Rivera, Inaki [coord] - Mitologias y Discursos sobre el Castigo

April 30, 2017 | Author: api-3757245 | Category: N/A
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DISCURSOS SOBRE EL CASTIGO

MITOLOGÍAS Y

AUTORES, TEXTOS Y TEMAS

CIENCIAS SOCIALES Dirigida por Josetxo Beriain

40 Utopías del control y control de las utopías Proyecto Editorial en colaboración entre el OSPDH (Observatorio del Sistema Penal y los Derechos Humanos de la Universitat de Barcelona) y Anthropos Editorial

Coordinado por Roberto Bergalli e Iñaki Rivera Beiras

Maki Rivera Beiras (Coord.)

MITOLOGÍAS Y DISCURSOS SOBRE EL CASTIGO

Historias del presente y posibles escenarios Brtmo Amaral Machado Gabriel Ignacio Anitua Mónica Aranda Ocaña Camilo E. Bemal Sarmiento Francisca Cano López Felipe Martínez

Marta Monclús Masó Martín Poulastrou Carolina Prado Gabriela Rodríguez Fernández Ignacio F. Tedesco Diego Zysman Quirós

OSPDH OUnAn lU (itoffli peoil I ik (MB funv*

HÁüaTI

MITOLOGÍAS y discursos sobre el castigo : Historias del presente y posibles escenarios/Iñaki Rivera Beiras, coordinador — Rubí (Baicelona): Anthropos Editorial; Barcelona : OSPDH. Univereitat de Barcelona, 2004 334 p.; 20 cm. — (Autores, Textos y Temas. Ciencias Sociales; 40. Utopías del control y contiol de las utopías) Bibliografías ISBN; 84-7658-699-X 1. Criminología-Aspectos sociológicos 2. Control social 3. Criminología-Teorías 4. Criminología - Historia I. Rivera Beii^as, Iñaki, conip. II. Obserralorio del Sistema Penal y los Derechos Humanos. Universitat de Baireiona III. Colección 343.97

Primera edición: 2004 & Iñaki Rivera Beiras et al., 2004 © Anthropos Editorial, 2004 Edita: Anthropos Editorial. Rubí (Baiicelona) www.anthropos-editoriai.com En coedición con el Observatorio del Sistema Penal y los Derechos Humanos de la Universitat de Barcelona ISBN: 84-7658-699-X Depósito legal: B. 37.052-2004 Diseño, realización y cooidinación: Plural, Servicios Editoriales (Narifio, S.L.), Rubí. Tel. y fax 93 697 22 96 Impresión: Novagráfik. Vivaldi, 5. Monteada i Reixac Impreso en España - Printed in Spain Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni er parte, ni registi^ada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, er ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, íbtoquímico, eíectróníco, magnético, elec troóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.

PRESENTACIÓN

1. La obra que aquí se presenta, titulada MITOLOGÍAS Y DISCURSOS SOBRE EL CASTIGO. HISTORIAS DEL PRESENTE Y POSIBLES ESCENARIOS, confeccionada con los/as compañeros/as que participan en este volumen, constituye el resultado de un trabajo de Seminario que ha sido verdaderamente fructífero, amistoso y muy riguroso. En efecto, en el marco de las actividades que en la Universidad de Barcelona (UB) desarrollamos en el «Observatorio del Sistema Penal y los Derechos Humanos», se incluye también la realización desde hace años de unos Seminarios de lectura y discusión. Así, hace unos cuatro años, iniciamos la tarea de recuperar algo que en la Universidad se ha ido perdiendo paulatinamente y que había constituido siempre una actividad de formación esencial: la realización y mantenimiento permanente de una actividad de Seminario. Leer juntos/as importantes trabajos, especialmente aquellos que eran desconocidos en España (y que, en nuestro caso, se han vinculado a las áreas propias de la llamada Sociología del Control Penal), prepararlos, exponerlos públicamente y, a partir de allí, iniciar sesiones de debate, constituyó la actividad en la que nos centramos durante los dos primeros años de trabajo. Al año siguiente, y como consecuencia de los diversos filones analíticos y preocupaciones personales que habían ido surgiendo en la etapa mencionada, nos planteamos un cambio en la metodología de trabajo: decidimos así pasar a la elaboración de unos textos propios que ahora, dos años más tarde, conforman el presente volumen. La metodología de trabajo que empleamos consistió en ponemos de acuerdo, primero, sobre el hilo conductor que debía

constituir la columna vertebral de nuestro plan. Con la asentada experiencia que ya poseíamos, ello no resultó demasiado difícil. Los análisis teóricos e históricos de algunas de las más importantes tradiciones que examinaron la problemática del castigo penal, pronto se convirtieron en el norte que guiaría las posteriores elaboraciones. Por otra parte, es imprescindible aquí señalar que todos/as los/as participantes han sido jóvenes que han pasado diversos procesos de sólida formación académica. En efecto, en su mayoría, se trata de estudiantes que han cursado el máster europeo en Sistema Penal y Problemas Sociales y, asimismo, el Doctorado en Derecho, en su especialidad de Sociología Jurídico-penal. Ambos estudios de postgrado de la UB, dirigidos por el profesor Roberto Bergalli y coordinados por quien suscribe, constituyen un marco de trabajo que, desde hace aproximadamente una década, acoge a muchos/as estudiantes que acuden —tanto desde Cataluña como muy especialmente desde varios países latinoamericanos— procediendo no sólo de ámbitos geográficos y culturales tan diversos, sino también de distintas disciplinas sociales como la Sociología, el Derecho, la Psicología, la Ciencia Política, o las Ciencias de la Comunicación. Evidentemente, la riqueza que provoca semejante convivencia intercultural, se iba a reflejar en los trabajos del aludido Seminario. Y así fue como durante un año entero, cada dos semanas nos encontramos en el Graduat en Criminología i Política Criminal de la Facultad de Derecho de la UB. En dichas reuniones, cada integrante del Seminario presentaba un trabajo que previamente había sido distribuido entre los/as demás compañeros/as, tras lo cual, comenzaba un debate que en ocasiones fue muy encendido y demostró la seriedad con que era asumida la tarea. Estos debates provocaron, además, la modificación de muchos de los trabajos Inicialmente presentados, los cuales se veían así enriquecidos por las críticas y sugerencias que emergían en las discusiones mantenidas. Finalmente, pudimos obtener un material muy contrastado y revisado que ahora presentamos en esta obra colectiva. 2. Durante el desarrollo del Seminario tuvimos la fortuna de conocer a quienes componen la editorial Anthropos (gracias al contacto que con ellos poseía Camilo Bemal, uno de nuestros 8

estudiantes y autor de uno de los trabajos aquí incluidos). Este conocimiento inicial se ha ido asentando paulatinamente a través de conversaciones y de compartir juntos algunas experiencias que desarrollamos en la Universidad. En efecto, primero fue en el mes de diciembre de 2002, cuando Anthropos nos brindó su ayuda para la organización de unas Jomadas sobre Política Criminal que organizamos en la Facultad de Derecho de la UB. Posteriormente, en marzo de 2003, también la Editorial participó en la organización de las n i Jomadas del Graduat en Criminología i Política Criminal (actividad comenzada dos años antes, desde que Roberto Bergalli fuera designado como su jefe de Estudios) y que en esta liltima ocasión, bajo el título de «Los usos instrumentales del Sistema Penal», se convirtieron en un auténtico homenaje a Alessandro Baratta, fallecido el mes de mayo de 2002. Al mismo tiempo, hemos ido preparando la publicación de un número especial de la Revista Anthropos. Huellas del Conocimiento que, dedicado íntegra y monográficamente a la vida y a la obra de Sandro Baratta, ha sido publicado recientemente por la misma editorial. Este conjunto de actividades ha fructificado también en el inicio de un verdadero proyecto de colaboración entre la editorial Anthropos y el Observatorio del Sistema Penal y los Derechos Humanos, del cual el presente volumen constituye una primera muestra. Quisiera desde estas páginas, no sólo agradecer el trato, la amabilidad y el respeto que han presidido nuestros tratos con los amigos de Anthropos; ello va por descontado. Lo que quiero es resaltar la profunda importancia que tiene la existencia de editores que sigan confiando en publicar ensayos, estudios y reflexiones críticas, en el marco de un mercado editorial que también ha ido sucumbiendo a las transformaciones mercantiles y societarias, a las fusiones y otras operaciones similares que estrechan el camino para otro tipo de producción intelectual. Sólo espero que seamos capaces de continuar esta senda; ésa es nuestra mutua responsabilidad. 3. Como se ha dicho, el nudo central de la obra viene dado por el intento de examinar, desde un punto de vista teórico e histórico, algunas de las más importantes tradiciones en tomo a la problemática de la punición. Como se comprobará, en determinados trabajos, el foco de atención principal ha sido analizar las

aportaciones de reconocidos autores que son tenidos por clásicos en el campo de la Sociología y de la Filosofía. En otros, se ha optado por narrar y examinar (también críticamente) importantes escuelas o tradiciones del pensamiento social. Finalmente, algún texto reflexiona en torno a los posibles horizontes que pueden preverse en el futuro inmediato, en un momento como el que atravesamos de profundos cambios que dibujan un panorama (bastante sombrío, por cierto) para la penalidad de la llamada Modernidad tardía. Creemos, asimismo, que la presente obra puede ser innovadora en cuanto al enfoque y a las herramientas con que la problemática del castigo ha sido tratada hasta ahora, en los particulares casos de España y de América Latina. En efecto, es sabido que la llamada «cuestión criminal» ha sido tradicionalmente analizada de un modo hegemónico por una dirección jurídico-penal que, sin negar la importancia de la misma, no ha podido penetrar en el vasto y complejo problema que encieira la penalidad, como consecuencia de haberse atado a un examen exclusivamente dogmático-normativo de las regulaciones legales. Entonces, y en lo que ya supone una tradición más arraigada en otros ámbitos culturales, aquí se pretende que la transdisciplinariedad brinde otras herramientas conceptuales que puedan ser titiles para un conocimiento más amplio de la problemática del castigo, en su particular vinculación y dependencia de/con las estructuras sociales y políticas. Semejante problemática requiere, cada vez más, de exámenes e interpretaciones que no pueden ser satisfechos con las tradicionales ciencias penales. Conocer los antecedentes de antiguas y modernas instituciones punitivas, penetrar en el análisis de los discursos (y de las prácticas) legitimadoras de la penalidad, desentrañar las funciones materiales, ideológicas y simbólicas (y no sólo las fimciones declaradas) que cumplen los sistemas penales, y reflexionar en torno a las transformaciones que sufre la forma Estado contemporánea en su relación con el control punitivo, constituyen algtmas de las finalidades y de los contenidos de los trabajos que conforman esta obra. En tal sentido, la misma no sólo interroga y re-visita el pasado, sino que profundiza en el convulsionado presente e, incluso, brinda algunas herramientas con las que reflexionar en torno a los inmediatos escenarios punitivos que puedan configurarse. Contri10

buír a configurar una historia y una sociología del castigo constituye la guía central que alimenta el presente volumen. En la indicada dirección, esperamos que esta obra sea de interés para los estudiosos de la complejidad que encierra el fenómeno de la punición. Y no sólo de los juristas, sino también de otros científicos sociales que desde disciplinas abocadas al estudio de la conducta humana, de la sociedad o de la teoría del Estado, se adentren en la aludida complejidad. Partimos, entonces, de la convicción de que no es posible ya trabajar en compartimentos separados; es más necesaria que nunca la reunión de ideas, conceptos y aportaciones que, aun convergiendo sobre una misma temática, provengan de campos disciplinarios más vastos.

Para terminar esta presentación, tan sólo añadir que, por todas las razones que en la misma se han expuesto, los/as eventuales lectores/as tienen ante sí un conjunto de materiales que han sido proñindamente trabajados, discutidos, revisados y rediscutidos, hasta llegar a la elaboración de los textos finales. Creo que esa es una característica a destacar de estos textos. La otra, es consecuencia de la distinta procedencia geográfica, cultura] y disciplinaria de quienes conformamos este equipo de trabajo y análisis, que ya fue destacada anteriormente. Esperamos que ello se perciba a partir de la lectura de la serie de textos presentados; en todo caso, para nosotros/as ello ha constituido una riquísima experiencia personal y colectiva de aprendizaje mutuo. Finalmente, no puedo dejar de señalar que estos trabajos —^y estas experiencias— han estrechado mucho los vínculos de amistad personal, tanto con los autores como con los editores. Entonces, también, este volumen traduce una experiencia de relación interpersonal, amistosa y respetuosa; ello sí que es verdaderamente rico. IÑAKI RIVERA BEIRAS Observatorio del Sistema Penal y los Derechos Humanos (UB)

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CONTRADICCIONES Y DIFICULTADES DE LAS TEORÍAS DEL CASTIGO EN EL PENSAMIENTO DE LA ILUSTRACIÓN Gabriel Ignacio Anitua

1. Complejidad del pensamiento de la Ilustración. Necesidades de justificar el poder y teorías de la pena El pensamiento del siglo XVni resulta especialmente complejo, y pretender encontrar puntos comunes que lo caractericen como una única escuela o movimiento resulta cuestionable y de poco provecho. Es en ese momento cuando se plasma, en la obra de varios autores, la consecuencia del más largo proceso de cambios sociales y de mentalidades propio de las sociedades modernas. Tanto en el ámbito científico cuanto en el filosófico y político ese movimiento puede ser caracterizado en común sólo por la enorme confianza depositada en la mente humana que, entre otras cosas, será artífice de la idea de Progreso, una idea sin precedentes en la antígüedad' y que pennite soñar con que la sociedad, organizada de acuerdo a la Razón (el racionalismo es otro rasgo distintivo del período) mejorará indefinidamente. Emancipar al espíritu humano de la superstición y de la ignorancia parece ser ese rasgo en común de los pensadores ilustrados, en contra de los defensores del Antiguo Régimen y de los privilegios feudales y clericales. Pero a partir de allí, enormes diferencias separan a estos pensadores que van desde la defensa de un absolutismo ilustrado hasta llegar al anarquismo.

l. En Grecia se tenía un «recuerdo» de una lejana —y mejor— «edad de oro»; luego Polibio había hecho famosa hasta bien entrada la edad moderna su teoría de los ciclos que se repetían constantemente, que competía con la impronta agustiniana de la providencia (Giner, 1997, 277).

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En ese sentido, este período del siglo xvni y principios del XIX es uno de los más fértiles en ideas filosóficas, sociales y políticas de la historia occidental (Giner, 1997, 276). Entre estas ideas, resultan de las más trascendentes aquellas que hacen referencia a la forma de organizar la cosa pública, esas formas-Estado que habían surgido en Europa a partir del siglo xni y que, desde fines del siglo XVI, habían dado lugar a los gobiernos absolutistas y concentradores del poder en una monarquía que oscilaba en sus apoyos entre una emergente burguesía urbana y los poderes tradicionales. La Ilustración es el momento en el cual la burguesía emprende claramente su lucha contra estos poderes tradicionales de la nobleza y el clero y en el cual también se enfrenta, en parte (ya que como quedó dicho la Dustración constituye un movimiento polifacético), al mismo absolutismo monárquico. De acuerdo a ello se intenta desarrollar democráticamente el ejercicio del poder público de acuerdo al —sin embargo, monárquico— concepto de soberanía (Foucault, 1992), pero reconociendo que dicha soberanía no es propiedad de un particular sino que está conformada por todos los que han pasado de ser subditos a ser ciudadanos. En esta pretensión democrática y a la vez estatal, ya se revelan las contradicciones de todo el «proyecto» de la Ilustración. La otra contradicción surge de la idea del «contrato» (Costa, 1974, 225), que resulta fundamental para esta nueva economía del poder. Aquella misma concepción individualista que pone su fe en la razón humana es la que está en el origen de los diversos modelos de «contrato», que explicarán en la Ilustración (y que irían madurando en los siglos anteriores) las formaciones políticas basadas en el individuo características del pensamiento liberal. La pretensión de justificar jurídicamente actuaciones políticas (como el castigo) se remonta a esta idea de «contrato». De cualquier forma es necesario destacar (para dar una idea de la diversidad de concepciones ilustradas) que no pueden asimilarse en lo más mínimo siquiera las diversas concepciones contractualistas. El contrato de Hobbes (1983) tiene como mira afirmar y legitimar el poder absoluto del Estado representado por el monarca, y por ello su metáfora de contrato (al que llamaba, con Spinoza, «razón artificial»; Resta, 1995, 124) señala que los individuos ceden por miedo todas sus capacidades al soberano en el acto de constituir la sociedad po14

Iftica y luego éste administra ese poder concentrado como le place. El liberalismo, que pretende ser el único heredero de las diversas ideas de «contrato social», aparece con mayor claridad reflejado en la obra de Locke (1990), en la que el consenso de los individuos para conformar un Estado político no significa la cesión de todos sus atributos ni la aparición de éstos como derechos en el «contrato», sino que algunos de estos atributos (como la propiedad) preexisten y subsisten a la constitución del Estado. Para Rousseau (1985) finalmente (y por nombrar sólo estos modelos paradigmáticos, ya que también hubo modelos «anarquistas» o «socialistas» con base en el contrato) es el propio contrato el que, a la vez que crear el Estado de Derecho, establece los deberes y obligaciones de los individuos de acuerdo a la «voluntad general». Como es lógico, los penalistas que se inspirarían en una u otra concepción, tendrían diferentes ideas sobre la naturaleza y finalidad del castigo. Además, y más allá de los avatares del pensamiento, también es importante destacar que durante el siglo XVIII ocurre el segundo momento económico, llamado revolución industrial, de lo que puede ser señalado como la globalización del capitalismo occidental. Si en un primer momento la revolución mercantil necesitó del descubrimiento y explotación de nuevos territorios como parte de la concentración de riquezas y de la acumulación originaria de capital (Marx, 1978, cap. XXIV), tanto como de la verticalización del poder y organización en forma burocrática que expropió hasta el conflicto de los particulares (Moore, 1989; Foucault, 1995);-^ en el segundo, la revolución industrial requeriría, además de innovaciones tecnológicas y de comunicaciones, nuevas formas de organización de lo punitivo para dar respuesta a las recientes necesidades de orden en las nuevas y más grandes concentraciones fabriles y urbanas. En esta situación, y tal como lo señalara Foucault, el poder punitivo ejemplarizante y sanguinario ya no es efectivo y hasta podría ser peligroso para la subsistencia del mismo poder. La ceremonia del suplicio y la violencia que ella implicaba —que era fimdamental en el esquema de poder monárquico o de la revolución mercantil— se convertirían en el hecho terrible a 2. Refomias que no están para nada alejadas de la cuestión punitiva sino que son probablemente su origen tal como hoy lo conocemos (Zaffaroni ct al., 2000, 220).

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erradicar en la política y filosofía del castigo del siglo xviii. «En esta misma violencia, aventurada y ritual, los refomiadores del siglo xvni denunciaron por el contrario lo que excede, de una parte y de otra, el ejercicio legítimo del poder: la tiranía, según ellos, se enfrenta en la violencia a la rebelión; llámanse la una a la otra. Doble peligro. Es preciso que la justicia criminal en lugar de vengarse, castigue al fin» (Foucault, 1994, 78). El ejercicio del poder (también del poder punitivo como ámbito privilegiado de aplicación) es «desnaturalizado», y por lo tanto es discutido y debe ser justificado. Las discusiones sobre el castigo, en tanto deudoras de las amplias discusiones sobre la organización social, son de lo más variadas y llegan hasta a negar una justificación posible. Esta última debería haber sido la consecuencia de la actitud crítica del siglo XVIII en Occidente, si se hubiera perseverado con el «método» caracterizado como ilustrado. Sin embargo, la versión liberal más diítmdida legitima, desde entonces, al poder punitivo estatal a la vez que lo limita, como deducción de las propias premisas legitimantes (Zaffaroni et al, 2000, 264). Se debe matizar esta última afirmación, recordando lo arriba expresado sobre la naturaleza del poder punitivo así limitado como una herramienta de poder y de control que presentaría una nueva economía de acuerdo a las necesidades de la burguesía como clase dominante. Las relaciones de poder configuradas no podían desarrollar saberes emancipatorios hasta ese grado, aunque sí persistiría la función crítica en su función limitadora de las mismas relaciones de poder. Por otro lado, este cambio en la estrategia política frente al delito, infracción o ilegalismo (Foucault, 1994) aparece acompañado, en un movimiento que no se excluye sino que es lógicamente complementario, por otro proceso de cambio de sensibilidades culturales, sobremanera en lo que respecta a la exposición pública de la violencia. Este otro proceso es igualmente lento y acompaña a las mencionadas transformaciones de la estructura económica y política (Elias, 1989; Spieremburg, 1984; Garland, 1999,265). Aquel cambio de estrategia no significará la abolición del poder punitivo configurado desde la aparición del Estado, pero servirá para que, a partir de entonces, se señalen permanentemente sus fallas y abusos. El problema de estas críticas reside 16

en la falsa creencia de la eliminación del problema a través de su mejora cuando, por el contrario, «la selectividad, la reproducción de la violencia, el condicionamiento de mayores conductas lesivas, la corrupción institucional, la concentración de poder, la verticalización social y la destrucción de las relaciones horizontales o comunitarias, no son características coytmturales, sino estructurales del ejercicio de poder de todos los sistemas penales (Zaffaroni, 1990, 6).

2. La limitación del poder punitivo La estricta discusión sobre el castigo en el siglo XVín se plantea en el plano filosófico, político y, sobre todo, jurídico. El lenguaje del Derecho significa para esa época encontrar la fi-ontera legítima al poder de castigar. Para los hombres de las Luces esta legitimidad no era la que quedaría instalada después a través de la intervención positiva o activa de las instituciones del poder penal (donde el discurso dominante sería «científico» —médico y luego sociológico), sino que debía ir unida a un respeto de la libertad del individuo y, por tanto, sería una limitación de dicho poder punitivo. La reacción contra el arbitrio de los soberanos se advierte en todos los ilustrados, y con elocuencia en Beccaria (1983, 57). El movimiento ilustrado es en principio un intento de negar el poder o de ponerle límites más que de organizarlo de la forma en que ya se había hecho al iniciar la era moderna (con la soberanía estatal) u otra distinta. Ello se observa no sólo en el pensamiento de los publicistas sino en las reformas políticas que dan comienzo a la «codificación», expresión del principal límite a la arbitrariedad del poder a la vez que fimdamentador del mismo: el principio de legalidad (Bergalli, 1999, 552). La nueva clase social que se hace dominante, la burguesía, pretende que ni la nobleza ni los sectores pobres puedan eludir las reglas del capitalismo expansivo que la sustenta, pero por otro lado también debe impedir que el poder soberano atente contra estas reglas. Sus preocupaciones la llevan a «limitar la esfera de la autoridad, circunscribirla entre límites precisos, únicamente como salvaguardia de las reglas mínimas del vivir social que puedan garantizar el libre juego del mercado» (Pavarini, 1983, 17

31). Otro límite a esta esfera estaba constituido por el principio de proporcionalidad, que impide que el soberano, por razones de economía política, pueda imponer penas que no guarden una correspondencia con el hecho que motiva la sanción. La necesidad de imponer límites al poder punitivo, que afianzaba violentamente el poder estatal pero impedía el desarrollo de la revolución industrial, da lugar al mayor desarrollo de la ciencia jurídica como garantizadora del individuo y configuradora de un poder limitado y democratizado. No se trata, por ahora, de la modificación del hombre sino de destacar lo que debe quedar intacto para respetarlo como tal, un límite inñ:cinqueable a la «venganza del soberano» (Foucault, 1994, 78). De esta forma, si la economía del poder punitivo es, como señala Foucault (1994), una lucha contra los ilegalismos antes tolerados, también es cierto que constituye (y eso es destacado por variadas teorizaciones actuales del Derecho penal, como Ferrajoli, 1995, o Zaffaroni et al, 2000) una limitación y también una lucha contra el poder desmesurado del soberano. Es válida, entonces, la recuperación del discurso jurídico ilustrado que hacen varios de los actuales juristas, en tanto se haga «la comprensión del Derecho penal como límite, como freno, como barrera a la arbitrariedad y al exceso, lo que exige la permanente reducción del poder punitivo» (Mufiagorri, 1997, 118). Veremos que ello exige la previa deslegitimación del poder punitivo, algo que no previeron los pensadores ilustrados más representativos y cuya continuación no ftie posible por el predominio de los saberes «científicos» en el pensamiento penológico. La apoyatura que estas nuevas «ciencias» lograrían en el Derecho penal liberal permitiría que las relaciones de poder basadas en la «norma» se legitimaran también con la «ley». En vez de significar una constante limitación de las violencias que entrañan estas relaciones, las leyes se legitimarían a través de la ideología de la defensa social, fruto común de la alianza inconveniente entre el pensamiento del orden del siglo xix y las pretensiones críticas del XVIII. La tarea crítica debía insistir con la limitación del poder punitivo pues «la autolimitación del uso de la represión física en la función punitiva por parte del poder central, mediante las definiciones legales de los crímenes y las penas, forma parte de la nueva ideología legitimadora que, a partir del siglo XVIII, se encuentra en el centro del

pensamiento liberal clásico y de las doctrinas del Derecho penal» (Baratta, 1986fo, 80). Sin embargo, el Derecho penal de la defensa social supuso, de hecho, lo contrario. Estas doctrinas del Derecho penal contenían ya en el siglo XVIII, no obstante, lo que permitiría posteriormente la legitimación del poder y obstaculizaría la tarea crítica.

3. El contractualismo de Beccaria. Retribucionismo versus utilitarismo. Otras manifestaciones del penalismo Uustrado ¿Qué sostenían estas doctrinas filosóficas y jurídicas sobre los castigos? Los autores arriba mencionados, así como la casi totalidad de los ilustrados, dedicaron algunas páginas a la naturaleza y justificación del castigo. Pero limitaré este análisis a tres figuras importantes por reflejar las más conocidas teorías sobre el tema. Beccaria es sin duda el exponente más representativo y famoso de las diversas doctrinas del momento. En su única obra sobre la cuestión, la famosa De los delitos y de las penas, representa fielmente a la Ilustración al hacer la combinación de empirismo inglés con racionalismo francés, que ya se advierte en Montesquieu o Voltaire. Pero ello se logra a costa de haber realizado una mixtura de argumentos de otros autores que eran en muchos casos inconciliables entre sí —esto no quita un gramo de su valor como denuncia del poder punitivo del momento— (Mondolfo, 1946, 26; Jiménez de Asúa, 1963, 253). Además fue inspirador de muchos autores y proyectos que pretendían sentar las bases de un nuevo Derecho penal que, también, revelan importantes diferencias entre sí. La base ideológica de Beccaria es contractualista, aunque no queda muy claro en los primeros capítulos de su obra cuál de las diversas concepciones contractuales adoptaba. Para Beccaria, el origen de las penas está en el contrato social y en la necesidad de defenderlo de los ataques de particulares (1983, 53 y 54). La influencia más importante sobre el autor provenía de los publicistas franceses y en especial de Montesquieu, a quien cita profusamente en su obra. La visión contractualista de Montesquieu puede emparentarse con la de Locke, aunque el francés no se limita a reelaborar sus conceptos (Giner, 1997, 316). Esta noción del contrato social y de la libertad del hombre, junto con las 19

características propiamente utilitaristas de Beccaria (Baratta, 1986a, 26) tendrán poco que ver con otras insistencias acerca del castigo, que con dificultad intentan ser compatibilizadas también en la actualidad .(por ejemplo, por Ferrajoli, 1995). Es así que al hacer hincapié en el principio de legalidad y en la proporcionalidad entre los delitos y las penas (Beccaria, 1983, 66 ss.) se advierte que sus conceptos se acercan a la noción contractualista de Rousseau, para quien debía castigarse severamente al que se opusiera al Derecho social, en tanto se había convertido en un peligroso «enemigo» de la patria al burlar sus leyes (1985, 66). Beccaria no hubiera suscripto esta última afirmación, pero el hecho de partir de una noción contractualista rousseauniana comiin debería asemejar a Beccaria en sus consecuencias filosóficas a la fundamentación del castigo de Kant, que también partía de esa noción. Por el contrario, y a pesar de alguna señalada disidencia sobre el origen y conveniencia del derecho de propiedad (Rodota, 1986, 7), el pensamiento de Beccaria en este punto tiene muchas más coincidencias con el de Bentham, aunque el de este último es mucho más complejo y, en parte, puede decirse que en materia penal elabora y desarrolla las ideas del milanés (Gallo, 2001, 47). Se puede entonces incluir al propio Beccaria dentro de los que justificaban la pena de acuerdo a su utilidad, que será la teoría defendida por los pragmatistas y utilitaristas en franca polémica desde entonces con una denominada «escuela clásica» que considerará a la pena como un absoluto (Bustos, 1983, 30). Esta polémica, que conserva vigencia, dará inicio a las llamadas «teorías de la pena», que en general serán discursos legitimantes del poder punitivo (aunque no todos los teóricos de la pena finalmente la justifican, como se observa en algtmos ilustrados anarquistas como Godwin y posteriormente en las teorías abolicionistas del poder penal). Quizá fue Kant quien llevó a un extremo las consecuencias de la idea contractualista en relación a los castigos, cosa que ninguno de los ilustrados ingleses y franceses haría (ni siquiera Rousseau) puesto que se acercaban en este punto a valorar las consecuencias utilitarias (Man, 1983, 73). Además las ideas kantianas sobre el castigo, expuestas en sus Críticas de la razón práctica y Metafísica de las costumbres (Kant, 1989), reflejan con más claridad que ninguna otra una determinada compren20

sión ética sobre el individuo y sobre sus acciones. El castigo se justifica por el hecho de que un individuo merece ser castigado, y merece serlo si es culpable de haber cometido un delito (Rabossi, 1976, 26). En esa simple expresión se demuestra el intento de abandonar toda justificación empírica (Zaffaroni et al, 2000, 53) o que vaya más allá del «imperativo categórico» de la propia responsabilidad individual guiada por el libre albedrío. La pena pareciera así no tener ninguna fimción social, sin embargo también constituye un «imperativo categórico» para la propia sociedad que debería, en su conocido ejemplo de la isla, eliminar al último delincuente aun en el caso de disolverse (es decir, cuando no tenga ninguna utilidad) pues de lo contrario sería cómplice de la vulneración de la justicia (Marí, 1983, 109; Rivera, 1998, 18; Mir, 1996, 46). La «justicia» también implicaba una importante limitación al poder punitivo, límite que está reflejado en el principio, también defendido por los demás ilustrados, de proporcionalidad. Es la teoría moral kantiana la que sostiene este principio como parte fundamental de su justificación, pues para él, «el monto del castigo debe adecuarse con exactitud a la magnitud del agravio cometido» (Rabossi, 1976, 28). Ello mismo es lo que hace sostener a inuchos autores que la teoría de la pena sostenida por Kant^ sólo hace referencia a cuestiones de «justicia», más allá de las consecuencias de la aplicación de la misma. La etimología de la palabra «absoluta» (que caracteriza a su teoría) indica que está libre de lazos, desligada de una consecuencia útil o fimcional. Esa es la interpretación mayoritaria, aun cuando algún autor sostiene que en realidad Kant sí le atribuía a la pena (en general) una función, pues en caso contrario la teoría devendría irracional (entre otros Zaffaroni et al., 2000, 265). Ferrajoli entiende que en la elaboración teórica de Kant no cabía la respuesta por la utilidad de la pena y que su teoría en todo caso justificaría el cuándo se puede aplicar la pena, mas no resolvería el problema de la justificación extema. También señala que.

3. Como la formulación jurídica que luego haría Hegel y así hasta llegar a modernas teorías neo-retribucionistas sostenidas tanto por dogmáticos alemanes (Jakobs, 1995, 22, quien sostiene que su teoría es deudora de la hegeliana) cuanto por los sostenedores estadounidenses de las «penas merecidas» (Von Iliisch, 1998).

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como en la teoría de otros retribucionistas, se sostiene ei valor intrínseco de la venganza como valor en sí mismo aun dentro de determinado orden legal, por lo que con razón deben ser acusadas de confundir derecho y moral o validez y justicia (Ferrajoli, 1995,257)." La naturaleza del hombre sostenida por Kant, la naturaleza retributiva de la pena, así como su resistencia a utilizar a un hombre de forma que no sea un fin en sí mismo, es lo que demuestra su mayor convicción en la idea del libre arbitrio, propia de todo el pensamiento ilustrado. Su intento por escapar de la sobrevaloración de la sociedad es notable. Sin embargo, para Kant «la ley penal no es menos defensista social que para los restantes contractualistas» ya que la venganza en su caso sirve como defensa o sostenimiento de la sociedad civil, único lugar en que puede respetarse el imperativo moral o categórico (Zaffaroni et al, 2000, 266). Por otro lado, ello queda más claramente evidenciado cuando, en el mismo fragmento en que impone a la sociedad la obligación de castigar al último delincuente, relaciona el castigo con la soberanía y el derecho de obediencia (Mari, 1983, 109). En la misma noción de soberanía está la base del organicismo y de la defensa social, y de ella no escapa Kant que es, probablemente, quien deja mejor expresada (a su pesar) la íntima noción entre castigo y soberanía. La teoría de la defensa social se ha sentido mejor representada, sin embargo, con Beccaria o con Bentham. Para ambos la pena debía ser la necesaria y la mínima con respecto a los ñnes de prevención de nuevos delitos (Ferrajoli, 1995, 394), y así lo sostiene expresamente Beccaria (1983, 73) al aplicar al castigo la famosa frase —«la mayor felicidad para el mayor número»— que cautivaría a Bentham y convertiría luego en emblema del utilitarismo (Gallo, 2001, 47). Pero, a pesar de abogar ambos por una pena mínima y necesaria, sus argumentos puedeii dar pie a la utilización ilimitada del poder punitivo. El de Bentham es el más claro modelo alternativo al de Kant (Rabossi, 1976; Marí, 1983, 106). Aunque ambos parten de la noción de individuo racional, el hombre de Kant llega por la 4. A pesar de los claros intentos de Kant por separar el primer par en su Metafísica de las costumbres, donde dedica el primer tomo a las relaciones con respecto al deiecho y el segundo a las de la moral (Kant, 1989).

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razón al desinterés, y es el caso contrario el de Bentham, en el que la razón lleva al hombre a calcular las ventajas y desventajas (costos y beneficios) de realizar determinada acción. El utilitarismo benthamiano admitiría diversas ftinciones para la pena: las que hoy conocemos como prevención (general, especial, negativa, positiva).^ En su versión más simple, Bentham justifica la pena en tanto sirve para obtener la disuasión de realizar otra vez el acto por el cual se lo castiga, tanto por parte del culpable como de los que no lo hicieron pero podrían verse tentados a imitarlo. El castigo no es sólo un mal que se aplica contra otro mal, sino que se convierte en un bien, pues debe producir felicidad. No, por supuesto, en quien lo sufre, pero sí en la suma de las felicidades individuales que sacarían provecho en la evitación de futuros dolores. «La mayor felicidad para el mayor número.» La confrontación con las ideas de Kant se hace evidente puesto que Bentham sí acepta la utilización de un individuo como medio para lograr esa felicidad de la mayor parte de la sociedad. El castigo se justifica por las consecuencias valiosas que obtenga de cara al futuro, aunque sólo pueda relacionarse con un acto pasado indeseable pero que ya no se puede cambiar. Bentham insiste en la importancia del principio de proporcionalidad entre ofensas y castigos en varios pasajes de su enorme obra.* Por ejemplo, Zaffaroni et al. (2000, 296) extraen de la Teoría de las penas uno de los muchos inventos «locos» de Bentham: una máquina de azotar que impediría los abusos de los verdugos. A pesar de ello, el utilitarismo no obliga a ofrecer criterios exactos de mensuración (Rabossi, 1976). Quizá por ello Bentham se ocupó con más precisión, una vez establecidos aquellos criterios generales que partían de su concepción filosófica, de explicar de qué formas (diversas) se puede poner en marcha su proyecto utilitarista sobre las penas.

5. De acueixio a la denominación habitual en los estudios de derecho penal. Las teorías de la «prevención» son las contiTirias a la «retiibución». La «general» actúa sobre el resto de la sociedad y la «especial» sobre quien es castigado. Las «positivas» intentan obtener unas conductas adecuadas, y las «negativas» impedir las no deseadas. 6. Aún no terminada de clasificar: el University CoUege de Londies continúa la tarea de edición de sus obras que ya superan los 68 volúmenes (Gallo, 2001, 47). Para ver en detalle otios aspectos de su producción teórica, Mari, 1983. Su importancia en el mundo del siglo XIX y particulamiente en España, Miranda, 1989.

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En Principios de legislación y de codificación, en el Tratado de las pruebas judiciales, en su Teoría de las penas y recompensas y en las demás obras^ hace continuas referencias a la justificación y a la práctica de los castigos. Pero el aporte más original a lo que es posible llamar una tecnología de los castigos lo realiza en su texto del proyecto Panóptico (Bentham, 1989) que estaba incluido originalmente como parte de los Principias. Esta «tecnología» afectará fuertemente, con posterioridad, a las diversas legitimaciones teóricas del castigo. Y ello es posible que haya sucedido incluso en el mismo Bentham, quien al describir y aníilizar su invento hace que éste influya en sus convicciones filosóficas.^ Al proyectar sus inventos, Bentham demostraba ser un fiel representante de la Ilustración. La razón y la transparencia frente al oscurantismo. La inventiva frente a las brutalidades del sistema penal de su época. En todo ello, sostenido en sus trabajos teóricos (en sus principios utilitaristas y económicos sobre el castigo) y aplicado a sus inventos, podemos ver un continuador de Rousseau y de Beccaria. Pero por otro lado se aparta claramente de los principios contractualistas clásicos del delito, y ello se advierte no sólo de su confrontación con Kant y Rousseau (que es hipotética), sino sobre todo de la real que mantuvo con Blackstone (jurista inglés ilustrado y iusnaturalista) y por ese intermedio contra las teorías de Locke (Man, 1983, 99). La misma idea del contrato le parecía absurda. La ficción e imposibilidad del consentimiento le habían parecido evidentes en el caso de los delincuentes, que no lo prestaban para ser castigados sino que la pena les era impuesta por el Estado en tanto enemigos de la sociedad. De esta forma, lo que era ilusión en los otros ilustrados queda desvelado en Bentham. La pena no es consecuencia del contrato. «La pena deviene, explícitamente en Bentham, una forma de control social. Es en esta perspectiva que el tema del fundamento del derecho de castigar se acumula con el tema de la prevención de la criminalidad

7. Menciono sólo a algunas de las que se han traducido al castellano (se lo tradujo rápidamente y con gran interés, desde su misma edición en inglés y otras tomadas de la publicación en fiancés por un discípulo suyo —Dumont— que las reconstiuía a partir de fiagmentos, a piincipios del siglo XIX). 8. El principio económico y de inspección del «Panóptico» es conocido: en caso contrario consultar Bentham, 1989, o las inteipretaciones, distintas, de Foucault, 1994, o Man, 1983, así como el estudio de Miranda, 1989.

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y, por consigtiiente, de la finalidad preventiva de la pena» (Costa, 1974, 364). La pena se justificará porque es «útil» para la sociedad, lo cual tiene la ventaja señalada por Ferrajoli de diferenciar moral y derecho, de forma más categórica que el insistente Kant, y la desventaja de justificar modelos de Derecho penal máximo (1995, 276). Ventaja o no, la necesidad de demostrar su utilidad será también la que convierta a la justificación de la pena en una «justificación imposible» (Pavarini, 1992). Mas no tan «imposible», de acuerdo con la lógica del poder, para quien puede resultar útil hasta el demencial y cruento modelo de expansión penal, que es el que caracteriza a los sistemas punitivos históricamente existentes. Este modelo es difícilmente evitable con cualquier teoría justificacionista. Pero mucho menos con la permanencia de ambas justificaciones (utilidad y justicia) como posible recurso para los operadores del sistema penal y de las múltiples combinaciones y elaboraciones posteriores que les permiten saltarse los límites que el propio discurso jurídico adecuado a una de estas teorías podría plantearse.

4. La legitimación del poder punitivo De esta manera pretende legitimarse al poder punitivo: el Estado y la sociedad punitivas utilizarán las teorías retributivas o utilitarias de los autores mencionados de acuerdo con las necesidades políticas del momento. Como advertía Mari, las teorías que legitiman las penas esconden u oscurecen lo esencial del castigo. En efecto, a partir de la Ilustración constatamos «Que retribucionismo y utilitarismo, según los fines políticos o de organización social que se persigan, pueden operar ya sea aislados y contradictorios —ligados a maniobras opuestas— o bien combinados y comprometidos en la misma acción. Que no son fórmulas fijas y uniformes que justifiquen el castigo de una vez por todas, sino que se desplazan con autonomía repeliendo a la adversaria, o se reutilizan asociadas de acuerdo con objetivos particulares que se proponen ciertos efectos de poder político y social» (Marí, 1983, 85). Aquello que era esencial al castigo se encontraba «desenmascarado» (Pavarini, 1990) antes de la irrupción del discurso ilustrado. Era un mero hecho o acto de poder. Tampoco ha 25

dejado de ser otra cosa con posterioridad, a pesar de las críticas ilustradas. Sin embargo sí se produjo un importante cambio en el siglo XVín, del que tuvo algo que ver el discurso de los ilustrados. El poder de castigar ya no sería justificable como un atributo del más fuerte (o de quien estuviera «legitimado» para hacerlo por la tradición o el carisma, y por lo tanto tuviera, en ese sentido, esa fortaleza) sino que debería justificarse como si ello fuera conveniente para la sociedad. «El derecho de castigar ha sido trasladado de la venganza del soberano a la defensa de la sociedad» (Foucault, 1994, 95). No había necesidad de plantear esto hasta que surgió la posibilidad de limitar el poder punitivo. De cualquier manera, en las versiones punitivas del Antiguo Régimen también estaba presente la misma versión organicista de la sociedad que será el fundamento de la defensa social. Sin embargo, las explicaciones que se daban de la sociedad como un órgano o cuerpo único estaban naturalizadas o amparadas por el dogma religioso, frente al cual cualquier disidencia implicaba un delito. A partir del siglo XVIII y de la racionalización del poder, al modelo «natural» de la sociedad se le opone un modelo «artificial» (el del contrato), que admite la disputa política y la discusión ideológica. Sin embargo dos «trampas» persistieron en la mayoría de las propuestas contractualistas: la suposición del consenso en la sociedad y la defensa de la idea de soberanía. El contrato, aplicado al campo penal, no exigía de quien hubiera realizado una ofensa su cancelación respecto del ofendido (como se impuso en el campo civil) sino que dicha «reparación» debería beneficiar a la sociedad a través del Estado. Este Derecho penal como prerrogativa del Estado permitía proyectar una defensa social que, por defender tan altos intereses, se resistiría contra los límites que él mismo se trazaba. Como forma de evitar la paradoja, los límites del Derecho quedaron reservados al ámbito del discurso y la defensa social ilimitada se plasmaba privilegiadamente en las agencias de control creadas por el propio sistema. Si se propugnaba que todo el cuerpo social corría peligro si no se castigaban a sus enemigos, criterios de eficiencia obligaban a lograr esa punición sin reparar en límites. Es por ello que se sostiene que «La ideología de la defensa social nació al mismo tiempo que la revolución burguesa, y mientras la ciencia y la codificación penal se imponían 26

como elemento esencial del sistema jurídico burgués, ella tomaba el predominio ideológico dentro del específico sector penal» (Baratta, 1986a, 36). En la ficción del consenso están también los peligros del defensismo social, aunque es probable que ello sea mucho más lesivo cuando es el Estado el que se encuentra legitimado para expresar y luego defender a la sociedad. En la noción de soberanía, finalmente, está el mayor peligro que para los individuos presenta el organicismo. Mantener la persecución pública de las acciones consideradas delictivas, como lo ha hecho el Derecho penal ilustrado,' y el castigo como obligación estatal significó en la práctica mantener la intrínseca desigualdad y selectividad sobre la que reposa cualquier poder punitivo. Desigualdad y selectividad que también se encuentran en la propia idea de contrato que, como denunciara Marx (1974), si bien nos aporta la fértil herramienta de los derechos, encubre que éstos en realidad pertenecen a la clase dominante que construirá lo común y el Estado de acuerdo a sus intereses. En síntesis: el contractualismo no es la antítesis del organicismo sobre el que descansa la noción del poder punitivo pre y post ilustrado. Los ilustrados, aun cuando limitaban el poder punitivo para que no pudiera violentar la libertad y dignidad humanas, terminaban justificándolo por esas mismas premisas, y la contradicción intrínseca a ello estriba en que «el poder punitivo siempre limita la libertad y que, al legitimarlo, no se hace más que sembrar la semilla de destrucción de los límites que traza» (Zaffaroni eí a/., 2000, 264 y 265). El discurso ilustrado nunca pretendió ocultar que el problema del castigo, como cualquier otra reflexión criminológica, se encuentra inmerso en la previa concepción filosófica y política que se tenga sobre el orden y sobre el Estado (Bustos, 1983, 17), y de allí su carácter crítico. Esta reflexión llevó, en el mismo siglo XVín, a que algunos autores plantearan la ilegitimidad del propio contrato, del poder y en concreto del poder punitivo.

9. El principio de legalidad procesal y la existencia del Ministerio Público Fiscal como sucesores de los procuradores reales fueron aceptados, pero no sin discusiones, aunque éstas se limitaron a las de fines del siglo XVIII en Francia y a las de fines del XIX en Alemania.

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Este es el caso de Marat (Zaffaroni et al, 2000, 269; Jiménez de Asúa, 1963, 263) y de los anarquistas Godwin y Stimer. La consecuencia más radical del discurso jurídico ilustrado (incluso del pensamiento burgués) es la que nos lleva a cuestionar el «poder», y por lo tanto el orden y el bien común. Así se puede Uegar al desvelamiento de la «mentira» que encubre la violencia que los funda, y nos podemos acercar a un modelo de Derecho que vaya un poco más allá de una única dimensión procesal y agnóstica. Ello parece poco, pero encierra el rechazo de la violencia, incluso la que han practicado históricamente los Estados, para la organización de la convivencia (Resta, 1995, 202).

5. La pena de prisión y las teorizaciones sobre el castigo Para finalizar, se hará una referencia no tan solo a la teoría, sino también a la realidad del castigo. El siglo xvni es el que dará origen a una nueva forma de castigar y de interpretar los castigos, que es en parte la que hoy sigue presente con todas sus crisis, consagrada con posterioridad como pena única. La forma efectiva que adopta el castigo desde entonces, y sólo desde entonces, es la prisión. Michel Foucault (1994) ha indicado la necesaria relación entre la prisión, como ejemplo privilegiado de la nueva tecnología que impondrá una sociedad disciplinaria, y las libertades, que también inaugura el pensamiento de la Luces. El Panóptico, que fue la gran utopía benthamita en relación a vina forma de aplicar los castigos, es conocido por las interpretaciones foucaultianas en cuanto imagen de la sociedad disciplinaria (Foucault, 1994) pero en realidad también fue una utopía no realizada nunca, la gran utopía de la transparencia en las prisiones y en la sociedad que fue decayendo a medida que las luces del siglo xvni se iban apagando (Mari, 1983, 203). Por otro lado, en ninguno de los pensadores ilustrados que hemos mencionado, con la excepción de Bentham,'° se hace alusión alguna a dicha forma de castigar. Si algunos de ellos la mencionan es sólo como medida preventiva y anterior al juicio y a la pena (Beccaria, 1983, 111). Nada hace pensar que el de la 10, Pai-a quien tampoco era la prisión el único ni el mejor de los métodos punitivos puesto que la multa era más «económica» y por lo tanto ventajosa (Man', 1983,124).

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prisión haya sido el proyecto penal de la Ilustración. «Más precisamente: la utilización de la prisión como forma general de castigo jamás se presenta en estos proyectos de penas específicas, visibles y parlantes» (Foucault, 1994, 118). La prisión, incluso, parece incompatible con todas las teorizaciones, discursos y justificaciones de la pena que hemos heredado del siglo xvni y que mantenemos, sobre todo en el ámbito jurídico. ¿Cómo ha llegado a ser la prisión, desde esa misma época, la forma esencial del castigo? Para explicamos este proceso, así como el de la aparición de las policías y otros aparatos estatales que compondrán un inmenso poder configurador y de vigilancia, deberemos analizar la persistencia de instituciones de secuestro surgidas en forma de gobernabilidad previa a la Ilustración, así como las teorías y prácticas que las propias instituciones generaron, desde el «no derecho», en los siglos XDC y XX (junto a otras variables económicas y políticas: Rusche y Kircheimer, 1984; Foucault, 1994; Melossi y Pavarini, 1987). Es por ello que «bucear» en el pensamiento ilustrado nos servirá muy poco para analizar la práctica penal concreta que sufrimos en la actualidad. Pero para pensar en una sociología y una filosofía del castigo que no dependan de los avalares de la institución penitenciaria es indispensable retomar el discurso de la Ilustración. Sin embargo, este retomo debe realizarse con la advertencia hecha sobre las capacidades emancipatorias del proyecto ilustrado. Éste jamás se realizará, tendrá vma imposibilidad intrínseca de hacerlo, si se presta a las justificaciones y legitimaciones de las estructuras de poder que le preceden y lo acompañan. La pena, y la justificación de la pena, es el ámbito en que ello queda más claramente ejemplificado. Tanto la idea de prevención del delito como la de retribución del castigo, «contaminan» al castigo y arrastran a sus justificaciones a las peores políticas de severidad penal. Es la propia justificación del castigo (cualquiera de ellas, pero mucho peor cuando se presentan en forma «dual», combinadas o mixtas y al servicio de las prácticas punitivas concretas) la que nos lleva a la negación del proyecto ilustrado. No se ha pretendido en estas breves páginas sino recomendar nuevos abordajes sobre viejas disquisiciones, algo que apenas es insinuado por los más lúcidos sociólogos del Derecho (Baratta, 1986a, 23 y 24) y del castigo (Garland, 1999, 22), y que 29

sin embargo es fundamental en varias de las actuales fonnulaciones teóricas. El pretendido r e t o m o a u n a simplista reducción del pensamiento del siglo XVni hecho p o r los cultores del justice model (Von Hirsch, 1998) n o es en absoluto comparable a la monumental y a ú n n o superada obra de Ferrajoli (1995) en lo que a ello respecta, y a pesar de su persistencia justifícacionista del castigo (por cierto que sin intenciones de justificar el poder punitivo existente de ninguna manera: este autor aboga por la limitación del poder con u n a teoría utilitarista del castigo seguida con consecuencia). E n la obra de Ferrajoli es, tal vez por eso mismo, donde con más fuerza perviven las tensiones a ú n no resueltas del pensamiento crítico ilustrado.

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DESIGUALDAD SOCIAL Y CASTIGO. APORTES DEL ILUMINISMO PARA UNA CRIMINOLOGÍA RADICAL Martín Poulastrou

1. Las desigualdades sociales en Francia antes de la Revolución Jean Jacques Rousseau se destaca entre los pensadores del Iluminismo como precursor de una crítica social profimda, dirigida tanto al cuestionamiento del orden social vigente bajo el «antiguo régimen» como al establecimiento de una organización social nueva sobre bases democráticas. En el marco de esa crítica social se inscribe el Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, de 1755. En esta obra Rousseau trabajó a partir de la idea de que las desigualdades entre los hombres son de dos clases: por un lado, las diferencias naturales o físicas, establecidas por la naturaleza, vinculadas con la edad, la salud, las fuerzas del cuerpo y las cualidades del alma; por otro lado, la desigualdad moral o política, establecida o al menos autorizada por el consenso de los hombres. Esta última consiste en los diferentes privilegios de que gozan unos en perjuicio de los otros, como ser más ricos, más distinguidos, más poderosos, o el simple hecho de hacerse obedecer (Rousseau, 1755, 45). La desigualdad social existente en la Francia de Rousseau era extrema.' Los monarcas y las clases privilegiadas constituidas por la nobleza y el clero compartían los beneficios de la creencia socialmente diftmdida en una clase de hombres apartada de los demás. Frente a los privilegiados, una masa de hom1. En la descripción de la situación en Francia antes de la Revolución sigo a Ducoudray(I906, 29ss.).

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bres compuesta principalmente por campesinos vivía hundida en la miseria completa. Pese a que la autoridad de los reyes suponía la existencia de un gobierno único para toda Francia, subsistían numerosos vestigios de la época feudal y de los poderes propios de esa forma de organización social. Los privilegiados respetaban la autoridad real pero conservaban cuotas de poder que descargaban en sus ámbitos de influencia sobre una masa compuesta por plebeyos y campesinos. El clero, la nobleza, los tribunales de cuentas, entre otros, tenían una jurisdicción particular. El procesado no tenía defensor y las leyes preveían sanciones muy crueles. Tocqueville (1850, 150) describió claramente cómo operaban las diferencias en la aplicación de la ley penal según la clase de persona de que se tratara: «Este gobierno del antiguo régimen, que era [...] tan benigno y a veces tan tímido, tan amigo de las formas, de la lentitud y de los miramientos, cuando se trataba de gentes situadas por encima del pueblo, con frecuencia se muestra duro y siempre enérgico cuando procede contra las clases bajas, especialmente contra los campesinos. Entre los documentos que he tenido ante mi vista, no he encontrado ningtmo en que se notificara el arresto de un burgués por orden de un intendente; pero a los campesinos se les detiene a todas horas con motivo de la prestación personal, de la milicia, de la mendicidad, por razones de policía o por otras mil circunstancias. Para unos, tribunales independientes, largos debates, publicidad tutelar; para otros, el preboste, que juzgaba sumariamente sin apelación». También en materia de impuestos existían notorias diferencias sociales en el «antiguo régimen», pues numerosas exenciones eran obtenidas mediante el favor. Los beneficios de la recaudación eran compartidos por los traficantes encargados de realizarla, por los cortesanos y el rey. En todas partes, los plebeyos y campesinos pagaban una variedad de impuestos, derechos señoriales, diezmos para la Iglesia, servicios corporales, requisas militares, entre otros. Además, las poblaciones rurales no podían escapar a los «enganches» con que se formaba la milicia provincial. Sin embargo, aquí también existían exenciones obtenidas mediante la intriga y el favor. Los grados militares se compraban y los fueros de la nobleza no cesaban de aumentar: en 1789 había 4.000 cargos que conferían nobleza a quienes los compraban. El comercio estaba trabado. La existen34

cia de poderosas corporaciones y gremios imponía estrictas reglamentaciones para la producción y encadenaba a la mayoría de los obreros al oficio, mientras existían sólo unos pocos jefes. Las transacciones comerciales eran dificultadas por la diversidad de pesas y medidas, los monopolios, los peajes y las aduanas interiores. La agricultura también estaba en crisis, por las numerosas servidumbres que pesaban sobre la tierra, las pocas garantías para los hacendados y los obstáculos que suponían los caminos, intransitables ocho meses al año. Todd (1994, 182) coincide en que las diferencias de riqueza en la Francia pre-revolucionaria eran realmente espantosas, y señala que los campesinos franceses se encontraban en condiciones similares a las que La Bruyére había descrito cien años antes con estas palabras: «Se ven algunos animales huraños, machos y hembras, diseminados por el campo, negro tirando a amoratados, quemados por el sol, apegados a una tierra que hurgan y remueven con irreductible cazurrería; tienen una especie de voz articulada y, cuando se yergvien sobre los pies, dejan ver un rostro humano, porque, en efecto, se trata de hombres. Por la noche se refugian en cubiles, y allí se alimentan con pan negro, agua y raíces; descargan a los demás del trabajo de sembrar, arar y cosechar para vivir, mereciendo así no carecer del pan que han sembrado». Señala TocqueviUe (1850, 150) que la mendicidad, en particular, se convirtió en objeto de la persecución oficial. En 1767 el duque de Choiseul quiso teraiinar para siempre con ella. Analizando su correspondencia con los intendentes, TocqueviUe pudo apreciar con qué vigor se acometió esta tarea: la gendarmería recibió la orden de prender a todos los mendigos del reino, y se estima que fueron detenidos más de cincuenta mil. Los que fueran aptos para trabajar debían ser enviados a galeras, y se abrieron más de cuarenta asilos para recoger a los demás. Concluye TocqueviUe que más hubiera valido abrir de nuevo el corazón de los ricos. En el Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, Rousseau indagó acerca de las causas de estas desigualdades y encontró una fuente central del problema en la propiedad privada de la tierra. Imaginó la actitud del primer hombre que decidió cercar un terreno y atribuírselo en propiedad, y también la de los demás hombres que lo habían observa35

do pasivamente permitiéndole que consumara el despojo: «El primero a quien, después de cercar un terreno, se le ocurrió decir "Esto es mío", y halló personas bastante sencillas para creerle, fue el verdadero fundador de la sociedad civil. ¡Cuántos crímenes, guerras, muertes, miserias y horrores habría ahorrado al género humano el que, arrancando las estacas o arrasando el foso, hubiera gritado a sus semejantes: «Guardaos de escuchar a este impostor; estáis perdidos si olvidáis que los írritos son para todos y que la tierra no es de nadie!» (Rousseau, 1755, 129). También Beccaria hizo alusión a la cuestión de la propiedad, en forma que a pesar de ser muy breve no deja dudas sobre su opinión. Se refirió al derecho de propiedad como «terrible y quizás no necesario» (1764, 64). La crítica implicaba una deslegitimación del modo como estaba distribuida la riqueza en Francia, y sobre todo indicaba el origen espurio de la adquisición de la propiedad sobre la tierra, que había consistido en una apropiación injustificada de bienes sobre los que un hombre no podía invocar más derechos que otro. Las graves repercusiones sociales producidas por la existencia de una desigvialdad extrema en la propiedad de inmuebles, fueron claramente expuestas por Tocqueville (1850, 27): «Los grandes propietarios territoriales localizan en cierto modo la influencia de la riqueza y, al obligarla a ejercerse especialmente en detenninados lugares y sobre ciertos hombres, le dan un carácter más importante y duradero. La desigualdad mobiliaria crea individuos ricos. La desigualdad inmobiliaria, familias opulentas; vincula a los ricos unos con otros; une entre sí a las generaciones; y crea en el Estado un pequeño pueblo aparte que siempre llega a obtener cierto poder sobre la gran nación en la cual se halla enclavado. Son precisamente estas cosas las que más perjudican al gobierno democrático. Por el contrario, nada favorece tanto el reinado de la democracia como la división de la tierra en pequeñas propiedades». La discusión en torno a la justicia o injusticia de la apropiación de las riquezas naturales por unos pocos hombres en perjuicio de la mayoría no era nueva, pues ya había sido planteada, por ejemplo, por pensadores griegos (Pifarre, 1991, 97). En efecto, sobre la base de la idea de Heráclito de que el conflicto es el padre de todas las cosas, y de que ha hecho a algimos hombres amos y a otros esclavos, Trasímaco sostuvo la doctrí36

na de la desigueildad de los hombres y el derecho de los más fuertes a someter a los más débiles. Sin embargo, según Trasímaco ese derecho no surgía por una necesidad natural sino por las «artimañas» que habían ideado los más fuertes para someter a los más débiles. Deducía consecuencias negativas de tal circunstancia, pues creía que la maldad y la astucia terminaban imponiéndose a la bondad y a la justicia. Contrariamente, Cálleles sostenía que la justicia estaba precisamente en que los poderosos se impusieran a los débiles y les arrebataran por la fuerza sus bienes (Platón, ¿392-391? a.C, 96). Sostenía que las leyes habían sido establecidas por los débiles para evitar ser aplastados por los fuertes, doctrina que resurgirá en el siglo XIX en el pensamiento de Nietzsche (Pifarre, 1991, 97).

