más desfavorecidas. Pero ¿cuáles pueden ser los efectos de la transposición de una categoría socio-económica al ámbito del sistema de derechos fundamentales? A este interrogante se le puede dar una respuesta que ponga en su centro un dato de realidad representado justamente por la ineludible cuestión de una humanidad negada por la indisponibilidad de los bienes esenciales para la vida. Esta cuestión se presenta como una prioridad absoluta. Pero esa exigencia moral, social y política ¿implica también la necesidad de fundar una categoría de derechos autónoma y diferente en los que se compendia el derecho a la existencia que, por otra parte, al presentarse con una carga «mínima», parecería como si al garantizar de alguna manera este umbral mínimo, pudiera después desaparecer y dejar un espacio, finalmente liberado, a la efectividad de los demás derechos? Las teorías de la democracia, incluso las que se centran sobre todo en los aspectos procesales, han ido siempre acompañadas de una reflexión sobre la necesidad de que fueran satisfechas determinadas precondiciones, pues si así no fuera, las apariencias de democracia se quedarían en apariencias. Algunas de estas precondiciones pertenecen a la dimensión€ de lo político, como por ejemplo el acceso a la información, la libertad de€expresión del pensamiento, la libertad de asociación y el pluralismo€de los partidos. Otras, sin embargo, remiten a la dimensión social, especialmente a la educación y al trabajo. No sería, pues, arbitrario asociar este conjunto de precondiciones a las que inspiran la teoría de los basic rights, incluso por la presencia de algunas de ellas en ambos contextos. Se puede añadir que existe una finalidad común que puede compendiarse en la liberación de cada persona de cualquier forma de privación, exclusión o desigualdad. Las pobrezas materiales van unidas a la pobreza civil. Retornan palabras lejanas, como indivisibilidad e inescindibilidad de libertades y derechos, que la política debería ser capaz de conectar. Y son las palabras de Franklin Delano Roosevelt sobre las «cuatro libertades», pronunciadas con convicción y amplitud de miras en el discurso sobre el estado de la Unión, el€8 de diciembre de€1941, al día siguiente de Pearl Harbor, las que deberían acompañarnos siempre en los momentos dramáticos. Son la libertad de palabra y de expresión, la libertad de culto, la liberación de la necesidad y del miedo, asociada cada una con la asunción de responsabilidades hacia el mundo entero. Contra la exclusión social Estas conexiones son las que permiten superar el esquema de una categoría de derechos que, al separarse en cierta manera de las demás, se convierte en la única protección de la existencia, desprotegida en tantos 220
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aspectos; de un derecho a la existencia que, dada la aparición de referencias a derechos negativos o positivos, queda expuesto a interpretaciones restrictivas que producen efectos diferentes en los sujetos a los que debería garantizar. El argumento realista, que insiste en que no todos los derechos pueden ser satisfechos, solo es una deriva del reduccionismo biológico, el que garantiza la supervivencia, no la existencia. Este horizonte se sobrepasa cuando oportunamente se insiste en que «el alimento y la libertad de asociación son necesarios para una vida digna»16. El centro de atención, pues, ahora, es el de la ciudadanía, en el sentido, varias veces recordado, de ser patrimonio de derechos que pertenecen a la persona en cuanto tal. Si se descuida esta perspectiva y se orientan los análisis de otra manera, incluso los de las situaciones concretas, se hace evidente el riesgo de crear «subcategorías» de personas, bien con el argumento de la necesidad de una mayor protección, bien imputando a sujetos específicos las responsabilidades políticas y morales de esta tutela. Los worst off, los más desfavorecidos, no constituyen un grupo que deba ser separado de los otros en razón de su debilidad. Encarnan una condición humana que debe ser considerada a lo largo de un recorrido que incluye no solo medidas específicas, sino aproximaciones comunes, como la garantía para todos de un subsidio de «ciudadanía», partiendo incluso de la garantía de un subsidio mínimo. Estamos, pues, frente a una trayectoria política e institucional análoga a la que ha permitido pasar de la lucha contra el hambre en el mundo, como objeto de atención mínima para garantizar la supervivencia, a la construcción de un más comprensivo derecho al alimento, entendido como derecho «a una alimentación adecuada y suficiente, en consonancia con las tradiciones culturales del pueblo al que pertenece la persona y que asegure una existencia (life) plena y digna, libre del miedo, desde el punto de vista físico y mental, individual y colectivo»17. Vuelven palabras ya usadas, como dignidad y miedo, testimonio de una condición que va más allá de cualquier «mínimo». Solo así es posible pasar de la garantía de grado cero de la existencia al derecho a una existencia libre y digna. Para liberarse de los vicios del reduccionismo es indispensable acompañar el derecho a la existencia con esas dos calificaciones que aparecen unidas en el art.€36 de la Constitución italiana, con las significativas consecuencias que ya han sido destacadas18. Un artículo que deberá ser analizado más adelante como concreción del modelo señalado en el art.€3. En la perspectiva de la delimitación de las responsabilidades públicas, el apartado segundo de este artículo afirma que «compete a la República
16. T.€Pogge, Povertà mondiale e diritti umani, cit., p. 53. 17. Cf. supra, pp. 122-125. 18. Cf. supra, p. 150.
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eliminar los obstáculos de orden económico y social que, al limitar de hecho la libertad y la igualdad de los ciudadanos, impiden el pleno desarrollo de la persona humana y la efectiva participación de todos los trabajadores en la organización política, económica y social del país». El desarrollo del art.€36 sigue en esta vía: «El trabajador tiene derecho a una retribución proporcionada a la cantidad y calidad de su trabajo, que en cualquier caso será suficiente para asegurar a él mismo y a su familia una existencia libre y digna». Dado que el art.€1 habla de una «República democrática fundada en el trabajo», es evidente que normas como el art.€36 conciernen a todas las personas y que la tensión igualitaria corrobora uno de sus motivos fundacionales: la exclusión de una legitimación por patrimonio o por privilegio. La falta de adecuados recursos económicos, por tanto, se presenta como el primero de los obstáculos económicos que pueden limitar de hecho la libertad y la igualdad. La eliminación de este obstáculo está confiada al carácter de la retribución, que no debe ser solo medida con la cantidad y calidad del trabajo, ya que excluye que el criterio pueda ser solo el de garantizar la mera supervivencia biológica. La retribución debe responder ante todo a la finalidad de garantizar una existencia libre y digna con una indicación que, al incluir a la familia, da inmediata importancia al nexo social. Además, la adjetivación constitucional («pleno desarrollo de la persona humana») habla de una plenitud de vida, es decir, de una forma de existencia inseparable de la libertad y de la dignidad. Esta impostación la hemos visto en la sentencia alemana sobre el «mínimo existencial»19, que se mide justamente con el principio del respeto a la dignidad humana, presentándose como «derecho incuestionable de la persona» para el que «el Estado debe hallar los medios necesarios para tutelarlo en la realidad y en todas sus connotaciones ‘sociales, culturales y políticas’»20. La operación constitucional del art.€36 activa el programa del art.€3 y libera por completo el derecho a la existencia de los ataques reduccionistas, sea cual fuere su origen, dado que la norma afecta a empleadores públicos o privados y a cualquier forma de trabajo. Lógicamente, este programa encuentra hoy en su camino todo tipo de trabas derivadas de su choque con lógicas de mercado que imponen medidas y modalidades en la retribución y en la estructura de las relaciones de trabajo; lo que estas lógicas vuelven a proponer son las formas más radicales del reduccionismo, que inciden sobre la dignidad del trabajo y sobre la libertad del 19. Cf. supra, p. 43. 20. Así G.€Bronzini, «Europa e Regioni: la sussidiarietà come criterio di decisione in UE e il diritto a un reddito garantito», en Bin Italia, Reddito minimo garantito. Riflessioni sulla legge del Lazio, «QR€1», Basic Income Network, Roma,€2011, p.€28.
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trabajador, hurtando a la existencia la calidad que la Constitución ha querido atribuirle. El análisis de estas dinámicas sociales y económicas desemboca en una nueva actitud crítica en relación con impostaciones como la de los basic rights, no porque no se comprenda la importancia de querer garantizar el «núcleo duro» de la existencia, sino porque la consideración de los diversos derechos en el marco de la ciudadanía hace posible una articulación que permita dar importancia a la especificidad de cada cual y a las diferentes modalidades de actuación, sin tener que pasar por ninguna forma de jerarquía o de separación. «Únicamente sobre la base de una colaboración uniforme de todas sus categorías pueden los derechos fundamentales cumplir políticamente la promesa moral de respetar la dignidad humana de toda persona»21. Revisando la mayor parte de la impostaciones sobre esta materia, podría concluirse que el reconocimiento incondicional de un derecho a la existencia debe representar el punto firme de referencia, es decir, el criterio para juzgar todas sus actuaciones parciales. Las buenas razones constitucionales en apoyo de esta tesis quedan reforzadas, más allá del fundamento ofrecido por el art.€36, con lo que se dice en el art.€38 de la Constitución a propósito de la necesidad de asegurar «medios adecuados a sus exigencias de vida» a todos los trabajadores víctimas de infortunio o que se encuentren en la condición de «enfermedad, invalidez, vejez o desempleo involuntario». Una indicación como esta está recogida en el art.€34.3 de la Carta de derechos fundamentales de la Unión Europea, donde se afirma que «con el fin de luchar contra la exclusión€social€y la pobreza, la Unión reconoce y respeta el derecho a la asistencia social y a la asistencia para vivienda, tendentes a garantizar una existencia digna a todos los que no dispongan de suficientes recursos, según las modalidades establecidas por el derecho comunitario y las legislaciones y prácticas nacionales». Es significativo que en una Carta que ha conocido contrariedades a la hora de tratar los derechos sociales, halle un reconocimiento tan explícito del derecho a una existencia digna, no solo mínima, y que se sobrepase la categoría de pobreza haciendo referencia en este derecho a la necesidad de eliminar la exclusión social. Es cierto que permanecen algunas referencias que condicionan el reconocimiento del derecho cuando se manifiestan algunas situaciones de hecho, pero es un paso hacia la reconstrucción del derecho a la existencia en su plenitud, lo que implica el doble significado de su universalidad y de su inserción entre los derechos de ciudadanía. El perímetro del derecho a la existencia se alarga 21. J.€Habermas, La constitución de Europa, trad. de. J. Aguirre Román, E. Mendieta y M. Herrera, Trotta, Madrid, 2012, p. 19 (cursiva en el original).
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más allá de un área «mínima» que, pese a todo, no desaparece, y aun no pudiendo convertirse en el criterio de definición del derecho, puede mantener su función a la hora de articular sus modalidades de actuación. Se crean, pues, las condiciones para que el derecho a la existencia se caracterice por su satisfactorio cumplimiento «de forma universal y generalizada»22, desvinculándolo del estado de necesidad. En este contexto, progresivamente ampliado y definido, es donde puede cobrar sentido la discusión sobre el significado de clasificaciones como las que conducen a los basic rights de Henry Shue, a los bienes sociales primarios de€John Rawls, a los recursos de Ronald Dworkin, a las capacidades de Amartya Sen y de Martha Nussbaum. Categorías todas que se presentan con la seducción del realismo y con una significativa fundamentación teórica pero que, en su declarada parcialidad, acaban relegando el dato más importante. La progresiva emergencia del derecho a la existencia se sitúa en el marco de la constitucionalización de la persona manifestándose así con el carácter de universalidad que caracteriza a los derechos fundamentales. Hacia un subsidio universal Esto no es un ejercicio retórico. El reconocimiento del derecho a la existencia como derecho fundamental configura uno de los criterios reconstructivos del sistema institucional en su conjunto y define la posición de la persona en él. Así entendido, como debe ser, no se limita a la simple fórmula sintética del derecho a la existencia. Lo que lo ha desvinculado del reduccionismo y del «minimalismo», llevándolo más allá de la mera supervivencia y de la subsistencia, son su inseparabilidad con la dignidad, testimoniada por todas las fuentes normativas, y el nexo con la libertad. La definición correspondiente a estos datos de realidad es la del «derecho a la existencia libre y digna», justamente la que con lucidez aparece en la Constitución italiana. El sentido conjunto es el de asegurar a las personas una plenitud de vida basada en la autonomía, interviniendo para eliminar todos los factores de degradación, con una impostación que autoriza a colocar el derecho a la existencia libre y digna fuera de los derechos negativos. Y esta impostación más comprensiva permite ir más allá de la dimensión puramente redistributiva, como ya hemos recordado23, ligando la actuación del derecho a la existencia con el acceso a los bienes comunes, individualizados a través de su relación directa con categorías como la de los bienes sociales primarios, pudiendo así asumir una función no antagónica ni reductiva en relación con el derecho a la existencia libre y digna en su conjunto.
22. L.€Ferrajoli, Principia iuris, cit., pp.€392-393. 23. Cf. supra, pp. 130-132.
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Gracias a previsiones como las que contiene el ya recordado art.€34 de la Carta de los derechos fundamentales, la Unión Europea contribuye a delinear los caracteres de ese derecho que abre las puertas a la «democracia del subsidio universal»24, que aun pudiendo parecer una expresión enfática, expresa, en la siempre difícil realidad de nuestros tiempos, el nexo entre democracia, trabajo y existencia. La esperanza es que esta responsable conciencia permita hacer vivir el «espíritu de Filadelfia», necesario para afrontar la cuestión capital de la justicia social en una fase que el mercado la ha hecho global25. En Filadelfia, lugar simbólico para los derechos, el€10 de mayo de€1944, la Organización Internacional del Trabajo aprobó una Declaración que definía sus competencias y que se presentaba como «la primera declaración de derechos con vocación universal»26; y donde el derecho a tener derechos se despliega con especial intensidad, expresión de esa conciencia responsable que a veces aflora en los momentos en que las circunstancias de la historia imponen una confrontación con el futuro. Vale la pena rememorar algunos puntos de esa Declaración: «el trabajo no es una mercancía», «todos los seres humanos [...] tienen derecho a buscar su progreso material y su desarrollo espiritual en la libertad y en la dignidad»; «la pobreza, allí donde existe, constituye un peligro para la prosperidad de todos»; garantía de «una retribución mínima vital» para todos los ocupados; «extensión de las medidas de solidaridad social para asegurar una renta básica a todos quienes necesitan esta protección». El camino queda marcado y esos criterios siguen siendo el ineludible punto de referencia. Gracias a la Resolución del Parlamento Europeo de€10 de octubre de€2010, dedicada al «papel del subsidio mínimo en la lucha contra la pobreza y en la promoción de una sociedad inclusiva en Europa», la comparación es posible. En este documento, bastante analítico, se subraya el deber de los Estados de introducir formas de subsidio mínimo, se critican los que, como Italia y Grecia, no lo hacen, y se pone en evidencia que se trata de una medida indispensable para contrarrestar la exclusión social y las discriminaciones. Concebida en tiempos de crisis, la Resolución rechaza la tesis que considera inevitable el empequeñecimiento del Estado social a causa de los vínculos impuestos por la reducción de los déficit, y cifra en el subsidio mínimo un instrumento del que no se puede prescindir justamente cuando los procesos de exclusión, desigualdad creciente y aumento de la pobreza, se hacen más violentos. Y «se insiste en la nece 24. La democrazia del reddito universale, Manifestolibri, Roma,€1997; P.€Van Parijs e Y.€Vanderborght, Il reddito minimo universale, trad. it. de G.€Tallarico, Bocconi, Milán,€2006. 25. Estas son las palabras de A.€Supiot, Lo spirito di Filadelfia. Giustizia sociale e mercato totale [2010], trad. it. de R.€Prezzo et al., Roma,€2011. 26. Ibid., p.€3.
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sidad de modificar las políticas de austeridad impuestas en algunos países en el ámbito de la lucha contra la crisis». No es esta la única apertura significativa. El subsidio mínimo en sí mismo no es una medida. Hay que considerarlo en la perspectiva de la garantía del «derecho fundamental de la persona a disponer de recursos y prestaciones suficientes para vivir conforme a la dignidad humana»27, delimitando así un criterio que excluye la legitimidad de previsiones tendentes a atender exclusivamente la supervivencia; se prevé de hecho que el subsidio mínimo «adecuado» tendrá que fijarse en «al menos el€60â•›% de la renta media del Estado miembro concernido». En consecuencia, no se hace referencia a la pobreza extrema ni siquiera a la relativa. Y sobre todo, no se habla solo de subsidio mínimo sino que salen a la luz las experiencias de «subsidio básico incondicionado para todos». Bien puede decirse que la Resolución del Parlamento Europeo confirma que el subsidio mínimo no puede configurarse como un punto de llegada que, una vez alcanzado, cesaría el deber de los Estados y la obligación social quedaría satisfecha. Podemos especificar mejor la línea de desarrollo que se va delineando. El subsidio mínimo se configura como un punto de partida e indica las modalidades que deben ser tenidas en consideración para que se pueda llegar a la efectiva tutela de un derecho fundamental de la persona. Lo más cercano a este objetivo es el subsidio básico incondicionado para todos, o subsidio universal, que sin embargo no agota el derecho a la existencia libre y digna, de la que constituye un componente esencial. La dimensión social es la de la ciudadanía. A lo largo de esta línea están las articulaciones que el subsidio mínimo conoce en las legislaciones de diversos países28 y en las intervenciones con las que los jueces las contemplan incluso en contextos institucionales que no las prevén explícitamente. En Suiza, por ejemplo, las iniciativas judiciales son las que han propiciado la inserción en la Constitución de€1999, un artículo€12, titulado «Derecho a la ayuda en condiciones de necesidad», que dispone lo siguiente: «Quienquiera que se encuentre en estado de necesidad y sin posibilidades de valerse por sí mismo tiene derecho a ser ayudado y asistido y a recibir los medios indispensables para llevar una existencia digna». Estamos ante una norma que sugiere varias consideraciones pero que no puede quedar reducida a una interpretación minimalista. La referencia a una situación de «necesidad», esto es, a un estado personal que se sitúa más allá de la pobreza, amplía el área de la necesaria intervención pública. E incluso, aun hablando de medios «in 27. Son las palabras contenidas en la Recomendación del Consejo Europeo€92/441, de€23 de junio de€1992. 28. En general, para un análisis de los caracteres y de las evoluciones de los modelos nacionales, S.€Giubboni, Diritti e solidarietà in Europa. I modelli sociali nazionali nello spazio giuridico europeo, Il Mulino, Bolonia,€2012.
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dispensables», su cantidad encuentra el criterio de valoración en la existencia digna. Pero es sobre todo la inserción del principio en una Constitución lo que representa el dato más relevante, confirmando que nos hallamos ante la lenta construcción de un derecho expresivo de la constitucionalización de la persona en una materia todavía tan difícil y controvertida y sin embargo ejemplar a la hora de definir las modalidades del vivir. Lo confirma el art.€23 de la Constitución belga de€1994 donde se afirma que «cada cual tiene derecho a conducir su vida conforme a la dignidad humana». Es precisamente esta constatación la que nos lleva a dar un paso adelante en la reflexión e ir más allá de la consideración exclusiva de la dimensión de las necesidades materiales a las que dar una respuesta en términos monetarios. Pues no son solo las pobrezas pos-materiales las que deben ser objeto de atención. Es la complejidad del vivir lo que hace emerger, no algo que venga después de la satisfacción de las necesidades materiales, sino algo que está indisolublemente conectado con ellas. Conexiones que se hacen evidentes en múltiples normas entre las que merecen ser invocadas los arts.€24,€25 y€26 de la Carta de los derechos fundamentales de la Unión Europea que, al considerar analíticamente los derechos de los niños, de los ancianos y de los discapacitados, muestran los concretos modos de la existencia. Para los niños se habla de «bienestar», para los ancianos, del derecho «a llevar una vida digna e independiente y participar en la vida social y cultural»; para los discapacitados, del derecho a «beneficiarse de medidas tendentes a garantizar su autonomía, su inserción social y profesional y su participación en la vida de la comunidad»29. Se trata de aperturas significativas, de miradas atentas. La existencia se cumple con autonomía y participación, con independencia individual y con inserción social. Y esto nos habla del cumplimiento de los deberes públicos respetuosos con personas en las que no se manifiesta una manera diferente de vivir, pero que hacen que la condición humana sea más evidente en sus sensibilidades. Hay una hermosa expresión que aparece al inicio de la Resolución n.€46/91 con la que, el€16 de diciembre de€1991, la Asamblea general de la ONU aprobó los principios sobre los ancianos: «añadir vida a los años añadidos a la vida». Algo más que supervivencia, como bien se ve. Y «añadir vida» significa en primer lugar que el anciano no puede ser objeto de una progresiva reducción de sus derechos, lo que violaría la prohibición de discriminar basada en la edad, y que le empujaría poco a poco hacia condiciones de depauperización, de exclusión, hasta hacerle 29. European Union Agency for Fundamental Rights, Choice and Control: The Right to Independent Living. Experiences of Persons with Intellectual Disabilities and Persons with Mental Health Problems in Nine EU Member States, FRA, Viena,€2012.
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asumir las€condiciones de una «no persona». Es lo que sucede cuando con el paso de los años se le excluye del acceso a determinados cuidados y tratamientos médicos, se le niega el acceso a créditos alegando inmotivados rechazos, se le impone la sumisión a formas de control cada vea más fuertes. La persona del anciano desaparece y se la sustituye por una «entidad» que, puesto que no es productiva, solo es un coste añadido y no una parte de la sociedad, una «máquina» cada vez más costosa de reparar. La ciudadanía se hace cada vez más sutil, casi impalpable por el empobrecimiento de sus componentes y en su lugar retornan los privilegios. Quien más tiene tiene más vida. Compra fármacos, compra tratamientos médicos en cualquier lugar del mundo, compra asistencia, no necesita recurrir a operaciones financieras. La dignidad se cifra en el tener, no en el ser. ¿Cómo se diseña el mundo en torno al anciano? ¿Qué significa para él que se respete su vida privada? El abandono de la casa donde durante tiempo vivió puede ser el único medio de asegurar al anciano una asistencia adecuada, pero el trauma de la separación podría ser aliviado, por ejemplo, permitiéndole llevar consigo una pequeña parte del ajuar familiar construyendo de esta manera una cierta continuidad entre el viejo y el nuevo ambiente. Y habría que prestar también una particular atención a las nuevas tecnologías. Se ha dicho que los ancianos están más expuestos al digital divide, a la desigualdad digital. Una constatación que se corresponde con la realidad pero que, sin embargo, no puede ser vivida como un obstáculo insuperable, una condena sin apelación posible. Muchísimas son las experiencias que muestran que la alfabetización en el uso de Internet se convierte en un poderoso instrumento de socialización, de salida de la pasividad, de un mejor uso del tiempo libre. Para alcanzar estos resultados, junto a la alfabetización deben existir medidas como el acceso gratuito a Internet, facilidades para la adquisición de diferentes instrumentos electrónicos, diseñados de manera que hagan más fácil su uso a las personas ancianas. Es el tema de cómo «se presta la atención», que constituye el tercer punto de los Principios de la ONU. Un uso fácil y correcto de las tecnologías podría permitir a los ancianos seguir viviendo en su propia casa en condiciones respetuosas con su dignidad. Podría implicar también un intenso uso de las tecnologías para controlar a distancia sus vidas cotidianas. ¿Pueden los ancianos hacerse cada vez más dependientes del exterior y vivir en un régimen de perenne vigilancia? ¿Puede aceptarse que sea rediseñado no solo el ambiente en que viven sino también, de alguna manera, su propio cuerpo, en el que podrían «instalarse» dispositivos de recogida y de transmisión de informaciones sobre la salud, los desplazamientos, la respuesta a determinadas señales? 228
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Para responder a estas preguntas habría que reflexionar sobre el riesgo de los abusos considerando los derechos fundamentales del anciano sin detenerse en el mero análisis económico sobre costes y beneficios. Cuando a la persona anciana se la instala en una realidad más o menos «incrementada» por el hecho de que un conjunto de dispositivos haría posible la expansión de su cuerpo, deberían tenerse en cuenta los efectos de una «privación» del propio cuerpo que todo ello podría provocar y, sobre todo, los efectos de sustitución de las relaciones personales por otras puramente tecnológicas. Si el anciano que vive solo no recibe las visitas de alguien que se ocupe de él durante tres veces a la semana, sino una sola vez porque los datos significativos se recogen por vía electrónica, el ahorro es evidente, pero no puede compensar la depauperización social derivada de esta escasez de contactos humanos y de interacción personal. La perspectiva tecnológica se presenta como algo tranquilizador y hasta tentador. Pero puede conducir hacia un gobierno puramente tecnológico de la existencia. La tecnología puede ser parte de un programa de atención, pero no puede convertirse ella misma en el programa. La relación entre esfera privada y tecnología debe construirse de manera que puede reforzar el libre desarrollo de la personalidad, pero no puede ser una vía para hacer a las personas menos humanas y más pasivas, con una autonomía reducida, con una dependencia creciente, con una pérdida de la capacidad de iniciativa. El respeto de la esfera privada es un elemento esencial de su dignidad personal y social. Reflexionando, pues, sobre un segmento de la sociedad en rápido crecimiento, se percibe la conexión profunda entre la condición humana y los derechos fundamentales, que además es un rasgo esencial de la democracia misma. El derecho a la existencia libre y digna es todo esto. Ayuda material, por supuesto. Pero sobre todo condiciones donde lo inmaterial marque la pauta de todo el resto y que determine la calidad misma de la vida. Reflexionando a fondo sobre este derecho, tal vez nos estamos dirigiendo hacia una frontera que, cuando se supera, surge ante nuestros ojos: el derecho a la felicidad. «Buscar y lograr la felicidad», como está escrito en el primer artículo de la Declaración de independencia de Virginia en€1776. ¿La inalcanzable felicidad de Eugenio Montale, a la que ya nos hemos referido, o el logro concreto del buen vivir donde cada uno encuentra la medida de una felicidad propia? En aquellas bellas palabras la felicidad no aparece como un programa situado en el exterior de la persona que cualquier potencia pública o privada puede tratar de imponernos, sino como el atributo de la persona libre de buscar y lograr una felicidad que el mismo artículo sitúa en el marco del «disfrute de la vida». Un horizonte más prometedor, y por eso mismo más controvertido, que aquel igualmente rico de la libre construcción de la personalidad. Un horizonte que hoy puede ser contemplado teniendo en cuenta que «la felicidad 229
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[...] no está ligada a una renta más o menos elevada, sino a un conjunto de circunstancias entre las que cabe inscribir el empleo, la edad, el matrimonio, las relaciones de pareja»30. La existencia, pues, en su constante y multiforme construcción. No diré que se cierra un círculo pero sí que, gracias a la imbricación de estos difíciles derechos, podemos aproximarnos con espíritu más consciente al «enigma de la existencia»31.
30. A.€ Trampas, Il diritto alla felicità. Storia di un’idea, Laterza, Bari,€ 2008, p.€230. 31. S.€Moravia, L’enigma dell’esistenza. Soggetto, passioni, morale nell’età del disincanto, Feltrinelli, Milán,€1996.
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Capítulo X AUTODETERMINACIÓN
El palimpsesto de la vida La autodeterminación en la vida y en el cuerpo representa el punto más álgido y fuerte de la libertad existencial; es como su libertad jurídica. Hablo de libertad «jurídica» porque, en los últimos años, es aquí, en torno al alcance y a la legitimidad de la regla jurídica, donde se ha centrado el debate. Se trata, por una parte, de delimitar el perímetro de la vida, esto es, del área que debe ser «gobernada». Y de establecer cuáles son los poderes legitimados para intervenir en esta área a partir de la constatación de que las condiciones «naturales» de la libertad se han modificado1. Sobre este fondo se enmarca la cuestión general de eso que puede definirse como «el núcleo normativo de la subjetividad racionalizada moderna (autonomía, autodeterminación, participación)»2, relegado por la pos-modernidad, pero al que las nuevas dimensiones del vivir y las correspondientes dinámicas de la subjetividad han otorgado nueva legitimación. Traduciendo estos problemas a un lenguaje diferente se nos ha pedido escribir el «palimpsesto de la vida»3. A esta demanda, expresada de forma insólita, se le ha dado una respuesta que trata de redefinir, no solo y no tanto las modalidades de la relación entre juristas y científicos, como el papel propio del derecho, por un lado, y entre biología y genética, por otro, individualizando las condiciones que contribuyen a definir el contexto dentro del que la persona se autodetermina. 1. C.€Pelluchon, L’autonomie brisée. Bioéthique et philosophie, PUF, París,€2009, p.€160. 2. G.€Preterossi, «Ciò che resta del soggetto»: Filosofia politica,€3 (2011), p.€357. 3. La expresión es de S.€Jasanoff, «Introduction: Rewriting Life, Reframing Rights», en Íd., Reframing Rights, Biocostitutionalism in the Genetic Age, Mit Press, Cambridge/ Londres,€2011, p.€1.
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Durante cinco mil años, desde las más lejanas fuentes de la normalización, la palabra que siempre ha descrito la vida ha sido la del derecho. Solo en tiempos muy recientes esta palabra habría sido desplazada, o sustituida por completo, por la de la biología y la de la genética, convertidas incluso en protagonistas de la escritura de ese palimpsesto. La fecha de esta mutación podría precisarse remontándonos, por ejemplo, al año€1953, a los resultados de las investigaciones de James Watson y Francis Crick sobre la estructura a doble hélice del ADN. O, yéndonos a los inicios del siglo xix, al nacimiento de la biología, esto es, a los estudios de Jean-Baptiste Lamarck y, sobre todo, en opinión de Michel Foucault, a los de Georges Cuvier4. Foucault insiste especialmente en la radicalidad de este pasaje. «Si la biología era desconocida, lo era por una razón muy sencilla: la vida misma no existía. Solo existían seres vivientes que aparecían en una franja del saber denominado historia natural»5. Gilles Deleuze por su parte añade: «ha sido necesario [...] que la vida dispersa se concentrase en el código genético»6. Por todas estas razones se ha podido concluir que la vida es una «invención reciente»7. Yendo más allá del paradigma biológico, Zygmunt Bauman se ha preguntado acerca de la tesis que, en la fase premoderna, afirmaba que era la religión la que daba sentido a la vida y, criticándola, subrayaba que, en realidad, las creencias religiosas «no hacían más que corroborar el tipo de experiencia que dejaba sin sentido la preocupación por su significado»; justamente, el de la vida. Y así, aun partiendo de un punto de vista tan diferente, llega también a concluir que «la vida no estaba en manos de los vivientes. La vida no era una tarea. La vida era, y basta. [...]. La idea de un significado de la vida [...] solo puede aparecer una vez que el significado [...] ha sido ya construido como tarea»8. Podríamos invocar otros análisis. Las dos referencias mencionadas, sin embargo, son significativas por cuanto convergen en una consideración de la vida como construcción de la modernidad, cuyo decurso se 4. M.€Foucault, La arqueología del saber, cap. V,€3, Siglo XXI, México,€1999. 5. Íd., Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas [1966], trad. de E.€C.€Frost, Planeta-Agostini, Barcelona,€1984, p.€161 y las siguientes para un análisis€de la «historia natural». Este punto es ampliamente discutido, en la perspectiva aquí considerada, por N.€Rose, La politica della vita. Biomedicina, potere e soggettività nel xxi secolo, trad. it. de M.€Marchetti y G.€Pipitone, Einaudi, Turín,€2008, pp.€70€ss. Para una primera reconstrucción histórica, E.€ Mayr, Storia del pensiero biologico. Diversità, evoluzione, eredità I, trad. it. de R.€Valla y A.€Zucchi, Bollati Boringhieri, Turín,€1982, p.€3-97. 6. G.€Deleuze, Foucault, trad. de J.€Vázquez Pérez, Paidós, Barcelona,€1987. 7. D.€Tarizzo, La vita. Un’invenzione recente, Laterza, Bari,€2010. En general, véase R.€Ciccarelli, Immanenza. Filosofia, diritto e politica della vita dal xix al xx secolo, Il Mulino, Bolonia,€2008. 8. Z.€Bauman, Mortalità, immortalità e altre strategie della vita, trad. it. de G.€Arganese, Il Mulino, Bolonia,€2012, p.€124.
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entrecruza significativamente con la del sujeto moderno y permite, por tanto, que surja el perfil de la autodeterminación. Pero esas dos tesis recordadas, llevando a consecuencias extremas la lógica de la discontinuidad, desbancarían los fundamentos mismos de la hipótesis que afecta a la construcción del palimpsesto de la vida, porque esta, aun sacando a la luz el tránsito del paradigma jurídico al biológico, considera la vida como un «objeto» permanente, caracterizado por su «larga duración», del que siempre se ha podido hablar y cuya descripción ha constituido la premisa de su regularización. No conviene ir más allá en esta discusión. Es conveniente, sin embargo, subrayar que la asociación biología/vida puede llevar a un peligroso reduccionismo identificando justamente la vida con su sustrato biológico, bastante alejado de la atención que hoy habría que dirigir hacia las relaciones entre persona y tecnociencia, lo que implicaría, además, una redefinición del papel del derecho en la edad tecnológica. No perdamos de vista tampoco la innovación lingüística. La palabra «biología» se ha convertido en el calco con el que se actualizan en su devenir las ciencias antiguas; y así, hablamos de «biopolítica», «bioética», «bioderecho». Aparece también la «biociudadanía de los derechos» y la «biociudadanía digital»9 y, sobre todo, el «bioconstitucionalismo»10. En este último término se advierte una clara indicación para que las operaciones jurídicas tendentes a escribir el palimpsesto de la vida se sustraigan€de hipotecas naturalistas y se fundamenten más bien en la construcción de un conjunto de principios de referencia, con una evidente consideración del derecho como barrera frente a las impostaciones meramente ideológicas y frente al extremo reduccionismo científico. Así, el bioderecho, en la acepción con que se ha venido asumiendo en estos años, se configura como el desmantelamiento del esquema de la biopolítica, entendida como el conjunto de dispositivos que permiten ejercer el poder de disciplinar los cuerpos. El bioderecho, por el contrario, se estructura como conjunto de instrumentos tendentes a garantizar a la persona, justamente contra todos los poderes diversamente invasivos de su cuerpo. Común, pues, resulta la etimología. Pero no podemos quedarnos ahí porque en griego existen dos términos para designar la vida; «zoé, que expresaba el simple hecho de vivir común a todos los seres vivos (animales, hombres o dioses) y bíos, que indicaba la forma o manera de vivir propia de un individuo o de un grupo»11. No se trata de un simple escrúpulo filológico. La divergencia de los términos griegos es una señal 9. N.€Rose, La politica della vita, cit., p.€216. 10. S.€Jasanoff, «Introduction», cit. 11. Véase G.€Agamben, Homo sacer, trad. de A.€Gimeno, Pre-textos, Valencia,€2010, p.€9. Cf.€E.€Berti, «Vita e vita riuscita nell’etica classica», en A.€Aguti (ed.), La vita in questione. Potenziamento o compimento dell’essere umano?, La Scuola, Brescia,€2011, pp.€53-70.
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que hay que tener presente para no caer en el reduccionismo, para huir de ese énfasis biológico que cancela lo biográfico. Distinción relevante también para definir el espacio de la regla jurídica que, por un lado, no puede prescindir de la biografía de la persona cuando se trata, por ejemplo, de reconstruir la voluntad a la hora de tomar decisiones para el final de la vida, entre otras; y por otra, tampoco puede pretender adueñarse de ella. Recordemos las palabras de Walter Benjamin: Falsa y miserable es la tesis que afirma que la existencia sería superior a la existencia justa, si existencia solo quiere decir vida desnuda. [...] el hombre no coincide de hecho de ninguna manera con la desnuda vida del hombre; ni con la desnuda vida en él ni con ningún otro de sus estados o propiedades; ni siquiera con la unicidad de su persona física12.
La existencia, irreducible al mero dato biológico, se desenvuelve sin embargo en un contexto ampliamente redefinido por la biología. Nikolas Rose lo ha descrito así: «nuestra individualidad somática, neuroquímica, corporal, es hoy un terreno de elecciones, de prudencia, de responsabilidad. Está completamente abierta a la experimentación y a la réplica. La vida no es imaginable como una dote fija e inalterable. La biología ya no es un destino»13. El trasfondo, pues, no es el de la vida como invención reciente sino más bien el que se desprende de la articulación de sus formas y que lleva al mismo Rose a concluir que hoy «la vida es pos-genómica»14. El paradigma biológico queda, pues, reconstruido, alejado de cualquier forma de determinismo, y es considerado como un conjunto de condiciones que abren un espacio nuevo a las decisiones de la persona. Se establece una fuerte e inédita unión entre voluntad y vida, incomprensible recurriendo a las tradicionales categorías jurídicas. De hecho, puesto que esto sucede al liberarse la vida de los vínculos naturalistas y por su disponibilidad para una deliberada construcción, solo una impostación sólidamente anclada en la persona «constitucionalizada», es decir, reconocida en la plenitud de sus poderes, puede impedir que cuerpo y vida puedan convertirse en objeto de poderes externos de manera aún más intensa que en el pasado. Si se parte de esta premisa, el acento puesto en la voluntad del interesado no puede ser considerado, como demasiadas veces sucede, como un incentivo a la fragmentación, a la cancelación de toda conexión so 12. W.€Benjamin, Angelus Novus. Saggi e frammenti, ed. de. R. Solmi, Einaudi, Turín, 1962, p. 28 [trad. esp. de H.€Murena, Angelus Novus, Comares, Granada,€2012]. 13. N.€Rose, La politica della vita, cit., p.€57. De antidestino se habla en el libro de F.€Gros y G.€Huber, Vers un anti-destin? Patrimoine génétique et droits de l’humanité, Odile Jacob, París,€1992. 14. N.€Rose, La politica della vita, cit. Sobre este punto cf. K.€S.€Rajan, Biocapital. The Constitution of the Postgenomic Life, Duke University Press, Durham/Londres,€2006.
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cial, que conduciría a una «sociedad de derechos y de individualismos auto-centrados»15. El tema debe ser valorado y analizado desde el diferente punto de vista de la distribución de los poderes y, sobre todo, como construcción de un espacio jurídico que asegure a la persona el poder de gobernarse a sí misma, su «pleno desarrollo», en un contexto socialmente definido, como señala con claridad el apartado segundo del art.€3 de la Constitución. De esta manera, los procesos de individualización no pueden ser descritos únicamente en términos de separación o de aislamiento, sino que apelan a las responsabilidades propias de una multiplicidad de sujetos, públicos y privados, que deben garantizar el «respeto al poder que tienen las personas de definirse a sí mismas»16. La autonomía de la persona Autodeterminación ha sido durante mucho tiempo una palabra que, en el lenguaje político, estaba referida al derecho internacional, compareciendo en las reflexiones de otras disciplinas sin un específico espesor técnico. Formalizando una línea que surge al acabar la Primera Guerra Mundial, la Carta de la ONU, en€1945, señala entre los fines de las Naciones Unidas, el de «desarrollar entre las naciones relaciones amistosas basadas en€el respeto y en el principio de igualdad de derechos y de autodeterminación de los pueblos» (art.€1.2.). Este principio aparece luego en el inicio del Pacto internacional sobre derechos económicos, sociales y culturales, de€1966, y se dice: «Todos los pueblos tienen derecho a la autodeterminación» (art.€1). El recurso a la autodeterminación recorría el mundo en los años en que se extinguía el colonialismo y fue definido como el tránsito «de los derechos del hombre a los derechos de los pueblos», que quedó reflejado en diversos documentos, entre ellos en la Declaración universal de derechos de los pueblos, redactada por Lelio Basso y aprobada en Argel en€1976, donde el título de la sección segunda afirma el «derecho a la autodeterminación política». Un derecho afirmado no como algo abstracto, sino que fue el origen de duras luchas políticas y militares. Este era el espíritu del tiempo, que no solo expresaba la afirmación de una identidad territorial, en la lógica independentista y secesionista de realidades locales que querían liberarse de la condición colonial, sino una necesidad nueva de internacionalismo y de una lógica diferente en las relaciones políticas, encarnada por un nuevo sujeto, los pueblos, a 15. M.€Isnenghi, Storia d’Italia. I fatti e le interpretazioni dal Risorgimento alla società dello spettacolo, Laterza, Bari,€2011, p.€336. Sobre la «ideología moderna del individualismo», F.€Remonti, Noi primitivi. Lo specchio dell’antropologia, Bollati Boringhieri, Turín, nueva ed.,€2009, pp.€286€ss. 16. M.€ Nussbaum, Creare capacità. Liberarse della dittatura del Pil, trad. it de R.€Falcioni, Il Mulino, Bolonia,€2012, p.€26.
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los que había que reconocer la autonomía. Los estudios pos-coloniales muestran que lo que aquí surge son subjetividades sustraídas a formas de dominio externo. Una necesidad de autonomía pero referida también a cada individuo singular, a la persona en cuanto tal. ¿Cuál es el sentido de este cambio? ¿Una degradación del concepto de autodeterminación en esa transición que va de los grandes relatos colectivos a las infinitas y menudas historias de los singulares? ¿Nos hallamos frente a un replegarse de la libertad a favor del individualismo, frente a la desaparición del nexo social en favor de un individuo, soberano, sí, pero atomizado y serializado? ¿O más bien la subjetividad reivindicada es la ya recordada de la persona libre de moverse en un mundo constantemente transformado? Para entender la sustancia del cambio y para tratar de delimitar la manera con que este se refleja en el sistema jurídico, habrá que partir de cuanto se dice en la sentencia n.€438, del€2008, del Tribunal constitucional. El punto clave es el siguiente: «la circunstancia de que el consentimiento informado halle su fundamento en los arts.€2,€13 y€32 de la Constitución sirve para resaltar su función de síntesis de dos derechos fundamentales de la persona: el de la autodeterminación y el de la salud». Se produce aquí una distribución de poderes, y hasta una transferencia de poderes, cuyo alcance quedará mejor explicado con dos rápidos ejercicios de reflexión histórica. La referencia al art.€13, esto es, a la libertad personal, permite remontarnos hasta el año€1215, a la Carta Magna y a su habeas corpus, a la antigua promesa que el rey hace a todo «hombre libre»: «ni iremos contra el hombre libre ni mandaremos que nadie vaya contra él sino en virtud de un juicio legal por parte de sus pares y según la ley del país». Se trata del abandono de una prerrogativa real, de la autolimitación de un poder que, por los caracteres de compromiso que asume, deja entender que en la fase precedente había sido ejercido, obviamente, de una manera sustancialmente arbitraria, por lo demás, en conformidad con su naturaleza. Aquel acto, si puede decirse así, laiciza el poder del rey. Lo que de él se deduce no reposa ya en la soberanía/sacralidad, sino que se presenta como el logro de una compleja negociación, resultado de un cruce de factores que, en tiempos bastante posteriores, llevará a esa «autolimitación» del Estado soberano como acto fundacional de los derechos públicos subjetivos. Damos un salto de más de siete siglos y llegamos a los primeros meses de€1947, cuando la Asamblea constituyente discute y aprueba el art.€32€de la Constitución, donde el tema de la constitucionalización de la persona se expresa con especial intensidad17. Tras haber considerado la salud como derecho fundamental del individuo, se prevé que solo la ley pueda en
17. Sobre este punto, más analíticamente, véase supra, pp. 141-142.
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tender de los tratamientos obligatorios, y sin embargo, añade la misma ley: «en ningún caso se podrán violar los límites impuestos por el respeto a la persona humana». Se trata de una de las declaraciones más fuertes de nuestra Constitución ya que pone al legislador un límite infranqueable, más incisivo todavía que el previsto en el art.€13 para la libertad personal, que admite limitaciones basadas en la ley y con motivadas providencias por parte del juez. En el art.€32 se va más lejos. Cuando se llega al núcleo duro de la existencia, a la necesidad de respetar a la persona humana en cuanto tal, estamos frente a lo que no es decidible. Ninguna voluntad externa, ni siquiera la expresada coralmente por todos los ciudadanos o por un unánime Parlamento, puede ocupar el lugar de la del interesado. Estamos ante una nueva declaración de habeas corpus, ante una renovada autolimitación del poder. Vuelve a corroborar, con renovada fuerza, la ya recordada promesa de la Carta Magna. El cuerpo intocable se convierte en refugio de una persona humana a la que «en ningún caso» se le puede faltar al respeto. El soberano democrático, una asamblea constituyente, renueva a todos los ciudadanos aquella promesa: «no iremos contra el hombre libre», ni siquiera con el instrumento gracias al cual, en democracia, se expresa legítimamente la voluntad política de la mayoría, esto es, con la ley. Incluso el lenguaje afirma la singularidad de la situación ya que es la única vez que la Constitución califica un derecho como «fundamental», abandonando la habitual referencia a la inviolabilidad. Resulta significativo que los constituyentes, tras haber definido en un primer momento el límite infranqueable con la referencia a la dignidad, hayan considerado después como más fuerte el de la personalidad humana, llegando así a la fórmula, más directa e inequívoca del «respeto a la persona humana». Evidentemente, se consideró que hablar de dignidad, aparte de ser un reclamo considerado por algunos como «genérico», evocaba solo uno de los atributos de la persona, mientras que lo que se dijo fue que el respeto se debía precisamente a la persona en su totalidad. Al escribir esta fórmula, los constituyentes eran perfectamente conscientes del paso que daban. Sabían que ponían a prueba una cuestión capital de la teoría política, la de la soberanía del Parlamento y la de la omnipotencia del legislador. Advertían la necesidad de no cerrar los ojos ante la dramática representación de la relación entre vida y poder impuesta al mundo civil por la historia, todavía candente, de las experimentaciones llevadas a cabo con seres humanos por los médicos nazis. Instruidos como eran, lejos de toda mezquindad y de actitudes defensivas amparadas por las prerrogativas parlamentarias, afrontaron una cuestión dura e inédita que les obligaba a ir más allá de cualquier dogma político o jurídico. En las palabras registradas en las actas de la discusión del€ 28 de enero de€1947 de la Comisión para la Constitución se ve todo esto con 237
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suma claridad. Aldo Moro, al ilustrar una enmienda presentada junto con Paolo Rossi, afirma que «se trata de un problema de libertad individual que no puede dejar de estar garantizado por la Constitución». Y añade: «no se trata solo de que la ley determine que los ciudadanos no pueden ser sometidos a prácticas sanitarias sin su consentimiento, sino que se pone un límite al legislador, impidiendo prácticas sanitarias lesivas para la dignidad humana. Se trata, sobre todo, del problema de la esterilización y de otros problemas accesorios. La experiencia histórica reciente demuestra la oportunidad de que en la Constitución italiana quede reflejado un principio semejante». La disensión de otros constituyentes fue patente. Giuseppe Grassi, criticando el límite impuesto al legislador, dice: «una limitación tan absoluta constituiría una hecho grave y una norma de ese tenor inserta en la Constitución sería inútil o absurda». Umberto Nobile es igualmente explícito: «no es posible poner un límite riguroso al legislador»18. Esta discusión fue retomada en Asamblea, en la sesión del€24 de abril€de 1947, durante la cual las objeciones más fuertes vinieron de Gaetano Martino, que veía en la afirmación del necesario respeto hacia la persona humana el reflejo de una pretensión de la Iglesia por imponer su propio punto de vista sobre «problemas que cada cual debe resolver según su conciencia»19. Está bien recordar estos contrastes porque demuestran que la opción aceptada por la Asamblea constituyente ni fue casual ni inconsciente. Sensibilidad histórica y un fuerte sentido de la garantía jurídica, convertida precisamente en un límite al legislador, diseñan un marco general que no puede cerrarse con una interpretación «de origen», en el sentido de que solo deberían tenerse en cuenta los casos que los constituyentes tenían ante sus ojos y que no permitirían ir más allá de las terribles imágenes de aquellos «cuerpos conejillos de India» o de las esterilizaciones masivas. Una vez más, los constituyentes individualizan un problema y señalan una solución abierta al futuro, a los diferentes, a los imprevistos y siempre imprevisibles modos de violar el respeto a la persona humana. Esta referencia, genérica para algunos, es la señal de la apertura, del conocimiento responsable de un contexto variable en el que una indicación constitucional de principio, cosa bastante diferente de lo genérico, puede seguir operando, por su especial naturaleza, en situaciones históricamente diferentes. La ruptura es total. En el lejano habeas corpus, la voluntad soberana cedía ante el empuje de la ley, ante la garantía fiada justamente a la ley y a la jurisdicción (el juicio de los pares). Este es el modelo histórico 18. Actas de la Comisión para la Constitución. Sesión del martes€28 de enero€de 1947, pp.€203-204. 19. Ibid., Sesión del jueves€24 de abril€de 1947, p.€3304.
