Robles, Nagore & Otras - Siete Tentaciones

March 12, 2017 | Author: macmanaman7489 | Category: N/A
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SIETE TENTACIONES

Nagore Robles Mónica Martín

Maribel Ortiz Raquel G. Íñiguez

Paz Quintero Susana Hernández Imagen de cubierta: Arturo Morales Primera edición digital: Agosto de 2013 © de cada autora, 2012 © de esta edición: Looping Media, S.L., 2012 Arenal 8, 4º 4 — 28013 Madrid www.stonewall.es Stonewall es una marca registrada de Looping Media, S.L. ISBN: 978-84-940376-6-5 A Nagore Robles, por su increíble implicación e ilusión en el proyecto, y a Sofía Cristo, por su prólogo. A Arty Morales, modelos, profesionales de maquillaje, body painting y a todos aquellos que han aportado voluntariamente su colaboración para la realización de una portada inmejorable. A Diego Manuel Béjar, por creer en nuestro proyecto y apostar por algo tan gamberro y desenfrenado como este libro que tienes entre tus manos.

A nuestras mujeres, familia y amigos, por lo importante que resulta para nosotras la gente que nos quiere y nos apoya en todo lo que hacemos. A todos aquellos que habéis ayudado a la difusión de nuestro blog y nos habéis dado cabida en vuestros medios. AndamioDe y Magles... va por ustedes... A todos los tuiteros y tuiteras, facebookeros y facebookeras que nos acompañan en nuestras andanzas, y nos animan a seguir esta loca aventura cuyo único fin es la normalización y la visibilidad mediante el humor, porque... ¿qué sería de la vida si viviéramos en un permanente drama? Bolleras Viajeras A mi gemela Raquel, que es mi gran apoyo. A mis seguidores, y en especial a las Punkas, que son enormes. Y a mi amor, que me llenó la vida de luz y color. Estoy contigo. Nagore Robles Logro resistirlo todo, salvo la tentación. Oscar Wilde “Me siento extraña” escribiendo un prólogo, que es lo primero que se lee de un libro, porque no quisiera dar

una imagen equivocada. Pero dado que me lo han pedido, estoy encantada de poder hacerlo, sobre todo por las circunstancias que rodean a esta obra tan especial. Ya que me estreno como prologuista, no me puedo imaginar mejor oportunidad para hacerlo que con Siete Tentaciones: un libro que gustará a muchas chicas y también, por qué no, a algunos chicos. No se trata del típico libro de lesbianas que sufren invisibles, sino que es un recopilatorio de relatos gamberro, de chicas que viven su sexualidad libremente, de manera totalmente asumida y, sobre todo, sin complejos. Quien lea el libro encontrará grandes dosis de humor y un toque descarado en siete historias diferentes, con el denominador común de estar protagonizadas por mujeres independientes, luchadoras y que, ante todo, creen en el amor y la libertad. Siete Tentaciones es un libro que arrancará más de una sonrisa a quienes lo lean, que servirá de inspiración para las chicas lesbianas que no han salido del armario, y

donde las que ya lo hayan hecho se verán identificadas. Más de uno se preguntará si era necesario un libro tan centrado en las relaciones lésbicas. La respuesta es SÍ. Desgraciadamente, todavía hay mucha homofobia, y la mejor arma es la visibilidad de chicas que dan la cara, que escriben de ello, que lo comparten… No se trata de ir con una pancarta, sino de vivir la propia identidad sin ocultarse ni avergonzarse. Muchas personas sufren por culpa de la homofobia, y es importante que sepan que es posible vivir conforme a lo que siente su corazón: que esa es la más grande de las felicidades. Que puedan verlo en la televisión, en una revista… y también en un libro. Cualquier cosa que pueda hacer cada cual por la visibilidad, por insignificante que parezca, es importante porque todo suma. Incluso los pequeños gestos son relevantes, porque cuando se emite por televisión un beso de Nagore y mío, mucha gente pensará lo que le de la gana…, pero sé que siempre habrá una chica que oculta su identidad y que al verlo sentirá un alivio, una especie de abrazo reconfortante; verá un amor en el

que sentirse identificada, que la pueda inspirar en su lucha personal y le recuerde que no tiene nada de qué avergonzarse. De no tener vergüenza saben mucho las chicas del blog Bolleras Viajeras, que fueron las que iniciaron el proyecto de este libro. Escritoras altamente reconocidas de la literatura lésbica —de la talla de Mónica Martín, Susana Hernández y Paz Quintero—, junto a otras que se estrenan con mucho valor y talento, como Raquel G. Íñiguez y Maribel Ortiz. Son cinco chicas muy graciosas, divertidas y extrovertidas. Mujeres abiertas y visibles. Sin complejos. Naturales y con un toque gamberro. Cinco lesbianas que, a través de las redes sociales, hacen ese ejercicio de visibilidad cuya importancia he destacado antes. Y tres de ellas, además, contribuyen a esa visibilidad tan importante a través de su arte, de su palabra escrita. Ya os dije que a este libro le rodean unas circunstancias especiales, sobre todo para mí. Y es que, por si lo que acabo de contar de las chicas de Bolleras Viajeras no

fuera suficiente, a este grupo se ha unido Nagore Robles. Qué puedo decir de Nagore… Pues que es la mujer de mis sueños: maravillosa, noble, generosa, detallista, preciosa y con un corazón enorme. A su lado soy la mujer más feliz del mundo. Además es inteligente y con muchísimo talento; ¿qué más se puede pedir? Entenderéis, por tanto, por qué escribir este prólogo es tan especial para mí, y por qué no pude negarme cuando me ofrecieron la oportunidad. Me gustaría contar una anécdota que nos ocurrió hace un año, aunque más bien se podría decir que parece del siglo pasado. Llevé a mis amigas, como todos los años, al Circo Mundial de mi familia. Me hacía mucha ilusión, puesto que Nagore jamás había estado en un circo y quería llevarla al mejor. Estábamos emocionadas y lo pasamos en grande. Pero al final de la función ocurrió algo bastante desagradable para todas, pues cuando salíamos a despedirnos, Nagore y yo nos dimos un beso. Cuando compartes tu vida con otra persona y la amas,

lo normal es tener gestos de cariño. Simplemente nos dimos un pico, y una señora que iba con su nieta nos llamó guarras y desvergonzadas a gritos. Si hubiésemos sido una pareja heterosexual, nadie nos habría insultado…, y luego está el que los niños aprenden lo que ven y escuchan en casa. Esa niña, ¿cómo va a ver normal en el futuro una relación entre dos mujeres, si lo que escuchó fue todo lo contrario? Cuando simplemente nos demostrábamos lo más grande que hay en esta vida, que es amarse… Por cosas así, que pasan a diario, es necesario un libro como este, que haga más visibles las relaciones entre mujeres. Un libro que diga “Sí, soy lesbiana. ¿Qué pasa?”. Además, Siete Tentaciones está editado por Stonewall, una editorial pequeña y especializada en literatura LGTB, que en el año que lleva publicando ha demostrado un fuerte compromiso social y cultural, redundando en esa visibilidad que no me cansaré de repetir.

Está claro que Nagore y yo somos una pareja muy mediática. Las chicas de Bolleras Viajeras son conocidas en las redes sociales y por su labor literaria. Al final, todas —cada una a su manera — están haciendo esa contribución a la visibilidad. Y yo, humildemente con este prólogo, con estas letras, quiero aportar un pequeño grano de arena. Por todas. Por todos. Por nosotras, que somos lesbianas y queremos lanzar un grito de libertad. Solo me queda dar las gracias. Gracias a las autoras por aportarnos su arte y su talento, en un libro que sé que no va a dejar a nadie indiferente. Y gracias a ti, querida lectora, querido lector, por hacerlo posible. Sofía Cristo García

Nagore Robles Basauri, 1983. Saltó a la fama tras participar en GH11.

Desde entonces ha trabajado como colaboradora en diversos programas de televisión. En 2011 resultó ganadora del reality Acorralados. Nagore Robles es un personaje controvertido que despierta pasiones en todo aquel que la conoce — desatando reacciones tan opuestas como el amor y el odio— debido principalmente a su personalidad, que resulta franca, abierta y arrolladora. El bautismo de Nagore en la literatura se da a través del relato corto, un género que había explorado en secreto y que ahora ve la luz gracias al coraje de la propia autora, al enfrentarse a ese rico mundo interior que no dejará a nadie indiferente, puesto que entre sus palabras descubrirás a la mujer comprometida, creativa y pasional que es. twitter.com/Nagore_Robles Nagore Robles Nueva York Durante las casi siete horas de vuelo no pegué ojo. Pensaba en cuántas veces habría hecho Raúl ese mismo

trayecto y en que quizás me estaba engañando con la excusa del temporal para sorprenderme. Que al cruzar la puerta de salida, lo primero que vería entre todos los pasajeros sería a él con una sonrisa pícara. Me abrazaría metiéndome su nariz en la nuca para olerme y me susurraría al oído: —Me moría por verte… —Me desarmaría y nos fundiríamos en un beso al más puro estilo Hollywood. Debía tener tal cara de idiota mientras me lo imaginaba, que no me di cuenta de que su amiga estaba haciéndome señales y gritándome, de entre todos los pasajeros que salíamos. Hasta que me cogió del brazo y, girándome, me hizo bajar de la nube. —¿Martina? ¿Cómo estás? Soy Candela… —me dijo mientras me daba dos besos. La reconocí al instante porque Raúl me había mandado una foto de ella para que la identificase en el aeropuerto, pero la verdad es que la foto no le hacía justicia. Candela es una chica muy alta, con el pelo largo hasta debajo del pecho y castaño, de esos por los que

siempre he sentido envidia malsana, con brillo y a capas largas. Simplemente perfecto. Todo lo contrario al mío, que si no es por los mil productos que uso —y por las maravillosas planchas— no podría ni salir de casa. Llevaba unos vaqueros desgastados, unas zapatillas negras y una camiseta blanca y ancha de tirantes. También una cazadora de cuero negra estilo motera recogida en los brazos, que dejaba ver uno de sus tatuajes y unas gafas de aviador. La chica tenía mucho estilo y derrochaba personalidad, sin duda. —Hola, encantada de conocerte. Perdona que no te viese, pero estoy un poco atontada del viaje —le dije. —Tranquila, es normal. ¿Qué tal ha ido el vuelo? —me dijo mirándome a los ojos como si ya me conociese, mientras cogía mi maleta amablemente. —Pues la verdad es que entre la comida del vuelo y que he traído mi ordenador lleno de películas, apenas me he enterado —le mentí. ¿Cómo iba a decirle que estaba cardíaca con toda esta aventura, y que ni siquiera había pegado ojo la noche anterior? Habría pensado que soy

una exagerada o algo peor, y tenía que darle mi mejor impresión, ya que es su confidente (y por supuesto, se lo va a contar todo a mi piloto). —¿Quieres que dejemos las maletas en el apartamento y luego vayamos a comer algo? ¿O prefieres descansar? Lo que tú quieras, de verdad; estoy aquí para cuidar de ti todos estos días —me dijo con una gran sonrisa. —Pues creo que la primera opción me llama más la atención —le contesté sinceramente, porque ni una caja de Myolastan seria capaz de dormirme en ese momento. Fuimos al parking del aeropuerto para coger su coche, mientras yo no paraba de hablar sobre cosas banales para no mostrar mi nerviosismo y romper el hielo, ya que era una situación surrealista. Me encontraba en New York con la mejor amiga del chico de mis sueños, con el que tan solo había tomado un café e intercambiado miles de mensajes vía mail. Candela no paraba de observarme con una cara de entusiasmo y felicidad que no entendía, pero llegué a la

conclusión de que había pasado mi primer examen con una nota más que aceptable. Tenía un jeep de color rojo fantástico que me dejó con la boca abierta. No es que yo sea Paco Martínez Soria en La ciudad no es para mi, pero es mi coche favorito e iba a conocer New York montada en él. Me puse a dar saltitos en cuanto lo vi, como una niña en una juguetería. Tardamos unos cuarenta minutos en llegar a la avenida de las Américas, y durante todo el viaje no despegué la cara de la ventanilla, para ver todos esos edificios enormes, taxis amarillos y montones de gente andando por esas calles interminables de las que salía humo del suelo. Metimos el coche en el parking del edificio, no sin antes fijarme que justo en frente había un Starbucks; genial. Subimos en el ascensor hasta la planta número treinta y cuatro. Cuando pulsó la última tecla, me dio una sensación de vértigo indescriptible, así que no pude evitar soltar algo típico en mí. —¡Joder! ¡La treinta cuatro!

—Tranquila no impresiona si no miras desde la terraza —añadió para que yo flipara aún más. Cuando llegamos a la puerta, me temblaba todo. Estaba a punto de ver el piso de Raúl, donde me había imaginado tantas veces. Su espacio más intimo, sus manías, sus fotos, su ropa, sus gustos, donde me había escrito cada día desde hacia más de cuatro meses. Donde estaba su cama, que me moría de ganas por oler… Cuando recibí el primer mensaje, fui muy desconfiada y ni siquiera le respondí, pero su personalidad y su enorme sentido del humor fueron ablandándome día tras día, hasta el punto de hacerme volar a tres metros sobre el suelo cada vez que comprobaba mi bandeja de entrada. Llegamos a vernos para tomar un café en Barajas en uno de sus transbordos. Me quedé con la boca abierta cuando le vi. Un piloto guapísimo, alto, de cuerpo atlético, moreno, con una mirada capaz de derretir al mismísimo iceberg de Titanic. Era bello hasta decir

basta, con estilo y una sonrisa perfecta. Con unos labios que pedían a gritos ser besados, y por los que cualquier persona perdería la cabeza. Tan solo tuvimos cuarenta minutos, y me encantaría decir que me enamoré de él en ese instante, pero no fue así; me decepcionó mucho y no pude evitar contárselo días más tarde. Él me dijo que era cuestión de nervios, mezclado con cansancio por el largo vuelo, y que en nuestra próxima cita volvería a conquistarme. Realmente me conquistó hace tiempo con sus mails, y decidí cometer una locura más de las mías: seguir mi instinto —ese que muy pocas veces me ha fallado—, cruzarme el Atlántico y venir a su casa para comprobar si las expectativas que tenemos el uno del otro son tan reales como deseamos. Pero la vida a veces es muy puñetera: un fuerte temporal ha decidido separarnos hasta dentro de cinco días, en los que él estará incomunicado y atrapado en Alaska junto al resto de compañeros de su trabajo. “¿Dios, que estoy haciendo?”. Llevaba haciéndome esta

pregunta desde el momento que compré mi billete, y lo único que me calmaba era pensar que quizás detrás de esa puerta estaba la película más increíble jamás vista, conmigo como protagonista. Al cruzar la puerta, Paco Martínez Soria se apoderó de mí. Jamás en toda mi vida he visto algo igual. Ni en las revistas de decoración que tanto compraba mi madre, mientras esperaba su euromillón. Ni en mis mejores sueños hubiese pensado que este chico podía vivir ahí. Inmediatamente pensé que aparte de ser piloto, debía de ser familiar de los Hilton o traficante, y ninguna de las dos cosas me apetecían. Disimulé lo que pude hasta el punto en que, sinceramente, no salía ni un solo sonido de mi boca. —¡Bienvenida! Bueno, ¿qué te parece? ¿Te gusta? Yo callada, mordiéndome los labios. —¿Es bonito verdad? —… —¿Estás bien? —…

—Martina… —Mecaguenlalecheputa… —dije lo más bajito que pude, lo juro. —¿Debo interpretar eso como un sí? —dijo mientras no dejaba de reírse de esta pueblerina—. Este es el salóncocina. Esa puerta de la izquierda es el estudio. En la siguiente está el cuarto de la ropa, y en esa otra la habitación de invitados. Arriba tienes tu habitación, con baño y el vestidor. Mientras ella subía mis maletas a la que iba a ser mi habitación, mi cara de asombro no tenía precio. Me dirigí hacia la terraza —de tamaño descomunal— y pensé que Tailandia estaba ante mis ojos. En el centro, dos tumbonas de color marrón. A la derecha, una mesa con bancos bajo una sombrilla cuadrada. Pude ver su bicicleta de montaña apoyada junto a la manguera. Me lo imaginé regando todas esas plantas que, sorprendentemente, estaban muy bien cuidadas. A la izquierda, una cama de estilo balinesa llena de cojines de colores, junto a una enorme estatua de buda

rodeada de velas derretidas. Me asomé por la barandilla y cogí aire con todas mis fuerzas. Una sensación de paz y tranquilidad me inundó mientras veía todos esos edificios a mi alrededor. ¿Estaba soñando? Miré hacia abajo y casi se me paraliza el corazón. Salí inmediatamente de mi estado zen para ponerme en modo cotilla. Entré de nuevo en el salón, con esa luz tenue y ese olor a hogar. Era una mezcla entre incienso, velas y calma; me fascinaba. ¿Qué chico que no sea gay tiene una casa con tanto gusto y orden? Me tenía totalmente desconcertada. Un sofá de color beige claro miraba hacia la pared de la entrada, pidiéndome a gritos que me sentara y apoyara mis pies en esa mesa con ruedas para que acabara de creerme lo que estaba viendo. Descubrí unas revistas de tatuajes y motos Harley sobre el cristal de la mesa, y un cuarzo enorme de color rosa clarito. Me llamó la atención porque se supone que no es supersticioso. Encima de la televisión, vi un cuadro de dos mujeres

desnudas abrazándose. Me quedé observándolo fijamente, pero ahora con la mirada aún más perdida. Siempre pensé que las casas con paredes de ladrillo son de lo más frías, pero estaba equivocada; quizás esas lámparas estratégicamente colocadas fueran la causa. Era muy cálida, incluso con ese suelo de cemento gris oscuro. Una mesa de madera envejecida (como para diez personas) dividía el salón de la cocina. Era la cocina de mis sueños, con una isla —como dicen las revistas de mi madre— en el centro; de estilo industrial, de esas que tienen los restaurantes modernos y que cuesta mucho mantener limpias. Pero no veía ni una sola mancha, ni siquiera en el frigorífico, que por supuesto era de dos puertas. ¡Ni mi ropero tiene ese tamaño! Un estilo rústico con toques de lo más modernos, decía de este chico que tenía mucho más que buen gusto. Subí por las escaleras de metal negro al segundo piso, que era como un gran balcón a todo ese maravilloso loft. Ni en los mejores hoteles he visto algo así, ese

tamaño de cama, ese vestidor perfectamente ordenado, esa cajonera antigua… De repente vi una foto de él en la mesita; fui corriendo, la cogí y la miré como si le tuviese delante, “¡Qué bello es!”. Me quedé (una vez más) atontada, mirándola hasta que Candela salió del baño. —Estos días vamos a hacer tantas cosas que ni te acordarás de él. Mis amigos y yo vamos a cuidar muy bien de ti. —Tengo muchas ganas de verle, y también nervios. Pero sé que en cuanto le vea se me quitarán por completo. Gracias por tratarme tan bien; tienes que ser muy buena amiga para hacerle este favor. —Para mí no es ningún favor: es un placer. Lo vamos a pasar genial, ya verás. ¿Qué tipo de comida te apetece comer? Hay un italiano increíble a pocas manzanas de aquí. —Me encanta la idea, pero ¿te importa si antes me pego una ducha y me cambio de ropa? —¡No, claro! Te espero abajo; si necesitas cualquier cosa, solo tienes que pedírmelo.

Cogí mi ropa de la maleta y entré en el baño; todo un lujo, por supuesto. Enfrente, dos lavabos blancos bajo un espejo del tamaño de mi casa, que reflejaba el cuadro de otra mujer semidesnuda. Una bañera jacuzzi tamaño 4x4, y en el suelo, conchas blancas que eran como cunas de bebé: una llena de cremas, jabones, aceites, sales…, y la otra de toallas. A la derecha, una ducha sin puerta con una alcachofa cuadrada en el techo, y una puerta corredera para ocultar el retrete y el bidé. Me desnudé con cierta timidez, dejando mi ropa cuidadosamente encima de una banqueta que estaba junto al lavabo. Me miré al espejo mientras dejaba mis pulseras y el reloj sobre él. Abrí el grifo de la ducha y, bajo el agua ardiendo, me apoyé en la pared de piedra dejando que el agua empapara mi cuerpo; cerré los ojos y mi mente comenzó a jugar. El agua dibujaba el contorno de mi cuerpo, convirtiéndose en sus manos acariciando mi pecho. Me

giré para que el agua aún más caliente recorriese mi espalda. Mientras yo me tocaba, imaginaba que era él quien jugaba con su lengua entre mis piernas. Mi respiración se aceleraba y mi cuerpo se estremecía. El agua se deslizaba por mi boca convirtiéndose en besos húmedos, calientes y apasionados. Yo quería más, mucho más. Lo quería todo, absolutamente todo. Noté cómo mi dedo, empeñado en estimular mi clítoris, se veía inundado por el placer de imaginar su cuerpo pegado al mío, sintiendo su respiración en mi nuca, su miembro rozando mis nalgas; introduje mis dedos pensando que era él quien entraba en mí, permaneciendo quieto un instante. Un escalofrío aumentó mi excitación, mis gemidos se convirtieron en palabras… “Fóllame, fóllame ahora mismo, te lo suplico…”. Me dejé llevar, y empecé con movimientos cortos y suaves que se convirtieron en rápidos e intensos. El mayor placer se apoderó de mi cuerpo, llegando a un orgasmo eterno como hacía tiempo que no sentía.

—¿Estás lista? Vaya, eres guapísima; me encanta cómo te quedan esos tacones con los vaqueros. —Gracias. Perdona si he tardado demasiado; no sabía qué ponerme en la ciudad de la moda. Son comodísimos; con tu altura y estos Louboutin, serías una auténtica modelo neoyorquina —le dije. —Jamás he usado ni usaré tacones. No van conmigo; más que una modelo, sería un velocirraptor —Ja, ja, ja… Qué exagerada eres. —¿Tienes hambre? —La verdad es que sí, más de lo que me gustaría reconocer. Cogí mi bolso y fuimos andando durante quince minutos hasta llegar a un fabuloso restaurante italiano llamado Trattoria Dopo Teatro. Era como si una parte de Italia se hubiese colado en aquel rincón. Todo el encanto del país italiano estaba bajo mis pies. Esos cuadros, las velas, los azulejos y el olor hacían rugir mi estómago. Mientras el camarero nos llevaba a nuestra mesa — la única libre de todo el comedor—, no perdí detalle de cada plato que estaban comiendo el resto de los allí

presentes. La boca se me hacía agua. Disfruté muchísimo leyendo cada ingrediente de la carta, pero finalmente mi elección fue la acertada (aunque, sinceramente, cualquiera lo habría sido). Para beber, una botella fría de lambrusco tinto, involtini di melanzane de primero, tagliata di manzo ai ferri de segundo, y de postre foundant con gelato al caramello. Simplemente exquisito; para una persona que disfruta tanto de comer como yo, cada bocado era un orgasmo intenso. Qué explosión de sabores, no había ni un solo ingrediente de más. Estuvimos hablando durante toda la cena, y pude averiguar que ella y Raúl se conocieron en la universidad cuando residían en Madrid. Candela terminó sus estudios de publicidad e hizo las prácticas en una empresa americana que no dudó en contratarla. Pero Raúl lo dejó en su segundo año para retomar el sueño que tenía desde pequeño: ser piloto de aviones como su tío. Le conté que conocí a Raúl por Facebook, cuando me

mandó su primer mensaje: “Acabarás enamorándote de mí”. Aproveché para que me contara un montón de cosas sobre él, aunque no tantas como quería. Parecía cansada, y no quería abusar de su amabilidad. Aún así, me explicó que se conocían desde hacía catorce años; que eran muy buenos amigos, aparte de compañeros de piso, y que por culpa del trabajo no se veían tanto como quisieran. —Mañana si quieres te llevo a ver la gran ciudad, para que hagas un montón de fotos y nos recorramos cada lugar mítico: Central Park, Chinatown, el Empire State Building, Madison Square Garden, Rockefeller Center, Times Square, el Soho, la estatua de La Libertad… —¿Crees que el temporal habrá mejorado y que para este fin de semana ya esté aquí? —No lo sé… —suspiró. —Perdóname; tú ofreciéndome planes, y yo pensando en lo mío… —Tranquila, lo entiendo; al fin y al cabo, has venido

para eso —dijo con cierta tristeza. —Bueno, esa es la razón principal, pero no significa que mientras le espero no podamos disfrutar de New York — afirmé mientras le sonreía. —¡Genial! —dijo cambiando su gesto por una gran sonrisa. Cogimos un taxi de vuelta a casa; mi cuerpo me exigía a gritos descanso. Me metí en su cama, con esas sábanas tan suaves que olían a primavera. El sueño me atrapó, sin dejarme apenas pensar en todo lo que me estaba sucediendo. El cansancio me pudo y dormí durante toda la noche como un bebé. A la mañana siguiente me levanté llena de energía y vida, así que aproveché para pegarme una ducha fresquita y sacar el resto de mis cosas de la maleta. Bajé las escaleras muy contenta. El sol que entraba a través de los ventanales de la terraza me cegó, pero en cuanto recobré la vista, vi un gran desayuno sobre la mesa, con todos los gustos, colores y sabores… Parecía

un decorado sacado de una gran exclusiva de alguien importante para la revista Hola. “¿Es que este edificio tiene servicio de habitaciones?”. Perfectamente colocado, ante mí, todo un buffet deseando ser escogido… Tostadas, mermelada y mantequilla, croissants, beicon crujiente, tortilla francesa, frutas, zumo de naranja natural y de melocotón, café, azúcar moreno, leche condensada… y flores, flores frescas y radiantes que olían por toda la casa. El verano por fin llegaba en modo de tulipanes naranjas para apartar ese triste y largo invierno. “Debo estar dormida aún, ¿o Candela es la mejor compañera de piso del mundo?”. Vi una nota sobre mi servilleta: “ Buenos días, niña. He ido a correr. No quise despertarte; pensé que era mejor que descansaras. No tardaré mucho. Disfruta del desayuno: espero que te guste”. Después de probar absolutamente todo, cogí mi café y mi tabaco y salí a la terraza a disfrutar de las vistas, y

dejar que el Sol calentara mis mejillas. Me senté en la cama repleta de cojines y cerré los ojos; me encanta notar ese calor en todo mi cuerpo, hace que se me pongan los pelos de punta. Me giré y vi que el reloj de la cocina marcaba las once y media; fue justamente cuando oí a Candela abriendo la puerta. —Hola, ¡qué bien te veo! ¿Has descansado? —Estoy como una rosa, y después de este desayuno, podría recorrer la ciudad de punta a punta. Muchísimas gracias; jamás nadie me había preparado un desayuno así. —Lo sé, soy una gran cocinera — dijo mientras me guiñaba el ojo. —Además de un encanto. No tenías porqué… —Vale, mañana entonces prefieres un Starbucks, ¿no? —dijo con una sonrisa picara. —Ni muerta, ¡quiero esto el resto de mi vida! —Hecho. Y ahora, si me disculpas (ya que te veo tan a gustito), voy a pegarme una ducha rápida y nos vamos a

ver lo que tú quieras. Mientras se dirigía a su baño, se fue quitando la camiseta empapada en sudor. Tenía un cuerpazo impresionante, fibroso pero femenino a la vez, con dos hoyitos al final de la espalda de lo más sexys. Llevaba un pantalón corto que dejaba ver sus largas piernas musculadas, y un sujetador deportivo color verde flúor como los que yo usaba de pequeña. No sé porque agaché la mirada avergonzada cuando se dio cuenta de que la miraba. —Por cierto, mis amigos se mueren de ganas de verte, y antes de que se presenten aquí en plan pesados, ¿te parece si cenamos esta noche con ellos? —Sí, por supuesto, me encantaría conocerles —dije sonrojada como cuando robaba de pequeña y me pillaban. Sabía que Candela era gay y, estúpidamente, me pareció una situación embarazosa. No soy ninguna idiota, o quizás sí; la mayoría de mis amigos son gays, y he tenido amigas lesbianas también. Pero no sabía

explicar mi nerviosismo. El porqué de mi necesidad por verla saliendo de la ducha, y por saber qué se pondría. Desde luego, no me defraudó. Estaba guapísima: tenía una piel envidiable, de esas que yo llamo “piel de melocotón”, que no necesitan maquillaje alguno para estar siempre radiantes. Se había pintado un poco los ojos con lápiz negro y rimel; llevaba el pelo mojado, aún le caían gotas por los hombros. Gotas que me hipnotizaban mientras se ponía su reloj y pulseras, pantalón negro pitillo y zapatillas rojas, y sujetaba una sudadera retro negra y dorada que pensaba copiar en cuanto fuésemos de compras. Su camiseta se trasparentaba. Cuando salió a la terraza pude ver que llevaba un sujetador negro que terminó por bloquearme. “¿Qué coño me está pasando?”. —¿Estás lista para hacer turismo? Además hace un día genial. —Dame dos minutos y lo estaré. —Vale, me haré un café mientras. —No tardo nada —le grité mientras subía las

escaleras—. Me encanta el plan, ¡qué ganas tengo de ver todo lo que he visto en películas a lo largo de mi vida, voy a alucinar! —le dije desde la habitación, mientras me miraba al espejo cambiando de camiseta una y otra vez. Por fin encontré mi favorita. —No más que yo, te lo aseguro. Estás muy guapa —dijo con una sonrisa traviesa. Salimos del portal. Esta vez llevaba unas zapatillas comodísimas; sabía que el día iba a ser agotador, así que estaba preparada con mi cámara al cuello y los ojos bien abiertos para no perder detalle. Fuimos andando por la veinticuatro hasta llegar a Broadway, mientras yo sacaba fotos a absolutamente todo: a las escaleras de emergencia de los edificios, a los taxis amarillos, a los puestos de perritos en la calle, a las entradas al metro… Llegamos a un parque: era precioso. Era como si una isla salvaje creciese entre todos esos edificios grises y el tráfico. Parece increíble cómo el ajetreo de aquella ciudad puede desaparecer cada vez que pisas cualquiera de sus parques. Ahí vi ese edificio súper

estrecho que tiene forma de cuña, que si no recuerdo mal se llama Flatiron. Seguimos subiendo hasta Times Square; parecía que estaba dentro de un videojuego: es una mezcla entre Japón y Las Vegas, o así es como me lo imagino, a pesar de no haber estado en ninguno de los dos sitios. Todos esos carteles luminosos que hacen que tu cara cambie de color por momentos. Empiezas a girar sobre ti misma con la boca abierta, mientras sacas fotos y fotos como un auténtico turista de rasgos asiáticos. Cada foto que sacaba me parecía mejor que la anterior. —¿Quieres que paremos a descansar y comer algo? —La verdad es que sí, pero me muero por ver más, mucho más. —Tranquila, Nueva York no se va a ninguna parte, mañana podemos seguir viendo el resto. —Tienes razón; es que soy muy ansiosa, pero si no te importa (y no está muy lejos), me gustaría ir a Central Park. —Por supuesto, señorita, lo que tú quieras. Ya te dije

que voy a cuidar de ti. Entramos en un japonés, y al sentarme noté mi cuerpo más pesado que nunca. Me hallaba agotada, pero pletórica de todos modos. Estaba disfrutando muchísimo del día, pero aún así, no me quitaba de la cabeza el no tener ninguna noticia de Raúl, aunque Candela me tranquilizó diciendo que seguramente al volver a casa tendría un mail suyo en la bandeja de entrada. Eso hizo que las ganas de seguir haciendo turismo se fueran desvaneciendo, pero no quería dejar de hacer cosas tan maravillosas como disfrutar de esa ciudad, para que quizás cuando llegásemos a casa —y no tuviese noticias suyas— se me viniera el mundo encima. En ese caso, habría dejado de hacer lo que me apetece —de ser yo misma— para empezar a ser otra persona, y eso es algo que juré no volver a hacerme. Nadie desayuna con diamantes y vive romances de películas, ¿Por qué nos dejan leer cuentos de Disney llenos de princesas y príncipes sin antes avisarnos del

peligro que conlleva? Podemos caer en la adicción, sin medicamentos que logren curarla a excepción del tiempo, que no tiene precio; acabaríamos con nuestra paciencia, ilusión y fe… “¿Y entonces, quién es capaz de salir ileso de esto?”. ¿Es posible que vivamos con pareja sin caer en el error más común de vivir su vida? Es decir, de tener los mismos gustos, compartir las mismas amistades, salir por los mismos sitios; de no tener otro tema de conversación que no sea él o ella… Quiero pensar que jamás estuve enamorada sino obsesionada por personas, hasta el punto de dejar de ser yo misma para convertirme en presa de la locura. ¿Por qué empezamos relaciones imposibles, que conseguimos con tanto esfuerzo y empeño, para terminar quejándonos de ellas a todas horas? Una amiga mía —un tanto rara, lo tengo que admitir, pero gran amiga y excelente psicóloga, además—, tras uno de mis peores momentos, me dijo estas palabras cuando estaba levantando cabeza, y me hallaba

completamente cerrada en banda a conocer a alguien nuevo: “Muchas veces, perder el equilibrio por amor es parte de vivir una vida en equilibrio”. En el cruce con la sexta nos encontramos con otro parque con encanto —Bryant, creo que se llamaba —, con vistas un edificio negro y dorado impresionante —el American Standard —, y a su lado el enorme Empire State. Continuamos hasta la quinta avenida y giramos a la derecha, hasta llegar a la biblioteca pública; anduvimos un poco más hasta Madison Avenue y llegamos a la estación más famosa, Grand Central Station. Salimos, y en el cruce con Lexington Avenue nos encontramos con el edificio más bello de la ciudad, el Chrysler Building. Yo avanzaba perpleja por el gran espectáculo que se me ofrecía alrededor: solo quería más y más, era todo tan emocionante que parecía imposible aburrirse. Me enamoré por completo de la ciudad cuando llegamos a Central Park, donde Macaulay Culkin se hizo

amigo de la señora de las palomas. Habíamos llegado al pulmón de Nueva York. Era una postal en 3D, un decorado sacado de cualquier película. No podía creer lo que tenía ante mis ojos, qué maravilla, qué belleza. Esos edificios creciendo a lo lejos; es como si la naturaleza les prohibiese entrar en el paraíso. Esos árboles enormes, el tranquilo lago, las ardillas confiadas saltando a nuestro paso, los carros tirados por caballos… Era un placer ver todo aquello. Inmortalicé ese momento de mil maneras; hice fotos a todo cuanto me rodeaba. Tengo unas preciosas de unos niños jugando a béisbol, de parejas tumbadas demostrando cuánto se aman sin importarles el mundo que les rodea, de un grupo de gente practicando artes marciales con la misma paz y tranquilidad con la que me encontraba en esos momentos… Eran las nueve de la noche cuando llegamos a casa sinceramente agotadas, pero antes de sentarnos y caer en un profundo sueño —de siete días, como mínimo, después de una excursión así—, cada una se fue a su

habitación para una ducha rápida y prepararse para la cena con sus amigos, ya que habíamos quedado en una hora en su restaurante cubano favorito. En media hora me puse mis pantalones vaqueros preferidos, mi camisa blanca con tachuelas doradas y mis tacones de vértigo. Me ricé el pelo y pinté mis labios del mismo color que mis zapatos: el número 104 de Chanel, rojo pasión. Estaba nerviosa; iba a conocer al resto de amigos de Raúl y quería que se llevasen la mejor impresión de mí. Dios mío, no había estado tan nerviosa desde mi último casting para Gran Hermano. Al oír el sonido de una batidora, me asomé a la planta de abajo; de rodillas en la cama —agachada para que no viera lo pava que soy—, vi a Candela preparando un cóctel de color rosa. Estaba guapísima con esa coleta, esos pantalones verdes y la cazadora de cuero color camel. Tenía razón, los tacones no eran lo suyo, no le hacían falta; llamaba la atención, derrochaba estilo, frescura, sensualidad…

—Baja, que tengo algo que te va a encantar. —Voy corriendo —Solo espero que no me haya visto escondida ahí arriba. —Estás impresionante, me parece espectacular cómo te quedan los labios así. Pruébalo, espero que te guste; a mí desde luego me encanta, y nos va a dar fuerzas (que falta nos hace después de esta tarde). Esto levanta a un muerto, confía en mí. —¡Está buenísimo! —dije después de probarlo. —Vámonos, o llegaremos tarde. El taxi nos dejó en la puerta del restaurante Amor Cubano. La música se escuchaba desde fuera. El ambiente era inmejorable; esquivamos a las personas que estaban tomando algo en la barra de la entrada para poder llegar a nuestra cita; estaba lleno. Me agarró de la mano porque era imposible llegar a nuestra mesa, y en un primer momento me paralicé, pero a medida que avanzábamos entre la gente mi cuerpo se relajó hasta el punto de no querer soltarla. Estaba nerviosa, y ella conseguía calmarme; me sonrió, y en ese momento

mi pulsación volvió a la normalidad. Al llegar a la mesa, unos metros antes, vi que un grupo de chicas y chicos estaban allí sentados, riendo a carcajadas. En cuanto nos vieron, se levantaron todos a abrazar a Candela. Una de las chicas tenía una gran sonrisa y unos ojos verdes preciosos. Me dio dos besos y le hizo un guiño cómplice a Candela. —Por fin, ¡qué ganas teníamos de conocerte, nos ha hablado tanto de ti! Me llamo Celia. Una chica más tímida, pero con una mirada muy agradable, se acercó a mí. —Hola, yo soy Rocío, encantada. La hermana gemela de Celia se levantó con una sonrisa simpática —Hola, yo soy Raquel; teníamos muchas ganas de verte por fin. Lo que no sabíamos es que fueras tan guapa. Una chica vestida de negro y llena de tatuajes apartó con su brazo a Raquel. Era muy atractiva, con un aspecto de chica mala que para nada se asemejaba a su dulce personalidad, como pude averiguar más tarde.

—Soy Sonia, la novia de la salida de Raquel. Dos chicos se levantaron emocionados, uno moreno, muy atractivo y de rasgos fuertes, el otro todo lo contrario, rasgos nórdicos, mirada dulce y sonrisa perfecta. —Yo soy Fran, y este es mi chico Asier. Candela me acercó a una pareja; ella estaba embarazadísima y radiante. —Hola, soy Mario y esta es mi mujer, Kate, que está hambrienta. Mario es el mejor amigo de Raúl, pero durante la cena apenas pude hablar con él; me tocó justamente en la otra punta de la mesa, con Celia a mi izquierda, Candela a mi derecha — presidiendo la mesa— y Raquel que estaba en frente de mí. Un disimulado interrogatorio fue el tema de la cena, pero entre tantas risas apenas se notaba que querían conocer hasta el último detalle de mi personalidad. Son un grupo increíble, lleno de gestos de cariño, bromas y confidencias; me hicieron sentir como si nos conociéramos de toda la vida.

Candela estuvo pendiente de mí en el transcurso de la cena. En algún momento noté ciertas miradas de complicidad entre ella y las gemelas, sobre todo porque Rocío y Sonia no dejaban de darles codazos que ellas esquivaban con grandes carcajadas. Celia se giró y, mirándome fijamente a los ojos, dijo con tono serio: —Perdona Martina, ¿puedo hacerte una pregunta determinante para esta noche? —Claro, por supuesto —Tragué saliva porque no sabía por donde me iba a salir. —¿Te gusta el tequila? —Me encanta —le dije, sonriendo y resoplando por tan cachonda pregunta. —Perfecto. ¡Camarero, chupitos de tequila a mansalva! —pegó un grito. El camarero trajo una bandeja repleta de chupitos, limón y sal. Brindamos tantas veces, que en la sexta ronda perdí la cuenta y el sentido de tanto brindis. Raquel cogió a Sonia de la mano y se fueron a la pista de baile a darlo todo. Candela me miró sonriente y me dijo:

—¿Te apetece? La miré con timidez, y pensándolo demasiado. —Venga mujer, que solo es un baile. Le di mi mano y nos fuimos a donde estaban Raquel y Sonia bailando como auténticas profesionales. Candela me cogió de la cintura y me preguntó: —¿Sabes bailar salsa? —Mi cara tuvo que ser un poema, porque enseguida me dijo—: No te preocupes que yo te llevo. —Hecho —le contesté sonriendo. Celia y Mario trajeron otra ronda de chupitos, cortando nuestro baile por el momento, algo que yo agradecí para poder sumarle valor a la situación. Celia tenía un baile de lo más extraño: una mezcla entre salsa, chotis y rap — vamos, un puto cuadro—, pero que sin duda era la atracción mas divertida para todo el restaurante, excepto para su novia Rocío, quien avergonzada, se tapaba los ojos en los momentos más grandiosos que Celia nos regalaba. Estaba claro que el tequila empezaba a hacer efecto en

todos nosotros. Candela me miraba desde el otro lado de la pista mientras conversaba entre carcajadas con Mario y Raquel. Me hacía gestos para saber si yo estaba bien, y yo asentía sonriendo, deseando que se acercara, y así fue. Me agarró de la cintura una vez más y nos dejamos llevar por el ritmo de la música. Bailaba especialmente bien. Todo lo que nos rodeaba se desvanecía, como si no existiera nada…, y es que no podía (ni quería) dejar de mirar los ojos de Candela. Se acercó sutilmente y me dijo al oído: —¿Te lo estás pasando bien? —Mucho mejor de lo que imaginaba. Después de varias horas de baile y risas llegó el momento de la despedida; entre besos, abrazos y frases bonitas, cada uno se fue por su camino. Candela y yo cogimos un taxi de vuelta a casa; mi agotamiento y borrachera eran más fuertes que yo, y me empujaron sobre su hombro durante todo el viaje.

Al llegar a casa, las luces estaban apagadas y tan solo veíamos la luz de la luna entrar por la ventana. Todo se convirtió en tonos azules. Cada una debía marchar a su habitación, en sitios opuestos. Al pie de la escalera, llegó el momento de darnos dos besos de buenas noches, pero la oscuridad nos jugó una mala pasada y nuestros labios se rozaron por un momento. Ella se apartó disculpándose, más nerviosa que yo, y se dirigió a su habitación. Me quedé unos instantes en la escalera deseando que no lo hubiese hecho; me gustó, y eso era lo que más miedo me daba. Apenas un día antes, eran los besos de Raúl los que deseaba. Amanecí con un tremendo dolor de cabeza. El sonido de la licuadora me despertó esa mañana como si de una taladradora se tratara. Me metí en la ducha para acabar con ese olor a fiesta cubana impregnado en mi cuerpo. Ya era persona y podía bajar las escaleras. Me asomé tímidamente, y allí estaba Candela leyendo el periódico —Buenos días, niña, Bébete esto, que te vendrá bien. —Gracias —le dije con timidez. —¿Qué te apetece ver

hoy? ¿O prefieres ir de compras? —Como quieras —dije extrañada por la naturalidad que ella le daba a la situación, después de lo que pasó la noche anterior. —No, como quieras tú. Yo ya lo he visto todo —Sí, eso seguro. —Creo que hay algo que debemos aclarar para que vuelvas a tu estado normal y dejes de preocuparte. —¿Yo? No sé a qué te refieres, la verdad. —Bien, pues si no hay nada que debamos aclarar, decide: compras o turismo. Me quedé perpleja; no dejaba de mirarla fijamente, como si de un OVNI se tratara. “¿De dónde ha salido esta tía? Será cabrona, qué poco tacto. No, si encima pretenderá que saque yo el tema…”. —¿Y bien? —dijo Candela, esperando mi respuesta. —Y bien qué. —Que si compras, o turismo. —¿Me estás vacilando? —¿Yo? Para nada, simplemente pensé que algo te preocupaba.

—Compras. —Perfecto, cuando quieras nos vamos, pero no sin antes aclarar que el beso de anoche fue fruto de nuestra torpeza y del tequila. Nada más, así que no le des mas vueltas, no significa nada. Subí las escaleras para coger mi bolso y juro que cada peldaño era un insulto. “¿Cómo que no significó nada? Pues igual para ella, que esta acostumbrada a besarse con tías, ¿no? Pero para mí sí, porque lo que no sabe ella es que deseé que ese beso se alargara”. Comenzamos nuestra ruta por el Soho. El silencio era mi mejor aliado; en cambio, ella estaba tan encantadora como siempre, dirigiéndome todo tipo de piropos y ayudándome con mis estilismos. El único sonido que salía por mi parte era la rabia con la que cerraba las cortinas de cada probador. Dos mil dólares después —y sin saber qué me había comprado—, decidimos parar en un Starbucks para tomarnos un café… y quizás sincerarme con ella, pero no pude. Cerré los ojos y tragué saliva en varias

ocasiones, pensando que podría ser capaz de pedir disculpas y empezar de cero, pero a pesar de que ella me dio todas las facilidades para hacerlo, me pareció imposible. —¿Quieres ver China Town? —dijo Candela. —¿Perdona? —Que si te apetece ver China Town, es muy divertido y creo que te gustaría mucho. —Sí claro, vamos. La calle estaba llena de tiendas de souvenirs y de vendedores callejeros que ofrecen imitaciones de perfumes, relojes y bolsos. Mercadillos llenos de frutas que desconocía; frutas exóticas que no había visto jamás. Las peras de Asia, las piñas enanas, la fruta del dragón… y tantas otras. Cada una más fresca y colorida que la otra, descubrí a cada paso que los colores de todo lo que nos rodeaba se confundían con el aroma de las especias. Además de ver comida que nunca había conocido, me resultó fascinante poder visitar un

McDonald’s chino o jugueterías invadidas por Hello Kitties. Candela me hizo reír en varias ocasiones cuando intentaba que yo regatease a uno de los miles de chinos que viven allí; de hecho, creo que China esta vacía porque están todos en Nueva York. Gracias a su sentido del humor fui relajándome a medida que pasaban las horas. —¿Te apetece que cenemos en casa? Puedo cocinar algo limpio: pescado y ensalada, por ejemplo —me propuso, animándome una vez más. —Pues la verdad es que me parece genial, y si le añadimos una peli ya sería el mejor plan para esta noche. —Perfecto; además, cerca de casa hay un videoclub. —Mientras tengan palomitas y golosinas, cualquier película me vale; ya que la cena será light, podemos pegarnos un homenaje con el postre —le dije mucho más contenta, aunque la idea de quedarnos solas en casa me aterraba.

—¿Quieres que llame a mis amigos para la sesión de cine? —¡Sí, por favor! Me reí tanto anoche con ellos. De camino a casa y tres llamadas después, supimos que Mario se quedaba cuidando de su novia, que los chicos tenían que madrugar, y que las gemelas ya tenían planes para esa noche, así que Candela, mi pánico y yo íbamos a pasar la noche a solas en su casa. Candela debe ser buena clienta del videoclub, porque el encargado la reconoció al instante y le ofreció las pelis nuevas que habían llegado desde su última visita. —¿Qué tipo de película te apetece? A mí me da igual, porque me gustan todos los géneros, así que lo que tú quieras. Acción, comedia, drama, romance… —Terror —me adelanté. —Vale, si crees que luego no te costará dormir sola... — De nuevo vino su sonrisa pícara. —Para que lo sepas, me encantan las de miedo —En realidad me cago por la pata abajo. —¡Uy, que valiente eres!, ¿no? —me dijo con su sonrisa

vacilona. —No llevo tatuajes de guay como tú, pero tampoco soy una cobarde —sonreí. —Eso habrá que verlo. Nos fuimos a casa cargadas como los Reyes Magos y el tono de guasa siguió durante tres manzanas, pero lo agradecí porque no volví a acordarme del maldito beso hasta que llegamos al ascensor. Dejamos el coche y subimos desde e l parking. De repente se abrieron las puertas del portal y empezó a entrar un montón de gente como si fueran las rebajas de El Corte Inglés. Por la cantidad de bebida que llevaban, algún vecino estaba preparando una gran fiesta. Esperaba que todos esos maleducados bajasen pronto, porque si lo hacían en la 34, o nos estropearían la sesión de cine, o caeríamos en picado como en la película de Misión Imposible y nunca sabría como terminaría la noche. Era tal el agobio que entre Candela y yo no había ni un centímetro de separación. ¿Será que pretendían lograr un nuevo récord Guiness? Ya no sabía dónde mirar; notaba su aliento tan cerca,

que supuse que la situación era igual de tensa para las dos. Yo tenía mi cara junto a su cuello; su calor me hacía sentir segura mientras toda esa panda de borregos no dejaban de cantar, y de pronto descubrí su olor: se paró el tiempo y deseé que nos quedáramos encerradas ahí durante horas. —Tranquila, se bajan en la 24; lo hacen todas las semanas —me susurró al oído. —Ya te he dicho que no tengo miedo. Entramos a casa y subí en silencio las escaleras, tiré las compras al suelo y me tumbé en la cama para recobrar el pulso. Ella se fue a la cocina, y diez minutos después, el olor del horno me hizo despertar. Me di una ducha rápida y bajé con mi chándal favorito. —¿Te ayudo con algo? —No señorita, esto está casi listo, pero si te apetece puedes ir abriendo la botella de vino blanco; la he metido en el congelador hace un momento. —Me encanta este vino —le dije. —Qué mona estás con ese chándal, me gusta verte así

de cómoda —me dijo ella. —Gracias —le repuse sonrojada. La cena estaba deliciosa, y estuvimos hablando de nuestras vidas como si fuéramos amigas desde hacía tiempo. Candela tiene una capacidad enorme para hacerte sentir bien, inspira una especial confianza; no creo que haya sido tan sincera ni con mis mejores amigos. Hablamos de nuestra infancia, trabajos, amigos, exparejas… algo que no fue una buena idea. —¿No tienes pareja? —le pregunté. —No. —¿Pero has tenido? —Claro, tengo 30 años, no soy tan pava, ni borde, y físicamente no estoy tan mal, ¿no crees? —Me gusta tu seguridad. Veo tus virtudes perfectamente, y por eso me extraña que no la tengas. —Terminé escaldada de la última relación —dijo mientras le daba un trago al vino que ya escaseaba. —Sé de lo que me hablas. —Está bien, te haré un resumen de mis relaciones si tú lo haces después con las tuyas. —me dijo sonriéndome

—Hecho —No me apetecía hablar mucho de mis ex, pero si me apetecía conocerla más. —Mi primera novia me duró un año; yo quería progresar en la vida, y ella aspiraba a dos hijos y una casa en el pueblo. Incompatibilidad. Mi segunda novia me enseñó a querer de verdad y a ser condescendiente. Cuando solo quedaba el cariño decidimos que era mejor guardar los buenos recuerdos. Aún somos amigas. Y la última... La última me volvió loca: me quiso, me odió, me engañó, me mintió y me cuidó. Mezcla explosiva y dolorosa. No me siento orgullosa de esa relación, pero lo cierto es que sacaba lo peor de mí. Porque, como tú dices, era una celosa empedernida, y yo su propiedad privada. Hace cosa de 6 meses o así, Sandra vino a pedirme que volviera con ella. Las cosas a veces llegan tarde, y yo puedo no querer olvidar, aunque sepa que tengo que hacerlo... O borrar frívolamente todo buen recuerdo. Esa es mi coraza. Cuando me enamoro de verdad, me da igual todo con tal de levitar a tres metros del suelo. Hago lo que sea por esa persona.

—Vaya, me has dejado sin palabras —le dije. —De eso nada: su turno, señorita — me dijo sonriendo. —Está bien —respiré—. El primero solo pensaba en tener hijos y que yo cuidase de ellos, esperándole como una buena ama de casa. Un sábado le dije que me gustaría ir a ver a unos amigos gays que actuaban y me dedicaban un número…, y yo, preocupada por sus celos, le expliqué que ellos me saludaban con un beso en la boca. Automáticamente me dio un bofetón que me tiró al suelo. Esa fue la última vez que lo vi. Hace poco me enteré de que tenía dos hijos y vivía con su mujer en un pueblo. El segundo era otro celoso enfermizo que me destrozó por completo. Dejé de trabajar en el bar porque no se fiaba de mis compañeros y jefes; según él, le gustaba a todos. Un día él tuvo una boda familiar y fue con su ex, porque no quería presentar a una simple camarera a su perfecta familia. Cuando llegamos a casa y supo que había pasado la tarde con sus amigos, me puso las manos encima, y eso lo soporté durante dos años —Los ojos se me llenaron de lágrimas—. El tercero

era celoso hasta de sus amigos y su hermano; realmente no me busco ni uno normal... Llegamos incluso a poner fecha para nuestra boda, pero la anulé como él hizo conmigo. Un silencio enorme lleno el salón. Candela se acercó a mí y me secó las lágrimas. —Por favor, no llores; la culpa ha sido mía por sacar el tema. —No te preocupes, no significan nada en mi vida, pero me han venido recuerdos muy desagradables. —Perdóname, por favor —me dijo preocupada. —¿A ti? ¿Por qué? Tú no has hecho nada, solo tratarme bien. Yo soy la que lo siento, por estropear así la noche y ponerme tan dramática. —¿Puedo decirte algo? —Sí, claro. —Eres maravillosa. No dejes que nadie te haga daño, te lo merezcas o no; eso es trivial, al fin y al cabo. Tienes algo especial..., algo que además de ser poco habitual..., es arrebatador. Tienes las dosis

justas de muchos ingredientes fundamentales para que te desee cualquier persona, pero debes ser tú la que elija bien. ¡La de buenas personas que estarían dispuestas a cuidarte y amarte por encima de todo…! Por favor, no llores, me mata verte llorar. —Gracias. —Y la última cosa: a mí me encantan las camareras — Me sujetó la cara, me besó la mejilla y me abrazó. Me sentí pequeña y protegida. —¿Vemos esa película para olvidar un poco todo esto? —le dije ya más tranquila. —Lo que te apetezca, de verdad. Nos sentamos en el sofá, con una manta sobre nosotras y rodeadas de todo tipo de chucherías. Me sentía más cómoda que en mi propia casa. A pesar de haber fanfarroneado sobre mi valentía, al cuarto zombi me acerqué de un salto hacia ella. —Yo jamás lo haría —dijo de repente. —¿El qué? —Yo jamás te haría daño —dijo con media sonrisa

mientras se comía una de esas grandes gominolas. A la mañana siguiente me despertó el sonido insistente del telefonillo; bajé corriendo las escaleras y contesté. —¿Quién es? —Tienes 15 minutos para bajar, y por favor abrígate. —No entiendo nada, ¿pero qué pasa? — Tranquila, ya entiendo yo por las dos —Candela rió— , confía en mí. Y cógete algo de ropa para la noche, por si te apetece el segundo plan. —Pero… necesito saber a dónde vamos. Me he traído mis estilismos preparados para algo —dije preocupada. —¿Siempre planificas todo? ¿Nunca te dejas llevar? Me vestí rápidamente, metí en mi mochila algunas cosas como me dijo y cogí mi cazadora de cuero. Esa mañana el ascensor parecía más lento que nunca. Salí del portal y el sol me cegó durante unos segundos. Cuando recuperé la vista, perdí el sentido. “¿Pero qué cojones es esto?”. Ahí estaba Candela sobre una Harley Davidson negra impresionante, como si fuese el escaparate de un gran

almacén, con su chaqueta de cuero negra, su pantalón roto por las rodillas, sus botas de guerrera, sus gafas de aviador y dos cascos en la mano. Me acerqué a ella con la boca abierta. —Pensé que te gustaría ver algo más que la Gran Manzana, pero por tu bien, tendrás que cerrar la boca durante el viaje si no quieres que se te llene de mosquitos. —Será una broma, ¿no? —¿No te gustan las motos? —me dijo preocupada. —¿Estás de coña? ¡Me encantan! —Genial, ¿subes? — dijo mientras me ofrecía uno de los cascos. —Oye, no estarás intentando conquistarme ¿no? —le dije con tono vacilón mientras me subía detrás de ella. —No creo que seas de las que se impresiona con una moto —dijo devolviéndome la sonrisa. —Pues te equivocas —sonreí—. Además, no me vas a decir que el numerito de la moto no lo haces para impresionarme; no cuela, la verdad — Me puse las gafas y me agarré a su cintura.

—Ja, ja, ja… Vaya, pensé que no se iba a notar. Agárrate bien, listilla —dijo mientras aceleraba. Puse tímidamente mis manos en sus caderas y ella aceleró bruscamente; cogí la indirecta, así que opté por rodear su cintura con mis brazos. Enlacé mis manos sobre su estómago plano mientras ella soltaba el embrague y salíamos hacía un rumbo desconocido (al menos para mí). Confié en ella como confiaba de pequeña en mi padre, cuando íbamos en su gran moto blanca y él me indicaba que los dos debíamos viajar como si fuéramos una sola persona para no caer en las curvas. Cerré los ojos y me pegué más a ella, con el rostro apretado contra su cazadora. Notaba el calor del Sol sobre mis mejillas, azotadas por su cabello largo y brillante, que caía por debajo de su casco y me hipnotizaba con su olor una vez más. Me dejé llevar. Noté cómo aminoraba la velocidad después de una hora y media hasta detenerse. Al parecer ya habíamos llegado; abrí los ojos y ante mí, una vez más, un

espejismo…, una postal, un sueño… Me llevó a la playa, a los Hamptons, me encantaba la idea de pasar un día de playa juntas. Mientras ella aparcaba observé la cantidad de surfistas que cabalgaban las olas; disfruté la paz que se respiraba. No era la típica playa familiar: todo lo contrario, camionetas con gente joven poniéndose sus trajes de neopreno, grupos jugando a fútbol y voleibol, un chiringuito de éxito al fondo… —¿Te gusta el plan? —dijo Candela mientras bajaba de su moto —¡Me encanta! Pero de haberlo sabido me habría traído el bikini. —No te preocupes, venden unos maravillosos en esa caseta hippie. Yo he traído todo lo que podemos necesitar, y lo que no, lo pedimos —dijo guiñándome un ojo. —¿A quién? ¿A telepijos? —Ja, ja, ja… A mis amigos: están aquí. Kate, la novia de Mario, tiene la casa de sus padres aquí, y van a pasar el

fin de semana de barbacoa y fiesta casera. Han organizado una tremenda. —¡Que guay! Podíamos ir a verles luego, si quieres —le dije emocionada. —Te lo iba a proponer, de hecho; cuando te dije que te trajeras una bolsa con ropa, era por si te apetecía la fiesta de esta noche y salir mañana para Nueva York. —Me encanta la idea, pero antes podemos tomar un rato el sol, ¿no? —Por supuesto. ¿Te acompaño a por tu bikini, o voy cogiendo sitio y te espero en la toalla? —No te preocupes, ya voy yo a por el bikini y a por un par de mojitos —le dije con una gran sonrisa. —Perfecto. Me compré un bikini precioso — aunque caro de narices—, pero estaba tan feliz que no le preste atención a los 250$ que costó ese pequeño trozo de tela. En otro momento me hubiese dado la vuelta inmediatamente y habría puesto cualquier escusa para no llevarme ninguno, pero ese día estaba pletórica.

Cuando me miré al espejo de aquel puesto hippie, me vi espectacular y no dudé ni por un segundo en sacar la Visa. Tenían el negocio bien montado, porque además de ropa, lámparas, complementos y souvenirs, justo al lado estaba el chiringuito donde no paraban de hacer cócteles de colorines muy apetecibles, al ritmo de Bob Marley. Vi a Candela a lo lejos; llevaba un bikini negro con tachuelas en la parte del pecho. Su cuerpo era increíble, llamaba la atención: ni un gramo de celulitis, ni un michelín. Todo en su sitio, así que hice lo típico: metí tripa y caminé despacio para que mi complejo de culo flácido no me ruborizara aún más. —Tienes un cuerpo increíble —me dijo. —¿Bromeas? El tuyo es de revista. ¿Haces mucho deporte, verdad? —La verdad es que sí, me gusta ir a correr y andar en bici, pero también me encanta comer. —¿La bici de la terraza es tuya? Pensé que era de Raúl

—le dije. —Es mía, sí —respondió nerviosa —. La suya se está arreglando. —Qué bueno está el mojito —dije después de que el sonido de mi pajita insistiendo me delatara—. ¿Vamos al agua? —Claro. Me encanta esa espuma blanca que se forma cuando rompen las olas, y meterme debajo de ellas cuando parece que te van a tragar. Ni me lo pensé y corrí hasta ellas —¿No te dan miedo los tiburones? —dijo de lo más seria. —¿Qué has dicho? —le dije atónita. —Esos peces grises que han hecho alguna peli… —¿Pero te has empeñado en joderme la mañana? —Ja, ja, ja… Deberías haber visto tu cara. —Así que te hace gracia… —le solté con tono amenazante. Me abalancé sobre ella y la metí bajo una ola enorme

que venía justamente en ese momento. Cuando salí para respirar no podía verla entre toda esa espuma, y cuando ya empezaba a preocuparme, algo me agarró de la pierna fuertemente. Grité como una loca hasta que la vi saliendo a la superficie, riéndose a carcajadas. —¡Payasa! —le grité—. Eres boba, chica —le espeté mientras me contagiaba su risa. —Esa cara ha superado la anterior —seguía riéndose. —Esta te la guardo… —Esperaré ansiosa tu venganza — dijo Candela. Salimos agotadas a tomar el sol. La brisa se agradecía; de otro modo nos hubiésemos quemado. Al menos yo, que tengo la piel más blanca que Candela. Después de comer un sándwich Super Hampton que llevaba todos los ingredientes que dos rebanadas de pan pueden sujetar, nos quedamos tiradas en la toalla y caí en un profundo sueño, a pesar de intentar evitarlo por todos los medios. Cuando abrí los ojos muy despacio, vi a Candela tumbada a mi lado, observándome.