2. Marat: el delito como derecho natural del pobre Jean Paul Marat, ferviente seguidor de Rousseau, sostenía como éste que los hombres se habían reunido en sociedad a fin de garantizar sus respectivos derechos. Suscribía asimismo la idea rousseauniana de que en una época remota de la historia algunos hombres habían usurpado la tierra común, apropiándose de ella y excluyendo a los demás. Entendía que con el correr de las generaciones, la falta de todo freno al enriquecimiento había hecho a algunas pocas familias inmensamente poderosas mientras la masa del pueblo permanecía anclada en la miseria (Marat, 1779, 68). Consideraba que la existencia de desigualdades sociales extremas implicaba un corte en la relación establecida por los hombres a través del contrato social. Si se habían reunido en sociedad era para obtener ventajas de ese acuerdo y no para sufrir solamente consecuencias negativas: «Haced abstracción de toda violencia, y encontraréis que el único fundamento legítimo de la sociedad es la felicidad de los que la componen. Los hombres no se han reunido más que por su interés común, no han hecho las leyes más que para fijar sus respectivos derechos, y no han establecido un gobierno más que para asegurar el goce de estos derechos. Si renuncian a su propia venganza, es porque la declinan en el brazo público; si renuncian a la libertad natural, es por adquirir la libertad civil; si renuncian a la 37

primitiva comunidad de bienes, es para poseer en propiedad alguna parte de ellos» (Marat, 1779, 67). La injusticia social extrema habilitaba, según Marat, el rechazo de las leyes. En el Plan de legislación criminal hace un extenso alegato en el que brinda argumentos que justifican a quien atenta contra la propiedad anteponiendo a ella su instinto de conservación (Marat, 1779, 69 ss.). En igual sentido, Beccaria era consciente de que el hurto provenía generalmente de la miseria y la desesperación (Beccaria, 1764, 64). La sociedad no puede condenar mecánicamente a quienes inñingen las leyes si antes no asume y cumple con la obligación que, en virtud del contrato, le corresponde de garantizar a los individuos las condiciones mínimas para la subsistencia. Si la sociedad no garantiza al individuo lo necesario para subsistir, no puede luego sancionar a quien decide tomarlo por su propia cuenta. Marat entendía que esta situación implicaba que el individuo retomaba al estado de naturaleza, en el cual no existen obstáculos para que el hombre se procure a sí mismo lo que necesita para subsistir. Aquello que desde la perspectiva de la defensa del orden social constituye meramente un delito, es desde la óptica de Marat un derecho natural del pobre (Zaffaroni, 1993, 120). Dice Marat: «En una tierra que toda es posesión de otro y en la cual no se pueden apropiar nada, quedan reducidos a morir de hambre. Entonces, no conociendo la sociedad más que por sus desventajas ¿están obligados a respetar las leyes? No, sin género de duda; si la sociedad los abandona, vuelven al estado natural, y cuando reclaman por la fuerza derechos de que no pudieron prescindir sino para proporcionarse mayores ventajas, toda autoridad que se oponga a ello es tiránica, y el juez que los condene a muerte, no es más que un vil asesino» (Marat, 1779, 68). Esta tendencia de pensamiento implica una inversión completa de la óptica del orden social burgués. Al adoptar una perspectiva más amplia e histórica de la sociedad, no limitada a la mera comprobación de la quiebra de lo establecido por las leyes, discute su constitución originaria, y de este modo resta legitimidad a la posición del propietario y justifica la de quien es calificado como delincuente. Desde esta perspectiva, el robo importante, al que hay que atender, es el original, consumado por el propietario sobre el que luego, precisamente por las consecuencias de ese arrebato original, será considerado ladrón. 38

Como señala Zaffaroni (1993, 120), es la criminología crítica en versión extrema. Sin embargo, la solución del problema de la desigualdad social mediante la justificación de la conducta del ladrón parece Uevar a la desintegración social por vía de la violencia que unos ejercerían sobre otros. Sin perjuicio de ello, el discurso de Marat merece ser rescatado, en la medida en que negó toda legitimidad a una justicia penal que, formando parte de una sociedad completamente injusta en el plano económico, pretende condenar a quien viola el derecho de propiedad para procurarse lo necesario para subsistir. El discurso de Marat era contrario al «antiguo régimen» pero también a cualquier otro que consintiera profundas desigualdades sociales. Para la burguesía en ascenso, que llegaría al poder con la Revolución Francesa, el discurso de Marat podía resultar peligroso y fue desechado. Otros discursos contractualistas, como por ejemplo el de Kant, que concebía al delito como un mal que debía necesciriamente ser repelido mediante una respuesta de igual entidad y no admitía la resistencia a la opresión cuando era el propio Estado el que violaba el contrato social, eran funcionales a la burguesía y lograron subsistir (Zaffaroni, 1993, 120). Kant entendía que el soberano en el Estado tiene ante el subdito sólo derechos y ningún deber, y que si el órgano del soberano, el gobernante, infringía las leyes; si, por ejemplo, violaba la ley de la igualdad en la distribución de las cargas públicas, en impuestos, reclutamientos, etc., era lícito al subdito quejarse de esta injusticia pero no oponer resistencia (Kant, 1797, 150). Así lo expresaba el maestro de Kónigsberg, evidentemente conmovido por los sucesos de la Revolución en Francia: «Contra la suprema autoridad legisladora del Estado no hay, por tanto, resistencia legítima del pueblo; porque sólo la sumisión a su voluntad umversalmente legisladora posibilita un estado jurídico; por tanto, no hay ningún derecho de sedición {seditio), aún menos de rebelión (rebellio), ni mucho menos existe el derecho de atentar contra su persona, incluso contra su vida {nionarchomachismus sub specie tymnnicidii), como persona individual (monarca), so pretexto de abuso de poder (tyrannis). El menor intento en este sentido es un crimen de alta traición (proditio eminens) y el traidor de esta clase ha de ser castigado, al menos \sic\ con la muerte, como alguien que intenta dar muerte a su patria (parricida)» (Kant, 1797, 151). El Derecho penal era 39

concebido por Kant como derecho del soberano y no de los individuos; un derecho en virtud del cual el primero puede imponer una pena a los subditos por su delito. Por lo tanto, el jefe supremo del Estado no puede ser castigado (Kant, 1797, 165). Por otra parte, la respuesta al crimen era idéntica a la Ley del Tallón en el pensamiento de Kant: «Si se ha cometido un asesinato, tiene que morir. No hay ningún equivalente que satisfaga a la justicia. No existe equivalencia entre una vida, por penosa que sea, y la muerte, por tanto, tampoco hay igualdad entre el crimen y la represalia, si no es matando al culpable por disposición judicial, aunque ciertamente con una muerte libre de cualquier ultraje que convierta en un espantajo la humanidad en la persona del que la sufre. Aun cuando se disolviera la sociedad civil con el consentimiento de todos sus miembros (por ejemplo, decidiera disgregarse y diseminarse por todo el mundo el pueblo que vive en una isla), antes tendría que ser ejecutado hasta el último asesino que se encuentre en la cárcel, para que cada cual reciba lo que merecen sus actos y el homicidio no recaiga sobre el pueblo que no ha exigido este castigo: porque puede considerárselo como cómplice de esta violación pública de la justicia» (Kant, 1797, 168). La pretensión kantiana de que la respuesta al crimen era una exigencia impuesta por la idea de justicia ya había sido desechada por William Godwin, quien entendía que aquella pretensión se atribuía injustificadamente la capacidad de conocer la voluntad divina sobre la cuestión: «Se ha alegado algunas veces que el curso normal de las cosas ha impuesto que el mal sea inseparable del dolor, lo que lleva a legitimar la idea del castigo. Semejante justificación debe ser examinada con suma cautela. Mediante razonamientos de la misma índole, justificaron nuestros antepasados la persecución religiosa: "Los heréticos e infieles son objeto de la cólera divina; ha de ser meritorio, pues, que persigamos a quienes Dios ha condenado". Conocemos demasiado poco del sistema del universo, porción de ese conjunto infinito que somos capaces de observar, para que nos permitamos deducir nuestros principios morales de un plan imaginario que concebimos como el curso de la naturaleza...» (Godwin, 1793. 319). La Revolución Francesa realizó una tarea notable a favor de la igualdad. En el curso de dos años (1789-1791) la Asamblea 40

Constituyente elaboró la Declaración de los Derechos del Hombre; proclamó que la soberanía residía en la nación; estableció el gobierno representativo; uniformó la administración y la jurisprudencia; estableció los jurados, es decir, el juzgamiento por pares; suprimió los títulos de nobleza; dispuso que los jueces y todos los fimcionarios serían electos; proclamó la igualdad de los ciudadanos ante el impuesto; dispuso que los bienes de la Iglesia regresaran al Estado; suprimió las corporaciones de artes y oficios; creó el registro del estado civil, donde se inscribían los nacimientos, los matrimonios (sin distinción de religiones) y las muertes, es decir, estableció la igualdad civil. Como afirma Ducoudray (1906, 65): «Imperfecta como toda obra humana, la obra de la Asamblea nacional descansaba en principios que serán la piedra angtilar de todas nuestras constituciones. Podrán los gobiernos restringir o extender más o menos la libertad, pero siempre mantendrán la igualdad, que fue la verdadera conquista de 1789». Sin embargo, la Asamblea dejó subsistente el derecho de propiedad. En efecto, la Declaración de los Derechos del Hombre (art. 2) declaró a la propiedad vm derecho natural e imprescriptible del hombre, junto a la libertad, la segviridad y el derecho de resistencia a la opresión. La conservación de estos derechos constituye, de acuerdo con el mismo artículo, el objeto de toda asociación política. Es que incluso en el pensamiento de los jacobinos, la postura más radical entre los revolucionarios, no existía un proyecto de abolición de la propiedad privada. Si se realizaron expropiaciones durante la revolución, fiíe por razones derivadas de la crisis en que estaba sumida Francia o por la necesidad de contar con recursos para la guerra. Si se afectaba el derecho de propiedad, era sólo por necesidades de la coytmtura. Una vez superada la crisis, la propiedad privada volvería a ser intangible como fuerza motora del crecimiento de Francia. La mayor parte de los dirigentes de la Revolución Francesa pensaba que la misión de la Revolución era diftmdir los derechos de propiedad a fin de disminuir las desigualdades sociales y abolir los antiguos privilegios; pensaban en distribuir mejoría propiedad, no en aboliría (Colé, 1964, 21). No obstante, en 1796 Francia será ya escenario de una conspiración comunista, encabezada por Gracchus Babeuf, cuyo proyecto social contenido en el Manifiesto de los Iguales afirma41

ba el derecho de todos a gozar de los bienes, la expropiación general y la abolición del derecho de herencia. Esta conspiración fue desbaratada fácilmente por el gobierno francés y no contó con un apoyo mayoritario de la población francesa, sobre todo la rural. Fue un movimiento que tuvo un alcance limitado a París y a los artesanos que habían quedado sin empleo como consecuencia de la libersilización de la producción luego de la supresión de las corporaciones y los gremios (Colé, 1964, 19 ss.). Sin perjuicio de que se trató de un movimiento aislado y de su fracaso, esta revuelta sirve, junto a las que se producirán en el siglo XIX, como prueba de la existencia de una particularidad del temperamento francés en relación con la igualdad económica. En efecto, Francia parece extender con facilidad la exigencia de la igualdad política a la esfera económica, y presenciará en el siglo XDí una verdadera explosión de doctrinas socialistas y revoluciones populares en cadena. Distinta es la sitviación en el mundo anglosajón, en el que la influencia de la concepción de John Locke de la propiedad como un derecho absoluto ha permitido tradicionalmente una mayor tolerancia para la desigualdad económica (Todd, 1994, cap. 9).

3. WiUiam Godvvin: sin propiedad privada no hay castigo El gobierno inglés veía con gran inquietud lo que ocurría en Francia durante la Revolución. Los grupos más radicales formaron sociedades al estilo de los clubes revolucionarios franceses y seguían con atención lo que ocurría al otro lado del Canal de la Mancha. El gobierno inglés desbarató los intentos de conspiración y llevó a juicio a los radicales en los procesos por traición de 1793. A su vez, los excesos del gobierno revolucionario francés bajo «el terror» desanimaron a quienes hasta entonces habían visto con agrado el movimiento revolucionario, por lo que los movimientos radicales fueron diluyéndose (Colé, 1964, cap. III). Una de las figuras más destacadas de los radicales ingleses fue William Godwin. En Gran Bretaña existían al igual que en Francia profundas desigualdades sociales. Godwin (1793, 365) criticaba los abusos que se cometían en la administración de la propiedad en diversos planos: en los impuestos, en el comercio 42

por la existencia de monopolios, en los resabios de los privilegios feudales y en el derecho de herencia, entre otros. Durante el gobierno del primer rey de la dinastía de los Hannover, Jorge I (1714-1727), se produjo el triunfo de la aristocracia de los terratenientes, constituida por dos o tres familias en cada una de las 10.000 parroquias.^ Ese triunfo fue garantizado por el sistema de endosares, que suprimía los bienes comunales y favorecía el reagrupamiento de tierras, es decir, la creación de grandes explotaciones. Estas eran necesarias para el pastoreo de inmensos rebaños de ovejas, a fin de proveer de lana a la industria textil en pleno auge. Así, los campesinos eran obligados a abandonar sus hogares. Londres duplicó sus 500.000 habitantes de principios del siglo XVIII en menos de cien años, creándose así un proletariado miserable que conmovió a los escritores sensibles de la época. Con mayor perspectiva, Chesterton observó así este proceso: «Es una amarga verdad que, durante el siglo xvni, durante toda la era de los grandes discursos Wighs sobre la libertad y los grandes discursos Toríes sobre el patriotismo, la época de Wandewash y Plassy, la de Trafalgar y Waterloo, en el senado central de la nación se iba operando claramente un cambio. El Parlamento aprobaba uno y otro proyecto encaminados a autorizar a los señores a cercar las tierras que aún quedaban en estado de propiedad comunal, como residual del gran sistema de la Edad Media. Los Comunes destruían las comunas: no es equívoco, es la ironía ftmdamental de nuestra historia política. Aun la palabra "comuna" pierde entonces su significado moral, y sólo conserva un miserable sentido topográfico, como designación de algunos matorrales y muladares indignos del robo. En el siglo xviii corrían sobre estos desperdicios de tierra comunal una historias de salteadores de caminos, que todavía se conservan en la literatura. En esas leyendas se hablaba de ladrones, sí; pero no de los verdaderos ladrones» (Chesterton, 1946, 189). En este marco, es lógico que Godwin concibiera el delito como una consecuencia natural de la situación social existente: «Una numerosa clase de hombre es mantenida en un estado de abyecta penuria y es llevada continuamente por la desilusión y 2. Para una síntesis de la situación en Gran Bretaña en este período puede consultarse Lledo, 1998, 31.

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la miseria a ejercer la violencia contra sus vecinos más afortvinados. El único modo empleado para reprimir esa violencia y para mantener el orden y la paz de la sociedad es el castigo. Látigos, hachas y horcas, prisiones, cadenas y ruedas son los métodos más aprobados y establecidos a fin de persuadir a los hombres a la obediencia y para grabar en sus espíritus las lecciones de la razón. Centenares de víctimas son anualmente sacrificadas en el altar de la ley positiva y de la institución política» (Godwin, 1793, 30). En su pensamiento, el castigo era simplemente la imposición de la fuerza a un ser más débil (Godwin, 1793, 82): «Reflexionemos un instante sobre la especie de argumentos —si argumentos pueden llamarse— que emplea la coerción. Ella afirma implícitamente a sus víctimas que son culpables por el hecho de ser más débiles y menos astutas que los que disponen de su suerte. ¿Es que la fi.ierza y la astucia están siempre del lado de la verdad? Cada uno de sus actos implica un debate, una especie de contienda en que una de las partes es vencida de antemano. Pero no siempre ocurre así. El ladrón que, por ser más fijerte o más hábil, logra dominar o burlar a sus perseguidores, ¿tendrá la razón de su parte? ¿Quién puede reprimir su indignación cuando ve la justicia tan miserablemente prostituida? ¿Quién no percibe, desde el momento que se inicia un juicio, toda la farsa que implica? Es difícil decidir qué cosa es más deplorable, si el magistrado, representante del sistema social, que declara la guerra contra uno de sus miembros, en nombre de la justicia, o el que lo hace en nombre de la opresión. En el primero vemos a la verdad abandonando sus armas naturales, renunciando a sus facultades intrínsecas para ponerse al nivel de la mentira. En el segundo, la falsedad aprovecha una ventaja ocasional para extinguir arteramente la naciente ley que podría revelar la vergüenza de su autoridad usurpada. El espectáculo que ambos oft-ecen es el de un gigante aplastando entre sus garras a un niño. Ningún sofisma más grosero que el que pretende llevar ambas partes de un juicio ante una instancia imparcial. Observad la consistencia de este razonamiento. Vindicamos la coerción colectiva porque el criminal ha cometido una ofensa contra la comunidad y pretendemos llevar al acusado ante un tribunal imparcial, cuando lo arrastramos ante los jueces que representan a la comunidad, es decir a la parte ofendida. Es así como, en Inglaten-a, el rey es el 44

acusador, a través de su fiscal general, y es el juez a través del magistrado que en su nombre pronuncia la condena. ¿Hasta dónde continuará una farsa tan absurda? La persecución iniciada contra un presunto delincuente es \aposse cornitatus, la fuerza armada de la colectividad, dividida en tantas secciones como se cree necesarias. Y cuando siete millones de individuos consiguen atrapar a un pobre e indefenso sujeto, pueden permitirse el lujo de torturarlo o ejecutarlo, haciendo de su agonía un espectáculo brindado a la ferocidad» (Godwin, 1793, 324). En Investigación acerca de la justicia política, Godwin delineó los principios de la organización social que quería establecer. La última parte del libro (cap. VIII) está completamente consagrada al análisis de la cuestión de la propiedad. Godwin impulsaba una modificación radical de la organización social. Sostenía que la excesiva importancia otorgada al lujo y a la ostentación determinaba la avidez de los hombres por la acumulación de riquezas. Por ello, el éxito de su propuesta dependía en gran medida de un cambio de mentalidad en virtud del cual los hombres comprenderían la inutilidad de aquellos valores. Godwin confiaba en que ese cambio de mentalidad se produciría gradualmente y a través del uso de la razón y no por vía revolucionaria (1793, 413). El modelo de sociedad que proponía tenía como base la garantía de que las necesidades básicas del hombre, alimento, habitación y abrigo, estarían satisfechas (1793, 366). Godwin entendía que para lograrlo no se necesitaba más que establecer una equitativa distribución del trabajo social, haciendo participar a la totalidad de los individuos involucrados y no sólo a una mínima parte como ocurría bajo el sistema de producción vigente en aquella época. Pretendía organizar el trabajo social de tal modo que nadie debiera trabajar más que una escasa cantidad de tiempo por día (1793, 384 ss.). El resto del tiempo sería utilizado para la satisfacción de los placeres intelectuales, a los que Godwin otorgaba un valor central. Las posibilidades del dominio de la naturaleza por la técnica harían posible minimizar el trabajo para la producción de los bienes necesarios (1793, 397) y dedicar el resto del tiempo a la expansión de las facultades del espíritu, el conocimiento de la verdad y la práctica de la virtud (1793, 390). Godwin desconfiaba de las medidas de caridad adoptadas hasta entonces para paliar las desigualdades sociales, pues en45

tendía que servían para halagar la vanidad de los ricos sin resolver efectivamente los problemas (1793, 370). Impulsará una modificación completa de la sociedad con repercusiones en todas las instituciones sociales: el sistema de producción, distribución y consumo de los bienes, el derecho, la educación, el matrimonio, el Estado, las relaciones entre los individuos (1793, 399 ss.). Godwin pretendía el establecimiento de pequeñas comunidades autosuficientes, descentralizadas y libremente confederadas, exentas de toda institución permanente. El gobierno, según Godwin, es necesario cuando se requiere un medio coactivo para conservar los privilegios que los ricos detentan sobre los pobres. Si el gobierno sirve para la conservación de la desigualdad social, una vez que se ponga fin a la desigualdad bajo el sistema propuesto el gobierno no tendrá fimción ni sentido alguno. El pensamiento de Godwin tiene como presupuesto una confianza plena en el poder de la razón, aspecto que lo incluye dentro de la tradición ilustrada. Esta razón en la que se afirma Godwin es de naturaleza moral, es decir, sirve de guía al hombre en la búsqueda y elección del camino correcto en su acción. Godwin creía que el error en la conducta del hombre no estaba motivado en deficiencias morales sino en un entendimiento deficiente. Quien obra mal, lo hace porque yerra, por ignorancia y no por maldad. Es una teoría que asocia el conocimiento con el bien, y que se remonta a Sócrates (Russell, 1962, 52). A través de la experiencia el hombre progresivamente razona mejor y en consecuencia mejora su conducta. En este valor otorgado a la experiencia Godwin se acerca al empirismo inglés, que de Bacon en adelante (Locke, Berkeley y Hume) priorizará el valor de la experiencia como método de conocimiento. La sociedad utópica de Godwin, sin propiedad privada, sin desigualdades entre los hombres y sin gobierno es, también, una sociedad sin castigo. Dice Godwin (1793, 365): «La cuestión de la propiedad constituye la clave del arco que completa el edificio de la justicia política. Según el grado de exactitud que encierren nuestras ideas relativas a ella, demostrarán la posibilidad de establecer una forma sencilla de sociedad sin gobierno, eliminando los prejuicios que nos atan a un sistema complejo. Nada tiende más a deformar nuestros juicios y opiniones que un concepto erróneo respecto a los bienes de fortuna. El momento que pondrá fin al régimen de la coerción y el castigo. 46

depende estrechamente de una determinación equitativa del sistema de propiedad». Godwin confiaba en que en su sociedad utópica se producirían pocos conflictos y prácticamente no habría delitos (1793, 336). Sólo para el caso en que estuviera en juego la seguridad pública, Godwin admitía que se aplicara una coerción mínima a quien hubiese delinquido. En el resto de las situaciones que pudieran suscitarse, negaba la posibilidad de aplicar una coerción, pues entendía que obligar a los individuos no hace sino destruir su sentido de la responsabilidad. Sin embargo, la coerción aplicable a quien cometiera un crimen no debía tener una finalidad retributiva o amenazadora, sino que debía aplicarse exclusivamente con la finalidad de que esa persona no cometiera nuevos delitos, es decir, adoptaba una postura utilitaria respecto del castigo (1793, 320). Godwin se había educado en un férreo ambiente calvinista, por lo que defendía a ultranza el valor de la conciencia individual, en la que consideraba vedado influir con propósitos de reforma. Esta actitud representaba una franca contradicción con las tesis de Howard y en general con el disciplinarismo inglés (1793, 348). Godwin denunciaba el objetivo autoritario de mejorar a las personas como un procedimiento que aniquilaba la imaginación, la elasticidad y el progreso de la mente. Por ello rechazaba el aislamiento como pena, pues entendía que era un medio de embrutecer y generar resistencia. Sostenía que la pena dirigida a la mente era tan brutal como la que se dirigía al cuerpo y negaba toda posibilidad de mejora mediante el aislamiento, que no hacía sino aumentar las tendencias melancólicas. Además, Godwin creía en la existencia de algún grado de corresponsabilidad de la sociedad en la acción de quien comete un crimen, en virtud de no haberle instruido correctamente. Por otra parte, los efectos negativos de la industrialización iniciada en Inglaterra en el siglo xvni llamarán la atención de Godwin y otros pensadores críticos de la época, como Charles Hall.^ Esos efectos negativos tendrán repercusión tanto en la distribución de la riqueza, que se acumulará en manos de los capitalistas que se apropian de parte del valor del trabajo del

3. Sobre la vida y la obra de Charles Hall puede consultare Colé, 1964.

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asalariado, como en el psiquismo del trabajador industrial, que se verá afectado por la creciente división del trabajo y el consecuente distanciamiento del hombre respecto de la obra final, y también por el sometimiento a la reiteración mecanizada de operaciones sencillas (Russell, 1962, 262).

4. Thomas Paine: la redistribución de la riqueza como política para la paz social Thomas Paine, a diferencia de Godwin, no impulsaba un viraje social en dirección utópica. También Paine era idealista y aspiraba a que la coacción que supone el Estado fuera desapareciendo progresivamente. Pero a diferencia de Godwin y del pensamiento anarquista del siglo XIX, que impulsaba la disolución del Estado por vía de la fragmentación interna en pequeñas comunidades, Paine aspiraba a su desaparición a través de la progresiva unión de las potencias nacionales. Más aún, creía ingenuamente que toda Europa llegaría a formar una gran república (Paine, 1792, 194). Pensaba que las guerras eran uno de los motivos fundamentales de la existencia de los gobiernos, y por ello impulsaba un desarme progresivo que iría haciéndolos innecesarios (Paine, 1792, 217). El Estado era, en su visión, una verdadera carga: «La sociedad es obra de nuestras necesidades, y el gobierno de nuestra perversión; la primera promueve nuestra felicidad positivamente al unir nuestras afecciones; el último negativamente, al refrenar nuestros vicios. Una favorece la cooperación; el otro crea distinciones. La primera es un patrón, el último un verdugo» (Paine, 1776, 5). La situación crítica de las masas europeas había impactado también a Paine, quien pensaba que gran parte de la responsabilidad por esa situación recaía sobre los gobiernos y los gastos que demandaba su mantenimiento: «Si pudiésemos imaginar un espectador que no supiera nada del mundo y puesto en él sin otro objeto que el de hacer sus observaciones, tomaría una gran parte del Viejo Mundo por nuevo y lo vería combatir precisamente con las dificultades y las fatigas de una colonia naciente. No podría suponer que las hordas de pobres miserables que abundan en los países viejos pudieran ser otra cosa que gentes que no habían tenido todavía tiempo para tener cubiertas sus 48

necesidades. Difícilmente se le hubiese podido ocurrir que eran las consecuencias de lo que en dichos países se llama Gobierno» (Paine, 1792, 148). La obra mas conocida de Paine es Los derechos del hombre, integrada por dos partes publicadas sucesivamente en 1791 y 1792. En la primera parte, Paine polemizó con Edmund Burke, quien previamente había publicado Reflexiones sobre la revolución francesa, obra en la que hacía una interpretación crítica de la revolución, sobre todo por los excesos en que habían incurrido los revolucionarios. Al igual que Paine, Tocqueville (1860, 198) afirmó que los procedimientos violentos desplegados por los revolucionarios habían sido aprendidos a través del ejemplo brindado por los órganos y las medidas adoptadas durante el «antiguo régimen»: «Me atrevo a decir, por tener las pruebas a mi alcance, que muchos de los procedimientos empleados por el gobierno revolucionario tuvieron precedentes y ejemplos en las medidas adoptadas para con el bajo pueblo durante los dos últimos siglos de la monarquía. El antigvio régimen proporcionó a la Revolución muchas de sus formas; ésta no hizo más que añadir la atrocidad de su carácter». Burke pensaba que los proyectos igualitarios de los revolucionarios estaban en contradicción con los derechos de la naturaleza, siguiendo la tradición inglesa de pesimismo antropológico que, desde Hobbes, sostenía que en la naturaleza del hombre se encuentra precisamente la diferencia y no la igualdad (Soriano-Bocardo, 1990, XVIII). Paine aefendió la nueva Constitución francesa, cuyas disposiciones favorables a la igualdad contrastaban según él con el sistema de gobierno imperante en Gran Bretaña, que conservaba gran cantidad de privilegios aristocráticos. La entronización de una monarquía era la primera manifestación de esa tendencia aristocrática. La otra institución sobre la que Paine descargaba sus ataques era la Cámara de los Pares, cuyos cargos eran transmitidos por herencia y que estaba integrada por los terratenientes que habían usurpado la tierra común o bien por sus descendientes. Según Paine (1792, 208), no puede darse ninguna razón de por qué una cámara legislativa haya de estar compuesta enteramente de hombres cuya ocupación consiste en arrendar propiedad territorial, y no de arrendatarios o de cerveceros o panaderos o cualquier otra clase distinta de hombres. Como los revolucionarios franceses, Paine incluía a la pro49

piedad entre los derechos naturales del individuo, y por lo tanto no puede ser catalogado como socialista, si se entiende por ello la aspiración a algún tipo de propiedad común sobre los bienes (Colé, 1964, 38). Sin embargo, distinguía entre propiedad legítima e ilegítima. En 1797 escribió Justicia agraria, una obra en la que proponía un programa para recompensar a quienes habían sido despojados de su derecho a la tierra por quienes se habían apropiado de ella. El trabajo fue una réplica a un sermón del obispo Watson titulado La sabiduría y bondad de Dios al haber creadoricosy pobres, con un apéndice que contiene reflexiones sobre el presente estado de Inglaterra y Francia (Paine, 1797, 99). Argumentaba Paine que la tierra es propiedad común de la raza humana, pero que en estado natural ella no puede sustentar más que un pequeño número de personas en comparación con lo que es capaz de hacer en estado de cultivo. Con la imposibilidad de separar las mejoras introducidas por el cultivo de la tierra de la tierra misma, surgió la idea de la propiedad de la tierra. Pero aun así, el valor de las mejoras del cultivo y no de la tierra misma es de propiedad individual. Por ello, todo propietario de tierra cultivada debía a la comunidad una renta del suelo. Con esa renta, Paine proponía formar un fondo con el que se pagara a cada persona que hubiera cumplido veintiún años la suma de quince libras esterlinas en compensación por la pérdida de su herencia natural por la introducción del sistema de propiedad de la tierra; y también la suma de diez libras anuales de por vida a las personas de cincuenta años que entonces vivieran y a todas aquellas que alcanzaran tal edad (Paine, 1797, 107). El impuesto sería del 10 % del valor de la tierra, a pagar al momento de la sucesión, y a esto se añadiría otro 10 % cuando el heredero no fuese descendiente directo del propietario anterior. Posteriormente propuso que se estableciera un impuesto sobre la propiedad personal, pues entendía que una parte de toda riqueza es un producto social. Señalaba que así como la tierra es un don gratuito de Dios, la propiedad personal es el efecto de la sociedad, sin la cual sería imposible adquirirla: «Separad a un individuo de la sociedad y dadle una isla o continente para que lo posea y no podrá adquirir propiedad personal alguna. No podrá hacerlo» (Paine, 1797, 116). Junto a ello avanzó otras propuestas decididamente modernas, como el otorgamiento de pensiones a los ancianos y el establecimiento de la 50

educación como un servicio público (Paine, 1792, 229). Por su propuesta de redistribución de la riqueza social, obtenida mediante impuestos a los ricos y aplicada en provecho del conjunto de la sociedad, Paine puede ser considerado un precursor del «Estado Benefactor» del siglo XX (Colé, 1964, 40). Paine (1792, 202) era consciente de la relación existente entre la forma de la organización social y la aplicación de castigos. La existencia de injustas desigualdades sociales en el plano económico era mantenida por un gobierno que recurría a la justicia penal para conservar los privilegios adquiridos. También era consciente de la inutilidad de este mecanismo para evitar los delitos, y de la imperiosa necesidad de una reforma radical para garantizar la paz social: «Cuando en países que se dicen civilizados vemos a la ancianidad ir al hospicio y a la juventud al patíbulo, tiene que ser porque algo marcha mal en el sistema de gobierno. Tal vez la apariencia externa de esos países sea de absoluta felicidad; pero, oculta a la vista del observador vulgar, se encuentra una masa desventurada que apenas tiene otra opción que expirar en la pobreza o en la infamia. Su entrada a la vida está señalada con el presagio de su sino; y mientras esto no se remedie son inútiles los castigos».

5. Reflexiones ñnales Es indudable que el pensamiento del Iluminismo es inseparable de la libertad en la sociedad (Horkheimer, Adorno, 1944, 9); y ello es aún más cierto en el caso de los pensadores que han sido presentados en este trabajo. Sin embargo, se ha sostenido que el Iluminismo también ha de ser asociado con igual ftierza a formas históricas concretas y a instituciones sociales vinculadas con los peores aspectos de nuestra historia en los dos últimos siglos (Horkheimer, Adorno, 1944, 9). Esta crítica se refiere a la concepción iluminista de una razón humana omnipotente y a la creencia en una posibilidad de progreso eterno basado en el control de la naturaleza a través de esa misma capacidad racional. Es entendible que Horkheimer y Adorno, al igual que otros pensadores que escribieron al mismo tiempo en que tenía lugar la locura nazi, plantearan cierta desconfianza en la capacidad racional del ser humano. No está claro, sin embargo, que 51

quepa mantener esa precaución. Los pensadores del Iluminismo aquí presentados no concibieron la razón como exclusivamente y ni siquiera principalmente técnica, sino también y especialmente como morcd. Por ello, no existe ningún impedimento para que quienes simpatizan con el Iluminismo acepten la existencia de un momento regresivo en la actualidad y reconozcan a su vez los aspectos destructores del progreso, procurando desarrollar una reflexión adecuada a los nuevos tiempos, sin que, por superarse a sí misma, esa reflexión pierda una relación con la verdad, tal como lo reclamaban los mismos Horkheimer y Adorno (1944, 9). Tampoco parece correcto etiquetar al Iluminismo con un solo rótulo intelectual vinculado conia idea de «progreso», si no se quiere caer en un reduccionismo arbitrario: basta mencionar el ejemplo de Voltaire, uno de sus representantes más importantes, quien contrarió la idea de que la felicidad pudiera realizarse en este mundo, aconsejando no mantener esperanza alguna (Lledo, 1998, 13); desde su perspectiva, sumamente escéptica, al mundo lo dejamos tal como lo recibimos. La reacción más inteligente frente a esta confianza iluminista en la capacidad racional del hombre se manifestará ya en el siglo XDC en el pensamiento de Schopenhauer, para quien la esperanza de un ordenamiento racional del género humano constituía la locura temeraria de quien no tiene derecho a esperar más que desgracias (Horkheimer, Adorno, 1944, 127). Más cerca nuestro, Habermas ha propuesto una solución al distinguir, por un lado, «el sistema autorregulado cuyos imperativos anulan la conciencia de los miembros integrados en él», y, por el otro, el «mundo vital», el «mundo de la conciencia y la acción comunicativa». Es aquí, en este segundo espacio abierto a la razón por esta distinción liberadora de Habermas, que éste se aleja de sus antecesores en la Escuela de Frankfurt y postula la posibilidad de trabajar para «completar el proyecto de modernidad» iniciado precisamente con el pensamiento ilustrado. Asimismo, tras el trabajo de Foucault, se ha asociado estrechamente al Iluminismo con el establecimiento de sociedades disciplinarias, en las que un control completo de los cuerpos y los pensamientos se logra mediante el uso de una tecnología que economiza el ejercicio del poder. La fígLira que captura con mas precisión la forma en que el poder se instrumenta a partir del siglo XVm es, según Foucault, el Panóptico de Jeremy 52

Bentham, un establecimiento que permite la vigilancia invisible de un gran número de personas por parte de un número relativamente pequeño. Como el mismo Bentham lo expresara, el Panóptico consistía en «Una fábrica para transformar (molestando) bribones en honestos y ociosos en laboriosos» (citado en Marí, 1983, 148). Además, y al igual que en el caso de la locura, el castigo no ha dependido históricamente sólo de las percepciones construidas acerca de quienes eran considerados criminales, sino también de la aparición de instituciones encargadas de formar un conocimiento de los individuos. De este modo, la prisión, el método punitivo por excelencia de la sociedad industrial, se convierte en una herramienta de conocimiento. Según Foucault, la concepción jurídico-filosófíca que considera el poder como esencialmente represivo y que por lo tanto es esencialmente negativo y debe evitarse, pertenece a la época de la Ilustración. Si atendemos a la situación social de Francia y los principales Estados europeos en los inicios del industrialismo, fácilmente podría entenderse tal concepción del poder. Incluso Lord Russell se ha sentido obligado a confesar que la miseria del proletariado industrial de Gran Bretaña en la primera fase del industrialismo fue espantosa (Russell, 1962, 260). Sin embargo, no todos los intelectuales actuaron del mismo modo. Ya Tocqueville, haciendo gala de su proverbial capacidad de observación, señaló que mientras los intelectuales de Gran Bretaña y de Francia se mostraban interesados por la «cuestión social» —quizás con mayor intervención en la política real en el caso de los británicos que en el de los franceses, quienes preferían ocuparse en el soporte intelectual de la acción política—; mientras ello ocurría en las naciones que ya comenzaban a despegar del sueño medieval y de las guerras que ocasionó el surgimiento del protestantismo, en Alemania los intelectuales preferían refugiarse en el ámbito de la filosofía pura (Tocqueville, 1850, 155). Afirma Foucault que continuar definiendo al poder como algo que se posee y se centraliza significa que aún hay que cortar la cabeza al rey. Por el contrarío, aconseja como precaución metodológica considerar al poder como disperso en toda la sociedad, es decir, como no perteneciente a nadie y, por otra parte, con efectos positivos en términos de producción de conocimiento. Propuso «no considerar el poder como un fenómeno de dominación —completo y homogéneo— de un individuo sobre 53

otros, de un grupo sobre otros y de una clase sobre otras. Al contrario, tener bien presente que el poder, si se lo mira de cerca, no es algo que se divide entre los que lo detentan como propiedad exclusiva y los que no lo tienen y lo sufren. El poder es, y debe ser analizado, como algo que circula y frmciona —por así decirlo— en cadena» (Foucault, 1976, 31). Si la inflación de la actividad punitiva que se inició en los setenta del siglo XX es tal como la describen los criminólogos críticos en la actualidad, tal vez no sea oportuno adoptar una precaución metodológica semejante, y aceptar, por el contrario, que existen enormes diferencias de poder entre los individuos y sobre todo entre los grupos, y que esas diferencias son o bien impuestas por la naturaleza o bien impuestas por la sociedad, tal como lo pensaba Rousseau. Precisamente, este trabajo pretende, en particular, acentuar la idea de que el Iluminismo contó con un grupo de pensadores que se ocuparon de estas diferencias, de sus causas y de sus repercusiones en el ámbito del castigo. La «cuestión social» puede ser entendida, siguiendo la concepción empleada por Robert Castel, como «la posibilidad de lograr cohesión social». Los pensadores aquí presentados procuraron ofrecer posibles vías para alcanzarla. En efecto, estos pensadores tienen como rasgo común el haber estado comprometidos con los problemas sociales más urgentes de su época, lo que los llevó a participar activamente en procura de lograr los cambios sociales que consideraban indispensables, aunque lo hayan hecho de forma diferente. Mientras Marat y Paine fueron decididamente revolucionarios, Godwin confiaba en la imposición de su proyecto social por vía de la reflexión y de una revolución en los espíritus. Esa actitud de invitar a la acción, ya sea en uno u otro sentido, fue criticada a los pensadores del Iluminismo, entre otros, por Schopenhauer, en la medida en que, ocupados en el imperativo de guiar la praxis, la acción, desecharon la exigencia clásica de pensar el pensamiento (Horkheimer, Adorno, 1944, 40). Estos pensadores se preocuparon por las desigualdades que la constitución de la sociedad introduce entre los individuos. Todos ellos pensaban que los bienes que da la naturaleza deben ser aprovechados en común por todos los hombres, y también coincidían en que la friente principal del problema de la desigualdad social lo constituía la distribución no equitativa de la 54

riqueza. La usurpación que unos pocos individuos hicieron de la tierra común en perjuicio de los restantes hombres y la transmisión de esa propiedad privada ilegítimamente adquirida por herencia a las generaciones subsiguientes, constituía la razón central y originaria de las desigualdades sociales existentes. De allí la insistencia, manifestada sobre todo por Paine, de recompensar de algún modo al conjunto de los miembros de la sociedad por este delito original. Paine creía que era necesario hacer algo con aquella situación y ofrecía una solución creativa. Además, con el desarrollo técnico y el industrialismo en Gran Bretaña, luego extendido a las regiones más avanzadas de Europa, sistema que reproducirá las desigualdades sociales en el plano económico al permitir al capitalista aumentar su riqueza a expensas del producto del trabajo del asalariado que guarda para sí, el pensamiento crítico que había denunciado la ilegitimidad de la apropiación originaria de la tierra en el mundo agrícola, en un contexto industrial extiende esa crítica a la apropiación ilegitima de una parte del valor del trabajo del asalariado. Así lo hicieron William Godwin y más tarde Charles Hall. Esa propiedad privada ilegítimamente adquirida detenninaba una situación de poder de unos pocos sobre la mayoría que se extendía a la constitución de un gobierno que servía fundamentalmente para el mantenimiento de las desigualdades y el ocultamiento, bajo el manto de la legalidad, del arrebato original. La justicia penal, como parte del gobierno constituido de aquella manera, actuaba mecánicamente imponiendo castigos y ajena a la discusión sobre la justicia de un sistema basado en la apropiación de bienes que correspondían al conjunto de la sociedad. El progreso en la distribución de la riqueza tenía necesariamente que repercutir sobre la imposición de castigos. iVIientras que en la sociedad ideal de Godwin no había desigualdades de riqueza y en consecuencia no había necesidad de imponer castigos, en la sociedad soñada por Paine las diferencias se reducirían, los pobres serían allí felices y las cárceles estarían vacías: «Cuando cualquier país del mundo pueda decir: mis pobres son felices; no pueden encontrarse en ellos la ignorancia ni la miseria; mis prisiones están vacías de delincuentes y mis calles limpias de mendigos; los ancianos no se encuentran en la necesidad; los impuestos no son opresivos; el mundo racional es jni amigo, porque yo soy amigo de su felicidad; cuando puedan 55

decir estas cosas, ese país se podrá vanagloriar de su Constitución y de svi Gobierno» (Paine, 1792, 245). Tanto el recuerdo acerca de los hechos iniciales que dieron nacimiento a nuestras sociedades como la asociación entre la distribución de la riqueza en una detemiinada sociedad y los Ccistigos que ella impone, son enseñanzas de este pensamiento iluminista y deben servir de guía para un pensamiento crítico en tomo a la cuestión criminal, incluso en nuestros días. De hecho, la crítica iluminista a la propiedad ejercerá una notable influencia en el pensamiento del siglo XIX y generará una variedad de propuestas para la constitución de sociedades alternativas al modelo imperante basado en el respeto estricto de la propiedad privada ya adquirida. Asimismo, la orientación propuesta por la criminología crítica inglesa en los setenta del siglo XX revela la necesidad todavía vigente de seguir aquel modelo iluminista de modificación radical de la organización social como un elemento central para el abordaje en serio de la cuestión criminal: «Debe quedar claro que una criminología que no esté normativamente consagrada a la abolición de las desigualdades de riqueza y poder y, en especial, de las desigualdades en materia de bienes y de posibilidades vitales, caerá inevitablemente en el correccionalismo. Y todo correccionalismo está indisolublemente ligado a la identificación de la desviación con la patología. Una teoría plenamente social de la desviación debe, por su misma naturaleza, apartarse por completo del correccionalismo (incluso de la reforma social del tipo propuesto por la Escuela de Chicago, los mertonianos y el ala romántica de la criminología escandinava), precisamente porque [...] las causas del delito están irremediablemente relacionadas con la forma que revisten los ordenamientos sociales de la época. El delito es siempre ese comportamiento que se considera problemático en el marco de esos ordenamientos sociales; para que el delito sea abolido, entonces, esos mismos ordenamientos deben ser objeto de un cambio social fundamental» (Taylor, Walton y Young, 1973, 297). La información criminológica actual, que confirma la vinculación entre la selectividad de los sistemas penales y la organización económica, obliga a retomar la senda de aquellos pensadores del Iluminismo para quienes esta conexión no tenía ningún misterio. Señala Wacquant (2001, 183) que con el objeto de abordar las formas actuales de relegación urbana, los Estados 56

Unidos han adoptado una solución regresiva y represiva, consistente en criminalizar la pobreza a través de la contención punitiva de los pobres en barrios cada vez más aislados y estigmatizados, por un lado, y en cárceles y prisiones, por el otro. Así, se ha producido una expansión formidable del sector penitenciario del Estado norteamericano, en virtud del cual la cantidad de personas allí encarceladas se cuadruplicó en veinticinco años, pese a que en ese mismo período los niveles delictivos se mantuvieron prácticamente constantes. Esto se ha producido al mismo tiempo que se difundía el empleo informal y la asistencia pública se deterioraba antes de ser transfomiada en un sistema de empleo forzado. Por ello Wacquant plantea la hipótesis de que la atrofia del Estado social y la hipertrofia del Estado penal son dos transformaciones correlativas y complementarias, a fin de establecer un nuevo gobierno de la miseria cuya función sería «imponer el trabajo asalariado desocializado como una norma de ciudadanía, y proporcionar un sustituto funcional del gueto como mecanismo de control racial». Continúa Wacquant diciendo que si bien la clase media negra experimentó tenuemente un progreso y una expansión reales, en gran medida gracias a los esfuerzos gubernamentales y secundariamente a la mayor presión legal sobre la patronal de las corporaciones, la pobreza negra urbana hoy es más intensa, tenaz y concentrada que en la década del sesenta. La distancia económica, social y cultural entre las minorías de los centros ruinosos de las ciudades y el resto de la sociedad alcanzó niveles que no tienen precedentes en la historia moderna norteamericana y son desconocidos en otras sociedades avanzadas (Wacquant, 2001, 38). En las últimas dos décadas se ha producido un crecimiento explosivo de las fimciones penales del Estado norteamericano. Las prisiones y los dispositivos carcelarios (libertad vigilada, libertad a prueba, monitoreo electrónico, etc.) fueron desplegados para reprimir las consecuencias de la contracción del Estado de Bienestar. Los Estados Unidos gastan actualmente más de doscientos mil millones de dólares al año en esta actividad (Wacquant, 2001, 115). De allí que el control del delito haya sido considerado como una «industria», según la expresión de Nils Christie. El impresionante aumento de los encarcelamientos ha golpeado con especial brutalidad a los pobres urbanos negros: considerando a la población de entre dieciocho y treinta y cuatro años, un hombre negro de cada diez 57

está actualmente en la prisión (comparado con un adulto de cada ciento veintiocho para el país en su conjunto), y uno de cada tres está bajo la supervisión de la justicia criminal o detenido en algún momento en el transcurso de un año (Wacquant, 2001, 115). Igualmente inquietantes son las noticias vinculadas con la criminalización de la pobreza en la Unión Europea (Wacquant, 2001, 185). Aquí también, durante las últimas dos décadas, se está asistiendo a un espectacular aumento de los índices de encarcelamiento en la mayoría de sus países miembros durante las dos últimas décadas. La selectividad del sistema penal recae particularmente sobre inmigrantes no europeos y negros, así como vendedores y consumidores de drogas rechazados del mercado laboral. Las políticas peneiles están dirigidas hacia la incapacitación en desmedro de la rehabilitación. La superpoblación de los establecimientos carcelarios indica que la prisión constituye en esencia un depósito de indeseables. Los discursos de los funcionarios públicos sobre el desorden revelan un giro de orientación hacia un tratamiento penal de la pobreza. En virtud de ello, señala Wacquant (2001, 185), es lícito pronosticar que una convergencia «descendente» de Europa en el frente socicJ, que entrañe una mayor desregulación del mercado laboral y prosiga con el desmantelamiento de la red de seguridad colectiva, dará como resultado inevitable una convergencia «ascendente» en el frente penal y un nuevo estallido de inflación carcelaria en todo el continente. Una respuesta progresista a la segregación debería apuntar a una reconstrucción del Estado de Bienestar que adapte su estructura y sus políticas a las condiciones económicas y sociales actuales. Para quienes, como Van Parijs, advirtieron la necesidad de «refundar la solidaridad», se necesitan innovaciones radicales, como el establecimiento de un salario de ciudadanía (o ingreso incondicional subsidiado), que separe la subsistencia y el trabajo; la expansión del acceso a la educación a lo largo de toda la vida; y el efectivo acceso universal a bienes públicos esenciales como la vivienda, la salud y el transporte, a fin de difundir los derechos sociales y frenar los efectos perniciosos de los cambios que han tenido lugar en la vida real de quienes cobran un salario por su trabajo. El autor de El sentido común estaría de acuerdo.

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LA INFLUENCIA DEL POSITIVISMO EN LA CRIMINOLOGÍA Y FENOLOGÍA ESPAÑOLAS: orígenes y primeros pasos de la prevención especial como fin de la punición Francisca Cano López Las leyes sobre peligrosidad sin delito más prestigian que merman los sistemas liberales. La mayor parte de las grandes ciudades se limpian de sus malvivientes por métodos policíacos a extramuros de la ley, con grave escarnio del derecho de libeitad [...]. El mejor modo de acabar con esas ficciones antilegales, es abordar de frente y con valentía el problema del estado pelignDso sin delito, como se hace en España con la Ley de Vagos y Maleantes. Toda sociedad tiene derecho a defenderse de los sujetos temibles aun antes de que delincan. Encargando esta tarea a los funcionarios judiciales, quedará mejor garantizada la libertad humana que con el sistema de antes, liberalísimo en las leyes y anticonstitucional y arbitrario en las prácticas policíacas y gubernativas [Luis Jiménez de Asúa, citado en TeiTadillos Basoco, 1980, 365]. 1. Prefacio Abordar el positivismo, en concreto su enfoque penal y criminológico, como t e m a p a r a este breve artículo entrañó que eludiésemos en su m o m e n t o una tentación p o r la que es fácil dejarse llevar. Nos referimos a la reproducción tal cual, m á s o menos airosa y «original», de las excelentes síntesis que sobre el asunto h a n elaborado reputados autores durante décadas y desde las más diversas ópticas. Sin embargo, n o ha sido tanto la huida de esa tentación, efectiva y sin d u d a enriquecedora cuando es alentada por innovadores desarrollos teóricos, lo que nos ha decidido a acotar este trabajo en el m a r c o temporal que se insinúa en su título, y sí el aprovechar el único aspecto singular que podemos aportar: la perfecta adecuación al tema que se propone de las fuentes documentales en las que se basa nuestra 61

investigación doctoral, centrada en el proceso que, iniciado a finales del siglo XIX, desembocó en la creación de instituciones y la adopción de medidas especiales para el control de los menores peligrosos y/o en peligro.' En modo alguno alientan este trabajo ni la perspectiva documental ni la descripción de los orígenes del derecho de menores español, sino que más bien planteamos el uso de cierta documentación presente en los expedientes incoados por el Tribunal Tutelar de Menores de Barcelona como ejemplo de lo que supuso la puesta en práctica de los preceptos que justificaron la actuación preventiva sobre determinados individuos, toda vez que sus actos, no necesariamente asociados a conductas delictivas recogidas en la legislación vigente, eran definidos en función de su estado peligroso, noción urdida según parámetros que tenían en cuenta sobre todo los valores políticos y morales hegemónicos del momento y los postulados de determinadas disciplinas incipientes, como la psiquiatría, la psicología, la sociología, la biología y la pedagogía, más que los aspectos estrictamente jurídicos que pudieran hallarse en el delito o la falta cometida por un menor. Éste, toda vez que desde la aprobación de la ley sobre Organización y Atribuciones de los Tribunales para Niños de noviembre de 1918 quedó al margen del Código penal y de la Ley de enjuiciamiento criminal, fue un auténtico banco de pruebas para la orientación penalista que tratamos aquí, aquella que pretendió crear las bases de un nuevo Derecho penal demostrando «los inconvenientes de atenerse a una concepción objetiva del delito» y dando «mucha mayor importancia a las circunstancias especiales de cada acto y a las condiciones personales de cada supuesto delincuente» (Albo, 1927, 13). Así, en un expediente abierto por hurto a un niño de 12 años en 1921 por el Tribunal Tutelar de Menores de Barcelona puede leerse, como justificación primera para la adopción de una serie de medidas que se dilataron hasta 1931, «que su afición al cine y novelas norteamericanas, así también las películas que él llama norteamericanas, habrían de ser su perdición a no intervenir el Tribunal, tanto más cuanto tiene un padre incapaz de proceder a su educación [...]»; para dicho 1. En concreto, el estudio del Tribunal Tutelar de Menores de Barcelona desde su puesta en marcha, en 1921, hasta 1936.

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Tribunal careció de interés el que el hecho en cuestión no fuese finalmente probado. A este, digamos, afán didáctico, en el sentido de contrastar las funciones manifiestas de las disposiciones legales y de las políticas sociales que se derivan de las mismas con la intolerancia, inconsistencia jurídica y mediocridad profesional que laten en la documentación elaborada por las instituciones que las impusieron sobre miles de personas, se añade el que hallamos tenido acceso a expedientes incoados en aplicación de la Ley de vagos y maleantes de 1933 a menores de 18 años que fueron derivados al Tribunal Tutelar de Menores de Barcelona. Esta circunstancia no es sólo una «feliz» coincidencia ya que, efectivamente, si los corolarios fundamentales en esta época de la influencia positivista en España fueron recogidos en el Código penal de 1928 y en la mencionada Ley de vagos y maleantes (MiraUes, 1983; Cuesta Aguado, 1999), no es menos cierto que con anterioridad a las leyes citadas los tribunales tutelares de menores españoles ya habían adoptado algunos principios de las teorías penales positivistas (Zorrilla, 1985; Trinidad Fernández, 1991). Así pues, desde una aproximación general, el presente artículo se plantea mostrar las líneas maestras de la influencia que ejerció el positivismo en la criminología y la dogmática españolas desde finales del siglo XIX hasta la década de 1930. El eje argumental de la exposición se desenvuelve apoyado en dos puntos de referencia: por un lado, la escuela penal española «que surge con el correccionalismo, llega a la tutela penal y adquiere todo su desenvolvimiento con el sistema protector» (Jiménez de Asúa, 1964, t. I, 135)^ y, por el otro, probablemente la que fue su aportación más decisiva, esto es, el desarrollo del concepto de peligrosidad, «una especie de nueva enfermedad social inventada por el positivismo y acogida progresivamente por la legislación» (Leo, 1985, 32) como motivo para legitimar el castigo. Para la justificación del primero, cuyas máximas figuras fueron el penalista Pedro Dorado Montero (1861-1919) en su esfuerzo por integrar determinados aspectos de las ideologías positiva y correccionalista (Zorrilla, 1985; Andrés Ibáñez, 1986), y Luis Jiménez de Asúa (1889-1970), representante de la

2. Cursiva del autor.

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orientación germánica de F. von Liszt (Cuesta Aguado, 1999),^ abordaremos sucintamente la reconstrucción histórica de un proceso que entronca con el ascendiente particular que tuvo el krausismo íilemán en los ámbitos filosófico, científico y jurídico en la España decimonónica. Para ejemplificar el segundo, aparte de su exposición y análisis teórico básico, incluiremos algunos textos extraídos de expedientes incoados por el Tribunal Tutelar de Menores de Barcelona entre 1921 y 1936 y documentación diversa que tiene que ver con la mencionada institución. Ya que nos centramos en sus orígenes y primeros pasos, queda ftiera de este artículo la fase histórica de las concepciones político-criminales y dogmáticas españolas en las que el predominio positivista no tuvo competencia gracias, sobre todo, a la abrumadora influencia que las obras del penalista alemán E. Mezger (1983-1962) ejercieron, no sólo en España sino en muchos países latinoamericanos, a partir de la década de 1940 (Muñoz Conde, 2000, 21 ss.)."

2. Introducción. Krausismo y correccionalismo Varios son los motivos a los que aluden los estudiosos para explicar el retraso de la entrada en España de la filosofía positivista y, en los ámbitos que nos ocupan aquí, de los postulados de la denominada Escuela positiva italiana (Cesare Lombroso, Enrico Ferri y Raffaele Garófalo) y, más tarde, de las reacciones eclécticas enmarcadas en Europa en el denominado positivismo crítico, una de cuyas escuelas, la político-crimineil alemana de Liszt, logrará finalmente difundirse con éxito. Aunque el más frecuente abunda en el poder de la Iglesia católica española (Trinidad Fernández, 1991, 269), refractaria a las teorías de Darwin y a su influencia en las doctrinas que partían del determinismo materialista para explicar la conducta del ser humano, lo cierto es que la extraordinaria complejidad del si3. Jiménez de Asúa, el más biillante penalista español de su época, fue responsable de la Ley de vagos y maleantes de 1933 junto a M. Ruiz Funes. Influido por la escuela de la política criminal alemana de Liszt (1851-1919), colaboró también como asesor técnico de la comisión que elaboró la Ley sobre sujetos peligrosos, vagos, maleantes y temibles de Venezuela (1967). 4. Véanse notas 13 y 15 de este artículo.

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glo xrx español sugiere la necesidad de la proliferación de investigaciones capaces de dilucidar las entrañas de un fenómeno que, entre otras consecuencias, provocó el retraso insuperable de la ciencia española con respecto a otros países de Europa y, puesto que a ello se unió la ausencia de la filosofía hegeliana, imposibilitó una adecuada recepción del marxismo hasta finales de dicho siglo (Díaz, 1977, 15). Baste decir que hasta la instauración del Sexenio Democrático (1868-1873) no se introducirá en España la obra de A. Comte Discour sur l'esprit positif, verdadero catecismo de positivismo que fue publicado en 1844, y que hubo que esperar a la proclamación de la I República (1874-1875) para que las tesis darwinistas se expusieran abiertamente por primera vez. Gracias al decreto que permitió la libertad de prensa (1868), las editoriales pudieron traducir las obras que contenían las nuevas ideas o reeditar títulos que debían leerse hasta entonces en estampaciones que databan de la época de la Ilustración. A este ambiente cultviral contribuyó no sólo el pensamiento reaccionario de Jaime Balmes o Donoso Cortés, por ejemplo, sino también la hegemonía en España de la filosofía krausista de origen alemán (Otero Carvajal, 1998), introducida por J. Sanz del Río a partir de 1843 y que influyó en figuras de la relevancia de Francisco Giner de los Ríos, filósofo y pedagogo fimdador de la influyente y decisiva Institución Libre de Enseñanza (1876). Enraizado en la metañ'sica y opuesto al ideeilismo y al positivismo, el pensamiento de K.C.F. Krause (1781-1832) fue difundido principalmente por dos de sus discípulos, ,E. Ahrens y K. Roeder, que lo desarrollaron en el ámbito de la Filosofía del derecho el primero, y en el del Derecho penal y la ciencia penitenciaria el segundo.'' Fue precisamente Roeder el que formuló en 1839 en su obra Comentatio an poena málum esse debeat los principios del correccioncJismo, «la dimensión jurídico-penal de la filosofía krausista» (Fernández Rodríguez, 1976, 25), ideas que, gracias a la labor como traductor de Giner de los Ríos y desarrolladas sucesivamente, tuvieron amplia repercusión en España y de las que derivó la doctrina del derecho protector de los criminales de Dorado Montero a finales del siglo XDC. 5. Para una exposición más detallada de la filosofía ki-ausista pueden consultarse las obras de Fernández Rodríguez (1976) y Díaz (1977).

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Desde la perspectiva de Roeder, la pena no es un mal, sino un bien, y más allá del deber de cumplirla se impone el derecho de exigirla, por lo cual la base del Derecho radicaría en la necesidad y no en el poder. El Estado, que debe proporcionar a los individuos lo que requieran para que conjuguen la libre voluntad y la vida racional en sociedad, ayudará a aquel que sea incapaz de gobernarse a sí mismo. Uno de los más evidentes ejemplos de esa incapacidad lo proporciona el delincuente que, debido a su falta de voluntad, no puede disfrutar de una vida jurídica libre. El Estado, que tiene el deber de ayudarle, reaccionara imponiendo al infractor una pena privativa de libertad, o excepcionalmente una multa, para evitar que persevere en su degradación. Su corrección y enmienda moral, que debe verificarse a través del tratamiento individualizado, es el único fin de la pena (Dorado Montero, 1915, 185 ss.; Fernández Rodríguez, 1976, 25 ss.). Los principios de Roeder, a la vista de lo defendido por dos de sus representantes principales, Concepción Arenal (18201893) y Dorado Montero, fueron acomodados de una fonna característica en España. Efectivamente, la primera aceptó las premisas básicas de Roeder pero también señaló como fines de la pena la intimidación, la expiación y la afirmación de la justicia; en tanto que el segundo, partiendo de supuestos correccionalistas y positivistas, abogó por la sustitución del Derecho penal tradicional por un Derecho correccional protector de los criminales que renunciara a la función retributiva y se basara en la reforma de la voluntad del delincuente gracias al estudio psicológico del mismo, al tiempo que partió de una concepción del determinismo diferente a la de los positivistas italianos cuando sostuvo la no responsabilidad del individuo que comete un delito al hallarse determinado al mismo (Dorado Montero, ibídern; Antón Oncea, 1986, 50-51; Jiménez de Asúa, 1964,1.1, 869). Singularmente, fueron algunos krausistas abiertos también a los postulados del positivismo los que contribuyeron decisivamente a la introducción en España de las nuevas ideas a partir de 1875 (Otero Carvajal, 1998), incluso fueron los primeros en aceptar en España la teoría de la evolución darwiniana, a pesar de no compartir el principio de selección natural. Quizás sea esta circunstancia la que consigue que todo intento de clasificación de los diferentes pensadores españoles, durante este marco cronológico, y sus respectivas demarcaciones doctrinales esté 66

dominado por la ambigüedad y las digresiones. Así, si Rafael Salillas (1854-1923), médico e inspector de Prisiones, es valorado como uno de los criminólogos positivistas españoles «más puros» (Jiménez de Asúa, 1943, 39), paralelamente se niega esta afirmación ya que no aplicó sistemáticamente uno de los elementos fundamentales del positivismo, la experimentación, y no pretendió incidir con sus conclusiones en el ámbito del Derecho penal (Fernández Rodríguez, 1976), o es situado de pleno en la línea correccionalista positivista (Antón Oneca, 1986, 51).* Al hilo de esta polémica, veamos a continuación los principios cardinales de las escuelas europeas que más influyeron en los ámbitos penal y criminológico españoles entre finales del siglo XDC y principios del XX.

3. La Escuela positiva italiana y las reacciones eclécticas: el positivismo crítico Tras la implantación del Estado liberal, se fraguarán lo que el sociólogo S. Cohén denomina «los cuatro cambios claves» (Cohén, 1988, 34): en primer lugar, el Estado aumenta su protagonismo tanto en el control de la desviación como en la formación de un aparato «centralizado, racionalizado y burocrático» (Cohén, ibídem), capaz de controlar y de castigar el crimen y de plantear el tratamiento de ciertos tipos de desviación; en segundo lugar, aparecen por vez primera una serie de taxonomías criminales, cada una de las cuales lleva adosado su propio cuerpo de conocimientos científicos; en tercer lugar, aparecen las instituciones de encierro (cárceles, reformatorios, manicomios, hospitales, asilos), como lugares en los que son segregados los desviados, de las cuales será utilizada como instrumento ideal de castigo la cárcel; y en cuarto lugar, disminuye el castigo que conlleve la imposición pública de aflicción corporal. «La mente sustituye al cuerpo como objeto de represión penal» (Cohén, ibídem). En este sentido, al psiquiatra le serán otorgadas am6. Sin embargo, al margen de estas disquisiciones la doctiina de Salillas, ciertamente cercana a los postulados lombrosianos hasta 1892, deiivó después de la estricta observación del delincuente hacia la preocupación por las conexiones que le ligaban al medio social en el que vivía mediante la utilización de métodos sociológicos y psicológicos (Maristany, 1973, 77).