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que en la Grundgesetz, en la Constitución alemana, coetánea de la italiana, está sustancialmente reproducido, ya que incluso en el derecho a la vida y a la incolumidad física se prevé la posibilidad de una limitación amparada en la ley. La autolimitación del soberano, pues, va siempre acompañada de una reserva, del poder de anular ese derecho. Y precisamente este modelo lo abandona la Constitución italiana que, nacida en una temperie histórica y cultural semejante en estos temas a la alemana, emprende un camino completamente diferente, con plena conciencia, testimoniada por el escándalo manifestado por algunos constituyentes ante este abandono considerado incompatible con la naturaleza misma del Parlamento. No estamos de hecho ante una autolimitación tradicional del poder. Lo que se opera es una verdadera transferencia de poder; aún más, de soberanía. En soberana se convierte la persona a la hora de decidir sobre la propia salud, y, por tanto, sobre la propia vida, como nos dicen las cada vez más comprensivas definiciones de la salud. Pasamos pues al segundo ejercicio histórico retrocediendo todavía más, a aquel siglo€ iv a.C. cuando Hipócrates formula el juramento que desde entonces acompaña a la profesión médica. Como en la promesa del rey inglés, también en la promesa del médico griego percibimos en el fondo una historia de violaciones, de abusos, sin los que la necesidad de un juramento no habría sido necesaria. «Estableceré el régimen de los enfermos de la manera que les sea más provechosa según mis facultades y a mi entender, evitando todo mal y toda injusticia», recita solemnemente el juramento. Y añade, entre otras cosas: «En cualquier casa donde entre, no llevaré otro objetivo que el bien de los enfermos; me libraré de cometer voluntariamente faltas injuriosas o acciones corruptoras». De nuevo una autolimitación del poder que, sin embargo, con el paso del tiempo, mostrará su total inadecuación. Para confirmarlo damos esta vez un salto de veintitrés siglos, hasta la posguerra, en€1946, cuando se celebró en Núremberg el proceso contra los médicos nazis. El dramático descubrimiento del abuso del poder médico mediante la experimentación con seres humanos (luego descubriremos que en Japón se hizo lo mismo) provoca una inmediata reacción estampada en un documento que tomará el nombre de Código de Núremberg, que inicia con estas palabras: «el consentimiento voluntario del sujeto humano es absolutamente necesario», seguidas de una serie de especificaciones que señalan las condiciones esenciales para que el consentimiento pueda ser considerado válido. La afirmación de una radical libertad y autonomía del sujeto, nacida como reacción a las terribles prácticas nazis, se extenderá progresivamente a todas las relaciones paciente-médico y, finalmente, al reconocimiento a la persona del derecho al gobierno de su propia vida, al pleno ejercicio de la soberanía sobre su propio cuerpo. La «revolución» del consentimiento informado modifica las jerarquías sociales heredadas, dando voz a 239
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quien no la tenía frente al poder del terapeuta, indirectamente sometido al poder político, y define una nueva categoría general constitutiva de la persona. Consentir equivale a ser. No es casual que esta alteración de la€relación médico-paciente, basada en la nueva disciplina del consentimiento, haya sido descrita como el nacimiento de un nuevo «sujeto moral». De la autolimitación del poder del médico, definida unilateralmente en el juramento, se pasa, en este caso, a una transferencia integral del poder a la persona. La laicización se hace aquí más evidente con la sustitución de una moral externa, la definida por la deontología médica, por otra interna, la de la esfera personal del interesado. Asistimos, pues, al momento fundacional de esa relación entre consentimiento informado y derecho fundamental a la autodeterminación, que encontraremos en la sentencia del Tribunal constitucional ya recordada, y que hoy afecta en su integridad a la dimensión de la vida y del cuerpo, como se dice explícitamente en el art.€3 de la Carta de los derechos fundamentales de la Unión Europea. Tampoco es casual que el Tribunal constitucional alemán, en noviembre de€1983, reconociera «la autodeterminación informativa» como derecho fundamental de la persona, operando de nuevo una distribución del poder, al sustraer las informaciones personales al poder incondicionado del Estado (la sentencia se produjo con ocasión de la ley censal) y al poder de los «señores de la información». También aquí, como en el caso de la relación entre médico y paciente, asistimos al nacimiento de una nueva subjetividad. Donde antes había una subordinación a los poderes externos públicos y privados encontramos ahora un poder atribuido directamente a la persona. Allí nacía un nuevo sujeto moral, aquí un nuevo sujeto social. Un modelo tan sugerente llevará a proponer, especialmente en el contexto alemán, su ampliación a otros ámbitos, y se hablará de «autodeterminación biológica» y, aún más específicamente, de «autodeterminación referida al material biológico». Pero con estas ansias de adjetivar la autodeterminación, comprensibles en el momento en que se quería ampliar su importancia, se corre ahora el riesgo de perder la lograda generalidad y bueno sería que se abandonaran. En la reconstrucción conjunta del sistema habría que destacar un cambio significativo que se constata confrontando el art.€8 de la Convención europea de los derechos del hombre con el art.€26 de la Convención sobre los derechos del hombre y la biomedicina. En el primero, al indicar los criterios por los que se admiten limitaciones al derecho en la tutela de la vida privada, encontramos un amplio elenco en el que aparece la «protección moral». En el elenco, análogo en muchos aspectos, contenido en la Convención sobre la biomedicina, sin embargo, esa referencia ha desaparecido. Señal evidente, en el tránsito al bioderecho, del consciente abandono de una línea que puede desembocar en una moral externa, nor240
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mativa, cuya definición remite a sujetos diferentes a aquel en quien se ha fiado el poder final de decisión. Vida y patrimonio La base jurídica del derecho fundamental a la autodeterminación se halla en los arts.€2,€13 y€32 de la Constitución, como bien se dice en la recordada sentencia n.€438, de€2008, del Tribunal constitucional. Esta línea ha sido ampliamente confirmada en la sentencia n.€253 del€2009, y tiene numerosos antecedentes en la jurisprudencia del mismo Tribunal. Baste aquí recordar que la sentencia n.€471 de€1990 insistía en el «valor constitucional de la inviolabilidad de la persona humana, según precepto del apartado primero del art.€13 de la Constitución, como libertad que atañe a la esfera del poder de la persona de disponer de su propio cuerpo». Con la sentencia n.€332 del€2000, se corrobora que el art.€2 de la Constitución tutela «la integridad de la esfera personal» y «la libertad de autodeterminarse en la esfera privada», así como se afirma la obligación del «respeto a la integridad psicofísica y a la personalidad del enfermo» (sentencia n.€282 de€2002). El recorrido es claro y va desde el art.€2, con el reconocimiento de los derechos fundamentales de la persona, hasta la libertad personal del art.€13 y la compleja reconstrucción de salud y vida operada en el art.€32. El análisis jurídico debe partir justamente de aquí, de este conjunto de datos. Así lo entendió el Tribunal de Casación, con más atención y sensibilidad que muchos estudiosos, con la sentencia n.€21748/07 que decidía sobre la difícil cuestión del derecho a morir con dignidad de Eluana Englaro, de acuerdo con su propio estilo de vida. En esta sentencia, la base jurídica está representada por la referencia a los arts.€2,€13 y€32 de la Constitución, siguiendo las indicaciones deducibles de las decisiones constitucionales y que luego serán orgánicamente sistematizadas en la sentencia n.€438 de€2008, con la explícita referencia a la autodeterminación como derecho fundamental de la persona. No puede sorprender la agudeza de la jurisprudencia, incluso la de la ordinaria, por las razones generales antes recordadas y porque, frente a la vida, no es posible refugiarse en un inaceptable droit rétif, en un derecho recalcitrante ante lo nuevo que conduce a un inadmisible non liquet, que asume semejanzas con la justicia denegada, o que se refugia en las tradicionales categorías privatistas, inadecuadas, por historia y por estructura, para comprender la diferente dimensión en la que hoy se sitúan la persona y sus derechos. Se va de esta manera, más allá de una «interpretación constitucionalmente orientada» de las normas vigentes. Son las normas constitucionales las que están directamente en la base de una argumentación que avanza partiendo de principios que esas mismas normas individualizan. Un procedimien241
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to, por otra parte, que está presente en las jurisdicciones de otros países y que es particularmente visible en las decisiones del Tribunal europeo de los derechos del hombre, basadas como están en los artículos de la Convención europea de los derechos del hombre relativos a la vida (art.€1), a la libertad personal (art.€2) y a la vida privada y familiar (art.€8)20. Realmente estamos frente a un cambio de paradigma jurídico. La nueva asociación entre voluntad de las personas y vida, amparada en la normativa constitucional, se aleja de aquella otra entre voluntad y patrimonio que ha caracterizado los códigos civiles y que ha reconstruido la categoría de autonomía privada refiriéndose exclusivamente a la dimensión económica, a la seguridad del comercio, y no al gobierno de uno mismo, de un sí mismo irreducible a la categoría del mercado. El sujeto, pues, ya no es considerado exclusiva o preferentemente como agente económico, sino como libre constructor de su propia personalidad. De manera que su actuación ya no consiste en la defensa de los intereses patrimoniales, sino en el ir desarrollando la vida en su conjunto. La persona constitucionalizada funda la regla jurídica sobre una antropología diferente a la de los códigos civiles, cuya característica era precisamente la de disciplinar el conjunto de las relaciones personales y sociales «atendiendo a la propiedad», según la eficaz fórmula de Cambacérès21. Autodeterminación en el gobierno del cuerpo y consenso en las transacciones económicas son categorías irreducibles entre sí. Sin embargo, para evitar malentendidos culturales e inapropiadas conclusiones políticas, bien estará recordar que la noción de autonomía y las consiguientes reglas sobre el consentimiento han sido construidas teniendo como punto de referencia las dinámicas de mercado y las consiguientes exigencias de certeza en la circulación de bienes. Precisamente «a la exigencia de circulación de bienes» se hace referencia en el gran libro de Emilio Betti sobre el negocio jurídico cuando se afronta el «problema práctico de la autonomía privada»22. Aparece allí también el término autodeterminación, aunque referido a la finalidad de «procurar a los individuos» bienes y servicios, como quiere el contexto en el que aparece, esto es, el de la regulación de una «relación jurídica patrimonial» según la definición que los códigos hacen del contrato (art.€1321 del Código civil). Baste esto para darse cuenta de lo inapropiados que resultan los intentos de utilizar aquellas referencias y aquellas categorías jurídicas para delinear el marco 20. Véase M.€Levinet, «La notion d’autonomie personnelle dans la jurisprudence de la Cour européenne des droits de l’homme»: Droits,€49 (2009), pp.€3-18. 21. J. J.€R.€Cambacérès, «Discours préliminaire prononcé par Cambacérès au Conseil de Cinq Cents», en P.-A.€Fenet, Recueil complet des travaux préparatoires du Code civil I, Videcoq, París,€1836, p.€141: «La législation civile règle les rapports individuels, et assigne à chacun ses droits, quant à la propiété». 22. E.€Betti, Teoria generale del negozio giuridico [1950], Utet, Turín,€21952, pp.€40-43.
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institucional en el que se coloca el derecho a la autodeterminación, que afecta a la vida, irreducible a la lógica del mercado, y que debe, pues, hacer referencia al perfil de la personalidad y, en definitiva, de la soberanía. Paolo Zatti ha dejado claro que «la dignidad, la identidad, la libertad y la autodeterminación, la privacidad en sus diversos significados, son prerrogativas que van acompañadas con la especificación ‘en el cuerpo’»23, es decir, en la vida. Una confirmación textual del cambio de significado del término «autodeterminación» y del contexto que lo caracteriza se halla en la base normativa explícitamente citada cuando la autodeterminación es reconocida como derecho fundamental. Las referencias a la disciplina privatista están totalmente ausentes en la rica jurisprudencia interna e internacional que afronta los problemas de la Selbstbestimmung, de la autonomie personnelle24 y de la autodetermination25, de la personal autonomy, de la self-determination, de la autodeterminazione. Las recordadas sentencias del Tribunal constitucional italiano y del Tribunal europeo de derechos€del hombre nunca hacen referencia a normas relativas a perfiles patrimoniales, marcando de esta manera el tránsito de la propiedad a la personalidad. El alejamiento del eje normativo es total y el abandono de la instrumentación patrimonial definitivo26. Levantar acta de todo esto resulta sumamente fatigoso y no es raro que muchos estudiosos del derecho traten de obviar esta dificultad que supone un desafío a sus hábitos culturales y que puede llegar a turbar sus conciencias. Imitando el célebre incipit del Manifiesto Comunista, se diría «un fantasma recorre Europa, el fantasma de la autodeterminación». Temores y vacilaciones que, al menos en Italia, deberían tener menor razón de ser, justamente por las indicaciones ofrecidas en la ya tantas veces citada, y fundamental, sentencia del Tribunal constitucional n.€438 de€23 de diciembre de€2008, si no fuera porque la posibilidad de una dis 23. P.€Zatti, Maschere del diritto, volti della vita, Giuffrè, Milán,€2009, p.€86. Véanse además las observaciones de L.€Nivarra, «Autonomia (bio)giuridica e diritti della persona»: Europa e diritto privato (2009), pp.€719-754. 24. M.€ Fabre-Magnan, M.€ Levinet, J-P.€ Marguénaud y F.€ Tulkens, «Controverse sur l’autonomie personnelle et la liberté du consentement»: Droits,€48 (2008), pp.€3-57. 25. M.€Levinet, «La notion d’autonomie personnelle», cit.; G.€Resta, «La dignità», en S.€Rodotà y P.€Zatti (eds.), Tratatto di biodiritto I.€Ambito e fonti del biodiritto, Giuffrè, Milán,€2010, pp.€259-285. 26. Se adhiere en lo sustancial a la orientación fuertemente crítica de algunos estudiosos franceses respecto a la decisión del Tribunal europeo de derechos del hombre, G.€Piepoli, «Soggetto, soggetti e mercato nello scenario europeo»: Rivista critica del diritto privato,€1 (2012), pp.€41-62, señalando una doble deriva, economicista por un lado, individualista sin límites por la otra. Cabe observar que el indudable relieve de algunas discutibles sentencias no parece que pueda alterar la implantación de conjunto del marco delineado por el Tribunal, y las actitudes reductoras corren el riesgo de no entender las dinámicas de conjunto en esta materia.
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cusión racional está constantemente prejuiciada por instrumentalizaciones políticas y fundamentalismos de los que deberían alejarse los estudiosos. Reproduzcamos el tema central: La circunstancia de que el consentimiento informado halle su fundamento en los arts.€2,€13 y€32 de la Constitución sirve para resaltar su función de síntesis de dos derechos fundamentales de la persona: el de la autodeterminación y el€de la salud, por cuanto, si bien es cierto que todo individuo tiene el derecho a ser curado, tiene también el derecho a recibir las oportunas informaciones referidas a la naturaleza y a las posibles circunstancias en las que puede verse inmerso durante el recorrido terapéutico, así como de las eventuales terapias alternativas; informaciones que deben ser tan exhaustivas como fuera posible precisamente para garantizar la libre y consciente elección por parte del paciente y, en consecuencia, para garantizar su misma libertad personal, conforme al art.€32, apartado segundo, de la Constitución.
Se trata de una decisión que señala con claridad el espacio del poder individual en el gobierno de la vida y contribuye así, de manera decisiva, a marcar límites y caracteres frente a cualquier otro poder. La constatación del carácter fundamental del derecho a la salud es obvia. Y lo es porque así lo define en sus palabras iniciales el art.€32 de la Constitución. Existe la confirmación, fuerte, de la centralidad y del valor fundacional del consentimiento informado: fundacional porque a él se le atribuye la función de sintetizar, y por tanto de dar expresión, a derechos fundamentales de la persona. Existe en nuestro sistema la afirmación, confirmativa e innovadora a la vez, de la existencia de la autodeterminación como autónomo derecho fundamental: confirmativa porque la existencia de este derecho puede deducirse de muchas decisiones en las que el Tribunal constitucional lo ha utilizado como implicación necesaria, en particular, el derecho a la libertad personal afirmado en el art.€13; innovadora porque la autodeterminación marca el punto de llegada de un recorrido interpretativo del art.€32 que halla aquí su definitivo fundamento, casi sin necesidad de otras referencias. Derecho a la salud y decisiones individuales Para no tener que saldar cuentas con un contexto jurídico tan alterado suele recurrirse a diversas estrategias argumentativas. Se cuestiona en general la legitimidad de un procedimiento que conduce a la autofundamentación de la regla, liberada de toda referencia a un «orden moral institucional», liberada de un sistema de valores que opere como instrumento de control para valorar la legitimidad misma de la autodeterminación. Más específicamente se trata de limitar el perímetro de la autodeterminación, circunscribiendo las situaciones en las que este derecho funda244
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mental puede ejercerse, negando validez a un consentimiento carente de específicos requisitos formales, excluyendo la importancia del consentimiento en cuanto se refiere a aspectos específicos de la elección tomada por la persona. La cuestión de la autofundamentación, tal y como la proponen los críticos, olvida el hecho de que el sistema jurídico en el Estado constitucional de derecho se estructura en torno a principios que son el resultado de procesos históricos legitimados por los procedimientos de la democracia. Si lo que se quiere es hablar de valores de referencia, estos pueden hallarse y reconstruirse siempre que se acepten estos principios en su conjunto, como ha sucedido en las diversas sentencias recordadas anteriormente. No estamos, pues, ante la afirmación de una autonomía sin principios o ante un repliegue hacia un neo-iusnaturalismo. Justamente el hecho de estar en la historia constituye el nexo mediante el que el sistema jurídico se conecta con la sociedad en su conjunto. ¿Que un sistema así configurado, que se presenta profundamente secularizado, parece débil? No podemos afrontar aquí un tema tan general ni considerar, por ejemplo, la opinión, bastante discutida, de Ernst-Wolfgang Böckenförde, quien hablando precisamente del Estado constitucional de derecho se pregunta «en qué medida los pueblos reunidos en un Estado pueden vivir solo de la garantía de la libertad individual sin un vínculo unificador y persistente de esa libertad»27. Aquí solo podemos mencionar que los desarrollos del constitucionalismo del siglo€xx han dado a esta libertad una amplia fundamentación social, como se deduce del art.€3 de la Constitución italiana donde la dignidad es tratada justamente como «dignidad social». Estamos más allá de una secularización sin raíces, más allá de la antropología jurídica del sujeto abstracto que la cultura jurídica alemana celebró con tanta pompa. La restitución del sujeto al mundo, mediante el progresivo redescubrimiento de la materialidad del vivir, repropone el tema de la construcción/mantenimiento del contexto necesario para la libre construcción de la personalidad, individualizando para tal fin una obligación pública, como la que específicamente hace el apartado segundo del art.€3 de la Constitución que prevé como tarea de la República la eliminación de los «obstáculos de orden económico y social». Surge así una trama unificadora, política e institucional, marcada significativamente por el peso que ha ido asumiendo ese recordado constitucionalismo de las necesidades28.
27. E.-W.€ Böckenförde, Diritto e secularizzazione. Dallo Stato moderno all’Europa unita, trad. it. de M.€Carpitella, ed. de G.€Preterossi, Laterza, Bari,€2007,€22010, p.€52. 28. Discutiendo precisamente sobre las tesis de Böckenförde, G.€Preterossi hace referencia, aunque de manera problemática, a la posibilidad de que el déficit de legitimidad pueda ser compensado con una «política de las necesidades» (Ibid., Prefacio, p. xi).
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En realidad, y de manera más banal, cuando se evoca el riesgo de la autofundamentación discutiendo el derecho a la autodeterminación, lo que se pretende es proponer un mecanismo con el que este derecho quede destinado a estar bajo el control de poderes que no son los de la persona interesada y que definirían en todo momento su perímetro. Si así se resolviera el problema, se cancelaría de hecho todo el complejo recorrido histórico en su conjunto, sumariamente reconstruido aquí en precedencia, que ha conducido al reconocimiento del derecho a la autodeterminación, y quedaría resquebrajada la impostación de la relevante cuestión de cuáles serían los límites compatibles con el ejercicio del tal derecho. Las demás críticas se amparan en argumentos que guardan relación con los caracteres propios del derecho a la autodeterminación y con los del consentimiento29. Se propone, ante todo, una especie de enflaquecimiento del derecho a la autodeterminación mediante el «confinamiento» del derecho a la salud en el redil de los derechos sociales con la declarada intención de reducir su alcance. Pero esta es una línea argumentativa que ignora la recíproca autonomía de dos derechos, como afirma explícitamente el Tribunal constitucional; y no es eso todo, deja de tomarse en consideración la innovación que representa la aceptada «indivisibilidad» de los derechos, como se desprende explícitamente de la Carta de derechos fundamentales de la Unión Europea, en cuyo Preámbulo se afirma que «la Unión se basa en valores indivisibles y universales de la dignidad humana, la libertad, la igualdad y la solidaridad». Definido el marco de referencia, no hay lugar para operaciones que quieran relegar el derecho a la salud y, con él, el de la autodeterminación, a una categoría de derechos, los sociales, de los que se dice que tienen la condición de menores, sembrando de esta manera la duda de que se trate de verdaderos y propios derechos. Una segunda operación reduccionista se refiere a los límites a los que puede llegar la autodeterminación. En sustancia se trata de evitar, con el argumento de que la muerte no pertenece a la vida, que las decisiones que atañen al fin de la vida puedan estar comprendidas en el perímetro de la autodeterminación. En otro momento30 he tenido ocasión de recordar que si bien la muerte pertenece a la naturaleza, el hecho de morir31 es gobernable por el hombre, pertenece a su vida, y por tanto entra en la esfera de la autonomía, de las decisiones de cada cual. Cuando se dice «‘se está muriendo’ [...] es porque constituye anticipadamente la finitud 29. Véase en particular el amplio ensayo de C.€Castronovo, «Autodeterminazione e diritto privato»: Europa e diritto privato,€4 (2010), pp.€1037-1071. 30. S.€Rodotà, La vida y las reglas, trad. de A.€Greppi, Trotta, Madrid,€2010. 31. Acerca de la imbricación entre vida y muerte, véase el hermoso escrito de G.€Sasso, «Dignità e ambiguità del morire. Per una ars moriendi laica», en Istituto veneto di scienze, lettere e arti, Dignità del morire, Zadig, Milán,€1999, pp.€169-180.
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humana», es decir, que pertenece al pensamiento de la vida32. Por lo demás, estas consideraciones de orden general están avaladas por la experiencia jurídica que ha visto cómo se han generalizado en varios países las normativas que atribuyen a la persona el poder de decidir sobre el fin de su vida. El caso del derecho a la salud, a su vez, revela la creciente fragilidad teórica y la inconsistencia práctica de una reflexión anclada en la separación entre diversas categorías o generaciones de derechos. El progresivo avance del derecho a la salud como eje del sistema institucional, su asunción como valor fundacional de la persona, muestra a las claras que los confines tradicionales ya no son de recibo, o que al menos dejan en evidencia el hecho de que se trata de unos confines destinados a ser rebasados constantemente perdiendo así toda su fuerza reconstructora. Esto sucede no solo porque apremia una realidad constantemente productora de innovaciones, ante las que los sistemas jurídicos no pueden quedar indiferentes, sino gracias a los análisis que han conformado ese derecho a través de su constante e íntima conexión con el gobierno de la vida, con la soberanía de uno mismo. El derecho a la salud, derecho fundamental en el pleno sentido del término, no admite adjetivaciones reductoras. Confirmado el carácter fundamental del derecho a la autodeterminación y su inserción en el arco completo de la existencia, con la inclusión de sus estados límites, podemos afrontar con mejores garantías el tema€del consentimiento. También en este caso debemos recordar, de modo preliminar, que es inapropiada la conclusión de quienes, aun partiendo de la correcta consideración de que la autodeterminación, precisamente porque afecta a la vida, debe estar rodeada de particulares cautelas, afirma después que no debería someterse a las mismas reglas de certeza que acompañan toda transacción económica. Ya se han recordado las razones por las que, cuando se hace referencia al derecho fundamental a la autodeterminación, el consentimiento no puede quedar reducido a la medida de la autonomía privada, tal y como nos ha sido consignada por la tradición privatista. La absoluta centralidad del consentimiento, afirmada en el Código de Núremberg, ha ido insertándose en los más diversos ámbitos del sistema jurídico, imponiendo una relectura a muchas instituciones hasta llegar al art.€3 de la Carta de los derechos fundamentales de la Unión Europea que se abre con las palabras siguientes: «1. Toda persona tiene derecho a la propia integridad física y psíquica.€2. En el ámbito de la medicina y de la biología deben respetarse en particular: a) el consentimiento libre e informado de la persona interesada, según las modalidades establecidas por la ley [...]».
32. R.€Ciccarelli, Immanenza, cit., p.€161.
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La recordada revolución del consentimiento libre e informado halla así un fuerte respaldo institucional que se confirma claramente en nuestra jurisprudencia constitucional. De nuevo las palabras del Tribunal son nítidas: «la jurisprudencia constitucional ha puesto reiteradamente el acento sobre los límites que las adquisiciones científicas y experimentales, que están en constante evolución y sobre las que se funda el arte médico, ponen a la discrecionalidad legislativa; de manera que, en cuestiones de práctica terapéutica, la regla fundamental debe ser la autonomía y la responsabilidad del médico que, con el consentimiento del paciente, introduce las necesarias opciones profesionales» (así la sentencia n.€151 de€2010). Las pretensiones del legislador-científico, que quiere definir qué es un tratamiento terapéutico, y las del legislador-médico, que quiere establecer si y cómo curar, quedan explícitamente declaradas como ilegítimas. Al mismo tiempo, la definición del espacio propio de las adquisiciones científicas y la de la autonomía médica quedan sometidas al consentimiento de la persona, reforzando de esta manera el incuestionable papel de la voluntad individual. La distribución de los poderes jurídicos y sociales queda definida con la clara indicación de que debe prevalecer el poder de la persona sobre el poder político y sobre el poder médico. Unidad de la persona entre fisicidad y virtualidad Queda pues definido el contexto en el que debe analizarse el tema del consentimiento. Los puntos esenciales de referencia deberían estar ya claros empezando por la incompatibilidad entre gobierno de la vida y mercado, expresamente afirmada por muchos documentos internacionales (Convención del Consejo de Europa sobre la biomedicina, art.€21; Declaración universal de la Unesco sobre el genoma humano y derechos del hombre, art.€4) y que ha encontrado definitivo reconocimiento en el ya citado art.€3 de la Carta de derechos fundamentales de la Unión Europea donde se contiene la «prohibición de hacer del cuerpo humano y de sus partes en cuanto tales una fuente de beneficio». El hecho de que la vida quede fuera del mercado impone volver la mirada, más allá del cuerpo y de su fisicidad, hacia el «cuerpo electrónico», esto es, hacia el conjunto de informaciones personales cuyo gobierno debe permanecer siempre bajo el «consentimiento de la persona interesada», según el art.€8 de la Carta de los derechos fundamentales. ¿Es posible considerar que la prohibición del beneficio deba extenderse también a los datos personales, considerando que su comercio, en especial cuando tiene como objeto datos sensibles que afectan a las convicciones o a la salud de la persona, puede producir efectos negativos, personales y sociales, bastante mayores que los que puedan generarse de la venta de un fragmento de piel, por ejemplo? Para afrontar este pro248
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blema debemos leer al unísono los arts.€3 y€8 de la Carta donde, mediante la común referencia al consentimiento, recomponen la unidad de la persona entre fisicidad y virtualidad, de la misma manera que el art.€3 recompone la unidad entre soma y psique afirmando la integridad física y psíquica de la persona. Sea cual fuere la solución del problema relativo a los datos personales y a su eventual posibilidad de ser fuente de beneficio, lo cierto es que el conjunto de las indicaciones normativas apenas recordadas confirma la línea más general de reconstrucción del ámbito de la autodeterminación, y del consentimiento que la sustenta, como irreducible a la dimensión biológica de la persona. En el título del art.€3 de la Carta se habla de «integridad física y psíquica» y se definen las condiciones para el respeto de tales integridades haciendo referencia, además de al consentimiento, al mercado, a la eugenética y a la clonación. Se reconoce el derecho fundamental a la protección de los datos personales distinguiéndolo del de la protección de la vida privada y familiar (como hace el art.€8 de la Carta), aunque reforzando la tutela de esta última (art.€7 de la Carta). Todo esto confirma que es la biografía y no la biología la que constituye el centro de atención. Vida y cuerpo se definen en el constante fluir de la libre construcción de la personalidad. Si la biografía es, pues, la implicada, las cualidades y modalidades del consentimiento se alejan todavía más de las que habían conformado el marco sobre el que se había construido la noción clásica de autonomía privada. Y no es solo la sustancial fundamentación patrimonialista de esta última la que marca la distancia, la que impone la distinción, como ya ha quedado claro. La autonomía privada de los códigos civiles se ejerce mediante una multiplicidad de actos separados, puntuales, que en su abstracción pueden, en principio, prescindir de las características propias del sujeto que los emplea (piénsese simplemente en la regla que, en general, excluye la importancia de los motivos en el ámbito de los negocios, salvo específicos casos de ilicitud) y que solo eventual y parcialmente pueden formar parte de un proyecto que unifique algunos de ellos. La indiferencia de la autonomía privada en relación con la materialidad de las situaciones y las «propiedades» del sujeto, el hecho de instalarse en un «tiempo que no fluye»33, forma una categoría jurídica no transferible a una dimensión delimitada por referencias, también estas jurídicamente relevantes, como «vida» y «existencia». Estas no pueden prescindir de la persona en las que se encarnan, no pueden descomponerse, expresan un sistema de relaciones entre los diversos actos que componen la vida y entre esta y el contexto en el que transcurre. La importancia de la voluntad pertenece a este 33. Así, evocando a Benjamin, Z.€Baumann, Mortalità, immortalità e altre strategie della vita, cit., p.€186.
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proceso de individuación, es la condición para que el sujeto se aleje de su abstracción y para que se le restituya a la persona su unicidad. Se comprende, pues, por qué el bioderecho ha encontrado modalidades con las que poder verificar la voluntad de la persona, que se distancian netamente de los criterios adoptados en otras materias y en otras situaciones. Precisamente por haber elegido este otro camino ha atraído las críticas, tan severas como inconscientes de la ya innegable peculiaridad de esta materia, sobre la motivación de nuestro caso jurisprudencial más relevante, el referido a la ya recordada vivencia de Eluana Englaro; y, sin embargo, es un buen ejemplo de renovación de las categorías jurídicas por la referencia a los arts.€2,€13 y€32 de la Constitución: la argumentación por principios permite delimitar un marco de referencias en las que insertar las situaciones concretas. El Tribunal de Casación ha podido así hacer explícita referencia al estilo de vida como uno de los criterios para la verificación de la efectiva voluntad de la persona, en relación a opciones que tengan que ver con la muerte. Esta es exactamente la vía seguida por la Mental Capacity Act inglesa del€2005 y por la ley alemana de€2009 sobre las disposiciones del paciente. Vale la pena recordar algunas de estas normas, como la ley inglesa que impone a la persona llamada a decidir por el incapacitado la obligación de tener en cuenta deseos y sentimientos, creencias y valores que inspiraron la vida de la persona y que, en el momento de la decisión más dramática, la de morir, iluminan toda su trayectoria existencial; la decisión se sigue de este complejo de circunstancias y no de la exclusividad burocrática de un acto formal. La ley alemana es igualmente explícita: «La voluntad presunta se verifica sobre la base de elementos concretos. Deben tenerse presentes en especial las declaraciones orales o escritas realizadas con anterioridad por el asistido, sus convicciones éticas o religiosas, y otros eventuales valores suyos de referencia». Por lo demás, esta es precisamente la línea indicada por el art.€9 de la Convención sobre los derechos del hombre y la biomedicina, con la fórmula sumamente amplia de que «los deseos expresados en el pasado» son los que deben tenerse en cuenta. La autodeterminación se identifica así con el proyecto de vida realizado o buscado por la persona. Esta es realmente la vida de la que hablaba Montaigne, «un movimiento desigual, irregular, multiforme»34, irreducible a rígidos esquemas formales, gobernado por un ininterrumpido ejercicio de soberanía que permite esa libre construcción de la personalidad que hallamos inscrita en la nuestra y en otras constituciones. Por otra parte, el fin de las condiciones naturales de la libertad deja en suspenso la pretensión de sustituir el perdido orden de la naturaleza por el 34. M. de Montaigne, Ensayos [1558], Libro III, cap. III, «De tres comercios», trad. de D.€Picazo y A.€Montojo, Cátedra, Madrid,€1987, pp.€42-56.
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orden artificial del derecho, delegando para este último tareas de mera restauración. No es posible superponer estas dimensiones transfiriendo mecánicamente al derecho la función de la naturaleza. Hay un «excedente» que caracteriza al tiempo cambiado que no puede ser cancelado con ninguna moción autoritaria o voluntarista, que haga impracticable cualquier tarea de restauración. Este «excedente» es el núcleo de una libertad nueva que conduce justamente al derecho fundamental a la autodeterminación. De aquí, de esta novedad ineludible y de este imposible retorno al pasado, deben partir las nuevas modalidades de un derecho que ya no puede hacer abstracción de sí mismo y que por eso es definido como «bioderecho». Un «consentimiento ‘biográfico’» El consentimiento, reconstruido así el contexto en el que se manifiesta, pasa de ser parte y elemento constitutivo de un proceso a convertirse él mismo en proceso. La reconstrucción de la voluntad, que se estructura como consentimiento, resulta de una acumulación de materiales de orígenes y tiempos diversos. Es lo que sucede en los casos antes recordados sobre las opciones relacionadas con el fin de la vida, y lo que sucede también con los «deseos de los hijos» de los que habla el art.€147 del Código civil y que, evidentemente, no pueden deducirse de un simple acto o comportamiento. Si se consideran además las palabras que aparecen en la Convención sobre la biomedicina, encontramos «los deseos expresados con anterioridad» por la persona (art.€9), fórmula explícitamente adoptada después en el art.€34 del Código de deontología médica: deseos en plural, esto es, deducibles de una multiplicad de comportamientos, no de uno solo. No es casual que Vezio Crisafulli, al interrogarse ya en€1982 sobre el significado de las palabras finales del art.€32, observara que «en el contexto de la Constitución no queda excluido que en el límite del respeto a la persona humana pueda incluirse también, con interpretación extensiva aunque no arbitraria, el respeto a la libertad de conciencia y a la fe religiosa35. La frontera se ha desplazado hacia delante, se desvanece la lógica «originaria» centrada en el respeto a la fisicidad, al cuerpo inviolable, y comparecen los actos de la conciencia, las libres determinaciones de cada cual. Es pues la persona misma quien puede decidir sobre la aceptación de una intervención exterior, y la salvaguarda de esta prerrogativa estrictamente individual se convierte en criterio para determinar la legitimidad de la intervención legislativa. La vida no puede encerrarse o resumirse en un solo momento, aunque este sea inefable. Y el consentimiento debe seguir esta dinámica: y así, 35. V.€ Crisafulli, «In tema di emotrasfusioni obbligatorie»: Diritto e società,€ 3 (1982), pp.€557-568.
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contemplando este horizonte, la autodeterminación se presenta como expresión y resultado de complejas dinámicas. Lo que, evidentemente, no excluye la posibilidad o la necesidad de actos específicos de autodeterminación, basados en una única, especial manifestación. Pero el marco de conjunto es el que progresivamente se ha ido delineando y al que la regla jurídica debe acompañar con sobriedad y respeto. Para moverse coherentemente en esta dirección, el bioderecho retoma y renueva el recurso a técnicas que, en una visión antropomórfica, han llevado a hablar de «órganos respiratorios»36 del sistema jurídico que, justamente para no morir de asfixia, debe estar en condiciones de entender el modo de ser del mundo al que se dirige. El sistema jurídico se estructura de esta manera en torno a fórmulas abiertas, elásticas, adopta palabras inusuales como deseos, anhelos, estilo de vida, convicciones, sentimientos. Son palabras que remiten a procesos reales, que describen la inmaterialidad de los intereses implicados37, que expresan sobre todo, no una variabilidad que abre luego espacios a la discrecionalidad de otros, sino que encajan en la persona concreta y en el conjunto de datos que a ella remiten; son los trazos que constituyen la voluntad de esta persona. Un consentimiento «biográfico» es aquel en el que se refleja o se fundamenta la autodeterminación y el que mejor expresa el hecho de ser un proceso. Así se presenta no solo cuando la voluntad debe ser reconstruida, sino también cuando debe ser interpretada, y en todas las fases en las que la decisión madura a través de una relación con otro: que puede ser el médico, llamado para ofrecer información sobre las opciones terapéuticas o para activar decisiones relativas al fin de la vida; o la persona de apoyo de la que habla el art.€404 del Código civil, con la que puede instituirse una relación de colaboración o a la que puede delegarse un poder de decisión más o manos amplio; o el juez, protagonista también en situaciones relativas a la verificación de la voluntad de la persona. La vida es un continuo elegir y, en su conjunto, se manifiesta en cada decisión que concreta y cotidianamente hay que tomar. ¿Un peso que puede ser demasiado grande y que, cuando se presentan las dificultades y las derivas, alguien preferiría delegarlo por completo a otro, a la regla externa? ¿Una tiranía decisional que habría que evitar? «En los últimos decenios, la idea de elección, tal y como la describe la teoría de la elección racional, se ha convertido en un ejemplo de idea tiránica del mundo industrializado»38. Pero esta elección de la que hablan viene de la lógica del mercado, el contexto es el del consumo, la racio 36. V.€Polacco, «Le cabale del mondo legale»: Atti del Regio Istituto Veneto, LXVII (1908), p.€172. 37. R.€ Caterina, «Ai confini dell’autonomia»: Rivista critica del diritto privato,€ 3 (2010), p.€462. 38. R.€Salecl, La tirannia della scelta, trad. de F.€Orsi, Laterza, Bari,€2011, p.€9.
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nalidad es la económica. Retorna la distancia ya señalada entre una autonomía que se ejerce en la dimensión patrimonial y la autodeterminación en la vida y en el cuerpo. No obstante, es indudable que, dejadas a un lado las críticas a la teoría de la elección racional, la autodeterminación no puede pensarse como un enclave, una zona franca, insensible a los condicionamientos económicos. Justamente por eso se han hecho repetidas referencias al art.€3 de la Constitución donde se instituye una estrecha relación entre remoción de obstáculos de orden económico y social, tarea de la República, y libre desarrollo de la personalidad, atributo de la persona. Una vez que esta relación se ha traducido en formas concretamente adecuadas, se entra en un área en la que la racionalidad ya no es propiamente económica, pues «la república de las elecciones»39 se propaga en una multiplicidad de direcciones, obedece a lógicas diferentes, deja espacio a emociones y sentimientos. ¿Rozamos pues la irracionalidad o nos inmergimos más bien en otra racionalidad capaz de tener a raya la meramente económica? No olvidemos que el hecho de dejar fuera del mercado la vida y el cuerpo es un dato institucionalmente importante y eso no puede olvidarse cuando se trata de definir cuál es la «racionalidad» que acompaña a las correspondientes elecciones. La regla jurídica no puede resolver el problema de qué significa ser plenamente libres en el momento de elegir. Pero, indudablemente, puede, y debe, construir el conjunto de condiciones necesarias para que el proceso de decisión se desarrolle de manera que asegure a la persona el conocimiento de cualquier opción, el control de cualquier fase del proceso de decisión, la claridad respecto a la resolución final. Esto significa identificar a terceros que eventualmente pueden comparecer en el proceso de autodeterminación con funciones diversamente colaboradoras, pero también elegir las condiciones y los límites del ejercicio del derecho a la autodeterminación cuando la decisión puede producir efectos en la esfera jurídica de otros, como aclararemos más adelante. Significa también que la peculiaridad de las elecciones referentes a la vida, exigen distinciones y, por tanto, la puesta a punto y la legitimación de instrumentos diferenciados, dejando a un lado la pretensión de formalizarlo todo en torno a un único esquema. Exigible es también la puntual verificación de la voluntad de la persona donde asumen importancia el tiempo y la calidad de la decisión, que ha de partir siempre de la premisa de que hay que asegurar el pleno respeto hacia la voluntad de la persona interesada.
39. L.€M.€Friedman, The Republic of Choice. Law, Authority and Culture, Harvard University Press, Cambridge/Londres,€2005, con significativos análisis de la importancia de los estilos de vida.
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Decidir sobre el fin de la vida Como se ve, el tema es especialmente complejo pues las decisiones afectan al fin de la vida. Tal vez todos tenemos un especial interés en ocuparnos de ello. Son tiempos estos en los que podrían darse condiciones que anularan un contextual ejercicio del derecho a la autodeterminación, pero que, justamente por su carácter extremo, por ser sentido como el cumplimiento de una existencia que no puede contradecir todo lo vivido en precedencia (en eso consiste la dignidad del morir), no puede serle arrebatado a la libre elección de la persona, que, por lo demás, está asistida por la garantía constitucional de la libre construcción de la personalidad, que no tiene otro confín que el biológico de la muerte. La dificultad nace del hecho de que, aquí, la autodeterminación es totalmente prospectiva, quiere adueñarse de un futuro que contiene lo imprevisible y que debe quedar siempre «a disposición» de la persona interesada. Es realmente una «guerra contra el tiempo» y se quiere gestionar de manera que la eventualidad de sobrevivir en condiciones de total incapacidad de decisión no cierre la posibilidad de la elección40. Ante nosotros, de nuevo, un proceso que la persona puede querer gobernar mediante instrumentos diversamente estructurados —testamento biológico, declaración de últimas voluntades, demandas de apoyo—; a ellos se les confía un conjunto de decisiones, convergentes todas hacia un gobierno del cuerpo que evite formas de supervivencia consideradas como inaceptables, que se le apliquen terapias contra el dolor aunque acorten la vida, que le sustraigan en definitiva de las interferencias de cualquier poder ajeno en la determinación del modo con que debe concluir la existencia. Una elección tan poliédrica no puede reducirse a un único acto formal, y puede resultar válido cualquier tipo de documento en el que la decisión quede inequívocamente expresada: un escrito más o menos formalizado, un vídeo, declaraciones repetidamente expresadas en ocasiones públicas, la clara argumentación aparecida en un libro. La imposibilidad de obtener una expresa manifestación de la voluntad del interesado, en casos de estado vegetativo permanente, por ejemplo, abre paso a la reconstrucción de la voluntad según los criterios antes expresados y siempre que haya elementos que muestren cuál era la orientación de la persona. A esos mismos criterios habría que remitirse cuando se trate de establecer si la persona ha revocado la elección precedente. Aquí, la de 40. He examinado algunos aspectos de este problema en La vida y las reglas, cit., pp.€279-299. La discusión italiana ha estado pesadamente contaminada por fundamentalismos religiosos, por instrumentalizaciones políticas, por aproximaciones jurídicas. Ha indicado un camino para una discusión respetuosa con la persona y con el rigor jurídico P.€Zatti, «Premesse e criteri per un diritto della dignità del morire e delle ‘disposizioni anticipate del paziente’», en curso de publicación en Politica del diritto.
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formalización debe ser incluso mayor, porque al tratarse de la prosecución de la vida cualquier indicio consistente de un cambio de la voluntad debe ser tomado en consideración. Otra cuestión es la referida a los casos en los que se le encomienda al médico el rechazo de la cura, o la decisión de no iniciar ninguna terapia, o la elección de una terapia aceptable. Una vez liberados de la engañosa fórmula de la «alianza terapéutica», en sí ambigua, o indicio de un camino para redimensionar el poder de la persona, en términos generales puede afrontarse el tema de la relación entre médico y paciente. Que es una relación comunicativa y que no puede reducirse a la simple obtención del consentimiento mediante la firma de un formulario, como si fuera la suscripción de una póliza de seguros o un suministro de servicios, o en el que se detecta una actitud «defensiva» del médico, preocupado ante todo por poner sus acciones a buen recaudo ante eventuales responsabilidades civiles o penales. Lo que cuentan son las palabras empleadas y las maneras, es decir, el momento de la comunicación, el tiempo dedicado, el diálogo, con un lenguaje capaz de hacer llegar el saber médico a la persona, con el indispensable grado de comprensión y no como una sutil prepotencia mediante la que el médico recupera su poder. La información, la que fundamenta el consentimiento precisamente «informado», es decir, la autodeterminación, exige un procedimiento gestionado por sujetos conscientes de la singularidad de la situación y respetuosos de la última palabra, que siempre ha de corresponder al interesado41. Pero cuando se sale del campo específico de la relación terapéutica y se vuelve la mirada de nuevo a las decisiones del fin de la vida y a su necesaria deformalización, es evidente que estas modalidades de relación entre médico y paciente no son las únicas que pueden invocarse. Aquí no se discute sobre si un acto médico es más o menos aceptable, sino de una modalidad del vivir, de manera que la información es imposible, en el sentido de la comunicación de una serie de datos a partir de los que se llega a una decisión. La autodeterminación es el resultado de una proyección hacia el futuro de un conjunto de consideraciones acumuladas a lo largo de la vida, irreducibles a una especie de mínimo común denominador constituido por valoraciones médicas más o menos probabilísticas. Se trata, de nuevo, de un acto que se basa en la biografía y que prefigura su cumplimiento. Esta es la razón por la que, en esta materia, la pretensión de subordinar la validez de la decisión a una especie de «certificado» médico, aunque sea en la limitada forma de atestado de un coloquio, está en contradicción con el ejercicio del derecho de autodeterminación. Y la 41. Sobre este tema véase la prospectiva señalada por P.€Zatti, «‘Parole tra noi così diverse’. Per una ecologia del rapporto terapéutico»: La nuova giuisprudenza civile commentata,€3 (2012), pp.€143-150.
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contradicción se hace aún más evidente cuando se consideran las diversas modalidades de verificación de la voluntad que, como ya se dicho, remiten a lo vivido por la persona, a un conjunto de datos entre los que no hay por qué incluir una información médica. Todo esto impone una reconsideración del tema desde un punto de vista más general. La libertad del consentimiento basado en la información, a la que se refieren las normas contenidas en los más variados documentos, exige una atención social para que se cree un ambiente que deje a cada cual la posibilidad de disponer de las informaciones necesarias para un adecuado gobierno de sí mismo, siempre que las elecciones recaigan en el área más o menos directamente referida a la innovación científica y tecnológica. A este propósito se habla del «ciudadano científico» o del «ciudadano biológico»42, subrayando con ello la necesidad de crear las condiciones para una «comprensión pública de la ciencia», tarea a la que no pueden sustraerse las instituciones públicas y que saca a la luz la dimensión social en la que se coloca la autodeterminación. Aquí la atención pública está despojada de pretensiones invasivas, no se presenta con instrumentos que quieran sobreponerse a una voluntad externa a la de la persona. Tienen el sentido de una remoción de obstáculos que limitan la libre construcción de la personalidad. Y para comprender mejor esta dimensión de la relación entre responsabilidades públicas y libertades privadas, habrá que ser conscientes del hecho de que el verdadero problema no es el que representa una individualización extrema, sino el que representa el abandono de las personas. Si se considera en particular la fase final de la vida, advertimos que las condiciones de la libertad no están salvaguardadas solo cuando se le reconoce a la persona la plenitud del derecho a la autodeterminación si esta decide poner fin a una existencia considerada ya como poco digna. La persona debe poder disfrutar del necesario apoyo aun cuando no haya dispuesto nada al respecto, de modo que parezca que su voluntad es la de seguir viviendo. Pero esto puede requerir asistencia, acompañamiento, es decir, inversión de recursos personales y financieros de los que no todos pueden disponer. Una respuesta institucional puede ser la ya presente en algunos sistemas que destina una indemnización para el familiar que se ocupa de una persona en la difícil fase final de la vida. De nuevo una presencia pública no invasiva, la reconstrucción de un nexo social, la concreta manifestación del principio de solidaridad. La autodeterminación encuentra, pues, su fundamento en una convicción responsable, en un contexto en el que el nexo social no es un adorno sino que encuentra el sentido propio de una relación solidaria. Partiendo 42. Sobre este punto, más ampliamente, N.€Rose, La politica della vita, cit., pp.€223228.
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de esta premisa, se puede afrontar mejor la controvertida cuestión del valor vinculante de las decisiones que incumben el fin de la vida; y habrá que dejar de lado la actitud, henchida de corporativismo, de los médicos que se niegan a ser degradados a meros ejecutores de una decisión, a sufrir una especie de humillación profesional. Debería ser evidente que una autodeterminación depauperada, privada de la posibilidad de alcanzar los efectos finales previstos, es un contrasentido. Al mismo tiempo, justo porque estamos ante un proceso, ante una dimensión prospectiva, debe tomarse muy en serio la eventualidad de un cambio de las premisas que han inducido a la persona a decidir de una determinada manera. Aquí se inserta correctamente el papel, para nada notarial, de un médico que se hace garante del respeto a la voluntad de la persona. En la Relación que acompaña a la Convención sobre los derechos del hombre y la biomedicina se hace explícita referencia a la posibilidad de una divergencia entre la situación existente en el momento en que, plenamente consciente, la persona ha indicado su decisión, y la que existe en€el momento en que sobreviene la incapacidad. «Por ejemplo», se dice en la€Relación, «si los deseos han sido expresados mucho tiempo antes y las condiciones científicas han evolucionado, podría estar justificado no seguir la opinión del paciente. El médico, pues, debe asegurarse, en cuanto sea posible, de que los deseos del paciente son conformes a la situación actual y de que son todavía válidos, teniendo en cuenta la evolución de las técnicas médicas». Reclamo la atención sobre estas aclaraciones porque ayudan a comprender el alcance de la disposición contenida en el art.€9 de la Constitución donde se dice que los deseos manifestados precedentemente por la persona «deben ser tomados en consideración». No se trata de una fórmula débil. No abre el espacio a una absoluta discrecionalidad del médico, lo que implicaría graves riesgos de un contencioso al atribuir al juez el papel decisorio final en una materia que, por el contrario, debería estar al margen de las dudas y del juego de los intereses frente a una neta indicación del interesado. La posibilidad de obviar la decisión de la persona se fundamenta precisamente en un cambio de la situación informativa sobre la que aquella decisión fue madurada. Por lo demás, ni siquiera en este caso puede decirse que haya una obligación del médico de no tomar en consideración los deseos de la persona: las palabras de la Relación son bastante prudentes y nos dicen que en la situación recordada «podría estar justificado no seguir la indicación del paciente». Una fórmula dubitativa que habla de todo menos de un retorno a la sumisión al poder médico. En este difícil campo de fuerzas se sitúa el papel del médico, forma extrema de colaboración con el interesado, que se ejerce a través del diálogo, bien con un fiduciario eventualmente señalado por la persona como custodio de su voluntad, bien con un administrador de apoyo al que podría 257
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habérsele atribuido de forma integral el poder de decisión en estas situaciones extremas. El papel del médico se configura en definitiva como un «deber de sustancial ejecución de la decisión del paciente referida a unas circunstancias concretas»43: de la persona, no de otros sujetos. La construcción de las «no personas» El acento puesto en la voluntad y en el amplio espectro de sus legítimas formas de manifestación, no debe verse, de manera simplista, como una€forma extrema de individualización o como una especie de renovado dogma de la voluntad. Solo mediante la doble operación de centralizar la voluntad y de reconstruirla biográficamente es posible rechazar la pretensión de entregar a terceros el gobierno de la vida de alguien. No estamos ante una prepotencia de la autodeterminación, sino ante una vía obligatoria, no solo desde el punto de vista institucional, para mantener íntegro el respeto a la persona. Solo con una muy firme referencia a la voluntad se pueden prevenir los ataques siempre presentes de quienes, al afrontar los problemas de sujetos de alguna manera incapaces, acaban construyendo «no personas», de cuya vida debería ser posible disponer en interés de la sociedad o en nombre de una presunta actitud benéfica que los ampare44. Pero justamente aquí es donde la vida se hace sagrada y el cuerpo intocable. Frente a la imposibilidad de obtener algún consentimiento o una reconstrucción biográfica, la persona debe ser respetada en su integridad. Se convierte en objeto, no de poder, sino de la solidaridad que siempre debe ir a su lado durante el transcurso entero de su vida. Ningún ejercicio dialéctico es admisible en torno al «beneficio» que podría obtenerse poniendo fin a la vida de la persona en condiciones extremas. Nadie puede convertirse en árbitro de la vida ajena, sean cuales fueren las consideraciones utilitaristas que se invoquen. La autodeterminación se presenta aquí como refugio social de la persona, fiel a la lógica que la marca desde sus orígenes. Nunca debería olvidarse que la transformación en «no personas» de judíos y gitanos, homosexuales y disidentes políticos, consagró como legítimas las violencias que el nazismo y otros regímenes ejercieron contra ellos, y que justamente como reacción ante esas violencias se llegó a la 43. Así, P.€Zatti, «Premesse e criteri», cit. 44. P.€Singer, Scritti su una vita etica. Le idee que hanno messo in discussione la nostra morale, Net, Milán,€2004, pp.€149,€211-227; H.€T.€Engelhardt, Manuale di bioetica, Il Saggiatore, Milán,€21999, pp.€152-154. También R.€Esposito, Terza persona. Politiche della vita e filosofia dell’impersonale, Einaudi, Turín,€2007, pp.€118-122. La problemática relación entre «el (mayor o menor) valor» y «la (mayor o menor) subjetividad» ha sido indagado en el trabajo editado por L.€Lombardi Vallauri, Il meritevole di tutela, Giuffrè, Milán,€1990, cuyos criterios y referencias están señalados en el ensayo introductorio «Abitare pleromaticamente la terra», pp. vii-xcviii.
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afirmación de la imposibilidad de prescindir del consentimiento informado por parte del interesado, como se dice en todos los documentos que van desde el Código de Núremberg, de€1946, a la Carta de derechos fundamentales de la Unión Europea, del€2000. Nunca deberíamos considerarnos libres de este inhumano reduccionismo al que el derecho ha dado tantas veces su beneplácito, como deberían recordarnos las dos terribles líneas del art.€1 del Código civil, escritas en€1939 y canceladas en€1944, donde se establecía que «las limitaciones para la capacidad jurídica derivadas de la pertenencia a determinadas razas se establecerán según leyes especiales». Justamente porque se incidía en la capacidad jurídica, es decir, en el elemento constitutivo de la subjetividad, se trataba de algo más que de un caso de discriminación, porque se ponía en movimiento un mecanismo originario que impedía entrar a la persona en el mundo del derecho, de sus reconocimientos y de sus garantías. El orden jurídico en su conjunto quedaba así «pervertido»45, o convertido exclusivamente en una desnuda trama de poder. Una vez más debemos implorar ayuda a la memoria y no perderla. Conocemos la frontera extrema, la Shoah, «la mayor negación que nunca se haya visto del carácter sagrado de la persona humana»46. De esa negación debemos seguir hablando, a sabiendas de que nada puede comparársele, porque la construcción de no personas sigue presente, es una acechanza permanente entre nosotros, asume el rostro de alguien, también inaceptable: el emigrado, el disidente, cualquiera que sea percibido como «extraño». Frente a esta actualidad, a un pasado que nunca pasa, historia y memoria nos dicen que el relato de los derechos y la lucha conducida en su nombre, nos ofrecen todavía la más fuerte gramática social, el punto de encuentro de toda política que no quiera despojarse de la humanidad. Y así, todas estas situaciones, consideradas en su integridad, nos dicen que la norma jurídica, si bien puede abrir peligrosas brechas, puede también construir instrumentos de garantía capaces de ofrecer a la persona las tutelas necesarias para que pueda ser siempre reconocida y respetada en su integridad. De todo esto habla el derecho fundamental a la autodeterminación. Los derechos «procreativos» Siguiendo este camino trazado por la historia y reforzando de esta manera en su intocable núcleo el derecho a la autodeterminación, la vida se presenta como una cadena de decisiones que progresiva e incesantemente 45. F. von Hippel, Die Perversion von Rechtsordnungen, Mohr, Tubinga,€1955. 46. A.€ Prosperi, Dare l’anima. Storia di un infanticidio, Einaudi, Turín,€ 2005, p.€297.
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van constituyendo personalidad e identidad. Es un proceso que empieza en el momento de nacer y que se desarrolla con formas no lineales a lo largo de una existencia que halla en el morir su punto final. Este camino no se hace en soledad sino en constante creación de lazos sociales, y aquí es donde el derecho a la autodeterminación conoce los límites de su actividad. Que no pueden proceder, claro está, de la subordinación a un poder ajeno, sino de su pretensión de erigirse en poder sobre otros. La autodeterminación es momento e instrumento del gobierno de uno mismo y produce legítimamente sus efectos en la esfera de quien ejerce el derecho. La pretensión de erigir este derecho en poder de incidencia sobre la esfera jurídica del otro contradice su razón fundacional. Más que de límites a su ejercicio, pues, se debería hablar de inexistencia de poderes que formen parte del contenido de este derecho. La importancia de este problema se percibe partiendo del momento de nacer y de la posibilidad de considerar los derechos «procreativos» como una forma de ejercicio de la autodeterminación, como sostienen, por ejemplo, muchas elaboraciones de los pos-humanistas. Pero este presunto desarrollo lineal descuida un dato de realidad, cual es la presencia del «otro», que en la elección procreativa es factor constitutivo. La libertad de esta elección y su inserción en la autodeterminación es indiscutible por cuanto afecta al «hecho de» procrear, que no puede ser objeto de control por parte de ningún sujeto externo que pretenda establecer quién está legitimado para procrear y en qué situaciones. La disposición a la procreación se ha ido caracterizando paulatinamente como situación autónoma, salvo en el caso de la institución matrimonial, por ejemplo, donde no es el elemento que la caracteriza. Cae, pues, por su propio peso el argumento que dice que no sería admisible extender el matrimonio a la unión de personas del mismo sexo justamente por su natural imposibilidad para procrear. Y cae también el límite a la autodeterminación referido a la libre construcción de las relaciones personales. La extensión de la institución matrimonial, o la atribución de un adecuado estatuto jurídico a las personas del mismo sexo, proyecta el tema de la autodeterminación a la dimensión de la «paternidad», que puede hallar eventual reconocimiento mediante la adopción o la maternidad sustitutiva. Sigue, sin embargo, el problema del cómo y cuándo procrear, y sobre todo el de la libertad de determinar las características de la persona nascitura. No se trata de establecer, en abstracto e ideológicamente, si se tiene el derecho a «producir al hombre»47, sino de delimitar las condiciones y las modalidades del ejercicio del derecho a la autodeterminación en 47. Entre los muchísimos escritos sobre este tema, véase J.-L.€Baudouin y C.€Labrusse-Riou, Produire l’homme, de quel droit? Étude juridique et ethique des procreations artificielles, PUF, París,€1987.
