Robert D. Kaplan: El retorno de la Antigüedad. La política de los guerreros

April 15, 2017 | Author: Liberalreaccionario | Category: N/A
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SfNE QUAHON

R o bert D . K a p u n

El retorno de la Antigüedad La política de los guerreros

k

E d icio n es E

El bando que sabe cuándo combatir y cuándo no hacerlo se alzará con la victoria. Existen caminos que no hay que transitar, ejércitos a los que no hay que atacar y ciuda­ des amuralladas que no hay que asaltar. Su n Z i

Todo aquel que desee saber qué ocurrirá debe examinar qué ha ocurrido: todas las co­ sas de este mundo, en cualquier época, tienen su réplica en la Antigüedad. M

a q u ia v é l o

Robert D . K aplan El retorno de la Antigüedad La política de los guerreros Traducción de Jordi Vidal

ÍNDICE A G R A D E C IM IE N T O S ............................................................

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P R E F A C IO

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N O E X IST E U N M U N D O « M O D E R N O » ...............

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I.

Cuando las crisis futuras lleguen en grandes oleadas, nuestros líderes comprenderán que el mundo no es «moderno» ni «postmoderno», sino una mera continuación del antiguo: un mundo que, a pesar de su tecnología, los mejo­ res filósofos chinos, griegos y romanos ha­ brían comprendido y por el que habrían sabi­ do cómo navegar. II.

T H E R IV ER WAR D E C H U R C H I L L ..........................

La primera gran obra histórica de Churchill, publicada en 1899, a sus veinticinco años, reve­ la los orígenes de su pensamiento y la fuente de la grandeza que le permitió dirigir Inglaterra contra Hitler en la Segunda Cuerra Mundial. La batalla de Omdurman fue una de las últi­ mas de su género antes de la era de la guerra

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industrial: una sucesión panorámica de car­ gas de caballería en las que el joven Churchill tomó parte. The River War muestra el mundo antiguo dentro del moderno: es aquí donde iniciamos nuestro viaje con el fin de arrancar del pasado las armas que necesitamos para el presente. III. L A G U E R R A P Ú N IC A D E T IT O L IV IO ..................

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Aníbal contra Roma, de Tito Livio, ofrece imágenes ortodoxas de virtud patriótica y en­ señanzas inestimables sobre nuestro tiempo. Tito Livio, el observador objetivo por excelen­ cia, propone ideas atemporales acerca de las pasiones y la motivación humanas y demuestra que el vigor para enfrentarnos a nuestros ad­ versarios debe emanar en el fondo del orgullo por nuestro pasado y sus logros. «N o importa —escribe Livio— que califiquen tu prudencia de timidez, tu sabiduría de pereza, tu estrategia de debilidad; es preferible que un enemigo sa­ bio te tema a que los amigos necios te elogien.» IV. S U N Z I Y T U C ÍD ID E S ....................................................

Es discutible que exista una obra filosófica en la que el conocimiento y la experiencia estén tan cáusticamente condensados como en E l arte de la guerra de Sun Zi. Si la moral de Churchill se resume en su testarudez y la de Tito Livio en su virtud patriótica, entonces la moral de Sun Zi es el honor del guerrero. Un líder virtuoso es «el que avanza sin pensar en adquirir fama personal y retrocede a pesar de determinado

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castigo». La Historia de la guerra del Pelopo­ neso de Tucídides introdujo el pragmatismo en el discurso político. La idea de que el interés propio genera esfuerzo y éste posibilidades convierte su historia de hace 2.400 años en un arma contra el fatalismo. V.

L A V IR T U D M A Q U IA V É LIC A ..................................

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Para Maquiavelo, una política se define no por su excelencia, sino por su resultado: si no es efectiva, no puede ser virtuosa. Los líderes mo­ dernos pueden aprender a obtener resultados aplicando el concepto de virtud maquiavélica. «Puesto que uno debe partir de la situación ac­ tual —escribe Maquiavelo—, sólo puede traba­ jar con el material del que dispone.» Curtido por su experiencia de gobierno, Maquiavelo cree en la virtud pagana: despiadada y prag­ mática, pero de ningún modo amoral. «Todos los profetas armados triunfan —escribe— mientras que los desarmados fracasan.» VI. D E S T IN O E IN T E R V E N C IÓ N

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¿ Cuándo una guerra, una rebelión u otro pe­ ligro resulta previsible? Con Maquiavelo como guía, este capítulo trata del determinis­ mo: la creencia de que fuerzas preceden­ tes históricas, culturales, económicas y de otra índole determinan los acontecimientos. Se examinan las enseñanzas de la previsión in­ quieta de Maquiavelo: el peligro de inter­ pretar el pasado de manera demasiado res­ tringida.

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VII. L O S G R A N D E S PER TU R BA D O R ES: H O B B E S Y M A LTH U S ....................................................................

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Hobbes, influenciado por la agitación política de su tiempo, llegó a creer que, así como la va­ nidad y el exceso de confianza pueden cegar a ios hombres, el miedo puede hacerles ver con claridad y actuar moralmente. «La esencia de la virtud —escribe Hobbes— es ser sociable con los que serán sociables y temible con los que no lo serán.» Según Hobbes, el altruismo es antinatural, los seres humanos son rapaces y la lucha del hombre contra los demás es la con­ dición natural de la humanidad. La libertad constituye un beneficio sólo después de ins­ taurado un orden. Thomas Malthus, el primer filósofo que consideró las repercusiones polí­ ticas del empobrecimiento del suelo, el ham­ bre, la enfermedad y la calidad de vida entre los desfavorecidos, definió el debate más im­ portante de la primera mitad del siglo xxi. VIII. E L H O L O C A U S T O , E L R EA L ISM O Y K A N T . . .

La nueva era de los derechos humanos que los políticos y los medios de comunicación han proclamado no es del todo nueva ni del todo real. Puesto que el mundo está lleno de crueldad, las enseñanzas morales del H olo­ causto —esa atrocidad emblemática— serán difíciles de aplicar a nuestra satisfacción. El filósofo Immanuel Kant consagró su vida a definir un sistema de leyes universales. El ob­ jetivo de Kant es la completa integridad, una moralidad de justicia abstracta e intención

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más que de consecuencias. El reto del realis­ mo consiste en combinar tácticas severas con los objetivos kantianos de largo alcance en circunstancias complejas y originales. IX.

E L M U N D O D E A Q U IL E S: SO L D A D O S A N T IG U O S, G U E R R E R O S M O D E R N O S ...........

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La guerra será cada vez menos convencional y declarada, y se dirimirá más dentro de los estados que entre ellos. Siempre ha habido guerreros que, en palabras de Homero, «en su ánimo anhelan el combate», pero el desmoro­ namiento de los imperios de la guerra fría y el trastorno que éste ocasionó —^junto con el avance de la tecnología y la urbanización de las zonas más deprimidas— ha provocado la división de familias y la reanudación de cultos y vínculos de sangre. La consecuencia es el nacimiento de una nueva clase de guerrero, más cruel que nunca y mejor armado. Derro­ tar a los guerreros dependerá de la velocidad de reacción de Estados Unidos, no del dere­ cho internacional. X.

L A C H IN A D E L O S R E IN O S G U E R R E R O S Y LA A U T O R ID A D G L O B A L .............................................

Las ciudades-estado sumerias del tercer mile­ nio a.C. en Mesopotamia, el antiguo Imperio de los Maurya del siglo rv a.C. en la India y el antiguo Imperio Han del siglo II a.C. en China son ejemplos de sistemas políticos en los que territorios diversos y remotos estuvieron vin­ culados por medio de alianzas comerciales y

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políticas. También hoy, en un progresivo clima de comercio global, la aparición de algún tipo de autoridad mundial dispersa es probable­ mente inevitable, a menos que se produzca una gran guerra entre dos o más grandes potencias, como Estados Unidos y China. Pero incluso esa unidad tan sutil requerirá el principio orga­ nizador de una gran potencia. X I.

T IB E R IO

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Los ejemplos del pasado reflejan mejor el ver­ dadero valor y la libertad de pensamiento. El gran liderazgo convivirá siempre con el mis­ terio del personaje que lo encarna; no hay más que considerar el caso del denostado em­ perador romano Tiberio. En la primera mitad de su mandato. Tiberio conservó las institu­ ciones y las fronteras imperiales de su prede­ cesor, Augusto, estabilizándolas al mismo tiempo lo suficiente como para se soportaran los excesos de sucesores como Calígula. Fun­ dó pocas ciudades, anexionó pocos territorios y no atendió los caprichos del pueblo; sin em­ bargo, fortaleció los territorios que Roma ya poseía añadiendo bases militares y combinó la diplomacia con la amenaza de la fuerza para preservar una paz que era favorable a Roma. A diferencia de Churchill o Pericles, Tiberio no es un modelo inspirador. Pero, en lo que se refiere a sus puntos fuertes, puede constituir un modelo excelente. B IB L IO G R A F ÍA E S C O G I D A ...............................................

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AGRADECIMIENTOS D oy las gracias a los siguientes estudiosos que cri­ ticaron los borradores preliminares: Francis Fukuya­ ma, catedrático de economía política en la Universidad Johns Flopkins; John Gray, catedrático de pensamiento europeo en la London School of Economics; David Gress, catedrático de lenguas clásicas en el Instituto de Griego y Latín de la Universidad de Aarhus (Dinamar­ ca); Robert B. Strassler, editor de The Landmark Thu­ cydides, y, en particular, Paul A. Rahe y Jay P. Walker, catedrático de historia en la Universidad de Tulsa. N o obstante, las opiniones contenidas en este libro son ex­ clusivamente mías, al igual que los errores. William Whitworth, director honorario de The At­ lantic Monthly, me inculcó la idea de que un periodista podía y debía profundizar en temas normalmente reser­ vados a especialistas. Cullen Murphy, director gerente de The Atlantic, leyó un borrador y me brindó —como ha hecho durante años— elegantes críticas. Michael Kelly, director de The Atlantic, contribuyó publicando una sinopsis preliminar de este libro en forma de artículo. Michael Lind, mi amigo y colega en la N ew America —

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Foundation, leyó borradores y aportó ideas y sugeren­ cias detalladas sobre lecturas complementarias. Adam Garfinkle, director de The National Interest, accedió a publicar un extracto del original antes de su publicación. Owen Harries, director honorario de The National In­ terest, me estimuló en el tema del determinismo. Anasta­ sia Bakolas, graduada en relaciones internacionales por la Universidad de Columbia y lectora de griego antiguo, hizo lo propio respecto a Tucídides. También recibí ayuda de Robert Berlin, Eric Cohen, Carl Coon, Corby Kummer, Ernest Latham, Toby Lester, Alan Luxenberg, P alph Peters, Harvey Sicherman y Nikolai Slywka. Devon Cross, presidenta del Donor’s Forum on In­ ternational Affairs, me proporcionó una ayuda econó­ mica fundamental en los principios de mi carrera, que me permitió escribir mis primeros libros sobre Etiopía y los Balcanes. Entonces no pude agradecérselo por escri­ to y aprovecho ahora la ocasión para hacerlo. Al igual que con mis anteriores libros, a lo largo de más de una década, mi agente literario. Cari D. Brandt, fue un estratega y amigo. Jo y de Menil, mi editora en Random House, se reveló como una asesora serena y to­ lerante además de especialista en libros. Jason Epstein, de Random House, aportó extensas notas que fueron de gran ayuda. Marianne Merola, de Brandt & Hochman, ha coordinado magistralmente las traducciones a len­ guas extranjeras de mis libros y artículos durante años. Lo más importante: este proyecto sencillamente no habría sido posible sin el generoso apoyo económico de la New America Foundation en Washington, D .C. Ted Halstead, su presidente y director ejecutivo, me propor­ cionó una base institucional de la que no había disfruta­ do anteriormente, al mismo tiempo que me permitió tra­ 18-

bajar en casa, en el oeste de Massachusetts. Es un joven visionario, que no se deja intimidar por la controversia. Doy las gracias también a Steve Clemons, James Fallows, Hannah Fischer, Jill Gravender, Sherle Schwenninger, Gordon Silverstein y al resto de la directiva, personal, so­ cios e internos de New America.



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El verdadero tesoro del hombre es el te­ soro de sus errores, apilados piedra sobre piedra durante miles de años. [...] Romper la continuidad con el pasado, querer empezar de nuevo, denigrar al hombre y plagiar al orangután. Fue un francés, Dupont-White, quien alrededor de 1860 se atrevió a excla­ mar; «L a continuidad es un derecho del hombre; es un homenaje a todo aquello que lo distingue de la bestia.» J o sé O

rtega y

G

a sset,

Historia como sistema, 1941

PREFACIO El pecado original de todo escritor es ver el mundo sólo desde su propia perspectiva. La objetividad es ilu­ soria. Com o Don Quijote dice a Sancho Panza, «eso que a ti te parece bacía de barbero me parece a mí el yelmo de Mambrino, y a otro le parecerá otra cosa». Del mismo modo, las discusiones de los expertos en política exterior son una demostración de cómo las mentes más privile­ giadas pueden discrepar sobre los detalles más insignifi­ cantes. Muchas veces he oído emplear a un experto la palabra «inexacto» para referirse a algo que él considera un error pero que, en realidad, no es más que una inter­ pretación distinta a la suya. A menudo, lo que pasa por ser un análisis es simple­ mente una expresión de las propias experiencias vitales aplicadas a una cuestión concreta. D e ese pecado ema­ na otro: el de seleccionar hechos e ideas para defender una visión particular. Es posible que este dilema no ten­ ga solución. En consecuencia, mi autobiografía es significativa. N o he enseñado nunca en una universidad, no he parti­ cipado en ningún comité asesor de alto nivel ni he de­ —

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sempeñado cargos oficiales. Carezco de todas esas expe­ riencias útiles. La perspectiva que ofrezco se basa en un tipo de formación distinto: el de un cuarto de siglo como reportero en el extranjero. Fue el impacto de presenciar directamente guerras, agitación política y pobreza en el tercer mundo lo que dirigió mi atención hacia ios clási­ cos de la filosofía y la política, con la esperanza de en­ contrar justificación para los horrores que veían mis ojos. Los libros que más me atraían eran los que, de una u otra forma, me ayudaban a comprender mis propias experiencias sobre el terreno. Los siete años que pasé en Crecia y los extensos viajes a Sicilia y Túnez me pusie­ ron en estrecho contacto con Historia, de la guerra del Peloponeso, de Tucídides, y con Aníbal contra Roma, de Tito Livio. Lstos libros me proporcionaron una nueva perspectiva sobre mi propio tiempo y los lugares en los que trabajaba. N o puedo aspirar a igualar la erudición de aquellos que han dedicado toda su vida al estudio de las grandes obras. Un profano que se enfrenta a los clásicos podría compararse con un viajero durante sus primeros días en un país desconocido: hay cosas que interpretará erróneamente, pero también detectará otras que los re­ sidentes han dejado de observar desde hace tiempo. Sir Richard Francis Burton, explorador del siglo xix, es­ cribe: N o menosprecies, amable lector, las primeras im­ presiones [...] si hay que dibujar un perfil bien defini­ do, debe hacerse inmediatamente después de llegar a un lugar; cuando la sensación del contraste todavía está fresca en la mente, y antes de que un segundo y un tercero hayan desplazado los primeros pensa—

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mientos. [...] Ei hombre que ha habitado un montón de años en un lugar ha olvidado todas las sensaciones con las que lo vio por primera vez, y si escribe sobre él, io hace para sí y para sus viejos compañeros, no para el público. El dibujante que actúe como pro­ pongo cometerá, sin duda, algún que otro error. [...] Pero, en general, el gouache será verídico y gráfico.' La filosofía es tan apasionante para el profano como para el experto, y espero ser capaz de transmitir mi entu­ siasmo por los filósofos cuya obra estudio. Mis opciones son un tanto arbitrarias. Imagino lo que pensará el lec­ tor: «Si escribe sobre Maquiavélo, ¿por qué no lo hace sobre Nietzsche? Si escribe sobre Kant, ¿por qué no so­ bre Locke?» Puesto que mi centro de interés es la políti­ ca exterior, he hecho hincapié en algunos filósofos y es­ critores a quienes considero especialmente relevantes y provocativos en lo que a ese tema se refiere. La filosofía no es necesariamente instructiva. Puede ser inútil o, en ciertos casos, incluso peligrosa: Neville Chamberlain estaba muy versado en los clásicos, al igual que Winston Churchill. El ministro de Asuntos Exterio­ res de Benito Mussolini, el conde Ciano, era un devoto de Séneca. Martin Heidegger, a quien algunos conside­ ran el mayor filósofo del siglo xx, se hizo nazi después del ascenso de Hitler al poder. Pero si bien existen gran­ des peligros, todavía es posible tratar de sacar partido de la filosofía para los políticos, particularmente con res1. Richard Francis Burton; Wanderings in West Africa from Liverpool to Fernando Po, Dover, Mineóla, N ueva York, 1991, pp. 20-21. [Versión en castellano: Vagabundos por el oeste de África, 3 vois., Laertes, Barcelona, 2001.]



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pecto a temas de los que uno posee una experiencia pe­ riodística de primera mano. De hecho, en el ensayo que sigue a continuación no dejo de ser periodista: presento un informe sobre los clá­ sicos y las opiniones de estudiosos contemporáneos, in­ tegrándolos en un artículo como haría cualquier perio­ dista con el material dispar con que cuenta. N o soy optimista ni idealista. Los estadounidenses pueden permitirse el optimismo en parte porque sus instituciones, entre ellas la Constitución, fueron con­ cebidas por hombres que pensaban trágicamente. A n­ tes de que el primer presidente jurase el cargo ya se habían establecido las reglas de la censura. James M a­ dison escribió en el número 51 de The Federalist que los hombres están tan lejos de la redención que la úni­ ca solución consiste en comparar unas ambiciones con otras y unos intereses con otros: «Si los hombres fue­ sen ángeles, no sería necesario ningún gobierno.» La separación de poderes estadounindense se basa en ese severo enfoque de la conducta humana. La Revolución francesa, por el contrario, comenzó con una fe ilimita­ da en el sentido común de las masas —y en la capacidad de los intelectuales para obtener buenos resultados— y terminó con la guillotina. Los fundadores de la nación estadounidense eran pe­ simistas constructivos hasta el punto de preocuparse constantemente por lo que podía torcerse en las rela­ ciones humanas. Así como es función del escritor inspi­ rar, también puede serlo molestar, decir aquello que su público potencial preferiría no oír. También la política exterior suele concebirse a la luz de guiones pesimistas. Así, mi pesimismo y mi escepticismo pueden estar rela­ cionados. Porque las dificultades de los estadistas en el —

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nuevo siglo no emanarán de las muchas cosas que irán bien en las relaciones internacionales, y que los huma­ nistas celebrarán debidamente, sino de las cuestiones más oscuras de esta época. N o obstante, toda discusión acerca del nuevo siglo debe empezar por el viejo.



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NO EXISTE UN MUNDO «MODERNO»

Los males del siglo xx emanaron de movimientos populistas que fueron monstruosamente explotados en nombre de ideales utópicos y vieron su fuerza amplifica­ da por las nuevas tecnologías. El partido nazi empezó siendo una cruzada a favor de los derechos de los obre­ ros organizada por un cerrajero muniqués, Anton Drexler, en 1919, un año antes de que Hitler asumiera el poder del mismo. Los bolcheviques surgieron también en me­ dio de una agitación política emancipadora y, al igual que los nazis, explotaron el sueño de la renovación so ­ cial. En cuanto los nazis y los bolcheviques ocuparon el poder, los inventos de la era industrial resultaron crucia­ les para sus crímenes. En cuanto a Mao Zedong, su em­ puje a favor de la industrialización intensiva mediante el establecimiento de comunas utópicas conllevó la muerte de por lo menos 20 millones de chinos durante el Gran Salto Adelante, entre 1958 y 1962.' 1. Las casi tres décadas del mandato de Mao en China provoca­ ron 35 millones de muertos civiles. En comparación, el dominio co­ munista en la Unión Soviética causó 62 millones de m uenos civiles



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Puede que el siglo xx sea un mal consejero para el pero sólo los necios lo dejarían de lado, sobre todo porque ahora los movimientos populistas impregnan el mundo, provocando desorden y exigiendo una transfor­ mación política y económica. Asia es una causa de preo­ cupación específica. India, Pakistán, China y otras po­ tencias emergentes laten con nuevas tecnologías, ardor nacionalista y fuerzas desintegradoras internas. Recor­ demos las palabras de Alexander Hamilton:

XXI,

Pretender una continuación de la armonía entre una serie de soberanías independientes e inconexas, situadas en el mismo vecindario, sería no hacer caso del curso uniforme de los acontecimientos humanos y desafiar a la experiencia acumulada a lo largo de los tiempos.^ Así, los males del siglo XXi pueden derivar también de movimientos populistas, que se aprovechan de la demo­ cratización, motivados esta vez por creencias religiosas y sectarias y fortalecidos por una revolución postindustrial: particularmente la tecnología de la información. Los ex­ tremistas hindúes que incendiaron mezquitas en la India a principios de los noventa y atacaron a cristianos a finales de la misma época pertenecen a un movimiento obrero dentro de la democracia india que utiliza cintas de vídeo e Internet para difundir su mensaje. Fenómenos similares se han dado en Indonesia, Irán, Nigeria, Argelia, México, Fiyi, Egipto, Pakistán, Cisjordania y el Nazaret árabe, y el dominio nazi en Alemania ocasionó 21 millones de muertos. Rudy J.Rummel: «Statistics of Democide», The Economist {11-9-1999). 2. The Federalist,!).



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por mencionar sólo algunos lugares en los que grupos re­ ligiosos y étnicos, predominantemente obreros e inspira­ dos por la democratización, usan la tecnología de las co­ municaciones modernas para causar agitación. El fervor populista es alimentado por tensiones so­ ciales y económicas, a menudo agravadas por el creci­ miento demográfico y la escasez de recursos en un pla­ neta cada vez más urbanizado. En las próximas décadas, 2.000 o 3.000 millones de personas más vivirán en las vastas y empobrecidas ciudades del mundo en vías de desarrollo. El capitalismo global contribuirá a este peligro, aplastando tradiciones y engendrando dinámicamente otras nuevas. Las ventajas del capitalismo no se d i s t r i - ^ buyen de forma equitativa, de suerte que cuanto más dinámica es la expansión capitalista, más desigual es la distribución de riqueza que de ella suele derivarse.* Así, dos clases dinámicas surgirán durante la globaliza­ ción: los nuevos ricos emprendedores y, de un modo más inquietante, el nuevo subproletariado, los miles de millones de trabajadores pobres, recientemente llega­ dos del campo, que habitarán los asentamientos en ex­ pansión que rodean las grandes ciudades de África, Eurasia y América del Sur. i Se calcula que el acceso a Internet a través de orde­ nadores y teléfonos móviles aumentará desde el actual 3. La renta per capita aumenta como prom edio mundial un 0,8% al año, pero en más de cien países de hecho la renta ha d is­ minuido desde 1985. También lo ha hecho el consumo individual en más de sesenta países. Véase Jam es Gustave Speth: «The Plight of the Poor», Foreign Affairs (mayo-junio de 1999). Véase también Thom as H om er-Dixon: The Ingenuity Gap, Knopf, Toronto y Nueva York, 2000. —

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2,5% de la población mundial hasta un 30% en el año 2010; pero del 70% del mundo que seguirá sin estar co­ nectado para entonces, aproximadamente la mitad no habrá hecho nunca una llamada telefónica.* Las dispari­ dades serán enormes, mientras que el terrorismo que emana de tales disparidades gozará de unos recursos tec­ nológicos sin precedentes. La propagación de información no necesariamente favorecerá la estabilidad. La invención de los tipos mó­ viles por parte de Johannes Gutenberg, a mediados del siglo XV, no sólo condujo a la Reforma sino también a las guerras religiosas posteriores, por cuanto la repentina proliferación de textos suscitó controversias doctrínales y despertó agravios largo tiempo olvidados. La propaga- T/ ción de información en las próximas décadas conducirá no sólo a nuevos pactos sociales, sino también a nuevas divisiones a medida que la gente descubra cuestiones nuevas y complejas sobre las que disentir. Me fijo en el lado oscuro de cada acontecimiento no porque el futuro tenga que ser necesariamente malo, sino porque es así como se han producido siempre las crisis de la política exterior.

Los políticos occidentales, según sus declaraciones públicas, creen que la agitación étnica y religiosa es debi­ da a la opresión política, aun cuando sea la libertad polí4. Estimación de Manuel Castells, catedrático de sociología en la Universidad de California en Berkeley y autor de la trilogía The Information Age: Economy, Society and Culture, Blackwell, Nueva York, 1999. [Versión en castellano: L a era de la información: econo­ mía, sociedad y cultura, 3 vols., Alianza, Madrid, 1999.]



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tica lo que ha desencadenado a menudo la violencia que las sociedades liberales aborrecen. N o hay nada más vo- '• luble y más necesitado de una dirección disciplinada e ilustrada que las vastas poblaciones de obreros mal pa­ gados, subempleados y deficientemente educados que están divididos por etnias y creencias. La pacificación, en particular, resultará cada vez más difícil. Esto se debe a que las conversaciones de paz exitosas requieren la centralización del poder. Sólo los gobernantes fuertes pueden justificar los cambios de postura históricos necesarios para la paz, a menudo con la ayuda de medios de comunicación dóciles y una oposición mínima. Sin las herramientas de la dictadura, Anuar el-Sadat de Egipto y el rey Hussein de Jordania no habrían podido firmar la paz con Israel. La demo­ cratización es un proceso largo y accidentado: generará gobernantes débiles y vacilantes antes de generar orga­ nizaciones estables. H ay quien dice que sólo cuando el rmlñdoi^áíube se democratice firmará la paz con Israel; no necesariamente. La liberalización en lugares como Egipto y Siria puede desencadenar fuerzas extremistas que, a corto plazo, desestabilizarán todavía más Orien­ te Próximo. Los políticos occidentales creen que es posible de­ rrotar a los dictadores simplemente quitándolos de en medio. Jacob Burckhardt, historiador suizo del siglo XIX, escribe: «C om o los malos médicos, pensaban que curarían la enfermedad eliminando los síntomas y se imaginaban que, si se daba muerte al tirano, la libertad rendía por sí sola.»* En los años noventa, los gobiernos 5.

Véase Burckhardt; The Civilization o f Renaissance in Italy,

p. 46.

•3 3



occidentales exigieron elecciones en todo el mundo en vías de desarrollo, a menudo en lugares con altos índi­ ces de analfabetismo, instituciones frágiles y feroces disputas étnicas. Los dictadores fueron reemplazados por primeros ministros electos. Pero dado que los pro­ pios dictadores eran manifestaciones de un desarrollo social y económico deficiente, su destitución permitió con frecuencia que se perpetuaran los mismos vicios Sajo el disfraz democrático; como por ejemplo en Pa­ kistán y Costa de Marfil, dos grandes estados de van­ guardia en el sur de Asia y África occidental, respecti­ vamente, donde los líderes electos robaron enormes sumas y enfrentaron a las distintas etnias entre sí, has­ ta que a finales de los noventa los militares de ambos países dieron sendos golpes de estado, que la pobla­ ción local recibió con palpable alivio.* Naturalmente, el gobierno militar no solucionó nada y la agitación continuó. Aun cuando Occidente interviene y se hace cargo de la administración local, como en Kosovo y Haití, facto­ res culturales e históricos insolubles pueden impedir la estabilidad. El último día del siglo xx, seis meses des­ pués de que el presidente estadounidense Bill Clinton y el primer ministro británico Tony Blair hubiesen de­ clarado la victoria en Kosovo, Bernard Kouchner, el ad­ ministrador de las Naciones Unidas en aquel país, di­ jo que la reconciliación étnica entre serbios cristianos ortodoxos y albanos musulmanes seguía siendo un ob­ jetivo remoto. «N o se puede cambiar la mentalidad y el corazón de una persona al cabo de siglos de dificulta6. Véase Fareed Zakaria; «The Rise of Illiberal Dem ocracy», Foreign Affairs (noviembre-diciembre de 1997).



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des, luchas y odios en cuestión de semanas o meses. N o es posible.»* N o sólo hay que evitar dar por sentados la reconci­ liación étnica y el triunfo de la democracia liberal, sino también el sistema actual de naciones-estado. La época postcolonial se encuentra sólo en las primeras fases de desintegración. El residuo de los imperios europeos en África y el subcontinente asiático todavía proporciona una división de territorios algo estable. Sólo en zonas marginales como Somalia y Sierra Leona ese sistema se ha descompuesto. En la próxima década, puede derrum­ barse en sociedades mucho más extensas, populosas y urbanizadas, como por ejemplo Nigeria y Pakistán, don­ de los episodios de intervención serán particularmente problemáticos. El espectacular crecimiento de las ciudades en las úl­ timas décadas incrementa la posibilidad de que, en el nuevo siglo, vastas metrópolis, con sus tierras adyacen­ tes y poblaciones leales, eclipsen a las naciones en im­ portancia política. Estados U nidos es cada vez más un conglomerado de ciudades-estado que compiten pacífi­ camente. Un 85% de los habitantes de Arizona reside en el gran corredor urbano Tucson-Phoenix, y se calcula que en 2050 lo hará el 98%.® El noroeste del Pacífico se está convirtiendo en una sola comunidad urbana situa­ da a lo largo de la carretera interestatal 5 desde Eugene (Oregón) hasta Vancouver (Columbia Británica), lo que difumina cada vez más la frontera entre Estados Unidos y Canadá. En otras partes del mundo, un número sig7. Citado en un reportaje de Memli Krasniqi para Associated Press (1-1-2000). 8. David K. Taylor, demógrafo de la ciudad de Tucson.



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nificativo de ciudades-estado emergentes —São Paulo, Bogotá, M oscú, Kíev, Bakú y Kunming, en el sur de China—, todas ellas rodeadas por regiones débiles y anárquicas, pueden ser controladas por oligarcas finan­ cieros y militares, algunos de ellos instruidos y otros criminales. En esos principados neomedievales provis­ tos de nuevas tecnologías, el dinero podrá dar la victoria en las elecciones y los cuerpos militares y de seguridad influirán en la política en un grado mucho más elevado y sutil que hoy en día. En las partes más ricas del mundo, donde existe el imperio de la ley, no está claro si esas entidades políticas emergentes necesitarán gobiernos: algunas de ellas po­ drán sobrevivir de ágiles sucursales ejecutivas que sumi­ nistren unos pocos servicios esenciales al mismo tiempo que instituciones globales cada vez más robustas asumen otras responsabilidades burocráticas. Las ciudades siempre han vivido más allá del bien y del mal, en esplendor y fealdad, creatividad y terror, con ideas y dispositivos nuevos: lugares para experimentar en vez de juzgar. Imagínese las multitudes que vivirán en ciudades-estado opulentas dentro de unos años: felices en sus colmenas de hormigón, subsistiendo de cine, tele­ visión e Internet, pasando de una moda a la siguiente, condicionadas por las opiniones de los demás a través de unos medios electrónicos en continua expansión hasta el punto de poner en peligro su personalidad, aunque se empeñen en proclamar lo contrario.’ 9. Véase el excelente artículo de James Salter: «Once U pon a Time, Literature. N ow What?», The New York Times (13-9-1999). Salter cita al novelista Don D eLilio sobre las masas que habitan en ciudades.



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Sólo las masas islámicas han cuestionado seriamente el estado moral de las ciudades de nuestro tiempo. El fundamentalismo islámico presta apoyo moral y psico­ lógico a los millones de campesinos que han emigrado a las ciudades de Oriente Próximo, el sur de Asia e Indo­ nesia, en cuyos humildes suburbios ven atacados sus va­ lores al mismo tiempo que los abastecimientos de agua y otros servicios se averian. Así, mientras nuestras elites hablan sobre la globalización como antiguamente sobre el marxismo, surge una nueva lucha de clases vinculada a la religión y las tensiones de la vida urbana en el tercer mundo. El siglo XX fue el último de la historia en que la hu­ manidad era mayoritariamente rural." Los campos de batalla del futuro serán terrenos urbanos muy comple­ jos. Si los soldados norteamericanos no saben luchar y matar de cerca, la condición de superpotência de Esta­ dos Unidos queda en entredicho.

La revolución industrial fue de escala: fábricas in­ mensas, rascacielos y redes ferroviarias que concentra­ ron el poder en manos de gobernantes de vastos territo­ rios; no sólo gobernantes responsables como Bismarck y Disraeli, sino también como Hitler y Stalin, que inten­ sificaron así sus maldades. Pero la revolución postindustrial otorga poder a cualquiera que tenga un teléfono móvil y una bolsa de explosivos. La superioridad militar 10. Según Joel E. Cohén, catedrático de demografía en la Rocke­ feller University, se calcula que en 2006 un 50% de ia humani­ dad residirá en condiciones urbanas; en 2050, esa cifra aumentará a un 85%. —

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de Estados Unidos garantiza que esos nuevos adversa­ rios no lucharán según los conceptos occidentales de t justicia: nos atacarán por sorpresa, asimétricamente, en nuestros puntos más vulnerables, como han hecho a me­ nudo en el pasado. / / La asimetría concede a terroristas y criminales infor­ máticos su fuerza, por cuanto esos adversarios actúan fuera de las normas y sistemas de valores aceptados in­ ternacionalmente en un plano en que la atrocidad es una forma legítima de guerra.^'Las enormes dimensiones á t / / las instituciones democráticas estadounindense hacen que la planificación militar y la obtención de armas resulten aparatosas y que haya que dar cuenta de ellas públicamen­ te. Los futuros adversarios de Estados Unidos no estarán sometidos a tales restricciones. Sus operaciones serán rá­ pidas y sencillas, no dejarán huellas documentales ni se someterán a supervisión pública; ésa será su ventaja. Los dictadores insensatos, como Saddam Hussein, que li­ bran guerras convencionales contra Estados Unidos son excepciones históricas: es más probable una versión quí­ mica y biológica de Pearl Harbor. Los grupos terroristas tendrán cada vez más acceso a las armas biológicas. Aun en el caso de que tales armas continuasen en manos de los estados, tal vez no bastaría con la diplomacia para neutralizarlas, por cuanto for­ man parte de una revolución tecnológica progresiva e imparable. De hecho, la aceleración de la tecnología científica en genética, biología, química, óptica e infor­ mática abre nuevos e inmensos horizontes a la produc­ ción incontrolada de armas. 11. Véase Winn Schwartau: «Asymmetrical Adversaries: Looming Security Threats», Orbis (primavera de 2000).



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H ay que pensar también que nos hallamos al borde de un nuevo e importante desarrollo en materia de ex­ ploración espacial y despliegue de satélites. Según cier­ tas estimaciones, un 20% de la economía estadouni­ dense podría destinarse a actividades relacionadas con el espacio en el año 2025, con programadores de soft­ ware, ingenieros y otros trabajadores cualificados pro­ cedentes de todos los rincones del mundo (sobre todo del subcontinente indio) que desarrollarían y gestiona­ rían esas nuevas tecnologías para multinacionales im ­ plantadas en Estados U n id o s." La difusión de ese po­ der a consejos privados puede desencadenar nuevos males todavía sin nombre; recuerde que los términos «fascism o», «totalitarismo» y «nazismo» no fueron de uso corriente hasta las décadas tercera y cuarta del siglo pasado. Por otra parte, ia tecnología podría magnificar el po­ der de los propios estados, otro factor temible dada la experiencia estadounidense de los últimos cien años. Por ejemplo, un estado malévolo podría emplear nuevas tecnologías para librar una guerra no declarada contra Estados Unidos, mediante el uso estratégico de bandas terroristas y criminales, manipulando al mismo tiempo un poderoso medio de comunicación global para escon­ der sus intenciones. Por supuesto que las nuevas tecnologías aportarán un montón de avances beneficiosos, pero ésa es otra ra­ zón para que los líderes militares y civiles de Estados Unidos sean prudentes. El optimismo científico de co­ mienzos del siglo XX propició que los europeos no estu12. D octor Brian Sullivan, ponencia sobre doctrina del espacio para el Mando Espacial de E E .U U . —

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viesen preparados para las calamidades que pronto les llegarían. Los nuevos ingenios brindarán nuevas oportu­ nidades, como siempre han hecho, a la maldad humana. A diferencia de una espada o un hacha, que actúa como una prolongación del brazo humano, la máquina no tie­ ne relación alguna con el cuerpo; de este modo se rompe para siempre el vínculo emocional entre un acto violento y su autor, lo que amplía considerablemente la esfera de la perversidad impersonal. Piense en el rifle de asalto, una máquina que convierte la energía calorífica en ener­ gía cinética. Ésa es otra de las enseñanzas del siglo xx: el vínculo —cuando no estamos alerta— entre acelera­ ción tecnológica y barbarie. Hasta ahora tan sólo he mencionado fuerzas motri­ ces: tendencias que ya son visibles (la expansión de po­ blaciones, ciudades, capitalismo, tecnología, división de clases según el nivel de ingresos, etc.). Pero habrá tam­ bién golpes de refilón: acontecimientos que nos llegan por sorpresa, como hizo el sida en los años ochenta." Las catástrofes naturales, como inundaciones y terremo­ tos, que desestabilizan los sistemas políticos frágiles, pueden constituir uno de esos golpes de refilón; la clo­ nación de seres humanos diseñados genéticamente con fines militares por parte de una potencia en alza como China puede ser otro. Luego está el calentamiento del planeta, que podría resultar tanto una fuerza motriz como un golpe de refilón al precipitar catástrofes natu­ rales y reacciones políticas extremistas a ellas. 13. Los conceptos de «fuerzas motrices» y «golpes de refilón» fueron empleados en una conferencia por Steven Bernow, del Ener­ gy Group Tellus Institute de Boston, el 11 de septiembre de 2000 en N ew Paltz (Nueva York). —

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La palabra «moderno» sugiere un deseo de separar nuestra vida y nuestro tiempo del pasado." Las ideas, la política, la arquitectura o la música modernas no impli­ can una prolongación del pasado ni una reacción contra él, sino su rechazo. El término es por tanto una celebra­ ción del progreso. N o obstante, cuanto más modernos seamos nosotros y nuestras tecnologías, más mecaniza­ das y abstractas serán nuestras vidas, más probabilidades habrá de que nuestros instintos se rebelen y más astutos y taimados nos volveremos, aunque sea de manera sutil. Las comunicaciones electrónicas, al permitirnos evi­ tar los encuentros cara a cara, hacen que resulte más fácil cometer crueldades, por cuanto accedemos a un campo abstracto de pura estrategia y engaño que comporta po­ cos riesgos psicológicos. Auschwitz fue posible en parte porque la nueva tecnología industrial distanció a los ge­ nocidas alemanes de sus actos. Un ejecutivo de una em­ presa líder en Internet me dijo que los juegos de poder corporativo más brutales — en los que se recortan depar­ tamentos enteros al mismo tiempo que se oculta a cada equipo lo que sucede a los demás— se dan en empresas en las que las comunicaciones electrónicas han sustitui­ do las relaciones cara a cara. También la meritocracia alimenta la agresividad, por­ que concede a millones de personas nuevas oportunidades de dar salida a sus ambiciones, enzarzándose en una com­ petencia desesperada con ios demás. Lo vemos claramente en el trabajo y en los más altos niveles de los negocios, el Gobierno y los medios de comunicación. En consecuencia, 14. Cari E. Schorske: Thinking with H istory: Explorations in the Passage to Modernism, Princenton University Press, Princenton, 1998, pp. 3-4. —

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esperar que las relaciones futuras entre estados y otros gru­ pos políticos serán más armoniosas o más sensatas gracias a los adelantos tecnológicos parece una postura poco realista. En aquellas sociedades que no puedan competir tec­ nológicamente, existe la posibilidad de que muchos varo­ nes jóvenes, en calidad de guerreros, violen y saqueen casi de un modo ritual, vistiendo insignias tribales en vez de uniformes, como los paramilitares serbios y albaneses, los milicianos indonesios, los guerrilleros musulmanes de Cachemira, los bandidos chechenos y los soldados rusos. Por supuesto que lugares como Rusia y Serbia pueden re­ cuperarse política y económicamente, y que sus jóvenes pueden llegar a ser trabajadores diligentes. Esos lugares arruinados no formarán jamás una mayoría de países sino que seguirán constituyendo una minoría periódicamente cambiante, suficiente para provocar inestabilidad regional y crisis constantes que los estadistas deben afrontar. El tópico mediático de la aldea global confiere presti­ gio a los propios medios que lo emplean, como por ejem­ plo la C N N . Pero los estadistas deben intentar resolver verdades difíciles, no tópicos. Conflicto y comunidad son factores inherentes a la condición humana. En tanto que el Occidente postindustrial pretende negar la persisten­ cia de conflicto, África, Ásia, el subcontinente indio y el Cáucaso, entre otros lugares, ponen a prueba su supervi­ vencia mientras grupos étnicos y religiosos tratan de so­ meter a sus rivales y crear sus propios dominios derriban­ do las elites existentes." 15. Véanse los ensayos de Raym ond Aron: «C lausew itz» y «D ’une sainte famille à l’autre», citados en Tony Judt: Tbe Burden o f Responsibility: Blum, Camus, Aron, and the French Twentieth Century, University of Chicago Press, Chicago, 1998, p. 158.



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Creer que existen soluciones a la mayoría de los pro­ blemas internacionales es tener un conocimiento super­ ficial de la historia. A menudo no hay soluciones, tan sólo confusión y decisiones insatisfactorias. Por eso, cuando el general George Marshall —el artí­ fice de la victoria militar estadounidense en la Segunda Guerra Mundial y de la reconstrucción de la Europa de postguerra— llegó a ser el jefe de la Academia de Infan­ tería de Fort Benning (Georgia), en 1927, rechazó el re­ glamento y el énfasis que éste ponía en las «soluciones» y lo sustituyó por «ejercicios realistas» que inculcaran a los oficiales «iniciativa» y «criterio»." El manual de los presidentes y secretarios de Estado de mañana de­ bería reflejar la sabiduría de Marshall en Fort Benning. Marshall dudaba. ... un hombre no puede pensar con pleno conoci­ miento y hondas convicciones acerca de [...] las cues­ tiones internacionales básicas de hoy sin por lo me­ nos haber revisado mentalmente el período de la guerra del Peloponeso y la caída de Atenas." Marshall conocía la historia antigua. También las nuevas reglas del liderazgo tendrán que basarse en ella. La historia antigua, como demostraré, es la guía más fia­ ble de lo que probablemente afrontaremos en las prime­ ras décadas del siglo xxi.

