ro9d Carlos Thiebaut (Ed.) - La Herencia Ética de La Ilustración le8s

September 9, 2017 | Author: Isar | Category: Immanuel Kant, Morality, Reason, Metaphysics, Philosophical Theories
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Descripción: Carlos Thiebaut (Ed.), La Herencia Ética de La Ilustración...

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CARLOS THIEBAUT, ED.

LA HERENCIA ÉTICA DE LA ILUSTRACIÓN VICTORIA CAMPS, ANTONI DOMÉNECH, JORGE MARTÍNEZ-CONTRERAS, JAVIER MUGUERZA, JOSÉ RUBIO CARRACEDO, FERNANDO SAVATER, CARLOS THIEBAUT, AMELIA VALCÁRCEL, GERARD VILAR, ALBRECHT WELLMER

EDITORIAL CRÍTICA

BARCELONA

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprograffa y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. Cubierta: Enríe Satué sobre un trabajo artesanal, en pan, de Eduardo Crespo © 1991: Victoria Camps, Antoni Doménech, Jorge Martínez-Contreras, Javier Muguerza, José Rubio Carracedo, Femando Savater, Carlos Thiebaut, Amelia Valcárcel, Gerard Vilar, Albrecht Wellmer © 1991 de la presente edición para España y América: Editorial Crítica, S.A., Aragó, 38S, 08013 Barcelona ISBN: 84-7423-512-X Depósito legal: B. 28.518-1991 Impreso en España 1991 .-NOVAGRÁFIK, Puigcerdá. 127,08019 Barcelona

PRESENTACIÓN Los trabajos que componen este volumen recorren diversos concep­ tos centrales —quizá los conceptos centrales— del programa ético de la modernidad: razón, crítica, autonomía, naturaleza humana, humanidad, libertad, solidaridad, igualdad, justicia y emancipación. En esas palabras se han encamado ideales éticos cuyas traducciones políticas o culturales conmovieron el mundo occidental en diversos movimientos emancipatorios de los dos últimos siglos. Las revoluciones emancipatorias del nuevo y del viejo mundo no han carecido, no obstante, de opacidades y de conflictos. La transparencia de aquellos ideales éticos y políticos se ha visto negada con tanta fuerza en la historia que, con frecuencia, largas noches negras, que tienen muchos nombres pero representan una misma barbarie, han declarado repetidamente que son ya sueños agostados o destruidos. Pero ¡as dudas que se plantean ante esa herencia que constituye el trasfondo sobre el que construimos nuestra autocomprensión moral no han surgido sólo de las experiencias amargas de la historia reciente. La revisión del programa normativo de la modernidad parece estarse plan­ teando también, casi desde sus primeras formulaciones, al hilo de la crí­ tica a lasfilosofías racionalistas en la que aquel programa se formuló y se apoyó. Si esas filosofías, centradas sobre el sujeto y la conciencia, racionalistas en su metodología, y trascendentales y fundamentalistas en su concepción, se hacen insostenibles parece que habrán de arrastrar consigo también aquellos ideales que quedarían convertidos en ciegas intuiciones morales que no hallarían conceptos en los que formularse. Las críticas a la filosofía moderna e ilustrada no carecen, por lo tanto, de una crucial importancia para nuestra definición ética del presente, pues apuntan a la manera en que podemos seguir pensando, es decir, dando voz conceptual y racional a aquellos ideales éticos que fueron bandera y

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razón de las sociedades democráticas occidentales. Pero tal vez la quie­ bra de las filosofías racionalistas y trascendentales de la Ilustración no signifique, o no tenga que significar, la abolición de aquel programa nor­ mativo de la modernidad; asistimos, así, en la filosofía contemporánea a repetidos intentos para comprender de nuevo aquellos ideales éticos sin tener que alojarlos en filosofías que ¡a crítica contemporánea —por su sensibilidad contextual, por su giro pragmático o por su especial acento sociohistórico— ha hecho de difícil sostenimiento. En efecto, el que los marcos argumentativos y las filosofías del proyecto moderno no puedan ya sostenerse en los términos heredados no significa que pueda abolirse sin riesgos y sin costes su horizonte normativo. Tal vez, por el contrario, ese horizonte se revista aún de mayor radicalidad y demande no sólo una prqfundización y ampliación de nuestra sensibilidad moral sino también un mayor esfuerzo de reelaboración filosófica. Los diversos capítulos que componen este volumen parten de esa do­ ble crítica a nuestra comprensión de la herencia ética de la modernidad; una crítica política e histórica, por un lado, y filosófica, por otro, que ha­ cen necesario ese mayor esfuerzo de repensamiento filosófico y de defini­ ción ética del presente. Constituyeron diversas intervenciones en un se­ minario de un proyecto de investigación de filosofía moral y que, con idéntico título al de esta compilación, se realizó en el seno del Instituto de Filosofía del Consejo Superior de Investigaciones Científicas en el curso académico de 1989. La intervención deAlbrecht Wellmertuvo lugar, por su parte, en el seminario de filosofía política del mismo instituto. Sin la colaboración de muchas personas, tanto del Instituto de Filo­ sofía como de otras universidades, no hubieran sido posibles ni aquel se­ minario ni esta compilación. En concreto, Ángel Rivero y Julio Seoane arrancaron muchas horas de sus tesis doctorales para la organización de las actividades cuyo resultado parcial se presenta ahora. C arlos T hiebaut

Instituto de Filosofía Madrid, mayo de 1991

J avier M uguerza

KANT Y EL SUEÑO DE LA RAZÓN K ant ,

los neokantianos y la postilustración

Recientemente Leszek Kolakowski se formulaba una pregunta, la pregunta «¿Por qué necesitamos a Kant?», que es la pregunta que quiero aquí hacer mía, aun cuando ello no me obliga a hacer asimismo mía la res­ puesta de Kolakowski, como tampoco voy a hacer mío el sentido de la pregunta misma. Una pregunta semejante podría tratar de interrogarse por las razones del creciente ascendiente kantiano en el pensamiento de nues­ tros días, frente al predominio alcanzado en la escena filosófica de años atrás por ciertos pensadores prekantianos como Hume o postkantianos como Hegel. Pero, a la luz de la presente «crisis de la modernidad», no hay que pasar por alto que la pregunta kolakowskiana —¿por qué necesi­ tamos todavía a Kant?— debiera contrastarse con la que, sin demasiada exageración, cabría hoy atribuir a Richard Rorty: ¿por qué ya no necesi­ tamos a Kant? En cuanto a Kolakowski, para dejar por un momento a un lado a Rorty, se servía de la respuesta a su pregunta con determinados propósitos concretos dentro de la polémica filosófica contemporánea, propósitos loables pero que no nos van a interesar directamente ahora a nosotros. Con el fin, pues, de darle una mayor amplitud a la interrogación de Kolakowski, me propongo empezar por el cuestionamiento de su pro­ pia pregunta, la pregunta, repito, «¿Por qué necesitamos, o seguimos ne­ cesitando, a Kant?». Para empezar, por tanto, preguntémonos quiénes somos nosotros, los «nosotros» que necesitaríamos o seguiríamos necesitando a Kant. Alguien podría dar en pensar que aquel pronombre se refiere exclusivamente a los filósofos, esto es, que sólo los filósofos podrían necesitar a otro filósofo.

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Y, generalizando, que la filosofía es algo de, y para, filósofos con exclusi­ vidad. Pero, por más que desgraciadamente sea cierto que no pocos filó­ sofos reclaman para sí el monopolio de la filosofía en general, no está muy claro que ese celo, digno de mejor causa, les permita en la actualidad mo­ nopolizar la tantas veces aludida necesidad de Kant. Pues, de acuerdo con Kant, habría que recordar que hay al menos dos clases de «filósofos», es decir, dos conceptos distintos de filosofía. Echando mano a este respecto de una celebérrima distinción kantiana, no habría que confundir lo que llamara Kant un día la filosofía académica con lo que también Kant llamó la filosofía mundana, a saber, aquella ma­ nera de entender la filosofía que no hace de la misma «un concepto de es­ cuela» (ein Schulbegriff) sino que la concibe interesada por «los fines esenciales de la razón humana», algo que, en consecuencia, nos incumbe a todos, seamos filósofos o no. La necesidad que tenemos de Kant, para decirlo de entrada, no es «es­ colástica», como pudiera serlo la de aquellos filósofos que se apellidan a sí mismos de «kantianos» o «neokantianos». Uno de esos filósofos ha podido afirmar que toda la filosofía de la modernidad se reduce a una se­ rie de notas al pie de las páginas de Kant, descomunal afirmación que es presumiblemente falsa, tanto si referida a Kant como a Platón. Y, lo que aún es peor, quienes se empeñan de esta suerte en leer escolásticamente la obra de Kant hacen correr a ésta el grave riesgo de quedar reducida de otra parte a una serie de notas al pie de las páginas de tal o cual autor de su pre­ dilección, cuando no de las páginas que ellos mismos escriben, sintiéndo­ se quizás recompensados al encontrar en Kant el discutible amparo con que todos los escolásticos — igual da que lo sean de Kant que de santo Tomás— se hacen pagar por sus no menos discutibles servicios al maestro de tumo: así es como los escolásticos de Kant propondrían para variar un nuevo zuriick zu Kant, una enésima «vuelta a Kant», otra de tantas como ha habido a lo largo de los casi dos siglos transcurridos desde la muerte de Kant. Nuestro acercamiento a su obra no habrá de reincidir en tales pasos, pues lo más vivo del pensamiento de Kant se asfixiaría tan pronto lo tratá­ semos de acomodar a ese corsé de hierro que son siempre las escolásticas. Y hay más de una razón para que aquí nos resistamos a la tentación del escolasticismo o «neoescolasticismo» kantiano, la tentación del «nuevo neokantismo» contra la que, entre nosotros, lleva algún tiempo previnién­ donos Aranguren. Por lo pronto, con dicho neokantismo sucedería lo que gustaba Orte­ ga de decir de todos los «neoísmos» —el neoarístotelismo, el neotomismo

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e incluso, ¿por qué no?, el neonietzscheanismo— , «que son como la Sunamita de algún decrépito David». Como se sabe, la gran hazaña de la joven procedente de Sunam con la que el viejo rey David compartió el lecho en los últimos años de su vida consistió mayormente en avivar el declinante vigor sexual de nuestro an­ ciano personaje bíblico. Y, la verdad, no me imagino a Aristóteles, a To­ más de Aquino o a Nietzsche sometidos a esa terapia; ni mucho menos me imagino a los tediosos profesores aristotélico-tomistas que padecí en mis tiempos de estudiante, como tampoco a mis alegres amigos nietzscheanos actuales, entregados a semejantes menesteres. En cualquier caso, no creo que Kant precise los servicios de Sunamita alguna y, desde luego, no estoy dispuesto a travestirme yo de tal. Pero es que hay más. Según advirtiera en su día Lucien Goldmann, la misma idea de volver a Kant parece sugerir algo así como la restauración de una especie de ortodoxia filosófica, de lo que no sólo no hay ninguna necesidad —más bien seria indeseable—, sino que supone la mayor ofen­ sa que cabría infligir a un pensador que se esforzaba en proclamar que no es posible aprenderfilosofía —pues, añadía, «¿dónde está, quién la posee y de qué modo se dejaría reconocer?»— y únicamente nos es dado apren­ der a filosofar, esto es, a «ejercitar» nuestra razón en tal o cual dirección filosófica previamente sugerida, pero «salvando siempre el derecho de la razón» —son las palabras de Kant— a «examinar» esas sugerencias y a «refrendarlas o rechazarlas». Lo más opuesto que imaginarse pueda, como se echa de ver, a cualquier ortodoxia. Y, en fin, la supuesta vuelta a Kant sería una vuelta atrás, una vuelta al pasado y, de este modo, una traición al espíritu de una filosofía como la kantiana, que fue pionera en la introducción de una «dimensión de futuro» en nuestro modo de entender la historia, anticipándose con ello a la concep­ ción de esta última por parte de teóricos marxistas de la utopía del estilo de Emst Bloch. Como alguna vez ha sido señalado, Kant se servía a este res­ pecto de la voz alemana Geschichte en cuanto diferente de la voz Historie, lo que habría de permitir que su Geschichtsphilosophie —su «filosofía de la historia»—, lejos de constreñirse al pasado, se aprestase a la considera­ ción de la «historia universal» o Weltgeschichte como un proceso en curso y, por ende, no clausurado en su despliegue temporal. Y, lo que es más, habría de permitirle considerar a dicha historia como un proceso preñado de Hoffnung der Zukunft, de «esperanza de futuro», para decirlo con los térmi­ nos acuñados por Kant y en los que Bloch no por casualidad se inspiraría para plasmar en palabras la idea central de su propio pensamiento utópico.

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En resumidas cuentas, pues, a Kant no le necesitamos en tanto que fi­ lósofos escolásticos, ni tan siquiera en tanto que filósofos más bien mun­ danos que académicos, sino sencillamente en tanto que hombres y, claro está, también mujeres de nuestro tiempo, un tiempo o una época sobre la que se cierne, vaga y difusamente aún, la conciencia de estar viviendo el cierre de una era, la era de la modernidad, e inaugurando otra a la que, no sabiendo muy bien cómo denominarla, denominamos por ahora la postmodemidad. Naturalmente, no nos bastaría con seguirla denominando «la edad contemporánea», dado que la contemporaneidad no marca ahí nin­ guna divisoria precisa entre dos épocas, si es que el insuperable egocen­ trismo de nuestro uso del adjetivo «contemporánea» no lo incapacita para designar eficazmente época alguna. Mientras no se demuestre lo contra­ rio, todo el mundo resulta ser, en toda época, contemporáneo de sus con­ temporáneos. Pero eso es también lo que sucede con la modernidad, pues personas que se considerasen a sí mismas «modernas» las hubo ya en la Antigüedad o en la Edad Media (pensemos, por ejemplo, en la via modernorum de ciertos filósofos medievales) y no tan sólo en la Edad Mo­ derna por antonomasia, desde el Renacimiento y la Reforma en adelante. De ahí que cuando se habla, como nosotros antes lo hemos hecho, de la crisis de la modernidad, convenga que seamos precavidos y tratemos de aclaramos sobre lo que está en crisis. No es lo mismo, en efecto, la crisis acaecida en la modernidad bajo un cierto Barroco o un cierto Romanticis­ mo que «nuestra» propia crisis, es decir, la crisis de «nuestra» modernidad (cuyas repercusiones filosóficas habrían dado lugar, según adelantába­ mos, a una suerte de via postmodernorum). Pues bien, lo que para noso­ tros parece estar en crisis es, por decirlo en dos palabras, la herencia cul­ tural de ese momento de apogeo o culminación de la modernidad que fue la Ilustración. O, dicho de otro modo, lo que contemporáneamente vivi­ mos como crisis no es sino la crisis de eso que acostumbramos a llamar «la herencia de la Ilustración». O. diciéndolo todavía de otra manera, la postmodemidad vendría en definitiva a consistir en postilustración.

¿Q ué sueño ,

de qué razón ?

La traducción de «postmodemidad» por «postilustración» es conve­ niente, como dije, para saber de qué estamos hablando, cosa que no siem­ pre acontece cuando se parlotea, según es hoy frecuente, acerca de la postmodemidad. La confusión en tomo a esta última ha llegado a ser tanta

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que un antropólogo mexicano de origen catalán. Roger Bartra, proponía hablar en su lugar de dismodernidad, idea que burlonamente expresaba en inglés como dismothemism , lo que le permitía a su vez retraducir esta ex­ presión por la muy hispánica de «desmadre». La postmodemidad, en efecto, se ha convertido en un desmadre, y el recurso a la noción de post­ ilustración podría ayudamos a escapar de tal desmadre. Como nos podría ayudar a preguntamos, aJ hilo de la pregunta de Kolakowski del comien­ zo, no sólo quiénes somos nosotros «que necesitamos a Kant», sino tam­ bién quién era Kant. Pues Kant fue ciertamente, y lo fue en grado emi­ nente, eso que de ordinario se conoce como un «ilustrado». ¿Qué es, o qué era, un ilustrado? O, si lo preferimos, ¿qué fue, o qué quiso ser, la Ilustración? Probablemente nadie supo encarar esta cuestión mejor que Kant lo hizo en un texto de 1784 precisamente titulado ¿ Qué es la Ilustración? Vale la pena recordar su caracterización: La Ilustración es la liberación del hombre de su culpable minoría de edad. La minoría d e e d a d significa la incapacidad de servirse de su inteli­ gencia sin la guía de otro. Y esa incapacidad es culpable porque su causa no reside en la falla de inteligencia sino de decisión y de valor para servirse por uno mismo de ella sin la tutela ajena. Sapere a u d e l ¡Ten el valor de servirte de tu propia razón! He aquí el lema de la Ilustración.

La Ilustración fue, ante todo, un acto de confianza en sí misma de la razón humana. Por otro lado, pero en estrecha conexión con lo anterior, la Ilustración constituyó uno de esos momentos estelares de la historia de la humanidad en los que ésta se atreve a acariciar el sueño de la emancipa­ ción, la emancipación, por lo pronto, de los prejuicios y las supersticiones que atenazaban a la razón humana —y en primerísimo lugar de ese prejui­ cio o esa superstición que vendría a ser «el miedo a la razón»— , mas tam­ bién, y consiguientemente, la emancipación de las tiranías con que — «contra toda razón» o, por lo menos, contra aquella razón tenida por liberadora— los diversos poderes de este mundo han oprimido a los hom­ bres una vez y otra a lo largo de los siglos (la Ilustración, no lo olvidemos, fue la semilla ideológica de la Revolución francesa cuyo bicentenario — sic transit gloria, o «no hay bien que doscientos años dure»— celebra­ mos por estas fechas). El sueño ilustrado de la emancipación, el sueño de la liberación de la humanidad erigido en promesa por la Ilustración, fue, pues, el sueño de la razón. Y si pensamos ahora en el soberbio grabado de Goya que el pintor ro-

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lulo con la leyenda «El sueño de la razón produce monstruos», tal vez po­ damos explicamos en qué estriba esa crisis de la herencia ilustrada que hemos dado en denominar la postmodemidad, esto es, la postilustración. En el grabado, un hombre duerme, momentáneamente traspuesto al pare­ cer, acodado sobre su mesa de trabajo — la mesa, digamos, de un intelec­ tual— mientras, en la penumbra de la estancia, le rodean y le sobrevuelan una serie de repugnantes, peludos y alados monstruos, los monstruos que se suponen producidos por el sueño de la razón. En un libro inspirado en tal motivo, José-Enrique Rodríguez Ibánez apuntó sagazmente hace algún tiempo que el grabado admite más de una interpretación. En una primera interpretación, que calificaríamos de premodcma o preilustrada y a la que cabría incluso calificar de anti-ilustrada o contrailustrada —era la favori­ ta, por ejemplo, del colegio de curas en que uno se educó— , esos mons­ truos que pueblan el grabado habrían de ser atribuidos al delirio racional del hombre, es decir, a su olvido de las sanas doctrinas de la tradición. Para una segunda interpretación, que merecería ya el calificativo de ple­ namente moderna o ilustrada —y que sería, con toda probabilidad, la que el propio pintor habría hecho suya—, los monstruos en cuestión serían producto no de la ensoñación o el sueño activo, sino, por así decirlo, del sueño pasivo de la razón humana, cuyo perezoso dormitar dejaría abierta la espita de las tinieblas del oscurantismo. Pero hay todavía una tercera interpretación posible —a la que no sería del todo improcedente ver cali­ ficada de postmodema o de postilustrada— sobre la cual no tenemos otro remedio que demoramos, aunque sea brevemente, a continuación. De acuerdo con ella, el sueño de una razón excesivamente ambiciosa — la Razón que los ilustrados deificaban, escribiéndola a veces con mayúscu­ la— podría haberse acabado volviendo, paradójicamente, contra los pos­ tulados iluministas que en sus orígenes lo alentaron. Aquellos postulados nos prometían la liberación, pero — a juzgar, al menos, por lo que ha sido la historia de nuestro siglo xx, a saber, una crónica de horrores impensa­ bles desde el optimismo dieciochesco de los ilustrados— más parece que nos hayan sumido en un lóbrego calabozo, aherrojándonos con las cade­ nas de nuevas y variadas formas de esclavitud. ¿Por cuál de estas «tres in­ terpretaciones de la Ilustración» se habría inclinado Kant? En un cierto sentido, el ilustrado que fue Kant se habría adherido sin reservas a la segunda de ellas. Y en ningún caso se adheriría a la primera o contrailustrada, por no llamarla reaccionaria, de los curas de mi colegio. Pero, y esta sería una prueba de la rigurosa actualidad de Kant —una ac­ tualidad que postmodemos á la Rorty (por no hablar de aquellos que

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comparten con él su desenfado, pero no la agudeza de su ingenio, y a lo sumo merecerían ser apodados de «postmodemos a la violeta») se apre­ suran demasiado impacientemente a descartar—, desde su posición no le habría sido vedado hacerse cargo de la tercera interpretación, a diferencia quizá en esto de los impenitentes optimistas que fueron otros ilustrados, como, pongamos por ejemplo, los enciclopedistas franceses. Para esta úl­ tima especie de ilustrados, la evidencia del progresivo desarrollo de la racionalidad social no ofrecía resquicio alguno a la duda, lo que les indu­ cía a mostrarse absolutamente seguros de que el hombre —un Hombre al que asimismo deificaban en ocasiones, escribiéndolo de nuevo con ma­ yúscula— alcanzaría algún día en su plenitud lo que llamamos antes los fines esenciales de la razón, a saber, el conocimiento exhaustivo del mundo natural y la perfecta ordenación de la praxis humana. Es decir, se hallaban convencidos no sólo del progreso de la razón teórica —el pro­ greso innegable de la ciencia y la técnica, por mencionar un par de ins­ tancias señaladas— , sino también de que un progreso de esa índole lleva­ ría ineluctablemente aparejado un comparable progreso moral, un progreso en el orden de nuestra razón práctica. Ahora bien, es dicha fe la que se ha cuarteado con la postmodemidad o, si se prefiere, llamamos justamente postmodemidad —esto es, postilustración— ni más ni menos que al cuarteamiento de dicha fe. El postmodemo —que no está obliga­ do, por supuesto, a serlo a la violeta (ni tan siquiera necesita, para acabar­ lo de decir todo, declararse rortyano)— sería entonces aquel que en nues­ tros días postilustradamente desconfía de que el progreso, ya dije que innegable, de la ciencia y la técnica haya de comportar por fuerza «un progreso moral». Y, desde luego, en el siglo de Auschwitz, del Gulag o de Hiroshisma sobran razones para una tal desconfianza. La actitud del postmodemo se halla en este sentido más que justificada y, en este senti­ do, todos somos de un modo u otro postmodemos, a menos de ser ilusos, o, algo peor que abandonarse a la ilusión alimentada por la ingenuidad, a menos de ser cínicos. Por lo demás, la sospecha típicamente postmodema acerca del pro­ greso imparable de las Luces de la Razón está muy lejos de ser nueva. Ha­ bía ya sido preludiada en el siglo pasado, el malfamado siglo xtx, por esos maestros de la «filosofía de la sospecha» que eran Marx, Nietszche o Freud, maestros a su vez de esos maestros de la suspicacia postilustrada que — como Habermas ha visto bien (y subrayado un tanto maliciosa­ mente en el curso de sus habituales invectivas contra los postmodemos)— fueron sus precursores en la Escuela de Frankfurt: los autores — Adomo y

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Horkheimer, o Horkheimer y Adomo— de esa obra que lleva por título el de Dialéctica de la Ilustración y es un intento de mostramos las dos caras de la misma o — más exactamente aún (con la lúcida exactitud que ambos adeudan a Max Weber)— su cara y su cruz, es decir, lo que la Ilustración tuvo a un tiempo de potencial de emancipación y de capacidad de sojuzgamiento. Pero el preludio de la postmodemidad así entendida se remonta todavía más atrás, hasta llegar al siglo xvm, esto es, a la propia Ilustración. Lo que se acaba de insinuar es aplicable cuando menos a aquellos ilustrados avisados o «autocríticos» entre los que, en destacado primer plano, habría que mencionar a Kant. Pues Kant habíase dado prisa en po­ ner de manifiesto que las exigencias de la razón práctica no coinciden ne­ cesariamente con las de la razón teórica, que el avance de nuestros cono­ cimientos no garantiza por sí solo que hayamos de comportamos más decentemente o ser mejores, que la razón, en fin, tiene sus límites. Y que, creyeran lo que creyeran los restantes ilustrados, en el reino de la razón no sólo hay «luces» sino asimismo «sombras», dependiendo en definitiva de nosotros que éstas no prevalezcan sobre aquéllas. De ahí que. en los albores de la postmodemidad, tengamos que volver la vista a Kant. aunque sin escolasticismos. Lo verdaderamente decisivo para nosotros del pensamiento de Kant lo encontraremos en los problemas que Kant se planteó más que en las soluciones que propuso para ellos. A Kant, como sabemos ya, se ha vuelto muchas veces a lo largo de los últi­ mos tiempos, pero la terca recurrencia de ese reencuentro con Kant no prueba tanto la perennidad de las respuestas kantianas cuanto la trascen­ dencia de las preguntas que Kant se formuló. ¿Y cuáles eran esas preguntas? Kant las enumeró más de una vez (por ejemplo, en su Lógica, así como en otros lugares de su obra): en pri­ mer lugar, ¿qué puedo saber?-, en segundo lugar, ¿qué debo hacer?-, en tercer lugar, ¿qué me es dado esperar? (preguntas a las que, en cuarto y último lugar, añadía Kant la pregunta —de algún modo compendio de las tres anteriores— ¿qué es el hombre?). En lo que sigue, no todas ellas habrán de interesamos por igual y por mi parte voy a centrarme especial­ mente en la segunda. Voy a hacerlo así, en buena medida, por deformación profesional, pues se trata de una pregunta de la incumbencia de la ética, a la que diga­ mos que me dedico por oficio. Desde luego, bien sabe Dios que no por beneficio. Pero también lo haré porque —además de tratarse de la pre­ gunta crucial para el propio Kant, según su expresa confesión— constitu­

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ye de suyo una pregunta notoriamente relevante dentro de un Seminario como éste, en el que se pretende aventurar un balance de La herencia éti­ ca de ¡a Ilustración. Dado que, sin embargo, esa pregunta presupone en algún sentido la primera y se prolonga en cierto modo en la tercera, tendré también que aludir a ellas para nuestro propósito inmediato. El propósito, esto es, de esbozar en el próximo apartado una somera visión de conjunto de la ética kantiana.

L as pr eg u n ta s k a n tia n a s

Comenzaremos, así pues, con la pregunta «¿Qué puedo saber?», a la que Kant dedicaría la más famosa de sus obras, la Crítica de la razón pura, de 1781. Para nuestros efectos, quizás no haya mayor inconveniente en reducir esa pregunta a la pregunta «¿Qué puedo conocer?» aun a sa­ biendas de que tal reducción, usualmente acompañada de la subsiguiente reducción consistente en asignar al término «conocimiento» la interpreta­ ción antonomástica de conocimiento «científico», cercena de manera muy considerable la amplitud originaria de la primera pregunta kantiana. Co­ moquiera que sea, Kant trataba de responder en aquella obra a su pregunta diseñando lo que podríamos llamar la estructura del sujeto cognoscente, un sujeto cuya sensibilidad se halla configurada espacio-temporalmente y cuyo entendimiento funciona ajustándose a principios como el principio de causalidad. Cualquier suceso que nosotros conozcamos —ya sea que se trate de un fenómeno atmosférico, como una tormenta, o de un fenómeno huma­ no, como una pelea entre dos personas— se dará en el espacio y en el tiempo y podrá ser concebido como el efecto de una causa, causa que a veces conocemos y a veces no, pero que se supone que podríamos conocer si poseyéramos la suficiente información acerca de las circunstancias en que dicho fenómeno se produjo. Al plantear así las cosas, Kant se revelaba ampliamente deudor de la ciencia de su tiempo, cuyo paradigma vendría ejemplificado por la mecánica newloniana. Dentro de dicho paradigma, el conocimiento exhaustivo de las circunstancias en las que se produce un fenómeno dado —supongamos que el fenómeno de marras sea el eclipse de una astro— no sólo habría de permitimos explicarlo causalmente una vez acontecido, sino asimismo predecirlo antes de que acontezca, como hacen con frecuencia los astrónomos en base a su dominio teórico de las leyes naturales que rigen el movimiento de los astros. Por nuestra parte, 2.* THffiflAin

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haremos caso omiso de ciertas insuficiencias del precedente esquema —un esquema rígidamente determinista, como corresponde a la mecánica clásica—, de entre las que sobresale el hecho de que en él no se tiene en cuenta la posibilidad de introducción de leyes puramente estadísticas, le­ yes que, como es bien sabido, no permiten predecir fenómenos singulares, sino sólo conjuntos de fenómenos. Las estadísticas de tráfico, por ejem­ plo, permitirían tal vez conjeturar que va a haber tantos o cuantos acci­ dentes de carretera el próximo fin de semana, no lo que vaya a ocurrirle a nuestro coche. Y así es como viajamos, pese a las estadísticas, los fines de semana, pues invariablemente tendemos a pensar que aquellas conjeturas no se refieren a nosotros. Kant no desconocía las estadísticas de su tiempo, con las que alguna vez acreditó hallarse familiarizado. Pero su modelo de ciencia natural es un modelo presidido por el determinismo causal, de acuerdo con el cual la explicación y la predicción de un fenómeno son el anverso y el reverso de una misma moneda. Ahora bien, semejante sime­ tría entre explicación y predicción de los fenómenos naturales —que ni siquiera tendría por qué concurrir en otros ámbitos de una ciencia natural del tipo de la física, tal y como sucede, por ejemplo, en el ámbito de la mecánica cuántica— está lejos de darse, desde luego, en el terreno de las ciencias sociales. En ellas, el científico que mejor o peor logra explicar un determinado fenómeno social —supongamos, el estallido de una revolu­ ción— no se halla, por principio, en situación de predecirlo con pareja seguridad. Y la asimetría obedece en este caso a la sencilla razón de que los actores sociales, que pueden contribuir —en una medida en que evi­ dentemente no lo pueden hacer los astros— a acelerar el cumplimiento de la predicción, pueden también contribuir a que la predicción no se cumpla, es decir, a frustrar su cumplimiento. La distinción entre self-fulfilling y self-defeating prophecies, que es hoy un lugar común en la teoría sociológica, no gozó de extendido reco­ nocimiento ni en el propio pensamiento social de la pasada centuria. Si, por ejemplo, Marx hubiera reparado efectivamente en ella —como alguna que otra vez dio la sensación de hacer—, habría sido sin duda más caute­ loso en la formulación de sus tan traídas y llevadas predicciones sobre el derrumbre de la economía capitalista. Y hasta es posible que las hubiera formulado en clave para no poner sobreaviso a sus adversarios políticos, que era el ardid del que Melquíades, el personaje de Cien años de soledad de Gabriel García Márquez, se valía en orden a evitar que los eventua­ les lectores de sus profecías tratasen de impedir el cumplimiento de las mismas.

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Cuanto acaba de decirse viene a cuento de Kant por lo siguiente. Kant opinaba que cuando la razón, la razón teórica, pretendía ir más allá de lo autorizado por la estructura del sujeto del conocimiento científico —el caso, por ejemplo, de lo que en la historia de la filosofía solemos entender por «metafísica»— , se veía inmersa en dificultades y aprietos insalvables. Dentro del mundo natural, tal y como lo conocemos de acuerdo con los patrones epistémicos de la ciencia clásica, rige sin excepción el principio de causalidad, pero no hay modo, en cambio, de probar que el mundo na­ tural en su conjunto tenga una causa, como tampoco hay modo de probar que no la tenga (Kant se declara agnóstico en lo relativo a la posibilidad de demostrar por esa vía la existencia o la inexistencia de Dios). Y de entre esas dificultades, aprietos o «antinomias» de la razón, hay una que nos interesa especialmente. Veamos de qué se trata. Aun con las salvedades de rigor a tenor de lo expuesto más arriba, pues el mundo humano es un mundo de «intenciones» y no sólo de «cau­ sas», cuando nosotros describimos las acciones de nuestros semejantes no es del todo ilegítimo que lo hagamos en términos causales, explicándonos causalmente su conducta en virtud de los condicionamientos naturales —por ejemplo, su carácter o su temperamento— o sociales —por ejem­ plo, su educación o la clase social a la que pertenecen— que les llevan a comportarse de tal o cual manera. Así es como los historiadores, supon­ gamos, intentan explicamos la muerte de César a manos de Bruto, y como en general cualquiera trata de explicar un hecho luctuoso de este género atribuyéndolo a factores de los que la actuación de los agentes pa­ saría a ser interpretada como efecto. La atribución de tales relaciones de causa-efecto pudiera resultar en ocasiones discutible, pero lo cierto es que tanto en los dominios de la vida cotidiana como en los de la historiografía se acostumbra a llevarla a cabo con más o menos soltura. Y así es como decimos, por ejemplo, que «Las circunstancias, naturales o sociales, obli­ garon a Fulano a actuar como lo hizo» o que «Dadas las circunstancias, Fulano no podía actuar de otra manera». Así es como hablamos, lo repito, de Fulano en tercera persona. ¿Pero podríamos hacer otro tanto cuando cada uno de nosotros habla en nombre propio, esto es, se refiere a sí mis­ mo en primera personal Bien miradas las cosas, hablar así sería sólo una excusa para eludir nuestra responsabilidad moral, la responsabilidad que a todos nos alcanza por nuestros propios actos. Cuando diga «No pude actuar de otra manera» o «Las circunstancias me obligaron a actuar como lo hice», estaría sencillamente dimitiendo de mi condición de persona, capaz en consecuencia de actuar libremente, para pasar a concebirme

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como una cosa más, sometida como el resto de las cosas a la forzosa ley de causalidad. O, con otras palabras, estaría renunciado a la humana car­ ga de ser dueño de mis actos. Y eso —que Sartre llamó expresivamente la «mala fe»— es lo más indigno que un ser humano podría hacer, pues equivaldría a renunciar a su condición de tal, esto es, a situarse por debajo de su propia dignidad. Con todo, quizás aquel modo de hablar sea inevitable en ocasiones cuando hablamos en tiempo de pasado; pues, ¿quién podría decir «Nunca me comporté inhumanamente»? Pero sería absolutamente inadmisible en el presente: a nadie le es dado decir «No puedo actuar de otra manera» o «Las circunstancias me obligan a actuar como lo hago» sin contradecirse, porque al decir tal cosa estaría eligiendo un modo de actuación, sólo que prefiere hacerse una trampa y no reconocerlo así. Y mucho menos cabría decir, en tiempo de futuro, «No podré actuar de otra manera» o «Las cir­ cunstancias me obligarán a actuar de tal y tal modo», pues ello no sería sino eximirse, de nuevo tramposamente, del riesgo de la libertad. Volviendo a Kant, su conocida «solución» de la antinomia de la cau­ salidad y la libertad no es, en rigor, ninguna solución, sino la valiente aceptación por su parte de la antinomia misma. Nosotros, como hombres, somos en parte seres naturales, y sociales, sometidos por ende a la causa­ lidad de un tipo u otro. Pero no somos sólo eso, sino asimismo seres racio­ nales y, por lo tanto, libres. O, dando ahora un paso más, la libertad de la que no podemos exoneramos en tanto que hombres nos lleva más allá de lo que somos, más allá del reino del ser, para enfrentamos con el del de­ ber. Un animal, que no se hace cuestión de su libertad, tampoco necesita­ ría — si es que pudiera hacerlo— preguntarse «qué debo hacer», por lo menos en el sentido moral del término «deber». El hombre, sí. Y — para responder a esta pregunta— ya no le basta con haber respondido a la pre­ gunta sobre «qué es lo que puede conocer», esto es, ya no le basta con la ciencia. La ciencia, tanto natural como social, puede suministrarle indi­ caciones útiles sobre las condiciones en las que tiene que elegir un curso de acción u otro, las condiciones en las que tiene que decidir. Pero no puede decidir por él. La decisión es suya y sólo suya. E incluso si decidie­ ra no elegir entre una acción y su contraria, prefiriendo dejarse llevar por los acontecimientos, habría elegido ya dejarse llevar por los aconteci­ mientos, esto es, habría ya decidido. Podemos entrar, por consiguiente, en la segunda pregunta kantiana, la pregunta «¿Qué debo hacer?», que ocupó a Kant en una serie de obras — la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, la Crítica de la

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razón práctica, la Metafísica de las costumbres misma— cuya elabora­ ción discurre entre los años 1785 y 1797 (la más importante de ellas, la nueva Crítica, apareció en 1788). La pregunta «¿Qué debo hacer?» nos introduce en un orden de cues­ tiones de decisiva trascendencia para el hombre: el orden de la moralidad. De hecho, se trata de un orden exclusivamente reservado a los seres hu­ manos, un orden al que sólo ellos tienen acceso y también del que sólo ellos tendrían necesidad. Como antes veíamos, los seres inferiores al hombre —como los animales, que carecen de una voluntad racional— no pueden acceder a él. Pero tampoco un ser supuestamente superior al hom­ bre, como Dios, necesitaría hacerse la pregunta «¿Qué debo hacer?». Su voluntad sería una voluntad santa, que querría directamente el bien sin necesidad de verse movida a ello por ningún deber. La voluntad del hom­ bre, en cambio, no es una voluntad santa ni podría aspirar a serlo. A lo sumo, podemos aspirar a que nuestra voluntad sea una voluntad justa. Mas como nuestra inclinación a la justicia, en caso de haberla, podría verse contrarrestada por una inclinación no menos fuerte a la injusticia, necesitamos que la ley moral se presente a nuestra conciencia bajo la for­ ma de un deber. O, como diría Kant, bajo la forma de un imperativo, es decir, de un «mandato». Por descontado, no todo imperativo es un imperativo moral. El con­ sejo del médico «Si quiere usted llegar a viejo, debe dejar desde ahora mismo de fumar» está lejos de serlo, por ejemplo. El deber de dejar de fumar tan sólo regiría para mí si efectivamente quiero prolongar mi vida a toda costa, no si prefiero vivir un poco menos y permitirme el vicio del tabaco; y, desde luego, no si —por la razón que sea— tengo por el con­ trario cierta prisa en abandonar este perro mundo. En consecuencia, úni­ camente me consideraré obligado a cumplir el mandato de dejar de fumar en el supuesto, o en la hipótesis, de que persiga una determinada finalidad como la de vivir más años, en cuyo caso obraré prudentemente obede­ ciendo la prescripción facultativa. Ahora bien, obrar prudentemente no es todavía lo mismo que obrar moralmente. Lo que es tanto como decir que los imperativos hipotéticos, esto es, los mandatos del tipo de «Si quieres conseguir tal y tal cosa, debes hacer tal y tal otra» no son imperativos morales. El imperativo «Si quieres evitar ir a la cárcel (o al infierno), de­ bes respetar la vida de tu prójimo» no es tampoco, por tanto, un imperati­ vo moral. Un imperativo moral es un mandato que ordena lo que ordena sin tener en cuenta ninguna otra finalidad ulterior a conseguir con nuestra acción, como la evitación de un castigo o el logro de una recompensa.

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Para expresarlo con Kant, un imperativo moral es un imperativo ca­ tegórico. Esto es, diría lo que se debe hacer y punto. Eso está relativamen­ te claro, pero lo cierto es que un imperativo categórico no habla por sí solo. ¿ Quién nos dice qué es lo que se debe hacer? Los códigos morales, al igual que los códigos jurídicos, están llenos de máximas de conducta que de manera terminante —es decir, categórica y no hipotéticamente— nos indican lo que se debe o no se debe hacer, pero se trata de máximas sociohistóricamente condicionadas y a menudo contradictorias entre sí. Uno de dichos códigos, pongamos por caso, nos prohibiría matar a un semejante, mientras otro —y en ocasiones el mismo— nos autorizaría a exterminar a los seres de una raza distinta, o a los herejes, o a los enemigos de la patria. Un imperativo categórico no ha de ser confundido, como es frecuente in­ cluso entre Filósofos, con tales máximas de conducta. Y si, como acontece con el llamado Quinto Mandamiento de la Ley de Dios, el fundamento de la máxima «No matarás» hubiera que buscarlo en la supuesta voluntad de aquel último, tendríamos ahí otra razón de peso para negar a dicha máxima —por categórica que parezca— la condición de imperativo en el sentido moral del término. En efecto, cualquier vo­ luntad que se sobreimpusiese a la mía propia anularía su libertad, sin la que la moralidad es lisa y llanamente imposible. Y es que, además de ca­ tegórico, un imperativo moral digno de dicho nombre tendría que ser au­ tónomo, donde la autonomía moral entraña que sólo yo puedo dictarme a mí mismo mi propia ley moral. La supuesta ley de Dios, no menos que las leyes del derecho, sería, por el contrario, heterónoma, es decir, proceden­ te de una voluntad que no es mi voluntad. Y de ahí que tan sólo sea capaz de obligarme moralmente si yo «la hago mía», lo que presupondría ya el ejercicio de mi autonomía moral. Así las cosas, creo que va siendo hora de que pongamos un ejemplo de qué entiende Kant por un «imperativo categórico», ejemplo que extraere­ mos de la formulación que del mismo se nos ofrece en la Crítica de la ra­ zón práctica: «Obra de tal modo que la máxima de tu voluntad pueda valer siempre, al mismo tiempo, como principio de una legislación universal». La aspiración a la universalidad de toda ley moral que en la fórmula precedente se recoge había ya sido tenida en cuenta por Kant en una ante­ rior versión del imperativo categórico —ofrecida esta vez en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres— que reza así: «Obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se tome ley universal», versión ésta del imperativo kantiano que en la literatura ética de nuestros días recibe el nombre de imperativo o principio de universa­

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lización. Pero la formulación de la Crítica de la razón práctica incorpora y sintetiza otras versiones del imperativo kantiano, como la que reprodu­ cimos a continuación. Tal y como asimismo aparece en la antes citada Fundamentación, dicha versión — que, junto con la aspiración a la uni­ versalidad, recoge otro ingrediente de la ley moral que sabemos no menos fundamental, como es la exigencia de autonomía— rezará ahora como sigue: «No hacer ninguna acción por otra máxima que ésta, a saber, que pueda ser la tal máxima una ley universal y, por tanto, que la voluntad, por su máxima, pueda considerarse a sí misma al mismo tiempo como univer­ salmente legisladora», versión que, al hacer radicar la legislación univer­ sal en la autónoma voluntad, bien podría recibir la denominación de im­ perativo o principio de autodeterminación. Aunque Kant los consideraba equivalentes, no es seguro que aquellos dos principios sean fácilmente conciliables, ni que lo sean tampoco por igual con otras versiones de su imperativo propuestas por el propio Kant. Pero, por concentramos de momento en el «principio de universalización» —que parece que fuera la única versión existente del imperativo kantiano para la inmensa mayoría de los filósofos morales contemporáneos— , lo que el imperativo categórico así entendido nos vendría a decir, en su sus­ tancia, es que ninguna máxima de conducta podría ser elevada a la condi­ ción de ley moral si no admite ser universalizada, de suerte que no valga solamente para el sujeto que la propugna sino para cualesquiera otros su­ jetos que se hallen en análoga situación. Por ejemplo, una máxima como «Sólo mi propia vida es digna de respeto» no superaría el test de la uni­ versalización, mientras que una máxima como «Se debe siempre respetar la vida ajena» sería sin duda más universalizable que la máxima «Se debe respetar la vida ajena salvo cuando se trate de un negro, un ateo o un rojo peligroso». Alguna vez se ha llegado a señalar que el más remoto prece­ dente del principio de universalización se encuentra en la llamada «regla de oro de la moral», tal y como ésta se dejaría resumir en el precepto evangélico de no hacer a otro lo que no quiero para mí. Pero, en tanto que concreta versión del imperativo categórico de Kant, dicho principio plan­ tea una serie de problemas en los que aquí no nos podemos detener, aun­ que sí aludiremos a unos cuantos. Para lo que nos interesa, todos esos problemas afluirían en la acusa­ ción de «formalismo» tantas veces lanzada contra la ética kantiana. La ética kantiana, se nos dice, es formalista porque no nos propone la reali­ zación de ningún bien, porque se desentiende de las consecuencias de nuestros actos y porque no tiene en cuenta los diferentes intereses —con

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frecuencia encontrados— de la gente; y en cuanto que se trata de una ética deontológica, o del «deber», no deja hueco dentro de ella para lafelicidad humana, lo que la sitúa en desventaja respecto de las llamadas éticas teleológicas o de «fines», desde la ética aristotélica al utilitarismo. Quizás no esté de más, tras toda esta andanada de reproches, preguntamos en qué medida es «formalista» la ética de Kant. Es obvio que la ética kantiana no es una ética del bien, pero porque se sitúa por encima del nivel en que las éticas del bien se desenvuelven. Lo que sea el «bien» para cada cual se halla incorporado en sus máximas de conducta, y el principio de universalización tiene por cometido el de pro­ veemos de un «criterio» para la «evaluación moral» de dichas máximas. De acuerdo con tal criterio, por ejemplo, el bien del egoísta instalado en el solipsismo, y sus máximas de conducta, merecerían una valoración moral inferior a la del bien y las máximas de conducta del altruista, puesto que su capacidad de universalización es por definición menor. Por otro lado, la ética kantiana tampoco es una ética de las «conse­ cuencias», ni mucho menos una ética de los «resultados» o del «éxito». Y es que. a decir verdad, el valor moral de nuestras máximas no se ha de medir por nada de eso, puesto que dicho valor quedaría entonces reducido a un «valor puramente instrumental», tal y como ocurría con los impera­ tivos hipotéticos. Nuestras máximas sólo valdrían para nosotros, sólo de­ beríamos ponerlas en práctica, «si» de ello se siguieran tales y tales con­ secuencias, lo que es tanto como decir que únicamente cabe valorarlas en razón de ese rendimiento, esto es, en razón de su instrumentalidad. Pero Kant se había adelantado en siglo y pico a la denuncia de semejante reducción de la razón práctica a la pura instrumentalidad de un cálculo ra­ cional de las consecuencias y, de este modo, a la llamada «crítica de la razón instrumental» de los filósofos frankfurtianos. Por el contrario, el valor moral de nuestras máximas dependía exclusivamente para él de la «recta intención» con que las asumamos, y de ahí que sostuviera que lo único verdaderamente bueno en este mundo es «una buena voluntad». Por lo demás, es muy posible que nuestras diversas y frecuentemente contrapuestas concepciones del bien se limiten a reflejar la diversidad y contraposición de nuestros «intereses materiales», en cuyo caso poco se ganaría tratando de unlversalizar en solitario máximas de conducta acaso inconciliables. Tal y como Kant lo formula, es dudoso que el principio de universalización consiguiera apaciguar las divergencias entre un sindica­ lista y un empresario de nuestro país. Pero, como se sugería párrafos atrás, la dificultad de la «conciliación» radica en este caso a un nivel más

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profundo. El nivel, a saber, donde tendrían que conciliarse el principio de universalización y el principio de autodeterminación. O, con otras pala­ bras, donde tendrían que conciliarse la aspiración a la universalidad de la ley moral y la exigencia de autonomía de los sujetos morales, esto es, la pretensión de que la legislación moral alcance a todos esos sujetos y la pretensión de que, al mismo tiempo, cada uno de esos sujetos sea un le­ gislador. ¿Cómo podría lograrse tal conciliación? Kant creía poder lograrla apelando —con apelación que sabemos rinde culto a un tópico de la Ilustración— a aquella especie de variedad del Hombre con mayúscula que fue el llamado «sujeto trascendental», un sujeto hipotético que, en cuanto encamación de la Razón, vendría a expresar de modo no poco tautológico la kantiana identificación de voluntad (racional) y racionali­ dad (práctica) de los sujetos reales u hombres con minúscula, autónoma­ mente coincidentes en la propuesta y la aceptación de una legislación que en virtud de su definición se extendería universalmente a todos los seres humanos, esto es, a todos los seres de este mundo dotados de razón y vo­ luntad. Pero lo menos que se podría decir de una solución semejante es que peca de artificiosa y se halla lejos, cualquier cosa que sea lo que suceda en aquel sujeto hipotético, de garantizar que el enfrentamiento entre una serie de voluntades autónomas se salde con un «consenso racional» de la tota­ lidad de los sujetos reales implicados. Y ello por no hacer hincapié en la circunstancia de que la presunta «unidad del género humano» se hallaba ya en tiempos de Kant lo suficientemente agrietada como para que éste pudiera estar al tanto de la división existente entre burgueses y asalaria­ dos, varones y mujeres, europeos ¡lustrados y pueblos sin civilizar. ¿Cómo, si no es por arte de birlibirloque, sería posible el unánime consensus hominum que la conciliación de los principios kantianos de uni­ versalización y autodeterminación parece dar por presupuesto? La «ética comunicativa» o discursiva contemporánea ha puesto de relieve que no hay otra vía a tal respecto que la del «diálogo» entre los interesados. Y esa es la razón de que Habermas, en un esfuerzo meritorio de actualización de la ética kantiana, haya reformulado en términos dialógicos el principio de universalización: «En lugar de considerar como válida para todos los de­ más cualquier máxima que quieras ver convertida en ley universal, some­ te tu máxima a la consideración de todos los demás con el fin de hacer valer discursivamente su pretensión de universalidad». La reformulación habermasiana del principio de universalización es, desde luego, interesante, pero sólo mejora hasta cierto punto la originaria

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formulación de Kant. Pues, a menos que procedamos a reemplazar al su­ jeto o «yo» trascendental kantiano por un «nosotros» asimismo trascen­ dental, el adverbio «discursivamente» no garantizaría tampoco la unani­ midad. Y si lo traducimos, como no sería en modo alguno inapropiado de acuerdo con los designios habermasianos, por el adverbio «democrática­ mente», estaríamos entonces resolviendo el principio de universalización en la regla democrática de las mayorías. Pero es harto disputable que el recurso a la «regla de las mayorías» garantice, además de la legalidad de­ mocrática del acuerdo resultante, algo tan decisivo para lo que en este punto se halla enjuego como su moralidad. En definitiva, la decisión de una mayoría pudiera ser injusta, como sucedería en el caso de que una mayoría decidiese oprimir a una minoría esclava o condenar a un inocen­ te, por citar sólo un par de ilustraciones no precisamente desconocidas en la historia. Y con esto hemos llegado a la cuestión crucial planteada por el su­ puesto formalismo ético de Kant. Recordemos, antes de proseguir, que el principio de universalización no es la única formulación que Kant propu­ so de su imperativo categórico. Y por mi parte yo quisiera dar entrada ahora a otra formulación del mismo que no se identifica con el principio de universalización, como tampoco lo hace con el principio de autodeter­ minación, si bien —como trataré, en su momento, de mostrar— tiene sin duda más que ver con este último que con el anterior. Me refiero a la fór­ mula, procedente asimismo de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, que dice: «Obra de tal modo que tomes a la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca meramente como un medio». En la autorizada opinión de algunos intérpretes de Kant —como es, señaladamente, el caso de Agnes Heller— esta versión del imperativo categórico haría de él un principio abiertamente material. Y yo al menos diría que es bastante menos formal que cualquier otro. En todo caso, no tengo inconveniente en conceder que la de Kant es una ética formal, pero de ahí no se sigue que haya de ser una ética formalista. Me explico. La ética de Kant es una «ética formal» porque sus conte­ nidos materiales han de venirle sociohistóricamente dados. Lo que quiera decir «tomar al hombre como un fin y no tan sólo como un medio» no significará lo mismo hoy que en el siglo xvm o en el xm, ni en éstos que en la Antigüedad clásica. Lo que proscribe dicho imperativo vendría a ser algo muy semejante a «la explotación del hombre por el hombre», pero la explotación del esclavo era distinta que la del siervo medieval, y ésta a su

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vez distinta que la del moderno obrero industrial. Esto sentado, la ética de Kant no es, sin embargo, «formalista», no se desinteresa de los contenidos materiales de la moral y, por lo pronto, de ese contenido fundamental de toda ética que es la dignidad humana. Y lo que Kant hubiera dicho, frente a cualquier intento de reformular discursivamente esta nueva versión de su imperativo categórico, es que la «dignidad humana» no necesita ser sometida a votación ni consensuada de ninguna otra manera, pudiendo ser reivindicada por quienquiera que en su conciencia crea que se ha atentado contra ella. Pero ya tendremos ocasión de volver sobre esto. Y vamos con la última objeción de entre las antes enumeradas. Contra lo que se le crítica de ordinario, la ética kantiana del deber no se olvidó de la felicidad, así como tampoco de los fines de las acciones humanas (el hombre mismo, como acaba de verse, sería un «Fin-en-sí»). Y es así como, en un pasaje de la Metafísica de las costumbres, Kant se interroga expre­ samente acerca de cuáles de aquellos «fines» habrían de ser tomados por «deberes», a lo que se responde: «La propia perfección y la felicidad aje­ na», advirtiéndonos a continuación contra el peligro de invertir los térmi­ nos y tomar por deberes —como es, desgraciadamente, lo usual— «la perfección ajena y la propia felicidad». Ahora bien, la perfección ajena es asunto de cada quién y nadie tiene autoridad para dictar a otro lo que haya de entender por «perfección» (sólo tenemos la obligación de procurar la nuestra). Y en cuanto a la «felicidad», también tenemos la obligación de procurar la de los demás (pero sería, en cambio, ocioso prescribimos a nosotros mismos la búsqueda de la propia felicidad, pues ésa es una ten­ dencia natural del ser humano y todo el mundo la busca sin necesidad de que nadie se lo prescriba). Por ello Kant no se molestó en formular ningún imperativo eudemonístico, ningún imperativo que nos diga «Sé feliz», sino más bien el que nos dice «Sé digno de ser feliz» (algo que sólo se consigue a través del cumplimiento de nuestro deber). Y ni siquiera es cosa de pensar que el deber haya de ser cumplido con la finalidad de ser feliz, pues eso querría decir que no tenemos obligación de cumplirlo cuando su cumplimiento nos acarree infelicidad, cosa en verdad bastante más frecuente que su contraría en un mundo como el nuestro, que no se distingue que digamos por premiar la virtud. Ahora bien, ¿no es demasiado duro aquello de cumplir con el deber por el deber mismo? ¿No tenemos algún derecho a confiar en que, en otro mundo, si no en éste, nuestro esfuerzo moral obtenga el premio de la feli­ cidad a que sería acreedor, precisamente por habernos hecho dignos de ser felices ? ¿No equivaldría la negativa a esta esperanza a sumimos, sin más.

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en la desesperación? Todas estas preguntas se reducen a la tercera pre­ gunta de Kant, la pregunta «¿Qué me es dado esperar ?», atendida por él —además de en la ya citada Crítica de la razón práctica— en sus escritos de filosofía de la religión y de filosofía de la historia aparecidos a lo largo de los últimos quince años de su vida (murió, como se sabe, en 1804). Puesto que se trata de una pregunta que requiere, en rigor, punto y aparte, nos ocuparemos de ella por separado. Pero, antes de pasar adelante, hay que puntualizar que la respuesta de Kant a esta pregunta no añade un solo trazo al diseño de la estructura del sujeto moral que se desprende de la ética kantiana. Es decir, la ética kantiana seguiría siendo la que es tanto si hubiera algo como si no hubiera nada que esperar.

¿C ómo

andamos de esperanza ?

Ello no obstante, Kant creía sinceramente que el esfuerzo moral del hombre merecía no haber sido en vano y le parecía intolerable la idea de que —como saldo de nuestro paso por este valle de lágrimas— la injusti­ cia pudiese prevalecer sobre la justicia o, como alguna vez se ha dicho en nuestro siglo, «el verdugo triunfar definitivamente sobre su víctima». Y de ahí surgieron esos postulados de la razón práctica que eran para Kant la inmortalidad del alma (que podría alcanzar así, en otra vida, la dicha que le fuera negada en ésta) y la existencia de Dios (Kant, que en la Críti­ ca de la razón pura había excluido la posibilidad de un conocimiento teórico de esa existencia, la postularía ahora —en la Crítica de la razón práctica— como una demanda de la praxis humana). En tal sentido, los mencionados postulados constituyen un mundo aparte de ese otro postu­ lado de la razón práctica que es la libertad, auténtica «razón de ser de la moralidad» y cuya ausencia, como sabemos bien, determinaría no tanto la frustración de la moralidad cuanto su pura y simple imposibilidad, re­ sultando por ello un capítulo imprescindible de la ética de Kant más bien que un apéndice suplementario de la misma. ¿Cómo interpretar la introducción por Kant en su obra ética de postu­ lados tales como la inmortalidad del alma o la existencia de Diosl Para algunos intérpretes de Kant, se trataría sencillamente de una concesión de Kant con el fin de ahorrarse problemas con las autoridades prusianas. Es poco verosímil, sin embargo, que se tratase de eso. Kant tuvo, de hecho, problemas con las autoridades prusianas —que en nombre del rey de Prusia llegaron a prohibirle que publicara una palabra sobre filosofía de la re­

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ligión— e hizo invariablemente frente a aquellos problemas sin estriden­ cias, pero con absoluta firmeza y sin doblegarse jamás. En otra línea de interpretación, Heine aventuró con cierta soma que la introducción de ambos postulados fue un acto de piedad de Kant para con su viejo y fiel criado Lampe, cuya vida de estricto cumplimiento del deber habría de otra manera carecido de sentido y parecido absurda. Pero, como lo ha argu­ mentado José Gómez Caffarena en un libro excelente sobre Kant, tampo­ co hay que excluir la posibilidad de que éste actuara movido por una ine­ quívoca religiosidad. Una religiosidad, en cualquier caso, ajena e incluso hostil a las confesiones e iglesias establecidas y, para decirlo con el título del texto de 1793, trasunto de una concepción de la religión dentro de los

límites de la mera razón. Kant, que en la primera de sus Críticas había declarado expresamente que trataba allí de «poner límites» a la razón teórica para así «hacer un lugar a la fe», pasaría ahora a defender —en esa su filosofía de la religión a la luz de la razón práctica— la posibilidad de una «fe racional»: desde tal ángulo de visión, Dios no sería —como siempre se había pensado— la garantía de la existencia de la ética, sino sería la ética, por el contrario, la garantía de la existencia de Dios, entendido como el «bien supremo» en que el ejercicio de la virtud por parte de los hombres y su ansia de felici­ dad podrían acaso coincidir alguna vez. Con todos mis respetos, que los tengo y muy profundos, hacia la ac­ titud de los creyentes religiosos, no creo que sea ese Kant —un Kant in­ discutiblemente real, pues no hay por qué dudar de la veracidad de sus pronunciamientos al respecto— el que hoy nos resulte más cercano. En estos tiempos considerados postmodemos, parece haberse consumado el último acto de aquel drama cultural típicamente moderno al que se bauti­ zara con el nombre de «la muerte de Dios»; y, como en alguna otra oca­ sión he recordado, la situación espiritual de nuestra época obliga a repen­ sar la frase de Flaubert que Marguerite Yourcenar citaba en sus Cuadernos de notas a las Memorias de Adriano: «Cuando los dioses ya no existían y Cristo no reinaba aún, hubo un momento único en que el hombre estuvo solo». En efecto, se diría que ese momento único vuelve a reproducirse ahora, mas con la significativa salvedad de que —pese al auge episódico de fundamentalismos religiosos de toda laya, que tendrían más que ver con el resurgimiento de la idolatría que con la persistencia de la religión— no se avizoran ya divinidades de recambio. De cualquier modo, y además de ese bien supremo «originario» que identificaba con Dios y remitía a la esperanza de una felicidad ultraterre-

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na, Kant no dejó de tener en cuenta la posibilidad de un bien supremo «derivado» al que apuntaría la esperanza de que los hombres puedan ser más felices en la Tierra. O, con otras palabras, la filosofía de la religión no era para él la única encargada de responder a la pregunta «¿Qué me es dado esperar?», pregunta a la que también tendría que tratar de dar una respuesta la filosofía de la historia. Sobre la base de aquella formulación del imperativo categórico para la cual el hombre debía ser siempre tenido por un fin y nunca sólo por un medio, Kant gustaba de hablar de un «reino de los fines» (ein Reich der Zwecke) en que, como su nombre indica, los hombres se tuvieran recíprocamente los unos a los otros por fines en sí mismos. Kant caracterizaba a dicho reino, un tanto rousseaunianamente, como la «asociación» de los «seres racionales» bajo las «leyes comunita­ rias» que ellos hubieran acordado darse, pero no está ni mucho menos claro que el tal reino fuese un reino de este mundo. En el mejor de los ca­ sos, dicho reino, si «intramundanamente» concebido, no pasaría de ser un «ideal» según el propio Kant, quien se mostraba plenamente consciente de que ninguna sociedad hasta entonces conocida permitía hacerse la ilu­ sión de que los hombres estuviesen siendo tratados en su interior como fines más bien que como medios. (Entre paréntesis, eso es también lo que, reconozcámoslo, continúa sucediendo en nuestros días. En una sociedad como la nuestra y, genera­ lizando, en una sociedad capitalista, los hombres nunca podrían ser fines en sí mismos. ¿Cómo lo van a ser si en ella todos tienen lo que llamaba Kant «un precio de mercado», en virtud del que les es dado vender y com­ prar su fuerza de trabajo como si se tratase de mercancías, esto es, de «co­ sas»? Las cosas no son fines en sí mismos, sino tan sólo medios o instru­ mentos, y así es como el capitalismo —exclusivamente regido por las leyes del mercado— trata al hombre. Pero, por lo demás, hay que recono­ cer también que la situación no es más halagüeña en sociedades con sis­ temas económicos supuestamente alternativos —el caso, por ejemplo, de los sedicentes países de «socialismo real», si aún queda alguno— , donde los individuos han sido frecuentemente tratados como medios al servicio de los fines del Estado o del partido de tumo, cuando no de una nueva clase dominante auspiciada por la hegemonía de este último. Recordemos el estupendo chiste polaco sobre el socialismo real en que un maestro pre­ gunta a un niño en clase «¿Qué es capitalismo?» y el niño le contesta «La explotación del hombre por el hombre»; «¿Y qué es el comunismo?», con­ tinúa el maestro preguntando; «Pues lo contrario —responde el niño— ; es decir, al revés».)