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estos casos específicos. El enriquecimiento y refinamiento de las técnicas de procreación asistida ilustran la nueva relación entre voluntad y vida y, sobre todo, ponen en evidencia la incompatibilidad, cada vez más acentuada, entre derecho a la autodeterminación y limitaciones al acceso a estas técnicas, ligadas a condiciones personales y sociales (es el caso, por ejemplo, de la mujer sola) que se traducen en violaciones del principio de igualdad y que además inciden en la dignidad misma de la persona. Otros límites, como los derivados de la prohibición de utilizar gametos de un donante, o reglas que afectan a los métodos procreativos, revelan rasgos ideológicos incompatibles con el derecho a la autodeterminación, pues provienen de una inadmisible pretensión del legislador de actuar como científico o como médico, claramente censurada por la ya citada sentencia del Tribunal constitucional n.€151 del€2010, que mostró que esa actitud podría implicar además una violación del derecho a la salud de la mujer. Manifestaciones evidentes, todas estas, de la voluntad de custodiar un derecho ligado únicamente a la naturaleza, de manera que, cuando la ciencia y la técnica desmontan ese vínculo naturalista, la regla jurídica debería reconstruir artificialmente este vínculo desaparecido. Un empeño y una misión imposible, por así decir. El análisis de los datos de hecho muestran el fracaso de las prohibiciones, burladas mediante el llamado turismo procreativo, la inconsistencia de las tesis que hablan de una inadaptación de los nacidos gracias a las técnicas de procreación asistida, la existencia de nexos afectivos más fuertes con el hijo querido que las que se establecen mediante la procreación natural y la adopción, como demuestran los menores porcentajes de rechazo en estos últimos casos. Se podría añadir que la procreación natural ni está vetada a la mujer sola, ni tampoco lo está la presencia de un tercero, colaborador y ajeno a la pareja, porque a ello se opone la inviolabilidad de la esfera privada de quien hace esa elección y la imposibilidad de controlar los motivos y modalidades de una elección tan personal como es la de procrear. Si se estableciera un doble binario procreativo, resultaría peligroso pues podría dar origen a formas de discriminación social en relación con el que va a nacer con ayuda de la técnica, como incautamente se trató de hacer en Gran Bretaña en tiempos del gobierno laborista de Tony Blair, cuando se propuso crear un registro civil separado para los nacidos por procreación asistida. Esta maraña de problemas confirma que un uso prohibicionista de la regla jurídica no solo puede producir un fracaso social sino que, sobre todo, exaspera los conflictos e impide el diálogo, o al menos lo hace más difícil, y la común maduración en temas tan significativos. Cuestiones como los límites del deseo y la medicalización de la vida provienen de dinámicas sociales y culturales, de mutaciones antropológicas, que no pueden fiarse a un fin de non recevoir, a un bloqueo impuesto por el de261
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recho. La vida siempre apremia y revela que la autodeterminación, su fiel compañera, depende de la información de la que cada cual dispone, cosa obvia, pero también revela que no puede fiarse todo a procedimientos formales. Si es pobre el contexto cultural, la autodeterminación se empobrece, se atenaza, se mide con la angustia de un particular obligado a saldar cuentas con la abstracción de la norma, de la que a veces solo entiende su incomprensión o su violencia, y a la que opone el desnudo interés privatista. Esta es la raíz de verdaderas o presuntas derivas individualistas que no se corrigen con un naturalismo normativo, sino mediante un uso del derecho que no aplaste la vida sino que construya un contexto en el que cada persona pueda captar su sentido. Este es el horizonte amplio que hay que contemplar y en el que la autodeterminación en materia procreativa halla su justa medida y donde se topa con límites conformes con la vida misma, como son los dependientes de protocolos clínicos que delimitan los procedimientos y miden su grado de aceptabilidad a partir de la edad y de las condiciones de cada mujer. Retorna, ineludible, el momento de la biografía, al que se llega, por ejemplo, para determinar la admisión a las diagnosis pre-implantes, o a la selección de embriones, basándose en historiales familiares de las parejas interesadas. A la dimensión de derechos para procrear se añade también la de las obligaciones, que ha encontrado un significativo punto de emersión en la previsión de un resarcimiento al hijo obligado a llevar una «vida dañada» por la imprevisión de los padres; hasta límites extremos que piden el reconocimiento de un «derecho a no nacer». Todavía interrogantes en torno al hecho de «producir al hombre». Aunque no se quiere afrontar directamente el tema de la clonación, que sin embargo presenta importantes problemas, la autodeterminación en la procreación presenta otros, muy apremiantes48. ¿Puede la elección procreativa violar el derecho de quien nace a no recibir un patrimonio genético manipulado? Cuestión engañosa si se formula como elección neta entre solo dos posibilidades. Cuestión razonable si implica un análisis de las nuevas y crecientes oportunidades de intervenir sobre el hombre desde el momento de su «proyecto», y aun de observar mediante la tecnociencia el modo en que nacerán las personas en tiempos no lejanos. ¿Es este el cuidado que debemos asumir respecto a las generaciones futuras? Los trans-humanistas, y no solo ellos, ven en la revolución científica y tecnológica la constante oferta de un don que hay que llevar a su íntegro cumplimiento, y se remiten incluso a una lectura del texto bíblico que ve el mundo confiado a la voluntad del hombre, legitimado por tanto a intervenir sobre sí mismo. Esto desmonta el sentido de la afirmación que dice que el genoma humano debe ser patrimonio de la humanidad, ya que se
48. Me remito de nuevo a La vida y las reglas, cit., pp.€227-236.
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ría precisamente la humanidad, concretamente encarnada en cada uno de nosotros, quien dispondría de este genoma de la manera que considerara más conveniente. Tratemos de seguir esta línea argumentativa analizando algunas situaciones concretas. La primera guarda relación con la posibilidad de recurrir a la terapia génica germinal para eliminar el riesgo de transmitir a los descendentes la propensión a desarrollar determinadas enfermedades. El caso citado con más frecuencia, sobre todo por la cantidad de trabajos realizados sobre esta materia, es el relativo al cáncer de mama. Si una mujer elimina con la terapia génica el gen causante de esta enfermedad, ¿viola de cara al futuro el derecho de las hijas, de las nietas y así sucesivamente, a recibir un patrimonio genético no manipulado? Aquí sin embargo no estamos en presencia de un conflicto entre derechos procreativos y derecho a la integridad del patrimonio genético que se va a recibir, sino en una situación relacional que se manifiesta en la dimensión del tratamiento médico. Se trata, en sustancia, de la posibilidad de recurrir a la€técnica para eliminar las condiciones de una posible «vida dañada» de la persona nascitura, posibilidad que puede ser construida como una verdadera obligación de los padres, funcional en relación con el derecho fundamental a la salud de esta persona. Aceptada esta conclusión y relativizado el derecho a recibir un patrimonio genético no manipulado, hay otros nuevos problemas que me limitaré a enunciar. ¿Puede generalizarse la categoría de vida dañada? ¿Qué límites tiene? ¿No se corre el riesgo de estigmatizar a quienes viven en esa condición, violando el art.€ 26 de la Carta de derechos fundamentales de la Unión donde se dice que «la Unión reconoce y respeta el derecho de los incapacitados a gozar de medidas tendentes a garantizar su autonomía, su inserción social y profesional y su participación en la vida de la comunidad»? ¿De dónde proviene la obligación de impedir una vida dañada? ¿Solo del conocimiento de las oportunidades terapéuticas, o bien de la disponibilidad de los recursos financieros (y culturales) necesarios para acceder a ellas? En este problemático perímetro constatamos que la autodeterminación, cuando se traduce en elección procreativa, debe saldar cuentas con una serie de cuestiones que parten del respeto a la persona, del principio de igualdad y que se dispersan luego en direcciones que apelan a las técnicas disponibles. Y debemos además preguntarnos si la situación puede ser descrita como un potencial o actual conflicto de derechos entre quien da la vida y quien la recibe. En el art.€21 de la Carta de derechos fundamentales aparece, entre otros, la prohibición de discriminar en base a las características genéticas y a las deficiencias. Queda, pues, corroborado el principio que propone la igualdad ligada al respeto por la diversidad, de manera que pueden considerarse como ilegítimas las políticas que buscan, directa o indirectamente, 263
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la construcción de una «normalidad». Estamos en el terreno de la aceptación social considerada no tanto como contemplación pasiva de las diferencias, sino como fuente de deberes públicos (y también privados: piénsese por ejemplo en el mundo del trabajo), tendentes a hacer concretas las medidas necesarias para asegurar autonomía e inserción social y profesional. Esto puede inducirnos a concluir que, en general, la posibilidad de un nacimiento acompañado de deficiencias no puede considerarse como un límite al derecho de autodeterminación. Pero cuando la deficiencia es además planificada, ¿también forma parte del «proyecto procreativo»? Esta segunda situación representa el extremo desarrollo del afirmado absolutismo de los derechos procreativos y refleja una actitud cultural que no se compagina precisamente con la innovación científica y tecnológica. El caso más conocido es el ya citado de las dos lesbianas americanas sordas que decidieron el nacimiento de una persona también sorda, recurriendo a la donación de esperma de un amigo, obviamente sordo. Conforme a la lógica ya recordada, esta práctica ha encontrado el apoyo de los trans-humanistas49. Y la han justificado las dos mujeres afirmando que si bien el nacimiento de una persona que oye es una bendición, el nacimiento de una persona sorda es una doble bendición, porque encuentra un ambiente social, una comunidad de vida dispuesta a dar la máxima acogida50 y porque «el ser sordo no significa ser deficiente o físicamente incompleto, sino pertenecer a una minoría lingüística»51, que posee una forma de comunicación única y especialmente sofisticada. Esta elección revela una fuerte motivación identitaria, no solo desde el punto de vista de la comunidad de pertenencia, sino por cuanto afecta a la voluntad de tener un hijo con las mismas características que el progenitor. A partir de esta premisa, algunas eventuales prohibiciones son consideradas como una pretensión de controlar las motivaciones que son la base de la elección procreativa; una inaceptable movida ideológica, una verdadera y propia violación del principio de igualdad, si una ley, como hace el art.€14 de la Human Fertility and Embriology Act, de€2008, permite una selección de embriones benéfica para el nascituro y prohíbe la que puede determinar discapacidad, enfermedades graves o condiciones de salud desfavorables. En definitiva, estamos frente a la transformación de los 49. Véanse, entre otros muchos, los escritos de J.€Savulescu, «Deaf Lesbians, ‘Designer Disability’, and the Future of Medicine»: British Medical Journal,€325 (2002), pp.€771-773; Íd., «Is it Wrong to Deliberately Select Embryos Which will Have Disabilities?»: Practical Ethics (blog),€12 de marzo€de 2008. 50. Véanse las declaraciones de las dos mujeres, Sharon Duchesneau y Candace McCullough, en el Washington Post Magazine,€2 de abril€de 2002. 51. Así motivan también sus intenciones de hacer una elección análoga a la de las americanas, Paula Garfield y Tomato Lichy, en The Observer,€9 de marzo€de 2008.
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sordos en un grupo oprimido que, partiendo justamente de esta premisa, se ha manifestado con intensidad en Gran Bretaña contra la aprobación de la citada norma. El verdadero punto del conflicto lo representa el modo de considerar los derechos procreativos de las parejas. «En definitiva, debemos respetar las decisiones que ellas toman sobre sus vidas»52. Cualquier intervención legislativa, en consecuencia, sería inadmisible porque trataría de imponer valores diferentes a aquellos a los que se remiten los interesados. Pero precisamente aquí anida el equívoco porque, aun siendo evidente que la pareja toma una decisión que le concierne en cuanto tal, lo hace disponiendo de la vida de otro, «diseñando» una persona que debe nacer de una forma que sacrificará la libertad existencial del nascituro. Naturalmente aquí se aprecia también el límite de la intervención del derecho. Se puede prohibir una particular elección procreativa cuando esta requiere el acceso a técnicas procreativas específicas, pero no si esto sucede siguiendo los cauces de la naturaleza (es una situación análoga a la de la mujer sola a la que se le puede negar el acceso a las técnicas de procreación asistida, pero no al hecho de tener un hijo con un compañero del que decide después ocultar su nombre). Y, sin embargo, si el derecho prevé una prohibición, la persona a la que se le hace nacer sorda o enana, puede después demandar a los progenitores el resarcimiento por los daños derivados de esta elección procreativa, valorada negativamente por el ordenamiento jurídico. De nuevo las cuestiones recordadas a propósito de la vida dañada en los casos en que esta no ha sido deliberadamente planificada. La atención se desplaza hacia el contexto en el que se han cumplido las elecciones procreativas para hacer que estas puedan ser realizadas en condiciones de igualdad, de información adecuada, de asunción de responsabilidades, no solo individuales sino sociales. Y puesto que estamos ante verdaderos conflictos culturales, y las técnicas jurídicas de prohibición presentan evidentes límites y pueden ser diversamente orientadas, el acento debe ponerse sobre la necesidad de favorecer una adecuada discusión pública. La igualdad implica, ante todo, disponibilidad de recursos financieros necesarios para hacer que todos puedan acceder, por ejemplo, a las técnicas disponibles que evitan la transmisión de un riesgo genético. La información no es solo un ajuar de datos, sino la disponibilidad, una vez adquiridos los necesarios conocimientos, para utilizarlos, para acceder, por ejemplo, a un diagnóstico pre-implantes. La responsabilidad pública puede concretarse en poner a disposición de las personas instrumentos jurídicos y servicios.
52. J.€Savulescu, «It is wrong...», cit. (la cursiva es mía).
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A este último respecto y considerando precisamente la valoración del riesgo genético en la procreación, podría hacerse referencia al conflicto entre el derecho a la privacidad y el derecho a obtener un análisis genético tendente a valorar la entidad de ese riesgo. Este conflicto nace porque los análisis genéticos pueden requerir la disponibilidad no solo de los datos de la persona directamente interesada, sino también la de los familiares. Podría suceder que un familiar rechazara el acceso a sus propios datos aun estando disponibles en alguna institución sanitaria. La respuesta jurídica puede darse (y en Italia se ha dado) en el sentido de considerar que el interés por una plena información con vistas a la elección procreativa debe prevalecer sobre la protección de la reserva individual, considerando que las informaciones genéticas están compartidas estructuralmente por todos los pertenecientes a un núcleo familiar, de manera que no pueden constituirse en un derecho de propiedad individual que impida el conocimiento a los demás pertenecientes al mismo núcleo. La dotación jurídica de cada persona se incrementa en lo que se refiere a las elecciones procreativas. Pero estas también pueden estar condicionadas por la disponibilidad de los servicios. Si existen para las personas discapacitadas, por ejemplo, servicios para la infancia, apoyos escolares, oportunidades mejores para acceder al mundo del trabajo, la propensión a decidir sobre la procreación, aun en presencia de aceptables riesgos, se incrementa. En el terreno bastante problemático de la procreación, que es donde la autodeterminación se encuentra más directamente con el otro, se descubre un conjunto de relaciones entre la esfera jurídica del interesado y la construcción de la esfera jurídica del otro. Cuestión que no puede resolverse con la simple demarcación de los límites de la autodeterminación, ya que lo que se demuestra es cuál es el tejido relacional en el que esta se manifiesta y que esta no puede ser confundida con la autorreferencialidad. Reconocer a la persona el derecho fundamental a la autodeterminación no implica el posterior desinterés por ella o incluso su abandono. Una vez más, nos ayudan las palabras del art.€3 de la Constitución donde la libre construcción de la personalidad, de la que la autodeterminación es un componente esencial, encuentra el deber público de eliminar los obstáculos de orden económico y social. En este sentido, puede hablarse de una autodeterminación «custodiada» por las instituciones, cuya tarea es la de garantizar un espacio de libertad: exactamente lo contrario de la pretensión de llevar a cabo opciones públicas que incidan o anulen esa libertad. Las «políticas de la repulsión» ¿Qué sucede cuando la autodeterminación topa con la «política de la repulsión? Recurro a esta expresión, utilizada por Martha Nussbaum, para 266
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poner de relieve que la autodeterminación, que manifiesta sus aspectos más problemáticos y controvertidos en las situaciones de confín, en el nacer y en el morir, tiene luego su tensión más constante en la cotidianidad de la vida. En este camino, la vida se manifiesta en la red de relaciones que la persona mantiene, y por tanto, está constantemente puesta a prueba por el modo con el que cada cual juzga las opciones del otro, contribuyendo así a crear el contexto social que caracteriza y condiciona el ejercicio de la autodeterminación. Potentes mecanismos de deslegitimación y de repulsión interceptan la libertad de elección, crean discriminaciones e imponen reducciones en la dotación de derechos de los que todos deberían gozar. Muchas manifestaciones del otro hacen patentes, con variable intensidad, las políticas de la repulsión. Es inaceptable el homosexual por su estilo de vida, lo es el emigrante o el gitano, por sucio y mal vestido, lo son todos aquellos que por etnia u origen geográfico, o religión, manifiestan una diversidad percibida como atentado contra la identidad propia. El catálogo de la discriminación es abrumador, las palabras abstractas hablan de exclusión, violencia, dolor. Resulta revelador ver cómo las diversas constituciones y declaraciones de derechos amplían la lista de las inadmisibles causas de discriminación. Ya hemos recordado el elenco contenido en el art.€21 de la Carta de derechos fundamentales de la Unión Europea, del que será oportuno analizar algunas características referidas en particular al sexo, bien porque en este tema el rechazo juega un papel determinante, bien porque ofrecen indicaciones importantes para una reflexión más general. El elenco, por lo demás no exhaustivo, de las causas de discriminación contenido en el art.€21, se abre con la referencia al sexo y se cierra con el de las tendencias sexuales. Mientras que el primero retoma un canon históricamente consolidado y que ve en el sexo una modalidad objetiva de identificación, la emergencia de las tendencias sexuales como categoría autónoma de discriminación expresa una subjetivación de la cuestión. Estamos ante el modo con el que cada cual construye libremente su propia personalidad, definiendo autónomamente la propia identidad sexual con un ejercicio de autodeterminación que abarca las relaciones personales y las afectivas y que define incluso la posición social. De este modo, además, se reinterpreta la tradicional referencia al sexo, sustraído ahora a la lógica binaria del género masculino y femenino, como muestra la articulación expresada con el acrónimo «personas LGBT» —lesbianas, gays, bisexuales, transexuales—. Una vez más es la biografía la que constituye el punto de referencia y es precisamente este dato biográfico el objeto de las políticas de la repulsión que producen no solo discriminaciones formales, sino que propician un clima de agresión física. La posibilidad de recurrir a los derechos para abandonar la política de la repulsión y pasar a la de «la humanidad» se percibe en la transfor267
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mación significativa del derecho europeo, que también en los tribunales italianos ha ejercido gran influencia. La Carta de derechos fundamentales supone una clara discontinuidad con respecto a la Convención europea de derechos del hombre de€1950. En el art.€21 de la Carta se prohíbe toda discriminación basada en las tendencias sexuales. Y en el art.€9, se establece que «los derechos a casarse y a constituir una familia están garantizados según las leyes nacionales que disciplinan este ejercicio». La distinción entre el «derecho a casarse» y el de «constituir una familia» ha sido introducida justamente para legitimar plenamente la constitución legal de uniones con formas diferentes a la matrimonial, ampliando de esta manera el abanico de las opciones y, sobre todo, desvinculando de la diferencia sexual, cualquier tipo de unión, matrimonial o no. La innovación introducida por la Carta se advierte con claridad mediante la confrontación con lo que dice el art.€12 de la Convención europea: «hombres y mujeres tienen el derecho a casarse y a constituir una familia según las leyes nacionales que disciplinan el ejercicio de tal derecho». Son evidentes las diferencias sustanciales entre este artículo y el de la Carta que, no lo olvidemos, para los países miembros de la Unión Europea tiene el mismo valor jurídico que los Tratados. En la Carta desaparece la referencia a «hombres y mujeres». No se habla de un único «derecho a casarse y a constituir una familia» sino que se reconocen dos derechos distintos, el de casarse y el de constituir una familia. La conclusión es evidente. En el marco constitucional europeo existen ahora dos categorías de unión destinadas a regular las relaciones de vida entre las personas. Dos categorías que tienen una análoga importancia jurídica y, por tanto, la misma dignidad: ya no es posible sostener que existe un principio reconocido —el del tradicional matrimonio entre heterosexuales— y una excepción (eventualmente) tolerada —la de las uniones civiles, eventualmente consentidas entre personas del mismo sexo—. En el horizonte diseñado por la Carta europea de derechos fundamentales, la diferencia de sexo ya no es una connotación que configure las formas de organización de las relaciones interpersonales. En este nuevo clima, el Tribunal constitucional, con la sentencia n.€138 de€2010, ha reconocido la importancia constitucional de las uniones homosexuales, ya que estamos ante una de las «formaciones sociales» de las que habla el art.€2 de la Constitución. De esta constatación, el Tribunal extrae una conclusión importante: a las personas del mismo sexo unidas por una convivencia estable «les corresponde el derecho fundamental a vivir libremente una condición de pareja, obteniendo —en los tiempos, modos y límites establecidos por la ley— el reconocimiento jurídico con sus anexos derechos y deberes». Son palabras fuertes: un «derecho fundamental», lo que implica su pleno reconocimiento. Ya no es admisible, pues, la desatención del Parlamento, porque de ese modo se priva a las personas de derechos constitucionalmente garantizados. 268
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Hay además una segunda afirmación que muestra que no es de recibo buscar una incompatibilidad entre el modelo de matrimonio tradicional y el de la unión homosexual. Dice el Tribunal: «habrá que encontrar la necesidad de un tratamiento homogéneo entre la condición de la pareja heterosexual y la de la pareja homosexual en hipótesis particulares». Ha caído una barrera, se ha dado un primer paso en la dirección de ese pleno reconocimiento jurídico de las uniones entre personas del mismo sexo, que está caracterizando progresivamente los más variados sistemas jurídicos. Sin embargo, esta sentencia ha sido calificada como «del estilo Pilatos», porque se ha detenido ante la posibilidad de dar pleno reconocimiento al matrimonio entre aquellas personas, como había hecho, en los mismos días en que se pronunciaba la sentencia italiana, el Tribunal constitucional de Portugal, en una situación normativa sustancialmente análoga a la italiana. Esto ha sucedido porque el Tribunal constitucional, en lugar de partir del principio de igualdad para interpretar el art.€29 de la Constitución, sobre el matrimonio, ha partido del modo con que el Código civil disciplina la institución matrimonial, dando así testimonio de la fatiga que todavía produce el reconocer la superior posición de la Constitución y el tener en cuenta, como otras veces ha sucedido, las dinámicas culturales y sociales que acompañan la vida de las instituciones jurídicas. Esta vía de cultura jurídica ha sido la tomada nítidamente por el Tribunal de Casación con la sentencia n.€4184, del€2012: no un ejemplo de jurisprudencia «sociológica» que extrae del cambio de la situación de hecho la regla que la disciplina, sino, más bien, el fruto de una reflexión sobre la persona constitucionalizada cuyos derechos pueden ser reconstruidos yendo directamente a los principios sobre esta materia, que se encuentran precisamente en documentos de rango constitucional, en nuestro caso la Convención europea de derechos del hombre y la Carta de derechos fundamentales de la Unión Europea. De hecho, para superar la objeción que insiste en que la diversidad de sexo es el elemento constitutivo del matrimonio, el Tribunal de Casación se ha amparado en la reconstrucción operada por el Tribunal europeo de derechos del hombre, interpretando las dos normas antes recordadas, el art.€12 de la Convención y el art.€9 de la Carta. Dice el Tribunal europeo: «visto el art.€9 de la Carta, el Tribunal no considera que el derecho al matrimonio del que trata el art.€12 tenga que estar limitado al matrimonio entre personas de sexo opuesto», subrayando después que el art.€9 tiene «un campo de aplicación más amplio que el de los correspondientes artículos de otros instrumentos relativos a los derechos humanos», y que, por tanto, el derecho al respeto a la vida familiar (art.€8 de la Convención) debe ser reconocido también a las parejas formadas por personas del mismo sexo. Los jueces de Estrasburgo han modificado de esta manera su precedente jurisprudencia y, puesto que lo han hecho basándose en 269
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documentos vinculantes para los países miembros, han delimitado consecuentemente los criterios a los que deberán atenerse. A partir de esta reconstrucción, operada a nivel europeo, el Tribunal de Casación, aun insistiendo en que corresponde al Parlamento el pleno reconocimiento de las nuevas formas matrimoniales, ha podido ir más allá de cuanto se había reconocido por el Tribunal constitucional. El Tribunal de Casación no se ha limitado al reconocimiento de este derecho fundamental. Ha afirmado que puesto que el requisito de la diferencia de sexo ya no es imprescindible y puesto que nos hallamos ante un derecho fundamental, las parejas formadas por personas del mismo sexo pueden dirigirse a los jueces «para hacer valer, en presencia precisamente de ‘situaciones específicas’, el derecho a un trato homogéneo al asegurado por la ley a la pareja unida en matrimonio». La humanidad de cada cual halla su pleno reconocimiento y la repulsión queda ahuyentada. Una transferencia de soberanía del Estado a la persona Ha sido necesario reconstruir con cierto detalle este complejo camino entre Europa e Italia para poder retornar concretamente al tema general de la relación entre legislación y jurisdicción53. El tema está claramente planteado con las palabras apenas recordadas de la sentencia del Tribunal de Casación, donde se afirma el derecho que asiste a las personas interesadas de dirigirse al juez aun sin la específica intervención del legislador. ¿Cuáles deben ser los límites del derecho de producción judicial con respecto al derecho de producción política? ¿Pueden los jueces intervenir sin violar los principios de la democracia representativa aun cuando no haya habido un específico acto legislativo? Las vicisitudes de los derechos de las parejas formadas por personas del mismo sexo permiten sustraerse a los equívocos que estos interrogantes provocan, a las distorsiones que puedan producir. Aquí, de hecho, no estamos ante una especie de derecho libre, ante un juez que arbitrariamente invade el campo legislativo. Más bien se trata de que los jueces italianos y europeos han actuado basándose en un material normativo producido mediante procedimientos propios de la democracia representativa —el art.€2 de la Constitución italiana, los arts.€8 y€12 de la Convención europea de derechos del hombre, el art.€9 de la Carta de derechos fundamentales de la Unión Europea—. El hecho de que se trate de normas de principio y no de disposiciones analíticas, no impide su directa aplicación; lo cual requiere, obviamente, una mayor mediación judicial, pero que opera, sin embargo, en un contexto ya definido por el legislador. Legiferar por principios es una técnica sólidamente enraizada en los más
53. Véase lo escrito supra, pp. 59-65.
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diversos ordenamientos y que históricamente proviene de la adquirida conciencia de que los sistemas jurídicos deben dotarse de instrumentos capaces de interceptar los cambios culturales y sociales sin tener que fiarse siempre de un seguimiento constante, y sustancialmente imposible, de lo nuevo, gracias a puntuales intervenciones legislativas. Cláusulas como la buena fe, o la corrección y las buenas costumbres, y otras más, han cumplido, y siguen cumpliendo, esta función, haciendo posible un derecho homeostático, es decir, capaz de autoadaptarse a una realidad cada vez más dinámica y cambiante. La importancia de los principios ha asumido nuevos significados y fuerza en el Estado constitucional de los derechos, porque los principios constitucionales no solo son aquellos a los que hay que recurrir para una reconstrucción conjunta del ordenamiento, para una interpretación de las demás normas constitucionalmente orientada. Los principios tienen aplicación directa en las situaciones que ellos delimitan y, por tanto, legitiman y hacen necesario el recurso a ellos por parte del juez. Este es hoy el terreno propio de la discusión sobre derecho y democracia y aquí es donde la autodeterminación define su propia e insustituible función. La autodeterminación, de hecho, no se auto-instituye, no vive en un vacío de principios de referencia. La verosimilitud de ese conjunto de principios, aquí repetidamente invocados, delimita y garantiza el espacio de la acción legítima y, al consentir la adaptación de la regla a las mutantes e irrepetibles modalidades de la vida mediante la actividad de los interesados, hace posible no solo el autónomo gobierno de uno mismo, sino también esa confrontación cultural y social que puede producir recíproca comprensión, abriendo así un camino hacia una construcción compartida y no autoritaria de valores comunes de referencia. Valores no «tiranos», sino expresivos de una reflexión que parte de principios fundacionales del sistema ante los que nadie puede declararse ajeno. Razonando sobre cuerpo y vida, en la prospectiva señalada por la relación entre individuo y Estado, Paolo Zatti ha sacado a la luz la existencia de una «reserva de soberanía», que «en su versión más fuerte se refiere a una afirmación de soberanía: la enajenación de una parte, de eso€que originalmente es ‘mío’, a la cesión de soberanía del contrato social; que por lo demás es el significado de ‘privado’, privus, un confín en el que no entra el poder de la res publica»54. Estamos en los orígenes de la moderna edad de los derechos que, justamente en ese pacto, más que en las posteriores reflexiones iluminísticas que con más frecuencia se citan, tuvo su principio. Una fundación totalmente mundana, ligada a las «dos invenciones políticas modernas: el sujeto y el Estado [...]. La servi 54. P.€Zatti, «Prinicipi e forme del ‘governo del corpo’», en S.€Rodotá y P.€Zatti (eds.), Tratatto di biodiritto II.€Il governo del corpo, Giuffrè, Milán,€2011, t.€1, p.€125.
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dumbre voluntaria al Estado soberano es la otra cara de la soberanía del sujeto»55. Y entre las «libertades de los súbditos» comparece «la propia línea de vida»56. A la soberanía del Estado, el sujeto victorioso de la revolución francesa, el burgués moderno, puso como límite la propiedad. Lo dice con eficacia, como hemos visto, Portalis: «al ciudadano pertenece la propiedad, al soberano el imperio»57. En el complejo tránsito del sujeto abstracto a la persona constitucionalizada, reconocida en la concreción del vivir, que caracteriza la fase presente, se realiza una transferencia de soberanía de la que dan testimonio en su forma más radical las palabras conclusivas del art.€32 de la Constitución: «la ley no puede en ningún caso violar los límites impuestos por el respeto a la persona humana». El pacto social queda así «renegociado» y la condición de «súbdito» revocada al llegar al núcleo de la existencia.
55. C.€Galli, «All’insegna del Leviatano. Potenza e destino del progetto politico moderno», introducción a Th.€Hobbes, Leviatán [1651], trad. esp. de A.€Escohotado, Nacional, Madrid,€1979. 56. Th.€Hobbes, Leviatán, XXI, «De la libertad de los súbditos», ibid., p.€302. 57. J.-É.-M.€Portalis, Discours au Corps législatif,€26 nevoso año XII, en P.-A.€Fenet, Recueil complet des travaux préparatoires du Code civil, cit., vol. XII, pp.€259€ss. Sobre este punto, entre otros, E.€Gasparini, «Regards de Portalis sur le droit révolutionnaire: le juste milieu»: Annales historiques de la Révolution française,€328 (2008), pp.€121-133.
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Capítulo XI CUATRO PARADIGMAS PARA LA IDENTIDAD
Escribe Thomas Mann al inicio de la Las historias de Jacob: «profundo€es el pozo del pasado. ¿O deberíamos decir insondable?»1. Profundísimo es€el pozo de la identidad y muchos son los juristas que evitan asomarse a él. Y no lo hacen, no porque crean que eso les aleja de su trabajo intelectual, sino porque consideran que esta materia es mejor dejarla en manos de filósofos, psicoanalistas, sociólogos o antropólogos. Hay una especie€de temor reverencial a someter las propias categorías, y las propias certezas, a una confrontación con otras disciplinas y a traspasar el umbral de una realidad tan móvil que produce vértigo. Pero habría que sumergirse en este pozo para evitar que el derecho deje de estar en condiciones de contribuir a dar la justa medida de la construcción y de la representación de la identidad, del ser y del parecer. Hay amarres a los que sujetarse. Sugiero algunos que sintetizo en cuatro paradigmas: el paradigma Lepellettier, o de la identificación; el paradigma Montaigne, o de la construcción incesante; el paradigma Zelig, o de la multiplicación; el paradigma Alcampo, o de la reducción. Esta multiplicidad de puntos de vista puede ayudar a entender el dato inmediato más relevante, el de la identidad buscada y rechazada al mismo tiempo, y puede señalar algunas coordenadas generales que en las páginas siguientes encontrarán más específicas profundizaciones. El paradigma Lepellettier, o de la identificación «Yo creo que es bueno ordenar que cada ciudadano lleve solo el apellido de su familia y no el de una tierra. Os pido autorización para firmar mi moción: Louis-Michel Lepellettier». Así se expresa, en junio de€1790,
1. Th.€Mann, Las historias de Jacob, trad. de J.€Parra, Ediciones B, Barcelona,€2000.
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Louis-Michel de Saint-Fargeau dirigiéndose a la Asamblea constituyente. El pasaje es significativo: no me identifico con, soy identificado por; no dependo de algo que me objetiviza, me identifico a través de una historia que me compete; me libero de una «esencia», me entrego a una «decisión»2. De aquí el abandono de la identificación con un lugar, con una profesión o con un oficio, que siguen teniendo vigencia en la onomástica pero que han perdido la función de establecer un nexo entre la persona y su función social. El primero de los rasgos distintivos de la identidad, el instrumento básico para la identificación pública, pasa a ser ahora un dato privado, el nacimiento y, por tanto, la pertenencia familiar. Identidad y nombre se asocian en una forma que remite a un orden, el de la familia patriarcal, que de esta manera estructura la esfera pública. El eco de esta impostación sigue resonando en la actualidad, como testimonia la sentencia n.€61, de€2006, del Tribunal constitucional, donde la exigencia de dar relieve también al apellido de la madre se argumenta así: «en la doble dirección del derecho de la madre a trasmitir su propio apellido al hijo y el del hijo a adquirir señas de identificación respecto a ambos progenitores, se da testimonio de la continuidad de su historia familiar, con referencia incluida a la línea materna». De esta manera, aun siguiendo firme la referencia familiar, el esquema patriarcal y la rigidez en la atribución del apellido quedan relegados y, según las materias concretas, el apellido entra en un área de disponibilidad por parte de los progenitores. No quedan con ello canceladas las exigencias públicas ligadas a la identificación, sino que, depurada ahora de enganches externos, el apellido se presenta todavía como institución de seguridad pública, que expresa la necesidad del Estado de mantener constante control sobre las personas, mediante la existencia de documentos y con la obligación de que cada cual dé «cuenta de sí mismo». No es así en todos los ordenamientos, en algunos de los cuales la libertad del ciudadano se cifra en la ausencia de documentos de identidad obligatorios (los casos más conocidos son los Estados Unidos y Gran Bretaña, aunque en este último país las exigencias de seguridad llevaron en un primer momento al abandono de este criterio, durante la Segunda Guerra Mundial, y después a la Identity Card Act de€2006, abrogada en€2011). No obstante, el problema de la importancia social de la identidad y de la identificación de las personas no debe ser considerado solo en esta dimensión ya que, en los Estados 2. «La identidad [...] no está adherida a la esencia de un objeto; depende más bien de nuestras decisiones. La identidad es un hecho de decisiones. Y si es un hecho de decisiones, habrá que abandonar la visión esencialista y fixista de la identidad para adoptar más bien una de tipo convencional» (F.€Remotti, Contro l’identità, Laterza, Bari,€1996,€62012, p.€ 5). Acerca del «antiesencialismo», insiste G.€ Pino, «L’identità personale», en S.€ Rodotá y P.€Zatti (eds.), Trattato di biodiritto I.€Ambito e fonti del biodiritto, Giuffrè, Milán,€2010, pp.€297-321.
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C U ATRO P ARAD I G M AS P ARA LA I DENT I DAD
Unidos especialmente, la posesión de una tarjeta de crédito constituye el título jurídico necesario para la entrada en el mundo del consumo y de la prestación de servicios, con efectos de orden general sobre la identificación de la persona. La presencia en la esfera pública queda así adherida, y de alguna manera subordinada, a la legitimación en el mercado. Los recorridos de la identidad y de la identificación, que ya en el pasado no siempre fueron coincidentes, tienden, por un lado, a separarse cada vez más y, por otra, a encontrar nuevas formas de conjunción. Si se examina la estructura tradicional de los documentos de identidad, aparece claro de inmediato que la identidad basada solo en el apellido no es suficiente para la identificación, pues necesita ir acompañada de una descripción física —foto, color de los ojos y del pelo, rasgos particulares, improntas digitales— que atribuye a la corporeidad un papel fundamental. La llegada de las tecnologías electrónicas parece haber jubilado la identificación por la fisicidad. La identidad se hace abstracta, se basa en códigos secretos, palabras clave, algoritmos. Pero en tiempos más recientes se ha vuelto la atención otra vez a los componentes físicos, sobre todo porque la realidad desmaterializada implica, en muchas situaciones, el riesgo de no asegurar con certeza la identificación del sujeto al que se hace referencia. La manera de utilizar los cajeros automáticos u otros instrumentos semejantes no garantiza su utilización por parte del titular, quien, aparte los casos de fraude, puede haber confiado voluntariamente a otros la palabra clave, su «código secreto», compartiendo así con otros este particular modo de ser de su identidad. Esto es posible cuando el password consiste en un código que hay que introducir para acceder a un servicio, a un documento o a un área protegida, o incluso para votar. Además, una vez cifrada la identidad exclusivamente en datos carentes de cualquier relación con la persona concreta, se incrementa el riesgo de hurtos de identidad mediante el simple hecho de adueñarse de un código numérico, de una palabra clave, de un algoritmo. Para reaccionar ante esta situación, la atención se ha desplazado masivamente hacia los datos biométricos, en primer lugar hacia las huellas digitales, sobre todo por la posibilidad de alcanzar un generalizado control de todos los ciudadanos. Pero esto puede provocar derivas inquietantes: aumenta la vulnerabilidad individual y social con consecuencias preocupantes, incluso en casos de hurto de la identidad. Son hoy bien conocidos los resultados de algunos trabajos que buscan reproducir las huellas digitales, falsificarlas, con la consiguiente posibilidad de que sean utilizadas por sujetos diferentes a aquellos a los que naturalmente pertenecen. Esto cambia radicalmente la cualidad del hurto de identidad. Pues, si bien pueden ser desagradables y dañinos los efectos del hurto de un tradicional password, siempre es posible sustituirlo por otro diferente, de manera que la persona puede permanecer en todos los cir275
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cuitos que condicionan el acceso al uso de ese tipo de clave (tarjetas de crédito, cajeros automáticos, acceso a ordenadores, a lugares protegidos y a un largo etcétera). En el caso del hurto de la huella digital, sin embargo, la sustitución es imposible. Estamos ante una usurpación total de la identidad, de manera que la única manera de evitar los usos ilegítimos por parte de otros es la de no recurrir más a este instrumento identificativo. Pero, para la persona interesada, esto implica su exclusión total de todos los sistemas basados en las huellas digitales, con un daño individual y social tanto mayor cuanto más difusos son tales sistemas. Considerando este problema, se discute la oportunidad de generalizar los sistemas basados en este tipo de dato biométrico, cuyo uso, sin embargo, debería completarse con el recurso conjunto a otros datos biométricos, o sustituirlo por otros datos diferentes y más fiables (huella de la mano entera, alzamiento del trazado de las venas). Vuelve a dársele importancia, con nuevas maneras, al cuerpo, que se convierte en fuente de informaciones, en objeto de un continuo data mining, una mina a cielo abierto de la que extraer datos sin fin. El cuerpo se convierte en password, la fisicidad ocupa el lugar de las abstractas palabras clave: huellas digitales, geometría de la mano, de los dedos, de las orejas, el iris, la retina, los rasgos del rostro, los olores, la voz, la firma, la manera de teclear, los andares, el ADN.€Cada vez se recurre más a estos datos biométricos, no solo para identificar, o como clave pare el acceso a diversos servicios, sino como elementos de clasificación permanente a la hora de realizar controles posteriores al momento de la identificación, o para autentificar/verificar, esto es, para confirmar la identidad. Pero esta revancha de la fisicidad no implica que el cuerpo se disocie de la tecnología. Más bien al contrario, son justamente las innovaciones tecnológicas las que permiten descomponer el cuerpo por mediación de las informaciones recogidas y que reducen luego la identidad de un sujeto en su conjunto a un solo detalle —un rasgo del rostro, la escansión del iris—. Y aquí surgen nuevos y más dramáticos interrogantes derivados del hecho de que algunos datos biométricos contienen múltiples informaciones, algunas muy sensibles, no destinadas a la identificación o a la verificación, sino que hacen referencia a una multiplicidad de sujetos, además del afectado. Y de esta manera, a través de los datos de una persona, se adueñan de la identidad genética de un grupo biológico completo. A partir de la identificación se instaura pues una nueva relación, compleja y cada vez más intensa, entre la persona y una serie de sujetos que pueden incidir sobre la determinación de la identidad y, por su mediación, también sobre la construcción misma de la personalidad. Habría que considerar aquí algunas situaciones extremas, como son las relacionadas con el empleo de las tecnologías de radiofrecuencia (RFID), que permiten la identificación de una persona portadora de un microchip —adherido en 276
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un documento, en un parche o bien inserto en la piel— que se puede detectar a distancia. Permiten el control continuo y hasta una «lectura» permanente de la persona mediante el acceso al conjunto de informaciones que lleva consigo, si no se definen las garantías técnicas y jurídicas adecuadas. Por lo demás, habría que añadir que esto siempre ha sido así, que la identidad es fruto de interacciones sociales, con sus raíces en el espacio privado, pero que se explicita y se precisa en el espacio público. En los últimos tiempos, sin embargo, este fenómeno ha cambiado de dimensión y de escala a causa de las innovaciones ligadas a las tecnologías de la información y de la comunicación. Justamente la racionalidad tecnológica ha formalizado un modo de afrontar la cuestión de la identidad con unos procedimientos de construcción en los que la contribución del otro no es que vaya junto a la autonomía de la persona, sino que se superpone a ella, la sustituye. Ya existen procedimientos automáticos de decisión en las más diversas materias, por ejemplo con el algoritmo de Google, que establece qué informaciones deben aparecer en primer lugar cuando se busca algo; la compleja decisión sobre lo que es la identidad de una persona queda transferida a sistemas que ordenan según su propia lógica las informaciones recibidas y proyectan hacia el exterior «su» representación de la persona. Llegamos así a identidades «fracturadas» por la intersección de demasiados confines3, ciertamente virtuales, pero dramáticamente reales cuando son los emigrantes quienes confían sus propias vidas a unas embarcaciones precarias, obligados a esconder su propia identidad para poder tocar una mínima oportunidad de supervivencia. El paradigma de Montaigne, o de la construcción incesante El paradigma de Montaigne —con su ya recordada definición de la vida como «un movimiento desigual, irregular y multiforme»4—, nos ayuda a penetrar en esta dimensión. ¿Quién guía en los hechos este movimiento, quién establece los ritmos, quién lo asienta en la dimensión institucional? Las respuestas a estas preguntas hay que buscarlas en diversas direcciones y exigen atención no solo a las relaciones entre el espacio de la autonomía individual y el de la transparencia social, sino a la transferencia de la construcción de la identidad a sistemas tecnológicos. De esto se hablará más adelante con detalle. Por ahora, bueno será tener presente un juego de las apariencias que puede resultar engañoso. Precisamente por 3. S.€Mezzadra, «Confini, migrazioni, cittadinanza», en Íd. (ed.), I confini della libertà. Per un’analisi delle migrazioni contemporanee, Derive Approdi, Roma,€2004, p.€103. 4. M. de Montaigne, Ensayos [1558], Libro III, cap. III, «De tres comercios», trad. de D.€Picazo y A.€Montojo, Cátedra, Madrid,€1987, pp.€42-56.
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que los sistemas automáticos pueden recibir y elaborar una gran cantidad de datos personales, el resultado puede ser el de una construcción de la identidad ajustada fielmente al desarrollo de la existencia, de la que no se pierde ningún trazo, de la que se registran todos sus movimientos. Pero las lógicas que están en la base de estos sistemas pueden ser configuradas de tal manera que destaquen más la regularidad que los desplazamientos, las normalidades más que las variaciones, la conformidad con modelos más que la ruptura con los esquemas. ¿Queda encerrada la identidad en una jaula construida por otros? Estas consideraciones permiten entender mejor, y hasta iluminar, el sentido y el alcance de algunas normas y valorar más correctamente algunas sentencias y posiciones doctrinarias. Es significativo que el reconocimiento legislativo del derecho a la identidad nazca con la ley n.€675, de€31 de diciembre de€1996, y sea corroborado por el art.€2 del decreto legislativo n.€196, de€30 de junio de€2003 (Código en materia de protección de datos personales). Esta innovación merece ser considerada bajo tres aspectos: como una ampliación intencionada de esa materia disciplinar dado que la referencia a la identidad no aparecía en la Directiva europea€95/46, de la que la ley de€1996 constituye su transposición al orden interno; como una instalación de la identidad en el marco «de los derechos y de las libertades fundamentales [...] con especial referencia [...] a la identidad personal» (art.€1 de la ley€675/96; art.€2.1 del Código); como criterio interpretativo de la normativa sobre protección de datos personales en su conjunto. La estrecha relación que así se instituye entre identidad y tutela de los datos personales permite entender claramente la identidad como «representación». Algunas indicaciones particulares evidencian esta línea reconstructiva a partir del derecho al acceso (art.€7 del Código), que representa un elemento constitutivo de la protección de datos como derecho fundamental (art.€8.2 de la Carta de derechos fundamentales de la Unión Europea). El acceso generalizado, y por tanto la posibilidad de conocer, que incluye también los datos tratados por los servicios de seguridad (art.€160.4 del Código), pone a la persona en la condición de no perder jamás el poder de control sobre su propia identidad, incluso de la que resulta de la actividad ejercida por otros sujetos. Particular importancia tiene, desde este punto de vista, el derecho a conocer las «modalidades del tratamiento» y la «lógica aplicada en caso de tratamiento efectuado con el auxilio de elementos electrónicos» (art.€7.1b y€1c del Código): el conocimiento de «uno mismo», derivado del tratamiento de los propios datos, no se satisface con la simple comunicación del sentido que tales datos asumen en la elaboración que otros puedan hacer. Hoy, pues, podemos leer las palabras de Montaigne como la descripción de una identidad nómada, perennemente irrealizada, construcción 278
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incesante e inconclusa, esto es, a duras penas reconducible a esquemas jurídicos que lo que quieren es igualdad, regularidad, uniformidad. Así se entiende el sentido de una situación más general de la dialéctica entre igualdad y diversidad, registrada en el art.€22 de la Carta de derechos fundamentales de la Unión Europea, donde el reconocimiento de la diversidad está colocado significativamente al inicio del dedicado a la igualdad. El dato de realidad, evidentemente, guarda relación con la irreducible diversidad que hace de cada cual un ser único, poniendo en guardia contra los riesgos de adoptar criterios de normalidad para la valoración de las personas y sus comportamientos. La necesidad de criterios individualizados penetra en el orden jurídico, como demuestra el ya citado art.€14.1 del Código en materia de protección de datos personales, que prohíbe la definición de la personalidad a partir exclusivamente de procedimientos automatizados. Al mismo tiempo, el orden jurídico muestra que es consciente de la variabilidad de la identidad, al menos en sus datos exteriores, por ejemplo cuando prevé un límite de validez temporal a los documentos de identidad y exige que las fotografías necesarias sean «recientes» (carné de identidad), «no anteriores a seis meses» (pasaporte). La identidad, pues, es variable, cada cierto tiempo necesita una «reidentificación». Bien podría aplicársele el dilema de identidad que acompañaba a la nave de Teseo: cambiados el velamen y los mástiles, ¿será la nave que llega a puerto la misma que en su día zarpó? La respuesta no puede llegarnos de la simple contraposición entre identidad subjetiva y objetiva, entre mi percepción de una continuidad y la mirada del otro que registra las variaciones. Tal vez sea más profunda y acuciante, en este caso, la exigencia subjetiva del olvido, el no quedar prisioneros del pasado, la búsqueda del cambio y el ser reconocidos a través de este no ser ya idénticos a lo que fuimos ayer. Hay discontinuidades radicales, como las ligadas a la identidad sexual, cuando esta es vivida en contraste con la biológica y requiere una formal actualización y un registro público. Para que el derecho a la identidad sexual pueda hallar pleno reconocimiento no siempre es imprescindible que esta se realice mediante un cambio quirúrgico de los caracteres físicos de la persona, como así lo dispone la ley alemana e italiana. Con el Gender Recognition Act inglés, de€2004, y la ley española sobre la identidad sexual, es posible registrar el cambio de sexo y trasladarlo a los documentos de identidad, evitando así problemas psicológicos, dramáticos muchas veces, ligados justamente a la demolición-reconstrucción, irreversible, de los caracteres físicos, a la «metamorfosis imposible». Es en la psique, no solo en el cuerpo, donde la identidad sexual halla su lugar. Esta consideración no puede generalizarse. La transformación del cuerpo puede ser considerada como necesaria para construir una identi279
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dad capaz de comunicarse, como sucede con los piercing, los tatuajes, la cirugía plástica, los tratamientos dentales, que permiten esa particular forma de comunicación que es la sonrisa. Pero incluso para construir las condiciones extremas del estar bien consigo mismo, como sucede en el caso de los llamados Body Integrity Identity Disorders, que demandan eliminar la parte del cuerpo no deseada (en los Estados Unidos un médico ha acogido la demanda de un paciente de obtener la amputación de las piernas), haciendo coincidir la aceptabilidad de la existencia con una identidad física precisamente «amputada»5. Desechada esa idea de la «rotunda identidad», conclusa y definitiva de una vez por todas, la identidad se confirma como un proceso que no solo opera por acumulación, sino también por selección, por eliminación o por una provisional puesta entre paréntesis de datos que nos afectan. De nuevo el Código en materia de protección de datos personales nos ofrece elementos significativos cuando diseña el derecho de acceso a los datos personales (art.€7) como una situación instrumental que permite el ejercicio de derechos estrechamente ligados a la definición de identidad en sí misma (actualización, rectificación, integración, transformación de manera anónima, bloqueo de datos), o a su percepción por parte de otros (atestación de que las operaciones ahora mencionadas han sido comunicadas a aquellos a quienes se les habían comunicado los datos con anterioridad). El derecho al olvido, por otra parte, también está previsto en múltiples normas y halla su fundamento de principio en el art.€11.1e) del Código, donde se dispone que los datos deben «conservarse de manera que permitan la identificación del interesado durante un periodo de tiempo no superior al necesario para las finalidades para los que fueron recogidos y sucesivamente tratados». Además, se puede decir que hay un límite a la intervención de terceros en la construcción de la identidad y que consiste en el derecho a no saber, explícitamente contemplado, por ejemplo, en la Convención sobre derechos del hombre y de la biomedicina, donde se prevé, en el art.€10.2, que «todas las personas tienen el derecho a conocer las informaciones recogidas acerca de su propia salud, aunque debe respetarse la voluntad de la persona que no quiere ser informada». La esfera privada no puede ser invadida por informaciones no deseadas. Los instrumentos del derecho incorporan, pues, formas que permiten acompañar a la identidad en sus múltiples modalidades de construcción, de las que las disposiciones sobre el apellido no son más que un ejemplo. Hay, sin embargo, situaciones en las que el cambio queda naturalmente excluido, como sucede con los datos genéticos, lo cual, sin embargo, no 5. Sobre el tema continuidad/discontinuidad de la identidad personal, véase S.€Tagliagambe, «Identità personale e neuroscienze», en S.€Rodotà y P.€Zatti (eds.), Trattato di biodiritto I.€Ambiti e fonti del biodiritto, cit., pp.€323-329,€354.
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puede convertirse en algo vinculante; ni siquiera los descendientes tienen que uniformarse con la identidad genética de los progenitores, mediante ese derecho de los descendientes a recibir un «patrimonio genético no modificado»; si así fuera, entraríamos en conflicto con las oportunidades ofrecidas por la ciencia para evitar la transmisión de caracteres genéticos que pueden implicar el desarrollo de enfermedades. El enganche con la fisicidad vuelve a aparecer cuando se hace esencial la certeza de la identificación y, como ya se ha dicho, son los datos biométricos los que constituyen una referencia obligada. Pero algunos vínculos artificiales también pueden ser considerados como necesarios, como se deduce de las normativas que hablan de la diversidad de los documentos electrónicos. Naturaleza y cultura hallan en el terreno de la identidad nuevas ocasiones de confrontación, que se hacen especialmente comprometidas cuando la modificación del cuerpo puede incidir seriamente en la percepción de uno mismo; hablamos, claro está, de trasplantes, a los que el derecho ha tratado de responder con la previsión de un anonimato bilateral, con la prohibición del trasplantado de conocer la identidad del donante y viceversa. Pero el trasplante del rostro ya plantea nuevos dilemas y las discusiones en torno al trasplante de cerebro nos llevarían hacia fronteras donde los interrogantes sobre la identidad asumirían caracteres radicales. Si la continuidad verdadera de la identidad sigue fiándose a la permanencia de la conciencia —mientras que los procesos biológicos realizan una constante pero normal mutación—, ¿cuáles pueden ser las salidas en un asunto en el que el cambio biológico es tan radical? El paradigma Zelig, o de la multiplicación En Zelig, de Woody Allen, se expresa un deseo, o una aspiración: «Quisiera ser muchas personas. Tal vez algún día eso sea posible». La irrupción en nuestras sociedades de la electrónica y de las técnicas de clonación, acerca esta hipótesis a la realidad y sugiere nuevas reflexiones sobre la unicidad, la identidad, la personalidad, sobre el prepotente retorno del tema de la «máscara» en nuestra cultura, incluida la jurídica. Las palabras de Zelig remiten a la posibilidad de la multiplicación de las identidades en la red6. Aquí la identidad se hace múltiple y se descompone. Puede ser una identidad completamente provisional para afrontar una situación poco convencional. Puede ser una identidad funcional para el logro de unos resultados específicos. Puede ser una identidad mimética con la intención de acercarse a un modelo por el que querría ser absorbido. Esta es justamente la transformación que Zelig presenta con la 6. En el capítulo siguiente, «Hombres y máquinas», se analizará la cuestión de manera más analítica.