16, Véase Barbara W. Tuchman; Stilwell and the American Expe­ rience in China, 1911-45, Macmillan, Nueva York, 1970, p. 123. 17. Del discurso de Marshall en la Princeton University el 22 de febrero de 1947.



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Éste no es un ensayo sobre qué pensar sino sobre cómo pensar. N o escribo de política específica sino de política como una consecuencia de la reflexión, no del sentimiento. Los políticos experimentados como Marshall no se guiaron por la compasión sino por la nece­ sidad y el interés propio. El Plan Marshall no fue un regalo para Europa sino un esfuerzo para contener la expansión soviética; cuando la necesidad y el interés propio se calculan debidamente, la historia califica ese pensamiento de heroico. En opinión de Marshall, un oficial elegante y reserva­ do a quien muy pocos se atrevían a llamar por su nombre de pila, el heroísmo era consecuencia del criterio sereno, que se alcanzaba sobre la base de una información inade­ cuada: en un campo de batalla real, la información sobre el enemigo es siempre incompleta; para cuando se sabe lo suficiente, ya es demasiado tarde para hacer nada. Las crisis de la política exterior son como las batallas. La política interior tiende a basarse en estudios estadísti­ cos y negociaciones prolongadas entre los poderes eje­ cutivo y legislativo, pero la política exterior depende con frecuencia de la pura intuición para comprender los acontecimientos, a menudo rápidos y violentos, que ocurren en el extranjero, complicados por las diferencias culturales. En un mundo en que la democracia y la tec­ nología avanzan más deprisa que las instituciones nece­ sarias para sostenerlas —mientras los propios estados se desgastan y son transformados por la era de la urbaniza­ ción y la información hasta resultar irreconocibles— la política exterior será el arte, más que la ciencia, de la ges­ tión de la crisis permanente. A medida que las crisis futuras lleguen en oleadas, nuestros líderes se darán cuenta de que el mundo no es —

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moderno ni postmoderno, sino simplemente una conti­ nuación del antiguo: un mundo que, a pesar de sus tec­ nologías, los mejores filósofos chinos, griegos y roma­ nos habrían podido comprender. También lo harían quienes, como el general Marshall, manifiestan la anti­ gua tradición del escepticismo y el realismo constructi­ vo. Pero escepticismo y realismo son categorías dema­ siado amplias como para constituir una guía útil para estadistas. A fin de cuentas, Winston Churchill y Neville Cham­ berlain fueron realistas y calcularon posibilidades y con­ secuencias basándose en la experiencia y los intereses propios del pasado. El respeto de Churchill por restable­ cer el equilibrio de poder europeo a favor de Inglaterra no requiere mayores comentarios. Pero también los con­ temporizadores fueron pragmáticos. El rearme de Ale­ mania era normal desde un punto de vista histórico, y a mediados de los años treinta Hitler podía ser considerado simplemente como otro dictador despreciable con el que Occidente tendría que vérselas y no como el maníaco que se revela en Mi lucha, especialmente cuando, dos dé­ cadas antes, 8,5 millones de hombres habían muerto en una guerra, producto del error de cálculo y la confusión, que no aportó beneficios demostrables. Al contrario: produjo un desastre. Por otro lado, Stalin ya se había sig­ nificado como un genocida, mientras que Hitler (por lo menos antes del comienzo de la Segunda Guerra Mun­ dial) todavía no. Para los contemporizadores, permitir una Alemania rearmada para vigilar a la Rusia soviética parecía una actitud perfectamente razonable. Pero eso no impidió a Churchill tratar no sólo de con­ tener a Hitler sino también, en último término, de ani­ quilarlo. Y tampoco le impidió temer más a Alemania que —

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a la Rusia soviética, aun cuando había sido el propio Churchill quien, siendo ministro de la Guerra, entre 1919 y 1921, encabezó los esfuerzos occidentales por derribar a los bolcheviques en la guerra civil que siguió a la Revolu­ ción de Octubre. De hecho, Churchill —que buscó una alianza con Stalin contra Hitler— había sido siempre el más anticomunista de los contemporizadores. La cuestión es: ¿por qué fue Churchill realista de un modo en que no lo fue Chamberlain? ¿Qué parecía sa­ ber Churchill, en aquella circunstancia concreta, que puede guiar a los estadistas en las crisis futuras? Respon­ der a estas preguntas constituye el primer paso para afrontar el mundo que nos aguarda.

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II

THE RIVER WAR DE CHURCHILL El historiador británico John Keegan escribe; «N in ­ gún otro ciudadano del segundo milenio, el peor de la historia, mereció más [que Churchill] ser reconocido como un héroe para la humanidad.» Tanto Churchill como Franklin Delano Roosevelt, dice Keegan, «sacaron su objetivo moral de la tradición anglosajona del imperio de la ley y la libertad del individuo. Cada uno pudo ser el adalid de esa tradición porque el mar protegió su país de los enemigos de la libertad sin salida al mar».' El 4 de junio de 1940, delante de la Cámara de los Comunes y tras la evacuación británica de Dunkerque y con Francia al borde de la derrota, Churchill dijo a su pueblo: «Defenderemos nuestra isla a cualquier precio. Lucharemos en los campos de aterrizaje; lucharemos en los campos y en las calles. [...] Jamás nos rendiremos.» Rara vez unas pocas frases han inspirado tanto a una na­ ción. Isaiah Berlin, el filósofo de Oxford, observó que Churchill «idealizaba» a sus compatriotas «con tanta in1. John Keegan; «H is Finest H our», U.S. News & World Re­ port (29-5-2000). —

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tensidad, que al final se acercaron a su ideal y empezaron a verse tal corno él los veía...»7 Hay muchas maneras de explicar el poder y la gran­ deza de Churchill, pero puede que Berlin haya sido quien mejor lo hizo cuando escribió: «La categoría do­ minante de Churchill, el único principio organizador de su universo moral e intelectual, es una imaginación his­ tórica tan viva y extensa como para encerrar la totalidad del presente y la totalidad del futuro en el marco de un pasado rico y multicolor.» Y puesto que «el sentido más acusado de Churchill es el sentido del pasado», particu­ larmente la historia antigua, está también, en palabras de Berlin, «familiarizado con las tinieblas...». Churchill vio claramente las intenciones de Hitler muy pronto, ya que estaba familiarizado con monstruos hasta un punto que Chamberlain no alcanzaba. El de Chamberlain era un realismo superficial. Sabía que su pueblo quería la paz y gastar su dinero en necesidades do­ mésticas en vez de en armamento, por lo que le concedió estas cosas. (Cuando Chamberlain regresó de Munich después de apaciguar a Hitler, fue aclamado como un héroe.) Pero Churchill sabía más. Era un hombre con menos ilusiones, en parte porque había pasado la mayor parte de su vida —fuera de sus años escolares— leyendo y escribiendo sobre historia y experimentando directa­ mente las guerras coloniales del Reino Unido como sol­ dado y periodista.'Por eso, sabía cuán intratables e irra­ cionales eran los seres humanos. Como todos los sabios, 2. Isaiah Berlin: «Winston Churchill in 1940», en The Proper Study o f Mankind: An Anthology o f Essays, Farrar, Strauss and G i­ roux, Nueva York, 1998. El ensayo sobre Churchill se publicó por primera vez en The Atlantic Monthly en 1949.



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pensaba trágicamente: creamos normas morales con el fin de medir nuestras propias insuficiencias. Por supuesto, Churchill distaba mucho de ser perfec­ to, especialmente en lo que respecta a su política hacia Hit­ ler. Y tampoco es que Chamberlain haya sido tan obtuso como mucha gente cree. De haber resultado los aconteci­ mientos sólo un poco distintos, ahora Chamberlain goza­ ría de mayor consideración. Es posible que fuera más desa­ fortunado que insensato. Armar las defensas británicas a la vez que se analizaban las intenciones de Hitler, como hizo Chamberlain, tuvo la virtud de ganar tiempo para el Reino Unido mientras la opinión pública hacía causa co­ mún con el Gobierno para la eventual lucha contra Hitler. Con todo, hay algo que podemos tildar de churchilliano que merece la pena estudiar como ideal. Entre Europa al comienzo de la Segunda Guerra Mun­ dial y los agostados desiertos de Sudán a finales del siglo xix hay una notable distancia. Pero es allí donde se revela el pensamiento de Churchill sobre cuestiones que afrontamos hoy en día. Es allí donde iniciamos nuestro viaje para to­ mar del pasado las armas que necesitamos para el presente.

A mediados de los ochenta me encontraba en Jartum, la capital de Sudán, cubriendo una hambruna que había asolado el Cuerno de África. En Jartum di con un libro sobre el Sudán de cien años atrás: The River War: An Historical Account o f the Re-Conquest o f the Soudan. Era la primera gran obra histórica de Churchill, publica­ da en 1899 en dos volúmenes.* 3. WinstonS.Churchill;TheRiverWar:AnHistoricalAccountofthe Re-Conquest o f the Soudan, 2 vols., Longmans, Green, Londres, 1899. —

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The River War trata de casi dos décadas de la historia colonial británica, a partir de 1881, cuando Gran Bretaña intervino militarmente en Egipto para mantener a su go­ bernante, Tatvfiq bajá, en el trono después de una revuelta popular. El bombardeo naval de Alejandría, seguido por un efectivo desembarco de tropas, había dejado al Reino Unido la tarea de gobernar Egipto y Sudán, que era una provincia egipcia. Ese mismo año, la rebelión islámica de Muhammad Ahmad —llamado el Mahdi, «el Salvador»— abocó los remotos desiertos de Sudán a un torbellino. El Reino Unido mandó al general Charles George Gordon, un condecorado héroe de guerra, a evacuar la guarnición egipcia en Jartum. Allí las fuerzas del Mahdi rodearon a Gordon, que resistió un asedio de varios meses hasta que el primer ministro británico, William Gladstone, envió con demora una misión de rescate que llegó a la ciudad dos días después de que Gordon, espada en mano, hubiese muerto por la acción de guerreros mahdistas. La debacle contribu­ yó al hundimiento del gobierno liberal y al comienzo de un largo período de dominio conservador en el Reino Unido. Los conservadores iniciaron el proceso de reconquistar Su­ dán, que incluía la infiltración de espías, la prolongación del ferrocarril hacia el sur siguiendo el Nilo y el envío de un cuerpo expedicionario. Todo ello culminó en la victoria del general Herbert Kitchener sobre el ejército mahdista en 1898, en Omdurman, en la orilla Izquierda del Nilo, frente a Jartum. La batalla de Omdurman fue una de las últimas de su género antes de la época de la guerra industrial; una sucesión panorámica de cargas de caballería en la que el jo­ ven Churchill, oficial del 21.° Regimiento de Lanceros, tomó parte. Recuerdos dramáticos de juventud como ésos debieron de conferir a Churchill una visión más amplia del destino del Reino Unido que el que tuvo Chamberlain. —

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The River War de Churchill, con sus descripciones generales de «civilización» y «barbarie», sus juicios in­ cómodos sobre las costumbres de otras naciones y pue­ blos y sus escenas de guerra gráficas y pintorescas, se lee como las Historias de Heródoto y a veces incluso como la Ilíada de Homero. El mismo hombre que salvaría la civilización occidental cuatro décadas más tarde escri­ be sobre «negros del color del carbón» que «mostraban las virtudes de la barbarie». Describe los árabes como la «raza más fuerte» que «imponía sus costumbres y su lengua a los negros. [...] El egipcio era fuerte, paciente, sano y dócil. El negro era, en todos estos aspectos, in­ ferior a él».‘* Sin embargo, para Churchill el gobierno egipcio «no era amable, sabio ni ventajoso. Su intención era explotar a la población local», no mejorarla; sustitu­ yó «la ruda justicia de la espada» por «las complejida­ des de la corrupción y el soborno». La aseveración de Churchill de que «el suelo fértil y el clima deprimen­ te del delta [del N ilo]» no lograron generar «una ra­ za guerrera» es el compendio del fatalismo geográfico —o determinismo, en la terminología de los eruditos— y por lo tanto lamentable según los criterios de la opi­ nión contemporánea. También está Churchill, el escritor de viajes, descri­ biendo el «diáfano» aire del desierto que «relucía y res­ plandecía como encima de un horno»; Xasjors (zanjas pedregosas) «llenas de una extraña hierba de olor dul­ zón»; «las bayonetas caladas» con el «acompañamiento frenético y escalofriante» de los «tambores y pífanos de los regimientos ingleses». En la batalla de Omdurman el ejército mahdista, con sus estandartes decorados con 4. The

Wíir, Prion, pp. 4-6,63. —

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escrituras del Corán, recuerda al joven Churchill las «antiguas representaciones de los cruzados en el tapiz de Bayeux».* Churchill anheló siempre drama y paisaje, elementos que contribuían a la fuerza de sus discursos en tiempo de guerra. Es como un geógrafo para el que los seres hu­ manos constituyen la fauna inteligente de un territorio. Explica pacientemente las interrelaciones de precipita­ ción, fertilidad del suelo, clima, elefantes, aves, antílopes y tribus nómadas. Churchill no es racista: le preocupan más las diferencias culturales que las biológicas. Afirma que la vasta superficie de Sudán «contiene muchas dife­ rencias de clima y situación, y éstas han dado origen a razas peculiares y diversas de hombres».* Es un enfoque similar al de Aristóteles, Montesquieu, Gibbon, Toyn­ bee y otros grandes filósofos e historiadores. Lo que salva a The River War de incurrir en el fatalis­ mo y limitarse a la mera aventura es que la descripción ásperamente realista de tribus y desierto hace su con­ quista de lo más significativo e inspirador; un paisaje fí­ sico y humano intratable se erige en el obstáculo que los hombres rectos superan. Cuanto más adversas pare­ cen ser la historia y la geografía y menos prometedor el material humano, más prolíficas son las oportunidades de heroísmo. Porque son los individuos, hombres y mujeres, además de la geografía, los que determinan la historia. Como escribe Isaiah Berlin refiriéndose a la Grecia antigua, la historia es «lo que Alcibíades hizo y padeció», pese a «todos los esfuerzos de las ciencias so­ ciales» por demostrar lo contrario. The River War se ajus5. Ibídem, pp. 122,160,161,164,182,193. 6. The River War, original, p. 14. •

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ta a esa definición. Es una narración que hace justicia al genio personal. Tomemos como ejemplo al general Gor­ don, sobre quien Churchill escribe: U n día era subalterno de zapadores; al siguiente, mandaba el ejército chino; al otro, dirigía un orfana­ to, o era gobernador general de Sudán, con poderes supremos sobre la vida y la muerte, la paz y la guerra. Pero en cualquier calidad [...] observamos un hom­ bre despreocupado tanto de la reprobación de los hombres como de las sonrisas de las mujeres, de la vida o el bienestar, de la riqueza o la fama.'’ Gordon se había distinguido en primer lugar por su temerario valor en la guerra de Crimea. Tras incendiar el palacio del emperador chino y contribuir a sofocar la re­ belión de Tai Bing, regresó triunfalmente a Inglaterra en 1865, donde recibió el apelativo de Gordon el Chino. En la década de 1870 lo encontramos en la región ecuatorial, en el sur de Sudán, donde dibujó el mapa del curso supe­ rior del N ilo y fundó una serie de puestos coloniales. Más tarde, como gobernador general de Sudán, aplastó rebeliones y combatió el comercio de esclavos. Cristia­ no devoto, se hizo acreedor al título de mártir cuando re­ sistió las fuerzas mahdistas en Jartum. Como la descrip­ ción de grandes hombres de Plutarco, la descripción de Gordon por parte de Churchill demuestra que el autor se interesa principalmente en las personalidades y la acción individual, en el deber cumplido y recompensado.® 7. The River War, Prion, p. 9. 8. Véase la introducción de Arthur H ugh Clough a la edición inglesa de 1864 de The Lives o f the Noble Grecians and Romans.



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Para Churchill, la gloria está arraigada en una mora­ lidad de consecuencias, de resultados reales y no de bue­ nas intenciones. La empresa militar británica en el valle del N ilo fue admirable sólo porque fue seguida por «la maravillosa tarea de generar buen gobierno y prosperi­ dad».’ De hecho, los británicos construyeron carreteras y otras infraestructuras y fomentaron servicios públicos. En mis múltiples visitas a Sudán en los años ochenta, oí a sudaneses recordar con orgullo y nostalgia el largo pe­ ríodo de dominio británico y la década de independen­ cia que siguió, antes de que la agitación, la rebelión y el fanatismo religioso regresaran por primera vez desde el mahdismo. Puede que Churchill se haya mostrado a veces inge­ nuo acerca de la influencia duradera del Reino Unido so­ bre sus colonias, pero nunca fue cínico. De hecho, en una época en que el gobierno democrático recién instaurado en Sierra Leona implora al Reino Unido que no retire sus comandos, en que la comunidad internacional mantiene protectorados en Bosnia y Kosovo para impedir un re­ surgimiento del genocidio étnico, en que un cuerpo de ocupación australiano contribuye a salvaguardar los derechos humanos en Timor Oriental, es difícil condenar a Churchill por haber apoyado intervenciones colonialis­ tas que aportaron estabilidad y una mayor calidad de vida a los lugareños. Lo cierto es que la retórica de Churchill y algunas de sus intenciones son asombrosamente pareci­ das a las de los intervencionistas morales de hoy en día. Churchill escribe que el colonialismo británico en el valle del Nilo era honesto porque pretendía lo siguiente: 9. De la introducción de Churchill en 1933 a una versión corre­ gida de The River War, Prion, p. xiii. —

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... llevar la paz a las tribus en lucha, administrar justicia donde todo era violencia, quitar las cadenas a los esclavos, extraer la riqueza del suelo, sembrar las primeras semillas del comercio y el saber, acrecentar en pueblos enteros sus aptitudes para el deleite y re­ ducir las posibilidades de dolor. ¿Qué idea más her­ mosa o qué recompensa más valiosa puede inspirar el esfuerzo humano? La acción es honrada; el ejercicio, estimulante, y los resultados suelen ser sumamente provechosos." Cuando Occidente se planteó intervenir en la antigua Yugoslavia y en otros lugares, también quiso reemplazar la violencia por justicia, acabar con las indignidades hu­ manas, poner los cimientos para la renovación comercial, etcétera. Por supuesto, Occidente no pretendía sacar pro­ vecho ni «extraer las riquezas del suelo», como deseaban Churchill y otros colonialistas británicos. Tampoco man­ tenía Occidente un punto de vista racista acerca de los ha­ bitantes del lugar como el que tenían los británicos. Por otra parte, en un mayor grado que los defenso­ res de la intervención moral en los años noventa, Chur­ chill estaba atento a las consecuencias prácticas y a las ventajas morales de las empresas militares. D em ues­ tra cómo la derrota de los italianos en Etiopía en 1896 pudo inspirar al fundamentalismo islámico el ataque a las guarniciones egipcias probritánicas apostadas en Sudán. Así pues, el restablecimiento del equilibrio de poder en el noreste de África fue un motivo clave para 10. Véase Paul A. Rahe: «The River War: N ature’s Provision, M an’s Desire to Prevail, and the Prospects for Peace». Véase tam­ bién The R iver War, original, pp. 18-19. —

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la expedición del general Kitchener." Fue una expedi­ ción que el Reino Unido podía permitirse, ya que go­ zaba de un período de paz y prosperidad económica. El Reino Unido se contaba entre las principales naciones industriales y centros financieros de la época. Y ésa puede ser la similitud más seductora entre la interven­ ción británica en Sudán y la estadounidense en los Bal­ canes: en los noventa, Estados Unidos era una nación en paz que disfrutaba del cómodo predominio hereda­ do de su victoria en la guerra fría. Por eso pudo permi­ tirse una empresa moral cuyas ventajas estratégicas si­ guen siendo objeto de discusión. A sus veintitantos años, Churchill no se engaña so­ bre las realidades locales. Es consciente de los errores de los aliados del Reino Unido en Egipto, hasta un extremo al que no llegaron muchos estadounidenses en Vietnam del Sur en los años sesenta. Explica que la opresión egip­ cia, en vez del fanatismo religioso, fue la verdadera causa de la revuelta mahdista. Los sudaneses, dice, se estaban «arruinando; sus bienes eran robados; sus mujeres eran violadas; sus libertades eran reducidas [...]»." Churchill tampoco es ajeno a los errores de Gordon, por mucho que admire al general mártir. Compara el misticismo cristiano y la personalidad inestable de Gordon con el fanatismo mahdista. Pero el escepticismo de Churchill jamás conduce a la desesperación. Apoya la acción militar, con la condición de que merezca la pena moral y estratégicamente, que esté dentro de las posibilidades de su país y que no se en­ gañe en cuanto a las dificultades: el clima, las enormes 11. Churchill: The River War, Prion, p. 69. 12. The River War, original, p. 35. —

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distancias, las facciones guerreras locales j el subdesa­ rrollo general de la región. Churchill volvió a demostrar que era un hombre sin ilusiones cuando instó a Estados Unidos a retrasar, de 1942 a 1944, una operación a través del canal de la Man­ cha contra la Europa ocupada por Alemania; su altísi­ mo optimismo, necesario para unir a Inglaterra en los días sombríos de 1940, se transformó enseguida en caute­ la tan pronto como Estados Unidos entró en la guerra. Cuatro décadas antes, en Sudán, Churchill había escrito sobre cómo la lenta y metódica concentración contra los mahdistas a finales de los años ochenta y en los no­ venta del siglo XIX garantizó la subsiguiente victoria británica. Su paciencia y moderación salva la distan­ cia entre realismo e idealismo. Puede que el realista tenga los mismos objetivos que el idealista, pero en­ tiende que a veces es necesario posponer la acción para asegurar el éxito.

Churchill el archicolonialista es indisociable del Chur­ chill que se enfrentó solo a Hitler. El lenguaje llamati­ vo, apasionado y rítmico que inspiró a los millones de per­ sonas que le escucharon por radio en 1940 está omnipre­ sente en las páginas de The River War. Tanto en la última década del siglo xix como cincuenta años después, el beli­ cismo impenitente de Churchill emanaba no de la prefe­ rencia por la guerra, sino de un emotivo sentido Victoriano del destino imperial, amplificado por lo que Isaiah Berlin llama una rica imaginación histórica. En un brillante análi­ sis de The River War, el estudioso estadounidense Paul A. Rahe vincula el estilo y la cosmovisión del Churchill de veinticinco años con los de los historiadores antiguos de —

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Grecia y Rom a." Churchill sabe que si una nación es prós­ pera, siempre tiene algo por lo que luchar: Porque, como en el estado romano, cuando ya no hay mundos que conquistar ni rivales que destruir, las naciones cambian el deseo de poder por el amor al arte, y así, por medio de una debilitación y un declive graduales pero continuos, pasan de las vigorosas be­ llezas de los desnudos a los atractivos más sutiles de los vestidos, y entonces se sumen en el verdadero erotismo y la máxima decadencia.” El hombre que celebró la empresa colonialista de su nación y más tarde la llevó a la guerra contra una Alema­ nia mucho más fuerte estaba profundamente inmerso no sólo en la historia de su propio país y civilización, sino también en la historia antigua: lo cual ilustra que sin lu­ cha —^y la sensación de inseguridad que la motiva— hay decadencia. En el siglo i a.C. Salustio escribe: «La di­ visión del Estado romano en facciones guerreras [...] se había originado unos años antes, como consecuencia de la paz y de esa prosperidad material que los hombres consideran como la mayor dicha», por cuanto «los vicios predilectos de la prosperidad» son «libertinaje y orgu­ llo»." La comprensión de esta verdad por parte de Chur­ chill contribuye a justificar su inflexibilidad, que los grie-

13. Véase el ensayo de Rahe en Churchill as Peacemaker, Cam ­ bridge University Press, Cambridge (Reino Unido), 1997, pp. 82-119. 14. Churchill; The River War, original, pp. 19-20. 15. Salustio; The Jugurthine War, Penguin, N ueva York, 1963, p. 77. \L a conjuración de Catilina. L a guerra de Yugurta, Alianza Editorial, S.A., Madrid, 2000.



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gos asociaban con «virilidad» y el «concepto heroico»." The River War y los discursos de Churchill durante la Segunda Guerra Mundial son ejemplos de un tipo concreto de testarudez: la capacidad de establecer prio­ ridades morales. Los contemporizadores consideraban moralmente repugnante pretender una alianza con Sta­ lin o apoyar un golpe militar contra Hitler, puesto que había accedido al poder democráticamente, a pesar de los pactos postelectorales entre bastidores. Los con­ temporizadores, escribe el profesor Rahe, dieron rienda suelta a sus sensibilidades morales a un alto precio; «eran más amables que sensatos. Al negarse a cometer el más mí­ nimo pecado, incurrieron en un error mucho más grave». H oy en día, a diferencia de finales de los treinta, no afrontamos una amenaza de las dimensiones de Hitler. El carácter bipolar de la Segunda Guerra Mundial y las alianzas de la guerra fría han dejado de ser patentes. La situación de Occidente es más parecida a la de los últi­ mos Victorianos, que tuvieron que enfrentarse con peque­ ñas guerras sucias en rincones anárquicos del globo como Sudán.'* ¿Acaso es exagerado imaginar una expedición a través de extensiones desérticas similares para capturar otro personaje mesiánico como Osama bin Laden? The River War muestra el mundo antiguo dentro del moderno. Demuestra que sólo aceptando la geografía y el largo registro de la historia es posible superarlos: tales fuerzas coactivas deben vencerse, no negarse. Así, un en­ foque churchilliano de la política exterior empieza con humildad, viendo cómo las luchas de hoy son asombro­ samente parecidas a las de la Antigüedad. 16. Véase C. Maurice Bowra: The Greek Experience, World, Nueva York, 1957, caps. 2 y 10. 17. Véase Rahe, op. a£. —

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Ili LA GUERRA PÙNICA DE TITO LIVIO

Sin lugar a dudas, el mundo antiguo era distinto al nuestro. Heródoto recoge costumbres y atrocidades que, si bien nos resultan extrañas y espantosas, eran comunes 2.500 años atrás; los isedones de Asia central cortaban en trozos los huesos de los muertos y los mezclaban con los de las ovejas; los escitas degollaban víctimas de sacrificio sobre una palangana, luego las desmembraban y lanza­ ban las partes cortadas al aire; los tracios lloraban el na­ cimiento de un bebé debido al sufrimiento que debería soportar a lo largo de la vida y se alegraban en los entie­ rros porque el dolor de la existencia había terminado; los persas elegían los niños varones más hermosos de sus poblaciones sometidas y los castraban, a la vez que ente­ rraban vivos a otros. Es posible que Heródoto exagerara tales horrores o incluso se inventara algunos, pero en su época la crueldad estaba a la orden del día y solía pasar desapercibida, así como en los tiempos subsiguientes los gladiadores luchaban hasta la muerte, los cristianos eran arrojados a leones hambrientos, etc. N o hay necesidad de extenderse más sobre las di­ ferencias entre pasado y presente. N o obstante, las se—

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mejanzas con nuestro tiempo son extrañas, porque las pasiones y las motivaciones humanas han cambiado poco en el transcurso de los milenios. L os conoci­ mientos sobre la época antigua nos ayudan a compren­ der la nuestra; «N ada es grande ni pequeño salvo por comparación», escribe Jonathan Swift.’ En su obra maestra Los viajes de Gulliver, los gigantes de Brobdingnag permitieron a Gulliver ver mucho más lejos de la vanidad de su propia civilización, mientras que los diminutos habitantes de Lilliput —caricaturas de los hombres modernos— «ven con gran precisión, pero no muy lejos».* Escuchando el discurso público en Estados Unidos, uno podría pensar que la moralidad es enteramente una invención judeocristiana. Pero éste fue el tema central del escritor pagano Plutarco en sus perfiles de grandes hom­ bres.* Comparando Alcibíades, un político griego, con Coriolano, un general romano. Plutarco observa que mantener el poder «mediante el terror, la violencia y la opresión no es sólo una desgracia sino también una injus­ ticia».'' Cuando Séneca arremete contra los líderes que demuestran ira, es porque muchos de los estados que co­ nocía poseían instituciones débiles o inexistentes que no podían restringir a sus gobernantes, igual que algunos es­ tados actuales del mundo en vías de desarrollo.* 1. Jonathan Swift: Gulliver’s Travels, p. 90. 2. Ibidem, p. 55. 3. Véase Plutarco; The Lives o f the Noble Grecians and R o­ mans. Aunque Plutarco vivió a principios de la era cristiana, fue sa­ cerdote en el tempio pagano de Delfos. 4. Ibidem, voi. 1, p. 322. 5. Véase Seneca: M oral and Politicai Essays, Cam bridge U ni­ versity Press, Cambridge (Reino Unido), 1995, pp. 15,155. —

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Y cuando Cicerón dice, en el siglo l a.C., que «todos los cimientos de la comunidad humana» están amena­ zados por tratar a los extranjeros peor que a los ciuda­ danos romanos, ya sienta la base de la sociedad interna­ cional.* Los tiempos han cambiado menos de lo que creemos.

Pocos autores demostraron más interés que Tito L i­ vio, el historiador de principios y mediados de la Repú­ blica romana, por la moralidad y la repercusión que los individuos tienen sobre los acontecimientos. Y pocas obras demuestran tanto la extraña semejanza entre el mundo antiguo y el recientemente extinto siglo XX como Aníbal contra Roma, un relato aleccionador con muchas similitudes con la Segunda Guerra Mundial que parece prevenir contra la arrogancia de nuestro tiempo.’’ Como las generaciones anteriores, los hijos de la ex­ plosión demográfica creen en su singularidad: que su época es única y que son más sensatos y sabios que aque­ llos que les precedieron. Tito Livio exhorta contra este amor propio perenne a la vez que ilustra lo común que ha sido. Cuando un general cartaginés no logra conven­ cer a sus paisanos de que su buena suerte no puede durar siempre. Tito Livio comenta irónicamente que «es hu­ mano negarse, en una época de regocijo, a escuchar ar6. Véase Cicerón; Selected Works, p. 168. 7. El profesor Donald Kagan escribe: «Com o la guerra contra Aníbal, la Segunda Guerra Mundial surgió de grietas en la paz prece­ dente y el fracaso de los vencedores a la hora de modificar o defender de una forma vigilante y enérgica la solución que impusieron.» En On the Origins o f War and the Preservation of Peace, p. 281. —

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gumentos que convertirían la sustancia de la misma en una sombra».* Tito Livio nació en Patavium (Padua) en el año 59 a.C. y murió en Roma en el 17 d.C. Consagró la mitad de su vida a escribir una extensa historia de Roma en 142 li­ bros, de los que Aníbal contra Roma comprende desde el 21 hasta el 30.’ Tito Livio no participó en política y por tanto no tenía de ella un conocimiento de primera mano. Tampoco estuvo muy implicado en el mundo li­ terario de su tiempo, al que pertenecían los poetas H ora­ cio y Virgilio. A diferencia de éstos, desconfiaba de la prosperidad de la época y consideraba su decadencia el comienzo del declive de Roma. De hecho, mientras que Horacio realizaba profecías triunfalistas de dominio mundial y Virgilio adulaba de vez en cuando a Augusto, Tito Livio advertía de los peligros que acechaban en el horizonte y que sus conciudadanos romanos preferían pasar por alto." Tito Livio, el observador objetivo por excelencia, sigue siendo leído por sus pintorescas des­ cripciones de hombres y acontecimientos y sus llamati­ vas ideas sobre la naturaleza humana. Aníbal contra Roma muestra una versión antigua de patriotismo: el orgullo por el propio país, sus estandartes e insignias y su pasado. Leyendo a Tito Livio, uno entien­ de por qué en Estados Unidos el hecho de exhibir la ban8. Véase Tito Livio: The War with Hannibal, libros 21-30 de The //¿sforyo/Rowje/row/ísFoMndíjñon, Penguin, Nueva York, 1965, p . 182. 9. De los 142 libros, se han perdido todos excepto 35. • 10. Véase el ensayo de Henry Francis Pelham, catedrático de O xford y conservador de la Bodleian Library, en la undécima edi­ ción de The Encyclopaedia Britannica, Nueva York, 1910-1911. De los dos, Virgilio era más propenso al triunfalismo que H oracio, quien de vez en cuando exhibe un agudo sentido de la fragilidad del poder. —•64



dera en el Día de los Caídos y en el 4 de Julio es un acto virtuoso y por qué el orgullo nacional es un requisito pre­ vio para una política exterior churchilliana. Los distintos libros de Tito Livio proporcionan imágenes ortodoxas de virtud patriótica y sacrificio ex­ tremo. Lucio Junio Bruto, el comandante romano de fi­ nales del siglo VI a.C. que derrocó a los reyes etruscos, preside la ejecución de sus propios hijos por traición. C ayo Mucio Escévola, otro comandante romano, pone su mano sobre un brasero para demostrar a los etrus­ cos que soportará cualquier dolor para derrotarlos." Y también está la célebre descripción que Tito Livio hace de Lucio Quincio Cincinnato, quien, en el año 458 a.C., fue «llamado a dejar su arado» para llevar refuer­ zos a un ejército romano asediado." Cincinato fue ele­ gido dictador gracias a sus proezas, pero en cuanto ter­ minó la crisis militar dimitió de su cargo. En el relato de Livio, cuando Cincinnato se pone una toga y cruza el Tíber alejándose de su hacienda, sacrifica simbólicamente su familia para servir a la República, arriesgando su prosperidad por su p aís." Su regreso posterior a la ha­ cienda demuestra que el poder es menos importante para él que el bienestar de su familia, una vez que la pa­ tria ya no está en peligro. Por mucho que Tito Livio adorne el relato, sus valores son tales que podemos iden­ tificarnos con ellos. Com o Alexis de Tocqueville, com-

11. Véase Andrew Feldherr: Spectacle and Society in Livy’s History, University of California Press, Berkeley, 1998, p. 120. Los episodios de Bruto y Escévola figuran en el segundo libro de la his­ toria de Rom a de Tito Livio. 12. En el libro tercero de la historia de Rom a de Tito Livio. 13. Véase Feldherr, op. c¿c.,pág. 120. —

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prende que una república sana se deriva de vínculos cí­ vicos y familiares sólidos. Los errores objetivos de Tito Livio y su visión ro­ mántica de la República romana no deberían apartarnos de sus grandes verdades. Merece la pena reiterar que los clásicos no se leen por sus detalles objetivos, sino por la ayuda que nos brindan para pensar en nuestro propio tiempo. Debemos recuperar el atractivo que los clási­ cos tenían para los estudiosos del siglo xix como Chur­ chill, quienes los leían no como críticos o verificadores de la realidad sino por su inspiración, y porque debían hacerlo. De hecho, la creencia de Tito Livio en la urbanidad de Roma es menos romántica de lo que parece. Se basa en la firme consecución de un gobierno constitucional: pese a las tensiones bélicas, se celebraban elecciones y censos anuales, se organizaban levas para el ejército y se escuchaban imparcialmente las peticiones de exención."

La Primera Guerra Púnica se inició con una disputa local entre colonos romanos y griegos en Siracusa que, alimentada por complicadas alianzas, enfrentó a Roma y Cartago por toda Sicilia. Terminó con la derrota de Cartago, a la que Roma impuso una compensación abrumadora y humillante. Al igual que en la Europa del siglo xx, esto desembocó en un segundo conflicto. Aníbal contra Roma es la crónica de la Segunda Guerra Púnica, que se sucedió durante diecisiete años ininterrumpidos en Europa y el norte de África hasta el 202 a.C., en una serie de grandes 14. Hannibal.

Véase la introducción de Betty Radice a The War with



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batallas que asolaron la mayor parte de la región medite­ rránea. La victoria de Roma en la Segunda Guerra Púnica la convirtió en potencia universal, lo mismo que sucedió a Estados Unidos tras la Segunda Guerra Mundial. ‘ Tito Livio comienza su relato calificando la Segun­ da Guerra Púnica de «la guerra más memorable de la his­ to ria»." N o sería ninguna exageración definirla como una de las mayores guerras de todos los tiempos. La lucha abarcó lo que~enOccidente se consideraba el mun­ do conocido. Se ha acusado a Tito Livio de idealizar a Aníbal, el co­ mandante cartaginés. Sin embargo, un lector que se en­ frente al texto por primera vez podrá ver algo más; que el Aníbal de Tito Livio —en su ansia nihilista de violencia y agitación— presenta elementos de un Hitler de la era pretecnológica. Incluso para los criterios de su tiempo, Aníbal era un ser despiadado: confiscaba tierras y que­ maba niños vivos sin más razón que el hecho de la con­ quista. Aníbal es un líder falsamente heroico; necesita la guerra para legitimar su dominio y satisfacer su sed de m uerte." Como Hitler, estaba amargado por la paz impuesta e injusta de una guerra anterior. Sin embargo, Aníbal culpa a su gente en lugar de a sí mismo por su de­ rrota, dando a entender que los cartagineses no son lo bastante dignos de él. 15. Tito Livio; The War with H annibal, p. 23. Las palabras de Tito Livio reproducen las de Tucídides en el primer libro de Histo­ ria de la guerra del Peloponeso, donde dice que escribió su libro porque preveía que sería la guerra más importante de la historia. 16. Véase el apartado sobre H itler en John Keegan: The Mask o f Command, Viking Penguin, N ueva York, 1987. [Versión en cas­ tellano; L a máscara del mando. Ministerio de Defensa, Subdirección General de Publicaciones, Madrid, 1991.] —

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Aníbal tuvo la ventaja de atacar a un enemigo moral­ mente exhausto tras una guerra anterior. Como sucedió con el Congreso de Estados Unidos —que permaneció impasible mientras Hitler violaba el tratado de Versalles, entraba en Renania y atacaba Polonia— , el Senado de Roma tuvo muchas dificultades para enfrentarse con la amenaza de Aníbal después de que violara el tratado que puso fin a la Primera Guerra Púnica y se apoderara del territorio romano en España.'* «Los romanos apartaron la mirada, y luego emprendieron acciones que eran ina­ decuadas para su fin», escribe Donald Kagan, catedráti­ co en Yale, comparando los orígenes de la Segunda Gue­ rra Púnica con los de la Segunda Guerra M undial." La política contemporizadora estuvo presente en el Senado romano: aristócratas rooseveitianos advertían de los pe­ ligros que Cartago encarnaba, mientras que provincia­ nos aislacionistas se resistían a la acción. Cuando Aníbal presionó sobre Roma después de abandonar España y cruzar los Alpes para entrar en Italia, el tribuno populis­ ta y aislacionista Quinto Bebió Herenio dijo al Senado que sólo la nobleza quería la guerra. Para cuando el Se­ nado se dio cuenta de que debía actuar, el único recurso que quedaba era la guerra total. En 216 a.C., con «casi toda Italia invadida» y decenas de miles de soldados romanos aniquilados por Aníbal en la batalla de Cannas, en el sureste de Italia, la situación de 17. D e hecho, las primeras incursiones de Roma en Córcega y Cerdeña fueron también violaciones del tratado. El profesor Kagan, en su excelente libro, escribe que la paz que Roma había impuesto a Cartago «fue de lo más inestable: amargó a los perdedores sin privar­ les de la capacidad de vengarse». Véase On the Origins ofWar, p. 255. 18. Ibídem, p. 273.



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Roma parecía la del Reino Unido después de Dunkerque y antes de la batalla de Inglaterra.” «N o tenía parangón en la historia [...] aquello que Roma se disponía a afron­ tar», escribe Tito Livio con unas palabras que presagian las de Churchill.” Como la Inglaterra de Churchill, Roma se negó a pedir la paz y siguió luchando. La limitada democracia de Roma suponía una des­ ventaja a corto plazo. Su constitución otorgaba el man­ do militar compartido a dos líderes elegidos para un año, lo que solía conllevar una estrategia incompetente.^' Por otra parte, el estado romano no siempre podía obligar a la población a hacer lo necesario para derrotar a Aníbal. Las agrias discusiones entre las autoridades y los pue­ blos que padecían en toda Italia eran frecuentes. N o obstante, fue el trato liberal que tuvo Roma con esos mismos pueblos súbditos —algo nuevo en la historia del Mediterráneo— lo que en el fondo impidió que se rebe­ laran.” A largo plazo, fue la democracia —aunque una sombra de las democracias occidentales de hoy en día— lo que hizo de Roma una nación hasta un punto al que Cartago no pudo llegar. Tito Livio, citando al cónsul ro­ mano Varrón, dice que Cartago era una «soldadesca bár­ bara», porque sus tropas «no sabían nada de la civiliza­ ción de la ley».’" El ejército cartaginés estaba formado por mercena­ rios que hablaban distintas lenguas, con los que Aníbal sólo podía comunicarse mediante intérpretes. La falta de 19. Tito Livio; The War with Hannibal, p. 154. 20. Ibídem, pp. 154-155. 21. Véase Susan Raven; Rome in Africa, Evans Brothers, L on­ dres, 1969, capítulo 3; «The Wars Between Rom e and Carthage». 22. Ibídem. 23. Ibídem, p. 172.