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plias prerrogativas en materia penal y dejará de ser un mero experto en responsabilidad para pasar a ejercer como «consejero en castigo; a él le toca decir si el sujeto es "peligroso", de qué manera protegerse de él, cómo intervenir para modificarlo, y si es preferible tratar de reprimir o de curar. En el comienzo de su historia el peritaje psiquiátrico tuvo que formular proposiciones "ciertas" en cuanto a la parte que había tenido la libertad del infractor en el acto que cometiera; ahora tiene que sugerir una prescripción sobre lo que podría llamarse su "tratamiento médico-judicial"» (Foucault, 1976, 29). Desde entonces, la cárcel será la forma de sanción prioritaria: la libertad, considerada ya como un valor, entraña que su pérdida por un tiempo determinado sea capaz de provocar sufrimiento y, en el Derecho penal burgués, se impondrá sobre las penas económicas, corporales, infamantes, incluso sobre la pena de muerte, características del Antiguo Régimen, dando lugar al nacimiento de la institución penitenciaria entre los siglos XVín y XK (Pavarini, 1983, 36-37). Es la época del inicio del afianzamiento del sistema de producción capitalista, a costa del desmembramiento de la sociedad tradicional y su sistema de valores. Las relaciones familiares de las clases populares sufrirán igualmente un cambio profundo y miles de personas se verán obligadas a emigrar del campo a las grandes ciudades, donde vivirán hacinadas en condiciones de miseria y ocuparán puestos de trabajo insalubres, sujetos a interminables jomadas laborales y salarios insuficientes para sobrellevar los requerimientos de la vida urbana.^ De 7. Se puede apreciar en el siguiente texto la visión predominante que, ejemplificada en la ciudad de Barcelona, tenían ciertas instituciones que gestionaban a dicha población inmigrante y cuyo tono y contenido nos parecen muy actuales: «Es un hecho sabido de todos que el crecimiento de Barcelona no es debido a un aumento vegetativo, sino a una constante inmigración. El 40 por 100 de la población de Barcelona es población forastera. Atraída por la fama de sus hospitales, por la de sus asilos, por esta atracción que ejercen todas las grandes urbes sobre la gente campesina, con afán de trabajar menos y ganar más, vienen a Barcelona [...], masas campesinas de todos los rincones de España. Esta gente miserable que se instala en seguida en los barrios periféricos, nos traen a Barcelona toda la incultura que reina en aquellas aldeas y pueblos de España, que por falta de recursos económicos y por no haber ido nunca un maestro, no saben qué cosa es una Escuela. Esta gente aquí instalada, son los que proporcionan a Barcelona, estas dos taras; el ser de las poblaciones de España que consta con más criminalidad y con más analfabetismo; taras que a menudo nos las señalan como un mal pregón de la ciudad, por no contar con suficientes centros de enseñanza. Esto no es cierto; la ciudad de Barcelona es una víctima de estas estadísticas, de la incultura española y lo que nosotros podremos hacer por medio de las

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esta forma, una sociedad que se ve a sí misma «como un todo orgánico articulada en tomo a unos principios consensuados, se defiende con la eliminación o expulsión de los elementos que ponen en peligro su equilibrio» (Trinidad Fernández, 1991, 322). Será en estas clases populares, perjudicadas por su dificultad para acceder a los mecanismos de socialización hegemónicos, como la escuela o la fábrica, donde encontrarán su campo de actuación «natural» las medidas preventivas de la criminalidad cuando se produjo, como veremos, el desplazamiento del delito como criterio para imponer un castigo hacia el grado de peligrosidad del delincuente. Los mendigos, los niños que pululan sin la compañía de adultos por las calles, los alcohólicos, los locos, los homosexuales, aquellos que habitan en infames chabolas o svibarriendos, los que frecuentan ambientes o compañías inmorales, etc., son delincuentes en potencia, ya que «sin haber delinquido todavía, se encuentran en tales condiciones que, según todas las probabilidades, no podrán menos que delinquir mañana» (Dorado Montero, 1915, 405). En este contexto surgió la Escuela positiva italiana, encabezada por Lombroso (1835-1909), considerado el fundador de la antropología criminal, Ferri (1856-1929), jurista y sociólogo, y Garofalo (1851-1934) que, como magistrado y exponente de la vertiente jurídica de la Escuela, llevó hasta las últimas consecuencias en el plano jurídico los planteamientos de Lombroso,^ que se presentó como crítica y alternativa a la Escuela liberal clásica del Derecho penal. Bien delimitado su objetivo en la investigación de las causas de la delincuencia (paradigma etiológico) y caracterizada por el uso del «método experimental», «la responsabilidad social derivada del determinismo, y temibilidad del delincuente», «el delito como fenómeno natural y social producido por el hombre» y por su concepción de «la pena, no como castigo, sino como medio de defensa social» (Jiménez de

Escuelas públicas, es contribuir a la rápida adaptación de estos elementos exóticos, fundiéndolos en un tipo de ciudadano barcelonés» (Ajuntament de Barcelona, Institut d'Estadística i Política Social, 1923, 280, orig. en catalán). 8. No nos detendremos aquí a analizar a los precuisores del positivismo criminológico espaflol, como el frenólogo M. Cubí y Soler (1801-1875), al que Jiménez de Asúa califica de «precursor de Lombroso y Ferri» (1964, t. I, 864) al utilizar dos décadas antes que Ferri, en 1844, el concepto de «delincuente nato». Un compendiado desanx)11o de esta tesis se halla en Jiménez de Asúa (ibídem, 864-865).

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Asúa, 1964, t. II, 65-66), vamos a detallar y ampliar a continuación cada una de estas directrices conceptuales básicas.^ Con el uso del método empírico, es decir, el análisis, la observación y la inducción, no sólo pretendió la criminología adquirir el rango de ciencia, por cuanto considera el delito como un fenómeno natural producido por el hombre dentro del seno social, sino también desplazar el razonamiento abstracto, formal y deductivo del pensamiento clásico, del que también rechazaba su creencia en la libertad y la responsabilidad moral del delincuente y su defensa de la prevención general como finalidad del Derecho penal. Para el paradigma positivista el comportamiento puede ser cuantificado: cree en la neutralidad del observador ante una realidad que define como objetiva y, mediante diversas técnicas (con preferencia por las cuantitativas, como la estadística y la generalización posterior de los resultados, sobre las cualitativas), pretende descubrir las leyes inherentes al comportamiento humano. Básicamente, a partir de las aportaciones de Lombroso el positivismo invirtió «el método de explicación habitual desde la época de Guerry y Quetelet, y, en lugar de sostener que las instituciones y las tradiciones determinaban la naturaleza del criminal, sostuvo que la naturaleza del criminal determinaba el carácter de las instituciones y las tradiciones» (Taylor, Walton y Young, citando a Lindesmith y Levin, 1990, 56). A partir de este momento, aquello que va a ser investigado formalmente será el delincuente, no el delito, ya que éste no es más que la manifestación de un estado peligroso, de la peligrosidad de un individuo, y para ello la actividad de médicos y psiquiatras, cuyo lenguaje adoptó la criminología positivista, fue hegemónica. Asimismo, la sanción penal, para que derive del principio de la defensa social, debe estar proporcionada y ajustada a la peligrosidad del criminal y no a la gravedad objetiva de la infracción. Es decir, todo individuo que ejecuta un hecho penado por la ley, considerado anormal, es responsable y debe ser objeto de vma reacción social en función de su peligrosidad. Todo infrac9. Para una exposición completa de los postulados de la escuela liberal clásica i«comendamos la lectura de Baiatta (1982); una descripción detallada del concepto de «defensa social» se encuentia en Tenadillos Basoco (1980, 89-116) y, también, para conocer en piofundidad la evolución del pensamiento ciiminológico, sugerimos a Pavarini (1983), Bei-galli, Bustos Ramírez y Miralles (1983), y Taylor, Walton y Young (1990).

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tor de la ley penal, responsable moralmente o no, tiene i-esponsabilidad legal. La creencia en el libre albedrío del ser h u m a n o es u n a superchería, ya que su voluntad está constreñida por factores biológicos, psicológicos o sociales, a la investigación de los cuales debe dedicarse la criminología. El criminal será estudiado como u n ser enfermo, como u n esclavo de su herencia patológica (determinismo biológico), o impelido por procesos causales que está incapacitado para encauzar (determinismo social); la reacción contra él será n o ya política, sino natural: «el cuerpo sano de la sociedad que reacciona contra la parte enferma» (Pavarini, 1983, 46). Así pues. La reacción social cobra así un carácter terapéutico, una limción curativa y no represiva. La pena es sustituida por las medidas orientadas a la prevención especial. Consecuencia de lo anterior es que dichas medidas ya no pueden tener como criterio de duración la proporcionalidad frente al daño cometido y la culpabilidad del sujeto, sino que su duración es tendencialmente indeterminada («liasta la curación del delincuente») [Zon-illa, 1985, 118].'° Es justo en este último p u n t o en el que confluyen el correccionalismo y la Escuela positiva italiana. Róeder, cuando planteó la pena como el medio racional y necesario para reformar la justa voluntad del delincuente, afirmó también que dicha reform a n o debía limitarse a alcanzar la m e r a constatación exterior de la conformidad de las acciones h u m a n a s sino la íntima e íntegra adecuación de su voluntad. Por lo tanto, si la pena debía adoptar la forma de u n tratamiento p u r a m e n t e correccional o tutelar, su duración estaría acotada p o r el logro de la reforma

10. Cureivas del autor. Teniendo en cuenta el período históríco en el que nos centramos, recomendamos para una aproximación al concepto de «sentencia indetemiinada» la reflexión que sobre el mismo se halla en Jiménez de Asúa (1913); este autor, precisamente al críticar el calificativo de indeterminadas para las penas, proporciona una de las definiciones más atinadas al tipo de castigo que los Tríbunales Tutelares de Menores españoles impondrán a los menores por ellos tutelados: «No hay indeterminación en la pena porque necesariamente no puede haberla; lo que hay es que en lugar de deteiwiinaise a priorí, como ocuiie hoy en la mayon'a de los cen réódigos, se determina a posteriori, en vista del individuo al cual ha de aplicarse. Hay por tanto deteiminación en ambos casos, sólo que si bien en el sistema antiguo se determina de antemano, en el sistema que hoy se proclama se determina después de conocidos el hecho y el reo» {op. cit., 9; la cursiva es del autor).

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de la mala voluntad que aspiraba a corregir. Una de las divergencias fundamentales entra ambas escuelas fue la que remarcó el criminalista Quintiliano Saldaña (1878-1938), cuando afirmó al carácter penal del correccionalismo y el criminológico de la Escuela positiva: aquella contempla como tal al criminal después de cometer el delito; ésta lo ve de antemano, para prevenirse del delincuente (Saldaña, 1936). Para Massimo Pavarini (1983, 49), la contribución nuclear del positivismo criminológico consistió en que planteó la sociedad desde un punto de vista abstracto y ahistórico, en una realidad natural constituida gracias a la asunción, general y consensuada, de una serie de valores e intereses. Consigt.üentemente, las instancias de control social de la época, toda vez que la política criminal se afirmó «como legítima y necesaria reacción de la sociedad para la tutela y la afirmación de los valores sobre los que se funda el consenso de la mayoría» (ibídem)}^ se alimentó de un positivismo criminológico que contribuyó a que la política de represión de la criminalidad se legitimase actuando contra el socialmente peligroso como defensa social, acompañada ésta «con los atributos de la necesidad de la legitimidad y de la cientificidad» (Pavarini, op. cit., 50). Entre los extremos bien definidos de las escuelas clásica y positiva surgieron, ya a finales del siglo xix, determinados intentos conciliadores entre ambas que han venido a ser aglutinadas en el denominado positivismo crítico. Se trata, básicamente, de la tercera escuela italiana (con figuras como M. Camevale y B. Alimena, entre otros), la tercera escuela alemana (cuyo máximo representante fue A. Merkel)'^ y la escuela sociológica o de la política criminal alemana de Liszt. De estas tres escuelas, que aceptaron y rechazaron proposiciones de las dos primeras, la que predominó en España fue la de Liszt.' ^ 11. Cursiva del autor. 12. La tercera escuela italiana acepta la distinción clásica entie imputables e inimputables y el principio de la responsabilidad moral, pero no fimdamenta este último en el libre albedn'o sino en el determinismo psicológico, en tanto que la tercera escuela alemana, que compartió con la italiana algunos postulados, de hecho encajó entre la "retribución clásica y la pena de fin de Liszt» (Jiménez de Asúa, 1964, t. II, 89; la cursiva es del autor). 13. Saldaña y Jiménez de Asúa tradujeron, en 1926, su Tratado de derecho penal (1881). Liszt, que fundó la Unión Internacional de Derecho Penal (1889), es para Baratta (1982) el que desde el positivismo biologicista efectuó el primer análisis de con-

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Conocida también como joven escuela, la política criminal alemana se caracterizó,''' entre otros aspectos, por el uso de los métodos experimental y jurídico en las ciencias penales (antropología y sociología criminales) y en el Derecho penal (dogmática) respectivamente; por la concepción del delito como un fenómeno jurídico y natural y de la pena, que sirve para prevenir y readaptar al delincuente imputable y peligroso, como una necesidad cuya finalidad es conservar el orden jurídico, que debe imperar sobre cualquier otro precepto. Liszt, que refutó la concepción retributiva y defendió la prevención especial como fína-

junto del derecho penal como ciencia total. Tras la Gueira Civil española (1936-1939), se apreciará el predominio de una teoría del crimen de carácter causalista gracias a la traducción de J.A. Rodríguez Muñoz, en 1935, do la segunda edición del Tratado de derecho penal de E. Mezger (1933), fuente de inspiración de los penalistas españoles a partir de la década de 1940 (Muñoz Conde, 1994 y 2000). Mezger, que desairoUó en diversas obras su idea biológica y hereditaria del comportamiento asocial, más ladical que la noción lombrosiana del «delincuente nato» (Muñoz Conde, 2002), fue uno de los teóricos que colaboraron en la elaboración de los argumentos «científicos» que justificaixin la puesta en práctica de una política criminal eugenésica, con medidas como la esterilización, durante el régimen nazi alemán (1933-1945), que no fue sólo racista (contra judíos y gitanos), sino que afectó a aquellos individuos que, aun siendo considerados arios, eran tenidos por «extraños a la comunidad», o sea, «asocíales» en geneial (Muñoz Conde, ibülem). Curiosamente, Lombroso fue apenas citado por los médicos y criminólogos alemanes de esta época a pesar de su patente influjo sobre ellos, quizás debido al origen judío del italiano (Muñoz Conde, ibideni). En España, «las posiciones más radicales, en cuanto a la esterilización, surgieron de entre los abogados y juristas, aunque en ningún caso fueix>n de forma mayoritaria, ni tuvieron influencia en la legislación» (R. Álvarez Peláez, cit. en Muñoz Conde, op. cit., nota 1). No abundan en la actualidad investigaciones contrastadas que indaguen en las medidas adoptadas sobre individuos en «estado peligroso» en aplicación de la Ley de vagos y maleantes de 1933, endurecida después por el régimen fi'anquista (1939-1975) y sustituida por la Ley de rehabilitación y peligrosidad social en 1970; al respecto, ha sido la capacidad reivindicativa de los diversos colectivos de homosexuales la que ha impulsado algunas aproximaciones que pretenden informar sobre lo que supuso para ellos la aplicación de la legislación sobre peligiosidad social, al menos durante la década de 1970. Efectivamente, la «terapia» a la que podía ser sometido un homosexual incluía en ocasiones las descargas eléctricas, los eméticos e incluso las lobotomías, como las que practicó el Dr. López Ibor. Sin embargo, la gran experiencia organizativa del colectivo homosexual, así como el mayor apoyo popular e institucional de los que disfixita hoy con respecto a tiempos pretéritos, no parecen iniciativas de las que se vayan a beneficiar, no ya para exigir reparaciones, sino siquiera para que se les pioporcione una correcta historia de su pasado, ciertos segmentos de la población que, como son los mendigos, las prostitutas, los drogadictos y los menores delincuentes o excluidos, «son también hoy en día considerados como sujetos molestos, peijudiciales, incómodos para una convivencia pacífica y bien organizada, cuando no directamente delincuentes que deben ser tratados como tales, y a veces sin muchos miramientos, para preseivar el oixlen y la seguridad de las clases acomodadas» (Muñoz Conde, 2002). 14. Véase Jiménez de Asúa (1964, t. II, 92-94) y Muñoz Conde (1994, 1.030 ss.).

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lidad de la pena, defendió la inocuización (incapacitación mediante el encierro indeterminado y, si fuese necesario, el castigo físico) de los delincuentes inimputables (los incorregibles, los degenerados física o psíquicamente: mendigos, vagabundos, alcohólicos, enfermos mentales, prostituidos de ambos sexos, etc.). En definitiva, cuando Liszt diseñó su sistema de sanciones penales, pensó en su carácter admonitorio y atemorizador para el delincuente ocasional, como correctivas para el delincuente peligroso pero recuperable y como vm castigo indeterminado para el criminal peligroso e irrecuperable.

4. De la teoría a la práctica La prevención especial presenta dos vertientes en cuanto a sus finalidades; en primer lugar la prevención especial positiva, que pretendería reeducar y resocializar al delincuente mediante un tratamiento adecuado a su personalidad y, en segundo lugar, la prevención especial negativa, que reservaría para el incorregible su inocuización, es decir, neutralizarlo y hacerlo inofensivo para garantizar el orden social establecido.'^ No obstante, la división entre ambas quedaría desmentida en la práctica de los discursos correccionalista y positivista: la medida resocializadora por excelencia, la cárcel, en no pocas ocasiones causa un efecto neutralizador.'^ Como hemos intentado dar a entender al lector, la noción de prevención del delito, a cuyos medios denominó Ferri «sustituís. Actualmente, la defensa de la aplicación de medidas inocuizadoras ha resurgido con fuerza para aquellos delincuentes que, ya aludidos por von Liszt,reincidentesy no conegibles, como es el caso de los delincuentes sexuales peligrosos inconegibles o los denominados reincidentes iiTCsocializables {vid. Silva Sánchez, 2000). En estos casos, sin embargo, se trata de la aplicación de una medida de seguridad después de la aplicación de la pena, no en lugar de la misma. Asimismo, la aplicación de medidas de seguridad en España continúa hoy plenamente vigente, como lo atestigua el intento de ilegalizar el consumo de bebidas alcohólicas en la calle bajo la justificación de evitar futuros actos delictivos y la degradación Hsicay moral de la juventud. 16. Tal aseveración está hoy en plena vigencia, sobre todo si tenemos en cuenta los informes que muestran los efectos inocuizadores causados por el encieno carcelario (menoscabo físico y psíquico, homicidios, suicidios, etc.). Además, el condenado debe aceptar, en contra de su libertad, el régimen que paia su reinseición social se le imponga como el más adecuado (cuestión que también aparece en aquellos casos en los que la concesión de la libertad condicional depende de la aceptación de un tratamiento terapéutico).

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tivos penales» (Trinidad Fernández, 1991, 323), sirvió de base para la elaboración de un complejo entramado legislativo e institucional ajustado a la idea de peligrosidad social durante el primer tercio del siglo xx, para extender las competencias legislativas y judiciales sobre una iranja de la población que hasta entonces había sido difícil de controlar y, también, para criminalizar nuevas conductas con la excusa de su doble finalidad: protección social y reeducación, reforma y readaptación del peligroso (Sabater Tomás, 1964). Una de las dificultades fundamentales a la hora de aquilatar la prevención especial, teniendo en cuenta que a partir de aquí vamos a incluir algunos ejemplos que nos muestren su puesta en práctica, es la de establecer una distinción clara entre las penas y las medidas de seguridad que plantea, debido a que las primeras las mide no en función de la formalidad del juicio de culpabilidad y sí de la peligrosidad social del autor del delito, su «temibilidad», especialmente puesta de manifiesto en su probable reincidencia. Desde este punto de vista, la pena no se adecúa necesariamente al delito, no sirve para prever la contingencia de la reincidencia y mucho menos se puede saber el efecto que va a tener sobre un individuo. Veamos a continuación, para su reflexión y como una suerte de apéndice interior de este trabajo, la transcripción de una sucesión de textos cuya intención, restringida a su comparación con las elaboraciones teóricas expuestas en los apartados anteriores, esperamos que justifique el dilatado espacio que ocupan. Continúa con el mismo aspecto de golfo y aun semisalvaje de siempre. Es un abúlico y un débil mental, que ha sufrido además los ejemplos de una familia completamente anormal (hijo de madre soltera que vivía amancebada y que al abandonarla hace unos 4 años el padre de este menor se amancebó con otro hombre) y ha vivido en un gran abandono moral. No creemos que este muchacho pueda dar mucho de sí y el esfuerzo del educador ha de dirigirse principalmente y en primer termino a despertar en el espíritu de este menor el sentido moral que está en él muy atrofiado." 17. Dictamen médico-psicológico realizado a petición del Tribunal Tutelar de Menores de Barcelona en 1921. Se trata de un niño de II años que fue detenido por la policía cuando se hallaba vagando en solitario por la calle. Recluido en un refoimato-

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Se trata de otro callejón sin salida. Consei-va el mismo aspecto de degenerado y su facha habitual de chino con visos de gitano. Es uno de los tipos más raros que corren por el mundo. Está aburrido en el r'eformatorio donde dice que le pegan mucho. No sabe nada de los de su casa. No se ve solución pues es un tipo difícil y no se le ocurre al que esto escribe lugar donde colocarle.'* JVIenor sordo y mudo, resultando imposible usar los tests de Binet-Simon, Terman y Vermeyleu. Con todo, se trata de un niño que cae dentro de los denominados imbéciles superficiales. Además, tiene un ojo sin visión y aunque no hay manera de entenderse con él de ninguna manera, por su conducta que hemos indagado y su manera de comportarse, creemos que, aparte de ser oligofrénico, está perturbado psíquicamente. Orientación de tratamiento: está fuera de duda, que nunca servirá para nada útil y tampoco es posible colocarlo en libertad por los peligros que comportaría para él y posiblemente para los demás, razón por la que creemos que debería instai-se su reclusión definitiva en un establecimiento manicomial. Hay que tener en cuenta que este menor puede ser especialmente temible bajo el aspecto sexual, ya que está orgánicamente bien constituido y carece de todo freno moral e intelectual." [...] no fíie al colegio y a los 8 años lo colocó su padre de pastor [...] y estuvo así 2 o 3 años. Luego hizo faenas agrícolas con su padre, ganando un jornal; otras temporadas parado; que pasaba hambre y privaciones de lo más preciso para vivir, y aun era maltratado de palabra y obra por su padre cuando estaba borracho; que a eso fue debido que pensara marcharse de casa y así lo hizo hace unos años, yendo a parar a Valencia a casa de su tíos [...], que lo colocaron en casas de campo; que en una estuvo aproximadamente un año, y lo cambiaron por ganar más, y fue a otra, en la que estuvo unos 8 meses, o 10; [...] que estuvo también rio durante un año, tras egresar del mismo permaneció 5 años más en libertad vigilada. Como en muchos otros casos, su expediente fue archivado al percibirse el delegado de vigilancia del Tribunal de que había marchado hacía un año de Barcelona junto a su familia. 18. Dictamen médico-psicológico realizado por los seivicios técnicos adscritos al Tribunal Tutelar de Menores de Barcelona en 1921. Se tiata de un niño de 13 años detenido por hurtar chatarra. Permaneció dos años recluido en un refoimatorio barcelonés donde, tras contraer una enfermedad infecciosa, falleció. 19. Dictamen médico-psicológico elaborado para el Tribunal Tutelar de Menores de Barcelona en 1936 (orig. en catalán). El protagonista del expediente, incoado por vagancia, es un niño de 12 años. Recluido en una de las instituciones auxiliares del Tribunal durante dos meses, fue finalmente derivado a un manicomio.

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trabajando en faenas del campo en Caitagena y no recibió jornal los 2 primeros meses; [...] hace unos 2 años por primera vez vino a Barcelona, y se dedicó a pedir, y dormía en una casa de dormir, y comía potajes en las tabernas del barrio Chino; que fue detenido varias veces por las rondas por implorar la caridad por las Ramblas, etc. [...] Constan sus detenciones en las fechas siguientes: 31 julio 1933; 16 abril, 19 mayo, 29 junio, 6 julio, 24 julio, 6 agosto, 28 octubre y 13 noviembre 1934; y 11 enero y 31 mayo 1935. En 31 julio 1934 fue repatriado a Valencia [...], estuvo allí unos 10 días y al acabar la recolección de la patata quedó sin trabajo, y se vino a Barcelona de nuevo. En septiembre se fue a Francia y trabajó en la vendimia; [...] de nuevo en Barcelona fue detenido en octubre por pedir limosna; que obtenía unas 1,50 o 2 ptas. al día, y con ellas comía y dormía en camastro; que nunca ha robado nada, ni se lo ha aconsejado nadie; que siempre fue solo a pedir, contadas veces acompañado. Que 2 veces ha estado en el asilo del Parque, detenido por mendigo, y una de ellas tuvo que pasar al hospital Marítimo, por padecer sama; que ha estado 2 veces en el asilo del Puerto, por iguales causas; y que en la cárcel estuvo 2 veces, una 22 días, y 8 la segunda, sobreseyéndole la causa, por vago. [...] Padeció sífilis y fue tratado con las inyecciones del caso; que en Valencia sufrió también una blenorragia; que está fichado en la cárcel de ésta. [...] En el barrio Chino convivía con gente maleante y lo mismo en la casa de dormir [...]. Este joven es alto, delgado: parece un retrasado mental, un cretino, quizá, o con síntomas del mismo; corto por tanto de inteligencia y desinemoriado; con aspecto de padecer una miseria fisiológica; ha llegado a un grado peligroso de perversión moral en su vida de mendigo y en contacto con los de su igual y maleantes de toda clase. La blenorragia y la sífilis han influido también en su perjuicio corporal; padece granulación en la cara. Tiene un lunar pequeño, con pelo algo largo, en el carrillo derecho [...]. Su aspecto exterior es el del infelizote pastor; pero, ha coirido demasiado en los bajos fondos del barrio Chino de una ciudad como Barcelona, que lo han degenerado; está desorientado y con su alma destrozada con tales enseñanzas y perversión moral.^" 20. Este documento y el siguiente se incluyen en el expediente de un muchacho de 17 años que fue sometido a la tutela del Tribunal Tutelar de Menores de Baicelona en 1935 tras serle aplicada la Ley de Vagos y Maleantes. El primero incluye un exti-acto del informe elaborado por un policía adscrito al Tribunal y el segundo es un texto extraído de las diligencias del Juzgado de Instrucción. Después de permanecer cerca de dos meses en un reformatorio, se fugó. Su expediente fue archivado definitivamente merced al decreto que en 1936 estableció la mayoría de edad en los 18 años.

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Resulta que dicho sujeto carece de medios de vida, habiendo sido detenido varias veces por implorar la caridad y denunciado por el delito de amenazas de muerte. Convive con gente maleante, por lo que es lógico suponer que sea peligroso paia la sociedad, aunque dados sus pocos años, no ha tenido al parecer intervención directa en delitos contra la propiedad. La conducta que observa, es mala. Frente a la extraordinaria capacidad discursiva de los diferentes autores que defienden la bondad de las intenciones que subyacen en la aplicación de las medidas descritas en este trabajo, la lectura de documentos que muestran los razonamientos que justifican su aplicación ofi'ece la oportunidad de acercarse a unas prácticas que desvelan su intolerancia, desprecio y mediocridad. Desde nuestro punto de vista, directamente relacionado con lo observado en nuestra investigación, los cuatro casos sintetizados, en modo alguno excepcionales,^' n o sólo ejemplifican de una forma más contundente que cualquier disertación crítica hacia el correccionalismo y el positivismo las particularidades de estas doctrinas, su puesta en práctica y el modo en el que interactuaron, sino que también podrían servir como evidencia para aquellos autores que preconizan su vigencia en la política criminal de hoy en día (Suva Sánchez, 2000). La fisionomía «sospechosa» de u n individuo, la percepción del entorno que le rodea como fuente de corrupción moral, el temor obsesivo que despierta en las gentes por no haber sido sometido a u n proceso socializador normalizado o su adecuación a conductas que se perciben como desviadas según u n modelo social que tiende a la homogeneización, son pautas no sólo susceptibles de afectar a aquellos grupos sociales subordinados a u n estado de exclusión, sino que se planean como medidas de presión, control e intimidación que indican el que debe ser «buen comportamiento» en u n sentido amplio, no solamente jurídico,^^ de todos los ciudadanos.

21. Medidas y circunstancias similares a las expuestas afectaron a cientos de los casi 12.000 niños que entre 1921 y 1936 pasaron perlas oficinas del Tribunal Tutelar de Menores de Barcelona. 22. Nos referimos a la propagación entre la social civil, sobre todo a través de los medios de comunicación de masas, de una concepción despectiva y críminalizadora de determinados colectivos sociales. Sin echar mano aquí del que aparece como ejemplo más recun*ente, el de los inmigrantes provenientes de ciertas zonas de África, tengan o no papeles, piénsese en uno aparentemente más sutil, pero con repercusiones legales igualmente contundentes y capaz de generar un clima de persecución social;

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MOVIMIENTOS ANARQUISTAS Y EL lUS PUNIENDI ESTATAL Mónica Aranda Ocaña

1. Introducción Se ha considerado importante tratar en este artículo el movimiento anarquista y los personajes enmarcados en el mismo, dado que, tal y como se tratará de plasmar, el pensamiento derivado del mismo podría calificarse como de antecedente claro del patrimonio ideológico de la izquierda, dentro de las variantes y especificidades que puedan establecerse, con respecto a las tesis relativas a la crítica al sistema penal, en especial, como antecedente directo de las tesis abolicionistas. A pesar de que las mismas no van a ser tratadas en este breve artículo, probablemente, la mayor parte de los postulados que van a ser defendidos por algunos de los principales exfxmentes del denominado movimiento anarquista encontrarán reflejo y defensa en el llamado movimiento abolicionista que se dará con posterioridad en la historia. Paradójicamente a lo que se acaba de referir, por todos es conocida la total ausencia de ninguna referencia a este movimiento en los estudios relativos a la crítica del iiis puniendi, del sistema retributivo penal, incluso por los que se enmarcan en lo que se ha venido a denominar como la «criminología crítica». IVobablemente dicha ausencia no sea del todo casual, si tenemos en cuenta, entre otras cuestiones ya de carácter histórico, la feroz represión sufrida por aquellos que defendieron los planteamientos que se van a exponer a continuación y la identificación, a veces incluso de manera automática, de los términos anarquismo y terrorismo,' 1. «La asociación del anarquista con el tenorismo político esta todavía bien afenTi-

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etc. No por ello debe caerse en la ingenuidad de afímiar que liistóricamente no fue así: si bien es cierto que determinados sujetos implicados en este movimiento anarquista optaron por el mecanismo de la defensa violenta, no es menos cierto que ello provocó una verdadera escisión en el seno de este movimiento, conllevando, consecuentemente, que aquellos anarquistcis que trataron de defender sus ideas desde un plano no violento fueron identificados políticamente con los primeros. Tal y como explícita muy claramente, desde mi punto de vista. Pió Marconi, las diferentes hipótesis contestatarias al modelo represivo jurídico se configuran básicamente en tres estrategias: — La terapia de la ideología: según la cual, el criminal con la ruptura de la norma penal manifiesta su necesidad de contestación al orden social vigente y, por ello, se propone la inserción del delincuente en un proyecto más amplio de modificación de la sociedad en el sentido de limitación de los aspectos marginales de la sociedad, en especial la titularidad de los bienes individuales. — La terapia de la comunidad', según la cual, debido a la ausencia de un tejido de solidaridad que permita una verdadera reinserción, provoca nuevas formas de conducta desviada. — La estrategia de la indiferencia: según la cual, la verdadera respuesta al orden vigente debe píisar por el tiTibajo político en la configuración de una comunidad en la que la con-

da en la mente popular. Pero no se trata de una asociación necesaria, ni tampoco puede justificarse históricamente excepto en grado limitado. Los anarquistas coinciden sustancialmente en sus objetivos generales últimos. Sobre las tácticas necesarias para alcanzar tales objetivos han mostrado singular desacuerdo, especialmente por lo que hace de empleo de violencia. Los tolstianos no admitían la violencia bajo ninguna circunstancia. Godwin quería conseguir el cambio por medio de la discusión y Pioudhon y sus seguidoi"es medíante la proliferación pacífica de organizaciones cooperativas. Kiopotkin aceptaba la violencia, pero sólo a regañadientes y eso porque creía que la violencia era inevitable durante las revoluciones y que las revoluciones eran asimismo etapas inevitables en el progreso humano. Incluso Bakunin, aunque luchó en muchas baiTicadas y exaltó la sed de sangre de los levantamientos campesinos, tuvo también momentos de duda, cuando señalaba en tono de contrito idealismo: «las revoluciones sangiientas son con frecuencia necesarias a causa de la estupidez humana. Pero siempre son un mal, un daño monstruoso y un gian desastre, no sólo por lo que respecta a las víctimas, sino también por la pureza y la perfección del fin en cuyo nombre esas revoluciones se suscitan» (Woodcok, 1979, 17).

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ducta desviada, sea de la clase que sea, tenga la posibilidad de expresarse. Es decir, ausencia de censura social, en nombre de la conciencia colectiva, del comportamiento diverso, ausencia de modelos coercitivos de normalidad. Estas tres estrategias tienen claros exponentes en pensadores anarquistas que se desarrollarán posteriormente, así: en cuanto a la terapia de la ideología, la misma ya fue sostenida por el propio Bakunin quien destacaba que el sujeto «fuera de la ley» pretende revelarse contra el estado de cosas existente, debiendo recordar que para este autor el Estado es «una máquina militar de guerra perenne contra las clases explotadas y oprimidas»; por lo que respecta a la terapia de la comunidad, este tipo de estrategia ya fue formulada por líropotkin (incluso por Godwin), quien consideraba que ninguna sociedad podría hacer desaparecer por completo la criminalidad y, siendo ello así, los criminales de la nueva sociedad por él planteada no deberían ser segregados, sino, por el contrario, deberían ser tratados con terapias específicas, tanto más eficaces cuanto menor fuera el aparato coercitivo que las rodee; y, en lo que atañe a la estrategia de la indiferencia, el máximo exponente de la misma fue Max Stimer al afirmar que, junto al Derecho, la moral también participaba como forma de reducción de los individuos a un parámetro detemiinado de normalidad y, por ello, defendería un proyecto de «asociación» de desiguales en donde la solución de los conflictos que se planteen pasa por el derecho de autodefensa de los individuos, sin ninguna intervención de la sociedad (cfi-. Marconi, 1979).

2. Conceptualización tennmológica «Limpia, fija y da esplendor», tiene como lema la corporación que representa la autoridad, siquiera mora, respecto del idioma, y todavía, dando referencia a la retórica y sobre la lógica, no han comprendido los sabios que la forman, y creo que ni la inmensa mayoría de los que piensan, hablan y escriben, que sin precisión con los nombres de las ideas no pueden hacerse juicios, lo mismo que con números heterogéneos no pueden hacerse operaciones aritméticas [Lorenzo, 1951, 10].

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Las expresiones «movimiento, pensamiento y tradición anarquista/libertaria» son, por sí mismas, confusas, poco precisas o demasiado abarcadoras. Se trata en realidad de una serie de pensadores, activistas y autores que expresan de modos muy diferentes, en ocasiones, ideas que sí son comunes, tal y como se tratará de plasmar en el rápido repaso a los principales personajes del denominado «movimiento anarquista». A pesar de ello, se va a tratar de formular una definición para los términos «anarquismo/anarquía», dado que, tal y como señala Jacques Duelos, «El anarquismo es una concepción individualista de la vida, opuesta a toda forma de organización estatal, tanto del Estado socialista como del Estado capitalista y, naturalmente, tal concepción dualista entraña numerosas variantes según los individuos» (1973, 9). Sobre la base de un diccionario básico podríamos entender por «anarquismo» la «doctrina política que propugna la supresión del Estado. Filosóficamente se apoya en la idea de que, siendo el individuo la única realidad, es ilegítima cualquier forma de autoridad que limite su libertad».^ El anarquismo quiere significar una liberación de todo poder superior, ya sea de orden ideológico: la religión, la doctrina política, etc.; de orden político: en tanto expresión del poder económico; de orden económico: la propiedad de los medios de producción; de orden social: la pertenencia a una clase o rango determinado; o de orden jurídico: la Ley, en tanto que resulta ser la expresión práctica de la voluntad de represión del aparato estatal. La legislación representa, para estos pensadores, una forma de contención de las condiciones sociales para la libertad, siendo un medio de acentuación y de diferenciación entre el fuerte y el débil y, según el anarquismo social, entre el rico y el pobre, entre el capitalista y el proletariado. A pesar de ello, el anarquismo sí va a reconocer cierta forma de jurisdicción: sólo aquella que sea libre y espontánea, que surja de una exigencia concreta y que debiera ser interpretada como una intervención de carácter terapéutico en los casos de males sociales, teniendo así por objeto la «curación» de dichos males y no la exclusiva persecución y condena. Del mismo modo queda definido este planteamiento en la obra de George Woodcock al señalar que el anar-

2. Diccionarío Enciclopédico Planeta Anosíini, 1992, Barcelona.

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quismo es «un sistema de pensamiento social que apunta a cambios fundamentales en la estructura de la sociedad y particularmente —^pues éste es el común elemento que une a todas sus formas— a la sustitución del Estado autoritario por alguna forma de cooperación no gubernamental entre individuos libres» (1979, 15). En definitiva, según Norberto Bobbio et al. en el Dizionario di Política, por anarquismo se va a entender el movimiento que asigna tanto al hombre en particular como a la colectividad el derecho a disfrutar de plena libertad, sin límites normativos, de espacio o de tiempo, a excepción de los límites que surgen de la existencia misma del ser humano: es decir, la libertad de obrar sin encontrarse «oprimido» por cualquier tipo de autoridad, hallando como único obstáculo la naturaleza, o el razonamiento del «sentido común», la voluntad interna de la colectividad, para que cualquier individuo, sin tener que doblegarse y sin ninguna constricción, actúe en virtud de una independencia fruto de la voluntad. Incluso, uno de los autores más destacados en este movimiento, como es Kropotkin, se atreve en la proposición de una definición acotada del término «anarquismo»: «El anarquismo es una tentativa de aplicar al estudio de las instituciones humanas las generalizaciones obtenidas por el método inductivo de las ciencias de la naturaleza; y una tentativa de prever los pasos futuros de la especie en el camino de la libertad, la igualdad y la fraternidad, con vistas a lograr la mayor cuantía de felicidad para todas las unidades que la forman» (1977a, 216). En definitiva, podría señalarse que el anarquismo no es ni más ni menos que el intento de arreglar los asuntos que confieren a la vida en sociedad por medio de pactos libres, es decir, sin contar con representantes investidos de facultades legislativas. Tal y como destaca Ricardo Mella, «Que el pueblo proceda por sí mismo a la organización de la vida social» (1975, 46).^ Por su parte, la palabra anarquía procede del griego: de un lado, el prefijo «a» que significa «no», «la falta de», «la ausencia de» o «la carencia de» y, de otro lado, «archos» que significa

3. Evidentemente, no todos los pensadores del momento tenían la misma opinión. Así, Maurice Moissonier destacaba que «Las dificultades para delimitar una teoría anarquista residen en que el anarquismo se esfuerza por introducir en el movimiento obrero el menosprecio hacia la teoría y la organización» (1974, 122).

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«soberano», «director», «jefe». Según el Diccionario de Filosofía Harper Collins, los términos anarchos y anarchia significan «no tener gobierno - estar sin gobierno». Siendo así, el movimiento anarquista no es puramente un movimiento antigobiemo, sino que es primeramente un movimiento contra la jerarquía, dado que es ésta la estructura organizante que da cuerpo a la autoridad. De algún modo, esta filosofía se registra en la máxima que estableció Bakunin en La filosofía política de Bakunin: el anarquismo científico: «¿Queréis hacer imposible que nadie oprima a su semejante? Entonces aseguraros de que nadie posea el poder». Así, con ausencia de soberanos, es el único camino viable para conseguir un sistema social que ñincione, llevando al máximo la libertad individual y la igualdad social, libertad e igualdad que se encuentran en mutuo apoyo.'' En el mismo sentido. Constante Amor y Naviero señala que «una forma de Gobierno determinada, ni menos el que ejerzan éste tales o cuales personas, no son cosas esenciales ni absolutamente necesarias a la vida, y aun a la vida adecuada de un Estado» (1917, 297).

3. Anales de la filosofía anarquista En el debate doctrinal, se data el momento de un «pensamiento anárquico» a finales del siglo XVni, con una obra famosa de Wüliam Godwin, Enquiry Conceming Political Justice, en la cucJ se determina que anarquismo es el rechazo a toda autoridad gubernativa y a la ley, insistiendo en una dinámica basada en la razón y en un justo equilibrio entre la necesidad y la voluntad, con un pilar esencial cual es la total libertad ético-poKtica del individuo, tan sólo realizable en un régimen de desaparición de la propiedad privada. No me extenderé más en este autor dado que ya ha sido explícitamente explicado con anterioridad. La filosofía del anarquismo puede rastrearse desde los siglos XVII y xvni, con figuras como Gerard Winstanley {The Law of Freedom, 1652) y William Godwin {Ensayo sobre la justicia polí-

4. Como dato histórico, debe destacai:se que los ténninos «anaiquía» y «anaiquista», se usaix)n libremente por primera vez en sentido político duiante la Revolución ftancesa, con un claro contenido de cn'tica negativa, incluso de insulto, utilizado por vaiios partidos frente a los partidos, por regla genei-al, de izquierda (Woodcok, 1974, 12).

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tica, 1793), aunque no sería hasta la publicación de Investigación sobre la justicia política (1793) de este último, cuando aparecería el cuerpo doctrinal básico del anarquismo, sin olvidar a Joseph Proudhon, quien por primera vez se autodenominó anarquista dándole al vocablo un carácter de afirmación orgtiUosa e identificándolo con la ideología y el movimiento que habrían de llevar hasta el límite las posibilidades de igualdad y libertad abiertas tras la revolución ilustrada. A pesar de ello, hubo que esperar hasta la segLmda mitad del siglo XDC para ver surgir el anarquismo como teoría coherente con un programa sistemático y desarrollado. Este trabajo de sistematización se llevó a cabo, principalmente por Max Stirner (1806-1856), Pierre-Joseph Proudhon (1809-1865), ya destacado, Mikhail Bakunin (1814-1876) y por Piort (o Pedro) Kropotkin (1842-1921), quienes tomando las ideas que se encontraban en circulación en las secciones de la población obrera las expresaron por escrito.

3.1. Principales representantes A continuación, se tratará de reseñar las teorías de los principales personajes que participaron, directa o indirectamente, del «ideal» anarquista y los mecanismos que se utilizaron para la defensa del mismo, tratando cisí de cubrir la necesidad de una explicación globíil del movimiento (que no puede deirse ]X)r los motivos anteriormente expuestos) en los diferentes actores implicados. 3.1.1.

RudolfRocker

Tal y como ya se ha destacado, el anarquismo aboga por la creación de la anarquía, una sociedad basada en el principio «Sin soberanos».^ Rudolf Rocker, como socialista libertario, ya destacaba que tanto socialistas como anarquistas mantenían que tanto la propiedad privada de la tierra como el capital y la maquinaria tenían contados sus días; es más, que la sociedad debía tender a una reducción tal de las funciones del gobierno 5. Ya Maquiavelo señalaba que «toda forma de gobierno lleva en sí los géimenes que han de an-uinarla» (Lombroso, 1977, 18).

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que el mismo desaparecería también, consiguiendo, de este modo, una sociedad sin gobierno, la anarquía. En el mismo sentido se expresará Anselmo Lorenzo cuando destaca que la sociedad como tal es «natural» pero el Estado es «transitorio y pasajero» y, por tanto, el mismo tiene un límite: «vivirá no más mientras dure el privilegio y el consiguiente antagonismo de los intereses, y morirá por incompatible con la reorganización nacional y armónica de la sociedad» (1971, 44). En El pensamiento de Rudolf Rocker,^ cuando hace referencia a la ideología del anarquismo, destaca que el anarquismo no es una solución definitiva a todos los problemas humanos, pero, a pesar de ello, afirma: «El poder actúa solamente de manera destructiva y se inclina siempre a reducir toda manifestación de vida social a la camisa de fuerza de sus normas. Su expresión intelectual es el dogma muerto, y su forma física la fuerza bruta. Y esa misma estolidez de sus objetivos marca también su impronta en sus representantes y los hace a menudo estúpidos y brutales, aun en el caso de que en un principio estuvieran dotados de gran talento... La liberación del hombre de la explotación económica y de la opresión intelectual, social y política que encuentra su expresión más cabal en la filosofía del anarquismo, es el primer requisito para el perfeccionamiento de una cultura social superior y de una nueva humanidad» (web site http://.perso.wanadoo.es). Rocker consideró que cuando se reducía al mínimo la influencia del poder político sobre las fuerzas creativas de la sociedad, ya que los regímenes políticos trataban de conseguir siempre la uniformidad y de someter a su tutela todos los aspectos de la vida social sometiéndolas a la camisa de ftierza de sus normas, se desarrollaba al máximo la cultura. Concluía este autor que para la conservación del poder eran vitalmente necesarias las formas rígidas, las normas muertas y la forzada supresión de las ideas, y por ello intenta siempre mantener las cosas tal como son, ancladas y seguras en los estereotipos. De 6. Rudolf Rocker fue un ilustre pensador anaiquista alemán. Expulsado de Alemania y establecido en Gran Bretaña, donde peleó por el respeto de los trabajadores judíos e inmigrantes. Expulsado de Gran Bretaña durante la Piimera Guena Mundial donde fue considerado como «enemigo extranjero», volvió a su tieii'a natal donde fue perseguido por los nazis, lo cual le obliga a marchar a EE.UU. para continuar su lucha.

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este modo, esa misma estolidez de sus objetivos marcará también su impronta en sus representantes haciéndoles a menudo brutales, aun en el caso de que en un principio estuvieran dotados de gran talento. Podría destacarse que para Rocker el que se esfuerza constantemente por reducir todo a un orden mecánico termina por convertirse él mismo en una máquina y pierde los sentimientos humanos. Por todo ello, este autor es un entusiasta de la defensa de la libertad de los individuos, ya que sólo ésta podrá provocar grandes transformaciones sociales e intelectuales. Todo aquello que oprima, limite o recorte esta libertad conlleva a un adiestramiento que asfixia cualquier tipo de iniciativa individual o social, creando así subditos en lugar de hombres libres. La libertad es la esencia de la vida, el motor de fuerza de todo desarrollo intelectual y social, la que crea, según Rocker, cualquier proyecto para el futuro de la humanidad. De este modo, el anarquismo para este autor, como movimiento de intento liberador del hombre de la explotación económica y de la opresión intelectUcJ, social y política, es el primer requisito para el perfeccionamiento de una cultura social superior y de una nueva humanidad. Puesto que el anarquismo no es un sistema cerrado de ideas, sino una interpretación del pensamiento que se encuentra en constante circulación, no se puede oprimir en un marco firme si no se quiere renunciar a él, ya que cuando una idea se convierte en dogma y no es accesible ya a ninguna capacidad de desenvolvimiento interior comienza, según Rocker, el dominio de la teología, y toda teología se apoya en la creencia ciega en lo firme, lo inmutable y lo irreductible, cuestiones tales que se asentarían como el fundamento de todo despotismo. 3.1.2.

MaxSdmer

Max Stirner, cuyo verdadero nombre era Johann Kaspar Schmidt, nació en la atmósfera de la filosofía romántica alemana y defendió un anarquismo que categorizaba de forma extrema el individualismo o egoísmo influenciado por las ideas hegelianas^ (esencialmente por la dialéctica hegeliana), colocando al 7. Su influencia hegeliana viene motivada por la denominada perspectiva er¡¡oméIrica de Hegel, es decir, por la perspectiva por la cual se exalta la fuerza y el poder de la

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individuo único antes de todo, del Estado, de la propiedad, de la ley o del deber, como así queda plasmado en su obra El único y su propiedad, obra de la cual algunos autores han señalado que se trata de un grito a la libertad y a la rebeldía del «yo». Esta obra fue tan duramente criticada que incluso la obra de Marx y Engels LM. ideología alemana se ha calificado por Carlos Díaz de obra anti Stimer, «señalando que del total de 530 páginas en cuatro capítulos de que consta esta obra, el dedicado a Stimer ocupa 337 páginas...» (1998, 15). Incluso, esta obra ha sido enjuiciada por los propios anarquistas; sirva como ejemplo la crítica realizada por Kropotkin, quien destacó que, en definitiva, esta obra suponía una vuelta a la idea del Estado y a la defensa del uso de su coerción: «Su posición es, pues, la de Spencer y de todos los economistas de la llamada Escuela de Manchester, que también empiezan con una severa crítica del Estado y acaban con su pleno reconocimiento a fin de mantener los monopolios de propiedad, de los que el Estado es un bastión imprescindible» (1977a, 182). Las dos coordenadas que sitúan a Stimer son básicamente el anarquismo individualista y la crísis de la filosofi'a alemana. Como libertario, se halla entre los primeros anarquistas individualistas en cuya corriente se pueden enmarcar otros autores como Godwin y Shelly. A pesar de ello, Stímer fue calificado como una estrella fugaz de la corriente anarquista; de hecho, el propio Bakunin ni Uega a nombrarlo en ningún momento, aunque pareciera que su denuncia del Estado, de la transcendencia y de la metafísica y su revigorizadora imagen del «yo» individualista y egoísta sí produjo estragos en la teoría filosófico-política. El propio Benito Mussolini hizo referencia a las ideas de Stimer en su artículo «Viejas costumbres» {Popólo d'Italia, 1212-1919): «¡Basta ya, teólogos rojos y negros de todas las iglesias, de promesas abstractas y falsas sobre paraísos que no ven-

voluntad (de una voluntad apasionada), la subjetividad del yo (por la que cada cual se convierte en su propio promotor promovido, el denominado seífinade man, postulando la máxima: possum erj¡o sum —puedo luego existo), olvidando, o quizás obviando, que en la filosofía de Hegel sólo se reconoce la «personalidad» a quien logra elevai'se en la condición de «propietario». Sin embargo, para nada le preocupa, a diferencia de Hegel, ni el carácter histórico de lo real, ni la victoria de alguna clase sobre las demás ni alguna racionalidad, es más, Stimer va a reaccionar contra Hegel en la ciítica a los grandes sistemas, al mundo de las grandes abstracciones (cfr. Díaz, 1998).

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drán! ¡Basta ya, ridículos salvadores del género humano, nos reímos de vuestros infalibles "hallazgos" de felicidad! ¡Dejad libre el camino a las fuerzas elementales de los individuos, porque no existe realidad humana fuera del individuo! ¿Por qué no volverá a ponerse de actualidad Stimer?» (Díaz, 1998, 17). La filosofía anarquista de Stimer podría pasar por un anarquismo de corte radical, tal y como se señalaba anteriormente, si no fuera porque en el anarquismo no todo se reduce a una crítica al Estado. Para Stimer la crítica al Estado* (al que siempre va a considerar despótico, se trate del régimen que se trate), como negación del individuo, se motiva en una crítica y repulsión a toda vinculación projimal, cuestión bien distinta a la mantenida por los anarquistas, quienes defienden una actitud solidaria y asociativa. Esta crítica que realiza del Estado le lleva, consecuentemente, a negar la ley producida por éste, dado que la misma será concebida en Stimer como la expresión de la opresión que se ejerce contra el individuo «individual», y así se expresa al señalar: «Las leyes de la razón son la expresión del hombre mismo, para que "el Hombre" sea razonable y "la esencia del Hombre" implique necesariamente esas leyes. Piedad y moralidad difieren en que la primera reconoce a Dios y la segunda al hombre como legislador. Desde un cierto punto de vista de la moralidad se razona así poco más o menos: o el hombre obedece a su sensualidad y por ello es inmoral, u obedece al Bien, el CUEJ, en sentido moral (sentimiento, preocupación del Bien) y en este caso es moral... Así se completa y hace absoluta finalmente la dominación de la ley: "No soy Yo quien vivo, es la Ley la que vive en mí"» (cfr. 1985, secc. 1."). En este ataque al Estado se diferencia Stimer de otros anarquistas, como Bakunin o Kropotkin, en que la crítica realizada por estos últimos al Estado corresponde con una defensa de la sociedad, sin embargo para Stimer la crítica al Estado no conlleva como consecuencia la defensa de la sociedad, ya que para él el sujeto individual no puede contar con ésta, puesto que el hecho de asociarse hace olvidar a los hombres su principal lucha, cual es la defensa de sí mismo. 8. «Así pues, fuera todo funcionario, todo administrativo, todo civil seiTÍdor de la cosa pública, porque la res publica no funciona más que a costa de los paganos individuales contra los que por otra paite ejerce su dominación» (Díaz, 1998, 47).

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3.1.3. Mikhail Bakunin Mikhail Bakunin es la figura central en el desarrollo de las ideas y del activismo anarquista moderno y recalcó el papel del colectivismo, la insurrección de las masas y la revuelta espontánea en la creación de una sociedad libre y sin clases sociales.^ Tomando el concepto de alienación religiosa de Feuerbach («Si Dios existe el hombre es esclavo») como fundamento de la negación de la libertad por parte de cualquier autoridad humana, encuentra que la máxima negación de esa libertad es el Estado. Y, dado que el sostén del Estado es la propiedad privada de los medios de producción, abogará por la destrticción del mismo para enarbolar la bandera de la propiedad colectiva. De ahí se seguiría la rebelión contra la estructura económica existente como único camino para la nueva humanidad. Hay que tener en cuenta que el anarquismo se desarrolló en constante oposición a las ideas del marxismo,'" la democracia social y el leninismo; así, el anarquismo no participaba de la convicción marxista de una única clase redentora, no obstante comparten algunas ideas con algunos marxistas, en especial la crítica que realiza Marx del capitalismo. Según Rudolf de Jong, «Anarquistas y marxistas coincidían en creer que para poner fin a esas relaciones de la propiedad tan injustas sólo podía lograrse por medio de la revolución. Y aunque no se concebía la revolución sin violencia, la revolución significaba antes que nada liquidar la estructura existente, pero no necesariamente en un supuesto de violencia y a partir de postulados violentos» (1974, 7). Debe destacarse que los famosos enfrentamientos entre Bakunin y Marx supusieron la división del movimiento revolucionario europeo. Respecto a este conflicto entre marxistas y bakunistas el propio Kropotkin manifestó que no se trababa de un enfrentamiento personal, sino más bien de un conflicto entre la adopción de principios del federalismo o bien principios de la centralización." Se puede decir que este conflicto finaliza con 9. «En la verborrea pseudo-revolucionaria de los bakunistas, se trataba de la destrucción de todo lo que se denomina orden público, de tal manera que se produjera el completo amorfismo-» (Duelos, 1973, 14). 10. Marx esperaba que con el desanxillo progresivo de los hechos económicos se llegaría a la superación de todos los poderes absolutistas del Estado (Rocker, 1971,68). 11. «Entre la Comuna libre y el gobierno paternalista del Estado, entre la acción

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la expulsión de Bakunin y sus seguidores de la Asociación Internacional de los Trabajadores (AIT) en el Congreso de la I Intemacioncd celebrado en La Haya, los días 2 al 7 de septiembre de 1872, por haber fundado éste en Europa una asociación paralela denominada Alianza de los Hermanos Internacionales (finalmente denominada Alianza), «aprovechándose» (dirán los miembros de la AIT) del renombre y la infraestructura de la Asociación Internacional de los Trabajadores.'^ Bakunin siempre predicó la destrucción del orden por métodos violentos rechazando cualquier tipo de control político o subordinación a una autoridad. De hecho, consideraba, invirtiendo la relación causal del marxismo, que el capitalismo servía al Estado, y no al revés, de modo que la destrucción del Estado traería aparejada la emancipación económica. En Socialismo sin Estado: anarquismo}^ Bakunin ofrece su propia definición de lo que debe ser la «justicia» abogando por la disolución de todo aquello a lo que se denomine poder político: «Cuando hablamos de justicia, entendemos por ésta no la justicia contenida en los códigos y en la jurisprudencia romana —los cuales han basado, en gran medida, sobre las verdades de la violencia alcanzada por la fuerza, violencia consagrada por tiempo y en las bendiciones de alguna iglesia u otra (cristiano o pagano), y por lo cual se ha aceptado como principio absoluto que toda ley debe ser deducida por un proceso de razonamiento lógico—; no, hablamos de aquella justicia que está basada únicamente sobre la conciencia humana, la justicia que ha de ser libre de las masas populares y la mejora de las condiciones capitalistas vigentes a través de la legislación. El conflicto entre el espíritu latino y el gist gemiano que, tras la derrota de Francia en el campo de batalla, proclamaba su primacía en la ciencia, la política, la filosofía e incluso el socialismo, presentando su prapia concepción de socialismo como "científica" y tachando de "utópicas" todas las demás» {1977ÍI, 15). 12. Tras la resolución de la I Internacional, «La Alianza había organizado en España y Bélgica congresos que rechazaron las resoluciones del congiBso de La Haya. El Congreso General respondió a los escisionistas en una resolución de 26 de enero de 1873 que decía: «Todas las sociedades y pereonas que se nieguen a reconocer las resoluciones de los congresos, o que descuiden expresamente el cumplimiento de los deberes impuestos por los estatutos y los reglamentos generales, se colocan ellos mismos al margen de la Asociación Internacional de los Trabajadores y cesan de formar parte de ella» (Duelos, 19673, 62). 13. Compendio de diversos artículos por Bakunin publicados en G.P. Maxinoff (1953), The Political Philosophy of Bakunin, The Free Press, Nueva York. Se ha utilizado en este caso la edición electrónica Anarchist Archives: Marxists Internet Archive, 1999 (trad. y ed. digital Proyecto Espartaco, 2001).

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encontrada en el conocimiento de cada hombre —hasta en los de niños— y que puede ser expresada en una sola palabra: equidad [...]. Y es esta justicia, la que nos impulsa a asumir la defensa de los intereses de la gente terriblemente maltratada y a exigir su emancipación económica y social con libertad política. [...] En otras palabras, el Estado debería disolverse en una sociedad libremente organizada de acuerdo con los principios de justicia. [...] Es necesario suprimir completamente, en principio y de hecho, todo aquello que llaman poder político; pues, mientras que el poder político exista, habrá gobernantes y gobernados, amos y esclavos, explotadores y explotados» (2-4). 3.1.4. Piort Kropotkin Un grupo anarquista, probablemente menos extremo, permite la directa intervención social en la represión de los delitos y resulta encabezado por el conde Pedro Alejandro Kropotkin (1842-1921), ácrata contemplativo que levantó su voz contra las prisiones, recordando que también antes de Pinel «se miraba a los locos como endemoniados» y que fue el gran alienista francés quien en la época de la Revolución de 1789 quitó las cadenas a los dementes y los trató como enfermos. La obra de Kropotkin se popularizó a través de folletos baratos, casi todos reediciones de artículos y discursos que adaptó a las necesidades de la propaganda anarquista. Curiosamente, debido al ambiente familiar en el que creció Kropotkin, se esperaba de él que realizara la carrera militar. Carrera militar en la que comenzó sus estudios sobre geografía, que con el levantamiento de 1948 abandonaría para dedicarse a estudios sobre política. Su vida estuvo jalonada por varios períodos largos de encarcelamiento por su oposición al zarismo y, posteriormente, al gobierno bolchevique. Durante la Segunda Guerra Mundial, rompería la amistad con muchos de sus amigos anarquistas por defender la causa aliada, puesto que éstos consideraron este conflicto como una guerra puramente nacionalista y capitalista. El anarquismo de Kropotkin debe mucho tanto a la teorías sociales rousseaunianas y al utopismo francés del siglo XIX como al movimiento populista ruso. Predicó el igualitarismo y la justicia social, pero a la vez defendió la libertad del individuo 94

contra toda autoridad y en favor de una ética social apoyada en la noción de ajT-ida mutua, concepto que procede de la zoología darwiniana y que Kropotkin convirtió en fundamento de la sociedad humana.''' Kropotkin sostiene que el ideal anarco-comunista no sólo defiende la propiedad colectiva (aspecto que lo diferenció claramente de Bakunin),'^ sino tainbién la distribución en función de las necesidades, y no del trabajo;'* así se reactivó el sueño de Tomás Moro (1477-1535) de un almacén colectivo en el cual cada uno entregase cuanto hubiera producido y obtuviese cuanto fuera de su necesidad. El anarquismo es, para KJ"opotkin, una concepción del mundo fundada en una interpretación mecánica de los fenómenos que comprende la totalidad de la naturaleza y la vida de las sociedades humanas. Por ello, consideraba que las ideas en torno a la constitución del Estado, a la leyes del equilibrio social y de las interrelaciones políticas y económicas no podían sostenerse por más tiempo ante la incesable crítica «en el gabinete y en el cabaret, en los escritos de los filósofos y en la conversación diaria» (1977¿», 34-35). De este modo, este autor afirmará que el origen del anarquismo surge de la misma protesta crítica y revolucionaria que el socialismo, pero que existe una cuestión que les diferencia, cual es que, mientras el socialismo se queda en la crítica al capital y a la organización basada en la explotación del trabajo, el anarquismo también va a criticar a las principales fuentes de poder de dicho capitalismo: la Ley (elaborada siempre por una minoría en interés propio), la Autoridad y el Estado'7 (1977a, 168). Resulta interesante examinar su libro Las prisiones desde la portada del mismo. Así, en la presentación de éste, Kropotkin

14. «Se prevé ya un estado social en que la libertad del individuo no la limitarán leyes ni contratos, sino sólo sus propios hábitos sociales y la necesidad que siente todo el mundo de hallar cooperación, apoyo y simpatía entre sus semejantes» (1977a, 66). 15. Bakunin pensaba en la propiedad colectiva de los medios de producción, donde cada cual fuese remunerado según su trabajo. 16. En este sentido, Kiopotkin comulgaría más con las ideas de Paine, ya examinado con anterioridad. 17. «El Estado se creó con el decidido propósito de imponer el dominio de los terratenientes, los patronos de la industria, la clase militar y el clero sobre los campesinos y sobre los artesanos de las ciudades. Y el rico sabe perfectamente que si la maquinaria del Estado dejase de protegerle, se desvanecería de inmediato su poder sobre las clases trabajadoras» (1977a, 207).