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mutación física del protagonista, correspondiente a las situaciones por las que va pasando. Pero aquí, el dualismo entre fisicidad y virtualidad, cada vez menos posible en la mayoría de los casos, manifiesta su irreducible persistencia. Sea cual fuere la diversificación/multiplicación de las identidades, permanece única e indivisible la referencia a una sola persona física que luego condiciona y estructura la posibilidad de ejercer derechos. El paradigma Alcampo, o de la reducción En diversos lugares del mundo, donde se alzan con su banal y cuadriculada monumentalidad los supermercados Alcampo, aparece a veces en su fachada un escrito que, con sus luminosos caracteres nocturnos, suena imperioso e inquietante: «la Vida, la verdadera». Es la señal prepotente y sincera a un tiempo de la reducción de la persona a consumidor, única identidad socialmente reconocida en su plenitud. Considerado en su conjunto el sistema jurídico europeo, se sigue percibiendo la fuerte dialéctica existente entre reduccionismo económico y tutela de la persona en toda la riqueza de su existencia. La normativa europea ha privilegiado la atención por la persona en la dimensión del consumo, haciendo de la tutela al consumidor uno de los objetivos primarios de su atención. Un objetivo seguramente importante, con efectos significativos en las legislaciones de los Estados miembros. Y, sin embargo, parcial, expresivo de una consideración de la persona centrada en el punto de vista del mercado: lógica considerada insuficiente por la misma Unión Europea que, al instituir la Convención a la que se confiaba la redacción de la Carta de derechos fundamentales, ponía como base de esta decisión la afirmación según la cual «la tutela de los derechos fundamentales constituye un principio fundacional de la Unión Europea y el presupuesto indispensable de su legitimidad». Se subrayaba así explícitamente la insuficiencia de un marco institucional sustancialmente organizado en torno al mercado y se desplazaba la atención de la exclusiva lógica económica a la de los derechos. La Carta de los derechos ha operado una explícita conexión entre valores, principios, derechos y centralidad de la persona, ya no considerada solo en la dimensión de la producción o del consumo. La identidad personal puede así recuperar su carácter poliédrico, ya no está sometida a un único factor «despótico» y totalizador7. Se especifica más adelante la constitucionalización de la persona8, en el sentido de una sustracción de la identidad a las pretensiones del reduccionismo. La persona no puede ser identificada únicamente con uno solo 7. G.€Pino, «L’identitá personale», cit., pp.€299-300. 8. Para una visión de conjunto, L.€ Trucco, Introduzione allo studio dell’identità personale nell’ordinamento costituzionale italiano, Giappichelli, Turín,€2004.
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de sus modos de ser en sociedad o con una parte de sí: no somos nuestros genes, ni nuestras informaciones, ni nuestra huella digital. Así se dice explícitamente, por ejemplo, en el art.€2 de la Declaración universal sobre el genoma humano de la Unesco: «la dignidad impone que no se reduzca a las personas a sus características genéticas y que se respete la unicidad y la diversidad de cada cual». Todo reduccionismo, en realidad, esconde un intento de legitimar la posibilidad de que algunos sujetos se adueñen de una parte de la persona que, una vez separada del todo, vería reducidas o desvanecidas las garantías que deberían acompañarla. Si la persona es solo consumidora, esta identidad empobrecida queda por entero en el mercado y sus datos asumen una valencia funcional para el funcionamiento de este último, que no quiere verse alterado por la pretensión individual de sustraer a la atención y al poder de otro una parte más o menos amplia de su esfera privada. Una anotación final Estos cuatro sumarios paradigmas quieren señalar la particular relación que se instituye entre integridad de la persona y articulación de la identidad. No son referencias contradictorias. Al contrario, la integridad se custodia cuando la persona no es forzada a entrar en unos esquemas identitarios que escapan a su poder de construcción o, al menos, a su control. Los relativos derechos se estructuran precisamente en torno a esta dialéctica en la que convergen las cuestiones de la identificación, del cambio, de la multiplicación, del rechazo al reduccionismo. La persona no puede ser simplificada arbitrariamente para instalarla con más facilidad en categorías que corresponden a los intereses de una multiplicidad de sujetos externos, juristas incluidos. Debe ser seguida en su multiforme itinerario, sin pretensiones autoritarias, sino construyendo pacientemente el contexto en el que sus derechos fundamentales puedan obtener no solo reconocimiento, sino cumplimiento.
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Tercera parte LA MÁQUINA
Capítulo XII HOMBRES Y MÁQUINAS
El hombre-máquina En la reflexión sobre el «hombre-máquina» de d’Holbach y La Mettrie1, la identidad física y psíquica está ordenada, en sentido normativo, por la naturaleza. Pero la relación con el mundo de las máquinas muestra que la identidad es un objeto social complejo, irreducible a los datos naturalistas y resultado más bien de un desarrollo histórico nunca cumplido. Vuelve la referencia a Montaigne, a su manera de subrayar la vida, en la que se refleja la identidad como una construcción continua, sometida a contextos variables, y alejada de todo automatismo. Por lo demás, si el orden que gobierna la identidad fuese solo el naturalista, la autonomía de la persona quedaría absolutamente negada desde el origen. Estamos ante una historia en la que siempre se ha tratado de forzar los límites de la naturaleza, sobre todo cuando se pretendía, y se pretende, imitarla, reproducirla, transportarla a una dimensión diferente. No es una conclusión paradójica, pero justamente cuando la reproducción de la naturaleza parece máxima, eso equivale a que se ha alcanzado la máxima artificialidad. Los automatismos, los «mecanismos ingeniosos» nos fascinan desde la antigüedad2; abrieron el camino a otras criaturas mecánicas, como los robots y las diversas máquinas pensantes3; luego 1. J. O. de La Mettrie, El hombre máquina, trad. de A.€Izquierdo y M.ª Badiola, Madrid,€2000; P.-H. T. d’Holbach, Sistema de la naturaleza [1770], trad. de J.€Ml.€Bermudo, Nacional, Madrid,€1982. 2. M.€G.€Losano, Storie di automi. Dall’antica Grecia alla Belle époque, Einaudi, Turín,€1990; C.€Sini, L’uomo, la machina, l’automa, Bollati Boringhieri, Turín,€2009. 3. V.€Pratt, Macchine pensanti. L’evoluzione dell’intelligenza artificiale, trad. it. de M.€T.€Bolla y M.-L.€Sapino, Il Mulino, Bolonia,€1990; J.€Bernstein, Uomini e macchine intelligenti, trad. it. de G.€Longo, Adelphi, Milán,€ 21990; A.€M.€Turing, ¿Puede pensar una máquina?, trad. de Ml.€Garrido, Universidad de Valencia, Valencia,€1974. Otros trabajos:
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vendrían los cyborg, anunciando lo trans-humano y lo pos-humano, las investigaciones sobre las relaciones entre cerebro y máquinas, sobre los Brain-machine interfaces (BMIs) o Brain-computer interfaces (BCIs) y, más en general, sobre la Human-computer interaction (HCI). Pero las relaciones entre el hombre y el mundo de las máquinas no son lineales. El hecho de que se tome al hombre como modelo, o como referencia, puede llevar a resultados de lo más variopintos: a tratar de replicar al hombre en la máquina o a hacer que el hombre se vuelva máquina, objeto entre los objetos, «hombres-máquinas» precisamente. Estas vicisitudes han originado siempre una gran preocupación social y muchas reacciones; de las críticas radicales al maquinismo la más conocida y exagerada es la conocida como luddismo, por el nombre de su fundador Ned Ludd, que tuvo una singular intervención, allá por los años sesenta, cuando Harvey Matusow y su Internacional Society for the Abolition of Data Processing Machines se manifestaban en Nueva York ante la sede de la IBM, portando carteles que rezaban «Computers Are Obscene». La crítica al progreso tecnológico se ha expresado de diversas formas tratando de proteger al hombre de un destino que lo podía convertir en «esclavo feliz de las máquinas»4, y para evitar la transformación de toda la sociedad en una implacable máquina de control. En realidad, grandes distopías y utopías constituyen un fondo del que culturalmente no se puede prescindir cuando se habla sobre la relación hombre-máquina. Los cambios son constantes. La integración progresiva con el mundo de la ciencia y de las máquinas ha sido considerada de hecho como una extraordinaria oportunidad ofrecida al humano para alcanzar una plenitud que hasta ese momento le faltaba. Un mundo, sin embargo, que no es externo sino que penetra en lo humano, lo transforma. Retornan a la memoria las Magnalia naturae enumeradas por Francis Bacon en el apéndice a la Nueva Atlántida: Alargamiento de la vida [...]. Retraso de la vejez. Curación de enfermedades consideradas incurables. Mitigación del sufrimiento [...]. Modificación de los caracteres somáticos. Incremento y exaltación de las facultades intelectuales. Mutación de cuerpos en otros diferentes. Fabricación de nuevas especies. Trasplantes de una especie a otra [...]. Extracción de nuevos alimentos a partir de sustancias nunca empleadas para este fin5. M.€Minsky, La máquina de las emociones: sentido común, inteligencia artificial y el futuro de la mente humana, trad. de M.€García Garmilla, Barcelona,€2000. Además, G.€Sartor, Intelligenza artificiale e diritto, Giuffrè, Milán,€1996. 4. Ha escrito grandes páginas en los capítulos XXIII-XXV, dedicados al «Libro de las máquinas», S.€Butler, Erewhon, o Al otro lado de las montañas, trad. de A.€Cotarelo, Akal, Madrid,€2012; Erewhon se publicó anónimo en Inglaterra en€1872. 5. F.€Bacon, Instauratio Magna, Novum Organum, Nuova Atlántida, ed. de F.€Larroyo, trad. de M.€C.€Merodio, Porrúa, México,€1980, pp.€206-207.
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Todo esto debe ser considerado hoy en la dimensión de los derechos, de la construcción de una identidad que acaba coincidiendo con la construcción misma de lo humano. Tras la gesta de Oscar Pistorius, el atleta sudafricano que corre con dos prótesis de fibra de carbono que sustituyen a las partes inferiores de las piernas, otra atleta olímpica, Aimée Mullins, ha afirmado que «modificar el propio cuerpo con la tecnología no es una ventaja sino un derecho. Tanto para quien practica el deporte a nivel profesional como para el hombre común». Cae así la barrera entre «normales» y portadores de prótesis, y hasta se intuye en la distancia una noción más amplia de normalidad que se convertiría en condición para construir libremente la propia identidad utilizando todas las oportunidades socialmente disponibles. La nueva dimensión de lo humano exige una medida jurídica diferente que amplíe el ámbito de los derechos fundamentales de la persona. Las personas se apropian de la tecnología a través del cuerpo, y esta se ajusta a la medida de lo humano. Junto a estas nuevas oportunidades, sin embargo, hay situaciones en las que la hibridación de lo humano con instrumentos tecnológicos no conduce a una ampliación de las facultades de la persona, a un «human enhancement», sino a una conformación tal del cuerpo que facilita su control desde el exterior, incidiendo así sobre la identidad. Es el caso, entre tantos otros, de la inserción bajo la piel de microchips que, gracias a las radiofrecuencias, permiten transformar a la persona en una entidad que transmite constantemente informaciones que otros pueden utilizar de inmediato. La apropiación de las tecnologías a través del cuerpo ha dado un giro radical y es justamente la tecnología la que ha abierto la vía a la expropiación cotidiana. Pero el cambio más significativo lo representa el hecho de que el cuerpo, intacto en su materialidad, mantiene relaciones cada vez más intensas con un mundo de máquinas que se presenta como absolutamente exterior a él. Estamos destinados a vivir en una «realidad incrementada», en un «ambiente inteligente», poblado, por seguir usando las viejas palabras, por mecanismos ingeniosos y máquinas pensantes, construidas de manera que permiten invadir a las personas, de manera invisible muchas veces, gracias a datos que implacable y continuamente recogen sobre ellas. Se respeta la integridad física, pero la integridad de la persona, y con ella su autonomía, están siempre acosadas. ¿Con qué consecuencias? ¿Qué nueva racionalidad guía la relación entre hombres y máquinas? Mutaciones antropológicas Para tratar de responder a estas preguntas y para entender las nuevas maneras de construir la identidad, habrá que partir de la constatación de que se está delineando un orden social y jurídico de las máquinas, que reivin289
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dica una autonomía propia, y que no solo puede determinar conflictos con la tradicional autonomía de las personas, sino que produce una nueva antropología. Dos sentencias del Tribunal constitucional federal alemán pueden contribuir a aclarar algunos aspectos del problema. La primera (15 de febrero de€2006), en el parágrafo€14.III de la Ley de seguridad aérea, autorizaba a la aviación militar a abatir un avión civil que, desviado de su ruta por terroristas, amenazaba con ser utilizado como arma contra objetivos civiles o militares (es el caso del ataque del€11 de septiembre de€ 2001 contra las Torres Gemelas y el Pentágono), sin que existieran otros medios para impedir aquel resultado. La norma ha sido considerada como contraria a cuanto establecen los arts.€1 y€2 del Grundgesetz, la Constitución, relativos a la dignidad y a la defensa de la vida, con una motivación particularmente significativa. Según los jueces constitucionales alemanes, los pasajeros del avión quedaban «despersonalizados y, al mismo tiempo, privados de sus derechos (verdinglicht und zugleich entrechlicht)». Una decisión unilateral del Estado sobre la vida de unos pasajeros, a los que privaba del derecho de todo ser humano a decidir autónomamente sobre su propia existencia, reduciéndolos a objetos inanimados. La persona quedaba reducida a mera componente del avión, absorbida por la máquina, con una radical mutación de sus prerrogativas, de su estatuto «humano»6. Igualmente importante es la siguiente sentencia, de€27 de febrero de€2008, con la que el Tribunal constitucional ha declarado contraria al Grundgesetz una enmienda del Land Rhin-Westfalia Norte a las leyes sobre servicios de seguridad. Esta enmienda había atribuido a los servicios el derecho a «controlar secretamente Internet en cualquiera de sus formas, interviniendo especialmente sobre los instrumentos de comunicación empleados y accediendo de manera clandestina a los sistemas informativos tecnológicos con cualquier modalidad técnica». La sentencia del Bundesverfassungsgericht ha sido considerada como una decisión absolutamente innovadora porque ha creado un nuevo «derecho fundamental a la integridad y a la reserva de los sistemas informativos tecnológicos» como parte del derecho general de la personalidad, reconocido por la Constitución alemana. La sentencia afirma que «de la importancia de la utilización de sistemas informativos tecnológicos para el desarrollo€ de la personalidad, y de los daños al derecho a la personalidad que pudieran derivarse, proviene la necesidad de una tutela, esencial para el 6. La «fórmula del objeto» ha sido enunciada con particular nitidez, ya en€1956, por G.€ Dürig, «Der Grundsatz von der Menschenwürde. Entwurf eines praktikablen Wertsystems der Grundrechte aus Art.€1 Abs.€1 in Verdindung mit Art.€29 Abs. II des Grundgesetzes»: Archiv öffentliches Recht,€1956, pp.€117-157, con la intención de repudiar cualquier instrumentalización de los seres humanos, considerada como ofensiva contra su dignidad: el ser humano nunca debe ser transformado en objeto.
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respeto de los derechos fundamentales. La persona debe tener la garantía de€que el Estado respeta su razonable expectativa de integridad y reserva€de los sistemas informativos tecnológicos, en la perspectiva de una construcción de la personalidad no sujeta a restricciones» (par.€181). Esta sentencia integra dos precedentes y fundamentales decisiones del Tribunal constitucional, la de€1983 sobre «el derecho a la autodeterminación informativa», y la de€2004 sobre el derecho a «una tutela absoluta sobre el contenido esencial de la esfera privada». Los sistemas informativos tecnológicos, protegidos por el nuevo derecho fundamental, son aquellos que «por sí solos o mediante su interconexión, pueden contener datos de la persona interesada que, por sus características y por su diversidad, pueden dar como resultado que el acceso a ellos se transforme en una interferencia en aspectos esenciales del modo de vivir de la persona o que permitan realizar un perfil significativo de su personalidad» (par.€203). Este derecho se refiere a cualquier instrumento técnico empleado y, tratándose de un derecho fundamental, las autoridades públicas solo pueden excepcionalmente interferir en él, con una autorización judicial y solo si se dan «indicaciones precisas sobre el riesgo de un daño concreto» para la vida, para la integridad física y la libertad de las personas, para la existencia del Estado y para la supervivencia de las personas. No basta, pues, la probabilidad de un daño futuro. Las búsquedas online no pueden ser utilizadas en las investigaciones criminales ordinarias ni en ninguna actividad general de seguridad. Confrontemos esta impostación con la que se desprende de la cubierta del primer número del€2007 de la revista Time, dedicado según la tradición a la «persona del año». Aparecía con grandes caracteres la palabra «You». La ilimitada gama de los individuos era la señalada como protagonista. Cada uno, sin embargo, en su irrepetible singularidad, porque en esa cubierta estaba inserto un material reflectante que permitía a quien la mirase reconocerse como en un espejo. El mundo eres tú. Pero observando mejor, ese espejo no era otra cosa que la pantalla de un ordenador, diseñado en la cubierta sobre la palabra «You». El mensaje asumía un significado particular. Te reconozco como persona del año porque has entrado a formar parte de ese aparato tecnológico. El orden hombre-máquina da un vuelco estrepitoso. Eres protagonista, y tal vez señor del ambiente que te circunda, pero solo si te haces máquina, si te conviertes, en definitiva, en un componente de ese aparato. En la sentencia alemana del€2008, la impostación es absolutamente la contraria. Es el humano quien engloba en sí a la máquina, no al revés. Se reconoce que entre el hombre y la máquina no hay solo interacción, sino compenetración. Es este un dato estructuralmente evidente del que se reconoce la importancia constitucional. El derecho restablece la priori291
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dad de lo humano, pero advierte que en el mundo hay una nueva entidad, constituida justamente por la persona y por el aparato técnico al que confía sus datos. Entre persona y máquina se establece un continuum: al reconocerlo, el derecho nos consigna una nueva antropología que reacciona frente a las categorías jurídicas y modifica su cualidad. La reserva, cualidad de lo humano, se transfiere a la máquina. No es posible, pues, considerar que esta sentencia solo es un desarrollo posterior de la línea inaugurada por el mismo Tribunal constitucional en€1983, con la histórica sentencia que, reconociendo como derecho fundamental el de la «autodeterminación informativa», daba un giro radical en el marco tradicional de la tutela de la privacidad, al recoger las indicaciones más importantes de la elaboración cultural presente a inicios de los años setenta. En la sentencia de€2008 aparece también la referencia a la reserva, si bien su transferencia de la persona a la máquina confirma la novedad de la perspectiva. Pero dos cuestiones esenciales la diferencian de las decisiones precedentes. La primera tiene que ver con el hecho de que la noción de reserva se amplía para definir un marco de conjunto que impide la reducción de la persona, es decir, de lo humano, a simple entidad material. De aquí, y es la segunda diferencia, se deriva una nueva forma de garantía que supera la dicotomía entre el habeas corpus, ligado al cuerpo físico, y el habeas data, concebido como extensión de esa histórica garantía al cuerpo electrónico. Ya no son dos objetos distintos los que hay que tutelar sino un objeto único: la persona en sus diversas configuraciones, determinadas paulatinamente por su relación con las tecnologías, que no son solo las electrónicas. Estamos ante una reconstrucción de la persona integral, análoga a la realizada mediante el reconocimiento de una tutela unitaria de su integridad, ya no limitada a la física, sino extendida también a la psíquica y la social, como se dice explícitamente en la definición de salud elaborada por la Organización mundial de la salud y reproducida después en múltiples documentos jurídicos (como, por ejemplo, el art.€3 de la Carta de derechos fundamentales de la Unión Europea). Podría decirse, con cierto énfasis retórico, que el derecho, tras haber levantado acta de que la unión de cuerpo y alma no es escindible, ofrece con la sentencia alemana del€2008 su propia versión del «hombre-máquina». Se mantiene firme el acento sobre el dato humano, única vía para reconciliarlo con los aparatos técnicos que progresivamente lo acompañan, lo reestructuran, lo invaden. Una identidad «externa» En la dimensión tecnológica, pues, la identidad personal parece expandirse. Pero ¿quién la construye concretamente? La respuesta, deducible 292
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de la sentencia alemana de€2008, nos dice que al restablecer el dominio sobre una porción del mundo externo, sobre los aparatos técnicos de los que directamente nos servimos, será siempre y solo el interesado quien marque las condiciones para definir la identidad. No siempre ha sido así, sin embargo. La construcción de la identidad no debe confundirse con un derecho a la autorrepresentación. La relación entre identidad libremente construida por el sujeto y la intervención de terceros, con una actividad creciente, ha dado un giro total debido al cambio tecnológico en las modalidades de tratamiento de las informaciones personales. Inexactitudes y representaciones parciales, cuando no auténticas falsificaciones, son una característica constante de muchas biografías libremente construidas por sujetos diferentes al interesado y que después entran a formar parte de complejos informativos socialmente acreditados (como Wikipedia). Estamos también ante identidades «dispersas», por el hecho de que informaciones relacionadas con una misma persona se hallan en bancos de datos diferentes y donde cada uno de ellos restituye solo una parte o un fragmento de la identidad en su conjunto. Arriesgamos entrar en el tiempo de la identidad «incognoscible» para el interesado, dislocada como está, no solo en lugares diferentes, sino en sitios cuya existencia es difícil o imposible de conocer y cuyo acceso es difícil o imposible. Nuestra identidad es, cada vez más, el fruto de una operación en la que son otros quienes llevan la batuta con una constante elaboración y control. Y no se trata solo de una construcción basada en el modo con el que el otro nos ve o nos define, a veces con mirada desinteresada y participativa, a veces llevados por necesidades derivadas de la lógica del mercado o de la seguridad pública. La representación colectiva puede determinar la manera con la que se nos va a considerar, aunque no sea ella la que aporte los materiales constitutivos de la identidad, como sucede cuando se utilizan directamente nuestros datos personales. Lo cierto es que tanto en un caso como en el otro estamos ante una identidad «inestable», a la merced de prejuicios o de intereses concretos de quien recoge, conserva y difunde los datos personales. Se crea así una situación de dependencia que determina la construcción de una identidad «externa», y que califica la identidad con formas que reducen el poder de gobierno del interesado. La reinvención de la privacidad La construcción de la identidad, pues, se efectúa en condiciones de dependencia creciente del exterior, del modo con que se estructura el ambiente en el que vivimos. Dependencia de otras personas pero tam293
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bién del mundo de las cosas que nos rodean y que se emplean para modificar directamente nuestro propio cuerpo. Estamos viviendo una verdadera revolución de la identidad. «La identidad [...] está en el centro de un tiempo de extraordinarios tumultos»7, en la nueva edad de la Web, de la continua y masiva producción de perfiles, del cloud computing, de la inteligencia artificial, de desarrollos como los indicados por el autonomic computing8. Dos cambios en particular deben señalarse, ligados a la aparición de la Web€2.0 y€3.0. Internet€2.0, el de las redes sociales, se ha convertido en un instrumento esencial en los procesos de socialización y en la libre construcción de la personalidad. En esta perspectiva asume un significado nuevo la libertad de expresión como elemento esencial del ser de la persona y de su situación en la sociedad. La construcción de la identidad tiende a presentarse cada vez más como un medio para la comunicación con los demás y para presentarse cada cual en la escena del mundo. Esto modifica la relación entre la esfera pública y la privada, y la noción misma de privacidad. Lo cierto es que la privacidad se construyó como un dispositivo «excluyente», como un instrumento para ahuyentar miradas no deseadas. Pero el análisis de sus definiciones muestra también sus progresivas transformaciones, que han dado lugar a un derecho que puede hacer posible la libre construcción de la personalidad, la autónoma estructuración de la identidad, la proyección en la esfera privada de principios fundamentales de la democracia. La originaria definición de la privacidad como «derecho a que nos dejen en paz»9 no ha sido olvidada pero forma parte ahora de un contexto enriquecido con otros puntos de vista10. La primera innovación llega con Alan Westin, quien define la privacidad como el derecho a controlar el uso que otros hacen de las informaciones que nos afectan11. Posteriormente la privacidad fue considerada como «tutela de las opciones de vida contra cualquier forma de control público y de estigmatización social»12, «reclamación de las limitaciones que impiden que cada cual sea simplificado, objetivado y valorado fuera de contexto»13 y, más direc 7. J.€D.€Lasica, Identity in the Age of Cloud Computing, The Aspen Institute, Washington,€2009, p.€1. 8. A este tema está dedicado el volumen colectivo, editado por M.€Hildebrant y A.€ Rouvroy, Law, Human Agency and Autonomic Computing. The Philosophy of Law Meets the Philosophy of Technology, Routledge, Abingdon,€2011. 9. S.€ Warren y L.€ D.€ Brandeis, «The Right to Privacy»: Harvard Law Review,€ 5 (1890), pp.€4€ss. 10. Sobre este punto, S.€Rodotà, La vida y las reglas, Trotta, Madrid,€2010. 11. A.€Westin, Privacy and Freedom, Atheneum, Nueva York,€1970. 12. L.€Friedman, The Republic of Choice. Law, Authority and Culture, Harvard University Press, Cambridge/Londres,€1990, p.€184. 13. J.€Rosen, The Unwanted Gaze. The Destruction of Privacy in America, Random House, Nueva York,€2000, p.€20.
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tamente, como «liberación de vínculos irracionales en la construcción de la propia identidad»14. Y puesto que el flujo de las informaciones no va solo del interior hacia el exterior, con la consiguiente pretensión de mantener alejados de ellas a los ajenos, sino del exterior hacia el interior de la esfera privada, contra la que se puede ejercer el derecho a no saber, la privacidad es definida también como «derecho a mantener el control sobre las informaciones propias y a determinar las modalidades de construcción de la propia esfera privada»15 y, en definitiva, como el «derecho a escoger libremente el propio modo de vivir»16. Estamos ante definiciones que no se excluyen entre sí sino que se presentan como las diversas caras de una categoría que puede considerarse unitariamente y reconducirse, por tanto, a ese general derecho a la tutela de los datos personalizados, formalizado por el art.€8 de la Carta€de derechos fundamentales de la Unión Europea17. Estamos ante una real reinvención del concepto de protección de datos personales, no solo porque viene explícitamente considerado como un derecho fundamental autónomo, sino porque se presenta como instrumento indispensable para el libre desarrollo de la personalidad y para definir el conjunto de las relaciones sociales. Se refuerza además la constitucionalización de la persona gracias a un conjunto de poderes que caracterizan a la ciudadanía del nuevo milenio. Si, llegados a este punto, se analizan con más atención las diversas gradaciones de la tutela prevista para las diferentes categorías de datos personales, se puede llegar a una paradoja significativa. Para muchos de los llamados «datos sensibles», en especial los referidos a las opiniones, está prevista una fuerte tutela no para garantizar una mayor reserva, sino para hacer posible su comunicación en público sin caer en la discriminación o en la estigmatización social. Mis opiniones políticas o mi fe religiosa acompañan y constituyen mi identidad solo si puedo colocarlas fuera de la esfera privada, si puedo hacerlas valer en la esfera pública. El verdadero objetivo de la tutela no es la reserva, sino la igualdad18. Desde el momento en que la identidad se especifica como concepto relacional, la protección de datos cambia de significado. El social networking, emblema de la Web€2.0, expresa de manera radical esta mutación de punto de vista. Se accede a Facebook para ser vistos, para conquistar una identidad pública permanente que supera con creces el cuarto de hora 14. P.€E.€Agree y M.€Rotenberg, Technology and Privacy. The New Landscape, Mit Press, Cambridge,€2001, p.€7. 15. S.€Rodotà, Tecnologie e diritti, Il Mulino, Bolonia,€1995, p.€122. 16. F.€Rigaux, La protection de la vie privée et des autres biens de la personnalité, Bruylant, Bruselas/París,€1990, p.€167. 17. Cf. infra, pp. 360-361. 18. Sobre las paradojas de la privacidad, S.€Rodotà, Tecnologie e diritti, cit.
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de notoriedad que Andy Warhol reclamaba como derecho de todas las personas. Se alimenta lo «público» para dar sentido a lo «privado». Se exhibe un conjunto de informaciones personales, el cuerpo electrónico, como se exhibe el cuerpo físico mediante los tatuajes, los piercings y otras señas de identidad19. La identidad se hace comunicación. Pero ¿qué le sucede a esta identidad toda volcada hacia el exterior? Se hace más disponible por el data mining20, por la consideración de la persona como una mina a cielo abierto de la que se puede extraer continuamente cualquier dato: pero entonces debemos preguntarnos si el estar en las redes sociales implica un consentimiento implícito para la recogida de los datos colgados en la red o si, por el contrario, sigue operativo, directa o indirectamente, el principio de finalidad como criterio de legitimación para la recogida, en el sentido de que los datos, aun estando disponibles, pueden ser utilizados solo de conformidad con las razones por las que el interesado ha decidido hacerlos públicos de alguna manera. Problemas que volvemos a encontrar, ampliados, cuando se pasa a considerar la dimensión del Internet€3.0, el Internet de las cosas, que determina nuevas modalidades de creación y de adquisición de datos personales21. El mundo de los objetos toma la palabra, se convierte en fuente de datos que se traducen en un flujo creciente de informaciones sobre las personas que tienen relación con tales objetos. Los objetos, incluso, «dialogan» entre sí para incrementar y actualizar sin cesar los datos relativos a las personas y para transferirlos a aparatos que, a su vez, los elaboran y extraen conclusiones que afectan a la persona interesada. Las previsiones hablan de€25 mil millones de objetos los que en el€2015 estarán colgados en Internet, creando un contexto en el que serán las máquinas las que recojan, intercambien, elaboren y conserven de manera automática las informaciones. Y todo esto puede suceder sin que las personas interesadas sean conscientes y, sobre todo, atribuyendo al sistema de los objetos la capacidad de tomar decisiones automatizadas. El crecimiento exponencial de las informaciones disponibles determina además un cambio de escala, no solo cuantitativo sino cualitativo. Se incrementan las posibilidades combinatorias, socialmente muy importantes aun cuando no haya una directa implicación de las personas, pero pueden ser absolutamente demoledoras para el sistema de derechos. La identidad personal está siendo desafiada, la capacidad autónoma de decisión queda empobre 19. D.€Le Breton, Signes d’identité. Tatouages, piercings et autres marques corporelles, Métailié, París,€2002. 20. M.€Hildebrant y S.€Gutwirth (eds.), Profiling the European Citizen. Cross-Disciplinary Perspectives, Springer, Nueva York,€2008; F.€Giannotti y D.€Pedreschi (eds.), Mobility, Data Mining and Privacy. Geographic Knowledge Discovery, Springer, Berlín,€2008. 21. Para una primera serie de indicaciones, véase International Telecommunications Union, The Internet of Things, ITU, Ginebra,€2005.
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cida, la invocación a la privacidad se puede convertir en algo inútil, en definitiva, se percibe una tal pérdida de control sobre uno mismo que puede desembocar en considerar vana cualquier resistencia. El alcance de este cambio es evidente y justifica el recurso a la expresión Web€3.0 que describe una mutación de paradigma dentro de la red de alcance tendencialmente superior al descrito al hablar de la Web€2.0. En la€2.0 estábamos ante un tránsito del Internet de los individuos al de las redes sociales, pero donde la red seguía estando centrada únicamente en las personas. Se perfila ahora una separación entre el mundo de las personas y un mundo de los objetos dotado de una propia, creciente autonomía. Es cierto que esta última consideración no debe usarse enfáticamente porque el sistema de los objetos funciona según códigos puestos a punto por personas. Pero no por eso queda resuelto el problema. Revela más bien su verdadera naturaleza y que afecta a las nuevas formas de distribución de poder que la Web€3.0 arrastra consigo; y respecto a ellas, las estrategias jurídicas de control y de reducción de las asimetrías son impracticables y, por tanto, requieren una capacidad innovadora de la que se hablará más adelante. El cambio que afecta a la relación entre€la persona y el mundo de las máquinas, e incluso con un mundo que, en su conjunto, se hace máquina, se nos presenta desde ahora como indudable. La autonomía se desplaza desde las personas hacia las cosas, que aparecen dotadas de vida propia, haciendo muy ardua la tarea de recuperar la soberanía mediante técnicas mencionadas anteriormente, basadas en el supuesto de que era posible mantener un continuum entre la persona y los aparatos técnicos. A lo largo de esta frontera se hallan los experimentos realizados con el denominado autonomic computing, un proyecto ideado por IBM en el año€2000, concebido como un sistema de ordenador capaz de autorregularse, de igual manera que el sistema nervioso regula y protege nuestros cuerpos22, ejerciendo así una función de control sin un explícito conocimiento o implicación. De este modo, el autonomic computing suministra al ordenador las propiedades necesarias para autogestionarse sin la intervención humana. Modelado a partir de lo humano, el autonomic computing se independiza desde el momento en que se apropia por completo del sistema. De hecho, «para ser autonomic, un sistema de ordenador debe ‘conocerse a sí mismo’ y comprender elementos que posean una identidad de sistema»23. Nos adentramos en una dimensión en la que el creci 22. Para posteriores informaciones, M.€Hildebrandt, «Introduction: A multifocal View of Human Agency in the Era of Automatic Computing», en M.€Hildebrandt y A.€Rouvroy (eds.), Law, cit., pp.€3-5. 23. IBM, que ha llevado a cabo esta investigación, ha publicado un verdadero manifiesto: Autonomic Computing: perspectives on the State of Information Technology, IBM, Armonk,€2001. La cita del texto se halla en la p.€21.
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miento de las interconexiones crea un ambiente inteligente que sigue en tiempo real a las personas, configura sus desarrollos y ejerce una función pro-activa. Un ambiente en el que ya aparecen la inteligencia artificial y el ubiquitous computing, cuya consolidación y difusión pueden encontrar en el Internet de las cosas un estímulo determinante. Un ambiente que se construye en torno a una autonomía creciente de todos sus componentes: «el auto-conocimiento, en definitiva, puede ser el nuevo paradigma de las tecnologías inteligentes»24. Ante todo esto, el criterio de juicio no puede ser el de saber si la persona va a recibir beneficios o a correr riesgos en la nueva dimensión. El punto clave está representado por la emergencia de una nueva racionalidad, que coincide con una progresiva retirada de la intervención humana, sustituida por la entrega de una creciente cantidad de datos personales a la capacidad de elaboración autónoma de los ordenadores que, a partir de programas estadísticos y actuariales, de modelos probabilistas, harán posible, no simples predicciones sobre los futuros comportamientos de las personas, sino verdaderas y reales construcciones de identidad. Construcciones que pueden llegar a ser la representación, que luego será considerada como vinculante con los fines de las decisiones relativas a la persona, tomadas por sujetos que son los que producen esa representación o tienen acceso a ella. Habría que añadir que la disponibilidad de una cantidad creciente de informaciones impone una reflexión sobre el modo con el que este proceso puede estructurarse partiendo de una «observación meramente estadística de correlaciones [...] entre datos capturados de una manera en absoluto selectiva en una variedad de contextos heterogéneos»25. Se incrementa el riesgo de malentendidos de la identidad derivados del divorcio entre el mundo de las determinaciones conscientes y el mundo de la elaboración automática. Esta es la dimensión más general que debe considerarse cuando se quieran afrontar las cuestiones planteadas por la innovación tecnológica. Se avecina lo que un grupo de investigadores de la Unión Europea ha calificado como un «tsunami digital», que puede dar un vuelco a los instrumentos jurídicos que garantizan la identidad e incluso la libertad de las personas26. Está ante nosotros una radical transformación de nuestras organizaciones sociales; una transformación que pretende convertir el criterio de la seguridad pública en el exclusivo criterio de referencia. 24. M.€Hildebrandt, «Introduction», cit., p.€5. 25. A.€Rouvroy, «Technology, Virtuality and Utopia. Governmentality in an Age of Autonomic Computing», en M.€Hildebrandt y A.€Rouvroy (eds.), Law, cit., p.€126. 26. «The Future Group»: Freedom, Security, Privacy: European Home Affaires in an Open World, junio de€2008.
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Esta intención ya ha sido declarada. En un documento de la presidencia de la Unión Europea podemos leer afirmaciones inquietantes desde muchos aspectos: Todos los objetos utilizados por las personas, todas sus transacciones, todos sus desplazamientos, contribuirán a crear un detallado dossier digital. Se dispondrá de una cantidad ingente de informaciones, útiles para los organismos de seguridad pública, pues podrán desarrollar su tarea de una manera más eficaz y productiva. [...] en el próximo futuro muchos objetos generarán un flujo de datos digitales [...], reveladores de contextos y de comportamientos sociales, que los profesionales de la seguridad pública podrán utilizar con fines de investigación.
Un Informe de Statewatch, The Shape of Things to Come (no es casualidad que este sea el mismo título de un cuento de€1933 de H.€G.€Wells)27, subraya que la Unión Europea ha dado claras señales de que pretende sustituir el principio según el cual los datos relativos a los ciudadanos deberían estar, en general, al resguardo de la intervención de sujetos públicos, por el opuesto principio que legitima el acceso público a cada detalle de nuestras vidas privadas. En este escenario, la protección de los datos y el control judicial sobre las formas de vigilancia ejercidas por la policía son percibidos como «obstáculos» para una eficaz cooperación en materia de aplicación del derecho. Esto implica que los gobiernos europeos y los hombres políticos de la Unión se marcan el objetivo de obtener poderes ilimitados para acceder y recoger masas de datos personales sobre la vida cotidiana de todos, con el argumento de que así estaremos más seguros y al resguardo de los «riesgos» percibidos. Las críticas de Statewatch analizan solo un aspecto del «tsunami digital», el del uso creciente del argumento de la seguridad pública para reducir libertad y derechos, para transformar nuestras organizaciones sociales de personas libres en «naciones de sospechosos». Cuestión ciertamente fundamental porque modifica la relación entre el ciudadano y el Estado y, más específicamente, viola el empeño asumido por el Estado para con las personas de utilizar sus datos de manera selectiva, respetando principios como los de necesidad, finalidad, proporcionalidad y pertenencia. Pero algunos de esos principios, que son la base de la protección de datos, están siendo paulatinamente erosionados. Esto sucede sobre todo con el principio de finalidad, en lo referente a la recogida de datos, y€con el relacionado con la separación entre los datos tratados por sujetos públicos y los tratados por sujetos privados. El único principio de referencia que queda es el de la «disponibilidad», para favorecer el intercambio y la utilización de las informaciones por parte de todos los
27. T.€Bunyan, The Shape of Things to Come, Statewatch, septiembre€2008.
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órganos que tienen que ver con la policía y la seguridad. El criterio de la multifuncionalidad se adopta con más generosidad, dadas las presiones de los sujetos institucionales. Los datos recogidos para una determinada finalidad quedan disponibles para otros fines, considerados tan importantes como aquellos para los que originalmente habían sido recogidos. Los datos tratados por un determinado organismo quedan disponibles para otros. Esto significa que las personas son cada vez más transparentes y que los organismos públicos cada vez están más alejados del control político y jurídico. Y esto implica una nueva distribución de poderes políticos y sociales. El denominado «tsunami digital», pues, debe ser considerado desde otros puntos de vista, empezando por el de la identidad. La plena disponibilidad de datos personales de la que disponen los sujetos públicos supone una real transferencia a estos organismos en la construcción de las identidades, que pueden operar basándose en informaciones de las que la persona no tiene ni la menor idea. Fenómeno, este, destinado a crecer y a ser cada vez más importante precisamente en la perspectiva del incremento de datos generados automáticamente por las cosas. En este marco, cada vez tiene mayor relevancia el derecho al acceso, que representa un poder especialmente fuerte de la persona, dado que le permite mantener el control sobre las propias informaciones, sea cual fuere el sujeto que las gestiona, el lugar donde se encuentren y las modalidades de su utilización. Derecho esencial para la construcción de la identidad ya que confiere poder para cancelar los datos falsos o ilegítimamente recogidos, o conservados más allá del tiempo previsto, para rectificar los inexactos, para integrar los incompletos. Pero esta tarea se está volviendo imposible y la búsqueda inagotable, pues nunca se detiene el registro de todos nuestros pasos. El «conócete a ti mismo» ya no es una operación que nos obliga a mirar solo hacia nuestro interior. Ahora tiene sus miras puestas en la posibilidad de llegar a fuentes diversas, no tanto para averiguar qué es lo que los otros saben de nosotros, sino sobre todo para conocer quiénes somos en la dimensión electrónica donde se desarrolla hoy una parte importante de nuestras vidas. Considerando las dinámicas que caracterizan hoy las recogidas de datos y los sujetos que las utilizan, cada vez es menos verosímil una definición de la identidad como «yo soy lo que digo que soy», pues habría que sustituirla por «tú eres lo que Google dice que eres». Estamos ante cuestiones que afectan a la autonomía y al derecho de desarrollar libremente nuestra personalidad. Disminuye la posibilidad de conocernos y de construirnos, mientras que se hace más fuerte la de que otros se adueñen por completo de nuestro ser.
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El poder de decisión en el mundo digital No basta, pues, con constatar que vivimos en una networked public sphere, como hace Yochai Benkler28. Hay que analizar cómo se construye esta esfera pública, qué sujetos participan en esta operación y cómo, por efecto de este cambio, se estructura la esfera privada. La progresiva inmersión en un «ambiente inteligente», poblado de objetos «inteligentes», produce un deslizamiento en relación a todo cuanto determinó la paulatina separación/contraposición entre el sí mismo y los otros, referida, claro está, a la construcción de la identidad. Se camina hacia una separación cada vez más grande entre el mundo de las personas y el mundo de las máquinas, dada la creciente autonomía de este último. Se acentúa la transferencia del poder de definición de la persona y de su identidad desde el ámbito de la valoración humana hacia el de la decisión automática. La reflexión sobre este punto provoca numerosos problemas. El primero afecta a normas como el art.€15 de la Directiva europea€95/46, sobre la protección de las personas en lo referido al tratamiento de los datos personales y la libre circulación de estos. En ella se da una indicación de especial importancia, estableciendo que «los Estados miembros reconocen a todas las personas el derecho a no ser sometidas a una decisión que produzca efectos jurídicos y que tenga efectos significativos sobre ellas, basada exclusivamente en un tratamiento automatizado de los datos destinados a valorar algunos aspectos de su personalidad, como el rendimiento profesional, el crédito, la fiabilidad, el comportamiento, etcétera». Simplificando bastante, podríamos decir que esta es una norma general acerca de la distribución del poder de decisión en el mundo digital. Pero el significado simbólico y práctico de esta norma queda muy reducido dadas las restrictivas interpretaciones que de ella han dado muchas legislaciones nacionales y, sobre todo, por la difusión y el refinamiento de las técnicas de construcción de perfiles que han cambiado el sentido de la palabra «decisión». Justamente los trabajos de investigación sobre los data mining y sobre el profiling han evidenciado la sustancial importancia normativa de las clasificaciones, a veces socialmente más vinculantes que las decisiones jurídicas. Por lo demás, este punto ha sido oportunamente señalado por la Directiva cuando habla de decisiones que, en general, producen «efectos significativos» para la persona. Los perfiles, de hecho, determinan efectos de selección de las personas con la consiguiente posibilidad de estigmatizarlas o de excluirlas socialmente. No es casual que, mucho antes de que el fenómeno de los perfiles asumiese las dimensiones actuales, las definiciones de privacidad cargaran el acento sobre el riesgo de la estigmatización.
28. Y.€Benkler, La ricchezza della rete, trad. it. de A.€Delfanti, Egea, Milán,€2007.
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La creación de este nuevo clima determina modificaciones de los comportamientos individuales que han sido descritas muchas veces y que asumen la forma de una autocensura, de una normalización «espontánea», de la adopción preventiva de comportamientos conformes al orden. En la creación de perfiles se refleja ciertamente una modelización de la sociedad que produce precisamente conformidad más que normalidad, como ya era por lo demás conocido por todos los estudiosos de los modelos culturales, cuya influencia no está en función de un valor fundamentalmente vinculante, sino del hecho de que se presentan como un paso necesario para la aceptación social en los más diversos niveles. Este efecto se amplifica y se refuerza a causa de los data mining y de los perfiles, puesto que el modelo se hace individual, se refiere a personas singulares, se utiliza de manera selectiva y escrupulosa. La aceptación social asume la forma de identidad «obligada». La posibilidad de evadirse de esta obligación, apelando al esquema adoptado por la Directiva€95/46, queda amortiguada por los análisis que critican la tesis de la inaceptabilidad de las valoraciones íntegramente fiadas a los procesos automáticos. Se observa que, si la presencia de lo humano se considera como componente irrenunciable de la legitimidad de las decisiones, esto ha sido así desde el origen: «son los hombres quienes hacen el software, los que establecen los parámetros básicos de la recogida de datos y los que deciden sobre el tipo de conexiones relevantes»29. Esta argumentación se refuerza más tarde si se subraya que los procesos de decisión automática se corresponden siempre con los típicos de la decisión humana. No es casual que el paradigma del automatic computing se haya inspirado en el sistema nervioso humano. «El objetivo es el de realizar ordenadores, sistemas de software y aplicaciones que puedan gestionarse en sintonía con el más alto nivel de guía por parte de los humanos30». Si la artificialidad imita a la naturaleza cada vez con más entusiasmo, debería carecer de sentido la prohibición prevista en el art.€15 de la Directiva€95/46. Y de hecho, esta circunstancia se justifica no tanto haciendo referencia a la necesidad de dar respuestas adecuadas a la creciente complejidad, sino, más bien, para hablar, como hacen los documentos de€IBM, del «próximo paso natural» en el desarrollo de la ciencia de los ordenadores. Una vez más, aparece el uso ideológico de la naturaleza que, sin embargo, no sabe modificar una valoración de los procesos en ejecución que incluya el riesgo de desaparición de lo humano31. 29. P.€M.€Schwartz, R.€D.€Lee e I.€Rubinstein, «Data Mining and Internet Profiling: Emerging Regulatory and Technological Approaches»: Berkeley Center for Law and Technology,€50 (2008), p.€282. 30. M.€Parashar y S.€Hariri, «Autonomic Computing: An Overview», en J.-P.€Banâtre et al. (eds.), Unconventional Programming Paradigms€2004, Springer, Berlín,€2004, pp.€247-259. 31. Véase A.€Rouvroy, Technology, cit., pp.€123-125.
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Frente a la cancelación de confines entre los procesos humanos y los artificiales sería oportuno decir que esta posición la defienden con especial determinación quienes hacen prevalecer las razones de la seguridad y del mercado. El control de las personas y su reducción a meros consumidores pasan a ser fines preferentes que legitiman el recurso a cualquier instrumento. Lo cual incide directamente sobre la identidad, pues su construcción se confía a entidades externas, cuyos intereses pueden ser radicalmente opuestos a los de las personas implicadas, a las que se les priva casi siempre, bien del gobierno de sí mismas, bien del poder de control sobre quien se ha adueñado de su identidad. ¿Es posible recuperar al menos un limitado control, acudiendo como primera providencia a las indicaciones contenidas en la ya mencionada Directiva€95/46? Tres son los puntos que han de tomarse en consideración. El primero se refiere a la necesidad de mantener estable el principio que prohíbe sustituir una decisión que incluya alguna participación humana por otra totalmente automática. El segundo se refiere a que el derecho de acceso pueda ser utilizado por el sujeto interesado (art.€12 de la Directiva), sobre todo para conocer la «lógica aplicada en los procesos automatizados que le competen, especialmente en los casos en que estos sean confiados a decisiones automatizadas» (art.€15.1). Es importante insistir sobre la lógica porque surge otro protagonista, el diseñador de las tecnologías32, y el hecho de que las tecnologías digitales sean portadoras de un «código» propio33, de manera que el problema del control afecta también a estas dimensiones. Por otra parte, puesto que son bien conocidos los límites y las dificultades del acceso individual34, y sea este el tercer punto, hay que prever y reforzar poderes de acceso por parte de sujetos colectivos, no solo por encargo de los interesados, como ya prevén algunas leyes nacionales. De este modo, que recuerda la historia de la organización sindical, se reduciría la asimetría de poder entre diversos sujetos, se determinarían situaciones de mayor transparencia y, sobre todo, podrían ponerse en marcha procesos de control difundido gracias a formas de autoorganización social. En este contexto, deben ser especialmente examinadas otras cuestiones que aclaran cuáles son los derechos que hay que tener en consideración. La primera se refiere al anonimato, o mejor dicho, al uso en la red de identidades ficticias y al legítimo uso de la criptografía, justamente para hacer imposible la identificación de la persona y la creación de perfiles 32. A.€Rouvroy, «Privacy, Data protection, and the Unprecedented Challenges of the Ambient Intelligence»: Studies in Ethics, Law, and Technology,€2/1 (2008), p.€44. 33. L.€ Lessig, Code and Other Laws of the Cyberspace, Basic Books, Nueva York,€1999. 34. M.€Hildebrandt, «Profiling and the Identity of the European Citizen», en M.€Hildebrandt y A.€Gutwirth (eds.), Profiling, cit., pp.€303-337.
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que le afecten, dando así origen a una dicotomía entre la identidad online y la del mundo real. Con una sentencia del€25 de marzo de€2010, el Tribunal Supremo de Israel ha afirmado que el derecho al anonimato es un elemento básico de la cultura de Internet porque crea un clima propicio y seguro para la experimentación de nuevas ideas, para la expresión de puntos de vista políticos no conformistas, para la crítica a comportamientos de privados o de organizaciones, sin temor y sin riesgo de intimidaciones o sanciones. Este derecho se presenta, pues, como aliado de la innovación y constituye un factor de mantenimiento de la capacidad creativa de Internet35. A todo esto puede añadirse el derecho «al silencio del chip», que será examinado más adelante y que, aunque se refiere en primer lugar a los ya recordados controles ejercidos por la tecnología de las radiofrecuencias, puede ampliarse a múltiples formas de localización y de control a distancia. La posibilidad de interrumpir la conexión con aparatos tecnológicos, aumenta obviamente el poder de autodeterminación de la persona. La cuestión de la conservación de datos es otro de los aspectos de las garantías necesarias. Una sentencia del€2 de marzo de€2010, del Tribunal constitucional alemán, ha declarado incompatible con «la identidad constitucional de la República Federal Alemana», la Directiva europea€ 2006/24. Se afirma que «la garantía de las comunicaciones no incluye solo su contenido, sino también el secreto de las circunstancias de la comunicación, que comprende en particular si, cuándo, cuántas veces, una persona [...] ha tenido contacto con otra o ha tratado de hacerlo», porque «la valoración de estos datos permite sacar conclusiones sobre aspectos íntimos de la vida privada y, en algunas circunstancias, definir un detallado marco de la personalidad y perfiles que tienen que ver con los movimientos de una persona». La cuestión es de particular importancia porque, mientras que para conservar los contenidos de las comunicaciones se necesitan normalmente la previsión legislativa y la autorización judicial; los datos que afectan a la identidad de quien llama o de quien recibe la comunicación, los lugares donde estas personas se encuentran, la duración de las comunicaciones siempre los conserva, durante periodos más o menos largos, el gestor del servicio. Y estos datos son cualquier cosa menos mudos ya que permiten trazar perfiles bastante detallados de una persona al reconstruir la trama de sus relaciones personales, sociales, económicas, políticas, de sus desplazamientos. Basta con saber que alguien se ha comunicado con el partido A o B, con una organización cristiana o islámica, con un agente de cambio o con una persona arrestada por tráfico de estupefacientes, para ver cómo, tirando 35. J.€ Zittrain, The future of the Internet and How to Stop it, Allen Lane, Londres,€2008.