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un objetivo común contribuyó a la derrota de Cartago. Irónicamente, los múltiples debates internos de Roma le conferían una estabilidad latente que anticipaba la aseve­ ración de Maquiavélo de que los estados eficaces requie­ ren un grado moderado de agitación para favorecer un dinamismo político sano. La guerra de Roma contra Aníbal necesitaba el equi­ valente romano de la presidencia ejecutiva de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial y la guerra fría. El Senado romano —una oligarquía prestigiosa— gobernó como un consejo de guerra supremo, mientras que las asambleas electas vieron cómo languidecía su poder.** El Senado reconoció la amenaza cartaginesa a tiempo, pero empezó con cautela mientras la población romana, anta­ ño muy pasiva ante las victorias de Aníbal en España, ahora clamaba venganza contra él. Tito Livio nos dice que la «prudente táctica dilatoria» del cónsul Quinto Fabio Máximo rompió «la terrible continuidad de derrotas ro­ manas», lo que hizo temer a Aníbal que Roma había ele­ gido por fin un líder militar competente. Pero, dentro de Roma, las acciones de Fabio Máximo «no recibieron más que desprecio».** Tito Livio, citando a Fabio Máximo, dice: «N o importa que califiquen tu prudencia de timi­ dez, tu sabiduría de pereza, tu estrategia de debilidad; es preferible que un enemigo sabio te tema a que los amigos necios te elogien.»** Así, Tito Livio nos recuerda cómo la opinión pública —las clamorosas opiniones de los que nos rodean— puede a menudo equivocarse. 24. Véase la introducción de Betty Radice a The War with Hannibal. 25. Tito Livio: The War with H annibal, p. 120. 26. Ibídem, p. 139.



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¿Es el Aníbal de Tito Livio real? Incluso los detracto­ res de Tito Livio admiten que éste poseía una percepción extraordinaria de las personalidades y su influencia en los acontecimientos. Si bien puede haber pecado un poco de popularizador romántico, es posible que la perspectiva de Tito Livio ilustre cómo los romanos de la época au­ gusta veían su pasado y a sus enemigos. De hecho, de no haber sido por Tito Livio (y Cicerón), es dudoso que el republicanismo hubiese sobrevivido como ideal en R o­ ma, aunque no fuese restablecido en la práctica. La diferencia entre la Roma de la época de Tito Livio y la Roma en tiempos de la Segunda Cuerra Púnica, más de doscientos años antes, se acerca a la diferencia entre Estados Unidos durante la guerra fría y en tiempos de la Segunda Cuerra Mundial. En vida de Tito Livio, Roma vio el declive de pequeñas haciendas, el traslado de la población a ciudades y suburbios, la aparición de una plutocracia en una sociedad más compleja ^ opulenta, y revueltas contra el aumento de los impuestos y el servi­ cio militar, mientras que la Roma de la Segunda Cuerra Púnica había vividp un período de unidad y patriotismo relativos contra un poderoso enemigo. La historia de Tito Livio combina orgullo y nostalgia, tanto como los libros actuales celebran la generación de la Segunda Cuerra Mundial, Cuando los enviados de Roma entran en el Foro para anunciar a un pueblo eufórico y llo­ roso que un ejército cartaginés ha sido derrotado cerca de Sena, en el noreste de Italia, y que el general cartagi­ nés Asdrúbal ha muerto, el tiempo se contrae al evocar otras multitudes concentradas en las esquinas de las calles para oír las noticias de la rendición alemana y japonesa. Tito Livio enseña que la energía necesaria para en­ frentarnos a nuestros adversarios debe emanar en el fon—

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do del orgullo por nuestro pasado y nuestros logros. N o hay que avergonzarse de ver nuestro pasado con roman­ ticismo, sino que es algo que debe cultivarse. Tito Livio ofrece también otras enseñanzas. Cuando, después de una derrota militar, Roma opta por un dicta­ dor, Tito Livio explica que eso se debe a que «un cuerpo enfermo es más sensible al dolor que uno sano»; un país desesperado elegirá una solución extrema después de un trastorno menor.** La elección del cuasidictador Alberto Fujimori en Perú, en 1990 —y, más recientemente, del general Hugo Chávez en Venezuela y del general Pervez Musharraf en Pakistán— , ilustra esa verdad. Cuando Cartago infringe un pacto de no agresión con Roma, Tito Livio observa que las «cuestiones de la ley» carecen en buena parte de sentido a menos que reflejen el equili­ brio de poder sobre el terreno,** un aspecto que el huma­ nista francés Raymond Aron también comenta dieci­ nueve siglos después: Los hombres saben que a la larga el derecho inter­ nacional debe someterse a la realidad. Un status territo­ rial termina invariablemente por ser legalizado, siempre y cuando perdure. Una gran potencia que quiera im­ pedir a un rival realizar conquistas debe armarse y no proclamar con antelación una desaprobación moral.*’ Las escenas de espantosas carnicerías —hombres dur­ miendo sobre cadáveres, pueblos enteros exterminados, ba27. Ibidem, pp. 102-103. 28. Ibidem, p. 42. 29. Raymond Aron: Peace and War: A Theory o f International Relations, p. 305. —

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tallas tan intensas que incluso un terremoto pasa desaperci­ bido— demuestran con todo detalle que los horrores de la guerra no han cambiado.” Después de leer a Tito Livio, cabe incluso imaginar que Vietnam será recordado dentro de cien años como un oscuro conflicto fronterizo en los confines del imperio estadounidense de la guerra fría, uno que quebró temporalmente el vínculo entre la elite gober­ nante y una gran parte de los ciudadanos. O también podría verse Vietnam como otra Siracusa, la rica ciudad siciliana que los atenienses trataron de someter durante la guerra del Peloponeso en una expedición que fracasó estrepitosamen­ te porque —como ocurrió con la política estadounidense en Vietnam a principios de los sesenta— unos líderes insen­ satos intentaron conquistar mucho y demasiado lejos. Tanto la Segunda Guerra Púnica com o la Segunda Guerra Mundial son episodios de un drama interminable de hitos trascendentales, cuya trama no se determina nun­ ca con antelación y que tenemos la capacidad de alterar completamente, siempre y cuando creamos en nosotros mismos como Roma hizo cuando fue desafiada por Aní­ bal. Si bien la historia de Tito Livio puede empañar la uni­ cidad de nuestras luchas, muestra también cuán heroicas pueden parecer esas batallas dentro de unos milenios, cuando las generaciones futuras serán inspiradas por nues­ tros triunfos sobre el fascismo y el comunismo tal como Livio nos inspira a nosotros con su relato de la victoria de Roma sobre Cartago. Así pensaba Churchill en el pasado, y así deberían pensar en él también nuestros líderes. 30. Ibidem, pp. 96-100. N o sólo la Segunda Guerra Mundial y Vietnam. sino también Masada. El suicidio colectivo de los com ba­ tientes de la resistencia judía contra Rom a en el año 73 d. C. presen­ ta cierta semejanza con el suicidio colectivo de los senadores de Sagunto en 218 a. C ., antes de ser capturados por Aníbal. —

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IV SUN ZI Y TUCÍDIDES

Una crisis exterior, como la guerra, «es el campo de la incertidumbre [...] oculta en la niebla de úna incertidumbre mayor o menor», según el general prusiano Karl von Clausewitz. Y en esa niebla de incertidumbre, una inteli­ gencia amplia «es llamada para sondear la verdad con criterio instintivo».' La política exterior es lo contrario del conocimiento general; incluso con los mejores espías, vigilancia por sa­ télite y expertos en la región, subsiste siempre una carga crítica de oscuridad provocada no sólo por la ausencia de información sino también por su exceso y la confu­ sión en la que éste puede desembocar. El criterio instin­ tivo es fundamental. Un presidente o un líder puede po­ seer un intelecto pobre, pero aun así mostrar un buen criterio. Maquiavélo, parafraseando a Cicerón, explica que un hombre ordinario que valore la libertad identifi1. Karl von Clausewitz: On War, p. 243. Todas las referencias de página corresponden a la edición en rústica de 2000 de Modern Library, publicada junto con TheArt ofW arfare, Ballantine, Nueva York, 1993, de Sun Zi.



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cará a menudo la verdad.* Ronald Reagan fue un hombre así.* Reagan, como Harry Truman, era más culto de lo que la mayoría de la gente cree (Truman llevaba consigo a Plutarco en sus viajes), pero ambos carecían de preten­ siones intelectuales y de formación académica y ambos fueron despreciados por las elites políticas de su tiempo. Un secretario de Estado o ministro de Asuntos Exte­ riores debe convertir los impulsos de un presidente en una actuación compleja. Esto requiere una formación intelectual, de la que la literatura es la gran proveedora, ya que aumenta la propia experiencia con la perspicacia de las mentes más preclaras. Por ejemplo, Clausewitz, que definió la guerra y la estrategia para los lectores de los siglos XIX y XX, se empapó de las obras románticas y poéticas de Friedrich von Schiller y de la filosofía moral de Immanuel Kant.* Si la literatura es el recurso silencioso de los estadis­ tas, entonces no existen obras más afines a nuestros propósitos que los antiguos clásicos sobre guerra y p o ­ lítica, los cuales proporcionan una distancia emocional del presente particularmente valiosa en una era mediá2. Véanse Maquiavélo: Discourses on Livy, O xford University Press, Nueva York, 1997, p. 30 y Cicerón; Selected Works. 3. Una encuesta entre 58 historiadores, realizada por C-SPA N y publicada el 21 de febrero de 2000, situaba a Reagan undécimo en una clasificación de 41 presidentes estadounidenses según el desem­ peño general de sus funciones. Jim m y Carter, que le precedió, ocu­ pó el vigésimo segundo lugar, y George Bush, que le sucedió, el vi­ gésimo. Richard Reeves, un eminente historiador y analista, calificó a Reagan como el más eficaz de los presidentes recientes, aunque el menos intelectual. Véase su estudio en George (febrero de 2000). 4. Aunque Clausew itz rechazó finalmente el idealismo de Kant, se benefició de su descubrimiento. —

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tica, en que muchos de nosotros nos hemos vuelto ins­ trumentos del momento, obsesionados por los últimos acontecimientos informativos o encuestas de opinión hasta el extremo de que a veces parece como si el pasado y todas sus enseñanzas hubiesen dejado de existir. Cuanto mayor sea el desprecio por la historia, mayo­ res serán los errores respectó al futuro. La expectativa de que una Rusia extensa y multiétnica, que mantuvo poco contacto con la Ilustración, tendría una transición demo­ crática efectiva, comparable a la de la pequeña y monoétnica Polonia —que estuvo impregnada de las tradiciones centroeuropeas—, demostraba una completa ignorancia de la historia y la geografía rusas; las llamadas a una rápida transición a la democracia en China pasan por alto tanto la violencia y la agitación que se desencadenaron cuando las dinastías precedentes chinas se hundieron como el ac­ cidentado historial de la democracia en lugares con insti­ tuciones débiles, una clase media minoritaria o inexistente y divisiones étnicas. Los clásicos ayudan a compensar esa amnesia histó­ rica. Maquiavelo escribe: /

... todo aquel que desee saber qué ocurrirá debe examinar qué ha ocurrido: todas las cosas de este mundo en cualquier época tienen su réplica en la An­ tigüedad [...] puesto que tales acciones son ejecutadas por hombres que tienen y han tenido siempre las mismas pasiones, las cuales, necesariamente, deben ocasionar los mismos resultados.’ Confucio lo expresa de una manera más simple: 5. Maquiavelo: Discomses on Livy, p. 351.



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Siendo aficionado a la verdad, soy admirador de la Antigüedad.* /

Leer a los pensadores eminentes de la Antigüedad pagana es encontrar una coherencia insólita, claridad de análisis y convicciones unánimes, expresadas diversa­ mente. Puesto que el error de cálculo en la Antigüedad podía dar lugar a una actuación traumática, la filosofía política tenía un cariz lúcido. Esto es cierto no sólo en el caso de los sabios de Grecia y Roma, sino también en los de la antigua China.

Las civilizaciones mediterránea y china surgieron casi al mismo tiempo, cada una ignorante de la otra du­ rante miles de años, como si existiera vida inteligente en algún otro lugar de la galaxia pasando por tribulaciones vagamente similares a las nuestras, con ambas especies destinadas a encontrarse eñ una era tecnológicamente avanzada. A finales del siglo iii a.C., en la cúspide de la República romana, cuando Roma y Cartago se enfrenta­ ban en la Primera y Segunda Guerras Púnicas, los reinos guerreros de China se fusionaron bajo el señorío feudal de la dinastía Han. La ascendencia de los Han puso fin a un proceso que vio estados chinos fuertes dominar a los más débiles, sólo para ser reemplazados por estados to­ davía más poderosos. Pese a los períodos de anarquía, con el tiempo el feudalismo fue dando paso en China a una burocracia embrionaria. En suma, a pesar de las di­ ferencias entre las civilizaciones china y mediterránea, la 6. Véase Confucio: The Analects, , O xford University Press, Nueva York, 1993, Libro 7, capítulo 1, pág. 24.



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división de los pueblos chinos en distintos grupos y so­ beranías condujo —como en el Mediterráneo— a las guerras, la conquista y la política de poder; de modo que los antiguos filósofos de China, Crecia y Roma extraje­ ron conclusiones similares sobre la naturaleza humana. Es discutible si existe una obra filosófica en la que el conocimiento y la experiencia estén tan cáusticamente condensados como El arte de la guerra de Sun Zi. Si la / moral de Churchill se resume en su testarudez y la de Tito Livio en su virtud patriótica, entonces la moral de Sun Zi es el honor del guerrero, y el guerrero más ho­ norable es tan grande en la esfera política que se evitan por completo las campañas militares. ^ La vida de Sun Zi no está documentada por ningún hecho histórico.^ Si bien pudo ser ministro de la corte en la China del siglo iv a.C., también es posible que no exis­ tiera jamás. El arte de la guerra puede representar la sabi­ duría acumulada de mucha gente que experimentó el período caótico de los reinos guerreros anterior a la esta­ bilidad relativa del dominio de los Han a finales del siglo III a.C. Sea como fuere. El arte de la guerra no es tanto un libro de texto militar como una obra filosófica de un autor que conoce personalmente la guerra y la detesta, aunque reconoce su desgraciada necesidad de vez en cuando. y En las batallas del período de los reinos guerreros participaron arqueros, carros y soldados de infantería que formaban filas de cientos de kilómetros a través de montañas y ciénagas. Combatían en ellas decenas de mi­ les de hombres, tanto reclutas como guerreros profesio­ nales. El sufrimiento era extraordinario. Así, si algunos 7. Véase la introducción de Ralph Peters a Sun Zi: The Art o f Warfare, Modern Library, N ueva York, 2000.



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de los consejos de Sun Zi, particularmente lo que dice respecto a los espías, parecen extremos, es porque sabe por experiencia que las medidas extremas suelen ser ne­ cesarias para alejar la guerra sin deshonrarse. ^ Sun Zi explica que en la guerra la «excelencia supre­ ma» consiste en no tener que luchar, por cuanto el co­ mienzo de la batalla significa un fracaso político. La gue­ rra, como Clausewitz repetiría 2.300 años después, es una prolongación no deseada pero a veces necesaria de la política. Sun Zi advierte que el mejor modo de evitar la guerra —consecuencia violenta del fracaso político— es pensar estratégicamente. La búsqueda estratégica del interés propio.no es una seudociencia fría y amoral^ sinoel acto moral de aqueIIoi~qüe~coHocen losTiorrorés de la batalla y pretenden evitarlos. On comandante en jefe que «planifique y calcule como un hombre hambriento» puede evitar la guerra, se­ gún Sun Zi. Si el presidente Clinton, por ejemplo, se hu­ biera concentrado en Kosovo con la misma intensidad en los meses anteriores a la guerra aérea de la O TA N , en la primavera de 1999, que demostró durante la guerra en sí, habría podido evitar la lucha. Si el presidente George Bush se hubiera concentrado más eficazmente en Irak en los meses anteriores a la invasión de Kuwait por parte de Saddam Hussein en agosto de 1990, tampoco habría teni­ do necesidad de recurrir a la guerra. Coincidiendo con Confucio, Sun Zi afirma que un verdadero comandante no se deja influir jamás por la opinión pública, por cuanto la virtud puede ser lo con­ trario a la fama o la popularidad.* (Plutarco, que consi­ deraba la «popularidad» y la «tiranía» el «mismo defec8. Véase Confucio: The Analects, Libro 12, capítulo 20, p. 47.



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to», insinuo que la una conducía a la otra.’) EI ejemplo de Sun Zi de un comandante virtuoso es aquel «que avanza sin pensar en adquirir fama personal y retrocede a pesar de determinado castigo» si es en beneficio de su ejército y su pueblo. En los años veinte, mientras re­ construía un estado turco sobre las ruinas del Imperio otomano, Mustafá Kemal Atatürk lanzaba con frecuen­ cia su ejército contra fuerzas superiores, con un riesgo considerable para su integridad física. En los años trein­ ta se retiró del territorio rico en petróleo que había con­ quistado en Irak por el bien de la estabilidad regional, un gesto que Sun Zi habría aplaudido. Sun Zi condena toda suerte de engaño, excepto que sea necesario para obtener ventaja estratégica con el fin de evitar la guerra. Puesto que eludir la guerra requiere premeditación, pone mucho énfasis en los espías: ^ La presciencia no puede obtenerse de fantasmas y espíritus. [...] Debe proceder de personas, gente que conozca la situación del enemigo. [...] Así, sólo los gobernantes perspicaces y sus, comandantes superio­ res que puedan utilizar a las personas más inteligen­ tes como espías suyos están destinados a conseguir grandes cosas." ^ Según Sun Zi, los buenos espías evitan el derrama­ miento de sangre. Una sociedad como la estadouniden­ se, que a menudo menosprecia el espionaje y de este modo deja de atraer a sus mejores miembros a la profe9. Véase Plutarco: «Com parison of Rom ulus with Teseus», en The Lives o f the Noble Grecians and Romans I. 10. Sun Zi: The Art ofW arfare, pp. 123,125.



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sión de la información secreta, es una sociedad conde­ nada a incurrir periódicamente en guerras innecesarias. Una ironía de la generación posterior a la Segunda Gue­ rra Mundial (y de los medios de comunicación, que refleja sus valores) es que proclama una época de dere­ chos humanos al mismo tiempo que denigra la profesión que históricamente previene las flagrantes violaciones de los derechos del hombre, y Sima Qian, el cronista de las dinastías Qin y Han, que escribió en los siglos i y ii a. C. (doscientos años des­ pués de Sun Zi), condena también el engaño para evi­ tar el derramamiento de sangre. «Las grandes obras no atienden a escrúpulos insignificantes, la virtud abundan­ te no se preocupa por las sutilezas —escribe—. Aquel que persigue lo pequeño y olvida lo grande sin duda pa- , gará por ello más adelante.»" Los espías se asocian por r necesidad con gente sórdida e inmoral. Si uno quiere in­ filtrarse en los cárteles colombianos de la droga, debe te­ ner libertad para reclutar secuaces. La gente honrada simplemente no tendrá credibilidad en esa cultura crimi­ nal. La labor de espionaje exige años de esfuerzo, a me­ nudo con elevado riesgo personal, para alcanzar el resul­ tado más pequeño. Los grandes éxitos se silencian para proteger a los implicados. La obtención de información secreta fue un ingrediente básico en la victoria de Occi­ dente en la guerra fría. Si los medios de comunicación denuncian una infracción insignificante al mismo tiem­ po que hacen caso omiso del beneficio más grande y ocul­ to de nuestras agencias de seguridad nacional violan las máximas de Sun Zi y Sima Qian. 11. Sima Qian; Records ofth e G rand Historian: Qin Dynasty, Columbia University Press, Nueva York, 1961, p. 187.



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Sun Zi y Sima Qian escriben como si hubiesen expe­ rimentado personalmente grandes sufrimientos físicos y estuvieran dispuestos a llegar a cualquier extremo para evitar su repetición. La suya es una moral de trascenden­ cia que tiene su eco en los antiguos griegos y romanos, así como en Maquiavélo y Churchill.

La filosofía china combina la observación fría y mo­ ralmente objetiva con una reacción moral. La filosofía griega es similar. El relato que hace H eródoto de las guerras entre Crecia y Persia a principios del siglo v a.C. no es nun­ ca sentenciosa. «Se enfrentaba con los hechos de los hombres y los revisaba como revelaciones fascinantes, como los naturalistas habían observado los planetas y las estrellas, las estaciones y el tiempo.»'* Para H eró­ doto, que viajó extensamente por el Mediterráneo y Oriente Próximo, los hombres podían haber sido rato­ nes enjaulados. Su curiosidad objetiva contribuye a ex­ plicar la atractiva atemporalidad de sus relatos. La victoria de Crecia sobre Persia descrita por H eró­ doto desembocó trágicamente en un conflicto entre las propias ciudades-estado griegas conocido como la gue­ rra del Peloponeso. Este episodio fue narrado por Tucí­ dides, nacido hacia el año 460 a.C. y una generación más joven que Heródoto. Tucídides se crió en el seno de una familia rica e in­ fluyente. Su padre poseía extensas minas de oro en Tra­ cia, en el norte de Crecia. Cracias a sus propiedades y a 12. 266-267.

José Ortega y Gasset; Toward a Philosophy o f History, pp,



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las relaciones políticas en Tracia y Atenas pudo adquirir un amplio conocimiento de Grecia y estableció contacto con los hombres que forjaron la historia de su tiempo. Tucídides estaba en Atenas en 430 a.C., cuando se decla­ ró el brote de peste que también él contrajo. Pero sobre­ vivió a la enfermedad y, en 424 a.C., fue elegido junto con otro general, Eucles, para defender Tracia de las fuerzas espartanas. En noviembre del mismo año Eucles se hallaba en la ciudad tracia de Anfípolis cuando los in­ vasores espartanos lanzaron un ataque por sorpresa en medio de una tempestad de nieve. El ejército de Tucí­ dides se encontraba frente a la isla de Tasos y no pu­ do regresar a tiempo de salvar la ciudad. La captura de Anfípolis conmocionó Atenas. Evidentemente, la cul­ pa recayó sobre Tucídides, a quien los atenienses deste­ rraron. Durante las dos décadas siguientes, Tucídides, caído en desgracia, dividió su tiempo entre su propiedad en Tracia y sus viajes por el Peloponeso, dominado por Es­ parta. Historia de la guerra del Peloponeso, de Tucídides, es la obra no sólo de un historiador militar, sino también de alguien que ha conocido la enfermedad, la batalla y la humillación política en primera persona. Puede que Historia de la guerra del Peloponeso sea la obra más emblemática sobre la teoría de las relaciones internacionales de todos los tiempos. Es el primer traba­ jo que introduce el pragmatismo general en el discurso político. Sus enseñanzas han sido elaboradas por autores como Hobbes, Hamilton, Clausewitz y, en nuestra épo­ ca, Hans Morgenthau, George F. Kennan y Henry Kissinger. En contraste con Sun Zi y Cicerón, cuyas obras abundan en máximas, Tucídides es un militar cuya filo­ sofía emana naturalmente de su descripción de aconteci—

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mientos violentos. Mientras que el foco persistente de Tucídides en el interés propio puede resultar ofensivo para algunos, su concepto de que el interés propio da origen al esfuerzo, y éste a opciones, hace de su historia de la guerra del Peloponeso, escrita hace 2.400 años, un correctivo para el fatalismo extremo fundamental del marxismo y el cristianismo medieval." La guerra entre Atenas y Lsparta, el tema de Historia de la guerra del Peloponeso, no fue simplemente un cho­ que entre dos ciudades-estado. Atenas y Lsparta mante­ nían alianzas con muchas ciudades-estado más peque­ ñas, tan complejas y difíciles de administrar como los dos bloques de la guerra fría. En el Libro Quinto —la crónica de «la paz que fracasó»— , Tucídides ilustra que la toma de decisiones en la Antigüedad requería el domi­ nio de variables no menos numerosas y complejas que aquellas con las que se enfrenta un presidente de Estados Unidos.” En 421 a.C. Atenas y Esparta firmaron un tratado de paz. Esparta deseaba una tregua en la guerra contra Ate­ nas para ejercer presión militar sobre Argos y sus otros vecinos del Peloponeso, la región meridional de la Grecia continental. Pero los aliados de Esparta en Tracia y Calcí13. Véase la monografía inédita de Anastasia Bakolas: H um an N ature in Thucydides, Wellesley College. 14. D e una conversación con Robert B. Strassler, editor de The Landm ark Thucydides: A Comprehensive Guide to the Peloponne­ sian War. El libro de Strassler, repleto de mapas y con notas a pie de página del texto de Tucídides, es la mejor introducción a una guerra compleja. Sin embargo, para un estudio detallado de la Paz de Nicias, como se denomina, véase Donald Kagan: The Peace o f Nicias and the Sicilian Expedition, Cornell University Press, Itbaca, Nueva York, 1981. —

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dica (en el norte de Grecia) se negaron a ser súbditos de Atenas, que era una de las condiciones del tratado. Entre­ tanto, en el Peloponeso, la importante ciudad-estado de Corinto se alió con Argos para impedir que Esparta do­ minara la zona. En el centro del Peloponeso, la ciudad-es­ tado de Mantinea, que acababa de conquistar una serie de ciudades más pequeñas, se unió a Corinto y Argos para proteger su nuevo pequeño imperio contra Esparta. Pronto los calcidicos se unieron también a la alianza an­ tiespartana. Pero Beocia y Megara, ambas amenazadas por la Atenas democrática, acudieron en auxilio de Espar­ ta. Ésta necesitó la ayuda de Beocia para capturar Panactum, una ciudad próxima a Atenas, que los espartanos esperaban canjear con los atenienses por Pilos, en el Pelo­ poneso. Con el tiempo, accedieron al poder en Atenas y Esparta otros hombres, que no habían negociado el trata­ do de paz y que, por lo tanto, estaban menos comprometi­ dos con el mismo. Finalmente, el tratado de Esparta con Atenas se rompió y las dos potencias reanudaron la guerra. Si la descripción anterior parece sumamente confusa, imagínese lo que podría ser tratar de explicar los entresi­ jos de las alianzas de la guerra fría a los lectores dentro de cien años. De hecho, la lentitud y dificultad de los transportes en la antigua Grecia la hacían, en términos relativos, tan vasta como el mundo. Así, la descripción que hace Tucídides de los cálculos desnudos y laberínti­ cos de poder e interés constituye una metáfora apropia­ da para la política mundial contemporánea. Atenas y Esparta llegaron a la guerra por culpa de unos aliados incontrolables; la misma razón por la que Rusia, Alemania, Francia y el Reino Unido entraron en guerra en 1914. Si Churchill no hubiese salvado Occi­ dente de Hitler, ahora podríamos considerar la Primera —

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Guerra Mundial como el comienzo de la decadencia oc­ cidental, así como la guerra del Peloponeso inició el oca­ so irreversible de la Grecia clásica. El historial militar lleva a Tucídides a la siguiente conclusión: sea lo que fuere lo que creamos o profese­ mos, la conducta humana es guiada por el miedo (phohos), el interés propio (kerdos) y el honor (doxa)X E s­ tos aspectos^de^la naturaleza humana provocan guerra e inestabilidad, que justifican la anthropinon, la «condi­ ción humana». Ésta, a su vez, conlleva crisis políticas: cuando el physis (instinto puro) triunfa sobre las nomoi (leyes), la política fracasa y es sustituida por la anarquía." La solución a la anarquía consiste en no negar el miedo, el interés propio ni el honor, sino dominarlos con el fin de obtener un resultado moral. / El relato de Tucídides del conflicto entre Atenas y la ciudad de Mitilene —en la isla de Lesbos, en el este del mar Egeo— es un ejemplo de su idea desprovista de ilu­ siones de la conducta humana. X Mitilene había sido aliada de Atenas en la guerra con­ tra Persia. Los habitantes de aquella ciudad habían te­ mido siempre a los atenienses, pero temían todavía más a Persia. Era el interés propio, más que la religión o el patriotismo, lo que inspiró su alianza con Atenas. De hecho, de no existir la guerra entre Grecia y Persia, que requería unidad entre las ciudades-estado griegas, no ha­ bría habido paz entre Atenas y Mitilene, o entre Atenas 15. Véanse Tucídides: The Peloponnesian War, University of Chicago Press, Chicago, 1989; W. Robert Connor: Thucydides, Princeton U niversity Press, Princeton (N ueva Jersey), 1984; y Bakolas: H um an Nature in Thucydides. 16. Ibídem.



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y Esparta. Tucídides observa que incluso después de la guerra con Persia, Esparta se abstuvo de emplear la vio­ lencia contra Atenas por el respeto que le infundía el poder naval de ésta. Pero en cuanto la posición militar ateniense pareció debilitarse, se reanudaron las hostili­ dades. Así pues, el concepto de equilibrio de poder acce­ dió al pensamiento político a través de Tucídides. En una petición del apoyo de Esparta contra Atenas, los habitantes de Mitilene apelaban no a los ideales de los espartanos sino a su propio interés. Argumentaron que su isla ocupaba una posición estratégica, su flota era fuerte y podían suministrar a los espartanos información secreta esencial sobre los atenienses. El ejemplo más llamativo de Tucídides sobre cómo el poder y el interés propio motivan nuestros cálculos es el llamado diálogo de los melios. Melos era una isla neu­ tral, situada en el centro del Egeo y militarmente vulne­ rable a Atenas. Los atenienses envían un contingente a la isla y dicen con arrogancia a sus habitantes: ^

... pues vosotros sabéis como nosotros que, si el derecho interviene en las apreciaciones humanas para inspirar un juicio sobre idénticas necesidades, los po­ derosos dominan y los débiles ceden.'*^

Dicho de otro modo, puesto que Melos es débil, pue­ de ser tratada injustamente. Los atenienses no tienen nin­ guna necesidad estratégica de Melos, pero la consideran una recompensa que se les debe por liderar las ciudadesestado griegas contra Persia. Tucídides apunta que los ate­ nienses no poseen un sentido trágico del futuro; creen que 17. Véase Tucídides; The Peloporinesian War, V: 89, p. 365.

su grandeza durará siempre y que, por lo tanto, pueden actuar impunemente. Son intrépidos, lo que puede con­ ducir a la arrogancia. Según Tucídides, una política exte­ rior completamente amoral no es práctica ni prudente. Los atenienses no se plantean en ningún momento que los melios lucharán, una presunción que resultará errónea. Entre Atenas y Melos estalla una prolongada guerra que concluye cuando los atenienses —tras la ren­ dición de los melios— matan a los isleños varones y es­ clavizan a las mujeres y los niños. La triste victoria de los atenienses sobre Melos, cegados por el elevado concepto que tienen de sí mismos, es un preludio del desastre mi­ litar de Atenas en Sicilia (similar al de Estados Unidos en Vietnam) al cabo de menos de tres años. Como ocurrió en Vietnam, los atenienses hicieron caso omiso de los sig­ nos de peligro inminente incluso cuando se involucraron más profundamente: Gozando como iban gozando de una fortuna fa­ vorable, los atenienses creían que no podían hallar ningún obstáculo en su camino y que podían acome­ ter cualquier empresa, ya fuese fácil o difícil, tanto si sus recursos eran muchos como deficientes. Y la cau­ sa era el éxito de hechos imprevisibles, que Ies hacía confundir su fuerza con sus esperanzas.” Historia de la guerra del Peloponeso enseña cómo el poder y la opulencia impidieron a Atenas ver las frías fuerzas de la naturaleza humana que yacen justo debajo del barniz de la civilización, amenazando su buena suer18. Véase The Peloponnesian War, IV: 65 y The landmark Thucydides, p. 258. —

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te. Por ejemplo, en los primeros compases de la guerra, después de oír una oración fúnebre de labios del estadis­ ta ateniense Pericles que alaba la virtud, la reacción de los atenienses de «sálvese quien pueda» ante un brote de peste revela precisamente su falta de virtud. La descripción que hace Tucídides de la aceptación de principios contradictorios y las atrocidades delibera­ das demuestra que los males totalitarios del siglo xx son menos exclusivos de lo que cabría suponer." Porque lo que nos choca de los nazis es que perpetraron sus críme­ nes en una sociedad industrializada y socialmente avan­ zada, donde se creían extinguidos los instintos atávicos. Sin embargo, son precisamente los tabúes impuestos por la civilización lo que puede hacer que a veces se entienda el odio como una «renovación de la virilid ad»." Tucí­ dides nos enseña que la civilización reprime la barba­ rie, pero jamás podra erradicarla.*' A sí, cuanto más avanzados social y económicamente sean los tiempos, más necesario es para los líderes conservar el sentido de falibilidad y vulnerabilidad de sus sociedades: ésa j es la defensa definitiva contra la catástrofe.

En la filosofía de Tucídides y Sun Zi es fundamental la idea de que la guerra no es una aberración. Abundan19. Véase Peter Green: Classical Bearings: Interpreting Ancient History and Culture, University of California Press, Berkeley, 1989, p. 24.

20. Véase «The Reinvention of Hatred» en Geoffrey Hartman; A Critic’s Journey, Yale University Press, N ew Haven (Connecti­ cut), 1999. 21. Para un ejemplo de cómo el conflicto saca lo peor de los se­ res humanos, véase The Peloponesian War, III; 82.



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do en los antiguos griegos y chinos, el filósofo francés de mediados del siglo xx Raymond Aron y su contemporá­ neo español José Ortega y Gasset observan que la guerra es inherente a la división de la humanidad en Estados y otras agrupaciones.” La soberanía y las alianzas ra­ ra vez se producen en el vacío; surgen de las diferencias con otros. El concepto opuesto a la guerra en chino, an, si bien se ha traducido tradicionalmente como «paz», en realidad significa «estabilidad».” Así, como apunta Aron, mientras que nuestros ideales han sido general­ mente pacíficos, la historia ha sido a menudo violenta.” Aunque esto debería ser obvio, va repitiéndose dado el tono triunfalista del discurso público en el período posterior a la guerra fría. Por alguna razón el hundi­ miento de un Estado soviético excesivamente centrali­ zado y la retirada del Ejército Rojo de Europa central, en lugar de interpretarse como el retorno a un modelo de conflicto más normal, se ha recibido como la prueba de que la sociedad civil asoma por el horizonte en todo el globo. Puesto que la humanidad, como demuestra Tucídi­ des, está dividida en grupos que se encuentran en ince­ sante oposición entre sí, la característica principal de to­ dos los estados es su manejabilidad; rara vez se puede clasificar a los estados como estrictamente buenos o ma­ los. Tienden por el contrario a actuar bien durante un 22. Véanse Aron; Peace and War: A Theory o f International Relations, p. 321; Ortega y Gasset: The Revolt o f the Masses, p. 129 y Clausewitz; On War, p. 357. 23. Véase el resumen sobre Sun Zi de Ian McGreal en Great L i­ terature ofthe Eastern World, H arperCollins, Nueva York, 1996. 24. Aron; Peace and War: A Theory o f International Relations, p. 300. —

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tiempo y mal durante otro, o bien en un aspecto y mal en otro, mientras navegan sin fin en busca de provecho. Es por ello que la expresión «estado granuja», aunque ocasionalmente apropiado, puede revelar también las ilusiones idealistas de quien la utiliza, por cuanto juzga equivocadamente la naturaleza de los propios estados. Reconociendo que la división entre el bien y el mal suele ser falsa para los estados, Raymond Aron escribe (haciéndose de nuevo eco de Tucídides y Sun Zi) que la crítica del idealismo «no sólo es pragmática sino tam­ bién moral», porque «la diplomacia idealista incurre de­ masiado a menudo en el fanatismo».** De hecho, la acep­ tación de un mundo gobernado por un concepto pagano de interés propio ejemplificada por Tucídides concede a la política mayores posibilidades de éxito: reduce las ilu­ siones, limitando así el radio de acción del error de cál­ culo. El liberalismo basado en la historia reconoce que la libertad no emana de la reflexión abstracta ni de la mo­ ral, sino de las decisiones políticas difíciles que toman los gobernantes actuando en interés propio. Como seña­ la el humanista e historiador danés David Cress, la liber­ tad se desarrolló en Occidente principalmente porque servía al interés del poder.**

25. Ibídem, p. 307. 26. Véase Gress; From Plato to N A T O : The Idea o f the West and Its Opponents, Free Press, Nueva York, 1998, p. 1. —

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V LA VIRTUD MAQUIAVÉLICA

Maquiavelo popularizó el pensamiento antiguo, aun­ que a menudo no estaba de acuerdo con sus pormenores y le daba un giro original y radical. Maquiavelo creía que, puesto que el cristianismo alababa a los dóciles, permitía que el mundo fuese dominado por los malvados: prefería una ética pagana que elevara el instinto de conservación a la ética cristiana de sacrificio, que consideraba hipócrita.' Sin embargo, hay que tener cuidado con Maquiavelo. C o­ moquiera que reduce a menudo la política a simple técnica y astucia, resulta fácil encontrar en sus escritos una justifi­ cación para casi todas las opciones políticas. El Oriente Próximo de finales del siglo XX demuestra la visión penetrante de Maquiavelo de la conducta hu­ mana. En 1988, durante la Intifada palestina, el ministro de Defensa de Israel, Isaac Rabin, al parecer dijo a los 1. Véase el ensayo del profesor Lawrence F. Hundersmarck so­ bre Maquiavelo en lan P. M cGreal (ed): Great Thinkers o f the Wes­ tern World. L a crítica del cristianismo por parte de Maquiavelo está relacionada con la de Friedrich N ietzscbe, quien creía que, equipa­ rando la mansedumbre con la bondad, el cristianismo justificaba, aunque indirectamente, la inacción y la mediocridad. —

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soldados israelíes que «fuesen a romperles los huesos», refiriéndose a los manifestantes palestinos. Otros me­ dios menos violentos no habían conseguido calmar a los manifestantes, mientras que el empleo de munición pro­ vocó víctimas palestinas que, a su vez, engendraron nue­ vos disturbios. El mundo presionaba a Israel para que llegara a un arreglo con los palestinos. N o obstante, Rabin optó por «romperles los huesos». Sabía que sólo los regímenes debilitados y mal dirigidos, como el del difun­ to sha de Irán, transigían con la anarquía callejera. Las ac­ ciones de Rabin fueron condenadas por los liberales esta­ dounidenses. Sin embargo, la posición de Rabin en las encuestas de opinión israelíes comenzó a subir repentina­ mente. En 1992 los electores israelíes de línea dura se pa­ saron al moderado partido laborista sólo porque Rabin encabezaba la lista. Una vez elegido primer ministro, Ra­ bin utilizó sus nuevos poderes para firmar la paz con los palestinos y los jordanos. Isaac Rabin, asesinado por un activista de extrema derecha en 1995, es ahora un héroe para los humanistas liberales de todo el mundo. Los admiradores occidentales de Rabin prefieren olvi­ dar su crueldad con los palestinos, pero Maquiavélo habría entendido que tales tácticas eran esenciales para la «virtud» de Rabin. En un mundo imperfecto, dice Maquiavélo, los hombres buenos inclinados a hacer el bien deBensaber ser malos. Y puesto que todos compartimos el mundo social, añade, la virtud tiene poco que ver con la perfección indivi­ dual y mucho con el resultado político. Así, para Maquiavelo, una política se define no por su excelencia, sino por su desSHIaceTsi no es eficaz, no puede^er virtuosa.* 2. Véase Harvey C. Mansfield; Machiavelli’s Virtue, Universi­ ty of Chicago Press, Chicago, 1966, pp. 20, 33. —

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Al igual que Maquiavelo, Churchill, Sun Zi y Tucídi/des, también Raymond Aron cree en una moralidad de ' resultados y no de buenas intenciones. Tras la subida de Hitler al poder, viendo que la política francesa de desar­ me y negociación con Alemania no constituía ningún sustituto de la preparación militar, Aron escribió que «una buena política se mide por su eficacia», no por su pureza, lo que prueba el hecho de que las verdades pa­ tentes de Maquiavelo se redescubren independiente­ mente en todas las épocas.’ Las tácticas severas de Rabin otorgaron a éste credi­ bilidad para firmar la paz; así pues, sus tácticas poseían virtud maquiavélica. Rabin fue sólo tan brutal como las circunstancias requerían, no más. Luego empleó su fama de brutalidad en beneficio de sus conciudadanos, algo que también recomendó Maquiavelo. Rabin no se ablandó simplemente para evitar la fama de violento al mismo tiempo que permitía que continuara el de­ sorden. También en esto actuó como un verdadero príncipe. En cambio, la decisión de la Administración Clinton, en su primer mandato, de hacer depender la renovación de la posición comercial de China como una de las na­ ciones más favorecidas exclusivamente de una mejora de la situación de los derechos humanos en aquel país no fue virtuosa; no porque la política fracasara en su intento de lograr una mejora de los derechos humanos en China, sino porque estaba claro desde el principio que fracasa-

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3. Véase el artículo de Aron en Esprit, citado en Tony Judt: The Burden o f Responsibility: Blum, Camus, Aron, and the French Twentieth Century, p. 150.