—Hola. —Hola —le respondí. —Eres muy bonita cuando duermes. —Gracias —me sonrojé—. Qué a gusto, por favor, qué placer… Hacía mucho que no me dormía tan tranquila en una playa. ¿Llevo mucho rato? —Una hora más o menos. —¿Tanto? Jo, lo siento, ni me di cuenta. —No te preocupes, yo he estado jugando a voleibol con aquellos chicos. —Que pena, me hubiese gustado jugar. —Aún estas a tiempo, nos queda el desempate. —Prepárate bonita —le dije. Después de jugar en equipos diferentes y ganar por un punto, nos despedimos de aquellos chicos tan simpáticos que por un momento fueron mis cómplices en aquel combate Candela Vs. Martina. —No sabía que jugabas tan bien. —Ni yo que jugaras tan mal —le dije mientras reía sin parar. —Supongo que me lo merezco — dijo con cara de buena.

—A mi no me la das, listilla, ya no me engañas, eres una pieza… —le dije. —Sí, de museo —contestó. —¿Y ahora qué? —Pues, si quieres, nos vamos a casa de Kate a ducharnos y prepararnos para la fiesta de esta noche, que ya son las 19:30. —Contigo se me pasa el tiempo volando —le dije. Cogimos la moto de nuevo, y diez minutos después llegamos a la imponente casa de Kate. Supuse que sus padres estaban forrados, porque si esa era la casita de la playa, no quería ni imaginar cuál era su nivel de vida habitual. Si hicieran un remake de Lo que el viento se llevó, estaría claro que yo acababa de llegar a Tara, y no para hacer el papel de Escarlata sino para tirar de algún corsé que otro. Nos acercamos a las puertas enrejadas de color negro que protegían la entrada de la casa; tras tocar al timbre se abrieron, dejándonos pasar. No podía creer la maravilla que teníamos ante nuestros ojos: una fuente

inmensa en medio de aquel jardín perfectamente cuidado. Versalles es un campo de fútbol al lado de aquello. Un montón de coches y motos aparcadas nos indicaban el camino hacia la entrada de esa extraordinaria mansión situada además en primera línea de playa. —Tranquila, yo me quedé con la misma cara el primer día que vine aquí —me dijo Candela. —No sé si sabré comportarme en un sitio así —le dije con cierta vergüenza. —Pues creo que serás la única que se porte bien — dijo—. Venimos aquí a perder los papeles por completo, te lo vas a pasar genial. En cuanto llegamos a la entrada, Celia nos abrió la puerta. —¡Por fin habéis llegado! Qué ganas teníamos de veros, solo faltábais vosotras, pasad —dijo entusiasmada—, aunque sobran algunas personas — comentó con un tono mucho mas bajo para que quedara entre ellas. —¿Por qué dices eso? —le susurró Candela.

—Sandra está aquí, deseando que llegues. No hay una fiesta sin que tu ex monte el numerito —dijo con una mueca. Yo hacía como si no hubiera oído nada, pero no podía evitar sentirme molesta, no sabia muy bien por qué…, el día estaba resultando perfecto y no quería que nada lo estropeara. Quizás fuera el hecho de ponerle cara a la persona que un día desestabilizó a Candela lo hacía que mi corazón latiese más rápido. ¿Y si volviera a hacerlo? —Os acompaño a vuestra habitación, si queréis, antes de ver al resto de la gente —dijo Celia mientras nos señalaba las escaleras—. Supongo que queréis quitaros la arena de la playa. —Sí, por favor; además, quiero ponerme guapa para la ocasión —le expliqué. —A ti no te hace falta, siempre lo estás —dijo Celia con picardía. —¿Y esta amabilidad a que viene, Celia? —le pregunto Candela. —Es que tenía muchas ganas de que llegarais, esto esta

lleno de gente pija, de heteros, de desconocidos y de errores del pasado. No puedo bromear con nadie como a mí me gusta. —¿Y tu hermana? —le pregunté. —Con Sonia, perdida por alguna duna. Chica, es que no se despegan ni un segundo. —¿Y Rocío? —le preguntó Candela. —Cuidando de Kate, preguntándole mil chorradas sobre el embarazo; está obsesionada con tener niños. Y Mario está preparando la barbacoa con el resto de sus amigos que ya me aburren. —Pues ya ha llegado el equipo de rescate, respira tranquila —le dije. —Menos mal, sois mi salvación — dijo Celia—. Por cierto, no quedan más habitaciones; Kate no contaba con los amigos de Mario y las camas escasean, pero os he guardado la mejor, es enorme y tiene un sofá comodísimo, Candela, ya verás. —Ja, ja, ja… Qué detallista mi amiga —dijo Candela—. No te preocupes, Martina, puedo dormir en el salón.

—Creo que me preocupa menos a mí que a ti —le contesté. —Zas, ahí te ha dado, amiga —dijo Celia riéndose. —Sí, es que hoy está vengativa conmigo, y eso que me ha pegado una paliza a voleibol. La habitación era preciosa y muy grande, con esos muebles de estilo romántico de color blanco, la pared con papel de pequeñas flores rojas, y mantas y cojines enormes en cada rincón. Sin duda era la mejor habitación; además estaba en la última planta, donde solo había un despacho y una buhardilla enorme que utilizaba la madre de Kate para pintar, además de una terraza. Eso quería decir que estábamos solas. —Te dejo un momento mientras saludo al resto de la gente, y cuando termines subo a cambiarme yo —me dijo Candela. —Vale, prometo no tardar mucho — le contesté. —Vamos tú y yo a prepararnos una copa —le dijo Celia mientras se la llevaba de la mano. Abrí el grifo de la bañera para dejar correr el agua

caliente, y un minuto después, asomada desde la terraza — fumándome un cigarro—, pude ver a Candela saludando a su expareja Sandra. Era una chica preciosa, una muñeca con mirada penetrante, de esas que no te dejan impasible. Su sensualidad inundaba la fiesta; nadie en un radio de un kilómetro podía escapar a sus encantos. Rubia, de melena larga, ojos claros y labios carnosos, llevaba un vestido de tirantes finos que dejaba ver un escote al que ningún amigo de Mario quitaba ojo de encima. La tensión entre ellas era más que evidente, aunque no tanto como mi nerviosismo. Me di una ducha mientras no podía quitarme de la cabeza esa imagen, cuando lo lógico sería echar de menos a Raúl y desear tener noticias suyas. ¿Por qué no estaba nerviosa por su llegada, y sí por la cantidad de dudas que me venían a la cabeza desde que conocí a Candela? No había ido hasta Nueva York para perder mi ilusión por Raúl y mostrar interés por su compañera de piso, sino todo lo contrario. A pesar de que la primera

vez que vi a Raúl no fue como yo había soñado tantas veces, tenía todas mis esperanzas puestas en él. Y si me hubiese venido a buscar al aeropuerto, nada de esto habría pasado..., ¿o quizás sí? Estaba hecha un mar de dudas. Terminé de arreglarme. Me había puesto mis pantalones cortos favoritos con mi camiseta de espalda al aire; me gustaba lo que veía frente al espejo y estaba dispuesta a pasármelo bien, a quitarme esas tonterías de la cabeza y vivir el momento. Al fin y al cabo, habían adornado Tara para que todos disfrutásemos hasta del último detalle. Bajé las escaleras con timidez; había muchísima gente que no conocía, pero a medida que pasaba entre ellos, me devolvían el saludo con una sonrisa amable. Mario se acercó para saludarme y presentarme a un montón de amigos muy simpáticos y guapos, tengo que admitirlo. Cuando ya tenía una hamburguesa en una mano y una cerveza en la otra, pude observar que la fiesta la habían preparado con mucho gusto y

generosidad. Los farolillos de colores parecían volar sobre nosotros. Las antorchas a cada lado del camino que llevaba a la piscina iluminaba otro jardín precioso y perfectamente cuidado, con un bar con tantas botellas como para invitar a toda Nueva York, y hasta con una deejay que animaba a las más de cincuenta personas que allí estábamos. Salude a Kate y le agradecí la invitación. Estaba tumbada sobre una cama enorme junto a Rocío. El estado tan avanzado de su embarazo no le permitía divertirse como deseaba, pero según ella, le gustaba ver como sus amigos disfrutaban. —¡Estás guapísima! —me dijo Celia —. Te he traído el mejor mojito de toda la fiesta. —Gracias, qué detallista estás hoy —dije. —Candela acaba de subir a cambiarse, y me ha dicho que cuidara de ti como te mereces. ¿Qué tal lo estás pasando estos días? —Muy bien, no me imaginaba que disfrutaría tanto. —Y además sin Raúl… —Me quedé bloqueada, no sabía

qué decir—. Me refiero a que te has divertido a pesar del percance con el temporal, que fue una faena que se anularan los vuelos durante tantos días. —Sí, Candela es una chica encantadora y me ha tratado como una reina. —Es maravillosa, sin duda la mejor persona que he conocido jamás, es mi mejor amiga. —Muy buena persona, sí —le dije. —Demasiado, a veces mira más por los demás, olvidándose de sí misma. ¿Ya tendrás ganas de que llegue, no? — me pregunto Celia con mucha curiosidad —Sí, pero Candela no tarda tanto en prepararse como yo. —Me refería a Raúl —Soltó esa frase de una forma que me hizo sentir... Fue como si me lanzaran una piedra desde un quinto piso. —…. —Acompáñame a la pista, a ver si conseguimos despegar a Raquel y Sonia. Nos acercamos a ellas, e inmediatamente (para no

romper la tradición) nos ofrecieron dos chupitos de tequila que no pudimos rechazar. La música de la deejay creaba el ambiente perfecto para que esa fiesta fuera un gran éxito. Mientras bailaba mi cabeza no dejaba de dar vueltas, pensando en todas esas personas que hacía tan poco había conocido, y que sin embargo ya formaban una parte importante de mi vida. Noté cómo una mano se colaba por la abertura de mi camiseta, acariciándome la espalda; salí de mi burbuja y al girarme vi que era Candela. Entonces mi cuerpo reaccionó, erizándome hasta el último vello de la piel. En ese momento tuve la sensación de que todo desaparecía, y que las únicas que permanecíamos éramos ella y yo. Me dejé llevar, y empezamos a bailar entre risas y miradas cómplices. La noche era perfecta; me sentía la mujer mas afortunada del mundo. Candela se acercó para susurrarme algo al oído mientras acariciaba mi cuello. —Voy a ir a por otro par de mojitos antes de que se

acaben. —Gracias. Sí, un par de majitos estaría bien, digo, de mojitos —dije como embobada, sin saber muy bien si ese estado me lo provocaba su mano sobre el cuello, o era por los efectos del porro de marihuana que nos fumamos Celia y yo a escondidas de Rocío. Mientras Celia bailaba con Sonia, y yo con Raquel, busqué disimuladamente con la mirada a Candela en la barra del bar. De pronto mi cuerpo quedó rígido, como si hubiera olvidado bailar. Sandra y Candela estaban hablando en la barra a escasos centímetros la una de la otra; había tanta gente rodeándome que no conseguía distinguir si estaban besándose o tan solo hablándose al oído. Un calor inexplicable comenzó a subir desde la punta de mis pies hasta el extremo de mi cabeza, bajando con velocidad para concentrarse en mi estómago. En ese momento me acordé de sus palabras de la noche anterior, que todavía retumbaban en mi mente: “Yo jamás te haría daño”. Pues tenía una manera muy curiosa de demostrarlo, la verdad.

—¿Martina, estás bien? —preguntó Raquel. —Sí, perfectamente, debe ser la marihuana. —Sí, o la protagonista de siempre —dijo Celia, acercándose con cara de pocos amigos. —No te preocupes, Martina. No es ella quién le importa, a Sandra simplemente le gusta marcar territorio, y te ha visto hace rato. —A mí también —le solté a todas ellas, que me miraban expectantes. Con la mirada fija y el paso firme, me acerqué hasta la barra donde estaban. Agarré con una mano a Candela por la cintura, acercándola hacia mí, y con la otra cogí mi mojito, mientras decía (mirando a Sandra a los ojos, y con una de mis mejores sonrisas): —Perdón si interrumpo algo, pero es que necesito a mi profesora de salsa. —Gracias, lo necesitaba —dijo Candela mientras me acompañaba aliviada. Según nos acercábamos a la pista, las chicas —entre risas y gritos de euforia— empezaron a aplaudir. La noche volvió a ser perfecta.

Los mojitos corrían por mis venas. Me acerqué a Candela para decirle que no se moviera de ahí, que subía a la habitación un momento para ir al lavabo. Subí las escaleras de tres en tres para poder reunirme de nuevo con ella; nunca me había sentido tan viva, y por qué no admitirlo, excitada. Me miré al espejo, y en ese momento fui incapaz de reconocerme. Me sentía nerviosa con tan solo pensar que esa noche acabaríamos durmiendo en esa habitación a solas, pero en realidad deseaba que llegara el momento con todas mis fuerzas. Abrí la puerta del baño y me encontré a Candela entrando en la habitación. —¿Qué haces aquí? —He venido a buscarte —dijo nerviosa. —¿Qué pasa? ¿Necesitas que te salve otra vez? —dije entre risas. —Sí, por favor. Se acercó, quedándose a escasos centímetros de mí. Agarré su cara con mis manos y la acerqué hasta mi boca. Notaba el calor de sus labios carnosos; ella

comenzó a acariciarme la espalda, y fue en ese momento cuando su lengua y la mía se encontraron. Me dejé llevar una vez más por ella, como si estuviéramos bailando, hasta llegar al borde de la cama. Tuve que sentarme porque mi cuerpo temblaba: sentía pánico y deseo a la vez. Candela se quitó su camiseta y se acercó, besándome de nuevo mientras nos tumbábamos. Con su lengua húmeda recorrió mi cuello, haciéndome estremecer de tal manera que quise desprenderme de mi camiseta para sentir la piel más suave que jamás había sentido junto a la mía, y así lo hice. Pude notar el latido de su corazón, que iba tan rápido como el mío; me excitaba tenerla sobre mí y notar sus pezones rozando los míos. Deslizó sus manos hasta el borde de mi pantalón, desabrochándolo. Se incorporó para hacer más fácil el poder quitármelo, y entonces pude ver sus pechos. Mis manos no pudieron controlar el impulso de acariciarlos, mi excitación iba en aumento y mi respiración también. —Tranquila, hagámoslo despacio — Sus palabras

consiguieron relajarme. Ella también se desprendió de su ropa. Nos quedamos desnudas completamente. Noté cómo hundía su sexo buscando el mío, que estaba completamente húmedo, como jamás había recordado. Entrelazamos los dedos de nuestras manos sin dejar de mirarnos a los ojos ni un solo instante. Nos besamos apasionadamente, pues tras esa habitación no existía mundo, excepto ella, yo y el placer de nuestro sexo. Su mano se deslizó desde mi pecho hasta la cadera, provocándome un tímido gemido. Continuó hacia mi muslo, y le facilité la tarea abriendo mis piernas a la entrada de su mano en mi sexo empapado. Introdujo dos dedos lentamente, llegando y presionando hasta el fondo. Volví a gemir, pero esta vez intensamente; mis manos agarraron fuertemente su espalda empujándola hacia mí, mordiéndole el cuello. Me entregué a ella completamente. Mientras lamía mis pezones, el ritmo de su mano aumentaba, provocándome un intenso orgasmo; fue entonces cuando, aún sin recobrar el

aliento, mi clítoris rozó su pubis obteniendo un placer inesperado. Mis caderas comenzaron a moverse al mismo tiempo que las suyas, acelerando su aliento y el mío. Ella sujetó mis nalgas para presionar aún más su sexo contra el mío. Pude notar su flujo deslizándose a través de mis nalgas. Nuestros cuerpos sudaban deseando llegar a un orgasmo, y cada vez el ritmo era más fuerte e intenso. Nuestros gemidos se sincronizaron y se produjo un silencio entre nosotras, que se rompió cuando las dos nos corrimos al mismo tiempo. Nos abrazamos sin pronunciar una sola palabra. Me sentía más libre que nunca. Disfruté de ese momento como si no hubiera un mañana. Me quedé dormida en sus brazos. A la mañana siguiente, desperté entre caricias y los rayos de sol que entraban por la ventana. —Buenos días, bella —dijo mientras besaba mi cara—. ¿Has descansado? —Mejor que en toda mi vida —dije mientras hundía mi

nariz en su cuello para volver a rescatar su olor. —Voy a prepararte un desayuno como te mereces, y si quieres lo disfrutamos en la cama —Raúl acababa de aterrizar en mi cabeza, jugándome una mala pasada—. ¿Qué pasa por tu mente, que te ha cambiado la cara? Y por favor, sé sincera. —Acabo de acordarme de que mañana llega Raúl —dije armada de valor, no podía mentirle. —Hay algo que necesito contarte — comentó Candela mientras se incorporaba. —No me asustes. —Hay algo que me atormenta desde hace días —Mi corazón se aceleraba— y necesito contártelo ya, porque no puedo más. —Me estás asustando. —Necesito que me escuches sin que me interrumpas, porque esto no es fácil para mí. Hace meses, mi mejor amigo me pidió que le ayudara a contestar unos mensajes que se escribía con la chica que le gustaba; acepté sin problema y sin poder llegar a imaginar que

acabaría enamorándome de ella como jamás lo había estado de nadie. Raúl ni siquiera vive conmigo, sino con tres compañeros: donde has pasado estos días es mi casa. Él me pidió que te llevara allí, por eso no has visto ni una cosa suya —me tapé la cara con las manos como si quisiera despertar de un mal sueño—. Nunca pensé que pudieras llegar a sentir nada por mí, y por eso no tuve el valor suficiente para contarte todo esto. Lo siento muchísimo, porque no te mereces esto…, pero me faltaban fuerzas y valor, y el pensar que podría llegar a perderte me aterraba. —He sido una completa estúpida; no quiero oír ni una sola palabra más — dije mientras salía de la cama y cogía mi ropa. —Por favor, deja que te explique — dijo desesperadamente. —Jamás hubiera esperado esto de ti. Yo no soy un títere que podáis manejar a vuestro antojo para reíros de mí cuando os de la gana; lo único que siento ahora es el dolor de un puñal atravesándome.

—Por favor… —No quiero volver a verte jamás — dije mientras salía de la habitación, cerrando la puerta de golpe. Las lágrimas no me dejaban ver las escaleras que bajaba rápidamente, sin saber a dónde escapar. Salí de la casa corriendo hacia la playa. Agotada de dolor, dejé caer mis rodillas sobre la arena; no dejaba de pensar en estos días tan maravillosos y de todas estas personas que había conocido. Ahora ya nada de eso tenía sentido, solo el hecho de que mi corazón estaba roto en mil pedazos. En ese momento escuché la voz de Candela justo detrás de mí, mientras me envolvía entre sus brazos. —Por favor, si en algún momento has creído en mí, permíteme un minuto…, y si después sigues pensando lo mismo, desapareceré de tu vida para siempre. —No sabes el daño que me has hecho —Me giré, mirando sus ojos empapados en lágrimas. —Lo sé, pero no eres la única, llevo sufriendo meses. —¿Por qué? ¿No te has divertido lo suficiente con tus

amigas? —la aparté de mí. —No ha sido fácil engañar a una persona haciéndome pasar por otra. En un principio pensé que sería una tontería, un capricho tonto de Raúl, pero no contaba con encontrarme con la persona de mi vida. Llevo sufriendo con esto desde hace mucho tiempo; aun sabiendo que me partiría en dos, permití que vinieras a mi casa para que Raúl pudiera verte y conocer esa parte que yo ya conocía de ti. Creí que podía llegar a controlar la situación, pero no contaba con el dichoso temporal y con el tiempo que eso nos haría pasar juntas. Me mataba el estar tan cerca de ti y a la vez tan lejos. Nunca imaginé que pudieras llegar fijarte en mí. ¿Crees que ha sido fácil elegir entre la amistad y el amor? Pero tú has sido mi debilidad desde el primer mensaje que leí. Me sentía una auténtica hija de puta, y solo por el hecho de estar completamente loca por ti. El silencio se adueñó de la playa; la rabia que sentía iba desapareciendo a medida que iba observando su rostro, sus ojos, su boca, y escuchaba cada una de sus palabras.

Sabía que no me mentía, y yo tampoco podía hacerlo. —Yo también lo estoy por ti —dije mientras la abrazaba—, pero tengo miedo a que me hagas daño. —Yo también lo tengo, pero no voy a dejar pasar al amor de mi vida frente a mis ojos y quedarme de brazos cruzados. Intenté borrarte de mi mente de mil maneras, pero algo tan fuerte… ya ves que es imposible. Por favor, perdóname y déjame cuidarte como te mereces. Candela levantó mi barbilla y me regaló el mejor beso de mi vida. —Te amo —me dijo. —Tenías razón —le contesté. —¿A qué te refieres? —He acabado enamorándome de ti.

Mónica Martín Mónica Martín (Alcalá de Henares, 1978) es una autora polifacética, extravagante y prolífica que ha tocado

géneros tan variopintos como la novela, el relato, la poesía y los blogs. En el año 2006 publicó su primera novela, Sin Control, a la que siguieron los recopilatorios de relatos Grandes éxitos y pequeños fracasos (2008) y Visibilidad (2009), así como el poemario Anverso: Jugando con el sonido (2008); todas ellas, obras que reinventan la integración de la realidad LGTB en el mundo literario. En su ciudad natal fue galardonada con el segundo premio de relato corto del certamen Jóvenes Creadores (No supo caminar, 2003) y con un premio especial del jurado (La chispa que se apaga, 2004), ambos convocados por el Ayuntamiento de Alcalá de Henares. Además ha sido colaboradora de la revista online Mirales.es, la gaceta cul tur al Vitamina C y LesRain Magazine. En la actualidad colabora con el portal Universo Gay con la columna Tomates Verdes Crudos, y con la revista MagLes con su sección Las gatas sobre el tejado, ambas acerca de las distintas formas de entender una

literatura libre de represiones y tabúes, y destinada a público LGTB. Fue una de las fundadoras del blog Bolleras Viajeras. En 2011 publicó Títeres con la editorial Stonewall. facebook.com/monicamartinwritter twitter.com/monicam_g www.monicamartin.wordpress.com Mónica Martín “¿Las niñas se hacen las mismas preguntas que los niños?” Los amantes del Círculo Polar Siempre me han parecido una horterada las despedidas de soltera. Esto de ir con una polla en la cabeza, disfrazadas de princesas porno de Disney por la calle y gritando como posesas, como si en realidad nos lo estuviésemos pasando bien, me parece una aberración. No es ya la cantidad de babosos que se te acercan, que también; es el insufrible ridículo al que nos sometemos haciendo creer a la gente que se cruza con nosotras que nos lo estamos pasando bien. Recuerdo nuestra mítica despedida de soltera, cuando se casó la Sonso (obvio, se

casó con Manu “Paleta” de toda la vida, que llevaba dos años sin trabajar y al que sus padres le financiaron la boda para perderle de vista cuanto antes). Terminamos tiradas en el césped de un parque a las seis de la mañana, borrachas como cubas porque el tío que conducía la limusina dijo que había terminado su servicio. ¿Cómo se puede ser tan desalmado para dejar a cinco tías solas en un polígono industrial a las afueras de la ciudad, más borrachas que los vaqueros de un western, montadas en sus tacones, tiradas como colillas? Está claro: decidió abandonarnos en el momento en el que, sentada en la parte de atrás y con la pechera llena de ron-cola, le dije al clon de Mark Hamill venido a menos que conducía nuestra limusina que le metiera la lengua en la boca a su madre. Tendría que haber llamado un taxi para las cinco, pero dio la casualidad de que no lo hice y la Sonso se empeñó en convencernos de

que sabía orientarse perfectamente gracias a las estrellas. Que había estado en los Boys Scouts femeninos —no hacía más que repetir—, y que allí aparte de hacer galletas que eran como piedras, les habían enseñado a orientarse por las estrellas. Aprendió a pajear a los de octavo y a orientarse con las estrellas. Puede que lo primero se le diera de fábula, pero lo segundo... lo segundo era otra historia. Lo intentó durante aproximadamente dos horas, mientras se soplaba la polla de peluche de la frente. No contaba, claro está, con el flagrante hecho de que la contaminación y los gases de la ciudad hacían absolutamente imposible trazar un mapa estelar en una noche primaveral como aquella, en la que además amenazaba con llover como si Noé estuviera a punto de zarpar con sus bichos. Peeeero…, es un hecho constatado que nadie puede convencer a la Sonso de que es incapaz de hacer algo que en realidad no sabe

hacer. Esa rubia almidonada, con cejas negras y aspecto de pokera recién salida de la “Freshca” —bajita, tetona, chillona y de uñas postizas— es incapaz de reconocer que ni borracha (con el rimel corrido y una polla de peluche colgándole de la frente) ni serena puede orientar a cinco chicas ebrias a través de los pedregosos caminos que nos llevarían al descampado que hace las veces de polvera municipal por excelencia. Tras caminar con los metatarsos fundidos durante dos horas, cargadas hasta las cejas como sherpas con sus regalos, sus tacones rotos, su bolso y las tres botellas de ron caliente que había robado de la limusina, pudimos dejar constancia de que los tacones que se fabrican ahora ya no son como los de antes ni por asomo. Terminamos sentadas en el parque más chungo de toda la ciudad. Por la tarde te venden marihuana, costo, pastillas y farlopa; por la noche, el descampado de enfrente se llena de coches a los que se les nublan los cristales. Asientos llenos de parejas que parecen estar disfrutando de no tener una cama sobre la que vaciar

sus instintos primarios. Todas hemos pasado por esa fase en la que te parece sexy y caliente hacerlo en un coche. Te das a la mala vida sexual de tapicería tuneada, porque practicar sexo con desconocidos que se han gastado todos sus ahorros en cubrir de polipiel su Seat Ibiza amarillo resulta ser el deporte de moda entre amigas. Lo bueno que tiene practicar sexo en un coche es que puedes experimentar algo similar a estar desnuda al aire libre. Reconozco que, diez años atrás, era una de la prácticas sexuales que más me gustaban; requería de una concentración prácticamente nula, ya que el sentirse en permanente riesgo de ser descubierto disparaba mi adrenalina. Eso, y que la mayor parte de las veces no establecía un vinculo emocional…, y a mí, qué quieres que te diga, no establecer vínculos emocionales con la gente que me follo me pone muy, pero que muy cachonda. No he sido capaz de enamorarme ni aún poniendo toda la polipiel de la que disponía en el asiento. Tras una larga discusión sobre si aquel era el parque que

efectivamente parecía ser, aposentamos nuestros humildes traseros en el bordillo, las cinco una al lado de la otra, refrescando nuestras chirlas al amanecer. De fondo, los muelles de los amortiguadores de los coches y los gemidos de los polvos matutinos nos hacían de banda sonora. Mirar aquel panorama en el que los techos comenzaban a iluminarse con los primeros rayos del alba, el polvo que levantaba el movimiento de las ruedas en el suelo, los gritos de ellos mezclados con ellas, y ellas mezclados con ellos, y ellas mezcladas con ellas y ellos mezclados con ellos, secó mi garganta; mientras veía cómo dentro de aquellos habitáculos de mala muerte había gente que celebraba el amor y el sexo al amanecer, yo solo tenía una ganas infinitas de seguir emborrachándome. Miré a Sonso. Estaba totalmente seria, concentrada, con las pupilas dilatadas y mirando hacia el horizonte como si aquella, su última juerga en compañía de sus amigas, en realidad no estuviese siendo para nada divertida; como si, en realidad, estar allí o no estarlo viniera a ser lo mismo.

Tenía un perfil extraño. Su apariencia física siempre me hacía sonreír. Aquella noche se había arreglado para triunfar en la pista de baile, tal y como nos había dicho mientras se pintaba una raya del ojo kilométrica al ir a buscarla a su casa. No había tenido en cuenta que habían pasado como diez años desde que ella era la reina del baile, y que ahora esa discoteca a la que solíamos ir cuando éramos unas crías tenía otras reinas del baile, que eran mucho más jóvenes y también mucho más putas. Tú miras de soslayo a Sonso y, si has tenido la suerte de conocerla hace diez años, eres capaz de identificar su silueta de perfil la veas donde la veas. Parece que el tiempo no ha pasado para ella. Parece Alfred Hitchcock en versión poligonera: con sus extensiones, su pelucón al estilo Dolly Parton, las tetas a punto de reventar dentro del escote, su culo panadero totalmente sacado de contexto. Esas mallas de leopardo, sus manoletinas. Su nariz picuda y esas enormes pestañas que se pone “cuando sale a triunfar”. Es la mujer de los postizos:

pelo postizo, uñas de porcelana postizas, tacones de aguja, pestañas diseñadas para los ojos de un gigante. Todo en ella es superlativo. Como su risa, superlativa. Por norma general, cuando salíamos juntas teníamos la costumbre de agarrarnos las mayores cogorzas del universo. Había visto a Sonso muchas veces borracha; habíamos hablado, bailado, reído. Nosotras éramos las mejores amigas: nos lo podíamos permitir todo porque eso no afectaba a nuestra amistad. Nos habíamos enrollado estando borrachas, nos habíamos tocado las tetas estando borrachas. La borrachera siempre era algo a celebrar entre nosotras; el sexo lúdico siempre era algo a celebrar entre nosotras. Siempre decíamos que nos tocábamos mejor las tetas entre nosotras que todos los tíos del mundo con los que pudiésemos acostarnos. Si hay una persona a la que yo le dedicaré el epitafio de mi tumba será a mi amiga Sonso, ya que, en parte, gracias a su ambigüedad mi adolescencia no fue tan dramática, ni tan aburrida, ni tan llena de frustraciones

como lo hubiera sido de tener una muy mejor amiga normal y corriente. No obstante, tengo que reconocer que aquellos besos lubricados y profundos de Sonso, que solo pretendían atraer al personal masculino, tenían un efecto devastador en mí. A quién le extraña que, tras pasarme la noche calentándome con ella, terminara en un coche envuelto de polipiel con el primer desconocido que se arrimara a mí. Siempre he pensado que el amor es un juego al que no hay que ponerle género, ni número, ni tiempo, ni lugar, ni límites. Una debería dejarse llevar por lo que siente en ese momento, en el momento en el que lo siente, y que ello no debería representar que adquirieras un compromiso de por vida. Siempre he pensado así y me ha ido bien hasta el momento; tan bien, que jamás he estado enamorada de nadie. O al menos yo no he sido consciente de ello. Aquella madrugada Sonso estaba totalmente borracha, pero no divertida, sino triste. Verla triste me ponía triste. Era raro verla así. Es el tipo de persona que

imaginas que nunca estará triste, porque la tristeza es un concepto relativo. Estás tan triste como decidas estarlo; ella siempre ha decidido mostrarse y ser alegre. La tristeza no es algo que tenga cabida en su vida. Apuntó hacía el descampado con la temblorosa uña postiza de su dedo índice y dijo: —Aquel, ¿no es el coche del Sebas? Enfoqué lo que pude; me había dejado las lentillas y a esa distancia no veía nada, aunque siendo amarillo chillón y con el volumen de música que tenía, no podía ser otra persona. Si hay algo que me ponía de los nervios era follar con la música a tope. Me gustaba sentir las pisadas de la gente que intentaba asomarse a ver que estábamos haciendo. Imaginar que alguien se estaba masturbando a nuestra salud me excitaba mucho. —Sí, creo que es él —contesté. Reconozco que algo se me removió por dentro, como una especie de pellizco, una leve molestia. La sensación de que seguía ahí, en ese descampado, aunque en

realidad no quería estar ahí. Miré al resto de forma accesoria, y todas sonreían por lo bajo. De pronto me acordé: me acordé de todo. Sebas. Sebas el magnífico. El proyecto de camello con el que solía jugar a tener una relación abierta. El mismo que una noche cualquiera, hace millones de siglos, intentó clavármela por detrás, y como mi negativa al sexo anal era persistente, siguió buscando y probando entre la jauría de reinonas que habitaban aquellas pistas disco-pop, hasta que encontró a otra que disfrutaba enormemente de su habilidad sexual. Cualquier perro de la calle lo hubiera hecho mejor, porque montar, lo que se dice montar, lo sabe hacer cualquiera, pero crear un acto sexual completo — en el que el sexo deje de ser lo más importante porque estás absolutamente concentrada en no desmayarte de placer — requiere de cierto talento que Sebas, lamentablemente, no tenía. Sonso se rió con una risa estridente, balanceándose hacia delante y hacia atrás; después paró en seco y, asintiendo con la cabeza, nos contó que Manu, su novio

de toda la vida, le había pedido que practicaran sexo anal. Más bien… que lo había intentado sin preguntárselo, y que aquello había causado entre ellos como una brecha: de pronto era como si, justo antes de casarse, le hubiese despojado de toda capacidad de decisión respecto a su sexualidad. Era como si hubiese pasado a ser propiedad suya. Creo que en ese momento se nos cortó el pedo. Noté cómo me bajó el azúcar de golpe. No lo dijo como algo que le apeteciera hacer, sino como algo que había sucedido en contra de su voluntad y que le había hecho sentirse como una vulgar prostituta. Estaba seria; estaba tan seria que hasta el peluche fálico que le colgaba de la frente se había quedado pálido. Mathi, la más sensata de todas nosotras —y que casi nunca solía hablar, excepto cuando tenía algo importante que decir— le hizo la pregunta que todas estábamos mascullando en nuestro interior: si era algo que había intentado, o algo que había conseguido. Sonso rompió a llorar y lo hizo con tal estruendo que alarmó a la chica que estaba con Sebas,

que comenzó a gritar como una histérica mientras él se vestía a trompicones y salía del coche (con la urgencia que requería la situación, supongo), al no encontrar sus calzoncillos e intentar mostrarse como el hombre valiente que nunca había sido. Abrió la puerta del coche violentamente y la cerró de una patada. Mientras nosotras nos quedábamos con la boca abierta, él avanzaba como un obús, con el pantalón semiabrochado y aquello que Dios le había regalado absolutamente erecto y dispuesto al mundo. Yo agarré la mano de Sonso — que no paraba de llorar y gemir con el rimel corrido, mientras se soplaba la polla de cotillón de la frente— y la de Mathi, que me miraba en el trasluz de las horas que habíamos estado ahí sentadas. Me miraba con una mueca, una especie de congestión, una sonrisa medio cruzada, un brillo en la mirada, mientras las otras dos —Sara y Mariel — echaban a correr para ocultarse tras el seto que teníamos a nuestra espalda. —No va a ser capaz de hacer nada —mascullé como si

aún pudiera ejercer alguna influencia sobre él. —No estoy tan segura —dijo Mathi, apretando mi falange con fuerza y buscando entre sus pies una piedra con la que defendernos. —Bah… Es un mierda —añadí, con la esperanza de que me oyera. —Dios te oiga; no tengo ganas de que me abra la cabeza —Mathi clavó sus ojos en mí. Mathi siempre me miraba así, como si buscara algo dentro de mis ojos que no fuese capaz de encontrar. Siempre me ha llamado la atención la profundidad de sus ojos marrones: ese brillo tan raro — y esclarecedor al mismo tiempo— que se despertaba en el fondo de su cristalino cuando cruzábamos las miradas. Absorta por la belleza de la mirada de una Mathi desconocida, ebria y asustada, no me dí cuenta de que Sebas había llegado hasta nosotras. —Pero ¡¿quéeeee... cojoooooneeees?! —gritó con el pantalón desabrochado, y levantando las manos hacia nosotras.

—¡Tronco! —le respondí, asintiendo con la cabeza y levantándome sobre mis talones. —Hostiaaa, la Vero —se llevó las manos a la cabeza. Su mandíbula era como el sonajero de un niño: no paraba de agitarla de un lado a otro. Le resultaba imposible actuar como si no estuviera hasta arriba de pastillas—. ¡La Vero! ¡La Vero...! ¡¿La Vero?! Chascó la lengua, y pude ver cómo los ojos se le llenaban de lágrimas mientras, semidesnudo, la alegría de la disco saludaba al mundo exterior. En aquellas circunstancias era complicado fijar los ojos en otro sitio que no fuera su enorme entrepierna. Sí, efectivamente: lo que asomaba en sus ojos parecían ser lágrimas. —¡Dame un abrazo, tía! —dijo, abriendo sus enormes brazos frente a mí. Lo noté todo. Su pecho, sus brazos, sus hombros, su colonia, la colonia de la chica que le esperaba en el coche. La dureza de su entrepierna. Me resultaba familiar sentir marcada su silueta en mi cuerpo: era como retroceder en la máquina del tiempo para

constatar que hacía demasiado tiempo que ni él —ni nadie que se pudiera parecer a él— despertaba en mí ningún tipo de sentimiento que se pareciese lo más mínimo a la nostalgia. Hacía mucho tiempo que no deseaba a nadie, que nadie provocaba en mí nada, y aquel abrazo de resaca —aquel abrazo desnudo que ruborizó a una pareja de ancianos que paseaban por el parque— solo me había constatado que ese fuego (y todos los demás) se habían apagado dentro de mí. Durante los tres minutos que duró su abrazo, pude recordar cuántas veces había disfrutado masturbándole y masturbándome. Cuántas veces había sentido la necesidad de ir a buscarle. Cuántas veces había soñado que me penetraba. Cuántas veces había tenido su sexo en mi boca y lo había disfrutado. Durante esos tres minutos sentí una oleada, una brisa, un leve roce de eso que solemos llamar cariño, pero que en realidad es la puerta abierta hacia el futuro, cuando tomamos consciencia de que ya no anhelamos aquello que nos hizo felices.

No tenía ganas de sentir a Sebas, de verdad. De entre todas las cosas que podían pasarme aquella madrugada, de lo único que no tenía ganas era de sentir el miembro erecto de Sebas cerca de mí. Cerraba los ojos y veía el brillo de Mathi, el color de Mathi. La sorpresa en el fondo de su cristalino. Mientras Sebas me hablaba sollozando, y Sonso nos abrazaba a los dos, y la pareja de ancianos marcaba a cuatro manos un número en su móvil, yo no oía nada, tan solo miraba la pose de muñeca rota que había cogido Mathi en el suelo. Buscaba sus ojos, que continuaban buscando una piedra con la que defenderse, y que de pronto se cruzaron con los míos y se quedaron paralizados en un baile absurdo, que terminó con la congestión de su piel, y la mía, y las sirenas de dos coches patrulla que nos identificaron y nos escoltaron hasta la estación de autobuses más cercana. Al día siguiente me levanté a las tres de la tarde con los ojos hinchados, la lengua pegada al paladar y la sensación de que debía beberme un pantano entero

para calmar la sed del alcoholazo de garrafón que habíamos robado de la limusina. Poco a poco fueron desfilando ante mí las imágenes de la noche anterior: la cena en el restaurante con espectáculo de striptease, el viaje en limusina hasta el polígono donde estaban las naves que hacían las veces de discoteca a las afueras de la ciudad (y donde me bebí media botella de ron yo solita), la caminata descalzas y con los vestidos sudados y pegados al cuerpo desde la discoteca hacia la civilización de nuevo. Sonso llena de arena y polvo, abranzándonos a Sebas y a mí en el descampado con el rimel corrido, y por último, los ojos, la mano y los labios de una Mathi pensativa e increíblemente atractiva en ese momento. Al pensar en ella sentí como una oleada de alegría y de nostalgia al mismo tiempo; sentí el impulso de llamarla porque extrañamente la echaba de menos. Encendí la pantalla del teléfono para ver la hora, y me metí en Facebook para ver si estaba despierta. Nada, no daba señales de vida. Debía de encontrarse en el mismo

coma profundo que yo. Mire su foto de perfil; estaba guapa. Apoyé el teléfono en la cama y suspiré. Al fondo oía los ruidos que hacía mi madre en la cocina. Seguramente estaría preparando algún manjar para desayunar: croquetas caseras con una sopa supercaliente de primer plato. Lo ideal para una mañana de verano en la que tenía una resaca más grande que el Perito Moreno. Oí cómo deslizaba la sartén en el fuego de gas, y en la habitación entró un olor a aceite caliente. Más o menos en media hora — o tres cuartos, como mucho— entraría a despertarme para que me levantara a comer y volviera a ser una persona normal. Me daba tiempo. Con la imagen fresca de Mathi en la cabeza, de su pelo y de sus ojos, deslice mis manos hacia el interior de la sábana camino a mi

entrepierna. Siempre me había gustado masturbarme con dos manos, porque mientras una localiza la parte externa, la otra localiza la parte interna, y las sensaciones finales son mucho más intensas. Resulta un poco más sucio, pero mi cajón estaba lleno de toallitas toteras. Años de entrenamiento y poluciones femeninas nocturnas habían hecho de mí una experta en el complicado arte de la masturbación secreta. Traje hasta mí el olor de Mathi: la carnosidad de sus labios, la textura de su piel, y comencé a acariciarme el clítoris suavemente con una mano, mientras notaba cómo los labios se iban inflamando al contacto una mano tranquila, experta y serena. Estaba mojada; estaba muy mojada, y eso tampoco era lo habitual en mí. Normalmente me costaba un ratito concentrarme y ponerme a tono. Al instante, mi imaginación voló. Nos vi a ambas enganchadas por un beso apasionado y caliente, empujándonos contra la pared de la discoteca en la que habíamos estado la noche anterior. Imaginé sus manos levantando mi estrecho vestido, bajando mis

bragas y tocándome como yo lo hacía en ese momento, mientras exploraba con una lengua furiosa y ávida el interior de una boca que le era desconocida hasta el momento. Durante unos minutos perdí el contacto con la realidad y el tiempo voló. Creí que estaba introduciendo sus dedos dentro de mí mientras gemía sin parar, y la sangre —afluentes de circulación venosa que explotaban por mi cuerpo— se disparaba contra mis sienes y palpitaba buscando una salida por la que escapar. En la oscuridad del cuarto podía oír el canturreo de la ronca voz de mi madre, el crujido del aceite que freía las croquetas que más tarde devoraría como una leona hambrienta, mi respiración agitada y convulsa…, hasta que de pronto se hizo el silencio, y acompañada por mis gemidos, el crujido del pomo de la puerta delató que alguien estaba entrando. La silueta de mi madre se dibujó en el contraluz del pasillo. No podía verla con claridad porque el cambio de luminosidad me había dejado ciega, pero salté como un resorte al verme pillada en falta.

Oí el suspiro de desesperación que soltó desde la puerta. —Nena —dijo en tono jocoso—, ya veo que estás despierta. —Mamá, ¡joder! —Saqué las manos poco a poco, intentando disimular aunque fuera tarde. —Las croquetas ya están —dijo inapelable—. Voy poniéndote el plato. —Vooooooooy —refunfuñé mientras me limpiaba las manos en las sábanas. Cerró la puerta lentamente dejando una rendija abierta. Siempre lo hacía, para que no volviese a quedarme dormida. Estaba totalmente hinchada y mojada; justo en el momento en el que iba a terminar me había interrumpido, pero había sido tal el impacto de ser descubierta, que no tenía ganas de terminar con aquello. Sabía a ciencia cierta que me costaría un buen rato volver a concentrarme, y llegar al punto en el que estaba justo antes de que mi madre me abriera la puerta. Para ella, aquello no tenía la más mínima importancia; a

mí me daba una vergüenza terrible que me pillara en plena faena, aunque hubiéramos hablado mucho sobre el tema de la masturbación desde que yo tuve la necesidad de tocarme como si no hubiera mañana. Siempre me decía que lo más sano es quererse a una misma, porque como tú te cuidas y quieres, nadie más en la vida sabrá hacerlo. Siempre me decía que era importante aprender a conocerse plenamente, y que la sexualidad era un plano más a explorar dentro de la vida de una mujer; que para aprender a mantener una huerta ajena primero había que saber cómo regar las propias macetas. Adoro a mi madre. Ojalá todas las madres del mundo fuesen capaces de permitir que sus hijas tuviesen una sexualidad plena sin tener que estar vinculadas emocionalmente a nadie para ello. Yo sé que ella también tenía sus momentos; todo el barrio sabíamos que ella tenía sus momentos. Me levanté y me puse las mismas bragas del día anterior. El pantalón corto y la camisa anchísima de vagar por casa. Me gustaba dormir desnuda desde

siempre. Volví a mirar el móvil: Mathi ya se había despertado y proclamaba al mundo que tenía un dolor de cabeza infinito y desagradecido para su cuerpo serrano. Me encantaba el sentido del humor de Mathi. Siempre me hacía reír. Durante los siguientes días vagué como una perrilla errante del trabajo a casa y de casa al trabajo, buscando alguna motivación que me hiciera desvincularme totalmente de mi campaña de persecución del perfil facebukero de Mathi. Ignoraba todo, absolutamente todo lo que me rodeaba menos sus cambios de estado. Tenía ganas de contestarle a cada minuto. A cada: “Buenos días mundo”, “Buenas noches, amores”, “Retomando el sano arte de tomar cerveza en el parque” o “Qué caloraco más insoportable” sentía la imperiosa necesidad de decirle algo, pero me contenía, hasta que caí en la cuenta de que me estaba convirtiendo en una especie de novia de una amiga que ni siquiera sabía que me gustaba, y que me ponía celosa por cualquier gilipollez. Maldije el día que me había

hecho un perfil de Facebook. Maldije el día en el que le quité la merienda en el parque con cuatro años y nos hicimos las segundas mejores amigas del mundo. En primer lugar estaba Sonso, y después estaba ella; la situación de ser la segunda mejor amiga no parecía importarle demasiado. Mathi siempre ha sido una tía con una personalidad increíble. Se siente tan segura de todo, que da miedo retarla a cualquier cosa. Recordé una de esas cosas estúpidas de cuando éramos niñas: estábamos las tres sentadas dentro de unos tubos de cemento enormes que iban a utilizar para el alcantarillado público, y que habían dejado abandonados en el parque. Sonso recordó de pronto que a las seis de la tarde su casa se quedaba vacía. El plan era robarle a su madre un pintaúñas de color rojo

pasión para engalanarnos como las Trinis del parque de al lado. Huelga decir que las Trinis con diez años eran nuestras mayores rivales y enemigas; queríamos desterrarlas de nuestro barrio para siempre y poder campar a nuestras anchas, siendo las dueñas y señoras de la comarca. Dentro del tubo de cemento, nuestras voces aflautadas resonaban mientras discutíamos cuál era la mejor manera de pintarse las uñas. Meditamos largamente sobre este asunto y sobre cómo íbamos a ir luego a ver a las Trinis —se llamaban así porque su líder era la Trini, una cría de once años que bebía más que el mendigo del banco—, para mofarnos de su color de esmalte color carne. —Eso es un color de mierda —dije yo levantando la voz—. Se creerán algo... —Vamos a ir allí y nos vamos a reír en su cara —añadió Mathi, que masticaba una bola de chicle enorme sin color ni sabor definido. —Tíiiiaaa..., ¿te imaginas que una de nosotras se va con

las Trinis? — Pensé en voz alta. En realidad era un tema que me preocupaba bastante: perder a mis amigas, que alguna (por alguna razón que desconocía del futuro) desapareciera para siempre. Mathi me miró a los ojos con ese brillo de estrella que ha tenido siempre y me dijo: —Yo nunca te dejaré. No dijo “Nunca os dejaré” o “No me iré de aquí”: me miró a los ojos y me dijo “Yo nunca te dejaré”. Cuando eres una niña y te miran de esa manera, y pasas las noches y los días y las semanas y los años con las mismas personas y te haces ese tipo de promesas, hay muchas cosas dentro de ti que se graban con fuego y que son imposibles de olvidar de un plumazo. ¿Por qué esa frase? ¿Por qué esa frase y no otra? ¿Por qué esa forma de mirarme, o de sujetarme las manos, o de estar a mi lado como segunda de a bordo, sin importarle jamás ocupar ese puesto de copiloto? Me sentía confusa. Aquello estaba resultándome muy raro, y echaba de menos a Sonso —que andaba

ilocalizable, ultimando los preparativos de la boda—. Me hubiera gustado poder hablar con ella sobre toda aquella mierda que me estaba poniendo la cabeza como un bombo, y que necesitaba sacar de mi vida a la voz de ya. Yo era hetero; siempre había sido hetero; al menos un noventa por ciento de mí era hetero. No debía volver a tocarme pensando en ella. Estaba mal, estaba muy mal. Éramos amigas desde la infancia. Me sentía como una imbécil. La noche anterior a su boda llamé a Sonso por teléfono, en parte porque quería desearle suerte y tranquilizar su estado de nervios, y en parte porque, egoístamente, necesitaba vomitar todas las dudas emocionales que me traían a medio caballo entre la masturbación perpetua y la necesidad de tirarle un florero en la cabeza a Mathi en cuanto la viera. Sonso me recibió en casa, con un maquillaje natural que la hacía resultona y las uñas de fregar los platos. Sí: por increíble que parezca, tenía un look para andar por casa y otro look para estar en la calle, o para ir a la compra, o

para salir de fiesta. En esta ocasión llevaba un maquillaje satinado; se había quitado las extensiones y el Wonderbra, y llevaba el pijama de osos azules con fondo rosa con los patucos de pelo de boa fucsia, a pesar de que era una calurosa noche de verano y lo único que apetecía, en realidad, era estar desnuda y descalza. —Tíiiiiaaaaaaaa —gritó, mientras se tiraba a mis brazos. —Tíiiiiaaaaaaaa —respondí efusivamente. Tras los roces de pechotes y los besos de rigor, pasé y me dio tal palmada en el culo que me dejó marcados los cinco dedos. En el salón de su casa, la madre, las tías de Sonso y tres de las vecinas de su patio ultimaban detalles de maquillaje, vestuario e invitados. Aquello parecía un gabinete de crisis en la Casa Blanca. Cada una gestionaba de forma independiente los conflictos que le habían tocado, con una eficiencia que ya la quisieran para sí mismos la mitad de los políticos de este país. Sonso se llevó las manos a la cabeza y se peinó el cardado casero; suspiró y me invitó a pasar al

cuarto. Nos sentamos en su cama de ochenta. La misma cama en la que tantas veces habíamos pasado las tardes y las noches hablando sobre los temas fundamentales de la vida, a saber: el maquillaje, la bebida que íbamos a comprar para esa noche, este o ese tío, el sexo, el curro, nuestras otras amigas, tiendas favoritas en las que ponerte por debajo de tu ropa otra ropa que no tenías pensado pagar… Toda esa relación de cosas importantes que hacen que la vida no sea un auténtico aburrimiento. Como siempre, Sonso tenía un despliegue brutal de productos de maquillaje en el mismo escritorio que un teclado plateado con la mitad de las teclas borrosas, y huérfano de un par de ellas. En más de una ocasión le había regalado otros, pero ella se empeñaba en que a ese teclado le tenía un especial cariño y se negaba de todas, todas a retirarlo de su vida. Este era uno de los motivos por los que la mayoría de las veces era imposible saber exactamente qué estaba intentando decirte Sonso por Face. Había que conocer

las teclas que no le funcionaban, y entonces podías descifrar el jeroglífico. El pobre peleaba por escapar de tanto potingue y pasar a una vida mejor, porque sólo lograba resaltar algo de él la persistente luz de una lámpara de estudio del Ikea, que se proyectaba expulsando hacia la mesa un foco de calor inhumano. Sonso tenía el Facebook abierto, y vi que Mathi actualizaba su estado: “Preparándome para otra noche inolvidable...”. Puntos suspensivos. Era lo suyo, soltar esas mierdas por Facebook y luego ponerte los puntos suspensivos. ¿Inolvidable con quién? Sentí el impulso de bloquearla de inmediato, pero caí en la cuenta de que Sonso tenía su sesión abierta. Un pedazo de rabia se resbaló lentamente en mi interior, dejándome la boca seca. Tenía que contárselo a Sonso a la voz de ya: ella sabría qué hacer. Miró la pantalla, se quitó los patucos rositas con pelos de Boa y dejó al aire sus uñas de los pies rojas perfectamente pintadas. Una novia con las uñas de los pies rojas. Eso sólo podía significar una cosa: que la ropa

interior que había elegido para su noche de bodas iba a ser de superputa. Sonso no paraba de sonreír y de mirar el móvil; le toqué el antebrazo para que me hiciera caso. Al quedarse descalza nos subía un olor a pies indecente. Sonso es de esas personas que tiene la pituitaria deforme por completo. Es uno de sus mayores defectos: que le huelen los pies como si jamás se hubiera cambiado de calcetines. Sonreí, haciendo un esfuerzo titánico por no vomitar las tres cervezas que me había tomado por el camino, con el objeto de encontrar el valor suficiente para confesar todo aquello que bullía en mi interior. —Tíiiiaa —dije apretando una de sus manos para atraer su atención. —Qué —me contestó Sonso, mirándome seria y apartando el móvil a un lado de la cama. —Estoy mazo de rallá —Aparté los ojos de ella. Me subía un fuego por dentro. Me puse en modo “Dramas en la cuarta fila”. Tenía una mezcla de miedo, odio, rabia, deseo, inseguridad y vergüenza que me hacían

sentir una timidez desconocida en mí. Cogí aire. —¿Y eso ? —Pues la Mathi, tíiiiiaa, que me ralla mazo —Sonso dibujó un interrogante en su cara y chascó la lengua. —¿Qué te ha hecho? —preguntó sin darle importancia. —He soñado con ella —Mentira— … —Marrón; a ver ahora cómo continuaba aquello. Me arrepentí al instante de haber abierto ese melón. Sonso abrió los ojos en modo “Los faros de tu coche me acaban de deslumbrar, so perra”. “Sigue, sigue….”. —Que nos estábamos besando — añadí. Sonso no me quitaba ojo. El olor a queso de Cabrales se hizo denso. Carraspeé. Ella seguía callada, esperando a que terminase de contarle. Me quedé en silencio y bajé los ojos. Se me llenaron de lágrimas. —No te ralles, tíiaaa —Me acarició la barbilla con la mano. —Ya … —gimoteé—, pero es que... —Un lagrimón del tamaño de una sandía resbaló por mi mejilla. —A mi prima Meritxel le pasó lo mismo, tíiaaa, se ralló

mazo con una amiga suya porque la quería un montón. Tíiaaa, yo también te quiero un montón —Me secó la lágrima—, y nos hemos besado, y eso no significa que seamos lesbianas —Cada vez que Sonso hablaba, subía el pan en el barrio; era una de las cosas que más me gustaba de ella desde siempre. —Estoy confusa —dije, llevándome la mano a la nariz para evitar el insoportable hedor que invadía la habitación desde hacia unos minutos. —Estás heteroconfusa —dijo riendo, y me dio un golpe en el hombro —. Me voy a la ducha. A Dios gracias, salió por la puerta camino del baño; en cuanto estuve sola abrí la ventana de la habitación de par en par para que se ventilara. Miré de nuevo la pantalla del ordenador: Mathi, subía fotos de ella con otras personas a la velocidad de la luz. Riéndose, bailando, bebiendo. Apagué la pantalla. Dejé una nota escrita a mano a Sonso pidiéndole encarecidamente que descansara y me fui a casa, atravesando las calles y los parques que tantas veces había frecuentado con

Sonso. Durante todo el camino me invadió la nostalgia, al caer en la cuenta de que, después de su boda, se mudaría de barrio y ya no estaría a doscientos metros de mi casa. “Yo nunca te dejaré”: la frase de una Mathi niña que parecía quererme retumbó en mi cabeza. Me sentía triste y sola porque aquella noche la Mathi adulta hubiera decidido estar con otras personas y no me echara de menos en absoluto, y al mismo tiempo estaba nerviosa por el acontecimiento del día siguiente. Se casaba mi mejor amiga y, al contrario que otras que habían decidido ponerse el mundo por montera y quemar Madrid, quería estar a su lado para lo que necesitara. El gran día de Sonso llegó, aunque yo me sentía reticente a asistir al enlace. Entendámonos: no quería representar el papel cómico de amiga soltera que está feliz de ver cómo una de sus mejores amigas contrae nupcias con un tío que, tras siete años de relación, se cree con todo el derecho del mundo a sodomizarla sin su consentimiento. Si el amor termina en esto…, si

verdaderamente el amor termina en esto, prefiero estar en el grupo de las inválidas emocionales y dejarme llevar por mis instintos más primarios antes que hipotecar mi vida con una persona que terminará faltándome el respeto de esa manera. Me juré a mi misma que no volvería nunca más a estar en una despedida de soltera del resto de mis amigas; que me pondría mala, malísima, y evitaría por todos los medios asistir a toda la parafernalia que conllevan las nupcias. Y es que no puedo. No puedo con las grandes historias de amor que terminan en despedida de soltera porque, verdaderamente, después de esa noche en la que todo parece que va a cambiar…, en la que, definitivamente, la

gente que te rodea organiza ese ritual para hacerte sentir que será la última vez que estarás viva sexualmente, terminas prestándote a ese lamentable espectáculo en el que dejas de ser una persona interesante y accesible para convertirte en un bufón. Un bufón que debido al efecto hipnótico de una polla en la cabeza terminará por no tener orgasmos con el paso de los años. Un bufón que se habrá prestado a la sumisión de servir sexualmente al macho alfa que la dominará de por vida. ¿Cómo pueden, todas ellas, estar tan seguras de que jamás desearán sexualmente a otra persona? ¿Cómo pueden, mediante una cosa tan absurda como tocarle la pinga a un stripper que no conocen de nada, blindarse ante algo tan vivo, tan real y tan auténtico como el desenlace químico que se da entre dos personas que se acaban de conocer? O entre dos personas que se conocían desde hacía mucho tiempo, pero no tenían ni la más mínima idea de la atracción animal que existía entre ellas. Hablar con Sonso no me solucionó absolutamente nada.