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del hilo y uniendo todas estas comunicaciones, se nos restituye una identidad. Que puede ser engañosa porque la comunicación con una iglesia cristiana, por ejemplo, no se hizo como creyente sino como alguien que trata de resolver una duda artística. Se da una total paradoja: los datos más comprometidos, aquellos extraídos de una comunicación, pueden restituirnos el más verosímil perfil de la persona. Lo que no implica que deba bajarse el listón de las garantías en cuestión de contenidos. Significa más bien que este listón debe subirse para todos los datos recogidos en cualquier comunicación. La última cuestión afecta al cloud computing. Con esta fórmula se indica sintéticamente una dimensión de Internet amplia, siempre accesible, una estructura externa, donde particulares y organizaciones pueden colgar datos que no tienen intención de gestionar directamente. Esta dimensión debe ser tomada en consideración para valorar los efectos de la Web social sobre la identidad online. Ya cuando apareció el cloud computing se vio que «la creación de un blog se convertía en una actividad importante y que suponía una diversa actitud mental. Con pocas excepciones, los ‘blogueros’ expresan la necesidad de estar siempre detrás de sus palabras. Quieren unir su estar online con su vida real. Autenticidad y transparencia —y no invención y anonimato— son las reglas fundamentales de la ‘blogsfera’»36. Esta conclusión puede ser criticada, sin duda, considerada como excesiva, pero es indudable que con la llegada del You Tube, Facebook y Twitter, la situación ha cambiado por completo. Facebook se ha presentado como el primer servicio en red que requiere una identidad certificada, aun no siendo difícil inventarse una falsa, y es hoy la más grande plataforma de la nueva era, un «pueblo» que se acerca a los mil millones de personas, la tercera «nación» del mundo tras la China e India. Justamente por la manera con que los datos se cuelgan en Facebook, se ha impuesto un modo diferente de afrontar el tema de la protección de datos, dado que el tradicional principio del consentimiento no sirve en una situación en la que los datos se hacen públicos de manera voluntaria. Y así, aparte de las invitaciones a la prudencia al colgar en la red informaciones que pueden después provocar situaciones desagradables para el interesado, se insiste en la necesidad de otorgar un papel central al principio de finalidad, previendo que los datos personales hechos públicos con la única finalidad de establecer relaciones sociales no pueden ser accesibles y tratados para finalidades diferentes, como las ligadas a la lógica del mercado o a las diversas formas de control. La dislocación de las informaciones en un aparato tecnológico diferente al gestionado directamente por el interesado nos lleva a preguntarnos si, en tiempos del cloud computing, pueden ser consideradas todavía
36. J.€D.€Lasica, Identity, cit., p.€16.
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como válidas las conclusiones, jurídicas y antropológicas que hemos creído que se podían extraer de la sentencia del€2008 del Tribunal constitucional alemán, antes recordada. El nuevo derecho fundamental a la integridad y a la reserva de los sistemas informativos tecnológicos está formulado en términos tan generales, y es tan funcional para la tutela de la personalidad del interesado que no cabe la menor duda de que pueda extenderse al cloud computing, como a cualquier otro aparato tecnológico al que el interesado pueda confiar sus propios datos. Se podría más bien entender que el hecho de confiar la gestión a otro sujeto echa por tierra esa ensimismada relación con el sistema informativo que hacía intuir una especie de compenetración entre persona y máquina. Pero esta es una reflexión ligada todavía a la materialidad de la relación, a la proximidad física con el aparato tecnológico, que no tiene en cuenta la manera en que las relaciones con los «objetos» se estructuran en la red. Las articulaciones de la identidad La identidad en la «nube» ha sugerido un modo diferente de tratarla en el nuevo contexto social, donde se tiende hacia «una red de identidad abierta y centrada en las exigencias de la persona». La hipótesis es la de: un sistema de identidad que admita graduaciones de manera que pueda operar en cualquier contexto; centrado en los intereses de la persona y no en aquellos que otros le atribuyen; y utilizable sobre todo en las actividades de consumo. Este sistema reconoce que cada uno de nosotros tiene múltiples identidades. Estaremos en condiciones de difundir partes o fragmentos de nuestra identidad de acuerdo con el contexto social o de mercado en el que nos movamos [...]. Podremos fraccionar nuestra identidad en apartados diversos y establecer modalidades diferentes de acceso acordes con nuestro papel en una determinada situación. Podremos crear un perfil para el mercado, otro para la salud, otro para nuestros amigos, un perfil de madre o de soltero, otro virtual, y así sucesivamente [...]. Entre los que trabajan en el software, pocos son los que consideran que la mayoría de las personas tenga interés en gobernar sus propias identidades37.
¿Deberemos considerar estas indicaciones como un camino para reconquistar el poder sobre la propia identidad, siguiendo las modalidades y las conveniencias que pueden inducirnos a confiar a otros no ya la construcción misma de la identidad, sino más simplemente una gestión de las identidades en las que autónomamente nos hemos subdividido? Considerando los múltiples perfiles de la identidad podemos alejarnos de la obsesión por la identidad «única»38 y diseñar variados escena
37. Ibid., pp.€17-18. 38. F.€Remonti, L’ossessione identitaria, Laterza, Bari,€2010.
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rios para la identidad humana. Se ha propuesto, por ejemplo, la posibilidad de tener un nuestro yo actual (alguien), una versión hedonística del mismo, otra despersonalizada (nadie), otra orientada socialmente (cualquiera), una autónoma individualidad creativa («eureka»). La tecnología haría posible la construcción de un mundo en el que estas cuatro «personas» pudieran desarrollarse en un contexto integrado39. Lo que significa que la identidad se expande con finalidades y en contextos diferentes de manera que su gestión diferenciada se convierte en el tema capital40. Una nueva vulnerabilidad social Perspectivas como estas se hallan en un bien definido campo de fuerzas desde el que tratan o bien de contribuir a la construcción de las identidades o bien de adueñarse de ellas. Se trata de un dato de realidad que hay que entender culturalmente y para el que deben preverse formas de control social, no necesariamente legislativas. Es evidente que nos hallamos ante una redefinición del contexto en el que se desenvuelve la relación entre identidad y autonomía y que incide sobre el significado y el alcance de estos dos conceptos. Retomando las reflexiones precedentes sobre la nueva racionalidad que introducen los aparatos tecnológicos, podemos intuir el distanciamiento definitivo entre autonomía e identidad. Esta última se objetiviza, sigue caminos que no son filtrados por la conciencia individual, y se presenta como un sustituto funcional de la autonomía, al menos en el sentido de que construye un esquema adaptativo de una identidad «capturada» en un determinado momento, con sus características y sus necesidades, y por tanto fiada a sistemas que se autogestionan, que ofrecen respuestas y satisfacen exigencias al variar las circunstancias. La construcción de esta identidad «adaptativa» podría presentarse como un proceso que tiene su origen en una especie de congelación de la identidad y que prosigue con una adaptación al ambiente, sin mediar decisión o conciencia individual alguna, sino gracias a una incesante recogida de informaciones que produce una proyección estadística y, por tanto, una anticipación/actuación de las que habrían sido las decisiones del interesado. Las posibilidades de una intervención consciente quedan casi excluidas, ni siquiera con fines de integración de datos. La construcción de la identidad queda pues entregada por completo a los algoritmos. 39. S.€ Greenfield, ID: The Quest for Meaning in the€ 21st Century, Sceptre, Londres,€2008. 40. B.€Wessels, Exploring the Practices of Identity and Privacy in Digital Communication, Transforming Government (tGov) Workshop€2010 (tGov€10), Londres,€2010.
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Más en concreto, «el ambiente puede actuar en interés de la persona sin su mediación consciente. Puede generar respuestas proactivas y extrapolar características de comportamiento»41. ¿Pero estamos realmente ante actividades tendentes a realizar siempre y en cualquier caso el interés de la persona? ¿O la separación entre identidad e intencionalidad puede producir, además de una «captura» de la identidad por parte de los otros, la falta de responsabilidad, de incentivos ante la propensión al cambio, la reducción de la atenta vigilancia en el gobierno de uno mismo? Y habría también que preguntarse si con este modo de construir la identidad no estaremos haciendo «una proyección hacia el pasado en lugar de una anticipación del futuro»42. Se confirma pues la tendencia hacia el progresivo alejamiento de esa identidad entendida como fruto de la autonomía de la persona. El conjunto de todas estas mutaciones define a su vez una agenda cultural, política e institucional. Hay que tener presente que estamos ante una forma de recoger informaciones que, aparte de su amplitud e invasividad, no es estática, sino dinámica en sí misma, en el sentido de que es constantemente productora de efectos sin necesidad de mediaciones. Son los sistemas automáticos los que elaboran los datos según su propia lógica. Y el hecho de que los resultados de esta forma de tratamiento de datos puedan ser utilizables por una multiplicidad de sujetos no solo incrementa la capacidad de dar satisfacción directa a las necesidades, sino también la transparencia de la persona. Y esto significa que se diseña el espacio «interno» de la persona y al mismo tiempo también el «externo». Nos encontramos, pues, frente a un carácter procesal de la identidad que se clarifica si consideramos los diversos sistemas de gestión de la identidad digital, que «deben respetar tres criterios esenciales en lo referente a la privacidad. El sistema debe (1) hacer explícitos los flujos de datos para permitir el control por parte de la persona interesada; (2) respetar el principio de ‘minimizar’ los datos, tratando solo aquellos necesarios en un contexto determinado; (3) e imponer límites a las conexiones entre bancos de datos»43. Estas indicaciones, en las que se unen normas jurídicas y medidas técnicas tendentes a garantizar la privacidad (privacy by design), no pueden considerarse, sin embargo, como la solución definitiva, sino solo como propuestas para incrementar la conciencia social en aquellos temas que afectan al modo con que debe ser considerada la identidad en el nuevo clima tecnológico. 41. E.€Aarts y B. de Ruyter, «New Research Perspectives on Ambient Intelligence»: Journal of Ambient Intelligence and Smart Environments, (2009), p.€8. 42. M.€Hildebrandt y S.€Gutwirth, «General Introduction and Overview», en Íd., Profiling, cit., nota€17. 43. P.€M.€Schwartz et al., «Data Mining», cit., p.€278.
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La renovada atención por la protección de los datos personales se confirma, pues, no solo como una «utopía necesaria»44, sino como una vía que debe recorrerse para mantener condiciones de libertad de la persona y para garantizar las condiciones del ejercicio democrático del poder. Las transformaciones tecnológicas de la organización social, de hecho, no solo producen asimetrías en la distribución y en el ejercicio del poder. Determinan una fractura social entre individuos, cada vez más transparentes, y poderes cada vez más opacos e incontrolables, como ha sucedido, por ejemplo, tras el€11 de septiembre con el recurso a formas de recogida de datos personales sin límites y sin garantías adecuadas. Por lo demás, se trata de datos que pertenecen con frecuencia a la categoría de los definidos como «sensibles», al ser reveladores de trazos bastante íntimos de la identidad de una persona y, sobre todo, porque su utilización puede determinar desigualdad y discriminación. En principio, está prevista para estos datos una tutela más fuerte, que se viola cuando el objeto de la indiscriminada recogida está representado por informaciones que atañen, sobre todo, a las convicciones políticas, y también por datos que, aunque no sensibles en sí mismos, pueden llegar a serlo, como sucede con los relativos a las costumbres alimenticias de las que puede deducirse la pertenencia a una determinada religión. El anunciado «tsunami digital» es, pues, el resultado de las oportunidades tecnológicas, pero también del hecho de que los datos personales, como ya se ha dicho, quedan absorbidos por la omnívora órbita del sistema de las empresas y de los organismos de seguridad. Una estrategia de contraste pasa ciertamente por una reflexión que ponga en el centro una auténtica reinvención de la privacidad, cuyas modalidades ya se han señalado y sobre las que volveremos más adelante. Pero debe afrontar explícitamente el tema de los poderes que de diversas formas tratan de dominar al de la persona, reduciéndolo y hasta tratando de cancelarlo por completo, en nombre del mercado, del orden público o de la eficiencia tecnológica. No se trata solo de consolidar la posesión sobre la propia esfera privada. La diferencia con toda la historia precedente de la privacidad consiste en que hoy estamos obligados a vivir en público, en una constante situación en la que los demás se adueñan del flujo de nuestras vidas. Se ha construido un nuevo espacio, no definible con las tradicionales referencias a lo público y a lo privado; andamos buscándonos a nosotros mismos y encontramos alguna información, a veces lejanísima, mixtificada, falsificación total de nuestra identidad, que cualquiera puede confeccionar y 44. S.€Sinitis, «Datenschutz – eine notwendige Utopie», en R.€M.€Kiesow, R.€Ogorek y S.€Simitis, Summa. Dieter Simon zum€70. Geburtstag, Klostermann, Fráncfort d.M.,€2005, pp.€511-527.
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colgar en la red, en un lugar particular o en una enciclopedia general, una imaginaria biografía nuestra que los motores de búsqueda dejarán luego disponible a quien la quiera usar. El derecho a eliminar o corregir el dato falso o imaginario, el derecho al olvido a través de la cancelación de una información, puede que no sea suficiente una vez que los datos han entrado en el circuito planetario. Esta es hoy la dimensión que hay que tener presente, y tanto es así que resulta casi inútil tratar de contrarrestar directamente la circulación de informaciones ilegítimas o insensatas, o de adoptar una estrategia que utilice precisamente las características de la red. Podría crearse un lugar en el que consignar nuestra verdadera identidad en la esperanza de que esta información pudiera ser registrada y fuera accesible con los mismos motores de búsqueda que han acreditado una representación falsa de nosotros. Pero estas sugerencias, eficacia práctica aparte, sugieren una vez más que debemos tomar conciencia de una modalidad de vivir diferente, fruto de la prepotencia tecnológica pero también de dinámicas sociales que llevan hacia el ejercicio de poderes difícilmente controlables. Las nuevas e ingentes recopilaciones de información incrementan la vulnerabilidad social y no solo en la dirección arriba mencionada, la de ser instrumentos de control de las personas. Si la persona va a ser considerada como una mina a cielo abierto a la que se puede acceder prácticamente sin restricciones, la concentración de información en los bancos de datos será cada vez mayor, con la posibilidad de ser utilizada para finalidades diferentes a las previstas. Testimonio de ello es la existencia de constantes accesos ilegítimos, pese a la puesta a punto de medidas de seguridad físicas y lógicas; se ha previsto que los responsables de los bancos de datos deban informar, sobre todo a quienes les han confiado sus propias informaciones, de cualquier violación, aun cuando los interesados no hayan tenido que sufrir un «hurto de identidad». Lo que no deja de ser una prueba de la nueva vulnerabilidad social que altera por completo la función asignada a los bancos de datos, pues, concebidos para garantizar mejor la seguridad, se transforman en instrumentos que hacen posible la agresión a la seguridad de las personas. Estas mutaciones complejas de la organización social deben ir acompañadas de una renovada consideración de los derechos utilizables por todas las personas. ¿Una vuelta a la abstracción? La constatación de las dinámicas que afectan hoy a la identidad y a la privacidad impone, sin embargo, analizar los temas de esta mutación considerando sus características más generales. El sistema de las máquinas, de por sí, no revela una íntima prepotencia, sino que se expresa como una estructura de dominio «imperso310
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nal» sobre las personas, en el sentido de que opera una desconexión entre el sistema de los derechos y la gestión de la vida. Esta vida no solo es transferida, en sus aspectos esenciales, a quien ejerce el efectivo poder mediante la disponibilidad de la «máquina», sea cual fuere su configuración. Se producen sobre todo fenómenos de despersonalización, la persona queda de nuevo arrojada al mundo de la abstracción. Este proceso, sin embargo, no puede asimilarse mecánicamente al que, en la historia, llevó a la construcción del sujeto abstracto en la modernidad. Considerada desde el punto de vista de los derechos, la abstracción de las características propias del individuo y de las condiciones materiales del vivir tuvo la función de liberar a la persona de los constrictivos grilletes con los que estaba apresada por disciplinas jurídicas que la sumergían en el mundo de los estatutos diferenciados, que negaban la igualdad y que la dejaban disponible para el recurso a dispositivos de dominio basados en las diferencias codificadas. Pero, una vez construida la categoría necesaria para la igualdad en los derechos, que partía desde la irrelevancia de las condiciones personales, delimitando de esta manera una especie de punto de no retorno para el tratamiento de cada persona, fueron apareciendo después las demás finalidades atribuidas a la construcción del sujeto abstracto. La abstracción no solo no impidió, como ya hemos dicho, el recurso a dispositivos que, basados justamente en características personales como la raza, consintieron dramáticamente que los seres humanos fueran arrojados a la categoría de «no personas», es decir, legítimamente disponibles para cualquier agresión. Hemos asistido al uso de la referencia al sujeto abstracto para no tener que tomar en consideración la vida material, determinando de esta manera una legitimación de la desigualdad de hecho y la consiguiente reducción en la dotación de derechos. La categoría de la persona, intangible en su dignidad y reconducida a la materialidad del vivir, representa el intento de no considerarla solo como centro abstracto de imputación de situaciones jurídicas, sino como titular de precisos derechos fundamentales. Si consideramos ahora el punto de partida del sistema de las máquinas, este parece constituido precisamente por una minuciosa atención, por un registro casi sin precedentes de cualquier característica individual. Todo está recogido, pero no para exaltar a la persona en su individualidad, para incrementar su autonomía, sino para consignarla a dispositivos tecnológicos que prescinden de singularidades y de libertad. La construcción de perfiles individuales, familiares, de grupo, constituye una jaula aún más represora que la de los estatus. La autodeterminación se hace irrelevante frente a la identidad asignada mediante procedimientos automáticos. La nueva abstracción produce un vaciamiento de lo humano, de manera que se hace problemático afirmar que nos hallamos frente a una nueva antropología. 311
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La relación entre personas y máquinas tiene que liberarse de esta abstracción reductora y seguir manteniendo en el centro de la reflexión y de la proyección institucional los derechos fundamentales, que es además el único camino para salir de las contraposiciones, también abstractas, entre utopía y distopía, entre exaltación y rechazo de la dimensión tecnológica. Las «implicaciones normativas de las innovaciones tecnológicas»45 obviamente no pueden relegarse, pero deben ser valoradas según los principios que fundamentan el respeto a la persona y a los protocolos de un sistema democrático, que no pueden confiarse a un «creciente gobierno estadístico de lo real»46.
45. M.€Hildebrandt y S.€Gutwirth, «General Introduction», cit., p.€3. 46. A.€Rouvroy, Technology, cit., p.€119.
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Capítulo XIII POS-HUMANO
¿Qué derechos? En la descripción de las transformaciones del mundo provocadas por la innovación científica y tecnológica, se habla de un cuerpo destinado a convertirse en una «neuro-bio-info-nano-máquina». El cuerpo, es decir, el soporte por definición de lo humano, se nos aparece hoy como un objeto en el que se manifiesta y se cumple una transición que parece querer desposeer al hombre de su territorio, la corporeidad, «plegándolo» a lo virtual1, o modificando sus caracteres; de manera que bien puede hablarse de trans-humano o de pos-humano. ¿Una nueva, y extrema, encarnación del «hombre máquina»2, de antiguas utopías, de esperanzas, de angustias? Frente a la radicalidad de algunas perspectivas, cabe reproponer la pregunta con la que Bernard Williams abría su escrito: «¿Somos animales? ¿Somos máquinas?»3 Pero este modo de afrontar la cuestión nos parece hoy demasiado simplista: no capta que los procesos en curso no son lineales, que se excluyen recíprocamente, que no pueden encerrarse en la disyunción del sí o del no. Y, sobre todo, que no afronta lo que se avecina como una transformación que afecta en lo más hondo a toda la especie humana. En esta indudable mutación, deberíamos saber distinguir el trazo que sigue uniendo lo humano con las transformaciones que le afectan cuando se inmerge en la dimensión de la tecnociencia. Y también, la suma discontinuidad existente en la nueva relación entre hominización y humani 1. A.€Krocker y M.€A.€Weinstein, Data Trash. Teoria della classe virtuale, Apogeo, Milán,€1996, p. xi. 2. Llamo la atención sobre A.€Punzi, L’ordine giuridico delle macchine, Giappichelli, Turín,€2003. 3. B.€Williams, Comprendere l’umanità, Il Mulino, Bolonia,€2006, p.€19.
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zación4, lo cual nos llevaría más allá de la evolución darwiniana con un gran salto hasta hacer posible la «fabricación de nuevas especies». ¿Deberíamos ver esta expresión con el optimismo de quien ya la empleó en tiempos lejanos, Francis Bacon5, o haciendo nuestro el pesimismo de quien, como Günther Anders, nos ha dicho que «el hombre está anticuado»?6 Nos encontramos, de nuevo, con la exigencia de un gran relato. No es casual que, desde la dimensión de Internet y analizando los modos con que las personas se conectan gracias a las tecnologías, Michael Chorost haya hablado de su libro como «una novela sobre amigos, sobre la mujer, y sobre lo que puede llegar a ser la humanidad»7. Repasando los mil y un senderos de Internet, nos topamos con algunas definiciones de lo que sería el trans-humanismo («movimiento intelectual y cultural que afirma la posibilidad y el deseo de mejorar sustancialmente la condición humana mediante la razón aplicada, usando la tecnología para eliminar el envejecimiento y para exaltar al máximo las capacidades intelectuales, físicas y psicológicas»), y con entusiastas tablas sinópticas que proponen comparaciones entre el cuerpo del siglo€xx y el del xxi; en ellas vemos a este último, liberado del envejecimiento y de los límites impuestos por su actual estructura, y además desvinculado de la «corrosión inducida por la irritabilidad, la envidia, la depresión», o proyectado hacia un turbocharged optimism8, en una pers 4. Es la terminología adoptada por P.€Teilhard de Chardin, del que se pueden ver El fenómeno humano, trad. esp. de M.€Crusafont, Orbis, Barcelona,€1985; L’evoluzione convergente, trad. it. de G. Straniero, Sei, Turín, 1995. Esta terminología ha vuelto a las discusiones de estos últimos años incluso con formas que, empleando los mismos términos, la sitúan en una dimensión cultural diferente, como hace, por ejemplo, E.€Wolf, «Hominisation and Humanisation: A Perspective from the Sociology of Technics»: Journal of Transdisciplinary Research in Southern Africa (2006), pp.€231-248. 5. Cf. supra, pp. 288-289. 6. G.€Anders, L’uomo è antiquato I.€Considerazioni sull’anima nell’epoca della seconda rivoluzione industriale, Bollati Boringhieri, Turín,€2005. 7. M.€Chorost, World Wide Mind. The Coming Integration of Humanity, Machines, and the Internet, Free Press, Nueva York,€2011, p.€17. Es comprensible que en el tema del pos-humano se recurra con frecuencia al término «relato», dada la influencia ejercida por muchos escritores, en particular los de ciencia ficción, sobre la actitud «visionaria» asumida por más de un científico. 8. Para una sintética historia del problema, véase N.€Bostrom, «A History of Transhumanistic Thought»: Journal of Evolution & Technology, XIV (2005) (a Bostrom se debe la primera definición citada). Véase también, para una reconstrucción que muestra los rasgos de un «pos-humanismo milenarista», B.€Orland, «Wo hören Körpe auf und fängt Technic an?», en Íd. (ed.), Artifizielle Körper – lebendige Technik: Technische Modellierungen des Körpers in historischer Perspektive, Chronos, Zúrich,€ 2005, pp.€ 9-42, en especial pp.€15â•‚20. Además, sobre todo para ver cómo se ha desarrollado la discusión en el ambiente americano, C.€Coenen, «Immagini di società potenziate dalla nanotecnologia. L’ascesa dell’ideologia posthumanista del progreso estremo», en S.€Arnaldi y A.€Lorenzet (eds.), Innovazioni in corso. Il dibattito sulle nanotechnologie fra diritto, etica e società, Il Mulino, Bolonia,€2010, pp.€242-246.
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pectiva que permitiría «superar problemas seculares, como las inquinas, el envejecimiento, la pobreza, la enfermedad»9. De nuevo palabras semejantes a las pronunciadas en€1626, poco antes de morir, por Francis Bacon, amplificadas hasta el extremo por los pos-humanistas, con ese espíritu visionario que les lleva a divisar situaciones como la inmortalidad, y que han encontrado eco, a veces demasiado complaciente, en comprometidos discursos políticos10. ¿Podemos decir que la perspectiva en su conjunto ya ha sido diseñada y, con ella, los problemas que plantea? Entre estos, pronto destaca la cuestión del alcance y del destino de los derechos fundamentales, no casualmente identificados como derechos «del hombre», o derechos «humanos», y que justamente en la naturaleza humana hallarían su fundamento; el primero entre ellos el de la «integridad física y psíquica», del que, por último y con especial intensidad, habla el art.€3 de la Carta de derechos fundamentales de la Unión Europea. ¿Conseguirá la transición hacia una condición pos-humana o trans-humana que estos derechos se vayan diluyendo paulatinamente? Al afrontar el tema de la integridad, la Carta señala cuatro principios de referencia que reflejan orientaciones ampliamente difundidas: consentimiento del interesado, prohibición de hacer del cuerpo una mercancía, prohibición de la eugenesia masiva, prohibición de la clonación reproductiva. Según estas indicaciones, lo humano sería incompatible con su producción en serie, irreducible a la lógica del mercado y, sobre todo, exigiría una plena autonomía de decisión por parte de cada interesado. Esta conclusión es bastante parecida, al menos en una primera aproximación, a la que llegan algunos estudiosos que ven con una confianza casi ilimitada las nuevas oportunidades ofrecidas por la ciencia y la tecnología, subrayando, no obstante, que la aceptación social del trans-humanismo, en un ambiente democrático, depende de la capacidad de garantizar la seguridad de las tecnologías, la posibilidad de acceder a esas oportunidades en condiciones de igualdad para todos y el respeto del derecho de cada cual para gobernar libremente su propio cuerpo11. Esta era precisamente la perspectiva señalada por el estudioso al que se atribuye la introducción del término «trans-humanismo», Julian Huxley, quien en€1927 escribía que «tal vez el trans-humanismo sea válido: el hombre seguirá siendo hombre, aun transcendiéndose a sí mismo y llevando a tér 9. R.€Kurzweil, La singolarità è vicina, trad. it. de V.€B.€Sala, Apogeo, Milán,€2008. Sobre las entusiastas perspectivas de los beneficios de la nanotecnología, C.€Coenen, «Immagini di società», cit., pp.€225-258. 10. Suele recordarse el discurso pronunciado por Bill Clinton el€21 de enero del€2000 en la conferencia de presentación de la National Nanotechnology Initiative. 11. J.€Hughes, Citizen Cyborg: Why Democratic Societies Must Respond to the Redesigned Human of the Future, Westview, Cambridge,€2004.
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mino nuevas posibilidades para su propia naturaleza humana»12. Y añadía: «un amplio Nuevo Mundo de infinitas posibilidades está a la espera de su nuevo Colón»13. Una definición más sobria del pos-humano, «tecnología que permite superar los límites de la forma humana»14, anuncia en términos más generales y más claros los problemas que se plantean cuando el tema se considera bajo la dimensión jurídica. Estamos ante la radicalización de una cuestión bien conocida que surge siempre que lo artificial cancela lo natural y cuando hace posibles unas opciones donde antes solo había casualidad o necesidad. ¿El fin del límite natural implica que cualquier otro límite sea también inadmisible? En otras palabras, ¿queda exenta de valoración jurídica la entrada en el pos-humano? Buscando respuestas entre la ingente cantidad de escritos sobre este tema, que aumenta día a día, intuimos que nos hallamos frente a un conato de descifrar posibilidades, de imaginar desarrollos, de señalar confines que no se sabe si se alcanzarán o si serán incluso superados. Pero en los inciertos territorios de lo pos-humano reaparece la cuestión del derecho y de los derechos, con formas que ya conocimos cuando el objeto de la tutela empezaba a ser delimitado en entidades distintas y diferentes a las de aquel «hombre» históricamente asumido como única y definitiva referencia. Hay, en algunas preguntas, algo de ingenuo antropomorfismo. Ayer, frente a cuestiones cada vez más apremiantes sobre la tutela del medio ambiente, nos preguntábamos si acaso los árboles podían actuar con juicio, aludiendo de esta manera a la necesidad de que un humano responsable garantizase su tutela. Ahora nos preguntamos si los robots pueden tener derechos. Y aun cuando «el ocaso de lo humano» se asume como una obligación de ir más allá de la especie humana, sin embargo, los derechos del hombre acaban poniéndose como modelo de referencia, imitado casi miméticamente en las cartas y declaraciones sobre los derechos de los animales15. 12. J.€ Huxley, Religion without Revelation, Benn, Londres,€ 1927 (inútil recordar que Julian es hermano de Aldous, el que cinco años más tarde publicará la distopía del Mundo feliz). Cito del volumen más tardío donde están estas reflexiones suyas, New Bottles for New Wine. Essays by Julian Huxley, Chatto & Windus, Londres,€1957, p.€17. 13. J.€Huxley, New Bottles, cit., p.€14. Esta invitación a explorar espacios siempre nuevos se halla en muchos escritos, por ejemplo en el considerado como acta fundacional de las nanotecnologías de R.€Feynman, «Hay mucho espacio, allá en el fondo» [1960], en Íd., El placer de descubrir, trad. de J.€García Sanz, Crítica, Barcelona,€2004. Sobre este punto, F.€Neresini, Il nano-mondo che verrà. Verso la società nanotecnologica, Il Mulino, Bolonia,€2011, pp.€22-24. 14. P.€K.€Nayar, Virtual Words: Culture and Politics in the Age of Cybertechnology, Sage, Nueva Delhi,€2004, p.€71. 15. Para un análisis candente sobre estos problemas, S.€Rodotà y P.€Zatti (eds.), Tratatto di biodiritto VI.€La questione animale, ed. de L.€Lombarda Vallauri y S.€Castiglione, Giuffrè, Milán,€2012.
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Entre lo humano y los pos-humano se instaura una compleja relación donde la atención no debe centrarse solo en las nuevas entidades, o en las consideradas en cualquier caso como tales, pues, al igual que los animales, aun existiendo de antemano, salen de la naturaleza y entran en la historia solo gracias a la categoría de los derechos. Es el ser humano, transformado, o parte de una «realidad aumentada», el que exige una renovada consideración en lo que atañe a sus derechos. El núcleo del problema puede delimitarse atendiendo a su vertiente antropológica, que nos muestra cómo al derecho se le pide o bien que custodie esa denominada antropología profunda de la especie humana o bien que levante acta de la formación de otras antropologías múltiples, respecto a las cuales los derechos, o marcan una irreducible distancia, o se presentan como instrumentos de comunicación entre ellas. En cualquier caso, la inmersión en la dimensión de la tecnociencia y, sobre todo, en sus dinámicas obliga a trabajar sobre hipótesis de búsqueda, a dar pasos en un terreno inestable, a apuntarse a lógicas de conjeturas, a apoyarse en instrumentos probabilísticos. Un derecho, concebido como factor de estabilización, nuevo murciélago de Minerva que inicia su vuelo al caer el sol, y que ahora traslada su histórica función al amanecer hacia albores inciertos. La difícil tarea que nos incumbe es la de hacer el relato de los derechos mirando hacia el futuro. En estos caminos encontramos análisis y sugerencias diversas. Para delimitar el pos-humano, con menos énfasis y más análisis, se ha dicho que podría ser definido como «el reconocimiento de la existencia de criaturas vivientes, ya no identificables como humanas, por cuanto utilizan prótesis de diversa naturaleza y función, que modifican profundamente la funcionalidad orgánica y que dejan poco reconocible la demarcación entre humanos y máquinas, entre mecanismos cibernéticos y mecanismos biológicos»16. Pero hay que mirar más allá. Habrá que ver el cuerpo como una simple prótesis y habrá que reconsiderar, por tanto, las modalidades de definición del ser humano. Este nuevo ser humano estaría en condiciones «naturales» para interactuar con máquinas inteligentes. «Entre existencia corpórea y simulaciones con ordenadores, entre mecanismos cibernéticos y organismos biológicos, entre tecnologías robóticas y finalidades humanas, ni hay demarcaciones absolutas ni diferencias esenciales en el pos-humano»17. De nuevo la cuestión de los confines, de las demarcaciones. Parece como si solo cuando se resuelva este problema será posible aventurarse en la definición de los instrumentos jurídicos necesarios. 16. G.€Polizzi, «Vite degne di essere vissute. Note sulla prospettiva ‘post-umana’»: Alfabeta,€8 (2011), p.€32. 17. K.€ Hayles, How We Became Posthuman, University of Chicago Press, Chicago,€1999, p.€24.
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En el punto final de la transición se subraya que «el gran descubrimiento de los teóricos de la información ve la posibilidad de transferir toda la información de un soporte a otro, sin pérdida alguna [...]. Se aventura que la información contenida en mi cerebro puede extraerse para introducirla en otro cuerpo, en una máquina, en las tripas y en el silicio de un robot. Si la identidad del Sí mismo consiste en una cierta configuración neuronal, [...], en las señas abstractas de un código, entonces el cuerpo biológico no es más que un soporte ocasional»18. Se llega al «pos-humano descarnado», a la posibilidad de efectuar una personality download: recurriendo a implantes neuronales nano-electrónicos (nanobionics) podría conectarse la actividad cerebral con sistemas de elaboración de datos que harían posible un verdadero uploading, extrayendo informaciones del cerebro humano para replicarlas en un ordenador19. Por otro lado, la posibilidad de conectar el cerebro con una entidad externa haría posible conectarse con Internet mediante un implante neuronal. De esta manera, Internet «se convertiría en una parte de nosotros de un modo tan natural y sencillo como el uso de las manos»20. Todo esto nos llevaría a una conclusión que encontramos sintetizada, sin apelativos, en las palabras que abren The Post-Human Manifesto: «Queda claro que, hoy, los Humanos no son la cosa más importante del universo. Los Humanistas deberían aceptarlo». Conclusión rotunda cuyo espíritu encontramos en la Declaración de independencia del ciberespacio, donde la jubilación perpetua no es la del humano, sino la de los viejos Estados, «gigantes ahítos de sangre y acero»21. Sean aceptables o no estas impostaciones, como otras muchas que podríamos recordar, lo cierto es que marcan, cada una a su manera, un punto de llegada, un objetivo cumplido, en cuya presencia podría hablarse de pos-humano. No obstante, una consideración de la tecnociencia más directa e inmediata entiende que la dilatación de oportunidades y de horizontes que eso conlleva es una posibilidad que, desde ahora, mediante 18. G.€O.€Longo, «Il corpo e il códice»: Tempo Fermo,€2 (2004). 19. Señala este tema, entre otros, un parecer del Comité Nacional de Bioética, Nanoscienze e nanotecnologie,€9 de junio de€2006 (www.governo.it/bioetica/testi/nanoscienze_nanotecnologie.pdf). 20. M.€Chorost, World Wide Mind, cit., p.€45. 21. The Post-Human Manifesto forma parte de R.€Pepperell, The Post-Human Condition, Intellect Books, Exeter,€1997. Es curioso advertir que, frente a la innovación científica y tecnológica, se sienta la necesidad de asumir posiciones de alguna manera definitivas, que nos libren de toda duda, recurriendo al género asertivo del «manifiesto». Los «gigantes ahítos de sangre y acero» aparecen en la apertura de la Declaración de independencia del ciberespacio [1996], de J.€P.€Barlow, sobre el que volveremos más adelante. Y deben recordarse también D.€Haraway, Ciencia, Cyborgs y mujeres [1985], Cátedra, Madrid,€1995; W.€McKenzie, Un Manifiesto Hacker. ¡Trabajadores inmateriales del mundo, uníos! [2004], trad. de L.€Manero, Alpha Decay, Barcelona,€2006.
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un acceso legítimo y ampliamente disponible, refuerza todas las human enhancement technologies, es decir, un continuo refuerzo tecnológico del humano. Pero es importante subrayar que todo esto debe resolverse en el poder de ejercitar una «libertad morfológica», consistente en poder aplicar a uno mismo los beneficios de la tecnología, y una «libertad reproductiva», que atribuye a los progenitores el derecho de establecer si y cuándo y, sobre todo, cómo tener hijos. Se llegaría a una humanidad potenciada, a ser «más humanos», a una condición trans-humana que se acercaría a lo realmente pos-humano y no a una progresiva deshumanización22. La cuestión de lo pos-humano se descompone. Ya se ha considerado la inadecuación y peligrosidad de establecer una continuidad necesaria entre las dos formas de libertad apenas invocadas, en concreto porque en la libertad reproductiva va incluido el poder de decidir en el lugar de otro las condiciones de su vida —sordo o no, alto o bajo23—. Situación que de inmediato nos pone frente a una violación de ese principio de dignidad que sustrae a la persona de poderes externos en lo que afecta a su vida, su cuerpo, la soberanía sobre uno mismo. Pero esa libertad morfológica no puede entenderse como incondicionada por cuanto implica tanto a la persona interesada como al papel de las instituciones. Las opciones personales y las decisiones institucionales, de hecho, no pueden ser consideradas por separado, como si fuesen mundos no comunicantes. La utilización de las tecnologías para reforzar lo humano exige un contexto institucional y social que garantice que las opciones individuales sean efectivamente libres, que el acceso en condiciones de igualdad sea posible, que la dignidad personal y social siga siendo un principio ineludible. ¿Qué principios? Conviene recordar la historia de Oscar Pistorius que emblemáticamente aúna los temas de la normalidad y del acceso a la tecnología como derecho fundamental de la persona. Las películas de los años ochenta hicieron popular al hombre «biónico», un ser en el que convivían órganos biológicos y artificiales que modificaban su naturaleza humana asumiendo la forma de cyborg. Aquel modelo se ha materializado hoy a los ojos del mundo en 22. Esta es la línea sustancialmente propuesta por el grupo de Oxford dirigido por N.€Bostrom y J.€Savulescu, y sobre esto en especial N.€Bostrom, «In Defense of Posthuman Dignity»: Bioethics, (2005), pp.€202-214 (las referencias del texto en pp.€202-203); N.€Bostrom y J.€Savulescu (eds.), Human Enhancement, OUP, Oxford/Nueva York,€2009. La tesis de la deshumanización conoce diversas versiones y, entre ellas, la más difundida y más desenvuelta, en el estilo del autor, es la de F.€Fukuyama, El fin del hombre: consecuencias de la revolución biotecnológica, trad. de P.€Reina, Taurus, Madrid,€2003. 23. Véase supra, el capítulo «Autodeterminación».
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la persona de Oscar Pistorius. Los confines de lo humano se han hecho móviles, constantemente atravesados por unos perfeccionamientos del cuerpo que le hacen superar los límites que la naturaleza o los accidentes de la vida le habían impuesto hasta ahora, recordándonos, por tanto, no solo que «el hombre está anticuado», sino que ante nosotros se abren caminos que nos conducen hacia el homo possibilis24. El mundo se pregunta no solo sobre la medida de artificialidad admisible en las competiciones deportivas, sino, más en general, sobre el sentido profundo de un cruce intenso entre biología y tecnología, sobre lo pos-humano en definitiva. «Como un pionero, el hombre rebasa sus propios confines, siempre más allá, se aleja de sí mismo; se ‘transciende’, y aunque no llega a la región sobrenatural, puesto que desborda los límites congénitos de su naturaleza, pasa a una esfera que ya no es natural, es el reino de lo híbrido y de lo artificial». Estas palabras de Anders25 describen una ambición, una insatisfacción; y, al mismo tiempo, una preocupación. Liberarse de los límites impuestos por la fisicidad, de la fatalidad que esta implica, de la finitud del cuerpo, para proyectarse en una dimensión que desafía a la misma muerte en la estela de un turbocharged optimism. Estamos ante un infinito desplazamiento de los límites hacia un «más allá», un cuerpo físico que no conoce definiciones ni límites. Vuelve, pues, un interrogante que nos acompaña en todo momento. ¿Todo eso que tecnológicamente es posible debe ser también considerado como éticamente admisible, como socialmente aceptable, como jurídicamente lícito? ¿Cuáles son los criterios, los principios a los que remitirse? La Federación internacional de atletismo, con una decisión de mayo de€2006, negó a Pistorius el derecho a participar en las Olimpiadas, invocando el criterio de la normalidad y el de la lealtad en las competiciones, y haciendo una lectura particular sobre lo humano como medida€de la licitud deportiva. Se trataba de establecer si las prótesis, más allá de€eliminar una deficiencia, daban una ventaja indebida en la competición (mejor salida, menos resistencia al aire). Esta decisión fue después cancelada el€15 de mayo de€2008 por el Tribunal de arbitraje deportivo€de Lausanne. Caía, pues, la barrera entre «normo-dotados» y portadores de€prótesis, y se perfilaba una nueva noción de normalidad. Cierto es que€el Tribunal de arbitraje deportivo basaba su decisión en el hecho de€que «por el momento no existen argumentos científicos suficientes para demostrar que Pistorius saque ventaja de las prótesis», derogando la tesis de la decisión precedente donde, por el contrario, se sostenía que las prótesis da 24. Véase, por ejemplo, cuanto escribe, desde la consideración de las nano-tecnologías, A.€Pavan, «La posta antropologica delle nano-scienze/tecnologie», en S.€ Arnaldi y A.€Lorenzet (eds.), Innovazioni in corso, cit., pp.€409-410. 25. G.€Anders, L’uomo è antiquato, cit.
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ban a Pistorius «una ventaja mecánica demostrable (más del€30â•›%) sobre quien no las usaba». Se podría decir que el criterio de la normalidad se ha mantenido firme. Pero no es ese el problema. La verdadera innovación de esa decisión consiste en el reconocimiento del hecho de que la normalidad no es solo la naturalmente determinada, sino también la artificialmente construida26. Ya hace tiempo que, en el camino de la manipulación científica, se hacen pruebas en los cuerpos de los atletas; dejando a un lado el doping, muchas son hoy las intervenciones consideradas como lícitas. O al menos alejadas de esa forma de valoración que distingue entre intervenciones que «reparan» el cuerpo y las que lo «potencian»: cuando el jugador de€golf o de béisbol se hace reconstruir los tendones de la rodilla o de la muñeca, no está claro si lo que hace no es sino adquirir una incremento funcional con respecto a la precedente situación de normalidad. Por lo demás, todos aceptamos una cuota creciente de artificialidad: trasplantes, marcapasos, inserción de placas de metal o de dispositivos que permiten el control de situaciones como las provocadas por el Alzheimer. Indiscutible parece, en estos casos, la finalidad que se pretende alcanzar: la tutela de la salud, la recuperación de funciones perdidas. Prescindiendo de la competición deportiva, ¿quién condenaría, en nombre de la intangibilidad de lo humano, el implante en cualquier persona de prótesis como las de Pistorius que le permitieran andar, moverse libremente por el mundo? En esta perspectiva, normalidad y humanidad asumen un nuevo significado. La historia de Aimée Mullins ilustra aún mejor cuanto decimos. Esta atleta se encuentra en la misma situación física que Pistorius y ha tenido éxito como modelo. Éxito determinado no solo por su singular belleza, sino por el hecho de que, como dicen algunos, las prótesis que integran sus piernas le permiten una manera solemne y elegante de andar que ninguna otra modelo humana puede realizar. ¿Dónde debería, pues, ponerse el listón de lo inaceptable para que lo humano no quedase postergado y cancelado por el flujo tecnológico? Las descripciones del futuro, ya sumariamente recordado, dejan en pañales la historia de Pistorius. El pos-humano va asociado a transformaciones bastante más profundas. Se habla del nacimiento de nuevas especies, de entidades producidas por hibridación del dato biológico por obra de la técnica, en las que sería difícil reconocer lo específicamente humano. El ámbito de las posibilidades está escandido por una multiplicidad cada vez más rica de instrumentos, que van desde las nano-tecnologías a los interfaces biónicos y neuronales, de los sistemas biónicos híbridos a las pró 26. Sobre esta vicisitud, entre otros, véase F.€Neresini, Il nano-mondo che verrà, cit., pp.€62-65.
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tesis biomecánicas, delineando siempre con más nitidez una perspectiva de profundas transformaciones. El ser humano se nos presenta como una entidad en constante transformación, y la nueva manera de entender la humanidad, o tal vez su ocaso, deberá implicar incluso la redefinición de las relaciones con otras especies existentes27. Repensar las categorías del derecho ¿Una representación enfática del mundo venidero? Lo indudable es que estamos ante mutaciones radicales en la relación entre naturaleza y cultura, entre componentes biológicos y componentes culturales, ante el abandono de una dimensión en la que la biología ocupaba la función de límite. Esta función no puede recuperarse invocando retornos al pasado, considerando que la única regla posible es la prohibición —lo opuesto al derecho—. La norma debería reconstruir una situación artificial de imposibilidad en el lugar de aquella natural, desarticulada por el progreso científico. ¿Puede el derecho convertirse solo en guardián de los miedos, de los atrasos, tras los cuales no es difícil advertir la impotencia ante una realidad comprometida? Y sobre todo, ¿puede realmente considerarse que el tránsito desde el dato de naturaleza al artificio del derecho genera una condición de equivalencia, cuando lo que sucede es que estamos frente a una realidad «incrementada» justamente por la intervención de la regla jurídica? La lógica de los opuestos no describe en su complejidad la discusión en torno al derecho. Es cierto que, ante esa interminable creación de un mundo nuevo, los juristas manifiestan temores que parecen confirmar la tesis de que se les quiere expulsar de la dimensión donde se escribe el palimpsesto de la vida. Tesis que, en su alarmante radicalidad, acaba conjuntándose con otra que asigna al derecho la única tarea de legitimar todo lo que la ciencia hace practicable: ieri instrumentum regni, hoy, y sobre todo mañana, mero instrumentum scientiae. Y así, muchos juristas viven la innovación científica y tecnológica como una constante expropiación, no como un terreno nuevo donde cimentarse. Con este ciego reflejo conservador, se adentran en una tierra de nadie sin los instrumentos adecuados, no captan lo nuevo ni consiguen dar cuerpo a los principios que pueden dar forma a ese mundo nuevo, empezando por el principio de dignidad que, con la revolución que en 27. Esta es la diversa visión del pos-humano en la que se basan investigaciones como las de R.€Marchesini, Post-human. Verso nuovi modelli di esistenza, Bollati Boringhieri, Turín,€2002; Il tramonto dell’uomo. La prospettiva post-umanista, Dedalo, Bari,€2009. Sobre las relaciones entre los humanos y otras especies, véanse las observaciones, siempre penetrantes, de F.€Remotti, Noi primitivi. Lo specchio dell’antropologia, Bollati Boringhieri, Turín,€2000, en especial pp.€335,€339-341.
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carna, no es casual que haya acompañado, y que siga haciéndolo, todo el arranque de la revolución científica y tecnológica. La tesis que afirma que el derecho ya no se puede proponer, más aún que la de su desaparición nace de una incapacidad de llegar al fondo de las razones mismas del derecho, y de repensar sus categorías, como tantas veces ha sucedido en la historia. Lo que no se puede proponer es un derecho fuera de la historia, pero no el que parte del reconocimiento de sí mismo en la realidad histórica. Pero hay más caminos que llevan al decaimiento del derecho, que anulan su autonomía, que cancelan su presencia. A partir de su inseparable relación con la interpretación, se le arrincona en un reduccionismo interpretativo que no tiene más salida que la insignificancia de los hechos. Llámesele pos-modernismo jurídico o pensamiento jurídico débil, lo cierto es que hay versiones de la función del derecho que anuncian su rendición, dada su intrínseca imposibilidad de marcar principios de referencia. Y la debilidad se hace aún mayor cuando, aun conservando la conciencia de que para él los datos de realidad son intocables, retorna a esa función que lo relega al papel de sirviente del poder, de cualquier poder. Partiendo de una versión realmente muy débil, y vulgar, del hegeliano «todo lo que es real es racional», el derecho muestra su total disponibilidad a dejarse avasallar por las imperativas demandas que provienen de la política o del mercado, degradando al jurista al papel de consejero del príncipe o, en tiempos de globalización, a mercader del derecho28, al servicio de los intereses de los nuevos gobernantes del mundo, las empresas transnacionales. Un derecho así, débil y sometido, hace desaparecer los derechos, y con ellos a las personas que lo encarnan. A las personas, precisamente. Porque en este intrincado enredo que hoy atenaza al derecho, cada vez se hace más evidente, y prepotente, la necesidad de arreglar las cuentas con la nueva antropología de la persona construida por la tecnociencia. El derecho está pillado, como árbitro, entre dos antropologías, fiada a la naturaleza la una, a la ciencia la otra. ¿De qué antropología debe, pues, hacerse custodio el derecho? La cuestión es real, no puede eludirse. Lo que debe aclararse es el modo de definirla, de afrontarla. Si se parte de que la tecnociencia «viola» la naturaleza, se está haciendo una lectura ideológica de la fase que estamos viviendo que trata de expulsar el dato de realidad que antes recordábamos, esto es, la progresiva expansión de las posibilidades de elección allí donde antes solo había destino, casualidad, necesidad. No son 28. Así define el trabajo que llevan a cabo sobre todos los grandes despachos internacionales de abogados, Y.€Dezalay, I mercanti del diritto. Le multinazionali del diritto e la ristrutturazione dell’ordine giuridico internazionale, trad. it. de M.€Raiteri, Giuffrè, Milán,€1997.
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dos antropologías enfrentadas sino un proceso de construcción constante en el que no son solo las ciencias de la vida las que participan. Y por supuesto, a la recurrente pregunta sobre si hay derecho a «construir al hombre» también hay que dar una respuesta. Pero esta debe tener en cuenta que las fronteras de la vida hoy son móviles, que nos revelan que se está produciendo un tránsito «desde las antiguas creencias al hombre tecnológico»29, y que el verdadero problema es el de señalar los límites de esa construcción. No se puede ceder a sugerencias ideológicas como la expresada en la fórmula, tantas veces repetida, que no se puede «jugar a ser Dios». Sin querer entrar en la controvertida interpretación de los pasajes de la Biblia que nos hablan de una naturaleza sometida, o confiada al poder del hombre, de lo que se trata es de delimitar el recorrido mundano que hay que seguir para comprender esa fuerte apariencia de poder que, como todos los poderes, no puede pensarse sin los límites que, poco a poco, hay que ir introduciendo. Opciones personales y mutaciones del cuerpo La tarea de garantizar la más amplia posibilidad de acceso a las crecientes oportunidades ofrecidas por la innovación científica y tecnológica, en las perspectivas de lo trans y de lo pos-humano, es algo que corresponde al derecho. Ya se ha dicho cuál es el conjunto de principios que hay que tener en cuenta como condición de la legitimidad del acceso, dando así por resuelto en cierto modo el problema general de la posibilidad de referirse a principios forjados sobre lo humano, incluso en las nuevas situaciones. Podrían evitarse así simplificaciones e ideologizaciones que acompañan los discursos sobre la deshumanización, categoría que acaba desvinculándose de la obligación de dar respuestas adecuadas sobre la diversidad de situaciones que la innovación científica y tecnológica nos propone sin pausa. Esto sucede, por ejemplo, cuando en las trasformaciones del cuerpo se quiere ver un crimen contra la humanidad, sobre todo cuando se trata de clonación o de modificaciones genéticas transmisibles30. Se corre el riesgo con esta perspectiva de distorsionar el análisis, dado que transfiere la cuestión al problemático terreno de los crí 29. H.€Jonas, Frontiere della vita, frontiere della tecnica, trad. it. de G.€Bettini, Il Mulino, Bolonia,€2011. Las palabras citadas aparecen en el subtítulo de la edición americana de€1974 (Philosophical Essays. From Ancient Creed to Technological Man, The University of Chicago Press, Chicago/Londres). 30. G.€J.€Annas, L.€B.€Andrews y R.€M.€Isasi, «Protecting the Endangered Human: Toward an International Treaty Prohibiting Cloning and Inheritable Alterations»: American Journal of Law and Medicine,€2/3 (2002), pp.€162€ss. En el mismo sentido, referente a la clonación, M.€Delmas-Marty, «Certitudes et incertitudes du droit», en H.€Atlan et al., Le clonage humain, Seuil, París,€1999, pp.€67-97.
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menes contra la humanidad, haciendo más difícil la legítima discusión en torno a los necesarios límites de las intervenciones sobre el cuerpo. Si se ponen, además, en el mismo plano, la clonación y las modificaciones transmisibles del genoma, un tema que demanda distinciones y atenciones especiales en torno al derecho fundamental a la salud, se transforma todo en una cuestión ideológica. Reflexionando de manera general sobre estas dinámicas, hay que registrar el hecho de que el destino del género humano cada vez está más supeditado a la ciencia y la técnica, que lo sumergen en la historia, que lo liberan de la casualidad y de la necesidad, y hasta es posible que de la naturaleza. Frente a la radicalidad de este paso, frente a la discontinuidad que describe, la ética vuelve con prepotencia sobre el terreno, la política se divide, el derecho se interroga sobre su propio papel. Nuevas palabras surgen y nos acompañan: biopolítica, bioética, bioderecho. Parece como si la humanidad quisiera con ellas «salir de sí misma», al menos en el sentido de querer entrar en una fase que dejaría de lado la exclusividad de la pura lógica darwiniana, para entregarse a una evolución ligada a una técnica gobernada por las personas. En torno al cuerpo de cada cual se agrupan las posibilidades incesantemente ofrecidas por la biología y la genética, por las innovaciones informáticas, por la neurociencia, por la€nanotecnología. El espacio de presencia del humano, de lo más infinitamente pequeño hasta la dilatación de la más vasta de las dimensiones, se modifica. Presentes en este campo están las nano-tecnologías que «comprenden todo aquello que afecta a la manipulación de la materia átomo por átomo»31, de dimensiones inferiores al micrómetro (una millonésima de milímetro), permitiendo así la proyección y la realización de dispositivos a esta escala, ya utilizados en los más diversos campos, desde los industriales a la nanomedicina. El cuerpo es «potenciado», proyectado hacia espacios temporales que se pretende hacer coincidir con la inmortalidad. El cuerpo es presentado, simplificando mucho, como un campo de batalla planetario en el que se enfrentan bioconservadores y trans-humanistas32. Empeñados tenazmente los primeros en restaurar los derechos de la naturaleza. Guardianes los otros de una nueva libertad, la de usar sin límites el inédito poder del que estamos investidos. Pero esta polarización no ofrece indicación alguna sobre cómo gobernar la fase completamente nueva en la que ha entrado la humanidad. Es ilusorio, ya lo hemos dicho, pensar que el derecho, con sus artificiales reglas, pueda reconstruir las situaciones naturales profundamente modificadas por la ciencia. Por otro lado, la ilimitada apertura a la utilización de cualquier nueva oportunidad
31. F.€Neresini, Il nano-mondo che verrà, cit., p.€202. 32. N.€Bostrom, «In Defense of Posthuman Dignity», cit., p.€202.
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parece más bien confirmar la tesis de quien ve en la técnica el único poder de nuestro tiempo, al que sería inútil poner barreras porque esa técnica es productora de fines a los que ningún otro podría contraponérsele. Debemos más bien ser conscientes de que hay que gobernar un excedente inédito y que el punto de encuentro de esta reflexión de halla en el derecho a la autodeterminación. De aquí, de esta ineludible novedad y no€de un imposible retorno al pasado, deben partir las nuevas modalidades de un derecho que ya no puede hacer abstracción de sí mismo y que debe encontrar en los propios principios la medida de la nueva antropología. Esta reflexión puede ayudar a disolver esa maraña antes recordada en la que parece envuelto el derecho. La progresiva emergencia y consolidación del derecho fundamental a la autodeterminación, al que puede ser referida la casi totalidad de los novísimos derechos ligados al gobierno de la vida, se presenta como un desmentido de la tesis que quisiera ver aquí agotada la función del derecho. Además, el mundo construido por la tecnociencia presenta realmente discontinuidades radicales. ¿Se prepara la especie humana, única, a ser substituida por una multiplicad de especies, a un tránsito de lo singular a lo plural, inevitable a causa de la tecnociencia que cada vez nos acerca más al pos-humano? ¿Debe la evolución darwiniana ceder el paso a una evolución guiada por la tecnología? La multiplicación de las especies no pertenece solo al imaginario colectivo, pues ya Francis Bacon hablaba de la posibilidad de «fabricar una nueva especie». Pero, sean cuales fueren las valoraciones sobre esta radical mutación, de las que duda más de un genetista, lo cierto es que el cruce entre cuerpo, ciencia y tecnología es tan profundo que la referencia a lo pos y a lo trans-humano parece legítima, planteando al derecho inéditos interrogantes, el primero, si hay que seguir hablando de derechos del «hombre» ante esas entidades definidas como «pos-humanas». Un nuevo nudo que deberán desatar las páginas que será capaz de escribir el derecho gracias a la fuerza de sus principios, a los que se sigue invocando en la elaboración de las novedades más radicales, como lo testimonia, por ejemplo, el hecho de que entre los mismos entusiastas del ilimitado recurso a las tecnologías disponibles hay quien siente la necesidad de titular un escrito suyo «En defensa de la dignidad pos-humana»33. Líneas maestras ante los desafíos del futuro Dignidad, igualdad, autonomía y normalidad son categorías entrelazadas y ninguna puede ser ignorada o sacrificada. Como ya se ha dicho, para que la transición hacia el pos-humano sea aceptable debe subordinarse al respeto por la igualdad y por la autonomía de las personas, y también
33. Ibid.
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por su dignidad, condiciones imprescindibles en sistemas basados en la democracia y en el respeto a los derechos fundamentales. Repasando sintéticamente algunos de los temas en discusión puede decirse que en ellos se muestran las preocupaciones y las angustias que, con formas extremas, han acompañado las distopías referentes al cuerpo y a los destinos universales y colectivos que a él están asociados, desde el Mundo feliz de Aldous Huxley34 hasta el Nunca me abandones de Kazuo Ishiguro35. Se trata de preocupaciones que, depuradas de sus más extremas propuestas, no pueden evitar ni siquiera las aportaciones de estudiosos que trabajan con convicción en la perspectiva del pos-humano: Mientras te veía bailar aquel día, vi además otra cosa. Vi un mundo nuevo que se acercaba a pasos agigantados. Más científico, más eficiente, es cierto. Con más curas para las viejas enfermedades, maravilloso. Y sin embargo, un mundo duro, cruel. Vi una niña, con los ojos cerrados, que apretaba junto a su pecho al viejo mundo pagano, el que en su corazón sabía que no iba a durar ya más, y lo mantenía en sus brazos e imploraba que no le abandonase36.