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ría/ Esa política fue mojigata, emprendida con pocas esperanzas de conseguir resultados prácticos, meramen­ te para demostrar aquello que la Administración estado­ unidense entendía como su superioridad moral. En 1999 las Naciones Unidas sancionaron un refe­ réndum sobre la independencia de Timor Oriental, en posesión de Indonesia, que provocó ataques bien orga­ nizados por parte de milicias contrarias a la independen­ cia en ios que la capital, Dili, fue incendiada y miles de personas fueron asesinadas, en muchos casos torturadas y decapitadas. Esta escalada de terror era fácilmente pre­ visible. Meses antes se había advertido reiteradamente a las Naciones Unidas acerca de lo que ocurriría si se cele­ braba un plebiscito sin garantías de seguridad.* Así pues, en su alarmante falta de previsión, mala planificación y caótica puesta en práctica, el ejercicio democrático de la O N U carecía de virtud maquiavélica. En 1957 el rey Hussein de Jordania disolvió un go­ bierno elegido democráticamente que se estaba volvien­ do cada vez más radical y prosoviético, e impuso la ley marcial. Más tarde, en 1970 y de nuevo en los ochenta, tomó medidas enérgicas contra los palestinos, que habían tratado de derribar su régimen. Sin embargo, los actos an­ tidemocráticos del rey Hussein salvaron su reino de unas fuerzas que habrían sido más crueles que él mismo. Al igual que su «hermano de paz» Rabin, el monarca jorda4. Véase el relato de Patrick Tyler, jefe de la oficina de The New York Times en Pekín, en A Great Wall: Six Presidents and China: an Investigative History, The Century Foundation/Public Affairs, Nueva York, 1999. 5. Véase «What Is the Timor M essage?», The Wall Street Jo u r­ nal (29-9-1999). —

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no empleó sólo la violencia justa y no más. En consecuen­ cia, su violencia fue esencial para su virtud. El dictador chileno Augusto Pinochet, por otro lado, empleó una violencia excesiva y, por lo tanto, carece de virtud maquiavélica. Maquiavélo no habría aprobado las acciones de Pinochet, de las Naciones Unidas en Timor Oriental ni la política inicial de Clinton hacia China; en cambio, habría levantado, sonriendo, su copa en honor de Rabin y el rey Hussein en el sosiego de su propiedad toscana. Sustituyendo la virtud cristiana por la pagana, Maquiavelo ha explicado mejor que ningún experto de nuestro tiempo cómo Rabin y Hussein llegaron a ser lo que fueron. Tampoco hay nada amoral en la virtud pa­ gana de Maquiavélo. Isaiah Berlin escribe: «L os valores de Maquiavélo no son cristianos, pero son valores mo­ rales.» Son los valores de la antigua/>o/ís de Aristóteles y Pericles, los valores que garantizan una comunidad política estable.* Tucídides escribe sobre la virtud, lo mismo que mu­ chos autores romanos, especialmente Salustio.* Però Maquiavelo abunda en ella. «Virtud», o virtù en el italiano de Maquiavélo, deriva de vir, la voz latina que significa «hombre». Para Maquiavélo, «virtud» equivale a «valor», «capacidad», «ingenuidad», «determinación», «energía» y 6. Véase el ensayo de Berlin «The Originality of Machiavelli» en su colección The Proper Study o f Mankind. También Montes­ quieu hizo la distinción entre «virtud política» y «virtud cristiana» en The Spirit o f the Laws, Cam bridge University Press, Nueva York (1748), 1989, p. xli. 7. Para una larga discusión sobre el concepto de virtud pública de Salustio, véase D .C . Earl: The Political Thought o f Sallust, C am ­ bridge University Press, Cambridge (Reino Unido), 1961. —

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«habilidad»: vigor masculino, pero normalmente en bus­ ca del bien general.® La virtud presupone ambición, pero no sólo en aras del progreso personal. En el capítulo octavo de Elpríncipe, Maquiavelo men­ ciona a Agatocles el Siciliano, que llegó a ser gobernador de Siracusa a finales del siglo iv a.C., para señalar que «la suerte o el favor jugaron un papel muy pequeño o nulo» en el éxito de Agatocles. Más bien fue «superando innu­ merables dificultades y peligros» y «ascendió en la milicia y adquirió poder». Sin embargo, Maquiavelo dice que «no puede llamarse virtud a matar a los propios conciu­ dadanos, traicionar a los propios amigos, ser traidor, despiadado e irreverente» cuando se carece de un propó­ sito elevado, como fue el caso de Agatocles. La virtud pagana de Maquiavelo es virtud pública, mientras que la virtud judeocristiana es, las más de las veces, virtud privada. Un ejemplo célebre de buena vir­ tud pública y mala virtud privada podrían ser las elusiones un tanto maliciosas de la verdad por parte del presi­ dente Franklin Delano Roosevelt para lograr que un Congreso aislacionista aprobara en 1941 la Ley de Prés­ tamo y Arriendo, que autorizaba el suministro de arma­ mento a Inglaterra. «En efecto —escribe el dramatur­ go Arthur Miller sobre Roosevelt—, la humanidad está en deuda con sus mentiras.»’ En sus Discursos sobre la primera década de Tito Livio, Maquiavelo aprueba el fraude cuando sea necesario para el bienestar de la 8. Véase el apéndice de Russell Price en su traducción de The Prince. Véase también Plutarco: The Lives o f the Noble Grecians and Romans I, p. 291. 9. Véase el ensayo de Miller «American Playbouse», Harper's (junio de 2001). —

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polisT Ésta no es una idea novedosa ni cínica: Sun Zi es­ cribe que política y guerra constituyen «el arte del enga­ ño», que, si se practica sabiamente, puede conducir a la victoria y la reducción del número de víctimas." El he­ cho de que sea un precepto peligroso y fácil de emplear mal no lo despoja de aplicaciones positivas. Por supuesto que la virtud militar de Maquiavélo y Sun Zi no siempre es conveniente para el liderazgo civil. Los generales deben usar el engaño; los jueces, no. Me re­ fiero únicamente a la política exterior, en la que la violen­ cia y la amenaza de su aplicación se emplean sin recurrir a ningún tribunal. Si bien las instituciones internacionales se están consolidando, todavía no están lo bastante desa­ rrolladas como para cambiar esta cruel realidad.

Nicolás Maquiavélo nació en 1469 en Florencia, en el seno de una familia noble venida a menos. Su padre no pudo permitirse darle una buena educación y el joven Maquiavélo trabajó bajo la tutela de maestros oscuros. Hasta cierto punto fue autodidacto, lo que le salvó de las abstracciones escolásticas que impregnaban la cultura de su época. La oportunidad de Maquiavélo llegó en 1498 con la ejecución de Girolamo Savonarola, un monje aus­ tero cuya política extrema desembocó en una repulsa popular y la elección de un gobierno republicano más moderado en la ciudad-estado de Florencia. Maquiavelo, que por entonces contaba veintinueve años, fue nom­ brado secretario del consejo militar y diplomático de la república. Durante los catorce años siguientes fue uno 10. Véase Mansfield; Machiavelli’s Virtue, p. 61. 11. Véase Sun Zi; The Art ofW arfare, p. 74. —

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de los principales diplomáticos de Florencia, lo que le permitió viajar a la Francia de Luis X II y conocer civiliza­ ciones distintas a la suya. Cuando la caída de la dinastía Borgia sumió el centro de Italia en la confusión, Maquia­ velo, en 1505, visitó a los oligarcas más importantes de Perusa y Siena para tratar de hacerlos aliados de Floren­ cia. Al año siguiente presenció directamente el feroz so­ metimiento de Perusa y Emilia por el papa guerrero Ju ­ lio II. Al mismo tiempo que mandaba despachos a Floren­ cia sobre los progresos de la campaña de Julio, Maquiave­ lo tuvo que visitar los campamentos de soldados florenti­ nos y pagar su reclutamiento en la lucha para volver a tomar Pisa. N o obstante, en cuanto Pisa fue recuperada en 1509, Florencia se vio amenazada por Francia y España. La carrera política de Maquiavelo terminó abrupta­ mente en 1512 con la invasión de Italia por fuerzas espa­ ñolas fieles al papa Julio. Enfrentados al saqueo de su ciu­ dad, los florentinos se rindieron y su república —^junto con sus instituciones públicas— fue disuelta. Progresista por naturaleza, Maquiavelo había reemplazado las fuer­ zas mercenarias de la república por milicias de ciudada­ nos. Pero las nuevas milicias no consiguieron salvar Flo­ rencia y la familia Médicis regresó del exilio como la oligarquía dominante. Maquiavelo les hizo ofertas de in­ mediato, pero fue en vano; los Médicis le destituyeron de su cargo y lo acusaron de tomar parte en una conspi­ ración contra el nuevo régimen. Tras ser encarcelado y torturado en el potro, M a­ quiavelo fue autorizado a retirarse a su granja. Allí, en 1513, se encerraba todas las noches en su despacho y meditaba sobre la historia de Grecia y Roma antiguas, comparándola con su considerable experiencia de go­ bierno, que, como la de Tucídides, incluyó responsa­ —

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bilidades militares, fracaso y humillación pública. La sabiduría de ambos hombres fue consecuencia de sus errores, mala suerte y sufrimientos. En el caso de Maquiavelo, el resultado fue E l príncipe, su obra más co­ nocida sobre política, publicada en 1532, tras su falleci­ miento. Se trataba de una guía para ayudar a Italia y su querida Florencia a defenderse contra los antagonistas extranjeros intolerantes. Al enseñar a la reinstalada fa­ milia Médicis cómo honrarse a sí mismos y a Florencia, Maquiavélo escribió movido por la profunda tristeza por la condición humana, que conocía personalmente: Me río, y mi risa no está dentro de mí; ardo, y la ira no se ve por fueraT La Italia a la que Maquiavélo hizo frente estaba divi­ dida en pueblos y ciudades-estado, «sometida a faccio­ nes mortíferas, golpes de estado, asesinatos, agresiones y derrotas guerreras».’* Maquiavélo creía que «puesto que uno debe partir de la situación actual, sólo puede traba­ jar con el material del que dispone»." Sin embargo, la 12. Véase William Manchester: A World L it Only by Fire: The M edieval Mind and the Renaissance; Portrait o f an Age, primera edición en rústica. Little, Brown, Boston, 1992, p. 100. 13. Citado de Jacques Barzun; From D aw n to Decadence: 500 Years o f Western Cultural Life; 1500 to the Present, HarperCollins, Nueva York, 2000, p. 256. [Versión en castellano: D el amanecer a la decadencia: 500 años de vida cultural en Occidente, Taurus, Madrid, 2001.] Véase también M aquiavélo: Florentine Histories, Princeton University Press, Princeton (Nueva Jersey), 1991. [Versión en caste­ llano: H istoria de Florencia, Alfaguara, Madrid, 1978.] 14. Barzun: From D aw n to Decadence: 500 Years o f Western Cultural Life, p. 256.

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Italia de principios del Renacimiento, como demuestra el legado artístico, literario y económico, poseía una cul­ tura cívica profundamente arraigada y apoyada por am­ plias comunidades culturales. La anárquica situación que comparten Costa de Marfil, Nigeria, Pakistán, In­ donesia y otros lugares en la actualidad puede ser peor, de modo que los políticos estadounidenses, en vez de andarse con cumplidos y condenar los elementos franca­ mente autocráticos, no tendrán más remedio que traba­ jar con el material disponible. En Indonesia, por ejem­ plo, obligar a los nuevos gobernantes democráticos a que segreguen todavía más a los militares —antes inclu­ so de consolidar su poder y sus instituciones— proba­ blemente conduciría al sangriento hundimiento del país y no a una democratización más rápida. Maquiavelo salió a relucir en las conversaciones que mantuve con líderes políticos y militares en Uganda y Sudán a mediados de los ochenta, en Sierra Leona a principios de los noventa y en Pakistán a mediados de esa misma década. En todos esos lugares —amenazados por la corrupción, la anarquía y la violencia étnica— el reto consistía en mantener el orden civil y la integridad del estado por todos los medios y con todos los aliados posibles. Si bien el objetivo final era moral, los medios eran a veces ofensivos. En los casos de Uganda y Pakis­ tán, significó golpes de estado. Después de derrocar al líder electo de Pakistán, Nawaz Sharif, en octubre de 1999, el general Pervez Musharraf llamó al comandante en jefe de las fuerzas estadounidenses en Oriente Próxi­ mo, el general Anthony C. Zinni, y le explicó sus accio­ nes con palabras que Maquiavelo bien podría haber em­ pleado. Defendiendo a Maquiavelo, el erudito Jacques Barzun 102-

afirma que si fue realmente un «monstruo moral», enton­ ces «una larga lista de pensadores» —entre ellos Aristóte­ les, san Agustín, santo Tomás, John Adams, Montes­ quieu, Francis Bacon, Spinoza, Coleridge y Shelley, todos los cuales «han aconsejado, aprobado o tomado prestadas máximas maquiavélicas»— constituirían «una legión de inmorales»." N o obstante, el recelo de Maquiavélo ha convertido su nombre en sinónimo de cinismo y falta dé é s c r ú j^ os. Es un odio avivado ofigmàriamente por la C ^ n trai^ o rín a católica, cuyas piedades fueron definidas por Maquiavélo como máscaras para el interés propio. Maquiavélo, preeminente entre los humanistas renacen­ tistas, puso el énfasis en los hombres en lugar de ponerlo en Dios. Insistió en la necesidad política y no en la perfec­ ción moral para formular su ataque filosófico a la Iglesia. De este modo abandonó la Edad Media y contribuyó, junto con otros, a inspirar el Renacimiento reanudando la vinculación con Tucídides, Tito Livio, Cicerón, Séneca y otros pensadores clásicos de Occidente." Maquiavélo examina también los mismos temas que los escritores de la antigua China. Tanto Sun Zi como los autores del Xha,n Guoze —los discursos del período de los reinos guerreros en China— creían, al igual que Maquiavelo, que los hombres son perversos por naturaleza y requieren formación moral para ser buenos TarñBién como Maquiavélo subrayan el poder del interés propio individual para forjar y mejorar el mundq^ Tanto El príncipe como los Discursos sobre la primera 15, Ibídem, p. 258. 16. Maquiavélo fue «el hombre del Renacimiento», escribe el profesor H arvey C . Mansfield. Véase Mansfield; Machiavelli’s Vir­ tue, p. 9. 103-

década de Tito Livio están repletos de ideas estimulantes. Maquiavelo escribe que los invasores extranjeros apoyarán las minorías locales contra la mayoría con el fin de «debili­ tar a los poderosos dentro del propio país», que es como se comportaron los gobiernos europeos en Oriente Próximo en el siglo xix y principios del xx cuando armaron a mino­ rías étnicas contra los gobernantes otomanos. Escribe so­ bre la dificultad de derribar los regímenes existentes por­ que los gobernantes, por muy crueles que sean, están rodeados de hombres leales, que sufrirán si el soberano es destronado; en este sentido, previó la dificultad de sustituir dictadores como Saddam Hussein. «Todos los profetas ar­ mados triunfan, mientras que los desarmados fracasan», es­ cribe, pronosticando el peligro de un Bin Laden. Savonaro­ la fue un profeta desarmado que fracasó, mientras que los papas medievales, junto con Moisés y Mahoma, fueron profetas armados que triunfaron. Hitler fue otro profeta armado, y se necesitó un esfuerzo extraordinario para ven­ cerle. Sólo cuando Mijaíl Gorbachov dijo claramente que no defendería los regímenes comunistas en Europa del Este con la fuerza, el profeta desarmado Vaclav Havel pudo triunfar. Sin embargo, es posible que Maquiavelo vaya demasia­ do lejos. ¿Acaso no fue él mismo un profeta desarmado que consiguió influir en los estadistas durante siglos con un simple hbro? ¿N o fue Jesús un profeta desarmado cuyos seguidores contribuyeron a hacer caer el Imperio romano? Uno debe tener siempre presente que las ideas importan, para bien y para mal, y que reducir el mundo simplemente a luchas de poder equivale a hacer un uso cínico de Ma­ quiavelo. N o obstante, algunos académicos e intelectuales van demasiado lejos en la dirección opuesta: tratan de redu­ cir el mundo simplemente a ideas y descuidan el poder. —

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Maquiavélo sostiene que los valores —buenos o ma­ los— son ineficaces sin armas que los respalden: incluso una sociedad civil necesita policía y un poder judicial creí­ ble para hacer cumplir sus leyes. En con-secuencia, para los políticos, proyectar el poder es lo primero; los valores son secundarios. «El poder de hacer daño es poder de ne­ gociación. Explotarlo es diplomacia», escribe el experto en ciencias políticas Thomas Schelling.’* Abraham Lin­ coln, el príncipe definitivo, comprendió esto cuando dijo que la geografía norteamericana se ajustaba a una nación y no a dos, y que su bando triunfaría siempre y cuando es­ tuviera dispuesto a pagar el precio en sangre.’®El príncipe de Maquiavélo, César Borgia, no consiguió unir Italia contra el papa Julio, pero Lincoln fue lo bastante despia­ dado como para atacar las granjas, casas y fábricas de los civiles sudistas en la última fase de la guerra de Secesión." De este modo Lincoln volvió a unir la zona templada de América del Norte, evitando que cayera en manos de las potencias europeas y dando lugar a una sociedad de masas con unas leyes uniformes.

La virtud es más compleja de lo que parece. Puesto que los derechos humanos son un bien patente, cree­ mos que fomentándolos som os virtuosos. Pero eso no siempre es cierto. Si Estados Unidos hubiese presiona17. Véase Thom as C . Schelling; Arms and Influence, Yale U ni­ versity Press, N ew Haven (Connecticut), 1966. 18. Véase el segundo mensaje anual de Lincoln al Congreso, di­ ciembre de 1862. 19. Véase M ark Grimsley; The H ard H an d o f War: Union Mi­ litary Policy Toward Southern Civilians, 1861-1865, Cam bridge University Press, N ueva York, 1995. —

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do demasiado a favor de los derechos humanos en Jor­ dania, el rey Hussein podría haberse debilitado duran­ te sus luchas por la supervivencia en los años setenta y ochenta. L o mismo puede decirse de Egipto, donde una política estadounidense completamente dominada por la inquietud por los derechos humanos debilitaría al presidente Hosni Mubarak, cuyo sucesor probable­ mente mostraría un menor respeto por los derechos de las personas. El mismo caso se da en Túnez, M arrue­ cos, Turquía, Pakistán, la República de Georgia y mu­ chos otros países. Si bien regímenes como los de Azerbaiyán, Uzbekistán y China son opresivos, el vacío de poder que probablemente los reemplazaría causaría to­ davía más sufrimiento. Para Maquiavelo, la virtud es lo contrario de la recti­ tud. Con su machaconería incesante acerca de los valo­ res, los republicanos y demócratas de Estados Unidos parecen menos pragmáticos renacentistas que eclesiásti­ cos medievales, porque dividen de manera beata el mun­ do entre el bien y el mal. El comentario de Isaiah Berlin, en el sentido de que los valores de Maquiavelo son morales pero no cristianos, plantea la posibilidad de varios sistemas de valores justos pero de coexistencia incompatible. Por ejemplo, si Lee Kuan Yew de Singapur hubiese adop­ tado la doctrina estadounidense de las libertades indi­ viduales, habrían resultado imposible la meritocracia, la honradez pública y el éxito económico auspiciados por su autoritarismo moderado. Mientras que Singa­ pur ocupa uno de los primeros puestos en los índices de libertad económica — libertad respecto a la confis­ cación de bienes, códigos tributarios caprichosos, le­ yes onerosas, etc.— , el estado africano de Benin, una —

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democracia parlamentaria, se encuentra en el cuarto inferior de esos índices." El ideal de Maquiavélo es la «patria bien gobernada», no la libertad individual. Es posible que a veces la «patria bien gobernada» sea incompatible con un medio de comu­ nicación agresivo, cuya búsqueda de la «verdad» puede dar lugar a poco más que informaciones molestas y fuera de contexto, por lo que el riesgo de denuncia puede persuadir a los líderes para concebir nuevos métodos de discreción. Cuanta más «moralidad» exijan los barones de la erudición en situaciones complejas en el extranjero, donde todas las opciones son malas o implican un gran riesgo, más virtù necesitarán nuestros líderes para engañarlos. Así como los sacerdotes del antiguo Egipto, los oradores de Grecia y Roma y los teólogos de la Europa medieval socavaron la autoridad política, también lo hacen los medios de comuni­ cación. Si bien el recelo del poder ha sido fundamental en el credo estadounidense, los presidentes y jefes militares ten­ drán que tomarse un respiro en el acoso de los medios de comunicación para enfrentarse a los retos de la toma de de­ cisiones en décimas de segundo en las guerras futuras. Los ideales de Maquiavélo influyeron en los Padres Fundadores de Estados Unidos. Ciertamente, los funda­ dores norteamericanos tenían más fe en la gente ordina­ ria que Maquiavélo. N o obstante, el recuerdo del desas­ tre de gobierno parlamentario de Oliver Cromwell en la Inglaterra de mediados del siglo xvii los hizo sanamente recelosos de las masas. «Los hombres son ambiciosos, vengativos y rapaces», escribe Alexander Hamilton, ha­ ciéndose eco de Maquiavélo (e, inconscientemente, de 20. The Fraser Institute; «Fconom ic Freedom of the World», The Economist (11-9-1999). —

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los antiguos chinos)^' Es ,por ello que James Madison prefería una «república» (en la que los antojos de las ma­ sas se filtran a través de «sus representantes y agentes») a una «democracia» directa, en la que el pueblo «ejerce el gobierno personalmente».” El núcleo de la sabiduría de Maquiavelo consiste en que la n ecesid ao ^irn aria y el interés propiolimpuTsan la política, y queesto puede ser Bueno en sí mismo, ya que los intereses propios en competencia ponen los cimientos del término medio, mien­ tras que los argumentos morales rígidos conducen a la guerra y el conflicto civil, rara vez las mejores opciones. ^4(4aquiavelo subraya que «todas las cosas de los hom­ bres están en m ovim iento y no pueden perm anecer fijas». Así, la necesidad primaria es irresistible, porque, como explica Harvey C. Mansfield, catedrático en Har­ vard, «un hombre o un país puede permitirse la genero­ sidad hoy, pero ¿qué ocurrirá mañana?».” Es posible que Estados Unidos tenga el poder para intervenir en Timor Oriental hoy, pero ¿podrá permitirse luchar en el estrecho de Formosa y la península de Corea mañana? La respuesta puede ser afirmativa. Si los estadouniden­ ses disponen de recursos para detener una tragedia de derechos humanos a gran escala, es positivo hacerlo, siem­ pre y cuando valoren sus posibilidades no sólo para este día, sino también para el siguiente. En una época de cri­ sis constantes, la «previsión inquieta» debe constituir la columna vertebral dFfo3a política prudente.^* 21. The Federalist, 6. 22. The Federalist, 14. Véase también The Federalist, 10. 23. Véase Mansfield: Machiavelli’s Virtue, p. 88. 24. Ibídem. L a idea de Maquiavelo no es del codo nueva. Tucí­ dides, por ejemplo, elogia a Pericles por su «previsión» (pronoia). —

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VI DESTINO E INTERVENCIÓN

El concepto maquiavélico de previsión inquieta nos conduce a una de las cuestiones más desconcertantes de las relaciones internacionales: ¿cuándo resulta previsible una guerra, una atrocidad o cualquier otro peligro? Polibio, que escribió en el siglo ii a.C., creía que los orígenes de la guerra de Alejandro Magno contra Persia en el año 333 a.C. se remontaban varias décadas, toda­ vía en vida del padre de Alejandro, Filipo II. Polibio, que obtuvo abundante material de su carrera de estadis­ ta griego, explicó que «la causa ocupa el primer lugar en una determinada serie de acontecimientos y el comien­ zo viene después».' Por «causa» entiende las condicio­ nes «que influyen con antelación en nuestros objetivos y decisiones»; por «comienzo», sólo las acciones inmedia­ tas que provocan un cataclismo. Así, las decisiones tomadas por los líderes yugosla­ vos a finales de los ochenta y principios de los noventa fueron simplemente el comienzo de la reciente guerra, 1. Véase Polibio: The Rise o f the Rom án Empire, Penguin, N ueva York, 1979, pp. 183-184. —

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no su causa. Ésta podría tener su origen en la guerra ci­ vil yugoslava que se desarrolló durante la Segunda Gue­ rra Mundial, o, más probablemente, a principios de los ochenta, cuando una economía frágil, una estructura de seguridad en decadencia desde la guerra fría y una insu­ rrección étnica albanesa contra los serbios en Kosovo se combinaron para intensificar el conflicto étnico y propi­ ciar condiciones favorables a una mayor violencia. Condiciones favorables no significa inevitabilidad, sino simplemente una posibilidad grande si los políticos no hacen caso de lo evidente. Yugoslavia no era tan in­ tratable ni compleja como para que Margaret Thatcher no hubiese podido evitar que la guerra se propagara a Bosnia golpeando furiosa la mesa con su bolso en cual­ quiera de las reuniones celebradas por la O T A N en 1991 o principios de 1992, de haber sido todavía la primera ministra británica. Puesto que la detección temprana es una condición sine qua non de la prevención de crisis, y dado que cir­ cunstancias individuales como el golpe en el seno del partido conservador que derrocó a Thatcher en 1990 no se pueden prever, la política exterior ha de ser el arte de organizar inteligentemente aquella información que sí se pueda prever, con el fin de establecer un marco de refe­ rencia, aunque impreciso, de los acontecimientos futu­ ros. Ésa es la enseñanza de la «previsión inquieta» de Maquiavelo. Lo que se puede prever es aquello que cambia lenta­ mente o no cambia en absoluto; el clima, los recursos bá­ sicos, el ritmo de urbanización, las relaciones interétni­ cas, el poder de la clase media, etc. Un motivo de que las Naciones Unidas sigan de cerca los índices de alfabetiza­ ción y fertilidad (y luego clasifiquen los países según un —

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índice de Desarrollo Humano basado en tales factores) es que son descriptivos del presente e instructivos sobre el futuro. La suspensión de la segunda vuelta de las elecciones argelinas, en enero de 1992, no fue la causa del terrorismo islámico ni del conflicto civil en Argelia, sino tan sólo su comienzo, i ^ t re las causas figuran los índices sorpren­ dentemente elevados de crecimiento demográtic o y u rbanización en las décadas anteriores a 1992, de modo que legiones de varon es) óvenes frustrados y sin empleo inundaban las ciudades y los suburbios.* También hay que tener en cuenta la reinvención del islam en un escena­ rio urbano moderno e impersonal que lo dota de un rigor ideológico del que carecía en las zonas rurales. Estas cir­ cunstancias podrían haber puesto fácilmente a los políti­ cos sobre la pista del conflicto inminente en Argelia. En 1989, cuando cayó el muro de Berlín, un analista que confiara únicamente en las pruebas de la historia, la cultura y la geografía habría podido prever el estado de los antiguos países miembros del Pacto de Varsovia una década más tarde. Antes de la Segunda Guerra Mundial y del aplastamiento de Europa del Este por parte del Ejérci­ to Rojo, los territorios católicos y protestantes de Alema­ nia del Este, Polonia, Hungría y Checoslovaquia occiden­ tal — todos los cuales habían formado parte del Imperio de los Habsburgo— se habían vanagloriado de poseer una clase media amplia y enérgica. La producción industrial en 2. Las décadas posteriores al colonialismo vieron cómo la po­ blación argelina se duplicaba en cada generación, mientras que el número de habitantes urbanos en relación con el resto de la pobla­ ción aumentaba en más de un 5% cada año. Entre las fuentes figu­ ran el Population Reference Bureau y el Banco Mundial. —

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el oeste de Checoslovaquia rivalizaba con la de Inglaterra y Bélgica. La situación era distinta en las naciones balcánicas de culto ortodoxo y en Rusia, abrumadas por siglos de ab­ solutismo bizantino, otomano y zarista, donde las clases medias eran puntos diminutos en medio de un vasto cam­ pesinado. De esas naciones más pobres, Rusia fue siempre la más desfavorecida, con un tejido social desgarrado por más décadas de comunismo que los Balcanes y problemas más complicados si cabe por el tamaño, la diversidad ét­ nica y la proximidad a las regiones menos estables de Asia. N o es de extrañar que, en el año 2000, el grado de desarrollo económico en Europa del Este fuese aproximadamente el mismo que antes de la Segunda Guerra Mundial, siendo la parte septentrional de la re­ gión, el antiguo Imperio de los Habsburgo, la más prós­ pera, por delante de los Balcanes y de Rusia, la peor si­ tuada. Entre tanto Croacia, obedeciendo el destino de un territorio fronterizo entre Europa central y los Bal­ canes, fue desgarrada por la violencia balcánica en los años noventa, pero ahora avanza hacia la sociedad civil más deprisa que sus vecinos meridionales. Existen algunas excepciones a esta pauta histórica y cultural; los serbios, que están peor que muchos rusos ur­ banos; los católicos de etnia húngara en el norte de Serbia, que están peor que los rumanos ortodoxos de Bucarest; y, asombrosamente, Grecia, una nación balcánica y orto­ doxa que está situada por delante de Polonia, la Repúbli­ ca Checa y Hungría en el índice de Desarrollo Humano de las Naciones Unidas.’ Pero que Grecia escapara del 3. Véanse los distintos índices de D esarrollo H umano publica­ dos anualmente por el Programa de Desarrollo de las Naciones Unidas. —

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comunismo y el subdesarrollo balcánico requirió una contrainsurrección respaldada por Estados Unidos que combatió las guerrillas comunistas, seguida por 10.000 millones de dólares en concepto de ayuda de la Doctrina Truman (en dólares de la década de 1940) para un país con sólo 7,5 millones de habitantes, y una gran injerencia por parte de la C IA en la política interior griega durante los años cincuenta. Las ventajas de utilizar modelos históricos y cultura­ les para vislumbrar el futuro son evidentes, pero tam­ bién lo son los inconvenientes. ¿Qué habría ocurrido si la Administración Truman hubiese abandonado a Gre­ cia? A finales de los cuarenta, Grecia se encontraba atra­ sada económicamente, sin una clase media tradicional, desgarrada por las disensiones civiles, no expuesta a la Ilustración occidental y geográfica y espiritualmente más próxima a Rusia que a Occidente. La historia y la geogra­ fía indicaban que ayudar a Grecia era una causa perdida. Sin embargo, funcionó. Y por muy cara que resultara la intervención estadounidense en Grecia fue barata com­ parada con el coste en gastos de defensa y sufrimiento humano porque evitó que Grecia se convirtiera en un sa­ télite soviético en 1949. El desmembramiento de la Unión Soviética es otro argumento contra lo que Isaiah Berlin descartó como «inevitabilidad histórica».'* Por muy enfermizo que fue­ se el sistema soviético, el espectáculo de un imperio con­ tinental desmoronándose rápidamente sobre sus cimien­ tos, sin un ejército invasor que lo instigara, tuvo pocos precedentes en la historia. Fue esta conclusión dramática 4. Véase el ensayo de Berlin del mismo título en Four Essays on Liberty, O xford University Press, Oxford, 1969. —

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e imprevista de la guerra fria lo que incitó a uno de los colegas de Berlin a declarar: «La “ inevitabilidad” tiene bastante mala fama.»’ Un argumento conmovedor contra la inevitabilidad son los Shi ji (Recuerdos históricos o hechos históricos memorables), de Sima Qian, el Tucídides de la antigua China, cuya historia de Ias dinastias Qin y Han incluye muchos pasajes como éste: Chen She, nacido en una humilde choza con ven­ tanas diminutas y una puerta de adobe, jornalero en el campo y recluta de guarnición, cuyas aptitudes no alcanzaban ni tan siquiera la media [...] dirigió un grupo de varios cientos de soldados pobres y cansa­ dos en una revuelta contra Qin. [...] Las armas que improvisaba con azadas y ramas de árbol no podían igualar lo afilado de lanzas y picas; su reducido gru­ po de reclutas de guarnición no era nada al lado de los ejércitos de los nueve estados. [...] Qin [era] un gran reino y durante cien años hizo que las antiguas ocho provincias rindieran homenaje a su corte. Sin embargo, después de hacerse dueño de las seis direc­ ciones [...] un solo plebeyo [Chen She] se enfrentó a él y sus siete templos ancestrales cayeron.* Si el futuro fuese predecible de verdad, la ciencia po­ lítica gozaría de un mayor respeto, y el determinismo —la creencia de que fuerzas históricas, culturales, eco5. Véase Norm an Stone: «There Is N o Such Thing as Inevitabi­ lity», The Sunday Telegraph (28-2-1999). 6. Sima Qian: Records o f the G rand Historian: H an Dynasty /, pp. 12-13.



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nómicas y otros antecedentes determinan de hecho el futuro de individuos y naciones— no tendría tan mala reputación. Las guerras rara vez se han ganado mediante el fatalismo, y las victorias en el campo de batalla contra fuerzas muy superiores han cambiado generalmente el curso de la historia. «Una de las flaquezas perennes de los seres humanos — escribe el difunto historiador britá­ nico Arnold Toynbee— es imputar su fracaso a fuerzas que escapan por completo a su control.»* Un gran líder necesita un cierto sentido del idealismo y la posibilidad. El príncipe de Maquiavélo ha perdurado en parte porque es una guía instructiva para aquellos que no aceptan el destino y exigen la máxima astucia para vencer fuerzas más poderosas. N o obstante, difícilmente se deriva de ello que los políticos deban hacer caso omiso de todos los factores, objetivos y subjetivos, que anuncian las crisis y permiten tomar medidas para tratar de evitarlas.

El determinismo ha sido objeto de debate desde que los estoicos griegos identificaron dos conceptos aparen­ temente contradictorios: la responsabilidad moral indi­ vidual y la causalidad, es decir, la creencia de que nues­ tros actos son la consecuencia inevitable de una serie de acontecimientos previos.* Fue contra el determinismo de la Iglesia católica medieval, según la cual la historia seguía una sola dirección y finalidad, que se rebeló Maquiavelo. La historia del siglo xx hace del determinismo 7. Toynbee: A Study o f History, p. 247. 8. Véase el ensayo de Isaiah Berlin: «From H ope and Fear Set Free», The Proper Study o f Mankind. —

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la cuestión filosófica más sustancial que se presenta ante los políticos de hoy en día, porque detrás de los errores del marxismo y otros desatinos yace el error de leer con excesivo rigor el pasado. Si bien el marxismo es el caso clásico de una filosofía determinista, el determinismo fue también un factor presente en la política contemporizadora de la Alemania nazi en los años treinta. La contemporización revelaba el peligro de una estrecha fijación en el poder — quién lo ostenta y quién no— que pone a uno en la difícil posi­ ción de tomarlo o bien someterse. A saber, el director favorable a la política contemporizadora de The Times de Londres, Geoffrey Dawson, planteó que «si los ale­ manes son tan poderosos como la gente dice, ¿no debe­ ríamos ir con ellos?».’ Chamberlain creía que el rearme de Hitler era una consecuencia preocupante pero inevi­ table de la capacidad industrial de Alemania, su pobla­ ción numerosa y dinámica y su posición estratégica en el corazón de Europa. A sí pues, no se podía detener al líder nazi. A diferencia del respetable y honrado Chamberlain, Churchill era un bebedor y se rodeaba de una «vergon­ zosa pandilla de libertinos».” Fue precisamente una personalidad como ésa, inestable y autoritaria, la que

9. Véanse Albert Wohlstetter: «Bishops, Statemen, and Other Strategists on the Bombing of Innocents», Commentary (junio de 1983), las cartas de respuesta de Bruce Russett, Samuel Huntington y Brent Scowcroft y la réplica de Wohlstetter en el número de di­ ciembre de 1983. 10. Véase la reseña de Michael H ow ard sobre John Lukács: Five D ays in London, May 1940, The N ational Interest (primavera de 2000).



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constituyó un antídoto contra el fatalismo de Cham­ berlain. Dada su exuberancia y su sentimentalismo res­ pecto al Imperio británico, a Churchill le resultaba ini­ maginable un desenlace que el primer ministro inglés no ayudara a forjar. De este modo captó lo ilógico de la actitud de Chamberlain hacia Hitler, que anulaba la in­ fluencia del propio Chamberlain. Churchill era un pluralista por naturaleza: alguien que cree que muchas cosas (particularmente sus propias acciones) interactúan, y que no hay una sola cosa que determine verdaderamente el futuro. Como Ronald Rea­ gan, otro líder que demostró ser más clarividente que el mandarinato de Asuntos Exteriores que le desdeñaba, Churchill estaba dotado de una pasión moral —un odio puro— que resultó más efectiva que el pragmatismo y fatalismo de Chamberlain.” El discurso inaugural de Reagan parece sacado de Churchill: «Yo no creo en un destino que caerá sobre nosotros hagamos lo que haga­ mos. Creo en un destino que caerá sobre nosotros si no hacemos nada.» A Reagan pudo parecerle irracional creer en los ochen­ ta que la guerra fría era transitoria y que el muro de Berlín se desmoronaría. A este respecto, Reagan mostró otra característica del determinismo: la de ser excesivamente racional, un defecto al que los analistas políticos y otros expertos son especialmente propensos. Un hombre me­ ramente racional no habría desafiado a Hitler como lo hizo Churchill. Mientras que Churchill y Reagan representaron la fir­ meza estratégica y moral contra unas fuerzas considera11. Véase Edm und M orris: Dutch: A Memoir o f Ronald R ea­ gan, Random H ouse, Nueva York, 1999, p. 413.



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bles, en 1993 el presidente Clinton pareció encarnar el fa­ talismo de los contemporizadores al no intervenir en la antigua Yugoslavia para detener los crímenes de guerra cometidos por serbios contra musulmanes en Bosnia. Algunas de las críticas más acres contra la opción de Clinton de no intervenir pronto en Bosnia proce­ dieron de los admiradores de Isaiah Berlin, cuya de­ fensa del derecho de los individuos a actuar contra las grandes injusticias y las coacciones de la historia, la cultura y la geografía ocupaba el trasfondo del debate sobre Bosnia. Tanto Berlin como Churchill aborrecían el determinismo, aun cuando la descripción geográfica y cultural que hiciera Churchill en su The River War esté impregnada de él. Es necesario explicar esta apa­ rente contradicción con el fin de diferenciar la previ­ sión inquieta, que es sensata, del determinismo, que a menudo no lo es.

En plena guerra fría, cuando las ciencias sociales iban en ascenso con su promesa de soluciones si podían reunir­ se los datos suficientes sobre la conducta humana —^una época en que muchos eruditos rechazaron los valores burgueses en favor de utopías marxistas y proclamaron que todos ios hombres eran «animales políticos»—, Isaiah Berlin, que residía y enseñaba en Oxford, defendió el pragmatismo burgués, apoyó los «compromisos contem­ porizadores» por encima de la experimentación política, dudó de los valores de las ciencias sociales y se mostró es­ céptico sobre las ventajas de la participación política.'* 12. Michael Ignatieff; Isaiah Berlin: A Life, H olt, Nueva York, 1998, en particular, p. 24.



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Berlin encarna el escepticismo y la valentía intelectual a los que todos los estadistas deberían aspirar. Berlin resumió su ataque contra el determinismo en una conferencia pronunciada en 1953 y publicada al año siguiente bajo el título de «Inevitabilidad histórica», en la que tacha de inmoral y cobarde la creencia de que enormes fuerzas impersonales como la biología, la geo­ grafía, el entorno, las leyes de la economía y las caracte­ rísticas étnicas determinan nuestras vidas.’* Berlin criti­ ca a Toynbee y Edward Gibbon por ver las «naciones» y «civilizaciones» como entidades «más concretas» que los individuos que las personifican, y por ver abstraccio­ nes como la «tradición» y la «historia» como «más sa­ bias que nosotros». Michael Ignatieff, biógrafo de Ber­ lin, escribe: «El núcleo de su concepto moral reside en una intensa aversión por los intentos de negar a los seres humanos su derecho a la soberanía moral. Tanto el co­ munismo como el fascismo fueron culpables de ello por el modo en que trataron de adoctrinar a sus adeptos y li­ quidar a sus enemigos.»"

La geografía, las características de grupo, etc. influyen en nuestras vidas, pero no las determinan; los individuos son más concretos que las naciones a las que pertenecen; el libre pensamiento es esencial en nuestra naturaleza, y mientras la historia pueda ser más sabia que nosotros, no podemos conocer su rumbo, aun cuando los políticos deben utilizar todos los medios a su alcance para antici­ parse a los acontecimientos. Si bien estos puntos pare13. El ensayo está incluido en Berlin: Four Essays on Liberty. 14. Véase Ignatieff. Isaiah Berlin: A Life, p. 200. 119-

cen evidentes, se necesitaba valor para sostenerlos en el mundo académico en el que Berlin se movía, que se ha­ llaba entonces en las fauces del marxismo y otras modas pasajeras de las ciencias sociales. H oy en día el marxismo y el fascismo contra los que Berlin dirige sus ataques han sido vencidos. Pero otras ideologías deterministas —el islamismo radical y la fe ciega en la tecnología, por ejemplo— seguirán evolucio­ nando, y es por ello que creo que la literatura antitotali­ taria de Berlin sobrevivirá mucho tiempo después del si­ glo XX. Sin embargo, los retos de la política exterior de hoy no pueden resolverse sin remitirse hasta cierto pun­ to al entorno, la demografía, las circunstancias históricas y otros factores que Berlin, en su ataque devastador con­ tra todas las formas de determinismo, parece a primera vista rechazar. Parafraseando al filósofo alemán Immanuel Kant, Ber­ lin dice que el determinismo es incompatible con la mora­ lidad porque sólo aquellos «que son los verdaderos auto­ res de sus actos [...] pueden ser alabados o censurados por lo que hacen».” N o está diciendo que el entorno, la de­ mografía y las circunstancias históricas no importen, ni que no afecten a la opción individual; dice tan sólo que en el análisis final, todos nosotros —periodistas, estadistas, jefes militares étnicos, etc.— debemos asumir la respon­ sabilidad moral sobre nuestras acciones, por mucho que puedan estar influidas por fuerzas externas. Admitiendo cómo el entorno influye en acciones y deseos, Berlin es­ cribe: «Difícilmente se puede esperar que los hombres que viven en condiciones en las que no hay suficiente co15. Véase Berlin: «The Counter-Enlightenment», en The Pro­ per Study o f Mankind. —

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mida, calor, abrigo y un grado mínimo de seguridad se preocupen por la libertad de contrato o de prensa.»’*

La previsión sobre la base de los índices de fertilidad y urbanización antepone la conducta colectiva a la opción personal y descansa fundamentalmente sobre un supuesto de determinismo biológico: la reacción de los primates al estrés de la superpoblación. Éste es el caso, por ejemplo, de las predicciones de violencia de masas en Ruanda anterio­ res a 1994 y basadas en la disminución de la fertilidad del suelo, un crecimiento demográfico vertiginoso (la mujer ruandesa media concebía ocho veces a lo largo de su vida reproductiva) y los antecedentes de matanzas étnicas en los años sesenta y setenta.’* La previsión de la violencia no la hacía inevitable e incluso habría podido contribuir a impe­ dirla si los funcionarios se hubieran tomado las prediccio­ nes con la suficiente seriedad y hubieran actuado a tiempo. Quizá parezca insistir en lo evidente, pero ha habido una tendencia entre algunos periodistas e intelectuales a calificar esas predicciones de deterministas simplemente porque advierten de consecuencias poco prometedoras. El Center for Army Analysis de Washington, que ha compilado un impresionante historial de prediccio­ nes de inestabilidad en distintas regiones, considera ios países casi como los actuarios de seguros consideran a las personas: la opción moral del individuo desempeña 16. Véase la introducción de Berlin a Four Essays on Liberty. 17. Véanse Valerie Percival y Thomas Homer-Dixon: Environ­ mental Scarcity and Violent Conflict: The Case o f Rwanda, Univer­ sity of Toronto, 1995; «World Population Data Sheet, 1992», Popu­ lation Reference Bureau, Washington; y Stanley Meisler: «Rwanda and Burundi», The Atlantic Monthly (septiembre de 1973). —

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un papel mínimo o nulo en sus análisis, mientras que las enormes fuerzas impersonales como la geografía y la historia tienen un papel muy destacado. L o s méto­ dos de este centro no son únicos en la comunidad mi­ litar y los servicios de información estadounidenses. Basándose en gran medida en orientaciones históri­ cas, especialmente una tendencia al conflicto étnico, la Agencia Central de Inteligencia (C IA ) advirtió del brote de violencia en Yugoslavia un año antes de que se produjera. Fue una suposición legítima al servicio de la previsión inquieta. Cuando Berlin censura el determi­ nismo, jamás dice que debamos hacer caso omiso de los signos inminentes de peligro. Así, cuando Churchill escribió sobre la incidencia de la geografía, el clima y la historia sobre los habitantes africanos y árabes de Sudán no estaba siendo fatalista; tan sólo comunicaba lo que sabía y había experimenta­ do, ilustrando con ello el extraordinario esfuerzo que se requeriría para cambiar las cosas en aquel país. Esa franqueza es absolutamente necesaria. Tratar cada país y cada crisis como una pizarra en blanco, repleta de posibilidades optimistas, es peligroso; lo que es factible en un lugar puede no serlo en otro. En este sentido, Raymond Aron escribe acerca de «una ética sensata, arraigada en la verdad del “ determinismo probabilista”», porque «la opción humana actúa siempre dentro de ciertas coac­ ciones o limitaciones como la herencia del pasado».’®La 18. Véase el excelente artículo de Daniel J. Mahoney: «Three Decent Frenchmen», The National Interest (verano de 1999), reseña de The Burden o f Responsibility de Tony Judt. Véase también Franciszek Draus (ed.): History, Truth and Liberty: Selected Writings o f Raymond Aron, University of Chicago Press, Chicago, 1985.