Desearía no haber estado allí esa mañana de resaca. Desearía no haberme dado cuenta de nada. Ni de que Sebas no había crecido, ni de que los ojos de Mathi me ponían nerviosa. Ni de que me iba a gustar masturbarme pensando en que me empotraba contra la pared. Quiero olvidarme de su sonrisa perfecta, de sus ojos; en realidad, me gustaría saber qué es lo que piensa cuando tiene esa expresión con la que me mira. Es curioso cómo después de todo lo sucedido esa noche, me descubría a mí misma, de pronto, recordando su voz. Ya ni la llamo, ni le escribo, ni quiero que venga a verme: solo quiero que todo esto que se despertó dentro de mí, que me asusta y que es desconocido, se muera, se evapore…, y con ello, lo hagan todas las despedidas de soltera y todas la bodas del mundo. Tenía el vestido perfectamente preparado. Me vestí, maquillé y peiné sin ayuda de nadie. Yo no era una obsesa del maquillaje como Sonso; solía arreglarme de vez en cuando, pero había muchas veces que solo me

apetecía estar tirada y salir a la calle como Dios me trajo al mundo. Aún así, podía defenderme bastante bien cuando era necesario: por algo me dedicaba a ello. Esperé a que mi madre hiciera lo propio y nos encaminamos —ambas subidas sobre nuestros interminables tacones— a la parroquia del pueblo donde veríamos cómo Sonso y el Paleta se marcaban a fuego su nuevo estado civil. Por el camino nos silbaron una docena de skaters y mi madre, muy coqueta ella, me susurró por lo bajo “¿Has visto cómo una nunca pierde sus encantos?”. Al llegar a la entrada vimos a unas cincuenta personas más el novio —que se deshacía en sudores y llevaba un traje con chaleco amarillo que le sentaba como una patada a su pelo rubio, que había decidido alisarse a lo Jonas Brothers— esperando la llegada de la única y extraordinaria Barbie de extrarradio. Nos saludamos y nos besamos con el populacho. Nos aposentamos en nuestros tacones e intercambiamos las típicas conversaciones de espera en boda, a saber: “Que

alguien me libere de estos tacones”, “Dios mío por qué todo el mundo se casa en Julio” y “Dónde está el bar más cercano, que paso de aguantar al cura”. Entre tanto, llegó el Mercedes clase C del tío de Sonso, que se había comprado después de vender su piso en el barrio —y gracias al que ahora vivía tranquilamente de un alquiler que no pagaba—, y se oyó la exclamación de la masa perfumada de gente que estaba expectante por ver aparecer a la novia. Esperamos pacientemente a que la puerta se abriera y vimos bajar del coche a una impresionante novia, vestida de un blanco nuclear y con una cola de tres metros, que había crecido diez centímetros y llevaba pintadas las uñas de las manos también de rojo. Nunca podrás decirle a Sonso de qué color puede llevar las uñas de su cuerpo; puedes intentarlo, pero no lo conseguirás. Es seguro. El novio, emocionadísimo, se llevó la mano al pecho en un gesto de ansiedad premórtem que delató las ganas que tenía de quitarle la ropa, a tenor de la erección que acompañó su gesto y que era más que evidente a través

de sus pantalones de pitillo. En la lejanía vi llegar a Mathi, que tenía el exceso de maquillaje propio de una noche resaca y de juerga. De la mano llevaba a un chico moreno con barba de tres días que no conocía, y que estaba muy segura de que no había sido invitado a la boda. Se camufló entre la masa de familiares y amigos que gritaban “¡Guapa, Guapa!” a Sonso; cruzó una seria y leve mirada conmigo, y momentos después me ignoró completamente. La ceremonia fue bastante emotiva: muy pasional, muy agitaná. Se celebró sin percances; todo fue sucediendo como estaba planificado. En la parroquia tenía la esperanza de que Mathi se sentase conmigo pero, dado que ni se había molestado en saludarme, mi orgullo me llevó a sentarme con Meritxel, la mujer que era más afín sexualmente a mí en esos momentos y en aquel lugar. Durante toda la ceremonia, Mathi y yo nos intercambios miradas de resquemor y odio bíblico. Nos mirábamos, nos odiábamos y después yo respiraba profundamente en cuanto me quitaba la vista de encima ya que, que yo

la odiase a ella era muy normal, pero ¿quién cojones se creía ella para odiarme a mí bíblicamente? Tras el intercambio de votos y anillos, y con los ojos encharcados en lágrimas, cogí a la prima Meritxel de la mano, y ella me correspondió suavemente. No me gustaba mucho, pero en un momento determinado, intentar ligar con ella era una opción para despejar las dudas de mi cabeza y descubrir si estaba definitivamente heteroconfusa o lesboconfusa perdida. Siempre he sido la rarita del grupo, no solo porque no fuera una defensora a ultranza de este tipo de celebraciones y odiase asistir a las bodas de mis amigos y familiares, sino porque además he sido absolutamente —y cuando digo “absolutamente” quiero decir exactamente eso— incapaz de enamorarme de ningún tío con el que he estado. Solo me hacía falta esto: no poder quitarme de la cabeza los ojos de Mathi. Sí, he sido capaz de mantener relaciones sexuales con hombres. Estas relaciones han sido completamente placenteras, imaginativas, versátiles, originales y

diversas, pero jamás he sido capaz de enamorarme de ninguno. La verdad es que nunca he estado enamorada de nadie. Ahora que lo pienso, creo que es una de las cosas que me hacían sentir triste: el hecho de no haber podido enamorarme de los hombres maravillosos que han pasado por mi vida. La prima me facilitó un kleenex de su minibolso negro de fiesta con un gesto de camaradería. Tenía los mismos ojos que Sonso; eso me cortó el rollo por un momento, pues no podía enrollarme con alguien que tuviese los mismos ojos que mi mejor amiga. Le miré los pechotes. Llevaba un escote totalmente indecente para encontrarnos celebrando un rito religioso, y su atractivo canalillo me hizo replantearme el darle un buen repaso en algún lugar recóndito de la iglesia. Se dio cuenta de mis intenciones, mientras el coro de infantes del barrio versionaba grandes éxitos como Alabaré, Alabaré. Se soltó de mi mano, que aprisionaba la suya desde hacía un rato, y deslizó su mano blanca con largas uñas por el dorso de mi pierna mientras me miraba intensamente.

Un escalofrío me recorrió la espina dorsal. Comencé a notar un latido abajo, en lo hondo y profundo de mi ser. Alguien dijo: “Puedes besar a la novia”. Al mismo tiempo, Meritxel recorría mi muslo arañando con la presión justa la piel que estaba expuesta. Entreabrí las piernas ligeramente y fue introduciendo su mano despacio en la cara interior de mi muslo. Un hormigueo me recorría el cuerpo; sabía que estaba congestionada, que las venas de mi sien y de mi cuello se estaban hinchando. Era plenamente consciente de que las señoras de al lado se habían dado cuenta de que me estaba tocando y se santiguaban a marchas forzadas, pero no quería que aquella sensación terminase nunca. Estaba calada hasta los huesos. La ceremonia terminó justo en el momento en el que una de las uñas de la prima estaba abriéndose paso a mi sexo, rasurado para la ocasión; y es que Sonso y yo siempre hemos pensado que ir con los vellos púbicos salvajes a cualquier celebración es una cochinada. Sacó la mano de golpe. Se levantó y aplaudió efusivamente,

mientras Sonso y una mala imitación de Justin Bieber rubio nórdico cruzaban casi corriendo la alfombra de la parroquia. Me costó recuperar la visión —que estaba borrosa— y el aliento —que estaba desbocado—. Miré a Mathi, que también estaba sentada y me miraba seriamente, mientras su acompañante por un día aplaudía y se deshacía en llantos como si conociera a los novios de toda la vida. Me coloqué el vestido en su sitio. Me limpié las lágrimas y el sudor con el kleenex que momentos antes me había dejado Meritxel. Todo el mundo a nuestro alrededor botaba de alegría, mientras las dos permanecíamos mudas y vigilábamos a la otra en la distancia. Asentí con la cabeza intentado relajar la tensión, pero me devolvió una miraba de enfado. “Yo nunca te dejaré”, resonó en mi cabeza. Miles de granitos de arroz nos cayeron por encima. Nos dirigimos al restaurante en el que se celebraría la boda, todo él muy lleno de borlas rositas, y de cortinas de raso, y lámparas con cristalitos colgando, y mesas kilométricas para acoger la boda del año en el barrio. Al

ver el número de mesa que me había tocado —y con quién había decido sentarme Sonso—, me di cuenta de que mi amiga era una demente y una sicópata. La composición de la mesa era la que sigue: Amparo, su tía conquense. Meritxel, hija de su tía Amparo y heteroconfundida de toda la vida. Mi madre, con todas sus manías. Mariel y Sara, sin parejas conocidas ni rollitos de última noche que se te arriman para gorronear bogavante. Mathi, y ahora sí, ese esperpento perrofláutico que se había ligado la noche anterior. Y por último yo, con mis odios, mis rencores, mis dramas, mi humedad y un carácter de alto voltaje. Es un hecho conocido que en este tipo de celebraciones, siendo la muy mejor amiga de la novia, siempre te toca sentarte con su tía la de Cuenca. Y me pregunto yo: ¿si tanto me quieres, perra desagradecida, por qué narices me sientas al lado de tu tía, la oligofrénica que se cree Anne Germain? No es que la tía de Sonso sea mala persona, ni mucho menos, ni que sea una de esas mujeres antiguas y raras que viven en un

pueblo alejado de la civilización, y cuyo objetivo en la vida es ver a su sobrina y a las guarras de sus amigas biencasás y biensituás, para nada. La tía de Sonso da miedo, pero por motivos bien distintos. Da pánico, porque tras los cinco primeros minutos de conocerte parece un puto oráculo. A mí esa noche me vaticinó que encontraría el amor antes de lo que esperaba, y lo que únicamente encontré fue una pelea de gatas en el baño, nivel “Te voy a sacar los ojos, zorra”. Lo más normal del mundo, tras uno: constatar que han tenido que ponerle un cubierto a tu rollito de anoche porque tú te acabas de levantar de una noche de juerga, y no te acuerdas ni de dónde tienes la cabeza; y dos: ha cambiado tanto en las últimas dos semanas, que ha dejado de parecerte una amiga interesante, para convertirse en el objeto de deseo más raro del planeta, que además se dedica a ignorarte mientras permaneces heteroconfundida. Esperamos a que llegaran los novios, aplaudiendo y vitoreando como cabras. y tras el típico brindis en el que el novio se bebe de un trago la copa y la novia se

moja los labios para no estropearse el maquillaje, tomamos asiento. Durante el primer plato hablamos de tonterías, aunque me sentía bastante nerviosa; primero porque la prima Meritxel se había sentado a mi lado y se dedicaba más a rozarme el muslo con la mano que a utilizarla para comer, y segundo porque la tía de Cuenca de Sonso y mi madre habían empezado a contarse batallitas, y optaron por sustituir el champán del brindis final por el vino de mesa que correspondía a cada plato, por lo que no es extraño imaginar la indecente melopea que estaban a punto de agarrarse. Ante el cada vez más persistente acoso de la prima, la indiferencia de Mathi —que se dedicaba a besuquear al perroflauta, mirarme con odio y volver a besar al perroflauta— y el estado de shock en el que se encontraban Mariel y Sara —que eran incapaces de mantener la misma conversación durante más de dos minutos—, decidí levantarme y escapar hacia el baño con la excusa de que me sentía indispuesta, algo que la prima, avispada toda ella, interpretó como una señal con neones de sexo seguro a

la voz de ya. El suelo del baño estaba indecente. No se podía adivinar si lo que había entre el papel que parecía crecer por todos los rincones era pis, agua, vino o todo ello mezclado en una masa líquida informe, que despedía un olor a medio camino entre el ambientador de coco y el orín. Me miré los ojos en el enorme espejo del cuarto de baño, que en ese momento estaba vacío, y vi que se me había corrido un poco el rimel por la llorera que me había dado en la iglesia. Que se te corra el rimel es un auténtico drama, ya que cualquier otro punto de maquillaje es fácilmente reparable, pero el rimel es de esas cosas que puede complicarte mucho una celebración, porque si no estás en las condiciones óptimas para reparar el daño causado — esto es, serena—, puedes organizarte un auténtico drama facial difícilmente recuperable. Por suerte, lo tenía todo previsto y mi bolso estaba repleto del kit básico de reparaciones de maquillaje de emergencia. Buceé entre los granitos de arroz que habían caído dentro del bolso

y extraje un algodón desmaquillante para arreglar el desaguisado que había en uno de mis lagrimales. Mientras me frotaba el ojo oí unos tacones, pero fui incapaz de identificar el ritmo de estos, hasta que en el marco de la puerta apareció Meritxel, la primísima, con cara de noche loca de lascivia; me arrancó el bolso de las manos, y demostrando una sorprendente habilidad para hacerme un cerrojo con los brazos, fue empujándome hasta la puerta de uno de los baños libres. Sentí su aliento en mi cuello. No hay nada en este mundo que me pueda perturbar más que sentir en el cuello los labios y el aliento de alguien que me gusta. Me sentía rarísima, ante el hecho de que era una mujer y podía sentir toda la carnalidad y sensualidad que despedía, y también ante el fuego indiscutible que volvía a abrirse paso desde mi interior. Meritxel me tomó por la cintura y mordió mi cuello, primero suavemente, y después fue apretando hasta que emití un grito de dolor. Quería que continuara, pero no de aquella manera; nunca me han gustado los juegos

salvajes, siempre he sido más de presión leve y sexo aeróbico que de desgarros carnales. Se detuvo y se alejó un poco de mí; yo permanecía inmóvil mientras me miraba fijamente. Ver los ojos de Sonso en ella me desconcentraba, así que los cerré. Noté cómo rozaba su nariz con la mía, y jugaba a acariciarme los labios que todavía estaban maquillados. Fue entreabriendo su boca y deslizó una lengua pequeña y juguetona, que sabía a vino blanco, dentro de la mía. Pasé la mano por detrás de su nuca y respondí a su beso. Aquello ya no se parecía en nada al juego que solíamos hacer Sonso y yo, de darnos piquitos y besos mecánicos con lengua para calentar al personal: aquello se había convertido en un lúbrico, incandescente y apasionado beso, que daba el pistoletazo a la escena sexual más caliente que yo hubiera vivido en mi vida. Con la puerta todavía abierta, y la esperanza y el miedo a ser descubiertas, Meritxel me cogió por el cuello con una mano y me empotró contra el marco de la puerta del baño al que no habíamos atinado a entrar; comencé a sentir cómo

apretaba los dedos de su mano en torno a las venas de mi cuello, cómo jugaba con el ritmo de mi respiración y de mi circulación, haciendo que hiciese lo que ella quería en cada momento. Aire, o falta de este. La sensación de estar a punto de marearme y de no saber exactamente qué es lo que iba a pasar me convirtió en un ser sumiso. Me sujeté con ambas manos a su muñeca para no caerme y abrí las piernas. Fuera, Las cuatro estaciones de Vivaldi anunciaban la entrada del segundo plato. Meritxel clavó las uñas de su mano libre en mi muslo, y subió mi vestido hasta la posición justa en la que tuvo acceso a mi ropa interior. Con una fuerza que no esperaba de ella, me desgarró el tanga y dejó mi sexo al aire. Una mezcla de miedo, deseo, terror y desesperación se apoderaron de mí. Estaba totalmente empapada. Abrió los ojos como platos cuando se dio cuenta de que estaba completamente depilada, y con sus dedos expertos humedeció todo mi sexo. Apretó la mano que me mantenía presa dejándome casi sin respiración, mientras yo peleaba por no desmayarme en

aquel momento de placer que no quería que terminara. Introdujo dos de sus dedos dentro de mí; me empujó hacia arriba con la mano que tenía en mi interior hasta que me coloqué de puntillas sobre los tacones, y me facilitó una de sus piernas para que cabalgara. En este momento quise averiguar de inmediato a qué gimnasio iba, pero comenzó a moverse rítmicamente y me dejé llevar hasta el orgasmo más impresionante que había tenido en mi vida. Liberó la mano de mi cuello. Sentí cómo volvía todo el aire de golpe a mis pulmones, y toda la sangre a mi cabeza. Se me nubló la vista, y lo siguiente que recuerdo es que Mathi estaba dándome aire con su abanico veneciano. Me había puesto perdida de ese líquido asqueroso que había por todo el suelo del baño. Al desmayarme, Meritxel —de la que tengo serias dudas de que se encuentre en plenas facultades mentales— se asustó y me dejó en el suelo, en lugar de sentarme en los preciosos sillones que había en la entrada del baño, y

fue corriendo a buscar ayuda. Menos mal que al menos tuvo la deferencia de taparme mis menudencias, y no mostrarme ante la libre concurrencia como la perra lasciva que había sido hacía unos minutos. Un corrillo de señoras del pueblo de origen de la familia de Sonso me miraba expectante. Fui abriendo los ojos, intentando enfocar. Durante un minuto, al ver la cara de preocupación de Mathi, pensé que estaba en un sueño y que aquello era el paraíso. Sus ojos denotaban una preocupación por mí que hacía tiempo no había visto. —¿Vero? —dijo con la voz temblorosa mientras me abanicaba. —… —Qué bonitos tus ojos, Mathi. Me palpé el cuerpo para comprobar si todo seguía en su sitio. Recordé que no llevaba ropa interior, y al llegar a la zona de mi entrepierna pude constatar que no estaba mojada, sino mojadísima. Aquello no era normal. Nunca me había mojado así. Estiré el vestido, siendo plenamente consciente de lo que acababa de ocurrir. —¿Estás bien? —siguió interrogándome.

Una de las señoras que veía el espectáculo desde la barrera —un deporte muy sano en España, que siempre se da cuando hay más de cuatro — opinó que debíamos llamar a una ambulancia, que con esos calores no se podía celebrar una boda. Recobré las fuerzas, haciendo acopio de orgullo. Me incorporé. Sentí la mano de Mathi pasando por mi espalda y la retiré de un manotazo. —Quita —dije con furia. Al volverme, vi sus ojos iracundos llenos de rabia. La gente que nos rodeaba fue desapareciendo al percatarse de que no había sido más que un mareo, y entre las cabezas intenté localizar a Meritxel, para darle las gracias por dejarme más tirada que una colilla en un baño infecto. Mathi seguía a mi lado, esperando a recibir alguna explicación sobre lo que había pasado, y sobre todo, sobre lo que estaba pasando. Se incorporó y se apoyo en la piedra de granito que sujetaba los lavabos. No se iba a marchar de allí hasta que le diese una respuesta. Me sentí encajada en una encerrona de

la que me iba a resultar difícil escapar. —¿Qué te pasa? —me preguntó seria y directamente, sin quitarme la vista de encima mientras yo intentaba incorporarme. —¿A mí? —contesté, mientras cogía toallitas de papel para quitarme de encima ese liquido viscoso y asqueroso —. A mí no me pasa nada. ¿Y a ti? ¿Qué cojones te pasa? Mathi suspiró hondamente, como si acabara de enfrentarse a media nación de espartanos juntos. Puso cara de perro pachón, se mordió el labio inferior y asintió con la barbilla. —No soy yo la que ha desparecido por completo de la faz de la Tierra. Acabáramos, ¡que yo había desaparecido! ¡Que yo había desaparecido! —No soy yo la que ha estado toda la noche de juerga y se ha traído un perroflauta a la boda de mi mejor amiga —Mathi abrió los ojos como platos, se acercó a mí hasta traspasar cualquier barrera de espacio entre las dos y

añadió: —No soy yo la que tiene dos colores de pintalabios distintos en la boca. Instintivamente me llevé la mano a la boca para taparla. ¡Como había sido tan imbécil de no evitar algo tan evidente! Mathi era demasiado inteligente como para engañarla con estrategias del tipo “te echo la mierda encima a ver si consigo que no veas nada, y así me quito el marrón de en medio”. Como no tenía explicación posible, o al menos no me apetecía dársela en ese momento, añadí como rúbrica a la discusión: “Eres una hija de puta”, y salí por la puerta del baño recomponiendo mi orgullo herido cuanto me fue posible, para intentar disfrutar de lo que quedaba de fiesta. Que iba a encontrar el amor... ¡Qué amor iba a encontrar allí, querida tía conquense, si tras dejarme follar por tu hija he perdido a la mujer de la que estaba enamorándome perdidamente! Tras el fracaso de la boda de Sonso, tuve noticias de la

primísima en varias ocasiones, ya que la muy... perturbada consiguió mi móvil —todavía no acierto a averiguar cómo— y me llamó día y noche durante semanas, a pesar de mi insistencia en no querer volver a verla. Con la excusa de intentar disculparse por lo sucedido en el cuarto de baño, intentó organizar una cita conmigo que terminó en un intento de violación en su coche, y tras el cual estuve a punto de solicitar una orden de alejamiento en la comisaría más cercana. Para mi suerte, se encaprichó de otra que conoció en una disco del polígono, y no volví a saber de ella hasta que Mariel nos comunicó que iba a contraer nupcias lésbicas, y que nos había invitado a todas, Sonso, Mathi, Sara y ella a que fuéramos por Chueca a celebrar su despedida de soltera. Ante la idea de salir una noche por Chueca, las chicas —todas con las que pude hablar menos con Mathi, que no me dirigía la palabra desde hacía semanas— se mostraron emocionadas. Era un hecho común y conocido en el grupo que todas habíamos tenido experiencias lésbicas, aunque algunas

se negaran más que otras a reconocerlo. A mí la idea de salir por Chueca ni me hacía gracia, ni dejaba de hacérmela; simplemente no quería que todo terminase como en la despedida de Sonso, en la que acabamos siendo escoltadas hasta la estación de autobuses más cercana por dos patrullas de policía y el pene de Sebas. Hablé seriamente con ellas con el objeto de dejarlo todo perfectamente planificado, pero como siempre, me comí el marrón de organizar la cena, el transporte de vuelta y la concurrencia de invitados. Tenía muchas pelotas que le estuviese preparando la despedida de soltera a una tía que estaba loca del coño, y que me había acosado de mala manera hasta la extenuación. Hablé con ellas por separado; con Mathi no, mi orgullo me impedía establecer comunicación alguna. No quería cruzar palabra con ella. Cuanto más lejos estuviésemos la una de la otra, tanto mejor; total, nuestra relación siempre había sido rara de cojones. A ver cómo se explica, si no, que en todo el tiempo que nos

conocemos nunca hayamos establecido ningún tipo de contacto físico. No nos abrazamos, ni nos besuqueamos, ni nos tocamos las tetas; solo nos miramos desde una distancia prudencial, como si en el fondo quisiéramos evitar que el mundo se partiera por la mitad al entrar en contacto la una con la otra. La primera vez que nos tocamos fue la mañana de la despedida de Sonso, y fue porque estábamos borrachas como cubas. No tengo ningún recuerdo sobre esto. Quiero decir, he estado pensando mucho en ello — mientras estaba en la peluquería el otro día, dándole el tinte a una clienta que se pasa la vida allí, quitándose y poniéndose colores en el pelo como si con ello pudiera recuperar su lozanía—; estuve intentando hacer memoria. Quería recordar cuándo fue la primera vez que Mathi y yo nos abrazamos. Como no había manera — porque muchos de mis recuerdos son difusos debido al alcohol—, intenté recordar cuál fue la última. Tras treinta minutos de lapsus mental, varios flashbacks de la adolescencia bastante raros —en los que intentaba

recordar a Mathi y me veía a mi misma tocando las tetas a la Sonso— y dos mechones que se tiñeron de color verde, llegué a la conclusión de que lo nuestro ya era irreparable y eso me asustó. Y me despistó tanto, que la señora que estaba dejándose llevar por la magia de mis manos de estilista de extrarradio se dio cuenta de que la mitad de su pelo era verde, y comenzó a arrancarse mechones con los puños y a gritar como una posesa mental. No hace falta que os diga cómo está el tema del curro: a estas alturas de la película, lo raro sería mantener un puesto de trabajo más allá de los seis primeros meses. Obviamente, aunque la maruja malfollá que me tocó sufrir esa mañana terminó con serias deficiencias en su estilismo, sigo pensando que mi despido fue injusto. Siempre lo he dado todo en el trabajo: venía de empalmada con siete Redbulls encima y aguantaba las doce horas de rigor que tenía que echar de pie, dando la cara frente a un interminable séquito de señoras y señoronas que se ponían en tus manos cada mañana,

con el objeto no ya de que adecentaras una imagen que es el vivo recuerdo del descuido y el desastre emocional que son sus vidas, sino que además la gozaban utilizándote como su terapeuta particular. No se dan cuenta de que las peluqueras solo podemos mejorar lo presente; la sección de ruegos y milagros en la viña del Señor es propiedad de la Virgen del Rocío, en exclusiva. Yo he tenido la suerte de ver muchas caras de mujeres que, pasando la cuarentena, ya no quieren vivir; arrastran sus ojeras, están hartas de que sus hijos las ignoren y sus maridos no quieran follárselas. Yo he visto el dolor, el sufrimiento, la depresión, el hastío y el aburrimiento que trae consigo el matrimonio. Si el paso de los años es capaz de hacerte eso, conviviendo con una persona de la que te enamoraste en algún momento lejano del tiempo, qué no será capaz de hacer contigo cuando hayan pasado veinte años, y te des cuenta que estás despierta al lado de un hombre que te sodomizó una semana antes de vuestra boda. Que no me caso y punto. Me enamore o no, he dicho

que no me caso y se acabó. Ni en nupcias hetero ni en nupcias lésbicas. No entiendo a las mujeres; desde que era pequeña, siempre quise cuidarlas y una manera de hacerlo era peinándolas y maquillándolas. Por eso me hice estilista, porque era divertido resaltar la belleza de la mayoría de mis amigas. Dejó de tener su gracia cuando descubrí lo que hace el paso de los años en la gente. Cada despedida de soltera es lo mismo: me paso las tres primeras horas en las que estamos todas juntas intentando convencer a la novia de que no lo haga. Sé que suena cruel, pero yo conozco la diferencia entre una mujer que tiene tiempo para dedicárselo a si misma, y una mujer que el tiempo que tiene se lo dedica a los demás, y existe un abismo entre ambos tipos de personas. Lo intento con todas mis fuerzas, lo juro. El día que Sonso me contó que iba a casarse con el Paleta por poco no me da un pasmo. Estuve las dos horas que tardé en adecentar su pelo intentando convencerla de

que no lo hiciera, y que no lo hiciera, y que no lo hiciera, pero no hubo manera. A cada nuevo argumento que yo ponía encima de la mesa, o a cada historia de frustración que le contaba —que había escuchado en la pelu y exageraba—, ella respondía con un rotundo: “Ya, tíiiiaa, pero es que mi prima Meritxel se ha prometido y lleva menos tiempo de novios que el Manu y yo”, mientras crujía sus mentones con un bola de chicle enorme. La prima primísima… ¿Cómo no? Tenía que salir a escena siempre. Anda que si llego a saberlo el día de tu boda. Si llego a saber que cuando tú pensabas que se había reformado y estaba viviendo una vida normativa, su prometido la había pillado en varias ocasiones con mujeres distintas en el piso que acababan de comprarse, y la había mandado con su madre a Cuenca. Si lo llego a saber, iba a dejar que se me sentara a mi lado en tu boda, o que me tocara la pierna, o que se acercara a mí en el baño, o que me engañara para meterme en su coche y después sacarme un vibrador negro de 20x8 con el que pretendía desvirgarme otra

vez. Yo creo, sinceramente, que Sonso no se da cuenta de las cosas, igual que la primísima; que sencillamente les falta como un chip, un hervor, una conexión neuronal que les hace pensar como personas normales. Y ahora se casaba. La primísima había encontrado a otra tía más loca que ella todavía, a la que por lo visto había enseñado su arsenal de vibradores y había hecho más feliz que a Fofito en sus años dorados. Era lo que correspondía, claro está. Esto era lo que tocaba, después de un noviazgo de relámpago y con el objeto de aprovechar la millonada que había tenido que soltar su exnovio para quedarse con la casa que era de los dos cuando estaban prometidos; lo que correspondía ahora era fundirse la pasta en un viaje de ensueño con una tía que no conocía de nada. Para otra cosa no, pero para esto del matrimonio, las chicas somos muy competitivas: en cuánto una se casa, el resto pierden el culo por correr hacia el altar como locas, lo mismo pasa con los críos. Se vuelven todas imbéciles perdidas. Ven un bebé y se les cae la baba. Hablan al pobre crío como

si fuera tonto, y digo yo, ¿cuesta mucho trabajo tratar a un niño como lo que es, en vez de como si fuera idiota? Es que no puedo, de verdad, no puedo con los corrillos de marujas que se forman alrededor del coche de un niño. Estoy segura de que si existiera una botón rojo en cada carrito de “Reorganizar el mundo”, cada bebé de este mundo lo apretaría. Lo apretaría. Si yo fuera ellos, lo haría. Creo que si supiéramos lo que en realidad piensan de nosotros, recuperaríamos el sentido común…, por muy poco común que este nos parezca, cuando se desata nuestra Jenny de la jungla al ver un coche de paseo infantil. El caso es que no pude hacer nada para evitar que la Sonso contrajera nupcias con el Manu, a los hechos me remito; esto me trajo serios desórdenes en mi vida, como por ejemplo perder mi trabajo y el plácido sueño que tenía desde que era niña. No estaba dispuesta de ninguna manera a volver a pasar por algo parecido a lo que me había tocado vivir la noche de despedida de soltera de Sonso, en la que terminé abrazando un pene

de mi pasado y planteándome cuál sería la mejor manera de evitar para siempre a Mathi. Puse todas las cartas sobre la mesa y dejé muy claro a Mariel, Sara y Sonso que bajo ningún concepto estaría dispuesta a pasar otra vez por el bochornoso espectáculo de caminar delante de un coche patrulla, descalza, con el vestido acartonado y oliendo a cubata. Interiormente, me repetía a mi misma que no me quedaría a solas con la primísima, no fuera a ser que, en un ataque de nostalgia, le diera por secuestrarme de nuevo en un baño y hacerme otra llave de kung-fu para desmayarme y violarme después. Los días fueron pasando lentamente. Cada uno a su paso. Yo seguía electrónicamente todos los cambios de estado de Mathi, pacientemente esperando el momento en el que abriera una rendija a mi esperanza y me dejara de nuevo entrar en su vida. En muchas ocasiones abrí su perfil de WhatsApp. La última conversación conocida que habíamos tenido fue la de antes de la despedida de la Sonso, diciéndonos la hora a

la que quedaríamos esa noche. Entraba para ver cómo iba cambiando su foto; siempre, en cada una de las instantáneas que colgaba, la encontraba guapísima, sentía el impulso de hablarle, de intentar contactar con ella aunque fuera mediante ese pedacito de chat que nos quedaba, pero mi orgullo, mi miedo y mi cobardía me hacían escribir y borrar frases continuamente. Una noche en la que volví de vagar por el parque en busca de tabaco del chino que vendía en la esquina, vi que había colgado en la foto del chat una imagen suya con el perroflauta. Él se reía con la amplia sonrisa del vencedor tras una cruenta batalla, y ella permanecía seria, inamovible, inapelable. Como era siempre. Una persona meditabunda y seria, que devoraba tantos libros que no cabrían en la biblioteca del barrio. “Nunca te dejaré”. Borré la última conversación que habíamos mantenido antes de que a las dos se nos fuera por completo la olla, e hipotecáramos lo que había sido una bonita amistad por un sentimiento salvaje y despiadado que nos había destrozado por completo.

Esa noche lloré. Lloré mucho porque no iba a volver a verla, porque no sabía si iba a venir a la despedida de la primísima, y no quería estar entre todas y que ella no formara parte de eso. Lloré porque la echaba de menos, porque me sentía segura a su lado, porque me hacía pensar en cosas en las que el resto de las personas que me rodeaban no atinarían siquiera a adivinar. Lloré porque se había ido la Mathi, niña que me miraba con esa ternura que me deshacía por dentro; porque crecer, hacernos mayores y volver a la rutina de un barrio que no es nada para el mundo, haría que en el futuro —tal vez unos veinte años más tarde— nos encontráramos comprando el pescado en el mercado, y no fuésemos capaces de volver a ser las que éramos. De pequeñas, siempre habíamos dicho que queríamos vivir las tres juntas. Ahora Sonso se había marchado de nuestro lado, y Mathi y yo continuábamos sin hablarnos. Me levanté como un fantasma, intentado encontrar todas las partes de mí que estaban desperdigadas por la

habitación. Me puse la ropa del día anterior y me dispuse a afrontar el mediodía y la noche que me esperaban, puesto que en unas horas, todas (o casi todas) estaríamos en Chueca y aledaños dándolo todo. Cuando una está en paro y vive con una madre, que ha nacido en el año 1950 y cuyo objetivo principal en la vida es seguir la obra y milagros de los tertulianos de Sálvame, Sálvame de Luxe, Sálvate si puedes o Salva a aquel si te da la gana, una aprende ciertas cosas en la vida acerca de lo que puedes ocultarle a tu madre y lo que no. Dicen que las madres conocen a sus hijos, que en el parto reciben un manual de instrucciones del tamaño de la Wikipedia. Es cierto. Tras mi despido, la marcha de Sonso a otro barrio, el retorno de Sebas de forma constante a mi móvil, el acoso despiadado de la primísima y mi pertinaz insistencia en mostrarme como un témpano de hielo con Mathi, mi madre —que tenía la mosca detrás de la oreja desde hacía un par de semanas— me sentó en la cocina tras una comida copiosa, con el objeto de ahumarme con su tabaco de

liar, y ya de paso, sonsacarme qué demonios era lo que me hacía andar cabizbaja por la casa como si fuera un fantasma. Yo no sé por qué las madres siempre eligen el momento de después de la comida para intentar que confieses. Esto debe ser una técnica de persuasión que han leído en alguna parte, porque seamos realistas, ¿a quién le apetece discutir con el estómago lleno, y esa placentera sensación de que tu madre te ha hecho las mejores croquetas del universo? Hay pocos momentos en la vida en los que yo me echo a temblar, pero uno de ellos es cuando mi madre pone la cafetera después de la comida, y saca sus artilugios de liar el tabaco…, porque sé, por pura experiencia, que si va a fumar más de un cigarro es porque tiene la intención de hablar. Yo no fumo, no fumo porque desde siempre me ha parecido un vicio insano, molesto y decadente. En el comienzo de los tiempos cinematográficos, fumar esos largos cigarrillos de color marrón era un signo de

glamour. Mi madre era adicta a ese tipo de tabaco; lo fumaba con una boquilla larguísima, con los labios pintados de rojo, perfectamente maquillada, espectacularmente vestida. Ceñida, atractiva, siempre dispuesta para la mirada ajena. Con ese orgullo castizo de barrio marginal tatuado en las leves arrugas que dibujaban sus ojos. De joven, era una mujer atractiva y encantadora, cuya voz aterciopelada era la envidia del patio de vecinas. Tenía ese estilazo propio de las estrellas. Cuando era una niña, pensaba que mi madre era una actriz de cine como las que salían en las películas. Resultaba una imagen bellísima ver cómo introducía esa fina boquilla en su boca y expulsaba chorreras interminables de humo avainillado al cielo. Mi padre solía mirarla embobado mientras fumaba. Ella siempre le decía lo mismo: “No me mires, que me

desgastas”, acentuando mucho la última ese, arrastrándola al final de las chorreras de humo que invadían las habitaciones de casa. “No me mires, que me desgastas”. “Nunca te dejaré”. Hay una cosa que la gente no soporta. Puedes tener mil defectos, mil cosas que hacen que te distingas para mal de los demás, pero cuando hay una cosa…, cuando hay una sola cosa que te hace diferente y especial, la gente —esta aberración en la que se ha convertido la humanidad— salta encima de ti en masa, como un bloque de pirañas dispuesto a descuartizarte. Mis padres se querían. Puede que no se entendieran, que no fueran capaces de comunicarse, que se pasaran la vida peleando y reconciliando pasiones, pero se querían. Yo lo sé, porque conviví en la misma casa en la que hacían el amor de manera salvaje y en la que discutían como bestias, hasta el día en el que él se marchó por la puerta y no volvió más. Hasta el día en que él le dijo que estaba harto de ser un segundón en su vida, de no poder caminar con ella hacia el altar, de

no poder mostrarse como su marido, y no volvió más. Hasta el día en el que lo que los demás pensaban se interpuso entre ambos, y tuvo más peso la opinión de la gente que les rodeaba, que todo lo que habían sido capaces de construir juntos. Y mi madre dejó de pintarse, sí. Dejó de peinarse y de hablar con la gente. Se encerró en casa y no quiso trabajar más. Bueno, ni quiso trabajar más, ni quiso hacer nada. Solo esperar a que él entrara de nuevo por la puerta y le pidiera matrimonio. Es increíble la cantidad de cosas que pasan alrededor de un hábito. Un día tienes un elegante cigarrillo avainillado entre tus labios, y veinte años después, estás preparando la cafetera y liando el tabaco más barato del estanco para hablar con tu hija, e intentar que quien quiera que sea la persona que está a punto de dar un portazo en su vida, no lo haga. Hace falta fumar mucho para entender de lo que es capaz una madre. Era una tarde bastante calurosa aquella de agosto;

estábamos casi a finales del verano, pero el calor no daba un minuto de tregua. La cafetera, mi madre, su máquina de liar tabaco comprada en los chinos y yo guardábamos silencio. Dándole el pésame, tal vez, a la desoladora humedad que corría por los azulejos de nuestra cocina. He visto los mismos azulejos durante veinte años. Son tan pequeños y cuadrados como la palma de una mano, y de un color amarillento debido a la cantidad de grasa que han ido acumulando. Mi madre ha pasado muchas de las tardes de su vida limpiando los azulejos de la cocina, como si con cada pasada de la bayeta fuese a sacar a relucir algún pequeño secreto escondido tras la pared de casa. El gas butano hacía su trabajo en el fogón de la cocina, mientras que la humedad concentrada en aquella vieja y pequeña estancia convertía esa pared llena de palmas de mano de cerámica en el espejo borroso más extraño que pudiéramos desear. Las gotas de sudor resbalaban por la frente de mi madre. En la raíz de su pelo habían comenzado a salir

algunas canas que delataban el paso de los años. Sobre todo de los últimos años, en los que la mala situación económica que estábamos viviendo nos hacía envejecer casi a la vez. Ya tocaba repasarle el pelo, pensé para mí misma y, distraída por la vibración de mi móvil, retiré los ojos de su campo de visión. De soslayo pude ver como alzaba la cabeza y suspiraba; pude sentir sus pequeños y oscuros ojos penetrando en mí. —He visto a Mathi —señaló preocupadamente mientras terminaba de liar el último cigarrillo. —Ya... —Sostuve la respiración un segundo, intentando controlar la entonación mientras me secaba el sudor de la nuca—. ¿En el parque? —pregunté sin demasiado interés. —En el parque —afirmó mi madre. —Vale —Noté cómo mi piel se tornaba de un color rojizo, y cómo mi pulso saltaba en mi cuello; parecía que un millón de peces salvajes hubiesen conquistado un nuevo estanque dentro de mis arterias. No podía mirar a mi madre a los ojos. No podía mirar a mi propia madre

a los ojos. Continué navegando con el móvil, intentando distraerme de la conversación en la que mi madre se empeñaba en meterme. Cinco cigarrillos recién liados sobre la mesa delataban claramente su intención de mantener aquella charla madre-hija hasta que escupiera por mi boca la primera palabra que había pronunciado. Al entrar en Facebook, vi la foto de su perfil. Llevaba una camisa roja, del color del carmín que solía ponerse. No pude evitar pensar que estaba guapísima, que el color rojo siempre le favorecía. Destacaba sus exóticos rasgos morenos. Era una auténtica tortura tener que verla por todas partes, Facebook, Twitter, Tuenti. Saber minuto a minuto lo que estaba pensando, y tener que seguir evitando a cada momento marcar su número, llamarla, escuchar su voz. Hablar con ella de una jodida y santa vez, y terminar con aquella tortura. Me fijé en la notificación que salía en pantalla: Mathi ha cambiado su estado de “Soltera” a “Es complicado”. Se me nubló la vista. “Cómo que es complicado? ¿Qué cojones es eso

de que es complicado? ¿Desde cuándo tiene Mathi una situación complicada? ¿Cómo puede considerar que estar con el perroflauta es complicado, si es más simple que el mecanismo de un chupete? La furia comenzó a subir por mi estómago como el torrente de un río desbordado por una tormenta primaveral. ¿Complicado? Mis cojones si que eran complicados. Los tenía hinchados, bien hinchados. No podía más, sentía que iba a explotar en cualquier momento. La carga, el peso del secreto que llevaba encima era tan denso, que me impedía respirar. Una cosa era soñar con ella, o tocarme pensando en ella, y otra cosa bien distinta era reconocer que me estaba enamorando. Yo nunca me había enamorado de nadie. Dolía, y eso no me gustaba nada. Pasaba muchas horas al día pensando en la manera de librarme de aquel sentimiento que se había instalado dentro de mí. Había una permanente lucha en mi interior, entre no volver a perseguirla por la redes sociales e intentar volver a nuestra situación y relación anterior —la de dos amigas que se lo pasaban bien

juntas, y eran completamente heterosexuales—, o plantarme frente a ella y, a riesgo de ponerme en evidencia, terminar con aquella tortura. Había momentos, flacos momentos, en los que me planteaba pedirle perdón por la escena del baño, por mi actitud…, pero no tenía forma de explicárselo sin descubrirme y ponerme en evidencia. ¿Complicado…? Una posible solución a aquel despiporre de energía que malgastaba intentado averiguar cada uno de los pasos que Mathi daba (sin que Mathi se diera cuenta) era eliminar la tarifa de datos. Total, era otra de las cosas que tendría que plantearme abandonar si no encontraba trabajo pronto. En la última semana había ido a alguna entrevista, pero Madrid sería una ciudad desierta hasta finales de Agosto; el calor, la impresionante solana que caía

a mediodía, desanimaban a cualquiera a buscar trabajo. La cafetera estalló en un agudo pitido. Constante, molesto, iracundo pitido. Como la rabia que me brotaba por todos los poros de la piel. Al oler la cafeína bullendo en sus últimos latigazos, comencé a salivar. Necesitaba una dosis de café helado, súper azucarado. Hacía mucho tiempo que no conseguía mantener mi tensión en orden: tan pronto tenía todas la venas de la cabeza a punto de reventar —como en ese instante—, o sentía que iba a desvanecerme de un momento a otro. Me pasaba el día intentando no acordarme del momento en el que cogió mi mano y algo reventó dentro de mí. Me pasaba el día intentando olvidar el tacto de su piel, el olor de su piel en la palma de mi mano. Su mirada confusa, difusa, extraña hasta para mí, que la conocía desde hacía tantos años. Mi madre rompió el silencio que yo había instalado para meditar sobre mi fechorías interiores.

—¿Quieres? —Me extendió un cigarrillo recién liado. Estrecho y aún húmedo por su saliva. Chasqué la lengua. —Mamá, sabes que no fumo —Se sonrió y asintió con la cabeza. —No fumas, y esta noche sales con tus amigas — Arqueó las cejas. —Nah…, un ratito a la despedida de la prima —Al recordar sus dedos dentro de mí se me erizó la piel. Intenté mantener la sobriedad. —¿Mathi va? —Levanté ambas manos con las palmas hacia arriba, lanzando un interrogante al aire. El móvil comenzó a vibrar de nuevo. Vi cómo Sebas todavía no se había dado por enterado de la nueva situación en la que nos encontrábamos: esta era que el hecho de abrazar a una antigua amante, con el pene al aire, en un parque público, mientras la policía se empeñaba en detenerle por escándalo público, no le convertía en novio de nadie. Tiré el móvil contra la mesa, haciendo caso omiso de los

doscientos treinta mensajes que me había dejado en la última semana. Harta de depender de un aparato que últimamente me traía más desgracias que alegrías, expulsé un bufido al aire. —No lo sé —afirmé irónica—. No puedo saberlo, anda perdida con el perroflauta —Perdí la cuenta y eché cuatro cucharadas al café, que quedó dulcísimo e imposible de tomar a esa temperatura. Busqué el hielo con la mirada, pero después recordé que desde hacía una semana ya no teníamos congelador. —¿Con el perroflauta? —preguntó mi madre, mirándome por encima de sus gafas de liar tabaco. —Sí, con el perroflauta —Y me quedé pensando en mis cosas mientras me quitaba la piel muerta de la pierna. Hay veces que una madre te mira y tú sabes, por la forma en la que te está mirando, que lo sabe absolutamente todo. Sabe incluso más de lo que tú llegarás a saber de ti misma. Esa tarde, mientras la cafetera explotaba en un agudo molesto y la máquina de liar cigarrillos se quedaba atascada con el último

papel, y en realidad los azulejos no parecían azulejos, sino espejos de papel que se derretían al contacto con el calor y la humedad de un extraña tarde de verano, en la que ya no tenía trabajo, no tenía amantes, no tenía amigas y no tenía nada, mi madre me dio el mejor consejo que me han dado en mi vida. —Llámala. Nos quedamos en silencio. Ella cogiendo mi mano mientras el móvil no paraba de taladrar la mesa, y yo intentado contener las lágrimas que habían comenzado a brotarme sin que me diera cuenta. Por supuesto, ignoré el consejo que me dio y me dediqué a hacer caso omiso de todas las notificaciones electrónicas que recibía en el portátil y en el móvil. Abrí un libro que me había regalado Mathi hacía unos años, El guardián entre el centeno, y que en un momento determinado del tiempo me pareció de lo más infumable y cansino. En ese momento del pasado me parecía mucho más atractiva la idea de hacer frente común en el botellón del barrio junto a Sonso, que

pasarme las tardes leyendo aquellas páginas repletas de la desgracia de un pobre chaval que se consumía en sueños que nunca llegaba a realizar. Pasaron las horas; yo también quería ser el pelirrojo que velaba en la cumbre de un trigal por aquél puñado de almas, que parecían querer salir huyendo de una realidad que no entendían. Terminé el libro. Abrí la primera página y vi la letra adolescente de una Mathi que se había molestado en hacerme un regalo distinto a lo que solía ofrecerme la gente que me rodeaba: Solo darte las gracias por seguir a mi lado. Y una rubrica insegura debajo. Yo nunca te dejaré. Había llegado la hora. Me arreglé sin demasiada efusividad, puesto que la única persona que me apetecía que estuviera no iba a aparecer en el evento, y tampoco quería que me entrase cualquier lesbiana federada para darme un beso de tornillo del que no pudiera zafarme. Yo no era lesbiana, solo me gustaba Mathi. Tenía un pequeño cuelgue, un sentimiento

pequeñito que estaba naciendo dentro de mí, pero que yo estaba en situación de controlar. Me puse mis pantalones piratas negros, mi camiseta de la mujer maravilla de rallas rojas y blancas, y unas romanas negras de suela plana. No quería terminar con los dedos de los pies dormidos, como la noche de la despedida de Sonso. Bajé al parque; Sonso, Mariel y Sara esperaban en el banco en el que solíamos quedar antes de que todas tuviéramos móvil, y nuestra vida se hubiera convertido en un caos. No pregunté por Mathi. Estaban todas guapísimas: se habían puesto de tiros largos, y yo con esas pintas de sport... ¡Que no me apetecía ligar con nadie esa noche, y punto! Me parecía que el mundo de la lesbolascivia era demasiado dramático para mí, y no me quedaban ganas para entrar en ningún tira y afloja. Solo quería cenar, beber y divertirme hasta que amaneciera para volver a mi cama, mi casa, mi mamá y sus croquetas. Cogimos un taxi que nos llevó a un restaurante erótico en la zona de Nuevos Ministerios, y que tenía

espectáculos para ellos y para ellas. Al llegar a la puerta encontramos otras dos decenas de chicas, todas monísimas y arregladísimas, que esperaban a Meritxel, el clon feo y perturbado de Sonso. Me sentí como el patito feo. Entre la amplia concurrencia de almejas del lugar no pude encontrar a Mathi, y di por sentado que al no haberla invitado yo —que fue a quien le cayó el tremendo marrón de organizar la despedida de soltera de la primísima—, no se presentaría al evento. Estaría dándose piquitos en el Retiro con el perroflauta, mientras aprendía a tocar la guitarra o se hacía unas rastas. Durante un segundo tuve la intención de consultar Face para ver como andaba todo; bueno, Face o Twitter o Tuenti o el correo electrónico, pero en el último instante bloqueé la pantalla, asumiendo para mis llorosos adentros que lo nuestro definitivamente estaba roto. La cena discurrió como era debido, con el cachondeo propio de veinticinco tíiiaaas que se han ido de farra sin parejas que las coarten. Casi todas las amigas y

familiares de Meritxel estaban igual de zumbadas que ella, por lo que llegué a la rápida conclusión —tras una botella de vino de la casa— de que estaba impreso en su código genético. La s strippers y camareras ya ni se acercaban a la mesa, después de la escenita del segundo plato en la que Meritxel, con todo su coño gitano, enganchó a una de ellas y, retirando bruscamente los platos de la mesa, la tumbó de espaldas abriendo sus piernas en canal, mientras simulaba un acto sexual tan pornográfico y decadente que los demás strippers masculinos acudieron a ayudar a su compañera. En ese instante quise autoborrarme de la faz de la Tierra, y me prometí a mí misma que jamás volvería a salir con ninguna de ellas ni a por una barra de pan a la esquina. Tras el espectáculo erótico, en el que finalmente a la primísima le designaron un stripper masculino para evitar otra escenita como la acaecida momentos atrás, nos encaminamos a Chueca, vía subway, ya que era la mejor opción de no perdernos las unas de las otras, al

mismo tiempo que la más barata. A estas alturas de la noche, yo ya estaba como una cuba y no sabía dónde me tenía. Me dejé llevar por el grupúsculo de amigas bolleras de la futura novia, que le tocaban los pechotes y el culo a cada momento sin que ella mostrara el más mínimo gesto de incomodidad. Reía sin parar, presa de una efusividad histriónica propia de una desequilibrada emocional. Al fin, terminamos en un local muy raro y plenamente oscuro en el que yo misma había contratado una fiesta y barra libre, y del cual ni me acordaba. Allí había chicas de todos los tamaños, colores y nacionalidades, pero lo que fundamentalmente primaba era la “chica mastodóntica”. Totalmente ebria, aposenté mi prieto culo en un taburete blanco que ideaba meter en el bolso y llevarme a casa, porque me pareció el complemento ideal para dejar mi ropa cada noche que me desnudara al acostarme. Tomar asiento no había sido una buena idea. Aquello debía de ser una especie de mensaje para que las chicas

que estaban libres se acercaran a ligar conmigo, y en más de una ocasión tuve que sacar mi yo más borde y antipático para alejar el desfile de niñas de diferente índole, que pretendían meterme la lengua hasta el garganchón. Harta de tener que hacer la cobra cada dos minutos, terminé mi quinto cubata y me levanté haciendo eses hacía una minúscula pista de baile en la que Meritxel y sus bollo-colegas se rozaban los pezones sin ningún tipo de contemplación. Con un clásico de los setenta mezclado con house, comencé a moverme, dejando que las ondas de la música invadieran mi cuerpo y me llevasen durante un par de horas a un sitio en el que no tuviera que sufrir la infranqueable pérdida de Mathi. Noté cómo una mano rodeaba mi cintura y seguía el compás de mi ritmo de baile, como si conociera perfectamente cada uno de los movimientos que ejecutaba o estaba a punto de ejecutar. Un olor familiar me invadió, y por un momento pensé que estaba flipando. La forma de moverse de aquella chica, de bailar detrás de mí; su olor, la textura de la piel de su

mano y la manera en que ejercía presión sobre mi cintura me resultaba tan familiar, que no pude resistirme a dejarme arrastrar por aquel sueño, aquel momento de felicidad en el que creí estar siendo acariciada por ella. La echaba tanto de menos. Me había dado cuenta tarde de ello, pero la echaba muchísimo de menos; tanto, que apoyé mi espalda en su pecho y me dejé llevar por el abrazo tranquilo, experto y acogedor de una mujer que no parecía ni tan joven, ni tan desconocida como yo luchaba por creer. Me retiró el pelo del cuello; con un brazo me sujetaba por la cintura, mientras nos movíamos al ritmo de un Let the Sunshine in que parecía totalmente distinto a como lo había escuchado otras veces; y con el otro…, con el otro iba rompiendo todas esas barreras que yo había levantado, y que ahora ya no me valían de nada. Sentí sus labios suaves y carnosos en mi piel. Una lluvia caliente fue abriendo paso a todas las defensas que pudiera tener, y decidí en ese mismo instante que la delicadeza, la sensibilidad y el respeto con el que me estaba tratando

aquella chica merecía que le diera, al menos, una oportunidad esa noche. Fue subiendo por la curva de mi cuello; parecía conocer lo que me gustaba a cada instante, mientras sus labios dibujan un camino en mí que necesitaba descubrir. Noté su aliento. Olí su aliento. No podía ser. No podía ser ella. “Yo nunca te dejaré” , me dijo al oído, y al girarme vi sus ojos acuosos. Sentí cómo sus manos cogían mi cara y cómo sus labios, los labios que tanto había deseado y odiado, se mezclaban con los míos, y encendían un fuego de emoción que ya no sabría como extinguir.

Maribel Ortiz Nacida en Barcelona, Maribel Ortiz es diplomada en Criminología y Política Criminal (UB) y en Investigación Privada (UB). Apasionada de las artes marciales desde la más tierna infancia, es instructora en varias disciplinas

(entre ellas Taekwondo, Defensa personal y Defensa Policial). Atesora un buen número de medallas en competiciones nacionales e internacionales. twitter.com/MABEL_LaCerrojo Maribel Ortiz La tormenta se aproximaba y los relámpagos iluminaban el oscuro cielo de Barcelona. Los gatos se resguardaban bajo los coches y las hojas caídas por el viento revoloteaban por los callejones, danzando a sus anchas. Dina dormía como una niña, sin pensar en su destino programado. Un vuelo con escalas le esperaba a las ocho de la mañana, un viaje que cambiaría su vida para siempre. —Cariño, tienes que levantarte, son las seis, si no te das prisa perderás el vuelo. —Cinco minutitos más, porfi... — dijo Dina aferrada a su almohada. Ring ... ring... ring... —Dina, el teléfono está sonando. —Cógeloooooo... Por lo que más quieras, un minutito

más. —Hola, ¿quién es? —preguntó Elsa. —Soy Carlos —respondió el entrenador de Dina—. En media hora paso a recogerla, intenta que no llegue tarde o subiré yo mismo a por ella. —Seguro que a ti te hace más caso —contesto Elsa sonriendo. Elsa tenía un fuerte carácter y no solía repetir las cosas dos veces; se levantó de la cama, se dirigió a la puerta de la entrada de casa, la abrió y DING, DONG… DING, DONG... —¡Dina, levántate, corre, tu entrenador está llamando a la puerta! —¿Qué? —dijo Dina sobresaltada mientras brincaba de la cama. —Que son las siete. Nos hemos dormido. —No, no..., no puede ser... ¡Joder, odio madrugar! Elsa comenzó a reírse, le parecía gracioso ver a su pareja desorientada. —Ja, ja, ja, ja, ja, ja... Cariño, ¿no sería mejor que las bragas te las pusieras antes que los pantalones? —

preguntó Elsa—. —Tranquila, que tu entrenador llega en media hora. Son sólo las seis. La mirada de Dina lo decía todo. —No me mires así, que das miedo. Te prepararé el desayuno, desagradecida —apuntilló con recochineo Elsa. Elsa preparó un delicioso desayuno, mientras Dina se daba una ducha rápida. Zumo de naranja natural, leche con Cola Cao, café descafeinado, sobaos, tostadas con queso fresco y mermelada de arándanos. —El desayuno está listo. —Gracias cariño, creía que me iba a dar un infarto; no me lo vuelvas a hacer o tomaré medidas drásticas —dijo mientras apartaba los rizos de la cara de Elsa y besaba sus labios con suavidad —. Elsa, me hubiese encantado que estuvieras a mi lado. Sabes lo importante que es para mí el campeonato. —Lo sé, lo sé..., pero no sé cómo tengo que decírtelo: tengo trabajo y no puedo ir. —Eso dices siempre, y cuando te busco en las gradas y

no te veo, pierdo las fuerzas, las ganas de seguir luchando… —No seas niña... Eres fuerte y conseguirás lo que quieras. —No se trata de eso, lo sabes; te necesito y necesito que estés conmigo. Será un día muy especial y quiero compartirlo contigo, con la persona que más amo. —Cariño, ya me ves todos los días. Me faltan horas para llevar mi trabajo a cabo. —Lo sé... Valoro lo que haces, pero pasado mañana no estarás y te echaré mucho de menos. Elsa era muy zalamera y siempre se salía con la suya. Acariciaba a Dina, la besaba, le prometía que estaría a su lado en los momentos más importantes pero casi nunca cumplía sus promesas. —Cariño, te llamaré. En ese instante llamaron a la puerta. ¡PON, PON, PON…! Carlos aporreó la puerta con el puño. —¿Por Dios, este hombre no sabe tocar el timbre? —

masculló furiosa Dina mientras masticaba su tostada. —¡Hola chicas! —saludó Carlos mientras les daba dos besos a cada una —. Tengo el coche mal aparcado y no me fío de tus compañeros, así que no nos podemos entretener. A Elsa nunca le había caído bien Carlos: pensaba que pasaba demasiadas horas con Dina y que se llevaban excesivamente bien. Sentía celos de la confianza que se tenían. Después de cuatro horas diarias de entrenamiento antes de llegar a casa, muchas veces quedaban para tomar algo y se pasaban horas hablando. Algunas veces los había seguido. Elsa siempre había pensado que Carlos estaba enamorado de Dina y no se atrevía a decírselo. Dina besó con tristeza a Elsa antes de salir. El corazón se le partía cada vez que se separaba de ella. —Mucha suerte cariño, eres la mejor —susurró a Dina en el oído mientras la abrazaba. —Te quiero, ¿lo sabes? —dijo sin quitarle la mirada a Elsa.

—Lo sé mi amor, y ahora quiero que te olvides del resto del mundo y te centres en lo tuyo. Carlos ya había bajado y hacía sonar el claxon. Conocía las despedidas de las lesbianas, ya lo había vivido en otras ocasiones con Dina y sabía que después de despedirse seiscientas ochenta y siete veces no tenían suficiente. En el coche esperaban Steven y Leo. Steven era un chico muy gracioso: llevaba rastas cortitas que dejaban ver su bello rostro y sus grandes ojos rasgados, oscuros como la tierra y rodeados de un blanco nacarado que lo hacían muy atractivo. De raza africana, y adoptado por una humilde familia española a los cinco años. No sabía nada de su pasado ni de su familia. Dina lo conoció por primera vez sobre un tatami, e imaginaos la cara que se le quedó: 1,62 metros de mujer con 66 kilos de peso, junto a un compañero de 1,90 y 100 kilos de músculo concentrado. Era divertido verlos juntos. Leo era todo lo contrario a Steven: un rumano rubio de

ojos claros, piel pálida, cara de niño y cuerpo de Geyperman. 1,82 metros y 89 kilos. Entre sus aficiones destacaba el rap. Era una tortura viajar con él; hacia rimas de cualquier cosa. Leo, antes de conocer bien a Dina, había intentado ligar con ella en varias ocasiones, pero parecía que no pillaba por donde iban los tiros. Dina fue muy sutil: una tarde, cuando salieron de entrenar, Leo acercó en coche a casa a Dina con la idea de conseguir algo más. Dina se adelantó a sus intenciones y sacó un USB del bolso. —¿Me dejas que te enseñe lo mejor del rap? —pidió Dina, desafiando la cultura musical de Leo. Leo la miró con el ceño fruncido y subió el volumen a toda marcha. —A ver, qué es eso tan bueno que tienes que enseñarme. —Presta atención, porque es una rapera con mucho talento y deberías aprenderte sus versos antes de ligar con una chica —respondió Dina casi gritando por encima de la música.

Leo escuchó atentamente y empezó a ponerse colorado…, bueno, más bien morado. Se sentía ridículo. La rapera era Mar Bastet, sus versos eran lésbicos, sus palabras directas y el contenido de sus canciones muy subido de tono. Sobre todo para ser escuchado por un hetero-Geyperman, al lado de una lesbiana con la que constantemente intentaba ligar, en su descapotable, con el sonido a toda marcha, esperando que cambiara el semáforo para perder de vista al coche de policía desde el que lo miraban sin dar crédito a lo que estaban escuchando. —Tienes las orejas rojas —bromeó, intentando aguantar las carcajadas—. ¿A que es buena? Leo casi no podía hablar. Estaba tan cortado, que no se atrevía ni a volver la cabeza para mirarla. —Sí, sí... Es buena, no cabe duda, pero... —¿Pero qué? —Queeeee... Que lo siento, no sabía que te gustaban las mujeres. —No, si no me gustan —respondió Dina contundente.

—¿Ah no? —No, no me gustan, me encantan — Dina empezó a reírse, casi llorando de pensar en lo ridículo de la situación. —Ja, ja, ja, ja, ja, ja... Soy un idiota, ja, ja, ja, ja, ja... Nunca lo hubiese imaginado. —Leo, por Dios, eres un encanto y estás muy bueno. ¡Bueno, eso dicen mis amigas heteros! Pero yo solo veo un cuerpo espectacular y un amigo. —¿Pero por qué no llevas camisa de cuadros y el pelo corto? —No me lo puedo creer, eres un gilipollas —soltó al bajar del coche. —Ja, ja, ja, ja, ja, ja... Que es broma, mujer; después de la hostia que me he pegado contigo, deja que me ensañe un poco. Anda, dame un beso de amigo y descansa para mañana, que será un día duro. —Te odio, tontorrón, pero me encantas. No te preocupes, que no le contaré nada a nadie. —Todo un detalle por tu parte, bonita.

Steven y Leo llevaban entrenando con Dina más de siete años. Entre ellos siempre estaban de broma, se respetaban y se protegían. —Vamos Dina, que no llegamos. El avión sale en hora y media —apremió Carlos. —Hola chicos. —Hola —respondieron adormilados, apoyados en el capó del coche. —Carlos, las mujeres no deberían competir, siempre llegan tarde y no entiendo por qué se traen tantas maletas, si solo estaremos fuera tres días — protestó Steven intentado picar a Dina. —Encanto, las toallitas toteras no me caben en el bolso —respondió Dina. —Ja, ja, ja, ja, ja... Chúpate esa, Steven —rió Leo. —De verdad que los chiquillos de quince años tienen más personalidad que vosotros; anda, subid al coche que me entran ganas de dejaros en tierra — murmuró el entrenador.