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Bajo la idea de un reino de los fines, Kant entendía ante todo una co­ munidad moral, pero no dejaba de interesarse por las posibles condiciones que la hubieran de convertir en una comunidad política real. Y mirando a su alrededor—es decir, a la vista de las concretas circunstancias sociohistóricas en que se hubo de gestar su pensamiento— , Kant expresó su prefe­ rencia por lo que llamaría una «constitución civil republicana», denomi­ nación que no entraña exactamente una opción por lo que hoy entendemos como «republicanismo» (Kant que siempre más leal y respetuoso para con la Monarquía prusiana de lo que ésta lo fue para con él), sino la opción por un Estado de Derecho que, en su tiempo, no podía ser otro que el Estado liberal de Derecho. Lo que sucede es que, a) invocar semejante constitu­ ción civil republicana, Kant insertaba su propia opción en una tradición que se remonta a las virtudes republicanas de la antigua Roma y asumía éstas con una punta de radicalismo que recuerda en ocasiones al mejor Rousseau, además de con un páthos moral que desde luego le sitúa muy por encima del liberalismo político. Una prueba de lo que digo la tenemos en su toma de posición ante la perspectiva de alcanzar aquella constitución civil republicana —la única, para él, que podría aceptar «un hombre libre»— mediante una revolución política, cuando no fuera posible arribar a ella a través de una evolución pacífica. En su filosofía del derecho, Kant no llegó a aprobar nunca la re­ volución como método, y hasta llegó a expresarle alguna vez su desapro­ bación. Pero, a riesgo de contradecirse con lo anterior (Kant no oculta en este trance su vacilación de hombre de bien entre su repugnancia frente a la violencia y su repudio de la opresión política), tampoco desperdició nunca la oportunidad de manifestar su solidaridad con los movimientos revolucionarios contemporáneos (como la guerra de la Independencia norteamericana, el desencadenamiento de la revolución en Francia o la rebelión de los irlandeses), movimientos en todos los cuales veía una oca­ sión para suscitar el entusiasmo moral de cuantos se sintieran concernidos o simplemente asistieran a ellos como espectadores. Como escribiría a propósito de la Revolución francesa: Esta revolución de un pueblo lleno de espíritu, que estamos presen­ ciando en nuestros días, puede triunfar o fracasar, puede acumular tal can­ tidad de miseria y de crueldad que un hombre honrado, si tuviera la posi­ bilidad de llevarla a cabo una segunda vez con éxito, jamás se decidiría a repetir un experimento tan costoso; y, sin embargo, esta revolución... en­ cuentra en el ánimo de todos los espectadores ... una participación de su

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deseo, rayana en ei entusiasmo, cuya manifestación... no puede reconocer otra causa que una disposición moral dei género humano. En esa disposición moral del género humano veía Kant, en definitiva, el indicio de un «progreso hacia mejor» en el curso de la historia. Un pro­ greso que llevase no sólo a perfeccionar las formas de asociación comuni­ taria, las constituciones civiles de los ciudadanos de un país dado, sino también las relaciones entre los diversos países o naciones, para lo que llegó Kant a proponer la constitución de una «comunidad de naciones» encargada de salvaguardar, según reclama el título de su opúsculo de 1795, la paz perpetua. En última instancia, ese «progreso hacia mejor» de que hablaba Kant sería un progreso moral. Y nosotros ya vimos en su momento que ese tema es un tema típica­ mente ilustrado. Kant lo asumió, haciéndolo suyo, pero con una serie de matices que son precisamente los que determinan su actualidad postiluslrada. Por ejemplo, Kant no se dejaba llevar —como también veíamos— de ningún optimismo metafísico y sostenía, antes bien, una visión crudamente realista de la condición humana: lo que caracteriza al hombre, por ejemplo, es su sociabilidad, pero se trata, según él, de una «sociabilidad insociable» (ungesellige Geselligkeit), que es a lo que se debe que la historia casi nunca dé un paso sin conflicto, sino a través del conflicto e incluso gracias al conflicto (es como si la Providencia, apunta Kant, se complaciese en producir la «concordia» valiéndose para ello de nuestras «discordias», en lo que se ha querido ver — dejando a un lado otras connotaciones tampoco demasiado deseables, como las que emparentan a Kant con la economía política naciente— un preludio de la idea hegeliana de la List der Vernunft, de la «astucia de la Razón» por la que ésta se las apañaría a lo largo de la Historia para sacar del mal el bien, bienpensante teleología histórica a la que Marx y los marxistas —herede­ ros en esto de Hegel y, a fin de cuentas, de la Ilustración— no dejaron de sucumbir). Es innegable que hay un parentesco entre todas esas ideas. Pero convendría no ignorar sus diferencias.

A VUELTAS CON LA IDEA DE UN PROGRESO MORAL A diferencia de Hegel, y sobre lodo de Marx, Kant nunca dijo que la Historia, por astuta que sea la Razón que la guía, pudiese ser escrita por adelantado ni que obedeciese a otras leyes que las que —más o menos azarosa y, por lo tanto, imprevisiblemente— le vaya dando el hombre con

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su acción: a la pregunta «¿Cómo es posible una historia a priorH», que Kant se formulara en una ocasión, respondía terminantemente: «Cuando el adivino hace y dispone él mismo lo que anuncia que va a pasar», es de­ cir, cuando el adivino se convierte en actor. Ello excluye, de modo muy especial, la posibilidad de esa manera de escribir la historia «por adelantado» que consiste en ponerle —aunque sea, paradójicamente, a posteriori, con el vuelo crepuscular del hegeliano búho de Minerva— punto final, a saber, decretando algo así como «el fin de la historia». O, por decirlo en términos de Marx (más circunspecto so­ bre el particular que el neohegeliano Fukuyama), el fin de la «prehistoria» y el comienzo de la «verdadera» historia. Pues también ese «comienzo de la historia», a que conduce o se supone que conduce el desarrollo de los acontecimientos —un desarrollo consistente en una sucesión ininterrum­ pida de conflictos a la que el proceso de la «lucha de clases» se encargaría de someter a ley y llevar a su culminación— , representa, aun si por ade­ lantado, un punto final. Así ocurre, por ejemplo, con la filosofía de la historia de Bloch que mencionábamos al principio, la cual —por más que aparentemente inspira­ da en Kant— toma de Marx, y a la postre de Hegel, su confianza en que la historia se encamina hacia un «punto final», esto es, un éschaton. En efecto, el novurti de la Revolución es para Bloch un ultimum en que el fin de la historia devendría en happy end. Esto es. el marxismo utópico de Bloch entrevé el día en que los hombres se hallen en situación — tras la cancela­ ción revolucionaria de la agonía en que la historia ha consistido— de al­ canzar ese «final feliz» al que da el nombre de utopissimum y entraña nada menos que la realización del Sumo Bien de la felicidad sobre la Tierra. Cierto es que ese final feliz no se halla asegurado de antemano para Bloch y que la confianza o esperanza de alcanzarlo no excluye en él el re­ conocimiento de la esencial «frustrabilidad de la esperanza» misma. Des­ pués de todo, acontecimientos como Auschwitz, el Gulag o Hiroshima han de servir al menos de recordatorio —en este siglo escasamente utópi­ co, cuando no eminentemente disutópico— de que el fracaso de la huma­ nidad no es algo enteramente a descartar. Pero, aunque Bloch conceda que «el optimismo militante avanza con crespones negros», el caso, al parecer, es que se avanza, con luto o sin él. Y, lo que es más, que dicho avance, dicho progreso, resulta inconce­ bible sin la utópica prefiguración de una meta en la que finalmente repo­ sar, so pena de extraviamos en aquella concepción del progreso que He­ gel denostaba como la «mala infinitud» (schlechte Unendlichkeit). 3 .- THIEBAUT

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Mas como madrugadoramente avisara Kolakowski, a quien también citábamos al principio, el gran inconveniente de las «utopías escatológicas» de ese género es que siempre nos hacen correr el riesgo de creer que «ya» hemos llegado, que la utopía «por fin» se ha realizado, que la meta ha sido «definitivamente» alcanzada (un riesgo sobre el que el propio Bloch tendría ocasión de meditar amargamente —también, como lo hizo, honradamente— en tiempos de Stalin). ¿Y por qué traigo a colación aquí al estalinismo? Sinceramente opino que, de todos los acontecimientos disutópicos a que antes nos referíamos, el que más nos tendría que incitar a la reflexión a quienes nos considera­ mos «progresistas» —a saber, aquellos que, aun sin creer tal vez en el progreso, creen que valdría la pena luchar por que lo hubiera— es, sin lu­ gar a dudas, el hecho del Gulag. Auschwitz se nos aparece como el fruto de una ideología demoníaca, que sencillamante identificamos con «el mal»; y Hiroshima sería la consecuencia de un cálculo del «mal menor» que también nos repugna moralmente. Pero el Gulag fue otra cosa: fue un crimen cometido en nombre de principios que parecieron un día nobles, siendo ahora indiferente que se trate de presentarlo como una perversión o como un «efecto perverso» de dichos principios, pues ni siquiera esta úl­ tima consideración libera a nadie de culpabilidad moral. Y el Gulag nos advierte, por lo pronto, de los peligros a que puede llevamos la creencia de haber entrado en «la segura senda del progreso» en el orden de nuestra praxis. ¿Cómo podría, pues, evitarse el error de recaer en lo sucesivo en semejante «progresismo»? Kant, según pienso, nos podría prestar en este punto un último servicio. En la idea kantiana de un «progreso moral» nos encontramos con una noción de progreso que para nada implica un hegeliano último término y convierte, por tanto, en buena la mala infinitud, la única infinitud que es tolerable desde un punto de vista ético. La lucha por lo que demos en so­ ñar como un mundo mejor no tendrá presumiblemente fin —ni la utopía tendrá nunca lugar si es que ha de hacer honor a su etimología—, puesto que siempre nos será dado imaginar un mundo mejor que el que nos haya tocado en suerte vivir. Y la historia, en consecuencia, no es que reste in­ conclusa, sino que moralmente hemos de concebirla como inconcluible, puesto que el «esfuerzo moral», un esfuerzo incesante, no cuenta con ninguna garantía de alcanzar una meta que sea la definitiva. ¿Mas cómo hacer «operativa» esa idea de progreso entendido como esfuerzo moral? Kant, precursor de Hegel malgré lui, coqueteó alguna que otra vez con la peligrosa tentación teleológica de asignar el protagonismo

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de la historia universal a una «intención de la Naturaleza», cuando no —se­ gún vimos de pasada— directamente a los designios de la Providencia. Pero el meollo de su ética no es otro que la asignación al individuo de la condición de protagonista moral por antonomasia, pues es a él a quien se dirigen sin ambages, en cualquiera de sus modalidades, los imperativos categóricos de Kant. Consideremos, por ejemplo, el imperativo que reza­ ba: «Obra de tal modo que tomes a la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca me­ ramente como un medio». Para poner en práctica este precepto no necesi­ tamos llegar entre nosotros a ningún acuerdo colectivo, frente a lo que pa­ rece dar por sentado la ética comunicativa o discursiva a lo Habermas, que demandaría que toda decisión éticamente racional proceda de, o se resuel­ va en, un consenso logrado mediante el ejercicio dialógico de la racionali­ dad. Para impedir que el hombre sea tratado como un medio más bien que como un fin, bastará con que cada uno de nosotros decida decir «No» ante cualquier inclinación propia, o cualquier invitación ajena, a atentar contra la dignidad humana. Pues, como Kant vio bien, el hombre en tanto que fin en sí no es un fin más de cuantos nos podamos proponer conseguir con nuestros actos, sino un fin a concebir de modo puramente «negativo», a saber, como algo contra lo que «no se debe» actuar en ningún caso. La negativa a atentar contra la dignidad humana, atentado que en nuestro siglo adquirió el rango de un «imperativo inmoral» de alcance planetario, bien podría merecer el nombre —con la finalidad de distin­ guirlo de esos otros principios o imperativos morales que eran el de la universalización y el de la autodeterminación— de principio o imperativo de la disidencia. El tenso equilibrio entre universalidad y automía que, como consignamos más arriba, mantenían aquellos principios se decanta­ rá en él del lado de la autonomía: la autonomía para el disenso frente a la universalidad de cualquier consenso que en conciencia —y no hay otra conciencia que la individual— juzguemos inmoral. La autonomía que —heredera del «individualismo ético» de Kant— ha de manifestarse hoy, ante todo, como capacidad de negación. En un bello comentario al texto de Kant ¿ Qué es la Ilustración! de que hablamos en su momento, Michel Foucault nos recordaba, poco antes de morir, que —además de las tres preguntas kantianas que hemos estado examinando— había una cuarta pregunta. La pregunta «¿Qué es el hom­ bre?». Pero añadía que, aquí y ahora, lo importante no era ya preguntar qué somos, sino negamos a ser eso que somos, lo que la historia —pese a los buenos deseos de la Ilustración— ha hecho de nosotros.

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Eso no excluye que, al tiempo que negamos, hagamos también algo por «construir» alternativas más satisfactorias. Si, junto a su pars destruens, atendemos a la pars construens del legado kantiano, se impone reiterar que para Kant tenía pleno sentido la esperanza de la humanidad de verse un día constituida en un reino de los fines, en una auténtica «comu­ nidad moral» que de algún modo transparezca bajo las muy diversas «co­ munidades políticas» en que los hombres pueden organizarse, pero que —como su esperanza no era escatológica— se olvidó de ponerle fe­ cha a la efemérides. Es decir, prefirió dejar la historia indefinidamente «abierta». Y si se me pidiera un buen ejemplo de semejante tarea por realizar entre nosotros, no lo hallaría mejor que en esa utópica visión de la demo­ cracia llamada por Aranguren democracia como moral. La democracia como moral no es «democracia establecida», ni por ende primariamente una «institución», porque lo establecido es lo hecho ya y no lo moral, es decir, lo que está aún por hacer y es todavía «incumplida exigencia». La democracia como moral no es nunca érgon, un producto acabado, sino constitutivamente enérgeia. Aranguren, de cuya reluctancia frente al renovado auge del neokantismo quedó constancia en estas páginas, no ha ocultado jamás tampoco una cierta reticencia ante el pensamiento del propio Kant, por él conside­ rado como «el más grande filósofo puro». Nada de extraño tiene, en con­ secuencia, que quienes aprendimos a leer a Kant con Aranguren nos sin­ tamos bastante más atraídos por las impurezas que por la pureza de dicho pensamiento. Pero, por lo demás, querría concluir haciendo constar asi­ mismo que en Aranguren se encuentran a veces ramalazos de un talante kantiano, como parece acreditarlo el párrafo que sigue en el que, hace ya más de cinco lustros, su autor rinde homenaje a aquella mala infinitud de la idea de progreso moral de Kant que, según vimos, resulta no ser tan mala: La democracia no es un status en el que pueda un pueblo cómoda­ mente instalarse. Es una conquista ético-política de cada día, que sólo a través de una autocrítica siempre vigilante puede mantenerse. Es más una aspiración que una posesión. Es, como decía Kant de la moral en general, una tarea infinita en la que, si no se progresa, se retrocede, pues incluso lo ya ganado ha de re-conquistarse día tras día.

G erard V ilar

CRÍTICA Y COSIFICACIÓN El asunto sobre el que versan estas páginas gira en tomo a las dos cate­ gorías con que se anuncian, aunque acaso podían haberse titulado quizás con más rigor académico La reconstrucción habermasiana de la teoría de la cosificación. El concepto socioñlosófico de cosificación, que tiene su origen en Marx, ha servido a lo largo de este siglo a filósofos, sociólogos y antropólogos como punto de apoyo teórico para analizar diversos fenó­ menos patológicos del desarrollo social y cultural de las sociedades mo­ dernas: fenómenos de falsa consciencia, alienación, destrucción y defor­ mación de las formas de vida, burocratización, dominio ciego y des­ tructivo de la economía y la tecnología, etc. Se trata de un concepto, por lanto, no sólo analítico-descriptivo, sino que puesto que contiene una car­ ga crítica, una exigencia de descosifícación, es también de naturaleza nor­ mativa. En las viejas teorías de Marx, Simmel, Lukács, Berger y Luckmann, Adorno y Horkheimer, el concepto de cosificación iba ligado a un modelo o paradigma filosófico —el de la subjetividad o la conscien­ cia— cuyas debilidades han sido puestas de manifiesto en las discusiones filosóficas y sociológicas de las últimas décadas. Ello ha llevado con toda razón a dicho concepto ya no a un estado de mera decadencia sino de puro y simple olvido. Sin embargo, J. Habermas, en el marco de su teoría de la acción comunicativa, esto es, en el marco de un paradigma filosófico lingiiísticocomunicativo, ha reformulado la teoría de la cosificación con un nuevo contenido crítico-normativo y con una nueva dimensión analítica: la cosificación sería la patología de las formas de reproducción simbólica consistente en la perturbación de los procesos comunicativos del mundo de la vida producida por las interferencias de los sistemas económico o

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burocrático-administrativo en la praxis comunicativa cotidiana. Hay un fenómeno de cosificación allí donde los mecanismos de entendimiento intersubjetivo son substituidos por imperativos sistémicos, esto es, por los medios Dinero o Poder, o, en general, y dicho sea en términos aún más especulativos, allí donde nos encontramos ante un sobrepeso de las for­ mas de racionalidad cognitivo-instrumental.

C r ítica y filo so fía

Después del de razón probablemente no haya un concepto tan central eh la Filosofía occidental desde la Ilustración como el de crítica. Desde Kant («der kritische Weg ist allein noch offen»), toda filosofía se convier­ te en una actividad discriminadora entre lo cognoscible y lo no cognoscible, lo verdadero y lo falso o ideológico, lo justo y lo injusto, lo legítimo y lo ilegítimo, lo auténtico y lo inauténtico. Toda filosofía legíti­ ma es crítica del saber (de las ideologías, del lenguaje, etc.) y del mundo (de las instituciones de la religión, de la sociedad civil, del poder de la moral, las formas de vida, etc.). En las filosofías postmetafísicas, por con­ siguiente, el concepto de crítica prácticamente se identifica con el de racionalidad. Y al tiempo que se produce esta identificación tiene tam­ bién lugar un complejo proceso interno de diferenciación o especialización de la crítica y de movimientos contrarios a ella. En líneas generales tienden a separarse: — la crítica teórica, que apela a la verdad o validez cognitiva de unos juicios frente a la falsedad o el carácter ideológico de otros; — la crítica pragmática o técnica, que apela a la eficacia o utilidad de ciertos juicios, acciones o instituciones frente al carácter ineficiente o inú­ til de otros; — la crítica normativa, moral o política, que defiende el carácter jus­ to o bueno de unas opiniones, acciones o instituciones frente a la naturale­ za injusta o mala de otras; — la crítica estética, que defiende la belleza, la autenticidad, la ade­ cuación, etc., de ciertos objetos o experiencias frente a otros. A lo largo de estos dos últimos siglos los distintos tipos de crítica han tendido a veces a confundirse, a dominar unos sobre otros, a absorberse unos a otros o a negarse mutuamente el derecho a la existencia. El positivismo o el neokantismo son ejemplos del dominio de la crítica teóri­ ca sobre las demás. Las distintas formas de moralismo o radicalismo poli-

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tico son ejemplos del dominio de la crítica normativa sobre las demás. Y la filosofía de Nietzsche, el decadentismo finisecular o el neoestructuralismo son ejemplos del dominio de la crítica estética. Al otro ex­ tremo, un caso paradigmático de reacción contra la diferenciación es tam­ bién, con algunas excepciones, el de la tradición filosófica que arranca de Marx y lleva hasta Habermas.

La

c r ít ic a a la s so c ied a d es m o d er n a s

La tradición filosófica y científico-social que entiende su propia acti­ vidad como un momento de la praxis transformadora de la sociedad se ha enfrentado a los procesos de modernización y racionalización social en un triple frente crítico: — el que denuncia la ineficiencia o irracionalidad funcional del sis­ tema en sus diferentes aspectos (económico, político, social, cultural) o su mutua incompatibilidad; — el que denuncia el carácter injusto del sistema (ante todo eco­ nómico) en sus aspectos productivo y/o distributivo (explotación, desi­ gualdad); — el que denuncia la alienación (inadecuación, deformación, false­ dad) espiritual y existencial de los individuos que viven en las sociedades modernas y sus formas de vida. En el primer caso se hace valer para la crítica el modelo ideal de una organización óptima del uso de los recursos materiales y culturales; en el segundo un principio de distribución de los bienes materiales y culturales más equitativo; y en el tercero algo así como una forma de vida más ade­ cuada. Por lo que respecta a las dos primeras índoles de crítica las distintas corrientes de pensamiento contemporáneas se han puesto más o menos de acuerdo acerca de lo que se discute aunque no haya consenso firme acerca del problema en sí mismo (la mayoría está de acuerdo en afirmar, sin em­ bargo, que la economía de mercado estatalmente corregida, como real­ mente existe, es el sistema económico más eficiente, aunque en alguna medida es injusto en el sentido de que produce desigualdades). Pero en relación al tercer tipo de crítica no sólo no hay ningún acuer­ do mayorítario acerca del problema, sino que ni siquiera hay acuerdo acerca de la existencia de un tal problema. ¿Hay algo así como una vida falsa, deformada o torcida? ¿Se puede hablar de una alienación o co-

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sificación como pérdida de la razón o racionalidad? Todos hemos critica­ do, o hemos sentido la tentación de hacerlo, a aquellos que dedican su vida a acumular dinero o poder, denunciamos al que conduce agresivamente su potente automóvil por la autopista, al que es esclavo de sus deseos irracionales o al que tiene una visión egocéntrica del mundo. Pero ¿hasta qué punto es legítima tal crítica? Y, sobre todo, ¿hasta qué punto puede globalizarse una crítica sobre la adecuación o inadecuación de las formas de vida? Ante todo hay que destacar el hecho de que se trata de una forma confusa de crítica. Pues, a diferencia de los dos primeros tipos de recusación de las sociedades modernas, que son tipos puros de crítica (crítica técnica y crítica normativa, respectivamente), en el discurso sobre la alienación o la cosificación se confunden todos los tipos de crítica, in­ cluida la crítica estética. Intentemos poner algo de orden en esta confu­ sión. En parte debido a su origen especulativo, los conceptos mismos de Entüusserung (alienación), Entfremdung (extrañación) o Verdinglichung (cosificación o reificación) son extraordinariamente imprecisos, como es harto sabido. El primero se refiere a una desposesión de las capacidades y los propios productos, el segundo a un desarraigo y falta de vínculos y co­ municación con los demás, y el tercero a la petrificación de algo fluido, vivo y orgánico. Bajo estas categorías generales, tanto Marx, que nunca las empleó sistemáticamente, como Lukács o Adorno y Horkheimer, que sí lo hicie­ ron, describieron cuatro fenómenos principales: — el fetichismo de la mercancía, del dinero y del capital, es decir, el hecho de ver lo que son relaciones sociales como propiedades objetivas de cosas; — la ideología o falsa consciencia, esto es, una visión incorrecta y distorsionada de la realidad producida por procesos causales; — el poder social extrañado, o sea, el hecho de que las instituciones, fundamentalmente económicas y burocrático-administrativas, se autonomicen frente a quienes las crean y adquieran vida propia hasta conver­ tirse en una especie de segunda naturaleza; — la imposibilidad de la realización de la personalidad, esto es, la frustración del potencial de cada ser humano para realizarse y ser feliz. Estos cuatro fenómenos pueden reducirse en mi opinión a tres tipos de denuncia; — la merma o falta de autoconsciencia recta;

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— la merma o falta de autodeterminación; — la merma o falta de autorrealización. El primer tipo contiene una forma de crítica teórica o epistémica — las ideologías son falsas y desenmascarabas—, pero también normativa —la vida en la verdad, la existencia autoconsciente, es mejor que la vida en la falsedad, la existencia no reflexiva. El segundo tipo es una forma de crítica de orden fundamentalmente normativo: la falta de auténtica libertad de los individuos para elegir su vida en solidaridad con los demás es rechazable éticamente. El tercer tipo, por último, es de tipo pragmático: hay una disteleología condenable cuando no se realiza el fin de la existencia humana que es la realización de sus capacidades potenciales. En resumen, el concepto de alienación, y, por consiguiente, el de cosificación, en la tradición que va de Marx a Adorno o Berger implica una idea de lo que sea la vita beata, por decirlo con la vieja fórmula de la filosofía clásica occidental. Veamos más de cerca lo que esto significa y su dependencia respecto a determinado paradigma filosófico.

COSIFICACIÓN Y FILOSOFÍA DE LA CONSCIENCIA

Esta crítica a las sociedades modernas está moldeada sobre un esque­ ma abstracto que podríamos llamar paradigma de la consciencia o filoso­ fía del sujeto según el cual las categorías básicas son las de sujeto y obje­ to. El sujeto actúa representándose y produciendo el mundo objetivo. El modelo de esa acción es el trabajo. Mediante el trabajo, el hombre se autorrealiza —actualiza sus potencialidades— y se autoexterioriza — pro­ yecta sus fuerzas esenciales en el mundo objetivo. El joven Marx, y posteriormente el joven Marcuse y Sartre, Berger y Luckmann, Heller y Markus, sostendrán una variante enfáticamente expresivista de este modelo. El Marx de El Capital, el joven Lukács y la primera generación de la Escuela de Frankfurt, a través de una apropiación de la teoría weberiana, entenderán la cosiñcación como racionalización. Tanto en un caso como en el otro el problema principal de este con­ cepto de cosiñcación vinculado a la filosofía del sujeto es su incapacidad para dar cuenta de sus fundamentos normativos. P or ello, todos los pensa­ dores antes citados han tenido que recurrir o bien a una filosofía de la his­ toria dogmáticamente postulada (Marx, Lukács), o bien se han introduci­

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do en una apona, el callejón teórico sin salida consistente en la crítica ra­ dical de todo fundamento racional mediante un discurso que no renuncia a la racionalidad (Horkheimer, Adorno). En el primer caso la critica de la sociedad y la vida se hacía en nombre de un supuesto conocimiento del verdadero y único sentido de la historia y en el segundo de una intuición de lo que seria una existencia no violentada ni deformada, la vida recta de la que el arte nos hablaría con su sprachloser Ausdruck. Otros problemas del concepto de cosificación vinculado al paradigma filosófico de la consciencia son, por ejemplo: — la incapacidad para reconocer los esenciales elementos anticosificadores que se han desarrollado en múltiples instituciones de la cultura capitalista, como es el caso de la democracia política; — lastrar el discurso teórico con irracionales apelaciones a diversas entelequias metafísicas de todo punto insostenibles (el Todo, lo verdade­ ro, mimesis, consciencia de clase atribuida, etc.). — la reducción de toda forma de racionalidad a racionalidad instrumental; La solución de los dilemas y aportas que encontró el concepto de cosificación vinculado a la filosofía del sujeto parece que sólo pueden superarse con un cambio de paradigma. Y eso es lo que ha intentado J. Habermas en su Teoría de la acción comunicativa y obras posteriores.

G ir o l in g ü íst ic o y c o sific a c ió n

El giro lingüístico de la filosofía que viene produciéndose desde prin­ cipios de siglo caracteriza al postmarxismo de J. Habermas en mucha mayor medida que a otros pensadores postmarxistas como A. Heller, J. Elster, G. A. Cohén o C. Castoriadis. Habermas ha substituido el paradigma de la autoconsciencia, de la autorreferencia que caracteriza al sujeto que conoce objetos y actúa en solitario, por el paradigma del enten­ dimiento, esto es, de la relación intersubjetiva de individuos comu­ nicativamente socializados y que se reconocen recíprocamente. Con ello ha incluido el aspecto cognitivo-instrumental de la racionalidad bajo un concepto, más amplio, de racionalidad comunicativa que incluye tam­ bién los aspectos normativo y estético-expresivo. Para Habermas lo que hay que explicar no es ya el conocimiento y el sojuzgamiento de una natu­ raleza objetivada tomados en sí mismos, sino la intersubjetividad del en­ tendimiento posible, y ello tanto en el plano interpersonal como en el pía-

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no intrapsíquico (1981,1, p. 525). La razón comunicativa se refiere no a un sujeto que se conserva relacionándose con objetos en su actividad re­ presentativa y en su acción, no a un sistema que mantiene su consistencia o patrimonio deslindándose frente a un entorno, sino a un mundo de la vida simbólicamente estructurado que se constituye en las aportaciones interpretativas de los que a él pertenecen y que sólo se reproduce a través de la acción comunicativa. Habermas sostiene que el mundo de la vida está compuesto por tres elementos estructurales: — la cultura, esto es, el «acervo de saber del que los agentes al en­ tenderse en la acción comunicativa sobre algo en el mundo se proveen de interpretaciones susceptibles de consenso»; — la sociedad, esto es, «(en el sentido estricto de un componente del mundo de la vida), los órdenes legítimos de donde los agentes, al entablar relaciones interpersonales, extraen una solidaridad apoyada en pertenen­ cias a grupos»; — la personalidad, término que puede considerarse como «un expe­ diente para referimos a las competencias adquiridas que convierten a un sujeto en capaz de lenguaje y de acción poniéndolo con ello en condicio­ nes de participar en procesos de entendimiento en el contexto dado en cada caso y de afirmar la propia identidad en plexos de interacción cam­ biantes» (1985, p. 405). Los núcleos estructurales de la Lebenswelt se hacen posibles por los correspondientes procesos de reproducción y éstos a su vez por las apor­ taciones de la acción comunicativa: La reproducción cultural asegura que las nuevas situaciones que se presentan (en la dimensión semántica) queden conectadas con los estados del mundo existentes; asegura la continuidad de la tradición y una coheren­ cia del saber, que baste a cubrir la necesidad de entendimiento intersub­ jetivo en la práctica cotidiana. La integración social asegura que las nuevas situaciones que se pre­ sentan (en la dimensión del espacio social) queden conectadas con los esta­ dos del mundo existentes; provee a la coordinación de las acciones a través de relaciones interpersonales legítimamente reguladas y confiere continui­ dad a la identidad de los grupos. La socialización de los miembros asegura, finalmente, que las nuevas situaciones que se presentan (en la dimensión del tiempo histórico) queden conectadas con los estados del mundo existentes; asegura a las generacio­ nes siguientes la adquisición de capacidades de acción generalizadas y

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provee a la armonización de las vidas individuales con las formas de vida colectivas (1983, pp. 403 y ss.).

En estos tres procesos de reproducción se renuevan, pues, los es­ quemas de la interpretación susceptibles de consenso (o «saber válido»), las relaciones interpersonales legítimamente ordenadas (o «solidarida­ des») y las capacidades de interacción (o «identidades personales») (1985. p. 406). Pues bien, frente al mundo de la vida se encuentra el sistema consti­ tuido por dos subsistemas dominados respectivamente por los medios di­ nero y poder: el subsistema económico y el subsistema administrativo (la administración estatal racionalizada en el sentido de Weber). Cuando di­ chos subsistemas interfieren en la reproducción del mundo de la vida substituyendo los mecanismos de coordinación de la acción mediante el entendimiento por la sumisión a los imperativos sistémicos, cuando el desacoplamiento (Entkoppelung) entre sistema y Lebenswelt consiste en una colonización (Kolonisierung) que mina la infraestructura comu­ nicativa de los mundos de la vida, entonces nos encontramos frente a fe­ nómenos de cosificación de la praxis cotidiana inducidos sistémicamente: monetarización, burocratización, empobrecimiento cultural, fragmentación de la consciencia, etc. En palabras del propio Habermas: La imposición de formas de racionalidad económica y administrativa sobre esferas vitales que obedecen a las peculiaridades de la racionalidad moral y práctico-estética conduce a una especie de colonización del mundo vital. Me refiero con ello al empobrecimiento de las posibilidades de ex­ presión y comunicación que, en la medida que podemos verlo, son también necesarias en las sociedades complejas, a fin de que las personas puedan aprender a encontrarse a sí mismas, habérselas con sus problemas y a re­ solver de modo colectivo sus conflictos, esto es, mediante la formación colectiva de la voluntad (1988, p. 237).

Esta colonización del mundo de la vida es facilitada por la situación de fragilidad en la que le deja el proceso de racionalización y diferencia­ ción interno del mismo. Atendiendo a cada uno de los componentes es­ tructurales del mundo de la vida: En el plano de la cultura los núcleos de tradición garantizadores de la identidad se separan de los contenidos concretos con que estaban estrecha­ mente entrelazados en las imágenes míticas del mundo. Se reducen a ele­

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mentos abstractos, como son conceptos de mundo, presupuestos de la co­ municación. procedimientos de argumentación, valores fundamentales abstractos, etc. En el plano de la sociedad cristalizan principios universales a partir de contextos particulares a que en otro tiempo habían estado adhe­ ridos en las sociedades primitivas. En las sociedades modernas se imponen principios jurídicos y morales que cada vez están menos cortados al talle de formas de vida particulares. En el plano de la personalidad las estructuras cognitivas se separan cada vez más de los contenidos de saber cultural con los que inicialmente habían estado integrados en el pensamiento concreto. Los objetos en que se ejercen estas competencias formales se toman cada vez más variables (1985, p. 406).

Esto se traduce, para cada componente estructural, en lo siguiente: ... para la cultura, un estado de revisión permanente de tradiciones fluidificadas, es decir, de tradiciones convertidas en reflexivas; para la so­ ciedad, un estado de dependencia de los órdenes legítimos respecto a pro­ cedimientos formales, en último término discursivos, de establecimiento y justificación de normas; para la personalidad, un estado de vulnera­ ble autorregulación de una «identidad del yo» sumamente abstracta (ibid., p. 407).

Así reencuentra Habermas los elementos de la «praxis racional» que se hallaban implicados como modelo en el concepto tradicional de cosificación: «la autoconsciencia retoma en forma de una cultura conver­ tida en reflexiva; la autodeterminación, en valores y normas generaliza­ dos; y la autorrealización, en la progresiva individualización de los sujetos socializados» (ibid.). Las perturbaciones del proceso de reproducción de cada uno de estos componentes estructurales del mundo de la vida dan lugar a un amplio abanico de patologías que Habermas ha resumido en el cuadro de la pági­ na siguiente (1981,11, p. 203). El ejemplo de fenómeno de cosificación preferido por Habermas es, no obstante, el proceso de creciente juridificación ( Verrechtlichung) de órdenes de la vida social que hasta ahora eran ámbitos de acción estructurados comunicativamente. Esta es una tendencia observable en las sociedades modernas que tiene carácter estructural: un adensamiento y una extensión ininterrumpidas del derecho escrito. Ello tiene como conse­ cuencia una progresiva substitución de los mecanismos de la integración social por la integración sistémica, cosa que podemos observar actual­

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mente, por ejemplo, en el ámbito de la escuela o de la familia (1.981, II, pp. 520-527).

XComponentes \ estructu\ rales Cultura

Sociedad

Personalidad

PerturbaX ciones en e \ ámbito de l a \

/ Dimensión / de evaluación

Reproducción cultural

Pérdida de sentido

Pérdida de legitima­ ción

Crisis de orientación y crisis educativa

Racionalidad del saber

Integración social

Inseguridad y perturba­ ciones de la identidad colectiva

Anomía

Alienación

Solidaridad de los miembros

Socialización

Ruptura de tradiciones

Pérdida de motiva­ ciones

Psicopatologías

Autonomía de la persona

P r o b l e m a s y so lu c io n es

Ante la teoría habermasiana de la cosificación se hace inevitable re­ accionar críticamente: primero, frente al carácter terriblemente confuso del concepto en relación a la tradición de la que está tomado. Pues si en la tradición la cosificación era considerada como un fenómeno cuya raíz se hallaba en la naturaleza de la reproducción material de las sociedades re­ gidas por la ley del valor, en la reconstrucción habermasiana no está nada claro si la cosificación es un fenómeno exclusivo del ámbito de la repro­ ducción simbólica o también lo es del de la reproducción material. En ocasiones parece que venga a entender por cosificación lo mismo que

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Marx en el capítulo XLVI1I de El Capital, mientras que a veces cualquier forma de perturbación de la praxis comunicativa cotidiana sea un fenóme­ no de la cosificación, de modo que el cuadro número 22 de la Teoría de la acción comunicativa debería entonces titularse más bien «formas de la cosificación». La verdad es que parece que el propio Habermas no está muy seguro hoy de la centralidad que este concepto tiene. En la citada obra parece ser el concepto que articula la exposición y su fin último (cf. 1988, pp. 149 y 153; 1981 caps. IV, VI y VIII; 1985, cap. 12), pero luego Habermas apenas ha usado dicho concepto en sus diversos escritos poste­ riores. Parece que el horror que se experimenta en el Habermas-Kreis ante este concepto se le ha contagiado: tampoco ninguno de ellos ha tocado el tema más que marginalmente. En segundo lugar, la teoría habermasiana sobre la razón comunicativa subraya la unidad argumentativa del discurso, pero no está muy claro que mantenga la necesaria diferenciación y el equilibrio dentro del concepto entre sus momentos cognitivo, normativo y estético-expresivo, exacta­ mente igual que ocurría con el concepto tradicional de cosificación. Así, por ejemplo, cuando se afirma que las relaciones familiares se cosifican porque los mecanismos de entendimiento intersubjetivo cotidiano son progresivamente substituidos por relaciones jurídicamente reguladas, ¿se dice por razones teóricas (los miembros de la familia viven irrefle­ xivamente), por razones normativas (no se debe vivir irreflexivamente ni heterónomamente), o por razones estéticas (no es una vida bella, adecuada o auténtica)? ¿O se dice por todas ellas y estamos ante una versión totalizante de la razón comunicativa que nos lleva a reconciliaciones que creíamos haber abandonado para siempre? Este problema es, por lo de­ más, más general en el pensamiento de Habermas, como ha sido puesto de relieve, por ejemplo, en la discusión de sus ideas acerca de la modernidad o de la Teoría de la acción comunicativa (cf. Bemstein, 1985, y Honneth, 1986). Pues al fin y al cabo, el propio Habermas ha confesado en alguna ocasión dónde está el origen del problema. Preguntado en una ocasión acerca de aquello que le ha movido en el curso de sus años de investiga­ ción filosófica respondió: Tengo un motivo intelectual y una intuición fundamental. Por lo de­ más, esta última se remonta a tradiciones religiosas, a los místicos protes­ tantes y judíos y también a Schelling. El motivo intelectual es la reconci­ liación de una modernidad que se halla dividida, la idea, en realidad, de que sea posible encontrar formas de convivencia en las que se dé una relación

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satisfactoria entre autonomía y dependencia y ello sin prescindir de las di­ ferenciaciones que han hecho posible la modernidad tanto en el ámbito cultural como en el social y en el económico; la idea de que es posible una vida digna en una comunidad que no plantea el carácter dudoso de comuni­ dades sustanciales vueltas hacia el pasado. Esta intuición se origina en la esfera de las relaciones con otros; se refiere a las experiencias de una intersubjetividad íntegra, más frágil que todo lo que ha dado de sí la histo­ ria en materia de estructuras de comunicación: una red cada vez más tupi­ da, con una malla más fina, de relaciones entre libertad y dependencia como la que puede comprenderse dentro de modelos interactivos. Siempre que se manifiestan estas ideas, ideas de una interacción conseguida, ya se trate de Adomo cuando cita a Eichendorff, del Schelling de la «edad del mundo», del joven Hegel o de Jakob Bóhme, se trata siempre de ideas de interacciones logradas. Las oposiciones y la distancia, el alejamiento y una cercanía real, no fallida, vulnerabilidad y cautela, todas estas imágenes de protección, exposición, compasión, entrega y resistencia proceden de un horizonte de experiencia de una convivencia alegre, por decirlo en térmi­ nos de Brecht. Esta alegría no excluye el conflicto. Hace referencia a las formas humanas mediante las cuales sobrevivimos a los conflictos (1988, pp. 170 y ss-)-

En tercer lugar, deberíamos interrogamos acerca de si la reconstruc­ ción habermasiana de la teoría de la cosificación implica o no una utopía (la sociedad de la comunicación) al modo como la implicaba la teoría tra­ dicional. Habermas ha rechazado en muchas ocasiones esta interpretación de su pensamiento. Una cita al respecto: El contenido utópico de la sociedad de la comunicación se reduce a los aspectos formales de una intersubjetividad íntegra. Incluso la expresión «situación ideal de habla» induce a error en la medida en que sugiere una configuración concreta de la vida. Lo que puede expresarse normativa­ mente son las condiciones necesarias pero generales para una vida cotidia­ na comunicativa y para un procedimiento de formación discursiva de la voluntad que han de poner a los participantes mismos en situación de reali­ zar las posibilidades concretas de una vida mejor y menos peligrosa según las propias necesidades y conveniencias y según la propia iniciativa (1988, p. 134; cf. también 1988, pp. 207 y ss.; 1984, p. 419; 1988a, p. 186).

Sin embargo, tampoco Marx o Lukács, declarados antiutopistas en el sentido material, propusieron jamás formas de vida concretas, y Adomo incluso se atuvo siempre a la prohibición de las imágenes. Así que en rea-

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■¡dad quizás la teoría habermasiana no presente menos contenidos utópi­ cos que la de Marx mismo (cf., no obstante, 1981,1, pp. 108 y ss.). En cuarto lugar, a pesar de lo que el autor sostiene, no está muy claro que dicho concepto no dependa también de un ideal de vida recta o bue­ na, pues al determinar unas condiciones formales de la vida racional — un plexo comunicativo vital no menoscabado— se está hablando con otras palabras de un orden de existencia social que permita individuos autoconscientes, autodeterminados y autorrealizados, y de hecho no está con ello muy lejos del ideal propuesto por Marx, Lukács o Adorno, sólo que desde una argumentación muy distinta, pues al Tin y al cabo esa moti­ vación intelectual que Habermas confesaba en el texto anteriormente cita­ do podría decirse que fue también la de aquellos pensadores. Ninguno de ellos pretendió jamás proponer una forma de vida concreta como modelo de vita beata. Ellos condenaron aquello que impedía una vida racional, aquello que dañaba la vida. En quinto lugar, hay todo un paquete de cuestiones, que ahora no pormenorizaré, relacionadas con el ambiguo concepto de mundo de la vida, y sobre el que empieza a existir una interesante literatura crítica; so­ bre la procedencia del modelo de sociedad en términos de sistema y tebenswelr, sobre la dudosa conveniencia de apoyarse en el funciona­ lismo para conceptuar los mecanismos económicos y administrativos (¿por qué no la teoría de la elección social?). Etcétera. De todo este pa­ quete, no obstante, quisiera alzaprimar la objeción acaso más repetida: ¿cómo saber cuándo se produce un fenómeno de cosiñcación? ¿Cuándo estamos realmente frente a un caso de sobrepeso de las formas económi­ cas y burocráticas, en general de formas cognitivo-instrumentales de racionalidad causantes de patologías? Para todo ello deberíamos saber muy bien dónde se hallan las fronteras entre el sistema y el mundo de la vida; sin embargo, el propio Habermas reconoce que estas fronteras son cambiantes. A ello aún podríamos añadir: ¿Y por qué no hablar igualmen­ te de un fenómeno de sentido contrario, esto es, de una colonización del sistema por parte del mundo de la vida? En sexto y último lugar, tenemos la cuestión más general de para qué se necesita un concepto semejante, un concepto que ciertamente fue muy coherente y útil para la filosofía de la praxis, pero que en un modelo com­ plejo como el comunicativo no se ve por qué no mejor hablar de los dis­ tintos fenómenos de distorsión de la práctica comunicativa cotidiana: juridización, consciencia fragmentada, anomía, etc., y olvidar, por consi­ guiente, y de una vez por todas, un concepto tan lastrado históricamente. 4.* THIEBAVT

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J o sé R u bio C a r r a c ed o

LA IRRENUNCIABLE AUTONOMÍA En el ámbito de la ética contemporánea la autonomía es, sin duda, «el tema de nuestro tiempo». En efecto, durante la última década ha venido, de modo repentino, a suplantar los enfoques hasta entonces obsesivos de la ética como universalidad. Un reciente survey anide (Christman, 1988) lo demuestra elocuentemente en la literatura ética anglosajona. En la con­ tinental, sin embargo, el enfoque de la ética como autonomía es todavía más notorio, aunque se plantea más frecuentemente en el contexto del de­ bate modemidad-postmodemidad. Desde la perspectiva actual es indudable que la autonomía moral fue, mucho más que la universalidad, la conquista específica de la moderni­ dad. Es más, la autonomía moral se plantea desde Rousseau y Kant como la autoconstitución del sujeto moral. Hegel lo vio así con toda claridad y Foucault nos lo ha recordado recientemente. Pero se planteaba primor­ dialmente como una autoconstitución trascendental del sujeto moral. La reciente transformación dialógica de la filosofía (Apel. Habermas, Rawls, Escuela de Erlangen, etc.) ha permitido el replanteamiento paralelo de la autonomía como construcción deliberativa. Finalmente, el auge del enfo­ que postmodemo ha enfatizado, en cambio, el sentido de la autonomía como cualidad irrenunciable del sujeto moral concreto y situado, es decir, del sujeto individual. En el presente trabajo me propongo plantear una autonomía-bienfundada o madura, mediante la síntesis integradora de un triple momento (al menos, a efectos del análisis) de la autonomía personal: el momento pragmático universal (o «ética mínima»), que constituye la instancia fundamentadora de toda autonomía individual; el momento deliberativo fali­ ble, que señala la autonomía interpretativa del grupo discursivo que co­

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opera en la adecuada traducción de la metanorma a las normas morales concretas; y, por último, el momento autónomo individual mediante el que un sujeto personal cierra el proceso mediante su elección moral intransferible. Confío en que el trabajo aclare igualmente cómo la autonomía moral no viene dada al sujeto moral, sino que éste ha de construirla, a la vez en la experiencia de la diferencia y de la solidaridad, en un contexto pluralista, pese a compartir básicamente un paradigma axiológico (libertad, solidari­ dad, justicia) comúnmente admitido que hace posible y fecunda, al mismo tiempo, la discusión, con los consiguientes acuerdos o desacuerdos, en todo caso suficientemente razonados (y abiertos, por ende, a la universalizabilidad). L a a u t o n o m ía , c o n q u ist a d e la m o d e r n id a d

La autonomía de la razón práctica ha sido, sin duda, uno de los logros más característicos de la Ilustración, sobre el que la modernidad edificará el torreón quizá más formidable de su programa: la autoconstitución del sujeto moral. Con esta adquisición la ética alcanzaba su estadio adulto y se situaba en la línea de su plena, aunque difícil, madurez. Ello es así porque, como puntualiza Foucault (1987, p. 29), un acto no puede considerarse «moral» por su mera conformidad «a una regla, una ley y un valor», esto es, por su fidelidad al código vigente en la sociedad histórica de referen­ cia, sino que implica también necesariamente «una relación consigo mis­ mo», que no es simple «conciencia de sí», sino «constitución de sí mismo como sujeto moral». Es decir, no basta la asunción pasiva (heterónoma, como la denominó Kant) de un determinado código moral; resulta im­ prescindible una posición activa mediante la que el individuo define dinámicamente su relación concreta con el precepto de tal modo que su fi­ delidad valdrá como cumplimiento moral de sí mismo y para ello actúa sobre sí mismo, busca conocerse, se controla, se prueba, se perfecciona, se transforma. No hay acción particular que no se refiera a la unidad de una conducta moral; ni conducta moral que no reclame la constitución de sí misma como sujeto moral, ni constitución del sujeto moral sin «modos de subjetivación» y sin una «ascética» o «práctica de sí» que los apoyen (ibid.).

El modo como se realizan estas tres instancias (conducta moral, constitu­

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ción del sujeto moral y modos de subjetivación) resulta tan definitorio para cualquier sistema moral como sus respectivos códigos axiológicos de referencia. Mucho más discutible me parece la aseveración de Foucault de que las éticas de la antigüedad grecorromana se orientasen, con la sola excep­ ción platónica, «mucho más hacia las prácticas de sí y la cuestión de la áskesis que hacia las codificaciones de conductas y la definición estricta de lo permitido y lo prohibido». Se trataría de morales «orientadas hacia la ótica» por contraste con la escolástica cristiana «orientada hacia el códi­ go» (/bid., p. 31). Son apreciables, sin duda, ciertas anticipaciones en la línea de la constitución del sujeto moral, especialmente en las éticas helenísticas. Pero, en sentido propio, habrá que esperar hasta la Ilustración para encontrar, tras el impulso del sapere aude, la plena conciencia de la autoconstitución del sujeto ético. Es más, la categoría de autonomía per­ sonal es la característica definitoria de la modernidad. Como dice C. Thiebaut, ello significa que «desde la modernidad no podemos no pensar desde la categoría de la autonomía ...». En definitiva, «quiénes somos de­ pende ya de nosotros mismos y de quienes con nosotros se comunican, trabajan e interactúan...». Pese a todas las vacilaciones, tenemos «la con­ vicción profunda de que la autonomía nos caracteriza ya-siempre como sujetos de la modernidad, pues es la tarea normativa de una radicalizada subjetividad ya-siempre reflexiva», aunque frecuentemente se nos mues­ tre como «un peso abrumador a veces insoportable que nos duerme la ra­ zón y nos escora hacia la búsqueda de textos sacrales en los que atracar nuestra identidad» (Thiebaut, 1989, pp. 43-44 y 46). Cabe señalar incluso muy sumariamente la trayectoria de aquella ad­ quisición plena. Fue Hobbes, probablemente, el primero en plantear una fundamentación contractualista y, por tanto, meramente racional, de las reglas de conducta, iniciando el «giro antropocéntrico» en el ámbito de la razón práctica. Pero, como apunta Hegel en un pasaje archiconocido, la libertad del sujeto se hipoteca en el «problema del orden», esto es, en el cálculo racional de la autoconservación, sacrificándola para garantizar­ se la seguridad en la coerción estatal. Rousseau, en cambio, plantea en toda su crudeza el problema de salvaguardar o conciliar la libertad con la ley como el problema fundamental a resolver tanto en la educación, como en la política y en la moral, para lo que elaboró su compleja concepción de la «voluntad general», que engloba tanto el componente de libertad como el componente racional, aunque no está exenta de consecuencias para­ dójicas.

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Parece indudable que Kant replanteó el problema con sutileza con­ ceptual mucho más refinada, formulando ya con precisión los dos distinti­ vos propios de lo moral, la autonomía y la universalidad, extendiéndolos, además, a todo el ámbito de la razón práctica. Pero, a fin de evitar las pa­ radojas de la «voluntad general» rousseauniana, hubo de trocar el constructivismo normativo del ginebrino (mediante la peculiar dialéctica entre razón y conciencia explicitada por el Vicario Saboyano) en un constructivismo trascendental de la razón práctica. Y es que, en efecto, los dos caracteres distintivos de lo moral —autonomía y universalidad— pa­ recen inconciliables, aunque ambos vienen exigidos por la dignidad hu­ mana. En efecto, ya Rousseau había aseverado que el «contrato social» garantiza no sólo la libertad «civil», sino también la libertad «moral» en la que se funden la virtud del hombre y la del ciudadano, mientras que «la voz del deber» expresa la autonomía moral por la que el hombre es «ver­ daderamente dueño de sí», ya que «obedecer a la ley que uno se ha pres­ crito es libertad» (OC, III, pp. 364-365), siendo esta condición igual para todos los contratantes. Todo parece indicar que Kant procedió a trasponer los caracteres de la «voluntad general» a su concepción del imperativo categórico, mientras que el contrato social es transformado en una «Idea de la razón» que pre­ figura el «reino de los fines» donde convergirán hasta coincidir «la uni­ versalidad, la libertad y la ley» (AK 4,433; AK 8,297). Como ha señala­ do J. Muguerza, Kant creyó poder reconciliar la universalidad con la autonomía «haciendo coincidir la específica autonomía de los sujetos rea­ les, en tanto que legisladores racionales, con la genérica racionalidad de su sujeto hipotético, cuya legislación alcanzaría —tendría que hacerlo por definición— a todo ser dotado de razón, pues no otra cosa es lo que entra­ ña la identificación kantiana de voluntad (racional) y razón (práctica)». Obviamente, ello presupone que «la racionalidad está dada de una vez para siempre en lugar de ser algo que hayamos de construir nosotros mis­ mos» (Muguerza, 1984, p. 50). Es la deficiencia inevitable de todo monologismo, por trascendental que se pretenda. Hay que observar, por lo demás, que el concepto de autonomía en la tradición kantiana (en la que se mueven básicamente tanto Apel como Habermas y Rawls) mantiene siempre una estrecha conexión con la idea de racionalidad. De ahí su proclividad a los enfoques cognitivistas de la autonomía. En el propio Kant, la racionalidad no agota la autonomía, pero la vehicula en gran medida, de modo que ésta no es concebible sin aquélla.

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En efecto, el sujeto kantiano es autónomo cuando las máximas de su con­ ducta se conforman con la voluntad racional que expresa la ley moral. Ni deseos ni sentimientos individuales tienen cabida alguna en la autonomía kantiana. Ello ha provocado siempre numerosas críticas, que nunca han sido satisfactoriamente atendidas. Recientemente ha recordado Lindley que «autonomía es propiamente una cuestión de autoría, mientras que racionalidad es esencialmente una cuestión de aceptabilidad» (Lindley, 1986, p. 21). Pero, en definitiva, también para él, la autonomía se expresa mediante la deliberación racional. Otros, como Haworth, han insistido en la capacidad de una «competencia crítica» como condición para alcanzar la autonomía (Haworth, 1986). De ahí la pertinencia de la «transformación» de la filosofía en los en­ foques dialógicos preconizada por las tendencias constructivistas y neocontractuales (Escuela de Erlangen, Apel, Habermas, Rawls, etc.). Como apunta certeramente Apel, «en Kant la voluntad está ya relacionada con cualquier otnr voluntad. Pero faltan lenguaje y comunicación. La au­ téntica interacción no puede ser pensada». A lo que hay que añadir que tampoco basta el acuerdo meramente racional, sino que la deliberación ha de culminar en una decisión autónoma de los sujetos participantes en la misma, tanto si es en el consenso como si es en el disenso. En definitiva, se trata del «giro pragmático» de la filosofía y, en par­ ticular, de la filosofía práctica. Apel y Habermas, y anteriormente Lorenzen, han venido insistiendo en la autonomía de la razón práctica e incluso en la base pragmática universal que se presupone en toda argu­ mentación racional como condición de su posibilidad y de su validez, esto es, una cierta «ética de la lógica», sobre la que se fundamentan tanto la intersubjetividad científica como la validez de las metanormas éticas. Por eso, toda filosofía comienza por ser práctica, es decir, normativa en senti­ do hermenéutico, en cuanto «apriori de la comunidad de comunicación», como dirá Apel. De donde no se sigue que la distinción entre deliberación teórica y deliberación práctica sea irrelevante, de modo que hubiera que tender a su homogeneización, como pretende Albert con los popperianos. Porque, como ha puntualizado Apel (1985, II, pp. 376 y ss.), la antes aludida «éti­ ca de la lógica» no debe dar lugar a equívocos: el que la lógica, como toda argumentación racional, se asiente sobre presupuestos éticos como condi­ ción de su posibilidad, ello no implica su homogeneidad epistemológica. Lo único que implica es que no puede haber argumentación si no hay co­ munidad de interpretación, esto es, una pragmática universal. No se trata,

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pues, sólo de la necesidad de una razón dialógica, sino de que ésta presu­ pone una auténtica «comunidad de diálogo», puesta de relieve por la di­ mensión «performativa» que completa siempre a la proposicional y la vincula con acciones comunicativas (y no sólo meramente estratégicas). Tampoco cabe entender el presupuesto ético de toda argumentación como un imperativo hipotético, en el sentido de «sólo si queremos argu­ mentaciones lógicas», ya que la alternativa carece de sentido una vez eli­ minado su efecto retórico. Y, a la vez, tampoco puede olvidarse que el presupuesto ético de la comunidad de comunicación no permite derivar directamente normas éticas, sino que ha de ser justificado en su es­ pecificidad moral. Y aquí parece la complementariedad de la ética y de la lógica (e, incluso, del pensamiento científico), ya que la justificación ética concreta, como veremos más adelante, exigirá el utilizar toda la in­ formación científica relevante, entre otros componentes básicos de la tra­ ducción y concreción de las normas éticas, histórica y socialmente situadas. Ahora bien, de que la pragmática universal no sea inmediatamente aplicable como norma moral no se deduce, como pretende Ilting (1982), que la pragmática universal haya de entenderse como un «imperativo hi­ potético». Es cierto que la «norma de veracidad» que presupone el discur­ so argumentativo es una «norma discursiva de veracidad», distinguible y no directamente aplicable a la norma moral que prohíbe la mentira, que sólo puede justificarse en el contexto de la situación social. Apel admite la fuerza de la objeción en su segunda parte, pero no en la primera; esto es, no admite que el principio pragmático de «transubjetividad incon­ dicionada» pueda ser reemplazado por el principio de racionalidad del «equilibrio estratégico de intereses», incompatible como tal con la exi­ gencia de autonomía moral legisladora de la razón práctica, por mucho que la teoría de los juegos haya podido sofisticar la razón estratégica. El intento de D. Gauthier (1986) constituye un buen ejemplo de cómo un planteamiento estratégico-racional siguiendo el dictado de los intereses particulares y el libre albedrío de los interlocutores es incapaz —aunque lo postule— de dar cuenta de las pretensiones de validez categórica y uni­ versal (esto es, transubjetivas) del discurso práctico. Queda claro, pues, que esta pragmática universal —o autonomía tras­ cendental, según Apel— actúa exclusivamente bajo el presupuesto de «un discurso libre de la carga de la acción». El «apriori de la comunidad de comunicación» cumple un papel similar (aunque sólo sea similar) al de la original position de J. Rawls, con sus conlricciones estructurales (velo de

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ignorancia, principio de publicidad, referencia a la estructura básica de la sociedad, etc.), sobre todo a partir de su giro «constructivista kantiano» de 1980 (Rawls, 1980). Como dirá Apel, «el estar libre de la carga de la ac­ ción del discurso es la condición y el medio de una libre disposición de la racionalidad [autónoma] del discurso» (Apel, 1986, p. 84). Es decir, se descarga metodológicamente de los «intereses de autoafirmación de la praxis vital-mundanal», que se incluye siempre en la acción comunicativa, pero que imposibilita una separación neta entre el «actuar orientado hacia la comprensión» y el «orientado hacia el éxito». Se trata, pues, de una «ética mínima» que es anterior y fundamento de toda convención, por lo que resulta inmune a todo enfoque reduccionista de racionalidad estraté­ gica (hobbesiana). Ahora bien, como ya quedó apuntado antes, esta «ética mínima» no fundamenta directamente la normatividad ética concreta. Kant, prisionero de su constructivismo monológico trascendental, hubo de apelar al «Faktum rationis», incurriendo probablemente en «falacia naturalista», como ha señalado Ilting (1972), si es que no puede entenderse en sentido pragmático-trascendental, como quiere Apel. En cualquier caso, tanto Apel como Habermas o Rawls presentan ya una versión dialógica de la pragmática, sobre cuya base la razón ética (que ha de realizar una traduc­ ción de la metanonna en el contexto histórico-social) adopta igualmente una estructura deliberativa entre sujetos autonómos, cuya estructura, en palabras de Apel, presupone «una comunidad de comunicación ideal contrafácticamente anticipada en la comunidad de comunicación real». Con ello, la razón ética se asegura su condición de ser «una razón autóno­ ma, moralmente legisladora, que está referida a priori a una comunidad de seres racionales con igualdad de derechos en tanto seres que son fines en sí mismos» (Apel, 1986, p. 86). Aquí no se incurre en «falacia pragmática», que tendría lugar si la íundamentación de normas se realizara por remisión a una «voluntad concordante» o fin superior de los participantes en la resolución de un conflicto normativo, con peijuicio quizá para los ausentes, como ha queri­ do ver H. Lübbe, sino que estructuralmente ha de considerar las razones de todos los afectados, pues todos constituyen la comunidad de comuni­ cación. Y, sin embargo, hay que insistir en que las reglas de la pragmática no pueden ser aplicadas de modo inmediato a la normatividad ética histórica y socialmente situada, ni, por consiguiente, a sus caracteres distintivos de autonomía y universalidad, aunque constituyan el referente común o

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metanorma a la que apelan, en última instancia, todos los afectados y que, de esta manera, posibilita una discusión real entre los mismos, que sin tal metanorma referencial sería imposible o estéril. Por supuesto que tal metanorma (el imperativo categórico o sus equivalentes) ha visto tras­ puesta su formulación monológica kantiana originaria en una versión dialógica. La propuesta por McCarthy ha encontrado amplio eco y ha sido aceptada expresamente por Habermas: «en lugar de proponer a todos los demás una máxima como válida, que quiero que opere como ley general, tengo que presentarles mi teoría para que se compruebe discursivamente su pretensión de universalidad. El peso se traslada desde lo que cada uno puede querer sin contradicción como ley general a lo que todos de común acuerdo quieren reconocer como norma general». Esta misma traspo­ sición dialógica deberá aplicarse a las formulaciones derivadas, entre las cuales la autonomía es resaltada especialmente por la segunda.