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palabra clave aquí es «probabilista», es decir, un determi­ nismo parcial o vacilante que reconoce diferencias obvias entre grupos y regiones pero no simplifica excesivamen­ te, y que deja la puerta abierta a muchas posibilidades. El arte de gobernar con valentía nunca hace apuestas teme­ rarias basadas en la esperanza; actúa cerca de los lími­ tes de lo que parece factible en una situación dada, por cuanto hasta las situaciones más terribles pueden tener desenlaces mejores o peores.

Así, una política exterior responsable requiere un grado limitado de determinismo. También requiere una dosis limitada de contemporización: no capitular nunca ante las flagrantes violaciones de los derechos humanos podría suponer la presencia de tropas estadounidenses patrullando no sólo en Somalia, Haití, Bosnia y Kosovo, sino también en Abjasia, Nagorno-Karabaj, Cachemira, Ruanda, Burundi, Congo nororiental, Sierra Leona, L i­ béria, Angola y muchos otros lugares. La creación de un cuerpo policial de ámbito mundial — organizado por Estados Unidos y otras potencias bajo los auspicios de la O N U — realizaría intervenciones frecuentes y más prácticas. N o obstante, seguiría habiendo discusiones sobre dónde intervenir, sobre todo si el alcance de la atrocidad aumenta en todo el mundo a medida que el crecimiento demográfico, la urbanización y la escasez de recursos agrava el conflicto étnico. Cuando se detienen los abusos de los derechos humanos en cualquier parte, es posible que las tropas internacionales deban permane­ cer allí indefinidamente. En consecuencia, la interven­ ción, aun disponiendo de la voluntad y los hombres ne­ cesarios, será siempre selectiva. ■123

La obsesión de Estados Unidos por el desastre de Múnich demuestra lo selectiva que ha sido siempre la política exterior estadounidense respecto a qué emergencias se consideran importantes y cuáles no. En 1919 los aliados occidentales reconocieron la conquista ilegal de la penín­ sula china de Shandong por parte de Japón. Volvieron a mostrarse contemporizadores cuando en 1932 Japón em­ prendió la conquista de Manchuria. Esto condujo en 1937 al «saqueo de Nanjing», donde los soldados nipones «ma­ taron con sus propias manos» a entre 40.000 y 60.000 civi­ les chinos usando bayonetas, ametralladoras y querose­ no." N o obstante, en las encendidas discusiones sobre Bosnia, Ruanda y Timor, fue Munich lo que normalmen­ te salió a colación; no Nanjing, aun cuando sigue siendo una importante cuestión diplomática sin resolver entre Japón y China. La particularidad de la memoria colectiva sugiere que los estadounidenses serán igualmente juicio­ sos respecto a intervenciones futuras, especialmente da­ das las limitaciones de sus recursos políticos y militares y la enormidad del mundo y sus complejos problemas. Los norteamericanos intervendrán, y deberían ha­ cerlo, cada vez que un interés estratégico irresistible se cruce con un interés moral, como ocurrió en los años treinta tanto en Manchuria como en Europa central y, más recientemente, en Bosnia. Pero, en otros casos, las decisiones de intervenir se basarán en una variedad de factores legítimos; la geografía, las pautas históricas y étnicas, la facilidad de actuación, los puntos de vista de 19. Véase Barbara Tuchman: Stilwell and the American Expe­ rience in China, 1911-45, p. 178. Véase también «G hosts from C hi­ na and Japan», The Economist (29-1-2000). Según algunas estima­ ciones, las víctimas en Nanjing alcanzaron la cifra de 300.000. —

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los aliados y el alcance de la propia determinación, que, si es suficiente, puede pasar por encima de todos los obs­ táculos. La aparición de un verdadero cuerpo policial mundial aumentará el ámbito de participación, pero no ad infinitum. El cristianismo trata de la conquista moral del mundo, mientras que la tragedia griega trata del choque de ele­ mentos inconciliables. Como Maquiavelo manifiesta con crueldad, pero también con precisión, el progreso suele derivar del daño ajeno.^° Al decidir dónde intervenir, los políticos tendrán que poner esas verdades difíciles al ser­ vicio de los objetivos de largo alcance de Washington; la política exterior estadounidense deberá reconocer que, mientras que la virtud es positiva, una virtud excepcional puede ser peligrosa.^' Las personas y su destino importan en todas partes. A sí pues, cada vez que Estados Unidos generalice al res­ pecto y deje de intervenir, será culpable de indiferencia, ignorancia y cálculo político. Por otro lado, no se puede hacer como la cañonera humeante que aparece en El co­ razón de las tinieblas de Conrad, que disparaba indiscri­ minadamente a la oscura inmensidad.^^

20. Véanse Maquiavelo: Discourses on Livy, libro primero; y Mansfield: Machiavelli's Virtue, p. 75. 21. Véase Mansfield, p. 116. 22. Véase Ralph Peters: Fighting fo r the Future: Will America Triumph?, Stackpole, Mechanicsburg (Pensilvania), 1999 y Joseph Conrad: H eart o f Darkness (1902) [Versión en castellano: E l cora­ zón de las tineblas. Alianza, M adrid, 1997.]



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VII LOS GRANDES PERTURBADORES: HOBBES Y MALTHUS

En política exterior, una aceptación modesta del des­ tino conducirá a menudo a la disciplina en lugar de a la indiferencia. La constatación de que no siempre p o ­ demos salim os con la nuestra es la base de un punto de vista que descansa sobre una sensibilidad antigua, por cuanto la tragedia no es tanto el triunfo del mal sobre el bien como el triunfo de un bien sobre otro que causa su­ frimiento. La conciencia de este hecho conduce a una moralidad firme, arraigada tanto en el miedo como en la esperanza. Las ventajas morales del miedo nos llevan a dos filósofos ingleses que, como Maquiavélo, han in­ quietado durante siglos a las personas de buena volun­ tad: Hobbes y Malthus.

Thomas Hobbes nació en 1588 y vivió hasta los no­ venta y un años, una edad asombrosamente avanzada para su época. Aunque la posteridad le tiene por un filó­ sofo pesimista, personalmente fue un genio. Hombre alto y de porte erguido, Hobbes se mantuvo activo hasta _127



el final; y tradujo la Odisea y la Ilíada de Homero a los ochenta y tantos. H ijo de un vicario que le abandonó cuando tenía cuatro años, fue criado por un tío próspe­ ro y estudió en Oxford, donde cursó geografía entre otras disciplinas. Como tutor de un joven rico, William Cavendish, Hobbes tuvo el privilegio de viajar por E u­ ropa y utilizar una magnífica biblioteca, en la que em­ prendió un viaje intelectual que le llevaría a través de los clásicos griegos y latinos, la historia, las ciencias y las matemáticas, todo lo cual compiló en una serie de grue­ sos tomos de filosofía, principalmente en el Leviatán, tan controvertido en vida de Hobbes como en la actuali­ dad debido a su preferencia por la monarquía sobre la democracia y su duda de que los seres humanos tengan la capacidad de opción moral. Hobbes realizó también una traducción de la Historia de la guerra del Pelopo­ neso de Tucídides que sigue leyéndose en la actualidad. Hobbes fue influido por el descontento que se apo­ deró de Inglaterra en los años treinta del siglo xvil, segui­ do por las guerras civiles de 1642-1651. Aunque muchos de sus temas políticos ya se habían articulado antes de la anarquía de los años cuarenta del siglo xvii, aquellos terri­ bles sucesos consolidaron y pulieron sus puntos de vista. En 1642 las quejas sobre los impuestos, los monopo­ lios y el papel del clero condujeron a una guerra entre el rey Carlos I y el Parlamento. El «nuevo ejército mode­ lo» parlamentario avanzó por el suroeste de Inglaterra, mientras que los escoceses rebeldes invadieron el norte. La huida de las tropas monárquicas obligó a Carlos a buscar refugio entre los escoceses, quienes lo entregaron a sus enemigos parlamentarios. Carlos escapó, iniciando así otra orgía de batallas ganadas por el nuevo ejército modelo, que le juzgó y ejecutó en 1649. Luego la lucha —

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se extendió a Irlanda, donde los católicos y monárquicos leales a Carlos II —recién coronado en Escocia y con nuevos aliados escoceses— se rebelaron contra el ejérci­ to parlamentario. Aunque el Parlamento sofocó la re­ vuelta en Irlanda, no pudo evitar que Carlos II se aden­ trara profundamente en Inglaterra. Pero el nuevo rey no tardó en ser derrotado, lo que puso fin a las guerras civi­ les en 1651. El lord protector de la Commonwealth fue Oliver Cromwell, un fogoso puritano que más de dos décadas antes había protagonizado el ataque contra los obispos de Carlos I que contribuyó al inicio de la guerra civil. Cromwell creía que los cristianos podían comunicarse directamente con D ios sin la mediación del clero. Con su genio organizador, había fundado el nuevo ejército modelo del Parlamento, que resultó demasiado podero­ so incluso para la propia institución parlamentaria, lo que obligó a algunos de sus miembros a pedir la ayuda de los escoceses contra él. Fue la escisión entre el Par­ lamento y su ejército lo que alentó a los monárquicos a reanudar la guerra civil, pese a las numerosas bajas. Después de que su ejército disolviera el Parlamento, Cromwell se erigió en un verdadero dictador. Trató de sustituir el Parlamento con un segundo cuerpo legislativo, que, debido a su radicalismo, recibió el nombre de Asam­ blea de los Santos. Fueron los seguidores de Cromwell, conocidos como «cabezas redondas» —a causa de su pelo cortado muy corto— quienes profanaron sepulcros con bajorrelieves e imágenes religiosas, que consideraban ído­ los. Cromwell murió de malaria en 1658. En 1661, tras la restauración del reinado de Carlos II, sus restos embalsa­ mados fueron sacados de la abadía de Westminster y vuel­ tos a enterrar con los de los criminales en Tyburn. —

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Si bien Hobbes residió en Paris durante la mayor parte de ese período, estuvo en compañía de exiliados monárquicos que habían huido de Inglaterra para salvar sus vidas. Así, como Tucídides y Maquiavélo, su filoso­ fía es indisociable de la agitación política que conoció di­ rectamente. Hobbes basaba su filosofía en acontecimientos histó­ ricos y contemporáneos, como hicieran también Tucídi­ des y Maquiavélo; en ellos encontraba ejemplos de cómo los seres humanos se comportaban en función de sus pa­ siones. La historia enseñaba a Hobbes que, así como la vanidad y el exceso de confianza pueden cegar a los hombres, el miedo puede hacerles ver con claridad y ac­ tuar moralmente. Según Hobbes, la virtud está arraigada en el miedo. Y «la esencia de la virtud — escribe H ob­ bes— consiste en ser sociable con los que serán sociables y temible con los que no lo serán».’ Entre los muchos análisis útiles del pensamiento de Hobbes, quizás el más claro es The Political Philosophy of Hobbes: Its Basis and Its Genesis, del experto en ciencias políticas de la Universidad de Chicago Leo Strauss, publi­ cado en 1936.* Para Strauss y otros, Hobbes puede ser el máximo exponente de pesimista constructivo. Su pers1. Véase Leo Strauss: The Political Philosophy o f Hobbes: Its B a­ sis and Its Genesis, University of Chicago Press, Chicago, 1966, p. 49. 2. A menos que se indique lo contrario, mi compendio de la fi­ losofía de H obbes se deriva — además del propio H obbes— de la edición de 1966 de University of Chicago Press del libro de Strauss. Los escritos de Strauss sobre H obbes y otros filósofos han mostra­ do a menudo más claridad que los de académicos de generaciones posteriores, que con frecuencia han criticado a Strauss. N o obstan­ te, incluso los críticos de Strauss admiten que su libro sobre Hobbes fue su mejor obra. —

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pectiva de la naturaleza humana es sumamente .som­ bría. Según Hobbes, el altruismo es antinatural, los se­ res humanos son rapaces, la lucha del hombre contra los demás es la condición natural de la humanidad y la razón suele ser impotente contra la pasión. Este concepto de la naturaleza humana constituye la base para la separación de poderes perfilada en la Constitución estadounidense, como corroboran los comentarios de Hamilton en el sentido de que «las pasiones de los hombres no se someterán a los dictados de la razón sin coacT ción» y de M adison respecto a que «la ambición debe estar hecha para contrarrestar la ambición».’ En un guiño más general a Hobbes, Hamilton y Madison subrayaron con firmeza el poder de los motivos irra­ cionales sobre los ideales. «A menudo los hombres se oponen a una cosa simplemente porque no han tenido parte en su planificación —escribe Hamilton— o por­ que puede haber sido planeada por aquellos a los que tienen aversión.»* Hobbes escribe que los seres humanos se parecen a los otros animales en que están constantemente expues­ tos a múltiples impresiones, las cuales despiertan en ellos temores y apetitos sin fin. Puesto que los seres humanos pueden imaginar el futuro, son menos vulnerables a las impresiones momentáneas. N o obstante, su capacidad de pensar en lo que vendrá les produce apetitos y temo­ res adicionales, sin precedentes en el reino animal. Así pues, el hombre es «el animal más astuto, más fuerte y más peligroso».’ 3. The Federalist, 15 y 51. 4. The Federalist, 70. 5. D e H obbes; D e Homine (1658). Véase Strauss, p. 9. —

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El mayor temor de un hombre, nos dice Hobbes, es a la muerte violenta: morir a manos de otro hombre. H ob­ bes afirma que este miedo «prerracional» constituye la base de toda la moralidad, por cuanto obliga a los hom­ bres a la «concordia» entre sí.* Pero es una moralidad de necesidad, no de elección. Los seres humanos, con el fin de protegerse físicamente, no tienen más remedio que someterse al Gobierno, que Hobbes compara con un Leviatán: lo que Dios, en el Libro de Job, llama el «rey de todos los hijos del orgullo».* Este punto de vista no era del todo original. Aristóte­ les, en el siglo iv a.C., había indicado que la ciudad-esta­ do nace para la defensa de vidas y propiedades contra los criminales.* Y en el siglo xiv Ibn Jaldún, político y soció­ logo árabe, definió «la autoridad real» como aquella que ejerce una «influencia represora» sobre otros hombres, «por cuanto la agresividad y la injusticia forman parte de la naturaleza animal del hombre».* Lo que Hobbes hizo fue explicar con más detalle una idea antigua. Puesto que su propósito inicial es evitar que los hombres se maten unos a otros, el Leviatán es un mono­ polizador de la fuerza. Así, se puede «dar por supuesto» el despotismo como el estado de cosas natural.’“ Hobbes prefería la monarquía a otras formas de gobierno porque reflejaba la jerarquía del mundo natural. Si bien la demo6. Strauss, pp. 17, 22. 7. Véanse Job, 41:26, y H obbes: Leviathan, capítulo 28. 8. Véase Aristóteles: Politics. Por ejemplo, el Libro 1, capítulos 1 y 2, pp. 8,12. [Política, Gredos, Madrid, 1995.] 9. Ibn Jaldún: The M uqaddim ah: An Introduction to History, Bollingen/Princeton University Press, Princeton (Nueva Jersey), 1958, p. 47. 10. Strauss, pp. 60-61, y Leviathan, capítulo 17.



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cracia y otros tipos avanzados de régimen son «artificia­ les», pueden tener éxito, pero requieren un pueblo edu­ cado, además de elites con talento, para echar raíces." «Antes de que los conceptos de justo e injusto pue­ dan darse —escribe Hobbes para la posteridad—, debe existir algún poder coercitivo.»" Porque «allí donde no ha precedido ningún pacto [...] cada hombre tiene dere­ cho a todas las cosas, y, en consecuencia, ninguna acción puede ser injusta».” En resumen, en el mundo violento de los hombres un acto es inmoral tan sólo si es punible. Sin un Leviatán que castigue lo que es incorrecto, no^ puede haber escapatoria del caos del estado natural. En 1995 y 1996 los habitantes de Freetown, la capital de Sierra Leona, estuvieron protegidos por la presencia de mercenarios surafricanos. Cuando éstos se marcha­ ron, en 1997, hubo un golpe militar que desencadenó la anarquía y graves violaciones de derechos humanos. El Gobierno civil sólo recuperó el poder con la ayuda de otro grupo de mercenarios, esta vez procedentes del Rei­ no Unido.” Cuando éstos se fueron, un ejército de ado­ lescentes adictos a las drogas invadió Freetown en di­ ciembre de 1998, matando, mutilando y secuestrando a miles de personas mientras el orden en la capital se rom­ pía por completo. D os años más tarde, cuando la misma turba rodeaba de nuevo Freetown, la comunidad interna­ cional envió comandos británicos para proteger la capi­ tal. Sierra Leona, sin instituciones eficaces, sin economía 11. Ibidem. 12. Leviathan, capítulo 15. 13. Ibidem. 14. Véase Christina Lam b y Philip Sherwell: «Sandline Boss Blames Blair for Carnage in Sierra Leone», The Sunday Telegraph (14-5-2000). —

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y con multitud de jóvenes armados, era una réplica del es­ tado natural.'Lo que necesitaba no eran elecciones, sino un Leviatán, un régimen lo bastante poderoso como para monopolizar el uso de la fuerza y proteger a los habitan­ tes de la anarquía de las bandas armadas. A sí como un ré­ gimen despótico debe preceder a uno liberal, el orden debe preceder a la democracia, porque el Estado en su forma original sólo puede emanar del estado natural. N o servirá de nada celebrar elecciones en Haití o en la Repú­ blica Democrática del Congo si no existe un gobierno ca­ paz de atajar la violencia. La libertad sólo es posible una vez establecido el or­ den. «Decimos que la naturaleza del hombre es la bús­ queda de la libertad —escribe Isaiah Berlin—, aun cuan­ do muy pocos hombres en la larga vida de nuestra raza la han perseguido de veras, y parecen contentarse con ser gobernados por otros. [...] ¿Por qué se debería clasificar al hombre sólo en términos de lo que en el mejor de los ca­ sos pequeñas minorías de aquí y allá buscaron en su pro­ pio beneficio, pero incluso con menos lucha activa?»" El catedrático de Harvard Samuel P. Huntington, en su obra clásica E l orden político en las sociedades en cambio, inci­ de más directamente en Hobbes: «L a distinción política más importante entre países concierne no a su forma de gobierno, sino a su grado de gobierno. Las diferencias en­ tre democracia y dictadura son más pequeñas que las di­ ferencias entre aquellos países cuya política encarna el consenso, la comunidad, la legitimidad, la organización, 15. De Berlin: Four Essays on Liberty, citado por John Gray en Berlin, Fontana/H arperCollins, N ueva York, 1995, p. 141. Berlin escribió esto para explicar las ideas del intelectual liberal ruso del si­ glo X IX Alexandr Herzen.



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la eficacia y la estabilidad y aquellos países cuya política es deficiente en estas cualidades.»” Hobbes afirma que el miedo a la muerte violenta (no el miedo al castigo por un crimen cometido) es la base de la conciencia, y también de la religión. El miedo a la muer­ te violenta es un temor intenso y clarividente que permi­ te a los hombres comprender plenamente la tragedia de la vida. Es a partir de esa constatación que los hombres adoptan las convicciones internas que los llevan a fundar sociedades civiles, mientras que el miedo al castigo es un «temor momentáneo que sólo ve el siguiente paso»." El miedo a la muerte violenta es la piedra angular del interés propio ilustrado. Al establecer un estado, los hombres sustituyen el miedo a la muerte violenta —un temor mutuo que lo impregna todo— por el miedo que sólo aquellos que infringen la ley deben afrontar. Los conceptos de Hobbes son difíciles de entender para la clase media urbana que desde hace ..cmpo ha per­ dido el contacto con el estado natural del hombre. Pero, por muy adelantada cultural y tecnológicamente que sea una sociedad, seguirá siendo civil sólo mientras pueda imaginar de algún modo la condición original del hombre. Por supuesto que las drogas y la biotecnología pue­ den transformar la naturaleza humana en nuestro tiem­ po, pero sólo pueden hacerlo en las regiones avanzadas del mundo, donde quienes poseen el control de estos re­ cursos emplearán, como siempre, principios nobles en la búsqueda de su interés propio. Por otra parte, cuanto mayores sean los progresos en biotecnología, menos te16. Huntington: Political Order in Changing Societies, Yale University Press, N ew Haven (Connecticut), 1968, p. 1. 17. Strauss, pp. 25-26.



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meremos la muerte; y, según los cálculos de Hobbes, más vanidosos y en consecuencia inmorales nos volvere­ mos probablemente. Con más desarrollo tecnológico, nuestras pasiones serán más refinadas y obsesivas, lo que aumentará nuestra propensión a la crueldad. Cuanto más creamos que nos hemos alejado del estado natural, más necesitaremos que Hobbes nos recuerde lo cerca que es­ tamos en realidad de él.

Hobbes fue influido por las ciencias, pero su filosofía se basa en su interpretación de la historia y su observación de los individuos. Quizá ningún otro filósofo tuvo una visión más perspicaz de los motivos que constituyen el funda­ mento de la sociedad civil, lo que puede justificar la reper­ cusión de Hobbes en The Federalist Papers. Cuando Madison escribe que «las causas de la facción no pueden eliminarse y aólo se puede buscar alivio en los medios de controlar sus efectos», recoge la idea de Hobbes de que los seres humanos tienden al conflicto y que la única solución es una fuerza superior y predominante: la cuestión básica del Leviatán de H obbes." Los Padres Fundadores de la Constitución estadounidense tenían un miedo abrumador a la anarquía. Hamilton hace una siniestra descripción del feudalismo, con sus débiles dirigentes que dan lugar a fre­ cuentes batallas señoriales, mientras que Madison defiende los cínicos recursos empleados por Solón, el estadista de la antigua Grecia, para mantener el orden en Atenas." «Una 18. Las cursivas son de Madison. Véase The Federalist, 10. 19. The Federalist, 17 y 38. Solón confesó haber dado a su pue­ blo no el gobierno más conveniente a su felicidad, «sino el más tole­ rable para sus prejuicios».



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NACIÓN sin un g o b i e r n o

n a c i o n a l — escribe Hamilton— es, en mi opinión, un espectáculo horrible.»^® Aunque Hobbes se oponía a la democracia, era un li­ beral que creía que la legitimidad del gobierno deriva de los derechos de los gobernados, algo que le distingue de Maquiavelo^’ Además, Hobbes era un modernizador, ya que en la época de sus escritos la modernización supuso la descomposición del orden medieval mediante el establecimiento de una autoridad central, que él legitim ó F The Federalist Papers podría definirse como una elaboración de la verdad de Hobbes.” Los Padres Fundadores de la Constitución estadouni­ dense empiezan allí donde se quedó Hobbes, con la nece­ sidad de establecer el orden para reemplazar la anarquía, y proteger a los hombres unos de otros. A partir de aquí, los Padres Fundadores pasan a considerar la manera de lograr que el instrumento de ese orden no sea tiránico. «En la concepción de un gobierno —escribe Madison—, la gran dificultad reside en esto: primero hay que capacitar al go-

20. The Federalist, 85. 21. Véase Francis Fukuyama: The End o f History and the Last M an, Free Press, N ueva York, 1992, p. 154. [Versión en castellano: E l fin de la historia y el último hombre. Planeta, Barcelona, 1992]. Véase tam bién Thom as L . Pangle y Peter J. A hrensdorf; Justice Among Nations: On the M oral Basis o f Power and Peace, Universi­ ty Press of Kansas, Lawrence, 1999, p. 150. Aristóteles escribe que los mejores regímenes son aquellos «que buscan el beneficio co­ mún»; véase Aristóteles: Politics, p. 88. 22. Véase Huntington: Po/tíícít/Order ¿wChanging Societies, p. 102. 23. El profesor Burton M. Leiser escribe que «H obbes se anti­ cipó a muchos de los principios esenciales que intervinieron en la fundación de la república americana»; véase el ensayo de Leiser sobre H obbes en lan P. M cGreal: G reat Thinkers o f the Western World, H arperCollins, Nueva York, 1992. —

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bierno para que controle a los gobernados, y a continua­ ción obligarlo a controlarse a sí mismo. La dependencia del pueblo es, sin duda, el control principal del gobierno; pero la experiencia ha enseñado a la humanidad la necesi­ dad de precauciones auxiliares.»" Esas precauciones —que Madison denomina «inven­ ciones de prudencia»— son los mecanismos de control que dividen el Gobierno de Estados Unidos en los poderes eje­ cutivo, legislativo y judicial, y la rama legislativa se bifurca a su vez en un Senado y una Cámara de Representantes.** Pero aun cuando los Padres Fundadores creían me­ nos en la monarquía que Hobbes, se concentraron en el problema de cómo la pasión y el interés propio im­ pulsan a los hombres a perjudicar a otros. De ahí la re­ flexión esperanzada de Madison de que la futura «Repú­ blica de los Estados Unidos» constaría de una sociedad «dividida en tantas partes, intereses y clases de ciudada­ nos que los derechos de los individuos, o de la minoría, correrían poco peligro frente a las combinaciones intere­ sadas de la mayoría». La seguridad, concluye Madison, sería garantizada por una «multiplicidad de intereses» y una «multiplicidad de sectas».** Si bien los Padres Fundadores recorrieron una gran distancia a partir de Hobbes, jamás se alejaron de su te­ sis principal: que el buen gobierno sólo puede surgir de una comprensión astuta de las pasiones de los hombres. Como escribe Madison, «se puede esperar tan poco de una nación de filósofos como de la estirpe filosófica de reyes anhelada por Platón».** 24. 25. 26. 27.

The Federalist, 51. Ibídem. Ibídem. The Federalist, 49.



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N o obstante, así como es imposible concebir la Re­ volución norteamericana sin la invención de los tipos móviles por parte de Gutenberg, también es imposible imaginarla sin la filosofía de Hobbes y Maquiavelo. Fue Maquiavelo quien identificó la necesidad del hombre de adquirir provisiones materiales como la base de cual­ quier conflicto. Y puesto que el futuro es imprevisible, un hombre nunca sabe cuánta riqueza material es sufi­ ciente; de este modo sigue adquiriendo, lo necesite o no. Esto llevó a Hobbes a esbozar un órgano imparcial de supervisión —el Estado— que regulara pacíficamente la lucha por la posesión.” Hobbes, el primer filósofo que distinguió completamente el Estado de la sociedad, previó una autoridad burocrática moderna cuyo objetivo, según él mismo y los Padres Fundadores, no era nunca perseguir el bien supremo, sino únicamente el bien co­ mún.” Los Padres Fundadores suscribieron la idea de la vir­ tud pagana. Reconociendo que la facción y la lucha son esenciales para la condición humana, sustituyeron las es­ feras de la política de partido y el mercado por campos de batalla reales.’®Al igual que Esparta, Estados Unidos sería un «régimen mixto» en el que los distintos poderes 28. Véase H arvey C. Mansfield; M achiavelli’s Virtue, Univer­ sity of Chicago Press, Chicago, 1966, pp. 293-294. Véase también el comentario de Carnes Lord en Maquiavelo: The Prince, Yale U ni­ versity Press, N ew Haven (Connecticut), 1997. 29. Mansfield, pp. 293-294. Véanse Hamilton en The Federa­ list, 6 sobre las utopías engañosas y Paul A. Rahe: Republics Ancient and M odem , University of N orth Carolina Press, Chapel Hill, 1994. 30. Véase Rahe: Republics Ancient and Modern II: New Modes & Orders in Early M odem Political Thought, pp. 94-95. —

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lucharían unos contra otros; pero mientras que Esparta se consagró a la guerra, Estados Unidos —protegido por grandes océanos— se dedicaría al comercio pacífico.*’ El buen gobierno —y, asimismo, la buena política ex­ terior— dependerá siempre de una comprensión de las pasiones humanas, que emanan de nuestros miedos ele­ mentales. Según Hobbes, la razón y la moralidad son res­ puestas lógicas a los distintos obstáculos y peligros que afrontamos en nuestras vidas. Así, la filosofía (la investi­ gación racional) trata de la resolución de fuerzas, y en po­ lítica exterior eso conduce a la búsqueda de orden.**

Puesto que tantos estados del mundo en vías de desarrollo poseen instituciones endebles, la cuestión suprema en la política mundial a principios del siglo xxi será el restablecimiento del orden. Este guión hobbesiano se verá agravado por presiones demográficas. Mien­ tras que la población mundial en conjunto está enveje­ ciendo, durante la próxima década muchas sociedades que ya son pobres y violentas generarán cifras cada vez mayores de jóvenes para los que no habrá suficientes oportunidades de empleo; estas explosiones demográfi31. En Republics Ancient and Modern I I I : Inventions o f Pru­ dence: Constituting the American Regime, p. 172, Rahe escribe: «M adison y sus colegas [...] jam ás dudaron de verdad que Estados Unidos de América era — como la antigua Esparta, aunque de un m odo radicalmente distinto— un régimen m ixto.» Véase también Michael A. Ledeen: Machiavelli on M odem Leadership: Why M a­ chiavelli’s Iron Rules Are as Im portant and Timely Today as Five Centuries Ago, St. Martin’s, Nueva York, 1999, p. 109. 32. Véase la introducción de Michael Oakeshott a H obbes: Le­ viathan, 1997.



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cas de jóvenes serán especialmente comunes en lugares como Cisjordania, Gaza, Kenia, Zambia, Pakistán, Egip­ to, etc. Esto nos lleva a Malthus, el filósofo más relacio­ nado con las consecuencias negativas del crecimiento demográfico. N o s guste o no, las crisis en muchos paí­ ses en el futuro previsible serán de signo hobbesiano y malthusiano. Hace años, en el cuartel general del Mando Militar Central (CEN TCO M ) de Estados Unidos en Tampa (Flo­ rida), me entrevisté con el comandante en jefe, el general de la Marina Anthony Zinni. Comentamos las amenazas que surgían en Oriente Próximo, la zona de responsabilidad del C EN TCO M , y hablamos sobre los menguantes recursos hidráulicos, el crecimiento demográfico y el desafío que esas tendencias planteaban a los distintos regímenes. Los otros militares y estudiosos presentes no pusieron en duda la importancia de esas tendencias. A fin de cuentas, muchos de los escenarios de conflicto en las últimas décadas —In­ donesia, Haití, Ruanda, la franja de Gaza, Argelia, Etiopía, Sierra Leona, Somalia, Cachemira, Islas Salomón, etc.— presentaban índices anormalmente altos de crecimiento de­ mográfico, sobre todo entre los jóvenes, y escasez de recur­ sos antes de los brotes de violencia. Por evidente que esa idea pueda parecer, la debemos a la obra de Thomas Robert Malthus Primer ensayo sobre la población. El ensayo de Malthus, publicado en 1798, era una reacción al optimismo de los pensadores preemi­ nentes de la época, de manera destacada William Godwin en Inglaterra y el marqués de Condorcet en Francia, alen­ tados por la proximidad de un nuevo siglo y el ambiente de cambio y libertad que barría Europa después de la Re­ volución francesa (las guerras napoleónicas todavía no se atisbaban en el horizonte). -

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Godwin creía que los hombres, guiados por la razón, eran perfectibles, y que su racionalidad les permitiría vivir pacíficamente en el futuro sin leyes ni instituciones. En lugar del Estado, proponía comunidades dotadas de auto­ gobierno. Condorcet —que recibió con entusiasmo el co­ mienzo de la Revolución francesa para morir después en prisión como una de sus víctimas— creía, como Godwin, que los seres humanos eran capaces de progresar infinita­ mente hacia una perfección absoluta, con la destrucción de la desigualdad entre naciones y entre clases como con­ secuencia.** Malthus replicó que la perfección humana contradecía las leyes de la naturaleza. Este mismo punto de vista fue suscrito por Tucídides a principios del si­ glo V a.C., Maquiavélo en el siglo xvi, Hobbes en el xvii, Edmund Burke y los Padres Fundadores de la Constitu­ ción americana en el xviii e Isaiah Berlin y Raymond Aron en el xx. Aun cuando las sociedades ideales imaginadas por Godwin y Condorcet llegaran a existir, argumentaba Malthus, la prosperidad, por lo menos al principio, incita­ ría a la gente a tener más hijos que vivirían más tiempo, lo que daría lugar a un crecimiento de población que provo­ caría, a su vez, sociedades más complejas, con elites cerra­ das y subclases. El ocio, agregó Malthus, causaría tanto perjuicio como beneficio. En cuanto a la satisfacción hu­ mana, escribe: «Las sedas finas y los algodones, los enca­ jes y demás lujos ornamentales de un país rico pueden 33. William Godwin: An Inquiry Concerning Political Justice and Its Influence on General Virtue and Happiness (1793) [Versión en Castellano: Investigación acerca de la justicia política, Júcar, Gijón, 1985.] Marqués de Condorcet: Sketch fo r a Historical Picture o f the Progress o f the Hum an Mind (1795) [Versión en castellano: Bos­ quejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano Editora Nacional, Madrid, 1980.]



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contribuir de forma muy considerable a aumentar el valor canjeable de su producción anual; sin embargo, contribu­ yen en un grado muy pequeño a aumentar el volumen de felicidad en la sociedad.»” Cuando Charles Darwin leyó el ensayo de Malthus en 1838, anunció: «Por fin he encontrado una teoría con la que trabajar.»” Darwin veía de qué manera la lucha por los recursos en una población en aumento podía preservar las variaciones favorables y acabar con las desfavorables, con­ duciendo así a la formación de nuevas especies. En 1933 John Maynard Keynes escribió acerca del ensayo de Mal­ thus: «Está profundamente arraigado en la tradición de la ciencia humanística [...], una tradición caracterizada por el amor a la verdad y una lucidez sumamente noble, por una cordura prosaica exenta de sentimiento o metafísica, y por un inmenso desinterés y espíritu público.»” Sin embargo, la principal teoría de Malthus —que la población aumenta geométricamente mientras que los recursos alimenticios sólo lo hacen de forma aritméti­ ca— era errónea. Fue Condorcet quien acertó al prede­ cir que las herramientas de la revolución industrial con34. Véase David Price: «O f Population and False H opes: Mal­ thus and H is Legacy», Population and Environment: A Jou rn al o f Interdisciplinary Studies (enero de 1998). Véase también Malthus: An Essay on the Principle o f Population, N orton, Nueva York, 1988, pp. 110, 122. [Versión en castellano; Primer ensayo sobre la población, Alianza Editorial, S.A., Madrid, 2000.] 35. Véase N o ra Barlow: The Autobiography o f Charles D ar­ win, Collins, Londres, 1958. Véase también John F. Rohe; A Bicen­ tennial Malthusian Essay, Rhodes & Easton; Traverse C ity (Michi­ gan), 1997. 36. Véase la introducción del profesor Philip Appleman a Mal­ thus: An Essay on the Principle o f Population. —

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tribuirían de un modo significativo al rendimiento agríco­ la. Así, Condorcet expuso el defecto fundamental al ren­ dimiento de Malthus: que dado que el alimento y la ener­ gía requeridas para nuestra supervivencia proceden, en última instancia, del Sol, y éste tardará miles de millones de años en apagarse, los métodos que podemos concebir para aprovechar esa energía son virtualmente ilimitados.** Con todo, los teóricos sociales pueden ser juzgados por las preguntas que plantean más que por las que contes­ tan. Si bien Condorcet tenía razón, Malthus fue mucho más allá. Incluso más que Adam Smith en Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones; Malthus introdujo el tema de los ecosistemas en la filosofía política contemporánea, enriqueciéndola en grado sumo. Los hombres podemos ser más nobles que los monos, pero no dejamos de ser seres biológicos. En consecuencia, Malthus sugirió que nuestros políticos —nuestras relacio­ nes sociales— se ven afectados por las condiciones natura­ les y las densidades de población de la Tierra. Malthus, el sexto hijo del adinerado y liberal Daniel Malthus, nació en 1766 con un labio leporino y paladar hendido. En Cambridge estudió matemáticas, historia y filosofía, pero en parte por su defecto de habla decidió entrar en la Iglesia y llevar una vida un tanto retirada en el campo. Padre e hijo estaban muy unidos, y el joven Malthus, un escéptico conservador, mantuvo muchas discusiones amistosas con su progenitor, influenciado éste por los ideales utópicos de Jean-Jacques Rousseau y la Revolución francesa. Aunque no estaba de acuerdo con su conservador hijo, Daniel Malthus se sintió tan 37. Véase Ronald Bailey: «The Law o f Increasing Returns», The National Interest (primavera de 2000). —

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impresionado por el razonamiento del joven que le con­ venció para que plasmara sus pensamientos en papel. El ensayo que se derivó del orgullo paterno perturbó intensamente la paz. Malthus, uno de los hombres más tranquilos y joviales, al que no importunaban nunca las in­ terrupciones (especialmente de los niños, a los que dedica­ ba toda su atención), fue humillado por la elite literaria de la época, entre otros por Wordsworth, Coleridge y Shelley.” Este último calificó a Malthus de «eunuco y tirano» y «apóstol de los ricos» por su realista declaración, basada en la observación empírica, de que «no podemos esperar ex­ cluir a los ricos y la pobreza de la sociedad».” En Canción de Navidad, de Dickens, el personaje Ebenezer Scrooge, que había comentado que los pobres podrían morir y «reducir el exceso de población», satirizaba a Malthus.*® Friedrich Engels tachó el ensayo de Malthus de «blasfemia repugnante contra el hombre y la naturaleza».*’ La teoría geometricoaritmética de Malthus de cómo la pobreza es consecuencia del exceso de población fue sólo un ejemplo de su tesis más amplia sobre las relacio­ nes entre paz social y provisiones. En 1864 John Stuart 38. Véase el ensayo de Appleman. 39. Véase F. L. Jones; The Letters o f Percy Bysshe Shelley, O xford University Press, N ueva York, 1964. Los ataques igual­ mente radicales y farisaicos de Shelley contra la política pragmática y eficaz del vizconde Castlereagh pudieron contribuir al suicidio de éste en 1822. 40. Charles Dickens: A Christmas Carol, Londres, 1843. [Ver­ sión en castellano: Canción de N avidad, Espasa-Calpe, Madrid, 1999.] Véase también la introducción de Appleman a Malthus: An Essay on the Principie o f Population-, y Rohe: Bicentennial Essay. 41. Véase L. Meek; M arx and Engels on the Population Bomb, University of California Press, Berkeley, 1971 —

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Mili señaló en defensa de Malthus que «hasta el lector más ingenuo sabe que Malthus no hizo hincapié en este desafortunado intento de dar precisión numérica a cosas que no la admiten, y cualquier persona sensata debe comprender que esto es completamente superfluo en su razonamiento»/* De hecho, Malthus revisó su ensayo seis veces, y abandonó su argumento numérico al mismo tiempo que mantenía la tesis central; que la población se dilata hasta los límites impuestos por sus medios de sub­ sistencia. Y puesto que los aumentos de provisiones conllevaban incrementos de poblaciones (por lo menos en las sociedades preindustriales y protoindustriales a las que Malthus se refiere), esa deducción era razonable. Allí donde la comida escasea, ya sea por causa de los precios, la mala distribución, la malversación política o la sequía, a menudo se han producido conflictos o padecido enfermedades. En Etiopía y Eritrea, en los años ochenta, vi personalmente cómo una sequía causada en parte por fac­ tores climatológicos y el agotamiento del suelo por una po­ blación en aumento intensificaba el conflicto étnico, que, a su vez, fue manipulado por un régimen etíope asesino. La gente no exhibe pancartas que rezan; «Ahora que somos tantos, actuaremos de manera irracional.» Las explosiones demográficas no provocan agitación por sí mismas, pero agravan las tensiones étnicas y políticas existentes, como en Ruanda y en el archipiélago indonesio, por ejemplo. Malthus escribe que siempre habrá «vicio y miseria» y que «el mal moral es absolutamente necesario para la producción de excelencia moral», ya que la moralidad 42. Véase Stuart Mili: Principies o f Politicai Economy with Some ofTheir Applications to Social Philosophy, Savill and Edwards, Londres, 1867. —

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requiere la elección consciente del bien sobre el mal. «Según esta idea —sigue diciendo— , el ser que ha visto mal moral y ha experimentado desaprobación y repug­ nancia al respecto, es esencialmente distinto al ser que sólo ha visto bien.»*’ Sin mal no puede existir virtud. Es decir, la voluntad de hacer frente al mal con fuerza en los momentos propicios es el sello de un gran estadista. Aunque ahora damos por supuestas estas observacio­ nes, Malthus sigue provocando resentimiento más que cualquier otra figura de la Ilustración. Los humanistas le rechazan debido a su determinismo implícito. Trata la hu­ manidad como una especie en vez de un conjunto de indi­ viduos obstinados. Luego están los que, como el difunto economista clásico Julián Simón, entienden que el ingenio humano resolverá cualquier problema de recursos, ob­ viando que ese ingenio suele llegar demasiado tarde para anticiparse a la agitación política: la Revolución inglesa de 1640, la Revolución francesa de 1789, las revueltas euro­ peas de 1848 y numerosas rebeliones en los imperios chi­ no y otomano acontecieron sobre un fondo de gran creci­ miento demográfico y escasez de alimentos.** Malthus —el primer filósofo que consideró las repercu­ siones políticas del empobrecimiento del suelo, el hambre, la enfermedad y la calidad de vida entre los desfavoreci­ dos— es un agente irritante porque ha definido el debate más importante de la primera mitad del siglo xxi. A medida que la población mundial aumente de 6.000 a 10.000 millo­ nes de habitantes antes de la estabilización prevista, po43. Malthus: An Essay on the Principle o f Population, p.l24. 44. Véase Jack A. Goldstone: Revolution and Rebellion in the Early Modern World, University of California Press, Berkeley, 1991. —

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niendo a prueba el medio ambiente del planeta como nunca antes —con 1.000 millones de personas acostándose ham­ brientas y violencia (política y criminal) crónica en las re­ giones pobres del mundo—, el término «malthusiano» se oirá cada vez con mayor frecuencia en los próximos años.“** Esta situación no puede sino verse exacerbada por el calentamiento del planeta, que un equipo de científicos de las Naciones Unidas cree que provocará grandes inunda­ ciones, enfermedades y sequía que interrumpirán la agri­ cultura de subsistencia en muchas partes del mundo. El ca­ lentamiento del planeta, como fenómeno del mundo físico, es otro ejemplo del dogma de Malthus en el sentido de que los ecosistemas tienen una incidencia directa en la política.^* Aun dejando de lado el calentamiento del planeta, los políticos deberán enfrentarse al peligro de grandes po­ blaciones urbanas, políticamente explosivas, que habi­ tarán zonas de inundación y terremotos por primera vez en la historia, ya sea en el subcontinente indio, en el delta del Nilo, en los tectónicamente inestables Cáucaso, Turquía e Irán, o en China, donde dos tercios de la población, que generan el 70% de la producción indus­ trial, viven por debajo del nivel de inundación de ríos caudalosos.^* Y a medida que la ciencia aprende a prede45. Véase el excelente artículo de M ayra Buvinic y Andrew R. Morrison; «Living in a More Violent World», Foreign Policy (pri­ mavera de 2000). Los índices de homicidios en el mundo aumenta­ ron un 50% en los años noventa: un 15% en el mundo industriali­ zado, un 80% en Latinoamérica y un 112% en el mundo árabe, por ejemplo. 46. Véase Robert Evans: «Report Warns of Impact of Global Warming», Reuters (19-2-2001). 47. Véase Vaclav Smil: China’s Environmental Crisis: An In ­ quiry into the Limits o f N ational Development, Sharpe, Armonk (Nueva York), 1993.