El viaje fue agotador, había muchas turbulencias y Dina odiaba volar, así que intentó dormir para hacerlo más llevadero. Al llegar a Tailandia, Leo despertó a Dina para que viera las vistas tan hermosas que solo se podían apreciar desde el aire. Se quedó sorprendida, no podía apartar la vista de la ventana a pesar de su miedo a volar. Si tuviera que describir en una palabra Tailandia, la palabra sería exótica. Por los colores verdes de la jungla; por las zonas pantanosas en las áreas más costeras; por sus árboles tropicales; por su único río que desemboca en el mar, el Mekon; por el color azul intenso del mar; por sus ruinas y templos; por las siete maravillas de Tailandia y por mil sensaciones más que sentía casi rozando las nubes. Todos los competidores se alojaban en el mismo hotel y comían en el mismo restaurante. No era aconsejable comer fuera ni alejarse demasiado. Pero Dina, como siempre tenía que hacer lo que le venía en gana, arrastraba a sus compañeros a donde quería, cuando

quería y como quería. Así que casi llegaron tarde a la presentación de la competición. Todos los deportistas que participaban en el Campeonato Internacional de Luchas Mixtas en Tailandia tenían que reunirse un día en el mismo pabellón donde se celebraría la competición, para ser informados de las nuevas reglas impuestas por la federación. Para Dina era algo nuevo: nunca había competido en un país tan lejano a su ciudad y eso le creaba inseguridad. Además, muchas de las competidoras ya se conocían entre ellas, se habían enfrentado en años anteriores y jugaban con ventaja. Para vencer a su oponente utilizarían un rango muy amplio de técnicas de artes marciales permitidas; el mero hecho de conocerse entre ellas delataba qué estilo practicaba cada una y en qué sobresalían. Quedaban prohibidos los golpes a los genitales, los ataques a los ojos, patear a un oponente que está en el suelo y dar cabezazos, porque requieren de poco esfuerzo y técnica. Dina dedujo que se necesitaban grandes habilidades para finalizar un combate

rápidamente. Podía realizar golpes de puño y patada, agarres, proyecciones, inmovilizaciones o luxaciones. Pero lo que realmente le preocupaba era enfrentarse a la competidora bangladesí y a la uruguaya, que siempre sacaban medalla. Eran deportistas de élite. Al llegar les enseñaron las instalaciones, les informaron de los horarios, de la distribución de los pesos, de las protecciones homologadas que debían usar. Mencionaron a los actuales campeones internacionales hombres y mujeres; estos se levantaron haciendo un gesto de agradecimiento y se volvieron a sentar. —Dina, ¿has visto a la competidora bangladesí? Está buenísima, y además compite en tu peso —comentó Leo babeando. —No, no es ella, es imposible — dijo Dina con cara de asombro.

—Que sí, fíjate bien en sus rasgos, no puede ser otra. ¡Madre mía! Si llegas a finales con ella no me pierdo el combate, voy a tener sueños impuros el resto de mi vida. —Mira que eres burro, Leo; no se te ocurre decirme otra cosa para tranquilizarme. Dina se quedó en silencio. Nunca hubiese imaginado que la competidora de Bangladesh fuera un bombón, un bombón con mucha clase. Destacaba entre el tumulto de competidoras, y encima vestía de lujo. Al lado de chicas con vaqueros o chándal de marca, una no puede ponerse falda de tubo y tacones aguja, ¡POR DIOS! Después de dos largas horas, los competidores se dirigieron al restaurante del hotel. Comida sana y nada de alcohol. Dina no podía dejar de mirarla disimuladamente; algo había en ella que le atraía. Las mesas eran redondas y cabían diez personas. Salma se sentó en el sitio libre que quedaba casi enfrente. Dina empezó a ponerse nerviosa: le sudaban las manos, y la entrepierna también. No se atrevía a probar bocado,

por si se le caía la comida de la boca. La competidora que se sentó a su lado era rumana y no tenía cerca a Leo para que le tradujera. Había tres coreanas, dos filipinas, una belga, otra alemana, ella y Salma, la bangladesí. Dina se sentía demasiado intimidada como para mantener una conversación con Salma, y no sabía si entendía el español o el inglés. Decidió sonreír, observar y comer lo más rápido posible para marcharse a la habitación a descansar. Leo se acercó a la mesa sin que Dina se percatara. La sorprendió por la espalda. —Veo que estás muy bien acompañada, Dina. ¿Me haces sitio? —Ni lo sueñes —respondió Dina pellizcándole la mejilla. —¡LO PILLO, LO PILLO, LO PILLO...! Suéltame —gritó Leo mientras las chicas se reían. La mejilla de Leo era tan pálida, que simplemente con tocarlo se enrojecía como una bombilla. —Pobre chico, menos mal que no compite contra

nosotras, no tendría nada que hacer —intervino Salma, eclipsándolos a todos con su sonrisa. —En el fondo es buen chico, pero no sabe controlarse. “¡Por Dios habla español!”. No se lo podía creer; menos mal que Leo no había soltado una burrada. Se despidió de las compañeras sin dejar de mirar a Salma, que estaba terminando el postre, y se marchó con Leo en busca de Steven. Como era de esperar, les convenció para tomar un cóctel sin alcohol en un pub a dos calles del hotel. A las nueve y media, los chicos decidieron irse al hotel para descansar y Dina prefirió quedarse unos minutos más. Necesitaba estar sola. Les dio un beso de buenas noches y esperó unos diez minutos más en el pub, por si llamaba Elsa, pero nunca recibió la llamada. Cansada de esperar, se dirigió al hotel, y cuando estaba subiendo los primeros escalones se dio cuenta de que Salma estaba a pocos metros de ella. Era imposible caminar detrás de Salma sin dejar de mirar sus largas piernas: piernas interminables, bajo una falda negra tan estrecha

que apenas dejaba hueco entre sus muslos. Y qué decir de sus tacones, tacones de aguja que podría utilizar en cualquier momento como arma mortal, tacones que deseba tener sobre su cuerpo. “Sí, quiero que Salma me pise con esos tacones”, pensaba Dina sin quitarle la mirada de encima. La alfombra del hotel era lujosa, carmín terciopelo. Salma dejaba la huella de sus zapatos en cada paso, delatando el contoneo de sus caderas. La distancia entre ambas disminuía por momentos; cada vez estaban más cerca y ambas se dirigían al mismo ascensor. Salma se detuvo. —Lo siento... No, no... te había visto —tartajeó Dina después de chocar contra su espalda. Se sintió tan ridícula que sus mejillas enrojecieron. Apenas podía mirarla a los ojos; desviaba su mirada a cualquier parte, intentado esquivar a Salma. —Así que intentabas atacarme por la espalda antes de la competición… — dijo entre risas Salma. —Nooo... —intentó excusarse Dina. Estaba demasiado

nerviosa como para articular palabra sin que se le trabase la lengua. —¿En qué planta te alojas? — preguntó Salma, cediéndole el paso a Dina. Dina estaba en blanco. En esos momentos no se acordaba ni de su propio nombre. —Estoy en la habitación 412 — respondió apenas sin pensar. —Bueno, si quieres te acompaño, pero no te he preguntado por tu habitación sino por el piso —dijo sin dejar de sonreír. —Lo siento, no sé en qué estaría pensando. La tensión en el ambiente cada vez era más intensa. —Estoy en el cuarto piso — respondió Dina. En milésimas de segundo, ambas se decidieron al mismo tiempo por el cuarto piso, el botón que pulsarían juntas por primera vez para ascender a sus aposentos. Sus manos se rozaron, la electricidad perforó sus cuerpos haciendo subir la tensión. El silencio se acentuaba incómodamente; ambas querían salir de

aquella pequeña caja que les robaba el oxígeno. —Nos vemos mañana… —Sí, mañana será un gran día — dijo Dina mientras abandonaba el ascensor. —No lo dudo. Descansa — respondió Salma a la vez que las puertas se cerraban. Salma no podía dejar de pensar en lo que había ocurrido. Su habitación estaba en la novena planta. A diferencia de Dina, se alojaba en una lujosa suite en lo más alto del edificio. Se torturaba pensando en lo ridícula que se había sentido, en cómo podría mirarla a los ojos al día siguiente sin avergonzarse. Su mayor rival había hecho de ella una presa fácil. Toc , toc, toc... —¿Quién es? —preguntó Dina. —Servicio de habitaciones — respondió el joven botones. Dina abrió la puerta. —Señorita, le traigo lo que ha pedido —saludó amablemente el botones.

—Yo no he pedido nada, se equivoca de habitación. Una voz familiar se escuchó tras la grande y corpulenta espalda del botones. —Pensé que te apetecería tomar algo antes de irte a dormir —dijo Salma. —No, no me apetece tomar nada y menos champán. No creo que el champán sea lo más adecuado para beber antes de la competición —replicó Dina manteniendo su mirada firme. —Puede marcharse y dejar el pedido en la habitación 902 de la novena planta, por favor —dijo Salma dándole una buena propina al joven, y se volvió hacia Dina recostada en el marco de la puerta —Espero no haberte molestado; si no te apetecen las fresas y el champán, lo entenderé. Dina la miraba desconcertada: no daba crédito a lo que estaba sucediendo. —Sería un desperdicio desaprovechar las fresas, son frescas y jugosas —insistió Salma desnudándola con la mirada.

El pulso de Dina se aceleró sin control: sabía que estaba jugando con ella, que la seducía elegantemente, que su labia y seguridad la arrastrarían a la habitación 902. Salma poseía un gran poder de seducción: sabía como conquistar a una mujer. —Está bien, dame cinco minutos y allí estaré. —No te arrepentirás, son las mejores fresas que he probado y quiero compartirlas contigo —Salma se dio media vuelta y se dirigió hacia su habitación. Dina no sabía que hacer. Su ropa era deportiva… Pija, eso sí, pero deportiva. —¡Por Dios, qué me pongo! Bragas, tanga, bragas, tanga, bragas, tanga... Después de unos minutos buscando en el desorden de la habitación, decidió ponerse un bonito culotte color negro, con blonda transparente en los laterales que resaltaban sus caderas. No tenía mucho donde elegir, así que decidió ponerse unos tejanos ajustados, camisa negra ceñida a sus curvas y botas de cuero con puntera alargada; un poco de carmín permanente y una fina línea negra que embellecía sus azules ojos.

Se detuvo antes entrar en la suite de Salma; tras la pared podía escuchar cómo sus tacones recorrían la habitación de un lado a otro. Al parecer, Dina no era la única que estaba nerviosa y eso la tranquilizó. Salma era una mujer con las ideas muy claras, inteligente y astuta a la vez, con un físico elegante y esbelto por naturaleza. Su picardía, su sonrisa, sus labios prodigiosamente acabados, su mirada racial, su agraciada melena negra y su rostro seductor e interesante hacían que cualquier mujer se sintiera insegura a su lado. Abrió la puerta y miró a Dina como si nunca hubiese visto a una mujer hermosa. No hicieron falta palabras: se apartó, y con un refinado gesto la hizo entrar. L a suite era escandalosamente perfecta, perfecta para hacer el amor en cualquier rincón: suelos de mármol diáfanos, espejos interminables en paredes y techos, alfombras cálidas, jarrones con rosas naturales, aroma de incienso hindú, lámparas de diseño…, y por supuesto una única escultura que dejaba sin aliento a Dina.

—Bonita suite —murmuró Dina. Salma se dirigió a los grandes ventanales y descorrió las cortinas, dejando Bangkok a sus pies. Un paisaje espectacular: luces que provenían de la gran ciudad, del caos y de la civilización. Creaban un ambiente perfecto, natural…,la luz necesaria para encender unas velas y acompañar las fresas con champán. —¿En serio te vas a tomar una copa? —Dina apartó la copa de champán de sus labios. Salma dejó su copa sobre la pequeña mesa de cristal frente al sofá y comenzó a reír desmesuradamente. —Ja, ja, ja, ja, ja, ja... ja, ja, ja, ja... ja, ja, ja... Es gracioso que te preocupes por mí a estas alturas —contestó mientras destapaba el cuenco plateado de las fresas. —Es cierto, apenas te conozco. Eres mi mayor rival, y encima me estás haciendo perder horas de sueño — respondió Dina subiendo el tono. Salma era demasiado pícara; podía sentir el calor que desprendía Dina, cómo camuflaba su inseguridad, su miedo. Palpaba su cuerpo en la corta distancia, y la

inexperiencia afloraba en sus gestos y en sus palabras. No quiso contestar; mordió una fresa, gozó de su acidez, se deleitó con su azúcar, y cuando Dina quiso darse cuenta sus labios se relamían, sus salivas se mezclaban. Era cierto, Salma no mentía: era la mejor fresa que jamás le habían dado a probar. —Para... Para... No..., no podemos hacer esto —suplicó, apartando a Salma de su boca—. —Entiéndelo, me he esforzado mucho para llegar hasta aquí y no puedo echarlo todo a perder. ¡No puedo hacerlo! —exclamó. —¿Hacer qué? ¿Hacer el amor? — susurró Salma, acercándose de nuevo al cuello de Dina—. Demuéstrame lo que sabes hacer en la cama y mañana te enseñaré lo que yo sé hacer sobre el ring. Su sensual voz, su lengua adiestrada, su caliente respiración… Sobre el cuello de Dina despedazaron su integridad, su cordura. La hipnotizó como una encantadora de serpientes. —Te enseñaré, te enseñaré... todo lo que mi cuerpo sabe hacer —dijo Dina. Los labios de Salma

mordisquearon suavemente su hombro. La fogosidad de Salma traspasaba las ropas de Dina, la absorbía, la arrastraba a sus deseos más pecaminosos. Sus manos dejaban huella, sus labios marcaban el territorio, su lengua le calaba la piel. —Estaremos a la altura, Dina, no te preocupes. Mañana será otro día —dijo Salma, segura de sí misma. —¡Será mejor que me marche! — exclamó Dina sonriendo y con la intención de marcharse, pero Salma se interpuso. —Piensa que las dos estaremos en desventaja, pero seguro que ninguna de las competidoras habrá disfrutado tanto. —Eres muy pero que muy mala, y mañana voy a tener que darte unos azotes en público —fantaseó Dina, sin dejar de abrazarla—. Antes de devorarte voy a jugar contigo preciosa, voy a humedecer cada poro de tu piel con mi saliva. —Bésame, bésame y deja de jugar bajo mi ropa, porque creo que voy a incendiarme de un momento a otro.

Salma siguió pegada a sus labios. Desabrochó cada botón de la camisa de Dina, dejando al descubierto sus pechos; dejó caer la camisa al suelo, soltó su cinturón y bajo sus pantalones. Con sus tacones apartó la ropa, arrastrándola bajo el sofá. Las yemas de los dedos de Salma perfilaban el sujetador de blonda de Dina… traspasándolo, erizando sus pezones, endureciéndolos sin control, jugando con el tacto, adivinando lo que escondía bajo la blonda. —Son hermosos —susurró Salma en el oído de Dina. Salma la sentó en el sofá y se posó sobre ella a horcajadas. Los besos cada vez eran más ardientes, se relamían, se mordían. Dina acarició los muslos de Salma, subiendo con descaro su estrecha falda hasta convertirla en un cinturón, dejando al desnudo sus muslos, su entrepierna. Sus manos se apoderaron del minúsculo tanga; este, cada vez más tenso, se amarraba en las separadas rodillas de Salma. Dina tenía el control, por primera vez, de Salma, que se quitó la blusa dejando sus dulces pechos al descubierto: no llevaba

sujetador. Se dejaba llevar, se contoneaba, gemía de placer al tacto de las manos de Dina. —Así nena, acércalas a mi boca — susurró Dina cada vez más excitada, con las uñas ancladas en las caderas de Salma, haciéndola gemir, separando cada vez más su entrepierna, destrozando el tenso tanga, dando libertad a sus largas piernas. Salma se apoyó sobre el respaldo del sofá; sus senos quedaron al alcance de la boca de Dina, cuya lengua ardiente recorrió los pezones de Salma. Se recreaba dibujando circunferencias infinitas; la atormentaba de placer, la derretía. Su cuerpo era como una erupción volcánica a punto estallar en lava caliente. —Tu sabor me enloquece, sabes a canela tostada —murmuró Dina sin separarse de sus tersos pezones. —Por lo que más quieras, baja, baja... No puedo más. —Suplícame que te devore. Salma la miró a los ojos y pausó el contoneo de sus caderas; se acercó a su boca, aliento con aliento, casi

rozándose los labios. —Te lo suplico, haré lo que me pidas, pero hazme tuya ya... Sí… Sí... Síiiiiiiiiiiiiiii... Dina sentía que podía mordisquear sus palabras, la sentía tan adentro. Se cambió de puesto, cedió el trono a su musa, se arrodilló ante ella, le abrió las piernas y observó por primera vez el sexo de Salma. Sin dejar de mirarlo, deslizó el tanga que ahorcaba su muslo derecho llevándolo hasta el tobillo, pero eso sí, sin quitarle los zapatos. Tacones afilados y lengua afilada desfilando por ellos, ascendiendo, recorriendo despacio hasta entrar en contacto de nuevo con la piel de Salma. Cogió una fresa, mordisqueó su punta. Rica combinación: fresa y sabor a canela tostada. Su lengua mezclaba sabores a la altura de las ingles de Salma, que se retorcía de placer, abría sus piernas dejando que Dina recorriera la fresa entre sus labios más salvajes, cada vez más rojizos, más sabrosos, más mojados y dilatados. Era tan hermosa por dentro que ansiaba tenerla para

siempre. La fresa se fundió en los dedos de Dina; el jugo de fresa y el flujo apenas se distinguían. Enterró sus manos bajo los glúteos de Salma, elevando su pelvis mientras se adentraba en ella. —Mete tu lengua, métela ya... Métela ya... ya, ya..., y seré tuya — rogaba Salma. Dina recorrió los rincones más prohibidos de Salma. —Sí, no pares, no pares, sí..., sí..., síiiiiiiiiiii..., síiiiiiiiiiiiiiiiiiii —gritaba Salma. La arrastró al suelo, sobre la alfombra, sobre las huellas de sus tacones; la seguía devorando, su lengua la atravesó; los muslos de Salma se retorcían, quería más, y más, y más rápido. —Sí, amor, no pares, ya me tienes, síiiiiii... sí... sí... sí, soy tuya —mientras forzaba la cabeza de Dina contra su sexo. El clítoris de Salma se había convertido en fresa ácida. Esclavizada a la lengua de Dina, se arrastraba buscando la presión justa, un suspiro, un lamento de dolor intenso, un sorbo de aire más, la rigidez en cada

músculo del cuerpo y la falta de oxígeno. Una calada de aire más, sí, una sola más, y un intenso sabor para su paladar. La magia continuó; las horas parecían acortarse. El amor, la piel y sus secretos, dedos recorriendo montañas, dedos descubriendo cuevas, bocas en busca de palabras selladas, dos mujeres enredadas, y nadie les avisó que la luna se estaba recogiendo. —¡No puede ser, nos hemos dormido! ¡Corre, Salma, o no llegamos! —gritó Dina angustiada. —Vístete y corre, yo saldré más tarde. No quiero problemas con mi entrenador. Me mata si se entera que la noche antes de la competición la he pasado a lo grande —bostezó. Dina no podía creerlo: había llegado el gran día. Eran las siete y cuarto de la mañana y ya se estaban cambiando en el pabellón. Salma se vendaba los pechos para amortiguar mejor los golpes, y así evitar que el dolor fuese mayor. Dina, le hubiese arrancado las vendas con los dientes, pero el vestuario estaba lleno de chicas y no

era el momento de empezar a fantasear. A las siete de la mañana ya habían llamado por nombres a todos los participantes para confirmar los pesos. Dina y Salma competían en el mismo peso, menos de 67 kilos, con dos kilos y medio de diferencia entre ellas. No se dirigieron la palabra en toda la mañana; cada vez que una salía al ring se les paralizaba el corazón. Ansiaban la victoria, pero temían el encuentro final si ambas pasaban a finales. Salma intentaba ganar los combates por K.O. No es que le gustara ensañarse con las más débiles: el K.O. era una forma de ganar el combate invirtiendo el menor esfuerzo posible. No quería desgastarse; tenía que llegar a la final por encima de todo, y su rodilla derecha le daba algunos problemas. Dina, por el contrario, estaba muy tocada: varios golpes en la cabeza le habían hecho perder el sentido, pero su fuerza de voluntad y su coraje la mantenían en pie. Conforme pasaban las horas, la tensión que se vivía en el ambiente cada vez era más fuerte. Salma consiguió

ganar tres combates por K.O. La potencia y elasticidad en sus patadas eran claves a la hora de ganar puntos; sus adversarias eran vapuleadas como títeres sin control. Mientras, Dina se aferraba a sus técnicas de suelo buscando la luxación más eficaz. Dos competidoras muy diferentes en técnica que no tardarían en verse las caras. Para sorpresa de todos, la competidora uruguaya sufrió una dolorosa lesión de hombro y tuvo que abandonar la competición, regalándole el bronce a la competidora belga. La española y la bangladesí se disputarían el título, anunciaban por los altavoces del torneo. Salma y Dina, Dina y Salma a los pies del ring, para entrar pisando fuerte. Salma era muy orgullosa, y sus años de experiencia le decían que aunque se estuviera cayendo de dolor, debía mostrarse fresca y fuerte, sonriente para desconcertar a la oponente. Sonó la campana y ambas saludaron a los jueces, arrodilladas, inclinando la cabeza sobre el tatami como muestra de respeto y disciplina. Se saludaron

mutuamente y empezaron la competición. Salma era muy superior a Dina. Pudo haberle hecho K.O. pero prefirió alargar el combate hasta el último asalto. Sabía que si Dina la llevaba al suelo sería complicado escapar…, pero aún así, no podía ensañarse con ella. —Vamos Dina, a por todas... Tienes que acabar con ella —gritaban sus compañeros—. Ya no queda tiempo, puedes hacerlo —la animaban emocionados Steven y Leo, que por cierto, habían quedado en cuarta y sexta posición. El entrenador de Dina le hacia señas que solo ellos conocían, para comunicarse sin ser delatados. Dina consiguió proyectar y derribar a Salma, pero eso no era suficiente para ganar: tenía que reducirla de tal manera que no pudiera escapar. La agarró fuertemente por la espalda, entrelazando sus piernas por la cintura; rodeó con su antebrazo derecho el cuello de Salma, ayudándose del otro para ejercer mayor presión. Quería presionar las carótidas de Salma durante unos segundos, para cortar el riego sanguíneo y que el oxígeno de la sangre, al soltarla, llegara de golpe al

cerebro para dejarla atontada por unos segundos y poder ganar. —No voy a disculparme —susurró Dina tras las espaldas de Salma. Salma no se lo iba a poner tan fácil: peleó hasta el último momento, procuró equilibrar las fuerzas para que el combate fuera más emocionante y dejar que Dina tomara más protagonismo en su primer torneo internacional. Aunque Dina parecía no darse cuenta, sabía lo que Salma intentaba sin que el público se percatara. La cuenta atrás se había disparado; los maestros, inconscientemente, mostraban su inquietud y nerviosismo. El entrenador de Salma sabía que estaba haciendo cosas extrañas y no entendía nada. DONG, DONG, DONG... retumbaban los tambores que indicaban el final del combate. Salma se proclamaba, por octava vez consecutiva, campeona internacional de Tailandia, derrotando a su rival por seis puntos de ventaja. El estadio se rendía de nuevo a sus pies.

Después de la entrega de medallas, Dina fue la primera en bajar al vestuario. Estaba derrotada, apenas podía mantenerse en pie. Las demás competidoras ya habían abandonado el pabellón, y lo último que quería era encontrarse con Salma. De nuevo se repetía esa sensación de soledad para Dina al acabar una competición. El silencio en el vestuario, el vapor difuminado, el olor concentrado de mujeres atléticas; gotas de agua y sudor que han recorrido cuerpos esculturales, y han caído rendidas formando charcos de agua bajo sus pies; grifos medio abiertos, goteras confusas en un compás musical. Como muchos artistas, cantantes, grandes estrellas…, Dina, al acabar la competición, se sentía inmersa en una sensación de éxtasis y soledad. Dejó caer sobre su cabeza un chorro de agua fría que la dejó sin aliento. Su cuerpo se contrajo durante unos segundos hasta que el agua caliente empezó a deslizarse sobre sus músculos. Su melena rubia cubría su espalda como cataratas descontroladas. Las palmas

de sus manos resbalaban por los azulejos de la ducha. El cansancio había anulado parte de sus sentidos; sólo podía sentir el tacto del agua. Mientras Dina se duchaba, Salma seguía celebrando su victoria: nadie hasta el momento había conseguido hacerle sombra sobre un ring. Se despidió de sus seguidores, amigos y familiares con grandes abrazos. Recorrió cada rincón del gran pabellón buscando a Dina, pero el tumulto de gente hacía imposible localizarla; ni tan siquiera localizó al equipo de Dina. Por unos instantes pensó que nunca más volvería a verla, que todo habría acabado y que ya se habría marchado rumbo a su ciudad. Cuando Salma abrió la puerta del vestuario, sus ojos rasgados se iluminaron: la bolsa de deporte de Dina se encontraba sobre el banco, sus bragas en el suelo y el resto de su cuerpo bajo el agua. Salma deseaba hacerla suya como la noche anterior, no podía quitársela de la cabeza. Era tan diferente a las demás, a las que ocuparon un rincón en su lecho, y al acabar de hacer el

amor salían corriendo porque les esperaba su marido, su chica, su perro o simplemente preferían amanecer en otros brazos. El comportamiento de Dina, las caricias, la admiración que sentía sobre Salma, la forma de abrazarla tras hacerle el amor, su silencio, sus besos, su inocencia… Se quedó junto a Salma sin dejar de abrazarla, sin perder su mirada hasta quedarse dormida. Dina había conseguido parar el tiempo bajo el agua. Embelesada y con la mente en blanco, intentaba resucitar su cuerpo poco a poco. Algo la sobresaltó, algo frío, esférico y pequeño justo en medio de su espalda; calientes los pezones que la acompañaban; erectos, recorrían su espalda empujándola hacia la lujuria. —Márchate —dijo Dina, intentando separar a Salma de su cuerpo. —He ganado esta medalla para ti, preciosa —dijo Salma con ese acento tan seductor que calaba como el agua en el cuerpo de Dina. Se sacó la medalla que arropaban sus senos y con la cinta agarró el cuello de Dina,

haciéndola de nuevo sumisa a sus deseos. —No sigas, te lo pido por favor — rogó sin fuerzas Dina. —Dime que no me deseas y te soltaré —El silenció la delató. Sus labios eran incapaces de negarse a los deseos de Salma. La piel les ardía. Se mantenían bajo el agua. Salma recorría su suave cuello gateando por sus hombros, buscando cada golpe, cada arañazo, cada punto de dolor. La besaba inyectándola en calmantes de lujuria. Otra vez, Dina había perdido… Derrotada, pero eso sí, llena de deseo, de ganas de romperse en dos. Sus cuerpos permanecían fundidos. Salma acariciaba con sus manos los senos de Dina, bajando por sus caderas, perforando sus ingles con el mínimo roce. Danzaban, dejándose llevar por la cascada de sus aguas. Buscaba los labios de Dina, tenía pleno dominio sobre su cuerpo; le dio media vuelta y se encaró hacia ella. Los labios sensuales de Salma cubrieron la boca de su contrincante; entreabiertos, la punta de su lengua buscaba aparearse, enredarse en la lengua de Dina,

bebérsela, saborearla, relamerla. Dina rodeó con sus brazos el cuello de Salma; esta bajó sus manos suavemente en busca de sus caderas, acariciando cada poro dilatado de su piel. Sus grandes manos cubrían los glúteos de Dina, la contoneaba haciendo que separara sus piernas, hincando su rodilla bajo sus muslos en los viejos azulejos. Dina apenas se mantenía en pie. Salma la cogió, elevándola por las caderas, abriendo su sexo al suyo, forzando sus definidos bíceps y tríceps. Logró encadenar las piernas de Dina a su cintura. La espalda de Dina descendía por la pared, flotaba en los fuertes brazos de Salma, se mantenía entrelazada con las piernas a su cintura mientras Salma embestía su trasero, sujetándola en el vacío para no perder el compás. Su mano más traviesa buscaba hueco entre sus muslos, y Dina gemía descontrolada de placer. Las rodillas de Salma se inclinaron, descansando sobre el resbaladizo suelo pero sin dejar caer a Dina, empotrándola contra la pared y su cintura, con las piernas más separadas que nunca, con

su sexo desnudo. Y con sus labios esperándola, penetró en sus entrañas. —Sí..., sí..., sigue así... —susurraba Dina—. Empuja, entra hasta el fondo — dijo anclada al cuerpo de Salma, con las piernas en tensión máxima. Le volvía loca, suplicando cada vez más, más fuerte, mientras elevaba su pelvis. Los músculos de sus paredes cedieron y el dolor placentero atravesó su cuerpo, dejándola sin aliento. Arañó su espalda haciéndola gemir, y su respuesta corporal le hizo crujir en lava. Ya no era necesario que continuara, pero era incapaz de decir “no”, no a un segundo más de placer. Después de aquel maravilloso momento se quedaron traspuestas, tiradas en la ducha, buscando el calor de sus cuerpos exhaustos. Salma no quería volver a la realidad: era tan feliz sintiendo la fragilidad de Dina sobre su cuerpo, que no le hubiese importado morir en ese mismo instante. El móvil de Dina estaba en silencio y no dejaba de vibrar; quien estuviera realizando la llamada insistía

demasiado. —Joder... Joder..., dónde está mi móvil, no deja de vibrar —Dina salió de la ducha y removió toda su mochila hasta conseguir dar con él. —¡Mierda! —exclamó Dina. En décimas de segundo volvió a la realidad. —¿Qué ocurre? ¿Estás bien? —No..., no..., no te preocupes, estoy bien —casi tartamudeando. En esos momentos volvió a vibrar el móvil. — ¡Hola mi amor! ¿Cómo ha ido la competición? ¿Estás bien? ¿Te han hecho mucho daño? —saludó Elsa a través del teléfono. —Estoy bien, pero tendré que trabajar más el próximo año si quiero conseguir el oro. He quedado plata y sí, me han tocado la cara y sabes que no me gusta nada. Dina estaba decepcionada y apenas mostraba alegría tras la llamada de Elsa. —Cariño, que tengo una sorpresa para ti: que es mentira, que estoy en el pabellón y he podido ver tu final. He hecho todo lo posible por que me vieras, pero

ya estabas en el ring y el tumulto de gente no me ha dejado llegar hasta ti. Por momentos la cara de Dina se iba desencajado, estaba K.O. —Dime dónde estás, que voy a buscarte —insistió Elsa. —No, no..., mejor quédate en la entrada, ya salgo yo a por ti. Después de finalizar la llamada se hizo un silencio eterno. —Así que estás con alguien. ¿Tienes novio o novia? — preguntó Salma, escondiendo sus sentimientos. —Todo ha pasado tan rápido... Apenas nos conocemos, Salma, no sé qué me ha pasado. Sí —afirmó Dina—, tengo novia. Las dos se abrazaron como si no hubiese espacio en el universo para ellas. —No quiero perderte —dijo Salma con la voz rota—, no quiero verte en otra competición, echar un polvo y que todo quede ahí. —Nadie me ha hecho sentir como tú, Salma; te deseo,

pero tengo que regresar a mi país y aclarar las cosas. Tengo cuentas pendientes. A partir de ahora somos sólo rivales, desconocidas... Lo que quieras, pero no me gustaría que nadie se enterara de lo nuestro, y menos Elsa —exigió, cambiando por completo de actitud. De repente, Salma se quedó paralizada. —¡Hola mi amor!. —Elsa corrió a los brazos de Dina, besándola efusivamente. Salma siguió vistiéndose, fingiendo ser una actriz en una película muda. —Te dije que esperaras en la entrada, Elsa —le recriminó. —Lo sé mi amor, pero tu entrenador me dijo que aún no habías salido del vestuario y entiéndelo, tenía que verte. Elsa y Salma cruzaron las miradas. —¡Enhorabuena! — felicitó Elsa a Salma al reconocerla. —Gracias —respondió Salma sin apenas elevar la cabeza. Salma salió del vestuario olvidándose sus zapatos; después de un duro día de competición, llevar zapatos

no era buena idea. Prefirió ponerse las deportivas, o quizá había alguna intención en el descuido. —Cariño, parece que alguien se ha dejado los zapatos —advirtió Elsa mirando bajo el banquillo—. ¿Serán de tu rival? —Puede ser. Elsa salió aprisa, con los zapatos en la mano. —¡Salma! —la llamó—, ¿son tuyos los zapatos? —No, no son míos —repuso. Elsa volvió a entrar. —Son de Valentino Garavani, nada baratos —dijo examinándolos. —¿Qué haces? —gritó Dina con cara de enfado, y le arrancó los zapatos de las manos —Elsa, podrían verte, qué vergüenza. —Vamos cariño, si no hay nadie; guárdalos, me encantan y son de mi talla. Además, son casi nuevos. Dina, abochornada, guardó los zapatos en la bolsa de deporte, intentado hacer un hueco. Y al darles la vuelta: “6252528453212. Estás contra las cuerdas, llámame” escrito a bolígrafo. Dina empezó a sudar, guardó los

zapatos rápidamente y salieron del pabellón donde le esperaban Steve, Leo y el entrenador. El regreso a España debería haber sido victorioso para Dina; su entrenador estaba orgulloso y sus compañeros admiraban su trabajo. Elsa la había ido a buscar a Tailandia y ahora volvían juntas a casa; sin embargo las cosas entre ellas habían cambiado. Dina no podía evitar preguntarse si todavía la amaba. —Abróchense los cinturones, el avión va a despegar. Dina cerró los ojos, agarró fuerte la mano de Elsa y apretó los dientes; el avión ascendía y ella se quedaba en tierra. Su corazón parecía reventar de la presión. Quería oler a canela tostada. Veintiuno de marzo, la primavera llegó rápido; hacia cuatro meses que Dina vio a Salma por última vez. Desde que la conoció, nunca dejó de pensar en ella: cada día cogía el teléfono con la intención de llamarla, pero su remordimiento era más fuerte. Era la primera vez que engañaba a Elsa. Desde entonces, el sexo entre ellas ya no era lo mismo. Cada vez que hacían el amor,

su cabeza estaba en otro sitio. Elsa viajaba a menudo, y aunque Dina fingía ser feliz, sabía que algo pasaba, que sus ojos no brillaban como antes. Salma esperó durante meses la llamada de Dina, pero parecía que la tierra se la hubiese tragado; ni tan siquiera sabía si había encontrado la nota en los zapatos. Después de darle mil vueltas a la cabeza, decidió llamar a la federación española. —Hola, buenos días, le atiende Sara, ¿en qué puedo ayudarle? —saludó la administrativa de la federación. —Hola, buenos días, mi nombre es Salma Rashid y quería preguntarles por una deportista que está federada con ustedes. —¿Ha dicho que su nombre es Salma Rashid? — curioseó emocionada. —Sí, yo misma. —¡Encantada de hablar con usted! —reconoció a Salma—. Es un placer, permítame felicitarla por sus victorias, señorita Salma Rashid. La administrativa era una mujer de 46 años que había

sido competidora en su juventud, y el mero hecho de hablar con Salma le produjo gran alegría. Salma había conseguido todo lo ella soñó, sin llevarlo acabo. —Muchas gracias —dijo Salma, enrojecida tras el teléfono. —¿Dígame, qué quería consultar? —Quería que me pusieran en contacto o que me facilitaran algún número de teléfono de Dina Rebollo. Cuando nos conocimos en el campeonato internacional de Tailandia, le comenté que iba a impartir algunos seminarios de defensa en diferentes ciudades de España y me dejó su número de teléfono, el cual he perdido. Parecía muy interesada en asistir a mis clases. Pero solo sé su nombre y no tengo más datos; pensé que podrían ayudarme. —A ver... La ley de protección de datos me impide facilitarle dicha información; lo único que le puedo decir es que el maestro Carlos Hernández imparte clase en el Gimnasio CHUNKWON de Barcelona, en la calle Zaragoza, número nueve…

Salma sonrió: ya tenía lo que quería. —Ha sido usted muy amable, señorita Sara, se lo agradezco. —No es molestia, señorita Salma; espero haberla ayudado. —No lo dude, ¡gracias Sara! Usted hará que mi estancia en Barcelona sea mucho más agradable —dijo con retintín Salma, pensando en Dina. Las ocho de la tarde y el Sol aún no se había escondido. Las terrazas empezaban a estar llenas de gente tomando refrescos y tapas. Dina acababa de ducharse y salía hablando con Leo del gimnasio; discutían sobre la lamentable cartelera que anunciaban próximamente los cines, y caminaban despistados por el paso de cebra que daba a un pequeño parque. Al llegar a la acera de enfrente, Leo se quedó inmóvil: no podía creer lo que sus ojos estaban viendo. —Leo, ¿qué te pasa? Parece que has visto un fantasma —preguntó Dina sin entender nada. —¡No me lo puedo creer! — respondió Leo zarandeando a Dina—. Joder tía, que es ella, que es ella,

que es ellaaaaaaaaaa... —¿Qué dices? ¿De qué hablas? Dina no sabía lo que estaba ocurriendo. —¡Que me engañaste! Lo sabía..., sabía cómo la mirabas, pero nunca pensé que te la tirarías. ¡Eres mi ídolo, niñata! —gritaba al oído de Dina, excitado. —¿Tirarme...? ¿Tirarme a quién? En ese momento, la mente de Dina se paralizó. Siguió la mirada de Leo, y allí estaba Salma Rashid, con un vestido blanco ceñido a su cuerpo escultural y a unas piernas de vértigo. No podía articular palabra. —Leo, por lo que más quieras, toma cinco euros y tómate algo en la terraza. Espérame —Lo empujó casi obligándolo—. Creo que de un momento a otro me voy desmayar. De esto ni una palabra. —Te lo juro, no diré nada, seré una tumba, pero me lo tienes que contar todo con pelos y señales —rogó Leo. —Ni lo sueñes —contestó Dina mientras se alejaba. A cada paso que daba, Dina parecía retroceder; las piernas le temblaban, ¡Salma era tan hermosa! Después

de cuatro meses, los ojos de Dina volvían a brillar. De nuevo las dos cara a cara; sus gestos las delataban, deseaban abrazarse, sentirse, besarse…, pero las palabras afloraron primero. —¿Qué haces aquí? ¿Cómo me has encontrado? — preguntaba Dina fuera de sí—. ¿Por qué has venido? —¿Por qué? ¿Qué? Porque te amo, porque no hay día que deje de pensar en ti, en tus besos, en tus caricias, en tu cuerpo… —contestó Salma mientras le acariciaba la cara—. ¿Por qué no me llamaste? Cada día me despertaba con la ilusión de ver un mensaje, una llamada perdida… El solo contacto de la piel de Salma en la cara le erizaba la piel, la traspasaba. Sentía que Salma era parte de ella, como una extremidad amputada que necesitaba recuperar para ser feliz. —Lo siento, soy una cobarde y una miserable, no tengo agallas para dejar a Elsa —admitió Dina con lágrimas en las mejillas—. No entiendo qué has visto en mí, para viajar desde tan lejos sin saber realmente quién soy.

—Solo sé que desde que te conocí, y aun sin tenerte cerca, te he sentido durante todo este tiempo; estaba incompleta, y cuando me diste tu cuerpo, tu sonrisa..., sentí que eras la mujer de mi vida y que lo dejaría todo por ti si tú me lo pidieras. La mujer de hielo estaba desnudándose por momentos. Dina se arrojó a sus brazos. Presentía que era su otra mitad y la había encontrado. —¡Vámonos! —grito Salma. —Estás loca ¿Qué dices? —Tengo dos vuelos de regreso a Londres, y quiero que te vengas conmigo. Dina se quedó en shock. —Pero..., pero..., no..., noooo... no entiendo nada. —No tienes que entender nada, no quiero ni que hagas la maleta: quiero que lo dejes todo y te vengas conmigo. El vuelo sale en dos horas. —No puedo hacer eso, mi vida está aquí. —Tu vida está conmigo, Dina; necesitas ser valiente por una vez o serás una infeliz.

—No puedo..., no puedo creer lo que me estas pidiendo. —Un mes... Sólo un mes..., y si no me amas, regresas a España cuando quieras. Prometo que no te lo impediré. —¿Y cómo me voy mantener? No puedo vivir de ilusiones. —Cariño, a mi lado no necesitas trabajar: mi familia es muy adinerada, y podríamos vivir el resto de nuestra vida sólo de rentas. Sé que suena mal, pero es la pura realidad. Además, entrenaremos juntas; te daré trabajo en mis gimnasios, haré lo que me pidas. —No quiero ser una carga. —No serás una carga, serás mi princesa. ¡Vamos, no pienses! Déjate llevar: hay oportunidades que solo pasan una vez en la vida. Arrepiéntete no de lo que has hecho, sino de lo que has dejado por hacer. Dina cogió aire, inspiró y expiró, como si le fuese a dar un ataque de ansiedad. Pero Salma pronto le cortó la respiración: la besó, la besó con tanta intensidad que Dina perdió el juicio.

—Espera, espera aquí; tengo una cosa que hacer. Dejó a Salma en la esquina y cruzó hacia la terraza en la que esperaba Leo. —Dime, ¿qué ha pasado...? ¿Qué ha pasado con la buenorra? —preguntó intrigado. —Te lo contaré, te lo contaré todo pero tienes que hacerme un favor: en dos horas tengo que estar en el aeropuerto. —Uy, esa cara la conozco y no pinta nada bueno… —Acompáñame a casa, te lo suplico: necesito que estés a mi lado. No sé si tendré agallas para contárselo a Elsa. Dina pidió a Salma que la esperase en el aeropuerto y subió al coche de Leo. —Dina, no es por entrometerme, pero estás con Elsa desde hace seis años; piensa lo que vas a hacer o te arrepentirás. Leo cada vez pisaba más fuerte el acelerador. —¿Crees que no lo he pensado? No puedo más, no puedo vivir en una mentira. —Piénsalo bien antes de hacer una locura —aconsejó

Leo—. ¿Qué te ha dado esa mujer, niñata? —No lo sé, Leo, no lo sé… Solo sé que quiero estar con ella, que soy feliz y el tiempo se detiene cuando me abraza. —Estas colgada, pero colgada en todos los sentidos. Sólo espero que esto te salga bien. —¿Qué pasa, guaperas, nunca te has enamorado? Leo la miró y le dio una colleja cariñosa. —Aparca en doble fila, Leo, no hay tiempo. —Suerte niña, la vas a necesitar; dejaré la puerta abierta por si tenemos que salir corriendo —sonrió intentando quitar hierro al momento. Dina subió las escaleras de dos en dos. El corazón se le salía por la boca. DING , DONG… Llamó al timbre. Elsa abrió la puerta. —Te iba a llamar: tardabas demasiado y estaba preocupada, cariño. —Elsa… —¿Te ocurre algo? Estás pálida — la miró con atención. —Tengo que contarte algo. Dina cogió las manos de Elsa. —Te he engañado Elsa, ya

no puedo vivir con esta mentira. A Elsa se le vino el mundo encima —Lo sabía. ¿Qué pasó en Tailandia? Dina no podía mirarla a los ojos mientras le contaba lo sucedido. —Te has reído de mí todo este tiempo —Sus ojos se hincharon de lágrimas. —Cariño, no era mi intención. —No seas cínica, no me llames cariño —gritó Elsa. —¡Lo lamento! No puedo controlar lo que siento. No he podido decírtelo en todo este tiempo porque no me atrevía. No quería verte sufrir, Elsa. Aunque ahora no me creas, yo te quiero; te quiero con todas mis fuerzas, y desearía que todo hubiese sido diferente. —¡Tú no sientes nada! ¿Pensabas en ella cuando hacíamos el amor, verdad? Podía sentirlo, pero no quería creerlo. —Por favor, perdóname, perdóname… —suplicó Dina intentando abrazarla, sin que Elsa se dejara—. Te quiero, eres la mujer a la que más he amado, pero no

puedo seguir fingiendo que te deseo como antes. —Lo he dado todo por ti, y me dejas por otra a la que apenas conoces. Espero que te salga bien, porque yo no voy a estar cuando regreses. —Aunque no quieras saber nada de mí, lo entenderé…, pero nunca te voy a olvidar. No sé si algún día podré perdonarme. Elsa se quedó rota; quería retener a Dina con todas sus fuerzas, pero no podía. Su dignidad le impedía suplicar, suplicar a Dina que no la dejara, porque la amaba y no podía imaginarse un día de su vida sin ella a su lado. Veintiséis minutos exactos tardó Dina en bajar al coche a toda prisa. —Arranca, Leo… ¡arranca por Dios! —A sus órdenes. Leo metió la primera marcha y salieron a toda prisa. Dina no podía dejar de llorar. Eran demasiadas sensaciones, demasiadas decisiones y sentimientos que no podía controlar. Más de diez minutos en silencio. Leo no se atrevía a preguntar. Esperó a que se calmara.

—¡Estás muy loca, te lo he dicho! — exclamó—. Además, ¿a quién le miro yo ahora el trasero? Que son todo tíos en clase —bromeó para calmarla cuando la vio abrazarse a él. —Te voy a echar mucho de menos, grandullón. A Leo se le saltaron las lágrimas. —Anda, vete, te está esperando. Dina aprendió que cuando te enamoras de verdad, da igual en el rincón del mundo en el que te encuentres, porque no hay nada más hermoso que amar a alguien por encima de todo. Bajó del coche y corrió por todo el aeropuerto hasta encontrar a Salma, esperándola en el bar, con una sonrisa en los labios.

Raquel G. Íñiguez Logroño, 1977. Es psicóloga licenciada por la Universidad Pontificia de Comillas. Especialista en

psicoterapia y psicodrama. Aficionada a la fotografía, la pintura y otras artes plásticas, aplica sus conocimientos humanísticos en su creciente desarrollo artístico. En la actualidad se encuentra inmersa en el mundo de la pintura, aunque también se estrena en literatura como medio de liberación de sus demonios interiores. facebook.com/raquel.garciainiguez twitter.com/rgarciainiguez www.ahoralourgenteesesperar.blogspot.com Por Raquel G. Iñiguez “Si no os tocáis, nosotras tampoco...” American Pie 2 —Ummmm, aaaah... Oooh... Sí... Ummm... ¡AAAAAAAH! —Cuidado —dije susurrando—, que vas a despertar al resto, no grites tanto. —Joder, no puedo parar, lo siento. —Pues como sigas así voy a tener que taparte la boca con la almohada, y a mí no me van esos juegos... —Ummm... qué morbo... —¡Pero qué dices! ¡Paso! Y deja de gritar, por favor, que se van a enterar hasta en la primera planta, y estamos

en la quinta. —Vale, vale... Pero es que tú sabes cóoomo... tan... esto... tan bien... cómo hacer feliz a una mujer... Ummm... Dios... ¡Qué lengua tienes! Ufff... Si es que no puedo, no, voy a gritar y no me dejas, aaaaahh... ahhh... Dios... ¡AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAHHHHHHHHHHHH! Subí rápidamente a taparle la boca a la chica, pero fue demasiado tarde; en la habitación de al lado ya nos habían oído y pegaban golpes en la pared. —¡Eh, Lara! ¡Ya estamos! ¡JODER! ¡Con tus gritos no puedo estudiar! Mañana tengo uno de los exámenes más importantes de la carrera. Si no apruebo, nos veremos de nuevo las caras en septiembre, y no querrás, ¡te lo aseguro! Hola, me llamo Lara, y tan solo llevo tres meses en Madrid. Sí, lo sé, habéis leído, oído y escuchado muchas historias ya de chico o chica que viene de provincias a una gran ciudad, pero os puedo asegurar que la mía es diferente. O al menos más caliente.

Madrid es una ciudad muy grande. Hay de todo: tráfico, chulos, chulas, dinero, pobreza, colores y muuuuuuchos estudiantes, o eso me parece. Será porque estoy todo el puto día metida en este campus pero yo lo único que veo son... UNIVERSITARIAS. Desde que era adolescente —o incluso antes— tenía muy claro que a mí lo que más me ponía en este mundo era un buen par de pechotes. Ese movimiento bamboleante, esos pezones marcándose a través de los bikinis en las piscinas de verano... Uffff mala, mala, mala me ponían. Al final, no sé por qué —bueno, sí lo sé— acababa en el chorrito estratégico de la piscina, aquel por el que sale ya el agua depurada, produciéndome el orgasmo más limpio e inocente del día. Sí, así es. Soy bollo, lesbiana o como quieras llamarme o etiquetarme. Soy una mujer a la que otras mujeres le encienden. Pero tengo que aclarar que a las lesbianas NO NOS GUSTAN TOOOOOODAS LAS MUJERES. Al igual que a todas las heteros no les gustan todos los hombres.

También tenemos escrúpulos y seleccionamos. Como en cualquier mercado —¡Upss! ¡Perdón!—... Como en cualquier lugar, en Madrid hay mujeres de todo tipo: altas, bajas, jóvenes, maduritas, de diferentes etnias y países. Pero, ¿y lesbianas? ¿Cómo saber si una mujer es “bollo”? Eso entre nosotras está claro: es algo que no se puede explicar, como el amor. Lo sientes y punto. En los países anglosajones lo llaman gaydar; aquí lo llamamos —o yo al menos lo llamo— “intuición”. Y eso es precisamente lo que tuve con Marta. Bueno con Marta, Esther, Kate, Minerva, Chiqui... Sí, acertaste, sé pasármelo muy bien. Este año, en Julio, recibí la grata sorpresa de que había sido aceptada en una de las mejores facultades de Madrid. No tenía dónde quedarme, así que mi madre y yo nos vinimos en busca de una habitación de estudiantes. Ella me aconsejó que el primer año sería

mejor que estuviera en una residencia, por aquello de que no tendría que cocinar ni limpiar. Estuvimos toda una mañana visitando diferentes lugares, hasta que dimos con una que encajaba perfectamente con los ideales y creencias de mi madre. Esta era propiedad de una compañía religiosa. El edificio era —bueno, es— enorme, y está situado en la misma capital. Llamamos al timbre y nos abrió una monjita mayor, pero muy dulce. Nos dijo que iba a avisar a la directora del centro para que nos atendiera personalmente. Apenas tuvimos que esperar. Una monjita muy amable y cachonda bajaba las escaleras. Nada más verla tuve esa “intuición”. Y no me equivoqué. Tiene la manía de que cuando te pilla desprevenida... ¡zasca! Te pega una palmada en el culo, pero con cariño ¿eh? ¡Qué lista la tía! Nos saludó dándonos dos besos a cada una, y nos dijo que la acompañáramos a su despacho. Este era austero. Tan solo había una estantería y un escritorio. En la pared, cómo no, un crucifijo y un calendario de Cáritas. Ella se sentó en su silla de oficina, y mi madre y yo al otro lado

de la mesa, en unas sillas menos confortables. —No me he presentado, disculpad; soy la Hermana Piedad ¿En qué puedo ayudarles? —Yo soy María, y ella es Lara, mi hija. Estamos buscando una habitación para que este año estudie aquí. Va a comenzar la carrera de Medicina, y su padre y yo queremos que tenga las mínimas distracciones, al menos el primer año. El siguiente curso, que decida ella —dijo mi madre sonriendo, y más relajada que en el resto de encuentros con directores. —Bien. Les explico un poco. No sé si conocen esta residencia, o si les han comentado ya algo sobre ella. —Disculpe hermana, por favor, tutéeme —dijo mi madre. —De acuerdo, nos tutearemos mutuamente —dijo la directora riéndose. Yo me quedé alucinada de la confianza que estaban cogiendo ambas mujeres, mi madre y la directora. Pero las dejé continuar... —Como te iba diciendo, aquí las habitaciones son

individuales. Tenemos ciento una, y excepto dos de ellas, que son dobles y ya están ocupadas, el resto cuentan con una cama de noventa, un escritorio, un armario empotrado y otra puerta que lleva al aseo. Este es completo, con una bañera pequeña. Por supuesto, hay calefacción en todas ellas. ¿Alguna pregunta? —Sí, hermana, supongo que habrá horarios de comida. Y otra cosa, la habitación, ¿la limpiáis? —Respecto a los horarios, Lara, claro que los hay. Los tienes detrás de la puerta de entrada. Si no llegas a alguna de ellos, puedes decirle a alguien que conozcas que te coja una bandeja para cuando llegues. Por cierto, los domingos hay misa para quien quiera ir. Y respecto a la limpieza, tú tienes que encargarte de tu habitación y de tu cuarto de baño, por supuesto. Nosotras apenas entramos en vuestras habitaciones. Mi madre, a cada palabra de la hermana, más sonreía. Se giró hacia mí y me dijo intentado convencerme: —Hija, yo creo que de todas las residencias que hemos visitado, esta es la mejor. Te ofrecen una habitación

individual con baño completo dentro de ella. Para ti sola. Nadie te va a molestar. —Sí mamá, la verdad es que es la mejor en ese sentido, el resto que hemos visto eran compartidas. —Aquí vas a poder estudiar tranquilamente, nadie te va a molestar; además, sois todas mujeres, con lo cual menos tentaciones. Ya, ya sé que eres mayor de edad, pero hija, tienes que entender que nosotros estamos haciendo un gran esfuerzo para que tú estudies aquí en Madrid, y no me gustaría…, bueno, no nos gustaría, que tiraras tu futuro por la borda. —En la planta baja contamos con una sala por si necesitas realizar trabajos en grupo. Disponemos de capilla, por si sientes la necesidad de rezar o necesitas consuelo espiritual. Ah, y hay algo que no te he dicho, pero está totalmente prohibido que suban personas ajenas a la residencia a vuestras habitaciones —añadió la hermana Piedad—. Bueno, a no ser que sean familiares, claro está —apuntilló la hermana de nuevo. —¿Lo ves, mamá? Si está prohibido y todo. Además, yo

sé lo que hago, y como bien dices, aquí todas somos mujeres. Estoy de acuerdo contigo, me habéis convencido. En septiembre estoy aquí —Mi madre, contenta con mi decisión, y yo más... “¡Oh, Dios mío! ¡Esto era el paraíso! Ciento una habitaciones, y ciento una... MUJERES”. —Pues no se hable más. Bienvenida, Lara, vas a estar como en tu casa. María, puedes estar tranquila, la vamos a cuidar muy bien —La hermana Piedad abrió un cajón y sacó una llave que estaba unida a una especie de tablilla gigante, que informaba de la puerta a la que pertenecía. —Esta es una de las mejores habitaciones que hay. Soleada, sin ruidos (porque está orientada al lado contrario de la M-30, y está en la quinta planta). Son muchos pisos, pero hay ascensor; de todas maneras, eres joven y se te ve en forma. Hay unas veinte habitaciones por planta, más o menos y esta está en el centro. El número cinco siempre ha sido mi número de la buena

suerte, así que le sonreí al cogerla. La giré y allí me encontré con un número mágico: 510. La hermana Piedad nos acompañó a mi madre y a mí hasta la habitación. Y estaba en lo cierto. La habitación era amplia, iluminada por el Sol y tranquila, o eso parecía en ese momento. Porque de tranquila nada. Justo encima de la 510, en la azotea-terraza, se subían todas a tomar el sol en bikini. No lo he dicho antes, pero mi habitación está nada más subir las escaleras, o salir del ascensor. De hecho, este solo sube hasta ahí; para ir a la terraza tienes que subir otra planta más andando. Precisamente es en este lugar donde mi cuerpo y mi mente de vez en cuando viajan. Ver salir del ascensor a cuatro o cinco universitarias, sonriendo con una toallita en la mano y la cremita solar en la otra..., ¡era como estar en el puto anuncio de verano de unos grandes almacenes! Lástima que esto sucediera en el primer mes, septiembre; luego vino la lluvia, y con ella los abrigos y los jerseys. Tienen su “aquel”, pero no es lo mismo. Yo todos los días rezo, ya que estoy en una

residencia cristiana, para que salga un solazo de escándalo y mis compañeras de residencia corran como gacelas a cámara lenta a coger su toalla, y a vestirse con esos trocitos de tela taaaaaaan generosos. Ummm... Pero parece que Dios no me escucha —o será que me protege—, porque esas primeras semanas no hice nada de nada de la carrera; bueno, sí, pasar algún que otro apunte. Menos mal que conocí a Cristina. Ella es mañica —de Zaragoza— y alta, muy alta. Lo primero que vi de ella fue su culito redondeado, su enorme melena morena que le rozaba este, sus piernas kilométricas... Pero cuando se dio la vuelta, Iiiikkkkkk... Como cuando patina una aguja en un vinilo... ¡Se me cortó la mayonesa! ¡Era una gamba! Se podía aprovechar todo menos la cabeza. Eso sí, la tía era súper simpática. Lástima que el día que repartieron caras, ella llegó tarde. Con ese cuerpazo, ya era demasiada suerte. Cristina es un amor. Y yo la verdad es que nunca me he sentido atraída por ella. Es mi Sancho Panza…, bueno, era. Ella me bajaba a la Tierra: que si me tengo que

centrar, que si mis padres lo están dando todo por mí, bla, bla, bla, bla... Pero al final ha caído. Ahora somos dos “Quijotas” en busca de batallas. Lo que más me jode de Cristina es que va a otra universidad y en un turno diferente: ella al diurno, y yo entro a las 15 horas a clase. Ya ha pedido cambiarse, y parece que se lo van a conceder, pero han pasado casi tres meses desde que lo pidió…, así que hasta que se lo confirmen, intentamos compaginar de alguna manera nuestros turnos para vernos. La cena es a las 21:30 horas, y yo no llego ni de coña. Todos los días, después de cenar, Cristina me coge una bandeja y ceno en su habitación. Aprovecho el camino de vuelta a la residencia para coger un par de cervecitas fresquitas y tomármelas con ella, mientras nos contamos cómo nos ha ido el día, los cotilleos de la residencia... Es como Internet, pero en vivo. Son ya las 14 horas. Mientras os estoy contando el origen de todo esto me está entrando un hambre... Hoy casualmente estoy en la universidad, porque he venido

a la biblioteca a hacer un poco de investigación. Acompañadme a la cafetería. Si os fijáis, en esa mesa del fondo hay cuatro chicas. Guapas, ¿no? Son mis amigas Laura, Carla, Vicky y Elena. Ellas son hetero, muy hetero. ¡Pero las quiero! Las conocí el primer día de clase. En un descanso comenzamos a hablar de las asignaturas, de la carrera en general..., y cuajamos. Con ellas desde el minuto uno fui yo misma, ya que se me escapó un “¡Pero mira que estas weeeeeeena!” hacia una pava del último curso de carrera que pasaba en ese momento. Ufff... ¡Qué pechotes! ¡Mamma mia! ¡Pedazo de mujer! Se llama Lidia, es extremeña, y está... ¡pa’ mojar sobaos! Os imagináis una escultura hierática, pero perfectamente cincelada, con unas piernas infinitas, unos pechotes ni muy grandes, ni muy pequeños —ya sabéis aquello de “Mano que teta no cubre...”—. Pues eso, ¡PERFECTA! Lidia estudia Medicina, como yo. Según me han contado, consigue las notazas que tiene por medio de... “transacciones”. Pero bueno, ya se sabe las malas

lenguas... no sirven ni pa’ un polvo rápido. Bueno, vamos a ver a mis amigas. —¡Buenas! ¿Qué tal, chicas? —Buenas Lara. Pensé que hoy venías directamente a clase. —No, qué va, Elena; hoy he tenido que venir a echar un vistazo a los viejos libros de la biblioteca para el trabajo ese de investigación que nos mandaron, que llevo un retraso de la leche. Llevo aquí desde las nueve de la mañana. Estoy reventada y aún me queda toda la tarde. —Joder, nosotras ya ves, aquí andamos, tomándonos un cafecillo para poner las neuronas a tono. —Por cierto, Lara, ¿te acuerdas de Lidia, la chica que piropeaste el primer día? Ha estado preguntando por ti. —¿Por míiiiiiiiiii? ¿Qué coño dices, Carla? —Que sí, tía, que ha venido toda chula a nuestra mesa hace unos minutos, y ha dicho… Bueno, espera, que te la imito. Carla se pone en pie, coloca su mano derecha en la cintura y con la otra se apoya en la mesa, y poniendo voz de fresa, pija, gilipollas…, comienza a decir:

—Oye, perdonad que os moleste, ¿conocéis a Lara Ertxaniz, o algo así? Me han dicho que es de primero, y vosotras tenéis pinta de novatas. Carla se incorpora toda indignada, y poniendo las dos manos en su cadera a modo de jarra, continúa: —La tía iba bien Lara, iba bien, pero la cagó al final con lo de “novatas”. Pero ¿quién se ha creído esa? ¡Te juro que en ese momento le hubiera estampado el bolso de Loewe en su puta cara! —¿Y dijo algo más? —Nada, que te buscaba porque parece ser que en el servicio de fotocopias habían traspapelado unos apuntes de ella, y que como tú habías estado justo antes, que igual te los habías llevado por error. —Espera, voy a mirar, porque sí es cierto que esta mañana me he pasado por allí antes de ir a la biblioteca — digo mirando a la vez dentro de mi bolso—. ¡Anda, mirad, aquí detrás hay unas hojas que no son mías! Sí, tengo una vaga imagen. Cuando apoyé mis apuntes para sacar el monedero había otras hojas, es cierto.