La

a u t o n o m ía d elib er a tiv a fa lib le

Pero hay que subrayar de inmediato que el referente común o metanorma no garantiza en absoluto que su traducción normativa concre­ ta y contextual por el grupo deliberativo conduzca al consenso y menos aún que sea la única traducción correcta, sino que resulta falible pese a todo. Se impone distinguir, pues, dos momentos en la justificación discursiva de las normas éticas: el que Apel denomina «pragmático-tras­ cendental» (y Habermas simplemente «formal-universal») y el momento de justificación de la norma concreta, en el cual, aun con la referencia co­ mún de la metanorma para todos los deliberantes, ha de operarse discursivamente —y, por tanto, faliblemente— la traducción de la metanorma en normas concretas, en un contexto histórico-social concreto, en el que, además, habrá de buscarse un equilibrio entre las exigencias del deber y las de la responsabilidad, por aludir a la famosa disyunción weberiana. Y todavía resta un tercer momento, al que me referiré más adelante, en el que brillará con luz propia la autonomía del sujeto ético in­ dividual en su elección personal e intrasferible, por más que ésta haya sido ilustrada y contrastada en el grupo de discusión. Hay que insistir también en el carácter específico del discurso ético respecto de otros tipos de discurso racional. Habermas (1985, pp. 79 y ss.) aporta algunas precisiones de interés. Así, distingue la «verdad» propo­

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sitiva de la «corrección» normativa; ambas constituyen pretensiones de validez «realizables por medios discursivos», pero lo hacen de «forma di­ ferenciada», además de mostrar ciertas asimetrías típicas. En efecto, la primera implica la «existencia» de realidades, mientras que la segunda implica el «cumplimiento» de las normas. Para explicitarlo, Habermas acude a la teoría de Searle sobre los «actos de habla», ya que éstos discri­ minan los «hechos» y las «normas». Estas últimas pueden formularse como enunciados de deber autónomos y universales. Su carácter regulati­ vo admite diferentes formas: mandatos, consejos, avisos, (etc.,) pero todas estas formas mantienen siempre su universalidad e incondicionalidad. Los enunciados aseverativos, en cambio, han de formularse performativamente («es cierto que el agua quema») para que adquieran sentido pragmático. La asimetría se puede generalizar diciendo que ante las leyes de la na­ turaleza adoptamos una posición objetiva, mientras que el orden social se sitúa ya de entrada «en una relación intema con las pretensiones de vali­ dez». Por eso a la realidad social nos referimos siempre con actos de habla regulativos. Obviamente, el sentido de las normas es el de su cumplimien­ to. Las pretensiones de verdad, por el contrario, no se sustentan sobre los hechos mismos, que son independientes, sino en los actos de habla «comprobativos». Ahora bien, esta imbricación entre las normas y nuestros actos de ha­ bla regulativos presta un «carácter ambiguo a la validez del deber ser». Los enfoques sociologistas (Toulmin, Winch) tienden a subordinar los se­ gundos a las primeras. Pero es indudable que la vigencia social de una norma nada decide sobre su validez, pues una cosa es el reconocimiento intersubjetivo y otra muy distinta sus pretensiones de corrección. De ahí la relevancia que mantiene la falacia naturalista (descriptivista o sociológica, en este caso). Pueden darse razones para deslegitimar una norma, pese a su vigencia social. Como tampoco la justificación de una norma decide nada sobre su vigencia social: ésta sólo se producirá cuando la «aproba­ ción racionalmente suscitada» se convierta en creencia legitimada al coincidir con su aceptación social (que se produce siempre por motivos heterogéneos). Aquí se manifiesta la especificidad de la lógica del discurso práctico frente a la lógica del discurso teórico. En primer lugar, ni las deducciones lógicas ni las comprobaciones empíricas descubren nada decisivo en las cuestiones éticas, ya que incluso la información que proporcionan sobre necesidades, etc., la ofrecen según teorías cambiantes; y, en cualquier

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caso, han de ser interpretadas, además, crítica, histórica y socialmente. Es decir, como ha terminado por reconocer el último Rawls, el discurso prác­ tico precisa de un principio moral como principio puente en cuanto supemorma referente de la argumentación, capaz de posibilitar acuerdos racionales. Tal principio moral puente viene siempre a ser una de las va­ riantes del imperativo categórico, en cualquiera de sus formulaciones, a fin de dar cuenta tanto de la autonomía como de la universalidad caracte­ rísticas de toda norma moral: únicamente son aceptables aquellas normas morales que expresen un acuerdo racional y que sean compatibles con la dignidad humana del fin en sí mismo. Es la «autonomía plena» de J. Rawls (Rawls, 1980). Mucho más discutible me parece la exigencia habermasiana, derivada de su cognitivismo exacerbado, de una interpretación «fuerte» del impe­ rativo categórico en el sentido de que implique el reconocimiento de «to­ dos» los afectados, con exclusión de toda restricción monológica; no sería suficiente el que cada uno pueda asumir la norma a justificar sin contra­ dicción como ley general, sino que se requiere que «todos de común acuerdo» quieran reconocerla como «norma universal». Esta pretensión habermasiana me parece, a la vez, injustificada y exorbitante, ya que sólo serían legitimadas aquellas normas que obtuvieran el consenso o unani­ midad. Pero una auténtica deliberación, por cooperativa que sea, ha de es­ tar abierta a un cierto pluralismo, al menos en las cuestiones más conflic­ tivas. Este posible pluralismo realza, además, mucho mejor el requisito de autonomía, en este caso hermenéutica: sólo cada cual puede ser intérprete fiel de sí mismo, aunque haya de estar abierto a la crítica de los demás y tanto las necesidades como los intereses hayan de juzgarse siempre a la luz del «mundo vital compartido» (Habermas, 1985, pp. 85-88). Y es que, en efecto, Habermas, al igual que Apel y Rawls, ofrece una versión excesivamente cognitivista de la autonomía moral, tal vez por su obsesión de evitar toda sospecha de irracionalismo. Esto se observa clara­ mente en su polémica con E. Tugendhat quien, ciertamente, presenta una versión voluntarista de la misma (Tugendhat, 1981). Habermas sostiene que una ética discursiva se basa sobre estos dos supuestos: a ) las preten­ siones de validez normativa tienen sentido cognitivo y pueden tratarse como aspiraciones de verdad; y b) la fundamentación de normas y mandatos requiere un discurso deliberativo real, no meramente monológico (que podría realizarse en el fuero intemo, al modo del plató­ nico «diálogo del alma consigo misma») (ibid., p. 88). Tugendhat, por su parte, presenta una formulación semejante del imperativo categórico: una

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norma puede considerarse justificada sólo cuando «es igualmente buena para cada uno de los afectados». Pero para ello no precisa de ninguno de los supuestos de Habermas: el primero lo rechaza claramente y para el se­ gundo no exige el discurso real, sino que le basta la deliberación monológica. A juicio de Habermas, el rechazo del primer supuesto le con­ duce al escepticismo axiológico y su versión débil del segundo no le per­ mite justificar su formulación del imperativo categórico. Vista la polémica con el distanciamiento adecuado parece que ambos antagonistas radicalizan sus posiciones hasta hacerlas unilaterales: en el caso de Habermas, porque en el primer supuesto lleva la «analogía» con la validez veritativa de las proposiciones hasta la identidad. Al mismo tiem­ po, entiende el rechazo de Tugendhat como una apuesta de éste por el voluntarismo absoluto porque «si la validez de deber ser de las normas tiene solamente sentido volitivo y no cognitivo, el discurso práctico tendrá que servir para algo distinto que para la aclaración argumental de una as­ piración de validez discutida» (ibid.). No parece, sin embargo, que deba lomarse la posición de Tugendhat en sentido excluyeme: el «sentido volitivo» de la fundamentación de normas no es incompatible con un «sentido cognitivo»; al contrarío, en toda auténtica deliberación práctica intervienen dos factores diferenciados, pero que se reclaman y se comple­ mentan mutuamente: el factor de competencia racional, mediante el cual los interlocutores se constituyen en expertos en las cuestiones a discutir, con toda la información relevante disponible, y el factor de imparcialidad, mediante el cual se obligan a hacer públicos o «enseñables» sus criterios de elección. Hasta cierto punto, son los dos principios rawlsianos de «racionalidad» y de «razonabilidad». Por lo demás, el concepto habermasiano de «competencia comunicativa» engloba ambos factores, aunque su pasión cognitivista le conduzca a enfatizar el primero a expen­ sas del segundo. Tugendhat, por el contrarío, enfatiza el factor de imparcialidad en la deliberación a costa del factor de competencia racional. Por eso se pre­ ocupa, ante todo, por que todos los interlocutores tengan «la misma opor­ tunidad» de participar en una solución de compromiso equitativo. Esto es así porque parece presuponer que para alcanzar una solución justa resulta mucho más decisiva la participación equitativa que el conocimiento. Habermas le reprocha que este modelo de deliberación es más apropiado para «la formación de la voluntad» que para la formación del juicio. A lo que Tugendhat podría responder que resulta apropiado para la formación de ambos simultáneamente, ya que lo típico de la deliberación práctica (a

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diferencia de la teórica) es la conjunción inseparable de una voluntad de imparcialidad y de un juicio bien fundado (conjunción a la que se alude con la frase coloquial de un juicio «ponderado»). Pero Tugendhat, sin embargo, adopta una formulación unilateral: las cuestiones morales pueden justificarse mediante discurso entre los afecta­ dos. Pero en tal discurso lo decisivo no es la comunicación, como piensa Habermas, dado que el razonamiento moral puede hacerse monológicamente; lo decisivo es que se produzca el acuerdo entre todos los afectados. Por tanto, lo «irreductiblemente comunicativo no es un factor cognitivo, sino volitivo. Es el respeto moralmente obligatorio por la au­ tonomía de la voluntad de cada cual lo que hace preciso exigir un acuer­ do» (la cursiva es mía). No obstante, poco más adelante precisa: «por su­ puesto, queremos que el acuerdo sea un acuerdo racional», un acuerdo basado en argumentos morales, pero lo decisivo es el «acuerdo de he­ cho». Y ello es así porque se trata de una «elección colectiva». Por ende, lo que decide no es el problema de «justificación», sino el de «participa­ ción en el poder» de tomar las decisiones sobre lo que está o no está per­ mitido. De este modo Tugendhat asimila la elección moral a la elección política, siguiendo el modelo rousseauniano. En definitiva, el concepto de autonomía moral queda desenfocado tanto en Habermas como en Tugendhat: en ambas orientaciones no se atiende suficientemente al tercer momento de la elección moral, el mo­ mento de la elección personal, que se diluye en la deliberación colectiva o en el acuerdo colectivo, respectivamente. Y sin embargo, si tomamos en serio la exigencia irrenunciable de que cada persona es la única instancia autorizada para discernir sus propios intereses o necesidades (como reco­ noce explícitamente Habermas, ibid., p. 88), hay que reservarle igual­ mente la decisión moral última, y no meramente su participación en la de­ liberación judicativa (Habermas) o decisoria (Tugendhat). La segunda es típica de la obligación política (democracia participativa) y la primera es indispensable para la formación de un juicio moral ponderado. Pero sobre esta base se asienta el tercer momento autónomo de la acción moral: la elección personal del sujeto, con el consiguiente compromiso individual y existencial, que —paradójicamente— hasta las éticas más heterónomas (como la escolástica) no dejaron de reconocer (el dictamen último de la conciencia bien formada). El cognitivismo de Apel no llega tan lejos como el de Habermas. En su discusión con Popper y Albert sobre la «irracionalidad» de la decisión última por la racionalidad, no deja de reconocer Apel que «la realización

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práctica de la razón a través de la voluntad (buena) siempre necesita un compromiso que no puede demostrarse». Y sin embargo, ello no implica que el compromiso o elección final sea irracional; por el contrario, tal elección moral viene a reforzar el desenlace racional de la deliberación práctica (Apel, 1985, pp. 392-393). Y no obstante, poco más adelante re­ procha a Lorenzen el haber elaborado «un constructivismo dependiente de la decisión», a diferencia de su «reconstructivismo trascendental depen­ diente de la reflexión» (ibid., p. 399). A continuación, minusvalora la elección final de los sujetos que intervienen en la deliberación práctica hasta considerarla redundante: se trata sólo de una «ratificación volunta­ ria» del acuerdo alcanzado colectivamente, de donde procede su rele­ vancia (ibid., p. 400), ya que «las decisiones de conciencia individuales y subjetivas» están necesariamente «mediadas a priori por la exigencia de validez intersubjetiva», pues cada individuo ha aceptado de antemano «la argumentación pública como explicitación de todos los criterios posibles de validez y, por tanto, también de la formación de la voluntad». Aquí ra­ dica precisamente la garantía de haber superado el solipsismo metódico (ibid., pp. 404-405) y el decisionismo existencialista (ibid., pp. 406-407).

A u to n o m ía , pl u r a l ism o y elec c ió n per so n a l

A mi parecer, sin embargo, la elección personal constituye un tercer momento decisivo en la elección moral. Es más, no tiene por qué ser plan­ teada exclusivamente en un marco de consenso, sino que debe preverse como normal un contexto de disenso, igualmente crítico y racional, con la consiguiente apertura de un pluralismo ético, tan legítimo como pueda serlo en la política, el derecho o la religión. Tanto Habcrmas como Apel y Rawls, en cambio, desde su posición netamente cognitivista, apuestan in­ sistentemente por el consenso en la única propuesta racional y razonable que pueda alcanzarse. Ello es así pese a que todos ellos consideran falible el proceso de traducción de la metanorma a las normas concretas y social­ mente situadas. Pero su confianza en el procedimentalismo es tal —como si las reglas de procedimiento pudieran garantizar la unanimidad— que excluyen la posibilidad de que sean dos o más las propuestas éticas que pudieran aparecer como razonables, al menos en algunos casos especial­ mente conflictivos, y sobre las que los sujetos individuales podrían ejercer su decisión autónoma y responsable. Pesa, además, en exceso el modelo veritativo, pese a utilizarse sólo analógicamente.

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De hecho, Apel no deja de reconocer la relevancia de la decisión final del sujeto ético individual en el último pasaje de su ensayo «El apriorí de la comunidad de comunicación»: Sin embargo, en conexión con la estrategia emancipatoria esbozada, surge todavía un problema moral extremadamente delicado, que se formu­ la en la cuestión siguiente: ¿en qué situaciones y en virtud de qué criterios puede un participante en la comunicación reivindicar para sí mismo la con­ ciencia emancipada y, de este modo, considerarse autorizado para actuar como terapeuta social? Esta pregunta se identifica, en último término, con el problema más general de la valoración responsable de la situación y la decisión en una situación determinada, decisión que no puede arrebatarse a nadie, tampoco bajo el supuesto de nuestros principios regulativos. La «toma de partido» en la situación histórica concreta encierra siempre un compromiso arriesgado que no pueden respaldar ni el saber filosófico ni el científico. En este punto —y no ya en la toma de partido por la emancipa­ ción en general que. como hemos intentado mostrar, puede justificarse filosóficamente— cada hombre tiene que asumir una decisión «moral» de fe. que no es fundamentable o no lo es totalmente. Sin embargo, incluso en esta situación de decisión solitaria, no hay, al parecer, ninguna regulación ética mejor que la siguiente: poner en vigor en la propia autocomprensión reflexiva la posible crítica de la comunidad ideal de comunicación. A mi juicio, este es el principio de la posible autotrascendencia moral (Apel, 1985, II. pp. 412-413).

El texto merece un análisis detallado, pero voy a limitarme a unas po­ cas observaciones. Ante todo, es obvio que se trata de un apunte final que cierra un extenso ensayo dedicado a otra cuestión: la fundamentación de la ética discursiva. No puede exigírsele aquí, por tanto, un mayor dete­ nimiento y explicitación sobre un asunto colateral, aunque sea «extrema­ damente delicado». Pero ¿por qué no le ha dedicado posteriormente un ensayo a esta cuestión? Indudablemente, cada autores muy libre de elegir las cuestiones a estudiar; pero sí resulta sintomático que diez años des­ pués, en el detallado programa que presenta de su ética comunicativa (Apel, 1986, pp. 27-103), cierre éste con la conciliación entre la moralidad y la responsabilidad, sin aludir tan siquiera al problema de la decisión personal (que parece subsumir en el anterior). Y es que, en realidad, Apel situaba el «compromiso arriesgado» o «decisión moral de fe» en el contexto de la emancipación social más bien que personal (que apenas le resulta concebible sin un grupo organizado). De hecho, las dos notas a pie de página en el pasaje antes citado así lo con­

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firman: la primera remite a su trabajo «¿Ciencia como emancipación?», en el que expone la vía crítico-emancipatoria de las ciencias sociales abierta por Marcuse y Habermas (Apel, 1985, II, pp. 126 y ss.); la segunda, para reforzar su aserto de que también la «decisión solitaria» ha de hacerse a la luz de la comunidad de comunicación, sobre todo cuando se trate de «una decisión políticamente relevante (ibid., p. 413). La «decisión moral» del sujeto se agota, pues, para Apel en la «ética de la responsabilidad». Apel tiene razón, sin duda, al enfatizar que la elección moral que hace un sujeto personal no ha de ser nunca propiamente monológica, pues in­ cluso la «propia autocomprensión reflexiva» ha de realizarse en el con­ texto crítico del proceso deliberativo en el que participa, a la luz de la inctanorma. Por ello no le parece suficiente la perspectiva de «auto-de­ terminación» y de «auto-actualización» a que se refiere Habermas (1981, II, pp. 144 y ss.), que nunca puede realizarse adecuadamente en el domi­ nio meramente universal-formal del «otro generalizado» (Mead), como éste pretende, sino en el de la comunidad real de comunicación, que in­ cluye una pluralidad concreta de opciones y promueve un diálogo ince­ sante (nadie tiene la razón definitivamente) en un clima responsable y so­ lidario. Es de notar a este respecto que resulta injustificada la fuerte resisten­ cia que encuentran los conceptos de pluralismo y de tolerancia en ética, filo se debe, sin duda, como antes he apuntado, al enfoque excesivamente cognitivista, que obedece tanto a una reacción antiemotivista como a un temor un tanto compulsivo a ser tachado de decisionismo. Y, sin embargo, no puede olvidarse que la elección autónoma del sujeto ético cierra cier­ tamente un proceso discursivo, tanto interpersonal como intrapersonal; pero se trata de un proceso discursivo-práctico en el que intervienen, junto a factores cognitivos, factores valorativos, además de otros estrictamente personales (orientación primordial al deber o a la responsabilidad, a los principios o a las consecuencias, etc.). En consecuencia, la discusión ética en cuanto discurso práctico está abocada a un pluralismo, al menos en los casos más conflictivos, justa­ mente porque estamos ante un conflicto cognitivo-valorativo, y no mera­ mente cognitivo. En definitiva, ante un conflicto o dilema moral, una vez debatido e ilustrado suficientemente mediante las diversas opiniones y propuestas de solución, no cabe esperar siempre que se abra paso la «úni­ ca» propuesta «verdadera»; cabe esperar, por el contrario, que frecuen­ temente se ofrezcan dos o más alternativas razonables, en el sentido de que todas ellas cuentan con razones a favor y en contra, lo que provoca '

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precisamente el dilema o conflicto. En tales casos el pluralismo — y la to­ lerancia y respeto consiguientes— no sólo resulta inevitable, sino también éticamente justificado y fecundo, ya que permite salvar, a la vez, la auto­ nomía del sujeto (autonomía madura y responsable) y la universalizabilidad de su opción moral (en cuanto que es razonable, esto es, abierta a la comprensión de todo razonador moral en cuanto que puede decir: pre­ fiero la opción P, aunque no dejo de reconocer que la opción Q también es avalada por razones serias. ¡Comprender no implica compartir!). Resulta significativo, pues, que Apel conceda, pese a todo, que la in­ dispensable «decisión moral» no es fundamentable racionalmente, «o no lo es totalmente», aunque sí lo sea la toma de partido «por la emancipa­ ción en general» (ibid.). Ciertamente, se trata de una decisión personal largamente preparada e ilustrada gracias a la participación activa en el procedimiento discursivo de justificación de la norma. Pero la concilia­ ción de convicciones y de responsabilidad, de lealtades y de intereses, de razones comunicativas y de razones estratégicas, ha de culminar, en defi­ nitiva, en un compromiso personal libremente asumido y nunca plena­ mente argumentable mediante justificación racional más que como el complemento del componente electivo o decisorio mediante el que el su­ jeto moral firma su opción existcncial. esto es, su compromiso autónomo e intrasferible. En efecto, como han demostrado el interaccionismo simbólico (Blumer) y la hermenéutica de la acción (Ricoeur), la propia identidad personal se construye únicamente en la interacción comunicativa con otras personas; solamente esta interacción revela las identidades y las di­ ferencias en la crítica constructiva (esto es, comunicativa y no meramente estratégica) y en la cooperación leal que rompe la indiferencia. Una interacción personal que. por supuesto, no se realiza en la situación ideal de diálogo ni en el discurso libre de la carga de la acción, sino en las con­ diciones reales de la comunicación distorsionada, de las constricciones sociales, de la asimetría de las posiciones, de la escasez de recursos (no sólo materiales, sino también de benevolencia y de solidaridad). La guía de la metanorma está siempre presente, pero de ningún modo garantiza la infalibilidad del proceso. Y, sin embargo, las investigaciones empíricas de Piaget y de Kohlberg demuestran que la experiencia de la interacción so­ lidaria resulta indispensable para la adquisición de la autonomía moral por el sujeto ético, por encima de los conflictos y los errores.

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L a a u to n o m ía del su jeto m o r a l

Obviamente, no se trata de recuperar el sujeto ético del humanismo tradicional, prisionero de los espejismos de la conciencia y siempre pro­ penso a las «robinsonadas» de la subjetividad, sea ésta personal o trascen­ dental, al ignorar, por una parte, la objetividad semántica o estructural (enfatizada unilateralmente por el estructuralismo y por el racionalismo crítico, pero cuya realidad es innegable), y carente, por la otra, del filtro crítico y contextualizadorque nos han señalado (unilateralmente también, pero con igual realismo) todas las «filosofías de la sospecha» (Nietzsche, Marx, Freud, Escuela de Frankfurt, Foucault, etc.). Por el contrario, como expuse con cierto detalle en otro lugar (Rubio Carracedo, 1987, pp. 15-54), se trata de recuperar el momento ético intrasferible en el que un sujeto lúcido asume de modo reflexivo y autó­ nomo su decisión moral en el marco de un humanismo crítico. Se trata, en definitiva, de hacer justicia a los tres momentos diferenciales —aunque estrechamente implicados entre sí— de la autonomía moral, antes deli­ neados: el momento pragmático-universal, el momento constructivodialógico y el momento decisorio final que un sujeto maduro (esto es, su­ ficientemente ilustrado por los momentos anteriores) hace suyo, mediante el cual expresa, a la vez que construye, un carácter o biografía moral, a través de un «proceso de rcapropiación» (Ricoeur) personal e intras­ ferible, o de «autoafirmación evaluadora», como prefiere Tugendhat. En este contexto resulta pertinente la propuesta realizada por Muguerza de un «imperativo de la disidencia» y su defensa radicalizada del primado ético de la «conciencia individual», al terciar en la polémica suscitada entre González Vicén y E. Díaz sobre la «obediencia al derecho» (Muguerza, 1986, pp. 34 y ss.). Muguerza se apoya en la segunda formulación derivada del imperativo categórico kantiano: «Obra de tal modo que tomes a la humanidad, tanto en tu persona como en la de cual­ quier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca meramente como un medio». Esta formulación, a diferencia de la fórmula-madre (en la que se exige que la máxima propia pueda convertirse en ley universal, y que ha sido reformulada en términos discursivos por Habermas y Apel), sitúa la condición o dignidad humana como el objetivo absoluto e irre-basable que impide la instrumentalización del individuo por cualquier motivo o poder. Ahora bien, ¿quién está «autorizado» para determinar cuándo el dere­ cho o la acción colectiva atenta contra la condición humana? Muguerza responde tajantemente que «la conciencia individual y sólo la conciencia

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individual». Por ende, son los individuos quienes «acaparan todo el protagonismo de la ética, puesto que sólo ellos son capaces de actuar mo­ ralmente» (Muguerza. 1986, p. 34). La autonomía moral sería, pues, ante todo, la autonomía del momento decisorio individual. ¿No estaremos ante una «robinsonada» de corte sartreano? Para justificar una tesis tan fuerte, Muguerza apela al «imperativo de los fines» ya que, a diferencia del imperativo de la «universalidad» (cuyo formalismo ha permitido su traducción dialógica, aunque no deje de con­ siderar discutible tal formalismo), señala un «fin independiente» que proscribe incondicionalmente la degradación o instrumentalización de la dignidad humana. A su juicio, pues, tal imperativo no es susceptible de ser reformulado en términos discursivos, ya que marca unos «límites» cate­ góricos, límites que se fundamentan en que «el hombre existe como un fin en sí mismo y no tan sólo como un medio». Por eso, precisa Muguerza, se trata de un imperativo primordialmente «negativo»; y, por lo mismo, más bien que fundamentar la obligación de obedecer a ninguna regla, «autori­ za a desobedecer cualquier regla que el individuo crea en su conciencia que contradice aquel principio». En definitiva, fundamenta «el imperativo de la disidencia» y no, propiamente, el de la obediencia al derecho, aun­ que éste sea justo (Muguerza, 1986, pp. 36-37). Ciertamente, parece una propuesta maximalista. Pese a todo, Mu­ guerza no afirma que carezca de todo sentido reconstruir en términos discursivos el imperativo de los «fines» e incluso admite la sugerencia de McCarthy de que posiblemente con ello se obtendría una formulación más positiva de los «fines a realizar» (McCarthy, 1981, pp. 327 y ss.), pero in­ siste en que resulta mucho más clara y segura su formulación cuasi-negativa. Desde esta perspectiva, yo preferiría una formulación en pasiva: «Obra de tal modo que la humanidad sea considerada ...». Pero, en reali­ dad, yo no tendría tanto reparo en examinar la cuestión mediante un pro­ cedimiento constructivo-dialógico, pues con ello no haría más que ilustrar mejor y madurar más mi elección, ya que queda a salvo mi decisión per­ sonal final. Por lo demás, Muguerza aclara seguidamente que propone un «indi­ vidualismo ético», y no un individualismo metodológico. El primero no excluye la solidaridad (por ejemplo, de clase), aunque subraye las expre­ siones de González Vicén (las decisiones éticas «son siempre solitarias en su última raíz») y de Aranguren (el intelectual ha de mantenerse «solida­ riamente solitario y solitariamente solidario»). Lo que implica, cierta­ mente, la legitimidad y la obligación moral «de tener que tomar decisiones

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no compartidas por los demás» (Muguerza, 1986, pp. 38-39). Pero, como ya quedó aclarado en el punto anterior, el segundo momento de la autono­ mía moral (justificación constructivo-dialógica de la norma) no excluye el disenso, sino que se abre plenamente a un pluralismo ético, especialmente en las cuestiones conflictivas, pluralismo que se basa en el reconocimien­ to y comprensión de las razones de los demás, lo que conduce al respeto y a la tolerancia, pero que de ningún modo me obligan a compartirlas en el sentido de adecuar mi conducta a las mismas, puesto que mi autonomía ética me capacita y me obliga a elegir la opción más convincente para mí, sea ésta mayoritaria o minoritaria. En definitiva, me parecería erróneo descontextualizar este prota­ gonismo del sujeto fuera del ámbito real de la práctica moral. Es decir, la decisión del sujeto moral tiene que ver primordialmente con su adhesión a una u otra norma, pero no afecta directamente a la validez de las mismas, que se establece a través de la traducción constructivo-dialógica de la metanorma (o imperativo categórico) en las normas, siendo este proceso siempre falible y, por ende, revisable, por lo que la justificación de aqué­ llas permanece siempre abierta, sin excluir un pluralismo, al menos en al­ gunos casos. De lo contrario estaríamos muy próximos al subjetivismo o decisionismo moral. En este sentido, pienso que la posición de Muguerza es la de quien se atrinchera en la autonomía moral individual como en una «ciudadela inte­ rior», según la expresión de John Christman (1988), en una línea similar a la presentada por Robert Young en su libro Personal Autonomy: Beyond Negative and Posilive Liberty (Young, 1986). Otra vía abierta desde esta perspectiva, y probablemente más fiable, es la que establece una estrecha relación entre la autonomía individual y los derechos humanos. Esta vía fue planteada ya por Richards en 1981: la autonomía personal proporciona la base para el derecho humano funda­ mental, el de ser tratado como una persona moral libre e igual. Esta auto­ nomía moral expresa la dignidad humana y exige, por ende, la protección y respeto que son reconocidos a través del catálogo — a perfeccionar y completar— de los derechos humanos (Richards, 1981). También Aranguren ha insistido recientemente en la necesidad de que «la ética intersubjetiva» o discursiva no venga a desplazar la «ética intrasubjetiva», esto es, «al diálogo en que cada uno de nosotros consisti­ mos», que él mismo había enfatizado en escritos anteriores como «ética narrativo-hermenéutica» (Aranguren, 1986, p. 15). La posición del viejo maestro es sobradamente conocida, lo que me dispensa de intentar aquí

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una apretada exposición. Baste simplemente observar que Aranguren presenta esta exigencia al final de un breve prólogo en el que muestra una benevolencia inequívoca ante el replanteamiento discursivo de la ética por obra de Apel, Habermas, Rawls, etc., en la lograda síntesis presentada por Adela Cortina, sin duda porque le parece insuficiente el papel que esta última (siguiendo la estela de sus mentores) le concede. Y lo cierto es que A. Cortina no deja de reconocerle al sujeto moral cierta relevancia, aun­ que para ello haya de inspirarse en E. Tugendhat (Cortina, 1986, pp. 160163): la moral requiere «una asunción personal por parte del sujeto que actúa», justamente porque implica «responsabilidad» o «comportarse consigo», según la expresión de Tugendhat. Y poco más adelante, tras evocar el concepto rawlsiano de «autoestima», entendido kantianamente como «reconocimiento del propio valor como fin en sí (objetivo y no subjetivo)», vuelve a suscribir la posición de Tugendhat: lo decisivo en la justificación moral «es la autoafirmación evaluadora, el reconocimiento o estimación de la propia existencia que se muestra como un “comportarse consigo”» (/bid., p. 163). En realidad, toda autonomía madura, es decir, toda auténtica autono­ mía moral, es inconcebible sin la interacción de la intrasubjetividad con la intersubjetividad, ya que esta mutua interacción las hace posibles y las construye a ambas. La autonomía del sujeto moral no viene dada, sino que ha de construirse. Tal vez la aportación más valiosa de la postmodemidad haya sido la recuperación de la sensibilidad ética y estética del sujeto; con ello, la evidencia de que ninguna norma es válida por sí misma, indepen­ dientemente de su asunción por un sujeto moralmente autónomo. Pero ya hemos comprobado que toda asunción es dialógica, esto es, co-refiexiva, y no inmediata. El enfoque postmodemo, en cambio, está lastrado de psicologismo y de esteticismo individualista. En efecto, la autonomía moral del sujeto es puesta mucho más al servicio de un yo narcisista y colonizador de las re­ laciones humanas que de los intereses comunitarios, en un marco público. Por ello las pretensiones, excesivas sin duda, del enfoque ilustrado en pos de una ética universalista y objetiva son arrojadas por la borda sin más. El criterio moral será ya puramente individual, esto es, dependiente de los sentimientos y actitudes subjetivas. La autoconstitución del sujeto moral se plantea en un espacio mundano abierto, casi anómico, sin ligaduras de deberes y sin referencias normativas compartidas. En realidad es mucho más autosuficiencia que autonomía; libre albedrío que libertad regulada. «Ser feliz», realizarse libre y espontáneamente sin un marco público de

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referencia, el lema que parece justificarlo todo. Actúa, al menos, como un cortocircuito de la responsabilidad solidaria; ¡los problemas de los demás no son mi problema! (Rubio Carracedo, 1989). En esta línea me parecen sumamente prometedores los trabajos de C. Thiebaut en los que pone de manifiesto cómo la identidad del sujeto se construye siempre en la reflexividad discursiva y cómo la pregunta misma por la identidad del sujeto tiene un sentido inequívocamente moral y, más en concreto, de autonomía moral (Thiebaut, 1990). Queda igualmente confirmado que la construcción de la autonomía del sujeto moral implica una superación real del conservadurismo comunitarista al enfatizar los as­ pectos emancipadores de la persona. Asimismo, la autonomía personal se traduce en el ámbito político en corresponsabilidad autolegisladora (esto es, reclama una democracia participativa).

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J orge M artínez -C ontreras

LA NATURALEZA DE LA NATURALEZA HUMANA* Algunos de los debates que se dieron durante la Ilustración pueden te­ ner relevancia para un pensador contemporáneo asombrado ante el éxito actual— victoria tal vez sólo temporal— del concepto de democracia y del concomitante auge que han adquirido en este proyecto democratizador dos de los tres famosos mandamientos de la Revolución francesa: libertad y fraternidad. Sin embargo, el de igualdad aparece relegado, peijudicado tal vez por el uso ideológico que de él hizo el socialismo real. No es paradoja entonces que sea en el seno de éste donde se den precisamente esperanzadores movimientos democratizadores; no olvidemos que también existe el «capitalismo periférico real», en América Latina, en Asia y hasta en paí­ ses islámicos como Argelia, donde se han dado y siguen dándose movi­ mientos orientados hacia una «democratización» del sistema de poder. En efecto, mientras asistimos a verdaderos fenómenos de «grupos-enfusión», Sartre dixit — son esos grupos humanos no organizados al inicio y que, sin embargo, unificados frente al enemigo, son capaces de tomar La Bastilla, aunque después no sepan retener, no digamos ya La Bastilla, sino la cohesión que les permitiera su triunfo y que constituyera su logro más importante—,12 también asistimos a ejemplos de lo que Sartre llamó «serialidades» —cuyas manifestaciones más clásicas y dramáticas se re­ flejan en fenómenos de fanatismo religioso (olas de «pasdaranes» iraníes lanzándose contra Irak, por ejemplo) o en fenómenos de violencia grupal que sólo la etología puede ayudamos a comprender, como la violencia en el fútbol, para tomar sólo un ejemplo.

1. Esta investigación, realizada en el Instituto de Filosofía del CSIC, Madrid, contó con la financiación del Ministerio de Educación y Ciencia de España. 2. Cf. C rítica d e la razón dialéctica.

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Finalmente, debo manifestar mi asombro ante el desencanto que el desempeño de las democracias europeas actuales ha provocado entre los intelectuales contemporáneos, desencanto perfectamente justificado para un europeo, pero extraño para un mexicano que se conformaría con tener ese sistema en su país, con todos sus defectos. Revisar nuestra herencia conceptual frente a ideas que marcaron los debates del siglo xvm, es, pues, un proyecto interesante y sin duda un acierto de este programa de investigación, pues seguiremos revisando di­ cha herencia mientras no se den las condiciones reales que permitan con­ frontar el ejercicio sin trabas de la democracia con las predicciones que al respecto hicieran los modernos. Ahora bien, estamos ya inmersos en un debate que significa, para al­ gunos, que varios de los conceptos de la Ilustración, presentes en tantas constituciones nacionales y en tantas leyes y programas, hubieren perdido su razón de ser, aunque ninguno de los críticos de la modernidad se colo­ que en la actitud predictiva de un D’Alembert, que pronosticaba, ya en 1759, cambios sociales muy importantes a venir, «una revolución». Hoy, como entonces, surgen términos —a veces conceptos— cuyos creadores tienen la suerte o la desgracia de verlos cobrar vida propia y convertirse en nombres de nuevos objetos sociológicos, virtuales o reales. Es el caso del concepto de postmodemidad, surgido de un informe técni­ co —que se volvió libro— presentado por mi ex profesor en la Sorbona, J. F. Lyotard, al gobierno de Quebec, concepto que se ha vuelto motivo de un debate al que no podemos ya escapar, gracias fundamentalmente a la vida que le diera Habermas, como lo señalan Javier Muguerza y Carlos Thiebaut,3 en trabajos separados, al hablar del inacabado proyecto ilustra­ do. Otros grandes conocedores de Habermas en el Instituo de Filosofía de Madrid, como Reyes Mate, Agapito Maestre y Femando Quesada, nos han dado su versión sobre el asunto, siendo tal vez A. Maestre el más crí­ tico sobre las debilidades teóricas del autor de Teoría de la acción

comunicativa. Muguerza y Thiebaut insisten, cada uno por su lado, en la justeza de la apreciación habermasiana en el sentido de que el proyecto ilustrado está inacabado pero no extinto. Sobre uno de sus subproyectos, el de permitir desarrollarse sin trabas al «sujeto racional», pienso como ellos que no pu­

3. J. Muguerza, «Ética y comunicación. (Una discusión del pensamiento ético-po tico de J. Habermas)», en J. M. González y F. Quesada, coords.. Teorías de la democracia, Anthropos, Barcelona, 1988. C. Thiebaut, «De nuevo, criticando al liberalismo», A rb o r (nov.-dic. 1987), pp. 147-162.

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diera ser abandonable sin tirar al niño con la bañera — o a los bocales con sus cerebros adentro, tomando la imagen de Putnam— pues no creo, salvo si se me demuestra lo contrario, que se pueda concebir «racionalidad» sin «sujeto racional», aunque esto último implica para mi «individuo humano racional», inferencia en la que habría desacuerdo con pensadores religio­ sos, pero también con los reduccionistas para-fisiológicos. En efecto, no creo que el pensamiento pueda existir sin el sostén constante de indivi­ duos reflexivos, en lo que diferimos con aquellos que opinan que ciertas entidades supraindividuales o transindividuales, estructuras cerebrales o sociales, genes «egoístas», o lo que se quiera, se expresan en nosotros o a través de nosotros. Por ello, veo con respeto e interés a mis colegas ilus­ trados y deseo preguntarles a algunos de ellos si el de «naturaleza huma­ na» es un concepto útil para comprender lo que es un sujeto pensante, un ser que hace uso de la razón. Ahora bien, el de «naturaleza humana» pudiera ser un tema de poco o nulo interés en el país de Unamuno y de Ortega, sobre todo cuando esta discusión es propuesta por un lector receptivo de las filosofías de la existencia, alérgicas como ninguna otra a la palabra «esencia», una de cuyas variedades contingentes es precisamente la de «naturaleza hu­ mana». Por lo anterior y antes de referirme a algunos autores del Siglo de las Luces, quisiera defender críticamente el interés de la pregunta sobre la naturaleza humana: La idea de una naturaleza humana, o más bien la pre­ gunta sobre su realidad, pudiera ser ignorada, obviada, con la simple toma de posición en el sentido de que semejante pregunta carece de interés, aunque no de referente, pues poco importa que el humano tenga o no na­ turaleza, lo importante es saber cómo y por qué actúa, es decir, si puede o no guiar siempre racionalmente sus acciones. Pero es posible que quien declare que semejante pregunta carece de interés —creo que es la posición de Victoria Camps en su trabajo sobre «La solidaridad»— piense, en el fondo, que tal naturaleza no existe, que el ser humano es todo praxis e historia (o todo condicionamiento si se quie­ re) y que no encontraremos nada en sus acciones que sea heredado biológicamente o, por decirlo de otro modo, que las ciencias morales y sociales por medio de las cuales nos estudiamos a nosotros mismos no de­ berían interesarse en nada de lo humano que no fuera heredado y expresa­ do culturalmcnte, es decir, a través de procesos sociales e individuales de enseñanza-aprendizaje. Por ello, lo humano debiera poder ser explicado en todo momento recurriendo a dichas ciencias, así como, añadiríamos los

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filósofos, a la introspección, pero haciendo en general abstracción de toda interrogación ontológica. Esta posición, característica entre otras del existencialismo, le debe más al siglo xvu que al xvm, en particular a un pensador tan poco existencialista como Descartes, cuya res cogitans se desenvuelve en un espacio en contacto ciertamente con la res extensa de la que hace parte el cuerpo humano, pero obedeciendo a leyes diferentes a las de la física clásica. Dentro de esta posición, podremos encontrar variantes que difieren entre sí en cuanto al papel que le otorgan al individuo en la construcción de lo social y en el devenir histórico, ya sea que se opine que lo individual antecede a lo social o, por el contrario, que lo individual sin lo social es sólo una «robinsonada». Es probable que en esta distinción entre la idea de una naturaleza hu­ mana previa a su actualización existencial, o su ausencia, deba ser anali­ zada con más cuidado, pues no debemos descartar la posible confusión entre tres ámbitos de lo humano reconocidos, con diferentes matices, por la mayoría de los pensadores: el ámbito de lo natural o biológico, de aquello que se transmite genéticamente (incluimos aquí tanto a darvi­ nianos como a creacionistas), el ámbito de lo heterónomo y el ámbito de lo

autónomo. Si el ámbito de lo natural es reconocido como distinto, antes de todo compromiso monista o dualista, realista o idealista, de los ámbitos heterónomo y autónomo tomados en conjunto —y eso tanto por filósofos como por biólogos, incluso sociobiólogos—, es, en realidad, el debate so­ bre si estos últimos ámbitos son o no distintos entre sí el que más tinta ha hecho correr y el que nos interesa particularmente en lo personal. En efecto, creo que no se puede concebir, sin compromiso dualista aparente, la posibilidad de que un ámbito racional contenga a la vez un ni­ vel heterónomo y otro autónomo (aunque dudo que se pueda denominar racional a aquel que sólo contenga a lo heterónomo y, por otro lado, que lo autónomo pueda darse sin un sustrato heterónomo, como sucede con la res cogitans). Algunos científicos y filósofos de la ciencia, en especial duran­ te este siglo, han insistido, sin descartar explícitamente que los ámbitos autónomo y heterónomo puedan darse dentro de una misma unidad psí­ quica, en la preeminencia casi absoluta de una posición anticartesiana en que el ámbito heterónomo domina de tal suerte sobre el autónomo que la conciencia aparece reducida a una entidad pasiva semejante a un simple espejo fijo. Por ejemplo, Watson, uno de los padres del conductismo, afir­

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maba con gran optimismo que se podría crear, con el adecuado entrena­ miento conductual, cualquier habilidad en cualquier persona. Si no fuera por su rechazo explícito de la idea de conciencia, concepto metafísico para un psicólogo experimental por su incapacidad de observarla y contrastar­ la científicamente, sería tal vez la posición de Watson la expresión más exitosa de un deseo ilustrado, el de educar a la humanidad proporcionán­ dole fundamentalmente los instrumentos conceptuales propios de la ra­ zón; sin embargo, Watson sería sólo la expresión más lograda en el ámbi­ to heterónomo, pues se lograría aprender a manejar a «la razón» a través de un condicionamiento externo, con lo cual desaparecería la idea de su­ jeto y con ella la idea de condicionar a nadie. Aunque la tradición conductista ha demostrado con creces la teoría del condicionamiento tanto en el animal como en ciertos aspectos del humano — por ejemplo, en los aspectos curativos de tratamiento de fobias y ma­ nías— , el enemigo más formidable del conductismo no ha surgido encar­ nado en algún Champion de lo autónomo o en algún defensor de la instrospección, sino entre los etólogos que han demostrado también con éxito que la mayoría de las conductas en el animal y varías en el humano están determinadas por la herencia (Kant tiene un apartado en su Antro­ pología sobre la mímica, aunque se equivoque sobre la «universalidad» de las que pone de ejemplo. Existen, en efecto, mímicas no analizadas por Kant, pero que confirman su intuición en el sentido de que existen expresio­ nes faciales humanas universales),45lo mismo que los rasgos morfológicos o las características fisiológicas. La batalla la han ganado los etólogos, in­ cluso en relación con el humano, pero le han quitado terreno al ámbito heterónomo, no para dárselo al autónomo, sino al natural o biológico. Hay que señalar, sin embargo, como curiosidad, que importantes psi­ cólogos híbridos entre el psicoanálisis y el conductismo han creado una escuela existencialista en psicología3 que combina el análisis externo del condicionamiento con la introspección, para afirmar que el paciente puede realizar, un poco a la manera de Jean Genet en la interpretación sartreana, «algo con lo que los otros han hecho de él».6 Pero este esfuerzo por reintroducir lo autónomo en lo heterónomo se da en el ámbito pragmático de lo terapéutico, y no implica necesariamente un postulado ontológico general.

4. E. Kant, La antropología en sentido pragm ático (trad. de José Gaos), Revista de Occidente. Madrid, 1935, esp. § «De la fisionomía en general», pp. 196-202. 5. Como, por ejemplo, la Escuela de Ellis. 6. J.-P. Sartrc. Saint Genet. Comédien et martyr. Gallimard. París.

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Es claro que en el ámbito de lo heterónomo, donde se mueven las ciencias sociales, el progreso en los conocimientos, en el sentido ilustrado de «progreso», es ilimitado; de la misma manera que lo es el progreso en las ciencias naturales. Ha habido, sin duda, progresos —y también retrocesos— en el estudio de los ámbitos natural y heterónomo del humano, progresos deseables para quienes opinamos que mejorar las condiciones materiales de existencia, las posibilidades de acceso al trabajo, el estudio, la salud, el ocio, etc., son metas altamente positivas. En ese sentido, conocemos ahora mejor cómo se organizan y funcionan los diferentes tipos de sociedades humanas, po­ demos introducir ¡ngenierilmente modificaciones individuales o microsociales en ciertos fenómenos sociales, último avance del impresionante de­ sarrollo tecnológico de las sociedades industrializadas, pero dudo que podamos hablar de que hemos hecho o haremos progresos morales, strictu sensu, es decir, progresos restringidos al ámbito de lo autónomo y en parti­ cular a la «intencionalidad» humana; en efecto, si ésta puede darse es gra­ cias al fenómeno de reflexión, de aquello que permite que el individuo se perciba abstractamente como otro que sí mismo y de que pueda expresar en un lenguaje complejo esta distancia en el interior de un mismo acto psíquico, distancia que se da entre lo autónomo y lo heterónomo dentro de la mente. Digo que aquí no hay, no ha habido, ni habrá progreso mientras el género homo no cambie, mientras posea el mismo cerebro —cosa que ha sucedido durante decenas de miles de años, aunque obviamente no se mantendrá así eternamente—, pues sostener que las hubiera habido signi­ ficaría pensar que poseemos actualmente una estructura reflexiva más cla­ ra o más compleja, o lo que se quiera; o un lenguaje — ojo: no una len­ gua— más complejo que nuestros antecesores. ¿Podríamos sostener por el simple hecho de pertenecer a sociedades históricas que ejecutamos actos morales de manera más consistente que nuestros ancestros de Altamira; que somos más humanos que ellos? En lo personal, no lo creo. No hay duda que la educación mejora nuestro conocimiento heteronómico del mundo y de nosotros como memoria, pero nada ayuda en los cotidianos y constan­ tes actos de reflexión. No creo que la simple cultura individual permita a un intelectual ser más moral que a un miembro de una cultura llamada «primitiva». Se podría decir que este ámbito de lo autónomo donde puede cristali­ zar el acto moral está vacío de todo contenido y que se parece mucho a una razón ilustrada, aunque lavada de su lastre historicisla. En efecto, en el ámbito de lo autónomo, Sartre, por ejemplo, trató de llevar a dos de los

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imperativos categóricos kantianos (el de «autonomía» y el del «reino de los fines») a un extremo no sólo ideal sino irreal, cuando afirmaba que el hombre es libre de elegirse en toda situación y que esta elección es libre si y sólo si favorece la libertad de todos los hombres.7 Esta posición es ideal tanto en Kant como en Sartre porque si tenemos definiciones abstractas de la libertad —si afirmamos la existencia de actos no determinados por lo heterónomo— nos vemos en dificultades cuando tratamos de dar ejem­ plos concretos. Es irreal, porque esta libertad en situación, de la que ha­ blan tanto Sartre como Ortega, no puede referirse a un ente interior que pudiera cerrar, aunque fuera por un instante, las puertas de la percepción del mundo exterior. Como no hay interior, no se puede escapar a una si­ tuación concreta. En un libro anterior, traté de demostrar al respecto que fue a propósito del análisis del fenómeno del dolor, en particular del dolor bajo la tortura, que Sartre tuvo que modificar su primera posición en rela­ ción con la idea de libertad.* El dolor se puede dividir, por su origen, en dos categorías: el que parece surgir al azar, aunque obedezca de hecho a causalidades naturales (o sobrenaturales para el creyente, pero en lodo caso no personales) y el que nos es infligido por el proyecto del otro, cuyo ejemplo extremo es la tortura. Los que afirman que ser torturado es como ser intervenido quirúrgicamente sin anestesia y que semejante pensa­ miento puede ayudar al torturado a resistir su suplicio, se olvidan de la dialéctica del amo y del esclavo. No hay nada más insoportable que la intencionalidad ajena que debemos aceptar contra nuestra voluntad. Es decir, si hay situaciones en que no es posible elegir o elegirse libremente, la idea de «libertad en situación» pierde su valor ontoiógico universal y se acerca más a su valor antropológico relativo, semejante al que expresa Kant a) hablar de los cambios de situación (Lage) que el destino impone al hombre o que el hombre en sus aventuras se impone a sí mismo y que justificaban para nuestro misógino y sedentario filósofo que la antropo­ logía no pudiera elevarse a) rango de una ciencia formal.® Por ello, pro­ bablemente, Sartre cambió su proyecto de producir una ética de la intencionalidad en un proyecto de ética de la responsabilidad con la que quería proponer, no sólo que cada individuo es totalmente responsable de su vida, sino también del devenir de la humanidad. No podemos dejar de ver aquí un claro modelo de proyecto ilustrado. Ahora bien, que postule que no podamos progresar en el ámbito es-

7. Cf. E l existencialism o es un hum anism o, Edhasa, Barcelona, 1989. 8. Same, La filo so fía del hom bre. Siglo XXI, México, 1980, cap. IV. 9. La antropología en sentido pragm ático.

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tructural moral no quiere decir que no podamos conocer. La tarea del filó­ sofo moral no dejará de aportar conocimientos sobre el ámbito de lo autó­ nomo mientras existamos y no creo que ninguna «nueva tecnología» substituya nunca la necesidad de recurrir a la reflexión en nuestro viejo cerebro para ejecutar actos morales. Hasta aquí la justificación de interesarme en la naturaleza humana. Las ideas que en esta segunda parte desarrollo son los esbozos de una investigación que me ha llevado al corazón de algunos de los debates del siglo xvm y que considero actuales. En relación con la naturaleza humana, he querido buscar tres grandes grupos de problemas partiendo de la idea que los filósofos hemos discu­ rrido en general sobre aquélla poniéndola en relación con otras naturale­ zas, es decir, procediendo comparativamente: el primero es la relación de las sociedades humanas con las sociedades de animales, tanto de verte­ brados como de insectos y otras, tema que no abordaré en esta ocasión. Los otros dos, a los que haré referencia aquí, tienen que ver, uno, con la comparación entre sociedades primitivas o salvajes — léase estado de na­ turaleza— y sociedades «civilizadas» y, el otro, con un tema aparente­ mente marginal, pero que encuentro apasionante: la comparación del sexo masculino con el femenino en lo que algunos escritores (tanto del siglo xvm como contemporáneos) hallan distancias mayores que entre razas y civilizaciones humanas. Si el punto fuerte de autores como Lyotard o Vattimo se sitúa en su defensa de lo diferente, tal vez con una connotación más individual que social, trabajos recientes de Maclntyre llevan a la ética problemas que discutían antes sólo los científicos sociales, como la importancia de man­ tener y defender la diferencia entre las diversas culturas, en vez de des­ truir aquellas con menor desarrollo tecnológico siguiendo el mito de que no están ejerciendo su razón. Por esto pienso que el postmodemismo le debe más a las ciencias sociales que a cualesquiera otras disciplinas. A partir del siglo xvm, sabemos la importancia que tuvo la propuesta de Rousseau de considerar, por lo menos hipotéticamente, la idea de un estado de naturaleza en el que reinaban la paz y la bondad naturales entre seres humanos que vivían aislados los unos de los otros y que no se junta­ ban más que con el fin de reproducirse y, durante un corto tiempo, de pro­ teger como pareja a la progenitura. La pérdida de este estado idílico no sucede por el artificio de algún ser malintencionado, como propone el Antiguo Testamento, sino por un accidente, o series de accidentes, que

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descubren al ser humano sus propensiones tecnológicas. Si Rousseau fue­ ra nuestro contemporáneo se horrorizaría, hoy más que entonces, de nues­ tra dependencia material y hasta psíquica hacia los artefactos, así como frente a nuestro rotundo desprecio hacia la naturaleza y los seres vivos no comestibles o no susceptibles de ser procesados y convertidos en algún tipo de mercancía. La igualdad entre los hombres para Rousseau proviene de la situación animal original del hombre: el hombre ha sido corrompido por su historia, no era por naturaleza un ser tan nefasto. Aunque en su descripción del hombre en el estado de naturaleza Rousseau esboza, sin saberlo, pero con bastante aproximación, el com­ portamiento natural de un primate de Asia, el orangután —hay que decir que el ginebrino había leído muchos relatos de viajes y sabía de la exis­ tencia de tribus y de animales inimaginables en Europa— , creo que su modelo de hombre primitivo estaba inspirado en el comportamiento de al­ gún animal de los muchos que viven solitarios la mayor parte de su vida, pero que pretendía fundamentalmente oponerse al modelo dominante cuyo origen se encuentra en Aristóteles, y en particular en el Aristóteles defensor de «que los hombres no son naturalmente iguales, ya que unos nacen para la esclavitud y otros para la dominación».10 Ahora bien, para Aristóteles estos esclavos por naturaleza no están desprovistos de razón, pues son capaces de seguir algún consejo razonable, aunque no puedan acceder solos a la obtención de ese concepto. Por ello prefieren la depen­ dencia a la libertad. Sabemos que la respuesta de Rousseau a Aristóteles es irónica, en primer lugar: Aristóteles tiene razón, pero toma el efecto por la causa, pues si hay esclavos por naturaleza es porque ha habido esclavos contra natura. Lo que el griego ve como una naturaleza transmisible de padres a hijos, no es más que el producto de una larga servidumbre. Para ello tiene el ginebrino una frase rotunda: «la fuerza ha hecho a los prime­ ros esclavos, su cobardía los ha perpetuado».11 El autor de El contrato so­ cial va más allá y reprocha a Aristóteles no haber seguido su propio con­ sejo cuando afirmaba, en la Política, que para «discernir lo que viene de la naturaleza, hay que considerar a los seres en su constitución normal, con­ forme a la naturaleza y no en una condición depravada».12Esta frase pue­ de ser interpretada en el sentido de que todo lo que cae bajo nuestra obser10.

11.

.

12

6 .* TMtEBAlTT

Le contrat social, Rousseau, ibid. Aristóteles, ibid.,

1,4. Aristóteles, Política. 1,5,1.254, A 23-24. 1.254, A 36-37.

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vación, todo lo que está en la naturaleza en el sentido amplio, no es natu­ ral en el sentido estricto: por ejemplo, cuando se considera que lo normal y lo patológico están comprendidos en igual medida en la naturaleza. La esclavitud puede ser, en esta óptica, natural en dos sentidos: natural por­ que deriva de la naturaleza de los hombres, natural porque el hábito ha creado la institución de la esclavitud como si fuera un fenómeno natural, un poco a la manera de lo patológico, es decir, sin que la esclavitud origi­ naria sea por ello natural. Rousseau también arremete contra Hobbes, en particular contra la idea diametralmente opuesta a la suya, a saber, que el estado de naturale­ za es el lugar de la guerra de todos contra todos. Aquí su crítica es seme­ jante a la utilizada contra el autor de la Política, pues nos muestra cómo Hobbes introduce en el instinto de conservación del hombre primitivo multitud de pasiones que son en realidad producto de la sociedad: «Los hombres en ese estado, no teniendo entre ellos ningún tipo de relación moral ni deberes comunes, no podían ser ni buenos ni malos, y no tenían ni vicios ni virtudes».13 En efecto, encontramos otra vez aquí a los efectos confundidos por sus causas. La tesis de Rousseau es que el hombre salvaje no necesita de directri­ ces morales, pues posee un instinto simple y fuerte, el de conservación (si interpretamos «conservación» como significando también «inversión» en una descendencia a su semejanza, tendríamos al ginebrino como precursor de la sociobiología, aunque no de Darwin, quien otorga nula intenciona­ lidad a los instintos) que se manifiesta como un amor a sí mismo, un egoísmo inocente porque la satisfacción de sus necesidades naturales difí­ cilmente lastima a sus congéneres: no hay competencia y por ello tampo­ co hay conflicto. Por si fuera poco, aparece otro instinto, éste de aspecto más moral, diga lo que diga Rousseau, el de piedad : «la repugnancia in­ nata a ver sufrir a nuestros semejantes» frena tendencias agresivas extre­ mas, pero no basta para llevar a los humanos a la civilización. Esta última idea contrasta fuertemente con la de zoon politikon, con la idea de que el hombre es por naturaleza sociable, idea dominante en la cultura occiden­ tal, desde que nos la legara Aristóteles. Ahora bien, Rousseau propone la existencia de un sentimiento, ya no individual, sino dirigido a la especie y como tal diferente del egoísmo. Se trata de la simpatía hacia los semejantes que protege a la especie de su des­

13. Discours sur I'origine de I inégalité. en Oeuvres, Bibl. Pléiade. I. III. p. 152 ( trad. casi.: Discurso sobre el origen de la desigualdadentreloshom bres.Tecnos, Madrid. 1987).

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micción, ya que es independiente del instinto sexual. Éste, por su parte, no se manifiesta en períodos prolongados, por lo que en el estado de naturale­ za no antecede al amor; el amor debe más a una imaginación inocente, de afecto hacia los otros, que al sexo; la amistad es entonces el germen del sentimiento de humanidad. Si el paso que se da del estado de naturaleza, donde bajo la bondad natural el hombre aparece como un animal estúpido y limitado, al estado social es posible, esto se debe a que además del acci­ dente —descubrimiento del fuego, del metal, invención de la propiedad, etc.— el hombre no sería sociable por naturaleza, pero sí estaría predis­ puesto, por su organización, a poder vivir en sociedad. Esta potencialidad a la sociabilidad es también innata y no necesita actualizarse más que cuan­ do el egoísmo puede disgregar peligrosamente al hombre. La potencialidad hacia lo social compensa el egoísmo natural y lo transforma más tarde en un sentimiento con referente social: el amor propio. Con semejante posi­ ción Rousseau se acerca a quien tanto criticó al respecto, Aristóteles, y se aleja de las posiciones más individualistas de algunos empiristas. La diferencia fundamental entre Rousseau y Aristóteles radica en que, según aquél, los instintos del hombre salvaje, indispensables en el estado de naturaleza, dejan su lugar preponderante a otras facultades, innatas aunque adormecidas, de las que ya hemos hablado, cuando cambian las circunstancias exteriores: el hombre desarrolla su inteligencia, adquiere conocimientos, confecciona artefactos, ejercita su incipiente razón para enfrentar a las nuevas condiciones y desarrolla un lenguaje para comuni­ carse con más precisión con sus congéneres. Sabemos lo que sucede des­ pués: el egoísmo natural contenido en su fuerza por la simpatía natural se convierte en insaciable avidez, el instinto egoísta en amor propio y es por esto que el contrato social será necesario para controlar las pulsiones de tantos hombres juntos. Hay, pues, no un cambio radical en la naturaleza, sino la acción externa que actualiza otros instintos diferentes de los nece­ sarios en la vida salvaje. Ahora bien, aquí hay tal vez un regreso a posiciones aristotélicas, pues para éste el hombre puede ser el más brutal de los animales si ignora el lado razonable de su naturaleza para cuyo desarrollo, por cierto, la ciu­ dad es necesaria. Sabemos el impacto que sobre Kant produjo la obra de Rousseau, aunque tal vez el ginebrino le hubiera podido dirigir al alemán el mismo reproche que le hace a Diderot cuando critica ese «racionalismo abstrac­ to» que niega toda comunidad particular y que proclama la identidad de todos los hombres, su igualdad perfecta en la sociedad universal del géne­

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ro humano. Podemos ver criticado aquí el concepto de Weltburger de Kant.'4 Si Rousseau se aleja de éste en relación con la importancia acor­ dada a los sentimientos y a las pasiones, se le acerca considerablemente cuando considera que el hombre, empujado por el egoísmo, ha sido co­ rrompido por el uso de las artes particulares, aunque puede progresar ha­ ciendo uso del arte soberano, la razón, en la dirección de su conducta y en la construcción de otro tipo de sociedad. Como hemos visto, la tesis del autor del Origen de la desigualdad entre los hombres tampoco se aleja de Aristóteles tanto como quisiera. Su concepto de «estado de naturaleza», así como su herencia directa o indi­ recta en teóricos tanto del liberalismo cuanto del socialismo, tiene, sin embargo, rasgos originales sobre cuya génesis teórica propongo dos hipó­ tesis que me gustaría contrastar: a) la herencia religiosa y b) «el sentido común» en las clasificaciones biológicas. a) Es claro que en la tradición judeo-cristiana el mito de Adán y Eva manifiesta una diferencia con el pensamiento hebreo en dos sentidos fun­ damentales: primero, el hombre fue creado; segundo, perdió un mundo que era mejor al actual. Kant tiene al respecto un estudio en el que trata de validar en cierta manera la historicidad del mito y con ello se inscribe en la corriente en el estudio de la mitología que pretende ver en el mito la ex­ presión deformada de sucesos reales. Sabemos que otras corrientes otor­ gan poca o nula importancia a la posible historicidad de los contenidos de un mito y que favorecen más la búsqueda de estructuras abstractas in­ ternas. Paradójicamente, lo que hoy sabemos de las sociedades primitivas, en especial de las de cazadores-recolectores, las primeras sociedades del ocio que han existido, nos invita a pensar que hubo una época en que el ocio, la concertación y el trabajo en equipo eran las características dominantes de los grupos humanos. Para las organizaciones posteriores, tribus, reinos y sociedades históricas, ya no fue lo mismo. No insistiré más sobre la in­ fluencia de la religión, porque creo que el rasgo fundamental ha quedado claro. En relación con «el sentido común» en las clasificaciones biológicas, en particular en la genética, quiero señalar que aquél ha producido desva­ rios muy semejantes en Aristóteles, Kant y Darwin, por no citar más que a éstos. En el caso de las clasificaciones animales, en especial en la deter­ minación de razas de una especie e incluso de especies de un género14

14.

La antropología en sentido pragm ático.

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(cuando se pasa hacia un mayor grado de generalización, el «sentido co­ mún» deja de ser eficaz), se puede comprobar su utilidad, proveniente, sin duda, de nuestras Gestalten, pues se ha comprobado no sólo la semejanza clasificatoria entre sociedades primitivas e históricas, sino coincidencia en la clasificación entre niños normales, débiles mentales e, incluso, ciertos primates no humanos. Puedo afirmar que en Rousseau, Buffon y Kant (este último, por cierto, toma mucho de Buffon, sin citarlo, costumbre co­ mún tanto entonces como ahora) y en muchos autores más, existe una vi­ sión del hombre derivada de ciertos aspectos de las clasificaciones bioló­ gicas aplicadas al animal cuando a una misma especie se la divide entre su variedad salvaje, su variedad doméstica (sabemos ahora que ha sido se­ leccionada su descendencia en favor de rasgos «domésticos») y su varie­ dad domesticada (el animal sigue siendo «salvaje», pero puede ser acos­ tumbrado a vivir con el hombre). Buffon, por ejemplo, cree en la transmisión de los caracteres adquiri­ dos, mientras que Kant duda de ello. Sin embargo, ambos autores manifies­ tan la idea, vigente por cierto entre genetistas hasta 1940, de que se heredan siempre los rasgos «fundamentales» de la especie, que aparecen casi como inmutables, pero que el medio ambiente introduce cambios, por medio de la alimentación y del clima, en las diferentes razas y especies, diferencias no profundas pero que se pueden mantener casi indefinidamente, como con las razas de animales domésticos, de tal suerte que si se les abandona, si se «asilvestran», regresan a su tipo original, al modelo bajo el cual fueron creados. Buffon habla de una «degeneración» de las especies y Kant de un «asilvestramiento». De esta forma, animales de una especie pueden ser domesticados, pero no se volverán domésticos; ejemplos: osos, tigres, primates, etc.; los que fueron domesticados durante mucho tiempo, se vol­ verán poco a poco domésticos, como perros y gatos, aunque podrán asilvestrarse y regresar a su tipo original. Creo, en efecto, que este modelo utilizado en el estudio del animal lo aplican los naturalistas y filósofos del siglo xvui de manera explícita en las sociedades humanas: el hombre tiene una naturaleza desde el origen, que combina instintos y razón como dos ámbitos que pueden expresarse con mayor o menor fuerza de acuerdo con el medio externo: en el estado de naturaleza, los instintos dominan, pues el hombre necesita de ellos para sobrevivir y reproducirse; en la polis, por el contrario, el hombre debe explotar su ámbito racional y establecer comple­ jos pactos, usar del lenguaje para entenderse y llegar a acuerdos con más precisión, etc. Se trata de la misma naturaleza humana, aunque algunas facetas sobresalgan más que otras según el medio ambiente en el que vive.

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No quiero insistir más en este análisis de autores «fixistas» —opuesto al evolucionista— en relación con la naturaleza del hombre, pero deseo señalar que este intento puede, sin embargo, tener un potencial explicati­ vo: apliquémoslo, por ejemplo, a lo que acaba de suceder en la plaza de Tiananmen, el paso del diálogo a la masacre. Atribuyámoslo a lo que Muguerza y Thiebaut dan como argumentos auxiliares al manifestar su duda en que el proyecto ilustrado en favor de la razón pueda ser un pro­ yecto con «R mayúscula»: los contraejemplos son, entre otros, Auschwitz, el Gulag, Pol Pot, Tiananmen,15etc. En relación con el problema de la mujer, cuyo debate también here­ damos del siglo xviii, mencionaba que ésta es vista como «el otro» (Simone de Beauvoir dixit), como «la otra», de manera mucho más mar­ cada a veces de lo que son vistas otras razas o culturas. En este análisis preliminar, pienso que en esta discriminación confluyen las tres fuentes que mencioné más arriba en relación con una diferenciación que se hace entre sociedades «naturales» o salvajes y la sociedad civil: la tradición griega, la religión y la aplicación a la mujer de clasificaciones biológicas utilizadas para distinguir variedades de animales entre sí. Sin embargo, no considero conocer aún lo suficiente de los escritos del siglo xvm, y muy poco por cierto de lo que las mismas mujeres escri­ bían entonces, como para intentar proponer un modelo de investigación específico. Quiero, a pesar de todo, analizar con vosotros algunos párrafos de un escrito de la época paradigmático sobre la mujer, cuyo autor es un notable filósofo, y donde la mujer es vista claramente como «la otra». Se trata de la Antropología en el sentido pragtnútico de Kant. No me atreve­ ría, en este templo del kantismo que es el Instituto de Filosofía de Madrid, llevar a cabo una lectura irónica, sino por el contrario mostrar que Kant escribió un texto, documentado en lecturas de geografía humana, de an­ tropología, de zoología, que constituye sin duda un trabajo precursor en la psicología. Mi tesis es que Kant —que nunca viajó y que se supone poco o nada conoció «vivencialmente» de las mujeres— ve en ella una manifes­ tación de «lo otro» más que en individuos de remotas y exóticas culturas que, por alejadas que estén, se encuentran constituidas por hombres y mu­ jeres que tienen acceso, en las mismas proporciones que nosotros, a las leyes morales, pues juntos constituimos la comunidad humana. Sabemos que Kant menciona en ¿ Qué es la Ilustración ? que todas las mujeres se encuentran en la minoría de edad de la que hay que sacar al ser

15.

O p .cit.

en nota 3.

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humano para llevarlo a vivir como mayor de edad. Esta afirmación se puede leer, obviamente, de dos maneras: una, no diría feminista sino para­ feminista, según la cual la mujer vive en la minoría de edad por la opre­ sión; liberarla de ésta, permitirle acceder a las luces por medio de la edu­ cación, por ejemplo, sería una tarea ilustrada, por demás cercana a un imperativo categórico («tomar a la persona como un fin en sí mismo»). Otra lectura debe ser más crítica hacia Kant y ver en él a un misógino que lo llevaba a percibir a la mujer como «lo otro» —creo que para Kant los niños también son «lo otro»—, pues la mujer manifiesta supuestamen­ te una tendencia natural a ser más emotiva e impulsiva que racional. Exa­ gerando la nota, se puede intentar llevar a Kant a haber querido decir algo que tal vez no pretendiera afirmar y que, en términos de los conceptos de Rousseau sobre la naturaleza humana en el estado natural, significaría que en la mujer instintos más primitivos predominan sobre los más recientes en el devenir humano, aquellos que hacen uso de la razón para regir la vida en la polis. Aparentemente, por ser la mujer quien tiene a los hijos, los instintos primitivos se han conservado mejor en ella que en el macho. Cierto es que el filósofo de Kónigsberg, que exigía y se exigía siem­ pre poseer una idea clara antes de analizar los fenómenos, poseía cierta­ mente una idea sobre la mujer, pero sin duda muy poca experiencia al res­ pecto, no digamos sexual, sino simplemente social. Para utilizar la dicotomía conoccr/sabcr estudiada por Luis Villoro,16 se podría decir que Kant sabía de la mujer pero no la conocía. Sin embargo, tampoco conocía ni los países, ni las razas y culturas sobre las que con tanta autoridad ha­ blaba en su Antropología y en sus otros textos, en los que encuentro un tono más neutro, más de acuerdo con su definición, por ejemplo en el aná­ lisis de las razas humanas, que en sus escritos sobre la mujer. Del apartado denominado «El carácter del sexo», voy a extraer algu­ nos párrafos que creo favorecen la tesis que trato de defender: En la Antropología [es ] más el carácter femenino que el del sexo mas­ culino un objeto de estudio para el filósofo. En el rudo estado de naturaleza es tan difícil reconocerle como la manzana y la pera silvestres, cuya dife­ rencia sólo se descubre injertándolas o inoculándolas; pues no es la cultura la que introduce estas cualidades femeninas, sino que se limita a inducirlas a desarrollarse y hacerse notar en circunstancias favorables.17

16. 17.