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es preguntado acerca de las posibles diferencias entre un pensador anarquista y un reformador burgués, a lo que no duda en contestar del modo siguiente: «Un rosario de ambigüedades sólo zanjadas de modo concluyente por una obstinada negativa a formular utopía administrativa ningtma, ni proponer un sistema punitivo alternativo; su no complicidad con la lógica careeral misma que ha funcionado desde siempre con un movimiento hecho de continuas iniciativas de reforma. Si se me preguntara: ¿Qué podría hacerse para mejorar el régimen penitenciario? ¡Nada! —respondería— porque no es posible mejorar una prisión» (1977¿, 13). A medida que uno avanza en la lectura de esta obra, puede observar como las críticas de ICropotkin a la cárcel, a todo el sistema penitenciario y, de algún modo, al sistema penal en su conjunto, van haciéndose más mordaces. Se afirma por Kropotkin que la cárcel, y todas las circunstancias que la rodean, es «apropiada» para acabar con la voluntad de cualquier ser humano, ya que éste no tendrá la posibilidad de optar entre eso u otra cosa, perdiendo así el control sobre la propia vida. De este modo plasma sus pensamientos en tomo a la pena privativa de libertad, la cual, a todo esto, conoció muy bien en sus propias carnes: «Sábese en qué horribles proporciones crecen los atentados al pudor en todo el mundo civilizado. Muchas son las causas que contribuyen a este crecimiento, pero la influencia pestilente de las prisiones ocupa el primer lugar» (\997b, 37). En esta obra Kropotkin concluye destacando que no podemos olvidar que la prisión no reduce la producción de delitos, no disminuye, por la amenaza de su imposición, la criminalidad. De hecho, afirmará que aumenta el número de delitos cometidos aun con esta amenaza; por consiguiente, a pesar de las múltiples reformas que se quieran realizar en tomo a esta sanción penal, siempre vamos a hablar de una privación de libertad y, según Kropotkin, de «un medio ficticio como el convento, que toma al prisionero cada vez menos propio para la vida en sociedad. No consigue lo que se propone. Mancha a la sociedad. Debe desaparecer» (1997¿, 56-57). Se podría continuar en el análisis más exhaustivo de esta gran obra de Kropotkin, puesto que en la misma pueden encontrarse perfectamente todas y cada una de las reflexiones que en tomo a la sociedad y a la sanción de la pena privativa de liber96

tad presuponía uno de los más afamados anarquistas de la historia. A pesar de ello, y para no extendemie más en este autor, considero que vale la pena transcribir la concepción que éste mantenía con respecto a la ley desde su visión anarquista. Kropotkin considera que la ley confirma y cristaliza las costumbres de una sociedad, pero al hacerlo «aprovecha este hecho para asentar (en general de forma disfrazada) los génnenes de la esclavitud y la diferenciación de clases, la autoridad del sacerdote y el guerrero, la servidumbre y otras instituciones, en interés de los militares y de las minorías dominantes» (1977a, 197), y la única salida posible para romper con este «yugo» serán «sangrientas revoluciones». Tal y como señalara Kropotkin el anarquismo se había originado dentro del pueblo y preservaría su vitalidad y fuerza creativa mientras existiese un movimiento popular. Por ello, debe recordarse que hay miles de militantes anarquistas «ordinarios» que nunca han escrito libros pero cuyo sentido común y su activismo han estimulado el espíritu de rebeldía dentro de la sociedad y ayudan a construir el nuevo mundo en el caparazón del viejo. Sin embargo, más que por estos posicionamientos, Bakunin y Kropotkin son tenidos como los principales teóricos del anarquismo por su sentido organizativo y por haber dado al anarquismo una voluntad de movimiento de masas y de operatividad política. El concepto que los distingue de todos los anteriores pensadores anarquistas fue el de acción directa, entendida como la legitimación de cualquier medio, incluida la violencia, para conseguir la desaparición del Estado y la propiedad privada de los medios de producción.'* Sin embargo, aunque se cometieron numerosas aberraciones, la actuación anarquista que ellos propusieron era una cosa muy distinta de la practicada conflisamente por los numerosos «héroes» terroristas de entresiglos.

18. «¿Qué formas adopta esta acción? [...]. A veces trágicas, irónicas a veces, pero siempre audaces; colectivas unas veces, puramente indi\idualos otras, forman una política de acción que no olvida nunca los medios a mano, ningún acontecimiento de la vida pública, y los usa para mantener vivo el ánimo, propagar y dar expresión a la insatisfacción general, avivar el odio contra los explotadores, ridiculizar al gobierno y exponer su debilidad y, sobre todo y siempre, con el ejemplo concreto, despertar el valor y propagar el espíritu de rebeldía» (Kiopolkin, 1977a, 38).

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3.1.5. Emilio Gimrdin Otro de los autores que deben ser destacados es Emilio Girardin,'* quien desde una posición más conservadora, pone en duda el derecho social de imponer castigos. Empieza negando que semejante derecho sea legítimo y hace tabla rasa de todos los sistemas ensayados para sostenerle; pero añade, inmediatamente, que él admitiría la pena si la niisma fuese útil, acabando por negar su utilidad y eficacia. Dicha deslegitimación va a basarse en una nota característica, según Girardin, de la penalidad: el abuso; es decir, siempre que hubo poder punitivo hubo abuso, pues éste se configura como una nota estructural y no coyvmtural del ejercicio del poder punitivo. Del examen que recdiza Zaffaroni de la obra de Girardin podrían destacarse afirmaciones vertidas como «la penalidad tiene origen servil» o como «cuando la sociedad viva sin carceleros ni verdugos, con menos homicidas y ladrones, parecerá tan simple como hoy lo es su existencia sin esclavos ni siervos, pese a que, durante siglos, se haya pretendido que eso era absolutamente imposible» (2001, 660-661). Resulta interesante la periodización que realiza Girardin para tratar de demostrar que donde las leyes fueron más duras los delitos se multiplicaron, periodización que coincide con la utilizada por el positivismo criminológico años más tarde: 1) venganza privada; 2) venganza pública; 3) humanización. Pero, sin lugar a dudas, se destaca la argumentación utilizada para deslegitimar la pena al señalar que en ningún momento la sociedad ha reconocido al hombre el derecho a punir a otro miembro de la sociedad: «Si este uso no ha sido más que un largo y cruel abuso, más útil a la barbarie y a la opresión que a la civilización y a la libertad ¿sobre qué habrá de ftmdarse su legitimidad? Nada atestigua esta legitimidad, pero todo constata este abuso. No hay una página de la historia que no haya manchado de sangre. ¿Qué es la historia sino el sangriento 19. Periodista francés que nació en París en 1806 y murió en la misma ciudad en 1881.

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martirologio de innumerables víctimas inmoladas por la ignorancia, la superstición, la tiranía, la crueldad, la iniquidad, armadas del derecho a punir?» (2001, 662-663). Además de negar la legitimación del Estado para imponer penas a los individuos, en cualquier caso, niega cualquier tipo de utilidad de la misma, destacando que realmente la única pena que podría tener utilidad sería la pena de muerte, entrando en gran controversia abiertamente con el pensamiento de Beccaria, a quien critica sin ningún pudor señalando la contradicción de sus proposiciones. A pesar de ello, Girardin es contrario a la pena de muerte, pero considera que antes de suprimir la misma debiera suprimirse la pena privativa de libertad, dado que la situación de estigmatización social^'' que pesa sobre los excarcelados «desacrciliza» la eficacia de la misma. Sí considera que la pena de muerte, a diferencia de la pena privativa de libertad, no pervierte, no deprava, ni corrompe al personal que realiza las ejecuciones y, por otro lado, que la pena de muerte no incrementa el crimen. Ante la inminente crítica respecto a la irreparabilidad de la pena de muerte va a responder que tampoco existe la posibilidad de reparar las enfermedades y muertes que resultan como consecuencia de la realización de trabajos forzados impuestos como sanción penal. Considero que la mejor conclusión de Girardin que acaba por legitimar todo su discurso en esta materia es la propia idea que construye en referencia a la eliminación penal: «la pena jamás ha corregido a otros que a quienes se hubiesen corregido sin ella... La represión es una almohada sobre la cual la sociedad ha dormido demasiado tiempo» (2001, 670-671). 3.1.6. León Tolstoiy Vladimir Sergio Solovief Sobremanera interesante es la posición del conde León Tolstoi^' frente £il derecho punitivo. En su doctrina, calificada como 20. Dicha estigmatización social es también denominada por Giraitiin como «servidumbre penal», como el resultado de la función repiüductora del sistema penal (Zaffaroni, 2001, 666). 21. En quien se halla mayor rastro de aquellas concepciones del famoso y desconocido Conde Tolstoy y se vuelve al criterio puro de los anarquistas, es en Alejandro Goldenweiser, ruso, aunque de apellido alemán, en cuyo libro destaca la paradoja desde el título: El crimen contiene en si la pena y la pena es un crimen. El crimen como

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anarquismo cristiano, afirma la «no resistencia al mal con la violencia», basándose en los Evangelios para fundamentar la justicia en la piedad al prójimo. La educación^^ y el ejemplo moral serían el medio por el cual, en la misma línea que los socialistas utópicos, en un proceso evolutivo y pacífico se iría creando una sociedad autorregulada. Así, ¿qué hacer con los delincuentes, con los perturbadores del orden? Desde luego no castigarles, diría Tolstoi, sino perdonarles, como mandó Jesús, hasta setenta y siete veces; tratarles como hermanos, según enseñó Cristo, el cual dijo que no debíamos resistir al mal con la violencia. Sobre la llamada legitimidad de la función punitiva se expresa Tolstoi con mucha claridad: nadie puede ni debe imponer penas a sus semejantes, y el imponerlas produce, además de injusticias, verdaderos e innumerables daños sociales. Personificando sus inquietudes en el príncipe Nekliudoff, Tolstoi escribe: «Anhelaba saber en virtud de qué derecho funcionaba, de dónde provenía aquella extraña institución llamada Tribunal penal, del que eran resultado directo las cárceles con sus habitantes y los innumerables puntos de reclusión, empezando por la fortaleza de Petropaulows y concluyendo por Sackalin, donde languidecían millares de víctimas de aquella institución peneJ». Y en otro pasaje de Resurrección leemos: «¿Por qué y con qué derecho unos pocos hombres se arrojan el poder de encarcelar, castigar, atormentar, pegar, desterrar y condenar a muerte a sus semejantes, siendo así que ellos no difieren de los que por su orden son castigados, encarcelados y desterrados?» (cfr. Jiménez de Asúa, 1964, 21). En la misma línea que Tolstoi, teniendo como base o fundamento de la justicia a la piedad, podríamos destacar también, como pensador anarquista, a Vladimir Sergio Solovief, que considera digno de tanta piedad al ofensor como al ofendido. Solovief considera que existen dos grupos de enemigos claramente pena es la afirmación de que el delito lleva en sí mismo siempre su propio castigo, siendo éste bastante para oponerse a aquél: dejad al delincuente con las consecuencias de sus actos. Ésa es la verdadera pena natural, que está compuesta tanto de las reacciones de los ofendidos directamente por la acción u omisión criminales, como de las propias reacciones morales deí delincuente: el malestar interior, el rastro que deja tras de sí el mal, los remordimientos, la impulsión al suicidio, unido todo ello a la censura social de los demás, el menosprecio del prójimo, etc. {Jiménez de Asúa, 1964,22). 22. Recoixiar en este punto todo lo relacionado con el pensamiento de Rudolf Rocker, destacado anteriormente.

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diferenciados opositores de sus ideas: los partidarios de la penacastigo de cuyos pensamientos, cree, habrá de asombrarse la posteridad «al leerlos, como se asusta hoy cuando lee las ideas de Aristóteles sobre la esclavitud», y los que exaltan el respeto a la persona del delincuente y, trasladando el punto de vista de la Ética a la Mística, con el principio de la «no resistencia al mal con la violencia», niegan toda forma represiva y preventiva que no sea la persuasión por la palabra. A pesar de esta primera coincidencia con el pensamiento de Tolstoi, Solovief le criticará el señalar que para él incluso no es lícito detener el brazo de la madre que se dispone a dar muerte a su hijo, porque el hombre salvado de la muerte violenta, acaso mañana sería un malvado. Acude a un ejemplo más complicado: se ha impedido a un hombre por la fuerza, creyendo hacerle un bien, entrar en la taberna. Pero he aquí que si hubiera entrado, el vino exaltaría su sensibilidad, y saliendo de ella hallaría en el camino a un pobre perro medio helado por el frío de la noche. Entonces le cogería, dándole calor entre sus brazos. Salvado el animal de la muerte, corriendo el tiempo, el perro salvaría a su vez a una niña caída en un estanque, a quien el cielo destinaba para madre de un gran hombre. Por no entrar aquél en la taberna, helado el perro y la niña ahogada, se ha malogrado, en conclusión, todo un genio, un gran hombre. Partiendo del principio ético, Solovief estima que la privación de libertad en las cárceles, en definitiva, es una forma inferior a nuestro tiempo y piensa —como ICropotkin— que llegaremos a juzgar las prisiones como hoy se juzgan los establecimientos psiquiátricos de hace un siglo (cfr, ibídem, 25).

4. Crüninalización del ideal anarquista No podría concluirse este breve artículo sin destacarse el intento que se realizó por una parte del positivismo criminológico por combatir y, más aún, por criminalizar al anarquismo. Ya en ocasión del I Congreso Nacional de Antropología Criminal, celebrado en Italia, Lombroso argvimentaba en 1884, en sus estudios sobre el «delito político» que, entre sus variadas manifestaciones, se hallaba la personalidad de los anarquistas, exponentes de un cierto materialismo somático (1977, 24). Así, 101

afirmaba Lombroso que entre los más tristes males de la sociedad se encontraban la criminalidad, la prostitución, el alcoholismo y la anarquía, exponentes de patologías que evidenciaban la disposición antisocial orgánica de ciertos individuos. Del mismo modo, probablemente con mayor cuidado, otro autor como Constante Amor y Naviero, calificará a los anarquistas como: «Los anarquistas de acción son hombres a quienes las continuas predicaciones o lecturas anarquistas han arrebatado toda noción religiosa, inclusa la idea de Dios, y con ella toda moral definida y fija, dejándoles sólo a lo sumo una moral vaga y acomodativa. [...] Están en una situación que, aunque obedece a causas distintas, permite equipararlos en cuanto su responsabilidad, a los embriagados, por su excitación nerviosa, y a los niños, por su discernimiento incompleto de la moral» (cñ-. 1917, 304 y 305). Cuando Lombroso publica Los anarquistas en 1894, perfila concepciones sobre tales individuos considerándolos como los exponentes de la «caballería ligera del socialismo», entendiendo que la sociedad y el gobierno les vean como «diabólicos adversarios, ingenuos e idealistas [...] representantes de temperamentos epilépticos y criminales políticos por pasión». Tal y como señala el propio Lombroso, los anarquistas eran la expresión de un intento por volver a formas sociales de barbarie primitiva, un regreso al hombre prehistórico, a una edad incluso anterior al surgimiento de la autoridad del pater familias (cfr. 1977, 15). De este modo, para este autor los anarquistas representaban un «tipo criminal completo», ya que eran exponentes de una conjunción de criminalidad y locura (ibídem, 25). Con el fin de probar los supuestos «rasgos» criminales que residían en los anarquistas Lombroso^^ utiliza índices indicativos como: 1) «la jerga» utilizada por los anarquistas es la misma que la utilizada por los delincuentes; 23. Debe tenerse presente que las teorías de Lombroso surgen de la confluencia de dos corrientes de la ciencia médica dominante en el siglo XVIII: la frenología, que apuntaba a las posibles coirespondencias entre la constitución cerebial y la conducta, y la psiquiatría que, en función de las primeras doctrinas de la criminalidad, se ocupaba de los estados degenerativos y de la privación del sentido moral. Así, estos principios del positivismo y del darwinismo serán el axioma de Lombioso, por los que asume la idea de una determinación biológica de la conducta (Maristany, 1973, 7-8).

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2) los tatuajes que marcan la piel de los anarquistas son los que se dan frecuentemente en los criminales natos;^'' 3) el sentido ético: la falta general de sentido moral, «por las que les parece sencillísimo el robo, el asesinato y todos los crímenes que a los demás parecen horribles»; y 4) el lirismo (ibtdem, 26). A todo ello se le agregaba las opiniones de ciertos magistrados, como Spingardi, que le habían dicho a Lombroso: «No he visto todavía un anarquista que no sea imperfecto o jorobado, ni he visto ninguno cuya cara sea simétrica» (ibídem, 26). En otras ocasiones la percepción del sujeto anarquista como un delincuente nato va a basarse, para Lombroso, en la percepción visible de determinados rasgos físicos o defectos como pueden ser el tener una cara irregular; «lo exagerado de sus arcos suprarraciales»; la desviación de la nariz hacia la derecha; las orejas en forma de asa y/o colocadas a diferentes alturas; la mandíbula inferior grande, cuadrada y muy saliente e, incluso, determinados defectos de pronunciación (ibtdem, 29). En un momento de esta obra Lombroso llega a afirmar que la «tendencia» a la insubordinación de los anarquistas es congénita y hereditaria (considerando el anarquismo como una enfermedad) y que, por tanto, surge sin causas determinantes^^ (ibídem, 61). La criminalización que llega a realizar Lombroso del movimiento anarquista es tal que se permite describir la lucha anarquista del modo siguiente: «Mas el punto en que el delito político se confunde con el delito común, es cuando estos soñadores del campo teórico, de libre acceso a todo el que tenga una mente sana, pretenden descender a la práctica, aceptando para realizar su fin, el empleo de todos los medios, aun el hurto y el asesinato, creyendo obtener, con la matanza de unos pocos, siempre víctimas inocentes que provocan una violenta reac-

24. «Tienen —escribía dicho testigo— corazones, calaveras y huesos ciiizados sobre el doloso de la mano, y también áncoras y boitlados repartidos por toda la piel. Yo he visto una corona de laurel dibujada sobre la frente de un joven, y sobre la de otro la siguiente divisa: //ove you (yo la amo)» (Lombroso, 1977, 26). 25. «Y he demostrado ya en muchas de mis obras que, mientras todos los hombres experimentan algo de repugnancia hacia todo lo nuevo, los locos, criminales natos y apasionados sienten hacia ello una imperiosa atracción, que, dada su poca cultura y su enfermedad, se manifíesta en inútiles bizarrías y originales cmeldades» (ibídem, 61).

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ción en todos, las adhesiones que los opúsculos y la propaganda oral no consiguió atraer» {ibídem, 24). A pesar de ello, dice llegar a entender («que no justificar») el surgimiento de la defensa de las ideas anarquistas (cfr. ibídem, 16 ss.), aun considerando que pocos de los fines proclamados por el anarquismo son realizables, «mas no todos son absurdos». Por ejemplo, Lombroso considera, como el anarquismo lo hiciera, que debiera darse más importancia al individuo en la sociedad de la que tiene, incluso comparte la crítica que se realiza por al anarquismo a los sistemas de represión; sin embargo no ve con buenos ojos la unión colectiva que se propugna desde el anarquismo como forma de funcionamiento de la sociedad: «la bondad de las asambleas está en razón inversa del número de los que la forman» {ibídem, 24). Hay que tener presente que dicha criminalización, o condenación, que se realiza por Lombroso, y de manera extensiva por los de su escuela, no surge por la defensa y en nombre de posiciones tradicionalmente conservadoras, sino de un pensamiento que se proclama liberal, republicano, científico y laico. La figura del delincuente —«temida y fascinante»— se encontraba opuesta al principio universal y sagrado imperante en esos momentos: el tributo debido a la sociabilidad, entendiendo así la sociedad como una voluntad común, como un organismo justo y armónico por el que cualquier tipo de disidencia podía ser calificada, en su nombre, de enfermiza (cfr. Maristany, 1973). Lombroso concluye destacando que no aboga por la pena de muerte «para curar la plaga de la anarquía», contra la cual «no hay más medios que el fuego y la muerte», como algLmos autores han entendido, y ello a pesar de mostrarse claramente a favor de la aplicación de la misma, pero exclusivamente «tratándose de criminales nacidos para el mal». Por lo que respecta a los anarquistas y a las penas de las que son merecedores, Lombroso escribe: «pero si hay algún gran crimen al que no deba aplicarse, no ya la pena capital, sino ni aun las penas graves, y mucho menos las infamantes, me parece que es el de los anarquistas» (Lombroso, 1977, 61). Es más, de hecho, Lombroso afirma la inutilidad de la utilización de legislaciones excepcionales, puesto que considera probado que ante épocas de horribles represiones por parte de los Estados se han sucedido nuevos y más violentos atentados, ya que dichas represiones 104

brutales han hecho ensoberbecer a los anarquistas.^^ Constante Amor y Naviero considera que el castigo más justo y eficaz a aquellos declarados anarquistas que cometieran delitos sería: «ser condenados a estar en un manicomio judicial a perpetuidad en los casos en que habría de imponérseles la pena de muerte, y por el tiempo en que habrían de sufrir cadena o reclusión en los que las leyes actuales señalan estas penas», para pasar a examinar la forma de ejecución de esta pena propuesta: «En esos manicomios vestirían camisa de fuerza por un período que no bajaría de diez meses ni subiría de 2 años, y no recibirían visitas sino de personas escogidas y taxativamente señaladas, que pudiesen influir en el saneamiento del loco y en la corrección del criminal» (1917, 305). Resulta evidente que Lombroso recibió respuestas por parte de los propios anarquistas, de entre las cuales destacaré la de Kropotkin, quien le señaló: «En una palabra, las causas fisiológicas, de las que tanto hemos hablado en estos últimos tiempos, no son de las que menos contribuyen a hacer que el individuo sea conducido a la prisión. Pero éstcis no son causas de criminalidad propiamente dicha, como tratan de hacerlo creer los criminalistas de la escuela de Lombroso. Estas causas, mejor dicho, estas afecciones del cerebro, del corazón, del hígado, del sistema cerebro-espinal, etc., trabajan constantemente en todos nosotros. La inmensa mayoría de los seres humanos tienen algtma de las enfermedades mencionadas, pero estas enfermedades no Uevan al hombre a cometer un acto antisocieJ sino cuando en circunstancias exteriores dan ese giro mórbido al carácter» (1977a, 49). Otra de las críticas a esta obra de Lombroso es la realizada por Ricardo Mella, quien destacará de este autor su gran imaginación: «La propensión a generalizar, conduce a Lombroso a

26. «Podii'an todas —las naciones—, sin embargo, adoptar algunos acueixios de policía comunes, pero no violentos, tales como retratar a los adeptos de la anarquía militante; la obligación internacional de denunciar el cambio de residencia o domicilio de las pereonas peligrosas; el envío a los manicomios de todos los epilépticos, monomaníacos y locos tocados de anarquismo —medida más seria de lo que se cree a primera vista—, la deportación perpetua de los individuos más temibles, a ser posible a las islas despobladas y aisladas de la Oceanía; la prohibición a los periódicos de publicar los procesos anaiíjuistas y, por último, el dejar a las poblaciones en libertad de manifestarse contra los anarquistas, aun con hechos violentos, creando así una verdadera leyenda antianarquista popular precisamente en aquel medio que ellos, con especial interés, tratan de seducir» (ibídem, 68-69).

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deducir nimiedades y hechos aislados, teorías y leyes inexplicables. Quizá una imaginación exuberante, unida al afán exagerado de especializar las ciencias, es la causa verdadera de las incongruencias lombrosianas» (Mella, 1975, 81). Critica de Lombroso el no haber entendido el anarquismo ni haber conocido a los anarquistas, y que éste resuelva todo un proceso ideológico en una serie de fanatismos, que englobe en el movimiento anarquista a todos aquellos que realicen actos de violencia y, en definitiva, concluye que las afirmaciones vertidas como resultado de este supuesto trabajo de investigación antropológico son «patrañas inventadas contra el emarquismo» (ibídem). Por todo ello, y dada la afirmación vertida por Lombroso en el sentido de ausencia de bibliografía en el anarquismo, Ricardo Mella se pennite recomendarle todo un sinfín de bibliografía en castellano, en francés y en inglés: «Si, pues, no estudió antes, como debiera, las ideas y los hombres de la Anarquía, reflexione Lombroso que en su papel de crítico, el desconocimiento de la materia criticada es pecado imperdonable, y aún está a tiempo de escoger lo que mejor le pareciere en el arsenal que le ofrezco, y estudiar de nuevo y desapasionadamente hombres y teorías, cuyo desconocimiento evidenciaré. Y si le doliere rectificar sus errores, recuerde que de sabios es mudar de consejo» (ibídem, 84). Debe destacarse, en este punto, que incluso entre los defensores de la misma escuela que Lombroso, no faltaron voces discrepantes de sus planteamientos. Así, en el Congreso Internacional celebrado en Ginebra en 1896 cuyo tema principal era «El anarquismo y el combate contra el anarquismo desde el punto de vista de la antropología criminal», Enrico Ferri manifestó ciertas reservas a la tesis antropológica, destacando los aspectos sociales y políticos de la cuestión anarquista (Maristany, 1973, 78). Otro de los autores, representantes de este positivismo, que realizó aportes en este sentido fue Garófalo, como el jurista más caracterizado de la Escuela positiva italiana que extrajo las consecuencias penales previsibles de la noción que del delincuente tenía su coetáneo Lombroso (cfr. Lombroso, 1977, 12 ss.). En relación con su defensa de una función preventivo especial negativa de las penas destacaba: «la reacción estatal (la pena) consiste en la exclusión del miembro cuya adaptación a las condiciones del medio ambiente se manifiesta incompleta o imposi106

ble [...]»; esta separación debería consistir «en la exclusión absoluta del criminal de toda clase de relaciones sociales» para concluir, finalmente, afirmando que «el único medio absoluto y completo de eliminación es la muerte» (1912, 265). A Garófalo se le ha considerado como el auténtico ingenio o ingeniero máximo de la represión, y no debe olvidarse que, ya en su vejez, hie una de las figuras más estimadas y favorecidas por el régimen fascista de Mussolini (Maristany, 1973, 80). En este rapidísimo repaso, tampoco podían obviarse las medidas propuestas por el Dr. Emmanuel Régis en 1890 en su obra Les Régicides dans l'histoire et dans le présent. En esta obra aprovecha y amplía los esquemas utilizados por Laschi, el fiel colaborador de Lombroso. De este modo, «ve en los anarquistas una versión moderna —sólo distinta en sus caracteres exteriores— de los fanáticos religiosos del pasado: unos y otros, objeto de su estudio, constituían para él variantes de un tipo único, "nacidos en las mismas condiciones mórbidas", y proponía para los anarquistas la reclusión en asilos de alienados criminales» {ibídem, 67). A pesar de la creencia de Lombroso en la inutilidad del uso de las legislaciones de excepción en este caso, ésta tuvo lugar tanto a escala internacional como nacional en Europa y América (aunque nos centremos en los Estados Unidos). En el ámbito internacional deben destacarse: en primer lugar, la Conferencia Internacional celebrada en Roma, a iniciativa del gobierno ita liano, en 1898 «para combatir o, mejor aun, defenderse del peligro anarquista» cuyos acuerdos fueron de carácter secreto; y, en segundo lugar, la Conferencia Internacional de Austria en 1905, cuya celebración, a iniciativa de Rusia, estaba prevista y no ocurrió por oposición de Francia, Inglaterra, Italia y Estados Unidos a aceptar la cláusula de extradición de los anarquistas a su país de origen. Ya en España, entre 1894 y 1912 se promulgan diferentes leyes, reales decretos y circulares especiales relativas a la persecución y castigo de los anarquistas; así: Ley de 10 de julio de 1894 (reformada por Ley de 2 de septiembre de 1896, la cual hace referencia expresa al término «anarquista» en su art. 4.°);^^ Real 27. Art. 4.": «El Gobierno podrá suprimir los periódicos y centros anarquistas, y cerrar los establecimientos y lugares de recreo en donde los anarquistas se reúnan

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Decreto de 16 de septiembre de 1896 (donde se establece que el referido art. 4.° de la Ley de septiembre de 1896 sólo «se aplicará, por ahora, en las provincias de Madrid y Barcelona» —art. 2.° in fine); Real Decreto de 12 de agosto de 1897 (con un único artículo establece que la disposición del ya citado art. 4° de la Ley de septiembre de 1896, se aplicará «a todas las provincias del Reino»); y las Circulares del Ministerio Fiscal de fecha 17 de octubre de 1893 y de 28 de noviembre de 1912 (esta última haciendo referencia expresa al asesinato del presidente del Consejo de Ministros del momento, don José Canalejas). Otros ejemplos de este tipo de legislación excepcional que se dieron en Europa son: en Alemania, la Ley de 9 de julio de 1884 sobre el uso peligroso y criminal de materias explosivas, y el Decreto (Reichrgerichtsomung) de 21 de octubre de 1878 contra las tendencias revolucionarias democrático-sociales, socialistas y comunistas (cuya vigencia expiró el mes de octubre de 1890); en Austria, la Ley de 30 de enero de 1884, la Ley de octubre de 1885 (sobre derechos de reunión, asociación y libertad de la prensa), la Ley de 25 de junio de 1886 (suspendiendo los juicios por jurado en los delitos cometidos por anarquistas); en Bélgica, la Ley de 23 de agosto de 1887, castigando la provocación a cometer crímenes y delitos (estableciéndose en la misma un período de vigencia no superior a tres años, salvo que sea renovada); en Bulgaria, la Ley de 16 de mayo de 1907, de represión del anarquismo (dictada tras el asesinato del presidente del Consejo de Ministros Petkow); en Dinamarca, las Leyes de 1 de abril de 1894 y de 7 de abril de 1899; en Francia, la Ley de 29 de julio de 1881 sobre la libertad de prensa y la Ley de 28 de julio de 1894 (otorgando competencia a los Tribunales de policía correccional en casos de infracciones cuyo «objeto sea llevar a cabo un habitualmente para concertar sus planes o verificar su propaganda. También podi:á hacer salir del reino a las peleonas que, de palabra o escrito, por la imprenta, grabado u otro medio de publicidad, propaguen ideas anarquistas o foimen parte de las asociaciones comprendidas en el artículo 8." de la Ley de 10 de julio de 1894. Si el extrañado en esta forma volviese a la Península, setó sometido a los Tribunales y castigado por haber quebrantado el extrañamiento, con la pena de relegación a una colonia lejana por el tiempo que los Tribunales fijen en cada caso, pero que nunca podiá ser menor de tres años quedando allí sujeto al régimen disciplinario que, según la conducta que observe, consideren indispensables las autoridades militai^es. Los acuerdos a que se refieren los páirafos anteriores se adoptarán en Consejo de Ministros y previo infoime de la Junta de autoridades de la capital de la respectiva provincia».

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acto de propaganda anarquista» —art. 1.°); en Inglaterra, la Ley de 6 de agosto de 1861, la Ley de 14 de junio de 1875, la Ley de 10 de abril de 1883 (con motivo del intento de volar las Local Government Board Offices, de Westminster, y Times Office); en Italia, la Ley de 19 de julio de 1894; en Portugal, la Ley de 21 de abril de 1892, la Ley de 13 de febrero de 1896 (en la que se prohibe, por ejemplo: «Siempre que un acto tenga carácter anarquista, se prohibe a la Prensa la publicación de los atentados, procesos y pesquisas de la policía, como asimismo los debates judiciales» —artículo único), la Ley de 21 de julio de 1899 o la Ley de 7 de julio de 1898; en Suiza, la Ley de 12 de abril de 1894 y la Ley de 30 de marzo de 1906. Para finalizar este fugaz repaso a la principal legislación excepcional que se dio en materia de represión y castigo de los anarquistas, veamos qué sucedió en Estados Unidos: el movimiento más intenso en pro de una represión feroz contra el anarquismo se produce tras el asesinato del presidente MacKinley. Como primera legislación se destaca la Ley del Estado de Nueva York de 3 de abril de 1902,^* seguida de la Ley del Estado de Nueva Jersey en el mismo año (única ley promulgada en Estados Unidos que condena y castiga las conspiraciones anarquistas). Continúa expandiéndose este tipo de legislación en el Estado de lowa, en el Estado de Ohio y en el Estado de Pensilvania, con las leyes de 31 de marzo de 1870 y de 22 de abril de 1900.

5. Conclusiones En definitiva, tras este sumarísimo i-epaso a la crítica al sistema penal realizada desde la «ideología» anarquista, debe retomarse y recordarse, considero acertado, una de las cuestiones apuntadas en la introducción a este artículo, cual es, la similitud de referencias, críticas e ideas que desde el movimiento anarquista y desde sus principales representantes se aparejan con el denominado movimiento libertario y, cómo no, con las tesis de28. Observe el lector que, pasado el tiempo, podemos obsen'ar cómo la ciudad de Nueva York ha sido escenario —quizás laboratorio— de las políticas criminales más restrictivas y, por qué no, en algunos casos más ad hoc, en materia de prevención/represión del delito que fueron y han sido exportadas desde esta ciudad al i-esto de los estados y, cómo no, a Europa mediante el puente tendido por el Reino Unido.

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fendidas posteriormente en la historia por el movimiento abolicionista (en cuanto a la crítica del sistema penal concierne). Probablemente, cuando se intenta repensar y escribir respecto a las teorías sobre el ius puniendi reflejadas en el anarquismo aparecen, básicamente, dos problemas. Por un lado, la falta de material documental específico sobre esta materia. Si bien es cierto que sobre el anarquismo se ha escrito abundante y prolijamente, no lo es menos que la mayor parte de dicha literatura está referida al diseño de sociedad que se trataba de defender por los seguidores del anarquismo (tal y como ha quedado reflejado en este artículo), quedando implícitas las críticas al sistema penal en el referido modelo social. Y, por otro lado, cuando dichas críticas se toman explícitas, las mismas son tachadas de utópicas o de revolucionarias y, por lo tanto, pueden ser perseguibles y envueltas bajo el manto de la penalidad. Debe recordarse la feroz crítica, y criminalización, que se realizó desde el positivismo criminológico imperante entonces a este pensamiento (y probablemente en nuestros días), y la legislación ad hoc que va surgiendo en los diferentes Estados de Europa y Estados Unidos, defendiendo incluso la pena de muerte para aquellos que comulgaran con estos ideales. De este modo, resulta paradójica esta persecución cuando años más tarde las mismas propuestas han sido defendidas bajo otra denominación y no han obtenido igual respuesta. Probablemente, el hecho diferencial resulte ser que en esta nueva ocasión se trató de un grupo de pensadores más homogéneo y afín con los medios a seguir en la defensa de sus ideales, y que el recurso a los actos violentos no fue la bandera a enarbolar en dicha defensa. Pero debe recordarse, nuevamente, que el anarquismo no fue exclusivamente «terrorismo de Estado», tal y como he tratado de plasmar en este escrito y, por tanto, la consigna de este pensamiento sí fue la eliminación total del Estado y, consecuentemente, su capacidad de regulación y de punición. Según James Stuart, el movimiento anarquista fracasó por lo siguiente: «Esto era inevitable desde el momento mismo de quedar constituida en el exilio una infi-aestructura burocrática que cada día más exclusivamente se alimentaría de glorias pasadas; desde el momento mismo en que las filas de los sobrevivientes tuvieron que aceptar el compromiso de su delicada situación en el país extranjero que fuese, cuya hospitalidad no 110

era cosa que se pudiese estirar demasiado; desde el m o m e n t o m i s m o en que la única preocupación que le quedaría en adelante a toda una serie de manipuladores sembrados entre tales filas sería la de agarrarse con u ñ a s y dientes al p u ñ a d o de poder que pudiese quedarle a ú n a cada u n o entre las m a n o s (y uso la palabra poder en lo que vale), extraña oficiosidad de porteros que se empeñasen en seguir guardando u n a vasta mansión abandonada y ya señalada p a r a demolición inminente» (1974, 94).

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DOS CONCEPCIONES DEL CASTIGO EN TORNO A MARX Carolina Prado

¿Qué es iTobar un banco compai-ado con fundarlo? BERTOLDT BRECHT

1. Elocuencia de la ironía La naturaleza del capitalismo, como orden social y económico propio de las sociedades modernas industrializadas, ha sido objeto de un amplio análisis por parte del marxismo. No obstante, no es posible hallar en los escritos de sus ftmdadores, Karl Marx (1818-1883) y Friedrich Engels (1820-1895), una teoría elaborada del Derecho en general, ni del Derecho penal y sus instituciones en particular. Abocados al estudio de los problemas de economía política y, específicamente, al de la relación existente entre capital y trabajo, la peneJidad resulta una preocupación lateral en sus obras, circunstancia que no obsta la posibilidad de hallar aportes significativos en tomo a este tema.' Básicamente, Engels encuentra en el delito vma manifestación de la desmoralización y decadencia de la sociedad provocadas por el capitalismo y, así, refiere en La situación de la dase obrera en Inglaterra (1844-1845) que... Cuando las causas que desmoralizan al obrero ejercen una acción más intensa, más concentrada que la normal, el obrero se convierte en el delincuente, con la misma seguridad con que el agua, a los 100 grados C, bajo presión normal, pasa del estado líquido al estado gaseoso. Y el trato brutal y biTitalizador que recibe de la burguesía hace de él un objeto tan pasivo como el

1. Al respecto, puede mencionare que La ideología alemana (1845-1846), escrita en forma conjunta, dedica una signiBcativa sección al derecho, al crimen y al castigo.

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agua, sometido a las leyes naturales con la misma imperiosa necesidad que ésta: al llegar a cierto punto, deja de actuar en él toda libertad [1982, 391]. Por su parte, Marx alude a esta m i s m a cuestión desde u n registro que n o parece excesivo calificar de firancamente irónico. Efectivamente, en el capítulo titulado «Concepción apologética de la productividad de todos los oficios» de su obra Teorías sobre la plusvalía (t. IV de El capital) plantea: El delincuente rompe la monotonía y el aplomo cotidiano de la vida burguesa. La preserva así del estancamiento y provoca esa tensión y ese desasosiego sin los que hasta el acicate de la competencia se embotaría. Impulsa con ello las fuerzas productivas. El crimen descarga al mercado de trabajo de una parte de la superpoblación sobrante, reduciendo así la competencia entre los trabajadores y poniendo coto hasta cierto punto a la baja del salario y, al mismo tiempo, la lucha contra la delincuencia absorbe a otra parte de la misma población [1980, 360]. E n esa misma tónica, subraya también que el delincuente estimula las fuerzas productivas del m u n d o capitalista en el sentido de que, mediante sus infracciones, genera legislación en materia penal, jueces, policías, guardianes, jurados, profesores, etc. Aunque algunos autores interpretan estos pasajes en forma restringida y literal, otros c o m o Taylor, Walton y Young aclaran que Marx de ningún m o d o propugna la idea de funcionalidad del delito ya que, a diferencia de utilitaristas y positivistas, aquél entiende que u n a sociedad sin delitos es plenamente posible. Por el contrario, enfatizan que su propósito consiste en ridiculizar y desnudar la concepción burguesa de u n a sociedad dividida moralmente entre buenos y malos, justos y depravados e, incluso, en subrayar la naturaleza delictiva del capitalismo (Taylor, Walton, Young, 1990). Para Marx el delincuente n o constituye u n ser libre, ni el delito el resultado de la libre voluntad. E n el m u n d o capitalista el delito n o es sino la manifestación aislada del individuo en pugna con las condiciones de opresión y, en consecuencia, la imposición de u n a pena convierte al delincuente, irremediablemente, en u n esclavo de la justicia, u n a justicia de clase. Su concepción desplaza la delincuencia al ámbito integrado por los 114

trabajadores improductivos, no organizados, al que designa como lumpen-proletariado. La actividad delictiva es, en definitiva, la expresión de la falsa conciencia individualista. (Por otra parte, considerando el interés de Marx por la organización de la clase obrera para la revolución, se explica su menosprecio por aquel sector social.) La persistente y firme denuncia del capitalismo como sistema criminal efectuada por Marx desde los campos de la ciencia y de la política permite entender su menor interés teórico respecto de este tema que, sin embargo, le merece esa mirada sesgada pero aguda de la ironía (análoga al concepto de Brecht que se cita en el epígrafe de este texto). Debido a la circunstancia de que ni Marx ni Engels efectúan un aporte sustantivo en materia de penalidad, no existe ortodoxia alguna —^según bien señala Garland (1990)— y, por ende, ninguna posibilidad de su superación. A pesar de ello, es obvio que, desde el planteamiento inicial de la doctrina marxista, diversidad de autores ha venido abordcindo el estudio del castigo a través de esa óptica y desde diferentes disciplinas. Ante la carencia de textos originales, básicos y específicos como punto de partida, tales investigaciones han optado por acudir al marco general y esencial de la tradición marxista y ofrecer, desde ese basamento común, sus propios argumentos y aportes. De entre las diversas corrientes que se enrolan en esta línea de pensamiento y, desde luego, sin pretensión de exhaustividad, interesa —a los alcances de este estudio— exponer únicamente los rasgos esenciales de aquellas que están informadas por un interés específico en la relación entre el castigo y el mercado laboral, unas, y en la función ideológico-represiva del Derecho penal, las otras. Previamente, resulta útil una revisión sucinta del marco teórico general de Marx-Engels, no sin antes volver a remarcar que, de la lectura —casi entre líneas— de sus escritos, puede prefigurarse una verdadera posición y valoración, y cabe entonces la conjetura de que, implicados en el arduo diagnóstico de los males fundamentales del capitalismo, estos pensadores se hayan empeñado en apuntar sistemáticamente todo su bagaje conceptual hacia las causas de fondo de la realidad social más que a sus consecuencias emergentes (como puede serlo el delito), o —^si vale la metáfora— hacia la descomunal masa de fondo que flota bajo la superficie, más que a las puntas visibles del iceberg. 115

2. Sociedad, Estado y Derecho en Marx-Engels Si se considera a Marx y a Engels como los máximos exponentes del paradigma sociológico del conflicto, puede verse que sus lincamientos y supuestos principales consisten, básicamente, en la concepción de la realidad social como esencialmente conflictiva y caracterizada por la existencia de desigualdad social. [...] una sociedad dividida en clases contrapuestas y lacerada por conflictos profundos en que el triunfo de una clase lleva a- la subordinación y la opresión de la otra clase [Treves, 1978, 100]. Si bien no se niega la existencia de fenómenos sociales tales como la estabilidad, el consenso, la integración o el equilibrio, se entiende que el orden social se asienta sobre una plataforma en permanentes tensiones entre sus distintos componentes. Particularmente, Marx y Engels entienden que el conflicto tiene lugar entre clases sociales y que la lucha entre ellas decide los procesos de cambio estructural de un modo de producción hacia otro. Al partir del supuesto de que la realidad, aunque socialmente constituida, es objetiva, ambos autores interpretan que la sociedad es supraindividual, extema y coactiva, e importa individuos que interactúan en una esfera de producción material, es decir, en un escenario de trabajo humano. Por su parte, su concepción del hombre es anti-individualista. Éste es concebido desde sus raíces y condicionamientos históricos y sociales, inmerso en relaciones de producción concretas y preexistentes, y de ningún modo como un ser aislado o una abstracción filosófica al estilo del pensamiento de los siglos xvn y xvin. En su relación con la sociedad, postulan que el individuo la crea y que, al hacerlo, se autocrea, en una dinámica que se enmarca en el proceso de producción material. Ahora bien, esta noción dista de ser voluntarista, ya que insisten en que la acción humana es acción condicionada por la estructura de clase y las relaciones de producción particulares. Las formas sociales que resultan de la participación humana en estas relaciones de producción adquieren relevancia objetiva y se imponen al hombre modelando su comportamiento y su conciencia. Así, el secreto para comprender los distintos aspectos sociales se halla en la estructura social, constituida por las relaciones de 116

producción (base de la organización de producción económica) y las fuerzas de producción (medios de producción —materiales, maquinarias, etc.—, energías de trabajo y condiciones de producción). Sobre esta base de índole económica se asienta una superestructura, determinada en última instancia por aquélla, compuesta por todas las instituciones políticas, sociedes, culturales, jurídicas, etc., y las ideológicas. E n resumen, en este esquema... [...] el desarrollo de las fuerzas productivas determina las relaciones de pnxiucción propias de una sociedad en su devenir histórico; las instituciones jurídicas y políticas se crean para pix)teger esas relaciones y las condiciones sociales que garantizan su continuidad; en correspondencia se desan^oUan formas de conciencia que permiten a las relaciones de producción aparecer como natm-ales y obvias, hasta el punto de hacer inconcebible cualquier otra forma de organización social. El conjunto de las relaciones de píxxlucción y las instituciones y prácticas sociales que las soportan, es llamado por Marx el modo de producción [Cotterrell, 1991, 99-100]. Frente a este planteo, el Derecho reviste el carácter de medio a través del cual la clase social que h a impuesto al conjunto de la sociedad su m o d o de producción económica se asegura el papel histórico preponderante. Dado que el Derecho no existe más que para mantener esta situación, ¿cómo se podría ver en él otra cosa que la voluntad de la clase dominante y explotadora? Considerarlo como la emanación de la voluntad general sería verdaderamente absurdo: ¿cómo un grupo social subytigado y explotado, a menudo más allá de todo lo que se puede imaginar, podría aceptai- su condición si no fuera bajo coacción? Ahora bien, quien dice coacción, dice voluntad de una sola parte [Stoyanovitch, 1977, 50]. Si se tiene presente que la teoría de Marx surge en u n ambiente intelectual dominado p o r los debates entre hegelianos de derecha y hegelianos de izquierda, al adoptar esta posición y desarrollar desde la misma el método dialéctico y materialista, se comprende bien su rechazo a las ideas de causación lineal y de explicaciones idealistas. E n su obra subyace el optimismo progresista propio del siglo XDC, que lo lleva a formular una prognosis utópica: la idea de u n a h u m a n i d a d en marcha hacia 117

un mundo mejor —el comunista—, caracterizado por la superación final de la contradicción esencial de la desigualdad y la dominación sociales.

3. Dos enfoques del castigo Miradas a través del prisma de la doctrina marxista, las diferentes aproximaciones marxianas al estudio de la penalidad, lejos de ser incompatibles o antagónicas, resultan naturalmente convergentes en su enfoque del castigo. Según se expresa más arriba, el presente análisis se circunscribe a dos tipos de perspectivas: una, que entiende el castigo como fenómeno histórico-social supeditado a los dictados del mercado, y que remite a la lectura insoslayable de autores como Rusche y Kirchheimer, o Melossi y Pavarini; la otra, que, con matices, considera al Derecho penal y al castigo como instituciones que cumplen una función política de aparato represor e ideológico del Estado, y que conduce a los textos obligados de Pashukanis, Hay, Ignatieff y Rothman, entre otros.

Castigo y relaciones económicas Desde el Instituto de Investigaciones Sociales de Frankfurt, Georg Rusche y Otto Kirchheimer se convierten en los primeros teóricos que emplean los conceptos de Marx-Engels para el estudio del castigo al presentar, en colaboración, Pena y estructura social, en 1939. En este libro, desde una revisión histórica de los diferentes métodos penales existentes entre la Edad Media y mitad del siglo XX, definen una verdadera economía política del castigo que, al marcar un antagonismo con los penalistas y sus teorías de las penas asentadas en los principios del «deber ser», representa una verdadera revolución epistemológica en la materia (Baratta, 2000). De acuerdo a estos autores, el castigo, antes que reacción frente al delito (según la interpretación jurídica), constituye un fenómeno histórico que adopta formas particulares y se enmarca en sistemas punitivos específicos. Cuando dicen:

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La pena no es ni una simple consecuencia del delito, ni su cara opuesta, ni un simple medio determinado para losfinesque fian de llevarse a cabo; por el contrario, debe ser entendida como fenómeno social independiente de los conceptos jurídicos y los fines [Rusche, Kirchheimer, 1984, 3], definen que... [...] la pena como tal no existe, existen solamente los sistemas punitivos concretos y prácticas determinadas para el tratamiento de los criminales [ibídeni], línea de pensamiento que los conduce a la lógica conclusión de que... [...] cada sistema de producción tiende al descubrimiento de métodos punitivos que corresponden a sus relaciones productivas [ibídeni]. Como notas características y en virtud de su naturaleza social, afirman entonces que, en su concreción, juegan una serie de determinantes independientes de su conceptualización legal y de sus supuestas funciones jurídicas (control y sanción del delito). Lejos de emerger como respuesta social a la criminalidad, la pena consiste, según ellos, en un mecanismo que actúa directamente en la lucha de clases. Debido a que en las sociedades capitalistas la percepción de la realidad se encuentra distorsionada por la ideología, es común ver en el castigo un medio de defensa social y protección de todos. A partir de allí, establecen cómo su poder se despliega en forma implacable en apoyo a los intereses de una clase (propietarios de los medios de producción) y en detrimento de los pertenecientes a la otra (la de los proletarios). Sin desconocer ni negar la importancia de otros factores (fiscales, religiosos, políticos, ideológicos, etc.), estos autores plantean que el mercado laboral constituye el deteniiinante básico de la pena. La trascendencia del trabajo puede constatarse, entienden, en dos cuestiones particulares. Primeramente, cuando actúa fijando el valor social de la vida de los débiles. Al respecto ilustran que, durante la Edad Media, en períodos de abundancia de mano de obra, la política criminal reviste formas inflexibles e impiadosas, en tanto que posteriormente, durante tiempos de crecimiento de la demanda de mano de obra, tal política se ocupa de preservar la vida y fuerza de trabajo de los infractores. En segundo 119

lugar, indican que el mercado de trabajo actúa en la aplicación de las penas a través de lo que denominan «ley de menor elegibilidad». En virtud de ella, las condiciones de vida carcelarias y las formas del trabajo en d interior de las prisiones deben ser siempre inferiores a las peores prácticas y circunstancias que marcan la vida en la sociedad libre. La importancia de esta «línea de demarcación» (según es definida) estriba en que su inobservancia conlleva la pérdida del sentido de la finalidad de la pena. De acuerdo con ello, los vaivenes y mandatos del mundo del trabajo, presentes en las distintas épocas y lugares, juegan un rol vital en la conformación de los distintos regímenes coercitivos y en la disposición de las modalidades de las penas. Sin embargo, resulta interesante el modo en que Rusche y Kirchheimer ahondan en la relación que liga estos fenómenos —mercado laboral y pena—, al decir que las instituciones penales resultan serviles al trabajo, no sólo supeditadas en términos de población carcelaria y condiciones de vida de los reclusos, sino también en el sentido de que es el trabajo el que dicta los cánones de la disciplina que deben imperar intramuros. Así concluyen que el castigo cumple una función positiva, aunque menor, en la constitución de la fuerza de trabajo, puesto que la idea de fondo allí presente es la de crear en los presos actitudes y comportamientos propicios al trabajo e introducirlos en la disciplina fabril.^ Luego de varias décadas de permanecer oculta, la reimpresión de esta obra en 1968 alienta su divulgación y la posibilidad de una serie de estudios e investigaciones en tomo al tema, cuya característica en común ha sido la ruptura con una perspectiva humanista prevaleciente. En esta línea se enrola también la obra Cárcel y fábrica (1987) de Darío Melossi y Massimo Pavarini que, centrada en preocupaciones análogas a las de los anteriores autores, indaga en las influencias —modos y alcances— del mercado laboral en el régimen interno de las prisiones, y postula que las funciones de las primeras cárceles de Europa y Estados Unidos se vinculan al disciplinamiento de los proletarios a través de la inculcación de valores en el orden de la sumisión, la obediencia y el esfuerzo.-'

2. Al respecto, postulan concretamente al sistema moderno de prisión como medio de «adiestramiento de la fuerza de trabajo de reserva» (Rusche y Kirchheimer, 1984,73). 3. Una proyección de esta obra puede encontrarse en tiabajos ulteriores de Melos-

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Castigo, ideología y fuerzas sociales En el marxismo, a la carencia de una teoría del Derecho, le ha correspondido, como contrapartida, la presentación de enfáticas tesis centradas en la relación entre derecho y clase y natureileza de la ideología.'' Queda claro que, desde esta perspectiva, el Derecho se interpreta como expresión de las relaciones de poder, y como crucial mecanismo de formalización y regulación de tales relaciones. Así, una segunda línea de abordajes marxianos del castigo se caracteriza precisamente por trabajar desde la concepción general del Derecho expuesta por Marx y Engels. Dentro de este marco, pueden diferenciarse dos tendencias: una, más próxima a la doctrina marxista, conduce al jurista ruso Evgeni Pashukanis, quien ahonda en las funciones represivas e ideológicas del Derecho penal; la otra, con más distancia de esa fuente, lleva a autores británicos y estadounidenses como Michael Ignatieff y David Rothman, centrados en los efectos del poder respecto del castigo. Pues bien, en el segundo capítulo de El capital (1867), Marx se ocupa del fetichismo de las mercancías que, como rasgo patente del capitalismo, importa un proceso de inversión del sujeto por el objeto a través del cual, en este modo de producción, el trabajador es tratado como una mercancía más, como una cosa, mientras que el capital se convierte en el verdadero sujeto social (Marx, 1976).5 Es desde esta idea que Pashukanis remonta sus exploraciones acerca de la esencia distintiva del Derecho en la sociedad capitalista, y halla que el fetichismo impregna todo el mundo jurídico. La ley se presenta como un fenómeno fundamentalmente comercial que, al alcanzar su apogeo en este tipo de sociedad, se basa en principios de individualidad abstracta, iguíilsi como «El derecho como vocabulario de motivos: índices de carcelación y ciclo político-económico» (1987). 4. Puede rastrearse, vg., en las siguientes obras de Marx-Engels: Crítica de la Filosofía del Estado de Hegel; En tomo a la crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel; La Ideología alemana (Parte I); La guerra civil en Francia; El 18 Brumario de Luis Bonaparte; Manifiesto comunista, enüB otras. De Maix, La crítica del programa de Ghota, entre otií\s. De Engels, Ludwig Feuerbach y elfinde lafilosofíaclásica alemana (Stoyanovich, 1977). 5. Este concepto, referido a la alienación o enajenación del hombre, deriva posteriormente en el término «reiBcación» o «cosificación», acuñado en 1923 por el filósofo marxista Georg Luckacs (Giner, 2001).

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dad y equivalencia entre las partes (Bottomore, Hanis, Kiernan, Miliband, 1984). Desde la inevitable noción de mercancía, la ley asume una visión de los hombres como propietarios, y de sus relaciones jurídicas como transacciones o meros intercambios de productos. La ley, entonces, se erige en un catálogo de derechos y deberes acordes a tales composiciones mercantiles. Este autor entiende que... La idea de sociedad en su conjunto no existe más que en la imaginación de los juristas: no existen de hecho más que clases con intereses contradictorios. Todo sistema histórico determinado de política penal lleva la marca de los intereses de la clase que lo ha realizado [Pashukanis, 1976, 149]. Sobre el cuadro de conflictos, expresa que atañe al Derecho conferir legalidad a relaciones económicas desiguales, dotándolas de legitimidad y haciéndolas más expeditas. Las formas del Derecho en el capitalismo son, entonces, el correlato de determinados mandatos económicos, la expresión legal de valores e intereses parciales. Sin embargo, no conforme con una visión pasiva y meramente especular del Derecho, Pashukanis va más lejos aún y sostiene que las formas legales cumplen un papel de importancia en el mantenimiento y conservación del sistema. Por una parte, esto se verifica en el reparo de que el Derecho, mediante una clara y firme estructura de normas e instituciones, se ocupa de preservar, asegurar y reforzar las relaciones capitalistas. Luego, y ahora a través de un discurso legal que esconde especulaciones sectoriales bajo la apariencia de intereses generales y universales, el Derecho se torna relevante en la elaboración de una ideología que, al desdibujar egoísmos y perversidad, legitima tales relaciones. Esta función de naturaleza ideológica tiene lugar, señala el autor, a través de la noción de sujeto jurídico universal, artilugio que, cuando asevera la igualdad de todos los individuos ante la ley, decide ignorar y ocultar las diferencias reales entre los mismos. Al contemplar a todos los hombres como iguales y proteger sin distinción su derecho de propiedad, el ordenamiento jurídico silencia las reales desigualdades que separan al rico del pobre. Dice Pashukanis:

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[...] la capacidad de ser sujeto de derecho se sepai^a definitivamente de la personalidad concreta y viviente, deja de ser función de su voluntad consciente y efectiva, convirtiéndose en una pura cualidad social [ibídem, 108]. Y, al respecto, Remigio Conde Salgado comenta: Para la mayoría de los juristas, el sujeto de derecho es una categoría eterna, independiente de condiciones históricas concretas, identificándolo con la personalidad en general. Dicen que el hombre es sujeto de derecho en cuanto ser animado y provisto de voluntad racional. Tal posición nada tiene que ver con la realidad, segiin Pashukanis [Conde Salgado, 1989, 82]. Desde una doctrina e ideología jurídicas semejantes, la correspondiente aplicación de las leyes deviene siempre discriminatoria, ya que actiia con mecánica ceguera a las diferencias substanciales que provienen de la estructura económica. La lupa del Derecho confiere a los jueces la visión de individuos, ya no sólo propietarios de mercancías, sino libres e iguales. Dentro del amplio espectro jurídico, Pashukanis expresa que el Derecho penal —como instrumento político-ideológico del Estado burgués— tampoco escapa del fetichismo de las mercancías, esto es, como acontece en el ámbito privado del Derecho, las relaciones de cambio dotan de contenido y moldean las leyes, instituciones y sanciones penales, y la forma jurídica de los sujetos se plasma, u n a vez más, en la figura de propietarios de mercancías, abstractos e iguedes. No obstante, entiende que el Derecho penal tiene connotaciones especiales en cuanto a sus influencias y funciones, y concretamente en el capítulo titulado «Derecho y violación de derecho» de su obra Teoría general del Derecho y marxismo refiere que... [...] desde un punto de vista sociológico, la burguesía asegura y mantiene su dominación de clase con su sistema de Derecho penal, oprimiendo a las clases explotadas. Bajo este ángulo, sus jueces y organizaciones privadas «voluntarias» de esquiroles persiguen un único y mismo fin [Pashukanis, 1976, 148-149]. Entiende que, en el m u n d o capitalista, la ftmción del Derecho penal adquiere dos formas diferenciables: la represión y la 123

ideología. La primera actúa mediante el recurso de la pena,^ que reviste también forma mercantil. La pena consiste, en definitiva, en una transacción que, a partir de la comisión de la infracción, se celebra entre el Estado y el delincuente para el pago de la «deuda» contraída. Este acuerdo, a través de las estrictas formas y modalidades de los procedimientos penales y de los derechos y garantías procesales que atañen al acusado, es, como cualquier otro contrato desplegado en el mundo de los negocios, producto de la buena fe y el libre acuerdo de voluntades. Señala el autor: La justicia burguesa vigila cuidadosamente que el contrato con el delincuente sea concluido con todas las reglas del arte, es decir, que cada uno pueda convencerse y creer que el pago ha sido equitativamente determinado (publicidad del procedimiento penal o judicial), que el delincuente ha podido libremente negociar (proceso en forma de debate) y que ha podido utilizar los servicios de un experto (derecho a la defensa), etc. En una palabra, el Estado plantea su relación con el delincuente como un cambio comercial de buena fe: en esto consiste precisamente el significado de las garantías del procedimiento penal [ibídetn, 156]. La fiinción ideológica, por otro lado, emerge con claridad al advertirse la enorme distancia existente entre los preceptos legales y las realidades del delito y el castigo, y su apariencia (ideológica) se sustenta no sólo en las mismas normas, sino también en el despliegue que efectúan los aplicadores del derecho. En los hechos, el Derecho penal y la pena constituyen un instrumento de dominación que protege el derecho de propiedad de las clases dominantes, en contra de quienes carecen de una posición en la sociedad o constituyen una amenaza a sus intereses. Ambas funciones —represiva e ideológica— del Derecho penal operan, según el autor, de modo diferente. La fimción ideológica, fundamentalmente posible, según se ha visto, a través de las reglas de igualdad y libertad y de la instauración de rígidas formas procedimentales, tiene lugar de manera constante e ininterrumpida. Al modo de cualidad de la norma, acompaña a ésta a lo largo de su vigencia. Por el contrario, la función repre-

6. Cabe añadir que el autor describe la jurisdicción penal del Estado bui^és como «terrorismo de clase organizado» y se intenx)ga acerca de si, en un contexto de inexistencia de clases antagónicas, será necesario un sistema penal general (ihúlcín, 149-150).