Luego, con las prisas supongo que cogí todo de golpe. Bueno, voy a pillarme un bocata y me voy a buscarla antes de ir a clase de anatomía. Chao chicas. —Nos vemos luego ¡Suerte, Lara! —Gracias Vicky, luego os cuento — digo guiñándoles un ojo. ¡Oh Dios! Tengo las hojas de Lidia, tengo una puerta abierta. ¿Qué hago? ¿Qué hago? ¿Qué hago? Lidia está muy, pero que muy buena, pero mi “intuición” no se activa cuando la veo; eso sí, mi entrepierna se pone contenta y quizás eso nuble el resto. Bueno, a ver, respiremos. Tengo sus hojas. Unas que aparentemente son importantes para ella, que las va a leer… ¡Le escribiré una nota! ¡No! Eso es muy típico. A ver, si dejo pasar unos días, la chica se desesperará y me buscará con más ganas. ¡Eso es! Me haré la difícil, juguemos a la rata y la gata. Aunque ese tipo de juegos no sale bien del todo. Con Marta ya me pasó. Tan solo llevaba tres semanas en la residencia. Cristina, mi Pepito Grillo, estaba dándome la brasa. Que si ya me vale, que algún día me tengo que poner en serio a

estudiar, bla, bla, bla, bla… Era jueves, y los jueves — para quien no lo sepa— son las mejores fiestas universitarias. En esta ocasión se celebraba la de la Facultad de Farmacia de nuestro campus. La fiesta era en un local pijo no, lo siguiente. Había llegado con mis amigas “hetero”, y no hacían más que tontear con tíos, y yo como que paso. Me pedí un botellín de cerveza, ya que no bebo esos cócteles con nombres raros de Bloody Mary ni San Francisco y esas cosas. Y me distancié. Ellas ni se percataron, de lo ensimismadas que estaban con esos cachas, y me apoyé en una pared que estaba cerca del baño de mujeres. Llevaba allí por lo menos veinte minutos, más aburrida que Winnie The Pooh en un mitin político, cuando ella entra en el baño —no sin antes echarme una mirada que ni la Guardia Civil—. Ni corta ni perezosa, me despego del muro y la sigo. Cuando entro el baño está petado, pero no la veo. ¿Dónde coño se ha metido? Me asomo a la última puerta, que está entreabierta, pero no hay nadie. Justo cuando voy a salir, alguien me

empuja hacia dentro y cierra la puerta tras de sí. No puedo ver quién es, ya que el habitáculo es pequeño, minimalista. No puedo girarme sin tocar a esa persona. No me atrevo a rozarla. Me quedo quieta como una presa en las manos de su cazador. Intuyo que es una mujer, por el aroma que despide. De repente me sujeta las muñecas contra la pared, y con una de sus rodillas me separa las piernas. Acerca su boca a mi oído. Puedo oler su aliento. Huele a cereza y a menta. Qué raro, estamos en un local de copas…, elegante, sí, pero aquí también se bebe alcohol. —Estate quietita —me dice susurrando. Empieza a cachearme, buscando algo en serio. Después de un buen rato de sobeteo, me suelta y se despega de mí. —Vaya, parece que vas limpia. —¡Joder, pues claro! ¿Qué pensabas? —Has respondido a mi señal, pensé que querías pasarme algo. Disculpa, no me he presentado, soy la inspectora Marta Villega —dijo alargando la mano —.

Siento el error, pero es que nos han dado el chivatazo de que en el baño de mujeres de este local se estaba pasando farlopa. —Bueno, pues ya has visto que no soy yo ¿Me puedo ir ya? —Sí, sí, claro. Puedes irte. —¡Ah! Perdona, me gustaría decirte algo antes de irme. No te fíes de las apariencias; seguro que la camella es una tipa impresionante, la que menos te lo esperas. —Gracias por el consejo… Perdona, ¿cuál es tu nombre? —Lara, mi nombre es Lara. —Gracias Lara. Disculpa de nuevo el error, y que disfrutes de la fiesta. Espero que nos volvamos a ver algún día, aunque en diferente situación —dijo Marta con una gran sonrisa. Salí del baño flipándolo. ¡Joder, joder, joder! ¡Verás cuando se lo cuente a mis amigas! ¡No se lo van a creer! Y lo peor de todo es que Marta me ha puesto muy, pero que muy cachonda. Ufff..., una policía. Sentir sus pechotes duros como tablas, clavándose en mi espalda

mientras me sujeta y me susurra, ufff... Ni en mis sueños más húmedos. Tenía que volver, tenía que volver a verla. Regresé al baño de mujeres; seguía hasta arriba de féminas, pero ella ya no estaba allí. Volví a la barra donde seguían mis amigas tonteando con los maromos. Aquello se merecía un brindis. Lástima que, justo cuando llegué, mis cuatro amigas hetero se piraban con un grupo de machitos a sentarse en unos sillones…, y yo ahí, con ellas, no pinto nada. Pero lo que había ocurrido en el baño se merecía un brindis. Pedí un tequila, y en cuanto estuvo en mi mano lo alcé y me lo bebí de un trago. ¡Bravo! ¡Por la policía secreta! Cuando separé el vasito de mis labios, al mirar al frente, vi a Lidia. Esa pedazo de mujer del último curso de Medicina…, y me estaba mirando. En lo que tardaron en parpadear mis ojos un par de veces —para ver si era realidad o era producto del alcohol—, ella desapareció. La busqué por todo el local, pero ni rastro. Ese día me emborraché sola, a base de tequila en la barra del local pijo, por la desaparición de dos mujeres.

¡Pagarás mi peor resaca! Así que eso es lo que voy hacer ahora con sus apuntes: jugar como lo hizo ella conmigo en esa fiesta. Me haré la tonta, como que éstas no me han dicho nada, y huiré de ella. Pero, ¿y si se mosquea...? ¡Qué más da! Ainsss, perdonad, contándoos todo esto del local pijo se me ha hecho tarde, y me tengo que marchar ya para clase de anatomía…, y hoy nos toca bajar al depósito de cadáveres. Venid, venid conmigo. Es ya casi un lugar “familiar”, pero qué mal lo pasé el primer día que nos bajaron... Como he dicho antes, yo soy de provincias —en concreto, de un pueblo del norte de España—, y los únicos cadáveres que había visto eran de animales. Sobre todo de cerdos. Allá tienen la “bonita” costumbre de dedicar un día del año a la “matanza”. El maravilloso día gira en torno a estos bonitos animales: los puercos. Comienzan el día eligiendo varios ejemplares, y lo primero que hacen es colgarlos de una viga y desangrarlos. Luego los hacen mil pedazos. Dicen que

del cerdo se puede aprovechar todo, y la protagonista en la comida del día es precisamente su deliciosa carne. Se dedican a hacer embutidos, y para ello necesitan la tripa. No os podéis imaginar el asco que da ver montones de vísceras de cerdo amontonadas y sobre todo el olor que desprenden. Yo la primera vez que vi eso era una niña, y me desmayé. Pues eso mismo me ocurrió el primer día que entré en la sala con esos seres inertes, y ese fuerte olor a química. Debí de estar tirada en el suelo unos minutos, pero a mí parecieron horas. Cuando recobré el conocimiento, me topé con unos ojos verdes. —¿Hola? ¿Está bien? Se ha desmayado. —Ummm, sí, sí... Ainsss... Me duele la cabeza... —Sí, es que no nos ha dado tiempo apenas a cogerla, y al caer se la ha golpeado un poco; pero tranquila, está en la Facultad de Medicina. ¿Cómo se llama? —Lara —Yo soy Andrea, su profesora de Anatomía Humana este año. ¿Se puede incorporar? Espere, espere, no

tenga prisa. Lo que va a hacer es girarse hacia un lado despacio, y de ahí va a elevar el tronco; una vez sentada y pausada, continuará levantándose. Así evitará marearse. No me enteré de nada. Si me lo hubiera mandado por correo, igual hubiera podido seguir sus instrucciones. Así que me levanté como buenamente pude. Andrea se alejó al final de la sala para continuar con su clase. De repente, me di cuenta de que mi entrepierna estaba más mojada de lo normal ¡Oh no! No podía ser, eso no era que me había puesto cachonda, sino otra cosa... ¡Me había meado! —Bienvenidos a vuestra primera clase de Anatomía Humana en el depósito de cadáveres —comenzó Andrea. —Oye Lara, ¿estás bien? Te estás poniendo blanca de nuevo… —me dijo una chica que estaba a mi lado en ese momento. —Estoooo... Sí, sí, ya estoy mejor. Es que pasa una cosa. —¿Qué pasa?

—Nada, déjalo. —Tranquila, no diré nada. ¿Qué te pasa? ¿Te estás poniendo peor? —No, nada. De verdad. —Ssshhh, baja la voz, que la profesora nos va a escuchar. Venga, dímelo, así te podré ayudar, que estás como el papel de fumar. —Estoo... Es que creo que con el desmayo se me ha aflojado la vejiga. —¡No jodas! ¡Ja, ja, ja, ja! Andrea de repente pegó un golpe seco en la mesa de metal. —A ver, al fondo, ustedes, ¿qué es eso que les está haciendo tanta gracia de las donaciones del cuerpo a la ciencia? —No, nada, profesora Andrea. Disculpe; es que me he acordado de algo que me ha sucedido esta mañana. —¿Y a usted, Lara, qué le pasa? —No me encuentro bien. ¿Puedo ir al baño? —Me parece bien. Usted, la que se reía tanto antes, ¿cómo se llama? —Esther.

—Bien, Esther, haga el favor de acompañar a la señorita Lara al servicio, por si acaso le ocurre algo por el camino…, y así de paso se relaja usted un poquito. Pero no se demoren mucho, porque yo voy a continuar con la clase; por supuesto, no voy a parar por ustedes. Salimos las dos de clase; serias, sin apenas pestañear, y Esther pegada a mí para que no se viera la mancha en el pantalón. Fue cerrar la puerta de acceso al depósito, y empezar a descojonarnos las dos. No podíamos parar de reír. Cuando llegamos a los servicios, Esther fue directa a mear, mientras que yo en los lavabos me quitaba los pantalones, y aprovechaba el jabón de manos para lavarlos. Al rato salió Esther, y seguía descojonándose: —¡Ja, ja, ja, ja, ja...! ¡Pero tía! Ahora la mancha es más grande. ¡Ja, ja, ja, ja, y estás en tanga, ja, ja, ja, ja! ¡Verás como entre alguien, y te encuentre así! ¡No puedo contigo! Menos mal que acabo de vaciarme, porque si no me “desorino” entera. ¡Ja, ja, ja, ja! —Tía, venga, ayúdame. Ya lo he aclarado. Ahora vamos a ponerlo en el secador de manos para que esté algo

más decente. Por cierto, muchas gracias... —De nada. Eres muy divertida. ¿De dónde eres? Yo soy de Valencia, aunque llevo cinco años ya en Madrid. A mi padre lo destinaron aquí. Es ejecutivo, un alto directivo de una gran empresa, y ya se sabe. —Yo nací en Italia, pero mis padres se trasladaron a España cuando yo tenía tres años. Mi padre es Español, del norte. Vasco. Y mi madre nació en un pueblecito de Italia —dije mintiendo como una bellaca, pero no me gusta dar datos sin apenas conocer a la persona—. Esto parece que se va secando. Joder, qué vergüenza... —Oye, el viernes voy a dar mi primera fiesta universitaria en casa. Mis padres se van de viaje, en principio toda la semana, así que voy a aprovechar que está haciendo un septiembre que parece agosto para montarla en la piscina. Si quieres, estás invitada; aún quedan dos días para que te lo pienses. —¡No tengo nada que pensar! ¡Claro que sí! ¡Allí estaré! Bien, esto ya se ha secado casi al completo. Voy a pasar al baño a vaciar del todo la cantimplora, y ya de paso

me quito el tanga, porque no lo he lavado. Iré en plan “comando”, sin tanga y a lo loco, ja, ja, ja. —Ja, ja, ja, ja. Lara, deberías mojarte la cara o algo, para que parezca que te encontrabas mal de verdad. —Uysss..., es cierto. Por fin abandonamos el baño, y entramos al depósito cuidando mucho de no hacer ruido. Pero justo cuando ya iba a cerrar la puerta, se me resbaló de las manos, que aún llevaba mojadas. La puerta es grande y pesada, y pegó un estruendo... —Bienvenidas de nuevo, señoritas. A la sargento de ojos verdes se le habían cambiado de color; ahora eran rojos por la ira, ya que el bisturí que en ese momento estaba utilizando se le descontroló por el susto. No lo he dicho antes, pero esta mujer es mayor. Los cincuenta ya no los cumple, y lo único bonito de ella es precisamente eso, el color de sus ojos, que en ese instante había desaparecido. —Cuando finalicemos la clase quiero hablar con ustedes dos.

La cosa se ponía seria. Además, yo tenía entendido que en la universidad hay más libertad, que puedes ir o no a clase sin que te digan nada, ya que todos somos adultos. Pero esta perra es de la vieja escuela. Llegamos a nuestro sitio y sonó el timbre, avisando el cambio de clase. Esther y yo nos quedamos quietas, esperando a que pasaran todos. Nos miraban, se sonreían, se carcajeaban..., y cerrando esta cola del festival del humor, nos espera Andrea. —¿Pueden ustedes explicarme qué ha sucedido? ¿Por qué han tardado tanto y han montado ese escándalo al volver? ¿Son de aquí, de Madrid? —dijo Andrea, mientras se quitaba sus gafas sujetas al cuello por un cordoncito. —Yo sí; bueno, llevo cinco años ya. —¿Y usted, Lara? —No, yo no soy de aquí. —Entonces entiendo que sus padres están pagándole todo aquí: la estancia, los estudios... —Sí, claro —¿Pero de qué coño iba esta tía? Esto ya lo había vivido pero en el... ¡COLEGIO!

—No sé si se da cuenta de lo afortunada que es usted. Está en la mejor Facultad de Medicina del país, y aquí no todo el que quiere puede venir a estudiar. Somos profesionales, exigimos seriedad y sobre todo madurez. Imagínense que en vez de estar aquí, en clase, están ustedes trabajando en un hospital. ¿Les parecería correcta su actitud? NO. Inmediatamente hubieran sido sancionadas, e incluso puede que expulsadas del Colegio de Médicos, y no estoy exagerando. ¿Saben por qué? Porque en Medicina, cada segundo cuenta. Cada segundo puede significar la vida o la muerte. ¿Pero qué coño decía esta tía? ¡Si esos no se iban a mover de donde estaban! Pero no era plan ni de replicarle, ni de contarle nuestro momento de lavandería improvisada en los servicios. Era demasiado, y posiblemente ni lo creería. Andrea siguió con su monólogo hasta que se cansó, mientras Esther y yo sólo atendíamos y asentíamos con la cabeza. Cuando por fin pudimos escapar de esa tortura y del resto de clases, camino del autobús, Esther se despidió de mí con un

beso en la mejilla. A ella la esperaban en un coche, ¡con chófer y todo! —¿Quieres que te acerquemos a algún lado? —No, gracias. Tranquila, sé por fin los trayectos. Ya no me pierdo. —Ja, ja, ja. ¿Seguro, preciosa? Nos vemos —Y diciéndome esto, se alejó…, dejándome antes un papelito en la mano. Abrí el papel; en él ponía una dirección, y firmaba con un “Te espero, guapa ;)“. Llegó el viernes. Y los viernes salgo antes de la Facultad. Ese día, Esther no había ido por allí. La verdad es que en esos momentos no caí en la cuenta del porqué. En esta vida los hay despistados, y luego estoy yo. Llegué sobre las nueve de la noche a la residencia, tiré el bolso al suelo y me eché en la cama. Cogí mi MP3 y comencé a escuchar música. Madrid no es como me la imaginaba. Aquí o tienes dinero o te mueres del asco, y mis padres…, los pobres bastante hacen ya como para pedirles más. Comencé a recordar a Esther, lo sucedido

en el baño… No pude reprimir una carcajada y de repente caí... “¡COÑO, LA FIESTA EN SU CASA!”. Llamé a un taxi. Me fui a duchar a toda leche, no sin antes tropezar con la puñetera alfombrilla que mi madre me había obligado a llevarme. Ella dice que es muy bueno para cuando sales de la bañera; yo creo que es el mayor almacén de mierda del mundo. Aún no había comprado la cortina para evitar que se salga el agua cuando te duchas, ya que las monjas habían dejado la barra solamente —por higiene, dijeron. ¡Y una mierda! ¡Por tacañas!—. Me vestí y me arreglé lo justo. Bajé las escaleras corriendo, y cuando pasaba por la segunda planta, tropecé con varias compañeras que también se iban. Kate —una de ellas, de la que solo sabía su nombre y que está muy buena, por cierto— me sonrió y añadió: —¡ Hey, cuerpo! —dijo con un precioso acento inglés—. A ver si la próxima vez cierras la ventana del baño, que hemos podido ver todas cómo te duchabas. El edi… “edifisio” de enfrente está lleno de cristales, y hace

efecto de... ¿Cómo lo llamáis aquí al mirror? Espejo, ¿no? Ja, ja, ja. Pero tranquila, ha sido beautiful la imagen. ¡Olé! ¡Bien por mí! Dos meteduras de pata en la misma semana. ¿Qué más me podía pasar de aquí al domingo? ¡Y otra vez mojada mi entrepierna! Pero esta vez era otra clase de fluido. Le sonreí, no dije nada, y continué corriendo hasta la calle. Sobre las 22:30 horas llegué a la dirección que me había dado Esther. Su casa estaba a las afueras de Madrid. ¡En La Moraleja! Este barrio pijo lo conozco, pero por la televisión. Cuando vivía con mis padres, mi madre nos ponía siempre esos programas del corazón después de comer, y de vez en cuando salía algún famoso que era perseguido por periodistas en esas calles. Y ahora yo me encontraba allí, qué fuerte. Desde el taxi pude ver las dimensiones de aquella casa y su terreno. Era enorme. La puerta de acceso estaba abierta de par en par, y se veían todas las luces de la planta baja encendidas, incluidas por supuesto las del jardín y la piscina. La

música techno y las carcajadas eran la banda sonora de ese lugar, y atravesaban la estructura del taxi. Pagué la carrera —que por cierto, vaya hostia me dieron—, y con las mismas salí hacia la casa. Entré en la propiedad, y ¡ Oh my god! ¡Había una piscina enorme, llena de gente en bañador! Todos —bueno, casi todos— con bebidas en la mano. La piscina tenía luz dentro del agua, y al reflejarse hacía unas pequeñas luminiscencias en los contorneados culitos de las allí presentes. —¡Qué bueno! ¡Has venido! ¡Bienvenida a mi party, Lara! ¿Qué te parece? —dijo Esther, acercándose a mí y sonriendo. —¡Joder, qué me va a parecer, esto es la puta hostia, tía, cómo te lo montas! ¡Sí, va ser cierto que tu padre es un alto cargo! —Pues claro, no te mentí. —Oye, me tenías que haber avisado del tema del bañador, porque yo he venido con lo puesto. Y, por cierto, no me puedo entretener mucho porque me

cierran la puerta de la residencia a la 1:00. —¡Ah! Por eso tranquila, tengo varios bañadores, y tú y yo andamos por la misma talla. Vamos, seguro que hay alguno que te gusta y te queda bien. Y de la fiesta te puedes ir cuando quieras, eso tú misma. Seguí a Esther por el jardín. Entramos en la casa, y allí había más gente. No se cortaban un pelo. Los había chuzos, bailando, metiéndose bebida con embudos, magreándose por los rincones... Vaya fiestón que había montado la tía, ¡y pensar que algún día salvará vidas esta mujer! Llegamos a las escaleras con bastante dificultad y comenzamos a subir. No pude evitar mirar el culo de Esther. Hasta entonces no me había fijado, pero tiene un culito “mandarino”: pequeñito, pomposo y aparentemente duro. Ufff... —Pues ya está, ya hemos llegado. Bienvenida a “my room”. —¿ Room? Pero tía, si esto es más grande que toda la casa de mis padres junta. ¿Cuánto mide esto? ¿Cien, o ciento cincuenta metros cuadrados?

—Ja, ja, ja, sí, es como una planta entera. Tiene esas columnas por ahí, pero me gusta el estilo. —¿Eres hija única? Solo veo una cama. Uyssss, pero habrá más habitaciones, qué tonta estoy... —Ja, ja, ja, ja…, de tonta nada. Sí, sí, soy hija única. —¡Qué suerte! —¿Suerte? ¡Qué va! Es muy aburrido; además, todo (y digo todo) va para ti. Sería más divertido tener un hermano o hermana, y podernos compincharnos contra ellos. Esther, diciendo esto, se acercó a un pedazo vestidor que había en su habitación. Tiró de una de las puertas, y ante nosotras se desplegó todo un mercado de bikinis. Yo calculo que por lo menos había cuarenta, pero seguro que había más. Comenzó a pasar perchas. Los había grandes, pequeños, de rayas, de colorines, tipo años setenta, incluso uno que me recordaba al cuadro de Las bañistas de Picasso. —¿Y ésteeeee? —Ja, ja, ja, es curioso, ¿verdad? Lo vi en una tienda en

Nueva York, y me hizo tanta gracia que me lo llevé. No lo he usado nunca. ¿Quieres ponerte este? Ja, ja, ja, es coña, evidentemente. Mira, este negro es elegante, y seguro que te queda de vicio. ¿O prefieres otro? Como puedes ver, hay unos cuantos para elegir. —No, no, creo que este es perfecto. Mientras ella organizaba el vestidor, yo me acerqué a su cama y comencé a desnudarme para ponerme el bikini que me había prestado. Estaba totalmente desnuda cuando me acordé de lo sucedido en la residencia, y me volví hacia la ventana para ver si estaba cerrada. En ese momento pude comprobar que esta daba a otra parte de la casa; era como una zona reservada, VIP. Fijé más mi vista y en un rincón pude ver uno de esos jacuzzi de exterior. Era enorme, y estaba bastante concurrido. De hecho, toda esa zona estaba minada tan solo por mujeres. —Estooo, Esther, una cosita… ¿Hay dos fiestas? —Ja, ja, ja, ja, ¡sí, me has pillado! —Esther terminaba de recoger el resto de bikinis en el vestidor y se acercaba

donde yo estaba. —Pero... en esta hay solo mujeres. —Sí, claro. Así tiene que ser. —A ver, a ver, a ver..., que yo me entere. Por delante de la casa, la visible —dije haciendo el gesto de “entre comillas” con las manos—: es la fiesta hetero. Y si estoy entendiendo bien, esta otra fiesta VIP, por lo que veo, es digamos “¿fémina?”. —Sí, así es. El bikini, que aún estaba en mi mano, se cayó al suelo. Estaba totalmente desnuda; Esther se acercó aun más, y mirándome a los ojos añadió: —No hay prisa, Lara, tranquila. Tú eres mi última invitada, y en la fiesta está todo el mundo servido. Y diciendo esto, se abalanzó sobre mí y comenzó a besarme. Al principio me sentí rara. Siempre había deseado que me besara una mujer, y para qué vamos a engañarnos, Esther estaba muy bien. En mi pueblo sólo había probado la boca —solo la boca— de los tíos, y era como beber un vaso de agua: calma, pero nada más. Sin

embargo, el beso de Esther me produjo un calambre que me subió desde la punta de los pies hasta los pelos de la cabeza, provocándome una erección en los folículos de la piel. Ella sabía besar, ¡vaya si sabe besar! Comenzó a tocarme los pechos, y yo, más mojada. No podía reprimirme, y comencé a responderle con las mismas ganas que ella lo hacía. Le seguí el juego. De repente me tiró contra la cama, y comenzó a explorar un terreno virgen hasta ese instante. ¡Dios qué lengua! Para ella eso no era desconocido. Se notaba que no era su primera vez; para mi sí. Era caliente, era morboso pensar que alguien nos podía oír o pillarnos de esta guisa. Esa idea me excitó aun más. Esther recogió la señal, y a la vez que seguía lamiéndome, introdujo uno de sus dedos. Era el mayor placer que había sentido hasta entonces. Le agarré la cabeza con fuerza y la empujé contra mí; con la otra tiré de la almohada y la mordí. Esther continuó lamiéndome la entrepierna hasta que no pude más. Estrangulé las plumas de la almohada en mi boca y ahogué mi grito en ella,

apretando con más fuerza a Esther contra mi sexo. —Joder tía, casi me ahogas. —Lo siento, lo siento mucho, ha sido sin querer. Esther subió de nuevo, retiró la almohada que aún tenía en la cara, y me besó en los labios. —Tranquila, no pasa nada, está bien. Venga, vamos, que la fiesta continúa. Y diciendo esto, se incorporó al mismo tiempo que se limpiaba la boca con el dorso de la mano. Se dio media vuelta y se marchó. Yo me quedé tumbada sin poder articular una sola palabra. Había sido increíble. Era mi primera vez; no había ni rosas, ni velas, pero ¡joder! Había estado bien. ¡Qué coño! ¡Muy bien! Me puse el bikini y bajé hasta el jardín. De nuevo me encontré con la fiesta “hetero”, y yo me preguntaba “¿Cómo cojones se llegará al otro lado?”. —Pssssss, psssssss... Ven, por aquí. Esther me estaba llamando desde un lateral de la casa. Había una puerta. Esta daba a una especie de pasadizo, como si de una secta se tratara. La casa tenía secretos.

—Esther, tu casa es muy rara. Ella, al oír esto, se paró en mitad del camino oscuro y se giró hacia mí, acercándose mucho. Yo comencé a ponerme nerviosa. —No, la casa no es rara: los raros son mis padres. Son unos hipócritas. Van de rectos, educados y cristianos, y no veas qué fiestas “clandestinas” se montan. Aquí vienen muchas personas importantes de este país; no te diré nombres por eso mismo, aunque algunos, por no decir la mayoría, tienen mucho poder. Los intercambios de pareja, sexo en grupo, etc., son el pan de cada día en dichas fiestas. Mis padres creen que yo no sé nada, pero como has podido comprobar, desde mi ventana se ve de lejos…, y se pueden distinguir las siluetas. Sabes quién es hombre, quién mujer, y se intuye la actividad que están realizando. Cuando llegamos a esta casa la persiana de esa ventana estaba bloqueada. Bueno, casualmente en ese lado de la casa no hay ventanas, y está el muro de las escaleras por las que hemos subido. Solo existe eso. Cuando le preguntaba a mi padre por

qué no arreglaba la persiana de la buhardilla, me dijo que este tipo de persianas ya no las fabrican, y que total, tan sólo es una ventana, y que ahí subíamos muy poco. Yo no lo entendía, pues mis padres, lo que se dice problemas económicos, nunca han tenido. Mi habitación hasta hace poco estaba en la primera planta. Este año, cuando me gradué en el instituto, mi padre quería regalarme algo y me llevó por los concesionarios más lujosos a que eligiera un coche. Cuando estábamos dentro de un Mercedes SLK descapotable, le miré a los ojos y le dije que yo no tenía el carné de conducir aún. Y que el mejor regalo para mí sería ser un poco más independiente. Y que me gustaría subirme a la buhardilla a vivir allí, ya que es enoooooorme. Que así ellos tendrían más intimidad; y fue ahí donde convencí a mi padre. En ese momento, delante de mí, llamó a su secretario y le dijo que llamara a quien fuera, pero que esa misma semana quería su buhardilla convertida en un loft con todo tipo de comodidades. Me preguntó qué estilo quería, y le dije que me fiaba del buen gusto del

decorador de mamá. Y ese fue mi regalo, como has visto; bueno, ese y una cuenta bancaria a mi nombre, con su correspondiente tarjeta de crédito. Pero la única ventana que tiene esa buhardilla, hacia ese lado de la casa, estaba atascada y así la dejaron. Yo no pude resistirme, y un día que me encontraba aburrida la arreglé. La curiosidad me mata. Mi padre no lo sabe, y como sube muy poco tampoco se va a enterar. Además, procuro que cuando están ellos parezca que aún no funciona, por si acaso. Sólo la subo cuando estoy sola…, bueno, o cuando he montado alguna fiesta. —¿Pero cómo te enteraste de las fiestitas que se montaban? —Un día me desperté a las dos de la mañana con un dolor de cabeza insoportable. Fue al poco de mudarnos a esta casa; yo tenía unos doce años, a punto de cumplir los trece. Fui a la habitación de mis padres y allí no había nadie. Mi padre había vuelto esa misma noche de uno de sus múltiples viajes de trabajo. El caso es que los necesitaba, no era un dolor normal. Era horrible,

insoportable. Fui por las escaleras tambaleándome hasta el salón de la planta baja, pero allí tampoco estaban. De repente, oí unas risas y como un chapoteo. Salí a la piscina, pero estaba desierta, y pensé que dónde coño se habían metido mis padres mientras me llevaba las manos a la cabeza. Entonces la vi. Había una puerta entreabierta en el lateral de la casa: una puerta que siempre estaba cerrada porque, decía mi padre, llevaba a la central de sistemas eléctricos de la vivienda y solo el guarda tenía esa llave. Entré y bajé como pude, porque estaba bastante oscuro. Solo se veía una luz al fondo del pasadizo. Como estás comprobando, atraviesa toda la casa. Cuando llegué al final, me asomé a escondidas. Miré a un lado y al otro. Vi el pedazo jacuzzi lleno de gente y sólo pude distinguir la cara de mi madre. Estaba con los ojos cerrados, la boca abierta y gimiendo. Por detrás de ella le estaba sujetando... una mujer. Comencé a sentirme peor; la vista se me nublaba y salí de allí sin hacer ruido. Volví corriendo a mi habitación, que entonces estaba en la primera planta, y

desde allí pegué un grito con toda la potencia de mis pulmones “¡MAMÁAAAAAA!”. Ya no recuerdo más. Al día siguiente, cuando abrí los ojos, me encontraba en un hospital. La versión de mis padres es que estaban durmiendo y se despertaron con mi grito. Que fueron a mi habitación y me encontraron desmayada en el suelo del cuarto. Mi versión ya la sabes. —Joder, ¿pero te pasó algo? Quiero decir, algo grave... —No, dicen algo así como que es culpa de la velocidad de la sangre, relacionado con el estrés. Aún hoy me están haciendo pruebas, y yo creo que ni saben lo que tengo. Por eso, cuando mi padre no me dejó ser directora de cine, me decidí por la Medicina. Y en concreto, me gustaría especializarme... —No me lo digas, en Neurología. —Exacto. Y ahora acabas de saber el por qué de mis fiestas. Si ellos las hacen, yo también, ¡ja, ja, ja! Llegamos al final del pasadizo y salimos al otro jardín. ¡Estaba lleno de mujeres! Altas, bajas, morenas, rubias... Tenía que haber sido muy buena en esta vida,

porque parecía que había muerto y me encontraba en el puto paraíso. Me quedé tan paralizada observando las vistas que allí se me presentaban, que Esther se había adelantado y ya había llegado al jacuzzi, donde estaba morreándose con una pedazo de morena. Comencé a sentir humedad en mí. —Hola guapa. ¿Es tu primera fiesta, verdad? —Estooo… Sí, sí. Es la primera vez que vengo, sí. No me dio tiempo a más: la pelirroja me cogió de la mano y me llevó hacia la barra. Hizo un gesto a la camarera — levantando dos dedos— que tampoco tenía desperdicio. Servían los mejores mojitos que en mi vida había probado. Casi ni lo había catado cuando ella me lo separó de los labios, lo apoyó en la barra y con las mismas, me cogió la cara con ambas manos. Comenzó a besarme. Su lengua era grande, pero sabía usarla muy bien. Recorrió todos los rincones de mi boca, acariciando a la vez mis labios. ¡Oh, diosa de fuego! Ella sabía hacerlo increíblemente bien. Estaba que ya no podía más cuando se retiró, me guiñó un ojo y añadió...

—Un placer. La pelirroja se dio media vuelta y se puso a bailar con otra. ¡Será hija de… su madre! La muy zorra me había calentado que no veas, y coge y se pira a ponerse a bailar con otra. Cogí de nuevo mi mojito, que estaba cojonudo, y me acerqué al jacuzzi más caliente que Pitbull en una sauna de mujeres. Y ahí estaba Esther, toda entretenida. El jacuzzi, como he dicho antes, era muy grande y estaba bastante concurrido. —Guapa, vente aquí que hay sitio. Terminé de un trago mi bebida, y entré en él sentándome al lado de cinco mujeres guapas. Una rubia, tres morenas y otra pelirroja. Pero no la de antes. Esta parecía bastante más simpática, y sobre todo habladora. —¿Qué tal? No te habíamos visto antes por aquí. Bueno, tampoco es que llevemos toda la vida en estas fiestas; de hecho, Esther hace apenas unos meses que las hace. Encantada, me llamo Isabel. Y antes de que lo preguntes, no, el color de mi pelo no es natural. En

realidad es castaño claro. —Hola, encantada, yo soy Lara. —¡Coño Lara! ¡Por fin te conocemos! Esther nos ha hablado de ti bastante estos dos últimos días. Bueno, os presento, ellas son Luz, Michelle, Verónica, Rosana, y yo ya me he presentado antes, soy Isabel. —Encantada, chicas. Perdonadme, es que estoy un poco aturdida. Me acaba de atacar una pelirroja, y luego me ha dejado más tirada que una colilla. Joder, ahora no la veo, ¡si estaba ahí hace un momento, con esa chica! —Ja, ja, ja, ja... Seguro que ha ido a buscar a otra confundida. Esta Minerva, siempre igual. Ella y sus manías. Tiene por costumbre dar esa “bienvenida” a las nuevas. Es, como diría yo..., la que comprueba que realmente te va el ¡marmitako! Nos viene de lujo, porque siempre viene alguna heteroconfusa, y ella en un abrir y cerrar de ojos las trae a nuestro lado, ¡al lado oscuro! Ja, ja, ja, ¿o es que no estáis de acuerdo conmigo? —Ja, ja, ja, ja... Claro. ¡Y si no, porque lo dices tú, que

todo lo sabes! —Y tú, qué cabrona, Vero…, pero cómo te quiero. En esto que Vero agarró apasionadamente a Michelle y la besó en los labios. —¡Qué burra eres, Michelle! Vas a asustar a la chica; además, ni sabrá a qué te refieres con marmitako — añadió Rosana. —Sí, sí que lo sé, entiendo que habláis de almejas o mejillones, ja, ja, ja. Mi padre es vasco. Vaya casualidad. ¿Eres de por allí? Porque el nombre de Michelle no es muy vasco que digamos... —Mi nombre es un capricho de mis padres. Son muy fans de los Beatles. Y no, no soy de allí. Pero en un viaje que hice con ellos al País Vasco comí ese plato tan popular de aquella tierra. Y me hizo gracia el nombre. Desde entonces, yo cuando huelo a… coño, para decirlo en clave o finamente digo “marmitako”. —Bueno Lara, ¿y tú qué? ¿Heteroconfusa? —dijo Rosana—. A Esther la tenías muy confundida, no sabía qué pensar de ti. Te quedaste en tanga delante de ella

sin ningún reparo, y eso, tan natural, solo lo hacen las hetero, porque piensan que todas son como ella. —Ja, ja, ja. ¡Os lo ha contado! ¡Qué fuerte! ¡Qué mal lo pasé, y como me reí! No, qué va. Yo tengo muy claro que lo que me pone son un par de buenos... ¡pechotes! —Ja, ja, ja. ¡Pechotes! ¡Qué bueno! Ja, ja, ja. No me río de que te gusten, sino de cómo lo dices, tía; perdona, pero pareces Pitbull, ¡si hasta se te tuerce el labio cuando lo dices! A ver, repítelo de nuevo. —Rosana, déjala, anda, que se está poniendo roja y todo. —Ja, ja, ja... No pasa nada, Luz, tranquila. ¡Joder! ¿Qué hora es? A las doce y media como muy tarde tengo que volver a la residencia. —Pues son las doce y veinticinco. Como no te des prisa... —Gracias Luz; voy a buscar a Esther. —¡Pero si la tienes ahí al lado, trabajando, ja, ja, ja, ja! —dijo Michelle. Me acerqué a donde estaba Esther en plena faena y le

pegué un toquecito en la espalda. Ella me ignoró, y la volví a tocar, pero esta vez diciendo su nombre. Ella se giró sin soltar a su presa... —Perdona, me tengo que ir. —Ya te dije que eso, tú misma: eres libre de marcharte cuando quieras. —¿Puedo usar un teléfono para pedir un taxi? El mío se quedó sin carga para cuando he llegado aquí. —Sí, sí, claro. En el salón tienes uno, en la mesita al lado del chaise longue. —Gracias Esther, ya hablaremos. ¡Me encantan tus fiestas! ¡Muchísimas gracias por todo, nos vemos el lunes! Le guiñé un ojo, que ella ni vio porque siguió con la morena. Me acerqué de nuevo a las cinco chicas y me despedí de ellas. Salí del jacuzzi chorreando, directa al pasadizo en busca del teléfono. Cuando colgué, subí corriendo a la habitación de Esther a secarme y recuperar mi ropa. Salí de la casa atravesando de nuevo la piscina, y la fiesta “hetero” continuaba allí. El taxi en ese momento estaba llegando. Era la una menos diez.

Le dije al taxista que, por favor, se diera la mayor prisa posible; que le pagaba lo que fuera. Confirmó con un: “Sí, señora”, pero no me hizo ni puto caso. Ese maldito conductor respetaba todas las señales de tráfico, semáforos y peatones. Llegué a la residencia desquiciada y sofocada. Toqué el timbre varias veces, pero nadie me abrió. No tenía a dónde ir, y ya era muy tarde para llamar a alguien por teléfono…, aunque de todas maneras seguía sin batería, así que tomé la decisión de irme a buscar el cajero más próximo. Esa noche dormí ahí. A las siete menos cuarto de la mañana me despertó un hombre que parecía sacado de la serie Cuéntame como pasó. Entraba a sacar dinero, y me miró con cara de asco para luego añadir: —Esta juventud ya no sabe divertirse... ¡Vergüenza me daría a mí! Esto en tiempos de Franco no pasaba. Entonces fue cuando me incorporé rápidamente, y fui yo la que le miró a él con cara de asco. Salí del cajero corriendo en dirección a la residencia. Llegué sobre las siete y pico de la mañana, y Kate ya estaba allí

esperando a que le abrieran la puerta. —¡ Hey, cuerpo! —Ja, ja, ja, ja, ¡hey, Kate! —¿Qué tal la fiesta? —¿Qué fiesta? —En la que has estado. —Estoooo... ¿Cómo sabes que he estado en una fiesta? ¿Has estado en la casa de Esther tú también? — YES. —No te vi. —Ya, pero yo a ti si. Estabas muy bien acompañada en el jacuzzi. —Ja, ja, ja, es cierto. Ale, vamos a sentarnos, que parece que hoy se han dormido las hermanas. —No, mira, ya se acercan. —¡Buenos días, chicas! ¿Ya se ve, no? ¿Estáis bien? —Sí, sí, hermana. Muy bien. Now, excuse me, necesito descansar un poquito antes de comer. —Anda, entrad... Kate y yo pasamos, sonriendo a la hermana Piedad. Nos

dio las llaves de nuestra habitación y entramos en el ascensor. Este es antiguo, de estos que tienen puertitas de seguridad con forma de verja, y que son un coñazo cada vez que los usas. Pulsamos el piso de Kate, el 2º, cuando oímos a alguien decir “¡No, chicas, no uséis el ascensor, está averiado!”. Ya era demasiado tarde. El ascensor comenzaba a subir, pero de repente se paró en seco. Kate gritó. —¡FUCK! —¡Eso mismo digo yo! ¿Qué más me puede suceder? —¿Qué pasó? —¿Qué pasó cuándo? —No, no; a ver si lo digo bien esta vez: ¿Que qué te ha pasado? —De todo, es muy largo de contar. —Lara, parece ser que tenemos tiempo. Sentémonos, que esto va para largo. Nos sentamos en el suelo del ascensor, con la espalda apoyada en la pared. Una enfrente de la otra. Las dos teníamos un careto post-fiesta-resaca que parecíamos

sacadas del túnel del terror. —Ufff..., yo estoy reventada. Intenté llegar antes de que cerraran anoche, pero la puerta ya no se abriría para cuando llegué a la una y pico de la mañana. Así que me marché al cajero más próximo a dormir. —¡Ja, ja, ja! No way. —Sí way. —Ja, ja, ja. —Y por el resto de cosas…, todo empezó el primer día que bajé al depósito. El martes. Estoy estudiando Medicina, no pienses mal. Le seguí contando todo lo que me había sucedido esa semana. Kate no hacía más que reírse. Alguien empezó a hablar desde fuera. —Chicas, veo que no estáis mal. El técnico va a tardar un ratito, porque es sábado y hay los justos para emergencias. Así que poneos cómodas y tranquilidad. No os va a pasar nada. —¡GRACIAS, HERMANA! —grité con todas mis fuerzas. —Bueno Lara, entonces parece que jugamos en la

misma liga, ¿no? —Eso parece. Y diciendo esto, Kate se levantó y se sentó a mi lado. Ese día no estaba especialmente guapa, pero Kate es de las pocas inglesas que he visto que están bien. Es rubita, con ojos muy claros, casi cristalinos, y tiene unas pequitas supergraciosas en la nariz, que se extienden un poco hacia los pómulos. El pelo largo y lacio. Alta, y un cuerpo frágil. Es como si dijéramos una Kate Moss, pero sin ser yonqui, o eso creo. Porque ya no sé ni qué pensar... Ella se agarró las piernas como una niña y empezó a encogerse. —Kate, ¿estás bien? —Sí, bueno, es que yo no soporto los espacios cerrados. He intentado mantener las formas, pero ya no puedo más. Su acento inglés se había agudizado más, apenas la entendía. Ya no veía esa mujer alta y bien hecha; ahora mismo veía a una niña asustada porque la han encerrado en un cuarto oscuro, prácticamente.

—Tranquila, estás sufriendo un ataque de pánico…, pero como ha dicho la hermana, no nos va a suceder nada. Además, yo estudio Medicina. Bueno, solo llevo una semana..., pero he leído mucho sobre esto. Mentira, no había leído absolutamente nada, tan solo libros de bolleras que me compré nada más llegar a Madrid. Ya he devorado dos de ellos y tengo pendiente un tercero. Pero precisamente en uno de ellos la protagonista sufre un ataque de ansiedad. Le cogí de la mano y la miré a esos ojos que en aquel momento estaban vidriosos por la angustia. —Gracias, Lara. Eso me tranquiliza: saber que llevas una semana en la Facultad de Medicina es un alivio... ¡Fuck you! —¡Hey, hey, sin faltar! Joder con la inglesita... —dije esto mientras le soltaba la mano. —Sorry. I’m nervous. Lo siento. —No pasa nada, tranquila. Venga, inspira…, respira..., inspira..., respira... Pero no muy rápido, que te hiperventilas..., e intenta mantener el aire un poco en

los pulmones antes de echarlo —dije mientras le acariciaba la cara con ambas manos. —¿Así? —Si, así. Lo haces perfecto. Oye, cuéntame un poco qué hiciste anoche en la fiesta. ¿Era la primera vez que ibas tú también? —Sí, sí. Yo estudio Enfermería, y me enteré a través de una amiga de otra amiga que había una fiesta “lesbian”. —Perdona que te corte: dominas muy bien el castellano. —Sí, es que, mi abuela es española, de Cantabrrria, en concreto. —Ja, ja, ja. Cantabria, querrás decir. —Eso, Cantabrrrria. A los ingleses nos cuesta pronunciar mucho vuestras “erres”, son muy potentes. El caso es que bastantes veranos los he pasado aquí, en su casita. Y es por eso que domino vuestro idioma. Además, ¡I love España! Y Cantabrrria se parece mucho a algunas zonas de Inglaterra, todo verde. Very, very green. —Bueno, y cuenta, cuenta... ¿Qué tal la fiesta?

—Ah, la fiesta. Bueno, como te decía, me lo comentaron y claro, no me lo pensé dos veces. No sabía que ibas tú también. Si no, te hubiera dicho de ir juntas. Yo llegué tarde, sobre las once. La verdad es que nadie sabía que iba a ir, me enteré por cotilleo entre “bollers”. Así las llamáis, ¿no? Cuando entré en la fiesta, me quedé alucinada porque ahí había mucha gente, pero toda heterosexual, o yo al menos no vi a nadie lesbian. De repente, una pelirroja salió de no sé donde y me cogió de la mano. Me llevó a un rinconcito apartado dentro de esa casa y comenzó a besarme. Yo al principio me quedé quieta. Pero luego le seguí el juego. Cuando más hot estaba, ella se apartó, me agarró de la muñeca y me dijo que la siguiera, que la fiesta que estaba buscando estaba al otro lado. Me llevó por un pasadizo y allí acabé. La chica me soltó y se alejó. Entonces fue cuando te vi tan entretenida dentro de un jacuzzi, hablando con esas cinco chicas. No quise molestarte; apenas nos conocíamos, así que me marché a la barra a por una cerveza. ¡Fuck! ¡Solo había “mositos”!

—Ja, ja, ja, ¡mositos! No: Mo-ji-tos. —Eso. Y a mí no me gustan —Kate parecía que se encontraba mejor de su ansiedad, y siguió contando—… Pero como no había otra cosa, pues eso, que me lo tomé. Parece ser que el mo... esa bebida tiene más alcohol que la cerveza. La verdad es que está bueno, entraba bien. Y por lo menos me tomé cinco ahí, apoyada en la barra. Se me acercaron varias mujeres, incluso algunas que parecían hombres, y yo sólo quería que la pelirroja se volviera a acercar. —Minerva —¿Minerva? —Sí, la pelirroja se llama Minerva. —Ah, OK. Pues yo sólo quería que Minerva volviera. Deseché muchas oportunidades, muchas, pero yo hubiera pagado por volver a besar a Minerva. —¡Cómo! ¿Que te has pillado? —¿Pillado? —Sí, enamorado. —Ah, no,

no, enamorado no…, yo diría “encaprrrrichado”, ja, ja, ja. —Pero Minerva no volvió… —Eso es, Minerva fue de flor en flor. ¡Maldita mariposa traicionera! —Pues sí que te has... ¡encoñado! —¿What? —Nada, nada. Bueno, ¿te encuentras mejor? —Sí, sí, ya me voy encontrando mejor. —¡CHICAAAASSS! Ya está aquí el técnico. Retiraros de las puertas por si acaso. Por fin éramos libres. El técnico abrió manualmente todas las puertas, y nos sacó por el hueco —no muy grande —que quedaba entre el ascensor y el techo de la siguiente planta. —¿Estáis bien? —Sí, sí, hermana, ya nos ves. Un poco acaloradas por el agobio, pero bueno. Ya nos vamos a la habitación a

descansar —diciendo esto, Kate y yo comenzamos a subir hacia las habitaciones. —Kate, tú tienes menos camino que yo. —Sí, a ti se te van a poner unas piernas hard. —Ja, ja, ja; sí, hard hard. —Lara, luego nos vemos en el comedor. Encantada de haberte conocido. —Igualmente, Kate. Y diciendo esto, comencé a subir el resto de las escaleras que llevaban a mi planta. Iba con una sonrisa tonta, pensando en Kate. La inglesita me había gustado, y además vivía bajo el mismo techo que yo; bueno, no exactamente, pero ya me entendéis. Cuando llegué a la habitación, bajé la persiana para que no entrara nada de luz y así engañar un poco a mi cuerpo y mente. La noche en el cajero había sido un infierno. Me despertaba cada dos por tres con los ruidos de la calle: que si el camión de la basura, que si el que viene a regar las calles... Sólo había dormido media hora seguida. Me desnudé, quedándome en tanga, y me tiré en la cama a

plomo. Cuando estaba apunto de conciliar el sueño, llamaron a la puerta. —Lara, ¿estás despierta? Ese acento inglés era inconfundible. Era Kate, seguro. Me levanté de la cama, me puse corriendo una camiseta vieja que tenía debajo de la almohada, giré la llave y abrí la puerta. Allí estaba la rubia de infinitas piernas de pie, en el marco de mi puerta 510. —Hola Kate. ¿Estás bien? ¿Te pasa algo? No me dio tiempo a más. Kate me empujó hacia dentro de la habitación y cerró la puerta tras de sí. Giró la llave y me buscó a tientas. Sus ojos aún no se habían acostumbrado a la oscuridad. Cuando me encontró, comenzó a besarme mientras me llevaba contra la pared contigua. —Lara, me gustas. Y siguió besándome tiernamente. El beso no era como el de Esther o el de Minerva. Este era un beso más cariñoso. Me besó suavemente, cogiendo entre sus labios mi labio inferior. Yo le seguí; está claro que hay

tantos besos como personas. Comencé a mojarme, mucho. Kate comenzó a excitarse mucho más, y sus besos ya no eran de gatita linda…, ahora era una pantera. Pasó de cero a cien casi sin enterarme. Me quitó la camiseta y comenzó a chuparme los pezones. Yo sentía el frío de la pared en mi espalda, y esto, sumado a su lengua, me erizó la piel. Al ver mi reacción, Kate me tiró contra la cama. ¡Bien! ¡Por fin la iba a estrenar, y sin pajas! Kate me quitó el tanga sin pensárselo dos veces. A la inglesita le gustaba llevar la batuta. No me dejaba apenas moverme. Tan sólo me soltó para quitarse ella la ropa. Por fin estábamos de igual a igual. Cuerpo a cuerpo. Sin nada en medio. Ella me agarró por las muñecas cuando comenzó a rozarse contra mí. Esto lo había leído en uno de los libros que compré hace poco, pero no lo había vivido. Kate me agarró el culo con una mano, mientras que con la otra me agarraba las muñecas. Conseguí soltarme y decir un “Yo también quiero hacer”, y ella lo entendió. Aflojó las piernas, los brazos, y de repente se convirtió en un ser

delicado y débil que quería que le hicieran. Ahora yo estaba encima de ella. Me senté a horcajadas y comencé a besarle el cuello. Kate olía muy bien: su olor era entre dulce y especiado, con un toque de ron. Bajé un poco más. Y me encontré con unos pechos pequeños y juguetones. Eso sí, sus pezones estaban muy duros. A la espera de ser acariciados. Seguí bajando por su ombligo y sentí cómo ella se curvaba al paso de mi lengua por su vientre. Sabía cuál era mi meta. En ese momento Kate me agarró, paró mi peregrinación y añadió: —Lara, no, espera. Es pronto para eso. Y sin hacer ni puto caso a sus palabras, continué el camino hasta mi destino. Allí me encontré con un terreno despoblado, solo carne. Sólo sentí sus labios desnudos y su clítoris creciendo dentro de mi boca. ¡Kate era del club de las Barbies! No me importó, sabía bueno. Era la primera vez que chupaba uno, y lo único que pensé fue que por qué no lo había probado antes. Seguí lamiéndole, recorriendo los rincones de su sexo,

mientras sus labios se hinchaban cada vez más. Kate comenzó un vaivén como las olas. Me agarró la cabeza delicadamente, acariciándome el pelo mientras gemía. Yo cada vez estaba más cachonda, y más me gustaba lo que estaba haciendo. Me acordé de lo que me hizo Esther y seguí los pasos de mi maestra. Kate se agitó más y gritó. Subí y, sentándome de nuevo encima de ella, le pregunté si estaba bien. Ella me cogió tal y como estaba, e introdujo uno de sus dedos en mí. Comencé a moverme. Me recordaba a cuando monto a caballo. Ahora estaba encima de una yegua inglesa. No tardé ni un minuto; estaba tan, pero tan excitada, que me fui rápidamente. Kate no paró, sino que continuo más lentamente. Se incorporó no sé como y se sentó. Ahora estábamos las dos sentadas. Yo seguía encima de ella, y ella seguía dentro de mí. Comencé de nuevo a moverme, y Kate introdujo un dedo más. Me dolió un poco, pero sólo al principio; luego me puse mucho más caliente y seguí cabalgando como si no hubiera un mañana. Los muelles de la cama vieja comenzaron a

sonar..., pero yo no podía parar. Seguí montada encima de ella hasta que ya no pude más, y grité, pero para dentro. No era plan de que viniera la hermana a preguntar qué me pasaba. En mi vida había sentido algo igual. Fue increíble… Y luego dicen que los ingleses son fríos. Cómo se nota que esta lleva sangre española. Kate se tumbó, me agarró y me llevó hacia ella. Me besó y me quiso acurrucar. —Kate, ha sido increíble. Gracias… —A pleasure. —Ja, ja, ja... Ufff..., vaya polvazo. Bueno niña, estoy agotada…, literalmente. Creo que es mejor que nos vayamos cada una a nuestra cama. —OK. ¿Te importa si uso tu ducha antes de irme? —No, claro, sírvete tu misma. Yo sólo quiero dormir. Pero recuerda que no hay cortinas y que el edificio de enfrente es como un “mirror”. —Ja, ja, ja, ja, ja... Gracias, Lara. ¡Maldita sea! Contándoos todo esto se me ha hecho tardísimo. ¡Mira que me entretenéis! Vale, vale…, soy yo la que se entretiene con el vuelo de una mosca,

como dice mi madre. Pues ya no llego a la clase de Anatomía, ¡y cualquiera entra interrumpiendo a Andrea “ojos rojos”! La única profesora que pasa lista, y si no estás te llama “a filas”. En fin, es lo que tienen las perras viejas. Por cierto, tan sólo llevo en Madrid tres meses, y no te he contado ni la mitad de lo que he vivido hasta ahora… ¿Continuará...?

Paz Quintero Sevilla, 1984. Es guionista, escritora y actriz. Ha publicado varios libros de temática LGTB, como Destino Programado, de Editorial La Tempestad (ganador del II Premio Terenci Moix de Narrativa Gay y Lésbica en 2005), Un vuelo con escalas y Enamórate (varios autores) con Odisea Editorial. Ha recibido numerosos premios de guion como escritora de cortometrajes, los

cuales han acabado rodándose. Actualmente colabora en el portal Cáscara Amarga, en el blog de Bolleras Viajeras y en la revista Odisea. facebook.com/paz.quintero.3 twitter.com/paz_quintero www.misentidoaracnido.blogspot.com Paz Quintero El colchón de viscoelástica de la lujosa suite “Alabama” chocaba levemente contra el somier de caoba, mientras unos jadeos femeninos traspasaban la sábana que cubría dos cuerpos de mujer. Eran las tres de la mañana en el Deluxe Hotel, y en el resto de España también. Pero en aquella habitación las horas pasaban demasiado rápido, como si un fenómeno inexplicable hiciera avanzar de forma veloz las agujas del reloj. O eso es lo que le parecía a María, la mujer que acababa de regalarle el orgasmo de su vida a Rita Pelayo, la cantante de moda del momento. —Para, para… ¡Que me has dejado con las patas temblando! —dijo Rita casi sin respiración. —Entonces es que lo he hecho bien. —Progresas

adecuadamente, sí... La cantante fue la primera en levantarse aquella mañana de sábado. Bajó a la cafetería del hotel a las ocho y media de la mañana, dando a entender así a su compañera de cama que, en cuanto se despertara, no le quedaba otra cosa por hacer más que marcharse. Odiaba tener que despedirse, dar explicaciones o verse obligada a ser dolorosamente directa con aquellas amantes que no entendían eso de que una noche entre sus brazos y sus piernas era sólo eso: una noche sin compromiso de permanencia. Tenía demasiadas responsabilidades laborales que cumplir, y tanta gente a la que agradar con su música, que no podía permitirse el lujo de tener nada a largo plazo. Era la solución más fácil. Relaciones de sexo y taxi a la mañana siguiente. Cualquier posibilidad de relación sólida le habría hecho sufrir mucho en la distancia y habría hecho sufrir a sus parejas, por su ausencia. Sin duda, a su parecer, su manera de actuar era la más justa. Se puso tibia de cruasanes y café. Las noches de pasión

desenfrenadas le daban un hambre terrible. En esos momentos mañaneros se podría llegar a comer un caballo empanado y rebozado en azúcar. Leía el periódico meticulosamente para permanecer mínimamente informada del estado de la nación, crítico en ese momento, cuando recibió una llamada en el móvil. —Rita, tienes doce bolos para el mes que viene. —Buenos días al menos, ¿no? —Pues eso, buenos días. Y tienes gira para Septiembre —Una voz ronca y seca se escuchó por el altavoz del smartphone. —¿Por dónde? —Por Soria. —Estás de coña, Ricardo. —Tu mánager nunca miente. Es trabajo y punto. —¿Y qué hay de los conciertos que me prometiste en

París y Londres? —Todo se andará. Adiós. Su representante, Ricardo Castilla, también era un hombre de pocas palabras. Le colgó sin que pudiera despedirse. —La madre que lo parió. Otra vez me ha dejado con la palabra en la boca… —Y a mí me has dejado sin desahogo mañanero. Los ojos de Rita se abrieron de par en par. Tenía delante a María, la mujer con la que había compartido más que una cama durante la pasada madrugada. ¿Qué hacía aquella tiparraca sentándose en su mesa y bebiéndose los restos de su segundo café? —Pero qué cojo… —En serio. Lo tuyo es una sinvergonzonería —La mujer rubia y atrevida la interrumpió—. No sé si te he contado que yo soy de las que se le despierta con el banderín levantado… —Vamos a ver, Marta… —Me llamo María. —Eso. María. Perdona. María. No

sé si te has dado cuenta de que lo pasamos muy bien anoche pero... que ya está. Que yo tengo que irme de gira, que trabajo yendo de un lado para otro y, que yo sepa, tú y yo no somos nada. No recuerdo nada que nos vincule más que al recuerdo de una “nochebuena”. —Pues deberías. Sobre todo teniendo en cuenta todo lo que me soltaste anoche. Drama. El corazón de Rita se puso a bombear en modo batucada de Carlinhos Brown. —¿Qué? No creo haberte dicho nada especial o comprometedor anoche… Aparte de ciertas cosas que me pedías que te gritara, claro. —Ah, ¿no? No te preocupes. Te refresco la memoria. Está todo grabado aquí —la intrusa sacó su móvil de última generación y reprodujo un vídeo en el que Rita, en sobresaliente estado de embriaguez, prometía a María como mínimo amor eterno y un bodorrio en Miami con suelta de palomas y disparos al aire. —¡Dame eso! —la cantante dio un salto y trató de apoderarse del teléfono.

—¡Ni hablar! —María se levantó, zafándose de las garras de Rita—. Esto se queda conmigo. Tienes que cumplir lo prometido o toda España sabrá tu secreto — Se acercó a la pobre mujer asustada por detrás, para hablarle al oído—. Y no querrás poner en riesgo tu brillante carrera, ahora que empiezas a ser conocida en México, ¿verdad? La besó en la mejilla y se fue de la cafetería, dejando a Rita muy confundida. Unos días más tarde, recién llegada a Barcelona para uno de sus varios conciertos acordados para antes del final del verano, Rita pensó que su admiradora habría recapacitado, ya que no había vuelto a verla desde aquella mañana en Madrid. Eso sí, durante aquel lapso de tiempo, había recibido cuatro ramos de rosas rojas junto a dos cartas de amor en la oficina de su mánager, y cuatro fan videos hechos con Windows Movie Maker, llenos de transiciones a base de cortinillas de corazones, enlazados desde YouTube a su cuenta personal de Twitter. Pero al menos no se la había vuelto a cruzar.