Saber, creer y conocer, Ibid., p. 202.

Siglo XXI, México.

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Como vemos, Kant aplica aquí a la mujer el principio de la «domesticación» del que hablábamos más arriba, es decir, aquel procedi­ miento que pretende incrementar la presencia de ciertos rasgos en una es­ pecie, seleccionando a la descendencia que manifieste de manera más cla­ ra ese rasgo, pero sabiendo que nunca desaparecerá la naturaleza profunda de la especie que se quiere modificar: El rudo estado de naturaleza es, sin duda, [la situación] de otra suerte. La mujer es entonces un animal doméstico. El varón va delante con sus ar­ mas en la mano y la mujer le sigue cargada con el fardo del ajuar." Como vemos, el caso del hombre no es el mismo, no necesita estar modificado por la domesticación puesto que ejerce su poder gracias a su fuerza. El varón se apoya en el derecho del más fuerte para mandar en la casa, porque él es el encargado de defenderla contra los enemigos exteriores; [la mujer], en el derecho del más débil a ser defendida por la parte viril contra otros varones.19 En relación con el porqué de esta naturaleza femenina, Kant aplica otra idea derivada de los naturalistas del siglo xviii, en particular de Buffon, en el sentido de que ciertas características, aparentemente ne­ gativas en una especie dada, constituyen su fuerza (o, por lo menos, su utilidad para el hombre, lo que justifica para Buffon de que proliferen) cuando son domesticados. Para conocer la naturaleza «de ori­ gen» basta, pues, conocer o interpretar correctamente los designios del creador: Sólo utilizando como principio, no aquello de que nosotros hacemos nuestro fin, sino lo que haya sido el fin de la naturaleza al instituir la femi­ nidad, se puede llegar a la característica de este sexo, y ... este fin tiene que ser... con arreglo al designio de la naturaleza ... que no depende de nues­ tra elección, sino de un designio superior que cuenta con el género humano.20 Si tratamos de interpretar este designio en relación con la mujer, ve-

18. 19. 20.

Ibid., p. 203. ¡bidem. Ibid.. p. 205.

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mos como su naturaleza proviene de las consecuencias de haber sido he­ cha fundamentalmente para la maternidad. Cuando la naturaleza confió al seno femenino su prenda más cara, a saber, la especie, en el fruto de su vientre, por el que debía propagarse y eternizarse el género humano, temió como por su conservación e implantó este te m o r , es decir, a las lesiones c o r p o r a le s , y la medrosidad ante seme­ jantes peligros, en su naturaleza; debilidad por la que este sexo requiere justamente al masculino a que le proteja.21 Como consecuencia, para lograr una maternidad segura, la mujer debe evitar la vida violenta, pues la maternidad conlleva la debilidad física en la lucha, la caza y la defensa: «las cosas propias de la mujer llámanse debilidades».22 Así, esta debilidad física frente al hombre que la lleva a depender de éste para su supervivencia material produce en ella, tal vez a pesar de Kant, la estructura más prometeica de ambos sexos. En efecto, no pudiendo competir físicamente con el macho, desarrolla la mujer las ha­ bilidades de la seducción, del galanteo, con el fin de conquistar a su(s) protector(es) y progenitor(es) de sus hijos, coqueteo que la mujer nunca abandona, incluso cuando está casada, pues siempre corre el peligro de enviudar y más vale tener varias castañas en el fuego. Por este proceso, la mujer va a introducir en la sociedad humana en el estado natural toda una serie de nuevas habilidades, alejadas del primitivo uso de la fuerza bruta, típica en los animales. Así, por ejemplo, creará la mujer un lenguaje más seductor (y, añadiría yo, más complejo), un lenguaje nuevo; Cuando la naturaleza quiso infundir también los finos sentimientos que implica la cultura, a saber, los de la sociabilidad y de la decencia, hizo a este sexo el dominador del masculino por su finura y elocuencia en el lenguaje y en los gestos, tempranamente sagaz y con aspiraciones a un tra­ to suave y cortés por parte del masculino, de suerte que este último se vio gracias a su propia magnanimidad invisiblemente encadenado por un niño, y conducido de este modo, si no precisamente a la moralidad misma, al menos a lo que es su vestido, el decoro culto, que es la preparación y la ex­ hortación a aquélla.22

21.

22.

23.

Ibidem. Ibidem. Ibidem.

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Así, paradójicamente, este ser «más débil» aparece como más fuerte en la polis, gracias al aporte cultural que significan la seducción y la elo­ cuencia como instrumentos de dominación. Es probablemente en tomo a la bisexualidad humana (¿qué hubiera sucedido si los humanos contáramos con tres o más sexos?) que nuestra «liquidación de herencia contraída» está más incompleta en relación con la Ilustración.

F ernando S avater

LA HUMANIDAD EN CUESTIÓN La única patria, extranjero, es el mundo que habita­ mos; un solo Caos ha producido a todos los mortales. M eleagro de G adara

¿Tener humanidad qué es lo que supone exactamente? ¿La posesión de una virtud, la propensión a cierto sentimiento, el derecho a reivindicar frente a otros determinado estatuto? ¿Consiste la humanidad en la esencia que caracteriza a los pertenecientes a la clase o conjunto de los humanos? ¿Acaso se trata de un proyecto político o de una reivindicación moral? En todas estas acepciones se ha utilizado el término y sin duda en otras próximas y aquí no mencionadas. Antes de haberla definido por completo, saboreamos ya la humanidad: la admiramos como virtud, la elogiamos como sentimiento, la reclamamos como derecho, la proponemos como meta... Por otro lado, es voz que suena a retórica manida, a trascendente intrascendencia. No es fácil tomar del todo en serio algo con rasgos de obligación, de privilegio y de carácter específico. En cuanto a aventurar una definición, más vale de entrada renunciar a ello, acogiéndonos al dictamen nietzscheano de que lo que tiene historia no puede tener definición. Así pues, no daremos una definición, sino mu­ chas: a partir de su secuencia, iremos quizá logrando un retrato impresionista (más que un retrato-robot para policías psicohistóricos) de este don que encierra una fatalidad y una demanda. En la antigüedad precristiana, la humanidad se perfila a contraluz con los dioses: sombra frente a refulgencia, pero que cuando los ojos se acostumbran a la tiniebla vuelve luego —al principio débilmente y cada vez con más firmeza—

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a brillar. Este es el paso desde la constatación desolada de la muerte inevi­ table en la saga del héroe Gilgamesh (que transcurre entre la autofundación de las hazañas y el desfondamiento en la certeza de perecer) hasta la fragilidad potente, atemorizada y temible, del hombre griego, tal como se expresa por ejemplo en el célebre coro de Antígona, que parte de la certeza mortal para autofundarse en piadoso y profanador desafío. Más adelante, el cristianismo comprometió al dios con el hombre, hacién­ dolo encamar y por tanto morir, pero sólo para mejor convencer al cre­ yente de su comprometedora pertenencia a un reino que no es de este mundo. El hombre muere y por tanto no puede ser dios, el hombre muere y por tanto puede ser hombre, el dios muere y por tanto el hombre debe ser (transmundano) como dios. Pero humanidad es también contraste con la disposición de los ani­ males y, en general, de los monstruos cuya naturaleza ha sido alterada por mutilación o locura. Esta disposición brutal, cuya rareza es comparable entre los hombres al carácter divino, Aristóteles la supone por lo común como una propensión de los bárbaros o de ciertos enfermos. Caen de este modo en la antropofagia, la crueldad extrema, determinadas perversiones sexuales o incluso diversas fobias. Lo esencial, sin embargo, no es la constatación de que estos desvarios inhumanos escapan a las categorías morales propiamente dichas. Ni entre los dioses, ni entre los animales, ni entre los monstruos semi-divinos o semi-brutales cabe hablar de virtud ni de vicio. Tampoco entre aquellos bárbaros cuyas instituciones públicas no permiten el desarrollo de una paideia ni de un auténtico consenso ético como el de la polis. La propia humanidad es ya una posición es to mesón, en el medio, equidistante de ñeras y divinidades así como vigilada por la misma equidistancia política de sus miembros fisonomía). La humanidad es el ámbito en donde el juicio de razón práctica tiene cabida. Supone un cierto nivel de integridad tanto fisiológica como psicológica y política. El límite de la humanidad es la frontera misma de lo que podemos inteligiblemente encomiar o rechazar: transgredirlo es caer en el frenesí de lo sagrado o en la torpeza animal, en cualquier caso en lo inestimable. Eco de esta convicción es la respuesta justiñeatoría dada por Macbeth a su es­ posa cuando ésta le tacha de cobarde por no decidirse a llevar a cabo el crimen de Duncan: «Me atrevo a lo que se atreva un hombre; quien se atreva a más, ya no lo es». La humanidad no sólo es la condición más íntegra de los hombres, sino que también necesita el marco humano para conseguir manifestarse: los hombres se hacen humanos unos a otros y nadie puede darse la huma­

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nidad a sf mismo en la soledad o, mejor, en el aislamiento. Se trata del don político por excelencia, pues exige la existencia de un espacio público y a la vez revierte sobre él, posibilitándolo. Es Hannah Arendt quien más ha insistido sobre este aspecto de la cuestión: Este espacio es espiritual; en él aparece lo que los romanos llamaban la humanitas, comprendiendo con este término algo de supremamente hu­ mano en el sentido de que se impone sin ser objetivo. Se trata de lo mismo que Kant y en su traza Jaspers entienden por humanidad: ese elemento per­ sonal que se impone y que ya no abandona al hombre que lo ha adquirido, incluso si todos sus restantes dones físicos y espirituales sucumben a los estragos del tiempo. La humanidad nunca se adquiere en la soledad; jamás resulta tampoco de una obra entregada al público. Sólo puede alcanzarla quien expone su vida y su persona a los riesgos de la vida pública, lo que le lleva a aceptar el riesgo de mostrar algo que no es subjetivo y que, por esta misma razón, no es reconocible ni controlable por él. De este modo, los riesgos de la vida pública, en los que la humanitas es adquirida, se con­ vierten en un don a la humanidad (Hannah Arendt, Vidas políticas: Kart

Jaspers). Hay una circularidad que anuda la humanitas sobre sí misma, porque en cierto modo la convierte en exigencia previa de lo que nace a partir de ella: a este respecto, su condición es íntimamente semejante a la del lenguaje, la institución más objetiva e indomable de la subjetividad. De hecho, es el lenguaje y los elementos de comprensión y expresión que vehicula la raíz de la formación de lo humano, en cuanto apertura hacia los demás. No humaniza la posibilidad de la palabra, ni siquiera la palabra en sí misma, sino la palabra dicha, intercambiada, aceptada. Pues el mundo no es humano por haber sido hecho por hombres, y no se vuelve humano porque en él resuene la voz humana, sino solamente cuando llega a ser objeto de diálogo. Por muy intensamente que las cosas del mundo nos afecten, por muy profundamente que puedan emocionamos y estimulamos, no se hacen humanas para nosotros más que en el momento en que podemos debatirlas con nuestros semejantes. Todo lo que no puede llegar a ser objeto de diálogo puede muy bien ser sublime, horrible o miste­ rioso, incluso encontrar voz humana a través de la cual resonar en el mun­ do, pero no es verdaderamente humano. Humanizamos lo que pasa en el mundo y en nosotros al hablar y, con ese hablar, aprendemos a ser hu­ manos (Hannah Arendt, Vidas políticas: De la humanidad en tiempos

sombríos).

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Y de aquí depende también la esencial diferencia conceptual entre ser hombre y tener humanidad. Lo primero es una categoría que no proviene sino de la especie biológica y de una noción funcionalista de cultura natu­ ralizada hasta el punto de no presentarse más que como nicho ecológico, por complejo que sea, de la especie; lo segundo implica la asunción de un valor comunicacional centrado no en un hecho sino en una vocación. Y, como toda vocación, es una llamada, una disposición a entender y un pro­ pósito de hacerse entender. Lo humanamente importante del hombre no es

que entiende (y por tanto utiliza y domina) el mundo, sino que se entiende con los demás hombres (y por tanto, en cierta medida, renuncia a utili­ zarlos y dominarlos). «Se distingue una Filosofía de la humanidad de una filosofía del hombre en que aquélla insiste en el hecho de que no es el hombre hablándose a sí mismo en un diálogo solitario sino los hombres hablando y comunicándose unos con otros quien habita la tierra» (Hannah Arendt, Vidas políticas: Kart Jaspers). Queda establecida la vinculación esencial entre ese espacio público —substrato de toda política— en dónde el hombre se expone ante los otros (es decir, se muestra y se arriesga, más allá de la pura objetividad reproductora familiar y de la subjetividad que enumera en voz baja para sí misma la letanía controlada de sus dones) con el sentido más fuerte de lo que llamamos «humanidad». También va ya dicha la ligadura intrínseca entre la humanidad y la vocación dialogante soportada por el lenguaje, como institución básica de la objetividad subjetiva. El núcleo de todo ello es: a diferencia de la condición divina o de la brutalización animalesca, que son formas de aislamiento por excepcionalidad. la humanidad en tan­ to condición íntegra del hombre reúne cuanto de significativo nos llega por la compañía de los demás y de ningún otro modo. Y ahora es preciso señalar el rasgo más característico con el que se identifica el uso normati­ vo de la voz «humanidad»: nos referimos a su identificación con la actitud compasiva, de tal modo que el término se convierte en sinónimo de piedad ante el sufrimiento humano. Muestra humanidad quien compadece al do­ liente, quien se apiada ante el sufrimiento o el esfuerzo ajenos, procurando remediarlos o al menos no agravarlos. La humanidad es así la disposición de comprender el dolor, de darle toda su importancia en el contexto vital, de identificarse con el dolor ajeno por rememoración del propio. La refe­ rencia principal es el dolor humano, pero podría extenderse a todos los restantes seres vivos, de acuerdo con una doctrina que tiene más peso en la tradición de Oriente que en la occidental. Así fue suscrita, destacadamen­

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te, por Schopenhauer, introductor también de la relevancia del tema del

dolor en la filosofía europea. Es Schopenhauer quien denuncia primero en nuestra tradición la crueldad, es decir, la complacencia en causar dolor, como auténtico reverso de la humanidad. Llama la atención el escaso nú­ mero y entidad de trabajos —hablando en términos relativos— que ha merecido la cuestión del sufrimiento en los estudios filosóficos. Como el sexo y como la propia muerte, los teólogos han concedido más importan­ cia al tema que los pensadores laicos, quizá porque los filósofos procuran no comprometerse demasiado con los temas que carecen de solución sa­ tisfactoria. Y aún más cuando se refieren tan directamente a la carne hu­ mana: es sin duda en el sexo y en el dolor, así como en el espectáculo de la muerte, donde adquirimos más inequívoca conciencia de nuestra carne. Quizá en ello precisamente estribe esta dimensión compasiva de lo que llamamos humanidad: no sólo en conciencia de la carne, sino también en conciencia de que la carne tiene conciencia... Para Rousseau, la piedad —entendida como repugnancia innata a ver sufrir un semejante— es el correctivo más humanamente natural de los excesos del artificioso amor propio. En su planteamiento, «amor propio» y «piedad» se hallan en la relación antes establecida entre «virtud» y «compasión», es decir, que la segunda es un principio correctivo y en tal sentido humanizador del primero. La piedad es «el puro movimiento de la Naturaleza, anterior a toda reflexión». Por el contrario, el amor propio es un apego secundario, deliberado y por tanto artificiosamente dañino: «es la razón la que engendra el amor propio y es la reflexión la que lo fortifica; ella es la que repliega al hombre sobre sí mismo; es ella la que lo separa de todo lo que le incomoda y aflige» (Discurso sobre el origen y los funda­ mentos de la desigualdad). En cierta medida, esta contraposición apare­ cerá luego en el otro sustentador de la ética de compasión, Schopenhauer, para quien ésta también tiene un carácter fundamentalmente inmediato, intuitivo (brota más del carácter que de los razonamientos, por lo que personas supersticiosas o nada lúcidas pueden ser muy compasivas, mientras que algunos grandes sabios no lo son), frente a la condición más instrumental y egoísta del proceso racionalizador (aunque es cierto que, en su más alto nivel, éste puede sabotearse a sí mismo). Tanto en Rousseau como luego en Schopenhauer, la base intuitiva de la piedad o compasión estriba en la identificación con el doliente: «la conmiseración será tanto más enérgica cuanto más íntimamente se identifique el animal espectador con el animal que sufre». Esta identificación consiste, a fin de cuentas, en declarar ilusoria la diferencia entre los individuos, en levantar

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el velo de Maya que oculta la amalgama básica de todo lo existente. Es decir: para compadecerme de quien sufre debo verle como una variedad simplemente aparente, en realidad otra manifestación de lo que yo soy. El colmo del amor propio mal entendido, que empieza y acaba en uno mis­ mo: si el otro fuese realmente otro, no habría piedad para él. Sin embargo, Rousseau sostiene que «es muy cierto que la piedad es un sentimiento na­ tural, que moderando en cada individuo la actividad del amor de sf mismo, concurre a la conservación mutua de toda la especie». Vamos, que la pie­ dad es algo así como el egoísmo de la especie, como el amor a sí mismo de la especie toda (este reproche, ciertamente, no se le podría hacer a la formulación de Schopenhauer). En cualquier caso, de la sola piedad deri­ van todas esas virtudes sociales que pensadores más o menos cínicos del egoísmo racional —tipo Mandeville— niegan (según la discutible opinión de Rousseau) a la especie humana: «En efecto, ¿qué es la generosidad, la clemencia, la humanidad, más que la piedad aplicada a los débiles, a los culpables, o a la especie humana en general?» ( ibidem). Sin embargo, cuando le llega la hora de afrontar la cuestión de la educación moral, Rousseau tiene que hacer un giro y tomar el camino opuesto al antes indi­ cado. No adopta la ambigüedad schopenhaueriana (por un lado, la verda­ dera ética, contraria al amor propio y por tanto enemiga abierta de la vida individua] o específica; por otro, una moral de circunstancias, un simple y alicorto arte de vivir o más bien arte de marear... la perdiz de la vida), sino que adopta el punto de vista antes descartado. La ética de Emilio no será confiada a su pura intuición compasiva natural, sino que brotará de la re­ flexión racional. Pero ¿no se nos había dicho que lo engendrado por la ra­ zón y reforzado por la reflexión es precisamente el amor propio? Cierto: y será precisamente el amor propio la fuente de la virtud moral, una vez conveniente y razonablemente extendido: «Extendemos el amor propio sobre los otros seres, así lo transformaremos en virtud, y no hay corazón humano en el que esta virtud no tenga su raíz» (Émile). Pero ¿no nos dis­ tancia el amor propio de los demás, en lugar de propiciar nuestra identifi­ cación anuladora de diferencias individuales con ellos? Cierto, y en ello estribará precisamente la garantía de imparcialidad, que no proviene del desinterés propio sino de su universalización: «Cuanto menos el objeto de nuestros cuidados se atiene inmediatamente a nosotros mismos, menos hay que temer la ilusión del interés particular, más se generaliza ese inte­ rés y más equitativo resulta...» (Émile). La piedad en cuanto virtud ética brotará del amor propio y del distanciamiento reflexivo, en lugar de la in­ tuición anti-amor propio y de la identificación espontánea. El desvío de la

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naturaleza se conseguirá acentuándolo. Como dice Jean Starobinski en su penetrante ensayo significativamente titulado Rousseau: Le reméde dans le mal: «Emilio experimentará piedad, no por identificación espontánea a los seres dolientes, como lo hacía el hombre de la naturaleza, sino más bien tomando sus distancias, contemplando desde lo alto y de lejos el es­ pectáculo de la existencia humana». La piedad natural por identificación inmediata con el dolor ajeno corresponde a ese estado «que nunca ha existido, que no existe y que ciertamente jamás existirá»; las virtudes so­ ciales de los hombres no provienen de ahí sino de la generalización racio­ nal del amor propio, que el educador debe intentar suscitar en su pupilo. De este modo, los dos pensadores contrarios a la moral del amor propio —Rousseau y Schopenhauer— se convierten pese a ellos mismos en el mejor argumento a favor de éste (sobre el tema, ver mi Ética como amor propio, Mondadori, 1988). La idea que subyace a la fundamentación intuitiva de la virtud de hu­ manidad en el sentimiento de piedad es la que la moral tiene más que ver con compartir el dolor que con compartir o propiciar la alegría. Entre los modernos, sólo Spinoza y en cierta medida Nietzsche se opusieron a este punto de vista de índole cristiana, rara vez tan explícito como en las pala­ bras de Marcuse moribundo a Habermas: «¿Ves? Ahora ya sé en qué se fundan nuestros juicios valorativos más elementales: en la compasión, en nuestro sentimiento de dolor por los otros» (recogidas por Habermas en sus Perfiles filosófico-políticos. Agradezco a mi amigo Agapito Maestre haber llamado mi atención sobre ese pasaje significativo y conmovedor). Se da por supuesto que el dolor nos entrega en manos de los otros, frente a la autosuficiencia del placer, que nos autonomiza y nos permite no nece­ sitar nada de nadie. En efecto, cuando alguien padece requiere interven­ ción ajena: el que sufre se ofrece a las bienintencionadas (al menos a nivel consciente, pues Freud nos ha enseñado algo a este respecto) manipula­ ciones de los demás, es un vasallo potencial y agradecido de la buena vo­ luntad. Quien sufre, con tal de que no se aumente su dolor, con tal de que se le alivie o se le remedie, no tiene derecho a pedir más. El dolor lo pri­ mero que quita es el derecho a elegir, nos convierte en rehenes tanto de nuestros auxiliares como de nuestros verdugos. Se pone a la compasión como el momento clave de apertura al otro — piedra de toque, como ya queda dicho, del sentimiento y la virtud de la humanidad— de la misma forma que se da por supuesto que el mejor momento para opinar sobre re­ ligión es el trance de muerte: es decir, sólo la convulsa ofuscación de la debilidad tiene derecho a juzgar lo más válido. Pero precisamente en este 7.* TMEBAUT

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punto de la apertura al otro es donde plantea su discrepancia Hannah Arendt. recuperando así el aliento clásico que también animó a Spinoza y al mejor Nietzsche: Parece evidente que compartir la alegría es absolutamente superior desde este punto de vista a compartir el sufrimiento. Pues es la alegría la que es locuaz, no el sufrimiento, y el verdadero diálogo humano difiere de la simple discusión en que está enteramente penetrado del placer que pro­ curan el otro y lo que dice; la alegría, por decirlo así, marca el tono. Lo que hace esta alegría imposible es la envidia, que qn el mundo del sentimiento de humanidad es el peor de los vicios ( Vidas políticas: De la humanidad en

tiempos sombríos). La presencia latente de la envidia es lo que nos hace más soportable mo­ ralmente la proximidad de los humillados y ofendidos que la de los jubilosamente autosuficientes. Cuando la envidia ha sido dominada —-lo más probable es que sea psicológicamente imposible extirparla del todo, porque brota del temor básico a perder nuestra primacía ontológica infan­ til— queda espacio para el verdadero registro anímico de lo político, que no es desde luego la compasión ni tampoco la fraternidad, sino la filia, la amistad. Porque ni la moral ni la sociabilidad vienen primariamente a re­ mediar una serie de males, sino a organizar una serie de bienes. La frater­ nidad se agota en el movimiento hacia una total unión sin fisuras que acu­ ne los dolores y repare los ultrajes, pero a costa de hacer desaparecer la incertidumbre y la elección, es decir, la libertad y lo propio de la vida en cuanto previsión humana. Por eso señala Hannah Arendt: «La humanidad de los humillados y ofendidos nunca ha sobrevivido a la hora de la libera­ ción, ni siquiera un minuto. Lo cual no quiere decir que no sea nada, pues efectivamente convierte la humillación en soportable: pero lo que quiere decir es que, políticamente, resulta no pertinente en absoluto» ( ibidem). La amistad, en cambio, busca compañeros de excelencia y no pacientes de beneficencia; no prescinde del auxilio ni menosprecia la solidaridad, pero no se define por estos menesteres asistenciales sino por la vocación de en­ contrar alegría en los otros y por los otros. En el fondo de la piedad bien puede haber una preferencia por el dolor del otro en cuanto me libera de la vocación de abrirme realmente a él: me ocupo del dolor del otro para no ocuparme del otro, porque lo que más amansa al prójimo es el sufrimien­ to. Quizá ello explique por qué los grandes ególatras de la historia del pensamiento —como Rousseau o Schopenhauer— han hecho hincapié en el tema de la compasión pero se han mantenido cerrados a la amistad.

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tanto en su filosofía como en su cotidianidad. Quizás en algunos casos sólo el sufrimiento ajeno confirme el desprecio sentido por la caterva de los otros y serene el íntimo temor de no dar la talla al sentirse asediado por su autoafirmación igualitaria. Y de aquí podemos enlazar con la crítica a otro postulado de corte también rousseauniano, el que insiste en la raíz esencialmente naturalista, es decir, antiartificialista, de la virtud humanitaria. La humanidad es el don que nos permite comprender y convivir (sobre todo, como ya se ha dicho, compadecer) más allá y transversalmente a los artificios de la cul­ tura, a la cristalización histórica de las clases, a los mecanismos elabora­ dos por la política y sus instituciones. En efecto, si por «naturalidad» se entiende no poner nunca ninguna categoría de lo humano por delante del individuo humano y corporalmente concreto que la ocupa, no cabe duda de que la humanidad está íntimamente vinculada a tal disposición. Pero ello no supone desdén alguno por el artificio en cuanto procedimiento distanciador y mediador respecto a lo natural, sino todo lo contrario. Dis­ tante de la espontaneidad inmediata del animal (basada en la necesidad y la no elección) y también de la espontaneidad inmediata de los dioses (cuya libertad es el juego sobrenatural, porque son invulnerables a las consecuencias de sus opciones), ser humano consiste en saber cómo ma­ nejar del mejor modo posible la mediación que nos constituye y nos res­ guarda. De tal modo que la humanidad tiene más que ver con la habilidad artística que con un don natural, porque toma en cuenta las renuncias ci­ vilizadoras, las formas de la disciplina y el coraje constructivo de las nor­ mas. Refiriéndose a personajes míticos, en concreto a la contraposición entre el rectilíneo Aquiles y el sinuoso Ulises, señala pertinentemente Jean Slarobinski: «La plena humanidad pertenece al que sabe usar oportu­ namente de todos los medios: golpear, decir, guardar silencio. La sabidu­ ría (sagesse), en cada ocasión, consiste en retener el impulso irrazonable, en no dejar salir la palabra o el gesto que produciría el desastre, dando ventaja al enemigo exterior. La civilización se edifica con este artificio» (Le remede dans le mal). Hay una dimensión estratégica en la humanidad, incluso —colmo de la oposición con los pensadores de la piedad— una dimensión despiadada (aunque nunca cruel, si puede seguir siendo lla­ mada humanitaria) que no retrocede ante los sacrificios del autocontrol y del aplazamiento calculante del deseo, tanto en el propio sujeto como en la apelación interpersonal instituida. La humanidad es este aspecto, una fa­ miliaridad o soltura ante el sentido del artificio civilizador, nunca su abo­ lición o superación naturalista.

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En su Diccionario filosófico anota Voltaire: «Sensus communis sig­ nificaba entre los romanos no solamente sentido de lo común entre los hombres, la acepción que puede resultar más próxima a la sensibilidad contemporánea. Tener humanidad es sentir lo común en lo diferente; aceptar lo distinto sin ceder a la repulsión de lo extraño.» Enlaza así nuestro tema con la cuestión de la universalidad de los valores, compren­ dida como esa «reciprocidad generalizada y consecuente» de la que habla K. O. Apel, cuyo código más explícito pretenden ser los derechos huma­ nos, es decir, los derechos fundamentales de la persona. Este univer­ salismo pide algo más que la buena voluntad universal, es decir, la institucionalización efectiva en lo jurídico y en lo político de la humani­ dad como valor. La humanidad se instituye en el mundo institucio­ nalmente compartido. Este proyecto no sólo ha de tropezar con dificulta­ des emanadas de las estructuras estatalistas, nacidas para el antagonismo, sino también de la propia constitución moral y psíquica de los individuos, cuyas complacencias holísticas quizá no hallen satisfacción inmediata en este aumento de escala. De ahí la pertinencia de la prevención adelantada por Hannah Arendt contra un objetivo con el que no simpatizaba: «La so­ lidaridad de la humanidad puede muy bien revelarse una carga insoporta­ ble y no es sorprendente que las reacciones comunes frente a ella sean la apatía política, el nacionalismo aislacionista o la rebelión ciega contra todo poder, en lugar del entusiasmo o el deseo de un renacimiento del hu­ manismo» ( Vidas políticas: Karl Jaspers). Sin embargo, la hostilidad de Arendt contra cualquier proyecto de control supranacional (en donde en­ camasen los valores universales de lo humano) no parece legítimamente sostenible: no hay un solo argumento contra una autoridad mundialmente efectiva que no sea válido contra cualquier autoridad efectiva estatal de menor rango, mientras que la proposición inversa dista mucho de ser cierta. Urge, pues, repensar y quizá reeducar al individuo, polo imprescin­ dible de la vocación universalista, de acuerdo con una potenciación de su capacidad de participación frente a su necesidad de pertenencia (he trata­ do más extensamente el tema en Ética como amor propio. La sociedad individualizante). El problema que plantea el otro, el extranjero (nunca con mayúsculas, como quisiera Levinas, sino con la más inmanente de las minúsculas, en donde precisamente reside la trascendencia de su rango), es el tema básico de la reflexión ética del último tercio del siglo xx. Y la vía correcta de afrontarlo no es partir para comprender la peculiaridad cultural o incluso étnica del otro de la pertenencia propia a tal cultura o tal etnia, sino precisamente de lo opuesto: de la extrañeza que cada cual

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siente respecto a sus propias referencias de todo tipo, incluso respecto a sí mismo en cuanto entidad sólo parcialmente consciente. El otro debe ser comprendido siendo quien es no porque yo también soy quien soy, sino porque debe ser tan extraño a lo que es como yo mismo resulto a lo que soy. Para entender al extranjero, lo justo no es decirme que yo también soy extranjero para él, sino que yo soy extranjero incluso para mí, como él ha de serlo para sí mismo. En tal distanciamiento respecto a la propia identi­ dad se reconcilian y hacen compatibles, incluso dentro del mayor con­ flicto, las identidades. Así lo ha visto con especial agudeza Julia Kristeva en su libro Étrangers á Nous-mémes, cuyo título ya propone un programa: «¿Cómo podríamos tolerar a un extranjero si no nos supiéramos extranje­ ros respecto a nosotros mismos? ¡Y pensar que ha hecho falta tanto tiempo para que esta pequeña verdad transversal, léase rebelde al uniformismo religioso, ilumine a los hombres de nuestro tiempo!». En cuanto al pro­ yecto político mismo que de aquí proviene, quizá nadie lo haya expresado mejor que Víctor Hugo en su novela Quatrevingt-treize: —Nada de abstracción. La república es dos y dos son cuatro. Cuando hayamos dado a cada cual lo que corresponde... —Entonces os quedará darle a cada uno lo que no le corresponde. —Y ¿qué entiendes tú por eso? —Entiendo la inmensa concesión recíproca que cada uno debe a todos y que todos deben a cada uno, y que es toda la vida social. La inmensa concesión recíproca de cada uno para los otros y de todos para cada uno, lo que a nadie corresponde y todos merecen, el don siempre cuestionado e imprescindible de la humanidad. La tradición filosófica occidental ha tratado el dolor con un apresura­ miento superficial y desconfiado, testimoniado por la carencia de un len­ guaje específico del dolor, de una terminología precisa y que no remita exclusivamente a símiles groseramente objetivistas. Sobre este y otros as­ pectos pertinentes de la cuestión ha insistido Elaine Scarry en su The Body ¡n Pain (Oxford University Press, 1985), uno de los pocos ensayos filosó­ ficos que se plantean abiertamente la cuestión del dolor, en tanto que po­ sible destructor —tortura, guerra...— del mundo que el hombre —cada hombre— edifica y reclama para existir humanamente. Y por ello resulta tanto más significativo que el dolor, que en cuanto padecimiento del su­ jeto funciona como el paradigma mismo de la certeza y la vía de interacción menos discutible en la realidad (nos pellizcamos o pinchamos para saber que estamos despiertos), venga a transformarse cuando nos

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llega «de oídas» en algo sometido a todo tipo de dudas, de incom­ prensiones y de equívocos, cuando no antonomasia preferente de fingimientos. Occidente tiene frente al dolor una actitud dominante, impositiva: es algo a atajar técnicamente, a soportar con desdén por los males de la carne, o a utilizar como instrumento excelente para dominar a los adversarios. Aguantar el dolor es un mérito, infligirlo suele ser una forma de heroísmo. No parece exagerado decir que se trata de una pers­ pectiva denodadamente masculina del asunto, determinada por el modelo esencialmente militar de la función viril. En esta línea, es probable que la palabra arelé venga de Ares, dios de la matanza bélica, y es cierto que virtus proviene de v/r, el varón ejecutivo por excelencia, y alude ante todo a la excelencia enérgica demostrada en combate. No cabe duda de que las pautas normativas occidentales serían muy diferentes si se hubiera elegido para designar la cualidad de bueno un término como el chino hao, forma­ do con los signos de la mujer y el niño, referido por tanto más que a nada a la felicidad doméstica. Se trata de un modelo de excelencia de índole más bien femenina, protector, nutricio y tierno. Hao, cualidad de bueno en chino, se escribe como queda dicho con los signos de la mujer y el niño, o de la madre y el hijo; y precisamente a la madre con el hijo martirizado en su regazo se le llama también en Oc­ cidente piedad, en referencia a uno de los aspectos más conmovedores y profundos de nuestra simbología sacra. La piedad viene así en nuestro contexto cultural como correctivo de la virtud, como su contrapeso hu­ manitario y en numerosos casos como el remedio a su rigor. La virtud desprecia el dolor, tanto a la hora de padecerlo como en el momento de infligirlo en nombre de la buena causa; la piedad acude al dolor, com­ prende la conciencia de la carne que en él se revela y responde a la urgen­ cia hospitalaria que suscita. En este sentido, tener el don de la humanidad es simpatizar activamente con la casi inefable realidad del sufrimiento, en memoria de la certeza de haberlo experimentado o en intuición de nuestra condena ante la queja atrozmente desvalida de Filoctetes. Porque también hay una piedad trágica, además de la compasión cristiana o budista. Una piedad de corte más activo, más masculino, que se despierta no simple­ mente ante la debilidad, sino ante el límite de toda fuerza, ante el des­ arraigo y el abandono que frustran, acompañan o coronan la empresa sin concesiones de los fuertes. Esta piedad trágica no consiste ante todo en afán de protección o en oferta de hospitalidad, sino en la expresión es­ pontánea de una solidaridad desolada pero vinculante. El explorador escocés Mungo Park la halló entre los caníbales africanos cuando logró

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hacerles entender lo lejos que se hallaba su hogar y que no contaba en las cercanías con ningún pariente ni conocido para caso de apuro. Y tampoco le falta a Alvar Núñez Cabeza de Vaca por parte de los temibles dakotas o sioux que asediaban sus andanzas por la auroral norteaméricana. Tras uno de los desastrosos y frecuentes naufragios que dan nombre al admirable relato de sus aventuras, Alvar y sus compañeros se encontraron rodeados de indios, que lógicamente podrían haberles sido implacables. Pero no fue así: Los indios, de ver el desastre que nos había venido, y el desastre en que estábamos con tanta desventura y miseria, se sentaron entre nosotros, y con el gran dolor y lástima que hubieron de vemos en tanta fortuna, co­ menzaron todos a llorar recio, y tan de verdad, que lejos de allí se podía oír, y esto les duró más de media hora; y cierto ver que estos hombres tan sin razón y tan crudos, a manera de brutos, se dolían tanto de nosotros, hizo que en mí y en los otros creciese más la pasión y la consideración de nues­ tra desdicha (Naufragios y comentarios). La mimesis del dolor, que no es simple reflejo de imitación sino reconoci­ miento y confirmación de lo sufrido, funciona, puede verse, en ambas di­ recciones entre los dignos de piedad y los piadosamente dignos.

A l b r e c h t W ellm er

MODELOS DE LIBERTAD EN EL MUNDO MODERNO* I La cuestión de cómo pueda realizarse la libertad en el mundo moder­ no ha inspirado y obsesionado durante siglos a la Filosofía política euro­ pea. Esto es así sólo si tenemos en cuenta a los pensadores políticos que pertenecen a la tradición ilustrada, en el sentido más amplio de la palabra, y se mantienen alejados de aquellas teorías antilibcrales y antimodemas que pertenecen a la tradición de la contrarreforma y de la contrailus­ tración. Filósofos políticos en la tradición ilustrada, tal como yo lo entien­ do, son por ejemplo Locke, Rousseau, Kant, Hegel, Marx, J. S. Mili, Tocqueville y, en nuestros días, Habermas, Taylor y Rawls. La libertad para estos filósofos, ha sido un concepto universal, es decir, un concepto estrechamente unido a una concepción universal de los derechos huma­ nos. Pero ahí termina el acuerdo; el desacuerdo básico afecta a la cuestión de si la idea de libertad debería explicarse primariamente desde el punto de vista del individuo o desde el punto de vista de la colectividad. Según qué orientación sea la dominante en una filosofía política, podríamos dis­ tinguir entre concepciones «individualistas» y «colectivistas» de la liber­ tad, en las teorías políticas modernas. Sin embargo, dado que el término «colectivismo» se ha venido usando para designar una forma moderna es­ pecífica de represión de la libertad individual, yo preferiría hablar de con­ cepciones individualistas y «comunitarias» de libertad, respectivamente.1

* Traducción castellana de Joaquín Rodríguez Feo. I. Mi distinción entre concepciones individualistas y comunitarias de la libertad tie ne, naturalmente, cierta afinidad con la distinción de Isaiah Berlín entre concepciones de la libertad «negativas» y «positivas». Sin embargo, ya que mi estrategia conceptual es un tanto

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Individualismo y comunitarismo no son sencillamente opuestos sino más bien, en un sentido importante, complementarios entre sí; las teorías res­ pectivas más importantes de la Europa moderna contienen elementos de ambas orientaciones. El individualismo radical y el comunitario constitu­ yen casos extremos que difícilmente se dan. Tal vez se podría llamar a Marx comunitario radical, y a Roben Nozick individualista radical. Sin embargo, habitualmente —aunque no en el caso de Hobbes ni en el de Nozick— , las teorías individualistas implican una cieña concepción de una auto-organización democrática de la colectividad (un elemento «co­ munitario»), mientras que las teorías comunitarias, eo ipso, deben recla­ mar una concepción de libenad individual más adecuada que lo que pue­ dan hacerlo las teorías individualistas. Esto es claro, por ejemplo, en el caso de Marx, cuya idea del reino de la libenad representa una concepción comunitaria de una casi ilimitada libenad del individuo. Aunque la línea divisoria entre las teorías individualistas y comuni­ tarias no siempre es nítida, existe, creo, una división más definida entre las orientaciones básicas subyacentes. Ya que el individualismo y el comunitarísmo representan dos concepciones antropológicas radicalmente opuestas, como ha observado por ejemplo Charles Taylor.2 Las teorías individualistas consideran individuos aislados, caracterizados por unos ciertos derechos humanos y por una racionalidad de fines, como su punto de partida: tratan de construir instituciones políticas —en la medida en que puedan considerarse legitimadas— como resultado de un contrato en­ tre individuos libres e iguales. Aquí la libertad es básicamente la libertad de hacer lo que quiero —sea ello lo que sea— , y los derechos naturales deben entenderse en el sentido de la definición kantiana de derecho al co­ mienzo de su Metafísica de las costumbres: «Es recta aquella acción — o su máxima— que sea tal que la libertad [Freiheit der Willkür] de cada in­ dividuo pueda coexistir con la libertad de todos los demás según una ley universal».3 La libertad, en el sentido de la Freiheit der Willkür es lo que a

diferente de la de Isaiah Berlín, las dos distinciones son. en cierta medida, inconmensurables. Véase Isaiah Berlín. «Two concepts of Liberty», en 1. Berlín, F our E ssays on Liberty. Oxford University Press, Londres, 1969 (hay trad. casi.: C uatro ensayos sobre la libertad. Alianza, Madrid, 1988). 2. Charles Taylor,«Atomism». en Philosophy a n d the Hum an Science. Philosophical Papers, vol. 2, Cambridge University Press. Cambridge. 1985. 3. Immanuel Kant, M etaphysik d e r Sitien, en I. Kant, W erke in sechs Biinden. ed. Wcischedel, vol. IV, Wisscnschaftliche Buchgesellschaft, Darmstadt, 1956, p. 337 (AB 33).

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veces se ha llamado libertad «negativa». La libertad negativa, restringida por medio de una ley general que garantiza una libertad igual para todos, es el contenido básico de los derechos humanos; y la pretensión básica del contrato social es que la ley universal mencionada en la definición de Kant llegue a ser una ley positiva, reforzada por la autoridad política que tiene el poder de castigar a todo aquel que viole los derechos de los otros. No es necesario añadir que el paradigma básico de estos derechos «inviolables» ha sido siempre el derecho de propiedad (aunque también, por supuesto, el derecho a la propia vida). Las teorías comunitarias, por el contrarío, cuestionan no sólo la premisa básica antropológica de las teorías individualistas sino, junta­ mente con esta premisa, la noción individualista de la libertad individual en cuanto a tal.4 La premisa antropológica que está en cuestión es: que la noción de un individuo humano fuera de la sociedad, que no viene consti­ tuido como tal individuo al ser socializado como miembro de una forma intersubjetiva de vida, sea un punto de partida adecuado para una teoría política. Sin embargo, si los individuos humanos son esencialmente indi­ viduos sociales, si, en su propia individualidad, están constituidos y, por decirlo así, impregnados por la cultura, las tradiciones y las instituciones de la sociedad a la que pertenecen, entonces su libertad también debe tener un carácter social. Incluso como libertad individual, esta libertad debe te­ ner un carácter comunitario o al menos un aspecto esencialmente comu­ nitario, que se expresa y se manifiesta a sí mismo en la forma en que el in­ dividuo participa en y contribuye a las prácticas comunitarias de su sociedad. En consecuencia, el lugar original de la libertad no sería el indi­ viduo aislado, sino una sociedad que fuera el medio de individuación a través de la socialización; habría que pensar la libertad como residiendo últimamente en las estructuras, instituciones, prácticas y tradiciones del todo social. Pero dado que este todo social más amplio es lo que es sólo en cuanto que se mantiene vivo, «reproducido» e interpretado por los indivi­ duos que forman parte de él, la libertad individual y la «pública» quedan inextricablemente unidas; y esto significa, como ha observado una vez más Charles Taylor, que el propio concepto de libertad asume un signifi­ cado normativo que no tiene en las concepciones individualistas. Ya que esta concepción no significa meramente la ausencia de obstáculos exter­ nos que pudieran impedir a un agente hacer lo que quiere hacer, sino que más bien significa la forma específica en la que los agentes llegan a deci­

4. Cf. Charles Taylor, loe. cit.

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dir acerca de qué es lo que quieren hacer. La idea de libertad como la de una auto-determinación individual y a la vez colectiva tiene una dimen­ sión normativa irreductible, porque está vinculada a la idea de raciona­ lidad. Y no entiendo por «racionalidad» meramente la «estratégica» o «de medios»; más bien, siguiendo a Habermas, empleo la noción de raciona­ lidad en un sentido más amplio, en el que significa una forma de tratar con validez intersubjetiva propuestas de toda clase. La racionalidad, en este sentido, se manifiesta a sí misma en la práctica de la deliberación, de la argumentación y de la crítica, cuando aquello de que se trata pueden ser cuestiones de verdad empírica, valorativa, moral, estética o herme­ néutica. Para las concepciones comunitarias de la libertad, no sólo la pro­ pia idea de libertad sino también la de racionalidad se convierte en una noción «comunitaria»; no podemos explicar lo que es la racionalidad más que refiriéndonos a la intersubjetividad de formas de vida que está prefi­ gurada en la intersubjetividad del medio simbólico —el lenguaje— a tra­ vés del cual se constituyen las formas de vida. De esta forma, las concepciones individualista y comunitaria de la li­ bertad política se oponen mutuamente en sus respectivas concepciones de los agentes «racionales» cuya libertad está en juego. Las concepciones individualistas, cuyo primer representante clásico es, por supuesto, Thomas Hobbes. se pueden caracterizar por su «atomismo» antropológi­ co5 y por una concepción «instrumentalista» de la racionalidad. Epis­ temológicamente hablando, mantienen estrechas afinidades con la tradi­ ción subjetivista («mecanicista», «fisicalista») y antiaristotélica de la ciencia moderna; políticamente hablando, reflejan las perspectivas, inte­ reses y autointerpretaciones de la clase revolucionaria que ha dominado en la Europa moderna: la burguesía. Las concepciones comunitarias, por el contrario, tienen sus raíces en la tradición aristotélica, ampliamente abandonada en las modernas teorías individualistas del derecho natural, así como en la crítica radical de la modernidad que tuvo su punto de parti­ da en Rousseau y en el primer romanticismo. Aunque estas dos tradicio­ nes —la aristotélica y la que podría llamarse «romántica» de una crítica radical, moral y estética, de la sociedad moderna— son en muchos aspec­ tos inconmensurables, tienen ciertos puntos de convergencia que se ponen de manifiesto en el papel paradigmático que jugó la polis griega —o una memoria idealizada de la polis griega— en la tradición comunitaria. Mientras que las concepciones individualistas se han asociado más bien

S. El término está tomado de Taylor; véase loe. cil.

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con las grandes revoluciones burguesas y, en consecuencia, también con la legitimación de la moderna economía capitalista, las concepciones co­ munitarias casi invariablemente se han relacionado críticamente no sólo con las premisas antropológicas de las modernas teorías del derecho natu­ ral, sino también con la realidad de la moderna sociedad burguesa. Esto demuestra, por supuesto, que su objetivo principal era no sólo la crítica filosófica sino también la política del «individualismo posesivo»;* y sig­ nifica que también para ellas las premisas antropológicas de las concep­ ciones individualistas, aun estando profundamente equivocadas, han lle­ gado a ser verdaderas, en cierta medida, en la moderna sociedad burguesa. En consecuencia, la polémica entre individualistas y comunita­ rios ha sido siempre —y lo sigue siendo— una controversia política sobre el papel que la sociedad burguesa ha jugado en el avance de la libertad en el mundo moderno.

II En mi descripción típico-ideal de los dos tipos de filosofía política enfrentados entre sí, he indicado ya que, por lo que se refiere a las premisas antropológicas y epistemológicas, estoy del lado de los comuni­ tarios. Todo comunitario, sin embargo, en la medida en que quiera poner­ se claramente de parte de la tradición ilustrada, tiene que aceptar el hecho de que la moderna sociedad burguesa es la sociedad paradigmática de la Ilustración en el mundo moderno: la única sociedad en la que, en buena medida, se han institucionalizado con seguridad los derechos humanos, el imperio de la ley, las libertades públicas y las instituciones democráticas. Ha tenido que ser una experiencia como ésta la que llevó a Hegel, que co­ menzó siendo un comunitario radical romántico, a ser un defensor comu­ nitario de lo que él llamó la «sociedad civil». Aunque la exposición de Hegel de la cuestión de cómo se puede realizar la libertad en el mundo moderno —a pesar de los defectos de sus respuestas específicas— no ha sido aún, en cierto sentido, superada, quiero decir algo más acerca de su intento de llenar el vacío entre las concepciones individualista y comuni­ taria de la libertad. La estrategia básica de Hegel, como es de sobra conocido, consistió en incorporar la tradición de las teorías del derecho natural a una concep­ ción comunitaria de la «vida ética» (Sittlichkeit). Lo que Hegel llama

6. C. B. Macpherson, The Political Theory o f Possesive tndividualism . Oxford. 1962.

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«sociedad civil» es, en sus características básicas, una sociedad de propie­ tarios que, a pesar de sus diferencias religiosas, raciales, políticas, etc., son iguales ante la ley y a quienes, de acuerdo con las leyes generales, se les permite perseguir sus intereses personales y sus peculiares ideas de felicidad y que, finalmente, son libres para escoger carreras, profesiones, empleos, o lugares de trabajo o de residencia. Esta «sociedad civil» está intrínsecamente vinculada a una economía de mercado que podría llamar­ se «capitalista» en el sentido de Marx: se trata de una sociedad que. a grandes rasgos, se corresponde con la descripción de sociedad moderna dibujada por teóricos del derecho natural como John Locke y por econo­ mistas políticos como Adam Smith. Es una sociedad en la que la libertad «negativa» se ha institucionalizado, una sociedad de derechos humanos universales y de antagonismo social universal. Moralmente hablando, esto es, desde una perspectiva comunitaria, esta sociedad debe aparecer como profundamente ambigua: como sociedad de derechos humanos universa­ les es la realización de esa conditio sine qua non que toda moderna con­ cepción de la vida ética (esto es, toda concepción comunitaria de la liber­ tad en el mundo moderno) debe respetar si no quiere precipitarse en la contrailustración, la represión o el terror. Y como sociedad de universal antagonismo social, sin embargo, es al mismo tiempo la negación no sólo de las formas específicas — v. gr. premodernas— de vida ética, sino a la vez de la propia categoría de vida ética. Porque allí donde esta sociedad se encuentra en «progresión libre» —y Hegel describe esta «progresión li­ bre» en términos muy similares a los que más tarde usó Marx— no hay vínculos comunitarios entre los individuos ni preocupación por el bienes­ tar público ni escrúpulos morales que se interpongan en el camino de la devastación social, cuyas víctimas son los perdedores en la carrera general tras la salud, el poder y la felicidad. La respuesta comunitaria de Hegel a esta profunda ambigüedad de la sociedad civil moderna es su teoría del Estado. El Estado significa para Hegel la esfera de la vida ética en la que el antagonismo de la sociedad ci­ vil está «superado», no aniquilado, esto es, vencido al ser relativizado. En esto, la idea básica de Hegel es que la sociedad civil —contra lo que pen­ saban los teóricos del derecho natural— no puede ser entendida y proba­ blemente no podría existir en sus propios términos. De hecho, Hegel de­ fiende que la sociedad civil es casi siempre más de lo que parece ser si se la considera sólo en sus propios términos, que son también los de las teo­ rías del derecho natural y de la economía política clásica. Porque la propia idea de una sociedad de individuos iguales, que como propietarios

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interactúan estratégicamente en el mercado según leyes generales, no sólo presupone que esos individuos reconocen moralmente a los demás como libres e iguales, sino que además —y por la misma razón— presupone la existencia de instituciones políticas y jurídicas cuyo funcionamiento no puede explicarse en términos de racionalidad estratégica, que es caracte­ rística de los individuos como miembros de la sociedad civil propiamente dicha. En esas instituciones de la sociedad política es donde tiene su lugar la libertad racional en el sentido comunitario: la libertad racional en cuan­ to relacionada con los intereses del bien común, de las virtudes de los ciu­ dadanos, de la acción comunitaria, del debate público y del control políti­ co de la economía. La sociedad civil aparece ahora sólo como una dimensión de la vida ética sustancial del Estado moderno; a saber, esa di­ mensión a través de la cual el derecho de particularidad, la libertad «nega­ tiva» del individuo, se ha hecho una realidad institucional. Esta dimensión de libertad negativa con sus connotaciones universales es un aspecto esencial de toda noción moderna viable de libertad política; pero libres, en el pleno sentido de libertad racional, sólo pueden ser los individuos emancipados como ciudadanos de una comunidad política, como ciuda­ danos del Estado. Antes de llegar a los puntos débiles de la construcción hegeliana, quiero decir algunas palabras más acerca del «derecho de particularidad» en la visión de Hegel del Estado moderno. Para Hcgel, como para muchos de sus contemporáneos, la polis griega había sido siempre un modelo ejemplar para la institucionalización política de la libertad. Al mismo tiempo, la polis griega le proporcionaba un modelo para ilustrar su tesis de que la libertad política sólo podía ser real como una forma de vida ética (Sittlichkeit). Hegel empleó el término «vida ética» para caracterizar la estructura normativa de una forma de vida intersubjetiva. La vida ética de un pueblo —en contraste con lo que Hegel llamaba «moralidad»— es in­ separable de sus instituciones, de sus interpretaciones colectivas del mun­ do, de sus formas de autocomprensión, de sus costumbres, tradiciones y valores. Si los individuos son tales sólo en cuanto participan en una forma específica de vida ética, en cuanto se comprenden a sí mismos y sus rela­ ciones sociales de acuerdo con su forma de vida ética, entonces incluso sus intereses individuales, sus ambiciones, su sentido de autorrespeto y de dignidad, sus sentimientos, de vergüenza o de culpabilidad, deben, en su estructura profunda, estar conformados por el «espíritu objetivo» de su sociedad. Visto de otra forma, esto significa que la idea de libertad sólo puede encontrar apoyo en una sociedad si llega a ser una forma de vida

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ética. Esto precisamente fue lo que sucedió en la polis griega y, sobre todo, en el gran período de la democracia ateniense. Porque allí el espíritu del todo era a la vez el espíritu de los individuos que eran libres; la polis, la ley, la religión como intereses generales eran al mismo tiempo intereses de los individuos, y los individuos, como dice Hegel, sólo son individuos a través de esos intereses.7 Hegel llamó «bella» a la forma griega de vida ética. Se trata de un tri­ buto a esa única conjunción de mito, arte y política en la polis griega, pero es además una indicación de las limitaciones esenciales de la forma grie­ ga de libertad. Estas limitaciones se ponen de manifiesto para Hegel en las instituciones del oráculo y de la esclavitud.* Si consideramos las objecio­ nes de Hegel contra esas instituciones, comprenderemos mejor lo que para él está implicado en el derecho o la emancipación de la particularidad. Por lo que se refiere a la esclavitud, las objeciones son conocidas; para nosotros han llegado a ser obvias, y ya lo habían sido, por supuesto, para la mayoría de la gente en tiempos de Hegel. La esclavitud va contra nuestra concepción de los seres humanos como seres racionales. El correlato de esta objeción es una concepción universal de los derechos hu­ manos que, como hemos visto, constituía para Hegel un ingrediente esen­ cial de toda concepción moderna viable de la vida ética, y cuya explica­ ción legal e institucional tomó en buena medida de la tradición de las teorías de los derechos humanos. Los derechos humanos en esta tradición se centran alrededor de los derechos de propiedad y sus implicaciones le­ gales y morales. Sin embargo, el derecho de particularidad no se agota para Hegel en esos tipos de derechos. Esto queda claro si consideramos sus objeciones contra la institución del oráculo. Desde el punto de vista de Hegel, la institución del oráculo significa una limitación estructural que afecta al fin de un posible discurso racional en la polis griega. Los indivi­ duos, al basar sus decisiones en cuestiones importantes, políticas o priva­ das, sobre las que el oráculo hablaba, no tomaban aún plenamente la res­ ponsabilidad de sus propias decisiones. Una plena autodeterminación requiere —como observa Hegel— una determinación de la voluntad en virtud de razones que prevalecen;9 en consecuencia, el tipo de autodeter­ minación que se consiguió en la polis griega no era aún autodeterminación racional en el pleno sentido de la palabra. Estos límites de la autodeter-

7. G. W. F. Hegel, Vorlesungen iiber die G eschichte d er Philosophie, W erke in zwanzig Btinden, vol. 2, Suhrkamp Verlag, Frankfurt, 1970, p. 275. 8. Loe. cit., pp. 310-311. 9. Loe. cit.. p. 310.

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minación racional en la polis, sin embargo, sólo reflejan un aspecto irreductiblemente dogmático de la vida ética griega. Están ligados conceptualmente con una forma de interpretación del mundo y del hombre aún mitológica que, en cuanto tal, no era objeto de crítica ni de evaluación racionales; ligados precisamente con aquellos aspectos de la vida ética griega que la hacen aparecer ante nuestros ojos como bella. Por esta razón, la Ilustración griega, que culminó con la figura de Sócrates, significó la muerte de la polis griega, porque introdujo un elemento de crítica reflexi­ va y discursiva en la vida ética de la polis, al que no pudo resistir. Una vez que ganó terreno la idea de que nada debería ser aceptado como válido si no se justificaba con argumentos, los cimientos sobre los que se había edi­ ficado la polis griega se revelaron inestables; y no fueron sólo los sofistas sino también el propio Sócrates los que contribuyeron a la disolución de los cimientos de la polis. En este sentido tenían razón los atenienses al condenar a muerte a Sócrates. En el espíritu de Sócrates, sin embargo, el auténtico «principio de particularidad autosuficiente», como lo llama Hegel,1012se manifiesta por el lado contrario, es decir, como el derecho a no reconocer nada como válido si yo no lo reconozco como razonable." Este derecho exige una forma de legitimación que no era accesible dentro de las fronteras de la polis griega; por esta razón, el intento de Platón de restaurar una vez más la belleza y la verdad de la vida ética grie­ ga en el ambiente del pensamiento filosófico apareció como paradójica desde su comienzo y sólo pudo llevar a una concepción altamente repre­ siva de la sociedad ideal. Platón en su politeia —dice Hegel— representa la vida sustancial ética [de la polis, A. W.) y su ideal de belleza y de verdad, pero la única forma en la que consiguió abordar el principio de la particularidad auto-vinculante, que en su tiempo había aparecido en la vida ética griega como un desastre, fue la de oponerle su único Estado sustancial y desplazarlo de su Estado a sus auténticos orígenes en la propiedad privada y en la familia ..." El principio de la particularidad autovinculante tiene para Hegel, como ahora veremos, un aspecto interno y otro externo. Tomado en su pleno sentido, es, como dice Hegel, «el principio de la personalidad

10. G. W. F. Hegel, G rundlinien d e r Philosophie des R echts, en W erke in zwanzig vol. 7, Suhrkamp Verlag, Frankfurt, 1970, par. I8S (p. 342). 11. Loe. cit., par. 132 (p. 245). 12. Loe cit., par. 185 (p. 342).

Biinden.

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autovinculante y en sí misma infinita del individuo, de la libertad subjeti­ va», un principio que, según la visión filosófica de la historia de Hegel, hizo su aparición histórica en el mundo con la emergencia de la cristian­ dad por una parte, y del derecho romano por otra.13 Disolvió las fronteras del mundo griego.

III Ya que he hablado tanto de las premisas sobre las que Hegel intentó construir la idea del Estado moderno, alguien podría entender que habría intentado desarrollar una concepción de una forma democrática, universal y secular de la vida ética en las sociedades modernas. Sin embargo, como es de sobra conocido, no fue eso lo que hizo. En algunos aspectos se acer­ ca a esa concepción en aquellas partes de su teoría dei Estado en las que habla del autogobierno de los municipios y corporaciones, acerca de la opinión pública y de la libertad de prensa, o bien acerca de la representa­ ción parlamentaría. Sin embargo, las parciales concesiones de Hegel al espíritu democrático del mundo occidental moderno van siempre acom­ pañadas de objeciones-en-principio contra la idea de democracia tal como se aplica en el mundo moderno. Lo que Hegel rechaza es la interpretación política de los principios del derecho natural como princi­ pios de participación democrática y de tomas de decisión democráticas en las modernas sociedades. Las razones filosóficas de Hegel en esta cues­ tión son más bien complejas pero, al fin, no muy convincentes. Los ar­ gumentos básicos de Hegel son: 1) una objeción «comunitaria» contra la antropología individualista de las teorías del derecho natural; y 2) un ar­ gumento acerca de la diferenciación y complejidad de las sociedades mo­ dernas. Según el primer argumento, la idea de democracia, tal como se desarrolla en las teorías del derecho natural, es «abstracta», porque los su­ puestos antropológicos y el principio de libertad negativa, que forman parte de la construcción de un contrato social, son demasiado débiles para sostener la idea de democracia como una forma de vida ética. Según el segundo argumento, la complejidad y la diferenciación funcional de las sociedades modernas y, en particular, la emergencia de una esfera despolitizada de sociedad civil, no autorizan una cosa tal como una demo­ cracia directa que lo impregne todo en el Estado moderno. Mientras el

13. 8.* THtEJAlTT

Loe. cit.

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primer argumento enfrenta la complejidad de una forma de vida ética a la simplicidad de un principio de derecho «abstracto», el segundo enfrenta la complejidad de las sociedades modernas a la simplicidad de la democracia directa; pero esas dos «premisas» junto con la «conclusión» de Hegel no producen un silogismo válido: Hegel en modo alguno muestra porqué no sería posible «traducid los principios universales del derecho natural a una concepción viable de una forma democrática de vida ética para las sociedades modernas. Este es el punto negro de la Filosofía del derecho de Hegel. Pienso que este punto negro se puede explicar en parte por el hecho de que Hegel, aun siendo un filósofo político «comunitario», en úl­ timo término concibió al «espíritu» como subjetividad y no como intersubjetividad.MSin embargo, otra parte de la explicación es cierta­ mente ésta: que el búho de Minerva hegeliano alzó su vuelo demasiado pronto; Hegel no tuvo una experiencia de primera mano de las tradiciones democráticas, y América estaba aún demasiado lejos. La monarquía prusiana, aún en su versión idealizada, no era obviamente la última pala­ bra de la historia europea. Consecuentemente Marx, en su crítica de la teoría del Estado de Hegel, tenía razón al insistir en el principio democrático de la historia moderna de Europa. «La democracia —dice— es la esencia de todas las constituciones.» Y «La democracia remite a todas las demás constitucio­ nes como a su Antiguo Testamento».1415Desgraciadamente, sin embargo, la articulación de esta idea por Marx sigue siendo «abstracta» precisamente en el sentido de Hegel. Su idea de una asociación libre de productores, que regulan colectivamente su metabolismo con la naturaleza, una vez im­ plantado el capitalismo, significa la perspectiva utópica de un proceso de vida colectiva, cuya unidad y armonía emergerían espontáneamente de la interacción social de individuos plenamente emancipados. Esta honorable utopía anarquista representa una interpretación transpolítica de la idea de

14. Como ha hecho ver Vittorio Hoslc, Hegel llevó a cabo la transición a una con­ cepción del espíritu como intersubjetivo solamente en el terreno de la Realphilosophie, pero no en su Lógica. Y esto, según Hósle, explicaría las tensiones no resuellas y las discrepan­ cias entre la Lógica de Hegel y la Realphilosophie. Pero podría explicar también por qué en el terreno mismo de la Realphilosophie. es decir, en la Filosofía del derecho, la esfera de la intersubjetividad permanece subordinada a los imperativos de una filosofía de un sujeto ab­ soluto, y en consecuencia no puede explicarse en términos de una concepción democrática de la vida ¿tica. Véase Vittorio Hósle, Hegels System, F. Meiner, Hamburgo. 1987, 2 vols. 15. Karl Marx, Kritik des Hegelschen Staatsrechts, en Karl Marx, Werke —Schriften— Briefe. ed. H.-J. Liebcry P. Furth, vol. 1., Wissenschaftliche Buchgesellschaft, Darmstadt, 1962, p. 293.