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cir el tiempo y otros fenómenos naturales, los políticos querrán saber qué deparará el futuro a esas regiones eco­ lógica y políticamente frágiles. Esto añadirá otro ele­ mento malthusiano a la política exterior. Si Malthus se equivoca, ¿por qué es necesario demos­ trarlo una y otra vez, en cada década y cada siglo? Quizá porque, hasta cierto punto, existe un miedo corrosivo a la posibilidad de que tenga razón. La imagen de esa joya azulada y frágil que flota en el espacio, vista por primera vez por los astronautas de la nave Apolo en 1969 —y amenazada por el calentamiento, la contaminación, la reducción de la capa de ozono, la urbanización irregular, la escasez de recursos y el crecimiento demográfico— , fue la constatación de que, para que nuestro ecosistema sobreviva y prospere, es preciso observar determinados límites de crecimiento: unos límites que Malthus fue el primero en identificar.

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vili EL HOLOCAUSTO, EL REALISMO Y KANT

En décadas recientes, una abundancia sin preceden­ tes ha llevado a un altruismo y un idealismo inauditos, lo que ha complicado nuestra reacción a las difíciles reali­ dades manifestadas por filósofos como Hobbes y Mal­ thus. Detrás de este altruismo e idealismo acecha la som­ bra del Holocausto. Puesto que la política exterior es, en el fondo, la prolongación de las inclinaciones y condi­ ciones internas de un país, es necesario decir algo al res­ pecto. A principios del siglo xxi el Holocausto se ha con­ vertido en algo más que un recuerdo para los judíos. En Estados Unidos se enseña por ley en las escuelas públi­ cas. En el Capitolio se celebran ceremonias conmemora­ tivas todos los años. El Gobierno federal sufraga la ma­ yor parte de los gastos de mantenimiento del Museo del Holocausto de Estados Unidos, cerca del monumento conmemorativo a Jefferson en Washington, D. C. Peter Novick, en su libro The Holocaust in American Life, lo llama «la atrocidad emblemática», el «criterio en función del cual decidimos qué horrores merecen nuestra aten­ ción» y cuáles no. —

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El Holocausto llegó a tener una importancia enorme, no sólo por su horror intrínseco sino también por las circunstancias específicas de la vida estadounidense una vez concluida la Segunda Guerra Mundial. En los años cincuenta, cuando los judíos se incorporaban rápida­ mente a la sociedad estadounidense, las organizaciones judías norteamericanas rara vez mencionaban el H olo­ causto; optaron por formar parte de la corriente general patriótica en una época en que judíos como Ethel y Julius Rosenberg desempeñaban un papel destacado en las in­ vestigaciones de espionaje de la guerra fría y en que el antisemitismo todavía abundaba.’ Criado en los años cin­ cuenta, el director de cine Steven Spielberg aprendió poco sobre el Holocausto de una cultura que apreciaba el con­ senso y la asimilación. Spielberg declaró que rodar La lis­ ta de Schindler fue «una consecuencia de su creciente con­ ciencia judía», que no se inició hasta los setenta.^ En realidad fue en los sesenta cuando el Holocausto empezó a transformarse de una colección de recuer­ dos familiares marchitos en un acontecimiento totèmi­ co. El éxito de ventas de William L. Shxrer Auge y caída del I I I Reich en 1960 y el juicio contra Adolf Eichmann en 1961 pueden haber jugado un papel más discreto en este proceso que los propios años sesenta, un período de agitación social que desembocó, ya en los setenta, en «una época consagrada a la diversidad [...], la explicación de la etnicidad y la exploración del patrimonio propio», 1. Véase Novick: The Holocaust in American Life, H oughton Hifflin, Boston, 1999, pp. 91-98. Véase también Eva Hoffman: «The U ses of Hell», The New York Review o f Books (9-3-2000). 2. Véase Hilene Flanzbaum: The Americanization o f the H olo­ caust, Johns H opkins University Press, Baltimore (Maryland), 1999, pp. 10-11. —

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en palabras de la estudiosa del Holocausto Hilene Flanzbaum.* El Holocausto no tardó en convertirse en el rela­ to definitorio de una generación de judíos que habían llegado a formar parte de la corriente general secular es­ tadounidense y que, por tanto, requerían un nuevo em­ blema de identificación con sus antepasados étnicos en un momento en que las culturas ortodoxa y yiddish se habían perdido en gran parte. El Holocausto influyó en —y fue influido por— el culto al victimismo que floreció como consecuencia de los años sesenta, cuando mujeres, negros, indios ameri­ canos, armenios y otros colectivos fortalecieron su iden­ tidad mediante referencias públicas a la opresión sufrida en el pasado. Este proceso estaba vinculado a Vietnam, una guerra en la que las fotografías de víctimas civiles —la niña que huía del napalm, por ejemplo— «sustitu­ yeron las imágenes tradicionales de heroísmo».'' El Holocausto adquirió una mayor significación des­ pués del triunfo occidental en la guerra fría, cuando el desmoronamiento del comunismo atrajo la atención ha­ cia los genocidios perpetrados por Stalin y Mao. Luego llegaron las atrocidades en Bosnia y Ruanda, con sus mis­ teriosas similitudes con el Holocausto, especialmente el mortífero aparato burocrático. La identificación con el Holocausto nos enseñó aver a las víctimas en aquellos lu­ gares no sólo como una masa de cadáveres blancos o ne­ gros sino también como individuos, cada cual con una 3. Ibídem, p. 11. Adem ás, N ovick afirma (p. 128) que Shirer dedica sólo un 2 o 3% de su libro de 1.200 páginas al asesinato de judíos europeos; así pues, no conviene exagerar la influencia de su libro en el aumento de la conciencia del H olocausto. 4. Novick, p. 190. —

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vida concreta. El inimaginable ataque de los nazis contra los derechos humanos condujo a una preocupación sin parangón por los derechos del hombre. ^ A Pero fue también la seguridad física y material sin precedentes puesta de manifiesto por los barrios resi­ denciales surgidos en las décadas posteriores a la Segun­ da Guerra Mundial lo que proporcionó a muchos es­ tadounidenses —sobre todo jóvenes— los medios para integrarse en el grado supremo de altruismo: el que no se limita a la propia familia o grupo étnico, sino que se ex­ tiende a toda la humanidad.* Quizá por primera vez en la historia había una generación sin una experiencia di­ recta de pobreza, depresión, guerra, invasión y otros ho­ rrores que los seres humanos han considerado durante si­ glos como elementos corrientes de la vida cotidiana: la guerra fría, por el hecho de ser fría, era también abstracta; mientras que en la guerra de Vietnam, en un grado signi­ ficativo, combatieron las clases menos favorecidas. A me­ dida que se manifestaba la rebelión juvenil de los sesen­ ta, ese capullo suburbano engendraba conformidad y un idealismo enrarecido, un deseo de ir más allá de la política internacional en lugar de participar en ella, con los insatis­ factorios compromisos morales que implicaba. \ Al final de la guerra fría, muchos creyeron que los es­ tadounidenses podrían escapar por fin de la condición humana con la democracia, el capitalismo de libre mer­ cado y un nuevo respeto por los derechos del individuo la política de fuerza y el interés propio de naciones y 5. Para una descripción concisa de los distintos niveles de al­ truismo obtenidos en parte de otras fuentes, véase el capítulo 6 de Cari Coon: Culture Wars and the G lobal Village, Prometheus, Amherst (Nueva York), 2000. —

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otros grupos.* La caída del muro de Berlín infundió la esperanza de que toda la humanidad caminaba hacia el mismo horizonte progresista. Era una intención que Berlin 7 Raymond Aron —haciéndose eco de Tucídi- . des, Maquiavelo, Hobbes y los Padres Fundadores de / / la Constitución americana— tildaron de poco realista, por cuanto semejante ideal se encuentra fuera de la his­ toria, que nunca está exenta de división y conflicto humanos.^ De hecho, la preocupación de la derecha republicana por los «valores» y la de los liberales por la «interven­ ción humanitaria» pueden ser un signo no tanto de una moralidad superior tras la derrota del comunismo como del lujo que proporcionan la paz y la prosperidad. En su aclamada biografía de ficción del emperador Adriano, la novelista Marguerite Yourcenar especula acerca de que en el siglo 11 d.C. la mayor libertad de las mujeres romañas no fue de carácter cívico sino consecuencia de los buenos tiempos.® Aunque la expansión de la riqueza en Estados Unidos puede favorecer un mayor altruismo, la pobreza y la inseguridad —combinadas con el creci­ miento demográfico y la urbanización en las regiones 6. Véase Anatol Lieven; «Q u ’,est-ce qu’une nation?», The N a ­ tional Interest (otoño de 1997). 7. Véanse Michael Ignatieff: Isaiah Berlin: A Life, p. 245; R ay ­ m ond Aron: Peace and War: A Theory o f International Relations, pp. 149, 163; y Alexander H am ilton, Jam es M adison y Joh n Jay: T.(7eR eí¿era/M íPdpers,pp.ll0-lll,233,308,314-315,322,360-361. 8. Marguerite Yourcenar: Memoirs o f H adrian, Farrar, Strauss and Giroux, Nueva York, 1963, p. 116. Si bien se trata de unas me­ morias ficticias, la obra está meticulosamente documentada y ofrece una descripción del pensamiento de Adriano tan detallada como la de cualquier historiador.



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menos desarrolladas del mundo— generarán más cruel­ dad, ya que limitarán el altruismo al ámbito de grupos nacionales y subnacionales. Debemos tener presente que la nueva era de los dere­ chos humanos que los políticos y los medios de comu­ nicación han declarado no es del todo nueva ni del to­ do real. Ya desde los tiempos de Cicerón, los estadistas han proclamado principios morales para una «comuni­ dad humana» que ningún dictador tiene el derecho de abolir.’ En 1880 el primer ministro británico, William Gladstone, afrentado por la deliberada manipulación del poder por parte de Benjamin Disraeli, afirmó que la de­ cencia cristiana y los derechos humanos dirigirían a par­ tir de entonces la política exterior. Gladstone habló de «una nueva ley de las naciones» que protegería «la invio­ labilidad de la vida» incluso en «las aldeas de las monta­ ñas de Afganistán»." Naturalmente, no iba a ser así. Al término de la Primera Guerra Mundial el presidente ame­ ricano Woodrow Wilson proclamó (en palabras muy si­ milares a las de Gladstone) otra era de los derechos hu­ manos, que tampoco llegó a materializarse. En 1928 sesenta y dos naciones —entre ellas Japón, Alemania, Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos— firmaron el pacto de Briand-Kellogg, que proscribía la guerra, y con­ fiaron en la opinión pública para hacerlo cumplir. «Los críticos que se mofan de ello — escribió el secretario de Estado estadounidense Henry L. Stimson— no han valo9. Véase Cicerón: Selected Works, p. 168. 10. Véase Henry Kissinger: Diplomacy, Simon & Schuster, N ue­ va York, 1994 también Carsten Holbraad: The Concert o f Europe: A Study in German and British International Theory, 1815-1914, Longmans, Londres, 1970; y A. N . Wilson: Eminent Victorians, Norton, Nueva York, 1989. —

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rado con precisión la evolución de la opinión pública desde la Gran G uerra.»" Pero los principios general­ mente no se cumplen por sí solos, como Henry Kissin­ ger nos recuerda, y no tardó en estallar la Segunda Gue­ rra M undial." Después de la Conferencia de Yalta, el presidente Roosevelt declaró «el final [...] de la acción unilateral, las alianzas exclusivas, las esferas de influencia, el equilibrio de fuerzas y todos los demás recursos que se han proba­ do durante siglos, y siempre han fracasado»." En su lu­ gar propuso una «organización universal», las Naciones Unidas.” A las pocas semanas, a principios de 1945, Stalin creó una esfera de influencia que mantendría cautiva a la Europa central y oriental durante más de cuatro dé­ cadas. Consciente del peligro, Churchill trató sin éxito de convencer a Estados Unidos para que tomara Berlín y Praga antes de que lo hiciera el Ejército Rojo. Actualmente, en el espíritu de Gladstone, Wilson, Stimson y Roosevelt, se ha declarado una nueva era de los derechos humanos, aun cuando la globalización, con to­ das sus virtudes, demuestra también ser una fuerza que fomenta la urbanización deficiente, la desigualdad econó­ mica y una conciencia étnica intensificada, responsables en algunos casos de instigar el extremismo político y la consiguiente violación de derechos humanos.

11. H enry L. Stim son y M cGeorge Bundy; On Active Service in Peace and War, H arper & Brothers, N ueva York, 1948, p. 259. 12. Véase Kissinger: Diplomacy, p. 372. 13. Véase Robert Dallek: Franklin D. Roosevelt and American Foreign Policy, 1932-1945, O xford University Press, N ueva York, 1979, p. 520.

14. Ibidem. —

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Los valores, aunque sean universales en principio, requerirán siempre el uso de la fuerza y el interés propio para su cumplimiento. En los años noventa, el Vaticano, el Patriarcado Ortodoxo Oriental y las Naciones Uni­ das reaccionaron a los crímenes de guerra en los Balca­ nes no con una condena inequívoca sino con vacilación, exactamente como habían reaccionado instituciones similares a los crímenes de los nazis. Esperar de los se­ res humanos y las organizaciones que velen por los inte­ reses ajenos antes que por los propios equivale a pedirles que renuncien a su instinto de conservación. Incluso en el caso de las agencias de ayuda humanitaria y otras or­ ganizaciones no gubernamentales, el interés propio es prioritario; ejercen presiones para intervenir en zonas en las que son activas en lugar de otras en las que están menos presentes. Uno de los motivos por los que los medios de comunicación prestaron tanta atención a Bos­ nia y, comparativamente, poca a las atrocidades étnicas concurrentes en Abjasia, Osetia del Sur y Nagorno-Karabaj fue que las agencias de ayuda humanitaria —a ve­ ces las mejores fuentes de los medios de comunicación— eran más activas en los Balcanes que en el Cáucaso. Pues­ to que el mundo está lleno de crueldad e incluso nuestras mejores intenciones son a veces menos de lo que parecen, las enseñanzas morales del Holocausto —esa «atrocidad emblemática»— serán difíciles de aplicar a nuestra satis­ facción en muchos lugares.

Es la geografía lo que ha contribuido a preservar la economía de Estados Unidos y el factor que en el fondo puede ser el responsable de su altruismo panhumanista. Como señala John Adams, «no existe una providencia —

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especial para los norteamericanos, y su naturaleza es la misma que la de los dem ás»." El historiador John Keegan explica que el Reino Unido y Estados Unidos pu­ dieron defender la libertad sólo porque el mar los prote­ gía «de los enemigos de la libertad sin salida al mar». El militarismo y pragmatismo de la Europa continental, a la que los estadounidenses se han sentido siempre supe­ riores, es consecuencia de la geografía, no del carácter. Los estados e imperios en competición lindaban entre sí en un continente muy poblado. Las naciones europeas no podían retirarse nunca al otro confín de un océano en caso de un error de cálculo militar. Así pues, sus políti­ cas exteriores no podían fundarse en una moralidad uni­ versalista, y se mantuvieron bien armadas unas contra otras hasta que fueron dominadas por la hegemonía de Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial. Alexander Hamilton afirma que si Gran Bretaña no hu­ biera sido una isla sus efectivos militares habrían sido tan autoritarios como los de la Europa continental, y «con toda probabilidad» el Reino Unido habría llegado a ser «víctima del poder absoluto de un solo hom bre»." Los vastos océanos han proporcionado a Estados Unidos la protección necesaria para hacer progresar los principios universalistas. Sin embargo, en un mundo cada vez más pequeño, en el que Oriente Próximo y el Africa subsahariana estarán militarmente tan cerca de Estados Unidos como Prusia lo estuvo de la Turquía otomana, el margen para el error de cálculo seguirá re­ duciéndose. Así, una variante del pragmatismo europeo 15. Véase Adams: Works, Little, Brown, Boston, 1850-1856, 4:401. 16. The Federalist,



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podría infiltrarse entre el público norteamericano y sus políticos. La moralidad de Wilson es atractiva sólo mien­ tras los estadounidenses crean que son invulnerables. La voluntad pública de abandonar la misión humanitaria en Somalia en 1993, después de contabilizada una pequeña cifra de víctimas, y el apoyo público de la guerra aérea en Kosovo en 1999 pudieron ser presagios de esa tendencia. El aislacionismo fue siempre indisociable del idealismo de Estados Unidos, porque, si no podía cambiar el mun­ do, por lo menos podía abandonarlo, como hizo des­ pués de la Primera Guerra Mundial. Pero a medida que la tecnología salva las distancias oceánicas, el binomio de aislacionismo e idealismo empieza a ser reemplazado por el compromiso activo y el realismo. La prudencia disciplinará las pasiones de Estados Unidos más incluso que en el pasado.

La característica definitoria del realismo es que las relaciones internacionales son dirigidas por principios morales distintos a los que rigen la política interior, un concepto justificado por las obras de Tucídides, Maquiavelo, Hobbes, Churchill y otros. La necesidad de esta distinción fue subrayada por el nacimiento del capitalis­ mo moderno: el estímulo para la raison d ’état de Riche­ lieu. A fin de cuentas, ¿qué es el capitalismo moderno sino raison d ’économieV^ La racionalidad requerida para manejar las complejas operaciones económicas del Esta­ do francés burocratizado que surgió a principios del si17. Véase Otto Hintze: «Calvinism and Raison d ’états, en Fe­ lix Gilbert (éd.): The Historical Essays o f Otto Hintze, O xford U ni­ versity Press, Nueva York, 1975. —

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glo XVII suplantó gradualmente la arbitrariedad indivi­ dual de los señores feudales y proporcionó el contexto para el comparable pragmatismo de Richelieu en asun­ tos exteriores. George Kennan observa que la moralidad privada no es un criterio para juzgar la conducta de los estados ni para comparar un estado con otro. «H ay que dejar predominar otros criterios más tristes, más limita­ dos, más prácticos.»" El historiador Arthur Schlesinger Jr. comenta que, en asuntos exteriores, la moralidad no reside en «la proclamación de absolutos morales» sino en «la fidelidad al propio sentido del honor y la decen­ cia», y en «la suposición de que las otras naciones p o ­ seen tradiciones, intereses, valores y derechos propios y legítim os»." Las matanzas étnicas en Bosnia y Ruanda ofendieron el «sentido del honor y la decencia» de los estadouni­ denses, Pero su tardía entrada en Bosnia y su falta de in­ tervención en Ruanda ilustran la dificultad de aplicar la moralidad privada a la política exterior. Tanto si se apo­ yaba como si no la intervención en esos casos —e inclu­ so admitiendo que habría podido hacerse algo más por poco precio y riesgo, especialmente en Ruanda—, era legítimo que los políticos se preocuparan por la posi­ bilidad de que E stados U nidos se atascara, como en Vietnam, en los Balcanes y en África centrooriental. En octubre de 1993, seis meses antes de la crisis en Ruanda,

18. Véase Kennan: Realities o f American Foreign Policy. 19. Véase Arthur M. Schlesinger Jr.: The Cycles o f American History; citado en George F. Kennan: A t a Century’s Ending: R e­ flections, 1982-1995, N orton, Nueva York, 1996, p. 213. Kennan observa que el punto de vista de Schlesinger está «firmemente arrai­ gado en el pensamiento federalista». —

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dieciocho soldados norteamericanos habían resultado muertos y decenas más heridos en Somalia, durante el peor combate desde la guerra de Vietnam. De haber ocu­ rrido algo parecido en Ruanda, el apetito público de in­ tervención armada habría podido disiparse, lo que hu­ biera complicado las posteriores actuaciones de 1995 en Bosnia y de 1999 en Kosovo, y tenido consecuencias ne­ gativas en otras partes. La imposibilidad de resultados perfectos es apuntada por la ya fallecida historiadora estadounidense Barbara Tuchman en su análisis de la política contemporizada de Occidente frente a Japón a principios de los años treinta: Los estadistas no son adivinos y emprenden sus acciones en un contexto contemporáneo sin vistas del otro lado de la montaña. La resolución de una crisis se desarrolla en fases, sin la ventaja histórica de ver el acontecimiento entero. [...] Es dudoso que al­ guna fase de la crisis de Manchuria pudiera haberse desarrollado de un modo distinto, ya que durante el proceso no hubo alternativas probables a las que aga­ rrarse, ni posibilidades que se escaparan por poco. 1 Algunos períodos engendran grandeza; otros, debili­ dad. La crisis de Manchuria fue uno de los sucesos causativos de la historia engendrada no por hipótesis trágicas, sino por las limitaciones inherentes a los hombres y los estados." China es otro caso del choque de principios exte­ riores e interiores. Cuando el régimen chino más libe20. Véase Barbara Tuchman: Stilwell and the American Experience in China, 1911-45, p. 134.



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ral del siglo xx reformó su economía pero no su sis­ tema autoritario, tanto la Administración de George Bush como la Administración Clinton en su segundo mandato no pretendieron imponer a China los valores morales norteamericanos; más bien los fomentaron in­ directamente mediante un aumento del comercio, que benefició la economía de Estados Unidos y contribuyó a estabilizar las relaciones entre ambos países. Limitar (pero en modo alguno eliminar) el énfasis en los dere­ chos humanos en la política de Washington en relación a una gran potencia asiática fue una buena ilustración del realismo de Kennan, que es moral, aunque no sea judeocristiano. En el siglo xxi el realismo es apropiado para un mun- ^ do hobbesiano en el que no existe un Leviatán global que monopolice el uso de la fuerza con el fin de castigar la injusticia. Pese a ser la potencia preeminente en el mundo, Estados Unidos sólo puede castigar la injusticia de vez en cuando, o de lo contrario se excedería perma­ nentemente en sus relaciones con hegemonías regionales como China, además de intervenir permanentemente en pequeñas guerras, con lo que su fuerza disminuiría. Lo mismo puede decirse de la O T A N y otros organismos. El Tribunal Internacional de La H aya es un intento va­ liente de resolver este dilema hobbesiano. Pero el tribu­ nal (junto con otras autoridades supranacionales) es sólo el comienzo de un proceso para crear un Leviatán inter­ nacional. El mundo sigue siendo un lugar en el que va­ rias fuerzas, que representan distintos valores y grados de altruismo, compiten entre sí y, a menudo, violenta­ mente. Tanto en la Antigüedad como en el mundo posterior a la guerra fría subsiste la pregunta principal de las rela—

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Clones exteriores; ¿quién puede hacer qué a quién?*’ La expresión «equilibrio de fuerzas» no es tanto una teo­ ría de las relaciones internacionales como una descrip­ ción de las mismas. El presidente Theodore Roosevelt identificó el interés nacional con el equilibrio de fuerzas. Estableció la Zona del Canal de Panamá en 1903, un protectorado económico sobre la República Dominicana en 1905, y ocupó Cuba en 1906 con el fin de fortalecerse en su hemisferio contra el empuje de la influencia europea en un mundo más interre­ lacionado. Después de que Hitler desbaratara el equilibrio de fuerzas en Europa, Churchill, un anticomunista empe­ dernido, buscó una alianza con Stalin para corregir el dese­ quilibrio. El presidente Richard Nixon, otro enconado anticomunista, siguió el ejemplo de Churchill tres déca­ das más tarde cuando buscó una alianza con China con­ tra la Unión Soviética, con el fin de alterar el equihbrio mundial de fuerzas a favor de Washington.** En 1995, los acus o s de p azde Dayton que detuvieron el genocidio en B o ^ a h a b rían ^ b ’ ímposibles si Estados Unidos no hu­ biese restablecido previamente el equilibrio de fuerzas en la antigua Yugoslavia armando las tropas croatas contra Serbia. Como se dice en el 2han Gm ze, el compendio de sabiduría de la China del siglo iii a.C., «si Su Majestad de­ sea ser hegemónico debe utilizar el eje del Imperio para amenazar a Zhu y Zhao. Cuando Zhao sea fuerte, Zhu te será fiel. Cuando Zhu sea fuerte, Zhao te será fiel. Cuando ambos se te hayan unido, entonces Qi tendrá miedo».** 21. Véase Fareed Zakaria; «Is Realism Finished?», The N atio­ nal Interest (invierno de 1992-1993). 22. Ibídem.



23. ZAíiw G«oze, pp. 124-125. —

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Mientras no exista un Leviatán que domine los países del mundo, las luchas de poder continuarán definiendo la política internacional y una sociedad civil global se­ guirá estando fuera del alcance. Democracia y globaliza­ ción son, a lo sumo, soluciones parciales. Históricamen­ te, las democracias han sido tan propensas a la guerra como los demás regímenes.” El difunto humanista de Oxford Maurice Bowra escribió: «Atenas brinda una re­ futación notable del engaño optimista de que las demo­ cracias no son belicosas ni ávidas de imperio.»” La cre­ ciente interdependencia económica en el comienzo del siglo XX no evitó la Primera Guerra Mundial, mientras que Lstados Unidos y la Unión Soviética permanecían en paz pese a que hubiera poco comercio entre ambas naciones.” La interdependencia económica engendra sus propios conflictos, mientras que las nuevas demo­ cracias en lugares con instituciones débiles y rivalidades étnicas suelen ser volubles. Veamos de nuevo la opinión de Alexander Hamilton, la voz más perspicaz de la Re­ volución norteamericana: ¿Acaso no ha habido tantas guerras fundadas en motivos comerciales desde lo que prevaleció el actual sistema de naciones como hubo antes otras ocasiona-

24. En The Federalist, 6, H am ilton demuestra que las repúbli­ cas comerciales desde Atenas hasta el Reino U nido del siglo xviii han estado a menudo en guerra. Si bien «el pueblo compone una rama del cuerpo legislativo nacional» en el Reino Unido, pocas na­ ciones «han ido a la guerra con m ayor frecuencia»; guerras que, «en muchos casos, provenían del pueblo». 25. Véase C . M. Bowra: The Greek Experience, p. 88. 26. Ibidem. —

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( das por la codicia de territorio o dominio? ¿Acaso el I espíritu del comercio no ha administrado, en muchos casos, nuevos incentivos para el apetito de lo uno y lo > otro? Apelemos a la experiencia, la guía menos fali­ ble de las opiniones humanas, para que dé respuesta a estas preguntas7^ En consecuencia, los realistas creen que mientras que los derechos humanos progresan, en teoría, gracias a la democracia y la integración económica, en la prácti­ ca progresan gracias a resolver relaciones de poder de formas que permiten un castigo más previsible de la in­ justicia. Naturalmente, eso implica a menudo tanto de­ mocratización como libre cambio, pero no siempre. Porque, en los asuntos humanos, las cuestiones morales suelen estar vinculadas a cuestiones de poder. Tomemos como ejemplo Serbia en 1990; su crueldad contra los civiles de Bosnia y Kosovo fue en algunos as­ pectos comparable a la de Rusia en Chechenia, a la de Armenia en Nagorno-Karabaj, a la de Indonesia en Ti­ mor Oriental, a la del ejército indio en Cachemira, a la del Frente Revolucionario Unido en Sierra Leona, a la de Ab­ jasia en Georgia, a la de los grupos rebeldes en el Congo, etc. Sin embargo, Rusia, Armenia y la India eran regíme­ nes democráticos en la época en que cometieron sus atrocidades. Y si bien los argumentos a favor de la inter­ vención occidental en Bosnia y Kosovo eran en gran parte morales, lo que sostuvo esos argumentos morales fueron, en realidad, cuestiones de poder. A diferencia del Congo, Cachemira y otros lugares de África y Asia, la antigua Yugoslavia tenía una importante inciden27. The Federalist, 6.



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cia estratégica en la seguridad europea y el futuro de la O TA N . La antigua Yugoslavia era mucho más vulnera­ ble a la presión militar que otros lugares en conflicto. Cuando transcendieron los informes sobre las atrocida­ des masivas cometidas por tropas rusas contra civiles en Chechenia, los mismos funcionarios de la Administra­ ción Clinton que tan enérgicamente habían presentado argumentos morales a favor de la intervención en K oso­ vo enmudecieron de repente. A diferencia de Serbia, que podía bombardearse con impunidad, Rusia era una gran potencia provista de un arsenal nuclear. En Pakistán vi personalmente cómo el cambio en el equilibrio interno de fuerzas había mejorado la situación de los derechos humanos, aun cuando un régimen mili­ tar había sustituido a otro democrático en octubre de 1999. I^arachi, una ciudad de 14 millones de habitan­ tes que había presenciado miles de muertes a causa de la violencia entre comunidades, se volvió más pacífica porque los militares podían desempeñar el papel de Le­ viatán de una forma más efectiva que los civiles elegidos democráticamente. Además, el Gobierno militar era ca­ paz de hablar claro contra prácticas tribales tan abomi­ nables como las «leyes de blasfemia» y «asesinatos de honor» de un modo que los primeros ministros democráttcos, temerosos de los líderes musulmanes radicales, no podían hacer. Los militares, por lo menos al prin­ cipio, no intimidaban a los periodistas hasta el punto en que lo habían hecho los primeros ministros civiles. Y podían favorecer la causa de la democracia local por­ que tenían una mayor influencia sobre los jefes triba­ les que los políticos civiles. Al final, los militares paquistaníes no lograron fun­ dar los cimientos de una sociedad civil, pero estuvieron —

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en una mejor posición para intentarlo porque el jefe del golpe, el general Pervez Musharraf, poseía más poder y «virtud» que sus predecesores civiles. Admirador del fundador progresista de Turquía, Mustafá Kemal Atatürk, el general Musharraf era, al decir de todos, el go­ bernante paquistaní más liberal en varias décadas, a pe­ sar de no haber sido elegido en las urnas. N o obstante, si bien las relaciones internacionales son en el fondo cuestiones de poder, esta constatación es peligrosa a menos que se utilice para fomentar lo que Schlesinger denomina «el honor y la decencia», un con­ cepto que implica finalmente la síntesis de la virtud^agana y ja ju t^ c ristia n a . Como escribe Jacques Barzun, '«parece m a la n i^ n a seguir refiriéndose hoy en día a “nuestro patrimonio judeocristiano” . Habría que añadir a esta expresión “pagano” o “grecorromano” ».^* Aunque a lo largo de este ensayo he subrayado la distinción entre los valores paganos y los judeocristianos, se solapan también de manera considerable, y no sólo a causa de la filosofía moral de Cicerón v Plutarco. Algunas versiones del cristianismo son bastante compa­ tibles con el realismo de la política exterior. Richelieu y Bismarck eran partidarios, respectivamente, del pietis­ mo católico y luterano, que combina la piedad personal con un sano recelo de la teología y el racionalismo reli­ giosos.” Ambos eran cristianos devotos que creían que las pasiones irracionales de los seres humanos eran lo su­ ficientemente perversas para requerir métodos hobbe28. Véase Barzun; From Dawn to Decadence: 500 Years ofWestern Cultural Life; 1500 to the Present, p. 52. 29. Véase Lothar Gall: Bismarck: The White Revolutionary I, 1851-1871, Unwin Hyman, Londres, pp, 29, 92.



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sianos con el fin de garantizar el orden. También san | Agustín, en L a ciudad de Dios, como explica Garry Wills, expone un enfoque realista de la sociedad ausen­ te en las opiniones liberales tradicionales del mundo. Mientras que «el liberalismo no puede hacer más que condenar con frustrada incomprensión» esos vínculos «irracionales» de tribu y etnicidad, san Agustín conside­ ra que, si bien tales vínculos no contribuyen al amor a Dios y la justicia perfecta, pueden fomentar la cohesión social, algo que siempre es bueno." Y, por supuesto, en el siglo XX encontramos a Reinhold Niebuhr, el teólogo protestante y militante en la guerra fría que abrazó la doctrina del «realismo cristiano». Por lo que parece, lo que todos estos hombres busca­ ban a tientas era un modo de utilizar la moralidad paga­ na pública para hacer progresar —aunque indirectamen­ te— la moralidad judeocristiana privada. Expresado en términos de actualidad, los derechos humanos son fo­ mentados finalmente y con la máxima garantía por la pre­ servación y el aumento del poder estadounidense. Consideramos estas verdades manifiestas: que to- { dos los hombres han sido creados iguales, que están dotados por su Creador de ciertos Derechos ina­ lienables, que entre ellos están la Vida, la Libertad y la búsqueda de la Felicidad.

30. Garry Wills; Saint Augustine, Lipper/Viking, Nueva York, 1999, p. 119. Véase también Thomas L. Pangle y Peter J. Ahrendorf; Justice Among N ations: On the M oral Basis o f Power and Peace, p. 75. E n San Agustín; The city o f God, véanse en particular los li­ bros 15 y 19. [Versión en castellano; L a ciudad de Dios, Orbis, Bar­ celona, 1985.] —

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Hacia la misma época en que Thomas Jefferson re­ dactó estas palabras para ,1a Declaración de Indepen­ dencia americana, un profesor que ejercía la cátedra de lógica y metafísica en la Universidad de Königsberg (la actual Kaliningrado), en Prusia oriental, Immanuel Kant, empezó a trabajar en una serie de libros que demostraban que esos derechos eran ciertamente «inalienables» y tan I básicos para las necesidades de la humanidad como el ali^/\ mentó y el agua. Kant nació en 1724 en Königsberg y murió en la misma ciudad en 1804. Procedía de una familia pobre y devotamente religiosa y asistió a la escuela parroquial, donde tomó aversión a la religión organizada. Entró en la Universidad de Königsberg a los dieciséis años. Allí pasaría toda su vida; como estudiante y graduado en ciencias naturales, como profesor y, finalmente, co­ mo catedrático desde los cuareñta y seis años, cuando empezó a escribir en serio. Jam ás se casó ni viajó. Pa­ ra Kant, la experiencia servía de poco comparada con la vida intelectual, y su obra es un reflejo de esta prio­ ridad. Kant se aparta de la tradición de Tucídides, Tito L i­ vio, Maquiavelo, Hobbes y otros para quienes la histo­ ria era la materia prima de la filosofía. Com o Platón, Kant persigue la sociedad perfecta, aquella basada en la razón en lugar de la experiencia. Kant no puede ayu­ darnos a resolver el mundo tal como es. Pero sí puede ayudarnos a comprender mejor los valores por los que luchamos. Los párrafos de Kant tienen tantos significados que recuerdan la intensidad de la poesía. La Crítica de la ra­ zón pura es su obra más conocida, pero la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, que se derivó de —

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forma natural de la Critica, resulta más acorde con nues­ tro propósito.*' Mientras que los realistas admiran a Hobbes por su análisis de la humanidad tal como es, Kant es admirado porque muestra hasta qué punto la humanidad puede mejorar. De hecho, su ensayo sobre la «paz perpetua» propone un astuto mecanismo histórico para garantizar el progreso moral.** Pero, en realidad, ambos filósofos no están en desacuerdo. Kant también puede ser un ob­ servador perspicaz de la motivación humana. Escribe que, si bien la moralidad parece ser la causa de nuestras acciones, «no se puede deducir con certeza que ningún impulso furtivo de amor propio, bajo la mera apariencia de» costumbres, no sea la verdadera causa de nuestros actos, «por cuanto nos agrada presumir atribuyéndonos falsamente un motivo más noble».** Puesto que «el exa­ men de conciencia más intenso» no nos permitirá ver «más allá» de nuestros motivos y los de los demás, la prueba de la acción moral sólo puede deducirse median­ te la razón, nunca de la mera experiencia.*'* Puesto que sabe que los cálculos egoístas se ocultan detrás de tan­ tos argumentos supuestamente morales, Kant critica el «moralismo político», que tacha al adversario de inmo­ ral simplemente a causa de una diferencia política.** 31. Immanuel Kant: Groundwork o f the Metaphysics o f M o­ rals, Cam bridge University Press, Nueva York (1785), 1997. 32. Véase el ensayo de Kant; «To Perpetual Peace: A Philoso­ phical Sketch», 1795. 33. Immanuel Kant: Groundwork o f the Metaphysics o f M o­ rals,p. 19. 34. Ibidem. 35. Véase Zakaria. Véase también el apéndice 1 del ensayo de Kant «To Perpetual Peace».



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Al igual que Hobbes, Kant sabe que nuestros miedos y apetitos nos hacen actuar irracionalmente. Pero luego pregunta: ¿acaso no hay leyes que indican cómo debe­ ríamos actuar?” Para demostrar que tales leyes existen, se entrega a un razonamiento libre de prejuicios impues­ tos por la experiencia. Kant dice que cuando actuamos como queremos sin que eso impida que los demás obren del mismo modo, se trata de una ley universal que ningún gobierno tiene de­ recho a negar." Para ilustrar lo que pretende decir, des­ cribe una conducta que, aunque justificable, no podría hacerse universal sin graves contradicciones: •



Consideremos un hombre cuya vida está repleta de problemas que le sumen en la desesperación. Sabiendo por tanto que, con toda probabilidad, el futuro le tiene reservada más desdicha que felici­ dad, decide por amor propio quitarse la vida. Aun­ que justifica semejante acción, Kant advierte que el suicidio no podría ser una ley universal por­ que el propósito general de la vida no puede ser su propia destrucción. Consideremos otro hombre que necesita que le presten dinero para sobrevivir, pero sabe que nun­ ca podrá devolverlo. Desesperado, toma el dinero de todos modos. Sin embargo, si todo el mundo hiciera lo mismo, dice Kant, ya no habría nadie que prestara dinero. Así pues, no podría ser una ley universal.

36. Immanuel Kant: Groundwork o f the Metaphysics o f Mo­ rals, p. 24. Véase también la introducción de Christine Korsgaard. 37. Ibidem, p. 31. —

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Por último, consideremos un hombre en circuns­ tancias afortunadas que sólo quiere que le dejen en paz, Y por consiguiente no ayuda ni perjudica a los urgentemente necesitados. Pero, explica Kant, no puede desear sin contradicción que todo el mun­ do actúe siempre así, porque habrá momentos en la vida en que necesitará la buena voluntad de los demás.