Recogió las llaves de su nueva y flamante habitación y subió al ascensor que la llevaría hasta la planta cuarta. Cruzó el largo pasillo —decorado con lámparas muy modernas y con moqueta de color negro— a paso ligero, arrastrando su maleta con ruedas. Miró el número de su tarjeta: cuatrocientos once. Al levantar la vista se encontró con algo insólito. María estaba limpiando la moqueta vestida de camarera de pisos del hotel, pasando enérgicamente la espiradora y escuchando música en un reproductor MP3. —¿Qué haces tú aquí? ¿Y por qué vas vestida así? —Trabajo aquí. Era la única manera de poder hablar contigo tranquilamente de nuevo —La rubia detuvo la aspiradora, se quitó los guantes de látex de una forma provocativa y se acercó lentamente a Rita—. Creo que todavía no has comprendido que mi amor por ti sobrepasa todas las fronteras. Hasta las geográficas. Te admiro y te quiero a partes iguales, Rita Pelayo. A la cantante se le cayeron los palos del sombrajo. —¿Pensabas que tu mejor fan no te iba a acompañar

hasta el final de tus conciertos de temporada? — contestó la mujer, que trató de robarle un beso a la artista. —María, hija… —Se apartó bruscamente—. ¡Tú no estás bien de la cabeza! Yo no puedo darte lo que tú me pides, ¿no lo entiendes? Me pareces una chica majísima, pero ya está. No estoy enamorada de ti. No quiero casarme contigo y no pienso tener descendencia que herede tu código genético. ¿Estamos? María sacó su móvil del bolsillo del uniforme del Hotel Condal y volvió a reproducir el vídeo en el que Rita vendía su alma al diablo. —He hablado con tres programas de cotilleos. Están muy interesados en sacar a la luz este vídeo. Tú decides. O me haces feliz estando conmigo, o me haces rica. Elijas lo que elijas, yo gano. Rita decidió usar la técnica de la indiferencia para luchar contra aquel chantaje. —Déjame pasar. Ésta es mi habitación —Introdujo la tarjeta en la ranura y la puerta se abrió—. Si no te vas

ahora mismo, llamo a la recepción del hotel para que te saquen por las malas. La cantante de moda empujó a María, entró en la estancia y le cerró la puerta en las narices. Al segundo se escuchó el sonido de un pestillo. —¡Ja! ¿Pero quién se ha creído que es? ¡Te voy a hundir la vida! ¿Me oyes, cacho perra? —La amante y fan de la cantante gritó presa de la rabia. Silencio al otro lado de la puerta. Rita soltó la maleta y se dejó caer en la cama de matrimonio. Resopló. Cerró los ojos unos instantes. No podía creer que una de sus admiradoras estuviera pasándose de la raya. Y no es que fuera la primera vez que se enfrentaba a una situación tan incómoda como aquella, ya que tenía decenas de grupies que no sabían distinguir entre el artista y la persona, pero ella había sido la primera en llegar a amenazar su carrera y su vida personal de forma descarada. —¡Estoy llamando a María Patiño en este mismo instante! —De nuevo, María la amenazó desde el

pasillo—. Hola… ¿María? Qué tal, soy la chica del otro día, la de Rita Pelayo, ya sabes… Sí. Al final creo que voy a dejar que lo emitáis en el progra… Las manos de la cantante taparon la boca tamaño buzón de la fan fatal que estaba a punto de arruinarle la existencia. Colgó el teléfono y la metió de un empujón en su habitación. —¡Estás montando un escándalo en el pasillo! ¡Me van a echar por tu culpa del hotel! María sonrió de manera maliciosa y se abalanzó sobre Rita como Falete sobre una Whooper con queso. Sus brazos rodearon el cuello de la cantante fuertemente mientras la artista se echaba hacia atrás, huyendo de la quema. —No puedes escapar de mí —Sus palabras sentenciaban, triunfales, un destino fatal. —Pero vamos a ver, quizás podamos llegar a un acuerdo. —¿Eso es que vamos a ser algo más que dos que se acuestan una noche? — María la empujó sobre la cama

y se sentó a horcajadas sobre ella. Sí había algo en este mundo que le hiciera perder la cabeza a Rita Pelayo era, ciertamente, que alguien le mordiera el lóbulo de la oreja. Y María lo había notado aquella madrugada entre las sábanas con la cantante más famosa de España. De manera que aquella última pregunta, formulada por la rubia que ejercía presión con las piernas en el vientre de Rita, no tuvo respuesta alguna. O sí. Un suspiro en el momento en que la pícara rubia aprisionaba suavemente con sus labios la oreja de la mujer, que se volvía sumisa por segundos. Rita fue consciente de que la besaba cuando pasó su mano por detrás de su nuca. Sus labios se entrecerraron con los de ella con una ternura que no esperaba. Tranquilamente, aguardando el momento de volverse a reencontrar, sus bocas se rozaron sutilmente, en un juego en el que ninguna deseaba quedarse atrás, dejándose besar primero por la otra. Los ojos de la cantante estaban cerrados durante esa espera agónica y emocionante, ese instante de tiempo que se dieron

antes de explorar sus bocas, esta vez con necesidad e impaciencia. La artista sujetó con sus manos la cara de la mujer que la miraba con lascivia, y profundizó aquel beso hambriento. Las lenguas se encontraron, se reconocieron, se gustaron y jugaron a fundirse. La respiración de Rita agitada contra la de María. Sus mejillas, encendidas, rozando otra piel hermana. Por su parte, la fan fatal de la señorita Pelayo se sentía plenamente feliz. Sentir de nuevo el calor de su adorada Rita, sus caricias, sus ganas contenidas, sus suspiros… Todo eso que alguna vez fue de otra mujer, de muchas, por tan poco tiempo… ahora era suyo. Y quizá para siempre, si lo hacía bien. Disfrutaba de ese momento de seducción por ser único, irrepetible, íntimo, físico, químico, ardiente, tierno, pleno y conocido. Rita representaba todos sus anhelos encerrados en un cuerpo que podía tocar, sentir y mimar. Y lo hacía. Sin contenerse. Sin dudar. Sin dejar nada en el tintero. Comenzó a besar a la cantante sin descanso, metiendo una de sus piernas entre las suyas. Sus manos fueron

rápidamente hasta su blusa, desabotonándola con prisa mal disimulada. Las de ella se arrastraron, condenadas a tocar piel ardiente, por su cintura y su espalda. El sujetador de María voló, como el resto de la ropa. La de Rita también quedó desperdigada por el suelo, en cuanto la apasionada fan tuvo opción de tomar el control de aquella situación. Desnudas, piel contra piel, la respiración de la artista de la canción del verano en su cuello… María fue poco a poco notando la humedad de Rita en su rodilla. Porque su pierna derecha presionaba su sexo, mientras se dedicaba a saborear la dulzura de sus pechos desnudos. Comenzó a oír gemidos más fuertes cuando su lengua ya bajaba por el ombligo de la artista, acercándose peligrosamente a su centro. Sus piernas se abrieron, para dejar el paso libre al apetito de una fan fatal. Las manos de la groupie sujetaron unos muslos que temblaban de ansiedad. Antes de enterrar su boca en aquel lugar tan íntimo, Rita dio un largo suspiro. —¿Quieres que pare? —preguntó María, cuando sus

dedos se introdujeron en la mujer que tenía debajo de su cuerpo con una facilidad pasmosa. —No. Por favor… Sigue así… La respiración de la artista se hizo más y más pesada, mientras la lengua y las manos de la experta admiradora la fueron volviendo loca por segundos. María notó que la otra mujer llegaba al orgasmo al sentir una fuerte opresión en los dedos, y el sonido gutural de un grito ahogado, profundo, satisfecho. Trepó de nuevo hasta el pecho de Rita, el cual aún andaba desbocado. Su rostro, sereno, sonrosado, alegremente exhausto, reposaba de lado con una sonrisa. María la besó para que probara su propio sabor. Le acarició la mejilla cuando la cantante apartó de su rostro la almohada que había utilizado como silenciador improvisado. —Creo que ya no hacen falta más palabras, ¿verdad? — María miró a los ojos a Rita, quien los cerró apesadumbrada. —María, no te confundas. Me atraes físicamente, sí.

Tienes unos buenos pechotes y eso, pero… Es sólo sexo, cielo… Negó con la cabeza, tocando suavemente su nariz con la de Rita. Se tumbó a su lado, un tanto decepcionada al ver que su plan de seducción había fallado. La cantante no le daba ninguna oportunidad de entrar en su vida, aunque fuera desde la cama. María no entendía cómo la artista no podía ver en ella a la mujer que mejoraría su vida. Era alegre, divertida, positiva, cabezota (aunque eso ya lo había demostrado)… Y quizás pudiera darle esa estabilidad emocional que otras no habían logrado. Rita notó, mientras sus pulsaciones bajaban de frecuencia, que su amante estaba pensativa, con el ceño fruncido. —No me digas que te estás poniendo intensa… María se giró para encararla. —Vale, ya sé que no me conoces, pero… ¡yo te quiero! —¡Hala! ¡Lo que faltaba! ¡Escenita! —No me crees… —¿Cómo te voy a creer, María? ¡No nos conocemos de nada! Hemos echado dos polvos, ¿y ya crees saber lo que me gusta y lo que no?

—Te gusta que te muerdan la orejita —sonrió. —¡En la vida no todo es que te muerdan la orejita, cariño! —exclamó —. De hecho, a más de un político lo que le mordería sería la cabeza... Pero vamos, que eso ya es otro tema y… —Me has llamado cariño —Los ojos de María se iluminaron cuando sus palabras interrumpieron las de la cantante —¿Qué? —¡Que me has llamado cariño! — María se lanzó a abrazar a Rita y llenarle la cara de besos. —¿Qué haces? ¡Argh! ¡Quita! —La artista intentaba quitársela de encima como podía. —¿Ves como algo sí me quieres? Te ha salido natural el llamarme cariño… —¡Es una expresión y ya está, cojona! —En el fondo, aunque sea un poquito —gesticuló con la mano indicando con sus dedos una pequeña cantidad—, me quieres. —Tú no tienes abuela, ¿verdad? Qué confianza en ti misma, chica…

—No es confianza. Es que sé que nunca has conocido a nadie como yo… —Ahí te doy toda la razón. Mira, María… Yo te voy a ser muy clara. Extremadamente. Yo no quiero contigo nada más que lo que acabamos de hacer ahora. Fue tan seria y directa con la mujer rubia, que ésta no pudo evitar echarse a llorar. Rita trató de consolarla, pero María se puso de pie, recogió sus pertenencias, se vistió rápidamente entre sollozos y salió dando un portazo. Al día siguiente, toda España vio el vídeo en el que Rita Pelayo daba por sentado que era lesbiana, que era asidua a las bebidas espirituosas y que, encima, se había prometido con María Martínez, su gran fan incondicional. El programa del corazón en el que fue emitida la exclusiva reventó los índices de audiencia de aquel viernes noche. Y lo que casi le revienta a Rita fue una vena del cerebro, al enterarse del bombazo por el sieso de su representante. —OK, señorita Pelayo. Estás muerta. Como artista.

Durante las semanas siguientes, las vidas de ambas mujeres tomaron caminos contrarios. Todos querían hacer leña del árbol caído. Mientras que María ganaba dinero a espuertas, de plató en plató, pregonando ser la despechada de una relación que nunca existió pero que se emperraba en mantener, la cantante iba cancelando conciertos por “cuestiones personales”. Algunos de esos bolos se iban cayendo por sí solos, ya que en muchos lugares donde Rita iba a cantar no les gustaba la idea de que la artista fuera noticia por sus discutibles escarceos amorosos con una mujer. De esta forma, Rita conocería la España más homófoba. Por otro lado, su mánager tampoco sabía cómo salir del paso. Él mismo no sabía ni qué pensar. Ricardo intentó utilizar sus contactos en prensa, radio y televisión para detener aquel supuesto montaje de la tal María Martínez, alegando que aquellas imágenes habían sido trucadas, y que la supuesta voz que se oía en la grabación hecha en el móvil no era la de Rita. Pero como en la mayoría de ocasiones siempre interesaba

más la mentira que la verdad, y debido al gran debate surgido a raíz del tema del outing de la cantante, el representante de Rita acabó participando en aquel circo mediático. Aceptó una suculenta oferta de una cadena amarillista y en una semana estuvo colocado de colaborador en un afamado programa de sobremesa. No solo dejó a Rita en la estacada, sino que además se permitió el lujo de lucrarse a costa de criticar su estilo de vida, esforzándose en aparentar que él jamás había tenido conocimiento de la vida paralela y oculta de su representada. Tampoco aquella salida del armario obligada acabó siendo bien recibida por la mayoría de asociaciones LGTB. Fue muy criticado el hecho de que Rita, cobardemente, no quisiese hacer ninguna declaración sobre el tema, ya que si por ella hubiera sido, jamás habría hecho un outing. Esta reacción sentó como jarro de agua fría a los portavoces de las diversas plataformas pro derechos de gais, lesbianas, bisexuales y transexuales del país, que precisamente luchaban para

que en el mundo artístico hubiese una mayor visibilidad. De manera que así fue como Rita Pelayo perdió a los admiradores de la acera de enfrente, aquellos que llenaban sus conciertos y grababan en sus discos duros multimedia sus actuaciones en los especiales de fin de año de Televisión Española. En medio de aquel guirigay estaba la pobre Rita, la cual había pasado por todos los estados emocionales posibles. Teniendo en cuenta que María Martínez, una admiradora más (como las miles que tenía repartidas por el país), había destruido su carrera, su fuente de sustento y su vida…, se mantenía a la espera de un milagro guardando la calma lo mejor que podía. Tenía la esperanza de que aquellos que le habían dado la espalda se arrepintieran y volvieran a ella, suplicando que de nuevo llenase plazas de toros y polideportivos con su música de ayer, hoy y siempre. Pero pasaron muchos días y no ocurría el milagro. Mientras su desazón iba en aumento y el estío casi llegaba a su fin, las continuas apariciones de María y Ricardo en los

medios avivaban aquel espinoso tema que no podía olvidar. Varios periodistas polémicos del corazón llamaban insistentemente al portero electrónico de su casa, deseosos de tener la exclusiva sobre cómo estaba repercutiendo aquel suceso en la vida de la intérprete de coplas. Surgieron rumores de alcoholismo y adicción a los somníferos. La captación de varias imágenes de Rita esquivando a los paparazzi dio a entender a muchos televidentes que el ánimo de la artista estaba por los suelos. Incluso algún que otro reportero atrevido trató de provocar un encontronazo con ella, para lograr la tan ansiada imagen del típico manotazo a la cámara. Uno lo consiguió. Siguió a Rita desde el supermercado a su portal y le taponó la entrada. Le hizo incómodas preguntas acerca de su condición sexual. Y Rita iba demasiado cargada de bourbon (llevaba cuatro botellas en las bolsas que traía, y en el estómago llevaba media). —Pero entonces, ¿ahora estás con alguna cantante? — le espetó aquel periodista con todo el desparpajo del mundo.

—¿Acaso te interesa mucho? —Se ha rumoreado bastante a cerca de tu lesbianismo. Muchos compañeros tuyos de profesión no te han apoyado. ¿Cómo te ha sentado esto? —Disculpa. ¿Me dejas pasar? — contestó molesta—. Quiero entrar en mi casa… —Dentro del mundo del folclore, la homosexualidad siempre ha sido un tema tabú… ¿Qué opinas de los que piensan que eso no está bien? —¿Pero qué quieres que te diga? ¿Que por ser lesbiana pito al entrar en una iglesia? ¿Que voy a arder en el infierno? No seas ridículo, por favor… Anda, aparta — Metió la llave en la cerradura de su portal y empujó la puerta. —Pero acláranos un poco lo de María y tu mánager. Te han traicionado las dos personas clave en tu carrera: tu novia, con la que te ibas a casar, y tu representante… Pero María te defiende diciendo que algún día volverás a ella. Espera que vuelvas con ella, no para de defender lo buena profesional que eres y… —El joven volvió a

entorpecer la entrada de la mujer en el bloque de pisos. —Por favor, te pido que me dejes pasar —Rita frunció el ceño y habló entre dientes—. Estás allanando una propiedad privada. —Estoy en la calle y no me puedes echar —le desafió aquel maldito imberbe con ínfulas de grandeza—. Es un sitio públi… —El chaval no pudo terminar la frase porque Rita le arreó un bolsazo, estampándole una botella de Four Roses en toda la boca. A raíz de aquella agresión, Rita se dio por vencida. Había perdido los papeles. Se había abandonado totalmente. Su casa, desordenada y caótica, era reflejo de su interior. Botellas vacías de varias bebidas alcohólicas poblaban un suelo pegajoso y mugriento. Bolsas y envases rotos de alimentos precocinados enmoquetaban su salón. Y había engordado ocho kilos.

Suerte que no fumaba porque, de hacerlo, se habría fumado hasta los dedos de la mano. Pero realmente cuando tocó fondo fue al verse en aquel especial nocturno que resumía su carrera, emitido a finales de Octubre, c o n TV movie incluida (con Adriana Torrebejano haciendo de María y Berta Hernández interpretándola a ella). Se le revolvió el estómago. Aunque se dio cuenta de que aquella última copa de ginebra con tetrazepam que se había tomado tenía mucho que ver en el estado tan lamentable en el que se encontraba ahora. —Emergencias uno uno dos. Dígame. —Señorita, casi no me tengo en pie. —¿Qué le ocurre? —He mezclado alcohol y tranquilizantes —Rita casi no podía vocalizar—. Vengan rápido. Calle Serrano veinticinco, ático b. —Descríbame un poco sus síntomas. —Me mareo… — Se escuchó un golpe seco al otro lado de la línea. — ¿Oiga? ¿Me oye? ¿Oiga?

María llegaba en taxi a su casa tras su nueva colaboración en el programa de cotilleos de sobremesa. Escuchaba música a través de la emisora de radio que el conductor había seleccionado minutos antes. Una noticia de última hora sacudió su corazón al enterarse de que Rita Pelayo había sido ingresada en estado grave hacía unas horas. El conductor del vehículo frenó en seco cuando la mujer que estaba en el asiento de atrás le ordenó cambiar de rumbo, para ir a toda velocidad hacia hospital de San Rafael. Cuando Rita al fin abrió los ojos en la UCI, se encontró con los de María. Su primera reacción fue la de gritar, pero estaba entubada. —¡Cálmate, cálmate! —exclamó María—. Tranquila… — Le acarició la frente y le apartó el pelo de la cara. —¡Mmmmggggñññññ! ¡Ummmññññ! —La artista la quería asesinar con la mirada, porque con otra cosa no podía en aquel momento. —Menos mal que has despertado… Menudo lavado de estómago te han tenido que hacer. ¡Por poco no te

matas, imbécil! —¡Gñññaaaggg! —La cantante seguía sin poder gritarle lo que quería. —¡Qué susto me has dado! —La mujer se sentó en el borde de la cama, apaciguadora—. Por poco no lo cuentas —María estaba al borde de las lágrimas —. Lo siento… Lo siento mucho. Yo he provocado todo esto. —… —Estos tres días que has estado dormida… he pensado mucho. Se me fue la olla. No sé en qué momento te pude obligar a sentir lo que no sentías. No sé cómo he podido llegar a esta situación… Me cegué por completo. Era tu mayor fan, y me he convertido en todo lo contrario. Me he cargado tu vida. Y yo te quería… — comenzó a llorar—. ¿Cómo he podido hacerte esto? Rita ya no luchaba por hablar. Miraba a María en silencio, con los ojos llenos de incredulidad. —Sé que no puedo reparar el daño que te he hecho, pero puedo tratar de devolverte lo que te he quitado — se inclinó sobre la artista y le besó la frente—. No te

preocupes por nada. Tú sólo tienes que recuperarte. Déjame a mí el resto. Se levantó y, antes de cruzar la puerta de la habitación privada, le giró la cara para decir sus últimas palabras. —Ah… Y ya no voy a molestarte más. Me refiero… a que no voy a volver a inventarme nada más sobre nosotras. No voy a molestarte más con tonterías románticas. Ojalá recuperes la felicidad. Cuando al fin obtuvo el alta médica, llamó a la oficina de su antiguo representante para intentar conseguir el número de teléfono de María. Pero el cobarde de Ricardo había pedido a su secretaria que no diera información alguna sobre él si llamaba la señorita Pelayo. Y además, el muy capullo no le contestaba las llamabas al móvil. Desesperada, telefoneó también al estudio de televisión en donde su admiradora bipolar grababa programas, pero lo único que obtuvo fue la noticia de que ya no trabajaba allí. Había abandonado el magacín de sobremesa por su propia voluntad días atrás, para su sorpresa. Nadie parecía saber el paradero

actual de aquella mujer. Pero ella necesitaba encontrarla. Había llenado su cabeza de dudas. Tenía que saber si aquellas promesas que le había hecho en el hospital eran ciertas. Marcharse de la televisión parecía ser la confirmación de que sus intenciones hacia ella eran, por primera vez, buenas. Y no podía dejar de pensar en ella. En su cara de arrepentimiento en el hospital. Sus palabras le habían removido la fibra sensible. Ciertamente había visto a una María completamente distinta a la loca de atar que había convertido su vida en un infierno. Se echó un rato a descansar. Hacía cuatro horas que había salido del hospital y se sentía confusa. Y enfadada consigo misma, por haber sido tan tonta como para casi matarse. Estaba a punto de conciliar el sueño cuando el sonido de su teléfono fijo la despertó. Se levantó del sofá y descolgó el inalámbrico. —Tienes un concierto benéfico dentro de siete semanas en Las Ventas —Una voz femenina se filtró por el auricular.

—¿Cómo? —Está todo cerrado. He conseguido que vuelvas a la palestra con algo solidario. Los beneficios se donarán a la lucha contra el cáncer. —¿María? —Sí. —¿Pero cómo…? —La cantante no daba crédito a lo que estaba escuchando —. Hay que pagar los ensayos a la orquesta, a la maquilladora, a… —Te dije que yo me ocupaba de eso. Estoy ejerciendo de mánager. —¿Y el dinero para cubrir todo eso de dónde sale? —De lo que he ganado a tu costa en televisión. —Vaya —De nuevo, María cumplía su palabra, tratando de arreglar el tremendo entuerto que había causado ella misma. —Bueno, Rita Pelayo… ¿Qué dices? —Pues… que cuándo empezamos — contestó la cantante, terriblemente emocionada, con una gran sonrisa.

Durante casi todo el mes de noviembre, Rita ensayó sus mejores temas acompañada por su orquesta habitual, la cual se reunió de nuevo con muchas ganas de volver a trabajar en conjunto. María estaba demostrando con creces sus habilidades como representante y relaciones públicas de la cantante, ya que había conocido a mucha gente influyente del mundillo durante su etapa mediática. A pesar de que muchos patrocinadores andaban indecisos sobre si apoyar o no el concierto que limpiaría la imagen de Rita, María consiguió vender la idea de la artista rehabilitada y arrepentida de su vida canalla, cosa que era cierta. Pero lo que ayudó enormemente a su vuelta gloriosa fue el hacer una rueda de prensa en la que Rita declaraba estar feliz, ahora que no tenía nada que esconder en su vida. Se sentía orgullosa de su condición sexual y, a la vez, liberada de la presión del miedo a ser rechazada. Los que en otro tiempo la vitorearon y siguieron de forma incondicional, volvieron llenar foros de discusiones en Internet sobre la artista, animando a los todavía

indecisos a comprar o reservar su entrada para el esperado concierto de una de las cantantes más importantes de España. Finalmente, las asociaciones LGTB dieron el espaldarazo crucial para la consecución del evento, al ver la buena intención de Rita por tratar de normalizar su vida de cara al gran público. Todo el equipo artístico y técnico de la cantante estaba emocionado con el regreso de la Pelayo. Músicos, eléctricos y bailarines trabajaban codo con codo para que todo saliese a pedir de boca. Por su parte, Rita — también ilusionada por volver a tocar el cielo— comprobó, entre pruebas de sonido y vestuario, que María se tomaba muy en serio su trabajo. Y se dio cuenta también de que seguía existiendo un sentimiento hacia ella, pero de otra índole al que meses atrás. En más de una ocasión la pilló mirándola de reojo en mitad de una copla cantada a viva voz. Sin embargo, su nueva mánager no se acercaba a ella más de lo estrictamente necesario. Incluso había rechazado una invitación para tomar una cerveza después de un día

intenso de promoción. Ahora que su carrera parecía relanzarse, tenía otros deseos por cumplir. Le apetecía dejarse llevar por alguien. Quería compartir algo más que cama. Quería sentirse querida. Lo que tantas veces había rechazado, en esta ocasión lo deseaba con todas sus fuerzas. Durante su pésima racha personal y laboral, había mordido el polvo y bajado a los infiernos. Y no le había gustado lo que allí vio. María podía ser la llave a una nueva etapa positiva en su vida. María Martínez, por su parte, luchaba por no demostrar sus sentimientos. Se decía una y otra vez a sí misma que debía desterrar su amor por Rita. Estaba claro que no debía meter la pata ahora que las cosas parecían arreglarse. Y tomó una decisión: la noche del concierto, dejaría a Rita en manos de otro representante que previamente había buscado y se alejaría de ella para siempre. Y la noche del evento musical más esperado de la temporada llegó. La plaza de toros de Las Ventas estaba llena hasta la bandera aquel catorce de diciembre.

Conocidas caras del folclore español se dieron cita allí para apoyar el regreso de Rita Pelayo. Decenas de flashes, photocalls, cámaras de televisión por doquier… La expectación era máxima. Cientos de silbidos recibieron a la artista nada más pisar el magnífico escenario instalado en pleno ruedo. Un aplauso unánime retumbó en todo el coso cuando un gran foco siguió a Rita Pelayo, en bata de cola, por las tablas que tanto ansiaba volver a transitar. Agradeció su presencia a todos los asistentes y su colaboración en la lucha contra la devastadora enfermedad del cáncer. El concierto comenzó con uno de sus temas insignes. La masa tarareó la canción entusiasmada. María veía el concierto desde la zona VIP. Durante el mismo, aprovechó para cerrar el trato con Miguel Marcos, el nuevo mánager de Rita. —Espero que puedas devolverle la gloria a esta artista —rogó la mujer que miraba a aquel hombre que sería su sustituto a partir de ese apretón de manos—, porque se lo merece.

—Tú ya has conseguido lo más difícil —contestó Miguel—. Le has devuelto las ganas de cantar. Está disfrutando como nunca esta noche. No hay más que verla. Ambos miraron hacia el escenario. Rita estaba totalmente entregada a su público. Algunos le tiraban flores que ella recibía agradecida, besaba y volvía a lanzar. Una hora y media después, cuando María Martínez había abandonado su asiento privilegiado desde el cual no perdía de vista a la cantante, se despidió brevemente de los técnicos de sonido. Mientras bajaba las escaleras que la llevarían al exterior de la plaza, oyó la última dedicatoria que Rita hizo esa noche. —Antes de que acabe esta noche maravillosa que me ha devuelto a ustedes, quiero dedicar este tema a la persona que me ha permitido renacer — Miró hacia la zona VIP pero no encontró a quien buscaba—. Quizá ella no lo sepa, pero me ha devuelto la confianza en las personas. Y la fe en mí misma. En el pasado tuvimos

nuestros problemas, pero todo queda atrás. Ella me ha enseñado que no debo avergonzarme de quién soy. Y ahora me siento libre — suspiró—. Va por ti, María. María se quedó de piedra. Se apoyó en uno de los laterales de la escalera para escuchar aquella canción para ella. Disfrutando de su letra cargada de ternura, de fuerza, que alentaba a luchar, vivir y perdonar. No pudo reprimir las lágrimas. Había conseguido estar en paz con Rita. Ahora tenía que cumplir la última parte de su trato. Antes de que las luces del escenario se apagaran, ella ya había abandonado el recinto. La cantante la buscó al final del concierto, intentando zafarse de todos los periodistas que querían las primeras palabras en exclusiva de la Pelayo tras su gloriosa noche. Al volver a su camerino para desvestirse conoció a Miguel. Por boca de él supo la noticia de que acababa de cambiar de representante. Su rostro reflejó la decepción que aquel hecho le había causado. Mientras Miguel le ponía al día con los contratos que iba a cerrar con ella en los próximos días para su nueva gira, Rita no dejaba de

pensar en María. En por qué la había dejado así. Y se sentía tan triste y abandonada que no escuchaba nada de lo que el señor Marcos le estaba contando en aquel momento. —Disculpa, ¿dónde vive María? — La cantante interrumpió de sopetón la parrafada de su interlocutor. Él suspiró. Se rascó la frente. —No te has enterado de nada de lo que te he dicho, ¿verdad? Ella asintió tímidamente. —Va, cámbiate rápido, que te llevo yo. En media hora, y tras huir de los fotógrafos que esperaban a Rita a la salida de Las Ventas, llegaron a casa de María. —Mañana hablamos con más calma —le dijo Rita a Miguel mientras se bajaba del coche—. Ah, y gracias… Eres un tío de puta madre, María ha sabido elegir al mejor —Él asintió con la cabeza, sonriendo, y arrancó cuando ella cerró la puerta del copiloto. Pulsó el botón metálico del piso cuatro de aquel automático. Esperó impaciente unos segundos.

—¿Sí? —María, soy Rita. Abre. Quiero hablar contigo. —Se te va la olla… ¡Son las dos de la mañana! —¿Y qué? —Pues que tienes que ir a descansar, que mañana seguro tienes mil reuniones de trabajo con Miguel. —Muy bonito eso de dejarme en manos de otro sin avisar —Le soltó la artista con sarcasmo—, ya que sacas el tema. —No me necesitas más —La voz metálica proveniente del portero electrónico parecía cargada de tristeza —. Además, ya he cumplido mi palabra. La gran Rita Pelayo vuelve a estar en la cima. En un par de conciertos vuelves a tener en el bolsillo a tu público de siempre. —Mentira. Te falta algo. —Ya lo he hablado con tu representante. Tiene que volver a contactar con México. Allí siguen queriendo oírte cantar. Aparte que… ¡Qué coño!, a Chavela Vargas la adoraban, incluso siendo una desviada declarada. ¿Por qué iba a ser diferente contigo?

—No van por ahí los tiros. Tú eres la que me debes algo, no Miguel. —No sé a qué te... —No pudo terminar la frase. —Me dijiste que ojalá encontrara la felicidad. Pues yo creo que la tengo cerca, pero pienso que quien puede dármela eres tú. Rita oyó una respiración muy profunda y luego silencio. —Mira, ya sé que esto es de risa. Que casi nos matamos la una a la otra. Pero las cosas pueden cambiar. Es una locura lo que voy a decir, si pienso en cómo comenzamos tú y yo pero… me gustas. Me gustas mucho. Lo que he conocido de ti durante estos últimos días me gusta. Y tengo sentimientos hacia la María persona, no hacia la fan alocada que perseguía a alguien que no daba valor a nada ni a nadie… No sé si sigues sintiendo algo tan fuerte por mí como lo que asegurabas sentir meses atrás. —Lo que hoy siento por ti no tiene nada que ver con el pasado. Yo… — María resopló, nerviosa—. Nada que ver, te lo aseguro.

—Entonces, creo que nos merecemos una segunda oportunidad. ¿No te parece? Tras unos segundos en los que ninguna dijo nada, se oyó el estridente timbre que abría la puerta del bloque en el que vivía María. Rita sonrió, pletórica, y entró camino del ascensor, mientras la puerta metálica del edificio se cerraba lentamente a su espalda.

Susana Hernández Susana Hernández (Barcelona) es autora de las novelas La Casa roja (Premio Ciudad de San Adrián 2005), La puta que leía a Jack Kerouac (Lesrain, 2007 / LCLibros, 2012), Curvas peligrosas (Odisea Editorial, 2010) y Contra las cuerdas (Alrevés Editorial, 2012). Ha participado junto a otros autores en los libros solidarios El espejo de los deseos (Lesrain, 2010) y Enamórate (Odisea Editorial, 2012). En su haber cuenta con

numerosos premios de novela, relato y poesía. Actualmente colabora en diversos medios de comunicación e imparte talleres de escritura. twitter.com/shernandezbarna susanahernandez.wordpress.com Susana Hernández Diez semanas antes de la boda A través de las ventanas del invernadero, el Sol chorreaba a raudales. El bochorno era apenas soportable. Laia trabajaba en mangas de camisa. No le molestaba el calor, al contrario, cuanto más mejor. En el exterior, el Sol castigaba sin piedad. Septiembre, que no se quería enterar, se aferraba tozudamente a un verano que repartía sus últimos coletazos. En la zona sombreada del porche, la abuela sesteaba desmadejada en un balancín de madera vieja. —Abuela, me voy. La cita era en la Ciudadela, donde el lago. Laia llegó con tiempo. Había quedado con dos amigos para comer y pasar la tarde despotricando de lo divino y de lo

humano. Junto a las barcas, el reflejo del agua envolvía con una nieblilla de irrealidad, como humo de opio, a niños que jugaban al balón, parejas que se prodigaban arrullos tumbados en la hierba y algunos que dormitaban o leían a la sombra. De fondo, un grupo de percusionistas ponían la banda sonora cotidiana. Laia se premió con un helado. Lamía despacio, disfrutando, sin prisas. —Nunca sufrirás un infarto —solía burlarse Cris. Se equivocaba por completo, claro. El día menos pensado se le pararía el corazón al mirarla. A Laia le tocaba vivir con ése clavo hundido en el corazón que se iba oxidando con el tiempo y las lágrimas. Un clavo quita otro clavo, decía la rumba que sonaba en su iPod. Todo parecía asombrosamente sencillo en la letra de una canción, en la calma plácida de la marihuana. En el paraíso de los deseos, las palabras fluían precisas y perfectas, las esperanzas se encadenaban a los tobillos de la fortuna; Cris se derretía entre sus brazos y sonaban violines de fondo. La canción se acabó y la

realidad regresó repartiendo bofetadas a ilusos y soñadores. La buena noticia es que todo se acaba. Incluso el dolor. La noche cayó de golpe. Tenía estas cosas la noche. En casa la recibieron dos voces. Las cabezas de Cris y Alberto, muy juntas, se inclinaban sobre un catálogo de tartas nupciales. —No me convence —decía Cris. —¿Qué opinas, Laia? — Alberto levantó la calva rasurada, estilo franciscano. Un poco a lo Zidane, pero sin encanto y con varias dioptrías—. ¿Mora y mango, o maracuyá y kiwi? —¿No hay sabores normales? Trufa, nata. Esas cosas. —Qué sosa, hija. A las doce en punto, como una Cenicienta treintañera, Cris se despidió de su prometido. Abrió la nevera y barajó las opciones ¿Batido? ¿Cola? La luz de la nevera alumbró una silueta. —Por Dios, Laia. Qué susto me has dado. —¿Sabes que te queda muy bien esa cazadora tan ajustadita?

—¿Sí? ¿Cómo de bien? —Cris dio un par de pasos, sonriendo, hasta quedar muy cerca de ella. Laia se levantó y rodeó la mesa, —Así de bien —repuso Laia, atrayendo la boca de Cris hacia la suya. —¿Laia? ¿Eh? —Cris sonrió a escasos milímetros de su cara y chasqueó los dedos—. Que te has quedado embobada, tía. —Perdona —Volvió bruscamente del mundo de los sueños con el corazón a doscientos por hora. —Entonces, ¿te gusta? —¿Qué? —La cazadora —Dio una vuelta—, que si te gusta. —Te queda de muerte —aseguró tirando de temple. —Alberto dice que es de macarra. —No es mucho de su estilo — corroboró diplomática—. ¿Te lo has pasado bien? Cris se sentó en la mesa, de lado, demasiado cerca; resopló y en su cara se dibujó una de sus típicas expresiones de niña traviesa.

—Bueno, ya sabes, una cena con Alberto tampoco es que sea una gran juerga. Podríamos salir tú y yo la semana que viene —propuso, y los ojos se le encendieron de repente—. Me vendrían bien unas rondas de tequila. Esto de la boda me tiene loca. —Claro. Hecho. Laia diría que sí a cualquier cosa que le pidiera, lo que fuera con tal de ver esa sonrisa que le robaba el sentido desde hacía casi dos años —¿Crees que no debería casarme con él, verdad? —Hombre, si lo dices por la chaqueta o porque no sea la alegría de la huerta, me parece un poco exagerado. —No me tomes el pelo, anda — sonrió. —Cris, es tu vida. Tú sabrás si debes casarte con él. —Pero eres mi mejor amiga y necesito tu opinión — insistió, y deslizó los dedos lentamente por la mano de Laia. Laia dio un salto inesperado y se sonrojó hasta la raíz del cabello. —¿Qué te pasa, niña? —La miró con asombro y un cierto recelo.

—Nada, que se me ha dormido la mano —La movió vigorosamente para dar fe. —Sé sincera conmigo, Laia —soltó Cris con esa dulzura que derretiría un iceberg. —Mejor hablamos mañana; me caigo de sueño y no estoy muy despejada para temas tan serios. Laia se quedó pegada a la ventana de su cuarto, contemplando la calle oscura. El yonqui del callejón le cantaba a la luna. Dos siameses machos rivalizaban por el amor de una hermosa gata gris. Si al menos tuviese el valor de sincerarse, podría volver a ser libre; quizás magullada y rota, pero libre a fin de cuentas. El manual de la perfecta mentirosa Regla número 1: Ninguna mentira es completamente inofensiva. Los compañeros de equipo de Isma desfilaban uno a uno, subían a los automóviles de sus padres o se apuraban en dirección a la parada del autobús, al otro lado de la calle Ávila. Cris encendió otro Lucky. Le encantaría saber cómo se lo montaba su hijo para ser

siempre el último en salir del entrenamiento. Las bolsas de comida que había comprado en el centro comercial tiritaban en el maletero. Algunas croquetas y las langostas; también una pizza y la merluza en rodajas maldecían la tardanza de Isma, mientras perdían agua y calaban el plástico. Ahí estaba, corriendo bajo la lluvia. —Sube, tardón. Llevo esperándote quince canciones y media. —Hala, exagerada. —Quince no, pero siete, tranquilamente. Seguro que no queda nadie en el vestuario. —Sí, el utilero. —Muy gracioso. —Mamá, qué peñazo de música — pulsó un botón y silenció a Bruce Springsteen Rebuscó entre los CDs y eligió uno. Los versos rapeados de La Excepción retumbaron en los altavoces. —Esto es música —proclamó satisfecho ante la mirada incrédula de su madre. —Tú no puedes ser hijo mío. Seguro que te cambiaron

en el hospital. Por ahí debo tener un hijo con gusto y sensibilidad musical, y yo sin saberlo. —Hemos practicado lanzamientos de penaltis — comentó riendo. —¿Y qué tal? —He metido ocho de ocho. Un buen lanzador, como su padre. El belga simpático resultó ser un lanzador de primera. Menuda puntería: un solo tiro, y penalti por toda la escuadra. La noche era suave, como en la novela de Fitzgerald, y arrancaba torcida. La pelirroja con la que se citaba en secreto apareció en la terraza de los apartamentos de la mano de su novio. Cris se sentó en el borde de la piscina con la fiel y sedante compañía de un Absolut con limón. A poca distancia, un grupo de alemanes vaciaban tanques de cerveza y echaban a suertes cuál de ellos se la llevaría a la zona más apartada de la cala. No es que Cris tuviera nociones de alemán, pero tampoco era necesario. Decidió terminarse la copa y acostarse, sola, a cinco planetas de los alemanes borrachos y las

pelirrojas veleidosas. —¿Quieres bailar? —preguntó amablemente el belga en un español chapurreado. La noche, además de suave, se insinuaba contra todo pronóstico entretenida. Se iba a enterar la pelirroja —¿Cómo te llamas? —balbuceó trabajosamente. —Cristina. —Yo… Las sílabas de su nombre se perdieron entre el estribillo de una empalagosa balada de Eros Ramazzotti. Al cabo de varios bailes y otros tantos vodkas con limón, le dio apuro preguntárselo. Después de todo, la tarde siguiente el belga volvería a Brujas, a Bruselas o algún lugar por el estilo; se despedirían sin intercambiar direcciones ni teléfonos. Bon voyage, chéri. A los diez minutos lo habría borrado por completo de su mente. Más tarde —la misma noche lo más seguro— la pelirroja daría esquinazo a su novio y le haría una seña discreta. —Es la última vez —diría. Desde la verbena de San Juan

cada vez era la última. En septiembre, Cris y sus padres regresaron a Barcelona, y un par de semanas después retomó las clases en la facultad. Menorca, la pelirroja fogosa y el belga simpático eran apenas un recuerdo desdibujado. El otoño trajo un flirteo poco emocionante con un estudiante de económicas, y montañas de suspiros por una morena espectacular que iba a caballo entre segundo y tercero de biología. La primera falta no la tuvo en consideración. Había sufrido otras veces desarreglos menstruales, especialmente durante los cambios de estación. A la segunda, como cualquier chica de diecinueve años, sufrió un ataque de pánico. —Es imposible —se repetía frente a frente con la irrefutable prueba del test de embarazo. Le llevó horas acordarse del belga, de los incontables tragos de Absolut, del sabor a arena y a salitre. No recordaba nada más. ¿Realmente había hecho el amor con él? O era eso, o se había quedado embarazada por obra del espíritu santo. Se devanó los sesos por rememorar, pero

la maldita noche se perdía en una bruma infinita de vodka. Corrió al baño y vomitó. La primera vez que Isma preguntó por su padre, Cris improvisó. —Tu papá está en Bélgica. —¿Dónde, mamá? —En Bélgica, mi amor. —¿Eso está lejos? —Un poco. —¿Vendrá pronto? —No creo que pueda. —¿Por qué no? —Porque está en el cielo, cariño. En el cielo de Bélgica. Ocho de ocho. —Bien hecho, Isma. El atractivo, qué duda cabe, se lo debía a Cris; la certera puntería era mérito del belga. Ocho semanas antes de la boda En el porche de la casa de Vallvidrera corría una brisa fresca. El refugio desde donde la abuela de Laia divisaba

la ciudad a vista de pájaro, con cierta condescendencia y un ápice de desprecio. La cima de su mundo particular. No había nada que necesitara allá abajo, en la ciudad que se afanaba a ritmo de hormiguero. La abuela se estremeció. Laia se levantó sin decir una palabra y volvió con una chaqueta de punto que ella misma tejió algún invierno. —Ponte esto. —Me tratas como a una vieja — refunfuñó enternecida por las atenciones de su nieta. —Eres vieja, abuela. —Ve a por un coñac. Eso sí que hace entrar en calor. —Ni lo sueñes. Si quieres te hago una manzanilla. La anciana miró a Laia con cara de pocos amigos. —¿Y ahora a dónde vas? —Donde me de la real gana, leche. Reapareció un minuto después con un habano entre los labios y un vago aire a Chavela Vargas. —Abuela…. —No me sermonees, Laia —Exhaló el humo

deleitándose—. Esto es vida. —La poca que te queda, como sigas así. —Mira que eres aguafiestas. Tras un breve silencio, la abuela volvió a la carga. —¿Bueno, cuándo diablos se lo vas a decir? —espetó—. No te hemos educado para que seas una cobardica, reina. En nuestra familia puede que estemos todos un poco chalados, pero no somos cobardes. Díselo de una vez y deja de torturarte, caramba. Ni que fueras Juana de Arco. —Va a casarse. Es un pequeño detalle que se te olvida. —¿Por qué se casa? —Yo qué sé. Estará enamorada. —Y yo seré Rita Hayworth mañana cuando me despierte. —¿Y entonces por qué se casa, abuela, tú que todo lo sabes? La anciana entrecerró los ojos y lanzó un suspiro que parecía un dardo. —Tiene miedo de que se le pase el arroz y quiere un

padre para su hijo. Por eso se casa, cariño mío, y porque los mojigatos de sus papás le ponen un piso por todo lo alto en la Villa Olímpica. No sabe nada la guapita de cara. —No sé por qué la tienes tomada con ella. Es un encanto. —Porque estás sufriendo como una condenada por ella, cariño. Por eso. —La culpa no es suya. —Eso es verdad. Es culpa tuya por ser tan boba. Díselo de una puñetera vez ¿Cuánto tiempo hace que no sales con nadie? —Una eternidad. —¿Y cuál es la idea, Laia, responder a la llamada del Señor? —Estás inspirada hoy. Se nota que has releído a La Pasionaria. —Menos chanzas con Doña Dolores, jovencita, que te lavo la boca con lejía. —Si se lo digo, abuela, las cosas cambiarán para siempre. Nunca volverán a ser igual.

—¿Igual de maravillosas que ahora? ¿Qué puedes perder? —Al menos tengo su amistad. —¿Y te basta con eso? ¿Te conformarás con el segundo premio, Laia? Prefería no hacerse esa pregunta. Mejor quedarse con la comodidad embustera de la incertidumbre. Después de todo, en la duda siempre se esconde la promesa de una esperanza. El manual de la perfecta mentirosa Regla número dos: Miente a los demás, pero nunca te mientas a ti misma. Un día duro. Una boda y un videoclip. Lo peor, de largo, el videoclip. No hay quién aguante a estos niñatos de barrio que apenas enlazan tres acordes y se creen los Rolling Stones. Pero pagaban, y quien paga, manda. Las cuatro horas y media que Cris pasó con ellos y el imbécil del mánager en un polígono perdido de Sabadell la dejaron para el arrastre. Le dolían la garganta y la cabeza. Llevaba horas sin ver a Laia, y eso era mucho

más de lo que podía soportar. Para colmo, le había mandado un mensaje hacía un rato diciendo que estaba tomando unas cañas con su hermana, y que llegaría algo tarde. No le apetecía nada volver a casa. Isma estaba en el cine con sus amigos. Alberto no era una opción. Anoche estuvo a punto de perder la cabeza con Laia. No era la primera vez y todo apuntaba a que no será la última. Tiradas en el sofá, compartían una vieja manta y se reían a mandíbula batiente. En realidad, Laia aglutinaba las risas; Cris reía de verla reírse con tantas ganas de los diálogos de una comedia disparatada. Escuchar la risa de Laia era como surfear una ola gigante. Como lamer un polo de limón bajo el Sol de agosto. Como el olor a limpio de las sábanas recién planchadas. Se embobó con su risa y perdió la medida de las distancias; dejó que su cuerpo ganase terreno a la prudencia, y cuando quiso darse cuenta, sus labios se entreabrían a un par de centímetros de su boca carnosa y dulce. Laia se giró un instante suspendiendo la risa y la

miró de un modo extraño. Sus ojos tiñeron de violeta el humo que las separaba. —¿Qué? —preguntó con una sonrisa. —Nada —dijo Cris regresando a su posición disimuladamente. —¿Estás bien, Cris? —Le tocó cariñosamente la pierna. No me toques, por favor, no me toques que me pierdo. —De puta madre. Pásame los cacahuetes, ¿quieres? Laia alcanzó el cuenco y su risa estalló de nuevo. Disimular veinticuatro horas diarias durante los trescientos sesenta y cinco días del año no es moco de pavo. Exige los reflejos de un karateka, el autocontrol de un monje budista y la desenvoltura de un crupier. Por supuesto, Cris cumplía con todos los requisitos. La experiencia es un grado. Había días en los que parecía imposible resistir un segundo más; días en los que las mentiras se atravesaban entre la faringe y el corazón. Subió a tope la canción de The Verve que sonaba en la radio y decidió acercarse al gimnasio. Sauna, jacuzzi y chicas guapas ligeras de ropa. El

gimnasio era un suplicio y una bendición. Salió de la sauna cardíaca perdida. Necesitaba sexo. Sexo del bueno. Sexo con una mujer. Con una mujer que no sería Laia. Lo pensó y le dieron ganas de meter la cabeza debajo del agua y no sacarla nunca más. Lo que Alberto y ella compartían, de uvas a peras, más que sexo era un juego cruel para ambos, al que cada uno jugaba con sus propias reglas sin tener en cuenta las del otro. Para Cris, el sexo con su prometido era un peaje altísimo a pagar que se llevaba por delante un cacho cada vez más enorme de dignidad. Era su elección y no podía culpar a nadie: ni a su madre por meterse a Celestina, ni mucho menos al pobre Alberto por aceptar el caramelo que le ofrecían. Él jugaba a otra cosa, lo sabía: jugaba a que se querían y a que podían ser una familia como las que salen en los anuncios de coches, con casa en el campo y un perro graciosísimo tipo Scotex correteando por el césped. Y hasta podría ser que delirase completamente y soñara con hijos propios columpiándose en el jardín. ¿Qué le podía echar en cara? ¿El anhelo de querer lo

que tienen los demás, o ese algo casi parecido al amor que asomaba en sus ojos miopes cuando la miraba como si estuviera contemplando el Taj Mahal? Cris llevaba tanto tiempo disparándose en el pie, que había perdido la costumbre de apuntar hacia otro lado. Se convirtió en una suicida experta. Lo suyo, eso sí, era matarse lentamente, a dosis pigmeas y letales para que el castigo se eternizase. En el fondo, creía merecerlo. Era inútil luchar contra el sentimiento de culpa; formaba parte de su código genético y de su educación. Agatha, la monitora de steps, emergió de la piscina como una diosa. El agua resbalaba por su cuerpazo fibrado y bronceado. Se sacudió el agua y se secó a dos metros de Cris, que tragaba saliva y procuraba apartar la mirada, pegada a las piernas y los senos de la monitora como un imán a la puerta de la nevera. —Te has saltado la clase —la regañó amistosamente—, no te creas que no me entero. Te tengo fichada, Cris. Se saltó la clase porque no podía evitar babear y mirarla con una lascivia imposible de controlar. Antes de

desistir de ir a las clases, que por otra parte eran estupendas, probó a camuflarse en las filas de atrás, donde se escondían las alumnas que sufrían para seguir el ritmo infernal que marcaba Agatha…, pero la treta apenas funcionó diez minutos. En cuanto la divisó — maldita camiseta fucsia—, le hizo gestos para que se colocara delante, delante de esos pechos maravillosamente turgentes. Demasiado castigo incluso para Cris la penitente. —Se me ha hecho tarde —se excusó titubeante. Cris retrasó la retirada a la ducha unos minutos de oro, que le sirvieron para recomponerse y acompasar la respiración. El vestuario estaba completamente vacío. Dejó que el agua caliente tonificara sus músculos y sintió, poco a poco, cómo el bienestar se adueñaba de

su cuerpo. Se demoró, recreándose un buen rato, y salió envuelta en la toalla. De repente, el calor se expandió por su piel como una mancha de fuel en mar abierto. Tardó unos segundos en comprender que la toalla había caído al suelo; que unas manos la estaban acariciando, que otro cuerpo desnudo estaba pegado al suyo, empotrándola contra el frío metálico de la taquilla. —Te pillé, preciosa. No necesitó darse la vuelta. Reconoció su voz y sus jadeos. No era la primera vez que ocurría, y ojalá, por favor, por favor, que no fuese la última. Siempre sucedía cuando a Agatha le venía en gana. Cada tanto le daba el brote lésbico y se olvidaba temporalmente de su marido, un atractivo jugador de hockey, y de los gemelos. Cris gimió desbocada, echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. Las manos de Agatha recorrían sus pechos, la espalda, las caderas, el culo… Ahí se detuvieron un rato, describiendo círculos en las nalgas, y jugueteando con su sexo. Cris se dio la vuelta ansiosa: necesitaba besarla, tocarla, sentir su piel ardiendo.

—Fóllame —suplicó. Agatha no se hizo de rogar. La fusión de sensaciones era explosiva. El calor infernal y el metal helado de la taquilla, contra el que chocaba rítmicamente la espalda de Cris en cada nueva embestida, combinaban de forma espectacular. Abrió los ojos de nuevo. Merecía la pena mirarla mientras mordía sus labios, y los gemidos de las dos se fundían en el silencio del vestuario. Laia ya estaba en casa. Se notaba a leguas. Su presencia esparcía calor y buenas vibraciones. —Eh, hola —sonrió—. Te he preparado unos huevos estrellados con foie que te vas a morir. Son la locura — La estudió con detenimiento y aparcó la sonrisa—. ¿Te encuentras bien, Cris? —Sí, es que me he machacado en el gimnasio. Voy a ponerme el pijama. Me apetece mucho probar esos huevos. Le costaba un mundo encarar sus ojos. Se sentía sucia, mentirosa, traidora. Debería sentirse infiel con Alberto, pero curiosamente, al besarla en la mejilla con las

huellas de otra mujer en sus labios, se sentía desleal con ella y consigo misma. Pero a eso ya estaba acostumbrada. Otro tiro en el pie. Este sentimiento que no atendía a razones la estaba matando. Tenía que decírselo, ya no aguantaba más. En el peor de los casos, si Laia la echara de su casa con cajas destempladas, podría refugiarse con Isma en el piso nuevo, adecentarlo de una vez y aguardar pacientemente el día de la boda, exiliada en su pisazo de la Villa, lejos de los guisos prodigiosos de Laia, de sus infusiones mágicas, de las tartas caseras y de Bob Marley, de su risa y su alegría de vivir. Sería como morirse en vida. Seis semanas antes de la boda En Formentera, el Sol del mediodía derrapaba sobre los barcos del puerto. El ferry se deslizaba lentamente sobre el agua. Laia estiró los brazos entumecidos. La isla causaba en ella siempre la misma sensación de paz y relax. El móvil vibró en el bolsillo. Miró la pantalla innecesariamente. Sabía perfectamente que era Cris la

que llamaba. Lleva llamándola cada diez minutos desde primera hora de la mañana. Debería ser el día más feliz de su vida a pesar de la resaca y las pocas horas de sueño. Cris dejó un mensaje de voz. Le da pánico escucharlo. Aguantaría unos minutos la incertidumbre. Hasta que pisara tierra firme, dentro de un taxi, camino a la casa de su madre en el extremo sur de la isla. —Laia —La voz de Cris sonó despedazada—, no entiendo a qué viene esto. ¿De qué coño vas? No puedes dejarme una nota y marcharte de esta forma. Mira, no sé qué es lo que te pasa por la cabeza en estos momentos, pero yo…, yo necesito verte, hablar contigo. Que me mires a la cara y me digas que lo de anoche no significó nada para ti; que por eso te has pirado, porque ahora no sabes cómo mirarme a la cara y decirme que no te importo una mierda. Recostó la cabeza en el asiento del taxi. Todo le daba vueltas, y la culpa no era sólo del tequila. La noche anterior cumplió el deseo de Cris. Salieron por ahí. Isma se quedó en casa de sus abuelos. Lo mismo que otras

veces. Todo parecía normal. Cenaron en el mexicano de la calle Torrijos. Cris estaba exultante. Llevaba un vestido corto, sandalias de tiras y una cazadora tejana. Su rostro todavía conservaba las pecas del verano. No paraba de reír y de hablar. No mencionó a Alberto en toda la noche. Como si no existiera. Incluso Laia acabó por creer que no existía, que Cris no iba a casarse con él en menos de dos meses. Después de la cena, tomaron un par de rondas de tequila y se fueron a bailar. Cris se movía como los ángeles. Llevaba el ritmo en el cuerpo. Laia no podía despegar sus ojos de ella, de sus caderas marcadas debajo del vestido y sus muslos serpenteando al compás de la música. Para no perder la compostura, trasegaba un tequila tras otro. Sólo esperaba que la noche acabase pronto, antes de que cometiera alguna estupidez irreparable, pero Cris parecía tener cuerda para rato. La juerga se prolongó hasta casi las cuatro. Ya en casa, se derrumbaron en el sofá. —¿Tienes hambre?

Necesitaba hacer algo con las manos antes de que se le fueran donde no debía. —Me comería un buey —dijo Cris entreabriendo los ojos. —Buey no tenemos —sonrío—, pero puedo hacer un bizcocho. ¿De qué lo quieres? —Chocolate con nueces. Entre tanto, Cris puso, muy bajito, un CD de Amparanoia. Otra vez vuelta a bailar mientas se acercaba a la cocina sin dejar de moverse, con una sonrisa tan dulce y sensual que dolía mirarla. —¿Qué te pasa esta noche, Cris? —No sé —se rió—. ¿Qué me pasa? —Estás…, no sé explicarlo, como eufórica. —Estoy contenta. —¿Por algo en especial? —Me gusta salir por ahí contigo. Me gusta estar contigo. Es lo mejor de la vida. Uhmmm, qué bien huele eso. —Diez minutos y estará listo.

Los diez minutos, que resultaron ser más de veinte, se le hicieron eternos. No sabía qué hacer ni a dónde mirar. Sentía la cabeza espesa y el cuerpo ligero, como si no le perteneciera del todo. Abrió la ventana. Hacía una noche estrellada y calurosa. Cris ya no llevaba puesta la cazadora. Estaba repantigada en el sofá, con los pies sobre la mesa, fumando con los ojos cerrados y el vestido casi a la altura de la ingle. Laia se dio la vuelta en la ventana, respiró hondo y se encaminó a la cocina con paso vacilante. —Esto ya está, niña. —Tráete algo de beber. Algo que no tenga alcohol, por Dios —puntualizó. —¿Quieres un té? —Vale. Trajo una bandeja con el bizcocho, la tetera, el azucarero y las tazas, y la dejó en la mesilla, junto a los pies descalzos de Cris; cogió una banqueta y se sentó lo más lejos posible de ella. —¿Qué haces ahí? No tengo nada contagioso —Dio un

buen bocado y el chocolate, aún caliente, se desparramó por la comisura de su boca. Lo rebañó con la lengua—. Ven aquí, anda — Golpeó el sofá. Laia obedeció. —Come, que está riquísimo —Le metió el bizcocho en la boca. Sus dedos surcaron los labios de Laia y rozaron su lengua. La descarga eléctrica la sacudió violentamente. Cris lo había notado, por fuerza. Lo habían notado hasta en Lisboa. No se atrevía a mirarla. Estaba aterrorizada. De pronto, una sensación cálida y húmeda se extendió por su boca y traspasó su piel. Una oleada de placer que derribó la poca serenidad que le quedaba. El sabor a tequila, a chocolate y a la saliva de Cris se mezclaron en su paladar. Por fin se atrevió a abrir los ojos. ¿Estaba sufriendo una alucinación, o simplemente fantaseando despierta como la otra noche en la cocina? Cris la estaba besando enloquecida. Se había sentado encima de ella con las piernas abiertas. Laia no daba crédito. Cris abrió los ojos arrebolada, con las mejillas encendidas, los ojos brillantes y el pelo alborotado.

—No sabes cuánto tiempo llevo deseando esto. Ni te lo imaginas, cariño. Si era una alucinación, no pasaría nada por seguir hasta el final. Y si no lo era, ya recibiría la bofetada en algún momento. La atrajo hacia ella y la besó. Pero la bofetada no llegó. Llegaron caricias, más besos, la suavidad de su piel, el perfume de su cuerpo. —Cris —jadeó—, yo no…, no…, yo no he hecho esto antes. —Tranquila —Le acarició el pelo —, yo sí. No te preocupes por nada, cariño. Haz sólo lo que te pida el cuerpo. El cuerpo le pedía comérsela a bocados, a besos, acariciarla hasta recorrer cada esquina y cada recoveco de su cuerpo. Y eso hizo. Se transformó en brazos de Cris. Dejó atrás todo lo que sabía, lo que había sentido antes y fue una mujer nueva para ella. Su desnudez la dejó sin habla. —Madre mía, qué preciosa eres — susurró. El Sol empezaba a despuntar sobre las chimeneas del

barrio. Laia dejó que Cris llevase la iniciativa, pero no por ello adoptó un papel pasivo. La deseaba con una ansiedad desconocida y voraz. La vio de lejos, sentada en la terraza de un bar, a los pies del World Trade. Mierda. Quería recibirla al bajar del ferry, ayudarla con el equipaje, las inevitables ensaimadas y el montón de pendientes y collares de fabricación artesanal que su madre le habrá metido en la maleta. —Hola. Siento llegar tarde. No encontraba aparcamiento. Los cristales de sus gafas de sol chocaron en la distancia mal medida. Ninguna de las dos sabía muy bien cómo manejarse en la nueva situación. Después de unos segundos de pie, indecisa entre besarla o no, Cris tomó

asiento. —¿Cómo puedes pensar que me importas una mierda, Cris? —disparó Laia a bote pronto. —¿Cómo puedes follar conmigo y dejarme una nota diciendo que te vas unos días a Formentera? —replicó dolida. —No follé contigo. Hice el amor contigo. Es muy distinto. —Llámalo como quieras. La cuestión es que cuando me desperté te habías ido, Laia, y ni siquiera has tenido la puta decencia de cogerme el teléfono en cuatro días. Casi me vuelvo loca — se enjugó las lágrimas por debajo de las gafas. —No sabía qué decirte. —Has tenido tiempo de pensar — suspiró—. ¿Ya se te ha ocurrido algo? —Sólo hay una cosa que quiero saber: ¿Me has mentido todo este tiempo? Cris tardó un siglo en contestar. —Sí, pero no es personal. Le he mentido siempre a todo

el mundo sobre este tema. —¿Que no es personal? Esa sí que es buena. Claro que es personal, Cris. Es muy personal, porque se supone que soy tu mejor amiga y ahora pienso que en realidad ni te conozco. Y yo no soy todo el mundo. No lo entiendo. Pensaba que confiabas en mí. Te lo he contado todo. —Todo no, Laia. Es evidente — puntualizó. —Pero es diferente —se defendió —, todo esto es nuevo para mí. Yo nunca había sentido algo así por nadie, y por supuesto no imaginé jamás, ni por un segundo, que tú podías sentir algo por mí; te lo habría dicho en cuanto me di cuenta de que me estaba enamorando. Yo no tengo ningún problema en enamorarme de una mujer. Es la primera vez que me pasa, pero me parece estupendo. Es lo que siento y punto. Pero tú me hiciste creer que eras heterosexual. Nunca se me ocurrió otra posibilidad ¿Qué querías que te dijera? “Estoy loca por ti, Cris, lástima que estés prometida”. Por favor. Cuando me desperté y vi el anillo

de compromiso en tu mano, me entró un ataque de pánico. Necesitaba irme. Pensar. Estoy completamente desconcertada ¿Por qué estás con Alberto, Cris? No me cabe en la cabeza. ¿Qué necesidad tienes de joderte así la vida y de jodérsela a los demás? —¿A quién le estoy jodiendo la vida, a ti? —A Alberto. ¿Te has parado a pensar en lo que le estás haciendo? Es una putada inmensa, Cris. Nadie se merece vivir engañado de esta forma. —No me juzgues. —No te estoy juzgando. —Claro que lo haces. ¿Crees que me gusta vivir así? —Pues no lo hagas. —Qué fácil —repuso sarcástica. —Tan fácil o tan difícil como tú quieras. —Isma necesita un padre. —Eso es una estupidez. Ya tiene catorce años. Te las has apañado muy bien hasta ahora. Tu hijo es un chico magnífico. Has hecho un gran trabajo. —Cada vez es más difícil. Se vuelve contestón y rebelde.