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democracia; contra esta interpretación, sin embargo, los argumentos de Hegel que he mencionado más arriba aparecen todavía bastante apre­ miantes. En la concepción de Marx no queda lugar ni para una libertad «negativa», ni para las instituciones políticas, ni para una diferenciación funcional y sistémica; en consecuencia, podría decirse que Marx, en lugar de solventar el problema de una institucionalización de la libertad en el mundo moderno que, en último término, había quedado no resuelta por Hegel, simplemente lo exorciza.'6 A quien puso cabeza abajo no fue a Hegel sino a Rousseau. El precio que ha habido que pagar en la teoría marxista por el descuido en particular de la dimensión política de la liber­ tad ha sido alto, como sabemos; los estados que han intentado poner en práctica esta utopía se han vuelto mucho más represivos de lo que pudo haber sido el Estado tal como lo concibió Hegel. No fue Marx sino Tocqueville el que retomó el problema hegcliano para mostrar cómo puede concebirse una forma democrática de vida ética. El término, por supuesto, no es de Tocqueville, como tampoco es su aná­ lisis de la democracia americana una respuesta a la filosofía del derecho de Hegel. Sin embargo, en la medida en que es posible la comprensión de una problemática histórica subyacente y la exposición del problema de la libertad, la Democracia en América de Tocqueville puede con toda razón considerarse como una contrapartida democrática a la Filosofía del de­ recho de Hegel. Para ambos autores, la Revolución francesa, con su dialéctica intema de emancipación y de represión, era la experiencia his­ tórica crucial. Y lo que básicamente interesaba a ambos autores era ver cómo podría encontrarse una institucionalización política de la libertad para la igualitaria sociedad civil, cosa que ambos consideraban como una conquista irrevocable de las revoluciones burguesas. Para ambos, Hegel y Tocqueville, la sociedad civil representaba la destrucción del viejo orden político, feudal o aristocrático; ambos la consideraban como la institu­ cionalización de un orden igualitario de libertad negativa, centrada alre­ dedor del derecho de propiedad; ambos reconocían el contenido emancipatorio de la sociedad civil con su universalización de los derechos humanos; y ambos vieron con claridad que el igualitarismo de la sociedad civil no sólo no era aún equivalente a una institucionalización de la liber­ tad política, sino que, por una parte, era aún compatible con varias formas de despotismo: v. gr. el despotismo de una regla de la mayoría libre, etc.;16

16.

Véase Albrechl Wellmer, «Reason, Utopia, and thc Dialcctic of Enlightenment»,

Praxis International , vol. 3,2 (julio de 1983).

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y por otra que, considerado en sf mismo, ese igualitarismo podría equiva­ ler a la disolución de toda solidaridad social. Hegel articuló esta intuición en términos de sus objeciones a las interpretaciones políticas, es decir, de­ mocráticas, de las teorías del derecho natural; siendo el núcleo de esas ob­ jeciones el hecho de que una voluntad común racional no podría posible­ mente emerger de la conjunción de propietarios atomísticamente concebidos, cuyas relaciones sociales se caracterizaban básicamente por la disolución de todos los lazos comunes de solidaridad que los habían man-tenido unidos en anteriores sociedades. Tocqueville, aunque teórica­ mente peor dotado que Hegel, utilizó básicamente el mismo argumento, siendo la única diferencia significativa de carácter terminológico: el tér­ mino «democracia» para él significaba ante todo la realización igualitaria de la libertad «negativa» en la sociedad civil moderna, de tal forma que, para él, el problema consistía en saber cómo la libertad podía realizarse en una sociedad democrática. Pero mientras que para las reflexiones políti­ cas de Hegel y de Tocqueville el punto de partida fue la experiencia histó­ rica de la decadencia del espíritu y de las instituciones de libertad política en la Francia postrevolucionaría, al buscar alternativas se dirigieron en di­ recciones opuestas: Hegel pensó que había encontrado una alternativa viable en una monarquía prusiana un tanto idealizada; Tocqueville, en cambio, se orientó al estudio de la segunda gran sociedad revolucionaría de su tiempo: la sociedad americana. Y allí encontró algo que faltaba no sólo en la sociedad de la Francia postrevolucionaria, sino en todos los grandes Estados continentales de su tiempo: un espíritu de libertad que se había convertido en una forma de vida ética. He llamado antes «democrática» a esta forma de vida-ética; el término puede tomarse aquí en el sentido tanto de Tocqueville como en el más tradicional de Hegel: ya que se trata de una forma de vida ética para socie­ dades igualitarias (sociedades «democráticas» en el sentido de Tocque­ ville), y es una forma de vida basada en un principio universal de autodeterminación individual y colectiva. Lo que aún debe explicarse es qué significa decir que la democracia se ha convertido en una forma de vida ética en sentido hegeliano. Permítaseme intentar esta explicación re­ cordándoles ciertos aspectos cruciales del análisis de Tocqueville. En primer lugar diré unas pocas palabras acerca de la concepción de Tocqueville de la libertad y su relación con lo que yo llamo democracia. La concepción de la libertad de Tocqueville es «comunitaria». Es insepa­ rable 1) de la idea de individuos que actúan concertadamente para tratar y decidir sobre materias de interés común, 2) de la idea de discurso público

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como medio de clarificación, transformación y crítica de opiniones perso­ nales, opciones e interpretaciones, y finalmente 3) de la idea de un dere­ cho igual de los individuos de participar en el proceso de dar forma y de­ terminar su vida colectiva. La libertad «negativa» incorporada a las estructuras de la sociedad civil se ve aquí transformada en libertad «posi­ tiva» de ciudadanos que actúan concertadamente. Esta libertad «positiva» o «racional» viene a ser una forma de restauración de aquellos vínculos comunes entre individuos cuya ausencia define su existencia como meros propietarios independientes. Dice Tocqueville: Sólo la libertad ... puede sacar al burgués de su aislamiento, que es una consecuencia de la independencia de su situación, y obligarle a acer­ carse a los demás: la libertad ... los une cada día de nuevo por necesidad de conversar entre ellos sobre asuntos de interés común, para convencerse en­ tre sí, para hacerse favores mutuamente... sólo la libertad ofrece a la ambi­ ción objetos más nobles que la adquisición de riqueza, y crea la luz bajo la cual se deben ver y juzgar los vicios y las virtudes de los hombres.17 En este sentido, que parece mucho más obvio, la libertad sólo puede existir como una forma de vida ética; esto es, como una práctica comuni­ taria que impregna las instituciones de la sociedad en todos sus niveles y que se hace habitual en el carácter, las costumbres y los sentimientos mo­ rales de sus ciudadanos. Algo parecido fue lo que descubrió Tocqueville en las instituciones y en la vida diaria de la América postrevolucionaria. Creo que Tocqueville está en lo cierto cuando atribuye las diferencias de fondo entre la Revolución francesa y la americana al hecho de que la Constitutio liberlatis en los Estados Unidos no comenzó, como la revolu­ ción en Francia, por arriba, o sea, por la cumbre de la sociedad. La revolu­ ción americana, después de todo, había sido sólo una revolución contra el poder colonial, esto es, contra la corona británica, mientras las estructuras políticas y sociales que se habían formado a niveles local y regional du­ rante el período del régimen colonial representaban las tradiciones libertarias más radicales de la propia patria colonial. De esta forma, la re­ pública democrática había sido una realidad durante mucho tiempo en el ámbito de las asociaciones municipales y regionales, antes de que se constituyera como principio de la asociación federal de los estados ameri­

17. Alexis de Tocqueville, D er alte Slaat und die R evolution, Rowohll Verlag, llamburgo, 1968, p. 13 (hay trad. cast.: El Antiguo Régimen y la revolución, Alizanza, Ma­ drid, 1982).

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canos. Una larga tradición de autogobierno en los municipios había gene­ rado esas experiencias políticas, actitudes e ideas sin las que la revolución americana no habría llevado a la constitución de una república democráti­ ca igualitaria. «La revolución americana —dice Tocqueville— y la doc­ trina de la soberanía del pueblo surgieron de los municipios y tomaron posesión del Estado.»" Y «fue el resultado de una madura y reflexiva pre­ ferencia de libertad».1819 No voy a entrar aquí en detalles del fascinante análisis de Toc­ queville; no diré nada de las instituciones de autogobierno de ámbito local ni de las reflexiones de Tocqueville sobre el papel educativo del sistema de jurado ni de la di visión y descentralización del poder en la Constitución americana. Tocqueville, como es bien sabido, no fue acrítico acerca de la democracia americana ni la vio simplemente como un modelo a imitar por los estados europeos. Más bien, siglo y medio después de la publicación del libro de Tocqueville hay cantidad de razones para no idealizar la de­ mocracia americana: su historia ha sido también la de una exclusión polí­ tica, social o económica de minorías, y ha sido también una historia de explotación imperialista y de injerencia, aunque debe añadirse que, a pe­ sar de todo, el dicho de Hegel acerca de la sociedad civil «Los seres hu­ manos se reconocen como seres humanos, no como judíos, católicos, protestantes, alemanes, italianos, etc.».20 en ninguna parte del mundo ha sido en tanta medida verdad como principio de los derechos del ciudada­ no, esto es, como principio de la libertad política , como en los Estados Unidos de América. Todo esto, sin embargo, es irrelevante en cierto modo respecto a las cuestiones filosóficas que estoy planteando aquí. Porque me he referido a Tocqueville únicamente para hacer ver que —a pesar de las objeciones de Hegel— no hay razón para defender que los principios uni­ versales del derecho natural no sean «traducibles» a una concepción «co­ munitaria» de la libertad política. Lo que Tocqueville muestra de hecho es que la libertad en el mundo moderno sólo es concebible como una forma democrática de la vida ética. El análisis de Tocqueville tiene una consecuencia particularmente interesante. Si tratara de «retraducir» este análisis al marco conceptual más sistemático de la Filosofía del derecho de Hegel, resultaría obvio que

18. Alexis de Tocqueville, D em ocracy in America. Nueva York, 1956. vol. 1, cap. 4, p. 56 (hay trad. cast.: La dem ocracia en América, Alianza, Madrid, 1980). 19. Loe. cit., p. 62. 20. G. W. F. Hegel, C rundlinien der Philosophie des Rechls, loe. cit., par. 209 (p. 360).

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las líneas de separación entre la sociedad política y la civil, que ya en el análisis de Hegel no están ni mucho menos claras, deben concebirse más bien fluidas. Porque el espíritu de una forma democrática de vida ética, si es que existe, debe impregnar todas las instituciones de la sociedad; en consecuencia, no se puede trazar de una vez por todas una línea nítida de demarcación para separar la esfera de la libertad «negativa» de la esfera de la libertad pública «positiva». Por decirlo de otro modo, una forma demo­ crática de vida ética debe afectar a la forma en que la libertad negativa de los propietarios se ejerce y se manifiesta. Por tomar el ejemplo más obvio: la socialización de los medios de producción es siempre — y debe ser siempre— una opción posible para un gobierno democrático. ¿Significa esto que una concepción comunitaria de la libertad política contiene en sí misma todo el contenido de verdad de laS teorías del derecho natural? ¿O debemos asumir que la estrategia conceptual de Hegel, que de hecho, aunque en un sentido menos sistemático, es también la de Tocqueville e incluso la de J. S. Mili, y según la cual la libertad «negativa» del individuo burgués es una esfera de derechos sui generi, que no están a disposición de una voluntad común concebida democráticamente, tiene su propio dere­ cho? Con estas preguntas voy a regresar a mis reflexiones iniciales acerca de la alternativa de concepciones de la libertad, individualistas versus co­ munitarias, en el mundo. IV Para delimitar mis preguntas, quiero antes contrastar entre sí dos paradigmas recientes de una concepción individualista y otra comunitaria de la libertad. Tomo a Roben Nozick como mi protagonista para el caso del individualismo, y a Jürgen Habermas para el comunitario. He escogi­ do a Habermas porque su teoría es la más profunda y original reconstruc­ ción de una concepción comunitaria de la liberíad que existe hoy, y he es­ cogido a Nozick porque su ensayo Anarchy, State and Utopia, aunque tal vez no el más profundo, sí es la más radical defensa de una concepción individualista que conozco. No quiero aquí entrar en detalles ni discutir las premisas antropológicas de ambos autores: respecto a esto último pienso que Habermas tiene básicamente razón y que Nozick está profun­ damente equivocado. Lo que quiero discutir es simplemente una intere­ sante analogía formal entre las dos teorías. Tanto Nozick como Habermas están interesados en ciertos meto-principios de libertad, esto es, princi­ pios que sólo definen las condiciones formales de una sociedad libre y no

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algún contenido específico —en términos de estructuras institucionales, formas de vida, formas de asociación, etc.— . En el caso de Nozick, estos metaprincipios son principios de libertad negativa, centrados alrededor de los derechos de propiedad; en el caso de Habermas, son principios del dis­ curso racional. En ambos casos, los metaprincipios de libertad no definen un estado utópico de sociedad sino, como lo expresa Nozick. un «marco para utopías», una «metautopía».2' Las condiciones formales de libertad en ambos casos definen las condiciones de una sociedad esencialmente pluralista; los metaprincipios explican qué condiciones deben cumplir­ se para que los contenidos específicos puedan llamarse legitimados. Y en ¡a medida en que estas condiciones se cumplen, cualquier contenido —acuerdos constitucionales, formas de vida, elecciones individuales, for­ mas de acción, etc.— sería legitimado. Aquí se termina la analogía. Porque, obviamente, la forma y el conte­ nido deben estar conectados entre sí de forma muy diferente, según estén unidos por principios del discurso racional o por el derecho de propiedad. Los metaprincipios del discurso racional son, ante lodo, principios para una institucionalización de la libertad pública y de las tomas de decisión democráticas. Desde la perspectiva de estos metaprincipios, el derecho de propiedad aparece como un posible contenido de un consenso democráti­ co. Los metaprincipios de los derechos individuales, por el contrarío, son, ante todo, principios de libertad negativa. Desde la perspectiva de estos metaprincipios, la democracia participativa aparece como un posible contenido de acuerdo (contract) entre los miembros de un grupo específi­ co de la sociedad. Como dice Nozick: Visionarios y chiflados, maníacos y santos, monjes y libertinos, capi­ talistas, comunistas y demócratas participativos, proponentes de falansterios (Fourier), palacios del trabajo (Flora Tristan), aldeas de unidad y cooperación (Owen), comunidades mutualistas (Proudhon), almacenes de tiempo (Josiah Warren), Bruderhof. kibbutzim, kundalini yoga ashrams, etc., todos deben tener su oportunidad para construir su visión y ofrecer un ejemplo atractivo.2 122 Comparada con la de Habermas, la visión de Nozick, versión postmodema de una utopía liberal, representa una extraña inversión de

21. Roben Nozick. Anarchy. p. 312. 22. Loe. cit., p. 316.

State an d Utopia,

Basic Books, Nueva York, 1974,

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forma y contenido. Pero ¿por qué es extraña y no simplemente absurda? Pienso que podría mostrarse fácilmente que es absurda en varios aspec­ tos: absurda en términos de la antropología, sociología y teoría de la racionalidad subyacentes, y particularmente absurda porque Nozick ni si­ quiera se pregunta por qué los ciudadanos de su utópico Estado van a ase­ gurar que los metaprincipios de su libertad se vayan a poner en práctica de forma correcta. En este punto es donde John Locke o Kant habrían desa­ rrollado una concepción del gobierno representativo (y Hobbes una con­ cepción del Estado como Leviatán). A primera vista, y desde un punto de vista filosófico, todas las probabilidades están en contra de la utopía libe­ ral de Nozick. Parece obvio que una perspectiva comunitaria en el sentido de Habermas es mucho más coherente si se trata de delinear una concep­ ción formal de la libertad. La razón de por qué yo, sin embargo, encuentro algo extraño (y no precisamente absurdo) para un comunitario en la cons­ trucción de Nozick, es porque podría entenderse en el sentido de la socie­ dad civil de Hegel; si se entiende en este sentido, sin embargo, esto es, como legitimación de una esfera de libertad negativa en el Estado moder­ no, una esfera de libertad negativa que es estructural mente distinta y, en cierto sentido, independiente de la esfera comunitaria de debate público y de formación democrática de la voluntad, entonces podría uno comenzar a preguntarse si una construcción como la de Nozick no podría considerar­ se en el sentido en que Hegel vio las teorías del derecho natural: como la articulación de una dimensión básica de libertad en el mundo moderno, es decir, una libertad negativa que, al romper los vínculos de solidaridad en­ tre los individuos es, a la vez, una condición propia para esa restauración reflexiva — universal y democrática— de la solidaridad, que es la única adecuada para el Estado moderno. La pregunta, por lo tanto, consiste en saber si una concepción comunitaria de la libertad en el sentido de Habermas puede dar cuenta por sí misma de esta dimensión de libertad negativa, o si la ideología liberal tiene un contenido de verdad indepen­ diente que necesita ser asumido y superado explícitamente en una con­ cepción comunitaria de la libertad. Para explicar qué es lo que está en juego, permítaseme distinguir entre tres modos posibles y diferentes de plantear el problema de la le­ gitimación concerniente a una esfera de libertad negativa, desde una perspectiva comunitaria. Las dos primeras clases de legitimación no cuestionan la primacía de la perspectiva comunitaria, esto es, las prerro­ gativas de una voluntad común entendida democráticamente; solamente en la tercera clase de legitimación se puede, si no poner en cuestión en

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cuanto tal, sí arrojar una nueva luz sobre la primacía de la perspectiva co­ munitaria. La primera clase de legitimación se refiere a las capacidades directi­ vas del libre mercado. La única alternativa que conozco al mecanismo de dirección económica del mercado es la regulación burocrática, y parece que existe hoy un consenso universal en que el mecanismo de mercado es muy superior en cuanto a eficacia económica. Por eficacia económica en­ tiendo la eficacia respecto a la producción y distribución de bienes mate­ riales, que se ha revelado mucho más flexible y eficaz que cualquier tipo «político» de interacción y de toma de decisiones. Dado que esto ya forma parte casi del sentido común económico en las sociedades modernas, se podría fácilmente interpretar como el contenido de un real — o al menos potencial— consenso democrático. La primacía de la perspectiva comu­ nitaria se mantiene aquí en un sentido claro, ya que la delegación de fun­ ciones directivas en el mercado —como una esfera de libertad negativa— puede verse, al menos potencialmente, como resultado de —y a la vez li­ mitado por— un proceso democrático de toma de decisiones. Esta clase de legitimación de una esfera de acción económica «estratégica» es la única que se contiene en la teoría de la acción comunicativa de Habermas. La segunda clase de legitimación está relacionada muy directamente con la primera, aunque sólo directamente afectada por el problema de la justicia distributiva. Lo que tengo presente aquí es algo así como el se­ gundo principio de la justicia de Rawls. según el cual una distribución de riqueza y de oportunidades es legítima (just) si beneficia a los menos fa­ vorecidos.23 Ya que, obviamente, este principio tiene una particular relevancia respecto a aquellas desigualdades que tienen que ver con los sistemas de mercado, sobre todo con la economía capitalista, podría verse también como (parte de) una justificación comunitaria de una esfera de li­ bertad negativa (económica). Solamente en la tercera clase de argumentos en favor de una esfera de libertad negativa se plantea un particular problema para una perspectiva comunitaria. Estoy pensando en la clase de argumento que usó Hegel. que se refiere directamente a la tradición de las teorías del derecho natural. Esta clase de argumento, aunque no incompatible con las otras dos que he mencionado, se diferencia de ellas en que se orienta, por decirlo en forma paradójica, hacia el lado positivo de la libertad negativa. Esta libertad ne­

23. John Rawls, A Theory o f Justice, Harvard University Press, Cambridge. Mas 1971, pp. 60 y 302 (hay trad. casi.: Teoría de la justicia, FCE, México, 1978).

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gativa o, como la llamaría Hegel, «abstracta», se considera aquí como un «momento» —y, en consecuencia, como una condición previa también— de esta clase de libertad comunitaria que se basa en el reconocimiento de los derechos del individuo. Es esta forma de libertad de acción (la Freiheit der Willkür de Kant) la que debe presuponerse conceptualmente si la li­ bertad comunitaria —esto es, la libertad racional— ha de ser posible como una forma de libertad basada en el acuerdo voluntario. La libertad negati­ va —en el sentido de una institucionalización del derecho abstracto— es la condición previa de la libertad comunitaria en el mundo moderno, en la misma medida en que es también la condición por la cual los individuos tienen derecho a no ser del todo racionales. Porque únicamente si tienen derecho a no ser del todo racionales, en el sentido de una noción comuni­ taria de racionalidad, puede su racionalidad comunitaria convertirse en su propio perfeccionamiento, su propia obra, y puede la libertad comunitaria hacerse expresión de su libertad individual. La libertad negativa como un derecho humano de autodeterminación incluye el derecho a ser —dentro de ciertos límites— egoísta, loco, excéntrico, extravagante, obsesivo, autodestructivo, monomaniaco, etc. Únicamente debe añadirse que lo que en ciertos momentos aparece ante los demás como loco, excéntrico, ex­ travagante, etc., puede en otros momentos parecer, incluso desde el punto de vista de la racionalidad comunitaria, razonable y justificado. Para Hegel, la sociedad civil —como esfera de la libertad negativa institucionalizada— era la vida ética desviada hacia sus extremos. Esto representaba para él aquel aspecto de desunificación (Entzweiung) de la vida moderna que, siendo el gran escándalo de esa vida a los ojos de Rousseau, de los primeros románticos y, más tarde, de Marx, él lo consi­ deraba como el precio que había que pagar por la restauración de la liber­ tad comunitaria bajo las condiciones de la modernidad: esto es. bajo las condiciones de una individualidad humana plenamente emancipada, de los derechos humanos universales, y de una emancipación de la ciencia, del arte, y de la vida profesional, de los vínculos políticos y religiosos de la sociedad premodema. A la vez que un precio que había que pagar, era la condición previa de esa forma moderna de libertad comunitaria que, a di­ ferencia de la forma de vida ética de la Grecia clásica, no toleraría ningu­ na limitación del discurso ni de la investigación racionales. Ya que la so­ ciedad civil, como esfera de la desunificación, era para Hegel, al mismo tiempo, la esfera del aprendizaje, de la educación (Bildung) de los indivi­ duos, en un sentido práctico, cognitivo, moral y estético. En consecuencia, tenía también una función positiva en lo que se refiere a la formación de

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los individuos que habrían de tener la cualificación intelectual y moral como ciudadanos de un Estado moderno. Lo que Hegel realmente defien­ de es que la pérdida de vida ética implicada en la estructura antagonística de la sociedad civil es, en último término, esto es, desde el punto de vista de la vida ética de un Estado plenamente racional, solamente una apariencia. Ahora bien, según la propia teoría hegeliana — Marx estuvo acertado al observarlo— Hegel, con esta última pretensión, estaba cometiendo una petición de principio. Marx, sin embargo, al invertir el orden de realidad y apariencia —según Marx la sociedad civil era la realidad, y el elemento de libertad comunitaria solamente una apariencia del Estado moderno— , no comprendió la metacrítica hegeliana de la crítica romántica de la moder­ nidad. Porque la validez de esta metacrítica es independiente de la parti­ cular construcción hegeliana del Estado moderno. Incluso una concepción radical democrática de la vida ética como la forma de la libertad comuni­ taria en el Estado moderno debe incorporar el contenido de verdad de la crítica hegelina de las utopías románticas de reconciliación. El contenido de verdad de esta crítica consiste en que no se puede concebir una libertad comunitaria en el mundo moderno que no esté apoyada en la institucionalización de una libertad negativa igual para todos.

V Quedan aún dos cuestiones por responder: 1) ¿Cuál es la relación en­ tre libertad negativa y derecho de propiedad? Y 2) ¿Cómo afecta a una comprensión comunitaria de la voluntad común concebida democrática­ mente el tercer argumento referente a la libertad negativa? 1) Respecto a la primera pregunta, la relación es muy clara en el sistema de Hegel: sólo puede existir libertad negativa si tiene una esfera extema de realidad con relación a la persona individual.24 En consecuen­ cia, sólo puede existir en la forma de un derecho individual respecto a los objetos que son exclusivamente míos. Si los derechos humanos han de re­ ferirse a los individuos en cuanto individuos, el derecho de propiedad debe ser individualizado —este es el núcleo del argumento de Hegel. Desde aquí queda todavía un largo camino hasta la justificación de algo

24. Véase G. W. F. Hegel, G nuidlinien d er Philosophie des Rechts. loe. cil.. par. 4 (p. 102), passim.

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como la economía capitalista. Habría que añadir argumentos de diversa índole, por ejemplo los correspondientes a la primera y segunda clase de legitimación que he mencionado, para justificar una organización especí­ fica de la economía. Por esta razón, sería extraordinariamente difícil trazar una línea divisoria nítida entre el derecho de propiedad individual que pa­ rece implicado en la auténtica concepción de la libertad negativa, por una parte, y por otra el derecho de propiedad cuyo reconocimiento e institucionalización pueden considerarse el contenido de un consenso democrático en una sociedad particular. Más aún, según observa Nozick, es una forma legítima de ejercer el derecho de propiedad individual el que los indivi­ duos se deshagan de la propiedad o abroguen ese derecho en favor, diga­ mos, de una forma comunitaria de propiedad. ¿Significa esto que el acuerdo voluntario, esto es, el «consenso racional», es, después de todo, el último criterio respecto a la legítima finalidad del derecho de propiedad individual? Y si esto es así, ¿no equivaldría a una afirmación incondicio­ nal de la primacía de una perspectiva comunitaria? Con estas preguntas quiero yo derivar a problemas que afectan a la primacía de la perspectiva comunitaria, esto es, a la segunda pregunta que he formulado al comienzo de esta sección. 2) Lo que muestran mis anteriores consideraciones es que no existen límites claramente definidos en lo que se refiere al posible contenido de un consenso racional acerca de la institucionalización del derecho de propie­ dad —al menos en la medida en que tengamos presente que, por supuesto, ningún consenso pude ser llamado racional si pone en cuestión las condi­ ciones bajo las que puede llevarse a cabo un consenso racional entre ciu­ dadanos—. Se podría intentar formular esas condiciones en términos de los metapríncipios del discurso racional. Lo que interesa en esta forma de asegurar la primacía de la perspectiva comunitaria es que al menos los metapríncipios del discurso racional no están en discusión en el mismo sentido en que lo están los principios de distribución del derecho de pro­ piedad. El consenso sobre estos principios no es un criterio de su validez; más bien, ya que esos principios se pueden justificar independientemente, un consenso que equivaliera a la negación de esos principios no podría —no podría a priori— llamarse racional. Yo creo —y he intentado mos­ trarlo en otro lugar—25 que la clase de metaprín-cipios del discurso racio­ nal que realmente pueden justificarse a priori —esto es, empleando el ar-

25. passim .

Albrecht Wellmer, Ethik und Dialog, Suhrkamp Verlag, Frankfurt, 1986, p. 69,

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gumcnto de «autocontradicción pragmática»— son demasiado débiles para justificar plenamente el contenido universal de una concepción mo­ derna de la libertad comunitaria. Esto significa, sin embargo, que ningún cálculo puramente formal — ni siquiera un cálculo en términos de una concepción procedimental de la racionalidad en el sentido de Habermas— es suficiente para explicar por sí mismo el carácter universal de una con­ cepción moderna de la racionalidad o de la libertad comunitarias. La mis­ ma demanda universal de derechos humanos iguales, tal como yo lo en­ tiendo, tampoco se deriva directamente —en el sentido transparente de derivar— de principios a priori del discurso racional. Y es precisamente respecto al universalismo de los derechos humanos básicos, donde Hegel, siguiendo una larga tradición, enfatiza la importancia de una esfera de li­ bertad «negativa». Pero entonces debería haber condiciones adicionales de la posible racionalidad de un consenso democrático que, como los mis­ mos metaprincipios del discurso racional, no pudieran derivar su validez de un consenso democrático. Creo que un argumento bastante parecido a éste está en el centro de la estrategia antiformalista de Hegel. Si el argu­ mento es correcto, implicaría que, para explicar las condiciones básicas de un posible consenso racional en las sociedades modernas, necesitamos algo más que el concepto «abstracto» de argumentación racional o de consenso racional. De esta forma, Hegel, después de todo, podría haber tenido razón acerca de las teorías del derecho natural, en un soble sentido: I) al intentar salvar la verdad contenida en la concepción «atomista» del derecho natural; y 2) al negarse a transformar sin más la idea de derecho natural en un principio transcendental de racionalidad y de libertad co­ munitarias. La razón por la que no puede extraerse directamente una con­ cepción universal de libertad negativa de esta última clase de principios —aunque se explique como una concepción procedimental de raciona­ lidad— es porque el derecho de libertad negativa es, en cierto sentido, como antes indiqué, un derecho incluso contra las demandas de la racionalidad comunitaria. Si esto parece paradójico, lo parecerá menos sólo con que tengamos en cuenta que las demandas de racionalidad comu­ nitaria, en cualquier contexto específico y en cualquier momento dado del tiempo histórico, tendrán cierto grado de definición pública en términos de instituciones, creencias morales, opinión pública, etc., grado de defini­ ción pública que deberá estar abierto a la crítica y a una posible revisión, y que debe dejar un espacio para el disenso. La libertad negativa, vista desde este ángulo, será también libertad para disentir y para actuar como disi­ dente. Sin embargo, parece obvio que el reconocimiento de los derechos

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correspondientes debe ser un ingrediente esencial de cualquier concepción viable de libertad comunitaria en el mundo moderno. Por supuesto, un «comunitario» como Habermas admitiría esto fácilmente. La única cues­ tión controvertida sería si son necesarias o no las clases de argumentos filosóficos «intermediarios» que he intentado delinear aquí —siguiendo la estrategia de Hegel—, en el caso de que queramos dar una explicación fi­ losófica no controvertida de nuestras intuiciones respecto a la libertad en el mundo moderno. Es decir, si es correcta mi tesis de que un principio universal de libertad negativa no puede, conceptualmentc hablando, con­ siderarse como parte de una concepción comunitaria de racionalidad en el sentido de Habermas. Para apoyar esta tesis, quiero hacer dos comentarios más sobre ella. 1) Desde el punto de vista de una concepción procedimenlal de la racionalidad, se podrían entender los principios universales de los dere­ chos humanos, o bien como normas morales que nosotros consideramos como el contenido de un posible consenso racional, o bien como incluidas ya en los metaprincipios mismos de la racionalidad. En el primer caso, deberíamos garantizar la posibilidad de que nuestras intuiciones morales universales podrían llegar a equivocarse, desde el momento en que pudie­ ra generarse un consenso racional que negara esos principios. Esta inter­ pretación, aparte de ser profundamente contraintuitiva, según creo, no la podría aceptar nunca Habermas. En consecuencia, el universalismo, según la lógica de esta postura, debe construirse dentro de los «inevitables pre­ supuestos normativos» del discurso racional, esto es, debe formar parte de los metaprincipios de la racionalidad. Pero ¿cómo podría un principio de racionalidad, aunque sea un principio de racionalidad «comunicativa» y/o «discursiva», decir algo sobre el derecho a no ser racional? El punto cen­ tral de un principio de racionalidad consiste en delimitar la esfera de la comunicación y del discurso racionales, por decirlo así, desde dentro-, esto nos recuerda que no tenemos «derecho» a no ser racionales, y explica qué es eso a lo que no tenemos derecho a ser (que las normas son aquello que no tenemos derecho a violar). Ahora bien, si este es un principio a priori, debe ser válido para todo posible hablante en cualquier tiempo; no se pue­ den permitir excepciones. En consecuencia, si existe algo como el derecho a no ser racional, debe ser una clase distinta de derecho. No podría ser, por ejemplo, un derecho moral que un hablante pudiera invocar para violar Tas demandas de la racionalidad comunitaria (porque ahí no puede haber tales derechos). Por lo tanto, si está implicado un derecho moral, en absoluto debe ser un derecho moral que sólo pueda explicarse en términos de las

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obligaciones morales que otros seres humanos tengan y que afecten a mi esfera de libertad negativa, es decir: una obligación moral de respetar mi esfera de libertad negativa —aun cuando yo ejerza los derechos corres­ pondientes de forma irracional— . Un principio correspondiente de liber­ tad negativa no puede formar parte de un metaprincipio de racionalidad, aunque sería muy plausible argüir que sería posible un consenso racional de esta clase. No obstante, como hemos visto, esta salida no parece acep­ table desde el punto de vista de una concepción procedimental de la racionalidad. De bastante interés, es una salida posible sólo si imagina­ mos la relación entre el principio de libertad negativa y la posibilidad de un consenso racional de forma diferente. Esto me lleva a mi segundo co­ mentario. 2) John Rawls ha interpretado su primer principio de justicia —que no puede interpretarse como un principio universal de libertad negativa— como el contenido de un consenso racional entre individuos que, en lo que él llama la «posición original» —esto es, detrás del «velo de ignoran­ cia»— y sobre la base de cálculos puramente estratégicos, tratarían de imaginar qué clase de acuerdo social básico sería el más ventajoso para ellos. El concepto de «posición original», que es una ficción conceptual, es el instrumento que utiliza Rawls para asegurar que los cálculos estraté­ gicos de los individuos se realizan bajo el imperativo de una moralidad universal.26 Por esta razón, el primer principio de la justicia de Rawls se aproxima mucho a la definición kantiana de «derecho», que he citado más arriba, y más todavía a la concepción hegeliana de «derecho abstracto». Ahora, lo interesante estriba en que el consenso que está aquí enjuego es un consenso «trascendental»: dado que existe una pluralidad de indivi­ duos, cada individuo singular, calculando sus propios intereses tras un velo de ignorancia, llegaría a la misma conclusión. No es necesario nin­ gún discurso racional entre los individuos. Se trata de un argumento «trascendental» diferente del que está implicado en la justificación de los metapríncipios del discurso racional en el sentido de Habermas. Es decir, el principio que busca Rawls no es ni un metaprincipio de discurso racio­ nal en el sentido de Habermas, ni una norma específica moral que pudiera constituir el contenido de un posible consenso racional (en el sentido de Habermas). Se trata más bien de un metaprincipio de justicia para indivi-

26. «Mi sugerencia es que concibamos la posición original como el punto de vis desde el que contempla el mundoel yo nouménico.» Véase John Rawls, A T heoiy ofJuxtice. p. 255.

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dúos que quieren la mayor esfera posible de libertad negativa para ellos mismos y que están dispuestos a garantizar una esfera igual de libertad negativa para los demás. Es interesante considerar que Rawls intenta seguir un procedimiento análogo al escogido por Hegel. Porque lo que Rawls trata de mostrar es que su «fino» concepto de justicia, si se piensa a través de todas sus «implicaciones» referentes a una posible institucionalizaciórt, llevará a una concepción universal de libertad comunitaria en el sentido de lo que he llamado una forma democrática de vida ética. Por supuesto, cuando llega a las «transiciones» particulares que llevan del «derecho abstracto» a la «vida ética concreta», el procedimiento de Rawls difiere ampliamente del de Hegel; y su mayor diferencia consiste en que, para Rawls, el primer principio de justicia, es decir, el principio de igual libertad, conduce di­ rectamente a un principio de igualdad de derechos de participación políti­ ca.27 No quiero defender aquí ninguno de los detalles de la construcción de Rawls; pero lo que encuentro intrigante es que, para una construcción se­ mejante, no parezca haber un límite inherente respecto al posible enri­ quecimiento conceptual y antropológico del concepto «abstracto» de jus­ ticia que es su punto de partida. Se podría incluso introducir en algún lugar una noción de racionalidad comunicativa. En consecuencia, parece que no existe problema alguno en regresar a una concepción comunitaria de li­ bertad. Lo que sin embargo está garantizado desde el comienzo es que esta concepción de libertad comunitaria ha de ser la del mundo moderno, ya que la construcción arranca del corazón de la conciencia moderna, con Kant, por decirlo así; es decir, con una concepción universal del derecho y de la moralidad. Por lo tanto, habrá una cierta clase de dualismo entre la sociedad civil y el Estado, introducido en esta construcción desde el mis­ mo comienzo, una clase de dualismo que tiene un contenido normativo. Y este dualismo normativo podría ser también la verdad común contenida en las filosofías políticas de Hegel, J. S. Mili y Tocqueville. Una concepción de la libertad comunitaria, en cambio, que esté construida exclusivamente sobre una concepción de racionalidad comunicativa, no contiene tal dualismo normativo, precisamente porque no hay ningún principio de li­ bertad negativa incorporado en su interior. Esta es también, por supuesto, la razón por la que aspectos «atomísticos» de la sociedad civil encuentran su legitimación en la teoría de Habermas sólo desde el punto de vista de una necesaria «reducción de complejidad», o sea, en términos de un «pro­

27.

Loe. cit.,

9.* tmebaitt

p. 221.

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blema de gobierno» para sociedades complejas. Podría argüirse, sin em­ bargo, que desde el punto de vista de un principio de libertad negativa la circunstancia atenuante de ese aspecto de «desunificación» que está in­ corporado a la sociedad civil moderna no es la reducción sino la creación de la complejidad. Mis reservas respecto a la posibilidad de fundamentar una concepción moderna de libertad exclusivamente en una noción procedimental de racionalidad «comunicativa» o «discursiva» no deben ser malentendidas. Porque pienso que Habermas tiene razón cuando considera tal concepción de racionalidad como el núcleo normativo de toda posible idea de razón postmetafísica. En un sentido importante, esta concepción recoge la es­ tructura normativa básica de la conciencia moderna. Lo que he defendido es sólo que no es suficiente en sí mismo dar cuenta totalmente del conte­ nido normativo de una concepción moderna de libertad. Un principio universal de igualdad de derechos humanos es un principio moral que, po­ dría argüirse con Rawls v Habermas. es el único contenido posible de un consenso universal respecto a los derechos humanos. Sin embargo, dado que la propia categoría de libertad «abstracta» o «negativa» y, en conse­ cuencia, un importante aspecto de lo que queremos significar por dere­ chos humanos no puede formar parte de un principio de racionalidad, es claro que un principio de derechos humanos no puede estar directamente implicado en un principio de racionalidad: un principio de derechos hu­ manos es un principio moral sustantivo, y su justificación debe ser dife­ rente de la del principio de racionalidad mismo. Al mismo tiempo, un principio de derechos no es una de esas normas específicas que pudiera justificarse por un consenso racional democrático: en cuanto meta-princi­ pio de derechos está mas bien próximo a un metaprincipio de moralidad y, en consecuencia, define una condición limitadora de lo que podría ser el contenido legítimo de un consenso democrático. Es precisamente en este sentido en el que un principio de derechos humanos define una condición de la posible racionalidad de un consenso democrático. Este es, me pare­ ce, el núcleo central de verdad en la tradición de las modernas teorías del derecho natural de Hobbes a Rawls. Este núcleo central de verdad debe en realidad suplementarse con un concepto de racionalidad «comunicativa» o «discursiva» si ha de constituir el núcleo «abstracto» de una concepción moderna de libertad comunitaria «positiva», esto es, de una concepción universal de una forma democrática de vida ética. El principio de igualdad de libertades y el principio de racionalidad comunicativa se «demandan» el uno al otro, pero, en un sentido obvio, no están «implicados» el uno en

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el otro. En este sentido precisamente es donde no coinciden en el mundo moderno la Libertad y la Razón —aun cuando la demanda de libertad sea una demanda racional, y el telos de la libertad negativa sea una libertad comunitaria racional. VI Hasta aquí he presupuesto más que argumentado que existe un víncu­ lo intemo entre las nociones de racionalidad comunicativa y discursiva de Habermas, por una parte, y la idea de libertad comunitaria por otra. Por supuesto que el vínculo, en cierto sentido, es obvio: la idea de autodeter­ minación democrática exige un espacio público de comunicación y de discurso espontáneos, así como formas institucionales de formación discursiva de la voluntad. El derecho de libertad individual se ve aquí «traducido» al derecho de participación política, la libertad negativa se ve «subducida» a autodeterminación colectiva. Podría argumentarse, en con­ secuencia, que la libertad comunitaria es simplemente racionalidad discursiva que se ha convertido en una forma de «vida ética», por usar una vez más el término de Hegel. Permítaseme mostrar en qué sentido es esta una idea plausible, y mostrar después en qué sentido no lo es. (El que las cosas deban ser más complicadas se sigue casi de mi argumento acerca de la libertad negativa.) La plausibilidad de la idea de que una concepción procedimenlal de la racionalidad en el sentido de Habermas ya contiene una idea de libertad comunitaria se debe al hecho de que define un tipo postradicional de acuerdo «ético» —es decir, un acuerdo sobre las /«em-normas de la argu­ mentación racional— y, por la misma razón, una forma —la única— de restablecer el acuerdo ético entre individuos libres e iguales, una vez que se ha disuelto la substancia ética tradicional. A través del procedimiento de argumentación, la libertad se vería vinculada con la solidaridad y con la racionalidad. En consecuencia, una concepción procedimental de la racionalidad definiría el núcleo normativo de una forma postradicional de libertad comunitaria. Por ello, aparecería justificada mi sugerencia un tanto paradójica de que una concepción formal de la racionalidad podría determinar la substancia de una forma democrática de vida ética. No obstante, he argumentado antes que ningún principio universal de libertad «negativa» está realmente —en ningún sentido claro— «implica­ do» en una concepción procedimental de la racionalidad. Si esto es así, una tal concepción no puede proporcionamos tampoco una idea posteon-

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vencional de la solidaridad («fraternidad»). La solidaridad en un sentido postconvencional exige que queramos un espacio de libertad negativa para todos los demás: espacio de libertad negativa que es la precondición para determinar y hacerse responsable de la propia vida, y que, por la misma razón, es un espacio de libertad para decir «No» y para actuar en conse­ cuencia. Unicamente sobre la base de tal libertad son concebibles formas simétricas de reconocimiento mutuo, acuerdos voluntarios y un consenso racional entre iguales. Sólo en el caso de que una concepción procedimental de la racionalidad contuviese en sí misma una anticipación —una «proyección»— de una forma de vida que incorporase la racio-nalidad comunicativa y discursiva en un sentido ideal (una «comunidad ideal de comunicación»), podríamos fundamentar una concepción de libertad co­ munitaria exclusivamente sobre la idea de racionalidad. Sin embargo, creo —y he tratado de mostrarlo en otro lugar— que semejante idealización ca­ rece de sentido.28 Lo que quiero decir no es que la idea de racionalidad contenga una ilusión trascendental — como por ejemplo argumentaría Derrida—, esto es, que se apoye sobre idealizaciones que sean tan inevita­ bles como ilusorias. Quiero decir más bien que esas idca-lizaciones, al ser conceptualmente incoherentes, no están realmente implicadas en el con­ cepto de racionalidad. Por esta razón, la idea de libertad comunitaria, aunque necesita ser configurada y sostenida por argumentos racionales, y aunque haya de conceder un lugar privilegiado a la argumentación racio­ nal respecto a la restauración y continuación del acuerdo ético, no puede reducirse a una concepción procedimental de la racionalidad. Libertad comunitaria es aquella que —a través de las instituciones y las prácticas de la sociedad, a través de la autocomprensión, los intereses y los hábitos de los ciudadanos— se ha convertido en un objetivo común. La libertad negativa cambia su carácter cuando se convierte en un interés co­ mún. Porque entonces no es ya sólo nuestra propia libertad lo que quere­ mos sino un máximo de autodeterminación para cada individuo y para cada colectividad. Semejante espacio común —y comúnmente reconoci­ do— de autodeterminación sólo puede existir, sin embargo, si se institucionaliza un espacio de libertad pública en el cual nosotros — obli­ gados por las demandas de libertad y de justicia— colectivamente, esto es, por medio de un debate público y «actuando concertadamente», ejerce­ mos nuestro derecho de autodeterminación como un derecho político. Y

28. Cf. Albrccht Wcllmer, Ethik secciones Vil y VIII.

und D ialog,

Suhrkamp Verlag, Frankfiirt. 1986,

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mientras que la libertad negativa, a través de las instituciones y las prácti­ cas de autodeterminación colectiva, se convierte en libertad comunitaria, esa libertad comunitaria, donde existe, es necesariamente autorreflexiva. Esto ya era verdad, en algún sentido, para la polis griega, al menos si he­ mos de creer a aquellos filósofos, desde Hegel hasta Hannah Arendt, para quienes la polis griega suministró el primer paradigma de libertad políti­ ca. Las instituciones, prácticas y hábitos de libertad comunitaria fueron su objetivo propio al formar parte de la autointerpretación, de la identidad y de las orientaciones prácticas de los individuos; ya que, cuando esto suce­ de, el contenido de la formación democrática de la voluntad ya no viene determinado únicamente por aquellos intereses, asuntos y conflictos pre­ políticos que vienen a la esfera política desde fuera (como una cuestión de regulaciones «justas»). Es más bien la propia libertad comunitaria la que se convierte en un contenido de la política, no sólo en el acto revoluciona­ rio de la constitutio libertatis, que para Hannah Arendt fue siempre el paradigma de la acción política, sino también en la práctica de asegurar, de reinterpretar, de defender, de modificar y ampliar el espacio de la li­ bertad pública. La constitutio libertatis es un progresivo interés de la ac­ ción política en condiciones de libertad pública; este es el elemento de verdad en la, por otra parte, paradójica creencia de Hannah Arendt de que la esfera de la acción política se tiene a sí misma como contenido.29 Lo que distingue a esta forma de autorreflexividad de la libertad co­ munitaria, que prácticamente podemos atribuir a la polis griega, de la autorreflexividad de cualquier forma moderna de libertad comunitaria es que esta última no sólo debe basarse en un reconocimiento (universal) de los «derechos de particularidad», sino que es autorreflexiva en otro senti­ do más: a saber, en el sentido de que es consciente de que ningún conte­ nido normativo específico ni interpretaciones específicas sobre las que pueda apoyarse son inmunes contra la posibilidad de la crítica racional. En cierto sentido —y este es el contenido de verdad de la interpretación de Habermas de la libertad comunitaria—, ningún contenido normativo par­

29. Véase, por ejemplo, Hannah Arendt, On revolution, The Viking Press, Nueva York. 1963. De hecho Arendt no adoptó realmente (siempre) la posición extrema que yo le asigno. Véanse sus interesantes réplicas a una serie de preguntas sobre este puntoque le fue­ ron dirigidas en el curso de una conferencia sobre su obra en Toronto, 1972 (en A. Melvyn Hill, ed., H annah A rendt: The R ecovery o f the Public W orld, St. Martin’s Press, Nueva York, 1979, pp. 313-318). Aquí Atendí viene a definir como «políticas» aquellas cuestiones de interés común para las que no existe una solución técnicamente definida con claridad y que en consecuencia constituyen un tema adecuado para el debate público (p. 317).

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ticular, ninguna regulación institucional especifica y ningún sistema par­ ticular de interpretaciones quedan abiertos al debate ni a la revisión racio­ nal. En consecuencia, una concepción procedimental de la racionalidad define una condición estructural importante de cualquier forma moderna de libertad comunitaria. El hecho de que solamente defina una condición y no nos dé una «definición» de libertad comunitaria podría establecerse también diciendo que un concepto procedimental de racionalidad sólo puede decimos qué sería la libertad racional, pero no lo que sería la li­ bertad racional.

VII Si la libertad en el mundo moderno descansa sobre un dualismo nor­ mativo de «negativa» versus «positiva», es decir, libertad comunitaria, entonces se establece una tensión dialéctica dentro de la propia idea uni­ versal de libertad. Pienso que es a esta tensión dialéctica entre libertad ne­ gativa y positiva a la que tanto Hegel como Tocqueville trataban de en­ frentarse. Podemos interpretarla como una tensión entre individualismo y comunitarismo en la moderna idea de democracia. Siendo la libertad ne­ gativa una precondición de la libertad comunitaria en el mundo moderno, es a la vez un poder de desintegración, una fuente de conflictos, una po­ tencial amenaza a los lazos de solidaridad entre los individuos. La libertad negativa representa, tal como lo vio Hegel, el elemento de desunión que es constitutivo de toda forma moderna de libertad comunitaria. Este es tam­ bién, creo, el contenido básico de verdad de la crítica que hace Hegel a las ideas románticas de reconciliación, crítica que retrospectivamente puede leerse incluso como una metacrítica de la crítica de Marx al individualis­ mo burgués. El «proyecto de modernidad», esto es, el verdadero conteni­ do de la crítica de Hegel, no tiene un telos utópico. Hegel, sin embargo, se equivocaba profundamente al rechazar una interpretación política de los principios del derecho natural, porque una forma democrática de vida éti­ ca es, como lo muestra Tocqueville, la única forma posible de «reconci­ liación» para las sociedades modernas. El proyecto de modernidad, en cierto sentido, es el proyecto de tal reconciliación entre la libertad negati­ va y la libertad comunitaria. Contra Marx y Hegel hay que decir que este proyecto es un proyecto en marcha, sin últimas soluciones, un proyecto que constantemente crea nuevas constelaciones de problemas y que oca­ sionalmente transforma energías utópicas en nuevas soluciones concretas.

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Contra el liberalismo hay que decir que, sin la realización de una libertad racional y comunitaria, de una forma democrática de vida ética, la libertad negativa puede convertirse en una caricatura o transformarse en una pe­ sadilla. El proyecto de modernidad, tal como lo he entendido yo aquí, está ín­ timamente ligado a una idea universal de libertad. La libertad, sin embar­ go, no es de esa clase de cosas que puedan realizarse para siempre en un sentido definitivo o perfecto; el proyecto de modernidad, en consecuencia, no es de esa clase de proyectos que puedan «completarse» para siempre. La única forma en que este proyecto podría completarse para siempre es a través del agotamiento o de la autoaniquilación de la humanidad —posibi­ lidad que, como sabemos, ya no es inconcebible— . El carácter de finabierto del proyecto de modernidad implica el final de la utopía, si es que utopía significa «terminación» en el sentido de una realización definitiva de un ideal o de un lelos de la historia. El final de la utopía, en este senti­ do, no es la idea de que nunca seremos capaces de realizar plenamente el ideal, sino de que la propia idea de una definitiva realización de un Estado ideal no tiene sentido respecto a la historia humana. Un final de la utopía en este sentido, sin embargo, no equivale al final de los impulsos radicales de libertad, del universalismo moral, y de las aspiraciones democráticas que forman parte del proyecto de modernidad. El final de la utopía debería entenderse más bien como el comienzo de una nueva autorrefiexión de la modernidad, de una nueva comprensión de las aspiraciones radicales del espíritu moderno; debería entenderse como la modernidad entrando en su etapa postmetafísica. Este final de la utopía no sería el bloqueo de las energías utópicas, sería más bien su redirección, su transformación, su pluralización, porque ninguna vida humana, ninguna pasión humana, nin­ gún amor humano parece concebible sin un horizonte utópico. Solamente la objetificación de este horizonte utópico de la vida humana en la con­ cepción de un estado último de reconciliación es lo que podría ser llamado «metafísico». Y en la medida en que el radicalismo utópico en la esfera política esté ligado a tales objetificaciones, puede ser llamado también «metafísico». En la esfera de lo político sólo tienen un lugar legítimo las utopías «concretas». Una idea universal de libertad comunitaria, sin em­ bargo, no es una utopía, ni abstracta ni concreta. Significa más bien un horizonte normativo para utopías concretas; porque define una precon­ dición de lo que podría llamarse una vida buena bajo las condiciones de la modernidad.

V ictoria C amps

POR LA SOLIDARIDAD HACIA LA JUSTICIA La ética no puede ser nominalista. Sus nombres — los nombres que ha ¡do descubriendo y haciendo suyos— son ideas que torpemente tratamos de materializar en nuestro mundo. Torpemente, porque no llegamos a pe­ netrar en las esencias. O quizá sus esencias no sean sino esos mismos nombres —como observó Locke— apenas reflejados en una realidad que no acaba de ser conformada por los proyectos éticos. El proyecto ético y sus nombres proceden siempre del disgusto o desaprobación ante la histo­ ria y el presente, y de una esperanzada voluntad de transformar el mundo. Los contenidos y los lenguajes varían, pero el anhelo siempre es el mismo. Más brevemente, la ética no es otra cosa que el deseo de producir el bien y reducir la cantidad o la calidad de mal en el mundo. Deseo que ha sido pensado por la filosofía de diferentes maneras. Aristóteles concibió la éti­ ca como el desarrollo de unas virtudes cívicas; Kant la entendió como el imperioso deber del respeto a sí mismo y al otro; las éticas comunicativas de nuestro tiempo, con fines más confusos y principios menos sólidos, in­ sisten más que nada en la importancia del procedimiento, lo único que tal vez esté en nuestras manos como vía para adecentar la realidad y hacerla más vivible. Es decir, más justa y más feliz. La felicidad y la justicia han sido, en efecto, desde los griegos los dos grandes fines de la filosofía práctica: el primero, como fin del individuo; el segundo, como fin de la organización social o política. Ambos valores son tan utópicos, que se echa de menos un tercero, individual y social a un tiempo y punto de enla­ ce entre ellos. Pues la justicia tiene que ver con derechos humanos, nece­ sidades e intereses generales y no puede fijarse en las diferencias indivi­ duales. La felicidad, por su parte, es un asunto privado, incompatible con cualquier tipo de generalidad. Pese a la disparidad de criterios y de puntos

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de mira entre los humanos, siempre habrá que reconocer que la justicia social es la primera condición de la felicidad individual, y que no es co­ rrectamente feliz el que lo es con ignorancia o desprecio de la justicia. Para que coexistan, pues, ambos valores, es preciso conectarlos con la ayuda de un tercero. Y ese tercero es, a mi juicio, el valor de la solidari­ dad, un valor históricamente desacreditado o poco atendido. Tal vez por causa de una inevitable asociación con la desacreditada caridad cristiana, el ideal de la fraternidad fue el más ignorado de los tres que constituyeron la bandera de la modernidad ilustrada. Y, sin embargo, ya había sido un valor fundamental en la gestación de la democracia ateniense. Hoy que juzgamos insuficiente, por abstracta e irrealizable, cualquier teoría de la justicia, y que lamentamos, sobre todo, la falta de equilibrio entre los dos grandes valores que la conforman, la libertad y la igualdad, deberíamos detenemos más a pensar cuál es el sentido de la so­ lidaridad. En efecto, las teorías de la justicia — Rawls o Habermas— si­ guen suponiendo una «necesaria sociabilidad» que, si bien parece previs­ ta en la naturaleza humana o en el lenguaje que la constituye, no es una realidad. Para que lo sea, conviene que las instituciones y los hombres cambien, que la acción comunicativa se vuelva transparente, que la so­ ciedad se reorganice y ordene con vistas a una distribución equitativa de los bienes. Las sociedades democráticas tienen —o deberían tener— a la justicia como meta. A ella van dirigidas las reglas del juego democrático, el procedimiento que, teóricamente, permite la participación de todos en las decisiones políticas. Por ello se habla de una justicia «procedimental», una justicia que se define y se concreta a sí misma a partir de unos criterios generales que indican cómo hay que proceder para concluir en decisiones o acuerdos justos. Justicia, pues, como punto final que materializaría la necesaria pero inexistente sociabilidad de los humanos. La justicia no es, pues, una realidad. Y aunque no debemos prescindir de ese ideal por lejano que aparezca —desde Platón, buscar la justicia es la tarea ineludible de toda política ética— , sí que es preciso contar con la falta y la lejanía de la justicia. Es ahí donde se impone hablar de solidari­ dad como el valor capaz de reparar en parte, y compensar tantas injusti­ cias. Valor o virtud emparentada con la amistad aristotélica o la benevo­ lencia de Hume. No me refiero a la virtud teologal de la caridad cuando ésta es cómplice de una falsa igualdad de todos ante Dios, principio, por tanto, encubridor de lacerantes injusticias. Me refiero, en cambio, a esa fraternidad o caridad bien entendida que viene a corregir, por la vía del afecto, de la comprensión y del amor tanto las injusticias como las insufi­

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ciencias de la justicia. La solidaridad, siempre más cercana al individuo y a sus singularidades, puede llegar más fácilmente a donde la justicia no alcanza, por incompetencia humana o por las limitaciones de la misma virtud la cual inevitablemente ha de situarse en una perspectiva imperso­ nal y universal. Aun cuando la justicia fuera una realidad, dejaría al des­ cubierto muchas miserias individuales, pues no es misión suya atenderlas. Digamos, por ejemplo, que una excelente e inmejorable ley de sanidad y unas excelentes e inmejorables instituciones hospitalarias si bien podrían satisfacer las exigencias de la justicia, sin embargo, no conseguirían aca­ bar con el sinnúmero de posibles adversidades que nos acechan a diario y en cualquier circunstancia. La ayuda, el consejo, la compasión, el apoyo son actitudes solidarías que, en cambio, tienen su lugar en tales situacio­ nes. Dado, además, que la justicia no es una realidad, que las injusticias son abundantes, éstas pueden y deben, a su vez, recibir compensación, si no plena satisfacción, de la solidaridad. Hoy por hoy, parece inviable la elaboración de un programa político auténticamente progresista. La vacilación entre el liberalismo y el socia­ lismo, el miedo a un marxismo dogmático, bloquean cualquier impulso ideológico progresista. Surgen, sin embargo, problemas y conflictos a propósito de cuestiones de interés común: la política fiscal o económica, la degradación del medio ambiente, el deficiente funcionamiento de los servicios públicos. Mejorar—o simplemente aclarar— cualquiera de esos problemas, desde los distintos frentes en conflicto y con la participación igual de todos ellos, es una cuestión de justicia y de solidaridad. De justi­ cia porque a ese fin hay que tender por lejano que parezca; de solidaridad porque, sin ese sentimiento, más difícil será consensuar el sentido que debe tener la justicia. Ponerse en el lugar del otro, tener en cuenta sus in­ tereses además de los míos, es un movimiento previo a la concreción de la justicia. Y ese otro no es un otro abstracto, sino el otro real que lucha y se pelea conmigo. Ahí radica la diferencia entre partir de una abstracta im­ parcialidad o de una concreta apreciación del otro. La diferencia, en suma, entre partir de unos principios de la justicia generales, o del deber de la solidaridad. Quienes pudieron servir de inspiración a los ideales de la Revolución francesa —o de resonancia teórica de los mismos—, los filósofos ilustra­ dos, se mostraron poco unánimes con respecto al valor de la solidaridad. Lo reconocieron, ciertamente, pero con reticencias. El individualista Locke apenas encuentra argumentos que contrapesen el desequilibrio generado por el derecho de propiedad y el poder del dinero. Hume, por su parte, basa

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la ética no en el deber, sino en el sentimiento de simpatía, de donde ha de nacer la virtud «natural» de la benevolencia. Dicha virtud, teóricamente promotora de solidaridad, ha de ser, sin embargo, encauzada por la «arti­ ficial» virtud de la justicia, la cual surge de la educación y de las convencio­ nes humanas porque así lo exige la común utilidad de nuestras sociedades donde los sentimientos humanos son proclives al desvío y a la unilateralidad. En cuanto a Rousseau, quizá sea quien ve más claramente las contradicciones entre las exigencias del pacto social y las concepciones individualistas. Pues, en efecto, el pacto social, dirigido a la formación de una voluntad general, debería consistir en la agregación de voluntades en tomo a un bien común. Así se formaría la sociedad justa. Pero Rousseau conoce muy bien el corto alcance de las buenas intenciones, y que el buen ciudadano, para formarse, necesita de unos «sentimientos de solidaridad». A ellos se refiere como a esa «religión civil» cuyos dogmas destinados a mantener la cohesión social deben ser acatados por todos los ciudadanos. En cuanto a Kant, habrá que esperar a la Metafísica de las costumbres para que aparezca, en segundo lugar, el deber de «la felicidad de los otros, pues­ to que su fin es también el mío». La fraternidad viene a ser, en su caso, un deber secundario, pero deber moral al fin: hay que respetar y amar los fines de los otros, aun cuando no coincidan con los míos «siempre y cuando no sean inmorales». Una vez fundamentada la moral y formulado el imperati­ vo categórico, Kant está dispuesto a hacer una serie de concesiones a sus principios, bien porque ha caído en la cuenta de su rigor y rigidez, bien porque empieza a dudar de su aplicabilidad práctica, o porque al llenarlos de contenido empiezan a agrietarse. Puesto que el reino de los fines no era previsible en un futuro inmediato, convenía prestar atención a esos deberes personales que, por lo menos, ayudarían a mejorar la convivencia. Si es notable la desconfianza hacia la solidaridad por parte de los filó­ sofos ilustrados, de igual modo la mística de una fraternidad sin fronteras como valor naciente de la Revolución francesa se desvaneció pronto en olvidos y contradicciones. Ciertos cambios en el trato, en la moda, en la mentalidad del «pueblo» que se proclama soberano, la profusión de «fraternizaciones» fueron pronto sustituidos por las actitudes revanchistas que enfrentaron al pueblo con la aristocracia. Paul Hazard señala tres vir­ tudes como las propuestas por la nueva moralidad del xvm: la tolerancia, la beneficencia y la humanidad. La segunda de ellas recibe el nombre de parte del Abbé de Saint Pierre quien busca un nombre menos equívoco que el de la caridad de cuyo mal entendimiento daban buena fe los com­ portamientos cristianos: «He estado buscando una palabra que nos recor­

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dara claramente que es nuestro deber hacer el bien a los demás, y no he encontrado nada que traduzca mejor lo que tengo en la cabeza que la pala­ bra beneficencia».1 Virtudes todas ellas, por otro lado, despreciables por un espíritu realmente radical y revolucionario. Ahí está para demostrarlo el «Manifiesto de los Iguales» defendiendo una igualdad absoluta —igualdad en todo, menos sexo y edad— como único objetivo: «Para que todos tengan las mismas necesidades y las mismas facultades, tendrá que haber para todos una sola educación, una sola alimentación». No olvidemos, por otra parte, que, de hecho, los tres valores de la Re­ volución francesa no fueron los tres que, como tales, ha recibido la poste­ ridad, sino los de libertad, igualdad y propiedad. En efecto, la Declara­ ción de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 empieza afirmando el derecho natural de todos los hombres a la libertad y a la igualdad. Y continúa con la enumeración de los derechos naturales e inalienables, como son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resisten­ cia a la opresión. Derechos más bien defensivos, reivindicación de cierta protección frente a las usurpaciones o agresiones. Nada hay en la Declara­ ción que recuerde ese deber de hacer el bien a los demás mentado por el Abbé de Saint Pierre. La desconfianza y el miedo tan nítidamente descri­ tos por Hobbes como los principales móviles de la acción humana parecen ser aún la realidad de donde brotan los principios y las exigencias morales, realidad que desmiente o ensombrece la dudosa sociabilidad natural del ser humano. ¿Cómo podía nacer la solidaridad al lado del derecho de pro­ piedad? El bien de la propiedad es afirmado desde el recelo de perderla por apropiación del otro. Es, por otra parte, el bien máximo porque consti­ tuye la condición de la libertad y de la igualdad. Quien no se posee a sí mismo ni es propietario de su trabajo carece de identidad. Pero un derecho tan individualista sólo podía ser desencadenante de insolidaridad. En un mundo donde la abundancia es un mito no es fácil que los individuos res­ peten espontáneamente sus mutuas posesiones. Así parece que lo vieron de inmediato —y no sin mezcla de regocijo— los contrarrevolucionarios franceses: las contradicciones entre los principios revolucionarios eran inevitables. Pues, en efecto, y como ironizaba Rivarol, «los negros en nuestras colonias y los sirvientes en nuestras casa pueden, con la Declara­ ción de los derechos en la mano, arrojarnos de nuestras posiciones. ¿Cómo es posible que una Asamblea de legisladores haya pretendido ig-I. I. Paul Hazard. European Thoughi in the Eighteen Century. [rom Mostesquieu to Lessing. Yale University Press. New Haven. 1954, cap. 4.

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norar que el derecho de naturaleza no puede existir un instante al lado de la propiedad?». A. Soboul, quien recoge la cita y se extiende sobre las contradicciones de los principios irremediablemente abstractos, acaba así: Libertad, igualdad: palabras-ilusión, sin duda, pero no obstante con­ movieron a Francia y al mundo, y todavía los conmueven; palabras que dan un sentido a la vida. Añadiría a ellas la fraternidad, que no es, al igual que la libertad y la igualdad, un principio en el frontispicio de la Declaración de derechos, sino un deber. Si la libertad no es nada sin la igualdad, si la liber­ tad sin igualdad no es sino el privilegio de algunos, ¿que sería la igualdad sin la fraternidad? (A. Soboul, La Revolución francesa. Crítica, Barcelona. 1987, p. 90).