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siva, aunque igualmente trascendente, resulta supletoria, y sólo tiene cabida ante el fracaso de la anterior función. Así, resulta claro que, en casos de desobediencia, [...] las formas culturales y legales que rodean al sistema penal darán paso a un despliegue más directo de violencia penal. La penalidad es, en última instancia, un instrumento político de represión, a pesar de que regularmente se ve limitada por intereses ideológicos y procedimientos legales [Garland, 1999,140]. No puede cerrarse esta síntesis del pensamiento de Pashukanis sin referir el dato biográfico esencial de que, a pesar (o a causa) de sus profundas convicciones marxistas y a despecho del notable prestigio alcanzado en la primera faz revolucionaria de la Rusia soviética, acabara convirtiéndose en una víctima más del totalitarismo estalinista. El camino de la función ideológica del Derecho penal conduce, por otra parte, a autores que desarrollan este tema, con particuJEiridades propias. Así, cabe la referencia al historiador Douglas Hay, quien investiga el Derecho penal inglés del siglo xvni con el objeto de comprender el origen de las estructuras y símbolos de naturaleza ideológica que caracterizan al mismo y su papel en el soporte del sistema imperante. Entiende Hay que el Derecho penal, a través de sus formas de persuasión física y simbólica, cumple un papel crucial de apoyo a la estructura económica de la época. Al internarse en las funciones no declaradas del Derecho penal, manifiesta que... El Derecho penal fue especialmente importante para el mantenimiento de vínculos de obediencia y sumisión, la legitimación del statu quo, y en la perpetuación de la estructura de autoridad [Hay, 1977, 25]. Plantea que su dinámica se manifiesta de tres formas: majestad, justicia y clemencia, las que, dotando al Derecho de aparente universalidad social, preserva intereses profundamente clasistas y sectarios. La «majestad», presente en el simbolismo de los juicios criminales, consiste en la celebración de ceremonias magistrales colmadas de ritos, que tienen por objeto dotar de fuerza a la ley. La «justicia», al hacer primar el concepto de 125

legalidad, busca que los intereses de clase, protegidos por el Derecho y sus instituciones, queden solapados tras la apariencia de un fuerte compromiso de los jueces con las normas. Finalmente, la «clemencia» constituye la llave hacia la discrecionalidad en las decisiones judiciales puesto que, mediante la idea de magnanimidad, se abre el juego a una amplia red de favores y concesiones hacia determinados sectores sociales. Por su parte, la segunda línea de abordajes marxianos abarca estudios que relativizan la determinación de las estructuras económicas respecto de las sociales, para analizar la pena desde influencias y condicionantes de naturaleza distinta, pero marcadamente vinculadas al plano de la superestructura concebida por Marx. Se alude aquí, básicamente, a Michael Ignatieff y su obra A just measure of pain, y a David Rothman y su trabajo Discovery ofthe asylumP Como nota común, une a estas investigaciones el entendimiento de que la penalidad es el resultado de un amplio conjunto de fuerzas que sobrepasan las relaciones de producción y las condiciones del mercado de trabajo. Ignatieff, al indagar en el surgimiento de las cárceles en la Gran Bretaña de la Revolución Industrial, y Rothman, al hacerlo respecto del origen de las prisiones en los Estados Unidos, encuentran que, antes de ser las estructuras y los intereses económicos los que levantan sus muros, las responsables son las estrategias políticas, religiosas o ideológicas, que buscan dar respuesta a los nuevos problemas que signan la época (Rothman, 1995; Garland, 1999). Aunque la relativización de los condicionamientos económicos en la configuración de la penalidad aleje, en parte, a estos autores de los estrictos principios del marxismo, corresponde su inclusión en el marco de esta doctrina, debido a que en sus análisis parten del concepto de una sociedad escindida en clases sociales, de una base económica condicionante, y de un aparato estatal custodio de un orden social desigual.

7. Puede citarse también a Pieter Spierenbui'g y su obra The spcclack ofsufferiiiff Executions and the evolution of repression froni a preindustrial nwlropolis lo ihe european experience (1984), centrada en el estudio de la histoiia del castigo y la disciplina en la Europa pre-industrial.

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4. Vigencia de Marx, a propósito del discurso neoliberal hegemónico Al sentar las bases de su nueva teoría de la historia —el materialismo histórico—, Marx y Engels analizan, en las transformaciones macro-sociales, cómo las sociedades avanzan necesariamente a lo largo de distintas fases, partiendo de la idea básica de que el nivel de desarrollo de las fuerzas productivas (estructura) determina el conjunto de relaciones sociales de producción (superestructura). Aunque la referencia parezca superflua, el actual predominio de jacto del discurso neoliberal hegemónico obliga a reafirmar la vigencia y trascendencia del pensamiento de Marx y Engels, figuras insoslayables en el ámbito de las ciencias sociales (historia, economía, sociología, etc.).* Solamente slogans —mediatizados y masificantes— que surgen desde el poder (como el tan recurrido de «el fin de la historia») pueden intentar burdamente confinar este pensamiento al arcón de los anacronismos, a través de capciosas asociaciones como la de la supuesta obsolescencia del marxismo en función del fracaso del llamado «socialismo real».' Cierto es que, a más de un siglo vista, el aggioniamento de diagnósticos y pronósticos resulta inevitable, toda vez que el ptüpio neoliberalismo ha «corregido y aumentado» ^-como en una nueva edición de la catástrofe social— los males históricos del sistema, y ha hecho Eihora urgente la necesidad de repensar soluciones a problemas contemporáneos como el desarrollo no sustentable y la consecuente degradación del medio ambiente, los flujos migratorios masivos que fuerzan las fronteras de países privilegiados, el dódl repliegue del Estado —excepto precisamente en áreas de políticas policiales y carcelarias en crecimiento (Christie, 1993; Wacquant, 2000; Young, 2001)— que allana las estrategias de los grupos de poder, el endeudamiento inviable de los países subdesarrollados, la explosión de movimientos marginales y contestatarios forzados por el imperia8. Para la obseivación de los avalares del pensamiento mai-xista, en consonancia con los sucesos histórico-políticos mundiales, véase Bottomore, Hanis, KieiTian, Miliband (1984) y Santos (1998). 9. Es interesante resaltar también, en tiempos en que el papel del «intelectual» se halla notoriamente devaluado, el vigor de personalidades como las de Mara y Engels que, desde su papel de pensadores, fueron capaces de inspirar en su momentp una praxis política de tanta envergadura.

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üsmo cultural, etc. Si aspectos como el materialismo histórico y, en particular, el reducdonismo económico resultan para algunos inaceptables, ya porque una explicación de los fenómenos sociales a partir de la estructura económica convertiría a los mismos en una suerte de epifenómenos carentes de vida propia, ya porque en el mundo contemporáneo resulte cada vez más difícil —e incluso discutible su intento— distinguir, respecto de un fenómeno, sus dimensiones económicas, sociales, culturales, etc. (Santos, 1998), ello de ningún modo implica la obsolescencia del pensamiento marxista. Junto a las obras que se reseñan en este trabajo, dan cuenta de su vitalidad otras de obligatoria referencia como las de la criminología crítica que hacen uso del marxismo como una forma particular de investigación (junto a otras formas críticas del pensamiento social como la fenomenología) para ocuparse de la comprensión del delito y del control social (Larrauri, 2000); el movimiento estadounidense Critical Legal Studies que, desde diversas disciplinas y recurriendo a distintas tradiciones del pensamiento (jurídico, político, social y filosófico) como el realismo jurídico, el neomarxismo, el post-estructuraüsmo, etc., pretende la crítica de la doctrina jurídica neoliberal (Pérez Uedó, 1996); o el movimiento del uso alternativo del Derecho que, con génesis en ItaÜa, tiene por base fundacional el neomarxismo (Althusser, Gramsci, Poulantzas) (Souza, 2001). En todo caso, y para el tema tratado aquí, resulta suficiente preguntarse acerca de la vigencia de las persp)ectivas marxianas'" a la hora de interrogar asuntos como la relación entre la penalidad y el mercado de trabajo, o las formas en que opera la ideología jurídica, en la era del post-fordismo y la globalización. La mera confrontación de datos estadísticos incuestionables —como el hecho de que la cuarta «ciudad» de los Estados Unidos sea actualmente (gracias a la política de «tolerancia cero») su población carcelaria, o que ese mismo país albergue otro «país» de 46 millones de personas, el de los confinados bajo el umbral de la pobreza (Wacquant, 2000)—, nos conduce en forma ineludible a las actuales investigaciones del delito y del castigo que, incuestionablemente, remiten a la fuente crítica inagotable de Karl Marx y Friedrich Engels.

10. Véase Taylor (2001), en cuanto señala que actualmente el estudio de la criminalidad desde el marxismo debe paitir de las transformaciones acaecidas en el escenario mundial —^las sociedades de mercado—, puesto que en el mismo se hace más difícil la identificación de estructuras y superestructuras.

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LA S O C I O L O G Í A DEL CASTIGO EN ÉMILE DURKHEIM Y LA INFLUENCIA DEL FUNCIONALISMO EN LAS CIENCIAS PENALES Marta Monclús Masó

1. El funcionedismo y las ciencias sociales La contribución de Émile Durkheim a las ciencias sociales y, por lo que aquí interesa, a la sociología del castigo en particular, es fimdamental. Pero antes de analizar la teoría funcionalista del delito y de la pena de Durkheim es necesario hacer referencia brevemente al método del autor y a la tradición teórica de la cual se le considera precursor, esto es, el funcionalismo. Durkheim vive en un momento de pleno desarrollo capitalista, en el que los modos de vida tradicionales están cambiando rápidamente. La preocupación fundamental de Durkheim era descubrir los orígenes de la solidaridad social, que eran las condiciones fimdamentales de la vida colectiva y de la cohesión social. Se observa, por tanto, una estrecha vinculación entre el padre del fimcionalismo y la tradición positivista, ya que su preocupación es también la del orden social y el consenso de la sociedad. Este autor inaugurará un nuevo método para el estudio de los hechos sociales, expuesto detenidamente en Lxis reglas del método sociológico (1895), que aplicará también para el análisis del delito y del castigo. La característica central de este método consiste en tratar los hechos sociales como cosas (Durkheim, 1986, 49). Este punto de partida muestra una clara herencia positivista, en el sentido de que Durkheim está preocupado por encontrar datos objetivamente evaluables mediante la observación sociológica (Giner, 1997, 605). 131

Pero Durkheim se distancia del positivismo en cuanto al objeto de su observación: no analiza las causas de los fenómenos sociales intentando elaborar leyes causales explicativas de los mismos, sino que lo que se propone es analizar las fimciones de los hechos sociciles. Con ello se inicia una nueva tradición teórica en las ciencias sociales, el funcionalismo, que dominará la sociología mundial durante gran parte del siglo XX. El concepto central de esta tradición teórica es justamente el concepto de función, aunque es difícil de precisar y discutido incluso entre los propios funcionalistas. Con este concepto se intentaba crear un método de estudio propio para las ciencias sociales, que no consistiera en el mero transplante de categorías de las ciencias naturales. En especial, se trata de sustituir el concepto de causalidad y, de esta forma, superar el positivismo en su tendencia factorial y de análisis de datos aislados. Ya no se tratará de analizar hechos sociales aislados, sino de la relación de cada uno de los hechos sociales con el sistema, como formando parte del mismo (Bustos, 1983, 35-38). Si bien el origen del funcionalismo lo encontramos en Europa (con Durkheim, Malinowski, Radcliffe-Brown, Weber,' etc.), a partir de 1930 la sociología fimcionalista se desarrollará extraordinariamente en Estados Unidos, pudiendo señalarse como sus máximos representantes a Parsons y Merton. En la Europa arrasada por la Segunda Guerra Mundial encontramos un vacío en cuanto a investigación sociológica, vacío que será llenado por «la entrada de la ciencia social de los vencedores que propagaban sus universidades y centros de investigación sociológica» (Bergalli, 1998, 26). De este modo, mediante la financiación de las fi-mdaciones para la reconstrucción de Europa, el funcionalismo se asentará con fuerza en el viejo continente. El máximo desarrollo de este enfoque en Europa lo encontraremos en la Teoría de los Sistemas de Niklas Luhmann, al que se le prestará atención más adelante.

1. Véase Juan F. Mai-sal (1977, 145-178), cuando habla de las fuentes del funcionalismo norteamericano.

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2. La teoría funcionalista del delito y de la pena de Durkheim Un aspecto fundamental de la sociología durkheiminiana, que tendrá mucha importancia para el análisis del delito, es su criterio de normalidad. En su obra Lxis reglas del método sociológico, Durkheim se detiene en la distinción entre lo normal y lo patológico y señala que son hechos sociales normales los que presentan las formas más generales (1986, 84); es decir, la generalidad o regularidad de un fenómeno lo convierte en normal. Este criterio de normalidad va a ser de fundamental importancia en cuanto al análisis del delito. Durkheim constata que el delito se observa en las sociedades de todos los tipos —«no hay una en la que no haya criminalidad», dice— y esto le lleva a afirmar que «no hay fenómeno que presente de manera más irrecusable todos los síntomas de normalidad, puesto que aparece estrechamente ligado a las condiciones de toda vida colectiva» (1986, 92). Pero su teoría funcionalista del delito y de la pena la encontramos expuesta con anterioridad en su tesis doctoral. La división del trabajo social, publicada en 1893. En esta obra Durkheim se ocupará del delito y del castigo como ejemplos de hechos sociales que le permiten indagar sobre el funcionamiento de la sociedad y los vínculos sociales necesarios para su conservación, lo que él denomina la solidaridad social. En cuanto al análisis del delito, ya hemos visto que para Durkheim el delito es un fenómeno de sociología normal. Con ello se separa del positivismo criminológico que consideraba que el delito tenía carácter patológico. Durkheim discute explícitamente con Garófalo al negar que pueda existir una naturaleza criminal en el acto delictivo y, de este modo, le cuestiona su concepto de «delito natural» (1985, 83-101). Por lo tanto, si el delito no tiene una entidad ontológica significa que es producto de las normas y convenciones sociales en cada momento y tiempo determinado, y ello lo reconoce Durkheim al observar que «éste cambia de forma, los actos así calificados no son en todas partes los mismos» (1986, 92). Durkheim, sin embargo, indaga en lo que tienen en común todos los delitos y, en una primera aproximación, señala que lo 133

que caracteriza al crimen es que determina la pena. Yendo un poco más al fondo de la cuestión al pregimtarse el porqué de la pena, el sociólogo francés nos dice que la única característica común de todos los delitos es que consisten en actos universalmente reprobados por los miembros de cada sociedad (1985, 87). Más precisamente indica que «un acto es criminal cuando ofende los estados fuertes y definidos de la conciencia colectiva» (ibíd., 96), entendiendo por conciencia colectiva o común «el conjunto de las creencias y de los sentimientos comunes al término medio de los miembros de una misma sociedad» (ibid, 94). Pero Durkheim va todavía más allá y, además de afirmar la normalidad del delito, nos dice que éste es necesario y útil. Según este autor, una sociedad exenta de delito es totalmente imposible, e incluso en una hipotética sociedad de santos, las faltas más veniales y vulgares se juzgarían y castigarían como actos criminales. De este modo llegamos a la conclusión de que el delito es indispensable para la evolución normal de la moral y del Derecho (1986, 95). Se trata de una conclusión, sin embargo, que no deja indiferente. Si la existencia del delito es indispensable para toda sociedad, porque cumple un papel fundamental en la evolución de las pautas de conducta, podemos pensar que el hecho concreto que es definido como delito no necesariamente debe producir un mal, una lesión de lo que en el lenguaje jurídico-penal se denomina bien jurídico. Quede por ahora apuntada esta advertencia, sobre la que volveremos al hablar de la influencia del funcionalismo en las ciencias penales. A partir de esta concepción del delito, Durkheim analizará las características de la pena y la fimción que tiene el castigo en la sociedad. Este autor rebate la idea surgida a partir del Iluminismo según la cual en las sociedades civilizadas la pena ha dejado de ser un acto de venganza para pasar a ser un instn.imento de defensa de la sociedad. Por el contrario, nos dice que «la pena ha seguido siendo, al menos en parte, una obra de venganza» (1985, 104). Y ello porque la pena consiste básicamente en «una reacción pasional, de intensidad graduada, que la sociedad ejerce por intermedio de un cuerpo constituido sobre aquellos de sus miembros que han violado ciertas reglas de conducta» (ibíd., 113). Por lo tanto, la naturaleza y las funciones de la pena son 134

las mismas tanto en las sociedades primitivas como en las más evolucionadas. Lo que cambia es la cantidad y la calidad del castigo, cuestión que analiza Durkheim en «Dos leyes de la evolución penal» (1899-1900), pero no cambian sus frmciones (1999, 71-90). En este artículo Durkheim sostiene que el castigo a lo largo de la historia ha sufrido variaciones de dos tipos: cuantitativas y cualitativas. En cuanto a las primeras, el sociólogo francés formula la siguiente ley: «La intensidad del castigo es mayor en la medida en que la sociedad pertenece a un tipo menos desarrollado y al grado en que el poder central tiene un carácter más absoluto»^ (1999, 71). En cuanto a las segundas, Durkheim las expresa con la Ley de las variaciones cualitativas: «El castigo que implica la privación de la libertad y solamente de eso por períodos de tiempo que varían con la gravedad del crimen, tiende crecientemente a volverse el tipo normal de sanción» (1999, 79). Al vincular ambas leyes, Durkheim considera la pena privativa de libertad como un ejemplo de la moderna benevolencia punitiva, lo que le ha valido algunas críticas de superficialidad (Garland, 1999, 59).^ Al analizar la función del castigo, Durkheim justifica la necesidad del mismo por el hecho de que las violaciones de la conciencia colectiva —el delito— generan en la sociedad fuertes sentimientos de indignación y deseos de venganza que exigen el castigo del infractor. De este modo, para Durkheim el crimen y el castigo desencadenan un circuito moral que tiene un desenlace frmcional: la comisión de un crimen debilita las nonnas de la vida social al mostrarlas menos universales. El hecho de que surja una pasión colectiva como reacción al delito que exija el castigo del infractor demuestra la fuerza real que apoya las normas sociales y las reafirma en la conciencia de cada individuo. Por lo tanto, si bien

2. Una fomiulación en este sentido ya la encontramos en Beccana (1984, 71) y Montesquieu (1984, 92-94) como, en general, en todos los ilustmdos que se ocuparon de las penas. 3. Entre otias cuestiones, Durklieim no toma en consideración para explicar el «éxito» de la pena privativa de libertad que esta pena encaja a la perfección en el sistema de producción capitalista, debido a que la libertad ha pasado a constituir un bien cuya piivación puede ser cuantificada económicamente (Rusche y Kirchheimer, 1984; Melossi y Pavarini, 1987).

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el castigo tiene una raíz pasional y no utilitaria, en última instancia, logra un efecto funcional espontáneo: la reafirmación de las creencias y relaciones mutuas que sirven para reforzar los vínculos sociales, la cohesión social (Garland, 1999, 50-51). Quede entonces claro que para Durkheim el delito cumple una función social muy precisa: provoca una reacción social que estabiliza a la sociedad y mantiene vivo el sentimiento colectivo de conformidad a las normas. Es un factor de cohesión y estabilización social. El delito y la posterior reacción institucional (la pena) refuerzan la adhesión de la colectividad a los valores dominantes, por eso es funcional. La interpretación del castigo de Durkheim la vamos a encontrar de nuevo en algunos penalistas actuales, pero no ya para describir la función de la pena,"* sino como teoría prescriptiva para intentar dar una nueva justificación del derecho a castigar en un momento en que el ideal resocializador surgido del positivismo ha entrado en una profunda crisis.

3. La función del Derecho según Émile Durkheim y su increíble complejización por Nudas Luhmann Ya Durkheim reconocía al derecho, entendido en sentido sociológico, un papel fundamental dentro de la estructura social, consistente en establecer pautas de conducta interhumana, sancionadas por castigos y recompensas. Precisamente cuando estas pautas de conducta faltaban, se producía un estado social de «anomia», que en griego significa ausencia de ley, y Durkheim utilizaba tal vocablo para referirse a las situaciones en que existe una ausencia de normatividad, ya sea jurídica, moral, religiosa, etc. (Giner, 1997, 603). Esta función del Derecho anunciada por Durkheim es a la

4. Duitíieim, como sociólogo, se dedicó a describir la función que tenía el castigo en la sociedad, sin involucrarse en el plano prescriptivo, del «deber ser» (Fen^joli, 1997, 275 y 317). Si bien ello es en principio cierto, en su obra La educación moral (1902), donde analiza el papel del castigo en la educación en el aula, Durklicim nos muestra «en qué consiste el papel moral del castigo, lo que éste debe ser y cómo debe aplicárselo para logiar su objetivo» (1972, 224). Por lo tanto aquí Durklieim pasa de la descripción a la prescripción, se involucm en el diseño de sanciones, aunque se trata de sanciones «educativas» y no de sanciones penales.

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que se refiere Niklas Luhmann cuando señala que la función del Derecho es «la generalización congruente de expectativas de conducta». Luhmann es el máximo exponente del fimcionalismo europeo de la segunda mitad del siglo XX. Este autor construyó una teoría de la sociedad —la teoría sistémica— que pretende ser una teoría universalista, es decir, una teoría que pueda explicar todos los fenómenos sociales que se dan en la sociedad. Pero además Luhmann se dedicó con profundidad al estudio de temas jurídicos y elaboró una Sociología del Derecho, una Sociología jurídica, que es la aplicación de la teoría sistémica al estudio de uno de los subsistemas que se hallan diferenciados en la sociedad: el subsistema jurídico. Luhmann no se dedicó específicamente a la Sociología del castigo, pero sí analizó la función que cumple el Derecho en la sociedad, y a partir de ello podemos deducir cuál sería la función del castigo para Luhmann. El enfoque funcionalista del que parte se ve claramente por la manera como define al Derecho: Luhmann define al Derecho a través de la función que desempeña y dice que tiene la función de «generalización congruente de expectativas de conducta». En unas sociedades con un elevado grado de complejidad como las actuales, caracterizadas según Luhmann por la contingencia,^ es decir, por una infinidad de posibilidades y alternativas, son necesarias estructuras de expectativas* también muy complejas que sean capaces de reducir la complejidad del sistema. Esta función de reducción de la complejidad del sistema social es la que realiza el Derecho, pero para ello es necesario que éste adquiera un elevado grado de complejidad ya que, según Luhmann, frente al progresivo aumento de complejidad de la sociedad, el subsistema jurídico debe responder a su vez aumentando su propia complejidad y diferenciación (1983, 23).

5. Luhmann distingue entre contingencia simple, que se refiere a las posibilidades ofrecidas por el ambiente físico del sistema, y contingencia doble, que tiene en cuenta la existencia en el ambiente de otros hombres, cuya conducta y cuyas expectativas es necesario poder prever para el desanoUo de la convivencia social (Pilar Giménez Aleover, 1993, 185 ss.). 6. Las estructuras de expectativas son para Luhmann estiucturas sociales que tienen la función de reducir la complejidad.

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El Derecho sería entonces una estructura de expectativas que nos pemiite no sólo esperar conductas ajenas sino esperar expectativas ajenas, y ello es lo que posibilita construir sistemas sociales (Giménez Alcover, 1993, 185 ss.)En términos más simples, el derecho sirve para saber qué conductas podemos esperar de los demás y también qué esperan los demás de su entorno. Las personas pueden actuar de fonnas muy distintas, y el Derecho serviría de criterio para saber qué podemos esperar de los que nos rodean.'' El Derecho establece unas pautas de conducta a las personas y, para el caso de que se violen tales pautas de conducta, establece una consecuencia (en muchos casos una sanción). El establecimiento de una sanción para el caso de que se violen las normas es necesario para que la nonna pueda mantenerse. Y ello porque la violación de una norma supone una crítica a la misma, se pone en cuestión la norma. La sanción sirve para proteger la norma vulnerada, y esto se logra al señalar como desviada la conducta transgresora de la nonna y, de esta forma, fundamentar el carácter excepcional de la desviación. La desviación es tratada como una excepción y se imputa el comportamiento desviado a problemas o frustraciones de su autor. Con ello se trata la desviación como una conducta ininteligible políticamente, es decir, la conducta contraria a la norma no expresa una crítica política a la norma, no es portadora de propuestas nonnativas alternativas. Este funcionamiento de la sanción como mecanismo de mantenimiento de las normas se puede ejemplificar con el caso de las drogas: el uso de drogas no es entendido como símbolo de una moral alternativa que comportaría un orden normativo distinto al actual, sino que se interpreta como una enfermedad de la persona que consume la sustancia, a quien se denomina toxicómano. Con tal interpretación no se pone en cuestión la norma que prohibe el uso de drogas. La sanción, por lo tanto, es un elemento fundamental para el mantenimiento de las normas; el Derecho, como pautador de conductas, necesita que se pueda asegurar su ejecución. Todo el

7. Se trata de una {tinción necesaria en todo lipo de sociedades, no puede existir una sociedad en que no se desanolle esta función, ya sea mediante un sistema jun'dico con un elevado giado de complejidad como el de las sociedades actuales o mediante estiTjcturas más elementales (como, por ejemplo, la moral).

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derecho debe poder ser exigido, por ello la sanción es un elemento esencial del derecho, porque sólo de este modo es posible el mantenimiento de la función del derecho como pautador de conductas y como criterio o guía de lo que podemos esperar de los demás. Luhmann tendrá mucha influencia en el Derecho penal a través de un penalista alemán, Jakobs, que es claramente luhmanniano. Partiendo de la teoría de los sistemas de Luhmann y concretamente de su concepción sobre la función del Derecho, Jakobs desarrollará una teoría sistémica del Derecho penal: la teoría de la prevención general positiva o integración. Ello será examinado a continuación.

4. La aplicación del funcionalismo en las ciencias penales La sociología del castigo durkheiminiana y posteriormente la sociología jurídica luhmanniana han tenido una importante aplicación en el ámbito de las ciencias penales en general y de las teorías de la pena en particular. Podemos afirmar que la denominada «teoría de la prevención general positiva o integración» reposa en esta tradición sociológica. Para esta teoría la pena tendría la función de reafirmar las normas, de reforzar la fidelidad de los asociados al orden constituido o, en palabras de Mir Puig, de «afinnación positiva del Derecho penal, como afirmación de las convicciones jurídicas fundamentales, de la conciencia social de la norma, o de una actitud de respeto por el Derecho» (1996, 50). Como decíamos, la teoría de la prevención-integración tiene su precedente en la teoría funcionalista del delito y de la pena de Durkheim ya examinada, según la cual la función de la pena consistía en reforzar la solidaridad social de los asociados y aumentar la cohesión social; Jakobs la repropone como fundamento del Derecho penal dentro de la teoría sistémica de Luhmann. Pero a diferencia de los mencionados sociólogos, que se dedican a describir la realidad como ellos la interpretan y, por tanto, se mueven en el plano descriptivo del «ser», Jakobs propone la teoría de la prevención-integración como fundamento del Derecho penal y de la pena o castigo; es decir, la plantea a nivel prescriptivo del «deber ser». 139

Señala Baratta que esta teoría constituye uno de los varios intentos de dar un nuevo fundamento a la pena, protegiendo al sistema penal de su profunda crisis de legitimación. Se trata de una legitimación tecnocrática del funcionamiento desigual del sistema punitivo; la posición de Jakobs no permite identificar como problema político la desigual distribución del «bien negativo» criminalidad en peijuicio de los sectores socialmente más débües de la población (1984, 16-23). Jakobs sostiene que la infracción de la norma penal (la comisión de un delito) no representa un problema por sus consecuencias extemas (por la lesión de bienes jurídicos como la vida, la propiedad, etc.), sino porque constituye una desautorización de la norma. El delito pone en cuestión la norma como modelo de orientación de las conductas. Por lo tanto, la misión de la pena no es evitar lesiones de bienes jurídicos sino reafirmar la vigencia de la norma como modelo de orientación de las conductas (1997, 12-14). El mencionado autor atribuye tres efectos a la pena: ejercitar en la confianza hacia la norma —la pena reafirma en su confianza al que confía en la norma—, ejercitar en la fidelidad al Derecho —la pena grava al comportamiento infractor de la norma con consecuencias costosas, aumentando la posibilidad de que se aprenda a no tenerlo en cuenta como alternativa de comportamiento— y ejercitar en la aceptación de las consecuencias —mediante la pena se aprende la conexión de comportamiento y deber de asumir los costes. Estos tres efectos pueden resumirse como ejercicio en el reconocimiento de la norma. «Dado que tal ejercicio debe tener lugar en relación con todos y cada uno, en el modelo descrito de la fimción de la punición estatal se trata de prevención general mediante el ejercicio en el reconocimiento de la norma» (Jakobs, 1997, 18). Con esta teoría Jakobs pone en cuestión dos pilares fundamentales del Derecho penal liberal: la teoría del bien jurídico y el principio de culpabilidad. Para Jakobs el bien jurídico no tiene importancia, no importa si el delito realmente lesiona algún bien jurídico, lo reprochable del delito es que pone en discusión la norma en cuanto orientación de la acción y, en consecuencia, la confianza institucional de los asociados. El delito es una amenaza a la integridad y a la estabilidad social porque es expresión de una falta de 140

fidelidad al Derecho. Por ello la pena debe servir para reafirmar la vigencia de la norma. En cuanto al principio de culpabilidad, Jakobs vacía de contenido la culpabilidad, la deja como algo formal, sin importancia a los efectos de la función de la pena. Ello es muy peligroso porque puede llevar a que se gradúe la pena no en fimción de la culpabilidad sino en función de los desórdenes que causa el delito en la sociedad, según constituya una amenaza mayor o menor a la norma como orientación de acciones. De nuevo el tema de «las drogas» nos puede servir para ejemplificar la aplicación práctica de la teoría de Jakobs: en este tema el bien jurídico es muy discutido, incluso se puede sostener que no hay vulneración a ningún bien jurídico; en cuanto a la culpabilidad, en muchos casos es inexistente porque se actúa en estado de necesidad o de inimputabilidad. Por otro lado, la norma que prohibe el tráfico y consumo de drogas es muy cuestionada; y a pesar de ser tan cuestionada, o precisamente por ello, las penas en temas de drogas son elevadísimas. Así, la pena en el caso de las drogas se puede decir que sirve para reafirmar la norma que se encuentra en peligro. Este caso de «las drogas» nos sirve para constatar que la pena realmente desarrolla esta función (plano del «ser»), pero ello es muy distinto a sostener que «debe» realizar tal función (esto no sería acorde con una sociedad democrática ya que el sujeto no tiene ningvma importancia en esta teoría). Esta doctrina de justificación de la pena no creo que pueda ser sostenida en un Estado democrático y de derecho, ya que supone una funcionalización de los individuos para fines de autoconservación del sistema absolutamente inadmisible en un tal Estado. Destaca Baratta que «el sujeto de la imputación de responsabilidad penal deja de ser el fin de la intervención institucional y se convierte en el soporte psico-fisico de una acción simbólica que tiene su finalidad fuera de él, y de la cual él es sólo instrumento» (1984, 24). La violación de la norma es socialmente disfuncional no tanto porque resultan vulnerados determinados intereses o bienes jurídicos, sino porque se pone en discusión la norma misma en cuanto orientación de la acción y, en consecuencia, la confianza institucional de los asociados. El delito es una amenaza a la integridad y a la estabilidad social en cuanto que es expresión simbólica de una falta de fidelidad al Derecho; y 141

la pena constituye una expresión simbólica contradictoria respecto a la representada por el delito (Baratta, 1984, 6-7). Por su parte, señala Ferrajoli que las doctrinas de la prevención general positiva confunden el derecho con la moral. Al atribuir a las penas funciones de integración social a través del general reforzamiento de la fidelidad al Estado así como de la promoción del conformismo de las conductas, subordinan al individuo a las exigencias del sistema social general. Se trata de doctrinas sistémicas, que convierten a la pena en una mera exigencia ftmcional de autoconservación del sistema político y son incapaces de fundamentar un Derecho penal mínimo y garantista, que tutele los derechos de la persona (1997, 275). Pese a todas las críticas a las que ha sido sometido el pensamiento de Jakobs, otros autores menos sospechados de autoritarismo han tratado de conciliar la teoría de la prevención general positiva con el respeto al principio de culpabilidad y a la teoría del bien jurídico. Es el caso de Hassemer, Roxin o Armin Kaufmann (Rivera, 1998, 47-58). Como indica Zaffaroni, habría dos versiones de esta teoría: la versión atizada (que tiene como claro exponente a Welzel y a todo el finalismo) y la versión sistémica (el modelo es Jakobs). La primera versión pretende que castigando acciones que lesionan bienes jurídicos, siempre con el límite de la retribución de la culpabilidad atizada, se refuercen los valores ético-sociales de la sociedad. La versión sistémica, en cambio, como se ha indicado, no repara en vulnerar el principio de culpabilidad y la teoría del bien jurídico para obtener el reequilibrio del sistema (2000, 54 y 59). Esta teoría de la prevención-integración también ha llegado a la academia española, tras la crisis de las otras teorías de justificación de la pena. Mir Puig la acoge en su versión atizada, evitando de este modo el componente autoritario de la teoría de Jakobs. Mir Puig considera que en un Estado respetuoso de la autonomía moral del individuo la prevención general positiva no puede servir para fundamentar la pena. Pero en cambio considera que la prevención general positiva sí puede servir como una forma de limitar la prevención general negativa o intimidación ya que impediría que las penas se agravasen hasta el punto de contradecirlas valoraciones sociales (1986, 55-57). Sostiene este autor que en un Estado democrático el Dere142

cho penal debe apoyarse en el consenso de sus ciudadanos, por lo que la prevención general no puede perseguirse a través de la mera intimidación que supone la amenaza de la pena, sino que ha de tener lugar mediante la afirmación de las valoraciones de la sociedad. Por tanto, la prevención general positiva actuaría como límite a la prevención general intimidatoria exigiendo que además se presente como socialmente integradora (1994, 38). Sin embargo, a este autor, como a los otros penalistas que hemos mencionado, se le puede objetar que se basa en un paradigma consensual de la sociedad. Tanto la «conciencia colectiva» de la que hablaba Durkheim, como las «valoraciones de la sociedad» de las que habla Mir Puig se basan en un pretendido consenso social en cuanto a los valores a proteger por el Derecho penal que es altamente cuestionable. Esta concepción parte de lo que Baratta denomina principio del interés social y del delito natural y que enuncia del siguiente modo: «El núcleo central de los delitos contenidos en los códigos penales de las naciones civilizadas representa la ofensa de intereses fimdamentales, de condiciones esenciales para la existencia de toda sociedad. Los intereses protegidos por medio del Derecho penal son intereses comunes a todos los ciudadanos» (1993, 120). Sin embargo, las teorías conflictuales de la criminalidad ya en los años sesenta se encargaron de negar dicho principio, señalando que los intereses que están en la base de la formación y de la aplicación del Derecho penal son los intereses de aquellos grupos que tienen el poder de influir sobre los procesos de criminalización. Los intereses protegidos a través del Derecho penal no son, por tanto, intereses comunes a todos los ciudadanos (Baratta, 1993, 123). Los autores fimcionalistas estudiados no le prestan suficiente atención a los conflictos y al hecho de que las formas sociales son el resultado de luchas entre gruipos sociales. La «conciencia colectiva» o las «valoraciones de la sociedad» no son un hecho social dado sino que son producto de las tensiones sociales. La característica de las sociedades actuales más que el consenso parece ser el conflicto permanente. Por ello más que de «conciencia colectiva» debería hablarse de «orden moral dominante» o de «valoraciones sociales dominantes», que precisamente demuestra su imposición por fuerzas sociales particulares y no 143

u n surgimiento espontáneo de la sociedad en conjunto (Garland, 1999, 71). Todo ello nos lleva a considerar si toda esta tradición de la sociología funcionalista, que considera £il Derecho como u n instrumento de control social que expresaría el conjunto de los valores mayoritariamente aceptados por los ciudadanos, puede ser asumida acríticamente para caracterizar la capacidad punitiva de los Estados modernos. El concepto de control social ha sido u n elemento central de la teoría sociológica de la integración, que tiene un origen y desarrollo específicamente estadounidense. Por lo tanto afirmar, como hace la mayoría de los penalistas, que el Derecho penal es u n instrumento de control social supone, además de u n equívoco, partir de u n a teoría consensual de la sociedad expandida con el funcionalismo. No se afi-onta, desde una perspectiva conflictual, la verdadera naturaleza política del Derecho, como monopolio del Estado moderno. Desde este punto de vista, el concepto de control socicJ n o sirve para explicar las funciones del sistema penal (Bergalli, 1998, 28-30).

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WEBER Y LA RACIONALIDAD DEL CONTROL PUNITIVO CONTEMPORÁNEO* Bruno Amaral Machado

En la última década, en parte a causa de la desintegración del bloque socialista y de los nuevos acontecimientos mundiales, han surgido interpretaciones que indicarían que, entre los clásicos de las ciencias sociales, Weber y Durkheim se habrían equivocado menos que Marx sobre los destinos de la modernidad (Souza Santos, 2000, 33-34). Añade Santos que el capitalismo ha producido más capitalismo y que la quiebra del Estado de Bienestar —donde se articulaban Estado y mercado con fines no de emancipación del statu quo sino de regulación de las relaciones productivas—, hizo fortalecer el pilar mercado como elemento preponderante en la regulación de las relaciones sociales. El derrumbe del modelo intervencionista a mediados de los setenta, impulsado por las dos crisis del petróleo (73/74 y 78/79) y del modelo financiero internacional (Bretón Woods), puso, en la nueva lectura neoliberal, al «mercado» en la posición de instancia reguladora, campo antes reservado al Estado-nación. En ese contexto son fortalecidas las perspectivas que privilegian el

* El enfoque que se buscó delimitar, como se desprende del título, fue identificar las formas asumidas por el control punitivo contemporáneo. Esa peispectiva se debió a una hipótesis que se extrae de la obra weberiana: lo que se suele establecer como castigo en el paradigma de modernidad se vincula directamente a la constitución de un Estado, caracterizado por el monopolio del ejercicio de la violencia legítima ejercida a partir de la definición «i'acional» de las conductas descriptas como crimen y a través de un procedimiento «racional» para la aplicación de estas reglas. En lo que respecta al título nos referimos sobre todo a la piügresiva atribución al derecho penal de la función de «control» (Bergalli, 1996, 1-5). Sobre las categoiías Estado y control social conferir Melossi (1992). El artículo fue eIaboi"ado con la colaboración de Gabriela Rodn'guez Femández.

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pluralismo jurídico, se consolida la autorregulación en los más diversos ámbitos sociales, se recupera la hx mercatoría y se habla de crisis del Estado y postmodemidad (Farias, 2000). Sin embargo, en el ámbito penal, se observan tendencias de distinta raíz de las que se podrían identificar en otros ámbitos jurídicos: las nuevas perspectivas del castigo' con el predominio de políticas de la intolerancia, marcadas por la proliferación y el fortalecimiento de penas y la utilización de instrumentos contrarios a los derechos fundamentales para la criminalidad tradicionaP y, por otro lado, la tendencia a crear tipos penales para la «protección» de bienes jurídicos supra-individuales.-' El presente artículo no tiene por objetivo recuperar las varias contribuciones que se puede sacar del legado weberiano para la comprensión del castigo. De esta tarea seguramente ya se ocuparon numerosos autores y no cabe aquí repetir lo que con gran autoridad ya se dijo acerca de cómo se legitiman las formas de dominación racional a través del Derecho penal monopolizado por el Estado moderno.'' La tarea que se propone es a la vez sencilla y osada para los estrechos límites de esa pequeña contribución. A partir de ese escenario —simplificado para efectos analíticos— que se identifica en el castigo institucionalizado, buscamos reflexionar sobre la racionalidad de estas dos

1. «Desaparecimento do Estado económico, diminuigáo do Estado social, refoi'co e glorifícafáo do Estado penal» (Wacquant, 2001, 135). 2. En ese sentido son paradigmáticas la obra de Christie (1998) que habla sobre la industria del control penal y las reflexiones de Wacquant (2001) sobre la nueva administración de la miseiia en Estados Unidos, Por «criminalidad tradicional» aquí se entiende sobre todo los tipos relativos a la consolidación del Estado de Derecho y los constituidos para la protección de bienes jurídicos individuales (vida, patrimonio, etc.). Dentro de esta denominación se incluye el trífico y transporte de drogas. 3. En ese sentido véase Hassemer (1998); Hassemer y Muñoz Conde (1989); Roxin (1999). Si parte de las leyes que creai'on los delitos conti-a ios bienes jurídicos supraindividuales fueron citados ya en la transición del Estado liberal hacia el Estado social, en el último cuarto de siglo XX es que se identifica una masiva producción legislativa con esa pretensión de tutela jurídica. La progi^esiva utilización del Dei^echo Penal con esa nueva tendencia se inicia sobre todo con lo que Habermas denomina «última hornada de juridización» (no obstante no referirse explícitamente al derecho penal) que coincide con la transición hacia el Estado social, en referencia al incremento del derecho escrito: «Otto Kirchheimer introdujo el término en la discusión científica durante la República de Weimai' y a la que las teorías del Derecho constitucional de la época prestaron una gran atención (sobre todo Héller, Smend y Cari Schmitt) no es sino el último eslabón de una serie de hornadas de juridización» (Habermas, 1999; 504-505). 4. Por otro lado la herencia weberiana es en parte recuperada en el artículo sobre Schutz en ese volumen (Rodrigues).

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estrategias contemporáneas del control punitivo a partir de una clasificación ya clásica en la sociología weberiana. Conforme se explica en los apartados siguientes, la preocupación por el castigo no ha sido tema central en la obra de Weber.^ Sin embargo, buscamos derivar, sobre todo de su concepción del derecho racional en el Estado moderno, elementos para el análisis propuesto. Cabe señalar que en esa contribución el análisis se centrará básicamente en la reflexión sobre una de las dimensiones de la lógica actual del control punitivo —la criminalización primaria—,* y no se abordará el tema de la criminalización secundaria, lo que seguramente permitiría otros matices para la reflexión, tarea que nos proponemos desarrollar en otro espacio. Además, se señala que serán recuperadas contribuciones de otros autores para el análisis del tema propuesto, lo que no implica la pérdida del protagonismo del autor alemán.

1. Max Weber y la peculiaridad del desarrollo occidental Así como el pensamiento marxiano fue objeto de simplificaciones y malas interpretaciones, Weber tampoco se ha librado de la mala hermenéutica, como la referencia no rara de que en el pensamiento weberiano el protestantismo sería la causa del capitalismo (Medina Echavarría, 1993, XVII). Esa interpretación se juntaría a otras que suelen ser colocadas en sentido inverso, como si en el marxismo la ética protestante fuera resultado de las nuevas relaciones de producción establecidas en el naciente capitalismo. En verdad, en su conclusión Weber (1998, 260) no deja dudas en cuanto a su concepción: la interacción entre las condiciones socio-culturales y las económicas son recí-

5, Una de las ya obligatorias interpretaciones del legado de Weber se refiere a la disciplina del sistema penal y su racionalización como característica de la modernidad y su sistema de dominación burocrática. Incluso debemos aquí hacer referencia a varios autores que buscaron en esa fuente elementos para interpretar la racionalidad del castigo. En ese tema, entre otros, además de Foucault (1990), Garland (1990) es referencia obligatoria. Incluso en el análisis de Weber y Foucault, señala Garland la transición del castigo apasionado del Antiguo Régimen hacia el proceso de fría y profesionalizada racionalización en la modernidad. 6. Con criminalización primaria se hace aquí referencia al proceso de creación de la norma penal. Con criminalización secundaria, al pixx;eso de aplicación de la norma penal. Es decir, a los que son sometidos y al final condenados por el sistema penal.

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procas, sobre todo en los países que presentan el más elevado nivel de desarrollo capitalista.^ A la par de esa observación teórica, vale considerar que la comprensión del legado weberiano requiere una adecuada «contextualización» histórica de sus preocupaciones.* A principios del siglo XX, Weber buscaba dibujar el sentido ético occidental en un momento en el que convivían la dominación de los junkers,^ la fase más revolucionaria de la socialdemocracia alemana y la apatía de los políticos. Esta búsqueda se problematiza sobre finales de la segunda década del siglo: la derrota alemana en la guerra, las condiciones de la rendición (ignominiosas, a juicio de Weber) y, finalmente, el hundimiento del sistema monárquico de Guillermo II, tornan al autor absolutamente pesimista. Weber piensa, entonces, que nadie supo adecuar el Reich bismarckiano"^ a la nueva situación interna y mundial.'' En síntesis, en toda la obra weberiana se nota una preocupación fundamental por el sentido del desarrollo peculiar del Occidente. Weber desarrolla sus conceptos y categorías fundamentales con una indagación constante: ¿cuáles son los factores que hicieron que en Occidente, y sólo allí, se desarrollase la economía capitalista con racional división del trabajo y fuese implementado el dere7. Tal vez este sea el núcleo de b polémica enti^ Weber y «el fantasma de Maix»: la preeminencia o la paiidad en la influencia de la economía naspecto de los lestaníes factoies. 8. De esta tarea se encai'gó Villacañas Berlanga (1998, 7-73). Para un mejor contexto del hombre y su obra es también referencia obligatoiia la biografía escrita por Maríanne Weber (1988). Para un análisis que asocia heiramientas del psicoanálisis para la comprensión del hombre y su obra, véase Mitzman (1976), en especial para comprender la modificación que hubo en el objeto de su interés después de la grave depresión en 1897, fase en que estuvo progresivamente tomado por un fuerte pesimismo y preocupado sobre todo por la cuestión de la dominación. 9. Los junkers etan la gian buiíguesía teirateniente, que e.\plotaba el campo mediante el sistema de arrendamientos. Explica Villacañas que los ¡wikers, que habían ayudado financieramente en las campanas de unificación alemana, «se cobraban su contribución militar a la unidad del II Reich mediante un elevado proteccionismo de sus productos agiopecuaiios. En su afán de lucro, estiictamente capitalista, sin embargo, oprimen a los campesinos, meiTnando sus ya precaiias condiciones de vida» (Weber, 1998,21). 10. Referencia al período de unificación alemana comandado por Bismarck. 11. La obra weberiana así tiene una pi^tensión pedagógica: la idea de que la ética protestante calvinista estaría emaizada en la cultura popular inglesa y americana (los países «modelo» del desarrollo peculiar de Occidente), y que ésta es la que conforma los modelos de acción afines al desan'ollo capitalista, lo lleva a definir aquella cultuia como prospectiva (Medina Echavam'a, 1993, 30).

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cho racional, libre de la influencia religiosa y de tradiciones con raíces en tiempos inmemoriales?

2. Algunas categorías sociológicas weberianas La adecuada comprensión de la racionalidad del Derecho en el marco analizado por Weber requiere una previa consideración sobre algunas categorías fundamentales de la sociología comprensiva weberiana (Weber, 1993, 18-44): Inicialmente cabe recuperar los conceptos de acción social y relación social, base de la articulación que se hace para desarrollar las formas de dominación y la tipología creada para el análisis de la racionalidad del Derecho. Por acción social se comprende toda acción humana orientada por la acción de otros y es así clasificada: acción con arreglo a fines, la cual es dirigida a un fin específico, la acción social con arreglo a valores,'^ determinada por la creencia en el valor ético, estético o religioso, además de la acción afectiva y la tradicional, esa última ftmdada en una costumbre arraigada. Por relación social se comprende una conducta plural recíprocamente orientada. La acción, en especial la social, y la relación social, señala Weber, pueden orientarse en la representación de la existencia de un orden legítimo, conformándose lo que él denomina de «validez» del orden en cuestión. Al contenido de sentido de una relación se puede hablar de orden cuando la acción se orienta por máximas que pueden ser señaladas y sólo se habla de validez de un orden cuando la orientación de hecho por tales máximas tiene lugar porque en algún grado significativo aparecen como obligatorias o modelos de conducta. Añade que la legitimidad de un orden puede estar garantizada por pura entrega sentimental (legitimación afectiva), por ra-

12. Rossi destaca que solamente en 1913, en el artículo «Uber eine Kategorie der Verstehenden Soziologie» determina Weber el significado de la racionalidad con la distinción Zweckratiotmliíat (con arreglo a fines) y Richligkeitsrationalitat (normal; la acción coirectamente oiientada, considerada válida desde la óptica del invesdgador y no del que actúa). En Economía y Sociedad esa distinción pieide relevancia. La racionalidad con arreglo a valores es siempre iiracional en el momento en que asume la realización de valores absolutos sin tomarse en cuenta las condiciones objetivas de realización (Rossi, 1982, 15-19).

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cionalidad valorativa (creencia en validez absoluta), por motivos religiosos y también por determinadas consecuencias extemas (situaciones de intereses). Clasifica el orden como convencional cuando la validez es garantizada por probabilidad de que una conducta discordante enfrente una relativa reprobación general y como orden de Derecho cuando ese es garantizado extemamente por la probabilidad de coacción ejercida por cuadros de individuos instituidos con la misión de obligar a la observancia o castigar la trasgresión. '•' Weber señcJa''' que una asociación es de dominación cuando sus miembros están sometidos a relaciones de dominación en virtud del orden vigente, y que una asociación será política en la medida en que su existencia y vcilidez de sus ordenaciones, dentro de un ámbito geográfico dado, estén garantizadas de modo continuo por la amenaza de aplicación de fuerza física por parte de un cuadro administrativo. El Estado es así la institución política de actividad continuada que posee un cuadro administrativo con monopolio legítimo de la coacción física para mantener el orden vigente. En su análisis de los tipos de dominación, ya articulados en la interpretación de la concreción del Estado moderno, señala Weber (1993, 170) que la dominación puede descansar en los más diversos motivos de sumisión, desde la habituación inconsciente hasta consideraciones racionales con arreglo a fines. Resalta que ni toda dominación posee fines o es ejercida por medios económicos y toda dominación sobre una pluralidad de hombres requiere normalmente un cuadro administrativo. La forma de dominación legal, considerada la más racional (formalmente), se articula así si surgimiento de una «burocracia» en el Estado moderno, no ya vinculada a tradiciones o a calidades carismátícas, sino a un orden legal estatuido en que hay rígida jerarquía funcional, una impersonalidad formalista y estricta observancia de las reglas y expedientes, lo que respondería a las necesidades de 13. A partir de estos conceptos resalta que los que actúan socialmente pueden atribuir validez legítima a un orden determinado por tradición, por creencia afectiva, por creencia racional con aireglo a valores o por el mérito de lo estatuido positivamente, en cuya legalidad se cree (legalidad legítima en virtud de pacto de interesados o en virtud de otorgamiento por autoridad considerada legítima). 14. A partir de categorías concebidas por Tónnies distingue Weber entre comunidad (relación social en que la acción social se inspira en un sentimiento subjetivo de los partícipes en constniir un todo) y sociedad o asociación (la acción social se inspira en compensación de intereses por motivos racionales con aneglo a fines o valores).

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una administración calculable en una sociedad de masas. Ese se constituye el núcleo de gran parte de los análisis que se suelen hacer sobre la racionalidad del sistema penal, tarea que, como ya resaltamos, no será abordada en ese artículo.

3. La racionalidad del Derecho en la consolidación del Estado moderno Dentro del análisis de la peculiaridad del desarrollo occidental, Weber asume que sólo aquí se conoció plenamente el desarrollo de la administración de justicia. El derecho natural y la eliminación de las influencias personales en la adjudicación del derecho, únicamente tuvieron lugar en Occidente; allí se recibió el Derecho romano y, por consiguiente, tuvo plenitud el derecho de los juristas, el derecho de los «profesionales». En lo que concierne a la relación entre la consolidación del modo de producción capitalista, la aceleración económica reclamó un derecho de funcionamiento rápido y seguro, garantizado por una fuerza coactiva de la más Eilta eficacia; sobre todo, la economía moderna ha destituido a las otras asociaciones que ostentaban el lugar de creadoras de derecho (Weber, 1993, 272). Señala Weber que los procesos de racionalización del derecho y de la economía tuvieron, uno sobre otro, influencias recíprocas. La creación de una comunidad de mercado basada en la libre contratación dio una complejidad creciente a los conflictos de intereses, para cuya solución debió crearse un Derecho formalmente racional y calculable (Weber, 1993, 508-512). Reflexivamente, fue necesaria también la institución de un nuevo tipo de asociación política y la generación de unas reglas económicas también predecibles. Así, en reiteradas oportunidades demuestra Weber que las cualidades del Derecho fueron determinadas por factores de técnica jurídica interna y factores políticos; estos, a su vez, reaccionaron sobre la estructura de la economía. Respecto al grado y manera de racionalización del Derecho destaca que un derecho puede ser racional en muy diversos sentidos, de acuerdo con las distintas direcciones adoptadas por el pensamiento jurídico. La forma más evidente sería la generalización (creación de preceptos jurídicos a partir de una colección de casos típicamente homogéneos) y la labor de sistemati153

zación (relacionar los preceptos obtenidos mediante un conjunto de reglas claro, coherente y desprovisto de lagunas) de las construcciones jurídicas de relaciones e instituciones. Destaca Weber que tanto la creación como la aplicación del derecho pueden ser racionales en sentido formal o material. Un derecho es formalmente racional cuando lo jurídicamente sustancial y lo jurídicamente procesal no tienen en cuenta más que características generales y unívocas.'^ La racionalidad material del derecho significa la influencia de instancias valorativas cuya dignidad cualitativa es diferente de la de las normas positivas; en otras palabras, imperativos éticos y postulados políticos que rompen el formalismo de las características extemas y de la abstracción lógica típica de las estructuras formalmente racionales. Sobre la producción del derecho en el paradigma dominante en la modernidad, sostiene Weber que la amplia influencia de expertos, prácticos y teóricos, abogados y jueces, en la persecución de un mismo fin de forma profesional imprime a casi todo derecho el carácter de un «derecho de juristas».'* Donde existe comunidad jurídica el carácter formal del derecho y su aplicación son ampliamente cuidados, pues la aplicación no depende del arbitrio de aquellos para quienes vale. El derecho aparece

15. Señala Rossi que es cential para la comprensión adecuada del derecho racional formal la relación con el píXKeso de racionalización en todas las esferas de la vida, y distingue la racionalidad formal, vinculándola al elevado grado de calcuiabilidad, mientias la material se referiría a la intervención de principios heterogéneos. En referencia a Schluchter destaca la distinción traída por el autor alemán sobre cuatro formas de derecho. El derecho materialmente inucional con el derecho tradicional; el formalmente iiTacional encontiaría equivalente histórico en el derecho revelado; el materialmente racional, que se fundaría en criterios de decisión extra-jurídicos, y el formalmente racional, constituido por el derecho estatuido. Destaca Rossi que el proceso de racionalización del derecho no se dirige a una única dirección sino a dos, definidas en Weber en )a antítesis entre racionalidad material y formal. Así, concluye que racionalidad mateiial y formal se constituirían en dos modelos de desan"ollo compatibles con la economía capitalista (Rossi, 1981, 25-29). 16. Señala Weber, al tratar sobre los tipos de pensamiento jurídico y los hoiiomtoríes que en relación con el desanüllo del aprendizaje jurídico piüfesional hay dos posibilidades: el dominio de los prácticos o de los teóricos. Señala que en Inglatena —a diferencia de lo que pasó en diversas partes del continente europeo, donde no había un grupo de abogados tan fuerte y había mayor predominio de los teóricos— los piácticos, especialmente abogados que se presentaban como portadores de la enseñanza jun'dica, consiguieron obstaculizar en gran medida el advenimiento de la legislación sistemático-racional, así como la educación como la que se imparte en las universidades. En especial, la inteipretaciones de nuevas creaciones jun'dicas quedaban encomendadas a jueces que provenían de los «bañistas» (Weber, 1993, 588-602).