Retorna el conflicto entre viejo y nuevo mundo, uno que se tiñe con los colores de la nostalgia; el otro, portador de un progreso que parece tener prisa por abandonar cuanto antes lo humano. Pero ¿es esta la única representación posible, o la más correcta? Mucho de todo eso que catalogamos como pos-humano tiene sus orígenes en la antigua, interminable búsqueda de cómo salir de la encerrona de un mundo en el que la naturaleza era «madrastra» que condenaba a la enfermedad, al sufrimiento, a la herencia dañada. No estamos solo frente a intentos de adquirir nuevas capacidades, o de ampliar a discreción las que ya poseemos, sino de «readmitir» en una especie de normalidad natural a las personas que han sido o pueden ser excluidas. La experimentación de los implantes en el cuerpo para recuperar u obtener vista y oído, para gobernar prótesis, para controlar las manifestaciones del Alzheimer, debe ser valorada, desde este punto de vista, como una oportunidad que ofrece la genética para evitar las transmisiones de determinadas enfermedades. Bien sabemos que el argumento de la «peligrosa pendiente» hacia fines destructivos de la tecnología esconde muchas veces la incapacidad o la falta de voluntad para afrontar con los medios adecuados los desafíos del futuro. Y sabemos también que un conservadurismo sin salidas puede acarrear reacciones también extremas que acaban legitimando, junto a inno 34. A.€Huxley, Un mundo feliz, trad. de R.€Hernández, Plaza y Janés, Barcelona, 1980. 35. K.€ Ishiguro, Nunca me abandones, trad. de J.€ Zulaika, Anagrama, Barcelona,€2005. 36. Ibid.
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vaciones con toda seguridad positivas, otras que una racional argumentación hubiera podido limitar oportunamente o excluir del todo. El verdadero problema cultural e institucional es el de valorar hasta qué punto estamos ante discontinuidades reales que implicarían la desaparición de un mundo, y cómo será posible mantener una continuidad que permita ese trascender de lo humano del que hablaba Julian Huxley, que impida la aparición de un «doble estándar» al considerar lo humano y lo pos-humano. Es comprensible la preocupación de quien señala el riesgo de un hundimiento de lo humano como efecto de lo pos-humano, portador de un valor más fuerte, o de una condición perturbadora que abriría la vía a un conflicto, o dicho de otra manera, a una «guerra» entre humanos y pos-humanos37. Un conflicto que surgiría, claro está, en el terreno de los valores de referencia. Este modo enfático de proyectar los problemas del futuro, sin embargo, no puede negociarse con aspavientos porque lo que es ineludible es la cuestión de las relaciones entre humano, pos-humano y trans-humano, teniendo siempre como constante punto de referencia, y garantía de la posible continuidad y de la coexistencia necesaria, los principios ya recordados de dignidad, igualdad y autonomía. Para tratar de ver si y cómo estas indicaciones generales pueden ser traducidas a principios e indicaciones concretas, sería oportuno remitirse a un texto aprobado el€16 de marzo de€2005 por el Grupo europeo para la ética de las ciencias y de las nuevas tecnologías, dedicado precisamente a los Aspectos éticos de los dispositivos ICT implantables en el cuerpo humano, y que procede con un reconocimiento puntual de las diversas posibles modalidades de intervención38. Lo que aquí se demanda es «en qué medi 37. Véase, por ejemplo, lo que escribe Bostrom, «In Defense...», cit., pp.€202-214. 38. European Group on Ethics in Science and New Technologies to the European Comission, Ethical Aspects of ICT Implants in the Human Body, Office for Official Publications of the European Communities, Luxemburgo,€2005. Se delimitan diversas categorías según las modalidades de intervención: «Dispositivos ICT: dispositivos que se valen de las tecnologías de la información y de la comunicación, normalmente basados en la tecnología de los chips de silicio. Dispositivo médico activo: cualquier dispositivo médico cuyo funcionamiento se basa en una fuente de energía eléctrica interna e independiente, o bien, sobre una fuente de energía diferente de la generada directamente por el cuerpo humano o por la gravedad. Dispositivo médico activo implantable: cualquier dispositivo médico destinado a ser implantado interna o parcialmente mediante intervención quirúrgica en el cuerpo humano o mediante intervención médica en un orificio natural y destinado a permanecer tras la intervención. Dispositivos ICT pasivos implantables: dispositivos ICT implantables en el cuerpo humano que utilizan para su funcionamiento un campo electromagnético exterior [véase, por ejemplo, la Sección€3.1.1 relativa a los «Chip Verdaderos»]. Dispositivos ICT implantables online: dispositivos ICT implantables que utilizan para su funcionamiento una conexión [online] con un ordenador exterior o que pueden ser interrogados [online] por un ordenador exterior [véase, por ejemplo, la Sección€3.1.2 relativa a los biosensores]. Dispositivos ICT implantables offline: dispositivos ICT implantables cuyo funcionamiento no depende de dis-
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da estos dispositivos deben considerarse como parte de eso que podría llamarse ‘proyecto corporal’, que incluye la gestión personal y libre de las habilidades físicas e intelectuales propias (eventualmente potenciadas)». Para responder a esta pregunta se ha diseñado un cuadro analítico de principios de referencia que tiene en cuenta el principio de precaución, y se articula poniendo, junto a consolidados principios fundamentales (dignidad, no discriminación, autonomía, inviolabilidad del cuerpo, privacidad), otros principios que, una vez aceptada, en líneas generales, la admisibilidad de una intervención, permiten valorar su admisibilidad en casos específicos (principios de necesidad, finalidad, proporcionalidad, pertinencia). Principios, estos últimos, que representan una especie de precipitado histórico de la experiencia en materia de aceptabilidad de las innovaciones científicas y tecnológicas y de las que debe probarse posteriormente su relevancia en el marco de la discusión sobre la evolución humana. Este conjunto de principios y reglas jurídicas, en líneas generales, sirve como un posible freno a las derivas tecnológicas. Por lo demás, a la potencia de una técnica que se manifiesta con una producción ilimitada de aplicaciones no se puede oponer un derecho débil, «amputado de su causa final». Se vuelve así a la necesidad de no perder nunca de vista esa constitucionalización de la persona que es el resultado de un largo proceso y que ha hallado reconocimiento incluso en documentos que valen también para las transformaciones del humano. «No pondremos la mano sobre ti». Esta era la promesa de la Carta Magna: respetar el cuerpo en su integridad —habeas corpus—. Esta promesa sobrevive a las mutaciones tecnológicas. Cualquier intervención sobre el cuerpo, cualquier operación de tratamiento de datos personales, deben ser consideradas como si se refirieran al cuerpo en su conjunto, a una persona que debe ser respetada en su integridad física y psíquica, en su dimensión tecnológica, determinando la absorción en la categoría general del habeas corpus de todas las especificaciones con las que se han querido acompañar las innovaciones científicas y tecnológicas y que han hallado expresión en la fórmula habeas data. Se parte de una premisa obligada, o más bien de una constatación: el cuerpo debe ser considerado ahora como «incompleto». Se puede actuar sobre él para reintegrarle funciones perdidas o nunca poseídas (amputaciones, ceguera, sordera) o para proyectarlo más allá de su antropológica normalidad, potenciando sus funciones o añadiéndole otras nuevas, siempre en nombre del bienestar de la persona o de su competitividad social (incremento de las capacidades deportivas, «prótesis» para la inteligenpositivos ICT exteriores [eventualmente tras una operación inicial de configuración, como en el caso de la estimulación cerebral profunda]. ICT: Sistema de captación y adaptación de señales radioeléctricas. (N. del T.)
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cia). Estamos frente a las «repairing and capacity enhancing technologies», a una multiplicación de las tecnologías body-friendly, que dilatan y modifican la noción de cuidado del cuerpo y anuncian la llegada del cyborg, del cuerpo pos-humano. «En nuestras sociedades, el cuerpo tiende a convertirse en una materia prima moldeable según el contexto del momento»39. Se incrementan, pues, las posibilidades de intervención individual pero aumentan también las oportunidades de intervenciones políticas de control mediante las tecnologías. La total reducción del cuerpo a máquina alimenta la propensión a transformarlo en un instrumento que permita el control de la persona. Esta queda expropiada de su cuerpo y, en consecuencia, de su autonomía. El cuerpo pasa a disposición de otros sujetos. Pero, ¿cuál puede ser el destino del individuo desposeído de su propio cuerpo?40. En este problemático terreno, el parecer del Grupo delimita algunos parámetros significativos para la valoración de la admisibilidad de los implantes que deberían tenerse presentes en cualquier circunstancia:
a) la existencia de un riesgo, reconocido hoy como elevado, aunque incierto, referido hasta a las más simples formas de dispositivos ICT implantables en el cuerpo humano, exige la aplicación del principio de precaución. En concreto, deben distinguirse los implantes activos de los pasivos, los reversibles de los irreversibles, los que dejan a la persona offline de los que la sitúan online; b)╇ el principio de finalidad impone al menos una distinción entre finalidad sanitaria y finalidad de otro tipo. No obstante, incluso las utilizaciones médicas deben ser valoradas con rigor y de modo selectivo, aunque nada más sea para evitar que puedan ser después invocadas para legitimar otras formas de utilización; c)╇ el principio de necesidad lleva a excluir la legitimidad de dispositivos ICT implantables que busquen únicamente la identificación de los pacientes, siempre que estos dispositivos puedan ser sustituidos por otros instrumentos menos invasivos e igualmente seguros; d)╇ el principio de proporcionalidad lleva a excluir la legitimidad de implantes como los utilizados, por ejemplo, con el único fin de permitir una entrada más fácil en determinados locales públicos; e)╇ el principio de integridad e inviolabilidad del cuerpo excluye la posibilidad de considerar el consentimiento del interesado como único requisito suficiente para hacer posible cualquier tipo de implante; f )╇ el principio de dignidad se opone a la transformación del cuerpo en un objeto manipulable y controlable a distancia, un mero suministrador de informaciones.
39. D.€Le Breton, Signes d’identité. Tatouages, piercings et autres marques corporelles, Métailié, París,€2002, p.€7. 40. Sobre todos estos problemas puede verse lo que he escrito en La vida y las reglas, trad. de A.€Greppi, Trotta, Madrid,€2010, pp.€93-99.
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Este conjunto de indicaciones compone ya un marco jurídico útil para empezar a afrontar las comprometidas cuestiones constantemente propuestas por la innovación científica y tecnológica. ¿Qué sucede, sin embargo, cuando se pasa de una mejora tendente a la recuperación de funciones perdidas o nunca poseídas a una mejora de€las prestaciones del cuerpo «normal»? Sería el caso, por ejemplo, del dopaje en el deporte, sancionado por normas nacionales e internacionales porque pone en riesgo la salud del atleta y porque altera la lealtad de las competiciones. Sin embargo, es un dato histórico el consumo de drogas por parte de escritores, músicos o pintores, lo cual nunca ha provocado una reacción jurídica de tipo prohibicionista por el hecho de que alteraría el natural o normal proceso de creación artística. Las eventuales prohibiciones, también para los artistas, provienen de normas de carácter general sobre el uso de sustancias estupefacientes, solo que suavizadas con reconocimientos de legitimidad en el uso personal y en cantidades módicas. ¿Hay en el deporte restricciones de las que están exentos los artistas? De la Unión Europea llegan indicaciones que, una vez más, aun referidas a situaciones o a tecnologías específicas, acaban siendo de interés general. Se ha escrito, por ejemplo, que «los organismos que desarrollan actividades de investigación en el campo de las nanociencias o de las nanotecnologías deberían abstenerse en temas relacionados con refuerzos no terapéuticos de los seres humanos que puedan acabar en dependencia o que estén dirigidos exclusivamente al refuerzo ilícito de prestaciones del cuerpo humano»41. La legitimación del recurso a las innovaciones científicas y tecnológicas se construye, pues, en torno a dos parámetros: el mantenimiento de la autonomía de la persona y la admisibilidad del «refuerzo» solo cuando tiene fines terapéuticos, sin caer en lo ilícito. Indicaciones importantes pero que, para definir las condiciones de su operatividad, remiten a€un contexto que la regla jurídica debería precisar. No habría que olvidar, además, que las hipótesis de regulación jurídica se configuran en situaciones inciertas justamente en lo referente a los efectos que deberían considerarse. Se comprende, pues, la razón por la que el conjunto de normas ya existentes en materia de límites, investido con vigor por la innovación científica y tecnológica, tienda a considerarse como un conjunto de reglas que, en cierto modo, convergen para definir solo la «posible» intervención del derecho, extrapolando, sobre todo de documentos in 41. Commission of the European Communities, Recommendation on a Code of Conduct for Responsible Nanosciences and Nanotechnologies Research, Com (2008),€424 final, Bruselas,€2008, p.€9. Una cuidada reconstrucción del conjunto de las indicaciones europeas en E.€Pariotti, «Regolare l’incertezza: verso uno sviluppo costruttivo del principio di precauzione applicato alle nanotecnologie», en S.€Arnaldo y A.€Lorenzet, Innovazioni in corso, cit., pp.€383-406.
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ternacionales, una especie de línea maestra que debería aplicarse, casi experimentalmente, en los campos más abiertos y controvertidos42. Este ejercicio es posible por el hecho de que las innovaciones científicas y tecnológicas tienden a producir una «unificación problemática», ya que los mismos problemas se plantean en lugares y en contextos jurídicos bastante diversos. Y resulta obvio que la extrapolación de indicaciones comunes es facilitada por la existencia de un área jurídica común, como sucede en la Unión Europea, no casualmente dotada de una propia Carta europea de derechos fundamentales, construida precisamente en torno a algunos principios ineludibles. Hominización y humanización En este marco deben considerarse las nuevas oportunidades de una programación integral de los seres humanos, posible gracias a la genética y a su convergente integración con otras disciplinas. La ruptura con el pasado asume aquí caracteres radicales. Y hay que afrontarlo sobre todo para evitar caer en un cienticismo que alteraría por completo la dignidad humana y que nos llevaría a una visión absolutamente instrumental de la persona. No sería admisible pensar que la sociedad y con ella el derecho, se echaran atrás en presencia de este cambio. Interrogándose precisamente sobre el papel del derecho ante la «hominización» y la «humanización», Mireille Delmas-Marty ha observado que la humanidad parece haber salido de dos procesos en apariencia opuestos: la hominización, esto es, la evolución biológica, que ha llevado a la emergencia de una sola especie humana con un proceso de unificación tendente al universalismo; y la humanización, esto es, la evolución que se ha articulado en torno a la cultura, con un proceso de diversificación tendente al relativismo43. Universalidad y unicidad, por una parte; diferenciación propia de cada grupo humano, por otra. En tiempos de una innovación científica que modifica las modalidades de la procreación y que construye nuevas integraciones del mundo humano con el animal y con el de las máquinas, estas categorías no sirven para describir aceptablemente las dinámicas humanas, no son adecuadas ante la profundidad del cambio. El acento debería cargarse en la hominización, ya que la profundidad del cambio de los procesos biológicos y sus imbricaciones con el conjunto de las innovaciones científicas y tecnológicas parecen ir en la dirección de diversificar a la especie humana. En los procesos 42. Véase, para las nanotecnologías, el análisis de M.€Piccinni, «Nanotecnologie, medicina e diritto», en S.€Arnaldo y A.€Lorenzet, Innovazioni in corso, cit., pp.€83-127. 43. M.€Delmas-Marty, «Hominisation, humanisation: le rôle du droit»: La lettre du Collège de France,€32 (2011), p.€25.
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de humanización, por el contrario, se advierten señales significativas de un movimiento hacia la unificación, de la que sería testimonio la difusión de normas jurídicas comunes en sectores en los que el humano es puesto visiblemente a prueba por la tecnociencia. Una alteración radical de perspectiva que ha sido descrita al hablar de la esperanza de que la humanidad logre sustituir «la casualidad del proceso evolutivo por una autodirigida re-ingeniatura de la naturaleza humana»44. ¿Puede la reflexión jurídica hacer abstracción de estos datos? El posible tránsito de la unidad a la pluralidad de las especies, o el modo de articularse del humano, hacen aún más candente el tema de la posibilidad de reencontrar principios unificadores. El palimpsesto de la vida escrito por la tecnociencia ¿impone realmente la retirada de las categorías jurídicas transmitidas e incluso de la regla jurídica? Recordemos que en el tiempo en el que la biología dictaba las reglas de la vida, desde el mundo del derecho nos llegaron categorías unificadoras, como la del derecho al acceso, la ampliación de derechos tradicionales, como el de la privacidad, derechos nuevos como los procreativos y los informativos; y sobre todo, la aparición del principio de dignidad de la persona que arrastra consigo la fuerte secuela de una mutación antropológica. Si la tesis que afirma que estamos viviendo la transición desde la unicidad a la pluralidad de las especies puede ser, y de hecho es, objeto de críticas que la consideran demasiado atrevida, lo que no se puede evitar es la perspectiva propiamente antropológica que permite captar con propiedad la cualidad del cambio, descrito un poco a la ligera como el de la llegada del cyborg, el de las fronteras señaladas por la robótica, el de la transformación del hombre en máquina. Partiendo de esta premisa nos encontramos con la necesidad de propiciar análisis diferenciados, según las especificidades de las diversas tecnologías, cuyos diferentes efectos no se comprenderán si nos limitamos a decir que todos inciden por igual sobre el cuerpo. Solo de esta manera será posible huir de la peligrosa simplificación operada por quien, frente a las tantas cuestiones señaladas hasta ahora, concluye que el único y verdadero tema es el de proteger una antropología que habría sido definida de una vez por todas desde su origen y que en esa dirección moviliza todos los recursos jurídicos. De nuevo un discurso sobre la naturaleza que identifica el papel del derecho con su protección. Tecnociencia e intervenciones sobre el humano Varias son las lecturas, o reconstrucciones, acerca de la relación entre persona y tecnología, mediando el cuerpo. Julian Huxley y Günter Anders
44. A.€Mauron, «The Choosy Reaper»: Embo Reports,€6 (2005), p.€67.
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recurren a la palabra «trascender», casi como el «trashumanar»45 de Dante, esto es, a una forma superior de lo humano, bastante diferente de ese «salir» de lo humano de que han hablado otros, que insisten en lo que sería una auténtica despedida y que celebran el nacimiento de otras especies. «El siglo€ xx puede ser considerado como el ocaso del paradigma humanístico»46, porque algunas de sus líneas maestras han ido perdiendo paulatinamente importancia; porque la tecnología habría salido «del tradicional ámbito de lo inorgánico para asumir un estatuto de integración con lo biológico que desquicia los fundamentos mismos del ser humano»; porque «las aplicaciones de la tecnociencia [...] entran en el cuerpo del hombre y lo desencuadernan», le hacen perder esa centralidad que era la base del antropocentrismo al que, obviamente, no hubo más remedio que abandonar47. Sin llegar a conclusiones tan radicales, muchos son los estudiosos que se preguntan «qué hombre estamos viendo aparecer y qué hombre podemos esperar»48 de la intervención sobre él de la ciencia y la tecnología. Cuestión ineludible, y de sus respuestas depende también la posibilidad de proseguir en la línea hasta aquí adoptada que querría ir en la dirección de ese derecho que, mediante la relectura de los principios que han sido de especial importancia para la persona y para sus derechos, nos pusiera en situación de analizar los diversos problemas en la perspectiva del «hombre después del hombre»49 y no en el de la cesura definitiva. Esto no quiere decir que no se deba partir de las condiciones del humano, ya bien delineadas, sin necesidad de ceder a ese abuso antropológico que induce a multiplicar las figuras relacionadas con cualquier factor tecnológico, adjetivando hasta el infinito el término hombre50. Como tampoco cierra esta referencia la posibilidad de tomar seriamente en consideración las nuevas dinámicas de las relaciones entre las especies vivientes. Habría que preguntarse si la presencia de esta pluralidad implica necesariamente racionalidades diferenciadas o si se puede seguir el camino 45. «Trasumanar significar per verba / non si por’a» (No es posible expresar con palabras el trascender de lo humano, el transhumanar): Dante Alighieri, Divina Commedia, Paradiso, canto I,€70-71. La palabra en cuestión recorre la poesía italiana: P.€P.€Pasolini, Trasumanar e organizzar, Garzanti, Milán,€1971. 46. R.€ Marchesini, Il tramonto dell’uomo. La prospettiva post-umanista, Dedalo, Bari,€2009, p.€5. 47. Ibid., pp.€8-9. 48. A.€Pavan, «La posta antropologica», cit., pp.€407-408. 49. G.€Granieri, Umanità accresciuta. Come la tecnologia ci sta cambiando, Laterza, Bari,€2009, pp.€31€ss. 50. Habla, por ejemplo, de un homo technologicus G.€O.€Longo, Homo technologicus, Meltemi, Roma,€2001 (nueva ed.€2005); de un homo interneticus, L.€Siegel, Against the Machine. Being Human in the Age of the Electronic Mob, Spiegel & Grau, Nueva York,€2008, pp.€172-179.
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de la construcción de referencias comunes que levante acta de que la referencia naturalista como criterio unificador ya no es practicable y de que no vea en el artificio tecnológico al responsable de realizar una fractura del humano en miríadas de fragmentos. Afirmar que la técnica produce un efecto de «exo-somatización»51, de proyección del humano más allá del cuerpo, no implica su dispersión, sino la ocupación de un espacio más amplio con un proceso que puede acercarse al que ve la «intimidad» acompañada de la «extimidad»52. No puede reconstruirse aquí el amplísimo debate que parte de la persistencia del modelo cartesiano, del dualismo entre res cogitans y res extensa, de la íntima dependencia entre mente y órganos del cuerpo. Lo que conviene registrar son esos datos de realidad reveladores de la actual condición humana en el tecno-espacio y que, al mismo tiempo, permiten delimitar el espacio que el derecho debe frecuentar para garantizar lo humano, incluso en las nuevas formas que viene asumiendo. En las reconstrucciones corrientes, más que insistir en la multiplicación de las especies, se habla de una fragmentación de la sociedad consecuente con los caracteres de las tecnologías. Se habla de una sociedad del conocimiento, pero se señalan también trayectos «hacia la sociedad nanotecnológica»53 o la «sociedad de los cerebros»54. Pero esta representación de una sociedad que se divide tecnológicamente halla su desmentido en las dinámicas tecnológicas mismas, en el hecho de que siempre estamos ante «tecnologías convergentes»55. Y esta convergencia tiene su punto de incidencia en el cuerpo humano, descrito con la imagen, recordada al inicio, de una máquina construida gracias a las nanotecnologías, a las neurociencias, a la biología, a las tecnologías informáticas. La reflexión jurídica, por tanto, se halla frente a un dato unitario que, sin embargo, no es una réplica del humano en las formas que, hasta ahora, habían identificado su objeto, la entidad a la que había que garantizar los derechos. Junto a la transformación del cuerpo cambia también la posición de la persona en el sistema de las relaciones. El cuerpo humano se inserta en una red cada vez más amplia de sistemas informáticos y robóticos, una red que permite ampliar nuestra capacidad de comunicar y de obrar. Este es 51. A.€ Gras, «L’homme machine ou l’homme sans essence», en C.€ Hervé et al., L’humain, l’humanité et le progrès scientifique, Dalloz, París,€2009, p.€64. 52. Cf. supra, p. 32. 53. Este es el subtítulo del libro de Neresini, Il nano-mondo che verrà, cit. 54. K.€ Evers, Neuroéthique. Quand la matière s’éveille, Odile Jacob, París,€ 2009, pp.€177-183. 55. Véase M.€C.€Roco y W.€S.€Bainbridge (eds.), Converging Technologies for Improving Human Performances: Nanotechnology, Biotechnology, Information Technology, and Cognitive Science, National Science Foundation, Arlington,€2000 (editado luego por Kluwer, Dordrecht,€2004).
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tar en red de la persona implica una interacción directa entre las mentes humanas pero evoca también experimentos referidos a la inserción de chips en el cuerpo o de electrodos en el cerebro que permiten mandar a distancia dispositivos electrónicos que abren puertas, que encienden luces o que ordenan movimientos a un robot56: por ejemplo, gracias a un examen de la actividad eléctrica del cerebro, un ordenador puede entender una intención de actuar y ordenar a un robot que haga en nuestro lugar la acción deseada. El «estar en red», pues, no solo incrementa las posibilidades de interacción directa con otras personas, sino también con todo el mundo circunstante. En esta diferente dimensión brevemente aquí descrita, no se prolongan solo cuestiones ya conocidas, como, por ejemplo, las que afectan al principio de dignidad o a la tutela de la privacidad. Surgen nuevos conflictos por efecto, en primer lugar, de una más directa e intensa exposición del humano al control externo, lo que podría significar una revisión de la autonomía ya que podría ocasionar la cancelación completa de la autodeterminación. Y aparecen hipótesis apocalípticas, hasta ayer asociadas a las tecnologías atómicas, como la del «escenario de la plaga gris (grey goo)» que describe un mundo que arriesga su propia destrucción a manos de nano-robots auto-replicantes fuera de control57. Considerando este transcurrir de la persona hacia una cada vez más intensa integración con el mundo de las máquinas, retornan cuestiones que guardan relación con la identidad. «¿Es una persona un sistema biónico híbrido, una entidad a la que atribuir derechos y deberes? [...] ¿Es el componente humano de un sistema biónico híbrido la misma persona antes y después de convertirse en interfaz de instrumentos artificiales?»58. Resuena el eco de la antigua cuestión sobre la nave de Teseo, que suscita una duda epistemológica, sí, pero que plantea además la más concreta cuestión sobre el umbral imposible de atravesar so pena de hacer imposible la identificación de una subjetividad como centro de imputación de derechos. ¿Es un dato cuantitativo (cuánto de humano permanece en el sistema biónico híbrido) o cualitativo (qué funciones puede realizar ese sistema) lo que hay que tener en cuenta a la hora de delimitar ese umbral? Interrogantes que nos llevan directamente al tema de la «Robolaw». Se hace así más clara y apremiante la cuestión de la posibilidad de construir un marco institucional resultante de la dialéctica entre los principios fun 56. Las experimentaciones más conocidas y publicitadas son las de K.€Warwick, I, Cyborg. The Inside Story of the Experiment to Fuse Artificial with Human Intelligence, University of Illinois Press, Champaign,€2004. 57. E.€K.€Drexler, Engines of Creation. The Coming Era of Nanotechnology, Anchor Books, Nueva York,€1986. Sobre este punto C.€Coenen, Imagini di società, cit., pp.€228-229. 58. F.€Lucivero y G.€Tamburrini, «Ethical Monitoring of Brain-Machine Interfaces. A Note on Personal Identity and Autonomy»: Artificial Intelligence & Society,€3 (2008), p.€451.
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damentales del Estado constitucional de derechos y las dinámicas científicas y tecnológicas, consideradas no solo desde el punto de vista de las realizaciones ya adquiridas, sino de las hipótesis que señalan la necesidad de tener en cuenta un futuro cada vez más próximo. La medida del derecho induce a dirigir la atención, ante todo, a la relectura de la relación entre dignidad, libertad e igualdad59. Luego, a dos específicos desarrollos, delimitados por los principios de precaución y responsabilidad, cuya relevancia ha crecido al ampliarse el área de las situaciones de incertidumbre. Por último, se hace esencial la consideración del conjunto de estas referencias en el marco del mantenimiento de la democraticidad total del sistema. La relación derecho/tecnologías, en el ámbito aquí examinado, no puede limitarse a registrar la incertidumbre como dato estructural. Debe partir de la consideración de situaciones «incontrolables» que puedan manifestarse a escala social e individual. Está, por un lado, el tema de la rebelión de las máquinas, de su huida del «creador», transformando el mundo «humano» y agrediéndolo hasta la destrucción. Desde el punto de vista individual, por el contrario, la incontrolabilidad coincide con la pérdida de autonomía, con la vida de la persona gobernada tecnológicamente por los otros. Frente a las hipótesis milenaristas o apocalípticas, que hablan de un riesgo extremo, la estrategia jurídica podría ceñirse a los modelos que han valorado la eventualidad de una catástrofe global, considerando en primer lugar el construido en torno al problema concreto del empleo de la energía atómica. En él confluyen técnicas diversas: moratorias, transparencia suma de las investigaciones y control compartido, radicalidad del recurso al principio de precaución, controles por parte de terceros, prohibiciones generalizadas mediante la estipulación de tratados internacionales. Por cuanto afecta a las personas concretas, en los diversos documentos antes citados aparece una constante construida a partir de la referencia doble a la autonomía y a la salud. Las modificaciones del cuerpo, la inserción en su interior de cualquier dispositivo, se consideran en principio como legítimas siempre que haya consentimiento de la persona interesada y siempre que la finalidad sea reconducible a la tutela de su salud, entendida incluso como «vivir bien». La finalidad específicamente terapéutica, no obstante, se presenta como condición necesaria y suficiente para efectuar intervenciones incluso sobre personas que no se hallen en la condición de expresar su consentimiento, según el bien conocido esquema de la salvaguardia de la vida. Pero este esquema se revela insuficiente en las situaciones en las que la inserción en el cuerpo de dispo
59. Cf. supra, p. 187.
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sitivos hace que este asuma los caracteres que podrían considerarse, de alguna manera, como pos-humanos. Para afrontar este problema pueden convergir técnicas jurídicas diferentes. Debe darse importancia a la voluntad expresada por la persona cuando, en plena capacidad, hubiera declarado la no aceptación en ningún caso del recurso a determinadas tecnologías, según el modelo bien conocido de las declaraciones anticipadas. Y está también la situación de la reversibilidad del implante que, en el caso de la persona incapaz en el momento, implica la posibilidad, una vez recuperada la capacidad, de decidir la remoción de su cuerpo del dispositivo insertado. El problema más complejo, sin embargo, lo representa el hecho de que el implante de un dispositivo puede determinar formas de dependencia permanente de una «máquina», que van más allá de las más conocidas y usadas. La expresión «esclavos felices de las máquinas» es engañosa. No es la dependencia de un respirador artificial o de un marcapasos lo que incide en la condición de autonomía de la persona; más bien al contrario, de este modo se salvaguarda la posibilidad misma de supervivencia. El tema de la esclavitud se hace concreto cuando la máquina es el instrumento mediante el que otra persona está en condiciones de tomar decisiones en el lugar del interesado, de gobernarlo desde el exterior, de expropiarlo de autonomía y de responsabilidad. La esclavitud no es con respecto a la máquina sino con respecto a una persona. La dependencia real de la máquina no se cumple ni aun cuando esté programada para sustituir a la persona en una cuota más o menos amplia de decisiones, sino cuando lo que nos encontramos es una máquina «que piensa» en el lugar de la persona. Solo en esta situación se entraría en «esclavitud», no se sabe bien si feliz, y se pondría en cuestión todo cuanto la modernidad ha ideado para combatirla. ¿O es más bien el continuum persona-máquina lo que constituye una entidad nueva no valorable con categorías del pasado? ¿Cómo se llega a esa construcción? ¿Se trata solo de un envoltorio de la persona, la frontera extrema de su «potenciamiento», o estamos ante una nueva especie? La reconstrucción jurídica de este continuum ha sido confiada hasta ahora a estrategias tendentes a evitar toda reducción al estado de esclavitud, tratando, más bien, de reforzar los derechos de la persona. La línea seguida, por una parte, ha sido la de «anexionar» a la persona el aparato tecnológico del que se sirve, con una extensión a este de prerrogativas del humano, que así podría mantener el control y no encontrarse en una condición de progresiva sujeción60. Esta línea ha sido puesta a punto con aparatos exteriores al cuerpo, mientras que la posterior elaboración, relativa a los implantes en el cuerpo, ha sido confiada a la ya recordada
60. Cf. supra, pp. 291-292.
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relación entre la elección del interesado y el respeto de una serie de principios. Dado que muchos de estos principios, como el ya recordado de la precaución, han sido elaborados a propósito de la innovación científica y tecnológica, por crear situaciones de incertidumbre y por su proyección hacia el futuro, la referencia debería ser conservada como método inspirador de las necesarias intervenciones de una regla jurídica capaz de mantener firme la referencia a los derechos fundamentales. La neuroética El punto más conflictivo de autonomía, libertad y responsabilidad lo hallamos al considerar la «máquina humana» en su relación con las neurociencias. Es el cerebro quien ocupa aquí el centro de la escena, y retorna no solo la antigua cuestión del libre albedrío, sino una nueva concepción del cerebro mismo, ahora más legible, protagonista de refuerzos cognitivos, susceptible de conexiones con el exterior, justamente con el mundo de las máquinas, gracias, como ya se ha recordado, a los interfaces entre humano y máquina, en particular entre cerebro y máquina, que nos llevan incluso hacia formas de integración entre las máquinas y el inconsciente cognitivo. El efecto transformador de las neurociencias es tan fuerte que se ha advertido la necesidad de una ética particular, justamente la neuroética61. Para indicar sintéticamente algunas conexiones entre los temas bastante complejos de las neuro-ciencias y algunas cuestiones aquí mencionadas, puede bastar una rápida referencia a la estimulación cerebral profunda (DBS), una técnica empleada para intervenir en patologías neuropsiquiátricas. De nuevo la cuestión ya recordada sobre la admisibilidad de este tipo de terapias aun cuando no estén dirigidas a restablecer una normalidad comprometida por una patología o por una deficiencia, sino como instrumento potenciador de prestaciones cerebrales. Se ha observado que «la DBS es [...] aceptable en fase experimental solo si se consigue demostrar que: a) se trata de un análogo de la intervención farmacológica que acompaña a la psicoterapia; b) no se trata, como si fuera un plagio, de adueñarse del comportamiento de otro»62. Mientras que la úl 61. Una presentación comprensiva, no ideológica, sobre este tema está en K.€Evers, Neuroéthique, cit. Véanse también las contribuciones de V.€A.€Sironi y M.€Di Franceso (eds.), Neuroetica. La nuova sfida delle neuroscienze, Laterza, Bari,€2011; y de V.€A.€Sironi y M.€Porta (eds.), Il controllo della mente. Scienza ed etica della neuromodulazione cerebrale, Laterza, Bari,€2011. La perspectiva filosófica está bien delineada por L.€Boella, Neuroetica. La morale prima della morale, Cortina, Milán,€2008. Para los perfiles jurídicos, A.€Santosuosso (ed.), Le neuroscienza e il diritto, Ibis, Pavía,€2009; E.€Picozza et al, Neurodiritto. Una introduzione, Giappichelli, Turín,€2011. 62. E.€Colombetti, «Etica delle neuroscienze», en V.€A.€Sironi y M.€Porta (eds.), Il controllo della mente, cit., p.€221.
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tima conclusión parece generalizable, pues se manifiesta como proyección del respeto a la dignidad de la persona, es decir, de su sustracción a un control exterior, más problemática se presenta la afirmación precedente aun referida solo al ámbito de la experimentación. Al afirmar la necesidad de una equivalencia de resultados entre una intervención farmacológica y otra tecnológica, se degrada el perfil de la investigación en algunos campos en los que la farmacología no produce resultado alguno o solo resultados marginales; por otra parte, puede llevar a excluir del todo la perspectiva de la potenciación que, como ya se ha visto, exige análisis más profundos sobre situaciones bastante diferenciadas. Cierto es que en las neurociencias la cautela debe ser máxima63. En general, habría que delimitar siempre correctamente las modalidades de tutela de la persona. Cuando se publicaron en Nature los resultados de€una investigación en ratones que localizaba modalidades de potenciación de la inteligencia que habrían podido ser válidas para los humanos, diversas asociaciones para la defensa de los derechos civiles plantearon de inmediato el problema de la igualdad en el acceso a estas nuevas oportunidades, una vez admitida su legitimidad. Si esta condición no fuese respetada y el acceso quedase reservado a grupos privilegiados o a quien estuviese en posesión de los recursos financieros adecuados, se crearían las premisas para la más dramática de las desigualdades. No solo retornaría la ciudadanía de castas sino que se institucionalizaría un verdadero y real human divide. La negación del acceso a las nuevas «habilidades» generaría nuevas figuras y categorías de deficientes, desafiando las reglas hasta ahora puestas para su tutela. Las neurociencias nos llevan, pues, al corazón de cuestiones capitales que afectan a la persona y donde la neuroética se presenta como un verdadero «reto sociopolítico»64. El interfaz cerebro-máquina no solo plantea nuevas cuestiones en lo referente a la verificación de estados de€conciencia en pacientes diagnosticados en estado vegetativo o de mínima conciencia, con efectos que podrían ser relevantes a la hora de tomar decisiones referidas al fin de la vida, afectando así al tema más general de la autodeterminación65. Acaban emergiendo problemas que, más allá de los aspectos puramente médicos, justifican los análisis filosóficos sobre el tema de la conciencia, como ya está sucediendo. Los implantes en el cerebro imponen reflexiones nuevas sobre el tema de la responsabilidad individual. Las categorías de la individualidad y del gobierno de uno 63. Véanse las indicaciones en J.-P.€Changeux, A.€R.€Damasio, W.€Singer e Y.€Christen, Neurobiology of Human Values, Springer, Berlín-Heidelberg,€2005. 64. K.€Evers, Neuroéthique, cit., pp.€189-202. 65. Véase el amplio desarrollo de F.€ G.€ Pizzetti, «Libertà di autodeterminazione e protezione del malato nel ‘brain-computing interfacing’: un nuovo ruolo per l’amministratore di sostegno?»: Rivista critica di diritto privato,€1 (2011), pp.€31-59.
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mismo deben ser reconsideradas para evitar una erosión que puede poner en tela de juicio la plenitud de la persona. En este transcurrir hacia el llamado pos-humano asistimos a una creciente visibilidad de la persona escrutada hasta lo más profundo. La esfera privada encuentra nuevos y más inciertos confines al estar penetrada por las más variadas modalidades; evocarían lo que Freud escribía a propósito de un Yo «que ya no es dueño de su propia casa»66. Una de las fronteras más extremas de la incidencia sobre el cuerpo de las innovaciones tecnológicas la representa el recurso a las nanotecnologías, más concretamente a las nanobiotecnologías. Penetrado por lo infinitamente pequeño, el cuerpo puede experimentar una metamorfosis radical convirtiéndose en una verdadera «nano-máquina», un sofisticado sistema informativo que produce ininterrumpidamente datos sumamente analíticos sobre su condición. La miniaturización de los instrumentos diagnósticos, su presencia directa en el cuerpo del interesado, la multiplicación de parámetros que pueden ser utilizados simultáneamente, la expansión del espectro diagnóstico y la inmensa aceleración de las diagnosis determinan inevitablemente un enorme incremento de los datos disponibles e inmediatamente utilizables. Se crea así un novísimo «espacio interno» en el que se plantean con características inéditas cuestiones tradicionales como la del derecho a saber o no saber; la del screening individual o de masa; la€de los sujetos que pueden tener acceso a los datos suministrados por€las nanotecnologías; la de la naturaleza misma de esos datos que pueden tener un grado de «sensibilidad» incluso mayor que el de los muy sensibles datos genéticos, volviendo a proponer de manera aún más tajante los temas de las posibles discriminaciones. La aceptabilidad social y ética de las nanotecnologías dependerá en buena medida de la capacidad de acompañar su aparición con el refuerzo de las garantías sustancialmente confiadas a los derechos fundamentales para la protección de los datos personales67. Desarrollos tecnológicos y principios democráticos La convergencia de las tecnologías nos ofrece apocalípticas hipótesis y también unos avances cuya aceptabilidad depende de su compatibilidad con los derechos fundamentales y con los principios de la democracia. Con la democracia topamos cuando la tecnología tiende a creer que «se puede disponer de un servidor al que se le han arrebatado los atributos 66. S.€Freud, Introducción al psicoanálisis, en Obras completas II, trad. de L.€LópezBallesteros, Biblioteca Nueva, Madrid,€1968. 67. Véase G.€Guerra, Regole e responsabilità in nanomedicina. Profili giuridici delle tecnologie biomediche avanzate, Cedam, Padua,€2008.
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morales»68. Ya no hace falta emborrachar a los soldados antes de hacerles saltar de las trincheras ya que disponemos de máquinas cada vez más sofisticadas a las que endosar el riesgo bélico. Aquí el pos-humano aparece con dos rostros. El que muestra la posibilidad de salvar vidas de combatientes, aun a costa de hacer pagar al adversario tecnológicamente menos dotado un altísimo precio, al menos hasta que la paridad de las armas tecnológicas transforme la guerra en un terrible y cruel videojuego. Gracias al empleo creciente de robots, asistimos a un pos-humano que asume el significado de una especie de exterminador del humano y de los principios y las reglas que lo han acompañado. No basta, pues, con apelar a una «roboética». La robótica militar debe estar sometida a normas más rígidas que las del pasado, que garanticen la proporcionalidad de los medios bélicos empleados y su compatibilidad, siempre relativa, con el respeto a lo humano. Si las tecnologías robóticas, y no solo esas, tuvieran que quedar sometidas a la pura lógica de la fuerza, semejante a la que ha «desregulado» el ámbito de la economía, asistiríamos a un creciente divorcio entre humanidad y democracia, entendida esta en su carácter de régimen político en el que el empleo de cualquier medio no puede estar separado del respeto a los principios y derechos fundamentales. El pos-humano pone sobre la mesa serias y emergentes formas de responsabilidad. Política, cuando los gobiernos se convierten en gestores de la instrumentación bélica, como sucede en el caso mencionado. Institucional, ligada a la definición del contexto, que no puede quedarse en el corto plazo sino que debe abarcar tiempos y sujetos futuros. Científica, ligada a la transparencia y al control de las investigaciones. Hay además otras formas más fácilmente reducibles a las categorías tradicionales: la empresarial, por los daños que pueden acarrear a los vivientes, al medio ambiente, y a las personas tomadas por separado; la profesional, por los daños derivados del empleo de tecnologías específicas. Pero el punto más delicado lo suponen los daños formalmente imputables a comportamientos específicos de una persona que ha visto cómo su propia autonomía de decisión queda reducida o condicionada por diversas formas de ensimismamiento con el mundo de las máquinas. Aquí el espectro puede ser muy amplio: la exclusión total o parcial de la responsabilidad, como puede suceder en materia penal; la condivisión de la responsabilidad, cuando la persona es más o menos dependiente del control de otros; la transferencia integral de la responsabilidad a cargo de quien ha asumido el control tecnológico de la persona. Pero, más allá de las situaciones específicas de responsabilidad, nos adentramos en un mundo en el que crecen las situaciones de con 68. C.€Sini, L’uomo, la machina, l’automa. Lavoro e conocenza tra futuro prossimo e passato remoto, Bollati Boringhieri, Turín,€2009, p.€19.
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trol «compartido» que estructuran los lazos sociales mediante complejas mediaciones tecnológicas. ¿Servirá para todo esto un sector completamente nuevo de la disciplina jurídica que establezca las modalidades de regulación de las innovaciones científicas y tecnológicas? En las disciplinas del sector, los juristas, según antigua costumbre, tienden a huir frente a lo nuevo. Las dimensiones del pos-humano exigen obviamente reglas acerca de las exigencias de una innovación que produce discontinuidades. Lo que, por necesidad, no implica una fragmentación. La convergencia de las tecnologías exige también una convergencia de las formas de intervención jurídica, sobre todo cuando estas conocen un punto común de referencia representado por la persona y por su cuerpo. La tesis de la autosuficiencia, incluso de la autorreferencialidad de las tecnologías, ya fue avanzada desde los albores de la revolución electrónica, en€1965, por un investigador de la Rand Corporation, Paul Baran69; pero esta tesis fue clamorosamente desmentida por el impresionante corpus normativo sobre la materia, completamente integrado en los sistemas institucionales. Por cuanto se refiere al pos-humano, la mirada unificadora sigue siendo necesaria por su capacidad de integrar el conjunto de principios referidos a la persona, que no se han perdido a lo largo del camino tecnológico. Incluso la llamada «Robolaw», que parece marcar la máxima distancia, incorpora principios que, aunque problemáticos, la conectan con el sistema de derechos fundamentales. Una atenta mirada al mundo de la robótica, a sus prometedoras e inquietantes perspectivas, a sus dinámicas aceleradas e invasoras, permite captar la característica tal vez más significativa del tema que estamos viviendo. El derecho, y no solo él, se halla en la situación de tener que gobernar «estados de transición». Una transición variada, que afecta a la epistemología y a la antropología, al lenguaje y al derecho, al cuerpo y a la mente, que puede enriquecer al humano o empobrecerlo a partir de lógicas estandarizadas, que diseña un horizonte cultural profundamente modificado que puede llegar, con sus múltiples relatos, hasta el territorio de lo mágico70. Tal vez el pos-humano es todo esto, una transición profunda que, en cualquier caso, tendremos que vivir.
69. P.€Baran, Communications, Computers and the People, Rand Corporation, Santa Mónica,€1965. 70. Es rico en sugerencias en esta dirección, un ensayo de F.€Scalzone y G.€Tamburrini, «Human-Robot Interaction and Psychoanalisys»: Artificial Intelligence & Society, febrero de€2012.
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Capítulo XIV UNA RED PARA LOS DERECHOS
Ausencia de soberanía e invasión de poderes ¿Debe encontrar la universalidad de Internet una traducción institucional, una «constitución» que organice todo su complejo sistema con algo más que eso que han dado en llamar su necesaria gobernanza? ¿Puede tener reglas el mundo de la Web de por sí móvil, sin confines, en constante cambio? Estos interrogantes acompañan desde siempre las discusiones sobre el futuro de Internet y van más allá de los rechazos iniciales que consideraban como un atentado contra su naturaleza libertaria cualquier hipótesis de imposición de reglas, percibidas como un vínculo inaceptable. La libertad interna de la red será capaz de resolver cualquier incidente, se decía, pero, los constantes atentados contra la libertad, la prepotencia de muchos intereses, muestran que eso no es posible. La realidad de las cosas impone alguna reflexión al respecto. La gran metáfora del estar en red es «navegar». De aquí parten todos los planteamientos y las nuevas proyecciones. A lo largo de la historia, ya otras veces el derecho y las reglas han tenido que abandonar la tradicional y segura referencia de la tierra y saldar cuentas con realidades móviles, el mar ante todo. Nomos en la tierra y libertad en los mares son el hilo conductor de los trabajos de Carl Schmitt1, y justamente son muchos los que se remiten al «derecho del mar» a la hora de afrontar los desafíos institucionales de Internet, volviendo con la memoria a la construcción, a la «extracción» de la experiencia, de principios y reglas que habrían permitido un mar libre y seguro. Nacía así un derecho modelado sobre la naturaleza de las cosas, liberado de la sujeción a viejos esquemas, con 1. C.€Schmitt, El nomos de la tierra en el derecho de gentes del «Ius publicum europaeum», CEC, Madrid,€1979.
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nuevos e inéditos protagonistas. Precisamente Schmitt nos recuerda el papel de Inglaterra y de sus piratas, que «abrieron el camino a la nueva libertad de los mares y que era una libertad esencialmente no estatal». Internet, el mayor espacio público que haya conocido la humanidad, la red que envuelve al planeta entero, no tiene soberano. En€1996, John Perry Barlow abría así su ya recordada Declaración de independencia del ciberespacio: Gobiernos del mundo industrial, gigantes ahítos de carne y de acero, yo vengo del Ciberespacio, la nueva mansión de la mente. En nombre del futuro, os invito, a vosotros que venís del pasado, a dejarnos en paz. No sois bienvenidos entre nosotros. No tenéis soberanía sobre los lugares donde nos encontramos2.
Esta orgullosa afirmación refleja el sentir de un mundo, de una inmensa masa en continuo crecimiento que llega hasta los actuales dos mil millones de personas, que se identifica con una invencible naturaleza de Internet, libertaria hasta la anarquía, coherente con el proyecto de dar vida a una red de comunicaciones que nadie pueda bloquear ni controlar. Pero se trata de una afirmación que ha tenido que sufrir las duras réplicas de una historia en constante aceleración, de una crónica negra agotadora. Más crece Internet, adquiriendo una mayor relevancia social y política, más se hace agresiva la pretensión de los Estados de hacer valer sus antiguas prerrogativas para seguir considerando la red como el objeto de deseo de las soberanías existentes. Pero, desde que llegó el «fin del territorio jacobino»3, con seguras fronteras y gobernado por un único centro, esta ambición, en un mundo sin confines, se diluye. De manera que los Estados nacionales tratan de hacer valer el poder de que disponen, que no es precisamente residual, pero no son capaces de establecer una soberanía sobre el ciberespacio. Esta distinción entre una soberanía no aceptable y un poder invasor cuestiona una de las consecuencias que estaban implícitas en la negación de la soberanía —la que podría sintetizarse en la afirmación de la imposibilidad, inutilidad, e ilegitimidad de cualquier regulación de Internet—. Una impostación que lleva a la autorreferencialidad absoluta de la red, y a la conclusión, implícita pero evidente, de que la red no necesita establecer relaciones porque las abarca todas. Hay además otra impostación, más mitológica que ideológica, que parece evocar la lanza de Aquiles o la de Parsifal (tecnologías, en el fondo), capaces de dañar y de curar, capa 2. Son numerosas en Internet las traducciones de la Declaración (alguna con el texto original adjunto). 3. J.-P.€Balligand y D.€Maquart, La fin du territoire jacobin, Albin Michel, París, 1990.
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ces de sanar las heridas que ellas mismas habían infligido. Pero esta mitología es desmentida por una realidad en la que Internet es objeto de regulación dado que conoce violaciones constantes de ese estatuto de libertad que se creía que podía remediar con su propia, con su exclusiva virtud salvadora. Los derechos políticos de la plaza virtual Cuando analizamos hoy la realidad de la red, nos percatamos de que el largo camino recorrido nos ha permitido liberarnos de simplificaciones, de ingenuidades, de forzadas pretensiones. En el horizonte original de Internet aparece, nítido, el mito fundador de la democracia: el ágora de Atenas. En la aldea global, en su inmensa plaza virtual, hubiera sido posible reconstruir las condiciones de la democracia directa. Internet hubiera llegado en ayuda de la agonizante democracia representativa y la habría conducido a los más seguros refugios de la democracia «inmediata». De hecho, esta es la definición más correcta de la hipótesis que circulaba en aquellos años: un sistema político caracterizado por refrendos instantáneos, por consultas permanentes a los ciudadanos. Una push-buttom democracy, o dining room, una democracia en la que la casa de cada cual sería la cabina electoral y donde se habrían podido realizar consultas, a una sola respuesta, un sí o un no, a preguntas hechas por otros, siempre desde arriba4. Pero en ello podía advertirse una contradicción, una traición incluso, a la lógica de la red cuya característica preeminente era el alejamiento de la estructura jerárquica típica de pasadas formas de comunicación. No eran solo fantasías de estudiosos, precipitadas proyecciones hacia el futuro de lo que la revolución electrónica proponía como posible, como solución al alcance de la mano. Mediados los años noventa, modelando el sistema político según las sugerencias de Alvin Toffler, un político estadounidense, Newt Gingrich propuso la transición hacia un «Congreso virtual» que debería sustituir al Senado y a la Cámara de representantes, otorgando a todos los ciudadanos el derecho a decidir sobre las leyes mediante el voto electrónico. Pero aquellos años fueron también los de la consolidación de una literatura entregada al «asalto a la privacidad», a celebrar su «muerte», pues ese era el riesgo concreto que las nuevas tecnologías hacían correr a un derecho emblemático de la condición de la persona. A una expansión de derechos en la esfera pública se contraponía una reducción en la esfera privada. Orwell in Athens5 era el feliz tí 4. He discutido estos temas en Tecnopolitica. La democrazia e le nuove tecnologie della comunicazione, Laterza, Bari,€2004. 5. W. B. H.€ J.€ Van de Donk, I.€ Th.€ M.€ Snellen y P.€ W.€ Tops (eds.), Orwell in Athens. A perspective on Informatization and Democracy, Ios Press, Ámsterdam,€1995.