Esa relegación de la solidaridad a un segundo nivel, o al ámbito sub­ jetivo, en cierto modo aparece corregida en el pensamiento ético contem­ poráneo, en la medida en que el punto de partida no es el sujeto, sino el lenguaje, no la razón prepotente, sino la comunicación y el diálogo. El pensamiento de nuestros días, que no controla ya casi ningún saber sustantivo, insiste, por el contrario, en la necesidad de la comunicación y en la menesterosidad humana necesitada de solidaridad. No obstante, esas mismas éticas del presente lamentan la insolidaridad real y que el dominio de unos sobre otros siga siendo la constante de cualquier forma de diálo­ go. Puesto que la realidad que ven no les satisface, nuestros filósofos de la moral proponen contra realidades, utopías, que, o bien nos indican cómo debe ser la comunicación racional, o bien se constituyen en fundamento filosófico de los principios de la justicia. Como antes, pues, seguimos hoy pensando en la justicia — la comunicación justa, la imparcialidad— como el requisito previo a cualquier otro valor. Tanto Habermas como Rawls —los dos máximos teóricos de la ética de nuestro tiempo— dan por su­ puesto que la idea reguladora de la comunidad ideal o de los principios de la justicia producirán de suyo el sentido de la justicia, una solidaridad efectiva. Y así, sigue habiendo una distancia sin mediaciones entre la teo­ ría y la práctica. Pues no es suficiente formular unos criterios de justicia ni afirmar la necesaria solidaridad del ideal de comunicación. Si la ética pre­ tende transformar la sociedad y sus formas de vida, o, cuando menos, se­ ñalar el sentido de tal transformación, no ha de limitarse a explicar «el punto de vista moral», sino ha de preocuparse también en contrastar esa perspectiva universal con la práctica singular cotidiana, mostrando las deficiencias del uno y la otra. Aunque el discurso moral normativo no sea privativo de nadie ni obligación exclusiva del filósofo — como bien dice

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Habermas— , sin embargo, éste, como filósofo y no sólo como ciudadano, está en condiciones de colaborar con su saber y formación especial y de prestar una ayuda valiosa. Es cierto que las utopías diseñadas por la ética comunicativa o por la teoría de la justicia de Rawls son de naturaleza procedimental. De ningún modo describen un modelo de sociedad que deba realizarse. La única cosa de la que puede vanagloriarse sin escrúpulos la socialdemocracia es de no ser un régimen totalitario o autocrálico. Tiene criterios de procedimiento y, a partir de ahí, todo está por hacer, a la zaga de lo que vaya ocurriendo en la práctica. Precisamente porque casi todo está por hacer y por cons­ truir, se nos antojan inútiles las teorías universalistas que vendrían a dar­ nos el algoritmo o la clave de la razón práctica. Los principios siempre son abstractos y, por lo tanto, no unívocos: pueden dar lugar a aplicaciones di­ versas. ¿De dónde sacamos, pues, la conclusión de que con las grandes teorías finaliza la tarea «teórica» de la ética? Creo que es Apel quien reco­ noce sin remilgos que la ética comunicativa precisa del complemento de la racionalidad estratégica, porque la acción política es perentoria, las de­ cisiones no admiten demora y porque, a fin de cuentas, las comunidades que conocemos están a millas de distancia de la comunidad ideal y no cabe esperar en las buenas intenciones o en la buena voluntad de todos los interlocutores. ¿Qué función le queda, entonces, a esa ética comunicativa inaplicable sin más a la práctica? Sin estar ni mucho menos exento de di­ ficultades de aplicación, el «principio de la diferencia» de Rawls es bas­ tante más concreto y sustantivo: el criterio de favorecer siempre al más desprotegido tiene una interpretación más segura que el imperativo de ha­ cer real la comunidad de diálogo ideal. Sencillamente porque nos resulta más fácil identificar las desventajas, las marginaciones, las desigualdades, que pensar de qué forma y bajo qué condiciones se daría, por ejemplo, una igualdad de oportunidades no ficticia o la libertad igual para todos. Del escepticismo frente a las grandes teorías están surgiendo valores como el de la solidaridad. Un último y desesperado intento de hacer una ética más humana, más cercana a nosotros, más esperanzadora y más al alcance de nuestro entendimiento. Y no pienso en propuestas como la de Maclntyre a favor de la construcción de comunidades locales que fueran el sostén de la vida moral y los valores comunes. Son rasgos ineludibles de nuestro tiempo la pluralidad de los puntos de vista y el individualismo. Rasgos que no es posible eliminar. Pero también es cierto que cualquiera de los temas que hoy más nos desazonan parece intratable desde ambas variables. Los conflictos de valores sólo se resuelven a partir de la fijación

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de unas prioridades que, de ningún modo, tenemos claras. Observamos cómo, por ejemplo, el crecimiento económico es incapaz de nivelar la des­ igualdad social, cómo el progreso técnico ofende a la sensibilidad ecológica, pensamos que el bienestar de las sociedades avanzadas debería avergonzarse del hambre y miseria del tercer mundo. Los accidentes y ca­ tástrofes, las enfermedades imprevistas nos obligan a adoptar actitudes para las que carecemos de memoria. En suma, los intereses corporatistas y privados ahogan la consideración de un necesario interés común. Aunque aceptamos ciertos principios comunes aprendidos tras varios siglos de ci­ vilización, hay que desconfiar de que alguien los tenga en cuenta. Y si op­ tamos por una ética de las consecuencias, igualmente habrá que preguntar­ se qué consecuencias — las que afectan a quién o a quiénes— han de ser priorizadas. Todo es muy confuso y demasiado complejo. No faltan, ade­ más, quienes aseguran que una cierta apatía es buena para que la democra­ cia funcione: es bueno que los ciudadanos suspendan sus intereses o res­ ponsabilidades políticas y confíen en la clase gobernante. Y, si no es bueno, es más eficaz. Los males del mundo, por otra parte, los conocemos bien, pero también hemos aprendido a contemplarlos con sorprendente in­ diferencia. La televisión o los periódicos los muestran a diario y a nadie le impresionan. No es raro, pues, que el contraste de esa realidad ante la que nos sentimos tan impotentes o incapaces, el contraste con teorías éticas perfectas, levante la sospecha de un imperdonable cinismo. Digámoslo de otro modo, la pluralidad o el individualismo no pueden ni deben ser erradicados. La vuelta a formas de vida comunitarias sería un retroceso reaccionario. Es preciso, sin embargo, contrarrestar de algún modo el desinterés general y el narcisismo. Pero no con un wishful universalista, sino con una acción que nazca de unas necesidades prácti­ cas. Tras varias décadas de proclamar obstinadamente la defunción del sujeto, ese sujeto arrogante de la Ilustración, y de reducirlo a estructuras y construcciones sociales, hoy renace otro sujeto que se reconoce sólo como «alguien» entre otros muchos, con los cuales está compartiendo algo tan elemental y obvio como el lenguaje. Sujeto individualista, sin duda, pero, al mismo tiempo, consciente de la necesidad del otro. La filosofía ha cambiado de paradigma: no tiene el punto de partida en la conciencia, sino en la comunicación, es decir, en la pragmática del len­ guaje. Con todas las asimetrías, estereotipos y manipulaciones que la constituyen. Ese nuevo paradigma nos asienta en la vida cotidiana, en sus juegos y sus reglas. Desde tal perspectiva, lo que de la ética pueda decirse a priori de la experiencia es poco y trivial. Nos acechan nuevos «natu­

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ralismos». Y, aunque no estemos en condiciones de elaborar una antropo­ logía satisfactoria, pensamos, sin embargo, que no es despreciable para la ética el análisis de los mecanismos reales de la acción humana (Elster) o la reflexión sobre nuestra propia identidad, a partir de la experiencia que de ella tenemos (Parfit). Una teoría «reduccionista» de la identidad, como la propuesta por Parfit, opta por abandonar principios distributivos de la jus­ ticia —principios a príori— y basarse, en cambio, en la calidad de las ex­ periencias individuales como criterio para decidir cuáles de tales expe­ riencias han de ser prioritariamente atendidas, independientemente de quién sea el sujeto-tipo de cada una de ellas. La teoría de Parfit quiere ser más impersonal que las teorías del autointerés, y más personalista que el utilitarismo, puesto que —alega— nuestras razones para actuar deberían tener en cuenta «lo que hacemos todos juntos», como contaminar la at­ mósfera o ensuciar las aguas. La responsabilidad de un acto no puede me­ dirse sólo por el efecto particular de ese acto, ya que, en tal caso, nadie es nunca responsable de muchos de los efectos nocivos que padecemos. Por otro lado, Parfit no se apunta al utilitarismo cuyo fin último es maximizar la utilidad o la felicidad, ya que la identidad personal es, a su juicio, inde­ terminada: no hay criterios generales para decidir, de antemano y en ge­ neral, cuándo alguien empieza a ser persona o cuándo deja de serlo. Temas como el del aborto o la eutanasia deberían verse desde tal perspectiva. La unidad de la vida es, a fin de cuentas, una cuestión de grado, de sentido. Teorías como la de Derek Parfit o la de Jon Elster sobre las estrategias de racionalidad invitan a pensar —estemos o no de acuerdo con ellas— que hay algo más a tener en cuenta que los principios de la justicia que han de gobernar nuestra conducta. Las dificultades con que éstos se encuen­ tran tal vez provengan de nuestra peculiar forma de concebimos como personas, o de los meandros que adopta nuestra forma de actuar que no es, en modo alguno, coherente ni lineal. Sea como sea, todo induce a pensar que el rasgo característico de este fin de siglo es el abandono del anhelo de totalidad, en todos los ámbitos —metafísico, religioso, ético, político, es­ tético, económico—. No hay visiones holistas de la sociedad, pues nadie puede reclamarse de esa perspectiva epistemológica privilegiada del co­ nocimiento absoluto. Incluso se nos insta a abandonar la categoría de «so­ ciedad». O se nos dice, asimismo, que la moderna tecnología obliga a mo­ dificar esencialmente la categoría de individuo. «Somos la proyección misma de nuestra competencia instrumental», dice Francisco Laporta, por lo que carece de sentido seguir hablando de individuos o de una sociedad civil como conjunto de ellos.

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Empíricamente, el modelo de sociedad civil que muchas veces se nos propone no existe en parte alguna, porque no somos individuos que estipu­ len pluralmentc la distribución del poder, las creencias o las preferencias en el seno de un intercambio libre, sino que somos, es decir, podemos ser de­ finidos como entidades cuyo equipamiento tecnológico defínitorio se ge­ nera en gran parte al margen o más allá de nuestras voliciones individuales: igual que la sociedad nos identifica mediante la adscripción de roles, la ci­ vilización tecnológica equipa nuestra identidad misma con la prótesis instrumental que nos define.2

Y las exigencias o aspiraciones ético-políticas que producimos para pro­ tegemos de ese equipamiento tecnológico que se desarrolla independien­ temente de nuestras voluntades no pueden ser satisfechas al margen de una agencia central izadora como la del Estado. En efecto, hay que contar con el Estado, pero también con algo más, puesto que las exigencias y aspiraciones progresistas difícilmente nacerán de ese aparato. No obstante, tampoco surgen del individualismo. Es la comunidad, la asociación, la que debe crear necesidades porque toma conciencia de ellas, las formula y las reivindica. Los movimientos sociales actuales representan una forma de activismo sensible a la solidaridad y distinta de la de la izquierda vieja o nueva. Martin Jay se refiere a ellos como la nueva política que ha redescubierto los diversos lados de la sociedad civil, entendida ahora como algo más que el mercado económico. En lugar de buscar una identi­ dad política perfectamente unitaria, sus seguidores prefieren representar distintos papeles en distintos contextos. En lugar de retar al sistema como totalidad a través de lo que Marcuse llamó el gran rechazo, han abandona­ do la creencia en un sistema coherente e identificable que deba ser supera­ do. En lugar de buscar una explicación última de cualquier forma de opre­ sión, en términos de clase, produclivistas o económicos, buscan poner juntas una serie de luchas relativamente autónomas en un bloque o coali­ ción con fisuras y sin jerarquía. Y sin borrar enteramente las fronteras entre lo público y lo privado, como la Nueva Izquierda intentó hacer en alguna de sus formas, tratan de reconocer las distintas maneras en que la actividad política puede manifestarse en los dos ámbitos. Aquí hay que subrayar la importancia de los movimientos ecologista y feminista antes mencionados.3

2. Francisco Laporta, «Sobre la precariedad del individuo en la sociedad civil y los deberes del Estado democrático», en Sociedad civil o Estado. ¿Reflujo o reto m o de Ia socie­ d ad civil?, Fundación Fricdrich Ebert, Madrid, 1988, p. 29. 3. Martin Jay, «Fin de siécle socialism». P raxis International (abril de 1988). lo.- nueuuT

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En resumen: falta de identidad política, falta de alternativas, fragmentariedad en las propuestas, falta de explicaciones globales, confusión entre lo público y lo privado. Todos estos rasgos convergen en otro tam­ bién dominante: la ausencia de una finalidad redentora. Los movimientos sociales se proponen influir en la opinión pública y resolver problemas concretos y a corto plazo. Crean identidades nuevas, comunidades de va­ lores y formas no convencionales de comportamiento político. Si los antiguos movimientos sociales estuvieron marcados por el espíritu re­ volucionario y se erigieron en defensores de derechos fundamentales —movimiento feminista, derechos civiles—, los nuevos movimientos pa­ recen preocuparse mayormente por los riesgos de las nuevas tecnologías —armas nucleares, energía nuclear, ingeniería genética— ; no admiten una tutoría estatal que conlleva excesivos peligros y posibles catástrofes, aun cuando el fin perseguido sea el bienestar social o el crecimiento eco­ nómico.4 ¿Son, pues, los movimientos sociales una muestra de la solidaridad que buscamos? Son, desde luego, la expresión del malestar y la protesta por evidentes injusticias. Protestas y oposiciones menos radicales que las de antaño, más de detalle, sin propuestas de recambio, y que amenazan con disolverse en cuanto desaparezca el grupo propulsor de las mismas. Proceden, no obstante, de individuos que se sienten solidarios entre sí, por lo menos a ciertos propósitos o efectos, contra o ante un sistema que les satisface poco. Les une más bien el deseo de no comulgar con un sistema que es ofensivo para la salud, autoritario sin razones aceptables, que amenaza con destruir la vida de todos. Les impulsa más la idea de mejorar la sociedad en la que viven y que conocen, que la vida de otras personas que se encuentran quizá en peores condiciones, pero cuyos problemas mayores son de otro orden. Son quejas nacidas del disgusto y la insatis­ facción ante la praxis, ante la propia forma de vida. En su último libro, Richard Rorty explica que, en la tradición filosó­ fica, la solidaridad humana ha significado que «hay algo dentro de cada uno de nosotros — nuestra común humanidad— que resuena ante la pre­ sencia de esa misma cosa en otros seres humanos». El reconocimiento de la común humanidad brilla por su ausencia en quienes mantienen actitu­ des «inhumanas». Y aunque Rorty se declara incrédulo ante la realidad de «ese centro de nuestro yo» que fundamentaría la solidaridad, añade que

4. Cf. Josl Halfmann, «Risk avoidance and sovereignity: New Social Movements in ihe United States and West Germany», Praxis International (abril de 1988), pp. 14-25.

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«tenemos la obligación moral de sentimos solidarios con todos los seres humanos». Nuestros juicios morales deben ser enunciados en la primera persona del plural. Pues no es lo mismo hablar de los otros como «ellos» —seres humanos, hijos de Dios, seres racionales—, que nombrarlos como si fueran «uno de nosotros», usando términos que no pretendan abstraer ni distinguir. La solidaridad no debe ser el reconocimiento de una esencia de lo humano, antes bien la capacidad para ver más y más diferencias tradi­ cionales (de tribu, religión, raza, costumbres, etc.). Partir no de los prin­ cipios abstractos, sino de nosotros, de nuestra situación, de donde esta­ mos. ¿Por qué renegar del etnocentrismo? A la «razón comunicativa» universalista y utópica, Rorty contrapone una solidaridad imperfecta ba­ sada en la historia que ha ido haciendo más y más ancho el universo del «nosotros». Una solidaridad, pues, consistente en respetar las diferencias si bien siempre en el marco de unos universales irrenunciables. Pienso con Rorty que el sentimiento de solidaridad ha de convertirse en el deber fundamental si queremos que la ética no sea palabrería vana y vacía. Los ilustrados creyeron que los grandes nombres transformarían la realidad, acabarían por tener referente y hacerse presentes en el mundo. No fue así. La igualdad y la libertad siguen habitando el universo de la indefinición. Es difícil que la especulación sola nos acabe aclarando el contenido justo de esos nombres. La práctica desvela más claramente las desigualdades y las faltas de libertad. La práctica dice sin equívocos quié­ nes son los más desprotegidos. La función de la ética ha de ser hablar de esos agujeros que denigran y ensombrecen el nombre de Injusticia y, sin duda, también el de la felicidad. Ha sido un acierto de Habermas el instalarse en el nuevo paradigma filosófico y tomar como centro de su teoría a la «acción comunicativa», pues es el ámbito de la relación interpersonal, del reconocimiento del otro el que más necesitado está de la ética. Y Habermas no ha dejado de reco­ nocer la distancia cósmica existente entre el ideal de comunicación y las patologías de la comunicación distorsionada real. No deja de ser paradóji­ co que una sociedad como la nuestra, llamada de la comunicación, perfec­ tamente equipada para lograr una comunicación total y efectiva, sea, de hecho, una sociedad de incomunicados. Esa facilidad de comunicación hace, al mismo tiempo, que nuestras culturas y nuestras formas de vida sean cada vez más homogéneas. Lo que llámanos «vida privada» consiste en la manifestación singular de unos mismos hábitos, costumbre y prefe­ rencias. La vida privada es hoy tan patrimonio de todos, que la emancipa­ ción no pasa ya por la conquista de esa privacidad, antes bien por la rei­

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vindicación de más vida íntima, por una parte, y vida pública, por otra. Y es ahí, en la configuración de una vida pública, donde se echa de menos la solidaridad. Hay que decir que Habermas no es el único pensador que ha insistido en el hecho de la comunicación distorsionada. Maclntyre lleva también razón en su diagnóstico de la sociedad moderna como una sociedad a la que le falta la unidad necesaria para que puedan ser compartidos unos mismos valores y puedan ser perseguidos unos mismos fines. En la misma dirección se encuentra Rorty cuando propugna, como se acaba de ver, una especial concentración en el «nosotros» construido por todo lo que consti­ tuye «nuestra común humanidad». Y no queda muy lejos de ambos Derek Parfit, cuyos análisis de la racionalidad y la identidad personal apuntan a concepciones más intersubjetivas y comunitarias. Abandonado el sujeto solipsistadel pensamiento moderno, y recono­ cido el subsuelo lingüístico que conforma nuestro ser en el mundo, es pre­ ciso que pensemos en los atributos que le faltan a nuestra forma de vida para que pueda denominarse «humana» con plena dignidad y derecho. Digamos que hemos avanzado al desechar el «prejuicio egoísta», típico de las teorías del contrato social. Reconocemos nuestra necesaria socia­ bilidad, la imposibilidad de progresar en el conocimiento o en la acción desde una posición individualista. Lo que significa que el pacto social no puede ser ya, para nosotros, una hipótesis lógica con el simple fin de ex­ plicar el inevitable sometimiento a las normas sociales. El modelo de pac­ to social que debemos contemplar es el propuesto por Rousseau como el camino hacia la producción de una «voluntad general». Cuál sea ese ca­ mino es difícil determinarlo a priori. Lo que sí sabemos es que no basta confiar la agregación de voluntades a unas reglas de procedimiento pre­ viamente legitimadas. Las reglas del juego no bastan para que los jugado­ res jueguen correctamente. Se juega bien cuando hay voluntad de hacerlo, cuando se juega con ganas. Ese es el elemento que le falla a nuestra ética y que, a mi juicio, responde a la exigencia de solidaridad. El paso de la perspectiva del sujeto a la perspectiva intersubjetiva —el paso del monólogo al diálogo— coincide —como ya he observado— con el individualismo, la creciente privacidad y el pluralismo de las socieda­ des contemporáneas. Consecuencia de tales fenómenos es la ausencia de «malas conciencias» o de conciencias responsables de los diversos males que hay en el mundo. Nietzsche acabó con el mito de la mala conciencia dando a entender que ésta procedía de la inevitable relación de dominio producida por la civilización. El hombre capaz de hacer promesas tiene

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mala conciencia si deja de cumplir lo prometido. Nietzsche pensaba, en efecto, en la mala conciencia derivada del pecado, esto es, la transgresión de la ley de Dios. El pecador se sentía culpable, responsable, de haber ofendido al autor del bien y del mal. Ahora bien, eliminada esa relación entre un acreedor y un deudor, al no deber nada a nadie, el individuo deja de estar comprometido; puesto que carece de obligaciones, carece tam­ bién de sentimiento de culpa. Si tuviéramos que enumerar los pecados de nuestro tiempo, no hablaríamos de esas ofensas o desobediencias individualizadas a la ley de Dios, sino de los males que son ofensas a la humanidad en general: la pobreza, el hambre, la guerra, la intolerancia, la violencia, la agresión ecológica, la indefensión de los viejos y los niños. Son, sin duda, los pecados de nuestra época, pero son pecados sin pecador. Nadie se responsabiliza de ellos. Pues bien, tal falta de responsabilidad es el indicio más evidente de la ausencia de solidaridad, sin la cual es prácti­ camente imposible avanzar en el camino de la formación de una voluntad general. Pero también es cierto que no todo es negativo en la tendencia individualista a encerrarse en uno mismo, a no comprometerse ni entu­ siasmarse por nada colectivo, a querer por encima de todo la propia auto­ nomía — la familia, la sexualidad, el cuerpo, el consumo— , a no seguir otra motivación que la del placer, a luchar desde y por intereses corporatistas. Como ve Lipovetsky, el individualismo ha generado, a la vez que todo lo dicho, un disgusto por la violencia, por los apartheid, una preocupación por los derechos humanos fundamentales que son, ante todo, derechos del individuo, una hipervaloración de la tolerancia. El in­ dividuo, en efecto, se busca a sí mismo, pero reconoce el igual valor que se le debe al otro. Respeta las ideas que no son las suyas. De no ser así, no reprobaríamos casi unánimemente ciertos fanatismos, no sólo por crueles e inhumanos, sino por anacrónicos. Precisamente porque reconocemos las diferencias, cuesta encontrar fines y objetivos unitarios que permitan de­ finir la felicidad colectiva. Lo que no obsta para que la felicidad siga sien­ do un derecho individual inalienable. Un derecho que cuenta con la justi­ cia y la solidaridad como condiciones necesarias. Hirschmann ha observado, seguramente con razón, cómo en la histo­ ria de los pueblos se producen oscilaciones periódicas de lo privado a lo público y viceversa. No es cierto —viene a decir— que los individuos no sientan la necesidad de implicarse en la vida política, si bien esa implicación experimenta flujos y reflujos y no siempre va en una misma dirección. La ideología de la mano invisible de Adam Smith, por ejemplo.

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facilitó el tránsito del hombre público al privado —¿qué necesidad había de ocuparse de lo público cuando ese ámbito funcionaba igual si cada uno vivía sólo para sí y lo suyo?— . Hoy, al contrarío, conquistado ya el espa­ cio de lo privado, se siente la necesidad de contrarrestarlo con una myor incidencia en lo público. Y en eso ha de consistir la recuperación de la responsabilidad en la formación de una voluntad general o el reconoci­ miento de un interés común. Contrarrestar la inercia hacia la privacidad no significa otra cosa que compensar las insuficientes solidaridades genera­ das tanto por la vida privada como por los corporatismos profesionales. Los intereses privados se cierran sobre sí mismos e impiden la coopera­ ción. Para que esos intereses corporativos o individuales no sean el único motor de la acción es preciso el reconocimiento público de los males prio­ ritarios, aquellos que merecen la consideración de todos y de cada uno de los ciudadanos. Nuestra época, mediatizada por los mass media, cuenta con todos los recursos para facilitar ese reconocimiento. A diario nos las habernos con imágenes que muestran la deficiente calidad de muchas vi­ das, la vergonzosa realidad de que la categoría de «ciudadano» no es, ni de lejos, un universal de nuestras sociedades. Las dimensiones de la des­ igualdad son tremendas en todos los niveles y por causas de diverso tipo: económicas, pero también de poder, de sexo, de inteligencia, de raza o de nacionalidad. Responder, o hacerse responsable de tales desigualdades — no permanecer indiferente ante sus imágenes— implica no sólo cam­ bios en la política económica, sino también cambios en las actitudes so­ ciales, en la concepción del ciudadano y de sus obligaciones. Es muy cierta la observación de Reyes Mate de que el Estado benefactor tiende a tratar los problemas de la vida privada —vejez, enfermedad, educación— «de una forma jurídico-burocrática, que en vez de lograr la integración social, lo que fomenta es la desintegración de esos ámbitos de vida».5 Vayamos a la última cuestión, quizá, que más debe importamos. ¿Cuál es la misión del filósofo de la moral ante tal estado de cosas? Ob­ viamente, como filósofo no puede hacer nada más que hablar de ellas, pensarlas y decirlas de forma que alguien fuera del gremio pueda oírlas. Quiero decir con ello que el ñlósofo —sobre todo el filósofo moral y polí­ tico— debería evitar el dejarse llevar por la historia intema de su discipli­ na, por eso que solemos llamar «deformación profesional» y que, concre­ tamente en filosofía, consiste en hacer abstracción de los hechos. Si la filosofía mira al pasado ha de ser para poner de manifiesto sus escollos y

5.

Socialism o y cultura.

Encuentros de Jávea, 1988.

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15!

fracasos en el camino hacia la liberación de la humanidad, fracasos cuyas huellas permanecen en el presente. Ciertamente, más que el ideal de intersubjetividad simétrica, es la intersubjetividad asimétrica del pasado la que nos sirve para denunciar los desequilibrios del presente. Pero no debiera acabar aquí, en esa denuncia, la función del filósofo de la moral, sino continuar en el empeño por una tarea más constructiva, hacia la superación de las asimetrías, y la creación de solidaridad. Esta se­ gunda parte es, sin duda, mucho más difícil y revierte en el problema bá­ sico de la coincidencia de los intereses privados y el interés común, la compatibilidad de la felicidad individual y la felicidad colectiva. Ese ob­ jetivo sólo puede lograrse por la simultánea transformación del individuo y la sociedad. Pues, en efecto, los individuos no cambian solos: necesitan refuerzos sociales, que van desde la ley a la espada, pasando por la educa­ ción y la formación de opinión. Es decir, que si la legislación y una cierta coacción son inevitables, también es imprescindible vigilar al legislador. ¿A través de los movimientos sociales que hoy parecen ser la panacea del progreso? Tal vez sí, pero no sólo. Si es conveniente hacer política de otra forma distinta a la de los programas del Gobierno (mientras tanto), si es preciso hacer otra política que no sea, casi exclusivamente, «política elec­ toral», también lo es crear opinión por todos los medios posibles, corri­ giendo los tópicos de la información que sólo falsea los hechos y produce respuestas predeterminadas. El objetivo de una ética de la solidaridad es transformar al individuo en ciudadano, lo que significa transformar las estructuras e instituciones sociales de forma que nadie quede excluido de ese derecho de ciudadanía. Una transformación desde dos frentes, pues no hay justicia sin individuos solidarios, como no hay democracia sin demó­ cratas ni socialismo sin socialistas. Ahora bien, el deber de la solidaridad plantea, por lo menos, dos pro­ blemas fundamentales: ¿Qué tipo de solidaridad queremos? y ¿solidaridad con quién? ¿Qué tipo de solidaridad? ¿La solidaridad nacida de eso que Rousseau llama los artículos de fe de la religión civil? Por ahí va tal vez el uso abusivo que hoy se hace de la ética: sustituto de la religión, de las ilusio­ nes y cohesiones que aquélla proporcionaba. Para los saintsimonianos, las «épocas orgánicas» eran tiempo de unión en tomo a unas creencias y teo­ rías comunes, épocas de carácter religioso, a diferencia de las «épocas crí­ ticas», de dispersión y atomización y, por lo tanto, irreligiosas. ¿Estamos hoy en uno de esos tiempos «críticos» y falta la religión —o la ética— que produzca la solidaridad necesaria? Algo de eso buscamos, sin duda, cuan­

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do mentamos a las virtudes cívicas como algo inexistente. Algo de eso buscan también las instituciones benéficas del tipo de Cruz Roja, Am­ nistía, Manos Unidas, Greenpeace y similares. ¿Solidaridad con quién? Obviamente, la solidaridad debería ser selectiva —como también debería serlo la tolerancia. La solidaridad indiscriminada, con todos, no es efectiva. Y el objeto de la solidaridad han de ser los más desposeídos, los que no ven reconocida su categoría de ciudadano o de persona. Esos que pertenecen al ámbito del «ellos», cuya identidad no es plenamente aceptada por los «nosotros». El fin de la soli­ daridad es —como advierte Rorty— el reconocimiento de la común hu­ manidad que debe serle otorgado a quien no lo tenga. Es algo distinto del sentirse solidario frente a problemas que directamente nos conciernen. ¿Qué significa, por fin, entender la solidaridad como un deber, condi­ ción y complemento de la justicia? Si las sociedades se mueven por inte­ reses privados y particulares, la justicia nunca será un hecho. Por encima de esos intereses, debe ser pensado el interés común, el cual no es simple­ mente la suma de los intereses particulares que no son sumables. La for­ mación de un interés común significa por lo menos dos cosas: I) optar por uno o unos bienes entre otros, priorizar unas acciones entre otras; 2) in­ tentar que ese bien o esas acciones sean aceptados por todos los miembros de una misma comunidad como prioritarios. Para lo cual hace falta ser solidario con los pocos y provocar la solidaridad de los muchos. Procurar que prevalezcan aquellos intereses que merecen ser convertidos en interés general. El discurso ético de la solidaridad se funda en la esperanza. Pero ¿tie­ ne fundamento la esperanza ? No lo sabemos; sabemos tan sólo que la es­ peranza existe, y que —como ha notado Gadamer— las varias formas de solidaridad nunca se han llegado a extinguir del todo en la tierra. La espe­ ranza se alimenta, es cierto, de grandes palabras, por lo general, ilusorias y medio vacías, pero potentes y con fuerza para impulsar cambios. Ahora bien, y como he dicho al principio, la ética no puede ser nominalista: ha de proponerse que las palabras dejen de ser puros nombres y se conviertan en realidades.

A

m e l ia

V

alcárcel

SOBRE LA HERENCIA DE LA IGUALDAD Una de las consecuencias de la caída de un sistema moral admitido es que ya no se puede establecer una casuística solvente. Por ejemplo, el es­ quema aristotélico-cristiano la tenía y puede decirse que el trabajo princi­ pal de los moralistas hasta finales del siglo xvh fue aumentarla. En efecto, los casuistas, dando por ya conocida y fundamentada cualquier norma, lo que argumentan es la manera de su aplicación al caso concreto. De vez en cuando esto supone tener que recortar la obligatoriedad de la norma de que se trate en orden a su mejor adecuación. Pues bien, durante el Barroco la casuística casi pareció especializarse en este segundo modo de proce­ der. Tanto ajuste y recorte de normas no fue bien recibido, de ahí que el término casuística haya llegado hasta nosotros connotado negativamente, casi como lo opuesto a moral. ¿Por qué? Porque nuestro mundo pertenece a otra tradición, precisa­ mente la que surgió del abandono del casuismo. Los comienzos y razones utilizadas para su rechazo son fáciles de rastrear y cuentan con figuras muy conocidas. Su principal enemigo puede que haya sido Pascal, del que no debe olvidarse que su cercanía al jansenismo hacía un puente con las corrientes protestantes que por motivos diversos, dogmáticos, presentaban un frente contra los casuistas no por menos argumentado, débil. En todo caso los filósofos tenemos que lidiar con las argumentaciones, y es en Pascal, quizá por la mezcla de posiciones, en quien aparecen con nitidez. En las Cartas provinciales la invectiva común que Pascal lanza con­ tra los casuistas es que su actividad pone en duda la universalidad de las normas que dicen aplicar. Denostando la práctica casuística de los jesuítas la resume así en la quinta provincial:

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Sabed pues que su objeto no es corromper las costumbres, no es esa su empresa. Pero tampoco tienen como único fin el de reformarlas. Sería una mala política. He aquí cual es su idea: Tienen la suficiente buena opinión de sí mismos como para pensar que es útil y necesario al bien de la religión que su reputación se extienda por todas partes y que gobiernen todas las conciencias. Y como los principios evangélicos y rígidos son propios para gobernar a algunas clases de personas los utilizan en aquellas ocasiones en que les son favorables. Pero como esos mismos principios no concuerdan con los deseos de la mayoría de las gentes los dejan de lado respecto a ellas a fin de tener con qué satisfacer a todo el mundo.1

De este modo la casuística expande la doctrina de las opiniones probables que es la base de toda infracción de las reglas según Pascal. La prudencia humana y política se disfraza de prudencia cristiana curando vicios con otros vicios. La palabra que los desencadena es «según». Porque según el autor casuista que se invoque la norma tiene uno u otro tipo de univer­ salidad. Si las normas son universales es porque esa universalidad significa su legitimidad y su pureza, con independencia de si pueden ser o no seguidas por todos los seres humanos. Pero incluso en este segundo aspecto Pascal prefiere confiar en la ayuda de la gracia. En cualquier caso, durante el tránsito del Barroco a la Ilustración se había convenido ya que en modo alguno podía hablarse con seriedad de que algo fuera una norma o una ley si su universalidad formal no estaba asegurada, aunque persistía el res­ tringir su campo de aplicación.

«S egún »

versu s

« como

si »

Nuestro mundo surgió del abandono del casuismo, pero también de la pérdida de confianza en que las normas fueran evidentes o estuvieran su­ ficientemente fundamentadas. Voy a mantener que esto sucedió tanto en la ética como en la política, es más, que si se hizo una filosofía política, en tanto que cosa distinta del «arte de gobierno» medieval y renacentista, fue porque las normas tuvieron que ser reargumentadas en sí mismas, funda­ mentadas, para lo cual el pensamiento hubo de retrotraerse a su universa­ lidad, que era lo mismo que abandonar el casuismo.

1. Pascal, Provinciales , en O bras , trad. de Carlos Daropicrrc, Alfaguara, Madrid, 1981, p. 92.

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Paralelamente un nuevo género de moralistas laicos, si bien por lo ge­ neral deístas, aparecía en Europa. La Bruyére o La Rochefoucauld perte­ necen a este grupo de filósofos de las costumbres que comenzaron la bús­ queda. a menudo pesimista, de las virtudes civiles, de las normas con las que afrontar la convivencia. Críticos de la cultura y no particularmente ontólogos, sus fundamentos son a veces confusos. Viven un mundo de desigualdades admitidas frente a las que cualquier crítica no tiene casi apoyo de universalidad donde reposar. La Bruyére, que con frecuencia reflexiona sobre la desigualdad y los vicios sociales y privados que la sustentan, sobre la falta de universalidad en el cumplimiento de los preceptos que harían el mundo más habitable, no presenta otra alternativa que su concepto de «avenir». Ese futuro eter­ no debe existir porque el mal de que está lleno el mundo lo exige. Este mozo tan bien plantado, tan florido y con tan buena salud es señor de una abadía y otros diez beneficios. Todos juntos le rinden miles de libras de renta que se le pagan en luises de oro. Hay por otro lado miles de fami­ lias indigentes que no se calientan por el invierno, que no tienen ropa para cubrirse, a las que a menudo falta el pan. Su pobreza es extrema y vergon­ zosa. ¡Vaya reparto! ¿no prueba acaso que debe existir un futuro?

Sin embargo, ese futuro está fuera de los límites del tiempo, lo garan­ tiza Dios que en la muerte acaba con las desigualdades y premia el mérito. No cabe esperar otra universalidad ni quizá otra justicia. Cuando al final de sus Caracteres resume su onlología escribe: «Una cierta desigualdad en las condiciones que conlleva el orden y la subordinación es obra de Dios o supone una ley divina: una desproporción excesiva tal como la que se advierte entre los seres humanos es obra de éstos o la ley del más fuer­ te. Los extremos son viciosos y parten del hombre, toda compensación es justa y viene de Dios».1 Fue obra del derecho natural, nacido también en el Barroco, conjugar la petición moral de universalidad con la suposición política de igualdad. Contra toda apariencia dada por los hechos se comenzó a pensar «como si». Se comenzó a pensar que la justicia dependía de este como si. Pensar a los seres humanos como si fueran iguales, imaginarlos como si fueran capaces de seguir normas dictadas por la razón o el sentido común. En el alba de la Ilustración, el ayuntamiento entre ética y política es-

2. La Bruyére. Les C aractires, Gamier, París. 1986, pp. 187 y 486.

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taba casi consolidado. Sin embargo, la profundidad de su alcance apenas sobrepasaba algunos círculos. Mientras, la política efectiva seguía los de­ rroteros posibilistas marcados por la paz de Westfalia. Fue una tarea difí­ cil introducir ideas reformistas en la política aún barroca de Europa. Y esta tarea aún se vio obstaculizada por otros inconvenientes teóricos que surgieron contra esa unión de ética y política, más exactamente las voces que se alzaron contra la pretensión de moralizar la política y que se escudaron a su vez en el sentido común cuyo claro ejemplo es La fábula de las abejas de Mandeville. Si ya Hobbes había mantenido que el Estado no era capaz de mo­ ralizarse hacia el exterior, suponiéndolo un individuo, Mandeville sostuvo que tampoco la moralización interior del Estado era conveniente. La vir­ tud era algo que indudablemente se podía recomendar a los ciudadanos uno por uno, pero no en conjunto. La práctica conjunta de la virtud, expo­ ne en su burlesco ensayo, acaba con los recursos y el poder de los estados. O, de otra forma, las cosas están bien como están y es prudente que moral y política no crucen sus caminos. Nadie duda del papel de pionero que Mandeville tuvo en la economía política, del mismo modo que es indudable que su obra sirvió de detonan­ te para la polémica más amplia que la Ilustración abrió sobre las exigen­ cias éticas de la política y cuál debía ser su alcance. En todo caso el suelo de la cuestión estaba cambiando y moral y política concretaron sus puntos en común en la argumentación de la igualdad y la exigencia de universa­ lidad para las leyes que regían la comunidad humana a imagen de las leyes universales que se descubrían en la naturaleza. Por este expediente la Ilustración hizo heredar a la modernidad el tema político moral por exce­ lencia, el tema de la igualdad. Sin embargo, puesto que referirse a la Ilustración como homogénea es falsearla, hay que ver en esta y otras de sus polémicas, en un movimiento que fue sobre todo una larga polémica, cuáles eran las posiciones efectivas que se tomaban y no contentarse con una idea global difusa. En esa polé­ mica veremos desfilar los temas que todavía hoy son los puntos cruciales de la cuestión.

Q ué

heredamos

Afirmar que hemos heredado la igualdad es hacer un diagnóstico de los tiempos. Los que vivimos están marcados por un rasgo al que se da en llamar igualitarismo y en otras ocasiones «ideología igualilarista». El

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igualitarismo constituye gran parte de la legitimación de nuestros sistemas políticos y, desde el siglo anterior, el detonante de polémicas filosóficas y filosófico-políticas que hacen bastante más que colear. Nos hemos acos­ tumbrado a saber que la igualdad o su negación es una de las tramas fuer­ tes del pensamiento cuyo origen situamos en la Ilustración y en el que nos desenvolvemos. Forma parte de esa tradición que se resiste a ser embalsa­ mada en los museos. Está viva y se escapa. Los que corean el fin de las perspectivas emancipatorias nos avisan sin embargo de que ya no habla­ mos de lo mismo que nuestros antecesores dieciochescos. El problema no es la igualdad, sino la diferencia. La igualdad fue la idea jacobina que vi­ vió con los movimientos sociales del siglo xix y murió en la derrota de las ontologías, fecha algo imprecisa, que abarca desde Nietzsche hasta ayer. La igualdad era el poso cristiano de la Ilustración. Nuestra igualdad es otra cosa. La igualdad ilustrada se movió al compás del par poder = riqueza que el pensamiento del siglo xx ha desmontado. Era igualdad oíd style. Ahora igualdad es, como tantos otros, un concepto débil, desactivado, agua que no mueve molino social ni mental. La sociedad postindustrial no la necesita y su recurrencia es una rémora para entender el verdadero esta­ do de la cuestión. Es una herencia de la que desprenderse. Pero en esto, como en tantas otras cosas, no deja de haber puntos oscuros. En efecto, se trata de saber si la igualdad la hemos heredado y en ese caso de quién la hemos heredado y en qué consiste tal don. La primera cautela que estaría bien hacer es que suele, en estos tiempos de reflexión sobre el cristianismo, asegurarse que la igualdad es uno de los nudos fuer­ tes del pensamiento cristiano. La filosofía italiana, que con mayor saña que otras no ceja en este empeño, nos presenta de hecho toda nuestra cul­ tura como una herencia cristiana. Explica por esa clave la misma Ilustra­ ción, cuya imagen tópica por el contrario es la de un movimiento no reli­ gioso, cuando no antirreligioso con sus puntas de materialismo. Pero en opinión de algunos de los mejores filósofos políticos italianos, Marramao, Esposito, Del Lago, el ilustrado es el que obedece realmente el mandato cristiano de ir más allá del límite, tanto en la libertad especulativa como en las convenciones políticas. La igualdad es cristianismo secularizado. Sumariamente cabe recordar que el pensamiento cristiano, si es que es uniforme, se avino, cierto que no sin esporádicas revueltas, con socieda­ des fuertemente desiguales, orientales y occidentales, y su igualitarismo fue una espoleta más bien lenta. Puede pensarse que es precisamente en nuestros tiempos igualitaristas en los que esa trama cobra relevancia. Con todo hay que admitir, a la weberiana, que algo tendrá que ver el cristia­

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nismo y esas sus sentencias oraculares con el tipo de sociedad que hemos llegado a vivir. Admitir que nuestra cultura es cristiana es admitir que buena parte de su herencia surgió de la polémica con ciertos tipos de cris­ tianismo. Distinguir los rasgos cristianos de la idea de igualdad no es lo mismo que conceder a tal idea una exclusiva forma, ni menos nacimiento, religiosos. Sin embargo, plantear la igualdad como herencia ilustrada es apartarse, aunque sea de momento, de ese campo explicativo que sin duda otros encuentren interesante. Decir que la igualdad es una herencia ilus­ trada es partí pris. Es afirmar que entonces, en las polémicas del siglo xviii, se produjo ese «novum» y es el deber de argumentarlo como tal «novum» deslindándolo de la tradición precedente. Esta toma de partido por la emergencia ilustrada de la igualdad es problemática, porque ese «novum» es más bien difícil de localizar. Supo­ nemos que podremos hacerlo, pero, si se toma esta vía, el momento preci­ so en que ocurrió y la talla de los legadores no pueden establecerse con claridad. Por lo que toca a los albaceas, nadie negará que ha sido la filo­ sofía política secularmente considerada progresista la que ha mantenido la herencia, pero ¿dónde la obtuvo?

N acimiento

y primeros pasos

Hay un punto al que siempre acaba el progresista por volver cuando anda a la búsqueda del legatario de la igualdad y por lo general para rom­ per el cántaro: Rousseau. Viene lo del cántaro al difícil progresista que es Rousseau, quien no creía en el progreso y que para cualquier cambio sólo confiaba en la emergencia de una humanidad nueva, producto de una edu­ cación especial —mesiánica— como relevo y salvación de un mundo insalvable. Con Rousseau, que igual se mostraba antisemita que tronaba sobre el lujo, que consideraba el autoexamen de su egolatría discurso ne­ cesario para el autoconocimiento de la especie, que conjuga misantropía y pesimismo moral, se encuentra todo progresista en su equipaje. Con Rousseau, que juzgaba probablemente a la civilización un error, cuando vamos a la fuente de la igualdad por lo general se nos rompe la vasija. Su tratamiento de la desigualdad en el discurso a la Academia de Dijon deja claro que lo que se entiende por progreso es la abdicación de la igualdad. En Rousseau se advierte con luminosidad el antagonismo que en el siglo ilustrado se produjo entre igualdad y progreso. Bury señaló con agudeza que del hecho de haber heredado juntas y de la misma tradición ambas

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ideas no podemos inferir que no hayan sido contrarias en el pasado. ¿Cuál es esta igualdad, reñida con el progreso, de que habla Rousseau a los aca­ démicos de Dijon? Es la igualdad idéntica (debo a Celia Amorós3 no tener que explicar que lo anterior no es un pleonasmo) que posee cualquier especie natural. Es fácil ver que es preciso buscar en los cambios sucesivos de la espe­ cie humana el primer origen de las diferencias que distinguen a los hom­ bres. los cuales, comúnmente, son naturalmente tan iguales entre ellos como los animales de cada especie antes de que diversas causas físicas hu­ bieran introducido en algunos las variedades que en ellos distinguimos.4

Los seres humanos fueron, en algún tiempo, iguales, con la igualdad ge­ nérica de las especies animales, pero, una vez que comenzó la apropiación individual de características, surgió la primera desigualdad. Ésta se esta­ blece por natura y es inevitable. Para el género humano, o al menos para su parte masculina, la igualdad idéntica, primaria, ya no existe. Ha salido del ápeiron de la igualdad original y ha entrado en una desigualdad que le es constitutiva. Sobre ella se ha acumulado otra a la que llama «moral o política». Es la desigualdad establecida o al menos consentida por las convenciones humanas. Tras el estado de naturaleza espartano primitivo, toda fuerza y vigor, cuya imagen hay que buscar en los pueblos aún no colonizados que le son contemporáneos, adivino la civilidad. ¿Qué necesidad había de abandonar el feliz estado primitivo, de salir del paraíso? Pero sucesivos descubrimientos, el fuego, el lenguaje, la agricultura, nos apartaron de tal estado a cambio únicamente de mayores y mayores trabajos. Con lo que por inocencia llamamos progreso apareció la mutua necesidad, el tuyo, el mío y la justicia. La fuente de la desigualdad moral y civil fue la propiedad. Y así «A medida que el género humano se extendió los dolores se multiplicaron con los hombres». La civilidad produjo sus efectos y, establecido el rango y suerte de cada hombre «no sólo en la cantidad de bienes de que servirse o nutrirse, sino también sobre la inteligencia, la belleza, la fuerza o la habi­

3. Celia Amorós. «Espaciode los iguales, espacio de las idénticas», A rbor (diciembre de 1987). 4. Rousseau, D iscours su r I'origine el les fo ndem ents d e l'in eg a lité parm i les hommes, O euvres Completes, Seuil, París, 1971,11, p. 209 (hay trad. casi.: D iscurso sobre el origen y los fundam entos de la desigualdad entre los hom bres, Tecnos, Madrid, 1987).

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lidad, el mérito o los talentos, como estas cualidades eran las únicas que po­ dían llamar la atención bien pronto hubo que tenerlas o fingirlas».56La hi­ pocresía y la afectación se hicieron dueñas de la escena social y surgieron todos los vicios. El desorden siguió a la igualdad rota. Los que no tenían pusieron en peligro a los poseedores y entonces «el rico, urgido por la nece­ sidad, concibió al fin el proyecto más reflexionado que jamás entrara en el es­ píritu humano: emplear a su favor las mismas fuerzas de los que le atacaban, hacer defensores de sus adversarios». Inventó las leyes y las instituciones. Tal fue o debió ser el origen de la sociedad y de las leyes que dieron al débil nuevas debilidades y nuevas fuerzas al rico, destruyeron sin retomo la libertad natural, fijaron para siempre la ley de la propiedad y de la des­ igualdad, y de una usurpación hicieron un derecho irrevocable y, para el beneficio de algunos ambiciosos, sujetaron a todo el género humano al tra­ bajo, la servidumbre y la miseria.*

Cada revolución, cada cambio, ha hecho progresar la desigualdad hasta llegar al despotismo y la tiranía que son su último extremo. El mundo es para siempre desigualdad porque es la condición de la civilidad, es inevi­ table y fundante. Ese es el presente. La igualdad tiene desde ahora que pasar a ser otra cosa, no una condición de lo deseable sino de posibilidad argumentativa. La igualdad en las sociedades reales se transforma o se sustituye por la voluntad general que tiende al bien común en las sociedades políticas bien formadas, tal como se fija en El contrato social. La igualdad es igualdad pensada. Una igualdad heurística. Una igualdad que sirve sólo para deplo­ rar el estado presente. Una igualdad debe-ser proyectada hacia el pasado sin historia y para siempre ausente de la historia. Una igualdad típicamen­ te moral, pensaría quizá Javier Muguerza. La igualdad que Rousseau de­ cía haber aprendido en su pequeña república ginebrína, teniendo en cuen­ ta que estaba de acuerdo por una vez con Voltaire en que las repúblicas, es decir las sociedades capaces de hacer real la voluntad general, estaban muy bien, aunque únicamente territorios mínimos podían serlo. Para que se conserve el relativo contrato, un Estado no puede ser muy grande por­ que cuando el vínculo social se extiende se relaja.7 Por lo tanto, la voluntad

5. 6. 7.

tbidem , p. 232. tbidem , p. 234. D u C ontrat Social (manuscrito de Ginebra), ed. cit., contrato social, Tecnos, Madrid, 1988.)

p. 411. (Hay trad. cast.: El

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general, ese sustituto de la igualdad, vivirá en pequeños estados y se dará la forma de ley. El pueblo estatuyendo para lodo el pueblo es la ley. Reúne la universalidad de la voluntad y del objeto y, por tanto, «no hace falta preguntarse a quién pertenece hacer las leyes porque son actos de la vo­ luntad general, ni si el príncipe está por encima de las leyes porque es miembro del Estado, ni si la ley puede ser injusta porque nadie es injusto consigo mismo, ni cómo ser libre sometiéndose a las leyes porque no son más que registros de nuestras voluntades». Esa es la igualdad en la que fundamentaba Rousseau el bien pensable y en ocasiones también sirvió a su mal carácter y su misantropía; porque no había noble protector con quien rompiera a quien no pusiera por delante que él era igual por ginebrino. Esa es la igualdad rousseauniana que es pensable. pero ... la igualdad que es posible parece tener además otra fuente. Pensemos en el Manifiesto de los iguales. Traigamos a la memoria esa prehistoria que re­ lataba Rousseau tal como era entendida en la Revolución, tal como la aplica políticamente Babeuf. Hay entre los desiguales, y el principio de toda desigualdad es la riqueza, una guerra que no ha sido declarada. Es perpetua. Contra los pobres utilizan los ricos las instituciones y también el discurso. Su mejor arma es mantener que la pobreza o la desigualdad están ordenadas por la naturaleza misma. Escribe Babeuf: No es la igualdad mental lo que necesita un hombre que pasa hambre o que tiene necesidades: la tenía esta igualdad en el estado natural. Repito, porque no es un don de la sociedad y porque para limitar aquí los derechos era mejor para él quedarse en el estado natural, buscando y disputando su subsistencia en los bosques o al borde del mar o de los ríos.'

La igualdad es la condición humana y, de no tenerla, no tiene sentido la detentación de la humanidad. No es la igualdad idéntica, sólo pensada, que anula cualquier diferencia. Es la igualdad civil, el cese de la guerra entre ricos y pobres porque no haya ya ni ricos ni pobres. Y el camino hacia esa igualdad no depende del surgimiento de una hu­ manidad nueva, de una educación especial, de un cambio en las conciencias. Más tarde sentencia: «No es en los espíritus donde hay que hacer la revolu­ ción, no es allí donde hay que buscar el éxito, es en las cosas donde esta revolución de la que depende la felicidad del género humano es necesario que se haga». ¿Por qué? Porque todo derecho tiene un límite y no es del8

8.

Babeuf, «Manifiestode los Plebeyos», recogido en Babeuf. realism o y utopía en la 1970.

Revolución F rancesa , Península, Barcelona,

I I . - T itm A irr

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propietario, que alza los simulacros de ley, de quien hemos de esperar la moderación: «la perfecta igualdad es de derecho primitivo. El pacto social, lejos de atentar contra este derecho natural, tiene que dar a cada individuo garantías de que este derecho no será nunca violado. Nunca deberían existir instituciones que favorecieran la desigualdad». El hecho es que no hay vo­ luntad general y que la mayoría ha sido despojada. Sin detenerse a explicitar los medios, Babeuf afirma que por fin han llegado «los tiempos memorables escritos en el destino» en los que el cambio radical en el sistema de pro­ piedad se convierte en inevitable y ahora «la revuelta de los pobres contra los ricos es una necesidad a la que ya nada puede vencer» (Manifiesto, p. 132). Babeuf, quizá Saint Just, y su grupo descreen de la voluntad general y esperan un cambio revolucionario en el que casi se siente el ruido del motor de la historia. Mientras la igualdad se vaya produciendo hay un nuevo sujeto, el pueblo, cuyos miembros tienen entre sí la igualdad de los conspi­ radores. la igualdad del club. La igualdad es condición a instaurar, porque la que campea en las divisas del estado revolucionario es ficcional. La Revolución francesa, ¿de quién es hija? Del odio acumulado en esa guerra sorda, piensa Babeuf. De la inadecuación del poder político al poder real, supone Talleyrand. Escribe en sus Memorias: «Toda preeminencia en el orden social se funda sobre una de estas cuatro cosas: el poder, el naci­ miento, la riqueza y el mérito personal». El poder político, antes de la Re­ volución, estaba demasiado concentrado. Los plebeyos se hicieron con la riqueza y el mérito. La nobleza comenzó a concederse por dinero y además muchos nobles, pese a ser los únicos que podían aspirar a ciertos cargos públicos, eran pobres. Pues bien, así llegó el tiempo «en que el amor a la igualdad puede exhibirse sin obstáculos y a cara descubierta». La opinión que tendía a la igualdad fue adulada. «Los sentimientos de la clase plebeya provenían de una idea de igualdad. Quien no quiere ser tratado como infe­ rior pretende ser igual o aspira a serlo.» Pero la clase plebeya no había buscado la igualdad, sino que ésta le había salido al paso. Sólo quedaba pa­ sar de la opinión a la ley. Por lo demás sólo los títulos y privilegios de la no­ bleza estaban en peligro al principio. Peor era la pérdida de los bienes. En fin, la igualdad, esa enfermedad pasajera en una antigua monarquía, se hizo virulenta porque se la combatió en exceso. Por ello el tercer estado hizo algo muy impropio de una antigua monarquía: copió las constituciones igualitaristas de las colonias inglesas. La igualdad revolucionaria no es hija de las Luces, sino de las colonias americanas, por ejemplo.9

9. Talleyrand, M em orias, Sarpe. Madrid, 1985. p. 85.

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Del juicio de Talleyrand se sigue que la igualdad rousseauniana no habría llegado a radicalizarse nunca de no haberse ensamblado con ideas republicanas cuyo origen hay que buscar en el puritanismo, el anabap­ tismo, el metodismo, los cuáqueros. Y por medio de un contemporáneo bien informado de la Ilustración nos encontramos con el tema que quería­ mos evitar: los rasgos cristianos de la igualdad. Sin embargo, es algo feo recordar que la igualdad cristiana clásica se servía fundamentalmente en los sepulcros. Tras la muerte, y aun en esto los Padres no estaban todos conformes. Para la vida, la suerte de disminuida solidaridad que en efecto existió, descontadas algunas andanzas fraticelli; para la muerte, la igual­ dad asegurada por la existencia de un único poder presente y un gozo del amor a tenor de los méritos. Entonces, estos cristianos americanos ¿qué igualdad inventaron? Fueron por partes. Abrogaron el sistema de castas, es decir, dejaron sin papel a los que ya no lo tenían y menos en colonia scmipenales: al cle­ ro y la nobleza. Eran pueblo nuevo en tierra nueva. Soldaron república e igualdad de tal modo que las viejas monarquías sintieron cierto temor y a la vez cierto alivio. Nuevo mundo, nueva sociedad, nuevas ideas, nada que sirviera para la vieja Europa. Un experimento. Un experimento racionalista y moralista que lograba la soldadura antedicha con otra in­ vención que no tuvieron inconveniente en adaptar, la utilidad. Inventaron sus modelos humanos que exportaron a Europa y fueron acogidos con be­ névola curiosidad. Franklin, por ejemplo, que no entendía los excesos veblenianos del arte europeo porque el lujo no era útil, dio más de una idea a los publicistas. Prototipos nuevos de humanidad, republicanos que no eran ginebrinos, que no hacían autoexamen, que no tenían defectos y que pasaron a ser, debo el apunte a Carmen Iglesias, los modelos del hombre natural. Franklin y su ¿tica del trabajo y del ahorro, que hizo desgraciados a todos los niños cuyos padres querían tener hijos modelo, como satiriza Twain, aunque su coherencia personal dejase bastante que desear. Esos cristianos americanos, que provenían de lo que Bloch señaló como cristianismo veterotestamentario, esos nuevos padres en un nuevo paraíso, debieron ordenar su convivencia cuando dejaron de ser colonias y previamente espesar el discurso que legitimaba esa independencia. Sus convicciones religiosas les ayudaron. Pero cuando quisieron darse consti­ tuciones políticas los cristianos americanos es obvio que no pudieron sa­ car el modelo del Antiguo Testamento como lo había intentado Miinzer y toda su primera progenie. El cristianismo ponía la pasión moral, pero la forma la puso la teoría política inglesa. Pero no el organicismo de Hobbes,

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sino el individualismo que le siguió. Las constituciones salieron de los cuños de Locke.

I n d iv id u a lism o e ig u a ld a d

Lo sorprendente en el pensamiento de Locke no es tanto lo que dice como lo que da por supuesto. Y lo más importante de entre esto último es que Locke abroga muy tempranamente la imagen social piramidal y con este cambio de metáfora espacial para la comprensión social, cambio que ni el funcionalismo de Hobbes había puesto en entredicho, porque ningún funcionalismo lo hace, sienta las bases, en efecto bases amplias y hori­ zontales, de la nueva comprensión sociopolítica cuyo fundamento es el individualismo. El siglo xvm fabrica al individuo y como segregado nece­ sario, por afinidad electiva, la igualdad. La sociedad natural (a la que le sucede como al derecho natural que es más racional que natural) está fundada sobre individuos dotados por natu­ raleza de dos características: Para comprender bien en qué consiste el poder político y para remontamos a su verdadera fuente, será forzoso que consideremos cuál es el estado en que se encuentran naturalmente los hombres, a saber: un esta­ do de completa libertad para ordenar sus actos y para disponer de sus pro­ piedades y de sus personas como mejor les parezca, dentro de los límites de la ley natural, sin necesidad de pedir permiso y sin depender de la voluntad de otra persona. [Por lo mismo ese estado natural) es también un estado de igualdad dentro del cual todo poder y toda jurisdicción son recíprocos, en el que nadie tiene más que otro puesto que no hay cosa más evidente que el que seres de la misma especie y de idéntico rango, nacidos para participar sin distinción de todas las ventajas de la naturaleza y para servirse de las mismas facultades, sean también iguales entre ellos.10

El estado natural tiene una ley natural que coincide con la razón. Todo el género humano está a esos efectos en estado de naturaleza y no dejan de estarlo hasta que «por su plena voluntad se convierten en miembros de una sociedad política». El estado de naturaleza no tendrá fin hasta que se rea­ lice un pacto que no es un pacto singular, un pacto cualquiera, «sino el

10.

Ensayo sobre el gobierno civil,

Aguilar, Madrid, 1969, p. 5.

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pacto de ponerse todos de acuerdo para entrar a formar una sola comuni­ dad y un solo cuerpo político». Fueron estas ideas de Locke, e ideas simi­ lares presentes en la tradición inglesa —ni siquiera el escéptico Hume se atrevía con el concepto de igualdad del derecho natural— , las que guiaron las declaraciones programáticas de las ex colonias inglesas. «Los hombres nacen libres e iguales» se convirtió en la inargumentada convicción de los primeros estados de un país cuya moneda declara confiar en Dios. Dumont," que hace a Locke fundador del individualismomodemo, del enorme cambio que supone considerar a la sociedad producto de la agregación de individuos dotados previamente de derechos, supone que sólo pudo entrar en tal peligrosa idea porque precisamente Locke confiaba en Dios. Sostiene que los ensayos políticos de Locke no pueden leerse dando por concesiones a los tiempos las muchas referencias que a Dios se hacen en ellos. Dios es el garante «del dualismo del hombre contra la na­ turaleza». Si entre los seres humanos se supone la igualdad es porque for­ man un segmento horizontal entre Dios Creador y las criaturas inferiores carentes de derechos. Dios ha dado la tierra a la especie humana y todos los hombres son iguales a los ojos de Dios. Locke es cristiano. Es posible. Pero quienes se inspiraron en él no eran cristianos posibles, sino reales. Dumont cita a Macpherson para asegurar que Locke tiene resabios medie­ vales. Sin embargo quienes le tomaron por guía son indudablemente indi­ viduos de las Luces. Quienes lo reexportaron al viejo continente, hecho ya vida política, formaban parte de la nueva corriente emergente a la que pertenecen nuestros sistemas políticos actuales.

P irámides

y organismos

Sin embargo, esta nueva imagen horizontal e individualista de la socie­ dad (ese concepto que Dumont dice faltar en Locke, con lo que se refiere a que no prima el todo sobre la parte ya que sociedad y sociedad jerárquica son lo mismo) estuvo lejos de ser universal mente admitida. La Ilustración es una polémica. Contra la sociedad horizontal se alzó un concepto nuevo de tradición (el concepto falso de tradición, según Maclntyre, porque se la identificaba con lo que no cambia y está inmóvil, cosa que a ninguna tradi­ ción sucede) que tuvo su pilar fuerte en Burke y su humorista en Moser.12

11. Dumont, H om o A equalis, Taurus, Madrid, 1982. pp. 71-73. 12. Moser. E scritos escogidos, ed. Luisa Esteve Montenegro, Editora Nacional, Ma­ drid. 1984.

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En Móser, una suerte de Voltaire conservador, encontramos explícita la imagen social tópica de la pirámide social. Y hasta un atisbo de funcionalismo ¡lustrado. También naturalismo, puesto que se supone que la naturaleza trabaja para el mantenimiento de la estructura piramidal. La pirámide, a la que Móser llama estructura clerical de la sociedad, es la fi­ gura ideal de estabilidad y equilibrio, siempre que no se deforme. Esto quiere decir que debe tener una amplia base, un tracto intermedio relativa­ mente estrecho y una cúspide muy pequeña. En términos sociales el icono se resuelve jerárquicamente. La base horizontal debe estar formada por gentes que igualmente puedan ser panaderos durante varios años de su vida que al año siguiente concejales y al siguiente vuelvan a ser panade­ ros. Pueblo llano, pero no agrupación de individuos, del que dependen la salud y el vigor y que debe constituir la mayoría de la población. En el se­ gundo tramo medianas riquezas u oficios funcionariales. Si este segundo estamento aumenta desmesuradamente se produce una deformidad que acaba con la estabilidad social y política. Por lo mismo, maltusianismo: no conviene que este estamento se reproduzca demasiado porque la fuerza y el vigoren la sociedad vienen siempre de abajo. Estas escaleras de la pirá­ mide deben ser móviles y no estar hiperprotegidas. El que haya de ascen­ der que ascienda y déjese caer a los que sobren. En la cúspide conviene que la estructura se estreche al máximo, y si bien la alta nobleza no es prolífica, no estaría de más que se prohibiera el matrimonio a las hijas de las grandes familias como se hizo, mediante la institución del monacato, en la Edad Media. Si la cúspide es demasiado extensa la pirámide se deforma, los matrimonios entre iguales se hacen imposibles, encontrar empleo dig­ no para la prole también imposible, y por lo mismo hay que acudir a alianzas desiguales que no hacen más que fortalecer el difuso ambiente igualitarista, la verdadera enfermedad del cuerpo social. ¿Qué produce esta enfermedad? El mal funcionamiento social, las deformaciones en la pirámide, aliñado con ideas de corte universalista, extendidas por las Luces, alejadas del verdadero nervio del espíritu que son las mentes sensatas cultivadas en la tradición. La veta sana son las ideas que pertenecen a las tradiciones nacionales a las que llama razón local. Móser, polemista, se decide por Rousseau como paradigma de ese pensamiento universalista y abstracto, no con acierto pero sí con intención aviesa, y escribe durante años artículos en los que derrama su sarcasmo sobre el universalismo, el individualismo y el igualitarismo ilustrados. De ellos se desprende un ideario coherente que puede sustanciarse así: 1. Por supuesto, no cabe sería constitución política sin la religión.