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así como producto de la revelación de los poseedores de la sabiduría jurídica. Nunca ha existido un derecho más o menos formalmente desarrollado sin la colaboración de jurisperitos (Weber, 1993, 531). El sentido de las calidades formales del derecho, añade, se encuentra condicionado por circunstancias «intra-jurídicas», por características propias de las personas que pueden influir en la formación del derecho y, sólo indirectamente, por condiciones económicas. Pese a insistir en que el derecho se ha conformado por razones intra-jurídicas, Weber sostiene que «El resultado de la libertad contractual es, pues, en primera línea: la apertura de probabilidades de usarla, por medio de una ardua aplicación de la propiedad de los bienes en el mercado, y salvando todas las barreras jurídicas, como medio para adquirir poder sobre otros. Los interesados en adquirir el poder comercial son los mismos interesados en un orden jurídico semejante. En su interés reside primordialmente el establecimiento de "normas facultativas" que ofrecen esquemas de convenios válidos, los cuáles, desde el punto de vista de la libertad formal, son accesibles a todos, aun cuando de hecho están a disposición de los propietarios y en realidad sólo garantizan su autonomía y la posición de poder en que se hallan» (1993, 586). Así, analizando la racionalidad del derecho y la influencia de las formas políticas de dominación sobre sus cualidades formales, destaca Weber que ciertos rasgos comunes de la estructura lógica del derecho pueden ser producto de fonnas de dominación muy distintas,'^ resaltando la importancia de la abstracción de la norma para la protección de intereses económicos poderosos'8 (1993, 603-694). 17. En el análisis de la sociología de la dominación, deslaca que la dominación es un importante elemento de la acción comunitaria. En muchos casos la estnictuiTi de dominación y su desanx)llo es lo que constituye la acción comunitaria y la que deteimina su desanx)llo hacia un fin. Destaca que, como en oti'as fonnas de poder, en la dominación no existe una tendencia exclusiva de sus benefíciaiios a pereeguir intereses puramente económicos. La posesión de bienes y poder económico es frecuentemente una consecuencia, así como uno de sus importantes medios. No obstante, no toda posición económica se exterioriza en una forma de dominación en el sentido utilizado. La dominación (que en general busca foima de autojustificación) que interesa es, ante todo, la relacionada con el régimen de gobierno, que siempre necesita para su desempeño de la delegación del poder de mando a algim fimcionario para ejeiticio efectivo. 18. Weber destaca que la historia económica demuestra que clases podeíosas preferían la dualidad de justicia. Una foimal para los conflictos internos de una capa

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4. La racionalidad del control punitivo contemporáneo El surgimiento de nuevos actores sociales y la nueva realidad internacional apuntan, en principio, a una realidad diversa de aquella descrita por Weber. El tipo ideal de dominación legal weberiano" y su concepción de derecho formalmente racional pzirecen no corresponder a la realidad actual; fundamentalmente a causa de la proliferación de nuevas instancias que concurren a la producción del derecho.^" Esa situación, ampliamente evidenciada por Paria (2000) y que muestra los nuevos roles del Estado en la globalización, implica considerar distintos matices en la esfera de la producción del derecho estatal. Aunque cualquier generalización deba ser evitada, ya que necesitaría de un previo análisis empírico de las situaciones concretas de cada país, algunas líneas básicas pueden ser delineadas para el objetivo propuesto. A partir de esas consideraciones cabe retomar las cuestiones planteadas al principio de este artículo, que sintetizamos en una constatación: el derrumbe del Welfare Sfafe^' acentuó la progresisocial y una arbitraría para los económicamente más débiles. Pero si el dualismo no era posible preferían la justicia formal, con normas objetivas, excluyendo vinculación a la tradición o arbitrariedad. Destaca que el desanollo de normas racionales sólo se hizo posible cuando quedó rota la fuerza de formas mágicas (Weber, 1993, 608-610). Señala Weber que la recepción del derecho romano en Europa continental atendió a la necesidad de racionalización del procedimiento y eso determinó el pn;dominio de los juristas profesionales, creando así una capa de «juristas doctores» por univereidades. Y con ello, el efecto de una «logización» del derecho, que no fue determinada por intereses burgueses interesados en un derecho «calculable». Destaca que la experiencia revela que el derecho amorfo ligado a precedentes puede satisfacer a estos intereses (Weber, 1993, 633-635). En Estados Unidos el carácter caiismático de la administración de justicia (derecho como creación personal del juez) implicó menor grado de racionalización del derecho y el sistema de jurado popular sería resquicio de la «justicia de Cadí. (Weber, 1993,656). 19. Tipo ideal: abstracción conforme la cual se aislan los elementos permanentes de un determinado fenómeno que presenten una relación medio/ñn reconocible, para construir un patrón útil a la veiifícación de las desviaciones que la acción real sufre respecto del modelo racional (respecto del tipo) (Weber, 1993, 7). Así, por razones metodológicas, distingue Weber ties «tipos ideales» de dominación legítima, la de carácter racional, que descansa en la creencia en la legalidad de ordenaciones estatuidas, la de caiácter tradicional, fundada en la creencia en la santidad de las tradiciones y la caiismática, que descansa en la entrega al heroísmo o ejemplaridad de una pei'sona y a las ordenaciones por él creadas o reveladas. 20. Incluso se podría destacar la progresiva privatización de la segutidad pública, lo que también implica una nueva configuración del concepto de Estado weberiano, lo que no es aquí abordado. 21. Sobre el tema, uno de los factores que también se podn'a tomar como relevante para la creciente utilización del derecho penal es seguramente el relacionado con los

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va «funcionalización»^^ del Derecho penal. La ü^nsición del Estado social de Derecho al Estado globalizado implica la necesidad de nuevas puntualizaciones al concepto weberiano de Estado y a la modalidad de dominación legítima fundada en la legalidad. Sobre el actual modelo estatal, resalta Amaud que el Estado, lejos de sucumbir, asume cada vez más responsabilidades que las instituciones pertenecientes a las instancias global y local se rehusan o no son capaces de asumir. Añade que la situación contemporánea es confusa y compleja: así, se percibe una sólida permanencia de formas de producción normativa tradicionales en convivencia con tipos de producción jurídica «postmodemos». El Estado, en ese contexto, es instigado a desarrollar su poder tradicional de regulación y de coerción por el Derecho. Incluso los que pugnan por un gobierno «global», reafirman la necesidad de utilizar el poder estatal para el estímulo de formas de equilibrio en el sector privado, a la vez que aseguren el margen de ganancia y seguridad para la competencia y un medio ambiente de calidad (Amaud, 1999, 26-27 y 173-180). En su análisis de la política criminal del nuevo modelo estatal que se impone, resalta Bauman que las llamadas políticas de ley y orden son lo que resta de la antigua iniciativa política en el cada vez más debilitado Estado-nación. En especial referencia a la política criminal americana, destaca los nuevos sentidos del castigo: la prisión no tiene ya función disciplinar, sino que asume cada vez más el formato de fábrica de exclusión.^^ En su óptica, los nuevos problemas insertados por una sociedad de riesgo, lo que no abordaremos en este trabajo. Asimismo Silva Sánchez sostiene que la expansión del derecho penal es un fenómeno que se explica por la estructura de las sociedades post-industriales, pobladas por sujetos «pasivos», además de otros factores como la sociedad de riesgo a que se refiere Beck. En sus palabras, un verdadero consenso se ha instalado sobre las virtudes del derecho penal. Sin embargo, reconoce que «En ese punto, por tanto, el Derecho penal de la globalización no hará más qué acentuar la tendencia que ya se percibe en las legislaciones nacionales, de modo especial en las últimas leyes en materia de lucha contra la criminalidad económica, la ciiminalidad organizada y la corrupción» (Silva Sánchez, 2001, 81-82). 22. Sobre el tema destaca Bergalli la creciente atención conferida por la cultura jurídica contemporánea sobre las funciones del derecho, en especial sobre la función de control social recién descubierta sobre todo por los penalistas, quienes hablan del ordenamiento jurídico como uno de los medios de control social existentes en las sociedades actuales (Bergalli, 1996, 1-5). 23. Especial atención es dada por Bauman en el apartado a la prisión de Pelican Bay, considerada verdadero laboratoiio de la sociedad globalizada. En su análisis del sentido actual de la cárcel de finales del siglo XX, señala Wacquant (1999, 140):

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Estados son reducidos al rol de distritos policiales de combate al crimen^'' (Bauman, 1999, 111-129). Delineando este mismo modelo resalta Paria que la única forma de dominación y legitimación políticas que resta al Estado, en la dinámica de la globalización, es la obligada adopción de controles indirectos de los llamados «derechos reflexivos» a la vez que la ampliación de sus controles directos en materia criminal, elevando el carácter represivo de sus normas e, incluso, incorporando situaciones que no consigue administrar en el nivel político (Paria, 2000,258). En lo que se refiere a la «criminalidad tradicional», el agravamiento de penas se vincula, por un lado, a una peculiar racionalidad material. El discurso de la desviación, que indica la existencia de un sujeto desviado a ser reintegrado en el seno social, se transforma, en el contexto actual, en vma doble alternativa de respuesta al problema criminal: las medidas sustitutivas de las penas privativas de libertad como técnicas de control social, que generan formas de infantilización y coerción blanda en una auténtica «Orden de Disney», o el control estatal duro para los que ya no son considerados socialmente útiles, como los inmigrantes ilegales y los adictos a las drogas, conforme destacan Shering y Stenning (Swaaningen, 2000, 248). Y por otro lado, en lo que se refiere a la racionalidad formal de las nuevas estrategias del control punitivo, las tablas creadas para la decisión judicial estandarizada que posibilitaría una rápida e impersonal decisión (Christie, 1998, 137-140), forma un modelo de fría, racional y calculable administración de justicia penal que se adapta plenamente al análisis weberiano y a su diagnóstico sobre la administración burocrática. En el actual discurso que se construye sobre la cuestión cri-

«Georg Rusch e Otto Kirchlieimer mostram em seu livix) clássico, Punigao e estnjctura social, que o encarceramento debe portanto "tomar socialmente útil a foi-^a de tiabalho daqueles que se recusam a trfballiai^', inculcando-lhes de modo coet-citivo a submissao ao trabalho de modo que em sua liberagáo "eles possam ir, por eles mesmos, a engrosar as fileiras dos demandadores de emprego". Mas isso já nao é mais verdade no final do sáculo 18, o período que interessa Foucault, e é antes o inverso no final do sáculo 20; as prisóes de hoje armazenam prímeiramente os refiigos do mercado de trabalho, as fra^óes despiületarízadas e sobrenumerárías da classe operaría, mais que um exárcito de resei-va». 24. En lo que se refiere a la transformación hacia una sociedad de exclusión social, Young (1999) aborda los niveles de exclusión —meicado laboral, sociedad civil y las cada vez más excluyentes acciones del sistema penal en la sociedad actual.

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minal, la máxima utilización del Derecho penal persigue una peculiar «racionalidad material», si se consideran los «valores» que fundan la lectura que se hace alrededor de la «cuestión criminal». Un análisis del tema en los mass media en los últimos años permite inferir como se construye la legitimación de las políticas que flexibilizan garantías constitucionales. La mayor percepción social propiciada por los medios de comunicación transforma a la seguridad ciudadana en un bien jurídico, alimentando la creciente industria de seguridad. Las prácticas que se asocian a esa realidad se reducen a conceptos como luchar, eliminar y reprimir. Así, se fabrica el Derecho penal del enemigo (Hassemer, 1998, 47). En lo que se refiere a la segunda manifestación de la progresiva «funcionalización» del Derecho penal contemporáneo —la utilización del Derecho penal para la protección de bienes jurídicos supraindividuales—, se observa que, con la quiebra del Welfare State y con la creciente complejidad de la sociedad actual, el Estado es reducido a la función represora. El intento de traducir las prácticas consideradas ofensivas a ese bien jurídico al lenguaje técnico exigido sobre todo por el Derecho penal, implica con frecuencia la producción de tipos abiertos, conceptos vagos, cláusulas generales y una mayor penumbra entre licitud e ilicitud, lo que conduce a una mayor «discrecionalidad» del juez en el momento de la decisión. En ese sentido, el legislador abandona cada vez más la complementación de su tarea a quien aplica la ley^^ (Hassemer, 1998, 13-44). La disminución de garantías consolidadas en el Estado de Derecho, como la legalidad y culpabilidad, es justificada por criterios utilitaristas. Un Derecho penal «funcionalizado» por la política criminal tiene así más fácil justificación utilitaria ante la opinión pública, lo que contribuye a la inflación legislativa penal. ^* Obviamente, la «desformalización» es uno de los cami25. Lo que no quiere decir que hubo un radical cambio en la actuación de las agencias de control penal. De todas maneras ese tema no sev& aquí desanoUado, ya que no se circunscribe al objetivo pix)puesto. 26. Un análisis de la legislación producida en Brasil en los últimos años indica el último fenómeno mencionado: «De fato, percebe-se no Brasil, no período assinalado, em especial nos anos que se seguiram á Caita de 88, varios diplomas legáis que indicam criminalizaíao primaria (pioduíao dos textos nomiativos que criam figuras delituosas, cominando penas) de setores até entao fora do controle penal. Sem qualquer pretensáo de trazer urna enumera^áo taxativa e partindo da tipología proposta por

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nos a través de los cuales se puede aplicar un Derecho penal eficiente. En otras palabras, la disminución de barreras tradicionales del Derecho penal «garantista» que puedan limitar sus fines políticos. Como consecuencia se produce un Derecho penal formalmente menos racional, ya que en ese conjunto de características hay un menor grado de «calculabilidad», rasgo fundamental de la concepción weberiana del Derecho consolidado en la modernidad. Una de las posibles cuestiones a plantear en lo que se refiere a la proliferación del Derecho penal como instrumento político Tiedemann (1." nota de roda-pé) poder-se-iam mencionar os segnintes diplomas legáis: o decreto-lei 7661/45, lei de falencias, diretamente relacionada a produ9ao e presta?5o de servidos e os delitos previstos nesse diploma legal afetam bens coletivos económicos; a Lei 1521/51 define os delitos contra a economía popular, sancionando crimes ofensivos a bens coletivos supra individuáis; a Lei 4591/64 dispóe sobre o condominio em edificagñes e as incorporagóes imobiliárias e define tipos penáis relacionados a importante setor da economía com reflexos na ordem económica; a Lei 4595/64 dispóe sobre a política e as Institui^óes Monetarias, Bancárias e Crediticias, cria o Conselho Monetario Nacional e dá outras providencias. Trata-se de diploma legal que objetiva disciplinar as operagóes vinculadas ao capital fínanceiro e sanciona condutas que afetam diretamente á ordem económica; a Lei 4947/66 fixa normas de Direito Agrario e dá outras piovidéncias, ressaltando-se o artigo 19 desse diploma legal que em algumas hipóteses, dependendo da magnitude da lesao causada pode vir a ofender bens coletivos económicos; a Lei 6766/79 dispóe sobre o parcelamento do solo urbano e dá outias providencias. Embora considerados crimes contra a administragáo pública, podem afetar direitos económicos supra-individuais; a Lei 7492/86 define os crimes contra o Sistema Financeiro Nacional e que repercuten! diretamente na ordem económica, ofendendo bens supra-individuais; a Lei 8137/90 define crimes contra a ordem tributaria, económica e conti^a as relagóes de consumo, e dá outras providencias. Trata-se de diploma legal que objetiva resguardar receita origináiia estatal, mas também busca coibir pláticas lesivas relacionadas ás relafóes económicas, seja na produ^ao, consumo ou prestagáo de servidos; a Lei 8212/91 dispóe sobre a organizagao da Seguridade Social, instituí Plano de Custeio, e dá outras ptDvidéncias com reflexos diretos ñas relaíóes económicas, implicando ofensas a bens económicos coletivos ou supra-individuais; a Lei 9279/96 regula direitos e obrigagóes relativos a piüpriedade industrial e disciplina básicamente regras competitivas, estabelecendo-se o que se convenciona chamar de «fair play» ñas relagóes diretas entre o capital ou limitando as agóes que possam representar ofensa ás regras do jogo; a Lei 9605/98 dispóe sobre as san?óes penáis e administrativas aplicadas a condutas e atividades lesivas ao meio ambiente, e dá outras providencias. Embora esse diploma legal vise á prote?áo direta do meio-ambiente, ressalte-se que algumas condutas ofendem indiretamente a ordem económica vez que podem implicar extingáo de especies da fauna ou flora implicando também em danos coletivos supra-individuais. Destacam-se os dispositivos que se referem diretamente á comercializafáo desautorizada de especies, á exportafao e á emissáo de poluentes que degradem o ambiente; a Lei 9613/98 dispóe sobre os crimes de lavagem ou ocultagáo de bens, direitos e valores e visa impedir a utilizagáo do sistema financeiro para os ilícitos previstos nesta Lei. Disciplina, em suma, crimes relacionados á utilizagáo dos instrumentos económicos para dissimular origem ilícita de valores obtidos ilegalmente» (Machado, 2001, 50-52).

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y a la pérdida de la calidad «formalmente racional» del derecho con esa pretensión de tutela, se refiere, por un lado, a la cada vez más notable competencia en el campo jurídico-penal,^^ en especial en el momento de la producción de la norma, entre técnicos no necesariamente con esa formación específica.^^ Por otro lado, esa observación debe ser matizada a causa de la ubicación hegemónica de posiciones «funcionales» o «funcionalistas» en el campo jurídico penal (Hassemer, 1990). Así, es necesario considerar las peculiaridades de cada Estado y la manera en que las comunidades «epistémicas» jurídico-penales reaccionan e interaccionan delante de los cambios por que ha pasado el Estado-nación. Además, hay que considerar las estrategias que actualmente el campo político adopta para manejar la cuestión «criminal» y la permanente hibridación que en algunos contextos se identifica con el campo político, legitimándose en el discurso técnico de los juristas la máxima expansión penal (Engiiéléguélé, 1998; Gracia Blanco, 1998). 27. Utilizamos aquí la expresión «campo jurídico» en el sentido utilizado por Bounjieu (2001), como modalidad de campo social en que las relaciones se definen conforme un tipo peculiar de capital simbólico, detentado por los que entran en competencia en ese espacio social. El campo jurídico es usado como consti-ucción analítica que designa un conjunto sistemático de relaciones sociales marcado por las disputas por el capital jurídico (poder no solamente pai'a definir lo que es el derecho, sino la forma que debe asumir en razón de las nuevas exigencias sociales). 28. Destaca Paria dos tendencias en el contexto social y político actual. En contraposición a fuerzas centrífugas que retiran progresivamente parcelas de la sobei-anía estatal (básicamente situadas en el espacio «ptxxiucción-mercado»), fuei'zas centilpetas constituidas por vaiios sectores sociales buscan preservar lo que lísta de la soberanía estatal (ponencia proferida por el profesor José Eduardo Palia en el auditorio del Ministerio Fiscal de la Unión en Brasilia y transmitida por la TV Nacional el 23 de junio de 2001). Esa ijltima tendencia, por un lado, parece insertaise en la dinámica de progiesiva utilización del derecho penal como esfuerzo del Estado de mantener su parcela de soberanía cada vez menor. Por otro lado, debe ser considerada la utilización simbólica del derecho penal asumido por los nuevos movimientos sociales, destacándose el feminista y el ambientalista (Larrauri, 2000, 216-230). Un análisis de la génesis del derecho con esa última pretensión de tutela en Brasil permite algunas constataciones. El llamado derecho de los juristas, subrayado por Weber como importante factor para la comprensión del sentido de laracionalizaciónformal intra-jun'dica producida en el paradigma de la modernidad, parece cada vez menos validado por la realidad. Un análisis de los procesos de elaboración de estas legislaciones en los últimos 15 años peimite concluir que, salvo excepciones, los penalistas están alejados del asesoramiento en la elaboración de estas leyes, cada vez más una tarea de administradores, ambientalistas, economistas, etc., mediados por presiones de varios sectores sociales. Así, en esa cada vez más acentuada «funcionalización» del derecho penal se construye una disputa por el poder de «producir» el derecho, contraponiéndose, además de «teóricos y prácticos», otitis «buiticracias» sobre lo que debe ser el derecho penal.

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Ahora bien, en u n escenario en el que el Estado pierde parte de su capacidad de resolver problemas concretos de la sociedad contemporánea u n a de las consecuencias es la transferencia al Derecho penal de tareas que tampoco éste está en condiciones de resolver. Así lo hace, por ejemplo, en la búsqueda de fomias de legitimación política ante las d e m a n d a s de varios sectores sociales. E s de esta manera en la síntesis de Faria (1997, 92); Ante la ampliación de la desigualdad, las bolsas de miseria, la criminalidad y la propensión a la desobediencia colectiva, catien así al Estado —^y dentro de él, al Poder Judicial— íimciones eminentemente punitivo-represivas. Para eso, viene cambiando el concepto de intervención mínima y última del Derecho penal, volviéndose cada vez más simbolista, promocional, intervencionista y preventivo, mediante la difusión del miedo entre su clientela (los excluidos) y el énfasis en una pretendida garantía de seguridad y tranquilidad social. Mientras que en el ámbito del Derecho económico y laboral se vive hoy un período de reflujo y «flexibilización», en el Derecho penal se da una situación inversa: una veloz e intensa definición de nuevos tipos penales; una creciente jurisdiccionalización y criminalización de vainadas actividades en innúmeros sectores de la vida social; el debilitamiento de los principios de legalidad y de tipicidad, por medio del recurso a normas con contextura abierta; la aplicación casi sin restricciones de pena de prisión; y el aligeramiento de las fases de investígación criminal e instrucción procesal.

5. Conclusión JVIás que conclusiones definitivas, u n a adecuada interpretación de Weber debe estar en sintonía con sus objetivos generales, quedando abierta a nuevas interpretaciones diversas. Así, la preocupación se dirige a evidenciar la complejidad y no a resolverla cabalmente (Febbrajo, 1981, 61). Con el derrumbe del modelo de Estado social y las nuevas formas de legitimación política, el t e m a seguridad pública^^ es

29. En ese sentido destaca Baratta la utilización ideológica y la complejidad del concepto de política criminal, así como el matiz ideológico en que ese concepto es utilizado cuando se relaciona al de seguridad urbana, excluyéndose los delitos económicos y ecológicos, considerados como problemas de orden moral (Baratta, 2000, 29-33).

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progresivamente vendido como bien jurídico que todavía el Estado está en condiciones de garantizar. En ese sentido se desarrollan las políticas que buscan, por un lado, la máxima eficiencia para aquellos delitos con ofensas a víctimas concretas y, por otro, el uso de una legislación que se vale de conceptos vagos e imprecisos y, en gran medida, simbólica, para protección de bienes jurídicos supra-individuales. En el análisis de las actuales políticas criminales adoptadas por el modelo de Estado contemporáneo, señala Baratta que la polarización social y la competencia entre grupos de poder, además de la impotencia del Estado delante de nuevos fenómenos, demanda la invención de nuevas disciplinas y formas de legitimación de los equilibrios del poder. El Derecho penal ocuparía así estos espacios libres, dejando de ser subsidiario y convirtiéndose en la panacea para la resolución de los conflictos sociales. Así, se toma más represivo y simbólico, con «el recurso a leyes-manifiesto, a través del cual la clase política reacciona a la acusación de "laxismo" del sistema penal por parte de la opinión pública: reacción ésta que evoca una suerte de Derecho penal mágico, cuya principal función parece ser el exorcismo» (Baratta, 2000, 41, cursiva en el original). En ese nuevo escenario que procuramos dibvijar, el desarrollo de la actual producción de los instrumentos punitivos parece, en algimos contextos muy específicos, alejado de su dinámica intra-jurídica, que con tanto énfasis destacaba Weber al tratar del rol de los grupos de juristas en lo que se refiere a la racionalización formal del Derecho moderno.-"' En otros contextos se identifica una confluencia entre comunidades epistémicas jurídico-penales y el campo político, sobre todo en el aspecto novedoso de la inflación penal contemporánea (lo que remite asimismo a la sociología del poder weberiana). La combinación de complejos factores económicos, las nuevas deter30. Esa obseivación debe ser matizada al considerai-se los cambios por los que ha pasado la dogmática penal, sobre todo el modelo constiwido poi- Roxin (2000) que, al contrario del esquema finalista de Welzel, hizo hincapié en una «nueva» dogmática no disociada de la política criminal. También debe ser considerada la dogmática penal funcionalista (Jakobs, 1996) y la fimción preventivo-integiadora que se atribuye a la pena, lo que seguramente significó un respaldo a la consolidación de la visión funcionalista del control punitivo, tantas veces mencionada en este artículo. Sin embargo, a pesar de eso, no parece que alguno de estos nuevos modelos dogmático-penales conlleven a una menor racionalidad fonnal del derecho en los términos aquí señalados.

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minaciones en las relaciones de poder y las nuevas formas de dominación política en el espacio que resta de la soberanía estatal, si n o son determinantes, parecen presentar «afinidades» con las nuevas manifestaciones de la dominación legal asumidas p o r el Estado que, cada vez más, a b a n d o n a sus políticas sociales, fortaleciendo las estrategias del control punitivo. La política estatal es, cada vez más, política penal.

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ALFRED SCHUTZ: HERRAMIENTAS COMPRENSIVAS EN EL ANÁLISIS DE UN SISTEMA QUE RENUNCIA A COMPRENDER Gabriela Rodríguez Fernández*

1. Los intentos «comprensivos» que hemos abandonado Ya se ha advertido que la nueva racionalidad del Derecho penal es una racionalidad instrumental (Rivera Beiras; Hassemer, 1999a, 32).' Un eventual compendio de la «nueva» política criminal, si existiera, tendría como descriptores clave las voces «administrar, contener, acotar, ordenar, prever». No la voz comprender. Las recetas se proyectan hacia adelante, hacia el objetivo de hacer de la transgresión un espacio manejable. Producir una herramienta para lograr un efecto. Y si no hay herramientas nuevas utilizar las anteriores de forma eficiente. Si el Estado no puede (merced a la crisis fiscal), entonces que lo haga la iniciativa privada. Buscar un mecanismo infalible, eficiente, previsible, controlable, seguro, para gestionar aquello que no hemos logrado entender. Que lo «otro», lo distinto o lo desconocido, quede encerrado (física, económica o socialmente) en un lugar aislado, fuera del cara a cara que se percibe amenazante, fuera de la cotidianeidad del «nosotros». Mucho antes de que este paradigma actuarial y eficientista ganara adeptos en el campo de la sociología criminal, Max Weber diseñó las primeras herramientas de lo que llamó la «sociología * Este artículo fue confeccionado con la colaboración de Bmno Amaral Machado. 1. Hassemer llama a esta nueva racionalidad instmmental «fundamentación sociotecnológica», y la describe como un enfoque que prescinde de toda raíz filosófica, que orienta el castigo fundamentalmente hacia la incapacitación del individuo infractor y sólo secundariamente a las consecuencias en la evolución de la criminalidad. Destaco la novedad porque el texto al que hago referencia es de 199Ü.

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comprensiva». A su vez, con la crítica de los conceptos básicos de esta mirada sobre el objeto de las ciencias sociales, Alfred Schutz^ construyó su fenomenología^ del comportamiento social, su explicación de los cómo, los para qué y los porqué en la vida cotidiana. La escisión que Schutz practicó entre la mirada del investigador, la del observador y la del propio actor y sus copartícipes en la acción social resultó determinante para el desarrollo de toda una escuela sociológica que toma a la vida cotidiana como el campo donde se crea la realidad. Su trabajo influyó en buena parte de los análisis de la escuela crítica de Frankfurt y sentó algunos de los püares del socioconstruccionismo. A quienes nos interesamos por la dinámica social y, dentro de ella, por la comprensión de los cómo, los para qué y los porqué de la desviación como categoría, a los que intentamos aproximamos a una fenomenología del castigo, Schutz nos abre la puerta para una comprensión diferente: la comprensión de una

2. Alfi-ed Schutz (1899-1959) nació en Viena, donde estudió derecho, economía y sociología. Sus contactos con Husseil (quien lo invitó a participar de su cátedra en Friburgo), con Kelsen y con Ludwing von Mises, entre otros, generaron el inteiiés en el trabajo de Max Weber. Schutz dejó Austria antes de la ocupación nazi, y luego de un año en París, se estableció en Estados Unidos, donde formó paite del piüfesorado de la Nueva Escuela de Investigación Social de Nueva York (la institución donde trabajó la mayor parte de los europeos que Uegaion a EE.UU. antes y duiante la Segunda Guena Mundial). El texto cuyo desarrollo seguimos fundamentalmente aquí (La construcción significativa del mundo social —en adelante CSMS) es anterior a esa inmersión en el mundo americano; data de 1932, y muestra la influencia fundamental de las ideas de Husserl. Pese a ser un texto que corresponde a las primeras producciones del autor, cabe decir que el núcleo de sus ideas y preocupaciones no cambió substancialmente con el paso del tiempo. En todo caso, se emiqueció con el apoite de las comentes que dominaban por los años cuarenta el mundo estadounidense, y le permitió abrirae a considei-ar, desde su perspectiva particular, temas tan diversos como la música, la literatura y el aite en geneitJ, como puede apreciarse en los artículos recogidos en Estudios sobre teoría social. 3. La palabra fenomenología procede del verbo giiego faiuein, mostrar, del que se origina fainomenon, lo que aparece; designa al movimiento filosófico alemán del siglo XX nacido en tomo a Edmund Husserl. Se tata, fundamentalmente de un método de análisis filosófico más que de una «escuela» en filosofía. El fenomenólogo trata de suspender o de poner entiB paréntesis todos los presupuestos metafísicos y epistemológicos para identificar y describir las esencias de la experiencia tal como son aprehendidas intuitivamente y, paitiendo de esa base, considerar desde un nuevo punto de vista los problemas clásicos (Enciclopedia Internacional de las Ciencias Sociales, dirigida por David L. Sills, Aguilar, 1974, Madrid). La «fenomenología de las vivencias lógicas...» se proponía «reflejar, es decir, convertir en objetos a los mismos actos intencionales y su contenido de sentido inmanente», como lo explicaba Husserl en la introducción al volumen II de Investigaciones ló¡pcas (cit, en Enciclo;xdia de lafilosofía,Garzanü, Edic. B, Grupo Z, 1992, Barcelona).

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sociedad que se basa en expectativas, en esperanzas sobre la conducta ajena y que estructura la propia conducta con base en esas expectativas. En fin, un modelo de interacción social que implica no sólo los para qué actuamos, sino que intenta adentrarse en los porqué actuamos en las interacciones fundamentales, las que suceden cara a cara y, a partir de allí, desentrañar cómo funciona la sociedad en que vivimos. Releyendo a Louk Hulsman encontramos sus huellas claras en este sendero. El discurso en apariencia ingenuo del abolicionista'' tiene la impronta del análisis deconstructor del fenomenólogo austríaco. Su crítica a la manera del razonamiento penal, un razonamiento abstracto y alienante, pretendidamente objetivo en un mundo donde sólo la subjetividad da sentido, a la par que su apuesta por el cara a cara como mecanismo de resolución de los conflictos, da cuenta de ello. A lo largo del texto intentaremos transparentar los vínculos entre la estructura schutziana y su postura, como un intento de mostrar el andamiaje conceptual de uno de los abolicionistas más difundidos en el mundo de habla hispana. En un contexto de creciente anonimidad en el que ya no importa por qué ha ocurrido lo ocurrido, donde sólo se proponen conductas reactivas, tal vez los análisis de Schutz hayan quedado perimidos, desactualizados. Al menos eso es lo que parece sugerir la «autopista cultural» por la que marchan los líderes. Sin embargo, hay quienes siempre han preferido los caminos secundarios. Tal vez, otra vez, vuelva a ser little is beautiful.

2. La sociología comprensiva, o revisitando a Weber^ La existencia de otro trabajo sobre Max Weber en este mismo volumen nos exime de mayores comentarios sobre la importancia de ese autor, y sobre su biografía. Su idea central, en 4. El abolicionismo es la corriente de la sociología ciiminal que propugna abolir las instituciones del castigo, en favor de otras estrategias de intereención frente a la desviación menos segregativas. Existen dentro de la comente posturas más o menos extremas, que van desde la de eliminar la pena privativa de libertad hasta la sustitución de todo el sistema penal. 5. Como se advirtió en la nota 2, seguimos aquí uno de los textos tempranos de Schutz (CSMS). En este texto, el autor anahza el andamiaje weberiano que se esbozara

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el marco de la «lucha por el método»,^ era que el estudio de las ciencias sociales era inescindible de la consideración de las razones subjetivas por las que los seres humanos actúan (el «significado cJ que se apunta» con la acción), y que por consiguiente las acciones cargadas de sentido eran la unidad de análisis de estas ciencias. Sin embargo, impregnado de la discusión antiidealista,^ de la que quería preservar a su «sociología comprensiva», recuperó el valor de la objetividad de las ciencias sociales en la mirada del dentista. Podríamos sintetizar su posición de la siguiente manera: la unidad de análisis es subjetiva, la mirada de quien analiza, objetiva. Así, diseñó un método de escrutinio de las acciones objeto de su ciencia, el método de los «tipos ideales»: abstracción conforme la cual se aislan los elementos permanentes de un determinado fenómeno que aparecen como imprescindibles para que éste continúe cumpliendo su función en una relación de medio/fin reconocible para el observador (el creador/usuario del «tipo»).^ Este método esta diseñado para ser aplicado a la acción humana, en la que se hallaban presentes toda clase de motivaciones, racionales o no, y que iban a ser comprendidas en Economía y Sociedad, dejando de lado otras obras del alemán que, eventualmente, podrían haber sido objeto de esta visita. Debe entendei-se entonces que lo que exista aquí de crítica a Weber toma como objeto de referencia casi exclusivo aquella obra. 6. La llamada «lucha por el método» enfrentó a los dentistas sociales entiE fines del siglo XIX y principios del XX en tomo a la cuestión de si las ciencias sociales, para ser incluidas en el catálogo de «ciencias», debían utilizar los métodos de las ciencias duras o si, en cambio, podían y/o debían diseñar henamientas de análisis propias. Detrás de esta discusión giraba, además, el problema de si resulta o no posible construir un sistema científico libre de subjetividades, de valoraciones, sobre todo cuando el objeto de ese sistema son las cambiantes y subjetivas conductas humanas. Como referencia a este último punto, ver la introducción de Berger y Luckman a La construcción social de la realidad. 7. Cf. la introducción a la versión inglesa de CSMS, escrita por George Walsh en 1967, incluida en la edición castellana que aquí utilizamos. Muy sintéticamente puede referirse que a fines del siglo XIX, en medio del florecimiento en Alemania de las artes del espíiitu, volvió a renacer la polémica idealismo/antiidealismo, que ya había tenido su momento durante la era kantiana. Autoties como J.S. Mili, de un lado, y Rickert, Dilthey y otros, del oíiü, intervinieron en esa lucha que campeó los ánimos de quienes por aquel entonces esciibían sobre ciencias (1993, 14). 8. I^ relación medio/fin es aquella conforme la cual la característica señalada como constitutiva debe mostrar una relación funcional con el producto —la consecuencia— habitual del fenómeno. Así, por ejemplo, puede decii^se que hay una relación medio/fin entre buscar las llaves en el bolso y abrir la puerta. Más adelante veremos que, en realidad, estos elementos permanentes con los que se constixiye el «tipo» no son otra cosa que los motivos permanentes de las acciones sociales (Schutz, 1993, 252 ss.).

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mediante su cercanía o alejamiento del «tipo ideal» de acción adecuado a cada caso. La unidad de análisis de la sociología comprensiva, la acción, tiene como nota característica el haber sido dotada de un significado por el actor.' Este último concepto (el significar) será el que va a abrir el juego al análisis de Schutz, porque cuando el actor, a partir de la comprensión de significados, «toma en cuenta la conducta de los otros y de acuerdo con ello orienta su propio curso...» (Weber, 1969, 88) realizando una acción de carácter social, resulta evidente que las relaciones se estructuran a partir del significado. Significado propio que en razón del significado ajeno, actúa. Interacción social.'" En el marco de la comprensión que el sistema penal intenta hacer de las acciones que son sometidas a su conocimiento, el sistema de tipos y sus condiciones de utilización son a la vez la forma normal de trabajo, y la razón de su extrañamiento respecto de la sociedad que, por su intermedio, se pretende regular. Schutz ya lo había advertido cuando sostuvo que la forma menos confiable de comprender el significado de una acción era la utilizada por la penología (1993, 204), afirmación que es retomada como al pasar por Hulsman cuando, explicando el origen vivencial de su abolicionismo, sostiene que en un determinado momento comprendió que «Se construyen sistemas abstractos para sentirse seguro en tanto que civilización, y se trabaja para perfeccionarlos. Pero con el tiempo, su elaboración 9. «En el concepto de "acción" se incluye toda conducta humana a la que el individuo actuante atribuya un significado subjetivo, y en la medida en que lo hace» (Weber, 1969, 88). Con esto, Weber diferencia la acción de la conducta, a la que falta el plus de significatividad; cabe comprobar que hay ya aquí rastros de la misma diferenciación que va a hacer el finalismo de Hans Weizel entre conducta y acción, en la teoría del delito. 10. Cuando esta interacción social se produce es poi^que existe un encadenamiento de acciones significativas; en palabras de Weber habrá entonces relación social cuando «la conducta dé una pluralidad de actores, en la medida en que la acción de cada uno, en su contenido significativo, tomó en cuenta la de los oíros y es orientada en esos términos...» (Weber, 1969, 118). Schutz afina más la definición, diciendo que «existe una interacción social cuando una persona actúa sobre otra con la expectativa de que esta última responda, o al menos se dé cuenta. No es necesario que el paitícipe actúe sobre el actor en forma recíproca, ni siquiera que actúe él mismo. Todo lo que se requiere es que el partícipe se dé cuenta del actor e interprete lo que éste hace o dice como evidencia de lo que ocurre en su mente. Todas las vivencias del participe se modificarán, naturalmente, a raíz de la atención que presta al actor» (Schutz, 1993, 188). Las cursivas son nuestras.

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se ha hecho detallada y las condiciones para las cuales han sido creados dichos sistemas han cambiado de tal manera, que toda esta construcción no corresponde ya a nada. La distancia entre la vida y la construcción llega a ser tan grande, que ésta se reduce a ruinas» (Hulsman, 1984, 17). De qué es comprender, y de por qué el sistema no comprende, hablaremos ahora.

3. Los «motivos-para» y los «motivos-porqué» (nuestra" primera crítica de Schutz a Weber) a) Lo vivido y lo pasado, o acción y acto Weber había puesto en relación el método de observación (tipológico) con el objeto observado (la acción) a través de la comprensión de significados atribuidos; Schutz se pregunta qué debemos entender por «atribuir significado». Tomando elementos de la fenomenología husserliana'^ y de la filosofía de Bergson,'^ concluye que la forma de dar significado es «una cierta manera de dirigir la mirada hacia un aspecto de una vivencia que nos pertenece...» (Schutz, 1993, 71). A partir de una diferenciación radical entre el mundo de lo actuado y el mundo de lo pensado, el vienes sostiene que mientras actuamos no pensamos acerca del significado de la actuación; lo vivido es insusceptible de cuestionamiento interpretativo. Lo que si resulta objeto posible de interpretación (de «referencia de lo desconocido a lo conocido, de lo que es aprehendido en la mirada de la atención a los esquemas de la experiencia...» [1993, 113]) es lo pasado, el acto, lo que ya ha acabado: sólo lo pasado puede ser tratado por nuestra mente como un «objeto» de conocimiento.

11. Se dice «nuestra» crítica porque Schutz realizó muchas otras revisitaciones a Weber. Sin embai^go, las tres críticas elegidas en esta oportunidad son las que, a nuestro juicio, resultan de mayor pertinencia para mostrar el impacto de los análisis del vienes sobre la comprensión burocrática, y por eso han sido escogidas. 12. Husserl, Edmund (1859-1936), filósofo alemán, catedrático de la Univereidad de Friburgo. Padre de la fenomenología. 13. Bergson, Henri (1859-1941), escritor y filósofo francés de origen polaco, cuya tesis fundamental consiste en entender la vida y el conocimiento como espacios de duración, Ganó en 1927 el premio Nobel de Literatura.

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¿Cómo significamos? Schutz entiende que el procedimiento por el cual comprendemos una vivencia es el de dirigir nuestra mirada sobre una porción de lo ocurrido, individualizarla (sacarla de la «corriente de duración»),''' otorgarle unos contomos precisos, para luego reflexionar sobre ella; reflexión que consiste en comparar la vivencia con el repositorio de experiencias que hemos acumulado y por similitud o diferencia, agruparla en él (1993, 111). Resta decir que, para que eso sea posible, la vivencia tiene que ser pasado.'^ Excepto que sea futuro. Nos explicaremos: cuando un ser humano proyecta un acto, se sitúa en él como fín, y selecciona los medios para cumplirlo. Así, Schutz distingue acción —aquello que comienza y termina y que se cumple en pasos— de acto —el producto de la acción, que se concreta una vez terminada ella— (1993, 69), para concluir que es la mirada puesta en el acto aquello que da unidad a la acción y, por consiguiente, la hace interpretable. Así, el protagonista piensa el acto como terminado y, al hacerlo, lo «convierte» momentáneamente en pasado. Y lo hace auto-interpretable. En conclusión: se reflexiona sobre lo pasado, se vive lo presente.

b) Interpretación y motivos Si la razón de la reflexión es interpretar, tenemos que saber en qué consiste eso. Para Schutz (y ya antes para Weber), interpretar es buscar motivos para y motivos porque. La primera búsqueda que se realiza para interpretar es la de

14. Término bergsoniano que alude al sucederse de hechos y hechos, normalmente opacos, cotidianizados, que sin reflexión sobre ellos, hacen posible nuestra vida del día a día. 15. Tal vez un ejemplo aclare la idea: la inteipretación del significado es un proceso por el que el caminante hace un alto en la ruta y, girándose, obseiva desde lo alto de la montaña el valle que ha atravesado; es en función de esa mirada que delimita el camino recorrido ese día (desde donde empezó en la mañana hasta donde llegó a esa hora), aprecia que ha pasado un arroyo y boixleado dos pantanos, y finalmente, comparando lo que logró cubrir de camino en ese día con lo que ha heclio en días anteriores, determina que a este paso no llegará a tiempo a la meta. Sólo después de haber subido a la montaña pudo determinar realmente cuánto ha reconido, y qué significa ese recorrido en términos de su plan.

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los «motivos-para». Estos motivos son la finalidad de la acción, aquel estado de cosas que ella se dirige a producir (el acto); cuando aún no se ha actuado, esa finalidad es siempre proyecto. La forma en que es pensado el proyecto es una fonna futura hecha pasado, como hemos explicado inmediatamente antes. El autor recurre a su esquema de experiencias para saber qué probabilidad de éxito tiene con los medios de los que dispone, imagina cómo sería la meta ya alcanzada, y desde ahí retrocede paso a paso, fantaseando cada uno de esos pasos.' ^ Ya sea que se juzgue un hecho ocurrido o uno por ocurrir (en proyecto) el «motivo-para» no podrá ser esclarecido si no es a la vista de «el Acto», de aquello a lo que la sucesión de pequeños actos se dirigía. Y eso sólo puede estar en la mente del protagonista de la acción. Retomaremos esa exclusividad más adelante. El segundo estadio de la interpretación es el «motivo-porqué». Este es el complejo de razones que llevan al autor a formular el proyecto de acción que se dirige al motivo-para. Es su origen, la relación que existe entre lo que se desea y las razones por las que se desea. Estas razones, que están siempre en el pasado de la acción, permanecen allí, aun con respecto al motivo-para una vez que éste se ha cumplido, y no son revisadas o invocadas por el autor «a menos que esto le sea necesario después de realizada la acción», normalmente por razones pragmáticas (porque alguien se lo exige, o porque el proyecto no cumplió su meta). Así, «la diferencia que existe, entonces, entre las dos clases de motivos [...] es la de que el motivo-para explica el acto en términos del proyecto, mientras que el auténtico motivo-porqué explica el proyecto en función de las vivencias pasadas del autor» (Schutz, 1993, 120). En términos lógicos, el paso adelante que Schutz dio (respecto de Weber) fue inscribir al motivo-para como parte de un proyecto y al motivo-porqué como el fimdamento del proyecto. En términos de nuestro análisis, nos muestra que el actor al momento de «elegir» entre cursos de acción futuros, proyectando, fija un acto en el tiempo, su motivo-para, fantasea la acción y elige. Las razones de la elección (los motivos-porqué) pennanecen «ocultas» mientras la acción se desarrolla y pueden (o 16. Nótese aquí la similitud, hasta temiinológica, entie el planteo de Schutz y el de Hans Welzel (1993,40-41) cuando define qué significa la «dirección final de la acción».

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no) después ser evocadas si el actor lo necesita.''' Esto significa entonces que hasta para al propio actor sus motivos-porqué (las razones del proyecto) pueden ser opacos. Pero aún hay más: Y puesto que toda interpretación en el tiempo pluscuamperfecto está determinada por él Aquí y Ahora desde el cual se la hace, la elección de cuáles vivencias pasadas deben considerarse como el auténtico motivo-porqué del proyecto depende del cono de luz que elyo arroja sobre sus vivencias anteriores al proyecto [1993, 124].'^

Entonces, los motivos-porqué del autor pueden permanecer ocultos para él, pero además, en el caso en que intente interpretarlos, el contexto de la interpretación los recrea: los motivos-porqué son no sólo huidizos, sino también dinámicos. Hulsman lo sabe y se pregunta: «¿Quién no ha experimentado la vida de los acontecimientos escondida dentro de nosotros, donde aquéllos cambian de importancia y de sentido a medida que los revivimos en el contexto siempre renovado de nuestra historia?» (1984, 72). Intentando entonces un resumen: el Acto final, motivo-para determinado por el actor, es lo que da sentido (unidad) a la acción, y a su vez, las razones que determinan la elección de un curso de acción, ligadas al repositorio de experiencias del actor, o sea sus motivos-porqué, le quedan ocultas mientras planea y mientras actúa; si al acabar es obligado a preguntarse por qué, esos porque dependerán del contexto en que la pregunta se efectúe, y cambiarán de acuerdo con él. 17. En palabras del autor: «Todas [las] posibilidades entre las cuales se hace una elección (entre proyectos) y todos esos fundamentos determinantes que parecen haber llevado a la selección de un cierto proyecto, se revelan a la mirada retrospectiva (del autor) como auténticos motivos-poixjue. No tuvieron existencia como vivencias discretas mientras el yo vivía en ellos, es decir, prefenoménicamente. Son sólo inteipretaciones realizadas por la mirada retrospectiva cuando ésta se diiige a las vivencias conscientes que preceden al proyecto real» (1993, 124). 18. Esto, en otras palabras, significa que el momento en el cuál el actor inteipreta sus motivos-porqué determina en gran parte la explicación que se da a sí mismo de por qué ha hecho lo que ha hecho. En el marco de la compivnsión esto significa que los porque no son una constante, sino una variable del contexto desde el que se intenta la explicación. En términos de fenomenología del castigo, significa que una interpretación de los porque que se hace en un contexto agresivo para el actor diferirá fundamentalmente de aquella que se hace en un contexto no agi"esivo; y lo mismo pasará cuando el que inteipreta no es el actor, sino otra persona (porque ella lo hace desde su propio aquí y ahora).

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Podría preguntársenos para qué esto es importante. Pues bien, y adelantándonos tal vez en la conclusión, la idea de que los motivos-porqué pertenecen al pasado remoto del autor, y son, como motivos, redefinidos en cada mirada retrospectiva del autor por su contexto en el momento de la mirada (el Aquí y Ahora), tal vez nos muestre las razones por las que el sistema penal, que opera definicionalmente con «tipos» (en el sentido weberiano), mirando desde afuera, no puede comprender los motivos-porqué, y sólo se aventura con los motivos-para.

4. Schutz y la diferencia entre el significado auto-atribuido y el significado hetero-atribuido (nuestra segunda crítica de Schutz a Weber) a) ¿Quién interpreta? Weber no había establecido diferencias entre la mirada del actor y la del observador a la hora de otorgar significados. Schutz critica esto: para él la confusión determina que no pueda advertirse cuál es la distancia entre una (auto)interpretación y una (hetero)interpretación típica, que caracteriza al observador. Combinando esta crítica con las investigaciones posteriores del austríaco, y en presencia de los análisis que la sociología criminal ha practicado sobre las estructuras burocráticas de castigo, nosotros podemos afirmar que la indiferencia ante estos dos tipos de interpretación genera la mirada atrofiada que caracteriza al sistema penal, como el propio Schutz parecía advertirlo. '^ Veamos. Los tres primeros capítulos de CSMS se dedican a la comprensión del significado que un actor atribuye a sus actos. Hecho esto, Schutz sostiene que tanto los motivos-porqué como

19. Schutz, que había estudiado derecho como su primera cañera en la Universidad de Viena, y que compaitió el mismo círculo con Hans Kelsen y Félix Kauffman, dio cuenta de sus sospechas sobre el impacto de sus análisis en el sistema de administración del castigo y su presupuesto, la ley penal. Así, al afirmar que la unidad de acción es subjetiva, y que resulta problemática su determinación desde una mirada «objetiva» como la del Derecho penal, dijo que esta postura problematizaba los análisis penológicos (1993, 92, n.39), a la vez que sostuvo que esa mirada del Derecho penal era, entre todas las posibles, la menos confiable (1993, 204, n.30).

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los motivos-para son reconocibles únicamente por los sujetos reales que interactúan en una relación cara a cara. En primer lugar porque sólo el actor puede «iluminar» un trozo de su acción pasada con el foco de la reflexión, otorgándole unidad en función del acto al que tal acción propendía (el motivo-para), y en ese sentido, constituir la vivencia como elemento pasivo de la reflexión interpretativa (1993, 80 ss.). En segundo lugar, porque cuando el actor recurre a sus esquemas de experiencia para significar aquello que ha individualizado, en el acto de identificar vivencia con experiencia, reconstruye también a esta segunda. ^° A diferencia de ello, el observador selecciona la vivencia que supone está teniendo del actor y la interpreta de acuendo a sus esquemas de experiencia (los del copartícipe). Si esto es así, para poder decir que el observador puede interpretar correctamente, predicando la identidad de la auto-interpretación con la hetero-interpretación, habría que otorgar a quien observa a) la capacidad de percibir todo el proceso mental Uevado a cabo por el actor (iluminación y definición), y b) presuponer que «ha vivenciado todos los estados conscientes y los Actos intencionales dentro de los cuales se ha construido [la] experiencia» del actor, que se identifica con el acto interpretado (1993,129), y agregaríamos aquí que también aquellas que desecha como no pertinentes. Por esta doble imposibilidad (la de vivenciar la construcción del contexto de experiencia del actor, y la de iluminar y definir junto con él), la hetero-interpretación puede llevar a dudas. Ahora bien, este análisis podría sugerir que interpretar a otro es imposible.^' Esta primera impresión es incorrecta. Schutz

20. Hay entonces, al menos, dos reconstrucciones. Piimero se re-constiuye la acción retrospectivamente, después se re-construye el contexto de experiencia desde el que se interpreta la acción (donde se la subsume), cuando se emplaza en él una nueva experiencia. Por eso, con cada interpretación cambia el objeto inteipretado y cambian los parámetros de interpretación (porque el propio intérprete cambia). 21. Pareceríamos atribuiíle a Schutz la posición que sostenía la imposibilidad de conocer el contenido mental de los otros. Esta incognoscibilidad era el punto de partida del conductismo, que renunciaba a intentar comprender al otro a partii' de lo que contenía su mente, y sólo «interpretaba» la conducta, el movimiento exteiior; véase la crítica de Schutz al conductismo, en particular la asignación del rótulo a Mead (1972, 18, nota 2). Weber y Schutz, en cambio, con su estructuración de motivos para y poi-que, abren el camino para la indagación de lo que hay en el yo del otro. Weber tímidamente, Schutz, fenomenológicamente, a paitir de presuponer en el observado la misma estiuctura de signifícados que para mí tiene mi propia acción. Por eso es tan importante el análisis de la autosignificación: ella es el molde con el que pienso a mi semejante.

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sostiene que en las interacciones cara a cara, la hetero-interpretación tiene la chance de acercarse en una medida muy considerable a la interpretación del actor, básicamente porque el interlocutor tiene frente a sí el territorio de expresión del yo del otro: su cuerpo. Por eso, la relación cara a cara supone la posibilidad de que cada actor reconozca el yo del otro y lo perciba como un par que construye e interpreta significados de la misma forma que él. Y supone, también, la posibilidad de verificar el éxito de la interpretación (cuando mi motivo-para funciona eficientemente como su motivoporqué y viceversa) y, en último caso, que ante un fallo cada actor pueda preguntar a su copartícipe sobre lo «mal» interpretado. Así, la hetero-interpretación también guarda un potencial de éxito en el marco de las relaciones humanas: cuando éstas son cara a cara, la hetero-interpretación es suficiente (al menos en el nivel de la vida práctica, cotidiana) para satisfacer nuestras expectativas de relación con los otros. Las relaciones cara a cara (llamadas por Schutz «nosotros» o «de tú a tú»), caracterizadas por el conocimiento personal de los copartícipes y por la posibilidad permanente de actualización de ese conocimiento son la base de una experiencia susceptible de objetivación: es en estas relaciones cara a cara donde se aprende a significar a los otros, construyendo los «esquemas de experiencia» que sirven luego a la interpretación de interacciones futuras.^^

b) Hetero-interpretación y tipos ideales Cuando el actor se enfrenta al desafío de interpretar relaciones que no se caracterizan por el conocimiento personal, la experiencia obtenida en aquellas interacciones es «llamada» por

22. En 1932 (CSAÍS) Schutz afirma el carfcter constitutivo de las xivencias crn-a a cara sin casi ningún matiz; es a partir de ellas que se constniye la experiencia que luego nos sirve para interpretar el mundo. Sin embai'go, unos 28 años más tarde, ya en EE.UU., Schutz emprendió una tarea de síntesis de ese te.>;to, para ser publicado junto con otros artículos de su producción americana; la tarea quedó inconclusa por la muerte del autor y fue reemprendida por uno de sus discípulos, Thomas Luckmann, El resultado de esa revisión matiza algo más el cai-ácter centi-al de la experiencia cara a cara como origen de las estructuras de la experiencia: aquí ya se otorga un papel constitutivo a las tipiflcaciones que encontramos en el mundo social en el que somos emplazados al nacer, según creo ver, bajo la designación de «acervo de conocimiento» (1974, 56 ss.). Ésa es la senda que, posteriormente, seguirá Luckmann junto con Peter Bei;ger.

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el actor a dirigir éstas. Esas «nuevas» interacciones son llamadas por Schutz «relaciones ellos», y se d a n con los contemporáneos, por oposición a las que se dan con los «consociados», de las que habíamos hablado hasta ahora. Los contemporáneos son aquellos de quienes n o importan sus características personales, sino el rol que ocupan; p o r eso, las «relaciones ellos» se caracterizan por la anonimidad. No son de «tú a tú» sino de «uno a uno», donde cada personaje es fungible; en ellas alcanzan su utilidad las interpretaciones «típicas» de Weber. E n la «relación ellos» el actor estructura sus expectativas de (re)acción en función de u n a comprensión basada en el rol (cartero, cirujano, a m a de casa), en u n tipo personal forjado como sujeto habitual de u n a acción —el tipo de acción— (distribuir cartas, hacer cirugías, limpiar la casa). Ahora bien, para construir el tipo el intérprete selecciona los elementos permanentes que registra tanto en la acción como en el sujeto; esos elementos permanentes n o son otra cosa que unos motivos de los que se predica permanencia (Schutz, 1993, 256 ss.). ¿Cómo se eligen esos motivos permanentes? Dice Schutz: Un acto se define como «típicamente pertinente» si se origina en motivos que pueden establecerse como constantes o invariables en el actor (típico) en cuestión. Pero eso significa tan sólo que el acto es repeüble [...] Y de hecho, es sobre todo el motivo-pai-a lo que se postula de este modo como constante. En efecto, la búsqueda del auténtico motivo-porqué ocurre, por así deciilo... sobre la base de los motivos-para que se ponen como ya dados [1993,256]. De esta forma, partimos de una acción típica a la que asociamos u n motivo-para (un acto) que se nos aparece como constante, y a partir de ahí buscamos unos motivos-porqué ocultos; una vez que los encontramos, tenemos construido el tipo personal. Así procede tanto el ciudadano c o m ú n que observa lo que hace su contemporáneo anónimo que barre la calle (e interpreta lo que ve como «allí hay u n barrendero»), como el sociólogo que observando se responde: alguien barre la calle (acción) para obtener u n a paga mensucd (motivo-para); probablemente no tenga instrucción suficiente para hacer otra cosa (motivo-porqué). Sin embargo, también es posible que se trate de u n vecino nuevo, que espera encontrar su anillo perdido (acto) barriendo la vereda 179

(acción), para recuperarlo (motivo-para) ya que era una reliquia de su abuelo muerto (motivo-porqué). He aquí el problema de la hetero-interpretación anónima —que caracteriza a la «relación ellos»—: puede ser enormemente errada.^^ Como sostuvo Schutz, la hetero-inteipretación típica es el (deficiente) método de interpretación que hace el sistema penal (1993, 204, n. 30): parte del acto (re)construye la acción y le asigna motivos, despreciando tanto el contexto de la acción como los motivos de los que interactuaron con el actor. Eso mismo es lo que ve Hulsman, cuando describe lo que él llama el «punto focal» (1984, 70): el momento, el acto aislado donde el sistema pone la mirada, desprovisto de contexto y de carácter relacional y, por consiguiente, deshumanizado. Pero, ¿por qué el sistema penal «mira» así?

5. La mirada del burócrata Cuando los observadores son meros observadores, o sea, cuando no pretenden actuar sobre el individuo, el error en la interpretación se reduce a un fracaso personal del intérprete; cuando el observador, en paridad de condiciones con el actor, decide pasar de esa condición a la de partícipe, el problema tampoco es grave: su propia vivencia corregirá los errores (el vecino explicará que no es un barrendero, sino que busca el anillo); cuando el observador escribe un tratado basándose en el error, sus conclusiones serán absurdas. El inconveniente surge cuando el observador, dotado de poder, se convierte en participante de una relación social por definición asimétrica. Es allí cuando el error en la hetero-interpretación puede ser vital: cuando el que interpreta es el burócrata.^'' 23. Pudiera parecer que sostenemos que los análisis de la sociología comprensiva son inútiles. Y no es así: son un método posible para la investigación en ciencias sociales, pero no pueden iBclamar, imitando al positivismo, el haber llegado a la fórmula de un conocimiento exacto de la realidad. Más bien lo contraiio: el mérito del camino que abrió Weber es el de habernos mostrado que debe tomai-se en cuenta la subjetividad del objeto de estudio; al hacer eso inició la senda por la que luego otros acabarían mostrando que la mirada del observador es también subjetiva, y por lo tanto, es una interpretación, entre otras posibles, de esa realidad. 24. Schutz no trabajó centralmente el concepto de burocracia; sin embargo, en el marco de los análisis del sistema penal, la caracterización de «el bunScrata», como uno

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a) Diferencias entre actor, observador y científico (nuestra tercera crítica de Schutz a Weber) Las «construcciones de significatividad» diferentes (auto-significatividad, hetero-significatividad típica destinada —sólo— a conocer y hetero-significatividad típica destinada a actuar) generan también «personajes» diferentes: el «actor», el «observador» y el «científico». El primero es aquel que experimenta las vivenciíis y que, cuando lo necesita, puede preguntarse por sus propios motivos, sea en el curso de un plan, o evcduando lo ya hecho. Cuando además interactúa, puede «actualizar» sus atribuciones de significado en el otro, comprobándolas al estño «ensayo-error», o preguntando a su copartícipe, y todo esto, en tiempo real:^^ las del actor son fundamentalmente vivencias, no reflexiones. El observador y el científico, en cambio, significan por el método de tipos. Al momento de construir el tipo, el observador no es participante en la acción observada (Schutz, 1993, 233), y por ello no puede corregir su interpretación en tiempo real. Opera como observador quien «de cara a futuras acciones propias» intenta comprender a sus contemporáneos, tratando típicamente tanto las acciones (con un «tipo ideal de curso de acción») como a los propios observados (con un «tipo personal»). Cuando este (ex)observador pasa a ser actor y se dirige a sus

de los personajes más importantes en la construcción y funcionamiento de la maquinaria criminal, ha sido una de las heiramientas weberianas más utilizadas. Gariand (1990, 177) sostiene que el concepto de burocracia, en particular de sus efectos (profesionalización, autojustificación cientificista y, fundamentalmente, el desairollo de una lógica con aníglo a fines —resocializadores—), es la gran contiibución weberiana a la sistematización del análisis del castigo intracarcelario. También Matthews centra su cita de Weber en la cuestión burocrática dentro de las instituciones de segregación. No deja de resultar paradójico, sin embargo, que Schutz haya utilizado, como ejemplo de una interpretación típica errada, el de una que partiendo del tipo personal «burócrata» (1993, 255) suponga que como tal, una persona real a la que el tipo en principio pueda resultarle adecuado (trabaja en una oficina pública), ante una situación y actuará (en el futuro) de una forma X. Tal vez eso nos llame la atención sobre dos cosas: a) Schutz conocía la relación entre acción racional y buiocracia en Weber, y tal vez, discrepaba del carácter previsible de la actuación burocró tica, en la que tanto confiaba el alemán; b) nosotras mismos debemos precavemos de un análisis típico como aquél: el burócrata tampoco es previsible para mal. 25. La atribución de significatividad en el copartícipe es temporalmente diferente que en el actor. Respecto del partícipe no necesito hacer introspección ni mirada al pasado para inteipretar; inteipiieto a la luz de mi experiencia lo que aparece ante mis ojos(Schutz, 1993, 132).

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contemporáneos, éstos «nunca aparecen c o m o personas reales, sino tan sólo como entidades anónimas definidas en forma exhaustiva por sus acciones» (1993, 213). Tampoco es «participante» el científico; su diferencia fundamental con el observador es que cuando él construye signifícatividad lo hace en base a «tipos personales habituales», en tanto el observador lo hace en base a «tipos personales caracterológicos». Estos últimos son aquellos que fueron construidos a partir de experiencias sociales directas (y anteriores) del actor o de sus consociados. E n cambio, u n «tipo personal habitual»:'^^ Es menos concreto [...] Se basa en un tipo de «curso de acción» que presupone o al cual se refiere. El tipo caracterológico, por otro lado, presupone una persona real a la cual puedo enfrentar cara a cara y se refiere a ella [...] el tipo habitual es más anónimo [1993, 225]. Los tipos habituales (los que usa el científíco) se construyen por referencia a cursos de acción estandarizados, constn.iidos a partir de la conducta extema, habitual y observable del rol, por u n método inductivo de observación de la acción. Así se construye un... [...] catálogo de tipos materiales de cursos de acción^ al cual se agregan los correspondientes tipos personales [...] La [...] in-eductibilidad de tales clases de conducta a las vivencias conscientes de otras personas reales es, sin embargo, independiente en principio del grado de generalidad de la conducta misma [1993, 226]. La irreductibilidad de esos tipos habituales (o sea, su imposibilidad de dar cuenta de la subjetividad de vma persona) está explicada por la diferencia entre auto y hetero signifícatividad típica (véase punto 4), o sea p o r la imposibilidad de compren-

26. En algunas de sus obras posteriores, Schutz llamó «tipos personales fimcionales» a los que aquí llamó «habituales» (1974, 58). Piieferimos aquí la denominación primigenia. 27. La cursiva es nuestra. ¿Qué es el Código Penal sino un «catálogo de tipos materiales de cursos de acción»? La formación de estos «tipos materiales de cursos de acción» está determinada, en el mundo científico, por constiucciones de oixien estadístico (leyes en sentido positivista, del mundo del «ser») o de orden prescriptivo (leyes en sentido estricto, del mundo del «deber ser»).

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der a otro sin interacción cara a cara; es p o r ello que, si caemos en la t r a m p a de creer que u n tipo personal habitual puede explicamos la acción real de u n ser h u m a n o concreto, estaremos ante u n espejismo; en palabras de Schutz: La ilusión consiste en pensai" al tipo personal ideal como una persona real, mientras que en realidad sólo es la sombra de una persona. Vive en una dimensión temporal nunca-nunca que nadie puede vivenciar jamás [1993, 219]. El observador construye significatividad desde u n a observación social directa propia o de u n tercero, forma u n «tipo personal caracterológico»; el científico construiye u n «tipo personal habitual», que proviene a su vez de observaciones tipificadas (que sólo advierten lo que es necesario p a r a el esquema de investigación) de acciones también tipificadas (definidas por el interés científico), de «tipos materiales de cursos de acción»; es la llamada «observación social indirecta» que, conforme nos advierte Schutz, nunca debería derivar en u n a atribución de significados a u n actor concreto.-^^

b) ¿Es el burócrata un observador o un

científico?

Nuestro autor sostenía que u n a relación entre contemporáneos (o sea, donde n o importa el yo del otro), consistía básicamente en u n a teatralización donde cada u n o espera que el otro se comporte de acuerdo a su papel, el rol previa y típicamente asignado; si los actores siguen el rol, la obra acaba según lo previsto, controlada desde el inicio al fin; el éxito del control dependería entonces de la estandarización de los esquemas: Esto es lo que ocurre con esquemas derivados de la ley, del Estado, la tradición y sistemas de orden de todas clases, y especialmente con los basados en la relación medio-fin, en síntesis, con lo que Weber llamaba esquemas interpretativos «racionales» [1993, 231].

28. Dijo Schutz a su llegada a América (1940): «El procedimiento utilizado por los especialistas en ciencias sociales para constiuir su esquema conceptual [...] consiste en reemplazar los seres humanos que el científico social observa como actores en la escena social por títeres que él mismo crea...» (1974, 29).