Kant, lo mismo que Hobbes, no afirma que la inmo­ ralidad sea irracional; las contradicciones sólo surgen cuando tratamos de hacer universal una conducta inmo­ ral o amoral.** Demuestra que la única conducta que po­ demos desear sin contradecir que todos la adopten se basa en la buena voluntad. Ésta tiene un valor intrínseco aun cuando no dé lugar a buenos resultados; así pues, su valor no depende de la experiencia. Actuar con buena voluntad significa ver a cada hombre o mujer como «un fin en sí mismo» y no simplemente como un «medio».*’ Kant sostiene que los seres humanos que se tratan unos a otros como fines en vez de como medios son hombres libres. Un hombre libre actúa según sus principios en lu­ gar de hacerlo según sus miedos y apetitos, ya que éstos constituyen las fuerzas externas que oprimen nuestra li­ bertad. ¿Y si la buena voluntad conduce a consecuencias de­ sastrosas? ¿Acaso no estuvieron algunos contemporiza­ dores motivados, por lo menos en parte, por la buena voluntad? ¿Y es cada hombre, incluido Hitler, un fin en 38. Véase la introducción de Korsgaard. 39. Immanuel Kant: Groundwork o f the Metaphysics o f M o­ ráis, p. 37. —

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sí mismo que hay que tratar bondadosamente? Por su­ puesto que no. Kant no niega la existencia del mal; más bien subraya que, precisamente porque el mundo de la política es tan confuso, la filosofía moral no puede depen­ der de lo que ocurre en él, de lo contrario los hombres no tendrían ideales. Y sin ideales no habría fundamento para los derechos humanos resumidos, por ejemplo, en la D e­ claración de Independencia de Estados Unidos; derechos que son indiscutibles porque, como los Padres Fundado­ res, deseamos que sean universales sin contradicción. Aunque distintos sistemas de valores morales pue­ den coexistir, Kant demuestra que sigue habiendo prin­ cipios universales por los que merece la pena luchar; algo que sabemos muy bien a causa del Holocausto. Sin embargo, Kant a diferencia de Hobbes, Maquiavelo, Tucídides y Sun Zi, aporta pocos consejos prácti­ cos para enfrentarse a un mundo dominado por la pa­ sión, la irracionalidad y el mal periódico, un mundo en el que naciones con distintas experiencias históricas, como Estados Unidos y China, mantienen disputas legí­ timas sobre cómo fomentar el bienestar de sus ciudada­ nos. Así pues, un estadista debe emplear la sabiduría de esos otros filósofos para alcanzar los objetivos esboza­ dos por Kant. Kant simboliza una moralidad de intención más que de consecuencias, una moralidad de justicia abstracta más que de resultados reales. Le preocupa la bondad o maldad de una norma, mientras que la política suele tratar de la bondad o maldad de un acto concreto en una circunstan­ cia específica, por cuanto la misma norma podría produ­ cir buenos resultados en una situación y malos resultados en otra. El objeto de Kant es la pura integridad, mientras que la política se basa en la justificación, ya que si un acto —

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es justificable por sus probables consecuencias, por muy sórdidos que sean algunos de los motivos internos que lo impulsan, sigue existiendo cierta parte de integridad in­ herente al proceso de toma de decisiones. Como dice Maquiavelo, en un mundo imperfecto los hombres inclina­ dos a hacer el bien —y los que tienen la responsabilidad del bienestar de otros muchos— deben saber cómo ser malos de vez en cuando, y saborearlo. Puede que Franklin D. Roosevelt no hubiera conseguido lo que hizo de no haber sido tortuoso por naturaleza. El arte de go­ bernar exige una moralidad de consecuencia. Un estadis­ ta debe ser capaz de pensar en lo impensable. Si tiene que actuar en un entorno insensato, como la Serbia de Slobodan Milosevic o el Irak de Saddam Hussein, «es una locu­ ra inculcar el decoro de la c o r d u r a » E n octubre de 1998, en Belgrado, Milosevic comentó a Richard Holbrooke que Estados Unidos no estaba lo bastante loco como para bombardear Serbia, a lo que Holbrooke replicó que sí, que quizás estaban lo bastante locos. La aprobación de una lo­ cura calculada por parte de Holbrooke significaba una moralidad de consecuencia. Esa moralidad churchilliana se siente a gusto sacando el mej or partido de un mal asunto. Por supuesto que si los estadistas persiguieran só­ lo una moralidad de consecuencia se ahogarían en el ci­ nismo y el engaño. Deben meditar por lo menos sobre cómo, en palabras de Kant, «deberían actuar»; porque en un mundo completamente falto de una moralidad de intención, muy pocos dirían la verdad o cumplirían sus 40. Véase la defensa que el profesor J. J. C. Smart hace de la moralidad consecuente en J. J. C. Smart y Bérnard Williams; Utilitarianism: For and Against, Cambridge University Press, Cambridge (Reino U nido), 1973, p. 93.



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promesas.^' Pero el hecho de que haya peligros inheren­ tes a una moralidad de consecuencia no implica que ésta no deba predominar en el arte de gobernar. «El único patrón de la ventaja — afirma Cicerón— es el bien mo­ r a l . P e r o eso sólo es cierto en términos generales. Aunque la ventaja moral de Occidente sobre el bloque del Este resultó decisiva en la guerra fría, enfrentado a la realidad de una agresión soviética se vio obligado a usar tácticas como el espionaje, el despliegue de armas nu­ cleares y el apoyo a regímenes desagradables. Si bien una política exterior sin intención moral sería cínica, una política que pretenda dirigir, justificar y ala­ bar todas sus acciones con imperativos morales se arries­ ga a ser extremista, por cuanto el fanatismo suele ir de la mano de la incorruptibilidad. Ése es también el proble­ ma de la fe. N o es que la religión sea mala, explica Maquiavelo, sino que conduce al extremismo cuando su desapego del mundo choca demasiado con los asuntos mundanos. La separación entre la ética privada y la polí­ tica, iniciada por Maquiavélo entre otros y completada por Hobbes, plantó los cimientos de una diplomacia li­ bre del absolutismo alejado del mundo de la Iglesia me­ dieval. Debemos ir con cuidado para no regresar a ese absolutismo, ya que si en política existe el progreso, éste ha sido la evolución desde la virtud religiosa hasta el in­ terés propio secular.

41. Véase D. H. H odgson: Consequences o f Utilitarianism, Oxford University Press, Londres, 1967. 42. Cicerón: «O n Duties: III», en Selected Works, p. 191. 43. Véase Harvey C. Mansfield: M achiavelli’s Virtue, p. 8.



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IX EL MUNDO DE AQUILES: SOLDADOS ANTIGUOS, GUERREROS MODERNOS

N ada es grande, escribe Séneca, «si no es al mismo ~ tiempo tranquilo». Los gladiadores, sigue diciendo, «es­ tán protegidos por la destreza, pero se quedan indefen­ sos por la ira».^ Quizá más que en cualquier otra época, el estadis­ ta del futuro tendrá que controlar sus emociones, por cuanto habrá muchas cosas con las que irritarse: los gru­ pos que se nieguen a jugar según las reglas de Estados Unidos cometerán atrocidades constantemente. La reac­ ción desproporcionada exigirá un precio terrible a medi­ da que la tecnología lleve a Estados Unidos más cerca, por ejemplo, de Oriente Próximo, de lo que ha estado nunca de Europa. Todos los pasos diplomáticos serán también militares, a medida que la separación artificial entre las estructuras civiles y los mandos militares, que ha sido una característica de las democracias contem­ poráneas, siga desvaneciéndose. Volveremos a los lide1. Véase Séneca: «O n Anger», en M oral and Political Essays, pp. 41, 28. —

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razgos unificados del mundo antiguo y de los primeros tiempos de la modernidad, lo que Sócrates y Maquiavelo identificaron como una verdad fundamental de todos los sistemas políticos, sea cual fuere la etiqueta que esos sis­ temas reivindiquen para sí. La escisión entre autoridades civiles y militares no apareció hasta el siglo xix, con la profesionalización de los ejércitos europeos modernos. En parte porque la guerra fría se prolongó tanto tiempo, dio lugar a una institución militar demasiado vasta y bien informada como para reti­ rarse a los márgenes de la política. El presidente de la Jun­ ta de Jefes de Estado Mayor es ahora un verdadero miem­ bro del Gabinete del presidente de Estados Unidos. Los comandantes en jefe de las regiones de Oriente Próximo, Europa, el Pacífico y América son los equivalentes mo­ dernos a los procónsules romanos, con unos presupuestos que duplican los del período de la guerra fría, aun cuan­ do los presupuestos del Departamento de Estado y de otros órganos civiles de política exterior se han reducido.^ Lo que aumentará esta tendencia es la mezcla de los sistemas militares y civiles de alta tecnología, que deja cada vez más a los expertos militares a expensas de los expertos civiles y viceversa. Las guerras cortas y limita­ das y las operaciones de rescate en las que participará Estados Unidos no habrán de ser sancionadas por el Congreso ni por los ciudadanos; lo mismo puede decirse de los ataques con derecho preferente contra las redes 2. Véase Dana Priest: «A Four-Star Foreign Policy?», The Washington Post (28-9-2000). Véase también mi ensayo «The D an­ gers of Peace», en The Corning Anarchy, Random H ouse, Nueva York, 2000. [Versión en castellano: «L o s peligros de la paz» en L a

informáticas de los adversarios y otras medidas relacio­ nadas con la defensa, que en muchos casos se manten­ drán en secreto. La colaboración entre el Pentágono y el Estado corporativo es necesaria, y aumentará. Ir a la guerra será cada vez menos una decisión democrática. En una época en que llevaba semanas movilizar y transportar divisiones armadas a través de los mares, era posible que los presidentes consultaran al pueblo y al Congreso al respecto. En el futuro, cuando las brigadas de combate puedan introducirse en cualquier parte del mundo en 96 horas y divisiones enteras en 120, y cuan­ do la mayoría de las acciones militares sean ataques relámpago aéreos e informáticos, la decisión de utilizar la fuerza se hará autocràticamente por grupos reducidos de civiles y oficiales, y la diferencia entre ellos se desvanecerá con el tiempo.^ Ya ahora, la diferencia de conocimiento entre generales que actúan casi como políticos y especialistas civiles en política de defensa es a menudo insignificante. Si bien el derecho internacional cobra mayor impor­ tancia por medio de las organizaciones comerciales y los tribunales de derechos humanos, jugará un papel más modesto en la dirección de la guerra, porque ésta será cada vez menos convencional y declarada, y se librará dentro de los estados en lugar de entre ellos. El concepto de «derecho internacional» promulgado por Hugo C ro­ cio en la Holanda del siglo xvil, según el cual todos los es­ tados soberanos son tratados como iguales y la guerra se justifica sólo en defensa de la soberanía, es esencialmente

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3. Para estadísticas sobre el traslado de brigadas y divisiones, véase Stephen P. Aubin: «Stumbling Toward Transformation: H ow the Services Stack U p », en Strategie Review (primavera de 2000). —

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utópico. Los límites entre paz y guerra suelen ser confu­ sos, y los acuerdos internacionales se respetan sólo si la fuerza y el interés propio están allí para mantenerlos.'* En el futuro, no espere que la justicia en tiempo de gue\ rra dependa del derecho internacional; como en la Anti­ güedad, esa justicia dependerá del carácter moral de los propios jefes militares, cuyas funciones serán a menudo indistinguibles de las de los líderes civiles. La «antigüedad» de las guerras futuras tiene tres di­ mensiones: el carácter del enemigo, los métodos emplea­ dos para contenerlo y destruirlo y la identidad de quie­ nes tocan los tambores de guerra.

El coronel Ralph Peters, analista de seguridad nacio­ nal, escribe que los soldados estadounidenses «están muy bien preparados para derrotar a otros soldados. Por des­ gracia —prosigue— los enemigos a los que probablemen­ te nos enfrentaremos [...] no serán “soldados”», dotados de la disciplina y profesionalidad que esta palabra implica en Occidente, sino «“ guerreros” primitivos erráticos de lealtad voluble, acostumbrados a la violencia y sin intere­ ses en el orden civil».^ Siempre ha habido guerreros que, en palabras de H o­ mero, «en su ánimo anhelan el combate».‘ Pero el desmo­ ronamiento de los imperios de la guerra fría y el trastorno que ocasionó —^junto con el avance de la tecnología y la 4. Raym ond Aron: Peace and War: A Theory o f International Relations, p. 305. 5. Véase Ralph Peters: Fighting fo r the Future: Will America Triumph?, p. 32. 6. Véase Homero; The Iliad, Canto X IX , línea 179.

urbanización en las zonas más deprimidas— ha provoca­ do la división de familias y, la reanudación de cultos y vínculos de sangre, incluyendo un islam y un hinduismo más militantes. La consecuencia es el nacimiento de una clase de guerrero más cruel que nunca y mejor armado. Abarca los ejércitos de adolescentes asesinos en África •' occidental, las mafias rusas y albanesas, los traficantes de droga latinoamericanos, los terroristas suicidas de Cisjordania y los cómplices de Osamá bin Laden que se comunican por correo electrónico. Como Aquiles y los antiguos griegos que hostigaban Troya, la emoción de la violencia reemplaza los deleites de la vida casera y los festejos. Aquiles exclama; Pero antes no podría penetrar por mi garganta ni bebida ni comida, ahora que mi compañero ha muerto [...] Por eso nada de lo que dices me importa, sino la matanza, la sangre y el doloroso gemir de los hombres.^ Los guerreros de hoy en día proceden a menudo de entre los cientos de millones de jóvenes desempleados del mundo en vías de desarrollo, irritados por las dispa­ ridades de renta que acompañan una globalización dar­ viniana que supone la supervivencia económica de los más fuertes; aquellos grupos e individuos que sean disci­ plinados, dinámicos e ingeniosos treparán hacia la cima, mientras que las culturas que no sean capaces de compe­ tir tecnológicamente generarán un número desmesurado de guerreros. Asistí personalmente a la formación de 7. Ibídem, líneas 254-265. —

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guerreros en las escuelas islámicas de los barrios bajos de Pakistán: los niños de esos suburbios miserables no tenían más identidad moral ni patriótica que las que les inculcaban sus maestros religiosos. Una era de armas quí­ micas y biológicas es perfectamente adecuada para el martirio religioso. Los guerreros son también ex presidiarios, supuestos patriotas étnicos y nacionales, oscuros intermediarios de armamento y drogas impregnados de cinismo y milita­ res fracasados, oficiales dados de baja de ejércitos anti­ guamente comunistas y del tercer mundo. Las guerras en los Balcanes y el Cáucaso en los años noventa presen­ taron a todos esos tipos resucitados como criminales de guerra. Ya sea en Rusia, Irak o Serbia, el nacionalismo en nuestro tiempo es, según el coronel Peters, simplemente una forma secular de fundamentalismo. Ambos emanan de una sensación de agravio colectivo y fracaso his­ tórico, reales o imaginarios, y predican una edad de oro perdida. Ambos deshumanizan a sus adversarios y equi­ paran compasión con debilidad. Así, aunque existen di­ ferencias enormes entre, por ejemplo, un Radovan Karadzic y un Osama bin Laden, ninguno de los dos juega según las reglas occidentales; ambos son guerreros. Hitler fue un guerrero, un prototipo de skinhead con bigote que arrebató el control de un estado industrial adelantado. Cualquiera que entienda que los incentivos económicos racionales determinan el futuro de la políti­ ca mundial debería leer Mi lucha. Ninguno de los gue­ rreros que hemos visto desde la caída del muro de Berlín ha supuesto una amenaza estratégica comparable. Pero esto podría cambiar: el desarrollo y la profusión de in­ genios nucleares más pequeños de baja tecnología, así irá los os-

euros «combatientes de la libertad» en amenazas estraté­ gicas. Ya no se precisa una economía a gran escala para fabricar armas de destrucción masiva. Estados Unidos no puede mantener su monopolio sobre las nuevas tec­ nologías militares, muchas de las cuales no son caras y pueden ser adquiridas por sus adversarios gracias al libre cambio. Mientras que el combate medio durante la gue­ rra de Secesión norteamericana requería 10.000 hombres > por cada kilómetro cuadrado de frente de batalla, la cifra! es ahora de 93, y seguirá disminuyendo a medida que la/ guerra sea cada vez menos convencional y dependa me­ nos de los soldados. Las respuestas estadounidenses a los ataques de esos guerreros son inconcebibles sin el factor sorpresa, lo cual convierte la consulta democrática en una idea tardía. La guerra está sujeta al control democrático sólo cuando es una condición claramente separada de la paz. En las confrontaciones de la guerra fría, como Corea y Vietnam, la opinión pública desempeñó un papel desta­ cado, pero un estado prolongado de cuasiconflicto ca­ racterizado por incursiones de comandos y ataques elec­ trónicos a los sistemas informáticos del enemigo —en los que la rapidez de la reacción constituye la «variable mortal»— no será dirigido por la opinión pública en la misma medida.* U n conflicto semejante presentará gue­ rreros en un bando, motivados por el agravio y el sa­ queo, y una aristocracia de estadistas, cargos militares y tecnócratas en el otro, motivados, cabe esperar, por la virtud antigua. 8. Véase James D er Derian: «Battlefield of Tomorrow: Netwar», WzVeá (7-7-1999).



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Por supuesto que Estados Unidos podría afrontar conflictos armados no sólo con grupos de guerreros, sino también con grandes potencias como China. Pero en lu­ gar de desplegar sus soldados para jugar según las reglas impuestas por Estados Unidos, el adversario podría op­ tar por utilizar virus informáticos o bien dar rienda suel­ ta a sus aliados guerreros de Oriente Próximo, apoyados por su tecnología militar, y negar al mismo tiempo cual­ quier relación con esos terroristas apátridas. También Rusia podría hacer uso estratégico de terroristas y crimi­ nales internacionales para combatir en una guerra no declarada. Precisamente porque Estados Unidos es mi­ litarmente superior a cualquier grupo o nación, debería esperar ser atacada en sus puntos más débiles, fuera de los límites del derecho internacional. La vigilancia exige recordar a los troyanos de la Ilíada , de Homero. Eran la envidia del mundo: corteses y civili­ zados, rodeados de magníficos edificios y tierras de culti­ vo, deseosos tan sólo de que los dejaran en paz y conven­ cidos de que su prosperidad y éxito podían aportar siempre una solución. Sin embargo, fueron asediados por unos je­ fes piratas de la otra orilla, empujados a la guerra por los dioses griegos, unos dioses que, con sus intrigas y rabie­ tas, son reflejos atemporales de la irracionalidad humana. «Tres mil años no han cambiado la condición humana —observa el humanista Bernard Knox—, todavía somos amantes y víctimas de las ansias de violencia.»^ Escribiendo en 1939, cuando su Francia natal estaba a punto de ser ocupada por los nazis, la filósofa y activis­ ta de la resistencia Simone Weil elogió la Ilíada como el «espejo más puro» de nuestra experiencia colectiva; de9. Véase la introducción de Knox a The Iliad. —

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mostraba cómo «la fuerza, hoy como en el pasado, ocu­ pa el centro de toda la historia humana».'“ / Estados Unidos es una república pacífica y comercial que normalmente ha tratado de evitar la guerra. Pero sus líderes deberían ser capaces de apreciar la descripción que hace Homero de los defensores de Troya, aguardan­ do el amanecer para atacar a los griegos: Llenos de soberbia, sobre los puentes de la batalla se asentaron toda la noche, y muchas hogueras suyas ardían. Como en el firmamento las estrellas alrededor de la clara luna aparecen relucientes cuando el ambiente se torna sereno..." Por lo menos en un aspecto, la guerra antigua era más civilizada que la de nuestro tiempo. El objetivo de la guerra antigua era generalmente matar o capturar al je­ fe adversario y exhibirlo dentro de una jaula. Debido al estado primitivo de la tecnología, la única forma de lle­ gar hasta el líder enemigo y sus allegados más próximos consistía en abrirse paso a través del grueso de su gente y su ejército, lo cual requería batallas sangrientas y mucha crueldad. Pero, a partir de la Ilustración, los líderes occi­ dentales se han eximido de la pena merecida y han pre­ tendido castigarse unos a otros indirectamente: destru­ yendo los ejércitos rivales y ^ d e sd e Grant y Sherman— 10. Véase la introducción de Knox, así como Weil: «The Illiad; or, The Poem of Forcé», traducido por Mary M cCarthy y publica­ do en 1945 en la revista Politics. 11. The Illiad, Canto VIII, líneas 638-642.



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haciendo sufrir también a la población civil. Pero ¿es real­ mente más honrado matar miles de personas con bombar­ deos aéreos que con la espada y el hacha? En Kosovo, los ataques de la aviación fueron mucho más efectivos contra objetivos civiles que militares. N o obstante, las inminentes tecnologías de precisión —que permiten di­ rigir proyectiles hacia blancos concretos— harán que los ataques contra el jefe ofensor sean bastante prácticos. En el futuro, los satélites podrán rastrear los movimientos de individuos concretos a través de sus firmas neurobiológicas, como hacen ahora los escáneres TAC a una dis­ tancia de varios centímetros. Reinventaremos la guerra antigua; pronto será posible matar o capturar a los auto­ res de grandes crueldades en vez de castigar a sus súb­ ditos, que en muchos casos son también sus víctimas.*^ ¿Habría sido más humano asesinar a Milosevic y sus allegados en lugar de bombardear Serbia durante diez semanas? En el futuro, tales asesinatos serán posibles. Puesto que muchos de los futuros enemigos de Estados Unidos probablemente no habitarán en países tan desa­ rrollados tecnológicamente como Serbia, puede que no haya objetivos adecuados para bombardear como plan­ tas de aprovechamiento eléctrico y tratamiento de agua. El único blanco podría ser el propio jefe o guerrero. En el este de Afganistán, donde se esconde Osama bin Laden, atacar su «infraestructura» equivale a destruir tan sólo unas cuantas tiendas de arpillera, teléfonos móviles y ordenadores, todo lo cual es inmediatamente reempla­ zable.” 12. Véase Peters, pp. 109-110. 13. Se trata de un aspecto que tocan por separado dos analistas de Washington: Reuel Marc Gerecht y Edward Luttwak.



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Puesto que las guerras futuras supondrán ataques de precisión contra los puestos de mando, alcanzar esos centros neurálgicos informáticos supondrá a menudo eliminar el liderazgo político. La lej¡(^contra los asesina­ tos que surgió de la experiencia norteamei%ána”^ ^ nam será desechada o bien evitada.*'* Tanto si las guerras futuras son incruentas como si no, tendrán un carácter innegablemente antiguo en la manera de dirigirlas. La de Kosovo, desde el punto de vista estadounidense, fue una guerra incruenta: miles de civiles (principalmente albanokosovares) murieron para que no hubiese bajas de la OTAN. Pero, en el caso de que se hubiera abatido una docena de aviones de la OTAN, Clinton habría podido verse obligado a dar la guerra por concluida. El apetito estadounidense de guerra es pare­ cido al de los romanos, cuyas legiones profesionales y asalariadas no tenían deseo de luchar contra guerreros ávidos de una muerte gloriosa. Por eso los romanos evi­ taban enfrentamientos en campo abierto y preferían ase- j dios caros y sistemáticos en los que sus bajas se reducían al mínimo.'* Además, iban protegidos con pesados cas­ cos, petos, hombreras y grebas, aun cuando todo esto li­ mitaba su agilidad. Estados Unidos no es el primer gran imperio que menosprecia las bajas. «Si la acción militar no tiene gastos —plantea Michael Ignatieff— ¿qué restricciones democráticas queda-

14. Para una discusión sobre la legalidad del asesinato, véase Mark Vincent Vlasic; «C loak and Dagger Diplomacy: The U.S. and Assassination», Georgetown Journ al o f International Affairs (vera­ no-otoño de 2000). 15. Véase el presciente artículo de Lutrwak: «Toward Post-H e­ roic Warfare.» —

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rán al uso de la fuerza?»” Es sólo el espectro de las vícti­ mas lo que llama la atención del público, provocando un debate que tiene significación democrática porque llega más allá de los medios de comunicación y los ámbitos in­ telectuales. Cuando estuve en Nuevo México y Colorado en el comienzo de la guerra aérea de Kosovo, observé que en todas partes los televisores sintonizaban programas de entretenimiento, especialmente retransmisiones deporti­ vas, en vez de la continua cobertura de la guerra que reali­ zó la C N N . Pensé que Estados Unidos podría bombar­ dear cualquier lugar del mundo durante semanas y el público no se opondría, siempre y cuando no hubiese baíjas norteamericanas y la bolsa no se resintiera. La mayoría de los líderes del Occidente posterior a la guerra fría evitarían todas las intervenciones no estratégi­ cas, con los riesgos que conllevan, si no fuera por los me­ dios de comunicación y los ámbitos intelectuales. Puesto que los medios de elite están dominados por cosmopoli­ tas que habitan el mundo fuera de la nación-estado, tien­ den a recalcar los principios morales universales por enci­ ma del interés propio nacional. «La mayoría de periodistas —dice Walter Cronkite— sienten poca devoción por el orden establecido. Creo que están más inclinados a po­ nerse del lado de la humanidad que del lado de la autori­ dad y las instituciones.»” En manos de los medios de co­ municación, el lenguaje de los derechos humanos —el grado máximo de altruismo— se convierte en un arma poderosa que puede llevarnos a guerras en las que quizá no deberíamos combatir.” 16. Véase Ignatieff: Virtual War: Kosovo and Beyond, p. 179. 17. Véase la entrevista con Cronkite en Playboy (junio de 1973), p.76. 18. Ibídem ,pp. 184,213-214. —

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Si los medios de comunicación encuentran una causa a la que adherirse, pueden formar y sustituir la opinión pública, como hicieron en el caso de Bosnia y Kosovo, cuando la prensa fue abrumadoramente intervencionista mientras que el público, como comprobaron las encues­ tas, se mostró poco entusiasta. Los medios de comunica­ ción y los ámbitos intelectuales son castas profesionales que no se distinguen más que las de los oficiales milita­ res, médicos, agentes de seguros, etc., ni son más repre­ sentativas de la población. Como otros colectivos profe­ sionales, a menudo están más influidos entre sí que por aquellos que no pertenecen a su sector social. Frente a un público indiferente, esta cuasiaristocracia puede for­ mar las opiniones de los líderes occidentales como los antiguos nobles hacían con sus emperadores. Y será difí­ cil resistirse a los argumentos de los medios de comuni­ cación. Los argumentos en materia de derechos huma­ nos promovidos hasta la saciedad por la prensa tienen un aire claramente inquisitorial. Los corresponsales de televisión en el escenario de catástrofes, como el bombardeo israelí de Beirut en 1982 , y la hambruna de Somalia una década más tarde, mani- , fiestan una visión apasionada en la que la emoción susti­ tuye al análisis: no les importa nada quéTro~séá' eTTíorrendo espectáculo que se desarrolla ante sus ojos, y ante el cual «hay que hacer algo». Los medios de comunica­ ción encarnan valores liberales clásicos, que se preocu­ pan por los individuos y su bienestar, mientras que la política exterior suele preocuparse por las relaciones en­ tre estados. Así pues, es más probable que los medios de comunicación sean militaristas en lo que afecta al sufri­ miento y los derechos individuales que cuando los inte­ reses vitales de un estado se ven amenazados. —

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Por supuesto, hay veces en que las emociones indis­ ciplinadas de corresponsales y activistas por los dere­ chos humanos son exactamente aquello que los líderes necesitan oír, como en Sarajevo en 1992 y 1993. El arte de gobernar consiste en distinguir entre qué es justo y qué es meramente mojigato o poco práctico. Un deter­ minismo sensato y vacilante requerirá siempre una se­ lección. «El bando que sabe cuándo combatir y cuándo no hacerlo se alzará con la victoria —afirma Sun Zi— . Exis­ ten caminos que no hay que transitar, ejércitos a los que no hay que atacar y ciudades amuralladas que no hay que asaltar.»” De hecho, la creciente tendencia a la gue­ rra urbana —Tuzla, Mogadiscio, Karachi, Panamá, Bei­ rut, Gaza, etc.—, además de las intervenciones en terri­ torios anárquicos como Somalia y Sierra Leona, pueden imponer una crueldad por parte de Estados Unidos que la propia gente que exige la intervención no puede tole­ rar. Como el general ateniense Nicias dijo, advirtiendo en 415 a.C. contra la intervención en Sicilia: Es necesario considerar que vamos como una ciudad a habitar en un país extranjero y enemigo y que, desde el primer día en que pisemos tierra, debemos ser dueños de ella, o bien darse cuenta de que, en caso de derrota, en­ contraremos hostilidad por todas partes.^® Como los estadounidenses en Vietnam, los atenien­ ses habían sido atraídos a Sicilia por sus aliados. Temien19. Sun Zi: The Art ofW arfare, pp. 80,131. 20. Tucídides: The Peloponesian War, Libro VI, capítulo X X III. —

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do el efecto dominó del creciente poder de Siracusa, los atenienses llegaron a creer que la conquista de la aparta­ da Sicilia era crucial para el mantenimiento de su impe­ rio. La prosperidad los había hecho arrogantes sobre sus posibilidades de éxito y demasiado idealistas con respec­ to a su causa. Subestimaron el enorme esfuerzo y la bru­ talidad que serían necesarios para vencer y la expedición terminó en tragedia. La prudencia dicta que tomemos la guerra sin bajas como un mito, pese a los adelantos tecnológicos como las balas que incapacitan sin herir. La guerra es incertidumbre, caracterizada por fricción, azar y desorden, como dice Clausewitz. Según el teniente general de la Marina estadounidense Paul van Riper, las fuerzas arma­ das tendrán que actuar en una gran variedad de escena­ rios, «desde desiertos a selvas y zonas urbanas densa­ mente pobladas con antagonistas incrustados», entornos que no conducen a la dominación tecnológica.^' Las mu­ niciones dirigidas por sistemas láser y electroópticos no rastrearán objetivos en una densa masa de árboles ni im­ pedirán las víctimas civiles en las ciudades. Aun en el caso de que funcionen bien, los sensores por ordenador y los dispositivos de escucha pueden abrumar las or­ ganizaciones militares con datos difíciles de asimilar. A medida que se acumule más información, la diferencia entre información y conocimiento real podría ampliarse. El universo profético de Robert McNamara, con sus medidas cuantitativas y supuestos de la teoría del juego, nos adentra más profundamente en la ciénaga de Viet­ nam. La confianza exclusiva en la tecnología, antaño in21. Véase Van Riper: «Information Superiority», Marine Corps Gazette (junio de 1997).



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genua y arrogante, tiene poco en cuenta la historia locai, las tradiciones, el terreno y otros factores que son esen­ ciales para emitir juicios sensatos. Por suerte para la Administración Clinton, los sofisti­ cados serbios de Belgrado no eran norvietnamitas y estu­ vieron dispuestos a rendirse una vez que las bombas inte­ rrumpieron su abastecimiento de agua. Quizá también nosotros, los occidentales, admitiríamos la derrota si un enemigo nos cortara el agua corriente, los teléfonos y el suministro eléctrico. Sin embargo, no deberíamos esperar que los guerreros con muy pocos bienes materiales en juego sean tan vulnerables. Las balas que no matan y las ondas sónicas que inmovilizan una multitud provocando una sensación de náuseas y diarrea pueden facilitar la ope­ ración de un comando, pero los guerreros interpretarán esa aversión a la violencia como un signo de debilidad y / cobrarán mayores ánimos para defender su causa. «La guerra futura puede resultar más violenta, no menos —escribe el coronel de la Aviación estadouniden­ se Charles Dunlap Jr.—. Un adversario que libre una guerra neoabsolutista podría recurrir a una serie de ac­ ciones horrendas [...] de baja tecnología para compensar y distraer las fuerzas de alta tecnología de Estados Uni­ dos. El enemigo capturará rehenes y esconderá provi­ siones vulnerables a los bombardeos de precisión debajo de escuelas y hospitales. Para tales adversarios, los valo­ res morales —el temor a los daños colaterales— repre­ sentan la mayor vulnerabilidad de Estados Unidos. La verdad más sincera y conmovedora de los antiguos es el 22. Véase Dunlap: «21” Century Land Warfare: Four Dangerous M yths», U.S. Arm y War College, Parameters, Carlisle, (Pensilvania) (otoño de 1997). —

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enorme abismo que separa la virtud politicomilitar de la perfección moral del individuo. Es una verdad tal que puede contribuir a definir el siglo xxi, cuando nos vea­ mos obligados a elegir en mitad de una guerra de alta tecnología entre lo que es acertado y lo que es, desgra­ ciadamente, necesario. Otro problema, según el coronel Dunlap, será la in­ voluntaria colusión entre los medios de comunicación globales y los enemigos de Estados Unidos. Dunlap y otros analistas de defensa imaginan unos gigantescos conglomerados mediáticos, «integrados verticalmente», con sus propios satélites de vigilancia. Una empresa, Aerobureau, de McLean (Virginia), puede desplegar ya una redacción volante: una aeronave equipada con video, audio y conexiones informáticas por satélites múltiples, cámaras giroestabilizadas y con la capacidad de manejar vehículos provistos de cámaras en tierra por control remoto. Pregunta Dunlap: «¿Qué necesidad tendrán nuestros enemigos de gastar dinero en la construcción de extensas competencias de informa­ ción secreta? Los medios de comunicación se convertil^rán en los “ servicios de inteligencia de los pobres” .» Los medios de comunicación ya no son simplemente el cuarto poder, sin el que los otros tres no podrían fun­ cionar con honradez y eficacia. Debido a la tecnología y la consolidación de nuevas organizaciones —similar a la consolidación de las alianzas entre compañías aéreas y empresas automovilísticas—, los medios de comunica­ ción se están convirtiendo en una potencia mundial por derecho propio. El poder de la prensa es deliberado y peligroso por­ que influye espectacularmente en la política occidental al mismo tiempo que no asume responsabilidad alguna —

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sobre las consecuencias. De hecho, el perfeccionismo moral de los medios de comunicación sólo es posible porque es irresponsable políticamente. Cuando Estados Unidos se convirtió en una nación independiente, la prensa se propuso que el Cobierno fuese justo. Alertar al público de los problemas huma­ nitarios que acontecen en el extranjero tiene que ver con esa función, pero no así dirigir la política, sobre todo si los funcionarios están obligados a actuar con menos al­ truismo que los medios de comunicación. La responsa­ bilidad principal de un estadista es para con su país, mientras que los medios de masas piensan en términos universales. La emotiva cobertura de los acontecimien/ tos de Somalia por parte de un medio de comunicación de alcance mundial presagió una intervención estadou­ nidense que, por mal definida, desembocó en el peor desastre para las tropas estadounidenses desde Vietnam, un desastre que contribuyó a prevenir a los políticos contra la intervención en Ruanda. En un mundo de cri­ sis constantes, los políticos deben ser muy selectivos sobre dónde y cuándo creen que merece la pena sumer­ girse en la «incertidumbre» del conflicto que describe Clausewitz.

Así como las guerras del futuro serán, en muchos as­ pectos, antiguas, también lo serán la naturaleza de las alianzas militares y las razones que justifiquen la entra­ da en la guerra. Si los europeos llegan a desplegar una fuerza militar verdaderamente independiente de Estados Unidos, eso sólo puede implicar que Washington se acer­ que más a Moscú y otras potencias con la finalidad de contrarrestarla. Así, un futuro ejército europeo sólo po—

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drá ser cuasiindependiente de la O TA N . Como en H is­ toria de la guerra delPeloponeso, un mundo de alianzas cambiantes volverá a utilizar el lenguaje del equilibrio de fuerzas. El concepto de «guerra justa», preconizado por Hugo Crocio, se hacía eco de san Agustín y los teólogos me­ dievales, quienes trataron de definir las circunstancias bajo las que el cristianismo podía presentar batalla legí­ timamente. La «guerra justa» de Crocio presuponía la existencia de un Leviatán —el papa o el emperador del Sacro Impe­ rio romano— para hacer cumplir un código moráTlr'^ero ehmñlnuhdo sin un árbitro internacional de la justicia, las discusiones en torno a la «justicia» o «injusticia» de la guerra tienen escasa significación fuera de los círculos intelectuales y jurídicos en los que se dan. Los estados y otras entidades —ya sea Estados Unidos o los tigres ta­ miles— irán a la guerra cuando consideren que obedece a sus intereses (estratégicos, morales o ambos) y, por tanto, les traerá sin cuidado que otros consideren su agresión como injusta. Según las encuestas, más del 90% de los votantes griegos —ciudadanos de una democracia adscrita a la O T A N — calificó la campaña aérea contra Serbia de injusta. Pero los estadounidenses no hicieron caso de la interpretación de guerra justa por parte de la opinión pública griega e hicieron lo que creían que era necesario. La población griega esgrimía lo que conside­ raba un argumento moral para justificar un interés na­ cional: los serbios eran cristianos ortodoxos y aliados históricos de los griegos. Sin embargo, eso es lo que ha­ cen todas las naciones en tiempo de guerra; no es patri­ monio exclusivo de Grecia. H o Chi Minh mató por lo menos a 10.000 de sus —

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propios civiles antes de la entrada de las tropas nortea­ mericanas en Vietnam. ¿H izo eso que la intervención estadounidense en Vietnam fuese justa? Tal vez, pero aun así fue un error. La guerra con México fue proba­ blemente injusta, por cuanto fue motivada por pura agresión territorial, pero a Estados Unidos le mereció la pena librarla porque adquirió Tejas y todo el suroeste. California incluida. En el siglo XXI, como en el XIX, los norteamericanos iniciarán hostilidades —ya sea en forma de operaciones de las fuerzas especiales o de virus informáticos dirigi­ dos contra centros de mando enemigos— siempre que sea absolutamente necesario y vean una clara ventaja en hacerlo, y posteriormente justificarán su acción. N o se trata de una actitud cínica. La base moral de la política exterior dependerá del carácter de la nación y sus líderes, no de las prescripciones absolutas del derecho interna­ cional. Con todo, existe un modelo que explica cómo es probable que los estados y otros grupos afronten la guerra en el futuro. Se trata de un viejo modelo basado en un antiguo código de honor y descrito en un ensa yo de Michael Lind.^^ Éste dice que en las sociedades primitivas, las ciudades fronterizas ingobernables y el mundo del crimen organizado, la injusticia ha sido re­ parada siempre por los propios perjudicados o por sus poderosos protectores; así, la seguridad de los débiles depende del consentimiento de sus protectores a ejer­ cer la fuerza. De hecho, las relaciones feudales entre estados más fuertes y más débiles han caracterizado la política mun23. «The H onor Paradigm and International Ethics», inédito. —

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dial desde tiempos inmemoriales. Aún hoy, potencias económicas civiles como Alemania y Japón y estadosnicho como Kuwait, rico en petróleo, y Singapur, un tigre del comercio, tienen funciones específicas en un or­ den mundial occidental, en el que Estados Unidos pro­ porciona seguridad militar. ^ En lugares donde predomina el imperio de la ley, se espera que uno reciba insultos sin recurrir a la violencia. Pero en una sociedad sin leyes, el consentimiento a reci­ bir injurias indica debilidad, y ésta puede invitar al ata­ que. U n mundo sin unJUgyiatán es algo parecido: un lí­ der deTa alianza debe desempeñar el papel de cacique bárbaro. En teoría, el derecho internacional dirige la po- y C litica mundial; en la práctica, las relaciones entre grandes potencias son reguladas por una especie de código de honor. Lind señala que «el concepto de Jruschov de “co­ existencia pacífica” y competencia del tercer mundo, y la instalación de un teléfono rojo, fueron establecidos para ritualizar la lucha por el poder, no para acabar con ella». ^ Tales convenciones, prosigue, «podrían compararse con las complicadas reglas que rodean el duelo aristocráti­ co». Es posible que este código no sea judeocristiano, pero no por ello deja de ser moral. Incluso en un territo­ rio anárquico, una reacción desmesurada —matar a mi­ les de civiles en Beirut con el fin de proteger su frontera septentrional, como hizo Israel en 1982— puede ser en­ tendida como violencia libertina, y por tanto como falta de legitimidad. En todas las épocas, una reputación de fuerza debe ser equilibrada por otra de compasión. Un cacique bárbaro puede tener que defender de vez en cuando a clientes inmorales (como el apoyo estadouni­ dense a algunos dictadores durante la guerra fría), pe­ ro si lo hace con tanta frecuencia como para excluir to-

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do lo demás, su jefatura puede desprestigiarse y con­ siguientemente ser derrocada. U n futuro en el que los jefes rivales se arriesgan al asesinato como nunca antes —con ataques sorpresa contra centros de mando infor­ máticos— es perfectamente propicio para un código de honor. Los sistemas en los que dos grandes potencias se en­ frentan entre sí en una lucha ritualizada, como en la gue­ rra fría, tienden a ser más estables que el actual, en el que hay muchas fuerzas secundarias sin que la principal sea un Leviatán.^* En la Europa anterior al siglo xx, cuando un estado se volvía demasiado poderoso, a menudo los demás se unían para equilibrarlo. Pero existe también la tendencia opuesta: que los estados débiles apacigüen una potencia emergente, como cuando muchos estados del tercer mundo se alinearon con la Unión Soviética en el apogeo de su fuerza en los años sesenta y setenta. Esto es lo que ocurre ahora, a medida que el mundo ex comu­ nista y los países en vías de desarrollo tratan de imitar el modelo norteamericano de capitalismo democrático. Sin embargo, no debemos olvidar nunca que ese desarro­ llo positivo se basa en el poder de Estados Unidos co­ mo cacique. Rumania y Bulgaria copiaron el fascismo cuando la Alemania nazi estaba en ascenso. Ahora que lo está Estados Unidos, copian su democracia. Si los norteamericanos son débiles militarmente —si no son capaces de enfrentarse con el nuevo desafío de los gue­ rreros—, sus valores políticos pueden eclipsarse en el mundo entero. Bernard Knox escribe que, según los antiguos griegos, 24. Véase Kenneth Waltz: Theory o f International Politics, M cGraw-Hill, Nueva York, 1979.