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Aunque parece que él no tenía particulares convicciones religiosas —por ejemplo, expresa cuánto sintió perder la creencia adolescente en la vida eterna— concede a la religión grave peso en la legitimación social y polí­ tica. La religión es el freno de las pasiones y la garantía de los juramentos. La religión positiva no puede ser sustituida por el deísmo. Dios es la ga­ rantía de que las instituciones funcionen. He aquí expresada con completud y en propia fuente las ideas que dudosamente Dumonl atribuye a Locke. 2. El fundamento de la política está en el espíritu de la nación, que se manifiesta en la tenaz sabiduría de los mansos, desde ahora llamados pueblo, que saben que todo cambio real es una imposibilidad y que nada en verdad ha cambiado nunca desde que el hombre es hombre; mansos que no saben retórica, pero saben vivir. 3. La importación de modas extranjeras, que se verifica tanto en ro­ pajes, gastronomía y costumbres como en ideas, es perniciosa. Lo que se importa nunca es necesario. Si son vestimentas, infusiones, etc., son un gasto que pone en peligro el verdadero pilar social, que no es el individuo sino la familia. Si son ideas es toda la convivencia civil la que se expone. Por este segundo expediente también la familia se pondrá en peligro si el papel de las mujeres, adictas tanto a los sombreros como a difusas ideas sobre la igualdad de los sexos, varía. Por lo tanto, ambos sexos sean tan ajenos a la novedad como les sea posible. 4. Sólo los genios pueden apartarse de las reglas comunes; los de­ más, si lo intentan, se rompen la crisma. Las reglas comunes son sabiduría decantada de la que no se puede prescindir, porque somos esencialmente desiguales y, como reza el dicho clásico, lo que a uno mala a otro cura. Sírvase la mayoría de las usanzas e ideas que ha recibido y no se sienta tentada por innovaciones cuyo gasto social y espiritual no puede mante­ ner. Por ello: 5. No se pueden hacer juicios generales (descontados, por supuesto, éstos). ¿De qué clase? De todas, pero en particular sobre costumbres to­ madas abstractamente. Por ejemplo, no cabe desatarse contra el lujo, los sistemas penales y cosas por el estilo, como lo hacen los filósofos de moda. Los vestidos de seda no están mal en general, depende de quién los lleve. Por evitar algún abuso no conviene abrogar el uso. Por poner un caso, el sistema que condena a las muchachas caídas a penitencia pública es sumamente humanitario. 6. Los pobres son ciudadanos del mundo y, cuanto más miserables, tanto más tienen esa distraída condición. Pasan una existencia feliz porque

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carecen de necesidades que los ricos sienten. Los ricos no suelen ser feli­ ces. Sin embargo, como concesión al miembro ideal del «pueblo», que no es miserable ni rico, Móser asegura que el verdaderamente desdichado es el artesano que tiene que pagar tributos, el germen de la esforzada clase media. De todo ello se desprende que no hay una masa uniforme de des­ poseídos, como pretendería más tarde el radicalismo de Babeuf, sino seg­ mentos no miscibles de ciudadanía. 7. La más importante de las divisiones capaces de cambiar la vida o la visión del mundo no es, por otra parte, la riqueza, sino el hecho de per­ tenecer a una comunidad urbana o rural. Los ritmos de la naturaleza y las gentes que los conocen se ríen de las declaraciones abstractas que se efec­ túan en las ciudades. No cabe legislar universalmente porque es lo mismo que ignorar que el campo y la ciudad tienen necesidades diferentes. 8. Por lo mismo el summum del ridículo son las constituciones americanas y sus declaraciones universalistas. Constituciones no realistas y que además no pueden asegurar la propiedad, el contrato, el matrimonio ni cualquier otra institución, puesto que la libertad de cultos a la que programáticamente se adhieren impide la eficacia de cualquier juramento. 9. No reconociendo esos sistemas políticos entre sus ciudadanos desigualdades por nacimiento o fortuna, no les queda otro remedio que acudir al mérito. Pues bien, los méritos no sirven como criterio de ascenso social porque el mérito no tiene patrón por el que homologarse ni juez que pueda distribuirlo. 10. De la misma manera que no puede dar criterio sobre méritos, declaraciones de principios, armonía ciudadana y otros dones, el Estado tampoco tiene el deber de ser justo, basta con que sea hábil y eficaz. 11. La legislación es un modo de uniformar que ahoga las fuerzas de una nación; el verdadero derecho es el derecho del más fuerte. Es el de­ recho tradicional y es sistemático y razonable. Si bien se aplica intemacionalmente desde que el mundo es mundo, convendría que el Estado no pretendiera moderarlo hacia el interior. Debe siempre conservarse un rastro de él en la legislación o se obtendrán crímenes creados por su abro­ gación idealista. Corolario: En fin, que todas las teorías producidas por las Luces, racionalistas e igualitaristas, cuyo más importante promotor quiere ver en Rousseau, sin duda no tienen contradicciones, pero tampoco tienen sensa­ tez. O, en sus palabras, estarían muy bien si fuéramos gente, pero somos gentuza. A esto llamó Meinecke el descubrimiento del individualismo. Juzgúese.

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Usando palabras diferentes de las que él a sí mismo se aplicaba, po­ dríamos resumir el fondo de ideas de Moser: la sociedad puede que desde un punto de vista racionalista esté mal formada, pero funciona, funciona y permite vivir. No puede afirmarse lo mismo de los experimentos filosófi­ cos. Funciona si cada parte toma su papel correcto, si el hombre natural de Rousseau, que es el campesino para Moser, los urbanistas y las elites se conforman a su rol. Con la pirámide funcional Moser nos pone al borde de la metáfora favorita de la filosofía política del siglo xix, el organismo.

C u er po y septic em ia

El organismo es tan antiguo en política como la rebelión de los ple­ beyos en el Monte Sacro. Sin embargo tiene una gran fuerza recurrente. Fue resucitado precisamente para buscar alternativa a las imágenes ilus­ tradas más comunes. Pertenece ya a las restauraciones, pero sin duda, a través de pensamientos como el reseñado, cabe buscarle la genealogía. Para encontrarlo basta con ensombrecer la nitidez de la pirámide social —no demasiado simpática a la ideología igualitarísta con cuya capacidad difusiva hay que transigir— y sustituirla por la imagen hobbesiana de un cuerpo social de funciones múltiples, todas ellas importantes por vitales, pero esencial y necesariamente diversas. En las Luces, la metáfora orgá­ nica estaba gastada en demasía por la tradición precedente. Hubo que es­ perar. El idealismo alemán y la política de la Restauración pusieron las bases para que volviera a ser de curso legal. Filosofías tan regurgitadas en la actualidad como la de Schopenhaucr contribuyeron en la medida de sus fuerzas a que una nueva teoría organicista y un distinto concepto de elite se formaran. Las apelaciones a la igualdad dejaron de ser de recibo e in­ cluso el derecho racional cedió el puesto al romanticismo como molde de las nuevas legislaciones que las guerras napoleónicas contribuyeron a ex­ tender. Las filosofías del «cuerpo social» y hasta de las «corporaciones» triunfaron y bajo su égida los estados dieron a sus diferentes órdenes y ordenamientos la pretensión de la racionalidad. Por poner un caso extre­ mo, Hegel se atrevió a impugnar a los que pretendían el desarrollo de una Constitución con el siguiente argumento: todo Estado, como tiene diver­ sos órdenes integrados y con prelaciones establecidas, está ya constituido y no necesita nada llamado una «constitución» que es de suponer que cai­ ga en los vicios «moralizantes» (declaraciones de principios abstractas, buenas intenciones, etc.) que adornan ese género literario.

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La sociedad y el Estado forman un cuerpo. Su mullifuncionalidad se empaña si en él aparecen restos «inorgánicos». Y el igualitarismo es alta­ mente inorgánico. El individualismo, pese a sus vínculos con la idea de igualdad en su nacimiento, tuvo mejor suerte. Toda esta ideología corporizante transigió con relativa facilidad con el enunciado norte de la primera revolución industrial: «chacun pour soi». Para conservar cierto equilibrio entre polos tan dispares hubo otro complemento, el darwinismo social, cuya cercanía a estas fuentes no debe olvidarse. Permitía resucitar viejas imágenes sociales, más o menos hobbesianas, bajo la tutela de la ciencia y amparaba una ontología excelente para traducir la meritocracia a categorías que perdían su carga ética. Como después de todo el lugar de cada uno en el cuerpo social no estaba completamente designado ni aun menos garantizado, el organismo se hizo compatible con la carrera celu­ lar. La misma ley evolutiva, escribía Spencer, probablemente el mejor de los individualistas-organicistas y dicho sea esto en más de un sentido, es el proceso hacia lo heterogéneo. Una comunidad es la salida de la igualdad no diversificada que se supone existía en los nebulosos tiempos primi­ tivos: «el organismo social entero es un bonito ejemplo de esta ley». Y he aquí la ley: «El paso de una homogeneidad incoherente a una heteroge­ neidad coherente a consecuencia de una disipación de movimiento y de una integración de materia».13 La teoría de la evolución en su versión de darwinismo social llegó a la cumbre de declararse, como el interés, compuesta. Y por tal expediente se armonizaron sus componentes no miscibles. Cuerpos orgánicos y células individualistas intentaron hallar un pacto siempre precario que ofreciera una satisfactoria ortoversión de los aspectos admitidos y del porqué de los excluidos de la tradición moral y política heredada.

D e l po d er a l m ied o

Aun así la metáfora organicista feneció a manos de la sociedad indus­ trial en su primer período expansivo. Cuando ni ella fue capaz de someter a orden al cuerpo social, engendró una septicemia política a la que el pen­ samiento conservador de principios de nuestro siglo dio en llamar socie­ dad-masa. Las filosofías de la voluntad y del poder, incluso las filosofías de la

13. Spencer. Los prim eros principios, Madrid, 1905, p. 319.

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voluntad de poder del siglo xix, se transmutaron a principios del nuestro en atemorizadas contemplaciones de ese nuevo fenómeno. Gustave le Bon, Pareto, y algunos otros, con la inefable ayuda de la naciente psicolo­ gía social, expresaron una gama de sentimientos que iban desde la reti­ cencia al pánico. Laponce, que se define como sociólogo postmodemo, analiza el tema del miedo a las masas durante el siglo pasado y el nuestro, y la esperanza en las masas durante el mismo período.14 La turba altera el orden social y sólo su inercia hacia la jerarquía la frena, pensaba Pareto. Gustave le Bon suponía, sin embargo, la posibilidad de una masa raquíti­ ca mental e ineducada históricamente capaz de tomar las riendas y produ­ cir una tiranía. ¿No fue esto el fascismo?, se pregunta Laponce. En cuanto a la esperanza en las masas nunca pasó de la concepción de fondo de Babeuf: Los más, si bien legitimados para cambiar su estado presente injusto, necesitan una nueva élite, un mecanismo rector a la par que conspiratorio que, tomándolos como bandera, los lleve al triunfo fi­ nal. La «vanguardia del proletariado» leninista necesita de «las masas» pero justamente «holistizadas», nunca sumativamenie admitidas. Porque organicismo y darwinismo casi llegaron a afectar por igual a los pensa­ mientos tradicionales de la derecha y la izquierda (y permítaseme usarestas categorías por lo visto ya obsoletas en los tiempos que corren donde nadie siente empacho en declararse descreído universalmente, ya que qui­ so hacer algo llamado la revolución y no la hizo); la derecha dando ver­ siones pintorescas de cómo conjugar lucha por la vida y división de fun­ ciones, y la izquierda confiando en la potencia biológica del proletariado, por otro nombre las masas.

La

m etá fo r a de la ig u a ld a d

Hay que apercibirse de que el miedo a la masa o la desmesurada con­ fianza en las masas sólo existen en la metáfora rota del organismo: los más malvados o los más fuertes se harán con ellas. Es el resultado de no creer en la agrupación de individuos aunque sea como idea regulativa. Y si bien es cierto que la masa es capaz de responder unánimemente «todos noso­ tros somos individuos» y silencia al que tímidamente dice que él no, no deja de ser una creación intelectual. El miedo a las masas es el miedo a la

14. p o stm o d e m iti,

Laponce. «Pour ne pas conclure: La grande peur des masses», en M asses Meridicns Kinksieck, París, 1986, pp. 211 y ss.

el

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igualdad. La masa existe porque el consumo se extiende, porque los bie­ nes, incluidos los culturales y los políticos, se adquieren. La masa existe porque la democracia, no sólo como sistema sino como modelo, existe; sólo cabe en sistemas que tienen cierto grado de equipotencia asumido, por muchas insuficiencias de la democracia que podamos y sepamos en­ contrar. Si en el presente han revivido los contractualismos hay que preguntar­ se si no se debe a que no son sólo una explicación de los sistemas que per­ miten el voto cuatrianual de todos los ciudadanos mayores de edad, sino que son la forma de revivir el icono social ilustrado. De todos modos puede decirse que este icono social, el contrato, funciona dentro de un tiempo en el que se afirma que sólo hay una política posible, lo que hace que los mo­ dos de gestión no se distingan. En otros términos, tiempos en que la política vuelve a ser «arte de gobierno». En que no ha faltado una epistemología que apoye el aserto anterior con la aseveración de que tal carácter de los tiem­ pos está promovido por una complejidad sin precedentes, una multitud de juegos argumentativos entre los que, según los más recios postmodemos, no cabe decidir. Tiempos hiperplurales, desorgánicos, gestión inorgánica, tentativa, anulación de los rasgos definitoríos tópicos de la derecha y la izquierda, dan como resultado admirable UNA sola política bastante abs­ tracta en su enunciación: arreglárselas para ir tirando. Las herencias, y las ideologías, son monto importante de ellas, han quedado inservibles. A tiempos desorganizados, icono inorgánico. Los organismos es cierto que no se llevan y que tuvieron mala muer­ te, porque los últimos movimientos que se proclamaron orgánicos fueron los fascismos. Ahora «el pueblo» es «la gente» y para el lenguaje de la tri­ buna «los ciudadanos». Pero, por si diera este matiz alas a los crédulos del progreso, la filosofía política avisa de que la metáfora contractual se apli­ ca a algo que, como el Estado, para nada es un contrato, mientras que las relaciones que sí son en principio contractuales, como las laborales, se han vuelto orgánicas. Ahora los organismos se han convertido en cuerpos plu­ rales, tenemos corporaciones en su propia lucha por la vida. La igualdad que por un lado otorgan las democracias, si es que lo hacen, por el otro se la lleva la necesaria jerarquía de las corporaciones. La performatividad de los diversos juegos o la eficacia de las plurales organizaciones se supone que además han roto la confianza ingenua y primitiva en la única causa, la única igualdad o el único sujeto de la historia. Esto, que constatado desde pensamientos de filogenia en la izquierda es respetable, se cruza con afirmaciones jocundas propias de la derecha.

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Tampoco tenemos ya división en clases: los ricos y los pobres son relati­ vos al mundo en que viven: un pobre neoyorquino es bastante más rico que un labriego acomodado de Lugo, por ejemplo. Ya no hay organismo, luego hay sistema de pluralidad inconmensurable. Puede ser. Pero para el viejo problema de la riqueza no olvidemos que cada uno vive en su lugar, no en relativilandia. y me viene a la memoria cierta fábula sobre la rique­ za de Twain protagonizada por esquimales. En efecto, el mendigo mise­ rable del primer mundo puede vivir mejor que la casta superior de una al­ dea del tercero. Pero si la multiplicidad de juegos argumentativos se toma en serio y es algo distinto de un disfraz para lo de siempre, no tiene ningún efecto establecer esas comparaciones. El comparativismo es interno. Para la exterioridad únicamente tenemos en pie la escasa universalidad que he­ mos heredado y la que podamos construir. Pero, se dice, el problema ya no es la riqueza, es el poder, y el poder no es erradicable. El igualitarismo chocará con su patencia. Toda igualdad es abstracta. El par riqueza o poder paraliza ahora a los ingenios socioló­ gicos: en el pasado la riqueza deslegitimó al poder piramidal y ahora las teorías del poder pretenden que no es asunto de reflexión lo que ha sido pieza filosófica fundamental en dos siglos, el análisis de la riqueza. Por su parte, el pensamiento conservador mantiene que la riqueza no tiene importancia, que los objetos de la envidia, motor indudable de cual­ quier igualitarismo, son otros, que no pueden adquirirse, pero que la ri­ queza se envidia por tontuna, por ser lo que más se ve. Sin embargo, lo cierto es que si hay algo que se oponga a la expansión del concepto de racionalidad no son las paradojas de Epiménides, sino la eclosión de lo que da en llamarse racionalidad económica. A su lado, y no se sabe bien si para apoyarla, ha surgido la racionalidad pragmática. El univocismo de Foucault ha venido a confundir aún más los trajes de la maleta del progresista, ya bastante confundida por el nulo entendi­ miento que de las sociedades actuales tuvo el marxismo, si es que lo era, frankfurtiano. La igualdad es imposible y además mala en tiempos en que el derecho es la diferencia. Pues bien, para el caso de las inconmensurales corporaciones y del derecho a la diferencia tomemos un préstamo de las ciencias formales: ya que la semántica de la igualdad parece traemos tan­ tas complicaciones sustituyamos el término por equipotencia. Pese a la buena forma de nuestros sistemas políticos parece que la equipotencia no está a la mano. Digo esto y empleo este término aunque temo que tendre­ mos delante, incluso usándolo, nuevas versiones con rapidez de los viejos temores.

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¿Y lodo por qué? Porque el fenómeno, como decía un insigne plagiario, es que las masas han entrado en la Historia. ¿No será que los in­ dividuos han entrado en cierta horizontalidad, que previsiblemente quie­ ren agrandar aunque sea en calidad de vida, contra la que hay que resistir­ se aunque sea echando mano del consumo conspicuo? Bourdieu avisa de que si la riqueza o la situación en el modo de pro­ ducción no nos sirve para calibrar el estatus de un individuo, sucede que su tipo de consumo sí lo hace. O al menos que pueden hacerse análisis factoriales de ese consumo que después de todo nos permiten reconstruir las clases. Ciertamente Elster juzga que los distingos de Bourdieu son en exceso idiolectales, pero sorprenden. Entomologiza. El «nosotros» o el «ellos», la masa que quiere cosas, sigue siendo piedra de toque. Derecha e izquierda pueden estar obsoletas porque los antecesores de una y otra, por obra de un minucioso trabajo intelectual, coinciden en de­ masiadas cosas. Porque en el tema del fundamento y legitimación de la sociedad política hay demasiado género mixto. No, no es raro que los pro­ gresistas pierdan de vez en cuando el norte. Y no hay peor perder el norte que buscar las deficiencias de vigor y matiz en el progresista en vez de fi­ jarse en las posiciones reales que se tienen enfrente. De la Ilustración he­ mos heredado una polémica en la que la división pertinente sigue siendo la que existe entre optimismo y pesimismo, entre creer regulativamente que la igualdad es posible o acudir a humanos conceptos de naturaleza para asegurar que no lo es. Todo progresista debería saber que el pesimismo es conservador.13 Lo que, desde luego, no arrastra la afirmación contraria, que el optimismo a la buena de Dios tenga carta de naturaleza progresista. De todos modos no abunda en este tema concreto a no ser entre cuatro teenólogos sociales afectados de conductismo rancio. En verdad la igual­ dad sigue silenciada. Pero es muy de dudar que, haya sido o no la Ilustra­ ción una catástrofe, como parece creer Maclntyre y la mayor parte de los conservadores, esté eficazmente desactivada. Por el momento todo lo que se le opone, bajo la apariencia de teorías, son versiones reacomodadas del viejo miedo. Nuevas construcciones que sean capaces de volver a engra­ narla con la tradición individualista pueden hacer que vuelva a cabalgar, pero esto ya se sale del horizonte de su herencia para entrar en el de su redefinición.

15.

Sobre el nacimiemo de este tipo particular de pesimismo, véase Salvador Giner Península, Barcelona, 1979, pp. 79yss.

Sociedad masa: crítica del pensam iento conservador.

A ntoni D oménech

«SUMMUM IUS SUMMA INIURIA» (De Marx al éthos antiguo y más allá)* Como Virgilio hace decir al sacerdote Panto ante el espectáculo de Troya ardiendo: fuimus troes, fuimos troyanos; así también, ante el hun­ dimiento y desbandada de los movimientos y las instituciones que se re­ claman de la herencia de Marx, es obvia la tentación de soltar el lastre de la propia historia y solventar el expediente diciendo «fuimos marxistas». Pero el fuimus puede revelar disposiciones muy distintas: desde la cínica abdicación fácil del dogmático acomodaticio —una especie muy frecuen­ te—, hasta la melancólica reafirmación moral del devoto en la oscuridad de la derrota: al primero le urge encontrar asilo fuera de Troya, al segundo le interesa, en cambio, lustrar su honor de antiguo combatiente de la ciu­ dad en cenizas. Y a ninguno de los dos parece importarle demasiado ni el análisis autocrítico racional de la derrota, ni tampoco el posible fruto po­ sitivo de esa autocrítica: el ver con luz nueva —con la luz de la experien­ cia nueva— los ideales rescatables de la propia tradición y las vías transitables de realizarlos. Desde luego que esa no es tarea fácil ni menuda. Pero me parece que una reunión como ésta convida muy naturalmente a ella. En esta charla intentaré una contribución modesta— filosófica— hablando del problema

* Texto de una conferencia en el simposio sobre «Marxismo analítico» organizado en Madrid por la Fundación Pablo Iglesias en la Sociedad de Autores en marzo de 1990. El au­ tor agradece al resto de invitados (Gcrald Cohén, de Oxford, Roben van der Veen, de Amsterdam, y Phillipe van Parijs, de Lovaina) los comentarios críticos realizados. El autor ha tenido ahora la oponunidad de revisar el texto para incorporar una crítica de van Parijs, así como un par de observaciones de los organizadores. Femando Aguiar y Francisco Andrés, Barcelona, septiembre de 1990.

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de la justicia. En la primera sección realizaré un pequeño inventario de las clases de justicia consideradas por la tradición filosófica recibida. En la segunda sección me ocuparé de las relaciones entre algunos criterios de justicia correctiva (o conmutativa) y distributiva y los distintos tipos de información que admiten. En la tercera sección me ocuparé de criterios no meritocráticos de justicia distributiva, y entre ellos discutiré especialmen­ te el comunismo marxiano de la abundancia.

C lases

de justicia y las dos tradiciones recibidas por

M arx

La cultura filosófica antigua distinguía entre la justicia «completa» o «universal» y la justicia «parcial». Y respecto de esta última, presentaba la dicotomía entre la justicia «correctora» (o conmutativa) y la justicia «distributiva».1La justicia completa era el «bien actuar» del individuo en la sociedad: tenía una obvia dimensión privada (ligada al agathón, a la «buena vida» del individuo); pero tenía también una dimensión inconfundiblemente pública: quien cultivaba el propio bien privado, solía también obrar bien en sociedad, trataba honestamente a los demás. (La lengua griega ática reconoce admirablemente bien esa doble dimensión: eü práttein significa tanto «obrar bien» — en sociedad—, como «irle bien a uno» —personalmente—). Por otro lado, en el ámbito de la justicia par­ cial. la justicia correctora se ocupaba de dirimir en los conflictos entre los individuos proporcionando criterios de equidad para corregir los daños que unos podían infligir a los otros, mientras que la justicia distributiva se entendía en general (con la importante excepción de los pensadores anti­ guos más radicalmente demócratas, es decir, partidarios de los libres po­ bres) como justicia meritocrática, esto es, como distribución de recom­ pensas —no necesariamente materiales— según los méritos acreditados por los individuos. Esta tricotomía en que para finalmente el pensamiento ético antiguo (justicia completa, justicia correctora, justicia distributiva meritocrática) quedó admirablemente condensada en la fórmula que el gran jurista Ulpiano legó a la posteridad: «honeste vivere, alterum non ladere, suum quique tribuere». Una diferencia esencial entre el pensamiento antiguo clásico y el pen­ samiento práctico moderno es el olvido por parte de éste de la justicia completa antigua, del honeste vivere de Ulpiano. En general, el pensa­ miento práctico cristiano y el moderno, que deriva de él, se concentró en

1. Aristóteles, El. Nic., libro V.

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los problemas de la justicia parcial, es decir, en la dicotomía entre justicia correctora y justicia distributiva. (Leibniz, quien, como es sabido, ha es­ crito sobre la iustitia universalis es sólo una aparente excepción: pues su justicia universal, basada en el cristiano amor al prójimo, es relegada en su sistema filosófico a las calendas de la ciudad de Dios.) Podría pensarse que esto es tanto como reducir el foco de atención a los problemas de la ética pública, prescindiendo de toda información so­ bre la buena (o mala) vida privada de los individuos, y podría pensarse que esto no es problemático si lo que a uno le interesa es sólo la dimensión pú­ blica o social de la ética. Sin embargo, y por lo pronto, este es un modo de razonar que no admitirían sin más los filósofos morales antiguos. Pues para ellos el vivir «honestamente» no sólo tiene —como he recordado an­ tes— una dimensión pública, sino que los criterios de la justicia parcial, digamos, «pública» (correctora y distributiva) no pueden ser plenamente satisfechos si no lo son también los de la justicia completa, digamos, «pri­ vada». Este es el sentido, inequívoco, de la célebre y bella (e incompren­ dida) sentencia de Aristóteles, según la cual, «cuando hay amistad no es necesaria la justicia [parcial], pero cuando es necesaria la justicia Iparcial] sigue siendo necesaria la amistad».2 La calidad (moral) de los individuos y de su modo de vida es tan importante en la ética social y en la filosofía política de Platón, por ejemplo, que la convierte en indicador fundamental del tipo de régimen político en el que viven: Platón clasifica primordial­ mente a los varios regímenes políticos por su tropos (por el modo o cami­ no de vida de sus ciudadanos), y sólo secundariamente por su horos (por los filtros que seleccionan la participación en el poder). Y por su «mal» tropos condena normativamente (y explica descriptivamente la caída de) las oligarquías, las democracias y las timocracias. Evidentemente, los fi­ lósofos antiguos tenían sus discrepancias sobre lo que significara vivir «honestamente», tenían criterios distintos sobre la justicia completa, del mismo modo que no siempre concordaban sus criterios de justicia parcial. Pero lo que importa decir aquí es que prácticamente todos coincidían: 1, en prestar atención a los problemas de la justicia completa; y 2, en consi­ derar que esos criterios estaban inextricablemente imbricados con los de la justicia parcial. La desaparición de la justicia completa en el pensamiento práctico cristiano tiene que ver tanto con la extremista concepción privativa paulina del hombre (de acuerdo con la cual, todo lo bueno que en el hom­

2.

Política,

1 2 .- TtflEIAUT

lib. VII.

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bre hay está concedido por la gracia divina), que desvincula el «bien ac­ tuar» humano del esfuerzo de automodelación personal, como con el con­ siguiente confinamiento del bien privado a la relación personal del indi­ viduo con Dios. Piénsese lo que se quiera del equivalente cristiano de la epiméleia tés psichés (de la cura del alma) socrática, lo cierto es que ese equivalente anda totalmente desvinculado de los problemas de la ética social. Lo que trae consigo un abismo infranqueable entre los avatares del bien privado de los individuos y los problemas ético-sociales de la polis, y toma natural y hasta plausible la concentración exclusiva en problemas de justicia parcial que caracteriza al pensamiento práctico moderno. ¿Y Marx? Como es sabido, Marx poseía una sólida formación como clasicista, escribió su tesis doctoral sobre Demócrito y Epicuro y expresó en muchas ocasiones a lo largo de toda su vida su simpatía por la cultura moral antigua. Sabemos de cierto que en el período de más intensa dedi­ cación al estudio, en el período de la investigación que culminaría en El Capital, consideró oportuno volver a estudiar con atención la Ética a Nicómaco y la Política de Aristóteles (los cuadernos de notas de Marx so­ bre esas lecturas de 1856-1858 se conservan, pero desgraciadamente no han sido publicados nunca). A poco que se lean con atención los manus­ critos de los Grundrisse, preparatorios de El Capital, la influencia del pensamiento práctico antiguo, y especialmente la de Aristóteles («el Ale­ jandro Magno del espíritu antiguo»), se hace manifiesta en general, y en particular también por lo que hace a nuestro asunto. En un paso al que yo concedo mucha importancia, Marx alaba a los escritores sociales antiguos porque «su investigación nunca se pregunta qué forma de propiedad es la más productiva, la que crea más riqueza», como hacen los escritores mo­ dernos, sino «qué tipo de propiedad crea los mejores ciudadanos», «La | producción y distribución de la) riqueza», dice Marx, «no aparece en ellos como el fin de la producción, lo que no es óbice para que Catón pue­ da investigar muy bien qué tipo de cultivo es el más rentable y Bruto pue­ da tomar dinero prestado a los mejores intereses».3 Lo que distingue a los escritores sociales antiguos de los modernos no es, pues, la incapacidad de los primeros para ocuparse de los problemas de creación y distribución de la riqueza, sino la incapacidad de los segundos, de los modernos, para abrazar un concepto de riqueza lo suficientemente rico; pues, «de hecho —prosigue Marx— , cuando se abandona el estrecho concepto burgués de ella, ¿qué es la riqueza sino la universalización —producida mediante in­

3.

G rundrisse,

Dietz, Berlín. 1953, p. 387.

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tercambio universal— de las necesidades, capacidades, utilidades (Genüsse), fuerzas productivas, etc., de los individuos? ¿Qué es sino el pleno desarrollo del dominio humano de la naturaleza, tanto de la llamada naturaleza, como de su propia naturaleza?».4 Si tradujéramos este paso de Marx al lenguaje de la economía con­ temporánea del bienestar, lo que dice es sobre poco más o menos lo si­ guiente: que su concepto de riqueza (y el índice normativo que puede construirse a partir de él) no sólo debe considerar la información sobre la productividad de un régimen económico-social (output de bienes y servi­ cios por unidad de trabajo considerada), o la mera utilidad, sino también la información sobre las «necesidades» (un concepto importante en algunos desarrollos recientes de la economía del bienestar contemporánea), sobre las «capacidades» (un concepto central en la economía de bienestar actual —Sen— )5 y sobre el autocontrol de los individuos (o sobre la autonomía de éstos, pues buen dominio de sí mismo, enkráteia, es lo que significa autonomía en la filosofía moral de ascendencia socrática). Se comprende por qué Marx cita y alaba con profusión en este contexto a los escritores y a los ideales del mundo antiguo: pues este tipo de información que a Marx le parece necesaria para superar el concepto burgués estrecho de riqueza tiene que ver precisamente con lo que la cultura filosófica antigua consi­ deraba el capítulo decisivo de la justicia completa. Hay que apresurarse a decir, no obstante, que aunque este paso —y otros semejantes que pueden encontrarse esparcidos por la obra de Marx— es inequívoco, cualquier lector atento puede encontrar pasos mu­ cho más equívocos (por decir lo mínimo) en los que Marx parece alinear­ se con los escritores sociales modernos sosteniendo el punto de vista de que sólo la productividad cuenta o de que la producción por la producción está plenamente justificada. Me limitaré a documentar esto con una sola cita, procedente de las Teorías sobre la plusvalía: Con razón considera Ricardo a la producción capitalista como la más ventajosa, en su tiempo, para la producción en general, como la más venta­ josa para el incremento de la riqueza. Él quiere la producción por la pro­ ducción. y esto es correcto.6

4. Ibid. Me he ocupado de este asumo en un contexto histórico filosófico en mi libro De la ética a la política {De la razón erótica a la razón inerte ). Crítica, Barcelona. 1989. 5. Cf.. por ejemplo, Amartya Sen. Resources. Valúes an d D evelopm ent, Blackwell. Oxford. 1984. 6. M EW , 26. II. p. 110.

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Es verdad que, incluso en este contexto, Marx trae a colación (unas lí­ neas más abajo) el desarrollo de la individualidad y de la riqueza de la na­ turaleza del hombre, pero para añadir que ese superior desarrollo «sólo puede comprarse al precio de un proceso histórico en el que los individuos son sacrificados». Esto sólo puede querer decir lo siguiente: que para esti­ mar normativamente el proceso histórico hacia el comunismo pleno (en el que el concepto de riqueza vigente es el concepto, digamos, «antiguo») sólo está a nuestra disposición el concepto «moderno» de ella, es decir, la maximización de la productividad, y que toda información que no tenga que ver con ella debe ser excluida. Consecuente con lo cual. Marx puede criticar moralmente al capitalismo por no cumplir con sus ideales de hu­ manidad (riqueza en sentido «antiguo»), y lo hace frecuentemente, pero esa crítica tiene siempre un carácter profético (de recuerdo de la bondad de la plenitud de los tiempos que es el comunismo), nunca político —o realpolítico, si se quiere—, porque no le sirve para estimar o para juzgar normativamente el largo camino de transición desde el capitalismo de su época hasta la asociación de hombres libres que es su comunismo. (Notemos ahora, entre paréntesis, algo que tendrá una importancia decisiva en la discusión que haremos más adelante del problema de la abundancia relativa: una implicación clara de esta posición parece ser la de que la riqueza proteiforme del desarrollo de la autonomía humana, de sus necesidades, capacidades y autocontrol («dominio de la propia natu­ raleza») sólo es posible con una abundancia absoluta —ilimitada— de la riqueza en sentido burgués «estrecho», lo cual choca con el concepto reci­ bido por Marx del mundo antiguo, pues el ideal de la autonomía antigua (también el de la autonomía hedonista) es el del hombre que «sabe usar muchas cosas y no necesita ninguna», es decir, el ideal del hombre mode­ rado y autocontrolado en su relación con los bienes de uso. Mi opinión personal, que no pretendo justificar aquí porque no se trata de hacer filo­ logía marxiana, es que también en el concepto de comunismo de Marx pugnan las dos culturas morales que ha recibido, la antigua y la moderna, el ideal antiguo de autonomía (que puede prescindir sin problemas de la abundancia absoluta) y el ideal rebajado de autonomía que caracteriza a la modernidad, la selfownership o propiedad de sí de ascendencia lockeana, difícilmente compatible con la restricción de la abundancia.] Sea como fuere, el caso es que, al menos para el juicio sobre el largo proceso histórico que va de la vida social capitalista presente hasta su aso­ ciación de hombres libres, Marx, como el resto de filósofos sociales mo­ dernos, restringe el campo de la justicia a la justicia parcial. Las dos

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próximas secciones discutirán si el precio a pagar por ese procedimiento de los «escritores modernos» está compensado por sus posibles ventajas, o si, en el caso de Marx —que no ignora el problema— , está razonable­ mente justificado. En la sección segunda me ocuparé de criterios de justi­ cia correctiva y de criterios de justicia distributiva meritocrática. En la sección tercera me ocuparé de criterios de justicia distributiva nomeritocráticos o igualitarios, y discutiré al final el problema de la abun­ dancia marxiana.

J usticia

correctora y justicia distributiva meritocrática

Justicia correctora. Hay que decir que la filosofía moral moderna se ha ocupado poco de la justicia correctora o conmutativa, que tanto en­ tretuvo a los filósofos morales antiguos y medievales.7 Ya hemos dicho que esa clase de justicia tiene que ver con criterios de equidad que estipu­ lan compensaciones por el daño infligido a otros. Es útil ver cómo opera esa clase de justicia en el plano de la vida económica y en el plano de la vida legal. En el plano económico, esa clase de justicia tiene que ver con las extemalidades negativas (daños causados a terceros) generadas por la acti­ vidad de los agentes económicos. En una economía en que los factores de producción son de propiedad pública o común, esas extemalidades nega­ tivas están fundamentalmente asociadas con la posible concavidad estric­ ta de sus funciones de producción (tecnologías con rendimientos decre­ cientes a escala, escasez del patrimonio natural), y suelen ejemplificarse con el conocido problema de la llamada «tragedia de las tierras comuna­ les»: con recursos naturales escasos, tecnologías de rendimientos decre­ cientes y propiedad común de la tierra, la actividad de cada agente econó­ mico perjudica directamente a la de todos los demás produciendo más que lo que es óptimo y acaba con la ruina del factor de producción que poseen en común (la tierra). Si la función de producción de esas economías es li­ neal (es decir, si hay rendimientos constantes a escala), entonces no hay problema alguno de justicia conmutativa. Si la función de producción, en 7. Dos excepciones de gran calidad (¿cnica son: Tinbergen, «Proceedings of the American Economic Associalion 1956 Meeting», en A m erican E conom ic Review, mayo 1957; Kolm. «The Optimal Produclion of Social Justice», en Margolis & Guitton, eds., Public E c o n o m ía , McMillan, Londres. 1969.

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cambio, es estrictamente cóncava, entonces un criterio obvio de justicia correctora consiste en reducir la actividad de los agentes económicos has­ ta el punto en el que (o coordinarla de modo que) resulte óptima: el pro­ blema de la justicia conmutativa y el de la eficiencia económica son aquí uno y el mismo problema. También desde el punto de vista informativo: la información que se requiere para coordinar la actividad de los agentes económicos de modo que no se perjudiquen unos a otros (o se compensen debidamente unos a otros) es la información de lo que es óptimo. (Harina de otro costal es si esa información es socialmente accesible en economías de este tipo.) Por otra parte, en economías como las capitalistas actuales, con dere­ chos alienables de propiedad privada sobre los factores económicos y li­ bertad de intercambio mercantil, el problema de las extemalidades negati­ vas se plantea de otro modo. En primer lugar, están obviamente los problemas de extemalidades negativas relacionadas con los bienes públi­ cos de esas economías (pues un núcleo «duro» de bienes públicamente poseídos es inevitable en cualquier economía), que presentan los proble­ mas que acabamos de comentar. Y en segundo lugar, tenemos los proble­ mas derivados del hecho de que el mercado no puede internalizar todos los costes de la actividad de los agentes económicos, y así genera ex­ temalidades negativas para terceros. Por ejemplo, imaginemos una molo circulando a gran velocidad a altas horas de la noche por las calles de una gran ciudad: el raido que produce puede perturbar el sueño de miles y hasta de decenas de miles de personas. Ahora bien; en el precio que el motorista ha pagado por esa moto a su fabricante no van incluidas esas molestias (ni muchas otras que puede generar). Por eso decimos que el precio de la moto no internaliza todas las extemalidades negativas que esta moto genera a miles de personas. Los criterios de justicia correctiva en este caso deberían tender a internalizar esos costes que el mercado por sí mismo no puede internalizar: por ejemplo, obligando las autoridades públicas al fabricante a proveer la moto con un silenciador, lo que encare­ cería su precio, que finalmente sería pagado por el motorista. Claro que no siempre es tan fácil. Normalmente no es así: primero, porque la autoridad pública no puede conocer la mayoría de extemalidades negativas genera­ das por los mercados imperfectos (y mercados perfectos sólo los hay en las pizarras de las facultades de ciencias económicas); segundo, porque, aun conociéndolas, no siempre el medio técnico de internalizarlas es tan sencillo como el de nuestro ejemplo; y tercero, porque, aun si el medio técnico fuera sencillo, su implementación podría representar unos costes

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prohibitivos para la autoridad pública dispuesta a hacer justicia conmutativa. De estos tres problemas, el más importante es sin duda el primero, el de la inaccesibilidad social o política de la información sobre las extemalidades negativas generadas por los mercados, problema que convierte en inermes los criterios de justicia correctora basados precisa­ mente en esa información. Notemos, sin embargo, que muchas de esas extemalidades negativas podrían evitarse si los agentes económicos (que poseen mucha información relevante) internalizaran voluntariamente esas extemalidades «actuando bien en sociedad». Pero eso ya no es asunto de la justicia correctora, no es asunto de la justicia parcial, sino de Injusticia completa, del honeste vivere. Remedando la sentencia aristotélica ya co­ mentada, podría decirse: cuando los individuos «actúan bien» en la so­

ciedad apenas es necesaria la justicia conmutativa, pero cuando es nece­ saria la justicia conmutativa es necesario también el «bien actuar» de los individuos en la sociedad. Así pues, en resolución, la justicia correctora no parece poder prescindir en nuestras sociedades de algún tipo de infor­ mación relevante también para la justicia completa, y no parece razonable —so pena de convertirlos en criterios inermes— el que los criterios de la justicia correctora excluyan la información en que se basa la justicia completa. He mencionado antes la relevancia de la justicia correctora también en el plano legal, además del económico que acabamos de ver. No hay tiempo para detenerse en este problema como merecería. Pero no renuncio a decir lo que me parece esencial. El problema de la justicia correctora en el plano jurídico está relacionado con el problema de lo que los griegos llamaban epieikeía y los romanos aequitas, es decir, con el problema de la equidad de las leyes. Los atenienses construyeron el importante concepto ético-jurídico de la igualdad ante la ley de todos los ciudadanos (la isonomía), pero se dieron cuenta también de que la mera igualdad ante la ley no satisface los criterios de la justicia correctiva, pues trata formal­ mente por igual a los que son materialmente desiguales. Por eso las tradi­ ciones jurídicas antiguas (tanto griegas como romanas) acompañaban con el criterio compensador de la equidad al principio de la igualdad ante la ley: la justicia antigua actúa con equidad, es decir, atiende compen­ satoriamente a las diferencias entre las personas jurídicas. La equidad ju­ rídica, que no consideraba a los hombres abstractamente, sino que pre­ tendía incorporar información sobre sus particularidades individuales cayó en descrédito en la Roma imperial por el uso abusivo que de la mis­ ma hacían los emperadores, degenerando en arbitrariedad y en violación

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abierta de la igualdad formal ante la ley. Por eso la cultura jurídica moder­ na la rechaza (rechazando así de paso también la idea de justicia correcto­ ra en el uso cotidiano de la ley). El joven Marx se alineó en el frente mo­ derno de rechazo, pero el argumento que proporciona merece ser consignado: En el lugar de la ley abstracta aparecería el puro capricho subjetivo [del poder], puesto que siempre dependería de los hombres oficialmente «honorables y respetables» adecuar la pena a la individualidad del delin­ cuente. Ya Platón era de la opinión de que la ley debe ser unilateral y abs­ traerse de la individualidad. En cambio, bajo condiciones y relaciones so­ ciales humanas [en la sociedad de hombres libres], la pena no será otra cosa que el juicio sobre sí mismo de quien ha cometido la falta.’ Para Marx, pues, como para la mayoría de los filósofos morales mo­ dernos, la equidad, la compensación jurídica, no es posible (entre otras cosas, por la dificultad social de acceder a la información que ella reque­ riría, y por el peligro de que, dada la parquedad de esa información, el poder instrumentalizara la equidad convirtiéndola en discrecionalidad le­ gislativa). Si hay, empero, viene a decir Marx, justicia completa (relacio­ nes sociales humanas) el problema de la justicia correctora queda resuel­ to. También aquí se podría expresar esto diciendo: si hay relaciones

sociales humanas no es necesaria la justicia correctora en el uso de la ley. pero si fuera necesaria la justicia correctora también serían nece­ sarias las relaciones sociales humanas de la justicia completa. Tampoco aquí, en la justicia compensadora o correctora característica del uso del derecho, parece posible prescindir de la información propia de la justicia completa.89

Justicia distributiva meritocrática. Este tipo de justicia es un crite­ rio (o una familia de criterios) que pertenece a la clase de la justicia distri­ butiva. En su forma más general, afirma que lo justo distributivamente es que cada uno reciba de acuerdo con sus méritos. Los adversarios modera­ dos de la democracia antigua sostuvieron este criterio de justicia distribu­ tiva (entre ellos. Platón y Aristóteles). Y los criterios de justicia distributi­ va meritocrática son los más frecuentes entre los ilustrados dieciochescos 8. Heil. Fam.. M EW , II. 190. 9. «Fundamentumest iuslitiac fides», el fundamento de lajusticia es la fidelidad, dejó dicho Cicerón (Off. 1,7,23).

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enemigos de los privilegios aristocráticos (el mismo concepto de «meritocracia», si no me equivoco, se debe a Rousseau). Naturalmente, puede ha­ ber varios criterios meritocráticos distintos según cuáles sean los méritos que se consideren éticamente relevantes (el valor personal, la sabiduría, la belleza, etc.). Nosotros consideraremos tan sólo el mérito más frecuente­ mente defendido por los autores morales modernos, es decir, la contribu­ ción al producto social global. Restringiendo la clase de los méritos a la contribución al producto social, el criterio de justicia distributiva meritocrática dice así: a cada uno de acuerdo con su contribución al producto social. Por lo tanto, este criterio de justicia incorpora la información sobre la contribución de los agentes al producto social y excluye toda otra infor­ mación como éticamente irrelevante (por ejemplo, la información sobre las motivaciones de los agentes económicos, o sobre sus capacidades cul­ turales, o sobre sus talentos y sus habilidades naturales o adquiridas). Dos doctrinas ético-sociales contemporáneas se han adherido de un modo par­ ticularmente consecuente a este principio: el liberalismo procapitalista y (parcialmente) el socialismo marxiano (como fase de transición hacia el comunismo).10 La doctrina liberal argumenta que en una economía con derechos de propiedad privada bien definidos y estatalmentc protegidos sobre los fac­ tores económicos y con libertad de intercambio mercantil se realizará sin problemas el ideal de la justicia meritocrática: cada agente económico re­ cibirá, en situación de equilibrio competitivo del mercado, una porción de pastel proporcional a su contribución marginal al producto social. Este tipo de solución «justa» se presenta también como solución al problema de la eficacia. Una economía que funcionara así resolvería también el proble­ ma de la coerción sobre, y el problema de la motivación de, los agentes económicos a través de las recompensas negativas o positivas a los méri­ tos de su actividad económica. Notemos, sin embargo, que el tercer pro­ blema con el que se enfrenta todo sistema económico, el de la información, presenta algunas dificultades aquí. Pues para recompensar adecuada­ mente los méritos de un agente económico cualquiera es necesario que la información sobre esos méritos sea socialmente accesible y entre como input en el mecanismo recompensador (en nuestro caso, el mercado).

10. Conviene matizar aquí que no todas las defensas filosóficas del liberalismo son de tipo meritocrático. La influyente defensa nozickiana del liberalismo, por ejemplo, parte de la afirmación deontológica de la autopropiedad, deduciendo de ella el Estado mínimo y el or­ den social justo con independencia de si éstos satisfacen criterios meritocráticos de justicia distributiva.

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Ahora bien; por lo pronto, la teoría económica clásica de los equilibrios competitivos de competencia perfecta apenas dice nada sobre la informa­ ción, al contrarío, ésta se considera como dada gratuitamente: así, por ejemplo, supone que la mejor tecnología es ya conocida, supone que la in­ formación del consumidor es perfecta (por eso sólo se pregunta por las preferencias), y apenas da tratamiento formal a las industrias productoras de información. Y: cuando la información es introducida en una economía [de propiedades «clásicas»] entonces la optimalidad desaparece tanto para el mecanismo competitivo como para cualquier modificación simple de él, e incluso es dudosa la existencia de un equilibrio." La teoría económica clásica supone que la información existe y está homogéneamente distribuida a través del cuerpo social (un supuesto irrealista, aunque no necesariamente equivocado metodológicamente). Pero eso no es así en las economías reales; en ellas existen asimetrías in­ formativas. y son ellas las que explican en buena medida —entre otras co­ sas— la «traición» que hace la realidad a los modelos de competencia perfecta y la aparición de oligopolios y monopolios estables y prósperos. En cierto sentido, ese fue el mensaje central de Keynes y la clave explica­ tiva de sus equilibrios no óptimos de subempleo. Pero, volviendo ahora a nuestro asunto, el de la accesibilidad social de la información necesaria para que el mecanismo retributivo opere eficientemente, hay que decir que en amplias zonas de la vida económica de las economías capitalistas realmente existentes, esa información no está disponible (o no lo está, al menos, a un coste razonable). Detengámo­ nos un momento en este problema. Por lo pronto, en toda el área pública y administrativa de la economía, la eficacia del principio retributivo meritocrático es dudosa. ¿Cómo se miden, por ejemplo, los méritos de un juez? ¿Cuál es la información relevante para medir los méritos de un pro­ fesor universitario —un tema de rabiosa actualidad hoy en España? Co­ mo esa información es difícilmente accesible o computable, lo normal es renunciar al criterio meritocrático de justicia; los jueces cobran todos igual, y los profesores universitarios españoles, hasta ahora, también. Que la nueva ley «meritocrática» del gobierno socialista despierte tantos rece­ los tiene sin duda que ver con eso, con la dificultad de conseguir informa-I.

II. Marschack, Glennan y Summers, Slrategy f o r R an d D: Studies Berlín, Nueva York, 1967, p. 9,

m icroeconom ics o f D evelopm rnl , Springer,

in the

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ción fiable sobre los méritos del profesorado universitario. En cualquier caso, es un hecho obvio que las desigualdades salaríales en la econo­ mía pública son mucho menores que las que observamos en la economía privada, y el motivo no es otro que la escasez de información fiable y poco costosa sobre los méritos de los agentes. Los neoliberales parecen alegrarse con ese resultado, y a menudo lo toman como ariete con que embestir a la economía pública. Pero en todas partes cuecen habas, y en la economía privada, a calderadas. Ya hemos dicho que en el área privada de la economía hay grandes asimetrías infor­ mativas (algunas de las cuales explican y justifican precisamente la inter­ vención pública desde el punto de vista de la eficiencia económica). Ima­ ginemos una empresa capaz de acumular y monopolizar una determinada información, de cuyo acceso puede excluir a las otras empresas y a los consumidores. Evidentemente esa empresa está en una situación que le permite «explotar informativamente» a los consumidores de sus produc­ tos y, en el límite, engañarlos lisa y llanamente. El precio que éstos pagan por los productos de la empresa (y el consiguiente beneficio empresarial) es todo menos proporcional a la contribución marginal de la empresa al producto social. Este tipo de situaciones son mucho más frecuentes de lo que podría parecer. En la producción de muchos bienes y servicios en los que están involucradas estas asimetrías informativas la única solución disponible es la intervención de organizaciones no interesadas en sacar beneficio de la asimetría informativa, es decir, de organizaciones no orientadas al beneficio económico. Si el bien económico en cuestión es demandado y apreciado de forma similar por amplias capas de la pobla­ ción, lo normal es que esas organizaciones alternativas sean público-esta­ tales (servicios públicos, producción pública); pero si el aprecio por esos bienes difiere mucho de unos sectores a otros de la población (distintas ta­ sas marginales de substitución de bienes), o si sólo interesa a sectores re­ lativamente pequeños de la población, lo normal es que el Estado mismo prefiera que organizaciones privadas no orientadas al beneficio (nonprofit organizations) se ocupen de proveer esos bienes y servicios (agen­ cias de distribución de información especializada, hospitales especiali­ zados en determinadas enfermedades minoritarias, asociaciones de consumidores, etc.). Que el problema que nos ocupa es importante lo atestigua tanto el incremento del volumen de la economía pública en las últimas cuatro décadas como, sobre todo, el incremento espectacular (es­ pecialmente en los países de población más heterogénea) del sector públi­ co voluntario (las non-profit organizations privadas, en gran parte directa

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o indirectamente subvencionadas por los gobiernos) en los últimos quince años.12 El incremento de este sector público voluntario ha sido visto a veces como un paliativo a la ineficiencia de la intervención directamente estatal, y como una promesa de reestructuración de la economía pública alternati­ va a la ofensiva «desregularizadora» y privatizadora neoliberal (los co­ munistas italianos y los socialdemócratas y los verdes alemanes han dicho cosas inteligentes al respecto). Pero conviene notar dos cosas sobre este asunto: la primera es que la justicia meritocrática no puede aplicarse a esas organizaciones voluntarias, casi por definición, pues los agentes que tra­ bajan en ellas lo hacen por otros motivos que la mera retribución y porque es muy difícil medir sus méritos de una forma pertinente (¿cómo conse­ guir información sobre el cariño puesto por una enfermera en el cuidado de pacientes terminales, por ejemplo?). La eficiencia de esas organizacio­ nes depende directamente de la motivación de los agentes, y esa motiva­ ción está relativamente desvinculada de la retribución (por eso tiene que ser, al menos parcialmente, altruista): la justicia meritocrática no puede aplicarse aquí porque falta la información que le es necesaria; pero la jus­ ticia meritocrática es prescindible aquí, para conseguir la eficiencia, si las motivaciones de los agentes son suficientemente altruistas. Eso es lo mis­ mo que decir que la información sobre las motivaciones de los agentes es crucial para garantizar la eficiencia de este tipo de organizaciones, y no puede ser excluida, como, en cambio, exige el criterio meritocrático de justicia. Y algo parecido podría decirse de las motivaciones de los agentes del sector público estatalizado (lo único que puede garantizar la calidad del trabajo de un juez o de un profesor universitario funcionarizado es su buena motivación, no la retribución diferencial esperada). Pero incluso en el sector privado de nuestras economías, en el que no se producen este tipo de problemas (asimetrías informativas), incluso en él, el criterio meritocrático de justicia es problemático. Las complicacio­ nes para ese criterio vienen precisamente de.que excluye toda información que no tenga que ver con los méritos contributivos acreditados. Mencio­ naré una de esas complicaciones. Se trata de lo que podríamos llamar «efecto envidia». Supongamos que una empresa que opera en un mercado perfectamente competitivo remunera a sus empleados diferencialmente de acuerdo con su contribución marginal al output de la misma. No se puede

12. Econom y,

Cf.. tanto para aspectos teóricos, como empíricos, Burlón A. Wcisbrod, Nonpro Harvard University Press, Cambridge, Mass., 1988.

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excluir a priori que los que menos méritos acrediten sientan una gran en­ vidia de los empleados mejor remunerados. Por lo que yo sé, el primer fi­ lósofo moral que insistió en este problema fue el alemán Justus Moser. Frente a la universal aceptación de la meritocracia por los ilustrados dieciochescos, Moser argumentó en 1772 que una sociedad en la que el éxito dependiera exclusivamente de los méritos sería, sencillamente, in­ soportable por la envidia, la desmoralización y el resentimiento psicológi­ co general que produciría en los individuos.13 Evidentemente eso sólo no basta para perturbar la aplicabilidad del criterio meritocrático de justicia (fíat iustitia et pereat mundus), pues ese criterio, al excluir toda información que no tenga que ver con el mérito contributivo, es indiferente a la calidad de las relaciones sociales y al bienestar psicológico de la gente. Sin embargo, es claro que la aparición de la envidia y el mal clima laboral por ella generado perturbará fácil­ mente la eficiencia de nuestra empresa haciéndola menos competitiva. El clima social de las empresas — llamémosle así— es un problema tan cen­ tral para la teoría económica de los últimos diez años que ha generado ya por sí sola una rama de especialización, la que se ocupa de los llamados «incentivos compatibles» de los agentes económicos.14 Y en el plano em­ pírico, es claro que el éxito económico de las empresas japonesas, por ejemplo, tiene en buena medida que ver con la resolución del «efecto envidia» en su organización de incentivos, ya poniendo en obra un sistema de incentivos retributivos compatibles y no meritocráticos, o bien dando motivaciones adicionales a sus empleados (adhesión inquebrantable al éthos —o al páthos— de la firma), de modo que las retribuciones meritocráticas sean compatibles y no generen envidia, desmoralización o resen­ timiento. Así pues, los problemas con que se encuentra la justicia distributiva meritocrática liberal en sociedades como las nuestras se pueden resumir así. Los liberales prometen la eficiencia general como resultado de la jus­ ticia meritocrática realizada por la combinación del mecanismo de mer­ cado con derechos de propiedad privada sobre los factores económicos. Sin embargo, las asimetrías informativas generadas por esa combinación hacen imposible la aplicación del criterio de la justicia meritocrática en

13. Justus Moser, Keine BefSrderung nach Verdienst. en Süm tliche Werke, ed. de B. R. Abeken, Berlín, 1842, vol. II, pp. 187-191. 14. Cf., por ejemplo. Jercy Green, «Diffcrcntia! Information, the Market and Incentive Compatibllity». en Arrowy Honkapohja, eds., Frontiers ofE conom ics, Blackwell, Oxford. 1985.

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amplias zonas de la vida económica, en la economía pública estatalizada y en el sector formal de organizaciones no orientadas al beneficio (por no decir nada del sector informal: familia, relaciones de amistad, etc.). Por otra parte, en los mercados de bienes y servicios privados en los que hay asimetrías informativas, la justicia meritocrática quiebra. E incluso en aquellos mercados en los que esas asimetrías no se dan, no está claro que la justicia meritocrática sea satisfecha (pues aún habría que resolver el problema de las desigualdades iniciales de fortuna entre los agentes eco­ nómicos). Pero incluso si pudiera ser satisfecha, aún necesitaría para su realización del concurso de información expresamente excluida por ella, información sobre las actitudes, las necesidades y las capacidades psico­ lógicas (y de otros tipos) de la gente, como hemos visto al comentar el efecto envidia. Notemos que este tipo de información es del tipo de la ex­ cluida por la justicia parcial (correctora y distributiva), de modo que tam­ bién aquí puede decirse al modo aristotélico: cuando hay justicia com­

pleta no es necesaria la justicia distributiva meritocrática, pero incluso cuando ésta es necesaria (para promover la eficiencia), es necesaria la justicia completa también. He dicho antes que la otra gran doctrina ético-social que adoptaba el punto de vista meritocrático contributivo era el socialismo marxiano, la larga fase de transición que Marx preveía como antesala del comunismo, en el cual todo criterio meritocrático parece definitivamente superable (incluido el criterio meritocrático de contribución socialista: a cada cual según su trabajo). Sería interesante realizar un análisis de esa doctrina en términos parecidos al análisis que hemos realizado de la doctrina me­ ritocrática liberal. Pero como el tiempo apremia y tengo más interés en analizar el objetivo final de Marx, el comunismo, déjenme despedir este asunto con una afirmación sumaria: cualesquiera que fueren las virtudes éticas o de eficiencia que Marx atribuía a esa fase de transición, lo cierto es que todos los intentos realizados hasta la fecha en esa dirección se han saldado con un fracaso en los dos planos, en el ético y en el de la eficien­ cia económica.