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tulo de un libro que presentaba no una esquizofrenia, sino una tensión permanente en los sistemas democráticos entre difusión del poder y control de los ciudadanos, una tensión que la dimensión personal de las innovaciones tecnológicas desvela y enfatiza de manera evidente. Se acentúa así no el conocimiento de la naturaleza bifronte de la tecnología, sino la esquizofrenia tecnológica. A las tecnologías de la información y de la comunicación se les confía la tarea de construir desde abajo una nueva democracia de los ciudadanos. A las técnicas de vigilancia, la tarea de construir desde abajo el control capilar de sus ciudadanos. En la fase más reciente, estas dinámicas, estos conflictos estructurales, han sido bien ilustrados por las vicisitudes resumidas en la fórmula «primaveras árabes», en las que se ha subrayado con especial énfasis el papel desempeñado por las redes sociales, mientras que en otros países crecían las iniciativas tendentes a hacer más rígidos los controles sobre las personas. El tránsito de la Web.1 a la Web.2, la de las redes sociales, ha propiciado una nueva dimensión en la relación entre democracia y derechos. Se han enriquecido las posibilidades de acción organizada, no solo y no tanto desde el punto de vista cuantitativo, cuanto por la cualidad de los sujetos que están hoy en condiciones de articular con nuevos modos las relaciones sociales y, al mismo tiempo, de dar vida a formas variadas de acción política individual y colectiva, bien reproduciendo el modelo de las manifestaciones públicas de masa, reservado en el pasado solo a grandes sujetos (partidos, sindicatos, Iglesia), bien innovando a fondo precisamente la presencia de las personas en la escena pública. Utilizando cada vez más la tecnología, la vida sale de la pantalla e invade, con nuevas formas, el mundo entero, vuelve a definir la esfera pública y la privada y diseña progresivamente una redistribución de los poderes. Pero este es un asunto que empezó antes de que las redes sociales cambiaran el panorama. Puede decirse que la novedad se hizo visible el€30 de noviembre de€1999, en Seattle, con ocasión de la gran manifestación contra la Organización Mundial del Comercio. No hubiera sido posible aquella manifestación sin la red, que puso en contacto a los activistas y marcó las modalidades de acción. Y asumió significado y fuerza cuando lo virtual se hizo real en las calles de Seattle, donde los manifestantes bloquearon a los delegados y les impidieron llegar al Convention Center. Ese hecho se transformó en lugar común cuando las imágenes fueron difundidas en todos los rincones del mundo por un medio «maduro», que venía del pasado, la televisión generalista. Un asunto semejante en muchos aspectos hemos vuelto a encontrarlo en las primaveras árabes, en la de Egipto en particular, pese a que algunos de sus protagonistas, los mismos blogueros, han expuesto el riesgo de sobredimensionar el papel de las redes insistiendo en que las revueltas empezaron con manifestaciones de trabajadores, que evidentemente no 347
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disponían de Twitter, y que el movimiento prosiguió incluso después de que Mubarak bloqueara las comunicaciones. La red habría asumido la tarea de difundir el mensaje proveniente de las manifestaciones populares mostrando lo que estaba sucediendo en el mundo real. Esta alteración de papeles, sin embargo, no debe redimensionar la tarea de las redes sociales. Nos muestra más bien sus diversas caras y, más que sus límites, las modalidades con las que se insertan en el contexto social. En resumen, los efectos políticos de las iniciativas de la red son todavía muy dependientes del modo con que se concretizan en el mundo real. Sin los centenares de miles de personas presentes en la plaza Tahrir, y decididas a no abandonarla hasta que dimitiera Mubarak, la caída del régimen no habría sucedido. Al mismo tiempo, sin embargo, la fuerza de aquella plaza se mostraba fuertemente ligada a su permanente representación planetaria, garantizada por todo un sistema mundial de medios de comunicación. El nuevo mundo de la red, el uso masivo de Internet, no pueden representarse como una discontinuidad radical, como la entrada en una dimensión en la que no hay huellas de un pasado. Podría decirse que estamos viviendo una fase de transición donde lo nuevo tiene que convivir, mal que le pese, con lo viejo, cuyo significado, sin embargo, transforma. Baste pensar en un hecho, común a muchos países, que guarda relación con eso que podría llamarse la relación entre lugares virtuales y lugares reales. Sucede, cada vez con más frecuencia, que el activismo en la red prepara una fase posterior representada por reuniones «físicas» entre las personas interesadas. Y en general, debe subrayarse que las plazas, lugares históricos de la comunicación política, vaciados por la televisión, vuelven a llenarse ahora gracias justamente al papel desempeñado por las redes sociales. Estos datos de realidad evidencian «la relación positiva entre participación online y offline»6. Las tecnologías de la información y de la comunicación, en sus diversas modalidades, no emergen en una situación de discontinuidad radical con los media tradicionales a los que sustituyen. «Se desarrollarán como parte de una creativa plataforma múltiple de lugares que conjugarán las posibilidades de la televisión y la independencia investigadora del periodismo con la velocidad, la gráfica, la interactividad y la capacidad de información abierta por las nuevas tecnologías»7. Estamos, pues, ante una integración, bien visible en la esfera pública, entre viejos y nuevos medios, como un toma y daca destinado a presentarse con formas constantemente renovadas y que, inevitablemente, camina hacia el reconocimiento de derechos. La euforia inmediatamente poste 6. C.€Vaccari, La politica online, Il Mulino, Bolonia,€2012, p.€238. 7. J.€Abramson, Networks and Citizenship: Using Technology for Civic Innovation, Aspen Institute, Washington,€2012, p.€4.
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rior a la caída de regímenes autoritarios del norte de África ha inducido a muchos activistas a identificar este suceso con el instrumento visiblemente más cercano, de manera que se ha demandado que Facebook fuese reconocido como derecho fundamental de la persona. Un modo evidentemente ingenuo de afrontar la cuestión pero que evidenciaba la imposibilidad de seguir considerando las oportunidades ofrecidas por la red como algo simplemente tecnológico y acorde con su autorreferencialidad. Como veremos mejor más adelante, el modo correcto de afrontar estos temas debe tener en cuenta la posibilidad de incluir las nuevas modalidades de acción ofrecidas por la red dentro de las garantías constitucionales ya existentes. En el caso de Facebook, por ejemplo, en lugar de insistir en el reconocimiento de un derecho fundamental autónomo, por lo demás de muy difícil configuración técnica, la referencia debería buscarse en las normas constitucionales relativas al derecho de asociación y de reunión8. Acceso y ciudadanía Desde la consideración de los derechos fundamentales, ya previstos o para los que se pide reconocimiento, se llega al tema de la «ciudadanía digital», en muchos aspectos todavía nebuloso, pero que permite reconducir hacia la persona un conjunto de situaciones que concurren a definir la condición del ciberespacio. Punto de partida de esta reflexión es el derecho de acceso a Internet, entendido no solo como derecho a estar técnicamente conectados a la red, sino como expresión de una diferente manera de ser de la persona en el mundo, es decir, como efecto de una nueva distribución del poder social. Inadecuada, pues, parece la simple referencia al «servicio universal», que habitualmente se usa en estas discusiones, ya que se corre el riesgo de concentrarse exclusivamente en el aparato técnico que hay que poner a disposición de los interesados. El derecho de acceso se presenta como síntesis entre una situación instrumental y la indicación de una serie abierta de poderes que la persona puede ejercer en la red. Ya se ha dicho que este derecho está siendo ampliamente reconocido, bien que con grados y modalidades diferentes9. No faltan, sin embargo, las discusiones, como la que opone a Venton Cerf frente a Tim BernersLee, dos de los padres de Internet y de la red, que escenifican una instructiva confrontación. Cerf sostiene que no se podría hablar de un autónomo civil or human right para el acceso a Internet, porque los de 8. Así se expresó un grupo de expertos en la reunión de Ginebra de la Comisión de la ONU para derechos humanos de€3 de febrero de€2011. En la Constitución italiana la referencia se halla en los artículos€17 y€18. 9. Cf. supra, pp. 108-109.
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rechos afectan solo a los resultados que se pueden alcanzar (libertad de manifestación del pensamiento, en primer lugar) y no a la instrumentación técnica utilizable. Pero el equívoco es evidente y nace de la confusión entre el derecho de «acceso» a Internet e Internet como un bien objeto del derecho de las personas. Capta mejor la sustancia del problema Berners-Lee, equiparando el acceso a Internet con el acceso al agua en la perspectiva de la relación entre personas y bienes, con los relativos derechos como instrumentos que permiten a cualquier interesado usar bienes esenciales para su existencia. De este modo, la ciudadanía digital no se presenta como «otra» con respecto a la idea de ciudadanía que se ha ido consolidando en épocas recientes, que pone el acento precisamente sobre el patrimonio de derechos de los que la persona puede disponer concretamente. Estamos ante el hecho de que esta idea de ciudadanía es dinámica por su naturaleza, que acompaña a la persona en su ser en el mundo y que, consecuentemente, integra su dotación de derechos siempre que se solicite su ampliación, debida a la incesante mutación producida por la innovación científica y tecnológica, y sobre todo por las dinámicas sociales que se determinan. Habría que preguntarse si realmente es necesario demandar un nuevo derecho, el de acceder a Internet, en sistemas que, como el italiano, conocen normas como el art.€21 de la Constitución, que garantiza el derecho a manifestar libremente el propio pensamiento «de palabra, por escrito o con cualquier otro medio de difusión». Podría añadirse que el art.€19 de la Declaración universal de derechos del hombre de la ONU deja claro el derecho a «buscar, recibir y difundir informaciones e ideas a través de cualquier medio y sin atender a fronteras», modelo que volvemos a encontrar en el art.€10 de la Convención europea de derechos del hombre y en el art.€11 de la Carta de derechos fundamentales de la Unión Europea. Pero, aun dando el justo relieve a estas normas y a la amplia línea interpretativa que toleran, que imponen más bien10, sería necesario evidenciar la especificidad de Internet que introduce una novedad indiscutible con respecto a los medios hasta ahora usados, prensa y televisión en primer lugar, como también el teléfono y el telégrafo. Por cuanto se refiere a la prensa y a la televisión, la posibilidad de acceso tiene su límite en su misma naturaleza, de manera que su relación con las personas no puede conjugarse en términos de derecho fundamental sino únicamente como un conjunto de poderes específicos que actúan en situaciones determinadas. Nadie puede reclamar el derecho de acceder a la prensa o a la televisión como no sea para ejercer el derecho de rectifica 10. Cf.€A.€Pace y M.€Manetti, «Rapporti civili. La libertà di manifestazione del proprio pensiero», en Commentario della Costituzione. Art.€21, ed. de G.€Branca y A.€Pizzorusso, Zanichelli, Bolonia,€2006.
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ción o el de un trato igual en televisión en situaciones como las campañas electorales. La previsión de una expresa garantía constitucional, en la forma de un derecho fundamental, nos lleva más allá de estos límites y solo podría concretarse cuando la naturaleza propia del medio fuera equivalente a la posibilidad de toda persona a utilizarlo directamente. Este es el caso de Internet y son diversas las modalidades técnicas con las que se ha dado reconocimiento al derecho de acceso en varios países. En Italia, una modificación del art.€21 de la Constitución podría tener la siguiente forma: «Todos tienen igual derecho a acceder a la red Internet, en condiciones de igualdad, con modalidades tecnológicamente adecuadas que eliminen cualquier obstáculo de orden económico y social»11. Esta formulación puede obviamente ser discutida12 y lo cierto es que suscita varios interrogantes: ¿se trata de un asunto realmente estéril puesto que las normas constitucionales vigentes incluyen esta hipótesis, como lo hace el art.€21 al hablar del derecho a expresar libremente el propio pensamiento por cualquier medio de difusión? ¿Se trata de un asunto inútil porque el art.€53 del Código de las comunicaciones electrónicas incluye el servicio universal? ¿Se trata de una propuesta reductora porque en sustancia solo considera el digital divide, las desigualdades en red? ¿Es una peligrosa iniciativa porque modifica esa primera parte de la Constitución que se quiere defender contra cualquier ataque? De manera general, una iniciativa sobre este tema, sea cual fuere la forma que asuma, conecta la discusión italiana con la que está teniendo lugar a nivel global y en la que se acepta la especificidad de Internet. El hecho de que en Italia puedan invocarse normas constitucionales u ordinarias no es una consideración resolutiva de por sí. Se expresan continuas iniciativas que consideran a Internet como un territorio en el que se puede intervenir libremente, y la débil o nula tutela al respecto es justificada por algunos jueces pese a la inexistencia de una específica garantía constitucional. ¿Tocar la Constitución? Entendámonos. Cuando se modificó el art.€51 para promover la igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres, nadie expresó objeciones porque así es como se desarrolla la lógica de la 11. He formulado esta propuesta con ocasión del Internet Governance Forum Italia el€29 de noviembre de€2010. El texto ha sido recogido en el Proyecto de ley constitucional n.€2485, presentado el€6 de diciembre de€2010 en el Senado de la República por iniciativa del senador Di Giovan Paolo y otros. En su versión original, tomada del citado proyecto de ley, la propuesta fue formulada como artículo€21-bis de la Constitución. Algunas persuasivas observaciones me han llevado a considerar que es preferible poner la eventual modificación como enmienda al artículo€21: véase G.€Azzariti, «Internet e Costituzione»: Politica del diritto,€3 (2011), en especial pp.€374-375. 12. Innumerables contribuciones, a veces ocasionales, sobre el tema. En Italia pueden verse los significativos escritos del volumen editado por M.€Pietrangelo, Il diritto di acceso a Internet, ESI, Nápoles,€2011.
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primera parte de la Constitución. Exactamente lo contrario sucede con las peligrosas iniciativas que pretenden cancelar la referencia al trabajo del art.€1: liberar al mercado de la obligación de respetar la seguridad, la libertad, la dignidad y símiles regresiones culturales y civiles. La propuesta de una integración del art.€21, por el contrario, va en la dirección de corroborar y expandir los principios constitucionales referentes a la igualdad y a la libre construcción de la personalidad. No es casual que algunas de sus expresiones estén tomadas del art.€3. No se trata, pues, de una propuesta sobre el digital divide. Más bien, la apertura hacia un derecho a Internet refuerza indirectamente, aunque de manera evidente, el principio de neutralidad de la red y la consideración del conocimiento en la red como un bien común cuyo acceso debe ser siempre posible. Para eso es necesario afirmar una responsabilidad pública a la hora de garantizar algo que debe ser considerado como un componente de la ciudadanía, esto es, una precondición de la democracia misma. De este modo, además, se evidencia la inadmisibilidad de iniciativas censuradoras. La cuestión, pues, ni es algo marginal ni puede ser considerada como un asunto interno de los Estados; debe expresar más bien una de las peculiaridades de la red —un juego continuo de mensajes, interacciones, conexiones, que atribuye a cada iniciativa la capacidad de contribuir a la construcción de una trama común, gracias a la cual las iniciativas locales se refuerzan y pueden delimitar líneas más generales de desarrollo—. Vemos, pues, no las peculiaridades de una ciudadanía digital separada, sino la íntima actitud de esta para contribuir a la definición/construcción de ese patrimonio de derechos que se proyecta más allá de cualquier lugar y que justamente llamamos ciudadanía, sin adjetivos. Dos son las implicaciones más directas del reconocimiento como derecho fundamental del acceso a Internet. La primera afecta al tema general de la relación entre red e instrumentación jurídico-institucional, que queda así liberada de la permanente sospecha de interferencia indebida y de control externo y que ha de reconducirse más bien a la opuesta lógica de la garantía de la libertad de la red y de los sujetos que allí actúan, sin olvidar la tutela de sus capacidades «creativas», de su incesante actitud innovadora. Más específicamente, y esta sería la segunda y más directa implicación, la existencia de un derecho fundamental implica no solo un límite al ejercicio del poder selectivo, sino un vínculo más sustancial con todo cuanto afecta a las intervenciones públicas relativas a la posibilidad misma de utilizar la red. Obedeciendo a las presiones ejercidas por las grandes sociedades que distribuyen música y películas, la tutela del derecho de autor se ha convertido en normativas que prevén, con premisas y modalidades diversas, la desconexión de Internet para quienes se descargan 352
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ilegalmente contenidos de la red. Esta sanción ha sido diversamente criticada incluso desde el punto de vista de la eficacia y de la economía, y una significativa movilización internacional ha llevado al Parlamento europeo a votar contra el Tratado Acta, que preveía sanciones especialmente graves. Pero aquí interesa resaltar sobre todo el efecto que supone la reducción de ciudadanía dado que estamos ante un mecanismo de exclusión que, entre otras cosas, contrasta con la creciente transferencia a la red de una serie de actividades por parte de los mismos poderes públicos. Internet se está convirtiendo, de hecho, en el lugar donde se desarrollan relaciones significativas entre ciudadanos y Estado, no solo en lo referente a la disponibilidad de informaciones, sino por la posibilidad misma de acceder a servicios y formalismos administrativos. Quedar excluido de este circuito incide directamente en el ejercicio de los derechos. Las mismas dinámicas que gobiernan la red, pues, señalan en el derecho fundamental de acceso a Internet una condición necesaria para el mantenimiento de la democraticidad de un sistema. No es casual que en las conclusiones de un reciente informe presentado a la Asamblea general de la ONU se afirme que «dado que Internet se ha convertido en un instrumento indispensable para hacer efectivos muchos de los derechos fundamentales, para combatir la desigualdad y para acelerar el desarrollo y el progreso civil, la garantía de un acceso universal a Internet debe representar una prioridad para todos los Estados»13. Nos hallamos ante una regla que afecta al poder en general, no solo al poder en la red. Por eso precisamente, las resistencias son grandes y los conflictos constantes. Muchos de los gobiernos que han alabado el papel democrático desempeñado por la red en las primaveras árabes, cuando han tenido que adoptar el mismo rasero de juicio dentro de sus Estados, se han mostrado reticentes y no han renunciado a activar un deslizamiento desde las tecnologías de la libertad hacia las tecnologías de control, recurriendo ampliamente a estas últimas para entorpecer dinámicas políticas, sociales y culturales, para vigilar y castigar. Las primaveras son dulces solo cuando son las primaveras de los otros.
13. F.€La Rue, Report of the Special Rapporteur on the promotion and protection of the right to freedom of opinion and expression, Naciones Unidas, Asamblea General, Human Rights Council,€17.ª sesión,€16 de mayo de€2011, A/HRC/17/27, p.€22. Este parecer ha sido corroborado en una declaración conjunta del relator de la ONU y de los representantes de la Organización para la seguridad y la cooperación en Europa (OSCE), de la Organización de los Estados americanos (OAS) y de la Comisión africana para los derechos humanos y de los pueblos (ACHPR), donde se ratifica el principio por el que el acceso a Internet «impone a los Estados la obligación de promover el acceso universal» como instrumento indispensable para el disfrute de una serie de derechos, de manera que su limitación puede solo ser admitida en casos excepcionales y siempre teniendo en cuenta que se incide sobre un derecho fundamental.
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Neutralidad y anonimato La resistencia contra el derecho fundamental al acceso a Internet, como contra cualquier otro derecho fundamental, parte de la profunda convicción de que, aun en sus más leves formas, todo derecho comporta un vínculo. Y el poder, cualquier poder, sufre con los vínculos, prefiere liberarse de ellos. El mundo de la red pone a prueba las relaciones de poder y los conflictos que generan en la dimensión del ciberespacio, lo que obliga a un replanteamiento de categorías que parecían consolidadas y a una elaboración de principios nuevos. Entre estos últimos, asumen especial relieve el de la neutralidad y el que considera el conocimiento en la red como bien público global, principios estrechamente conexos entre sí. La neutralidad de la red halla su fundamento en la igualdad y consiste en prohibir cualquier discriminación que afecte a los datos y al tráfico en Internet basada en el medio empleado, en los contenidos, en las características de las personas, en el origen y destino de los contenidos, los servicios, las aplicaciones. La neutralidad se presenta como una precondición para que el derecho de acceso a Internet no quede sustancialmente vacío, impidiendo, mediante una censura «de mercado» ejercida por los intermediarios, que algunos sujetos o contenidos puedan contribuir a la construcción del bien global del conocimiento. A esta libertad «de entrada», sin embargo, debe añadirse un acceso que vaya más allá de la mera conexión técnica y permita la disponibilidad efectiva y libre del conocimiento disponible en la red. De lo contrario, el acceso corre el riesgo de transformarse en una llave que abre una habitación vacía. Las consecuencias en el terreno de los derechos son relevantes. La libertad del emprendedor en red encuentra dos límites específicos que se derivan de las características de la dimensión en la que opera. El primero está ligado a la neutralidad de la red y consiste en la prohibición de toda discriminación. El segundo parte de la consideración del conocimiento en la red como bien común y cuida de que este bien no sea transformado, más o menos directamente, en mercancía. Ambos hacen emerger un conflicto entre la lógica de los derechos y la lógica del mercado. Hay que considerar que hay derechos del emprendedor al igual que deben tomarse en consideración los derechos del autor frente a un uso de la red que permite la violación en la forma conocida como «piratería». Pero estas son objeciones destinadas a ceder, no frente a una ciega y prepotente fuerza de las cosas, sino aceptando en su justo término, otra vez, las propiedades de la red. El ciberespacio no puede tolerar formas de ocupación más o menos salvajes por parte de algunos sujetos que la frecuentan: en este sentido, la orgullosa Declaración de independencia, 354
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que quiere marginar cualquier pretensión hegemónica14, conserva su significado siempre que no caiga prisionera de la autorreferencia y entienda la importancia de confiar la independencia a una adecuada garantía de tipo constitucional, cual es precisamente la asegurada por los derechos fundamentales. El derecho de autor, por su lado, no puede petrificarse en una versión histórica que le impide entender una realidad en constante mutación y que debilita incluso las defensas tradicionales que generan ineficacia económica. La atención, pues, debe dirigirse a la búsqueda de nuevos caminos para hallar los adecuados equilibrios entre los intereses en juego, teniendo siempre firme la referencia a una red que encarna una nueva dimensión del saber. Derecho de acceso y neutralidad de la red son los instrumentos necesarios que hacen posible la «contribución creativa»15 de una gran número de sujetos que ven el conocimiento en la red como una continua, interminable construcción colectiva, sustraída a la regla del beneficio, y tendente a la apertura de espacios «comunes», cada vez más amplios, de «non-market commons»16. El derecho de acceso, pues, afecta tanto al conocimiento «de salida», el que cada cual puede extraer de la red, como al «de entrada», producido por quienes lo incrementan con sus aportaciones. Procesos estos que han de ser analizados sin triunfalismos y considerando las formas del disfrute de los conocimientos, que son la cara menos grata de la «economía de lo gratuito» en la que las empresas privadas se apropian del valor creado por las prácticas de una multiplicidad de sujetos, dañando de esta manera la dimensión de los derechos, el del trabajo sobre todo17. La contradicción se hace evidente: la defensa de los derechos de autor tradicional es perseguida, pero los «nuevos» autores son expropiados del fruto de su trabajo con una forma de explotación cognitiva que puede llegar a asumir los rasgos de una nueva lucha de clase y que nos permite, una vez más, entender el sentido y el alcance de la lucha por los derechos. En esta versión de conjunto que muestra sus múltiples facetas, el derecho fundamental al acceso sintetiza las modalidades del estar en la red y delimita las condiciones. Si volvemos al acceso de entrada, emerge con nitidez el perfil de la censura que, si se considera lo que dice el art.€19 de la Declaración universal de derechos del hombre de la ONU, viola el derecho a buscar y recibir informaciones. En este artículo, sin embargo, se habla también de «difundir» informaciones, derecho que puede ser 14. Cf. supra, pp. 318 y 345. 15. Analiza bien este punto P.€Aigrain, Sharing. Cultur and Economy in the Internet Age, Amsterdam University Press, Ámsterdam,€2012. 16. Ibid., en especial pp.€130-137. 17. Es la crítica radical de C.€Formenti, Felici e sfruttati. Capitalismo digital e eclissi del lavoro, Egea, Milán,€2011.
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violado, no solo con viejas y nuevas formas de censura, sino negando el derecho al anonimato, especialmente en casos en que el conocimiento de quién sea el autor de la información puede procurar daño a este mismo o a otras personas. Sucede, por ejemplo, con el disidente político refugiado en otro país, cuya identidad desvelada puede acarrear persecuciones y amenazas, extendidas incluso al círculo de su familia y de sus amigos. El anonimato se presenta como una precondición de la libertad de expresión del propio pensamiento, de manera que no puede ser considerado solo como un componente del estatuto del refugiado, sino como un elemento constitutivo de la versión digital de la ciudadanía, con los ajustes necesarios cuando, por ejemplo, hay que tutelar a las personas de la difamación en red. El valor general del anonimato y del pseudónimo en la red está confirmado por la constatación de que solo así es posible sustraerse a interferencias en la propia vida que se traduzcan en agresiones graves, en discriminaciones, en limitaciones de la libertad de expresión, en exclusión de circuitos comunicativos. En los últimos tiempos, sin embargo, dos grandes poderes de la red, Google y Facebook, y algunos Estados autoritarios, China en primer lugar, han elegido la vía de la real name policy, subordinando el acceso a las declaraciones de la propia identidad. De aquí han nacido conflictos, nymwars (palabra compuesta de pseudonym y war) que han evidenciado tensiones no resolubles mediante la imposición unilateral de la obligación de dar el propio nombre. Son necesarias distinciones, como la que hay entre anonimato y pseudónimo, ya que a este último se puede recurrir no para falsificar la identidad propia, sino porque corresponde a un reconocimiento social más fuerte que el ligado a los datos del registro civil. Es indispensable dar importancia a las situaciones de riesgo en que puede encontrarse la persona en caso de revelación de la identidad en la red. Y, sobre todo, no se puede prescindir de las características propias de la red, del sentido social y político asumido por el estar en red, de las posibilidades ofrecidas al frecuentar este espacio público. Tal vez no sorprenda la propensión al control por parte de poderes públicos, que se manifiesta incluso en Estados democráticos. Es revelador, sin embargo, el hecho de que los mismos sujetos que estructuran la red quieran adoptar comportamientos que prescinden de la irreductibilidad de la red a otros espacios públicos antes conocidos. Concebida como área de derechos, de comunicación personal y social, de participación política, la red exige no el retorno a las técnicas jurídicas tradicionales, como es la que impone «dar cuenta de uno mismo», sino la definición de estrategias institucionales adecuadas a su naturaleza. Incluso si se quiere dar el justo relieve a la necesidad de identificación en los casos en que una persona reciba un daño por el comportamiento de otro, o si nos hallamos en presencia de comunicaciones juzgadas socialmente como inaceptables, por el 356
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lenguaje o por los contenidos, este objetivo puede alcanzarse sin necesidad de imponer una transparencia general obligatoria. Se ha hablado, por ejemplo, de un «anonimato protegido», refiriéndose al hecho de que la persona no se identifica en red, pero puede dar su nombre a quien garantiza el acceso, nombre que solo podría ser revelado en casos excepcionales, eventualmente a través del filtro de la autoridad judicial. Al margen de cualquier otra valoración, esta técnica entra en conflicto con las pretensiones hechas en nombre del orden público y del funcionamiento del mercado, mostrando cuál es el interés real en que se basa esta política del real name. Anonimato o pseudónimo impiden a Google y a Facebook adquirir informaciones «valiosas», como las derivadas de la posibilidad de asociar personas reales con datos referidos a gustos, costumbres, actitudes, relaciones, produciendo de esta manera perfiles vendibles en el mercado. Se quiere eliminar un obstáculo pero facilitando una inadmisible expropiación de derechos de las personas presentes en la red. Sostener que esta pretensión está legitimada por el hecho de que proviene de sujetos privados, que operan según la lógica económica, es un argumento débil, justamente porque la red ha asumido dimensiones sociales que excluyen la posible actuación de poderes arbitrarios e incontrolados. Además, una vez reconocido el acceso a Internet como derecho fundamental, se desprende un poder de la persona para determinar, o para contribuir a determinar, las modalidades concretas del ejercicio de este derecho suyo. Más aún: la declarada voluntad de impedir la circulación de materiales considerados como inadmisibles, declarando luego su fuente, inviste de un poder censurador planetario a sujetos privados que carecen de toda legitimación democrática. En fin, la asociación entre orden público y total transparencia de identidad repropone el tema€de€la transformación de la sociedad de la información en una sociedad de control. Señalados los límites y las razones de las políticas de real name, habría que añadir que existen modalidades técnicas para llegar hasta los autores de comportamientos considerados como inadmisibles y que la pretensión de conocer todos los datos identificativos de una persona choca con el principio de minimización, con el derecho de la persona a seleccionar sus datos y a comunicar solo los estrictamente necesarios para la adquisición de un bien o para la prestación de un servicio. A quien objeta que es bastante difícil, por no decir imposible, rastrear un reconocimiento por vía indirecta, porque existen técnicas eficaces para ocultar la identidad, se puede responder que la pretensión de la identificación total lleva a la búsqueda de vías con las que evitar la revelación integral o, en cualquier caso, datos significativos. Esto se traduce en acciones individuales o en la creación de sujetos colectivos, grupos de personas que, como 357
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«Anonymous»18, actúan con «estrategias de furtivos», como una verdadera guerrilla tecnológica, para eliminar obstáculos y para abrir vías adecuadas para la efectividad de los derechos en la red. Dimensiones de la vida privada Este conjunto de relaciones, estos constantes nexos entre situaciones diferentes, son la confirmación concreta de la indivisibilidad de los derechos. Los derechos en red no son jerarquizables porque es la red misma la que rechaza las jerarquías promoviendo así una ciudadanía más «horizontal». Que no es lo mismo que los desniveles de poder que allí se reproducen, asumiendo formas aún más violentas que las tradicionales, incluso en su aparente neutralización en la esfera de la virtualidad. Por esta última razón se hace aún más imperiosa la apelación a los derechos y a su construcción, digamos que a hurtadillas de las nuevas situaciones determinadas por la innovación científica y tecnológica. El estar en red pertenece hoy a la ciudadanía y contribuye a determinar sus caracteres. Pero esta presencia continua en una dimensión atravesada por las tecnologías transforma a la persona, puede hacerla dócil objeto de poderes ajenos, que no son solo los de las diversas agencias de vigilancia que ejercen control sobre cualquier comportamiento clasificado como perteneciente a una de las tantas, posibles, formas de disidencia. Los nuevos poderes son los que reducen la persona a objeto del que extraen, con las más diversas técnicas, cada vez más sofisticadas, y no solo con las tradicionales formas de control, todas las posibles informaciones, hasta las más privadas, para construir perfiles e identidades, para establecer nexos y relaciones, para sacar de la persona todo cuanto interesa al mercado. Pero estamos frente a una persona virtual, contrapuesta a la real. Es esta inédita trama la que nos restituye a la persona concreta, la que resulta de su actual modo de ser en el mundo, en una dimensión en la que la red juega un papel cuyas peculiaridades deben ser consideradas. La pantalla sobre la que la persona proyecta su vida no es solo la del ordenador personal; ahora está tan dilatada que tiende a coincidir con el espacio entero de la red. Pero la entrada en este espacio no puede ir acompañada de una pérdida de derechos que conviertan a la persona en «víctima consciente», dado que suya es la decisión de instalarse en esa dimensión. ¿Puede abandonarse esa condición, puede recuperarse la libertad y la autonomía? Si el acceso al nuevo mundo del ciberespacio debe ser diseñado, como ya se ha visto, según el modelo de un derecho, también la salida exige una análoga, adecuada consideración, para que el gobierno de uno mismo en
18. A.€Beccaria, Anonymous. Noi siamo legione, Aliberti, Regio Emilia,€2012.
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la red pueda realmente desarrollarse de modo que quede garantizada la persona y su integridad. El cambio se ha producido al darse cuenta de que la tradicional noción de privacidad, como derecho a que nos dejen solos, ya no es apta para comprender una dimensión tan profundamente cambiada. Su construcción originaria reproduce el esquema de la propiedad privada, la que excluye a los otros y en la que nadie puede legítimamente penetrar. «My home, my castle». Pero la revolución electrónica ha transformado la noción misma de esfera privada, convertida ahora en lugar de intercambio, donde se comparten datos personales, informaciones cuya circulación no afecta solo a las de salida, de las que otros pueden apropiarse o conocer. Interesan también a las de entrada, con las que otros invaden esa esfera, con formas masivas e indeseadas, modificándolas constantemente. De aquí parten las dos dinámicas que han cambiado el sentido social de la privacidad, ya no anclada en el criterio de la exclusión del otro, sino transformada y reforzada por el derecho a seguir las propias informaciones, estén donde estén; y para oponerse a las interferencias. Estos diferentes criterios no se excluyen recíprocamente. Se integran reforzando y alargando las modalidades de tutela de la esfera privada, y su cronológica sucesión revela el intento de una adecuación progresiva a los cambios determinados por las tecnologías de la información y de la comunicación para contrastar sus efectos en el terreno del control y de la clasificación de las personas. Se ha producido, pues, un cambio cualitativo. Nacida como derecho del individuo burgués a excluir a los otros de cualquier forma de invasión de su esfera privada, la tutela de la privacidad se ha estructurado desde siempre como el derecho de toda persona al mantenimiento del control sobre sus propios datos, estén donde estén, reflejando así la nueva situación en la que cada persona cede continuamente y con las más variadas formas, datos que le conciernen, de manera que la pura técnica del rechazo a ofrecer las informaciones propias implicaría la exclusión de un número creciente de procesos sociales, del acceso a los conocimientos, de la prestación de bienes y servicios. Este tránsito desde la noción originaria de privacidad al principio de la protección de datos, elaborado sobre todo en el ámbito europeo, se corresponde con una mutación profunda de las modalidades de invasión en la esfera privada. En relación a los tradicionales y sustancialmente limitados casos de violación del derecho a la privacidad, las ocasiones de violación o de simples interferencias en la esfera privada nos acompañan hoy casi en cada momento de nuestra vida, constantemente «monitorizada», bajo observación, implacablemente registrada. Cedemos informaciones, dejamos datos cuando se nos ofrecen bienes y servicios, cuando buscamos información, cuando nos movemos tanto en el terreno real como en el virtual. Esta enorme cantidad de datos personales, recogida a escala 359
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cada vez mayor y puesta en circulación a continuación, modifica el conocimiento y la identidad de las personas, a menudo conocidas solo a través del trato electrónico de las informaciones que le competen. Aunque sea excesivo, y aun peligroso, decir que «somos nuestros datos», es sin embargo cierto que nuestra representación social está cada vez más confiada a informaciones esparcidas por una multitud de bancos de datos y con los «perfiles» y simulaciones que estos bancos toleran. Cada vez somos más conocidos por sujetos públicos y privados a través de datos que nos afectan, con formas que pueden incidir sobre la igualdad, sobre la libertad de comunicación, de expresión y de circulación, sobre el derecho a la salud, sobre la condición laboral, sobre el acceso al crédito y a los seguros, y así sucesivamente. Las personas, entidades descarnadas, cada vez necesitan más una tutela de su «cuerpo electrónico». Precisamente de aquí nace la invocación a un habeas data, desarrollo de aquel habeas corpus a partir del que se desarrolló históricamente la libertad personal. Resulta evidente que unas adecuadas formas de tutela exigen el pleno conocimiento de las relaciones de poder afectadas por€la dimensión de la vigilancia, y se añade además que la invocación a la privacidad puede dar solo respuestas individualizadas, limitadas en sí mismas19. La cuestión es esencial pero la respuesta no debe fiarse solo, o especialmente, a la construcción de una ética de la vigilancia. La intensidad y abundancia de los fenómenos obliga a tomar en consideración otros instrumentos disponibles para evitar, justamente, que la vigilancia quede fuera de todo control institucional. En este momento histórico, el término «privacidad» sintetiza un conjunto de poderes que, surgido del antiguo núcleo del derecho a que nos dejen en paz, evoluciona y se difunde en la sociedad para permitir formas de control sobre los diversos sujetos que ejercen la vigilancia. La existencia de este contrapoder contribuye a excluir la plena legitimación social e institucional de los vigilantes. Esta compleja dimensión solo puede ser entendida y valorada si partimos del enriquecimiento de la noción de privacidad, de su desarrollo como derecho a la autodeterminación informativa, de ese ir configurándose como derecho a la protección de datos personales. En la Carta de derechos fundamentales de la Unión Europea, el «derecho a la protección de datos personales» (art.€8) es reconocido como derecho autónomo, separado del derecho «al respeto a la vida privada y familiar» (art.€7). La distinción no es solo de fachada. En el derecho al respeto a la vida privada y familiar se expresa ante todo un momento individual, el poder se agota en la exclusión de interferencias ajenas: la tutela es estática, negativa. La 19. D.€Lyon, El ojo electrónico: el auge de la sociedad vigilada, trad. de J.€Albores, Alianza, Madrid,€2001.
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protección de datos, sin embargo, fija reglas ineludibles sobre las modalidades de su tratamiento y se concretiza en poderes de intervención: la tutela es dinámica, sigue los datos en su circulación. Los poderes de control y de intervención, además, no se atribuyen solo a los interesados, sino que se confían a una autoridad independiente (art.€8.3): la tutela no es solo individual, sino que incluye una específica responsabilidad pública. Estamos, pues, ante una redistribución de poderes sociales y jurídicos. Y precisamente el análisis del punto de vista de los poderes y de los sujetos que son sus titulares permite delimitar las modalidades mediante las que se construye hoy la esfera privada, entendida como el conjunto de las informaciones referidas a una determinada persona. Retornan, y con especial evidencia, las cuestiones de la biografía y de la identidad. La primera porque son los datos biográficos los que constituyen la referencia para individualizar los objetos que hay que garantizar frente a los intentos de apropiación y de manipulación que, evidentemente, condicionan la libre construcción de la personalidad, el pleno gobierno de uno mismo. En cuanto a la identidad, de la que ya hemos visto diversos aspectos, surge con nitidez el perfil de la representación social de la persona. Las respuestas institucionales se dan en diversos niveles que pueden esquematizarse de la siguiente manera: bloqueo de la posibilidad de producir determinadas categorías de datos personales; circulación limitada o controlada de datos; intervención del interesado sobre los datos recogidos; cancelación de cuanto haya sido recogido con formas ilegítimas. Estamos ante una estrategia integral, fiada a diversos instrumentos, que sin embargo tienen su común fundamento en el reconocimiento a la persona del derecho a seguir los datos, allá donde estén, para poder así gobernarlos. Dictadura del algoritmo y prerrogativas de la persona La noción de esfera privada engloba el conjunto de los datos personales, sin limitaciones, ya que el poder de control del interesado no acaba por el hecho de que determinadas informaciones estén actualmente en poder de otros. El ejercicio de este poder está confiado a un derecho de acceso que el interesado puede ejercer frente a quienquiera que disponga de datos que le competen, directa o indirectamente. Y la categoría de acceso se presenta como estructura unificadora que concretiza el ejercicio de poderes atribuidos a la persona en una multitud de situaciones, desde la entrada en la red, a la relación con las diversas categorías de bienes comunes, al permanente control del sí mismo electrónico. Partiendo del primero de los niveles antes indicados, la relación entre la persona y las tecnologías consiste en que el interesado tenga el poder de impedir la recogida de datos, «silenciando el chip» e impidiendo que se «rastreen» en red sus actividades. Estos dos instrumentos, convergen361
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tes en la finalidad, corresponden a situaciones diferentes. Ya se ha dicho lo que significa «el derecho a silenciar el chip»20, que describe la posibilidad de desactivar el chip, contenido en un badge o en cualquier otro dispositivo que la persona lleve consigo o en su coche o en su casa, interrumpiendo de esta manera la transmisión de datos a un determinado sujeto. La función do not track (no registrar mis recorridos) consiste en poner a disposición de los interesados un instrumento que impida a quien sea seguirle mientras visitan páginas Web, registrando sus hábitos de navegación y utilizando los datos así recogidos para finalidades de control, publicidad o construcción de perfiles mediante algoritmos. Pero esta atribución a la persona de un poder directo que impida la recogida de datos comprometidos, aunque significativa, no puede ser «la» solución a una de las cuestiones más controvertidas de nuestro tiempo, la progresiva, y para algunos irresistible, expoliación tecnológica de sus prerrogativas. Silenciar el chip o impedir el rastreo de datos solo en apariencia restituyen autonomía y control del yo a una persona que constantemente se mide no con una abstracción técnica, sino con poderes que inciden directamente en su vida. Se crea así una posterior asimetría, un desnivel de poder que no se puede colmar con intervenciones que obligan al interesado a una constante atención y a una continua necesidad de acompañar gestos habituales y cotidianos, como son los ligados al normal navegar en red o al llevar consigo una tarjeta electrónica, con un suplemento de acciones que pueden resultar engorrosas, inútiles. Y este es el límite de todas las técnicas de opting-out, del «estar fuera», que confían la garantía de datos personales a la exclusiva vigilancia del interesado, obligado a realizar una serie de actos defensivos mientras, por otro lado, los señores de las informaciones, en condiciones de ejercer sobre los usuarios diversas formas de presión, pueden limitarse a una espera que les permite beneficiarse de una situación que, por razones de tiempo o de insuficiente información, induce a la pasividad. Diferente es la importancia que los derechos ahora recordados, el de silenciar el chip y el de evitar ser rastreado, asumen cuando son parte de un contexto institucional que no se centra solo en un inadecuado o engañoso poder individual, sino que él mismo marca los límites y las condiciones que deben ser respetados por parte de quien tiene la posibilidad de adueñarse de las personas mediante una sistemática recogida de las informaciones que les afectan. La construcción de este contexto puede partir de un punto que daría un vuelco radical a la impostación recordada en el paso del opt-out al opt-in. Esto quiere decir que la legitimidad de la recogida de datos estaría subordinada a la voluntad precedentemente declarada por la persona de
20. Cf. supra, p. 304.
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quererla aceptar. Pero ¿realmente puede poner a salvo del poder de otro un general o específico «I would prefer not to»? ¿O estamos de nuevo frente a trampas del consentimiento, con una persona aislada que no puede medirse con el poder de quien le pide un preventivo o general consentimiento como condición necesaria para obtener bienes o servicios, o incluso trabajo? Tratemos de salir del simplificado juego del sí o del no. El art.€26 del Código en materia de protección de datos personales establece que «los datos sensibles pueden ser objeto de tratamiento solo con el consentimiento escrito del interesado y previa autorización del Garante». La voluntad del interesado, pues, no basta para que la recogida de datos sea legítima, sino que debe ir acompañada con la de un sujeto público al que se confía la tarea de valorar la admisibilidad social de la recogida por parte de privados de esta particular categoría de datos personales (para los sujetos públicos se necesita una norma legal) y de compensar con la propia voluntad la «debilidad» de quien se halla frente a demandas que inciden profundamente en su personalidad. Hay que decir que datos sensibles son los que afectan a la salud y la vida sexual, las opiniones y la pertenencia étnica o racial, con un elenco análogo al existente en las normas sobre casos de discriminación. Estamos, pues, frente a algo que excede la simple tutela de la vida privada y que se pone como salvaguarda de la igualdad entre las personas. Más intensa se hace la garantía cuando se estructura como conjunto de principios que señalan los límites de la actividad de recogida de datos. Límites que van desde verdaderas prohibiciones, como la que se refiere al rastreo de recorridos de quien navega en Internet, a la restricción que solo permite recoger datos estrictamente necesarios para el desarrollo de determinadas actividades, pertenecientes o proporcionados a la finalidad que se persigue. La evolución legislativa, que ha contagiado benéficamente incluso a un país como los Estados Unidos, hostil durante mucho tiempo a regular esta materia, empieza a incluir también la obligación de los recolectores de las informaciones de no permitir el acceso a determinadas categorías, como las de quienes dan trabajo (y aquí vuelve la cuestión de la no discriminación) o de quien quiere utilizar los datos para la publicidad (y aquí retorna la cuestión de la reducción de la persona a consumidor). Más generalmente puede decirse que asistimos a una extensión de los principios de prevención y de precaución en las materias que atañen directamente a la vida de las personas singulares, en coherencia con el origen de estos principios, estrictamente ligada al conjunto de los efectos producidos por las innovaciones científicas y tecnológicas. Una de estas cautelas atañe a la relación entre datos recogidos y decisión, es decir, a la relación que se instituye entre la persona y el poder de 363
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quienes detentan las informaciones. La Directiva europea€94/46 sobre la protección de datos personales da una indicación de especial importancia. Su art.€15 establece que «los Estados miembros reconocen a cada persona el derecho a no ser sometida a una decisión que produzca efectos jurídicos o que tenga efectos significativos contra ella, y que esté basada solo en un tratamiento automatizado de datos destinados a valorar aspectos de su personalidad, como el rendimiento profesional, el comportamiento, la fiabilidad, el crédito, etc.». Este principio, con alguna variación y atenuante, es recogido por el art.€14 del Código en materia de protección de datos personales y permite una reflexión más general sobre la necesidad de sustraer a la persona de la «dictadura del algoritmo», emblema de la sociedad de la despersonalización en la que desaparece la persona que decide, sustituida por procedimientos automatizados, como desaparece también la persona en sí misma transformada ahora en objeto de poderes incontrolables. Decisiones importantes o aparentemente menores, opciones relevantes para la economía y aun para la vida cotidiana, son siempre confiadas a procedimientos automatizados, a software puestos a punto gracias a modelos matemáticos que, reduciendo o eliminando del todo la intervención humana, deberían hacer múltiples operaciones de manera más rápida y fiable reduciendo al mismo tiempo sus riesgos. Pero el recurso masivo a los algoritmos, a los «intercambios de alta frecuencia», ha sido denunciado como una de las causas de la gran crisis financiera de€2008. Uno de los patrones del mundo, Google, basa su poder en el algoritmo que recoge, selecciona, establece jerarquías entre las informaciones que un número cada vez mayor de personas puede conocer. La incesante producción de perfiles individuales, familiares o de grupo, esto es, la construcción de nuestra identidad individual y social está confiada a algoritmos, de igual manera que los cálculos presumibles de nuestros consumos son los que definen las pólizas que deberemos pagar. Esta entrega casi total a los algoritmos implica una presencia cada vez más invasiva que parece no conocer límites y justifica que se hable de una sociedad que ellos contribuyen a definir con sus nuevas y significativas características. El algoritmo diseña las modalidades de funcionamiento de amplias áreas de nuestras organizaciones sociales y redistribuye de esta manera el poder. Encarna incluso las nuevas formas de poder y modifica su cualidad. Todo lo cual suscita diversas cuestiones. ¿Estaremos cada vez más intensamente a merced de las máquinas? ¿Cuáles son los efectos entre libertad y derechos, cuáles las consecuencias sobre el funcionamiento democrático de una sociedad? A las tecnologías de la información y de la comunicación les ha sido atribuida una virtud, la de hacer más transparente la sociedad con el posible establecimiento de controles difundidos sobre el poder, sobre cual364
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quier poder. Pero cuando el algoritmo se convierte en el fundamento mismo del poder ejercido por un sujeto, como en el caso bastante enfatizado de Google, y cuando todo cuanto le rodea está sumido en el máximo secretismo, entonces es cuando estamos de verdad frente a la nueva versión de los arcana imperii, que no solo tutelan toda actividad sino que se adueñan, directa o indirectamente, de la vida misma de las personas. ¿Cómo convivir, pues, con el algoritmo, con las múltiples formas que esta técnica asume, con las redes neurales, con el autonomic computing, con todo eso que fía en la tecnología la construcción de nuestra identidad produciendo nuevas, a veces invisibles, jerarquías sociales e instala «el algoritmo del poder»21? No lo sabemos pero es más que posible que cuando telefoneamos a una central de llamadas y oímos «permanezca a la espera para no perder la prioridad», estemos ya en manos de un algoritmo que nos ha clasificado como clientes poco interesantes y nos hará esperar hasta el aburrimiento, mientras que la respuesta es inmediata para el «buen» cliente. En la vida cotidiana se insinúa el germen de nuevas discriminaciones, nace el ciudadano, ya no libre, sino «perfilado», prisionero de mecanismos que ni sabe ni puede controlar22. En la sociedad del algoritmo se desvanecen las garantías que habrían debido resguardar a las personas del poder tecnológico, de la expropiación de sus individualidades por parte de las máquinas. Vuelven a aparecer cuestiones como las recordadas a propósito de las decisiones automatizadas y se hace necesario el derecho a conocer la «lógica aplicada en los tratamientos automatizados de datos», reconocido por la directiva europea€95/46 y por las legislaciones nacionales. Estas normas nos recuerdan una vez más que el mundo de los tratamientos de las informaciones personales no puede ser un mundo sin reglas y que el recurso al algoritmo no puede ser una forma de evitar responsabilidades a los sujetos que lo emplean. Han sido imputadas las «máquinas» pero, al no poder defenderse, se convierten en el chivo expiatorio. La imputación impersonal del poder a una entidad externa no puede ser el camino para ejercer sin responsabilidad el poder. Es cierto que el algoritmo es un instrumento que racionaliza procedimientos, que calcula variables difíciles de controlar, que extrae decisiones importantes ante presiones impropias. Y, sin embargo, lleva consigo una dificultad que afecta a la amplitud de las variables que hay que considerar, a los imprevisibles caracteres de los acontecimientos, a esa variabilidad histórica que ha llevado a decir que «un caballo nunca corre dos veces», para subrayar los riesgos de las apuestas sobre el futuro. 21. F.€Antinucci, L’algoritmo al potere, Laterza, Bari,€2009. 22. En concreto, M.€Hildebrandt y S.€Gutwirth (eds.), Profiling the European Citizen. Cross-Disciplinary Perspectives, Springer, Nueva York,€2008.
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Y si esto es cierto para el sistema financiero internacional, también lo es cuando las decisiones afectan a las personas, diferentes una de otra, situadas en contextos diferentes, irreducibles a esquemas, respetables en su unicidad. Esta conocimiento bastante difundido debería inducir a adoptar al menos el «principio de precaución» y a construir un adecuado contexto institucional, hoy bastante frágil, porque las normas recordadas o son aproximativas o ignoradas, evitando que la relación siempre importante entre el hombre y la máquina sea gobernada solo por la lógica económica. Cuando la relación entre los poderes públicos y privados y las personas se basa en un incesante data mining, en la recogida sin límites de cualquier información que les afecte, y confiada después al algoritmo, las personas quedan transformadas en abstracciones, la construcción de sus identidades se hace sin su conocimiento, su futuro fiado al determinismo tecnológico. Todo esto incide sobre derechos fundamentales, pone en tela de juicio la libre construcción de la personalidad y la autodeterminación, y hace que nos preguntemos si la sociedad del algoritmo puede ser democrática. Un derecho al olvido Las otras formas o niveles de garantía afectan a la permanencia de los datos recogidos. En un Reglamento sobre protección de datos personales, publicado el€25 de enero de€2012 por la Comisión Europea, se recogen las conclusiones de una ya larga y extendida reflexión sobre este tema y, en el art.€16, se disciplina el «derecho al olvido» y a la cancelación de datos personales. Surge así, en el novísimo mundo de las redes, un tema antiguo. De la cancelación a la imposición. Ayer la damnatio memoriae, hoy la obligación del olvido. ¿En qué se convierte la vida en un tiempo en el que «Google recuerda siempre»? La implacable memoria colectiva de Internet, donde la acumulación de todos nuestros pasos nos hace prisioneros de un pasado destinado a no acabar nunca, es un desafío para la construcción de la personalidad, libre del peso de cualquier recuerdo y expuesta al constante escrutinio social por parte de una interminable riada de personas que fácilmente pueden acceder a informaciones sobre los demás. De aquí nace la necesidad de defensas adecuadas bajo la forma de demanda de derechos nuevos —el derecho al olvido, el derecho a no saber, a no ser «rastreado», a «silenciar» el chip con el que se recogen los datos personales—. Ya hemos recordado que la cancelación de la memoria, el olvido forzado, es técnica social antigua, como testimonian la institución de la damnatio memoriae o el Edicto de Nantes, que, con la liberación de las toxinas del recuerdo, nos marcan el camino para retornar a la normalidad social. Eliminada esta impostación con la experiencia de las comisiones 366
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para la verdad y la reconciliación, y con la afirmación del derecho a la verdad, la verdadera damnatio, para las personas, está representada hoy por la conservación, no por la destrucción de la memoria. ¿En qué se convierte la persona cuando queda consignada a motores de búsqueda que permiten acceder de inmediato a cualquier información, a bancos de datos y a sus interconexiones, cuando se le niega el derecho a sustraerse a las miradas indeseadas, a retirarse a los cuarteles de invierno, a una zona de sombra? Esta cuestión procede de un cambio tecnológico pero ilustra una mutación antropológica. No es casual que se hable de persona «digital», descarnada, resuelta en las informaciones que le competen, única y «verdadera» proyección del mundo del ser de cada cual. No se trata de un «doble» virtual que se adhiere y acompaña a la persona real, sino la representación instantánea de un completo recorrido de vida, una expansión sin límites de la memoria social que condiciona la memoria individual. La mutación de cualidad de la memoria social nace en primer lugar con la creación de bancos de datos cada vez más gigantescos que hacen posible la recogida de todas las informaciones disponibles, sus conexiones, su compacta difusión. Pero la verdadera mutación se produce cuando Internet permite que todas esas informaciones estén al alcance de todos mediante motores de búsqueda que los «indexan», los organizan y los hacen susceptibles de un conocimiento difundido y de constantes reelaboraciones. Se crea así un contexto que neutraliza las modalidades que históricamente habían permitido sustraerse a la implacable dictadura de la memoria social. Hasta ayer, las posibilidades de recogida de informaciones eran limitadas, su conservación total, ardua o imposible; los archivos lejanos y de difícil acceso, restringidas las oportunidades de una difusión a gran escala. En algunos casos, en especial en el americano, quedaba además el recurso a la «frontera», dimensión no solo física, como nos ha recordado Frederick Turner23, sino lugar de oportunidades para una persona, renacida y liberada de su pasado. Y estaba, además, la posibilidad de desaparecer, cambiando de nombre, sumergiéndose en la «masa solitaria» de la metrópoli24. Todo esto está hoy cancelado por la «rastreabilidad» que permiten las recogidas masivas de informaciones, por el hecho de que la masa ya no está solitaria sino «desnuda», restituida a una realidad en la que cada individuo es escrutado, fichado, reconvertido a una medida que la hace reconocible y reconocido. La vieja alternativa por la que tantos penaron pare 23. F.€J.€Turner, La frontera en la historia americana [1920], trad. de R.€Cremades, Castilla, Madrid,€1961. 24. D.€Riesman, La muchedumbre solitaria [1948], trad. de N.€Rosemblat, Paidós, Barcelona,€1981.