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Como Schutz sostiene, Weber adjudicaba el impactante calificativo de «racional» a los esquemas típicos basados en interpretaciones estandarizadas, sobre todo las estandarizadas desde órdenes heterónomos (la ley, la tradición, el Estado y otros sistemas de orden). Este sistema era, para el alemán, el que fundaba (y debía fundar) la dominación estatal por medio de la burocracia. Es por eso que resulta lógico encontrar en la literatura sobre el sistema penal textos que de modo explícito vinculan las ideas centrales de Weber sobre la burocracia,^' sus efectos y procedimientos, con la forma que asume la aplicación regular del castigo, fundamentalmente dentro de las instituciones totales.^° Si el burócrata es en Weber el garante de la dominación racional estatal, es gracias a la objetividad de su mirada.^' Pero si la mirada de cualquier personaje distinto del propio actor distorsiona gravemente la comprensión (porque es siempre autorreférente), además de entrañar un muy grave riesgo cuando aquel que observa típico-científícamente intenta adjudicar motivos a una acción real y, a partir de allí, pasar a la acción, entonces, ¿qué queda de la objetiva mirada del burócrata? En Schutz la caracterización del observador de la acción no tomó como modelo al burócrata que, desde su condición de eslabón en la cadena punitiva, observa y a partir de esa observa29. La clave del impacto de Webei" en el ámbito del derecho es el concepto de «racionalidad con an^glo afines»,que juega un papel centictl en la funcionalidad de la burocracia. Weber dice en más de una oportunidad que «la burocratización es el procedimiento específico de transfonnación de una acción "comunitaria" en una acción "societaria" racionalmente oidenada» (Weber, 1969, 741), a la vez que diferencia a la comunidad de la sociedad por la motivación racional con aireglo a fines de la segunda, en oposición a la comunidad, establecida en fimción de un sentimiento de pertenencia fincado en elementos i-eligiosos o tradicionales (Weber, 1969, 33). Sobre la literatura penal y Weber, véase nota 23. 30. Cfr. por todos, el trabajo de Emng Goffman, Asyluntni. En este volumen, comentando los contenidos de su obra, véase el trabajo de Felipe Martínez. 31. La idea de la burocratización como medio racional de resoh'er los conflictos, con an'eglo a unos fines susceptibles de explicación en ténninos de «para y poi'que», se explica también en que según el sociólogo alemán «para la vida cotidiana dominación es primariamente administración» (Weber, 1969, 175), poi-que «la estmctura de dominio racional burocrático [...] se halla al seivicio de la penetración del "racionalismo" en la forma de vida. [...] De un modo enteramente geneial sólo puede decii'se que la evolución hacia la "objetividad" racional, hacia la "humanidad profesional y especializada", con todas sus múltiples consecuencias, es impulsada muy intensamente por la burocratización de todo dominio» (Weber, 1969, 749). En lo que sigue a esta cita, el autor destaca el ral fundamental de la educación en estaracionalizaciónobjetiva de la sociedad.

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ción actúa. Y es probable que ello se deba a que los operadores del sistema n o son «observadores», ni t a m p o c o «científicos». Veamos. El burócrata n o es u n observador porque su construcción típica no se basa en vivencias directas propias o de terceros (en tipos personales caracterológicos); el juez no juzga basándose en sus propias experiencias c o m o víctima (o como autor) sino en criterios ya dados que n o h a elaborado (la ley penal y la ley procesal). Y n o es t a m p o c o u n científico, porque su interés en la observación está dirigido pragmáticamente, dirigido a la acción. Es que en el científico tiene que existir a priori u n a renuncia total a la interacción con el observado. Ya lo había esbozado Schutz en CSMS, pero lo dijo m u c h o más claramente en u n a obra posterior: [...] el científico social, en cuanto teórico debe atenerse a un sistema de significatividades que difiere por completo del que determina su conducta como actor en el escenario social [1974, 229]; [...] como observador puro del mundo social, no actúa [...] Para convertirse (en especialista), el observador debe decidirse [...] a renunciar a todo interés práctico en él y a limitar sus «motivospara» a la honesta descripción y explicación del mundo social que observa [1974, 2&V^ Por lo demás, en condiciones óptimas, la existencia de la mirada ni siquiera debería ser conocida por el observado (cuando de observar personas en tiempo real se trata), con lo cual la acción observada no sería modificada por la observación. Tampo-

32. Esta afirmación no implica que nuestro autor ubique al científico social en una torre de marfil desde la que mira prescindiendo tanto del contexto social en el que crea (y en este sentido, de los condicionamientos de su propio acei-vo cultural) como de los efectos de su creación. Todo lo contrarío: Schutz sostiene que el mundo en el que el científico crea, y sobre el que repercuten sus acciones, es el mundo de la cultura, el mundo paradigmático —como probablemente hoy diríamos recuniendo a Kuhn— del pensamiento, que crea y recrea al mundo «natural» (1974, 90). Lo que se quieiie decir en la cita que hemos hecho aniba es que la mirada del científico, al momento de construir tipos, debe prescindir del interés pragmático que caracteríza al mero observador, que constiuye para dominar el mundo en el que \ive, no para comprenderlo. Pese a ello, y aunque cabe destacar que Schutz no tiene una mirada marxista de las constmcciones científicas (como sí otros autores que se ocuparon de la vida cotidiana —ej. Lukács, IlelIer—), en su obra tampoco está ausente la preocupación por la responsabilidad que genera la actividad científica, aspecto al que llama «la actividad científica como fenómeno social», para diferenciarlo de la «actitud específica que el científico debe adoptar hacia su problema» (1974, 74).

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co esto ocurre en el caso de la observación burocrática del sistema penal: el actor se sabe observado, y gran parte del engranaje del sistema se basa en esta conciencia de ser observado.-'-' Sostenemos aquí que «la mirada del burócrata, si bien no es la del mero observador ni la del científico, pretende serlo». Tanto el juez como el ejecutor de la sentencia, el policía como el legislador al diseñar estrategias de control, pretenden una distancia del objeto, una ajenidad a él y a su configuración que los hace comprenderse a sí mismos como si ñ.ieran observadores no participantes. Es justamente la condición de no participante la que legitima el discurso de los operadores del castigo; es el hecho de declararse absolutamente prescindentes de la configuración del objeto de estudio lo que justifica su poder.^"^ La imparcialidad del juez, la calidad técnica de la intervención del penitenciario, del miembro del equipo técnico, el carácter profesional de la tarea policíaca o el conocimiento científico del asesor que diseña la política criminal son el elemento clave en la autojustificación de la tarea que desempeñan y de su corrección (Bourdieu, 2001, 169 ss.). Como nos han enseñado los estudios sobre los procesos de criminalización y sus fases, toda actividad estatal relacionada con el castigo tiene una consecuencia sobre el comportamiento de los individuos.^^ Y además es lo que se quiere: actuar para modificar. Era el postulado de Weber para el burócrata: racionalizar para ir desde la comunidad hacia la sociedad. Este pasaje de lo comunitario a lo societario es, por demás, el reverso del camino que nos sugiere recorrer Hulsman: la

33. Piénsese no sólo en el modelo panoptista, sino también en las divereas teorías prevencionistas de la pena, sobre todo las teoi-ías de la pievención general y la de la unión {Hassemer, 1984, 347 ss.). 34. Desde la lógica schutziana, la mirada «no participante» deja al objeto tal cual es, no lo modifica. En cambio, cuando el juez esci-uta el hecho, le da foniia (decidiendo qué elementos de él se subsumen en el tipo penal, y cuáles son inelevantes) y requiere al actor explicaciones sobre lo ocurrido, conti-ibuye a crearlo, tanto en su conclusión como en la del actor forzó una explicación —una autointeipi«tación— desde un contexto particular (el defensivo), y ya con eso «modificó» el suceso. Toda mirada, ya por el solo hecho de individualizar el objeto y nombrarlo, lo modifica. 35. Aun cuando el efecto de una nueva conminación penal sea puramente simbólico (en el sentido, por ejemplo, de robustecer las expectativas de aplicación de penas como modo de solución de conflictos), éste es en sí, un efecto. Cuando el sistema penal i-eclama y obtiene nuevos medios pai-a cumplir tareas que sabe ab-initio que no cumplirá, eso ya es un efecto que píxxluce nuevas conductas.

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vuelta a los tejidos sociales vivos; en su mente, «la abolición del sistema penal significaría la reanimación de las comunidades, de las instituciones y de los hombres...» (1984, 81). No se trata de volver a arcaicos sistemas carentes de garantías (Ferrajoli, 2000, 251 y 338), sino de apostar por una socialidad menos dependiente de las estructuras burocráticas.^^ En segundo lugar, cuando el burócrata actúa sobre su objeto de observación, reivindica la condición de observador perfecto de la realidad (con un conocimiento sólo posible en el propio actor), identificando los motivos atribuidos a su «tipo personal habitual» con los del actor observado (cumpliendo así aquello de «pensar al tipo personal ideal como una persona real, mientras que en realidad sólo es la sombra de una persona»). A la vez, ubicándose a sí mismo en la condición de observador imparcial —^y en este sentido científico— justifica su acto posterior, la restricción de derechos del otro. «Comprende» sin importar el yo de otro, sin interactuar con él, y es en esta búsqueda imposible de comprensión perfecta de los motivos sin implicación personal, en la que basa svi legitimidad. Quiere la imparcialidad del científico pero la comprensión del partícipe.

c) La comprensión burocrática del sistema penal Hemos definido entonces la mirada del burócrata del sistema penal como un híbrido que quiere actuar sin comprender, y aun así producir resultados correctos. Schutz define así la capacidad de esa mirada: 36. Resulta interesante advertir la coherencia de posturas como la de Feírajoü: apuesta por sistemas de jueces profesionales, se muestra contrallo a las posibilidades de evitar la pena en los casos en los que se compiuebe la infiacción (principio de oportunidad), sostiene la posibilidad del conocimiento objetivo más allá del sujeto que conoce —la posibilidad de llegar a la «verdad real», donde «verdad» es igual a conespondencia absoluta entre objeto y predicado sobie el objeto—; o de auíoies como Maier: predica la bondad del juradismo, del ejercicio de criterios de oportunidad, y ve a la «verdad real» como un postulado político del sistema —con un criterio de veixiad cercano a la «verdad-coherencia»— (Rodríguez Fernández, 2001). Pareciera que la mayor o menor desconfianza en la capacidad racionalizante de la burocracia recone como un eje las posturas de los autores que, con algunos conocimientos defilosofíay de sociología, analizan el fenómeno procesal penal, y en este sentido, los dividen en dos campos diferenciados. Ésta resulta ser una interesante hipótesis de trabajo.

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Su último recurso consistirá entonces en tratar de inferir el motivo-para a partir del acto, preguntando si tal o cual motivo sería promovido por el acto de que se trata [y en nota]. Éste es el método en función del cual la penología prefiere analizar una acción. [Este tipo de interpretación] debe enfrentar el azar del salto desde el acto completado hasta su motivo-para, azar aiín mayor, puesto que el acto puede no haber resultado como se lo proponía el actor [1993, 204]. Es la misma identificación del problema que hace Hulsman: «Cuando el sistema penal se interesa en un suceso, lo mira a través de un espejo deformante que lo reduce a un momento, a un acto. De un extremo al otro del procedimiento el sistema va a considerar este suceso, del que se ha apoderado, desde el ángulo estrecho y completamente artificial de un acto aislado que se ejecuta en un momento dado por uno de los protagonistas» (1984, 71). La crítica puede ir más allá: dado que los motivos-porqué, como explicativos del proyecto, sólo pueden determinarse una vez que se advierte el alcance del proyecto, esto es el motivopara, y estando ante un método de comprensión que interpreta rccilizando un salto al azar desde el resultado hacia los motivospara ¿qué queda para la compresión posible de los motivos-porqué? Nada. Sin embargo ocurre que, en dimensiones humanas, la comprensión requiere saber por qué el otro actuó; es saber los porqué lo que cura. Finalmente, cabe advertir que la comprensión que el sistema penal se propone hacer es básicamente un tipo de comprensión que sólo mira a una de las mitades: la mitad del autor. Ajena al hecho como producto de una interacción,^^ busca el motivo-para del actor razonando desde lo que cree que es el acto (por ejemplo, el resultado), construyendo el proyecto (la acción) como si hubiera estado dirigido a ese resultado, y atribuyendo motivos-porqué que le parecen consistentes con él motivo-para que ha elegido. Mira la mitad, elige el final y se explica 37. En el contexto de la interacción social, Schutz sostiene que el actor tiene siempre la expectativa de que sus motivos-para se conviertan en los motivos-porqué del partícipe. Así, en el caso de una pregunta y su coirelativa respuesta, el partícipe i^sponde para que el actor sepa cuál es el contenido del libro, mientras que lo hace porque el actor se lo preguntó. Por eso es necesario, para comprender una interacción, intentar llegar a los motivos-para y los motivos-porqué de cada uno de los partícipes. Si no lo hacemos, lo que veremos será sólo la mitad de lo disponible, sólo la mitad de lo existente.

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las razones conforme sus propias conceptualizaciones de lo decisivo y lo desechable. De la víctima, nada. Hoy, además, hay una marcada tendencia a olvidar la búsqueda de motivos-porqué como uno de los posibles objetos del sistema penal. Tradicionalmente el espacio de estas razones se ubicaban en la culpabilidad; los motivos-porqué, como explicación del proyecto mejor o peor cumplido por el actor, eran el contenido de la decisión de infracción a la ley, lo reprochable, aquello que consiste en no haberse comportado de otra manera cuando se ha podido. Pero en los últimos años, incluso el reducido ámbito de juego que se le había confiado al concepto de culpabilidad, el de servir de freno a las tentativas utilitaristas de obtener penas indeterminadas, ha ido cediendo terreno en las justificaciones concretas de pena aplicada (Hassemer, 1999, 32). En el marco de la teoría del delito, la culpabilidad «normativa» (BacigalufK), 1990) y la tendencia a reemplazar el juicio de reprochabilidad del hombre concreto por el «poder general para actuar de otro modo», han significado también un método efectivo para dejar fuera a la realidad.^* Inclusive algunos autores han propuesto lisa y llanamente eliminar el concepto de culpabilidad, tanto como estrato de la teoría del delito cuanto como fundamentación de la pena (Gómez Benítez, 1998, 269 ss.). Bien observado, este abandono de los motivos no es más que llevar a la práctica el comportamiento esperado del gigante miope diseñado por Weber como máquina de obediencia: la estructura burocrática.^^ La inadvertencia de diferencias entre 38. El recurso a esta definición «poder general de actuai' de otro modo», es también una utilización de un «tipo habitual»: el del «buen ciudadano» que por definición representa un caso de ese «poder general». Así, no se inquiere por las posibilidades de este ciudadano de actuar de otro modo, sino por las del «tipo habitual», y si el ciudadano actuó de un modo diferente al de esas posibilidades abstractas, entonces hay culpabilidad. 39. La burocracia, con sus criterios objetivos de para y porque, aparece como el instrumento fundamental de toda dominación moderna en la sociedad de masas. Transciende por consiguiente la mera funcionalidad intra-administrativa: pasa a servir de regla administradora de los cueipos y de las almas, a sen'ir de modelo pai'a un nuevo concepto fundamental: la disciplina. «Es la disciplina racional. Substancialmente no es sino la realización consecuentemente racionalizada, es decir, metódicamente ejercitada, precisa e incondicionalmente opuesta a toda crítica, de una orden recibida así como la íntima actitud exclusivamente encaminada a tal realización. [...] La disciplina en general —lo mismo que su forma más racional: la burocracia— es algo "objetivo" y se coloca con firme "objetividad" a la disposición de todo poder que se interese por ella y sepa establecerla. [...] presupone el "adiestramiento" con vistas al desarrollo de una presteza mecanizada por medio de la práctica...» (Weber, 1969, 882-883).

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auto y hetero-interpretación, la muy escasa claridad de la distinción entre porque y para y la confusión de miradas entre científico, observador y actor han resultado fimcionales al mantenimiento del discurso jurídico-penal: castigamos una conducta típica y antijurídica que comprendemos total e imparcialmente, cuyas motivaciones (que conocemos también) no son correctas, habiendo podido serlo. La omnipresencia y la omnipotencia de la mirada son la base de la justificación: hemos juzgado lo que imparcialmente hemos conocido.'"' La mirada fenomenológica de Schutz nos explica que ello no es cierto. Que nada ha quedado de la racionalidad del sistema penal, una vez que la pasamos por el tamiz de estas más finas herramientas comprensivas. Es que, lo decimos una vez más, nada podía haber quedado. El sistema penal, tal como está pensado (como conocimiento típico cercano al del científico, como sistema de valores universales e inmutables, aplicado sobre un hecho susceptible de clara definición por los operadores) no puede aceptar la reinterpretación de los motivos-porqué (que el propio actor, el mejor conocedor, hace con cada relectura de ellos), y con ello el carácter mutable de la realidad que juzga, ni tampoco la miopía de su mirada (Hulsman, 1984, 70). El postulado de la conducta culpable como objeto fijo y hetero-definible del juicio de reproche es algo a lo que la visión penal no puede renunciar. Y para no imponer a su operador la crisis de valores que supondría darse cuenta de que no hay un objeto fijo, y que más allá de ello, el objeto no le es cognoscible, lo entrena en una torpeza particular, una torpeza entrenada (Christie, 1992). Según creemos, es también parte de esta torpeza la que ha evitado la proliferación de análisis que conecten la crítica a la burocracia penal con la profimdización de las herramientas de Weber que reeilizó Schutz. Por eso no resulta sorprendente que se piense en la huida de la culpabilidad como un mero signo del

40. Baratta ha sostenido, por ejemplo, que en el trínsito de definir una conducta como desviada «el proceso de definición en el plano del sentido común conesponde a lo que se produce en el ámbito jurídico», refiriéndose a que, en ambos órdenes, la definición puede ser revisada conforme un cierto rito. Este común eiror parte de no advertir que el sentido común tipifica y define con base en interacciones cercanas —cara a cara— (tipos comprensivos), y ese es su rito, mientras que el «ámbito jun'dico» define con base en tipos previos, absti'actos (tipos habituales), y en un rito que contiibuye también a la abstracción.

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utilitarismo a ultranza. Es también un recurso para eludir el problema de la imposibilidad de obtener certezas, ante el peligro de que un análisis exhaustivo de los modos de conocimiento del sistema penal nos muestre que estamos ante un gigante desnudo.

6. A modo de conclusión: la mirada del semejante y la privatización de los conflictos Mediante el expediente a la irrelevancia o mediante la funcionalización de su concepto, la culpabilidad y, con ella, los motivos-porqué, han pedido su lugar en la inteligencia de qué ocurre entre víctima y ofensor (el mínimo lugar que alguna vez pudo tener). Un análisis del tipo de conocimiento que propone la burocracia del castigo bajo la perspectiva de Schutz nos ha mostrado que ésta no puede comprender por qué alguien transgrede una norma. Sin embargo, si es cierto que estamos en una sociedad que construye sus significados en las interacciones cara a cara, y además, que actúa con base en esos significados y teniendo en miras la conducta de los otros, resulta urgente pensar qué hacer cuando de una interacción una de las partes ha salido lastimada. Es en este tipo de conflictos en los que pensaba el Iluminismo, y a los que respondió con el esquema racionalista de la pena; si este esquema no comprende, y por lo tanto no da respuestas humanas, habrá que plantearse un cambio hacia la comprensión. Pero, ¿qué queda como espacio posible para la comprensión? Los esquemas de resolución alternativa de conflictos, sólo si son capaces de reivindicar y conservar su carácter alternativo, o sea, su no pertenencia, o cuanto menos su alejamiento, del orden burocrático. Estos espacios, caracterizados idealmente por la horizontalidad de las soluciones (Rodríguez Fernández, 2000, 255),'" donde

41. En un contexto diferente hemos dicho que los sistemas deresoluciónalternativa de conflictos deben cuidar que quien inteiviene como teireio, pain hacer posible el restablecimiento de la palabra como vehículo de comprensión, no pueda ser ni comportai'se como un ói-gano de poder, poique ello deslegitima su autoridad, conráliéndolo en un comediante que paixxlia al juez. Lo que liace deseables (con un deseo que a veces pai'ece más utópico que otias) estos sistemas es justamente su caiticter igualitaiio y habilitador en la lesoluciún de conflictos poiy entte iguales (Rodifguez Fernández, 2000,283).

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los copcirtícipes tienen la chance de revisar su interacción (aquella a la que el sistema de tipificaciones llama «delito»), volver ambos la vista atrás para seleccionar la vivencia, darle contornos, colocarla en el ámbito de la propia experiencia, y finalmente y si es necesario, resignificarla reinterpretando motivos-porqué propios y ajenos, constituyen una esperanza de lograr un espacio realmente comprensivo, un espacio entre semejantes. Creemos haber mostrado, como al pasar, que puede reconocerse en el discurso de uno de los más importantes exponentes del abolicionismo el rastro de los análisis de Schutz. La permanente referencia a la interacción, el protagonismo reivindicado en los conflictos interpersonales (1984, 116), la crítica a la comprensión del sistema penal como sistema burocrático (1984, 46, 48, 70, 75), la importancia de los contactos cara a cara como forma de resolución (1984, 123 ss.), la caracterización del ser humano como un «pequeño armario compuesto de una multiplicidad de cajoncitos» (1984, 35) que se utilizan para interpretar las vivencias y la idea de que los fenómenos pasados están «vivos» en el interior de sus protagonistas (1984, 72), son indicios que se transforman en certeza cuando el propio Hulsman reconoce el carácter fenomenológico de su interpretación (1984, 34). Esta certeza debería alejamos de una clasificación de sus ideas abolicionistas como «ingenuas»: antes bien, tienen un anclaje sólido en una de las más prolíferas teorías sociológicas y en toda una doctrina filosófica."^ Podrá sostenerse que la articulación de las ideas de Schutz que aquí intentamos implica una «privatización» del sistema de respuesta. Y en un sentido distinto al que esa crítica habitualmente tiene, es cierto."^ Pero en primer lugar, cabe decir 42. Sin embargo, no debería considerarse que las henamientas de Schutz únicamente sirven para trazar un camino hacia la abolición del sistema penal: por el contrario, sus postulados obligan a un análisis detenido de muchos de los pilares de la cultura de la punición, entre los que se encuentran, sin duda alguna, el de la existencia de una verdad objetiva a la que puede airibarse mediante un proceso penal (el principio de «veixlad real») y la discusión determinismo / libie albedn'o, y por consiguiente, la idea de responsabilidad social. 43. Bajo el rótulo «privatización» del sistema penal se critica habitualmente la transmisión de competencias en materia de seguridad desde el Estado hacia empiesas particulares, con la correspondiente transmisión de facultades. Lo ha explicado muy bien Juárez Tavares (1998, 636): «La privatización del Estado consiste justo en eso, expandir el poder político simbólico hacia todos los sentidos, pero repartiendo su actuación práctica con los verdaderos dueños de este poder, por medio de la utiliza-

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que será una reprivatización, porque esos conflictos eran originalmente privados (Christie, 1992, 162; Rodríguez Fernández, 2000, 20); en segimdo lugar, este es u n tipo de privatización que realmente n o nos preocupa: responde al criterio de intentar una comprensión h u m a n a de u n a acción h u m a n a , en u n contexto h u m a n o , fuera de los tipos. Aún mas, es u n a privatización «contra-tipos» en dos sentidos. Primero, se dirige a evitar que alguien investido de u n poder ciego y torpe pueda explicarle a la gente qué ha significado su acto, y qué merece p o r esa significación. Y es «contratipos» en otro sentido: intenta derribar los m u r o s de u n a cultura acostumbrada a p e n s a r en los otros c o m o «ellos», como «uno» y n o como «tú», n o c o m o «nosotros». Eso puede intentarlo u n sistema alternativo, donde las tipificaciones (o llamándolas con u n concepto m á s caro a la cultura de la sociología jurídico-penal: los estereotipos) n o tengan espacio, donde las comprensiones sean todas las veces posibles cara a cara, apuntando al yo del otro, y n o a aquel que «vive en u n a dimensión temporal nunca-nunca, que nadie p u e d e vivenciar jamás» (Schutz, 1993, 219). E n eso, y n o en otra cosa, consiste nuestro little is beautiful.

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ción de un cuadi'o más glande de üincionaiios, reckilados con más grande Ilexibilidad y rapidez del contingente de aquellos que fueron siempre y siguen siendo sus utensilios, el pueblo. Si pudiéramos retocar este cuadio cinematográficamente, tendn'amos la visión que se constiiiye, bajo otra ropa, el ejército de malhechores (que solían ser pagados por los grandes terratenientes), que ahora no sólo mata, sino piincipalmente investiga, previene y reprime». Ese reclutamiento de «nuevos» burócratas de entre las filas del pueblo, reclutados por el poder económico y respaldados por el poder simbólico de la actuación penal, es lo que debe criticarse. Debe criticarse que ahora los burócratas sean pagados por los interesados en mantener un orden económico y social injusto, a su servicio, pero ahora con la legitimación simbólica prestada por el Estado, que está en franca retirada. No la constixicción de nuevos espacios de reapropiación de poder por el mismo pueblo que es objeto de esas pi'ácdcas.

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OTRO ENFOQUE SOBRE EL CASTIGO: análisis de las «instituciones totales» encargadas de la ejecución de la pena privativa de libertad desde la perspectiva de Erving Goffxnan Felipe Martínez

1. Análisis de la problemática del castigo desde la perspectiva teórica de Erving Gofíman El aporte teórico que Erving Gofñnan realizó a la sociología, además de ser muy vasto, es heterogéneo. Su formación comenzó dentro del círculo de los autores del interaccionismo simbólico de la Escuela de Chicago pero se amplió mucho más allá: se relacionó con la etnometodología, con la sociología de la vida cotidiana, y se especializó en estudios del orden de la interacción dentro de instituciones totales hasta convertirse en el principal autor de la corriente micro-interaccionista. El interés por la particularidad de la relaciones sociales que se producen dentro de los muros de una institución social y su obsesión por el trabajo de campo, üieron los motivos que lo llevaron a internarse, aunque como observador participante, en un hospital psiquiátrico y elaborar posteriormente un ensayo sobre el tema. En 1955 el Instituto Nacional de Salud Mental norteamericano le encargó una investigación sobre el Hospital Psiquiátrico de Santa Isabel de Washington con el objetivo de estudiar la relación entre salud mental y vida social. Allí pudo acercarse al mundo social de los pacientes hospitalizados y conocer la especificidades de la subjetividad propia de quienes viven dentro de una institución que los abarca totalmente. Goffman entiende por instituciones totales a aquellos lugares de residencia y trabajo donde un gran niimero de indivi197

dúos en igual situación, aislados del resto de la sociedad, comparten en su encierro una rutina diaria, administrada formalmente. Sean pacientes psiquiátricos, presos, integrantes de una tripulación o de un monasterio, comparten un mundo social que tiene su lógica específica (Goffinan, 1984). La originalidad de este autor se encuentra en el enfoque de tipo dramatúrgico con el que realizó su análisis y que consiste en estudiar la interacción social como si fuera una representación teatral: un escenario, un trasfondo escénico, actores, roles y actuaciones. Por otra parte, y más allá de su método microsociológico, su obra vino a marcar, en la década de 1960, una nueva forma de análisis sociológico «de y desde los márgenes, sobre esos lugares aislados de la sociedad donde sobreviven el despotismo, la agresión, la pérdida de los derechos civiles, donde se produce la anormalidad y se justifica el encierro» (Sáez, 1999). En lo que respecta al tema de este seminario, si bien Goffman no es considerado como un integrante de la «sociología del castigo», sus desarrollos teóricos sobre las «instituciones totales», especialmente los referidos a la degradación de la personalidad y la «estigmatización», contribuyeron provechosamente en la conformación de esta rama de la sociología. Asimismo, su clasificación sobre las «estrategias adaptativas a las instituciones», su idea de la construcción de una «nueva» identidad para los individuos que ingresan en estos centros, y la caracterización de la relación entre los distintos actores como una situación análoga a una representación teatral, constituyeron un aporte teórico que hoy por hoy no puede ser dejado de lado a la hora de realizar un estudio sobre el castigo (Zino Torrazza, 1993). Desde esta perspectiva «gofñiianiana» intentaremos analizar las prácticas del castigo de nuestra época, es decir, la aplicación de la pena privativa de libertad en las instituciones penitenciarias, y lo haremos desde tres aspectos: — el primero referido a la des-estructuración de la personalidad o «mutilación del yo» a la que se ven sometidos los individuos que ingresan a una institución carcelaria para cumplir una condena; 198

— en segundo lugar veremos la relación dramatúrgica que los actores de este tipo de institución social llevan a cabo relacionándolo con la modalidad punitiva de premios y castigos; — por último, una referencia al tema del «estigma» en relación a la «población carcelaria».

2. Las instituciones totales y la des-estructuración de la personalidad y creación de una nueva identidad Erving Goffman introduce el concepto de «institución total» para referirse a un tipo de institución que abarca totalmente a los individuos que la integran. Esta tendencia absorbente o totalizadora está simbolizada y demostrada por las barreras que se oponen a la interacción con el exterior: grandes puertas blindadas, altos muros, alambres electrificados, ríos, bosques, etc. (Gofñnan, 1984, 18). Este autor clasifica a las instituciones totales en cinco grupos: 1) los hogares para personas incapaces de vivir sin ayuda; 2) los distintos tipos de hospitales para personas que pueden representar una amenaza involuntaria para la sociedad; 3) los centros penitenciarios, supuestamente organizados para contener a los que constituyen intencionalmente un peligro para la sociedad; 4) los centros de preparación o destinados al mejor cumplimiento de una tarea: cuarteles, colonias, escuelas de internos, campos de trabajo; y 5) los establecimientos religiosos que sirven como refugios del mundo: abadías, monasterios y otros claustros. Queda claro que quien ingresa en un lugar de este tipo no podrá desempeñarse como lo había hecho hasta ese momento en su vida cotidiana. Pese a los diferentes objetivos de cada una, todas estas instituciones tienen algo en común: se encargan de la programación de la vida de los internos de acuerdo a normas concebidas para el logro de los objetivos de la institución. Para el caso que nos ocupa creemos que es conveniente hacer una aclaración, ya que es muy diferente la situación de un individuo que libremente elige ingresar a un espacio de estas características y aquel otro que, en términos de Pavarini, es «se199

cuestrado institucionalmente» y obligado a cumplir una pena privativa de libertad en una prisión. Es sobre estos casos en los que centraremos nuestro análisis. Una primera estrategia consiste en el llamado ritual de ingreso o presentación del individuo cuando ingresa a la institución y que consiste en despojarlo totalmente de su «yo». El nuevo interno pierde su nombre, su identidad, su forma de vida y entra en un proceso de resocialización tendiente a construir otro tipo de personalidad. Todo individuo que ingresa en una prisión proviene de una estructura social mayor, en la que ha creado, a través de su socialización, una identidad (confonnada por roles y estatus) que se pierde con el ingreso en prisión [Zino Torrazza, 1993]. Así se configura la primera relación del individuo con la institución, se le asigna una nueva identidad a partir de una «ceremonia» de bienvenida que consiste en diversos actos de degradación: despojarlo de todo aquello que refiera a su identidad anterior (bienes personales, imagen física, vestimenta, etc.), someterlo a humillaciones públicas, instruirlo poco amigablemente en las nonnas de la institución, y comunicarle cuáles serán los rasgos de su nueva «vida», tales como su nueva vestimenta, los lugares donde habitará y las reglas que deberá cumplir. Este proceso se caracteriza por el despojo de una identidad anterior y la asignación de una nueva, que posteriormente será, a su vez, modificada en parte por ciertos elementos que el individuo pueda aportar de su experiencia de vida en el exterior. Esto significa que si bien el individuo deberá someterse a las normas de la Institución, inevitablemente moldeai-á su conducta de acuerdo con ellas, pero elaborará estrategias de acuerdo con sus propios objetivos personales. Al respecto Goffman hace una clasificación de las distintas estrategias adaptativas: 1) la postura regresiva, que consiste en abstenerse de participar en todas las actividades de la vida de relación; 2) la intransigente, cuando los individuos se enfi-entan y se oponen a cooperar con los objetivos de la institución; 3) el proceso de «colonización», mediante el que el indivi200

dúo construiye su propio mundo dentro de la institución y se dedica a disfrutar de las mínimas satisfacciones; y 4) la conversión, cuando el interno se decide a cooperar con la institución para lograr beneficios y asume una postura moralista y disciplinada. Estas estrategias no son ni prototípicas ni estables sino que van cambiando de acuerdo con la conveniencia de cada uno y a los fines partictüares de los internos. Necesariamente en este tipo de instituciones existe lo que Goffman llama «ajustes secundarios» y que consisten en prácticas que permiten a los internos gozar de satisfacciones prohibidas mediante las cuales pueden comprobar que siguen siendo los hombres que fueron y lograr conservar cierto dominio sobre su medio (Goffman, 1984, 64). En síntesis, las diferentes estrategias de adaptación y las prácticas defensivas cumplen la función de salvaguardar las características de la identidad y crean lo que se conoce con el nombre de «sistema de acción concreto». El concepto de sistema de acción concreto permite vincular este juego entre interacción e interrelación que llevan a cabo los individuos en una situación organizacional (Zinc Torrazza, 1993). Como ya anticipamos, el análisis de Goffman está centrado en la perspectiva dramatúrgica, por lo que los distintos roles que se observan en una organización social se explicain de acuerdo con los distintos objetivos, esti-ategias y temores que se encubren en la interacción de los miembros de la institución. La idea de sistema de acción concreto nos permite analizar las distintas relaciones sociales que se llevan a cabo dentro de una institución con el fin de resolver los problemas con que se enfrentan permanentemente en relación con el funcionamiento de la organización, tales como los ajustes secundarios o las estrategias adaptativas, que pueden verse como una manera de conservar alguna posibilidad de autodeterminación. La institución total define las reglas y su sistema de regulación de antemano, pero en la práctica, la interacción entre distintos actores modificará inevitablemente este sistema. Un ejemplo es el de las alianzas que se generan entre los miembros de una organización con el fin de que sus estrategias no se vean frustradas y se desmorone su «juego» (Zino Toixazza, 1993). 201

Como vemos, una institución total representa un mundo social acabado en el que se reproducen complejas relaciones sociales entre actores en distinta situación, cada uno de los cuales conforma a su vez un grupo social con objetivos paiticulares y generales. Podemos agrupar a estos actores en tres categorías: los internos, el personal (calificado y no calificado) y los directivos. Estos grupos, que se encuentran inevitablemente en conflicto, crearán estrategias de negociación acorde con sus intereses y definirán, en su interacción, la lógica de funcionamiento de la vida en la institución. La distribución asimétrica de poder entre estos grupos y el interés de los directivos de mantener el orden interno, crearán un proceso que mediante la combinación de premios y castigos definirá la pauta de convivencia de la institución, como veremos más detalladamente en el próximo punto.

3. La perspectiva dramatúrgica en la lógica interna de las prisiones El enfoque dramatúrgico de Goñinan se define como una «actuación o representación teatral» de los individuos en interacción (dramatización) en la vida cotidiana (Goñinan, 1997). La importancia de este enfoque para el análisis de la vida en las instituciones sociales, particulannente en las prisiones, radica en los elementos que nos brinda a la hora de investigar el tema de los sistemas de alianzas que se generan entre los distintos grupos y que se basan en una negociación directa en la que están en juego premios y castigos. De esta manera podemos observar que las relaciones sociales de las prisiones, si bien parecen muy concretas y evidentes, son en realidad ficticias puesto que encubren otros fines o intereses. En las prisiones existe lo que podríamos llamar el «mito resocializador» que consiste en hacer que se está evaluando y colaborando con la recuperación de los internos. Y, por otro lado, los internos actúan de acuerdo con lo que se espera de ellos en este proceso «rehabilitador». Esto también es conocido como «ficciones de evaluación», en las que los sujetos actúan de acuerdo a roles esperados. 202

Esta relación de «obediencia fingida» se mantiene con base en un sistema de premios y castigos mediante los cuales se facilita uno de los objetivos primordiales de las instituciones totales de este tipo: el mantenimiento del orden interno. La organización necesita lograr una modificación de las conductas de los internos para que estos se muestren dóciles y cooperadores con los fines de la institución, aplicándoles castigos si se alejan de esta forma de negociación o premios, tales como permisos de salida, progresiones de grado, aumento de las frecuencias de visitas, si se muestran colaboradores. Los internos, por su parte, al encontrarse en una situación de absoluta inferioridad, elaboran estrategias de resistencia ante estas imposiciones, intentando presentarse como colaboradores y dóciles ante los representantes de la autoridad interna y manteniendo su independencia en la vida privada, es decir una especie de «conformidad simulada» (Rivera Beiras, 2001, 74). Como dice Roger Matthews: «Se genera una estructura de códigos formales e informales que no sólo aporta una filosofía para hacer pasar el tiempo, sino que también establece modelos de interacción y estabiliza las relaciones personal-internos» (Matthews, 2001, 67). Siguiendo con la línea de pensamiento de Gofiman podemos decir que esta relación de «estabilidad» se construye basándose en las «actuaciones» de los distintos actores que conviven dentro de una institución total, con lo cual se crea una especie de «legitimidad artificial» que es fundamental a la hora de intentar comprender la lógica de fumcionamiento e incluso la vigencia de las prisiones en la actualidad. Cuando a cambio de la conformidad con las normas entra en juego la posibilidad de acortar la condena, salir temporalmente de la cárcel o recibir más visitas de sus seres queridos, es lógico que los internos se construyan el papel del «interno más aplicado» y actúen como los más dóciles y «rehabilitados» cuando están en presencia de los «evaluadores». Tal vez podamos reprocharle a Goffinan, tal como lo advierte Matthews (2001, 77), el hecho de no tener en cuenta las diferencias entre las dinámicas de funcionamiento de cada tipo de institución total. Según Matthews existen notables diferencias entre los procesos de degradación y adaptación de las prisiones y los que se dan en las instituciones que tratan con enfemios mentales. 203

La particularidad de las prisiones, en este sentido, radica en lo que vimos como su «sistema de acción concreto» y que se caracteriza por esta relación de intercambio negociador en la que los internos desarrollan una nueva identidad y se ubican en determinado lugar, de acuerdo con sus objetivos particulares. La «cooperación» es la regla de intercambio privilegiada por la prisión (Zino Torrazza, 1993), y se establece mediante una directa relación de equivalencia entre grados de cooperación y disminución de la condena. Por otro lado, la no cooperación y la obstaculización del objetivo de orden institucional están directamente relacionadas con la gravedad de las sanciones y los castigos.

4. El estigma de la «población carcelaria»: los desviados sociales Otro tema que Goffman analiza detalladamente es el del «estigma», la marca social «descalificadora» que impide que un individuo sea aceptado plenamente en la sociedad. Esta situación nos lleva a pensar respecto a los miembros de la población carcelaria en dos momentos o etapas: uno previo, caracterizado por la potencialidad a ingresar en los centros penitenciarios, determinada por su origen social; y otro posterior a la vida en la cárcel, cuando cumplen su condena y deben recuperar su identidad anterior. En cuanto a la existencia de un «estigma» que ciertos sectores de nuestra sociedad padecen, esto puede verse en los resultados de las estadísticas sobre la procedencia de la gran mayoría de los que ingresan en prisión. Este es un tema muy complejo que merece una investigación aparte debido a la cantidad de variables y matices que entran en juego; de todas maneras nos parece oportuno al menos mencionarlo y presentar algtmos de sus aspectos. Los mecanismos «selectivos» que aplica la policía en sus detenciones, las condiciones en las que son «juzgados», la indiferencia con la que el resto de la sociedad trata este asunto, la impunidad con la que actúan los funcionarios de prisiones, son evidencias de que hay ciertos individuos que poseen una condición que los ubica en una situación desfavorable. 204

Este proceso de estigmatización se caracteriza por asignar una condición de «peligrosidad social» a quienes pertenecen a determinados sectores sociales caracterizados como «desviados» (habitantes de sectores marginales «de emergencia», inmigrantes indocumentados, pertenecientes a detenninados grupos étnicos, adictos a determinadas drogas, etc.). El aporte teórico del micro-interaccionismo tue utilizado por algunos criminólogos para elaborar la teoría del etiquetamiento o labelling approach, que consiste en advertir que existe un proceso de tipificación, subjetivo, que asigna un determinado significado a ciertos comportamientos o acciones y, una vez que se construye esta etiqueta, sigue aplicándose más allá de las situaciones concretas y continúa extendiéndose por medio del lenguaje (Baratta, 2000, 85). Esta advertencia de la criminología crítica pretende demostrar que un comportamiento social es considerado como «desviado» desde el momento en que es etiquetado como tal, por lo tanto hay que partir del análisis de esos mecanismos de construcción de tipificaciones. El concepto gofimaniano de estigma también es fundamentcJ para analizar las situaciones que viven los presos cuando salen temporal o definitivamente de la cárcel y pregtmtamos sobre las consecuencias secundarias de la pena privativa de libertad. Según Goffinan la nueva identidad que los individuos desarrollan cuando viven en una institución social como las prisiones es muy diferente a la que poseían antes de entrar en prisión. Esto puede llegar a ser un buen elemento para explicar algunos casos de reincidencia en delitos como una vía para volver a integrarse a la comunidad carcelaria en la que el interno ya posee una identidad y una ubicación social. Esta nueva identidad, que comienza con el proceso de «mutilación del yo» y continúa con mecanismos de poder que llevan al interno a modificar su conducta y desarrollar estrategias de resistencia, puede Uegar a convencer a los individuos de que son inferiores al resto de los seres humanos, y cuando salgan en libertad verán que el estigma de haber estado condenados los acompañará en todas las actividades que intenten realizar. Por eso a muchos presos les inquieta la idea de volver a la sociedad:

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Es posible que la liberación se le presente, en suma, como el traslado desde el nivel más alto de un pequeño mundo, hasta el nivel más bajo en un mundo grande [Goffman, 1984, 82]. En estos casos también intervienen las estrategias de actuación para ocultar o encubrir, cuando sea necesario, cierta información que socialmente está asociada a su estigma y que pueda perjudicar al individuo en sus relaciones de interacción en el exterior. Por lo que se ve obligado a desarrollar lo que podríamos ver como una tercera identidad que contiene a las dos anteriores, y desarrollar una hábil capacidad para ocultar o encubrir todo signo que remita a su identidad social anterior. Si el individuo es descubierto, todo su «papel» será puesto en duda y se le asociará a su «estigma» toda la información negativa que el imaginario social otorga a los que cometieron vm delito y debieron cumplir una condena. Automáticamente esa persona que estaba interactuando normalmente con los demás pasará a ser un potencial asesino, violador o ladrón, en definitiva, un «peligroso» social, sea cual sea el delito por el que fue condenado.

5. Conclusiones o comentarios finales Como podemos observar, muchos han sido los aportes de Erving Goffman a la sociología que pretende centrarse en el análisis de la problemática del castigo. Su descripción de las relaciones sociales dentro de una «institución total», revelando los objetivos de la institución desde el momento en que un individuo ingresa en ella y es despojado de su «yo» anterior y obligado, mediante un proceso de resocialización, a construirse una nueva identidad, define claramente una realidad social. El «enfoque dramatúrgico» con el que realiza su análisis deja en claro el «juego de simulaciones» en el que intervienen los distintos miembros de una institución total. Así, vemos que los internos se presentan en escena y actúan controlando las impresiones que los pueden delatar y sobreactuando las que los favorecen en la dinámica de la institución basada en un sistema que premia a los integrados, colaboradores, sumisos, adapta206

dos, «en vías de rehabilitación» y castiga a los rebeldes, «inadaptados», no colaboradores con los fines de la institución. Esta postura nos permite comprender la dinámica de las relaciones dentro de u n centro penitenciario, así como sus verdaderos fines y las fijnciones latentes que se ocultan detrás del discurso «resocializador» o «rehabilitador» y que podrían definirse como las de aislar y contener en estado pacífico a u n gran n ú m e r o de personas que h a n sido o están en camino a ser condenadas por la justicia.' Asimismo, la definición de los mecanismos que actúan en el proceso de «estigmatización» es de gran utilidad para estudiar el t e m a de la vulnerabilidad de ciertos sectores sociales y su potencialidad para formar parte de la población carcelaria. Así como también los problemas que afi-ontarán los individuos una vez que sean devueltos a la sociedad luego de haber padecido años de deterioro de su personalidad y con el «estigma» de ser u n «expreso».

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1. Sobre este punto es necesario aclarar que esta situación está comenzando a cambiar, ya que de acuerdo con lo que ocun^ en Estados Unidos, vemos que el modelo resocializador o rehabilitador ha dejado de existir y en su lugar se impuso otro de características netamente punitivas. Esta es una tendencia que según los especialistas en el tema no tardará en establecerse en todo el mundo.

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— y Juan DOBÓN (1997): Secuestros iitstitucionales y derechos humanos. La cárcel y el manicomio como laberintos de obediencias fingidas, Barcelona, J.M. Bosch. SÁEZ, Javier (1999): Interrmmiento psiquiátrico, en http://www.ucm.es/info/exotheo/d-saez2.htm ZiNO ToRRAZZA, Juüo (1993): Trayectoria social y procesos de identidad en prisión, Barcelona, Máster en Sistema Penal y Problemas Sociales, en http://www.ub.es/penal/zinol.htm

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MICHEL FOUCAULT: DESENMASCARANDO LAS TECNOLOGÍAS DEL CASTIGO Camilo Ernesto Bemol Sarmiento''

Cuanto peor ha estado «de memofia» la humanidad, tanto más hoiToroso es el aspecto que presentan sus usos; en paiticular la dureza de las leyes penales nos revela cuánto esfuerzo le costaba a la humanidad lograr la victoiia contra la capacidad de olvido y mantener presentes, a estos instantáneos esclavos de los afectos y de la concupiscencia, unas cuantas exigencias primitivas de la convivencia social... FRIEDRICH NIETZSCHE

La genealogía de la moral (1887) 1. Introducción La incalculable deuda que las Ciencias H u m a n a s han contraído con la figura de Michel Foucault n o es fácilmente retribuible. El complejo entramado de sus estudios, la generación de nuevas perspectivas y metodologías para el análisis de lo social, así como el rescate de la «historia del presente», hacen del legado del filósofo francés u n a veta aiín n o suficientemente explorada para el conocimiento de los individuos y de sus interacciones en el cuerpo social. Sus trabajos de reconstrucción histórica de las formas jurídicas, de la verdad judicial, de la disciplina y, sobre todo, del castigo y de la penalidad modernas, h a n abierto nuevas puertas y generado nuevas líneas de exploración de estos complejos fenómenos sociales —permitiendo agrietar su «naturalización» y su valor de «verdad revelada» bajo el cual estos se habían ocultado durante tanto tiempo—, reconduciéndolos al centro de la * El autor agradece a Ignacio Tedesco, Iñaki Rivera, Julián Sauquillo y a Jesús Antonio Muñoz por los pertinentes comentarios que hicieron a versiones anteriores de este texto.

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discusión política tal y como se observa actualmente. Este planteamiento de concebir el castigo como parte de una «historia del presente», posiciona a Foucault —junto a muchos otros, como Durkheim o Rusche y Kirchheimer— en las líneas maestras de la crítica a la razón penal de la modernidad. El presente trabajo constituye una exploración de los estudios foucaultianos acerca de las tecnologías de poder que se encuentran vinculadas con el castigo y con el gobierno de los individuos, teniendo como pretensión tácita la de proyectar algunas líneas de explicación de los actuales fenómenos sociales vinculados con el castigo y con la penalidad, que el pensador francés imaginó como desarrollo futuro de las llamadas «sociedades de control». Este estudio constituye, por tanto, sólo uno de los posibles usos de una de sus «cajas de herramientas» —Vigilar y castigar— (Foucault, 1991fo, 88), con el único anhelo de ahondar en la compresión de la mirada foucaultiana acerca del castigo.

2. ¿Por qué Foucault? Antes de abordar en profundidad el tema de las tecnologías del castigo en la obra de Michel Foucault,' debe hacerse una mínima referencia a algimos interrogantes que, ante un proyecto como éste, suelen emerger a la superficie: ¿cuáles son las razones que permiten explicar la necesidad de indagar en su pensamiento a casi veinte años de su muerte?, ¿por qué debe seguirse considerando su perspectiva para el estudio del castigo?, en síntesis, ¿por qué Foucault? Si bien estos cuestionamientos exceden en mucho los intereses del presente texto, puede afirmarse como respuesta tentati-

1. Paul Michel Foucault (Poitiei-s, 1926 - Pan's, 1984). Filósofo y Psicólogo de foimación, discípulo de Jean Hyppolite, Geoi^es Canguilhem, Geoiges Dumézil, Louis Althusser, heredero del pensamiento de Friedrich Nietszche, se dedicó al ti'abajo académico en varios países de Europa, África y América. Como militante radical, contribuyó de la mano de Gilíes Deleuze y Jean-Paul Sartre al agitamiento intelectual de la Universidad Francesa y del movimiento estudiantil que se consolidó después de mayo del 68. Antes de fallecer ocupó la cátedra de «historia de los sistemas de pensamiento» en el prestigioso Colléí;e de Frailee en Paii's. Con respecto a otros aspectos de su trabajo y de su biografía, cfr. Álvarez, 1996; Balbiere/a/., 1990; Deleuze, 1987; Eribon, 1992; Fernández, 1992; García, 1988; Jarauta, 1979; Macey, 1985; Morey, 1983; Penot, 1982; Rorty, 1991; Sauquillo, 1989, 2001a, 2001b; Suáres, 2002; Senano, 1987; Vázquez, 1995.

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va que una de tales razones es la presencia del pensamiento del polémico filósofo ñ^ancés a lo largo y ancho de las Ciencias Sociales —desde la teoría literaria, pasando por la Psicología, la Filosofía, la Historia, hasta llegar a la Criminología; presencia que mantiene su vigencia en la actualidad y que se materializa en una multiplicidad de centros de investigación, cátedras y publicaciones radicadas en diferentes partes del mundo.^ La utilización de sus herramientas conceptuales, de sus metodologías —la arqueología y la genealogía— (Foucault, 1972; Baert, 2001), así como de sus perspectivas de análisis con respecto al estudio de las relaciones de poder, los ámbitos de saber, la estética de la existencia y las políticas de la verdad en Occidente —que definieron sus tres líneas principales de investigación: el saber, el poder y la subjetividad—^ (Deleuze, 1990, 155; Suárez, 2002, 313), dan buena cuenta de la continuidad y la vigencia de un proyecto autodefinido como «genealógico», en manifiesta conexión con los planteamientos de la empresa nietzscheana (Foucault, 1990b, 101). Finalmente, y con respecto a la necesidad o no de considerar las obras y los puntos de vista acerca del castigo de este «filósofo con perspectiva histórica» (Sauquillo, 2001¿>), puede afirmarse que la referencia a sus trabajos vinculados con la reconstrucción histórica de la verdad judicial, de la disciplina, del castigo y de la penalidad, son considerados actualmente como

2. Un símbolo emblemático de tales instituciones es el Centie Michel Foucault de Paii's dedicado a la constitución de un archivo de sus obras (impreso y audiovisual) y de los trabajos que investigadores de todo el mundo realizan sobre o a partir de su pensamiento (consulta en Internet a través de la página web: http://vvww.fnet.fr/CMF/). En EE.UU., el departamento de Antropología de la Universidad de California en Berkeley edita, desde 1986, la revista History ofthe present, dedicada a difimdir las investigaciones genealógicas. Al respecto, cf. Balbieref a¡„ 1990; Vázquez, 1995; Sauquillo, 2001ÍJ. 3. Esquemáticamente, dentro del piimer campo se pueden ubicar sus trabajos Vigilar y castigar (1975), la Microfísica delpoder (1974) y el tomo piimero de la Historia de la sexualidad. La voluntad de saber (1976). En el segundo, se encuentran La historia de la locura (1961), El nacimiento de la clínica (1963), Las palabras y las cosas (1966), La arqueología del saber (1969) y El orden del discurso (1971). Finalmente, en el tercero pueden ubicarse los dos últimos volúmenes de su Historia de la sexualidad, fd respecto, cf. Vázquez, 1995; Suárez, 2002. Estas obias aparecen citadas según su fecha de publicación, por primera vez, en lengua francesa. Otros trabajos insertos dentro de su prolífíca actividad científica pueden verse citados en la bibliografía del presente esciito (Foucault, 1978, 1979, 1981, 19906, 1990e, \990d, 1990c, 1990/; 1991a, 1991b, 1991c, 1992íj, 19926, 1994, 1995, 1999, 2001a, 20016), y en el comentario bibliográfico actualizado que se encuentra en el trabajo de Sauquillo (20016, 191-199).

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de obligatoria referencia para todo aquel que pietenda aproximarse a estos complejos fenómenos sociales (Leonard, 1980, 5; Cohén, 1988, 29; Garland, 1999, 160; Mari, 1985, 122). No obstante, y más allá del poder de normalización y de estratificación que se ha construido en los altares del saber-poder criminológico con referencia al trabajo de Foucault —^y que redistribuye las posiciones y las relaciones de poder en este campo político—, es preciso afirmar que sus consideraciones acerca del castigo proceden de una actitud política militante (de la que da cuenta su participación en el Gruipo de Información sobre las Prisiones (GIP), fundado junto a Jean Marie Domenach y Fierre Vidal-Naquet, durante los primeros años de la década del 70 del siglo pasado) más que del trabajo silencioso y poco arriesgado de un profesor universitario cualquiera. Esta actitud política de intelectual militante (intelectual específico, según su concepción), de confrontación y de lucha desde la academia y desde la acción social, confiere a las ideas del filósofo francés con respecto al castigo un tipo de comunicación ideal con los fenómenos sociales en los cuales se concentra su trabajo, una suerte de recomposición política del binomio sujeto-objeto al que su trabajo contribuye de forma decisiva, y que coadyuva al fortalecimiento del pensamiento crítico acerca de la llamada «cuestión criminal». Dejando de lado estas consideraciones acerca de la relevancia del pensamiento foucaultiano, se emprenderá en lo que sigue el estudio del objeto central de este trabajo: las tecnologías del castigo.

3. Las tecnologías del poder y el castigo La construcción del horizonte teórico de Foucault con respecto al castigo parte de su concepción de éste como «una función social compleja» que engloba, a un mismo tiempo, tanto los efectos «negativos» de los mecanismos punitivos —represión, segregación, exclusión— como aquellos «positivos» —objetivación del individuo en sujeto, normalización— (1990fl, 30). La correspondencia de esta noción con el diagrama de análisis de Vigilar y castigar—al que sirve de herramienta— se. sitúa en las transformaciones que se han llevado a cabo en los méto212

dos punitivos, producto de diferentes procesos históricos. El filósofo francés relacionaba estas transformaciones con aquella que los individuos sufrían en sus cuerpos, con su ubicación en las relaciones de poder que se daban entre tales individuos y que se materializaban en su constitución como sujetos. Es de este modo que el examen del castigo se orienta en su obra a: [...] tratar de estudiar la metamorfosis de los métodos punitivos a partir de una tecnología del cuerpo donde pudiera leerse una historia común de las relaciones de poder y de las relaciones de objetos [1990a, 30]. Esta orientación de su trabajo hace emerger u n a problemática m u y importante dentro del conjunto del universo foucaultiano: las relaciones de p o d e r entre los individuos. La forma en que tal poder es ejercido entre sujetos libres y que consiste en guiar las posibilidades de conducta de los individuos relacionados y en poner en orden sus efectos posibles conduce, dentro de los planteamientos del autor, a la indagación del proceso dialéctico de acción y resistencia, de sujeción y emancipación que se desencadena al interior de estas relaciones, plasmándose en la noción de «Gobierno» de los individuos (Foucault, 1991a, 83-88, 1992a). El «Gobierno» de los individuos, concebido como la capacidad de «estructurar el posible campo de acción de otros», se encuentra determinado p o r el accionar estratégico de tales individuos, dentro del cual se ubican los mecanismos que penniten lograr su sujeción política o económica (Foucault, \99ia, 86-88). A escala macrosocial, estas modalidades de acción, más o menos consideradas y calculadas, están representadas en los usos de determinadas tecnologías y técnicas de «gobierno» que penniten el ejercicio del poder y la gestión de las poblaciones por parte del Estado, a través del aparato de saber de la economía política y del control de los dispositivos de seguridad, que son denominados como prácticas de «gubemamentabilidad» (1992a, 21-26). Cuando estas tecnologías del poder —que son los mecanismos que permiten acotar los espacios móviles de acción y sujetar a los individuos a ciertos tipos de fines o de dominación generando en éstos una objetivación (mutación de individuos a sujetos)—, son orientadas al control o a la penalización del cuerpo o 213

del «alma» de tales individuos, pueden ser consideradas como tecnologías del castigo (Man, 1983, 173-176). Éstas son las razones que permiten comprender la intención de Foucault de «situar los sistemas punitivos en una cierta economía política del cuerpo» para estudiar en proftmdidad aquellos mecanismos y técnicas que han permitido la mutación y la dominación de los cuerpos por medio del castigo (1990a, 32). De ese modo, puede afirmarse que Vigilar y castigar es un estudio de las transformaciones de la «tecnopolítica del castigo» (Foucault, 1990a, 96; Melossi, 1992, 234).

3.1. La marca, el signo y el rastro Tal como se advirtió anteriormente, la constitución de los cuerpos y de los individuos en sujetos, llevada a cabo por intermedio de las complejas maquinarias de poder que se fueron construyendo a través de la edad moderna, es lo que motiva a Foucault a auscultar las formas jurídicas y sus efectos dentro del pensamiento occidental moderno. Esta exploración —que en su obra refleja el tránsito de la psiquiatría, la normalidad y la locura, al castigo penal, la disciplina y la prisión— conduce al filósofo francés al examen de los conocimientos-instrumentos (saber-poder) que el poder adoptó durante los siglos xvn a XIX con respecto al Ccistígo, esto es, a la exploración de las tecnologías del mismo. No obstante, dicha exploración se encuentra mediada por algunas inquietudes que cubren, y en cierto modo orientan, el experimento de Vigilar y castigar, ¿cuáles son las razones que permiten explicar el abandono de los suplicios y del espectáculo negativo de la penalidad, por el encierro carcelario como instrumento del castigo?, ¿qué tipo de cambios han debido ocuirir históricamente en las sociedades para que la sanción penal haya dejado de posarse sobre el cuerpo y se desplace al «alma» del condenado?; en definitiva, ¿cómo puede explicarse la transición de una sociedad estrictamente penal a una sociedad disciplinaria? Para Foucault, las respuestas a estos interrogantes acerca de las cambios estructurales de la penalidad deben tomar como base una evidencia histórica: todas las transformaciones que se han sucedido a lo largo de la historia del castigo están precedidas por una reconsideración de los gastos económicos y polítí214

eos que implican determinadas tecnologías de castigo; en definitiva, una reconsideración de la economía política del castigo (1990a, 108-136). Entrando en materia, y contrario a los planteamientos «humanistas y pietistas» expuestos por los teóricos del iluminismo penal, no fueron —dirá el filósofo francés— la indulgencia y la piedad humanas los motores principales de la transformación de la penalidad que se inicia en el siglo XVIII, sino, por el contrario, la necesidad de hacer más incisivo y menos costoso el ejercicio del poder de sanción y de normalización presentes en la sociedad. Foucault observa que en esto radican los límites de las formas jurídicas: en su dependencia de la razón económica que es, en definitiva, la que gobierna la transformación de las tecnologías del castigo: [...] en suma, constituir una nueva economía y una nueva tecnología del poder de castigar: tales son, sin duda, las razones de ser esenciales de la reforma penal del siglo XVIII [1990fl, 94]. Este cambio de óptica, hace que las razones que permiten explicar el tránsito desde 1) un ejercicio desestructurado y violento del poder del soberano, materializado en los suplicios (simbolizado por la marca), pasando por 2) la constitución de una semiotécnica de poder y por la creación de «mil teatros de castigo» en donde el poder de la sociedad atraviesa el cuerpo, dirigiéndose en su rigor al «alma» del condenado (simbolizado por el signo), hasta llegar 3) al secuestro y confinamiento de los individuos plasmado en la prisión (simbolizado por el rastro), deban buscarse fuera del discurso de la refomia penal y del derecho y ubicarse allí donde las razones de economía punitiva ejercen su dominio. Éste es el origen de las tres tecnologías del castigo que se encontrarán a finales el siglo XVIII: la marca, el signo y el rastro. La marca Es el símbolo de un ejercicio desestructurado y violento del poder del soberano que, cimentado sobre el derecho monárquico, hace del castigo un ceremonial de soberanía. Sus técnicas: el suplicio, la tortura y las marcas que se aplican sobre el cuer215

po del condenado —que es, a un mismo tiempo, punto de aplicación del castigo y lugar de obtención de la verdad. Representando la presencia física de un poder ilimitado, esta tecnología busca la identificación (intimidación) de cada individuo y del pueblo mismo con los tormentos del supliciado; tormentos que forman parte del espectáculo de la sombría fiesta punitiva. Este símbolo es producto de una justicia secreta, oculta, que juzga y vence a un enemigo del soberano (Foucault, 1990ÍÍ, 38-64). El signo Simboliza una nueva economía, un nuevo ejercicio del poder: «No castigar menos, sino castigar mejor». Sus técnicas: la creación de una semiotécnica de poder (técnica de los signos punitivos) y de una ciudad punitiva con «mil teatros de castigo» en donde el poder de la sociedad (ya no del soberano) atraviesa el cuerpo dirigiéndose, en su rigor, al «alma» del condenado. Este «arte de los efectos» y de la representación en que se convierte el castigo, abandona la venganza y adopta a la prevención como principio de su economía y al hombre como medida de su poder. En suma, una nueva tecnología producto de una justicia todavía secreta que juzga 3' sanciona a un traidor, a un enemigo común, que se ha apartado de forma voluntaria del pacto social (Foucault, 1990fl, 77-107). El rastro Representa una nueva fonna de ejecutar el castigo: la separación más radical entre el discurso de los reformadores y la práctica punitiva plasmada en la colonización de las técnicas de la penalidad por la prisión. Sus técnicas: la coerción y el sometimiento del cuerpo y la modificación del comportamiento del condenado, por medio del secuestro institucional y el confinamiento. Materializa el ocultamiento del espectáculo del castigo, la individualización progresiva de la pena y la institucionalización del poder de castigar. Simboliza la constitución de un poderoso aparato de saber-poder sobre los individuos que son objetos de control (Foucault, 1990a, 108-136). Estas tres tecnologías del castigo, que corresponden a la que Foucault denominó como «sociedad estrictamente penal» (1995, 216

98) y que representan u n a recopilación variopinta de técnicas y procedimientos para el gobierno y el castigo de los individuos, perderán progresivamente su importancia a lo largo del siglo XIX. Tan sólo una de ellas —el rastro— prolongará sus efectos hasta el presente, producto de la transformación sustancial de su estructura y de la entrada en el escenario de la penalidad de otra tecnología de poder: las disciplinas.