J usticias distributivas igualitarias Y COMUNISMO MARXIANO La justicia distributiva igualitaria es viejo tema. Fue sostenida en la antigüedad clásica por los más ardientes partidarios de la democracia (que

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para los antiguos significaba siempre gobierno más o menos despótico de los pobres libres — la mayoría de la población— sobre los ricos). En la Atenas democrática, por ejemplo, los ricos eran sometidos a onerosas contribuciones que servían para financiar los gastos públicos de la ciudad (que incluían los festejos populares y la organización de la rica vida cultu­ ral de la polis ática), para subvenir a las necesidades de los más pobres (los adynatoi) y para financiar las aventuras imperiales atenienses, que fre­ cuentemente eran actos de rapiña cometidos sobre póleis vecinas para lu­ cro de la propia república. Evidentemente, la distribución democráticoigualitaria no llegaba hasta el punto de la igualdad total, porque entonces la fuente de las riquezas —el patrimonio de los ricos, que incluía sus acti­ vos de esclavos— se habría secado, y de ese problema eran muy cons­ cientes hasta los más radicales dirigentes del partido de los pobres, de los thetes. En este sentido, el criterio democrático antiguo era un criterio de igualdad moderado. Un criterio de igualdad pretende hacer iguales a los hombres en algún respecto. El criterio más radical posible de igualdad es el del lecho de Procustro: consiste simplemente en querer hacer iguales a los hombres en todos los respectos (Procustro cortaba las piernas de aquellos cuya longi­ tud rebasaba la de su cama). Entre otras cosas incómodas de este criterio está la confusión de igualdad e identidad (pues si los hombres fueran idénticos no hubiéramos tenido necesidad de inventar conceptos éticos de igualdad). El criterio menos radical posible de igualdad es el de la igual­ dad formal ante la ley de todos los hombres independientemente de sus méritos (según ese criterio, como decía sarcásticamente Anatole France, la ley puede prohibir a ricos y a pobres por igual dormir bajo los puentes). Entre esos dos criterios extremos hay un amplio espectro de criterios igualitarios intermedios. Y todos los criterios igualitarios comparten, frente a cualquier criterio meritocrático, la equiparación de los hombres en algún respecto, éticamente distinguido por ellos, independientemente de los méritos que se les puedan atribuir. La idea de que todos los hombres, independientemente de sus méri­ tos, tienen derecho a voto, expresa un criterio no meritocrático de este tipo. También lo expresa la idea de que todos los hombres, independiente­ mente de su contribución al producto social, tienen derecho a un determi­ nado nivel mínimo de vida (un criterio de este tipo anda por detrás del Es­ tado asistencial, por ejemplo, y también de las propuestas de un subsidio universal garantizado). El ideal de justicia distributiva del comunismo de Marx es muy parecido a este último, sólo que superlativamente potencia­

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do: todos tienen derecho a recibir lo que les dé la gana; eso es lo que pare­ ce expresar la divisa «de cada cual según su capacidad, a cada cual según sus necesidades». Esa divisa tiene al menos dos requisitos obvios: 1) que el producto social conseguido mediante el ejercicio de todas las capacidades humanas individuales alcance para satisfacer todas las posibles necesidades de los hombres (condición del cuerno de la abundancia); y 2) que los agentes económicos estén suficientemente motivados para hacer ejercicio efectivo de sus capacidades (condición de motivación). Y contiene varias ambigüedades. La más importante me parece la si­ guiente: no está claro en esta formulación si la noción marxiana de «ca­ pacidades» está desvinculada o no de su noción de «necesidades». Si las dos nociones están desvinculadas, entonces «capacidad» significa sólo habilidad y talento productivo, y «necesidades» significa cualesquiera caprichos consumistas que uno pueda tener. Si no están desvinculadas, entonces el desarrollo de las «capacidades» humanas implica cierto autocontrol de las propias «necesidades», y las necesidades comunistas no pueden ser necesidades cualesquiera. Es obvio que esta segunda inter­ pretación es la que mejor casa con la ascendencia moral clásica, enraizada en la cultura práctica antigua, de Marx. Marx mismo parece sugerirla explícitamente cuando dice que en el comunismo la primera ne­ cesidad de los hombres será el trabajo. Pero esto deja aún muchas cosas importantes fuera de consideración: que la primera necesidad será el tra­ bajo quiere decir que la actividad laboral será una actividad enteramente autotélica (como dirían los psicólogos de nuestros días), es decir, una ac­ tividad que produce goce y satisfacción por sí misma, independientemen­ te de los resultados que produzca. Ahora bien; precisamente por eso, la posible satisfacción que generen los productos del trabajo queda sin es­ pecificar. Lo que parece sugerir que las necesidades secundarias (las que no son trabajo) pueden ser cualesquiera necesidades caprichosas, y que la garantía de que esas necesidades podrán ser satisfechas es el fantásti­ co incremento del output productivo que habrá de resultar de la de­ salienación del trabajo, de la conversión, esto es, del proceso de trabajo en una actividad autotélica, gratificante por sí misma. El milagro del co­ munismo consistiría en que la función de utilidad de los hombres sería no sólo creciente sobre la cantidad de bienes conseguidos, sino también so­ bre la cantidad de trabajo empleado para conseguirlos. Esa es una posible formulación de la idea de abundancia comunista, y esa formulación ex­ cluye toda información que discrimine entre tipos distintos de trabajo y

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toda información que discrimine entre tipos distintos de necesidades de bienes y servicios. Esa exclusión de información es, sin embargo, problemática. Primero, porque la idea de que todo trabajo humano puede ser transformado en una actividad autotélica es prima facie utópica. (Y aun si no hubiera proble­ mas aquí, no está nada claro que ello bastara para satisfacer intuiciones éticas muy básicas de Marx: si todo trabajo es autotélico, y eso es lo único que cuenta, entonces no habría nada que objetar, por ejemplo, a que un hombre pasara toda su vida en una mina de carbón y su vecino se pasara la vida en una biblioteca, lo que monta tanto como decir que la idea marxiana de la superación de la división social del trabajo en el comunis­ mo no tendría sentido o sería éticamente innecesaria.) Pero la idea es pro­ blemática también porque la no discriminación entre tipos de necesidades choca al menos con tres cosas importantes: 1. Primero, con el ideal clásico antiguo de autonomía de los indivi­ duos, tan apreciado por Marx: de acuerdo con él, una condición necesaria de la felicidad humana es el control consciente de las propias necesidades (lo cual incluye obviamente la capacidad para discriminar entre necesida­ des de varios tipos, promover unas y extinguir otras — «dominio de la propia naturaleza»). 2. En segundo lugar, choca con la idea, también acariciada por Marx, de que el comunismo tiende a erradicar los conflictos de intereses entre los hombres, y por consecuencia, a disolver los instrumentos políti­ co-institucionales de opresión de unos sobre otros: la mera abundancia material capaz de satisfacer cualesquiera tipos de necesidades indiscrimi­ nadas no basta para eso (pues la necesidad, por ejemplo, de los llamados «bienes posicionales», es decir, de aquellos bienes cuyo disfrute excluye esencialmente el que otros los disfruten, haría pervivir los conflictos entre los hombres por mucho que creciera la abundancia material o la «riqueza» en sentido «estrecho»). Tanto este punto como el anterior están bien ex­ presados por la célebre sentencia de Epicuro: «Nada satisface al hombre que no se serena un poco» (Fr. B 69). 3. En tercer lugar, la formulación que estamos criticando choca frontalmente con una preocupación de nuestros días, que Marx sólo pudo intuir remotamente: la crisis ecológica. Hoy tenemos una cons­ ciencia clara de vivir en un planeta de recursos limitados, en el que no 13. -

THtEHAUT

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todas las posibles necesidades humanas pueden ser satisfechas simultá­ neamente. Estos tres tipos de problemas deben llevar a quienes aún sientan apre­ cio ético por el ideario social marxiano a renunciar a la idea de abundancia material ilimitada entendida en el sentido que Marx mismo, como hemos tenido ocasión de ver (el Marx, digamos, más clásico y menos lockeano), consideraba «burgués» y «estrecho». Y esto, por dos consideraciones: a) la abundancia material ilimitada es ecológicamente imposible, con la con­ secuencia: hay que substituirla por una abundancia relativa; y b) aun si la abundancia material fuera posible, dejaría problemas éticos cruciales sin resolver, con la consecuencia: hay que rescatar la idea «amplia», no «bur­ guesa», de riqueza. Lo que voy a sostener a continuación, para acabar esta charla, es que ambas ideas, la de la abundancia relativa y la de la amplia­ ción de la noción de riqueza, están conceptualmente vinculadas.

a) ¿Qué puede significar «abundancia relativa»? Sin duda, abundan­ cia hasta cierto punto. ¿Pero hasta qué punto? Por ejemplo, tenemos moti­ vos fundados para suponer que el nivel de vida medio de los ciudadanos de los Estados Unidos no podría unlversalizarse para todo el planeta, sin que éste sufriera daños irreparables. (Por poner una ilustración vivida de este asunto: los menos de trescientos millones de habitantes de los Estados Unidos consumen, sólo en aire acondicionado, y sólo en la temporada de verano, la misma energía eléctrica que los mil millones largos de ciudada­ nos de la República Popular de China en todo un año y para todos los usos.) Un criterio que me parece aceptable es el siguiente: la abundancia relativa es la abundancia máxima cuya universalización o planetarización resulte compatible con las restricciones ecológicas conocidas o sospecha­ das. Evidentemente la clarificación de la muchedumbre de problemas que este criterio trae consigo está fuera de los límites de esta charla. b) Se plantea, pues, la cuestión de si el comunismo como asociación planetaria de hombres libres es compatible con las restricciones ecológi­ cas consideradas en el punto anterior. Naturalmente esto trae a colación la idea de la riqueza en sentido «amplio», pues entendida en sentido «estre­ cho» es evidente que es incompatible con la estabilidad ecológica global. Y la idea de la abundancia en sentido amplio tiene que tener cabida, por lo pronto, para una discriminación entre necesidades. Detengámonos un momento en este asunto. Desde un punto de vista general —y que no sea

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ciego respecto de lo que hoy sabemos sobre la psicología humana— hay tres tipos de necesidades que conviene distinguir. El primer tipo es el de las necesidades de comfort individuad: la satisfacción de esas necesidades es fundamental para damos un mínimo de seguridad psicológica (garantía de alimentación, habitación, vestido, etc.); el segundo tipo es el de las ne­ cesidades de comfort social, que responden a nuestras ansias, ancladas en nuestra disposición genética, de relaciones humanas y sociales agradables y poco conflictivas, y que tienen que ver también con la seguridad psico­ lógica; y el tercer tipo es el que podríamos llamar necesidades de excita­ ción o estímulo (urousal), no de seguridad: si no satisfacemos esas ne­ cesidades (que están también profundamente ancladas en nuestro disposi­ tivo genético), entonces nos aburrimos mortalmente, por mucho comfort y seguridad que tengamos (la literatura psicológica de nuestros días tiene un amplio capítulo dedicado a las patologías de la falta de estímulos). De esos tres tipos de necesidades, los más problemáticos, y los menos inves­ tigados por la ciencia económica, son el segundo y el tercero; en general, la ciencia económica — tanto la positiva, como la normativa— no atiende a la información necesaria para ocuparse de estos tipos de necesidades. Ocuparse del segundo tipo (el comfort social) quiere decir ocuparse de la calidad de las relaciones sociales o humanas engendradas por una econo­ mía (pues la vida económica no sólo produce bienes y servicios materia­ les; también produce tipos humanos y moldea las relaciones entre ellos). Y ocuparse del tercer tipo, quiere decir, por lo menos, ocuparse del modo en que los individuos generan utilidad y de la calidad (o de la capacidad) de éstos como generadores de utilidad. Salvo honrosas excepciones re­ cientes,15 el tipo de información que todo esto requiere es expresamente excluida por la ciencia económica estándar. Pero estos tipos de necesidades son decisivos para dirimir si es posi­ ble una asociación de hombres libres compatible con las restricciones ecológicas. Lo argumentaré taquigráficamente. Si las necesidades de comfort social son adecuadamente satisfechas (es decir, si las relaciones sociales entre los hombres son «buenas»), parece que deberían desapare­ cer los tipos de bienes que son más problemáticos para el comunismo marxiano y que, además, resultan ecológicamente más dañinos: los bienes posicionales, antes aludidos, y, en general, los bienes de consumo suntua-

15. Cf., para economía positiva, Scitovsky, The Joytess Econom y, Oxford University Press, Oxford, 1976: del mismo autor. Hum an D esire a n d Eeonom ic Satisfactian. Wheatsheaf Books, Brighton. 1986. Para economía normativa, cfr. Amartya Sen, op. cit., y Serge Christoph Kolm, La b o rn e économ ie, PUF, París. 1984.

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rio (dicho de otra forma: en un buen clima de relaciones sociales y huma­ nas, nadie apreciaría un bien por el hecho de que su consumo excluye a otros, y nadie apreciaría un bien simplemente para sentirse superior a los demás o para hacerles sufrir). Por otro lado, respecto de las necesidades de estímulo, las cosas parecen más complicadas porque envuelven sutilezas psicológicas difícilmente despachables en cinco minutos. Pero lo esencial es esto: por un lado, aunque todos tenemos necesidades de estímulo, no todos tenemos la misma capacidad (biológica, o culturalmente adquirida) de subvenir a esas necesidades; por otro lado, los bienes que satisfacen fá­ cilmente esas necesidades de estímulo (y que requieren, por lo tanto, poca capacidad para ser usados) son, en general, los bienes que menos intensa y duraderamente satisfacen esas necesidades. Por ejemplo, para sacar estí­ mulo de la velocidad de un automóvil, o para sacar estímulo de un telefilm norteamericano, no es necesaria mucha capacidad por parte del consumi­ dor; en cambio, para sacar estímulo de la lectura de la Ana Karenina de Tolstoi, o de los Principia Mathematica de Russell-Whitehead, o de la audición de la Ofrenda musical de Bach es necesaria bastante más capa­ cidad, conseguida gracias a un entrenamiento más o menos largo. Sin embargo, los estímulos proporcionados por el segundo tipo de actividades son mucho más intensos y duraderos que los del primer tipo (y, en general, menos onerosos ecológicamente, aunque sólo fuera por el hecho de que proporcionan estímulos que duran más). La consecuencia es obvia: una asociación de hombres libres debe contar con hombres con grandes capa­ cidades que les permitan sacar estímulos intensos y duraderos, y una so­ ciedad que quiera transformarse en el sentido de la libertad comunista ne­ cesita fomentar esas capacidades y fomentar la producción y el consumo de los tipos de bienes que más característicamente les van asociados (el buen arte, la buena literatura, la buena música, la ciencia pura, el deporte bien practicado, etc.). Notemos, para acabar con este asunto, que eso exigiría un cambio de planteamiento respecto de la visión de Marx: no sólo habría que considerar, junto al carácter autotélico de los procesos de trabajo recomendado por Marx, los modos y la calidad del consumo de sus productos, sino que habría que discriminar también entre tipos de tra­ bajos; pues convertir en procesos autotélicos la producción de bienes posicionales o suntuarios, o la producción de bienes cuyo consumo sólo proporciona estímulos efímeros y superficiales, podría ser ecológicamen­ te peligroso. Si esas condiciones se cumplieran, entonces es concebible que algún día la sociedad humana entera pueda satisfacer el ideal de justicia distri­

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butiva marxiano: de cada cual según su capacidad, a cada cual según sus necesidades. Sobre cómo llegar a una sociedad de este tipo no he dicho aquí ni una palabra (salvo para descartar que las vías socialistas empren­ didas hasta ahora en nombre de Marx sean transitables). Pero permítanme acabar diciendo un par de cosas muy generales sobre ello. Cualquier proceso de transición desde las sociedades presentes hasta una sociedad que realizara aproximadamente los ideales marxianos de la asociación de hombres libres, debería tener muy presente, como Marx, que en ese proceso de transformación los problemas de eficiencia econó­ mica (importantes para conseguir la abundancia relativa) exigirán el res­ peto de determinados criterios de justicia distributiva meritocrática en amplias zonas de la vida económica, social y política. Pero, al revés que Marx, el proceso emprendido deberá ser juzgado (políticamente, no ya profélicamente) en cada etapa también desde el punto de vista de los otros ideales de justicia parcial y completa. Y cualquiera que sea la vía empren­ dida (ya un socialismo de mercado propuesto por autores como Nove, Legrand o Elster; ya la institucionalización progresiva de la reciprocidad general, al modo de Serge-Christophe Kolm; o bien la vía de la expansión creciente de la asignación universal de recursos y el crecimiento relativo del área no heterónoma de la vida económica, como propugnan Gorz, Van Parijs o Van der Veen), cualquiera que sea la vía emprendida, su progreso debe poder estimarse continuamente — no sólo en el fin de trayecto conje­ turado— de acuerdo con los criterios mencionados. Los cuales implican la consideración de un tipo de información amplio y proteico (el tipo de in­ formación característico de la justicia completa de los antiguos) referido a la calidad de las relaciones humanas, a la calidad y capacidad de los indi­ viduos como generadores de utilidad y a la calidad de los bienes produci­ dos para subvenir a necesidades genuinamente humanas. Pues con el criterio de justicia distributiva marxiano acontece como con todos los criterios de justicia parcial: no es necesario cuando hay jus­

ticia completa y los hombres «actúan bien en sociedad», pero mientras siga siendo necesario como ideal regulativo de todo el proceso —quizá sin fin — de la transición, la información característica de la justicia completa sigue siendo también necesaria.

C arlos T hiebaut

¿LA EMANCIPACIÓN DESVANECIDA? No es necesaria agudeza excesiva para constatar que parecemos asis­ tir a un fin de época filósofica. Así lo testimonia, al menos, la conciencia de revisión y crítica del canon clásico de la filosofía moderna y la puesta en cuestión de los resultados de la ilustración filósofica. Las discusiones sobre la modernidad, sobre su inconclusión o su agotamiento, han puesto en primer plano una tarea de balance y de rendición de cuentas en la que la filosofía aparece, a la vez. como principal acusada y como principal acu­ sadora. Como acusada, porque se ponen en evidencia las quiebras, las in­ satisfacciones o las incapacidades del programa filosófico moderno-ilus­ trado que, se dice, no sólo no cumplió con aquello que había prometido, sino que ha inducido aún males mayores que aquellos a los que proyecta­ ba enfrentarse. Perspectivas teóricas como las presentes en Dialéctica de la Ilustración de Horkheimer y Adorno, en la teoría de la acción comuni­ cativa de Jürgen Habermas, en la crítica foucaultiana o en las elaboracio­ nes del nuevo pragmatismo americano de Rorty coinciden, al menos, en la revisión de esa herencia de la Ilustración, aunque difieran seriamente a la hora de adjetivarla como conclusa, como aún pendiente e inacabada o sencillamente como imposible.1 Pero la filosofía, heredera aunque sólo sea del instrumental del pensa­ miento moderno-ilustrado, no aparece sólo en el banquillo, sino que es

1.

Pueden verse, entre una amplia bibliografía, J. Habermas. Teoría de la acc Taurus, Madrid, 1989, 2 vols., y E l discurso filo só fico de la modernidad, Tauros. Madrid, 1989; M. Foucault, The Foucaull reader (ed. P. Rabinow), Pantheon Books, Nueva York, 1984; R. Rorty. Contingency, Irony an d Solidarity, Cambridge University Press, Cambridge, 1989. Una muy útil compilación de artículos de debate en lomo a la cues­ tión de la modernidad es i . Picó, ed.. M odernidad y postm odem idad. Alianza, Madrid, 1988. com unicativa,

¿LA EMANCIPACIÓN DESVANECIDA?

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también, a su vez, acusadora, porque nos urge y exige que si ese programa modemo-ilustrado ha de ser sustituido, lo sea por otra interpretación del presente y de las tareas de la misma filosofía que no caiga por debajo de las exigencias éticas de ese mismo presente y que por ello, en primer lu­ gar, aprehenda con mayor precisión la estofa de nuestra condición y de nuestro tiempo histórico y pueda intervenir, por lo tanto y en segundo lu­ gar, más adecuadamente sobre ellas. Así, para algunos, el fin de una forma de filosofía no parece presentarse como el final del filosofar y no pocos críticos del proyecto ilustrado parecen tentados de reincidir metafísicamente en la crítica de la filosofía, de recuperar el viejo lenguaje ontológico que se pretende el lenguaje verdadero. Otros, por su parte, quieren evi­ tar ese regreso de la metafísica bajo el disfraz de su final y proponen, por el contrario, otra forma de filosofía, menos fuerte en sus pretensiones de autonomía respecto a otros discursos racionales o científicos, pero no por ello menos filosofía. Dentro de un panorama complejo de posiciones teó­ ricas y de críticas cruzadas, el carácter global del proceso apunta, pues, a que el proyecto modemo-ilustrado de filosofía es (ya) incapaz de soste­ nerse como interpretación del presente, de nuestra condición y de nuestra historia y que es necesario proceder a su urgente modificación con para­ digmas aparentemente de menor prosapia y, en cualquier caso, de menor arrogancia, pero no por ello menos críticos o más acomodaticios. Se seña­ la, así, que es necesario sustituir, completar o reformular un proyecto ra­ cional de interpretación del mundo que se ha tomado ineficaz, en el mejor de los casos, o en peligroso y culpable, en los más frecuentes y peores de ellos. Cuál sea la naturaleza de esa sustitución, de esa complementación o de esa formulación de nuevo cuño es algo que, como es sabido, divide en posiciones diversas a todos aquellos que, no obstante, coincidían en la ne­ cesidad de una revisión y crítica del anterior modelo y es también algo que constituye uno de los lugares más cruciales del debate contemporáneo.

Ilustrados y críticos O DE ÉTICA Y MORAL

de la I lustración ,

Tampoco puede evitarse una sensación de cierta incomodidad al asis­ tir a ese o a esos debates. ¿Qué se entiende, realmente, por esa noción de proyecto modemo-ilustrado? ¿De qqé Ilustración se habla y a qué moder­ nidad se refiere: a la de Rousseau o a la de Locke? ¿A la de Voltaire, a la de Sade o a la de Kant? En términos genéricos cabe decir que el debate se

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realiza sobre la historia inmediata y sobre el canon clásico de la filosofía occidental tal como se ha fraguado en el agitado siglo xix, y, por ello, la idea de modernidad e Ilustración que se pone enjuego es aquella que ca­ bría resumir en tomo a la filosofía kantiana, y no la otra o las otras de los «escritores oscuros» de la burguesía, rótulo bajo el cual Adomo y Horkheimer englobaban, como es sabido, a aquellos ilustrados que no busca­ ban paliar con doctrinas armonizantes las consecuencias más brutales del proceso de ilustración.2 Es, pues, Kant (y a su trasfondo. Descartes) quien parece convertirse en emblema de la agotada filosofía moderno-ilustrada, y serán las filosofías postkantianas de la conciencia las que deberán cargar con las mayores culpas por haber cumplido y agotado hasta su culmen el tipo de filosofar que hoy se sienta en los banquillos de acusados de casi todos los tribunales filosóficos. Aunque ese proceso de acusación y defensa abarca prácticamente la totalidad de los campos de la filosofía, hay tres órdenes de cuestiones en los que se desvelan con claridad máxima el carácter de la crítica y su al­ cance. En primer lugar, respecto a cómo y en qué sentido los elementos y condiciones de interpretación contextúales contrapesan y modifican las pretensiones universalistas de la idea moderno-ilustrada de verdad; en se­ gundo lugar, y a la hora de definir el carácter de las interpretaciones de la razón práctica, respecto a cómo pensar la discusión y la propuesta de aquellos contenidos morales cuya carencia se vive en nuestros días como una ausencia que necesita urgente satisfacción; por último, y en tercer lu­ gar, estaría la cuestión claramente metafilosófica de cuál es el estatuto y cuál es el papel que puede asignársele a la filosofía en relación con los di­ versos sistemas teóricos de interpretación de la sociedad (las diversas ciencias sociales, etc.) y también en relación a los diversos sistemas de acción social y, en concreto, respecto a la política. En esas tres cuestiones, epistémica, ética y metafilosófica —por decirlo de alguna manera— se discute ese balance de la modernidad que, decíamos, provoca en no pe­ queña medida esa sensación de fin de época que en tan gran medida es el acento predominante de nuestro tiempo. Ante tal magnitud de problemas, tal vez sea necesario evitar las abs­ tracciones y quizá sea conveniente, por ello, centrar algo más la discusión y, sobre todo, enfocarla a términos más abarcables. El interrogativo título de estas líneas, «¿La emancipación desvanecida?», quiere enfocar las di­

2. M. Horkheimer y Th. W. Adorno, D ialéctica d e l ilum inism o , Sur, Buenos Aire 1970. p. 144.

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ficultades que se nos presentan hoy para pensar esa categoría central del proyecto moderno-ilustrado —en sus campos políticos, sociales y éti­ cos— y, por consiguiente, cuáles son los problemas que han de ser re­ planteados en la interpretación ética del presente. Permítaseme partir, no obstante, de un lugar ligeramente anterior: de cuál es el carácter de la filo­ sofía moral y política que habría de ser el lugar en el que pensar esa cate­ goría de emancipación. Aunque ningún resumen del programa moderno acaba por ser satis­ factorio, pues se corre el riesgo de eliminar las cruciales diferencias que existen entre las diversas ilustraciones, suele entenderse en este ajuste de cuentas con dicho programa que la formulación que mejor puede repre­ sentar el proyecto racionalista, crítico y formal de la modernidad ética es el programa kantiano. Kant es visto, en efecto, como el representante del tipo de filosofía universalista, formal, y racional al que se opondría la sen­ sibilidad particularista, contextualista y falibilista de la época presente. La filosofía trascendental y criticista se apoya sobre un supuesto central que es, precisamente, el que quiere someterse ahora a duda: a saber, que es posible comprender y comprehender en un único movimiento de discurso 1) la fundamentación de una ética y, sobre todo, 2) la justificación misma de ese discurso en el que la ética es fundamentada. Es decir, la filosofía criticista entiende que sus propias condiciones de posibilidad son las que determinan la manera como podremos hablar (y hemos de hablar) de la fundamentación de una perspectiva ética. Ese doble movimiento —el de la fundamentación del propio discurso filosófico y el de la fundamenta­ ción de una perspectiva ética— es el que quiere rechazar la conciencia de fragilidad y de fragmentariedad del tiempo presente que sospecha que aquello que nosotros podamos decir sobre la filosofía, su estatuto y su al­ cance, es probablemente mucho más limitado que lo que de hecho deci­ mos y hacemos cuando operamos como sujetos morales en la vida coti­ diana. Tal es, explícitamente, la propuesta neoaristotélica de Bemard Williams,3 que apunta, por lo tanto, a disociar el alcance de la posición metafilosófica moderna —necesariamente reflexiva y crítica— del que cabe atribuir a la vida moral de las personas reflexivas de nuestras socie­ dades. Una crítica similar, con ambigüedades tal vez de tono distinto a las que cabe adivinar respecto al neoaristotelismo, es la del nuevo pragmatis­ mo de Richard Rorty, quien argumenta que la filosofía occidental es ya

3. B. Willians, Cambridge, Mass., 1985.

E lhics an d the Lim its o f Philosophy,

Harvard University Press,

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incapaz de justificar el orden político y moral que la modernidad nos legó y que, consiguientemente, si hemos de mantener la prioridad de ese orden, de la democracia, haríamos mejor en dejar de lado aquella filosofía. Las críticas neoaristotélicas y neopragmatistas apuntan por igual, pues, a las pretensiones universalistas y de fundamentación de la filosofía moderna y precisan su crítica, en concreto, centrándose en la insuficiencia o la inuti­ lidad de la filosofía trascendental. Es decir, si Kant ubicaba el sentido y el fundamento de nuestra dimensión moral en aquel topos arquimédico que era el que constituía, precisamente, el tipo de filosofía crítica con el que él desarrollaba el proyecto moderno, la crítica contemporánea a ese proyec­ to señalará, en primer lugar, que es dudoso que podamos pensar en tal to­ pos privilegiado (pues desde él sólo se ejercitaría una «visión desde nin­ gún sitio») y que, en cualquier caso —y en segundo lugar—, lo que de hecho pensamos moralmente no tiene que ver con esos sueños de la razón. Si Kant, por una parte, señalaba que el Faktum moral era, precisamente, el que aparecía bajo la égida del Faktum de la razón y de su interés práctico, la crítica o la duda ante tal proyecto dirá, por el contrario, que lo que nues­ tra moral es —es decir, la realidad del discurso sobre lo que deseamos, queremos, o debemos hacer; el discurso sobre un ideal de vida colectivo y personal al que podamos aspirar— es difícilmente aprehensible en los tér­ minos de fundamentación racional heredados. Si en Kant podría estable­ cerse un lugar filosófico desde donde predicar qué es lo que puede ser di­ cho moralmente bueno, la crítica al programa kantiano señalará que ese lugar no puede distanciarse absolutamente de los muchos lenguajes, no necesariamente filosóficos, en los que lo bueno es hablado, dicho o defi­ nido. Si el programa moderno entendía la crítica como ese proyecto de justificación que hemos enunciado, la crítica a ese programa entenderá, a su vez, que es excesivo el precio que hubo que pagar por tal programa, pues se arguye que en él se consagraba una separación tajante entre el acuerdo racional público-moral sobre aquello que es justo, y que es a lo que se refiere ese Faktum racional y moral enunciado, y la formulación de un ideal de vida concreto, de aquello que consideramos bueno. Pero en el programa moderno ilustrado no sólo se producía esa esci­ sión entre el discurso de fundamentación ético y la formulación de un ideal de vida concreto, es decir, de un contenido normativo específico, sino que esa escisión comportaba también que ese programa habría de ser también, y necesariamente, un programa que se desarrollara sobre la base de lo que ha venido a llamarse un procedimentalismo ético y que señala que aquello a lo que la filosofía moral puede apuntar es al diseño de un

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procedimiento para justificar, validar o criticar, enunciados normativos pertenecientes a ese orden de lo justo público que hemos mencionado. Frente a tal procedimentalismo puede fácilmente argüirse de entrada que no es aquella ética normativa en cuyo terreno se discuten los problemas más acuciantes de la humanidad hoy. Pero, a su vez, ese procedimentalismo tiene de su parte un sólido ar­ gumento que le hace rechazar las críticas contextualistas más radicales y que reza que es precisamente la pluralidad de formas de vida, pluralidad a la que hemos empezado a ser sensibles precisamente en la modernidad, la que exige que la definición del punto de vista moral no se identifique con ninguna de esas formas de vida. Es decir, parece menester encontrar un lugar de acuerdo más allá de la pluralidad de los particularismos, para po­ der ejercer una forma de crítica racional que pueda, a la vez, ejercer una forma de tolerancia racional donde las diferencias pudieran ser no sólo comprendidas, sino aceptadas. En efecto, sólo un esfuerzo racional que cree marcos de amplitud y tolerancia, aunque sea haciendo expresa abdi­ cación de proponer contenidos que pudieran colisionar con formas de vida particulares, con jerarquías de valores diferentes, parece poder garantizar el derecho a la supervivencia de los disidentes, de los minoritarios o, sen­ cillamente, de los distintos. Ese punto de vista racional sería, por lo tanto, un punto de vista interesado en lo moral, no un lugar vacío o lleno de fan­ tasmas como las críticas lardomodemas sugieren. Y ese punto de vista moral que ejercita, en un nivel de abstracción superior con respecto a los contenidos normativos de las moralidades diversas de mundos de vida plurales, una tolerancia y un interés morales indica que no es la adhesión a una de esas moralidades particulares en uno de esos mundos concretos y diferentes lo que nos constituye en sujetos morales, sino que, por el con­ trario, somos más bien tales sujetos morales sólo cuando somos capaces de consideramos reflexivamente ubicados en relación a otras formas de moral y a la nuestra misma, cuando podemos aprender y criticar otras morales en la medida en que podemos aprender y criticar la nuestra. Es decir, somos morales no tanto cuando seguimos un orden o una jerarquía de valores, cuando obedecemos un código determinado, sino cuando po­ demos ubicamos en relación a ese código en una actitud que nos permite someterlo a crítica, hacerlo susceptible del procedimiento crítico de la ra­ zón; hacerlo reflexivo, en suma. Con estos argumentos a favor del proce­ dimentalismo, que no hacen sino reiterar la idea kantiana de autonomía como centro básico de aquel Faktum moral y racional, el programa mo­ derno — por ejemplo, en la medida en que está presente en las diversas

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versiones de las éticas discursivas— justifica la diferenciación entre las cuestiones normativas, éticas, referentes a la justicia y las cuestiones evaluativas y expresivas referentes a un modo de vida y señala que las prime­ ras son el eje de la discusión filosófica racional mientras que las segundas deben de ser solventadas en las discusiones — no menos racionales, pero indudablemente más contextualizadas, más particularizadas— a desarro­ llar por los sujetos morales en sus diversos mundos de vida. ¿Pero cómo habrían de ser esas discusiones de primer nivel, del orden de lo moral? ¿Qué relación pueden tener los acuerdos público-racionales, en el plano ético, concernientes a lo justo con los acuerdos público-racio­ nales referentes a lo bueno, en el plano moral? En efecto, si aquel progra­ ma de fundamentación crítica no solventa el problema evaluativo, pero también normativo, de los diferentes valores en los diversos mundos de vida (aunque haya que reconocer que no lo hace porque pretende precisa­ mente ubicamos más allá del primer nivel, en el segundo nivel, de mayor abstracción donde somos sujetos morales y no sujetos a una moral), ¿cómo pueden pensarse los contenidos normativos de un ideal de modo de vida? Las críticas hegelianas al formalismo de la ética kantiana se repro­ ducen precisamente aquí y es en este punto donde debe solventarse la cuestión crucial de cuáles son las agarraderas materiales, históricas, polí­ ticas y culturales, de aquel proyecto crítico que se pretendía tolerante, ra­ cional y emancipador de los lazos y las cadenas de la particularidad. Si esa cuestión no se solventa, el proyecto mismo puede quedaren el aire, sin re­ ferencia alguna a los sujetos morales necesariamente segregados de los discursos prácticos en los que se deciden las cuestiones que afectan a su vida. La crítica al formalismo ético —ya que no a la reflexividad del pun­ to de vista moral que subyace como argumento al procedimentalismo— puede radicalizarse aún más y cabe interrogar si en verdad cabe, acaso, tal abstracción de la particularidad. Como sugeríamos antes, la crítica al proyecto ilustrado opera en un doble plano. En primer lugar, señala que eso que hemos denominado el segundo nivel, el de la no particularidad moral o nivel ético, es un lugar vacío y que la mencionada reflexividad del punto de vista moral es sólo un supuesto irrealizable, pues la reflexividad de las formas complejas de mo­ ralidad está siempre referida a contextos normativos determinados. En se­ gundo lugar señala que no se puede diferenciar en el comportamiento moral dos instancias separadas y diferenciadas: la perspectiva discursivopráctica del sujeto moral que actúa y discute su acción, y que se realiza en actitudes de primera y segunda personas, por una parte, y la perspectiva

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predicativa del que juzga la acción externamente desde una actitud de ter­ cera persona, por otra, y que define desde fuera de la acción, en la esfera del discurso, qué es y por qué es ético. Ambas perspectivas, piensa el crí­ tico, están conjuntadas, se coimplican y hemos de pasar constantemente de una a otra si es que hemos de tener alguna de ellas, es decir, si es que hemos de ser sujetos morales maduros. Notemos que este último planteamiento de la cuestión en disputa nos conduce, entonces, a la cuestión de cuál es el modelo en el que podríamos interpretar las tareas de iluminación y de la crítica sobre la práctica de los sujetos morales. Es decir, no se trata tanto ya de cómo puede justificarse intraleóricamente una concepción metafilosófica determinada —como acontece con ese programa moderno-ilustrado que hemos estado mencio­ nando— cuanto de cómo interpretan concepciones metafilosóficas diver­ sas, y aún enfrentadas, el papel del momento de justificación (bien sea en forma de discusión de pretensiones de validez normativa o de validación de enunciados evaluativos o prescriptivos) en relación con las prácticas y acciones de los sujetos morales, y de qué manera ese momento de justifi­ cación se entiende como momento de crítica, de intervención efectiva y de modificación de esas prácticas y acciones. Es decir, la cuestión se loma en la de cómo la ética —como discusión filosófica, crítica y potencialmente iluminadora— puede iluminar la moral, la constitución material e históri­ ca concreta de nuestros ideales y sistemas de acción. O, también, el pro­ blema pasa a ser cómo la actitud reflexiva y filosófica del discurso puede iluminar, distanciar, y hacer reflexiva, la práctica y la acción morales. Como sabemos, el programa kantiano señalaría que sólo en la medida en que podamos pensamos y consideramos como si fuésemos seres nouménicamente morales (es decir, no particularísticamente) podremos compor­ tamos como seres emancipados. Las críticas a tal programa señalan, por el contrario, y tras los pasos de Hegel (y, consiguientemente, en parte, de Aristóteles), que las tareas de la crítica sólo pueden ser pensadas en la me­ dida en que se refieran a los contextos normativos concretos, a los mundos históricos y materiales concretos, y que es en relación a la iluminación de esos mundos como puede pensarse la idea misma de iluminación, de ilus­ tración. Un kantiano de observancia estricta puede apresurarse a señalar que esa crítica retiene, al menos, una idea del proyecto moderno, la de ilumi­ nación, la de ilustración, y que, por consiguiente, ha de retener también todo otro conjunto de categorías que la hacen inteligible, como pudieran ser la idea de crítica y una cierta comprensión trascendental de tal idea, la

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separación entre las cuestiones de justificación y las de validez, etc. Es decir, y en resumen, el proyecto de crítica no podría renunciar a las pre­ tensiones de universalismo de la moral moderna, aunque refiriera esas pretensiones a los diversos mundos particulares. Frente a esa imbatible lógica del kantiano cabría, tal vez, sospechar que el tipo de universalismo ético que nos propone es excesivo, y que si ciertamente no puede negarse que la modernidad, nuestra ética y nuestra moral, no carecen de momentos de universalidad, tampoco habría por qué exagerar ese reconocimiento hasta el punto de aceptar el fundamento trascendental de la crítica. En efecto, ¿es realmente necesario llevar tan lejos, hasta la misma noción de universalismo ético en sentido trascendental, la idea de crítica o no cabría pensar, por el contrarío, que esa idea de crítica iluminadora puede también operar en contextos menos fuertes en lo que a sus pretensiones de univer­ salidad se refire? ¿No cabría prescindir de los programas de fundamentación racional fuerte, como el trascendental kantiano, y retener, no obstan­ te, aquella idea de iluminación y de crítica? ¿Han de desvanecerse las ideas de crítica, de iluminación y de emancipación —cargadas de conte­ nidos morales y políticos vigentes, aunque no dejen por ello de ser proble­ máticos— en la aceptación incondicional de los mecanismos ciegos de la historia y de los poderes, solamente porque no pueda suscribirse ya un programa fuerte de fundamentación como aquellos que formulara el pro­ yecto moderno-ilustrado? Es decir, y por abreviar la formulación, ¿impli­ caría el fin de la filosofía trascendental el fin de la crítica?

C r ític a y e m a n c ipa c ió n en e l pr o y e c t o m o d er n o

La idea de crítica en el programa moderno estaba estrechamente vin­ culada a ese otro par de nociones que hemos apuntado: a la idea de auto­ nomía y a la idea de emancipación. Ambas ideas tenían un doble rostro pues referían, por una parte, al carácter racional del Faktum moral y apuntaban, por otra, a la vida material de los hombres en la sociedad mo­ derna. Pensar por sí mismo, atreverse a pensar, era una forma de una tarea de la razón; pero, y a pesar de algunas vacilaciones kantianas, también implicaba el modelo emancipado de una república de ciudadanos libres. Emancipación es llegar a comprender y resaltar el carácter sólo parcial y particular de una moral y de sus mandatos y sus códigos, y es también lle­ gar a emanciparse de reyes, dioses y tribunos, llegar al mismo estatuto de disposición sobre uno mismo, y sobre nuestro destino, que el que poseía

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por su parte nuestro antiguo dominador. Emancipar es, por lo tanto, rom­ per vínculos de dominación y es el efecto del dominio sobre sí que nos hace ser sujetos morales. Es, pues, necesario que todos y cada uno puedan ser concebidos como sujetos morales y, consiguientemente, que todos y cada uno puedan concebirse a sí mismos como tales, para que la idea de emancipación, y de emancipación política, pueda tener algún sentido. Pero concebimos a nosotros mismos como sujetos morales implica que es posible pensamos de forma distinta a como somos, si es que es el caso que estamos sometidos en una relación de dominación, de desconocimiento o de dependencia. Concebimos como sujetos morales es concebimos como seres libres; o, si tal no es el caso, como seres que pueden liberarse. Pero ¿cómo saber, explicar y justificamos que somos o que no somos libres? No nos vale para tal propósito el acto de una mera decisión no argumenta­ da o el de una estipulación genérica no justificada. Nuestra ética y nuestra libertad parecen exigimos un determinado grado de conciencia reflexiva que se expresa en las razones que podemos dar de nuestra misma identi­ dad moral; parece exigimos, así, una distancia con respecto a lo que de hecho somos si aconteciera, como toda la reflexión cultural de los últimos siglos se afana por razonar, que no somos, de hecho, plenamente libres. La idea religiosa de culpa, de imperfección o de caída, que era el punto de partida y el motivo para la búsqueda soteriológica de la nueva vida, en­ cuentra su paralelo laico y secularizado en la reflexión que trata de con­ traponer necesidad y determinismo a ética y libertad moral y que encuen­ tra en aquella necesidad el punto de partida y el motivo para la postulación de esa libertad. El programa moderno apunta, así, que aunque seamos (nouménicamente) éticos, nuestro comportamiento está (fenoménica­ mente) determinado; o, mejor, que porque nuestra libertad se halla condi­ cionada, atada a la necesidad, hemos de pensamos éticamente como suje­ tos morales. La ética es, pues, de nuevo, la capacidad de pensar lo que hay de manera distinta o, si así se prefiere, de pensar lo distinto en lo que hay. Esa capacidad de pensar lo distinto —y que está coimplicada en la ta­ rea de la crítica— se ha ido alojando en diversas utopías, pero se apoya siempre sobre una distancia con respecto al presente, con respecto al mundo social cotidiano y real. Tal vez la cuestión que interrogaba cómo un programa ético entendía el momento de iluminación con respecto a la práctica de los sujetos morales haya, pues, de especificarse aún más y se convierta en la pregunta que interroga por cómo es esa distancia respecto al presente y que hace posible la idea misma de crítica. En efecto, y por reformular de nuevo las preguntas anteriores, ¿ha de implicarse, necesa­

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riamente. que esa distancia se debe ejercer desde aquel lugar metamundano que era el topos arquimédico kantiano? La idea de emancipación, distancia respecto al presente que lo desve­ la y pone en evidencia, se desarrolló en un proceso de radicalización a lo largo de la modernidad. Y, en concreto, se radicalizó en las corrientes so­ cialistas y demócratas radicales como crítica a la sociedad capitalista y como propuesta alternativa de una sociedad diferente. El supuesto de desvelamiento del presente que estaba implícito en la idea de crítica y de autonomía tomó un sesgo especial: por decirlo con el lenguaje del fraca­ sado y pronto desaparecido marxismo occidental de los años veinte, ese desvelamiento era posible porque existía un sujeto específico de la histo­ ria, el proletariado, que podía convertirse en lo que hemos estado aquí se­ ñalando como topos arquimédico.4 El proyecto emancipador de una so­ ciedad alternativa pivotaba sobre esc supuesto de un punto de vista no distorsionado desde el que podía desvelarse, sin quiebra y sin duda algu­ na, un presente que cabe calificar, por lo tanto, de opaco. La idea de emancipación implicaba, por lo tanto, no sólo una propuesta normativa de orden político, moral o social, sino también, y quizá sobre todo, un programa cognitivo de definición de lo real. Ese programa era una defi­ nición de un estado de cosas que se cargaba valorativamente, normativa­ mente, de propuesta de acción y se convierte en un lastre pesado al ins­ cribirse en un marco cognitivo fuerte que garantizaba la no distorsión de la perspectiva desde la que se predicaba, en actitud de tercera persona, esa definición exacta, no distorsionada, de lo real. Ciertamente, en otras versiones del proyecto socialista y en la perspectiva demócrata radical, la idea de emancipación no necesitaba una teoría del sujeto y una filosofía de la historia tan fuertes, aunque su debilidad no tas hacía, por ello, me­ nos problemáticas, pues también ellas convertían el ideal normativo de una nueva sociedad en la definición de un estado de cosas real y la defi­ nición de un estado de cosas en el lógico fundamento de un proyecto po­ lítico. No es necesario que nos detengamos a analizar el fracaso histórico de esos diversos desarrollos de la idea de emancipación y de su encamación en un proyecto político y social. Tampoco, pues es pronto, ingenuo e in­ justo con otros muchos países, a celebrar el fin de la historia porque se produzcan movimientos de liberación del estalinismo y de emancipación en los países del socialismo real. Sí cabe señalar que aún dentro de esas

4. G. Lukács. Historia y consciencia de clase , Grijalbo, México, 1969.

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tradiciones socialistas los testimonios tal vez más lúcidos de ese fracaso no clausuraron, no obstante, ni aun en los años oscuros, aquella distancia con respecto al presente que posibilitaba las ideas de crítica y de emanci­ pación y que se expresaba como la condición de posibilidad para conce­ bimos como seres autónomos. Esos testimonios fueron y son, en primer lugar, los de una subjetividad herida que sabe del fracaso de las versiones más radicales del proyecto emancipatorio ilustrado. Constataron, en efec­ to, el fin de una Gran Ética y de un Gran Proyecto Redentor y son. en efecto, el pormenorizado relato de las pequeñas cosas morales, de las pe­ queñas morales, como el único lugar que resta para las dimensiones más hondas de una radical humanidad, para las actitudes más densamente humanizadoras como la piedad o la compasión. Pero ese testimonio herido —como es el caso, en el campo filosófico, de gran parte del trabajo de la Escuela de Frankfurt y de toda una generación a partir de la Segunda Gran Guerra,5 o el de tantos testimonios de cultura desgarrada que hizo y hace aún patentes la guerra civil española y sus secuelas— no es sólo la consta­ tación de un fracaso, sino que, sobre todo, es tal vez la postulación de otra forma de distancia con respecto al presente una vez que la Gran Teoría se ha demostrado errada y aún carcelaria. Auschwitz, el Gulag y tantos otros son todos nombres de un fracaso que se vivía como el fracaso de la razón y de sus proyectos; son el impulso directo e inmediato que fuerza a repen­ sar el presente y a huir de cualquiera de las consolaciones a la mano. Así, la distancia de la subjetividad herida que aparece en la teoría crítica es, ya, la de una moral de resistencia que rechaza que la única forma de justifica­ ción moral haya de ser la parcelada aceptación de la facticidad de las mo­ rales vigentes. Esa distancia de la subjetividad herida es el reverso exacto de la me­ dalla de aquella otra distancia de la razón crítica que postulaba un nuevo relato ilusionado del progreso de la historia humana y narraba la imagen de un nuevo mundo.6 Esta última distancia, la ilustrada, consoladora e in­ genua distancia que se apoyaba en el progreso, podía ejercerse con firme seguridad y poseía de su lado todos los argumentos de una filosofía de la conciencia y de la historia que la hacían no pocas veces arrogante. En su versión actual, sin proyecto emancipador fuerte que la sustente, sin una gran teoría de la razón, esa distancia confiada en el progreso se puede ha-

5. Cf. Thcodor W. Adomo. Mínima Moralia, Tauros. Madrid. 1987. 6. Víanse las Tesis sobre Filosofía de la Historia de Walter Benjamín, en llluminationen. Suhrkamp, Frankfurt, 1962, pp. 268-279 (hay trad. cast. en: Discursos inte­ rrumpidos. /. Tauros. Madrid, 1990. pp. 177-191). 1 4 .* fW E S A U T

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ber trocado en algo aparentemente bien distinto al hacer del cinismo una oportuna estrategia de supervivencia. La distancia de la subjetividad heri­ da es, por el contrario, frágil y sólo parece ejercerse como actitud mínima, como resistencia, y tal vez debamos retener también de ella un rasgo cru­ cial que la acompaña: el afán de no sumirse en el testimonio masoquista del fracaso de la razón, de rechazar incluso hasta el consuelo que se aga­ zapa en el autocompasivo lamerse las heridas, rechazo que nos empuja a la madurez al hacer clausura definitiva de nuestros sueños. Tampoco lo que esa moral de resistencia y de fracaso significa nos conduce, no obstante, a negar la radicalidad de la pregunta que antes for­ mulábamos sino que, por el contrario, la acrecienta. En efecto, pues ahora debemos de seguir interrogándonos si acaso debemos renunciar a la críti­ ca, a las ideas de emancipación, autonomía, de distancia con respecto al presente no sólo porque no puede ya mantenerse el programa filosófico fuerte sobre el que se apoyaba sino, sobre todo, si hemos de renunciar también a esa distancia y a esa crítica porque han fracasado los proyectos políticos que decían querer desarrollar esas ideas. El problema no es sólo, entonces, un problema sobre el tipo de filosofía que podemos practicar sino también y sobre todo, urgentemente, acerca del tipo de política que pueda definir nuestro presente y nuestro futuro. Esos dos motivos de inte­ rrogación —el fin de la filosofía crítica por el agotamiento de sus supues­ tos y el fin de las políticas emancipatorias por el fracaso de sus modelos y propuestas— tal vez sean, también, dos razones para una crítica radical de la idea moderno-ilustrada de emancipación. En efecto, la imposibilidad de las filosofías del punto arquimédico y la de los modelos políticos y socia­ les históricos que se han presentado como alternativas emancipadoras ante el presente parecen dejar sin lugar aquella idea de emancipación que pare­ ce, entonces, desvanecerse en el aire, pues carece de agarraderos teóricos y carece, también, de actualidad práctica. La idea de emancipación parece hallar su lugar sólo en una sensación de rechazo del presente, en una heri­ da sensibilidad ante las injusticias, en el resentimiento de los siempre vencidos de la historia, o en la resistencia moral ante las opacidades del presente. La idea de emancipación que era, y cabalmente, el fruto de un programa filosófico que creía, aún con discontinuidades, en una idea de progreso, se convierte, entonces, en la categoría de una sensibilidad oposicional, fragmentaria, de nuevo y siempre-ya clandestina.

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T e n ta tiv a s h a cia u n pr o g r a m a m en o r

No parece, pues, que la idea de crítica y de emancipación que se pos­ tulaba ya en el Sapere audel kantiano pueda mantenerse en los términos heredados, pero ello no significa, a la vista del estado de la mayoría de la humanidad en condición sufriente, que ese programa emancipatorío deje de ser urgente ni que haya desaparecido ni en sus efectos ni tampoco en la definición de objetivos sociales. Son testimonio, tal vez, de esa vigencia de algún momento del viejo programa emancipador los problemas de jus­ ticia que, de manera acuciante aunque no siempre de forma explícita y consciente, se le plantean a una humanidad cada vez más realmente bár­ bara por el hecho de que gran parte de ella está en riesgo de regresar a for­ mas de subsistencia cabalmente inhumanas. Ante tal sistema de injusti­ cias, los derechos humanos pudieran ser un ejemplo claro de un criterio de acotación de lo que podemos hoy considerar humanidad y que no podría ser renunciado sin graves costos para nuestra misma identidad. Y son, precisamente, esas ideas de identidad moral y de humanidad las que ope­ ran como valores sustanciales de nuestra cultura y las que nos permiten pensar la vigencia de algunos elementos del programa moderno-ilustrado, pero —y eso es lo importante a los efectos de la discusión aquí desarrolla­ da— fuera ya de su marco de fundamentación filosófico en ese programa y fuera de los proyectos y diseños políticos que lo radicalizaron en los úl­ timos dos siglos. Es decir, no es necesario mantener los programas fuertes —en filosofía y en política— para pensar que los problemas políticos, morales, sociales del presente pueden ser pensados desde categorías críti­ cas y de distancia con respecto al presente. O, dicho de otra manera, cabe pensar en programas menores de fundamentación que retengan, no obs­ tante, esas ideas de distancia y de crítica que era lo que en el terreno ético articulaba el programa normativo de la modernidad. Sería posible, pues, hablar de una modernidad ética, de un proyecto normativo moderno, sin fundamentación absoluta y es posible plantear, por lo tanto, la vigencia de las cuestiones normativas, de los ideales, que en ella nacieron. O, por em­ plear otras palabras aún, no es necesario pensar que la pérdida de una fun­ damentación fuerte de la perspectiva ética —aquella que vinculaba la jus­ tificación del punto de vista moral a la justificación discursiva de la filosofía— tenga que conducir necesariamente a la pérdida de toda pers­ pectiva ética. ¿Cómo podría ser esa ética formulada en un programa menor y que no obstante mantuviera vigente la idea de crítica y de distancia con respecto al

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presente, que justificara la vigencia de los programas normativos de la modernidad y que laten en la definición de nuestra identidad moral? Los apuntes de propuestas que se encaminan en ese sentido —desde Foucault a Rorty, desde algunas propuestas de Bemard Williams a Michael Walzer— han parecido militar, a veces, tan acremente en contra del paradig­ ma moderno-ilustrado que se ha desdibujado la cuestión de su vinculación a la perspectiva crítica. Es necesario señalar, por otra parte, que no siempre algunas de esas perspectivas menores pueden dejar claro qué entienden y cómo por la misma idea de crítica y que muchas de ellas, como acontece con el neoaristotelismo, están cargadas de una profunda ambigüedad, teó­ rica y política, como la que atravesó en su día a aquella crítica ilustrada a la Ilustración que fue el romanticismo. Pero, no obstante, no parece que pueda negarse que en ese terreno teórico es donde se juega hoy la posibili­ dad de una filosofía del presente que no abdique de formular propuestas y de colaborar a la resolución de problemas a la vez que sabe, no obstante, que carece ya de aquel estatuto omnipotente de guardiana y de administra­ dora de la razón y que le daba el poder absoluto de definición de lo real. Pero si caben propuestas de fundamentación débil que retengan esas nociones de crítica y de distancia con respecto al presente, tal vez nos to­ pemos con problemas a la hora de pensar la idea moderna de emancipa­ ción. En efecto, quizá esas tres ideas —crítica, distancia ética respecto al presente y emancipación— que han caminado juntas hasta aquí, deban separarse ahora. La idea de emancipación posee una fuerza que parece exigir no sólo el mantenimiento de esos raseros normativos, sino también el de la idea de una perspectiva cognitiva que defina algún punto de vista no distorsionado desde el que predicar qué es aquello del presente que encadena a los hombres y cómo deben liberarse de ello. Cabe argumen­ tar, así, que al perderse la posibilidad de esa definición fuerte del punto de vista desde el que se predicaba una definición del mundo actual y del mundo por venir, no sólo acontece, como hemos apuntado, que el con­ cepto de emancipación puede permanecer como concepto moral y políti­ camente vigente, sino también, sobre todo, que aún así —y quizá por ello— se ha tomado en un concepto problemático. La emancipación, en efecto, se ha tomado resistencia. Puede percibirse aquí una asimetría en­ tre la cuestión normativa, que hemos estado tratando, y la cuestión cogni­ tiva de definición del punto de vista no distorsionado: si se puede pensar que los programas menores no tienen que conducir necesariamente a la aceptación ciega de la facticidad existente, ¿cómo pensar en ellos ese otro problema distinto, el de un conocimiento que defina lo real, que sea váli­

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do y que opere metacontextualmente? Las perspectivas menores o nofuertes, como antes señalamos, están marcadas de tal forma por el contextualismo que es difícil mantener desde ellas una definición de un rase­ ro cognitivo como el que se requeriría en la definición de aquella idea de emancipación. O, dicho de otra manera, ¿es posible pensar la idea de emancipación desde un programa menor o debe darse acaso como total­ mente ida y desvanecida? Conviene detenerse brevemente a considerar cómo la alteración de esa perspectiva cognitiva, en actitud de tercera persona, que define lo real altera la situación de la idea de emancipación. Cabe tal vez sugerir que si se debilita ese discurso en tercera persona, que como una atalaya privile­ giada define el sentido del presente al definir las formas, los caminos y las metas de su superación, la única definición posible de una ética del pre­ sente será la que podamos realizar como participantes en los diversos dis­ cursos prácticos que ejercen nuestra moralidad y nos construyen como sujetos morales en nuestra vida cotidiana en el presente. Como antes su­ geríamos al recordar algunas críticas al programa ilustrado en ética, la actitud del participante en primera persona, y la actitud del intcrpelador, crítico y dialogante en segunda persona, son un requisito imprescindible a la hora de entender qué es lo moral y cuál pudiera ser una aprehensión ética del presente. Las éticas dialógicas contemporáneas han querido ex­ traer una posible conclusión de esa idea, a saber, que no hay posibilidad de fundamentar principio normativo alguno más allá y por encima de los di­ versos acuerdos prácticos a los que pudieran llegar los sujetos morales a partir de sus diferentes, y a veces conflictivas, posiciones morales di­ versas. Cabe que, a la vista de ello, algún recalcitrante defensor del programa fuerte — o sencillamente algún otro que se sienta incómodo o preocupado a la vista de la problematización del concepto de emancipación que estamos apuntando— sugiera que esa situación dialógica puede entenderse, preci­ samente, como un rasero de crítica al presente y. también, si se la reviste de las inevitables idealizaciones que parecen permear nuestro discurso, en cierto sentido como un modelo de lo distinto que marca, de alguna manera, un proyecto emancipador. En efecto, en no pocos momentos de la discusión sobre las éticas discursivas se ha deslizado la idea de que el supuestopragmático de que la única forma de juzgar la pretensión de validez (como la de la justeza de un principio, por ejemplo) es someterla a contraste dialó­ gico pudiera entenderse, de alguna forma, como el modelo idealizado de una situación moral y práctica no distorsionada ni por el poder ni por el

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interés.7 Aun admitiendo que ese acuerdo normativo en la actitud de inte­ racción en primera y segunda personas, ya sea en conflicto o en diálogo, pudiera configurarse como un modelo en el que se ejerce una distancia crí­ tica con respecto al presente, la asimetría con la perspectiva cognitiva que se ejerce en tercera persona es evidente en el momento en que nos damos cuenta que aquel modelo no podría nunca equipararse con el que puede proyectarse desde esta actitud externa al comportamiento moral. Cuando predicamos de alguien, un tercero, que está en determinada situación y debiera hacer éticamente algo, o bien lo hacemos participando con él en su situación (suponiendo un diálogo con él, una participación al mismo nivel normativo en el que se define su identidad moral), o bien, si se prescinde de esa dimensión participativa, desde dentro, nuestra predicación de su com­ portamiento deja de ser estrictamente ética para pasar a ser de otro orden práctico distinto (por ejemplo, científica, técnica, estratégica, etc.). No se quiere apuntar con ello que no quepan en ética esas actitudes extemas al comportamiento normativo que se expresan en actitudes desde fuera, en tercera persona, sino más bien que o estas actitudes dependen y extraen su fuerza normativa de las actitudes intemas, en primera y segunda persona, o bien no son estrictamente éticas. El proyecto ilustrado del Sapere audel adquiere, tal vez, un tono más estricta y directamente activo y participativo, más específicamente normativo, más volcado sobre ese mandato de au­ tonomía ética que se implica en la actividad e implicación de los sujetos y que los convierte y los revela como coagentes morales. Pero estas reflexiones no debieran conducimos, tampoco, a establecer una distancia absoluta entre esa dimensión moral, interna, y la dimensión cognitiva o externa, tal como la hemos presentado. El punto central sería que no caben definiciones éticas de lo real que no partan de esa actitud in­ terna, y de sus muchas fragilidades; pero de ello no puede concluirse la te­ sis metafilosófica del absoluto aislamiento o independencia de la filosofía moral con respecto a las diversas aportaciones de las ciencias sociales, por ejemplo. En efecto, el negar la primacía o el privilegio de las actitudes ex­ ternas respecto a la dimensión ética implica más, a este nivel de cuestio­ nes, el rechazo a que una ontología o una filosofía de la historia —que nos digan cómo es la realidad o acabará por ser— sean el marco de la ética que

7. JUrgen Habermas ha insistido en que la ética del discurso propuesta por él no en­ tiende. en absoluto, la situación dialógica, a nivel del discurso en tanto diferenciada de la acción, como un modelo utópico de una sociedad diferente. Es sólo un momento de los di­ versos discursos prácticos concretos que se encarnan en prácticas y acciones concretas y en los que podrán o no podrán formularse utopías.

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el pensar que podemos comprender qué es la reflexión ética al margen de otras formas de análisis de los comportamientos morales y sociales. Pero, idénticamente, si esos análisis de la conducta humana, como los que reali­ zan las diversas ciencias sociales, asumen de nuevo el punto de vista pri­ vilegiado que antaño ocupó la metafísica o que más recientemente quiso ocupar la filosofía de la historia, habríamos de reclamar, de nuevo, que sólo desde dentro del comportamiento normativo éste puede ser discutido, aceptado o rechazado como ético. Así las cosas, y sin privilegio alguno para el punto de vista ético des­ de la perspectiva de tercera persona, habremos de concebir otra forma de relación distinta entre aquello que podemos saber sobre nosotros desde esa perspectiva (y de la que nos pueden hablar, por ejemplo, las ciencias sociales, las experiencias políticas o las diversas objetivaciones de nuestra cultura), por una parte, y lo que sabemos desde una actitud interna en lo moral (como copartícipes en sistemas normativos de acción), por otra. Esa otra forma de relación puede implicar, así, el carácter iluminador de los análisis sobre nosotros mismos y nuestra situación que las diversas cien­ cias sociales nos aportan, como acontece, por ejemplo, cuando se ponen de relieve las condiciones estructurales de la humanidad en el presente y cuando se nos muestra nuestro lugar privilegiado como sociedad desarro­ llada en el seno de esa humanidad, lo que puede clarificar no pocas de nuestras intuiciones morales respecto a ideas como humanidad o justicia. O también, e inversamente, esa otra forma de relación entre las formas extema e interna del comportamiento normativo puede hacer que nuestra dimensión participativa inquiera y subraye determinadas cuestiones de relevancia que no habían sido puestas de relieve por los diversos análisis de las ciencias sociales, como ocurre y ha ocurrido en no pocos temas cru­ ciales de las discusiones contemporáneas, como el pacifismo, el respeto a las minorías, las reflexiones sobre los sexos y las razas, etc. En esos casos ha sido determinado interés valorativo el que ha desencadenado la re­ flexión y las explicaciones de los fenómenos sociales implicados. La posible fuerza iluminadora que cabe extraer de esa situación parti­ cipativa, interna o específicamente moral, no es la misma que la que cabía proyectar desde la atalaya cognitiva que suministraba lo que hemos llama­ do el proyecto fuerte ilustrado, en el que la actitud de tercera persona se convertía en una definición ontológica (en sentido lato) del presente. El discurso práctico, iluminador de reconocimiento y de distancias con res­ pecto al presente, no le predica a ese presente sus tareas o sus redenciones desde un lugar de privilegio que defina esas tareas desde fuera de la esfera

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ética. El discurso práctico es, por el contrario, sólo el topos, el lugar donde se busca, con provisionalidad y con fragilidad, el sentido ético del presen­ te; no es el lugar donde se guarda o se halla, desde donde se lo predica. El discurso práctico carece, pues, de todo privilegio definidor de lo real. Tal vez por ello esa noción jánica de emancipación, teórica y política, con la que la modernidad pensó sus sueños racionales y ejerció procesos de liberación política contra dioses, reyes y tribunos, noción que se aloja todavía activamente en un conjunto de valores, ideales y prácticas que constituyen parte de nuestra misma autocomprensión irrenunciable como humanidad, deba de reconocer su misma imposibilidad. En efecto, tal vez debamos reconocer que la vigencia de problemas normativos no implica la vigencia de los mismos supuestos cognitivos con los que otrora fueron comprendidos, abordados y desde los que se propusieron soluciones para esos problemas. Es decir, la vigencia de la tarea de critica que estaba im­ plícita en el programa normativo de la ética moderna necesita, sobre todo, encontrar una ubicación filosófica diferente, y los programas menores que hemos mencionado tienen aún pendiente la elaboración de estrategias de comprensión conceptual que ayuden a definiciones normativas del pre­ sente y a partir de las cuales se puedan repensar aquellos ideales éticos y políticos que pueden ponerse en juego en nuestra práctica como sujetos morales. En efecto, sólo desde lo otro ético de ese presente —y sabiendo que eso otro no es ya el topos arquimédico no distorsionado desde el que pensar el sentido definitivo de la historia y de la realidad— puede ese mismo presente comprenderse críticamente. Los trabajos en lomo a la re­ elaboración de los ideales político-morales de la modernidad, así como algunas redefiniciones — llenas, desde mi punto de vista, de problemas nada pequeños— de la idea de virtud, apuntan, creo, a ese camino de defi­ nición normativa del presente. En efecto, existe una parte de eso que he denominado lo otro ético del presente que parece formar parte de nuestros mismos ideales normativos y de un cierto concepto de humanidad. Así acontece, por ejemplo, con aquella idea de humanidad que hemos identificado en tomo a la idea de derechos humanos, y que puede ser un elemento central del ejercicio de esa inabdicable autocomprensión de nosotros mismos.* De alguna forma

8. Cf. A. Rivcro, i. Seoane y C. Thicbaut. «La modernidad sin fundamento», en Pe­ ces Barba, ed.. E lfundam ento d e los derechos humanos. Debate. Madrid. 1989, pp. 303-310. Un programa no fundamentalista en ética no prescindiría, como antes se señaló, de una cola­ boración fuene con las diversas ciencias sociales, lo cual puede ser, por otra parte, garantía antimetafísica.

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conservamos en nuestra autocomprensión una especie de negativo foto­ gráfico del presente desde el cual podemos pensar su crítica y ejercer una distancia con respecto a él, desde el que podemos proponer, aunque sea parcialmente, propuestas emancipatorias de corto alcance, pero no por ello menos absolutas en su imperatividad moral; propuestas, al fin, radi­ calmente resistentes. Ese negativo respecto al presente no propone mun­ dos alternativos con aquella seguridad y firmeza con la que la filosofía di­ señó en otros momentos un topos arquimédico. Pero es el espacio donde las cuestiones de justificación se pueden seguir planteando y es el espacio a partir del cual probablemente la filosofía deberá repensar aquellas estra­ tegias conceptuales con las cuales abordar las definiciones también cognitivas de lo real y desde las cuales pudiera tal vez reconstruirse ese mo­ mento de definición del presente que operaba en la desvanecida idea de emancipación. Mientras, esa idea permanece aún como sensibilidad y como resistencia. Quizá, no obstante, tampoco puede negarse una posibilidad más radi­ cal que se apunta en no pocas reflexiones pesimistas sobre el presente. Esa posibilidad —aterradora para posiciones que quisieran huir tanto de la re­ signación como del cinismo— sugiere que si la idea de emancipación per­ manece aún bajo esa forma de sensibilidad y de resistencia es porque tal forma es ya su último trazo, el último residuo de su existencia, y que, por lo tanto, puede seguir adelante su proceso de desvanecimiento en la nada, de desaparición en el basurero de la historia, como les ha acontecido a tantos otros conceptos filosóficos y políticos en el camino de la humani­ dad. Los procesos de diferenciación de las esferas de racionalidad que de­ finen la modernidad pueden, realmente, declarar clausurados algunos de los conceptos bajo los que la modernidad misma pensó su programa nor­ mativo, y por ello quizá esa diferenciación de esferas, de lo cognitivo y de lo normativo, haga que conceptos como el de emancipación que opera­ ban jónicamente entre ellas —definiendo una versión del presente y pro­ poniendo una superación del mismo— se esfumen definitivamente como conceptos ya imposibles. Quizá esa diferenciación de esferas haga tan frágiles a aquellas definiciones normativas del presente sobre las que se afanaban los programas débiles que no sea ya posible hallar alojamiento para la idea de emancipación que ha sido, y por el contrario, una idea fuerte y que exige definiciones fuertes de la realidad. Con esa sospecha planteada, no creo que pueda decirse por el mo­ mento mucho más. Todo ello marca, como puede verse, tanto un fin de época como un compás de espera y la definición de un problema teórico.

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Pues si el concepto de emancipación no puede ser pensado sin graves pro­ blemas aún pendientes en un programa menor o débil, ello no significa, como hemos dicho, que podamos prescindir alegremente de él, o de sus trazas y residuos, a no ser que alteremos radicalmente nuestra autocomprensión y nuestras prácticas como humanidad. Y, así las cosas, la cues­ tión no es ya tanto sólo qué puede y qué no puede permanecer de las ma­ neras como programas teóricos anteriores abordaban su sentido y su carácter, cuanto aquella otra que se detiene a considerar qué problemas podemos y debemos seguir pensando como propios. Es decir, la cuestión es, de nuevo, cómo definir éticamente el presente.

ÍNDICE Presentación, por CARLOS THIEBAUT............................................................7

Kant y el sueño de la razón (Javier Muguerza) . . . . 9 Crítica y cosificación (Gerard V i l a r ) ...................................................... 37 irrenunciable autonomía (José Rubio Carracedo) . . .3 1 naturaleza de la naturaleza humana (Jorge Martínez-Contreras) 73 humanidad en cuestión (Femando Savater) . . . .9 1 Modelos de libertad en el mundo moderno (Albrecht Wellmer) . 104 Por la solidaridad hacia la justicia ( \ ictoria Camps) . . .136 Sobre la herencia de la igualdad (Amelia Valcárcel) . . .153 «Summum ius summa iniuria» (De Marx al éthos antiguo y más allá) (Antoni D o m é n e c h )...................................................... 175 ¿La emancipación desvanecida? (Carlos Thiebaut) . . .198

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