—Isma lo que necesita es que su madre sea feliz, que seas tú misma. —Ya. Eso suena muy bien, pero no es tan fácil, Laia. Llevo toda la vida mintiendo, contando las mismas mentiras una y otra vez. Soy una experta. Ya no sé cómo decir la verdad. Soy una mentirosa y una cobarde, pero estoy loca por ti desde el primer día, desde que nos conocimos en la boda de tu prima. —¿Y ahora qué vamos a hacer? —No lo sé, Laia. No lo sé. No tengo ni puta idea. El manual de la perfecta mentirosa Regla número tres: Repite la misma mentira una y otra vez. Sábado, día de bodas. Felicidad a destajo. Tres, nada menos: la primera por lo civil; coser y cantar, claro. La segunda, en la otra punta de la ciudad. El completo, reportaje en plan culebrón californiano desde la preparación en casa de la novia, pasando por la llegada a la iglesia, la ceremonia religiosa y el banquete. Una parte del banquete, al menos; fundido a negro cuando

los hombres se descamisan y los maquillajes de las mujeres se escurren, y los unos y los otros se lanzan por sevillanas y nadie atina a coquetear con su propia pareja. El sentido común indica que no es conveniente grabar más de una hora de banquete, en el mejor de los casos. La tercera, una boda filipina. Gente divertida, los filipinos. Montones de comida. Lástima que sea la última; a esa hora, Cris —un poco puesta de brandy y harta de tarta— no andaría muy fina. Haría un esfuerzo, desde luego; los filipinos lo merecían. Y todo el día llevaría consigo, clavado como un alfiler, el deseo de besar a Laia. El aroma de los cruasanes recién hechos que había bajado a comprar la delató. —Hola, mamá. Isma y Laia, pegados a la PlayStation: marcianos, estáis listos. El corazón de Cris se paró durante una fracción de segundo; los ojos de Laia eran más azules que otros días. Estuvo a punto de pronunciar una frase impronunciable en presencia de su hijo.

—¿Tenéis hambre? Prepararé el desayuno. Soltaría el cazo de la leche y correría al comedor y la besaría hasta casi perder el conocimiento, justo en ese punto en que el oxígeno llega con cuentagotas y la sangre bombea a ritmo de twist. Naturalmente, no hizo nada de eso. Dios nos libre. Se quedó contemplando embobada la leche que hervía y se derramaba en los fogones. —Seré patosa. El terror de los marcianos se felicitó por una nueva victoria, chocando la mano entre gritos. Con esfuerzo, consiguió armar una sonrisa aceptable. —A desayunar. Cris tenía previsto terminar la tríada de bodas a eso de las siete, ocho como mucho; los planes, adictos a no cumplirse jamás, decidieron que la boda culebrón californiano se retrasara casi tres cuartos, y que los filipinos se empecinaran en invitarla a cuatro rondas de un licor terrorífico que tumbaría al campeón mundial de sumo. Pasadas las diez, una vez neutralizado el efecto

del licor y demás brebajes gracias a medio litro de café, los planes se aliaron con Alberto, de guardia en el portal, que insistió en hacer una visita al piso, su futuro hogar. Cris sabía muy bien lo que significaba, y le apetecía tanto como tragar lejía. Pillada por sorpresa, no encontró fuerzas para negarse. Luego, como casi siempre, optó por aplicar la ley del mínimo esfuerzo. Le costaba menos fingir un orgasmo que discutir. Cumplido el trámite, aterrizó en casa al filo de la una. Se dio una ducha y ensayó mentalmente un par de frases que aplacaran el previsible mosqueo de Laia —¿Duermes? —Estoy en ello. Dispuesta a atacar con todo el armamento, se desnudó y se metió en la cama. —Siento llegar tan tarde. Todo se ha complicado, mi amor. No he podido evitarlo. Laia fintó a la derecha, driblando sus besos, y escupió las palabras como un faquir escupe las llamas. —¿Que no has podido evitarlo? No jodas, Cris. ¿Acaso

te ha puesto una pistola en la cabeza? —No. —¿Te ha forzado? —Claro que no. —Entonces sí has podido evitarlo. Es tan fácil como decir que no. —No me puedo negar por sistema. Se me acaban las excusas. —Con que te hubieras negado la primera vez, habría bastado. —Lo que quiero decir es que no me apetecía hacerlo. —No me digas. Qué sacrificada eres, cariño. —No te pongas sarcástica, Laia, que no te pega. —Me pega ser gilipollas. Eso me pega. Te acuestas con él y luego te metes en mi cama como Pedro por su casa. Hace falta estómago. Cris resopló. Le dolía la cabeza, y le dolía más adentro, donde se acumulaban las espinas que no se arrancaron a tiempo y un par de heridas putrefactas, pendientes de cicatrizar.

—Es pura comedia, Laia —confesó con una voz que se le va desgarrando por momentos. —¿Y eso debería consolarme? —Yo sólo te digo lo que es. —¿Finges siempre? —Como si no lo supieras. —Peor me lo pones. A lo mejor no te das cuenta de que eso nos rebaja a las dos, mi amor, a ti porque vas a casarte con un hombre al que no amas y al que engañas como si tal cosa, y a mí por consentirte que me pongas un dedo encima. Cris se quedó sin argumentos; Laia, sin ánimos para seguir hurgando en las mismas llagas. Un silencio pesado, opresivo, se acostó entre ellas, rodeando el cuello de Laia con una familiaridad amenazante, golpeando con el puño libre la maltrecha conciencia de Cris. Dos semanas antes de la boda Los días pasaban para Laia a ratos muy rápido, y a ratos muy despacio. Raudos los minutos que compartía con

Cris a solas, siempre insuficientes. Lentas las horas que separaban cada uno de sus encuentros, el momento en el que por fin podría volver a besarla sin temor. Algo en su interior cambió en pocas semanas. Estaba incómoda en su papel de suplente, de novia invisible, de impostora. —¿Cómo está Cristina? —Estresada, abuela, por la boda, y bueno…, por toda la situación. —¿Cuánto falta para esa maldita boda de pega? —Quince días. No, catorce. —¿Y qué piensas hacer? —¿Qué quieres que haga? —La miró impotente. —Lo que haga falta. En el amor y la guerra no hay reglas. Todo vale. Ahora que ya has dado el paso, ¿te vas a quedar de brazos cruzados? Laia levantó las cejas escéptica. —Habló Mata Hari. —¿Y el plan “B”? —¿Qué plan “B”?

—No me digas que no tienes un plan “B”. —Ni siquiera tengo un plan “A”. —Ah, cojonudo. Entonces te vas a quedar de brazos cruzados como una boba. —La quiero. A veces la mataría, y al segundo me la comería a besos. —Quiérete a ti misma. Hazte valer. Pon las cosas en su lugar de una vez, cariño. —Ya ¿y cuál es ese lugar? —El que te corresponde. No puedes conformarte con ser la reserva. Eso sí, no esperes milagros. ¿Crees que Cris va a renunciar al piso de alto copete que le han comprado sus papás? Ja, vas lista, Evarista. Esa es una espabilada. Una espabilada y una hipócrita. Lo quiere todo: tener contentos a los mojigatos de sus padres, y tenerte a ti, claro. —Me quiere, abuela. A su manera, pero me quiere. —Ah, a su manera. Espera, que me levanto y aplaudo. ¡Me cago en la leche, estás atontada de las bombas, niña! Oblígala a elegir, Laia.

—Me da miedo, abuela. Me da miedo que no me elija a mí. —Tendrás que correr ese riesgo, cariño. La dinámica de su vida se alteró. Todo se había vuelto del revés. Su mejor amiga ahora era su novia secreta, una novia que se casaría en dos semanas. ¿Y qué sucedería entonces? Le daba vértigo hacerse esa pregunta, y mucho más las posibles respuestas. Temía dejarse arrastrar por la inercia mentirosa de Cris, conformarse con tenerla a medias. La decisión era dura, pero no tenía otra opción. Necesitaba poner distancia entre las dos, alejarse de ella antes de que el parte de guerra fuese demasiado extenso, y las heridas demasiado profundas. Esperó a que Isma regresara de clase, preparó una buena merienda a base de tarta de arándanos y batido de fresa, y se sentó con él en la terraza. —Isma, voy a tener que irme una temporada. —¿Con tu madre? —No, con mi abuela.

—Ah —respiró aliviado—, tu abuela no vive tan lejos. Podemos vernos, ¿verdad? —Claro que sí, cariño. Mi abuela no se encuentra demasiado bien últimamente. Se hace mayor y necesita que le eche una mano. —¿Te has enfadado con mamá? —¿Por qué piensas eso? —Isma se encogió de hombros—. No. Tu madre está nerviosa por la boda y yo estoy preocupada por mi abuela, pero no nos hemos peleado, Isma. Para nada. Huyó a hurtadillas al anochecer, como una ladrona de pacotilla. Una hora más tarde recibió un SMS de Cris: No me hagas esto, por favor, mi vida. Se tomó una infusión de valeriana y desconectó el teléfono. Durante tres días fue incapaz de levantarse de la cama. Sólo abrió los ojos para tragar las tazas de caldo que preparaba la abuela. En el intervalo entre un sueño y otro, se atrevió a encender el móvil. Treinta y ocho llamadas perdidas. Treinta y dos eran de Cris. Doce SMS suyos y tres mensajes de voz. Lo apagó de nuevo. No quería leer ni

escuchar ni pensar, y sobre todo, no quería sentir. El cuarto día, su abuela la arrastró fuera de la cama — literalmente— y le echó un rapapolvo de muerte. Laia apenas escuchaba, moqueando bajo la manta sin parar de llorar. —Laia, no puedes seguir así. Tienes que sobreponerte —La abrazó como cuando era pequeña, acunándola mientras su nieta solloza sin control—. Cristina ha venido hace un rato. Levantó la cabeza y se secó las lágrimas con los puños de la chaqueta. —¿Qué le has dicho? —Que habías salido, pero no sé si lo ha tragado. —¿Cómo la has visto? —Tiene mala cara, la verdad. No parece que lo esté pasando nada bien. Casi dos horas más tarde, Laia se aventuró a poner los dos pies fuera de la casa. Necesitaba respirar aire fresco, aunque fuese dando un paseo por el jardín. La tarde era ventosa y gris. La brisa olía a hierba mojada. Cruzó los brazos sobre el pecho y aspiró fuerte.

—Laia. Cris estaba apoyada en la puerta del coche, con el viento en contra, encogida dentro de su cazadora roja, con el pelo revuelto y tremendamente pálida. Laia se quedó anclada en la hierba húmeda, incapaz de mover un músculo, de avanzar o retroceder. La voz también parecía haberse declarado en huelga. —Sé que esto no es justo para ti, ni para Alberto — comenzó, intentando contener el llanto—. No es justo para nadie; bueno, sí, para mí, que soy la que lo ha elegido, pero no te quiero perder. No quiero perderte. Te echo tanto de menos, mi amor. Dime algo, Laia, por favor. —No puedo decirte nada que no sepas. Tú lo has dicho, es tu elección. Tengo que respetarla aunque me duela y no la entienda. Vas a casarte. Vale, ojalá seas todo lo feliz que puedas. Sólo te pido que tú respetes mi decisión, Cris. No me pidas que sigamos como hasta ahora, por favor. No me pidas eso. No puedo aceptarlo. Tienes que entenderlo. Te quiero demasiado.

Cris adelantó unos pasos. —No te acerques —rogó. —Por favor, ven a casa. Sólo por esta noche. Me muero si no estás conmigo. Me cuesta hasta respirar. Le creía. Sabía que su dolor era auténtico, pero también sabía que nada cambiaría. Sería lo mismo una y otra vez. —No puedo —susurró, y echó a correr hacia la casa. A la mañana siguiente recibió otra visita. —Laia —La abuela la sacudió suavemente—, el chico ha venido a verte. —¿Qué chico? —preguntó somnolienta y confusa. —Isma. Después de un largo abrazo y varios besos, echaron a andar por un sendero que conducía a la sierra. Isma tampoco era el mismo: tenía los hombros hundidos y la mirada deslucida. A Laia se le partía el alma al mirarlo. Les costaba hablar, no porque no supieran qué decir; al revés, un exceso palabras asfixiadas en el pecho,

luchando por abrirse paso. Al fin, Laia rompió el silencio. —¿Qué tal todo por casa? —Fatal —respondió Isma con la mirada clavada en las hojas que cubrían el suelo—. Mamá está histérica, llora por todo. —¿Y tú, enano? —Lo rodeó por el hombro—. ¿Cómo estás? Isma continuó con la vista fija en el suelo. Cuando levantó la mirada, sus ojos —idénticos a los de Cris— estaban empañados. —No sé… —Hizo un gesto desmadejado—. Bueno, mal… No es lo mismo si tú no estás en casa. Todo es raro. —Para mí también es raro, Isma, pero es mejor para todos que nos vayamos acostumbrando. En unos días os mudaréis al piso nuevo con Alberto. Vas a tener una habitación chulísima. —Ya —musitó sin un ápice de entusiasmo, y tras un silencio corto y espeso se paró en seco—. ¿Esto es por mi culpa, Laia? —¿Qué? Nada es por tu culpa, mi niño. Qué barbaridad.

—Sí que es por mi culpa. Mamá se casa con Alberto por mí, para que tenga un padre y todas esas chorradas. No necesito un padre. Estoy bien así. O sea…, me habría gustado conocer al mío. Pero, bueno ya me explicó mamá que murió cuando yo era pequeño y que vivía en Bélgica —Laia, que conocía la verdadera historia del padre de Isma y la versión edulcorada que Cris había contado a su hijo, se limitó a asentir sin profundizar en el tema—. Yo estoy bien, ¿sabes? Y quiero que mamá esté bien y no que se case con Alberto por mí. Lo sé, Laia —dijo de pronto con un arrojo sorprendente que le hizo parecer más mayor. —¿Qué sabes? —Lo tuyo con mamá. —¿Cómo? —No pongas esa cara —Por fin una sonrisa iluminó el rostro de Isma—, que no soy tonto —Soltó una risita—. Hace ya tiempo que lo sé. —Pero eso es imposible. Si hace poco que… —Sí, ya. El finde que estuve en casa de la abuela, que

luego tú te largaste a Formentera. Ahí pasó algo. Ya me lo olí, pero digo antes. Veía como mirabas a mamá y como te miraba ella, y pensaba “¿Cómo coño es posible que ninguna de las dos se de cuenta? Si lo vería hasta un ciego, hostia”. Laia rompió a reír. El sonido de su propia risa le resultaba extraño. Llevaba demasiados días sin reír, ella que siempre fue de risa fácil. Abrazó a Isma y le revolvió el pelo. —Me dejas de piedra, enano. —¿Me entiendes ahora? —La sonrisa se había borrado de nuevo y otra vez asomaba la angustia—. No puede casarse con Alberto. Es una cagada, Laia. —Habla bien… —lo regañó con suavidad. —Es una cagada enorme —repitió —; tenemos que impedirlo. —Isma, no podemos hacer nada. Tu madre ya sabe lo que pienso y lo que siento. Es su decisión. —Es una... un error —rectificó—, y tienes que hacer algo pronto, Laia.

Reanudaron el paso. Empezaba refrescar. Laia propuso regresar a casa y tomar algo caliente. —Por cierto, ¿cómo has subido hasta aquí? —En el ferrocarril. —Vale, chico listo —sonrió—, vamos a merendar y te llevo a casa. La merienda y la ducha de antes de salir le sentaron bien; se vigorizó de repente. Por fin el plan “B” que reclamaba su abuela iba perfilándose en su cabeza. Más que un plan era una idea desesperada; quemar las naves y encomendarse a la suerte, por si el dado caía por el lado bueno. Al fin y al cabo, cuando todo está perdido, ya no hay nada que perder. Dejó a Isma en el skate de la Mar Bella, donde lo esperaban sus amigos, y aparcó frente a su casa, indecisa. Las fuerzas amagaban con flojear y no podía permitírselo. Si lo pensaba un segundo más, se echaría atrás. Cris contestó a la primera señal. Parecía ansiosa, esperanzada y un poco sorprendida. —Estoy aquí —dijo Laia.

—¿Aquí dónde? —Delante de casa. —Yo estoy comprando. —¿En el súper de siempre? —Sí. —Voy para allá. Cris estaba en la caja, haciendo cola junto a un carro repleto, conversando con su futura cuñada y dos vecinas más. Laia avanzó entre la gente a su encuentro. El corazón parecía a punto de explosionar. —Hola, Laia —saludó tensa y nerviosa. —Hola a todas —contestó y añadió —. Perdóname, Cris. —¿Perdonarte por qué? —preguntó apurada. El interés de las vecinas y la cuñada se focalizó enteramente en ellas. —Por esto —aclaró, besándola desaforadamente ante el asombro y el escándalo de toda la tienda. —Ya sabía yo que había algo raro —estalló la futura cuñada—, se lo dije a Alberto. Le dije “No sé qué ha

podido ver en ti una chica tan mona como esa”. Hay gato encerrado. Y mira, gato no, pero zorra un rato. Dos horas después, Alberto había tirado por el balcón de su futuro hogar cuatro sillas, dos mesillas de noche, lámparas y vasos. No llegó a la cama, que en realidad era el objeto diana de su rabia descontrolada, en parte porque dudaba si tirarla —con la consiguiente dificultad de arrastrarla hasta la terraza —, o simplemente pegarle fuego. Cris acudió al piso alertada por un vecino, que amenazó con avisar a la policía. —¡Te has reído de mí, hija de perra! —vociferó un Alberto desconocido—. ¿Y sabes qué es lo peor? Que encima, la cabrona de mi hermana tenía razón y me lo va a restregar por el resto de mi vida. Voy a ser siempre un puto pringado por tu culpa. Regresó sintiéndose sucia y vacía, y a la vez, liberada. Laia había vuelto. Lo supo sólo con poner la llave en la cerradura. La encontró con los guantes de jardinería puestos, trasplantando una planta, tarareando una canción de Bebe.

—¿Ya estás contenta? —espetó Cris, de pie con los brazos cruzados. En realidad, no era eso lo que deseaba decirle, pero inexplicablemente fue lo que salió de su boca. Laia se quitó los guantes despacio y se lavó las manos concienzudamente. —Contenta no es la palabra. Lo siento mucho por Alberto. Se habrá llevado un palo enorme, y sé que tú has pasado un mal rato; eso no puede ponerme contenta nunca. Y lo siento por tus padres y por su familia, que estaban ilusionados con esta boda. —¿Se supone que tengo que darte las gracias o algo así? —Sólo quiero que te quedes aquí, conmigo, y que seas tú misma. Nada más que eso. —Las vecinas andan cuchicheando por toda la plaza gracias a tu hazaña. Somos la noticia del barrio. —Ya se cansarán. Pasado mañana surgirá un cotilleo nuevo. Además, no tienes nada de qué avergonzarte. —Eso no es cierto —negó con vehemencia—. Tengo mucho de lo que avergonzarme. De haber sido una

mentirosa y una cobarde, y haber hecho daño a otras personas. No es como para estar orgullosa. —Tienes razón, pero tampoco es plan de que te flageles ahora. Cris se tumbó sobre el sofá con la cabeza hundida en un cojín. Sus palabras llegaron amortiguadas. —Tengo que hablar con mis padres, pero hoy no puedo. Les he dicho que mañana hablaremos. Esa loca de la hermana de Alberto los ha llamado. Mi madre tiene un ataque de ansiedad. Dios mío. Me va a dar algo. —¿Quieres que me vaya? Levantó la cara del sofá y la miró asombrada. —Claro que no quiero que te vayas. Cuando tú no estás, voy por ahí como una puta zombi. Además, es tu casa. Tendré que hablar también con Isma — Se llevó las manos a la cara, desalentada—. Lo que faltaba. —No creo que sea necesario. —¿Por qué dices eso? Laia se sentó en una silla, escrutándose las manos por si quedaba rastro de tierra. —Isma está al cabo de la calle de todo. Tienes un hijo

condenadamente listo —Cris perdió el color y abrió los ojos como platos—. Ha venido antes a casa de mi abuela. Lo sabe todo y está muy angustiado, cariño. Piensa que es por su culpa, que por eso vas… ibas a casarte con Alberto. —Pobrecillo mío. Qué imbécil soy. No doy una. Mira, mejor así. Al menos ya me he quedado sin coartada — De repente sonrió—. Ven. No soporto tenerte lejos. Me pongo enferma, Laia. Te lo digo en serio. Se abrazaron en el sofá, entre un espiral de besos y caricias que crecían de intensidad por momentos. —No tengas miedo —murmuró Laia —. Todo va a salir bien, mi amor. Todo va a salir bien. Isma se alegró lo indecible de ver a Laia en casa, y hasta se ofreció a ayudar con la cena y a poner la mesa sin refunfuñar. Antes de acostarse, dio un beso a cada una y dijo: —Ah, podéis dormir juntas, ¿eh? No hace falta que os peguéis esas carreras arriba y abajo por la mañana, que me despertáis, ¿vale?

Al día siguiente, Cris afrontó el último mal trago. El enfrentamiento con sus padres. El epílogo del manual. Laia aguardó en un parque cercano, leyendo un libro del que no se enteraba de nada. Todavía, en un rincón de su cabeza persistía el miedo de que Cris se acabase plegando a los deseos y el chantaje emocional de sus padres. Pasó una hora y media. Tardaba demasiado. Cerró definitivamente el libro y paseó por el parque, con el móvil siempre a mano. Dos horas y diez minutos. Se había echado atrás. Estaba claro. El aire llegaba a los pulmones con menos brío del debido, y los ojos se le llenaron de lágrimas. Se apoyó en la copa de un árbol, ligeramente mareada, con el libro sobre las rodillas y

rompió a llorar desconsoladamente. Había sido una estúpida al confiar en ella y haberse hecho ilusiones. Así pasó varios minutos, quizás cinco o treinta, hasta que un golpe de viento la obligó a levantarse y a ponerse la chaqueta. El móvil seguía mudo. Se lo metió en el bolsillo y caminó en dirección a la boca del metro. Y entonces la vio a punto de cruzar el semáforo y acceder al parque. Tragó saliva, preparada para la estocada final. Para escuchar su renuncia. —¿Qué te pasa? —Cris se frenó en seco—. ¿Estás llorando? —Es alergia. ¿Cómo ha ido? —Tan horrible como era de esperar —La abrazó sin contención—, pero ahora ya está hecho, y me siento tan jodidamente aliviada que no te lo puedes ni imaginar —soltó una carcajada y empezó a brincar—. No he podido llamarte cielo, me he quedado sin batería.

¿Estabas preocupada? —¿Te has quedado sin batería? — repitió con una alegría inusitada—. Claro, ya me lo he figurado. No, no estaba preocupada. —Bueno, qué rara estás. Bésame, ¿no? Estamos de celebración. —¿Aquí? —Laia miró alrededor: los niños, las madres y las parejas—. ¿Seguro que no te importa? —No me importa —La besó desenfrenadamente—. Que miren y que sufran. Paz Quintero y Mónica Martín “Todas las cosas de la vida, todas las caras de la vida se amontonaron en la misma habitación”. En el camino, Jack Kerouac Las ruedas del aquel descapotable rojo rugieron para dejar tras de sí una densa humareda. Un rastro de goma quemada quedó impreso en la gravilla de la carretera cuando el automóvil arrancó veloz hacia un destino por ahora incierto. Unas manos firmes manejaban un volante suave como la seda. El pelo castaño y largo de

Sandra volaba libre, ondeando con fuerza, mientras que el potente sol de la ancha Castilla se reflejaba en sus gafas. Una nueva señal de tráfico tapada y una valla delante de sus narices hicieron que la conductora de aquel BMW, del mismo color que sus cuidadas uñas, se diera cuenta de que había vuelto a equivocarse. —Mierda… ¡Por aquí tampoco es! —Sandra miró de nuevo, enfadada, a su GPS escacharrado—. ¡¿Pero por dónde coño se va a Logroño?! —Le dio tres golpes fuertes contra la tapicería de cuero del asiento del copiloto. —A… doscientos… metros… gire… a la izquierda— La voz de aquella mujer apática y robótica sacó a Sandra de sus casillas de forma definitiva. —¿Pero qué doscientos metros? ¡Si esta carretera está cortada por obras, so imbécil! —le gritaba a la máquina, haciendo grandes aspavientos con las manos. —Por favor… dé la vuelta. Por favor, dé la vuelta… —El navegador electrónico proseguía dando sus indicaciones poco afortunadas.

—¡Pues claro que tengo que dar la vuelta! ¡Menuda ayuda eres tú en carretera! Resopló. Reinició el GPS. Marcó su destino: Logroño. —Buscando… —La voz del navegador sonó de nuevo. —Venga, hija… —tamborileó las uñas en el volante—. Que me van a salir canas en aquello que dijimos… —Dé la vuelta… Y a… quinientos… metros… coja… la tercera… salida… de la rotonda. Sandra obedeció. Por fin encontró una señalización que le indicaba que estaba en la dirección correcta hacia La Rioja. —Atención… Lago profundo a… cincuenta metros. —¡¡¡¡El coño de tu prima sí que es un lago!!!! —Sandra estaba al borde del colapso—. ¿Cómo va a haber aquí un lago, si esto parece un desierto? ¡Que es Albacete! —Cuidado… Agua a… diez metros... Cuidado. Agua a… cinco… metros. Cuidado. Agua a dos… Está usted… atravesando… un lago. Por favor… dé la vuelta. Pero en esta ocasión, Sandra no dio la vuelta. Directamente mandó el TomTom a tomar por culo, y

aplaudió cuando aquel cacharro demoníaco se estrelló contra la carretera. Cinco segundos más tarde, el descapotable rojo retrocedía, y Sandra bajaba completamente arrepentida. Se arrodilló, recogió su orgullo y su navegador roto, y se metió de nuevo en el coche, limpiándole el polvo y dándole besos. El drama se hizo mayor al comprobar que la pantalla de cristal líquido se había quebrado, dificultando aún más la ardua tarea de identificar el camino. El icono redondo y marrón que aparecía intermitentemente cada segundo ahora era algo alargado, similar a un zurullo. Resultaba casi imposible adivinar el nombre de la carretera que le mostraba el aparato, por el desenfoque que ahora presentaba. Alicaída, Sandra lo abandonó en el asiento libre de al lado. —Porrrbbbllll favorrrlllbbblll… girrebbll… a laab derebbbchaabbbll… —Aquellas palabras salieron del navegador como un estertor previo a la muerte, haciendo que Sandra se asustara y decidiera apagarlo, por el momento, para no oír su sufrimiento.

Mientras maldecía por dentro aquel arranque de violencia contra la tecnología, el cual le había costado caro, a la par que ponía a toda mecha Sweet Child O’Mine de los Guns N’ Roses en su equipo de música de alta gama, se percató de que un bulto se agitaba frenéticamente a lo lejos. La carretera, estrecha y larga como un día sin pan, no daba margen de dudas. Era una persona o un animal. La ausencia de vegetación facilitaba el reconocimiento de aquel objeto vibrador no identificado. Cuando faltaba medio kilómetro para alcanzar aquella cosa, pudo observar una trenza que era movida por el aire caliente que circulaba por esa zona árida. La propietaria de aquel look tan casual era una chica que daba saltos y agitaba los brazos, como los monos locos de un zoo de mala muerte. Sandra frenó al llegar a su altura. —¿Te pasa algo, chica? ¿Necesitas ayuda? —Joder, gracias por parar. Eres la única que ha pasado por aquí en cuatro horas —La chica vio que en la guantera guardaba una botella de agua y no pudo evitar

mirarla con avaricia mal reprimida. —¿Quieres… beber? Toma — Sandra le alcanzó la botella a la extraña y ésta se la bebió casi sin respirar—. Tranquila, que te va a dar un aire y te vas a engollipar. —Buf… —Se secó los labios con el dorso de la mano—. Muchas gracias. Estaba seca. —¿A dónde vas? —preguntó la conductora. —A Benicàssim. Al festival de música. —Vas en mala dirección. —Ya, pero es que mi no… — corrigió—, mi amiga me ha dejado tirada. —¿Y eso? —Sandra alzó las cejas, intrigada. —Es una larga historia —Bajó la mirada, molesta—. ¿Y tú, a dónde vas? —A Logroño. A dar una conferencia. Soy escritora. Bueno, eso será si llego, porque me he perdido cuatro veces. —Yo tengo un mapa —La muchacha sacó una guía de carreteras de su mochila—. No tengo prisa, realmente para el festival quedan cuatro días. Pero mis

acompañantes ya no están. Así que… si te apetece, podemos ir a pachas. Mitad de gasolina y lo que haga falta. —¿Cómo te llamas? —La mujer de las gafas de sol no estaba muy convencida. —Lara —contestó la atrevida autoestopista, cuyas curvas, ahora que Sandra las tenía cerca, eran más peligrosas que las de todas las carreteras de España. —Sandra —La miró de arriba abajo disimuladamente tras sus Ray Ban estilo aviador—. Venga, entra —La conductora le abrió la puerta del copiloto. —Gracias, Sandra —añadió mientras subía al vehículo, soltaba su mochila en el asiento de atrás y ponía sobre sus piernas el navegador roto—. Bonito coche. —No hagas que me arrepienta. Me gusta viajar en silencio. —Ok. Pero no seas tan siesa, anda. Sandra lo pensó un momento, mientras desafiaba de nuevo a su motor, pisando el acelerador con ganas. Aquella compañía no podía ser peor que su GPS. No

podía ser peor que su GPS. En serio, no. No. Empezó a tener dudas de aquello cuando Lara comenzó a hacer pompas de chicle y a estallarlas sonoramente. Aquel iba a ser un viaje duro. Lara cogió entre sus manos el GPS deforme, pasó sus dedos por los arañazos que la gravilla de la carretera había dejado en sus esquinas. Sacó un arrugado pañuelo de papel de su bolsillo y, tras limpiarse el sudor de su nuca, intentó sacar los restos de tierra que había entre las grietas. Pulso sin querer el botón de encendido. La pantalla parpadeó. —Vaya —dijo mientras la giraba hacia Sandra—. ¡Se ha dado un buen golpe! Con lo caros que deben ser estos trastos... —La conductora, que no tenía ni pizca de ganas de cruzar palabra, y en el fondo sentía invadido su espacio vital por una desconocida, subió el sonido hasta casi el máximo de potencia que le permitían los altavoces. Harta de tener que dar explicaciones por casi todo lo que pasaba (y lo que no pasaba) en su vida, decidió que ese era tan buen momento como cualquier

otro para demostrarle a aquella chica, y a todo el mundo, que a pesar de sus treinta y largos bien llevados, ella también había conocido un mundo de diversión, de conciertos, de sexo y locura desenfrenados. Estaba hastiada de ser perseguida por todo lo que hacía y de ser juzgada por todo lo que no había sido capaz de hacer. Se sentía en un permanente estrado en el que el mundo que la rodeaba podía criticarle a placer, sin dejarle el más mínimo derecho a defenderse. A ser un animal sexual o no serlo. A ser alguien capaz de enamorarse o no serlo. A ser capaz de escribir sobre lo que nadie se atrevía… o no serlo. La guitarra histérica de Slash explotaba en un solo mítico, el cual se había convertido en elemento de culto

entre los grupos de adolescentes que habían vivido el nacimiento de la música grunge y el hard rock comercial en España, en el final de los ochenta. Lara arqueó una ceja al ver cómo su anfitriona se deshacía en aquella chorrera de punteos mal hilvanados, que tenía por costumbre protagonizar el guitarrista de los Guns del momento. Ebrio de cocaína y de laca para el pelo, copiaba el estilo del maestro del rock glam, cosa que a Lara le ponía de muy mala leche. Ella, que había pasado muchas tardes de otoño en el chamizo con sus amigos, que eran grandes amantes de la música rock y hard rock, conocía perfectamente cuál era la diferencia entre el rock auténtico y el comercial. Sin más dilación, y con la sana intención de salvaguardar sus tímpanos hasta al menos los setenta años, bajó el volumen del aparato a un nivel que les permitiera hablar y añadió: —Veo que eres una gran fan de los Gansos… —sonrió maliciosamente mientras masticaba chicle con la boca entreabierta. —¿Los Gansos? No me lo digas, a tus veinte has

descubierto que existe Metallica. No, no, mejor todavía … — Hizo el mismo gesto que Anne Germain cuando está a punto de entrar en contacto con el más allá y, con la mano derecha, acarició una ficticia ola dentro del coche—. ¡Eres fan de Tokio Hotel! Henchida de orgullo, miró a su joven contrincante, y subió el volumen en un gesto contestatario y triunfal por lo que parecía ser una victoria sin esfuerzo. Se felicitó a si misma por haberle dado una lección de cultura musical a aquella niñata que, aunque era lo bastante atractiva como para conseguir que no se concentrara en el camino, estaba poniendo a prueba su paciencia. Lara permaneció impasible ante aquella agresión gratuita de la conductora. Se fijó en sus uñas. Perfectas, rojas, cuidadas; ni muy largas, ni muy cortas. Pensó que era lógico que no conociera al auténtico mito de la música al que Slash había copiado la imagen, el estilo e incluso la forma de interpretar. Sacó de su mochila un rudimentario MP3 de los que aún se alimentaban a

pilas, y que podían guardar un máximo de doscientas canciones: más que suficientes si eres de los que premias la calidad frente a la cantidad. Mientras que la conductora subía la capota del coche, la copiloto puso el GPS entre sus pies, el cual continuaba parpadeando, y preguntó a voz en grito: —¿Dónde puedo enchufar estooo? —Sandra la miró sorprendida. —¿Cómo? —Respondió chillando la otra mujer, mientras intentaba no salirse de la carretera y cantar como una posesa la parte final del tema. Lara, harta de quedarse sorda por el aullido del gato que ponía el broche final hortera al “temazo” que tantas bragas había mojado en aquel momento de su carrera, calló la voz de Axel Rose de un plumazo, cerrando el sonido por completo y quedándose muy a gustito. —¡Que dónde puedo enchufar esto! —inspiró acaloradamente. El silencio se instaló entre las dos. Hasta ese momento,

Lara no se había dado cuenta de que aquella conductora que la había recogido de la carretera era, como aseguraba ser, una de sus escritoras favoritas. Conocida entre las chicas del ambiente por su tono desenfadado, su atractivo, su talento y su fama de mujeriega, era una de las figuras más admiradas y odiadas del panorama literario actual. Decían que la reguera de corazones rotos que había dejado a su paso era tan grande que, de haberlos puesto uno al lado del otro, podrían haber amurallado Chueca con su nombre. Era realidad lo que contaban de ella. Tenía unos ojos color miel preciosos, que te embaucaban desde el minuto uno y de los cuales era imposible olvidarse fácilmente. —Atrlllreinta metrllooss, porlgllrl favrolrl, dé la vfuelta… —La voz metálica del GPS rompió la tensión que se había establecido entre ellas. Sandra soltó una carcajada y Lara hizo un gesto con su MP3, reclamando su derecho a escuchar algo diferente. La conductora sacó el cable de conexión auxiliar del apoyabrazos

mecánico y se lo ofreció. —Verás, “Tito Slash” está muy bien… ¡Ojo, no es mal músico! —dijo Lara mientras penetraba con el cable su desfasado reproductor—. Pero has de saber que el verdadero precursor de la música rock glam, que más tarde degeneró en esto que estás escuchando, entre otras cosas —siguió explicando, mientras buceaba entre su lista de canciones, ante el gesto atónito de la escritora de moda—, fue Marc Bolan: artista, cantante, compositor y poeta, quien además solía llevar sombrero de copa en sus actuaciones y era un fan incondicional de Bob Dylan. Pulsó el Play. El Get it On de T. Rex dejó a Sandra sin palabras. Era cierto que había escuchado miles de veces esa canción, sobre todo cuando era adolescente, pero desconocía que uno de sus artistas favoritos hubiera copiado fondo y forma de este otro, que ahora dormía en el sueño eterno. Apenas quedaba media hora para atardecer; los añiles, rosas, y violáceos teñían la llanura que las dos iban

cruzando a más velocidad de la permitida, desde hacía un rato y en silencio, mientras que la viva, sinuosa y legendaria guitarra de Bolan iba metiéndose en sus oídos, como el molino que el viento ha batido durante siglos. Lara reclinó su asiento ligeramente; las horas que había pasado andando al lado de esa solitaria carretera comarcal, a treinta y ocho grados, tragando el polvo del camino, sin una sola gota de agua, habían conseguido que se sintiera totalmente exhausta. Cerró los ojos, extendió las palmas de las manos encima de sus muslos desnudos, dejando caer sin querer el reproductor a la alfombrilla. Al cambiar bruscamente de canción, Sandra se dio cuenta de que su acompañante se había quedado frita. Vio su vello erizado y apagó el aire de su zona (por un momento decidió actuar como una madre, o una amante, o una novia), y sintió una preocupación hacia ella que le resultaba rara. En realidad, no dejaba de preguntarse cómo había llegado hasta aquel estado. Sola, abandonada en una carretera en la que podía haberle pasado de todo. Su verdadera intención nunca

había sido llevarla a Benicàssim, ni mucho menos… Quería llegar Logroño, dar su controvertida conferencia y regresar a su solitario apartamento en Madrid. Pensaba llevarla hasta la próxima estación de autobuses en cuanto le fuera posible. Que quería pagar a medias la gasolina... Qué maja, si tuviera la más mínima idea de lo que gastaba ese coche, jamás se le hubiera cruzado por la cabeza decir semejante tontería. Sandra no quería compañeras de viaje, no sentía la necesidad de compartir nada con nadie. Era cierto que habitualmente mantenía relaciones sexuales con muchas mujeres de distintas edades, pero se cuidaba muy mucho de no ir nunca más allá de lo estrictamente permitido. Cuando alguna de ellas intentaba sobrepasar los límites que claramente establecía, le daba portazo sin más. Sabía que era bastante cruel dejar que mujeres que la admiraban se acostasen con ella —en repetidas ocasiones—, pero siempre había sido muy clara respecto a sus intenciones y sentimientos. No buscaba el amor: el amor era un impuesto revolucionario que no

se podía permitir volver a pagar. Observó las sandalias, las piernas, las manos de Lara. Su piel naturalmente oscura se había teñido de un color rosáceo, que evidenciaba rastros de quemaduras por el sol, o tintes de la tierra rojiza de la estepa manchega. Sandra se dio por vencida: estaban perdidas. Era tarde, muy tarde; aquella pobre chica estaba agotada, ella misma estaba agotada. Había recorrido más de setecientos kilómetros hacia ninguna parte, el Sol había caído sobre la carretera, sus ojos comenzaban a enfocar con lentitud las líneas discontinuas del asfalto. Con la mirada, buscó entre los pies de Lara —que emitía un leve ronquido— el GPS. Tenía la esperanza de que en algún momento resucitara y pudieran, al menos, buscar un sitio donde alojarse. En el horizonte, divisó una concentración de camiones que estaban aparcados al lado de un hotel de carretera. La señalización le indicaba que había una vía de servicio a mil metros en la que podrían cenar, repostar e incluso dormir. Una vez más, se alegró de no haber encontrado

el maldito GPS. Aceleró lo que pudo, puso el intermitente a la derecha y entró en un solitario descampado en el que tan solo había furgonetas de reparto y camiones de gran tonelaje. Lara hizo una mueca en su duermevela y, al fijarse en su cara, Sandra se dio cuenta de que unas luces de color azul y rojo le golpeaban la piel del rostro. Sorprendida, buscó sus gafas, ya que en carretera se resistía a ponérselas pero, si quería leer de cerca, era inevitable recurrir a ellas. —Hostal Deep Clam —leyó Sandra, mientras dudaba de si la traducción mental que estaba haciendo era la correcta—. Deep Clam… —Se mordisqueó una de sus perfectas uñas, nerviosa—. Lara… —Golpeó suavemente uno de sus hombros. —Uummm... —Sandra volvió a zarandearla, esta vez con más fuerza.

—¡Lara! —Un par de camioneros, cuyas panzas evidenciaban que salían de cenar como bestias de aquel lugar perdido de la mano de Dios, las señalaron y se hicieron gestos entre ellos mientras se reían. —Umm... joder... Kate, déjame cinco minutos más... Ummm —La conductora del descapotable perdió la paciencia y le asestó un empujón, al tiempo que gritaba. —¡¡Qué cinco minutos más ni qué niño muerto, hostias!! ¡Levanta!—. Lara abrió bruscamente los ojos y Sandra le preguntó—. ¡¿Qué es Deep Clam?! Lara se incorporó en el asiento, rompiendo en una sonora carcajada que no pudo contener ante la atenta e inquisitiva mirada de Sandra. Leyó el nombre del hostal que tenían enfrente y volvió a reír como si no hubiera un mañana. —“Almeja profunda”, querida… Significa “almeja profunda” —remarcó la copiloto. —Pues habrá que pasar la noche en algún lado — Sandra miró el horizonte, el cual se oscurecía—. Además, yo estoy muerta de hambre. ¿Vamos?

Tras estacionar el coche en el aparcamiento exterior, ambas mujeres entraron en aquel establecimiento singular. La mujer que lo regentaba era de mediana edad. Tenía el pelo recogido en una cola alta y llevaba gafas de pasta. Moderna pero sin excesos, “arreglá pero informal”. Y tenía una gata atigrada de color canela paseando por el mostrador. Lara echó un vistazo a su alrededor, leyendo varios carteles a la vista en colores chillones. Aparte de comprobar, para su tranquilidad, que se podía pagar con tarjeta (ya que en aquel momento no tenía nada de efectivo), se dio cuenta de que había una zona de buffet para poder desayunar, almorzar y cenar. —Buenas noches. ¿Hay libre alguna habitación doble? —preguntó Sandra a la dueña del Deep Clam. —Creo que sí, algo queda… —se ajustó las gafas y miró en la pantalla del ordenador—. Sí, la habitación siete. Son cincuenta euros la noche, con desayuno incluido. —Estupendo. Nos la quedamos. Aquí tiene mi DNI — Sandra le entregó su identificación, mientras veía que

Lara cotilleaba unos folletos que había sobre el mostrador. —¡Mira, aquí dice que hay un show nocturno! —Lara le estampó un flyer a Sandra en las narices—. ¡Miraaaaaa! — Los pechos de una stripper quedaron grabados en la memoria reciente de la mujer, que recibía las llaves de la habitación que acababa de reservar. —¿Quieres tranquilizarte? —Sandra retiró de su cara el folleto. —Si quieren, están invitadas a una copa en el show de esta noche. La entrada es gratuita para todas nuestras clientas. —Nuestras… clientas —repitió Sandra. —Efectivamente, querido Watson. Esto es un paraíso de bolleras. Y no sabes lo que te agradezco que me hayas traído hasta aquí… —Lara estaba emocionadísima con la idea de poder asistir al espectáculo de esta noche con alguna macizorra enseñándolo todo. —Ah, ¿pero tú…? —Pues sí. Si te refieres a entender, entiendo bastante

—explicó la mujer de la trenza—. Estaremos encantadas de ver ese show —dijo Lara girándose hacia la recepcionista. —A las once comienza el espectáculo en el salón dos. En el uno se sirve la cena desde las diez a las once y media. Que disfruten de la estancia. Sandra y Lara subieron por la escalera que conducía a su habitación. Cada una llevaba sus pertenencias como podía: la escritora arrastraba una trolley pija de diseño, y la autoestopista llevaba una mochila que estaba a punto de reventar. Cuando se abrió la puerta de aquel cuarto con cama doble, la cara de ambas mujeres se volvió de un color blanco nuclear, al divisar en la cama — sobre las almohadas— dos consoladores de color rosa como regalo de bienvenida. —Tenía entendido que los packs de amenities de los hoteles eran, como mucho, gel de baño, cepillo de dientes y gorro de ducha. Pero esto supera todas mis expectativas… —Lara flipaba en technicolor. —No sé que cojones pensarán que vamos a hacer aquí

dentro —bufó su interlocutora. —Pues creo que las intenciones están bien claras —le dio un codazo que Sandra recibió con el morro torcido—. ¿No? —Pues no tengo yo el chichi pa’ verbena, la verdad. No sé yo si estos sitios me convencen. —Ah, que a ti no te van las… —Me van… O me iban… O yo qué sé. Mi estado actual es de escéptica — zanjó Sandra, mientras aparcaba su maleta en un lateral y Lara hacía lo propio al otro lado de la estancia. —¿Tú duermes en la derecha o en la izquierda? —La de la trenza decidió cambiar de tema, por si le salpicaba a ella el hecho de tener que dar explicaciones sobre su actual vida sentimental, sexual o vegetal. —En la derecha. —Está bien. Como me has salvado el culo, te dejaré mi sitio preferido… — Le guiñó un ojo a Sandra y se empezó a quitar la camiseta que llevaba—. En serio, me voy a la ducha. Huelo a perro muerto.

Los ojos de Sandra se abrieron de par en par cuando aquella mujer que tenía en frente, con toda naturalidad, se quedaba en bragas y sujetador, cogía una toalla de las que estaban sobre la cama pulcramente dobladas, y se metía en el baño. Se le fue la mirada a aquel cuerpo que correteó alegre y sin ropa hasta desaparecer tras una puerta. Automáticamente, sus pupilas viajaron a los objetos rosados que descansaban sobre sus almohadas. —Vale, Sandra. Respira hondo. Y sobre todo, no mires los consoladores. No los mires… El tiempo en el que Lara estuvo quitándose la mugre, Sandra lo empleó en mirar el mapa de carreteras que la otra mujer le había dejado, ya que su GPS estaba en estado comatoso. Al fin pudo situarse; se encontraban en una carretera comarcal. El hotel en el que habían caído casualmente estaba entre Almazán y Soria. Cogió un bolígrafo de su bolso y señaló la ruta que debería coger a la mañana siguiente, si querían llegar a tiempo a su cita en Logroño. —¡Ya estoy! —La chica apareció con unas bragas

decoradas con gatitos y un sujetador a juego, y trayendo en las manos las prendas interiores que antes había llevado puestas para meterlas en una bolsilla que serviría para la ropa sucia. Si quieres, podemos bajar a cenar ya…, ¡que luego hay espectáculo del bueno! —¡Pues sí que estás animada tú! —Yo me doy una ducha y soy otra —Se puso una camiseta de tirantes y uno s shorts ajustados mientras que Sandra cogía su bolso—. Estoy lista — metió su cartera y su móvil en uno de los bolsillos—. ¡El desenfreno nos espera! —¿Pero a ti qué te pasa? ¿Te has duchado en LSD? Al volver a la recepción, y antes de entrar en el restaurante del amplio establecimiento, vieron a la dueña de aquel motel para desviadas colgando un cartel que decía: “Rita Pelayo en Concierto. Vive la mejor canción española en su Soria’s City Tour . Entradas ya a la venta.” —¡Ostras, la Pelayo live in concert! ¡Tengo que ir! — exclamó Sandra, emocionada.

—No te tenía yo por una amante del folclore cañí. Como eres tan “fisna”, tú… —le espetó la autoestopista. —¿Peeeeerdonaaa? A mí me gusta la variedad, no te confundas. No soy fina, lo que pasa es que reconozco que me gustan las cosas con estilo. Pero vaya, que en cuanto a música, oigo todo lo que pasa mi filtro personal. Lo mismo me verás cantando una copla, que haciendo air guitar con AC/DC. Lara asintió con la cabeza lentamente, riéndose de ella, gesto que le hizo recibir un leve tortazo en el brazo por parte de Sandra. Al entrar en el salón buffet, Sandra oteó el panorama que tenía ante sí. Es verdad que el paso de los años había desarrollado en ella manías raras, como el lugar que elegía para sentarse. No le gustaba estar cerca de las entradas o salidas de los restaurantes, ni cerca de la cocina o de los baños. Tenía una sensibilidad muy especial desarrollada con respecto a los olores, ya que podía localizar, intuir y recordar cada olor que pasaba por su pituitaria. No era la primera vez que un olor

fuerte, desagradable o inapropiado para el momento había echado abajo una velada maravillosa. Por un momento recordó a Marta, su ex, que era una admiradora incondicional de los restaurantes persas, sirios, árabes, hindúes y libaneses de a l t o standing. La esencia del cardamomo, mezclado con el vapor caliente del arroz especiado del restaurante al que solían ir, le vino a la nariz. El color blanco del arroz basmati, su sabor afrutado a limón. Alzó imaginariamente los ojos. De pronto vio a Marta, con su pelo castaño perfecto, su maquillaje impoluto, su traje de chaqueta, sus caros pendientes, sus opulentos anillos. Su piel blanca, protegida con un celo excesivo ante cualquier tipo de agente climatológico. Recordó sus labios carnosos. No podía recordar el verdadero color de sus labios puesto que, cada vez que se acostaban, corría a la ducha a lavarse y después salía perfectamente maquillada y peinada. No podía recordar su olor después de tener sexo. La única victoria que guardaba para sí misma era la de haber engullido durante horas el salado líquido en

el que se deshacía cuando tenían sexo oral. Allí no había forma ni manera de ocultarse tras capas de colonia, geles, cremas, maquillajes o aguas termales. Fue tremendamente infeliz el día que Marta incluyó entre sus enseres toallitas íntimas; le aborrecía el olor a colonia floral con la mutante esencia de su vagina. Sandra se retiró el pelo de la cara, siendo consciente de que estaba lleno de polvo, sucio. Quería sentir el sudor de su pelo y de su piel. Quería ser el animal que llevaba dentro. No deberle nada a nadie. Se preguntó si en algún momento lejano, Marta había soltado las riendas de su bestia interior. Se preguntó si alguna vez la había oído gritar en la cama, gemir de placer, jadear en el entresuelo de alguno de sus besos. Se preguntó si, francamente, alguna vez le había querido. Una punzada de dolor hizo que temblara. Se llevó la mano al pecho y amasó su pectoral disimuladamente. Cerró los ojos y aspiró profundamente, intentando con este gesto devolverse al presente. El olor a aceite de oliva mezclado con patata y huevo le trajo de vuelta a aquel

lugar perdido de la mano de Dios. Agradeció con rabia ese gesto de ordinariez tan soberanamente castizo como era cenar huevos y patatas. Necesitaba colarse en la vida real aunque fuese sólo por una noche. Al abrir los ojos, vio que Lara ya había elegido sitio por las dos; se sonrió y alegró de que al fin hubiese alguien distinta a ella en su vida que tomase la iniciativa. Sandra caminó lentamente hacia la mesa que Lara había elegido para el encuentro, y por el camino disfrutó de la vista que tenía ante ella. Una mujer joven, sin compromisos, total y absolutamente liberada que le pondría en bandeja la noche de desenfreno sexual que tanto tiempo llevaba esperando. No quería más limpieza, pulcritud, etiqueta, corrección y respeto en su dormitorio. Lo que quería y necesitaba por encima de todas las cosas era una buena dosis de sudor, libido, desenfreno, olores decadentes y sexo inmoral e interminable. Quería que sus sábanas olieran a sexo; necesitaba que sus sábanas olieran a sexo.

Tomó asiento frente a Lara, que se colocaba la ajustada camiseta de tirantes distraídamente. Por un momento se le fue la vista y observó que tenía los pezones erectos; por dentro soltó un grito interior de victoria, presuponiendo que el motivo de la excitación de Lara era su presencia. Una chica de unos veinticinco años se les acercó a la mesa. —Tenemos el menú de buffet libre —dijo mientras Lara no quitaba ojo a las bandejas de fritangas del fondo, y movía de forma nerviosa una de las piernas—. También pueden pedir un plato combinado o elegir de la carta — —Les acercó a cada una carpeta de cuero con los platos de la casa—. Son ocho con noventa y cinco el menú buffet, con bebida y postre. Sandra miró a Lara, que sonreía como una niña en un parque de atracciones. Levantó la mano para rechazar las carpetas de cuero y contestó. —Creo que tomaremos ¿ buffet? — Interrogó a Lara, que había empezado a picotear el pan.

—Sí, sí, sí. Buffet, por favor —Y aplaudió de forma inconsciente mientras la camarera se reía—. Me muero de hambre —dijo mirando a Sandra fijamente, y se levantó con su plato vacío camino de la zona hipercalórica. —En fin... —Añadió Sandra satisfecha, al tiempo que no perdía tajada del movimiento del culo de Lara, que cabalgaba hambrienta hacia las patatas fritas—. Quiero vino —afirmó —. Sandra buscó con la mirada el consejo de la camarera. —¿Vino? Tenemos vino de la casa, vino de Valladolid — Sandra arrugó la nariz—. Vino de la Rioja —Al ver que asentía paró—. ¿Vino de la Rioja? Bien. Lara volvió con su plato lleno de croquetas, pimientos rellenos, lasaña y patatas fritas. Pinchó el tenedor hasta arriba de comida y lo engulló mientras gemía. —Ummm…mmm... —Sandra la miraba fijamente. Tenía una teoría: si te gusta comer, te gusta follar. La camarera les dejó la botella abierta encima de la mesa, mientras que Sandra no le quitaba el ojo de encima a

ese regalo de la naturaleza que le había traído el destino —. Mmm… —Al fin tragó y respiró—. Patatas, pimientos… Mmm —Se mordió el labio inferior y puso los ojos en blanco. Se llenó la copa de vino y después se la bebió de un trago. Sandra se reía abiertamente. —Para, para… —Cogió su mano al ver que hacía amago de volver a servirse, y aprovechó para tocarla más tiempo del estrictamente protocolario—. Tenemos tiempo de sobra —Comenzó a rellenar las copas de ambas con la otra mano, mientras Lara la miraba sin dar crédito. Si todas sus sospechas eran ciertas, estaba intentando ligar con ella descaradamente. Exactamente esto es lo que le iba a costar el viaje. Un polvo. Fantástico. Se mordió las ganas de apartarle de un manotazo la garra que le sujetaba firmemente, hasta que al final retiró educadamente su mano, descolocando por completo a Sandra. —Lo siento, tengo mucha hambre — Continuó pinchando la comida del plato sin conocimiento alguno—. No he comido nada desde las doce de la

mañana —Se quedó pensativa y seria. Sandra intuyó que era un buen momento para saber cómo había llegado hasta ella. Tan buen momento como cualquier otro; en el fondo deseaba darse cuartel, porque hablar de sí misma era algo que evitaba como la peste. —Bueno, todo empezó hace unos días. Una amigas y Kate, mi no... —Se paró en seco, bebió más vino—, mi novia y yo, decidimos ir al festival de música de Benicàssim con motivo de las malísimas notas que habíamos sacado este cuatrimestre —Sandra arqueó una ceja. —¿Las malas notas se celebran?—. Preguntó curiosa. —¡Eres de otro planeta! ¡Y tanto! Nos habían repartido unos panfletos de un garito, que por cada asignatura te dan tres minis. Luego está lo de la música, que me encanta. Sandra suspiró, a cada nuevo dato que le daba se sentía más vieja que de costumbre. Volvió a mirarle los pechos y un escalofrío le recorrió la espalda…, gesto que no

pasó desapercibido ante los ojos de Lara, que se arqueó ligeramente para provocar más a su acompañante. —Y ¿tú? ¿De dónde has salido? — Preguntó. Lara miró fija y seriamente a Sandra, que se retiró al respaldo de su asiento sin dar crédito a la pregunta. No era posible que tuviese a una lesbiana delante que no la conociera. Solo había una posible explicación a eso: que no le gustase leer. Lo meditó durante medio segundo. Medianamente ebria, se alegró. Mejor así. Menos complicaciones. Sexo y punto. En el fondo, aquella pregunta estaba regada con pólvora, porque Lara conocía muy bien a la persona que tenía delante, pero no estaba dispuesta, bajo ninguna circunstancia, a darle cuartelillo. Había leído todos sus libros; conocía de memoria sus artículos, colaboraciones e intervenciones en medios digitales, pero se negaba al ciento uno por ciento a allanarle el terreno a aquella escritora pija y aburguesada, que estaría bien acostumbrada a conseguir todo lo que se pusiera en su camino. Lara Ertxaniz levantó la barbilla desafiante, con

una sonrisa de oreja a oreja, y esperó pacientemente a que su contrincante presentara batalla. —Salgo de Cuenca —Lara se rió a carcajada limpia—. Es en serio — afirmó Sandra, seseando por el efecto del vino. Giró la cabeza levemente para llamar su atención, mientras la del norte seguía batiendo la mandíbula a pecho partido. —Mi prima Meritxell se ha metido en problemas —Le hizo un gesto con la mano para que acercara el oído. Sandra no había probado un solo bocado. Desde su ruptura, raro era el momento en el que tenía hambre. La mayor parte de las veces se inclinaba por una copa o dos, que la adormecían hasta la mañana siguiente. —¿Se droga? —preguntó Lara con los ojos como platos. —No, tenía novio —Bajó la voz con el objetivo de que Lara se inclinara más hacia ella, para escuchar lo que tenía que contar y poder así ver un poco más de ese cuerpo tan bien torneado, y rociado de un leve y cristalino sudor que iba tomando forma de afluente en

la senda abierta que constituían sus pechos. Sandra se limpió la comisura de los labios mientras se imaginaba a si misma entre ellos, debajo de aquella desconocida con la que no tenía nada qué perder, y comenzó a tener un hambre desaforada que solo podía ser saciada con el batir rítmico de dos cuerpos sobre la cama. Hizo otro gesto para conseguir captar un poco más la atención de Lara, que iba cayendo lentamente en esa trampa astuta que le había tendido. —Mi prima, Meritxell —dijo en un susurro— es como nosotras —Lara se sonrió a sí misma por lo bajo—: en varias ocasiones su novio, que es muy feo, pero buena gente —bajó más el tono — la pilló en plena faena, y al final le puso su maleta en la puerta. En la corta distancia, se miraron a los ojos. Unos de color miel, otros de color marrón común. Se sonrieron sin decirse nada, y Sandra volvió a acercar su mano a la de Lara, que permanecía receptiva tras aquellos susurros confidentes. El tono de voz de la escritora tenía un timbre que conseguía amansarla. Despierta, soñó

con su fatigada respiración. Vio cómo caía sobre los pliegues de su cuello, quiso tocar sus dedos, palpar sus uñas, lamer sus blanquecinos dientes, pero concluyó que aún quedaba mucha noche y que la diversión y la promesa de un encuentro caliente bien podía esperar hasta después del espectáculo. No podía perderse un desnudo integral en una cueva de lesbianas. No podía. Se retiró del campo de batalla ante la petición de clemencia que emanaba Sandra y levantó su copa. —Quiero hacer un brindis — manifestó. —Ok, espera —Sandra llenó las copas, acabando con la botella de vino. —¡¡Por tu prima Meritxell ¡Qué fenómeno! Lara apuró la copa de un trago, mientras Sandra aparcaba su orgullo a un lado de la mesa. Pensó que la mujer que tenía delante era lo suficientemente divertida como para captar su atención sin necesidad de ejecutar ninguna venganza sobre ella. Un halo de ternura la invadió. Se vio a sí misma antes de conocer a Marta, y de todas las cosas que le había prometido

Marta. Quiso, por un minuto, darse la oportunidad de sentirse querida y penetrada por alguien que fuese limpio y claro. Se bendijo a sí misma cuando decidió que Lara era la persona perfecta para ello, y que nadie sabía lo que podía deparar aquel viaje. Tenía serias dudas de cómo iniciaría un acercamiento con éxito, pero tras meterse media botella de vino entre pecho y espalda, asumió que lo mínimo —aunque el tema de la edad le preocupara bastante, en el fondo— era intentarlo. En el intervalo de tiempo en el que se habían conocido, había conseguido desestructurarla por completo. Lara suponía un reto. Esta no era una de esas mastodónticas resabidas que acudían a sus presentaciones y esperaban, tras las primeras copas de vino de primera clase y las continuas palmadas a su henchido orgullo, la noche privilegiada de sexo experto que Sandra podría ofrecerles. Esta era una mujer joven, cristalina, blanca y limpia que lo único que buscaba en la vida era poder divertirse, y en ese orden de cosas que le había deparado el destino, había encontrado a esta otra, que

era ella misma, que estaba partida, rota y desencajada y que sólo esperaba un rayo de luz entre tanta tiniebla. Sandra alzó esa última copa de vino y añadió: —Yo quiero hacer otro brindis — Lara la observó atenta—. Por nosotras —Ambas chocaron las copas y engulleron esa dosis final de alcohol con la que darían por concluida la cena. Lara pagó la cena con su tarjeta de crédito, detalle que agradeció Sandra, sobre todo porque había bebido mucho vino y no habría sido capaz ni de teclear en el datáfono su número PIN. Bastante achispadas las dos, miraron el reloj. Habían permanecido una hora y media cenando y bebiendo. Habían estado tan entretenidas, que casi olvidan el espectáculo que estaba a punto de comenzar en la sala de ocio contigua. —¡Corre que nos perdemos el despelote! —Lara se vino arriba al ver los carteles de la stripper flanqueando la puerta de entrada a la sala de ocio—. ¡Date prisa! — Tiró del brazo de Sandra con fuerza mientras se escuchaban los primeros acordes de Black Velvet, de

Alannah Myles... Ambas chicas entraron nada más aparecer la stripper de detrás de una cortina de lentejuelas. La mujer que ahora entraba en un pequeño escenario, en el cual había una larga barra metálica, guiñaba un ojo a todas las mujeres allí presentes (aunque había algún hombretón que también estaba allí por lo mismo que el resto). Sandra y Lara se sentaron en una de las mesas vacías que estaban al pie del escenario. Jamás pensaron que un local así pudiera estar abarrotado por tanta mujer. Desde sus posiciones, pidieron una copa y se dejaron llevar por la sensual danza de aquella diosa de piel canela que movía sus caderas pegada a la barra de metal. Mientras la música y el baile subían la temperatura de los asistentes, Sandra no le quitaba ojo a Lara, quien a su vez no perdía detalle de la mujer que comenzaba a quitarse las prendas del disfraz de policía picante que había escogido para el show. La muchacha de la trenza, que ahora llevaba el pelo suelto y aún mojado tras la

ducha, disfrutaba como una niña con un juguete nuevo. No perdía ripio de la actuación y aullaba como una loba en celo cada vez que la stripper lanzaba una prenda interior más al suelo del escenario. Sandra se preguntó qué hacía allí con una mujer como ésa… Con lo tranquilo que se iba a presentar aquel fin de semana... Sólo tenía que llegar a Logroño, dar su más que aprendida charla sobre creación literaria, pasear por la Calle Laurel, ponerse tibia de pinchos con chatos de vino con las incondicionales fans que leían todos sus libros (y conocían su vida y obras mejor que ella misma), y al día siguiente, con algo de resaca tras el éxito de ventas de su última novela —publicitada durante la charla—, conducir de vuelta a Madrid. Pero no. Se había perdido, había roto su GPS, ahora tenía una joven y libidinosa acompañante que la chinchaba todo el rato, y se encontraba en medio de Soria, en mitad de un espectáculo que no le agradaba demasiado. Porque a ella siempre le gustó eso de insinuar más que enseñar; los espectáculos de desnudo explícito le resultaban

incómodos, y pensaba que iban en contra de la dignificación de la mujer. Los mejores shows sensuales le gustaba presenciarlos en la intimidad de su dormitorio, con la mujer que la hubiera elegido a ella (en el fondo, Sandra insistía en el hecho de que no sabía ligar). Quizás aquello fuera un tanto egoísta, pero no le agradaba la idea de que los demás pudieran ver, tocar y catar a quien para ella era, en su momento, la mujer más especial de su vida, la única capaz de encender su barbacoa del amor. La temperatura del local se había vuelto absolutamente insoportable y Lara, entre aullidos y gemidos, había comenzado a transpirar unas pequeñas gotas de sudor que iban empapando su quemada piel. Definitivamente, el implacable sol de Castilla había conseguido castigar la suave piel de la autoestopista, que ahora pasaba sus manos por el cuello, dejando un dibujo de salitre que no pasó inadvertido a la atenta mirada de Sandra. Tenía la boca seca, los ojos secos, las palmas de las manos empapadas. Un creciente rugido interior clamaba un

silencio inmediato: que todo lo que allí acontecía se parase, que Lara se parase, que esa noche se parase, que la tomase de la mano y la llevase en brazos a una cama, blanca, desconocida y limpia, en la que pudieran escribir alguna página distinta al estado de degradación en el que se hallaban inmersas. Nada sucedió; los sueños rotos de la escritora más aclamada del momento sonaron como pedacitos de cristal que van cayendo al agua, al ver que dos segundos después la stripper con la piel dorada se acercaba peligrosamente hacia ambas, atraída por los bramidos de su acompañante. Se tiró de rodillas en el escenario frente a ellas, clavando su mirada de pantera en Lara, que respondió al ataque frontal acercando sus manos a los exuberantes pechos de la bailarina. Ebria de placer y de juventud, arrimó su cara y la introdujo entre ambos, mientras la que iniciaba el acercamiento reclinaba su larga y sinuosa cabellera hacia atrás, cerrando los ojos y dejándose penetrar el canalillo por una lengua viperina, caliente y húmeda. Momento que Sandra aprovechó

para recoger su orgullo, su corazón y su ego roto. Miró la copa vacía y, con la excusa de dejarles intimidad (en un lugar en el que la intimidad no era más que un chiste fácil), se levantó y se dirigió hacia la barra, donde la recepcionista del hotel y su gatita color canela la esperaban con mirada comprensiva. Mientras sus tacones iban alejándose del caliente baile que aquellas dos habían iniciado en su presencia, Sandra bajó los ojos para no cruzarlos con ninguna de aquellas mujeres que disfrutaban jaleándolas como si fueran perras en celo, en parte porque se sentía increíblemente avergonzada de las ilusiones que había estado alimentado durante toda la noche —en realidad, durante todo aquel viaje—, y en parte también porque sus ojos de color miel habían comenzado a llenarse de lágrimas. No era Lara y las cosas que había imaginado (pese a su negativa disposición actual) que podía haber hecho con ella… Lo era todo: el reciente batacazo emocional que se había llevado hacía menos de un mes, el estrés al que estaba sometida por las fechas de entrega de su último y

controvertido trabajo y, cómo no, la turbia y enrevesada relación que mantenía desde siempre con su madre, la cuál no era capaz de comprender que ser lesbiana no es una elección en la vida, sino la forma en la que una nace, y que está integrada por completo en tu personalidad. Era eso y los años que pasaban, y que cada día eran más crueles, y le recordaban que ya no podía ir a festivales vestida con unos vaqueros. Los años y los minutos que pasan con los años, y con cada golpe de segundero en la escala del tiempo: una arruga, una decepción, un fracaso, otro libro escrito y miles de manos que habían pasado por su cuerpo sin que, en realidad, llegase a sentirse querida por ninguna de ellas. Nunca estaba segura de si quien decía que la quería de verdad la quería, o solo venía buscando aquello que ella sabía hacer tan bien, con motivo de sus años de experiencia y de la irrefrenable pasión por la que era conocida. Al llegar a la barra, apoyó el codo sobre el mostrador y contempló la dantesca escena en la que Lara sujetaba a

horcajadas a esa mujer de movimiento felino encima del escenario. Se besaron apasionadamente. Las manos de Lara recorrieron su espalda encorvada, ante el aplauso exacerbado de la masa húmeda que esperaba sexo explícito antes de que se terminara la canción. Con un hondo suspiro, la recepcionista preguntó: —¿Qué va a ser? —Al tiempo que pasaba una bayeta húmeda por una barra impoluta. —Ron cola —afirmó Sandra mientras observaba cómo Lara y la stripper amenizaban la sala con su caliente baile. —¿Tu novia? —preguntó la mujer de forma distraída, mientras iba llenando el vaso de ron sin cola. —No... —Sandra levantó el culo de la botella para rellenar más de lo que convenía el cubata—. Una amiga, creo... Justo cuando iba a echar mano a la copa, se apagaron las luces y la sala quedó en silencio. Sandra levantó la copa e hizo un brindis al solitario escenario en el que un foco volvió a iluminar un micrófono que todavía estaba

vacío. Lara y la stripper desaparecieron, y Sandra perdió todo contacto visual con ellas. —Dime —preguntó a la mujer que hacía las veces de barman improvisado —, ¿crees que todavía queda alguna cama libre en el hotel? —Y la miró fijamente, con los ojos congestionados por el dolor y la ira. —Hay un cuarto pequeño cerca de vuestra habitación, que a veces utiliza la señora de la limpieza cuando ha nevado y no puede volver a casa. Está vacío. — Sandra bebió de un trago la copa y la rellenó directamente con la botella que aún permanecía en la barra—. Si quieres, puedes quedarte allí esta noche. Gratis —Sandra asintió con la cabeza y apuró esta última copa, sintiendo como el ron había empezado a devorar su equilibrio. Hizo amago de pagar las copas que se había tomado, pero la dueña del hotel no quiso cobrarle nada. Sacó la llave de la habitación que les habían asignado y la dejó encima de la barra. Al encaminarse hacia la puerta, oyó los primeros acordes de una de sus canciones favoritas. Una voz femenina de timbre caliente y roto llamó su

atención, y se giró. Al enfocar la imagen que tenía ante ella, vio a una rubia de mediana edad, de largas y finas manos, y piel blanca, que interpretaba el Something Stupid de Frank y Nancy Sinatra con los ojos cerrados, en un más que correctísimo inglés. Sonrió al comprobar que la sala había enmudecido ante la singular y personalísima interpretación de aquella desconocida que había cambiado por completo el color de la noche. Al salir tras las cortinas del escenario, ambas se enredaron en un sinfín de cordeles que les impedían moverse. Lara bajó al suelo a la stripper, que continuaba buscando su lengua como si llevaran toda la vida esperando el encuentro. —Espera, espera —dijo Lara jadeando, mientras aquella recorría con sus manos la piel caliente de la autoestopista, que aún permanecía por partes vestida. —¿Qué? ¿Qué? —dijo desconcertada—. Vamos a mi coche — Intentó empotrar a Lara contra la pared, sin darse cuenta de que uno de los cordeles las sujetaba a ambas por los pies, y cayeron sobre una alfombra sucia.