3.2. La disciplina y el examen Con el advenimiento del siglo XIX, que el filósofo francés caracterizaba como de nacimiento de las «sociedades disciplinarias» (1995, 91-114), continuarán las transformaciones y las reconstrucciones del aparato de la penalidad. Del mismo modo que las anteriores, éstas estarán presididas por u n a reconsideración de la economía del poder punitivo. Este nuevo siglo estará signado por la introducción de u n a nueva tecnología de poder orientada a la sujeción del cuerpo y a la transfomiación del «alma» de los individuos. Tal como advierte el autor: El momento histórico de las disciplinas es el momento en que nace un arte del cuerpo humano, que no tiende fínicamente al aumento de sus habilidades, ni tampoco a hacer más pesada su sujeción, sino a la transformación de un vínculo que, en el mismo mecanismo, lo hace tanto más obediente cuanto más útil, y al revés [1990a, 141]. Los mecanismos principales de esta tecnología consisten en u n a modificación progresiva y constante del cuerpo, el cual es ejercitado, entrenado, localizado y temporalizado conforme a una detenninada n o r m a a fin de lograr la transformación del espíritu y el encauzamiento de la conducta de los individuos. E n esta «microñsica del detalle» la búsqueda de u n control minucioso de las operaciones del cuerpo, que mantiene la sujeción de sus fuerzas y lo convierte en u n aparato dócil y útil, hace de esta tecnología de poder u n poderoso instrLonento para «fabricar individuos» (1990a, 175). De allí su utilización en aquellas instituciones a las que se encarga la socialización de los sujetos; la familia, la escuela, el ejército, la fábrica, la prisión...

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Este poder disciplinario ostenta su punto cumbre en un procedimiento que combina la inspección jerárquica con la sanción normalizadora de los individuos, denominado «Examen» (1990a, 171-198; 1995, 99-100). Su dispositivo consiste en mantener una inspección permanente sobre los individuos a quienes se controla y en obtener de esta vigilancia, un saber sobre aquellos a quienes se vigila. La conformación de ese saber se obtiene de la observación, el registro, la documentación y la readaptación de los cambios que se suceden con la aplicación de las disciplinas sobre los sujetos y con el establecimiento de patrones de opción de comportamiento considerados como válidos. De este modo, la creación de un estándar de «normalidad» y «anormalidad» en la conducta de los individuos y la racionalización de las experiencias fundamentales de la locura, el sufrimiento, la muerte, el crimen, el deseo y la individualidad, darán origen a algunas de las formas de saber-poder que posteriormente conformarán las llamadas Ciencias Humanas (1990/; 285; 1995, 100). Este mecanismo que «constituye al individuo como objeto y efecto del poder, como objeto y efecto de saber» (1990a, 197), llegará con el panóptico a su materialización institucional. La constitución de una nueva tecnología de castigo que tiene como fundamento al examen, es la que permite contemplar a la prisión como un producto de la nueva economía política del castigo: inspeccionar y normalizar, Vigilar y castigar.

3.3. Prisión, panoptismo y vigilancia El nacimiento de la prisión como institución y como instrumento principal del arsenal punitivo de las sociedades modernas está vinculado, en el trabajo de Foucault, al proceso de institucionalización y expansión del proyecto disciplinario como efecto de la generalización de unas determinadas estructuras de vigilancia, en las que el sistema penal y la prisión son tan sólo piezas del entramado de una sociedad panóptica (1981, 63; 1990a, 202-212). El mencionado proceso, que se ha nutrido de las diferentes mutaciones que han tenido lugar en los instrtimentos y en las tecnologías del castigo, puede ser analizado a través del re218

emplazo de la reclusión de la época del «gran encierro» del siglo xvín —orientado a la exclusión de los marginales del círculo social— por la llamada «red institucional de secuestro» que tiene por finalidad principal, la inclusión y la normalización de los individuos (Foucault, 1990a). Las instituciones de secuestro, como mecanismos disciplinarios que son, poseen tres finalidades: a) controlar la dimensión temporal de la vida de los individuos, es decir, ajustar el tiempo de los hombres al aparato de producción; b) controlar sus cuerpos, esto es, hacer que éstos se conviertan en fuerza de trabajo; y c) operar la integración de la fuerza de trabajo en la producción (1995, 128). Tal y como manifiesta Foucault, el fin principal es lograr a través de estas organizaciones «Que el tiempo de la vida se convierta en tiempo de trabajo, que este a su vez se transforme en fuerza de trabajo y que la fuerza de trabajo pase a ser productiva» (1995, 137). Este disciplinamiento del espacio, del tiempo y del trabajo, como mecanismo de normalización de los individuos, es el que permite vincular el origen de la prisión moderna, como institución social de castigo, con el desarrollo de los modos de producción y acumulación capitalistas que tLivieron lugar durante los siglos xvm y XIX principalmente (Cohén, 1988; Garland, 1999; Mari, 1983; Matthews, 2003a; Melossi y Pavarini, 1987; Pavarini, 1995; Sandoval, 1998; Sema, 1988). La utilización de la libertad como moneda de cambio de la penalidad, que tuvo su génesis en este espacio-tiempo histórico, es la que permitió que el secuestro institucional como forma de castigo se convirtiera en el paradigma de la pena justa e igualitaria, ya que resta a los individuos tan sólo aquel bien que todos poseen de forma innata por naturaleza (Foucault, 1990a; Bauman, 1988; Melossi y Pavarini, 1987). La institucionalización del citado proyecto disciplinario se llevó a cabo a través de la creación de una «arquitectura de la vigilancia»: el Panóptico, que permite resolver los problemas de vigilancia y control de los individuos a los cuales se sanciona actuando, además, como mecanismo de individualización, normalización, transformación y sometimiento de estos (Mari, 1985, 123). En síntesis, el producto acabado de una tecnología de poder. Conocido es el mecanismo de este edificio: «El panóptico es una máquina de disociar la pareja ver / ser visto: en el anillo periférico, se es totalmente visto, sin ver jamás; en la torre cen219

tral, se ve todo sin jamás ser visto» (Foucault 1990fl, 205). El interior de sus muros ha sido concebido como un laboratorio de poder que puede ser trasladado a diferentes instituciones: la escuela, el cuartel, el hospital, la prisión. Su formación como edificio de control y de castigo, como aparato para lograr una «obediencia maquinal» de los individuos (Bentham, 1989, 40), dará comienzo a una nueva forma de saber-poder que permite (legitima) el gobierno del cuerpo y del «alma» de los condenados. Tal es el origen de las llamadas disciplinas de la conducta, y también de la Criminología (Garland, 1999, 179-181). La prisión, que se formará a comienzos del siglo XIX y que se prolongará durante el XX, trasladará a su interior el mecanismo del examen a través de la orientación terapéutica y correctora del castigo, buscando por medio de la privación de la libertad y de la omnidisciplina, la dominación coiporal y física del cuerpo y la modificación del espíritu del delincuente. Si bien se ha creído que este edificio del castigo permitió el abandono del suplicio y del dolor como técnicas de poder y de control sobre el cuerpo y el «alma» de los individuos, puede afirmarse que este espacio-campo de la prisión continúa siendo el lugar privilegiado de la tortura y del sufrimiento, de aplicación de penas corporales (Rivera, 2003). Lejos de adecuarse a la minimización del dolor que propugnan las leyes penales, la prisión se ha convertido en un instrumento de reparto ordenado del mismo.

3.4. El fracaso de la prisión y sus funciones latentes No obstante lo anterior, las funciones de control y gobierno de los individuos de la prisión no temiinan allí. Foucault encontró que la cárcel constituye «el gran fracaso de la justicia penal», ya que desde su génesis se ha comprobado que ésta no ha podido cumplir con sus fimciones manifiestas de control de la delincuencia y transformación de los delincuentes, a pesar de los incesantes procesos de reforma que la han acompañado; por el contrario, el encierro carcelario parece reproducir el mal que pretende eliminar: La prisión no puede dejar de fabricar delincuentes. Los fabrica por el tipo de existencia que hace llevar a los detenidos: ya se los 220

aisle en celdas, o se les imponga un trabajo inútil, para el cual no encontrarán empleo, es de todos modos no «pensar en el hombre en sociedad; es crear una existencia contra natura inútil y peligrosa»; se quiere que la prisión eduque a los detenidos, pero un sistema de educación que se dirige al hombre, ¿puede razonablemente tener por objeto obrar contra lo que pide la naturaleza? La prisión fabrica también delincuentes al imponer a los detenidos coacciones violentas; está destinada a aplicar las leyes y a enseñar a respetarlas; ahora bien, todo su fimcionamiento se desarrolla sobre el modo de abuso de poder [1990a, 270-271]. No obstante, la prisión se ha mantenido como institución de castigo desde su génesis y prolonga su vigencia hasta nuestros días. Esta aparente contradicción (fracaso en el logro de sus funciones y permanencia en el tiempo), es la que lleva al filósofo francés a preguntarse para qué sirve el fracaso de la prisión, cuáles son las funciones latentes que realmente cumple como institución social. Con este cambio de óptica, Foucault afirma que m á s allá de fracasar, la prisión triunfa al fabricar la delincuencia, ya que con esto organiza y distribuye las infracciones y los delincuentes, localizando los espacios sociales libres de castigo y aquellos que deben ser reprimidos por el aparato penal. Así la prisión, a través de su fracaso, facilita la administración de las infracciones, «la gestión diferenciada de los ilegalismos»; Sería preciso entonces suponer que la prisión, y de una manera general los castigos, no están destinados a suprimir las infracciones; sino más bien a distinguirlas, a distribuirlas, a utilizarlas; que tienden no tanto a volver dóciles a quienes están dispuestos a transgredir las leyes, sino que tienden a organizar la trasgresión de las leyes en una táctica general de sometimientos. La penalidad sería entonces una manera de administrar los ilegalismos, de trazar límites de tolerancia, de dar cierto campo de libertad a algunos, y a hacer presión sobre oti'os, de excluir a una parte y a hacer útil a otra; de neutralizar a estos, de sacar provecho de aquellos [1990a, 277].

De esta afirmación de Foucault, se puede inferir que aquellos ilegalismos que no son tolerados, sobre los cuales hay que ejercer presión, irán a la ley penal definidos como delitos y se221

rán castigados, la mayoría de las veces, con privación de libertad. Aquellos otros ilegalismos «tolerables», de los que se puede extraer algún provecho o vitilidad, irán a otros ordenamientos jurídicos definidos como infracciones comerciales, financieras, laborales, aduaneras o fiscales, para las cuales se prevén otros circuitos judiciales distintos a los penales y penas diferentes a la de prisión. E n todo este desarrollo, la clasificación de los ilegalismos se h a hecho con criterios eminentemente clasistas. Este aporte de Foucault se revela como fundamental, porque convalida u n o de los presupuestos de la criminología crítica, en el sentido de que n o hay u n a naturaleza criminal de determinados actos, si n o que lo «desviado» o «criminal» en ellos depende de procesos de definición, los cuales se desarrollan con criterios altamente selectivos (Baratta, 1993). La cárcel sirve, igualmente, de espejo inverso a la sociedad libre, de proyección distópica que se convierte en amenaza para los individuos que pretendan infringir la ley. E n esta metáfora intimidatoria, la prisión —dice Foucault— proyecta dos tipos de discursos: He aquí lo que la sociedad es; vosotros no podéis criticarme puesto que yo hago únicamente aquello que os hacen diariamente en la fábrica, en la escuela, etc. Yo soy pues, inocente, soy apenas una expresión de un consenso social [...] La mejor prueba de que vosotros no estáis en prisión es que yo existo como institución particular separada de las demás, destinada sólo a quienes cometieron una falta contra la ley [1995, 137]. Estos discursos permiten que la cárcel exalte su isomorfism o con otras instituciones sociales con las que forma u n «continuo»; instituciones que, al igual que la prisión, se fundamentan en la disciplina y que, al menos en principio, reemplazan a la prisión en sus funciones de control y disciplinamiento social (fábrica, escuela, hospital psiquiátrico, reformatorio, etc.). De este modo, la cárcel proyecta la imagen de que constituye sólo u n o de los ciclos dentro del «archipiélago de instituciones carcelarias» que existen en la sociedad: el ciclo del castigo a los infractores de la ley. Por otro lado, estas proclamas de la cárcel facilitan la naturalización del poder de castigar y la naturalización del poder 222

disciplinario: en el primer caso, por cuanto al quedar diluido el castigo entre las demás formas sociales de ejercicio de las disciplinas, la naturaleza estrictamente punitiva y sancionatoria de la prisión se desvanece. En el segundo caso, la naturalización del poder disciplinario se hace posible gracias a la difusión de la forma-prisión como institución que se convierte en ejemplo de normalización y gobierno de los individuos. De este modo, dice Foucault: «Lo carcelario "naturaliza" el poder legal de castigar, como "legaliza" el poder técnico de disciplinar» (1990fl, 309).

4. ¿Hacia una nueva economía —^postfordista— del jx>der punitivo? Después de esta rápida esquematización de las tecnologías del castigo a lo largo de la historia de los sistemas punitivos en Occidente, parece inevitable el retomo de una idea recurrente: los sistemas punitivos se transforman de acuerdo a las necesidades concretas de una economía del poder de castigar. Una breve referencia al momento actual permite observar que, si bien no puede afirmarse con certeza que el presente siglo ha venido acompañado de la emergencia de una nueva tecnología del castigo que modifique o sustituya a las que fueron examinadas con anterioridad, parece ser cierto que las transformaciones de la penalidad contemporánea obedecen a una nueva reconsideración de la citada economía política del castigo. En este sentido, la transición operada desde las sociedades disciplinarias hacia las que algLmos califican como «sociedades de control» (Deleuze, 1995, 277-286) ha estado mediada por varios fenómenos: la transformación del sistema de producción y acumulación capitalista, la generación de un tipo de sociedad en la que el consumo es el principal mecanismo de integración social, la expansión de la tecnología en todos los espacios sociales y la reconfiguración del aparato del Estado moderno, sucedidas en el último tercio del siglo XX. Dentro de este contexto, los espacios-tiempos, los objetivos y las estrategias de control punitivo de las sociedades en la modernidad tardía han sido redireccionados hacia los nuevos objetivos del Estado neoliberal y del sistema de producción posfordista, entre los que se cuentan el control de la pobreza y el mantenimiento de la diná223

mica de inclusión-exclusión social (Bergalli, 2001; Young, 2001; Baratta, 2001). En esta reorganización actual de la economía del poder de castigar, el consumo, la tecnología y el postrabajo —temas que no fueron estudiados a fondo por Foucault— simbolizan el anuncio de grandes transformaciones en unos sistemas punitivos siempre resistentes al cambio. No obstante, esta reorganización posee ya algunas manifestaciones actuales. A algtmas de ellas se hará breve referencia a continuación. Tal y como imaginó Foucault, el esquema panóptico ha logrado difuminarse a lo largo del cuerpo social (1990, 211). El desafío de una mirada omnipresente, representada actualmente por el panoptismo electrónico y la datavigilancia, hace de ésta una tecnología de control muy eficaz para la normalización y el castigo —silenciosa, limpia y, sobre todo, alejada del control de los afectados (Lyon, 1995; Whitaker, 1999). La famosa «jaula transparente y circular», que simbolizaba la vigilancia de la prisión panóptica (Foucault, 1990a, 212), se ha dispersado por toda la geografía de las ciudades generando zonas «vulnerables» —suburbios, lugares públicos calificados de «alto riesgo»— (Foucault, 1991c, 165), espacios prohibidos en donde el Estado, a través de las prácticas de cero tolerancia (J.Q. Wilson y G.L. Kelling, 2001), focaliza la vigilancia y el control de grupos etiquetados como «potencialmente peligrosos», haciendo frente a los requerimientos privados/públicos de una ciudadanía que se siente cada vez más «insegura» (Baratta, 2001). La vigilancia ultrarregulada de estos espacios hace que se conviertan en verdaderas «cárceles sociales» (Davis, 2001), transformando la desigualdad social en delito y en atentado contra el pensamiento tínico que rige la actual economía planetaria (Bourdieu y Wacquant, 2001; Wacquant, 2001¿>). Por otra parte, el «nuevo sentido común penal neoliberal» (Wacquant, 2000) ha hecho necesaria la creación de una verdadera «industria» para el control del delito (Christie, 1993; Matthews, 2003i>). El uso exponencial de la cárcel como punta de lanza de la política penal ha tenido como efecto principal el encarcelamiento masivo y sin precedentes de jóvenes sin trabajo, inmigrantes, negros, latinos y farmacodependientes en Norteamérica y en Europa, lo mismo que un aumento desmesurado de la sobrepoblación penitenciaria existente en América La224

tina, haciendo necesaria la construcción de «complejos industriales-carcelarios» (Davis, 2001; Matthews, 2003b; Wacquant, 2000, 2001a, 2001¿; Carranza, 2001). En esta nueva empresa, el encierro carcelario ha abandonado el lastre del programa corrector-disciplinario al que se encaminaban las ideologías «re-» (reeducación, rehabilitación, resocialización) (Cohén, 1988), enfocándose ahora —según la lógica actuarial— a la custodia de las underclass y al umanagement de los desperdicios» sociales (FeeleyySimon, 1995). Paralelas a las opciones custodíales, la emergencia de nuevas formas de castigo dependientes de la prisión (campos de entrenamiento o capacitación [boot camps], libertad condicional, libertad bajo palabra, control y trabajo comunitario, supervisión y vigilancia electrónica) ha bifurcado el control punitivo, expandiendo la red de la penalidad y limitando las alternativas a la prisión (Matthews, 2003¿>). En estos sistemas punitivos de la modernidad tardía, la libertad no es una opción posible. Puede afirmarse, finalmente, que todas las manifestaciones de esta quizás nueva economía política del castigo, no poseen aún tm contrapeso ideológico fuerte. Las pocas voces de la criminología crítica, que oscilan entre el estupor y el escepticismo, sufren momentáneamente de una afonía frente al nuevo «pensamiento penal único» (Van Swaaningen, 2000). La necesaria oposición de una resistencia ideológica a esta reconfiguración del poder de castigar —que pasa por una denuncia y una reinterpretación de la situación existente—, debe partir de una recuperación de los fundamentos del pensamiento crítico de la cuestión criminal. Este «sentido» crítico debe orientarse hacia la complejización de las estructuras y de los esquemas a través de los cuales el delito, el control social y el castigo han sido interpretados, lo mismo que hacia una expansión de los horizontes comprehensivos de la disciplina criminológica. En definitiva, un proyecto contra-hegemónico como éste debe buscar una reconñguración de las estructuras de saber-poder que gobiernan el entendimiento de las reacciones sociales frente al delito. Tan sólo de esta manera, el trabajo de una criminología que se precie de ser crítica, puede convertirse en un arma de defensa y de ataque contra la nueva doxa planetaria (Bourdieu y Wacquant, 2001), para todos aquellos que, al decir de Foucault, «no poseen otro títu225

lo q u e u n a cierta dificultad c o m ú n p a r a s o p o r t a r lo que está pasando» (1990, 313).

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EL CASTIGO COMO UNA COMPLEJA INSTITUCIÓN SOCIAL: EL PENSAMIENTO DE DAVID GARLAND Ignacio F. Tedesco

Las normas de la civilización de un país pueden juzgarse al abrir las puertas de sus prisiones. F.M. DOSTOIEVSKI,

Recuerdos de la casa de los muertos

1. La delimitación del concepto castigo En la actualidad, los sistemas penales (al menos de los países más desarrollados) están experimentando profLindos cambios estructurales, que si bien no parecen tener ni dirección ni límites precisos, sí sugieren la aparición de un nuevo significado del castigo estatal. Tal como lo señala David Garland, estamos en presencia de un período de transición, en razón de que el viejo paradigma correccionalista y el ideal de resocialización se derrumbaron (Garland, 1999c; Cappuccio, 2000, 829). En este sentido, su obra se encuadra dentro de las reflexiones respecto de la sociología, la historia, la filosofía y la política penal que indagan los fundamentos y las derivaciones sociales del castigo en un momento de escepticismo fi-ente al proyecto penal de las sociedades modernas (Anitua, 2000, 368). Esta búsqueda del significado del castigo estatal ha sido una de las principales preocupaciones de este profesor británico. Preocupación que en los últimos veinte años ha ido plasmando en numerosas publicaciones que reflejan tanto sus investigaciones como sus clases en las Universidades de Edimburgo y de Nueva York. Sus trabajos se han centrado, desde una perspectiva sociológica, tanto en el estudio del castigo y del control penal, como en la historia del pensamiento crimi231

nológico.' Uno de sus principales aportes es el desarrollo de una sociología del castigo, en la cual las sensibilidades sociales y las pautas culturales adquieren un papel vital en la conformación de la reacción penal. Hacia estas cuestiones es que dirigimos la atención de estas palabras.^ Antes de avanzar específicamente sobre cuál es la concepción del castigo qvie Garland desarrolla en sus estudios, se toma necesario, en primer lugar, señalar a qué se refiere cuando se ocupa de analizar el castigo. En este sentido, en el segundo de sus libros. Castigo y sociedad moderna, que publicara originariamente en 1990, considera por castigo a aquel «procedimiento legal que sanciona y condena a los transgresores del Derecho penal, de acuerdo con categorías y procedimientos legales específicos». En este concepto de castigo (que luego ratificara en todos sus trabajos) están involucrados no sólo la administración de las sanciones, sino también el proceso legislativo, y también el de condena y sentencia. Concepto específico que se corresponde y asimila con uno más amplio, en el que se identifica la idea de castigo con la de penalidad, en tanto ambas se refieren al complejo entramado de leyes, procedimientos, discursos, representaciones e instituciones que integran el ámbito penal (Garland, 1999a, 33). Una de las razones que lo llevaron a entender el castigo en términos exclusivamente legales se debe al hecho de considerar que cuando se teorizó respecto de éste, parte de su objeto fue dejado de lado o ignorado mientras que otros fueron sobredimensionados en el análisis teórico. Así, entiende que el análisis de aspectos particulares condujo a una generalización incorrec-

1. Conesponde señalar que sus estudios tienen por delimitación el ámbito anglosajón (tanto el Reino Unido como los Estados Unidos de América). 2. Con el fin de no distraer al lector en el cueipo principal de este trabajp, cabe aclarar que el marco teórico o conceptual que lo sustenta está basado, por razones obvias, en la propia bibliogiafía de Gailand. En este sentido, la breve investigación que precedió a la escritura de estas líneas, estuvo centrada tanto en sus textos como en algunos comentarios aparecidos en ocasión de la publicación de sus trabajos. Un listado completo de su bibliografía puede ser consultado en: wwvv.law.nyv\.edu/faculty/pix> files/pubs/garlandd_pubs.pdf De ella, fueron tenidos en cuenta aquellos que se consideraron más relevantes respecto de la delimitación temática propuesta. Por último, en función de la naturaleza del trabajo emprendido, esto es, analizar la idea de castigo en el pensamiento de David Garland, ninguna hipótesis específica es planteada.

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ta. Lo que encuentra que sucedió en gran parte de los análisis efectuados sobre el castigo en general, al no tener en cuenta una visión en conjunto de cada una de las instituciones que conforman el castigo legal (Garland y Young, 1983, 9-10). Es por ello que sostiene que el concepto de penalidad termina siendo apropiado en cuanto es vm término menos tendencioso, al significar de por sí un complejo campo de instituciones, prácticas y relaciones más que un singular y esencial tipo de evento social (Garland y Young, 1983, 14). Así, considera que la penalidad es el más claro y más extremo ejemplo de la rutina del poder coercitivo estatal que permite su legitimación y que representa una ilustración viva de una ideología que enérgicamente sanciona sus propias categorías y que simboliza uno de los más poderosos tipos de ideología en la sociedad moderna (Garland y Young, 1983, 22). Por otra parte, encuentra que la idea de penalidad es útil ya que se aleja de las connotaciones del concepto «sistema penal», en tanto éste tiende a subrayar las prácticas institucionales y no sus representaciones, y a implicar una sistemática generalmente ausente (Garland, 1985, x). Por estas razones es que su concepción respecto a los conceptos de castigo y penalidad se relacionan tan estrechamente.

1.1. Los tres niveles de la penalidad: la filosofía de la pena, la penología y la sociología del castigo En un sentido coincidente con lo dicho hasta aquí, en ocasión de establecer el alcance de la voz punishment (castigo) para The Blackwell Dictionary of Twentieth Century Thought {Diccionario del pensamiento del siglo XX), Garland señala que castigar es la imposición de una penalidad en respuesta a una condena por la violación de una ley. Así, en el caso central del castigo en la sociedad moderna, éste se encuentra representado por el castigo judicial: el proceso legal a través del cual los infractores de una ley penal son sancionados en concordancia con un procedimiento legal específico por el que recibe una pena que es administrada por oficiales estatales. En este contexto, distingue tres niveles en el que puede ser entendida la problemática del castigo: el punto de vista de la filosofía, el de la práctica (penología) y el de la sociología del castigo (Garland, 1993, 531-533). 233

De esta manera, por un lado, a su entender, la práctica social del castigo judicial es susceptible de crítica en tanto implica la deliberada aflicción de un daño por agentes estatales sobre ciudadanos individuales. De allí la necesidad de buscarle una legitimación. En función de ello, una vasta literatura filosófica se preocupó en desarrollar argumentos justificatorios de la institución, en la que se identifican las circunstancias por las que el poder penal puede ser ejercido y se describen los fines que la pena persigue (Garland, 1993, 532). Así, al castigo se lo presentó como un fenómeno único, sobre el que prevaleció una mirada moral en la cual el problema era resuelto al establecerse las condiciones por las cuales la pena tenía que ser aplicada (Garland y Young, 1983, 11), de manera que en esta aplicación estuviera implicado un valor singular o un conjunto de valores no conñictivos. Es que, en su concepción, la pena requiere una justificación al ser moralmente problemática ya que a través de ella se realizan determinados actos contra las personas que, si no fuera por el hecho de ser precisamente una pena, serían considerados negativamente en términos morales. Justificación que constituye una teoría ideal (Garland y Duff, 1994, 2-5). Por el otro lado, en el ámbito de la práctica del castigo (propia de la penología), los sistemas penales desarrollaron una variedad de medidas de tratamiento propias de un Estado de Bienestar en función de la ideología rehabilitadora que se impuso. De esta manera, los sistemas contemporáneos de punición utilizan un rango diverso de sanciones, a través de una jerarquía de medidas que permite una escala de severidad conjuntamente con una serie de alternativas horizontales adaptadas a los diferentes tipos de delincuentes (Garland, 1993, 532-533). Esta mirada sobre el castigo, a su entender, es propia de un concepto de la penología que es objetable en cuanto tiende a observar la problemática desde una mirada técnica y empírica la cual reduce el campo de investigación y niega las conexiones e implicancias que las prácticas penales tienen sobre otras prácticas sociales (Garland y Young, 1983, 14). En definitiva, Garland distingue la filosofía de la pena de la teoría penal, constitutiva de la penología, la cual se dirige hacia la determinación de la sentencia, hacia la cárcel y hacia la administración de la probation (Garland y Duff, 1994, 16). Ni en uno ni en otro de estos niveles es en los que él preten234

de desarrollar su concepto de penalidad o castigo. El enfoque que él considera que sí se lo permite es el de la sociología del castigo. Encuentra que muy pocos han sido los estudios que intentaron abordar un análisis semejante, o sea, una visión del castigo como un complejo institucional que se sustenta en un análisis amplio de efectos e implicancias sociales (Garland y Young, 1983, 13). En este sentido, para Garland la sociología del castigo es «el corpus que explora las relaciones entre el castigo y la sociedad. Su intención es entender al castigo como fenómeno social y, en consecuencia, establecer su papel en la vida social». Contempla las instituciones desde afuera de ellas con la intención de entender el papel de éstas como un conjunto distintivo de procesos sociales inmersos en una vasta red social (Garland, 1999a, 25). Así, sugiere que un estudio correcto sobre el castigo requiere una relación estrecha entre el plano elevado de la teoría normativa y el más llano propio de la práctica de la decisión penal; lo cual sólo es posible gracias a la sociología del castigo. En otras palabras, de una interacción entre cada uno de estos niveles de la penalidad (Gariand y Duff, 1994, 21).

2. Su idea de penalidad respecto de la primera modernidad Antes de pasar a analizar las características generales que Garland considera que debe tener esta sociología del castigo, resulta útil analizar cuál es su visión sobre la penalidad que se desarrolla en una primera modernidad, la que conducirá al Estado de Bienestar británico y, de esta manera, reflejar el primer estudio en el que intenta llevar adelante sus herramientas conceptuales antes señaladas. Garland, en su primer libro, Punishtnent and Welfare: A History of Penal Strategies, se aboca a establecer la relación entre el castigo y la estructura social (esto es, entre las distintas formas de penalidad y las formas de organización social en las que éstas operan), a través del análisis histórico del surgimiento de la política penal británica (la cual ubica entre 1895 y 1914). En esta búsqueda, sostiene que las instituciones penales son funcionales, histórica e ideológicamente condicionadas por nume235

rosas otras relaciones sociales y agencias, las cuales, a su vez, están influidas por la actuación de las instituciones penales (Garland, 1985, vii-viii). Luego de describir cuatro programas ideológicos distintos (el del positivismo criminológico, el del trabajo social, el de la seguridad social y el de la eugenesia) gracias a los cuales se construye una nueva ideología penal, pasa a señalar las características que encuentra en el nuevo tipo de penalidad surgida en la modernidad. Así, entiende que se asiste, a partir de 1914, a un nuevo complejo socicJ el cual comparte una relación con un número de técnicas comunes, imágenes y principios. De esta manera, Garland observa que se estableció un nuevo sistema de disciplina que se desarrolló a través de las instituciones de la penalidad. Es decir, un nuevo sistema normativo que requirió un conocimiento cabal del caso a resolver, en donde el juez no sólo debía ser un interlocutor entre las partes sino también de nuevos mecanismos de procedimientos de investigación llevados adelante por la policía. Además, gracias al aporte de varias agencias, como por ejemplo las de los oficiales deprobation, se logró controlar tanto al delincuente, a su historia, como a su familia y su hogar. Los fines perseguidos eran la indagación y la normalización. Así, el complejo penal operaba, de manera interrelacionada, a través de tres modos distintos: el «normalizador», el «correccional» y el «segregativo» (Garland, 1985, 233-238). El sector normalizador se encontraba conformado, principalmente, por las prácticas de probation promovidas estatalmente, las que indicaban cuáles eran los requerimientos para ser considerado un buen ciudadano. Prácticas cercanas a otros institutos de socialización como la familia, la escuela o el lugar de trabajo. Uno de los mayores efectos de este sistema es su «refinamiento» a la hora de controlar: era discreto, humano y relajado, si se lo compara con prácticas anteriores (Garland, 1985,238-240). Por su parte, el sector correccional estaba representado a través de distintos tipos de escuelas e institutos reformatorios que se correspondían con el ideal rehabilitador, y que tenían el poder de rechazar a todos aquellos que aparecían ante su vista como incorregibles. Este sector era funcionalmente adyacente al normalizador y exhibía un número de lazos y continuidades 236

con él, en tanto era al que se pasaba luego de fi-acasar el primero (Garland, 1985, 240-241). Finalmente, en el sector segregativo era donde se alojaba a todos aquellos que, al no adaptarse a los anteriores sectores, eran confinados tanto a instituciones psiquiátricas, como de detención preventiva o a prisiones ordinarias. Constituía el fondo del complejo social instaurado en el que se operaba en términos coercitivos, claramente negativos, por más que las autoridades los instituían de efectos positivos (Garland, 1985, 241-243). A título de conclusión, Garland sostiene que la penalidad se construyó alrededor de una serie de formas y lógicas diversas que en general estuvieron relacionadas estratégicamente, mas nunca de una manera singular o uniforme, y que el objetivo de la práctica llevado adelante por los distintos institutos de la penalidad no es algo natural y umversalmente dado o recibido por la investigación científica, sino que es una categoría construida a través de las luchas políticas-discursivas (Garland, 1985, 262). En función de ello, encuentra posible la construcción de una nueva penalidad que no esté basada en una relación directa fundada en el conocimiento y en el poder, entre el que castiga y el castigado. Sin embargo, Garland no revela ninguna clave de cómo una penalidad semejante podría llegar a tener lugar o cuáles serían sus específicas características (Bernard, 1989, 190). No obstante ello, desde su concepción, esa construcción de un concepto de penalidad superador sólo debería realizarse a partir de las herramientas de la sociología del castigo.

3. La sociología del castigo en Garland Para Garland, el principal objetivo de la sociología del castigo no es promover un funcionamiento eficiente de las instituciones penales, sino explorar las relaciones entre el castigo y la sociedad, comprender cómo el castigo funciona como una institución social y en trazar su rol en la vida social. Así, los sociólogos del castigo tienen que preguntarse por qué determinadas sociedades adoptan particulares modos de punición, e investigar las condiciones que producen ciertas formas de sanción. Para él, este estudio es, en parte, histórico: se investiga, por citar algunos casos, la genealogía de la prisión moderna, o el 237

desarrollo del moderno sistema penal de bienestar en el que se combina el castigo con otras formas positivas de regulación social. Asimismo, el análisis comparativo también es utilizado para explorar cómo las jurisdicciones particulares difieren en el uso de las medidas penales, o los distintos índices de poblaciones penitenciarias o de uso de la pena capital. De esta manera, trabajar en sociología del castigo permite preguntarse sobre la legitimidad de las actuales instituciones y de la racionalidad de las prácticas corrientes, al igual que identificar las funciones latentes que aparecen como reales determinantes de la práctica penal (Gariand y Duff, 1994, 22, 31 y 34). A su entender, un pensamiento social sobre el castigo, en estos términos, se fue desarrollando a partir del estudio de la penología. En sus palabras, gracias a que la criminología se radicalizó es que emergió el deseo de proveer un análisis social del ámbito penal. No obstante, considera que esta criminología no llegó a brindar las respuestas esperadas. Sólo el desarrollo de un nuevo marco teórico fue estimulado por un número de tradiciones intelectuales (Gariand y Young, 1983, 6-7). Más allá de que a lo largo de toda la obra de Gariand, éste identifique cuatro tradiciones como trascendentes en la elaboración de una sociología del castigo: la marxista, la durkheiminiana, la foucaultiana y la cultural, no todas deben ser tratadas como si constituyeran cuatro pilares idénticos en la construcción de su teoría social del castigo. Si bien reconoce el papel de los estudios elaborados a partir de un marco teórico marxista, su visión parte de dos pensamientos principales: el de Durkheim y el de Foucault. Son estas elaboraciones teóricas las que se erigen en las columnas centrales de su análisis. Tal como veremos, su concepción en cuanto que las sensibilidades sociales y las mentalidades culturales son parte trascendente de la moderna penalidad no es más que su intento de delinear una tercera concepción que combine las calidades de cada una de las otras dos tradiciones y descarte sus limitaciones. Respecto del análisis marxista, Gariand reconoce que es una de las formas más poderosas en el análisis social de que se pueden disponer en razón de que una serie de trabajos especialmente utilizaron su marco teórico en el estudio del derecho, la legalidad y la penalidad. Así, de ellos, distingue tres vertientes. Por un lado, la tradicional perspectiva económica, en la que rescata los 238

trabajos de Rusche y Kirchheimer y de Melossi, en la cual la penalidad es vinculada directamente con una de las nociones de la economía. En segundo lugar, una respuesta estructuralista al economicísmo, de la mano de los trabajos de Althusser, Poulantzas y Pashukanis, en la que prevalece la importancia dada a una nueva evaluación de la política y de la ideología como entidades independientes y relativamente autónomas. Y, finalmente, una visión humanista e historicista del marxismo, como la de Thompson, que se contrapone tanto al economicismo como al estructuralismo (Garland y Young, 1983, 23-29). La razón que lleva a que el enfoque mar>dsta no sea uno de los pilares en su concepción es su consideración en cuanto que las conclusiones que se derivan de cada uno de estos trabajos no se corresponden necesariamente con este tipo de pensamiento, sino que pueden también de derivarse, entre otros, de Foucault. Esas conclusiones, las que rescata —aparte de los ya citados— de autores como Hay e Ignatieff, se centran en varios puntos. En primer lugar, en el hecho de que la penalidad (al igual que el aparato ideológico y de represión controlado por el Estado) desempeña una función en conflictos sociales para controlar el delito; mientras que las pugnas ideológicas, políticas y económicas moldean la definición del castigo y estructuran sus categorías. Por otra parte, en que la penalidad está íntimamente ligada a la esfera legal, por lo que el castigo contribuye a legitimar sus fines y efectos. Y en que el castigo es un elemento fundamental de las medidas de política social y vigilancia para controlar a los pobres y manejar a los grupos problemáticos (Gariand, 1999, 158-159). Tal vez, por esta comprensión de las consecuencias de los estudios de naturaleza marxista en la racionalidad foucaultiana, sea precisamente Foucault uno de los pilares centrales donde descansa la construcción de la teoría social del castigo de Garland. Circunstancia reflejada no sólo en la lectura de sus obras principales, sino también en varios de sus artículos en los que especialmente centró su mirada en el pensamiento del filósofo francés, más allá de que en todos ellos haya una crítica seriamente meditada sobre sus conclusiones (Garland, 1986fl, 1990, 1992, 1997, 1999a). En palabras de Stanley Cohén, él no sólo adopta su lenguaje, sino que lo traduce en una realidad histórica y política (Cohén, 1986, 411). Su intención, al igual que con 239

cada uno de los pensamientos en los cuales ftmda sus posiciones, es superar las observaciones que le realiza valiéndose de los aspectos positivos y así rescatarlos en pos de una visión más global. En función de ello, Garland entiende que el castigo debe requerir un marco de análisis más amplio, flexible y multidimensional que el sugerido en Vigilar y castigar, ya que considera que la sociología del castigo no es meramente una sociología del control y de la dominación (Garland, 1990, 3). Garland considera que el principal efecto del libro es presentar una nueva perspectiva de la sociología del castigo que tienda a desplazar las antiguas tradiciones de interpretación y a definir un nuevo enfoque para el estudio de la penalidad. Considera que la singularidad de Foucault se encuentra en que identifica las relaciones de poder con los detalles íntimos de las medidas penales y en las prácticas que éstas adquieren, lo que brinda una mayor sensibilidad respecto a sus matices (Garland, 1999a, 184-6). De esta manera, la relación entre castigo y poder es la base misma de la comprensión del castigo, el cual es descrito como una técnica de poder-saber a la cual se la interpreta como un concepto instrumental y funcionalista (Garland, 1999a, 194195). En definitiva, para él el castigo es más que un mero instrumento político de control (Garland, 1999a, 207). El otro pilar fundamental donde se asienta la concepción social de Garland sobre el castigo es su estudio sobre Durkheim, el cual le permitirá poner un límite respecto de la concepción foucaultiana, al sugerir por qué un análisis general del castigo tiene que explorar el complejo mundo de las sensibilidades culturales y de las mentalidades al igLial que las estrategias racionales de las agencias de control (Garland, 1990, 3-4). Varias fueron las oportunidades en que Garland se ocupó específicamente en analizar la obra de Durkheim (Garland, 1983, 1990, 1999a y 1999¿>). Él considera relevante que en ésta, la perspectiva del castigo durkheimniana, se descubren aspectos importantes del complejo penal y se revelan dimensiones y dinámiccis que de otra manera pasarían inadvertidas (Garland, 1999a, 66). Es que, tal como lo describe Garland, para Durkheim la esencia del castigo no es la racionalidad ni el control instrumental, sino una emoción irracional, irreflexiva, determinada por el sentido de lo sagrado y su profanación. Es la expresión directa de la conciencia colectiva lo que permite promover la solidaridad y la 240

cohesión social (Garland, 1990, 8-9). De esta manera, el castigo se convierte en un fenómeno moral que es a la vez un asunto de emoción psicológica individual y de moralidad social colectiva que le permite comprender la vida moral de la sociedad y su forma de operar. Castigo que debería ser considerado como un intento ritualizado de reconstituir y reforzar las relaciones de autoridad existentes (Garland, 1999a, 51, 65 y 103). En otras palabras, la importancia de Durkheim radica en lo que se podría llamar semiología del castigo. Ya que éste opera en dos niveles: en el mundano de los comportamientos y de los efectos físicos, pero también en el simbólico, al ser su trabajo un análisis sobre el sistema de signos que están alrededor de él (Garland, 1983, 59). Lo que permite descubrir una dimensión importante de los procesos sociales del castigo: esto es, trasladar la atención de los aspectos administrativos y gerenciales del castigo hacia sus aspectos sociales y emotivos (Garland, 1999a, 103). Este nivel simbólico, junto a la racionalidad instrumental foucaultiana, autorizará a Garland a establecer los límites de su teoría social del castigo. En este sentido, cabe señalar que, en sus palabras, son estos dos niveles de análisis, el administrativo-gerencial y el socialemotivo los que, a su vez, dieron lugar al proceso de racionalización del castigo. En éste, aquellos profesionales en el área del castigo fueron los que terminaron por redefinir su significado (Garland, Í99lb, 98 y 103-5).

4. El castigo como una compleja institución social A partir de estos dos pilares, el foucaultiano y el durkheimniano (uno racional e instrumental, y el otro emotivo y social), es que Garland puede desarrollar una tercera concepción que combina las cualidades de las anteriores y descarta sus limitaciones. Lo que le permite, entonces sí, señalar cuál es su posición sobre el castigo. De esta manera, él sugiere que el moderno Ccistigo es tanto una cuestión cultureJ como estratégica; en otras palabras, que es un ámbito de expresión de los valores y de las emociones como también un proceso de control. Así, el armazón a partir del cual arma su concepción sociológica del castigo está basado en la interpretación de los valores y sentimientos 241

del conflicto social que están expresados e invocados en el castigo, al igual que en el diseño de las estrategias instrumentales del control penal (Garland, 1990, 4). En su concepción, el castigo es, para cualquier sociedad, un tema simbólico, ya que se vincula directamente con las raíces del orden social, al igual que posee un lugar prominente en la formación física y desarrollo individual de las personas. El castigo opera como un signo de la autoridad y es la materialización final de su fuerza, de naturaleza universal e indispensable (Garland, 1990, 11). Garland logra su propósito de construir su idea sobre el castigo, que sintetiza lo simbólico y lo instrumental, gracias al rescate, en su análisis, de la dimensión cultural que se encuentra presente en el fenómeno de la penalidad. El desarrollo de esta perspectiva es lo que le permitirá señalar, finalmente, que el castigo es una compleja institución social. Esta es la idea central que recorre su libro Castigo y sociedad moderna (Garland, 1999a).^

4.1. Las formas culturales y la penalidad La idea central de Garland es que el castigo debe ser entendido como un artefacto cultural, que encama y expresa las formas culturales de la sociedad. De forma tal que las mentalidades y las sensibilidades culturales en las instituciones penales influyen en el castigo tanto como éste lo hace con aquéllas. Así, entiende que para comprender la formación y el significado social de la penalidad es necesario construir un análisis cultural en el que se señale cómo éste se expresa y actúa en el ámbito penal, en tanto es la cultura la que determina los contomos y los límites extemos de la penalidad (Garland, 1999a, 227-228 y 230). En su definición de cultura, Garland parte del análisis efectuado por el estudio antropológico de Geertz. Entiende por eUa una dimensión de la vida social, en un contexto conformador de la acción social y penal. En su esquema analítico, la cultura abarca tanto los fenómenos de conocimiento denominados por él «mentalidades», como aquellos relacionados con el afecto o 3. Cabe mencionar que una síntesis de este libro puede ser encontrada en su trabajo monográfico Socioloffcal Perspectives on Punishmeut (Garland, 1991fl).

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la emoción: las «sensibilidades». De esta manera, en la cultura se distinguen dos aspectos: por un lado, el cognitivo, que se refiere a todos aquellos conceptos y valores, categorías y distinciones, marcos de ideas y sistemas de creencias (las mentalidades) que se usan para construir el mundo y su representación ordenada y significativa; y, por el otro, el afectivo, esto es, las distintas formas de sentimientos y sensibilidades. Unos y otros se vuelven inseparables (Garland, 1999a, 328-329). El marco teórico que le permitirá sustentar su tesis es el llevado adelante por Norbert Elias, al definir éste cómo se fue desarrollando el proceso de civilización, el cual implicó —en la cultura popular— un aumento y diferenciación de los controles impuestos por la sociedad sobre los individuos, y un refinamiento de conducta y mayor nivel de inhibición psicológica en la medida en que las normas de conducta adecuadas se vuelven más exigentes. Parámetro psicológico que toma de Freud y que, según Garland, no se aleja de lo estudiado por Foucault sobre la disciplina y sus efectos (Garland, 1999a, 254-7). Marco conceptual que rescata del análisis llevado a cabo por Spierenburg, al señalar éste cómo las condiciones de seguridad y el uso instrumental del castigo siempre estuvieron en tensión con las fuerzas culturales y psíquicas encargadas de poner límites claros en los tipos y extensión del castigo que se consideraba aceptable, de manera que la sensibilidad influyó claramente en la forma en que se adoptaron los castigos (Garland, 1986fo, 316). En este marco, Garland sostiene que el castigo se vuelve una encamación práctica de algunos de los temas simbólicos, significados y formas específicas de sentir que constituyen la cultura. De esta manera, el castigo está conformado por amplios patrones culturales originados fuera de él, a la vez que genera sus propios significados, valores y sensibilidades que contribuyen, en cierta forma, a establecer el esquema de la cultura dominante. Así, la cultura es tanto «causa» como «efecto» de las instituciones penales (Garland, 1999a, 290-291). En función de todo ello, para Garland el castigo es una institución comunicadora y didáctica, dado que por medio de sus políticas y declaraciones pone en efecto algunas de las categorías y distinciones con las cuales se da significado al mundo. Así, la penalidad actúa como un mecanismo regulador social en dos sentidos: regula la conducta directamente a través del medio fi'si243

co de la acción social, al igual que regula la conducta con un método diferente de significación. Por lo que, la penalidad no sólo comunica significados acerca del crimen y del castigo, sino también acerca del poder, la autoridad, la legitimidad, la moralidad y muchas otras cuestiones (Garland, 1999a, 293-294). En definitiva, para Garland, el castigo es un complejo artefacto cultural que codifica, en sus propias prácticas, signos y símbolos de una cultura más amplia. Mas, lo que es importante a tener en cuenta es que esta visión es una propuesta metodológica: un modo de mirar que ayuda a tener acceso a los significados sociales implícitos de la penalidad. Lo que no debe hacer olvidar el hecho de que el castigo también es una red de prácticas materiales sociales y de formas simbólicas, de manera tal que las instituciones penales son parte de una estructura de acción social y un sistema de poder, al mismo tiempo que un elemento significante dentro de un ámbito simbólico (Garland, 1999a, 233-234).

4.2. La institución social del castigo Gracias a esta dimensión cultural del castigo, Garland logra superar las limitaciones de los paradigmas foucaultiano y durkheimniano, que en definitiva sustentan la estructura de su análisis, y así construir un concepto multidimensional sobre lo que debe ser el castigo. De esa manera, en términos de Nietzsche, se logra un concepto del castigo a partir de la exploración de sus diversas dinámicas y fuerzas a fin de formar una imagen compleja de los circuitos de significado y acción dentro de los que funciona (Garland, 1999a, 32). Así, en palabras de Garland, la penalidad debería verse como una institución social (y no como un tipo especial de acontecimiento o relación) en el que se encuentra involucrada una estructura compleja y una densidad de significados. Mientras que, por institución social debe entenderse aquel conjunto de prácticas sociales sumamente estructuradas y organizadas. Es el medio estable por el cual una sociedad maneja ciertas necesidades, relaciones, conflictos y problemas recurrentes de manera ordenada y normativa para que las relaciones sociales sean razonablemente estables y diferenciadas (Garland, 1999a, 327-328). 244

Su concepción no tiene por objeto ser una síntesis de tradiciones, sino delinear un concepto de penalidad que se encuentre fundado en la multiplicidad de interpretaciones que muestre su interrelación (Garland, 1999a, 331). Esto es, una metodología de estudio que logre condensar toda una trama de relaciones sociales y significados culturales. En palabras de Garland, «imaginar el castigo de esa manera significa cuestionar la autodescripción estrecha e instrumental que suelen adoptar las instituciones penales [...], y sugerir una percepción con mayor conciencia social y carga moral respecto de los asuntos penales» (Garland, 1999a, 336-337).

5. La penalidad de la modernidad tardía: la cultura del control Este concepto del castigo no nos dice con claridad cómo es el castigo de hoy en día en nuestras sociedades. Una de las razones de ello es que esta idea de penalidad no es más que una propuesta metodológica respecto a cómo debe entendérsela. Este vacío Garland lo cubre con su reciente libro The Culture of Control (Garland, 2001). En su análisis, la idea rectora respecto de la penalidad contemporánea es que la actual modernidad tardía es el producto de una transformación de una cultura (que se traduce en un proyecto o estrategia) del cambio social, a una cultura del (mero) control (Zysman Quirós, 2002, 3). Su trabajo no es un estudio específico sobre cómo debe ser estudiado el castigo legal, sino la explicación e interpretación a través de la elaboración de una historia del presente de un concreto conjunto de instituciones e ideas que conforman la penalidad de los últimos treinta años, y de las herramientas de la teoría social del castigo por él desarrollada, esto es, de las fuerzas sociales, culturales y políticas que la conforman. De esta manera, Garland entiende que el control que caracteriza la penedidad de la modernidad tardía fue moldeado gracias a dos fuerzas sociales producto de políticas conservadoras: la característica organización social de estos años y el mercado libre (Garland, 2001, vii-xi). Así, una de las ideas centrales de su estudio es que el control penal que se reconfiguró en estos años es el resultado de opcio245

nes políticas y decisiones administrativas basadas en una nueva estructura de relaciones sociales influidas por vmas nuevas sensibilidades culturales. Considera que se asistió a una reemergencia de sanciones punitivas y de una justicia expresiva una vez que declinó el ideal rehabilítador: el castigo volvió a ser, una vez más, un objetivo penal respetado y adoptado. A su vez, los aspectos simbólicos, expresivos y comunicativos de la sanción penal son abrazados por las nuevas filosofías normativas de la pena que buscan explicaciones racionales retributivas que expresen de la mejor manera las suposiciones culturales y los intereses políticos que ahora dan forma a la práctica del castigo. En este escenario, la prisión ha vuelto una vez más a transformarse. Ha pasado de ser una institución correccional discreta y declinante a un pilar del orden social contemporáneo masivo e indispensable (Garland, 2001, 6-14). En esta nueva cultura del control, Garland identifica dos estrategias que gobiernan la prevención del delito y su represión: el «compañerismo preventivo» {preventative partnership) y la «segregación punitiva». La primera engloba toda una infraestructura de decisiones en las que el Estado y agencias no estatales coordinan sus prácticas con miras a prevenir el crimen y hacer sentir segura a la comunidad. Por su parte, la segregación punitiva opera tanto de una manera expresiva, en la que la balanza punitiva utiliza los símbolos de la condena y el sufrimiento para comunicar su mensaje, como instrumental, atendiendo a la protección del público y de los riesgos. Estrategia, esta última, populista y politizada en la que se da un lugar privilegiado a la imagen de la víctima, mas no a su punto de vista (Garland, 2001,140-143). De esta manera, la penalidad creció como un tercer sector gubernamental, como un nuevo aparato de prevención y seguridad. Esta cultura del control penal se conformó, a entender de Garland, alrededor de tres elementos centrales: una recodificación del penal-welfarism, de una criminología del control y de un estilo económico de razonar (Garland, 2001, 170-175). Así, se pasó a enfatizar el control en cada aspecto de la vida social, con excepción del ámbito económico que asistió a su desregulación, de forma que más y más controles fueron impuestos al pobre mientras menos y menos controles afectaron a las libertades del mercado. Los ideales de solidaridad terminaron siendo eclipsados por imperativos supuestamente más básicos: se246

guridad, economía y control, los que abandonaron las ideas de justicia social; de forma tal que el encarcelamiento sirvió tanto para expresar la satisfacción de sentimientos retributivos, como para constituir u n mecanismo instrumental para el manejo del riesgo y el confinamiento del peligro (Garland, 2001, 195-199).

6. ¿Es posible otra penalidad? A lo largo de toda la obra de Garland se puede apreciar la aspiración a reflejar u n a esperanza: la de que otra penalidad es posible, n o siendo necesario quedar determinado por u n a nueva «jaula de hierro» (Garland, 2001, 204). E s más, Uega incluso a afirmar que «es posible aspirar a influir en las luchas morales y culturales en el c a m p o penal» (Garland, 1999a, 289). Mas éste es el interrogante que, en cada u n o de sus trabajos, se deja abierto. En ninguna oportunidad profundiza ni señala qué estrategias o mecanismos en concreto debieran llevarse a cabo, que n o sean u n a mera enunciación de que la lucha política y cultural es factible. Y, m u c h o menos aún, señalar cuál es la otra penalidad que considera que hay que buscar. Tal vez la razón de ello sea que las investigaciones y el estudio de Garland sobre la penalidad y el castigo legal hayan estado siempre reservados a u n ámbito, el de su comprensión a través de u n método: el entender que el castigo es u n a compleja institución social, inevitable y trágica. Esto es, u n a expresión moral n o meramente instrumental (Garland, 1999a, 338).

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EL CASTIGO PENAL EN EE.UU. TEORÍAS, DISCURSOS Y RACIONALIDADES PUNITIVAS DEL PRESENTE Diego Zysman Quirós

Gran parte de los estudios penales de hoy en día concuerdan en que EE.UU. (y algunos dirán que a través de éste, los países de Occidente en general) se está convirtiendo en una sociedad cada vez más punitiva (Garland, 2001; Tonry, 1999; Matthews, 2002). Lo cierto es que mientras en el pasado el pensamiento progresista pudo evaluar con satisfacción o esperanza novedosas influencias penales que provenían desde aquellas tierras (recordemos el impacto que en toda Europa tuvieron durante el siglo XIX los sistemas penitenciarios de Filadelfía y Aubum, el reformatorio para adultos de Elmira, la sentencia indeterminada, la probation y la libertad condicional o parole), en la actualidad la experiencia norteamericana genera la visión aterradora de un futuro penal posible. Más allá de estas consideraciones resulta difícü explicar o siquiera describir en términos globales cuál es el panorama penal de un país como EE.UU. y el grado de impacto que estas experiencias podrían tener a la brevedad en el resto de Occidente. Sin embargo, sí es factible intentar una exposición predominantemente informativa de algunas de las teorías, propuestas, discursos o racionalidades' del castigo penal más influyente hoy en día.^ 1. Utilizamos la noción de racionalidad en forma aproximada a la que emplean los últimos escritos foucaultianos (en este sentido, nos alejamos del uso monolítico del racionalismo weberiano) para concebir distintas formas de pensar y actuarfiíenteal delito que exceden las teorías y la simple práctica, dotadas de coherencia interna y pretensiones de explicar y someter a su praxis toda experiencia que ingi^e a su campo de acción. 2. Una idea notablemente presente en la lectura política, económica y social de los

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Consideramos que un aporte de esta naturaleza será una herramienta útil para comprender la historia penal norteamericana y muchos de los debates del presente. Para ello, analizaremos los orígenes y desarrollo del just desert, la Economía del delito y de las penas, el renacimiento del pensamiento penal conservador y los estudios sobre managerialismo y actuarialismo penal. A esta altura, sin embargo, debemos aclarar un hecho que aparece, casi, como un presupuesto. El abandono sustancial (o marcado desplazamiento) del ideal resocializador (o mejor, en terminología anglosajona: rehabilitador). Referir la existencia del quiebre del paradigma rehabilitador durante los años setenta, se ha convertido casi en un lugar común entre los escritos especializados. Una aproximación promedio a la historia académica oficial, simplificada al extremo y expuesta en muy breves líneas, contaría que a partir del primer congreso penitenciario norteamericano realizado en Cincinnati, en 1870, en el que intervinieron exponentes del progresismo local como Z. Brockway, T. Dvdght y E. Wines, se consolida una propuesta punitiva que pretende primordialmente corregir (y no meramente castigar) a los condenados, individuos que, por otra parte, se asocian a ciertas patologías. Esta línea, de la mano de novedosos institutos como la pena indeterminada, la probation y la parole o libertad condicional, irá difundiéndose hasta llegar a consolidarse con el nombre de rehabilitación después de la posguerra. De allí en más se inicia un período en el que EE.UU. se ofrece al mundo como ejemplo de las nuevas tendencias penales ligadas al progreso científico y el humanismo, y en el cual las críticas emergentes se canalizan a través de propuestas de mejoramiento del modelo. Ello hasta la llegada de los años se-

acontecimientos del 11 de septiembre del 2001 («Tonas gemelas»), señala esta fecha como punto que demarca un «antes» y un «después» en la historia de Occidente. Esta mirada sugiere pensar que los desarrollos teóricos e institucionales de variadas temáticas, entre otras la del castigo penal, sufren entonces una abmpta ruptura que invalida de allí en más los panoramas anteriores. En verdad, consideramos que más allá de las especulaciones posibles, la cercanía con estos hechos impide por el momento afiímaciones «científicas» de esta índole, las que, por otra parte, aún no se compadecen con la apai^nte continuidad de ciertas prácticas e institutos. Más allá de la ansiedad teórica, nuestra afirmación se muestra aceitada si tomamos en consideración que recién en los últimos años se hacen fuertes las lecturas generales sobre el impacto de la década de los setenta en el campo de las políticas penales.

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tenta, la crisis de la criminología etiológica o positivista y, junto a ella, la crisis fiscal y la del Estado de Bienestar. En ese contexto se producen fortísimos embates de derecha e izquierda que a mediados de aquella década promueven el fin del ideal rehabilitador (Alien, 1998; Rothman, 1980; Rotman, 1995; Garland, 2001; Friedman, 1993; Rivera Beiras, 2003). Efectuada esta salvedad, podemos entrar de lleno en las nuevas tendencias que ya desde hace algunos años intentan ocupar el lugar que la lógica señalada dejara vacío.

1. Retribucionismo, pena simbólica y just desert El just desert o justo merecimiento —algunas veces también referido como conmensúrate desert, o simplemente como teoría del merecimiento (desert)— intenta concentrarse en una idea básicamente muy simple: «La severidad del castigo debe ser conmensurada con la seriedad del daño» (Von Hirsch, 1986, 66). Como sugerimos anteriormente, esta teoría nace (o renace) en los años setenta, de la mano del emergente Justice Model,^ como una de las respuestas críticas más definidas frente a la justificación preventivo-especial o rehabilitadora que brindaba apoyo a la pena indeterminada. Si bien podemos encontrar algunos precedentes, su obra paradigmática es Doing Justice. The Choice of Punishments, de 1976 (1986): obra colectiva dirigida por Andrew Von Hirsch (quien por ello también es considerado su representante más

3. Llegados a mediados de los años setenta las variadas propuestas críticas a la rehabilitación penal se consolidaron y extendieron. Tomadas en conjunto, y en tanto opuestas al «modelo médico» o modelo de «tratamiento» entonces reinante, conformaron la agenda de lo que será conocido como «Modelo de justicia» o Justice Model. Un influyente programa de refomia en el que confluyeixjn en forma tímida y tempoial diversos intereses, y en el que resaltaron los juristas defensoi^es del debido pitxreso legal (Hudson, 1987, 37; Cohén, 1988, 355; Pavarini, 1992, 20; 1994, 81). Esta experiencia se consolidó exitosa y rfpidamente no sólo en Estados Unidos, sino también en el Reino Unido y otros países (Cavadino y Dignan, 1997, 50; Duff y Garland, 1994, 9; Garland, 2001, 60; Matthews, 1999, 169). En gran medida, se entiende que ello fue así giTicias a su capacidad de satisfacer los variados reclamos que nucleaba, esto es: restaurar la legitimidad y respeto del sistema legal reduciendo la in
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