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el pasado y el presente, puesto que son visibles, «están de­ lante de nosotros», mientras que el futuro, «invisible, está detrás de nosotros».^^ El futuro de la guerra ya está detrás | de nosotros, en los tiempos antiguos. Y también lo está,/ como veremos, el futuro de la autoridad global. /

25. Véase Knox: Backing into the Future: The Classical Tradi­ tion and Its Renewal, N orton, Nueva York, 1994, pp. 11-12. —

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X LA CHINA DE LOS REINOS GUERREROS Y LA AUTORIDAD GLOBAL

D esde la caída del muro de Berlín en 1989, se han propuesto diversas teorías con respecto al futuro de la política global. Detrás de esas teorías optimistas está el supuesto im plícito de que las elites prósperas y ra­ zonables son lo bastante dominantes como para conducir I el mundo hacia más democracia, más derechos humanos/ y más integración económica. Las teorías pesimistas que prevén democracias deficientes, choques de culturas y anarquía llaman la atención sobre la debilidad de esas eli­ tes, particularmente sobre su incapacidad para controlar un enjambre de actores obstinados e irracionales, a menu­ do resentidos por el subdesarrollo. Las teorías sociales tienden a ser lineales. Describen una serie de incidentes y procesos que conducen hacia un fin definible. Sin embargo, el mundo se caracteriza por la simultaneidad: incidentes y procesos muy dife­ rentes que ocurren al mismo tiempo llevan a fines distin­ tos. Así pues, en el mejor de los casos, una teoría social es un fracaso útil; en vez de demostrar su punto de vista, da a las personas una nueva perspectiva de los aconteci—

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mientos, haciendo que vean lo conocido bajo un prisma desconocido. Puesto que todas esas teorías —optimistas y pesimistas— captan alguna tendencia importante en un mundo que va en distintas direcciones a un tiempo, pueden sintetizarse en una visión global que, pese a to­ da su complejidad y sus contradicciones, tiene un tema concreto. Un ejemplo de un mundo igualmente comple­ jo y contradictorio, pero sin embargo comprensible, se encuentra en el libro VIII de Historia de la guerra del Peloponeso.

Tucídides no dio una conclusión apropiada a su his­ toria cuando murió, en el norte de Grecia, hacia el año 400 a.C., pero es posible que para entonces ya hubiera dejado de escribir. La absoluta complejidad de los cam­ bios políticos y militares en el archipiélago griego pudo haberse convertido en una carga excesiva para él.' El libro VIII, el último tomo de Historia de la guerra del Peloponeso, sigue un fino hilo argumental. Después del desastre militar en Sicilia, en el que los atenienses se ha­ bían extendido demasiado, éstos sorprendieron a sus ad­ versarios armando más buques y reanudando la gue­ rra contra Esparta. Tras una serie de batallas navales, los atenienses resultaron victoriosos. En la isla de Samos, en el Egeo oriental, apoyaron una rebelión contra la oli­ garquía proespartana que propició la alianza de Samos con Atenas. Pero en otra isla oriental, Chios, las faccio­ nes locales ayudadas por Esparta se levantaron con éxito 1. De una conversación con Robert Strassler, autor de The Landm ark Thucydides: A Comprehensive Guide to the Peloponne­ sian War, Free Press, Nueva York, 1996. -

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contra Atenas. Entretanto, Esparta y Persia firmaron un tratado que ayudó a los espartanos a conquistar nuevas islas. Pero, al mismo tiempo, Persia también negociaba con Atenas. En su propio territorio, Atenas estaba divi­ dida entre fuerzas prodemocráticas y prooligárquicas, estas últimas favorables a Esparta. Los aliados de Espar­ ta, los persas, estaban divididos también a causa de la rivalidad entre sus dos comandantes supremos: Farnabazo, en el norte del Egeo, y Tisafernes, en el sur. Pero la rivalidad entre los dos comandantes persas causó a Per­ sia menos daño que el que la división política en Atenas infligió a esta ciudad-estado. Aunque Tucídides no termina el relato, un tema te­ nue y disperso empieza a emerger de esta complejidad oscilante: el vano triunfo de Esparta, que no puede man­ tener su hegemonía recién adquirida sobre el archipiéla­ go griego sin la ayuda de Persia. Así, Esparta acaba por custodiar el flanco occidental del frágil y caótico Impe­ rio persa.'' Un tema igualmente tenue y disperso resulta de com­ binar todas las teorías posteriores a la guerra fría. Vea­ mos un planteamiento.

La democracia liberal conquista las naciones dél an­ tiguo Pacto de Varsovia, a excepción de Rusia y un par de estados balcánicos. También conquista el Cono Sur de Latinoamérica, la mayor parte del Lejano Oriente y algunos lugares más. N o obstante, en la mayor parte del mundo en vías de desarrollo, la democracia existe más nominalmente que de hecho y adopta a menudo la for2. Véase el epílogo de Strassler a The Landm ark Thucydides.



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ma de regímenes híbridos. México celebra unas eleccio­ nes efectivas, pero tiene dificultades para construir insti1 tuciones como la policía y tribunales de fiar; la conse­ cuencia es una agitación apenas controlable. La India 'sigue siendo oficialmente un caso de triunfo de la demo­ cracia, pero sólo si no se hace caso a la realidad de las bandas urbanas, las elecciones locales amañadas, el aumento de la escasez de agua y la justicia vigilante. Tan­ to la India como México están minadas por un volcán de jóvenes desempleados en suburbios urbanos que tiene como resultado la formación de movimientos populis­ tas inconstantes; sin embargo, estas dos democracias agrietadas sobreviven y generan industrias de alta tec­ nología. Indonesia, Pakistán, Nigeria y otros países no tienen tanta suerte, si bien lo que ocurre allí no capta la atención de los titulares, como hacen los fracasos en Somalia, sino que supone simplemente un grado más de malestar crónico que en la India y México. Las ten­ siones culturales y de civilización, además de las demo­ gráficas y medioambientales, son manifiestas en todas partes. Mientras tanto, en China, la presión de una clase media urbana en expansión conduce a más democracia; las consecuencias son violencia y separatismo étnico, agravados por la escasez de recursos. Sin embargo, la globalización triunfa, aun cuando se ve comprometida por las frecuentes reacciones violentas generadas por movimientos populistas en todo el mundo en vías de desarrollo. Por otra parte, los ricos metrocomplejos de alta tecnología dominados por sociedades globales, y con sus propias políticas de comercio exterior, carac­ terizan el sureste de China, Singapur, la cuenca del Mekong, el noroeste del Pacífico, Cataluña y otras regio—

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nes.* Lugares corno el gran Beirut, el gran São Paulo y Bangalore, en la India, son ciudades-estado muy acti­ vas, pero afectadas por legiones de pobres. A medida que el poder de las sociedades y de los habitantes de los suburbios aumenta, el del estado tradicional disminu­ ye. Pero en Rusia, China, India, Pakistán y otros luga­ res, el estado resiste con políticas irresponsables y pro­ gramas de armamento. En Estados Unidos, la cuestión más conflictiva no es una caída económica al cabo de unos años de prosperidad sin precedentes, sino las tensiones con México que la pros­ peridad y la democracia provocan. México es cada vez más democrática, pero sigue siendo anárquica y está afectada por la pobreza. Debido a la democracia de México, Estados Unidos está obligado a tratarlo como un igual, aun cuando el gobierno mexicano electo, aguijoneado por presiones populistas, formula exigencias que Washington no puede satisfacer. Estas dos sociedades enormemente desiguales se integran a una velocidad suicida; la consecuencia es una agi­ tación social a ambos lados de la frontera, positiva a largo plazo pero caracterizada por crisis a corto plazo. Los trau­ mas de un mundo unificador, bueno y malo, creativo y des­ tructivo —incluidos la democratización y los choques de civilizaciones— son encauzados a través de la tumultuo­ sa consolidación histórica de México y Estados Unidos. En el África subsahariana, así como en algunas partes de Oriente Próximo y el sur de Asia —con los índices de crecimiento demográfico más espectaculares del mun­ do hasta 2050— , los conflictos violentos forjan los acon­ tecimientos tal como lo hicieron en Europa en el si3. Véase mi artículo «C ould This Be the N ew W orld?», The New York Times (27-12-1999). —

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glo XX.* N o obstante, la enorme anarquía del mundo en vías de desarrollo presiona a las elites globales para que fortalezcan y amplíen las instituciones internacionales. La «autoridad» mundial se hace realidad, pero eso no implica un gobierno mundial. El Leviatán que emerge de entre el humo de toaas las guerras, el caos y las zonas acordonadas de prosperidad es frágil e incompleto. Aun así, es algo que nunca existió en el pasado. El siglo XXI es casi tan violento como el xx. Debido al marchitamiento de las naciones-estado y al ascenso de las ciudades-estado y de muchas soberanías oficiosas y superpuestas reina un feudalismo benigno. Sin embargo, puesto que cada vez más y mejores instituciones globa­ les amplían el radio de acción del castigo de la injusti­ cia, aumenta también la diferencia entre la moralidad nacional y la moralidad en las relaciones exteriores. Es un mundo ni menos ni más unido que el antiguo Impe­ rio persa. Cuanto más nos fijamos en la Antigüedad, más aprendemos sobre este mundo nuevo.

Las ciudades-estado sumerias del tercer milenio a.C. en Mesopotamia, el antiguo Imperio de los Maurya del siglo IV a.C. en la India y el antiguo Imperio Han del si­ glo II a.C. en China son ejemplos de sistemas políticos en los que territorios diversos y remotos estuvieron su­ ficientemente vinculados entre sí, por medio de alianzas 4. Según el Population Reference Bureau, la población de la In­ dia aumentará de 1.000 a 1.600 millones de habitantes durante la primera mitad del siglo xxi, mientras que la de África pasará de los 800 millones actuales a 1.800 millones en el año 2050, a pesar de las muertes causadas por el sida.



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comerciales y políticas, como para regular su conducta y tener en cuenta modelos morales similares.* En lugar de una raison d ’état había una raison de système equivalen­ te: la creencia de que hacer funcionar el sistema consti\ tuia la moralidad más elevada, porque la alternativa era el caos. El miedo a la muerte violenta, como Hobbes ex­ plicaría más tarde, hacía que los hombres cedieran parte de su libertad a cambio del orden, lo que conducía a un imperialismo a menudo débil y sombrío. El antiguo Sumer, a diferencia del Egipto faraónico, no era un solo imperio, sino la unión de por lo menos doce ciudades amuralladas e independientes del sur de Mesopotamia, cerca del golfo Pérsico: Ur, Kisch, Uruk, Nippur, Lagash, etc., cada úna con su propia personali­ dad, vida comercial, dios dominante e intereses estraté­ gicos. N o obstante, todas estaban unidas por una cultura y una lengua comunes. Surgieron disputas inevitables por el territorio, el agua y la regulación del comercio. La solución no fue el absolutismo, como en Egipto, ni la in­ dependencia total que caracterizó las relaciones entre los sumerios y sus vecinos, sino un sistema que podría cali­ ficarse de hegemonía. Una ciudad-estado, en virtud de su poder, mediaba en las disputas entre las demás, hasta que su poder era eclipsado por una de sus vecinas, que entonces la sucedía com o hegemónica. Entre 2800 y 2500 a.C. las ciudades-estado de Kisch, Uruk, U r y La­ gash rivalizaron por la supremacía. Aunque con el tiem­ po la competencia debilitó Sumer (que más tarde sería 5. Véase Adam Watson: The Evolution o f International Socie­ ty: A Com parative Historical Analysis, Routledge, Nueva York, 1992. L a m ayor parte del material contenido en los párrafos si­ guientes está inspirado por este magnífico libro. —

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conquistado por los vecinos Elam y Acad), fue, sin em­ bargo, un sistema viable que preservó la unidad a la vez que permitía a cada ciudad-estado un grado sustancial de soberanía. La India del siglo iv a.C., en cambio, era un mosaico de comunidades más complejo. Muchas de ellas, si bien independientes, estaban unidas por un hinduismo común y restringidas por una red de normas que habían surgido de sus mutuos contactos comerciales y políticos. Puesto que la supervivencia de cada ciudad-estado dependía de sus relaciones con los estados circundantes, también aquí la raison de systéme constituía la máxima moralidad polí­ tica. Obviamente, los estados más fuertes trataban de do­ minar a los más débiles, pero, aunque lo consiguieran, no se entrometían en el comercio cotidiano ni las costumbres de sus súbditos. Sin embargo, a diferencia de Sumer, no había hegemom'a y, por lo tanto, la política era más caóti­ ca. Esta situación cambió cuando Chandragupta Maurya fundó, en el año 321 a.C., un imperio centrado en el no­ reste de la India, que se extendería por la mayor parte del subcontinente asiático y dependería de las estratagemas imperiales de Grecia y Persia. El principal consejero de Chandragupta era Kautalya, el autor de un clásico de la política, el Arthasastra {Libro del Estado). La obra de Kautalya ha sido compa­ rada con El príncipe de Maquiavelo debido a su visión penetrante, aunque implacable, de la naturaleza humana. Como Maquiavelo, Kautalya explica cómo un príncipe, al que llama «el conquistador», puede fundar un impe­ rio explotando las relaciones entre varias ciudades-esta­ do. Afirma que cualquier ciudad-estado que linde con la propia debería considerarse como enemiga, ya que ten­ drá que someterse en el transcurso de la construcción de —

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un imperio. Pero una ciudad-estado alejada que limite con un enemigo debe considerarse como amiga, porque puede utilizarse contra el enemigo sin amenazar la segu­ ridad propia. Este mismo concepto hizo que Nixon y Kissinger vieran la China de Mao como amiga a princi­ pios de los setenta, por cuanto lindaba con el enemigo, la Unión Soviética, y estaba amenazada por ésta.^ El consejo de Kautalya es virtuoso porque, según dice, el objetivo de la conquista es la felicidad de todas las ciu­ dades-estado mediante la creación de estabilidad. Los territorios conquistados, escribe, deberían ser gober­ nados como lo fueron en el pasado, debería preservarse su forma de vida y, en vez de exigirles tributos, habría que devolver los impuestos a los conquistados como recompensa por su sometimiento. El imperio fundado por Chandragupta, con la ayuda de Kautalya, garantizó la seguridad sobre una región ex­ traordinariamente extensa en la que floreció el comer­ cio. Era una región que, debido a la lentitud de los viajes por tierra y mar, equivalía, como la Grecia de la guerra del Peloponeso, a todo el mundo actual. Pero el caso más curioso de un sistema antiguo de autoridad que permitía a los territorios que abarcaba ser independientes e interdependientes al mismo tiempo es China. Mientras que Grecia, Sumer, la India y otras ci­ vilizaciones de Oriente Próximo estuvieron todas ellas influenciadas y se vieron afectadas por otros imperios (particularmente Persia), China era un universo en sí mismo con sus vecinos primitivos y nómadas girando en su órbita. De finales del siglo xii a principios del siglo viii a.C., 6. Véase Watson, p. 81, edición en rústica. —

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la China central fue un sistema feudal vagamente gober­ nado por la casa real de los Zhou, establecida a orillas del río Wei. El señor feudal de la dinastía Zhou dominaba in­ directamente hasta 1.770 feudos, cada uno de ellos gober­ nado por un comandante de guarnición o un miembro de la extensa familia real. En 770 a.C. la capital de los Zhou, debilitada por las luchas de poder, fue saqueada por los bárbaros. El sistema feudal sobrevivió, aunque los feudos se independizaron progresivamente. De forma gradual surgieron diversos estados fuertes, especialmente Chu, en el sur, y Jin, en el noroeste. Algo más débiles que éstos, pero lo bastante fuertes como para dirigir sus propios imperios a pequeña escala, ^ran Qin y Qi, en el este. De este modo, en el siglo vi a.C. im­ peraba un equilibrio de fuerzas entre Chu, Jin, Qin y Qi. Había también una liga antihegemónica de estados para contener la creciente influencia de Chu, y potencias me­ dias como Zheng.^ Ésta, con un gobierno vigilante y un ejército fuerte, cambió de alianzas catorce veces entre Chu y la liga contraria a Chu con el fin de mejorar su si­ tuación. N o obstante, puesto que cada potencia requería alianzas con las otras, surgió una especie de sistema que fomentó la integración militar y política de China. Con­ tribuyeron a este proceso el comercio, el crecimiento de las ciudades y la sustitución de las estructuras feudales por una burocracia hasta cierto punto tipificada. En el siglo v a.C. Chu fue desafiado de nuevo, esta vez por sus vecinos del sur, Wu y Yue, que salió victorio­ so. Entretanto, las grandes potencias de Jin, Qin y Qi se debilitaron debido a luchas internas de poder. La com7. Watson, capítulo 8, varias enciclopedias, traducciones de Xun Zi, etc. —

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plejidad de la politica china se incrementò todavía más. Al cabo de medio siglo de confusión, surgieron siete po­ tencias mayores y seis menores. El único reino antiguo que sobrevivió a la sacudida fue Chu, que, aun siendo una potencia meridional, había asimilado la cultura sep­ tentrional de sus rivales, una parte del proceso de inte­ gración que recorría China pese a las fracturas políticas. Siguió a continuación (del 475 al 221 a.C.) otro ciclo de luchas de poder conocido como el Zhang guo, el pe­ ríodo de los reinos guerreros. Fue una falta de armonía progresiva; muchos de los patrones culturales y estruc­ turas burocráticas que caracterizarían China durante los dos milenios siguientes se desarrollaron durante el pe­ ríodo de los reinos guerreros. Aquella época generó asi­ mismo una excelente filosofía, como la de Sun Zi, autor de El arte de la guerra, y la de Xun Zi, un pensador con­ fuciano cuya máxima más célebre es: «La naturaleza del hombre es el mal; su bondad sólo se adquiere por medio de instrucción.» Es algo que Hobbes o Hamilton ha­ brían podido escribir. La consolidación cultural y burocrática de China du­ rante el período de los reinos guerreros propició que el número de grandes potencias disminuyera de siete a tres a mediados del siglo iii a.C. Estaban Chu en el sur, Qin en el oeste y Qi en el este, las dos últimas resurgiendo de largos períodos de luchas internas. En el año 223 a.C. Qin había sometido a sus dos rivales y fundado el pri­ mer imperio unificado en la historia china. En 206 a.C. una rebelión reemplazó la efímera dinastía Qin por la de los Han, que duraría más de cuatrocientos años: el pri­ mer gran imperio panchino. El Imperio Han no fue una dictadura impuesta exclusi­ vamente desde una capital imperial. Más bien representaba —

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una grandiosa armonía de distintos pueblos y sistemas: monarquías, jefaturas militares, etc. A pesar de todas sus luchas de poder, los estados guerreros individuales habían evolucionado a lo largo de siglos de consolidación cultural y burocrática hasta convertirse en los distintos elementos de un sistema más grande que ellos mismos. Si se contem­ pla la antigua China como un microcosmos del mundo en­ tero, entonces el siglo XXI puede vivir el equivalente aproximado del Imperio Han de los primeros tiempos: un sistema global emergente de los grandes conflictos y la anarquía del período de los reinos guerreros. En The Evolution o f International Soríety, Adam Watson, ex diplomático británico, observa sabiamente que la integración política en la antigua Grecia, Sumer, la India y China requirió siempre supuestos culturales co­ munes para moldear normas e instituciones.* Si bien el mundo actual es culturalmente diverso, se está forjando una cultura cosmopolita singular, propia de la clase me­ dia alta. A medida que esta nouvelle cuisine cultural se propague, también lo harán las instituciones internacio­ nales. Así como los estados modernos se presentan en la actualidad con una clase media industrial, la expansión de esa nueva clase alta global marcará finalmente la tras­ cendencia de los propios estados. Y así como los estados más poderosos del siglo xx te­ nían su propia economía para abastecer las necesidades de su población, las necesidades sumamente específicas de los nuevos cosmopolitas globales requerirán una eco­ nomía de escala mundial en la que estados y regiones po­ drán especializarse en una u otra línea de producción. De este modo, la humanidad podría cerrar una grieta en 8. Watson, p. 121.



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el ciclo histórico al reinstaurar a escala planetaria los antiguos sistemas de Grecia, Sumer, la India y China, N o estoy diciendo, con el debido respeto a Marx, que la historia siga una dirección rígida; tampoco digo que la historia no sea más que una condenada cosa detrás de otra. Simplemente sugiero, como hizo Montesquieu en el siglo XVIII, que las cosas parecen moverse en una cier­ ta, aunque imprecisa, dirección hacia una «moralidad in­ ternacional mínima», y que se pueden discernir algunas pautas generales.’

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La aparición de algún tipo de autoridad mundial dispersa es probablemente inevitable, a menos que se produzca una gran guerra entre dos o más grandes po­ tencias como Estados Unidos y China. La continua­ ción del caos en el África subsahariana y otros lugares puede darse independientemente de la convergencia de las instituciones globales de elite al mismo tiempo que impulsa ésta. Cada nueva guerra africana generará más reuniones internacionales en lugares como Ginebra y Washington que acrecentarán la voluntad de los parti­ cipantes de responder mejor la próxima vez. De este modo, las organizaciones internacionales y los equipos de rescate multinacionales seguirán evolucionando y madurando. Las grandes potencias como Estados U ni­ dos delegarán la responsabilidad a los organismos in­ ternacionales para no sobrecargarse; se hará en nombre 9. Véase Montesquieu: The Spirit o f the Laws, en particular el libro 1, capítulo 3, y el libro 10, capítulo 3. Véase también Thomas L. Pangle y Peter J. Ahresdorf: Justice Among Nations: on the Mo­ ral Basis o f Power and Peace, University Press of Kansas, Lawren­ ce, 1999, p. 157.



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de una moralidad universal por el bien de un interés propio nacional. Pero la probabilidad de la convergencia política glo­ bal dice poco de su utilidad. La Unión Europea (UE) es un sistema. Pero todavía no está claro si la U E será efec­ tiva o simplemente fomentará un insulso despotism o burocrático que se convertirá en el caldo de cultivo de reacciones nacionalistas peligrosas. En el siglo iii a.C. el emperador de Qin unificó China por primera vez en la historia, pero su adopción del legalismo —una doctri­ na que defiende una reglamentación burocrática inflexii ble— condujo al hundimiento de la dinastía en menos de dos décadas. En cambio, la dinastía Han que la suce­ dió duró más de cuatrocientos años, porque combinó lo mejor del legalismo con el confucianismo, que enseñaba tradición y moderación. Sea una Unión Europea inspi­ radora o bien despótica y cobarde, sea la unidad median­ te el legalismo opresivo de los emperadores Qin o bien mediante el confucianismo más progresista de los empe­ radores Han, si un sistema global refleja los valores de las democracias occidentales o no, eso marca la diferenli eia en el mundo. Recuerde que la unidad que Crecia alcanzó al fi­ nalizar la guerra del Peloponeso no necesariamente ( hizo progresar la civilización, por cuanto significó la derrota de la democracia ateniense a manos de Espar­ ta y su aliada. Persia. Pero el sometimiento de los rei­ nos guerreros al sistema de valores confuciano de los emperadores Han fue una buena cosa; su equivalente global sólo puede ser alcanzado ahora p or E stados Unidos. El difunto filósofo político inglés E. H. Carr escribe: «Internacionalizar la autoridad en un sentido real signi—

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fica internacionalizar el poder.»” El poder no se fabrica de la nada. La creación de las Naciones Unidas en 1945 no hizo poderosa esta institución, ni siquiera útil. Pese a encontrarse en la sexta década de su existencia, la O N U es eficaz sólo hasta el punto en que tiene la aprobación tácita de una gran potencia, sobre todo de Estados Uni­ dos. Cuando la O N U actúa realmente sola es porque ninguna gran potencia considera de su interés intervenir en el asunto. Asimismo, la exaltada nueva condición de las instituciones internacionales — el tribunal de críme­ nes de guerra de La Haya, por ejemplo— sería imposible de no haber sido por la victoria militar y política de los aliados occidentales en la guerra fría, que liberó los orga­ nismos internacionales de la influencia soviética. Las instituciones globales como el tribunal de crímenes de guerra son una consecuencia del poder occidental, no un sustituto del mismo. «Históricamente — escribe Carr— todos los enfo­ ques en el pasado de una sociedad mundial han sido el producto del dominio de una sola potencia.»” N o hay síntomas de que esto haya cambiado. La globali­ zación significa la difusión de las estratagemas comer­ ciales de Estados Unidos, adaptadas por cada cultura a sus propias necesidades; unas buenas, otras malas. El predominio de este modelo —junto con el de la demo­ cracia, los tribunales de crímenes de guerra y organi­ lo. Véase Carr: The Twenty Years’ Crisis, 1919-1939: An Intro­ duction o f the Study o f International Relations, Macmillan, Lon­ dres, 1939, p. 107. Naturalmente, C arr era también un historiador prosoviético. Sin embargo, eso no le quita el mérito de plantear al­ gunos aspectos interesantes en The Twenty Years’ Crisis, que no trata de la U nión Soviética. 11. Ibidem, p. 232. —

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zaciones de pacificación eficaces— requirió una lucha de varias décadas contra la Unión Soviética que con­ llevó operaciones secretas de gran alcance y sistemas de armamento nuclear que no siempre podían expli­ carse o justificarse en términos de una moralidad uni­ versal. Y para que el poder de Estados Unidos perdure, de­ berá ser mejorado por un nivel de altruismo más pri­ mitivo que el de la sociedad universal que pretende fomentar. El patriotismo estadounidense—el homenaje a la bandera, las celebraciones del 14 de Julio, etc.— debe sobrevivir lo bastante como para proporcionar el arma­ zón militar de una civilización global emergente que, con el tiempo, podría volver obsoleto ese patriotismo. Una mayor libertad individual y más democracia pue­ den ser las consecuencias de una sociedad universal cuya creación no sea posiblemente del todo democrática. Al fin y ai cabo, más de doscientos estados y cientos de fuerzas influyentes no estatales suponen una plétora de intereses restringidos que no hará progresar ningún in­ terés más amplio sin el mecanismo organizador de una gran autoridad." Pero, ¡ay!, el premio de los estadounidenses por ga­ nar la guerra fría no es solamente la oportunidad de am­ pliar la O TA N , o de celebrar elecciones democráticas en lugares que jamás las habían conocido, sino algo mu­ cho más grande: los norteamericanos, y nadie más que ellos, redactarán los términos de la sociedad internacio­ nal. Com o Joseph Conrad dijo a un amigo durante la Primera Guerra Mundial, los estadounidenses no lu­ chan específicamente por la democracia parlamentaria, 12. Véase Matthews: «Power Shift.»



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sino «por la libertad de pensamiento y el progreso en la forma que sea».'* Quizá la constatación más sublime de Churchill ha­ ya sido que el Reino Unido se acercaba al ocaso y otra potencia naciente y más fuerte, que compartía sus valo­ res, estaba destinada a ocupar su lugar: Estados Unidos. Churchill vio en Franklin Roosevelt lo que Chamber­ lain no supo ver: al gran político con el que vencería a Hitler, y que permitiría luego al Reino Unido retirarse elegantemente de la historia. Pero Estados Unidos no puede permitirse ese lujo. N o se divisa en el horizonte una fuerza creíble con el poder y los valores de la nación norteamericana. Es posible que las Naciones Unidas o una combinación de organizaciones internacionales se conviertan algún día en esa fuerza. Pero no es seguro, ni mucho menos. En su ensayo sobre la «paz perpetua», Kant imagina una unión de naciones amantes de la liber­ tad, no una organización universal. Así pues, Estados Unidos tiene ante sí las décadas más importantes de su política exterior.

Un siglo de desastrosas esperanzas utópicas nos ha hecho regresar al imperialismo, esa forma de protección ordinaria y fiable para minorías étnicas y otros colecti­ vos sometidos a ataques violentos, ya sean los judíos protegidos por el sultán de Turquía de la sed de sangre de las mayorías étnicas locales o los musulmanes de Bos­ nia protegidos tardíamente por las legiones imperia­ ls. Carta a John Quinn, 6-5-1917, N ew York Public Library. Citado en Z. Nadjer: Joseph Conrad: A Chronicle, Cambridge U ni­ versity Press, Cam bridge (Reino Unido), 1983, p. 424. —

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les de Occidente. Pese a las tradiciones antiimperialistas de Estados Unidos, y pese al hecho de que el discurso público ha deslegitimado el imperialismo, una realidad imperial predomina ya en la política exterior norteame­ ricana. ¿Qué son las misiones de la O T A N en Bosnia y Kosovo sino protectorados imperiales, con los que los romanos y los Habsburgos estaban tan familiarizados? El molesto derechista Patrick Buchanan se equivoca al decir que Estados Unidos es una república, no un impe­ rio; no cabe duda que es ambas cosas. La debilidad y la flexibilidad propias de ese imperio no tradicional dirigido por Estados Unidos constitui­ rán su fortaleza. U n nuevo imperio no declarado, que se ahorrará los ceremoniales autoengañosos de las N a ­ ciones Unidas, de ahí su poder. Joseph Nye Jr., decano de la Kennedy School de Harvard, habla de una hege­ monía norteamericana «blanda». Sun Zi afirma que la posición estratégica más fuerte es «informe»; es una po­ sición que los enemigos no pueden atacar porque existe en todas partes y en ninguna.” Un imperio estadouni­ dense debe ser así. Debe funcionar como «un gobier­ no en marcha», como el ejército democrático griego de Jenofonte, que cruzó los confines más remotos del caó­ tico Imperio persa en el año 401 a.C. con sus tropas dis­ cutiendo libremente sobre.cada paso que se daba.” Ningún otro cuerpo militar imperial ha sido tan ma­ nifiestamente multiétnico, vinculado por los valores de 14. Sun Zi: The Art o f Warfare, p. 91. 15. Véase la introducción de George Cawkwell a Jenofonte: The Persian Expedition, Penguin, Nueva York, 1972. El ejército de Jenofonte se retiraba a Grecia tras un intento fallido de ayudar a Ciro el Joven a conseguir el trono de Persia.



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una Constitución en vez de por lazos de sangre. Entre los alimentos precocinados que consumen las tropas de las fuerzas especiales de Estados Unidos hay paquetes que contienen halal, adecuado para las restricciones die­ téticas de los musulmanes, y comida kosher para los ju­ díos. En el momento de escribir estas líneas, el jefe del Ejército de Estados Unidos —uno de los miembros de la Junta de Jefes del Estado Mayor— es el general Eric Shinseki, un estadounidense de origen japonés cuya familia vivió en un campo de internamiento durante la Segunda Guerra Mundial. Pero extender este imperio multiétnico sólo puede hacerse ágilmente; una sola guerra con una pérdida im­ portante de vidas estadounidenses (por ejemplo, en el estrecho de Formosa) podría echar a perder el apetito de internacionalismo de la opinión pública. El triunfalismo no tiene cabida en la política exterior de Estados Uni­ dos; sus ideales deberán hacerse menos rígidos y más va­ riados si se quiere que satisfagan las necesidades de los rincones más lejanos del planeta. «La democracia es con­ traria a la movilización imperial», advierte el ex conseje­ ro en seguridad nacional Zbigniew Brzezinski, debido a la abnegación económica y el sacrificio humano que esa movilización acarrea.'^ De hecho, la fuerza restricti­ va de su propia democracia hace difícil para los nor­ teamericanos exigir y orquestar auténticas transiciones democráticas en todas partes. Sólo con cautela y previ­ sión inquieta podrá Estados Unidos crear un sistema in­ ternacional seguro.

16. Brzezinski: The Grand Chessboard: American Primacy and Its Geostrategic Imperatives, Basic Books, Nueva York, 1997, p. 36. —

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XI TIBERIO

Cuanto mayor es el alcance del imperio estadouni­ dense, cuanto más compleja se vuelva su civilización —con su mandarinato técnico y científico en rápida ex­ pansión—, más a gusto debe sentirse un estadista con el aislamiento. Puesto que son el tamaño y la complejidad de las instituciones políticas y militares estadounidenses lo que las hacen tan vulnerables, la salvación de Estados Unidos residirá en generalistas que no se dejen intimidar por los especialistas que están a sus órdenes. La verdadera valentía e independencia de pensamien­ to están más afianzadas en ejemplos del pasado, escogi­ dos de las páginas de los grandes libros. Fue el patriotis­ mo virtuoso que Churchill tomó de autores como Tito Livio lo que le ayudó a mantener el Imperio británico. Si bien el imperio estadounidense es radicalmente distinto al británico, la construcción de una comunidad global se beneficiará siempre de esa inspiración. El liderazgo efectivo residirá siempre en el misterio del personaje. En la edición de 1911 de la Encyclopaedia Britannica, James Smith Reid, catedrático de historia antigua en la Universidad de Cambridge, escribió lo si—

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guíente sobre el difamado emperador romano del siglo l d.C. Tiberio: El precio de su inescrutabilidad eran una aver­ sión y un recelo generales. Pero detrás de sus de­ fensas se encuentra una inteligencia muy poderosa, fría, lúcida y penetrante. Muy pocos han poseído semejante perspicacia, y probablemente no se enga­ ñaba nunca sobre las debilidades de los demás o las suyas propias. [...] Tiberio demostró su competen­ cia en todas las esferas del Estado más en virtud de su diligencia y aplicación que por genio. Su mente trabajaba tan despacio, y estaba acostumbrado a de­ liberar tanto tiempo, que a veces algunos cometían el error de considerarle un indeciso. En realidad era un hombre extraordinariamente tenaz. [...] La clave de buena parte de su carácter reside en la observa­ ción de que en su juventud se había planteado cierto ideal de cómo debía ser un romano de alta condi­ ción, y se aferró rigurosamente a ese ideal. [...] La atención que Tiberio dedicó a las provincias fue in­ cesante. Su máxima favorita era que un buen pastor debía esquilar sus ovejas en vez de desollarlas. Al morir, dejó los pueblos súbditos del Imperio en una condición de prosperidad como no habían conoci­ do antes ni volverían a conocer jamás.’ Tiberio dejó el tesoro imperial veinte veces más rico de como lo heredó. Abandonó los juegos de gladiadores y prohibió los aspectos más extravagantes del culto impe1. Véase la undécima edición de The Encyclopaedia Britannica, Nueva York, 1910-1911. —

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rial a la personalidad, como designar un mes con el nom­ bre del emperador. La mala reputación que se le atribuye se deriva principalmente de la segunda parte de su man­ dato, cuando delegó poder en la guardia pretoriana y «adoptó, bajo la influencia de sus temores, una buena dis­ posición a derramar sangre».* Desde el año 23 d.C. hasta su muerte, en el 37 d.C., Tiberio se convirtió en la peor clase de tirano y construyó una serie de mazmorras y cá­ maras de tortura alrededor de su complejo de villas en la isla de Capri, donde vivía rodeado por un séquito de guardias y aduladores. Su crueldad era obscena. N o obs­ tante, es posible que fuese en parte consecuencia de una enfermedad mental. Es sólo la primera parte de su man­ dato, del 14 al 23 d.C,, que se puede poner como ejemplo de liderazgo competente. Desgraciadamente, no había ningún mecanismo para una transmisión pacífica de po­ der después de sus nueve años como emperador. Con todo. Tiberio preservó las instituciones y las fronteras imperiales de su predecesor, Augusto, y las dejó lo suficientemente estables como para que soportaran los excesos de sus sucesores, como Calígula: «Su postura era la de un realista, incluso un pesimista, sin ilusiones res­ pecto al destino humano, la naturaleza humana y la polí­ tica», escribe la historiadora contemporánea Barbara Levick, de Oxford.* Tiberio construyó pocas ciudades, anexionó pocos territorios y no atendió a los caprichos populares; más bien fortaleció los territorios que Roma ya poseía agregando bases militares y combinó la diplo2. Ibidem. Tampoco hay que olvidar el accidente del mandato de Tiberio: la ejecución de Jesús en una remota provincia romana. 3. Véase Levick: Tiberius: The Politiáan, Routledge, Londres (1976), 1999, p. 85. —

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macia con la amenaza de la fuerza para preservar una paz que favorecía al Imperio.* «Es en su áspero enfoque de la naturaleza humana donde la veneración de Tiberio por la ley tiene sus orígenes», escribe Levick. Tiberio se per­ cató de que, en las circunstancias de Roma, el Senado sólo podía ser protegido mediante el abrumador poder militar del emperador. Por supuesto, fue la tensión del poder absoluto lo que finalmente le desquició y justificó sus múltiples errores y crueldades.’ A diferencia de Churchill o Pericles, Tiberio no es un modelo inspirador, pero puede que merezca la pena examinar sus puntos fuertes. En opinión de muchos his­ toriadores, fue gracias a Tiberio que Roma sobrevivió tanto tiempo en Occidente. Los líderes estadounidense del futuro podrían hacerlo peor como para ser elogiados por su tenacidad, su inteligencia penetrante y su capaci­ dad de llevar la prosperidad a partes remotas del mundo bajo la blanda influencia imperial de Estados Unidos. Cuanto más efectiva sea su política exterior, más venta­ ja tendrá Estados Unidos en el mundo. Así, lo más pro­ bable es que los historiadores futuros consideren los E s­ tados Unidos del siglo XXI como un imperio además de una república, por muy distinto que sea de Roma y de cualquier otro imperio de la historia. Porque, a medida que transcurran décadas y siglos, y Estados Unidos haya tenido cien presidentes, O incluso ciento cincuenta, en lugar de cuarenta y tres, y éstos figuren en largas listas como los gobernantes de los imperios pasados —roma­ no, bizantino, otomano—, la comparación con la Anti4. Ibidem, pp. 138-139,142-145. La ciudad de Tiberíades, en la ori­ lla del lago homónimo, fue construida en realidad por Herodes Antipas. 5. Ibidem, p. 178. Levick se inspira en Tácito: Anales, VI, 48,4. —

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güedad aumentará en vez de disminuir. Roma, en con­ creto, es un modelo de potencia hegemónica porque uti­ liza varios medios para fomentar una pizca de orden en un mundo desordenado; la razón por la que Maquiavélo, Montesquieu y Gibbon le dedicaron tanta atención.* Oli­ ver Wendell Holmes denominó a sus compatriotas esta­ dounidense «los romanos del mundo moderno». Es evidente que uno puede escribir infinitamente so­ bre las diferencias entre el siglo i y el xxi d.C., pero tanto entonces como ahora no existe un mejor atributo para un gobernante que la humildad basada en una valora­ ción precisa de sus propios límites, de la que emana la astucia más aguda. Franklirt Roosevelt acercó firme y furtivamente Estados Unidos a la guerra contra Hitler al mismo tiempo que la negaba porque sabía que un Congreso republicano aislacionista no le apoyaría. Del mismo modo, las campañas de Tiberio en Germania y Bohemia en los años 5 al 10 d.C. le convirtieron en el principal artífice del sistema imperial romano en Euro­ pa; no obstante, cuando llegó a ser emperador, su políti­ ca respecto a esa región fronteriza estuvo marcada por la prudencia. En el 28 d.C., después de que una precipitada ofensiva romana contra los bárbaros en la baja Germa­ nia ocasionara numerosas bajas en el ejército de Roma, Tiberio las ocultó deliberadamente para evitar la presión popular para vengarlas: la mayor fortaleza de Tiberio era su percepción de las debilidades de Roma.* Bajo su man6. Véase especialmente Montesquieu; Considerations on the Causes o f the Greatness o f the Romans and Their Decline, Hackett, Indianápolis, 1999. [Versión en castellano: Grandeza y decadencia de los romanos. Alba, Madrid, 1998.] 7. Tácito elogia a Tiberio por esta acción. Véanse Tácito, IV, 72; y Levick, pp. 136,223.



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dato, «las funciones de las fuerzas romanas en las fronte­ ras se limitaban a la observación de los pueblos del otro lado mientras éstos se aniquilaban unos a otros». Para Roma, esa «inactividad magistral logró una tranquilidad que duraría un largo período».® Evidentemente, Estados Unidos no puede permanecer inactivo del mismo modo. Sin embargo, cuanto más prudente sea, más efectivo será. En los albores del siglo xxi, los medios de comuni­ cación globales demuestran escasa solidaridad por los retos y las tremendas ironías a los que se enfrentan aque­ llos que ejercen el poder; cultivan la virtud más pruden­ te de solidarizarse sólo con los que no tienen poder. N o obstante, los presidentes más ilustres de Norteamérica sabían que el uso sensato de la fuerza era la guía más segura hacia el progreso. En el salón Roosevelt del ala oeste de la Casa Blanca, donde se celebran importantes reuniones del Estado Mayor, hay un relieve de Teddy Roosevelt con estas palabras del vigésimo sexto presi­ dente de Estados Unidos —palabras que habrían podi­ do escribir Maquiavelo, Tucídides o Churchill— : «La lucha enérgica por el derecho más noble que se permite el mundo.» Junto a ese relieve, dentro de una vitrina co­ locada en la repisa de un pequeño hogar del salón, está el premio Nobel de la Paz que Roosevelt ganó en 1906 por mediar en el final de la guerra ruso-japonesa. Roosevelt se había alegrado de la destrucción de la flota rusa a ma­ nos de Japón, por cuanto temía la influencia de Rusia en Europa. Pero prefería Rusia debilitada en lugar de des­ truida, con el fin de contener a Japón. Ése fue el motivo que propició su mediación. La política de la fuerza al 8. Véase la undécima edición de The Encyclopaedia Britannica, Nueva York, 1910-1911. —

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servicio de la virtud patriótica —un principio tan anti­ guo como las grandes civilizaciones clásicas de China y el Mediterráneo— es lo que el premio N obel de la Paz de la Casa Blanca venera en realidad. La política norte­ americana durante la guerra fría fue hasta tal punto una variante de ese concepto que no estará nunca anticuada. Estados Unidos no es nada sin su democracia; es la patria de la libertad en vez de la sangre. Pero para sem­ brar sensatamente sus semillas democráticas en un mun­ do más extenso, que es más próximo y peligroso que nunca, se verá obligado a aplicar ideales que, aunque no sean necesariamente democráticos, son honestos. Cuan­ to más respetemos las realidades del pasado, más nos alejaremos de él.



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