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ce ser que ya no existe. ¿La memoria como acumulación de experiencia y de sabiduría o como peso insostenible del que hay que liberarse? ¿El olvido como condena o como recurso? Aunque existiese un río Lete donde poder beber para cancelar los recuerdos, Internet seguiría allí, implacable, con «su» memoria imponiéndose a la nuestra. Pues mientras la velocidad de los tiempos y de los cambios, el vivir en un eterno tiempo presente parecen arrastrar todo hacia el olvido, la memoria de la red por el contrario sigue ahí, siempre presta a hacer emerger cualquier dato. Esta es la razón de la discusión sobre el «derecho al olvido» tan extendida hoy25. Liberarse de la opresión de los recuerdos, de un pasado que sigue hipotecando pesadamente el presente, es como llegar a la meta de la libertad. El derecho al olvido se presenta como derecho a gobernar la propia memoria para restituir a cada uno la posibilidad de reinventarse, de construir personalidades e identidades liberadas de la tiranía donde una memoria omnipresente y total quiere encerrarnos a todos. El pasado no puede convertirse en una condena sin remisión. Ya antes de la revolución tecnológica, estaba prevista la desaparición, tras un cierto número de años, de determinadas informaciones de los archivos públicos. La llegada de la «vida buena» era considerada como razón suficiente para impedir la circulación de informaciones relativas a malos comportamientos del pasado. Hay en los Estados Unidos leyes que prevén minuciosas casuísticas relativas a actividades económicas y, tanto es así que, después de transcurridos catorce años, nadie puede informar sobre una bancarrota fraudulenta. ¿Es la sombra protectora de Max Weber la que viene a echar una mano con su ética protestante a quien, bendecido por el éxito en los negocios, habría que considerarle absuelto de todo pecado pasado, liberado de la escoria de un pasado que no representa ya a la persona tal y como es? En las reglas de nuestros días, comunes a los más diversos países, se va desde el derecho de la persona a demandar la cancelación de determinadas informaciones, al poder de impedir su recogida; a la prohibición de conservar los datos personales más allá de un tiempo determinado y de transmitirlos a específicas categorías de sujetos (empleadores, por ejemplo); a la obligación de predisponer mecanismos de la privacy by design, confiando la tutela a instrumentos tecnológicos que provean a la cancelación automática de determinadas informaciones pasado un tiempo desde su recogida. Y se avanzan otras hipótesis radicales: la cancelación de gran parte de las informaciones una vez pasados diez años, una tabula rasa que permitiría a cada cual partir libremente de cero rescatando a la persona de la servidumbre de ser vista como mera productora de infor 25. M.€Mezzanotte, Il diritto all’oblio. Contributo allo studio della privacy storica, ESI, Nápoles,€2009.
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maciones. Soluciones extremas y en definitiva no practicables, pero que insisten en que la dinámica del vivir, la libre construcción de la personalidad, se oponen en sí mismas a la viscosidad de un pasado construido como imborrable y disponible para un número creciente de sujetos. El punto clave está en la relación entre memoria individual y memoria social. ¿Puede el derecho de la persona a demandar la cancelación de algunos datos transformarse en un derecho a la auto-representación, a la reescritura misma de la historia, con la eliminación de todo aquello que choca con la imagen que la persona quiere dar de sí misma? De esta manera, el derecho al olvido puede inclinarse peligrosamente hacia la falsificación de la realidad y convertirse en un instrumento limitador del derecho a la información, a la libre investigación histórica, a la necesaria transparencia que debe acompañar sobre todo a la actividad política. ¿El derecho al olvido contra la verdad y la democracia? ¿O como inaceptable intento de restaurar una privacidad, desaparecida como norma social, según la interesada versión de los nuevos patrones del mundo que quieren emplear con usura todos los datos recopilados? Se ha dicho que Internet debe aprender a olvidar, incluso para huir del destino del Funes de Borges, condenado a recordarlo todo26. La vía de una memoria social selectiva, ligada al respeto de los derechos fundamentales de la persona, puede encaminarse hacia un necesario equilibrio en el tiempo de la gran transformación tecnológica. La revolución digital: ¿qué redistribución de poderes? Siguiendo la trama de los derechos, se delimitan con claridad formas, modalidades, estructuras de poderes efectivos en esa sociedad que un poco a la ligera se ha denominado como de la información y de la comunicación pero que con más propiedad se presenta como sociedad del conocimiento; donde la ya recordada relación entre memoria individual y memoria social revela imprevistas facetas, como ha sucedido cuando se han hecho públicos documentos reservados a los Estados a través de Wikileaks. La memoria de los Estados ha sido desvelada, la transparencia ha ganado espacios y, de nuevo, el relato de los derechos se ha tornado discurso sobre el poder. A quien pedía una prueba definitiva sobre la existencia de la globalización, Wikileaks le ha dado la respuesta. De otra globalización, por supuesto. La que no nace de la potencia transnacional de los sujetos económicos, sino que tiene sus raíces en la difusión planetaria de los derechos, acompañada de nuevos y más serios problemas. A través de la red, infor 26. J.€L.€Borges, Funes el Memorioso, en Artificios, La biblioteca de Babel, Sur, Buenos Aires,€1944.
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maciones sobre el ejercicio del poder por parte de los Estados han llegado a todos los rincones del mundo, se han hecho accesibles a millones de personas. La fórmula del conocimiento como «bien común», vital para la democracia, se ha hecho concreta. Todo estaba en las cosas, en las prácticas y potencialidades ya existentes en la red y que ahora han provocado una gigantesca explosión y han prendido la mecha de un control sobre el ejercicio del poder que está generando una multiplicidad de sitios dispuestos a suministrar todas las informaciones que llegan a sus manos. Pero una transparencia tan total y deslumbradora ¿no podría trastocar la necesaria reserva para una buena acción de gobierno y también para la privacidad de las personas? Pregunta legítima e ineludible a la que no se puede responder con categorías del pasado. No estamos frente a cuestiones de orden público sino frente a nuevas formas de distribución del poder. ¿Cuál es el destino de los arcana imperii en el tiempo de Wikileaks?27. Esta pregunta está en boca de todo el mundo desde que se hicieron públicos gran cantidad de despachos diplomáticos de la administración americana. La vía para encontrar la respuesta la señala un titular del Guardian: «La revolución ha empezado, y será digital». Una revolución anunciada que no la detendrán improperios ni la detención de algún responsable de la fuga de documentos o de su difusión. Muchas reacciones sufren de retraso cultural, otras de contradicciones clamorosas, de retraso político, de incomprensión de lo que es la red, de cuáles son sus dinámicas y sus efectos. Habrá que partir de un análisis de su verdadera naturaleza, del tramado entre ruptura y continuidad que ahí se manifiesta, del nuevo contexto político y social, de la incesante redefinición sobre la transparencia. En síntesis, ¿frente a qué redistribución del poder nos hallamos? Las fugas de noticias reservadas, la revelación de documentos secretos no son ninguna novedad. Lo que sí lo es, es la escala, la dimensión del fenómeno: la circulación planetaria de ingentes masas de datos ha convertido en algo demasiado fácil lo de «buscar, recibir, difundir» informaciones. Son las palabras de la Declaración universal de derechos del hombre de la ONU acerca de la libertad de expresión. Y el art.€21 de nuestra Constitución subraya que todos tienen derecho a manifestar libremente su pensamiento con cualquier «medio de difusión». Estos principios valen también en el mundo nuevo de la tecnología digital, nos recuerdan que el tema es el de la tutela de una libertad preciosa, informar y ser informados, no casualmente recordado por el Tribunal europeo de derechos del hombre como uno de los fundamentos de la democracia. ¿Dónde está el escándalo, en Wikileaks o en la incomprensión y el desconocimiento de los Estados a la hora de afrontar el «tsunami digi 27. V.€Sorrentino, Il potere invisibile. Il segreto e la menzogna nella politica contemporanea, Dedalo, Bari,€2011, en especial la referencia a Wikileaks, pp.€21-22.
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tal» que caracteriza el tiempo presente y que diseñará el futuro más aún si cabe? Ha surgido la oportunidad tecnológica de incrementar casi sin límites la recogida de las informaciones y su conservación en bancos de datos cada vez más gigantescos. Pero este mundo parece todavía anclado en una cultura bastante semejante a la de los antiguos archivos, protegidos por sus mismas características físicas —papel, fichas, discos— que hacían difícil el acceso y la circulación de las informaciones recogidas. Y sin embargo, las informaciones están ahora al alcance de todos, accesibles desde la distancia, fáciles de divulgar. Baste recordar que el acceso a SipriNet, la base de datos del Departamento de Estado del que provenían los despachos divulgados por Wikileaks, es accesible, con modalidades diversas, a dos millones y medio de personas. Esta nueva dimensión del documentalismo, sobre la que insiste Mauricio Ferraris28, no ha sido todavía bien percibida, sobre todo en sus efectos políticos y sociales. Una especie de delirio de omnipotencia por parte de los gestores de los bancos de datos ha impedido entender que transparencia y vulnerabilidad crecían a la par. De hecho, la funcionalidad de estos bancos de datos está estrechamente ligada a su conexión, a su condivisión, a la posibilidad de amplios y múltiples accesos. Pero lo que no se ha advertido en verdad es que allí se estaba depositando un nuevo saber social, de cuya importancia y uso eran más conscientes los ciudadanos que los detentadores de las informaciones. Este solo hecho redistribuía poder y era evidente que una oportunidad tan inédita como esta sería captada al vuelo antes o después. Bastaba prestar atención al rumor social presente en la red donde se multiplicaban los sitios que publicaban información reservada y cuya fuente manaba casi siempre de personas bien asentadas en sitios a los que se referían las informaciones. Considerada la inagotable dimensión del mundo en que estos fenómenos se manifiestan, que coincide con el planeta entero y con la multitud de personas que lo habitan, solo faltaba esperar el momento en que se pasaría de una escala bastante reducida a otra global. Ese momento ha llegado. Estamos viviendo un verdadero cambio de paradigma. Y los efectos indeseados no se afrontan con exorcismos o con la sempiterna reducción de los problemas sociales y políticos a asuntos de orden público. La «emergencia» Wikileaks incrementará ciertamente la seguridad física y lógica de los bancos de datos, se intensificará la caza al divulgador o al hacker de turno, pero el nuevo mundo está ahí y no hay quien lo pare. Más allá de las personalizaciones o de las discutibles modalidades con las que 28. M.€ Ferraris, Documentalità. Perché è necesario lasciar tracce, Laterza, Bari,€22010.
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se difunden las informaciones, estamos ante un fenómeno que afecta hoy a decenas de miles de personas. Lo que quiere decir que el modelo está destinado a difundirse, a convertirse en un elemento estable en el panorama social. No es casual que un periódico autorizado como New York Times, uno de los diarios elegidos de inmediato para difundir los documentos de Wikileaks, haya decidido a su vez abrir un sitio propio en el que recibir documentos reservados de fuente anónima para utilizar después en su normal actividad informativa. Al Jazeera ha lanzado una «Transparency Unit», un servicio que permite a quien disponga de material reservado colgarlo en la red de modo seguro y anónimo. LocalLeaks es otro sitio que la City University de Nueva York abre para recoger material reservado y pasarlo después a mil cuatrocientos diarios locales. El modelo Wikileaks se ha convertido en referencia para una multitud de sujetos. Frente a estas situaciones en movimiento, las estrategias políticas e institucionales deben ser diferentes, irreductibles a la lógica de la simple represión, desvinculadas de la ilusión de restaurar los arcana imperii. ¿Qué cabe decir? Que nada será como antes. Y está bien que así sea. Comentando la difusión de documentos sobre la guerra de Irak por parte de Wikileaks, Antonio Cassese destacaba su valor ético porque daba a conocer el inadmisible recurso a la tortura y€su negación de lo humano, antes incluso que las violaciones de los principios mínimos de la democracia. Este tipo de documentación «revela a la gente/de qué lágrimas y de qué sangre surge» la política de la prepotencia. ¿Podemos renunciar a una tan importante transparencia o debemos considerar bienvenidas las tecnologías que la facilitan? Pero, más allá de la tutela del secreto se ha observado con justeza que existen revelaciones que, aunque beneméritas en su contenido general, pueden incluir detalles que ponen en riesgo derechos fundamentales o la vida misma de las personas. Aspecto importante este con una significativa conjunción entre viejo y nuevo mundo de la comunicación. Wikileaks ha confiado la selección y difusión de las informaciones a cinco grandes diarios cuyos periodistas se esfuerzan en analizar la fiabilidad de las noticias, y también en evitar que la publicación de los documentos ponga en riesgo vidas humanas o fuentes periodísticas, que se revelen materiales que pongan en riesgo las operaciones en curso. Vale la pena leer el ensayo que Hill Keller, exdirector del New York Times, ha dedicado a sus relaciones con los diversos sujetos interesados en la operación Wikileaks, en particular con el Departamento de Estado, para delimitar justamente una jerarquía de las noticias que hay que hacer públicas o bien mantenerlas en reserva29. La vieja prensa, dada ya casi por muerta, pone su peso al 29. B.€Keller, «The Boy Who Kicked the Hornet’s Nest», introducción a Open Secrets. Wikileaks, War and American Diplomacy, The New York Times, Nueva York,€2011.
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servicio del nuevo Internet. Las revoluciones, ya lo sabemos, necesitan una cierta continuidad, no perder del todo los contactos con el Ancien Régime. Y esta función de la prensa de «certificar la fiabilidad» puede convertirse en algo más importante cuando se trata de informaciones y documentos cuyo origen y contenidos son dudosos. Wikileaks, pues, se mueve en diversos planos y adopta «estrategias de furtivo», ya bien conocidas, aprovechando las ventajas de las diferentes legislaciones nacionales. Advertimos aquí una tendencia más general que precede y va más allá de esta específica vicisitud. Suecia no es solo el país que pedía el arresto del inventor de Wikileaks, Julian Assange, sino el€lugar en el que una larguísima tradición de transparencia de€las informaciones públicas va acompañada de una absoluta reserva sobre las€fuentes de quien difunde las noticias. Islandia ha aprobado una ley que legitima también la publicación de documentos secretos; el gobierno alemán ha tomado una iniciativa en la misma dirección, como ya había hecho el Tribunal europeo de derechos del hombre de Estrasburgo y como están haciendo muchos países. Está bien ser conscientes del hecho de que Wikileaks enfatiza y hace más evidente una línea institucional que se difunde y se consolida, que pone en su centro el derecho a saber como oportunidad ofrecida a una democracia cada vez más cautiva de otros mecanismos. Los Estados más avezados saben bien que no se pueden enrocar en el secreto. El ambiente institucional está cambiando por completo. Solo partiendo de esta constatación se puede afrontar el tema de posibles equilibrios entre transparencia y reserva. El premio Nobel, Liu Xiaobao, ha dicho que «Internet es un don que Dios concede a China». Énfasis aparte, justificado al abrirse espacios de libertad en un país donde las personas siguen siendo expropiadas de derechos fundamentales, se advierte que la cualidad del cambio marca un camino, que descabalga las instituciones tradicionales y que se asienta en el corazón de la sociedad, que la modela en cierta manera, que pone en comunicación casi obligada a personas alejadas entre sí por el espacio y la cultura, más allá de idolatrías y rechazos. El tema Wikileaks, proyectado sobre una dimensión más amplia, afecta directamente a las relaciones entre las esferas pública y privada, cuyos confines se han ido modificando a lo largo de los años, con prevalencia alternativa de una u otra; con formas que harían pensar en el dominio definitivo de lo público, de la transparencia total, o al contrario, de la privatización también total. Como ya se ha visto, la discusión sobre este tema exige una consideración atenta de las finalidades que se persiguen con la difusión de las noticias, de la cualidad de los sujetos interesados (figuras «públicas» o no), de las situaciones que refieren, de las características propias de los Estados, tanto más reveladoras cuanto más inherentes a la esencia misma de los poderes presentes en cada uno de ellos.
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Fronteras de la democracia Siguiendo los itinerarios de los derechos en la red, se puede proceder a su inventario, a la redacción de un catálogo siempre abierto. Como siempre, el relato de los derechos, con sus reconocimientos y sus negaciones, describe las condiciones de libertad de las personas y la democraticidad de las instituciones. La demanda acerca de la «cualidad» de la democracia electrónica —expansión máxima del poder del ciudadano, instrumento de los más negros totalitarismos, expresión del populismo contemporáneo, realización del socialismo o expresión del «fascismo digital»30—╇ no puede afrontarse solo con la instrumentación ofrecida por la tecnología, ni con la nueva participación a través de las redes sociales y de los refrendos más o menos instantáneos, ni con una proyección hacia tiempos que, según una vieja palabra, son definidos como de «hiper-democracia»31. En el nuevo mundo creado por las tecnologías de la información y de la comunicación resulta además indispensable una reflexión sobre el conjunto de precondiciones que hacen posible el proceso democrático y que son definidas ante todo por la trama de los derechos, la que hemos delineado hasta ahora. La atención por los derechos es esencial para establecer cuál debe ser el destino de la red. ¿Espacio planetario donde la lógica del mercado se impone a las otras con su progresiva transformación en lugar exclusivo de intercambios económicos, en un infinito supermercado donde la lógica de la donación y del trabajo liberado cede a nuevas e insidiosas formas de explotación? ¿Espacio donde los derechos de ciudadanía hallan una más rica dimensión que conduce hacia una más intensa ciudadanía política, que ofrece oportunidades significativas y concretas para la libre construcción de la personalidad y para otra visión de los lazos sociales? Estas dos preguntas plantean el recurrente e ineludible problema sobre qué es lo que puede estar en el mercado y qué debe permanecer fuera. La fundamental referencia a los derechos señala el criterio con el que delimitar un umbral: si este se traspasa, la lógica económica se hace incompatible con el respeto a la persona constitucionalizada. En el mundo de la red, donde los potentados se organizan como amos de incontrolados poderes, la supremacía de los derechos fundamentales debe ser afirmada, incluso para excluir formas de aparente «equilibrio» de intereses que, en sustancia, se traducen en la prevalencia de aquello que materialmente es más fuerte, que está mejor estructurado. La red ha cambiado a la sociedad 30. Muchos de estos problemas están analizados en Tecnopolitica, cit. Inútil decir que la bibliografía sobre la materia es hoy inagotable. 31. J.€Ortega y Gasset, La rebelión de las masas [1930], en Obras de Ortega y Gasset, ed. de P.€Garagorri, Alianza, Madrid,€1979-1988.
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pero es esta última la que actúa para determinar las modalidades de funcionamiento; por tanto, también es ella la que cambia la red. La red se manifiesta como un lugar de conflictos, ni en paz con su tendencia a la plena autorregulación, ni dominado por completo por los nuevos sujetos que la habitan. Bienvenidos o no, por usar las palabras de la Declaración de independencia del ciberespacio, los Estados imponen su presencia, ejercen su poder, como atestigua, entre tantos ejemplos, el conflicto que opone a Google con la República Popular China, que determinó una intervención oficial de la administración americana. Más allá de las específicas y relevantes afirmaciones de Hillary Clinton, es evidente que el terreno del conflicto no es otro que el de encontrar las formas adecuadas para garantizar los derechos en la red. Este asunto muestra que los «gigantes ahítos de sangre y de acero» siguen ahí y pretenden «legiferar» el mundo de Internet allí donde son más fuertes los intereses tradicionales, representados del modo más directo y evidente, por ejemplo, con las varias intervenciones de tutela de unos derechos de autor concebidos de manera hoy incompatible con la lógica de la red. Encontramos, sobre todo, nuevos y activos gigantes de silicio, los grandes sujetos económicos que se identifican en la red, que ejercen amplios e incontrolados poderes de gobierno, que se coaligan para pedir reglas a su medida, cuestionando, por ejemplo, las garantías previstas para la privacidad de las personas. Sin embargo, también empieza a delinearse un marco «constitucional» que debería permitir un nuevo relato de los derechos en los tiempos de Internet, partiendo de cuestiones clave como la del acceso como derecho fundamental y el de la neutralidad de la red. Son diversos los modelos posibles. Partiendo de circunstancias concretas, entre las que la más conocida ha sido la «delación» de Yahoo!, que ha permitido al gobierno chino arrestar y condenar a un periodista, culpable de haber enviado vía Internet una noticia a los Estados Unidos, los periodistas americanos han demandado la universalización del «Free Speech», sobre el modelo de la Primera enmienda de su Bill of Rights, justamente para evitar situaciones como la que llevado al arresto de Shi Tao. Algunos miembros demócratas y republicanos de la Cámara de Representantes han presentado una propuesta de ley, llamada Global Online Freedom Act, que tiene una larga historia y que ha partido de la previsión de obligar a las sociedades que operan en Internet a poner en conocimiento de una comisión especial del Departamento de Estado todos aquellos casos en que se hayan filtrado o eliminado contenidos a demanda de un país extranjero. Si la regulación directa no es posible, iniciativas como esta tienden al menos a cumplir condiciones de transparencia, es decir, de control por parte del «pueblo de Internet» que en algún caso ha mostrado notables capacidades de reacción, como ha sucedido ante el intento de debilitar las garantías en Facebook. 375
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Nos hallamos ante iniciativas que tienden a ampliar el área de los derechos fundamentales y a acompañar los desarrollos de Internet con instituciones adecuadas, construidas sin embargo con modalidades irreducibles a los procedimientos y a los esquemas habituales. Las novedades más destacadas se hallan en las propuestas que reflejan más directamente las transformaciones de la sociedad. Hay un fuerte activismo del mundo económico que ve cómo se degrada su legitimación, no solo en el plano de la imagen, sino en su misma capacidad de influir en las dinámicas mundiales cuando se hace demasiado evidente el contraste entre su acción y el respeto a los derechos fundamentales. Google, por ejemplo, propuso instituir en la ONU un «Global Privacy Counsel»; las grandes empresas se habían asociado en una Global Network Initiative para promover precisamente una tutela de los derechos en la red. Pero no puede dejarse esta tutela en manos de sujetos privados que, obviamente, solo ofrecerán garantías compatibles con sus intereses y que,€en ausencia de otras iniciativas, aparecerán como las únicas «instituciones» capaces de intervenir. No es aceptable la privatización del gobierno de Internet y resulta imprescindible conseguir que una pluralidad de actores, de los más diversos niveles, pueda dialogar y poner a punto unas reglas comunes. El tema de la democracia promovida por Internet exige que se afronte también la cuestión de la democracia de Internet. Surgen estrategias políticas e institucionales diversas. En la escena del mundo, los derechos fundamentales, siempre sacrificados en aras de los imperativos de la geopolítica y de las relaciones económicas, asumen una consistencia y se presentan como una referencia que no puede ser barrida en nombre del realismo político o de las ampulosas declaraciones de los tecnólogos. Esto no es el resultado de una iluminación del significado de los derechos, sino de razones conexas con la especificidad de Internet. El punto clave lo representa la existencia de eso que habitualmente se denomina el «pueblo de la red», extendido por todo el planeta y que se organiza en nuevas «naciones»: la comunidad de Facebook es la tercera del mundo en número de habitantes, después de China e India. A esta opinión pública mundial, fiel a las oportunidades que constantemente le ofrece la tecnología, el relato de los derechos no se presenta como una renovada propuesta de libertad «americana» u «occidental», siempre sospechosa de pretender imponer una cultura sobre otras. El tema de los derechos es percibido como universal por el solo hecho de que en él se reconocen ya más de dos mil millones de personas que operan en la red. Son estas señales las que confirman que en el tiempo del (presunto) fin de las ideologías y del ocaso de los grandes relatos, los derechos fundamentales se ofrecen como un relato capaz de unificar, de producir relaciones, de revelar la raíz común de iniciativas que se manifiestan en los más diversos lugares del mundo. Ya hemos recordado que está en curso una ininterrumpida, inédi376
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ta, casi cotidiana declaración de derechos que nace de los comportamientos reivindicativos de una multitud creciente de sujetos32. La red es a un tiempo lugar y condición para que todo esto se concrete. La red pone al desnudo las relaciones de poder reales que articulan nuestro mundo, y justamente porque es en ella donde se revelan los conflictos. Google, por ejemplo, no es solo una de las más poderosas multinacionales. Es un poder en sí mismo, superior al de una gran cantidad de Estados nacionales con los que negocia de poder a poder. Es interlocutor cotidiano de centenares de millones de personas a las que ofrece la posibilidad de entrar y moverse en el universo digital. Gobierna cuerpos, conocimientos, relaciones sociales. Por eso necesita una fuerte legitimación, sustancialmente política, que ha buscado y obtenido, bien que con ciertas resistencias ante presiones de los Estados, China o los mismos Estados Unidos, presentándose ante el mundo como el campeón de los derechos civiles justamente en los territorios a los que pertenece el futuro. Pero esta legitimación fuerte no puede entregarse a un sujeto económico, no puede ser «privatizada». De ahí las reacciones de algunos sujetos nacionales e internacionales que, aun siendo débiles, suenan como la reivindicación pública de una función que la política no puede delegar, no puede entregar en monopolio a otras potencias. En la naturaleza de Google no está solo el elemento libertario. Google es también un componente esencial de eso que ha sido justamente definido como «Big Data»33, remedo del «Big Pharma»34 con el que se ha querido describir el superpoder de las sociedades farmacéuticas. ¿Pueden seguir estos poderes fuera de todo control? Pluralidad de actores, reglas comunes Se vislumbran en el horizonte diversas respuestas. Dado que los ataques contra Internet y su libertad son constantes desde los gobiernos nacionales, ha llegado el momento no de reglas constrictivas, sino de lo opuesto, de garantías constitucionales a favor de los derechos de y en la red; tanto es así que ya se ha hablado de un Internet Bill of Rights. Pero el refuerzo institucional de la libertad en esta nueva dimensión no debe servir solo contra la invasión de los Estados. Debe proyectarse también contra los nuevos «señores de la información» que, mediante la gigantesca recogida de datos, gobiernan nuestras vidas. Frente a todo esto, la palabra 32. Cf. supra, Prólogo. 33. D.€ Bollier, The Promise and Peril of Big Data, Aspen Institute, Washington,€2010. 34. J.€ Law, Big Pharma. Come l’industria farmaceutica controlla la nostra salute, trad. it. de S.€Suigo, Einaudi, Turín,€2006.
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«privacidad» evoca una necesidad de intimidad, sí, pero también sintetiza las libertades que nos pertenecen en el nuevo mundo donde ahora vivimos. El modo de ser de estos sujetos —llámense Amazon o Apple, Microsoft o Google, Facebook o Yahoo!— nos habla de una presencia de oportunidades para la libertad y para la democracia, pero también del poder soberano ejercido sin control sobre las vidas de todos. No es un Jano bifronte sino una trama que se disuelve con una iniciativa «constitucional», también nueva, que halla precisamente en la red sus modalidades de construcción. La alternativa, pues, no puede buscarse en las direcciones tradicionales. Ya la Carta de derechos fundamentales de la Unión Europea fue redactada abandonando el modelo intergubernamental, sustituido por una convención representativa del Parlamento y de la Comisión Europea, de los parlamentos y gobiernos nacionales, que trabajaba con plena transparencia y que era constantemente controlable. Pero, cuando se entra en una dimensión completamente diferente, como es la de Internet, incluso estas aperturas resultan insuficientes. Nacen, pues, otras iniciativas que apuntan hacia la participación de una multiplicidad de sujetos que trabajan a niveles diferentes, que conocen una baja formalización, lo€que no implica una menor eficacia. Resulta indispensable lograr que una multiplicidad de actores, a muy diversos niveles, pueda dialogar y poner a punto reglas comunes, según un modelo definido precisamente como multistakeholder y multilevel. Sujetos diferentes, a niveles diferentes, con instrumentos diferentes, negocian y se unen en compromisos recíprocos para delimitar y hacer efectivo un patrimonio común de derechos. Un ejemplo podría encontrarse en la historia del Internet Bill of Rights, una propuesta madurada dentro de las iniciativas de la ONU sobre la sociedad de la información y que se ha ido consolidando a través del trabajo de diversos grupos, dynamic coalitions espontáneas e informales, que han encontrado formas de unificación y métodos comunes y que ya se han manifestado en los Internet Governance Forum promovidos durante estos años justamente por la ONU.€Pero el Internet Bill of Rights no ha sido concebido por quien lo ha imaginado y lo promueve como una transposición a la esfera de Internet de las lógicas tradicionales de las convenciones internacionales y con los mismos recorridos de constitucionalización hasta ahora conocidos. La elección de la antigua fórmula del Bill of Rights tiene una fuerza simbólica, pone en evidencia que no se quiere limitar la libertad en la red sino, más bien al contrario, mantener las condiciones para que pueda seguir floreciendo. Y para eso se necesitan garantías constitucionales. Pero, de conformidad con la naturaleza de la red, el reconocimiento de principios y derechos no puede venir desde arriba. Debe ser el resultado de un proceso, de una participación amplia de una multiplicidad de sujetos que pueden intervenir de modo activo, gracias 378
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sobre todo a una tecnología que permite a cada uno formular proyectos, someterlos a discusión, modificarlos, esto es, someterlos a control y a una elaboración común, transferir al sector de la regulación jurídica formas y procedimientos típicos del «método wiki», es decir, con ajustes progresivos y puestas a punto de los textos propuestos. Estamos, pues, más allá de un esquema tradicional que contrapone recorridos bottom-up a los topdown. Se instauran relaciones entre iguales y la construcción es horizontal. A lo largo de este proceso se podrá llegar a resultados parciales, a la integración entre códigos de autorregulación y otras formas de disciplina; a normativas comunes para áreas singulares del mundo, como de nuevo demuestra la Unión Europea, la región del planeta donde es más intensa la tutela de estos derechos; y como podría suceder para materias en las que ya se ha alcanzado una madurez cultural e institucional, como la de la protección de datos personales. Las objeciones tradicionales —¿quién es el legislador?, ¿qué juez hará aplicables los derechos proclamados?— pertenecen al pasado, no se dan cuenta de que «la avalancha de los derechos humanos está anegando las últimas trincheras de la soberanía estatal», como ha escrito Antonio Cassese comentando el voto de la ONU acerca de la moratoria sobre la pena de muerte35. Una afirmación tan neta puede ser considerada como demasiado optimista pero capta el sentido y la fuerza de las cosas, un movimiento que siempre debe ser tenido en consideración a la hora de elaborar estrategias de política de los derechos. En el momento mismo en que el camino del Internet Bill of Rights, o de otras iniciativas análogas, esté más expedito, ya habrá sucedido un cambio. Empezará a ser visible un modelo cultural diferente, surgido precisamente del conocimiento de que Internet es un mundo sin confines. Un modelo que podrá favorecer la circulación de las ideas y podrá constituir una referencia para esa masa de jueces que, en los más diversos sistemas, afrontan hoy los mismos problemas planteados por la innovación científica y tecnológica, dando voz a esos derechos fundamentales que representan hoy el único poder capaz de oponerse a la fuerza de los intereses económicos. Todo esto sucede en un contexto en el que no se marginan las instituciones tradicionales, sino que contribuyen a una tarea de renovación que, al mismo tiempo, sirve para reforzarlas. La ONU se presenta como punto de referencia de un mundo que se estructura aprovechando la ocasión de esa oferta. El Parlamento europeo levanta acta de una iniciativa no institucionalizada y hace explícita referencia al Internet Bill of Rights en una resolución de€2011. No habría que enfatizar mucho sobre esta nueva situación pero tampoco relegarla o considerarla como excepcional o aislada, dado que en 35. A.€Cassese, «La vittoria della civiltà giuridica»: La Repubblica,€16 de noviembre de 2007.
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Internet se produce un continuo florecer de «declaraciones de derechos». Debe tomarse en serio por diversas razones. Porque muestra una sensibilidad constitucional y sabemos que una edad de los derechos es siempre una edad de constitucionalismo. Porque señala sujetos y procedimientos que no son los habituales en las fases de institucionalización de derechos. Porque muestra inéditas oportunidades de relación entre iniciativas sociales e instituciones. Porque el mundo se va organizando mediante «ensamblajes de una era digital global»36. Porque al mismo tiempo muestra fenómenos de fragmentación con capacidad de incidir con fuerza en la efectiva posibilidad de construir una nueva trama de los derechos. Considerada desde este último punto de vista, la hipótesis de una «constitución para Internet» vendría a confirmar la tesis de Günther Teubner que ve nuestro tiempo como el de la emergencia de constituciones «sectoriales»37, múltiples «constituciones civiles» ligadas a las dinámicas sociales y económicas más que al ejercicio de poderes político-constitucionales. El constitucionalismo perdería así su valor unificador y universal para embocar el arriesgado y ambiguo camino de la multiplicidad de nuevas formas de normatividad —lex mercatoria, lex constructionis, lex digitalis, lex labori internationalis, lex sportiva internationalis—, que no solo reflejan intereses sectoriales sino que son producidas por los mismos interesados. De este modo, la lógica económica volvería al primer plano y los derechos reconocidos serían solo los compatibles con esa lógica. Parece lógica la apelación constante a la historia de la lex mercatoria, pues a poco que se la analice se revela como un calco lingüístico con el que se trata de buscar una legitimación de prácticas bastante alejadas de una producción de normas jurídicas, provocada, al menos en su origen, por una espontánea imbricación de prácticas puestas a punto por un amplio conjunto de sujetos. El contexto actual, por el contrario, es el de una realidad en la que la comunidad de negocios está produciendo un derecho común propio, identificado muy a la ligera como nueva lex mercatoria, comisionada a los profesionales de la técnica jurídica, que reducen la regla a una más de las tantas mercancías del mercado. Este modo de producción muestra que los grandes intereses económicos no buscan la mediación de las instituciones jurídicas, sino que actúan directamente en el terreno de la producción de reglas. La metáfora de la globalización y de la lex mercatoria ha sido utilizada, y lo sigue siendo, para atrincherarse frente a principios reguladores que incorporan valores diferentes a los del mercado. 36. S.€ Sassen, Territorio, autoridad, derechos, trad. de M.ª V.€ Rodil, Katz, Madrid,€2010. 37. G.€Teubner, La cultura del diritto nell’epoca della globalizzazione, trad. it. de R.€Prandini, Armando, Roma,€2005.
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Para huir de este riesgo, hay que hallar un acuerdo entre las nuevas declaraciones de derechos y los documentos internacionales que han seguido un camino diferente al del reduccionismo económico, como la Declaración de la ONU de€1948 o la Carta de derechos fundamentales de la Unión Europea del€2000. Al elegir esta impostación, aunque intervenga en una materia específica, se evita la caída en la lógica sectorial, porque la específica «constitución» se presenta más bien como el desarrollo o la actuación de principios contenidos en esos documentos generales. El simple transvase de un documento a otro resulta desfavorable, pues puede degradarse a expediente formalista, mientras que otras formas de construcción de derechos en la dimensión global se presentan como más incisivas si bien menos institucionalizadas. No basta con limitarse a registrar el extraordinario e inédito desarrollo de las fuerzas productivas, que incide hasta tal punto en la dimensión institucional que incluso se habla del nacimiento de un «Estado en red»38. Hay que indagar el modo con el que el sistema mundo reacciona a todo esto, dónde se registran respuestas diferenciadas, presencias de múltiples actores, nuevas dislocaciones de poderes, sujetos y fuentes múltiples de regulación. Hay que interrogarse sobre la coherencia misma de las fórmulas empleadas. Si es correcto decir que «la red, por definición, tiene nudos pero no un centro»39, ¿se puede también seguir empleando la referencia a una formación institucional que, como el Estado, lleva aneja la exigencia de reglas comunes para todos sus integrantes, y también la producción centralizada de principios fundamentales de referencia y de decisiones estratégicas? Esta es una reflexión obligada porque las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación no solo producen efectos de policentrismo, de dispersión «de los poderes soberanos entre actores diversos, no jerarquizados, que no actúan en el mismo territorio»40, sino también de centralización sin precedentes, como demuestra la experiencia de diversos países, sobre todo en la creación de sistemas de vigilancia total. El examen de conjunto de las dinámicas presentes muestra que estamos entrando en una dimensión difícilmente descriptible con los tradicionales conceptos de la modernidad política41, empezando por los de Estado y de democracia representativa. Pero esta transición no nos asegu 38. Véase M.€Castells, La era de la información III.€Fin de milenio, Siglo XXI, México,€2001. 39. Ibid., p.€399. 40. D. D’Andrea, «Oltre la sovranità. Lo spazio politico europeo tra post-modernità e nuevo medioevo»: Quaderni fiorentini per la storia del pensiero giuridico moderno, I (2002), p.€103. 41. Véanse las indicaciones contenidas en los ensayos recogidos por B.€D.€Loader, The Governance of Cyberspace. Politics, Technology and Global Restruturing, Routledge, Londres,€1997
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ra que su éxito consista en entrar en una pos-democracia42: fórmula ambigua porque deja irresuelta la cuestión aunque mantenga el envoltorio, o la apariencia de la referencia democrática. Debemos preguntarnos si no estamos corriendo el riesgo de una regresión hacia la pre-modernidad. Esta pregunta se impone desde las referencias conceptuales empleadas, empezando por la lex mercatoria y sus derivados. No es casual que se haya recordado la fortuna de una expresión como «Nuevo Medievo». Si reflexionamos sobre la experiencia europea, la referencia al Medievo, la descripción en términos «neomedievales institucionales», revela una flojera del pensamiento político y jurídico que, frente a la crisis de la soberanía nacional y al complejo nacimiento de una organización supranacional, no es capaz de elaborar categorías interpretativas adecuadas y se refugia en las del pasado43. La dificultad es comprensible, sobre todo cuando se aúnan la construcción europea con el asentamiento prepotente de las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación, que parecen dotadas de fuerza propia. Todo esto no es la reproducción de una situación ya conocida. Entramos en la dimensión de lo inédito, pero no de lo ignoto, porque no nos movemos en un territorio desconocido sino desbordante de materiales en constante mutación que hay que comprender y analizar, en un dificilísimo proceso de depuración de lo ocasional y de lo transitorio, a veces tan abrumador que lleva a extraer conclusiones o construcciones que la extraordinaria dinámica de la realidad se encarga luego de desmentir. Justamente porque se trata de un proceso inédito no puede valorarse con criterios del pasado ni atribuir una especie de auto-evidencia a cualquier acontecimiento que se nos ocurra registrar. Meterse a fondo con el problema de la «constitución de Internet», del modo con que la tecnología se topa con el tema de la libertad e instituye el espacio político, significa justamente saldar cuentas con procesos reales. Las transformaciones determinadas por la tecnología solo pueden ser comprendidas y gobernadas poniendo a punto instrumentos «con perspectiva», y si esto sucede, redefiniendo los principios fundadores de las libertades individuales y colectivas. Constitucionalismo global para una constitución infinita Llegados a este punto, tres son las posibles líneas de análisis practicables a las que corresponden otras tantas estrategias. En primer lugar, no se puede defender que el marco tradicional de los derechos debe seguir indiferente 42. C.€Crouch, Posdemocracia, trad. de M.€Recio, Taurus, Madrid,€2004. 43. Para comprender realmente el sentido de la referencia al pasado véase P.€Grossa, L’ordine giuridico medievale, Laterza, Bari,€1995.
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ante la nueva situación, manteniendo los firmes criterios hermenéuticos pretecnológicos y considerando que la innovación puede ser conocida y asumir relevancia, solo si se incardina en las apropiadas y diversas situaciones jurídicas. Se desvanecería la contraposición entre «viejos» y «nuevos» derechos. Lo que se debe decir, más bien, es que la referencia a derechos y libertades fundamentales en el nuevo contexto identificado de la red exige una relectura del conjunto de los derechos elaborada por toda la modernidad constitucional. Si miramos, por ejemplo, nuestra Constitución, algunas preguntas se hacen ineludibles. ¿Las comunidades virtuales creadas en el ciberespacio forman parte también de las «formaciones sociales» (art.€2 de la Constitución)? ¿Las garantías de la libertad personal (art.€ 13) deben extenderse también al cuerpo «electrónico», siguiendo la trayectoria de la relectura del habeas corpus como habeas data? ¿Rige la distinción entre datos «externos» e «internos» de las comunicaciones cuando estas se desenvuelven en Internet, modificando los términos con que debe hablarse de su libertad y secreto (art.€15), como ha hecho el Tribunal constitucional alemán en una sentencia del€2 de marzo de€2010)? ¿Cómo se articula en la red la libertad de asociación (art.€18)? ¿El derecho a expresar libremente el propio pensamiento (art.€21) debe ponerse en relación con el derecho al anonimato de las comunicaciones electrónicas? ¿El acceso a la propiedad (art.€42.2) debe traducirse en la libre apropiación de determinados bienes por vía electrónica, según una lógica de los commons que tiende incluso a excluir la identificación personal de los sujetos que a ella acceden? Estas preguntas nos remiten a un complejo entramado entre continuidad y discontinuidad, presente también en todas las situaciones que acompañan al tumultuoso sucederse de las tecnologías, y que nos llevan hacia la segunda cuestión que hay que analizar. Podemos encontrar ecos en las reflexiones de Teubner sobre las constituciones sectoriales y en las teorizaciones de Manuel Castells sobre el mundo sin centro, sobre el neomedievalismo institucional que cerraría las posibilidades de un orden global, donde se retoman reflexiones ya conocidas que ahora se saldan con la insistencia en las identificadas ascendencias de la lex mercatoria y con los más certeros análisis de Saskia Sassen sobre las retículas territoriales del Medievo. Pero en estos análisis hay que valorar siempre la existencia de tendencias unificadoras. Una vez aclarado que no se hace referencia a la creación de un gobierno global, a la expansión a escala planetaria de la categoría de soberanía nacional, el análisis debe centrarse ante todo en las diversas manifestaciones concretas del ejercicio de un poder centralizado en un mundo articulado, no fragmentado, que recurre a poderes idénticos en áreas y sectores diversos, con la emergencia de formas abstractas de autoridad que pueden condicionar los procesos en curso. En un ensayo de Jeffrey Rosen, por ejemplo, el poder de 383
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Google aparece como el de quien «decide por último»44, liberado de cualquier vínculo o control en materias de relevancia planetaria. Situaciones análogas pueden encontrarse en muchas otras materias o sectores y, sin embargo, los intentos por acompañar la dimensión planetaria de los derechos fundamentales con instituciones adecuadas siguen encontrando no solo la crítica de quien describe un mundo sin centro, donde está cerrada la posibilidad de garantías comunes, sino también el escepticismo de una cultura jurídica que no halla en la dimensión global una posibilidad concreta de hacer efectivos los derechos. Pero esta tesis es, al menos parcialmente, desmentida por la progresiva constitución de una «Global community of courts», ligada justamente a la tutela de los derechos; y por la constatación de que la efectiva tutela de los derechos ya no tiene que estar necesariamente confiada a los procedimientos judiciales tradicionales, sino que puede ser posible gracias a iniciativas que, partiendo de la sociedad civil y teniendo como referencia documentos internacionales, logran hacer concretas las garantías. Conocemos también casos de garantías de derechos confiadas al activismo social, a la posibilidad de perfilar sanciones no formalizadas, a la transparencia de comportamientos considerados ilegítimos gracias al uso del sistema de información45. Los procedimientos judiciales formalizados no son la única referencia posible pese a que ya se han subrayado repetidamente los cambios significativos producidos en este sector. Llegamos así a la tercera cuestión que afecta a la forma o procedimiento de una constitución para Internet, y también a sus contenidos. Hay aquí entrecruzadas finalidades de orden general, principios directivos reales, con su traducción en derechos específicos. Si partimos, por ejemplo, de la constatación de que Internet representa el mayor espacio público que la humanidad haya conocido, la salvaguarda de esta su «naturaleza» implica la irreductibilidad a la dimensión cada vez más absorbente del mercado, lo que equivale no solo a un genérico reconocimiento de la libertad en la red, sino a la concreta posibilidad de ejercer «virtudes cívicas», esto es, de dar cuerpo a una ciudadanía activa; de hacer que Internet siga siendo un recurso para la democracia y no la forma propia de los nuevos populismos: de practicar formas económicas reconducibles a la lógica de la donación. De aquí la necesidad de salvaguardar la neutralidad de la red, incluso como antídoto ante toda forma de censura, y su potencial «generativo»46, esto es, su efectiva capacidad de producir 44. J.€Rosen, «Google’s Gatekeepers»: New York Times Magazine,€28 de noviembre€de 2008. 45. Cf. supra, p. 376. 46. J.€Zittrain, The Future of the Internet and How to Stop it, Allen Lane, Londres, 2008.
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innovaciones. De aquí la necesidad de considerar el acceso a Internet como un derecho fundamental de la persona según la línea constitucional indicada. De aquí la necesidad de considerar el conocimiento como un bien público global, no volviendo a categorías viejas como las «patentes» o los derechos de autor, sino evitando fenómenos de «cierre» con respecto a este common, que caracteriza nuestra sociedad justamente como la «del conocimiento», convirtiendo en recurso escaso un bien común susceptible de la más amplia utilización. De aquí la necesidad de una tutela dinámica de los datos personales, no la tradicional y estática referida solo a la reserva, sino que debe convertirse en un componente esencial de la ciudadanía digital y de la libre construcción de la identidad, pasando así del reconocimiento de la autodeterminación informativa a una efectiva redistribución del poder en la red. Todo esto, claro está, debe ser considerado en la perspectiva de la desestructuración/reconstrucción entre esfera pública y privada. Y tal vez reflexionando sobre Internet puedan delinearse las vías de un posible constitucionalismo global, no entregado a una «vertical domestication»47, con normas supraestatales incorporadas a los derechos estatales, sino una construcción del derecho por expansión, horizontal, un conjunto de órdenes jurídicas correlativas, no punto de llegada, sino estructuradas para aguantar los retos de un tiempo tan mudable, una especie de constitución infinita48.
47. Esta fórmula se debe a H.€H.€Koh; describe un proceso en el que, a falta de negociaciones formalizadas, la fuente se busca en reglas internacionales de diverso origen que «calan» en los sistemas jurídicos nacionales. Cf. H.€H.€Koh, «Why Do Nations Obey International Law?»: Yale Law Journal,€1 (1997), pp.€2599€ss.; Íd., «How Is International Human Rights Law Enforced?»: Indiana Law Journal,€4 (1999), pp.€1397-1417. 48. Atribuyo aquí una dimensión más amplia, expandida más allá del espacio institucional, hacia los tiempos y las personas, a esta expresión que se halla en M.€R.€Ferrarese, Diritto sconfinato. Inventiva giuridica e spazi nel mondo globale, Laterza, Bari,€2006.
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ÍNDICE GENERAL
Contenido............................................................................................. Prólogo..................................................................................................
9 11
Primera parte RELATO DE LOS DERECHOS Capítulo I:╇ El espacio y el tiempo de los derechos.............................
27
Capítulo II:╇ El espacio de Europa........................................................
36
Más allá de la hegemonía de los mercados............................................ Redefinición de los principios fundacionales......................................... Indivisibilidad de los derechos y respeto por los principios.................... Legitimidad: Europa contra sí misma....................................................
36 38 41 45
Capítulo III:╇ El nuevo mundo de los derechos..................................
47
La edad de los derechos........................................................................ Un patrimonio común........................................................................... Del tiempo de los códigos al de las constituciones................................. Los poderes entre legislación y jurisdicción........................................... Democracia y derechos fundamentales..................................................
47 49 52 59 65
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el derecho a tener derechos
Innovaciones y globalización: ¿amenazas u oportunidades?................... Modelos y representaciones de los derechos.......................................... Naturaleza y orden jurídico................................................................... Un proceso nunca cumplido.................................................................. Constitucionalismo de las necesidades................................................... Política como política de los derechos...................................................
69 76 85 90 93 101
Capítulo IV:╇ Mundo de las personas, mundo de los bienes................
103
Lo contrario de la propiedad................................................................. Propiedad y acceso a la propiedad......................................................... Bienes comunes y nexo social................................................................ Público, privado, común....................................................................... Más allá de la soberanía nacional.......................................................... Vida y bienes comunes.......................................................................... El derecho al alimento «adecuado»........................................................ Conocimiento y ciudadanía...................................................................
103 107 110 114 118 121 122 125
Segunda parte LA PERSONA
Capítulo V:╇ Del sujeto a la persona...................................................
135
Realidad y abstracción.......................................................................... La constitucionalización de la persona................................................... Entre libertad y dignidad....................................................................... La soberanía sobre el cuerpo................................................................. Entre igualdad y diversidad................................................................... Contra el reduccionismo....................................................................... Responsabilidad con el futuro y «patrimonios de la humanidad»........... Un reto para la persona.........................................................................
135 141 147 152 156 159 165 167
Capítulo VI:╇ Homo dignus...................................................................
169
Una nueva antropología........................................................................ La revolución de la dignidad................................................................. La dignidad como principio..................................................................
169 173 179
Capítulo VII:╇ Llegar a ser indignos....................................................
187
Solidaridad, diversidad, elección........................................................... Indignidad y pérdida de derechos.......................................................... ¿Quién es el indigno?............................................................................ ¿Quién define la dignidad?....................................................................
187 191 193 195
388
Í ND I CE G ENERAL
Capítulo VIII:╇ El derecho a la verdad................................................
197
La necesidad de saber............................................................................ Conveniencia del olvido, necesidad de la memoria................................ ¿Verdad obligatoria?............................................................................. Verdad y negación................................................................................
197 199 205 211
Capítulo IX:╇ El derecho a la existencia.............................................
215
Pobreza y derechos............................................................................... Contra la exclusión social...................................................................... Hacia un subsidio universal...................................................................
215 220 224
Capítulo X:╇ Autodeterminación.........................................................
231
El palimpsesto de la vida....................................................................... La autonomía de la persona................................................................... Vida y patrimonio................................................................................. Derecho a la salud y decisiones individuales.......................................... Unidad de la persona entre fisicidad y virtualidad................................. Un «consentimiento ‘biográfico’».......................................................... Decidir sobre el fin de la vida................................................................ La construcción de las «no personas».................................................... Los derechos «procreativos».................................................................. Las «políticas de la repulsión»............................................................... Una transferencia de soberanía del Estado a la persona.........................
231 235 241 244 248 251 254 258 259 266 270
Capítulo XI:╇ Cuatro paradigmas para la identidad............................
273
El paradigma Lepellettier, o de la identificación.................................... El paradigma de Montaigne, o de la construcción incesante.................. El paradigma Zelig, o de la multiplicación............................................ El paradigma Alcampo, o de la reducción............................................. Una anotación final...............................................................................
273 277 281 282 283
Tercera parte LA MÁQUINA
Capítulo XII:╇ Hombres y máquinas......................................................
287
El hombre-máquina............................................................................... Mutaciones antropológicas................................................................... Una identidad «externa»........................................................................ La reinvención de la privacidad.............................................................
287 289 292 293
389
el derecho a tener derechos
El poder de decisión en el mundo digital............................................... Las articulaciones de la identidad.......................................................... Una nueva vulnerabilidad social............................................................ ¿Una vuelta a la abstracción?.................................................................
301 306 307 310
Capítulo XIII:╇ Pos-humano. ................................................................
313
¿Qué derechos?..................................................................................... ¿Qué principios?................................................................................... Repensar las categorías del derecho....................................................... Opciones personales y mutaciones del cuerpo....................................... Líneas maestras ante los desafíos del futuro........................................... Hominización y humanización.............................................................. Tecnociencia e intervenciones sobre el humano.................................... La neuroética........................................................................................ Desarrollos tecnológicos y principios democráticos...............................
313 319 322 324 326 332 333 339 341
Capítulo XIV:╇ Una red para los derechos..........................................
344
Ausencia de soberanía e invasión de poderes......................................... Los derechos políticos de la plaza virtual............................................... Acceso y ciudadanía.............................................................................. Neutralidad y anonimato...................................................................... Dimensiones de la vida privada............................................................. Dictadura del algoritmo y prerrogativas de la persona........................... Un derecho al olvido............................................................................. La revolución digital: ¿qué redistribución de poderes?.......................... Fronteras de la democracia................................................................... Pluralidad de actores, reglas comunes.................................................... Constitucionalismo global para una constitución infinita.......................
344 346 349 354 358 361 366 369 374 377 382
Índice general........................................................................................
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