Sin más dilación, y empujada por una temperatura interior que se hacía insoportable, la stripper cogió a Lara de las muñecas y se las llevó detrás de su cabeza con una sola mano, mientras abría sus piernas con la otra. Lara podía sentir el calor desnudo de su sexo húmedo en el muslo, el vello púbico que le erizaba la piel, la firme intensidad con la que ésta buscaba una grieta en su ropa interior, para penetrarla en aquel cuarto contiguo a la sala de espectáculos. Tenía la vista nublada; no sabía si no podía ver, o si en realidad con sentir tenía suficiente, y por eso no quería ver nada. En la distancia que las separaba del salón “dos”, pudo oír el comienzo de un clásico que siempre le hacía llorar. La lengua de fuego de aquella diosa del pool dance la sacó del emocionado recuerdo que ahora había pausado levemente su excitación. Tiró de su cinturón y de la cremallera de los shorts mientras Lara gemía, muy segura de que con el volumen de voz que tenía la intérprete, nadie les oiría gritar. Buscó un resquicio, una abertura, un salto de agua caliente, una cascada de

deseo nocturno. Buscó la forma, la manera, la situación y el minuto exacto en el que debía correrse. Buscó pájaros que vuelan, perros que se pierden y ríos que no cesan; mujeres que cantan a capela con la voz partida en un club de carretera que era un refugio para almas perdidas. Buscó con la mirada en el negro techo a Sandra, y con el recuerdo a Kate, y lo único que halló fueron los gritos ahogados de placer que las dos habían regalado al manto nocturno. Aquella gata satisfecha se levantó y le tendió la mano para que pudiera incorporarse. Lara se sentía mareada. Había sido un orgasmo intenso, y cuando volvió a la realidad se dio cuenta de que probablemente Sandra le estaría esperando en la habitación. “Bueno” —pensó—, “nadie dijo que fuéramos novias”. Había bebido demasiado, y tras tartamudear durante varios minutos, la cantante se dio por vencida, dejándola sola con aquel vaso de cubata que ya solo tenía ron con agua del hielo derretido. El olor a colonia cara mezclada con el sudor de la carretera, el vino de la

cena y el frustrante intento de seducción —que había degenerado en un patético ataque de fan maldita, algo en lo que Sandra se había jurado muchas veces que no se convertiría— consiguieron devolverla a la triste realidad: borracha era incapaz de ligar. No es que no tuviese fe en sí misma, o que no fuese atractiva, ni mucho menos…, es que era incapaz de interpretar las señales que las demás le lanzaban sin miramientos. Al fin se encaminó a aquel cuartucho que la dueña del hotel había tenido a bien ofrecerle como compensación a su orgullo herido, y dentro pudo comprobar que había enseres personales de la mujer que limpiaba el hotel. En el minúsculo cuarto había una ducha con una alcachofa de plástico barato. La encendió, comprobó que daba agua fría —en realidad, agua helada—, y pensó que le vendría bien para despejarse de la indecente borrachera que llevaba. Mientras las gotas de agua congelada le caían por la cabeza, intentó recordar el discurso que debía dar al día siguiente ante la atenta mirada de sus fans, y se vio a si misma desnuda y borracha de ron

barato, tal y como estaba en ese momento. Rompió el silencio de la madrugada con una sonora carcajada, salió de la ducha y se dispuso a tirarse en el colchón con sábanas usadas que hacía las veces de camastro para esa guerrera herida de muerte. Cuando Lara quiso darse cuenta, se encontró en aquella sala casi en penumbra, acompañada solo por la stripper, la cual quería contarle su vida en una noche. Echó un vistazo a las sillas que aún quedaban ocupadas por mujeres que apuraban sus últimas copas. Ni rastro de Sandra. Miró su reloj y vio que era hora de irse a la cama, no por que estuviera cansada (que también), sino principalmente por quitarse a la bailarina pesada de encima. El polvo había estado bien, pero ahora quería una cara amiga, una persona cercana que le diera confianza y tranquilidad. Se dio cuenta de que quizás había incomodado con su mutis por el foro a la mujer que la había sacado del calor de aquella carretera, en donde había sido abandonada unas pocas horas antes. Se sintió mal.

—Uf… Será mejor que me vaya — señaló su reloj digital de pulsera—. Mira qué hora es, y yo mañana madrugo… —Espera, dame tu telé… —la bailarina fue interrumpida. —Venga, buenas noches, guapa — Lara salió de allí escopetada, en dirección a las escaleras que la conducirían a su habitación. Lara subió notando los efectos de la bebida y del ajetreo sobre su cansado cuerpo. Llevándose las manos a la frente, llegó a su puerta y la abrió con la llave que Sandra le había dejado en custodia en la barra. —Un momento… Si tengo yo la llave… —abrió con la esperanza perdida de encontrar a nadie en la habitación—. ¿Hola? ¿Sandra? Allí no había ni rastro de la conductora pija. Las camas estaban vacías, continuaban hechas, con sendos consoladores rosados en las almohadas de cada una. Se sentó en el lado en el que había prometido dormir, como albergando la ilusión de que Sandra volvería del paseo nocturno que estuviese dando, si es que aquello

era en verdad lo que estaba ocurriendo. Se quitó las zapatillas, los shorts, la camiseta y se metió en ropa interior en su cama. Miró al lado opuesto, tan impersonal, tan frío. Cogió los dildos de juguete y los miró sonriendo. Como si a ella le hubieran hecho falta esta noche… Le vinieron flashes de su breve affaire sexual con la stripper, del viaje en carretera, de Sandra mirándole desde la barra mientras ella se abandonaba al calor de otro cuerpo. Y ahí es cuando se dio cuenta de que la había cagado; de que Sandra no dormiría esa noche con ella. A la mañana siguiente, Sandra se levantó muy temprano en aquel cuchitril solitario. O eso era lo que ella hubiera querido, porque los excesos de la noche anterior le habían dejado el estómago hecho polvo. Al tratar de incorporarse bruscamente notó una arcada que la obligó a volver a tumbarse repetidas veces, hasta que por fin se vio a si misma engullendo un croissant y un café cargado, y se armó de valor para encontrar su ropa del día anterior y vestirse. En verdad, sólo quería llegar

a Logroño, dejar a Lara en alguna parte, presentar su puto libro y volver a su casa. Nada más. Entró en el buffet; como eran más bien las once, estaban retirando las bandejas, y su cómplice de borracheras nocturnas le hizo el favor de servirle un par de tostadas con mantequilla de Soria y tomarse un café con ella. La dueña del hotel encendió la televisión. En pantalla vieron como Rita Pelayo agredía a un cámara con su caro bolso y le partía nariz. —Hay que ver —dijo la mujer que regentaba el hostal mientras azucaraba el café—, con lo que yo admiraba a esta artista, y la putada que le han hecho… —¿Qué ha pasado? —preguntó inquieta Sandra. —Nada… Una fan, que ha filtrado grabaciones un poco subiditas y le ha hundido la carrera —Nuevamente repetían la escena del bolsazo en la cara —. Nos hemos quedado sin gira. Sandra agachó la cabeza y cayó en la cuenta de que era mejor así. Si eres un personaje público, es mejor que no te expongas. Hay mucha loca suelta.

Una mano agarró el hombro de Sandra, provocando que se le cayera parte del café caliente. —¡Hombre! Veo que no soy la única que triunfó anoche… Sandra gruñó mientras la dueña se levantaba de su sitio y las dejaba solas. —¿Y esa es una conclusión que sacas por…? —La dueña del descapotable levantó una ceja, visiblemente molesta. —No has dormido en nuestra habitación. —¿Nuestra habitación? Tal y como lo has dicho, ha sonado a lecho conyugal. Ni que te hubiera puesto los cuernos… —Tampoco me malinterpretes — Lara reculó y trató de ser menos ofensiva—. Pensaba que habrías ligado con alguna de las chicas que había anoche —Se sentó al lado de Sandra y dejó las llaves de la habitación encima de la mesa. —Yo no soy como tú, ¿sabes? Además, ni yo voy a darte ninguna explicación, ni voy a pedírtelas a ti. En media

hora salimos, así que no tardes con el desayuno —Se terminó de un trago el café que le quedaba, dejó el dinero de su pedido sobre la mesa, cogió las llaves y se marchó camino de su habitación. Cuando Lara entró en el coche, Sandra ya había encendido el motor. Tras dejar su mochila nuevamente sobre los asientos de la parte trasera, se sentó en el asiento del copiloto y se puso las gafas de sol. —No tenías por qué pagar tú sola el hotel. Te dije que íbamos a pachas. —Y yo te dije que en media hora en e l parking, y has tardado cuarenta y cinco minutos —contestó Sandra muy seria. La tensión se podía cortar. El silencio se instaló entre ellas como un espeso muro. —Por favor, ¿me puedes pasar el mapa o decirme por cuál carretera tenemos que ir ahora? Estamos a punto de llegar al desvío. —Si me lo pides así, te voy a pasar una mierda pinchá’ en un palo.

Frenazo. Lara, de no haber llevado el cinturón puesto, habría sido parte de la chapa negra del famoso toro de Osborne que tenía a quinientos metros. —¡¿Eres tonta o comes flores?! — protestó la copiloto. —Desde luego, la tonta soy yo. Por recoger a una niñata inmadura que tiene unos detalles muy feos con quienes la ayudan a no quedarse tirada en una carretera de mierda —Al soltar el reproche completo, Sandra se sintió mejor. —O sea, que es eso… —La mujer más joven sonrió para sus adentros, orgullosa de que su interlocutora tuviera un ataque de lo que parecían ser celos mal camuflados—. Pero vamos a ver, alma de cántaro… No acordamos nada de no poder ir cada una a su bola. De hecho, me dijiste nada más recogerme en este coche que estuviera calladita, que te gustaba viajar sola. Y he hecho eso. Ir a mi bola, hacer mis planes y dejarte tranquilita. Lo que no sé es por qué no has venido a dormir conmigo esta noche. —¿Dormir contigo? Ya quisieras tú… Si no pisé la

habitación que “oh, casualidad” fui yo quien reservó, porque era la que tenía el maldito coche que te salvó de morder el polvo en medio de la nada, es porque sentí que eras capaz de traerte a aquella fresca a nuestra, recalco, nuestra habitación. Cuando se comparte habitación hay que, al menos, avisar. No ser lo descortés, que tú lo has sido, pensando sólo en ti. Sin tener en cuenta de si a mí me apetecía escuchar lo bien que te lo montabas con tu nueva amiga, o si me apetecía formar parte, o… —No jodas que te hubiera gustado hacer un trío… — interrumpió Lara, divertida y sorprendida. —¡Tú estás loca! ¡Era un suponer! —Ya, claro —se rió la mujer de las gafas de piloto, cosa que hizo que Sandra se irritara aún más—. A ver, Sandra; tranquila. Lo siento. Vale, tenía que al menos haberte consultado. Quizás hice una tontería, me precipité… Tenía que haberme acordado de que no viajaba sola, que en la misma sala estabas tú y podía haberte incomodado. Oye —zarandeó levemente el

brazo de la mujer al volante—, ¡que no quería enfadarte! Necesitaba un desahogo después de un día de mierda. A una no la abandonan sus amigos y la mujer de su vida todos los días... Sandra tardó unos segundos en reaccionar, como queriendo encontrar la verdad en los ojos de quien le daba explicaciones. Realmente se sentía una niñata, porque no había que estudiar mucha psicología para entender que aquello que había sentido la noche anterior eran celos. Celos. Celos de una aspirante a adulta a quien había conocido en extrañas circunstancias, que se alejaba y mucho de ser candidata a convertirse en su pareja ideal por los siglos de los siglos. Pero ahí estaba Sandra Fernández Aguado, a sus treinta y cinco años, sintiendo celos. Y lo peor era que se negaba a reconocerlo, camuflando aquel sentimiento cruel en falsa descortesía. —Mira, mejor dejemos el tema. En serio. Pero antes de volver a hacer algo así, por favor, primero consúltame antes, porque estas cosas me hacen sentir muy

incómoda. Porque te recuerdo que este viaje no tiene como destino Marina D’Or, sino trabajo. Y si he decidido traerte conmigo es porque creí que sabrías entender que te hago un favor, que aceptas mis reglas y que no hay tantas confianzas entre tú y yo como para dar por sentado que este viaje en coche es en plan Thelma y Louise. Lara fue a hablar, pero finalmente cerró la boca. No era momento de echar más leña al fuego si no quería volver a quedarse tirada en medio de la carretera, emulando al fantasma de la niña de la curva. Volvió a su labor oficial, que eran las indicaciones sobre mapa del itinerario que la noche anterior había marcado Sandra a rotulador. Esta vez no pusieron música. La única conversación que se escuchaba era la que mantenían ambas mujeres sobre las rutas más fiables para ir a Logroño. —Enciende el GPS, porque creo que esta carretera que me dices está cortada por obras. —Esperemos que le quede algo de vida —Lara encendió el navegador y escribió el destino al que pretendían

llegar. —Calllrrrrculanndoorrrrlll... —El aparato hacía esfuerzos por vocalizar—. Callrrrculaaaanddooolll... Destinnnrrrrnoooo... Loooorrrgroorrrrñiiiooorrrlll... —La madre que parió al bicho este. ¡Si parece el primo demoníaco de R2D2! —se quejó la copiloto, dando leves golpes al cacharro. —Espera, que creo que es ese desvío... —Sandra entrecerró los ojos, queriendo ver a distancia un cartel que señalaba la entrada a la ruta correcta—. ¡Sí! ¡Vamos bien! De repente... ¡POM! Un sonido ensordecedor hizo que las dos dieran un bote en sus asientos. —¡¿Qué cojones ha sido eso?! ¡Nos atacan los indios! —¿Qué dices, so “monguer”? ¡Ha sido una rueda! Pararon y bajaron a comprobar que los peores temores de la conductora se habían hecho realidad. La rueda posterior derecha había reventado, y ahora era algo deformado sobre la gravilla.

—Esto es la hostia en verso. ¡De verdad, no nos pueden pasar más cosas! —Sandra le dio un golpe con la mano a la carrocería. —¡Menuda mierda! —Lara, al intentar imitarla, dio una patada… con tan mala suerte que su pie acabó destrozando el faro trasero, haciéndolo añicos. —O sea... yo te mato —Sandra se llevó las manos a la cabeza y luego se pinzó la nariz con el dedo índice y pulgar, tratando de aguantarse las ganas de estrangularla—. Es que te mato... Tranquila, Sandra — añadió—. Esto es sólo un sueño. Vas a despertar en tres, dos, uno... —Yo te lo pago. En serio, en cuanto lleguemos a Logroño te pago el faro. —¿En verdad me lo vas a pagar? ¿Tú sabes cuánto cuesta un faro para un coche de esta gama? —La conductora iba perdiendo las formas a cada segundo que pasaba. —No lo sé, pero si hace falta, te lo pago a plazos —Lara comenzó a asustarse, su voz comenzó a temblar—. De

verdad que lo siento. —Bah... Da igual. Tú qué vas a saber, niñata... Tú no sabes nada — remató con sumo desprecio, mientras abría el maletero para extraer un gato hidráulico y la rueda de repuesto. —Carrlllculannnndooorrll... —El GPS seguía tratando de responder desde el asiento del copiloto. —Oye, tampoco me trates así, que yo no tengo la culpa de que seas una amargada, ¿eh? A ver si voy a ser yo la causante de todos los males de este mundo... —Déjame en paz. O mejor, hazme el favor de sentarte en el coche y estarte calladita —La conductora se arrodilló y comenzó a desatornillar la rueda pinchada. Lara iba a obedecer pero, cuando ya estaba a dos pasos de la puerta del vehículo aún abierta, dio un portazo y volvió sobre sus pasos. —¡Eso! ¡Y ahora cierra así de fuerte, a ver si todavía puedes volcarme el coche de los cojones, para acabar yendo a Logroño en triciclo! Lara agarró del antebrazo a la mujer que colocaba la

rueda de repuesto en donde antes estaba la estallada. La obligó a levantarse y la empujó contra la carrocería del descapotable. —¡Que sea la última vez! ¡Óyeme bien! ¡La última... que me hablas así! —¡A mí no me empujes! —Sandra devolvió el empellón a su interlocutora. —¡Estás loca! —Volvió a la carga, tratando de apartarla de su cuerpo. Se enzarzaron en un forcejeo verbal y físico que terminó con el cuerpo de la copiloto apoyado en el capó del deportivo rojo. —¡No puedes hacer lo que te de la gana! —le gritó Sandra a Lara—. ¡Eres una descerebrada! —¡Y tú necesitas follar más! ¡O cagar, que parece que no cagas, tía! — Le contestaba a plena voz mientras trataba de retorcerle un brazo. Pero la realidad era que dos mujeres discutían sobre la carrocería de un descapotable de lujo, y una de ellas, la más alta y de más edad, ganaba terreno, echándose cada vez más sobre el cuerpo de la más joven. Aquella estampa no pasó inadvertida por el grupo de chavales

que viajaba a toda velocidad en el carril del sentido contrario de aquella carretera. Al pasar a su lado, gritaron y jalearon con toda la potencia que su testosterona —la cual estaba en esos momentos totalmente on fire— les permitió. —¡Tías buenas! —dijo el conductor del Sköda. —¡Pelearos en el barro! —gritó el que viajaba en la parte de atrás, más pedo que Alfredo—. ¡Guapaaaassss! Fue en ese momento cuando ambas se dieron cuenta de su situación. Sandra completamente echada sobre Lara, jadeando, bloqueando los brazos de la otra mujer con sus fuertes manos. El sudor de la joven resbalando por su cuello. Y su mirada llena de ira delató un deseo incontinente. Lara liberó su brazo izquierdo y rodeó el cuello de Sandra, que permanecía contracturada y reclinada encima de ella por la tensión. Sus fuertes dedos dejaban sin circulación la muñeca de la joven copiloto, que trataba, pese a todo, de zafarse de aquel cerrojo que había formado en torno a ella. En vista de que era

imposible deshacer aquel nudo de odio con el que la mantenían sujeta, y no estando muy segura de si la mujer pretendía darle una paliza o solo un escarmiento, se apoyó con el brazo en sus hombros y subió ambas piernas en torno a su cintura, para después apretarlas y atraer total y completamente a Sandra encima de ella. En este momento y aún resistiéndose a la excitación que había ido creciendo en ella, Sandra soltó la otra mano y empujó la mandíbula de Lara contra el capó, intentando evitar lo que era obvio iba a suceder de un momento a otro. Lara aprovechó para aflojar un poco la tensión de sus piernas y acariciar con los talones de sus pies las nalgas de la escritora, quien al darse cuenta de que la atracción que sentía hacia ella era inevitable —y que habían conseguido desestabilizarla por completo—, se dejó abrazar por sus extremidades. Sus ojos se llenaron de lágrimas; no quería besarla, pero tampoco podía reprimir por más tiempo el deseo que había nacido desde el minuto uno entre ellas. Sandra estaba enfadada con todo, especialmente con la vida, que le

traía ahora esa atracción incontrolable que le había puesto en un brete. Se preguntaba en el fondo por qué. Por qué ahora y no cuando tuvo que ser, en el contexto de una relación estable y afianzada. Lara movió instintivamente las caderas debajo de ella. Un sentimiento de tristeza, de rabia, de ira. Un calor interior, un susurro; la soledad, la avaricia, el intentar controlar todo — incluso a esta chica que era por lo visto del todo incontrolable— hicieron que se sintiera derrotada. Hicieron que al fin depusiera las armas, y con ellas, cualquier indicio de resistencia, puesto que ya poco más había qué perder. Sandra soltó a Lara, quien recogió con las palmas de sus manos la cara de Sandra y le besó en las pestañas, que estaban húmedas. En la nariz, que estaba empapada de sudor, y finalmente los labios, que fueron abriéndose al contacto de aquella desconocida y explosiva boca. Sus alientos, llenos del polvo de la carretera, se mezclaron encima del rojo abrasador del coche en un ardiente beso, mientras que con las manos se buscaban

el cuerpo y los pedazos de orgullo que habían ido dejando por el camino. No sabían si desgarrarse la ropa, o fundirla con ellas en aquella pasión absurda que había nacido sin que lo hubieran pedido. Sandra embistió lentamente a Lara, que permanecía abrazada a ella con las piernas y los brazos, dándole de esta forma un claro mensaje: poniéndole encima de aquel lecho metálico la factura de las cuentas pendientes que se tenían. Lara respondió con un gemido al ataque. Al sentir su incendiaria respuesta, se incorporó separando sólo el torso de ella. Quería ver sus ojos. Se miraron con odio, con el odio seguro de los amantes que saben que no pueden estar el uno sin el otro. Las piernas de Lara aún permanecían alrededor de su cintura, sujetándola firmemente y reclamando de forma tácita lo que era suyo en ese momento. Estaba totalmente expuesta a todo cuanto quisiera hacerle. Estaba entregada a esa pasión desatada que experimentaba por primera vez. Aquella violencia interior, aquella rabia, aquel deseo escandaloso que no les permitía ni compartir el aire del

coche en el que viajaban, ahora tomaba voz propia y decidía darles una lección que no olvidarían en la vida. Sandra acarició sus resbaladizos muslos mientras observaba las brillantes pupilas de Lara, que reclamaban su derecho a disfrutar de aquello. Trataba de sujetarse a la chapa para no resbalar por el efecto del sudor, que convertía su piel en una escurridiza capa de aceite. Sandra se sabía victoriosa; los años que las distanciaban en el fondo eran un punto a su favor, ya que había tenido mucho tiempo y muchas camas en las que practicar parte de lo que ahora quería enseñarle. Jugaba con ella, con su juventud, con su inexperiencia y con su impulsividad, que la habían convertido en una presa fácil. Los jadeos de Lara dieron paso al espontáneo, suave y rítmico traqueteo que inició Sandra ante la desesperación de la joven copiloto, que trataba de llegar a ella y arañarla. Lara se mordía el labio inferior y congestionaba las venas —ya de por sí inflamadas— de su cuello. Sus sexos estaban en contacto a través de la fina tela de la ropa veraniega que llevaban, y ambas

podían sentir el calor, la humedad y la excitación de la otra. Los shorts de Lara se mojaron, dejando al descubierto una súplica más que evidente. Sandra asió con sus fuertes dedos la cadera de Lara y la atrajo más hacia ella, dejando su pelvis abierta por completo para provocar un contacto más directo sobre su sexo, que estaba total y absolutamente hinchado. Miró hacia ambos lados de la carretera. Aquello era un desierto; no se veía ni intuía ningún tipo de movimiento cerca de ellas, por lo que decidió darle a Lara lo que desde hacía tiempo venía pidiéndole de una manera o de otra. Aceleró el ritmo con el que había conseguido someterla. Cogió sus pequeños pero duros pechos con las manos, apretando alternativamente sus pezones. Arañó su vientre. Mordió sus dedos que buscaban atraer sus labios y obtener otro beso, otro contacto, otra forma de cariño y entrega que Sandra no estaba dispuesta todavía a darle. Lara, ante la dureza y la pericia de Sandra, tardó poco tiempo en explotar en un grito que fue plenamente audible. Arqueó su espalda. Con las

piernas apretó con fuerza el cuerpo de Sandra, que permanecía tenso todavía en el convulso final, y le regaló mediante unas brutales contracciones el clarísimo mensaje de que aquello había terminado. Se limpió el sudor del cuello. Apartó el pelo húmedo de Sandra de su boca. Abrió los ojos e intentó enfocarse de nuevo en el presente. Un sentimiento parecido al amor imposible le golpeó, devolviéndola a la cruda realidad. Quería fundirse con ella en un interminable abrazo, pero entendió que aquella respetable escritora jamás se enamoraría de ella. Se acomodó en la pintura roja del coche; el charco de sudor debajo de su espalda evidenciaba la intensa temperatura —no solo interior, sino también exterior— que quemaba sus cuerpos. Abrazó a Sandra, que había caído encima de ella; quiso retenerla durante unos segundos más, hasta que se diera cuenta de lo que había pasado entre ellas, hasta que se diera cuenta de que estaba arrepentida, pero la otra no reaccionaba. Parecía como si estuviera repasando mentalmente todo lo que había sucedido

desde que se habían visto. Permanecía inmóvil. Soltó las piernas, y cuando al fin sus agitadas respiraciones quedaron casi en silencio, escuchó de forma lejana el timbre de su móvil, que por la insistencia con la que vibraba, parecía haber estado sonando desde hacía rato. Lara aflojó todo ante la fría respuesta de Sandra: el sentimiento, el calor, la esperanza de que aquel encuentro fortuito hubiera significado algo para ella. Sandra se retiró de ella como si fuera el demonio, momento que Lara aprovechó para correr al asiento trasero y averiguar quién la reclamaba. La escritora entendió que aquello había sido un error. Escuchó la risa espontánea de Lara hablando con Kate y se llevó las manos a la boca, intentado borrar cualquier rastro de lo que había sucedido allí. Echó su pelo hacia atrás y pasó revista a su cara ropa. La huella de Lara había quedado impresa en sus pantalones claros de diseño. Intentó limpiarse la mancha salina con la palma de la mano, pero desistió rápidamente.

Volvió a la rueda, al momento antes de haberse besado. Al polvo de la carretera, al despiadado sol que ahora caía sobre sus cabezas, sin que tuvieran en compensación ni una sola gota de agua. Volvió a verse sola, mientras Lara finalizaba su conversación telefónica y ella terminaba de poner a punto el vehículo para poder continuar con su viaje (con su esperado y solitario viaje), deseando que, de aquella manera, la tensión que había entre ambas hubiera desaparecido para siempre. Se levantó del suelo, recogió las herramientas en silencio y se quedó mirando el neumático pinchado que aún permanecía en el arcén. —Perdona Sandra, me han llamado por teléfono —La escritora continuó mirando seria y fijamente aquel pedazo de caucho que era el vivo reflejo de su interior. El placer aún resbalaba por las venas de su cuerpo. Aspiró profundamente el seco y caluroso ambiente que las rodeaba. —Vamos —dijo metiéndose de nuevo dentro del coche y arrancando el motor.

Lara se quedó unos segundos mirando su móvil. —La madre que la parió. Primero me deja tirada en medio de la carretera, y luego me hace chantaje emocional por teléfono… Y lo consigue, la muy hija de puta. Sandra la miró, incómoda. Triste. Decepcionada al probar un bocado de la realidad, tan cruel como el escaso recuerdo que parecía albergar la copiloto por el episodio sexual que había tenido lugar hacía sólo unos minutos. —Kate me maneja a su antojo… — Ahora era Lara la que miraba a la conductora—. Me tiene loca, Sandra. Vive conmigo y con otras cien chicas más en la residencia estudiantil. Hoy me da una de cal, y mañana una de arena. Yo bebo los vientos por ella, ella bebe los vientos por otra. Mira qué relación más idiota. —Pues si vives rodeada de tantas, tienes dónde elegir… —Trató de ceñirse en la carretera, tratando de obviar miles de pensamientos pesimistas que se le venían a la cabeza.

—Ya, pero tú sabes sobre esas veces en las que sólo hay una, ¿verdad? Sandra miró, sonrió, y volvió la vista de nuevo al asfalto. —¿Y por qué te dejó tirada? —Discutimos. Ella a veces tiene estos prontos. Me ha dicho que, para castigarme, tiró millas junto al resto de mis amigos en su coche…, pero que cuando quisieron volver, se perdieron. Y cuando llegaron al punto en donde me dejaron, yo ya no estaba. El coche frenó en seco y los neumáticos dejaron un rastro de goma quemada. —Coño, ya estamos otra vez con tu suavidad al volante —Lara se quejó mientras trataba de que el cinturón de seguridad no le cortara el cuello. —¿Y dónde están ahora? —Sandra apretó la mandíbula, tensa. —Camino de Madrid. —¿Quieres volver con ellos? Puedo dejarte en el pueblo más cercano para que pilles un autobús. —No, no quiero —respondió segura la copiloto—. Esto

se lo puedo perdonar, porque no es más que una chiquillada. Ella sabe que no puedo enfadarme con ella… Pero ya no me apetece ir al festival de música. Ahora quiero saber cómo acaba esta aventura que estamos viviendo tú y yo. —Ajá… —La conductora sonrió ampliamente, volviendo a poner el coche en marcha—. Pues entonces mejor darse prisa, o no llegamos a tiempo — De lo contenta que estaba por aquella declaración de intenciones de Lara, encendió su reproductor del coche y puso a todo trapo Qué imposible, de Mónica Naranjo. —¡Dios mío! ¡Pero si esta canción habla de pechotes y chirris, y yo acabo de darme cuenta! —Lara volvía a decir uno de sus comentarios inocentes que a Sandra ya le encantaban—. ¡Mira qué lista, la Naranjo! —No me hagas reír, que me meo… Lara, riéndose también, recogió el mapa de carreteras que momentos antes había arrugado y tirado a sus pies, junto al GPS. —A ver, según el mapa este, tienes que coger la

segunda salida al llegar a la próxima rotonda. Por si acaso, voy a ver si el navegador dice lo mismo —Agitó el charro, el cual parecía estar en coma. — Calrrrrcuullaaandooo… —Joder, ¿calculando, todavía? — Sandra no salía de su asombro—. Pues sí que lo tiré fuerte. Anda, saca de mi bolso el iPhone 5, para que mires los mapas de Google. —¿Tienes un iPhone 5? ¡Pero si ni siquiera ha salido! —Chica, una que tiene contactos… —Sandra le guiñó un ojo; a veces le encantaba chulear de su poderío. Lara le obedeció, buscó la dirección exacta del hotel en donde la escritora daría su charla y fue indicándole pacientemente las rutas que debían tomar. Tras una hora y media, vieron la señalización que estaban esperando. —¡Coñiooooo, Logroñoooooo! — gritó la copiloto entre aplausos—. ¡Ya estamos en el buen camino! ¡Tooomaaa! ¡Oéee, oeoeoéeee…! —¡Por fin! ¡Este viaje ha sido el parto la burra! —Carrllcullaandoooo… A cien… metros…

—¿Ahora, no? ¡A buenas horas! — Sandra dio un golpe seco en el volante. —Tome la segunda… —El aparato seguía a su rollo. —¡Cállate, leches! —se quejó Lara, apagando el GPS con semblante molesto. —No me lo puedo creer… ¡Ya hemos llegado! —La conductora entró en el carril que llevaba a la soñada ciudad del “Rioja” con una alegría inusitada. Pero al segundo, se dio cuenta de que cuando aquel viaje terminara, no volvería a saber nada de Lara. Aquella historia tenía fecha de caducidad, como los yogures. Y tenía poco tiempo para poder conocer nada más sobre ella. Se moría por saber si con Lara podría ser feliz o no. Si le gustaría despertarse a su lado, el olor de su pelo, verla cada día con legañas y tomando café con ojeras. No podría averiguar si era de las que a veces pasean por el templo de Debod en un atardecer, o de las que prefieren una sesión de cine en casa. No lo sabría. No tenían tiempo. Sólo una noche. —Tengo tantas ganas de verte en acción, escritora… —

Lara la miró con unos ojos nuevos, o es lo que le pareció a Sandra. —Tampoco es para tanto. Es hablar un poco del recorrido de la literatura LGTB, de los libros como armas de visibilidad e igualdad… —Ya, pero seguro que estás preciosa cuando te pones en plan profesional. Sandra no pudo hablar. Tenía un nudo en la garganta, en el estómago y en el corazón. Tragó saliva y se limitó a reírse. —Hacemos una cosa. Llegamos al hotel, dejamos nuestras cosas en la habitación que me han reservado y salimos a comer. ¿Te apetece? —Ok, pero en esta ocasión pago yo. Y no te preocupes, que hoy no duermes sola… Felices se las prometían, pensando cada una en esa noche que pasarían juntas, cuando escucharon de repente una sirena a sus espaldas. Una patrulla de la Guardia Civil les hizo indicaciones con los faros para que se estacionaran en el arcén de la carretera.

—Bueno días. Por favor, los papeles del coche —Un muchacho de treinta y pocos con barba de dos días le extendió una mano a Sandra. La conductora sacó de la guantera toda la documentación. El agente revisó su contenido. —No sé si se ha dado usted cuenta, pero lleva un faro trasero roto. —¿Eh? —Sandra se hizo la tonta, nivel Forrest Gump, y le lanzó una mirada sexy al hombre que la miraba receloso—. Pues en el restaurante de carretera han debido de darme por detrás… Al coche, me refiero… Lara se fue poniendo nerviosa por momentos. La idea de que a Sandra la multaran por su culpa le remordería la conciencia de por vida. —Seguro que fueron los niñatos ésos que nos intentaron quitar el aparcamiento en la sombra — añadió la copiloto, tratando de apoyar la versión ficticia de la conductora. —Bueno… —El guardia civil miró a sus pobres víctimas, las cuales estaban a punto del “parraque” si

mencionaba la palabra multa—. Por esta vez, pase. Pero en cuanto lleguen a destino, por favor, cámbienlo. Sandra arrancó nada más despedirse del “picoleto”. Lara la miró con asombro. —Ufff… Por los pelos —dijo la muchacha, que replegaba el mapa de carreteras y lo metía en la guantera junto con los papeles del coche de Sandra. —A nosotras nos ha mirado un tuerto… Gracias por colaborar, creo que le hemos dado pena. —Y sin tener que enseñar un pecho. Somos las mejores —Lara se echó en el asiento, reconfortada. Entraron en el Hotel NH Logroño tras dejar el coche en el parking de clientes. Con sus pertenencias a cuestas, Sandra hizo check-in y recogió la tarjeta-llave de su habitación. Juntas subieron en ascensor hasta la primera planta. En silencio, mientras el elevador subía, se miraban nerviosas y animadas, como dos niñas que saben que van a hacer travesuras. Entraron en la habitación 101. La sorpresa de Lara fue mayúscula al comprobar que la cama era de ciento cinco.

—¿Qué esperabas? Se suponía que yo venía sola… — dijo Sandra, pícara. Almorzaron juntas en el restaurante del hotel. La conversación sobre la conferencia de la tarde ocupó casi todo el protagonismo. —Así que estará la prensa local y algunos medios LGTB… Eres toda una eminencia… —¿Te estás riendo de mí? —Sandra le lanzó la servilleta, juguetona. —No, sólo espero que me dediques algún ejemplar. —Pienso firmarte algo…, pero no te voy a decir el qué. A eso de las seis, la sala de conferencias del hotel en donde había sido alojada la conductora del descapotable rojo acogió la esperada reunión literaria. Un representante de la editorial en la que la escritora publicaba sus obras estuvo acompañando a la ponente hasta que acabó. Sandra habló con soltura y, de vez en cuando dedicaba miradas furtivas y cómplices a Lara, la cual disfrutaba de la velada con cierto orgullo. El público asistente aplaudió al final de aquel evento, y se acercó

hasta la mesa que se había habilitado para que la autora dedicara su última novela a quien quisiera. Lara guardó cola pacientemente detrás de una mujer alta, morena, de pelo rizado y con traje de chaqueta, y esperó a que su compañera de viaje le autografiara la primera página del libro. Cuando ya solo estaba a una admiradora de su objetivo, comprobó decepcionada que la tipa que tenía delante conocía demasiado bien a la escritora. —Cuánto tiempo, ¿verdad? — Sandra se quedó helada al reconocer a la chica que tenía en frente. —Marta… ¡Que sorpresa! —dijo la escritora con simulada alegría. —¿Pensabas que me lo iba a perder? Una cosa es que lo nuestro no funcionara, y otra muy distinta que te odie… —La mujer situada entre ella y su objetivo se agachó con la novela en las manos, poniéndose a la altura de una Sandra que, sentada, temía que su antigua amante la terminara poniendo de los nervios—. ¿No me la vas a dedicar? —Por supuesto… —Sandra no sabía dónde meterse.

—Espero que pongas algo bonito, si es que conservas un recuerdo hermoso de nosotras. —No me hagas hablar, anda —La escritora garabateó una frase hecha de agradecimientos que rubricó al segundo. —Al menos, dame un beso, ¿no? Y ya te dejo en paz… El corazón de Lara se le salió del pecho cuando vio que la tal Marta —la muy zorra— aprovechaba la inocencia de Sandra, y en vez de darle un beso en la mejilla, le comía toda la boca. Al representante de la editorial le dio por carraspear, y a Lara por tirar el libro al suelo. Sandra vio que su copiloto la abandonaba, mientras que Marta sonreía de pura mala uva. Media hora después, cuando pudo zafarse de su ex, de las fans más insistentes, del representante de la editorial y de todo el que le pedía un autógrafo, alegando una falsa indisposición, la autora de la novela bollo del año salió pitando de la sala de conferencias. Al llegar a su habitación, encontró a Lara echada en la cama, mirando al techo, con una expresión de tristeza y

desconcierto. Dejó su bolso en la cómoda de esa habitación de lujo funcional. Se secó el sudor de la frente y de la nuca. Aquel año estaba haciendo un verano excepcionalmente caluroso, y Logroño estaba también afectado por la ola de calor que asolaba España. Buscó con la mirada el mando del aire acondicionado, estando muy segura de que se había estropeado, mientras que Lara continuaba contando focos con la mirada. Tras unos segundos en los que dudo cómo acercarse a ella, finalmente se descalzó y avanzó un par de pasos hacia la cama. —Lara, escucha… —dijo elevando las manos hacia arriba, en señal de paz —. No ha pasado nada. Lara cogió el mando a distancia de la televisión y la

encendió mientras ignoraba a Sandra, que no aún no sabía (porque apenas se conocían) cómo calmar su enfado. Cambió de canal un par de veces; al fin lo dejó en las noticias. El telediario estaba casi finalizando. — Y, finalmente, España ha quedado subcampeona en el campeonato mundial de artes marciales mixtas en Tailandia —Una amoratada y humillada luchadora española era condecorada con la medalla de plata junto a la espectacular triunfadora bangladesí, que lucía el oro orgullosa y lo mostraba al populacho. Las lágrimas de la española no dejaban duda de la infinita tristeza que sentía ese momento. —Que te pases toda la vida entrenando para esto… — dijo Lara con acritud—. Para que llegue otra y se lleve lo tuyo —Se mordió el labio rabiosa. Sandra permanecía callada ante la reacción de celos absolutamente inédita de Lara. Prefería que terminase de soltar todo lo que tuviera que decir; al fin y al cabo, ella no había hecho nada, aquello había sido la trampa más común del mundo, tendida por la persona más

maliciosa y egoísta del planeta. Maldita Marta: siempre llegaba a tiempo para poner el punto y final a una fiesta. Al fin decidió intentar acercarse a ella para calmarla, pero Lara pegó un salto de la cama y se metió en el baño, dejando bastante claro que no tenía ganas de arreglar nada con ella. Los celos se la comían viva; no era ya el descarado beso que le había plantado en su presencia —que también—, sino la cantidad de besos que había dado a otras. La cantidad de camas por las que habría pasado le revolvían el estómago, desatando dentro de ella una furia incontenible. Echó el cerrojo. Se sentó en el baño y se miró las manos; se había hecho sangre en la palma de la mano derecha, debido a la rabia con la que había apretado el puño. Oyó los pies de Sandra deslizarse lentamente por la tarima. Rezó para que se pusiese sus tacones, cogiese su bolso y saliera por la puerta. Esta vez no iría a buscarla; esta vez se iría a la estación de autobuses más cercana, volvería a su residencia, al olor conocido de una chica que le permitiría todo dentro del contexto de una relación que

ya no le importaba demasiado. No quería volver a hablarle; no quería volver a tenerla cerca, ni oler su perfume, ni sentir sus garras apretando sus caderas, ni tener que pedir limosna por un beso suyo. No quería volver a echar de menos a alguien que en el fondo estaba muy cerca. Sandra apoyó las palmas de las manos en la puerta del baño. Dentro se oía un ruidito que le hirió profundamente. Una respiración entrecortada, un lamento ahogado, ¿un llanto? Tal vez. —Lara —dijo acariciando la puerta —. Sal, hablemos… —Sandra intentó abrir la puerta pero Lara había echado el cerrojo. Desesperada, arañó la madera satinada. —¡No! —gritó Lara. Al fin le contestaba—. ¿Por qué no te vas con la morena? Es de tu quinta. Fue un ataque totalmente gratuito que Sandra decidió obviar, y cejando en su empeño por arreglar la situación, continuó con voz melosa. —Tengo algo para ti —De pronto, el apocado llanto de Lara frenó en seco. Oyó cómo caminaba hacia la puerta

y se retiró un paso para dejarle espacio. Sandra estaba emocionada al comprobar que sus palabras habían surtido efecto. Escuchó el cerrojo deslizarse y vio cómo el manillar giraba. Lara abrió la puerta cabizbaja, con los ojos húmedos y la nariz roja. Los labios inflamados de mordérselos. Le miró a los ojos, directa y acusatoriamente. Aguantándose las ganas de golpearla y borrarla de la faz de la Tierra. Deseando de esta forma eliminar de un plumazo la huella que aquella desconocida había dejado en ella. Sandra fue hacia su bolso mientras Lara se cruzaba de brazos, y le sacó el libro que había tirado al suelo en la sala de conferencias del hotel. Tenía una esquina golpeada. —¿Se puede ser más egocéntrica? —Sorprendida por la reacción de Lara, le abrió la primera página para que leyera la dedicatoria que le había escrito. —Lee —le dijo, metiéndole el libro en las narices—. Lara apartó la cara del libro, lo cogió y lo tiró contra la ventana, emitiendo un sonido seco. Acto que hizo que

Sandra se llevara las manos a la cabeza. —¡Estás loca! ¿Pero a ti qué cojones te pasa? —Por fin había conseguido lo que quería de ella: que perdiera por completo la compostura. —¡¿A mí?! A mí... ¡No soy yo quien tiene una en cada sitio! —gritó a pleno pulmón Lara. —¡Ja! ¡Te follaste a una stripper! ¡Tienes novia! — añadió Sandra, cogiéndola por los hombros y zarandeándola. —¡Te dije… que no me hablaras así en tu puta vida! —Y rematando esta frase, arrojó a Sandra a la cama para cerrarle la boca. Nuevamente empezaron a forcejear, con el objeto de ver quien podía posicionarse encima de la otra y obtener con ello un segundo de razón entre tanta batalla, hasta que Sandra, que tenía una potencia muscular bastante desarrollada —tras años de soledad, en los que su único entretenimiento era escribir y entrenar—, consiguió voltearla bocabajo y bloquear las manos de Lara en la espalda, y sujetar su cuello con el

brazo. No quería hacerle daño; solo quería hablar con ella y que se calmase. Durante unos segundos que parecieron eternos, Lara lloriqueó contra el colchón y con Sandra encima, soltando toda la rabia y la adrenalina acumulada aquella tarde que había prometido tanto a ambas. A su vez, la escritora destensaba la pinza que le había hecho en el cuello y se acomodaba en su espalda, convirtiendo aquella llave improvisada en un tierno y seguro abrazo, que no escondía otra intención que la de sedar el ímpetu y la pasión que saltaba por los aires siempre que estaban juntas. Sandra se sintió triste. Por ella y por Lara: la atracción que había entre ellas era tan fuerte, que al más mínimo roce lo único que conseguían era hacerse daño. Un dolor en el pecho, que recibió con retraso, le hizo plantearse su inquebrantable postura de mujer madura y escéptica, que no quiere ni desea enamorarse, pero que gracias a las casualidades que trae el destino, al final se ve total y absolutamente rendida ante lo que es inevitable. Acarició la espalda de

Lara desde los hombros hasta los lumbares, mientras acercaba sus labios susurrando y pidiéndole un segundo de paz. Seguía gimoteando. Le apartó el pelo del cuello y de la nuca, y empezó a besarla suavemente —casi sin tocarla— para que reaccionara, para que pudiese sentir sus labios, su piel, el deseo que guardaba hacia ella. Lara se retorció bajo el efecto hipnótico de su aliento en la nuca. Mordió su carne, quiso comerla viva y con ello terminar con esa atracción fatal que no le permitía vivir tranquila. Con la lengua palpó su sabor; clasificó el grado de violencia al que había sido sometida esta vez. Succionó las venas de su cuello. Lara estiró la espalda como si fuese una gata, intentando sacarse de encima el dolor que había producido en ella tanta rabia. Sandra aprovechó que no podía verla; tiró de su camiseta de tirantes, de sus pantalones, de su ropa interior… y la dejó totalmente desnuda. Aprovechó para desnudarse y desnudarla; mientras tanto, Lara volvía al mundo de los vivos. Quiso establecer un contacto piel con piel por primera vez. La joven autoestopista tenía un cuerpo

precioso que ahora la esperaba bocabajo, entregado, sumiso e insinuante. Joven, moreno y esculpido por una vida de incomodidades que pronto se desmoronaría ante ella, dejando al descubierto la inmoral facilidad con la que caemos ante las más burdas provocaciones consumistas. Con ambas manos recorrió sus femorales, sus glúteos, los hoyitos que le salían de forma natural en la parte baja de la espalda…, y escuchó cómo Lara jadeaba, suplicaba y dictaba intermitentes mensajes de papel en botellas de color traslúcidas. El sudor que emanaban ambas hacía que todo resbalase, hasta las carencias que pudieran tenerse; parecían dos delfines en un mar de aceite. Pronto, Sandra buceó con sus dedos por el vello púbico de Lara buscando una abertura, un redil, algún punto exclusivamente duro en el que entretenerse. Lo encontró. Empezó a frotarlo, intentando averiguar si el ritmo que parecía que le gustaba en realidad le gustaba, o solo era una invitación tácita a que aquella mano fuese más adentro. A un lugar donde el tiempo quiera detenerse. Jugó con ella a

entrar y salir de aquellos caminos inhóspitos que les había puesto la vida delante, y en la lubricada senda que el deseo les marcaba, Lara gritó por un motivo muy distinto al que momentos antes desatara su ira. Ahora ya no sabía si la quería o había comenzado a odiarla. Lara se volvió y se tumbó en la cama con las piernas abiertas, esperando a recibir a Sandra, que miraba con asombro el color de su piel. Sus limpias y claras pupilas, y todo lo que parecía que querían pedirle. Sandra se posicionó encima y montó en aquella atracción de feria que probaba por segunda vez. El roce de sus pieles, de sus manos abriendo grietas imposibles de soldar, de sus henchidos sexos; los olores tan distintos que se mezclaron, creando un extraño cuadro sin demasiado sentido, se convirtieron en una explosión de barcos terminales que están a punto de partir. Sandra no fue Sandra durante un minuto, y Lara dejó de ser Lara. Y aquellas dos bestias indómitas que no se encontraban en el mundo de los vivos supieron como hablarse en la tierra de los muertos.

Amaneció tibiamente, con un Sol que estrangulaba los restos de todo lo que había sucedido la noche anterior. La cama era pequeña, por lo que, al girarse, Sandra encontró la espalda de Lara. Pasó su mano por el pelo, retirándolo e intentando averiguar si le gustaba su olor. Aspiró profundamente, y un olor a pan y a sexo llenó su cerebro de imágenes claras y afortunadas. Rodeó su cintura, atrayéndola hacia sí. No sabía si aquello podía ser amor, pero por si acaso, quería sentir aquel cuerpo tan débil —y fuerte al mismo tiempo— cerca del suyo. —Buenos días —le susurró al oído. Lara se desperezó gimiendo. Cogió la mano de Sandra, y girándose hacia ella con la ilusión de un niño en los ojos, respondió: —Buenos días. Sandra se echó encima de ella y la abrazó. Se acurrucó en su piel desnuda, en el calor de aquel cuerpo joven que recibía su cariño con alegría, y de pronto abrió los ojos. Los abrió por dentro cuando se dio cuenta de que aquello era imposible, de que aquel viaje tenía que

terminar tarde o temprano. Había quince años de diferencia entre ellas. Sandra tenía una vida, una carrera, un ritmo de funcionamiento a sus espaldas en el que solo tenía tiempo de viajar, escribir y buscar nuevas formas de subsistencia. Mientras que Lara era una joven universitaria que debía volver a su rutina, a sus obligaciones, a aquel día a día en esa residencia con ciento una mujeres en la que, probablemente, una novia arrepentida por todo cuánto le había hecho la estaría esperando. Y si no, sería otra, y después otra, y después otra, porque era demasiado joven y tenía toda una vida por delante…, y aunque este hecho le partiera el corazón —y dentro de ella hubiera una tristeza inmensa—, sabía que así tenía ser. Así tenía que ser porque no tenía derecho; no se perdonaría nunca haberle robado su futuro. Quiso detener el tiempo; durante unos minutos más, quiso quedarse quieta, hacerse pequeñita dentro de aquel bote que zarpaba hacia ninguna parte… Y es que había tantas cosas de Lara que le gustaban y que iba a echar de menos; había

tantas palabras que no iban a decirse, y caricias que no iban a darse, y carreteras que no iban a conocer, ¡tantas!, que no pudo reprimir las lágrimas que nacían de sus ojos, aunque sí intentó ocultarlas. Lara sintió la respiración convulsa de Sandra; era joven, pero no estúpida; tal vez fuese un poco despistada desde siempre, pero sabía que Sandra, de nuevo, estaba llorando. Por un momento dudó si forzarla a que se fuera a la ducha, quitarle con agua caliente ese temblor, vestirla, sacarla de aquel cuarto que ya se había convertido en su pequeño hogar; dudó entre eso o iniciar un nuevo y apasionado choque entre ellas que la sacara de ese estado de tristeza. Finalmente, se decidió por intentar distraerla. —¿Puedo usar tu ducha? —¿Qué? —dijo Sandra con los ojos acuosos y totalmente desconcertada. —Que si puedo usar tu ducha —Lara sonrió. Sandra se retiró de ella con un bufido molesto y un gesto de incredulidad en la cara.

—Me muero de hambre —dijo Lara, tocándose la tripa con una amplia sonrisa que contagió a Sandra. Sus frases, sus míticas y sencillas frases, siempre conseguían descolocarla. —Yo también —Sandra comenzó a limpiarse las lágrimas, reanimándose de un drama que ahora veía claramente innecesario. —¡”Aiba” pues! Te he dicho que soy del norte... — Sandra comenzó a reírse a carcajada limpia—, y en este hotel hay buffet libre, que lo he visto. Se levantaron, se ducharon y recogieron todo, excepto el libro que Sandra le había regalado a Lara —y que seguía roto y abierto en la tarima de la habitación—. Tomaron un desayuno épico. El desayuno que toman los guerreros que van a la batalla, y que comprenden que tal vez esa sea su última comida. Salieron del hotel y se metieron en el descapotable rojo que les había sacado el botones a la calle; al fondo de esta vieron una eñe enorme que estaba dibujada con flores rojas en el césped. Lara hizo amago de encender

el GPS y programarlo para iniciar el camino de vuelta, pero tras un par golpes —en los que comprobó que no reaccionaba—, y ante la insistencia de Sandra de tirarlo de nuevo al asfalto, optó por dejarlo en la parte trasera del coche. Sacó el mapa de la guantera y lo desdobló, mientras Sandra enfocaba los espejos, aseguraba el arranque correcto del coche de alta gama y enganchaba el cinturón entorno a ella. Finalmente se quedó mirándola muy seria. Cogió el mapa, hizo una enorme pelota de papel con él, y lo dejó al lado de aquella masa informe de cables e indicaciones absurdas. Aceleró al máximo, dejando la huella de sus neumáticos en el asfalto de esa ciudad maravillosa en la que siempre había tenido las puertas abiertas. Ahora no había tiempo para despedidas. La carretera, la inmensa carretera, se abría frente a las dos…, y con ella, la promesa de un futuro en el que pudieran ser felices al menos el tiempo que durase ese viaje. Prólogo I. Nagore Robles

Acabarás enamorándote de mí II. Mónica Martín Oro y Flores III. Maribel Ortiz Sin tacones en el ring IV. Raquel G. Íñiguez 510 V. Paz Quintero Fan Fatal VI. Susana Hernández El plan “B” VII. Paz Quintero y Mónica Martín Perdiendo el norte

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